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Spanish Pages 241 Year 1994
N UESTROS ORÍ GEN ES EN BUSCA D E LO QUE N OS H ACE H UM AN OS RI CH ARD LEAKEY Y ROGER LEW I N
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Traducción cast ellana de M. a JOSÉ AUBET CRÍ TI CA GRUPO GRI JALBO- MONDADORI BARCELONA Quedan rigurosam ent e prohibidas, sin la aut orización escrit a de los t it ulares del copyright , baj o las sanciones est ablecidas en las leyes, la reproducción t ot al o parcial de est a obra por cualquier m edio o procedim ient o, com prendidos la reprografía y el t rat am ient o inform át ico, y la dist ribución de ej em plares de ella m edíant e alquiler o prést am o públicos. Tít ulo original: ORI GI NS RECONSI DERED. I N SEARCH OF WHAT MAKES US HUMAN Doubleday, una división de Bant am Doubleday Dell Publishing Group, I nc., Nueva York Diseño de la colección y cubiert a: Enric Sat ué © 1992: Sherm a B.V. © 1994 de la t raducción cast ellana para España y Am érica: CRÍ TI CA ( Grij albo Com ercial, S.A.) , Aragó, 385, 08013 Barcelona I SBN: 84- 7423- 639- 8 Depósit o legal: B. 3.733- 1994 I m preso en España 1994.—HUROPE, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona
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Para Meave y Gai
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AGRADECI MI ENTOS Las páginas de est e libro represent an años de t rabaj o y de cont inua int eracción con m is colegas. Cit ar sólo algunos nom bres sería ofensivo, e inj ust o. Dam os, pues, las gracias a t odos; ellos ya saben quiénes son. Pero hay dos nom bres que no pueden perm anecer anónim os: Kam oya Kim eu y Alan Walker, viej os am igos y colegas. Merecen m ención especial el gobierno de Kenia y los direct ores del Museo Nacional por aut orizar y alent ar nuest ra invest igación. Finalm ent e, agradecem os a nuest ras respect ivas esposas su sólido y const ant e apoyo.
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PRÓLOGO Durant e m ás de dos años he vivido con la const ant e sensación de peligro: soldados arm ados vigilaban m i casa, y unos guardaespaldas m e acom pañaban a t odas part es en m i Land Cruiser, y ot ro coche det rás, siguiéndonos. Me sorprende cuan rápidam ent e m e he acost um brado a su presencia, com o algo cot idiano. Pero nunca olvido que se t rat a de personas que ant es querrían verm e m uert o que vivo. En abril de 1989 el president e Daniel Arap Moi, j efe de Est ado de Kenia, nos sorprendió, a m í y a m uchos ot ros, al nom brarm e direct or del Kenya Wildlife Service. Mi t area consist ía en evit ar la crecient e caza furt iva de elefant es y rinoceront es y est ablecer una est ruct ura adm inist rat iva de cont rol de los anim ales salvaj es, base de nuest ra indust ria t uríst ica. Est a indust ria es de vit al im port ancia para Kenia porque at rae divisas. Pero la lucha cont ra la caza furt iva del m arfil im plica enfrent arse a gent e m uy poderosa que se ha enriquecido a m anos llenas con la m asacre de anim ales salvaj es. De ahí que quisieran librarse de m í. Ahora est oy inm erso de lleno en un am bicioso program a cuyo obj et ivo es la coexist encia ent re los anim ales salvaj es y las poblaciones hum anas. El equilibrio será difícil, dada la presión dem ográfica exist ent e y la fragilidad de las m erm adas com unidades de la fauna salvaj e. En m uchos aspect os represent a un m icrocosm os de la difícil sit uación por la que at raviesa t odo el planet a. Cuando el president e Moi m e pidió que acept ara el t rabaj o, lo consideré un honor. Era concient e de dónde m e m et ía y de lo que dej aba. Durant e veint e años había sido direct or del Museo Nacional de Kenia y había pasado la m ayor part e del t iem po visit ando el lago Turkana, al nort e del país, en busca de fósiles de los prim eros hum anos. La búsqueda de fósiles ha sido, y sigue siendo, m i prim er am or. Tengo la suert e de vivir y t rabaj ar en el cont inent e que Charles Darwin llam ó «la cuna de la hum anidad». Y t engo la suert e, asim ism o, de haberm e criado en una t radición fam iliar de independencia, de det erm inación, y de convicción de que ni aun el m edio m ás host il t iene por qué ser necesariam ent e peligroso. La nat uraleza salvaj e m e ha sido t an fam iliar com o el parvulario y la escuela lo son para t ant os adolescent es. Puedo sobrevivir allí donde m uchos occident ales sucum birían a la sed, al ham bre o a los depredadores. Lo aprendí de niño. No hace falt a ser un avent urero para buscar en zonas recóndit as de la sabana rest os fósiles de nuest ros ant epasados. Pero saber cóm o encont rar alim ent o, dónde dar con agua, y cóm o evit ar el peligro en un paisaj e árido y desnudo, m e ha dado una sensación de paz, de «com unión». Me sient o unido a nuest ros ant epasados, percibo int im idad con esa t ierra que fue la suya. Y, evident em ent e, est á t am bién la t radición Leakey. Mis padres, Louis y Mary, revolucionaron la invest igación sobre los orígenes hum anos con sus fam osos descubrim ient os. Pese a que de j oven anhelaba profundam ent e m i independencia, y aunque luché desesperadam ent e por salir de la som bra de m is padres, sin saber m uy bien cóm o, m e vi em puj ado a int errogarm e sobre nuest ros principios, sobre qué hizo que seam os com o som os. Aún hoy m e result a difícil explicar cóm o la em oción subyacent e a esa búsqueda fue m ás fuert e que m i decisión int elect ual —frecuent em ent e expresada— de
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desvincularm e del m undo de los fósiles. Tal vez fuera la avent ura, el desafío de est ar ahí en plena vida salvaj e. Louis m urió repent inam ent e en 1972, y m e sat isface poder decir que habíam os conciliado nuest ras diferencias. Él había acept ado finalm ent e m i independencia, y yo la realidad de sus grandes cont ribuciones cient íficas, cosa que hast a ent onces no había podido ver ni com prender. Llevaba ya algún t iem po dedicado a la búsqueda de fósiles, las relaciones ent re m i padre y yo t odavía t irant es, cuando di con el m anuscrit o de una conferencia que él había dado en California, creo. Me llam ó la at ención una frase: «El pasado es la clave de nuest ro fut uro». Sent í com o si est uviera leyendo algo m ío; expresaba ent eram ent e m is propias convicciones. ¿Habíam os llegado a esa conclusión separadam ent e? ¿O yo la había incorporado de él de form a inconcient e? No creo que fuera est o últ im o, porque de niño nunca m e int eresé dem asiado por lo que hacía m i padre. Él era religioso, aunque no de una form a convencional. Yo no lo soy. Pero aparent em ent e habíam os llegado a com part ir el m ism o punt o de vist a inm at erial. Aquellas palabras escrit as por m i padre, «el pasado es la clave de nuest ro fut uro», supusieron un m om ent o clave para m í. Durant e los años que duró la búsqueda de fósiles en el lago Turkana era concient e de que había algo m ás que la experiencia del descubrim ient o: descubrí en m í m ism o la cert eza de lo que t odo aquello nos iba a deparar. Sent í que allí, en los áridos sedim ent os de aquel grandioso lago, íbam os a encont rar respuest as que t rascenderían las pregunt as convencionales de la ciencia. Si podíam os ent ender nuest ro pasado, com prender aquello que nos había hecho com o éram os, ent onces t al vez pudiéram os obt ener una visión fugaz de nuest ro fut uro. Todos los hum anos, en t odo el m undo, pert enecen a una especie, Hom o sapiens, el product o de una det erm inada hist oria evolut iva. Est oy convencido de que la com prensión de esa hist oria podrá inspirar nuest ras fut uras acciones en t ant o que especie. Y sobre t odo nuest ra relación con el rest o del m undo nat ural. Tras la búsqueda de los orígenes hum anos hay una profunda m ot ivación personal. Es indudable que la paleoant ropología puede desarrollar un enfoque t écnico, igual que ot ras m uchas disciplinas cient íficas: desde el análisis est adíst ico hast a los m ist eriosos dat os de la biología m olecular, la cuest ión de los orígenes hum anos es exigent e y rigurosa int elect ualm ent e. Pero es m ás que eso. Dado que el obj et ivo últ im o de la invest igación som os nosot ros m ism os, la t area incorpora una dim ensión que no est á present e en ot ras ciencias; una dim ensión en ciert o m odo ext racient ífica, m ás filosófica y m et afísica, que aborda cuest iones que surgen de nuest ra necesidad de com prender la nat uraleza de la hum anidad y nuest ro lugar en el m undo. Cada vez que doy una conferencia, siem pre hay alguien que m e recuerda est a necesidad de saber sobre nosot ros m ism os. Muy a m enudo sient o que el público que viene a escucharm e necesit a sent irse seguro, reafirm ado. Hablo de fósiles y de t eorías ant ropológicas, y la gent e m e pregunt a qué pasará en el fut uro. Una vez, hace diez años, una señora m ayor, visiblem ent e preocupada, m e pidió que le dij era si era ciert o, com o le habían dicho, que «los hum anos son sólo un accident e hist órico». Yo le hablé de la hist oria de la Tierra y del regist ro fósil; del azar y de la evolución. Y le describí m undos alt ernat ivos, sin hum anos, m undos perfect am ent e plausibles. Pero lo que ella quería oír, evident em ent e, era que los hum anos no som os un accident e biológico, que el Hom o sapiens t enía que exist ir. Su «condición hum ana», su necesidad de dar sent ido a su m undo, parecía exigir que no podía ser de ot ra m anera. La paleoant ropología es, por consiguient e, una m ezcla de elem ent os cient íficos y de
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elem ent os ext racient íficos. Los profesionales solem os int eresarnos por los huesos, evident em ent e: cóm o relacionar una const elación anat óm ica de un cráneo con ot ra sim ilar en ot ro cráneo, am bos t al vez alej ados ent re sí por un m illón de años de hist oria evolut iva. Es una ocupación absorbent e, que pone a prueba nuest ra capacidad para reconocer vínculos genét icos en la m ás exigua evidencia física. El elem ent o filosófico siem pre est á present e, pero por lo general en t ant o que im pront a no explícit a en nuest ro t rabaj o. Hace quince años decidí escribir un libro, j unt o con Roger Lewin, sobre el est ado de la paleoant ropología, y t am bién sobre algunas cuest iones filosóficas que ent onces m e preocupaban. Hace poco, en uno de esos poquísim os m om ent os de t ranquilidad, m e sent é a leer de nuevo Origins 1 Y com probé que su principal m ensaj e filosófico afirm aba, cont rariam ent e al saber popular, que la especie hum ana no es siem pre agresiva, ni t iende genét icam ent e a la violencia. Muchas figuras prom inent es, ent re ellas Konrad Lorenz, afirm aban que la t errit orialidad y el com bat e rit ual en los anim ales, ext rapolados a la arena hum ana, explicaban la belicosidad que t ant o ha m arcado nuest ra hist oria recient e. Ot ros aut ores, ent re ellos Raym ond Dart , sugirieron que en el regist ro fósil hum ano había evidencia de com bat es sangrient os. Est as dos líneas argum ent at ivas fueron recibidas curiosam ent e con ent usiasm o por part e de un público ávido de explicar, si no j ust ificar, la guerra. Com o dem ost rábam os en Origins, am bas líneas argum ent at ivas eran im perfect as. La t errit orialidad es un rasgo flexible del com port am ient o en m uchos anim ales, influido en general por las circunst ancias ecológicas. Y el com port am ient o hum ano, evident em ent e, es flexible en ext rem o. Los hum anos no cierran filas ant e las exigencias de los genes agresivos. Nuest ro com port am ient o com o especie es com plej o, siem pre m at izado y m odelado por el cont ext o cult ural, y siem pre suj et o a opción, al libre albedrío. Afirm ábam os que la volunt ad de acept ar la idea de que Hom o sapiens t iende al conflict o violent o por im perat ivo biológico es en sí m ism a una m anifest ación cult ural. Sugerir que la guerra es algo norm al en la hist oria hum ana debido a nuest ra herencia genét ica nos absuelve de t oda culpa, dado que no se puede luchar cont ra lo inevit able; m ás o m enos esa era la línea argum ent at iva. Pero nuest ra post ura en Origins —que el conflict o pert enece al ám bit o del libre albedrío— sit uaba la responsabilidad en la sociedad hum ana, un peso que al parecer m uchos preferirían no t ener que soport ar. Creo que sí t enem os que soport ar esa responsabilidad, t ant o por lo que ha ocurrido en el pasado com o por lo que nos depara el fut uro. Cuando, en Origins, analizábam os la supuest a evidencia de violencia en la prehist oria, la segunda línea argum ent at iva, m uy popular en aquella época, no resist ió a la penet rant e m irada de la invest igación cient ífica. La supuest a evidencia de golpes m ort ales en algunos cráneos era en realidad product o de los daños producidos durant e el proceso nat ural de fosilización. Las supuest as arm as result aron ser t an sólo los rest os del ágape de algunas hienas. No hay evidencia de violencia regular o de conflict o arm ado en la prehist oria hum ana hast a hace unos 10.000 años, cuando los hum anos em pezaron a producir alim ent os, a raíz de la llam ada revolución agrícola. Afirm ábam os, en cam bio, que la hist oria evolut iva ha dot ado a nuest ra especie de una t endencia a la cooperación. Adem ás, Hom o sapiens posee una m ayor flexibilidad 1
Origins, publicado en 1977, fue un best - seller. Le siguió The Making of Mankind ( t raducción cast ellana: La form ación de la hum anidad, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1981) , escrit a a part ir de una serie de t elev isión para la BBC. ( N. de la t .)
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de com port am ient o, una gam a m ás am plia de opciones —y por lo t ant o de responsabilidad— que cualquier ot ra especie. Buena part e de los conflict os en el m undo se deben, en últ im a inst ancia, al m at erialism o y a la desavenencia cult ural, no a nuest ra nat uraleza biológica. Cuando hay posesiones propias que defender y aj enas que codiciar, pueden encont rarse vent aj as m at eriales en un conflict o m ilit ar; de ello no hay duda. La hist oria lo ha dem ost rado repet idas veces. Pero no exist e ningún dem onio int erior que nos fuerce inexorablem ent e a luchar unos cont ra ot ros, com o creían Lorenz y Dart . Tenem os opciones, y responsabilidades. Por lo que se refiere al ám bit o cient ífico sobre t odo, en Origins hay una serie de ideas e int erpret aciones ant ropológicas que se han dem ost rado equivocadas. Com o no se cansan de repet ir los filósofos, aunque nosot ros seguim os em peñados en descubrirlo por vías m ucho m ás int rincadas, la ciencia es experim ent al, y provisional: las percepciones de hoy acaban siendo reem plazadas por ot ras nuevas. Y así seguirán las cosas en el fut uro, porque ese es el cam ino del progreso cient ífico. Pero t am bién confío en que quince años de experiencia m e hayan ayudado a ser m enos proclive que ant es a defender de form a dogm át ica m is conclusiones, a insist ir en que lo que creem os saber ahora es la Verdad. La verdad absolut a es com o un espej ism o: t iende a desaparecer cuando m ás t e acercas a ella. Una de las lecciones m ás im port ant es para m í de est os años es que, por m ucho que se busquen apasionadam ent e ciert as respuest as, algunas, com o el espej ism o, quedarán para siem pre fuera de m i alcance. La superación de algunas de las ideas e int erpret aciones que aparecían en Origins se debe, evident em ent e, al descubrim ient o de nuevos fósiles, algunos por m í, ot ros por m is colegas. Los últ im os quince años han sido enorm em ent e product ivos por lo que a descubrim ient os se refiere, casi siem pre inesperados. En 1968 em pecé a explorar los vast os depósit os de arenisca de la m argen orient al del lago Turkana. Tuve la inm ensa suert e de realizar descubrim ient os que m e cat apult aron a la clase de fam a de que disfrut ó m i padre, cosa que m e produj o ciert a sat isfacción, lo adm it o. Solía m irar fij am ent e las aguas de color verde- j ade del lago Turkana pensando en los secret os que guardaban los sedim ent os de su m argen occident al. Pero m is planes para explorar aquella zona se vieron t runcados por varios acont ecim ient os, ent re ellos el bloqueo t ot al de m is riñones en 1979. Una infección viral relat ivam ent e sencilla acaecida diez años ant es había afect ado a m is riñones y desencadenado un lent o proceso de det erioro. Mi m édico m e vat icinó que un día m is riñones dej arían de funcionar, y que posiblem ent e m oriría j oven. Decidí que lo único que podía hacer era sacárm elo de la cabeza, no prest ar at ención al asunt o, y no decírselo a nadie. Pero finalm ent e la inexorable pat ología m e alcanzó, y luché cont ra sus efect os, cont ra t odo cuant o m e alej ara de lo que yo t ant o deseaba hacer. En j ulio de 1979, en las fases finales del fallo renal —el caract eríst ico frío profundo y glacial, las náuseas, la fat iga m ent al— volé con Meave, m i esposa, a Londres para som et erm e a un t rat am ient o. Abandoné Kenia llorando en silencio, pensando que t al vez nunca m ás volvería a ver m i hogar, m is am igos, m i fam ilia. Me pregunt aba si volvería a ver el lago Turkana para descubrir lo que m e const aba que escondía en sus profundidades. Tuve suert e. Un t rasplant e de m i herm ano m enor, Philip, m e dio una segunda vida. Sint iendo que los años que t enía por delant e, los que fueran, eran años de m ás, inicié la exploración de la m argen occident al del lago. La espera había valido la pena, com o luego cont aré. En nuest ra prim era t ent at iva hicim os not ables descubrim ient os, unos t écnicam ent e asom brosos, ot ros em ocionant es. En est os años se producían ot ros cam bios en la paleoant ropología, unos basados en
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la evidencia arqueológica, ot ros en la biología m olecular. Todos ellos afect aban a un t em a hoy cent ral: el origen de los hum anos m odernos, de las gent es com o nosot ros. La hist oria evolut iva de los hum anos incluye necesariam ent e la reconst rucción, en ausencia de un t érm ino m ej or, del árbol genealógico de la fam ilia hum ana. A part ir de ahí em pezam os a ver el origen, la t ransform ación y la ext inción de un grupo de especies em parent adas con la especie hum ana a lo largo del t iem po, dej ando al parecer t an sólo una especie viva sobre el planet a, la de Hom o sapiens. Todos los est adios de la hist oria del árbol genealógico son fascinant es, pero el últ im o est adio —el origen de los hum anos m odernos— lo es especialm ent e. Est am os presenciando la em ergencia final de seres de nuest ra m ism a clase, seres im buidos de la m ism a condición hum ana que nosot ros experim ent am os act ualm ent e. Para m í, la im port ancia del origen de los hum anos m odernos es est im ulant e, porque se relaciona con los t em as filosóficos subyacent es a nuest ra profesión. Buena part e de la evidencia radica en fragm ent os de anat om ía, conj unt os arqueológicos enigm át icos, en coloides de ADN m anipulados en los laborat orios de biología m olecular. Pero cuando aplicam os est a evidencia a las pregunt as de cóm o, dónde y cuándo aparecieron los hum anos m odernos, surgen ot ras pregunt as m et afísicas. ¿Cuál es el origen de nuest ra condición hum ana? ¿Qué querem os decir con hum anidad? Abordar el t em a cient ífico del origen de los hum anos m odernos nos obliga a pensar nuest ra exist encia com o individuos y com o especie concret a, especial. Durant e siglos los filósofos han indagado en aquellos aspect os que nos hacen hum anos, en la condición hum ana. Pero, sorprendent em ent e, no hay acuerdo en la definición de la condición hum ana. No se creía necesario, en part e porque parecía ser algo t an evident e: la condición hum ana es lo que nosot ros sent im os acerca de nosot ros m ism os. Los que int ent aron definir la condición hum ana se encont raron con una especie de m at eria resbaladiza ent re las m anos: se escurría ent re los dedos. Pero si est a sensación de hum anidad ha aparecido durant e la hist oria evolut iva, t iene que est ar com puest a de algo, que a su vez t iene que ser ident ificable. Creo que est am os em pezando a ident ificar esos com ponent es, que podem os ver la aparición gradual de la condición hum ana en nuest ra hist oria evolut iva. De ahí m i perplej idad, y m i im paciencia, ant e la aparición de una visión alt ernat iva, y m uy popular, liderada por varios est udiosos. Est os sugieren que lo que llam am os condición hum ana surgió ya com plet am ent e form ada en el cerebro de Hom o sapiens. La condición hum ana, según est e punt o de vist a, es algo recient e en nuest ra hist oria, algo negado a nuest ros ant epasados, a t odos ellos. Desde el m om ent o en que proponen que est a cualidad especial que experim ent am os com o individuos apareció de la nada, por así decirlo, desconect ada de nuest ra herencia evolut iva, est os aut ores efect ivam ent e conviert en la condición hum ana en una m arca única y cient íficam ent e inexplicable de la hum anidad. Est a post ura corre un velo de m ist erio sobre lo que precisam ent e m ás y con m ayor urgencia querem os saber, en lo que cabría calificar de una especie de ofuscación creacionist a. Yo la rechazo de lleno. Creo que las cualidades de la m ent e hum ana, com o la form a del cuerpo hum ano, se han ido m oldeando y form ando a t ravés de una fascinant e hist oria evolut iva. La t area de los paleoant ropólogos es reconst ruir esa hist oria, no ocult arla. Dadas t odas est as t endencias en liza, a raíz de m is propias excavaciones y de la nueva prioridad ot orgada a los orígenes de los hum anos m odernos, llegué a la conclusión, hace unos t res años, de que había llegado el m om ent o de escribir un nuevo libro que present ara la evidencia baj o una nueva perspect iva. Sobre t odo había que
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reubicar dent ro de una perspect iva m ás am plia a est a especie t an especial de Hom o sapiens, y su lugar en el universo de las cosas. Sin sent irm e en posesión de la Verdad, sent ía que ahora era posible una m irada m ás penet rant e en esa dirección. Ent onces llegó la pet ición del president e Moi. Com o m is energías y m i t iem po est aban consagrados a las exigencias de salvar al elefant e y a ot ros anim ales de Kenia, pensé que el libro t endría que esperar; no podría concent rarm e en m is ideas. Pero ocurrió que los problem as de la conservación de la fauna salvaj e arroj aron m ayor claridad sobre las cuest iones que m e preocupaban. Sam uel Johnson dij o una vez: «Pierda cuidado, señor, que cuando un hom bre sabe que va a ser colgado en quince días, concent ra perfect am ent e su m ent e». Pues bien, la presencia de los guardaespaldas t uvo el m ism o efect o en m í. Pero m ás im port ant e fue la nat uraleza de m is propios int ereses: com prender la int eracción de las poblaciones hum anas con los anim ales salvaj es. Era ot ra perspect iva para com prender el lugar que ocupa nuest ra especie. En vez de dist raer m is pensam ient os, los agudizó. En vez de dist raer m i at ención, m e proporcionó una lent e para focalizarla y analizarla. Decidí seguir adelant e, concient e de m i doble privilegio: com o buscador de fósiles de nuest ros ant epasados y com o persona im plicada en la lucha por reconciliar la presión de las poblaciones hum anas sobre la fauna africana. El present e volum en es un viaj e personal de exploración. Trabaj ando con Roger Lewin espero com part ir part e de est a experiencia, em pezando por los prim eros azares en la zona occident al del lago Turkana, con las prim eras excavaciones ext raordinarias que llevam os a cabo allí. La experiencia alcanza a m uchos ám bit os, el m undano y el sublim e. Las im plicaciones práct icas, cot idianas, de encont rar el lugar adecuado para est ablecer nuest ro cam pam ent o, de localizar un punt o de agua en un t erreno seco, las frust raciones de ver hallazgos fósiles prom et edores convert idos en m at erial est éril, son los principios de la exploración, los poco at ract ivos pero inevit ables prim eros pasos de un largo viaj e. Luego est án los propios hallazgos, m ot ivo de fiest a en el cam pam ent o, obj et o de t it ulares en los periódicos, y finalm ent e, claro, los rest os fragm ent ados de individuos con los que t enem os vínculos genét icos, por débiles que sean: las part es de un rom pecabezas evolut ivo que hay que reconst ruir lent am ent e. Los descubrim ient os de la m argen occident al fueron t odo est o y m ucho m ás.
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Pr im e r a pa r t e EN BUSCA D EL JOVEN TURKAN A
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Ca pít u lo I H ACI A EL TURKAN A OCCI D EN TAL La banda de seis individuos se ha puest o m uy pront o en cam ino con una finalidad det erm inada, at ravesando a grandes zancadas el t erreno resbaladizo, herbáceo, salpicado aquí y allá por acacias de copa plana. Los colores del cielo oscilan ent re los t onos grises y los rosáceos a m edida que el sol se levant a det rás de la cordillera m ont añosa por el est e, al ot ro lado de est e gigant esco lago. Pront o las m ont añas del oest e reflej arán franj as de luz con los colores de la m añana. La brisa del alba arrast ra consigo el olor de las aguas inm ensas. Manadas de caballos t riungulados y de gigant escos ñus abrevan ya en la arena de las playas, con grandes sorbos de agua sedosa para saciar las necesidades del día. Los páj aros vadean delicadam ent e las olas del lago, y pescan con pericia pequeños peces y cangrej os en el agua de color verde j ade. Encim a, m iles de flam encos revolot ean form ando grandes bandadas de color rosa, saludando con exuberancia el nuevo día africano. Durant e la noche, t odos han oído los cont inuos gem idos gut urales de los felinos dient es de sable, clara señal de que han cazado una presa. Aunque la banda se sient e relat ivam ent e a salvo en su cam pam ent o ribereño, a un kilóm et ro y m edio del lago, siem pre hay t ensión cuando los dient es de sable est án cerca. Hace sólo un año, un niño fue at acado cuando est aba fuera del alcance de la m irada vigilant e de su m adre y de sus com pañeras. Al volver de la caza, el m ism o grupo de hom bres que hoy se prepara para ir en busca de alim ent o llegó j ust o a t iem po para ahuyent ar a los depredadores. Pero el niño m urió pocos días después a causa de la pérdida de sangre y de la infección galopant e t an let al en los t rópicos. La discusión de est a m añana se ha cent rado en la recom endación de sum a vigilancia sobre las m uj eres y sus crías, que recogen t ubérculos y nueces cerca del cam pam ent o, recom endación t am bién aplicable a los hom bres en la caza. Est os hom bres t am bién son depredadores. El obj et ivo del día es una m anada de ant ílopes, de piel m arrón brillant e y ret orcidas ast as. Ayer se divisaron rast ros de la m anada, y si los cálculos son correct os, hoy t iene que est ar a unos veint icinco kilóm et ros hacia el nort e, un paseo para est os cazadores, porque sus cuerpos, robust os y at lét icos, est án hechos para cubrir fácilm ent e largas dist ancias. Todos son herm anos y prim os, hast a el m ás pequeño. Pese a su cort a edad, t am bién es alt o, ágil y m usculoso, con un rost ro grande, m arcado por una frent e cort a, inclinada, y unas cej as prom inent es, com o sus parient es. Va a ser su prim era incursión en el m undo de la caza. Y la últ im a. Los cazadores, expert os rast readores, se dedican a det ect ar el rast ro de su presa. Al revés que las locuaces m uj eres que se han quedado at rás, en el cam pam ent o, los hom bres apenas int ercam bian alguna que ot ra frase. Est án at ent os, hablan sólo lo necesario. La caza exige silencio, y habilidad para confundirse con el paisaj e. La vida del cam pam ent o y la búsqueda de alim ent o est im ula la cháchara; el cam pam ent o es un sit io seguro, un lugar para la libre com unicación, para el vast o aprendizaj e de los j óvenes. Es un lugar ruidoso, con socialización int ensa ent re los j óvenes y los ancianos, donde se j uega por puro placer y por sociabilidad. Al m ediodía ya se ha avist ado la m anada, que reposa t ranquilam ent e baj o la som bra de unos árboles, la est rat egia anim al para resguardarse del sol y del calor. No
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hay a la vist a ningún ot ro depredador act ivo a est a hora del día. Durant e la m archa, los cazadores han vist o un grupo de grandes prim at es, bípedos com o ellos, pero m ás volum inosos y pesados, provist os de grandes m andíbulas. Est os prim at es bípedos no son cazadores, recogen alim ent os veget ales, frut os de árboles y arbust os de la pradera y de las zonas boscosas. Se han escabullido al ver acercarse a la banda de cazadores. Ellos no son cazadores, pero a veces son cazados, por eso huyen. Más allá, la banda de cazadores ha divisado una com pact a m anada de elefant es, de enorm es colm illos. Los cazadores hubieran preferido descuart izar un cuerpo ya m uert o, pero no hay ninguno a la vist a. Porque est os anim ales son dem asiado grandes, una presa dem asiado arriesgada. Es m ej or un ant ílope, m ás seguro. Uno j oven para la caza de hoy, o t al vez uno viej o y vulnerable. Com pensan la falt a de arm as nat urales a base de m aña y ast ucia. A su arsenal de piedras y de lanzas cort as y t oscas los cazadores añaden t ram pas sim ples pero eficaces y la habilidad para at raer la presa. Divisada la m anada a t ravés de un bosquecillo de acacias que ocult a a la banda de cazadores, se prepara una est rat egia. Alguien señala un escondrij o en las rocas cercanas, rocas m uy adecuadas para producir hoj as y hachas de piedra necesarias para descuart izar el cuerpo del anim al. Se selecciona la presa, un ant ílope j oven, y la banda se divide. Cada uno sabe lo que t iene que hacer para int ent ar dispersar la m anada y at raer la presa hacia la t ram pa, un ingenio hecho a base de piel, t iras de cort eza y ram as. Quizás porque la m anada es m ayor de lo que los cazadores creían, o t al vez porque los ant ílopes, com o los hum anos, est án hoy alert as debido a la presencia invisible de los felinos dient es de sable en la zona; o quizás porque el m uchacho t enía m ucho que aprender y no quería fracasar en su rol; quizás por una com binación de t odo ello, los planes no han salido com o est aba previst o. Sea por lo que fuere, el chico se ha encont rado de repent e corriendo, corriendo a ciegas, con un gran cort e en el m uslo y sangrando profusam ent e pero, curiosam ent e, no sient e dolor. Todavía no. Débil a causa de la pérdida de sangre, el m uchacho se asust a cuando cae la noche. Ahora la herida le duele, sient e palpit aciones. Recuerda que, hace un año, el niño que fue at acado por los felinos dient es de sable t enía heridas parecidas, infligidas por los dient es, largos y afilados, del depredador, y no, com o él, por el t aj o incident al producido por el ast a de un ant ílope. Recuerda que el niño se fue debilit ando, adopt ando act it udes ext rañas, agit ando los brazos y grit ando salvaj em ent e. Y recuerda cóm o el niño cesó de m overse, y se quedó m uy quiet o. Y no volvió a verlo. El recuerdo le asust a, pero no sabe m uy bien por qué. Ha pasado un día, y ot ro. ¿Dónde est án los dem ás? ¿Por qué no vienen? Si al m enos pudiera llegar hast a el lago se sent iría m ej or en sus refrescant es aguas. Todo su cuerpo t iem bla de fiebre. Si pudiera llegar al lago. No est á lej os. Seguro que lo consigue, y ent onces lo encont rarán. El j oven consigue llegar hast a la orilla del lago, una laguna poco profunda rodeada de frondosos arbust os, y cañizales em ergiendo del fondo. Arrast ra su m alt recho cuerpo hast a el agua sedant e, con la fiebre a punt o de acabar con su víct im a. Por un m om ent o sí se sient e un poco m ej or, m ás t ranquilo, y t iene sueño, m ucho sueño. Nunca lo encont raron en aquella laguna poco profunda de la m argen occident al del lago Turkana, hace algo m ás de 1,5 m illones de años. «Kilo Noviem bre Mike, list o para despegar.» íbam os cargados hast a los t opes, con el
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t anque lleno de gasolina y hechas t odas las com probaciones necesarias, y el Cessna m onom ot or est aba list o para despegar. Esperé la respuest a, feliz de em prender el vuelo. Finalm ent e gruñó el OK, j ust o encim a de m i cabeza. «Kilo noviem bre Mike, despegue inm ediat o.» Abrí la válvula y sent í las vibraciones del fuselaj e cuando la pot encia del m ot or se t ransm it ió a las ruedas frenadas del avión parado. Una últ im a inspección visual de los agit ados cielos del aeropuert o Wilson de Nairobi, y solt é el freno. El 5Y- KNM se m ovió hacia adelant e com o si t am bién est uviera im pacient e por em prender la m archa, y una vez en la pist a aceleró en dirección est e, para lanzarse hacia aquel cielo de m adrugada. Un gran bancal a la derecha nos indicó la dirección hacia el lago Turkana, nuest ro dest ino, a unos 400 kilóm et ros al nort e. El vuelo hast a el lago dura unas dos horas y m edia. Pero en realidad es un viaj e hacia el pasado. Al final del viaj e nos esperaban unos pocos fragm ent os de un individuo que vivió hace algo m ás de 1,5 m illones de años: el j oven t urkana. Pert enecía a la especie de nuest ros ant epasados, y el j oven m ism o nos deparaba una gran sorpresa. Ya ni recuerdo las veces que he realizado est e vuelo, pero los hit os m e son t an fam iliares com o el t rayect o de cualquier peat ón hast a su t rabaj o. La prim era vez que yo m ism o pilot é el avión fue en 1970, en las incipient es exploraciones de los ant iguos depósit os de las m árgenes del lago Turkana, ant es de que el descubrim ient o de fósiles hum anos hiciera fam osa la región. Y, salvo en la época de m i enferm edad, en 1980, con operación y recuperación incluidas, he hecho el t rayect o Nairobi- Turkana- Nairobi varias veces al m es, a veces solo, pero casi siem pre con colegas y visit ant es. Pero siem pre pensando en los fósiles desent errados pocos días ant es y en la form a de localizar ot ros. Arriba en el avión es un buen lugar para pensar. En est e vuelo concret o, del 23 de agost o de 1984, Alan Walker y yo íbam os a reunirnos con varios equipos que est aban explorando el t errit orio fósil de la m argen occident al del lago Turkana. Alan y yo som os ínt im os am igos y colegas desde 1969, cuando le invit é a describir los fósiles hom ínidos descubiert os en la prim era gran expedición al lago Turkana. Alan, un inglés alt o y de com plexión at lét ica —por lo m enos, de t endencia at lét ica, según los cánones act uales—, de caráct er franco, es un brillant e anat om ist a y un escult or de t alent o. Y t am bién goza, desde hace poco t iem po, de una de las becas de invest igación m ás prest igiosas, la MacArt hur. El día ant es del viaj e, cuando Alan est aba t rabaj ando con los sim ios fósiles del Museo Nacional de Nairobi, Kam oya Kim eu m e llam ó por radiot eléfono para decirm e que se habían encont rado fragm ent os de cráneo de hom ínido en dos yacim ient os dist int os. «¿Querrás verlos?», brom eó Kam oya, sabiendo que sí, que est aría encant ado. Kam oya dirige el equipo de especialist as de buscadores de fósiles —la Banda Hom ínida— e inform a por radiot eléfono cada dos o t res días cuando él y su equipo exploran el t erreno. Es una saludable práct ica de seguridad, pero t am bién ayuda a m ant ener en pie un cam pam ent o t an alej ado de cualquier fuent e de sum inist ro regular. Cuando le pedí que m e diera m ás det alles, Kam oya m e describió los hallazgos: se t rat aba de varios pequeños fragm ent os de cráneo. No parecían aport ar nada especial, pero los hom ínidos fósiles son ext rem adam ent e raros. «Ponlos en lugar seguro, nos verem os m añana.» Hablam os de los asunt os relacionados con el cam pam ent o, de sum inist ros y del equipo que había que llevar al lago, y desconect é. Alan y yo hicim os
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los preparat ivos para salir al día siguient e hacia el Turkana. «Habrá que com probar la t oba de Lot hagam », m e recordó Alan al abandonar Nairobi. Las t obas, o est rat os de ceniza volcánica, es m aná caído del cielo para los ant ropólogos, porque por lo general es posible fecharlas m ediant e análisis geofísico. Pero a veces son int ransigent es, y la de Lot hagam nos est aba creando problem as. «Tenem os que conseguir que nos diga su edad.» Lot hagam Hill est á, cual león pensant e, al oest e del lago Turkana. Mist eriosam ent e bella, salpicada de am arillos, roj os y púrpuras espect aculares, Lot hagam es un enigm a, hace t iem po. El cont orno inferior de la colina, con su crest a elevada en un ext rem o —la cabeza y la m elena del león— cont iene una com plicada geología que hace difícil est im ar la edad de algunas de sus rocas. Y la edad es im port ant e, porque en 1966 se encont ró aquí una m andíbula de hom ínido, y la fecha de las rocas nos ayudaría a calcular la edad de los fósiles que cont ienen. Veint e años después aún no sabíam os con seguridad si el fósil t enía 5,5 m illones de años, m ás bien 4 m illones de años, o m enos. Si la m andíbula t enía realm ent e m ás de cinco m illones de años, podía ser el hom ínido m ás ant iguo j am ás descubiert o, próxim o a los orígenes de la prehist oria hum ana. Sí, t eníam os que arrancarle la edad, de alguna m anera. «Harem os un par de t ent at ivas, para ver hacia dónde va la t oba», cont est é a Alan. Pero t odavía nos quedaban dos horas de vuelo. «Kilo noviem bre Mike. Lím it e zona de despegue. Dej en libre para conect ar con cent ro. Cam bio.» El viaj e hacia el nort e em pezaba con una obligada verificación poniéndose en cont act o con la t orre de cont rol. «Roger, Kilo noviem bre Mike. Cam bio.» Est ábam os a diez m inut os del aeropuert o Wilson, a m ás de dos m il m et ros de alt ura, y seguíam os subiendo. Com o era habit ual en est a época del año, est aba m uy nublado. Más al nort e dej aríam os at rás la m asa de nubes, pero aquí podría dificult arnos bast ant e la prim era part e del viaj e. Había que ganar alt ura, rápidam ent e, porque j ust o delant e nuest ro est aba la crest a del gran valle del Rift . Est ábam os a unos 50 kilóm et ros de Nairobi. La ciudad de Nairobi est á a unos 1.700 m et ros de alt it ud, y descansa sobre un vast o dom o geológico que hace quince m illones de años levant ó la cort eza t errest re desde el nivel del m ar hast a m ás de 3.000 m et ros de alt ura en su punt o m ás alt o. Por presión de profundos m ovim ient os t ect ónicos, la placa cont inent al se dilat ó y cedió, form ando el llam ado Gregory Rift , una fract ura geológica de m ás de 4.500 kilóm et ros, desde I srael al nort e, hast a Mozam bique, al sur. La form ación de la fract ura, un accident e geológico de proporciones gigant escas, desem peñó un rol vit al en la evolución de nuest ra especie. De hecho, es posible que si el Gregory Rift no se hubiera form ado cuando y donde lo hizo, la especie hum ana t al vez nunca habría aparecido. Pero el int erés m ás inm ediat o es que la crest a del desfiladero que t eníam os ahora ant e nosot ros se eleva a casi 3.000 m et ros de alt ura. Todo pilot o que vuela hacia el nort e desde Nairobi t iene que salvar ese obst áculo, y algunos no lo consiguieron. Yo era el pilot o y t enía que concent rarm e en ello. Frecuent em ent e he not ado que en est e punt o el pasaj ero ocasional, nervioso, parece querer ayudar al avión a ganar alt ura. Cosa que agradezco, claro, pues t oda ayuda es poca. Al est e, granj as pequeñas y grandes, plant aciones de t é y de café, form an un paisaj e diverso y fresco en los fért iles alt iplanos alrededor de la ciudad de Lim uru. La t ierra volcánica aquí es roj a y fecunda. No es ext raño que los brit ánicos decidieran
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inst alarse aquí cuando colonizaron el país, hace un siglo. No m uy lej os est á Thika, el hogar de Elspet h Huxley, que plasm ó sus prim eros años en Kenia en varios libros, ent re ellos el fam oso Fíam e Trees of Thika. Pero m i at ención se cent raba delant e m ío, porque la avionet a t enía que abrirse paso ent re los golpes de vient o procedent es del valle. Superam os la crest a del desfiladero, y el sol brilló fugazm ent e a t ravés de las nubes, aunque presagiando lluvia. Al oest e, las paredes del valle del Rift desaparecieron de repent e. Baj o un cielo despej ado es fácilm ent e discernible el espect áculo y el cont rast e ent re los verdes alt iplanos y el valle reseco allá abaj o. Pero aquel día, baj o un m ant o casi const ant e de nubes, el valle est aba en la penum bra, baj o la niebla. Nunca es igual, cada m es cam bia, y m e gust a. Por lo general, a est as alt uras del vuelo ya es posible relaj arse un poco. Nunca del t odo, aunque sólo sea por el peligro de colisionar con las alas de los buit res, halcones, o incluso pelícanos que vuelan a est as alt uras. Un avión que choque con uno de est os anim ales, que pueden llegar a pesar hast a quince kilos, y volar a 250 kilóm et ros por hora, puede t ener serios problem as: un aguj ero en el fuselaj e o un propulsor rot o. Un pilot o que se encuent re en m edio de una bandada de páj aros se enfrent a a la casi im posible t area de esquivarlos. Una vez yo est uve a punt o, y t uve la suert e de poderlos evit ar. Tal vez parezca ext raño, pero los páj aros son el m ayor peligro para la vida del pilot o. Yo no veía ninguna colisión pot encial en est e vuelo, pero las nubes baj as hacían el viaj e difícil. Así que int ent é elevarm e por encim a de ellas, a unos 4.000 m et ros de alt ura, con el m orro del aparat o hacia arriba —dem asiado. El asient o em pezó a vibrar —que suele ser m ot ivo de alarm a para aquellos no habit uados a volar en avionet a—, y t uve que volver a baj ar el m orro del avión para ganar velocidad. De nuevo la est abilidad. Al est e, los picos de los m ont es Aberdares, por encim a de las nubes. Alim ent ada por abundant e hum edad, la frondosa veget ación de los Aberdares cont iene una m aravillosa diversidad de anim ales salvaj es, com o los elegant es m onos colobos, blanquinegros, y t am bién leopardos. En un t iem po hubo aquí m iles de elefant es, pero lam ent ablem ent e hoy ya no es así. Unas m il quinient as de est as m aj est uosas best ias viven act ualm ent e en el parque de los Aberdares, prot egidos de la caza clandest ina. Pasados los Aberdares, hacia el est e, est á el m ont e Kenia, con su pico nevado de 6.000 m et ros de alt ura. Aquel día no se dej aba ver, est aba cubiert o de nubes. Aunque no podía verlo, ni t am poco sus fért iles laderas, pensé de nuevo en los cont rast es que m e rodeaban: glaciares de alt a m ont aña, valles alpinos, y frondoso bosque t em plado en el m ont e Kenia a m i derecha, el desiert o reseco en el fondo del desfiladero, a m i izquierda, y un com plej o y escalonado m osaico de veget ación uniendo am bos paisaj es. No hace falt a ser un apasionado de la nat uraleza para quedar fat alm ent e im presionado por la vit alidad y la diversidad de t odo ese paisaj e. A una hora ya de Nairobi, t odavía int ent ando dar con una alt ura de vuelo m ás suave, a veces por encim a de las nubes, ot ras por debaj o de ellas, ahora podíam os ver el lago Baringo, al oest e. Uno de los m uchos lagos disem inados por el gran valle del Rift , el Baringo t iene un color m arrón- lodo en est a época del año, result ado de las copiosas lluvias est acionales que arrast ran lim os aluviales procedent es de los m ont es Tugen, al oest e del lago. La isla volcánica en el cent ro del lago dest aca en m edio de las aguas m arrones. Mi herm ano m ayor, Jonat han, vive cerca del lago, en la m argen occident al, donde cult iva m elones y hace t iem po t am bién criaba serpient es. Geólogos y ant ropólogos han explorado la zona en busca de fósiles durant e años en varios yacim ient os sit uados ent re el lago y las m ont añas, con not able éxit o, y est án reconst ruyendo un cuadro exquisit o de la vida anim al que abundó en la zona hace ent re t rece y cinco m illones de años. Todavía nada espect acular a nivel hom ínido, pero
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nunca se sabe. No se por qué, pero el Baringo nunca m e ha at raído: prefiero con m ucho el paisaj e m ás salvaj e, al nort e. «Kilo noviem bre Mike. I nform ando operaciones norm al. Cam bio.» Est e era el últ im o cont rol que haría con una t orre de cont rol aéreo; pront o est aríam os fuera de su alcance. Ahora est ábam os solos. Dent ro de unos cuarent a y cinco m inut os avist aríam os el ext rem o sur del lago. «Roger, Kilo noviem bre Mike. Cort o.» Alan y yo no solem os hablar m ucho durant e el vuelo. Hay que grit ar para hacerse oír con el ruido del m ot or, y puede result ar m uy incóm odo. A m í no m e im port a el esfuerzo, pero Alan, com o casi t odo el m undo, prefiere no grit ar. Así que se pone a leer. Siem pre m e ha gust ado m irar desde el avión para ver lo que hay debaj o: bosques, afloram ient os sedim ent arios, evidencia de vida hum ana, est e t ipo de cosas. El viaj e desde Nairobi hast a el lago Turkana es especialm ent e int eresant e porque el t erreno cam bia de sur a nort e y de est e a oest e, com o un caleidoscopio geológico. Muchas veces, con un det erm inado ángulo de luz, puede verse algo que no se ha vist o ant es, un rasgo geológico o un nuevo t orrent e de agua. Siem pre suelo m irar hacia abaj o, pero en ocasiones m e dedico a observar los páj aros. Hast a est e punt o del vuelo, el fondo del valle del Rift queda a nuest ra izquierda cuando se sobrevuela la m eset a Laikipia. Pero ahora nuest ra rut a nos lleva por el ext rem o de la m eset a, con el fondo del valle debaj o de nosot ros, un t erreno árido desde aquí hast a nuest ro dest ino. Adoro el desiert o. Desde aquí, y durant e la últ im a hora y m edia de vuelo, vem os lavas y crát eres, cauces fluviales secos, som bras de borrosos cursos de agua discurriendo en m edio de t ierra reseca. Para algunos, una t ierra así puede parecer host il. Para m í, es com o volver a casa, y m e invade una sensación de paz. Por la m añana t em prano el vuelo puede result ar m ágico, cuando los rayos del sol se abren cam ino, m uy baj os, a t ravés del paisaj e. A veces es t an herm oso que m e ent ran ganas de parar el avión en una nube para poderlo cont em plar. Siem pre m e han apasionado los lugares salvaj es y rem ot os, y los anim ales que allí habit an. En m i adolescencia lo único que deseaba era prot eger la fauna salvaj e de la selva, at rapar anim ales peligrosos, llevar una vida de avent ura. Y ahora soy direct or del servicio de prot ección de la fauna salvaj e. Soy el j efe de t odos los guardas de caza de Kenia. No es difícil explicar ese am or por la vida salvaj e. Mis padres, Louis y Mary, no quisieron que sus hij os int erfirieran en sus expediciones, así que m is herm anos Jonat han y Philip, y yo, íbam os a t odas part es con ellos, casi siem pre a lugares m uy em ocionant es y peligrosos. En el frescor del at ardecer, cuando las excavaciones del día habían t erm inado, Louis solía dar largos paseos, buscando nuevos yacim ient os o verificando los viej os. Y solía llevarnos a los t res con él, con la condición de que no le hiciéram os perder el t iem po. Mi padre era un gran nat uralist a, y solía hablarnos de hist oria nat ural m ient ras cam inábam os. Los t res nos quedábam os subyugados, m ient ras int eriorizábam os un profundo conocim ient o de la nat uraleza. Tam bién aprendim os a defendernos: a encont rar agua y com ida en lo que parecía un árido desiert o, a seguir el rast ro de anim ales salvaj es y a at raparlos. Aprendim os a ser part e de la nat uraleza, a respet arla y a no t em erla. No t odo era de color de rosa. Los niños pueden aburrirse enorm em ent e cuando sus padres se pasan horas escarbando en t ierra seca. Un día, cuando t enía seis años, hart o
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de lo que est aba pasando —o m ás bien, de lo que no est aba pasando, según m i visión de las cosas ent onces— em pecé a quej arm e de calor, de sed, y de incom odidad. Finalm ent e Louis se hart ó y m e dij o: «¡Ve y busca t u propio hueso! ». Me m arché de allí, y em pecé a buscar posibles yacim ient os —aunque ahora no est oy seguro de lo que buscaba realm ent e— y vi un fragm ent o de hueso fosilizado de color m arrón que sobresalía del suelo, a unos diez m et ros de donde est aban t rabaj ando m is padres. Em pecé a excavar ávidam ent e el hueso, y est aba t an absort o que m is padres em pezaron a pregunt arse qué es lo que est aba haciendo. Cuando vieron lo que t enía, m e apart aron a un lado rápidam ent e para poder recuperar el fósil indem ne. Result ó ser la prim era m andíbula com plet a de una especie ext inguida de cerdo gigant e, Not ochoerus andrewsi, que vivió hace m edio m illón de años. Pero ningún prem io por m i descubrim ient o podía com pensarm e de la furia que sent í por haberm e quedado sin m i hueso. Ya ent onces era ferozm ent e independient e, t ant o es así que no pasó m ucho t iem po ant es de decirm e a m í m ism o que, hiciera la carrera que hiciese, no sería nunca un buscador de fósiles. No seguiría los pasos de m is padres para vivir siem pre a su som bra. Los nom bres de Louis y Mary quedarán para siem pre asociados a la gargant a de Olduvai, en Tanzania, yacim ient o de fam osos descubrim ient os que sit uó el África orient al en el m apa ant ropológico. Desde 1925, Sudáfrica había sido el epicent ro de la búsqueda de ant epasados hum anos prim it ivos, y Raym ond Dart y Robert Broom , nom bres legendarios en los anales de la ant ropología, lograron incont ables éxit os. Pero en el África orient al de aquella época no se había descubiert o nada. Luego, t ras años de búsqueda infruct uosa, Louis y Mary realizaron dos grandes hallazgos en poco t iem po, en 1959 y en 1960. Prim ero fue Zinj ant hropus, una especie ext inguida de enorm es dient es, sim ilar a algunos de los fósiles descubiert os en Sudáfrica. Y luego Hom o habilis, descubiert o por Jonat han. Era una nueva especie de hum ano fósil, un fabricant e de út iles, con gran cerebro, m iem bro de nuest ro género y, según m i padre, el ant epasado direct o de los fut uros hum anos. Hom o habilis significa en realidad «hom bre hábil», un nom bre sugerido por Raym ond Dart . El m odelo de prehist oria hum ana que est ablecieron est os prim eros descubrim ient os sigue aún vigent e ent re nosot ros. Desde los t iem pos m ás rem ot os, hubo sim ios bípedos, de pequeño cerebro, incluidos Zinj ant hropus y las criat uras surafricanas, varias especies de Aust ralopit hecus. Todos ellos acabaron por ext inguirse, y en algún m om ent o surgió la especie de gran cerebro que se convert iría en el género Hom o, nosot ros. Act ualm ent e t enem os una idea m ucho m ás clara de los t iem pos de nuest ra prehist oria, cuando los dist int os prot agonist as de nuest ro pasado aparecieron por prim era vez, para luego —la m ayoría de ellos— desaparecer. Pero en la época en que m is padres t rabaj aban en la gargant a de Olduvai sólo era visible una pequeña parcela de est a hist oria. Sin em bargo, ya era evident e que Zinj ant hropus y ot ros seres de pequeño cerebro vivieron hace unos dos m illones de años, y t al vez incluso ant es. Hace un m illón de años se ext inguieron. Lo sorprendent e es que Hom o habilis, la prim era especie en la línea que conduce hast a nosot ros, t am bién se originó m uy t em pranam ent e, t ant o com o Zinj ant hropus. Hom o habilis era exact am ent e lo que Louis y Mary habían est ado buscando, lo que sabían que un día encont rarían: una prueba de que la hum anidad —Hom o— t enía profundas raíces en la hist oria evolut iva. La idea const it uía una verdadera t radición ent re los círculos ant ropológicos brit ánicos de los años veint e y t reint a, y Louis la había absorbido ya de sus m ent ores. Su descubrim ient o de un fósil espect acular cont ribuyó a poner carne y sangre a aquella idea. Sin fósiles, ni la m ej or de las ideas puede
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prosperar. Pero los fósiles descubiert os —sobre t odo su int erpret ación— pueden ser cont rovert idos. Así ocurrió con Hom o habilis. Y así ocurriría con un fósil sim ilar que yo descubrí unos diez años m ás t arde. En t odo est o est aba pensando durant e nuest ro vuelo hacia el nort e, y t am bién en el nuevo fósil descubiert o por Kam oya. Pese a hallarnos ahora a sólo dos horas de vuelo de Nairobi, parecía que est ábam os ya en ot ro m undo. Todo est aba seco, la alt a m eset a en el est e, y debaj o, al oest e, el desiert o. Est e es m i paisaj e. Habíam os llegado al ext rem o sur del lago Turkana, que ahora quedaba a nuest ra derecha, prolongándose hacia el nort e; hacia el sur había quedado obst ruido por una erupción volcánica hace unos diez m il años. Desde la orilla m eridional del lago, a unos 25 kilóm et ros lago adent ro, est á Sout h I sland, la «I sla del Sur», sit io de m uchas leyendas locales. Alim ent ado por el gran río Orno, que drena las aguas de los m ont es et íopes, el lago t iene una hist oria geológica fascinant e, que sólo ahora em pieza a aflorar. En el pasado recient e las gent es del lugar lo llam aban el lago Bussa; luego fue baut izado con el nom bre de lago Rodolfo por el conde Sam uel Teleki, quien lo «descubrió» en 1888; y finalm ent e lago Turkana, el nom bre dado por el gobierno keniat a t ras la independencia en 1963, en reconocim ient o del pueblo t urkana que vive en sus m árgenes occident ales. El lago, que t iene la form a de una garra canina, m ide de nort e a sur unos 300 kilóm et ros, y t iene una anchura m edia de unos 40 Km . Es una m asa de agua im presionant e, una poderosa presencia para las gent es que viven cerca e incluso para aquellos que sólo est án de visit a, com o los cient íficos que t rabaj an en la zona. No conozco a nadie que haya pasado algún t iem po j unt o al lago que no se sient a, en ciert o m odo, com o en casa. Algo ext raordinario, para un m edio t an inhóspit o. Y, en m uchos aspect os im port ant es, yo t am bién m e sient o en casa. Nuest ra pist a de at errizaj e est á en la m argen occident al del lago, a m ás de la m it ad de cam ino hacia el nort e, a unos 120 Km . al nort e de Lot hagam Hill, así que nos quedaba t odavía una m edia hora de vuelo. Con el m orro del Cessna apunt ando hacia el nort e, ya podía ver, a lo lej os, en la m argen orient al, la fam iliar lengua de arena adent rándose en el lago. Es el bancal de arena de Koobi Fora, m i cam pam ent o base y hogar durant e m ás de quince años dedicados a la búsqueda de fósiles, que m e sit uó precisam ent e en la vía que había j urado no em prender nunca: seguir los pasos de m is padres. Pero no a su som bra, creo. No puedo explicar —ni a m í m ism o— cóm o acabé finalm ent e im plicado en la búsqueda de los orígenes hum anos, siguiendo un cam ino que t an ferozm ent e había j urado no em prender. Fue en part e algo accident al, com o ocurre t ant as veces. De j oven era un buen organizador, y lo sabía. Podía dirigir expediciones por aquellas difíciles t ierras t an frecuent em ent e asociadas a la búsqueda de fósiles en el África orient al. Lent a pero inevit ablem ent e m e fui dedicando paulat inam ent e a gest ionar el lado práct ico de est e t ipo de expediciones. Y lent a pero inevit ablem ent e la fascinación por los fósiles acabó im poniéndose. Si ent onces hubiera sabido las am argas luchas académ icas y personales que m e esperaban, t al vez hubiera abandonado la em presa para dedicarm e a algo m ás t ranquilo, com o ser general del ej ércit o, por ej em plo. Pero llevaba los fósiles en la sangre, y no pude escapar a su llam ada. Se experim ent a una profunda sensación de t em or y de respet o al ver, y sost ener, un fósil de hom ínido, un fragm ent o del propio pasado, del pasado de t odos los Hom o sapiens. Siem pre m e conm ueve, y sé que no soy el único en est a profesión en reaccionar así. Mis colegas y yo no hablam os m ucho sobre ello, porque no es «cient ífico», pero es una part e m uy real de est a ciencia t an especial, la búsqueda de la
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ident idad del género hum ano. Tal vez fue est o lo que m e arrast ró a ella. Mi decisión de explorar el pot encial fósil de la m argen orient al del lago Turkana fue una apuest a salvaj e, de esas que se hacen cuando la arrogancia de la j uvent ud no dej a ver la posibilidad de que puedes perderla. Fue una t orm ent a lo que m e im pulsó a t om ar la decisión. Era agost o de 1967; est aba a cargo del equipo de Kenia que form aba part e de una expedición conj unt a franco- nort eam ericano- keniat a al sur del valle del Orno, j ust o al nort e del lago Turkana. Mi padre había ayudado a organizar la expedición, gracias a su am ist ad con el em perador Haile Selassie de Et iopía. Así que yo era m uy conscient e de la presencia de Louis, aunque no form ara part e de la expedición. Tras sobrevivir, durant e nuest ros prim eros pasos, a un cocodrilo gigant e que pret endía com erse el equipo de Kenia y la frágil em barcación que nos llevaba a t ravés del gran río Orno, t uvim os bast ant e suert e. Encont ram os fragm ent os de dos cráneos hum anos relat ivam ent e recient es, de unos 100.000 años de ant igüedad, ej em plares am bos de los prim eros hum anos m odernos, que desde ent onces han sido reconocidos com o evidencia en la hist oria hum ana. Pero en aquellos días t odos est ábam os m ucho m ás int eresados en la part e m ás arcaica de la hist oria hum ana, y est e golpe de suert e no parecía suficient e para sent irse sat isfecho. Tam bién m e di cuent a de que el equipo de Kenia era el herm ano pobre de la expedición. A cada equipo le fueron asignadas regiones geográficas dist int as para operar, y la m ayoría de los fósiles de m i zona eran claram ent e m ucho m ás j óvenes que los de las dem ás regiones. Era evident e que había m uchas posibilidades de quedar eclipsados por los descubrim ient os de franceses y nort eam ericanos. No podía soport ar la idea de que los m érit os paleont ológicos fueran m onopolizados por los ot ros dos equipos. Finalm ent e, ni franceses ni nort eam ericanos encont raron nada de verdadera im port ancia, salvo un fósil hum ano poco at ract ivo, una m andíbula inferior de 2,6 m illones de años de ant igüedad que sus descubridores franceses llam aron Paraust ralopit hecus aet hiopicus. Casi veint e años m ás t arde est a pequeña m andíbula desem peñaría un rol im port ant e en m i vida, pero en aquel m om ent o no despert ó m i int erés. Est aba dem asiado preocupado por los pobres result ados de m i equipo y, t al vez m ás aún, por m i propio est at us. Sí, yo dirigía el equipo de Kenia, pero no t enía credenciales cient íficos ni educación form al. Era un buen organizador, pero cuant o sabía de anat om ía lo había aprendido en m i negocio j uvenil de vent a de esquelet os a m useos, y com o colaborador de colegas cient íficos. En realidad, el direct or cient ífico del equipo de Kenia era m i padre, y est o m e m olest aba. Con la expedición al río Orno a punt o de acabar, t uve que volar de regreso a Nairobi para ocuparm e de unos asunt os. A la vuelt a, al llegar a nuest ro dest ino, nos t opam os con una enorm e t orm ent a en la part e occident al del lago, que obligó al pilot o de nuest ra avionet a a cam biar de rum bo para volar por la part e orient al. Yo est aba fam iliarizado con los m apas de la región, que m ost raban la part e orient al cubiert a de rocas volcánicas, así que m e quedé m uy sorprendido al ver debaj o lo que parecía ser un depósit o sedim ent ario, el t ipo de form ación suscept ible de cont ener fósiles. Yo sabía, por varias razones, que nadie había explorado la zona en busca de fósiles. Así que decidí hacerlo yo. Unos días m ás t arde, en un helicópt ero alquilado por el cont ingent e nort eam ericano de la expedición, sobrevolé la zona que había vist o desde el avión. Le pedí al pilot o que at errizara cerca de unos sedim ent os concret os, y a los pocos m inut os ya sost enía ent re
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m is m anos fósiles y út iles de piedra. Exploram os ot ros yacim ient os aquel día, y em pecé a vislum brar el fut uro. Supe enseguida lo que t enía que hacer, pero m ant uve m is planes en secret o. Cuat ro m eses después, en la gran sala de j unt as de la sede de la Nat ional Geographic Societ y en Washingt on D.C., inform é sobre los progresos de la expedición al río Orno. Y luego avancé m i propuest a de una expedición explorat oria a Koobi Fora, en la m argen orient al del lago Turkana. Describí brevem ent e m i visit a en helicópt ero y expliqué al com it é lo que había encont rado. Est aba seguro, dij e, de que allí había fósiles. El cost e podía elevarse a unos 25.000 dólares. Mi padre se quedó at ónit o. Aunque conocía m i int erés por invest igar un día la zona del lago Turkana, pensaba que m i presencia en la reunión obedecía a la necesidad de pedir apoyo financiero para el equipo de Kenia en el proyect o conj unt o del río Orno. Tam bién el com it é se m ost ró sorprendido, aunque sólo fuera por la audacia de un j oven de veint it rés años que pedía una generosa ayuda financiera para una expedición independient e. Yo había abandonado la secundaria ant es de hora, porque deseaba seguir m i propio cam ino en el m undo. No t enía educación universit aria ni la necesaria paciencia para ello. Pero a pesar de t odo allí est aba yo, pidiendo ayuda para una exploración que podría haber ido a parar a un «verdadero» cient ífico. Y pese a m i fanfarronada, de hecho no t enía la m enor idea de lo que podía dar de sí una expedición a la part e orient al del lago. Pero sabía que t enía que int ent arlo. La Nat ional Geographic decidió apoyar m i apuest a. Alan Walker y yo est ábam os a la alt ura del ext rem o sur del Turkana, ahora a nuest ra derecha. Delant e, el lago se alargaba m ás y m ás, com o un infinit o resplandor, m ezclándose a lo lej os con la brum a de la m añana. Ahora Nairobi est aba realm ent e m uy lej os. Me sent ía liberado de las t ensiones de la ciudad, de las exigencias del m useo. La oleada de t ranquilidad que m e invade al llegar a est e punt o del viaj e nunca falla. Volví a m irar a m i derecha y vi la I sla del Sur asom ando lent am ent e, y recordé por qué unos depósit os fosilíferos t an ricos, en la zona orient al, habían perm anecido inexplorados hast a m i prim era expedición en 1968. Tiene que ver con la m uert e de dos j óvenes. El geólogo y explorador brit ánico Vivían Fuchs organizó una expedición al lago en 1934, con am biciosos planes de exploraciones geológicas, paleont ológicas y arqueológicas ext ensivas. «El plan original de la expedición consist ía en un viaj e cont inuo alrededor del lago —había dicho Fuchs en una reunión organizada por la Royal Geographical Societ y de Londres el 15 de abril de 1935—. Tras la negat iva del gobierno et íope a concedernos aut orización para ent rar en t errit orio de Abisinia [ Et iopía] , el plan t uvo que m odificarse y obviar el ext rem o nort e del lago, que est á j ust o al ot ro lado de la front era. Por lo t ant o, decidim os organizar el t rabaj o en dos fases, prim ero en la part e occident al del lago y luego en el lado orient al.» Precisam ent e las dos áreas donde, cuarent a años después, yo iría a explorar. La m argen occident al fue decepcionant e para la expedición, com o explicaría D. G. Mac lnness, uno de los ayudant es de Fuchs, a los em inent es cient íficos y exploradores reunidos en la Geographical Societ y. «Conocíam os la exist encia de algunos depósit os fosilíferos, presunt am ent e del Mioceno, en la part e occident al del lago, donde la expedición francesa había descubiert o fósiles dos años at rás. Encont ram os de hecho algunas de las excavaciones realizadas por los franceses, pero o se lo habían llevado t odo, o no había m ucho que encont rar. No encont ram os práct icam ent e nada.» Así que la expedición se concent ró en la m argen orient al.
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Uno de sus cent ros de at ención fue la I sla del Sur, un volcán ext inguido a unos seis kilóm et ros de la orilla orient al, y a unos 25 Km . del ext rem o sur del lago. Ant eriorm ent e había recibido el nom bre de isla Hohnel, de acuerdo con el nom bre del t enient e Ludwig von Hohnel, que llegó a la isla con la expedición del conde Teleki en 1888. Tam bién se la ha llam ado, incorrect am ent e, I sla Elm olo. El Molo es el nom bre de un pueblo que vive en la zona orient al del lago. Pero hay una isla Elm olo m ás al nort e, m ucho m ás pequeña que la I sla del Sur. I ndependient em ent e del nom bre que se le dé, la isla siem pre ha sido obj et o de m it os y leyendas ent re los pueblos del lago Turkana. Hablan de fuegos que se vieron hace t iem po. Com o la isla es de origen volcánico, parecen leyendas m uy lógicas. El 25 de j ulio de 1934, Fuchs y W. R. H. Mart in, un t opógrafo, visit aron la isla t ras una t ravesía breve pero difícil. A la m añana siguient e am bos hom bres exploraron part es de la isla, en dirección hacia el pico m ás alt o, de unos 600 m et ros de alt ura. «Al cabo de poco rat o vim os las pisadas de un anim al cuadrúpedo: una verdadera sorpresa, porque creíam os que la isla, a excepción de los páj aros, est aba deshabit ada —cont aba Fuchs. Las pisadas result aron ser de cabras, cabras inicialm ent e dom est icadas pero devuelt as a su est ado salvaj e—. Más adelant e encont ram os t rece esquelet os de cabra en diversas part es de la isla, y t am bién un fragm ent o de cerám ica y huesos hum anos.» Posiblem ent e est a fuera la explicación de los fuegos que se habían vist o en la isla, y no erupciones volcánicas. En t odo caso, el descubrim ient o iba a const it uir un preludio siniest ro de ot ro m ist erio relacionado con la isla. El 28 de j ulio, Fuchs volvió a t ierra firm e, dej ando que Mart in cont inuara su t area de inspección. Al día siguient e, el doct or W. S. Dyson, un m édico nort eam ericano de la expedición, se unió a Mart in para lo que en principio iba a ser un t rabaj o cient ífico, difícil pero fascinant e, de dos sem anas. A est as alt uras la expedición había t erm inado sus exploraciones en la m argen occident al del lago, y la excursión a la I sla del Sur form aba part e de un t rabaj o sim ilar en la zona orient al, donde se esperaba poder encont rar rest os fósiles y arqueológicos. Se hicieron planes para la com unicación de em ergencia ent re la isla y los cam pam ent os cont inent ales. Pero nunca llegó a est ablecerse ningún cont act o. Llegó el día previst o para el reencuent ro, pero no hubo señal alguna. Si algo les había pasado a aquellos dos hom bres t enía que haber ocurrido en m uy poco t iem po, puest o que desaparecieron sin ninguna llam ada de socorro. Pese a una búsqueda int ensiva y frust rant e, con varios aviones y bot es, no se pudo dar con ellos. Lo único que se encont ró de ellos y de su em presa fueron dos lat as, dos rem os, y el som brero de Dyson, t odo ello arroj ado en la orilla occident al, a unos 100 Km . al nort e de la I sla del Sur. «Uno de los aspect os m ás m ist eriosos de t odo el asunt o fue la desaparición de la em barcación y de los dos recipient es de gasolina que había en ella», diría Fuchs m ás t arde. Exact am ent e cuarent a años después, en el verano de 1974, la t ragedia volvió a golpear a una de m is expediciones, j ust o un poco m ás al nort e, en la m argen orient al. Un j oven est udiant e est aba recogiendo m uest ras, solo, lo que suponía una peligrosa cont ravención de las norm as del cam pam ent o. Se perdió. De nuevo una im presionant e búsqueda aérea durant e cuat ro días, sin éxit o. Al final se dio con él por puro azar, pero est aba t an m alherido, por el calor y la deshidrat ación, que deliraba, y nunca conseguim os descubrir lo que pasó. Murió unos días m ás t arde en el hospit al de Nairobi. Com o en el caso de Mart in y Dyson, la pérdida del j oven est udiant e fue un recordat orio siniest ro de que el lago Turkana, ese lugar que t ant o quiero, puede ser cruel e inclem ent e, y exige respet o, com o t oda la nat uraleza.
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Por lo que puede inferirse a part ir de inform es y com ent arios verbales, Fuchs y sus colegas habían conseguido llegar hast a un punt o sit uado j ust o al sur de Alia Bay cuando las m uert es de Mart in y de Dyson acabaron con la expedición. El obj et ivo previst o de la expedición —«encont rar rest os de cult uras hum anas prim it ivas» —no se cum plió. Pero est uvieron m uy cerca, porque la zona a la que llegaron la conozco m uy bien, precisam ent e donde los est rat os em piezan a ser int eresant es. A veces sonrío cuando pienso en lo cerca que est uvieron de encont rar fósiles. I niciam os el descenso a la alt ura de Lot hagam Hill, y la t em perat ura de la cabina ya em pezaba a subir. Pront o podríam os percibir los olores fam iliares del lago Turkana, una ext raña m ezcla de hierba quem ada y t ierra reseca. Alan est aba escudriñando una zona denom inada Karukongar, deseoso de localizar la t oba, el est rat o de ceniza volcánica que aquí t iene un ext raño color azulado. «¿Por dónde vas a sobrevolar, Leakey?» Lot hagam Hill es lo que un geólogo llam aría un horst , un am plio m acizo rocoso que se eleva en el ext rem o occident al del valle. No se sabe qué es lo que provocó la elevación de est e m acizo rocoso, pero el efect o es idént ico a la est ruct ura de los cañones y llanuras t ípicas del Oest e nort eam ericano. Aquí, el horst adquiere la form a de una isla en m edio de un angost o valle aluvial al oest e del lago. Hace diez m il años, Lot haeam fue realm ent e una isla, porque ent onces el lago Turkana era enorm e, y cubría un área por lo m enos cuat ro veces m ayor que la act ual. No hace m ucho se descubrieron yacim ient os funerarios y cerem oniales de la m ism a época —hace diez m il años— en la cim a de la colina. Result a int rigant e im aginar una pequeña com unidad en la isla de Lot hagam . Una com binación de act ividad volcánica, sedim ent ación y t iem po —unos cuat ro m illones de años— t ransform aron Lot hagam en un sueño para los paleont ólogos y en una pesadilla para los geólogos. Hay bolsas de sedim ent os fosilíferos, y en un pequeño t orrent e la erosión dej a aflorar lent am ent e de la arenisca el esquelet o com plet o de un carnívoro. Pero los elem ent os de la geología son difíciles de desent rañar, lo que com plica la dat ación de los fósiles que allí encont ram os. Es el caso de la m andíbula del Aust ralopit hecus de Lot hagam , el fragm ent o de m andíbula inferior fosilizado que m encionaba ant es. Su edad sigue siendo un enigm a. «¡Mira, ahí est á! », dij o Alan. A nuest ra izquierda est aba la t oba azulada, que desde est a alt ura parecía una vet a quebrada a lo largo del paisaj e. En t ierra es m ucho m ás im presionant e, ya que en algunos punt o puede llegar a alcanzar hast a t res m et ros de grosor, com o un río de piedra. «A ver si podem os seguir su rast ro hast a Lot hagam », dij e, al t iem po que inclinaba la avionet a hacia abaj o, list o para planear a vuelo raso. Por desgracia, la t oba era dem asiado fragm ent aria y, por m ucho que lo int ent áram os, no íbam os a poder seguir su t rayect oria. Abandonam os la idea y decidim os que volveríam os a int ent arlo desde t ierra, al cabo de un par de días, para recoger m uest ras con que llevar a cabo un análisis quím ico. Habíam os descubiert o la t oba t res años at rás, cuando Alan y yo realizábam os un safari por Karukongar, con Kam oya y la Banda Hom ínida, abriéndonos cam ino desde el nort e del lago Baringo hast a est e punt o, j ust o al sur de Lot hagam . Fue una excursión rápida, una exploración para program ar fut uros proyect os int eresant es, que fue m em orable, en part e porque el brazo de Alan se hinchó hast a alcanzar proporciones alarm ant es a raíz de una picada de avispa. Com o era alérgico a las avispas, y por lo t ant o corría el riesgo de shock m ort al, huelga decir que pasam os m om ent os difíciles, sobre t odo en plena j ungla, a m uchas horas de dist ancia del prim er hospit al. Pero por
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suert e se recuperó bast ant e pront o. El cam pam ent o final de aquel viaj e est aba a unos quince kilóm et ros de Lot hagam , por un gran cauce de arena flanqueado de árboles que nos daban som bra. Pero no est ábam os solos, porque la m argen occident al suele est ar relat ivam ent e poblada. Sabíam os que había past ores por allí, porque habíam os vist o sus anim ales, cient os de cam ellos y de cabras. Algunos hom bres t urkana vinieron al cam pam ent o a por t é y t abaco, pero no había j óvenes. Oj alá hubiéram os sido m enos confiados. Poco después Alan y yo t uvim os que volver a Nairobi, dej ando que Kam oya y la Banda Hom ínida levant aran el cam pam ent o al día siguient e. Pero t uvieron que hacerlo ant es de lo previst o. Tan pront o com o el ruido del avión dej ó de oírse, los j óvenes «ausent es» aparecieron cargados de rifles para exigir m ant as y ot ras cosas —bandidos locales, com o supim os luego. Kam oya consiguió convencerlos com o pudo para que volvieran al día siguient e, prom et iéndoles que se les daría t odo cuant o quisieran. Cuando los bandidos se m archaron, Kam oya y sus hom bres recogieron t odo cuant o pudieron dent ro de las t iendas para evit ar dar la sensación de que levant aban el cam pam ent o. Luego, cuat ro horas después de la puest a de sol, a una señal convenida, cort aron las cuerdas, lanzaron las t iendas rápidam ent e a los Land Rovers, y el grupo huyó velozm ent e en la oscuridad de la noche, sin luces. «Fue un poco difícil», m e dij o Kam oya m ás t arde, rest ándole im port ancia. Sat isfechos de haber podido sacar el m áxim o de inform ación del rom pecabezas de Lot hagam gracias a nuest ra exploración aérea, Alan y yo decidim os dirigirnos al cam pam ent o. Kam oya est aría esperando. La pist a de at errizaj e es cort a. Yo lo prefiero así, porque disuade a posibles visit as indeseadas. Con el lago det rás nuest ro y con la pared occident al del desfiladero delant e, hicim os un descenso m uy inclinado, y la t em perat ura seguía subiendo. Mucha gent e t iene m iedo de los at errizaj es en plena nat uraleza, sobre t odo de los m íos. Pero yo no m e arriesgo, ya no. Hubo un t iem po — era m ucho m ás j oven— en que creía poder hacer cualquier cosa y salir airoso. Una vez m e salvé de m ilagro, y aprendí la lección. Prefiero seguir con vida. El alt ím et ro m arcaba 500 m et ros. La pérdida de velocidad resonaba en los asient os. Por fin las ruedas t ocaron t ierra y siguieron rodando por la superficie herbácea m ient ras yo frenaba con fuerza. Abrí la cabina, y un soplo de ardient e aire t urkana nos envolvió, cont eniendo el olor a lej anos rebaños de cabras y a veget ación reseca. Vim os un Land Rover, y a Kam oya y Pet er Nzube esperando, con una am plia sonrisa. «O.K. Walker —dij e a Alan—, veam os qué es lo que t ienen para nosot ros est a vez.» **Capít ulo I I UN LAGO GI GAN TE «Kam oya ha encont rado un pequeño fragm ent o de un front al de hom ínido, de unos 3,80 cm por 5 cm , en buen est ado —anot ó Alan en su diario de excavaciones el 23 de agost o de 1984—. Se hallaba en un t alud del bancal frent e al cam pam ent o. El propio t alud est á cubiert o de guij arros de lava negra. Nunca sabré cóm o lo encont ró.» La habilidad de Kam oya para encont rar hom ínidos fósiles es legendaria. Un buscador de fósiles debe t ener oj os de lince y un pat rón de búsqueda m uy claro, un m odelo
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m ent al que inconscient em ent e sopese t odo cuant o ve durant e la exploración en busca de claves reveladoras. Una especie de radar m ent al sigue funcionando aunque no se est é profundam ent e concent rado. Un especialist a en m oluscos fósiles posee un pat rón de búsqueda de m oluscos. Un especialist a en ant ílopes fósiles posee un pat rón de búsqueda de ant ílopes. Kam oya es un expert o en hom ínidos fósiles, y nadie le supera descubriendo rest os fosilizados de nuest ros ant epasados. Pero aun cont ando con un buen radar int erno, la búsqueda es m ucho m ás difícil de lo que parece, no sólo porque los fósiles suelen t ener el m ism o color que las rocas que los ocult an, m ezclándose así con el paisaj e, sino t am bién porque suelen aparecer rot os, y sus fragm ent os a m enudo present an form as peculiares. El pat rón de búsqueda debe t ener en cuent a est a dificult ad. En nuest ro ám bit o nadie confía realm ent e en encont rar un cráneo ent ero, ahí en el suelo, m irándonos. El t ípico descubrim ient o suele consist ir en un pequeño fragm ent o de hueso pet rificado. Por lo t ant o, el pat rón de búsqueda del cazador de fósiles debe incluir m últ iples dim ensiones, em parej ando cualquier Posible ángulo de cada una de las form as del fragm ent o de cada hueso del esquelet o hum ano. Kam oya es capaz de avist ar un fragm ent o de hom ínido fósil en un t alud de arenisca a una docena de pasos; cualquier ot ro, aun a gat as y m irando fij am ent e en dirección al fragm ent o, posiblem ent e ni lo vería. Conocí a Kam oya en 1964, durant e m i prim era incursión seria en el m undo de los hom ínidos fósiles. Él form aba part e de un equipo de t rabaj o en una expedición al lago Nat rón, j ust o al ot ro lado de la front era sur occident al con Tanzania. Enseguida t rabam os am ist ad y fue el inicio de una relación profesional que hoy t odavía dura. Ya ent onces dem ost ró su habilidad al descubrir una m andíbula de hom ínido de la m ism a especie que Zinj ant hropus, descubiert o cinco años ant es por m i m adre en la gargant a de Olduvai. El descubrim ient o de Kam oya const it uía el prim er m axilar inferior conocido de est a especie hom ínida, así que quedé m uy im presionado. Sobre t odo porque Kam oya lo descubrió cuando el fósil apenas asom aba de un peñasco sit uado a m edio m et ro de donde yo m ism o había est ado buscando fósiles pocos m om ent os ant es. Part e del secret o de Kam oya reside en el hecho de que, pese a ser de const it ución robust a e irradiar una gran t ranquilidad, siem pre est á en m ovim ient o, inquiet o, raram ent e ocioso. Así fue com o encont ró el fragm ent o de cráneo hom ínido que nos había t raído a Alan y a m í hast a el Turkana occident al. «Habíam os acam pado j unt o al río Nariokot om e —explica Kam oya—. Casi siem pre est á seco, pero rem ont ándolo unos cien m et ros desde el cam pam ent o se puede encont rar agua a m edio m et ro de profundidad si acaba de llover, y a unos t res m et ros en época seca. Pero siem pre se encuent ra agua.» Kam oya y su equipo iban de la part e nort e de la m argen occident al a ciert as zonas del sur, donde conocíam os la exist encia de depósit os fosilíferos bast ant e prom et edores. El geólogo Frank Brown y el paleont ólogo John Harris form aban part e de est e barrido de nort e a sur, correspondient e a las fases finales de una prospección de cuat ro años en busca de posibles yacim ient os en la m argen occident al. Habíam os decidido em pezar el t rabaj o serio en busca de fósiles de hom ínido en 1984. Y t eníam os razones para sent irnos opt im ist as, porque en los inicios de la prospección se habían descubiert o un par de pequeños fragm ent os. Dado que el año ant erior el cam pam ent o se había est ablecido en el Nariokot om e, Kam oya sabía que allí encont raríam os som bra y agua. «Llegam os alrededor del m ediodía, sucios y cansados —recuerda—. Lo prim ero que hicim os fue buscar agua. Si, ahí est aba, igual que el año pasado, aunque est a vez t uvim os que cavar a m ayor profundidad.» Una vez con los cuerpos y la ropa lim pios, y de haber com ido, los
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hom bres decidieron darse el rest o del día libre. Pero Kam oya no. Dij o que iba a echar un vist azo a un barranco al ot ro lado del cauce seco del río, a unos t rescient os m et ros del cam pam ent o. «No sé m uy bien qué es lo que vio Kam oya en ese barranco», dice Frank Brown, que había coincidido con Kam oya en las t res ant eriores t em poradas de exploración de la m argen occident al. «Pasam os por ahí en 1981, el segundo año de la prospección, y ya ent onces se paró a m irar, pero no encont ró nada. Al año siguient e lo m ism o. Nada. Y ahora est e año, 1984, ¡bingo! Encuent ra un hom ínido.» La explicación de Kam oya es siem pre enigm át ica: «Me pareció int eresant e». Me considero a m í m ism o un buscador de hom ínidos fósiles bast ant e experim ent ado, y a veces t am bién sient o —nada t angible— que voy a descubrir algo, así que com prendo a Kam oya. Pero incluso a m í aquel barranco m e parecía poco prom et edor, sólo un puñado de guij arros dispersos en un t alud, un cam ino de cabras serpent eando j unt o a un viej o arbust o espinoso, el cauce seco de un río at ravesando el barranco, y una sucia carret era local de nort e a sur a pocos m et ros de dist ancia. «La t ierra del barranco t iene un color claro —explica Kam oya—, y las piedras son negras, t rozos de lava. El fósil es algo m ás claro que la lava, y por lo t ant o fácilm ent e visible. Encont ré lo que buscaba.» El fragm ent o no era m ucho m ayor que un par de sellos de correos j unt os, pero aun así fue significat ivo. Un t rozo de hueso chat o con una ligera curvat ura era indicio de cráneo, y un cráneo pert enecient e a un anim al con un cerebro de gran t am año. Adem ás, la im pront a del cerebro en la pared int erna del cráneo era m uy borrosa. El conj unt o de t odas est as claves dispararon el pat rón de búsqueda de Kam oya para afirm ar que se t rat aba de un cráneo de hom ínido. Un fragm ent o de hueso sim ilar, m ás delgado, con una curvat ura m ás pronunciada y con im pront as cerebrales m ás profundas en la pared int erior podría haber apunt ado a un ant ílope, por ej em plo. Aunque al principio no result ó inm ediat am ent e evident e de qué part e del cráneo hom ínido procedía el fragm ent o fósil de Kam oya, finalm ent e result ó ser de la región front al. Kam oya sí supo que el cráneo t enía m ás de un m illón de años —1,6 m illones de años, según el cálculo de Frank Brown—, de m odo que adivinó que había encont rado un Hom o erect as, la especie hom ínida direct am ent e predecesora de Hom o sapiens. El m iem bro m ás ant iguo de la fam ilia hom ínida se desarrolló hace ent re diez y cinco m illones de años, de acuerdo con las est im aciones act uales. Por lo t ant o, podem os avanzar una dat ación m edia de unos 7,5 m illones de años para el origen de la prim era especie hom ínida. Una de las caract eríst icas definit orias de los hom ínidos es su m odo de desplazarse: t ant o nosot ros com o t odos nuest ros ant ecesores inm ediat os cam inaban erguidos sobre dos piernas, es decir, que eran bípedos. Si bien los prim eros m iem bros de la fam ilia eran bípedos, lo que exim ía a sus m anos de la t area inm ediat a de locom oción, la producción de út iles de piedra y el desarrollo del cerebro se iniciaron relat ivam ent e t arde en nuest ra hist oria, hace unos 2,5 m illones de años. La cuest ión es cont rovert ida, pero yo est oy convencido de que la producción de út iles de piedra es una caract eríst ica de nuest ra propia ram a de la fam ilia hum ana, el linaj e Hom o, y que est á est recham ent e relacionada con el desarrollo del cerebro. Al principio, el desarrollo evolut ivo en est e sent ido fue pequeño, pero con la aparición de Hom o erect us em pieza a ser im port ant e. Tal com o t endrem os ocasión de ver a lo largo de est e libro, el origen de Hom o erect us represent a un m om ent o crucial en la hist oria hum ana. Una m irada ret rospect iva desde la posición avent aj ada de hoy, nos habla del abandono de un pasado esencialm ent e sim iesco para em prender el cam ino hacia un fut uro nít idam ent e
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hum ano. De ahí que el descubrim ient o de Kam oya fuera pot encialm ent e m uy im port ant e. «Llam é a m i gent e —dice Kam oya—, e inspeccionam os t oda la superficie. Encont ram os ot ra pieza, pero nada m ás. Así que pusim os un m ont ón de piedras, un hit o, para m arcar exact am ent e el lugar donde se habían encont rado los fósiles.» Era dem asiado t arde aquella noche para llam arm e a Nairobi, así que Kam oya esperó a la m añana siguient e para darm e la not icia. De hecho se t rat aba de una doble buena not icia, puest o que poco ant es John Harris t am bién había encont rado un fragm ent o de cráneo, que podía ser de hom ínido, o t al vez de un gran m ono. Tenía dos m illones de años, según la est im ación inicial de Frank. Así que cuando Alan y yo vim os a Kam oya y a Pet er en la pist a de at errizaj e, t uvim os m uchas cosas de qué hablar y planes para un exam en m ás profundo de am bos fósiles y, t am bién, claro est á, ponernos al día de los chism es del cam pam ent o. La pist a de at errizaj e est á en el lado sur del río Nariokot om e, y el cam pam ent o en el lado nort e, a la som bra de Acacia t ort ilis que se levant an m uy alt as a lo largo de la lengua de arena. El cam pam ent o, un puñado de t iendas de cam paña de color verde, est á dispuest o de form a m uy sencilla en t orno a un punt o cent ral form ado por la t ienda principal, una t ienda- para- t odo, donde com em os, analizam os fósiles y charlam os. Desde allí no se divisa el lago, a unos cinco kilóm et ros al est e, pero sent im os la brisa que suele soplar de est e a oest e cruzando la cuenca del Turkana. La hierba crece sólo esporádicam ent e, y el paisaj e, yerm o casi t odo él, aparece salpicado aquí y allá por la form a arbust iva de las salvadoras, que con su frondoso follaj e verde claro oscurecen la abundancia de pequeños frut os picant es que t ant o gust an a los prim at es —hum anos y no hum anos— de la región. Acacias de varios t ipos bordean los cursos fluviales, que suelen abrir profundos cauces en los ant iguos sedim ent os. La m argen occident al del lago t iene m ucha m ás veget ación que la m argen orient al, sobre t odo j unt o a los ríos, y habría m ucha m ás si no fuera por el past oreo int ensivo de los rebaños de cabras y de vacas escuálidas de los t urkana. En est os paraj es las m ont añas im ponen su presencia de m odo palpable; la siluet a de la pared occident al del valle del Rift se proyect a cont ra el cielo. Es una t ierra m ágica, at rapada ent re un lago gigant e y m aj est uosas cordilleras m ont añosas. Los grandes lagos, al igual que las alt as m ont añas, siem pre han at raído a la gent e: exploradores en busca de descubrim ient os, de realización personal o de fam a. En la lit erat ura de los exploradores europeos de finales del siglo pasado, el lago Turkana, ent onces llam ado lago Rodolfo, aparece en los prim eros lugares, casi siem pre com o m et a de grandes expediciones. «Una y ot ra vez se encuent ran referencias a los cam bios de nivel del lago: si ha experim ent ado " un descenso espect acular" o " una subida espect acular" en pocos años —dice Frank, que posee un repert orio épico de relat os hist óricos de la región—. Es lógico, pues, que la im agen de est a gran m asa de agua en const ant e fluct uación acabara por dom inar nuest ras m ent es.» Sí, es lógico, porque yo m ism o he vist o baj ar el nivel m ás de diez m et ros en los últ im os veint e años. La inm ensidad de la cuenca y la cant idad de fluj o de agua result an apenas com prensibles. Frank calcula que, con los t rescient os m il lit ros por segundo que viert e el Orno, el lago podría llenarse desde cero hast a su nivel act ual en sólo set ent a años. Lo cual im plica un nivel inest able, es decir, que ligeras alt eraciones —pérdidas o crecidas— pueden t ener un gran im pact o. A veces result a difícil com prender que el lago haya podido llegar incluso a desaparecer del t odo en ciert as épocas. Pero sabem os que es ciert o.
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Los prim eros indicios em pezaron a vislum brarse a principios de los ochent a, cuando Frank em pezó a t rabaj ar por prim era vez en la part e orient al del lago y luego en la occident al. Ant es había form ado part e del equipo nort eam ericano dirigido por Clark Howell, que t rabaj aba en el curso inferior del río Orno, una cont inuación de part e de la expedición conj unt a franco- nort eam ericana- keniat a que yo había abandonado en 1967. El t rabaj o de Frank consist ía en recoger dat os sobre la hist oria geológica de la región, y est ablecer un regist ro de los cam bios m edioam bient ales sepult ados en profundos sedim ent os. Los episodios de hiperpluviosidad, o los periodos de gran sequía, por ej em plo, dej an huella en los sedim ent os acum ulados a lo largo de los siglos. La presencia de un lago, la t ierra de aluvión de un río cercano, t am bién quedan inscrit as en el regist ro geológico. Donde hay sedim ent os se puede indagar el pasado y leer el regist ro de un am bient e ya desaparecido y de los cam bios habidos en él. La int erfoliación de los est rat os de ceniza volcánica proporciona una escala t em poral de est os cam bios. Los isót opos radiact ivos, un com ponent e nat ural de la ceniza volcánica, nos perm it en fij ar con precisión la fecha de la erupción que produj o la ceniza, porque la desint egración lent a pero gradual de los isót opos act úa com o un reloj at óm ico. La llam ada dat ación por pot asio- argón es uno de los m ét odos m ás ut ilizados para reconst ruir el regist ro de las erupciones volcánicas en el África orient al. Frank había reconst ruido m et iculosam ent e un regist ro del baj o valle del Orno, y luego hizo lo m ism o con los sedim ent os al est e y al oest e del lago Turkana. «Me di cuent a de que exist ían int ervalos en los que no hubo lago en la cuenca — explica Frank, recordando sus prim eros t rabaj os—. Cuant o m ás analizaba los dat os, t ant o m ás claros result aban.» Pero el lago Turkana es t an vast o, su presencia t an im presionant e, y dom ina hast a t al punt o nuest ras vidas, que result a difícil im aginar una época sin él. Result a im pensable. El lago t odavía nos plant ea enigm as, ent re ellos las épocas en que el ancho no Orno dej ó de vert er sus aguas en él. Frank cree que, por alguna razón, las aguas del Orno se desviaron t em poralm ent e para vert er en el Nilo. Algún día conocerem os cada recoveco de la hist oria de la región. Pero lo im port ant e es que sabem os lo suficient e para acept ar que t odo cuant o vem os a nuest ro alrededor hoy en día es t an sólo un breve m om ent o en la larga evolución de la hist oria, no necesariam ent e un hit o preciso de cóm o fueron las cosas en el pasado ni, evident em ent e, de cóm o serán en el fut uro. Si querem os alcanzar una perspect iva de la hist oria hum ana, com o es m i caso, est a es una lección im port ant e. EN BUSCA DEL JOVEN TURKANA En los últ im os años he llegado a creer que est a perspect iva es t al vez la lección m ás im port ant e que cabe aprender sobre nosot ros m ism os. Hom o sapiens ocupa una brevísim a porción de t iem po en la hist oria de la Tierra, un breve, efím ero m om ent o. Nuest ro planet a t iene ent re 4.000 y 5.000 m illones de años. La vida prim it iva em pezó aquí hace unos 4.000 m illones de años; las prim eras form as de vida en la Tierra aparecieron hace unos 350 m illones de años; el prim er m am ífero, hace 200 m illones de años; los prim eros prim at es, hace algo m ás de 66 m illones de años; los prim eros sim ios hace 30 m illones de años; los prim eros hom ínidos, hace unos 7,5 m illones de años; Hom o sapiens, t al vez hace 0,1 m illones de años. Pese a la m ult iplicidad, la com plej idad y la riqueza de las cosas que hay en la hist oria de la Tierra capaces de caut ivarnos, nosot ros, ineludiblem ent e, nos vem os abocados a int eresarnos por nuest ros propios orígenes.
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Est a pasión por conocer, por saber cóm o llegam os a ser y qué nos hizo ser lo que som os, nos revela algo, evident em ent e, acerca de nuest ra propia nat uraleza. Som os criat uras de conocim ient o, es ciert o. Pero, m ás im port ant e aún, som os criat uras abocadas a saber. Est a pasión por saber es la que m e ha t raído a m í y a m is colegas a las orillas de est e ant iguo lecho lacust re, donde durant e cuat ro m illones de años nuest ros ant epasados fueron part e del m undo de la nat uraleza, un dram a m oldeado por las fuerzas del azar y de la selección nat ural. Com o el conde Teleki, llegam os al lago Turkana at raídos por la perspect iva de un viaj e de descubrim ient o. Pero, al revés que el conde, nos dam os cuent a de que el obj et ivo de nuest ro descubrim ient o no es el lago, sino nosot ros m ism os. «Tenem os m uchos huesos que m ost raros —prom et ió Kam oya cuando at errizam os—. Os gust arán los hom ínidos.» Supe que a m í sí m e gust arían. «¿Esquelet os t al vez?», brom eé, y t odos reím os ant e t al im probabilidad. Al at ardecer bebim os cerveza en la t ienda cent ral; pront o la oscuridad se cernió sobre nosot ros, com o ocurre siem pre en est as lat it udes próxim as al ecuador. Durant e la cena discut im os nuest ros planes, con la cabeza llena de hom ínidos fósiles. Propuse que nuest ra prim era visit a del día siguient e fuera al yacim ient o de John para ver el fragm ent o de un posible hom ínido o de un gran m ono. Si el fósil era realm ent e hom ínido, y si t enía realm ent e dos m illones de años, podía ser m uy im port ant e. La hist oria hom ínida de hace unos dos m illones de años no est á clara, pero es crucial para conocer el origen de los seres de gran cerebro que, con el t iem po, seríam os nosot ros, así que t odo nuevo fósil es pot encialm ent e significat ivo. Tenía el present im ient o de que algún día nos t oparíam os con alguna verdadera sorpresa relacionada con est a porción de nuest ra prehist oria de hace dos m illones de años. Tal vez el fósil de John fuera una. Por ot ro lado, no era opt im ist a acerca de las posibilidades del yacim ient o de Hom o erect us de Kam oya. «Pocas veces he vist o algo t an desesperant e», escribí en m i diario ant es de acost arm e aquella noche, cansado pero feliz de est ar UN LAGO GI GANTE A la m añana siguient e nos levant am os a las cinco y m edia; t é, pan y queso para desayunar; y al alba, hacia las seis, nos pusim os en m archa. Conduj im os lent am ent e, veint e kilóm et ros hacia el sur hast a el yacim ient o de John, j unt o al Laga Kangaki, ot ro cauce fluvial seco. Som bras m uy m arcadas por el ángulo del sol nacient e, un aire dulce y fresco: era una m aravillosa m añana t urkana, realzada por un sent im ient o de ant icipación respect o de lo que podía depararnos el yacim ient o fósil. Mient ras yo conducía, John iba señalando lugares donde había encont rado ot ros fósiles. El int erés principal de John radica en los vert ebrados no hom ínidos. Su rol en nuest ra expedición consist ía en recoger inform ación sobre la com unidad ecológica que ocupó la región hace ent re cuat ro y un m illón de años. Aunque los hom ínidos form aban part e de est a com unidad, John quería reconst ruir un ret rat o del ant iguo ecosist em a, que incluía ant ílopes, cebras, elefant es, j irafas, hipopót am os, cerdos, hienas y diversos prim at es. Est e t ipo de inform ación es crucial para ent ender el m arco ecológico en que vivieron nuest ros ant epasados y su evolución en el t iem po. Por fin llegam os, y John nos llevó al yacim ient o, una pequeña ladera con unos pocos fósiles, t ípico del Turkana occident al. Com o Kam oya, John había m arcado la localización del fósil con un m ont ón de piedras. El fragm ent o era m ás o m enos del m ism o t am año que el descubiert o por Kam oya y, por suert e, procedía de la m ism a zona del cráneo, la región front al. Y, sí, era un hom ínido. «Tal vez sea t u gran
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descubrim ient o, John», dij e. Y m e cont est ó con una risa un t ant o nerviosa: «¿No dij ist e que querías algo especial?». Cuando se descubre un hom ínido fósil es com o si una descarga eléct rica recorriera la espina dorsal. Sabem os por experiencia que los descubrim ient os consist en, en su inm ensa m ayoría, en sim ples fragm ent os, un t rozo de cráneo o alguna ot ra part e de la anat om ía, y práct icam ent e nada m ás. Así es la nat uraleza del regist ro fósil: lam ent ablem ent e incom plet a, com o ya observara Darwin. Pero t am bién sabem os que exist e la posibilidad de que el siguient e descubrim ient o, el próxim o fragm ent o, sea el principio de un descubrim ient o im port ant e. «Bien, echém osle un vist azo», dij e, m ient ras nos agachábam os en t orno al m ont ón de piedras, inspeccionando los alrededores en busca de ot ros fragm ent os. Señalé los ext rem os del fragm ent o. «Rot uras recient es.» Habit ualm ent e, cuando un anim al m uere en el t ipo de t erreno que durant e m illones de años ha rodeado el lago Turkana, su esquelet o se fragm ent a baj o el peso de las pisadas de las m anadas de anim ales que pasan por allí. Los fragm ent os pueden Quedar sepult ados y pet rificarse lent am ent e, hast a convert irse en part e del regist ro fósil, en cuyo caso los ext rem os del fragm ent o quedan fosilizados com o fract uras m uy ant iguas. Pero si es un cráneo ent ero el que queda ent errado y con el t iem po se fosiliza, el result ado es dist int o. En el m ej or de los casos, cuando la erosión dej a lent am ent e a la int em perie el cráneo, m illones de años después, est e caso no es frecuent e. Lo habit ual es que el cráneo vaya aflorando paulat inam ent e por la acción de los elem ent os, y se rom pa en fragm ent os de varios t am años. Pero las rot uras —los bordes de los fragm ent os— serán recient es, frescas, indicando que el rest o del cráneo puede haber quedado disem inado en las inm ediaciones. Est o es lo que est ábam os cont em plando en el fragm ent o del hom ínido de John. «Parece com o si hubiéram os dado con algo», dij e, y nuest ra excit ación creció cuando em pezam os a buscar lo que podía ser un descubrim ient o im port ant e. Por desgracia, nuest ra búsqueda inicial no dio result ado, así que decidim os cribar, pero m ás t arde. La criba consist e en recoger el m at erial suelt o de la superficie donde se ha encont rado el fósil y pasarlo lent am ent e a t ravés de una t ram a. Est a criba separa los granos m inúsculos de t ierra de los fragm ent os de piedra y —si hay suert e— de fósil. Es una t area aburrida, que requiere t iem po, y t odos nosot ros int ent am os encont rar cosas im port ant es que hacer cuando llega el m om ent o de la criba. Tenía que hacerse, pero aún no era el m om ent o. Post ergam os las operaciones de criba y nos dispersam os por los alrededores, en busca de ot ros fósiles. John encont ró el cráneo de un cocodrilo, y Alan y yo excavam os un cráneo de m andril y m ás t arde un bovino, una especie de ñu o ant ílope salvaj e. El ñu era una j oya de fósil, pero m uy frágil y fragm ent ado. Le aplicam os bedacryl, una especie de solución plást ica para endurecer fósiles frágiles, y decidim os recoger el cráneo horas m ás t arde, cuando la cola se hubiera secado. El sol ya est aba alt o y em pezaba a hacer m ucho calor, así que volvim os al cam pam ent o. Después del alm uerzo decidim os que el rest o de la Banda Hom ínida em pezara las operaciones de criba en el yacim ient o de Kam oya, no lej os del cam pam ent o. Alan, John y yo nos unim os a ella. «Hem os est ado cribando, durant e dos horas —escribió Alan en su diario de cam paña aquella noche—, t am izando y separando los cant os rodados. Hay m ucho polvo y las piedras son negras.» No era agradable, y yo sabía que la cosa iría a peor. A pesar de t odo, charlam os y brom eam os, y m irábam os a un grupo de niños t urkana
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j ugando en una enorm e salvadora frent e al yacim ient o. El árbol est aba dando ya frut os y los pequeños podían t repar ent re las ram as y com érselos. Las bayas t ienen un gust o parecido a las hoj as de berro. El árbol se m ovía con el t raj ín de los niños ocult os ent re el follaj e, y parecía anim ado o poseído, sobre t odo cuando oíam os las risas y las brom as. Tras dos horas de cribar t ierra seca y de sacudirla a t ravés del t am iz, sin encont rar nada de int erés, nuest ro ent usiasm o em pezó a decaer, y Frank nos pregunt ó si queríam os ver los est rom at olit os fósiles que había encont rado. Era el pret ext o que est ábam os esperando, y Alan y yo nos excusam os y nos fuim os. John t am bién vino. Todos est ábam os convencidos de que de aquella criba no saldría nada. Los est rom at olit os son com o anim ales básicos, «parecidos a un rebaño de hipopót am os revolcándose en el fango», com o dice Alan. En realidad son colonias de algas unicelulares y ot ros m icroorganism os que se desarrollan en aguas t ranquilas y poco profundas. Las colonias son al principio m uy pequeñas, cent radas t al vez en t orno a un grano de arena, y crecen superponiendo est rat o sobre est rat o, produciendo así una colonia en form a de esfera achat ada. «Magníficas —dice Frank—, com o la som brilla de una set a gigant e.» Algunas pueden alcanzar hast a un m et ro o m et ro veint e de diám et ro, el t am año de una m esa. Si bien son m uy raros en el m undo act ual —Shark Bay, en Aust ralia occident al, es uno de los pocos lugares donde pueden cont em plarse ej em plares vivos—, los est rom at olit os son frecuent es en el regist ro fósil, y const it uyen una de las prim eras señales de vida en la Tierra. Por ej em plo, la edad de algunos est rom at olit os fósiles, en sus form as m ás sim ples, puede rem ont arse a 3.500 m illones de años. Nos alej am os del lago hacia el oest e, un kilóm et ro m ás o m enos, hast a un punt o próxim o al lecho del río adyacent e al Nariokot om e. Pront o llegam os a la zona de los est rom at olit os de Frank. Los fósiles t enían sólo un m illón de años aproxim adam ent e, es decir, j ovencísim os, si nos at enem os al gran esquem a de la evolución, pero aun así im presionant es. Era la prim era vez que veía una colonia así, alineada una sobre ot ra com o un cam ino em pedrado en la llanura baj o una lom a salpicada de fragm ent os de lava. La propia llanura era sum am ent e árida, a excepción de algunas plant as de color gris- verde dispersas. Había una capa de fina gravilla volcánica. Parecía un j ardín j aponés. Algunos est rom at olit os est aban separados, y pudim os ver los sucesivos est rat os del desarrollo de la colonia, com o los anillos de un árbol. Apart e de la fascinación que suscit an, est as «criat uras» dem uest ran que hace un m illón de años la orilla del lago llegaba hast a aquí, donde hoy es un árido desiert o, a cinco kilóm et ros de la orilla act ual. Cuando volvim os a la lom a, m e volví, m iré hacia el lago e int ent é im aginárm elo hace un m illón de años, con sus aguas llegando hast a m is pies, j ust o donde se encont raban los est rom at olit os vivos. La laguna poco profunda que veía ant e m í era una de las m uchas que surcan los sedim ent os aluviales de la m argen occident al, part e del sist em a lacust re de la época, ent onces m ucho m enor. Las lagunas est án rodeadas de j unquillos y ot ras plant as acuát icas capaces de t olerar las aguas salinas. Gran part e de las t ierras aluviales est án cubiert as de una hierba espigada, form ando una finísim a alfom bra de color verde claro durant e gran part e del año. Pero con las lluvias est acionales asom an pequeñas ñues, que form an com o un ribet e púrpura cerca de la orilla y ot ro de color am arillo, algo m ás lej os. I ncluso las espinosas acacias se cubren de flores blancas, com o una nube de m inúsculas flores que brot an poco ant es de la llegada de las lluvias. Hacia el sur y hacia el nort e de la laguna, desde las m ont añas, t orrent es est acionales
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se abren cam ino hast a el lago, flanqueados por bosquecillos de acacias y algunas higueras. Cerca del lago, est os est rechos refugios se conviert en, aquí y allá, en j uncias y pant anos. Ent re est os t orrent es ribet eados de verde se abren zonas de pradera sem iárida, t est igo y recuerdo de la nat uraleza im placable de est a t ierra, y recuerdo t am bién de que sin los fluj os de agua procedent es del m aj est uoso Orno, t odo sería t órrido, árido y yerm o, una cuenca de m uert e y no de vida. En est e ext raordinario oasis abundan desde elegant es m onos colobo, que se alim ent an de higos, hast a t res especies diferent es de hipopót am o, que ret ozan en el lago; desde el j abalí gigant e que hurga ent re los m at oj os hast a una curiosa criat ura parecida a la j irafa, de cuello cort o y enorm es cuernos. En la orilla, m iles de páj aros se alim ent an de las generosas aguas del lago: algunos pescan, ot ros se infilt ran en las aguas ricas en elem ent os nut rit ivos, o se posan en el hocico, sum am ent e largo, de los cocodrilos, agarrando cuant o pueden. En las t ierras aluviales, m anadas de cebras y de gacelas pacen en las escasas zonas verdes, y caballos enanos t riangulados agot an su exist encia evolut iva. Y los depredadores est án al acecho, a la espera de asest ar el golpe: dos especies de leopardo, chacales, hienas y felinos dient es de sable, ot ra especie al borde de la ext inción. Desde lej os, t odo est e paisaj e se asem ej a m ucho a la com unidad act ual: el lago y sus afluent es alim ent an una vast a gam a de vida veget al; una gran variedad de anim ales m erodean librem ent e en m edio de un desiert o reseco y árido; y los depredadores siem pre al acecho. Es una int eracción ent re form as de vida del m om ent o, algo que reconocem os com o m uy fam iliar. Aunque no del t odo. El felino dient es de sable y la ext raña j irafa ya no exist en; se han ext inguido, al igual que el caballo t riangulado. I ncluso las especies que nos parecen m ás caract eríst icas, com o la gacela, el ñu, el cerdo, incluso la cebra, t odos los anim ales del paisaj e africano act ual, son hoy diferent es en varios aspect os, a veces con diferencias m uy sut iles. Diferencias en el t am año corporal, en la form a de los cuernos, en la configuración de la cabeza —t odas ellas variaciones evolut ivas sobre aspect os que persist en. Pero t am bién hay algo com plet am ent e nuevo, al m enos desde la ópt ica del oj o hum ano que cont em pla un paisaj e africano. Bandas de grandes prim at es m erodean en busca de alim ent o en las zonas boscosas y en la pradera, con sus ruidos caract eríst icos, pero se desplazan sobre dos pies, lo que ya no es t an caract eríst ico. Grandes prim at es bípedos, com o nosot ros. Un grupo frecuent a un bancal arenoso cerca del curso de un río, com o si el lugar hiciera las veces de cam pam ent o base. Est os prim at es son alt os, m usculosos y fuert es, y pueden correr ligera y cont inuadam ent e. Algunos de ellos t raen alim ent os en form a de frut os y veget ales al cam pam ent o del río, ot ros cargan reses o aves m uert as, los rest os de un pequeño ant ílope; y unos t erceros t ransport an piedras, recuperadas de un crest ón lej ano. Al sonido producido por su const ant e com unicación se sum a ahora el ruido del golpeo de unas piedras con ot ras, para producir lascas. Un individuo ut iliza las lascas para arrancar la cort eza de una ram a; ot ro com o cuchilla para separar la carne del hueso. Tant a act ividad, t an fam iliar, pero al m ism o t iem po t an ext rañam ent e diferent e. A pocos kilóm et ros, ent re la franj a boscosa de ot ro río, ot ro grupo de prim at es bípedos hurga ruidosam ent e en busca de com ida, unos en los árboles, ot ros cerca, cavando en busca de t ubérculos y raíces. Pero aquí no exist e un cam pam ent o base visible, no hay idas y venidas con presas capt uradas o m ont ones de piedras. Sí, hay m ucha vocalización, la t ípica com unicación prim at e, pero de alguna form a es m ás lim it ada que
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la del prim er grupo, su art iculación es m enos rica. Son bípedos, no cabe duda. Pero sus t órax parecen m ás grandes y pesados, sus piernas m ás cort as, y no se desplazan con la pot encia y la facilidad del prim er grupo. Se t rat a claram ent e de anim ales dist int os, de especies dist int as de prim at es bípedos. Son variaciones de un m ism o esquem a evolut ivo. Est os dos t ipos de prim at es bípedos son part e de la com unidad ecológica de la cuenca del lago Turkana, part e de la int eracción de las dist int as form as de vida que hay en él. Pero m ient ras que uno de ellos vive com o un t ípico prim at e, com o un m andril, por ej em plo, el ot ro est á visiblem ent e t rascendiendo los lím it es de lo que se ent iende por prim at e. El result ado es una innovación evolut iva em ergent e, cuyo fut uro, hace un m illón de años, no podía predecirse; cuyo fut uro som os nosot ros. Las llam adas de Frank y de Alan para seguir adelant e m e sacaron de m i ensoñación. Volví a m irar los est rom at olit os a m is pies, una vez m ás un inst ant e pet rificado de un pasado desaparecido. Visit am os ot ros yacim ient os fósiles m ient ras John nos cont aba cosas de sus descubrim ient os de las sem anas ant eriores a nuest ra llegada, y del cont ext o m edioam bient al de nuest ros ant epasados. Regresam os al cam pam ent o sin apenas acordarnos de la labor de criba que habíam os dej ado at rás en el yacim ient o de Kam oya. Pero ya cerca del cam pam ent o del Nariokot om e oím os grit ar: «¡Hem os encont rado m ás huesos. Muchos fragm ent os de cráneo! ». Corrim os hacia Kam oya, que est aba exponiendo su t esoro ant e él, com o j oyas ext raídas de la árida t ierra: «El t em poral derecho, pariet ales izquierdo y derecho, y fragm ent os de los front ales de un Hom o erect us m aravillosam ent e conservado ( aunque rot o) »; así describe Alan el descubrim ient o en su diario. «Es una lección — anot é yo m ás t arde en el m ío—. El yacim ient o m enos pro- m et edor, com o el de Kam oya, a veces puede deparar sorpresas.» Yo est aba ent usiasm ado, com o t odo el m undo. Hubo gran excit ación, brom as y risas. Aquí, em pezando a t om ar form a ant e nuest ros oj os, había part e de la frent e y de las paredes lat erales del cráneo de un ant epasado hum ano, un Hom o erect us, un hom bre erguido. Capít ulo I I I EL JOVEN TURKAN A ¿Un esquelet o? ¿Habíam os dado realm ent e con un esquelet o? Era el 30 de agost o de 1984; hacía exact am ent e una sem ana que Alan y yo habíam os llegado al cam pam ent o del Nariokot om e, pero t an sólo habíam os dedicado dos días com plet os a una excavación ext ensiva en el yacim ient o de Hom o erect us de Kam oya. Apenas osábam os expresar en voz alt a nuest ras sospechas —nuest ra esperanza. Los paleont ólogos, com o t odo el m undo, creen que t ent ar al dest ino t rae m ala suert e. Pero nosot ros ya t eníam os un bot ín t ent ador: buena part e del cráneo, part e de la m andíbula superior y de la cara, un fragm ent o del póm ulo, fragm ent os de cost illa, una pequeña part e del om óplat o, una vért ebra, y un fragm ent o de la pelvis. Si, podía t rat arse de un esquelet o, pero sabíam os que necesit ábam os t iem po y esfuerzo para descubrirlo. Se hacía necesaria una excavación en ext ensión. Hacía dos días que había regresado de la m argen orient al del lago con m i m uj er y m is hij as, Meave, Louis y Sam ira, al Nariokot om e. Tam bién llegaron David Brill, un fot ógrafo de la Nat ional Geographic, y dos escrit oras, Virginia Morell y Harriet Heym an. El cam pam ent o parecía abarrot ado, y había en el aire com o un sent im ient o de ant icipación, porque al día siguient e habíam os decidido iniciar una excavación seria en
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el yacim ient o de Kam oya. Louise, de doce años, dos m ás que su herm ana, est aba m uy em ocionada; iba a aprender a conducir un Land Rover. Sam ira convino en ayudar en diversas t areas de la excavación, pero sólo si prom et íam os em paparla regularm ent e con agua para m ant enerla fresca. Ese era el t rat o. Mient ras est uve fuera del Nariokot om e, Alan había est ado t rabaj ando con el m at erial recuperado en nuest ra prospección inicial. «Vi que sería m ás fácil lavando t odo el m at erial —recuerda—, porque debido al polvillo t an fino, t odo —la piedra, los fósiles— parecían del m ism o color, negro. Pero una vez lavados, los fragm ent os fósiles dest acaban m uy claram ent e. Eran de un herm oso color m arrón caoba.» Alan habilit ó provisionalm ent e la ducha del cam pam ent o para la t area, y acarreó el m at erial cribado hast a ella para lavarlo y seleccionarlo. La ut ilización de la ducha del cam pam ent o iba a ser una m edida t em poral hast a det erm inar la cant idad de m at erial que había que lavar. En el caso de que la operación t om ara excesiva envergadura, t endríam os que t ransport ar t odo el m ont aj e hast a el lago. Alan había em pezado asim ism o a int ent ar reensam blar la docena de fragm ent os craneanos que habíam os encont rado. Se necesit a una habilidad especial para recom poner est e rom pecabezas t ridim ensional. Las piezas t ienen form as m uy variopint as y ext rañas, y no siem pre es seguro que encaj en unas con ot ras, porque falt an varias part es del rom pecabezas. La reconst rucción exige una ciert a fam iliaridad con la anat om ía, evident em ent e, pero sobre t odo un sent ido espacial alt am ent e desarrollado. Alan lo t iene, y t am bién Meave. El t alent o de Alan t am bién se expresa a t ravés de la escult ura, un t alent o que he const at ado en m uchos buenos anat om ist as. Y Meave t iene un evident e don espacial desde que era niña. Le encant aban los rom pecabezas, pero com o los encont raba dem asiado fáciles, daba la vuelt a a las piezas, con el dibuj o debaj o, y así los resolvía. Alan y Meave solían t rabaj ar j unt os durant e las expediciones al lago Turkana, escudriñando fósiles fragm ent ados de diferent es t ipos, reconst ruyendo lent am ent e piezas dispersas de anat om ía. «Puedes pasart e horas int ent ando casar unos fragm ent os con ot ros —dice Meave—, y en un m om ent o dado t ienes que m archart e, hacer ot ra cosa, dej ar que ot ro lo int ent e. Luego, cuando vuelves, pareces saber exact am ent e qué es lo que t ienes que buscar, com o si t u cabeza hubiera seguido t rabaj ando en t u ausencia. Es ext raordinario.» Alan había est ado pegando piezas del rom pecabezas del Hom o erect us ant es de la llegada de Meave. «A las seis de la t arde casi t odas las piezas que t enem os se han encaj ado —anot ó Alan en su diario—. El pariet al izquierdo est á casi com plet o, el derecho algo m enos, y el front al izquierdo va desde la línea m edia y hast a casi la sut ura pariet occipit al.» En ot ras palabras, la part e superior del cráneo, hacia la frent e, est aba em pezando a t om ar form a, si bien había t odavía m uchos huecos en el rom pecabezas. Pero aunque no encont ráram os nada m ás, podíam os darnos por sat isfechos con lo que t eníam os. «Podem os m ont arlo en la arena, y em pezará a parecer un verdadero cráneo», escribió Alan aquella noche. En la m añana del 29 salim os t em prano en dirección al yacim ient o de Kam oya, unos det rás de ot ros. No es frecuent e que una excavación est é sólo a 300 m et ros de la m esa de desayuno, y t iene sus vent aj as. Cuando llegam os, David Brill ya había sondeado el t erreno, com probado la luz, y t odo est aba list o para hacer las fot os. Em pezó el t rabaj o, y pront o nos vim os recom pensados. «Em pezam os excavando el est rat o de grava y encont ram os m uchos fragm ent os, ent re ot ros> los cigom át icos [ huesos de la m ej illa] , el ot ro t em poral, et c. Y ot ros m uchos fragm ent os ident ificables —anot ó Alan—. A la hora de com er ya t eníam os una bandej a casi llena.» A la som bra del cam pam ent o, Alan y Meave se ocupaban de ir pegando los fragm ent os, que cada
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vez llegaban en m ayor cant idad: fragm ent os de la part e post erior del cráneo, de las cost illas, un fragm ent o de la base del cráneo. «A la hora de la cena ya nos sent íam os m uy sat isfechos», dice el diario. A pesar de t odo m ant eníam os nuest ras reservas. Todos los fragm ent os procedían del est rat o revuelt o de t ierra de la superficie, y era m uy posible que ya no quedara gran cosa por descubrir. Tal vez se t rat aba de un esquelet o fósil int act o, que un lent o proceso de erosión pudo dej ar al descubiert o hace cien años, doscient os años, quién sabe, y que desde ent onces se había ido fragm ent ando en pedazos, dej ando sólo los rest os que est ábam os encont rando. A j uzgar por la dist ribución de los fragm ent os en la ladera, Alan y yo pensam os que est e podría ser el caso. Trat am os de no pensar en ello, pero éram os realist as. A la m añana siguient e est ábam os de vuelt a en el yacim ient o y no encont ram os gran cosa, salvo un enorm e escorpión am arillo. Em pezam os a desanim arnos. Al cabo de unas pocas horas señalé un pequeño arbust o espinoso en m edio del yacim ient o y dij e: «Walker, si no encont ram os nada después de aquello, lo dej am os». El arbust o parecía m arcar el nivel de procedencia de los huesos encont rados, así que era un buen punt o final. Tam bién suponía un engorro, porque nuest ras ropas no hacían m ás que engancharse const ant em ent e con sus afilados espinos ( por algo se le llam a el wait - abit t horn [ lit eralm ent e, 'espina espera- un- poco'] ) . Ent onces ocurrió algo ext raordinario. Pet er Nzube est aba a m i lado, lim piando la superficie excavada. Yo est aba t rabaj ando ent re las raíces del arbust o, rem oviendo ent re los ant iguos sedim ent os que habían dado vida a est e j oven árbol. De repent e vi algo por el rabillo del oj o y m e paré. Fue uno de esos ext raordinarios m om ent os en que nuest ro cerebro regist ra algo segundos ant es de que seam os conscient es de ello; el act o reflej o m e decía: «dient es, m edia m andíbula superior». En lugar de ut ilizar un cepillo para lim piar los cascot es de la superficie, Pet er la est aba lim piando con la m ano. No esperaba encont rar nada im port ant e ent re los escom bros, ni yo t am poco, pero allí est aba: m edia m andíbula superior perfect a, la m it ad de un m axilar. Por un m om ent o m e enfadé con Pet er, por su descuido, t an poco habit ual en él, pero fue la propia excit ación del descubrim ient o. Le di un codazo y le regañé de corazón, y él respondió en el m ism o sent ido. Nuest ro com port am ient o ext rañó a Kam oya, porque no había vist o lo que ocurría. La conm oción general at raj o a los dem ás, y nos dim os cuent a de que est ábam os cont em plando un indicio seguro de que al m enos part e del individuo fósil est aba ent errado y seguro baj o el sedim ent o. Tal vez quedaban m ás rest os del esquelet o; j ust o debaj o de nuest ros pies podía est ar esperando el descubrim ient o de t oda una vida. Fue un m om ent o sin igual, una m ezcla de realización y de esperanza. Ahora sabíam os que de allí no nos íbam os a m archar. Alan y Meave est aban en el cam pam ent o recom poniendo el rom pecabezas fósil. Kam oya. Pet er v yo hicim os una pausa para t om ar café, nos t ranquilizam os y am pliam os el radio de la excavación. Sam ira vino corriendo desde el cam pam ent o con un palo lobulado con una not a insert ada en él, a m odo de caricat ura de la form a t radicional que t ienen en África para enviar m ensaj es. «El equipo de pegar, t an list o él, ha cont ado dient es —decía la not a—. Falt a el t ercer prem olar derecho. ¡Es un subadult o! » Alan y Meave, t rabaj ando en la m andíbula superior, se habían dado cuent a de que la pieza que t enían en sus m anos era clave para diagnost icar la edad del individuo. Si est uvieran t odos los m olares, est aríam os en presencia de un adult o. Si t odos los
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dient es hubieran sido de leche, es decir, los que se pierden con el crecim ient o, ent onces habría sido un niño. Pero los m olares definit ivos est aban em pezando a crecer, el prim ero y el segundo ya en su sit io, pero el t ercero t odavía no había aparecido. «Est o nos confirm ó que el individuo había m uert o a la edad de once o doce años —explica Meave—. Louise t enía doce años en aquel m om ent o, así que t eníam os un m odelo hum ano con el que com parar nuest ro fósil. Ella t am bién est aba m udando sus caninos de leche, com o algunos de sus am igos. Y al parecer, t am bién com o el j oven t urkana.» Nuest ro fósil de Hom o erect us pert enecía a un m uchacho, com o pudim os deducir a part ir de ciert as caract eríst icas de la pelvis. Y pront o el rest o de la anat om ía del chico iba a depararnos una sorpresa, algo que se dem ost raría conflict ivo cuando anunciam os el descubrim ient o m eses m ás t arde. Durant e las t res sem anas siguient es, la excavación cont inuó con regularidad, y cada día el esquelet o se com plet aba un poco m ás. Fue una experiencia ext raordinaria para m í, para t odos. Tres sem anas de dicha paleont ológica. Mi m adre nos visit ó durant e unos días, y se sent aba a la som bra haciendo com ent arios sobre el est ado caót ico de nuest ra excavación, a la que com paraba con sus m et ódicas excavaciones en la gargant a de Olduvai. Circula un chist e ent re paleont ólogos y arqueólogos, según el cual los «fosilólogos» pract ican aguj eros redondos, m al hechos, m ient ras que los arqueólogos realizan excavaciones lim pias, cuadradas, delim it adas m ediant e una coordenada de cuerdas. Pero, al igual que t odo el m undo, m í m adre est aba m uy im presionada por lo que veía. «Sólo en Europa, en las t um bas de Neandert hal, pueden verse esquelet os fósiles t an com plet os com o ést e», afirm ó. Era ciert o. De los m uchos rest os de Hom o erect us descubiert os a lo largo de los años, la m ayoría correspondían a fragm ent os del cráneo; m uy pocas piezas del rest o del esquelet o. De ahí que cada hueso que encont rábam os fuera el prim ero de su clase cont em plado por unos oj os hum anos. «Est a es la prim era vért ebra t orácica de Hom o erect us que cont em pla la ciencia», oíam os decir a Alan desde la excavación. «Est a es la prim era vért ebra lum bar de Hom o erect us que cont em pla la ciencia», repet iría m ás t arde. «Est a es la prim era clavícula de Hom o erect us que cont em pla la ciencia.» Se est aba convirt iendo en una aut ent ica let anía, y nos sent íam os defraudados si no la oíam os. Cada día ext raíam os una cant idad de fósiles que ot ros años habrían bast ado para j ust ificar expediciones com plet as. Llegam os a considerar norm al que el bot ín óseo cont inuara, y nos volvim os un poco indiferent es. I ncluso David Brill dej ó de hacer fot ografías. «¡Es la prim era vért ebra t orácica de Hom o erect as que has vist o en t u vida, nadie m ás la ha vist o, es la segunda pelvis nunca vist a, y no las fot ografías! », le increpaba Alan. Aquella noche Alan escribió en su diario: «Dem uest ra que el yacim ient o at urde la m ent e». La dicha paleont ológica, no hay duda al respect o. Ant e nuest ros oj os est aba t om ando form a un individuo Hom o erect us esencialm ent e com plet o, el prim ero desent errado desde que est a especie ant epasada fuera descubiert a hacía casi un siglo. Hom o erect us se sit úa en un punt o crucial en la hist oria de la evolución hum ana; de una form a m uy real es el precursor de la hum anidad. Todo lo ant erior a Hom o erect us fue sem ej ant e al sim io ( a excepción del enigm át ico Hom o habilis, de cort a vida) . Todo lo post erior a Hom o erect us fue claram ent e hum ano, t ant o en su com port am ient o com o en su form a. El inicio de una form a de vida cazadora- recolect ora llegó con Hom o
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erect us; por prim era vez los út iles de piedra dieron la im presión de poseer una ciert a uniform idad, la im posición de un pat rón m ent al; por vez prim era se cont rolaba y ut ilizaba el fuego; por prim era vez los hom ínidos se expandieron m ás allá del cont inent e africano. Y sin duda un cerebro con un espect acular desarrollo creó los rudim ent os del lenguaj e —y t al vez incluso la conciencia. Sí, Hom o erect us m arca una clara m ut ación, desde el sim io, en el pasado, al hum ano, en el fut uro. Si querem os com prender el origen de la hum anidad, t enem os que com prender a Hom o erect us, su anat om ía, su biología, su conduct a. Es un ret o difícil, dada la fragm ent ación de los fósiles. Pero con un esquelet o se abre t odo un nuevo m undo ant ropológico. Mient ras avanzaba la excavación yo iba m edit ando sobre aquel m undo. Me pregunt aba qué nuevo saber nos depararía el j oven t urkana; saber que por prim era vez nos perm it iría com prender el Hom o erect us ext inguido casi t an bien com o si hubiéram os t opado con uno vivo. Por ej em plo, ¿cuánt o y cóm o de hum ana pudo ser la infancia del j oven t urkana? ¿Y cuánt o y cóm o de hum ana habría sido su vida adult a si una m uert e prem at ura no la hubiera t runcado? Todo est e conocim ient o dependía del fut uro, o al m enos eso es lo que yo esperaba. Y no quedé defraudado. La hist oria del descubrim ient o de Hom o erect us const it uye uno de los cuent os épicos de la paleoant ropología, y cont iene circunst ancias t an inverosím iles que parece m ent ira que haya incluso m at eria que cont ar. Una part e es realidad; la ot ra, ficción. La hist oria em pieza así. Un j oven profesor de anat om ía holandés, Eugéne Dubois, se dedicó con pasión a buscar el verdadero ant epasado hum ano, el «eslabón perdido», según los t érm inos de la época, en la década de 1880. Y lo encont ró. La hist oria sigue cont ándonos cóm o Dubois, t ras descubrir su t esoro paleont ológico, quedó t an decepcionado ant e la reacción negat iva de la com unidad ant ropológica, que volvió la espalda a la ciencia, cayó en una especie de locura, y acabó creyendo que había encont rado no el eslabón perdido, sino un gibón gigant e. En la época en que Dubois com enzó a obsesionarse por el eslabón perdido, se conocían m uy pocos fósiles hum anos. Los fam osos descubrim ient os en el sur y el est e de África vendrían décadas m ás t arde. Los únicos fósiles de ant epasados hum anos arcaicos descubiert os en los años ochent a del siglo pasado eran los de Neandert hal, cuyos prim eros huesos habían aparecido en una cant era de piedra caliza en el valle del Neander, cerca de Dusseldorf, en Alem ania. Los fósiles de Neandert hal present aban una form a relat ivam ent e m oderna de un hum ano ext inguido hace unos 34.000 años. Dubois se int eresaba por una form a hum ana aún m ás arcaica —según él—, algo m ás prim it ivo que el hom bre de Neandert hal. Sus pasiones ant ropológicas se inspiraron en las obras del zoólogo alem án Ernst Haeckel, una aut oridad en los círculos cient íficos europeos de finales del siglo xix, defensor de las ideas de Charles Darwin sobre la evolución. Sus propias obras sobre el t em a fueron m uy influyent es, y m uy leídas en la época. Com o Darwin, Haeckel reconocía que los hum anos y los sim ios t enían un origen com ún, y el vínculo ent re am bos est aba const it uido por lo que él denom inó los «Sim ios Hum anos». «La prueba evident e de su pasada exist encia —escribió Haeckel— procede de la anat om ía com parada de los Sim ios hum anoides ( los grandes sim ios) y el Hom bre.» Si bien los hum anos y los sim ios est aban est recham ent e em parent ados, t uvo que haber, según Haeckel, algún t ipo de eslabón int erm edio ent re am bos. Razonaba que la capacidad hum ana del habla requirió sin duda algo m ás que un sim ple paso evolut ivo para desarrollarse. Llam ó a est a form a int erm edia «hom bre m ono»,* o
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Pit hecant hropus. Sugirió que est a criat ura pudo parecer hum ana en m uchos aspect os, y t ener caract eríst icas m ent ales hum anas. Pero «no poseía la principal y verdadera caract eríst ica del hom bre, est o es, el lenguaj e hum ano art iculado de las palabras», escribió Haeckel en 1876. Por consiguient e, dio a est e hom bre m ono el nom bre de la especie alalus, que significa m udo: Pit hecant hropus alalus. Según Haeckel, Pit hecant hropus apareció en Lem uria, un cont inent e que, según se creía ent onces, se había hundido en el océano índico. Desde Lem uria, los descendient es evolut ivos de est e ser habrían m igrado hacia el oest e, hast a África, hacia el norest e hast a Europa y Próxim o Orient e, hacia el nort e hast a Asia, y cruzando el puent e cont inent al hast a Am érica, y hacia el est e vía Java hast a Aust ralasia y la Polinesia. Hoy est a geografía global nos parece ext raña, pero en t iem pos de Haeckel no se conocían las bases de la geología cont inent al ni las placas t ect ónicas, y la idea de ext ensos puent es t errest res y de cont inent es hundidos form aba part e del pensam ient o cient ífico convencional. * Así se popularizó en cast ellano en la época, aunque su t raducción correct a debería ser en realidad «hom bre sim io». ( N. de la t .) Una vez com plet ados sus est udios de m edicina en 1884, Dubois se dedicó a buscar a Pit hecant hropus, pero prim ero t enía que llegar a las t ierras donde había vivido el hom bre m ono. Por suert e, las colonias holandesas incluían I ndonesia, en la periferia del supuest o cont inent e perdido. Abandonó su carrera com o profesor de anat om ía en la Universidad de Leiden y, aprovechando la presencia del ej ércit o indo- holandés en Sum at ra, consiguió un puest o de oficial m édico, a la espera de una ocasión que le perm it iera organizar la búsqueda de fósiles. En 1889, dos años después de llegar a Java, convenció a las aut oridades m ilit ares de la grandeza de su obj et ivo y consiguió aut orización para dedicarse a ello. I ncluso recibió ayuda para organizar una exploración paleont ológica, que incluía grupos de convict os para realizar el t rabaj o de excavación. La exploración se cent ró inicialm ent e en yacim ient os de Java cent ral, donde encont ró m iles de anim ales fósiles. Sus excavaciones, com paradas con la m oderación y el cuidado que las caract erizan hoy en día, fueron m onum ent ales y peligrosas, y podían llegar a incluir hast a cincuent a «ayudant es forzosos». En agost o de 1891, Dubois ordenó t rasladar los t rabaj os a los ant iguos depósit os fluviales del río Solo, cerca del pueblo de Trinil. Durant e los t res m eses de excavación, ant es de que las lluvias est acionales elevaran el nivel de las aguas del río hast a cubrir el yacim ient o, se descubrieron dos fósiles fundam ent ales: un dient e y el hueso front al de un cráneo, am bos definit ivam ent e prim at es. El descubrim ient o convenció a Dubois de que est aba en el buen cam ino paleont ológico. Decidió que los fósiles pert enecían a una especie de chim pancé con algunos rasgos hum anos, y lo llam ó Ant hropopit hecus t roglodyt es. Pero los descubrim ient os del año siguient e le im pulsaron a cam biar de idea. De nuevo em pleando grupos de convict os, desde 1891 Dubois t rasladó la excavación río arriba. Est a vez encont ró un fém ur, o un hueso del m uslo, práct icam ent e idént ico al de un hum ano m oderno. De hecho, m uchos ant ropólogos creen act ualm ent e que se t rat a de un fém ur de hum ano m oderno. Dubois creyó que el dient e, el fragm ent o de cráneo y el fém ur procedían del m ism o individuo. No convencido aún de haber encont rado el eslabón perdido de Haeckel, Dubois baut izó a la criat ura con el nom bre de Ant hropopit hecus erect us, una especie de chim pancé erguido, dij o, que «est á m ás cerca del hom bre que ningún ot ro ant ropoide».
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Pero un año después, t ras reflexionar sobre los fósiles, e im presionado por el gran t am año del cerebro y la posición erguida que el fém ur perm it ía adivinar, Dubois cam bió de opinión. En 1893 denom inó a su descubrim ient o Pit hecant hropus, el nom bre del eslabón perdido de Haeckel. Pero com o no podía saber con cert eza si est a form a prim it iva de hum ano pudo hablar, no ut ilizó el nom bre de alalus dado por Haeckel a la especie, sino que lo llam ó Pit hecant hropus erect us, porque era evident e que est e hom bre m ono cam inaba erguido. Más t arde volvió de nuevo a cam biar el nom bre por el de Hom o erect us, hom bre erguido. Dubois dij o que su hom bre de Java const it uía «la form a de t ransición que t uvo que exist ir ent re el hom bre y los ant ropoides, según las doct rinas de la evolución». Muchos de sus colegas no quedaron convencidos. Aunque el m ism o Haeckel convino con Dubois en que había encont rado su eslabón perdido, consideraba los rest os de Java dem asiado fragm ent arios com o para dar suficient e inform ación acerca de est e ser ext inguido. La posición de Haeckel era m inorit aria. Rudolf Virchow, el influyent e cient ífico alem án, dudaba de que los fósiles fueran del m ism o individuo, opinión que m uchos com part ían. Ent re aquellos convencidos de que sí procedían del m ism o individuo, m uchos decían que era m ás hum ano de lo que Dubois decía; ot ros lo consideraron m ás sim io que hum ano. De una form a o de ot ra, Dubois llevaba las de perder. Result a int eresant e e inst ruct ivo el hecho de que un solo conj unt o de fósiles pudiera provocar t ant as opiniones cont radict orias en boca de los expert os. La anat om ía fósil puede ser m uy difícil de int erpret ar, sobre t odo cuando es fragm ent aria, es decir, casi siem pre. Las expect at ivas de la gent e, sus prej uicios cient íficos, influyen en sus j uicios. Todo cient ífico t rabaj a de acuerdo con algún t ipo de m arco t eórico, e int erpret a la evidencia a la luz de ese m arco. Unos dat os endebles pueden hacerse encaj ar con la t eoría independient em ent e de la form a que t engan. Es algo que he vist o hacer m uchas veces en la paleoant ropología act ual. Dubois se enfrent ó a t oda est a m ult iplicidad de int erpret aciones fuera donde fuere, por t odas part es, y quedó profundam ent e frust rado al ver que no conseguía que ot ros est udiosos acept aran, con él, que Pit hecant hropus era verdaderam ent e una form a de t ransición ent re el sim io y el hom bre. Si bien los est udiosos encom iaron su espírit u em prendedor y su t enacidad, que le habían perm it ido descubrir unos fósiles t an int eresant es —aunque no hum anos—, esa act it ud no at enuó su am argura. Sobre lo que ocurrió después en la vida de Dubois exist en dos versiones. La prim era, un relat o fam iliar en los anales de la paleoant ropología, es apócrifa: m olest o y desanim ado por la int ransigencia de sus colegas, Dubois abandonó la com unidad cient ífica, y durant e m ás de veint e años ocult ó los fósiles para evit ar que ot ros los est udiaran. ( Exist en varias versiones sobre el lugar secret o, y se dij o incluso que los había escondido baj o las baldosas de su com edor y en una caj a en el desván. Est as diferencias t al vez indican que se t rat a de un m it o popular.) Luego, se dice, frust rado, colérico y un poco loco, Dubois declaró que los fósiles eran sólo de un gibón gigant e ya ext inguido. Una invest igación recient e sobre la vida de Dubois, realizada por Bert Theunissen, dem uest ra que est e t rágico relat o carece de base. Aunque Dubois est uviera profundam ent e irrit ado y m olest o por la negat iva de sus colegas a reconocer en su hom bre de Java el eslabón perdido, y aunque eludiera los debat es paleoant ropológicos desde 1900, no es ciert o que abandonara la ciencia. Ni t am poco cam bió de opinión sobre la nat uraleza de Pit hecant hropus com o un eslabón en la evolución hum ana. La
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hist oria real es m ás int eresant e que la leyenda, m ás cient ífica. Com o anat om ist a que era, el int erés real de Dubois se cent raba en el cerebro, concret am ent e en la relación ent re el t am año del cerebro y el t am año del cuerpo de una especie. Hoy el t em a es de profunda act ualidad en biología evolut iva y conduct ist a, pero hace un siglo Dubois fue un pionero solit ario. Theunissen ha dem ost rado que Dubois publicó m ucho m ás sobre la evolución del cerebro que sobre Pit hecant hropus, aunque deba su fam a a est e últ im o. Pero am bos t em as eran inseparables para él, porque el conocim ient o del t am año del cerebro era crucial para det erm inar el est at us de Pit hecant hropus. «Para lograr una m ej or com prensión de est e nuevo organism o, inm ediat am ent e después del descubrim ient o em pecé a buscar leyes que regularan la calidad cerebral de los m am íferos, un est udio que proporcionó evidencia sobre el lugar de Pit hecant hropus en el sist em a zoológico», escribió en 1935, seis años ant es de su m uert e. Según Dubois, con cada gran avance evolut ivo, el cerebro dobla su t am año en relación con el t am año del cuerpo, una idea que fundam ent ó en su conocim ient o de la em briología. El cerebro de los grandes sim ios es cuat ro veces m enor que el t am año del cerebro hum ano; el cerebro de los carnívoros y herbívoros ungulados es ocho veces m enor; el cerebro de los conej os dieciséis veces m enor, et c. Dubois reconocía la exist encia de un hiat o en est e esquem a: forzosam ent e t enía que haber algo a m edio cam ino ent re los grandes sim ios y los hum anos, algo con la m it ad del cerebro hum ano. Para que Pit hecant hropus pudiera ser ese eslabón perdido, t enía que encaj ar ent re am bos y present ar un t am año cerebral que fuera exact am ent e la m it ad del t am año hum ano. Pero el cerebro de Pit hecant hropus m edía 855 cent ím et ros cúbicos, es decir, dos t ercios m enor que el t am año cerebral de un hum ano m oderno, no la m it ad. Lo que ponía a la criat ura de Java fuera de la línea evolut iva que llevaba a Hom o sapiens. Dubois se ent regó, pues, a un razonam ient o que parecía un círculo vicioso que, según su punt o de vist a, rescat aba el est at us de Pit hecant hropus com o ant epasado hum ano. Si Pit hecant hropus t enía un cuerpo com o los hum anos, ent onces su cerebro era evident em ent e dem asiado grande para un ant epasado hum ano direct o. Pero si su cuerpo fue m ucho m ayor, digam os de unos 100 kilos, y no la m edia hum ana de 60 kilos, ent onces el t am año de su cerebro en relación con el t am año del cuerpo era pequeño. En cuyo caso encaj aba con aquella posición int erm edia requerida, a m edio cam ino ent re los grandes sim ios y los hum anos, y podía suponer el punt o de part ida de la evolución de los verdaderos hum anos. Sat isfecho de haber conseguido su obj et ivo, Dubois escribió en 1932: «Hoy, m ás que nunca, creo que Pit hecant hropus de Trinil es el verdadero " eslabón perdido" ». Com o Dubois había denom inado «gibón gigant e» a su criat ura, m uchos pensaron que con ello había dej ado de considerar a su Pit hecant hropus com o un eslabón del pasado hum ano. Aunque no fue así, el m it o persist e. En realidad, no exist e ninguna ley evolut iva de la duplicación del t am año del cerebro. Dubois com et ió un error sencillo pero fundam ent al al creerlo así. Si no hubiera com et ido ese error, no habría t enido que enzarzarse en argum ent os t ort uosos, y la idea de un gibón gigant e nunca hubiera vist o la luz. Pero así es la nat uraleza de la ciencia y la hist oria.
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Pero, con el t iem po, las pret ensiones de Dubois acerca de su hom bre de Java fueron ganando gradualm ent e credibilidad, lo que est im uló a ot ro anat om ist a holandés, Ralph von Koenigswald, a seguir sus pasos. En 1937 Von Koenigswald inició en Sangiran, ot ra zona de Java, unas excavaciones —int errum pidas por la guerra— que proporcionaron fragm ent os fósiles de al m enos cuarent a individuos de Hom o erect us. Mient ras t ant o, en China se había encont rado el hom bre de Pekín ( el hom bre de Beij ing, dicho con propiedad) : en 1926 un dient e, luego en 1929 part e del cráneo, pero incuest ionablem ent e se t rat aba del m ism o t ipo de criat ura que el eslabón perdido de Dubois. Est os huesos fueron el principio de lo que sería un depósit o sin precedent es de fósiles de Hom o erect us que finalm ent e fueron a parar a m anos del gran analist a y anat om ist a alem án Franz Weidenreich. El t rabaj o de Von Koenigswald y de Weidenreich sirvió para est ablecer el est at us ancest ral de Hom o erect us y validar el descubrim ient o de Dubois de est e im port ant e ant epasado hum ano. Muchos hom ínidos prim it ivos present an claros vest igios de su linaj e sim io en su est ruct ura facial y craneana. Concret am ent e, el cerebro de los hom ínidos arcaicos es pequeño y la cara t iende a proyect arse hacia adelant e, com o en el caso de los sim ios act uales. Pero incluso en los hom ínidos m ás prim it ivos, los dient es est án m ás diseñados para m ast icar y t rit urar m at eriales veget ales duros que para part ir y m ast icar hoj as y frut as. Con el origen de la est irpe Hom o, la t endencia hacia unos m olares m ayores y m ás pot ent es se invirt ió, pero est e giro no supuso una vuelt a a unos dient es frugívoros, sino a una dent adura om nívora, t ípica de los anim ales que incluían carne en su diet a. Es lo que vem os en Hom o erect us. La caract eríst ica m ás sobresalient e de est a especie, y que nos perm it e reconocerla a part ir de pequeños fragm ent os fósiles, es su cráneo, largo y achat ado, que alberga un cerebro dos t ercios m enor que el cerebro hum ano m oderno, y que present a prot uberancias óseas encim a de las órbit as del oj o, los llam ados arcos superciliares. La
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frent e es lisa, y la part e post erior del cráneo t iene la curiosa form a de un m oño. La cara es algo m ás prom inent e que la de los m odernos hum anos, pero m enos que la de los prim eros hom ínidos y sim ios. Cuando sost engo un cráneo de Hom o erect us en m is m anos y lo m iro de frent e, t engo la profunda im presión de hallarm e en presencia de algo claram ent e hum ano. Es el prim er m om ent o en la hist oria hum ana en que una verdadera condición hum ana aparece m arcada con t ant a fuerza. Es ciert o, lo sé, que el probable predecesor inm ediat o de Hom o erect us fue una especie llam ada Hom o habilis, en m uchos aspect os sim plem ent e una versión m enos int eligent e que aquél, es decir, con un cerebro m ás pequeño. Y es ciert o que cuando m iro un cráneo de est a especie no puedo confundirlo ni con el cráneo de un sim io ni con el pequeño cráneo de los prim eros hom ínidos. Pero en un sent ido difícil de explicar, parece que Hom o erect us «llegó», alcanzó el um bral de algo ext rem adam ent e im port ant e en nuest ra hist oria. I ncluso ant es de que el j oven t urkana apareciera en el Nariokot om e, la enorm e im port ancia de Hom o erect us en la hist oria hum ana ya est aba bien est ablecida, aunque fuera sólo a part ir de una fracción conocida de su anat om ía. La represent ación del cent enar de individuos conocidos procedent es de varias part es del m undo se reducía, en gran part e, a fragm ent os de cráneo y de m andíbula. I ncluso en la fam osa cueva del hom bre de Beij ing se encont raron esencialm ent e fragm ent os. Ot ra part e del esquelet o que t am bién suele aparecer, cuando aparece, es el hueso del m uslo. Y ello es así porque el fém ur es un hueso robust o que t iene t odas las posibilidades de sobrevivir a las vicisit udes del ent erram ient o y la fosilización, prim ero, y a la erosión nat ural a la int em perie, y al descubrim ient o, después. Aunque m uy sim ilar a los fém ures hum anos m odernos, est e hueso de Hom o erect us evidencia su pert enencia a una especie físicam ent e act iva: el propio hueso est á ext rem adam ent e reforzado y las cavidades de las art iculaciones m usculares son m uy anchas. Apart e de fragm ent os de cráneo, de huesos del m uslo, y de algunas part es de la pelvis, sólo se había podido descubrir una part e de la anat om ía de Hom o erect us — hast a que apareció el j oven t urkana. El dest ino habit ual de un individúo m uert o en plena nat uraleza es servir de alim ent o a hienas, perros salvaj es e incluso puerco espines, que desplazan part es del esquelet o y dej an sus huellas dent ales en ot ras. Lo que queda del esquelet o se va secando, acaba pisot eado, pat eado y finalm ent e dispersado por la acción de las m anadas de paso. A veces los huesos quedan sepult ados, y si exist en condiciones quím icas favorables, pueden convert irse en fósiles. En general, la posibilidad de que el hueso de un solo individuo se fosilice es pequeña, pero la posibilidad de que t odo un esquelet o se fosilice es ext rem adam ent e m inúscula. El proceso clave en t odo ello es el ent erram ient o: si los huesos quedan sepult ados inm ediat am ent e después de la m uert e, las posibilidades de fosilización son m ayores. Y el ent erram ient o depende, a su vez, de que allí se acum ulen o no sedim ent os, com o ocurre con las t ierras aluviales de ríos y lagos. El agua lleva sedim ent os finos que, en condiciones m uy favorables, pueden cubrir rápidam ent e un hueso fresco. Nosot ros los ant ropólogos rogam os para que un día pueda descubrirse una ant igua Pom peya, con una fam ilia de hom ínidos cubiert os de ceniza volcánica t al com o est aban en el m om ent o de la erupción. A falt a de algo así, buscam os los rest os de un individuo m uert o cerca de un río o de un lago. En el lago Turkana, y en ot ros lugares del África orient al, com o la gargant a de Olduvai y la región del Hadar en Et iopía, los ant ropólogos disfrut an de un doble fest ín. No sólo porque en est as zonas hubo sist em as lacust res y fluviales que proporcionan las m ej ores posibilidades de fosilización de hom ínidos y ot ras criat uras de com unidades ecológicas pret érit as, sino porque est os
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hábit at s fueron t am bién im port ant es en la evolución de nuest ra fam ilia. Al est e del valle del Rift , la frondosa j ungla const it uye el hábit at ideal para sim ios de la variedad cuadrúpeda. Y por lo que respect a a los sim ios bípedos —la fam ilia hom ínida—, los hábit at s- m osaico creados por el sist em a geológico fueron cruciales t ant o en su vida cot idiana com o en su origen evolut ivo. Nuest ra adapt ación evolut iva prim aria al bipedism o fue una respuest a a la necesidad de obt ener alim ent o en m edios abiert os, donde los recursos est aban m uy disem inados y lej os unos de ot ros. I gualm ent e im port ant e es el hecho de que los hábit at s- m osaico —esa m ezcla abigarrada de sem idesiert o, sabana, j ungla, bosque ribereño, llanura, alt iplano, t an caract eríst icos del gran valle del Rift — increm ent an las posibilidades de que surj an nuevas especies. El aislam ient o de las poblaciones en regiones geográficas alej adas est im ula las revoluciones genét icas que pueden est ar en el origen de nuevas especies y nuevas adapt aciones. Durant e aquellas t res sem anas del ot oño de 1984 en el Nariokot om e, hicim os hist oria ant ropológica: pieza por pieza fuim os reconst ruyendo el esquelet o de Hom o erect us. Nuest ra excavación avanzaba aproxim adam ent e de oest e a est e, en dirección al lago y haciendo cort es cada vez m ás profundos en la ladera. Los fósiles se hallaban en el nivel correspondient e a la ant igua superficie del suelo que ahora la excavación est aba dej ando al descubiert o. Lo que significaba que por cada m et ro excavado en la ladera de la colina, t eníam os que sacar y t rasladar m ás y m ás t ierra, roca y desechos para lograr llegar a ese ant iguo nivel. Al final nos encont ram os m oviendo t reint a m et ros cuadrados de t ierra, ext rayendo m il quinient as t oneladas de t ierras digam os de m ás. No t oda la excavación fue coser y cant ar. Gradualm ent e, a m edida que afloraban los huesos y la ant igua superficie en que se hallaban, las circunst ancias de la m uert e del m uchacho se iban desvelando. Alan explica: El fondo del lecho era duro, un lecho arenoso y duro donde crecieron cañas. Hubo aguas poco profundas. En un det erm inado m om ent o creím os que las aguas; habían llegado hast a el borde del lago, pero había m uy poca energía, poco m ovim ient o de agua. En la ant igua superficie arenosa no se veían ondas, que aparecen cuando ha habido oleaj e. Ahora creem os que t uvo que t rat arse bien de una laguna próxim a a la orilla del lago, bien de un recodo de un río. Cuando descubrim os hom ínidos fósiles solem os encont rar t am bién rest os de ot ros anim ales. Pero est a vez no. Tan sólo unos pocos peces, unos caracoles y un fragm ent o de saurio. Pero en la arena había huellas del paso de ot ros anim ales. Alan cont inúa: Tras su m uert e, el cuerpo del m uchacho est uvo flot ando en las aguas, boca abaj o, con la cabeza asom ando en el agua. Al cabo de pocos días, de una sem ana a lo sum o, la carne em pezó a pudrirse y los dient es a caer. Hipopót am os y ot ros anim ales em pezaron a descuart izar y a dispersar el esquelet o, y los t rozos m ás ligeros fueron arrast rados hast a la orilla. La pierna derecha t uvo que t ener algo pegado a ella, porque el peroné se part ió en dos, y uno de los t rozos fue arrast rado hast a la arena en posición vert ical. El cráneo, relat ivam ent e ligero, flot ó o fue arrast rado m ás lej os que el rest o, hast a t ierra firm e. Un m illón y m edio de años después, un árbol crecería en aquel punt o exact o: era el espino que t ant os problem as nos había causado al principio. Hace unos veint e años, una sem illa de aquel árbol arraigó en la t ierra del int erior del cráneo del j oven, que descansaba boca abaj o a unos 30 cent ím et ros de la superficie. El
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j oven volvía de nuevo al m undo, t ras haber est ado sepult ado durant e un m illón y m edio de años baj o t oneladas de sedim ent os arrast rados por el lago, el río y el vient o. El agent e direct o de su progresiva afloración había sido el pequeño t orrent e que surcaba los ant iguos sedim ent os. Cuant o m ás profundo el surco, t ant o m ayor la erosión de la superficie t errest re. Ahora que el cráneo del chico est aba de nuevo cerca de la superficie, la hum edad podía volver a alcanzarle. Y el cráneo, boca abaj o, había at raído la hum edad, proporcionando un punt o favorable para la germ inación de la sem illa. A m edida que el árbol crecía, sus raíces fueron penet rando en el suelo, y el cráneo se fue fragm ent ando lent am ent e, pero los fragm ent os se m ant uvieron en su lugar, en el ant iguo sedim ent o. En principio no m e gust a t alar árboles cuando hacem os t rabaj o de cam po. Es el m ism o principio que hace que lim it em os al m áxim o las huellas de nuest ro Land Rover. El m edio aquí es t an frágil que t oda pequeña alt eración puede acelerar la erosión. Pero cuando descubrim os que nuest ro precioso cráneo est aba enredado ent re las raíces del árbol, la presión de la necesidad paleont ológica fue m ás fuert e que el principio m edioam bient al inm ediat o, y el árbol fue abat ido. ¿Por qué m urió el m uchacho? No lo sabem os. La posición de su ent erram ient o inspiró la hist oria que he relat ado ant eriorm ent e. Pero, apart e del hecho evident e de que un j oven Hom o erect us había m uert o en una laguna, o cerca de ella, el rest o de la hist oria era pura especulación, basada en elem ent os que creem os conocer acerca de la vida de Hom o erect us. Sí sabem os, en cam bio, que no hay huellas de carnívoro en sus huesos, así que posiblem ent e no fue presa de carnívoros, ni sirvió t am poco de carroña, puest o que est aba en el agua. «El único indicio de enferm edad es un t rocit o de resorción de la encía, en la m andíbula, donde el segundo m olar de leche había caído —dice Alan—. Muchas veces aparece una infección cuando el nuevo dient e rom pe la encía. Es posible que t uviera una infección y m uriera.» Puede que hoy nos parezca práct icam ent e im posible, pero, com o Alan descubrió cuando est aba invest igando en los archivos del siglo xvi en una parroquia de St . Mart in's- in- t he- Fields, en Londres, la vida y la m uert e ant es de la era de los ant ibiót icos eran m uy dist int as de ahora. La principal causa de m ort alidad era la pest e, lo que quizá era de esperar. Pero la sept icem ia provocada por infecciones dent ales venía en segundo lugar. I nt eresant e, pero no decisivo. A m it ad de la excavación t uve que ir a Nairobi durant e un par de días por asunt os relacionados con el m useo, una int erferencia m olest a que hubiera preferido eludir, pero no pude. Mient ras est uve en la ciudad envié un t elegram a a Pat Shipm an, la m uj er de Alan, que est aba de vuelt a en Balt im ore: «Te com unico que est am os excavando un esquelet o erect us. Es fant ást ico, y Walks ( un m ot e que a veces doy a Alan) quiere que t ú seas una de las prim eras en saberlo». Pero en aquel m om ent o yo no t enía ni idea de que uno de los visit ant es del cam pam ent o ya est aba cont ando a la redacción del Nairobi Tim e nuest ro descubrim ient o. Nuest ro secret o iba a hacerse público ant es de lo previst o. El 18 de sept iem bre volví al Nariokot om e, y Alan est aba im pacient e por m ost rarm e lo que t enía. I ncluso a cincuent a m et ros de la excavación pude ver la razón de su excit ación. En el suelo había huesos de una pierna recién descubiert os, y ofrecían un m aravilloso espect áculo. Eran los huesos de la pierna derecha: el fém ur y la t ibia. Enseguida nos dim os cuent a de que lo que habíam os em pezado a int uir acerca del m uchacho era ciert o. Era m uy alt o. «Me parece Que algunos t endrán que t ragarse sus palabras —com ent ó Alan—. Es indudable.»
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Una de las frust raciones de t rat ar con fragm ent os fósiles es que nunca podem os est ar seguros del aspect o global del anim al o individuo en cuest ión. Es una de las razones que conviert en al j oven t urkana en un descubrim ient o espect acular. Ant es de su aparición, los ant ropólogos habían t rat ado de est im ar la alt ura de Hom o erect us en base a huesos aislados, a veces un fém ur de un yacim ient o, un hueso del brazo de ot ro yacim ient o, y así. Pero una verdadera est im ación de la est at ura puede obt enerse sólo a part ir de los huesos de la pierna de un solo individuo, el hueso del m uslo y el hueso de la espinilla. Com parándolas con los huesos del hum ano m oderno, las m edidas de est os fósiles pueden ofrecer una buena indicación de la alt ura de un individuo Hom o erect us. Las est im aciones de la est at ura de Hom o erect us realizadas a part ir de huesos aislados hallados ant es de nuest ro j oven t urkana, describían una criat ura de com plexión pesada, m uy m usculosa, y no m uy alt a. Por ej em plo: Eran gent es excepcionalm ent e fuert es, t ant o los hom bres com o las m uj eres, con m úsculos acordes con la robust ez de sus huesos —escribió Donald Johanson en su libro Lucy* —. Aunque un m acho Hom o erect us fuera dem asiado baj o para dest acar com o j ugador de fút bol, adecuadam ent e m ot ivado habría podido dest acar en el hockey o en el lacrosse, dos de los deport es que hoy pract ican hom bres de est at ura m edia. Era evident e que el j oven t urkana lo era t odo m enos de t alla m edia, dada su cort a edad: los huesos de sus piernas revelaban claram ent e un individuo alt o. Em pezam os a hacer est im aciones de su t alla, y m edim os los dist int os segm ent os de su cuerpo, t eniendo en cuent a que los frágiles ext rem os de los huesos, las epífisis no endurecidas, se habían perdido en el proceso de fosilización. Obt uvim os una figura de ent re un m et ro sesent a y un m et ro set ent a de alt ura. «Fue un j oven m uy esbelt o —dij o Alan—, y de llegar a la edad adult a habría podido alcanzar perfect am ent e un m et ro ochent a de alt ura.» Un j oven esbelt o. Me gust ó la frase, y pensé en lo que iba a decir en la conferencia de prensa. Tal vez fuera una excepción, un j oven anorm alm ent e alt o. Es posible, pero nada probable. Los individuos que aparecen en un yacim ient o fósil suelen ser los m ás corrient es, la m edia de una dist ribución est adíst ica. Para apoyar nuest ro caso, podem os referirnos al fósil 1808. El núm ero 1808 es el código dado por el m useo a un ext raño fósil que descubrim os hace una década, en la zona orient al del lago Turkana. Descrit o sencillam ent e com o «elem ent os asociados del esquelet o y del cráneo» en un m anual de hom ínidos fósiles, 1808 nos da una idea de las últ im as sem anas de vida de un individuo Hom o erect us, posiblem ent e una hem bra, que vivió m ás o m enos en la m ism a época que nuest ro j oven t urkana, pero al ot ro lado del lago. Es posible inferir que un par de sem anas ant es de m orir, 1808 ingirió part e del hígado de un gran carnívoro, un león o una hiena t al vez. Las señales est án en sus largos huesos, dest rozados, al igual que los dem ás rest os fósiles de su cuerpo. * Traducción cast ellana: D. Johanson y M. Edey, Lucy. El prim er ant epasado del hom bre, Barcelona, 1990. ( N. de la t .) La clave radica en que la superficie de los larguísim os huesos no es lisa, com o cabría esperar. Est á cubiert a por una fina capa irregular, result ado de un breve periodo de desangram ient o en la superficie del hueso, seguido de una rápida osificación y m uert e ult erior. Hace t iem po, Alan pract icó una fina sección a t ravés de est os huesos y la present ó en form a de diaposit iva a un grupo de m édicos del Johns Hopkins Medical School de Balt im ore. Su diagnóst ico fue inequívoco: hipervit am inosis A, es decir, el
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result ado de ingerir excesiva vit am ina A. Los m édicos se quedaron boquiabiert os al saber que el hueso que est aban cont em plando t enía un m illón y m edio de años. Dij eron que result aba im posible dist inguirlo de casos clínicos act uales. La hipervit am inosis A puede desarrollarse si un individuo ingiere enorm es cant idades o bien de verduras ricas en esa vit am ina, com o zanahorias o, lo m ás probable, de hígado crudo de carnívoro, la fuent e de vit am ina A m ás rica que se conoce. Adem ás de un deseo fat al de com er hígado de carnívoro, 1808 era alt a, un m et ro ochent a, en la m edida en que es posible det erm inar su alt ura a part ir de unos rest os t an dest rozados. No es m era coincidencia que los dos individuos Hom o erect us cuya alt ura es posible est im ar fueran alt os. Ahora podíam os decir que, inesperadam ent e, habíam os dado con una especie excepcionalm ent e alt a. Pero nuest ra sorpresa sería aún m ayor ant e la reacción de nuest ros colegas cuando, m eses m ás t arde, anunciam os el descubrim ient o del j oven y dij im os que «era un j oven corpulent o y esbelt o, lo cual es sorprendent e... Hom o erect us fue claram ent e m ás alt o de lo que habíam os im aginado». «Pero est o ya lo sabíam os», fue la respuest a unánim e, incluido Don Johanson. «Tenem os fragm ent os de China y de Java que sugieren que est os individuos alcanzaban el m et ro ochent a de alt ura —com ent ó Johanson al New York Tim es—. No creo que en est e aspect o el descubrim ient o sea t an original.» Al leer sus declaraciones, Alan se puso a reír, sacó un ej em plar de Lucy, y envió una copia de la cit a sobre el hockey al periodist a del Tim es que había escrit o el art ículo. Est oy convencido de que la reacción ant e nuest ra afirm ación relat iva a la alt ura del j oven t urkana significa que las ideas de la gent e al respect o eran t an vagas que era fácil creer lo que parecía ser verdad en aquellos años. A m edida que iban descubriéndose m ás huesos del esquelet o del j oven, t odas las dudas sobre la est at ura de Hom o erect us se disiparon. Los fósiles de Java y de China cit ados por Don habían sido descubiert os años at rás, así que no podía referirse a nuevas evidencias al afirm ar que Hom o erect us era alt o. Se est aba basando en ant iguos dat os, pero con una nueva perspect iva, claram ent e influenciada por el esquelet o del j oven t urkana. Com o el periodo de excavaciones est aba t ocando a su fin ( por m uchas razones, ent re ellas la financiera) , nos vim os obligados a planificar det alladam ent e nuest ros próxim os pasos. «Richard y yo m iram os la plant a del yacim ient o después de com er y decidim os que si el rest o del esquelet o est aba allí, se hallaría disperso en un área bast ant e am plia —escribió Alan la noche del 19 de sept iem bre, t res días ant es de nuest ra part ida—. Por consiguient e, t endrem os que excavar t oda la ladera.» No era una perspect iva dem asiado agradable. Aunque nos hubiera encant ado dar con las piezas que falt aban —huesos del brazo, algunos dient es, pero sobre t odo con los huesos de las m anos y los pies—, sabíam os que podíam os perder m ucho t iem po y dinero para al final no encont rar nada. Nos t em íam os que los frágiles huesos de pies y m anos podían haber sido pisot eados y arrast rados hast a el ant iguo bancal, cerca de donde había est ado el espino, allí donde la superficie del suelo est aba sufriendo los efect os de la erosión por la acción del pequeño t orrent e de agua. «Perdidos para siem pre com o arena arrast rada por la corrient e hacia el Nariokot om e», así describió Alan el probable dest ino de aquellos huesos. «Todos est am os algo t rist es —escribí en m i diario el día ant es de levant ar el cam pam ent o—. Teníam os grandes expect at ivas, pero por m uy poco se nos ha escapado un esquelet o com plet o.» Dos sem anas m ás t arde, en Nairobi, nuest ra
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t rist eza se evaporó al lim piar los huesos del individuo y ver la incipient e reconst rucción del esquelet o. «Ven a ver est o —m e dij o Alan un día—. Ven a ver a t u j oven t urkana.» Alan y Em m a Mbua, conservadora de los hom ínidos fósiles del m useo, habían conseguido colocar erguido el esquelet o del j oven. I ba a ser fot ografiado con un fondo oscuro para un art ículo que Alan y yo habíam os escrit o para la Nat ional Geographic. «Adm irable —es t odo lo que pude decir—. Adm irable.» Allí, alt o y erguido ant e m í, había un ant epasado hum ano práct icam ent e com plet o, de m ás de un m illón y m edio de años de edad. ¡Qué hum ano parecía en esa post ura! Fue un m om ent o em ocionant e para m í, diferent e de la excit ación de la excavación de hacía unas pocas sem anas. Ahora se t rat aba de una em oción m ás profunda, que derivaba de la am plísim a profundidad de la prehist oria hum ana que t engo el privilegio de ver en m i t rabaj o. Fui conscient e de que m e hallaba frent e a un eslabón de la cadena que hoy m e une a m is m ás prim it ivos ant epasados, criat uras sim iescas que vivieron quizás hace 7,5 m illones de años. Podía sent ir que, en nuest ra búsqueda de los orígenes de la condición hum ana en aquella enorm e franj a de la evolución hist órica, el j oven t urkana poseía algunas de las respuest as que buscábam os. La excavación de sus huesos había sido una dicha paleont ológica. Si conseguíam os arrancarle esas respuest as podía proporcionar una vía para adent rarnos en la esencia m ism a de nuest ra hist oria. Pasado el m om ent o de em oción, se t om aron fot ografías del m uchacho, incluida una j unt o a Em m a, la m ás baj a de los dos. Sí, el j oven t urkana es un chico esbelt o y corpulent o. No había t ranscurrido ni un m es desde el final de la cam paña en el Nariokot om e cuando ya nos m oríam os de ganas de hacer público nuest ro descubrim ient o. Norm alm ent e, los cient íficos prefieren com plet ar al m enos un análisis prelim inar de t odo nuevo descubrim ient o y present arlo a sus colegas ant es de hacerlo público. Pero est a vez t uvim os que precipit ar los acont ecim ient os porque la redacción del Nairobi Tim e, inform ada baj o cuerda de nuest ro descubrim ient o, no podía esperar a publicar la hist oria. Alan y yo organizam os conferencias de prensa sim ult áneas para el 18 de oct ubre, la m ía en Nairobi, en el m useo, y la suya en Washingt on, en la Nat ional Geographic Societ y. Cuando m e est aba preparando para la conferencia de prensa pensé una vez m ás en la im agen del j oven erguido ant e m í dos sem anas at rás. Los ant ropólogos suelen t rat ar los fósiles com o elem ent os de anat om ía, com o ram ificaciones de un inciert o árbol genealógico. Pocas veces consideran los fósiles com o anim ales, com o individuos que ant año t uvieron que enfrent arse a la dura lucha por la vida. Hecho com prensible, porque por lo general los fósiles que encont ram os son t an fragm ent arios que poco puede hacerse con ellos. Pero la im presión de «persona» que ofrece el j oven t urkana es t an fuert e, t an int ensa, que es im posible no pensar en cóm o pudo ser su vida. ¿Qué alt ura habría alcanzado com o adult o? ¿Pasó su niñez con sus herm anos, aprendiendo las exigencias de la vida de Hom o erect us ¿Qué le habría deparado est e t ipo de vida? ¿Qué nivel de capacidad lingüíst ica pudo t ener? ¿Tenía un sent ido de sí m ism o, una conciencia int rospect iva, com o ust ed o com o yo act ualm ent e? ¿Cuan hum ano era? Con t odas est as pregunt as en m i cabeza m e sent é frent e a las cám aras de t elevisión y m e preparé para describir al m undo uno de los descubrim ient os de hom ínido fósil m ás ext raordinarios de t odos los t iem pos. Segunda part e EN BUSCA DE LOS ORÍ GENES
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Capít ulo I V D E M I TOS Y M OLÉCULAS Hom o erect us, la especie del j oven t urkana, represent aba un punt o crucial en la evolución hum ana. Más o m enos t odo cuant o había precedido a Hom o erect us había sido claram ent e sim iesco en aspect os im port ant es: part e de su anat om ía, su ciclo biológico, su com port am ient o. Y t odo cuant o vino después de erect us fue ya clara y dist int am ent e hum ano. El j oven t urkana form aba part e de una m ut ación crucial en la evolución hum ana, cuando las sem illas de la condición hum ana que sent im os hoy dent ro de nosot ros arraigaron firm em ent e. Adem ás de cam bios im port ant es en la form a global del cuerpo y en las paut as de vida, Hom o erect us est uvo en la vanguardia de un nuevo desarrollo del t am año del cerebro, un avance en la capacidad m ent al. Est oy convencido de que est uvo en el verdadero origen del germ en de la com pasión, la m oralidad y la conciencia, que hoy consideram os señas de nuest ra ident idad. Hay que ver est e giro decisivo desde una perspect iva t em poral y biológica, t om ando en consideración t ant o la época en que apareció por prim era vez la fam ilia hum ana com o los debat es en t orno a la fecha de esos orígenes. El «relat o» de los orígenes hum anos es m ás o m enos el siguient e: Érase una vez, hace m uchos, m uchos años, una especie de sim io un t ant o insólit o de África que t uvo que abandonar su bosque t radicional porque un clim a m ás frío había reducido regular y sist em át icam ent e la capa forest al. Nuest ro sim io, pleno de recursos, se aferró a est a oport unidad ecológica y en su nuevo habit at , ahora com plet am ent e abiert o, em pezó enseguida a experim ent ar una serie de cam bios evolut ivos. Poco a poco logró m ant enerse erguido y desplazarse sobre dos Pat as, en lugar de cuat ro; em pezó a hacer y ut ilizar út iles y arm as de piedra; A aducir el t am año de sus afilados dient es caninos y a aum ent ar el t am año de su cerebro. Se est ableció un sist em a de ret roalim ent ación posit iva, donde cada desarrollo llevaba al siguient e: cuant o m ás erguido, m ás podía usar sus m anos; cuant o m ás usaba sus m anos, m ás erguido t enía que m ant enerse; cuant o m ás int eligent e, t ant o m ás podía confiar en su t ecnología lít ica. Poco a poco llegó a convert irse en una versión prim it iva de nosot ros, erguido e int eligent e, un hábil fabricant e de út iles, un expert o cazador. Se erguía t riunfant e en las llanuras de África, dej ando que sim ios m enos hábiles perm aneciesen escondidos en las m erm adas zonas boscosas, en pleno ret roceso. Est a fue la fant asía —y ut ilizo la palabra con plena conciencia— que predom inó en ant ropología durant e m ucho t iem po, sobre t odo porque parecía plausible. Los principales elem ent os de la hist oria son dos: prim ero, alcanzar la condición hum ana requería iniciat iva y esfuerzo, y los sim ios siguieron siendo sim ios porque no se em plearon a fondo. Segundo, la t ransform ación evolut iva de sim io a hum ano t uvo que ser inst ant ánea, porque las t res cualidades que, en nuest ra opinión, nos separan de los sim ios —el bipedism o, la fabricación de út iles, y una gran int eligencia— em pezaron a em erger desde el m ism ísim o principio. En ot ras palabras, el prim er m iem bro de nuest ra fam ilia ya fue sem ej ant e al m oderno ser hum ano, aunque con una form a prim it iva. Est os dos elem ent os, creo, nos dicen m ucho sobre nosot ros m ism os, sobre lo que significa el t em a de los orígenes hum anos para profesionales y no profesionales. El prim er elem ent o de la fant asía —la idea de la iniciat iva y el esfuerzo en la evolución hum ana— est aba explicit ado en los libros de ant ropología de las prim eras décadas de nuest ro siglo, pero por suert e hoy ya no es t an evident e. Aunque los ant ropólogos
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act uales ya no piensan en t érm inos de iniciat iva y esfuerzo com o part e del proceso evolut ivo, t odavía persist e un ciert o recelo a la hora de acept ar que t odo el proceso est uvo regido por el azar y la circunst ancia. La desaparición del segundo elem ent o — que el prim er hom ínido ya era hum ano en aspect os fundam ent ales— es m ucho m ás recient e. Sólo la evidencia del regist ro prehist órico obligó finalm ent e a reconocer que ser hom ínido no equivale aut om át icam ent e a ser hum ano, por m uy prim it ivo que sea. Un ensayo publicado en 1922 por el profesor de biología de la Universidad de Princet on, Edward Grant Conklin, nos da una idea concisa y clara de lo que significaba evolución en aquella época: «La lección del pasado evolut ivo nos enseña que no puede haber progreso de ningún t ipo sin lucha». Graft on Elliot Sm it h, un em inent e ant ropólogo brit ánico de la m ism a época, escribió que nuest ros ant epasados «se vieron obligados a salir de sus bosques y a buscar nuevos recursos alim ent arios y un nuevo m edio abiert o donde poder obt ener lo necesario para vivir». Elliot Sm it h t am bién caract erizó la evolución hum ana com o «la incesant e lucha del hom bre por alcanzar su dest ino», sin dej ar resquicio de duda acerca del hecho de que llegar a ser hum ano era un prem io a ganar por m érit os; e, incident alm ent e, de que había un obj et ivo precioso —su dest ino— en j uego. Est o por lo que se refiere a los hum anos, pero ¿qué hay de nuest ros prim os herm anos los sim ios? Los ant ropólogos de la época no albergaban dudas acerca de las diferencias con respect o a nosot ros. «¿Por qué, ent onces, el azar evolut ivo ha t rat ado a am bos, al hom bre y al sim io, de form a t an dist int a? —pregunt aba Art hur Keit h, un cont em poráneo de Elliot Sm it h—. El uno se ha quedado en la oscuridad de su j ungla nat iva, en t ant o que el ot ro ha experim ent ado un glorioso éxodo hacia el dom inio de la t ierra, el m ar y el cielo.» La explicación de Elliot Sm it h era t an inequívoca y m ordaz com o un m al inform e de final de curso escolar: «Mient ras el hom bre evolucionaba a t ravés de la lucha cont ra las condiciones adversas, los ant epasados del gorila y del chim pancé renunciaron a la lucha por la suprem acía m ent al porque est aban sat isfechos con sus circunst ancias». Es decir, los sim ios t uvieron la m ism a oport unidad evolut iva que nosot ros, pero la echaron a perder por indolent es. ¡A quien m adruga Dios le ayuda! Si bien est os sent im ient os pueden parecer hoy ridículos, no hay que olvidar que eran m oneda corrient e, y m uy seria, ent re los m ás em inent es cient íficos de la época. Su post ura se apoyaba en dos t ipos de supuest os, unos cient íficos, ot ros sociales. Los cient íficos se form aron a part ir de un regist ro fósil incom plet o. Ahora sabem os que la m ej or m anera de describir la hist oria evolut iva de la m ayoría de los grupos —com o los hom ínidos o los grandes m am íferos— es m ediant e un árbol genealógico, con m uchas ram as que t erm inan en punt os m uert os. Est os punt os m uert os son las especies que se ext inguieron en dist int os m om ent os. Lo im port ant e a dest acar aquí es que la probabilidad de que una especie det erm inada se ext inga viene det erm inada t ant o por fact ores ext ernos, por ej em plo por un cam bio cat aclísm ico de habit at , com o por fact ores int ernos, por ej em plo su nivel de adapt ación o de com plexión corporal. Asim ism o, la posibilidad de que una especie concret a inicie una divergencia evolut iva, produciendo dos especies- hij as, t am bién viene det erm inada por las circunst ancias ext ernas y por las propiedades de la especie m adre. De ahí puede inferirse que la supervivencia y los cam bios de una especie a lo largo del t iem po vienen condicionados t ant o por la buena suert e com o por los buenos genes. Pero aunque un paleont ólogo consiguiera obt ener m uest ras de, digam os, sólo un 10 por 100 de las especies que realm ent e exist ieron dent ro de un m ism o grupo, obt endría
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una im agen incom plet a del árbol evolut ivo, porque parecería com o si hubiera habido t endencias unívocas en el t iem po, t endencias com o el aum ent o del t am año del cuerpo, la longit ud de la dent adura, y el t am año de las ast as o cuernos. El ej em plo clásico es la hist oria evolut iva del caballo, considerada durant e m uchísim o t iem po com o el result ado de t endencias unidireccionales hacia el aum ent o de su t am año corporal, hacia la reducción del núm ero de uñas, el cam bio de su est ruct ura dent al, et c. Act ualm ent e, un regist ro fósil m ás com plet o evidencia que la hist oria evolut iva del caballo no fue una t endencia inexorable, sino el clásico árbol, una serie de especiaciones y ext inciones fort uit as. No es infrecuent e, por ej em plo, que el t am año corporal dism inuya en algunas de las ram as, y ést as acaben, t am bién fort uit am ent e, por ext inguirse. Las t endencias, reales o im aginarias, poseen un poderoso y at ract ivo sent ido de inevit abilidad. Dan la im presión de que el rasgo anat óm ico en cuest ión es conducido hacia una dirección det erm inada. Si a ello añadim os la im port ancia que Elliot Sm it h y sus colegas ot orgaban al m edio social en la evolución hum ana, result a una perspect iva m uy part icular. El cont ext o social, a finales del siglo pasado y principios de ést e, en pleno auge del expansionism o vict oriano y eduardino, im plicaba necesariam ent e el éxit o m ediant e el esfuerzo. Había grandes recom pensas en la nueva era indust rial, pero no para los indolent es, sino sólo para aquellos que verdaderam ent e se lo ganaran a pulso. La m ism a ét ica social se insinuaba en el pensam ient o cient ífico, especialm ent e en el cam po de la evolución. William King Gregory, una de las figuras m ás im port ant es de la ant ropología en las prim eras décadas de est e siglo, leyó con ciert o escept icism o los escrit os de Elliot Sm it h y de ot ros sobre el supuest o lugar elevado que ocupaba el hom bre en la nat uraleza. En 1928 escribió: La posición erect a que ha perm it ido al hom bre m irar hacia el m undo inferior de los cuadrúpedos bien pudiera ser una de las bases del colosal e inexpugnable com plej o de superioridad del hom bre. La noción cont raria, la de que el hom bre es t odavía un anim al a cuat ro pat as parcialm ent e readapt ado, es hast a el m om ent o considerada im pía e incluso blasfem a por part e de m uchos port avoces acredit ados de m illones de personas en Bost on, Dayt on y algunos punt os en el oest e y en el sur. Gregory, del Museo Nort eam ericano de Hist oria Nat ural, fue uno de los pensadores con m ayor visión de fut uro de su t iem po y nunca se cansó de luchar cont ra su j efe en el m useo, Henry Fairfield Osborn, quien no podía acept ar que los sim ios t uvieran algo que ver en la evolución hum ana. Los com ent arios de Gregory sobre el origen de nuest ro com plej o de superioridad —el hecho de andar sobre dos pies— t ienen su m érit o. Porque lo que est aba en j uego ent onces era la int rusión de la ét ica vict orianoeduardina del t rabaj o en las t eorías cient íficas. Pero poco a poco est e concret o baño social que recubría la explicación cient ífica fue desapareciendo. Pero aunque la fraseología m ás florida de Elliot Sm it h y sus cont em poráneos desapareció de los t ext os ant ropológicos, algo quedó en ellos de su esencia, com o la sonrisa del gat o de Cheshire. Los sim ios ya no aparecían descrit os com o fracasos debido a la falt a de esfuerzo, pero se consideraba im plícit am ent e que habían llegado a un punt o y apart e en t érm inos de evolución. David Pilbeam , hoy en la Universidad de Harvard, lo explicaba así: «Todo el m undo acept aba que los grandes sim ios est aban est recham ent e relacionados ent re sí, prim it ivos de alguna m anera, y que los hum anos habían hecho t odo el cam ino evolut ivo a part ir del últ im o ant epasado com ún, m ient ras que los sim ios apenas
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habrían cam biado». En ot ras palabras, m ira un chim pancé y verás una versión vivient e de nuest ro lej ano y rem ot o ant ecesor. Pero es una prem isa incorrect a. Lo prim ero que se aprende t rabaj ando durant e m uchos años con fósiles es que las especies cam bian en el t iem po, unas veces m ediant e cam bios sut iles, ot ras m ediant e cam bios espect aculares. Y lo segundo que se aprende es que las criat uras del pasado no son sim ples versiones prim it ivas de especies exist ent es o supervivient es. Alan Walker t rabaj ó hace poco en una especie fósil que ilust ra perfect am ent e est e principio paleobiológico. El fósil es el de Procónsul, una criat ura parecida al sim io que vivió en África hace 18 m illones de años. Mi m adre encont ró el espécim en original, un cráneo exquisit o, en 1948, en la isla Rusinga, en el lago Vict oria. Desde ent onces se han recuperado m uchas part es del esquelet o, y m uchos esquelet os diferent es, y aquí radica el int erés de la hist oria. Dice Alan: Tal vez Procónsul fuera un ant epasado de los fut uros sim ios de África, pero no es un sim io en el sent ido habit ual que dam os hoy al t érm ino. Por ej em plo, algunos huesos del t obillo son finos y t ípicam ent e de m ono, pero el dedo gordo del pie es robust o y t ípicam ent e de sim io. La m ism a paut a híbrida se aprecia en la pelvis: el ilion, o part e superior, es la de un m ono del Viej o Mundo, m ient ras que el acet ábulo [ el lugar de la art iculación con la cabeza del fém ur] es ancho y poco profundo, com o en los grandes sim ios. La m uñeca es sim ilar a las m uñecas de los m onos del Viej o Mundo, m ient ras que el hom bro y el codo son claram ent e sim iescos. En ot ras palabras, est e anim al present aba un m osaico de rasgos que ahora encont ram os en dos grupos com plet am ent e separados —dos superfam ilias diferent es, en j erga biológica—, adem ás de alguna que ot ra novedad anat óm ica que le era propia. La im plicación evident e, com o señala Alan, es que «.Procónsul no encaj aba en el m olde anat óm ico concret o de un sim io m oderno, ni t am poco su conduct a fue la de ést e». La lección aquí es que, si querem os especular acerca de cóm o fueron los ant epasados inm ediat os de los hum anos y de los grandes sim ios m odernos, no podem os esperar a que un día se encuent re un m odelo vivient e concret o, un fósil vivient e. Dej arse guiar por la anat om ía m oderna sí, pero sin que nos lim it e. Charles Darwin y su am igo y defensor Thom as Henry Huxley reconocieron vínculos anat óm icos ent re los hum anos y los sim ios africanos, el chim pancé y el gorila. Est os son nuest ros parient es m ás próxim os, dij eron, por lo t ant o hay que em pezar por ellos. Pero aun así, no es oro t odo lo que reluce. Exist en m at ices en la form ación de las est ruct uras anat óm icas que sólo ahora em pezam os a com prender. Y sin una com prensión global de est as sut ilezas, siem pre cabrá la posibilidad de error a la hora de inferir est rechas relaciones evolut ivas ent re especies que com part en una m ism a est ruct ura anat óm ica. Y es incont est ablem ent e ciert o, claro, que los paleont ólogos sólo pueden est udiar las est ruct uras anat óm icas de «las part es duras» de las especies, es decir, los esquelet os. Sabem os que la piel y el cabello, especialm ent e su color y t ext ura, suelen ser diferent es ent re especies que poseen una est ruct ura ósea sim ilar, o incluso idént ica. Es un hecho con el que nosot ros, los que t rat am os sólo con huesos fosilizados, t enem os que convivir. Una vez ident ificado un vínculo ent re los sim ios africanos y los hum anos, Darwin avent uró la hipót esis de que la fam ilia hum ana em ergió en África. Tenía razón. Todas las especies hom ínidas m ás ant iguas se han descubiert o en África, y sólo en África. Sólo con Hom o erect as nuest ros ant epasados fueron m ás allá del cont inent e africano. Una razón de m ás para considerar a Hom o erect us com o un hit o im port ant e en la hist oria de la evolución hum ana.
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Darwin t am bién form uló la noción de que un conj unt o de caract eríst icas de t ipo hum ano —bipedism o, fabricación de út iles y un cerebro m ás grande— evolucionaron a la vez y concert adam ent e. Est e es el segundo de los dos elem ent os prim ordiales de la fant asía ant ropológica de la últ im a generación, según la cual desde el m ism ísim o principio, los hom ínidos ya fueron esencialm ent e hum anos en sus aspect os fundam ent ales. En 1871 Darwin escribía en su Descent of Man and Select ion in Relat ion t o Sex: Si era una vent aj a para el hom bre t ener las m anos y los brazos libres y poder sost enerse firm em ent e de pie, de lo cual no cabe duda alguna dado su éxit o preem inent e en su lucha por la vida, ent onces no veo razón para que no fuera igualm ent e vent aj oso para los progenit ores del hom bre desarrollar esa cualidad erguida. Las m anos y los brazos no habrían podido liberarse ni llegar a ser lo suficient em ent e perfect os para poder fabricar arm as, o út iles de piedra y venablos con una finalidad concret a, si hubieran t enido que seguir cargando con t odo el peso del cuerpo... o asegurando la vida en los árboles. Nuest ro pequeño ant epasado bípedo, product or de arm as y cazador de la sabana, pudo desarrollar una m ayor int eligencia gracias a una int eracción social m ás int ensa, dij o Darwin. Y los grandes caninos t am bién acabarían desapareciendo. Los prim it ivos ant epasados m asculinos del hom bre t uvieron probablem ent e... grandes dient es caninos; pero a m edida que fueron adquiriendo la cost um bre de usar piedras, palos u ot ras arm as para luchar cont ra sus enem igos o rivales, ut ilizaron cada vez m enos sus m andíbulas y dient es. Y las m andíbulas y los dient es acabarían dism inuyendo de t am año. En ausencia casi com plet a de evidencia fósil, Darwin había elaborado unas líneas generales plausibles, enfat izando los at ribut os principales de la hum anidad com o m ot ores fundam ent ales de la t ransición de sim io a hum ano. «Para Darwin, el prim er paso evolut ivo divergent e de nuest ros ant epasados respect o del últ im o ant epasado com ún de hom bres y sim ios ya cont enía t odo lo que m ás t arde se ident ificaría —y valoraría— com o " hum ano" —dice David Pilbeam —. Result aba t an plausible, la im agen era t an fuert e, que persist ió hast a hace m uy pocos años.» La persist encia de est e poderoso acervo evolut ivo desem peñó un rol im port ant e en un debat e, hoy fam oso en los anales de la búsqueda del origen del hom bre, ent re los ant ropólogos y los bioquím icos acerca del origen de la fam ilia hum ana. David est uvo m uy im plicado en est e debat e, al principio com o uno de los ant ropólogos m ás dest acados, luego com o paladín de los bioquím icos. Su cam bio de posición t uvo im port ant es consecuencias para nuest ra disciplina, al legit im ar lo que podríam os llam ar la ant ropología m olecular. Desde que se creó nuest ra disciplina, los ant ropólogos nos hem os basado en la evidencia fósil para reconst ruir la hist oria de la evolución hum ana. Sabem os que la evidencia fósil no siem pre es fácil de int erpret ar. Exist en problem as evident es de int erpret ación en nuest ras t eorías cam biant es sobre la hist oria hum ana y en nuest ras diferencias de opinión sobre fósiles concret os. Pero los fósiles han supuest o siem pre nuest ro vínculo m ás direct o con el pasado. Luego, en los años sesent a, se int roduj o ot ra línea de invest igación: los dat os m oleculares de los genes y de las prot eínas de criat uras vivas, com o nosot ros o com o nuest ros parient es m ás próxim os, los sim ios africanos.
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La idea de ut ilizar evidencia m olecular para verificar cuest iones de parent esco o afinidad genét icos es básicam ent e honest a. Una vez que un ant epasado com ún inicia una divergencia, y se divide en dos especies hij as, su m at erial genét ico irá acum ulando gradualm ent e errores, o m ut aciones, y las especies se irán diferenciando gradualm ent e cada vez m ás ent re sí. Cuant o m ás lej ana en el t iem po se halle la divergencia evolut iva inicial, t ant o m ayor será la diferencia genét ica acum ulada. Y com o las m ut aciones se acum ulan regularm ent e a lo largo del t iem po, aparece lo que los bioquím icos llam an un reloj m olecular: los cam bios en el t iem po producidos por la acum ulación de m ut aciones. Midiendo el grado de diferencia genét ica acum ulada ent re dos especies em parent adas, puede calcularse el m om ent o en que em pezaron a divergir una de ot ra. A principios de los años sesent a, Morris Goodm an, de la Universidad Est at al de Wayne, int roduj o est e t ipo de evidencia m olecular en la ant ropología al dem ost rar la est recha relación genét ica exist ent e ent re los hum anos y los sim ios africanos, los chim pancés y los gorilas, y la dist ancia ent re los hum anos y el gran sim io asiát ico, el orangut án. Pero fueron los bioquím icos de Berkeley, Alian Wilson y Vincent Sarich, quienes llam aron realm ent e la at ención de la com unidad ant ropológica al sugerir en 1967 que la evidencia m olecular m ost raba que los hum anos y los sim ios habían divergido unos de ot ros hace unos cinco m illones de años. En aquellos años, los ant ropólogos creían que est a divergencia había t enido lugar m ucho ant es, al m enos hace unos quince o hast a incluso t reint a m illones de años. Sarich dij o en un m om ent o dado de form a un t ant o provocadora: «Ya no es posible considerar hom ínido a un espécim en fósil de m ás de ocho m illones de años, independient em ent e de su apariencia». Su lógica era t an sencilla com o ret adora: cualquier parecido de un fósil con m ás de cinco m illones de años ( m ás un par de m illones de años com o m argen de seguridad) con rasgos anat óm icos hom ínidos t iene que ser m eram ent e accident al. Un fósil de est as caract eríst icas podía parecer un hom ínido, pero no lo era, afirm ó, porque era dem asiado arcaico. A ningún cient ífico le gust a que le digan que la opción de su enfoque cient ífico es inút il, y m enos por alguien ext erior a la profesión. Es lógico, por consiguient e, que las palabras de Sarich fueran recibidas con m uy poco ent usiasm o por part e de la m ayoría de ant ropólogos. Durant e m ás de una década se est ableció una abiert a host ilidad ent re am bas disciplinas cient íficas, durant e la cual los ant ropólogos at acaron virulent am ent e el t rabaj o de Sarich y de Wilson, y se negaron a incorporarlo a los m odelos de los orígenes hum anos. «Durant e t odos aquellos años los paleoant ropólogos hicieron com o si no exist iéram os», se lam ent a Wilson. «Fuim os desat endidos por casi t odo el m undo —añade Sarich—, o bien denigraron nuest ros result ados y m ét odos.» La prim era vez que oí hablar a Vince Sarich fue en 1983, en una conferencia sobre diet a y evolución hum anas im part ida en Oxnard, a unos cien kilóm et ros al nort e de Los Ángeles. Todo lo que había oído sobre él parecía ser verdad. Es un hom bre enorm e — en est at ura, en voz, en ego. Y t iene una habilidad especial para irrit ar a los paleont ólogos com o yo. «La clave del pasado es el present e», espet ó, lo que evident em ent e era un guant e lanzado direct am ent e cont ra la ut ilidad de los fósiles, m is indispensables út iles profesionales. «¿Cóm o podem os pret ender com prender el pasado sin est udiar los fósiles?», quise saber. Sarich cont est ó con una versión de uno de sus fam osos aforism os: «Yo sé posit ivam ent e que m is m oléculas t uvieron ant epasados, pero ust edes los paleont ólogos sólo pueden hacer conj et uras acerca de la posible y esperada descendencia de sus fósiles». Est e es, en resum en, el debat e en el que Sarich, Wilson y la com unidad ant ropológica est aban enfrascados desde hacía casi
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veint e años. La cuest ión fundam ent al que dividía a ant ropólogos y a bioquím icos —¿cuándo apareció el prim er m iem bro de la fam ilia hum ana?— parece bast ant e sim ple. Pero la cuest ión práct ica para los ant ropólogos era cóm o reconocer est e t ipo de fósil en una excavación. «Lo reconocíam os —o creíam os reconocerlo— cuando veíam os part e del acervo darwiniano —explica David—. A part ir de una evidencia fósil fragm ent aria const ruim os un ret rat o com plet o del prim er hom ínido. Dij im os que probablem ent e fue bípedo, que probablem ent e fabricaba út iles, que era social y que probablem ent e t am bién cazaba.» El fósil en que se basaba t odo est e discurso era un fragm ent o de la m andíbula superior de un prim at e. El rasgo crucial era que los dient es caninos eran pequeños, claram ent e dist int os de los de un sim io, pero sem ej ant es a los hum anos. Había t am bién ot ros rasgos que parecían vincular el fósil al pasado hum ano, t ales com o la form a de los prem olares, el grosor del esm alt e de los dient es, y la supuest a form a de la propia m andíbula. «Cuant o se necesit aba en un fósil eran caninos pequeños y la convicción de que se t rat aba de un hom ínido, v t odo lo dem ás venía por añadidura —explica David ahora—. Est a visión global reflej aba la creencia de que el prim er hom ínido ya fue una criat ura m uy especial, bien sit uado en el cam ino hum ano. Es sobre t odo un anim al cult ural.» Est a pequeña m andíbula fósil, llam ada Ram apit hecus, la encont ró en 1932 un j oven invest igador, G. Edward Lewis, en depósit os de quince m illones de años de edad, en la I ndia. Pero hast a 1961 Ram apit hecus no salt aría a la fam a com o el prim er m iem bro put at ivo de la fam ilia hum ana. Elwyn Sim ons, ent onces en la Universidad de Yale, volvió a est udiar el fósil de Lewis, y concluyó que Ram apit hecus era un hom ínido, y publicó un art ículo hist órico en est e sent ido. Muy pront o David se unió a Elwyn en Yale y durant e una década sus nom bres est uvieron inext ricablem ent e unidos en la prom oción del Ram apit hecus com o el prim er m iem bro de la fam ilia hum ana que, decían, evolucionó hace por lo m enos quince m illones de años, o t al vez t reint a. La t esis Sim ons- Pilbeam pront o se convirt ió en ciencia infusa ent re la profesión y, com o la m ayoría de m is colegas, yo la apoyé. Luego Vince Sarich y Alllan Wilson ent raron en escena y declararon que Sim ons y Pilbeam y el rest o de nosot ros, los ant ropólogos, est ábam os com plet am ent e equivocados. El final de la hist oria es hoy de t odos conocido. Los ant ropólogos nos vim os obligados a adm it ir que nos habíam os equivocado y que Sarich y Wilson est aban m ás próxim os a la verdad de lo que cualquiera de nosot ros había podido im aginar. Las est im aciones genét icas pract icadas en los años que siguieron a la fam osa publicación de Wilson y Sarich en 1967, a veces ut ilizando prot eínas, ot ras veces con diversas form as de ácido nucleico, apunt aban t odas ellas a una divergencia de fecha recient e, próxim a a los cinco m illones de años, t al vez un poco ant es. Act ualm ent e suele decirse que la fecha se sit úa «en algún punt o ent re los cinco y los diez m illones de años», con los 7,5 m illones de años de m edia. En 1980 y en 1982 im port ant es descubrim ient os de sim ios fósiles procedent es de Turquía y de Pakist án encaj aban con los argum ent os con que Sarich y Wilson nos habían est ado bom bardeando durant e t rece años. Recuerdo haber dicho en una conferencia en la Royal I nst it ut ion de Londres: «Me asom bra pensar que no hace ni un año hice las afirm aciones que hice sobre la evidencia del reloj m olecular». Yo no había sido t an franco com o m is colegas, pero había sido indudablem ent e negat ivo. «Creo que los m oleculares est án m ás cerca de la verdad de lo que nosot ros est ábam os dispuest os a reconocer», añadí, aún en un t ono un t ant o conservador.
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Para David Pilbeam , la experiencia fue difícil pero t am bién saludable. En 1983 escribió: Soy m enos opt im ist a que ant es acerca de la inform ación que los fósiles pueden proporcionar sobre la secuencia y cronología de la evolución de la divergencia [ hum ano- sim io] . Uno se sient e m ucho m ás cóm odo ut ilizando evidencia m olecular si quiere est ar seguro de la localización y cronología de los punt os de divergencia. Y result a difícil adm it ir algo así para alguien que fue educado en la creencia de que t odo cuant o necesit ábam os saber sobre la evolución podía encont rarse en los fósiles. La evidencia fósil es im port ant e, claro, pero sólo es út il para abordar algunas de las cuest iones que t enem os plant eadas. Lo que le induj o a error en Ram apit hecus, dice David, fue la sem ej anza anat óm ica. «Vim os unos pocos rasgos anat óm icos que parecían im plicar relación, y los acept am os acrít icam ent e.» David y Elwyn cayeron en una t ram pa que nos am enaza a t odos en nuest ra profesión: anat om ía sim ilar no siem pre im plica est recha relación evolut iva. En la evolución, una anat om ía idént ica puede aparecer en dos grupos sin relación ent re sí cuando se adapt an a presiones idént icas de selección nat ural. El episodio de Ram apit hecus sirvió para que m uchos de nosot ros fuéram os m ucho m ás conscient es de la t ram pa. Pero al revés que David, yo t odavía confío m ucho en nuest ra capacidad para reconst ruir acont ecim ient os evolut ivos basados únicam ent e en los fósiles. Tal vez est a act it ud reflej a la t est arudez de alguien para quien la anat om ía es m ucho m ás fam iliar que la biología m olecular. Pero, aunque result a difícil, est oy convencido de que podrem os ident ificar las relaciones genét icas invisibles cont enidas en la anat om ía que t enem os delant e. Vincent Sarich cree que el episodio nos dice m ucho sobre la nat uraleza de nuest ra m et a —com prender el lugar de los hum anos en el universo de las cosas— y t am bién sobre la m et odología cient ífica. Tal com o yo lo veo, el problem a básico no t iene nada que ver con la evidencia, ya sea m olecular o paleont ológica, sino con la dificult ad que la m ayoría de nosot ros t enem os para acept ar la realidad de nuest ra propia evolución —dice Sarich—. Hem os desarrollado suficient e m adurez int elect ual com o para que un rechazo abiert o de la realidad de la evolución hum ana sea im posible. Su acept ación posit iva, em pero, es m ás fácil cuant o m ayor es la dist ancia en el t iem po que nos separa de nuest ros supuest os ant epasados. Sospecho que el argum ent o t iene ciert o valor. A pesar de la racionalidad que caract eriza al ser hum ano, encont ram os efect ivam ent e difícil —em ocionalm ent e, en t odo caso— vincularnos a nosot ros m ism os al m undo de los sim ios a t ravés de una cadena cont inua de herencia genét ica. En el m arcado am bient e ant ievolucionist a que prevalece en gran part e de los Est ados Unidos, sería sorprendent e que los ant ropólogos profesionales no se sint ieran aludidos de alguna form a, o que al m enos no int ent aran inconscient em ent e hacer m ás acept able el hecho de nuest ra evolución alargando la cadena el m áxim o posible, alej ando a los hum anos del rest o de la nat uraleza. El result ado de est os últ im os veint icinco años de ant ropología biológica y m olecular es que cont am os con un hit o fundam ent al en la evolución hum ana: el origen de la fam ilia hom ínida, hace unos 7,5 m illones de años, m ás o m enos. Cuando el j oven t urkana em ergió a la vida hace 1,6 m illones de años, la fam ilia hum ana ya hacía t iem po que poblaba aquellos paraj es.
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Ca pít u lo V SI M I OS ERGUI D OS Y RELACI ON ES FAMI LI ARES En m i opinión, la dist inción fundam ent al ent re nosot ros y nuest ros parient es m ás próxim os no es el lenguaj e, ni la cult ura, ni la t ecnología. Es el hecho de andar erguidos, el uso de nuest ras ext rem idades inferiores para sost enernos y desplazarnos y liberar de esas funciones a nuest ras ext rem idades superiores. En esencia, los hum anos son sim ios bípedos que por alguna circunst ancia desarrollaron t odas esas cualidades que solem os asociar con el ser hum ano. Y si pensam os en los dat os m oleculares, que nos vinculan t an est recham ent e al chim pancé y al gorila, ent onces som os, sin asom o de duda, sim ios de alguna especie, «sim ios africanos un t ant o peculiares», com o dij o David Pilbeam en una ocasión. El regist ro prehist órico de África es hoy m uy am plio. Nada que ver con los rarísim os y escasos fósiles que solían caber en una m esa. Según m is cuent as, hay fragm ent os fosilizados de unos m il individuos hum anos de los prim eros t iem pos de nuest ra evolución, y son incont ables los út iles lít icos hoy exist ent es. Todo ello m uest ra claram ent e que los prim eros út iles de piedra aparecieron en el regist ro hace unos 2,5 m illones de años, cinco m illones de años después del origen de la fam ilia hum ana. Pero de una cosa podem os est ar seguros: el acervo darwiniano —bipedism o, fabricación de út iles e int eligencia— concert ado y sim ult áneo, al unísono, en el proceso evolut ivo no es correct o.
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La liberación de nuest ras m anos fue t an im port ant e para nuest ra hist oria evolut iva post erior que yo prefiero ut ilizar el t érm ino de «hum ano» para caract erizar a los prim eros sim ios bípedos. Sé que las connot aciones de los calificat ivos pert urban a m ucha gent e, sobre t odo cuando se refieren a nosot ros, pero Para m í «hum ano» y «sim io bípedo» son sinónim os. Con ello no est oy diciendo que una vez el sim io bípedo evolucionó, y ust ed y yo fuim os inevit abilidades evolut ivas, porque la evolución no funciona así. Tam poco est oy sugiriendo que los prim eros sim ios bípedos t uvieran la m ism a capacidad int elect ual o la m ism a apariencia que nosot ros. ¡Claro que no! Lo único que digo es que el origen del bipedism o fue un cam bio t an fundam ent al, t an replet o de profundo pot encial evolut ivo, que hay que reconocer las raíces de nuest ra hum anidad donde realm ent e se hallan. Pero m e gust aría hacer una dist inción ent re denom inar hum anos a los prim eros sim ios bípedos y esperar encont rar un com port am ient o hum ano en est as criat uras. Cuando reconozcam os en nuest ra hist oria la im port ancia del origen del bipedism o, podrem os em pezar a ident ificar en el proceso evolut ivo el origen de ese sent ido int angible, indefinible pero profundo en nosot ros que ident ificam os con la verdadera hum anidad. Para ello no cabe esperar dem asiada ayuda del regist ro arqueológico, pero podem os servirnos de él para saber algo acerca del origen del bipedism o. Si nos dej am os guiar por la evidencia m olecular, sabrem os aproxim adam ent e cuándo apareció: hace unos 7,5 m illones de años. Lo que nos int eresa realm ent e es por qué est a evolución. ¿Cuáles fueron las circunst ancias que favorecieron su aparición? Y ¿cuáles fueron sus consecuencias inm ediat as? Los fósiles hum anos m ás prim it ivos que se conocen t ienen com o m ucho cuat ro o cinco m illones de años de ant igüedad. Ent re ot ros, un hueso de una pierna procedent e de la región del Awash, en Et iopía, donde Don Johanson y sus colegas t rabaj aron durant e años, un hueso del brazo procedent e de la orilla orient al del lago Turkana, y varios dient es, m andíbulas, y un hueso de la m uñeca de la m ism a zona. A part ir de est os huesos es evident e que las criat uras a las que pert enecieron ya habían desarrollado un grado significat ivo de bipedism o. Lo cual no debe sorprendernos, dada la cant idad de t iem po que probablem ent e los separa ( hace cuat ro m illones de años) del origen de la línea hum ana ( hace 7,5 m illones de años) . ¿Por qué no hem os encont rado fósiles hum anos de m ás de cuat ro o cinco m illones de años? En gran part e porque el regist ro geológico de est a et apa hist órica en África no ha sido dem asiado generoso con nosot ros. Mucha gent e se im agina que los buscadores de fósiles pueden salir y cont em plar cualquier m om ent o hist órico que les convenga. Por desgracia no es así. Sólo podem os buscar ent re los sedim ent os —ret azos del pasado— que las caprichosas fuerzas de la erosión han dej ado al descubiert o. Cosa que ocurre m uy pocas veces. Espero que en el fut uro podam os encont rar m ás. Cuando encont rem os sit uaciones favorables, confío en que podrem os reconocer a nuest ros m ás ant iguos ant epasados. Los ant ropólogos que salen en busca de fósiles suelen ident ificar a los prim eros hum anos gracias a sus dient es fosilizados, porque la dura t ext ura de los dient es soport a m ucho m ej or el proceso de fosilización que ot ras part es del esquelet o. Por suert e, la dent adura hum ana prim it iva es m uy caract eríst ica, aunque, com o com ent ábam os ant es, uno puede a veces equivocarse. Pero en el caso de los hum anos m ás prim it ivos, de los prim eros sim ios bípedos, sospecho que no será fácil reconocerlos por sus dient es porque pueden m uy bien asem ej arse a los de ot ros sim ios. Quizás los prim eros hum anos fueran indiferenciables de los sim ios, con la salvedad de que andaban sobre dos pies, no sobre cuat ro. Tendrem os que reconocerlos por su adapt ación anat óm ica a la m archa bípeda, concret am ent e por sus
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piernas, pelvis y brazos. La m ut ación evolut iva de la m archa cuadrúpeda a la bípeda necesit ó de una am plia rem odelación de la arquit ect ura ósea y m uscular del sim io y en general de las proporciones de la m it ad inferior del cuerpo. Los m ecanism os para desplazarse son dist int os, la m ecánica del equilibrio es dist int a, la función de los principales m úsculos es dist int a: t uvo que t ransform arse t odo un conj unt o funcional para posibilit ar un desplazam ient o bípedo eficaz. El hecho de que est a t ransform ación pudiera t ener lugar indica, en m i opinión, dos cosas: prim era, que la presión en favor del cam bio a t ravés de la selección nat ural fue int ensa; y segunda, que la t ransform ación m ism a fue, en la escala del t iem po evolut ivo, rápida. Es est a segunda la que, creo yo, nos perm it irá ident ificar los fósiles hum anos m ás ant iguos sin dem asiada dificult ad. Habrá que buscar un sim io bípedo. ¿Podem os precisar qué t ipo de acont ecim ient os favorecieron la aparición de un sim io bípedo en la prehist oria? A lo largo de los años se han propuest o diversas hipót esis, m uchas de las cuales invocan cualidades hum anas «m odernas», t ales com o la fabricación de út iles, la caza, la cult ura. Y m uchas, com o vim os, sit úan el acont ecim ient o en la sabana. ¿Cóm o t razar la línea ent re lo posible y lo im probable? Em pecem os por el cont ext o ecológico. Durant e los últ im os 25 m illones de años el clim a global se ha enfriado considerablem ent e, con un descenso m edio de la t em perat ura de unos 20 grados y un cam bio en la veget ación que incluye una reducción de la franj a ecuat orial. Pero lo m ás im port ant e es que el cont inent e africano experim ent ó ot ros cam bios clim át icos en ese período de t iem po, cam bios direct am ent e provocados por acont ecim ient os geológicos en el cont inent e, m ás concret am ent e en su m it ad orient al. Los principales cam bios fueron las circunst ancias que rodearon el hundim ient o del gran valle del Rift , iniciado hace unos veint e m illones de años. A result as de la separación de las placas t ect ónicas según un ej e aproxim ado nort e- sur en la part e inferior de la m it ad orient al del cont inent e, la lava en erupción fue form ando gradualm ent e prot uberancias irregulares en la cort eza t errest re, creando el dom o de Kenia y de Et iopía, am bos de m ás de 2.700 m et ros de alt ura sobre el nivel del m ar. Com o am pollas gigant es en la piel cont inent al, am bos dom os aport aron una t opografía de gran escala al África orient al. Paralelam ent e se im plant ó una densa franj a boscosa que cruzaba t odo el cont inent e, desde la cost a at lánt ica hast a el océano índico, un hogar para una crecient e diversidad de especies de sim ios. Con la erupción de los dos grandes dom os, y debido a la crecient e som bra pluvial result ant e, las paut as de pluviosidad de la part e orient al quedaron alt eradas. Los bosques orient ales em pezaron a fragm ent arse, abriendo grandes claros, y produciendo un m osaico de m icrosist em as, desde la j ungla hast a el m ont e baj o, desde los arbust os y frut ales hast a las praderas y past izales. Cuando, m ás t arde, hubo fallas m asivas a lo largo de la línea de las placas t ect ónicas, la fract ura se hundió a varios m iles de m et ros, dej ando una profunda herida de unos cinco m il kilóm et ros de longit ud, desde el m ar Roj o hast a Mozam bique. Est e profundo y m eándrico valle creó aún m ás barreras ecológicas y m icrosist em as. Hubo cam bios const ant es, un periodo de inest abilidad, y con el paso del t iem po el m osaico m edioam bient al se hizo aún m ás rico y diverso. Tierras alt as m uy frías y valles verdes, frondoso bosque de m ont aña y sabana, lagos y ríos, y laderas volcánicas, t oda una gam a im presionant e de m edioam bient es diversos, t ant o ayer com o hoy, y se desarrollaron m últ iples especies en África: act uó com o un m ot or de evolución. Est o, creo yo, es la clave del origen de la fam ilia hum ana. Nosot ros som os un ej em plo de las
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m uchas nuevas especies que aparecieron com o result ado de un m edio dinám ico donde, al m enos para los hom ínidos, los alt iplanos fueron especialm ent e im port ant es. Las im ágenes que t odos t enem os de las grandes llanuras de África, oscurecidas por enorm es m anadas m igrat orias, son verdaderam ent e espect aculares. Son t an poderosas que t endem os a proyect arlas al pasado, pensando que el paisaj e t uvo que ser siem pre así. Una vez m ás, result a dem asiado fácil dej ar que la fuerza de las im ágenes act uales dist orsione nuest ra idea del pasado. No hay duda de que las im ágenes de las llanuras han int erferido en la idea t radicional del origen del hom bre: nuest ros ant epasados saliendo y cruzando la sabana abiert a para convert irse en nobles cazadores. De hecho, las grandes llanuras y las inm ensas m anadas que habit an en ellas son aspect os relat ivam ent e recient es del m edio africano, m ucho m ás recient es que el origen de la fam ilia hum ana. Para est e origen, t enem os que dirigirnos a los alt iplanos creados por los m ovim ient os t ect ónicos, que represent an ecosist em as de gran variedad veget al que ofrecían condiciones ópt im as para que pudieran evolucionar nuevas especies. Hace unos diez m illones de años, con la nueva t opografía en la part e orient al del cont inent e t odavía en form ación, hubo una gran diversidad de especies de sim ios, algo que sólo ahora em pezam os a com prender. Act ualm ent e hay sólo t res especies de sim ios en África: el chim pancé com ún, el chim pancé pigm eo, y el gorila. Pero ent onces había al m enos veint e. Hace ent re diez y cinco m illones de años, esa m aravillosa diversidad em pezó a declinar, en part e debido a la com pet encia de un crecient e núm ero de especies de m onos del Viej o Mundo, y en part e debido al habit at cam biant e. Una de las especies de sim io experim ent ó la espect acular t ransform ación evolut iva de convert irse en el prim er sim io bípedo, que, por lo que sabem os, fue la única vez que est a form a de desplazam ient o aparecía ent re prim at es. A result as de ello, m ient ras que la diversidad de buena part e de las dist int as especies de sim ios em pezó a declinar, ent re los sim ios bípedos esa m ism a diversidad em pezó a florecer. Com enzaba a desarrollarse un nuevo grupo evolut ivo, variaciones de una novedad evolut iva. La pregunt a inm ediat a es ¿cóm o prosperó est a nueva diversidad de sim ios bípedos donde ot ros sim ios al parecer no lo lograron? Ya hem os descart ado el principio de la fabricación de út iles de piedra com o m ot or del giro evolut ivo: apareció m ucho m ás t arde en la hist oria de nuest ra fam ilia, dem asiado para const it uir un hit o im port ant e en la aparición de la fam ilia. Y la t ransform ación en sim ios cazadores t am bién puede descart arse com o explicación, por la m ism a razón. La hipót esis del sim io cazador, una explicación dem asiado «ant ropocént rica», no se apoya en la evidencia arqueológica, que indica que la caza alcanzó im port ancia relat ivam ent e t arde en la carrera hum ana, y que pudo originarse, probablem ent e, con el linaj e Hom o. No; para descubrir la nat uraleza de ese giro evolut ivo hay que buscar razones m ás básicas, una biología m ás fundam ent al, no aspect os de la cult ura hum ana. De t odas las hipót esis propuest as en est os últ im os años, dos m e parecen int eresant es. Una procede de Owen Lovej oy, la ot ra de Pet er Rodm an y de Henry McHenry, de la Universidad de California, en Davis. La hipót esis de Lovej oy disfrut ó de una espléndida publicidad; la de Rodm an y McHenry, no. La explicación es sencilla. Lovej oy es un anat om ist a not able, un especialist a en la m ecánica y el origen del bipedism o. Decidió hace unos años int ent ar est ablecer si las diferencias biológicas ent re sim ios y hum anos pudieron sum inist rar un est ím ulo com pet it ivo para el desarrollo del desplazam ient o erguido. Su prem isa básica era m uy direct a: «Los hom ínidos se t ransform aron en bípedos por alguna razón biológica concret a — explicaba recient em ent e—. No fue para desplazarse m ej or, porque el bipedism o es una
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form a inferior de desplazam ient o. Tuvo que desarrollarse para llevar cosas». Com o bípedos, los hum anos son ridículam ent e lent os en t ierra y nada ágiles en los árboles. Tam bién es ciert o que las m anos, liberadas de sus deberes locom ot ores, podían llevar cosas. Pero hay dos form as de verlo. Prim era, los hom ínidos se t ransform aron en bípedos con el fin de liberar las m anos para llevar cosas. Segunda, con la post ura bípeda, erguida, que se habría desarrollado por alguna ot ra razón, los hom ínidos podían llevar cosas. Lovej oy prefiere la prim era de am bas posibilidades. Ot ro de los argum ent os de Lovej oy es que, dado que se requiere una reest ruct uración anat óm ica t an drást ica para t ransform ar a un cuadrúpedo en bípedo, un anim al en pleno cam bio evolut ivo, t odavía incom plet o, sería un bípedo ineficaz: «Durant e est e período, t uvo que producirse una vent aj a reproduct iva en aquellos que, en cada generación, cam inaban erguidos con m ás frecuencia, a pesar de su ineficacia. Cuando un rasgo dem uest ra ser una vent aj a select iva t an pot ent e, casi siem pre t iene alguna consecuencia direct a en la t asa e reproducción. Pero ¿en qué y cóm o la post ura erguida pudo facilit ar una m ej or descendencia a nuest ros ant epasados?». El argum ent o subsiguient e discurre m ás o m enos así: los sim ios se reproducen lent am ent e, los nacim ient os son m uy espaciados, una vez cada cuat ro años. Si el sim io bípedo pudo increm ent ar su eficacia reproduct iva, procreando con m ás frecuencia, se encont raría con una vent aj a select iva global. Porque gran part e de la biología se debe al sum inist ro de energía, y un rendim ient o reproduct ivo m ayor exige m ayor energía en la hem bra. ¿Cóm o podía ést a conseguirlo? «Los m achos represent an un fondo inagot able de energía reproduct iva —concluía Lovej oy—. Si un m acho sum inist ra alim ent os a una hem bra, ést a t iene m ás energía disponible para la m at ernidad, y puede producir m ás descendencia.» Para aprovisionar a una hem bra, un m acho debe ser capaz de conseguir alim ent o y llevárselo. De ahí la necesidad del bipedism o, que libera brazos y m anos para acarrear cosas. Pero hay m ás. La hipót esis de Lovej oy parece explicarlo t odo, quizás dem asiado. Por ej em plo, un m acho no com et ería la est upidez de abast ecer a la hem bra a m enos de est ar seguro de que los hij os son suyos. Un m acho no gozaría de vent aj as genét icas si ayuda a criar a los hij os de ot ro m acho. Debe exist ir o crearse un vínculo ent re m acho y hem bra, donde la hem bra cesa de anunciar públicam ent e su celo sexual para hacerse const ant em ent e at ract iva a su parej a. Al desarrollar est a línea argum ent at iva en un art ículo de Science, Lovej oy dio pie a uno de los m ej ores chist es encubiert os de la lit erat ura cient ífica. «Las hem bras hum anas son const ant em ent e recept ivas sexualm ent e», afirm aba, y de acuerdo con las norm as de t odo art ículo cient ífico, cit aba una referencia en apoyo de su afirm ación: «D. C. Johanson, com unicación personal», rezaba; una sut ileza que de alguna m anera escapó a la norm alm ent e aburrida m irada de los edit ores de Science. Cit ando a Frank Beach, un grupo de crít icos del art ículo de Lovej oy señalaban m ás t arde: «Ninguna hem bra hum ana es const ant em ent e recept iva sexualm ent e" . ( El m acho que alim ent e t al ilusión t iene que ser un hom bre m uy viej o con m em oria m uy cort a o un hom bre m uy j oven llam ado a una am arga decepción) ». Volviendo al argum ent o de Lovej oy, dest acaba que allí donde aparece la parej a m onógam a en ot ras especies de prim at es, el t am año de los dient es caninos de los m achos es m uy reducido y sim ilar al de las hem bras. Es el caso de los sim ios m enores m onógam os de Asia, los gibones y los siam angas. Y t am bién de los prim eros hum anos, decía Lovej oy. Y dij o que el t am año del cerebro pudo em pezar a crecer en un cont ext o
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social seguro y com pact o. Se t rat aba de una descripción m uy com plet a, que explicaba no sólo el origen del bipedism o, sino t am bién el aum ent o del t am año cerebral y la aparición de la fam ilia nuclear. Era t an com plet a, t an ingeniosa que, según Sarah Hardy, la prim at óloga de Harvard, «t iene t odos los ingredient es de un poderoso m it o». Ciert am ent e at raj o la at ención de num eroso público, y su publicación en una revist a cient ífica sobria y m uy respet able le ot orgó ciert a aut oridad. Cualquier m anual de ant ropología act ual m enciona «la hipót esis de Lovej oy» de form a dest acada. Pero t am bién recibió fuert es crít icas. Por ej em plo, m i am igo y colega Glynn I saac avisaba que «el público lect or de obras cient íficas generales no fam iliarizado con los det alles del est ado de la cuest ión en el est udio de la evolución hum ana debe saber que varias afirm aciones cont enidas en el argum ent o de Lovej oy son, de hecho, dudosas». Adrienne Zihlm an, una ant ropóloga de la Universidad de California en Sant a Cruz, t am bién advert ía que «los punt os de vist a de Lovej oy van en cont ra de la evidencia sobre la reproducción y el com port am ient o social de los prim at es, y no represent an, o m alint erpret an, el com port am ient o de los pueblos cazadores- recolect ores cont em poráneos». Refiriéndose a la idea de una fam ilia nuclear en la m ás rem ot a prehist oria hum ana, Alian Wilson y su colega Rebecca Cann dij eron: «Advert im os cont ra la int erpret ación del regist ro fósil según crit erios cult urales occident ales». De hecho, sólo un 20 por 100 de las sociedades hum anas son m onógam as, y la fam ilia nuclear es sobre t odo un fenóm eno de nuest ra civilización occident al m oderna. En m i opinión, la crít ica m ás aguda se refiere a las caract eríst icas de la parej a m onógam a en los prim at es. Lovej oy señala que en est as parej as hay poca o ninguna diferencia en el t am año de los dient es caninos —no hay dim orfism o canino. Pero t am bién es ciert o que en las parej as m onógam as apenas exist e diferencia de t am año ent re m achos y hem bras —no hay dim orfism o en el t am año corporal. Y, sin em bargo, una de las cosas que podem os inferir de los fósiles hum anos m ás prim it ivos es que sí hubo un considerable dim orfism o corporal: el t am año de los m achos práct icam ent e doblaba el t am año de las hem bras, una diferencia que t am bién aparece en los m odernos gorilas. El dim orfism o del t am año del cuerpo en los prim at es siem pre va asociado a la com pet ición ent re los m achos por el acceso a las hem bras, y a algún t ipo de poliginia, con un m acho cont rolando el acceso sexual a varias hem bras. Est o no se da en ninguna especie m onógam a, donde cada m acho t iene acceso a una sola hem bra. Así pues, aunque la hipót esis de Lovej oy sea at ract iva, parece salt arse las reglas básicas de la biología que la inspiraron. Aplaudo el int ent o, pero creo que es erróneo. La segunda hipót esis de base biológica sobre el origen de la m archa bípeda es m uy dist int a de la de Lovej oy. Para em pezar, se cent ra en la form a de desplazam ient o, no en la capacidad para llevar cosas, com o vent aj a inm ediat a. Y explica sólo la form a bípeda, y no ot ras caract eríst icas hum anas. En est a hipót esis, la liberación de las m anos es consecuencia, no causa, del desplazam ient o bípedo. Pet er Rodm an es un prim at ólogo y Henry McHenry es un ant ropólogo. Sus respect ivos despachos se encuent ran a pocos pasos el uno del ot ro en el pasillo del edificio principal de Biología en el cam pus universit ario de Davis. Decidieron analizar la m ut ación bípeda desde el punt o de vist a de un sim io, pregunt ándose qué podía y qué no podía hacer. Y recogieron dat os sobre la energét ica del andar en hum anos y en sim ios, t rabaj o ya iniciado t iem po at rás por invest igadores de Harvard. Rodm an explica:
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Analizam os los dat os y vim os que los chim pancés consum ían exact am ent e la m ism a energía andando a cuat ro pat as que a dos. Por consiguient e, si im aginam os que los hom ínidos evolucionaron a part ir de algún t ipo de sim io cuadrúpedo, es evident e que no exist e barrera ni Rubicón de energía en el paso del cuadrupedism o al bipedism o. Pero hay algo m ás, algo nuevo según nuest ros conocim ient os: la realidad de que el hum ano bípedo es not ablem ent e m ás eficaz que el act ual sim io cuadrúpedo. Ant es, la gent e que est udiaba el andar en est e cont ext o com paraba la m archa bípeda hum ana con el desplazam ient o cuadrúpedo de los cuadrúpedos convencionales, com o perros y caballos. Los hum anos siem pre quedaban segundos en t érm inos de eficacia de la energía ut ilizada para el desplazam ient o. Pero com o indican Rodm an y McHenry, los hum anos evolucionaron a part ir de sim ios, no de perros. No es que sea una observación original, pero sí que suele pasarse por alt o en est e t ipo de cálculos. Los chim pancés no son m uy buenos cuadrúpedos energét icam ent e hablando, sobre t odo en largas dist ancias, porque su est ilo locom ot or es un com prom iso ent re andar por el suelo y t repar por los árboles. «Si eres un sim io y t e encuent ras en circunst ancias ecológicas donde sería vent aj oso un m odo locom ot or m ás eficient e, la evolución hacia el bipedism o es una consecuencia probable —dice Rodm an—. ¿Y cuáles pudieron ser esas circunst ancias ecológicas?» Am bos aut ores m encionan la fragm ent ación de la capa forest al al est e del valle del Rift hace diez m illones de años. Con el t iem po, «los alim ent os se fueron dispersando m ás y m ás y requerían t rayect os m ás largos». En ot ras palabras, no hubo un cam bio de diet a alim ent aria, sino sólo el hecho de que ahora la propia alim ent ación —en árboles y arbust os— se hallaba m uy dispersa en t ierra abiert a en lugar de hallarse en lugares densam ent e com pact os com o en la capa forest al original. «La m archa bípeda proporcionó la posibilidad de desplazarse m ás eficazm ent e m odificando sólo las ext rem idades t raseras y conservando la est ruct ura [ de sim io] de las ext rem idades delant eras liberadas para la alim ent ación arbórea.» Así pues, concluyen, «la adapt ación prim aria de los Hom ínidos es una form a de vida de sim io allí donde un sim io ya no podía vivir». Si eso es ciert o, significa que el prim er hum ano fue sim plem ent e un sim io bípedo. Los cam bios en la dent adura y en la est ruct ura de la m andíbula que asociam os con fósiles hum anos pudieron desarrollarse m ás t arde, en la m edida en que ot ros cam bios m edioam bient ales propiciaron un cam bio gradual de la diet a. Claro que nunca podrem os est ar seguros de cuál de las dos hipót esis es la correct a, porque, com o ocurre con t odo lo que se refiere a la evolución, est am os t rat ando con un acont ecim ient o hist órico singular. Tenem os que pronunciarnos en favor de lo que nos parezca cient íficam ent e m ás convincent e. En m i opinión, la hipót esis de Rodm an y McHenry es una de las m ás persuasivas con que cont am os. Com o observa Sarah Hardy, «la hipót esis de Rodm an y de McHenry es práct ica, lej os del m it o». Decía ant es que la diferencia fundam ent al ent re los hum anos y los sim ios es que nosot ros andam os erguidos, con nuest ras ext rem idades superiores libres. Y sin em bargo he sugerido que el prim er hum ano fue un sim io bípedo. Aunque pueda parecer cont radict orio, no lo es. Am bas afirm aciones se basan en perspect ivas dist int as: una, en la hist oria t al com o sabem os que se desarrolló; la segunda, en la biología del prim er hum ano. Si nuest ros ant epasados no hubieran liberado las m anos de su función locom ot ora, no habrían podido desarrollar m uchas de las capacidades que cont ribuyeron a nuest ra hum anidad, com o la elaboración de una cult ura m at erial en el seno de un cont ext o social. Pero la m ej or m anera de describir la prim era especie hum ana es en t ant o que sim io bípedo.
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En un espacio t em poral m uy am plio de la hist oria, podem os ver el clim a cam biant e desde hace diez m illones de años en adelant e; podem os ver los m ovim ient os geológicos que alt eraron la t opografía y la veget ación del África orient al; y podem os decir que sí, que el prim er hum ano evolucionó com o una respuest a direct a a est os cam bios. Las circunst ancias am bient ales eran favorables para que un ant epasado cuadrúpedo evolucionara hacia una posición erguida, consecuencia de una selección nat ural. Sé que m uchos preferirían im aginar un principio m ás solem ne para la fam ilia hum ana, algo m ás sobrecogedor y respet able. Est e sent im ient o inspiró part e del t radicional m it o popular basado en el int répido sim io que at raviesa la sabana para t riunfar cont ra las circunst ancias adversas. Tam bién es ciert o que algunos de nosot ros creem os que el hecho m ism o de ser bípedos confiere una ciert a nobleza a la prim era especie hum ana. Siendo bípedos, nuest ros m ás ant iguos ant epasados t uvieron que obt ener ciert as vent aj as práct icas, com o la posibilidad de llevar cosas y t ener una m ej or visión del t erreno. Pero presuponer su nobleza a part ir de ese hecho es cont em plar la sit uación a t ravés de nuest ra propia experiencia com o hum anos t ot alm ent e m odernos, criat uras que han llegado a dom inar el m undo de t ant as m aneras. Habiendo experim ent ado qué supone ser hum ano en t oda su plenit ud, nos result a difícil, t al vez im posible, ver el m undo a t ravés de los oj os de criat uras diferent es a nosot ros, a t ravés de los oj os del prim er sim io bípedo. Así pues, t al com o m uest ra la evidencia m olecular, nuest ra relación genét ica con los sim ios de África es m uy est recha. Cuando Goodm an prim ero, y Sarich y Wilson después, dem ost raron esa int im idad ent re hum anos y sim ios africanos, la sorpresa fue m ayúscula. Pero cuando la relación se est im ó en cifras, la sorpresa fue aún m ayor. Result a que la diferencia ent re am bos, en el program a genét ico básico, el ADN, es inferior al 2 por 100; cant idad m enor a la exist ent e ent re un caballo y una cebra, capaces am bos de aparearse y de generar descendencia, aunque descendencia est éril. Se ha especulado m ucho acerca del posible result ado de la unión sexual ent re hum anos y chim pancés, especulación alim ent ada durant e los prim eros años de la ant ropología por la idea equivocada de que los sim ios eran una form a de hum anidad en regresión. I ncluso en nuest ros días de sofist icación genét ica sigue habiendo rum ores persist ent es —y siem pre infundados— de apaream ient os «experim ent ales» ent re hum anos y chim pancés. Tal com o est án las cosas, aunque los program as genét icos de hum anos y chim pancés sean sim ilares, en algún punt o de la hist oria hum ana t uvo lugar un cam bio en la com posición del ADN. El ADN de los sim ios est á cont enido en 24 pares de crom osom as, el de los hum anos en 23 pares, una diferencia que probablem ent e haría est éril una unión sexual ent re am bas especies. El grado de diferencia genét ica ent re los hum anos y los sim ios africanos es de la m ism a m agnit ud que los genet ist as suelen asociar a especies herm anas o est recham ent e em parent adas. Por ej em plo, los caballos y las cebras est án sit uados en el m ism o género, Equus. En cam bio los ant ropólogos siem pre han sit uado a los hum anos y a los sim ios en dos fam ilias biológicas separadas. No es de ext rañar, por lo t ant o, que Morris Goodm an quisiera cam biar las cosas en 1962, al proponer que los hum anos y los sim ios fueran clasificados dent ro de la m ism a fam ilia biológica. Y ahora t iene m ás razón que nunca para cam biar las cosas, porque la evidencia m olecular acaba de ofrecer pot encialm ent e la m ayor de las sorpresas. Hast a hace poco, los dat os m oleculares parecían indicar que la dist ancia genét ica ent re los hum anos y los chim pancés era idént ica a su dist ancia genét ica con los gorilas. Se creía que chim pancés y gorilas se separaron del últ im o ant epasado com ún en el m ism o m om ent o hist órico, produciendo, por un lado, el grupo de los sim ios africanos y, por ot ro, el grupo de los hum anos.
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Pero ahora ot ras evidencias m oleculares indican que los gorilas pudieron divergir del t ronco com ún dos m illones de años ant es que los chim pancés, hace 9,5 m illones de años. Chim pancés y hum anos se separaron unos de ot ros hará unos 7,5 m illones de años. Est o nos lleva a la sorprendent e conclusión de que el chim pancé est á m ás cerca de nosot ros que el gorila. Goodm an y sus colegas basan su conclusión en com paraciones de la est ruct ura real —la secuencia del ADN— de im port ant es genes de hum anos y sim ios. Es ant ropología m olecular en su versión m ás exquisit am ent e m inuciosa. «Si las conclusiones de Morris Goodm an son correct as, t endrem os que volver a la evidencia anat óm ica para buscar t odo lo que nos hem os dej ado en el t int ero», dice Lawrence Mart in, un ant ropólogo de la Universidad Est at al de Nueva York, en St ony Brook. A Mart in le preocupa —com o a t odos nosot ros— el hecho de que los chim pancés y los gorilas sean anat óm icam ent e sim ilares, incluyendo esa form a única de desplazarse, ese andar apoyando los nudillos en el suelo. Est e t ipo de andadores ut ilizan los dedos prensiles, no la palm a de la m ano, para apoyar su peso sobre los m iem bros superiores. «Si los chim pancés y los gorilas em ergieron separadam ent e, significa que su sem ej anza anat óm ica, incluida esa form a t ípica de andar con los nudillos, t uvo que evolucionar de form a independient e —dice Mart in—. Todo es posible en t eoría, pero no probable.» Mart in acaba de com plet ar un det allado est udio de rasgos anat óm icos clave en chim pancés, gorilas y hum anos, en busca de signos de parent esco. Junt o con Pet er Andrews, un colega del Museo de Hist oria Nat ural de Londres, concluye que, pese a que los t res form an un grupo biológico nat ural, el chim pancé y el gorila son parient es m uy próxim os ent re sí, y los hum anos ligeram ent e m ás dist ant es. «Sería adm irable si pudiera dem ost rarse que est o no es así», com ent a Mart in. De ahí su t em or a t ener que «volver a la evidencia anat óm ica para buscar t odo lo que nos hem os dej ado en el t int ero» en el caso de que la últ im a sugerencia de Goodm an se dem ost rara correct a. Supongam os por un m om ent o que est a últ im a conclusión a part ir de la biología m olecular sea ciert a ( cosa que, incident alm ent e, no t odos los genet ist as acept an de form a unánim e) . ¿Cuáles serían sus im plicaciones, apart e del hecho de que est am os m ucho m ás ínt im am ent e relacionados con los sim ios africanos de lo que creíam os? «Significa que es m ás probable que im probable que el ant epasado inm ediat o del hom bre andará apoyándose en los nudillos», sugiere David Pilbeam , y en respuest a a las palabras de Mart in sobre la probabilidad de que ese peculiar m odo de andar evolucionara dos veces, dice: «Es m ás t ranquilizador suponer que est e m odo de andar evolucionó sólo una vez, y que fue part e de la condición ancest ral a part ir de la cual evolucionaron los prim eros gorilas y luego los chim pancés y los hum anos. En cuyo caso, los sim ios africanos conservaron est e m odo ancest ral de andar, y los hum anos cam biaron el suyo». ¿Significa que Sherwood Washburn est aba en lo ciert o cuando sugería, en los años sesent a, que nuest ros ant epasados andaban apoyándose en los nudillos? No es del t odo seguro, se m ire por donde se m ire, pero sé que en los fósiles hum anos m ás ant iguos que podían cont ener vest igios de ese m odo de andar —los huesos del brazo del j oven de la orilla orient al del lago Turkana de hace cuat ro m illones de años— no hay rast ro de esas huellas. La anat om ía de una m uñeca puede ofrecer indicaciones sobre una adapt ación para t repar a los árboles, pero ninguna para est a form a peculiar de desplazarse. Tal vez t odos los vest igios se perdieron en el lapso de t iem po ent re el origen de los hom ínidos y la vida de est e individuo, un lapso de unos 2,5 m illones de años, lo suficient em ent e largo para cont ener m ucha evolución anat óm ica. No lo
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sabem os. Sólo lo sabrem os cuando encont rem os evidencia de los prim eros sim ios bípedos. Cosa que, espero, ocurrirá m uy pront o. Tengan o no razón Goodm an y sus colegas cuando dicen que el chim pancé es nuest ro prim o herm ano y el gorila un prim o segundo m ás lej ano, de lo que no hay duda es de nuest ro lugar en la nat uraleza: som os un sim io un t ant o insólit o, poco corrient e. Y Goodm an ciert am ent e t iene razón cuando sugiere la revisión de al m enos la clasificación biológica form al: los dos andadores con nudillos y el sim io bípedo pert enecen a una y la m ism a fam ilia, t odos son —som os— sim ios africanos. Capít ulo VI EL ÁRBOL D EL LI N AJE H UM AN Ó «¿Qué crees que significa est o, Walker?» Le di a Alan un paquet e urgent e procedent e del I nst it uí of Hum an Origins, la organización de Don Johanson en Berkeley. El paquet e cont enía una copia de las galeradas de un art ículo de inm ediat a publicación en la revist a brit ánica Nat ure. «Part e de un nuevo esquelet o de Hom o habilis procedent e de la gargant a de Olduvai, Tanzania», se t it ulaba, firm ado por Don y ot ros nueve aut ores. El nuevo fósil llevaba la ident ificación OH 62, u Hom ínido de Olduvai 62. Ninguna cart a, ninguna explicación. «Significa que Don ha pensado que t e pedirían que confirm ases los m érit os del m anuscrit o, pero que se va a publicar de t odos m odos», dij o Alan riéndose de su brom a nada sut il sobre las t irant es relaciones ent re Don y yo. De hecho, era la prim era vez que Alan o yo veíam os el art ículo, pero, com o t odo el m undo en la profesión, ya sabíam os que est aba al llegar. La radio m acut o ant ropológica es m uy eficaz. Don y yo t enem os la m ism a edad, am bos t uvim os suert e en la búsqueda de hom ínidos fósiles, y am bos habíam os logrado un ciert o grado de celebridad. Ant año fuim os buenos colegas, incluso am igos, y a veces navegábam os j unt os por la cost a de Kenia. En los años set ent a, cuando Don y su equipo franco- nort eam ericano llevaron a cabo descubrim ient os fósiles espect aculares en la región de Hadar en Et iopía, solíam os encont rarnos y charlar sobre los nuevos hallazgos y su posible significado. Don solía t raer sus fósiles recién excavados a Nairobi en su viaj e de regreso a los Est ados Unidos, y hacíam os copias exact as de ellos en fibra de vidrio, por si acaso ocurría algún percance durant e el viaj e. Hace una década que nuest ra relación personal y profesional em pezó a resent irse, por razones que considero m ej or no discut ir públicam ent e. Una m anifest ación del det erioro de la relación fue que, cuando los periodist as veían una ocasión para una «buena hist oria personalizada», solían est ablecer una especie de confront ación ent re Don y yo, m uchas veces cuando ni siquiera exist ía t al confront ación. Yo int ent é esquivar est e t ipo de t áct icas, pero no est á claro que ot ros hicieran lo m ism o. En cualquier caso, en periódicos y en revist as nacionales em pezaron a aparecer t it ulares com o «Ant ropólogos rivales divididos ant e un hallazgo prehum ano» o «Huesos y prim a donnas». Evident em ent e, nuest ras opiniones «divididas» se referían a la int erpret ación ( de los nuevos fósiles que Don había encont rado en Et iopía. Don consideraba < que est os fósiles indicaban una sim ple paut a de la hist oria de la evolución hum ana. Creía que la línea que llevaba al ser hum ano, el género Hom o, era de aparición recient e. Por aquella época yo sent ía, y sigo sint iendo, que nuest ra hist oria evolut iva es probablem ent e m ás com plej a de lo que m uchos ant ropólogos; creen, y que Hom o
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t enía raíces m ucho m ás profundas de lo que la int erpret ación de Don dej aba ent rever. Un día, en la prim avera de 1981, m e encont ré, no sé cóm o, m anipulado en una confront ación t elevisiva con Don sobre el t em a: la cosa fue present ada com o la versión Leakey versus la versión Don, Hom o m uy ant iguo versus Hom o recient e. El program a era «El universo de Cronkit e» realizado en el Museo Nort eam ericano de Hist oria Nat ural. Tras un ext raño debat e ent re nosot ros, cuando yo est aba deseando no haber venido, le dij e a Walt er Cronkit e que, com o buen Leakey, est aba perfect am ent e acost um brado a la cont roversia en ant ropología. Luego m e volví hacia Don y le dij e que creía que fut uros hallazgos dem ost rarían su error. Creo que así ha sido; por ironías de la vida, el OH 62 de Don desem peñó un papel im port ant e en la hist oria. Guando recibí aquel paquet e urgent e de Don en abril de 1987, leí rápidam ent e el art ículo ant es de pasárselo a Alan y enseguida m e form é una opinión: «Bueno, ¿qué t e parece, Walker?», le pregunt é m ient ras él hoj eaba las páginas fot ocopiadas. No t uve que esperar m ucho; su respuest a fue cont undent e: «No es un habilis. Es dem asiado pequeño». Exact am ent e lo que yo pensaba. El art ículo) de Don afirm aba que el esquelet o parcial que él y sus colegas habían recuperado en Olduvai pert enecía a la especie Hom o habilis, la prim era especie conocida en la línea que llevó al hum ano m oderno. Alan y yo llegam os enseguida a la conclusión, por los det alles m encionados en el art ículo, que Don se había equivocado. «Vam os a com er y hablarem os de ello», sugerí. En su esfuerzo por com prender los orígenes hum anos, los ant ropólogos se cent ran en dos aspect os de la prehist oria. El prim ero es la paut a evolut iva global de la fam ilia hum ana, por ej em plo, cuándo aparecen nuevas especies u ot ras se ext inguen. Solem os llam arlo el árbol genealógico, el m odelo de la exist encia de las¡ especies a t ravés del t iem po. El segundo aspect o es la biología de las dist int as especies, por ej em plo, cóm o lograron subsist ir en t ant o que grupo social, qué es lo que com ían, y cóm o int eraccionaban con ot ras especies, incluidas ot ras especies hom ínidas. Evident em ent e, exist e m ucha m ás especulación en el segundo aspect o que en el prim ero, sobre t odo en el ám bit o de la int eracción ent re especies. En est e capít ulo nos cent rarem os en la paut a evolut iva, en la form a del árbol genealógico a lo largo de nuest ra hist oria, sobre t odo en su part e m ás arcaica, donde radican buena part e de las incert idum bres y las dudas. Tenem os una idea bast ant e com plet a acerca de los represent ant es hom ínidos que aparecieron durant e est a época arcaica, hace ent re cuat ro y un m illón de años. La evidencia se basa en m ás de seis décadas de búsqueda incesant e por varias regiones de África. Ant es de 1925, t oda la evidencia fósil de la hist oria hum ana procedía de Europa y de Asia; y eran sobre t odo neandert hales y Hom o erect us ( ent onces llam ado Pit hecant hropus) . La m ayoría de los expert os consideraban África poco o nada im port ant e para el origen del hom bre. Así que cuando Raym ond Dart anunció en Nat ure, en febrero de 1925, que había descubiert o en Sudáfrica un sim io que era un ant epasado del hom bre, t odo el m undo se burló de él. Su descubrim ient o, procedent e de los vert ederos de Taung, una cant era de piedra calcárea en el suroest e del Transvaal, consist ía en la cara y part e del cráneo fosilizados de un j oven al que baut izó con el nom bre cient ífico de Aust ralopit hecus africanus, o sim io aust ral africano. Pero a est a j oya fósil se la conoce m ej or con el nom bre de niño de Taung. Dart reconoció que, j unt o a m uchos rasgos t ípicam ent e sim iescos, el niño de Taung t am bién present aba indicios significat ivos de rasgos hom ínidos. El m ás im port ant e era
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el foram en m agnum ( aguj ero occipit al) , el orificio por donde la m édula espinal sale del cerebro y ent ra en la colum na vert ebral. Est e im port ant e hit o craneano est aba sit uado debaj o del punt o m edio del cráneo, com o en los hum anos, y no hacia at rás, com o en los sim ios. El niño de Taung, pensaba correct am ent e Dart , era bípedo; por eso t enía que ser un hom ínido. La est ruct ura hum ana de la dent adura y de ciert os aspect os de la est ruct ura cerebral ( inferidos a part ir de un endocast o nat ural del int erior del cráneo) fort alecían la conclusión de Dart . Los sim ios t ienen un m odelo dent al caract eríst ico. Los incisivos t ienden a ser anchos y salient es; los caninos, largos y afilados, com o dagas; los prem olares t ienen cúspides alt as, adapt adas para procesar hoj as y frut as. En los hom ínidos, los incisivos son pequeños, al igual que los caninos, y los prem olares son relat ivam ent e lisos, adapt ados para m ast icar alim ent o. El m odelo que vio Dart en su pequeño fósil encaj aba m uy bien con el m odelo hom ínido. El niño de Taung era el prim er hom ínido prim it ivo encont rado en África; era el hom ínido m ás prim it ivo que se había encont rado j am ás. Sin em bargo, el prej uicio universal según el cual era Asia, y no África, la cuna de la evolución hum ana, j unt o a una repulsión apenas cont enida hacia la posibilidad de que algo t an sim iesco pudiera t ener algo que ver con nuest ra herencia, bloqueó la acept ación del niño de Taung com o part e int egrant e de la fam ilia hum ana durant e m ás de veint e años. Finalm ent e, la com unidad ant ropológica reconoció que Dart había t enido razón: el niño de Taung era part e de nuest ro pat rim onio. Lo que conllevó, a su vez, el reconocim ient o de que Darwin fue prescient e cuando concluyó en 1871 que África había sido la cuna de la hum anidad. A pesar de la poco ent usiast a acogida dispensada al niño de Taung, Dart reanudó la búsqueda de fósiles de los prim eros hum anos, y el enérgico paleont ólogo escocés Robert Broom se unió a él. Est os dos hom bres adm irables rescat aron m uchos hom ínidos fósiles ent re los años t reint a y los cincuent a, en cuat ro im port ant es cuevas de Sudáfrica. ( Es paradój ico que nunca se encont rara nada m ás en la cant era de Taung.) Algunos fósiles eran com o el niño de Taung, es decir, una m ezcla de caract eríst icas de sim io y de hum ano, donde la m andíbula inferior y los prem olares eran grandes pero no enorm es. En ot ros, la m ism a m ezcla de caract eríst icas sim iescas y hum anas aparecía acom pañada de una m andíbula inferior y prem olares de grandes proporciones. Los m olares eran com o ruedas de m olino lisas, cinco veces la superficie de los m olares hum anos m odernos. Se t rat aba de dos clases de sim io bípedo, cuya principal diferencia era la robust ez de la m andíbula inferior y el t am año de los prem olares. Durant e un t iem po hubo una plét ora de nom bres cient íficos para los diferent es especim enes. Más t arde est a nom enclat ura fue redefinida y se est ablecieron sólo dos nom bres de especies: Aust ralopit hecus africanus, el nom bre que Dart había dado al niño de Taung, se aplicó al grupo de especim enes con m andíbula y dent adura m enos robust as. La segunda especie recibió, apropiadam ent e, el nom bre de Aust ralopit hecus robust us. Aunque era difícil det erm inar fechas precisas para est os fósiles a part ir de la m ezcolanza de depósit os en las cuevas, parecía razonable que africanus fuera ant erior y ant epasado de robust us. La especie africanus t am bién fue considerada com o probable ant epasada de la línea que llegaba hast a nosot ros, la de Hom o. Se t rat aba, pues, de un sim ple m odelo en Y: una sola especie ancest ral, africanus, y dos líneas descendient es, robust us en un lado y Hom o en el ot ro. Luego, en j ulio de 1959, t ras casi t res décadas de búsqueda de los prim eros fósiles
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hum anos en la gargant a de Olduvai, m i m adre encont ró el fam oso cráneo de Zinj ant hropus, que acaparó la at ención m undial y aseguró a Louis y a Mary m ás fondos para la invest igación. Zinj ant hropus era com o Aust ralopit hecus robust us: t enía rasgos sim iescos y hum anos en el cráneo, con una m andíbula inferior enorm e y prem olares grandes com o ruedas de m olino. Pero era m ás robust o, una exageración del m odelo robust us. El cráneo pront o fue apodado «hom bre cascanueces». Zinj ant hropus sería baut izado m ás t arde con el nom bre cient ífico de Aust ralopit hecus boisei, considerado por m uchos com o una variant e geográfica de la especie robust us surafricana. Pero la im port ancia de Zinj ant hropus en los anales de la paleoant ropología radica en haber sido el prim er fósil hum ano encont rado en África orient al. Mis padres no t uvieron que esperar m ucho para un segundo descubrim ient o de gran im port ancia, Hom o habilis, cuyos prim eros fragm ent os fueron descubiert os por m i herm ano Jonat han en 1960. Durant e los t res años siguient es,
Louis y Mary y sus ayudant es desent erraron m uchos fragm ent os fósiles de lo que consideraron la m ism a especie. ( Est os descubrim ient os incluían huesos de m anos y pies, t esoros ext rem adam ent e raros en el regist ro de los hom ínidos fósiles.) Muy parecido a Aust ralopit hecus en m uchos aspect os, la cara de la nueva especie era m enos prom inent e, sus dient es m ás pequeños y, lo m ás im port ant e de t odo, poseía un cerebro m ayor. Hom o habilis proporcionaba evidencia t angible de aquella segunda
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bifurcación del m odelo en Y. La adapt ación nueva en la fam ilia hum ana era, evident em ent e, nuest ro m odo de desplazam ient o: t odas las especies hum anas son variant es del t em a de los sim ios bípedos. Los descubrim ient os de Dart , de Broom y de m is padres m ost raban que est as
variant es son fundam ent alm ent e de dos form as. En un ext rem o est án las criat uras de cerebro pequeño con grandes prem olares: la especie Aust ralopit ecus. En el ot ro, las criat uras con un cerebro m ayor y prem olares pequeños: la especie Hom o. Est as descripciones ult racrípt icas est ablecen los lím it es ext ernos de lo que vem os en el regist ro fósil. En Aust ralopit ecus se aprecian indicios m uy t em pranos de su diet a veget ariana int egral, de que procesan una gran cant idad de alim ent os veget ales con sus prem olares. La especie Hom o parece haber sido m ucho m ás om nívora, incluyendo carne en su diet a. En am bos casos, sus caras sobresalían m ás que en los m odernos hum anos, pero no t ant o com o la de los sim ios act uales. Todos fueron bípedos, com o los m odernos hum anos, pero es probable que fueran t odavía apasionados t repadores. Hast a hace poco, las proporciones y const it uciones corporales globales de t odo los
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hom ínidos prim it ivos —Aust ralopit ecus y Hom o— se consideraban sim ilares.
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Por lo t ant o, cuando em pecé las exploraciones al est e del lago Turkana, prim ero en 1968, y luego al año siguient e durant e diez años, ya exist ía un m odelo de la hist oria evolut iva hum ana. Aust ralopit hecus vivió en la m ism a época, y posiblem ent e en el m ism o espacio, que Hom o. Los descubrim ient os del lago Turkana lo confirm aban. Pero el m odelo era dem asiado esquem át ico y falt aban dim ensiones cronológicas claras. Los especim enes inequívocam ent e m ás ant iguos que t eníam os no alcanzaban m ás de los dos m illones de años de edad, y necesit ábam os saber qué había m ás allá, cóm o se form ó el m odelo m ism o. Luego, a m ediados de los años set ent a, dos im port ant es descubrim ient os perm it ieron a los ant ropólogos adent rarse en un pasado m ás arcaico. Prim ero, en Laet oli, a unos 30 Km . al suroest e de la gargant a de Olduvai, una ext raña concat enación de circunst ancias geológicas habían preservado un conj unt o de huellas de pisadas de hom ínidos cercanas a los 3,6 m illones de años de ant igüedad. Mi m adre había visit ado el yacim ient o m uchos años ant es con m i padre, pero sólo a m ediados de los set ent a inició prospecciones sist em át icas. ¡Qué t esoro paleont ológico había est ado esperando allí! Tres hom ínidos habían cam inado hacia el nort e, y sus pies habían dej ado huellas bien definidas en la ceniza volcánica recién caída del cercano Sadim an, un volcán en suave erupción. Menos espect acular que las huellas, pero m ás inform at ivo para el m odelo que buscábam os, fue el descubrim ient o de una docena de fragm ent os de m andíbulas y dient es hom ínidos de la m ism a edad, en el m ism o yacim ient o. Aunque de apariencia nít idam ent e hom ínida, los dient es eran algo m ás prim it ivos, algo m ás sim iescos que los últ im os especim enes del rest o de África. Cosa que era de esperar, porque los hom ínidos de Laet oli casi doblaban en edad a los de Olduvai y a los del lago Turkana; un lapso t em poral lo suficient em ent e largo para que se desarrollaran diferencias evolut ivas im port ant es. Un art ículo publicado en Nat ure en 1976 ident ificaba los fósiles de Laet oli com o pert enecient es a la especie Hom o, pero en una form a prim it iva. Lo que parecía indicar que el m odelo Aut ralopit hecus- Hom o podía rem ont arse a épocas m uy rem ot as de nuest ra hist oria, por lo m enos hast a los 3,6 m illones de años. Ciert am ent e reflej aba la clase de m odelo evolut ivo que yo esperaba encont rar en nuest ra hist oria. En la época en que se publicaban en la prensa cient ífica los hallazgos de las m andíbulas y los dient es de Laet oli, Don Johanson y sus colegas anuncia ron sus prim eras conclusiones sobre los hom ínidos fósiles descubiert os en Et iopía desde 1973, m uchos de los cuales est aban en Nairobi. Ent re ellos se encont raba el fam oso esquelet o parcial de Lucy y la llam ada Prim era Fam ilia, una vast a colección de fragm ent os fósiles pert enecient es quizás a unos quince individuos diferent es. Afirm aron que est os fósiles, de casi 3 m illones de años, pert enecían a una especie prim it iva de Hom o y a una, o t al vez dos, especies de Aust ralopit hecus. De nuevo aparecía el m odelo en form a de Y: Aust ralopit hecus en un lado, Hom o en el ot ro. No poseem os una idea clara de lo que realm ent e pasó hace m ás de cuat ro m illones de años, en los orígenes de la fam ilia hom ínida, porque falt a evidencia fósil. Es necesario encont rar depósit os fosilíferos que nos perm it an obt ener m uest ras de est a et apa de nuest ra hist oria. Pero si acept am os que la fam ilia hom ínida apareció por prim era vez hace unos 7,5 m illones de años, cabe suponer que poco después pudieron evolucionar ot ras especies hom ínidas, descendient es de la especie fundadora, variant es del t em a del sim io bípedo. Unos hom ínidos, al igual que ot ras grandes especies t errest res, habrían iniciado lo que los biólogos llam an una radiación adapt at iva.
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Las radiaciones adapt at ivas son la norm a en la evolución. Una especie desarrolla una nueva adapt ación —en el caso de los hum anos, el desplazam ient o erguido— y deviene efect ivam ent e un m iem bro fundador de un nuevo experim ent o evolut ivo. Pront o aparecen nuevas especies a part ir de est e m iem bro fundador, y con el t iem po se desarrolla una serie de nuevas especies descendient es. Por ej em plo, alcelaphini, una t ribu de ant ílopes africanos ent re los que se incluye el ñu, el ant ílope surafricano y el caam a, llegaron a ser poderosas m áquinas de past ar ext rem adam ent e efect ivas, que se alim ent aban de plant as forraj eras y que cubrieron gran part e del África subsahariana. La t ribu apareció por prim era vez hace algo m ás de unos 5 m illones de años, represent ada por una especie, y ahora exist en diez ram ificaciones en su árbol genealógico. La form a de la hist oria evolut iva de alcelaphini se parece a una acacia con la punt a cort ada. ¿Y el árbol de la fam ilia hum ana? La form a de nuest ro árbol evolut ivo, t al com o lo he present ado hast a ahora, es m ucho m ás sim ple. Tam bién em pezó con una sola especie, el t ronco del árbol. Luego el árbol se ram ificó, con dos ram as principales, la especie Aust ralopit ecus y la de Hom o. Luego, ya m ás cerca del present e, la ram a Aust ralopit ecus quedó cercenada cuando la especie aust ralopit ecina se ext inguió. Finalm ent e, sólo sobrevivió una ram a en la punt a del árbol: nosot ros, Hom o sapiens. El m odelo del árbol hum ano es la radiación adapt at iva inicial, seguida de una dram át ica selección que desem boca en una sola especie final. Pero com o m odelo en Y, con dos ram ificaciones principales, parece dem asiado sim ple, de alguna m anera incom plet a. A m i padre no le gust aba dem asiado est e t ipo de m odelo, porque no creía que Hom o descendiera de Aust ralopit ecus, ni de ninguna especie aust ralopit ecina. Yo t am bién
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m ant enía una act it ud bast ant e indiferent e al respect o, porque cuando em pecé las expediciones al lago Turkana a finales de los años sesent a descubrí signos de com plej idad en el árbol hum ano que indicaban raíces m ás profundas que las de un ant epasado africanus. I nt uía que fut uros descubrim ient os de épocas m ás arcaicas acabarían por llenar m uchos de los vacíos de esa com plej idad. Especies de ent re t res y dos m illones de años en nuest ra hist oria proporcionarían a nuest ro árbol una apariencia m ás arbust iva y ram ificada que la form a en Y. Pero no podía predecir cuánt as especies m ás podríam os encont rar. En su conferencia present ada en el Huxley Mem orial en 1958, t it ulada «Los huesos de la discordia», el em inent e ant ropólogo brit ánico sir Wilfrid Le Gros Clark dij o: «Todo descubrim ient o de una reliquia fósil suscept ible de arroj ar alguna luz sobre las posibles conexiones ent re los ant epasados del hom bre siem pre ha provocado, y seguirá provocando, cont roversia». Su observación es doblem ent e relevant e para Hom o habilis, porque m arca una coyunt ura crucial, un vínculo de conexión, en el pasado de la hum anidad. Habilis siem pre ha sido cont rovert ido en ant ropología. Lo fue para m i padre, lo fue para m í. Y a raíz de la rápida lect ura que hice de su art ículo sobre el OH 62, supe que t am bién lo iba a ser para Don. «¿Sabes?, dicen que se t rat a de un esquelet o parcial, pero en realidad es m uy fragm ent ario, quiero decir realm ent e m uy fragm ent ario», dij o Alan al sent arnos en un pequeño rest aurant e it aliano a cinco m inut os del m useo. La list a de fragm ent os fósiles era larga, un t ot al de 302 piezas, part es del cráneo, del hueso del brazo derecho, y de am bas piernas, pero desesperadam ent e incom plet os y m uy erosionados. Se describía a la criat ura com o ext rem adam ent e baj a, de un m et ro escaso de alt ura, de brazos largos y piernas relat ivam ent e cort as. «Bien m irado, y t eniendo en cuent a el m at erial disponible —com o por ej em plo el 1500, o el 3735—, cabe pregunt arse por qué t ant o bom bo y plat illo», dij e, sint iendo que m is inst int os com pet it ivos em pezaban a aflorar. ( Los núm eros com o el 1500 y el 3735 son códigos de acceso a los especim enes fósiles que hem os descubiert o, y una conversación ent re ant ropólogos puede parecer a veces un t ant o crípt ica para los no iniciados, porque suele est ar replet a de cifras de est e t ipo y desprovist as de nom bres.) «De vuelt a al m useo, rescat arem os algunos de nuest ros " esquelet os parciales" —dij e—. Creo que podem os divert irnos.» Decidim os llevar a cabo com paraciones ent re algunos especim enes fósiles, esperando dar con algo int eresant e. Sabíam os t am bién que el episodio que se desarrollaba ant e nosot ros iba a reavivar el viej o problem a de Hom o habilis, que ha perseguido a los ant ropólogos desde el descubrim ient o de la especie y ha obst aculizado t odo int ent o por conocer la nat uraleza del m odelo evolut ivo que est ábam os buscando. Cuando, en abril de 1964, m i padre, j unt o con Phillip Tobías y John Napier, anunciaron en las páginas de Nat ure el descubrim ient o de Hom o habilis, una nueva especie de hom ínido que describieron com o product ora de herram ient as de piedra y com o el últ im o ant epasado de los m odernos hum anos, la reacción fue inm ediat a, y profundam ent e crít ica. La crít ica est uvo encabezada, dicho sea de paso, por Le Gros Clark, que así cum plía su pronóst ico de hacía seis años al present ar «Los huesos de la discordia». Una de las razones de que cayera el oprobio sobre las cabezas de Louis y sus colegas fue que, al convert ir a su nuevo fósil en un m iem bro del género Hom o, t enían que m odificar la definición de Hom o. Ot ra de las razones fue que la serie de fósiles agrupados baj o el nom bre de Hom o habilis era anat óm icam ent e m uy het erogénea, dem asiado para represent ar únicam ent e a una sola especie, según m uchos ant ropólogos.
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Poco a poco los decibelios del debat e fueron dism inuyendo, y Hom o habilis acabó por ser acept ado com o una especie válida, com o el precursor inm ediat o de Hom o erect us. Pero el t em a de la ext rem a variabilidad anat óm ica de las m uest ras de la especie siguió, y sigue, abiert o, y el debat e en t orno a est os rest os cont inúa hoy t an virulent o com o siem pre, lo que ha llevado a un em inent e ant ropólogo a publicar recient em ent e un art ículo t it ulado «La credibilidad de Hom o habilis». Lo que nos da una idea de la am bigüedad ant ropológica con que los cient íficos abordam os est e t em a. «Bueno, depende de qué espécim en quieras incluir» es la t ípica respuest a cuando se pide una opinión sobre Hom o habilis. De los aproxim adam ent e doce especim enes que, en una u ot ra coyunt ura, se han considerado com o m iem bros de est a especie, por lo m enos la m it ad probablem ent e no lo son. Pero no hay consenso sobre qué 50 por 100 debería excluirse. El 50 por 100 de un ant ropólogo no es nunca com plet am ent e idént ico al 50 por 100 de ot ro ant ropólogo. Es en el m arco de est e at olladero paleont ológico —qué especim enes m erecen ser incluidos baj o la cat egoría Hom o y cuáles no— en el que Don y sus colegas present aron sus conclusiones sobre su nuevo y dim inut o fósil de Olduvai, OH 62. Me em bargó algo parecido al dej a vu en t odo est e asunt o; hacía quince años yo había vivido una sit uación parecida. Tres años después de m i prim era gran expedición a la orilla est e del lago Turkana, se encont ró el cráneo 1470, un fósil que supuso para m í lo que Zinj había supuest o para Louis: m e hizo fam oso, m e elevó a la escena int ernacional. Fue en agost o de 1972, t res m eses ant es de que Louis m uriera. El cráneo que corresponde al hoy ya fam oso núm ero 1470 pert enecía a un hom ínido con un cerebro bast ant e volum inoso y prem olares de pequeño t am año. Con una capacidad craneana cercana a los 800 cent ím et ros cúbicos, el 1470 era evident em ent e un buen candidat o a Hom o habilís, com o m e repet ían m is colegas. Pero yo insist í en publicarlo com o Hom o sp., lo que significaba que sí, que est aba de acuerdo en que era Hom o, pero que no est aba preparado para confirm ar de qué especie. El t em a del Hom o habilis era t odavía t an conflict ivo en aquella época que creí m ás apropiado dej ar el fósil en «suspenso». Fui severam ent e crit icado por m i reserva. Muchos colegas m e sugirieron que afront ara la evidencia y lo llam ara Hom o habilis, o que t uviera el valor de dar nom bre a una nueva especie. Me negué a am bas alt ernat ivas, y Hom o habilis vino a ident ificarse, m ás por defect o que por ot ra cosa, con 1470. Hoy creo que esa ident ificación es probablem ent e correct a, pero sólo si el OH 62 no se acept a com o Hom o habilis. Y explicaré por qué. En la época en que apareció el 1470 en Koobi Fora, t am bién habíam os encont rado especim enes de Aut ralopit hecus boisei, el hom ínido de cerebro pequeño y grandes prem olares, com o Zinj . Est os fósiles t enían casi dos m illones de años de ant igüedad, al igual que los depósit os m ás ant iguos de la gargant a de Olduvai. Por lo t ant o, Olduvai y Koobi Fora ofrecían el m ism o m odelo: los dos ext rem os adapt at ivos, por un lado una especie de cerebro pequeño y grandes prem olares ( Aust ralopit hecus boisei) , y por ot ro una especie con m ayor cerebro y pequeños prem olares ( Hom o habilis) . Tam bién aparecieron en am bos yacim ient os especim enes de Hom o erect us, com plet ando el m odelo. Pero luego apareció el fósil núm ero 1813, un cráneo descubiert o en Koobi Fora un año después del 1470, aunque un poco m ás j oven geológicam ent e. Sus prem olares eran pequeños y t enía una cara grande, com o Hom o. Pero su cerebro era pequeño, com o Aust ralopit hecus. Const it uía una com binación inesperada de rasgos, un enigm a.
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Mis colegas discut ieron acaloradam ent e sobre el est at us de 1813. Unos est aban convencidos de que se t rat aba de una hem bra de Hom o erect us. Ot ros dij eron que era una hem bra de Hom o habilis. Ot ros lo consideraron un Aust ralopit hecus africanas del África orient al. Yo est aba convencido de dos cosas. Prim era, que no podíam os saber de m anera definit iva qué era 1813 exact am ent e. Y segunda, que había evidencia de que el m odelo de la evolución hum ana —el árbol— era probablem ent e m ás com plej o de lo que m uchos ant ropólogos est aban dispuest os a adm it ir. Alan y yo escribim os en agost o de 1978 un art ículo en Scient ific Am erican en el que t rat ábam os el problem a de los fósiles de Koobi Fora y el m odelo global de la evolución hum ana. Est ábam os convencidos de que aquel 1813 no era un Hom o habilis, aunque dest acábam os que sus dient es superiores t enían «un parecido asom broso con los dient es de uno de los especim enes de Hom o habilis de Olduvai, el OH 13». Tam bién decíam os que «en t odas aquellas part es que son com parables —el paladar y los dient es, buena part e de la base y de la part e post erior del cráneo— am bos especim enes son práct icam ent e idént icos». Est o significaba una de dos: o bien nos equivocábam os al considerar que el 1813 no era un Hom o habilis, o bien m uchos part idarios de Hom o habilis se equivocaban al incluir al OH 13 ent re sus especim enes. Nosot ros nos m oj am os y afirm ábam os que el 1813 no era un Hom o habilis, y que pront o dem ost raría ser una pequeña especie hom ínida no ident ificada. Est a int erpret ación nos daba t res ram as dist int as y separadas en nuest ro árbol de hace dos m illones de años: Hom o habilis, Aust ralopit hecus robust us, y una t ercera ram a con 1813 y OH 13, fueran lo que fuesen. Los descubrim ient os de la región del Hadar en Et iopía hacían posible rem ont ar est a m ayor com plej idad a unos t res m illones de años, un desarrollo sat isfact orio desde m i punt o de vist a. Seis m eses después de la publicación de nuest ro art ículo en Scient ific Am erícan, Don Johanson y Tim Whit e publicaron uno de los art ículos ant ropológicos m ás com ent ados de los últ im os t iem pos. Aparecido en el núm ero del 26 de enero de 1979 de Science, el art ículo parecía desm ont ar nuest ro análisis y ofrecer una hist oria de la evolución hum ana t ot alm ent e dist int a. El nuevo m odelo se inspiraba en la reconsideración que Don hacía de los fósiles de Hadar, ent re ellos el fam oso esquelet o parcial de Lucy. Con el t it ular de «Deben revisarse t odas las t eorías ant eriores sobre el linaj e que lleva al hom bre m oderno» saludaba The Tim es de Londres el árbol genealógico propuest o por Don y Tim . Cuando vi m uchos de los fósiles et íopes en Nairobi, durant e aquellos viaj es que Don hacía de regreso a los Est ados Unidos en los años set ent a, había quedado im presionado por la variabilidad de su est at ura. Algunos individuos m edían m ás de un m et ro cincuent a de est at ura; ot ros, sobre t odo Lucy, apenas superaban el m et ro. Tam bién present aban una gran variabilidad anat óm ica. Est as fueron las razones que llevaron a Don a considerar inicialm ent e que los fósiles represent aban a t res especies dist int as: un gran Aust ralopit hecus, ot ro pequeño y un prim it ivo Hom o. Lo había anunciado en m arzo de 1976 en Nat ure, j unt o con su colega Maurice Taieb. Yo est uve de acuerdo con ellos. Ahora, t ras la reconsideración de los fósiles llevada a cabo j unt o con Tim Whit e, un ant ropólogo de Berkeley, Don había cam biado de opinión. Am bos llegaban a la conclusión de que los fósiles del Hadar represent aban t an sólo variaciones de una m ism a especie, no t res especies dist int as. Decían, adem ás, que los dient es y las m andíbulas fósiles procedent es del yacim ient o de m i m adre, en Laet oli, pert enecían a la m ism a especie que los del Hadar. El hecho de que los fósiles de Laet oli se hubieran descubiert o a m il seiscient os kilóm et ros de dist ancia, al sur, y fueran m edio m illón de años m ás viej os, no parecía preocuparles. El suyo fue un cam bio que hizo fruncir
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m uchas cej as ent re los biólogos evolucionist as. Don y Tim dij eron que los fósiles del Hadar y de Laet oli pert enecían t odos ellos a la recién denom inada especie de Aust ralopit hecus afarensis. Adem ás, afirm aban que afarensis era el t ronco ancest ral del que habían surgido t odas las especies hom ínidas. Tim describió la especie de la form a siguient e: «De cerebro pequeño, con grandes dient es caninos, y los dem ás dient es prim it ivos en m uchos aspect os. La form a de los arcos dent ales y del cráneo y la cara proyect ada hacia adelant e eran m ás sim iescas que hum anas. Los m achos eran bast ant e m ás corpulent os que las hem bras, una condición sim ilar a la de los m odernos sim ios africanos». En su nueva versión del árbol hum ano, Don y Tim consideraban que el t ronco, afarensis, llevaba, por un lado, a africanus y a robust us- boisei y, por el ot ro, a Hom o habilis, a erect us y a sapiens. De nuevo un m odelo en form a de Y, pero con un det alle curioso: en él no había cabida para un hom ínido del t ipo 1813- OH 13, una t ercera ram a en el árbol. Un m odelo dem asiado sim ple para m i gust o. «Hem os reflexionado sobre est e esquem a y lo j uzgam os m enos probable que ot ros», escribim os Alan y yo en una cart a a Science. Y en ella explicábam os que, dado que veíam os t res especies hum anas en el lapso de t iem po de hacía dos m illones de años, creíam os probable que hubiera m ás de una especie ext inguida en la época en que vivió Lucy, m enos de un m illón de años ant es. «Hem os reconocido dos [ hace dos m illones de años] en nuest ra est im ación», cont est aron Don y Tim . Parecían querer encerrarse en el esquem a que quince años m ás t arde acabaría por condicionar efect ivam ent e su int erpret ación del OH 62. Aunque t am bién dij eron, en respuest a a nuest ra cart a, que «som os conscient es de que t oda hipót esis filogenét ica debe ser revisada a la luz de t oda nueva evidencia», m ás t arde se m ost rarían curiosam ent e ret icent es a una t al revisión. La com unidad ant ropológica se avalanzó com o una m arabunt a sobre el art ículo de Don y Tim en Science, algunos apoyando su validez, ot ros rebat iéndola. Diez años de debat e convencieron a la m ayoría de los ant ropólogos de que Don y Tim t enían razón después de t odo. Ent re ellos Alan. Pero no a m í. Yo defendí t enazm ent e la posición m inorit aria a lo largo de los años, y un com unicado del I nst it ut e of Hum an Origins de Don realizado en m arzo de 1991 m e indica que t al vez pront o ya no m e encuent re t an solo. Tras m ás de quince años sin poder llevar a cabo t rabaj o de cam po en Et iopía, Don y sus colegas volvieron en 1990, y encont raron m ás fósiles de la m ism a et apa hist órica que Lucy y la Prim era Fam ilia. «La m ayoría de especim enes siguen docum ent ando la presencia de Aust ralopit hecus afarensis en el Hadar —decía el com unicado—, pero algunos de los hallazgos present an caract eríst icas anat óm icas j am ás observadas en la colección hom ínida del Hadar.» El com unicado cont inúa diciendo que los nuevos descubrim ient os «pueden reavivar los argum ent os que ven en A. afarensis m ás de una especie». No he vist o los nuevos especim enes. Casi nadie los ha vist o. Pero m e sorprendería que no const it uyeran la base para una nueva reclasificación de los hom ínidos del Hadar. Y espero que se acabará acept ando que varias especies hom ínidas ocuparon la región del Hadar hace unos t res m illones de años, al igual que ocuparon la región del lago Turkana un m illón de años m ás t arde, t al y com o m uest ra la evidencia disponible. Uno de los aspect os que se han evidenciado a raíz de est e debat e, y sobre el que t odos los ant ropólogos parecen est ar de acuerdo, es que en la especie hom ínida prim it iva — la de Aust ralopit hecus— los m achos doblaban en t am año a las hem bras. En Hom o
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erect us, al igual que en los m odernos hum anos, no hay m ucha diferencia ent re hom bres y m uj eres, t an sólo ent re un 10 por 100 y un 20 por 100. Es evident e que t uvo lugar un cam bio im port ant e ent re Aust ralopit hecus y Hom o, un cam bio que probablem ent e reflej e una m ut ación espect acular en la biología social hum ana. Respect o a la m enor diferencia en el t am año corporal ent re m achos y hem bras, Robert Foley, un ant ropólogo de la Universidad de Cam bridge, explica: «Norm alm ent e se asocia a una dism inución de la com pet encia ent re m achos, y posiblem ent e t am bién a un grado im port ant e de cooperación». Est o puede apreciarse en los chim pancés, donde los m achos suelen ser un 20 por 100 m ayores que la hem bras, sem ej ant e a los m odernos hum anos. «La sociabilidad que caract eriza al chim pancé es excepcional ent re los ot ros grandes prim at es; los m achos adult os suelen est ar em parent ados ent re sí, y cooperan asiduam ent e unos con ot ros para conseguir parej a y para defenderse cont ra ot ros grupos», dice Foley. El im port ant e giro que supone Hom o erect us en la hist oria hum ana viene m arcado por un aum ent o sust ancial del cerebro, una t ecnología avanzada, el uso del fuego, el desarrollo de la caza y la prim era m igración hom ínida fuera de África; en ot ras palabras, por m uchos de los aspect os m ás «hum anos» de nuest ra especie. A est a list a debe añadirse la aparición en Hom o erect us del dim orfism o en el t am año corporal t ípicam ent e hum ano. Pero ent onces ¿qué decir de Hom o habilis? ¿Ya se había com plet ado en est a especie la reducción del dim orfism o del t am año corporal? Para Tim Whit e, la respuest a era inequívoca: la reducción no había ni siquiera em pezado, «porque al considerarse a Hom o habilis com o un int erm edio evolut ivo ent re Aust ralopit hecus afarensis relat ivam ent e pequeño y el relat ivam ent e corpulent o Hom o erect us, t odo el m undo daba por hecho que habilis sería de t alla int erm edia. La gent e ha m irado la evolución hum ana a t ravés de las gafas del cam bio gradual. Bueno, el OH 62 ha desm ont ado esas gafas. El cam bio t uvo que ser, obviam ent e, repent ino, con una profunda m odificación de la form a corporal ent re habilis y erect us». ¿Es posible que, t al com o Don y Tim afirm aban, el dim orfism o sexual del t am año del cuerpo en Hom o habilis fuera t an ext rem o com o en afarensis, especie cuyos m achos doblan en corpulencia a las hem bras? ¿Y que la adopción del dim orfism o hum ano se produj era de golpe, con la aparición de Hom o erect us? No lo creo. La clave est á en los brazos. Un fact or clave en est e t em a lo const it uye la com paración del t am año del brazo superior ( el húm ero) con la longit ud del hueso de la pierna ( el fém ur) . Est a com paración reflej a el llam ado índice hum ero- fem oral, que en los m odernos hum anos es de un 70 por 100, es decir, que la longit ud del húm ero es sólo un 70 por 100 m enor que la longit ud del fém ur. Los brazos de los sim ios m odernos son m uchos m ás largos; el índice hum ero- fem oral de los chim pancés, por ej em plo, es del 100 por 100. El húm ero m ide lo m ism o que el fém ur. Quien haya visit ado un zoológico ha podido const at ar la diferencia ent re los hum anos y los chim pancés al respect o; sus brazos cuelgan por debaj o de sus rodillas. ¿Y los prim eros hum anos? En Lucy, el índice es del 85 por 100, en algún punt o ent re los hum anos y los chim pancés. Y ahora veam os el nuevo fósil de Don, el OH 62. «Est im am os que la longit ud del húm ero de OH 62 es de 264 m m », rezaba el art ículo de Nat ure. Est o supone 27 m m m ás largo que el de Lucy, y Lucy fue un anim al m ás alt o que OH 62. Por consiguient e, escribían Don y sus colegas, OH 62 t iene un «índice hum ero- fem oral próxim o al 95 por 100». Est a cifra coloca a OH 62 m ás cerca de los chim pancés que de Lucy, lo que m e parece sum am ent e ext raño. Tam bién habría
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t enido que sorprender a Don y a sus colegas. «Se han m et ido en un em brollo int elect ual —m e dij o Alan cuando volvíam os al m useo—. Si t ienen un esquem a evolut ivo que va desde afarensis a habilis y de ahí a erect us, ent onces el t am año de las ext rem idades evoluciona desde lo m enos sim iesco, el afarensis de hace unos t res m illones de años, hast a lo m ás sim iesco, el OH 62, hace unos 1,8 m illones de años, para luego ret roceder de nuevo a form as m enos sim iescas, el erect us de hace 1,6 m illones de años.» A m í m e parecía m ás un aguj ero evolut ivo que un em brollo int elect ual. «No es m uy probable», dij e. «No es nada probable — cont est ó Alan—. Vam os, echem os un vist azo a algunos huesos.» Los hom ínidos fósiles se guardan en una bóveda de seguridad en un rincón del nuevo edificio del m useo. Hay m esas acolchadas donde poder exponer los frágiles fósiles sin m iedo a rom perlos. Decidim os cent rarnos en un fósil concret o, el 3735, un esquelet o parcial de 1,9 m illones de años, cuya prim era pieza se encont ró en 1975. No es un fósil m uy bonit o, pero servía perfect am ent e a nuest ros propósit os, es decir, com pararlo con el OH 62. Había part es del cráneo, un fragm ent o del om óplat o, la clavícula, algunos huesos del brazo, de la m ano, part e del sacro, y huesos de la pierna. Decidim os rápidam ent e que sí, que haríam os los m ism os cálculos que Don y sus colegas habían realizado con el OH 62. La prim era evidencia respect o de 3735 fue que se t rat aba de una criat ura de const it ución robust a en la part e superior del cuerpo, sobre t odo en t orno a sus hom bros y brazos. Pero la observación m ás im port ant e fue const at ar que sus brazos eran m uy largos, com o OH 62. Así pues, unas proporciones igualm ent e sim iescas en un cuerpo pequeño. ¿Est ábam os ant e el esquelet o parcial de un m iem bro de la pequeña especie del t ipo 1813? El hecho de que, en nuest ra opinión, el cráneo de 3735 fuera pequeño, com o el de 1813, nos hizo pensar que así era. Sospecham os que OH 62 t am bién pudo t ener un cráneo pequeño, com o 1813. Parecía que nuest ras ideas de m ediados de los set ent a habían sido correct as: hace unos dos m illones de años, en el periodo inm ediat am ent e pre- erect us, hubo dos especies hom ínidas no robust as, una grande, com o 1470, efect ivam ent e Hom o habilis; y ot ra pequeña, com o 1813 ( y OH 62) , con proporciones corporales sorprendent em ent e sim iescas y un cerebro pequeño. Pero necesit ábam os alguna indicación del t am año del cuerpo del Hom o habilis «real», es decir, del 1470, para nuest ros fines. La obt uvim os a part ir de ot ros dos especim enes fósiles de nuest ra colección, unos huesos de la pierna y part e de la pelvis. Am bos pert enecían evident em ent e a individuos corpulent os, com o 1470. El m odelo se est aba com plet ando de form a m uy sat isfact oria. El est udio de algunos de nuest ros propios fósiles, est im ulado por las afirm aciones de Don acerca del OH 62, había ayudado a clarificar ciert as cosas. Ahora est ábam os convencidos de que la evidencia apunt aba hacia t res especies dist int as —t res ram as— en el periodo pre- erect us inm ediat o: la especie robust a de Aust ralopit hecus, la de Hom o habilis, y una t ercera especie con piernas y brazos de proporciones sim iescas. Est e m ism o m odelo podía quizás rem ont arse hast a hace t res m illones de años, t al vez m ás. «Sat isfact orio, m uy sat isfact orio», dij o Alan sonriendo cuando llegam os al final de nuest ro análisis. Yo coincidí con él. «Sí, vayam os a t om ar una cerveza.» Así pues, ¿cóm o quedaba ahora el m odelo global de la hist oria hum ana? Suponem os que el árbol hum ano arraigó hace 7,5 m illones de años, pero no hay evidencia fósil ent re ese m om ent o y hace 4 m illones de años. Cuant o podem os decir es que una única
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especie de sim io bípedo est ableció la fam ilia e inició probablem ent e una radiación adapt at iva. Podem os adivinar que los sim ios bípedos en aquella época subsist ieron a base de diet as t ípicam ent e sim iescas, pero que abarcaron áreas m ás vast as de pradera, lej os ya de la j ungla y de la sabana. Hace unos 3 m illones de años los dient es de nuest ros sim ios bípedos eran m enos sim iescos, así que es probable que se hubiera iniciado ya un cam bio diet ét ico, aunque t odavía basado fundam ent alm ent e en alim ent os veget ales. La cant idad exact a de ram ificaciones exist ent es en el árbol genealógico en esa época es t odavía m at eria de debat e: yo diría que com o m ínim o dos. Un m illón de años m ás t arde el árbol present aba ya cam bios visibles, con t res o cuat ro ram as m ás. Algunos sim ios bípedos se convirt ieron poco a poco en herbívoros especializados, con cerebros m ás pequeños y prem olares m ás grandes; ot ros devinieron om nívoros, de gran cerebro y dient es m ás pequeños. Y con algunas form as int erm edias ent re unos y ot ros. Hace unos 1,7 m illones de años —cuando aparece Hom o erect us—, la adapt ación cerebral ( m ayor capacidad) y dent al ( m enor t am año) em pezó a ser predom inant e; llegaría a haber un único nicho ecológico ocupado por un sim io bípedo. Nosot ros fuim os sus ocupant es. Una iniciación, una germ inación, y un aj ust e: así es el m odelo del árbol hum ano. Ahora se nos aparece m ás com plej o que hace una década. La llegada del Cráneo Negro haría t odavía m ás com plej o el m odelo. Ca pít u lo VI I EL CRÁN EO N EGRO «Est a cosa vuela com o un hipopót am o —grit é a Alan cuando el Cessna superó finalm ent e la crest a del valle del Rift , a unos 45 Km . al nort e de Nairobi—. Tal vez no hubiéram os t enido que regresar a por carne.» Lo que, según Alan, nos hubiera hecho enorm em ent e im populares. Tenía razón. Kam oya y su equipo habían acam pado durant e dos sem anas en la orilla occident al del lago Turkana, rem oviendo 15 t oneladas de t ierra, y preparando el t erreno para nuest ra segunda cam paña en el Nariokot om e. Necesit aban los sum inist ros am ont onados por t odos los rincones posibles del aeroplano, y pesaban t ant o que el pobre aparat o volaba —cosa poco corrient e y un t ant o incóm oda— con el m orro ligeram ent e levant ado. El peso t am bién am inoraba la velocidad a t ravés del aire. Y llegam os con una hora de ret raso, porque habíam os t enido que hacer un viaj e adicional para recoger la carne olvidada. No, no hubiéram os podido despegar sin ella. Est ábam os a principios de agost o de 1985, sólo un año después del final de una cam paña de excavación de ensueño: el j oven t urkana, un esquelet o práct icam ent e com plet o. «¿Qué posibilidades t enem os con las m anos y los pies, Walt er?», pregunt é. «Bueno, para averiguarlo vam os a t ener que rem over m ont ones de basura», cont est ó. Alan nunca da pie a una pregunt a ret órica, y est a era una, sin duda alguna. Nadie podía saber si encont raríam os las m anos y los pies, m ás algunos huesos del brazo, y evident em ent e los dient es. Esos eran nuest ros obj et ivos. A m edida que pasaban las sem anas, el t rabaj o de excavación parecía m ás t órrido y m ás polvorient o que el año ant erior, sin duda a causa de la ingent e cant idad de t erreno que habíam os rem ovido para excavar una gran área de t ierra desnuda. Y, t al com o nos t em íam os, el yacim ient o era práct icam ent e est éril: un hueso de brazo, part e de una cost illa, poco m ás. «No m e im agino ot ra cam paña en est e horrible aguj ero»,
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escribiría Alan en su diario. Para m í, un día t ranquilo de excavación, aun inút il, suponía un anhelado respiro lej os de las t ribulaciones y de las t areas del m useo de Nairobi. Pero, un día t ras ot ro, la falt a de frut os puede acabar con cualquiera. Llevábam os casi un m es de cam paña infruct uosa cuando —el 29 de agost o— nuest ro art ículo en Nat ure sobre el j oven t urkana apareció publicado en Londres. Pero olvidam os com plet am ent e celebrar el event o, dado que los acont ecim ient os de aquel día se convert irían en una confirm ación m ás de lo im predecible de nuest ra especialidad. En aquellos m om ent os yo había regresado a Nairobi para asunt os relacionados con el m useo. «Era un día t ípico de un docum ent al de t elevisión de la Nat ional Geographic, t órrido y sin una sola nube en el cielo azul —anot ó Pat Shipm an m ás t arde, en un art ículo en la revist a Discover —. Sent ados en una lom a, podía im aginarm e el paisaj e panorám ico capt ado por una cám ara en una t om a que abarcaba kilóm et ros y kilóm et ros de t ierras yerm as, sin árboles, seguido de un zoom enfocando a los cient íficos [ nosot ros] absorbidos en nuest ro t rabaj o y quem ados por el sol». La descripción de Alan, escrit a en su diario aquella noche, sería m ás lacónica: «Un día loco». El día em pezó con una post ergación del t rabaj o en el cort e m ient ras el equipo rem ovía m ás t ierras en la colina de la sección norest e. Alan decidió que era un buen m om ent o para t rabaj ar en el cráneo de un m agnífico hipopót am o cerca del cam pam ent o de John Harris, a unos 30 Km . al sur del Nariokot om e y 3 Km . al nort e rem ont ando el río Lom ekwi. Pat se unió a m í, m ient ras Meave, Mwongella y David cont inuaron excavando el esquelet o de un carnívoro, no m uy lej os. «El cráneo del hipopót am o yacía en arena m uy fina, lo que facilit aba la excavación —recuerda Alan—. A la hora de com er ya lo habíam os puest o en una especie de pedest al y lo em badurnam os de bedacryl enseguida», rut ina habit ual en la excavación de fósiles. Cavam os y despej am os la t ierra alrededor del fósil, dej ándolo t ot alm ent e expuest o, a excepción de la lengua de t ierra donde descansaba. En los fósiles delicados, que se fragm ent an fácilm ent e una vez excavados, aplicam os bedacryl para endurecerlos. Cuando la pega ha hecho su t rabaj o, puede hacerse una prot ección de yeso alrededor del fósil, cort ar el soport e, y levant ar t odo el conj unt o del suelo. El cráneo del hipopót am o necesit aba una segunda capa de bedacryl, t area que dej am os para después de com er. «John volvió con nosot ros después de com er —explica Alan—, porque quería m ost rarle el húm ero de prim at e que Kam oya había encont rado la sem ana ant erior. Pat em pezó a t rabaj ar de nuevo en el cráneo, y John y yo fuim os a ver el húm ero. Buscam os en t res punt os, pero yo no podía recordar exact am ent e dónde est aba, así que John dij o que se volvía andando al cam pam ent o y dej aba el Land Rover con nosot ros.» Si hubiera sido Alan el prim ero en descubrir el prim at e fósil, no hay duda de que hubiera recordado el lugar exact o. La m em oria espacial en la búsqueda de fósiles funciona así, sobre t odo en est e t ipo de suelo, que para el oj o no fam iliarizado puede present ar una hom ogeneidad decepcionant e. Pero Alan sólo recordaba el lugar por habérselo m ost rado Kam oya, así que su m em oria no lo había ret enido. «De regreso adonde est aba Pat , vi ot ro lugar m uy parecido, así que m e desvié del cam ino para ver, pero t am poco era allí —cuent a Alan—. Decidí abandonar, pensando que m ás hubiera valido volver a pregunt ar a Kam oya. Cuando cam inaba por un salient e vi un fragm ent o de fósil de color oscuro próxim o a un pequeño m ont ón de piedras.» Siem pre que un m iem bro de la Banda Hom ínida encuent ra un fósil pot encialm ent e int eresant e, m arca el lugar m ediant e un pequeño m ont ón de piedras, para verificarlo m ás t arde con John, Alan y yo m ism o. Por lo que Alan sabía, nadie
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había verificado ese lugar. Lo recogió y vio que era part e de una m andíbula superior con enorm es cavidades dent ales, t an enorm es que por un m om ent o creyó que se t rat aba de algún t ipo de bóvido. «Luego vi ot ra pieza, procedent e de la frent e del cráneo, y pensé que era un gran m ono. Pero ent onces le di la vuelt a y vi un nasión front al de ¡un hom ínido! » Porque los m onos del Viej o Mundo no t ienen est e sist em a de cavidades en el hueso de encim a de la nariz, pero los hum anos sí. Alan volvió a colocar los fósiles donde los había encont rado y se dirigió rápidam ent e al lugar donde Pat est aba t rabaj ando con el hipopót am o, a unos cien m et ros de dist ancia. Y con un t ono despreocupado dij o: «Cuando t erm ines con el bedacryl, t e m ost raré un hom ínido». «Muy bien. ¿Qué part e?», pregunt ó ella, creyendo que John le m ost raría un fragm ent o, un dient e o un pedazo de m andíbula. «El cráneo», fue la lacónica respuest a. A Alan le gust a j ugar al inglés im pert urbable, pero la excit ación que se apoderó de t odos durant e la m edia hora siguient e consiguió arrancarle una am plia sonrisa. Acom pañó a Pat hast a el fósil, y luego fue a buscar a Pet er Nzube y al equipo. Aila fue en busca de John y de Meave, y pront o t odos est aban arrodillados escrut ando con cuidado el suelo alrededor del pequeño m ont ón de piedras. Se encont raron m ás piezas del fósil oscuro, t odos fragm ent os del cráneo, t odos m uy int eresant es. «Si t e enseño un cráneo de hom ínido de t res m illones de años, ¿m e t raerás una cerveza?», pregunt ó Alan a Kam oya cuando, polvorient os y cont ent os, los cazadores de fósiles regresaron m ás t arde al cam pam ent o del Nariokot om e. Kam oya había est ado t rabaj ando t odo el día en el yacim ient o del j oven t urkana y no conocía el nuevo descubrim ient o. Fue a buscar un par de cervezas, pensando que Alan est aba brom eando. Ent onces Alan le dio a Kam oya la bolsa y la abrió con cuidado. Kam oya se dio cuent a enseguida de que Alan est aba brom eando, pero de una m anera diferent e. «Fíj at e en la envergadura de las cavidades dent ales —fue t odo lo que Kam oya pudo decir al ver la m andíbula superior—. Míralas». Eran grandes com o nadie recordaba haber vist o nunca en un hom ínido. Al parecer, habíam os dado con un sim io bípedo de pequeño cerebro y grandes prem olares, de al m enos 2,5 m illones de años de ant igüedad. «Se t rat a claram ent e de uno de los prim eros robust us», escribió Alan en su diario aquella noche. Un com ent ario un t ant o lacónico, si pensam os que est aba llam ado a convert irse en uno de los especim enes m ás int eresant es e im port ant es descubiert os en la últ im a década. Nos iba a obligar a est udiar de nuevo —y a revisar una vez m ás— el m odelo de la hist oria de la evolución. La llam ada por radio m e llegó a la m añana siguient e, a t ravés de una onda m uy deficient e, así que apenas pude oír lo que Kam oya m e decía o, m ej or dicho, m e grit aba. Pero logré ent ender lo m ás im port ant e y rápidam ent e decidí que algunas de las reuniones que m e habían obligado a volver a Nairobi no eran t an im port ant es com o t odo eso. Si lo que acababa de oír a t ravés de la llam ada de Kam oya dem ost raba ser ciert o, m e daba cuent a de que el fósil de Alan iba a provocar polém ica. Cancelé reuniones, reorganicé m i agenda, y volé hacia el Nariokot om e al día siguient e, sábado. Dado que las circunst ancias habían convert ido el día ant erior en una j ornada m uy agit ada, no había t enido dem asiado t iem po para pensar en el nuevo hom ínido. Pero durant e el vuelo cam ino del lago, con las t areas del m useo ya a m uchos kilóm et ros de dist ancia, em pecé a m edit ar acerca de las im plicaciones del fósil. Com o Alan com ent aría m ás t arde a un periodist a, «es m uy divert ido, porque rem ueve cosas
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j ust o cuando la gent e em pezaba a sent irse sat isfecha de sí m ism a». Aunque las opiniones difieren respect o al m odelo del árbol hum ano, en aquel m om ent o exist ía una práct ica unanim idad acerca de la hist oria de los aust ralopit ecinos robust os, t ant o respect o de Aust ralopit hecus robust us com o de Aust ralopit hecus boisei. Am bos son versiones ext rem as del hom ínido de pequeño cerebro y grandes dient es, siendo boisei el m ás ext rem o de los dos. Las poblaciones de robust us vivieron en Sudáfrica, m ient ras que boisei fue un anim al del África orient al. La variación geográfica era la explicación habit ual que solía avanzarse para dar cuent a de las diferencias anat óm icas ent re am bos. En realidad, casi t odos los árboles genealógicos relat ivos a los hom ínidos incluían una clara progresión: de africanus a robust us y de ést e a boisei, una t endencia evolut iva a t ravés del t iem po, m arcada por el aum ent o progresivo del t am año de los m axilares. El nuevo fósil de Alan t rast ocaba ese esquem a. Si la anat om ía hiper- robust a ya est aba present e desde el com ienzo, hace por lo m enos 2,5 m illones de años, ent onces t ales rasgos no podían ser el product o final de la evolución africanus- robust us- boisei. ¿Hubo dos linaj es de est e t ipo de aust ralopit ecino robust o, con uno de ellos evolucionando hacia robust us, y el ot ro hacia boisei Est a posibilidad suponía un árbol genealógico hum ano m ucho m ás ram ificado, y un m odelo evolut ivo m ucho m ás com plej o. ¿A qué especie pert enecía el hom ínido de Alan? ¿Exist ía ya boisei hace 2,5 m illones de años, o el fósil corresponde a una especie precursora? En t odo est o est aba yo pensando aquella m añana m ient ras volaba hacia el lago Turkana, verificando m ent alm ent e los hit os fam iliares, cont ent o de volver y de ver por m í m ism o lo que habían descubiert o. Cuando llegué al Nariokot om e, Alan sonreía sat isfecho, por él y por m í. Ya había com enzado a pegar m uchos de los fragm ent os del cráneo. «¿Te gust a?», m e pregunt ó, com o si se t rat ara de un regalo. «¿Si m e gust a? Es fant ást ico, fascinant e. Espera a que lo vean», dij e, ant icipando la reacción de m is colegas. Est ábam os en la t ienda cent ral, al abrigo del sol m at ut ino. Cogí con cuidado el cráneo parcialm ent e reconst ruido, em ocionado de poder t ocar un hallazgo t an especial. Sí, era un individuo enorm em ent e robust o; no cabía duda de que el árbol genealógico t endría que reconst ruirse. «El nuevo cráneo va a obligar a m uchos a cam biar de opinión —anot é luego en m i diario—. Est oy convencido de que los t res hom ínidos de 2 m illones de años de edad podrán llegar a rem ont arse hast a m ás allá de los 3 m illones de años. Es posible que pueda dem ost rarse asim ism o que el esquem a Johanson- Whit e es erróneo. Verem os. Será int eresant e para algunos.» Durant e la sem ana siguient e t rabaj am os diariam ent e en el yacim ient o del hom ínido de Alan, y cada día recuperábam os piezas. Era evident e que íbam os a conseguir reconst ruir un cráneo casi com plet o —el Cráneo Negro, com o se le conocería m ás t arde. Las sales de m anganeso que habían penet rado en el hueso durant e el proceso de fosilización habían producido un color negro- bronce, m uy bello. Al t ercer día Pat encont ró un gran fragm ent o de la bóveda del cráneo, m ás bien de su part e post erior. Present aba una enorm e crest a sagit al, la carina ósea que va desde la frent e hast a la part e post erior del cráneo y que hace las veces de colchón del gran m úsculo que art icula la m andíbula. Era la crest a sagit al m ás grande que j am ás había vist o en un hom ínido. Muy im presionant e. De regreso al cam pam ent o, Alan pudo ensam blar rápidam ent e las nuevas piezas. El cráneo no present aba problem a alguno, pero la cara era singular, no se parecía a nada de lo que habíam os vist o hast a ent onces. Ni Alan ni Meave —los m agos del rom pecabezas paleont ológico— fueron capaces de ensam blar los fragm ent os de la cara
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con el cráneo. Muy ext raño. Tant o, que Alan anot ó en su diario: «El cráneo no pert enece a ninguna de las especies robust as conocidas, y lo llam arem os Aust ralopit hecus kam oyensis en honor de Mack [ Kam oya] ». El problem a eran las órbit as, las cavidades de los oj os. «Algunos fragm ent os de hueso claram ent e at ribuibles a la cara present aban una ligera curva —recuerda Alan—. No conseguía casarlos. Tam poco Meave. Nadie. Casi m e convencí de que no pert enecían al cráneo, aunque sabía que sí, porque no encont ram os nada m ás en el yacim ient o. Result a que el m argen orbit al lat eral no t enía apenas ángulo.» Si t e colocas el dedo índice en la sien y lo m ueves hacia el oj o, not as claram ent e un ángulo óseo al llegar al oj o. Es el ángulo lat eral de la órbit a. Los gorilas no present an est a prot uberancia angular, t an sólo una suave curva ósea. Est a paut a —aunque m enos m arcada— aparece en algunos de los aust ralopit ecinos robust os de Sudáfrica, pero nunca se había encont rado en el África orient al. Hacía m ucho t iem po que no había vist o a Alan perplej o ant e una reconst rucción paleont ológica. «No t e preocupes, Walker —le dij e—, sigue int ent ándolo. Lo conseguirás.» Luego regresé a Nairobi j unt o con Meave, Sam ira y Louise. Dos días después lo había conseguido. «Tuve que recurrir a las m inúsculas esquirlas de hueso que se habían desprendido de los lat erales de la m andíbula —m e dij o Alan—. Em pecé a pegarlas, luego lo dej é a un lado y de repent e capt é el esquem a. Todas las piezas est aban allí, aunque rot as en m inúsculos fragm ent os.» Con est e avance, y la cara ensam blada cóm odam ent e al cráneo, el Cráneo Negro parecía ahora m ucho m enos ext raño, a pesar de la suavidad del lat eral ext erior de las órbit as. Sin em bargo, aquella ext raordinaria criat ura dem ost raba que nuest ras t eorías habían sido dem asiado sim ples. «Nadie habría podido predecir est a com binación de rasgos —afirm ó m ás t arde Henry McHenry al ver el cráneo—. Trast orna m uchas de nuest ras ideas acerca de la secuencia de los cam bios evolut ivos de la cabeza y acerca de quién est á em parent ado con quién.» La inesperada com binación de rasgos m encionada por Henry era la siguient e: la cavidad craneana era m uy prim it iva, t ant o en su form a com o en la disposición de las crest as, ent re ellas la crest a sagit al. Est e t ipo de disposición aparece en afarensis y en los sim ios africanos, pero no en hom ínidos post eriores. El cerebro era t am bién m uy pequeño, de 410 cent ím et ros cúbicos, uno de los m ás pequeños ent re t odos los hom ínidos conocidos. Y t am bién est aban aquellos enorm es prem olares. Todos est os rasgos t ípicos o próxim os a boisei son alt am ent e «derivados», es decir, que han experim ent ado un gran proceso evolut ivo desde el m odelo ancest ral básico. Son el product o final del linaj e de los aust ralopit ecinos robust os, ausent e en sus orígenes. Por lo t ant o, la inesperada com binación de rasgos en el Cráneo Negro era una m ezcla de lo m uy prim it ivo con lo m uy evolucionado. El problem a era cóm o llam arlo. ¿A qué especie pert enecía? Cuando volví al Nariokot om e para la últ im a visit a de la t em porada, el 13 de sept iem bre, Alan y yo sabíam os que íbam os a t ener que afront ar el t em a. En aquellos m om ent os el rit m o de la excavación ya perdía int ensidad. «Hay dos opciones», dij o Alan cuando ya no fue posible seguir eludiendo el problem a. Ya era de noche; est ábam os sent ados a la m esa de la t ienda cent ral. El color bronce del Cráneo Negro parecía aún m ás m anifiest o allí en la m esa, ent re Alan y yo, reflej ando la luz est rident e de la siseant e lám para de pet róleo. «O lo llam am os boisei, en cuyo caso t odos nos llam arán cobardes, o decim os que se t rat a de una nueva especie, en cuyo caso ahí fuera ya hay un nom bre para él.» Para ent onces nuest ro ent usiasm o inicial acerca de
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la posibilidad de una nueva especie ya había m enguado considerablem ent e; no hablábam os dem asiado en serio cuando le dim os el nom bre de Aust ralopit ecus kam oyensis, pero reflej aba nuest ras inclinaciones durant e aquellas sem anas. «Creo que debem os ser conservadores —cont est é—. Hagam os lo que hagam os, se nos crit icará.» Sabíam os que si decíam os que el Cráneo Negro era un Aust ralopit hecus boisei, est aríam os hinchando el concept o de lo que era boisei. Ciert o, el Cráneo Negro poseía una cara boisei clásica en m uchos aspect os, pero era m ás prom inent e que en individuos m ás t ardíos, y t enía aquellas ext rañas órbit as. Tam bién est aba el t em a del cerebro prim it ivo. Nos enfrent ábam os al clásico problem a de int ent ar dividir un linaj e en el t iem po. En palabras de Alan: «Si t ienes un proceso de evolución gradual en m archa, que em pieza con algo parecido al Cráneo Negro y acaba con el últ im o boisei, ¿dónde t razas la línea divisoria y dices que una especie se ha convenido en ot ra?». Los biólogos evolut ivos han dado m uchas vuelt as a est e problem a durant e m ucho t iem po, sin llegar a ninguna solución sat isfact oria. Cronoespecie es la palabra que se ut iliza para denot ar diferent es segm ent os de un linaj e en evolución que se divide arbit rariam ent e en el t iem po. No m e int eresa el concept o, porque oscurece los int eresant es cam bios biológicos, la evolución gradual de part es de la anat om ía. Y los cam bios ocurren por alguna razón; son una respuest a a las presiones de la selección nat ural. En el caso del linaj e Cráneo Negro- boisei, los cam bios en el t iem po incluyeron un aum ent o del t am año del cerebro y de la form a de la part e post erior de la cavidad craneana, una cara cada vez m enos prom inent e, y una base craneana m ás curva. Probablem ent e m uchos de est os cam bios fueron part e de un acervo funcional único, m uchos det alles dist int os de la anat om ía que evolucionaron concert ada y conj unt am ent e. La explicación m ás probable es un refinam ient o del aparat o m axilar. Cuando la cara se acort ó, los dient es se acercaron a la art iculación de la m andíbula, que a su vez increm ent ó la eficacia m ast icadora. Est a m ism a secuencia de cam bios t am bién t uvo lugar en el linaj e de africanusrobust us y en el linaj e de Hom o habilis- erect us. En cada caso, la eficacia m ast icadora se vio aum ent ada por el acort am ient o de la cara. Fred Grine, de la Universidad Est at al de Nueva York, dij o: «Es la convergencia funcional m ás increíble que he vist o». Cuando ves el m ism o acervo evolut ivo desarrollándose independient em ent e en t res linaj es dist int os, sabes que algo m uy pot ent e est á ocurriendo. No puede decirse qué fue exact am ent e, porque en los dos linaj es aust ralopit ecinos los cam bios se vieron acom pañados por un aum ent o del t am año de los prem olares; en el linaj e Hom o, el t am año de los prem olares fue dism inuyendo. Cuando Frank Brown fij ó finalm ent e la edad del fósil, avanzó una cifra exact a: unos 2,50 ± 0,07 m illones de años. Ocurre que 2,5 m illones encaj a perfect am ent e con un período que un grupo de geólogos y paleont ólogos han ident ificado com o de grandes cam bios clim át icos, de un enfriam ient o global. La form a m oderna de la Ant árt ida quedó est ablecida ent onces, y se form ó el casquet e glaciar árt ico. En sí m ism o, puede que no signifique m ucho. Pero com o ha dem ost rado Elisabet h Vrba de la Universidad de Yale, 2,5 m illones de años at rás represent a t am bién un m om ent o de gran act ividad evolut iva ent re los ant ílopes africanos, un grupo cuyo ext enso regist ro fósil ha est udiado en det alle. «El cam bio clim át ico, al cam biar la cort eza veget al y la dist ribución dem ográfica, puede
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accionar la evolución», dice. ¿Es posible que el linaj e Cráneo Negro- boisei debiera su origen al m ism o t ipo de influencias m edioam bient ales que posibilit aron la aparición de nuevas especies ent re los ant ílopes? Y exist e una t ent adora evidencia fósil de que el linaj e Hom o t am bién se originó allí. Es pura especulación, claro, pero est os son el t ipo de fenóm enos que m e int eresan en la prehist oria hum ana, est as incursiones en la biología de nuest ra especie, y no los nom bres que dam os a las cosas. Pero, por desgracia, no t enem os m ás rem edio que hacerlo. «Sí, adelant e con boisei —dij e a Alan—. Ofrece la flexibilidad suficient e para pensar en la variabilidad en el linaj e a t ravés del t iem po.» Tam bién acordam os que, en el art ículo que íbam os a publicar, reconoceríam os al m enos la posibilidad de una nueva especie. Est udiam os cuidadosam ent e la siguient e afirm ación: «Si bien fut uros hallazgos pueden dem ost rar que el KNM- WT 17000 [ el núm ero de acceso al Cráneo Negro] ent ra dent ro de la gam a de variación de A. boisei, t am bién es posible que las diferencias se dem uest ren suficient es para avalar una dist inción específica». Es decir, si, con suert e, pudiéram os encont rar algunos especim enes m ás de la m ism a edad que el Cráneo Negro y con exact am ent e la m ism a com binación de rasgos, ent onces t endríam os elem ent os suficient es para decir que aquí exist ió efect ivam ent e una nueva especie preboisei. Pero si los cont em poráneos hiper- robust os del Cráneo Negro result aban anat óm icam ent e variables —algunos com o el boisei clásico, ot ros com o el Cráneo Negro, y unos t erceros a m it ad de cam ino ent re am bos—, ent onces los argum ent os a favor de dividir el linaj e en diferent es especies se verían m uy debilit ados. Decidim os que lo m ej or era esperar y ver cóm o se desarrollaban los acont ecim ient os. «A Fred Grine no le gust ará dem asiado», predij o Alan. Y en efect o, no le gust ó. «Considerando sus diferencias respect o de ot ros especim enes conocidos, si est o no es una nueva especie, la ident ificación de t oda nueva especie est á en peligro», com ent aría a un periodist a de Science News. Fred no era el único en exigirnos m ayor coraj e. Seis m eses después del final de la cam paña, Alan part icipó en una reunión cient ífica en San Francisco y se llevó un m olde del Cráneo Negro. «Obviam ent e despert ó m ucho int erés», recuerda Alan, pero m uchos le insist ieron: «Si no le dais el nom bre de una nueva especie, ot ro lo hará en vuest ro lugar». Est o ocurría en abril, cuat ro m eses ant es de que nuest ra act it ud conservadora apareciera reflej ada en un art ículo de Nat ure. Y sí, alguien acabó por darle el nom bre de una nueva especie: Aust ralopit hecus walkeri, «en honor a su descubridor», decía el creador del nom bre, Walt er Ferguson, un especialist a de la Universidad de Tel Aviv. «Vaya qué ironía —dij o Alan—. Ferguson siem pre hace cosas así. Si el Cráneo Negro es realm ent e una nueva especie, ent onces t iene que llam arse Aust ralopit hecus aet hiopicus», que es lo que habíam os propuest o en nuest ro art ículo de Nat ure. El nom bre de aet hiopicus ha est ado en el aire durant e casi veint e años, y para m í es una ironía int eresant e. Se rem ont a a la expedición conj unt a franco- nort eam ericanakeniat a de 1967 al curso inferior del río Orno, en Et iopía; la expedición de la que m e desvinculé para incorporarm e al proyect o de Koobi Fora. Durant e la expedición al río Orno, el equipo francés encont ró una m andíbula inferior de un hom ínido, pero t ot alm ent e deshecha, sin dient es. No m ucho para fundam ent ar una nueva especie, pero sus descubridores no t enían dem asiadas opciones, porque no exist ía ningún paralelo o pieza sim ilar pert enecient e a aquel período de hace 2,6 m illones de años. Cam ille Aram bourg e Yves Coppens le dieron el nom bre de aet hiopicus, asociado al género llam ado Paraust ralopilhecus ( próxim o a Aust ralopit hecus) , dada la incert idum bre que exist ía en aquella época sobre si era o no un Aust ralopit hecus.
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Est a pequeña m andíbula es un buen ej em plo de los problem as que hay que afront ar a la hora de int ent ar ident ificar unívocam ent e especies en el regist ro fósil, sobre t odo cuando los especim enes son fragm ent arios. Por ej em plo, algunos especialist as em inent es, incluidos Johanson y Whit e, dicen desde ent onces que no, que no es una nueva especie; es sim plem ent e un africanus et íope. Ot ras em inencias han dicho que no, que est o t am poco es correct o, que se t rat a de un boisei. La pequeña m andíbula francesa ha experim ent ado, pues, algo así com o una crisis de ident idad en los últ im os
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años. Pero, gracias a las reglas bizant inas de la nom enclat ura zoológica, el Cráneo Negro puede erigirse en salvador del aet hiopicus. La m andíbula pert enece a un individuo m ucho m ás pequeño que el Cráneo Negro, así que result a difícil est ablecer una com paración direct a ent re am bos. En cualquier caso, apart e de la form a y el t am año en su conj unt o, y del t am año de los dient es, no hay com paración direct a posible. La época. Pero, por aquellos azares del dest ino, un par de días ant es del final de la cam paña del Cráneo Negro, Mwongella encont ró una m andíbula inferior de hom ínido en Kangat ukuseo, j ust o a unos t res kilóm et ros al surest e del yacim ient o del Cráneo Negro. La nueva m andíbula era m ás j oven que el Cráneo Negro, y de const it ución m aciza, robust a, com o cabría esperar de un individuo del t ipo Cráneo Negro. El elem ent o clave, sin em bargo, era que m ient ras la m andíbula era de un individuo m ás alt o que el espécim en aet hiopicus, y con una frent e m ás est recha, la paut a anat óm ica era esencialm ent e la m ism a. Est o, según opinión de Alan y m ía, podía proporcionar un eslabón ent re el Cráneo Negro y el nom bre ya exist ent e de una especie, aet hiopicus. Y las norm as dicen que si la anat om ía de un nuevo hallazgo encaj a con la de un fósil ya exist ent e, hay que ut ilizar el nom bre de la especie exist ent e. Así pues, si el Cráneo Negro no es un Aust ralopit hecus boisei, t iene que ser un Aust ralopit hecus aet hiopicus. Cuando hicim os público nuest ro descubrim ient o —est a vez no t eníam os escapat oria— aparecieron fot ografías del Cráneo Negro en los periódicos de t odo el m undo, algunas con Alan en un t raj e a rayas, algo poco habit ual en él. Y sí, ocurrió. Com o escribiría un periodist a del New York Tim es, «el asunt o hizo t am balear algunas viej as ram as del árbol genealógico del hom bre prim it ivo». En nuest ro art ículo para Nat ure habíam os dicho lo m ism o, aunque de m anera m ás form al: «I ndependient em ent e de la respuest a últ im a, est os nuevos especím enes sugieren que la filogenia de los prim eros hom ínidos t odavía no ha sido est ablecida de form a definit iva, y que result a m ucho m ás com plej a de lo que se ha afirm ado». Queríam os decir con ello que el m odelo de nuest ra hist oria evolut iva había generado ot ra ram ificación en el período sit uado ent re hace t res y dos m illones de años. A las t res ram as m encionadas ant eriorm ent e —la de Hom o habilis, la de Aust ralopit hecus robust us, y el t ipo 1813- OH 13— había que añadir una cuart a, el t ipo Cráneo Negroboisei. Nuest ro árbol de fam ilia se hacía algo m ás denso, y las expediciones al Turkana occident al habían desem peñado un papel prim ordial en ello. Me sent ía m uy sat isfecho. Pero no, nunca pudim os encont rar las m anos ni los pies del j oven t urkana. Te r ce r a pa r t e EN BUSCA D E LA H UM AN I D AD Ca pít u lo VI I I LOS ORÍ GEN ES H UM AN OS Siem pre he creído razonable im aginar la vida social de los prim eros hom ínidos com o análoga, en diversos aspect os est rict am ent e acot ados, a la vida social de los m andriles de la sabana. Los m andriles viven en bandas, algunas pequeñas, ot ras pueden alcanzar hast a cien individuos. En m i opinión, dado que los hom ínidos prim it ivos eran m ás corpulent os que los m andriles, el t am año de sus bandas t uvo que ser m enor. Pero su habit at habría sido el m ism o: un m osaico, con zonas boscosas abiert as, y algunas franj as de bosques, ofreciendo t oda una gam a de alim ent os veget ales: nueces, frut as, t ubérculos. Seguram ent e se alim ent aron de gusanos y de huevos de diversas aves,
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com o hoy hacen los m andriles. Y seguram ent e capt uraban ocasionalm ent e j óvenes ant ílopes y crías de m onos, al igual que los m andriles m odernos. No veo ninguna razón biológica para que, si una banda de Aust ralopit hecus adult os se cruzaba con una cría de ot ra especie aust ralopit ecina o incluso con crías de Hom o, no las cazara y se las com iera. Pero no hay evidencia de que la carne fuera un com ponent e im port ant e en la diet a de los prim eros hom ínidos o de los aust ralopit ecinos en general. Las m añanas de los aust ralopit ecinos habrían em pezado com o suelen em pezar las de los m andriles. La banda aust ralopit ecina se despiert a con la salida del sol, los individuos en los árboles o en sit ios alt os para dorm ir, relat ivam ent e a salvo de los depredadores noct urnos. Poco a poco ganan el suelo acom pañados de vocalizaciones y escaram uzas ocasionales, asunt os pendient es de las int eracciones sociales del día ant erior. Los pocos m achos adult os, sin parent esco ent re ellos, caut elosos com o de cost um bre, buscan com ida sin plan ni ilación y m iran con curiosidad el ent orno, t ant eando el nuevo día. Est os m achos, de com plexión y m usculat ura robust as, son m ucho m ás corpulent os que las hem bras de la banda, casi el doble. Uno de los m achos adult os, recién llegado a la banda, est á un poco al m argen, t odavía sin ser acept ado com plet am ent e por los m iem bros de la banda, en especial por los ot ros m achos adult os. Las hem bras adult as —herm anas, m edio herm anas con lazos fam iliares m ás dist ant es— son m ás num erosas que los m achos adult os. Com o es cost um bre por la m añana t em prano, est a banda de m adres m ás o m enos em parent adas ent re sí se ocupa de inspeccionar a sus crías, las m ás j óvenes ya em piezan a ocuparse de esa t area t an seria que es el j uego: correr, at rapar, pelear, a veces grit ar de m iedo cuando las t ravesuras parecen peligrosas. Una de las hem bras est á a punt o de parir y busca un lugar adecuado. Alert ado por las señales, uno de los grandes m achos la ha seguido durant e días, t al vez copulando con ella ocasionalm ent e, siem pre list o para ahuyent ar a ot ros m achos que t am bién int ent an copular. Una razón que explica la m ayor corpulencia de los m achos: luchan ent re sí por el acceso sexual a las hem bras, y la fuerza física es im port ant e. Las hem bras lo saben y favorecen a los m achos m ás corpulent os. Es part e de su biología, part e de su m edio evolut ivo. Una vez t ot alm ent e despiert os y cum plida la rut ina de la m añana, la banda em pieza a desplazarse hacia una zona arbolada que, en est a época del año, com ienza a dar frut os. Alert a frent e a la am enaza de ot ras bandas vecinas, nuest ra banda se abre cam ino lent am ent e hacia su obj et ivo del día. Cerca hay un curso de agua y árboles para resguardarse y descansar al m ediodía. Al at ardecer, cuando el día se desvanece, la banda habrá recorrido unos diez kilóm et ros, no en línea rect a, sino desviándose aquí y allá en busca de com ida, visit ando lugares conocidos que garant izan el alim ent o, y verificando ot ros para saber cuándo em pezarán a dar frut os. Cuando cae la noche, la banda se acom oda para descansar, est a vez en una zona de árboles- dorm it orio diferent e, una de t ant as de las que suelen visit ar a lo largo del año. A veces surgen peleas ruidosas, y luego a dorm ir. Han podido ver varias bandas aust ralopit ecinas vecinas durant e el día, lo que habrá provocado grit os de alarm a ent re ellos. Algunos m achos j óvenes ot organ un int erés especial a esos vecinos, porque cuando lleguen a la edad adult a t endrán que buscar ot ro hogar: los grandes m achos con los que han crecido y convivido hast a ahora los echarán de la banda. Por eso los j óvenes ven las bandas vecinas no sólo com o una fuent e de agresión posible, sino t am bién com o un pot encial fut uro hogar. Su t raslado será un m om ent o difícil para ellos.
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En est e esquem a, la diferencia principal ent re est e com port am ient o hom ínido y el que vem os en los act uales m andriles de la sabana es la form a de desplazam ient o de los hom ínidos: es bípeda, no cuadrúpeda. I m aginam os que t odo lo dem ás es sim ilar a cualquier gran prim at e que busca alim ent o, fundam ent alm ent e veget ariano, en cam po relat ivam ent e abiert o. Aquí, recordem os, est am os describiendo la vida de los prim eros hom ínidos y de t odos los aust ralopit ecinos post eriores. ¿En qué pudo cam biar t odo est o con la llegada del género Hom o? Desde lej os, una banda de Hom o habilis o de Hom o erect us prim it ivos se parece m ucho a una banda de cualquier especie aust ralopit ecina: unos veint e o t reint a individuos, m achos y hem bras, j óvenes y sexualm ent e adult os. Pero vist os de cerca, result aría pat ent e su cerebro de m ayor t am año, así com o una cara m enos prom inent e, y una const it ución m ás est ilizada, m ás hum ana. Pero lo m ás im port ant e en el cont ext o de la est ruct ura social y en el com port am ient o es el dim orfism o del t am año corporal. Los m achos ya no doblan en envergadura a las hem bras, com o ocurre con las especies aust ralopit ecinas: la diferencia ent re unos y ot ras es de un 20 por 100. Tam bién hay m ás m achos adult os en la banda Hom o en relación con las hem bras adult as. Y un det alle m ás sut il, pero que form a part e del m ism o rasgo biológico: hay m enos t ensión ent re los m achos adult os, m enos confront ación, m ás int eracción am ist osa, m ás cooperación. La razón subyacent e es que los m achos est án em parent ados ent re sí: herm anos, m edio herm anos, et cét era. Proceden de un t ronco genét ico com ún y t ienen buenas razones biológicas para t rabaj ar en obj et ivos com unes. Tal vez encont rem os a nuest ra prim it iva banda Hom o despert ando al nuevo día a cielo abiert o en árboles o lugares elevados, com o los aust ralopit ecinos. O quizás en t ierra firm e, prot egidos por un t osco abrigo, un círculo de piedras que sost iene una barrera de ram as. El t am año m edio de la banda es m enor que en los aust ralopit ecinos, ot ra indicación biológica de que algo im port ant e ha cam biado con la evolución de Hom o. Esa señal reaparece en la organización social y en el m odo de subsist encia. Com o t odos los grandes prim at es, los aust ralopit ecinos y Hom o habrían sido criat uras profundam ent e sociales. Los lazos fam iliares son fuert es, sobre t odo ent re las m adres y sus crías, y ent re herm anos y m edio herm anos. Pero t am bién se dan profundas am ist ades y alianzas, a veces ent re parej as m acho- hem bra, pero sobre t odo com o alianzas «polít icas» en la lucha const ant e por el poder y el est at us. Cuando los m achos Hom o alcanzan la m adurez, ya no se t rasladan fuera de su grupo, com o los m andriles y com o pudo ser en los aust ralopit ecinos, sino que perm anecen en su banda nat al, viviendo j unt o a sus herm anos y prim os, cooperando unos con ot ros. Ot ra diferencia im port ant e es que el t ej ido de la est ruct ura social es m ucho m ás denso, y no sólo porque los pequeños sean m ás dependient es y requieran m ás cuidado y prot ección que los hij os de los aust ralopit ecinos, sino porque part e de esa t ram a m ás rica radica en una infancia prolongada: parece que hay m ucho m ás que aprender. Y, sí, el t érm ino «vocalización» no hace j ust icia a lo que ahora oím os. Algo parecido a la verbalización sería m ás adecuado. El proceso del despert ar m at inal es por consiguient e m ás ruidoso que ent re los aust ralopit ecinos, y m ás com plej o. En lugar de una divagación dilat oria de los m iem bros de la banda hacia el obj et ivo del día, aquí vem os un grupo de hem bras adult as y algunos de los pequeños m ás vivos em prender cam ino en una dirección, y a t res o cuat ro m achos, sin j óvenes, encam inarse en ot ra dirección. Un pequeño grupo perm anece en la base, con algunos de los m ás pequeños. Las hem bras son m ás bulliciosas en sus quehaceres, los m achos m ás at ent os, y uno de ellos señala unos buit res que vuelan en círculo a pocos
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kilóm et ros de dist ancia. Las hem bras confían en volver cargadas de raíces y frut os nut rit ivos. Los m achos, si t ienen suert e, volverán con carne abundant e, que se repart irá ruidosam ent e ent re t odos los m iem bros de la banda. Podría seguir con la escena, pero a est as alt uras ya es evident e que con Hom o est am os ant e un anim al pot encialm ent e m uy diferent e de Aust ralopit hecus. La dirección de esa diferencia es el t ram polín evolut ivo en el que est uvim os en un principio, para ut ilizar una analogía a la luz de una m irada ret rospect iva. Los sim ios bípedos ya hacía m ucho t iem po que exist ían cuando apareció Hom o. La fam ilia hum ana apareció hace unos 7,5 m illones de años; Hom o evolucionó hace algo m enos de 2 m illones de años. Hubo un enorm e lapso evolut ivo ent re el origen de la prim era especie hom ínida y el origen de Hom o, un lapso de nada m enos que cinco m illones de años. Nos result a difícil m irar hacia at rás y com prender un lapso de cinco m illones de años del t iem po evolut ivo. Result a especialm ent e difícil cuando ese periodo aparece poblado de criat uras dot adas de caract eríst icas hum anas. Pero el lazo que nos une con est os prim eros hom ínidos, la asociación que sent im os con t ant a fuerza, es el desplazam ient o bípedo: el que cam inaran erguidos com o nosot ros los asem ej a a nosot ros. Es ciert o que los m odernos hum anos son, en un ciert o sent ido, sim ios bípedos, pero los prim eros hom ínidos fueron sólo sim ios bípedos, y nada m ás. Sólo con Hom o cam bió la ecuación evolut iva, y en una dirección espect acular. Los prim eros Hom o fueron incipient es cazadores y recolect ores, y ese m odo de vida m oldearía el cuerpo y la m ent e hum anos durant e m ás de dos m illones de años. Pero ¿cóm o saber que la ecuación cam bió con la aparición de Hom o? ¿Cuál es la variable que est am os buscando? Y m ás concret am ent e, desearíam os saber cuándo y dónde un grado de hum anidad em pezó a ilum inar a nuest ros ant epasados. ¿Est uvo present e desde el principio, y fue int ensificándose cada vez con m ayor fuerza? ¿O apareció ex novo, y t arde en la hist oria hum ana? ¿Qué podem os decir acerca de por qué ocurrió? ¿Y qué podem os decir acerca de la form a del árbol evolut ivo, del que som os la única ram a supervivient e? Creo que est am os em pezando a encont rar algunas respuest as. De una form a sorprendent e y grat ificant e, el j oven t urkana nos dio las claves. La hist oria em pieza con sus dient es. «Es una suert e para m í que el j oven t urkana m uriera com o m urió», dice Holly Sm it h, una ant ropóloga de la Universidad de Michigan y una especialist a en dient es de hom ínidos fósiles. Recordem os que el cuerpo del m uchacho parecía haber flot ado en aguas poco profundas durant e varias sem anas después de su m uert e, con lo que sus t ej idos se pudrieron y se desprendieron t odos los dient es de la m andíbula. Por lo t ant o, Alan pudo realizar m oldes m aravillosos de los dient es ant es de devolverlos a la m andíbula y de ensam blar el esquelet o. «Son m oldes m uy bellos —dice Holly—. He obt enido t oda la inform ación necesaria de las raíces y de las coronas.» Le pregunt é a Holly si iba a encargarse del est udio de los dient es del j oven t urkana, com o part e de un equipo crecient e de invest igadores que ayudaban en el análisis de est e t esoro evolut ivo t an ext raordinario. Yo est aba t an excit ado com o Holly por la excelent e calidad de la inform ación que iba a poder ext raer de los m oldes de Alan. Pero yo no podía predecir el grado de inform ación que podía ofrecer. Todos nosot ros recordam os lo que significaba perder un dient e de leche en nuest ra niñez —la esperanza de una m onedit a baj o la alm ohada— y el orgullo que se sient e
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cuando asom an los dient es definit ivos. Pero a m enos que haya una razón especial para int roducirnos en los det alles de la dent ición, pocos som os conscient es de que exist e una paut a concret a para la erupción de los dient es definit ivos: prim er m olar, prim er incisivo, segundo incisivo, prim er prem olar, canino, segundo prem olar, segundo m olar, t ercer m olar. Hay variaciones ent re unos individuos y ot ros, claro est á, pero en general la paut a es m uy precisa. Para los ant ropólogos result a t ant o o m ás im port ant e el hecho de que est a paut a sea com o un reloj , donde la m anecilla m ás im port ant e es la erupción de los m olares: el prim er m olar a los seis años, el segundo m olar a los once o doce, y el t ercer m olar a los dieciocho a los veint e. Así pues, si m e m uest ran una m andíbula hum ana con un segundo m olar recién salido, sabré que el individuo m urió a los once o doce años. En la m andíbula del j oven t urkana, el segundo m olar em pezaba apenas a asom ar, razón por la cual est im am os inicialm ent e su edad en t orno a los doce años. «Se puede conseguir una est im ación m ás fiable de la edad analizando el est ado de desarrollo de las raíces y las coronas de varios dient es —dij o Holly—. Lo m ej or es no t ener que basarse solam ent e en la erupción de los m olares.» De ahí la suert e de que el chico hubiera m udado sus dient es ant es de m orir, y la suert e aún m ayor de que pudiéram os encont rar t odos los dient es. Holly pudo obt ener inform ación de t odas las part es dent ales. ¿Qué edad t enía cuando m urió? Dado que cont ábam os con t ant a inform ación dent al, esperábam os una respuest a clara, direct a e inequívoca. «Bueno, eso depende», cont est ó Holly, para nuest ra const ernación. La razón de la incert idum bre radicaba en la pregunt a que int ent ábam os cont est ar: en un sent ido biológico ¿cuánt o de hum ano t enía Hom o erect us, hace 1,6 m illones de años? «Si el j oven t urkana siguió ent eram ent e la t rayect oria hum ana de desarrollo, ent onces t enía unos once años cuando m urió», explicó Holly. Esa edad, algo inferior a nuest ras est im aciones originales, se basaba en la inform ación det allada de t odos los dient es, no sólo del segundo m olar. «Dado que sabem os que los adolescent es hum anos experim ent an un salt o de crecim ient o repent ino —ent re los t rece y los quince años en los chicos—, podem os predecir que al m uchacho le quedaba m ucho pot encial de crecim ient o, alrededor de un 23 por 100 de su t am año act ual, según los cánones hum anos. Medía 1,60 m et ros cuando m urió, lo que represent a que de adult o habría alcanzado 1,98 m et ro de alt ura.» Pero t al vez Hom o erect us no siguió la t rayect oria hum ana de desarrollo. Tal vez su desarrollo fuera m ás parecido al de un sim io. La diferencia ent re el desarrollo del hom bre y el de un sim io es not able, t ant o en grado com o en sociabilidad. Barry Bogin, t am bién de la Universidad de Michigan, ha realizado un est udio especial del desarrollo hum ano com parado con ot ros m am íferos, sobre t odo con ot ros prim at es. «La paut a del crecim ient o hum ano se caract eriza por un prolongado periodo de dependencia infant il, por un ext enso periodo de crecim ient o infant il y j uvenil, y una rápida aceleración de la velocidad de crecim ient o en la adolescencia que desem boca en la m adurez física y sexual. Est a paut a no es corrient e en los m am íferos, porque la m ayoría de las especies m am íferas progresan desde el periodo del am am ant am ient o a la edad adult a sin est ados int erm edios», explica. Los prim at es apenas difieren del m odelo general de los m am íferos, aunque el periodo de la infancia es algo m ás prolongado. Pero en los prim at es no hum anos no se da un salt o de crecim ient o en la adolescencia. Es una caract eríst ica hum ana, y t odos los padres que hayan vist o a sus hij os pasar por ello saben lo drást ico que puede llegar a
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ser. En un m om ent o det erm inado, el niño es sólo eso, un niño, y al m inut o siguient e ya es un adult o, una vez superado el prim er est irón. Si fuéram os un padre chim pancé, no veríam os est a t ransform ación de un día para ot ro, sino que veríam os una t ransición m ás regular y cont inua. ¿Por qué la adolescencia hum ana es t an especial? «Esa prolongada infancia en los hum anos es el result ado de un índice de crecim ient o m uy pobre durant e ese periodo —explica Bogin—. Pero el cerebro es una excepción en ese m ism o periodo. Alcanza de hecho el t am año adult o cuando el crecim ient o del cuerpo sólo se ha com plet ado en un 40 por 100. —Ahí est á la clave, dice—. Est as paut as de crecim ient o est ablecen los roles de m aest ro- alum no que perm anecen est ables durant e m ás o m enos una década, lo que perm it e la aparición de m uchas de las t écnicas de aprendizaj e, práct ica y m odificación de las capacidades de supervivencia.» Los hum anos devienen hum anos a t ravés de un aprendizaj e int enso — no sólo de las t écnicas de supervivencia en el m undo real, sino de las cost um bres y usos sociales, de las norm as sociales y del parent esco. En ot ras palabras: la cult ura. Puede decirse que la cult ura es la adapt ación hum ana. En las sociedades t radicionales, la infancia es el periodo en que se absorbe gran part e de la cult ura, por lo general a t ravés de rit os de iniciación. Bogin sugiere que la eficacia del proceso de aprendizaj e puede increm ent arse si se prolonga al m áxim o la niñez; de ahí la prolongación de la infancia. Una vez est e periodo t oca a su fin, queda m ucho cam ino por recorrer en cuant o al crecim ient o físico. Eso se consigue durant e ese salt o adolescent e, una breve explosión de rápido crecim ient o que resit úa la t rayect oria evolut iva en su t rayect oria original. Un adolescent e hum ano a las puert as de ese salt o cualit at ivo puede m uy bien esperar un aum ent o del 25 por 100 de alt ura. En cam bio, un chim pancé adolescent e en una fase equivalent e de su vida crecerá sólo un 14 por 100 hast a la vida adult a, porque no exist e en él ese salt o de crecim ient o. «En el caso de que los prim eros Hom o erect us siguieran la t rayect oria evolut iva del chim pancé, y no la hum ana, ent onces nuest ro análisis del j oven t urkana sería diferent e —dice Holly—; para em pezar, el desarrollo es m ucho m ás rápido en los chim pancés, por lo t ant o la erupción del segundo m olar est á m ás próxim o a los siet e años que a los once.» ¿Qué im plicaciones t iene est o para nuest ro j oven t urkana, dada la t rayect oria de crecim ient o del sim io? Significaría que sólo t enía siet e años cuando m urió, y que sólo hubiera podido crecer ot ro 14 por 100 m ás com o adult o. Su alt ura adult a habría sido, pues, de 1,82 m et ros. «Menor que en la t rayect oria hum ana —com ent a Holly—, pero sigue siendo m uy alt o». Est aba encant ado viendo a Holly aplicar est as consideraciones biológicas precisas a los fósiles hum anos. Dem asiadas veces los ant ropólogos avanzam os alegrem ent e presupuest os acerca del aspect o hum ano o sim iesco de la especie hum ana prim it iva. Yo había incurrido en ese error, claro, al pensar que el j oven t urkana t enía doce años cuando m urió: había aplicado el m odelo hum ano de desarrollo a su est at ura y a su posible crecim ient o. Pero Holly insist ía en que t eníam os que ser capaces de sust it uir presuposiciones por deducciones. Si est aba en lo ciert o, ent onces podíam os llegar a ser m ás precisos acerca de la aparición de elem ent os de hum anidad durant e nuest ra hist oria evolut iva, y no cont ent arnos con la aparición de elem ent os de biología hum ana. Lo que necesit ábam os saber, ent onces, era si la t rayect oria de crecim ient o en el prim er Hom o erect us siguió la paut a hum ana o la paut a del sim io, o t al vez una paut a int erm edia. Nos sent iríam os sobre suelo analít ico firm e si pudiéram os decir que Hom o erect us era «exact am ent e com o los hum anos» o «exact am ent e com o los chim pancés»,
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porque t enem os m odelos precisos ant e nosot ros: podem os m edir lo que hacen los hum anos o lo que hacen los chim pancés, y luego deducir a part ir de ahí lo que hacían los prim eros Hom o erect us. Pero así com o hem os aprendido que la anat om ía de las especies ext inguidas no es una copia exact a de las diversas form as de anat om ía m oderna, t am bién result a m ás que probable que lo m ism o pueda aplicarse a la fisiología. Si la paut a de crecim ient o del j oven t urkana no fue com o la de los m odernos hum anos ni com o la de los sim ios m odernos, ¿cóm o saber cóm o fue? Holly Sm it h puede haber dado con la respuest a de la form a m ás inesperada. En sept iem bre de 1986, Holly publicó un art ículo en Nat ure sobre las paut as del crecim ient o dent al de los hom ínidos. El art ículo est im uló un vivo debat e ent re los ant ropólogos; debat e que se hizo público, en part e, en las páginas de Nat ure y de Science. Holly envió una copia del original a David Pilbeam porque pensó que podía int eresarle. Lo est aba, y David la invit ó a part icipar en un sim posio sobre «Com port am ient o de los Prim eros Hom ínidos» a celebrar en Suecia en m arzo de 1988. «Mi art ículo de Nat ure versaba sobre desarrollo dent al, no sobre com port am ient o, así que decidí em pezar a reflexionar sobre las im plicaciones en t érm inos de com port am ient o —recuerda Holly—. Fui a la bibliot eca, m e hice con un art ículo de Paul Harvey y de Tim Clut t on- Brock, y em pecé a leer sobre el ciclo biológico.» Tam bién leyó un art ículo t it ulado «The Evolut ion of t he Hum an Brain», una ponencia que el ant ropólogo brit ánico Bob Mart in había leído hacía cuat ro años en una conferencia organizada por el Museo Nort eam ericano de Hist oria Nat ural. En aquel art ículo, Bob analizaba la evolución del cerebro no t ant o en t érm inos de «aum ent o de la int eligencia», com o suele hacerse, sino en el cont ext o de la biología básica, sobre cóm o una especie es capaz m et abólica y ecológicam ent e de desarrollar un cerebro de un t am año det erm inado. El análisis de Mart in se acercaba m ucho al t ipo de enfoque de Harvey y Clut t on- Brock. «El art ículo de Bob Mart in fue im port ant e —dice Holly—. Me influyó m uchísim o.» Em pezaban a confluir varias líneas de invest igación, y Holly est aba en sit uación de sacarles brillant em ent e t odo el j ugo posible. La clave radicaba en la noción de evolución del ciclo biológico. He ut ilizado la expresión «ciclo biológico» varias veces, pero sin explicarlo del t odo. En esencia es una descripción de cóm o vive un anim al, no de lo que com e o lo que hace durant e el día, sino la paut a de su vida y de su m uert e. Ent re los fact ores del ciclo biológico figuran: la duración del dest et e, la edad de la m adurez sexual, la duración de la gest ación, la cant idad de crías por carnada, el espaciam ient o ent re nacim ient os, y la longevidad. El est udio de cóm o se relacionan ent re sí t odos est os fact ores en cada una de las especies es hoy una de las áreas de invest igación m ás apasionant es de la biología del com port am ient o. Harvey y Clut t on- Brock, dos ecologist as brit ánicos de la evolución, encabezaban así el art ículo que Holly m encionaba: «G. Evelyn Hut chinson afirm ó una vez que las prioridades de la invest igación ecológica deberían incluir cuest iones t ales com o " qué t am año t iene y con qué rapidez sucede" ». Est as pregunt as son pert inent es para t odos los niveles del ciclo biológico, pero t am bién « se refieren a la paut a. En ot ras palabras, cuant o m ás corpulent a es una especie, t ant o m ás lent am ent e sucederán las cosas: gest ación m ás larga, dest et e y m adurez m ás t ardíos, m ayor longevidad. Dicho de form a sim ple, las grandes especies viven vidas lent as; las pequeñas viven vidas rápidas. Por ej em plo, el gorila es una especie enorm e dent ro del m undo de los m am íferos; su ciclo biológico es lent o. Una hem bra conocerá su prim era gest ación a los diez años, y
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su esperanza de vida es de cuarent a años. En el ot ro ext rem o de la escala est á el lém ur, el m ás pequeño de los prim at es, y cuyo peso una vez adult o es de unos 80 gram os, el peso de una plum a. Las hem bras t ienen su prim era carnada a los nueve m eses y m edio, y t ienen una esperanza de vida de quince años. Una consecuencia im port ant e de est a gran diferencia en el rit m o vit al es el índice de fert ilidad. I m aginem os a una hem bra gorila y a una lém ur nacidas el m ism o día. El lém ur habrá alcanzado la m adurez, habrá parido y habrá m uert o, y habrá dej ado una descendencia que se habrá m ult iplicado hast a los diez m illones de individuos ant es de que el gorila haya t enido su prim era carnada. Sin em bargo, al final de sus vidas respect ivas, el corazón de am bos anim ales habrá lat ido aproxim adam ent e el m ism o núm ero de veces. Un segundo aspect o de la biología del ciclo biológico es el pot encial reproduct ivo de la especie o, lo que es lo m ism o, cuánt os hij os puede producir t eóricam ent e a lo largo de t oda su vida. Algunas especies producen m ucha prole, a la que dedican poca at ención m at ernal. El pot encial reproduct ivo de cada hem bra es alt o, pero m uchos recién nacidos no llegan a la edad adult a. La hem bra del salm ón, por ej em plo, produce m illones de huevos ( huevos fert ilizados) y por lo t ant o posee un enorm e pot encial reproduct ivo vit al. Pero la m ayoría de esos huevos acaba en las fauces de algún depredador. En cam bio, ot ras especies producen pocas crías pero les prodigan m ucha at ención y cuidados: es el caso de los gorilas, por ej em plo, cuyo pot encial reproduct ivo a lo largo de t oda su vida es de unas seis cam adas. Aunque las crías t engan en est e caso m ás posibilidades de llegar a la m adurez, el pot encial reproduct ivo de una hem bra adult a no es nunca m uy alt o. Una hem bra de salm ón y un gorila hem bra, al final de sus vidas respect ivas, se habrán m ás que reem plazado a sí m ism as: pero las est rat egias para conseguirlo son m uy diferent es. Los ecólogos creen que un alt o índice de pot encial reproduct ivo es una adapt ación a m edios inest ables e im predecibles. En cam bio, las especies con un baj o pot encial reproduct ivo est án adapt adas a m edios est ables y predecibles. Los prim at es, en su conj unt o, se encuent ran m ás bien en el ext rem o de baj o pot encial reproduct ivo del espect ro, con los sim ios y los hum anos en el alt o. Cabe pensar que algo nos dice sobre las circunst ancias ecológicas en que evolucionaron los hum anos, es decir, que t uvieron que ser bast ant e est ables y previsibles. Pero con el regist ro fósil com o única referencia, ¿cóm o hacernos una idea de t odos est os aspect os en relación con nuest ros ant epasados hum anos? ¿Podrem os conocer algún día la longevidad de los prim eros Hom o erect us, por ej em plo, o saber si el j oven t urkana fue dest et ado a los t res años, igual que un niño hum ano? Holly est aba decidida a averiguarlo. «Soy una persona dedicada a los dient es. Siem pre he sido ant ropóloga dent al, así que quise com probar si podía expresar part e de esa t eoría del ciclo biológico en t érm inos dent ales. Suponía un alicient e adicional para m í.» Pero sólo podía llevarse a cabo si las fases del desarrollo dent al reflej aban exact am ent e paut as del ciclo. Holly señala: La dent ición t iene que est ar est recham ent e int egrada en el plan general del crecim ient o y del desarrollo. Después de t odo, los dient es procesan el alim ent o que posibilit a el crecim ient o. Los dient es t ienen que salir para que los bebés puedan ser dest et ados, los dient es definit ivos t ienen que sust it uir a los dient es de leche ant es de que ést os se caigan, y los m olares no pueden salir ant es de que la cara haya alcanzado la suficient e longit ud. Para la superviviencia del individuo, las diferent es fases del desarrollo dent al son cruciales.
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Razón por la cual confiábam os en que el desarrollo de la dent ición pudiera reflej ar las paut as del ciclo biológico. Prim ero Holly se sum ergió en el t rat ado de Harvey y Clut t on- Brock, que hablaba de longevidad, de edad y m adurez sexual, de gest ación, en fin, de t odos los dat os exist enciales disponibles sobre t odos los prim at es est udiados hast a el m om ent o. Y est aba list a para verificar sus convicciones, para com probar si los dient es podían proporcionar una vía de conocim ient o para cuant os t rat am os con fósiles. Quería com probar en qué m edida y grado la edad de la erupción del prim er m olar correspondía a ciert os fact ores del ciclo biológico. Los prim eros m olares eran prom et edores, porque son los prim eros dient es definit ivos que salen en los prim at es y en m uchos ot ros m am íferos, y perm anecen est ables en m uchos aspect os de su desarrollo. «Me sum ergí en la bibliografía y encont ré dat os relat ivos a la erupción del prim er m olar en veint iuna especies de prim at es, e int roduj e t oda esa inform ación en m i ordenador, j unt o con los dat os m ás relevant es de Harvey y Clut t on- Brock. Me sent é y cont em plé los result ados. Fueron sorprendent es.» Holly cont em plaba aquella sart a de núm eros: 0,89, 0,85, 0,93, 0,82, 0,86, 0,85. Son coeficient es de correlación ent re la edad de la erupción del prim er m olar y los siguient es fact ores del ciclo biológico: peso corporal, duración de la gest ación, edad del dest et e, espaciam ient o ent re nacim ient os, m adurez sexual y esperanza de vida. «Son m uy buenos result ados», com ent ó com placida. Un alt o coeficient e de correlación significa que las dos cosas que se com paran est án est recham ent e vinculadas ent re sí. El coeficient e de correlación m ás alt o posible es 1,00, que significa que am bas cosas cam inan j unt as, m uy est recham ent e ligadas. Las cifras de Holly dem ost raban claram ent e que la dent ición —algo visible en el regist ro fósil— sí nos perm it e capt ar, por ej em plo, el proceso de gest ación, la edad de dest et e, et c. Pero el coeficient e de correlación m ás alt o de t odos se daba con el t am año del cerebro: 0,98. «¡Fant ást ico! » El t am año del cerebro aparece com o la piedra angular en la t eoría del ciclo biológico. Hace unos años, George Sacher, un zoólogo del Argonne Nat ional Laborat ory, de I llinois, dij o que el t am año del cerebro de una especie det erm ina m uy est recham ent e las paut as de crecim ient o de esa especie. El análisis de Harvey y Clut t on- Brock avanzaba en esa m ism a línea clave, dem ost rando que el peso del cerebro es un buen m ecanism o de predicción. Si se conoce el peso del cerebro de una especie, se puede, m ediant e cálculos m at em át icos adecuados, calcular cada una de las variables del ciclo biológico. Puede conocerse su longevidad, la edad de dest et e, el espaciam ient o ent re nacim ient os, y ot ras cosas. Y ahora el t rabaj o de Holly había conseguido efect ivam ent e art icular y ensam blar t odo est o en el regist ro fósil a t ravés de los dient es. Nos ofrecía una vía para hurgar en el pasado, un m ét odo para ver criat uras reales, biología real, no sólo huesos pet rificados. Era em ocionant e ver a Holly ent ret ej er y reunir t odas aquellas líneas argum ent at ivas t an dispares. Por un lado, t rabaj aba con elem ent os de nuest ro pasado que m e son t an fam iliares, los fósiles; por ot ro, invest igaba en m at erias de las que m e sient o sim ple espect ador, com o la t eoría del ciclo biológico. Me daba cuent a de que el enfoque prom et ía desvelar m uchas cosas sobre la evolución hum ana hast a ent onces inalcanzables. «El enfoque es im port ant e para nosot ros, porque podem os obt ener buenas est im aciones del t am año cerebral y, en m enor m edida, del t am año corporal, a part ir del regist ro fósil —com ent a Holly—. He analizado los dat os del peso cerebral y corporal de diversos hom ínidos fósiles, y he obt enido predicciones respect o de la edad de la
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aparición del prim er m olar y t am bién de la longevidad. Aparece una paut a m uy int eresant e.» La paut a incluía t res grados de hom ínido. El prim ero es lo que Holly denom ina un «ciclo biológico de grado chim pancé» aplicable a t odos los aust ralopit ecinos. En el t ercer grado, el ciclo biológico se aproxim a y luego alcanza el de los m odernos hum anos. En est e grupo est án el últ im o Hom o erect us, los neandert hales y, evident em ent e, Hom o sapiens. Ent re la paut a propia del sim io, en un ext rem o, y la paut a hum ana en el ot ro, se halla lo que Holly describe com o un «ciclo biológico int erm edio». Aquí se encuent ran las prim eras especies conocidas de Hom o, Hom o habilis y el prim er Hom o erect us, que incluye al j oven t urkana. Com parado con los m odernos hum anos, para los que la erupción del prim er m olar t iene lugar a los 5,9 años y la esperanza de vida es de unos sesent a y seis años, las cifras para el prim er erect us son de 4,6 años para su prim er m olar y cincuent a y dos años de esperanza de vida. Para los aust ralopit ecinos, las cifras son algo m ás de los t res años para el prim er m olar y una esperanza de vida de unos cuarent a años, com o para los chim pancés. Com o dice Holly: «El prim er Hom o erect us est á realm ent e en una posición int erm edia». Su especie no fue ni «com o la del hom bre» ni «com o la del sim io»; fue una especie con su propia paut a exist encial. Con est a inform ación podem os calcular que el j oven t urkana m urió en realidad cuando t enía nueve años, no once ( la predicción a part ir de la paut a hum ana) , ni siet e ( la predicción a part ir de la paut a del chim pancé) . Habría sido dest et ado un poco ant es de los cuat ro años, y alcanzaría su m adurez sexual hacia los cat orce o quince años. Su m adre pudo t ener su prim er hij o a los t rece o cat orce, t ras nueve m eses de gest ación. Después, pudo quedar em barazada cada t res o cuat ro años. Es adm irable que podam os hablar con t ant o det alle de la biología de una especie hum ana ext inguida. Si nuest ras ext rapolaciones son correct as, t enem os que revisar nuest ro enfoque, sobre t odo por lo que respect a a los prim eros hom ínidos, los aust ralopit ecinos. Durant e años, m uchos hablaban del origen de la fam ilia hum ana en t érm inos de caract eríst icas hum anas —caza, t ecnología, vida social. Es decir, que la prem isa según la cual t odos los hom ínidos fueron hast a ciert o punt o hum anos est aba m uy present e en ant ropología. I ncluso cuando est as explicaciones concret as se sust it uyen por hipót esis que t ienen m ás en cuent a la biología, la idea de que los hom ínidos —t odos los hom ínidos— siem pre fueron «com o nosot ros» t odavía persist e de alguna m anera, aunque m enos explícit am ent e. En m i esquem a, he present ado deliberadam ent e a los aust ralopit ecinos com o sim ios bípedos, y nada m ás; no com o hum anos en m iniat ura. Pero t am bién es ciert o que el prim er Hom o em pezaba a parecerse un poco a nosot ros, al m enos por lo que respect a a su biología. Creo que est a división es probablem ent e correct a. Podem os em pezar a pensar en el em ergent e m edio social hum ano del prim er Hom o, el m edio en que seguram ent e se em pezó a form ar nuest ra condición hum ana. Pero ¿hast a qué punt o podem os confiar en que los cálculos realizados a part ir de la t eoría del ciclo biológico sean válidos para los hom ínidos ext inguidos? ¿Hast a qué punt o podem os est ar seguros de que los aust ralopit ecinos fueron sim ios bípedos, o de que Hom o fuera un sim io bípedo hum anizado? Hast a ahora el análisis, aunque not able, sólo había proporcionado una línea de inform ación em pírica. Una confirm ación independient e podía ayudar a crear confianza. Las cosas han sucedido de t al form a que ahora íbam os a poder cont ar con al m enos dos clases de evidencia; y una vez m ás los dient es iban a abrir una vent ana reveladora hacia el pasado.
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Ca pít u lo I X POR AQUÍ SE VA A LA H UM AN I D AD Pocas veces se da el caso de que una invest igación concret a llegue a influir profunda y duraderam ent e en un ám bit o cient ífico. El análisis de Alan Mann sobre las paut as del crecim ient o dent al en los hom ínidos, realizado a principios de los años set ent a, es uno de esos casos. «Su t rabaj o det erm inó el pensam ient o convencional durant e dos décadas —com ent a Christ opher Dean, un ant ropólogo del Universit y College de Londres—. Lo que dij o fue im port ant e, porque influyó en nuest ra form a de pensar sobre los prim eros hom ínidos, sobre su grado de " hum anidad" .» Mann, un ant ropólogo de la Universidad de Pennsylvania, había est udiado m andíbulas de j óvenes hom ínidos procedent es de la cueva de Swart krans, en el Transvaal surafricano, en busca de la paut a de desarrollo y de erupción dent aria. Y había llegado a la conclusión de que la paut a era práct icam ent e sim ilar a la de los hum anos m odernos, no a la de los sim ios. «Esa conclusión reforzó t rem endam ent e la ya profunda creencia de que t odos los hom ínidos fueron en m uchos aspect os sem ej ant es a los hum anos, incluso los m ás prim it ivos», dice Dean. Los m odelos aplicables a t odos los prim eros hom ínidos eran versiones a escala de los m odernos cazadoresrecolect ores. Por consiguient e, cuando en oct ubre de 1985 Chris Dean publicó un art ículo en Nat ure diciendo que Alan Mann est aba equivocado, est aba desafiando no sólo la opinión de una persona, sino de hecho t odo el saber paleo- ant ropológico dom inant e. Desafiar el saber convencional, en cualquier cam po cient ífico, no es cuest ión t rivial; suele desat ar una virulent a repulsa, a veces t am bién m uy perj udicial. Est e caso t am poco sería una excepción. A veces, el desafío resist e a los at aques y, con el apoyo gradual procedent e de ot ros ám bit os, consigue event ualm ent e prevalecer sobre la ant igua t eoría. Es en est e cont ext o de sust it ución de una visión por ot ra en el que había aparecido el esquelet o del j oven t urkana. Él es part e de lo que, en m i opinión, se convert irá un día en el nuevo saber convencional, que cont iene algunos de los aspect os que ya hem os vislum brado. El proceso de cam bio de paradigm a cient ífico fue t an com plej o com o im predecible, y obligó a avent urarse en aspect os de la anat om ía de nuest ros ant epasados que a prim era vist a parecían inconexos, pero que result aron ser t ot alm ent e pert inent es para el nuevo cam ino em prendido. Ese cam ino llevaba a la adapt ación del recién aparecido hom ínido, a los orígenes de una subsist encia cazadora- recolect ora, a cerebros m ayores, y a la fabricación de herram ient as com o un t odo arm onioso. Si en ese cam ino hubiera un indicador, diría: POR AQUÍ SE VA A LA HUMANI DAD. Hem os vist o cóm o el descubrim ient o de Holly Sm it h relat ivo a los t res grados en las paut as del ciclo biológico de los hom ínidos indicaba que el saber ant ropológico convencional podía est ar equivocado. Había el grado hum ano, que es el que vem os en los m odernos hum anos, en los neandert hales y en el últ im o Hom o erect us. Est aba igualm ent e el grado sim iesco, present e en t odos los aust ralopit ecinos. Y había un grado int erm edio, que aparece con el prim er Hom o. El descubrim ient o de Holly indicaba que no t odos los hom ínidos siguieron el grado hum ano, y t am bién que en nuest ra hist oria podíam os ahora ident ificar el m om ent o en que t uvo lugar la m ut ación del grado sim iesco al grado hum ano. Se t rat aba de un descubrim ient o de grandes proporciones en ant ropología, y t enía que ser corroborado. El t rabaj o de Chris Dean
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parecía ofrecer el t ipo de ayuda que buscábam os. Dean había publicado el art ículo de 1985 en Nat ure en colaboración con su colega Tim Brom age, un ant ropólogo del Hunt er College de Nueva York. El avance principal del art ículo —t it ulado «Reevaluat ion of t he Age at Deat h of I m m at ure Fossil Hom inids»— residía en la afirm ación de que el desarrollo dent al no seguía una sola paut a, la paut a hum ana, según sost enía Alan Mann, sino que la paut a hum ana de desarrollo sólo podía encont rarse en los m odernos hum anos, en los neandert hales y en el últ im o erect us. En los aust ralopit ecinos prevalecía la paut a propia del sim io; y en el prim er erect us se daba una paut a int erm edia. Es sorprendent e cóm o est e enunciado parece calcado del descubrim ient o de Holly. El hallazgo de Dean y de Brom age sobre la paut a del desarrollo dent al iba a influir, evident em ent e, en el incipient e debat e sobre el lugar de la condición hum ana en la prehist oria hum ana. Est os dos j óvenes invest igadores necesit aban confirm ar qué edad t enía un individuo fósil concret o en el m om ent o de su m uert e. Los dient es proporcionaban la evidencia. Medir la edad a part ir de los dient es es com o m edir la edad de los árboles: hay que cont ar los círculos. Baj o un m icroscopio, el esm alt e de la part e superior de un dient e incisivo present a una superficie ondulada, y las ondulaciones est án separadas ent re sí por unas líneas —llam adas pericim at ias. Si bien la nat uraleza de est as líneas es un t ant o am bigua e inciert a, se cree que una ondulación —el espacio ent re una línea y ot ra— represent a unos siet e días de crecim ient o. Si se cuent an las líneas, y se hacen los aj ust es necesarios, puede calcularse la edad. El espécim en m ás evident e para iniciar el análisis era el niño de Taung, al que se le ot orgaba una edad de unos siet e años en el m om ent o de su m uert e, basada en una paut a hum ana de desarrollo dent al. «En la práct ica, fue im posible calcular la edad del niño de Taung —explica Brom age—, pero pudim os calcularla en ot ra m andíbula en idént ica fase de desarrollo dent al. La respuest a que obt uvim os fue de 3,3 años, exact am ent e lo que cabría esperar de un sim io cuyo prim er m olar em pieza a asom ar. Pero definit ivam ent e no es lo que cabe esperar en un niño hum ano con un prim er m olar incipient e.» Una vez com plet ados sus sorprendent es result ados sobre la edad del niño de Taung, Brom age y Dean decidieron aplicar la t écnica a ot ros especim enes hom ínidos, incluido el Hom o m ás prim it ivo. El m ensaj e era claro. Todos los aust ralopit ecinos desarrollaron su dent ición m uy rápidam ent e, com o los sim ios. Ni siquiera el Hom o prim it ivo present aba una paut a significat ivam ent e m ás lent a, lo que dem ost raba que la prolongación de la infancia no fue m uy m arcada en él. «Est os result ados reflej an un avance espect acular en nuest ra apreciación de la biología de est as especies», escribían Brom age y Dean en su art ículo. En ot ras palabras, si queríam os com prender a nuest ros prim eros ant epasados había que pensar en t érm inos de «biología prim at e» y no de «biología hum ana». Brom age llegó al cam po dent al a part ir de su int erés por el análisis de la paut a de crecim ient o de las facciones de los prim eros hom ínidos. Los hum anos y los sim ios const ruyen la arquit ect ura facial de form a diferent e durant e los prim eros años de vida, lo que supone un nuevo crit erio pot encial para j uzgar el grado de condición hum ana o de anim alidad de los prim eros hom ínidos. A t enor de la im port ancia de ot ras líneas de invest igación, Brom age encont ró que la est ruct ura de las facciones de los aust ralopit ecinos es sim ilar a la de los sim ios, no a la de los hum anos. La paut a cam bia sólo con la evolución de Hom o.
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Así lo decían los dat os del ciclo biológico. Tam bién lo decían los dat os del desarrollo dent al, y los del desarrollo facial. Ese «lo» iba a revolucionar la ant ropología: con el origen de Hom o t uvo lugar una im port ant e m ut ación biológica, no sólo anat óm ica. Es decir, que la evolución de Hom o im plicó algo m ás que un sim ple cam bio en el t am año o en la form a del cuerpo o de una part e del cuerpo hom ínido. La paut a de crecim ient o, de longevidad, et c., sufrió un cam bio con la llegada de Hom o; un cam bio que int roduj o por prim era vez una biología de t ipo hum ano ent re nuest ros ant epasados. ¿Había ot ras líneas de evidencia para confirm arlo? Tal vez, y de nuevo los dient es podían ser una fuent e de inform ación. Brom age y Dean habían est udiado el índice de desarrollo dent al: en los hom ínidos prim it ivos, los dient es se desarrollan rápidam ent e, com o en los sim ios; con Hom o, el índice de desarrollo se re- lent iza. Holly Sm it h t am bién decidió est udiar el desarrollo dent al, pero cent rándose en la paut a, no en el índice. Por paut a ent endía el orden de la form ación de los dient es. Esa paut a, en los prim eros hom ínidos, ¿fue com o la de los hum anos o com o la de los sim ios? La diferencia m ás not able en la secuencia de la aparición de los dient es es que, en los sim ios, los caninos salen después del segundo m olar; en los hum anos, lo preceden. Adem ás, los hum anos han m odificado com plet am ent e la relación ent re el desarrollo de los dient es ant eriores y los post eriores. La t area de Holly consist ía en descubrir qué paut a de desarrollo est aba m ás próxim a a la det ect ada en las m andíbulas hom ínidas m ás prim it ivas. «Lo realm ent e duro fue est ablecer buenos crit erios, y descubrí que Chris Dean y Bernard Wood ya lo habían conseguido en 1981 —dice aliviada—. Les est aba realm ent e agradecida. Sólo t enía que int roducir m is dat os y obt ener los result ados. Parecía encaj ar a las m il m aravillas.» Surgieron algunas com plicaciones, pero el m ensaj e, una vez m ás, era que los prim eros hom ínidos se desarrollaron com o los sim ios. En Aust ralopit hecus afarensis y en Aust ralopit hecus africanas, la paut a de desarrollo dent al fue sem ej ant e a la del sim io. Pero en el prim er Hom o erect us ya era discernible un cam bio hacia una paut a de t ipo hum ano. «Tot al y absolut am ent e equivocado»; con est as palabras Alan Mann describía el análisis de Holly ant e un periodist a de Science, dando así la señal de part ida para una bat alla int elect ual que hoy t odavía cont inúa. Brom age y Dean t am bién se vieron afect ados. «Sus análisis son t ot al y absolut am ent e erróneos —afirm a Mann—. Es ciert o que cuando yo publiqué m i análisis original considerábam os a los aust ralopit ecinos com o pequeños hum anos. Las cosas han cam biado, y m ucho, pero decir que los aust ralopit ecinos fueron sem ej ant es a los sim ios m e parece exagerado.» Hubo un int ercam bio de cart as en las colum nas de Nat ure. Alan Mann reit eraba su punt o de vist a según el cual «los act uales dat os revelan una paut a de t ipo claram ent e hum ano» de desarrollo dent al, y Holly Sm it h insist ía en el suyo para decir que «t oda una serie de fósiles, que represent an m illones de años, com part en una paut a de desarrollo t ípica del sim io». La m ism a evidencia lleva a int erpret aciones diam et ralm ent e opuest as, y expresadas con m ucha firm eza: algo no encaj aba. Tal vez nuevos int erlocut ores consiguieran esclarecer el debat e. Y así fue cuando Glenn Conroy y Michael Vannier, de la Universidad de Washingt on, en St . Louis, ent raron en el debat e. Venían arm ados con un út il de alt a t ecnología llam ado t om ografía axial com put arizada, el escáner TAC. Habit ualm ent e ut ilizado en hospit ales para obt ener radiografías t ridim ensionales de los pacient es, el escáner TAC puede
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em plearse para est udiar personas fallecidas hace t iem po. El obj et o escogido por Conroy y Vannier fue el niño de Taung, m uert o probablem ent e hacía unos dos m illones de años. «El TAC nos brinda la oport unidad de analizar el int erior de los fósiles de una form a sin precedent es —dice Conroy, un ant ropólogo—. Pensam os que podríam os verificar la t écnica est udiando el cráneo de Taung y cont ribuir de est e m odo a cerrar el debat e. Vannier un pionero escáner de m edicina clínica, se m ost ró encant ado de poder aplicar sus capacidades a suj et os fallecidos hacía m illones de años. «Las paut as del desarrollo dent al que encont ram os son m uy parecidas a las que encont ram os en un gran sim io de t res o cuat ro años de edad», dice Conroy, describiendo lo que él y sus colegas vieron en el pequeño fósil. En ot ras palabras, est a línea independient e de invest igación indicaba que los aust ralopit ecinos eran efect ivam ent e m ás parecidos a los sim ios que a los hum anos por lo que respect a a su desarrollo dent al. «La evidencia em pieza a dem ost rar de form a abrum adora que Sm it h, y t am bién Brom age y Dean, est aban en lo ciert o. Los prim eros hom ínidos parecen efect ivam ent e haber t enido un periodo de m aduración dent al sem ej ant e al de los sim ios.» La reest im ación de las caract eríst icas biológicas de los prim eros hom ínidos venía claram ent e avalada por las nuevas líneas de invest igación. Pero para cont rarrest ar posibles reacciones fuera de lugar, Conroy y Vannier advert ían que «est os rasgos t ípicos del gran sim io deben sopesarse en relación con los rasgos indudablem ent e hom ínidos que Dart dest acaba en su descripción inicial del cráneo». Est os rasgos de hom ínido incluyen la ausencia de cej as prom inent es t ípicas de los sim ios, la form a de las órbit as oculares, la ausencia de espacio ent re los caninos y los dient es prem olares, que es caract eríst ico de los sim ios, la form a global del cerebro, y la posición del foram en m agnum , que une la cavidad craneana con la colum na vert ebral. «Est e com plej o m osaico de rasgos cráneo- dent ales m uest ra que el niño de Taung no es un pequeño hum ano, pero t am poco es un pequeño sim io.» Por consiguient e, t enem os que pensar en los prim eros hom ínidos com o sim ios bípedos, con un ciclo biológico t ípicam ent e sim iesco, y con desarrollos faciales y dent ales sim iescos. Sólo con la evolución del género Hom o —que com port ó un aum ent o del t am año del cerebro y una reducción del t am año de los prem olares, y un achat am ient o de la cara— em pezaron a cam biar las paut as. De acuerdo con la paut a de desarrollo dent al ( el t rabaj o de Holly Sm it h) y con el índice de desarrollo dent al ( el t rabaj o de Brom age y Dean) , el periodo de la infancia em pezó a prolongarse en Hom o. ¿Podem os decir por qué, en el j oven t urkana por ej em plo, fue necesaria una infancia prolongada? ¿Hubo ot ros cam bios en la biología del prim er Hom o que desencadenaran est os cam bios dent ales y faciales? Tal com o señala Barry Bogin, sabem os que la prolongación de la infancia en los m odernos hum anos t iene que ver con un periodo int enso y prolongado de aprendizaj e, la base de la cult ura hum ana. En com paración con ot ros grandes prim at es, los hum anos m aduran lent am ent e y luego alcanzan la edad adult a m ediant e un salt o brusco de crecim ient o al final de la adolescencia. Pero la dependencia prolongada t am bién es una necesidad biológica, porque los bebés hum anos vienen al m undo dem asiado pront o. Est o puede parecer anorm al, pero t iene que ver con el cerebro ext raordinariam ent e grande del que est am os t an orgullosos. Un gran cerebro est á asociado a una
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ralent ización y prolongación de los fact ores del ciclo biológico de nuest ra especie, t ales com o la m adurez sexual y la longevidad. Si t uviéram os que calcular la duración de la gest ación a part ir del t am año de nuest ro cerebro, llegaríam os a una cifra cercana a los veint iún m eses, y no los nueve m eses de rigor. De ahí que durant e casi t odo el prim er año de vida los bebés hum anos vivan práct icam ent e com o em briones, creciendo m uy deprisa pero esencialm ent e dependient es. Es fácil capt ar las vent aj as de una m adurez t ardía: perm it e aprender a t ravés de la cult ura. Pero ¿cóm o explicar esa anorm al disposición biológica que hace que pasem os nuest ro prim er año de vida en el relat ivam ent e peligroso m undo ext erior y no en la seguridad del út ero? El t am año de la abert ura pélvica hum ana —el canal del part o— ha experim ent ado un increm ent o durant e la evolución hum ana, acom odándose así al t am año crecient e del cerebro. Pero exist en aspect os t écnicos que lim it an el t am año de ese conduct o pélvico; lím it es im puest os en aras de una m ayor eficacia en el desplazam ient o bípedo. En algún m om ent o, la expansión del conduct o pélvico se det uvo, y la expansión del t am año del cerebro neonat al t uvo que adapt arse a la m aduración fet al fuera del út ero. Si los hum anos fueran com o los sim ios por lo que al aum ent o del t am año cerebral se refiere, ent onces un neonat o hum ano podría ver com o m ínim o duplicado el t am año de su cerebro al alcanzar la m adurez. Porque en los prim at es la duplicación del t am año cerebral ent re el nacim ient o y la m adurez es norm al. Dado que el cerebro hum ano adult o suele m edir un prom edio de 1.350 cm 3 , si nos at uviéram os a la paut a t ípicam ent e prim at e, el cerebro de un recién nacido debería ser de 725 cm 3 . Pero no es así. El t am año m edio del cerebro en el m om ent o de nacer es, de hecho, de 385 cm 3 , y aun así debe forzar la m ecánica del sist em a con una frecuencia suficient e para que el part o result e m ucho m ás arriesgado en los hum anos que en los sim ios. A consecuencia de ello, el crecim ient o del cerebro en los bebés hum anos cont inúa a un rit m o m uy rápido durant e el prim er año de vida, lo que com plet a efect ivam ent e un periodo de gest ación de veint iún m eses. Al final, el t am año del cerebro se habrá m ás que t riplicado ent re el nacim ient o y la m adurez. Dado que los bebés hum anos se ven forzados a venir al m undo con un cerebro relat ivam ent e poco form ado, son m ucho m ás desvalidos que los bebés sim ios. Ese solo hecho efect ivam ent e prolonga la infancia y exige una m ayor dedicación por part e del m edio social. Y la necesidad de aprendizaj e social, a su vez, prolonga aún m ás la infancia. ¿Qué puede decirse del prim er Hom o erect us? Bob Mart in, direct or del I nst it ut o de Ant ropología de Zurich, plant eó est a cuest ión hace unos años en est os t érm inos: «Es m uy posible que Hom o erect us necesit ara cuidados m at ernos cada vez m ás elaborados, cosa que debió de acent uarse con Hom o sapiens para paliar la crecient e desprot ección e im pot encia del bebé durant e los prim eros m eses de vida posnat al». Su razonam ient o era m ás o m enos est e. Supongam os que el t am año del conduct o pélvico del prim er Hom o erect us fuera idént ico al del act ual individuo hum ano y por lo t ant o t uviera espacio para un recién nacido con un cerebro de 385 cm 3 . Y supongam os que un bebé Hom o erect us duplicara el t am año de su cerebro al alcanzar la edad adult a, com o ocurre con los bebés sim ios. Esa duplicación ¿produciría un volum en cerebral com o el que sabem os poseía Hom o erect us? Si la respuest a es sí, ent onces no sería necesaria una infancia prolongada para posibilit ar un crecim ient o cerebral posnat al rápido. Pero la respuest a es no. Si se dobla el t am año de un cerebro de 385 cm 3 de un neonat o hum ano, se alcanza un cerebro de aproxim adam ent e unos 800 cm 3 , es decir, m ás pequeño que los 900 cm 3 de m edia de un prim it ivo Hom o erect us adult o. El crecim ient o posnat al del cerebro
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debería ent onces cont inuar a un rit m o m uy acelerado durant e un t iem po para alcanzar la capacidad cerebral ext ra de un Hom o erect us adult o. La indefensión infant il, y la infancia prolongada, ya se habrían iniciado en el prim er Hom o erect us. En sus cálculos, Bob había obviado deliberadam ent e el argum ent o cont ra Hom o erect us al presuponer que su conduct o pélvico era t an grande com o el de los m odernos hum anos. Si el conduct o pélvico era de hecho m enor, ent onces la conclusión sobre una infancia prolongada se vería reforzada. Nuest ro descubrim ient o del j oven t urkana nos dio la oport unidad de verificarlo, dado el perfect o est ado de conservación de su pelvis. La anchura de la abert ura pélvica en los hum anos es idént ica en m achos y hem bras. Tras reconst ruir la pelvis del m uchacho, Alan pudo m edir la anchura de la abert ura pélvica: 10 cent ím et ros, en lugar de los 12,5 cm de los m odernos hum anos. La diferencia era m ás que suficient e para que la conclusión de Bob nos pareciera m uy conservadora. «Haciendo t oda clase de presuposiciones y de aj ust es, puede llegar a est im arse el t am año cerebral m edio de los bebés del prim er erect us —dij o Alan después de t rabaj ar con est as nuevas cifras—. Se alcanza una cifra de unos 275 cm 3 , lo que no es m ucho m ás que la m it ad de la m edia m oderna.» Pero lo m ás im port ant e es que est a cifra im plicaba que los individuos erect us t enían que t riplicar el t am año del cerebro ent re el nacim ient o y la m adurez para alcanzar los 900 cm 3 com o adult os. La t riplicación del t am año del cerebro después del nacim ient o es la paut a del crecim ient o hum ano, y est á asociada a un periodo prolongado de cuidados infant iles. En un art ículo que Alan y yo escribim os sobre el descubrim ient o del j oven t urkana, concluíam os que «la suposición inicial de que t ras el nacim ient o se siguieron dando índices de crecim ient o fet al m uy rápidos, produciendo una crecient e dependencia y una infancia prolongada, parece que fue correct a». En ot ras palabras, em pezam os a ver la aparición de la condición hum ana —un ciert o sent ido real de un «igual que nosot ros»— en la biología de Hom o. Ant es de la evolución de nuest ro propio género, los hom ínidos eran hum anos sólo en su form a de est ar y andar; eran bípedos. Pero biológicam ent e eran sim ios bípedos, no com o nosot ros. Result a apasionant e que análisis com o los de Holly Sm it h, Tim Brom age y Chris Dean, y Bob Mart in, puedan reproducir paut as relat ivas a acont ecim ient os del pasado. Yo est aba profundam ent e em ocionado cuando la inform ación del esquelet o del j oven t urkana fue int roducida en la ecuación, confirm ando la paut a. A part ir de la pelvis del m uchacho, pudim os ver que los bebés de los prim eros Hom o erect us nacían «dem asiado pront o», lo que t uvo que det erm inar una infancia prolongada, produciendo una ralent ización del índice de desarrollo dent al. Pero la art iculación de t odos est os aspect os aparent em ent e dispares de la biología de nuest ros ant epasados va t odavía m ás allá. Cuando describíam os los t ipos de hom ínidos que vivieron ent re hace t res y dos m illones de años, vim os que coexist ieron varias especies, y que se produj o una m ut ación anat óm ica fundam ent al. En los hom ínidos ant eriores a Hom o, y en los aust ralopit ecinos que durant e un t iem po fueron cont em poráneos de nuest ro género, los m achos eran el doble de corpulent os que las hem bras. Pero los m achos Hom o sólo eran ent re un 15 por 100 y un 20 por 100 m ás corpulent os. Un dim orfism o corporal am plio, com o el de los m andriles, suele ir asociado a una int ensa com pet encia ent re los m achos por el acceso a las hem bras, y los m achos de la banda suelen est ar genét icam ent e disociados ent re sí. Una reducción de ese dim orfism o corporal, com o en los chim pancés, suele ir asociado a una m enor com pet encia ent re m achos por el acceso a las hem bras, y los m achos suelen est ar genét icam ent e em parent ados.
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Mi m ent e no alberga la m enor duda de que el cam bio en el dim orfism o del t am año del cuerpo que vem os ent re los aust ralopit ecinos y Hom o indica una m ut ación significat iva en la hist oria hum ana. Algo m uy im port ant e t uvo lugar en la biología y en el com port am ient o de nuest ros ant epasados en aquella coyunt ura. ¿Podem os asociar la reducción del dim orfism o corporal con el cam bio de paut a del ciclo biológico de sim io a ot ro de t ipo hum ano? Yo creo que sí. En est a asociación dest aca sobre t odo el aum ent o de la m asa cerebral, un aum ent o que evoluciona desde unos 500 cm 3 en los aust ralopit ecinos hast a m ás de 700 cm 3 en el prim er Hom o. Un increm ent o de casi un 50 por 100 de la m asa cerebral en criat uras de aproxim adam ent e el m ism o t am año corporal es un indicio biológico t an espect acular com o difícilm ent e im aginable. Pero igualm ent e im port ant e para m í es la m ut ación concom it ant e en el ciclo biológico. Y, com o im plica nuest ro esquem a ant erior de la vida de los aust ralopit ecinos y de Hom o, t am bién hubo un im port ant e cam bio en el m odo de subsist encia. Aquí, el nuevo com ponent e es ahora la carne, ya no com o algo excepcional en la diet a, sino por prim era vez com o un com ponent e sust ancial. ¿Es m era coincidencia que veam os aparecer út iles de piedra en el regist ro arqueológico en el m ism o m om ent o en que parece que Hom o em pieza a evolucionar, hace unos 2,5 m illones de años o m ás? No, yo creo que no lo es. Creo que nos hallam os frent e a los elem ent os de un acervo evolut ivo que con el t iem po dio lugar a Hom o sapiens. ¿Qué fue lo que posibilit ó est a aparición? ¿Fueron las exigencias de la t ecnología, que necesit aban m ás pot encia cerebral? ¿Fue el origen del lenguaj e hablado, un m odo de com unicación alt am ent e refinado? ¿Se debió a un nexo social int elect ualm ent e exigent e? ¿O fue algo que nadie ha podido aún ident ificar? Sospecho que la fuerza m ot riz no fue un solo elem ent o, sino una m ezcla de ellos, que convergieron en una nueva adapt ación. La aparición inicial de la fam ilia hom ínida hace 7,5 m illones de años coincidió con un enfriam ient o clim át ico del planet a y con acont ecim ient os geológicos locales que fragm ent aron y reduj eron la capa forest al ant es densa del África orient al. Digo que «coincidió con», pero en realidad m e refiero a una relación causal: el origen de la generalización del sim io bípedo fue una adapt ación a nuevos m edios- m osaicos, m ás diversificados. Pero ¿qué hay del origen del género Hom o? ¿«Coincide» con algún hecho im port ant e? Sí: con ot ro enfriam ient o del planet a, m ucho m ayor que los ant eriores. Hace unos 2,6 m illones de años em ergieron enorm es m ont añas de hielo en la Ant árt ida, y por prim era vez se form aron grandes y cuant iosas m asas de hielo en el Árt ico. Aquella fuerza fría produj o clim as m ás fríos y secos en el rest o del globo, incluyendo las diversas t ierras alt as del África orient al. Tales cam bios clim át icos conm ocionan los dist int os hábit at s, y pueden llegar a desencadenar oleadas de ext inción en t odo el m undo anim al y veget al. Pero t am bién pueden generar una evolución de las especies, el desarrollo de nuevas especies a part ir de poblaciones aisladas que consiguen adapt arse a las nuevas condiciones. Ent re los ant ílopes africanos, cuyo regist ro fósil es de los m ej ores por lo que a vert ebrados t errest res se refiere, puede apreciarse claram ent e est a oleada de ext inción y de generación de nuevas especies hace 2,6 m illones de años. De repent e, desaparecieron t oda una gam a de especies exist ent es y aparecieron ot ras nuevas. Est a paut a t am bién puede apreciarse, aunque m enos claram ent e, en ot ros m am íferos frugívoros y forraj eros de África. Sugiero que lo m ism o ocurrió con los hom ínidos, con la evolución de los aust ralopit ecinos robust os y de Hom o. La fragm ent ación y sequía de los hábit at s del África orient al iniciados hace algo m ás de
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2,6 m illones de años fue un desafío y, en un sent ido est rict am ent e darwiniano, una oport unidad. Un desafío, en la m edida en que una población anim al suele int ent ar perm anecer en su habit at preferido, aunque t enga que realizar largas m igraciones. En est e caso, la especie cont inúa exist iendo. Pero a veces una población puede ser incapaz de localizar su habit at favorit o, y acabará m uriendo. Sólo si t odas las poblaciones de una m ism a especie m ueren, se ext ingue la especie. La «oport unidad» evolut iva aparece cuando poblaciones aisladas subsist en en las nuevas circunst ancias. Las presiones en favor de una nueva selección pueden propiciar una nueva adapt ación, y, a la larga, una nueva especie. Las adapt aciones pueden em prender varias direcciones: la adapt ación de los hom ínidos hace 2,6 m illones de años t om ó, creo yo, al m enos dos. Una fue una m ayor exageración de la form a hom ínida básica. Ello dio lugar a los aust ralopit ecinos robust os, com o los individuos del Cráneo Negro. Est as criat uras podían procesar gran cant idad de alim ent os veget ales duros, que suelen encont rarse en m edios áridos. La segunda dirección im plicó una especie de salt o hacia adelant e, que se conoce con el nom bre de Hom o. Si bien la diet a hom ínida t radicional hacía m ucho m ás difícil la subsist encia, ofrecía al m ism o t iem po la posibilidad de am pliarla y diversificarla, en lugar de reducirla o especializarla, com o hicieron los aust ralopit ecinos robust os. Esa am pliación incluyó la carne com o un recurso alim ent ario im port ant e, no com o un product o ocasional, t ípico de la diet a de los prim eros hom ínidos y de los act uales m andriles y chim pancés. Algunos ant ropólogos afirm an que la ingest ión regular de carne fue un hecho relat ivam ent e t ardío en la hist oria hum ana, pero yo opino que se equivocan. Veo evidencia de la am pliación de la diet a om nívora básica de los hom ínidos en el regist ro fósil, en el regist ro arqueológico y, ya que est am os en ello, t am bién en la biología t eórica. En sus análisis de la evolución del cerebro hum ano, Bob Mart in dest aca lo que t odo buen biólogo sabe: que el cerebro es un órgano caro de m ant ener. Const it uye sólo el 2 por 100 de la m asa corporal, pero consum e casi el 20 por 100 de la energía t ot al. Bob va m ás allá y dice que el cerebro es no sólo caro de m ant ener, sino t am bién caro de form ar. Es decir, durant e el desarrollo del em brión en el út ero, se consum e una part e desproporcionada de energía en la form ación del cerebro. ¿Qué int erés podría t ener una m adre en consum ir t ant a energía en un solo em brión pudiendo producir el doble de crías con m enos m asa cerebral? «Porque el cerebro es un órgano m uy pot ent e —dice Bob, conscient e de que afirm a algo evident e—. Lo que hace que una especie t enga el cerebro m ás grande posible.» Parece un m odo curioso de expresarlo, com o si se t rat ara de com prar el coche m ás luj oso. Pero se form ula en el cont ext o del ciclo biológico, donde cada fact or se art icula est recham ent e con t odos los dem ás. No es un accident e de la biología el hecho de que, a lo largo de la hist oria evolut iva, los anim ales t engan hoy una m ayor m asa cerebral: los m am íferos m ayor que los rept iles y que los anfibios. Y, dent ro de los m am íferos, los prim at es son los m ás dot ados de t odos. Una pieza t an cara com o el cerebro no present aría est a paut a evolut iva global si no ext raj era de ello vent aj as sust anciales. En los hum anos, vem os desplegarse la t rayect oria hacia nuevas dim ensiones, para acabar convirt iéndose en el cent ro de la aut oconciencia, m ediant e la cual t odos podem os conocernos a nosot ros m ism os y el m undo que nos rodea. La expansión inicial de la m asa cerebral en los hom ínidos, que est ableció el género Hom o, fue m ás m undana. Tuvo que ver con una adapt ación que requería com port am ient os m ás com plej os: el m odo de vida cazadora- recolect ora en em brión. Pero t am bién se aut oalim ent ó, en una especie de ret roalim ent ación posit iva. Part e de
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la t esis de Bob Mart in sobre la capacidad de una especie para «cost ear» un gran cerebro es que t iene que cont ar con un m edio est able, est able en t érm inos de sum inist ro de alim ent o. Est able y rico desde un punt o de vist a nut rit ivo. Los aust ralopit ecinos robust os consiguieron est abilizar el sum inist ro de alim ent os en el nuevo m edio de hace 2,5 m illones de años, pero sus alim ent os veget ales no eran suficient em ent e nut rit ivos. Al am pliar la diet a e incorporar la carne, el prim er Hom o consiguió am bas cosas, est abilidad y poder nut rit ivo. La carne represent a alt a concent ración de calorías, grasa y prot eínas. Est e cam bio diet ét ico en Hom o im pulsó el cam bio de paut a en el desarrollo dent al y facial. Los eslabones de la cadena se unen aún m ás est recham ent e. Nuest ros ant epasados lograron est e cam bio diet ét ico m ediant e la t ecnología, abriendo así el cam ino al pot encial —aunque no inevit able, recordém oslo— desarrollo cerebral. Los prim at es t ienen gran dificult ad para acceder a la carne de anim ales grandes y de piel dura. Pero con una lasca de piedra afilada y punt iaguda no se resist e ni la piel m ás dura, lo que abre lit eralm ent e un nuevo m undo nut rit ivo. En un sent ido m uy real, la posibilidad de sost ener una piedra a m odo de m art illo rudim ent ario y golpearla cont ra ot ra piedra para obt ener una pequeña lasca afilada, perm it ió a nuest ro ant epasado Hom o em pezar a cont rolar el m undo que le rodeaba com o ninguna ot ra criat ura ant es o después que él. Hay una zona en la orilla occident al del lago Turkana, a unos cinco kilóm et ros al nort e del lugar donde se había encont rado el Cráneo Negro, y a unos ocho kilóm et ros hacia el int erior del act ual nivel del agua, que nos da una idea de las prim eras fases de est a m ut ación. Hace un par de años, Pet er Nzube, del equipo de Kam oya, encont ró lo que parecía ser un yacim ient o arqueológico pot encial. La arqueóloga francesa Héléne Roche describe los art efact os encont rados por Pet er com o «núcleos m uy t oscos», sim ples t rozos de lava para alguien no experim ent ado. Héléne vio que las lascas eran un product o deliberado, que habían sido golpeadas deliberadam ent e. «No da la sensación de una producción sist em át ica de lascas —explica—, sino m ás bien de una fabricación ocasional, t orpe.» Los cant os de lava fueron ext raídos de un suelo hace algo m enos de 2,5 m illones de años, lo que conviert e a est os art efact os en unos de los m ás ant iguos que se conocen. El yacim ient o se conoce com o Lokalelei, según el nom bre de un curso de agua cercano. Hace 2,5 m illones de años t am bién hubo allí una corrient e de agua, un pequeño afluent e del río que cruzaba el valle del Turkana, cuando allí no había ningún lago. Los núcleos de lava descubiert os por Pet er se habían abiert o cam ino, de alguna form a, hacia esa ant igua corrient e fluvial, para acabar sepult ados en el lecho arenoso durant e casi 2,5 m illones de años. Cabe im aginar la escena siguient e: un pequeño grupo de hom ínidos da con el cuerpo de un ant ílope u ot ro anim al sim ilar recién m uert o, quizás at raídos por el peculiar vuelo de los buit res sobre la pieza. Los hom ínidos t ienen la suert e de encont rar un anim al ent ero para ellos solos; los chacales y las hienas ya est aban al acecho alert ados t am bién por el vuelo de los buit res. Rápida y t orpem ent e fabrican unas pocas lascas con los cant os que han ido recogiendo al acercarse al anim al, algunos ya preparados para descuart izarlo y procurarse carne. Ot ros han est ado t al vez ocupados ahuyent ando t em poralm ent e a los depredadores m ás pequeños, pero lo suficient e para dar t iem po a los dem ás a descuart izar una o dos ext rem idades del cadáver m ediant e t aj os vigorosos y rápidos, que at raviesan la piel, la carne y los t endones. Recom pensados con grandes pedazos de carne y part e de alguna ext rem idad, nuest ro grupo se ret ira enseguida, dej ando que ot ros carnívoros lim pien el esquelet o. Pront o las poderosas m andíbulas de las hienas reducen los huesos a t rizas. Est os grandes carroñeros llevan consigo t odos los út iles necesarios, sobre t odo sus m andíbulas y sus
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pot ent es dient es capaces de part ir y t rit urar los huesos. Los hom ínidos han abandonado sus út iles, que se conviert en así en el principio del regist ro arqueológico. Est e regist ro m arca la senda de la hist oria hum ana a lo largo de un vast ísim o periodo de t iem po. Nos ofrece la posibilidad de palpar nuest ro pasado, un puñado de út iles de piedra, de fabricación m ás o m enos t osca, product o de las m anos hum anas. Soy m uy conscient e de ello cuando sost engo ent re m is m anos un art efact o ant iguo, y uno de los m ás prim it ivos si procede de Lokalelei. Aquí t enem os los frut os de la invent iva, part e del acervo evolut ivo. Nuest ros ant epasados fabricaron est os út iles pero, en realidad, fueron est os út iles los que hicieron a nuest ros ant epasados. Por la m ism a razón, hicieron que hoy seam os lo que som os. Cuando m e pregunt an, com o suele ocurrir al final de una conferencia, cóm o sé quién hizo est os út iles, m i respuest a se basa en la hist oria y en la lógica, no en la evidencia concret a. Suelo decir, por ej em plo, que, en nuest ra opinión, los út iles de piedra aparecen en el regist ro m ás o m enos al m ism o t iem po que el género Hom o, hace algo m ás de 2,5 m illones de años. Lo que, sugiero, no es ninguna coincidencia. Tam bién es ciert o que los aust ralopit ecinos robust os evolucionaron en est e m ism o m om ent o. Tal vez fueran t am bién product ores de herram ient as. De hecho, un ant ropólogo, Randall Susm an, de la Universidad Est at al de Nueva York, en St ony Brook, afirm a que las m anos de los aust ralopit ecinos robust os poseían t odas las caract eríst icas anat óm icas necesarias para la fabricación de út iles. ¿Cóm o saber si t iene razón? No est oy seguro, y creo que nadie puede est arlo. Pero podem os t ener la cert eza de que Hom o fue un fabricant e de út iles, porque desde que las especies Hom o fueron los únicos hom ínidos exist ent es, se siguieron fabricando út iles. Reconozco que es un argum ent o por exclusión. Tam bién reconozco que los chim pancés pueden ut ilizar art efact os, por ej em plo piedras para part ir nueces. Pero exist e un gran salt o concept ual ent re ut ilizar piedras com o sim ples m art illos para rom per o part ir cosas y ut ilizar piedras para obt ener deliberadam ent e una lasca de ot ra piedra. El cerebro de los aust ralopit ecinos no era m ucho m ayor que el de los grandes sim ios act uales, incluido el chim pancé, t eniendo en cuent a el t am año del cuerpo. El cerebro de los prim eros Hom o era bast ant e m ás grande, y esa pot encia cerebral adicional significa algo. La posición m ás prudent e consist e en sugerir que la fabricación de út iles de piedra fue incum bencia exclusiva de Hom o, desde los t iem pos m ás rem ot os del regist ro hast a el final. Tal vez nunca podam os probarlo. Cuant os est am os im plicados en el t em a de los orígenes hum anos t enem os que acept ar que algunas pregunt as, por m uy pert inent es que sean, quizá nunca obt engan respuest a. Una de las pregunt as em ana de la evidencia de que m ient ras Hom o abría un nuevo nicho hom ínido, ot ros hom ínidos em pezaron a caer en el olvido evolut ivo, hast a ext inguirse. De las t res o m ás especies de hom ínidos que exist ieron hace ent re 2,5 y 2 m illones de años, sólo dos consiguieron sobrevivir hast a hace un m illón de años: Hom o erect us y el aust ralopit ecino robust o. Y de los dos, sólo uno sobrevivió m ás allá: Hom o. ¿Qué puede decirse al respect o, adem ás de regist rar que así fue com o ocurrió? No m ucho, y nada con absolut a cert eza. Pero nuest ra profunda curiosidad sobre nuest ros ant epasados nos anim a a int ent arlo. Desde nuest ra perspect iva, la perspect iva de una especie viva y supervivient e, t endem os a considerar la ext inción com o un fracaso. ¿Cuánt as veces habrem os oído la palabra dinosaurio para calificar un proyect o condenado al fracaso? Muchas veces. Los dinosaurios se ext inguieron hace unos 65 m illones de años, así que t uvieron que
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const it uir un clam oroso fracaso evolut ivo, ¿no? Pues no, porque est uvieron sobre el planet a durant e unos 160 m illones de años. Pero ocurre que una concat enación de circunst ancias hace 65 m illones de años —incluida t al vez el choque de la Tierra con un com et a— precipit aron la ext inción de t odas las especies dinosaurias. En ot ras palabras, m ala suert e. A lo largo de la hist oria de la vida, la em ergencia y la ext inción de las especies ha sido una paut a reit erat iva. A consecuencia de ello, el 99 por 100 de t odas las especies que han exist ido est án hoy ext inguidas. Los aust ralopit ecinos ent re ellas. Pero creo que podem os ir un poco m ás allá de las frías, aunque necesarias, est adíst icas. Ant e t odo, el periodo desde hace diez m illones de años hast a el present e ha sido un desast re biológico para los sim ios. En una época det erm inada llegó a haber unas veint e o t reint a especies de los llam ados sim ios del Mioceno en África, y sólo unas pocas especies de m onos del Viej o Mundo. En el t ranscurso de esos diez m illones de años la sit uación se invirt ió, y m uchas especies de sim ios se ext inguieron, al t iem po que m uchas especies de m onos se diversificaron y m ult iplicaron. Las causas son diversas, ent re ellas la pérdida del habit at del sim io debida al cam bio clim át ico. Adem ás, parece que los m onos ganaron a los sim ios en su propio t erreno al convert irse en devoradores de frut a m ás eficaces. ¿Y qué pasó con los hom ínidos? La evolución inicial de los hom ínidos fue part e de la respuest a que dieron los sim ios del Mioceno al enfriam ient o del clim a: algunos se ext inguieron, pero uno de ellos pudo erguirse sobre dos pies, para sobrevivir allí donde un sim io no podía vivir. Un post erior enfriam ient o clim át ico, hace unos 2,6 m illones de años, est im uló el proceso evolut ivo en dos ram as ext rem as: la especie robust a, con pequeño cerebro y grandes prem olares, y la especie con gran cerebro y pequeños prem olares. Si en su m om ent o no hubieran ocurrido est as dos adapt aciones, es m uy posible que la fam ilia hom ínida se hubiera ext inguido com plet am ent e hace uno o dos m illones de años. La ext inción, después de t odo, era el dest ino de las especies com o Aust ralopit ecus africanus que no lograron adapt arse a los ext rem os. No result a dem asiado difícil ent ender por qué Hom o pudo sobrevivir, desde el m om ent o en que su adapt ación fue dist int a de la de los sim ios. Pero ¿por qué Aust ralopit ecus robust us no pudo proseguir su éxit o inicial? Después de t odo, su especialización parecía bien adapt ada a clim as m ás secos. Si hem os conseguido leer correct am ent e el regist ro fósil, Hom o erect us y los aust ralopit ecinos robust os ocuparon un t errit orio sem ej ant e: cerca de cursos de agua, con un m osaico de cam po abiert o y bosque, m ás t olerant e que el m edio árido de ot ros hom ínidos. Pero la diet a de Hom o parece que fue t an am plia y diversa que queda descart ada la com pet encia direct a. El com ponent e cárnico de que disfrut ó Hom o erect us lo diferenció claram ent e del hom ínido robust o. No veo razón para que las bandas de Hom o no m at aran y se com ieran a los aust ralopit ecinos robust os, com o hacían con los ant ílopes y ot ros anim ales de presa. De hecho, es posible que el cráneo de Zinj ant hropus descubiert o por m i m adre en la gargant a de Olduvai en 1959 fuera part e del m enú de Hom o habilis. Si el cráneo hubiera pert enecido a un ant ílope encont rado en m edio de un suelo evident e de habit ación, no habríam os dudado en calificarlo de alim ent o. ¿Por qué no el de ot ro gran prim at e? Pero no hay evidencia —com o por ej em plo huellas de cort es en el hueso— que perm it an sugerir que la cabeza de Zinj ant hropus recibió cort es hechos por una herram ient a de piedra. La sugerencia debe perm anecer en el ám bit o de la lógica y de la especulación. Si hubiera evidencia de descarnación, sospecho que podríam os llegar a conclusiones equivocadas. No m e cabe la m enor duda de que se et iquet aría com o «canibalism o», aunque erróneam ent e, creo.
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Según m i diccionario, un caníbal es aquel que se com e a su propia especie. Por lo t ant o, por definición, un Hom o erect us que se com iera un aust ralopit ecino robust o no sería un caníbal. Más aún: un Hom o erect us pudo ver en un aust ralopit ecino robust o t an sólo un anim al m ás. Es nuest ra perspect iva ant ropom órfica que im put a pensam ient os y sent im ient os hum anos a t odo aquello que parece hum ano, aunque sólo sea una apariencia superficial. Creo que Hom o erect us t enía un sent ido m uy desarrollado de sí m ism o y una capacidad lingüíst ica considerable. Pero posiblem ent e est aba m uy acost um brado a ver aust ralopit ecinos robust os a su alrededor, com port ándose de una m anera m uy diferent e. Dudo de que, al m at ar a un aust ralopit ecino robust o, sint iera algo dist int o de cuando m at aba ant ílopes o m andriles. Sabem os que erect us fue una especie alt am ent e eficaz y de éxit o, capaz de am pliar su t errit orio fuera de África hace un m illón de años. Una expansión así significa crecim ient o dem ográfico, que t al vez pudo incluir un im pulso hacia el habit at del aust ralopit ecino robust o. At rapado ent re est o y la expansión sim ult ánea de poblaciones de m andriles, los aust ralopit ecinos robust os t al vez sucum bieron a la com pet encia por algo m uy básico: el acceso a los recursos alim ent arios. Hace un m illón de años, aquella lucha de doble filo se hizo dem asiado dura, y los aust ralopit ecinos robust os acabaron por ext inguirse, rom piendo para siem pre el eslabón con nuest ros ant epasados. Em pezam os est e análisis a part ir de los dient es y seguim os con la anat om ía facial, la expansión cerebral, una im port ant e m ut ación en la est ruct ura social de nuest ros ant epasados, una m ut ación igualm ent e im port ant e en la diet a, y acabam os hablando del olvido evolut ivo hace un m illón de años de la últ im a especie aust ralopit ecina supervivient e. En el cerebro m ayor, en la em ergent e nueva capacidad para fabricar herram ient as, y en los orígenes de una subsist encia basada en la caza- recolección, reconocem os elem ent os de nosot ros m ism os, de nuest ra hum anidad. Lo que es, creo, im port ant e. I gualm ent e im port ant e es la form a en que se dem uest ra aquí, con gran convicción, la int erconexión de las cosas. Me pregunt an con frecuencia por qué ocurrió est o o lo ot ro en nuest ra hist oria, y sé que se espera de m í una respuest a direct a y apabullant e. Pero la evolución pocas veces es sim ple causa y efect o. Exist en m uchas variables en una coyunt ura concret a: el clim a, la geografía local, la herencia evolut iva de una especie, la nat uraleza de ot ras especies en la com unidad, y una cant idad nada despreciable de puro azar. Así pues, cuando alguien m e pregunt a por qué el desarrollo dent al se ralent izó en el prim er Hom o, m i respuest a direct a es porque el periodo de la infancia se prolongó. Pero la verdadera respuest a es: «Por aquí se va a la hum anidad». Ca pít u lo X UN PÉN D ULO D ESBOCAD O Cuando se despega de Koobi Fora, en la part e orient al del lago Turkana, hacia el norest e, se va dej ando at rás la orilla para enfilar hacia una cordillera m ont añosa, a unos t reint a kilóm et ros de dist ancia. Est as m ont añas form an part e de la m argen orient al de la cuenca del Turkana, y aparecen surcadas aquí y allá por sist em as fluviales que drenan los alt iplanos et íopes del nort e. Est os ríos han arrast rado m illones de t oneladas de lim o, arena y grava durant e siglos, form ando sedim ent os que fueron at rapando ret azos de t iem po en sus est rat os. Est os sedim ent os encierran m uchas de las claves relat ivas a nuest ros orígenes.
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Por suert e para cuant os nos em peñam os en desent errar esas claves, el ciclo geológico de la cuenca del Turkana en est a región cam bió de dirección hace un m illón de años aproxim adam ent e, así que ahora, donde en t iem pos hubo deposiciones, avanza la erosión. De alguna form a, est a fase erosiva ha hecho ret roceder el reloj geológico, en la m edida en que las corrient es de agua est acionales han ido surcando los ant iguos depósit os y dej ando al descubiert o lent a y gradualm ent e ret azos de t iem pos pasados y ent errados. El efect o visual inm ediat o es un áspero paisaj e de depresiones grises y m arrones que configuran cont ornos m uchas veces int rincados y salvaj es. Es un perfil t ípico de t ierras baldías, y el clim a sem iárido t olera sólo una capa veget al m uy dispersa. Veint e m inut os después de haber despegado del aeródrom o de Koobi Fora la t opografía cam bia y aparece, siguiendo una línea de nort e a sur, el acant ilado de Karari; se form ó porque los ant iguos depósit os fluviales son m ás duros aquí que en el oest e. Just o debaj o del acant ilado fluye un río est acional, el Sechinaboro laga, y su curso, de unos veint e kilóm et ros, hacia el oest e, hacia el lago, aparece flanqueado por una frondosa franj a de arbust os y de alt ísim as Acacia t ort ilis. Aquel verde serpent eant e, un paisaj e t ípicam ent e ribereño, cont rast a profundam ent e con el t erreno reseco del ent orno. Excepción hecha de la som bra que proyect an las acacias, el área de Karari no result a un lugar excesivam ent e acogedor. El agua pot able escasea, y el lago est á dem asiado lej os para disfrut ar de los placeres del baño o el lavado. Pero el Karari es el paraíso de los arqueólogos, porque de t odas las zonas que rodean el lago Turkana, est a es una de las m ás ricas en art efact os arcaicos. Así que a los arqueólogos no les im port a conform arse con una m agra ración de agua, que sólo algunos j óvenes podrían considerar m ínim am ent e adecuada. «Fant ást ico, sencillam ent e fant ást ico. Hay t ant o que hacer aquí»; así describió una vez m i am igo y colega Glynn I saac la región de Karari. Su t rágica y prem at ura m uert e en 1985 t erm inó con sus planes, pero para sus est udiant es y asist ent es la región de Karari será siem pre algo m uy especial. Sint et iza uno de sus m ás am biciosos proyect os colect ivos, inspirado por Glynn. El yacim ient o, sit uado debaj o del acant ilado, y a un cort o paseo del curso de agua, rodeado de veget ación, se conoce t écnicam ent e com o FxJj 50, que corresponde a las coordenadas cart ográficas, pero suele denom inarse Yacim ient o 50. Cada verano, durant e t res años, a finales de los set ent a, Glynn y su equipo baj aban al Yacim ient o 50 y excavaban con cuidado una superficie que pisaron nuest ros ant epasados hace 1,5 m illones de años. «A veces se excavan yacim ient os porque sencillam ent e est án ahí —decía Glynn—, pero el Yacim ient o 50 es diferent e. Nuest ro obj et ivo era int ent ar dar respuest a a cuest iones m uy concret as, algunas relat ivas a la propia ciencia arqueológica, aunque en últ im a inst ancia se referían en realidad a la form a de vida de los prim eros prot o- hum anos.» En los años set ent a se abría un debat e ent re los arqueólogos sobre la int erpret ación de la evidencia, sobre cuánt o se puede saber del pasado a part ir de los desechos acum ulados. Tal vez suene com o un excént rico ej ercicio académ ico, pero con hart a frecuencia derivó en agria confront ación. Sobre t odo en lo referent e a nuest ra percepción de nuest ros ant epasados. «El Yacim ient o 50 iba a ayudar a zanj ar la cuest ión, o al m enos eso pret endíam os», decía Glynn. Yo no soy arqueólogo, pero se t rat aba de un t em a que t ocaba la esencia de lo que yo busco en el pasado. Observaba y esperaba con enorm e int erés los result ados del t rabaj o de Glynn y sus
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colaboradores, m ient ras hacían ret roceder los eones, devolviendo poco a poco a la vida un breve inst ant e de la exist encia de nuest ros ant epasados de hace un m illón y m edio de años. Desde la cim a del m ont ículo donde se halla el Yacim ient o 50, la vist a alcanza una t reint ena de kilóm et ros hacia el oest e hast a el lago, una t ierra sin agua y devast ada por la erosión. «No hay que olvidar que el paisaj e m oderno se parece m uy poco al paisaj e de hace 1,5 m illones de años —explicaba Glynn a un grupo de visit ant es en 1980, en uno de sus últ im os viaj es al yacim ient o—. En aquel ent onces se habrían podido cont em plar t ierras de aluvión m ás o m enos m onót onas, a m edio cam ino ent re el lago, al oest e, y las colinas, al est e de la cuenca del Turkana. Con la excavación del Yacim ient o 50 hem os abiert o una Pequeña vent ana para vislum brar aquellas ant iguas t ierras aluviales, las vidas de algunos individuos de Hom o erect us.» Hace un m illón y m edio de años los m eandros de un pequeño río est acional surcaban est e lugar, sus m árgenes flanqueadas de arbust os y árboles, m uy dist int o del Sechinaboro laga donde Glynn y sus colaboradores levant aban su cam pam ent o año t ras año. Y, al igual que Glynn y su equipo, el grupo de Hom o erect us había escogido un recodo arenoso del río com o el lugar m ás acogedor. «La arena habría sido fina, cóm oda para sent arse, a la som bra de los árboles, y habría grandes cant idades de cant os de lava para la fabricación de út iles —explicaba Glynn—. Est os prot ohum anos ut ilizaron est as orillas fluviales durant e un periodo relat ivam ent e breve, y dej aron t ras ellos lo que a prim era vist a podría parecer un revolt ij o poco prom et edor de huesos y piedras.» Unos doscient os fragm ent os de hueso y unos m il quinient os fragm ent os de piedra, para ser exact os. Poco después de que el grupo de Hom o erect us usara el lugar por últ im a vez, el nivel del agua subió e inundó lent am ent e las m árgenes, arrast rando consigo lim o y arena. La evidencia de cuant o había ocurrido durant e la ocupación del lugar quedó rápidam ent e ent errada, hast a que la erosión nat ural y el celo arqueológico perm it ieron desent errarlo de nuevo. La zona excavada m ide m ás o m enos unos veint e m et ros según un ej e nort e- sur, y unos diez m et ros est e- oest e, con ángulos m uy nít idos aquí y allá, t al com o les gust a a los arqueólogos. A m edida que la excavación avanzaba, durant e t res años de pacient e t rabaj o, se iban excavando fragm ent os de hueso y de piedra, m arcando cuidadosam ent e sus posiciones en un plano general del yacim ient o. Una excavación así, una vez acabada, dej a al descubiert o la ant igua superficie de suelo t al y com o la dej aron sus ocupant es. Y por lo general, para ent onces, ya se han m et ido en caj as t odos los ant iguos rest os, probablem ent e alm acenados incluso en algún m useo, así que hay que confiar en las m arcas, líneas y punt os t razados en la plant a general de la excavación para poder visualizar cóm o era el yacim ient o en el m om ent o de la excavación. Pero a pet ición del equipo de t elevisión de la BBC que film aba el Yacim ient o 50 en 1980, Glynn y su equipo volvieron a colocar t odos los fragm ent os óseos y lít icos en la ant igua superficie, exact am ent e en el punt o donde se habían descubiert o, con el fin de recrear una im presión visual del ant iguo lugar ribereño, t al com o sus ocupant es lo dej aron. «Fue una experiencia inolvidable para m í —decía Glynn—. Poder verlo com plet o. Adm irable.» «Un revolt ij o poco prom et edor de piedras y huesos», así es com o Glynn había descrit o aquella colección de art efact os, pero incluso un lego en la m at eria podía darse cuent a de que los huesos y las piedras no est aban dist ribuidos aleat oriam ent e. El ángulo noroest e conoció una m ayor act ividad que el rest o: parece que uno o dos individuos, sent ados, habían fabricado út iles de piedra, lascas y sim ples cant os desbast ados o choppers. Tam bién había fragm ent os de hueso de hipopót am o, y part es de un anim al
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parecido a la cebra, rest os de j irafa, de un ant ílope, y un fragm ent o de la cabeza de un barbo. Es m uy probable que en la zona surest e t am bién hubiera fabricación de út iles y procesam ient o de huesos, pero en m enor m edida. Con los oj os de m i im aginación podía vislum brar lo que pudo pasar en est e cam pam ent o ribereño, baj o los árboles, hace 1,5 m illones de años. Aquí, en el lado opuest o del lago donde en la m ism a época vivieron el j oven t urkana y su fam ilia, un grupo de quizás una docena de Hom o erect us adult os y niños deciden que est a playa fluvial puede ser un buen cam pam ent o base para unos cuant os días. La arena fina es m uy cóm oda para dorm ir. El lecho fluvial, a veces seco, est á ahora cubiert o por la corrient e de agua cargada de lim o. La est ación de las lluvias est á al llegar, de hecho se divisan y se oyen ya lej anas t orm ent as en las m ont añas del nort e. Mient ras, las esbelt as acacias que se alinean a lo largo del curso fluvial hacen de abrigo, y los arbust os est án cargados de frut os dulces y suculent os que los niños recogen con placer. Las recient es lluvias han dado a los aluviones secos una t onalidad brillant e, con ret azos de pequeñas flores am arillas y púrpura que parecen fondos de color. Las acacias en flor parecen un m ant o de nubes blancas, que ocult an sus perversos espinos. Tres m achos abandonan el cam pam ent o con los prim eros rayos del sol para verificar las t ram pas que han puest o el día ant erior. De const rucción sencilla, con t rozos de cort eza y palos afilados, las t ram pas suelen ser m uy eficaces, y consiguen at rapar la pat a de un anim al que ha pisado sobre ellas. Los t res m achos llevan largos palos afilados, t ant o para defenderse com o para lanzarlos cont ra una presa que huye. No es fácil abat ir anim ales a dist ancia con est os art efact os. Las verdaderas arm as de est os cazadores son la ast ucia y la perseverancia.
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Mient ras, algunas hem bras adult as de la banda se preparan para recolect ar durant e t oda la m añana. Suaves pieles anim ales, t rabaj adas con dest reza, penden de sus espaldas a m odo de cest a, cum pliendo una doble función: el t ransport e de niños y de alim ent os. Al cabo de unas pocas horas de t rabaj o las hem bras ya van cargadas de frut as, nueces y sabrosos t ubérculos, suficient es para alim ent ar a la banda durant e t odo un día. Al igual que los hom bres, las m uj eres t am bién llevan est acas a m odo de prot ección. Tam bién llevan palos m ás cort os, cóm odos de em puñar, para excavar t ubérculos y raíces. Su habilidad com o recolect oras consist e en saber qué frut os est án m aduros, y en reconocer qué t ipo de hierbas son indicat ivas de la presencia de t ubérculos nut rit ivos. De regreso al cam pam ent o, un par de m uj eres y un hom bre se ponen a charlar ociosam ent e, vigilando a los pequeños que no han ido ni a cazar ni a recolect ar. Ayer, m ient ras seguía la pist a de un j oven ant ílope, el hom bre resbaló y se hizo un profundo cort e en la pierna con un cant o dent ado de lava. Sus herm anos int errum pieron la caza t em poralm ent e para sum inist rar los prim eros auxilios. Uno de ellos buscó una zona de sansevieria, una sabrosa plant a que crece al borde del lago. Exprim ió la savia de una fronda quebrada, y dej ó que el j ugo got ease en la herida abiert a. El herm ano sabía que, de no aplicar est a m edicina nat ural, la herida se pondría m uy roj a y su herm ano podría m orir. Mient ras, ot ro arrancaba espinos de una acacia cercana y los colocaba alrededor de la herida, at ravesando am bos lados del cort e. Con finas t iras de cort eza im provisó una t ram a pasándolas alt ernat ivam ent e por las punt as de los espinos para volver a j unt ar la carne. Term inados los prim eros auxilios, los herm anos siguieron su cam ino. Hoy, aunque inflam ada, la herida est á lim pia, con sólo un ligero color rosado. La sansevieria ha funcionado, dice, dirigiéndose a las m uj eres. Una de ellas, sent ada en un rincón del cam pam ent o, ha est ado fabricando, con gran dest reza, lascas de un cant o de lava, los desechos de t alla est án esparcidos a su alrededor. Ahora produce t iras de cort eza, y las ablanda para hacerlas m ás m anej ables y fuert es: un proceso necesario para fabricar t ram pas y at ar pieles. Ot ra ut iliza lascas afiladas para cort ar m adera y producir palos excavadores. Se pregunt an qué t raerán los buscadores de alim ent os —los cazadores y las recolect oras. Com o siem pre, se puede confiar en que las m uj eres t raigan lo suficient e para paliar el ham bre; represent an el elem ent o est able de la econom ía. Hoy su bot ín es variado y abundant e, incluso algunos huevos, probablem ent e de flam enco. Al rat o ya se puede oír a la banda de cazadores de regreso, y por el ruido que hacen t odos saben que por la noche habrá carne. Han cogido un gran ant ílope en una de las t ram pas, que había conseguido escapar last im ándose una pat a. El grupo de cazadores ha dedicado part e del día a seguirle el rast ro para finalm ent e dar con él y m at arlo, exhaust o, cuando est aba descansando cerca de la orilla. Ent ret ant o, unos lo descuart izaban, ot ro ha vist o buit res volando cerca del recodo del río, ha ido a invest igar y ha encont rado rest os de un hipopót am o. Mañana la banda volverá para ver si queda algo aprovechable. Hoy el ant ílope sat isface t odas sus necesidades. Com o siem pre que hay carne en el cam pam ent o, hay m ucha excit ación: se ant icipa el fest ín y se escucha el relat o de la caza, al que a veces se añaden algunos t onos dram át icos. Uno de los hom bres busca cant os de lava para t allar lascas m uy afiladas, y pront o ya t iene las suficient es para descuart izar la pierna del ant ílope. Ent ret ant o, uno de los niños ha pescado un barbo con un venablo en el riachuelo cercano. Mient ras com part en los frut os de los esfuerzos del día, deciden que es un buen lugar para quedarse unos días. Cae la noche, y en las lej anas m ont añas se divisan los rayos de una t orm ent a dem asiado lej ana para afect ar al cam pam ent o.
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Hay una conciencia const ant e de la exist encia de ot ras bandas sim ilares en la región, algunas de ellas con parient es y pot enciales parej as sexuales. Las j óvenes de nuest ro grupo, cuando alcancen la m adurez, irán a vivir con esas ot ras bandas, y se creará una red de parent escos y de alianzas. A veces, las bandas llegadas de ot ras regiones son fuent e de t ensión y de t em or; la agresión física es posible cuando no exist en alianzas. Tras pasar algunos días en el cam pam ent o, nuest ra banda sabe que es el m om ent o de part ir, en part e debido a que las t orm ent as em piezan a ser una am enaza real, m uy fuert es a veces, y la lluvia en las m ont añas ya em pieza a reflej arse en un aum ent o del caudal del río. Pront o inundará sus m árgenes, y la banda ya no puede ret rasar m ás la part ida. Abandonan el cam pam ent o, que ahora no es m ás que un conj unt o disperso de huesos, fragm ent os de piedra, una cabeza de barbo, pieles y t endones de anim ales abandonados, rest os de t ubérculos dem asiado am argos para el paladar, t iras de cort eza, y palos a m edio desbast ar. La banda irá ahora en busca de t ierras m ás alt as. Poco después de que la banda haya abandonado el lugar, la corrient e de agua, cargada de lim o, inunda apaciblem ent e las m árgenes, cubriendo lent a pero inexorablem ent e los rest os de vida de unos pocos días. Algunos de esos desechos —los huesos y las piedras— se conservarán para convert irse en part e de un rico regist ro arqueológico. Los com ponent es perecederos —pieles, t endones, veget ales— se descom pondrán, dej ando un vacío en el regist ro arqueológico que nosot ros int ent am os llenar a base de deducciones y de conj et uras m ás o m enos bien fundadas. Est a escena m e parece una int erpret ación razonable de lo que pudo ocurrir en el Yacim ient o 50, de acuerdo con las form as de vida de los pueblos cazadoresrecolect ores act uales. Lo que aquí buscam os es algo m uy hum ano, algo diferent e de com o viven los sim ios. Para los hum anos, la búsqueda de alim ent os suele ser una t area cooperat iva, puest o que llevan los frut os de su esfuerzo al cam pam ent o base para com part irlos con t oda la banda. En los sim ios no es así. Com o dij o Glynn en una ocasión, «si pudiéram os pregunt arle a un chim pancé sobre las diferencias ent re los hum anos y los sim ios, incluida la form a de andar, de com unicar y de subsist ir, creo que diría: " vosot ros los hum anos sois m uy ext raños; cuando conseguís algo de com er, en lugar de devorarlo enseguida com o cualquier sim io norm al, lo guardáis y lo com part ís con ot ros" ». Com part ir los alim ent os en las bandas cazadoras- recolect oras es algo m ás que una t ransacción económ ica. Es un foco com plej o de int eracción social, de form ación de alianzas, y de rit ual. Si nos basam os en el ej em plo et nográfico, una de las fuent es m ás sólidas para posibles int erpret aciones, la nuest ra sería una inferencia em inent em ent e razonable, pese a las crít icas de las m odernas fem inist as occident ales. En t odos los pueblos cazadores- recolect ores, t ant o m odernos com o hist óricos, la división del t rabaj o ent re hom bres y m uj eres es im port ant e; los hom bres se dedican sobre t odo a la caza y las m uj eres sobre t odo a la recolección de alim ent os veget ales. En la vida colect iva de los prim eros cazadores- recolect ores t am bién fue im port ant e la int ensificación de lo que Glynn llam aba «el aj edrez social», una profunda com prensión y cont rol de las m ot ivaciones y necesidades de ot ros individuos, la reciprocidad social. La sensibilidad social e int elect ual ha llegado a niveles inalcanzables en la vida cot idiana de los sim ios. La com unicación es t am bién m ás int ensa y elaborada que la vocalización de los sim ios. En t iem pos de Hom o erect as, la gam a de sonidos y la im posición de significado y ent endim ient o habrían llegado al punt o de const it uir los rudim ent os de un lenguaj e hablado.
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No hay duda de que la adopción del m odo de vida cazadora- recolect ora, con t odos los elem ent os de condición hum ana que ello im plica, fue un acont ecim ient o clave en nuest ra evolución. ¿Exist en indicios de ello en el Yacim ient o 50, hace 1,5 m illones de años? Nuest ra «int erpret ación razonable» ¿es válida? ¿Hast a qué punt o fue ya hum ano el com port am ient o de Hom o erect us —de nuest ro j oven t urkana? Ya hem os vist o los indicios a part ir del ciclo biológico, y t am bién la evidencia evolut iva y anat óm ica. ¿Qué nos dice el regist ro arqueológico? He descrit o las act ividades del Yacim ient o 50 de acuerdo con el m odo de vida de los act uales cazadores- recolect ores; eran m ás prim it ivos en m uchos aspect os, no cabe duda, pero fundam ent alm ent e idént icos. Es baj o ese m ism o prism a com o se int erpret aban, hast a no hace m ucho, la m ayoría de los yacim ient os arqueológicos arcaicos, y est a int erpret ación se había convert ido en el cent ro del debat e arqueológico. Rick Pot t s, un ayudant e de Glynn, ahora en la Sm it hsonian I nst it ut ion de Washingt on, dice: Parecía una int erpret ación m uy at ract iva. La hipót esis del cam pam ent o base, de la colect ivización de los alim ent os, int egra m uchos de los aspect os del com port am ient o hum ano y de la vida social que son cruciales para los ant ropólogos: sist em as de reciprocidad, int ercam bio, parent esco, subsist encia, división del t rabaj o, y el lenguaj e. Viendo lo que parecían ser elem ent os de la vida cazadorarecolect ora en el regist ro, en los huesos y en las piedras, los arqueólogos deduj eron que lo dem ás venía por añadidura. Era un ret rat o m uy com plet o. Glynn decía que «para la prim era generación de invest igadores, est a int erpret ación era puro sent ido com ún». La idea de que la caza y la recolección —sobre t odo la caza— fue im port ant e en la evolución hum ana t iene una larga t radición en ant ropología, y se rem ont a a Darwin, quien en Descent of Man, de 1871, escribió: «Si es una vent aj a para el hom bre t ener las m anos y los brazos libres y poder m ant enerse firm em ent e erguido y de pie, cosa indudable dado su prem inent e éxit o en su lucha por la vida, ent onces no veo razón para que no hubiera sido igualm ent e vent aj oso para los progenit ores del hom bre llegar a una posición erguida y bípeda. Así habrían podido defenderse m ej or con piedras o palos, o at acar a sus presas, u obt ener alim ent os». Aquí, la caza de la presa se considera part e del acervo evolut ivo que nos m oldeó físicam ent e, que abrió la brecha evolut iva inicial ent re nosot ros y los sim ios. Una vez sem brada, la idea del hom bre cazador, sobre t odo la im agen del noble cazador, echó raíces. Obedecía a la necesidad de ver a los hum anos de alguna m anera com o t riunfadores frent e a los sim ios en la ascendencia evolut iva, ya desde el principio. En los años cincuent a, Raym ond Dart , el descubridor del niño de Taung, describía a nuest ros ancest ros com o cazadores, pero con un caráct er bast ant e m enos «noble» que t odo eso. En un ensayo t it ulado «The Predat ory Transit ion from Ape t o Hum an», Dart caract erizaba la carrera hum ana de la siguient e form a: Los archivos de la hist oria hum ana, bañados de sangre y plagados de m asacres, desde los m ás ant iguos regist ros egipcios y sum erios hast a las at rocidades m ás recient es de la segunda guerra m undial, concuerdan, j unt o con el prim it ivo canibalism o universal, con las práct icas del sacrificio hum ano y anim al —o sus sust it ut os en las religiones form alizadas—, y con la escalpación, la caza de cabezas, la m ut ilación corporal y las práct icas necrofílicas de la hum anidad, en proclam ar ese rasgo diferencial, ese hábit o depredador, esa m arca de Caín, que alej a
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diet ét icam ent e al hom bre de sus parient es ant ropoides, y que lo alia, m ás bien, con los carnívoros m ás m ort íferos. Robert Ardrey popularizó las ideas de Dart . En The Hunt ing Hypot hesis, sint et iza así su idea cent ral: «El hom bre es hom bre, no un chim pancé, porque durant e m illones y m illones de años ha m at ado para vivir». La expresión «la hipót esis de la caza», que no era de Ardrey, sino del m undo académ ico, describía la t eoría dom inant e sobre los orígenes hum anos. Aunque m enos im buida de descripciones «a lo Dart », t am bién la lit erat ura ant ropológica de los sesent a y principios de los set ent a consideraba la caza com o la fuerza form at iva de la evolución hum ana. «Afirm ar la unidad biológica de la hum anidad es afirm ar la im port ancia del m odo de vida basado en la caza», dij eron Sherwood Washburn y C. S. Lancast er en 1966 en una conferencia hist órica t it ulada «El hom bre cazador». El t ít ulo del sim posio era m uy significat ivo, dij eron, porque «com parada con la de los carnívoros, la caza hum ana, cuando la pract ican los m achos, se basa en la división del t rabaj o, y es una adapt ación social y t écnica m uy diferent e de la de ot ros anim ales». El acent o est á puest o en el m edio social de la caza hum ana, un esfuerzo cooperat ivo donde la recolección de alim ent os veget ales y t ubérculos es t am bién im port ant e. La fuerza de la hipót esis de la caza era evident e. Ofrecía una explicación plausible de las diferencias fundam ent ales ent re los hum anos y los sim ios. Y ofrecía a los ant ropólogos analogías vivas —los act uales cazadores- recolect ores— de las capacidades t écnicas e int elect uales de nuest ros ant epasados. A m ediados de los años set ent a nadie cuest ionaba, com o sí había hecho Darwin, que la caza form ara part e de la divergencia evolut iva inicial ent re hum anos y sim ios. Por un lado, em pezaba a vislum brarse que nuest ros ant epasados fueron com plet am ent e bípedos m ucho ant es de que em pezaran a fabricar herram ient as de piedra. Pero la aparición de út iles lít icos en el regist ro, que coincidía con la evidencia del desarrollo del cerebro en el género Hom o, se int erpret ó com o el origen del m odo de vida cazador- recolect or, el principio de la verdadera hum anidad. A m ediados de los años set ent a, los conj unt os arqueológicos se int erpret aban a part ir de est e t rasfondo int elect ual. Cuando aparecían huesos y piedras asociados en ant iguos depósit os, los arqueólogos presuponían que se t rat aba de los rest os de un asent am ient o de cazadores- recolect ores. Un cam pam ent o prim it ivo, t al vez, pero explicable si t enía dos m illones de años de ant igüedad. Un em brión del Hom bre Cazador. Pero se est aba gest ando un cam bio en la perspect iva int elect ual, y la im agen prim it iva del Hom bre Cazador no t ardaría m ucho en quedar eclipsada. Prim ero, varias ant ropólogas rechazaron el m achism o im plícit o en la hipót esis de la caza y propusieron una hipót esis alt ernat iva de la recolección. Est a hipót esis, que ot orgaba al ám bit o social la m ism a im port ancia que la hipót esis de la caza, pero en dirección cont raria, afirm aba que era la t ecnología asociada a la recolección, j unt o con los lazos sociales de las hem bras con sus crías, el elem ent o subyacent e diferenciador ent re los hum anos y los sim ios. Pese a que nunca llegó a alcanzar excesiva popularidad, la idea sirvió, sin em bargo, para alert ar a los est udiosos cont ra la influencia que pueden ej ercer los valores sociales cont em poráneos, fem inist as o m achist as, en la int erpret ación ant ropológica. Glynn t am bién se est aba alej ando de la hipót esis de la caza ent onces dom inant e, y opt ó por priorizar la singularidad de la cooperación alim ent aria ent re los hum anos. En sus propias palabras, «las presiones de la selección física que propició un aum ent o del
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t am año cerebral, est im ulando con ello la capacidad com unicat iva del hom ínido, fue una consecuencia del paso, hace unos dos m illones de años, de la caza- recolección individual a la caza- recolección com part ida». La llam ó la hipót esis colect ivist a ( food sharing hypot hesis) y la publicó en 1978. Más t arde explicaría: I ncluye la división del t rabaj o ent re m achos y hem bras, y un cam pam ent o- base com o foco social de int ercam bio y consum o de carne y alim ent os veget ales. Fui absolut am ent e explícit o al afirm ar que, aunque la carne fuera un com ponent e im port ant e de la diet a, pudo obt enerse m ediant e la caza, pero t am bién m ediant e la recuperación de anim ales ya m uert os. Sería difícil decir cuál de ellos prevaleció, dado el t ipo de evidencia arqueológica con la que cont am os. La nueva posición de Glynn result ó m uy convincent e, y yo escribí ent onces: «La hipót esis colect ivist a es una firm e candidat a para explicar qué es lo que sit uó a los prim eros hum anos en el cam ino hacia el hom bre m oderno». La hipót esis com binaba elem ent os de una econom ía m ixt a, t al com o vem os en los m odernos cazadoresrecolect ores, sin la im agen m achist a del Hom bre Cazador. La hipót esis de Glynn parecía coherent e con lo que aparecía en el regist ro fósil, en el arqueológico, y con lo que yo consideraba biológicam ent e razonable. Por eso m e alarm é —perplej idad es la palabra— cuando vi que el abandono de los supuest os m ás radicales de la hipót esis de la caza en favor de la m ás m oderada hipót esis colect ivist a era t an sólo el presagio de un cam bio en las percepciones int elect uales de la com unidad arqueológica. A una velocidad acelerada, m uchas de las ideas sobre el m odo de vida del Hom o prim it ivo iban desprendiéndose de m uchos de los elem ent os del acervo cazador y recolect or. Aquellos prot ohum anos no cazaban en absolut o; sólo recuperaban carne de anim ales m uert os, se decía. Y ni siquiera fueron carroñeros eficaces, sólo gorrones m arginales, que vivían del esfuerzo aj eno. Se descart aron los cam pam ent os base, y con ellos el m edio social de la cooperación, de la división del t rabaj o y del int enso aj edrez social. A m edida que t om aba cuerpo est e proceso de deshum anización de nuest ros ant epasados, sent ía com o si est uviera m irando un péndulo yendo de un ext rem o al ot ro, inexorablem ent e. En opinión de algunos ent usiast as de uno de los dos ext rem os del péndulo, el Hom o prim it ivo podía reconocerse com o hum ano sólo en su form a erguida, pero en nada m ás. Ext raño. Para explicar el avance de est e proceso, Glynn dij o: Em pezam os a darnos cuent a de que nuest ras int erpret aciones est aban profundam ent e influidas por una serie de presupuest os no verbalizados. Es m ás que probable que con la fabricación y la ut ilización de herram ient as de piedra, los prim eros hom ínidos em pezaran a alej arse del com port am ient o de sim io t radicional. Y el uso de esos út iles para obt ener cant idades im port ant es de carne les habría alej ado aún m ás t odavía. Pero nos dim os cuent a de que cuando hallábam os út iles y huesos fragm ent ados asociados, presuponíam os que allí t uvo que exist ir una relación causal, que los hom ínidos habían descuart izado y descarnado los huesos, quebrándolos para ext raer el t uét ano, et cét era. Así que Glynn presupuest os.
buscó un
nuevo yacim ient o arqueológico para verificar
est os
Es posible que los huesos anim ales t erm inaran en un lugar det erm inado com o
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result ado de algún t ipo de act ividad carnívora. Y es posible que m uchos huesos fragm ent ados y m uchos art efact os llegaran al m ism o lugar por razones t ot alm ent e independient es, sin relación alguna con los huesos anim ales. Teníam os que confirm ar la hipót esis de que los huesos y las piedras habían sido t ransport ados al yacim ient o por hom ínidos. Y t eníam os que cont rast ar la hipót esis de que las piedras se ut ilizaron para separar la carne de los huesos. El Yacim ient o 50 era una oport unidad para com probarlo. Ca pít u lo XI EL M ED I O H UM AN O Mient ras Glynn I saac em pezaba a revisar su int erpret ación del com port am ient o del prim er Hom o, Lewis Binford afilaba sus lápices para ent rar a saco en la arqueología africana. Binford, un arqueólogo de la Sout hern Met hodist Universit y de Dallas, es fam oso t ant o por obligar a los arqueólogos a revisar sus m ét odos de análisis y de int erpret ación, com o por el t ono ácido de sus crít icas. Por ej em plo, acusó a cuant os int erpret aban los conj unt os arqueológicos m ás ant iguos de África com o ant iguos asent am ient os hum anos, de «invent ar hist orias " fáct icas" acerca de nuest ro pasado hom ínido». Es un enfoque que llam ó la at ención, pero que irrit ó a m uchos est udiosos. A m í ent re ellos. Durant e m ucho t iem po, los arqueólogos habían m ás o m enos supuest o que el prim er Hom o t uvo que vivir com o los act uales cazadores- recolect ores o, al m enos, que fue una versión prim it iva de ese m odo de vida. Y daban por sent ado que cuando encont raban huesos y piedras asociados en el regist ro arqueológico, t enían que ser rest os de cam pam ent os de cazadores- recolect ores, con la diferencia de que t enían unos 1,5 m illones de años de edad. Est oy convencido de que Glynn t enía cient íficam ent e razón al decir que había que t om ar ciert a dist ancia e int ent ar dist inguir ent re presupuest os e int erpret aciones válidas. El Yacim ient o 50, que sería part e de esa revisión, se vio inm erso, hast a ciert o punt o, en lo que puede describirse com o la cam paña de celo iniciada por Binford. Glynn, en su afán por depurar sus int erpret aciones de cualquier prem isa no confirm ada y de hablar sólo a part ir de inferencias direct as, se hizo excesivam ent e prudent e. Binford se m ost ró escépt ico con las conclusiones de sus colegas acerca de los ant iguos asent am ient os, debido a su propia experiencia en el regist ro de los neandert hales, m iem bros de la fam ilia hum ana que vivieron en Eurasia hace ent re 135.000 y 35.000 años. Com paró la evidencia de su m odo de vida con la de los m odernos cazadoresrecolect ores. Lo que creyó ver le im presionó, sin duda. «Cuant a m ás inform ación recababa sobre la caza y los aspect os arqueológicos caract eríst icos de m odos de vida t ípicam ent e hum anos, t ant o m ás convencido est aba de que los prim it ivos seres hum anos —los neandert hales— fueron m uy diferent es de nosot ros. Si est o era ciert o, ent onces el ret rat o afable y fam iliar de los prim eros hom ínidos que nos t ransm it en Leakey e I saac para un periodo m ucho m ás arcaico m e parece cuant o m enos paradój ico.» Si las est rat egias de subsist encia de los neandert hales fueron t an t orpes y desorganizadas com o supone Binford, no es ext raño que t uviera dificult ades en acept ar que, hace casi dos m illones de años, el prim er Hom o ya había desarrollado los rudim ent os del m odo de vida cazador- recolect or. Para Binford, la vida cazadorarecolect ora es un desarrollo recient e de la hist oria hum ana. «Hace ent re 100.000 y
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35.000 años aparecieron las prim eras luces t enues y vacilant es de un m odo de vida basado en la caza. Nuest ra especie había llegado, pero no com o result ado de procesos graduales y progresivos, sino repent inos y brut ales en un periodo relat ivam ent e cort o de t iem po». Binford afirm aba que est a t ardía y explosiva llegada de gent es com o nosot ros fue el result ado de la repent ina invención del lenguaj e hablado. Mi posición es m uy diferent e. La vida de los cazadores- recolect ores ha fascinado a los ant ropólogos desde hace m ás de un siglo, y en las últ im as décadas se han llevado a cabo est udios m uy serios sobre los últ im os pueblos cazadores- recolect ores, vert iginosam ent e diezm ados. Es lógico que m uchos aspect os de la vida cazadora- recolect ora difieran ent re unos pueblos y ot ros, sobre t odo cuando el m edio es diferent e. Sería insólit o que, por ej em plo, los esquim ales del nort e helado organizaran su vida com o los bosquim anos san del desiert o de Kalahari. Con t odo, asom an unas paut as generales, y est as paut as im plican un t ipo de coherencia int erna respect o de las exigencias sociales y económ icas asociadas a la caza y la recolección. Por ej em plo, los pueblos cazadores- recolect ores suelen est ablecer su cam pam ent o base en un m ism o lugar durant e varios días, t al vez una o dos sem anas. Se procuran alim ent o en las inm ediaciones, recolect ando las plant as com est ibles disponibles y obt eniendo carne com o pueden. Luego, cuando los recursos em piezan a escasear, se t rasladan a ot ro lugar. Hay un const ant e cont rol y explot ación de los recursos, con frecuent es t raslados a nuevas áreas. Raram ent e se ut iliza un cam pam ent o m ás de una vez, a m enos que sea part icularm ent e rico en recursos, com o ocurre con los recursos m arinos de los am erindios de la cost a noroccident al. Tam bién las prim it ivas bandas de Hom o erect us t uvieron que ut ilizar el paisaj e de dist int as form as. Por consiguient e, no cabe esperar que t odos los conj unt os arqueológicos de huesos y piedras correspondan a rest os de ant iguos cam pam ent os base con idént ica organización. Aunque, evident em ent e, algunos de est os conj unt os sí que represent an cam pam ent os base. Pero, según Binford, est o no es así. «Los fam osos yacim ient os de Olduvai no son suelos de habit ación —concluía en su libro Bones: Ancient Men and Modern Myt hs. Ni uno solo—. La única im agen clara que se obt iene es la de unos hom ínidos que aprovechan los lugares de caza y m uert e de ot ros depredadores carroñeros en busca de las part es anat óm icas abandonadas de escaso cont enido alim ent icio, pero sobre t odo para ext raer el t uét ano.» De ahí que caract erice a los prot ohum anos com o «gorrones m arginales». Los conj unt os arqueológicos, según Binford, son el result ado del abandono de las piedras que los prot ohum anos llevaban consigo al lugar de m at anza de los carnívoros para, t ras quebrar algunos huesos y ext raer el t uét ano, seguir su cam ino. Una im agen m uy poco hum ana. Y la im agen es im port ant e, t ant o en el ám bit o cient ífico com o en ot ros ám bit os, t al vez m ás en ant ropología que en ninguna ot ra ciencia. La im agen influye en la m anera de int erpret ar la evidencia. En est e caso, en la m anera de int erpret ar el regist ro arqueológico: podem os ver rem iniscencias de la act ividad de criat uras sem ej ant es a los hum anos, o de criat uras m uy alej adas de cualquier caract eríst ica hum ana. Describir a los prim eros Hom o, incluido Hom o erect us, com o «gorrones m arginales» supone excluirlos de ot ros aspect os de la hum anidad. Pero si nuest ros ant epasados fueron cazadores m ínim am ent e hábiles, con com plej as vidas sociales, ent onces la consideración de ot ros aspect os de la hum anidad —el lenguaj e, la m oral, la consciencia— se hace m ás acept able. Est e es el quid filosófico del llam ado debat e
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«carroñero versus cazador». Para Glynn y sus colegas, uno de los focos de la invest igación en est e cont ext o seguía cent rado inevit ablem ent e en los rest os óseos de los conj unt os arqueológicos. Si se da por supuest o, t al com o sugiere la evidencia, que los hom ínidos t ransport aban realm ent e los huesos a sus cam pam ent os, cabe pregunt arse si los anim ales eran result ado de la caza o de la recuperación de carroña. Cuando un cazador m at a un anim al, puede llevarse al cam pam ent o las part es que prefiera. Un carroñero suele acceder al cadáver después, en segundo lugar, y sólo puede llevarse lo que el prim er depredador no se ha com ido o llevado. La elección, pues, de las part es del cuerpo es m ás lim it ada para el carroñero. Por consiguient e, las paut as de los conj unt os óseos en los cam pam ent os base de unos y ot ros t endrían que ser diferent es. Hast a aquí la t eoría. «En la práct ica es m uy difícil discrim inar ent re una paut a result ant e de la caza y una paut a result ant e de la recuperación secundaria», dice Rick. A veces es im posible. «Si un carroñero encuent ra el cuerpo de un anim al recién m uert o por causas nat urales, ent onces el carroñero puede disponer de t odas las part es del cuerpo, y la paut a ósea result ant e será sim ilar a la paut a de la caza. Y si el carroñero consigue ahuyent ar a un depredador m uy al principio, la paut a t am bién se parecerá a la de la caza. ¿Ent onces?» Es un duro desafío, un desafío que puede dar al t rast e con cualquier t ent at iva de solución. El ant ropólogo de Chicago, Richard Klein, uno de los m ás experim ent ados y concienzudos arqueólogos especializado en conj unt os óseos, no se m uest ra opt im ist a al respect o: «Los huesos pueden llegar a un yacim ient o de t ant as form as, y pueden haber sido som et idos a t ant as vicisit udes, que la cuest ión cazador versus carroñero en los hom ínidos t al vez no se resuelva nunca». Pero hay t ent at ivas alent adoras, com o la que ofrece uno de los hallazgos m ás insólit os de t odo est e episodio. Durant e décadas se pensó que los hom ínidos eran carnívoros, y se analizaron las piedras y los huesos recogidos en supuest os cam pam ent os base. Todo el m undo dio por sent ado que los hom ínidos habían ut ilizado los afilados út iles de piedra para descuart izar cuerpos de anim ales. Pero nadie había vist o una sola evidencia direct a de esa act ividad, ni rast ro de la huella de una punt a afilada cont ra el hueso, por ej em plo. En cam bio, sí pueden verse m arcas de cort es en los desechos óseos de los m odernos cazadores- recolect ores, independient em ent e de que hayan ut ilizado laj as de piedra o de acero. Pero en el regist ro arqueológico no era así. Más t arde, en el verano de 1979, t res invest igadores diferent es descubrieron huellas de cort es con independencia unos de ot ros, y con unos pocos m eses de diferencia. Fue una de esas adm irables coincidencias que ocurren a veces, com o si hubiera llegado el m om ent o adecuado para descubrir algo nuevo. Rick Pot t s encont ró m arcas de cort es. Pat Shipm an t am bién. Y lo m ism o le ocurrió a Henry Bunn, un m iem bro del equipo de Glynn. Las huellas aparecían en form a de pequeñas m uescas, con un perfil en form a de V, hincadas en la superficie del hueso fósil, en Olduvai y en Koobi Fora, preservando así la act ividad de los prim it ivos m at arifes del Pleist oceno. A veces los cort es est aban cerca del ext rem o del hueso, producidos, posiblem ent e, al descuart izar un cuerpo. Ot ras, las m arcas aparecían en lugares del hueso donde sólo pudo haber piel y t endones. «Por prim era vez aparecía un vínculo sólido ent re los út iles de piedra y al m enos algunos huesos fósiles m uy prim it ivos», dij o Pat , haciéndose eco del suspiro de alivio colect ivo de t oda la com unidad arqueológica. Fue un descubrim ient o im port ant e porque, dado el enfoque m ent al m inim alist a de algunos invest igadores, si no se
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conseguía est ablecer un vínculo causal ent re los huesos y las piedras, la int erpret ación de los conj unt os arqueológicos no pasaría de ser m era suposición. Yo est aba encant ado, aunque no sorprendido, de ver evidencia m at erial de m at anza arcaica. Aún m ás evocador fue el descubrim ient o de que en algunos huesos con m arcas de cort es había señales de dient es carnívoros. A veces est as ant iguas señales aparecían superpuest as, una m arca de cort e que at ravesaba una señal de dent ellada, y viceversa. «Cuando ves un cort e encim a de una huella de dent ellada, puedes est ar seguro de que se t rat a de un hom ínido carroñero», dij o Pat . Es evident e que el carnívoro llegó al hueso ant es que el hom ínido carnicero. Y cont inuaba: «Por desgracia, cuando aparecen huellas de dent ellada encim a de un cort e, el result ado es equívoco. Puede que el hom ínido m at ara al anim al. Pero t am bién puede que el anim al ya est uviera m uert o cuando llegó el hom ínido, y que ést e sólo arram bara con algunos pedazos. Luego t al vez llegara un carnívoro e hincara los dient es en el anim al. No se puede saber con cert eza». Ant e est a am bigüedad, ¿qué puede decirse sobre los carnívoros en general que pueda ser de ut ilidad? Prim ero, que exist en m uy pocos depredadores puros, com o el leopardo, y m uy pocos carroñeros puros, com o el buit re. La m ayoría de carnívoros se alim ent a de anim ales m uert os cuando les es posible, y cazan cuando no les queda m ás rem edio. No veo razón para que nuest ros ant epasados, una vez incorporada la carne a su diet a, no encaj aran en est a paut a. Sé por experiencia cuan fácil es conseguir carne cuando se es cazador, y para ello no hace falt a ir arm ado hast a los dient es. Los lazos y las t ram pas son m uy eficaces, a base de ram as arm adas con t iras de cort eza, t odo ello invisible en el regist ro arqueológico. De niño solía fabricar est e t ipo de t ram pas. Son fáciles de hacer y eficaces. Me sorprendería que una t écnica t an sencilla no pudiera rem ont arse m uy at rás en nuest ra hist oria, probablem ent e iniciada con la expansión del cerebro en Hom o. ¿Qué es lo que vem os con la aparición de Hom o? Vem os un rápido crecim ient o de la capacidad craneana, lo que t uvo que coincidir m ás o m enos con un aum ent o de la int eligencia que, ent re ot ras cosas, habría increm ent ado las capacidades t écnicas. I ncluso los chim pancés son hábiles en la caza organizada y colect iva —por ej em plo, cort ando las posibles vías de escape de la presa en la caza colect iva de m onos. Pero que sepam os no saben hacer ni poner t ram pas ni lazos para at rapar la presa. Creo probable que su m ayor int eligencia pudo perm it ir a los prim eros Hom o organizar la caza de una form a m ás cooperat iva y eficaz que los chim pancés, y fabricar lazos y t ram pas sencillas. Pero hay algo m ás en el prim er Hom o, algo que podría perfect am ent e am pliar nuest ra com prensión de la vida de est os ant epasados. Se refiere a la form a del cuerpo, y procede de dos invest igadores con perspect ivas m uy dist int as. «Nos enviaron un m olde del esquelet o de Lucy, y m e pidieron que lo preparara para exponerlo», recuerda Pet er Schm id, un paleont ólogo del I nst it ut o de Ant ropología de Zurich. Para los int eresados en la anat om ía del hom bre y del sim io, el I nst it ut o es un cent ro de m ucho renom bre. Allí, en los años cuarent a y cincuent a, Adolf Schult z creó una de las m ej ores colecciones m undiales de esquelet os de sim ios. La obra de Schult z fue el fundam ent o de gran part e de la anat om ía com parat iva cont em poránea, y su I nst it ut o acoge un fluj o const ant e de invest igadores que necesit an com prender la anat om ía del sim io. «Cuando em pecé a reconst ruir el esquelet o, esperaba que t uviera caract eríst icas t ípicam ent e hum anas. Todos hablaban de Lucy com o una criat ura m uy m oderna, m uy hum ana, así que m e quedé m uy sorprendido al ver lo que vi», dice
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Schm id. El problem a era el t órax. «Vi que las cost illas eran m ás redondas vist as de perfil, m ás parecidas a las de los sim ios —cont inúa Schm id—. El perfil de las cost illas hum anas es m ás liso. Pero la m ayor sorpresa de t odas fue la form a de la caj a t orácica. La caj a t orácica hum ana se parece a un barril, y yo no lograba dar a las cost illas de Lucy est a form a. Pero en cam bio sí pude reconst ruir una caj a t orácica con form a cónica, en form a de em budo, com o la de los sim ios.» Sabem os que Lucy t enía unos brazos anorm alm ent e largos y piernas relat ivam ent e cort as, pero se part ía del supuest o de que, siendo bípeda, su cuerpo era com o el de los m odernos hum anos. Tras la experiencia con la caj a t orácica, Pet er decidió seguir invest igando t oda la anat om ía de la part e superior del cuerpo. Est udió t odo el t ronco, la región lum bar y los hom bros. Quería saber cóm o se desplazaba Lucy — Aust ralopit hecus afarensis. Y concret am ent e, si podía correr erguida, com o los hum anos. Los hom bros, el t ronco y la cint ura son im port ant es para la acción de correr: los hom bros para el m ovim ient o de los brazos y el equilibrio; el t ronco para el equilibrio y la respiración; y la cint ura para la flexibilidad y el balanceo de las caderas. «Lo que se ve en Aust ralopit hecus no es lo que cabe esperar en un anim al bípedo de fácil y rápida carrera —dice Pet er—. Los hom bros eran dem asiado alt os y, asociados a un t órax en form a de em budo, no podían propiciar un adecuado balanceo de los brazos, en un sent ido hum ano. El individuo no habría podido elevar su t órax para poder respirar profundam ent e, que es lo que hacem os cuando correm os. El abdom en era panzudo, y no había cint ura, lo que habría lim it ado la flexibilidad necesaria para correr.» Es decir, Lucy y ot ros aust ralopit ecinos eran bípedos, pero no eran hum anos, al m enos por lo que se refiere a su capacidad para correr. Mient ras Pet er Schm id t rabaj aba con el esquelet o de Lucy en Zurich, Leslie Aiello se sum ergía en cifras en el Universit y College de Londres. Unas de esas cifras eran el peso y la alt ura de los m iem bros de un cuerpo m ilit ar especial de San Francisco. «Necesit aba dat os de algunos hum anos alt os, y cuando digo alt os, quiero decir m uy alt os», explicaba. No es fácil encont rar hum anos m ás alt os que aquéllos. Pero gran part e de sus dat os eran m ás convencionales: la t alla y el peso de los sim ios m odernos, y est im aciones del peso y la alt ura de varios especim enes hom ínidos, com o Lucy. Encont ró una paut a sorprendent e. Com parados con los hum anos, los sim ios t ienen una com plexión m uy robust a para su est at ura. Por ej em plo, un chim pancé de 1,80 m de alt ura puede llegar a pesar el doble que un hum ano m oderno de la m ism a t alla. Leslie quería saber cóm o encaj aban nuest ros ant epasados en est a com paración. «No hay duda. Los aust ralopit ecinos son com o los sim ios, y el grupo Hom o es com o los hum anos. Algo esencial ocurrió con la evolución de Hom o, y no sólo en el cerebro», dice. Tal vez deslum hrados por el t am año espect acular del cerebro hum ano —egot ist as com o som os— hem os prest ado m enos at ención a ot ros aspect os físicos de nuest ros ant epasados. Muchos se han referido a la eficacia de los aust ralopit ecinos bípedos, pero aquí había un análisis de caráct er m uy dist int o: «El desarrollo del físico hum ano pudo perfect am ent e ir asociado a un cam bio fundam ent al en la adapt ación hom ínida», concluye Leslie. Fuera cual fuere la razón y el obj et ivo de los prim eros hom ínidos para erguirse y andar sobre dos pies, algún aspect o im port ant e de la locom oción cam bió con el origen de Hom o.
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Con m enos corpulencia que los sim ios para una alt ura m ás o m enos idént ica, los hum anos poseen una superficie corporal relat ivam ent e m ayor para expulsar calor. Unas ext rem idades inferiores largas nos perm it en efect uar pasos m ás largos, y un cent ro de gravedad m ás baj o ( en la pelvis, y no en el t órax) reduce la inercia, o el last re, al andar o correr. Leslie sugiere que est os rasgos pudieron ser im port ant es para un hom ínido bípedo en pleno proceso de adapt ación a una m ayor act ividad en m edios t em plados y abiert os. Est a conclusión evoca im ágenes de hum ano, no de sim io, y se basa en est udios básicos de anat om ía, no en una fant asía desenfrenada. Es im port ant e. En el m om ent o en que se est aban desarrollando est os punt os de vist a, em pezó a asom ar una t ercera
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idea relevant e para el t em a, gracias, en part e, a una visit a a un m ecánico de aut om óviles y a una cart a providencial de un colega. Dean Falk, una ant ropóloga de la Universidad Est at al de Nueva York, en Albany, ha est udiado el int erior de los cráneos hom ínidos fósiles durant e casi dos décadas, y est á profundam ent e fam iliarizada con la inform ación que puede ext raerse de ellos. Una de las cosas que aprendió fue que los vasos sanguíneos que drenaban el cerebro de los hom ínidos podían corresponder a dos paut as. En los hom ínidos m ás ant iguos que se conocen y en la m ayoría de los aust ralopit ecinos, la sangre fluye por unos vasos sanguíneos, pocos pero básicos, que se hallan det rás del cerebro y luego por las venas yugulares. En Hom o es dist int o. La sangre fluye por una red m ucho m ás am plia de vasos sanguíneos, una paut a que se hace m ás sofist icada a lo largo de t oda la evolución. Est a diferencia llevó a Dean a proponer su llam ada t eoría del radiador. La conversación que sost uvo con su m ecánico, Walt er Anwander, un expert o que le reconst ruyó de arriba abaj o su coche de 1970, acabó de perfilar su t eoría. «Un día, cuando m e est aba cont ando lo que había hecho debaj o del capó —recuerda Dean—, Walt er m e indicó el radiador y m e dij o que el t am año del m ot or no puede ser m ayor de lo que puede enfriar.» Los hom ínidos son de alguna m anera t am bién com o un m ot or, y el enfriam ient o es im port ant e, sobre t odo para el cerebro. Poco después de la inst ruct iva observación de Walt er Anwander, Dean publicó algunos de sus result ados sobre los vasos sanguíneos craneales en los hom ínidos. Michel Cabanac, un fisiólogo francés, vio el inform e de Dean y le escribió, señalando que la evacuación de calor pudo llegar a ser especialm ent e im port ant e a m edida que se desarrollaba el cerebro en la hist oria hum ana. Tal vez las paut as de drenaj e descubiert as por Dean fueran pert inent es al respect o. Efect ivam ent e, pensó Dean, y pront o avanzó la idea de que la vast a red de venas sanguíneas del cerebro del prim er Hom o pudo facilit ar una prolongada act ividad product ora de calor. Pero no en los prim eros aust ralopit ecinos. Parece difícil, si no im posible, verificar la t eoría. Pero al m enos es coherent e con las inferencias basadas en la est ruct ura corporal de los aust ralopit ecinos y de Hom o, y la coherencia es a veces lo único posible en algunas t eorías cient íficas, sobre t odo en aquellas que t rat an del acont ecer hist órico. Cuando m e llegaron las prim eras not icias de est as ideas y de los result ados de Leslie Aiello y de Pet er Schm id, m e alegré. Me parecía que se cogía a los arqueólogos a cont rapié. El prim er Hom o se m e aparece com o una criat ura adapt ada a una diet a m ás diversificada al hacerse parcialm ent e carnívoro de una m anera físicam ent e act iva. Podía correr com o nosot ros si era necesario, y t enía m uchísim a resist encia, com o nosot ros. Est as son las señas de los cazadores hum anos. Los aust ralopit ecinos no poseían ninguna de est as caract eríst icas. No eran cazadores. Pero ¿qué hay de la idea según la cual, en t ant o que carnívoros, los prot ohum anos operaron desde cam pam ent os base est acionales, y de que ya est aba em ergiendo un m edio social e int elect ual de t ipo hum ano? Hem os vist o que el periodo de la infancia en Hom o erect us t uvo que ser prolongado debido a la inm adurez del cerebro infant il al nacer. ¿El Yacim ient o 50 es un ej em plo de est e t ipo de cam pam ent o base, o es t an sólo una sim ple aglom eración de huesos y piedras de escaso int erés ant ropológico, com o sugería Binford? Los t res años de pacient e t rabaj o en el yacim ient o dieron sus frut os, ofreciendo dat os int errelacionados de calidad y envergadura nunca alcanzados en un yacim ient o arqueológico prim it ivo. Al final, Glynn y sus ayudant es pudieron dem ost rar que los
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huesos con rest os de carne habían sido arrast rados hast a el yacim ient o, m uy probablem ent e por los m ism os prot ohum anos. Algunos de los huesos llevaban m arcas de cort es; ot ros habían sido quebrados con hachas. Los út iles de piedra fueron fabricados en el yacim ient o por uno o m ás individuos de la banda Hom o erect us. Sabem os t odo est o porque Ellen Kroll pudo ensam blar en part e algunos de los cant os rodados de los que procedían m uchas de las lascas producidas. Y en una int eligent e invest igación m icroscópica, Larry Keeley, de la Universidad de I llinois, y Nick Tot h, de la Universidad de I ndiana, pudieron dem ost rar que algunas de las lascas de piedra habían sido ut ilizadas para m anipular carne, hierba y m adera. Est os diversos enfoques t ransform an nuest ra im agen —m i im agen, al m enos— del Yacim ient o 50, de un lugar esporádico de m at anza, a un asent am ient o de act ividad m últ iple; es decir, un cam pam ent o est acional de cazadores- recolect ores. Glynn fue m ás caut o. El Yacim ient o 50 dem ost ró efect ivam ent e lo que él sospechaba: los hom ínidos de est e periodo t ransport aban piedras y huesos a un lugar det erm inado, escogido, y ut ilizaban herram ient as de piedra para obt ener carne. Pero dej ó de llam ar a est os lugares «cam pam ent os base» para referirse a ellos com o «lugar cent ral de alim ent ación». En una conferencia que conm em oraba el cent enario de la m uert e de Darwin, dij o: «Hoy creo que, de m uchas form as, el sist em a de com port am ient o fue m enos hum ano de lo que creí al principio». Creo que Glynn est aba siendo dem asiado caut o, dem asiado influido Por aquel péndulo. Y cont inuó: «Tengo la profunda sospecha de que si est os hom ínidos vivieran act ualm ent e, los colocaríam os en un zoológico, no en un m edio académ ico». No est oy diciendo que el j oven t urkana fuera hum ano com o nosot ros lo som os act ualm ent e. Pero rechazo la idea de que la hum anidad em ergiera repent ina y t ardíam ent e en nuest ra evolución. Sospecho que est a posición ext rem a obedece a un deseo de ver acept adas las propias ideas en una at m ósfera int elect ual poco corrient e, un proceso inconscient e pero m uy fuert e. Muchos creen que los hum anos son t an diferent es del rest o del m undo anim al que no pueden acept ar la idea de que seam os un product o de la evolución, com o una especie m ás. Tal vez algunos ant ropólogos reaccionan frent e a est a posición poco cient ífica ensalzando las cualidades hum anas especiales a la hora de ofrecer explicaciones cient íficas de nuest ros orígenes. Me parece m ucho m ás razonable, y m ucho m ás coherent e con la evidencia, la idea de que esas cualidades t an com plej as com o son la conciencia, la m oral, y la ét ica, se desarrollaron a lo largo de un prolongado periodo de nuest ra hist oria. Creo que el j oven t urkana vivió en un m edio social rico, cuyos elem ent os reconoceríam os com o hum anos. E int uyo que cuando m urió, su fam ilia pudo sent ir y com part ir sent im ient os de pesar m ucho m ás parecidos a los que experim ent an los m odernos hum anos que a los que sient en los chim pancés.
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Cu a r t a pa r t e EN BUSCA D E LOS H UM AN OS M OD ERN OS Ca pít u lo XI I EL M I STERI O D E LOS H UM AN OS M OD ERN OS
El dest ino de los neandert hales const it uye uno de los m ás viej os problem as de la paleont ología y uno de los m ás act uales. Los neandert hales evolucionaron por prim era vez hace unos 135.000 años, y al parecer ocuparon una gran franj a de Eurasia, desde la Europa occident al hast a el Próxim o Orient e, y desaparecieron definit ivam ent e hace 34.000 años. Desde que se descubrieron sus huesos ext raordinariam ent e robust os en el valle del Neander cerca de Dusseldorf, en 1856, el debat e se ha cent rado en t orno al lugar de los neandert hales en la hist oria hum ana. ¿Fueron un callej ón sin salida ext inguido, una ram a del árbol genealógico hum ano llam ada a ext inguirse? ¿O fueron, de alguna form a, ant epasados de los pueblos m odernos de Europa? La anat om ía del Neandert hal cent ró la at ención de aquel largo debat e. Est as gent es prim it ivas fueron de com plexión robust a, con ext rem idades fuert es y m uy m usculosas. Su cerebro era grande, algo m ayor que la m edia de un cerebro hum ano m oderno. Pero la anat om ía de la cabeza era ext raordinaria. El cráneo era largo y baj o, con un «m oño» det rás y cej as prom inent es en la frent e. Y la cara era única en la hist oria hum ana. I m aginem os un rost ro hum ano m oderno hecho de gom a. Tirem os de la nariz unos cent ím et ros. El result ado es una part e cent ral de la cara ext rañam ent e proyect ada hacia afuera, pero t odo su ent orno, no sólo la nariz. Así es, a grandes rasgos, la cara del neandert hal. La pregunt a es la siguient e: ¿pudo una form a anat óm ica t an chocant e form ar part e de la fisonom ía de las m odernas poblaciones europeas? Si ant es la cuest ión se abordaba est rict am ent e en t érm inos de anat om ía, ahora se plant ea, aunque indirect am ent e, en t érm inos de laborat orio de genét ica m olecular, sobre t odo en los Est ados Unidos. Y en enero de 1988 los result ados de la invest igación m erecieron la port ada de Newsweek, lo que da una idea del int erés y de la espect acularidad de la nueva perspect iva propuest a. El enfoque de la genét ica m olecular consideró el problem a del neandert hal com o part e de un problem a m ás am plio, el del origen de los hum anos anat óm icam ent e m odernos en general. De ahí el t ít ulo un t ant o provocat ivo y equívoco elegido por los edit ores de la revist a para la hist oria: «The Search for Adam and Eve». Según los dat os de la genét ica m olecular present ados en el art ículo de Newsweek, los hum anos m odernos evolucionaron por prim era vez hace unos 150.000 años, en alguna part e del África subsahariana. ¿Y los neandert hales? Había que dej arlos a un lado, una especie hum ana ext inguida que no aport ó ninguna cont ribución a las poblaciones m odernas; ninguna cult ura, ningún gene, nada. El efect o de est as afirm aciones de los genet ist as m oleculares provocó una polarización desconocida en el debat e sobre los orígenes hum anos —y, com o part e cent ral de ese debat e, sobre la suert e de los neandert hales. Tal vez la ret órica fue t an ácida, t ant o en público com o en privado, porque los dat os t enían que ver con genes, no con huesos. El fuego prendió porque el represent ant e principal de los dat os m oleculares, el bioquím ico de Berkeley Alian Wilson, decidió no ocult ar su desdén hacia algunas de las opiniones
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ant ropológicas. Vim os que Wilson m erecía confianza a raíz de su enfoque m olecular: él y su colega Vincent Sarich t uvieron razón una vez respect o de los dat os genét icos, cuando afirm aron que los hum anos y los sim ios com enzaron a divergir hace 5 m illones de años, y no hace 15 m illones com o nosot ros los ant ropólogos veníam os proponiendo hacía t iem po. Las conclusiones a que llegan Wilson y sus colegas ahora sobre el origen de los hum anos m odernos son t an radicales hoy com o lo fue en su día, en 1967, la fecha para la divergencia sim io- hum ano. ¿Vuelven a est ar en lo ciert o?
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Ant es de abordar t odos los porm enores de est a com plej a hist oria, hay que t om ar una ciert a dist ancia y ver la t ot alidad del cuadro. Se t rat a del origen del hom bre m oderno, de la aparición final de la hum anidad. La t ela del cuadro es grande y de variada t ext ura. En t érm inos de t iem po evolut ivo, abarca el periodo de nuest ra hist oria desde hace dos m illones de años hast a el final de la últ im a glaciación, hace unos diez m il años. En t érm inos de anat om ía, reconst ruye la m ut ación desde una criat ura de com plexión at lét ica, m usculosa, bípeda, y con un cerebro relat ivam ent e grande ( el prim er Hom o y Hom o erect us) , hast a una criat ura ágil, bípeda, y t am bién de gran cerebro ( los hum anos anat óm icam ent e m odernos, Hom o sapiens sapiens) . En t érm inos de t ecnología, t raza un cam bio desde un conj unt o m odest o y est able de una docena de út iles, rast rea un caleidoscopio de ingenio, con cient os de diseños m uy cualificados que van y vienen con una rapidez vert iginosa y desconocida. En últ im a inst ancia, y lo m ás significat ivo, concierne a la evolución de la m ent e hum ana y, por consiguient e, al sent ido est ét ico, al sent ido m oral, al sent ido de la invención, y al de la curiosidad acerca de nuest ro lugar en el universo de las cosas. Algunos est udiosos han dicho que el origen de los hum anos m odernos fue t an im port ant e com o la aparición del m ism o género Hom o. Dicen que som os el product o de un repent ino despert ar cognit ivo, que generó un nivel m oderno de lenguaj e hablado y de conciencia. Si fue así, podría considerarse uno de los t res grandes avances en la hist oria hum ana: el origen del bipedism o; el origen de un gran cerebro; y el origen de la conciencia int rospect iva. Est a progresión es convincent e y at ract iva. ¿Pero cóm o saber si es correct a? Cient íficam ent e, nos vem os confinados a la evidencia m at erial —fósiles, art efact os y ot ros obj et os t angibles del regist ro— siendo com o son t an escasos. Tam bién es ciert o que, en t ant o que product os de aquel cam bio — nosot ros—, en t ant o que seres curiosos y poseídos de una necesidad t an profunda de com prender, nos vem os t ent ados —lo que t am bién es lógico— a ir m ás allá de esa evidencia. Cosa acept able sólo si se reconoce claram ent e dónde t erm ina la inducción cient ífica y dónde em pieza la especulación. Si la evolución t ranscurrió t al com o se suele im aginar, ent onces el cuadro basado en la evidencia fósil y arqueológica sería sim ple y arm onioso. Se habría dado una «m odernización» cont inua y gradual de la anat om ía hum ana desde el prim er Hom o, pasando por Hom o erect us, hast a Hom o sapiens sapiens —un esquelet o m enos t osco, un cerebro m ayor, una cara m enos prom inent e, huesos craneanos m ás delicados, y prem olares m ás pequeños. Y, paralelam ent e, habría evolucionado una t ecnología y est ilos est ét icos cada vez m ás sofist icados. En ot ras palabras, cabría esperar la event ualidad de poder m edir las fases del cam bio y un progreso est able hacia una m et a esperada. Pero la evolución no funciona así; su rit m o y su form a varían en el espacio y en el t iem po. La t area del biólogo consist e en int ent ar com prender qué significan realm ent e las paut as en el m arco de cualquier hist oria evolut iva concret a. ¿Cuál es la paut a global de la hist oria hum ana de los últ im os dos m illones de años, sobre t odo en los últ im os 1,6 m illones de años, que fueron t est igo de la evolución y desaparición de Hom o erect us y de la fut ura evolución de Hom o sapiens! Por desgracia, el regist ro fósil correspondient e al periodo com prendido ent re los 1,6 m illones de años y el present e es m ucho m enos com plet o de lo que los ant ropólogos desearían y sospecho que m ucho m ás exiguo de lo que los no ant ropólogos creen. El m apa ant ropológico de est e periodo puede parecer densam ent e poblado de nom bres fam osos com o el Hom bre de Java, el Hom bre de Pekín, el Hom bre de l'Aragó, el Hom bre de Heidelberg, el Hom bre de Solo, el Hom bre de Broken HUÍ , el Hom bre de
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St einheim , el Hom bre de Bodo, y m uchos ot ros. Pero en realidad el regist ro de cualquier región geográfica concret a es m uy desigual, lo que dificult a la ident ificación del cam bio evolut ivo. No exist e, por ej em plo, ningún espécim en unívoco de Hom o erect us en t oda Europa, en ninguna part e. Est e vacío en el regist ro del Viej o Mundo cont ribuye, creo yo, al act ual desacuerdo en t orno al origen de los hum anos m odernos.
Sí puede decirse, en cam bio, que dondequiera que se encuent re un espécim en de Hom o de ent re 1,6 m illones y m edio m illón de años de ant igüedad, puede et iquet arse com o Hom o erect us: individuos alt os, fuert es, con cerebros relat ivam ent e grandes, un cráneo bast ant e alargado, huesos craneanos gruesos, cara y cej as prom inent es. ( En est e periodo no hay t razas de prom inencia en la part e cent ral de la cara t an caract eríst ica de los neandert hales.) Adem ás, después de los 35.000 años, t odo lo que se encuent ra es Hom o sapiens sapiens, los hum anos m odernos. Por consiguient e, debem os dar razón de ese periodo com prendido ent re m edio m illón de años y 35.000 años, cosa nada fácil. Hay m uchos fósiles de est e periodo escurridizo ( incluidos, claro est á, los neandert hales) , pero la paut a no es nada sim ple, y las int erpret aciones son t ot alm ent e divergent es. Lo m ás evident e —y m enos sat isfact orio— que puede decirse sobre est os fósiles es que no parecen ser ni una cosa ni ot ra, ni Hom o erect us ni Hom o sapiens sapiens, sino que com binan elem ent os de am bos. Los neandert hales ent ran en est a
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cat egoría: su gran cerebro proclam a su m odernidad, pero su esquelet o robust o y su cráneo se acercan al legado de un pasado m ás prim it ivo. Práct icam ent e lo m ism o puede decirse del Hom bre de Pet ralona, un cráneo grande y m uy robust o descubiert o hace m ás de veint e años en una cueva llena de est alact it as a unos cincuent a kilóm et ros al surest e de Tesalónica, en Grecia, El Hom bre de Pet ralona es m ás viej o que cualquier neandert hal, y dat a posiblem ent e de hace unos 300.000 años. Tiene un gran cerebro, de unos 1.250 cm 3 , es decir, unos 100 cm 3 m enos que la m edia del hum ano m oderno; su cara y sus cej as son m enos prom inent es que las de Hom o erect us, pero m ás que las de los hum anos m odernos; el hueso craneano es grueso. Una perfect a m ezcla de ant iguo y nuevo, un aparent e m osaico de rasgos. Lo m ism o ocurre con el Hom bre de l'Aragó ( Taut avel) , una cara y un cráneo parcial procedent es de una cueva en las est ribaciones de los Pirineos franceses. Mis am igos Henri y Marie- Ant oinet t e de Lum ley han venido organizando durant e años excavaciones ext ensivas en est a cueva, a unos pocos kilóm et ros del pueblecit o de Taut avel. El Hom bre de l'Aragó, aunque de apariencia m ás prim it iva que el neandert hal, posee t am bién ese m osaico de rasgos, m ezcla de ant iguo y m oderno, cóm put os de los fluj os y reñuj os evolut ivos de nuest ra hist oria. Henri y MarieAnt oinet t e t ienen la im presión de que la cara pudo arrancarse de un cadáver para ser ut ilizada com o m áscara en algún t ipo de rit ual. No hay form a de saber si est o fue así, claro, pero por m uy fascinant e que pueda parecer la idea, la prudencia cient ífica m e lleva a dudar de ello. Una docena aproxim ada de especim enes despliegan el m ism o t ipo de m osaico que aparece en el Hom bre de l'Aragó y en el de Pet ralona, con variant es regionales en África, Asia y Europa. Algunos de esos nom bres nos result an fam iliares, ot ros m enos. No hay duda de que algo est aba ocurriendo en est e periodo, escarceos de act ividad evolut iva en t odo el Viej o Mundo. Debido a los elem ent os de m odernidad de est os especim enes —especialm ent e el m ayor t am año cerebral y una cara m enos prom inent e—, se los conoce hace t iem po com o «.sapiens arcaicos». Con ello se pret endía reconocer que est aban en el um bral del género sapiens pero sin ser t odavía plenam ent e sapiens. lan Tat t ersall rechaza la expresión de sapiens arcaico y la t ilda de «t erm inología equívoca» porque, dice, «es una form a de eludir la verdadera cuest ión». La cuest ión a que se refiere es la necesidad de decidir qué significa la m ezcla de rasgos ant iguos y m odernos en la hist oria evolut iva. «No t iene sent ido m et erlo t odo en el m ism o saco, sobre t odo si no hay realm ent e un nom bre para ello —dice lan—. El t érm ino sapiens arcaico es t an sólo un saco donde t odo cabe y no t iene nada que ver con la realidad biológica. Cualquier paleont ólogo especializado en m am íferos que viera diferencias m orfológicas que dist anciaran a los hum anos m odernos de sus precursores, y a est os últ im os ent re sí, no t endría ninguna dificult ad en reconocer varias especies dist int as.» Tres especies, o t al vez incluso cuat ro, dice. Com o ya dij e ant es, yo soy part idario de «cuant as m ás especies hom ínidas, m ej or». No t engo dificult ad en acept ar la coexist encia de varias especies hom ínidas, t al y com o hacen los m onos del Viej o Mundo en la act ualidad. Y espero que, hace ent re dos y t res m illones de años, hubiera incluso m ás hom ínidos de los que hoy est am os dispuest os a reconocer. Pero debo adm it ir m i resist encia ant e la idea de la coexist encia de t res o cuat ro especies hum anas hace unos cient os de m iles de años, en el um bral de Hom o sapiens sapiens. Se t rat a aquí de hum anos, gent es m uy próxim as a nosot ros, que, si llegáram os a conocerlos, serían espej os de nosot ros m ism os.
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«La insist encia en incluir form as t an diversas com o las de Pet ralona, St einheim , Neandert hal, y a t i y a m í en una única especie Hom o sapiens t iene que ser de origen sociológico», dice lan. «La única explicación racional para la asociación t axonóm ica conj unt a de est os fósiles t an enorm em ent e dispares es la creación de un " Rubicón m ent al" inconscient e, probablem ent e en t orno a los 1.200 cm 3 . Hay que aplaudir ese generoso sent im ient o liberal que lleva a la inclusión en el género Hom o sapiens de t odos los hom ínidos cuyo t am año cerebral encaj a cóm odam ent e con la gam a m oderna», añade, con un ciert o t ono sarcást ico. ¿Seré yo uno de esos «generosos liberales» por creer que est os fósiles de gran cerebro sí m erecen la apelación de sapiens? No lo creo. Un gran cerebro es el product o y el m ot or de la evolución en est a fase t ardía de nuest ra hist oria, e ignorar su significación en est a serie de fósiles es conservador y poco generoso, para seguir con la m et áfora de lan. Pero el t em a dom inant e aquí es cóm o encaj a el t em a de la form a anat óm ica en la paut a m ás global, en la evolución de los hum anos m odernos. Hay dos int erpret aciones. En un ext rem o est á la noción de una fuert e cont inuidad evolut iva en el t iem po y en el espacio, una fuerza evolut iva inexorable que lleva de Hom o erect us a sapiens arcaico y a Hom o sapiens sapiens. Dondequiera que se est ablecieran las poblaciones de Hom o erect us en el Viej o Mundo, afirm a est e m odelo, Hom o sapiens sapiens habría em ergido vía un sapiens arcaico int erm edio ( incluido los neandert hales en Europa) , int eract uando unos con ot ros a t ravés del cont act o y del fluj o genét ico. Se conoce com o el m odelo m ult irregional, y hace quince años lo describí ut ilizando la analogía siguient e: «Si cogem os un puñado de guij arros y los lanzam os a una balsa de agua, cada guij arro form ará ondas expansivas que m ás pront o o m ás t arde se t oparán con las ondas expansivas de los ot ros guij arros. La balsa represent a el Viej o Mundo con su población básicam ent e sapiens; el lugar donde cae cada guij arro es un punt o de t ransición hacia Hom o sapiens sapiens; y las ondas expansivas son las m igraciones de los hum anos realm ent e m odernos». Es una ilust ración gráfica de la idea, y hace poco he vist o varias versiones de ella, sobre t odo desde que el debat e se ha puest o al roj o vivo. Pero ya no est oy t an seguro com o ent onces de que sea correct o. Una de las razones de la at racción que ej erce est e m odelo, al m enos para m i es que cont iene la idea de la inevit abilidad de la hist oria hum ana, un im pulso evolut ivo que, una vez est ablecido, llevaba irrevocablem ent e a la hum anidad que hoy conocem os. Est o puede sonar a m úsica de predest inación del genero hum ano, la convicción de que el proceso est aba ya escrit o. Sé que m uchos lo creen así, pero no es m i caso. Me parece razonable plant ear si el desarrollo de una cult ura m at erial elaborada y de una com unión social e int elect ual ext ensiva pudieron o no cam biar de alguna form a las reglas de la evolución en nuest ros ant epasados inm ediat os. Concret am ent e sospecho que pudo crearse una ret roalim ent ación posit iva, en la que est e t ipo de m edio social e int elect ual pudiera propiciar su propio desarrollo fut uro. En ot ras palabras, la cult ura t uvo que ser un com ponent e act ivo de la selección nat ural, int ensificándola aún m ás. Mi padre solía decir que, a t ravés de la cult ura, los hum anos se dom est icaron efect ivam ent e a sí m ism os. Com o se sabe, la dom est icación —de plant as y anim ales— propicia un cam bio evolut ivo rápido. Por analogía, la em ergencia de hum anos t ot alm ent e m odernos pudo verse acelerada por los efect os de la cult ura. Si est o es correct o, ent onces la evolución hacia el sapiens com plet am ent e m oderno habría ocurrido dondequiera que hubiera t enido lugar el im pulso evolut ivo m ism o —es decir, una evolución m ult irregional. Pero nuevos fósiles y nuevas dat aciones para los viej os fósiles han em pezado a
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convencer a m uchos de m is colegas de que el m odelo m ult irregional es incorrect o. No creo que el regist ro fósil haya dado su últ im a palabra, pero es lo suficient em ent e sugerent e com o para obligar al m ás t est arudo m ult irregionalist a a considerar la segunda int erpret ación alt ernat iva. ¿Y qué es lo que ést a ofrece? La idea cent ral es que, en lugar de evolucionar dondequiera que se est ableciera Hom o erect us, Hom o sapiens sapiens se originó com o un único acont ecim ient o evolut ivo — una especiación— en una población geográficam ent e aislada. A part ir de ahí, los hum anos ya com plet am ent e m odernos se expandieron desde est a región geográfica inicial, sust it uyendo a las poblaciones prem odernas exist ent es ( incluidos los neandert hales) por t odo el Viej o Mundo. Hace quince años, en un art ículo ya clásico sobre el t em a, William Howells, de la Universidad de Harvard, llam ó a est e m odelo la hipót esis del Arca de Noé. Desde ent onces t am bién se la conoce com o la hipót esis del Jardín del Edén y, con la evidencia m ás recient e de la genét ica m olecular, la hipót esis de la Eva Mit ocondrial. Am bos m odelos —el m ult irregional y el del Arca de Noé— difícilm ent e podrían ser m ás dist int os, t ant o por lo que se refiere a los m ecanism os evolut ivos subyacent es im plicados com o a las predicciones relat ivas al regist ro fósil. El m odelo m ult irregional, por ej em plo, describe la t ransición evolut iva de una especie reconocida a ot ra ( de Hom o erect us a Hom o sapiens sapiens, pasando por fases int erm edias, los sapiens arcaicos) en África, Asia y Europa. ¿Hast a qué punt o result a verosím il en t érm inos, por ej em plo, de la act ual genét ica poblacional? «I ncluso en condiciones ecológicas idént icas, cosa m uy excepcional en la nat uraleza, unas poblaciones geográficam ent e aisladas divergirán ent re sí y pueden volver a experim ent ar un aislam ient o reproduct ivo», observa Shahan Rouhani, una genet ist a del Universit y College de Londres. O sea que, dadas las dist int as condiciones ecológicas que prevalecieron en África, Asia y Europa en aquella época —y que siguen prevaleciendo aún hoy—, el aislam ient o reproduct ivo pudo ser una realidad ent re las poblaciones de Hom o erect us y de sapiens arcaico en el Viej o Mundo. «Creo que el m odelo m ult irregional de los orígenes del hum ano m oderno no es, por consiguient e, t eóricam ent e plausible». El ant ropólogo de la Universidad de Michigan Milford Wolpoff, el act ual defensor de la versión m oderna del m odelo m ult irregional, no est á de acuerdo: «Hubo un considerable fluj o genét ico ent re poblaciones —dice—; el fluj o genét ico es el ret iculado que conect a poblaciones ent re sí». Unidas de est e m odo, poblaciones geográficam ent e dist ant es pueden ent onces evolucionar de form a concert ada, aunque no necesariam ent e de form a sim ult ánea, siguiendo una t rayect oria com ún. Esa t rayect oria, dice Milford, se urde m ediant e la crecient e elaboración de una cult ura ent re nuest ros ant epasados. En ciert o m odo, la cult ura prot ohum ana es no sólo un product o del com port am ient o de nuest ros ancest ros, sino t am bién part e de la presión select iva que obliga a la evolución a avanzar. Es una idea con la que m e sient o bast ant e ident ificado. Pero debo adm it ir que la idea de una evolución m ult irregional por im pulso cult ural queda fuera de lo que m uchos genet ist as ent ienden por biología poblacional. «Las poblaciones m uy ext ensas poseen una inercia genét ica —explica Luigi Lúea Cavallisforza, un genet ist a de la Universidad de St anford—. Las m ut aciones t ardarían m uchísim o t iem po en reproducirse en est e t ipo de poblaciones. No veo cóm o podría funcionar el m odelo m ult irregional.» ¿Ofreció la cult ura una com unalidad ent re las poblaciones prem odernas que las unificó de form a que pudieran prom over un cam bio
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genét ico relat ivam ent e rápido en una am plia área geográfica? Yo no podría asegurarlo, y creo que nadie puede m ost rarse dogm át ico al respect o, ni en un sent ido ni en ot ro. El m odelo alt ernat ivo —la hipót esis del Arca de Noé— es diferent e por lo que se refiere al m ecanism o evolut ivo y, en gran part e, est á m ucho m ás en consonancia con las prem isas de la genét ica poblacional hoy acept adas. Según est e m odelo, poblaciones geográficam ent e aisladas de una especie habrían desarrollado con el t iem po una diversidad genét ica ent re ellas. Baj o est as circunst ancias pudo darse un cam bio genét ico —por m ut ación— en una de esas poblaciones. En cuyo caso, pudo est ablecerse localm ent e, en una zona rest ringida, una nueva especie, que est aría aislada en t érm inos reproduct ivos de la especie original. En la m edida en que los biólogos pudieran det erm inarlo, podrían ent onces aparecer dos especies est recham ent e em parent adas ent re sí allí donde originalm ent e sólo hubo una, y las dos podrían cont inuar viviendo una al lado de ot ra, o llegar a ocupar t errit orios diferent es. La hipót esis del Arca de Noé es insólit a, en el sent ido de que post ula la ext inción t ot al y com plet a —en un área geográfica vast ísim a— de la especie original, dej ando a las dos nuevas especies en espléndido aislam ient o. Los m ecanism os evolut ivos subyacent es a am bos m odelos difieren radicalm ent e ent re sí, al igual que las predicciones de lo que el regist ro fósil debería reflej ar. Si el m odelo m ult irregional es correct o, ent onces en cada región del m undo debería haber una serie de fósiles m ost rando rasgos cada vez m ás m odernos, pero con claras diferencias locales profundam ent e arraigadas. Es decir, que deberían poderse det ect ar algunas caract eríst icas anat óm icas de los m odernos asiát icos en los individuos sapiens arcaicos, e incluso en los Hom o erect us, de la región. Lo m ism o cabría decir para las caract eríst icas africanas y europeas. En cam bio, según la hipót esis del Arca de Noé, no cabe esperar una cont inuidad de caract eríst icas regionales desde la época de Hom o erect us hast a hoy, sino la presencia de hum anos anat óm icam ent e m odernos prim ero en una sola región del m undo —el lugar del fenóm eno de la especiación. Est as form as m odernas podrían encont rarse m ás t arde en ot ras part es del m undo a m edida que fueron m igrando desde el lugar de origen, sust it uyendo en ese proceso m igrat orio a las poblaciones exist ent es. Considerado en su globalidad, habría pues un solo y único punt o de origen, a part ir del cual una oleada de hum anos m odernos habría m igrado en t odas direcciones, relegando a t odas las poblaciones hum anas preexist ent es al olvido evolut ivo. Am bos m odelos t ienen asim ism o dist int as im plicaciones por lo que se refiere a las m odernas caract eríst icas raciales. En el m odelo m ult irregional, por ej em plo, el product o final de una larga hist oria evolut iva serían diferencias raciales asociadas a los dist int os grupos geográficos. Diferencias profundam ent e arraigadas. En el m odelo del Arca de Noé, las diferencias raciales serían m anifest aciones recient es, el product o de una diferenciación genét ica recient e. Sus raíces serían poco profundas. Mi am igo St ephen Jay Gould est á convencido de que el m odelo del Arca de Noé es correct o, y aplaude sus im plicaciones. «Todos los hum anos m odernos form an una ent idad unida por lazos físicos de descendencia de una raíz africana recient e», escribía hace un par de años. Si algo hay que aprender del est udio de los orígenes hum anos, es la unidad de la hum anidad. «Som os una sola especie, un solo pueblo», escribí hace unos quince años en Origins. Ent onces est e era para m í uno de los m ensaj es m ás profundos que el est udio de los orígenes hum anos podía aport ar a una visión m oderna de nosot ros m ism os y de nuest ro fut uro. I ncluso desde una perspect iva m ult irregional, que ent onces defendía, el m ensaj e era inequívoco. Si el m odelo del Arca de Noé es correct o, y t odos los pueblos m odernos descienden de una población africana recient e,
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ent onces, com o dice St eve, nuest ros lazos físicos son aún m ás est rechos. Desde un punt o de vist a em ocional, m e sient o fuert em ent e at raído, com o es lógico, por el m odelo del Arca de Noé. Sus im plicaciones van a la par con m is convicciones —y m is esperanzas— sobre la hum anidad. ¿Pero qué dice la evidencia m at erial al respect o? Del est udio de esa evidencia cabría esperar una respuest a nada am bigua, pero nada m ás lej os de la realidad. Mis colegas ant ropólogos est án divididos respect o al regist ro fósil, la m it ad apoya una form a de m odelo m ult irregional, y la ot ra m it ad una form a de la hipót esis del Arca de Noé.
Part e del problem a radica en el propio regist ro fósil, t an incom plet o. En gran part e de las regiones del m undo exist en enorm es y largas lagunas t em porales. Est as lagunas hacen difícil, si no im posible, est ablecer vínculos evolut ivos seguros ent re las poblaciones que vivieron hace un m illón de años y las act uales. Adem ás, no hay acuerdo sobre la im port ancia regional de los elem ent os anat óm icos individuales —el t am año del póm ulo, la form a de la frent e o del dient e incisivo. Algunos est udiosos afirm an que sí pueden ident ificar verdaderas caract eríst icas regionales. Ot ros lo niegan. Me com placería profundam ent e que el regist ro fósil apunt ara firm em ent e hacia una sola conclusión. Pero es evident e que m is colegas no lo creen así. Pero aunque lo int ent e, t am poco yo est oy en posición de resolverlo: sencillam ent e no veo ningún indicio irrefut able. En est as circunst ancias, el propio esfuerzo cient ífico debe concent rarse no sólo en la caza de fósiles, sino en la búsqueda de evidencia independient e.
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Adent rém onos en la Eva Mit ocondrial. Ca pít u lo XI I I LA EVA M I TOCON D RI AL Y LA VI OLEN CI A H UM AN A
«La m adre de t odos nosot ros. Una t eoría cient ífica»: est e t it ular del ej em plar del 24 de m arzo de 1986 del San Francisco Chronicle fue para m ucha gent e la prim era not icia de que t odos nosot ros podem os rem ont ar part e de nuest ra herencia genét ica hast a una prim era y única hem bra que vivió en África hace unos 150.000 años. Lógicam ent e la expresión «m adre de t odos nosot ros» evocaba una especie de Eva bíblica africana, y el nom bre ha prevalecido, t ant o en la lit erat ura cient ífica com o en la no cient ífica. Eva nació a part ir de elem ent os genét icos m oleculares, concret am ent e del laborat orio de Alian Wilson, en Berkeley. En principio ahí había, en t odo caso, una línea independient e de invest igación sobre la cuest ión de los orígenes del hum ano m oderno, una línea suscept ible de im ponerse allí donde la evidencia fósil había fracasado. Serem os t est igos del nacim ient o de la Eva Mit ocondrial y verem os qué recepción le dispensaron aquellos que t rabaj an con fósiles. Y verem os cóm o est a línea de invest igación se eleva a la alt ura de ot ras indicaciones t angibles del regist ro prehist órico: la arqueología, el indicador del com port am ient o de nuest ros ant epasados. Em pecem os por la Eva Mit ocondrial. Gran part e de la invest igación genét ica se cent ra en los crom osom as del núcleo de las células, donde se alm acena la m ayor part e de la inform ación genét ica. Pero una pequeña cant idad de genes se encuent ran en unas est ruct uras llam adas m it ocondrias, que t ienen la función de producir energía en la célula. Los ADN m it ocondriales t ienen dos propiedades int eresant es que los hacen especialm ent e út iles para seguir el rast ro de la hist oria evolut iva de poblaciones recient es. Prim era, el ADN acum ula m ut aciones m uy rápidam ent e, por lo que act úa com o un reloj m olecular acelerado. Segunda, dado que las m it ocondrias se heredan por vía m at erna —de m adres a hij os— ofrecen a los genet ist as una vía relat ivam ent e sencilla para reconst ruir acont ecim ient os evolut ivos de la población. En t eoría, el análisis de las paut as de la variación genét ica de los ADN m it ocondriales ent re las poblaciones hum anas m odernas debería perm it ir a los ant ropólogos det erm inar cuándo y dónde evolucionaron los prim eros m iem bros de los hum anos anat óm icam ent e m odernos. Est o sería, en efect o, el árbol genealógico de Hom o sapiens sapiens. Varios laborat orios asum ieron el ret o a principios de los ochent a, ent re ellos el de Douglas Wallace y sus colegas de la Universidad Em ory, en At lant a, y el de Alian Wilson y sus colegas de Berkeley. Am bos laborat orios habían producido unos m odest os result ados cient íficos hast a ent onces, cuando finalm ent e en 1986 ocuparon los grandes t it ulares. Apenas t ranscurrido un año desde la hist oria de «la m adre de t odos nosot ros» del San Francisco Chronicle, Wilson y sus colaboradores, Rebecca Cann y Mark St oneking, escribían en Nat ure que la evidencia de los ADN m it ocondriales confirm aba una de las t eorías ant ropológicas: «La t ransform ación de form as arcaicas en form as anat óm icam ent e m odernas de Hom o sapiens t uvo lugar en África hace unos 100.000- 140.000 años». Todos los act uales hum anos son descendient es de aquella población africana, añadían. En ot ras palabras, el equipo de Berkeley había confirm ado que el grado global de variación genét ica en los ADN m it ocondriales de las poblaciones m odernas es m odest o,
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lo que significaba un origen relat ivam ent e recient e de los hum anos m odernos. Pero de t odas las poblaciones exist ent es, las africanas t ienen las raíces genét icas m ás profundas, lo que sugiere que una población africana est uvo en el origen de t odas las dem ás. Est e m odelo encaj a con la hipót esis del Arca de Noé. Dada la dinám ica inusual de la herencia m it ocondrial, el rast ro de los ADN m it ocondriales de cada hum ano vivient e puede rem ont arse en la hist oria hast a una sola hem bra, que vivió en África hace m ás de 100.000 años, según el equipo de Berkeley. De ahí el t érm ino popular de Eva Mit ocondrial. De hecho, result a un t ant o equívoco, porque esa única hem bra de la que derivan t odos nuest ros ADN m it ocondriales form aba part e de una población de hum anos de aquella época, así que no se t rat a de una única m adre. Est a población pudo incluso ser bast ant e im port ant e cuant it at ivam ent e, t al vez cont ó con unos diez m il individuos. La idea de Adán y Eva, padre y m adre lit erales de t odos nosot ros, es una ext ravagancia sensacionalist a. Cuando Wilson y los suyos publicaron est as conclusiones a principios de 1987, poseían dat os de sólo 145 individuos, que represent aban a varias poblaciones del Viej o Mundo —de África, Asia, Caucazo, Aust ralia y Nueva Guinea. Act ualm ent e, con m ás de cuat ro m il individuos cont rast ados, el m ensaj e sigue siendo el m ism o. Una part e crucial de las conclusiones es que cuando los hum anos m odernos se expandieron hacia ot ros cont inent es, sust it uyeron a las poblaciones exist ent es, sin m ezcla genét ica, sin hibridación. Form as arcaicas de Hom o sapiens habrían est ado ya present es en Asia desde hace m uchísim o t iem po ( en la época de Hom o erect us) , de m odo que sus ADN m it ocondriales habrían acum ulado gran cant idad de m ut aciones. En el caso de que se hubiera dado una m ezcla genét ica por cruce, algunas, al m enos, de est as m it ocondrias se habrían incorporado a las poblaciones m igrat orias de hum anos anat óm icam ent e m odernos. Ent onces las ant iguas m it ocondrias asiát icas est arían present es —y serían det ect ables— en las poblaciones asiát icas m odernas. «No hay evidencia de est os t ipos de ADN m it ocondriales ent re los asiát icos est udiados —según Wilson y sus colegas—. Así que proponem os que Hom o erect us de Asia fue sust it uido sin dem asiados cruces por el invasor, Hom o sapiens de África.» Dada su adhesión al m odelo del Arca de Noé basado en la evidencia fósil, Christ opher St ringer acogió la evidencia de los ADN m it ocondriales com o una sólida confirm ación de sus posiciones. Un año después de la publicación del art ículo de Wilson en Nat ure, Chris y su colega en el Museo Brit ánico, Pet er Andrews, publicaron un art ículo en Science, present ando concert adam ent e la evidencia fósil y la evidencia genét ica. Parecía una com binación convincent e. Y advert ían que «los paleoant ropólogos no pueden seguir ignorando im punem ent e la crecient e riqueza de los dat os genét icos im plicados en las relaciones ent re poblaciones hum anas». El art ículo de St ringer- Andrews supuso un paso im port ant e en el acalorado debat e, e im presionó a m uchos, t am bién a m í. Me hizo pensar que había que sopesar m uy seriam ent e la evidencia genét ica del laborat orio de Wilson. Un años después, en febrero de 1989, t uve que presidir un congreso sobre evolución m olecular en Lake Tahoe, en California. Com o en los años set ent a m e había m ost rado m ás ret icent e que m uchos a acept ar la evidencia genét ica de Wilson y Sarich en favor de un origen recient e ( hace cinco m illones de años) de los hom ínidos, pensé que ahora t enía la ocasión de reequilibrar la balanza. En el t ranscurso de m i ponencia m encioné los ADN m it ocondriales e indiqué que «est aba dispuest o a dej arm e persuadir por esa evidencia». Rodeado com o est aba por genet ist as y biólogos m oleculares, im aginé que
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era lo m ás convenient e, y t am bién lo m ás adecuado cient íficam ent e. Así que m e quedé m uy sorprendido cuando, acabada m i conferencia, y ya en el bar, varios part icipant es, incluido el organizador St ephen O'Brien, m e acorralaron para decirm e: «No t iene por qué t ragarse esa t eoría de la Eva Mit ocondrial. Nosot ros no la hem os acept ado». St eve y sus am igos m e dieron sus razones para considerar incorrect a aquella hipót esis. Wilson no est uvo en el congreso para defender su post ura, así que salí de Lake Tahoe con la m ent e replet a de los pot enciales peligros de la hist oria m it ocondrial: t al vez Wilson había calculado m al el rit m o del reloj m it ocondrial; ant iguas m it ocondrias pudieron perderse por azar, im pulsadas t al vez por irrupciones ocasionales en el t am año de poblaciones locales; t al vez la selección nat ural favoreciera alguna variant e m it ocondrial de recient e evolución, elim inando así los linaj es m ás ant iguos. Tal com o m e había dicho O'Brien, cualquiera de est as posibilidades podría dar la im presión, equivocada, de una población aparecida recient em ent e. Desde el congreso de Lake Tahoe est e t ipo de crít icas se fueron abriendo cam ino, por boca sobre t odo de Milford Wolpoff. En febrero de 1990, Milford y una m edia docena de colegas de la m ism a opinión organizaron un debat e en la reunión anual de la Am erican Associat ion for t he Advancem ent of Science, en Nueva Orleans, con el obj et o de «condenar ese desat ino de la Eva Mit ocondrial». Uno t ras ot ro, t odos los conferenciant es present aron evidencias en favor de la cont inuidad regional y cont ra la especiación local; en favor de int erpret aciones alt ernat ivas de los ADN m it ocondriales y en cont ra de la idea de la Eva africana. Fue una present ación m uy sólida, y at raj o a m uchísim os m edios de com unicación, con t it ulares com o «Cient íficos cont ra la t eoría de una " Eva" en la evolución hum ana» y «Los últ im os avances dem uest ran que no t odo se lo debem os a Eva». Chris St ringer, que est aba dando una conferencia en ot ra sala, describió el sem inario ant iEva com o «un eficaz y poderoso art e de vender». Uno del equipo de asalt o de Milford, David Frayer, de la Universidad de Kansas, resum ió la honda reacción cont ra la obra de Wilson diciendo que «los fósiles son la verdadera evidencia». Yo m ism o, com o «persona de fósiles», puedo sim pat izar con ese sent im ient o. Cuando se cont em plan fósiles, puede verse la anat om ía, puede palparse la m orfología y, si se t iene el oj o algo experim ent ado, puede llegarse a ident ificar las relaciones evolut ivas. Los fósiles, después de t odo, son los rest os t angibles de lo que realm ent e ocurrió en nuest ra hist oria. Tengo la fe suficient e en nuest ra capacidad de int erpret ar la anat om ía fósil com o para creer —con la adecuada evidencia— que algún día podrem os reconst ruir la hist oria del pasado. Pero t am bién hem os aprendido del pot encial de la evidencia genét ica. Todo ant ropólogo que decida ignorarla o caract erizarla de evidencia m arginal est ará adopt ando una opción arriesgada, com o advert ían Chris St ringer y Pet er Andrews. Al m ism o t iem po, la evidencia genét ica conoce t odas las incert idum bres que caract erizan t oda disciplina cient ífica. Y hast a que los propios genet ist as no alcancen una unanim idad acerca de la validez de los dat os del ADN m it ocondrial, com o se evidenció en febrero de 1992, parece m ás prudent e m ost rarse caut eloso a la hora de acept ar una int erpret ación de est os dat os. Al final el t em a quedará zanj ado no por aquellos que m ás chillan o que m ás publican, sino por la calidad de la propia evidencia. Y, dado que los invest igadores van en pos de la m ism a parcela hist órica, la evidencia fósil y la evidencia genét ica deberán finalm ent e ser coherent es ent re sí. Ocurre que la coherencia t al vez ya est é ahí, aunque es un poco pront o para
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decirlo. Mient ras que Wilson y sus colegas est udiaban los dat os basados en los ADN m it ocondriales, algunos invest igadores europeos est aban aplicando la t écnica de la dat ación por t erm olum iniscencia a veint e especim enes de sílex carbonizado procedent es de una cueva de I srael. Los result ados dieron una edad aproxim ada de los rest os óseos de hum anos anat óm icam ent e m odernos encont rados en la cueva de Jebel Qafzeh, cerca de Nazaret , ent re 1935 y 1975. Esos result ados fueron una sorpresa, y cont ribuyeron a hacer m ás plausible la hipót esis de la Eva prehist órica. Próxim o Orient e es int eresant e geográficam ent e, sit uado com o est á en la int ersección ent re África y el rest o del Viej o Mundo. Los descendient es de una población africana fundadora de los hum anos anat óm icam ent e m odernos, si es que exist ió, habrían pasado a t ravés de est e est recho corredor t errest re para expandirse lent am ent e hacia el nort e. Pero t radicionalm ent e los individuos de Qafzeh no se habían int erpret ado en est e cont ext o supra- africano. Durant e años se les había ot orgado una edad aproxim ada de unos 40.000 años, con lo que encaj an perfect am ent e con la idea de una evolución local a part ir de poblaciones m ás ant iguas. Ést as eran neandert hales, cuyos rest os se pueden encont rar en varias cuevas de la zona, ent re ellas en el yacim ient o de Kebara. Los neandert hales de Kebara t ienen unos 60.000 años, así que t enía que ser una población que, m ilenios m ás t arde, evolucionó hacia los rasgos m ás m odernos de Hom o sapiens sapiens present es en la población de Qafzeh. O al m enos eso es lo que se creía. La nueva dat ación de Qafzeh, publicada en febrero de 1988, hacía im posible est a cronología. Según el grupo europeo, ent re ellos Bernard Vanderm eersch de la Universidad de Burdeos, los hum anos anat óm icam ent e m odernos de Qafzeh vivieron hace m ás de 90.000 años. Es decir, que est as gent es ya est aban en la región com o m ínim o t reint a m ilenios ant es que los neandert hales de Kebara. Por consiguient e, los neandert hales no pudieron evolucionar hacia form as hum anas anat óm icam ent e m odernas, ni en Próxim o Orient e ni en el rest o de Europa. Los neandert hales desaparecieron de Próxim o Orient e hace unos 45.000 años, unos 10.000 años ant es de hacerlo en Europa occident al. La int erpret ación m ás lógica de est os hechos parece ser la sust it ución de los neandert hales por poblaciones inm igrant es de hum anos anat óm icam ent e m odernos. Pero no olvidem os que est os argum ent os se basan en la dat ación de fósiles, no en un análisis anat óm ico. Si las fechas cam biaran, t am bién cam biaría la progresión evolut iva. Si es ciert o que hum anos anat óm icam ent e m odernos ocuparon el Próxim o Orient e hace 90.000 años, ¿de dónde procedían? «Hay varias candidat uras para ident ificar rest os de hum anos m odernos ant eriores a los de Qafzeh en el África subsahariana — dice Chris St ringer—. Est á la cueva Border, con quizás 130.000 años, y t am bién la desem bocadura del río Klasies ( Klasies River Mout h) , de casi 100.000 años, am bas en Sudáfrica. Est as fechas son un t ant o dudosas, sobre t odo la de la cueva Border, pero yo creo que podríam os buscar el origen de los hum anos m odernos en alguna part e del África orient al, con m igraciones hacia el nort e y hacia el sur.» En el África orient al hay varios fósiles de prim it ivos hum anos m odernos —en Kenia, Tanzania y Et iopía—, aunque por lo general no es posible precisar su dat ación. Pero sí son pot enciales candidat os a m iem bros de la población fundadora de Chris. Supongam os que los hum anos m odernos sí evolucionaron en el África orient al hace m ás de 100.000 años. Y supongam os que llegaron al Próxim o Orient e hace unos 90.000 años, donde coexist ieron con neandert hales durant e al m enos 40.000 años, ant es de m igrar hacia el nort e. ¿Cóm o explicar est e periodo t an insólit o de cuat ro m ilenios de coexist encia ent re hum anos m odernos y neandert hales? ( Hubo un periodo
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de coexist encia m ucho m ás breve en Europa occident al cuando los hum anos m odernos llegaron a est a part e del cont inent e.) Es difícil de im aginar. Una posibilidad es que la coexist encia fuera m ás ilusoria que real. El clim a durant e est e periodo de la hist oria de la Tierra —el Pleist oceno superior— fue inest able, plagado de glaciaciones. En algunas épocas, el Próxim o Orient e habría experim ent ado un clim a t em plado, y en ot ros m om ent os, un clim a m ás cam biant e. Hay evidencia de cam bio en la flora, de bosque t em plado a pinares, y viceversa, t odo en el espacio de dos m il años. Si bien est o puede parecer largo para los crit erios t em porales a que est am os acost um brados, es un brevísim o int ervalo en el t iem po geológico. ¿Cóm o clim as t an fluct uant es pudieron crear, y en t an poco t iem po, la ilusión de m uchos m ilenios de coexist encia ent re neandert hales y hum anos m odernos? Los neandert hales eran la quint a esencia de unas gent es adapt adas a clim as fríos, t al com o puede apreciarse en su m aciza anat om ía y en su ocupación de zonas sept ent rionales de Eurasia, incluso durant e las fases m ás frías del Pleist oceno superior. Los prim eros hum anos m odernos, en cam bio, fueron gent es esencialm ent e adapt adas a clim as t em plados, cosa que se evidencia en una com plexión m ás ágil. Quizás durant e los periodos m ás fríos m igraran hacia el sur, y abandonaran el Próxim o Orient e. Los neandert hales, que t am bién m igraron hacia el sur, pudieron sent irse a gust o en el Próxim o Orient e. Durant e fases clim át icas m ás t em pladas, am bas poblaciones se habrían dirigido hacia el nort e, los neandert hales abandonando el Próxim o Orient e, los hum anos m odernos asent ándose en él. Est e j uego de cam bio de sillas clim át ico, dicen algunos est udiosos, pudo m ant ener a am bas poblaciones a dist ancia, separadas. Su único cont act o habría ocurrido, por lo t ant o, cuando cada una de ellas encont raba rest os de la ocupación de la ot ra en su com ún radio de acción. Sólo cuando los hum anos m odernos aprendieron a sobrevivir y a prosperar en clim as m ás fríos pudieron dirigirse hacia el nort e, al t errit orio de los neandert hales, lo que em pezaron a hacer hace m enos de 50.000 años. ¿La coexist encia com o ilusión o com o realidad? Es una pregunt a difícil de responder. No exist e evidencia unívoca de cruce, com o podría ser la exist encia de individuos híbridos; no hay indicaciones de int ercam bio m ediant e cont act o o com ercio; ninguna insinuación de violencia, com o podría ser un t raum a evident e o, por ej em plo, un individuo neandert hal devorado en un cam pam ent o sapiens. Nuest ra m ej or respuest a radica t al vez en la t ecnología, en los út iles con que cada una de aquellas poblaciones canalizaron su int eracción con el m edio, según diferent es adapt aciones y cost um bres. Hace un m illón de años, poblaciones de Hom o erect us em pezaron a em igrar de África para ext enderse por varias regiones del Viej o Mundo, llevando consigo la t ecnología achelense, es decir, la capacidad para fabricar grandes út iles afilados, com o hachas de m ano y raederas. Por consiguient e, en gran part e de Europa y de Asia, los conj unt os de út iles que se encuent ran en yacim ient os de m ás de 250.000 años son t ípicam ent e achelenses. Los conj unt os lít icos del est e asiát ico no present aban út iles achelenses y se parecían m ucho a la t écnica de los cant os t rabaj ados de los t iem pos preachelenses. La prim era gran innovación t ecnológica sobrevino hace unos 200.000 años. Los arqueólogos la llam an la t écnica levallois; represent a un salt o en la capacidad cognit iva, porque requiere la preparación de grandes núcleos lisos, es decir, que se requiere algo así com o «ver» en una roca det erm inada la form a deseada, y no sim plem ent e producir unas cuant as lascas a part ir de un núcleo. Con el núcleo previam ent e preparado, pueden ahora labrarse lascas de diferent es t am años, y cada una puede sufrir t odavía ot ras t allas y ret oques. El result ado es un conj unt o de por lo m enos unos veint e o t reint a t ipos dist int os de herram ient as, con punt as y filos y
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curvas inédit as ant eriorm ent e. Al cont em plar una colección de est as nuevas herram ient as, se int uye una disposición m ent al dist int a, una int eracción cualit at ivam ent e diferent e con el m undo. En general, los út iles producidos con est a t écnica levallois ofrecen la profunda im presión de im aginación y de diseño. Cabe im aginar que la com plej idad del diseño claram ent e im pregnado en la piedra, com o evidencia la colección, fue t am bién una m anifest ación de una m ayor com plej idad de pensam ient o, de lenguaj e y de int eracción social. Est as piedras m udas, product os de la t écnica levallois, revelan un cam bio real en la senda de la hist oria hum ana. De hecho, la t énica levallois form ó part e de la indust ria m ust eriense, que surgió al m ism o t iem po en el nort e de África, en Europa y en el Próxim o Orient e. Los conj unt os m ust erienses, que deben su nom bre al yacim ient o de Le Moust ier, en la Dordoña francesa, incluyen cuchillos de dorso rebaj ado, raspadores, hachas de m ano, dent iculados y punt as; el conj unt o puede alcanzar un t ot al de sesent a t ipos dist int os. En su m ayoría, los conj unt os m ust erienses est án asociados a los yacim ient os neandert hales y probablem ent e son part e de la adapt ación global de los neandert hales. En t odo el Viej o Mundo, sobre t odo en el África subsahariana y en part es de Asia, aparecieron t ecnologías de sim ilar dest reza producidas por poblaciones cont em poráneas de los neandert hales. Est as t ecnologías se conocen con diferent es nom bres locales dem asiado difíciles para verlos ahora en det alle. Todo est o puede parecer hart o com plicado, sobre t odo a m edida que se va ent rando en det alles. Pero la paut a global es sim ple: hubo una innovación t ecnológica hace unos 200.000 años, que se convirt ió en la part e cent ral de un nuevo conj unt o lít ico m ás sofist icado. Luego prevaleció la est abilidad durant e al m enos ot ros 100.000 años. De nuevo ot ro periodo inim aginable —para nosot ros— sin innovaciones. Y cuando la innovación se present ó, prendió un fuego que ardió con una llam a definit ivam ent e hum ana. Lent am ent e, y prim ero en África, em ergió la nueva t ecnología, basada en hoj as est rechas, no en lascas anchas. Las hoj as se fabricaban a part ir de un núcleo preparado para t al fin m ediant e la punt a de un ast a o algo sim ilar. Luego se seguían desbast ando las hoj as para producir út iles m ucho m ás finos. La nueva t ecnología fue el inicio de un t orrent e de innovación est ilíst ica cuyos periodos de cam bio se calculan en m ilenios, ya no en cient os de m iles de años. La arqueología de est e fascinant e periodo es algo inciert a en sus fases iniciales, sobre t odo debido a la escasez de yacim ient os bien fechados en África. Aunque se encuent ran út iles de hoj a en los conj unt os m ust erienses, de hecho son excepcionales. En est a nueva fase que, por convención arqueológica, se llam a Edad de la Piedra Tardía en África y paleolít ico superior en Europa, las hoj as definen de hecho la t ecnología. Son su m ism a esencia. El prim er indicio aparece prim ero en África, hace poco m enos de 100.000 años, pero su progresión es difícil de det ect ar en los pocos yacim ient os arqueológicos que allí se conocen. En la Europa occident al la t area es m ás fácil, debido a su m ayor t radición cient ífica y a la riqueza de sus yacim ient os. La t écnica se inició allí hace unos 40.000 años y conoció una rápida aceleración.
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Si bien la indust ria de hoj as es la esencia del paleolít ico superior, por prim era vez se explot a el hueso y el ast a com o m at eria prim a, lo que posibilit a la fabricación de im plem ent os ext rem adam ent e finos, com o aguj as perforadas para confeccionar ropa. Est as indust rias t am bién van asociadas a la t alla de obj et os personales y ut ilit arios, y a grabados y pint uras en las paredes de las cuevas. A part ir de est e m odelo global podem os decir que el origen de Hom o erect us coincide est recham ent e con la innovación achelense; y que la int ensificación de la innovación del paleolít ico superior y de la Edad de la Piedra Tardía est á asociada a los hum anos
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m odernos. Pero no exist e un claro indicio arqueológico que indique inequívocam ent e la aparición de los hum anos anat óm icam ent e m odernos m ás prim it ivos que se conocen, ni un cam bio en el regist ro arqueológico que coincida claram ent e con la llegada de Hom o sapiens, t al com o puede verse en el regist ro fósil. Es ciert o que en Europa occident al la aparición de t écnicas m odernas —el paleolít ico superior— coincide con la aparición de los hum anos m odernos, hace unos 40.000 años. Pero casi con t oda seguridad represent a la llegada lit eral de est as gent es a la región, no una t ransform ación biológica in sit u. Sí vem os aparecer el inicio de la t écnica de hoj as, que ha acabado por definir la t ecnología del hum ano m oderno en África hace unos 100.000 años. Pero es un desarrollo lent o, no una explosión t écnica. En m i opinión no parece el t ipo de m ut ación que est am os buscando ent re pre- sapiens y sapiens. Y sabem os, claro, que en el Próxim o Orient e exist en hum anos m odernos, com o los de Qafzeh, pero hay una t ot al ausencia de t écnica e indust ria m oderna. Parece, pues, que hubo un desaj ust e ent re la evolución de la form a hum ana m oderna y la llegada de la t ecnología m oderna. Lo que significa, creo, que es un error int ent ar vincular rígidam ent e la anat om ía hum ana al com port am ient o hum ano. Lo único ciert o sobre el com port am ient o hum ano es que es flexible, que depende de las circunst ancias físicas y las cost um bres locales. Los prim eros hum anos m odernos de una región pudieron organizar su t écnica de una form a, y los de ot ra zona de m anera dist int a. Diferent e, pero con el m ism o grado de cognición hum ana subyacent e. Ot ro fact or de confusión es que el regist ro arqueológico sólo puede proporcionar, por definición, una m ínim a indicación de lo que realm ent e ocurrió. Una t écnica t osca de út iles de piedra, por ej em plo, pudo servir para una rudim ent aria preparación de carnes y veget ales, sim plem ent e para consum o cont ra el ham bre. Pero el m ism o conj unt o de út iles pudo ut ilizarse para preparar alim ent os en el m arco de un rit ual m ás elaborado. En cam bio, el regist ro arqueológico puede m uy bien no dist inguir am bas cosas. Gran part e de lo que es im port ant e en el com port am ient o hum ano social y rit ual result a invisible en el regist ro arqueológico. Las ricas t radiciones sociales de los aborígenes aust ralianos, por ej em plo, se expresan visualm ent e a t ravés de m at eriales t ales com o plum as, obj et os de m adera, dibuj os de arena pint ada, y sangre: ninguno de ellos podría «congelarse» en el t iem po com o part e de un regist ro arqueológico. Lo m ism o cabe decir de sus cant os, danzas, m it os y t at uaj es corporales rit uales. Por lo t ant o, t enem os que reconocer que el regist ro arqueológico es, en el m ej or de los casos, una guía m ínim a del pasado, especialm ent e de esa part e del pasado que m ás nos int eresa: las t areas de la m ent e. La pregunt a sobre la nat uraleza del regist ro nos lleva a ot ra, que es priorit aria: ¿qué t ipo de cam bio adapt at ivo pudo est ar asociado al origen de los hum anos com plet am ent e m odernos? Algunos de m is colegas afirm an que las est rat egias de caza se hacen en est e m om ent o m ás com plej as. Lewis Binford sugiere que los hum anos prem odernos fueron cazadores incom pet ent es, en el m ej or de los casos, sin ningún t ipo de capacidad para la planificación, la t ecnología o la organización que necesit an los verdaderos cazadores. Los caract eriza de carroñeros oport unist as. Es una post ura excesivam ent e radical para m i gust o, y la evidencia de Richard Klein m e parece m ás convincent e. A t ravés de su labor en la Universidad de Chicago y su t rabaj o de cam po en Sudáfrica, Klein m uest ra que las gent es prem odernas fueron m odest os aunque com pet ent es cazadores de caza m ayor, pero no de anim ales de presa peligrosos, com o podrían ser
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el búfalo, el j abalí, el elefant e o el rinoceront e. Los seres que él analizó procedent es de la cueva del río Klasies, de la Edad de la Piedra Media, preferían concent rarse en el ant ílope, m ás previsible. Pero en el yacim ient o de la Edad de la Piedra Tardía de la cueva de Nelson Bay hay evidencia de que los hum anos anat óm icam ent e m odernos que allí vivieron eran capaces de cazar anim ales m ás peligrosos, incluido el búfalo y el j abalí. Klein describe est e cam bio en el t iem po com o «un cam bio im port ant e de com port am ient o». Por desgracia t ales cam bios son, en su m ayoría, im posibles de dem ost rar de form a concluyent e en est e periodo fascinant e de nuest ra hist oria. Ot ra explicación de la evolución del hum ano t ot alm ent e m oderno, popularizada hace ya t iem po, es la expansión final y decisiva de la capacidad lingüíst ica. Alian Wilson alim ent ó est a visión, y llegó incluso a sugerir que la m ut ación crucial est aba localizada en el m at erial genét ico de las m it ocondrias, no en el núcleo, com o m uchos creían. Ya analizarem os m ás adelant e con m ayor det alle la im port ancia de la evolución del lenguaj e hablado para la idea de hum anidad, pero aquí quisiera hacer dos observaciones. Prim ero, que m e result a inconcebible que el rápido increm ent o del t am año del cerebro que vem os en la evolución del género Hom o no reflej ara, de alguna form a, una capacidad crecient e para el lenguaj e hablado. Y segundo, m e result a igualm ent e inconcebible pensar en una especie hum ana con una capacidad lingüíst ica idént ica a la nuest ra, pero sin llegar a ser com plet am ent e m oderna, com plet am ent e hum ana. Por lo t ant o, sí, una int ensificación increm ent ada e im port ant e del lenguaj e hablado pudo perfect am ent e ser part e de la evolución final de los hum anos m odernos, ya sea en el m arco del m odelo m ult irregional o a t ravés de la especiación local. Si consideram os que la evolución de los hum anos t ot alm ent e m odernos im plica una vent aj a adapt at iva para la cognición y el com port am ient o, est am os obligados a t om ar en consideración aquel posible largo periodo de coexist encia con las poblaciones neandert hales en el Próxim o Orient e. Las capacidades de subsist encia de los neandert hales t uvieron ent onces que ser t ant o o m ás eficaces que las de Qafzeh, porque, de no ser así, se habrían enfrascado en una serie de luchas por el acceso a los recursos. Dado que el hiat o hum ano fue de hecho m uy est recho, t odavía result a m ás pert inent e la idea de que una posible vecindad ent re est as dos poblaciones se produj era en un periodo t an largo. La falt a de evidencia de una hibridación genét ica —cruzam ient o genét ico— podría t am bién significar diferencias considerables ent re las poblaciones. Tal vez unas diferencias abism ales de com port am ient o im pidieron efect ivam ent e el cruce; o las uniones ent re am bas poblaciones t al vez fueran est ériles. No t enem os evidencia direct a. Pero sabem os que, una vez acabada la coexist encia en el Próxim o Orient e, las poblaciones de gent es com o nosot ros se ext endieron rápidam ent e por t oda Europa y Asia. La coexist encia ent re poblaciones est ablecidas y las recién llegadas en am bos cont inent es fue breve, t al vez uno o dos m ilenios. Pero t am poco exist e evidencia sólida de cruce ent re neandert hales est ablecidos allí y los hum anos m odernos recién llegados. Pero sabem os que se conocieron: la t écnica chat elperroniense lo dem uest ra. Durant e años est a indust ria const it uyó un m ist erio. Descubiert a en el oest e de Francia, es una m ezcla curiosa de la t écnica de lascas t ípicam ent e neandert hal y de la t écnica hum ana m oderna de hoj as, incluidos obj et os de hueso y de m arfil, razón por la cual se la consideró una t ecnología int erm edia ut ilizada por gent es en t ransición evolut iva ent re los neandert hales y los hum anos m odernos. Est a int erpret ación se basaba en la t radición de una cont inuidad evolut iva ent re am bas especies. Pero el descubrim ient o de Bernard Vanderm eersch y de Francois Lévéque en 1979 de dos individuos
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neandert hales asociados a un conj unt o chat elperroniense en la cueva de St . Césaire echó por t ierra aquella idea. Parece que los neandert hales habían adopt ado algunas de las t écnicas de fabricación de út iles de las nuevas poblaciones recién llegadas a sus t ierras. Com o no hay evidencia clara de m ezcla genét ica, de cruce, ent re neandert hales y hum anos anat óm icam ent e m odernos en est a zona de Europa occident al, yo creo que el cont act o —y el int ercam bio t ecnológico— pudo t ener lugar en un cont ext o com ercial. El com ercio ent re t ribus t ecnológicam ent e prim it ivas en el m undo m oderno suele ir acom pañado del int ercam bio de m uj eres, por lo general en el m arco del est ablecim ient o de alianzas polít icas. De hecho, est e m odelo de com ercio dual de bienes y m uj eres t am bién fue algo corrient e en t iem pos hist óricos ent re com unidades post agrícolas. Pero no es difícil im aginar t ransacciones com erciales de bienes sin int ercam bio de m uj eres. Los neandert hales y los crom agnones fueron t an diferent es físicam ent e ent re sí que acaso ninguno de los dos quisiera int im ar físicam ent e con el ot ro, aun en el caso de que exist iera int ercam bio de bienes. Si, com o sospecho, los hum anos anat óm icam ent e m odernos fueron lingüíst icam ent e superiores a las poblaciones arcaicas, ent onces la com unicación ent re neandert hales y crom agnones habría sido m uy lim it ada, en el m ej or de los casos. Tal vez la com unicación se lim it ara a algún t ipo de int ercam bio rit ual de colgant es de m arfil y art efact os de luj o. Tal vez así los neandert hales conocieron una t ecnología m ás elaborada que la suya. Y quizás —casi seguro, creo yo— est a es una de esas cuest iones que quedarán sin respuest a. En cualquier caso, la t écnica chat elperroniense se divulgó por t oda la Francia cent ral y suroccident al y por el nort e de España, y duró unos pocos m iles de años. Fue com o una llam a agonizant e, los últ im os rem anent es de una vida hum ana prem oderna ant es de que el m oderno Hom o sapiens sapiens se hiciera dom inant e. Est a breve coexist encia en Europa occident al plant ea la cuest ión de su final. ¿Los neandert hales sucum bieron en la lucha por el acceso a los recursos o ant e la violencia? Si la hipót esis de la prim era Eva es correct a, la m ism a pregunt a —com pet encia o violencia— sería pert inent e para t odo el t errit orio del Viej o Mundo ocupado por los hum anos m odernos, un t errit orio donde encont raron poblaciones ya est ablecidas de hum anos arcaicos. «Ram bos africanos, m at ones, expandiéndose por t oda Europa y Asia», es com o caract eriza —o caricat uriza— Milford Wolpoff est a posible sit uación. «No cabe im aginar la sust it ución de una población por ot ra si no es m ediant e la violencia», afirm a. Dada la hist oria lam ent able de los últ im os siglos —en t oda Am érica y en Aust ralia, por ej em plo—, la violencia perpet rada por poblaciones recién llegadas cont ra las poblaciones exist ent es o nat ivas parece algo plausible. El genocidio casi t ot al de los indios nort eam ericanos y de los aborísenes aust ralianos se sit uaba en la t radición de ocupaciones coloniales con una larga hist oria de guerra est ablecida. ¿Es lógico inferir un genocidio sim ilar en el pasado rem ot o? No necesariam ent e. La arqueología de la guerra hunde sus raíces en la hist oria hum ana, para desaparecer rápidam ent e m ás allá del Neolít ico, hace unos diez m il años, cuando la agricult ura y la vida sedent aria em pezaron a desarrollarse. La arquit ect ura m onum ent al de las prim eras civilizaciones aparece con frecuencia com o un cant o a la guerra, a las vict orias sobre el enem igo. I ncluso ant es, hace ent re cinco y diez m il años, exist en indicios —en pint uras y grabados— de una preocupación por las cont iendas m ilit ares. Pero m ás allá de est a época, m ás allá del inicio de la revolución agrícola,
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práct icam ent e desaparecen las represent aciones de bat allas. Opino que es un hecho im port ant e en la evolución de los asunt os hum anos. Creo que la guerra hunde sus raíces en la necesidad de posesión t errit orial cuando las poblaciones se han hecho agrícolas y necesariam ent e sedent arias. La violencia, ent onces, puede llegar a ser una obsesión, cuando las poblaciones em piezan a crecer y a desarrollar su capacidad para organizar grandes fuerzas m ilit ares. No creo que la violencia sea una caract eríst ica innat a del género hum ano, sino m eram ent e una adapt ación desafort unada a unas circunst ancias det erm inadas. La ausencia de indicios de violencia int ergrupal ant es de la revolución agrícola no prueba, evident em ent e, que nuest ros ant epasados cazadores- recolect ores de hace m ás de 10.000 años no fueran t an violent os e inclinados al genocidio com o lo han sido recient em ent e. Com o siem pre en la ciencia, la ausencia de evidencia no puede considerarse evidencia de la ausencia. Pero la considero una deducción razonable. En cam bio, no encuent ro nada razonable la afirm ación de Milford Wolpoff de que si los hum anos han sido genocidas en t iem pos recient es t am bién t uvieron que serlo ant es. Si pudiera dem ost rarse que la violencia fue el único m ecanism o posible para sust it uir una población por ot ra, ent onces no nos quedaría m ás explicación que la de Milford. Pero est e no es el caso. «Durant e años he int ent ado explicar en t érm inos dem ográficos la ext inción de los neandert hales», exponía Ezra Zubrow a un grupo de arqueólogos en la Universidad de Cam bridge. Zubrow, un ant ropólogo de la Universidad Est at al de Nueva York, part icipaba en una im port ant e conferencia sobre el origen de los hum anos m odernos, celebrada en el verano de 1987. Ut ilizando m odelos inform át icos sobre dinám icas de población, invest igó la «int eracción» ent re poblaciones vecinas, am bas con dist int o grado de capacidad com pet it iva. Su m ensaj e fue t an claro com o sorprendent e: «Creo que puedo dem ost rar que bast a una pequeña vent aj a dem ográfica para que las form as m odernas crezcan rápidam ent e y las arcaicas se ext ingan». En el cont ext o europeo, dij o, «los neandert hales pudieron ext inguirse en un solo m ilenio». Que es precisam ent e lo que observam os en el regist ro. Cuest a creer que una m odest a diferencia en la capacidad de subsist encia —que supone un m argen de un 2 por 100 en el índice de m ort alidad por generación— pueda llevar al éxit o de una población y a la ext inción de ot ra. Pero en biología ocurre con frecuencia que nuest ras percepciones se basan en experiencias act uales, y no acabam os de capt ar la influencia de una larga dim ensión t em poral. En est e caso, un est recho m argen en el índice de m ort alidad a lo largo de un m ilenio se t raduce en una gran diferencia en t érm inos de supervivencia. Zubrow no dice, y t am poco yo concluyo, que los hum anos m odernos dej aran fuera de com pet ición a los neandert hales. Lo que m uest ra su obra es que la com pet encia ent re poblaciones por los recursos es una explicación plausible de la ext inción del neandert hal en el periodo de t iem po que est am os t rat ando. La posibilidad debe t enerse en cuent a. La ext inción a t ravés de la violencia o a t ravés de la lucha com pet it iva por los recursos siguen siendo dos hipót esis dist int as que sólo la fut ura evidencia direct a podrá confirm ar o rechazar, o abrirse a una t ercera vía. Es dem asiado fácil est ar en favor de una hipót esis concret a sólo porque conviene a las propias esperanzas hist óricas o a nuest ra conciencia cient ífica. Si t odo est o parece un cuadro inciert o y confuso de los orígenes de los hum anos m odernos, es precisam ent e debido a que ni los m ism os ant ropólogos ni los arqueólogos acaban de est ar seguros de lo que realm ent e pasó. Por m ucho que
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deseem os conocer las respuest as a est e im port ant ísim o periodo de nuest ra hist oria, sólo podem os est ar seguros de las pregunt as. Pero incluso algunas de ellas son m ás fácilm ent e form ulables que ot ras, lo que probablem ent e significa que algunas podrán cont est arse m ás fácilm ent e que ot ras. Por ej em plo, cabe esperar razonablem ent e que una com binación de evidencia fósil y genét ica pueda un día dar respuest a al cuándo y dónde evolucionaron por prim era vez los hum anos anat óm icam ent e m odernos. Más difícil será det erm inar la relación ent re ést os y el com port am ient o hum ano m oderno, sobre t odo en el m arco de las indust rias lít icas y la expresión art íst ica. Lo m ás difícil será llegar a com prender el cam bio evolut ivo concret o en que se fundan los hum anos m odernos, t oda la esencia de la hum anidad. Qu in t a pa r t e EN BUSCA D E LA M EN TE H UM AN A M OD ERN A Ca pít u lo XI V EL TELAR D EL LEN GUAJE Cuando pensam os en nuest ros orígenes, acabam os cent rándonos aut om át icam ent e en el lenguaj e. Los cánones obj et ivos de nuest ra unicidad com o especie, t ales com o el bipedism o y la gran capacidad cerebral, pueden llegar a m edirse con relat iva facilidad. Pero en m uchos sent idos lo que nos hace sent irnos realm ent e hum anos es el lenguaj e. El nuest ro es un m undo de palabras. Nuest ros pensam ient os, nuest ra im aginación, nuest ra com unicación, nuest ra riquísim a cult ura, t odo se t ej e gracias a la m áquina del lenguaj e. Con el lenguaj e podem os evocar im ágenes en nuest ra m ent e, canalizar sent im ient os, com o la t rist eza, la alegría, el am or, el odio. A t ravés del lenguaj e podem os expresar individualidad o exigir lealt ad colect iva. El lenguaj e es nuest ro m édium , ni m ás ni m enos. Thom as Henry Huxley, am igo y defensor de Darwin, ot orgaba una gran im port ancia al lenguaj e hum ano, y en 1863 escribió lo siguient e: «Est oy m ás convencido que nadie del profundo abism o que exist e ent re ... el hom bre y las best ias ... porque sólo él posee el don del habla racional e int eligible [ y] ... que nos eleva m uy por encim a del nivel de nuest ros hum ildes sem ej ant es ... t ransfigurada su nat uraleza anim al por el reflej o que de él em ana de la infinit a fuent e de la verdad». Probablem ent e, Huxley est aba en lo ciert o acerca del abism o —creado por el lenguaj e— que separa a los hum anos del rest o de la nat uraleza. La capacidad de Hom o sapiens para com unicarse rápida y det alladam ent e, su riqueza de pensam ient o, no t iene igual en el m undo act ual. El ret o que ello supone para los ant ropólogos obliga a form ular pregunt as pert inent es sobre el origen de est as capacidades. Dos son las pregunt as fundam ent ales a form ular en relación con el origen del lenguaj e. La prim era se refiere a la cont inuidad: ¿es el lenguaj e hablado t an sólo una ext ensión y una int ensificación de las capacidades cognit ivas de nuest ros parient es ant ropom orfos? ¿O el lenguaj e hablado es una caract eríst ica hum ana única, com plet am ent e independient e de la act ividad cognit iva de los sim ios? La segunda pregunt a se refiere a la función: ¿evolucionó el lenguaj e com o una form a m ej or, y m ás int ensificada, de com unicación? ¿O la evolución seleccionó una capacidad m enos evident e, m ediat izada por el lenguaj e?
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Algunos lingüist as m odernos prefieren explicar el lenguaj e hum ano com o una innovación evolut iva peculiar de Hom o sapiens, sin relación alguna con la com unicación ent re los grandes prim at es. Est os lingüist as dest acan lo que se llam a la est ruct ura profunda del lenguaj e, sobre t odo la gram át ica, com o evidencia de la unicidad hum ana en est a form a de com unicación. La form a com o se desarrolla el aprendizaj e del lenguaj e en los niños revela algún t ipo de don del cerebro hum ano para aprenderlo. Noam Chom sky, el fam oso lingüist a del Massachuset t s I nst it ut e of Technology, es el principal exponent e, desde los años cincuent a, de est a visión hoy dom inant e del lenguaj e. A m í, com o a t odos los padres, m e encant aban y m e divert ían los «errores» sim ples que com et ían m is hij os cuando aprendían a hablar: plurales incorrect os, com o por ej em plo sheeps en lugar de sheep, y m ouses o m ices en lugar de m ice; o t iem pos verbales erróneos com o t aked o went ed ( En inglés, m ice y sheep son form as plurales, excepcionales, para m ouse y sheep, pese a que, por regla general, el plural se form a añadiendo una s; y el pret érit o, irregular, de los verbos t ake y go es t ook y went respect ivam ent e, aunque la regla gram at ical general para la form ación de pret érit os es m ediant e el sufij o - ed. Taked y went ed no exist en en lengua inglesa) . Est os errores son m uy inst ruct ivos, porque dem uest ran que en el proceso de aprendizaj e del lenguaj e, los niños no sólo aprenden a part ir de lo que hablan los adult os, sino que t am bién son capaces de generalizar unas reglas, que asim ilan m ediant e su capacidad de aprendizaj e. De ahí la idea de que si los hum anos son una especie, la de Hom o sapiens, t iene que haber una est ruct ura com ún subyacent e a t odas las lenguas. Y las diferencias que observam os ent re m uchas de las lenguas del m undo —y la ingent e cant idad de lenguas que han t enido que exist ir a lo largo de la prehist oria— no son m ás que variaciones de un m ism o sust rat o est ruct ural básico. Si los hum anos poseen un aparat o neurológico suscept ible de favorecer la adquisición del lenguaj e, la est ruct ura gram at ical y la sint axis, ent onces la especie puede que sí sea única. Lo cual sería ciert o si la com unicación en los prim at es no est uviera relacionada en absolut o con lo que nosot ros los hum anos llam am os lenguaj e, y si sus capacidades cognit ivas no cont uvieran ni rast ro de com pet encia lingüíst ica. ¿Qué evidencia t enem os al respect o? Cont am os con dist int as fuent es: prim ero, la observación de los prim at es en su m edio nat ural, priorizando su com unicación nat ural; y en segundo lugar, los est udios que se realizan en los cent ros de invest igación de prim at es, los fam osos est udios del lenguaj e de los sim ios. La observación de cam po llevada a cabo durant e años sobre un grupo de m onos surafricanos, los m onos verdes ( vervet s) , ha puest o de m anifiest o que producen t res llam adas de alarm a dist int as, diferent es si se t rat a de alert ar cont ra la presencia de serpient es, de leopardos o de águilas. Cuando un m ono verde ve uno de est os depredadores y lanza el grit o correspondient e, los dem ás m iem bros de la banda responden inst ant ánea y adecuadam ent e. Al grit o de alarm a que avisa de la presencia de una serpient e, t odos se yerguen sobre sus dos pies t raseros, ot ean en la hierba a su alrededor, y bien at acan a la serpient e, bien t repan a los árboles en busca de seguridad. Si la llam ada corresponde a la presencia de un águila, m iran al cielo y corren a esconderse ent re los arbust os. Porque las águilas pueden capt urarlos en cam po abiert o y t am bién en los árboles. Así que aquí t enem os una serie de llam adas concret as que evocan respuest as y com port am ient os específicos.
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Pero los sonidos que em it e el m ono verde para alert ar sobre la presencia de la serpient e, no es un equivalent e exact o de la palabra «serpient e» en el lenguaj e hum ano. Nosot ros podem os ut ilizar la palabra «serpient e» en cont ext os y abst racciones m uy diferent es. Un m ono verde, no. Por est o m uchos lingüist as han afirm ado que las llam adas de los prim at es no pueden considerarse precursoras del lenguaj e hum ano. Est a crít ica sería pert inent e si el sist em a de llam ada- respuest a fuera absolut am ent e inflexible, pero incluso est a posibilidad es discut ible. Com o han m ost rado recient em ent e Dorot hy Cheney y Robert Seyfart h, las capacidades de los m onos verdes son m ucho m ayores de lo que se había pensado. Est os invest igadores de la Universidad de Pennsylvania, que durant e m ás de una década han est udiado los m onos verdes del Parque Nacional de Am boseli, en Kenia, han dem ost rado que est os m onos son capaces de m at izar sus llam adas de alert a, según las circunst ancias concret as. En una ocasión vieron un águila volando en círculos, preparándose para at acar a uno de los suyos que est aba com iendo en el suelo. Y cuando varios m achos adult os vieron que el águila iniciaba el vuelo de at aque, en lugar de lanzar la llam ada de alert a «de águila», lo que hubiera obligado a la event ual víct im a a m irar hacia arriba y correr hacia los arbust os, lanzaron un grit o de alert a «de leopardo». La alert a «errónea» le hizo t repar a los árboles, com o si realm ent e se hubiera t rat ado de un leopardo. El anim al sobrevivió al at aque, cosa que no habría sido posible si sus congéneres hubieran lanzado la llam ada convencional para el águila y él hubiera respondido adecuadam ent e a ella. Cheney y Seyfart h adm it en que est e t ipo de hecho es excepcional, pero sugieren que el sist em a de alarm a es m ás flexible de lo que pensam os. Adem ás, los m onos verdes ut ilizan una serie de gruñidos y ot ros sonidos en sus int eracciones sociales, int ercam bios que aparent em ent e cont ienen gran cant idad de inform ación sobre la circunst ancia social en cuest ión. Cheney y Seyfart h dicen: Si ant es pensábam os que los m onos verdes em it ían un gruñido, los m acacos rhesus un grit o, y los m acacos j aponeses una especie de arrullo, ahora sabem os que los m ism os m onos perciben m uchas variant es de est as señales, cada una con un significado diferent e. I ndudablem ent e exist e un lím it e m áxim o para los repert orios vocales anim ales com parados con la cant idad infinit a de m ensaj es que pueden t ransm it irse a t ravés del lenguaj e hum ano. Pero el t am año de los repert orios vocales es considerablem ent e m ayor de lo que se pensó en un principio y la inform ación t ransm it ida en cada llam ada es m enos general de lo que cabía esperar. Es decir, que el «lenguaj e» del m ono verde no est á t an rem ot am ent e alej ado de un lenguaj e hum ano rudim ent ario. La m ayoría de est udios de lenguaj e realizados en laborat orio con prim at es no hum anos se han llevado a cabo con sim ios, evident em ent e, sobre t odo con chim pancés. Tom em os a Kanzi, por ej em plo. Kanzi es un chim pancé pigm eo, m acho, nacido en 1980 en el Language Research Cent er de la Universidad Est at al de Georgia, en At lant a. Mát ala, la m adre adopt iva de Kanzi, fue seleccionada para aprender un lenguaj e por señas, en el m arco de uno de los m uchos est udios sobre la capacidad cognit iva de los chim pancés pigm eos en el cent ro. Sue Savage- Rum baugh, la invest igadora a cargo del est udio, desarrolló un sist em a a base de cient os de lexigram as, cada cual con un significado concret o, com o correr, leche, Kanzi. I ncorporó los lexigram as a la conversación, y los m ost raba, pronunciando sim ult áneam ent e su significado, con lo que esperaba poder enseñar a
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Mat at a a ut ilizarlos. Parece com o si un t upido velo académ ico se hubiera corrido durant e años sobre los est udios del lenguaj e de los sim ios. En part e porque algunos invest igadores fueron poco rigurosos en sus int erpret aciones, y en part e t am bién porque las sit uaciones de aprendizaj e eran, por lo general, art ificiales. Pero hoy se considera el t rabaj o de At lant a com o uno de los m ej ores. Pero, t ras m uchos m eses de paciencia con Mat at a, Savage- Rum baugh apenas conseguía avanzar. Un día alguien advirt ió que Kanzi parecía ent ender algunas de las pregunt as e inst rucciones dadas a Mat at a m ediant e lexigram as y t am bién oralm ent e. «Al principio no creí que pudiera ser verdad —dice Sue—. Pero em pezam os a est udiar act ivam ent e a Kanzi y, sí, había aprendido m uchas palabras; las había oído m ient ras j ugaba cuando nosot ros est ábam os t rabaj ando con Mat at a.» Es form idable que Kanzi pudiera aprender palabras sin inst rucción form al, sólo escuchando y observando, com o los niños hum anos. «Enseguida em pezam os a t rabaj ar con Kanzi y renunciam os a seguir con su m adre», añadió Sue. Hoy por hoy, Kanzi posee un ext enso vocabulario y puede responder a inst rucciones t an com plej as com o «Ve a t u habit ación, coge la pelot a y dásela a Rose [ una colaboradora de Savage- Rum baugh] ». Kanzi puede hacerlo, aunque haya ot ra pelot a delant e suyo en aquel m om ent o, lo que podría ser fuent e de confusión para él respect o a qué pelot a coger. «Su com prensión se ha desarrollado bast ant e —dice SavageRum baugh—, lo que revela un aspect o im port ant e de lo que el sust rat o del lenguaj e es para nosot ros.» El grado de com prensión de Kanzi es no sólo im presionant e, sino que su producción de palabras t am bién est á bast ant e desarrollada, aunque no al m ism o nivel. «Hem os dem ost rado que un chim pancé pigm eo —una especie apenas est udiada ant eriorm ent e desde el punt o de vist a del lenguaj e— no sólo ha aprendido, sino que t am bién ha invent ado reglas gram at icales acaso t an com plej as com o las que usan los niños hum anos a la edad de dos años», dice Pat ricia Marks Greenfield, una colega de Savage- Rum baugh, de la Universidad de California, en Los Ángeles. Savage- Rum baugh cree que las crít icas que se hicieron en su día a los ant eriores est udios del lenguaj e de los sim ios proponían cánones poco realist as para valorar la im port ancia del t rabaj o cient ífico. Explica que «parecían decir que, si los sim ios no conseguían hacer lo m ism o que los hum anos por lo que al lenguaj e se refiere, ent onces los sim ios habían fallado el exam en. Eran m uy poco realist as. El lenguaj e es un proceso de com prensión y de producción de palabras. La gram át ica sale de ahí. Sabem os que Kanzi ent iende m uchas cosas, y eso nos dice m ucho». Nos dice que en el cerebro de los sim ios, que t iene el m ism o t am año y el m ism o t ipo de organización que el cerebro de nuest ros ant epasados Hom o, ya est aban present es las bases cognit ivas sobre las que se ha est ruct urado el lenguaj e hum ano. Lo que no dem uest ra que aquellas m ism as bases est uvieran present es en nuest ros ant epasados, pero en m i opinión es alt am ent e sugest ivo. Nos dice que la «vast edad del abism o ent re ... el hom bre y las best ias» no es t an grande com o se cree. El sent im ient o de la especificidad de Hom o sapiens deriva, creo, del sent ido de curiosidad que em ana de la consciencia y de la aut oconsciencia hum anas. Pero correm os peligro de quedar deslum brados por su fuerza. La evidencia que proporciona el est udio del lenguaj e prim at e sugiere que no som os t an especiales com o t odo eso. Para m í el t em a de la cont inuidad est á claro: nuest ras capacidades lingüíst icas est án profunda y sólidam ent e arraigadas en las capacidades cognit ivas del cerebro de los sim ios.
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Y ahora abordarem os el segundo gran problem a relacionado con el origen del lenguaj e: el t em a de la función, y m ás concret am ent e, si el lenguaj e hablado se desarrolló o no com o un inst rum ent o para m ej orar la com unicación, o si lo hizo en función de alguna ot ra capacidad. La com unicación hum ana a t ravés del lenguaj e no t iene paralelos ni precedent es en el m undo nat ural, ni en el grado ni en el volum en de la inform ación t ransm it ida. El aparat o vocal hum ano puede producir unos cincuent a sonidos dist int os, lo que, com parado con la docena de sonidos de los anim ales m ás vocalizadores, no parece excesivam ent e im presionant e. Pero con esos cincuent a sonidos, o fonem as, el individuo m edio puede dot arse de un vocabulario de unas 100.000 palabras y una cant idad infinit a de frases. No exist e argum ent o m as cont undent e para poder afirm ar que, con la aparición del lenguaj e hablado, la evolución acabó de pulir su función principal, la com unicación. O al m enos así parece. Pero no siem pre las respuest as m ás obvias son las correct as. Y en est e caso, la respuest a obvia ha sido fuert em ent e discut ida. Harry Jerison, de la Universidad de California, en Los Ángeles, ha realizado un est udio especial sobre la evolución del cerebro en el m undo anim al, t am bién en el de los hum anos. Y llega a la conclusión de que fue la capacidad crecient e del lenguaj e la responsable de la t riplicación del t am año del cerebro durant e la evolución hum ana; y esa m ayor capacidad lingüíst ica fue el result ado de nuest ra necesidad de const ruir m odelos m ent ales, y no sólo un m edio para com unicar m ej or. Jerison sit úa su int erpret ación en el m arco de la evolución del cerebro en t odo el reino anim al. En la hist oria de la vida, ent endida en su globalidad, se observa una paut a int eresant e en el desarrollo relat ivo del t am año del cerebro, en el m arco de la paut a evolut iva que caract eriza a los nuevos grandes grupos, desde los anfibios y los rept iles hast a los m am íferos. En cada paso evolut ivo se aprecia un salt o encefálico espect acular, un aum ent o del t am año del cerebro desproporcionado respect o del desarrollo del t am año del cuerpo. Por ej em plo, con el origen de los prim eros m am íferos el t am año de su cerebro deviene cuat ro o cinco veces m ayor que el cerebro de sus ant epasados; y se const at a un aum ent o sim ilar en el origen de los m am íferos m odernos, hace 50 m illones de años. En ot ras palabras, cada innovación evolut iva im port ant e ha ido acom pañada de un aum ent o igualm ent e im port ant e de la m asa cerebral. Cabe suponer que esa pot encia cerebral increm ent ada est uvo de alguna m anera asociada a la capacidad de supervivencia en los nuevos nichos ecológicos. Si nos guiam os por est e progresivo aum ent o encefálico que observam os en la hist oria, parece com o si el m edio hubiera plant eado m ayores exigencias a un m am ífero arcaico que a un rept il o a un anfibio. Y lo m ism o puede decirse de los m am íferos m odernos respect o de los m am íferos arcaicos. Aunque t odos los m am íferos m odernos t ienen un cerebro relat ivam ent e m ás desarrollado que cualquier rept il, no t odos los m am íferos t ienen la m ism a dot ación cerebral. El encéfalo de los prim at es, por ej em plo, duplica en t am año al de un m am ífero ordinario. Los m onos y los sim ios t am bién doblan la capacidad encefálica m edia de los prim at es; y el t am año cerebral m edio de los hum anos es t res veces m ayor que el t am año cerebral m edio de m onos y sim ios. Por consiguient e, ent re algunos prim at es —los m am íferos— vem os una capacidad crecient em ent e cognit iva que, en com paración con los anfibios y los rept iles, result a ya alt am ent e desarrollada. ¿Qué significa? «La realidad es una creación del sist em a nervioso —explica Jerison—. El m undo " verdadero" o " real" es específico de una especie y depende de cóm o funciona el
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cerebro de esa especie. Est o es aplicable t ant o a nuest ro propio m undo real —el m undo t al com o lo conocem os— com o al m undo de cualquier especie.» Por lo t ant o, lo que produce el cerebro es una especie de m odelo m ent al del m undo, un sist em a para m anej ar la inform ación recibida a t ravés de los órganos sensoriales y poder generar las respuest as adecuadas. La int egración y art iculación de los dat os sensoriales es crucial para cont rolar el m undo «ext erior» y para crear un m odelo de él «aquí dent ro». Est e «aquí dent ro» se conviert e en el m undo real t al com o un individuo anim al lo experim ent a. Si el t am año cerebral relat ivo es una m edida de la capacidad cognit iva —cosa m uy probable—, ent onces podem os decir no sólo que los m undos reales de anfibios, rept iles y m am íferos son diferent es unos de ot ros, sino que exist e ent re est as t res subespecies una diferencia en el desarrollo, o al m enos en la com plej idad, de sus respect ivos m undos m ent ales. Por la m ism a razón, el m undo real de los prim at es, por t érm ino m edio, sería m ás com plej o que el de los m am íferos; el m undo real de los m onos y de los sim ios m ás com plej o que el de los prim at es; y Hom o sapiens ocuparía un m undo que le es verdaderam ent e propio. Pero ¿por qué t ant os m undos diferent es? La respuest a m ás evident e es que t oda gran innovación evolut iva, t odo nuevo m undo real, ha perm it ido a la especie ser, de alguna form a, m ej or, quizás m ás eficaz, que la precedent e. Después de t odo, t endem os a equiparar cerebro m ayor con m ayor int eligencia, y una m ayor int eligencia con una ciert a e indefinible superioridad. Pero se t rat a de una visión dem asiado ant ropocént rica. No hay evidencia de que los m am íferos act uales sean capaces de explot ar sus nichos ecológicos de form a m ás eficaz que, digam os, aquellos grandes rept iles, los dinosaurios. Si los m am íferos fueran superiores a la hora de explot ar los nichos del m undo, ent onces cabría esperar una m ayor diversidad de form as de explot ación —t ant as com o diversidad de géneros. Pero la cant idad de géneros de m am íferos que exist en act ualm ent e es m ás o m enos la m ism a que en t iem pos de los dinosaurios. No hay indicios aquí de una inherent e superioridad. El espect ro de nichos ocupados en am bas et apas hist óricas t am bién es sim ilar. El progreso o la m ej ora, en su sent ido m ás corrient e, no explica el increm ent o cualit at ivo de los m odelos m ent ales. La respuest a, t al com o sugiere Jerison, t iene que ver con la form ación de los conduct os sensoriales y con la hist oria. En los anfibios, por ej em plo, la vist a es un conduct o sensorial fundam ent al, m ient ras que para los rept iles lo es el olfat o. En los m am íferos, las facult ades audit ivas son agudas, al igual que la vist a y el olfat o. En los prim at es, sobre t odo en los grandes prim at es, la im port ancia del olfat o dism inuye, m ient ras aum ent a la de la vist a, est ereoscópica y en color. Cuando varios órganos sensoriales se conviert en en part e del repert orio cognit ivo de una especie —el olfat o, la vist a y el oído, por ej em plo— los diversos input s t ienen que int egrarse unos con ot ros; lo que exige inevit ablem ent e una m aquinaria m ent al m ayor que la que hubiera requerido un solo órgano sensorial. Tam bién es ciert o que si la evolución pudiera em pezar desde la m ism a línea de part ida cada vez que produj era una innovación im port ant e, el result ado final sería relat ivam ent e sim ple. Pero la evolución no funciona así; part e de lo que ya exist e. Y a part ir de ahí algunos sist em as t ienden, con el t iem po, a hacerse m ás com plej os. Est a supuest a t endencia es el efect o a largo plazo de la hist oria sobre el cam bio evolut ivo. Con las grandes innovaciones evolut ivas, el t am año del cerebro aum ent ó, en part e m ediant e el desarrollo de nuevos conduct os sensoriales o la m odificación ( y m ayor int egración) de los ya exist ent es, y en part e m ediant e el perfeccionam ient o de la m aquinaria ya exist ent e, com o t irones evolut ivos m ás o m enos repent inos.
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Por consiguient e, un rept il en un pequeño nicho herbívoro puede ser igual de com pet ent e y eficaz que un m am ífero en el m ism o nicho. Pero los m odelos de sus respect ivos m undos serán dist int os. El const ant e desarrollo del cerebro y de la capacidad cognit iva que observarnos a lo largo de t oda la evolución, significa para nosot ros una m ayor int eligencia. «La int eligencia —dice Jerison— es una m edida de la calidad del m undo real específico creado por el cerebro de una especie det erm inada.» En t odos los prim at es, sobre t odo en los grandes sim ios, el m undo real parece m ás vast o que el m undo del m am ífero m edio. Es m uy posible que la int ensa sociabilidad y la com plej a form ación de alianzas que se observa en los grandes prim at es expliquen la necesidad de est e crecient e poder cognit ivo. La capacidad de com parar el present e con el pasado y con el fut uro es esencial en est e t ipo de m edio social. La producción del m undo real int erior en los prim at es —su m odelo m ent al del m undo— depende, pues, en m ayor m edida que en ot ros anim ales, del procesam ient o de la inform ación. Desent rañar las com plej as norm as sociales de la vida de los prim at es, y com prender el lugar que uno ocupa en el cuadro, requiere gran capacidad cerebral. Nos hallam os, pues, ant e un cam bio fundam ent al: el cam bio ent re la sim ple recepción de inform ación a t ravés de los conduct os sensoriales y la valoración de esa inform ación. Represent a el nicho de los prim at es: la quint aesencia del anim al social. ¿Qué puede decirse de la m aquinaria m ent al de los hum anos, t res veces m ayor que la de los grandes prim at es? De nuevo, una explicación aparent em ent e obvia: la t ecnología. «Durant e m ucho t iem po se consideró la t ecnología com o la fuerza m ot or del desarrollo del cerebro hum ano», dice Jerison. En efect o, uno de los concept os m ás influyent es de est e siglo por lo que a los orígenes hum anos se refiere apareció en un opúsculo escrit o por Kennet h Oakley en 1949 t it ulado Man t he Tool- Maker. Oakley, durant e años considerado una de las principales aut oridades en la m at eria del Museo Brit ánico, y descubridor asim ism o del fam oso fraude de Pilt down * afirm aba no sólo que el hom bre fue un fabricant e de út iles, sino que, de hecho, los út iles fabricaron al hom bre. En ot ras palabras, en la m edida en que la selección nat ural perfeccionaba la dest reza y capacidad necesarias para la fabricación de út iles, en esa m ism a m edida se desarrollaba el cerebro, haciéndonos m ás hum anos. La im agen reflej a una espiral evolut iva posit iva: una m ayor capacidad creat iva necesit a de una m ayor pot encia cerebral, que a su vez posibilit a una t ecnología m ás avanzada, y así sucesivam ent e. Parecía un argum ent o razonable, sobre t odo porque en m uchos aspect os nos vem os a nosot ros m ism os com o criat uras con una alt ísim a capacidad t ecnológica. * El «descubrim ient o», en Pilt down, I nglat erra, de un cráneo ant ropom orfo en 1912 por Charles Dawson result ó ser un m ont aj e, que no se descubrió hast a 1955. ( N. de la t .) Jerison añade una observación m uy perspicaz al respect o. «Me parece una explicación inadecuada, ent re ot ras cosas porque la fabricación de út iles puede llevarse a cabo con m uy poco t ej ido cerebral —dice—. En cam bio, la producción del habla, aun en su form a m ás sim ple y ut ilit aria, requiere una m asa cerebral bast ant e m ayor.» Quiere decir que si para algo necesit am os un gran cerebro es para hablar, para el lenguaj e. Es indudable que a lo largo de la hist oria hum ana la base neurológica para el desarrollo de la capacidad t ecnológica t uvo que m ej orar a t ravés de la selección nat ural. Pero t am bién el lenguaj e reclam a ese rol de elem ent o diferenciador fundam ent al respect o de nuest ros prim os prim at es. Si observam os la t rayect oria del desarrollo cerebral a lo largo de la hist oria hum ana, podríam os describirla com o el result ado de un acervo evolut ivo con t res com ponent es.
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En prim er lugar, un elem ent o de crecient e capacidad de m anipulación. En segundo lugar, un m ayor desarrollo de la sociabilidad, ya bast ant e desarrollada en los grandes prim at es. Y en t ercer lugar, una capacidad const ant em ent e m ej orada para hablar —o, m ás concret am ent e, para pensar—, m ediant e un lenguaj e com plej o y art iculado. Para m í est e t ercer elem ent o es priorit ario. Con la evolución de Hom o, y el principio de la vida cazadora- recolect ora, cam biaron m uchas cosas. Una com unicación específica, m ás desarrollada —un lenguaj e hablado— t uvo que represent ar una vent aj a para la superviviencia. De ello no hay duda. Pero, com o dice Jerison, «el rol del lenguaj e en la com unicación se desarrolló inicialm ent e com o un subproduct o de la const rucción de la realidad». Así com o el aparat o visual fue crucial en los anfibios para la creación de su m undo m ent al; y del m ism o m odo que los m ecanism os neurológicos para un sent ido m ás agudo del olfat o cont ribuyeron a la creación del m undo m ent al de los rept iles; del m ism o m odo que los prim eros m am íferos m ej oraron sus m odelos m ent ales del m undo con un oído alt am ent e desarrollado, y que la m ent e de los prim at es creó m odelos m ent ales elaborados m ediant e la int egración y la selección de la inform ación sensorial; así t am bién los hum anos han incorporado un com ponent e especial a la m aquinaria m ent al responsable de la creación de nuest ra realidad específica. Est e com ponent e, argum ent a Jerison, es el lenguaj e: «Puede decirse que el lenguaj e es una m era expresión de ot ra cont ribución neurológica a la const rucción del im aginario m ent al, análoga a las cont ribuciones de los sist em as encefálicos sensoriales y sus sist em as asociados». Equipadas con el lenguaj e o, m ás concret am ent e, con el don del pensam ient o reflexivo, nuest ras m ent es crean un m odelo m ent al del m undo unívocam ent e hum ano, capaz de afront ar com plej os ret os práct icos y sociales. Est e m odelo m ent al fue el product o de una incipient e vida cazadora- recolect ora. I m plicó una relación equilibrada con los recursos del m edio y un com plej o y denso cont rat o social y económ ico ent re los grupos hum anos. Aunque claram ent e prim at e en su origen, su grado de desarrollo no t enía precedent es. Su principal product o fue la cult ura hum ana, una m ezcla de cosas m at eriales y m it ológicas, de cosas práct icas y espirit uales: un único m odelo m ent al hum ano del m undo, urdido en el t elar del lenguaj e. Ca pít u lo XV EVI D EN CI A D E ACTI VI D AD M EN TAL Hace unos quince años, Ralph Holloway, un ant ropólogo de la Universidad de Colum bia, vino al m useo de Nairobi para ver el 1470, el cráneo de gran cerebro encont rado en 1972 por Bernard Ngeneo, un m iem bro de m i equipo. Est e cráneo de Hom o habilis, de casi dos m illones de años de ant igüedad, es el m ás ant iguo y com plet o que t enem os de Hom o. Ralph est udiaba ent onces el cerebro de los hom ínidos fósiles —es un paleoneurólogo—, m ás concret am ent e la organización general del cerebro hom ínido en relación con la de los sim ios. Tam bién buscaba el área de Broca, un pequeño lóbulo que se encuent ra en el lado izquierdo del cerebro hum ano m oderno, cerca de la frent e. El área de Broca es un índice de la capacidad de lenguaj e en el cerebro hum ano, aunque bast ant e inciert o. En la época en que Ralph visit ó el m useo por prim era vez, yo creía que el lenguaj e se había desarrollado m uy t em pranam ent e en la evolución hum ana. Adm it o que m i convicción se basaba fundam ent alm ent e en la int uición, no en
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dat os m at eriales. La visit a de Ralph m arcó el principio de m ás de una década de líneas de invest igación m últ iples que confirm aron est a creencia. Sé que est oy en desacuerdo con m uchos colegas, que prefieren ver en el lenguaj e hablado una repent ina innovación evolut iva bast ant e recient e, t al vez de hace sólo unos 50.000 años. La evidencia en favor de una t em prana aparición del lenguaj e hablado procede de t res fuent es. La prim era es la evidencia anat óm ica relat iva a la organización del cerebro hum ano y del sist em a vocal. La segunda, y el m ás t angible de t odos los product os de la m ent e hum ana, son los út iles de piedra. Y la t ercera se basa en algunos de los product os m ás abst ract os de la m ent e hum ana, com o el art e y el com port am ient o rit ual. La grande y pesada arquit ect ura cerebral de los m am íferos responde a un m odelo general. El cerebro aparece dividido vert icalm ent e desde la frent e a la Part e post erior, separando los hem isferios izquierdo y derecho. Cada hem isferio est á dividido en cuat ro secciones, o lóbulos, cada una responsable de una serie de funciones. El lóbulo front al cont rola el m ovim ient o y algunos aspect os de las em ociones; del lóbulo occipit al, det rás, dependen, ent re ot ras, las funciones visuales; el lóbulo t em poral, o lat eral, es im port ant e para el alm acenam ient o de la m em oria; y el lóbulo pariet al, lat eralsuperior, desem peña un papel im port ant e en la int egración de la inform ación que llega al cerebro a t ravés de los canales sensoriales del oído, la vist a, el olfat o y el t act o. Aunque en el cerebro se localizan m uchas funciones, uno de los rasgos m ás not ables de est e órgano es que algunas de ellas, im port ant es adem ás, se resist en a una localización precisa. Es el caso de la conciencia. Nadie ha podido localizar una región del cerebro y decir «Aquí est á la conciencia». Tam poco la localización de los m ecanism os del lenguaj e es 100 por 100 segura. Por ej em plo, un individuo puede perder part es relat ivam ent e am plias del cerebro sin pérdida aparent e de sus funciones cognit ivas o lingüíst icas. Est e hecho exige prudencia a la hora de valorar el enorm e desarrollo del t am año cerebral a lo largo de nuest ra hist oria evolut iva: la form ación de un gran cerebro no es, evident em ent e, una m era acum ulación de unidades funcionales aleat orias. Si com param os el cerebro hum ano con el cerebro de un sim io, enseguida salt an a la vist a las grandes diferencias de est ruct ura, sobre t odo en el t am año de los diferent es lóbulos. Por ej em plo, en los hum anos los lóbulos t em poral y pariet al son m ayores, lo que desplaza hacia at rás al lóbulo occipit al. En los sim ios, el lóbulo occipit al es m ayor y el front al es m enor que en los hum anos. Por consiguient e, en t érm inos generales, puede hablarse de una organización global hum ana de los principales lóbulos del cerebro, y de una organización m ás propiam ent e sim iesca. Los neurólogos han ident ificado dos cent ros responsables de la est ruct ura del lenguaj e en el cerebro, el área de Wernicke y el área de Broca, de acuerdo con los nom bres de los invest igadores del siglo pasado que las descubrieron. Com o ocurre con frecuencia en est e t ipo de invest igaciones neurológicas, la inform ación relat iva a la localización de funciones cerebrales concret as se obt iene a part ir de víct im as de t raum as, accident es o pat ologías cerebrales. Por ej em plo, Cari Wernicke descubrió que los pacient es con daños en la part e superior post erior del lóbulo t em poral izquierdo solían t ener problem as relacionados con la com prensión del lenguaj e: podían hablar con fluidez, pero sin sent ido. Paul Broca t am bién descubrió que cuando la part e inferior post erior del lóbulo front al izquierdo ( j ust o al lado de la sien) est aba dañada, aparecían dificult ades en el habla, pero se m ant enía int act a la capacidad de com prensión. Los invest igadores m odernos aún int ent an com prender cóm o se organiza el lenguaj e en el
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cerebro, y es evident e que el sist em a no es nada sim ple. Est án im plicadas m últ iples áreas y vías, y una localización precisa se hace difícil. Uno de los efect os de esa m ult iplicidad de órganos neurológicos dedicados a las facult ades del lenguaj e es que el hem isferio izquierdo es bast ant e m ayor que el derecho. I ncluso en los zurdos los cent ros del habla suelen est ar sit uados —aunque no siem pre— en el hem isferio izquierdo. Est e dom inio del hem isferio izquierdo t am bién est á asociado a ciert os aspect os psicom ot ores, com o por ej em plo el hecho de ser diest ro o zurdo. Los sim ios t am bién t ienen un hem isferio m ayor que el ot ro, pero el efect o no es t an m arcado com o en los hum anos, y ent re ellos no hay predom inio del uso de una m ano sobre ot ra. Los neurólogos creen que el predom inio del hem isferio izquierdo en el ser hum ano es el result ado de la evolución del lenguaj e. La evolución de algunos aspect os de la psicom ot ricidad, com o el hecho de ser diest ro o zurdo, fue paralela. En los hum anos, el área de Broca present a una clara prot uberancia, un bult o, un indicio físico, un t ant o inciert o, de las capacidades lingüíst icas cont enidas en est a zona, pero indicio al fin y al cabo. De ahí que Ralph Holloway est udiara el área de Broca del cráneo 1470. Si Hom o habilis t uvo un área de Broca, cualquiera que fuese su t am año, t uvo que dej ar su im pront a en la part e int erior del cráneo. «Sí exist e un área de Broca en el 1470 —dice Ralph—. Lo cual no dem uest ra que el individuo poseyera un lenguaj e, porque de hecho en paleoneurología no puede probarse práct icam ent e nada. Pero creo que los orígenes del lenguaj e se rem ont an a un pasado paleont ológico m uy ant iguo.» En sus fases m ás t em pranas, el lenguaj e hum ano pudo producirse com o una ext ensión de las capacidades vocales, con una ciert a gam a de sonidos y t al vez algún t ipo de est ruct ura para expresarlos. «La form a del lenguaj e t uvo que ser indudablem ent e prim it iva, pero t uvo que incluir un conj unt o lim it ado de sonidos, ut ilizados sist em át icam ent e, basado en un aspect o sobradam ent e dem ost rado de la sociabilidad de los prim at es: la capacidad, si no la propensión, para producir sonidos vocalizados.» Est oy t ot alm ent e de acuerdo con la valoración de Ralph. Si quisiéram os hilar aún m ás fino en el j uego deduct ivo, los prim eros út iles de piedra podrían facilit ar la ident ificación de algunas de las claves de la organización del cerebro. Durant e m uchos años, Nick Tot h, ahora en la Universidad de I ndiana, t rabaj ó en los yacim ient os de Koobi Fora com o m iem bro del equipo de Glynn I saac. Más que excavar ant iguos út iles lít icos, Nick prefería sobre t odo com prender las t ecnologías del pasado, haciéndolas y ut ilizándolas él m ism o. Es un arqueólogo de cam po, y t iene un oj o m uy despiert o para det ect ar oport unidades que le perm it an verificar hipót esis. Un verano, por ej em plo, en plena sesión de excavaciones en un yacim ient o cerca del cam pam ent o principal de Koobi Fora, las gent es del lugar organizaron una gran fiest a, y se sacrificó una vaca. Nick vio allí una oport unidad para probar la eficacia de las lanzas de m adera endurecidas al calor. Talló rápidam ent e unas varas de m adera, las t em pló en las brasas, y se dispuso a at acar al anim al m uert o. Al calor de los aplausos del público, Nick lanzó el arm a cont ra el abdom en del anim al desde no m uy lej os. Pero el arm a rebot ó. Y m urm urando por lo baj o algo sobre lo ignom inioso de la sit uación, Nick volvió a ocuparse de quehaceres m ás ort odoxos.
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Su quehacer m ás ort odoxo son los út iles de piedra. Y observó que la posición de un desbast ador de piedras, que se caract eriza por sost ener un núcleo o cant o rodado en una m ano para producir lascas con la ot ra, proporciona m ucha inform ación sobre los aspect os psicom ot ores que regulan el predom inio de una u ot ra m ano. La clave radica en la form a de las lascas y en la posición de los segm ent os del córt ex, o superficie ext erior, del filo de las piezas t alladas. Nick descubrió que la paut a de las lascas descubiert as en los yacim ient os arqueológicos m ás prim it ivos del área de Koobi Fora es sim ilar a la paut a que él, com o diest ro que es, desarrolla cuando fabrica út iles con su m ano derecha. Es decir, que la m ayoría de los prim it ivos desbast adores lít icos — posiblem ent e Hom o habilis— fueron diest ros. Est o im plica que en aquella época ya predom inaba el hem isferio izquierdo, un dat o significat ivo en la evolución del lenguaj e. Yo est aba encant ado con su descubrim ient o de un área de Broca en el cerebro de 1470, y con sus result ados m enos direct os, pero igualm ent e int eresant es, de una propensión prim it iva hacia el dom inio del hem isferio izquierdo. A un cient ífico siem pre le gust a conocer dat os que apoyen sus prem isas. ( Un lam ent able corolario de est a act it ud es un grado not able de sordera hacia aquellos dat os que van en sent ido cont rario.) La presencia del área de Broca no puede considerarse com o prueba definit iva de la exist encia de una ciert a capacidad de lenguaj e, porque en los hum anos m odernos la m aquinaria lingüíst ica est á ent errada debaj o de est a prot uberancia neurológica, no dent ro de ella. En el m ej or de los casos, la presencia del área de Broca es indirect am ent e indicadora de capacidad lingüíst ica. En cualquier caso, la conclusión posit iva de Ralph, según la cual 1470 t uvo un grado de capacidad de habla considerablem ent e m ayor que la vocalización de los sim ios, era est im ulant e. Pero ¿se t rat aba de un lenguaj e hablado t an desarrollado com o el nuest ro? No. Creo que la capacidad de lenguaj e apareció gradualm ent e en la evolución hum ana y fue
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part e de un acervo evolut ivo que em ergió en t orno a la vida cazadora- recolect ora, algo t ot alm ent e nuevo en el m undo de los prim at es. Los prim at ólogos han desarrollado un saludable respet o hacia el grado de conocim ient o que pueden alcanzar los m onos y los sim ios acerca de sus m undos respect ivos. Est os anim ales saben qué com er y, m ás im port ant e aún, dónde y cuándo encont rar com ida. Sus paseos diarios por sus respect ivos t errit orios no nos parecen ahora t an aleat orios. A veces una banda de m andriles se dividirá en dos por la m añana, y am bos grupos buscarán alim ent o en zonas dist int as, dent ro del radio de acción de la banda, y al cabo del día volverán a encont rarse para dorm ir, form ando de nuevo una banda unida. Est á claro, pues, que exist e com unicación y «acuerdo»: las act ividades del día se planifican de alguna form a, aunque nos parezca t odavía inexplicable. Con el cam bio a una econom ía m ixt a de caza y recolección, donde son habit uales las escisiones diarias de la banda para buscar alim ent o por separado, la necesidad de organización y de acuerdo se int ensifica aún m ás. Un grado sofist icado de com unicación es ahora im prescindible, sobre t odo para una m ej or socialidad general. Si com paráram os una am plia zona habit ada por m uchas bandas de m andriles con un lugar sim ilar habit ado por m uchas bandas de cazadores- recolect ores m odernos, se apreciaría una diferencia fundam ent al. Ent re las bandas de m andriles exist e un int ercam bio int erm it ent e de m achos cuando los j óvenes se acercan a la m adurez. Pero nunca se da una gran coalición de t odas las bandas, ni t am poco una congregación social t em poral. Ent re los m odernos cazadores- recolect ores, en cam bio, est as congregaciones o reuniones t em porales ent re bandas son casi una caract eríst ica definit oria. Las reuniones son m om ent os de socialización int ensa, de renovación y de valoración de las alianzas, de búsqueda de parej a. Est e t ipo de congregaciones son part e de la est ruct ura t ribal, bandas unidas por un lenguaj e com ún y una cult ura com ún. ¿Cabe esperar una organización social de est e t ipo ent re los prim eros Hom o? Creo que no. Hay que ser prudent es y evit ar la t ent ación de im aginar que con la aparición de algunas caract eríst icas hum anas en nuest ros ant epasados, aparecieron t odas a la vez. Sospecho que en el Hom o prim it ivo em pezó a desarrollarse un rudim ent ario sist em a de caza y recolección, acom pañado de un lenguaj e rudim ent ario, pero que la paut a t ípicam ent e prim at e de las bandas persist ió durant e un t iem po, acaso hast a la evolución del prim er Hom o sapiens. La pregunt a siguient e es obvia. Si Hom o habilis poseyó alguna form a de lenguaj e hablado, ¿qué puede decirse de los prim eros hom ínidos? Aquí la evidencia es m enos clara y m uy cont rovert ida. Prim ero, no se ha det ect ado —t odavía— un área de Broca, clara y dist int a, del t ipo descubiert o en el 1470, en un aust ralopit ecino. ¿Dem uest ra una ausencia de lenguaj e? Quizás. Pero desde que Ralph inició sus est udios con el cerebro hom ínido, nunca ha dej ado de afirm ar que en t odas las especies hom ínidas, t ant o en los aust ralopit ecinos com o en Hom o, ha t enido lugar una reorganización a part ir de la form a sim ia, y su form a global es claram ent e hum ana. «Desde el principio del linaj e hom ínido, ya se est ableció un ciert o grado de organización cerebral de t ipo hum ano», dice. Si es así, el circuit o del cerebro pudo cont ener rudim ent os de capacidad lingüíst ica. Pero la paleoneurología sólo puede est udiar rasgos superficiales. La sugerencia de Ralph sobre la presencia m uy t em prana de una organización cerebral hum ana ha sido puest a en ent redicho recient em ent e por Dean Falk, de la Universidad Est at al de Nueva York, en Albany. A part ir de sus est udios con especim enes de África del Sur y de Kenia, est a aut ora cree que la organización del cerebro de los aust ralopit ecinos fue t odavía básicam ent e sim iesca, y que la organización hum ana del
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cerebro sólo apareció con Hom o. No es la prim era vez que dos expert os en la m at eria llegan a conclusiones opuest as basándose en la m ism a evidencia. Yo no soy paleoneurólogo, y espero no serlo nunca. Pero sé que el m at erial que m anej a est a gent e —m oldes nat urales o en caucho de las im pront as de la superficie int erior del cráneo— result a m uy, pero que m uy difícil de int erpret ar. Las im presiones suelen ser m uy t enues y borrosas, y las falsas im pront as son m oneda corrient e. De ahí la et ernización del debat e ent re Ralph y Dean en las revist as cient íficas, casi una década. Una vez int ent é organizar un debat e cara a cara, cuando am bos est aban t rabaj ando en el m useo de Nairobi, con la esperanza de que pudieran solvent ar sus diferencias, pero sin éxit o. Pero recient em ent e las t esis de Dean Falk han em pezado a recibir apoyo de ot ros neurólogos, ent re ellos Harry Jerison. Sería lógico, y t am bién coherent e con ot ros dat os m at eriales, que la organización hum ana del cerebro hubiera aparecido con el origen del género Hom o. Tam bién cam biaron ot ras m uchas cosas en est e m om ent o de nuest ra hist oria evolut iva, asociadas a un gran cam bio adapt at ivo hacia la caza y la recolección. Me sorprendería que un rudim ent ario lenguaj e hum ano no hubiera form ado part e de est e acervo Hom o. En m i opinión est uvo ausent e en los aust ralopit ecinos, y su m odo de com unicación vocalizada t uvo que parecerse m ucho a lo que hoy observam os en los grandes sim ios. Podem os abordar ahora ot ros aspect os clave de la anat om ía fósil relacionados con la aparición del lenguaj e, com o por ej em plo, el propio sist em a vocal: la laringe, la faringe, la lengua, los labios. En la paut a básica de los m am íferos, la laringe est á en la part e alt a del cuello, una posición que t iene dos consecuencias. Prim era, la laringe est á unida a la nasofaringe —el espacio de aire j unt o a la «puert a t rasera» de la cavidad nasal— para poder respirar y beber sim ult áneam ent e. Segunda, la gam a de sonidos que puede hacer un anim al es lim it ada, porque la cavidad de la faringe —la caj a de resonancia— es necesariam ent e pequeña. Por consiguient e, la vocalización depende en gran m edida de la form a de su cavidad bucal y de sus labios, para m odificar los sonidos producidos en la laringe. En los hum anos, la est ruct ura es m uy diferent e y única en el m undo anim al. La laringe est á m ucho m ás abaj o, por lo que los hum anos no pueden respirar y beber al m ism o t iem po sin at ragant arse. Tam bién som os m ucho m ás vulnerables a la hora de t ragar y respirar sim ult áneam ent e, y a veces nos «at ragant am os». Est os son result ados claros aunque negat ivos del cam bio anat óm ico, por lo que cabe suponer algún t ipo de cont rapart ida, alguna vent aj a. Y la hay. La posición inferior de la laringe crea un espacio laríngeo m ucho m ayor encim a de las cuerdas vocales, que perm it e una gam a m uchísim o m ayor de sonidos. «Una faringe m ayor es crucial para poder producir un habla com plet am ent e art iculada», dice Jeffrey Lait m an, del Mount Sinai Hospit al Medical School de Nueva York. Lait m an llegó a est as cuest iones a raíz de su int erés por el desarrollo del sist em a vocal hum ano en la infancia. Descubrió que, efect ivam ent e, los niños hum anos sint et izan un segm ent o de nuest ra hist oria evolut iva. Los bebés nacen con la laringe en la t ípica posición m am ífera, sit uada en la part e alt a del cuello, y pueden beber y respirar sim ult áneam ent e, com o de hecho hacen durant e la lact ancia. Al año y m edio, la laringe em pieza a descender hacia la part e inferior del cuello, para alcanzar la posición adult a hacia los cat orce años. Est e desplazam ient o de la laringe va acom pañado de una capacidad cada vez m ayor para producir sonidos, com o saben perfect am ent e los padres.
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El t rabaj o de Lait m an es no sólo fascinant e en sí m ism o, sino que t am bién nos ofrece una vía pot encial para det ect ar el lenguaj e en el regist ro fósil: una laringe alt a en un ant epasado hum ano im plica una capacidad lingüíst ica de t ipo sim io, y una laringe baj a, una capacidad de t ipo m ás hum ano. El problem a, evident em ent e, es que buena part e de la est ruct ura del sist em a vocal est á const it uida por cart ílagos, que casi siem pre se descom ponen durant e la fosilización. Pero no t odo est á perdido, com o dice Lait m an: «Durant e nuest ras invest igaciones, m is colaboradores y yo advert im os que la form a de la base del cráneo est á relacionada con la posición de la laringe. Lo que no es en absolut o sorprendent e, porque la base craneana sirve de t echo al sist em a respirat orio superior». O dicho de form a m ás sim ple: en la paut a básica de los m am íferos, la base del cráneo — el t echo del sist em a respirat orio— es fundam ent alm ent e plano. En los hum anos es claram ent e curvo. Aquí t enem os, pues, una señal det ect able en el regist ro fósil: la form a de la base del cráneo de nuest ros ant epasados hum anos. «La paut a es m uy int eresant e —dice Lait m an—. «Prim ero, t odos los aust ralopit ecinos que he exam inado present aban una base craneana t ípicam ent e sim iesca. Est o indica, en m i opinión, su im posibilidad física para producir algunas de las vocales universales que caract erizan las paut as hum anas del habla. Segundo, la base craneana com plet am ent e arqueada m ás ant igua que se conoce en el regist ro fósil t iene ent re 300.000 y 400.000 años de ant igüedad, es decir, el llam ado Hom o sapiens arcaico.» Ot ra evidencia de que a los aust ralopit ecinos les falt aba algo que nosot ros consideram os hum ano. Los result ados t am bién indican que el sapiens arcaico t uvo una laringe hum ana m oderna. Est o nos obliga a pregunt arnos qué es lo que cam bió con la aparición de los hum anos t ot alm ent e m odernos, hace unos 100.000 años. Pero ant es t enem os que saber qué pasó en m edio de est a secuencia, ent re los aust ralopit ecinos y el sapiens arcaico, porque podría indicarnos cuándo em pezó el desarrollo de la vocalización. Lait m an est udió el cráneo 3733, uno de los cráneos de Hom o erect us m ás ant iguos que t enem os, y advirt ió que la flexión de la base del cráneo ya había em pezado: «Est e individuo pudo t ener la capacidad de producir una gam a m ayor de sonidos. Podría decirse que el lenguaj e hablado hum ano ya había em pezado a evolucionar». El individuo 3733 m urió hace unos 1,6 m illones de años, en la m ism a época en que m urió el j oven t urkana, aunque al ot ro lado del lago. Aunque le he rogado que sea m ás explícit o, Lait m an t odavía no puede precisar qué t ipo de sonidos pudo producir 3733 y sus am igos los prim eros Hom o erect us. «No hem os realizado el t rabaj o inform át ico necesario —dice—. Es posible que no pudieran pronunciar ciert as vocales, com o la " u" y la " i" largas, por ej em plo.» Pero est á claro que la laringe ya no est aba en la part e alt a del cuello. Lait m an propone que la laringe de los erect us adult os est uvo en una posición int erm edia, ent re la posición del sim io y la del hum ano act ual, equivalent e a la posición de un niño hum ano m oderno de seis años. «Sí, casi seguro que podían at ragant arse al com er o al beber —dice Lait m an refiriéndose al prim er erect us—. Y se t rat a de un indicio m uy im port ant e.» La vent aj a de t ener la laringe en est a posición int erm edia t uvo que ser considerable para com pensar la posibilidad de at ragant arse. Est a vent aj a fue seguram ent e una capacidad lingüíst ica parcialm ent e desarrollada. Lo cual no m e sorprende. Si el prim er Hom o erect us t uvo com o m ínim o un lenguaj e hablado rudim ent ario, ¿qué decir de Hom o habilis, el m iem bro m ás prim it ivo que se conoce del linaj e Hom o? Desgraciadam ent e nada podem os avanzar al respect o. Ninguno de los cráneos habilis disponibles est á suficient em ent e int act o. Si t uviera que pronunciarm e diría que el día
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que encont rem os un cráneo int act o del prim er Hom o verem os el principio de la flexión en la base, el principio del descenso de la laringe, y el principio del lenguaj e hablado. Por consiguient e, las dos áreas del regist ro fósil que pueden hablarnos de la capacidad de lenguaj e de nuest ros ant epasados se apoyan y se explican recíprocam ent e. Am bas indican un desarrollo t em prano del lenguaj e hablado, que t uvo que em pezar, casi con t oda seguridad, con el origen del género Hom o. Pero la t rayect oria de ese desarrollo, y su elaboración final, son m enos claras. Tenem os que explorar ot ros sect ores del regist ro, los product os de la m ent e de nuest ros ant epasados: no sus palabras, sino sus act os. Hace quince años, Glynn I saac fue invit ado a disert ar sobre el origen del lenguaj e en un im port ant e congreso organizado por la Academ ia de las Ciencias de Nueva York. Pregunt arle a un arqueólogo sobre el lenguaj e es com o pedirle a un t opo que explique la vida en la copa de los árboles. Los m at eriales que el arqueólogo ext rae de la t ierra no cont ienen vest igios direct os de los m últ iples fenóm enos que debe m anej ar en una consideración t écnica de la nat uraleza del lenguaj e. No hay fonem as pet rificados, ni gram át icas fósiles. Las reliquias m ás ant iguas que los arqueólogos pueden llegar a palpar no van m ás allá de la prim era invención de los sist em as escrit os, hace unos cinco o seis m il años. Y sin em bargo, la int rincada base fisiológica del lenguaj e evidencia que est a capacidad hum ana t iene profundas raíces, raíces que podrían rem ont arse incluso hast a los orígenes docum ent ados de la fabricación de út iles, hará unos 2,5 m illones de años, o incluso ant es. I ngenioso com o siem pre, Glynn ponderaba el regist ro que le era m ás fam iliar —el regist ro lít ico— para buscar en él vías que pudieran dem ost rarse relevant es para la cuest ión del lenguaj e. Decidió est udiar la com plej idad cam biant e de los conj unt os lít icos a lo largo del t iem po. Ent re dos y cincuent a m illones de años at rás, est os conj unt os vieron increm ent ar el núm ero de sus elem ent os y sus form as se hicieron m ás y m ás m at izadas, con la aparición brusca de im port ant es «m ej oras» hace ent re 1,6 m illones y 250.000 años. Est as fechas coinciden con la aparición de Hom o erect us prim ero, y de sapiens arcaico después. Con la evolución de la hist oria hum ana, los fabricant es de út iles fueron m ej orando su t écnica hast a alcanzar form as m ás norm alizadas. En ot ras palabras, los cant os t rabaj ados, los raspadores, et c., em pezaron a parecer realm ent e com o lo que eran. Est a aparent e m ej ora en la fabricación de út iles de piedra suele considerarse indicat iva de que nuest ros ant epasados ganaron en habilidad t écnica y am pliaron la gam a de posibles aplicaciones. Pero Glynn cuest ionó est os supuest os: «No es necesariam ent e ciert o que el aum ent o de la com plej idad reflej e un aum ent o de la cant idad de t areas llevadas a cabo con út iles de piedra, com o t am poco los út iles m ás elaborados son necesariam ent e m ás eficaces en sent ido t écnico. Est o es algo de lo que apenas se habla». Si unos út iles de piedra m ás perfeccionados no conllevan un increm ent o real de la eficacia, ni increm ent o de las ut ilidades posibles, ¿qué im plica est a paut a? ¿Por qué esm erarse en producir art efact os m ás elaborados? Glynn dice: En m i opinión, los út iles de piedra reflej an cam bios que afect aron a la cult ura com o un t odo. Probablem ent e, parcelas cada vez m ayores del com port am ient o global, y a m enudo, aunque no siem pre, t am bién la fabricación de út iles, conocieron sist em as norm at ivos crecient em ent e com plej os. En el ám bit o de la com unicación, est o im plicó, probablem ent e, una sint axis m ás elaborada y un vocabulario m ás rico; en el de las relaciones sociales, t al vez m ayor núm ero de cat egorías, obligaciones y
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prescripciones concret as; y en el ám bit o de la subsist encia, un increm ent o de los conocim ient os t écnicos com unicables. En ot ras palabras, el orden que vem os em erger gradualm ent e en los út iles de piedra a lo largo del regist ro arqueológico es un eco cult ural de lo que est á ocurriendo en el rest o de la sociedad, sugiere Glynn. El cont rat o social y económ ico que est á en el corazón de la vida cazadora- recolect ora exige de los individuos una com prensión de sus roles, de su lugar en la com unidad, del com port am ient o que se espera de ellos. Ent re los cazadores- recolect ores del m undo m oderno, las relaciones de un individuo con los dem ás m iem bros de su com unidad, con ot ros grupos, con sus ant epasados, con sus dioses, vienen definidas m ediant e sist em as de parent esco m uy elaborados. Est os sist em as suelen dict ar quién puede casarse con quién, quién debe com part ir com ida con quién, y quién debe vivir dónde. El orden se im pone a la sociedad m ediant e norm as que prescriben el com port am ient o acept able. El orden es una obsesión hum ana, una form a de com port am ient o que requiere un lenguaj e hablado bast ant e sofist icado para su opt im ización. Puede argum ent arse, ciert am ent e, que los páj aros t am bién im ponen orden en su m undo cuando const ruyen sofist icados nidos, siem pre según una línea prescrit a. Pero la caract eríst ica definit oria de los hum anos es que los product os finales derivados de esa necesidad de orden son enorm em ent e individuales y, a su m anera, únicos en las dist int as sociedades. La arbit rariedad es un elem ent o t ípico del orden hum ano, m ient ras que el páj aro siem pre const ruirá su nido de la m ism a form a. La obsesión por el orden en el m undo t uvo que evolucionar durant e nuest ra hist oria, y sin duda es paralela a la evolución del lenguaj e. Sin lenguaj e, la arbit rariedad del orden im puest o por el hom bre habría sido im posible. Encuent ro int eresant e la form a en que se ent ret ej en y art iculan t ecnología, lenguaj e y cult ura en la hipót esis de Glynn, para producir un com plej o t ej ido que reconocem os en nosot ros m ism os y en nuest ra sociedad act ual. ¿Podem os int roducir un sent ido est ét ico en est e t ej ido? No dudo de que los grabados y las im ágenes pint adas en la Edad del Hielo reflej an un ciert o nivel est ét ico, un gust o por det erm inadas form as. Pero se t rat a de hum anos m odernos, de gent e com o nosot ros. Por lo que se refiere a las poblaciones ant eriores, es difícil de decir. Pero las form as de algunas de las hachas de m ano de África y de Eurasia que he vist o son exquisit as, product o de un gran esm ero, m ucha paciencia y, posiblem ent e, orgullo. Sencillam ent e, est án dem asiado bien hechas para ser sim ples desbast adores o m art illos. Por lo t ant o, sugiero que con Hom o erect us ya em pezó a asom ar un sent ido est ét ico, que se vio increm ent ado con el sapiens arcaico, ent re ellos los neandert hales. Tant o la im posición de un orden arbit rario com o la est ét ica em ergent e t uvieron que cont ribuir a perfilar el m undo de nuest ros ancest ros, y am bos aspect os requieren un ciert o nivel de lenguaj e hablado. El regist ro arqueológico m ás m oderno, sobre t odo a part ir del paleolít ico superior, m uest ra un cam bio acelerado, una escalada de innovaciones. Aum ent a la t ipología de los conj unt os lít icos, y m uchos de ellos present an form as m uy est ilizadas, sin precedent es. Los cam bios de est e periodo reflej an casi con t oda cert eza una cont inuación del proceso ident ificado por Glynn en regist ros m ás ant iguos: un t ej ido cult ural cada vez m ás denso y com plej o. Adem ás, en est e periodo exist e innovación real, product o de una int eligencia t écnica, y no sólo norm as sociales t endent es a configurar un orden. La com plej idad que se evidencia ent re los grupos hum anos en est a part e t ardía del regist ro t uvo que ir acom pañada de un lenguaj e hablado bien desarrollado. La cont ribución real de Glynn —el t opo que explica la vida en la copa de los árboles— se
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refiere a la part e m ás ant igua del regist ro, donde ident ificó un m edio cult ural cada vez m ás ext enso y rico, cuyo m ot or fue el lenguaj e. A falt a de evidencia direct a de lenguaj e hablado, ¿en qué t ipo de evidencia podem os basarnos? Algunos ant ropólogos afirm an que la evidencia de abst racción sería suficient e. En efect o, una m ent e, sin lenguaj e, queda encerrada en el m undo m ent al en que vive, porque las palabras y el pensam ient o reflexivo son las únicas herram ient as con que cuent a para explorar los rincones de ese m undo, para t rascenderlo. Las palabras pueden crear experiencias que no han ocurrido: son el m ot or de la im aginación, de la concept ualización. Las im ágenes visuales, m e parece, son un product o único de esa concept ualización, la evidencia de la abst racción que buscam os. A pesar de un prolongado y pacient e est ím ulo, los sim ios no han logrado, hast a ahora, pint ar im ágenes que un observador obj et ivo pueda acept ar com o represent aciones. Cosa que no m e sorprende. El t razo de unas líneas dibuj adas en una superficie o grabadas sobre hueso o m arfil con int ención figurat iva fue un acont ecim ient o de enorm e m agnit ud int elect ual en la hist oria hum ana, sim ilar a m uchos de los grandes descubrim ient os cient íficos. Fue el product o de la exploración de un m undo m ent al m ás allá de sus lím it es m ediant e el lenguaj e. En ausencia de lenguaj e, aún result a m ás inim aginable la concept ualización de im ágenes sim bólicas, figurat ivas o abst ract as. La sim ple im agen de una cruz, por ej em plo, o de un past or con un cordero, t iene profundas connot aciones en la cult ura occident al; son sím bolos de inocencia en t oda la m it ología religiosa. Sospecho que algunas de las im ágenes figurat ivas del regist ro arqueológico son part e de una m it ología, porque sin lenguaj e no puede haber m it ología. Cuando descubrim os im ágenes figurat ivas y abst ract as de est e t ipo, que em piezan a aparecer en África y en Europa hace unos 30.000 años, significa que nos hallam os ant e gent es dot adas de un lenguaj e hablado art iculado, com plet am ent e m oderno. Pero ya no est oy t an seguro de que la ausencia de t ales im ágenes en regist ros m ás ant iguos im plique necesariam ent e una ausencia de algo parecido a un lenguaj e m oderno. Y no iría t an lej os com o el ant ropólogo de la Universidad de Nueva York, Randall Whit e, que dice que hace m ás de 100.000 años hubo «una t ot al ausencia de eso que los hum anos m odernos llam aríam os lenguaj e». Whit e se basa en los espect aculares cam bios que ve aparecer a principios del paleolít ico superior, com o el aum ent o del t am año de los grupos sociales, la evidencia de com ercio, una innovación t ecnológica sin precedent es y, evident em ent e, el art e. Llam a la at ención el hecho de que la creación de im ágenes aparezca de form a repent ina y recient e en el regist ro, hace t an sólo unos 30.000 años en África y en Europa. ( Las pint uras rupest res m ás fam osas de Europa son m ás t ardías, de sólo 20.000 años de ant igüedad.) Para épocas ant eriores sólo hay indicaciones dispersas de algún t ipo de com port am ient o sim bólico: una cost illa de buey grabada de form a m uy sim ple procedent e del yacim ient o de Péch de l'Azé, en el suroest e de Francia, de unos 300.000 años de edad; o una pieza de ocre afilada de hace unos 250.000 años, descubiert a en una cueva cerca de Niza, en el sur de Francia. Pero poca cosa m ás. El grabado en la cost illa de buey consist e en una serie de arcos dobles fest oneados, una rem iniscencia de grabados que se encuent ran en la m ism a zona desde hace 30.000 años. ¿Es un indicio de cont inuidad de una t radición, a t ravés de un vast ísim o espacio t em poral, vacío de ot ros ej em plos? Lo dudo. Más bien parece que la paut a represent a algo básico en la psique hum ana. El fragm ent o de ocre, afilado com o para
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colorear, huele a rit ual. Pero el vacío del regist ro ant erior a los 30.000 años es preocupant e. Si es ciert o que hace unos 100.000 años evolucionaron unos hum anos ya com plet am ent e m odernos, lo que es m uy probable, ¿por qué no encont ram os evidencia de expresión art íst ica o sim bólica hast a 70.000 años después? Es posible, pero poco probable, que m ás allá de los 30.000 años t oda m anifest ación de com port am ient o sim bólico se pract icara sobre m at eriales perecederos, com o arena o cort eza, que no han sobrevivido. Y dado que las pint uras pueden sobrevivir en abrigos rocosos o en cuevas durant e 30.000 años, t am bién pudieron sobrevivir 40.000 o 50.000 o incluso, por qué no, 100.000 años. La im pront a en el regist ro de hace 30.000 años parece m uy real, sea cual sea su significado. El sim bolism o puede reflej arse de ot ras m uchas form as, no sólo a t ravés de im ágenes. El ent erram ient o rit ual es el ej em plo m ás relevant e, y suele asociarse a los neandert hales: es el caso del cuerpo de un cazador, descubiert o en una t um ba de la cueva de La Chapelle- aux- Saint s, en Francia, de 40.000 años de ant igüedad, y que yace j unt o a una pat a de bisont e, huesos de ot ros anim ales y varios út iles de sílex; o el caso, t am bién, de una m uj er ent errada en una exagerada posición fet al en la cueva de La Ferrassie, en Francia, una de las seis t um bas del yacim ient o. Y hay ot ros m uchos ej em plos en la lit erat ura cient ífica. Tal vez el m ás fam oso sea el viej o de Shanidar, en los m ont es Zagros, en el act ual I rak. Murió hace 60.000 años, y parece que fue colocado en un lecho de m at eria veget al, rodeado de flores: m ilenram a, acianos, cardos, hierba cana, j acint os, cola de caballo, y una clase de m alva. Las flores blancas, am arillas, roj as, azules y púrpura t am bién poseen propiedades m edicinales. Por consiguient e, se dice que el viej o de Shanidar pudo ser un cham án, o hechicero, y su ent erram ient o una cerem onia digna de un m iem bro t an im port ant e del grupo. El int erés y la preocupación por el m undo de los m uert os que expresan est as sit uaciones indican un lenguaj e y una conciencia bien desarrollados. La conciencia de sí m ism o y la conciencia de la m uert e van de la m ano. ¿Se t rat a, aquí, de la cont inuación del desarrollo del lenguaj e que inferim os para periodos m ás ant iguos del regist ro? Creo que sí. Hace poco se han puest o en ent redicho algunas supuest as evidencias de ent erram ient o neandert hal, especialm ent e por part e de Robert Garget t , de la Universidad de California, en Berkeley. Garget t sugiere que t odos est os supuest os ent erram ient os pueden explicarse perfect am ent e com o m uert es nat urales —causadas, por ej em plo, por el desprendim ient o de paredes y t echos de una cueva sobre sus ocupant es, o sim ples cuerpos abandonados— desprovist as de rit ual. Posiblem ent e sea ciert o en algunos casos, en los que t al vez ha podido sobre- int erpret arse la evidencia. Pero hay dem asiados ej em plos en los que no es posible invocar el azar para explicar la asociación de cuerpos y út iles de piedra, la alineación de los cuerpos, et c. La evidencia de que los neandert hales, y t al vez t am bién los sapiens arcaicos, ent erraban ocasionalm ent e a sus m uert os con un ciert o grado de rit ual que puede reconocerse com o hum ano, sigue siendo convincent e. En est e cont ext o, la cuest ión de la capacidad lingüíst ica de los neandert hales es pert inent e. Por desgracia no hay consenso ent re los expert os. «Pobre Hom o sapiens neandert halensis —se lam ent a Ralph Holloway—. Seguro que ningún ot ro grupo ét nico ha sido obj et o de t ant as calum nias y oprobios com o nuest ros prim os lej anos de hace 40.000 a 50.000 años. El golpe de gracia, basado en decisiones inform át icas y en la
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ausencia de obras de art e, ha sido la afirm ación de que los pobres neandert hales t am bién eran m udos o que, com o m ucho, balbuceaban una serie de fonem as m uy lim it ados.» Para Ralph, la evidencia paleoneurológica m uest ra dos cosas: que el cerebro de los neandert hales es t ot alm ent e Hom o, sin diferencias significat ivas respect o del cerebro de los hum anos m odernos; y que «los neandert hales poseían un lenguaj e». El «golpe de gracia» a que se refiere Ralph lo asest ó Philip Lieberm an, un lingüist a de la Universidad de Brown. Basado en un est udio de la anat om ía de la base craneana del viej o de La Chapelle- aux- Saint s, Lieberm an y su colaborador Edm und Crelin llegaron a la conclusión de que el habla de los neandert hales t uvo que ser m uy lim it ada. «La capacidad lingüíst ica y cognit iva de los hom ínidos neandert hales clásicos era deficient e. Com o m ucho pudo exist ir un habla nasalizada y suscept ible de errores de percepción; probablem ent e se com unicaban vocalm ent e a un rit m o t erriblem ent e lent o y eran incapaces de com prender frases com plej as», ha dicho Lieberm an recient em ent e. La base del cráneo del viej o de La Chapelle no es ni m ás ni m enos arqueada que la que vem os en 3733, un Hom o erect us de hace un m illón y m edio de años. ¿Significa que la laringe de los neandert hales se halla a la m ism a alt ura que en los prim eros erect us; y que el lenguaj e de los neandert hales era sim ilar al de hace 1,5 m illones de años? ¿O bien que la capacidad lingüíst ica de los neandert hales sufrió una regresión respect o de lo ya conseguido por ot ros sapiens arcaicos? La conclusión de Lieberm an y sus colegas fue que la deficiencia lingüíst ica desem peñó un papel fundam ent al en la desaparición de los neandert hales. Pero el t em a, al parecer, no est á zanj ado. Aunque sólo sea porque el viej o de La Chapelle es un esquelet o ext rem adam ent e deform ado en m uchos sent idos, y es m uy posible que el grado de flexión de la base craneana fuera m ás pronunciada de lo que parece. Pero, según Jeffrey Lait m an, que ha t rabaj ado con Lieberm an y Crelin, la flexión del cráneo de algunos neandert hales no es t an m oderna com o la que present an m uchos de los individuos sapiens arcaicos. Ot ros neandert hales sí encaj an en la gam a de lo que llam aríam os m oderno. «Creo que son aspect os m uy com plicados», dice Lait m an con caut ela. Le pedí que «escalonara» a los neandert hales según su supuest o sist em a vocal, en base a una escala arbit raria del 1 al 10, donde 1 represent aría el grado sim io y 10 el nivel del hum ano m oderno. Y m e dij o que el viej o de La Chapelle est aría alrededor del 5, y ot ros neandert hales ent re el 7 y el 8. Recordem os que los prim eros sapiens arcaicos, con 300.000 años de ant igüedad, corresponden a un 10 de la escala, es decir, al nivel de la plenit ud hum ana. Lo cual significa que los neandert hales pudieron experim ent ar una regresión hacia la condición de los sim ios, hast a por lo m enos la m it ad de la escala. De hecho, se habrían podido com parar al 3733, el espécim en de erect us prim it ivo, que según Lait m an se sit úa en t orno al 6 de la escala. Pero una regresión de est as dim ensiones en una función t an fundam ent al en la evolución hum ana m e result a difícilm ent e concebible. El cuadro se com plica —o confunde— t odavía m ás con el im port ant e descubrim ient o de un huesecillo procedent e de un neandert hal de 60.000 años de ant igüedad en la cueva de Kebara en el m ont e Carm elo, en I srael. El esquelet o parcial fue descubiert o en 1983 por una expedición franco- israelí, y ha sum inist rado inform ación int eresant e sobre la anat om ía del neandert hal. Pero lo m ás im port ant e de t odo es el hueso hioides, un huesecillo en form a de U que alberga los m úsculos de la m andíbula, la laringe y la
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lengua. Debido a su posición cent ral en el aparat o vocal, el hioides es vit al para producir la voz. El hioides de Kebara es el prim ero que se recupera de un ant epasado hum ano, el prim er indicio de est a pieza crucial de la anat om ía. «Llegam os a la conclusión de que la base m orfológica de la capacidad hum ana del habla parecía plenam ent e desarrollada», dij eron los arqueólogos, baj o la dirección de Baruch Arensburg, de la Universidad de Tel Aviv, y de Bernard Vanderm eersch. La anat om ía del hioides de Kebara era idént ica a la de los hum anos m odernos. «Parece que las presunt as lim it aciones lingüíst icas de los neandert hales, hast a ahora basadas fundam ent alm ent e en est udios de m orfología craneana, t endrán que revisarse», añadieron con est udiada m odest ia. Philip Lieberm an no quedó convencido. «No hay base para est ablecer una com paración, puest o que no disponem os de ot ros hioides de hom ínido —dij o a un periodist a de Science News—. En est e cont ext o, el hioides de Kebara nada nos dice sobre la evolución del habla y del lenguaj e». Jeffrey Lait m an t am bién se m uest ra prudent e. «La anat om ía del hioides no ofrece suficient e inform ación para reconst ruir la est ruct ura del sist em a vocal», dice. Es evident e que m is colegas t odavía est án lej os de lograr un consenso en t orno a est a cuest ión. A m í m e parece que exist e un fact or de com plicación que t odavía no se ha asim ilado plenam ent e. Ant es he descrit o la anat om ía insólit a de la cara del neandert hal: una prot uberancia en m it ad de la cara, com o si la hubieran est irado por la nariz. Est a configuración produce am plios espacios de aire en el sist em a respirat orio superior, que se han int erpret ado com o est ruct uras para calent ar el aire helado inhalado y para condensar el vapor de agua del aire que se espira. Los neandert hales fueron esencialm ent e gent es adapt adas al frío, y est as funciones pudieron ser un aspect o im port ant e de aquella adapt ación. Ciert am ent e parece posible que esa est ruct ura poco habit ual de la part e superior del sist em a respirat orio afect ara a la form a de la base del cráneo, t al vez sin alt erar la posición de la laringe. Nadie puede saberlo a ciencia ciert a, pero a m í est a m e parece m ás plausible que la ot ra explicación alt ernat iva: que los cam bios en la est ruct ura del sist em a respirat orio superior necesarios para su adapt ación al frío com prom et ieron seriam ent e la capacidad del neandert hal para producir una am plia gam a de sonidos, reduciendo así sus capacidades lingüíst icas. Me cuest a im aginar que los neandert hales, con un cerebro algo m ayor que el cerebro m edio de los hum anos m odernos, fueran im béciles lingüíst icos. Su t ecnología est aba t ant o o m ás desarrollada que la de ot ros sapiens arcaicos. Y la expresión de su aut oconciencia, a t ravés del ent erram ient o rit ual, poseía el m ism o nivel de desarrollo. Los neandert hales t uvieron que est ar t an bien dot ados lingüíst icam ent e com o cualquier ot ra población de sapiens arcaicos. Aunque no t ant o com o los hum anos m odernos. El acont ecim ient o m ás im port ant e en el origen del hum ano m oderno t uvo que ser la adquisición definit iva de un lenguaj e hablado plenam ent e art iculado. La evidencia que hem os present ado apoya est a idea. Sugerir lo cont rario —im aginar una especie hum ana equipada con un lenguaj e com o el nuest ro pero sin ser com o nosot ros— m e parece im posible. Creo que el paso evolut ivo final fue un cam bio gradual, no una revolución punt ual y repent ina. Aunque el avance fundam ent al no t uvo por qué ser la capacidad o el grado para producir sonidos, sino que pudo radicar t am bién en la percepción de esos sonidos, en la m aquinaria m ent al capaz de descodificarlos. Porque la capacidad de lenguaj e, despues de t odo, cont iene com ponent es de producción y de percepción, que evolucionan m ás o m enos concert ada y sim ult áneam ent e. El habla
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hum ana se const ruye a part ir de cincuent a sonidos, frent e a una docena en ot ros grandes prim at es. Ese avance, esa cuadruplicación, es el result ado de un sist em a vocal m odificado, aspect os del cual pueden det ect arse en el regist ro fósil. Pero el avance en la am plit ud y el grado de com unicación que acom pañó aquellos cam bios en el sist em a vocal es m ucho m ayor, m ás que cuat ro veces m ayor: es un avance infinit o en relación con nuest ros prim os prim at es. Tuvo que ser, casi con cert eza, el result ado de la reest ruct uración de la m aquinaria m ent al en el cerebro, cuyos indicios son práct icam ent e invisibles en el regist ro fósil. El origen de los hum anos m odernos supuso un gran florecim ient o lingüíst ico en el m undo: a part ir de una única lengua surgieron ot ras m uchas, que evolucionaron de form a análoga a la evolución de las especies, pero a un rit m o m ucho m ás rápido. Quizás unos 100.000 años m ás t arde ya exist ieran unas cinco m il lenguas, la cant idad docum ent ada en los m ás ant iguos t iem pos hist óricos. Cinco m il lenguas, t odas ellas con raíces en una lengua m adre original, a t ravés de una com plej a relación evolut iva. Cinco m il lenguas, t odas pert enecient es a una de las cerca de doce fam ilias lingüíst icas, som bras de aquella prim era relación m ás profunda. Cinco m il lenguas, cada una de ellas expresión de una capacidad que une a t odo el género hum ano. Pero, paradój icam ent e, la capacidad cognit iva que une a t odos los Hom o sapiens, t am bién los divide. Porque cinco m il lenguas significan cinco m il cult uras, y cada una de ellas un m edio social y espirit ual que las diferencia y, con dem asiada frecuencia, las separa. Todos nosot ros nacem os con la capacidad para hablar cualquiera de est as cinco m il lenguas —en realidad, cualquiera de la infinidad de lenguas hum anas—, pero en circunst ancias norm ales aprendem os sólo una. Tal com o lo expresa el ant ropólogo de Princet on, Clifford Geert z, «uno de los aspect os m ás significat ivos acerca de nosot ros t al vez sea, finalm ent e, el hecho de que t odos em pezam os con un bagaj e nat ural que nos perm it iría vivir un m illar de vidas dist int as, pero al final acabam os viviendo sólo una». Pero lo paradój ico es que, a t ravés del lenguaj e, los individuos llegan a com prenderse a sí m ism os, su sociedad y su cult ura, pero perm anecen ext raños a los individuos de ot ras cult uras. El m edio para com prender puede ser t am bién una barrera para la com prensión, un result ado del poder, y no de la lim it ación, del lenguaj e. A lo largo de la hist oria hum ana, los hum anos fueron creando progresivam ent e su propio m edio, la cult ura. Est e aspect o único es una fuerza t an dom inant e en nuest ras vidas que en últ im a inst ancia acabam os dependiendo de ella. Com o dice Geert z de form a hart o elocuent e: «Un ser hum ano sin cult ura acabaría seguram ent e convert ido no ya en un sim io int rínsecam ent e int eligent e aunque incom plet o, sino en una m onst ruosidad sin m ent e, im pract icable. Al igual que el repollo al que t ant o se parece, el cerebro de Hom o sapiens, nacido en el m arco de la cult ura, no sería viable fuera de él». No exist e ser vivient e t an lim it ado o t an liberado por su herencia. Est a afirm ación se parece m ucho a una versión dist int a del valor que Thom as Huxley ot orga a la im port ancia del lenguaj e hum ano: «Nos eleva m uy por encim a del nivel de nuest ros hum ildes sem ej ant es». En ciert o m odo es verdad. El lenguaj e hum ano, y cuant o deriva de su realidad, conviert e a Hom o sapiens en una especie especialm ent e int eligent e. Y m uy probablem ent e podem os j ust ificar la pret ensión de ser m ás que «especialm ent e int eligent es». Nuest ro sent ido m oral, la ét ica, y la visión t rascendent al, son únicos en el m undo act ual. ¿Y qué decir del «profundo abism o ent re el hom bre y las best ias» ident ificado por
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Huxley? He sugerido que algunos t rabaj os recient es sobre la capacidad cognit iva — especialm ent e la capacidad del lenguaj e— de los grandes prim at es han reducido de alguna form a ese abism o en el ext rem o no hum ano de las cosas. Tam bién sost engo que lo que aprendem os de la prehist oria hum ana sirve para reducirlo t odavía m ás. Tal vez nos sint am os especiales en el m undo act ual, y lo som os en m uchos sent idos, pero som os t an sólo el product o final de un linaj e evolut ivo que llega hast a nosot ros a t ravés de vínculos indisociables con el rest o del m undo nat ural. Si supiéram os, gracias al regist ro fósil y arqueológico, que la capacidad de lenguaj e em ergió sólo con el origen de los hum anos m odernos, ent onces podríam os decir con t oda j ust icia que Hom o sapiens se separó efect ivam ent e de «las best ias» de alguna form a im port ant e. Pero lo que nos dicen esos regist ros es que la capacidad de lenguaj e —y con ella, la cult ura y la conciencia hum anas— em ergió gradualm ent e a lo largo de la hist oria. Cada una de las especies de Hom o ant ecesoras de Hom o sapiens poseía algún com ponent e del género hum ano, de condición hum ana, no sólo por lo que respect a a su t am año y conduct a, sino t am bién al funcionam ient o de la m ent e. El faro de la condición hum ana fue brillando cada vez m ás con el paso del t iem po, hast a que ilum inó el m undo con la deslum brant e int ensidad que hoy experim ent am os. Si, por algún azar de la nat uraleza, Hom o erect us y Hom o habilis t odavía exist ieran, el Hom o sapiens aparecería m ucho m enos especial de lo que pensam os. El abism o ent re el género hum ano y «las best ias» se vería colm ado por erect us y habilis, y nuest ra relación con el rest o del m undo nat ural result aría m ucho m ás evident e. Est as especies —erect us y habilis— no exist en, claro, except o com o elem ent os de un regist ro evolut ivo. De ahí que una com prensión del regist ro fósil hum ano sea a la vez vivo e inst ruct ivo, puest o que nos revela nuest ro verdadero lugar en el m undo, y sit úa nuest ra indudable «diferencia» dent ro de una perspect iva hist órica. Ca pít u lo XVI ASESI N AD O EN UN ZOOLÓGI CO Durant e cinco años Luit est uvo m aquinando para hacerse con el liderazgo de la colonia de chim pancés del zoológico Burgers, de Arnhem , en Holanda. De una edad int erm edia ent re Yeroen y Nikkie, sus principales rivales para el puest o dom inant e, Luit era un espécim en físico elegant e, m usculoso, de pelaj e negro y suave. Pero para conseguir su obj et ivo Luit explot aba su ingenio, no su fuerza. Sopesando el equilibrio de poder prim ero con Yeroen, y luego con Nikkie, a veces en franca com pet ición ent re sí, Luit consiguió finalm ent e la posición de prim er m acho, y con ella el acceso privilegiado a las hem bras de la colonia. Pero el éxit o acabó en desast re, y est a vez se im puso no el cerebro, sino la fuerza: Yeroen y Nikkie unieron sus fuerzas y at acaron brut alm ent e a Luit . «Yo est aba t rabaj ando en casa —recuerda Frans de Waal, que había est udiado la colonia de Arnhem durant e años—. Era un sábado por la m añana. Sonó el t eléfono y la not icia no pudo ser peor.» Rápidam ent e, y m uy angust iada, la ayudant e de De Waal describió cóm o había encont rado a Luit , apenas conscient e y cubiert o de sangre, con t oda su carne desgarrada. Con profundos desgarrones en la cabeza, cost ados, m anos y pies, Luit parecía agonizar. Y la m ayor de las inj urias: Yeroen y Nikkie le habían arrancado los t est ículos. «Haz lo que puedas por él —grit ó De Waal en el t eléfono— enseguida est oy cont igo.» Las em ociones se agolparon en su pecho m ient ras recorría la cort a dist ancia ent re su
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casa y el zoo, sent im ient os de desesperación y de t rist eza. Y acusación: «Yeroen t iene la culpa», pensaba. La condición de Luit era peor de lo que De Waal esperaba, y a pesar de unas t res horas de operación, Luit m urió, por una com binación de shock y pérdida de sangre. Aún hoy, una década después del incident e, De Waal dice: «No puedo m irar a Yeroen sin ver a un asesino. Nikkie, diez años m ás j oven que Yeroen, sólo fue un peón en el j uego de Yeroen». Pero ¿qué clase de j uego pudo acabar en asesinat o? «Cuest ión polít ica, lucha por el poder», explica De Waal. Hace dos m ilenios, Arist ót eles calificó al ser hum ano de zoon polit ikon, anim al polít ico. «No podía im aginarse lo cerca que est aba de la realidad — dice De Waal—. Nuest ra act ividad polít ica parece form ar part e de una herencia evolut iva que com part im os con nuest ros parient es m ás próxim os.» El asesinat o com o resolución de las luchas por el poder no es algo infrecuent e en las páginas de la hist oria hum ana, com o últ im o resort e cuando los dem ás m edios polít icos han fracasado. Así fue para Luit . «Lo que he aprendido de m i t rabaj o en Arnhem —dice De Waal— es que las raíces de la polít ica son m ás viej as que la hum anidad.» Aunque m ucha gent e no sea conscient e del hecho, m i padre creía firm em ent e que en la m edida en que lográsem os com prender m ás cosas sobre el com port am ient o de los grandes sim ios —nuest ros parient es vivos m ás próxim os— podríam os ent endernos m ej or a nosot ros m ism os y nuest ra hist oria evolut iva. Dedicó considerable energía a organizar lo que m ás t arde se convert iría en los dos t rabaj os de cam po sobre prim at es m ás fam osos e influyent es: el de Jane Goodall con chim pancés, en Tanzania, y el de Diane Fossey con gorilas, en Ruanda. La inform ación obt enida a raíz del est udio del com port am ient o social de los sim ios africanos podría com plem ent ar lo que pudiéram os obt ener del regist ro fósil, decía m i padre. ¡Cuánt a razón t enía! Est os est udios, y ot ros m uchos, no sólo nos han abiert o vías concret as para conocer la est ruct ura social de nuest ros ant epasados ( especialm ent e en relación con fact ores t ales com o el t am año del cuerpo, la ecología y el dim orfism o sexual) , sino que han deparado inform ación sobre la m ent e de los prim at es. Nos han proporcionado indicios de la evolución de la conciencia, el fenóm eno que experim ent am os com o int rospección y aut oconciencia. Sólo en los últ im os años los prim at ólogos y fisiólogos han podido darse cuent a de lo bizant ina que llega a ser una m ent e prim at e. Desde el m anej o y m anipulación de com plej as redes de relaciones, hast a la perpet ración de ast ut os t rucos de engaño, nuest ros prim os prim at es habit an m undos sociales e int elect uales m ás com plej os de lo que cabía im aginar. El t ít ulo de un libro recient e sobre el t em a reza: I nt eligencia m aquiavélica. El que los fisiólogos brit ánicos Richard Byrne y Andrews Whit en, edit ores del libro, consideraran est e t ít ulo apropiado para un t ext o académ ico sobre la experiencia social de los prim at es, result a indicat ivo del respet o que ahora se concede a la m ent e prim at e no hum ana. Aquí nos ocupam os del t em a com o una vía para com prender algo de la m ent e hum ana, concret am ent e, la aparición de la conciencia int rospect iva durant e nuest ra hist oria evolut iva. El t em a de la nat uraleza de la m ent e, m ás que cualquier ot ro, ha em barazado, t ent ado y escapado a filósofos y a fisiólogos. Las definiciones de t ipo operat ivo, com o «la capacidad para cont rolar t us propios est ados m ent ales, y la subsiguient e capacidad de usar t u propia experiencia para inferir la experiencia de ot ros», t al vez sean pert inent es obj et ivam ent e, pero no capt an la esencia de lo que cada uno de nosot ros
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sient e sobre cóm o y qué debe ser la m ent e. La m ent e es la fuent e del sent ido de uno m ism o, el m undo privado en que habit a, un m undo que a veces se com part e con ot ros; es fuent e de esperanzas y t em ores, del bien y del m al; es el m edio de experim ent ar m undos m ás allá de lo t angible y el m edio de t ransform ar lo int angible en algo real. «Pocas cuest iones han perdurado t ant o o han conocido una hist oria m ás com plej a que el problem a de la conciencia y su lugar en la nat uraleza», dice Julián Jaynes, un fisiólogo de Princet on. Est e «problem a» est á en el corazón de nuest ra lucha por com prender nuest ra condición hum ana. E, inesperadam ent e, es donde m uchos est udios sobre prim at es —ent re ellos, el que est udia las circunst ancias de la m uert e de Luit — em piezan a arroj ar alguna luz. La m ism a luz acabará diciéndonos alguna cosa sobre la m ent e de Hom o habilis y de Hom o erect us y, en últ im a inst ancia, de Hom o sapiens. Hace dos siglos, Descart es proponía que la m ent e y el cuerpo eran ent idades com plet am ent e separadas, un dualism o que configuraba un t odo. «Era una visión de la conciencia parecida a un espírit u que posee y cont rola un cuerpo, com o t ú y yo poseem os y cont rolam os el coche», observa el filósofo Daniel Dennet t , de la Universidad de Tuft s. Los filósofos lo llam an el dualism o m ent e- cuerpo. «Más recient em ent e, t ras el rechazo del dualism o y con el auge del m at erialism o —la idea de que la m ent e es el cerebro—, nos hem os ido al ot ro ext rem o, a la idea de que la conciencia t iene que ser un nódulo del cerebro, el Cuart el General responsable de organizar y dirigir t odos los accesorios que m ant ienen unida la vida y el cuerpo», añade Dennet t . Adopt o el punt o de vist a m at erialist a de que la conciencia es el product o de la act ividad del cerebro, y no un sut il anexo ext erno al órgano, com o sugería recient em ent e el fam oso neurólogo sir John Eccles. «Me veo obligado a at ribuir la unicidad de la conciencia o del alm a a una creación espirit ual sobrenat ural», escribía en su últ im o libro, Evolut ion of t he Brain. Aunque rechazo una int ervención ext erna t ipo Eccles, sim pat izo, no obst ant e, con los sent im ient os expresados en un recient e ensayo por Colin McGinn, un filósofo de la Universidad de Rut gers: ¿Cóm o es posible que los est ados de conciencia dependan de los est ados del cerebro? ¿Cóm o puede surgir la fenom enología t ecnicolor de una viscosa m at eria gris? ¿Qué hace que el órgano corporal que llam am os cerebro se diferencie t an radicalm ent e de ot ros órganos corporales, com o por ej em plo los riñones, part es del cuerpo sin el m ás m ínim o indicio de conciencia? ¿Cóm o la agregación de m illones de neuronas inanim adas individuales pudo generar la conciencia subj et iva? ... Nos parece m ilagroso, m ist erioso, e incluso un t ant o cóm ico. Sent im os, de alguna form a, que el agua del cerebro físico se conviert e en el vino de la conciencia, pero seguim os en blanco acerca de la nat uraleza de est a conversión. Al decir que la conciencia es el product o singular y único del cerebro, McGinn refuerza el argum ent o de Dennet t : la m ent e es el cerebro. Tam bién est á diciendo que la conciencia es del cerebro y de ningún ot ro órgano, de ninguna ot ra m at eria en el m undo. Pero t am bién sé que algunos est udiosos afirm an ahora que la m at eria no cerebral t am bién puede ser conscient e: ot ros órganos del cuerpo, las plant as, incluso las piedras y, en últ im a inst ancia, las part ículas fundam ent ales de la m at eria. Est o m e parece un ej ercicio filosófico de escasa relevancia para cuant o observam os en la experiencia real en t ant o que hum anos. A m i m e int eresa el sent ido inm at erial de la propia conciencia, innegable pero indefinible. Por eso apoyo con ent usiasm o los
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sent im ient os de McGinn, t ant o por lo que se refiere a la fuent e de nuest ra conciencia com o a su frust rant e nat uraleza evanescent e. McGinn no est á diciendo que, dado que no podem os explicar el proceso físico por el cual la m at eria inanim ada genera conciencia, el proceso t iene que ser m ilagroso, m ás allá de las leyes físicas. Lo que sugiere es que, aunque nos parezca difícil de acept ar, puede haber lím it es a la com prensión hum ana de la nat uraleza; el cerebro hum ano puede no est ar equipado finalm ent e para ent enderse a sí m ism o. «Nos parece oneroso concebir la exist encia de una propiedad real, aunque est uviera baj o nuest ras propias narices, para cuya com prensión no est am os capacit ados —dice—; una propiedad que es responsable de fenóm enos que observam os de form a t ot alm ent e indirect a [ nuest ra propia experiencia] .» Tres grandes revoluciones biológicas m arcan la hist oria de la vida en el m undo. La prim era es el origen de la vida m ism a; la segunda es el origen de las células eucariót icas, las células con núcleos; y la t ercera es el origen de los organism os m ult icelulares. Cada una de est as revoluciones t ransform ó el m undo de form a drást ica y espect acular. No es exagerado añadir una cuart a revolución: el origen de la conciencia hum ana. Represent a una nueva dim ensión en la experiencia biológica. Nuest ra pregunt a ahora, sim ilar a la que plant eábam os para el origen del lenguaj e, es si la conciencia t al com o la experim ent am os em ergió rápida y recient em ent e en nuest ra hist oria. ¿O se fue const ruyendo poco a poco, quedándose en los fundam ent os cognit ivos en nuest ros ant epasados sim iescos? Para buscar las raíces de la conciencia hum ana explorarem os los m undos sociales de los prim at es no hum anos; pregunt arem os por qué los prim at es parecen ser m ás int eligent es de lo est rict am ent e necesario; buscarem os indicios de ciert o sent ido de sí m ism os, de conciencia, en est os anim ales, incluyendo su inclinación a engañarse unos a ot ros; analizarem os los escasos indicios de conciencia en el regist ro prehist órico; y t rat arem os del origen de la m it ología y de la religión. La prim era pregunt a que se plant ea no es t ant o el qué de la conciencia, sino el porqué. ¿Por qué t uvo que darse el fenóm eno de la conciencia? La capacidad para la int rospección que experim ent an los hum anos podría ser un epifenóm eno de ese cerebro grande y com plej o, el subproduct o de ot ras funciones neurológicas, «el chirrido de los engranaj es neurológicos, la chispa del circuit o neurológico», com o explicaba el fisiólogo Horace Barlow de la Universidad de Cam bridge. Pero de acuerdo con m i aproxim ación a la especie hum ana, debem os considerar la conciencia igual que consideram os ot ros aspect os de nosot ros m ism os: el product o direct o de la selección nat ural. En cuyo caso debem os pregunt arnos qué beneficio select ivo obt uvieron nuest ros ant epasados y nosot ros con la conciencia. Para cont est ar a est a pregunt a t om aré una vía que puede parecer un círculo vicioso. La vía em pieza pregunt ando por qué los prim at es parecen ser m ás int eligent es de «lo necesario». En el Language Research Cent er de la Universidad Est at al de Georgia, en At lant a, hay un m ono que, arm ado de una pequeña palanca de m ando, puede ant icipar el com plej o m ovim ient o de un obj et o en una pant alla de ordenador y, finalm ent e, «capt urar» el obj et o. La t area no es fácil ni siquiera para un hum ano. Requiere concent ración y capacidad de ant icipación o predicción respect o a la posible t rayect oria de los obj et os del videoj uego, así com o un buen cont rol de la palanca de m ando. Sin olvidar que el m ono no est á especialm ent e ent renado para ello, ni t am poco posee un t alent o especial. Cualquiera de los m onos del cent ro puede hacerlo, una vez fam iliarizados con el sist em a. En ot ra zona del cent ro hay chim pancés que pueden resolver problem as
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int elect uales aún m ás com plej os, para los que se precisa, por lo general, una capacidad para ant icipar t res o cuat ro m ovim ient os. Se necesit a capacidad analít ica, razonam ient o y ant icipación. Y t am poco est os anim ales est án especialm ent e adiest rados ni son part icularm ent e ingeniosos. Tan sólo despliegan los t alent os nat urales de los grandes prim at es. Est o plant ea una cuest ión espinosa, porque ¿qué t ienen de nat ural las capacidades que acabo de describir? Los psicólogos que est udian las capacidades cognit ivas de m onos y sim ios en laborat orio convienen en que los anim ales parecen ser m ucho m ás list os de lo que requieren sus exigencias nat urales. «Me he pasado dos m eses observando a los gorilas de los m ont es Virunga, en Ruanda —dice ot ro fisiólogo de la Universidad de Cam bridge, Nicholas Hum phrey—, y no salía de m i asom bro al const at ar que, de t odos los anim ales de la selva, los gorilas parecían llevar la exist encia m ás sim ple —alim ent o abundant e y fácil de conseguir ( si sabían dónde encont rarlo) , escasez o ausencia de depredadores ( si sabían cóm o evit arlos) ... poca cosa que hacer ( y poca hecha) except o com er, dorm ir y j ugar.» Las capacidades cognit ivas que present an los grandes prim at es en el laborat orio parecen sobrepasar, de lej os, las dem andas práct icas de su m undo nat ural. ¿Se ha m ost rado derrochadora la selección nat ural al hacerlos m ás list os de lo realm ent e necesario? Hace pocos años, durant e una visit a de Nick Hum phrey a Kenia, fuim os a Koobi Fora, y discut im os sus ideas. Yo quise saber qué t enían que ver est as observaciones con la evolución de la m ent e hum ana. «Cuant o puede decirse sobre la vida cot idiana de los gorilas —que el m undo de las cosas práct icas no parece dem asiado exigent e int elect ualm ent e— es aplicable t am bién a los hum anos —cont est ó—. Los est udios sobre las sociedades cazadoras- recolect oras m uest ran la m odest ia de las exigencias de su vida cot idiana. Las t écnicas de caza no son m uy superiores a las de ot ros carnívoros sociales. Y las est rat egias de la recolección son sim ilares a las que se observan en los chim pancés o en los m andriles, por ej em plo.» Acept é su explicación y pregunt é qué es lo que en la hist oria de la evolución ha perm it ido al cerebro hum ano crear una sinfonía de Mozart o la t eoría de la relat ividad de Einst ein. «La respuest a —m e dij o Nick— es la vida social. Los prim at es t ienen vidas sociales com plej as. Est o es lo que los hace —y nos ha hecho— t an int eligent es.» Debo adm it ir que m e m ost ré un t ant o escépt ico ant e su sugerencia, durant e nuest ro viaj e a Koobi Fora. La idea de que las exigencias de la int eracción social, t ales com o la creación de alianzas o el engaño a pot enciales rivales, pudieran ser responsables de la agudización de la int eligencia hum ana, m e parecía un t ant o insust ancial. Tal vez porque el nexo social es algo t an nat ural en la exist encia hum ana que llega a hacerse invisible para nuest ra m ent e. Pero diez años de invest igación con prim at es no hum anos ha perm it ido visualizar ese nexo social y, sobre t odo, dest acar su im port ancia. Hoy, la hipót esis de Nick parece m uy plausible. Durant e m ucho t iem po, los ant ropólogos acept aron la idea de que la t ecnología, y no la int eracción social, fue la fuerza m ot riz de la evolución del int elect o hum ano. Dado que nuest ro m undo físico est á dom inado por los frut os de la invención, es lógico que est em os im presionados por la capacidad t ecnológica hum ana. Y es nat ural que se creyera que est as capacidades fueron el product o direct o de la selección nat ural. Pero, com o ha afirm ado Harry Jerison, parece m ás plausible que est as capacidades sean el subproduct o de un int elect o agudizado por ot ras fuerzas que operan en la selección nat ural. Jerison lo describía com o «la const rucción de una realidad m ej or». Pero est udiándolos m ás de cerca, puede verse que, en los grandes prim at es, los com ponent es m ás im port ant es —y los m ás est im ulant es int elect ualm ent e— en la
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realidad de un individuo son ot ros individuos. Un m andril o un chim pancé requieren un ciert o nivel de capacidad int elect ual y de m em oria para explot ar los recursos alim ent arios durant e t odo el año. Necesit an poseer una especie de m apa m ent al de su radio de acción. Necesit an saber, y ser capaces de reconocer, cuándo t ales árboles dan sus frut os, cuándo aquellos t ubérculos est án m aduros, y cuándo hay agua en t al o cual charca. Pero hay un ciert o grado de predecibilidad en t odo ello, una paut a a seguir. Cosa que no es posible, por ej em plo, con los dem ás individuos de la propia banda, que pueden ser im predecibles, sobre t odo en su posible respuest a al com port am ient o de uno. Un árbol lleno de frut a puede ser difícil de encont rar, pero una vez localizado, no desaparece repent inam ent e ni su frut a se hace incom est ible. Est as t ransform aciones t ipo Alicia en el País de las Maravillas en un frut al serían el equivalent e a la gam a de respuest as que un individuo de una banda puede esperar cuando conoce a ot ro, a un rival, por ej em plo. Com parem os los gorilas con las cebras, aunque pueda parecer un t ant o exót ico. Am bas especies habit an m undos ecológicos sim ilares, en el sent ido de que am bos se nut ren de recursos m uy abundant es y bien dist ribuidos ( hoj as de bosques de alt a m ont aña para los gorilas, hierba de las praderas para las cebras) . Y en am bas especies, las hem bras abandonan sus grupos fam iliares de origen para vivir con un solo m acho dom inant e y un grupo de hem bras sin lazos de parent esco con ella. Puest o que sus m undos ecológicos y est ruct uras sociales poseen el m ism o m arco, podría deducirse que sus capacidades m ent ales podrían ser t am bién sim ilares. Pero no es así. En t érm inos relat ivos, los gorilas son cuat ro veces m ás int eligent es ( t ienen un cerebro cuat ro veces m ayor) que las cebras, una diferencia que se correlaciona con una vida social m ucho m ás com plej a y exigent e que la de las cebras. «Corno en el aj edrez, una int eracción social es fundam ent alm ent e una t ransacción ent re m iem bros de una com unidad —dice Nick Hum phrey—. Exige un ciert o nivel de int eligencia que no t iene paralelos en ot ras esferas de la vida. Claro que puede haber j ugadores fuert es y débiles, pero, vet eranos o novat os, nosot ros y la m ayoría de los dem ás m iem bros de las com plej as sociedades prim at es hem os j ugado a est e j uego desde el m om ent o de nacer.» Nick ha venido desarrollando est a línea argum ent at iva desde principios de los años set ent a, y sus ideas sirvieron para crist alizar pensam ient os sim ilares ent re ot ros invest igadores. Hoy por hoy, la idea de una int eligencia social —o m ej or dicho, las agudas exigencias int elect uales de una com plej a vida social— se ha convert ido en uno de los principales paradigm as ent re los ant ropólogos. Un recient e com pendio del est udio de los prim at es, realizado por Dorot hy Cheney, Robert Seyfart h y Barbara Sm ut s, confirm a el ascenso de est e paradigm a. «El uso de út iles en prim at es no hum anos, que ha m erecido una considerable at ención dada su relevancia para la evolución hum ana, es sorprendent e, en part e porque es relat ivam ent e raro. En cam bio, los prim at ólogos dest acan insist ent em ent e la capacidad de los suj et os para ut ilizar a ot ros individuos com o " út iles sociales" para lograr det erm inados result ados», dicen, y llegan a la conclusión de que «ent re los prim at es no hum anos, se evidencian capacidades cognit ivas bast ant e sofist icadas durant e las int eracciones sociales». ¿Qué es lo que hace t an com plej a la vida social de los prim at es para que se den en ellos «capacidades cognit ivas sofist icadas»? En una palabra, fundam ent alm ent e las alianzas. Com o en t odos los grupos anim ales, el fact or m ot or del com port am ient o individual es, en últ im a inst ancia, el éxit o reproduct ivo. En t érm inos ant ropom órficos,
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las hem bras procuran criar hast a la m adurez el m áxim o de crías posible; los m achos, engendrarlas. En las hem bras, el éxit o reproduct ivo se basa en su capacidad para cuidar y prot eger a su descendencia; en los m achos, el éxit o reproduct ivo depende del m áxim o de oport unidades posibles para copular. Tant o los m achos com o las hem bras ven facilit ados sus obj et ivos si cuent an con la ayuda de ot ros m iem bros, am igos y fam iliares. Buena Part e de la vida de los prim at es t ranscurre, pues, alim ent ando est as alianzas en beneficio propio y valorando las alianzas de los rivales. Pasem os a considerar las relaciones ent re Alex y Thalia, m andriles j óvenes ya adult os, m iem bros de una banda que vive cerca de Eburru Cliffs, a 160 kilóm et ros al noroest e de Nairobi, en el gran valle del Rift . Barbara Sm ut s, una prim at óloga de la Universidad de Michigan, est udió la vida social de est a banda durant e varios años, dedicando especial at ención a la creación de lo que ella llam a «am ist ades», alianzas a largo plazo ent re m achos y hem bras. Alex era un recién llegado al grupo y necesit aba est ablecer una sólida alianza con una hem bra. Y escogió a Thalia. Barbara dice: Fue com o ver a dos neófit os en un bar para solt eros. Alex m iró a Thalia hast a que ella se volvió y casi le sorprendió m irándola. Él m iró rápidam ent e a ot ra part e, y ent onces ella le m iró hast a que la cabeza de él em pezó a volverse hacia ella. Ent onces ella em pezó a acicalarse las uñas, com o si est uviera absort a en la t area. Pero t an pront o com o Alex giró la cara, la m irada de ella volvió a posarse en él. Cont inuaron así durant e m ás de un cuart o de hora, siem pre con ese m ism o «desaj ust e» de m ilésim as de segundo. Finalm ent e, Alex consiguió capt ar la m irada de Thalia. Puso la t ípica cara am ist osa ( oj it os pequeños y orej as hacia at rás) y chasqueó los dient es rít m icam ent e. Thalia se quedó inm óvil, y durant e un segundo le m iró a los oj os. Alex se acercó a ella y Thalia, t odavía nerviosa, inició un gest o cariñoso hacia él y se calm ó enseguida, y a la m añana siguient e los vi j unt os por los acant ilados. Seis años m ás t arde, en ot ra visit a a Eburru Cliffs, Barbara com probó que la am ist ad form ada durant e aquel escarceo inicial aún duraba. «Dado que la am ist ad ent re m andriles se inscribe en una red de relaciones de am ist ad y de rivalidad, inevit ablem ent e t ienen repercusiones m ás allá de la parej a», explica Barbara. Por ej em plo, una vez observó a Cyclops con un t rozo de carne, part e de un ant ílope que había cazado. Trit ón, el m acho adult o dom inant e de la banda, vio la presa y em pezó a desafiar a Cyclops. «Ést e se puso t enso y parecía a punt o de abandonar la presa. Pero ent onces apareció Phoebe, la am iga de Cyclops, con su hij o Phyllis, y se acercó a Cyclops. Él la at raj o inm ediat am ent e hacia sí y ahuyent ó a Trit ón lej os de la presa.» Fue un m ovim ient o m uy int eligent e, porque am enazando a Cyclops, Trit ón est aba t am bién am enazando a Phyllis, el hij o de Phoebe. Por lo que «Trit ón corría el riesgo de t ener que habérselas con Phoebe y con t odos sus parient es y am igos —explica Barbara. Ant e esa event ualidad, lo m ás prudent e para Trit ón era ret roceder, cosa que hizo—. Así, la am ist ad im plica t ant o cost es com o beneficios, porque conviert e a los prot agonist as en individuos vulnerables a las convenciones sociales o a la agresión int erpuest a de ot ros». La red de alianzas m ant iene unidas a las bandas de prim at es, y cont rola las int eracciones ent re individuos. Dorot hy Cheney y Robert Seyfart h describen ot ro ej em plo, est a vez con m onos verdes, a los que est udiaron en el Parque Nacional de Am boseli, en Kenia. «En un t ípico encuent ro, una hem bra, Newt on, puede at acar a
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ot ra, Tycho, para hacerse con un frut o. Cuando Tycho se apart a, la herm ana de Newt on, Charing Cross, se acerca para ayudar en la caza. Mient ras, Worm wood Scrubs, ot ra herm ana de Newt on, va hacia la herm ana de Tycho, Holborn, que est á am am ant ando a su pequeño a pocos m et ros del lugar, y la golpea en la cabeza.» Lo que para un observador de paso podría parecer una agresión grat uit a ent re un grupo de individuos irascibles, es en realidad la represent ación de un conflict o que incum be a vast as e int rincadas redes de alianzas, alianzas t ant o de am ist ad com o de sangre. «La host ilidad ent re dos anim ales suele am pliarse hast a incluir a fam ilias ent eras, así que los m onos no sólo necesit an predecir el com port am ient o de cada cual, sino que deben valorar la relación de unos con ot ros —explican Dorot hy y Robert —. Un m ono confront ado con t odo est e int rincado nudo nada aleat orio no puede cont ent arse con aprender sim plem ent e quién ost ent a una posición dom inant e y quién subordinada respect o a él; t am bién t iene que aprender quién est á aliado con quién y quién puede ponerse al lado del rival en un m om ent o det erm inado.» A t ravés de una serie de experim ent os m uy ingeniosos, con cint as grabadas de vocalizaciones concret as, Dorot hy y Robert pudieron det erm inar, por las reacciones de los ot ros m onos, que los anim ales conocen perfect am ent e los códigos que rigen las relaciones y alianzas de la banda. Si las redes de alianzas fueran est ruct uras perm anent es en el seno de una banda, sería difícil para los individuos m anej ar t odas esas int rincadas conexiones. Pero no son en absolut o perm anent es. A los individuos, que siem pre m iran por su propio int erés y por el int erés de sus parient es m ás próxim os, les conviene a veces rom per alianzas exist ent es y form ar ot ras nuevas, t al vez incluso con ant eriores rivales. Por consiguient e, los m iem bros de la banda est án inm ersos en una red de alianzas con paut as cam biant es, lo que exige una int eligencia social aún m ás aguda para poder j ugar al j uego cam biant e del aj edrez social. Luit , Yeroen y Nikkie eran piezas de una de est as part idas de aj edrez social, en la m edida en que sus est rat egias les llevaron hacia aquel at aque fat al en sept iem bre de 1980. Frans de Waal, que observaba el j uego, lo regist ró con pelos y señales. Al principio, en 1975, Yeroen, el m ayor de los t res, era el incuest ionable m acho dom inant e. Luit y Nikkie se som et ían norm alm ent e a Yeroen, y ést e disfrut aba del favor de t odas las hem bras de la banda. Luego, en el verano de 1976, Luit cesó de m ost rar sum isión a Yeroen, y em pezó a desafiarlo con act it udes m uy pat ent es y ruidosas. El m ás j oven, Nikkie, se puso de part e de Luit , pero sólo cuando Luit se enfrent aba a las m uj eres, las aliadas de Yeroen. Al cabo de unos m eses, Luit ganó su desafío frent e a Yeroen y se convirt ió en el m acho dom inant e de la banda. Durant e el prim er año de la nueva era, t ant o Luit com o Nikkie solicit aron el apoyo de Yeroen, el líder caído. Com o si Luit supiera que est aría m ej or y m ás t ranquilo t eniendo a Yeroen com o am igo y no com o enem igo. Nikkie parecía buscar una alianza con Yeroen, quizás para int ent ar derrocar a Luit . En t odo caso, al final del año, Nikkie consiguió su propósit o form ando con Yeroen una alianza cont ra Luit . A est as alt uras, Luit se había ganado la lealt ad de t odas las hem bras de la banda, una sit uación que iba a propiciar su caída, sugiere De Waal. «El dest ino de Luit evoca la paradoj a del equilibrio de poder que afirm a que " la fuerza es debilidad" . Significa que la m ás fuert e de las t res part es en lit igio provoca casi
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aut om át icam ent e la coalición de las dem ás cont ra él, porque para las part es m ás débiles es m ej or unir fuerzas y com part ir la recom pensa que aliarse con la part e m ás fuert e, que m onopolizará los beneficios», explica De Waal. Así pues, con la ayuda de Yeroen, Nikkie se convirt ió en el nuevo líder. Pero al revés que su predecesor, el est at us de Nikkie dependía com plet am ent e de su alianza con Yeroen. Y aunque ést e no era el m acho dom inant e, t odavía gozaba de un considerable éxit o reproduct ivo, porque Nikkie t oleraba su acceso a las hem bras com o part e del t rat o. Nikkie consiguió consolidar su posición durant e un año m ás, con Yeroen pract icando un doble j uego. Podía acceder a varias hem bras en celo a veces con el apoyo de Nikkie cont ra Luit , ot ras con el apoyo de Luit cont ra Nikkie. Est e doble j uego em pezó a est allar en pedazos hacia finales de 1978, cuando Nikkie y Luit est ablecieron lo que De Waal llam a un «t rat ado de no int ervención». El result ado fue que aquella relación especial ent re Nikkie y Luit , que aparecía en periodos de com pet encia sexual, se vio fort alecida durant e los m eses siguient es. A principios de 1980, la sit uación de los t res m achos parecía est able. Nikkie era el individuo dom inant e, con la ayuda de Yeroen, y Luit est aba excluido, aunque fuera m ás fuert e que los ot ros dos. Pero con el paso del t iem po, Nikkie pareció ir relaj ando su part e del com prom iso adquirido con Yeroen. Por ej em plo, ya no apoyaba su acercam ient o a las hem bras en celo, ni im pedía que Luit accediera a las hem bras. Dos días m ás t arde, en la noche del 6 de j ulio, hubo una lucha en la que Nikkie y Yeroen quedaron m alheridos: dedos y uñas arrancados o desaparecidos, t ípico de las peleas ent re chim pancés. «Aunque, por las heridas, no pudo det erm inarse quién salió ganador o quién perdedor, el com port am ient o de Nikkie era claram ent e el de un perdedor. Y pese a que Luit no pareció dem asiado im plicado en la bat alla física, em ergió de ella com o el nuevo m acho dom inant e.» Lo que había pasado, dice De Waal, es que com o Nikkie no había m ant enido su t rat o con Yeroen, ést e dio por finalizada la alianza de una form a m uy violent a. Rot a la alianza, Luit ocupó el vacío de poder, de nuevo com o m acho dom inant e. Durant e las sem anas siguient es se palpaba la t ensión en la banda, dada la fragilidad del orden surgido a raíz de la lucha. Luit , Nikkie y Yeroen parecían t ant ear cont inuam ent e nuevas alianzas. Pero «para Yeroen, el rest ablecim ient o de la coalición con Nikkie parecía priorit aria sobre cualquier ot ra —dice De Waal—. Yeroen podía grit ar de aparent e frust ración y seguir a Luit y a Nikkie siem pre que am bos andaban j unt os. Y el m ism o Yeroen int ent ó m uchas veces sent arse y congraciarse con Nikkie». Era una sit uación claram ent e inest able. Ent onces se produj o el at aque fat al. Yeroen y Nikkie decidieron, al parecer, que sus int ereses m ut uos reclam aban una nueva alianza ent re am bos. De Waal cree que Yeroen inició el at aque, llevando a Nikkie con él. Y recordem os que la cast ración sufrida por Luit no es algo insólit o en est e t ipo de luchas j erárquicas. En est a lucha por el poder en la colonia de Arnhem hubo grandes dosis de m anipulación y de ast ucia polít icas, pero acabó con la conquist a del poder, frut o de una alianza sobre un rival, en su form a m ás ext rem a: la m uert e. Apart e de sus elem ent os t rágicos, la hist oria de Yeroen, Nikkie y Luit m e parece sobrecogedora. No he cesado de afirm ar que el m undo de los grandes prim at es —m onos, sim ios y hum anos— es fundam ent alm ent e una part ida de aj edrez social, un int eligent e desafío int elect ual. Más int eligent e aún que el ant iguo j uego de aj edrez, porque las piezas no
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sólo cam biaban de ident idad sin previo aviso —los caballos se convert ían en alfiles, los peones en t orres, et c.—, sino que en ocasiones cam biaban de color para pasarse al enem igo. Para poder ganar en el j uego, el j ugador debía m ant enerse const ant em ent e alert a, buscando siem pre una perspect iva ganadora, evit ando siem pre colocarse en desvent aj a. El aj edrez es una m et áfora pert inent e, porque capt a con precisión la com plej idad dinám ica con que se enfrent an los grandes prim at es a la hora de m overse en su propio m undo. Pert inent e, pero algo abst ract o, y m enos em ot ivo. Yo no est aba en el zoológico de Arnhem cuando t uvo lugar la bat alla por el poder que provocó la m uert e de Luit , pero a t ravés de la descripción de los hechos puedo sent ir la profunda y viva em oción de t oda la hist oria. Cuando De Waal habla de aquella lucha, revive la experiencia personal de sus prot agonist as y es evident e que no se sient e em ocionalm ent e indiferent e. Adm it e que cuando llam a «asesino» a Yeroen le est á ot orgando m ot ivaciones hum anas. Ent iendo por qué. A ot ro nivel, t am bién result a com prensible el alt ercado ent re Tycho y Newt on por un pedazo de frut a; y podem os aplaudir a Charing Cross, la herm ana de Newt on, por venir a echar una m ano; y ent ender por qué Worm wood Scrubs, la ot ra herm ana de Newt on, aprovecha la oport unidad para incordiar a Holborn, la herm ana de Tycho. Todas est as hist orias t ienen un sent ido lógico y em ocional. ¿Y cóm o no sonreír ant e los t ím idos y pacient es avances de Alex, el j oven m andril, para acercarse a Thalia? El j uego del aj edrez social en la vida de los grandes prim at es est á prot agonizado por individuos que desem peñan sus roles lo m ej or que saben, expresando una gam a de em ociones que podem os ident ificar com o hum anas. Lo que t odo individuo busca, evident em ent e, es el éxit o reproduct ivo: producir el m áxim o posible de hij os sanos y socialm ent e apt os. En los pavos reales, el m ayor éxit o reproduct ivo ( en los m achos) corresponde a aquellos que poseen el plum aj e m ás elaborado y que despliegan la m ej or exhibición. En el ciervo roj o, el éxit o reproduct ivo ( t am bién en los m achos) es para aquellos que poseen un cuerpo m ayor y m ás fuert e, con el que poder derribar a sus rivales, incluso físicam ent e. En los grandes prim at es, el éxit o reproduct ivo ( en m achos Y en hem bras) depende m ucho m ás de los elem ent os sociales que de los elem ent os físicos, de fuerza o de aspect o. Las com plej as int eracciones del nexo social de los prim at es hacen de sist em a select ivo, donde la ast ucia para pact ar alianzas y cont rolar las alianzas de los dem ás perm it e acum ular m uchos m ás punt os en la carrera hacia el éxit o reproduct ivo. Est oy describiendo un m undo configurado por la selección nat ural darwiniana, donde ningún j ugador t iene com o obj et ivo inm ediat o y conscient e en la vida el m áxim o éxit o reproduct ivo. La selección nat ural ha agudizado las capacidades sociales, que llevan al éxit o reproduct ivo. Est as capacidades se est ruct uran a part ir de una aguda int eligencia analít ica. En ot ras palabras, la selección nat ural ha ext rem ado la int eligencia en los prim at es, de la m ism a form a y en el m ism o cont ext o evolut ivo que ha pot enciado la fuerza y el aspect o físico de ot ros anim ales. Em pezábam os nuest ra exploración del origen de la conciencia hum ana pregunt ándonos por qué los grandes prim at es son m ás int eligent es de lo est rict am ent e necesario para la cot idianidad de sus asunt os práct icos. Sugiero que la respuest a est á en las int ensas exigencias int elect uales de sus int eracciones sociales, que generan una const ant e necesidad de com prender y superar a ot ros en la lucha por el éxit o reproduct ivo. Nuest ro cerebro es ext raordinariam ent e grande, debido, en part e, a las exigencias de la int eracción social, exigencias que alcanzaron niveles m ucho m ás ricos y com plej os que las de ot ros grandes prim at es.
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Ca pít u lo XVI I LA CON CI EN CI A, ESPEJO D E LA M EN TE El program a inform át ico llam ado Deep Thought suele considerarse un m agnífico logro del ingenio t ecnológico hum ano. Result ado de m edio siglo de cont inuo esfuerzo, y de la aplicación de las m ent es m ás agudas al m undo de la inform át ica, Deep Thought ha alcanzado el nivel de gran m aest ro del aj edrez. Es ciert o, el cam peón m undial Gary Kasparov ganó a Deep Thought con cont undencia —dos a cero— en un m inicam peonat o celebrado en oct ubre de 1989, pero los creadores del program a confían en que, afinándolo un poco m ás, Deep Thought será pront o candidat o al núm ero uno m undial, ant es de finales de siglo. Un ordenador puede abordar con éxit o los infinit os m ovim ient os y est rat egias de lo que t al vez sea el j uego int elect ual m ás com plet o y duro del m undo; ¿y el j uego del aj edrez social? Deep Thought ha conseguido su est at us de gran m aest ro a base de fuerza brut a —o m ej or dicho, de rapidez. Ayudado por un chip especial desarrollado por el creador del sist em a, Feng- hsiung Hsu, Deep Thought puede leer 700.000 posibles m ovim ient os por segundo. En cinco m inut os puede analizar m ás de 200 m illones de posibilidades, que, dicho sea de paso, son t an sólo una dim inut a fracción de t odos los m ovim ient os posibles del aj edrez. Finalm ent e escoge la m ej or, ant icipando una m edia docena de m ovim ient os posibles. Hsu espera que Deep Thought pueda ganar al cam peón del m undo cuando el nuevo chip en el que est á t rabaj ando pueda com put ar a una velocidad diez veces m ayor, e incorporar siet e m illones de m ovim ient os posibles cada segundo. Al final, la fuerza brut a inform át ica t riunfará sobre el cerebro hum ano, al m enos en el t ablero de aj edrez. Pero ni el cerebro de Kasparov ni el de Yeroen funcionan com o el chip de Deep Thought . Ningún cerebro. Est e t ipo de com put ación consum iría dem asiado espacio y, lo que es m ás, dem asiado t iem po en el lent o t ej ido nervioso que const it uye la m at eria gris de nuest ro cerebro. El funcionam ient o exact o del cerebro del ser hum ano, del sim io, o del m ono, sigue siendo un m ist erio. Pero es evident e que el cerebro hum ano em plea m últ iples t rucos int eligent es para obt ener soluciones razonablem ent e buenas a problem as com plej os sin t ener que analizar cada posibilidad. Uno de est os t rucos, desarrollado especialm ent e para m anej ar las int eracciones sociales, es, creo yo, la conciencia. La m ej or m anera de com prender y, sobre t odo, de predecir el com port am ient o aj eno en det erm inadas circunst ancias consist e en saber lo que uno haría en las m ism as circunst ancias. Hace casi t res siglos y m edio el filósofo Thom as Hobbes afirm aba lo siguient e: «Dada la sem ej anza de los pensam ient os y las pasiones de un hom bre con los pensam ient os y pasiones de ot ro, quien m ire dent ro de sí m ism o y analice qué es lo que ocurre cuando piensa, opina, razona, espera, t em e, et c., y en qué se basa, podrá leer y conocer los pensam ient os y pasiones de t odos los dem ás hom bres en circunst ancias sim ilares». Significa ut ilizar la int uición a part ir de la propia experiencia. El Oj o I nt erior, com o Nick Hum phrey llam a a est e m odelo m ent al, t am bién debe generar inevit able e inexorablem ent e un sent ido de uno m ism o, el fenóm eno que conocem os com o conciencia: el «yo» int erior. «En t érm inos evolut ivos t uvo que ser un hit o crucial —observa Nick—. Pensem os en los beneficios biológicos que supuso para el prim ero de nuest ros ant epasados el desarrollo de la capacidad de realizar predicciones realist as acerca de la vida int erior de sus rivales; ser capaz de represent arse lo que ot ro pensaba y decidía; ser capaz de leer las m ent es de los dem ás leyendo en la
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propia.» Si el m odelo m ent al producido por el Oj o I nt erior confiere una vent aj a a los individuos en el com plej o de las int eracciones sociales, cuya finalidad últ im a es el éxit o reproduct ivo, ent onces se verá favorecido por la evolución. Una vez est ablecido, no hay vuelt a at rás, porque los individuos m enos favorecidos est arán en desvent aj a. Y aquellos con una ligera vent aj a se verán aún m ás favorecidos. «Se crearía un ret én evolut ivo —dice Nick— que act uaría com o un reloj que se da cuerda a sí m ism o increm ent ando el nivel int elect ual general de la especie. En principio est e proceso habría cont inuado hast a que t oda la cuerda del principal m uelle fisiológico se hubiera agot ado com plet am ent e o bien hast a que la int eligencia m ism a se convirt iera en un last re.» Com o hum anos, experim ent am os la expresión últ im a de est a dim ensión de la int eligencia: la capacidad de prever y cont rolar, la posibilidad de im aginar, el sent ido de uno m ism o. Y lo m ism o hacem os con los sent im ient os, con la sim pat ía y la em pat ía, con la at ribución y la afección. Est a dim ensión sensit iva es lo que conviert e la conciencia en una experiencia t an subj et iva. Un observador puede experim ent ar dolor al ver —u oír— que alguien sufre. Y puede experim ent ar un sent im ient o de profunda pena cuando oye, por ej em plo, que un padre ha perdido a su hij o. La em pat ía con las em ociones de ot ras personas a t ravés de la experiencia de las propias em ociones es part e de la conciencia hum ana. Tam bién im plica la t endencia generalizada a ant ropom orfizar, a at ribuir sent im ient os hum anos a los anim ales no hum anos. El perro «echa en falt a» a su am o ausent e. El m ono est á «celoso» de su rival. El gat o es un anim al «egoíst a». Dot ados de est e profundo sent ido de conciencia, y con nuest ras vidas m arcadas por las em ociones, encont ram os práct icam ent e im posible im aginar ot ras vidas —ot ras form as de vida— sin sent im ient os sim ilares a los nuest ros. Pero, aun siendo t an poderosa nuest ra experiencia subj et iva de la conciencia, result a ext rem adam ent e difícil dem ost rar que exist e. Com o individuos, ¿cóm o podem os saber que los dem ás sient en com o nosot ros? ¿Cóm o sé, con absolut a cert eza, que m i vecino es conscient e de la m ism a form a que sé que yo lo soy? Para los filósofos y los fisiólogos const it uye un duro desafío, si bien la conversación y la em pat ia que de ella em ana pueden suponer un paso en la vía de su resolución. Pero ¿qué pasa con los prim at es no hum anos? ¿Cóm o podem os verificar que t am bién ellos experim ent an un det erm inado grado de conciencia? Hace unos veint e años el psicólogo Gordon Gallup, hoy en la Universidad Est at al de Nueva York, en Albany, ideó un sim ple, aunque cont rovert ido, t est de aut oconciencia: el t est del espej o. Com o saben t odos aquellos que t ienen anim ales dom ést icos, un espej o puede result ar una novedad para un gat o o un perro durant e un t iem po, pero desde el m om ent o en que el anim al se da cuent a de que el reflej o es, com o m ucho, un com pañero aburrido, enseguida dej a de m irar el espej o. El t est de Gallup pret endía det erm inar si un anim al puede reconocer el reflej o com o «su yo» en lugar de ver en él a ot ro individuo. El t est es la sim plicidad m ism a. I m plica prim ero fam iliarizar al anim al con el espej o, luego m arcar la cabeza del anim al con un punt o roj o. Si el anim al t oca el punt o t ras m irar de nuevo su reflej o en el espej o, ent onces, dice Gallup, es que el anim al sí reconoce la im agen de sí m ism o. «La prim era vez que lo probam os con chim pancés funcionó», recuerda Gallup. «Est os dat os parecen const it uir la prim era dem ost ración experim ent al del concept o del propio yo en una form a subhum ana», escribió en Science en enero de 1970. En el m ism o art ículo inform aba que ni el m acaco de cola
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cort ada ni el m ono rhesus «aprobaron» el t est . Desde ent onces, m uchos grandes prim at es han pasado por el t est , y hast a ahora sólo dos han m ost rado result ados posit ivos: el chim pancé, com o en el t est original, y el orangut án. Parece que el gorila, el t ercero de los grandes sim ios, no consigue pasarlo, un result ado que m uchos observadores consideran anorm al. Aunque hay quien afirm a haber vist o com port am ient os reveladores de aut oconciencia en gorilas frent e al espej o, lo que indicaría, dicen, la presencia de un sent ido del yo en est os anim ales. Supongam os, por un m om ent o, que los gorilas sí poseen esa aut oconciencia, que, por alguna razón, el t est del espej o no puede reflej ar. Si est o es así, exist iría una clara línea divisoria ent re los grandes sim ios y el rest o de los grandes prim at es: por encim a de la línea, un sent ido del yo; por debaj o de ella, nada. Est a dem arcación t an rígida ha preocupado a los prim at ólogos durant e m ucho t iem po, especialm ent e porque const at an un com port am ient o social com plej o en sus suj et os no sim ios, sobre t odo en los m onos. ¿Qué ot ro crit erio puede ut ilizarse? Hay uno de recient e aparición: el engaño. Hace unos seis años, cuando Richard Byrne y Andrew Whit en est udiaban los m andriles chacm a del África orient al, observaron el siguient e incident e: Paul, un j oven m andril, se acercó a una hem bra adult a, Mel, para m irar cóm o escarbaba en una t ierra dura y seca en busca de un bulbo para com er. Paul m iró a su alrededor. No había m andriles a la vist a en aquel habit at de m ont e baj o, aunque no podían est ar m uy lej os. Ent onces grit ó m uy fuert e, cosa que los m andriles no suelen hacer a m enos que se sient an am enazados. En cuest ión de segundos la m adre de Paul, en posición dom inant e con respect o a Mel, apareció corriendo en escena y la ahuyent ó, y am bas desaparecieron de la vist a. Paul se acercó al hoyo y se com ió el bulbo. Los dos psicólogos, int rigados, pensaron que acababan de presenciar una escena de verdadero engaño. Paul «sabía» que si grit aba, su m adre vendría, y «supondría» que Mel había at acado a Paul y la ahuyent aría. Él «sabía» que lo dej arían en paz para com erse el bulbo que Mel había desent errado t an laboriosam ent e. «Cabían ot ras int erpret aciones, claro —dicen Byrne y Whit en—. Pudo ser pura coincidencia, y el at aque de la m adre t al vez no t uviera relación con el grit o. O Paul pudo sent irse am enazado realm ent e por una hem bra adult a que nosot ros no vim os.» Pero la idea del engaño prem edit ado era t ent adora, sobre t odo desde que am bos psicólogos presenciaron ot ras ocasiones en que algunos m andriles est aban aparent em ent e haciendo «econom ías con la verdad». Tras el t rabaj o de cam po, Byrne y Whit en llevaron a cabo rápidas consult as bibliográficas y descubrieron varios inform es sobre «engaños t áct icos», com o ellos lo llam an. Los supuest os «t ram posos» eran casi siem pre chim pancés. «Debido a su gran reput ación de gran int eligencia, la práct ica del engaño con fines concret os parecía encaj ar m ás con los chim pancés que con los sim ples m onos —inform an Byrne y Whit en—. Pero cuando, ent usiasm ados, present am os una descripción de nuest ros precoces anim ales a ot ros prim at ólogos, no hubo apenas exclam aciones de sorpresa. Respondieron con anécdot as sim ilares procedent es de sus propios est udios.» Las anécdot as no suelen const it uir m at eria cient ífica, y en est e caso las hist orias eran suscept ibles de int erpret ación m últ iple. Para que el engaño funcione en un m edio social, debe est ar m uy próxim o al lím it e de la verdad para dificult ar su det ección.
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Tam poco puede ser práct ica corrient e, porque si grit as const ant em ent e «que viene el lobo» acaban por desenm ascarart e. Pero cuando Byrne y Whit en analizaron det enidam ent e las observaciones de sus colegas, descubrieron m uchos ej em plos de presunt os engaños, incluso t áct icas com o el disim ulo, la dist racción, indicaciones equívocas respect o a las propias int enciones, y la m anipulación de espect adores inocent es. Y no sólo se cit aba com o im post ores em pedernidos a los sim ios, sino a varias especies de m onos del Viej o Mundo ( en su m ayoría m andriles) . El engaño es m ás que un sim ple inst rum ent o social. El aut or del engaño debe t ener una idea de la respuest a posible que su acción puede provocar en el ot ro. Tam bién debe ser capaz de ponerse en el lugar de ese ot ro. En ot ras palabras, para llevar a cabo el engaño, un individuo t iene que t ener un sent ido claram ent e desarrollado de sí m ism o. En una de las m uchas m aniobras de los chim pancés m achos del zoológico de Arnhem , Frans de Waal advirt ió un día que Nikkie est aba encim a de un árbol m ient ras que Luit est aba sent ado debaj o. Am bos habían t enido enfrent am ient os aquella m añana, y «Nikkie parecía a punt o de realizar una nueva exhibición —recuerda De Waal—. Vi que Luit enseñaba sus dient es, en señal de t em or. Luego lo vi elevar sus labios por encim a de los dient es, para disim ular su m ueca de m iedo. Lo repit ió varias veces. En confront aciones de int im idación m ut ua ent re m achos, se suelen esconder los signos de nerviosism o. Es lo que Luit parecía est ar haciendo». Lo im port ant e aquí es que Luit , al parecer, fue capaz de ponerse en el lugar de Nikkie y conocer lo que Nikkie podía pensar al verle a él, a Luit , con una m ueca de t em or. La invest igación sobre el engaño ent re los prim at es no hum anos no es en absolut o definit iva. Pero el m ensaj e del est udio de Byrne y Whit en es que los chim pancés y, en m enor m edida, los gorilas, conocen el engaño t áct ico. Cosa que no ha podido det ect arse ni en orangut anes ni en gibones, m ucho m ás difíciles de est udiar en est ado salvaj e. Los m andriles son buenos t ram posos. Y con ellos em pieza a t razarse la línea. No se ha const at ado ni un solo ej em plo de engaño t áct ico ent re los galagos ni ent re sus parient es, los prosim ios, por lo que el fenóm eno parece ser real, y asociable hast a ciert o punt o con el t am año del cerebro y con la com plej idad de la vida social Es evident e que nos hallam os ant e los cim ient os cognit ivos de la conciencia en nuest ros prim os prim at es, incluidos los m onos del Viej o Mundo. Encuent ro int eresant e que los cim ient os no sean ni profundos ni m uy grandes, aunque habría que decir que los chim pancés present an una conciencia m ás elevada que los m onos del Viej o Mundo. ¿En qué m edida son los hum anos m ás conscient es que los chim pancés? Es difícil de det erm inar, por no decir im posible. Obj et ivam ent e parece que el nivel de conciencia del chim pancé incluye un sent ido de sí m ism o suficient em ent e desarrollado para posibilit ar int rincadas m aniobras polít icas. Perm it e a un individuo sit uarse en el lugar ( en la m ent e) de ot ro para j ugar al aj edrez social con considerable pericia, incluido el engaño int encionado. Los chim pancés const ruyen m odelos del com port am ient o aj eno basados en su propia experiencia, de ello no hay duda. Saben qué acciones pueden provocar una respuest a colérica, qué puede evocar m iedo o am ist ad. Pero t al vez est em os deslizándonos por las arenas m ovedizas de los lím it es de la conciencia chim pancé, porque no sabem os en qué grado y hast a qué punt o experim ent an sus propias t oscas em ociones. Un berrinche no es lo m ism o que un at aque de furia. Dar o recibir caricias y besos am ist osos no es lo m ism o que sent ir felicidad o am or. Las m uecas de sum isión o de
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t em or frent e al peligro no son lo m ism o que t ener m iedo. Todos los anim ales m anifiest an lo que describim os com o em ociones básicas, pero probablem ent e m uy pocos las experim ent an subj et ivam ent e, en realidad. Los anim ales t endrían que ser conscient es, com o los hum anos, para poder generar sim pat ía hacia los propios am igos. En la m edida en que es posible discernirla, la sim pat ía —la experiencia indirect a de em ociones— no est á dem asiado desarrollada en los chim pancés, y m enos t odavía en los prim at es inferiores. La experiencia indirect a últ im a, evident em ent e, es el m iedo a la m uert e, o sim plem ent e la conciencia de la m uert e. En t odas las sociedades hum anas, la conciencia de la m uert e ha desem peñado un papel im port ant e en la const rucción de la m it ología y la religión. Pero no parece que exist a conciencia de la m uert e en los chim pancés. Se sabe que las hem bras pueden cargar con el cuerpo de una cría m uert a durant e días después de su m uert e, pero parecen sent ir m ás rabia que pena, según nuest ra propia experiencia. Y lo que es m ás, no parece que ot ros individuos adult os ofrezcan sus condolencias a la desconsolada m adre. No parece que los dem ás aprecien ni com part an la experiencia em ocional. Y nadie, hast a ahora, ha observado indicios fiables de que los chim pancés t engan conciencia de la inevit abilidad de su propia m uert e, de la ext inción de su yo. ¿Y qué decir de los ant epasados direct os de los hom ínidos, de los ant epasados com unes de t odos nosot ros y de los sim ios africanos? El chim pancé m oderno es el product o de cinco o seis m illones de años de evolución a part ir de aquel ant epasado com ún, evident em ent e, de m odo que equiparar las capacidades cognit ivas del chim pancé con las de t odos los sim ios africanos, incluidos los de hace cinco m illones de años, sería un error. Pero yo m e perm it o sugerir, con la debida prudencia, que los sim ios de gran cerebro con vidas sociales com plej as pueden desarrollar un nivel de conciencia sim ilar al de los chim pancés. El ant epasado com ún de los sim ios africanos y de los hom ínidos encaj a en est a cat egoría, o en una m uy próxim a. Si part im os de un nivel de conciencia chim pancé en el um bral del linaj e hum ano, podem os em pezar a analizar la t rayect oria de su desarrollo a lo largo de la hist oria hum ana. El ret o es idént ico al que se plant ea con la aparición de una capacidad lingüíst ica en nuest ros ant epasados, aunque m ás difícil. Los indicios de conciencia en el regist ro arqueológico son m ucho m enos t angibles que los del lenguaj e. Mucho de lo que digam os es m era especulación, aunque docum ent ada. Por suert e, a part ir de un m om ent o dado, aparece un elem ent o crucial de la conciencia —la conciencia de la m uert e— que im prim e a veces su huella en el regist ro prehist órico: algún t ipo de rit ual, algún procedim ient o form alizado que ident ifica y acot a un event o o una experiencia concret a. Gracias a la et nografía sabem os que est a realidad puede oscilar ent re una prolongada at ención a los m uert os, que puede incluir el t raslado de un lugar especial a ot ro al cabo de un año o m ás, hast a una m ínim a at ención al cuerpo, m ient ras se cent ra t odo el esfuerzo en los t em as espirit uales. A veces el rit ual incluye ent erram ient o, una cuest ión que los prehist oriadores agradecen infinit am ent e. La evidencia m ás ant igua de ent erram ient o deliberado en el regist ro arqueológico aparece m uy t arde en nuest ra hist oria. Llega con los neandert hales, y probablem ent e t am bién con ot ras poblaciones sapiens arcaicas, hace 100.000 años o incluso m enos. Si los neandert hales y ot ros sapiens arcaicos t uvieron conciencia de la m uert e, com o yo creo, ¿qué nos dice esa conciencia acerca de su est ado de ánim o y de la t rayect oria evolut iva de la conciencia en la hist oria hum ana? ¿Tienen los hum anos m odernos una
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m ayor conciencia que aquellos prim eros m iem bros de la fam ilia hum ana? Por inducción, cabe inferir la posibilidad de que con el origen del m oderno Hom o sapiens, la conciencia subj et iva fuera m ás aguda que en el sapiens arcaico, incluidos los neandert hales. La inferencia se basa en el lenguaj e, y con ello em pieza a com plet arse la com plej a paut a de relaciones que int roducíam os ant eriorm ent e ent re int eligencia, lenguaj e y conciencia. Muchos psicólogos y lingüist as afirm an ahora que el lenguaj e hablado es el t elar en el que se t ej en algunos de los t ej idos m ás finos de la conciencia. Lenguaj e y conciencia est án indisolublem ent e t ram ados ent re sí en la m ent e hum ana. Si, com o yo creo, una int ensificación de la capacidad lingüíst ica fue un elem ent o crucial de la evolución de los hum anos m odernos, ent onces cabe esperar un cam bio concom it ant e en la calidad de la conciencia. Dado que la conciencia de la m uert e es relat ivam ent e t ardía en nuest ro desarrollo m ent al, ¿qué decir de la conciencia ant erior en nuest ra hist oria? ¿Y de la m ent e de Hom o erect us y de Hom o habilis? ¿Y la de los aust ralopit ecinos? Ant e t odo, no veo razón convincent e para afirm ar que el nivel de conciencia chim pancé que presuponem os para el inicio de la hist oria hom ínida pudo experim ent ar un aum ent o sust ancial en las especies pre- Hom o. Y no creo que la est ruct ura social de est as especies fuera m ás com plej a que la que observam os ent re los chim pancés m odernos. El m odelo m ent al del m undo producido por el nivel de conciencia chim pancé en el cerebro de los aust ralopit ecinos habría sido suficient e. El ret én evolut ivo de la conciencia apenas iniciaba su im parable ascensión. Con el advenim ient o de Hom o y la aparición de la vida cazadora- recolect ora, el j uego del aj edrez social t uvo que plant ear m ayores exigencias. Y la presencia de un m odelo m ent al m ás avanzado, gracias a un m ayor grado de conciencia, habría im plicado vent aj as reproduct ivas adicionales. La selección nat ural pudo ent onces posibilit ar niveles de conciencia cada vez m ás elevados, lo que acabaría configurando una nueva clase de realidad en nuest ras m ent es, t ransform ándonos en un anim al de nuevo cuño. La herencia de dos m illones de años de vida cazadora- recolect ora, al principio m uy rudim ent aria pero ext raordinariam ent e refinada al final, dej ó su huella en nuest ra m ent e y en nuest ro cuerpo. Adem ás de la capacidad t écnica para la planificación, la coordinación y la t ecnología, se int ensificó asim ism o la capacidad social para la cooperación. La cooperación, el sent ido de unos obj et ivos y de unos valores com unes, el deseo de avanzar hacía el bien com ún, fue algo m ás que la m era sum a de individualidades. Se plasm ó en un conj unt o de norm as de conduct a, de m oral, en una com prensión del bien y del m al dent ro de un sist em a social com plej o. Sin cooperación —dent ro de la banda, ent re diferent es bandas, ent re grupos t ribales—, nuest ras capacidades t écnicas se habrían vist o severam ent e m erm adas. Aparecieron las norm as sociales y las reglas de com port am ient o. El gran biólogo brit ánico Conrad Waddingt on lo resum e así: «A t ravés de la evolución el ser hum ano se ha convert ido en un anim al ét ico». Puest o que no conocem os con cert eza la envergadura del hiat o exist ent e ent re el nivel de conciencia chim pancé y el hum ano —el nuest ro—, no podem os det erm inar el nivel de conciencia de un Hom o habilis o el de un Hom o erect us. Sólo podem os conj et urar que algunos elem ent os de la conciencia —el sent ido del propio yo, la t endencia a at ribuir sent im ient os a ot ros, la capacidad de conocer m ej or el m undo, y un sent im ient o prim ario de com pasión— pudieron int ensificarse gradualm ent e con el
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t iem po en la m ism a m edida que el propio ret én evolut ivo. Sospecho que cuando el j oven t urkana m urió, sus padres sint ieron dolor y t uvieron alguna palabra para verbalizar la m uert e, alguna form a de expresar la pena, y t al vez recibieron las condolencias de ot ros m iem bros de la banda. Pero dudo de que ent endieran la m uert e com o la ent endem os nosot ros, com o el dest ino de t odos nosot ros. La aparent e ausencia de conciencia de la m uert e en Hom o erect us im plicaría sólo una capacidad lim it ada de aut oconciencia. Por eso dudo de que los padres del j oven t urkana se sint ieran conm ovidos por el sinsent ido de su t em prana m uert e o se pregunt aran sobre el sent ido de la vida. Pero de algo podem os est ar seguros: de que una vez t raspasado el um bral de la aut oconciencia y de la conciencia de la m uert e, t uvo que asom ar en la m ent e hum ana la Gran Pregunt a del ¿por qué? Ello no im plica la necesidad de una respuest a; sólo la búsqueda de sent ido en m edio de la incert idum bre. ¿Qué sent ido t iene m i vida? ¿Qué sent ido t iene el m undo en que m e encuent ro? ¿Cóm o se originó el universo? La sensación de que la Verdad no es congnoscible, ni hecha para ser conocida, es algo casi consust ancial al hom bre. Dost oievski lo dij o de la siguient e m anera: «El hom bre necesit a lo inconm ensurable y lo infinit o t ant o com o el pequeño planet a en que vive». De ahí que la m it ología y la religión form en part e de t oda la hist oria hum ana e, incluso en est a era de la ciencia, que sigan form ando part e de ella. Nadie ha reflexionado ni escrit o m ás sobre m it ología que el m alogrado Joseph Cam pbell. La lección de la m it ología, decía, es t an poderosa com o sim ple. Los elem ent os de la m it ología, en el espacio y en el t iem po, confirm an «la unidad de la raza hum ana, no sólo de su biología, sino t am bién de su hist oria espirit ual». Tal vez la adapt ación m ás im port ant e del com port am ient o de Hom o sapiens sea la t ransm isión, de una generación a ot ra, de los elem ent os de la cult ura, del conocim ient o acum ulado por su especie sobre los m edios de supervivencia. Part e de est e legado cult ural es la profunda necesidad de com prender el m undo. La m it ología de un pueblo son sus m edios para m anej ar est a necesidad, pues la m it ología es un corpus herm enéut ico, una personificación de la Verdad. Es int eresant e com probar que t oda sociedad hum ana ha sent ido la necesidad de generar un cuerpo de m it os, una explicación de cóm o surgió la sociedad y de su lugar en el m undo. Aún m ás int eresant es son los lugares com unes ent re las dist int as m it ologías. «El est udio com parado de las m it ologías del m undo nos perm it e com prender la hist oria cult ural del género hum ano com o una unidad —observaba Cam pbell—. Const at am os que t em as com o el robo del fuego, el diluvio, el país de los m uert os, el nacim ient o virginal y el héroe resucit ado son universales: en t odas part es aparecen los m ism os elem ent os cent rales, pocos, aunque con dist int as com binaciones, com o elem ent os de un caleidoscopio.» La form a de obt ener respuest as sobre el m undo es la m ism a que opera en los individuos para conocerse unos a ot ros. Todas las m it ologías conocidas y, por ext rapolación, t odas las m it ologías ya hace t iem po ext inguidas, present an fuerzas anim ales y físicas dot adas de sent im ient os y m ot ivos hum anos. La m ent e que desarrolló la conciencia subj et iva com o un út il para com prender las com plej idades del aj edrez social ut ilizó la m ism a fórm ula para com prender las com plej idades del universo. Es la ant ropom orfización a escala cósm ica. En los prim eros Hom o sapiens, y en las sociedades de gran part e de la hist oria
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hum ana, la vida se desarrolló a part ir de una profunda int eracción con ot ros poderes del m undo. La int eracción ot orgó a est os poderes, si no cualidades hum anas plenas, al m enos algunas. Había que t rat ar a la m anada t rashum ant e con respet o, para propiciar que volviera el año siguient e. Había que ofrecer al sol suficient es ofrendas, para evit ar que, furioso, dej ara de salir cada día. Había que celebrar siem pre la prim avera, para que no floreciera en ot ra part e. Por lo t ant o, la explicación obedecía y se at enía a las necesidades de la gent e, no com o un hecho dem ost rado, sino com o hist oria aut orizada, la base del m it o. La definición de m it o, según Alan Dundes, un ant ropólogo de Berkeley, es «una narración sagrada que explica cóm o el m undo o los hum anos alcanzaron su form a present e». El m it o de los orígenes es la hist oria m ás fundam ent al de t odas las sociedades, y t oda sociedad t iene uno. El m it o de los orígenes no sirve sólo para explicar cóm o nace una sociedad det erm inada, sino que explica asim ism o, y por lo t ant o j ust ifica, la nat uraleza de esa sociedad. Para los indios yanom am o, por ej em plo, cuyo t errit orio linda con la front era ent re el sur de Venezuela y el nort e de Brasil, la guerra y la violencia son una form a de vida. Napoleón Chagnon, un ant ropólogo de la Universidad Nort hwest ern que ha est udiado a los yanom am o durant e años, los llam a «el pueblo feroz». El m it o de los orígenes de los yanom am o cont iene est e aspect o de su vida. Los viej os del pueblo cont aron a Chagnon el m it o de su origen, y él lo cuent a com o sigue: Después del diluvio, quedaron m uy pocos. Periboriwa ( el Espírit u de la Luna) fue uno de ellos. Solía descender a la t ierra para com erse el alm a de los niños. En su prim er descenso, devoró un niño y colocó su alm a ent re dos t rozos de pan de m andioca, y se lo com ió. Volvió una segunda vez para devorar ot ro niño, asim ism o con pan de m andioca. Por últ im o, en su t ercer viaj e, Uhudim a y Suhirina, dos herm anos, enfurecidos, decidieron m at arlo. Uhudim a, el peor t irador de los dos, em pezó a lanzar sus flechas. Disparó cont ra Periboriwa m uchas veces cuando ést e ascendía al hedu, pero falló. Dicen que era m uy m al t irador. Ent onces Suhirina cogió un arco de bam bú y disparó cont ra Periboriwa, que est aba encim a de él, y le alcanzó en el abdom en. La punt a de la flecha apenas había penet rado en la carne de Periboriwa, pero la herida sangró profusam ent e. La sangre se derram ó alrededor de una aldea llam ada Hoo- t eri, cerca del m ont e Maiyo. Del cont act o de la sangre con la t ierra nacieron hom bres, una gran población. Todos varones; la sangre de Periboriwa no se convirt ió en m uj eres. Casi t odos los yanom am o que viven act ualm ent e descienden de la sangre de Periboriwa. Y porque han nacido de la sangre, son feroces y belicosos. La hist oria sigue para explicar que las m uj eres, en origen, surgieron ya com plet am ent e form adas del cuerpo de uno de los hom bres. Pero, dice Chagnon, el aspect o esencial es que «est e m it o parecer ser la " cart a const it ucional" de la sociedad yanom am o». El pueblo es feroz debido a sus orígenes. La m ism a paut a se encuent ra en t odos los m it os relat ivos al origen: describen t ant o el origen del pueblo com o la nat uraleza de su m undo. La explicación es descript iva y prescript iva. Ofrece un m arco para la vida. La presencia de un diluvio devast ador en el m it o de los orígenes yanom am o es, por ciert o, uno de los m uchos ej em plos en que un diluvio aparece com o agent e fundam ent al del nacim ient o de una sociedad. Ha habido diluvios e inundaciones reales en el m undo de m uchos pueblos, y a m enudo pueden haber sido una aut ént ica am enaza para su seguridad. Pero la ubicuidad del m it o del diluvio —present e en los cinco cont inent es— ha convencido a los ant ropólogos de la nat uraleza fundam ent al, no t angible, de su origen. «Yo at ribuiría est os m it os a ese anhelo básico y claram ent e universal del género hum ano —que se m anifiest a con m enos dram at ism o cuando un
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hom bre cam bia de t rabaj o o de casa— por deshacerse de un pasado poco sat isfact orio para com enzar de nuevo desde cero —sugiere la ant ropóloga Penelope Farm er—. Sólo un m undo así, post diluviano, puede reencont rar la inocencia, un nuevo Edén, olvidando las am argas experiencias del pasado, y la hist oria del género hum ano em pieza de nuevo, diferent e.» Los anim ales est án m uy present es en las m it ologías, cosa lógica, dado que los cazadores- recolect ores dependen enorm em ent e de ellos com o fuent e de recursos. Fueron ant ropom orfizados en t érm inos de «sus int enciones», y con frecuencia asum ieron roles especiales en la int eracción de los pueblos con «los m undos espirit uales», represent ando a veces fuent es de poder. Por lo general, la im agen de los anim ales aparece dist orsionada, m it ad hum ana m it ad anim al, que expresa la am bigüedad de la vida, una elisión de m undos hum anos, anim ales y espirit uales. La expresión últ im a de est e ant ropom orfism o, evident em ent e, es la creación de dioses. «El Ant iguo Test am ent o afirm a que Dios creó al hom bre a su im agen y sem ej anza — recuerdan Gordon Gallup y Jack Maser—. Nosot ros diríam os que ha ocurrido lo cont rario. Dada nuest ra capacidad para ut ilizar experiencias personales com o un m edio para com prender la experiencia aj ena, y dado el fenóm eno m uy bien est udiado de la generalización, los hum anos crean a Dios ( dioses) a su im agen y sem ej anza, y no a la inversa.» Maser, un invest igador del I nst it ut o Nacional de Salud, en Bet hesda, fue coaut or, con Gallup, de un ensayo t it ulado Theism as a Byproduct of Nat ural Select ion, donde desarrollaban las ideas de Gallup sobre la conciencia hum ana para alcanzar el product o de la at ribución hum ana. «I nvirt iendo ot ra de esas ideas t an fam iliares, cabría int erpret ar la aut oconciencia com o una abst racción de m uy alt o nivel; Dios se conviert e así en una ext ensión, bast ant e concret a, del propio yo». I niciábam os nuest ro análisis de la conciencia con la m uert e de un chim pancé; para luego pasar por un ordenador capaz de j ugar al aj edrez al m ás alt o nivel, y acabam os aquí con un concept o de Dios com o creación de la m ent e hum ana. La conciencia, en t ant o que cualidad de la m ent e, nos hace sent irnos especiales com o individuos, porque el sent ido de sí m ism o, por definición, excluye a los dem ás. La m ism a cualidad nos ha llevado —a nosot ros, a Hom o sapiens— a sent irnos especiales en el m undo, dist int os y separados, y en ciert o m odo, por encim a del rest o de la nat uraleza. La evolución de la conciencia hum ana const it uyó la cuart a gran revolución biológica en el m undo, una nueva dim ensión de la experiencia biológica: el propio yo deviene conscient e de sí m ism o. Con el nacim ient o de la conciencia t am bién nació la necesidad de conocer, t ant o en el ám bit o t angible com o en el int angible. Bast a con m irar a nuest ro alrededor, el m undo m at erial en que vivim os —un m undo que hem os creado— para const at ar el im pact o de la conciencia hum ana en el m undo. Gran ciencia, gran art e, y gran com pasión, t odas ellas product o de la conciencia. Y m ucha arrogancia. Seducidos por la convicción de que sí som os especiales, hem os acabado por adopt ar un punt o de vist a ant ropocént rico del m undo —y, para m uchos, t am bién del universo. Un crít ico ant iant ropocént rico —acaso un observador de una civilización m ucho m ás avanzada que la nuest ra— t al vez advert iría que la cualidad de la conciencia de la que t an orgullosos est am os es de hecho una ent idad frágil, una ilusión cognit iva creada por unos cuant os elem ent os neurológicos en m edio de la m at eria gris. No quiero perderm e en est e resbaladizo t erreno filosófico, pero m erece la pena t ener en cuent a la advert encia de Colín McGinn. Sugiere que, aunque no nos gust e la idea, la m ent e
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hum ana t iene que t ener lím it es respect o a lo que puede y no puede llegar a aprehender, y su propia conciencia puede ser una de esas cosas que t rascienden est os lím it es. Puede que t am bién haya ot ras. «Result a deplorablem ent e ant ropocént rico repet ir insist ent em ent e que la realidad debe abarcar sólo lo que la m ent e hum ana puede concebir —dice McGinn—. Los lím it es de nuest ra m ent e no son los lím it es de la realidad.» Tiene que haber realidades m ás allá de nuest ro propio universo, un fenóm eno que posiblem ent e las fut uras generaciones deberán afront ar. Mient ras, aquí en la Tierra, la paleoant ropología nos enseña que nuest ra realidad hunde sus raíces en nuest ra hist oria, unida a un pasado inconscient e m ediant e ot ras realidades dist int as, a t ravés de una cadena cont inua de ant epasados. Ca pít u lo XVI I I VEN TAN AS A OTROS M UN D OS El olor de la lám para de pet róleo encendida evocó un m ort ecino recuerdo en m i m em oria, un recuerdo fugaz de m i infancia, cuando a la edad de cinco o seis años visit am os Lascaux, la cueva donde se hallan las pint uras rupest res m ás espect aculares de la Edad del Hielo. Recuerdo los breves com ent arios, m it igados por un profundo respet o, que int ercam biaban m i m adre, m i padre y el abat e Breuil, el arqueólogo m ás fam oso de Francia, sobre las im ágenes que había en las paredes de la cueva. Mis padres habían t rabaj ado en las pint uras rupest res prehist óricas del África orient al y est aban ent usiasm ados de poder cont em plar las de Europa y discut irlas con el abat e. Est a visit a a Lascaux fue una experiencia int ensa para t odos nosot ros. Yo sabía que est aba en presencia de algo m uy im port ant e, pero no sabía el qué. No recuerdo lo que se dij o. Ni siquiera recuerdo las pint uras. Sólo recuerdo la sensación de profundo respet o, la veneración que am ort iguaba sus voces. Y el olor a pet róleo quem ado. Volví a Francia en 1980, t reint a años después de aquella visit a de m i infancia, para t rabaj ar en una serie docum ent al de la BBC. La serie, llam ada The Making of Mankind, incluía un episodio sobre el art e de la Edad del Hielo, así que iba a t ener una nueva oport unidad de ver algunas de las reliquias m ás not ables y m ás im presionant es de la prehist oria hum ana. Graham Massey, el product or de la serie de la BBC, había previst o rodar en varias cuevas, algunas en la Dordoña y ot ras en los Pirineos franceses, una herm osísim a región de Europa. En la prim era cueva, en La Mout he, cerca de la localidad de Les Eyzies en la Dordoña, se unió a nosot ros m onsieur Lapeyre, el propiet ario de la cueva, que había acept ado ser nuest ro guía. Nos llevó a la boca de la cueva, y la brillant e luz del sol producía aust eras som bras y débiles reflej os en la superficie rocosa. Enseguida la luz se hizo m ás débil y pront o nos encont ram os en la penum bra. Y fue ent onces cuando m onsieur Lapeyre encendió su viej a lám para de pet róleo. Nos adent ram os por una est recha galería, con la luz vacilant e de la lám para reflej ada en las paredes y el t echo de la ant igua caverna. De pront o nos det uvim os, y Lapeyre exclam ó «voilá! ». Ant e nosot ros se erguía la figura herm osam ent e grabada de un bisont e, con sus ast as grandes y curvas. Parecía com o si m is padres y el abat e Breuil est uvieran allí, a m i lado, t an fuert es eran las sensaciones evocadas por aquellos recuerdos. Y la sensación de t em or y respet o que sent í ant e aquella im agen t an im presionant e fue t an fuert e com o la que había sent ido t reint a años at rás. Aquí, hace diecisiet e m il años, alguien había t ransferido algo de su m ent e a est a pared. El suceso t uvo que const it uir, de algún m odo, algo ext raordinario, es evident e: ¡est á t an im buido
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de significado! Si La Mout he causaba un im pact o t an profundo en m í, m e dij e, ¿qué pasaría cuando viera de nuevo Lascaux? Pront o iba a saberlo. Est as im ágenes prehist óricas nos dicen m ás cosas que cualquier ot ro elem ent o del regist ro arqueológico: pint uras vibrant es, llenas de color, que represent an caballos, bisont es, una panoplia de anim ales y hum anos que parecen vivos y en m ovim ient o. A pesar de t odo, desprenden un halo de irrealidad, porque de hecho no son escenas de la Edad del Hielo. Las im ágenes parecen arrancadas de la vida, para convert irse en part e de las paredes de la cueva, por lo general dispuest as de una form a que nosot ros consideraríam os caót ica, m uchas veces grabadas unas sobre ot ras, y a veces incluso incom plet as. Algunas parecen m onst ruos, m it ad anim al m it ad hum anas. Hay un m ist erio en ellas, un profundo desafío para la com prensión de nuest ro pasado. Desde que se descubrió por prim era vez a finales del siglo pasado, el art e rupest re ha fascinado a los arqueólogos: el int ent o de descifrar el significado de las pint uras ha sido const ant e. Hast a el m om ent o se han descubiert o m ás de doscient as cuevas con pint uras en Europa, en su m ayoría en Francia y en España. Adem ás de las im ágenes pint adas, encont ram os en ellas, aunque m enos evident es y en m enor cant idad, im ágenes grabadas y t alladas. Pero es evident e que fueron un com ponent e im port ant e de aquella cult ura de hace 35.000 a 10.000 años, la era que en Europa se conoce com o el paleolít ico superior. Com o t am bién lo fueron ot ros obj et os grabados y t allados con evident e habilidad, com o es el caso de los propulsores y los raspadores para lim piar pieles, conocidos baj o el nom bre colect ivo de art e m ueble. Las gent es del paleolít ico superior t am bién fabricaron colgant es y abalorios, que ut ilizaban para decorar sus cuerpos y sus ropas. Para un occident al, las pint uras son el com ponent e m ás dest acado de est e Corpus de expresión art íst ica. Ese t am iz occident al, ese sesgo esencialm ent e eurocént rico, ha sido penet rant e y profundo. Ha nut rido las perspect ivas europeas inconscient es con que hoy se aborda el significado del art e prehist órico en Europa, lo que ha fom ent ado un desint erés por el art e prehist órico, de idént ica o m ayor ant igüedad, del África orient al y aust ral. Mis padres dedicaron m uchos años a buscar y copiar pint uras grabadas en los abrigos rocosos de Tanzania. Me sient o orgulloso de poder decir que hace poco ayudé a Mary a publicar algunos de los m ej ores ej em plares de est as pint uras, un regist ro vivo de una part e de nuest ra hist oria en África que est á desapareciendo vert iginosam ent e. En el sur de África se est á ahora regist rando y est udiando det alladam ent e gran part e del art e rupest re de los san, t am bién m uy frágil. Porque el art e prehist órico africano se encuent ra en abrigos rocosos, no en cuevas profundas com o en Europa, por lo que los est ragos del t iem po ya han erosionado buena part e de est a rica expresión art íst ica. Hoy vem os t an sólo un at isbo de lo que hubo en las m ent es de aquella gent e. Ant es de explorar part e de la hist oria de est e im port ant e aspect o del regist ro hum ano, unas palabras de advert encia. Cada sociedad t ej e su propia cult ura, un com plej o t ej ido de m últ iples elem ent os donde cada uno de ellos da sent ido a los dem ás. Para alguien aj eno a una det erm inada cult ura result a difícil capt arla com o un t odo. Diferent es lenguas, valores, m it ologías, crean barreras para la com prensión. Y si ese observador, ese ext raño, est ira de un cabo de ese t ej ido, su significado t odavía se le hará m ás incom prensible. Las im ágenes pint adas, grabadas y t alladas en la prehist oria son cabos de cult uras del pasado, y nosot ros som os los ext raños que int ent am os int erpret ar su significado. Tal vez el art e, m ás que cualquier ot ro aspect o, sólo result e t ot alm ent e int eligible en el cont ext o de la cult ura que lo ha producido.
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El prim er gran descubrim ient o del art e prehist órico fue la cueva de Alt am ira, que, al igual que Lascaux, es uno de los ej em plos m ás espect aculares del art e del paleolít ico superior. Com o suele ocurrir en prehist oria, la pret ensión de Alt am ira de ser part e de nuest ro pasado despert ó inicialm ent e bast ant e escept icism o. La viej a finca de Alt am ira, con una am plia vist a, com o su nom bre indica, est á en una vega elevada y de pendient es suaves, sit uada a unos cinco kilóm et ros de la cost a cant ábrica, en el nort e de España. Al sur, la cordillera cant ábrica dom ina el horizont e, y los Picos de Europa, casi siem pre nevados, alcanzan alt uras próxim as a los 3.000 m et ros. Es un paraj e im presionant e. Debaj o de la finca, cavernas y pasos est rechos serpent ean cruzando la blanda piedra caliza. Que la zona est aba replet a de cuevas era un secret o a voces, pero hast a 1868 la cueva de Alt am ira era desconocida para el propiet ario del t erreno, don Marcelino de Saut uola. Aquel año, un cazador dio con la ent rada de la cueva t rat ando de rescat ar a su perro, que había caído ent re las rocas m ient ras perseguía un zorro. Saut uola t enía algo de arqueólogo aficionado, así que, al ent erarse del descubrim ient o, exploró superficialm ent e la nueva cueva, y encont ró poca cosa de int erés. Diez años m ás t arde, cuando est uvo en París, t uvo ocasión de hablar con el fam oso prehist oriador francés Édouard Piet t e acerca de la vida durant e la Edad del Hielo. Piet t e le orient ó en la exploración eficaz de cuevas prehist óricas. Así que en 1878, Saut uola volvió con m ás ent usiasm o y m ayor experiencia a Alt am ira. Y descubrió un sist em a cavernoso m uy profundo de m ás de 300 m et ros de longit ud. Pero aquel recorrido arqueológico fue aún m uy m agro, sólo unos pocos út iles de piedra. El t esoro de Alt am ira pudo quedar olvidado y ent errado para siem pre de no ser por la hij a m enor de Saut uola, María. Un día de 1879, María acom pañó a su padre a la cueva y llegó hast a una especie de cám ara de t echo m uy baj o que Saut uola ya había explorado previam ent e. Mient ras su padre t enía que andar a gat as, María cabía perfect am ent e de pie. Miró hacia el t echo y, baj o la luz parpadeant e de una lám para de aceit e, vio im ágenes de dos docenas de bisont es agrupados en círculo, con dos caballos, un lobo, t res verracos y t res cérvidos hem bras alrededor del círculo, im ágenes en roj o, am arillo y negro, t an frescas que parecían acabadas de pint ar. El padre de María se quedó at ónit o al cont em plar lo que no había sabido ver ant eriorm ent e y que su hij a acababa de descubrir. Sabía que se t rat aba de un gran descubrim ient o. En su visit a a París, Saut uola había vist o en la Gran Exposición Universal una colección de piedras grabadas procedent es de varias cuevas francesas, que la com unidad académ ica había acept ado com o prehist óricas. Y ahora veía en las im ágenes de Alt am ira ecos de aquellos grabados. Podem os im aginar la alegría y la em oción que t uvo que em bargarle, y t am bién su decepción cuando los ent endidos m enospreciaron las pint uras por considerarlas obra de un art ist a m oderno. Eran dem asiado buenas, dem asiado realist as, dem asiado art íst icas para ser obra de m ent es prim it ivas. Un est udioso francés llegó incluso a sugerir el nom bre del art ist a que había vivido en casa de Saut uola durant e un t iem po. Const ernado por la reacción de los expert os, con m ás de una insinuación de posible fraude, Saut uola cerró la cueva. Murió en 1888. Pero t am bién t uvo algunos part idarios, sobre t odo Piet t e, que le había anim ado a explorar. Un año ant es de la m uert e de Saut uola, Piet t e escribió a Ém ile Cart ailhac, el líder de la oposición a la aut ent icidad de Alt am ira, pidiéndole que reconsiderara su post ura. La pet ición cayó en saco rot o, y Alt am ira t uvo que esperar t odavía ot ros quince años para su reconocim ient o. La acept ación de Alt am ira fue posible gracias a
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una acum ulación progresiva de descubrim ient os sim ilares, aunque de m enor im pact o. Prim ero se descubrió en la Dordoña, en 1895, en La Mout he, una cueva con un bisont e pint ado y grabado, y un excelent e ej em plar de una lám para de piedra, que dat aba incont est ablem ent e de la Edad del Hielo. ( Fue la prim era cueva que visit é en 1980.) Siguieron m ás hallazgos, en Font - de- Gaum e y en Les Com barelles, am bas en la Dordoña. El peso de la evidencia fue aum ent ando hast a que logró im ponerse. Cart ailhac adm it ió su error en un fam oso ensayo, Mea culpa d'un scept ique, que publicó en 1902. Una vez que el est ablishm ent arqueológico hubo acept ado la posibilidad de expresión art íst ica en el paleolít ico superior, t oda la energía int elect ual se volcó para desent rañar el significado de las im ágenes, su int erpret ación. Una de las prim eras ideas, que llegó a ser bast ant e popular, afirm aba que eran t an sólo el art e por el art e. John Halverson, un ant ropólogo de la Universidad de California, en Sant a Cruz, ha revisado hace poco est a hipót esis y sugiere que las im ágenes son product os de la «m ent e prim igenia», la «conciencia hum ana en proceso de crecim ient o». En uno de sus argum ent os, paradój icam ent e, afirm a que las im ágenes son claras represent aciones de anim ales de la época. «La represent ación paleolít ica es nat uralist a porque no est a m ediat izada por la reflexión cognit iva —dice—. Es posible que en est a prim era fase del desarrollo m ent al, percepción y concepción fueran indisolubles.» Las im ágenes, dice, son sim ples, no reproducen escenas, y no m uest ran «nada que pueda at ribuirse, m ínim am ent e, a m ot ivaciones religiosas.»
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Sobre est e últ im o punt o, y sin olvidar el ya m encionado eurocent rism o predom inant e en la consideración del art e prehist órico, cabe pregunt arse cóm o es posible saber si t al o cual serie de im ágenes obedece o no a m ot ivaciones religiosas. Dado que la religión y la m it ología del paleolít ico superior fueron, posiblem ent e, m uy diferent es de cuant o hoy observam os, no es fácil reconocer la im port ancia de algo que para las gent es del paleolít ico t al vez pudo incluso plasm ar t odo un m it o de los orígenes. Lo m ás pert inent e de t odo es que las im ágenes no son t an sim ples com o supone Halverson. Es ciert o que, salvo raras excepciones, los grabados y las pint uras no reproducen escenas de la vida del paleolít ico superior. Apenas aparecen elem ent os veget ales, lo que significa que no son ret rat os de un paisaj e real. Y t am poco hay m uchas escenas de anim ales que sean realm ent e reales, nat urales. Pero exist e una paut a. Si se hace un recuent o de las im ágenes de caballos y bisont es, son aplast ant em ent e m ayorit arias. Si añadim os los t oros, represent an un 60 por 100 de t odas las im ágenes. Tam bién aparecen el m am ut , el ciervo, la cabra m ont es, el rinoceront e y la cabra, pero en m enor m edida. Así com o los peces y las aves. Los carnívoros, com o leones, hienas, zorros y lobos, son excepcionales. No cabe duda de que las im ágenes, t al com o aparecen en las paredes, no represent aban a los anim ales t al com o aparecían en la nat uraleza: parece que algunos, por su fuerza num érica, eran m ás im port ant es. Por est as y ot ras razones, la prim it iva idea del art e por el art e pront o fue abandonada,
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para ser reem plazada por la hipót esis de la m agia sim pát ica, o m agia para la caza. Con el cam bio de siglo, los ant ropólogos que t rabaj aban en Aust ralia em pezaron a darse cuent a de que las pint uras aborígenes form aban part e de los rit uales m ágicos y t ot ém icos. Lo m ism o podía decirse del art e rupest re europeo, diría Salom ón Reinach en 1903. Los aborígenes aust ralianos y las gent es del paleolít ico superior eran sociedades cazadoras- recolect oras, dij o. Am bas sociedades producían pint uras con una clara sobrerrepresent ación de algunas especies en relación con el m edio nat ural. Y afirm ó que las gent es del paleolít ico superior pint aban para garant izar m ayor abundancia de anim ales t ot ém icos y de caza, com o hacían, al parecer, los aust ralianos. Reinach no fue el prim ero en invocar la m agia com o m ot ivo subyacent e al art e rupest re, ni t am poco su nom bre sería el m ás fam oso asociado a est a idea. El abat e Breuil, convencido de las ideas de Reinach, las desarrolló y prom ocionó durant e su larga e influyent e carrera. Cart ailhac invit ó a Breuil a Alt am ira un año después de publicar su Mea culpa, y Breuil, con veint iséis años en aquella época, y ya t odo un expert o en la últ im a fase de la Edad del Hielo, quedó fascinado por la Edad del Art e que la precedió. Durant e casi sesent a años, Breuil regist ró, dibuj ó, copió y cont ó im ágenes de las cuevas de t oda Europa. Tam bién desarrolló una cronología para la evolución del art e del paleolít ico superior. Y durant e t odo ese t iem po Breuil cont inuó int erpret ando aquel art e com o m agia para la caza. Al igual que la m ayoría del m undo académ ico. El abat e Breuil m urió en 1961, y con él m urió la hipót esis om niabarcadora de la m agia para la caza. Pero para ent onces ot ro arqueólogo francés, André Leroi- Gourhan, ya había desarrollado su propia int erpret ación, basada en las nuevas ideas del est ruct uralism o. Allí donde Breuil había vist o el caos —o, por lo m enos, aleat oriedad— en el art e rupest re, Leroi- Gourhan buscó y encont ró el orden. Lo prim ero que llam a la at ención de un est udioso del art e paleolít ico es precisam ent e su coherencia. En la pint ura, en el grabado y en la escult ura, ya sea en las paredes de una cueva o sobre m arfil, ast a, hueso o piedra, y en base a los m ás diversos est ilos, los art ist as del paleolít ico superior represent aron reit eradam ent e el m ism o invent ario de anim ales, las m ism as act it udes. Una vez reconocida est a unidad, sólo le rest a al est udioso buscar vías para ordenar las subdivisiones espaciales y t em porales de una form a sist em át ica. Est e orden, sugirió, cont enía las ideas acerca de la sociedad del paleolít ico superior. Uno de los problem as de la hipót esis de la m agia para la caza era que las im ágenes pint adas no reflej aban la diet a alim ent aria sugerida por los rest os fósiles. El reno fue un com ponent e m uy im port ant e de la diet a, y sin em bargo las pint uras de renos eran escasas. Con el caballo ocurría lo cont rario. Com o observó una vez Claude Lévi- St rauss sobre el art e de los san y de los aborígenes aust ralianos, algunos anim ales se pint aban con m ayor frecuencia no porque «fueran buenos para com er», sino porque eran «buenos para pensar». La cuest ión es saber sobre qué versaba ese pensar. LeroiGourhan respondió que t enía que ver con la est ruct uración de la sociedad, con la división sexual del t rabaj o, con la m asculinidad y la fem inidad. La im agen del caballo represent aba la m asculinidad, según el esquem a de LeroiGourhan, y el bisont e, la fem inidad. La cabra m ont es y el ciervo t am bién eran m asculinos, pero el m am ut y el t oro eran fem eninos. Leroi- Gourhan est udió m ás de sesent a cuevas y const at ó un orden en la dist ribución de sus respect ivas im ágenes. El reno, por ej em plo, solía aparecer en las vías de ent rada, pero casi nunca en la cám ara
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principal, donde en cam bio predom inaban el caballo, el bisont e y el t oro. Los carnívoros aparecían, por lo general, en lo m ás profundo de la caverna. Aunque m ás t arde m odificó det alles de su sist em a dual m asculino- fem enino, Leroi- Gourhan siem pre consideró la est ruct ura com o un elem ent o im port ant e del art e, algo que ha persist ido en el espacio y en el t iem po. Ot ra arqueóloga francesa, Annet t e Lam ing- Em peraire, t am bién veía una est ruct ura en la dist ribución de las im ágenes, y asim ism o en el m arco de la dualidad m asculinofem enino. Por desgracia, lo que un prehist oriador consideraba com o m asculinidad en algunos casos, ot ro lo consideraba fem inidad. Y viceversa. Est as diferencias de opinión «fue una baza en m anos de los crít icos de est a nueva visión del art e rupest re», dij o Lam ing- Em peraire. Pero en últ im a inst ancia no fueron est os los problem as que desacredit aron la hipót esis de Leroi- Gourhan, sino el hecho de su excesiva globalidad, su exagerado m onolit ism o. «Los arqueólogos em pezaron a defender la diversidad en el art e —explica Margaret Conkey, de la Universidad de Berkeley—. Se concent raron en una diversidad de significados y se int eresaron por el cont ext o del art e; m enos por lo que significaban las im ágenes y m ás por aquello que les daba sent ido.» Leroi- Gourhan m urió en 1986, cuando el enfoque basado en la diversidad em pezaba a desplazar sus ideas. Con su m uert e, la segunda gran era del est udio del art e rupest re había llegado a su fin. Desde ent onces no ha aparecido ninguna figura que pueda considerarse dom inant e al est ilo de Breuil o Leroi- Gourhan. Por ej em plo, para Denis Vialou, del I nst it ut o de Paleont ología Hum ana de París, exist e un orden en la dist ribución de las im ágenes, pero no el orden global post ulado por Leroi- Gourhan. «Cada cueva debe verse com o una expresión dist int a, apart e», dice. Mient ras, Henri Delport e, del Musée des Ant iquit és Nat ionales, cerca de París, se cent ra en las diferencias ent re el art e rupest re y el art e m ueble. Conkey prefiere est udiar las claves del cont ext o social de la producción pict órica. Et cét era. Es un t iem po de cam bios en el est udio del art e rupest re, de búsqueda de nuevas form as de penet rar en la m ent e paleolít ica a t ravés de aquella vent ana. Ant es de desarrollar con m ás det alle algunas de est as ideas, convendría t razar un cuadro global del art e del paleolít ico superior. El periodo cubre desde 35.000 a 10.000 años at rás, y su final coincide con el final de la Edad del Hielo. En Europa, en est e periodo se han ident ificado cuat ro est adios cult urales, basados principalm ent e en los cam bios t ecnológicos: el auriñaciense ( hace ent re 35.000 y 30.000 años) ; el gravet iense ( ent re 30.000 y 22.000 años) ; el solut rense ( ent re 22.000 y 18.000 años) ; y el m agdaleniense ( 18.000 a 10.000 años) . Si bien est as fases cult urales se basan fundam ent alm ent e en las innovaciones y caract eríst icas t ecnológicas, t am bién suponen cam bios en la expresión art íst ica. La expresión «art e del paleolít ico superior» parece im plicar una uniform idad, t ant o en el est ilo com o en el t iem po. Pero no es así. Aunque se aprecia ciert a coherencia en el est ilo, com o por ej em plo la im port ancia del caballo y del bisont e en las im ágenes pint adas durant e t odo el periodo, t am bién exist e una gran diversidad, t ant o en el espacio com o en el t iem po. Y las im ágenes m ás fam osas, las pint uras de Lascaux y de Alt am ira, por ej em plo, y los propulsores finam ent e grabados de La Madelaine, proceden, t odos ellos, del últ im o est adio, el m agdaleniense. En t érm inos cuant it at ivos, alrededor del 80 por 100 de t odo el art e paleolít ico procede del m ism o periodo. El art e del m agdaleniense es t an im presionant e que t al vez sea inevit able considerarlo com o el m om ent o culm inant e del art e del paleolít ico superior, com o si hubiera exist ido una escuela de art e durant e 25.000 años, en un afán por superarse const ant em ent e a
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sí m ism o. Pero el m agdaleniense t am bién result a im presionant e porque se aproxim a m ás al concept o occident al de «art e». Leroi- Gourhan explícit o est e vínculo calificando el m agdaleniense com o el «origen del art e occident al». Pero evident em ent e no es así, porque al final del m agdaleniense desaparecen los grabados y las pint uras figurat ivas, en el llam ado periodo aziliense, para ser reem plazados por im ágenes esquem át icas y paut as geom ét ricas. Muchas de las t écnicas present es en Lascaux, com o pueden ser la perspect iva y el sent ido del m ovim ient o, t uvieron que reinvent arse en el art e occident al con el Renacim ient o. El prim er est adio del paleolít ico superior, el auriñaciense, es not able por varias razones, ent re ellas la ausencia de art e rupest re. La fabricación de abalorios de m arfil com o adorno corporal fue im port ant e, así com o la m anufact ura y la t alla de pequeñas figuras hum anas y anim ales. Del yacim ient o de Vogelherd, en Alem ania, proceden m edia docena de m inúsculas figuras de m am ut s y caballos esculpidas en m arfil. Una de ellas, un bellísim o caballo, reflej a una t écnica adm irable, sin paralelo ni precedent es en t odo el paleolít ico superior. Hay fragm ent os de hueso y placas de m arfil adornadas con incisiones regulares, t al vez com o sim ple decoración, o quizás, com o ha sugerido Alexander Marshack, com o sist em a de anot ación. Una de las piezas m ás evocadoras de est a fase, procedent e del Abri Blanchard, en el suroest e de Francia, es una flaut a. Parece que t am bién la m úsica fue part e int egrant e de la vida del paleolít ico superior. Durant e el periodo gravet iense, el segundo est adio del paleolít ico superior, la expresión art íst ica ya incorpora m ás m edios. Es el caso, por ej em plo, de las figurillas de barro —anim ales, pero t am bién seres hum anos— de un yacim ient o de Checoslovaquia. En la pared de algunas cuevas se ha descubiert o la im presión negat iva de unas m anos: t al vez soplando pint ura sobre el cont orno de la m ano apoyada en la pared. En el yacim ient o de Gargas, en los Pirineos franceses, se han cont ado m ás de doscient as huellas, casi t odas ellas de dedos m ut ilados. Pero la innovación m ás caract eríst ica de est a fase son las figurillas fem eninas, en su m ayoría sin rasgos faciales ni ext rem idades inferiores. Hechas de barro, de m arfil y de calcit a, se encuent ran práct icam ent e por t oda Europa, y reciben el nom bre de Venus —de nuevo la proyección occident al—, y se ha creído que represent aba un cult o a la fert ilidad fem enina ext endido por t odo el cont inent e. De hecho, com o algunos est udiosos han observado recient em ent e, exist e una gran diversidad form al ent re est as figuras en t oda Europa, y pocos apoyarían hoy la idea del cult o a la fert ilidad. La pint ura rupest re sólo em pieza a asom ar en la t ercera fase, en el solut rense pero t odavía de un t ant o secundaria. Mucho m ás significat ivo fue el desarrollo del grabado: grandes e im presionant es baj orrelieves, a m enudo sit uados en lugares de habit ación. Uno de los m ás excepcionales se encont ró en el yacim ient o de Roe de Sers, en la Charent e francesa. En el fondo del abrigo rocoso se alinean grandes figuras que represent an caballos, bisont es, renos, gat os m ont eses y un hum ano, algunas de ellas con hast a quince cent ím et ros de relieve. Y finalm ent e el m agdaleniense, el est adio del art e rupest re, que se encuent ra en profundas cuevas, com o las de Alt am ira y Lascaux; t am bién ahora aparecen obj et os exquisit am ent e t allados y grabados en m arfil, algunos de t ipo ut ilit ario, com o los propulsores, ot ros de ut ilidad m enos evident e, com o los bast ones de m ando; est a fase conoce una explosión de la represent ación pict órica de facciones hum anas, com o en la cueva de La Marche, donde aparece grabada en bloques de piedra calcárea una verdadera pinacot eca de m ás de cien individuos. ¿Qué puede decirnos t odo ese art e sobre el paleolít ico superior, ent endido com o un
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t odo? Prim ero, que la persist encia y la gran producción de im ágenes especialm ent e dest acadas —sobre t odo el caballo y el bisont e— en las pint uras rupest res t iene que t ener algún significado. Me sugiere una com unidad de bandas en const ant e int eracción, vinculadas ent re sí a part ir del com ercio y de una t radición com ún. Para Randall Whit e, la evidencia de com ercio es sólida. «Muchos creen que las sociedades del paleolít ico superior fueron unidades pequeñas, aut osuficient es —dice Whit e, de la Universidad de Nueva York—. Pero hay m ucha evidencia de int ercam bio de ít em s a larga dist ancia. En algunos yacim ient os de Ucrania, por ej em plo, se encuent ran conchas m arinas que sólo pueden proceder del Medit erráneo. Encont ram os ám bar en yacim ient os de la Europa m eridional, que sólo puede venir de la Europa sept ent rional, j unt o al m ar Bált ico.» Y com o est os, ot ros m uchos ej em plos, dice Whit e, y la m ej or int erpret ación posible es en t ant o que int ercam bio de ít em s ent re diferent es grupos. «En el m undo m oderno, t endem os a pensar que el int ercam bio, o el com ercio, es una pura t ransacción com ercial. Pero en la m ayoría de las sociedades pequeñas, el com ercio opera com o vehículo de obligaciones sociales... Las obligaciones son lazos sociales capaces de unir grupos sociales diferent es», explica. Est a form a de alianza ent re grupos sociales, t an im port ant e ent re las bandas de cazadores- recolect ores, es la expresión m ás sofist icada del aj edrez social que veíam os en los prim at es no hum anos, donde las alianzas se est ablecen fundam ent alm ent e ent re individuos. Las alianzas ent re las bandas cazadoras- recolect oras m odernas se m ant ienen y se refuerzan con ocasión de las congregaciones esporádicas que organizan las bandas; a veces se reúnen m uchas de ellas, y suelen t ener diferent es razones para congregarse en det erm inados días del año. Por ej em plo, las bandas de los ¡kung san del África m eridional se reúnen durant e la est ación de las lluvias, con la aparición de nuevas charcas. Sus vecinos, los g/ wi san se reúnen en la est ación seca, cuando apenas quedan unas pocas charcas. Diferent es razones, pero en cada caso la congregación const it uye una ocasión para renovar am ist ades, fort alecer alianzas polít icas y concert ar m at rim onios. Est a paut a, com ún ent re las m odernas sociedades cazadorasrecolect oras, pudo est ar present e t am bién en el paleolít ico superior. Margaret Conkey ha sugerido que Alt am ira pudo ser un sit io de reunión, un lugar de convergencia de las bandas vecinas durant e el ot oño, cuando hay abundancia de ciervos y de m oluscos. Pero el beneficio real de la congregación habría sido social y polít ico, no económ ico. El orden de los grupos anim ales en las paredes de Alt am ira t al vez reflej ara incluso las dist int as bandas reunidas allí fuera, piensa Conkey. Lo que explicaría que los út iles encont rados en Alt am ira correspondan a la gam a de út iles descubiert os en diferent es zonas de la región. Por desgracia, no hay evidencia arqueológica que avale a Lascaux com o un lugar de reunión im port ant e. Pero digam os t am bién que la prospección en busca de yacim ient os al aire libre en la región no ha sido excesiva. Jacques Marsal era alguien en Lascaux, del Lascaux de la era m oderna, claro. Marsal, uno de los cuat ro m uchachos que descubrieron accident alm ent e la cueva en 1940, fue guía durant e m uchos años. Le gust aba guiar a sus pequeños grupos de visit ant es a t ravés de la oscuridad de la cueva, con la luz de una lint erna y un pasam anos com o única indicación del cam ino a seguir. Marsal exageraba el m om ent o, t rabaj aba la ant icipación. El t ruco surt ió efect o conm igo. ¿Cóm o podía fallar, est ando com o est aba a escasos segundos de poder cont em plar el m ayor t esoro de la Edad del Hielo? Marsal solía esperar a que se hiciera com plet o silencio y ent onces m anipulaba el int errupt or, y la luz inundaba aquella gigant esca cám ara. En verdad no result a nada
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fácil describir la im presión de ese m om ent o, en m edio de aquella explosión visual de caót ica act ividad. Las im ágenes t ienen t al presencia y energía que el sonido de sus cascos o pezuñas y el olor de su piel penet ran en el silencio de la cueva. En la pared de la izquierda, la est am pida de anim ales prehist óricos se precipit a hacia las profundidades de la cueva. Cuat ro t oros blancos, gigant escos, perfilados en negro, dom inan la larga caverna allí donde se ensancha para form ar una especie de rot onda: la Sala de los Toros. Un j ardín zoológico de anim ales m ás pequeños forcej ean ent re las pat as de las grandes best ias. Caballos al galope, ciervos t ensos, j óvenes ponies ret ozones parecen salir de las paredes y t echo en negro, roj o y am arillo, pint uras a veces m uy vivas, ot ras t an sólo insinuadas. Algunas im ágenes se superponen a ot ras; algunas son enorm es, ot ras dim inut as. Un caballo roj o púrpura con su preciosa crin negra ondeant e se halla cerca de dos grandes t oros enfrent ados, desafiant es. De pie en la Sala de los Toros, en m edio de est a escena salvaj e, que resum a t ant a vit alidad y poder, uno se sient e sobrecogido, con la sensación de est ar en ot ra época. En m i carrera he t enido el privilegio de cont em plar m uchas de las reliquias m ás im port ant es de la prehist oria hum ana, y he t enido la suert e incluso de excavar algunas de ellas. La sensación de «com unión» que siem pre despiert an en m í es m uy profunda, son vínculos preciosos con nuest ro pasado. Aquí, en Lascaux, la carga em ocional que sent í fue incluso m ayor. Junt o con el descubrim ient o del j oven t urkana, la visit a a Lascaux ha sido uno de los grandes m om ent os de m i vida. La Sala de los Toros t iene dos salidas, am bas ext raordinarias. La prim era conduce a la Galería Axial, un pasadizo angost o ricam ent e decorado por t odas part es: una gran vaca roj a de cabeza negra, un cérvido que bram a, unos graciosos caballos am arillos y, finalm ent e, un gran caballo galopando hacia el final de la galería, donde el t echo de calcit a se inclina hacia el suelo, form ando un pilar. Allí, enroscado alrededor del pilar, con el lom o en el suelo y las pat as agit ándose en el aire, con la boca abiert a com o si est uviera gim iendo, un caballo. Para ver la im agen, t uve que ret orcerm e en aquel angost o espacio. I m aginem os la razón para pint arlo allí y en esa posición. I m aginem os la llam a am arillent a producida por los alet eos de la lám para de aceit e en el frío, la quiet ud de est e rincón de la gigant esca cueva, un j oven sost eniendo la lám para que int ent a en vano alum brar la superficie del pilar. Por la galería se oye el eco rít m ico de los pasos y de las canciones repet it ivas, urgent es. El am bient e cargado, t odos ya cansados aunque t ensos de expect ación. Saben que el event o est á llegando a su fin. Durant e una hora, se han dej ado arrast rar por la oscilant e int ensidad de sus danzas, sus canciones, sus em ociones... viendo con oj os invident es cóm o el cham án iba ent rando en un profundo t rance, en un m undo prohibido a t odos los dem ás. Tem blando, gim iendo com o de dolor, con los oj os vuelt os hacia adent ro, hacia ese ot ro m undo, el cham án, revest ido con una piel de caballo, ha abandonado su círculo, y se dirige hacia el est recho pasadizo para em beberse del poder de las im ágenes en las paredes, volviéndose hacia ellas, t ocándolas, convirt iéndose en ellas; para hacer una vez m ás de m édium del espírit u equino. Se agacha j unt o al pilar, t om a las pint uras que le ofrece el j oven, y el cham án t rabaj a en la im agen con un fervor que procede de ot ro m undo, el m undo de la energía equina. El espírit u sabe cuál es la im agen requerida; el cham án es t an sólo el inst rum ent o, la ret orcida superficie rocosa no es sólo una alegoría de desesperación, sino la experiencia m ism a de la desesperación. El final de la galería ya no es una m era form ación rocosa, ahora se ha t ransform ado en el Lugar de la Desesperación. El espírit u equino sabe por qué. La gent e t iene apenas una vaga idea, y m urm ura. Pero aunque pudiera recordar la experiencia del t rance, recordar que fue él m ism o un
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caballo gim ient e enfrent ado al desast re, clave que encierra t odos los t em ores para el próxim o año, no hablaría de ello. Los cham anes no hablan de ello. Todo est o es product o de m i fant asía. Pero en est as cuevas pint adas, sobre t odo en Lascaux, las im ágenes y la sit uación con frecuencia inexplicable hacen volar la im aginación. Hay un poder t angible en est os lugares que habla de su im port ancia en las vidas de nuest ros ant epasados. La segunda salida de la Sala de los Toros lleva a un Lascaux dist int o, aunque igualm ent e enigm át ico. Una larga y serpent eant e caverna se prolonga unos 75 m et ros, con lugares que dificult an el paso, y t oda ella con una decoración ext raordinaria. Al principio, una larga sección con m últ iples grabados, algunos dim inut os, ot ros gigant escos, que suelen aprovechar rasgos de la superficie rocosa a m odo de efect o visual. En uno, por ej em plo, una pequeña prot uberancia form a el oj o, en ot ra se aprovecha un abom bam ient o para hacer las veces de abdom en de un ciervo, lo que produce un efect o t ridim ensional. El lugar m ás recóndit o de la cueva, y el m enos accesible, es la Cám ara de los Felinos, un lugar que se visit a raras veces. Su inaccesibilidad habla de un respet o m uy especial hacia los anim ales allí pint ados, los leones. En est e cont ext o result a significat ivo el uso de dient es de carnívoro —leones, hienas, lobos— a m odo de colgant es por part e de las poblaciones del paleolít ico superior. La descripción de Lascaux no sería com plet a sin la hist oria del Pozo. Saliendo del ábside, en m edio del pasadizo en dirección a la Cám ara de los Felinos, hay un pozo de unos seis m et ros de profundidad, con cabida suficient em ent e holgada para una persona, pero no m ucho m ás. Para baj ar hay una escalera m et álica, y una lint erna eléct rica que ilum ina la escena. Ent re los brillant es crist ales de calcit a am arillos y blancos de la pared, puede verse un gran bisont e negro en posición de at aque, con sus pat as delant eras avanzadas com o para at acar, el rabo dando colet azos. El anim al parece m uy m alherido, at ravesado con lo que parece ser una lanza barbada. Se le salen las ent rañas, desparram adas por el suelo. Un hom bre yace delant e del bisont e, y no es una figura pint ada con la fidelidad de las ot ras im ágenes de Lascaux, sino un t osco garabat o sin vida, que lleva t al vez una m áscara en form a de páj aro. Cerca, una vara, t al vez un propulsor, con un páj aro at ravesado en su ext rem o, y un rinoceront e. Todo en negro, y t an enigm át ico com o el rest o del int erior de la cueva de Lascaux. La int erpret ación m ás evident e de la escena del Pozo es su asociación con la m agia de la caza: t al vez la reconst rucción de un accident e de caza. Pero la explicación m ás evident e puede no ser la correct a, puest o que t res pares de punt os separan al rinoceront e del rest o de la escena. Los punt os, m uy sim ples, y t al vez sin significado alguno, son t an sólo un ej em plo de un elem ent o del art e de Lascaux, y de t odo el art e rupest re, que t odavía no he m encionado. Se t rat a de la profusión de paut as geom ét ricas no figurat ivas. Adem ás de los punt os, aparecen cabrios y cuadrículas, curvas y zig- zags, y m ás figuras. Hay gran cant idad de paut as, a veces pint adas sobre las propias im ágenes anim ales. La coincidencia de est os m ot ivos geom ét ricos con las im ágenes figurat ivas es uno de los aspect os m ás cont rovert idos del art e del paleolít ico superior. El abat e Breuil creía que est as paut as geom ét ricas, o signos, com o se les llam a, form aban part e de la parafernalia de la caza: t ram pas, cepos, e incluso arm as. LeroiGourhan las incluyó en su dualism o est ruct ural. Los punt os y las rayas eran signos m asculinos, decía; los t riángulos, los óvalos y los rect ángulos, signos fem eninos. Hace
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poco, un arqueólogo surafricano, David Lewis- William s, ha sugerido que ninguna de est as dos int erpret aciones es correct a. Son, dice, im ágenes procedent es de una m ent e en est ado de alucinación, un claro indicio de art e cham ánico. Su argum ent o se basa en un est udio del art e san, del África aust ral, y en un m odelo neuropsicológico que puede ser fundam ent al para int erpret ar gran part e del art e figurat ivo de las sociedades cazadoras- recolect oras, incluidas las del paleolít ico superior. Cuando Lewis- William s em pezó a est udiar el art e san, hace cuarent a años, t odo el m undo est aba convencido de que represent aba sim ples im ágenes esquem át icas de la vida cot idiana de los san. Pero Lewis- William s se dio cuent a de que las im ágenes no eran realist as en ese sent ido, sino que eran art e cham ánico, que t iene ot ro t ipo de realidad, la realidad de ot ro m undo. El enfoque fundam ent al aquí t iene que ver con las alucinaciones que experim ent an los cham anes en est ado de t rance, en el t ranscurso de alguna cerem onia rit ual. Est ablecido el vínculo ent re el art e, los cham anes y las alucinaciones, Lewis- William s recurrió a la lit erat ura neuropsicológica en busca de claves para esa conexión. «Encont ré inform es de alucinaciones visuales, descripciones m uy precisas —dice—. La invest igación m uest ra que, en las prim eras fases, se ven form as geom ét ricas, com o cuadrículas, zig- zags, punt os, espirales y curvas.» Est as im ágenes, en t ot al seis dist int as, son resplandecient es, incandescent es, vivas y poderosas. Llam adas im ágenes ent ópt icas —que significa «dent ro del cam po visual»—, est os fenóm enos son product o del sist em a neurológico básico del cerebro hum ano. «Dado que derivan del sist em a nervioso hum ano, t odos aquellos que ent ran en est ados alt erados de conciencia, independient em ent e de su t rasfondo cult ural, son suscept ibles de percibirlos», dice Lewis- William s. En una fase m ás profunda de alucinación, en la fase dos, la gent e int ent a dar sent ido a est as im ágenes. Los result ados dependen de la cult ura y de los int ereses reales de un individuo. En una serie de curvas, el suj et o puede ver m ont añas, si piensa en el cam po, por ej em plo, u olas del m ar, si t iene alguna relación con la navegación. Los cham anes san suelen convert ir las curvas en panales, puest o que las abej as son pot ent es sím bolos de poder sobrenat ural que est as gent es ut ilizan cuando ent ran en t rance. Aquellos que pasan de la fase dos de alucinación a la t res suelen experim ent ar una sensación de vorágine o de t únel girat orio a su alrededor, y enseguida t ienen alucinaciones llenas de im ágenes cónicas, no sólo de signos. «Mient ras que los occident ales alucinan aviones, m ot os, perros y ot ros anim ales que les son fam iliares — dice Lewis- William s al describir los experim ent os de laborat orio—, los cham anes san alucinan ant ílopes, felinos y circunst ancias que, aunque ext rañas y t erroríficas, derivan en últ im a inst ancia de la vida san.» En est a fase final, los suj et os llegan «no sólo a ver, sino a habit ar realm ent e un ext raño m undo alucinant e». Es aquí cuando aparecen los «m onst ruos», m it ad hum anos, m it ad best ias, que se conocen con el nom bre de t heriánt ropos. A part ir de est e m odelo neuropsicológico en t res fases, Lewis- William s, j unt o con su colega Thom as Dowson, analizó de nuevo al art e san para com probar si encaj aba. «Lo prim ero que descubrim os fue que en el art e san est án present es los seis signos ent ópt icos. Ello nos anim ó a pensar que el m odelo era válido, porque sabíam os que el cham anism o era im port ant e en la vida de los san.» Es ciert o que había sólida evidencia et nográfica de que el art e san era art e cham ánico. Adem ás, Lewis- William s conoció una vez a una anciana, probablem ent e la últ im a supervivient e de los san del sur, cuyo
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padre había sido un cham án. «Me dem ost ró cóm o en sus danzas de invocación se volvían hacia las pint uras de la pared de un abrigo rocoso y cóm o algunos colocaban sus m anos sobre ant ílopes pint ados para obt ener poder», dice Lewis- William s. El ant ílope africano, de gran t am año, es a los san lo que el caballo y el bisont e t uvieron que ser para las gent es del paleolít ico superior, al m enos por lo que al art e se refiere. El ant ílope africano es el anim al que con m ayor frecuencia aparece pint ado en el art e san. Es fuert e, dicen los san, y adopt a m uchas form as y cualidades. Tal vez el caballo y el bisont e t uvieron el m ism o significado para las gent es del paleolít ico superior, im ágenes que se invocaban y se t ocaban para obt ener energía espirit ual. La cuest ión es, en efect o, si en el art e rupest re exist en indicios del m odelo neuropsicológico de Lewis- William s, y si pudo ser, por consiguient e, art e cham ánico. «El art e rupest re incluye m uchos de los signos geom ét ricos incluidos en la gam a de elem ent os ent ópt icos det erm inados por la invest igación en laborat orio —dice—. A veces, est os m ot ivos aparecen pint ados sobre anim ales, pero ot ras, com o las cuadrículas de Lascaux, se pint an aislada y separadam ent e. Adem ás, el art e rupest re present a una gam a de figuras equivalent e a la fase t res de alucinación: t heriánt ropos, m onst ruos y anim ales realist as.» El m odelo neuropsicológico es aplicable t ant o al art e rupest re com o al art e san. De t oda la gam a de im ágenes del art e rupest re, las m ás im presionant es son los t heriánt ropos. No hay m uchas de est as figuras hum ano- anim ales, pero est im ulan la im aginación. El ej em plo m ás fam oso es el supuest o hechicero de la cueva de Trois Fréres, en los Pirineos franceses. A m ucha profundidad, en una caverna m uy angost a, el hechicero dom ina el espacio. Denis Vialou, que ha est udiado la cueva con det alle, describe la im agen: «El cuerpo es borroso, pero se t rat a de una gran best ia. Sus pat as t raseras son hum anas, hast a por encim a de las rodillas. El rabo es de una especie de cánido, un lobo o un zorro. Las pat as delant eras son anorm ales, y acaban en m anos hum anas. Tiene la cara de un páj aro, m ist eriosa, pero con ast as de reno». Y, algo insólit o en el art e rupest re, la m irada del hechicero, fij a, penet rant e, sale de la pared; es una nít ida m irada front al que t ransfigura al observador. Debaj o del hechicero hay varias franj as grabadas, un m ont ón de figuras anim ales sin orden ni conciert o aparent es. En m edio del t um ult o hay ot ra figura hum ano- anim al, de nuevo con las pat as t raseras hum anas. Los anim ales con pat as t raseras hum anas son corrient es en el art e rupest re, al igual que las pezuñas en figuras hum anas. Est e t heriánt ropo, erguido, t iene cuerpo, cabeza y ast as de bisont e, pero sus facciones son un t ant o hum anas. Las pat as delant eras son ext rañas, com o las del hechicero. Est e individuo sost iene lo que parece ser un arco o un inst rum ent o m usical. «Just o delant e de est a im agen hay un anim al —explica Vialou— con la part e y las pat as t raseras de reno, y un dest acado sexo fem enino, el único que se conoce en el art e rupest re. El rest o del cuerpo es un bisont e, la cabeza vuelt a m irando hacia at rás, por encim a de la espalda, al prim er individuo. Algo pasa ent re am bos, est oy seguro.» En Lascaux se observa algo sim ilar. La prim era best ia de la est am pida de la Sala de los Toros es un enigm a. Conocido com o el Unicornio —aunque erróneam ent e, porque t iene dos cuernos m uy rect os—, est a best ia t iene un cuerpo hinchado y pat as m uy gruesas, y la cabeza no corresponde a ningún anim al conocido. Hay seis m arcas circulares en el cuerpo y el perfil parcial de un caballo. Y si se m ira de nuevo la cabeza, t orcida, su perfil se parece al de un hom bre con barba.
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Est os t heriánt ropos de las pint uras rupest res fueron considerados hace t iem po com o el product o de «una m ent alidad prim it iva incapaz de est ablecer lím it es claros ent re los hum anos y los anim ales». Yo no lo creo así. Result an m ás convincent es aquellos que prefieren ver en ellas cham anes o cazadores vest idos con pieles anim ales, y llevando a veces ast as o cuernos. En el m arco del art e cham ánico, sin em bargo, se explican com o el result ado de la fase t res de alucinación, t an real para el art ist a com o un caballo o un bisont e. Para los san del Kalahari, el ant ílope connot a la fuerza del m undo del espírit u, un sím bolo de m últ iples facet as del cosm os de aquella gent e. Cuando un cham án san ent ra en t rance, personifica ese poder, se conviert e en part e de ot ro m undo, se hace invisible para cuant os cant an y bailan a su alrededor, y dibuj a im ágenes en la superficie de la roca. Pregunt ad a los san quién realizó las im ágenes y os dirán que han sido los espírit us. El cham án es un m ero inst rum ent o de los espírit us. Y la superficie de la roca es algo m ás que una superficie para pint ar; es el lím it e ent re est e m undo y el ot ro. Con frecuencia, en las pint uras san «desaparece» una línea por una hendidura, para volver a asom ar un poco m ás allá, at ravesando el m undo del espírit u. La superficie rocosa, pues, se conviert e en part e del significado de t odo ese m undo, y el abrigo rocoso m ism o asum e un est at us especial, un lugar de veneración. No m e cabe duda de que las cuevas y las superficies rocosas con pint uras rupest res, t ant o en África com o en Europa, t am bién fueron especiales. Algunas t al vez fueran lugares de reunión de las bandas, debido a la abundancia est acional de ciert os alim ent os. En ese caso, los rit uales celebrados allí fuera, de los que at isbam os ret azos
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a t ravés de sus pint uras, const ruían el significado m it ológico. Ot ras pudieron asum ir el est at us de lugar de reunión porque allí t uvo lugar un acont ecim ient o m it ológico. No cabe duda de que t odo el paisaj e quedó im buido de elem ent os m it ológicos, explicaciones del origen de un pueblo y de su lugar en el m undo.
Por desgracia, nosot ros, seres ext raños a t odo ello, t al vez nunca conozcam os el verdadero significado de las im ágenes de las cuevas. Est oy convencido de que en alguna part e de Lascaux se halla t oda la hist oria de cóm o est os pueblos m agdalenienses, hace 17.000 años, ent endían sus orígenes. En alguna part e —en t odas part es— de la cueva hay m ensaj es crípt icos acerca de cóm o se veían a sí m ism os en su m undo. El lugar est á im buido de significado, pero nosot ros no podem os descifrar lo que nos est án diciendo. La fuerza es palpable, pero som os cult uralm ent e ciegos a su cont enido. En pos de nuest ros orígenes, salim os de un lugar com o Lascaux con una profunda sensación de «com unión», y t am bién de hum ildad por lo que al poder de la m ent e hum ana se refiere.
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Se x t a pa r t e EN BUSCA D EL FUTURO Ca pít u lo XI X N UESTROS ORÍ GEN ES: UN A REVI SI ÓN En m is conferencias sobre los orígenes de la hum anidad, la pregunt a m ás frecuent e que suelen plant earm e es «¿y m añana?». La pregunt a ya es, en sí m ism a, t an significat iva com o la posible respuest a. El fut uro, por definición, es inciert o, y nadie es capaz de hacer predicciones m ínim am ent e fundadas. Pero la pregunt a t am bién em ana direct am ent e del espírit u m ism o de la condición hum ana que int ent am os aprehender. «¿Y m añana?» Hace t res siglos, Pascal expresaba así est a inquiet ud hum ana sobre nuest ro lugar en el m undo: Cuando pienso en la brevedad de m i vida, perdida ent re el et erno ant es y después, el pequeño espacio que ocupo, y que incluso veo, inm erso en la infinit a inm ensidad de espacios que ignoro, y que a su vez m e ignoran, t engo m iedo, y m e asom bra est ar aquí y no allá; porque no hay ninguna razón para que est é aquí y no allá, ahora y no ent onces... Tengo m iedo del silencio et erno de est os espacios infinit os. No es necesario un elevado grado de espirit ualidad para experim ent ar sobrecogim ient o ant e la infinidad de galaxias que vem os en la noche. Nuest ra conciencia hum ana no sólo posibilit a la pregunt a del ¿por qué?, sino que insist e en que la pregunt a se plant ee. La necesidad de conocer es un rasgo definit orio de la hum anidad: conocer el pasado; com prender el present e; vislum brar lo que puede depararnos el fut uro. Com o decía Arnold Toynbee refiriéndose al im pact o de la conciencia subj et iva en Hom o sapiens, «est e don espirit ual que posee le condena a luchar t oda su vida para reconciliarse con el universo en el que ha nacido». El cielo de la noche est á lleno de pregunt as sin respuest a. En m uchos casos, la necesidad de conocer t rasciende lo pot encialm ent e cognoscible; pregunt as sin respuest as. Para m uchos result a inacept able, y se consuelan con explicaciones m ít icas. Tan program ada est á la m ent e hum ana para buscar y encont rar respuest as que a veces hast a encuent ra sent ido donde no lo hay: en el rost ro de un anciano, en una bruj a, o en la im agen de un m onst ruo, que aparecen en una m ancha de t int a; en el port ent o psíquico que se at ribuye a la m era coincidencia; en el grit o de «¿por qué yo?» cuando ocurre un desast re nat ural, com o si el agent e del desast re escogiera a sus víct im as; en la percepción de la ira sobrenat ural expresada a t ravés de la violencia de un t errem ot o. La conciencia hum ana exige explicaciones sobre el m undo y est á llena de recursos para crear explicaciones donde no las hay. I nsist o en est e punt o porque la pasión por conocer, siendo com o es un elem ent o definit orio de la hum anidad, puede llevarnos fácilm ent e por derrot eros equivocados. Cuando el público m e pregunt a sobre los fósiles hum anos, soy conscient e de que lo que realm ent e les preocupa es ellos m ism os, com o m iem bros de la especie hum ana. Es lógico, porque la paleoant ropología es una de las pocas ciencias que puede penet rar en algunos de est os t em as. Pero t am bién soy conscient e de que m uchas de las respuest as que yo pueda ofrecer no est án a la alt ura de sus expect at ivas, no por falt a de cont enido, sino porque el cont enido es m ucho m ás innoble de lo que se espera.
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El físico St even Weinberg decía hace poco que «cuant o m ás com prehensible se nos hace el universo, t ant o m ás carent e de sent ido parece». Con ello quería decir que no veía ninguna m ano divina que guiara el dest ino del universo, y que el universo funciona según sus propias leyes físicas, sin finalidad últ im a. Algo sim ilar puede decirse de Hom o sapiens, cuant o m ás aprehendem os nuest ra hist oria, t ant o m ás evident e result a nuest ra «com unión» con la nat uraleza, nuest ra pert enencia a ella, indiferenciados de ella. Al igual que Weinberg, cuya visión del universo sigue dom inada por un profundo respet o, yo creo que la com prensión de Hom o sapiens no m enoscaba la realidad prodigiosa de nuest ra especie. Aunque sí seam os especiales en m uchos aspect os, no es necesario recurrir a explicaciones especiales para com prender nuest ro origen y nuest ro lugar en el universo. Nuest ra herencia biológica es real y t angible, y hunde sus raíces en el proceder de la selección nat ural. «Hay una grandeza en est a visión de la vida», observaba Darwin al final de El origen de las especies, refiriéndose al poder y a la creat ividad de la evolución. Est a es m i perspect iva de la evolución hum ana. Com o decía en el prólogo, m e sient o doblem ent e privilegiado en est a exploración del lugar de Hom o sapiens en el universo de las cosas. Prim ero, porque m i t rabaj o de búsqueda y de est udio de fósiles hum anos en Kenia ha sido para m í una experiencia profesionalm ent e sat isfact oria y personalm ent e em ocionant e. Pocos t ienen la oport unidad de im plicarse direct am ent e en esa exploración, de ret roceder a t ravés de las páginas de la hist oria, de cont em plar indicios de nuest ro pasado que ningún ot ro oj o hum ano ha vist o j am ás. La hist oria que em erge de esas páginas ofrece una visión de la hum anidad que provoca, a veces, hum ildad, ot ras exalt ación, pero siem pre luz y conocim ient o. Es la perspect iva del t iem po y del cam bio. Y en segundo lugar, porque m i im plicación en la preservación de la vida salvaj e de Kenia m e aproxim a a nuest ra hist oria, m e aport a una perspect iva diferent e. Veo la ext inción de las especies a t ravés de la codicia y la ignorancia hum anas. Pero t am bién veo la m aravillosa diversidad del m undo nat ural. Es una perspect iva del poder de la hum anidad y, al m ism o t iem po, de su insignificancia últ im a. Puede que el lect or vea aquí conclusiones y sent im ient os cont radict orios —incluso inquiet ant es. Me explicaré. Desde que escribí Origins, hace quince años, se han realizado m uchos descubrim ient os que han abiert o el cam ino a nuevos enfoques sobre nuest ro pasado. Sient o que hoy poseo una visión m ás clara del lugar que ocupa nuest ra especie. Quisiera m encionar al respect o t res áreas de int erés, t res t em as que yo caract erizo com o la I nevit abilidad, el Hiat o y la Sext a Ext inción. Todas ellas t ienen que ver con cosas t angibles e int angibles. Albert Einst ein dij o una vez, no sin ciert a ironía, que le gust aría saber «si Dios pudo haber creado un universo dist int o de com o lo hizo». En la m ism a vena, yo lo expresaría diciendo que m i pret ensión es descubrir qué planes t enía Dios, si es que los t uvo, para Hom o sapiens. Em pecem os por la I nevit abilidad. Me refiero a la com ún convicción de que la llegada de Hom o sapiens est aba predest inada. El hecho de que est em os aquí cont ribuye, creo, a est e sent im ient o. Parece dem ost rar que est am os aquí por algo; si no, t endríam os que conceder que est am os aquí por azar, por un capricho de la nat uraleza. Para m uchos est a conclusión es inacept able. La inacept abilidad de una exist encia debida al puro azar suele expresarse básicam ent e de t res form as. Prim ero, a t ravés de la lit erat ura ant ropológica m ism a, donde las cualidades especiales de Hom o sapiens im plicarían, para m uchos, que est am os aquí
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con un obj et ivo y un designio. Segundo, m ediant e el principio ant rópico, según el cual el universo ( y nosot ros en él) es com o es porque no podía ser de ot ra m anera. Y t ercero, caract erizando la evolución com o el despliegue progresivo de la vida en la Tierra hacia el progreso y la predecibilidad. La idea de la I nevit abilidad se incorporó a la lit erat ura ant ropológica de m uchas form as, unas espect aculares, ot ras m ás sut iles. Por ej em plo, Robert Broom , quien en los años cuarent a y cincuent a descubrió gran cant idad de fósiles hum anos en Sudáfrica, fue m uy explícit o al respect o: «Parece com o si buena part e de la evolución hubiera est ado planificada y pensada para desem bocar en el hom bre, y en ot ros anim ales y plant as, para hacer del m undo un lugar adecuado para que el hom bre pudiera vivir en él —escribía en 1933—. Result a difícil creer que el sim io pensant e, de enorm e cerebro, fue un m ero accident e.» Broom era un darwiniano convencido, pero est aba t an im presionado por las cualidades «especiales» del género hum ano que, opinaba, t uvo que exist ir algún t ipo de ent idad espirit ual que guiara la evolución, en prim er lugar preparando el cam ino a Hom o sapiens, y luego configurando la especie. Alfred Russel Wallace, coinvent or, con Charles Darwin, de la t eoría de la selección nat ural, llegó a conclusiones sim ilares. Aunque convencido del enorm e poder creat ivo de la selección nat ural, Wallace consideraba que la m ent e hum ana t enía un int elect o t an elevado, t an im buido de sent ido m oral, que t rascendía el m undo de los asunt os práct icos en que opera la evolución. Lo m ism o cabía decir de «la piel hum ana, suave, desnuda, sensible», y consideraba que «la est ruct ura de los pies y de las m anos hum anos parece innecesariam ent e perfect a para las exigencias del hom bre salvaj e». Y concluía que «una int eligencia superior t uvo que encauzar el desarrollo del hom bre en una dirección y con una finalidad concret as.» Los argum ent os de Broom y de Wallace son sim ilares a los de la escuela de la t eología nat ural que, aunque ant erior en el t iem po, t am bién afirm aba que la com plej idad y la belleza del m undo nat ural eran evidencia de Su presencia y guía. Tam bién se conoce com o el argum ent o del Designio: el hecho de que algo funcione bien im plica que ha sido designado para ser com o es. William Paley, el m ayor exponent e de la t eología nat ural, elaboró la fam osa analogía del reloj : «Creem os que la com paración es inevit able; el reloj t iene que t ener un hacedor; ha t enido que exist ir, en algún m om ent o y en algún lugar, un art ífice o art ífices que lo crearon con la finalidad que nosot ros hoy const at am os; y que com prendieron su const rucción y designaron su uso». Para cada reloj hay un reloj ero. Y lo m ism o sucede con la perfección de una flor, con la elegancia y la velocidad del caballo, y con la t rascendencia de la m ent e hum ana. Los enunciados de la t eología nat ural son hoy part e de la hist oria de la ciencia, no de la t eoría cient ífica act ual, pero su at ract ivo es evident e. Com o los argum ent os de Wallace y de Broom . En ellos se inspiraron los respet ables escrit os de Fierre Teilhard de Chardin, t eólogo y ant ropólogo francés. «La vida, aprehendida en su t ot alidad, no es un capricho del universo, com o t am poco el hom bre es un capricho de la vida — escribió hace cuarent a años—. Por el cont rario, la vida culm ina físicam ent e en el hom bre, com o la energía culm ina físicam ent e en la vida.» Est a últ im a afirm ación se aproxim a m ucho a la idea, m ás m oderna, del principio ant rópico. «El fenóm eno del Hom bre» decía Teilhard de Chardin, fue «esencialm ent e predest inado desde el principio». La segunda expresión de la idea de la inevit abilidad, el principio ant rópico, aparece en el ám bit o de la física, pero creo que t ras est a form ulación subyacen m uchos de los sent im ient os descrit os ant eriorm ent e. En pocas palabras, los cosm ólogos com prueban,
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im presionados —y cada vez con m ayor asom bro—, la est rechez de m árgenes con que operan las leyes del universo respect o de nuest ra exist encia. Alt erem os, un ápice siquiera, las fuerzas físicas fundam ent ales, y el universo —y la vida— t al com o lo conocem os no exist iría. Todo se m ant iene por un equilibrio precario, j ust o el indispensable para que podam os exist ir. ¿Para que exist am os? Pocos exponent es del principio ant rópico llegan t an lej os com o para sugerir explícit am ent e, com o hizo Teilhard de Chardin, que el hom bre fue «esencialm ent e predest inado desde el principio». Pero algunos no est án m uy lej os de ello. Por ej em plo, el físico t eórico de Princet on, Freem an Dyson, cree que «est am os aquí con alguna finalidad, y que est a finalidad t iene que ver con el fut uro, y que t rasciende com plet am ent e los lím it es de nuest ro conocim ient o y com prensión act uales». Ot ros son m ás prudent es. «Sin ir t an lej os com o algunos —dice Mart in Rees, un cosm ólogo brit ánico— sugiero que hay algo especial en el t iem po y en el espacio que ha producido vida int eligent e.» El principio ant rópico puede llegar a convert irse, en su form a m ás sim plificada, en el siguient e argum ent o: desde el m om ent o que est am os aquí para observar las leyes fundam ent ales, ést as t ienen que ser t al com o son. Pero ¿qué decir de la exist encia de ot ros universos, con ot ras leyes? Son im pensables. Aunque haya sin duda cabos filosóficos int eresant es en el t ej ido del principio ant rópico, sospecho que, ent re ellos, hay algunos que derivan en un «est am os aquí, y de alguna form a así est aba program ado». Los sent im ient os de inevit abilidad explicit ados por Teilhard de Chardin, e im plícit os en ot ros, fueron sust it uidos por la idea del progreso y de la predecibilidad de la evolución, la t ercera vía para expresar la I nevit abilidad. Por progreso ent iendo la evolución considerada com o una lucha const ant e por m ej orar el m undo biológico, produciendo organism os cada vez m ás eficaces y perfect os. La idea de predecibilidad im plica que la paut a de vida creada por la evolución fue m ás o m enos inevit able, y que si el proceso volviera a em pezar desde el principio, result aría una paut a m uy sim ilar. La im port ancia de la idea de progreso deriva seguram ent e de los valores sociales, sobre t odo de los de la sociedad occident al, que consideran una virt ud la const ant e m ej ora m ediant e el esfuerzo. En la nat uraleza, el progreso significa evolución hacia form as «m ás elevadas», un concept o con un enorm e peso ideológico. La hum ana, la m ás «elevada» de t odas las form as, es el product o últ im o de la evolución. Si bien es verdad que, a lo largo del proceso evolut ivo, fueron apareciendo form as cada vez m ás com plej as superficialm ent e, el regist ro fósil, en cam bio, no evidencia una t endencia general hacia «form as m ej ores», ni un progreso inexorable en el sent ido que se le suele dar. Dado que la com plej idad se const ruye sobre la com plej idad m ism a, la aparición en el t iem po de form as m ás elaboradas es una inevit abilidad m ecánica, un ret én evolut ivo. Pero no es una progresión general. En vez de ello, el regist ro m uest ra un cam bio aleat orio const ant e en m uchas direcciones, una adapt ación al m om ent o. Nuest ro eurocent rism o hace que nos fij em os en los efect os del ret én, ignorando la paut a general. La noción de predecibilidad, est recham ent e asociada al progreso, es m ás pert inent e para nuest ra visión de la hist oria hum ana. Opera a dos niveles. El prim ero se m anifiest a en la descripción de la evolución de una especie o grupo de especies. Con un regist ro fósil adecuado, com o el que exist e para los hum anos, se puede t razar un esquem a de los cam bios que han ocurrido en el t iem po.
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Así result a m ás fácil ident ificar est as innovaciones evolut ivas de la hist oria de una especie com o pasos en la dirección de esa especie. Com o conocem os el final de la hist oria, la cont am os com o si los pasos int erm edios est uvieran escrit os en el guión. La adopción de la m archa erguida, la m odificación de la dent ición, el origen de un cerebro m ayor, la capacidad de am pliar el radio de acción, la aparición de un com plej o lenguaj e hablado, t odo ello puede verse com o part e de un progreso acum ulat ivo y predecible hacia el present e, Hom o sapiens. Por ej em plo, en las obras ant ropológicos m ás t écnicas. En efect o, en un inform e de recient e publicación en el Am erican Journal of Physical Ant hropology sobre el est at us de Lucy, Aust ralopit ecus afarensis, los aut ores escribían: «En nuest ra opinión, A. afarensis est á m uy próxim o a un " eslabón perdido" . Posee una com binación de rasgos alt am ent e apropiada para un anim al que ha recorrido t odo el t rayect o hast a el bipedism o com plet o». La idea de que el afarensis iba en una dirección, hacia alguna part e, es válida sólo desde una visión ret rospect iva. Considerado en su m om ent o, cuando realm ent e exist ió, el afarensis fue t an sólo una especie est able, de éxit o, en dirección hacia ninguna part e. Tam bién yo soy culpable de ut ilizar un lenguaj e así, un lenguaj e que da por sent ado que la evolución es una t rayect oria program ada. «Fue la sofist icación del com port am ient o la que em puj ó, en gran m edida, a est e ant epasado hum ano por el cam ino de la hum anidad —escribí en Origins, hace quince años, refiriéndom e a Hom o habilis—. En t érm inos evolut ivos, est e viaj e se llevó a cabo a una velocidad vert iginosa: se alcanzaban y superaban hit os biológicos con gran rapidez... Est a criat ura iba en la dirección de los hum anos m odernos, Hom o sapiens sapiens.» El lenguaj e del viaj e es, en sí m ism o, una t ram pa. Si querem os llegar realm ent e a com prendernos a nosot ros m ism os y nuest ro lugar en el m undo, t enem os que desem barazarnos de ella. He narrado la hist oria de la fam ilia hum ana con un t elón de fondo de cam bio clim át ico y m edioam bient al. He sugerido que algunos de est os cam bios propiciaron innovaciones evolut ivas ent re nuest ros ant epasados. A m odo de ej ercicio m ent al, podem os pregunt arnos qué habría pasado si est os cam bios m edioam bient ales no hubieran ocurrido, o si hubieran ocurrido en ot ro m om ent o. ¿Qué habría pasado, por ej em plo, si el drást ico enfriam ient o global de hace unos 2,6 m illones de años no se hubiera producido? Recordem os que est e enfriam ient o se asocia con el origen de nuevas especies aust ralopit ecinas ( el robust o boisei) y con el desarrollo del t am año del cerebro, con el origen de Hom o. Sin enfriam ient o y sin las m odificaciones ecológicas subsiguient es, t al vez Hom o no habría aparecido ent onces; o t al vez nunca. ¿Y qué decir de los cam bios m edioam bient ales y clim át icos asociados a la form ación del gran valle del Rift , hace unos 10 m illones de años? Para em pezar, creo que los alt iplanos, m osaicos m edioam bient ales generados por aquellos acont ecim ient os, pudieron desem peñar un papel im port ant e en el origen de los hom ínidos. Si ent onces no hubieran t enido lugar est os sucesos t ect ónicos en el África orient al y, por consiguient e, el bosque hubiera perm anecido int act o, t al vez los hom ínidos no habrían evolucionado en aquel m om ent o, y t al vez nunca. Es erróneo im aginar que una especie det erm inada, en el t iem po, cuent a con oport unidades evolut ivas ilim it adas; los cam bios pot enciales se ven hast a ciert o punt o lim it ados por la arquit ect ura anat óm ica exist ent e, por su herencia hist órica. Es alt am ent e im probable que Aust ralopit ecus afarensis pudiera t ransform arse evolut ivam ent e en un granívoro, por ej em plo. Pero result aría asim ism o incorrect o presuponer que los cam bios ocurridos fueron los únicos posibles. En condiciones
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adecuadas de selección nat ural, afarensis pudo convert irse en un cuadrúpedo recolect or de frut a, por ej em plo. Pero no fue así, eso es t odo. Lo que ocurrió con est a especie es un hecho cont ingent e de la hist oria, no una t rayect oria irreversible según un proceso evolut ivo predest inado. Result a vano especular con lo que habría podido ocurrir si t al o cual circunst ancia hubiera sido diferent e, pero hay que com prender que lo que ocurrió en la hist oria fue sólo una de t ant as posibilidades en la evolución del grupo hom ínido, no un product o inevit able de ese proceso. En la m edida en que capt em os la verdadera nat uraleza de nuest ra hist oria, con t odas sus incert idum bres, cont arem os con un sent ido m ás nít ido de lo que supone ser un m iem bro de la especie Hom o sapiens. A un nivel m ás global, sólo t enem os que ret roceder unos 65 m illones de años para encont rar ot ro recordat orio de nuest ra cont ingencia en la hist oria, de nuest ra no inevit abilidad. Com o es sabido, hace 65 m illones de años la edad de los dinosaurios llegó a su fin debido a algún t ipo de cat ást rofe nat ural, casi con cert eza por la colisión de la Tierra con un gran ast eroide o com et a. Durant e 150 m illones de años, los dinosaurios fueron el grupo t errest re m ás im port ant e, ocupando nichos que, en nat uraleza y en núm ero, fueron t an im port ant es com o los que ocupan los m am íferos hoy en día. La ext inción m asiva que t erm inó con est e grupo t am bién t uvo efect os devast adores en ot ros grupos, ent re ellos m uchas clases de m am íferos. En t ot al, ent re un 60 y un 80 por 100 de t odas las especies t errest res desaparecieron con la ext inción de los dinosaurios. Los m am íferos habían exist ido casi t ant o t iem po com o los dinosaurios, pero siguieron siendo una part e relat ivam ent e insignificant e de la vida en la Tierra, ocupando un nicho pequeño, insect ívoro. Por su pequeño t am año, los m am íferos t enían m ás posibilidades de sobrevivir a la ext inción m asiva ( una regla general de la hist oria de la vida) , y m uchos lo consiguieron, ent re ellos un prim at e prim it ivo, ant epasado de las seis m il especies de prim at es que han exist ido desde ent onces ( hoy viven unas 183 especies) . Una de las caract eríst icas de la ext inción m asiva es que m uchas de las reglas biológicas norm ales quedan en suspenso durant e un t iem po, sobre t odo las relat ivas a la lucha y supervivencia cot idianas. Las especies que sobreviven a la ext inción m asiva lo hacen por razones que t ienen que ver con la dist ribución geográfica, el t am año del cuerpo y el puro azar. Nada que ver con la superioridad o la adapt ación. Si, a raíz de la ext inción cret ácea, aquel prim at e prim it ivo hubiera t enido m enos suert e, es lógico pensar que m uchos ot ros no habrían evolucionado nunca m ás: no habría prosim ios, ni sim ios, ni hum anos. Se t rat a, pues, de un m ensaj e im port ant e legado por el regist ro fósil. No cam bia el hecho de que est em os aquí para afirm ar que si las circunst ancias hubieran sido algo diferent es en la hist oria de la vida, nosot ros no exist iríam os. Pero sí es significat ivo, sin duda, a la hora de vernos a nosot ros m ism os acept ar que nuest ra exist encia aquí no fue en absolut o inevit able, por m ucho que nuest ra condición hum ana se rebele cont ra est a idea. Y para cont est ar a m i pregunt a ant erior: es evident e que Dios no t enía planes para Hom o sapiens, y ni siquiera pudo predecir que una t al especie pudiera em erger. La segunda de m is t res preocupaciones fundam ent ales es el Hiat o: la idea de que esas caract eríst icas t an especiales de nuest ra especie hum ana nos alej an del m undo de la nat uraleza. O, en palabras de Henry Huxley, «el profundo abism o ent re... el hom bre y las best ias». Nuest ra habilidad t ecnológica, nuest ra capacidad para m odificar el m edio, nuest ras cult uras, nuest ra sensibilidad ét ica y est ét ica, t odo nos dist ingue y nos separa de las dem ás especies con las que com part im os nuest ro m undo. El abism o parece
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enorm e. Desde que, en 1758, Cari Linneo clasificó a Hom o sapiens con el rest o del m undo vivient e, en su Syst em a Nat urae, est udiosos y t eólogos han int ent ado poner el m áxim o de dist ancia posible ent re nosot ros y las best ias. La razón es obvia: som os especiales en m uchos aspect os y form as, y nos sent im os especiales en un sent ido m uy concret o. Desde el inicio de la evolución del prim er Hom o sapiens, y t al vez incluso ant es, los hum anos se han sent ido en cont act o no sólo con el m undo t angible, sino t am bién con algo m ás t rascendent e, la esencia m ism a de la nat uraleza, el m undo espirit ual de sus ant epasados, el poder de los dioses. A part ir de la t endencia a at ribuir m ot ivos hum anos a cosas no hum anas, com o decía en un capít ulo ant erior, la búsqueda de significado en cada cosa, incluso allí donde no exist e, es el product o de nuest ra conciencia subj et iva. El result ado ha sido la creación de m it ologías para cont ener y explicar el m undo, religiones con m últ iples form as. Un ant ropólogo ha calculado que, desde el origen de la verdadera hum anidad, han aparecido m ás de 100.000 religiones diferent es, aunque la m ayoría perecieron con sus creadores. «La predisposición a la creencia religiosa es la fuerza m ás com plej a y poderosa de la m ent e hum ana y, con t oda probabilidad, una part e indisoluble de la nat uraleza hum ana —com ent a el biólogo de Harvard, Edward O. Wilson—. Es uno de los universales del com port am ient o social, que adopt a una form a visible en cada sociedad, desde las bandas cazadoras- recolect oras hast a las repúblicas socialist as.» El im pulso religioso obedece a la necesidad de explicar lo que no se puede conocer, por lo general a t ravés de relat os m ít icos y de la fe. En palabras de Wilson: «Parece que los hom bres prefieren creer ant es que conocer. Prefieren vivir en el sinsent ido... ant es que acept ar un sinsent ido». Ent re las m uchas caract eríst icas que supuest am ent e nos separan del rest o de la nat uraleza, la religión es, ciert am ent e, única en la especie hum ana. No soy religioso, al m enos no en un sent ido form al. En m i infancia adopt é una especie de at eísm o personal, lo que m e colocaba en una sit uación ridícula porque, en aquella época, m i t ío era arzobispo del África orient al. Se organizó una cam paña para «salvarm e», y yo reaccioné radicalizando m i at eísm o. Llegué a ser m uy crít ico con la religión form al, sobre t odo por el daño que los m isioneros est aban causando a las cult uras en Kenia. No m e fue difícil convencerm e de que puede haber crit erios ét icos y m orales sin necesidad de religión. Y ahora creo que t ales crit erios son un product o inevit able —y predecible— de la evolución hum ana: el alt ruism o es part e del repert orio de los anim ales sociales, así que cabe esperar que alcance m ayores cot as en anim ales int eligent es e int ensam ent e sociales, com o nuest ros ant epasados hum anos. Est a es la posición hum aníst ica. Hace unos años, en una ciudad de Minnesot a, di una conferencia sobre el origen hum ano. Una vez acabada, un señor m ayor, creo que un granj ero, se levant ó y m e pregunt ó: «Ha vist o ust ed alguna vez un m ono que conociera el significado del pecado, doct or Leakey?». Com prendí la im port ancia de la pregunt a para aquel caballero, porque la idea del pecado form a part e, y m uy arraigada, de la cult ura occident al. Es un concept o m ent al que nos ayuda a orient arnos a nosot ros m ism os y, a t ravés nuest ro, a la sociedad en una det erm inada dirección. El pecado es una palabra hum ana para dist inguir el m al del bien. Est oy convencido de que los m onos, y t am bién los sim ios, baj o det erm inadas circunst ancias, saben que algunas cosas pueden ser inacept ables en la int eracción social. Pero los m onos y los sim ios no conocen el peso de est e
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elevado concept o m ent al, el pecado. Pero est oy seguro de que nuest ros ant epasados m ás recient es, sí; es el product o de la evolución en el int enso m edio social de la vida hum ana. Así pues, aunque no sea religioso, sé de dónde procede esa urgent e predisposición hacia lo religioso. Una com prensión de la hist oria hum ana debe t om ar en consideración est e aspect o, y creo que podem os hacerlo de m anera sat isfact oria. La necesidad de explicar, cualquiera que sea su m anifest ación —religiosa, filosófica, cient ífica—, est ablece ciert am ent e una gran dist ancia ent re los hum anos y las dem ás especies del act ual planet a Tierra. Lo m ism o hace la cult ura. Hom o sapiens es una criat ura cult ural, en un grado y de una form a sin precedent es en ninguna ot ra especie. Est a dim ensión suplem ent aria del com port am ient o crea en esencia ot ro m undo, un m undo que puede rem odelarse const ant em ent e. La t ransm isión de una generación a ot ra de ideas y conocim ient os significa que t odos nosot ros som os part ícipes de una expresión acum ulat iva de nuest ra especie. Nuest ra visión del m undo, y los aderezos m at eriales de que disfrut am os en él, dependen m uy direct am ent e de lo que ha hecho la generación inm ediat am ent e ant erior, pero t am bién de lo que han hecho diez generaciones at rás, o cien. Hoy som os los beneficiarios de nuest ros lej anos ant epasados de una form a sin paralelo ni precedent e en ninguna ot ra especie. Durant e t al vez 100.000 años, los Hom o sapiens fueron buenos cazadores- recolect ores que vivieron en pequeñas bandas, part e a su vez de alianzas sociales y polít icas m ás am plias. Su m undo m at erial fue seguram ent e lim it ado, pero su m undo m ít ico t uvo que ser m uy rico, y est a riqueza fue pasando de una generación a ot ra. Más t arde, hace ent re 20.000 y 10.000 años, la gent e em pezó a organizar su vida práct ica de ot ra m anera, a veces explot ando m últ iples recursos alim ent arios, lo que im plicó m enor m ovilidad, m ayor est abilidad, y t al vez m ayores posesiones. Finalm ent e, desde hace 10.000 años, la producción de alim ent os —algo dist int o a la recolección— se convirt ió en una práct ica m ás corrient e, las aldeas crecieron, para convert irse prim ero en pequeños pueblos, luego en ciudades, en ciudades- est ado, y finalm ent e en est adosnación. Se había alcanzado lo que nosot ros llam am os la civilización, fundada en generaciones de lent os cam bios cult urales. La gam a de posibilidades práct icas, int elect uales y espirit uales alim ent ada por la civilización es la expresión últ im a del poder de la cult ura. Ciert am ent e, nos separa de t odas las dem ás especies del m undo. Parece com o si est uviera abordando la cuest ión del Hiat o en t érm inos posit ivos, cit ando razones para j ust ificar su exist encia. En un sent ido m uy real, Huxley t enía razón cuando decía que ent re nosot ros y las best ias exist e «un profundo abism o». Los product os de la conciencia subj et iva y los product os de la cult ura parecen confirm arlo. Y Julián Huxley, el niet o de Thom as Henry, percibía una brecha t an abism al ent re los hum anos y el rest o del m undo anim ado que sugirió que Hom o sapiens fuera clasificado en una cat egoría com plet am ent e nueva, el Psicozoo. «La nueva cat egoría es m uy am plia, com o m ínim o equivalent e en m agnit ud a t odo el rest o del reino anim al — sugirió en 1958—, aunque prefiero creer que abarca un sect or t ot alm ent e nuevo del proceso evolut ivo, el sect or psicosocial, por oposición a t odo el sect or biológico no hum ano.» Convert ir a los hum anos en el único m iem bro de un t ercer reino, dist int o del m undo de la nat uraleza —Anim ales, Plant as y Psicozoos— equivale a ext rem ar al m áxim o la diferencia ent re nosot ros y el rest o de la nat uraleza. Pero una de las lecciones m ás pert inent es para nuest ra especie que aprendem os de nuest ro pasado es que est e
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hiat o, est e supuest o abism o, es una ilusión, un accident e de la hist oria. Nos sent im os especiales y separados porque ninguna ot ra especie ha conseguido em ular nuest ros logros. Aun así, si observam os el regist ro fósil, verem os los eslabones de la cadena que nos une al rest o de la nat uraleza. Y esos eslabones no son sólo nom inales; son las especies de hom ínido a t ravés de las cuales puede ident ificarse t odo nuest ro linaj e, hast a llegar finalm ent e a un ant epasado com ún que com part im os con los sim ios, un vínculo genét ico sin discont inuidad con el m undo no hum ano de la nat uraleza. He afirm ado que las cualidades que ident ificam os com o definit orias de la hum anidad —la conciencia, la com pasión, la m oralidad, el lenguaj e— aparecieron gradualm ent e a lo largo de nuest ra hist oria. No surgieron ni repent ina ni t ardíam ent e. Si el cerebro hum ano hubiera producido conciencia, com pasión, m oralidad, lenguaj e, sólo con el origen de Hom o sapiens, y si nuest ros prim eros ant epasados hubieran sido sim ios erect os, o poco m ás, ent onces la pret ensión de que los hum anos som os algo apart e en la nat uraleza t endría ciert o valor. Pero en la m edida en que la em ergencia fue gradual, ot ras m uchas especies pueden equipararse, hast a ciert o punt o, a nosot ros. Pero ocurre que est as especies ya no est án ent re nosot ros; de nuevo, un hecho cont ingent e de la hist oria. El Hiat o no es t an profundo com o creían los Huxley —abuelo y niet o. De hecho se ha cerrado. Y ahora abordaré m i t ercer punt o de int erés: la Sext a Ext inción. Aquí quisiera referirm e a nuest ro com port am ient o a cort o plazo y a nuest ros obj et ivos a largo plazo. Uno es inciert o; los ot ros, no. En m i t rabaj o diario com o direct or del Kenya Wildlife Service, t rat o con los t em as práct icos relacionados con la prevención de la ext inción de las especies. A veces la t area exige el despliegue de una pat rulla fuert em ent e arm ada cont ra los cazadores furt ivos para evit ar la m at anza de elefant es y rinoceront es. Ot ras consist en en defender unas t ierras cont ra la int rusión de los granj eros con el fin de preservar el habit at de aves exót icas. La presión que ej ercen los deseos y las necesidades hum anos sobre un m undo nat ural en regresión es const ant e; una población hum ana en aum ent o cont ra una fauna salvaj e al borde de la ext inción. En casi t odo el m undo, el proceso es el m ism o; se sacrifica el m edio nat ural en aras de la expansión de las poblaciones hum anas y del voraz apet it o del desarrollo económ ico. Y, claro, com o el proceso ya est á práct icam ent e com plet ado en gran part e de Europa y de Nort eam érica, el foco de int erés se ha desplazado a las regiones m enos desarrolladas. La biodiversidad exist ent e en el m undo sufre una const ant e erosión; se aboca a las especies al borde de la ext inción a una velocidad cada vez m ás acelerada. Según algunas est im aciones, dent ro de t res décadas al m enos un 50 por 100 de las especies del m undo se habrán ext inguido. Es una cifra im port ant e, no sólo cuant it at ivam ent e, sino t am bién hist óricam ent e, en t érm inos de la hist oria global de la vida en la Tierra. Desde que aparecieron form as com plej as de vida en la Tierra, ha habido cinco ext inciones m asivas, que diezm aron a niveles realm ent e cat ast róficos la cant idad de especies vivas exist ent es. Fueron el Ordovícico, hace 430 m illones de años; el Devónico, hace 350 m illones de años; el Pérm ico, hace 225 m illones de años; el Triásico, hace 200 m illones de años; y el Cret ácico, hace 65 m illones de años. ( Tam bién hubo varios acont ecim ient os m enores disem inados durant e y después de est as cinco grandes convulsiones, lo que nos da una periodicidad aproxim ada de una ext inción a gran escala cada 26 m illones de años.) Con cada una de est as ext inciones m asivas ( que los paleont ólogos llam an las Cinco Grandes) , cam biaron los fundam ent os
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de la biot a de la Tierra. El Pérm ico, por ej em plo, acabó con el 96 por 100 de t odas las especies, es decir, que casi acabó con la vida en el planet a. Por lo t ant o, las ext inciones m asivas periódicas caract erizan la hist oria de la Tierra, al igual que la rápida recuperación después de cada uno de est os acont ecim ient os. Después de cada cat aclism o, em ergen oport unidades ecológicas para los supervivient es, y la hist oria nos dice que explot aron est as oport unidades concienzuda y rápidam ent e. Transcurridos unos veint e o t reint a m illones de años, la diversidad global volvía a alcanzar, e incluso superar, los niveles ant eriores a la ext inción. Y, hast a t iem pos recient es, después de la ext inción cret ácica, el nivel de diversidad fue m ayor que en cualquier ot ra época de la hist oria de la Tierra. Por consiguient e, cabe hablar de una paut a en form a de sierra: un pronunciado descenso de la curva ( ext inción) , seguido de una curva ascendent e ( recuperación) , una y ot ra vez. Aunque a nivel subj et ivo result a difícil de discernir, ahora est am os a m edio cam ino de la Sext a Ext inción. La pérdida del 50 por 100 de las especies j ust ifica el concept o. Est a vez no se t rat a de choques de m et eorit os, ni de erupciones volcánicas a gran escala, ni de desast res globales de origen nat ural, sino sólo del crecim ient o inexorable de las poblaciones hum anas, que alcanza y dest ruye el habit at de los dem ás organism os vivient es. Una ext inción m asiva de origen insólit o, único, pero con efect os de sobra conocidos: la cant idad de especies supervivient es decrece vert iginosam ent e, y nosot ros som os sus agent es. Algunos paleont ólogos, t ranquilizados por el regist ro fósil, afirm an que a nosot ros t odo est o no nos incum be; las ext inciones m asivas ocurrieron hace ya m ucho t iem po, y la biot a siem pre ha acabado por recuperarse. Y volverá a hacerlo, dicen. Ot ros discrepan. Las causas de las ext inciones ant eriores siem pre fueron t ransit orias, de form a que la recuperación fue posible. Pero est a vez no. Est a vez el agent e dest ruct or est á aquí, y ha venido para quedarse; la recuperación no será posible. Para valorar y sopesar am bos punt os de vist a t enem os que sit uar a Hom o sapiens en una perspect iva m ucho m ás am plia: ¿cuánt o t iem po podrá sobrevivir? «¿Y m añana?» Si algo nos dice el regist ro fósil es que, por lo general, las especies no duran m ucho. Las especies invert ebradas t ienen un prom edio de vida sobre la Tierra de ent re cinco y diez m illones de años, por ej em plo, y la cifra para los vert ebrados es de unos dos m illones de años. De ahí que m ás del 99 por 100 de t odas las especies que han vivido en la Tierra est én hoy ext inguidas. Las especies se ext inguen, generalm ent e, no porque sean, de alguna form a, inferiores, sino porque sucum ben a los caprichos de la ext inción m asiva. ¿Y qué hay de Hom o sapiens? Nuest ra especie es relat ivam ent e j oven, no t iene m ás de 100.000 años de ant igüedad. Y si la periodicidad de la paut a de ext inción se m ant iene, la próxim a gran convulsión t endrá que esperar ot ros doce m illones de años. Las perspect ivas, pues, parecen buenas. ¿O no? Aunque nuest ra especie sea capaz de evit ar la aut odest rucción, ya sea en su form a m ás espect acular —la conflagración m ilit ar—, ya sea en su form a m ás lent a —por est rangulam ient o m edioam bient al—, y viviéram os m ás allá de la longevidad m edia de los vert ebrados, seguiría present e el hecho de que nos enfrent am os a la perspect iva de una Tierra sin Hom o sapiens. No t odas las especies han conocido el dest ino de la ext inción, claro. Algunas se han t ransform ado con la evolución para producir especies dist int as, descendient es. ¿Podría ser est a la perspect iva para Hom o sapiens, com o predecesor de Hom o t echnologicus, por ej em plo? ¿Cóm o saberlo, si la hist oria es t an caprichosa? Pero yo opino que no.
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La cult ura, que t ant o ha t ransform ado y enriquecido la vida de Hom o sapiens, t am bién puede bloquear su fut ura evolución. El cam bio evolut ivo por selección nat ural opera basándose en la supervivencia diferencial de individuos genét icam ent e m ás favorecidos. La cult ura elim ina efect ivam ent e est e proceso, y hace que la supervivencia dependa de ot ros m uchos fact ores no genét icos. A m enos que haya una int ervención genét ica vía la nueva t ecnología o vía program as de insem inación art ificial durant e m uchos m iles de años —y am bas opciones est án haciendo sonar ya la voz de alarm a ét ica en nuest ra sociedad—, una evolución ult erior de Hom o sapiens es seguram ent e im posible. Sin em bargo, la idea de una posible evolución ult erior de Hom o sapiens debe cont em plarse desde una perspect iva t em poral m ucho m ás am plia. En nuest ra hist oria recient e, dos revoluciones int elect uales han hecho t am balear la percepción que la hum anidad t enía de sí m ism a. La prim era fue la revolución copernicana, a principios del siglo XVI , que desplazó a la Tierra, y por lo t ant o t am bién a los hum anos, del cent ro del universo visible a la cat egoría de un pequeño planet a que, j unt o con ot ros, daba vuelt as alrededor del Sol. La segunda fue la revolución darwiniana, que sit uó a los hum anos baj o las m ism as reglas biológicas que el rest o de las especies de la Tierra. Y a est os dos insult os cont ra la percepción que la hum anidad t enía de sí m ism a en el universo de las cosas se ha añadido, recient em ent e, un t ercero: la dim ensión del universo m ism o. Tras veint e m il m illones de años luz de exist encia, sólo ahora em pieza a capt arse la infinit a vast edad del universo, y nuest ro sist em a solar y su galaxia, la Vía Láct ea, aparece ahora com o un punt o insignificant e en m edio de un espacio y un t iem po infinit os. Una t al perspect iva desafía, sin lugar a dudas, la fuerza del espírit u hum ano en su percepción de sí m ism o. Se calcula que nuest ro propio Sol durará ot ros cinco o diez m il m illones de años, durant e los cuales seguirá produciendo calor y luz suficient es para preservar la vida en la Tierra. Cifras así escapan a cualquier int ent o de la m ent e por com prenderlas. Pero se adivina que, m ucho ant es de que la energía solar se ext inga, Hom o sapiens ya habrá dej ado de exist ir: no será m ás que una de las m uchas especies ext inguidas en la hist oria de las convulsiones y recuperaciones biót icas de la Tierra. Nuest ro planet a cont inuará sin nosot ros, sin Hom o sapiens, y la evolución y la ext inción seguirán rivalizando durant e ot ros pocos m iles de m illones de años. Tal vez la ext inción m asiva que t endrá lugar 700 m illones de años después del principio de la vida com plej a en la Tierra, la Sext a Ext inción, sea considerada algún día ( ¿por quienes?) com o algo aberrant e en la hist oria de la Tierra, com o una reducción t em poral de la riqueza de la especie, com o un desaj ust e en el t iem po. Por eso, est oy de acuerdo con los paleont ólogos que afirm an que, al final, la biot a de nuest ro planet a se recuperará del colapso infligido por los hum anos, es decir, t ras la Sext a Ext inción. Los cont inent es seguirán a la deriva en el planet a com o hast a ahora, hast a que colisionen y se vuelvan a separar por la acción de gigant escas fuerzas t ect ónicas. Los organism os de t ierra, m ar y aire experim ent arán fases alt ernat ivas de ext inción y de recuperación a gran escala, y la innovación evolut iva producirá nuevas clases que hoy ni siquiera podem os im aginar: anfibios, rept iles, m am íferos... ¿y qué m ás? Una cont inúa variación de los t em as ecológicos est ablecidos; así es com o opera la evolución en el t iem po. Es posible, e incluso probable, que a lo largo de los eones del t iem po evolut ivo, vuelva a aparecer la vida int eligent e, que vuelva a renacer la conciencia en la Tierra. Un organism o así int ent aría, sin duda, dar sent ido a la civilización ant erior, y recom poner, a part ir de las piezas dispersas de los rest os arqueológicos, la form a de vida de aquella
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civilización y la causa de su ocaso. Es pura fant asía, evident em ent e, pero result a út il para forj ar una perspect iva real respect o de Hom o sapiens. Se ha dicho que nosot ros los hum anos, con nuest ra int eligencia, con nuest ra t ecnología y nuest ro poder, som os los adm inist radores del planet a Tierra, que su fut uro est á en nuest ras m anos. Com o nos result a im posible, individual y colect ivam ent e, im aginar un fut uro sin nosot ros, equiparam os el fut uro de Hom o sapiens con el fut uro del planet a. Pero la lógica del regist ro fósil, y la lógica de una verdadera com prensión de Hom o sapiens en t ant o que una especie m ás ent re ot ras m uchas, nos obliga a acept ar que est e no es el caso. No som os los et ernos adm inist radores de la Tierra, som os t an sólo sus inquilinos t em porales, y m uy dest ruct ivos e indisciplinados. Ahora bien, pese a coincidir con los paleont ólogos en que la biot a podrá recuperarse t ras la Sext a Ext inción, de ahí no deduzco que da igual lo que hagam os aquí m ient ras est em os en est e planet a. La com prensión de los orígenes hum anos nos dice que Hom o sapiens es una part e del m undo nat ural en la Tierra, una especie m ás. Pero poseem os la int eligencia para com prender el im pact o de nuest ras acciones sobre el rest o de las especies que nos rodean. El ecosist em a al que pert enece Hom o sapiens es una ent idad com plej a, m uy fuert e, pero t am bién m uy frágil. Si una cat ást rofe nat ural —un huracán, un incendio, o una erupción volcánica, por ej em plo— la pert urba, el result ado inm ediat o es la devast ación. Pero en poco t iem po reacciona. Recordem os cóm o rebrot ó la hierba ent re las cenizas del incendio del parque Yellowst one, en la prim avera post erior a la guerra. O cóm o la vida volvía a asom ar en las laderas del m ont e Sant a Elena, pocos años después de su t rágica erupción. Y el regist ro fósil evidencia la m ism a elast icidad biót ica después de una dest rucción a gran escala, com o las ext inciones m asivas. La escala para poder j uzgar el im pact o global de Hom o sapiens sobre las dem ás especies —una escala que nos perm it a const at ar nuest ras responsabilidades com o inquilinos de la Tierra— se asem ej a m ás a la erupción del m ont e Sant a Elena que a la ext inción m asiva o a las recuperaciones subsiguient es. Pero a pesar de t odo, est am os alim ent ando velozm ent e los m ot ores de la Sext a Ext inción. ¿Cuál es, ent onces, nuest ro principal int erés? Creo que las cualidades de la condición hum ana —la conciencia, la com pasión, la m oralidad, el lenguaj e— aparecieron gradualm ent e en nuest ra hist oria com o product os del proceso evolut ivo que configuró nuest ra especie. Est as cualidades son, evident em ent e, m uy adecuadas para la int eracción ent re los individuos hum anos; son los hilos que m ant ienen unido el t ej ido social. Pero t am bién form an part e, j unt o con nuest ra m ent e creat iva, de nuest ra percepción del rest o del m undo nat ural. No est oy sugiriendo, com o hacen algunos, que cada especie veget al o anim al t enga los m ism os derechos en la sociedad que los hum anos. Es j ust o reconocer el valor especial de la vida hum ana. Pero t am bién es j ust o reconocer su lugar en la nat uraleza, el lugar de la especie Hom o sapiens, una especie ent re ot ras m uchas. Est o es lo que realm ent e nos dicen nuest ros orígenes. No im port a en absolut o que ninguna ot ra especie posea un grado de conciencia com o la nuest ra, o que no experim ent e sent im ient os com o nosot ros. Las dem ás especies son part e de nuest ro m undo, y nosot ros som os part e de su m undo. Nuest ro m ayor int elect o t al vez nos confiera una m ayor capacidad para explot ar los recursos nat urales del m undo. Pero —y est o lo creo firm em ent e— t am bién recae sobre nosot ros una m ayor responsabilidad a la hora de econom izar esos recursos, de sensibilizarnos respect o del hecho de que una especie, una vez ext inguida, queda dest ruida para
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siem pre. Em pobreciendo el m edio, em pobrecem os nuest ras vidas durant e ese inquilinat o t em poral de que gozam os en el planet a Tierra. «¿Y m añana?» Cuando Hom o sapiens se haya ext inguido, el m undo seguirá adelant e sin nosot ros, de est o no cabe duda. Pero eso no m e concierne, ni a m í, ni a m is hij os, ni al rest o de la especie hum ana. Para ent onces ya no quedará nadie de nosot ros. Pero el m om ent o hist órico del que som os responsables, el m om ent o por el que sent im os int erés com o especie, el m om ent o en que podem os est ablecer la diferencia, es ahora. Tenem os que ser m uy claros al respect o, acerca de nosot ros m ism os, com o una especie ent re varias. Tenem os que ser m ej ores huéspedes. Espero que la respuest a a la pregunt a sea que, colect ivam ent e, opt em os por ser m ej ores inquilinos. Nuest ros orígenes, el t ít ulo de est e capít ulo y t am bién del libro, ha supuest o una odisea personal para m í, un viaj e de exploración que puede est ar t ocando a su fin. El privilegio y la responsabilidad que supone im plicarse en la búsqueda de claves de nuest ro pasado, el privilegio y la responsabilidad de bat allar por la preservación de la fauna salvaj e, se han com binado para ofrecerm e una experiencia personal t an profunda com o había esperado. Espero poder seguir dedicándom e a la preservación de la fauna salvaj e durant e algunos años, pero t al vez nunca m ás vuelva a im plicarm e t an profundam ent e com o en el pasado en la cuest ión de nuest ros ant epasados hum anos. El viaj e de exploración m e ha llevado a nuevos ám bit os, desde los cuales se percibe m ej or y m ás claram ent e el lugar de Hom o sapiens en el universo de las cosas. He aprendido que nuest ro fut uro est á aquí, y ahora. Ya lo est am os viviendo. Í N D I CE Agradecim ient os.......... Prólogo............. PRI MERA PARTE
EN BUSCA DEL JOVEN TURKANA
CAPÍ TULO
I.
Hacia el Turkana occident al
CAPÍ TULO
II.
Un lago gigant e.......
CAPÍ TULO
III.
El j oven t urkana......
SEGUNDA PARTE CAPÍ TULO
I V.
CAPÍ TULO
V.
CAPÍ TULO
VI .
CAPÍ TULO
.
.
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EN BUSCA DE LOS ORÍ GENES
De m it os y m oléculas..... Sim ios erguidos y relaciones fam iliares
VI I
TERCERA PARTE CAPÍ TULO
.
VI I I .
El árbol del linaj e hum ano
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El Cráneo Negro...... EN BUSCA DE LA HUMANI DAD Los orígenes hum anos.....
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CAPÍ TULO
I X.
Por aquí se va a la hum anidad
CAPÍ TULO
X.
Un péndulo desbocado.....
CAPÍ TULO
XI .
El m edio hum ano...... EN BUSCA DE LOS HUMANOS MODERNOS
CUARTA PARTE CAPÍ TULO
XI I .
CAPÍ TULO
XI I I .
QUI NTA PARTE
El m ist erio de los hum anos m odernos
EN BUSCA DE LA MENTE HUMANA MODERNA
XI V.
CAPÍ TULO
XV.
CAPÍ TULO
XVI .
CAPÍ TULO
XVI I .
CAPÍ TULO
XVI I I .
CAPÍ TULO
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La Eva Mit ocondrial y la violencia hum ana
CAPÍ TULO
SEXTA PARTE
.
El t elar del lenguaj e....... Evidencia de act ividad m ent al..... Asesinat o en un zoológico...... La conciencia, espej o de la m ent e.... Vent anas a ot ros m undos......
EN BUSCA DEL FUTURO
XI X.
Nuest ros orígenes: una revisión
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Est a obra, publicada por CRÍ TI CA, se acabó de im prim ir en los t alleres de Hurope, S.A., de Barcelona, el día 7 de febrero de 1994 Richard Leakey y Roger Lewin
NUESTROS ORÍ GENES En busca de lo que nos hace hum anos Richard Leakey, el m ás fam oso de los paleo- ant ropólogos act uales, es el hij o de Louis y Mary, que revolucionaron la invest igación de los orígenes del hom bre con sus descubrim ient os. Richard siguió en su m ism a línea y alcanzó un éxit o m undial con Origins ( 1977) , en colaboración con el bioquím ico Roger Lewin.
Desde 1977, sin em bargo, la invest igación ha avanzado m ucho: se han desm oronado viej as hipót esis y los nuevos m ét odos nos han proporcionado perspect ivas ent onces insospechadas. Leakey ha creído, por ello, que era necesario reconsiderar el problem a
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de Nuest ros orígenes y lo hace en un libro realm ent e ext raordinario, donde nos invit a a una apasionant e exploración. Un viaj e, en prim er lugar, a las orillas del lago Turkana, para com part ir la em oción del descubrim ient o de un ant epasado de m ás de un m illón y m edio de años de ant igüedad. Un recorrido, después, a lo largo de las int erpret aciones y los debat es sobre el origen del hom bre en los últ im os veint e años. Y finalm ent e, a una exploración en busca de nuest ra propia ident idad. Porque Leak ey no se cont ent a con seguir la evolución t ísica de nuest ros ant epasados, sino que quiere av eriguar cuándo y cóm o surgió, y en qué consist e, ese algo especial que es la condición hum ana, lo cual le perm it e negar el t ópico que at ribuye al hom bre prim it ivo una agresividad y una violencia «nat urales» ( su t endencia al genocidio parece ser un rasgo m ucho m ás recient e) y reivindicar su condición de «criat ura cult ural»: «La paleoant ropología nos en seña que nuest ra realidad hunde sus raíces en nuest ra hist oria, unida al pasado a t rav és de una cadena cont inua de ant epasados». Ese viaj e a los orígenes concluye, pues, en una reflexión sobre nosot ros m ism os y sobre nuest ro present e. NUESTROS ORI GENES Richard Leak ey , el m ás fam oso paleoant ropólogo act ual - descubridor de un ant epasado hum ano de hace m ás de un m illón y m edia de años- , nos invit a a un viaj e a Nuest ros orígenes en un libro ext raordinario, donde sint et iza los hallazgos recient es que han venido a t ransform ar nuest ro conocim ient o de la aparición del hom bre. A Leakey, y a su colaborador el bioquím ico Roger Lewin, les preocupa, sobre t odo, av eriguar cóm o y cuándo surgió, y en qué consist e, ese algo especial que es la condición hum ana, lo cual les lleva a hablarnos m ás de las form as de vida de los prim eros hom bres o de la int eligencia de los sim ios que de hallazgos de huesos y de piedras.
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