No solo con las armas / Non solum armis: Cultura y poder en la Nueva España 9783954871957

El libro aborda las dos dimensiones que tomó el ejercicio del poder colonial en la Nueva España: el civil y el religioso

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Spanish; Castilian Pages 216 [220] Year 2014

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Table of contents :
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN CONCEPTO DE PODER PERTINENTE AL ESTUDIO DE LAS COSAS DE LA NUEVA ESPAÑA
I. DE POTESTATIS SAECULARIS
LENGUA Y PODER: LA CIUDAD LETRADA BARROCA
EL ELOGIO DEL PODER EN EL TOCOTÍN DE EL DIVINO NARCISO DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
LAS DEBILIDADES DEL PODER EN LOS GRAFITOS NOVOHISPANOS
LA DESCONFIANZA HECHA PIEDRA: GÁLVEZ Y EL SENTIDO MILITAR DE UNAS CASAS REALES
LA LITERATURA AL SERVICIO DE LA APOLOGÍA Y LEGITIMACIÓN DEL PODER: CAYETANO CABRERA Y QUINTERO Y LOS TÚMULOS FUNERARIOS PATROCINADOS POR LA INQUISICIÓN NOVOHISPANA
II. DE POTESTATIS RELIGIONIS
MOTOLINÍA Y SU DISCURSO SOBRE EL MATRIMONIO INDÍGENA: LEY Y RAZÓN NATURAL
TRADUCIR, TRAICIONAR, TRAGAR: OCELOTL, SAHAGÚN Y LA RETÓRICA DE LOS TAMALES
SINCRETISMO EN LA REGIÓN OCCIDENTAL DEL ESTADO DE MÉXICO
ENTRE EL EXEMPLUM Y EL ANTIEXEMPLUM: LA VIDA DE LA VENERABLE MADRE ISABEL DE LA ENCARNACIÓN (1675) DEL LICENCIADO PEDRO SALMERÓN
ROSARIOS INTRUSOS EN LA NUEVA ESPAÑA: LA INDISCRETA DEVOCIÓN DE LOS FIELES, AMIGOS DE NOVEDADES
SOBRE LOS AUTORES
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No solo con las armas / Non solum armis: Cultura y poder en la Nueva España
 9783954871957

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No solo con las armas/Non solum armis Cultura y poder en la Nueva España Manuel Pérez Claudia Parodi Jimena Rodríguez (eds.)

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No solo con las armas/ Non solum armis Cultura y poder en la Nueva España Manuel Pérez Claudia Parodi Jimena Rodríguez (eds.)

Iberoamericana



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La impresión de este libro fue posible gracias al apoyo de UC-MEXUS-CONACyT, mediante el Collaborative Grant CN 10-401. Los artículos que lo componen fueron dictaminados con doble arbitraje ciego.

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2014 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2014 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net © Bonilla Artigas Editores, S. A. de C. V., 2014 Cerro Tres Marías, 354 Col. Campestre Churubusco, CP 04200, México D.F. [email protected] www.liberiabonilla.com.mx ISBN 978-84-8489-775-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-323-4 (Vervuert) ISBN 978-60-7834-805-3 (Bonilla Artigas)

ISBN ebook 9783954871957

Depósito Legal: M-1781-2014 Cubierta: Juan Carlos García Cabrera Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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ÍNDICE

Introducción ..................................................................................... MANUEL PÉREZ/CLAUDIA PARODI/JIMENA RODRÍGUEZ Hacia la construcción de un concepto de poder pertinente al estudio de las cosas de la Nueva España ......................................................... MANUEL PÉREZ

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I. DE POTESTATIS SAECULARIS Lengua y poder: la ciudad letrada barroca .......................................... CLAUDIA PARODI El elogio del poder en el tocotín de El Divino Narciso de Sor Juana Inés de la Cruz ................................................................................... PATRICIA VILLEGAS Las debilidades del poder en los grafitos novohispanos ....................... ARNULFO HERRERA La desconfianza hecha piedra: Gálvez y el sentido militar de unas Casas Reales ....................................................................................... JOSÉ ARMANDO HERNÁNDEZ SOUBERVIELLE La literatura al servicio de la apología y legitimación del poder: Cayetano Cabrera y Quintero y los túmulos funerarios patrocinados por la Inquisición novohispana .................................................................... ISABEL TERÁN/CARMEN FERNÁNDEZ GALÁN

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II. DE POTESTATIS RELIGIONIS Motolinía y su discurso sobre el matrimonio indígena: ley y razón natural ............................................................................................... VERÓNICA MURILLO GALLEGOS

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Traducir, traicionar, tragar: Ocelotl, Sahagún y la retórica de los tamales RODRIGO LABRIOLA

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Sincretismo en la región occidental del estado de México .................. MARÍA TERESA JARQUÍN ORTEGA

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Entre el exemplum y el antiexemplum: la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación (1675) del licenciado Pedro Salmerón ........... ROBIN ANN RICE

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Rosarios intrusos en la Nueva España: la indiscreta devoción de los fieles, amigos de novedades ................................................................ ANASTASIA KRUTITSKAYA

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Sobre los autores ................................................................................

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“Para mandar es menester ciencia; para obedecer basta una discreción natural y a veces la ignorancia sola. En la planta de un edificio trabaja el ingenio. En la fábrica, la mano. El mando es estudioso y perspicaz. La obediencia, casi siempre ruda y ciega. Por naturaleza manda el que tiene mayor inteligencia. El otro, por sucesión, por elección o por la fuerza, en que tiene más parte el caso que la razón. Y así, se deben contar las ciencias entre los instrumentos políticos de reinar. A Justiniano le pareció que no solamente con armas, sino también con leyes había de estar ilustrada la majestad imperial, para saberse gobernar en la guerra y en la paz.” DIEGO SAAVEDRA FAJARDO, Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas (1640)

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INTRODUCCIÓN Manuel Pérez/Claudia Parodi/Jimena Rodríguez

Diego Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político cristiano (1640), resumía las preocupaciones de una época en que iba el destino de un proyecto de expansión política, económica y militar sin precedentes. Aprovechando las evidentes ventajas de un discurso que fundaba en la capacidad expresiva del emblema, de la imbricación de texto e imagen, un concepto preciso de poder, Saavedra Fajardo traduce los cuidados de la monarquía hispánica respecto a los graves problemas éticos y políticos que implicaba el dominio colonial, siempre desde la apología del mismo. Por ello es que hemos tomado algo del mote de un emblema de Saavedra Fajardo: non solum armis (Empresa 4), quien a su vez lo había tomado de las Institutiones de Justiniano: “Imperatoriam maiestatem non solum armis decoratam” (“No solo de armas se adorna la majestad imperial”), para proponer una mirada sobre los diversos rostros que podía tomar el ejercicio del poder en el mundo novohispano, desde una reflexión pluridisciplinar aunque sin la pretensión de articular una teoría rigurosa. Porque la reflexión sobre los ámbitos legales, políticos o académicos concretos en que circuló esta idea de “humanizar” el ejercicio de las armas y el dominio sin duda trasciende las pretensiones de un libro como el que tiene usted en sus manos, curioso lector, además de que estudios de tales ámbitos han sido realizados ya desde la historia jurídica, así como desde la filología abocada al análisis de la presencia explícita o implícita en la América hispana de las obras fundamentales de Luis Maluenda, Lac fidei pro principe christiano (1545), Sebastián Fox Morcillo, De regno et regis institutione (1550), Juan Ginés de Sepúlveda, De regno et regis officio, Juan Botero, De regia sapientia, traducida con el nombre de Razón de Estado a varios idiomas, entre ellos al castellano (por Antonio de Herrera en 1593), Pedro de Rivadeneyra, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus Estados (1595), escrita contra Maquiavelo y sus discípulos (Jean Bodin, François de la Noue y Philippe de Mornay, entre otros), Juan de Mariana, De

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rege et regis institutione (1599), e incluso El Cortesano de Castiglione o la Política de Dios (1625) de Quevedo, entre otros. En el seno del Grupo de Investigación “Cultura en la Nueva España: Crónica, Retórica y Semántica”, coordinado por Claudia Parodi, Jimena Rodríguez y Manuel Pérez (e iniciado con el apoyo de una Collaborative Grant de UC-MEXUS: CN-10-401), nos hemos propuesto discutir sistemáticamente diversos temas novohispanos en sendos foros propuestos al efecto. Uno de ellos fue el simposio “Cultura y Poder en la Nueva España”, enmarcado en el XVIII Congreso Internacional de Antropología Iberoamericana organizado por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México) y la Universidad de Salamanca (España), y que tuvo lugar en la primera los días 29 al 31 de marzo de 2012. Los artículos que contiene el presente libro no corresponden únicamente a las comunicaciones presentadas en dicho simposio, sino sobre todo a la discusión ahí iniciada y continuada a lo largo de varios meses siguientes. Hemos dividido el libro en dos secciones, mismas que apuntan a las dos dimensiones que tomó el ejercicio de poder colonial en la Nueva España: el civil y el religioso; toda vez que, desde una perspectiva jurídica y teológica, la justificación de la conquista militar por parte de la monarquía hispánica fue justamente la propagación del Evangelio, como quedó asentado no solo en las bulas alejandrinas1 sino sobre todo en el concepto de “justos títulos” que legitimaba el dominio español sobre el Nuevo Mundo.2 Por ello es que la 1 Las cuatro bulas emitidas por Alejandro VI en 1493 concedían a los Reyes Católicos el dominio legal del Nuevo Mundo (que, como tierra de infieles, no tenía dueño legítimo a ojos de Europa) a cambio de la obligación de proteger y evangelizar a los indios. Es posible encontrar un panorama crítico sobre las bulas alejandrinas en el número 5 del Anuario Mexicano de Historia del Derecho (1993) donde autores como Mayagoitia, Satorres, Roca, Sánchez Bella, entre otros, discurren sobre problemas jurídicos, políticos o teológicos de las mismas. 2 Dicho concepto sirvió de base para la creación de las Leyes de Burgos (1512): primer marco jurídico español para el gobierno de los indios. Posteriormente, en la Junta de Valladolid (1550-1551), se puso en duda la validez de los justos títulos en una polémica que enfrentaría a fray Bartolomé de las Casas con Ginés de Sepúlveda; el primero cuestionando las formas del dominio español y el segundo defendiendo la continuidad del proceso colonizador, incluyendo los modos de vincular el propósito evangelizador con los de explotación de hombres y territorios: la encomienda y el repartimiento (véase Vázquez Franco 1968, Bataillon 1994, Monje Santillana 2009 o Dumont 2009). Finalmente, después de más controversias, las Leyes de Indias (1680) crearían el marco legal general al dominio hispano en el Nuevo Mundo (Zavala 1988, Sánchez Bella 1991, Ots Capdequí 1993, Suárez Romero 2004).

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Introducción

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cristianización de los pueblos conquistados fue un asunto político y religioso de la mayor importancia, mismo que no solo pasaba por la enseñanza de la doctrina cristiana sino también por la articulación de una política dedicada a la eliminación de los vestigios de las religiones prehispánicas; del mismo modo en que el poder civil quedaba subordinado al cumplimiento de deberes religiosos y obligaciones políticas de la Corona para con la Iglesia. La primera sección, “De potestatis saecularis”, inicia con el trabajo de Claudia Parodi, “Lengua y poder: la ciudad letrada barroca”, en el que estudia el conjunto de prácticas lingüísticas que surgen como formas dominantes o legítimas cuando la comunidad de habla que las utiliza despliega una posición de privilegio, resultante de una serie de condiciones histórico-sociales y culturales. Por ello, una entidad literaria, política, artística o religiosa les otorga a sus miembros poder, estatus, autoridad y recursos para llevar a cabo actos públicos y dirigir eventos de preeminencia social por medio del empleo de dicha lengua. Para cada circunstancia, tales individuos cuentan con los recursos lingüísticos necesarios, los cuales forman su capital simbólico o cultural cuyo uso y manejo da a quienes los utilizan prestigio y honor en su sociedad. Sin embargo, las lenguas dominantes coexisten con otras variantes lingüísticas que se encuentran subordinadas a ellas en situación de diglosia; lo cual significa que dos lenguas o dos variantes suelen utilizarse en una comunidad lingüística en contextos diferentes con distinto valor, pues una de ellas goza de mayor prestigio que la otra u otras. Los individuos que están fuera del grupo que domina comparten y ven como legítimas algunas de las prácticas sociales propias de quienes detentan el poder; pero, a su vez, los grupos dominantes incorporan con frecuencia rasgos del grupo subordinado, como sucedió en la Nueva España con la cultura oficial que acogió elementos lingüísticos y culturales indígenas, sobre todo de origen mexica. Con el artículo de Patricia Villegas, “El elogio del poder en el tocotín de El Divino Narciso de Sor Juana Inés de la Cruz”, se refuerza la afirmación de Alfonso Méndez Plancarte de que esta obra de Sor Juana es más que una loa; en realidad se trata de un auto sacramental por la transformación escénica del rito pagano (teocualo) en una celebración eucarística. Luego de rastrear la representación iconográfica del continente americano y describir la disposición de los personajes en la pequeña obra teatral, Patricia Villegas señala que Sor Juana se atuvo a la tradición, pero no solo en lo que se refiere a la visión del descubrimiento y la conquista de América que se expuso en los diálogos,

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sino incluso a la representación, el vestuario, los bailes y la música. Lo más probable es que todos estos elementos hayan reproducido las “danzas de indios” y los “saraos de las naciones” que se venían representando en Europa desde el siglo XVI. Se puede pensar que tanto los vestuarios como las danzas de los indios que Sor Juana vio en su pueblo cuando era niña estaban en su loa, pero seguramente, al momento de representarla, vencieron los convencionalismos. Incluso, para no causar rispideces en la corte española, la monja evitó los nahuatlismos y se hizo eco amplificado de la misión civilizadora y difusora de la cristiandad que tanto halagó a los Austrias. En “Las debilidades del poder en los grafitos novohispanos”, Arnulfo Herrera presenta y comenta las inscripciones que ingenios anónimos dejaron en las paredes del México colonial, y también los dichos que alcanzaron a consignar algunos cronistas. Los grafitos y los dichos tenían una peculiaridad: iban dirigidos contra las autoridades y tenían la pretensión de satirizar los actos de mal gobierno, las decisiones injustas o los defectos físicos o morales de los funcionarios. Por su naturaleza, estos pequeños textos condensan una gran cantidad de sentimientos y nos dejan entrever la imagen que tenía el pueblo de sus autoridades. Son documentos que permiten evaluar a los protagonistas y muchas desmienten las versiones que da sobre ellos la historia oficial. José Armando Hernández Soubervielle estudia los tumultos que tuvieron lugar entre los meses de mayo y julio de 1767 en la ciudad de San Luis Potosí, una de cuyas consecuencias fue que el visitador José de Gálvez (quien había llegado para apaciguar los levantamientos con mano militar) determinara que se construyeran unas nuevas Casas Reales. En su artículo, “La desconfianza hecha piedra: Gálvez y el sentido militar de unas Casas Reales”, Hernández Soubervielle muestra cómo la ciudad hasta ese momento no había contado con un edificio que representara dignamente el poder de la monarquía hispánica; de este modo, la orden del visitador buscaba dotar a la ciudad de un nuevo edificio, uno que impusiera respeto y que con su grandeza y poderío militar advirtiera a los habitantes de San Luis Potosí sobre los riesgos de volver a alzar la mano en contra del monarca. Para su ejecución hubo de dejar instrucciones muy precisas en cuanto al diseño y la forma de hacerse de recursos. En este trabajo se estudian los hechos que condujeron a Gálvez a determinar, desde una visión militar, tanto la construcción como las características formales y logísticas para el proyecto de estas nuevas Casas Reales.

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Isabel Terán y Carmen Galán, en su artículo “La literatura al servicio de la apología y legitimación del poder: Cayetano Cabrera y Quintero y los túmulos funerarios patrocinados por la Inquisición novohispana”, encuentran que dentro de lo que se ha clasificado como “literatura perseguida” se agrupan textos que, por sus condiciones azarosas de circulación, pertenecen al ámbito donde justamente ese poder de censura se ejercía. Tal es el caso de un tipo textual de existencia efímera que, por ser escritura circunstancial, no ha sido caracterizado por su valor literario y en correspondencia al canon estético de su tiempo. El caso de Cayetano Cabrera y Quintero sirve de muestra para explicar la construcción poética y la originalidad de estas obras por encargo, en el contexto de la creación de túmulos funerarios como programas iconográficos y como écfrasis. La segunda sección, “De potestatis religionis”, se inicia con el artículo de Verónica Murillo titulado “Motolinía y su discurso sobre el matrimonio indígena: ley y razón natural”, en el que expone cómo algunos misioneros en la Nueva España utilizaron conceptos de la tradición escolástica para comprender el orden social indígena, aunque debieron ser revisados antes de su aplicación en la empresa colonizadora. Estos conceptos, su contexto filosófico y los campos semánticos que incorporan, conducen a una interpretación problemática de las cosas de indios, al tiempo que implican una relación de poder entre el que nombra y el nombrado. El artículo trata puntualmente los temas de la racionalidad del indio, el concepto de ley natural y el matrimonio, según los Memoriales, libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella del franciscano Toribio de Benavente Motolinía. Rodrigo Labriola, en “Traducir, traicionar, tragar: Ocelotl, Sahagún y la retórica de los tamales”, nos ofrece un estudio en el que trata las relaciones entre cultura y poder en la Nueva España también a partir de la intervención lingüística y cultural realizada por misioneros europeos (en este caso, la orden franciscana) a partir de 1524. El estudio se organiza en tres tiempos: en primer lugar, el proceso inquisitorial contra Martín Ocelotl; en segundo, los avatares del proyecto monumental de la Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún y, finalmente, el uso de la retórica que hizo posible la conquista espiritual, a partir del análisis de la “metáfora del tamal” en el poco estudiado capítulo 3 del Libro II de la Historia de Sahagún. Teresa Jarquín, por su parte, nos ofrece un trabajo que tiene como objetivo principal mostrar la permanencia de algunas festividades religiosas

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novohispanas: “Sincretismo en la región occidental del Estado de México”. Se trata del estudio de un caso de lo que Pedro Carrasco ha denominado: “catolicismo popular mexicano”, o más bien “religiosidad popular”, aunque sin entrar al debate de si se trata de la religión elaborada por el pueblo o si es aquella que se destina al pueblo, al serle impuesta la fe cristiana. El estudio se centra en la región occidental del actual estado de México, marcando los pueblos congregados de finales del siglo XVI y principios del XVII donde, en algunos casos, se han mantenido grupos étnicos otomianos y nahuas. En las Indias se compusieron cientos de textos de carácter hagiográfico llamados “vidas”, llevando la palma en cantidad de producción la Puebla de los Ángeles. Robin Ann Rice, en su artículo “Entre el exemplum y el antiexemplum: la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación (1675) del licenciado Pedro Salmerón”, estudia la modalidad quizás más curiosa: las vidas de monjas escritas por sus confesores. Despojadas de su propia voz, estas biografías se desvían radicalmente del discurso oficial, pues presentan una ideología religiosa que si bien es cierto que en una primera instancia incardinan el sujeto dentro de los constructos del ejemplo, también es notorio que los elementos del ejemplo son pervertidos y transformados hasta crear un sujeto esperpéntico cuyo comportamiento y fisonomía espirituales traspasan peligrosamente las normas religiosas de cualquier momento histórico. La tesis de Rice es que la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación, típica de cierto número de hagiografías compuestas en la Puebla de los Ángeles en el siglo XVII, es una amalgama de opuestos. Por un lado, partiendo de los ejemplos, el autor de la “vida” intenta situar a la monja dentro del discurso tradicional y hegemónico de la Iglesia. Por el otro lado, las descripciones de la mujer, su conducta, los fenómenos fantasmagóricos que experimenta y relata crean un monstruo, un sujeto hablado que desmiente la misma doctrina que el presbítero intenta reforzar. La peregrinación espiritual narrativa es un zigzag de santidad y de blasfemia creando un tableau monstruoso del sujeto narrado. El propósito de este artículo ha sido precisamente analizar e ilustrar la construcción de este sujeto narrado: Isabel de la Encarnación, por medio de las teorías del sujeto propuestas por Judith Butler, Julia Kristeva y Michel de Certeau, para demostrar que el licenciado Salmerón ha creado un personaje ambivalente que sube y baja arriesgadamente entre el ejemplo y el antiejemplo. Finalmente, la sección y el libro terminan con “Rosarios intrusos en la Nueva España: la indiscreta devoción de los fieles, amigos de novedades”, tra-

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bajo en el que Anastasia Krutitskaya presenta un interesante estudio a partir de la denuncia al Santo Oficio que en 1517 hace fray José Cabezas, de la Sagrada Orden de Predicadores, autor de la Historia prodigiosa de la admirable aparición de Nuestra Señora de la Soterraña de Nieva, en contra del Rosario Seráfico, el Rosario del Señor San José, el Rosario de la Señora Santa Ana y otros librillos que “corren con nombre del Rosario”. De acuerdo con el fraile, en la Nueva España salió a la luz cierta devoción intrusa con el nombre de “Rosario Seráfico” que desde 1664 fue prohibida por el papa Alejandro VII, así como cualquier otro rosario que sea el que instituyó el glorioso padre y patriarca Santo Domingo. Por supuesto, la Inquisición abrió procesos en contra de dicha devoción y se recogieron distintos cuadernillos con oraciones y versos. El estudio que de ello nos ofrece Anastasia Krutitskaya es útil no solo por el rastreo de los motivos que habrían tenido los dominicos para promover esta persecución o por el estudio del alcance de la devoción, sino sobre todo por el análisis del valor estético de los textos impresos en los cuadernillos. De este modo, entre la potestad civil y la potestad religiosa se ha intentado aquí tejer un variado tapiz desde perspectivas disciplinares diversas, con el fin de ofrecer una imagen de las diferentes formas que asumió el poder en la Nueva España, los lugares concretos en que tuvo lugar y las funciones culturales, militares, políticas o religiosas que cumplió en la fundación y consolidación de la sociedad novohispana. Antes de ello, sin embargo, se ofrecerá un intento definitorio del poder, desde una perspectiva filológica, con el fin de proponer una lectura introductoria y general a los diversos estudios particulares que componen este libro.

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HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN CONCEPTO DE PODER PERTINENTE AL ESTUDIO DE LAS COSAS DE LA NUEVA ESPAÑA Manuel Pérez

Aunque, como se adelantó, no fue el propósito de este libro (ni de las reuniones y comunicaciones en que se fue construyendo) el de conformar un cuerpo teórico sobre el poder en la Nueva España, sino más bien el de iniciar ciertos derroteros críticos que nos permitieran ofrecer un panorama diverso de los modos en que este se ejerció en el México virreinal. Cierto es que hubo en este trayecto más de una oportunidad de seguir algunas directrices o convicciones teóricas sobre este complejo asunto, pero a la postre primó la voluntad de armar un mosaico de estudios particulares. No obstante, definir un concepto de poder pertinente a la Nueva España, desde el siglo XXI, es una tarea ineludible, aunque compleja, pues la palabra poder ha venido recogiendo en su campo semántico una serie de significados teóricos que ahora difícilmente se pueden soslayar, aun cuando no todos ellos sean aplicables a nuestro estudio. Por ello hemos querido iniciar este libro con un ensayo definitorio que no intenta crear certezas teóricas sino más bien apuntar criterios hermenéuticos. Recuérdese cómo durante todo el siglo XX los debates teóricos sobre el concepto de poder estuvieron fuertemente subordinados a las dos escuelas dominantes de la teoría social occidental y, en consecuencia, a sus centros hegemónicos. En primer lugar, desde el liberalismo se construyó un esquema conceptual sobre el poder que apuntalaba los pilares del Estado moderno y en el que la negociación era la base para la entronización de Leviatán (Hobbes 1651); de modo que el poder fue concebido desde aquí como un conjunto de normas tanto para constreñir la acción del ser humano como para obligarla: el otro lado de la moneda es que tal constricción concedía siempre alguna otra cosa y, en esa medida, permitía la realización personal y social. En este sentido, el liberalismo de Talcott Parsons (y de sus seguidores en Chicago) resume las posturas del funcionalismo clásico (Durkheim 1917) al reconocer cuatro tipos o fuentes de poder: la coerción (mediante castigo), la inducción (mediante compensación), la persuasión (mediante razonamientos

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con base en la promesa de compensación y/o amenaza de castigo) y, finalmente, la activación de compromisos (Parsons 1978). Es decir, para ejercer algún tipo de poder, es posible apelar a sanciones físicas, a temores, a la persuasión, a la manipulación o al compromiso que los dominados tienen con el sentimiento o convicción del deber; alternativas entre las que se pueden distinguir aquellas que resultan asimétricas de las que exigen reciprocidad: entre las primeras están la fuerza y la manipulación; entre las segundas la persuasión y la autoridad. Como se ve, podríamos encontrar aquí ya elementos para explicar el lugar de los discursos retóricos en la conquista y sujeción de los pueblos americanos por parte del poder monárquico español, como una suerte de forma “suave” de dominio que implicaría la reciprocidad más o menos acordada entre las partes; sin embargo, aceptar tal explicación significa ignorar que el poder colonial fue ejercido prácticamente de manera transversal por todos los actores, que de la predicación a la hoguera no había tanta distancia y que no se trataba de la construcción de un estado democrático sino autoritario y monárquico. El otro polo ideológico de la reflexión sobre el poder, adscrito este a otro de los centros hegemónicos de Occidente en el siglo XX, giró alrededor de la obra de Karl Marx: el materialismo histórico, que encontraba en la lucha de clases el argumento fundamental para explicar toda relación de poder y toda construcción de gobierno. En este sentido, para nadie es novedad el modo en que una parte importante de la reflexión social en los países hispanohablantes ha recuperado la traducción que el marxismo- leninismo hizo de los postulados teóricos del materialismo histórico, mismo que ha resultado de utilidad para la historia económica colonial (Sempat 1982) y que incluso se han dado aproximaciones al fenómeno religioso desde esta perspectiva, bajo la convicción de que “en la sociedad clasista la religión es instrumento de opresión de clase, de dominio de clase, como los son también la policía o el ejército” (E. Yaroslavski, cit. por M. Sheinmann, A sangre y fuego en nombre de Dios, 1924), como hace Grigulievich en su Historia de la Inquisición, que toca su institucionalización en la América española (Grigulievich 2010). Sin embargo, ninguna de estas dos perspectivas es capaz, a nuestro juicio, de agotar las explicaciones a las cosas de la Nueva España; por lo que se precisa, aunque resulte paradójico, sobrepasar también una suerte de colonialismo teórico con dos rostros: el liberal y el marxista, para lograr una perspectiva adecuada y pertinente a la historia y al contexto ideológico en que el dominio colonial tuvo lugar. Aunque el poder, como escribe Solange Alberro

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dista mucho de ser un atributo definido con propiedades estables y específicas: es ante todo una relación, sometida, por lo tanto, como todas las relaciones, a la dinámica azarosa que nace del manejo humano de las contingencias. Por ello, el poder es proteico. Puede abarcar desde el desplante más brutal […] hasta el consejo insinuado en la sombra del confesionario y el chantaje sentimental destilado en el seno del hogar (Alberro 1991: 9).

Es cierto, el poder es proteico y supone una relación más que un hecho; sin embargo, conviene señalar que el poder también en esos años puede no ser tan sutil e indefinible, sino que como afirma Thomas Calvo, “el poder y su ejercicio son, ante todo, realidades concretas y físicas. De este modo se extienden sobre ámbitos precisos que en cierta medida conducen su acción” (Calvo 1991a: 103).1 Calvo, desde una perspectiva más bien política y económica, habla de cinco poderes en la Nueva España: el político (el gobernador), el judicial (la audiencia), el municipal (el cabildo), el religioso (el obispo) y el económico; lo que no deja de recordar cómo la politología contemporánea reconoce la existencia, no legitimada en la distribución política del estado moderno, de un “quinto poder”: la Iglesia y la religión. En cualquier caso, si hubiéramos de partir de la teoría social contemporánea para intentar articular un concepto de poder adecuado al estudio de procesos culturales novohispanos, elegiría una lectura crítica del liberalismo de Weber ajustada con la convicción de que todo ejercicio de poder supone su contrario, que toda ortodoxia implica su heterodoxia, bien desarrollada ya desde el materialismo histórico. Esta propuesta sincrética, por lo demás, debería ser dispuesta bajo el necesario tamiz de la reflexión que sobre estos asuntos se vertieron en los círculos intelectuales hispanos de los siglos XVIXVII, que no son pocos aunque no necesariamente se reconozcan en los nuevos conceptos. Así, este último hecho me lleva a intentar la última vuelta de tuerca en esta propuesta: el uso de una perspectiva filológica que desbroce la naturaleza histórica del concepto en cuestión: el poder desde su definición etimológica. Para Weber, el poder “significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cual-

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Calvo tratará ampliamente el punto en Poder, religión y sociedad en la Guadalajara del siglo XVII (1991), aunque con cierta preferencia por el relato más que por el posicionamiento teórico.

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quiera sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber 2007: 43), lo que en nuestros días parece conformar el canon del concepto, haciendo énfasis en la imposición. Sin embargo, en la medida en que el poder se ejerce por medio de la fuerza y la coerción, Weber distingue entre el mero ejercicio del poder y la relación de dominación: “Por dominación debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas” (Weber 2007: 43). Estas definiciones probabilísticas se concretan en los tres tipos de dominación “legítima” que Weber reconoce: la dominación racional, “que descansa en la creencia en la legalidad de las ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad”; la dominación tradicional, “que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los señalados por esa tradición para ejercer la autoridad” y la dominación carismática: “que descansa en la entrega extraordinaria a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas” (Weber 2007: 172). La definición voluntarista de Weber, que no poco deberá a Nietzsche, ciertamente nos permite definir los modos de la dominación virreinal española en América, particularmente la religiosa, desde que se trataba sin duda de imponer la voluntad del dominador dentro de una relación social con el dominado (es decir, en diálogo cultural con el dominado); sin embargo, como se adelantó, tal definición, articulada para nombrar las características del estado moderno, puede resultar deficiente para concebir las formas cuasi medievales del poder virreinal de la monarquía hispánica. Además, los tres tipos de dominación que propone Weber (racional, tradicional y carismática) deben entenderse más como formas de la autoridad legítima y legalmente constituida, cosa que debe quedar muy en entredicho, por ejemplo, para la lectura de la imposición religiosa en la Nueva España, pues aunque los mismos franciscanos iniciadores del proceso evangelizador supusieron (honesta o intencionadamente) que muy pronto se había alcanzado la dominación (desde el carisma hasta la razón) la realidad fue tan distinta que la dicha dominación tuvo que descender reiteradísimas veces al nivel Parsoniano de la punición pura y dura, como queda claro en los numerosos procesos seguidos contra la persistente “idolatría”. Con todo, el problema mayor para el uso de la teoría weberiana en la explicación de realidades concernientes a la dominación colonial española en América es su propia distinción entre poder y dominación, como dos con-

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ceptos distintos,2 pues aunque, como se ha visto, la noción contemporánea de poder es sin duda útil, para los siglos XVI y XVII es el concepto de “dominio” el que mejor resume las posturas teóricas que justificaban (o no) el ejercicio de poder colonial español entre los “politólogos” y arbitristas de la época. Dicho concepto está en la base de lo que aquí se discute, desde que el dominio como jurisdicción supone el entendimiento de que el poder suponía siempre una lucha entre legitimidades encontradas. No por nada los más avanzados humanistas de la época, comenzando con Juan Mayor (maestro de Vitoria), fundaban su teoría del poder cristiano sobre el reconocimiento de que si bien los infieles tenían dominio legítimo sobre sus tierras, “como algo de derecho natural” (dice Beuchot 2004: 14), lo perdían si se oponían con las armas a la predicación del Evangelio o si no se convertían. Veamos cómo la filología puede ayudarnos a deshacer este nudo. En primer lugar conviene atender el propio concepto alemán que permite la distinción weberiana: Macht, cuyo primer significado alude a la capacidad o fuerza para imponer la voluntad; mientras que Herrschaft, dominación, implica una relación de mandato- obediencia que se sustenta en una cuadro administrativo o en un orden vigente. Es decir, desde un punto de vista weberiano, lo que se ha traducido como “poder” nombra la capacidad o potencia, mientras que lo que se ha traducido como “dominación” define la actualización o concreción de dicha capacidad. Ello no ocurre en nuestra lengua, donde “poder” deriva del latín potere que significa tener expedita la facultad de hacer algo (DRAE, s. v. “Poder”). En otras palabras, etimológicamente el verbo “poder” (y su sustantivación) implican posibilidad por jurisdicción; es decir, en castellano “poder” es “dominio” y no su posibilidad. La edición del DRAE de 1737, como se ha visto, aunque contiene un registro léxico bastante cercano a los momentos históricos que aquí nos interesan, trae para nuestra palabra lo siguiente: “el dominio, imperio, facultad o jurisdicción que uno tiene para mandar o ejecutar alguna cosa” (AUT, s. v. “Poder”).

2 Otro problema tal vez mayor que, sin embargo, no entraré a discutir aquí, es el referido a la curiosa cercanía entre los postulados de Weber y los de Maquiavelo, ya bien estudiados, que podrían hacer inoperantes para los efectos de este estudio los conceptos weberianos en virtud de la declarada oposición y actuación política de la intelectualidad española del siglo XVI ante Maquiavelo.

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En este sentido, parece claro que el mejor modo de hacer coincidir las nociones de poder manejadas (y ejercidas) en los virreinatos españoles en América con los conceptos de poder producidos en el seno de las teorizaciones contemporáneas al respecto, no pasa por supuesto por intentar cambiar estos últimos sino que camina hacia la recuperación del sentido primigenio de la palabra poder en español, junto con el reconocimiento de aquellas cualidades semánticas del concepto adecuadas para nombrar el mismo fenómeno en la época: a saber, el concepto de dominio. Tan es así que el célebre teólogo de Carlos V en Trento, Domingo de Soto, en su “reelección” De dominio (1535), obra que se enmarca en la polémica sobre los “justos títulos” de conquista y que es anterior a las célebres “reelecciones” de Vitoria sobre los indios (1538-1539), trata el tema del dominio o señorío por el que alguien es dueño o señor (dominus) de algo, de aquello que “pertenece a los hombres por derecho natural, y [que] por derecho de gentes (y también por derecho civil) se ha dividido entre ellos” (Beuchot 2004: 42). La definición que Domingo de Soto ofrece de “dominio”, entendido como la facultad de apropiarse de alguna cosa o de alguna persona, permite una división en dos clases: el dominio de posesión y el dominio de jurisdicción (dominium rerum y dominium iurisdictionis); de este modo, al monarca español le era lícito dominar hombres y tierras del Nuevo Mundo, ejercer su poder en ello, gracias a las bulas papales, pero solo con el legítimo fin de evangelizar. En esto De Soto no era, por supuesto, ningún innovador, sino que, como Vitoria, seguía las enseñanzas de Juan Mayor3 en el sentido de que “el derecho de conquista viene de dos lados: a) por la oposición a la predicación y la persecución de los recién conversos, con lo cual pierden su dominio, y b) por la incapacidad de los indios para gobernarse, dada su barbarie, con lo cual son siervos por naturaleza, necesitados de tutela” (Beuchot 2004: 17). Se trata de la misma noción de “guerra justa” que exponía Vitoria en su Relección sobre los indios (1539) y, más aun, la misma noción de dominio que permitía a Motolinía, en su “Carta al Emperador” contra Las Casas, fundar la legiti-

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Quien a su vez no hacía otra cosa que prolongar las convicciones de Enrico di Susa “el Ostiense”, quien ya había elaborado en el siglo XIII un argumento para universalizar el poder papal (en la Summa Aurea) y había afirmado también que por infidelidad se podía perder el derecho de dominio, en claro discurso por supuesto contra los herejes cátaros. En todo caso, el ejercicio del poder durante la dominación colonial española es un asunto complejo cuyos criterios deberían rastrearse desde las Siete partidas hasta la Recopilación de Indias.

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midad de la conquista en la necesidad de acabar con la idolatría, porque los indios “eran idólatras y crudelísimos, y honraban a sus dioses con sacrificios humanos” (Beuchot 2004: 70); es decir, las guerras de conquista y el dominio colonial han sido justos porque era necesario obligar a los indios a oír la predicación. En este sentido (y con esto termino y doy paso al contenido de este libro), podríamos revisar críticamente la afirmación de Gibson en el sentido de que El imperialismo español trató de justificar sus actos a través de su misión cristiana. La conquista era una empresa cristiana porque destruía una civilización pagana y la encomienda y el corregimiento eran instituciones cristianas porque aseguraban una sociedad cristiana. Con la consignación papal del Nuevo Mundo a España, todos los aspectos de la colonización hispánica se convirtieron en tema de interpretación cristiana y subordinados a una función cristiana (Gibson 2007: 101).

La Corona y la Iglesia españolas, efectivamente, articularon un discurso justificativo a su ejercicio de poder, aunque ello no es más que el modo corriente en que procede todo dominio: haciéndose acompañar por un discurso legitimador. Lo interesante no es corroborar este hecho, por lo menos no ha sido ello lo que nos ha unido a todos los que participamos en este libro, sino el propósito de encontrar justamente los modos concretos y particulares en que se hicieron coincidir el discurso y la política, el arte y la guerra, la cultura y el poder en la Nueva España.

BIBLIOGRAFÍA ALBERRO, Solange (1991). “Introducción”, en: Seminario de Historia de las Mentalidades, Familia y poder en Nueva España. Memoria del Tercer Simposio de Historia de las Mentalidades. México: INAH, pp. 9-10. BEUCHOT, Mauricio (2004). La querella de la conquista. Una polémica del siglo XVI. México: Siglo XXI. CALVO, Thomas (1991a). “Círculos de poder en la Guadalajara del siglo XVII”, en: Seminario de Historia de las Mentalidades, Familia y poder en Nueva España. Memoria del Tercer Simposio de Historia de las Mentalidades. México: INAH, pp. 103-113. — (1991b). Poder, religión y sociedad en la Guadalajara del siglo XVII. México/Guadalajara, Jal.: Centre D’Etudes Mexicaines et Centraméricaines/Ayuntamiento de Guadalajara.

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GEERTZ, Clifford (1973). The interpretation of cultures: Selected Essays. New York: Basic Books. GIBSON, Charles (2007). Los aztecas bajo el dominio español (1519-1810). México: Siglo XXI. GRIGULIEVICH, Iosif (2010). Historia de la Inquisición. México: Quinto Sol. HOBBES, Thomas (2012 [1651]). Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. México: Fondo de Cultura Económica. LAS CASAS, fray Bartolomé de. (1942). Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión. México: Fondo de Cultura Económica. LUHMANN, Niklas (2005). El poder. Barcelona: Anthropos. OTS CAPDEQUÍ, José María (1993). El estado español en las Indias. México: Fondo de Cultura Económica. PARSONS, Talcott (1978). Action Theory and the Human Condition. New York: Free. VÁZQUEZ FRANCO, Guillermo (1968). La conquista justificada. Los justos títulos de España en Indias. Montevideo: Tauro. WEBER Max (2007). Sociología del poder. Los tipos de dominación. México: Fondo de Cultura Económica. WRONG, Dennis Hume (1980). Power. Its Forms, Bases and Uses. New York: Harper Colofon Books.

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Una lengua o un conjunto de prácticas lingüísticas surgen como formas legítimas de dominio cuando el grupo o comunidad de habla que las utiliza se encuentra en una posición de privilegio, resultado de una serie de factores histórico-sociales y culturales. Ello se debe a que una lengua dominante o lengua “A” suele institucionalizarse. Por eso, una entidad literaria, política, artística o religiosa otorga a sus miembros poder, estatus, autoridad y recursos para llevar a cabo actos públicos y dirigir eventos de preeminencia social por medio del empleo de dicha legua. Para cada circunstancia, tales individuos cuentan con los recursos lingüísticos necesarios, los cuales forman su capital simbólico o cultural en el sentido de Bourdieu (1992). El uso y manejo de dicho capital les da a quienes lo utilizan prestigio y honor en su sociedad. Las lenguas dominantes coexisten, además, con otras variantes lingüísticas que se encuentran subordinadas a ellas en situación de diglosia como la presenta Fishman (1972). Ello significa que dos lenguas o dos variantes suelen utilizarse en una comunidad lingüística en contextos diferentes con distinto valor, pues una de ellas goza de mayor prestigio que la otra u otras. Las lenguas de prestigio suelen llamarse lenguas altas o variantes “A”, y las lenguas de menor prestigio, lenguas bajas o variantes “B”. Cabe añadir que los individuos que están fuera del grupo que domina comparten y ven como legítimas algunas de las prácticas sociales propias de quienes detentan el poder. Pero a su vez, los grupos dominantes incorporan con frecuencia rasgos del grupo subordinado, como sucedió en la Nueva España con la cultura oficial que acogió elementos lingüísticos y culturales indígenas, sobre todo de origen mexica. En muchos casos las lenguas dominantes o lenguas altas “A” se usan en circunstancias muy limitadas; por ejemplo, solo en contextos religiosos, literarios o científicos, como ha sucedido con el neo-latín o el árabe clásico. Desde el punto de la política lingüística, una comunidad suele establecer escuelas y universidades donde se enseña, junto con la cultura, la variante lin-

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güística dominante, la cual por lo regular se encuentra codificada en gramáticas normativas. En cambio, las variantes subordinadas o lenguas “B” no suelen contar con gramáticas de este tipo. En varios casos, quienes utilizan la lengua dominante no solo poseen prestigio, sino poder económico y político sobre quienes dominan únicamente la lengua “B” o variante baja. Con frecuencia la variante alta se utiliza en la lengua escrita y la variante baja es ágrafa. Pero en otros casos ambas lenguas se escriben, aunque en distintos contextos y con diferentes funciones discursivas. En efecto, cuando se escribe en una lengua “B”, esta se utiliza en contextos considerados menos elevados por los hablantes de la comunidad lingüística o letrada en cuestión, ya sean estos literarios o relativos a asuntos de la vida diaria, como sucede en los documentos legales. Por ejemplo, a mediados del siglo XV, el Marqués de Santillana en su Prohemio e carta al condestable de Portugal distinguía tres grados de desarrollo poético: el sublime en la poesía griega y latina; el mediocre, en la poesía en lengua vulgar o romance castellano y el ínfimo, en la poesía popular también en romance castellano. Cabe añadir que una lengua subordinada puede convertirse en lengua alta en ciertos contextos y viceversa. En efecto, muchas veces, a lo largo del tiempo, la lengua “B” puede llegar a sustituir a la lengua “A”, pues el uso de las lenguas y su valoración sociolingüística cambian.

MULTILINGÜISMO Y LENGUAS DOMINANTES EN LA NUEVA ESPAÑA Los primeros conquistadores y evangelizadores, tras dividir el territorio, sobre todo en la Ciudad de México-Tenochtitlán, establecieron escuelas para indígenas, mestizos y criollos donde se les enseñaban las lenguas de prestigio europeas como el latín y el griego, o variantes altas, la escritura del español y la romanización de las lenguas indígenas mexicanas. Algunas de estas, como el náhuatl, se convirtieron también en lenguas prestigio o variantes “A”. Ello dio como resultado que los indígenas letrados y las personas cultas en América fueran multilingües durante los siglos XVI al XVIII. Muchos de ellos hablaban y escribían con mayor o menor pericia el español, conocían bien el latín y una o más lenguas indígenas. En lo que atañe a los peninsulares, varios de ellos –sobre todo los frailes y clérigos– llegaban a la Nueva España con conocimientos de latín y de español escrito. Además en América aprendían una o más lenguas indígenas e indianizaban el español y el latín. En cambio, los criollos, los mestizos y los indígenas estudiaban estas lenguas en su lugar de origen. Es

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decir, en la Nueva España y continuaban con el proceso de indianización. Utilizo el término indianización para referirme al hecho de reinterpretar e incorporar elementos lingüísticos, culturales y ambientales aborígenes al mundo europeo, sobre todo al hispánico trasladado al llamado nuevo continente. Desde los primeros contactos de los españoles con los indígenas surgieron cambios semánticos en el español trasplantado a América debidos a la necesidad de nombrar realidades nunca antes vistas en Europa. Por ejemplo, se llamó “pera” al aguacate, “tortilla” al tlaxcali y “gallina” al guajolote. Tales contactos no solo afectaron la lengua, sino la cultura de los españoles que llegaron al llamado nuevo mundo de manera irreversible. Al poco tiempo de vivir en América estos se alimentaron de tortillas, guajolotes, aguacates y otros productos aborígenes. De esta forma, desde los primeros años del contacto se originó en América una nueva cultura, la americana, y una nueva modalidad del español, el español americano. La indianización es, pues, resultado del enfrentamiento de paradigmas culturales distintos que buscaban coexistir a través de la acomodación y de diversas estrategias cognitivas y lingüísticas. Bernal Díaz del Castillo señala que ya en 1540 los españoles peninsulares llamaban “indianos peruleros” a Cortés, a Pizarro y al propio Bernal Díaz cuando estos fueron a España al entierro de Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, mostrando de manera exagerada sus riquezas y señorío (Díaz del Castillo 1991: 829). A partir del siglo XVI, en territorio novohispano coexistieron distintas lenguas europeas e indoamericanas. Por un lado, los conquistadores y colonizadores trasplantaron al llamado nuevo mundo la situación de dominio o diglosia que existía por parte del neo-latín –lengua “A”, hondamente valorada por la comunidad letrada occidental– y el castellano, de menor prestigio, los cuales se indianizaron en este continente. Por otro lado, los demás tipos de dominio lingüístico se generaron en América a través del contacto, el fraccionamiento geográfico, la enseñanza y la evangelización entre el español, que en este contexto se convertiría en lengua “A” y las lenguas indígenas, en lenguas “B”. Asimismo, el náhuatl se volvería lengua de prestigio, frente a los demás idiomas aborígenes de la Nueva España (Parodi 2010).

EL NEO-LATÍN ENTRE LOS INDÍGENAS Y LOS MESTIZOS Tras la llegada del maestro de latín Arnaldo Bassacio al Colegio de San José de los Naturales en 1530, varios jóvenes nobles, hijos de caciques, aprendie-

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ron latín y oratoria hasta el punto de poder hablar en latín al virrey Luis de Mendoza. Sesenta de estos estudiantes fueron los primeros alumnos del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, el cual se fundó en 1536, con grandes festejos y con la presencia de las máximas autoridades, el obispo Zumárraga, el virrey de Mendoza y el oidor Fuenleal. El Colegio de Tlatelolco, abocado a los estudios superiores de gramática latina, retórica, filosofía, música y medicina mexicana, solo empleaba como lenguas de instrucción el latín y el náhuatl (Osorio 1990: xxiii), aunque todos ya hablaran español. Este hecho muestra la importancia del náhuatl y el prestigio del neo-latín. Este último, como en Europa, era en América la lengua alta frente al español o romance. Ello mantuvo en América la situación de diglosia europea en lo que Ángel Rama ha llamado la “ciudad letrada” (Rama 1984). La finalidad de dicho colegio –que en cierta manera recogía la tradición del calmécac prehispánico o escuela para nobles– era formar profesores indígenas de origen ilustre que enseñaran doctrina y ciencias a otros indígenas y posteriormente se convirtieran en clérigos. Fueron profesores de gramática latina, entre otros, fray Bernardino de Sahagún, fray Andrés de Olmos y el antiguo alumno del colegio, Antonio Valeriano, indio de Atzcapotzalco, traductor de Catón al náhuatl. Entre los alumnos del Colegio de Tlatelolco, cabe mencionar a Pablo Nazareo quien, además de ser rector de dicho colegio (Osorio 1990: xxii-xxviii), tradujo prácticamente todos los textos litúrgicos del latín al náhuatl, como él mismo lo indica en sus cartas. Sobre el conocimiento del latín por parte de los estudiantes indígenas, hacia 1538 el oidor Fuenleal reporta que estos “hacían ventaja a los españoles en latín” (Ricard 1989: 340). Obra importante concebida y traducida en el Colegio de Tlatelolco por dos indígenas nahuas fue el Libellus de medicinalibus indorum herbis (Libelo de las hierbas medicinales de los indios), originalmente escrita en náhuatl por el médico azteca Martín de la Cruz y traducida del náhuatl al latín por su coterráneo Juan Badiano, alumno de dicho colegio (Quiñones Melgoza 1998: 19). Esta obra es uno de los grandes aportes de la medicina y herbolaria indígenas al mundo europeo (Osorio 1991: 10). Mención especial debe hacerse del mestizo fray Diego de Valadés, alumno del Colegio de Tlatelolco, cuya obra Rhetórica Christiana, publicada en Perugia en 1579, puede considerarse uno de los varios ejemplos de recreación sociocultural y de indianización del latín durante la Colonia. En ella, su autor, utilizando ejemplos de la retórica indígena, específicamente de los huehuetlatolli nahuas o “palabras de los antiguos”, incorpora la realidad indí-

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gena a los modelos retóricos europeos. Este texto sincrético, escrito en latín, es una retórica “nahuatlizada” para la cristianización, en la cual la memoria ocupa el centro de la propuesta teórica de Valadés, como sucedía entre los mexicas y entre los europeos. En efecto, además de utilizar los huehuetlatolli, como lo hizo Sahagún, Valadés emplea las técnicas mnemotécnicas nahuas combinadas con las lulianas (Báez Rubí 2005) para lograr la evangelización efectiva de los indígenas (Parodi 2010). A fines del siglo XVI el Colegio de Tlatelolco comenzó su paulatina decadencia en virtud de la oposición de las órdenes religiosas a tener clérigos indígenas con quienes compartir el poder espiritual y por la peste que asoló a varios alumnos del colegio. Por ello, al principiar el siglo XVII el colegio cerró sus puertas. Su legado fue sumamente importante para la difusión del latín, para la formación de intelectuales indígenas y para la divulgación de la historia y la cultura prehispánicas al mundo occidental. Gracias a los alumnos del colegio, que sirvieron de informantes, clérigos como Sahagún, Olmos, Molina y otros, perfeccionaron sus gramáticas, vocabularios y tratados sobre la cultura náhuatl, varios de ellos escritos en la lengua indígena.

EL NEO-LATÍN ENTRE LOS PENINSULARES INDIANIZADOS Y LOS CRIOLLOS La producción neo-latina en la Nueva España entre los peninsulares trasladados a América y los criollos novohispanos fue temprana, muy abundante y se presenta indianizada. Basta citar el tema indígena en dos textos tempranos. Por un lado tenemos el tratado De debellandis indiis (En torno a las rebeliones de los indios), donde Vasco de Quiroga –quien intentó fundar una república utópica con los indígenas de Michoacán–, cuestiona la legitimidad del rey de España de apropiarse de las Indias en 1531. Por el otro lado está la carta del obispo fray Julián de Garcés, que en 1537 le describe al papa Paulo III las cualidades y racionalidad de los indígenas en latín, a fin de disipar sus dudas sobre la falta de inteligencia de los aborígenes americanos. En la Nueva España los franciscanos produjeron y divulgaron obras en latín, como la Gramática Latina del franciscano Maturino Gilberti, publicada en 1559. Con la fundación de la universidad en 1553, se estabilizó la difusión del latín en el virreinato. El discurso inaugural en neo-latín, lengua alta universal en América y en Europa, fue pronunciado por Francisco Cervantes de Salazar, primer catedrático de Retórica de dicha institución. La apertura de la

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universidad se debía a las necesidades educativas de los criollos novohispanos, pero tomaron clases en ella algunos indígenas y varios mestizos. Simultáneamente, los frailes franciscanos, dominicos y agustinos comenzaban a organizar los estudios de sus novicios en latín. De esta manera, se enseñaba el latín en la universidad y en los conventos. En estos, se usaban textos latinos como la Rhetorica Christiana del ya mencionado fray Diego de Valadés. A continuación cito unos fragmentos del diálogo segundo de Cervantes de Salazar, de 1554, en neo-latín, y su traducción. En ellos se pueden observar referencias al mundo indígena y la incorporación de nahuatlismos al neolatín del diálogo. A la pregunta de Alfaro, uno de los personajes, sobre los productos que se venden en un mercado indígena, Zuazo, otro personaje, le contesta: Ç[uaço]: Que terra suggerit, agi, frisoles, aguacates, guaiauem, mamei, çapotes, gicamem, cacomitem, mizquites, tunem, gilotes, xocotes, et aliud genus fructus. Al[faro]: Inaudita nomina... at quae sunt pociones illum in magnis testaceis vasibus Ç[uaço]: Atole, chiam, çoçol, ex seminum quorundam farinis confectem Al[faro]: Peregrina vocabula Ç[uaço]: Ut Nostra ipsis [...] (Cervantes de Salazar 2001: lxxxi). [Zuazo: Son frutos de la tierra; ají, frijoles, aguacates, guayabas, mameyes, zapotes, camotes jícamas, cacomites, mezquites, tunas, jilotes, xocotes y otras producciones de esta clase. Alfaro: Nombres tan desconocidos... ¿Y que bebidas son las que hay en esas grandes ollas de barro? Zuazo: Atole, chían [sic], zozol, hechas de harina de ciertas semillas. Alfaro: ¡Vaya unos nombres extraños! Zuazo: Como los nuestros para los indios...] (García Icazbalceta 1875: 53).

El estudio del latín se difundió entre la población novohispana, sobre todo con la llegada de los jesuitas en 1572. Estos fundaron el Colegio de San Pedro y San Pablo en 1574 y se dedicaron con especial ahínco a la enseñanza del latín y otras materias a la aristocracia criolla. Es más, los jesuitas monopolizaron la enseñanza del latín en la Nueva España y se opusieron a que las otras órdenes lo enseñaran. Incluso orillaron a la universidad a cerrar la cátedra de Gramática Latina. En 1767, año de su expulsión, habían fundado

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más de treinta colegios en todo el virreinato y habían producido un buen número de obras neo-latinas. En el exilio continuaron escribiendo obras en neo-latín. Sobre el método de enseñanza de los jesuitas, cabe señalar que en la Nueva España, al igual que en Europa, estos pusieron gran énfasis en la práctica de la redacción y el comentario de textos. Organizaron concursos literarios en latín y en español y pusieron en escena obras latinas, en lo que se conoce como Teatro de Colegio Jesuita. Una de estas obras es la Tragedia intitulada Oçio, escrita en latín y español por Juan Cigorondo, oriundo de Cádiz, quien llegó a la Nueva España en 1568 a la edad de ocho años. Ello significa que recibió su instrucción en la Nueva España. Las bibliotecas y archivos mexicanos y europeos evidencian la labor de los jesuitas, pues guardan un buen número de manuscritos e impresos latinos redactados por ellos durante el período colonial en la Nueva España, como las églogas y los diálogos latinos de Bernardo de Llanos (ms. 1631 de la Biblioteca Nacional de México). Además, divulgaron varios textos latinos como los Emblemata de Alciato y las Tristes de Ovidio, que se imprimieron en México en 1577 para el uso de sus alumnos de retórica (Parodi 2008a). Es bien sabido que los jesuitas, más que cualquier otra orden, impulsaron el sincretismo. Ejemplo de ello es la Carta annua que escribió el padre Pedro de Morales, quien llegó de Europa a la Nueva España en 1576. En su Carta, escrita en 1579, reseña las festividades que organizaron los jesuitas para celebrar la donación de unas reliquias a la Nueva España por parte del papa Gregorio XIII. En su detallada descripción, el padre Morales incluye textos de poesía neo-latina, náhuatl, castellana e italiana. Recogió, además, la convocatoria en la lengua del Lacio para siete certámenes poéticos. En el siglo XVII resultan interesantes dos poemas latinos en honor a la Virgen de Guadalupe. El primero, Poeticum viridarium [Vergel poético], del novohispano José López Avilés, es un poema barroco que data de 1669. Se trata de un dístico de 420 versos donde América se presenta como tierra de indios, sanguinaria, que se pacifica gracias a la aparición de la Virgen de Guadalupe, flor de la Nueva España. El segundo, Centonicum virgilianum, es un texto épico de corte virgiliano, también en honor a la aparición de la Virgen de Guadalupe, que data de 1680. En él, su autor, Bernardo Ceinos de Riofrío, cura de Arantzán, Michoacán, tras describir a los habitantes de la Nueva España, narra las apariciones guadalupanas en 365 hexámetros formados de versos o partes de versos de la Eneida de Virgilio (Osorio 1991: 31-33).

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Durante el siglo XVIII, en 1755, el erudito criollo novohispano, profesor de latín de la Universidad de México, Juan José de Eguiara y Eguren (16951763), escribió la Bibliotheca mexicana. Esta obra maestra bibliográfica, totalmente compuesta en latín, reúne información sobre la vida y obra de los intelectuales novohispanos del período virreinal. Hace hincapié en que la Nueva España contaba con los mejores medios de difusión y preservación de la cultura indígena y occidental, como bibliotecas, imprenta y centros de estudio. Exaltó, además, la cultura indígena prehispánica, sobre todo la náhuatl, a la cual comparaba con la sabiduría clásica. Glorificó el calendario azteca y los códices indígenas, en especial los tonalámatl, los cuales presagiaban el porvenir anunciando tiempos futuros: Ad haec praedictionibus chaldaicis similes codices efformarunt “tonalamatl” dictos pro futuris tempestatibus enuntiandis praesagiendisque rebus astrologorum genio (Eguiara 1944: 64). [Tuvieron además nuestros indios ciertos códices, semejantes a las profecías caldeas, a los que dieron el nombre “tonalámatl” y en lo que, con genio de astrólogos, anunciaban los tiempos futuros y presagiaban el porvenir.] (Eguiara 1944: 64).

EL LENGUAJE DE LAS FIESTAS: NEO-LATÍN Y ESPAÑOL ALTO En el entorno del grupo minoritario o ciudad letrada, además de emplear el neo-latín en la redacción de textos científicos, teológicos, y en otras manifestaciones literarias, se utilizó la lengua clásica intercalada con un tipo de español muy elevado en los discursos, los sermones, los emblemas de las piras fúnebres y de los arcos triunfales para eventos importantes. Este tipo de literatura de circunstancias tuvo gran florecimiento durante el periodo virreinal. Entre otros ejemplos, cabe mencionar el Túmulo imperial de Francisco Cervantes de Salazar por la muerte de Carlos V, publicado en 1560, o la Relación de las exequias a Felipe II compuesta en 1600 por Dionisio Rivera Flores, canónico de la catedral de México y consultor de la Inquisición. En estos textos, los personajes de la mitología grecolatina encarnaban las hazañas de ilustres contemporáneos –como los reyes, virreyes y príncipes de la Iglesia–, sobre todo durante el Barroco. Entre otros autores que cultivaron este género cabe mencionar a Sor Juana Inés de la Cruz y a Carlos de Sigüenza y Góngo-

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ra, quienes incluyen múltiples citas latinas de los clásicos entretejidas con un español elevado. Ello puede observarse en sus descripciones de los arcos triunfales erigidos en la Ciudad de México en honor al marqués de la Laguna en 1680. Sor Juana escribió, además, en neo-latín los epigramas del sexto y séptimo lienzos de su Neptuno alegórico. Con este arco celebró la catedral metropolitana la toma de gobierno de dicho virrey. En el Neptuno Sor Juana utiliza, junto con el español más pulido, un neo-latín elevado y elegante, como se espera de los textos escritos en la variante alta. Sobre el uso de la lengua latina y la castellana, Sor Juana indica que a causa de la reverencia y respeto con que deben tratarse los dioses y los personajes de la realeza, como el virrey, “no se permite [usar la lengua] en vulgar porque el mucho trato no menoscabe la veneración” (Juana Inés de la Cruz 1951: vol. 4, 356). Añade que el de jeroglíficos y emblemas era necesario para aludir a la estirpe de un homenajeado como el marqués de la Laguna y para describir sus hazañas, pues no hay entendimiento capaz de comprenderlas ni pluma idónea para expresarlas en otro lenguaje. En ellos Sor Juana iguala al homenajeado y a su esposa con los dioses grecorromanos y egipcios, a los cuales solo es posible referirse por medio de jeroglíficos y figuras metonímicas a fin de hacer el culto atractivo y “no vulgarizar sus misterios a la gente común e ignorante” (Juana Inés de la Cruz 1951: IV, 356). El siguiente pasaje del Neptuno fusiona un texto de Sor Juana con otro que toma de Quinto Curtius. En este Sor Juana se refiere a Felipe II como “Delfín muy digno de la honra que recibía; pues aunque era mucha la altura a que ascendía, Nihil tam altum natura constituit, quo virtus non possit eniti” (Juana Inés de la Cruz 1951: IV, 388).1 El fragmento no contiene separaciones gramaticales ni sintácticas aunque conjuga dos pasajes que proceden de lenguas, estilos y sistemas de pensamiento en apariencia incomparables. A pesar de su hibridez, el texto conjuga dos voces distintas que se encuentran en armonía. Ello resulta sumamente productivo debido a que permite reunir dos o más puntos de vista del mundo en un mismo contexto. Dado que esta estrategia se repite y se intensifica con múltiples citas a lo largo del Neptuno, Sor Juana construye una obra de múltiples voces en la cual cada voz presenta un matiz distinto del argumento principal, a modo de concierto barroco. La misma estrategia emplea Carlos

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“Nada tan alto ha forjado la naturaleza que el arrojo humano no pueda alcanzar” (Quinto Curtius, Historia de Alejandro Magno: VII, vv.10-11).

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de Sigüenza y Góngora en su arco triunfal Theatro de virtudes políticas. La lengua o lenguas utilizadas, como ya vimos, solo pueden ser las variantes más altas y el código elegido suele ser la emblemática porque impide trivializar y difundir misterios que deben ser conocidos solo por una minoría selecta. Estos presupuestos explican que los escritos que se hayan producido para celebrar acontecimientos tales como la entrada de un virrey se hayan redactado mezclando el neo-latín y el español en sus variantes más altas. La situación sociocultural del evento y la estirpe del homenajeado condicionaron el uso lingüístico en la Nueva España, tal y como sucedía en las sociedades europeas y en las prehispánicas también.

TEXTOS INDIANIZADOS: SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ Y CARLOS DE SIGÜENZA Y GÓNGORA El empleo de los modelos europeos en las obras festivas redactadas en América no impidió de ninguna manera que la realidad americana se incorporara en los textos novohispanos de la ciudad letrada mexicana. Es decir, que estos se indianizaran. En el caso de Sor Juana, como en casi todos los criollos, su indianización se manifiesta a lo largo de su obra, como en sus tocotines o su visión de los herbolarios indígenas.2 En el Neptuno alegórico, sin embargo, la indianización es sumamente velada debido a que la autora recrea prototipos clásicos. Sor Juana muestra su finura intelectual en el segundo epigrama de su arco, con el cual cierra la descripción del séptimo lienzo. Este no solo ilustra la manera en que Sor Juana entrelaza el neo-latín con el castellano, sino la forma en que indianiza el mito de la contienda entre Neptuno y Atenea para nombrar la capital de Grecia adaptándolo al contexto mexicano del momento. En dicho poema Sor Juana incorpora el mote bíblico Dum vincitur, vincit, “Al ser vencido se vence” (Miqueas 7, v. 17) y lo aplica a la disputa mencionada entre Atenea y Neptuno: Desine pacifera bellantem, Pallas, oliva. Desine Neptuni vincere, Pallas, Equum. Vicisti: donasque tuo de Nomine Athenis Nomen; Neptunus dat tibi et ipse suum. 2

Véase, entre otros, Alatorre (2004: 57-75).

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Scilicet ingenium melior Sapientia victum Occupat, et totum complet amore sui. Si tamen hic certas: Neptunia Mexicus audit. Neptuno, et Palmam Nostra Lacuna refert. Gaudeat hinc foelix Sapientum turba virorum; Praemia sub gemino Numine certa tenet Cesa, Palas, de vencer con la oliva pacificadora. Cesa, Palas, de vencer al caballo agresivo de Neptuno. Venciste: y das con tu nombre el nombre a Atenas; y el propio Neptuno3 te da a ti el suyo. Sin duda la mayor sabiduría se apropia de un ingenio derrotado y colma todo con su amor. Pero si compites aquí, la Neptunia México escucha, y nuestra Laguna le otorga la palma a Neptuno. Alégrese por esto, la feliz turba de sabios varones: [México Neptunia] obtiene premio seguro bajo la protección de una deidad gemela (Juana Inés de la Cruz 1951: IV, 392).

Con estos versos Sor Juana “indianiza” el mito clásico al trasladarlo a la Nueva España. Recuerda que Palas venció a Neptuno en Grecia, pues la diosa de la sabiduría y de la paz le dio su nombre a Atenas y no Neptuno. Asevera que en México Atenea no habría triunfado, sino su rival Neptuno. Señala que esta ciudad por encontrarse en una laguna sería partidaria del dios de las aguas. Agrega que los sabios mexicas le otorgarían el premio a Neptuno, quien representaba simultáneamente al dios romano y al virrey de la Laguna. Sor Juana indianiza el modelo de Virgilio al llamar a la Ciudad de México “Neptunia México”, pues el virrey, Neptuno mexicano, continuaría la edificación de los muros de la catedral de México como lo hizo el dios de las aguas con los muros de Troya. Por ello, y en su honor, el poeta latino nombró a la

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El origen de los nombres de Atenea son poco claros. En cierta fabula, Tritón, hijo de Neptuno y Anfitrite, fue padre de Palas y padrastro de la diosa Atenea. En una pelea entre ambas hermanas, Atenea mató a Palas. Arrepentida, la diosa tomó el nombre Palas-Atenea en honor a su hermana. En otra tradición, Atenea era hija de Poseidón y de la ninfa Tritonia, de ahí que pudiera llevar el nombre de este. Sin embargo, la interpretación más común es que Atenea era hija de Zeus (Júpiter).

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ciudad Neptunia-Troya en la Eneida y Sor Juana llama en su arco a la capital del virreinato Neptunia-México. Por medio de equivalencias, Sor Juana compara la Ciudad de México con Atenas. Usa la siguiente operación algebraica: Atenea es a Atenas lo que Neptuno es a México. La influencia de Virgilio en este epigrama es indudable, pues además de seguirlo en la manera de nombrar ciudades4, Sor Juana se inspira en el ritmo, el tono y la temática de la Eneida (3, 1-12: Omnis humo fumast Neptunia Troia [...]). Se trata una trasposición del mito de Eneas, quien lleva todo el conocimiento griego a Italia, cuando se asienta en ella. En la Península Itálica se renueva y continúa la civilización griega gracias a Eneas. Lo mismo sucede en México con la cultura española que renace en la Nueva España al indianizarse. En el arco triunfal de Carlos de Sigüenza y Góngora, Theatro de virtudes políticas, también dedicado al marqués de la Laguna, la indianización es explicita y se liga a su programa emblemático. Señala este autor que su obra no se centra en las fuentes clásicas, sino en la tradición náhuatl prehispánica. Le propone al virrey de la Laguna que siga el modelo de conducta de los reyes mexicas, pues no ve la necesidad de “mendigar [modelos ajenos] en las fábulas [clásicas]” (Sigüenza y Góngora 1928: 18). Se trata de un acto de exaltación patriótica indianizada, característico de los criollos. En el tercer preludio, Sigüenza, después de mencionar las repetidas inundaciones de la Ciudad de México (1928: 31), liga ingeniosamente el origen de los indígenas americanos con Neptuno a través de los egipcios, pues Neptuno fundó la Atlántida y los egipcios, descendientes de Neptuno, poblaron las Indias (Sigüenza y Góngora 1928: 29). Además, Neptuno, según Sigüenza, fue guía de los fundadores de México, con lo cual lo vincula directamente a Huitzilopochtli (Sigüenza y Góngora 1928: 33). Estas circunstancias no solo le permiten a Sigüenza ligar su arco al de Sor Juana, que se centra en la figura del dios marino, sino también agradecer la patria a los indígenas: “con estos párrafos les he pagado a los indios la patria que nos dieron, y en que tantos favores nos hace el cielo y nos tributa la tierra” (Sigüenza y Góngora 1928: 39). En la descripción de su arco, Sigüenza y Góngora funde de manera sincrética la tradición clásica, la cristiana y la mexica prehispánica con el objeto de ofrecerle al virrey un modelo de comportamiento completo y adecuado para un príncipe cristiano. Cada soberano azteca y su imperio encarnan una 4

Virgilio sigue la tradición clásica de nombrar ciudades por medio de sus héroes epónimos.

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virtud. Por ejemplo el reinado de Acamapichtli, primer gobernante azteca, cuyo nombre significa “el que tiene en la mano cañas” alegoriza la esperanza. Sigüenza detalla que el rey mexica le da sus cañas a la Esperanza personificada, quien construye un humilde jacal que representa las primeras casas de México. La Esperanza, a su vez, le entrega el jacal a la Fama, quien corona a la Esperanza con palmas y laureles. Esta alegoría simboliza el crecimiento de México a partir de sus orígenes humildes. Tras celebrar las bellezas del orbe mexicano, Sigüenza termina este apartado ponderando la importancia que tiene la esperanza para el buen gobierno de un príncipe, en este caso el virrey marqués de la Laguna. Al final del texto, aparece entre nubes la personificación de la Ciudad de México, quien invita al virrey a pasar a la ciudad a través del arco erigido en la plaza de Santo Domingo. Sin lugar a dudas el aspecto más interesante del arco de Sigüenza es la incorporación de la tradición prehispánica a su programa alegórico, cuya motivación quizás haya sido aclarar con sus vastos conocimientos sobre la cultura mexica los errores que encontró en el Edipo egipciaco del ilustre Atanasio Kircher respecto a los pueblos prehispánicos. Sigüenza y Góngora cuestiona los deslices de Kircher sobre los jeroglíficos egipcios y los mexicas. Le incomoda la ignorancia del erudito europeo en asuntos indianos que “en aquellas partes tan poco cursadas de los de nuestra Nación Criolla le faltaría quien le diese alguna noticia o le ministrase luzes eruditas para disolver las que [yo] juzgaría tinieblas” (Sigüenza y Góngora 1928: 34).

CONCLUSIONES En este trabajo he mostrado que la ciudad barroca novohispana, estuvo conformada por un grupo dominante que incorporó a las lenguas que manejaba, el neo-latín y el español alto, rasgos lingüísticos, ambientales y culturales de los grupos subordinados indígenas a través de un proceso, que he llamado indianización. Este es resultado del contacto entre indígenas y españoles. Afectó la lengua y la cultura de los españoles que llegaron al llamado nuevo mundo de manera irreversible desde los primeros años del contacto. Gran parte de la producción neo-latina de la ciudad barroca de la Nueva España se encuentra indianizada por el tema –la descripción de los aborígenes y sus culturas– y por la incorporación de indigenismos para aludir a los objetos del mundo prehispánico. Tal es el caso de la obra de Cervantes de Salazar, Carlos

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de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz y otros autores a los cuales me he referido en este trabajo. La identidad étnica criolla y la mestiza, que se fraguaron durante el período virreinal, tuvieron un papel decisivo en conformar lo propiamente “mexicano”, pues desde los primeros años del contacto los europeos incorporaron elementos indígenas a su mundo americano. Es decir, desde los inicios de su indianización. Cabe aclarar que la indianización no fue exclusiva de la ciudad letrada, sino que se generalizó a lo largo de todos los estamentos sociales y con diversas manifestaciones culturales como, entre otras, la comida, el baile, el teatro, la religión, la pintura y la organización del trabajo, muchas de las cuales se han mantenido vivas hasta nuestros días y forman parte importante de la esencia de la mexicanidad.

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A mi compañero Arnulfo Herrera

Es posible que, como dijo Sigüenza, Sor Juana haya tenido que “mendigar” en la mitología grecolatina para confeccionar el arco de recibimiento con que la Catedral Metropolitana dio la bienvenida al virrey conde de Paredes y marqués de la Laguna,1 pero no tuvo necesidad, en cambio, de hacer malabarismos para encontrar una rebuscada fisura donde colar una mexicanidad que difícilmente se podía desprender del corpus bíblico, como ocurrió en el Teatro de virtudes políticas durante aquel año de 1680. Sin el funambulismo barroco que arrancó al Apocalipsis la aparición de la Virgen de Guadalupe (Sánchez 1648) u el homologó a Quetzalcóatl con Santo Tomás, Sor Juana simplemente decidió adentrarse en la tradición clásica y, con el “método tan aprobado” por la costumbre, valerse de su “Pierio Valeriano”2 para configurar 1

Las infortunadas palabras de Sigüenza en el “Preludio 2” de su Teatro de virtudes políticas se refieren al edicto de Tiberio, quien, según Suetonio, revaloró a los héroes romanos para que los ciudadanos los tuvieran como ejemplo y no hicieran agravio a su patria al “mendigar extranjeros héroes”, pero Sigüenza justifica machaconamente que empleó la mitología indígena por este mismo propósito con una cita muy enfática: “seguir muy desestimable mi asunto cuando en los mexicanos emperadores, que en la realidad subsistieron en este emporio celebérrimo de la América, hallé sin violencia lo que otros tuvieron necesidad de mendigar en las fábulas” (Sigüenza 2003: 14). Se entiende que Sor Juana tuvo necesidad de mendigar en las fábulas grecolatinas los ejemplos para construir el panegírico del virrey marqués de la Laguna en su Neptuno alegórico. 2 Para la confección del Neptuno alegórico, Sor Juana utilizó sistemáticamente los Hieroglyphica sive de sacris Aegyptiorum litteris commentarii (Basilea, 1556) de Pierio Valeriano, además de otras fuentes egipciacas como los Hieroglyphica de Horapollo (Aldo Manuzio, 1505) que eran la base del “Valeriano”. Asimismo se valió de la obra de emblematistas como Andrea Alciato, el Emblematur liber (1531) y mitógrafos como Vincenzo Cartari Le vere e nove imagini de gli dei delli antichi (1556) o Natal Conti, Mythologiae sive explicationum fabularum libri decem (1551). Pero indudablemente el más utilizado de los libros fue el “Valeriano”, que se constituyó en la enciclopedia más grande del Renacimiento hasta que fue sustituida por el Mondo simbolico de Filippo Picinelli (Milán, 1653).

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los símbolos acuáticos que le hacían falta y aprovechar con ellos las coincidencias hidrográficas de la Ciudad de México con uno de los títulos nobiliarios del nuevo virrey. Pero independientemente de que el Neptuno alegórico siga pareciéndonos una admirable producción del arte barroco, no dejan de llamarnos la atención los enormes esfuerzos que desplegaban nuestros antepasados novohispanos para formular sus elogios del poder. Precisamente uno de los puntos más álgidos de esta que hoy consideraríamos “vergonzosa zalamería” en un intelectual, se encuentra en el tocotín de El Divino de Narciso. Concebido como una loa para introducir el precioso auto sacramental que ha seducido a la crítica durante más de tres siglos, es mucho más que una loa, la pequeña pieza es, como dijo Méndez Plancarte, un “diminuto auto” que podría llevar el título de “Verdadero Teocualo” (Méndez Plancarte 1955: LXXII), aquella fiesta pagana de Huitzilopochtli donde el dios era simbólicamente ingerido por los comensales en un amasijo de semillas aglutinadas con sangre humana. La loa fue convertida por Sor Juana en una fiesta escénica de carácter indígena (el tocotín) que, aprovechando las coincidencias rituales con el cristianismo, permite a los espectadores ser testigos de una “contrafactura” escénica que culmina en la celebración eucarística.3 La fiesta del cruento dios nahua que preside los sacrificios humanos a cambio de mantener alimentado al género humano, se transforma en el cuerpo y la sangre de Cristo que –según la monja– se verían prefigurados en este ritual que tanto horrorizó a la civilización europea. La pequeña obra se convierte, de este modo, en un auténtico auto sacramental, digno de encomio porque su transformación salió del sitio menos pensado y de una manera completamente natural. Esta renovada presentación del subgénero en los escenarios hispánicos que parecían haberlo agotado hacia la última veintena del siglo XVII, vale por sí misma un reconocimiento para la autora. Sin embargo, hay una riqueza mucho mayor en los elementos que componen la trama. Como sabemos, los 3 Las “contrafacturas” o “vueltas a lo divino” fueron el ejercicio de convertir los poemas de tema mundano en poemas de asunto divino mediante el cambio de algunas palabras, pero conservando el ritmo del poema original. El ejemplo más elaborado está en el “Garcilaso de los divino” de Sebastián de Córdoba (Córdoba 1575). En la lengua española, estos trabajos se convirtieron en verdaderas plagas, recordemos tan solo al poeta huero del Buscón. Cuando Góngora se trasladó a la Corte con el cargo de “capellán real”, Quevedo hizo una contrafactura de bulto y lo llamó “bufón a lo divino”. El rito del teocualo fue contrahecho a lo divino por Sor Juana en este tocotín.

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FIGURA 1 Representación de América. Cesare Ripa.

cuatro personajes principales aparecen agrupados en dos parejas opuestas que enfrentan sus perspectivas del mundo: por un lado, se encuentran el Occidente (indio galán con corona) y la América (india bizarra); por el otro, están el Celo (capitán general armado) y la Religión (vestida de dama española). Aunque la primera pareja está marcada con la acotación de que portan mantas y “cupiles” como ocurre de ordinario en los tocotines, lo cierto es que, en el imaginario de la época, la alegoría de América y todos sus correlatos solían representarse desnudos. Esta desnudez obviamente constituye una denotación del salvajismo con que la doxa europea concibió siempre al llamado eufemísticamente Nuevo Mundo. Algunas veces África acompañó en la desnudez a América, y así lo estableció Cesare Ripa, el autor de la Iconología (1593) que fue la guía canónica de los pintores y los literatos hasta bien entrado el siglo XIX [Fig. 1]. Empero, la desnudez de África se debe a que “no es tierra rica”, la de América, en cambio, se debe a que sus habitantes suelen andar por el mundo sin cubrir su cuerpo, la mayor parte de las veces ni siquiera sus partes pudendas.4 Ripa no inventó las características con que debería representarse América, solo se hizo eco de una costumbre que se volvió tradición. Si en la representación de Francesco Pellegrino, la más antigua que se conoce del nuevo conti4

Literalmente, dice Ripa: “La pintamos sin ropa por ser costumbre y usanza de estos pueblos el andar siempre desnudos, aunque es cierto que se cubren las vergüenzas con ciertos paños que hacen de algodón y cosas semejantes” (Ripa 1987 II, 109).

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FIGURA 2 Representación de América. Abraham Ortelius.

nente (París, 1530), no encontramos todavía el elemento de la desnudez, aun cuando la figura femenina va cubierta apenas con una túnica transparente que podría equipararse a la ausencia de ropajes, en las representaciones posteriores aparecerá invariable y totalmente desnuda. Y así se fueron agregando los demás elementos: el arco, las flechas, el penacho, las ajorcas, la clava, la hamaca, el caimán, el loro, etcétera. Una de las más notables y completas representaciones de América se encuentra en el famoso atlas de Abraham Ortelio titulado Theatrum Orbis Terrarum (Amberes, 1570), que tuvo por lo menos dos ediciones en español, también hechas en Amberes [Fig. 2]. Adolph Mekerch hizo la descripción latina del frontispicio con las siguientes palabras que tomo del trabajo de Miguel Zugasti:

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FIGURA 3 Representación de América. Stradano.

La ninfa que ves en la parte inferior se llama América, de la cual no ha mucho se apoderó el audaz Vespucio cruzando el mar y abrazándola con tierno amor. Ella, olvidada de sí y de su casto pudor, está sentada, desnuda por completo, excepto por la cinta con que ata las plumas de sus cabellos, la gema con que señala su frente, o las tintineantes ajorcas con que ciñe sus piernas. En la mano derecha tiene una clava de madera con la que sacrifica a los hombres obesos y bien cebados que ha capturado en la guerra, cuyos cuerpos desmembra y quema a fuego lento o cuece en una caldera. Mas, cuando la aguijonea el hambre, devora los miembros crudos recién cortados, todavía chorreando negra sangre y estremeciéndose bajo sus dientes: su alimento es la carne de los vencidos y su oscura sangre, crimen tan espantoso de ver como de contar. ¡Qué representación de bárbara impiedad y desprecio a los dioses! En la mano izquierda ves una cabeza humana recién cortada. He ahí asimismo el arco y las veloces flechas con las que, tensando bien el arco, inflige fatales heridas a los hombres y los mata. Después, cansada por la caza del hombre, quiere entregarse al sueño en su merecido lecho, hecho, cosa rara, como una red, y sujeto como un clavo en sus extremos; sobre él reclina la cabeza y los miembros (Zugasti 2005: 26-27).

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La mención de este “raro lecho” nos lleva de inmediato a la conocida figuración de Jan van de Straet o Stradano que en la última década del siglo XVI grabaron los hermanos Galle y que ha servido de inspiración a los detractores del término “descubrimiento de América” y la postulación del término “encuentro de dos mundos”: en medio de un paisaje selvático en cuyo fondo parece que dos encuerados están rostizando a un hombre, Américo Vespucio ricamente ataviado y portando un estandarte con una cruz en la mano derecha y un astrolabio en la izquierda, se presenta repentinamente ante una mujer desnuda que se está incorporando de la hamaca y mira con asombro al inesperado viajero [Fig. 3]. La lectura de la imagen es más que evidente: el mar y las carabelas de la izquierda llevan la civilización (la fe y la tecnología en las manos de Vespucio, pero también la decencia y la sociabilidad) que deberá cubrir con sus beneficios el mundo recién encontrado, el inexorable sentido de la lectura hacia la derecha podría devolvernos a la conciencia algo que estaba ya en 1530 en la figuración de Pellegrino: el yugo y la cadena con la inscripción “el fin justifica los medios”, la conquista y el consiguiente sojuzgamiento. Sor Juana confirma esta línea histórica en su tocotín y resalta la ideología que sería común a casi todo el periodo virreinal. Los indios fueron encontrados en un estado de posesión demoníaca y arrancados de la idolatría, con la fuerza de las armas y de la razón (la única “razón” es la de los conquistadores) fueron convertidos para que adorasen al único dios verdadero. Sus cuerpos pudieron haber sido castigados con el yugo y la cadena, pero sus almas fueron puestas en el camino de la salvación. No se podía ver de otro modo la empresa española, aun en la pieza teatral que tenía o aparentaba tener un formato indígena. Por otro lado, lo que parece un espectáculo teatral arreglado a la manera indígena y sacado del indudable sustrato nahua que nutrió a Sor Juana desde su niñez en Amecameca, Yecapixtla, Panoaya y Nepantla, también tiene antecedentes europeos. Miguel Zugasti documenta la presencia en España de las “danzas de indios” en diversas festividades públicas y en el teatro de mediados del siglo XVI. La inclusión de estos personajes americanos debió implicar dificultades que se resolvieron en la práctica escénica de manera satisfactoria para los públicos; se inventaron las ropas, la música, las coreografías, los pasos de baile, los instrumentos; y todo debió configurar unas tipologías que condujeran a la verosimilitud teatral. Sabemos que hubo en España muchas representaciones de la conquista de México, que México y Perú figuraban frecuentemente en los “saraos de las naciones” (Sor Juana escribió uno que

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está al final del Festejo de los empeños de una casa) y que la “danza de Moctezuma” fue un auténtico subgénero en estos espectáculos. ¿Con qué elementos y de qué manera se hacían estas representaciones? Lo más probable es que todas estas representaciones estén vinculadas a la manera en que se representaba América en las cartografías y a sus habitantes en los grabados de la época. Tal vez la ópera Moctezuma de Vivaldi pueda aproximarnos a la música que animaba los saraos y los bailes de indios. Ahora bien, todos estos elementos presentes en el tocotín de Sor Juana no están, de ninguna manera, incrustados por el afán “nacionalista” o —para ser más exactos en la expresión— “criollista” de la monja; los elementos pertenecen a tradiciones europeas perfectamente desarrolladas durante casi dos siglos. El tocotín de El Divino de Narciso es mucho más auténtico que las danzas europeas de indios porque Sor Juana conoció en su pueblo mexiquense los tocotines de los indios y, para evitar cualquier rispidez en la corte madrileña donde la pieza debía representarse, no empleó nahuatlismos. Se contentó con reproducir el vestuario y el “ostinato” rítmico con la reiterada pronunciación de la frase “el gran dios de las semillas”. Pero en su obra los personajes están simétricamente agrupados como en el teatro español y repiten la conocida historia de la conquista. En pocas palabras y para resumir, la pieza teatral está compuesta por un puñado de tópicos europeos, tal como están todas las obras de los grandes poetas barrocos y ni sus alabanzas al poder, ni sus “zalamerías”, ni su resumen histórico de las conquistas militar y espiritual, tienen tintes nacionalistas. Como en el Neptuno alegórico o como en cualquiera otra de sus obras dedicadas a la virreina Condesa de Paredes, Sor Juana es convencional; lo que realmente hace notables sus obras es la capacidad para combinar los elementos disponibles, para adentrarse en la tradición sancionada por las autoridades, para renovar lo viejo ateniéndose a la costumbre. A diferencia de su paisano Sigüenza y Góngora quien, por no “mendigar” en las fábulas de la cultura europea, trabaja con los rarísimos elementos de su tierra y compone obras abstrusas, ella puede entregarnos la renovada frescura de la poesía con los ingredientes cotidianos, ¿no es esta la habilidad más admirable en un artista? Para nosotros es, nuevamente, la comprobación de que Sor Juana era una gran poeta.

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La literatura novohispana surgió espontáneamente, incluso mucho antes de que se estampara en alguna imprenta o se mostrara en un escenario. La traían desde España los soldados, y no solo en sus mochilas, la traían en sus dichos y en su mente. Seguramente las consejas y los romances, las historias y los versos cortesanos de amor que andaban en los cancioneros, aparecían en el reposo vespertino, antes de conciliar el sueño. Por desgracia no llegaron hasta nosotros las muestras de estos momentos. En cambio, sabemos de otras manifestaciones que brotaron del descontento y, por estar dirigidas a sus capitanes, adquirieron un tinte político. Como sucede en la gran mayoría de estos casos, fue menester lanzar la piedra y esconder la mano, por ello resultaron anónimos. Así surgió la literatura rezumada en las protestas de los soldados conquistadores que, teniendo a la vista su exigua parte del botín capturado, expresaron su desconfianza en las paredes de Hernán Cortés mediante grafitos. Una de estas inscripciones hacía eco del romance burlesco que desde el siglo XV parafraseaba la tristeza de Jesús en el Huerto de los Olivos, tal como se narra en el Evangelio de San Mateo: Tristis est anima mea (“Hasta que la parte vea”). Se dice que Cortés, presionado por la evidente burla que estaban contemplando sus hombres, permitió que el tesorero Julián de Alderete torturara a Cuauhtémoc y al rey de Tacuba; además les contestó en verso a los grafiteros: amanecía cada mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metros algo maliciosos a manera como masepasquines; y en unos decían que el sol y la luna y el cielo y las estrellas y la mar y la tierra tienen sus cursos, e que si alguna vez salen más de la inclinación para que fueron criados, más de sus medidas, que vuelven a su ser, y que así había de ser la ambición de Cortés en el mandar e que había de suceder de volver a su principio; y otros decían, que más conquistados nos traía que la conquista que dimos a México, y que no nos nombrásemos conquistadores de la Nueva España, sino conquistados de Hernando Cortés; otros decían, que no bastaba tomar buena parte del oro como general,

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sino parte como rey, sin otros aprovechamientos; otros decían, “¡Oh qué triste está el ánima mea! Hasta que todo el oro que tiene tomado Cortés y escondido, lo vea”. Y otros decían que Diego Velásquez gastó su hacienda y descubrió toda la costa del norte hasta Pánuco y la vino Cortés a gozar, e se hizo con la tierra e oro, y decían otras cosas de esta manera, y aun decían palabras que no son de poner esta relación. Y cuando salía Cortés de su aposento por las mañanas y las leía, y como estaban en metros y en prosas, y por muy gentil estilo y consonantes cada mote y copla lo que inclinaba y al fin que tiraba un dicho, y no tan simplemente como yo aquí lo digo; y como Cortés era algo poeta, y se preciaba de dar respuestas inclinadas para loar sus grandes y notables hechos […] respondía también por muy buenas consonantes, y muy a propósito en todo lo que escribía (Díaz del Castillo 1982: CLVII).

Pero la bellaquería de sus corresponsales alcanzó tales extremos que fue necesario ponerle fin a estos diálogos murales con una frase contundente y una amenaza pública. Así que el capitán concluyó con una sentencia lapidaria que, pese a estar en castellano, deja entrever los conocimientos de cultura latina que había aprendido en España y que andaban, como moneda corriente, entre los europeos del siglo XVI: “Pared blanca, papel de necios”. Viene sin duda del parietes papyrus stultorum que los romanos habían acuñado porque, según parece, los grafiteros son una plaga de todos los tiempos y de todas las culturas. En cuanto a los encubiertos rebeldes, no parece haberles causado ningún efecto pues las advertencias de castigar a quien se sorprendiera haciendo pintas en las paredes, no impidieron que continuaran las protestas anónimas: Aun de sabios y verdades, E su majestad lo sabrá presto […]

Dice Bernal que Hernán Cortés logró saber la identidad de los culpables, sin embargo, por alguna razón que solo podríamos conjeturar abusando de la audacia, no hizo nada contra ellos: Y bien supo Cortés quién lo escribía, que fue Fulano Tirado, amigo de Diego Velásquez, yerno que fue de Ramírez el Viejo que vivía en la Puebla, y un Villalobos, que fue a Castilla, y otro que se decía Mancilla y otros que ayudaban (Díaz del Castillo 1982: CLVII).

Los grafitos contra las autoridades tienen la enorme virtud de su contundencia, por el ingenio, por la brevedad y por la libertad sincera con que expre-

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san sus sospechas, sus maldicientes denigraciones o sus burlas. Forman un capítulo importante en la historia de la literatura novohispana. Por su sabor picante, muchos cronistas se han ocupado en narrarlos de las más diversas maneras. Recordemos aquí unos cuantos de esos libelos con sus respectivas anécdotas. Empecemos con aquella copla que apareció en un destruido pasquín hallado en los muros carbonizados del palacio virreinal después del tumulto que se inició la tarde del domingo 8 de junio 1692: Aqueste corral se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla (De Robles 1946: II, 257).

No era la primera vez que afloraba el sentimiento de odio contra los españoles venidos de la península que menospreciaban a los mexicanos, fueran criollos o mestizos o de cualquier otra casta. Las manifestaciones hispanofóbicas conforman un capítulo inmenso en la literatura colonial. El episodio que contiene este pasquín se completa con otro letrero infamante de dos líneas que a la manera de un anuncio de cartelera teatral apareció el mismo día y en el mismo palacio, un poco más tarde, a raíz de los bandos y las represalias tomados por las autoridades, Antonio de Robles dijo que eran “unos peores que otros, contrarios y perjudiciales para la paz”: Represéntase la comedia famosa De “Peor está que estaba”.

Una vez que don Juan de Velasco, Conde de Santiago de Calimaya, y otros señores principales fueron a darle cuentas al virrey Conde de Galve, quien se había refugiado en el convento de San Francisco y estaba temeroso de salir, se procedió a reponer la horca que habían quemado los insurrectos, “se hizo en el cementerio de la Catedral un hoyo muy grande, y en él se enterraron de montón muchísimos cuerpos de los que perecieron en la refriega y quedaron algunos de los que hallaron por la mañana en la plaza y en otras partes”, se tomaron muchos presos entre indios y mestizos “hombres y mujeres con ropa de los cajones,1 y hase recogido mucha en sus casas y en los 1

“Con ropa de los cajones”, es decir, con la ropa que habían obtenido como botín de los cajones o almacenes que vendían ropa.

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cementerios de las iglesias y en las acequias”, se improvisó una cárcel en las casas del marqués del Valle y, en esta misma propiedad, se acondicionaron las habitaciones necesarias para que temporalmente fueran a vivir el virrey, su familia y su servidumbre. Permanecieron en este domicilio “provisional” hasta marzo de 1697, cuando estaba completamente restaurado el palacio virreinal. Dos días después del motín, el miércoles 11 de junio: […] arcabucearon a las once del día al pie de la horca tres indios; habían de ser cuatro, pero el uno se mató antes con veneno, según se dijo entonces, y parece que del maltrato que le dieron, y los colgaron en la horca: dicen fueron los que prendieron fuego al Palacio (De Robles 1946: II, 257).

Unas horas más tarde hubo un ostentoso desfile militar en la Plazuela del Marqués. Por otra parte, siguieron las indagaciones y las capturas; agarraron a otros tres indios implicados en el alboroto, los saqueos y el incendio y los metieron presos en Tacuba. Cerca de caer la noche: […] cortaron las manos a los cuatro indios [los que habían arcabuceado y colgado por la mañana], y las pusieron en unos palos en la horca y puerta de Palacio; era uno de los indios cojo, zapatero del barrio de Monserrate (De Robles 1946: II, 257).

Esta saña tuvo los resultados deseados: “Han ido entregando todo lo hurtado, y asimismo de noche lo han echado por las calles”. Las medidas fueron sumamente estrictas: cerraban algunos conventos e iglesias para impedir que se llenaran los cementerios de indios; se prohibió el consumo de pulque (“atribuyéndole la culpa del tumulto”); se prohibió “so pena de la vida” que anduvieran “arriba de cinco indios juntos”; se prohibió el “baratillo” (el tianguis o mercado de indios) y se echó de la Ciudad a los comerciantes indígenas. No había “tienda abierta ni comercio, ni se ha hallado pan, maíz ni pollos, ni ha habido estudios”. En los meses siguientes las autoridades continuaron ahorcando indios y tomando medidas para impedir la temida revuelta. La soterrada guerra de grafitos continuó. El jueves 6 de noviembre “echó bando el virrey prometiendo premios a quien declarara quién había puesto los libelos infamatorios” (De Robles 1946: II, 275). Al día siguiente amanecieron rotos los bandos del virrey.

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Era innecesario que muriera tanta gente y que las cosas llegaran hasta esos extremos; habría bastado con que las autoridades hubieran hecho correctamente su trabajo de gobierno. Pero cerraron los ojos ante la avidez de los especuladores que lucraban con el hambre del pueblo, porque fue eso nada más el origen de todo: especulación pura. Una vez pasado el motín, por el miedo a la violencia desatada: […] hubo y ha habido bastante maíz, de que se infiere que la falta que había de él y del trigo en los días antecedentes al tumulto, no era porque no había estos bastimentos, sino porque lo habían ocultado algunos personajes por venderlos a subidos precios […] (De Robles 1946: II, 257)

Para pocos criollos escapaba la verdadera causa de estas tragedias sociales y, aunque las veían desde una limitada mentalidad cristiana, monárquica y colonial, acertaban muy bien al describir a los indiscutibles perdedores de los sucesos: Las causas de este estrago se discurren ser nuestras culpas que quiso Dios castigar, tomando por instrumento el más débil y flaco, como es el de unos miserables indios, desnudos, desprevenidos y desarmados, como en otros tiempos lo ha hecho su Divina Majestad, como parece por historias divinas y humanas (De Robles 1946: II, 258).

Otro pasquín más que ha llegado a nosotros es el que le fijaron en el palacio al que fuera virrey entre 1755 y 1760, el marqués de las Amarillas, Agustín de Ahumada y Villalón. Por estos versos podemos darnos cuenta que la perspectiva de sus contemporáneos era muy diferente a la imagen que nos ha dejado este gobernante: Refleja definición El virrey y su familia: Es Ahumada todo dudas; Caballero todo pausas; Tabares, todo misterios, Y Bruna, todo ignorancia. La señora, toda risa; Figuras, todas sus damas; Beaumont, visajes todo,

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Y Marfil, todo esperanzas. El capellán, todo huevos; El confesor, todo nalgas, Presunciones, todo Cler, Todos los pajes, casacas; Feijoo, todo confusiones: Prieto, todo circunstancias; El médico, todo nombre; Y, al fin, todos, patarata.2

En desagravio del virrey Agustín de Ahumada recordemos que era un hombre muy caritativo y liberal. Así lo refiere Simón Blanquel, el cronista que recopiló los versos del Negrito Poeta en una redondilla que le valió al legendario personaje la generosidad de “dos amarillas” (dos monedas de oro) que el halagado virrey le obsequió: ¡Tanto en tus acciones brillas, que al mismo Alejandro igualas; y aun le excedes, pues das galas, Marqués de las Amarillas! (Blanquel 1980: 64).

Después de permanecer tres meses en el mando por la trágica muerte de Gálvez, el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta (enemigo de los criollos, al igual que todos los funcionarios leales a Carlos III a partir de las reformas del visitador Gálvez) dejó el bastón en manos del nuevo virrey Manuel Antonio Flores, quien, a su pesar (era muy anciano y se quejaba continuamente de todo tipo de achaques), se ocuparía del cargo entre 1787 y 1789. En cuanto a Flores, como en el caso del marqués de las Amarillas, la percepción de sus coetáneos es muy distinta de la que nos ha entregado la historia. Le escribieron un pasquín que decía:

2

Valle-Arizpe aclara los nombres de los personajes que aparecen en los versos: Ahumada es el virrey; Caballero, el secretario; Tabares, el capitán de la guardia; Bruna es la sobrina del virrey; la señora es la virreina Luisa María del Rosario de Ahumada; Beaumont es un capitán de la infantería; Marfil es el segundo secretario del virrey; Cler es un gentilhombre de la corte virreinal; Feijoo es el secretario de cartas del virrey (y no el padre benedictino Benito Jerónimo, autor del Teatro crítico universal) y Prieto, el mayordomo (véase Valle-Arizpe 2000: 295).

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Señor Flores, Peor usted que sus antecesores.

El virrey Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revilla Gigedo (1789-1794), llevó al cabo una extraordinaria obra pública y fue un gran administrador. Realizó el primer censo de la población, impulsó la construcción de caminos, fundó el sistema de correos y el Archivo General de la Nación. En la capital estableció el alumbrado público, organizó la vigilancia y la recolección de basura, dispuso la numeración de las casas y mandó poner los nombres de las calles en cada esquina. Por sus obras está considerado como el “segundo fundador de la Ciudad de México”. No alcanzó la popularidad de Gálvez, pero sí el reconocimiento de la Corona y el agradecimiento del pueblo. Cuando llegó a la Nueva España fue saludado de inmediato con una advertencia anónima: Güemes, anda derecho Porque el pueblo está en acecho.

Él continuó la tradición de Hernán Cortés y escribió una respuesta a los grafiteros que tenía el mismo tono: Tan derecho andará Que a muchos les pesará.

A los pocos días de haber llegado al gobierno, el conde de Revilla Gigedo fue puesto a prueba. Las autoridades encontraron el cadáver de Joaquín Dongo que había sido asesinado junto con diez de sus empleados. Era un vecino importante de la ciudad y el crimen conmocionó a todos los habitantes. Gracias a la enorme diligencia del virrey, quince días después, se descubrió a los culpables. Eran tres españoles de apellidos Blanco, Aldama y Quintero. Se les condenó al garrote vil y fueron ejecutados en la Plaza Mayor. Esto le valió al gobernante el mote de “protector de la justicia” (iustitia vindex) que en adelante llevaron sus retratos. Sin embargo, debido a que imitó algunas acciones emprendidas por el popular Gálvez, mucha gente temía que el virrey Güemes indultara a los asesinos con tal de ganarse el favor del pueblo; entonces, para conjurar el perdón que veían venir, le escribieron un pasquín donde se refleja este sentimiento. Nótese que el pasquín contradice la senten-

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cia, pues según estos versillos los condenados pagarían sus culpas en la horca y no en el garrote, seguramente para jugar con uno de los apellidos del virrey Horcasitas: Todo lo haces al revés De Gálvez, a quien no imitas; Quitó aquel de la horca tres, Y tú tres a la Horca-citas.3

Los casi cinco años que duró en el cargo Revilla Gigedo estuvieron marcados por los crímenes. Ha quedado memoria del fraile agustino enloquecido por el aguardiente que mató con gran saña al padre superior de su convento e hirió de gravedad al padre vicario y maestro de novicios.4 También tenemos noticia de la muerte del comendador del Convento de la Merced (1790) y del capitán general de Yucatán, Lucas de Gálvez, en junio de 1792, cuyo culpable no se encontró en los tiempos de Revillagigedo. Conservamos otro cuarteto de romance compuesto esta vez contra el virrey Venegas. Ya muy cerca de iniciarse la guerra de independencia, a finales de agosto de 1810, llegó a México el virrey Francisco Javier de Venegas. Su indumentaria y su aspecto eran muy diferentes a los que tuvieron los virreyes anteriores, lo cual dio origen a muchas caricaturas verbales que hoy se encuentran perdidas.5 Nos queda sin embargo la memoria de un pasquín que

3 Blanquel (1980: 88). También lo cita Valle Arizpe (2000: 297) sin mencionar su fuente, pero está mal transcrito porque los versos no se ajustan a los metros: “Al Conde de Gálvez imitas, /Pero entiéndelo al revés: /Que el conde libertó a tres /Y tú a tres a la horca citas”. 4 Hay un relato chusco que toca de manera tangencial este crimen (Valle-Arizpe 2000: 234-237). Aunque el crimen, según Valle-Arizpe, ocurrió entre los agustinos, es probable que esté hablando de la muerte del comendador del Convento de la Merced. 5 Es muy probable que la indumentaria del virrey Venegas y su arreglo personal estuvieran conformes con la moda romántica y que el pueblo mexicano, acostumbrado a las galas dieciochescas, no hubiera comprendido que en la personalidad del gobernante se estaban mostrando los cambios de la revolución cultural que transformaría el pensamiento de Occidente. Una prueba de esta afirmación podría estar en el Romancero nacional (México, 1885) de Guillermo Prieto. El romance dedicado a Venegas dice: “… / las mujeres, en voz baja, / elogiaban su presencia; / los criollos, a sus censuras / abren fáciles la puerta / por las modas que introduce / y causaban extrañeza. / Él adoptaba la furia, / desterrando la coleta, / pantalón y grandes botas / en vez de zapato y media…” (Aquí, la palabra “furia” tiene el sentido de “peinado de furia”, “con copete”, “con el cabello revuelto” o echado hacia la frente; es un mexicanismo). Otra

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amaneció en las puertas del palacio y que el virrey Venegas contestó, por el mismo conducto y con el mismo humor con que Hernán Cortés contestaba a sus soldados. La anécdota está en la “enciclopedia mexicana” que dirigió el general Riva Palacio: Su traje militar, sencillo y severo en comparación de los lujosos que vestían los otros virreyes, llamó mucho la atención de sus gobernados, así como su peinado y barba, y su aire ceñudo y despegado, hallando en todo esto inspiración la musa popular para zaherir al gobernante (Riva Palacio 1987: 82-83).

El letrero en cuestión no se limitaba únicamente a criticar el aspecto informal del funcionario, sino que se dirigía a hacerle una advertencia política. Decía lo siguiente: Tu cara no es de excelencia Ni tu traje de virrey; Dios ponga tiento en tus manos, No destruyas nuestra ley.

El tiempo no estaba para juegos. La propaganda política de franceses y estadounidenses, repartida en México desde finales del siglo de la Ilustración, había transformado a grandes núcleos de la población novohispana y envalentonado a los criollos; muy seguramente el Virrey tuvo que contener su enojo ante el descaro de los conspiradores que maquinaban sus planes en todo el reino. Mandó colocar en las puertas del palacio un real aviso donde daba cuenta de su disposición para actuar contra cualquier desobediencia: Mi cara no es de excelencia Ni mi traje de virrey, Pero represento al rey Y obtengo su real potencia. Esta sencilla advertencia

prueba estaría en el pasquín con pareados que decía: “De patilla y pantalón, / hechura de Napoleón”. Aunque algunos cronistas aseguran que estaba dirigido al virrey Juan Ruiz de Apodaca (1816-1821), es obvio que el destinatario era Venegas porque, para los años en que gobernó Apodaca, la moda estaba suficientemente propagada como para causar algún impacto de novedad entre la gente del pueblo.

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Os hago por lo que importe: “La ley ha de ser el norte6 Que dirija mis acciones: ¡Cuidado con las traiciones Que se han hecho esta Corte!”

Esta es una versión política de la anécdota. Fue la que difundieron los románticos mexicanos en el siglo XIX y la que se mantiene hasta nuestros días porque las palabras de Venegas parecen aludir a la conspiración descubierta el 21 de diciembre de 1809 en Valladolid, cuando fueron aprehendidos el teniente José Mariano Michelena, el capitán José María García Obeso y el fraile Vicente de Santa María, entre otros. Los puristas de las tradiciones coloniales, como Artemio de Valle-Arizpe, conservan un relato de contenido menos subversivo; su versión parte de la misma décima, pero con variantes que implican una desteñida malicia política del virrey: ¿Mi cara no es de excelencia Ni mi traje de virrey? ¡Bien! Pero represento al Rey Y tengo su omnipotencia. Esta sencilla advertencia Os hago por lo que importe; La ley ha de ser mi norte Y ¡ay! Del que la ultraje osado… Con que, ¡cuidado! ¡cuidado!, Antes que pescuezos corte.

Como quiera que haya sido, poco tiempo después y a solo un día de haberse realizado en la Ciudad de México la ceremonia de su entrada triunfal, Francisco Javier Venegas enfrentaría la rebelión estallada en el Bajío por Miguel Hidalgo, y aunque el “Padre de la Patria” y los principales cabecillas de la revuelta serían aprehendidos a traición y ejemplarmente ejecutados entre el 10 de mayo y el 27 de julio de 1811, en lo sucesivo los reinos enca-

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En todos los autores que cuentan la anécdota, el verso dice “La ley ha de ser mi norte…”. Para darle mayor coherencia y eliminar la repetición del adjetivo posesivo que vendrá en el siguiente verso, hemos corregido: “La ley ha de ser el norte…”

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bezados por la Nueva España no volverían a tener más que brevísimos periodos de paz.7 Entre 1819-1820, Rafael del Riego encabezó en España la primera y la última de las sublevaciones liberales que realmente pondría en jaque al régimen español. Al mando del batallón de Asturias, destinado a combatir las guerras de independencia que habían brotado en América, se negó a embarcar y, en Cabezas de San Juan, proclamó la reinstauración de la Constitución de Cádiz. El motín encontró un eco inmediato en toda España, con lo cual Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de 1812 y a poner en práctica algunas de las reformas más urgentes, como la desamortización de los bienes de la Iglesia y la transformación de la propiedad agraria. Nuevamente, este vuelco en España repercutiría en las desconcertadas filas de realistas que luchaban en México por apagar la rebelión insurgente. Ante la benévola actitud del virrey Apodaca, los españoles que veían la causa perdida en la guerra de Independencia se amotinaron y resolvieron poner en el mando del gobierno al director de artillería don Pedro Novella. Sin embargo, la situación era irreversible. Novella no pudo y tal vez no quiso actuar con dureza. Al amparo de la Constitución liberal de Cádiz, habían revivido en México los partidos políticos y la efervescencia social parecía irrefrenable. El “Plan de la Profesa”, fraguado por los absolutistas para independizar temporalmente a la Nueva España y ponerla a salvo de unas leyes que Fernando VII se había visto obligado a jurar, terminó con la conocida traición de Iturbide. Mientras este se aliaba con Vicente Guerrero e iniciaba su camino a la capital, la vida cotidiana continuaba. A Novella le pusieron un pasquín: ¿Virrey provisional, eres tonto o animal?

7 Recordemos las palabras del padre Hidalgo, pocos días antes de caer prisionero, a propósito del indulto concedido por el virrey Venegas a cambio de una retractación pública: “El indulto, señor excelentísimo, es para los criminales, no para los defensores de la patria, y menos para los que son superiores en fuerzas. No se deje alucinar de las efímeras glorias de Calleja. Estos son unos relámpagos que más ciegan que iluminan. Hablamos con quien lo conoce mejor que nosotros. Nuestras fuerzas son verdaderamente tales, y no caeremos en los errores de las campañas anteriores […] Toda la nación está en fermento. Estos movimientos han despertado a los que yacían en el letargo […] La conmoción es general y no tardará México en desengañarse […]”.

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Y él, para vengarse de los maldicientes o para continuar la tradición contestataria que había empezado con Hernán Cortés, escribió: Si me quedo y no me voy Pronto miraréis quién soy; Pero, como estoy de paso, No os hago caso.

Es muy probable que, cuando Francisco Novella recibió el mando, haya hecho la promesa de acabar con todos aquellos que dificultaban el gobierno de la Colonia, y entre los más sobresalientes estaban los liberales y los insurgentes. Al menos eso parece desprenderse de la lectura de otro pasquín en su contra: Novella al Virrey ha dicho Que a México destruirá; Y la razón le responde Que Novella no-ve-ya.

El Ejército Trigarante se acercaba y el final de la guerra de Independencia era asunto de pocos días. Seguramente “el de la peluca” seguía siendo el mariscal Novella puesto que el último virrey –Juan O’Donojú– no tuvo objeciones en firmar la capitulación de los españoles y él mismo hizo los arreglos para que el ejército realista saliera de la Ciudad de México y entraran las fuerzas comandadas por Iturbide: Terrible dolor y espanto Tiene ya el de la peluca Porque ve que por Toluca Se le acercan tanto, tanto.

Manuel de la Concha, el capitán que aprehendió y fusiló a Morelos, tenía como esposa a una mujer que apodaban La Trajinera. Estaban de fiesta cuando se vieron obligados a suspender el bautizo de un hijo por la llegada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. El pasquín que con este motivo apareció decía: La Trajinera parió Y Novella es el compadre,

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Cuando la saca de misa Iturbide rompe el baile.

Consumatum est: después de trescientos años, el régimen español había terminado. Para la nueva nación vendrían otros tiempos, marcados por las guerras fratricidas y los enemigos puestos en acecho para robar el territorio, expandir sus intereses e imponer gobernantes. Mientras tanto, el pueblo, ajeno al porvenir, celebraba el final de la guerra de independencia. Parafraseando los añejos versos de Francisco de Terrazas, el primer poeta mexicano de nombre conocido, los hijos de esta tierra no tendrían por qué seguir rabiando mientras los ajenos permanecían mamando. Los pasquines continuaban: Ya feneció el despotismo, El orgullo y la insolencia; Ya triunfó la Independencia De las huestes del abismo. La América ha conseguido Del gachupín el destete;8 Ya la mamaste tres siglos,9 Por donde viniste, vete.10

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Léase “que la América ha conseguido destetar al gachupín” por la idea que está en la tradición popular del Negrito Poeta: “¡Triste América, hasta cuándo / se acabará tu desvelo…, / Tus hijos midiendo el suelo, / Y los ajenos mamando!” (Blanquel 1980: 69). 9 Estas analogías de la madre nutricia se volvieron muy populares desde la segunda parte del siglo XVIII. Quizá la primera vez que apareció documentada la idea esté en el cuadro costumbrista del controvertido pintor poblano Miguel Jerónimo Zendejas (1724?-1815). Manuel Toussaint lo describe así: “La tela representaba a una india ataviada con rica camisa y dando de mamar a tres españolitos en tanto que dos niños indígenas están llorando. La coloración era fresca. El cuadro tenía una leyenda que así rezaba: “Nunca se ha visto / lo que aquí estamos palpando: / los hijos propios gimiendo / y los ajenos mamando.” Evidentemente hay un paralelismo con la redondilla del Negrito Poeta citada en la nota anterior (Toussaint 1990: 185). En un famoso artículo de Francisco de la Maza donde se cita este pasaje de Toussaint, el investigador potosino señala que se trata de un tema que fue común en toda América porque hay un cuadro anónimo en Montevideo que lleva una leyenda parecida: “Dónde se ha visto en el mundo / lo que aquí estamos mirando / los hijos propios gimiendo / y los extraños mamando” (De la Maza 1963: 37-51). La fuente de Francisco de la Maza es George Kubler y Martín Soria (1959: 327, ilustración 179, B). 10 Este texto forma parte de lo que podríamos llamar “el corpus de la Independencia”. Hay más ejemplos en el primer capítulo del libro citado de Ramón Martínez Ocaranza.

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LA DESCONFIANZA HECHA PIEDRA: GÁLVEZ Y EL SENTIDO MILITAR DE UNAS CASAS REALES José Armando Hernández Soubervielle

La historia de los tumultos acaecidos en 1767 en diversas poblaciones del virreinato de la Nueva España (Apatzingán, Uruapan, Pátzcuaro, Guanajuato, San Luis de la Paz, San Felipe y San Luis Potosí) ha sido ya ampliamente expuesta, contando incluso con el informe que el visitador –y ejecutor del apaciguamiento de dichos tumultos– José de Gálvez le hizo llegar al virrey marqués de Croix en diciembre de 1767. Sería ocioso pues, detenernos en hacer un recuento detallado de los acontecimientos, no obstante, rescatamos tan solo algunos hechos sucedidos en San Luis Potosí, lo que nos permitirá hilar el decurso de este trabajo, cuya finalidad es mostrar y analizar una de las disposiciones que dejó el visitador tras su estancia en la localidad, y con ello responder a las siguientes preguntas: ¿por qué el visitador dejó ordenada la construcción de un nuevo edificio cuando se podía reconstruir el que ya existía?, ¿por qué el establecimiento de un impuesto tan gravoso a la población? Y finalmente tratar de desvelar qué estrategia operaba en la mente del visitador al sostener firmemente la orden que había emanado de su estancia en San Luis Potosí.

SEDICIÓN Y CASTIGO El primero de los levantamientos sociales que se verificaron en la alcaldía de San Luis Potosí ocurrió el 10 de mayo de 1767. Fue la publicación de un bando real en el Cerro de San Pedro, en el que se prohibía portar armas y se ordenaba el recogimiento de vagos; siendo el pretexto para que los serranos atacaran al alcalde mayor en el mismo acto de publicación. Sin embargo, más que un problema de prerrogativas, debe verse un trasfondo económico en el hecho de que aquella población fuera la primera en sublevarse: la decadencia de las empresas mineras, el progresivo desinterés de los inversionistas y la lucha de los operarios por sobrevivir, habían mermado el ánimo de los mine-

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ros, siendo la publicación del bando real, la válvula de escape para su malestar. Mientras tanto en la ciudad de San Luis Potosí, con motivo de la extracción de un reo, la gente del pueblo de indios de San Sebastián se amotinó al punto de apedrear la casa del alcalde mayor, Andrés de Urbina y Eguiluz. Este primer levantamiento fue tomado con sorpresa por el funcionario quien prudentemente se ofreció a escuchar las quejas de los amotinados. Urbina, consciente de lo que el levantamiento había significado, solicitó el 23 de mayo que, para continuar en el cargo público, su cabildo lo certificara respecto de lo que “constare y fuese público acerca de sus procederes”. Al final, después de una votación en privado, el Cabildo no pudo menos que elogiar el trabajo que hasta ese momento había desempeñado Urbina, lo que le devolvió la seguridad al alcalde, aunque sería por muy poco tiempo. Siguió en orden cronológico el motín realizado también en la ciudad el 27 de mayo, esta vez con motivo del encarcelamiento –la noche previa– de unos vecinos de los pueblos de indios del Montecillo y San Sebastián. El reclamo de los tumultuosos no se limitó esta vez a la manifestación pública de sus protestas, sino que por primera vez atacaron las Casas Reales, apedreando las instalaciones de la cárcel por el costado oriente en una clara actitud de desafío y falta de respeto hacia la autoridad representada en el edificio. Un tercer tumulto sobrevino el 6 de junio; en esta ocasión la gente del Cerro de San Pedro se alió con los del real de Los Pozos, San Nicolás de Armadillo, amén de haberse granjeado el apoyo de los rancheros de La Soledad y La Concepción, así como de los alcaldes de los pueblos de indios. Esta vez la turba tomó la plaza mayor cercando las bocacalles con gente armada, mientras un grupo de ellos se adentraba en las Casas Reales, donde se encontraba el alcalde mayor, a quien le entregaron un pliego petitorio , cuyas demandas le hicieron prometer cumpliría. La frágil y delicada situación en la que se encontraba el alcalde –donde su vida misma corría peligro– lo obligó a aceptar las condiciones que le planteaban, al tiempo de liberar a una veintena de delincuentes que en ese instante le fue exigido desencarcelar. La celebración de los serranos fue solemnizada con un nuevo apedreamiento de las Casas Reales, la cárcel, el real estanco de tabaco y las casas de otros principales de la ciudad, y con una celebración en la casa del alcalde del Montecillo. Este último tumulto ya no contaba con la precipitación y desorden de los anteriores, sino que se había tratado de un asalto perfectamente organizado cuyo objetivo había sido el tomar el núcleo de la ciudad, atacándolo desde su

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parte ciega y cercando los accesos de la plaza mayor, debilitando y tomando por sorpresa a la casi nula defensa con que contaba la ciudad. Habría que considerar lo que este ataque supuso, ya que en la plaza mayor se encontraba la alhóndiga y se concentraban infinidad de puestos ambulantes; la abarrotada plaza más la incursión de los tumultuarios debieron de causar un caos absoluto en el sitio, al tiempo que se hacían evidentes las carencias defensivas del primer cuadro de la ciudad. A consecuencia de los disturbios las Casas Reales habían quedado en una posición muy delicada, no solo en el aspecto constructivo –el cual no se encontraba en las mejores condiciones– sino en cuanto a su imagen y seguridad. Al día siguiente de los tumultos del día seis, Andrés de Urbina convocó en junta de cabildo no solo a los regidores sino a los alcaldes ordinarios cadañeros y pasados con la indicación de que esta “se celebrase en casa particular por el mayor sigilo, reservando el que no con el hecho de ver entrar, varios y distintos sujetos en las Casas Reales, tuviesen nuevo pretexto para otra moción”. En dicha junta, Urbina puso sobre la mesa tres puntos: primero la necesidad de resguardar la ciudad; segundo urgía al cabildo resolver qué arbitrios se darían para sostener a los cuerpos de a pie y a caballo que en un momento dado se aprontasen; y como tercer punto, que se le concediera a los tumultuosos lo solicitado, distrayendo con ello las acciones que el Ayuntamiento tuviera que llevar a cabo. Hasta aquí el cabildo ya no era dueño absoluto de la seguridad de la ciudad, a grado tal que no podían entrar siquiera en el edificio que simbólica y materialmente lo representaba, sin que esto causara descontento entre los sediciosos. Habiéndoseles concedido algunas de las peticiones, los tumultuosos entraron en cierta calma, con lo cual pareciera que los problemas de Urbina se habían resuelto; no obstante, el 17 de junio se originó un nuevo descontento, ocasionado esta vez por la llegada del Regimiento de América, del cual uno de sus miembros se enfrascó en discusión con un natural del pueblo de Tequisquiapam. Al saberlo los del pueblo de indios se organizaron y descolgaron una bandera que estaba en una casa de la plaza mayor, apedreándola y haciéndola jirones. Con esto Urbina perdió por completo el orden de la ciudad, aunque sus problemas apenas comenzaban. En marzo de 1767, el conde de Aranda giró una serie de instrucciones a las autoridades de los dominios americanos, en las que establecía la resolución del rey de expulsar a los jesuitas de sus dominios. Para ello instruía a los virreyes, presidentes y gobernadores para que enviaran a los alcaldes mayores

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de los reinos, en doble sobre lacrado, la real pragmática de extracción de la Compañía de Jesús. En el primero de ellos se indicaba la obligación de abrir el segundo sobre que contenía el pliego reservado en las vísperas de la fecha allí indicada, el segundo tan solo advertía que el pliego incluido no debía ser abierto sino hasta la noche del 24 de junio de 1767, so pena de cometer un delito de lesa majestad que le costaría la vida al encargado. Con estas indicaciones, el 24 de junio de 1767 el alcalde abrió el pliego que contenía la orden del virrey de Croix de ejecutar la tarea de extracción de los jesuitas de tierras potosinas. Para facilitar esta tarea, el virrey marqués de Croix, había enviado un escuadrón de 120 dragones provinciales desde Querétaro, con el inconveniente de que dicho escuadrón venía desarmado, teniendo que hacer escala en la hacienda del Jaral en espera de que se les enviara armamento desde la ciudad. Considerando el antecedente de que no solo la población de la ciudad sino también la de los barrios circunvecinos y de las poblaciones cercanas habían manifestado ya su inconformidad de forma violenta, Urbina informó y solicitó a don Francisco de Mora, capitán de milicias y rico hacendado del Peñasco, se trasladara de inmediato a San Luis Potosí con gente armada. Mora partió hacia la ciudad durante la madrugada del día 26, no obstante las condiciones climáticas no le permitieron llegar sino hasta las siete de la mañana, cuando ya había sido esparcida entre la población la noticia del arresto de los regulares de la Compañía del colegio potosino. Aun a pesar de la notoria inconformidad de los pobladores, el capitán de milicias convenció a Urbina de seguir con lo establecido, logrando sacar a los jesuitas hasta las afueras de la ciudad. Tal decisión desató la furia de los habitantes, quienes lograron “rescatar” a los ignacianos, guareciéndolos en el hoy desaparecido convento de la Merced hasta que fuesen restituidos a su colegio. Este acontecimiento derivó, a su vez, en la intención de los gobernadores de los pueblos de indios de San Sebastián, Santiago y San Nicolás del Armadillo, de asesinar al alcalde mayor y a los españoles que lo acompañaban si insistían en su intento de sacarlos de la ciudad. Al mismo tiempo algunos naturales y españoles, entre los que se encontraba Pablo Vicente de Olvera –a quien los serranos habían elegido su caudillo– se lanzaron a la plaza principal y allí Olvera, usando un martillo que previamente había hurtado de la cárcel al liberar a los reos, destruyó la picota situada en el centro de la misma. La prudencia de los religiosos se interpuso ante la sinrazón de los tumultuosos, por lo que el comendador de la Merced, junto con los recién reinstalados padres jesuitas, lograron calmar la turba que clamaba por la vida de

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Urbina. Un par de días después, el 28 de junio, Francisco de Mora y algunos religiosos intervinieron de nueva cuenta para que se diera una solución pacífica y así, el capitán de milicias y el padre provincial de San Francisco consiguieron que se restableciera la paz y la fidelidad a la Corona de parte de los gobernadores y alcaldes de los pueblos de indios, acto que se atestiguó por medio de una escritura. La comisión que había recibido Urbina quedaba así –de momento– sin ejecutarse. El segundo intento de extracción se programó para el 9 de julio, pero al enterarse los habitantes de esta resolución decidieron atacar la ciudad durante la noche del día 8 y la madrugada del 9, asaltándose de nuevo las Casas Reales y la plaza principal; originándose una batalla entre los hombres de Francisco Mora y los tumultuosos que nuevamente exigían la libertad de los jesuitas. Hasta ese momento Urbina parecía incapaz de concluir la tarea que le había sido encomendada. El 24 de julio entraba en la ciudad de San Luis Potosí, con los piquetes de tropa veterana, José de Gálvez Gallardo, quien “sin encontrar resistencia” fue dejando “en las calles las tropas que lo acompañaban”. Acto seguido, concretó con mano militar y un despotismo digno de la Ilustración la tarea dejada a medias por el alcalde. Nada detendría al visitador quien por la fuerza ingresó al colegio jesuita para ejecutar, de una vez por todas, la extracción de los padres de la Compañía. El resultado fue una inconformidad generalizada del pueblo ante la imposición de la ley por medio de la violencia. Los más afortunados fueron encarcelados, cuarenta y cuatro fue el número de descuartizados (entre ellos los gobernadores de los pueblos de indios que habían firmado días antes un pacto de paz y fidelidad a la Corona), doce ahorcados y decapitados y uno fue banqueteado, amén del sinnúmero de desterrados de la provincia, castigo que también fue impuesto a sus descendientes. Muchas casas fueron derrumbadas y terrenos sembrados de sal para dejar inservible la tierra, y, por último, se perdió para siempre la dignidad de pueblo que tenían las poblaciones circunvecinas, pasando a ser simples barrios, agregados sin personalidad jurídica. Más importante que la cantidad de muertos fue el encono de un sector del pueblo potosino, que difícilmente volvió a confiar en la Corona española. El vínculo que unía a San Luis con la monarquía peninsular se había fracturado, lo mismo que la confianza del visitador hacia un pueblo que, pensaba, podía volver a sublevarse en contra del gobierno. En el informe que Gálvez le

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hizo llegar a Croix, al hablar de la causa seguida a la “plebe y de los siete barrios de San Luis Potosí”, la certeza de esta desconfianza fue absoluta: Si en esta expedición no hubiera examinado por mí mismo el interior y los corazones de más de tres mil naturales, entre indios, mulatos y otras castas, confieso a vuestra excelencia que no habría salido del error común en que estaba de conceder a los primeros alguna sinceridad y sencillez que se niega a los otros; pero lo cierto es que a todos los he hallado iguales en la malicia y que se habían puesto perfectamente de acuerdo para nuestro daño.

La “malicia” que había encontrado el visitador entre el pueblo se había traducido en desconfianza hacia este, y esta suspicacia tendría por resultado el mandato de construir un edificio que pretendería convertirse en un hito que denotara esa desconfianza hecha piedra.

UN EDIFICIO AFECTADO, UN NUEVO EDIFICIO IMPUESTO En el marco de los levantamientos la plaza principal de la ciudad sufrió muchos daños, pero en especial las de por sí paupérrimas Casas Reales [Fig. 1]. La situación en la que se encontraban, sin duda alguna contravenía la idea de que el edificio capitular, debía ser eje central de referencia de la ciudad y expresión del municipio; una suerte de hito urbano que debía representar simbólicamente la fuerza, el poder, el control y la conducción de los destinos de la población, además de convertirse en eje rector del sistema de urbanización. La lamentable realidad del edificio condujo a que el visitador dispusiera una serie de acciones para la mejora y decoro de este vital espacio arquitectónico. En sendas cartas fechadas el 10 y el 12 de octubre de 1767, José de Gálvez instruyó al Ayuntamiento en las acciones que, respecto al tema de las Casas Reales, había dispuesto. En ellas establecía la necesidad de construir “a la brevedad posible” unas Nuevas Casas Reales y cárcel debido a que en el trance de los tumultos el edificio que servía para tal fin había quedado en una “deplorable situación…, así por el deterioro que ha padecido su fábrica en las pasadas turbaciones y su limitada capacidad como por ser la mayor parte del deleznable material de adobe o tierra” ; aunque principalmente debido a “los rebeldes [que] en sus repetidas invasiones contra los jueces y principales vecinos de San Luis” habían atentado contra el edificio y sus símbolos.

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FIGURA 1 Detalle de plano de la plaza principal de San Luis Potosí. Ca. 1826. Nótese la disposición arquitectónica de lo que eran las antiguas Casas Reales y la parroquia. Fotografía: Fondo Montejano y Aguiñaga, Biblioteca del Seminario Mayor Diocesano de San Luis Potosí.

En la disposición estableció de forma exacta y precisa la ubicación, el acabado y el encargado que debería hacerse con la tarea de construir el nuevo edificio: Para prevenir a la indispensable y ejecutiva urgencia en que las anteriores rebeliones, y los ningunos fondos públicos de propios y arbitrios han constituido a esta Ilustre ciudad, dejándola sin Casas Reales, ni cárceles seguras, determiné desde mi arribo que en el cuadro que hace frente sobre la plaza a la iglesia parroquial se fabriquen unidas dichas Casas Reales, la de la caja de Su Majestad y la cárcel pública, con todas las oficinas correspondientes a cada uno de estos edificios tan indispensables como útiles a la seguridad, decoro y ornato de esta importante población. Y supuesto que habiendo dado cuenta de mi determinación al Excmo. Sr. Marqués de Croix, virrey y capitán general de este Reino, se sirvió S.E. aprobarla con el plan que por mi orden se formó de la obra…, cuya dirección correrá enteramente del cuidado, inteligencia y exactitud del tesorero oficial real de esta Caja, don Felipe Cleere.

La carta habla de una resolución aprobada que era, a saber, la de construir unas Nuevas Casas Reales, así como de un “plan que mandó formar”. De igual forma menciona los detalles que debería cubrir, entre los que destacan

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la seguridad, el decoro y el ornato. En las actas del cabildo de 1768 se hace referencia a la carta de 12 de octubre de 1767, la cual contiene el testimonio de la orden dada por el visitador para que Felipe Cleere se hiciera cargo de la construcción –mas no del diseño, por lo que terminamos de intuir que este ya existía (aun fuera un simple esbozo)–, y en esta misma quedan expuestas las instrucciones establecidas en cuanto al diseño del edificio. Esta instrucción nos permite visualizar con minucia cuál era el concepto que Gálvez buscaba se plasmara en el proyecto: He determinado que se construya una nueva fábrica en la cual se comprendan igualmente así las Casas Reales y cárceles referidas, como la Caja con todas sus oficinas, las tres viviendas de los dos oficiales Reales y el ensayador, para que luego que se conduzcan las platas a la real fundición y ensaye, se evite todo riesgo a los particulares dueños, y por consiguiente, a los reales intereses; cuya sala deberá bien comprender una sala de armas para custodia de las que tenga la ciudad, de las pertenecientes a las Milicias Provinciales, con su vestuario; asimismo, las piezas que alrededor de ella y en su primer piso, puedan estrechamente acomodarse, cuyos arrendamientos quedaran al beneficio de la ciudad. Para verificar el todo, he resuelto que se ejecute en el cuadro entero, que ocupan las casas de todo el frente de la plaza que mira al oriente y la parroquia y que contiene la alhóndiga y demás habitaciones de los lados y espaldas del cuadro inmediato a la real caja que hoy existe; con cuatro pequeños baluartes en los cuatro ángulos, en donde se coloque un proporcionado número de pequeños cajones de artillería, o terreros, que servirán de defensa y oposición a cualquier motín o sedición que intente la plebe en lo sucesivo, como últimamente se ha experimentado con insolente desobediencia a las leyes y determinaciones de Nuestro Soberano y temeraria irreverencia a los jueces.

En la instrucción dada por el visitador podemos intuir algunos elementos de diseño, sobre todo en materia de espacio. Primeramente, anticipa la necesidad de dos pisos (las Viejas Casas Reales solo tenían uno), y segundo, establece la necesidad de habitaciones específicas y de que en torno al primer piso se construyeran piezas que serían arrendadas. Gálvez pensaba (y en el diseño posiblemente así estaba formulado) en un edificio solucionado con la tradicional estructuración de pórtico y arcadas, en el que se contemplaban espacios para comercio así como para el resguardo de armas. Muy interesante resulta que desde su perspectiva de visitador y ejecutor de la ley, determinó la necesidad de ubicar cuatro baluartes con sus respectivos cajones de artillería

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en las esquinas del recinto, con lo cual cubría en su diseño la necesidad defensiva que tenía este. José de Gálvez no era un simple jurista, dentro de su formación y discurso podemos ver la clara visión ilustrada de su época, por lo que no resultaba extraño que conociera de diversos temas, como lo era el del arte militar de la fortificación, tal y como lo demuestra el hecho de que entre los libros de su biblioteca personal que trajo de España a México se encontraban los 14 tomos del Compendio Mathematico (Valencia, 1712), del padre de la orden filipense, Tomás Vicente Tosca, cuyo tomo número V versaba específicamente sobre el arte de la arquitectura civil, militar y la pirotecnia. Dicho tratado ejemplificaba y recomendaba ciertos elementos arquitectónicos con la finalidad de brindar mayor seguridad a los moradores de los edificios, entre ellos el uso de baluartes defensivos, tal y como sugirió Gálvez que se instalaran en su proyecto de Nuevas Casas Reales. El proyecto confirmaba la necesidad de un espacio digno, al tiempo de que daba solución inmediata a una problemática que se había presentado, y que en la visión del visitador, bien podía pasar de nuevo y con proximidad: “que servirán de defensa [los baluartes y artillería] y oposición a cualquier motín o sedición que intente la plebe en lo sucesivo, como últimamente se ha experimentado con insolente desobediencia a las leyes y determinaciones de Nuestro Soberano”. Gálvez confirmó la disposición dejada en San Luis Potosí en el informe que rindió al virrey, marqués de Croix, el 25 de diciembre de 1767, en el cual mencionó la necesidad de dejar a la ciudad en algún régimen y en más lustre del que tenía, haciendo alusión al hecho de que las instalaciones donde se desempeñaban los cargos gubernamentales no iban de acuerdo a la dignidad de sus representantes. El informe aclaraba: carecía el público de un magistrado competente… y la policía que debe haber en una población tan recomendable como lo es la de San Luis Potosí… [la cual] se halla dichosamente situada en uno de los más hermosos, fértiles y templados valles de este reino y sus edificios públicos y particulares son de una arquitectura bastantemente exquisita y suntuosa para la América.

Siendo, como describió el visitador, la arquitectura potosina “exquisita y suntuosa”, resultaba imperativo desde su visión elevar a tal nivel de distinción y categoría al edificio más importante de la vida política y pública potosina.

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En teoría el proyecto que planteaba el visitador resultaba de lo más interesante, sin embargo, la bonanza minera había decrecido hacía mucho tiempo ya, y una construcción que fuera acorde a la arquitectura que prefiguraba Gálvez resultaría sumamente costosa. Era necesario se tomaran en cuenta otros medios para hacerse de recursos para comenzar la construcción de este nuevo espacio. Consciente de la situación económica de la ciudad, Gálvez dejó instrucciones para la construcción tanto en el ámbito de la mano de obra como en lo monetario: para obtener medios que solventaran la obra instruyó que a partir del primero de noviembre de 1767 se cobrara un impuesto consistente en una tasa de dos reales sobre cada fanega de maíz que se expendiera para el consumo público. Un real por cada fanega de trigo, cebada y demás granos; así como uno por quintal de harina, lo cual habría de durar solo el tiempo que se empleara para concluir los trabajos proyectados. Impuesto, el del maíz, que sin duda afectaría al estrato más necesitado de la sociedad potosina, cuya base alimentaria era este grano, además de frenar otras actividades tanto económicas como sociales.

UNA ESTRATÉGICA IMPOSICIÓN ¿Qué fue lo que condujo a que Gálvez ordenara se construyera un edificio como este a pesar de las circunstancias económicas por las que estaba pasando la ciudad?, ¿qué, lo que hizo que determinara con tanta precisión el sitio y las características formales? En cuanto a lo primero hay que recordar que una de las funciones principales que tenía el visitador era la de reconocer la situación de la hacienda novohispana. En este sentido, habiendo encontrando en San Luis Potosí todo en desarreglo a las leyes reales y con la clara necesidad de obtener recursos para la obra que había mandado hacer, Gálvez optó por imponer un arbitrio que a su entender no solo serviría para el propósito ya expresado, sino que serviría para arreglar las prácticas hacendarias de la ciudad. La agricultura, a decir de Van Young, había sido la “hijastra en la era del despotismo ilustrado”, ya que había sido virtualmente ignorada por el reformismo borbónico; si a esto le sumamos que en realidad Gálvez, como buen déspota ilustrado, poco o nada se ocupó de la agricultura y la industria mexicanas (enfocando sus esfuerzos en la reestructuración y expansión de la economía de exportación), se entiende que haya dejado un impuesto tan gravoso a la

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población. Es decir, el castigo se ejecutaría en diversos ámbitos, siendo el de la recaudación fiscal uno que pareciera decir: “ustedes destruyeron el edificio de gobierno, luego entonces, ustedes construirán con su dinero uno nuevo, más grande y mejor protegido contra ustedes mismos”. El castigo fiscal que en realidad afectaba a todos por igual (Cabildo, labradores, introductores y principalmente pueblo) fue el que más oposición encontraría, y fue una de las armas discursivas que permitieron que el proyecto se postergara por 31 años. En cuanto a la mano de obra, la solución era clara: esta saldría de los prisioneros que habían resultado de los tumultos, así como de los habitantes del pueblo de San Nicolás del Armadillo, a quienes se les impuso que por semanas y a turnos trabajasen en las obras públicas que se harían en la ciudad, además de pagar 600 pesos para costear el armamento de las tropas provinciales de infantería y caballería que se estaban formando para la provincia. Esta resolución no solo daba solución al problema de la mano de obra necesaria para ejecutar la disposición del visitador, sino que significaba mantener a raya cualquier nuevo intento de confabulación. Por otra parte, solo en San Luis Potosí se había “levantado la mano” de forma tan violenta en contra del espacio del poder, y en un momento donde las instituciones lo eran todo, resultaba imposible –fuera de los argumentos del estado material del edificio– que Gálvez tolerara esta afrenta. El visitador pretendía materializar un concepto que se puede resumir en la frase que envió al marqués de Croix en septiembre de 1767: “es indispensable establecer y vincular en este gran pueblo el respeto y la obediencia que hasta aquí no ha conocido a las órdenes superiores del alto Gobierno”. El que ante los ojos del pueblo potosino y a expensas de su erario se construyera un nuevo edificio con tales características eran medios simbólicos para dejar en claro los conceptos vertidos en dicha frase. En cuanto a la segunda pregunta debemos analizar cuestiones más bien de logística y desconfianza. Empecemos por el sitio señalado. El cuadro de la plaza pública que hacía frente a la parroquia estaba conformado por cuatro cuadras en las que estaban incluidas “una alhóndiga vieja y un pósito”, además de que en el resto de las casas habitaban “doncellas virtuosas, viudas honestas y mercaderes de lo principal del comercio en la cuadra que cae a la plaza pública” [Figs. 2 y 3]. Al menos durante los primeros meses posteriores a la salida del visitador, el Cabildo trató de proponer otras soluciones, que se resumían en reconstruir las antiguas Casas Reales, mudar a este edificio la alhóndiga y convertir la alhóndiga vigente en cárcel, evitando con ello inco-

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FIGURA 2 Detalle de plano de San Luis Potosí. Juan Mariano de Vildósola, 1797. Museo Francisco Cossío (San Luis Potosí). Nótese el primer cuadro de la ciudad.

FIGURA 3 Reconstrucción hipotética de la cuadra de la alhóndiga de la ciudad de San Luis Potosí en 1767. Reconstrucción: Armando Hernández Soubervielle. Plano: Arq. Osvaldo E. Chávez Gómez.

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FIGURA 4 Hipótesis de incursión de tumultuosos a las Casas Reales y cárcel sobre el Plano de la ciudad de San Luis Potosí con división de cuarteles de Manuel Pascual de Burgoa, 1794. Archivo General de Indias, M. y P. México y La Florida, 456.

modar al vecindario, además de que le permitiría a la ciudad ahorrarse una fuerte suma. Sin embargo Gálvez no condescendió cambiar el sitio designado inicialmente, antes al contrario, reafirmó en cada ocasión su mandato. La lógica seguida por el visitador era que el ataque que había sufrido la ciudad (tomándola desprevenida en muchos sentidos) había provenido del oriente, justo del rumbo por donde se llegaba del Cerro de San Pedro, Armadillo, la Soledad de los ranchos, el pueblo del Montecillo y, en último término, desde el pueblo de San Sebastián. En sus ataques, los tumultuosos habían cercado las bocacalles que llegaban a las Casas Reales por el oriente, y una vez liberados los reos de la cárcel (que se encontraban en la parte posterior de las Casas Reales, justo en el camino por el cual habían entrado a la ciudad y la plaza pública), habían tomado el edificio despojándolo de la exigua seguridad provista por la guardia (Figs. 4 y 5). Desde la perspectiva de Gálvez (y de cualquier estratega), si el peligro latente provenía de la parte oriental de la

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FIGURA 5 Detalle de hipótesis de incursión de tumultuosos y señalización de edificios de la plaza principal.

ciudad, lo lógico era salvaguardar el espacio de gobierno ubicándolo de forma tal que cualquier ataque, en caso que llegara hasta la plaza pública, no los tomara por sorpresa , es decir, no los tomara por “por la espalda”. Un rápido análisis de Gálvez (“desde que arribé determiné”, decía) le había permitido darse cuenta que la ubicación actual del edifico constituía una desventaja frente a los claramente declarados enemigos de la Corona en San Luis Potosí. A esto se sumaba el que el edificio asaltado, contaba tan solo con una planta, mientras que el proyecto instruido contemplaba dos plantas y baluar-

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tes en las esquinas. La ventaja que esto suponía no era otra sino sacar partido de la estrategia militar de ocupar siempre los puntos más altos, posición que le permitiría a un reducido cuerpo de guardia equilibrar y contrarrestar la desventaja numérica que, en tanto no se contara con un cuerpo armado en la ciudad, se seguiría presentando frente a un posible ataque como los que recién se habían vivido. De esta forma, contar con una segunda planta permitiría en un momento dado percatarse con antelación de cualquier intento de asalto a la plaza y al edificio del poder, mientras que los elementos fortificados que circundaban el remate del edificio servirían de parapeto para los guardias, y los baluartes de principal punto defensa (al estar apostados en ellos piezas de artillería) para neutralizar cualquier asedio. Con la nueva ubicación, la plaza mayor se convertiría en un área perfectamente dominada por las fuerzas militares apostadas en la parte superior del edificio. Por otra parte, la fachada posterior quedaría perfectamente guarecida al contar también con la ventaja de la altura, sobre todo si consideramos que en aquel rumbo (el poniente), y a una distancia muy considerable, solo se encontraba el barrio de Tequisquiapam, además de que a una cuadra del edificio proyectado se encontraba la plazuela de la Compañía, espacio abierto que permitiría vislumbrar desde los baluartes cualquier movimiento extraño. En la parte posterior quedaba también la Caja Real, edificio que recién se había construido (bajo el diseño y dirección de Cleere), lo que para el visitador suponía un problema a arreglar, ya que, aunque no había sido objeto de ataque, en otras poblaciones las cajas reales sí lo habían sido. Cuando Gálvez dispuso que la Caja Real se incluyera en el nuevo proyecto (a pesar de que el edificio en el que funcionaba, contaba tan solo con unos años de haberse construido cuando este llegó a contener los tumultos), el visitador estaba dando muestras nuevamente de la desconfianza que el pueblo potosino le causaba: temía, sin duda, que al poco tiempo se intentara también saquear la Caja Real potosina. Poco tiempo después, el Cabildo le escribiría al fiscal de hacienda respecto de la Caja Real que “estaba novísima y que no distaba de la plaza mayor más que un tiro de escopeta”, y que aunque se había buscado quien la comprara, no se había encontrado a nadie a pesar de lo hermosa que se trae de una vez a la vista, fábrica que le había costado mucho a su majestad, pieza tan hermosa que podía servir de castillo, tan capaz y de tan competente vaso que sirvió al visitador general con su familia para que viviese en ella. En efecto, Gálvez se había alojado en el edificio diseñado por Cleere, y había convivido con este en él, razón por la que creemos determinó fuera el

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tesorero el que corriera con el proyecto; lo cual no obstó su determinación de que en el proyecto se incluyeran unas nuevas cajas reales. La orden del visitador sobre cambiar el sitio de las Casas Reales adquiere así una lógica que supera el obstáculo de lo financiero, ya que lo que estaba en juego era la seguridad y control de una población que no contaba ya con las confianzas del gobierno. Finalmente podríamos sumar que, a pesar de la intención –que desde 1760 se tenía– de formar un fuerte núcleo de milicias en el virreinato, esto no había sido posible por diversas razones; de forma tal que en materia de milicias profesionales la Nueva España seguía siendo débil en muchas regiones. Esta realidad no le era ajena a San Luis Potosí, ya que dicha ciudad no contaba con unas milicias organizadas y de continuo destacadas en ella (no contaba siquiera con cuartel alguno), razón por la cual debían buscarse otros mecanismos de defensa. Esta necesidad llevó al visitador a plantear se formaran milicias provinciales en la jurisdicción, a cuyo cargo estaría don Francisco de Mora; y para el caso de la ciudad, significó diseñar fortificado el edificio del poder. El visitador había dejado instruida la hechura de un edificio que cumplimentaría dos cosas: por principio de cuentas supliría uno que en lo material era inservible y que en lo defensivo y logístico era defectuoso; y por segundo término, uno que demostraría (a través del símbolo materializado) que el poder real de la casa de Borbón no toleraría se alzara la mano en su contra, y que además serviría –si consideramos sus ideas– para demostrarle al pueblo potosino que “nada era imposible en lo humano al supremo poder del rey”. Con ello, Gálvez no solo dejaba en claro que era el gobierno el que monopolizaba el ejercicio de la violencia física, sino que se estaba en condiciones de responder cada vez con más encono ante cualquier sublevación por mínima que esta fuera. Su proyecto de Nuevas Casas Reales materializaba, sin duda, todas estas ideas. Por otra parte, en la decisión del visitador operaban además, otras ideas que tenían que ver con la visión borbónica de gobierno. Es de todos conocido que la relación de la Iglesia con el Estado Borbón se dio en un constante estado de tensión, y que para el caso de la Nueva España, fue la visita de Gálvez el catalizador para establecer la primicia de un poder sobre el otro. Si consideramos que junto a las derruidas Casas Reales se alzaba majestuosa la parroquia, es de suponer que el visitador encontrara una fuerte contradicción en esta realidad: la Iglesia contaba con mejores instalaciones que el gobierno, y eso para un representante del gobierno Borbón no podía ser aceptable. En

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FIGURA 6 Reconstrucción hipotética del proyecto de Gálvez para Nuevas Casas Reales. Reconstrucción: Armando H. Soubervielle, plano: Arq. Osvaldo E. Chávez Gómez.

su decisión de construir “en el cuadro que hace frente a la parroquia” el nuevo edificio, además de las cuestiones logísticas que hemos enunciado, estaba el poner en balance un poder frente a otro, y si consideramos que el proyecto contemplaba la hechura de una edificio que abarcara la totalidad de la cuadra, arquitectónicamente –y simbólicamente– la balanza se cargaría de un lado. Contar con la certeza del espacio dado y con algunas características formales descritas por el propio visitador, nos ha permitido hacer una propuesta hipotética de lo que pudo ser este edificio y lo que pudo haber expresado en lo arquitectónico de haberse hecho [Figs. 6 y 7].

COLOFÓN Sin embargo de la lógica impuesta en la orden de Gálvez, este no había contado con una cosa muy sencilla pero fundamental: la alhóndiga. De haberse

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FIGURA 7 Plano hipotético del proyecto de Nuevas Casas Reales montado sobre un plano de la plaza principal de San Luis Potosí del siglo XIX.

iniciado los trabajos de las nuevas Casas Reales, la ciudad se hubiera quedado sin una alhóndiga y en consecuencia sin la institución que habría de recolectar el impuesto sobre granos y harinas que el visitador había dejado. Era en consecuencia más urgente construir una nueva alhóndiga y solo después, el nuevo edificio de gobierno. Esta realidad le permitió al cabildo justificar la resistencia pasiva que había manifestado desde un principio, desentendiéndose de la orden por los siguientes diez años, tras los cuáles empezaron nuevamente las discusiones sobre la viabilidad y conveniencia de seguir cobrando el impuesto. Esto hizo que el proyecto ideado por Gálvez se retrasara 21 años más, quedando así, por mucho tiempo, nugatoria su orden. Intentos los hubo de hacer el nuevo edificio, aunque ya no se estimaron las ideas propuestas por el visitador inicialmente. En 1782 Francisco Bruno de Ureña entregó al cabildo un nuevo proyecto de diseño, aunque este, por ser barroco, fue rechazado tajantemente por la Academia de San Carlos, la cual estaba a cargo de inspeccionar los proyectos para obras como esta. Transcurrirían trece años más para que se recibiera un nuevo proyecto, uno ya bajo la visión ilustrada. Este nuevo proyecto sería ejecutado por el ingeniero mili-

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FIGURA 8 Imagen del palacio de gobierno, Ca. 1900.

tar Miguel Costanzó [Fig. 8], quien había conocido a Gálvez en la expedición a las Californias poco tiempo después que el visitador apaciguara los tumultos de 1767 , y quien, de alguna forma retomó las ideas militares que el visitador tenía para este edificio. Ya sin los baluartes y sin ocupar la totalidad de la cuadra, pero con un acusado sentido militar que en cada uno de sus componentes arquitectónicos. Le bastaron un par de meses a José de Gálvez para formarse la idea de que no podía confiar en el pueblo potosino. El recuento de la violencia de sus castigos y sus imposiciones son una muestra clara de lo que sentía por los hombres del nuevo mundo, en especial por aquellos que había osado alzar la mano contra el gobierno que éste representaba. En lo simbólico, el discurso que pretendía fuera dado por el edificio que había proyectado se hiciera, era el de la grandeza de la monarquía hispánica, pero también el de la desconfianza, desconfianza hacia los súbditos contra quienes no se dudaría en usar las armas. La pretendida dignidad que le quería otorgar al edificio del poder, buscaba al mismo tiempo ser una dignidad atemorizante, una suerte de advertencia constante para el pueblo potosino. El rostro de piedra que Gálvez había pretendido darle al gobierno local tenía por base un total desapego de las instituciones respecto al pueblo y un claro mensaje militar de desconfianza. Sería esa misma desconfianza la que años después se traduciría en el movimiento independentista. Lo irónico de esta historia, sería que el edificio que por esa misma desconfianza ideó Gálvez en 1767 y que se empezó a realizar

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hasta 1798, cobraría una vida real una vez en manos del gobierno independiente. BIBLIOGRAFÍA BRADING, David A. (1993). Mineros y comerciantes en el México borbónico (17631810). México: Fondo de Cultura Económica. — (1974). “Gobierno y élite en el México colonial durante el siglo XVIII”, en: Historia Mexicana, 92, 611-645. C APEL , Horacio/S ÁNCHEZ , Juan Eugenio/M ONCADA , Omar (1988). De Palas a Minerva. La formación científica y la estructura institucional de los ingenieros militares en el siglo XVIII. Barcelona/Madrid: SERBAL/CSIC (Libros del Buen Andar, 23). CASTRO GUTIÉRREZ, Felipe (1996). Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España. México: COLMICH/UNAM. DECORMÉ, Gerard (1941). La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial. México: Antigua Librería Porrúa e Hijos. FLORESCANO, Enrique (1986). Precios del maíz y crisis agrícolas en México, 17081810. México: Era. GARCÍA SALINERO, Fernando (1968). Léxico de alarifes de los siglos de oro. Madrid: Real Academia Española. GÁLVEZ, José de (1990). Informe sobre las rebeliones populares de 1767 (edición, prólogo, índice y notas por Felipe Castro Gutiérrez). México: UNAM/IIH. GUTIÉRREZ, Ramón et al. (1990). Cabildos y Ayuntamientos en América. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco/Tilde. HERNÁNDEZ SOUBERVIELLE, José Armando (2008). “El diseño de las Nuevas Casas Reales de San Luis Potosí. Entre lo barroco y lo académico”, en: Fronteras de la Historia, 13-2, 281-303. MARTÍNEZ ROSALES, Alfonso (2004). La Catedral de San Luis Potosí. San Luis Potosí: s. e. — (2003). San Sebastián del Potosí. Arte e historia. San Luis Potosí: s. e. — (1992). “Los jueces oficiales reales de la Real Caja de San Luis Potosí”, en: Anuario Mexicano de Historia del Derecho, 4, 139-149. MAZÍN, Óscar (1987). Entre dos majestades. El obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas, 1758-1772. Zamora: El Colegio de Michoacán. MONCADA MAYA, José Omar (1994). El ingeniero Miguel Constanzó. Un militar ilustrado en la Nueva España del siglo XVIII. México: UNAM. MONROY CASTILLO, María Isabel/CALVILLO UNNA, Tomás (1997). Breve historia de San Luis Potosí. México: COLMEX/Fondo de Cultura Económica.

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LA LITERATURA AL SERVICIO DE LA APOLOGÍA Y LEGITIMACIÓN DEL PODER: CAYETANO CABRERA Y QUINTERO Y LOS TÚMULOS FUNERARIOS PATROCINADOS POR LA INQUISICIÓN NOVOHISPANA1 Isabel Terán/Carmen Fernández Galán El presente trabajo se propone reflexionar sobre el uso ambivalente de la literatura que se dio en la Nueva España dentro de la Inquisición; y planteamos que “ambivalente”, porque si bien por un lado y a través de un aparato de teólogos calificadores, el Santo Oficio se encargaba de perseguir la herejía y, por tanto, de censurar y sancionar las ideas contenidas en las obras literarias, ya fueran orales, manuscritas o impresas, anónimas o con nombre de autor, que atentaran contra las buenas costumbres, la ortodoxia de la doctrina, el dogma o las prácticas de la Iglesia, o las políticas reales o las autoridades civiles o eclesiásticas –representantes del rey–; por el otro, estaba obligada igualmente a hacer uso de la literatura para celebrar las festividades oficiales, civiles y religiosas, que mantenían ocupada a la sociedad novohispana, como lo fueron los certámenes literarios organizados para dedicaciones de templos y patrocinios de vírgenes o santos; los arcos triunfales, las juras, las defunciones de personajes importantes y, por supuesto, los nacimientos, matrimonios y exequias reales. Como apunta María Águeda Méndez: “[…] no se limitaba el Santo Oficio a reprimir; además propagaba y divulgaba obras en ceremonias que le permitían hacer toda una exhibición de su autoridad y fuerza, al honrar a personalidades de la época, en una especie de propaganda enaltecedora y edificante” (2001: 72). En otras palabras, la Inquisición, como una institución al servicio de la Corona, tenía la función de legitimar, salvaguardar y hacer la apología de la religión católica, al mismo tiempo que de la monarquía española, sus políticas y sus representantes. Es por ello que tanto en los índices del ramo Inquisición, pero sorprendentemente también en el Catálogo de textos marginados novohispanos (1992 y

1 Este trabajo forma parte de una investigación más amplia sobre la literatura patrocinada por la Inquisición novohispana coordinada por las dos autoras de este ensayo, en la que colaboran Leticia López Saldaña y Bardo Alberto Garma Méndez, alumnos de la Licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas.

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1997) elaborado por el AGN, El Colegio de México y la UNAM, coexisten textos literarios considerados heréticos, con otros que no lo eran, y que incluso, fueron patrocinados y producidos por el propio Tribunal del Santo Oficio. E insistimos en lo insólito de que estos últimos aparezcan consignados en el mencionado Catálogo…, porque representan exactamente lo contrario a lo “marginal”, pues este tipo de obras no solo eran las permitidas, sino que constituían la literatura oficial de la época y, por lo tanto, fungían como el modelo literario por excelencia, por lo que solo podrían concebirse como marginales desde el punto de vista de alguien que entiende la literatura desde la perspectiva actual. González Casanova (1987 [1958]: 120) señala que, para evitar la heterodoxia, la Inquisición se encargaba de establecer claramente los límites entre lo permitido y lo prohibido y, en el terreno literario, estos quedaban asentados a partir de las obras que patrocinaba durante ocasiones especiales. Esta literatura, permitida y oficial –generalmente poesía–, respondía a circunstancias relacionadas con las festividades oficiales que formaban parte del protocolo ceremonial al que el Tribunal debía sujetarse. En otras palabras, era una literatura por la que se pagaba, pues se mandaba elaborar ex profeso para conmemorar un asunto específico. Estas piezas literarias, dirigidas al público en general en el marco de una fiesta barroca, pero en realidad escritas para el autoconsumo de un selecto grupo de lectores, por estar escritas principalmente en latín y recurrir a fuentes, analogías y símbolos eruditos, estaban obligadas además a ser apologéticas, pues no hay que olvidar que para la Contrarreforma barroca, la función del arte era estar al servicio del dogma y, en el caso español, de la suprema autoridad real. En este sentido, la vigencia y el valor literario de dichas obras dependían de la habilidad del autor para trascender la circunstancia, aunque otros factores determinantes eran la grandeza del personaje laureado y la capacidad económica del patrocinador; de ello dependía si la obra llegaba o no a la imprenta, circunstancia que le ofrecía la oportunidad de quedar registrada en alguna bibliografía, en tanto que el autor podía adquirir cierta fama. Para Allo y Llorente, una de las celebraciones oficiales más significativas del protocolo ceremonial hispano durante el Antiguo Régimen fueron las exequias reales (2004: 39), que se llevaban a cabo en dos etapas: una privada, relacionada con el cuerpo, y otra pública relacionada con el destino del alma. La ceremonia formaba parte de una fiesta barroca y tenía dos fines propagandísticos: uno político y otro religioso-moral (Cuesta Hernández 2008: 113).

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El primero tenía que ver con la legitimación de la continuidad de la monarquía, pues la muerte de un rey suponía la entronización de un sucesor, generalmente un hijo o familiar cercano. Estas ceremonias fúnebres cobraban mayor importancia en los territorios americanos, a donde las noticias llegaban con varios meses de retraso y de donde el rey estaba siempre ausente aunque, paradójicamente, durante los dos días que duraba el ceremonial, estaba más presente que nunca entre sus súbditos trasatlánticos (Cuesta Hernández 2008: 120, y Mínguez Cornelles 1995: 23). El aspecto moral del espectáculo estaba encaminado a recordar la diferencia entre lo temporal y lo eterno, junto a la importancia de pensar en la muerte como un freno contra el pecado. El rey difunto servía de ejemplo, ya que la muerte, así como se muestra en las Danzas de la Muerte medievales, ejercía sin distinción su poder sobre los mortales (Checa y Morán 2001: 245). Sin embargo, la muerte del rey de ningún modo era definitiva, porque triunfaba sobre ella por partida doble: para renacer en la vida eterna gracias a sus virtudes morales, y para perpetuarse en un sucesor que aseguraba la continuidad de la monarquía. Este segundo triunfo era comúnmente representado en los aparatos arquitectónicos, pinturas y poemas que acompañaban la ceremonia mediante las imágenes del sol que muere para renacer al día siguente “igual y distinto a sí mismo”, y del ave fénix que renace de sus cenizas. Los objetivos de la propaganda política y religioso-moral buscaban cumplirse mediante la persuasión, que iba dirigida, más que a la razón, a los sentimientos. Es por ello que más que una poesía intimista, la lírica de circunstancia tenía un carácter social y se basaba en el ejercicio del ingenio puesto al servicio del poder para su propia legitimación y encomio; y este ingenio se expresaba en varios niveles: el visual, a través de un aparato arquitectónico en forma de pira o túmulo, y de esculturas, pinturas y poemas que lo decoraban; y el auditivo, porque la fiesta barroca se completaba con la relación de exequias y la écfrasis2 del monumento, así como con la predicación de sermones fúnebres. Los túmulos funerarios y los programas iconográficos que los adornaban tenían un carácter efímero, pues pasada la ceremonia, el monumento desaparecía, en el mejor de los casos, quizá, para ser reciclado para otra ocasión. Es por eso que solo han llegado hasta nosotros testimonios verbales: la écfrasis

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Antiguo género literario que consiste en la descripción de obras pictóricas o escultóricas.

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del monumento o los sermones fúnebres, si es que tuvieron la fortuna de haber sido impresos o de permanecer manuscritos en algún archivo. Las exequias reales tenían carácter obligatorio “y, por lo tanto, contaban con una normativa legislativa expresa […que] afectaba a toda la administración administrativa, civil y religiosa” (Allo-Llorente 2004: 40). La suntuosidad de la ceremonia dependía del personaje difunto, de indicaciones expresas de las autoridades y, por supuesto, del patrocinador, es decir, de la instancia civil o eclesiástica que efectuaba y pagaba la ceremonia, cubriendo el costo de los materiales como telas, madera, cera, pinturas, etc.; los salarios de los artesanos y los trabajos especializados de arquitectos, escultores, pintores y poetas, quienes, al decir de Allo y Llorente, parecen haber sido remunerados con estipendios atrayentes. Los artistas aprovechaban además su participación en tales eventos para aumentar su prestigio o para promocionarse (2004: 64, 63). En los fondos documentales: Gobierno virreinal (Reales cédulas, General de parte, Bandos, Impresos oficiales), Real Hacienda, Real Audiencia, Regio Patronato indiano e Indiferente virreinal del AGN, hay evidencias de que en la Nueva España se realizaron un buen número de ceremonias de este tipo. Morales Folguera señala que se tiene noticia de por lo menos cuarenta y ocho túmulos dedicados, además de a personajes de la realeza, a virreyes, papas y obispos, que se erigieron en las principales ciudades del virreinato3 (1989: 2). La participación de diferentes instituciones civiles y eclesiásticas queda constatada por la abundante documentación relativa a lutos y oficios, testamentos, invitaciones a ceremonias luctuosas, presupuestos, listas de gastos, disposiciones para la celebración de las honras, relaciones de exequias e, incluso, disputas por el financiamiento o solicitudes para reciclar materiales y estructuras. No hay acuerdo sobre la cantidad de exequias reales que se realizaron en América. Morales Folguera señala que iniciaron en 1559 con la muerte de Carlos V, ceremonia que quedó consignada en el Túmulo imperial de la gran Ciudad de México de Francisco Cervantes de Salazar, y concluyeron en 1819 con el fallecimiento de Isabel de Braganza, consorte de Fernando VII; pero Rodríguez Álvarez documenta para el caso de la Nueva España dos anteriores: la de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, en 1539, y la

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Sabemos, por ejemplo, que en la ciudad de Zacatecas, se realizaron por lo menos quince exequias reales entre 1582 y 1789 (Bazarte y Priego 1998: 20).

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de “la princesa” en 1545 (2001: 202), refiriéndose a María Manuela de Portugal, sobrina de Carlos V y primera esposa de Felipe II. Además, la documentación consultada habla de por lo menos un evento luctuoso más celebrado en la Ciudad de México entre 1819 y 1820 que también es reportado por Rodríguez Álvarez (2001: 210): las honras a Carlos IV y su esposa, María Luisa de Parma, aunque dicha celebración parece haber tenido un carácter distinto debido a que él había dejado de ser rey en 1808. Ya en lo particular, en la documentación consultada en el Fondo Inquisición del AGN, encontramos que el Tribunal del Santo Oficio organizó por lo menos quince ceremonias de exequias reales entre 1599 y 1819, que se celebraron en el convento de Santo Domingo: 1. 1599 Felipe II (m. 1798) 2. 1612 Margarita de Austria (m. 1611) esposa de Felipe III 3. 1621 Felipe III (m. 1621) 4. 1647 Príncipe Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV (m. 1646) 5. 1666 Felipe IV (m. 1665) 6. 1696 Mariana de Austria (m. 1696), esposa de Felipe IV 7. 1701 Carlos II (m. 1700) 8. 1714 María Luisa de Saboya (m. 1714), esposa de Felipe V 9. 1725 Luis I (m. 1724) 10. 1747 Felipe V (m. 1746) 11. 1759 María Bárbara de Braganza de Portugal (m. 1758), esposa de Fernando VI 12. 1760 Fernando VI (m. 1759) 13. 1761 María Amalia de Sajonia (m. 1760), esposa de Carlos III 14. 1819 María Isabel Francisca de Braganza y Borbón (m.), esposa de Fernando VII 15. 1819 Carlos IV (m. 1819) y su esposa María Luisa de Parma (m. 1819)

Como la Inquisición en México fue creada mediante Cédula Real por Felipe II en 1569, se entiende que en sus archivos no existan documentos sobre las exequias de Carlos V en 1559, ni del príncipe Carlos en 1569; sin embargo, hasta el momento no hemos encontrado los expedientes relativos a su participación en las ceremonias luctuosas de Ana de Austria (1581), esposa de Felipe II; de María Luisa de Orleáns (1689), esposa de Carlos II; de Isabel Farnesio, segunda esposa de Felipe V (1766), y del rey Carlos III (1788); documentadas a partir de la participación de otras instituciones tanto en la

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Ciudad de México como en otras ciudades del virreinato (Ramírez Álvarez 2001: 201-210 y Bazarte-Priego 1998: 20). Respecto a las fuentes documentales que dan testimonio de las exequias reales, Allo y Llorente las dividen en “libros de exequias” y “expedientes de exequias”: “El primero constituye el resultado y resumen oficial de la ceremonia una vez finalizada, tratándose en definitiva de una crónica literaria impresa del acto, que pertenece al género denominado ‘relaciones de sucesos’; mientras que el segundo reúne el conjunto de documentos generados por los trámites administrativos realizados por la institución patrocinadora” (2004: 48). Sin embargo, estos autores reconocen que no todas las relaciones de exequias llegaron a imprimirse, quizá debido a los altos costos de impresión, que se elevaban más si la relación incluía grabados con los emblemas que adornaron el túmulo. Teniendo en mente esta clasificación, tendríamos que admitir que para el siglo XVIII, por ejemplo, los nueve expedientes conservados en el Fondo Inquisición del AGN pertenecen a la primera categoría, pese a que, según el Catálogo de textos marginados novohispanos, cinco de ellos conservan en forma manuscrita la écfrasis o los poemas que acompañaron el túmulo o pira. Nos referimos a las honras de Luis I (1725), Felipe V (1746), María Bárbara de Braganza (1759), María Amalia de Sajonia (1761) y Carlos IV y María Luisa de Parma (1819) (Catálogo… 1992: 510-528). En el mejor de los casos, podríamos suponer que los ausentes llegaron a ser publicados, pero lo más probable es que se perdieran o destruyeran. El hecho de que los poemarios consignados en el Catálogo de textos marginados… permanezcan manuscritos en los expedientes inquisitoriales, nos permite suponer que no fueron impresos; y efectivamente, hasta dónde hemos podido averiguar, no hay noticias de su impresión en la época. De los cinco, dos son conjuntos de poemas sin título: los veinticinco dedicados a Luis I de la autoría del doctor Pedro Ramírez del Castillo,4 y los veintinueve dedicados a Carlos IV y María Luisa de Parma de José María Villaseñor Cer-

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“Natural de México, colegial, vicerrector y catedrático de retórica y filosofía del Seminario Tridentino de dicha capital, doctor y dos veces rector de la Universidad, examinador sinodal, calificador de la Inquisición, cura del Real de Pachuca y de la parroquia de San Miguel de México, provisor de indios, canónigo penitenciario, chantre deán electo de la metropolitana. Murió contagiado de la peste llamada matlazahuatl el año 1737”. Beristáin (Toribio Medina 1989: III, 324).

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vantes5 (Catálogo… 1992: 510-528); pero los otros tres, que por título abreviado llevan: El corazón rey y rey de los corazones…,6 dedicado a Felipe V; Lágrimas de la regia azucena…7 a María Bárbara de Portugal; y Vid fecunda en la vida al copioso riego del Cielo…8 a María Amalia de Sajonia, son de la autoría de Cayetano Cabrera y Quintero según consta en las respectivas portadas. Los bibliógrafos Eguiara y Beristain son las fuentes de la mayor parte de la información conocida sobre este autor que fue distinguido en el mundo literario de su época como poeta latino y castellano.9 En la actualidad quien más ha estudiado a este personaje y a su obra, una buena parte de la cual quedó manuscrita, es Claudia Parodi. En los catálogos elaborados por Parodi (1976) y Lia Coronati (1988) se registran, efectivamente, como manuscritos: El corazón rey y rey de los corazones…10 y Vid fecunda… (1976: LXVI-LXVII), pero no se consigna la existencia de Lágrimas de la regia azucena… En el prólogo a su edición crítica de las piezas dramáticas de Cabrera, Parodi reconoce el éxito que tuvo este como autor de obras “de carácter laudatorio y circunstancial”; su primera publicación, fechada en 1723, El himeneo celebrado, le fue solicitada por el cabildo de la Ciudad de México para aclamar el matrimonio de la princesa Luisa Isabel de Orleans con el príncipe de Asturias, el malogrado Luis I (1976: XVII), hijo de Felipe V. A esta obra se le irían sumando muchas más: “Con el objeto de dar la bienvenida a los virreyes y arzobispos en turno, o para festejar la canonización de santos, las 5 “Natural de México, colegial del de San Juan de Letrán, donde a los 18 años fue catedrático de Filosofía. Ya pasante teólogo, y examinador de esta facultad en su colegio, lo incorporó en su familia el año de 1787, el Exmo. Sr. Flores, virrey de la N.E., y le colocó en una de las oficinas de la Real Hacienda, donde desempeñó varios destinos con honor y celo. Fue secretario de la intendencia de ejército acantonado en Jalapa el año 1807, y su contador, y hoy es de la renta de la lotería de México”. Beristáin (Toribio Medina 1989: VII, 500). 6 AGN, Inquisición, vol. 918, exp. 22. 7 AGN, Inquisición, vol. 1509, exp. 3. 8 AGN, Inquisición, vol. 1009, exp. s/n. 9 Natural de la Ciudad de México, presbítero secular de su arzobispado, tan pío como laborioso, y tan erudito en las ciencias sagradas como en las letras profanas. Fue colegial del Seminario Tridentino, y capellán maestro de pajes del Exmo. virrey y arzobispo D. Juan Antonio Vizarrón. Fomentó con su celo y con su ejemplo la academia de S. Felipe Neri, e incansable en los ejercicios eclesiásticos y en los trabajos literarios, murió después del año de 1774 (Beristáin 1819: I, 205). 10 Tanto Eguiara como Beristáin también dan noticias de este manuscrito (Sardiñas 1997: 9).

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autoridades del Cabildo de México, los arzobispos y los inquisidores, le encargaron un buen número de arcos triunfales […] También es autor de piras y discursos fúnebres”, de obras premiadas en certámenes literarios y de panegíricos a diversas personalidades de la época (Parodi 1976: XVII-XVIII). Ahora bien, sabiendo que la literatura circunstancial está sujeta a un protocolo ceremonial, a una intención legitimadora y apologética, a un estilo ingenioso e hiperbólico, lo que nos interesa analizar aquí es la manera en la que el poeta debía elaborar el panegírico del personaje difunto, una vez que era contratado por las autoridades inquisitoriales para que fuera el portavoz de un mensaje institucional y oficial que debía ser transmitido de manera clara a unos espectadores que conocían poco a esos reyes, reinas y príncipes, perpetuamente ausentes, pero que tanto en la vida como en la muerte debían servir de ejemplo a sus súbditos trasatlánticos. El poeta, por tanto, tenía una doble misión: transmitir un mensaje político-moral y comunicarlo de tal manera que fuera claro y creíble, es decir, que lograra persuadir a los espectadores de que eran súbditos de la mejor monarquía y que sus virtuosos gobernantes eran dignos de toda su admiración. Para conseguir lo anterior, el ejercicio poético de una obra de circunstancia debía suponer varias etapas, que no están descritas en ningún manual. En primer lugar, el poeta tenía la obligación de conocer la vida del difunto: sus triunfos y derrotas, los avatares de su vida, sus características físicas y morales, su historia y situación familiar, etc. En segundo lugar, debía excitar su ingenio para idear un símbolo o alegoría que representara su virtud más representativa. A continuación debía ser capaz de ligar los pasajes de la vida del difunto con virtudes relacionadas con la principal. Enseguida debía discurrir un programa iconográfico que, mediante imágenes o emblemas, reprodujera la alegoría o símbolo escogido en múltiples variantes que reflejaran diferentes aspectos de una misma virtud. Después debía buscar inspiración en fuentes iconológicas o emblemáticas para el diseño de las pinturas y estatuas que adornarían el aparato arquitectónico. Posteriormente tendría que rastrear frases bíblicas o de autoridades tanto religiosas como profanas para servir de motes que coadyuvaran a establecer un vínculo entre la alegoría o símbolo escogido, las imágenes o emblemas imaginados, y las virtudes concretas del personaje laureado. Más adelante tendría que glosar en diversas estructuras poéticas –epigramas, sonetos, décimas, octavas, liras y endechas, como era lo común– las circunstancias particulares de la vida del homenajeado, ejemplificando la relación entre la alegoría o símbolo, la imagen o emblema y la vir-

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tud aplicada en una situación concreta y, por último, tendría que elaborar la versión del conjunto. Como las virtudes que se pueden atribuir a una persona –incluso a un rey– son limitadas, era el ingenio del autor el que le daba ese toque de originalidad al panegírico que permitía que la alabanza de un monarca no fuera idéntica a la de otro. También podía suceder que el autor tuviera que ingeniárselas para convertir vicios o defectos en virtudes. Por supuesto, las virtudes que debían caracterizar a un rey eran distintas a las que se le atribuían a una reina, pues el papel que jugaban era muy diferente. Morales Folguera señala que para el caso de la Nueva España, las virtudes que más se representaron en las estatuas que solían adornar las piras o túmulos, eran las teologales y las cardinales, y muy esporádicamente otras como la urbanidad, el celo, la liberalidad, la sinceridad, la frugalidad, la mansedumbre o la concordia; y la fuente obligada de todas estas alegorías era la Iconología de Ripa. Por su parte, en las pinturas o emblemas se representaban virtudes a partir de motivos religiosos, mitológicos o profanos, entre ellos, elementos tomados de la naturaleza, como animales, plantas, los cuatro elementos o los planetas (1989: 5-8). Para ejemplificar el ejercicio literario mediante el cual un poeta construía el panegírico que se le había encomendado, nos centraremos en el caso de El corazón rey y rey de los corazones…, cuyo túmulo, una estructura de tres niveles, dedicado a Felipe V,11 se erigió en febrero de 1747 en el convento y templo de Santo Domingo de la Ciudad de México, pese a que el rey había muerto desde julio del año anterior, hecho que nos recuerda el retraso con el que llegaban a América hasta las noticias más importantes. De las tres “écfrasis” de Cayetano Cabrera y Quintero, esta es la única que ha sido publicada, pues en 1997 José Miguel Sardiñas preparó una edición crítica del documento, en la que incluye una descripción del túmulo que hiciese un contemporáneo de los sucesos, fray Joseph Puzere (1997: 41-47). Los objetivos políticos y morales de las exequias quedan saldados desde la primera inscripción latina, donde, como era lo común, se increpa al viajero o 11 Duque de Anjou, segundo hijo de Luis, delfín de Francia y María Ana de Baviera. Nació en Versalles en 1683 y murió en Madrid en julio de 1746. Primer monarca de la casa de los Borbones en España tras heredar el trono de su tío abuelo Carlos II, último rey de la casa de los Austrias. Reinó durante dos períodos, de 1700 a 1724, fecha en la que abdicó en favor de su hijo, Luis I, y de 1724, año en que reasumió la corona tras la muerte de este, hasta su propio deceso.

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al curioso a que se detenga a contemplar el espectáculo de la muerte que logró abatir a un rey poderoso, pero se le invita también a que no se engañe, porque este la venció perpetuándose en su sucesor, asegurando así la continuidad de sus virtudes y de la monarquía. Cabrera parece conocer algunos aspectos de la vida de Felipe V, pues en la introducción alude a las campañas bélicas de su juventud que le valieron el mote de “El Animoso”, y a un defecto físico que su deceso dio a conocer: que su corazón tenía una forma insólita, pues “se halló hendido, y con un hueco tan extraño, que cabía un pulgar dentro de él” (1997: 17); sin embargo, de las 21 empresas que adornaron el túmulo, solo en unas cuantas se refiere a hechos concretos de la vida del monarca: en la 1 y 2, que habla de su abdicación y retorno al trono; en la VIII, XX y XXI que refieren la extraña forma de su corazón; en la XI, que celebra su labor en pro de la cultura de España al haber creado y protegido “las reales bibliotecas […] sociedades, academias y otros congressos litterarios”;12 y en la XVI, donde sugiere que el rey le tenía miedo a la muerte, como atestiguan varios historiadores, que señalan que este miedo fue más acucioso a raíz del fallecimiento de su primera esposa. Las demás empresas se limitan a describir actitudes generales respecto a la guerra, el gobierno y la vida espiritual, que podrían aplicarse a cualquier monarca. Por otro lado, Cabrera acierta al escoger como alegoría rectora del programa iconográfico del túmulo aquello que resultó ser lo más admirable de Felipe V: su extraño corazón. El simbolismo del corazón se enlaza con el de León, símbolo de España, que alude al valor y a la fuerza en las batallas; y sustenta esta relación en la autoridad de Cornelio Alápide, quien emparenta la etimología hebrea de ambos términos. De este modo, junto con la alegoría principal, el poeta asienta las virtudes que considera más representativas del monarca, atribuyéndole a una insólita deformidad física cualidades morales: ser todo corazón, “que todo fue corazón su Magestad” y tener fortaleza de ánimo. Esto le permite sentar las bases tanto de un programa iconográfico coherente cuyo eje es la imagen del mencionado órgano, así como desdoblar un conjunto de virtudes que se le atribuyen a quien posee “un gran y recto corazón”, como la prudencia, la cautela, la generosidad, la fortaleza, el valor, la benevolencia, la nobleza, la amabilidad y la sabiduría, según la opinión del mismo Alápide y de Plinio, autores en quienes se apoya. Estas virtudes “deri-

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Felipe V fundó las Reales Academias de la Historia y de la Lengua.

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vadas” y la variedad de imágenes dedicadas al corazón que se les enlazan son las que le dan forma al programa iconográfico. Sin embargo, las virtudes que Cabrera le atribuye a Felipe V no le son necesariamente propias, pues pueden aplicársele a cualquier persona: como la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza que, como ya se dijo, eran muy utilizadas en las exequias novohispanas. Junto a estas, se mencionan además la sabiduría (empresa XIV) y la erudición literaria (empresa XI), la verdad y la misericordia (empresa XII), el sufrimiento y la paciencia (empresa XIII), la magnanimidad en las empresas militares y políticas, y la protección de sus súbditos peninsulares y americanos (empresa XV), el valor y el temor de Dios (empresa XVI), la santa indiferencia y la conformidad con la voluntad divina (empresa XVII) y la alabanza a Dios (empresas XVIII-XXI). Otras virtudes solo son sugeridas, como la humildad, manifiesta en su renuncia al trono (empresa I) y en la aceptación de la voluntad divina de volver a él tras la muerte de su hijo (empresa II), la religiosidad que guiaba todos sus actos (empresa III), la fortaleza (empresa IV) y la paciencia para soportar las pruebas divinas (empresa V), el valor en la adversidad y en la guerra (empresa VI), la inquebrantable confianza en Dios (empresa VII), y la impasibilidad y la prudencia (empresa IX), aunque hay algunas otras difíciles de clasificar (empresas VIII y X). Si bien es cierto que todas ellas pudieron ser efectivamente virtudes de Felipe V, representan más bien las que cualquier súbdito esperaría que practicara su monarca, por eso cabe contrastar lo que se dice en el panegírico con otras fuentes, pues así podríamos averiguar hasta dónde el autor contratado por una institución que formaba parte del poder real conocía efectivamente la vida de su monarca, hasta dónde se veía obligado a embellecer la verdad, y hasta dónde se basa en modelos de la monarquía ya instituidos, o acaso, prefería hablar de virtudes genéricas sin comprometerse. Los biógrafos y estudiosos del reinado de Felipe V no se ponen de acuerdo sobre su carácter ni sobre sus virtudes y defectos; por un lado le reconocen haberse mostrado esforzado y animoso en las batallas de su juventud, y ya como gobernante le reconocen haber modernizado a España con reformas a la administración pública, la economía, la milicia, la educación, la cultura y las artes, etc., por otro sugieren que el rey padecía de alguna enfermedad mental, pues era propenso a caer en melancolías, sufrir escrúpulos de conciencia y temer excesivamente la muerte, lo que lo sumía en la apatía, la indiferencia y el aislamiento que lo hacían negligente en el gobierno.

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Una fuente posterior al túmulo mexicano, fechada en 1779 y escrita por otro novohispano: don Francisco Xavier Conde y Oquendo, prebendado de Puebla, nos muestra un retrato de Felipe V muy parecido al que dibuja Cabrera. Se trata de un discurso titulado Elogio a Felipe V…, premiado nada menos que por la Real Academia Española de la Lengua, fundada precisamente por este monarca. El Elogio… le reconoce virtudes militares y políticas, las cuales podríamos resumir así: valentía (nada lo acobarda), fortaleza (nada lo abate), lealtad, solidaridad (luchó a la cabeza de sus tropas y compartió con ellas todas las penurias), prudencia, protección, denuedo, firmeza, constancia, justicia, clemencia (con los enemigos vencidos), gallardía, paciencia, erudición, sabiduría, compasión (escribe las injurias en agua), modestia (sordo a la adulación y la lisonja, no hizo alarde de sus glorias), confianza, serenidad, dulzura, mansedumbre, bondad, humildad, timidez, heredó glorias pero supo cosechar las propias, enemigo de la vanidad, el lujo y la mentira, vencedor de sí mismo, muy humano, padre amoroso con su pueblo, escrupuloso, solitario y temeroso de la muerte. Como podemos ver, muchas de las virtudes propuestas por Conde y Oquendo expresan en positivo lo que los historiadores asumen como negativo, y en lo general son muy similares a las que plantea Cabrera y Quintero, de modo que podríamos concluir que, ya sea que reflejen el carácter moral del monarca, o la visión que los novohispanos tienen de sus gobernantes ausentes, las dos obras responden a un sistema literario apologético altamente codificado y plenamente asumido por los poetas que abordan temas de circunstancia. La alegoría elegida por Cabrera como eje del túmulo se desarrolla en múltiples variantes en las imágenes de los 21 emblemas que hacen alusión a las virtudes mencionadas: un corazón en el que están un trono y unas escaleras (empresas I y II), un rey que manipula una rueda perpendicular que eleva hacia el cielo un corazón (empresa III), un corazón que le disputa a Leo su lugar en el zodiaco (empresa IV), un corazón ardiendo en una fragua junto a metales preciosos (empresa V), un campo de batalla al que se le opone como único escudo un corazón (empresa VI), un corazón preso sobre un áncora sostenido por un brazo navegando en medio de las turbulentas aguas del mar (empresa VII), un brazo que empuña un corazón que aparta las aguas del mar (empresa IX), un corazón alado que eleva sus ojos hacia el cielo (empresa X), un corazón que bate sus alas sobre unos libros abiertos (empresa XI), un corazón en cuyas alas se lee “Misericordia” y “Verdad” (empresa XII), un

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corazón oprimido en una prensa manejada por un brazo (empresa XIII), un joven que en el tálamo nupcial tiende una mano a su esposa y en la otra trae un corazón (empresa XIV), un corazón que protege con sus alas dos mundos (empresa XV), un corazón clavado de sus alas en una cruz con una calavera (empresa XVI), un corazón embarcado (empresa XVII), un corazón entre instrumentos musicales (empresa XVIII), un corazón que suple la cuerda de una cítara (empresa XIX), un corazón destrozado sobre una lira (empresa XX) y un corazón sobre un órgano (empresa XXI). La Enciclopedia de emblemas españoles ilustrados (1999) solo registra 11 ejemplos que hicieron uso de este motivo, algunos con elementos parecidos: corazones alados, con un áncora, sostenidos por una o varias manos, atravesados por clavos, en llamas, etc.; pero ninguno como los que describe Cabrera, por lo que podemos suponer que, tomando como referencia varias fuentes, ideó un original grupo de imágenes, aunque este motivo ya había sido desarrollado ampliamente en el siglo anterior en Emblematum sacrorum prima[-secunda] pars: das ist, fünfftzig geistlicher in Kupffer gestochener Emblematum ausz der H. Schrifft von dem süssen Namen vnd Creutz Jesu Christi, erster[-ander] Theyl de Daniel Cramer (1624), Schola cordis de Van Haeften (1635), reeditada varias veces, Cardiomorphoseos sive ex corde desumpta emblemata sacra de Francisco Pona (1645) y se aborda también en el apartado sobre el corazón del Libro dedicado a las partes del cuerpo del Mundo simbolycus de Picinelli, obra ampliamente difundida en la Nueva España que muy probablemente le sirvió de fuente al panegirista novohispano. Por su parte, la principal fuente de los motes latinos es la Biblia, en especial, el libro de los Proverbios: 3,3: “Que nunca te abandonen la buena fe y la lealtad: átalas a tu cuello, escríbelas sobre la tabla de tu corazón”; 3,5: “Confía en el Señor y de todo corazón y no te apoyes en tu propia inteligencia”; 17,3: “Hay un crisol para la plata y un horno para el oro, pero el que prueba los corazones es el Señor”; 21,1: “El corazón del rey es una corriente de agua en manos del Señor: él lo dirige hacia donde quiere”. El Eclesiástico 2,2: “Endereza tu corazón, sé firme, y no te inquietes en el momento de la desgracia”; 49,4: “dirigió su corazón hacia el Señor, y en tiempos impíos afianzó la piedad” y 51,28: “Participad de la instrucción con una gran suma de dinero, que mucho oro adquiriréis con ella”. El Eclesiastés: 1,17: “Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu”; 2.20: “Volvió, por tanto, a desesperanzarse mi corazón acerca de todo el trabajo en que me afané, y en

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que había ocupado debajo del sol mi sabiduría”; y Salmos 83,6: Un mote está tomado de Picinelli, uno de la Eneida de Virgilio, uno de las sátiras de Juvenal y hay ocho más que nos falta identificar. Aunque la investigación que describimos aquí apenas comienza, podríamos adelantar algunas conclusiones preliminares, afirmando que este túmulo ideado por Cabrera y Quintero cumplió, al menos desde la intención y la propuesta del autor, con los objetivos que se le exigían a este tipo de obras, y que siguió una a una las fases que suponemos debía seguir todo panegirista: aprovechó bien los pocos o muchos conocimientos que tenía de Felipe V, escogió una alegoría poco explotada en la Nueva España y supo vincularla a lo que consideró lo más singular del difunto; tuvo la habilidad de hilar con la principal unas cuantas virtudes que, reales o imaginadas, relacionó con vagos hechos de la vida del rey; ideó un vistoso y al parecer original programa iconográfico que, como en un juego de espejos, desdobló imágenes y virtudes; se inspiró en diversas fuentes para el diseño de los emblemas y recurrió a la Biblia como fuente principal de las sentencias que entrelazaron imágenes y virtudes, glosó en diversas estructuras poéticas la relación entre alegoría, virtud, aplicación y mote; y elaboró la écfrasis del conjunto, misma que para nuestra fortuna se conservó manuscrita en el “expediente de exequias” que venimos analizando, y se publicó de manera reciente otorgándole un lugar en la todavía en construcción bibliografía novohispana. ¿Se repitió este autor a sí mismo? ¿Atribuyó las mismas virtudes a otros personajes? El análisis de este manuscrito nos sugiere estas y otras preguntas que esperamos poder responder mediante el cotejo de El corazón rey y rey de los corazones… con las otras obras de Cayetano Cabrera y Quintero aquí mencionadas.

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la dirección del ilustrísimo y reverendísimo señor don Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, del Consejo de su majestad, Inquisidor mayor y electo obispo de la Nueva Vizcaya, don Cayetano de Cabrera, presbítero de este arzobispado, notario de este Santo oficio, Revisor, expurgador de libros. Año de 1747, 28 de febrero. Documento incluido en el expediente titulado: “Autos que se formaron sobre las honras que celebró el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de esta Nueva España, en la iglesia del real convento de Santo Domingo de esta ciudad, por el rey nuestro señor don Felipe V, y lutos que se dieron a los ministros oficiales de esta Inquisición. Cuaderno de la relación de las honras que hizo este Santo Oficio (en verso) fojas 387 a 391. Otro cuaderno (también en verso) “El corazón rey y el rey de los corazones”, fojas 405 a 415”. AGN, Inquisición, vol. 918, exp. 22. — (1759). Lágrimas de la regia azucena, las que en la muerte de su amada consorte, la señora doña María Bárbara de Portugal exprimió como real lilio y flor de lis el señor, don Fernando VI, el justo, rey de las Españas y emperador de las Indias y las que a su fidelísimo ejemplar, vertió por su patrona fidelísima el Santo Oficio de la Inquisición y Tribunal de la fe en la Nueva España; describíalas por su encargo y precepto, don Cayetano de Cabrera y Quintero, presbítero del Arzobispado de México. Documento incluido en el expediente titulado “Autos hechos sobre todo lo que se hizo y practicó por este Santo Tribunal, con motivo de la muerte de su majestad la reina, nuestra señora, doña María Bárbara de Portugal, así en razón de la demostración de lutos, como del pésame al señor virrey y exequias que se celebraron en el real convento de Santo Domingo. México”. AGN, Inquisición, vol. 1509, exp. 3. — (1761). Vid fecunda en la vida, al copioso riego del Cielo, y en su muerte al represado llanto y sentimiento de su amantísimo consorte el señor don Carlos III, rey de las Españas y emperador de las Indias, al de sus clarísimos hijos y fidelísimos vasallos; nuestra reina y señora doña María Amalia de Sajonia, a cuya tierísima memoria, reverente como obsequioso, el Santo oficio Tribunal de la Inquisición de la Nueva España, tributaba las debidas exequias en regia pompa funeral el 23 de julio de 1761. Discurríala por su superior orden y encargo, don Cayetano de Cabrera, quien la permite a la pública luz y la dedica al mismo Tribunal del Santo Oficio y señores inquisidores: Licenciado don Joaquín de Arias Urbina y Doctor don Tomás de Cuber y Linían, del Concejo de su majestad en el de la Suprema Inquisición, etc. Documento incluido en el expediente titulado: “Autos hechos sobre todo lo que se hizo y practicó por este Santo Tribunal, con motivo de la muerte de su majestad la reina nuestra señora doña. María Amelia de Sajonia, así en razón de la demostración de lutos como en el pésame al señor virrey, y exequias que se celebraron en el real convento de Santo Domingo, en virtud de carta de su alteza. Elogio fúnebre que hizo por orden del Tribunal de la Inquisición don Cayetano de Cabrera en las fojas 4 a 19. México”. AGN, Inquisición, vol. 1009, exp. s/n.

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MOTOLINÍA Y SU DISCURSO SOBRE EL MATRIMONIO INDÍGENA: LEY Y RAZÓN NATURAL

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INTRODUCCIÓN El encuentro con alguien o algo desconocido siempre ocasiona extrañeza, curiosidad y, sobre todo, necesidad de verbalizarlo, de describirlo y asimilarlo con algo que sea familiar para poder comprenderlo. Esto sucedió en gran escala cuando los europeos descubrieron América, hacia finales del siglo XV y principios del XVI, y se volvió aún más complejo cuando estos emprendieron la colonización y evangelización de los pueblos americanos. Es sabido que los españoles emplearon distintas estrategias lingüísticas para comprender y designar las cosas que el nuevo continente les ofrecía; desde las primeras relaciones escritas al propósito, los exploradores y conquistadores hablan de gallinas, frutos o vinos “de las indias”, cuentan de ciudades que son “como Granada” o “Sevilla” y comienzan a adoptar palabras nativas para designar nuevas realidades. Sin embargo, no es lo mismo describir un objeto, un paisaje o un vestuario que elegir las palabras adecuadas para referirse al orden social, la cultura o los saberes de los pueblos descubiertos. Es entonces cuando la extrañeza puede derivar fácilmente en la incomprensión de aquello que es descrito o, para quienes no han sido testigos, de la imagen que quien testimonia se hizo del asunto. En este ámbito histórico una de las cuestiones más discutidas ha sido la de la humanidad y racionalidad del indio americano. El encuentro y la convivencia con gentes tan diferentes en una situación de conquista, colonización y evangelización provocaron numerosas noticias sobre la naturaleza de los indígenas americanos, mismas que motivaron, además de intereses colonialistas, discusiones sobre lo que es el ser humano, sus derechos como sociedad particular y de las relaciones que debían establecerse entre los pueblos. Parcialmente considerados, esta problemática ha generado la llamada “leyenda negra sobre la conquista”. Consideramos pertinente volver sobre estos temas tanto porque ellos afectan el recuerdo que nuestras naciones americanas con-

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servan y promueven de aquel hecho originario como porque, quizá, ello pueda aportar alguna orientación en medio del contacto intenso entre individuos de diversas naciones que actualmente acontece. El estudio de temas como este requiere, en primer lugar, de una consideración cuidadosa de los conceptos fundamentales implicados en los discursos con el fin de proyectar el contexto filosófico-antropológico que les dio origen y otorga significado. Esto es necesario porque actualmente o bien algunos de estos conceptos han restringido su significado o bien son conceptos que normalmente no relacionamos entre sí. Lo que nos proponemos es comprender algunos detalles de la imagen que los españoles se formaron de los pueblos americanos, la revisión que de sus propios conceptos hubieron de realizar para incluir lo diferente y las relaciones de poder que a partir de todo esto se generaron. Como un primer acercamiento al problema, este trabajo se propone exponer el significado de algunos conceptos básicos implicados en los pronunciamientos sobre la racionalidad de los indígenas hacia los albores de la colonización, atendiendo especialmente a la relación que en la época se establecía entre la racionalidad humana y las nociones de ley natural y dominium. Ello permitirá considerar uno de los argumentos filosóficamente más fuertes a favor de los indígenas, a saber, el de que estos conocían y practicaban la ley natural. Este argumento va más allá de una defensa del vencido motivada por algún sentimiento humanitario, pues implica temas como el de la legitimidad de la colonización y el de la validez de las leyes del mundo prehispánico aún después de la conquista; es por eso que su aplicación repercute en asuntos cotidianos y delicados como el del matrimonio y el de las leyes que lícitamente podían imponerse a los indígenas. Rastrearemos el sentido de tales nociones en la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino y veremos la aplicación que de estas realiza el franciscano Toribio de Benavente Motolinía (+ 1569) en sus Memoriales, libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella cuando trata especialmente del matrimonio indígena. Aludiremos cuando sea pertinente al testimonio de otros autores de la época para redondear el presente análisis, pero hemos preferido centrar nuestra atención en este franciscano porque fue uno de los primeros misioneros que llegaron a la Nueva España (1524) y tuvo una larga experiencia con los indígenas que habitaban la Nueva España, los nahuas mexicas, aunque en ocasiones ofrece noticias sobre los tarascos de la zona conocida hoy como Michoacán e incluso sobre los mayas de Guatemala.

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ANTECEDENTES Desde los primeros años que siguieron al descubrimiento de América se escribieron informes sobre las gentes de este continente; en ellos se resalta su manera de ser tan diferente pues si bien su forma era la de un ser humano llamaban la atención sus vestidos, sus casas, su organización social, su religiosidad y su manera de conducirse ante los extranjeros. Algunas de las costumbres indígenas como los sacrificios humanos, la antropofagia e incluso la fealdad de sus estatuillas religiosas, motivaron que los indígenas fueran calificados como “bestiales”, “brutos” o “bárbaros”. Sin embargo, no faltó quien por el contrario afirmara que los naturales de América, particularmente los habitantes de la Nueva España, eran los seres humanos más virtuosos debido a su organización social, su mansedumbre y su moralidad. Que los primeros exploradores hablaran de los habitantes de este continente como de nuevos súbditos para el rey, que los españoles se ocuparan en reflexionar sobre la licitud de la guerra de conquista y que el clero procediera a la evangelización desde su llegada nos muestra claramente que no se dudaba de la humanidad del habitante de estas tierras. Cuando alguien afirmaba que este era o se comportaba como animal, podríamos decir que había en ello, bien es cierto, el deseo de justificar su explotación sin restricciones y bastante desprecio de por medio, pero generalmente esta afirmación se originaba en las diferencias que existían entre el orden social indígena y el de la civilización europea cristiana. Una lectura cuidadosa deja ver que en casi todas las crónicas de esos primeros años, el indígena parecía más bestial o primitivo en la medida en que sus costumbres o apariencia diferían de las del conquistador, mientras que era descrito como más humano e inteligente si tenía cosas parecidas a las de los europeos o bien si mostraba habilidad para adquirir una forma de vida española y cristiana. El encuentro con hombres cuya apariencia y acciones eran lo suficientemente extraños como para poner en duda su civilidad, no podía más que motivar opiniones desfavorables. Sin embargo, quienes mayor trato tuvieron con los naturales de América pronto se percataron de que gran ciencia es saber la lengua de los indios y conocer esta gente, y los que no se ejercitasen primero a lo menos tres o cuatro años no deberán hablar absolutamente en esta materia, y por eso permite Dios que los que luego vienen de España quieren dar nuevas leyes, y seguir sus pareceres, y juzgar y condenar a los otros y tenerlos en poco (Motolinía 1971: 124-125).

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Según esta afirmación del franciscano Toribio de Benavente Motolinía, solamente un mayor trato con los indígenas y el manejo de su lengua harían manifiesta la verdadera naturaleza del indio y lo que podía esperarse de él. En este contexto, el franciscano debate contra quienes afirman que los indígenas no eran capaces de comprender la doctrina cristiana y contra quienes, por tal prejuicio sobre su capacidad racional, querían imponerles leyes como si ellos no hubieran tenido antes alguna ley justa y válida. Como este franciscano, varios personajes intentaron considerar a los indígenas en su justa medida, indagando y dejando por escrito importantes noticias sobre el universo prehispánico y las habilidades que estos mostraban dentro de la sociedad colonial. Aunque todo esto siempre fue considerado según un marco conceptual escolástico y de acuerdo con la empresa colonizadora, surgieron enconadas defensas del indio, revaloraciones del orden social prehispánico y lamentos por la destrucción de algunas de sus costumbres antiguas. Esto explica en parte que en los escritos de la época –y no pocas veces en los de un solo autor– encontremos ataques y defensas del indígena, valoraciones negativas del mundo prehispánico y añoranza por lo que ha sido destruido con la conquista. La naturaleza del indio según tales textos no es muy definida: es casi un animal y un ser humano, es primitivo pero con una cultura refinada, su civilización debe ser destruida para construir sin obstáculos el nuevo orden colonial pero algunos de sus elementos culturales pueden ser aprovechados para ello… Esta ambigüedad, surgida de la complejidad misma de las sociedades autóctonas, provocó que los españoles batallaran para encontrar las mejores maneras de describir su naturaleza, para determinar sus derechos y para imponer su modo de vida y su dominio a los vencidos.

RAZÓN NATURAL, DOMINIUM Y LEY NATURAL El tema de la racionalidad del indígena está expuesto de tal manera en los discursos de la época que siempre se comienza argumentando sobre la racionalidad del indígena y la naturaleza de sus sociedades para terminar discutiendo sobre la legitimidad de la guerra de conquista y el gobierno sobre estas tierras, o viceversa. Uno de los conceptos que nos pueden ayudar a comprender estas conexiones es el de dominium, el cual tiene que ver tanto con el gobierno (política) como con la virtud (moral): si se afirmaba que alguien no era suficientemente racional se aceptaba también que no era capaz de domi-

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nio, esto es, que no era capaz de gobernarse a sí mismo ni, por consiguiente, de detentar el poder sobre otros. Por eso, a la pregunta jurídica de si los indios eran dueños legítimos de sus tierras y del gobierno, correspondía (en el ámbito ético y antropológico) la pregunta de si los indígenas eran dueños de sí mismos, esto es de si tenían dominio sobre sus actos, vivían la ley natural y eran capaces de virtud. La relación entre una y otra cuestiones consiste en que si los indígenas eran racionalmente incapaces no solo no eran aptos para regirse a sí mismos, sino que era necesario que alguien más capaz los gobernara y condujera hacia una mejor condición. Podemos constatar estas conexiones en los discursos declarados durante la polémica de Valladolid (1550-1551), la más famosa y estudiada sobre estos temas, donde Juan Ginés de Sepúlveda (1996: 83) afirmó que por ley natural “lo perfecto debe imperar y dominar sobre lo imperfecto, lo excelente sobre su contrario” y por consiguiente: a estos bárbaros [los indígenas americanos] contaminados con torpezas nefandas y con el impío culto de los dioses, no sólo es lícito someterlos a nuestra dominación para atraerlos a la salud espiritual… sino que se los puede castigar con guerra todavía más severa (Sepúlveda 1996: 117) .

Podemos observar en estas pocas palabras la estrecha relación establecida entre la racionalidad del indio y los temas de la legitimidad de la guerra de conquista, colonización e imposición del Evangelio. La cuestión es que si se determinaba que los indígenas no poseían una adecuada o suficiente racionalidad, la consecuencia lógica sería que incluso se les hacía un favor dominándolos pues así se les podía hacer mejores personas: quitándoles sus costumbres equivocadas e imponiéndoles un orden social mejor, del cual ellos por sí solos no eran capaces. Notemos además que para el humanista español la religión cristiana es la mejor (salud espiritual), junto a ella cualquier otra religiosidad es inferior, por lo que incluso se haría un favor a los indios al dominarlos, castigarlos por sus “torpezas” y cristianizarlos. En las líneas precedentes tenemos otra de las nociones que estaban íntimamente relacionadas con la racionalidad, la de la ley natural, concepto que encontramos reiteradamente en los discursos novohispanos. Según Motolinía los indígenas usaban el derecho natural, e no tenían depravado ni ofuscado el seso natural, que así en esto como en todo lo que es contra los diez mandamientos de Dios,

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se tenía ser malo y había leyes e prohibiciones y castigos contra los homicidas y contra los que hurtaban y contra otros muchos vicios y pecados (Motolinía 1971: 321).

Esta frase revela, además de un reconocimiento a la racionalidad del indígena, el nexo que en el pensamiento de aquella época se establecía entre la razón humana y la ley natural, así como algunas de sus notas características que conviene explicar con mayor detalle. Según la tradición cristiana, todo había sido creado de acuerdo con un orden y concierto divino, a eso se llamó ley eterna divina. Los hombres podían alcanzar a conocer una parte de ese orden si usaban correctamente su razón natural, esa parte era conocida como ley natural. Por otro lado, Dios revelaba a los hombres alguna otra parte del orden eterno a través de los profetas y la tradición, lo cual conformaba la llamada ley divina positiva que, según el cristianismo de la época, estaba contenida en el Evangelio y otros documentos de la tradición cristiana. Las leyes humanas, o ley positiva, eran las que los hombres establecían para regirse en una comunidad determinada y su justicia dependía de que esas leyes fueran acordes con la ley natural. Según estas distinciones –expuestas por santo Tomás de Aquino (Aquinatis 1952: 1ª 2ae, q. XC-C) y ampliamente aceptadas en la época– tenemos que la ley natural es universal y cualquier ser humano puede llegar a su conocimiento mediante el uso correcto de la razón natural, aunque desconozca el Evangelio y no pertenezca a la tradición judeocristiana. Estas afirmaciones concordaban con lo dicho en la Biblia por san Pablo (Rom. II, 14-15): “los gentiles, guiados por la razón natural, sin ley cumplen los preceptos de la Ley” pues recordemos que la escolástica se concebía a sí misma, en gran medida, como una clarificadora del mensaje evangélico. La ley natural consiste en los principios generales y universales de conducta, por lo que se refiere e incluye tanto el ámbito de la moral como el político-social (como antes decíamos de la noción de dominium). El primer principio fundamental de ley natural consiste en que todo ser humano está inclinado a procurar el bien y evitar el mal. De este se originan los demás preceptos de ley natural, los cuales están orientados a la preservación de la vida (como la inclinación a vivir en sociedad, a cuidar y educar a los hijos, etc.) y a la búsqueda del fin natural de las cosas. Como tales principios son muy generales, se tiene la necesidad de modificarlos para aplicarlos a los casos particulares. Es así como surgen algunos preceptos de ley natural más especí-

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ficos (las normas morales) y las leyes de los hombres, es decir, la ley positiva de cada pueblo. Dejando de lado el asunto de que pueda haber leyes contrarias a la ley natural y por eso injustas; debemos apuntar que para estos autores las leyes de los pueblos, de cualquier pueblo, son válidas y justas en la medida en que concuerden o se basen en la ley natural. Esto significa que procurar el bien y evitar el mal puede lograrse de diversas maneras: se puede convivir pacíficamente y practicar las virtudes tanto en un sistema legislativo que proteja la propiedad privada como en uno que establezca la comunidad de bienes. Esto conduce a la aceptación de que la sola diferencia entre los pueblos o entre las leyes de una sociedad y otra no es argumento suficiente para concluir que una de ellas es justa y la otra no, ni para afirmar que solamente una de ellas se basa en la ley natural o conviene a los hombres de razón. Matices teóricos como estos hicieron posible el reconocimiento y aceptación de la diversidad cultural por parte de los misioneros en la Nueva España; aunque como veremos ello ocasionó no pocos conflictos a la empresa colonizadora. Resaltemos por lo pronto que la ley natural obliga más y es superior a las leyes de cualquier pueblo porque puede ser conocida por el solo uso de la razón natural, es la misma para todos los hombres y es el fundamento de la ley positiva humana. El problema con esta afirmación es su consecuencia: si las leyes de los pueblos indígenas eran justas entonces debían respetarse aunque fueran muy distintas a las leyes de los europeos. Por otra parte, puesto que la ley natural está al alcance de todo ser humano hay mayor obligación hacia ella que hacia cualquier otra, como la ley positiva divina que solamente obliga a quienes la conocen; lo que tiene como consecuencia que los indígenas no podían ser condenados por practicar su religiosidad, aunque se hacía urgente darles a conocer el Evangelio. A fin de cuentas, el resultado sería que en la medida en que los indios hubieran tenido buenas leyes en sus sociedades prehispánicas y en que pudieran asimilar el Evangelio, se podía afirmar que poseían una buena capacidad racional e incluso que eran capaces de gobernarse y legislarse a sí mismos.

LOS INDÍGENAS NAHUAS SIGUEN LA LEY NATURAL Motolinía reconoce que “en las provincias de México y Tezcoco […] usaban el derecho natural, e no tenían depravado ni ofuscado el seso natural” lo cual

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significaba, de acuerdo con lo que hemos expuesto, que los aborígenes hacían un uso correcto de su racionalidad y que ello era notorio en que muchas de sus costumbres y sus leyes concordaban con los preceptos generales de la ley natural, aunque algunas de ellas fueran muy diferentes a las que tenían los cristianos. Los misioneros franciscanos que laboraron en la Nueva España refieren, como otros cronistas de la época, tanto los errores y pecados de los indígenas como sus aciertos y virtudes. Como cristianos, algunas prácticas prehispánicas debían causarles aversión, como los sacrificios humanos y cualquier cosa que abiertamente fuera contraria a la religión que ellos consideraban la única verdadera. Sin embargo, casi todos ellos coinciden en afirmar en alguna parte de sus obras que los indígenas eran culpables y podían ser castigados por contrariar a la ley natural (los sacrificios humanos no contribuían a preservar la vida, por ejemplo) pero no por adorar a otros dioses o por desconocer el Evangelio, cuyo saber apenas venían a ofrecerles los misioneros. En este sentido es elocuente la lamentación de fray Bernardino de Sahagún, cuando dice: ¿Qué es esto, Señor Dios, que habéis permitido tantos tiempos, que aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease desta triste y desamparada nación, sin que nadie le resistiese […]? […] suplico a vuestra divina majestad que […] hagáis que donde abundó el delicto abunde la gracia, y conforme a la abundancia de las tinieblas venga la abundancia de la luz sobre esta gente […] (Sahagún 2000: 126).

Notemos que Sahagún se duele porque los indios estuvieron a merced del demonio, porque Dios permitió que eso sucediera tanto tiempo, pero no culpa al indígena de ello, sino que pide al creador que ayude para que el Evangelio (la luz) llegue a esta gente. Este contexto histórico y filosófico permite entender cómo es que conquistadores y misioneros muestran aversión por las cosas de indios y, al mismo tiempo, admiración por el orden social prehispánico. Durante el primer choque y en la incomprensión de la novedad americana, creyeron que los naturales vivían cometiendo pecados, que sus gobiernos, si es que los tenían, eran tiránicos y que carecían de sistemas educativos e instituciones. El trato con los indígenas y el conocimiento de sus lenguas, como apunta Motolinía, condujo a los extranjeros a descubrir que aun en su gentilidad el indio

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educaba a sus hijos en diversas virtudes y había tenido gobernantes sabios, leyes e instituciones justas. Por tal razón muchos misioneros pretendieron conservar la moralidad prehispánica incluso usando los discursos indígenas en su lengua original para adoctrinar, aunque intentando reorientar su sentido para conformarlo con el Evangelio. Asimismo se sabe que intentaron preservar las autoridades tradicionales en la república de indios, por lo que privilegiaron la educación de los hijos de los principales indígenas. Salvar fragmentos de una cultura siempre es problemático, tanto porque esta consiste en un entramado sistemático tal que la destrucción de alguno de sus elementos generalmente acarrea la de otros, como porque frecuentemente era difícil decidir entre conservar lo prehispánico que era acorde con la ley natural o destruirlo para favorecer la implantación del nuevo orden colonial, con las leyes de los españoles. A ello sumemos que con las guerras de conquista ya había sido destruido mucho de lo que los indígenas tenían. Los frailes “antropólogos” tarde vinieron a enterarse de las formas educativas y el orden social prehispánicos que hacían más virtuosos a los indígenas de lo que lo eran después de la imposición religiosa… aunque luego de la conquista era más sencillo implantar el cristianismo y el nuevo orden colonial que recuperar ciertos elementos culturales prehispánicos . No obstante, pronto uno de estos pondría en aprietos a los misioneros: el de los usos matrimoniales indígenas, usos que sobrevivieron a las guerras de conquista.

MATRIMONIO INDÍGENA Y LEY NATURAL Luego de la destrucción de lo prehispánico poco habría importado que el orden social de los indígenas hubiera sido justo si no fuera porque algunas cosas sobrevivieron al desastre y obstaculizaban el establecimiento de un orden colonial y cristiano. Los brotes de idolatría eran sofocados sistemáticamente con la destrucción de templos indígenas y la construcción de iglesias al tiempo que se enseñaba la doctrina cristiana a los indios. Sin embargo, las costumbres son fuertes y difíciles de erradicar con la sola prédica de los misioneros y la imposición del bautismo; por lo que pronto los frailes debieron habérselas con las costumbres matrimoniales de los pueblos colonizados. Esta institución conjunta ámbitos diferentes y fundamentales: algunas costumbres matrimoniales indígenas contradecían al matrimonio monógamo e indisoluble de la legislación española (ley positiva indígena-ley positiva

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española) e iban en contra del matrimonio cristiano, que además tenía la fuerza de ser un sacramento (ley positiva divina); a ello sumemos que el matrimonio está directamente relacionado con un precepto de ley natural, el de la preservación de la vida. Surgieron de esto cuestiones como las siguientes: ¿Existía matrimonio legítimo en el mundo prehispánico? ¿Eran válidos esos matrimonios en el nuevo orden colonial? ¿Cómo habérselas con la poligamia o el matrimonio entre parientes cercanos para integrarlos al orden colonial? ¿El matrimonio seguía siendo lícito si solamente uno de los esposos se convertía al cristianismo? Estas y otras dificultades fueron enfrentadas por los misioneros y motivaron tratados tan completos como el Speculum coniugiorum del agustino Alonso de la Veracruz, aunque nos hemos propuesto considerar a quienes antes que él trataron este tema, como fray Toribio de Benavente Motolinía. Las posibilidades de solución a tales cuestiones consistían, en general, en que si los colonizadores aceptaban que los indígenas no tenían una institución matrimonial entonces el indio podía ser declarado irracional (porque tenía ayuntamientos sin orden, como los animales) y había que civilizarlo e imponerle los usos matrimoniales y la legislación del conquistador sobre ese respecto. Por otro lado, si se aceptaba que había usos matrimoniales legítimos –esto es, acordes con la ley natural–, ello era muestra de que los indios tenían buen uso de su racionalidad, por lo que debía permitirse que se autolegislaran (por lo menos en este asunto) y continuaran con sus antiguos usos matrimoniales en el orden colonial, aunque se buscaría la manera de ir cristianizando tales costumbres para someterlos paulatinamente al derecho divino positivo. Si por el contrario se establecía que los usos matrimoniales prehispánicos eran ilícitos –contrarios a la ley natural–, el indio podía ser declarado incapaz de dominio –porque fácilmente quebrantaba la ley natural– y las uniones habidas antes del establecimiento colonial español debían ser disueltas. Estas soluciones fueron aplicadas no sin dificultad según los casos particulares que enfrentaron los misioneros. Lo que interesa resaltar por ahora es que precisamente por la variedad de casos y de soluciones pertinentes, es en este contexto que se presenta la cuestión de a qué leyes estarían más obligados los indios: a sus propias leyes, a las leyes de los españoles o a la ley divina positiva del Evangelio. Más que imponer su ley como comúnmente se cree, el conquistador y el misionero batallaron para decidir en casos como estos cuál ley debía y podía imponerse a los indios.

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Motolinía dedica del capítulo 5 al 9 de sus Memoriales al matrimonio. Este franciscano demuestra que los nahuas habitantes de la Nueva España tenían matrimonios lícitos, aunque fueran muy diferentes a los de España, porque tenían una legislación para realizarlos (jus gentium et civile, esto es, la ley positiva de los nahuas) y porque en su lengua distinguían perfectamente entre la esposa legítima y la que no lo era: “la pedida por manceba se dice tlacatcahuili; la que se demanda por mujer legítima y verdadera se dice cihuatlanti” (Motolinía 1971: 322). A estos suma un argumento más: eran matrimonios legítimos “atenta la ley y ritos de naciones y provincias, y atenta la ley divina y natural, cuanto a los infieles, dejada la ley positiva y mosaica a que no son obligados” (Motolinía 1971: 323). Notemos que de acuerdo con estas palabras, la legitimidad de los matrimonios está relacionada con la ley de cada nación (ley positiva), con la “ley divina natural” (ley natural, que es la parte de la ley divina que podemos conocer por la sola razón) y con la ley positiva mosaica (ley de Moisés, ley del Evangelio o ley positiva divina). Ya en la cita anterior se notan algunos conflictos, pues el autor pone ciertas restricciones a la ley positiva divina y pondera la validez de la ley de los nahuas, esto es, de los usos particulares que estos indígenas establecían para que se realizara un contrato matrimonial. Aunado a esto, el de Benavente retoma “la definición que los doctores ponen del matrimonio” para demostrar que los usos matrimoniales de los nahuas se ajustan a tal definición, a saber, que “es un ayuntamiento de macho y hembra, entre legítimas personas, de individua sociedad, que es compañía perpetua, indivisible y separable” (Motolinía 1971: 314). Nuestro franciscano hace coincidir tal definición con las uniones usadas entre los indios recurriendo a algunas sutilezas escolásticas para refutar a quienes negaban que se tratara de matrimonios lícitos, mayormente porque había divorcio y poligamia en la sociedad nahua. En este sentido si bien el recelo es ocasionado por la diferencia tan grande que hay entre el matrimonio cristiano y el de los indígenas, notemos en el franciscano un amplio respeto por las costumbres de los indios: el problema no radica en los usos matrimoniales prehispánicos sino en establecer los límites entre los diferentes tipos de ley que enumeramos antes y su validez para el caso de los indígenas de la Nueva España. La postura asumida por fray Toribio de Benavente lo hace anunciar, junto a la definición del matrimonio, que hablará de “a qué derecho son obligados los infieles gentiles y a qué derecho no; y cómo estos indios de la Nueva España guardaron el derecho natural, cerca del contraer matrimonio” (Motolinía

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1971: 314). Los argumentos del franciscano a favor de la legitimidad del matrimonio indígena lo llevan a limitar la aplicación de la ley positiva de los españoles y de la ley divina positiva (evangélica, mosaica, del derecho canónico, etc.) a los indígenas. Particularmente cuando argumenta que los nahuas cumplen con la primera parte de la definición, que “el ayuntamiento de másculo y hembra era entre legítimas personas”, se propone demostrar que los indios cumplen con tal condición porque los únicos grados de parentesco prohibidos por ley natural para casarse son los más inmediatos (padres-hijos) y porque aunque el Evangelio declare que sean prohibidos más grados, este no obliga a los indígenas. Resumimos con lo siguiente: mas antes si tuvieran o en algunas provincias tuvieron, costumbre de copularse más personas de las aquí dichas, sacado el padre y madre e los ascendientes o descendientes, fuera y es válido matrimonio, como dijimos, que no son obligados los infieles gentiles a otra ley sino a la ley divina y natural, y no a la divina positiva mosaica ni evangélica, a ellos ignota, y de ley natural no hay prohibido más de padre y madre; son empero obligados los infieles a guardar sus leyes y costumbres lícitas y honestas, las cuales por venir a la fe no las han de invalidar, más antes más firmemente guardar en aquello que no es contra la fe y artículos de ella (Motolinía 1971: 324).

Fray Toribio reitera que a los indígenas solo los obliga la ley natural y sus propias leyes, máxime cuando son lícitas y honestas, por lo estas deben ser observadas incluso luego de haber ingresado en el cristianismo. La ley divina positiva, por su parte, no obliga a los indios porque les es desconocida, aunque luego opone algunos matices: porque a los infieles, como es dicho, no les obliga ley divina positiva, sino la ley divina natural, a ellos y a todo el linaje dada. No les obliga la ley mosaica, porque no fue a ellos dada ni obligatoria sino a los judíos y que la aceptaron; no les obliga la ley del Evangelio, porque nunca la aceptaron; pecan empero en no la aceptar en siéndoles predicada, porque lo manda Dios, que es señor universal, a quien todos son obligados a los preceptos positivos de ella, y en esto no pecan, digo, en los que son preceptos positivos, que si son divinos naturales, obligados son a guardallos, no como ley evangélica positiva; sino como ley divina natural injunta. Presupuesta esta verdad, síguese que… No son tampoco obligados a otro derecho canónico de la Iglesia, ca no son del gremio de ella, ni a otras leyes y estatutos humanos de ley cristiana, ni de otra ley que prohíba más personas de las que el

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derecho natural prohíbe, que son padre y madre, e a las prohibiciones que su ley e profesión manda por costumbres aprobadas y estatutos entre ellos y aprobados y guardados; ende consta que guardaban la ley natural (Motolinía 1971: 326-327).

Una lectura superficial de este párrafo lo haría incomprensible; pero clarificando sus conceptos fundamentales podemos observar cómo el franciscano aplica la doctrina escolástica sobre la ley natural a los indios, lo cual tiene varias consecuencias: el reconocimiento de que los indígenas hacían un uso correcto de su racionalidad y actuaban conforme a la ley natural, la afirmación de que la ley divina positiva no obligaba a los indios y un respeto por las leyes propias de los indígenas, con las cuales tenían obligación porque eran conocidas y aceptadas por ellos. La ley positiva divina obligaría a los indios solamente cuando estos la conocieran. Mientras tanto, nuestro franciscano señala que si alguna costumbre indígena contradecía lo dispuesto por el Evangelio, como es el caso de la poligamia y del divorcio, “excusa la costumbre de culpa y pecado cuando se piensa que es justa” la separación o el tener más de una esposa (Motolinía 1971: 329) pues “si su voluntad era de casarse, como de hecho lo era, pero con las condiciones que tenían por lícitas de repudio, y no sabían ni pensaban que era contra derecho y ley del matrimonio, era válido y firme, legítimo y valedero” (Motolinía 1971: 330). El matrimonio nahua que aceptaba la separación y la poligamia era válido porque en su legislación estas eran lícitas y, en consecuencia, fray Toribio (1971: 333) afirma que “el matrimonio es el que se hace in facie ecclesiae, y también es matrimonio el que se hace clandestinamente, y legítimo matrimonio es entre infieles; la diferencia es que el uno es sacramento y el otro no” pero aun así “tan firme es el uno como el otro”. Con esto reitera que los matrimonios prehispánicos son lícitos en el orden colonial aunque dentro de este, paulatinamente, los indígenas deben ir aprendiendo y aceptando que el matrimonio legítimo es indisoluble, monógamo y debe ser bendecido por la Iglesia.

CONCLUSIONES La convivencia entre los españoles y los indígenas produjo una imagen compleja del indio que no está exenta de ambigüedades y contradicciones, ello es reflejo de los problemas habidos para la construcción del nuevo orden colo-

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nial. La elección de las palabras más adecuadas para verbalizar los elementos de las culturas indígenas, como es natural, debía realizarse a partir de lo que ofrecía la tradición en que se educaron quienes abordaron esa problemática, según el caso presentado: el de la tradición escolástica medieval. Tal elección podía hacer más claro a los de la época qué eran y cómo eran aquellas sociedades del Nuevo Mundo; pero la aplicación de uno u otro concepto no podía ser neutra: cada palabra alude a un campo semántico determinado, con sus presupuestos propios y, sobre todo, con consecuencias particulares en su aplicación. Conquistadores y misioneros debieron recurrir a conceptos especializados para describir las particularidades de las sociedades indígenas. La imagen primera del indígena salvaje dejó paso a la imagen de un ser humano que era difícil de catalogar: su diferencia con respecto al español, que lo observaba y lo colonizaba, motivaba alternativamente opiniones negativas y positivas sobre su persona y sus sociedades. Ello obligó a los colonizadores a buscar los conceptos más adecuados para verbalizar la complejidad del orden social prehispánico e incluirlo en el sistema legislativo de la sociedad colonial. Fue entonces que comenzó la batalla por ajustar la realidad indígena a los conceptos conocidos y aceptados por los colonizadores, por ver si palabras tales como “matrimonio”, “ley” y “dominio” podían aplicarse a las cosas de indios y para intentar sujetarlos con ellas. Motolinía se ocupó, como otros autores de la época, de la racionalidad del indígena; para ello revisó los conceptos de “ley”, “dominio”, “razón o seso natural” y “matrimonio” que su tradición le proveía y batalló por aplicarlos a las sociedades indígenas. Sin embargo, su labor no podía limitarse a la mera verbalización: la elección de tales conceptos, el contexto filosófico a que pertenecen, su manera de aplicarlos al caso indígena y su propia experiencia con los nahuas derivaron necesariamente en un pronunciamiento sobre las relaciones de poder. De acuerdo con el contexto filosófico del franciscano, los indígenas tenían leyes justas que debían ser respetadas incluso en el nuevo orden colonial y, además, no estaban obligados a las leyes de los españoles ni a la ley del Evangelio en todos los casos. Afirmar, por lo tanto, que los indígenas “usaban el derecho natural, e no tenían depravado ni ofuscado el seso natural” en situaciones como las expuestas, no solo ponía en cuestión que fuera lícito aplicar a los indígenas las leyes españolas y las cristianas, sino que lleva al reconocimiento y aceptación de la diversidad cultural. Reconocimiento que es, por sí mismo, un cuestionamiento a cualquier tipo de centris-

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mo (eurocentrismo, cristianocentrismo, etc.), por lo que aporta un elemento más a las discusiones de la época sobre los límites del poder (del papa, del rey, de la Iglesia, del pueblo… sobre las cosas terrenas y las espirituales, etc.) y a la revisión y redefinición que en la historia del pensamiento han sufrido algunos conceptos fundamentales por los cuales se explica la racionalidad y el ser del hombre.

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TRADUCIR, TRAICIONAR, TRAGAR: OCELOTL, SAHAGÚN Y LA RETÓRICA DE LOS TAMALES1

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I. OCELOTL: DEVORACIÓN Y TRADUCCIÓN Lo poco que sabemos de Martín Ocelotl proviene del “Proceso del Santo Oficio contra Martín Ucelo”, indio, idólatra y hechicero, fechado en 1537. Allí se indica que, siendo hijo de mercaderes, el tal Ucelo se había dedicado al comercio y a la agricultura en los años que siguieron a la caída de MéxicoTenochtitlán. Fue bautizado Martín en 1525, aceptando así la religión cristiana, no obstante lo cual continuó ejerciendo sus actividades de curandero y adivino. Según el historiador Ronaldo Vainfas (1992), Martín Ocelotl dominaba el nahuallatolli, el lenguaje secreto y esotérico de los aztecas, desde antes de la conquista española, habiendo sobrevivido de muy joven a la matanza de los adivinos ordenada por Motecuhzoma. En la década de 1530, sin embargo, su fama de hombre versado en los saberes idólatras creció repentinamente. Muy solicitado por numerosos miembros de la aristocracia indígena (los “principales”) –cooptada por los españoles y funcional a sus primeras tentativas de administración colonial–, Ocelotl hacía predicciones sobre la vida privada de quienes lo consultaban. Era también curandero, provocaba lluvias y profetizaba hambrunas. Ignoramos si además, clandestinamente, realizaba sacrificios. Ocelotl significa “jaguar” en náhuatl, un animal simbólico de la era primordial en la cosmogonía de los aztecas y también una de las formas de Tezcatlipoca, el dios de los guerreros. Siguiendo el desarrollo que Serge Gruzinski (1988) hiciera del concepto de idolatría articulado a la idea de la

1 El presente artículo es una versión reducida y actualizada de los capítulos IV y V del libro A fome dos outros: literatura, comida e alteridade no século XVI (Rio de Janeiro: EdUFF, 2007). Selección y co-edición (en español), y traducción (del portugués) de Delfina Cabrera (Universidad de Bérgamo y Université de Perpignan, doctoranda de Interzonas Literarias, Eramus Mundus Joint Doctorate).

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resistencia, Vainfas postula dos tipos de idolatría: las “ajustadas” (en las que el indígena se mostraba aferrado al pasado y a la tradición, sin por eso desafiar directamente la explotación colonial ni la primacía del cristianismo; una especie de resistencia cotidiana), y las “insurgentes” (que se distinguen por el carácter sectario de los movimientos y por el discurso hostil contra el europeo, sobre todo contra la explotación colonial y el cristianismo, y cuyas estrategias de resistencia oscilan entre la “guerra imaginaria” y la lucha armada). Ubicándolo en el grupo de los idólatras insurgentes, Vainfas añade que Ocelotl “chegou a ordenar que seu irmão, Andrés Mixcoatl, recolhesse 3.600 pontas de flecha para combater os cristãos numa guerra mágica, ao que parece, pois Ocelotl jamais urdiu uma batalha em campo aberto contra o espanhol” (1992: 6). Sea como fuere, el hecho es que el 21 de noviembre de 1536 la Inquisición de la Ciudad de México inició un proceso en su contra. El auto que inicia las acciones legales está encabezado por la denuncia del fraile Juan de Zumárraga, “primer Obispo de la dicha Ciudad e Inquisidor Apostólico contra la herética pravedad y apostasía” –designado por el “Arzobispo de Sevilla e Inquisidor General en todos los reinos y señoríos de su Majestad católica”–, que en presencia de un notario declaró: que á su noticia es venido que un indio que se llama Martín Ucelo [corruptela de Ocelotl] ha hecho muchas hechicerías y adivinanzas, y se ha hecho tigre, león y perro, y ha domatizado y domatiza a los naturales de esta Nueva España cosas contra nuestra fe, y ha dicho que es inmortal, y que ha hablado muchas veces con el diablo de noche, y ha hecho y dicho otras muchas cosas contra nuestra santa fe católica, en gran daño e impedimento de la conversión de los naturales; por tanto, que su Señoría quiere hacer y saber información, para que así, dicha y habida, haga lo que fuere justicia (p. 17).

El acusado ya estaba preso cuando el proceso comenzó. Los testimonios se suceden. Primero declaran algunos indios, que dicen básicamente que Ocelotl profetizaba el futuro de las personas, que pedía que se sembraran árboles frutales y mangueyes, pero, sobre todo, maíz, “porque viene presto el hambre y la ha de haber” (p. 18); y que en varias ocasiones Martín Ocelotl había organizado fiestas, después de las cuales llevaba a sus invitados “dentro de una casa que el dicho Martín tiene debajo de la tierra, entre Coatepeque y Istapalucan”, para decirles cosas como estas:

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que ahora nuevamente habían venido dos apóstoles enviados de Dios, que tenían uñas muy grandes y dientes y otras insignias espantables, y que los frailes se habían de tornar Chichemicli, que es una cosa de demonio muy fea (p. 20 et seq.). que nacimos para morir, y que después de muertos no hemos de tener placer ni regocijo; pues por qué no nos folgaremos mientras vivimos, y tomamos placer en comer y beber, y folgar y echarnos con las mujeres de nuestros vecinos, y tomarles sus bienes y lo que tienen, y darnos a la buena vida, pues que no nacemos para otra cosa (p. 21).

Lo que más llama la atención en la lectura contemporánea del “Proceso [...]” es la firma que figura al pie de los testimonios: Pedro de Molina. ¿Por qué no firmaban quienes declaraban? Es muy simple: no sabían escribir o siquiera hablar español. Fray Pedro de Molina era el intérprete, el “naguatato [sic] del Santo Oficio”; todo el diálogo pasó por él: juramentos, preguntas, respuestas, incontinentis (declaraciones de último momento que pueden añadirse luego de que la declaración jurada ha sido rubricada), etc. Una semana después, también por medio de ese naguatato, el inquisidor Zumárraga interrogó al acusado por primera vez; este reconoció a algunos de los testigos, pero negó todo lo que podía comprometerlo. Fueron designados, entonces, un fiscal y un defensor. El viernes de esa semana el fiscal compareció ante el tribunal e hizo su acusación oficial, pero no llegó solo; lo acompañaba un franciscano del monasterio de Tezcoco, llamado fray Antonio de Ciudad Rodrigo. Aquí está entonces el primer contacto entre las historias de Ocelotl y Sahagún, pues fray Antonio de Ciudad Rodrigo era precisamente aquel que había embarcado con Sahagún y otros diecinueve franciscanos en 1529 rumbo a Nueva España, custodiando a los mexicas devueltos por Carlos V y que le habrían enseñado a Sahagún las primeras palabras en náhuatl. Casi siete años después, el día 1 de diciembre de 1536, fray Antonio fue el primero en declarar contra Ocelotl diciendo que oía del dicho Martín [...] que era hechicero y decía cosas por venir, y se hacía gato y tigre, y que andaba alborotando los indios y embaucándolos, y otras cosas de vanidad e idolatrías, y que tenía muchas mancebas, y que le llamó muchas veces para le corregir y enmendar y predicar la verdad, y para que aprendiese la doctrina xpiana [sic por cristiana]; y que el dicho Martín le daba unas respuestas muy agudas, como un teólogo; y que le atrajo para que se casase y dejase las mancebas,

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[...] y que el día que se casó [...] le hizo que dijese públicamente en Tezcuco delante de todo el pueblo y su comarca [...] que aunque él había sido malo y había hecho y dicho muchas cosas de las que de él habían dicho, porque ya se había casado en haz de la Santa Madre Iglesia [...] de ahí adelante no haría ni daría ninguna cosa de las que de él se decían, [...] y que viesen que ya dejaba todas las mancebas. [...] Hasta que pasó tres años, poco más o menos tiempo, y él [fray Antonio, o declarante] ha oído decir [...] que el dicho Martín ha hecho y dicho las cosas susodichas y otras muchas cosas que serían largas de contar; y que este deponente cree, que el dicho Martín haría las cosas susodichas [...] por lo que de él conocía y por su sagacidad, malicia y astucia, y que le parece que el dicho Martín no es provechoso, antes dañoso para esta tierra y naturales de ella, porque tiene maña de domatizante, y que sería de servicio de Dios que estuviese fuera de esta tierra, donde no lo viesen ni oyesen los dichos naturales (p. 25).

Solo después de esta intervención de la palabra autorizada del fraile, el fiscal llama a declarar a sus testigos principales. Catalina López –una india casada con un español pero que, sin embargo, no habla ni escribe en español (¡¿el matrimonio perfecto?!)– describe las más fantásticas hechicerías que vinculan a Ocelotl con la matanza de adivinos ordenada por Motecuhzoma en 1519. Los dos señores principales de Huatepeque, que tampoco hablan ni escriben en español, dan testimonio de la fama de hechicero que Ocelotl tiene entre sus indios subordinados. El corregidor Cristóbal de Cisneros, quien capturó a Martín Ocelotl tendiéndole una emboscada, cuenta ese episodio en detalle. Otro español, Pedro de Menezes, confirma los poderes supernaturales de Ocelotl. Por último, el virrey emite su veredicto a partir de lo que presenciaran sus testigos: Ocelotl es declarado culpable y debe ser desterrado. El 10 de febrero de 1537 el inquisidor Zumárraga dictó su sentencia: Hablamos: que debemos de condenar y condenamos al dicho Martín Ucelo, a que de la cárcel de este Santo Oficio, donde está preso, sea sacado, y caballero en un asno o en otra bestia, y con voz de pregonero, que diga y manifieste su delito, sea llevado por las calles públicas a los tianguis [mercados] de México y de Santiago de esta Ciudad, porque a él sea castigo, y a los que lo vieren y oyeren ejemplo: y después sea llevado a la Ciudad de la Veracruz y embarcado en una nao, la primera que estuviere presta, y sea encargado al maestre de la dicha nao, con este proceso sella-do y cerrado, y sea llevado a los reinos de Castilla, y entregado a los Señores inquisidores que residen en la Ciudad de Sevilla, para que allí

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tenga cárcel perpetua, o se haga de él lo que bien visto fuere a los dichos Señores inquisidores (p. 35).

El “Proceso [...]” es un tema fascinante en sí mismo, tanto para el análisis de los protocolos de la Inquisición (como por ejemplo, el accionar del fiscal y, sobre todo, del defensor, que está ausente, se niega a presentar testigos y al final es sustituido por el carcelero) como para el estudio de sus finanzas; terminado en 1537, el proceso se extiende más allá de 1540, debido a las subastas de los bienes del acusado, desposeído de todo luego de la sentencia (Klor de Alva 1987). Lamentablemente, todo esto excede el alcance de este ensayo –Martín, sin duda alguna, se merece una buena novela–, pero debemos señalar cuatro elementos relevantes. En primer lugar, los testimonios menos objetivos son, paradójicamente, los de los españoles; ya el de Catalina coincide con el estilo del último español y hasta parece un guión fantástico escrito por su marido. En segundo lugar, en contraposición a esos testimonios casi “maravillosos”, quien declara con mayor objetividad es también un español, se trata del corregidor que atrapó a Ocelotl, encargado de relatar todos los trucos y artimañas desplegados para esa “hazaña” (tengamos en cuenta que, si hemos de creer en las declaraciones del otro español, Martín Ocelotl era capaz de disiparse en el aire y desaparecer). En tercer lugar, cuando Motecuhzoma es mencionado, el inquisidor interrumpe las declaraciones y comienza a interrogar al acusado sobre ese tema; Ocelotl acepta todo, excepto que hubiera sido descuartizado por el ex tlatoani y luego resucitado. En cuarto y último lugar, los únicos testigos que firman son los españoles, pues todos los demás eran iletrados. Por eso, lo que más llama la atención en la lectura del Proceso [...] es la firma al pie de las declaraciones, que la mayoría de las veces corresponde al intérprete, “el naguatato (sic) del Santo Oficio”; así, como ya mencionamos, todo el diálogo legal pasó a través de los franciscanos. Esta especie de indigencia oral de los conquistados es retomada y reformulada en la narración del corregidor que capturó a Ocelotl, Cristóbal de Cisneros. Reproducimos a continuación el testimonio narrado y firmado por él, en el que cuenta cómo atrapó al “idólatra y hechicero”, indicando: que lo que sabe acerca de este caso es, que estando este testigo en el pueblo de Tezcuco por Corregidor, puede haber seis años poco más o menos, muchas personas, así hombres españoles como indios, le decían muchas veces a este testigo,

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cuán mala cosa de indio era el dicho Martín, y que este testigo les preguntó que qué eran las cosas que el dicho Martín hacía por donde le tenían por malo, y que le decían que era muy gran hechicero, y que tenían por cierto que se hacía león y tigre, y que andaba predicando por los pueblos cosas contra nuestra santa fe, y que cuando el dicho Martín veía ir a algún fraile y predicar, decía: ¡Anda, anda, que yo iré después! Y que asimesmo oyó decir este testigo a dos frailes, el uno que se llama Antonio de Ciudad Rodrigo, y el otro Fray Juan de la Cruz, difunto, que tenían por cierto que el dicho Martín perturbaba mucho a los indios para que no viniesen (a) nuestra fe católica, y que creían que era grande el daño que hacia; y de esta causa, este testigo tomó a ciertos indios y a un español naguatato por testigos, entre los cuales dichos indios hubo uno que [se] cree que era criado del dicho Martín, el cual dijo que muchas noches vio que el dicho Martín se salía de su casa y iba a media noche a la laguna que está junto á Tezcuco, y que veía al dicho Martín hacer sahumerio de copal, y que se subía el dicho Martín encima de unos palos o de unas piedras, y que decía ciertas palabras, y que luego venía el diablo y hablaba con él gran rato, y le decía lo que había de hacer y dónde había de ir; y que después se volvía el dicho Martín a su casa y se echaba en su cama, que no lo sentía su mujer ní los que estaban en su casa (p. 29).

Hasta aquí, el discurso obvio de lo maravilloso. Pero veamos ahora cómo irrumpe lo real en la misma declaración. [...] y que este testigo, para ver si lo que del dicho Martín se decía era verdad, tomó un pedazo de oro y diólo a una india suya, que se llama Luisa, y díjole este testigo: “toma este pedazo de oro y átalo en tu camisa, y guárdalo, y no digas nada al dicho Martín, porque ha de venir aquí”; y que este testigo envió luego a llamar al dicho Martín, y venido le dijo este testigo: “por amor de mí, que porque me han hurtado un pedazo de oro y estoy muy triste por él, que me hagas que aparezca”, y que el dicho Martín le dijo: “¿Quién te lo hurtó?”. Y que este testigo le dijo: “yo tengo sospecha en una de mis indias o en estos tapias que están aquí en casa”; y que el dicho Martín respondió: “No lo puedo hacer hoy, porque habrán comido”; y que este testigo dijo que no había comido ninguno, y así todos los indios e indias que allí estaban dijeron que no habían comido; y luego el dicho Martín mandó traer una jícara de agua y unos frijoles negros y otros amarillos, y sacó un manojito de pajas blancas e hizo un razonamiento a todas las personas en quien este testigo dijo que sospechaba, diciendo: “Hermanos, ved cuál de vosotros tiene el oro, dádmelo que yo haré con el Corregidor, que era este testigo, que no esté enojado, y si no me lo dáis ya sabéis que yo lo he descubrir, y todo cuanto habéis fecho en toda vuestra vida”; y que cada uno de los dichos indios dijeron que no sabían ni tenían el dicho oro. Luego el dicho Martín tomó

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dos granos de frijoles negros y diólos a un indio que los comiese y mascase, y tras de ellos les dió á beber del agua de la jícara, y luego le dio otro grano de frijol amarillo y dijo que lo tragase entero, y después que el dicho indio dijo que había tragado el dicho grano de frijol, tomó las dichas pajas blancas y mojólas en la dicha agua de la jícara, y tocaba con ellas sutilmente en las uñas de los dedos de los pies; y luego hecho todo esto, decía el dicho Martín al dicho indio, “levántate”, y levantado hacía que se escondiese las mantas; y así hizo a cada un indio de los susodichos, y la dicha india que tenía el dicho oro atado en la camisa; y luego este testigo, preguntó al dicho Martín cómo ha de parecer este oro: y el dicho Martín respondió: “El que lo tiene hurtado ha de echar el grano de frijol amarillo entero, así como lo ha comido” (pp. 29-30).

Por un lado, entonces, Martín Ocelotl fue acusado de profetizar el hambre y de blasfemar llamando a los frailes de “come-hombres” en el “Sol Franciscano”, reformulando la cosmogonía azteca en un último ciclo terrible. Por otra parte, la narración del corregidor describe un ardid concreto para que Martín Ocelotl pusiera en escena su arte de hechicero, tratando de asemejar un pedazo de oro robado a un grano de frijol amarillo, que primero sería comido y después expulsado simbólicamente por el ladrón. ¿Magia? ¿Fantasía? Tal vez, pero también un discurso narrativo coherente y novedoso, que introduce el estilo directo (el diálogo) por la primera y única vez en todo el proceso..., que metaforiza un pedazo de oro en un grano de frijol amarillo y viceversa, y que describe un ardid concreto para que Martín Ocelotl escenifique su magia de adivino idólatra. Cristóbal de Cisneros, el narrador, es apenas el artífice de la obra en escena, pues entonces Ocelotl es acusado por el propio pueblo destinatario de sus profecías: y entonces la dicha india que tenía el oro por mandado de este testigo, dijo al dicho Martín: “Diablo; mira cómo eres malo, y el diablo te tiene engañado, y tú a muchos indios con tus maldades; cata aquí tengo el oro”; y desatólo de la camisa y le tornó a decirle: “Para qué andas engañando los indios con tus falsedades” (p. 30).

Es casi una pieza de teatro. “El carácter público del ridículo [...] es una forma de fortalecer el poder de la Inquisición y de la Corona, símbolo de Dios en la tierra”, señala Anna Reid (1998), y continúa: “se convierte en una forma de teatro del castigo (…) la memoria popular reproducirá el discurso austero de la ley como un rumor, diseminando el poder de la Inquisición en

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todo el cuerpo social”. Tanto la moraleja de la historia como el accionar material sobre lo real (la prisión del acusado) quedan a cuenta del narrador, que también era el autor de la “obra”. Así, devorada la lengua náhuatl por los naguatatos franciscanos, la literatura comenzaba a estar solo de parte del español, pues es la firma del nombre y sus juegos ficcionales lo que la instituye. Moraleja, opinión y sentencia se resumen en la misma auctoritas, que oculta al autor detrás de la tercera persona gramatical: [...] que entonces este testigo lo prendió y lo envió al dicho Martín, indio, con la información que contra él hizo a los Señores Presidente y Oidores; y en lo que de él siente este testigo, el dicho Martín es un perverso malvado contra nuestra fe, y parte para insistir a los indios en las maldades que quisiera; y esta es la verdad para el juramento que hizo, y es de edad este testigo de más de treinta y cinco años, y firmólo de su nombre. Cristóbal de Cisneros (Rúbrica) (p. 30).

No se sabe si Martín Ocelotl fue quemado en las hogueras de España o si murió de alguna otra manera igual de desagradable (Reid 1998). Pero para tratar de entender el siglo XVI conviene recordar que el inquisidor Juan de Zumárraga fue uno de los humanistas españoles más importantes, admirador y seguidor de Erasmo de Rotterdam; además de eso, fundó la Universidad, llevó la primera imprenta a México y le dio su apoyo incondicional a los franciscanos para la fundación (en el mismo año de 1536) y la manutención del Colegio de Tlatelolco (Benítez 1962: 85). La evidente aporía de que sea precisamente él quien condene a un hombre por metamorfosearse en león o en perro, entre otros disparates, no es contradictoria: el discurso habla más allá de las creencias y de las ideas. ¿Pero qué significaban las palabras de Martín Ocelotl? La cosmogonía azteca sostenía que la humanidad había vivido, sucumbido y renacido, sucesivamente, a lo largo de cuatro eras (o soles), cada una gobernada por un elemento natural. Los Anales de Cuahtitlán cuentan este mito de los soles, que es ampliamente analizado por el mexicano Miguel León-Portilla (1961). En la primera era, los hombres habían sido hechos a partir de cenizas, pero las aguas acabaron transformándolos en peces; se trataba del Sol de Agua. En la segunda era, si bien débiles, los hombres eran gigantes; fueron devorados por los tigres, por eso fue que ese sol se llamó Sol de Tigre. El tercero fue el Sol de Fuego, pues llovieron llamas del cielo y quemaron a los hombres. La cuarta era terminó con un cataclismo de viento (era del Sol del Viento); los hom-

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bres se perdieron por los bosques y se convirtieron en monos. En un análisis diez años anterior al famoso Lo crudo y lo cocido de Claude Lévi-Strauss, León-Portilla postula que el mito que aparece en los Anales... podría interpretarse como “la evolución que llevó a la aparición de alimentos cada vez mejores” (1977: 16), ya que se complementa con el antiguo testimonio de la Historia de los mexicanos por sus pinturas, que asigna sucesivamente para cada una de las edades las siguientes formas de mantenimiento: primero bellotas de encina, en seguida “maíz de agua”, luego cincocopi, o sea, “algo muy semejante al maíz”, y finalmente para la cuarta edad [...] el maíz genuino, nuestro sustento (León Portilla 1977: 18). El maíz era, en el mundo prehispánico, el sustento básico para el cuerpo y el espíritu (en el caso de que fuera posible establecer esta dualidad en esa cultura). Como constata fray Bernardino de Sahagún, en el Libro II de su Historia general de las cosas de la Nueva España, la religiosidad de los aztecas se vinculaba con el maíz de diversas maneras: dioses representados con espigas; ofrendas de tortillas, atoles, pinoles y tamales votivos; ídolos de masa; culto a la fertilidad y a la agricultura. El dios Tláloc tenía también (según la imagen mítica) cuatro receptáculos: uno con agua fértil, cuya lluvia hacía crecer las semillas; otro con el exceso de agua que pudre las plantas; el tercero con el agua que hiela los campos; el cuarto es en realidad la falta de agua, la sequía que representa la escasez de comida (Pasztory 1983: 218-219). El tema de la comida era tan persistente en términos de la organización religiosa que el ayuno no podía estar ausente, como también constata el propio Sahagún: Decían que este ayuno se hacía por dar descanso al mantenimiento, porque ninguna cosa en aquel ayuno se comía con el pan, y también decían que todo el otro tiempo fatigaban al mantenimiento o pan, porque lo mezclaban con sal, cal y salitre, y así lo vestían y desnudaban de diversas libreas, de que se afrentaba y se envejecía, y con este ayuno se remozaba; y el día siguiente después del ayuno se llamaba molpololo, que quiere decir [que] comían otras cosas con el pan, porque ya se hizo penitencia por el mantenimiento (tomo I, p. 230).

El mundo del Sol del Viento (cuarto sol), sin embargo, ya había desaparecido. Cuando Cortés llegó a México, los nahuas estaban viviendo en la era del quinto sol, un sol que se movía por el cielo, y que se alimentaba de hombres para continuar su camino cíclico. Si se detenía, el cataclismo destruiría el mundo con una hambruna general. Este sol fue llamado el Sol del Movi-

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miento y era el sol del esplendor azteca. Se comprenden, entonces, las profecías de Ocelotl sobre el hambre y sus consejos de sembrar maíz. Sin embargo, Vainfas observa acertadamente el impacto de la escatología franciscana –conjunto de creencias relativas a la vida después de la muerte y su consecuente milenarismo: la instauración del último reino de Dios en la Nueva España (Baudot 1989)– en la idolatría insurgente de Martín Ocelotl. O que sobressai é a releitura que Ocelotl fez de sua experiência com os franciscanos, aos quais atribuiu o papel de “monstros devoradores” de tudo quanto havia naquele tempo decadente. Assim como na cosmogonia tradicional teriam sido os jaguares a pôr fim no ciclo de que eram símbolo, em Ocelotl seriam os frades, metamorfoseados em jaguares, os responsáveis pelo fim do “sol franciscano” (Vainfas 1992:10).

El quinto sol, el sol de esta era, aún no podía tener un nombre cuando hablaban los viejos, debió de haber pensado Martín Ocelotl. Ese sol tenía otro nombre: el Sol de los Franciscanos. Monstruos devoradores: “los frailes habrían de tornarse Chichemicli”; y el piadoso naguatato fray Pedro de Molina, negándose a traducir, escribe “que es una cosa muy fea del demonio” (tal como se menciona en el Proceso..., vide cita de la página 20 y subsiguientes). Antropofagia cultural: no son pocos los mitos y las leyendas de los indios de las Américas que transforman a los europeos en caníbales (Passeti 2003). Las últimas páginas del “Proceso [...]” contra Martín Ocelotl son terribles. Después de la deportación –o el “destierro”, en el pleno sentido de la palabra– describen su casa, interrogan a las mujeres; reciben la noticia del robo de sus joyas; permiten imaginar la vida cotidiana de los vencidos en los primeros tiempos de la colonia. En 1540, cuatro años después de la declaración de bienes realizada por el propio Martín Ocelotl, los inquisidores “descubren” que era verdad que él tenía joyas entre sus posesiones, además de muchas deudas a cobrar por su actividad de mercader. (Aquí, el manuscrito original adjunta dos pinturas jeroglíficas en papel de maguey, con el registro de sus cuentas.) Martín Ocelotl había hecho sus cuentas en la antigua forma ideográfica de los nahuas, tal vez nunca supo español; y desde luego nunca comprendió la escritura [el texto] de su proceso. ¿Hay ahí idolatría insurgente? ¿Hay ahí resistencia? O mejor dicho, tal vez, la “devoración franciscana” se sentía cada día con la irrupción de los frailes en la lengua náhuatl, con la tecnología de los signos y la práctica de la traducción.

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II. SAHAGÚN: CONFESIÓN Y TRAICIÓN Walter Mignolo sugiere que para conceptualizar el inicio de una historia comparada de las literaturas latinoamericanas tenemos que remitirnos al año de 1524, cuando se produjo el primer encuentro entre franciscanos y aztecas. Es posible así sugerir que, mientras una “historia” de la literatura hispanoamericana (y su correspondiente conceptualización) comienza en 1492 y con los escritos de Colón, una “historia” comparada de las literaturas en la América Latina debería comenzar en 1524, con el diálogo entre los doce frailes mendicantes y los principales aztecas. Ese es el momento en que la comunicación a través de fronteras culturales hace necesaria la comparación, y el momento en el que se produce el encuentro de la letra con las pinturas y de los relatos orales con el libro (Mignolo 1994: 559-560).

Según Mignolo, solo después de ese punto pudieron construirse las teorías de la literatura que surgieron con las prácticas discursivas de la situación colonial. Pero esta formulación en torno al comparatismo literario presupone un proceso subterráneo: la transculturación. El laboratorio transculturador por excelencia de la transformación de la escritura en el mundo colonial fue la “ciudad letrada”, delineada por Ángel Rama (1993). Así, a partir de un análisis de la conformación de las ciudades latinoamericanas en los albores del siglo XVI, Rama observa que el orden colonial será sustentado durante los tres siglos posteriores a la conquista (y tal vez incluso más tarde) por un grupo social especializado que residía en el interior de los núcleos urbanos, un sector cuyo principal atributo era la escritura. Diseñadas antes de ser habitadas, modelos antes que lugares, órdenes antes de economías, las ciudades latinoamericanas necesitaban de una enorme cantidad de letrados para dar fe de su realidad, es decir: las ciudades eran enclaves de exploración o de registro; su función debía dar cuenta de la administración a favor de la metrópoli. El punto más provocativo del artículo de Rama, sin embargo, parte de la constatación de que fueron esos mismos letrados quienes también escribieron una enorme cantidad de obras literarias de la América colonial: todos los notarios eran poetas. En un contexto de masas autóctonas de indígenas, mestizos y esclavos en su mayoría analfabetos –sin matices–, la escritura literaria evidenciaba el ocio remunerado, el gasto de los primeros grupos sociales criollos (en el sentido hispánico) vinculados a la burocracia colonial.

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Cuando en 1524 los primeros doce apóstoles franciscanos llegaron a la Nueva España, existían no menos de cuarenta lenguas indígenas de uso corriente en el territorio conquistado por los españoles. Entre las ocho o diez lenguas, fuera del náhuatl, que contaban con el mayor número de hablantes estaban el tarasco, el zapoteco, el mixteco, el otomí, el maya, el huasteco, el totonaca, el pirinda, etc. Lengua oficial y hegemónica del imperio mexica, el náhuatl desempeñaba el papel de lingua franca entre los diferentes pueblos nahuas del territorio antes dominado por la triple alianza de México, Texcoco y Tlacopan, y también tenía una fuerte presencia en sus fronteras (Baudot 1983). Tal era la situación lingüística cuando se produjo ese primer diálogo entre los franciscanos y los principales aztecas, para dirimir la primacía de Dios por sobre los dioses antiguos. La consecuencia más importante de ese encuentro no fue teológica, sino lingüística, y solo a partir de ahí cultural: la lengua fundamental de la evangelización masiva debía ser el náhuatl. A pesar de que también se estudiaron otras lenguas además del náhuatl, en el grupo de franciscanos la coherencia se evidencia en la abundancia de textos en náhuatl en comparación con las demás lenguas. Por otra parte, esta especie de inteligencia lingüística de los franciscanos (en contraste con las otras órdenes religiosas evangelizadoras de la Nueva España), se patentiza por el volumen de su tarea: Baudot (1983: 102) señala que de las 109 obras escritas en lenguas indígenas o a ellas dedicadas, 80 corresponden a los frailes franciscanos. Así, en la frontera con los otros (donde se buscaba el conocimiento para la administración colonial), la ciudad letrada fue, sobre todo, una ciudad de letrados traductores en un contexto de plurilingüismo, pero es por la utilización unívoca y casi exclusiva de la escritura por parte de los franciscanos que se vincula a la traducción con una imagen de devoración cultural (sufrida en carne viva por Ocelotl) más que con un simple transporte entre lenguas distintas. Con la fundación del Colegio de Tlatelolco, en 1536, los franciscanos institucionalizaron más de diez años de investigación lingüística. E incluso redoblaron su apuesta: el náhuatl no era solo la lengua más adecuada para el objetivo evangelizador, sino que también podía ser la lengua soñada para su propio proyecto milenarista. Era necesario dar la carta a los iletrados, para que participaran en la fundación del nuevo mundo cristiano, libre de la corrupción europea; o sea: enseñar latín y gramática a los hijos de los principales, darles la escritura del español, y a partir de allí “crear” la escritura del náhuatl. Si bien todavía no existía una declaración de principios explícita, el

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proyecto fue declarado de manera oblicua y la Historia... de Sahagún representó el punto más alto de este proceso de recreación del náhuatl, que se desarrollaría en paralelo a las aspiraciones evangelizadoras y punitivas de la idolatría, vociferadas sin cesar a viva voz por los frailes franciscanos. De cierta forma, la obra de Sahagún inventó la escritura en lengua náhuatl. ¿Por qué? No se trata de pensar que él creó la fonetización de la escritura náhuatl. Hasta entonces, había dos formas estereotipadas de este nuevo código: las gramáticas (que seguían el modelo filológico de la lengua latina) y el náhuatl –escrito de acuerdo a esas gramáticas y a los usos cotidianos de los evangelizadores, plasmado en textos con fines doctrinarios–. Los formatos textuales de esas obras daban cuenta del artificio en sí mismos, porque esa especie de fantasma lingüístico del náhuatl fonetizado podía cubrir apenas una parte mínima de los vocablos y de la lógica interna de una lengua que, obviamente, cuando alcanzó su apogeo desconocía por completo el cristianismo. El caso de la primera gramática de la lengua náhuatl es ilustrativo: escrita por el fraile Andrés Olmos, en 1547 (nótese que la fecha es posterior a la fundación del Colegio de Tlatelolco), sigue el modelo de la gramática española de Antonio de Nebrija. Esta obra tiene dos particularidades: la primera es que una gran parte se dedica a multiplicar las excepciones gramaticales (especialmente en las oraciones subordinadas) cuando se trata de traducir del náhuatl al español, y viceversa. La segunda característica peculiar es la inclusión de refranes de la lengua náhuatl; a medida que la obra avanza, esas irrupciones de la oralidad se transforman en la transcripción y la traducción de varios de huehuetlatolli, las alocuciones rituales de los mexicas. No sorprende el hecho de que la gramática de Olmos solo haya sido publicada en el siglo XIX, si se la compara con la otra gramática franciscana, la impresa en 1555 y escrita por el fraile Alonso de Molina, que siguió el riguroso modelo gramatical del latín. Esta última casi no contemplaba excepciones y, sobre todo, había sido ampliada con el primer diccionario náhuatl-español (Baudot 1983: 103); es decir, la oralidad estaba completamente ausente. Si bien solo manuscrita, se sabe que la obra de Olmos fue leída por Sahagún y que constituye su antecedente más inmediato desde el punto de vista lingüístico. En general, se tiene la impresión de que los franciscanos sabían que la manera de conocer otra cultura era a través de la lengua de esa misma cultura, pero sus trabajos escritos en náhuatl solo perseguían ese objetivo de forma muy secundaria; lo más común era escribir en español a partir del uso instru-

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mental del náhuatl como arma para la evangelización, como en el caso de Motolinía. Eso cambia con Sahagún, que decide aprovechar aquel primer impulso de Olmos. La mayoría de los pasajes de la Historia... en los que Sahagún hace explícita su preocupación lingüística se encuentran en las notas que dirige al lector. Así, ya en las primeras páginas, explica la naturaleza del material en relación directa con la oralidad del náhuatl y su “literatura”. AL SINCERO LECTOR Cuando esta obra se comenzó, comenzóse a decir de los que lo supieron que se hacía un Calepino, y aun ahora no cesan muchos de preguntarme que ¿en que términos anda el Calepino? Ciertamente fuera harto provechoso hacer una obra tan útil para los que quieren aprender esta lengua mexicana, como Ambrosio Calepino la hizo para los que quieren aprender la lengua latina, y la significación de sus vocablos; pero ciertamente no ha habido oportunidad, porque Calepino sacó los vocablos y las significaciones de ellos, y sus equivocaciones y metáforas, de la lección de los poetas y oradores y de los otros autores de la lengua latina, autorizando todo lo que dice con los dichos de los autores, el cual fundamento me ha faltado a mí, por no haber letras ni escritura entre esta gente; y así me fue imposible hacer Calepino (tomo I, p. 31).

En la cita, con plena conciencia, Sahagún compara y contrasta su trabajo con las gramáticas latinas. Implícitamente, está oponiendo el método de Calepino al de Nebrija, ya que la estructura gramatical no proviene de la escritura ya fijada de las auctoritas sino de la lengua viva [lengua oral] –recordemos que Nebrija había realizado la misma operación, escribiendo la gramática del latín (una lengua solo escrita) a partir del español (la lengua hablada)–. En la nota que da inicio al Libro IV, Sahagún escribe: AL SINCERO LECTOR Tienes en el presente volumen, amigo lector, todas las fiestas movibles del año, por su orden, y las ceremonias, sacrificios y regocijos y supersticiones que en ellas se hacían, donde se podrá tomar indicio y aviso para conocer si ahora se hacen del todo en parte aunque por no saber el tiempo en que se hacen, por ser movibles, será dificultoso de caer en ellas. Tienes también mucha copia de lenguaje tocante a esta materia, entre ellos bien trillada y a nosotros bien oculta. Hay ocasión en esta materia de conjeturar la habilidad de esta gente porque se contiene en ella cosas bien delicadas, como en la tabla que está el fin del libro aparece (tomo I, p. 164).

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El método de captura del habla náhuatl va siendo explicitado a lo largo de toda la obra. La idea verdaderamente original de Sahagún fue que la única manera de conocer una lengua era dejar que la lengua hablase de sus propios temas. Obsérvese, aquí, que tal formulación equivale a decir que una lengua no es un objeto gramatical abstracto, sino la materialidad de una cultura. Sin embargo, si repasamos la Historia... de Sahagún en toda su extensión, un tremendo tedio puede apoderarse del lector. La monumentalidad de la obra cae como peso de mármol, las repeticiones son constantes, los temas avanzan con una minuciosidad exasperante... El loco horizonte que la obra anhela alcanzar es que la cultura náhuatl esté cifrada en todas en todas las palabras que contiene, como si fuera una enciclopedia avant la lettre. No es un libro para ser leído; es un tesoro de palabras para ser conservado; eso explica también en parte el autismo de Sahagún durante los cuarenta años que le llevó la escritura. Las notas a los lectores deben entenderse más como claves para el desciframiento que como actos de comunicación entre el autor y sus potenciales lectores, pues el lector principal de la Historia... era el propio Sahagún. Pero la nota que introduce el Libro VII trae nuevas implicaciones: AL LECTOR Razón tendrá el lector de disgustarse en la lectura de este séptimo libro, y mucho mayor la tendrá si entiende la lengua indiana juntamente con la lengua española, porque en español el lenguaje va muy bajo y la materia de que se trata en este séptimo libro va tratada muy bajamente. Esto es porque los mismos naturales dieron la relación de las cosas que en este libro se tratan muy bajamente, según que ellos la entienden, y en bajo lenguaje, y así se tradujo en la lengua española en bajo estilo y en bajo quilate de entendimiento, pretendiendo solamente saber y escribir lo que ellos entendían en esta materia de Astrología y Filosofía Natural, que es muy poco y muy bajo. Otra cosa va en la lengua, que también dará disgusto al que la entendiere, y es que de una cosa van muchos nombre sinónimos y una manera de decir, y una sentencia va dicha de muchas maneras. Esto se hizo aposta, por saber y escribir todos os vocablos de cada cosa, y todas las maneras de decir de cada sentencia, y esto no solamente en este libro, pero en toda la obra (tomo II, p. 256).

Por un lado, el segundo párrafo de la cita explica el aspecto repetitivo de la obra: el método es que todos los temas sean dichos de todas las maneras posibles; es decir, que la multiplicación infinita de las palabras busque llenar un vacío que para Sahagún ya no podía colmarse: la separación entre los sig-

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nos y el mundo. Si el referente era poco conocido (en este caso, el tema del Libro VII, que es la astronomía), la lengua también estaba empobrecida (“los mismos naturales dieron la relación de las cosas que en este libro se tratan muy bajamente, según que ellos la entienden”). Pero por otro lado, pareciera que el descubrimiento de que el referente ya nunca podrá ser alcanzado disparase la reflexión sobre la traducción, pues el texto en lengua náhuatl es el referente del texto en español. El “disgusto” por la rusticidad del estilo es más del Sahagún-traductor que del Sahagún-autor: el mismo plano (el del autor) de la fidelidad de la obra para con el habla de los informantes indios condena algunas partes de la traducción al español (el trabajo del traductor ) con una timidez retórica impropia de esa lengua europea; “y así se tradujo en la lengua española en bajo estilo y en bajo quilate de entendimiento, pretendiendo solamente saber y escribir lo que ellos entendían en esta materia de Astrología y Filosofía Natural, que es muy poco y muy bajo”. El Sahagún- traductor, sin embargo, ya adquirió un sentido embrionario de los alcances y los límites de la traducción, y de sus relaciones con la alteridad, pues no es casual que esta reflexión aparezca después del libro VI, dedicado a las más bellas manifestaciones de la lengua náhuatl (los huehuetlatolli). Es fácil deducir, no obstante, que la mayor incomodidad de Sahagún no nace del hecho de estar “obligado” a rebajar el español, si bien se va acrecentando en la medida en que siente que la “belleza” de la lengua va disminuyendo en el texto náhuatl: “Razón tendrá el lector de disgustarse en la lectura de este séptimo libro, y mucho mayor la tendrá si entiende la lengua indiana juntamente con la lengua española”. Así, el afán de estilo del traductor va superando el plan original de la obra (algo que también es visible en los sucesivos reordenamientos del material que Sahagún hace a lo largo de décadas); el problema es la traducción de los otros, aquello de los otros que es irreductible y que no puede ser deglutido con bellas palabras. Sahagún, que se había apropiado de la lengua de los otros, ya no estaba satisfecho con el náhuatl tal como se lo hablaba. Además, tratará también de equiparar el resultado de su escritura náhuatl con las obras de los clásicos latinos, tanto en lo que atañe a la corrección gramatical como al placer que la lectura podría producir. Él estaba escribiendo mucho más que “un Calepino”: Pero eché los fundamentos para (que) quien quisiere con facilidad le pueda hacer [um trabalho similiar ao de Ambroso Calepino], porque por mi industria se han escrito doce libros de lenguaje propio y natural de esta lengua mexicana,

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donde allende de ser muy gustosa y provechosa escritura, hallarse han también en ella todas maneras de hablar, y todos los vocablos que esta lengua usa, tan bien autorizados y ciertos como lo que escribió Virgilio, y Cicerón, y los demás autores de la lengua latina (tomo I, p. 32).

Sahagún postula el náhuatl escrito de su obra como el ideal de aquella lengua, el punto culminante de su perfección. El autor había comenzado a devorar esa lengua y toda la alteridad de su poesía. El encuentro de las letras con las pinturas, y de los relatos con los libros –sobre el que habla Mignolo– parece decidido de antemano; las letras y los libros vencerán incluso en el proyecto de conservar la lengua náhuatl en toda la riqueza de su habla. Un sabor amargo envuelve al lector... la episteme de la lengua española va deglutiendo sin remedio la totalidad de la Historia... Y el desenlace de esta aparece en los últimos parágrafos de la nota al lector que encabeza toda la obra, pero que evidentemente fue escrita al final: Van estos doce libros de tal manera trazados que cada plana lleva tres columnas: la primera, de lengua española; la segunda, la lengua mexicana; la tercera, la declaración de los vocablos mexicanos, señalados con sus cifras. En ambas partes lo de la lengua mexicana se ha acabado de sacar en blanco, todos doce libros; lo de la lengua española, y los escolios no está hecho, por no haber podido más, por falta de ayuda y de favor. Si se me diese la ayuda necesaria, en un año o poco más se acabaría todo; y cierto, si se acabase sería un tesoro para saber muchas cosas dignas de ser sabidas, y para con facilidad saber esta lengua con todos sus secretos, y sería cosa de mucha estima en la Nueva y Vieja España (tomo I, p. 34).

De esa forma, se cierra el proyecto de la obra: después de más de treinta años de trabajo, Sahagún concluye que su Historia... es un conjunto que no puede prescindir ni del texto náhuatl ni de la “traducción” al español. Así, pues, aunque la intención explícita de Sahagún fuera combatir la idolatría, su preocupación lingüística lo delata en sus propios prólogos, notas, adiciones y refutaciones. Justificó su trabajo por la necesidad de conocer en profundidad las costumbres de los nahuas porque “no conviene que se descuiden los ministros de la conversión [de los indios] con decir que entre esta gente no hay más pecados que borrachera, hurto y carnalidad, porque otros muchos pecados hay entre ellos y muy más graves y que tienen necesidad de remedio: Los pecados de la idolatría y ritos idolátricos, y supersticiones idolátricas y agüeros, y abluciones y ceremonias idolátricas, no son aun perdidos del todo”

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(tomo I, p. 32). Pero claramente el tema de la obra de Sahagún era la traducción de los otros, pues el registro de la cultura de los otros no podía hacerse con palabras, sino en la palabra; para Sahagún, la escritura en náhuatl era ya una forma de traducción, tal vez la más difícil de todas: la migración de su lengua española hacia la lengua de los otros, y también el retorno: Es esta obra como una red barredera para sacar a luz todos los vocablos de esta lengua [la lengua náhuatl] con sus propias y metafóricas significaciones, y todas sus maneras de hablar, y las más de sus antiguallas buenas y malas; es para redimir mil canas, porque con harto menos trabajo de lo que aquí me cuesta, podrán los que quisieren saber en poco tiempo muchas de sus antiguallas y todo el lenguaje de esta gente mexicana (tomo I, p. 33).

Sin embargo, una nueva cara de este proceso de traducción se evidencia cuando reconsideramos el método de Sahagún para recolectar sus materiales. En efecto: ¿por qué debería haber percibido la tensión entre las culturas que implica la imposibilidad de toda traducción? ¿Dónde encontrar las condiciones de posibilidad de esa elaboración tan anacrónica, tan distante de las preocupaciones de aquella época? No es difícil constatar que la Historia... es un texto único por la complejidad con la cual se presenta el tema de la mutua traducibilidad, tanto entre las obras de los otros franciscanos de la Nueva España como entre los dominicos y los jesuitas que estudiaron quechua y guaraní en América del Sur (Schwarzman 1987). Volvamos al año 1524: sabemos que Sahagún dedicó por lo menos otro libro a ese encuentro –la primera parte de los Colloquios y doctrina Christiana, una obra de juventud– (Jiménez Moreno 1938; Martínez 1981 y Todorov 1987); además, en la Historia... también lo menciona rápidamente, en el Libro XIII. En el año 1539 se desempeñó como naguatato en el proceso inquisitorial contra el cacique de Texcoco, Carlos Chichimecatécotl (nieto del gran poeta Nezahualcóyotl) condenado por idólatra y quemado en la hoguera. Además, el hermano de Carlos Chichimecatécotl era el principal Cacamatzin (torturado y asesinado por Pedro de Alvarado durante la matanza del Templo Mayor en 1520), quien había guardado en su casa numerosos códices y pinturas, todos ellos destruidos durante la conquista de Cortés (León Portilla 1972). Después, siempre en simultaneidad con su labor docente en el Colegio de Tlatelolco, Sahagún intervino también en otros procesos similares (D’Olwer 1952).

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Hoy, tal vez no podamos sentir en toda su magnitud la originalidad de esta elección metodológica, sino apenas deducir sus efectos: la cultura es, ante todo, una lengua, y, aún más, una lengua entre otras lenguas (idiomas, discursos, géneros). Y yendo todavía más lejos: la cultura es el relato de sí de la lengua. El hecho adquiere una relevancia sorprendente cuando pensamos en los dos trabajos de Sahagún que preceden la parte “dialogada” de la Historia...: la recopilación de los ya mencionados huehuetlatolli (refranes y proverbios educativos de los aztecas) y del texto náhuatl que narra los acontecimientos de la conquista española de México a partir de los testimonios de los vencidos (cuya primera redacción data de 1555). De hecho, Sahagún incluyó este material en el plan final de la obra, en los Libros VI y XII, respectivamente. Así, la Historia..., compuesta de doce libros, queda dividida en dos partes (Libros VI y XII) por el eje de la problemática del par cultura-lengua. Ahora bien, existe un camino que va de Martín Ocelotl hasta la Historia... de Sahagún. Por dos razones: la primera, ya en 1539, dos años después de la condena de Martín Ocelotl, Sahagún (siendo profesor en el Colegio de Tlatelolco) interviene como naguatato en el proceso inquisitorial contra el cacique de Texcoco (condenado y ajusticiado) así como en otros procesos similares (Martínez 1981: X; D’Olwer 1952: 34-35); la segunda es una pregunta retórica: ¿de dónde viene la idea de Sahagún de “conversar” con los principales, y escribir todo eso en forma de registro, como método para conocer su cultura? Estas tareas de Sahagún-traductor se encuadraban en la práctica jurídica de la inquisitio, cuyo surgimiento Foucault (1996) sitúa en el siglo XIII, pero que eclosionan como un nuevo tipo de saber en el siglo XV y XVI. A diferencia de la prueba u ordalía (que funcionó como la forma privilegiada para conocer la verdad durante toda la Edad Media), la investigación o inquisitio se basa en la indagación y en la verificación: las declaraciones de los testigos ganan valor probatorio, superando en peso a la disputatio, basada en la autoridad y las reglas. A pesar de su carácter escandalosamente parcial, los procesos de la Inquisición ya presentan una forma jurídica de la investigación para saber la verdad; o sea: la verdad ya no era revelada, era dicha. Como expone Foucault: essas formas [a prova e o inquérito] são ao mesmo tempo modalidades do exercício de poder e modalidades de aquisição do saber. O inquérito é precisamente uma forma política, uma forma de gestão, de exercício do poder que, por meio

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da instituição judiciária, veio a ser uma maneira, na cultura ocidental, de autentificar a verdade, de adquirir coisas que vão ser consideradas como verdadeiras e de as transmitir. O inquérito é uma forma de saber-poder (Foucault 1996: 78).

Se comprende así el modelo desarrollado por Sahagún a recoger sus materiales de las bocas de los informantes indígenas. Sin embargo, hay algo en el aspecto más “conversacional” o “dialogado” de las pláticas de Sahagún con los principales durante las reuniones de Tepepulco (1558-1560) y Tlatelolco (1561-1564), que merece una observación. Siendo el pecado la verdad última que debe ser investigada, existía una forma de interrumpir la inquisición en cualquier momento: la confesión del acusado. A partir del Concilio de Trento, la confesión fue tipificada como una forma de reaccionar en contra la Reforma, que abolía esa práctica por considerarla una prerrogativa perversa de los clérigos. Así, la confesión supone los siguiente pasos a seguir por parte del pecador: a) contrición (manifestación de dolor por el pecado cometido y de su propósito de enmendarlo); b) confesión (autoacusación voluntaria de quien comete un pecado, llegando a ella a través de un “examen de conciencia”); y c) satisfacción (reparación de la injuria inferida a Dios) (Royo Marín 1973). Ahora bien, la intención del franciscano era contribuir a la erradicación de la idolatría... pero no deja de ser muy curiosa esa imagen del fraile escuchando las declaraciones de los ancianos durante años, en una performance que tiene mucho de confesionario, de penitencia. Que los principales aceptaran informar “todos los secretos” de su lengua náhuatl para combatir la idolatría podría haber sido para Sahagún una forma de contrición; la confesión fue larga, cada plática era un verdadero examen de conciencia... Después de la descripción de los dioses aztecas en el Libro I, la primera intervención de Sahagún como autor es una advertencia: Vosotros, los habitantes de esta Nueva España, que sois mexicanos, tlaxcaltecas y los que habitáis la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios de estas Indias Occidentales, sabed: Que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad y de idolatría en que os dejaron vuestros antepasados, como está claro por vuestras escrituras y pinturas, y ritos idolátricos que habéis vivido hasta ahora. Pues oíd ahora con atención, y entended con diligencia la misericordia que Nuestro Señor os ha hecho por su sola clemencia (tomo I, p. 77).

Esa advertencia, en la que queda claro que los pecadores se inculpan mediante sus “escrituras y pinturas” (¡escritos y pinturas realizados delante de

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Sahagún durante sus conversaciones!), es seguida de cuatro capítulos de la Biblia en latín (versión de la vulgata) con su correspondiente explicación en español. La confesión continúa en el Libro II, cuyo último apéndice retoma los castigos para los pecadores, y esta vez lo hace de manera todavía más sutil. Aparece el Sahagún-traductor, ¡que se niega a traducir al español! Inverosímil, astuto, Sahagún atribuye al Demonio los cantares y salmos que a los dioses se le cantan, sin poderse entender lo que en ellos se trata, más de aquellos que son naturales y acostumbrados a este lenguaje (...) sin que los demás lo puedan entender” (tomo II, p. 255, énfasis añadido). Y a continuación se transcriben directamente en náhuatl veintiún himnos rituales. Algunos críticos quieren ver en esta actitud de Sahagún una manera de esquivar la censura de la Inquisición, pero esta explicación no es verosímil, pues el nivel de detalle que el franciscano demuestra a través de toda la obra así como su fama de excelso conocedor del náhuatl, convierten la disculpa expuesta en la cita anterior en algo ridículo, imposible de aceptar incluso por los bellacos inquisidores. No era, entonces, eso; era otra cosa. La redención de la cultura náhuatl, para Sahagún, sería que esa cultura se confesase en su propia lengua, y que prestase satisfacción a Dios por los pecados cometidos. La Historia... era un monumental acto de reparación de los pecados cometidos desde el comienzo de los tiempos. Y, por eso, en la visión sahaguntina, sería la más formidable herramienta contra la idolatría. Por la misma razón, la escritura náhuatl comenzaba a convertirse en la “lengua materna” de los indios. Reunidos todos bajo la misma identidad de los pecadores, el plurilingüismo precolombino de los otros se convirtió en el “monolingüismo del otro” (Derrida 1996) para Sahagún, es decir, en una forma de tornar ajenas, espectrales, todas las lenguas vernáculas, pasadas ahora por el filtro de la cultura occidental y de la identidad de la lengua materna que el náhuatl ganó con su entronización como lengua de los evangelizadores y evangelizados. Siguiendo las ideas de la deconstrucción, la poetisa brasileña Paula Glenadel conjetura, con respecto a la cuestión de la traducción, que tal posição (...) fornece o sentido da hospitalidade como justiça: abertura incondicional para o outro, acolhida da língua do outro, começando pela acolhida do outro que habita toda língua dita “materna”. Traduzir um texto corresponderia, assim, a “fazer-lhe justiça”, conseguindo preservá-lo do aniquilamento e da

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incompreensão a que o condenaria sua existência numa língua desconhecida (Glenadel 2000: 61).

Pero la idea de la justicia es ambivalente: si bien es una promesa de justicia, también es una amenaza de injusticia. “¿Puede amenazarse con una promesa? ¿Prometer un don amenazador?”, se pregunta Derrida (1995: 38, apud. Glenadel, ibíd.). Por lo tanto, aunque la justicia de preservación parcial de una cultura se haya cumplido a través del texto en lengua náhuatl de la Historia... de Sahagún, el carácter completo de esa obra como traducción del habla de los nahuas a la escritura, y de esa escritura al español, en lugar de una utopía de preservación de los otros parece más un modelo de su devoración cultural. Pues el autor intentó convertir aquel relato de la cultura náhuatl cuenta en el libro de la expiación de sus pecados en relación a Dios. Si toda traducción es una traición (tradutore, tradittore), Sahagún traiciona doblemente: al original y a los otros. Y también, literalmente, al “lugar común” (tradutore, tradittore): ese nuevo espacio de convivencia que se había formado entre pueblos originarios, mestizos e hispánicos.

III. LA RETÓRICA DE LOS TAMALES Esta traición, sin embargo, es lo que permite analizar la obra de Sahagún desde punto de vista discursivo y literario, prestando atención a las representaciones y a las narraciones, sin necesidad de someterlas a la pretendida etnografía documental de la cultura náhuatl. De cierta forma, la traducción-traición de Sahagún produce un texto mucho más complejo de lo que él mismo habría creído. Y, sin dudas, las pistas más evidentes son las que se ven en la utilización del discurso indirecto libre o en los agregados (refutaciones, prólogos, aclaraciones, etc.), o incluso hasta en la organización en libros y capítulos de los registros recogidos de los informantes nahuas. Visto así, un posible nexo entre aquella historia de Martín Ocelotl y esta Historia de Sahagún se encuentra en el escasamente estudiado Capítulo 38 del Libro IV, en el cual Sahagún compara la virtud retórica de no repetir los argumentos con un sabroso tamal. Por tanto, aquí decimos sumariamente lo que resta de decir y hacer mención de todo lo susodicho, por no dar hastío a los lectores con palabras demasiadas y

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superfluas, y más porque en esto no estamos estimados por importunos, de tornar a decir lo que está ya dicho, porque poniendo comparación que así como si fuese comida muy sabrosa, no más ni menos la plática o razonamiento pierde su sabor cuando se repite muchas veces una cosa, y en esto ya se dijo todo, muy delicada y suavemente; así lo que era blando y caliente, y sabroso, y suave, y gracioso, y donoso. También está ya dicho que así como si fuese el pan duro, y frío y áspero, o así como el pan hecho de maíz cocido no bien molido ni bien lavado que hiede a la cal, así es la plática que es molesta a los oyentes; o así como si fuese tamal muy caliente, el cual cuando se come quema el paladar, y echa de sí humo, porque es demasiado caliente. Otrosí: está ya dicho que así como si fuese el tamal frío y mohoso y podrido, así la plática desabrida ofende al oído (tomo I, p. 120).

Es interesante mencionar que muchos tamales se vinculaban a ritos funerarios, costumbre que subsiste incluso hoy en día en México durante las celebraciones del Día de Muertos, y que el propio Sahagún ya había registrado en el Libro II. Por otra parte, la gramática de Olmos sugiere que el verbo cua significa “comer” pero, al mismo tiempo, el adjetivo cualli (que proviene de aquél) significa la belleza y la bondad de todo lo que es asimilable y de lo que se deleita o es aprovechado no solo con los ojos sino también con el corazón, con el espíritu y con la carne. Por otra parte, de la comparación de los textos en náhuatl con la traducción español, Alfredo López Austin observa que Sahagún “acabó escribiendo en castellano con un estilo muy similar a aquel que había aprendido de los labios de los viejos informantes que hablaban en lengua náhuatl” (apud. Martínez 1981: XXXII). Por su parte, José Luis Martínez señala que Sahagún “escribe con un estilo conciso cuando está perturbado por la ira” (1981: XXXII). El motivo de la comida de Martín Ocelotl comida parece haber migrado subrepticiamente. La ironía de este fragmento de Sahagún es que la escritura de la obra en español –catalizada por esa metáfora del tamal en el contexto de un discurso complejo sobre la comida– fue a su pesar el vehículo de esa idolatría subterránea, del disimulo que perduraba en las prácticas religiosas cotidianas y en las costumbres de los indios. En el centro de esa tensión discursiva entre lo que está en la palabra (en náhuatl, la cultura mexicana) y a lo que se refiere con las palabras (en español, la cultura de los otros), el motivo de la comida se encuentra una y otra vez a lo largo de la obra, porque la comida está en la representación de las fiestas, de las ceremonias y de los banquetes religiosos de los nahuas, en sus prácticas que ligan “culinariamente” la pro-

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ducción del maíz, los panes, los tamales y los sacrificios antropófagos. La preocupación lingüística de Sahagún deriva, entonces, de la manipulación discursiva de ese motivo referido a la comida, que ya estaba presente de diversas maneras en toda la escritura de los cronistas de Indias. La metáfora del tamalretórico sería la condición de posibilidad para avalar el conjunto de representaciones de la comida presentes en la Historia...: en definitiva, es una llave que organiza, clasifica y resignifica el texto. Por eso, es relevante la localización de ese capítulo 38, que es además brevísimo y está como desconectado del resto del Libro IV; compuesto por una enumeración monótona de los signos astrológicos y de las características de la personalidad que de ellos se derivan, de repente Sahagún dedica dos capítulos (el 36 y el 37) al tema de los banquetes y de las invitaciones repletos de comida, para celebrar a los bautizados, y “que es casi lo mismo que antiguamente hacían (...) y que ahora hacen” (tomo I, p. 118). Las representaciones del discurso de la comida ganan entonces un sentido completamente diferente al del que tenían en el Libro II, dedicado a los sacrificios, y en esos tres capítulos dislocados del Libro IV van in crescendo hasta alcanzar la curiosa metáfora de los tamales. SÍGUESE la manera del convite que ahora después de ya cristianos hacen en los bautismos de sus hijos. De la misma manera convidan ahora para sus bautismos que convidaban antiguamente, excepto que los señores y principales, y mercaderes y hombres ricos, cada uno según su manera, hacían convite y convidaban mucha gente, y ponían oficiales y servidores para que sirviesen a los que venían convidados, para que a todos se les hiciese honra conforme a la calidad de sus personas, así en darles flores como en darles comida, como en darles mantas y maxtlates. Para este propósito juntaba mucha copia de comida, y mantas y maxtlates, y flores y cañas de humo, para que todos sus convidados tuviesen copiosamente todo lo necesario, y no recibiese afrenta ni vergüenza el señor del convite, sino que recibiese gloria de la orden y de la abundancia de todas las cosas que se habían de dar. Y sabiendo esto los convidados estaban con esperanza que no les faltaría nada de las cosas del convite, y también deseaban que no hubiese falta, porque el que convidaba no cayese en alguna afrenta, ni nadie con razón se pudiese quejar de él, ni del convite, ni murmurar. Llegado el día del convite todos los servidores y oficiales del convite andaban con gran solicitud, aparejando las cosas necesarias y poniendo espadañas y flores

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en los patios y caminos, y barriendo y allanando los patios y caminos de la casa donde se hacía el convite. Unos traían agua, otros barrían, otros regaban, otros echaban arena, otros colgaban espadañas donde se había de hacer el areito; otros entendían en pelar gallinas, otros en matar perros y chamuscarlos, otros en asar gallinas, otros en cocerlas, otros metían los perfumes en las cañas. Las mujeres, viejas y mozas, entendían en hacer tamales de diversas maneras; unos tamales se hacían con harina de frijoles, otros con carne; unas de ellas lavaban el maíz cocido, otras quitaban la coronilla del maíz, que es áspera, porque el pan fuese más delicado; otras traían agua, otras quebrantaban cacao, otras le molían, otras mezclaban el maíz cocido con el cacao, otras hacían potajes. Y en amaneciendo ponían petates por todas partes, y asentaderos, y echaban heno entretejiendo la orilla, que parecían mantas de heno; todas las cosas se ponían en orden como era menester, sin que el señor entendiese en nada, Todas estas cosas hacían los servidores y oficiales, aquellos que dan las cañas de humo y las flores, y la comida; y aquéllos hacen el cacao y lo levantan al aire, y dan a los que han de beber; y también hay personas diputadas para el servicio particular de los convidados. Esto acontece entre los señores y principales, y mercaderes, y hombres ricos; pero la gente baja y pobre hace sus convites como pobres y rústicos, que tienen poco y saben poco, y dan flores de poco valor y dan cañas de humo que ya han servido otra vez (Livro IV, capítulo 37).

¿Qué era lo que Sahagún realmente había visto? Es decir, se sabe que las menciones a la antropofagia o el sacrificio en los discursos en náhuatl ya eran raras en los años en que escribió la Historia...; los cuadros descritos en el Libro II son indirectos, recreaciones verbales a partir de la “confesión” de los otros; los mencionado capítulos 36, 37 y 38 constituyen la primera irrupción concreta del presente real de Sahagún en su obra, claramente expresado en el título de los capítulos (“que es casi lo mismo que antiguamente hacían [...] y que ahora hacen”). Y esta aparición surge en el medio del capítulo dedicado a la peor de las idolatrías, al acto de acusación más común de la Inquisición: la astrología judicial que servía para la adivinación, para la formulación de profecías. Si, como dice Todorov (1987), “la profecía es la memoria”; sin saberlo, Sahagún estaba combatiendo la memoria de los nahuas con el instrumento (ahora apropiado por él) de su lengua. Pero hay más. Pues si se acepta para la obra de Sahagún un destino retórico y literario diferente de aquel que comúnmente la vincula a la etnografía, la

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metáfora del tamal es capaz de multiplicar sus sentidos en aquellas partes del texto (los paratextos) redactadas por el fraile, lo que ocurriría, principalmente, de tres formas: una con tendencia centrípeta, otra fija al centro y la última con tendencia centrífuga. Así, un tipo de significación se dispara en la dirección revulsiva (como una resaca del mar) de la preocupación por la lengua y sus recursos retóricos, y por eso mismo, relacionados con los objetivos evangelizadores del autor. En la dedicatoria al padre Rodrigo de Sequera, Sahagún escribió: suplico a V.P. (Vuestro Padre) tenga por bien de recibir en su amparo y protección este primer volumen, de estas sus redimidas obras, el cual contiene cinco libros con otros tantos apéndices; y será como el primogénito y principal hijo, al cual seguirán los demás, los cuales aun se quedan criando con los alimentos de que V.P. les ha proveído (tomo I, p. 26).

En el prólogo al Libro V, consagrado a las supersticiones, el fraile escribió: Como con apetito de más saber, nuestros primeros padres merecieron ser privados del original saber que les fue dado, y caer en la noche muy oscura de la ignorancia en que a todos nos dejaron, no habiendo aún perdido aquel maldito apetito, no cesamos de porfiar, de querer investigar, por fas o por nefas, lo que ignoramos, así cerca de las cosas naturales como cerca de las cosas sobrenaturales (tomo II, p. 13).

El recurso retórico a la figura del médico para “curar la idolatría”, en el Prólogo General de la Historia..., si bien es uno de los tópicos medievales más comunes –recordemos que aparece en el prólogo moralista, escrito en 1340, del Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, entre otras menciones– obtiene una fuerza inusual. Catalizado por el discurso sobre la comida, el médico se opone tácitamente a la figura del brujo-curandero-hechicero, como se observa en el ampliamente estudiado Libro XI, en la parte dedicada a la flora y la fauna comestibles, y entre estas a las hierbas medicinales (Martínez 1981: XL). El segundo tipo de sentidos generados por la metáfora del tamal permanece fijo en la palabra de los otros: está constituido por las enseñanzas morales de los nahuas en relación a la comida, vertidos a través de los huehuetlatolli del Libro VI. Un antecedente de esto es expuesto por Sahagún al final del Libro V, cuando se dedica a las supersticiones referidas a la comida, por ejemplo:

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VIII.- DEL TAMAL MAL COCIDO Otra abusión tenían: cuando se cuecen los tamales en la olla, si algunos se pegan a la olla como la carne cuando se cuece y se pega a la olla, decían que el que comía aquel tamal pegado, si era hombre, nunca bien tiraría en la guerra las flechas, y su mujer nunca pariría bien; y si era mujer, que nunca bien pariría, que se le pegaría niño dentro (tomo II, p. 31). XIV.- DE LA TORTILLA QUE (SE) DOBLA EN EL COMAL Tenían otra abusión: decían que cuando se doblaba la tortilla, echándola en el comal para cocerse, era señal que alguno venía aquélla casa, o que el marido de aquella mujer que cocía el pan, si era ido fuera, venía ya, y había coceado la tortilla porque se dobló (tomo II, p. 33).

A su vez, una glosa es retomada en forma de “refranes y metáforas” (sic) de la lengua náhuatl, al final del Libro VI: Es mi comida y bebida: quiere decir, con esto gano de comer y de beber” (tomo II, p. 236); “Cosa dulce y sabrosa de comer: se dice por el pueblo o tierra, que es deleitosa y abundosa” (tomo II, p. 237). En todos los casos, se trata de un lenguaje fijo, concentrado en el centro estático de los materiales adquirido con informantes indígenas, y cuyo sentido permanece confinado en esa alteridad. La tercera tendencia en las significaciones a partir de la metáfora del tamal huye locamente hacia la dirección opuesta de ese centro náhuatl, y escapa al control del autor, pues lleva los conflictos con los otros hacia el plano de la cultura europea de Sahagún. He aquí su posición más crítica respecto a la conquista española y a la violencia ejercida contra los indios. Y tal es el tema del discurso sobre la comida en los últimos libros de Historia..., y especialmente del Libro XII dedicado a la Conquista. Ahí, las representaciones de los banquetes y los sacrificios de los mercaderes (Libro IX, caps. 714) como Martín Ocelotl, encuentran su contrapunto con los relatos de Hernán Cortés y Bernal Díaz. Ahí, la descripción de los manjares de la cocina azteca servidos en la mesa del tlatoani (Libro VIII, cap. 13) evidencian el hambre de aquel español que escribió la Relación del Conquistador Anónimo (Baudot 1983: 37). Ahí la representación dinámica de los vendedores de pan, tamales, tortillas, cacao, frijoles, atole, etc. (Libro X, caps. 18, 19, 22, 24 y 26) complementa con vida y sustancia la fascinación de Bernal Díaz cuando ve por primera vez los tianguis de Tenochtitlán. Ahí, la menciones de la flora y la fauna comestibles (Libro XI) contrastan con la taxonomía simplemente científica del protomédico Hernández (Martínez 1981) y con

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la voracidad del aprovechamiento económico de las descripciones de Fernández de Oviedo. La enumeración y verificación de los detalles de estas comparaciones literarias exceden los propósitos de este ensayo; quedarán entre las felices derivaciones que esperamos esta investigación estimule en otros. Subsiste, apenas, un evidente sarcasmo (nunca más etimológico) de la proverbial ironía en relación a los indios que caracteriza a Oviedo: “Cada español comía lo que diez indios”; y la convicción íntima de que tanto Sahagún como Ocelotl lo sabían demasiado bien.

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Hay quien caracteriza a México como una fiesta constante, y aunque esté errado no anda del todo descaminado. Podría asegurarse que no hay día del año en que en una o varias localidades del país no se celebren una fiesta o una feria.

ARTURO WARMAN INTRODUCCIÓN Este trabajo tiene como objetivo principal mostrar la permanencia de algunas festividades religiosas desde la época novohispana hasta la actualidad, en lo que Pedro Carrasco (1950) ha denominado: “catolicismo popular mexicano”; o más bien la “religiosidad popular”, sin entrar al debate de si se trata de la religión elaborada por el pueblo o si es aquella que se destina al pueblo, al serle impuesta la fe cristiana. El universo espacial a tratar es la región occidental del actual estado de México, marcando los pueblos congregados de finales del siglo XVI y principios del XVII donde, en algunos casos, se han mantenido grupos étnicos otomianos, matlatzincas y nahuas. El objetivo es, pues, advertir cómo las etnias mantienen una cohesión social a través de las festividades religiosas, principalmente las supeditadas al ciclo agrícola del lugar. Además, se aprecia que algunos de los santos y sus advocaciones están vinculados a deidades prehispánicas, con las que mantienen interesantes similitudes, este aspecto se materializa en los ritos y celebraciones realizados durante las fiestas anuales. Debo aclarar que este escrito es un primer acercamiento que retoma la definición de sincretismo que han elaborado diversos autores a lo largo del tiempo, para que el lector adquiera una visión general sobre este término; y es por esta razón que únicamente se señalan algunos ejemplos de los santos que se estudiarán más a detalle en otros apartados de este trabajo realizando

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un estudio más específico y colocando los resultados del trabajo de campo y nuevos aportes encontrados acerca de este tema en la región de estudio.

LAS CELEBRACIONES RELIGIOSAS DEL MUNDO CATÓLICO El término liturgia tiene un origen secular, para los griegos significa: pueblo y trabajo, acción y obra en servicio del pueblo, de esta manera, los primeros cristianos lo aplicaron al referirse a funciones públicas de la Iglesia (Pompa 1969: 5). Tras el devenir de varias generaciones, la liturgia se ha convertido en el orden y forma que las iglesias han aprobado para el desarrollo cronológico del culto, así actualmente es observada como la ciencia de los ritos religiosos (Pompa 1969: 6). En este sentido, el calendario litúrgico católico adoptó conmemoraciones fijas y movibles, teniendo mayor significación, en diversos lugares, las segundas. El almanaque eclesiástico, romano- católico, se compone de estaciones o tiempos litúrgicos, cuyo contenido marca los tiempos del culto, su fin es hacer revivir los misterios de Cristo e inculcarlos al espíritu de la Iglesia. A lo largo del año se desarrollan las fiestas de los santos, el santoral se compone, en general, de fiestas señaladas en fechas fijas, mientras que las celebraciones movibles varían en relación con la Pascua, las fechas movibles rigen buena parte del año litúrgico, la cadencia regular de los domingos da al conjunto su sólida estructura. Actualmente, las celebraciones religiosas organizadas en los pueblos adquieren un verdadero carácter popular y mágico, que tiene por objeto suavizar la aspereza y hostilidad del ambiente y sublimar su vida cotidiana. Las fiestas religiosas más comunes en la región occidental del actual estado de México son las del “santo patrono”, recordemos que la religión de los pueblos otomianos giraba alrededor de la adoración de divinidades personales, cada deidad simbolizaba un oficio o fuerza natural y cada pueblo tenía un dios patrón que se identificaba con un antepasado. Podemos encontrar el antecedente histórico de este arraigo en la época virreinal, justo en el momento de la formación o congregación de los pueblos, a los cuales se les mantuvo con su nombre prehispánico, y se les añadió un apelativo cristiano correspondiente a un santo católico, que a partir de ese momento fungió como protector y “patrono” del pueblo; ejemplo de esto en la región de estudio encontramos, entre otros, los poblados de San Miguel

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Chapultepec, Santiago Temoaya, San Andrés Timilpan, San Pedro y San Pablo Calimaya, San José de Toluca, San Jerónimo Aculco, San Juan Bautista Metepec, San Miguel Joquicingo, San Martín Otzoloapan, Santiago Tianguistenco, San Mateo Atenco, San Miguel Zinacantepec y varios más. Hemos encontrado que además de su santo patrono, en diversos pueblos también festejan otros santos de predilección popular y fiestas religiosas universales que se ajustan al calendario litúrgico católico o al los intereses particulares del lugar. Las fiestas reflejan y representan el mestizaje, en ellas podemos observar cómo en los primeros años de vida colonial, no fueron pocos los traslapes que se dieron entre los dioses prehispánicos y los santos católicos, ejemplo de ello es la correlación reflejada entre Tláloc el dios de la lluvia con San Juan Bautista; Coatlicue la diosa de la tierra con alguna advocación de la Virgen María; Huehuetéotl el dios del fuego con San José, entre otros a los que haremos referencia más adelante. Otro aspecto importante sobre las celebraciones en los pueblos o comunidades es su división, ya que estas pueden ser: cívicas o religiosas, organizadas por instituciones tradicionales, eclesiásticas o civiles. En el caso de las religiosas las ceremonias pueden ser de tres tipos: I. Fiestas mayores generales. Semana Santa y Navidad, 6 de enero, 2 de febrero, miércoles de ceniza, 3 de mayo, 15 de mayo, Pentecostés, jueves de Habeas, 15 de agosto, 8 de septiembre, 15 de septiembre, 1° y 2 de noviembre y novena o posadas del 16 al 24 de diciembre. II. Fiestas titulares. Se refieren al festejo del santo patrono local, recordemos que a cada poblado se le asignó un santo protector de acuerdo al calendario litúrgico cristiano, debemos señalar que las imágenes más festejadas se relacionan con fenómenos estacionales: 19 de marzo se conmemora a San José y corresponde al inició de la primavera; el 24 de junio día de San Juan Bautista principia el verano; el 21 de septiembre día de San Mateo y el 29 de ese mismo mes es la fiesta de San Miguel, en estos días principia el otoño; finalmente el 24 de diciembre celebramos la Navidad y el inicio del invierno. III. Fiestas de los santuarios regionales o nacionales. En la región de estudio existe una tradición bastante fuerte de peregrinaciones a diversos santuarios nacionales y son realizadas en las siguientes fechas: del 12 al 19 de febrero es celebrado el Señor de Chalma; del 15 al 22 de febrero el Señor del Sacromonte en Amecameca; el 15 de agosto la Virgen de la Asunción; en la

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primera semana de septiembre la Virgen de los Remedios; y el 12 de diciembre la Virgen de Guadalupe en el valle de México. Cabe aclarar que se presentan casos en los que la fiesta titular del pueblo coincide con una de las fiestas mayores y en las cuales se trata, además, de santuarios de mediana o gran importancia regional tal es el caso del Santuario de la Virgen de la Candelaria en Tonatico.

LOS CALENDARIOS PREHISPÁNICOS: GENERALIDADES Siguiendo las fechas producto de la continuación de los calendarios europeo (gregoriano) y mexica, es posible efectuar una correlación, especialmente al conocer la estructura interna de cada uno de los dos. Si la correlación es válida, por lo menos para el calendario mexica de principios del siglo XVI, es posible fechar con precisión de un día ciertos acontecimientos prehispánicos que interesan a la historiografía (Ramírez 1992: 86-87), y en este caso, para las festividades. Comparando el calendario mexica con el europeo juliano, que fue el primero que los frailes evangelizadores implantaron en las nuevas tierras, se nota que no les fue difícil seleccionar del almanaque católico las fechas afines, debido a que los indígenas utilizaban un sistema calendárico, que no era exclusivo del valle de Toluca, sino que se tenía en varias regiones del valle de México y de otros lugares cercanos. Debemos aclarar que para el año de 1582 se realizó un cambio al calendario en Europa que fue implantado también en sus colonias y en este caso en el virreinato de la Nueva España, donde se dio una Real Cédula en 1583 donde se informaba y solicitaba realizar este ajuste calendárico, al realizar esta corrección se modificaron las fechas de las celebraciones en el virreinato, adaptándose al calendario gregoriano.

SINCRETISMO EN LA REGIÓN OCCIDENTAL DEL ESTADO DE MÉXICO Las fechas de las fiestas religiosas cristianas, anotadas sobre la agenda religiosa de las sociedades mesoamericanas, bien pudieron mantener una cercanía con los tiempos en que se celebraban los ritos prehispánicos de forma general. La población nativa movió las fechas de sus ritos y celebraciones en dirección del calendario litúrgico católico; en algunos casos para no despertar la sospe-

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cha de la complicidad de sus idolatrías, y en otros por la inevitable mezcla de las concepciones, originada por la semejanza entre ambas religiones. Así los indios a la llegada de los misioneros absorbieron los dioses traídos por los conquistadores y los incorporaron a su panteón. Parece oportuno señalar que la mezcla de religiones no fue caso único en las tierras recién conquistadas, recordemos que tierras hispanas una experiencia similar se había vivido entre cristianismo, islamismo y judaísmo. Al-Andaluz nos ofrece, desde el punto de vista cronológico, el primer ejemplo de una confluencia de gentes de tres religiones, es decir, de musulmanes, cristianos y judíos (Valdeón 2005: 197). En los primeros años de la evangelización los santos más humanos y familiares, cuyas atribuciones suelen ser específicas, tuvieron mucho éxito, su culto fue difundido por las diversas órdenes religiosas; los santos más famosos y populares en nuestra región de estudio estuvieron claramente relacionados con los evangelizadores: San Francisco de Asís y San Juan Bautista eran preferidos por los franciscanos y los agustinos tuvieron especial predilección por San Nicolás Tolentino, pero además de estos personajes, cuya existencia está bien fundamentada, existieron otros de naturaleza mítica que también fueron bien recibidos por los pobladores nativos, como los arcángeles, principalmente San Miguel y, en menor medida, San Rafael, culto especial en el valle se le otorgó a señor Santiago. Otro aspecto que se debe señalar es que muchas de las visiones “supersticiosas” de cuño medieval llegaron también al Nuevo Mundo con los conquistadores, pues recordemos que los cuerpos celestes tenían diversos significados para los católicos, ellos observaban el mundo a través de presagios y agüeros. Estas “supersticiones” aparentemente, más comunes fueron mayormente toleradas o al menos no hay registros de que estas conductas despertaran sospechas de herejía durante la primera mitad del siglo XVI, sin embargo, al paso del tiempo esta visión habría de confundirse o disimularse detrás de las creencias de los indígenas (Rueda 2005: 264) . Entre las primeras imágenes ofrecidas a los indios se encuentra la Virgen María, del estandarte de Hernán Cortés, de igual forma la Inmaculada Concepción, difundida por la orden franciscana, así como la Asunción y la Virgen del Cíngulo entre los agustinos. La difusión del culto a las imágenes se hizo muy pronto extensivo a los patronos de las órdenes evangelizadoras: San Francisco y San Agustín, aunque también fueron promovidos algunos de los apóstoles como San Pedro, San Pablo, San Andrés y Santiago (Rubial 2001:

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36-37), sin embargo, este proceso tenía caminos de ida y vuelta, y en muchas ocasiones el cristianismo sirvió para enmascarar prácticas idolátricas y supersticiosas bajo las cuales sobrevivía la religión prehispánica, por ejemplo se escogía un santo cristiano como denominación suplementaria agregada a la divinidad antigua, de ese modo la divinidad antigua del fuego, Xiuhtecutli, era llamado también Xoxeptzin es decir, San José o Ximeontzin que significa San Simón, para identificarlo con estos santos se tomaba en cuenta la avanzada edad de ambos (Espinosa 2005: 252). Desde la época colonial las fiestas de los santos patronos de los pueblos fueron un despliegue de vistosas procesiones en las que se portaban estandartes decorados con plumas, arcos y tapetes de flores, uso de copal, luminarias, disfraces y papeles de colores, todas amenizadas con cantos, representaciones teatrales y comidas comunitarias que a veces terminaban, a pesar de los esfuerzos de los frailes, en verdaderas libaciones rituales (Rubial 2001: 30). Las conmemoraciones se convertían en instrumentos metodológicos para transmitir el mensaje evangélico, que al ser protagonizado por los propios naturales redundaba en su apropiación de las creencias y compresión de los dogmas cristianos. La idolatría de un cristianismo sincrético era muy fina y quebradiza, lo que provocó un debate entre los propios frailes sobre la metodología empleada, siendo además uno de los argumentos utilizados por la jerarquía eclesiástica americana a favor de la secularización de las doctrinas de las órdenes religiosas, proceso que se inició a finales del siglo XVI y se intensificó durante los siglos XVII y XVIII. Para hacer más atractivas las ceremonias y fomentar la asistencia a las misas, se introdujo un elevado número de cantores y músicos que tocaban diversos instrumentos, tanto europeos como prehispánicos (tambores, atabales, flautas, caracoles, campanillas, laúdes, trompetas, etcétera), para dar al acto un gran esplendor con la intención de captar la atención de los indígenas hacia su nueva religión. De igual forma comenzaron a erigirse santuarios donde se veneraban imágenes milagrosas, que suplantaron el culto a antiguos dioses. Un caso muy notable al respecto fue el de Chalma, donde los agustinos promovieron la veneración de la imagen de un Cristo crucificado en una cueva donde se veneraba a Oztotéotl, una advocación de Tezcatlipoca (Rubial 2001: 49). La mezcla inevitable de concepciones religiosas dio como resultado que la evangelización del siglo XVI en esta zona del estado de México, como en las áreas vecinas fuera sui generis: los naturales, al entrar en contacto con el cristia-

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nismo, asimilaron con prontitud lo que armonizaba con sus pautas y no contradecía su cosmovisión. Con esta misma intención de facilitar la introducción del cristianismo, los frailes recurrieron de manera sistemática a prácticas indígenas, como son las danzas, cantos, uso de flores o fuegos y candelas en noches especiales y los integraron a los ritos cristianos (Rubial 2001: 24-25). Los fenómenos de asimilación entre el cristianismo y la religión indígena fueron posibles gracias a la existencia de paralelismos entre ambas, ya que el cristianismo ofrecía a los indios una gran variedad de imágenes de niños, mujeres, hombres, ancianos, seres alados y demonios, con lo que pudieron realizarse la superposiciones necesarias con sus antiguos dioses, esto unido al gran número de representaciones asociadas con el martirio y con la sangre, incluido el de Cristo, debió constituir para los indios un rico arsenal de imágenes que los remitían a los sacrificios ofrecidos a sus dioses. En algunas ocasiones los misioneros eligieron a los santos patronos de los poblados asimilando en ellos alguna característica del toponímico indígena o del antiguo dios protector del pueblo. Con el estudio que hemos realizado nos hemos percatado de que en la región occidental del actual estado de México se instauró un sistema cultural de contenido cristiano adoptando una morfología occidental pero, de igual modo, se respetaron y asimilaron aquellos medios autóctonos que podían adaptarse al nuevo sistema. Ahora bien, la religión en el mundo mesoamericano no era solamente un sistema de creencias acerca de un conjunto de divinidades, sino un concepto mucho más profundo, era un esquema cosmogónico que regía todas las facetas vitales. Por esta razón, los religiosos instrumentaron, poco a poco y de acuerdo a su experiencia regional, un sistema que permitió abarcar todos los grupos sociales y todos los aspectos de la vida indígena. Así el sincretismo cultural que se dio en esta región surgió como resultado de la iniciativa de los frailes y de la presencia de los colaboradores indígenas apegados aún a su cultura tradicional. Ejemplos de ello, fueron la tolerancia de los sahumerios con copal durante las celebraciones religiosas, la tradición de anudar la capa del hombre al huipil de la mujer durante la ceremonia matrimonial, de los mitotes y del juego ritual del volador o el permitir que a los muertos se les sepultara con una piedra de jade en la boca y con una jarra de agua a su lado, para el viaje al más allá. Fue de este modo que junto con los cultos cristianos convivían los ritos agrícolas, las prácticas médicas tradicionales y la religión doméstica, las parteras, curanderos y ancianos fueron los encargados de trasmitir esos saberes y, a menu-

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do, en los años cercanos a la conquista hispana, los viejos sacerdotes e incluso los mismos caciques fomentaron el culto a las antiguas deidades, ocultándolas debajo de las cruces y atrás de los altares de las iglesias, haciendo sacrificios y ofrendas en los montes, cuevas, bosques y sitios recónditos (Rubial 2001: 37-39). Para buscar las raíces de la idolatría y poder extirparla con mayor efectividad algunos frailes decidieron estudiar el pasado prehispánico, el primer registro sobre este interés data de 1533, cuando el presidente de la Segunda Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal, encargó a fray Andrés de Olmos el estudio de las antigüedades mexicanas y entre sus trabajos destaca el Tratado sobre las hechicerías y sortilegios, posteriormente en 1536 fray Toribio de Benavente, Motolinía, también se abocó a este trabajo, pero sin duda, la obra más valiosa fue la de fray Bernardino de Sahagún, a quien en 1557 el provincial de la orden franciscana, fray Francisco de Tora, le encargó oficialmente escribir sobre el mundo indígena antiguo “para ayuda de los obispos y ministros que los doctrinan”. La finalidad básica de estas obras era erradicar las idolatrías y destruir todo vestigio religioso pagano. Cabe aclarar, que durante el siglo XVII aumentó la sospecha que, ya desde siglos atrás, tenía la Iglesia católica sobre que a pesar de la evangelización, se estaban manteniendo cultos idolátricos, por lo tanto se abocaron a la tarea de investigar por zonas qué estaba ocurriendo realmente. El resultado fue asombroso, la revelación los dejó fulminados: los indios aun continuaban con sus idolatrías, fingían adorar a Cristo, a la Virgen, a los santos, pero en estas imágenes reverenciaban a sus ídolos, por lo tanto era necesaria una nueva estrategia, la cual no podía llevarse a cabo si no se conocía bien la tradición y el culto prehispánico, para combatirse. Con este objetivo se escribieron varios informes, entre ellos sobresalen el de Pedro Ponce, beneficiario del partido de Zumpahuacán, titulado Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad; el de Pedro Sánchez de Aguilar, deán de Yucatán, escrito en 1603, conocido como Informe contra los idólatras de Yucatán, cuya intención declarada era la de capturar y castigar a los indios idólatras y apóstatas del obispado de Yucatán, por estar muy arraigadas las idolatrías, en este escrito él da una serie de argumentos que los sacerdotes católicos deben tomar en cuenta como la siguiente: Los indios están recién convertidos a nuestra Fe Católica,…es así que nuestro rey Felipe manda que estos recién convertidos sean tratados como plantas tiernas y como párvulos, luego no deben ser castigados según la gravedad de los delitos,

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ni juzgados conforme al rigor del Derecho, luego los Obispos no deben aprehenderlos ni castigarlos (Sánchez 1987: 27).

En 1629, Hernando Ruiz de Alarcón escribió su Tratado de las Supersticiones y Costumbres Gentílicas que hoy viven entre los indios naturales de esta Nueva España, en esta obra hace referencia al actual estado de Guerrero, que colinda con algunos municipios del estado de México. En ella, Alarcón argumenta que los curas debían conocer las enfermedades de sus fieles para remediarlas y ampararlos. Su escrito pretendía abrir senda a los ministros de indios, para que en su trabajo pudieran fácilmente conocer los males del alma, y así remediarlos y corregirlos. Otro escrito se publicó en 1654, el autor fue Diego de Hevia y Valdez, quien escribe sobre estos mismos temas, el título de su obra es Relación autentica de las idolatrías, supersticiones, vanas observaciones de los indios del obispado de Oaxaca. En esta obra reseña aquellas idolatrías que los curas y doctrineros de ese obispado deberían conocer con el objeto de extirpar estos males. Como se puede apreciar el clero regular y secular estaba preocupado por el problema de las idolatrías y supersticiones que prevalecían en los asentamientos indígenas de Nueva España, y va a ser el doctor Jacinto de la Serna, rector de la Universidad de México, el primero en revelar lo que hoy llamamos sincretismo en su tratado titulado Manual de Ministros de Indios (1656), en donde advertía cómo es que: “despues de tanta luz… están tan metidos en tan obscuras tinieblas, y auiendo de resplandecer con obras verdaderos chiristianos, se descubren en ellos obras de verdaderos idolatras, fingiendo exteriormente chiristiandad” (Serna 1892: 26). El objetivo de este religioso fue dar a conocer a los sacerdotes las idolatrías de los indígenas del valle de Toluca, para que tomaran conciencia de ellas y las extirparan; su interés era cambiar el sentido idolátrico de las festividades, en virtud de que si en un principio los primeros frailes aceptaron este culto peculiar, en lo sucesivo no se toleraría. A pesar del interés que mostró el cura Jacinto de la Serna por transformar el culto religioso católico popular en esta región, el resultado no tuvo tanto éxito como los religiosos esperaban, pues a pesar de que lograron transformar algunos elementos de las festividades de los indígenas, en gran parte de sus celebraciones se conservaron algunos elementos centrales de los antiguos cultos. Después de leer lo escrito por el cura de la Serna y haber realizado trabajo de campo en algunas de las festividades de la región occidental del estado de México, consideramos que algunas de las prácticas religiosas sincréticas no se

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han perdido del todo, pues en algunas poblaciones es bastante evidente cómo se adecua el calendario agrícola con el religioso y dentro de las celebraciones del culto católico persisten elementos de tradición prehispánica. Por ejemplo: jamás se siembran las milpas sin llevar antes a bendecir las semillas a la parroquia, también se consagran algunas monedas para garantizar el bien de la economía familiar, se continúa rindiendo culto a los cerros, sobre todo al Xinantécatl (Nevado de Toluca; cuyo nombre original era Chicnautécatl), lugar donde los pueblos de origen otomí celebran la fiesta al dios Makatá el 3 de mayo, llevando ofrendas y organizando una misa en el cráter del volcán de Toluca, o en los cerros circunvecinos a los pueblos alejados de él. Otra fiesta agrícola imponente en los pueblos de la región de estudio, donde se observa el sincretismo, es la fiesta de San Isidro Labrador, el 15 de mayo. En esa fecha algunos pueblos de origen náhuatl, matlatzinca y otomí llevan a bendecir a la iglesia sus yuntas y semillas, adornando ricamente las carretas, realizando procesiones y presentando ofrendas de maíz, mezcla de tecnología española y productos indígenas. Caso peculiar es Metepec, donde se lleva a cabo el “paseo de los locos”, en el cual los hombres recorren las calles vestidos de mujeres, juego que evoca un antiguo ritual de fertilidad ligado con la agricultura; su finalidad original era propiciar la lluvia, al igual que en la época colonial y en el siglo XIX. El maíz mismo es convertido en adorno y ofrenda de múltiples maneras: para la bendición de las semillas; las ceremonias de petición de lluvias, las celebraciones de agradecimiento y de las cosechas; se hacen manojos con las mazorcas en los cuatro colores sagrados: amarillo, blanco, rojo y negro; tostado, en palomitas, se monta sobre estandartes combinados con papel en forma de resplandores, lo que nos recuerda las referencias de Sahagún a los sartales y guirnaldas llamadas momochtli, que se ofrendaban en el segundo mes, Tlacaxipehualiztli, y que aún hoy en día se hacen en varios pueblos de la región occidental del estado de México, como Mexicalcingo, Sultepec, Zacualpan y otros más que le dan mucha importancia a la fiesta del 2 de febrero, conocida como la Virgen de la Candelaria.

EL CALENDARIO AGRÍCOLA EN RELACIÓN CON LA LITURGIA CATÓLICA Luego de conjuntar los datos sobre festividades religiosas en el occidente mexiquense hemos elaborado un cuadro (ver apéndices 2 y 3) donde apare-

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cen las fiestas religiosas a lo largo del año, cotejadas con las actividades agrícolas y el temporal, en ellos se puede apreciar la coincidencia de solsticios y equinoccios respecto a fiestas del santoral católico. Por ejemplo en el equinoccio de primavera se celebra a San José (19 de marzo), quien tomó el lugar del dios viejo del fuego, su conmemoración se realiza generalmente marcando el inicio de los trabajos agrícolas y su patrocinio es celebrado por los pueblos que celebran también el inicio de la primavera en estas fechas. El solsticio de verano está indicado por la fiesta de San Juan Bautista (24 de junio), la cual mantiene relación con San Antonio (13 de junio), San Pedro y San Pablo (el 29 del mismo mes), tiempo en el cual la lluvia es el elemento determinante para la producción del maíz. El inicio de la época de lluvias se celebra la primera quincena de mayo, con San Isidro Labrador (15 de mayo). Cabe aclarar que la canonización de este santo fue en 1622, pero su difusión fue aceptada en forma rápida en todas las sociedades agrícolas, entre ellas las que se encontraban en Nueva España. Posteriormente se continua con las celebraciones de los primeros frutos que se llevan a cabo el 15 de agosto día de la Virgen de la Asunción, y algunos de los rituales que se realizan en los pueblos de la región estudiada en esta fecha son: en Almoloya de Juárez tienen la costumbre de cortar la caña más grande, adornándola con flores, al igual que la milpa, se bendice la caña y a partir de ese día se puede comer el elote. En los pueblos mazahuas de Temascalcingo y otros se organiza una procesión el 16 de ese mismo mes en la cual se bendicen las milpas y se lleva a cabo una fiesta en honor del Señor Ndareje, dios del agua, lanzando ofrendas en el río Lerma. El equinoccio de otoño coincide con la celebración de San Mateo (21 de septiembre) y cercano a este también encontramos a San Miguel Arcángel (29 de septiembre), en este periodo los frutos ya son consumidos y concluyen los trabajos agrícolas de cosecha, que en diversos pueblos cierran con las festividades de día de muertos el 1° y 2 de noviembre. Finalmente, el solsticio de invierno es significativo en esta región por el culto a la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre), que congrega a pueblos otomianos, y de otras regiones vecinas, en peregrinaciones hacia su santuario principal en la Ciudad de México. También se asocia a la Navidad (25 de diciembre) y a la Nochebuena (24 de diciembre). En este lapso, conocido como temporada de secas, que abarca de diciembre a enero, los agricultores preparan la tierra para el nuevo año agrícola, mediante la escarda, quema y riego.

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Desde la perspectiva europea las celebraciones católicas se inician con la Candelaria, continúan con el Carnaval, Cuaresma y Semana Santa. Sin embargo, tomando en cuenta las fiestas desde la cosmovisión indígena y campesina las festividades toman otro ritmo. Así, la Candelaria es una fiesta de purificación que concuerda con las celebraciones a Tláloc y Chalchiutlicue, dioses del agua, ceremonias realizadas en el primer mes, Atlcahuallo, en el que se sacrificaban muchos niños, y donde actualmente se ofrecen tamales y atole. Se continúa con el Carnaval, celebración que, podríamos decir tiene dos rostros, aunque un fondo común, ya que permite el “juego”, el desenfreno y la burla antes de iniciar la penitencia de la Cuaresma. Son dos rostros porque, por un lado, el Carnaval viene de Carne Vale (adiós a la carne), originado en Europa, y por el otro corresponde a los nemontemi o cinco días perdidos de los calendarios toltecas. En esta celebración salen a relucir las comparsas de las danzas correspondientes a variantes de la conquista. Con la Cuaresma se inician las abstinencias de carne durante seis semanas desde el Miércoles de Ceniza, que coincide con los meses de Tlacaxipehualiztli, dedicado a Tótec, el dios desollado del Maíz Joven y Tozoztontli, mes para Tláloc y Coatlicue, que consistía en desollar y traer puesta las pieles de los sacrificados, para después depositarlas en una cueva, con el fin de reforzar las peticiones de lluvia. En varios pueblos del valle de Toluca en esos cinco viernes celebran una fiesta religiosa, con fruta adornada con banderitas de colores y flores para las imágenes de Cristo, sobre todo la del Señor de Chalma, considerada la más milagrosa en la región. La Semana Santa llega y con ella uno de los teatros rituales populares más impresionantes que fue prohibido a finales del siglo XVIII por ser considerado como herejía y que aún pervive en toda esta zona. Inicia el Domingo de Ramos, se celebra Jueves y Viernes Santo, Sábado de Gloria y finaliza el Domingo de Resurrección. Esta es una de las fiestas más celebradas, después de la Virgen de Guadalupe, por la carga de elementos ligados al equinoccio de primavera y las veintenas preparatorias de las siembras. Al término de la Semana Santa finaliza también la cuarta veintena preparatoria del maíz y comienzan las ocho trecenas del ciclo de siembra y desarrollo de esta planta. Se inician luego las celebraciones de petición de lluvias, ciclo que abarca la Santa Cruz, San Isidro, Hábeas Christi, San Juan Bautista, San Pedro, Santiago Apóstol, la Asunción de María, San Miguel Arcángel y San Francisco. Especial significado tiene la Santa Cruz el 3 de mayo, es una celebración de

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extrema importancia entre los pueblos indígenas, ya que, según sus creencias, este día llaman a los antiguos dioses de la lluvia. Estas fechas, en el calendario prehispánico corresponden a Centéotl, diosa del maíz, Tezcatlipoca, el “espejo humeante”, y los Tlaloques. San Juan Bautista cae también en una fecha vital dentro del ciclo agrícola, y se le hermana con San Miguel Arcángel, aduciendo que San Juan tomó el papel de uno de los dioses del agua y su fecha está cercana al solsticio de verano, mientras que San Miguel es el rayo y su fiesta cae cerca del equinoccio de otoño. En la mitología prehispánica, Tláloc, el de la máscara de serpiente, distribuye la lluvia bienhechora a voluntad y se relaciona con Tezcatlipoca. El ciclo de la Virgen María tiene tres fechas importantes: La Asunción, el 15 de agosto; la natividad o Rosario, o Remedios, el 8 de septiembre; y la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre. En la religión católica, la Asunción es el acto de elevación terrenal a los cielos. Esta fiesta cae muy cerca del 12 de agosto, que en términos solares y agrícolas marca el fin de las ocho trecenas de desarrollo del maíz y también la posición cenital del paso del sol. El 27 de octubre termina el ciclo de renovación y germinación vegetal, de agradecer los frutos de la tierra, de celebrar a los muertos para que pueda volver a haber vida. Como en gran parte del territorio mesoamericano, Todos los Santos y Fieles Difuntos son de las fiestas más espectaculares de la región occidental del estado de México. En algunos lugares se distinguen a los “muertos chiquitos”, el primero de noviembre, a los “muertos grandes”, el dos de noviembre. En el mundo nahua esta deidad era semejante a Mixcóatl y a Tezcatlipoca (Quezada 1972: 60). En este sentido, también debemos señalar que el dios más importante para los matlatzincas de Toluca fue Coltzin, que era una deidad del fuego antiguo asociada a la agricultura, y era celebrado precisamente cuando en el valle de Toluca comenzaban los trabajos de cosecha (Quezada 1972: 60-61). A este dios le sacrificaban personas estrujándolas dentro de cuerdas puestas a manera de red de modo que las destrozaban hasta que la sangre se derramaba en el suelo delante del ídolo. El derramar la sangre en el suelo indica directamente el carácter agrícola de Coltzin (Carrasco 1950: 152). Entre los pueblos otomianos, el dios agrícola más importante y señor de los otomíes era Otonteuctli “dios del fuego y de los muertos”, seguramente por ser el primer caudillo de los y tepanecas. Entre los nahuas se veneraba bajo la advocación de Xiuhtecutli en la fiesta de Xocotl Huetzi (señor de la tea o señor del pino), mediante el levantamiento de un palo, seguramente un pino, en lo alto del

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cual se colocaba la imagen de esta divinidad (Carrasco 1950: 140 y 179). Pero aunque Otonteuctli se relaciona con el fuego, otro rasgo distintivo es su relación con el culto a los muertos, ya que Xocotl Huetzi también se conocía como Uey Miccailhuitl que significa Gran Fiesta de Muertos. Finalmente, se cierra el ciclo cristiano con la fiesta de la Navidad que comienza el 16 y culmina el 24 de diciembre, durante estos días de llevan a cabo las posadas en las cuales se cantan letanías alusivas a los problemas que tuvieron María y José de encontrar morada para descansar y dar a luz. Esta celebración, se ha vinculado con la celebración mexica de Panquetzaliztli dedicada al nacimiento de Huitzilopochtli. Y cuando inicia de nuevo el año uno de los festejos relevantes es el de San Sebastián (20 de enero), el soldado romano martirizado, que corresponde en el calendario nahua dentro del mes dedicado al dios del fuego Xiuhtecutli.

CONCLUSIÓN En la región occidental del actual estado de México, como en todo país, quienes han mantenido el sentido comunitario de las fiestas religiosas son los grupos étnicos, los campesinos, los habitantes de los antiguos barrios y los de los municipios coloniales. Si bien estos grupos guardan elementos en común originarios de una cosmovisión enriquecida con los aportes principalmente de la cultura hispana. La diversidad cultural que caracteriza a estos lugares se refleja en su inagotable fuerza creativa que imprime un sello propio y distintivo a todas sus celebraciones. Lo que hace tan complejo y fascinante este sincretismo religioso en las festividades católicas, es que son a fin de cuentas, la reafirmación misma de la identidad y muestra de la capacidad de adaptación colectiva de un grupo social o de un pueblo. Al analizar las celebraciones en las comunidades de la región occidental del estado de México, llama la atención ver como ciertas fiestas se repiten en los pueblos de origen otomí, otras en los mazahuas, lo mismo pasa con los de ascendencia nahua, ocuilteca y matlatzinca. Las conmemoraciones se continúan realizando como en el periodo colonial, según los estudios publicados en esa época y los actuales; a pesar de las constantes denuncias del clero y la intención de erradicar tales celebraciones. Por esta razón se puede concluir que si los primeros misioneros franciscanos y agustinos que estuvieron en la región occidental del estado de México en el siglo XVI impusieron un calen-

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dario para regir sus actividades, los naturales, a su vez, aceptaron de ese calendario las fechas más significativas, según las antiguas costumbres ya establecidas en la región y sobre todo de acuerdo a sus tradiciones, es decir, las celebraciones católicas de cierta manera se indianizaron. Los primeros frailes dejaron que los naturales se apropiaran del culto cristiano, pues al volverlo parte de su vida cotidiana asimilarían mejor la fe que se les pretendía inculcar. Un ejemplo de ellos fue la devoción a las ánimas del purgatorio y la fiesta del dos de noviembre, que permitieron la adaptación de los antiguos cultos a los muertos y de los ritos de comunicación con los antepasados. En suma, en la región occidental del estado de México se pueden distinguir claramente los tres tipos de fiestas, que señalamos en la introducción, tomando en cuenta su origen y su función: las primeras son las que se ligan al antiguo calendario agrícola-ritual y que se celebraron en determinados ciclos festivos y santorales católicos, las segundas son las patronales, cuyo santo o virgen protege a un pueblo, barrio, gremio u oficio y por último se encuentran los santuarios procesionales, producto también de las dos tradiciones religiosas. El primer grupo debe verse como parte de un ciclo religioso con profundas raíces prehispánicas. Para las comunidades que participan en estas fiestas, su origen y significado apunta a un eje cultural central: el cultivo del maíz, producto clave en la alimentación de los habitantes de esta zona. A diferencia de otros cereales básicos la domesticación del maíz fue un logro humano, pues el hombre transformó la naturaleza agrícola de este producto, vinculándolo a la sacralidad y estableciendo una serie de mitos cosmogónicos referentes al origen del universo y la vida de todos los seres humanos, otorgándole así un carácter sagrado. Por tanto, si el cultivo del maíz fue y sigue siendo el fundamento de la cultura mesoamericana, en el mundo otomiano, es previsible que tanto en el pasado como en el presente, los aspectos mitológicos estén interrelacionados con los rituales, y ambos con el calendario de fiestas, para el cual existen básicamente dos ciclos: el primero que corresponde a otoño-invierno (época de secas), en el que predomina el final de la cosecha, la propiciación agrícola y el culto solar, y el segundo de primavera-verano (época de lluvias), cuando tienen lugar precisamente la petición y procuración del agua y la reproducción vegetal y que en el calendario litúrgico católico corresponde las fiestas movibles y conocidas como celebraciones mayores.

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El segundo grupo de fiestas, las patronales, son un ejemplo de la forma en la que se consumó la conquista militar y espiritual, en virtud de que el santo patrón o patrona están íntimamente ligados a la pacificación y fundación de los pueblos y los barrios. Así como con la organización de los gremios y oficios. Adicionalmente, muchos pueblos de la región occidental del actual estado de México fueron congregados o reducidos en forma forzosa por los españoles, con el fin de tener mayor control. Cada pueblo y sus barrios adoptaron a una santa o santo patrono, al cual se festeja en grande y que corresponde a las denominadas fiestas titulares. La síntesis estaba hecha y los pueblos encontraron en los santos el mejor símbolo de cohesión para reconstruir su mundo espiritual. Actualmente las creencias de los pueblos tienen orígenes diversos, son calificados de paganos y supersticiosos por una parte de la clerecía, aunque otros mantienen una posición de tolerancia, pues se considera que tales creencias y prácticas no constituyen una amenaza al culto central católica. El tercer tipo de fiesta presenta otro aspecto de la evangelización y sincretismo religioso, identificable a partir de varios elementos y se da en lugares de peregrinación a donde se acude a pedir y agradecer favores personales a través de los santos. La gran mayoría de estos y de las vírgenes aparecieron, según la tradición, mediante un milagro, y han refrendado esta cualidad a través de los siglos. La Virgen de Guadalupe (1531) y el Cristo de Chalma (1573) simbolizan claramente la sustitución de una deidad prehispánica por otra cristiana en el mismo lugar del antiguo culto, no solo guardan un vínculo directo con sitios prehispánicos, sino que son localidades donde brotan manantiales o confluyen ríos, como se aprecia en las teofanías europeas. APÉNDICE 1 Fiestas del calendario Mes náhuatl

Santoral

1

Huey Tozoztli Gran velada

25 abr/ San Marcos

2

Toxcatl Maíz tostado

15 may/ San Isidro 3 may/ Santa Cruz

3

Etzalcualiztli Comida de frijol

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APÉNDICE 1 (Cont.) Mes náhuatl

Santoral

4

Tecuilhuitontli Pequeña fiesta del señor

13 jun/ San Antonio 24 jun/ San Juan

5

Hueytecuilhuitl Gran fiesta del señor

29 jun/ San Pedro, San Pablo

6

Tlaxochimaco Se dan flores

16 jul/ Virgen del Carmen 25 jul/ Santiago Apóstol 26 jul/ Santa Ana

7

Xocotlhuetzi Cae la fruta

10 ago/ San Lorenzo 15 ago/ Asunción de la Virgen María

8

Ochapaniztli Barrer

24 ago/ San Bartolomé 28 ago/San Agustín 8 sep/ Santa María Natividad

9

Teotleco Llegó el dios

21 sep/ San Mateo 29 sep/ San Miguel Arcángel 30 sep/ San Jerónimo

10

Tepeilhuitl Fiesta del cerro

4 oct/ San Francisco 18 oct/ San Lucas

11

Quecholli Flamenco

31 oct/ Fieles difuntos menores 1 nov/ Todos santos y difuntos menores 2 nov/ Todos los fieles difuntos 11 nov/ San Martín

12

Panquetzaliztli Levantamiento de banderas

13

Atemoztli Descenso del agua

8dic/ Purísima Concepción 12 dic/ Virgen de Guadalupe

14

Tititl Encogido, arrugado

24 dic/ Nochebuena 25 dic/ Natividad 31 dic/ Fin de año 1 ene/ Año Nuevo 6 ene/ Epifanía

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APÉNDICE 1 (Cont.) Mes náhuatl

Santoral

15

Izcalli Resurrección

20 ene/ San Sebastián

16

Atlcahualo Dejan el agua

2 feb/ Virgen de la Candelaria

17

Tlacaxipehualiztli Desollamiento

18

Tozoztontli Pequeña velada

––

Nemontemi Inútiles

19 mar/ San José

Fin de secas/ Inicio de lluvias

Mayo

Abril

6. Inicio de calendario matlatzinca

Febrero

30. Paso cenital (15º N)

12. Inicio de Xiuhpohualli y del Tonalpohualli fijo

Enero

Año/mes cristiano

Marzo

Fin del goce de los frutos/ Inicio del periodo de trabajos agrícolas

12. Posición anticenital (15º N)

Ciclo prehispánico

15. San Isidro Labrador

2, 3 Santa Cruz (Levantamiento de la Cruz)

19. San José

1. Año Nuevo 6. San Gaspar, Reyes

Fiesta (ciclo 360)

5. San Marcos

Apertura del temporal

Apertura de la siembra

Evento agrícola

Semana Santa

Cuaresma

2. Virgen de la Candelaria (sacralización de elementos propiciatorios)

20. San Sebastián

Fiesta (ciclo 260)

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Equinoccio de primavera

Ejes anuales

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Evento astronómico

APÉNDICE 2 Agricultura, calendario y rituales de tradición mesoamericana en el valle de Toluca

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Septiembre

Agosto

6, 7. San Salvador 10. San Lorenzo 14, 15. Virgen de la Asunción

Cosecha de elotes

8. Natividad de la Virgen María 21. San Mateo 29. San Miguel

24. San Bartolomé 28. San Agustín

16. Virgen del Carmen 22. Ma. Magdalena 25. Santiago

Fiesta (ciclo 360)

Julio

Evento agrícola 13. San Antonio 24. San Juan 29. San Pedro, Pablo

Fiesta (ciclo 260)

Junio

Año/mes cristiano

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Equinoccio de otoño

Fin del periodo de trabajos agrícolas/ Inicio de goce de frutos

Ciclo prehispánico

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13. Paso cenital (15º N)

Ejes anuales

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Solsticio de verano

Evento astronómico

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Solsticio de invierno (15º N)

Fin de lluvias/ Inician secas

Ejes anuales

Ciclo prehispánico

Diciembre

Noviembre

Octubre

Año/mes cristiano

16 al 24 Posadas

1, 2. Todos Santos y Fieles difuntos

31. Muertos

Fiesta (ciclo 260)

Cierre del temporal y cosecha de frutos maduros

Evento agrícola

8. V. Concepción 12. V. Guadalupe 24. Nochebuena 25. Navidad 31. Fin de año

11. San Martín

4. San Francisco

Fiesta (ciclo 360)

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30. Paso anticenital (15º N)

Evento astronómico

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APÉNDICE 3 Año agrícola-ritual Periodo SECAS

Mes Principios de marzo

Actividad QUEMA

Ritual CEREMONIA DE PREPARACIÓN DEL SUELO

Fiesta católica

19 mar/ San José

3 may/ Santa Cruz 15 may/ San Isidro LLUVIAS

Principios de junio 13 jun/ San Antonio SIEMBRA, BROTE, CRECIMIENTO

MAÍZ TIERNO

Mediados de agosto

SECAS

24 jun/ San Juan 29 jun/ San Pedro, San Pablo

CEREMONIA DE LOS PRIMEROS FRUTOS

MAÍZ MADURO

16 jul/ Virgen del Carmen 25 jul/ Santiago Apóstol 10 ago/ San Lorenzo 15 ago/ Virgen María 24 ago/San Bartolomé 28 ago/ San Agustín 8 sep/ Natividad de la Virgen María 21 sep/ San Mateo 29 sep/ San Miguel Arcángel 4 oct/ San Francisco

Mediados de octubre COSECHA CEREMONIA DEL MAÍZ TOSTADO

31 oct/ Muertos 1 nov/ Todos Santos 2 nov/ Fieles difuntos 11 nov/ San Martín

Mediados de noviembre 8 dic/ Purísima Concepción 12 dic/ Virgen de Guadalupe 24/25 dic/ Nochebuena y Navidad 31 dic Fin de año 6 ene/ Epifanía 2 feb/Candelaria Fines de febrero

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APÉNDICE 4 Celebraciones religiosas más importantes en el valle de Toluca Advocación Virgen de Guadalupe San Miguel Arcángel Santa Cruz Virgen de la Candelaria San Isidro Labrador Santiago Apóstol Natividad del Señor Asunción de la Virgen María San Juan Bautista Todos los Santos y Difuntos Menores San Antonio de Padua San José Semana Santa San Pedro y San Pablo San Francisco de Asís Todos los Fieles Difuntos Santa María Día de Reyes Noche Buena Virgen de la Concepción Virgen del Carmen Sagrado Corazón de Jesús Año Nuevo San Bartolomé Apóstol San Agustín San Mateo Apóstol Corpus Christi San Martín Santa Ana y San Joaquín San Lorenzo

Fecha 12 de diciembre 29 de septiembre 3 de mayo 2 de febrero 15 de mayo 25 de julio 25 de diciembre 15 de agosto 24 de junio 1 de noviembre 13 de junio 19 de marzo Marzo-abril (fiesta movible) 29 de junio 4 de octubre 2 de noviembre 8 de septiembre 6 de enero 24 de diciembre 8 de diciembre 16 de julio Junio (fiesta movible) 1 de enero 24 de agosto 28 de agosto 21 de septiembre Junio (fiesta movible) 11 de noviembre 26 de julio 10 de agosto

Cantidad 56 39 37 34 32 31 29 29 28 27 26 26 26 25 24 23 18 16 16 15 15 13 13 13 12 11 11 11 11 10

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ENTRE EL EXEMPLUM Y EL ANTIEXEMPLUM: LA VIDA DE LA VENERABLE MADRE ISABEL DE LA ENCARNACIÓN (1675) DEL LICENCIADO PEDRO SALMERÓN Robin Ann Rice

Las hagiografías o las vidas1 de los venerables en la Nueva España eran instrumentos pedagógicos poderosos. Estos textos, escritos por los confesores o guías espirituales de los sujetos, eran a la vez demostraciones y confirmaciones de conductas ejemplares a seguir. La Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación escrita por el licenciado Salmerón en 1675, demuestra por medio de exempla, las experiencias espirituales de la monja. En múltiples episodios, el autor es testigo de estos hechos maravillosos como son también personas importantes en la historia de la fundación del primer convento de las carmelitas descalzas en América. Por esto, el libro es extraordinario: personajes claves en la jerarquía religiosa de la Nueva España tanto confirman las experiencias heterodoxas de la monja como elogian su conducta. Desde la Antigüedad hasta nuestros días, el exemplum es compuesto por “paradigmas que [tienen] como base los hechos sucedidos en el pasado y que [sirven] como ejemplos para el juicio de los hechos presentes o para la deliberación de los futuros” (Pérez 2011: 105). Aristóteles fue el primero en describir el concepto del exemplum en su Retórica y en los Tópicos. Según el griego, cuando un locutor quisiera persuadir a un público sobre una verdad relativa, lógicamente no comprobable, se podría hacer uso del exemplum porque se basaba en creencias compartidas pero no absolutas (Lyons 1989: 10). En la Edad Media, los modelos de la Antigüedad de excelencia humana sirvieron para edificar las anécdotas textuales que valieron como exempla y eran usados como técnicas didácticas en distintos contextos (Curtius 1990: 59). En el Renacimiento, la poética de esta figura comprendió tanto la ética como la política porque los exempla demostraron cómo la felicidad humana es alcanzada o frustrada por medio de estas historias. Fue necesario ofrecer estos exempla de tal manera que demostraran las lecciones morales correctas para

1

De ahora en adelante, utilizaré el término “vida” como sinónimo de hagiografía.

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lograr los efectos éticos y políticos deseados (Lyons 1989: 13). La época moderna temprana no es ajena a la adaptación de exempla para construir sus narrativas. Escritores como Maquiavelo, Marguerite de Navarre, Montaigne, Descartes, Pascal y Marie de Lafayette han sido citados y estudiados2 por su utilización del exemplum para componer sus enseñanzas éticas y políticas. En la Nueva España, los confesores y otros religiosos prolongaron esta tradición con una nueva explotación del exemplum en las hagiografías compuestas para edificar las ‘vidas’ de los venerables. En la Puebla de los Ángeles, los confesores y otras figuras eclesiásticas produjeron más hagiografías que cualquier otra ciudad de las colonias españolas de América (Myers 2003: 49). La hagiografía es en sí un exemplum en extenso con la ventaja de contar con testimonios confiables que hacen más firme la fundamentación histórica. Entre las muestras más interesantes de este género, es la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación, escrita por el licenciado Pedro Salmerón en 1675. Por un lado, el texto documenta el inicio de las carmelitas descalzas en América que se desarrolla a la par con la infancia santa de la protagonista, pero por el otro lado, retrata los hechos extraños y maravillosos de la vida cotidiana de Isabel en el convento. Mi tesis es que la hagiografía de Isabel está tan repleta de exempla como los que denominaré los antiexempla para dibujar la vida extraordinaria de esta mujer. Para demostrar esto, propongo revisar las características y las funciones del exemplum para después dar ejemplos de ellos en el texto de Salmerón. Propongo la presencia del antiexemplum, una especie de exemplum fallido, que también puntualizaré además de citar el uso de esto en el escrito. Es importante precisar que durante la producción de los contenidos de los exempla como de los antiexampla, normalmente hay testigos que confirman los hechos y en muchos casos, ellos mismos formaban parte de la alta jerarquía del aparato religioso de la Compañía de Jesús o de las carmelitas descalzas. Curiosamente, el primer promotor de la hagiografía de Isabel, fue un alto funcionario del Santo Oficio.

EL EXEMPLUMY EL ANTIEXEMPLUM El exemplum es el modelo a seguir y la copia o representación de este modelo (Lyons 1989: 11) y, por lo tanto, incorpora en una sola figura la demostra2

Por un amplio estudio de estos autores, véase Lyons (1989).

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ción de “la naturaleza de lo que decimos” a la vez que “confirma su verdad” (Pérez 2011: 103). El exemplum es propagandístico porque supone que la audiencia se inspirará en él y creará modificaciones concretas de conducta (Lyons 1989: 13). Existía la creencia que la relación del exemplum con la regla era exactamente la misma que unía la manifestación anecdótica que lo constituye con una verdad trascendental (ibíd. 21). Asociadas con la creación conceptual del exemplum es la idea de la rareza y de la gran singularidad manifestadas por el sujeto descrito. Los protagonistas ejemplares demuestran ciertas conductas singulares que aumentan la rareza social del sujeto. Una persona que ostenta una virtud ejemplar es seguramente un ser que la demuestra insólita y atípicamente (ibíd.: 32). Combinado con la rareza del sujeto ejemplificado es el uso de la hipérbole en cuanto al retrato individual de este sujeto (ibíd.: 34). El exemplum es excesivo porque la persuasión se fundamenta en generalidades cuyas características se hiperbolizan para establecer la singularidad del sujeto. Acuño la palabra antiexemplum para referirme al uso paradójico del exemplum porque envuelve una serie de contradicciones. El antiexemplum es una peculiaridad que se encuentra en las vidas de las venerables poblanas. El antiexemplum es un exemplum fallido. El fin de la redacción de las vidas era de dar el remate a la evangelización en la Nueva España y demostrar su éxito. También, la vida podría ser enviada a Roma para dar inicio al largo camino hacia una posible beatificación del sujeto. Cuando un episodio en la vida de la religiosa, en lugar de ejemplificar conductas o experiencias dentro de las normas consensuadas de un público selecto, estos mismos exempla se convierten en antiexempla. Varias vidas compuestas por la elite eclesiástica poblana oscilaron entre la ortodoxia y la heterodoxia: la misma Isabel fue declarada en numerosas ocasiones “embustera” y “endemoniada” y le practicaron más de un exorcismo. Los exempla son exempla en el grado en que condensan las creencias compartidas de una población selecta. Sin embargo, cuando o por la rareza del exemplum o por la hipérbole manejada en el exemplum la población no puede decodificar la anécdota para su reutilización ética o política el exemplum es un antiexemplum: en lugar de representar normas conductuales éticas ordenadas, el sujeto hagiográfico propicia un frenesí de culto popular como documentan los hagiógrafos. A pesar del decreto del papa Urbano VIII de 1625 que prohibió la edición de textos sugerentes sobre milagros, visiones y otros hechos sobrenaturales religiosos sin la aprobación de la Sagrada Congregación de Ritos, los temas como el masoquismo penitente, las andanzas

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con el demonio, visiones fantásticas, crearon una “religiosidad alimentada por la espiritualidad de San Ignacio, que recomendaba ejercicios de ‘visualización’, consistentes en imaginar visiones, audiciones y olores del infierno y del cielo” (Rubial 1993: 66-67). Este es el caso de los exempla utilizados en varias de las hagiografías poblanas del siglo XVII: los exempla son tan escabrosos, raros y abyectos que se tipifican como antiexempla o sea, un exemplum fallido.

EL EXEMPLUM EN LA NUEVA ESPAÑA La Compañía de Jesús tenía un “proyecto pedagógico” que incluía la redacción y transmisión escrita de textos hagiográficos: “A través de estos textos se deja ver su intención de estructurar y trasmitir esquemas de comportamiento, a partir del diseño de estereotipos femeninos o modelos ejemplares a seguir” (Loreto 2006: 156-158). Por medio de las hagiografías, intentaron crear modelos de santidad local que pudieran dar testimonio del éxito de la evangelización en América. Como en cualquier cultura periférica, estos modelos retóricos son vulnerables y deformables y esto es el caso de las vidas producidas específicamente en la Puebla de los Ángeles. Por no calcular los efectos de la rareza y de los excesos utilizados para retratar a los sujetos hagiográficos, los exempla novohispanos que pueblan los textos auspiciados por el padre Godínez se convierten en episodios repugnantes y fantásticos. Si los exempla son formulados para moldear y persuadir a los receptores de ciertas conductas venerables, la utilización hiperbólica de la rareza y el exceso crean antiejemplos, un espectro repudiado y posiblemente investigado por el Santo Oficio. Como nos recuerda Antonio Rubial, “mientras aumentaban los controles oficiales, la literatura hagiográfica se vería enriquecida por una serie de elementos provenientes del humanismo renacentista” (Rubial 1999: 38). Como parte de estos elementos, las hagiografías novohispanas presentan el debate entre la “racionalista y la emocionalista” (ibíd.: 39). Esta atmósfera efervescente religiosa del Barroco novohispano produjo artificios artísticos que mezclaban a la perfección esta dicotomía. Por un lado, registran en las biografías datos y sucesos con fechas, nombres y lugares geográficos exactos, identificables, aportándoles un efecto historiográfico. Por el otro lado, estas historiografías están infestadas por fantasmas, monstruos y pruebas extrañas y perturbadoras de lo sobrenatural.

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ISABEL DE LA ENCARNACIÓN Y EL EXEMPLUM Tanto las vidas autobiográficas y las vidas biográficas tienen elementos en común. Como nos recuerdan Ferrús y Girona: “el discurso religioso cuenta con sus propios ‘clásicos’, […] pues la Imitatio Christi, la Imitatio Mariae y la Imitatio Vitae Sanctorum no solo son un requisito artístico, sino también un imperativo moral” (Ferrús/Girona 2009: 20). La hagiografía de la monja empieza: La madre Isabel de la Encarnación (llamada en el siglo Isabel de Bonilla) nació en esta Ciudad de los Ángeles, de la Nueva España, en el barrio de San Agustín, a tres de Noviembre, en que celebra la Santa Iglesia la infraoctava de Todos los Santos, del año de 1594. Fue bautizada en la iglesia de la Vera Cruz, que entonces servía de Catedral. Sus padres fueron Melchior de Bonilla y Mariana de Piña, su legítima mujer, naturales de la Villa de Viruega, junto a Guadalajara, en el Arzobispado de Toledo, cristianos viejos, limpios de toda mácula y lo que más importa, siervos de Dios, de buena vida y ejemplo (Salmerón, Vida de la venerable madre Isabel, f. 12).

Todos los elementos de su vida temprana siguen una ‘plantilla’ de representación ejemplar. Su infancia prodigiosa es marcada por una precocidad espiritual espectacular. Como parte de sus juegos infantiles, levantó ermitas y altares para mayor gloria de Dios. Practicaba el arte del silencio y prolongados ayunos. Desde los ocho años, tenía visiones del Paraíso, del Purgatorio y del Infierno y a los diez años empezó a retirarse para periodos prolongados de oración. Empezó a rechazar las frivolidades de la vida como fueron las conversaciones, los vestidos ostentosos y los juegos infantiles. Cuando tenía nueve años de edad, ya tenía noticias de la fundación del convento de las carmelitas descalzas y el hagiógrafo cuenta que una noche se quedó dormida y vio en sueños que las dos madres fundadoras de este sagrado monasterio de San José se le hicieron encontradizas, y llegándose a ella, alzando los velos que tenía le dijeron: Hija no temas que de esta religión has de ser. A estas palabras recordó de aquel sueño misterioso que fue presagio cierto de lo que había de suceder. Quedóle tan impreso en su alma el rostro y semblante de la principal fundadora que muchos años después, viniendo a la reja a tratar de su entrada, luego que la vio conoció que era la misma que la había animado y hablado en el sueño (ibíd.: f. 14).

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Con la edad apropiada, sus padres querían que se casara pero Isabel se negaba y empezó a hacer ayunos y sacrificios para afearse. Por fin, sus padres cedieron a sus deseos cuando ella amenazó que “se quemaría con una plancha de hierro encendida y se pondría tal que ningún hombre la quisiese por esposa” (ibíd.: f. 15). Entró como novicia el 25 de marzo de 1613 con 19 años de edad. En esta sección inicial de su vida, el presbítero usa los exempla para demostrar la predilección temprana de la monja.

ISABEL DE LA ENCARNACIÓN Y EL ANTIEXEMPLUM La vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación, narrada por el licenciado Pedro Salmerón e impresa en 1675 es una de las hagio-biografías más extensas y más extrañas del siglo XVII novohispano. Además, la vida de Isabel de la Encarnación (1594-1633) fue retratada no una, sino múltiples veces, calculo entre cinco o seis veces, incluyendo el texto de Salmerón. A pesar de los varios intentos de plasmar su vida, la biografía está exenta de una voz que pudiera representar un sujeto hablante creíble biográfico, o cualquier otra persona histórica. Al contrario, las partes biográficas son hiperbólicamente hagiográficas y las secciones en las que relata sus múltiples e inimaginables enfermedades, visiones, tentaciones y otras tribulaciones se podrían llamar fantasmagóricas. Como una macabra tragedia, la lucha espiritual de Isabel induce terror pero sin evocar compasión en los lectores, más bien, incita zozobra y repugnancia. La reiteración en episodio tras episodio de ataques diabólicos y poderes supernaturales enajenan a los lectores. En el siglo XVII, diversos poblanos escribieron, publicaron y hasta enviaron a Roma docenas de biografías hagiográficas (Myers 2003: 72). Las biografías tenían que seguir ciertas normas: Toda aquella causa de santidad que quisiera ser presentada al Vaticano debía ir acompañada de un modelo de vitae, […] Nacimiento en el seno de una familia virtuosa, temprana vocación religiosa, apariciones del niño Jesús y de la Virgen, gracias místicas, ingreso en el convento contra la oposición familiar, obstáculos conventuales que recuerdan el camino hacia el Calvario, tentaciones diabólicas, etc., arman los topoi que se repiten en las vidas, como legado de la tradición hagiográfica (Ferrús/Girona 2009: 21).

Los topoi se repiten en todas las vidas pero lo que varía es la entonación y el volumen de estos: algunos parecen salir de la órbita de la pura imitatio vitae

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sanctorum. Entonces, las reescrituras de la vida de Isabel de la Encarnación y las repetidas intercalaciones de visiones, enfermedades y provocaciones del demonio parecen ser estrategias para lograr este objetivo, ser revisada en Roma para una posible beatificación. Estas tácticas narrativas van profundamente arraigadas en la espiritualidad barroca que, en la Nueva España, usa al demonio como instrumento clave en el largo camino hacia la perfección del individuo. Los antiexempla enlistan las terribles enfermedades que sufrió la monja, las constantes y extrañas tormentas infligidas por los ubicuos y siempre presentes demonios que invaden las páginas y los extraños milagros que Isabel realiza para las almas del Purgatorio. La fantasmagoría se refiere a los episodios que exponen una: “ilusión de los sentidos o figuración vana de la inteligencia, desprovista de todo fundamento” (DRAE). Muchas veces el sufrimiento físico manifestado en graves enfermedades podría ser la materia prima de los exempla. En el caso de Isabel, los malestares son extraños y excesivos constituyendo antiexempla: el mal humor inficionaba y corrompía lo interior del cuerpo de tal manera que lanzaba podre y materias verdes del mal olor por la boca, con grandes vascas y arcadas, apostemando y llagando no solo por la boca y pecho y garganta sino las tripas y demás partes del cuerpo. [...] A veces le apretaban juntamente dolores de quijada, de orina del pulmón, de costado, de corazón, de oídos, de estómago, de hijadas, dientes y muelas, con inflamación en el hígado, y bazo padeciendo juntamente agudos dolores en las espaldas, brazos, pies, y manos (Salmerón, Vida de la venerable madre Isabel, ff. 18-19).

Las descripciones físicas que le atribuye Salmerón a Isabel no son de su apariencia como ser humano, sino de sus múltiples enfermedades y calvarios. No sabemos cómo era Isabel físicamente, salvo que era atractiva, pero las asquerosas manifestaciones exteriores de sus enfermedades se convierten en hilo conductor de las descripciones de su fisonomía. Tanto en las vidas autobiográficas como las biográficas escritas por confesores: “El dolor auto-infligido y la enfermedad, […] son también dos poderosos lenguajes de un relato donde el yo es siempre un yo-cuerpo” (Ferrús/Girona 2009: 38). El sujeto hablante en la autobiografía es un yo-cuerpo tal como el sujeto hablado en la biografía es un yo-cuerpo: “comparten las tecnologías corporales” (ibíd.). Conjuntamente, Isabel se torturaba a sí misma y las demás cooperaban con este maltrato. En una ocasión, la monja descubrió que la refitolera, con el permiso de Dios dice el texto, no le había dado agua en su vaso, y narra:

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aunque pudiera lícitamente pedirla [...] calló con disimulación [era] [...] en tiempo de verano caluroso [...] y cuando a la tarde fue al refectorio, halló el mismo vaso sin agua [...] pasó aquella noche con tan grande trabajo y sed tan rabiosa que se abrazaba [...] volvía al refectorio los días siguientes más con deseo de beber, que de comer, y hallaba el vaso sin agua, como el primer día, sufría con silencio, sin poder comer, porque tenía secas las vías y la lengua rajada. Con este increíble tormento pasó hasta que el cuarto o quinto día se resolvió pedir licencia a su Prelada para beber, (porque ninguna religiosa puede beber gota de agua sino es a la hora del comer y cenar en el refectorio sin licencia) (Salmerón, Vida de la venerable madre Isabel, ff. 16-17).

Con “ánimo varonil”, reza el texto reiteradamente, sufrió muchas enfermedades que fueron exacerbadas por el maltrato u órdenes de la Prelada que únicamente estaba siguiendo las instrucciones de Dios: se ahogaba por la falta de respiración que era con dificultad y causaba pena a los que la veían: mandóle la Prelada en una ocasión que [...] no respirase con tanta violencia: obedeció quitando a la pobre naturaleza aquel pequeño alivio, tal punto reventaron caños de sangre por la boca y narices que fueron testigo de su grande rendimiento (ibíd.: f. 35).

Este “segundo Job” como enfatiza el licenciado repetidas veces, tenía la costumbre de castigarse a sí misma: traía cilicios cadenillas, rayos, usaba rigurosas disciplinas, dormía vestida, y en mucho tiempo no se acostó en la cama, sin tener más que un jergón de paja y sin usar en ella ni en el vestuario, de alivio [...] poníale garbanzos en los pies y mordazas en la boca y algunas veces se encubría casi todo el cuerpo de ásperos cilicios, para que todos sus miembros estuviesen atormentados y hasta en los ojos se los ponía. Muchas veces se echaba en los brazos y en otras partes de su cuerpo gotas de cera ardiendo que le causaba ampollas y llagas (ibíd.: ff. 44-45).

Su humildad masoquista es complementada por el sadismo de sus hermanas religiosas: “Poníase a la puerta del refectorio muchas veces, tendida en el suelo para que le pisasen la boca, otras de rodillas para que todas le diesen bofetadas, besábales los pies a las religiosas y muy de ordinario se postraba y besaba el suelo con grande sentimiento de los demonios los cuales le daban muchos golpes por esta mortificación” (ibíd.: f. 46). Esta objetivación del

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cuerpo de Isabel por medio de las numerosas descripciones de tortura, nos alejan de su ‘yo’ interior biográfico ejemplar, y la convierten en un espectro, en la cara repulsiva del ‘otro’. El pensamiento mágico se insertó en la literatura cristiana por medio de la presencia del demonio. En el caso de la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación, aspectos demonológicos ocupan más de una tercera parte de su biografía. Curiosamente, en la teología de Salmerón, Dios es el instigador de la actividad demonológica. El demonio y sus miles y maravillosas manifestaciones fantásticas formaban parte de lo imaginario conventual poblano. En el caso del escrito sobre la monja carmelita, lo fantasmagórico se agudiza en los episodios demonológicos. El autor la llama un “Segundo Job”, porque ella, como Job, fue atormentada constantemente por demonios, todo bajo el auspicio y permiso de Dios. Normalmente eran tres demonios, pero, en algunas ocasiones los demonios traían tantos asistentes que “eran tantos como átomos del sol” (ibíd.: f. 20). Los demonios intervenían de distintas maneras en la vida de Isabel. Primero, aparecieron en formas de animales asentando todo el bestiario imaginario demonológico: uno de estos tres asistentes y verdugos tenía forma de una disforme culebra que la ceñía por la cabeza, frente y sienes con intolerables dolores. El segundo en forma de una espantosa serpiente que se le enroscaba por la cintura. [...] El escuadrón de los demás demonios era en diversas formas y figuras de leones, tigres, lagartos, toros, tortugas, perros, gatos, cangrejos, cigarra y de otros animales y tan bien en forma de soldados, unos negros, otros desnudos a caballo. Andaban a veces sobre su celda y debajo de ella, como si anduvieran carros haciendo grandes ruidos, ya con picos, dando golpes en las paredes para derribarlas ya en la circunferencia de ella como manadas de yeguas y tropel de caballos (ibíd.: f. 20).

Los demonios tenían la capacidad de agredirla físicamente provocando estragos físicos, tormentos y suplicios: Entrábensele por los oídos y en otras partes del cuerpo causándole tan grandes dolores como si tuviera puñales atravesados y a veces la tenían embarrada sin dejarle mover pie ni mano impedíanle la respiración, ahogándola, causábanle ardores grandes en la cabeza que parecía echar fuego por los ojos y en ella interiormente sentía andar un enjambre de escarabajos. Tirábanle como con un garfio las telas de los sesos con dolores increíbles. Entrábanse particularmente innu-

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merables demonios en la apostema que tenía unas veces en forma de hormigas, otras en forma de gusanos y otras en forma de moscas, amenazándole de que habían de impedir las curas y medicinas y lo cumplían. [...] [...] otras veces le causaban grandes temblores, apretábanle las quijadas sin dejarle hablar, ni comer, arrastrábanle por los suelos en presencia de las religiosas, jugaban con su cuerpo como si fuera una pelota, arrojándola de unas partes a otras dando golpes contra las paredes. Dejábanla muchas veces por muerta causando inquietud y alboroto en el convento. [...] estando en el coro [...] como fuera del extraño porque le traían la cabeza, dándole vueltas de una parte a otra, con tanta prisa como si fuera de tornillo de devanadera. [...] estando en su celda [...] le echaban la mano de un pecho y se lo apretaban con gran dolor. [...] la cogían los demonios y le doblaban el medio cuerpo hacia atrás con grande violencia y con tanta fuerza que se admiraban las religiosas que no quedaba muerta (ibíd.: f. 60).

Incluye múltiples descripciones de los demonios disfrazándose como hombres en un intento de engañarla o seducirla: Venía a temporadas un demonio en figura de ermitaño y asistía en la celda, paseándose [...] y con tanto ruido que muchas veces las oía la religiosa que estaba cerca y era cierto que en viniendo este traidor en esta figura no dormía un instante y tenían advertido las religiosas que a ninguna hora pasaban por el dormitorio donde estaba la enferma, de día o de noche, que no la oyesen quejar con un quejido tan delicado y [...] lastimoso y [...] tan suave que parecía cosa del otro siglo causándole lástima y compasión. Yo la oía en una ocasión que me la trajeron en brazos al comulgatorio y confieso que me quebró el corazón [...] el [...] más penoso, en figura de un hombre desnudo que con extraña porfía la combatía para que perdiese su pureza virginal haciendo y diciendo cosas torpes y abominables que le causaban mayor tormento que todos sus dolores, enfermedades y trabajos. [...] otro demonio le apareció en figura de un galán vestido de verde ofreciéndole que la sacaría del convento si quería (ibíd.: f. 20).

Es interesante que el mismo licenciado agrega el comentario “que parecía cosa del otro siglo” en una clara referencia a lo imaginario medieval. En el siglo XVII estas descripciones se convirtieron en lugares comunes. Durante mi investigación de la madre Isabel, encontré vidas de otras monjas con descripciones parecidas. Lo fantasmagórico se convirtió en una especie de logotipo estético de las vidas del siglo. Lo que no encontré en los relatos de las contemporáneas de Isabel fueron las cuantiosas veces que habían asentado por

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escrito sus vidas y por tantos distintos autores. Tampoco, encontré hagio-biografías de la época con tan extensos episodios demonológicos y asombrosos como los de la vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación. Es claro que lo fantasmagórico es moldeado en este texto por motivos religiosos: México, y más específicamente, Puebla anhelaban tener su propio santo e Isabel de la Encarnación fue una de sus proyectos en este sentido. Pero, también, hay que recordar que el Renacimiento era una cultura que promovía magia, fantasmas y lo fantasmagórico. De hecho, el padre Godínez, jesuita y de los redactores más tempranos de la vida de Isabel, quizás fomentó una tendencia por lo fantasmagórico. Si la Reforma censuraba lo imaginario religioso porque propiciaba ídolos concebidos por los sentidos interiores, la Contrarreforma, por medio de los jesuitas, quizás lo impulsó. Como en otras vidas de venerables, Isabel de la Encarnación tenía una relación y ejercía poderes muy especiales con las almas penando en el Purgatorio. Hay folio tras folio que narra su intervención en los asuntos del Purgatorio porque su “divina Bondad [...] le permitía [...] viese en el Purgatorio, que se le apareciesen las cuales le pedían con grande instancia la favoreciese y ayudarle con rogar a Dios por ellas” (ibíd.: f. 55). El Señor la dejó sufrir por un brevísimo tiempo los tormentos del Purgatorio: “lo cual le causó tanta novedad y asombro que [...] dio tan grandes voces y gritos por la terribilidad de aquellas penas que alborotó el convento” (ibíd.: f. 54). Relata que era muy frecuente que las almas en pena entraban y salían de su celda. Una noche no dejó de rezar el oficio de difuntos porque le visitaba un alma que suplicaba cada vez que terminaba el oficio: “rézame otro, y en acabándolo, oía la misma voz, y volvió a rezar otro, y casi toda la noche se pasó en lo mismo” (ibíd.: f. 57). Para su consuelo, Nuestro Señor le permitía ver a las almas escapando, gracias a sus oraciones, del Purgatorio y el escrito narra escena tras escena de estas liberaciones. El licenciado Salmerón comenta que la memoria de estos ascensos al cielo queda “cerrada y sellada en el archivo del convento con otras cosas maravillosas de esta venerable religiosa” (ibíd.: f. 58). El constante vaivén de las almas implorándole a Isabel de rezar por ellas, sus viajes interiores al Purgatorio con las escenas que se llevan a cabo en su celda y los múltiples saludos de las almas en el Cielo mientras hacían su ascensión, subrayan la naturaleza extraña de la relación de la venerable Isabel con el mundo de los penitentes. La Nueva España practicaba su propio estilo de misticismo. Además de la madre Isabel de la Encarnación, hay otras vidas que usan escenas fantasma-

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góricas muy parecidas a las de la monja. Por ejemplo, la madre María de Jesús Tomellín (1579-1637), monja profesa en el convento de La Purísima Concepción en la Puebla de los Ángeles, María de San Joseph, del convento de Santa Mónica, también en Puebla, o, ¿por qué no?, Catarina de San Juan (la China Poblana) “liberta hindú adscrita a la iglesia de los jesuitas de Puebla” (Rubial 2005: s/n) tenían experiencias estrafalarias que las distinguen de sus venerables contemporáneas de España, e incluso, de otras partes de la Nueva España. Curiosamente, el padre Godínez está involucrado directamente en la vida de muchas de ellas. La obra de Godínez, Práctica de la Teología Mística no fue publicada en su vida y los escritos sobre las vidas de las venerables tampoco se vieron impresas antes de 1644, año en que murió: “la exaltación espiritual del padre Godínez resultaba en ocasiones excesiva para la disciplina jesuítica [...] y no gozó de aceptación en Roma” (Loreto 2006: 163). Sin embargo, el irlandés era respetado en la Nueva España: comprobación de esto son los importantes puestos eclesiásticos que ocupaba y su gran amistad con Juan de Palafox y Mendoza. Las opiniones sobre Isabel de la Encarnación son muy diversas, y, a veces, opuestas. Por ejemplo, en su artículo intitulado: “Isabel de la Encarnación, monja posesa del siglo XVII”, Manuel Ramos Medina dictamina que “Isabel de la Encarnación vivió una forma de posesión diabólica similar a la de otras monjas europeas, tales como Juana de los Ángeles (1632-1640), en Loudun, las hermanas de Louviers (1640-1647), en Francia, y sor Benedetta Carlini (1630-1650), en la Toscana” (Ramos 1993: 43). Otra versión de la vida de la venerable Isabel fue escrita por el fray Agustín de la Madre de Dios, quien redactó entre 1646 y 1653 “la fuente primaria para la historia de la orden de los Carmelitas Descalzos en la Nueva España” (Baez 1986: XI), con el largo título: Tesoro escondido en el Monte Caramelo mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la Historia de los Carmelitas Descalzos de la provincia de la Nueva España escrita por el fray Agustín de la Madre de Dios, religioso de la misma orden. Dedica 14 capítulos a la vida de la madre Isabel siguiendo, parece ser, el texto de Godínez. No la considera posesa o de las alumbradas y exclama, hablando de su muerte: “Si una religiosa tan santa como la Madre Isabel de la Encarnación, que no perdió la gracia bautismal y que vivió con la pureza y perfección que habemos visto, crucificada con tantos trabajos y tormentos se halló atribulada y afligida en el juicio de Dios, ¿qué aguardo yo siendo tan pecador?” (fray Agustín de la Madre de Dios 1646-1653: 656).Cuando murió el 29 de febrero de 1633, los biógrafos relatan el suceso como si se tratara de una santa:

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Reparóse en la ciudad que al instante que expiró esta dichosa virgen empezaron las iglesias un repique como si estuvieran todas avisadas […] Sabida en la ciudad la muerte de la madre concurrió a sus obsequias toda ella, así de lo secular como de los eclesiástico, sin que faltase religión alguna ninguna persona principal. Todos quedaban suspensos de ver la grande hermosura que se derramó en su rostro, porque con ser así que estaba tan exhausta […] se trataba un ángel en su aspecto y así cantaron la misa de los ángeles en lugar de la de réquiem y en hombros de sacerdotes la llevaron al sepulcro cortándola los hábitos, el velo y parte de las manos para tener reliquias de esta santa y venerable virgen (ibíd.).

Aunque Manuel Ramos la llama “posesa” y la compara con los endemoniados de Loudun, en su época fue venerada y escribieron su vida seguramente con planes de enviarla a Roma para una posible beatificación. Definitivamente, la madre había creado con todas sus visiones fantasmagóricas y comportamiento raro, todo un culto a su persona. Sin embargo, desde mi punto de vista, la población acudió por la atracción hacia la rareza y los excesos del comportamiento de la monja. Esta atracción define tanto los gustos de los pobladores de la Puebla de los Ángeles en el siglo XVII como a los de la monja. La hagiografía es un palimpsesto: aun escarbando en las diferentes versiones de su vida, podemos nada más imaginar lo que realmente sucedió en el convento. Se supone que Isabel tenía escritos propios que estaban, según Salmerón, sellados y guardados como tesoros en el convento. Además, no podía opinar sobre lo que pudieran llegar a escribir sobre ella. Las expresiones de fervor religioso eran vigiladas por los confesores que pudieran interpretar, asentar por escrito y divulgarlas o destruir toda la evidencia y consecuentemente, toda la memoria colectiva e histórica del sujeto. En el caso de Isabel, el padre Godínez decidió darles alas a sus experiencias. El lenguaje místico era el lenguaje del cuerpo y del ser que las mujeres tenían permiso de ‘hablar’ siempre y cuando tuvieron la subvención de sus confesores (Franco 1989: 3-4). Esta extraña narración hiperbólicamente espectral se puede entender mejor si la contextualizamos como un resultado normal de la estrecha relación entre el demonológico y la espiritualidad barroca novohispana. Según Fernando Cervantes: “Detrás de las exageraciones y del estilo confuso y desesperado [...] revela elementos que pueden considerarse paradigmáticos de la espiritualidad de la época” (Cervantes 1993: 126). Entonces, ¿una sociedad ávida de sucesos raros y excesivos podría interpretar los antiexempla como

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exempla? Es decir, ¿la espiritualidad poblana propiciaba estos esperpentos que exhibían los antiexempla? En el estudio de Cervantes, aunque no examina los escritos de la madre Isabel, inspecciona testimonios muy parecidos y de la misma época, empezando con los endemoniados de Loudun para llegar a casos novohispanos. Las apariencias y los tormentos de los demonios representaban una clara señal de la misericordia divina. Eran pruebas divinas dispuestas para destacar a ciertas personas especialmente devotas. Sus hazañas, como los antiguos héroes de las épicas y de los cantares de gestas, era de aguantar y resistir los ataques continuos de las tropas de diablos que visitaban sus celdas y otros sitios sagrados de los conventos: “lo extraordinario de estas obsesiones diabólicas es que no se hayan convertido en una fuente de ansiedad, sino que, antes bien, hayan representado síntomas de progreso espiritual [...] entre más vivas y persistentes fueran las representaciones del demonio, más dignas de admiración y de respeto eran las víctimas” (ibíd.: 131). Esto, en parte, explicaría la tolerancia, en primer lugar, de los múltiples episodios fantásticamente retratados en la vida de Isabel. También, entre las numerosas redacciones de su vida por distintos personajes de la época, se irían aumentando y volviéndose más prodigiosas para provocar aún más admiración y respeto hacia ella. Esta teoría está subrayada en distintas biografías de la época, con la más extrema, desde mi punto de vista, la que encontramos en la vida de Isabel. Por ejemplo, con un tono muy atenuado, Antonio González de Rosendo asienta en su biografía de Palafox que Según la doctrina de San Pablo, [...] el hombre [...] está compuesto de una repugnancia y contradicción, que es espíritu y carne; y es una viva y continuada contienda su miserable hechura; [...] que es lo mismo que decir que uno a otro tiran a deshacerse y sujetarse [...y] es constante en toda Teología y documento de fé que el demonio no intenta que el espíritu prevalezca contra la carne [...] sino lo contrario (cit. en Cervantes 1993: 136).

El demonio se convirtió en un instrumento de la justicia divina. Incluso, cuanto más actos de tortura y ultrajes demoníacos, más oportunidades tendría el personaje para enseñar sus méritos para avanzar en el camino de la salvación. Según una extraña interpretación teológica que se difundía en los paradigmas de los sucesos excéntricos de las hagio-biografías novohispanas: “Todo cuanto hiciera por atormentar físicamente a sus ‘víctimas’ cabía juz-

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garse no tan solo como una permisión divina, sino, más aún, como una bendición que ayudaba al cristiano a luchar contra el cuerpo y a anonadarlo para, así, quedar en libertad de unir su alma a Dios” (Cervantes 1993: 137). Las escenas escalofriantes de demonios que doblan a la venerable Isabel a la mitad o la tiran debajo de una mesa son “en realidad, la norma en la literatura hagiográfica de la época, al punto de convertirse en elementos esenciales de santificación [...] los tormentos diabólicos parecían aumentar en proporción al grado de virtud y de paciencia con que se toleraran” (ibíd.: 132). Como hemos visto en el caso de la madre Isabel de la Encarnación, Dios permitía y propiciaba los terribles ataques del demonio y sus ayudantes con el fin de conseguir un bien mayor. Sin embargo, estos atropellos demoníacos cruzan la frontera entre ortodoxia y heterodoxia, y entre exemplum y antiexemplum. Había dos posiciones que podrían tomar acerca de la venerable madre Isabel de la Encarnación, y, gracias a la intervención del padre Godínez, el fray Agustín de la Madre de Dios y el licenciado Salmerón, que compartían el concepto barroco de la espiritualidad novohispana, Isabel fue venerada y no enjuiciada por la Inquisición. Esto se puede apreciar en su muerte y las celebraciones fúnebres que relata Salmerón sobre sus exequias: A las dos de la tarde la bajaron las religiosas en procesión con el canto y ceremonias de la orden al coro bajo que estaba bien adornado de mucha cera y flores. Pusiéronle la corona y palma bien aderezadas de flores, y levantóse el velo para que se pudiesse ver de la iglesia: y antes que se abriesse la retrató un excelente pintor desde acá fuera. [...] cuando le di la extremaunción estaba tan desfigurada y flaca como la mesma muerte, le volvió el Señor su hermosura y entereza antigua de tal suerte que ponía admiración y parecía que estaba viva con el rostro apacible y risueño como solía (Salmerón, Vida de la venerable madre Isabel: f. 116).

El arte del bien morir y las exequias demuestran que Isabel de la Encarnación aparentemente ganó la batalla contra el demonio. Cuando Isabel de la Encarnación murió el “lunes postrero de febrero, año de mil y seiscientos y treinta y tres” (ibíd.), la Catedral de Puebla estuvo tan alborotada que no había espacio cuando llegó el Cabildo Eclesiástico para hacer las exequias, pues dictamina el licenciado Salmerón que “Fue uno de los mayores y más lucidos auditorios que se han visto en esta tierra y decían personas graves que parecía concurso de Madrid” (ibíd.: f. 118). No obstan-

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te, Isabel de la Encarnación era de Puebla y la celebró el autor como un ejemplo local, posible de emular por ser de estas tierras. Incluso, alude a la posibilidad que pudiera inspirar a los otros fieles poblanos porque era “uno de nuestra misma patria” y por esto, podría servir para “despertar nuestra tibieza y flojedad” (ibíd.: f. 119). Isabel incitó la veneración local, tanto así, que fue “un modelo propuesto por la orden del Carmen, un retoño indiano” (Ramos 1993: 62). Incluso, en su crónica de los carmelitas en América, fray Agustín de la Madre de Dios la llama la “Teresa indiana” (ibíd.).Tanta fue la devoción a esta venerable que “en el Archivo General de la Nación México hay diversos procesos relacionado con la prohibición de pintar a Isabel en lienzos como si fuera santa” (ibíd.). En el siglo XVIII, los carmelitas la inmortalizaron en una pintura que está en el altar mayor del Templo de la Virgen del Carmen de Puebla. Isabel y San Juan de la Cruz son laudados como protectores de la ciudad.

CONCLUSIONES Los exempla están instrumentados para transmitir valores y creencias sobre una verdad trascendente pero no comprobable. Divulgan valores éticos y políticos que fomentan el alcance de la felicidad humana o de la plenitud religiosa en el caso de los venerables. Dos aspectos esenciales del exemplum son la rareza de la persona que retrata y el otro es el exceso de esta calidad de rareza, pues los dos hacen que se destaque la figura ejemplar. En la Nueva España, las hagiografías se construyeron a base del exemplum para crear materiales didácticos que consistían en el retrato narrativo de los religiosos para demostrar el éxito de la evangelización y para inspirar a los pobladores locales. La sociedad barroca novohispana era sedienta de ejemplos extraordinarios y maravillosos de estos religiosos y la Compañía de Jesús era complaciente en producir vidas de religiosos que plasmaron el fanatismo imaginativo para aplacar esta sed. Esto resultaba en la creación de rarezas religiosas que manifestaban sus excesos por medio de contactos extraños con el demonio, enfermedades increíbles y actitudes masoquistas que se aproximaban a la psicopatía. La Vida de la venerable Isabel de la Encarnación se narra por medio de exempla y exempla fallidos que nombro antiexempla. Prueba de esto es la valoración oscilante de ella tanto en sus tiempos como en los nuestros. En su

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época tenía el apoyo de la élite de la Compañía de Jesús y de las carmelitas descalzas pero también había detractores que le practicaban exorcismos y la denominaron endemoniada. Los exempla que ilustran su vida dieron lugar al retablo grande realizado en el siglo XVIII que demuestra a la monja y San Juan de la Cruz salvando a la ciudad de Puebla y hasta la fecha ocupa un sitio protagónico en el altar mayor del templo del Carmen en Puebla, México. Los exempla fallidos o antiexempla indujeron los exorcismos, las sanciones verbales en su contra y, en nuestros días, el asombro ante esta vida tan singular.

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ROSARIOS INTRUSOS EN LA NUEVA ESPAÑA: LA INDISCRETA DEVOCIÓN DE LOS FIELES, AMIGOS DE NOVEDADES Anastasia Krutitskaya

La devoción del rosario, junto con la de la Inmaculada Concepción, fue una de las devociones marianas más importantes del siglo XVII. El rosario se rezaba en las iglesias y fuera de ellas; de pie, de rodillas, en camino o en la cama; en las calles, en las procesiones y otros actos de culto. Fue un medio de evangelización y se destacó, sobre todo, por los prodigios y milagros que se asociaban con él: se le atribuían numerosas victorias militares, además, ahuyentaba al demonio y destruía las herejías. La deuocion del Rosario de la Reyna del Cielo, Madre de Dios y señora nuestra, es la mayor y mas principal que ay entre Christianos, y la que mas importa en la Corte de los Reyes Catholicos y Principes, por encerrar en si la vida y misterios de nuestro Saluador Iesu Christo. Y quando los Cortesanos an usado esta Santa deuocion y exercicio se an auentajado en la fe y costumbre, an sido muy leales a sus Reyes y señores naturales, y se an acertado mas negocios: y de ay a ydo el bien a sus Reynos y señorios: porque asi como el bien de estos depende del buen gouierno de sus Reyes y Consejos, asi el suyo depende de la voluntad de Dios y del respecto y obediencia que se tiene a sus cosas y religion Christiana (Sagastizábal 1597: 12).

Uno de los objetivos básicos de la recitación del rosario es la contemplación de la vida y muerte, resurrección y gloria de Jesucristo. En términos teológicos, la Virgen del Rosario recibe su nombre “porque ella fue la que dio, y produxo al mundo la Rosa olorosa y fragante, que fue su preciosissimo Hijo (como dize San Epiphanio Obispo de Chipre1, que son palabras propias suyas)” (Sagastizábal 1597: f. 10). Así, siendo Cristo la rosa, la Virgen es el rosal que la dio a la humanidad, y por antonomasia se le aplica también el nombre de la rosa. La devoción consiste en 150 avemarías (que es la salutación 1

Epifanio de Salamis (ca 310-20-403), padre de la Iglesia, obispo de Constancia (Salamina), la metrópolis de la isla de Chipre.

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que el arcángel Gabriel hizo a María cuando le dio la noticia de la Encarnación (Lucas 1, 28) seguida de las palabras de Santa Isabel dirigidas a la Virgen (Lucas 1, 42) y 15 padrenuestros, que se consideran dos oraciones más antiguas de la Iglesia católica, las cuales fueron reunidas a imitación del Salterio de David, que contiene 150 salmos más 15 cánticos de diversos autores. Resumiendo los pasajes principales del Evangelio, el rosario abarca el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo en quince misterios: cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos (Sagastizábal 1597: f. 30). De esta manera, cada misterio es acompañado de diez avemarías y un padrenuestro. El oficio del rosario fue concedido por el papa León XIII el 5 de agosto de 1888 y a partir de entonces contiene cuatro himnos, cada uno compuesto de cinco estrofas de cuatro versos. En el himno para las primeras vísperas (Coelestis aulae nuntium) se celebran los cinco misterios gozosos, de una estrofa cada misterio; el himno matinal (In monte olivis consito) contiene los cinco misterios dolorosos, y las laudes (Jam morte victor obruta), los cinco misterios gloriosos. El último himno de las segundas vísperas (Te gestientem gaudiis) es una recapitulación de los tres himnos anteriores (Enciclopedia católica, s. v.” Himnos del Breviario del Rosario”)2. De las bulas apostólicas consta que fue Santo Domingo el inventor de la devoción, pues, de acuerdo con la leyenda, estando en la ciudad de Albi, su prédica se topaba continuamente con la dureza de los corazones y, lamentándoselo a la Virgen, un día recibió la siguiente consolación: 2 La estructura del rosario fijada por León XIII permanece desde siglos atrás. Descrita por fray Luis de Granada, también dominico, la devoción “se reparte en quince mysterios principales de la vida de nuestro Salvador y de su sancta Madre: que son, cinco gozosos, y cinco dolorosos, y otros cinco gloriosos. Los cinco primeros gozosos son: la Annunciación del Angel a nuestra Señora: la Visitacion à Sancta Elisabeth: la Natividad del Salvador: la Adoracion de los Reyes Magos: la Purificacion de nuestra Señora, y Presentacion de su Hijo en el templo, ò quando despues de perdido lo halló en el mesmo templo. Los cinco dolorosos son: la Oracion del Huerto: los Azotes à la columna: la Coronacion de espinas: el llevar la cruz acuestas: el ser crucificado en ella: con lo qual se junta el officio de la sepultura, y soledad de nuestra Señora. Mas los cinco mysterios gloriosos son: la Resurrection del Salvador, con el aparescimiento a la sagrada Virgen, y à los discipulos y discipulas: la subida al cielo; en la qual piadosamente creemos averse hallado la Virgen sanctissima: porque justo era que la que se halló presente à los dolores del monte Calvario, no caresciesse de la fiesta y gloria del monte Olivete. El tercero mysterio glorioso fue la venida del Spiritu Sancto: à la qual esta Virgen se halló presente con los discupulos y discipulas de su Hijo. El quarto fue su gloriosa Assumpcion: y el quinto la gloria de su Coronación” (1788: 581).

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Ya sabes, sieruo mio Domingo, que quando mi hijo vino al mundo, hallo las almas en el peor estado que se podia imaginar, de quien tenia fe como los Indios la tenian: y aunque el predicador era Dios, le costo la vida el fruto que en ellos hizo, y en este officio murio. No te canses tu, ni desmayes, ten perseverancia, que sin ella no se pueden concluyr cosas tan grandes, y haz que se fixe en la memoria desta gente los misterios grandes de la Encarnacion, vida y muerte de mi Hijo, y de los beneficios que con su passion hizo al mundo: y que en agradecimiento desto no se les cayga del pensamiento ni del coraçon, ni de la boca las alabanças y loores diuinos, y la oracion, y veras el prouecho que se seguira. Y assi mesmo le informo la sagrada Virgen de lo que hauian de hazer, y le enseño la santa deuocion de su Psalterio, o Rosario: para que la enseñasse y predicasse a todos los fieles en la forma que agora lo tiene la Iglesia (Sagastizábal 1597: ff. 56-57)3.

En aquel tiempo, entre los siglos X y XIII, se difundió en Italia y Francia la herejía albigense, o catarismo, un movimiento religioso gnóstico que se basaba en una teología dual, cuyo universo abarcaba dos mundos: uno espiritual, creado por Dios, y otro material, creado por Satanás. La visión cátara de la creación como intrínsecamente malvada condujo al rechazo de la doctrina tradicional sobre la encarnación de Cristo. En su lugar, los cátaros creían que Cristo sólo se había encarnado y había sufrido en la cruz en apariencia. Según una fuente cátara, había sido “concebido” por la Virgen María después de haber entrado por uno de sus oídos (Frassetto 2008: 105).

Los cátaros, por lo tanto, no reconocían ningún dogma referente a la Virgen y se negaban a venerarla. Desde luego que el primer milagro asociado con el rosario fue la victoria contra la herejía albigense, ya que en el imaginario se grabó que por medio de los esfuerzos de santo Domingo “se conuirtieron infinidad de hereges, y a la cuenta deste Santo, en la Bulla de su Canoniza3 Este discurso fue ampliamente difundido por la Orden de Predicadores y ocupa un lugar importante en las hagiografías de Santo Domingo: “No te aflixas quando ves que no se logra en todos el fruto de tu predicacion, porque no es defecto tuyo, ni de la palabra que predicas. Procura predicarles mi Rosario, fixando en las almas de esta ciega gente los mysterios de la Encarnacion, vida, y muerte de mi Hijo. Sea este tu mayor cuydado, como glorioso empleo. De ti lo fio: y creë de mi, que sera dulze, y copioso el fruto. Toma este Rosario; en cuyos quince diezes hallaras significados los mysterios gozosos, dolorosos, y gloriosos. Con ellos venceras à los enemigos protervos de la Fè; apagaràs el fuego de la heregia, y renovaràs el mundo” (Posadas 1701: 136).

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cion le echan passados de cien mil y assi se acabó la heregia de los Albigenses, casi de todo punto, y se assentó gran reformacion en toda Francia e Italia” (Sagastizábal 1597: f. 57). Lo que sí parece ser cierto, de acuerdo con las investigaciones recientes, es que el origen del rosario se dio en la Orden de San Benito, donde la tradición oriental de la oración repetitiva y contemplativa de avemarías y padrenuestros se asoció con la recitación del Salterio de David; se consolidó en la Orden de los Cartujos, donde se enlazó con la plegaria vocal gracias a los esfuerzos de fray Enrique de Kalkar (siglo XIV); pero se consumó y se expandió a través de la Orden de los Predicadores (Esser 1906; Duval 1988). Parece, también, que la salutación angélica (el avemaría) fue una de las oraciones predilectas del fundador de la Orden de Predicadores, la cual, pronunciada repetidas veces, se difundió ampliamente en el siglo XIII. La divulgación de la devoción se debe, por lo visto, al dominico bretón Alain de la Roche (1428-1475), mejor conocido como Alano de Rupe, quien atribuyó al santo Domingo de Guzmán las apariciones de la Virgen (1460). La primera Confraternidad de la Virgen y Santo Domingo fue establecida por Alano en 1470 en Douai, Francia (Trens 1947: 312), aunque carecía de la aprobación pontificia, sin embargo, en brevedad se esparció por toda Europa. La primera cofradía de esa devoción fue instituida el 8 de septiembre de 1475 por el fraile Santiago Sprenger, seguidor de Alano, quien en mayo de 1479 obtuvo de Sixto IV (1471-1484) la bula Ea quae ex fidelium. En esta bula, Santo Domingo de Guzmán se declaró fundador del rosario, se recomendó esta práctica a todos los creyentes y se concedieron especiales indulgencias a los miembros de la confraternidad. La constitución Pastoris aeterni, un año después, ratificó el documento anterior, y allí se otorgaron siete años de perdón a los cofrades que rezaran el rosario en las fiestas dedicadas a María en los misterios de la Natividad, Anunciación y Asunción, además se confirió cinco años y cinco cuarentenas por cada rosario rezado (Navarro 1942: 437438). En el Capítulo General de la Orden (Roma, 1484) la Iglesia concedió la indulgencia plenaria a los orantes del rosario y en 1486 la bula Sacer Praedicatorum Ordo de Inocencio VIII (1484-1492) confirmó todas las indulgencias precedentes. La mayor propagación de la devoción se logró a partir del Concilio de Trento (1545-1563). Merece una especial atención el hecho de que el papa Pío V (1566-1572), fraile dominico y contrarreformista, otorgó la bula Consueverunt Romani Pontifices del 17 de septiembre de 1569, donde se declaró que las confraternidades del rosario competían exclusivamente al maestro

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general de la Orden de Predicadores. Cabe mencionar que por esa misma época la victoria sobre el Imperio Otomano en la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), atribuida a la fuerza del rosario que se recitaba simultáneamente por los creyentes, contribuyó a la difusión de la devoción. Finalmente, el sucesor de Pío V, el papa Gregorio XIII, instauró la fiesta de la Virgen del Rosario el primer domingo de octubre en los conventos dominicos y los obligó a construir una capilla del rosario canónicamente fundada. En la Nueva España, la Cofradía del Santo Rosario de Nuestra Señora se instituyó durante el Provincialato de fray Domingo de Betanzos, el 16 de marzo de 1538, gracias a la labor realizada por fray Tomás de San Juan, subprior del Convento de Santo Domingo de México4, quien dedicó toda su vida a la difusión de la devoción y a la propagación de esta cofradía en el virreinato (Saranyana 2005: 861)5. Dicen los cronistas que los primeros en inscribirse en el libro de la cofradía fueron el virrey don Antonio de Mendoza, el obispo fray Juan de Zumárraga, el alguacil mayor Gonzalo Cerezo y su mujer, María de Espinoza, seguidos de los altos dignatarios públicos y otros habitantes enfermos y sanos de la capital del virreinato (Dávila Padilla 1625: 257)6. Se le reconoce a fray Tomás del Rosario como el fundador y el princi4 Cabe destacar que en la segunda constitución de la cofradía se establece que ninguna cofradía del rosario se puede fundar fuera de los monasterios de la Orden de Predicadores; solo por petición del pueblo y con el consentimiento del párroco u ordinario superior del lugar, pero dicha petición había que entregarla al prior del Convento de Predicadores más cercano, que tenía que elegir a un padre sacerdote predicador del mismo convento y delegarle el poder de fundar la cofradía. Es decir, las cofradías del rosario se fundaban solo con licencia de la Orden de Predicadores, lo cual consta en un breve de Sixto Quinto que comienza Dum ineffabilia meritorum insignia, etc., de otra manera no participaban de las gracias e indulgencias concedidas a los cofrades del rosario (Sagastizábal 1597: 105-106). 5 De acuerdo con el imaginario dominico, cuando el fraile Tomás de San Juan estuvo enfermo de gravedad, tuvo una visión en la cual el demonio se le acercaba a su lecho. En ese momento “el devoto [...] se acogio à la imagen de la Virgen santissima [...]. A este punto estendio sus virginales manos la Reyna del cielo, y cogiendo de la mano à su sieruo, le dixo. No temas hijo fray Thomas, que contigo estoy: leuantate, y predica mi Rosario, que yo te fauorecere” (Dávila Padilla 1625: 355). Evidentemente el enfermo se curó en seguida. El suceso tuvo lugar en 1538. Esta misma leyenda aparece en Alonso Franco y Juan de la Cruz y Moya. 6 De acuerdo con las constituciones de la cofradía del rosario, cualquiera podía formar parte de ella, desde los pontífices y reyes hasta los eclesiásticos y religiosos de todas las religiones y estados, y todo género de personas, ricas y pobres (Sagastizábal 1597: 107). Este sería el rasgo distintivo de la cofradía.

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pal promotor de la cofradía, dicen, incluso, que para ahorrarles el esfuerzo de buscar los rosarios a los cofrades, los traía siempre consigo y los repartía entre aquellos que no los tenían. Para esto tenia licencia de sus prelados, y podia recebir la limosna que le diessen, para el empleo de su santa mercaduria, que en su opinion era la mas corriente, y no mas cara, que de gracia. Hazia trasladar las constituciones y priuilegios, indulgencias y perdones de su cofradia, para que todos las tuuiessen, y por ellas conocimiento de la riqueza que traian entre las manos, si quisiessen aprouecharse della. [...] Entablose la deuocion tan de veras, que mandò el Prior al padre F. Thomas, que sin nueua memoria, la tuuiesse siempre de predicar al pueblo los Sabados y las fiestas de nuestra Señora, refiriendo sus milagros, para que se prosiguiesse su bien començada cofradia (Dávila Padilla 1625: 358).

En fin, concluye fray Agustín Dávila Padilla, que “por la diligencia de este padre se augmentaron las rentas del conuento en grande cantidad, y la religion en mucha estima, de que se pudiera dezir mas, sino fuera viuo” (1625: 363). Una de las principales obligaciones del cofrade era rezar cada semana un rosario entero, lo cual se atenuó con el tiempo, según establecido en el breve de Clemente VII, Et si temporalium cura, etc. En caso de que uno dejara de rezar el rosario, también dejaba de ganar las indulgencias concedidas por los pontífices. Al afiliarse a la cofradía, el solicitante firmaba una especie de pacto, una obligación para el rosario perpetuo de quince misterios: Purísima Virgen María, Madre de Dios y Señora Nuestra, como este ejemplar que fue impreso por la viuda de Bernardo Calderón y que se conservó en un proceso inquisitorial contra Francisco del Valle por bigamia: Yo, [Francisco del Valle], humilde cofrade vuestro digo que, para llenar el número de vuestros siervos, que en la tierra se emplean en alabaros perpetuamente, rezando por todas las horas del día y de la noche vuestro rosario santíssimo, a imitación de los ángeles y demás bienave[nt]urados, que (como vuestra Magestad ha revelado muchas vezes) le rezan en el cielo, me obligo a rezarle entero por sus quinze misterios, por espacio de una hora, una vez cada año (todo el tiempo de mi vida, que será el día [14] del mes de [febrero] desde [8] hasta [9 del día]. Y os suplico humil[de]mente que aceptéis piadosa este pequeño servicio y me alcancéis de vuestro Santíssimo Hijo gracia, para que cumpliendo devidamente esta mi obligación en la tierra (teniéndole propicio por vuestra intercessión en la hora de mi muerte) llegue a continuar sus alabanças, y las vuestras, en compañía de

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sus escogidos, por eternidades en el cielo. Amen [...] (AGN, Inquisición, vol. 563 [2ª parte], exp. s/n, f. 427r).

A cambio del rezo solitario y de la participación en las actividades colectivas de la cofradía, que podían incluir desde la celebración de las festividades relacionadas con la Virgen del Rosario, la asistencia a las misas, las letanías y las procesiones de los sábados, dedicadas a Nuestra Señora, a la procesión de los primeros domingos del mes, a la fiesta particular del primer domingo de octubre, hasta la entrega puntual de las limosnas, el cofrade recibía numerosas indulgencias y gracias especiales que están documentadas en distintas bulas papales. Además, en toda la Orden de Predicadores cada año se realizaban cuatro aniversarios por los difuntos cofrades del rosario, después de las cuatro principales fiestas marianas: Purificación, Anunciación, Asunción y Natividad de Nuestra Señora. La popularidad de la cofradía fue extraordinaria y se debía, más allá de las razones doctrinales y de índole social, a los esfuerzos y a la inversión de los frailes dominicos. La historia de los “rosarios intrusos” comienza en el siglo XVII, cuando la devoción desbordó a los dominicos, ya que otras órdenes religiosas empezaron a solicitar permiso para difundir esta práctica. Y de esa manera, en 1655, Felipe IV (1605-1665) publica el Establecimiento de la devoción del Rosario de Nuestra Señora, donde se resuelve que, “para extender la devoción del rosario [...] y que se rece cada día en las iglesias”, se escribiese “a los obispos de los distritos de cada partido para que exhorten a los curas y prelados de los conventos a que introduzcan esta devoción, por ser tan útil para los fieles” (citado en Novísima recopilación de las leyes de España 1805: 13). Es decir, en este momento el rey solicita, con la aprobación del Consejo, a todos los obispos que participen en la divulgación de la devoción. Lo que procede es que salen a luz diferentes rosarios apócrifos donde las oraciones principales y a veces la estructura del rosario, o las imágenes, se modifican con el fin de distinguirlos del prototipo dominico. Obviamente esta situación tenía que generar el descontento y la inconformidad de la Orden de los Predicadores. Y así sucede. La primera denuncia llega al Tribunal del Santo Oficio de la Nueva España en 1680. Se mandan recoger tres papeles impresos de tres devociones introducidas de los rosarios de Santa Ana y San José, y el librito sobre los cuatro rosarios de San José, Santa Ana y San Francisco Javier. El maestro fray Francisco Sánchez, de la Orden de Predicadores, vicario del hospicio de San

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Jacinto, cuenta en la denuncia que en la ermita de Nuestra Señora de los Remedios: se reza de ordinario un Rosario nuevamente inventado del Bienaventurado San Joseph, y esto con tanta solemnidad, que sale para hazer sus ofrecimientos y oraciones un sacerdote vestido con sobrepelliz, y se compone de oraciones nuevas en lugar de las oraciones sacratíssimas del Padrenuestro y Ave María, en la forma que se publica en los dos papeles, que con esta presento, el uno impreso en esta Ciudad el año pasado de 1679, y el otro en la de la Puebla este presente de 1680, el qual Rosario, a mí entender, es contra los decretos de Nuestra Madre la Iglesia, rito y invención nueva, que sin su aprobación no pareze se debe permitir, antes bien que se debe prohibir (AGN, Inquisición, vol. 667, exp. 2, f. 42r.).

Francisco Sánchez considera que cualquier invención de un rosario nuevo está prohibida por la bula de Alejandro VII In supremo militantis Eclesis de 1664, cuyo origen se remonta a la invención del Rosario Seráfico o de las nueve novenas (es decir, de las nueve festividades de la Virgen) por los religiosos de la Orden de San Francisco, donde, sin embargo, se rezaban los padrenuestros y avemarías ordinarios. Además, el nuevo rosario novohispano de San José, proseguía Francisco Sánchez, incluía oraciones nuevas en lugar de padrenuestros y avemarías, sin orden ni aprobación de la Iglesia. En las censuras del proceso se reafirma que, en palabras de fray Francisco Muñiz del Santo Convento Real de México de Nuestro Padre Pedro de Mingo, “contener también dos oraciones compuestas con autoridad privada y sin aprobación de la Sagrada Congregación de Ritos es monstruosidad y abuso intolerable” (f. 49r). No obstante, es el decreto dado en Roma el 7 de marzo de 1678 por el papa Inocencio XI, prohibiendo otro rosario de Santa Ana, el que condena oraciones hechas a imitación y en la fórmula del avemaría, las que contiene dicho rosario. Fray Sánchez lo menciona también por las múltiples indulgencias falsas que puedan ofrecer a los fieles rosarios apócrifos. También fray Agustín Dorante, del Convento Real de Nuestro Padre Santo Domingo de México, en su censura subraya que “aunque es constante contener dichos tres papeles en materia de devoción y piedad, sin embargo, por las razones que en la calificación de cada rosario en particular quedan propuestas, debe vuestra señoría, siendo servidor, mandar recoger” (f. 50r). A pesar de cierta uniformidad de opiniones, en las censuras se generan varias controversias en cuanto a la aplicación de la bula de Alejandro VII a todos los rosarios nuevos sin excepción. Isidro Sariñana, canónigo de la Cate-

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dral de México, que trabajó al lado del arzobispo Aguiar y Seijas, que probablemente fue quien impulsó la propagación de los rosarios apócrifos en la Nueva España, como se verá adelante, célebre autor de La catedral de México en 1688: noticia breve de la solemne, deseada, última dedicación del templo metropolitano de México, comenta lo siguiente: He dado en uno y otro papel por motivo y razón para deberle recoger (ultra de ser la oración del primero expresamente prohibida) ser las oraciones de que constan sus dieces, compuestas a imitación de Ave María. Y no he recurrido a la Bula de Nuestro Santísimo Padre Alejandro 7 que cita y en que funda el delator estar prohibido en toda la Iglesia universal cualquier rosario nuevo. Porque vista y reconocida con sumo cuidado dicha Bula, no me parece (sujetando siempre a mejor juicio mi dictamen) colegirse de ella semejante prohibición universal de rosario precisamente por rosario. [...] El hecho, pues, sobre que cayó la declaración de Nuestro Santísimo Padre Alexandro VII fue (aunque se pueda colegir de la misma letra) intentar introducir los religiosos de San Francisco en un rosario nuevo con título de Seráphico, dando a entender, según parece, que fue revelado y dado por la Santísima Virgen al glorioso patriarca San Francisco, pues en el tablero proponían pintada a Nuestra Señora, dando el Rosario a San Francisco y a Santa Clara, a que se opusieron los padres religiosos de Santo Domingo, habitantes en solos oídas ambas partes, mandó su santidad se recogiese dicho tablero y prohibiese los dichos religiosos de San Francisco la introducción de dicho Rosario seráfico, y de cualquiera expresando que así lo declaraba a favor de los Religiosos del orden de Predicadores [...] Y porque, siendo también el intento de su Santidad, como expresa en el exordio de la Bula, apagar discordias entre varones religiosos, siendo que allí se introdujera por dichos religiosos de San Francisco otro cualquiera rosario se debía temer sería ocasión a nuevas discordias (AGN, Inquisición, vol. 563 [2ª parte], exp. s/n, f. 427r).

Sariñana, así, declara que dichos papeles tienen que ser recogidos por motivo de contener oraciones hechas a imitación del padrenuestro, avemaría y Gloria Patri, pero de ninguna manera veta la posibilidad de publicación de nuevos rosarios que no sean escritos por la orden dominica. Finalmente, atento a la conformidad de las censuras y evidentemente con el fin de “apagar discordias entre varones religiosos”, el señor inquisidor manda prohibir y recoger estos papeles. De vuelta, en 1757 llega al Santo Oficio la denuncia del padre José Cabezas, de la Orden de Predicadores, vicario general de misioneros apostólicos y

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lector de sagrada teología en el Hospicio de San Jacinto, quien constata que en la Nueva España se siguen practicando los siguientes rosarios: el rosario seráfico o de las nueve avemarías, el rosario de la Santísima Trinidad, el rosario de la resignación, el rosario del corazón, el rosario de San Miguel, el rosario del señor San José, el rosario de la Concepción Purísima de la Soberana Reyna del Cielo y Tierra, el rosario de Nuestra Señora de la Merced, el rosario de la señora Santa Ana, el rosario de San Andrés, el rosario de los difuntos “y todos los demás, que sin facultad alguna de la Silla Apostólica corren con nombre de Rosario en los territorios pertenecientes a la jurisdicción de su señoría ilustrísima en esta Nueva España”, y además “en las imprentas y librerías de México y en las manos de los fieles corren también librillos en que se enseñan las oraciones y método de rezar, los ya mencionados Rosarios” (AGN, Inquisición, vol. 975, exp. 3, f. 22r). De nuevo, el fraile dominico opina que en la bula de Alejandro VII consta que a ninguno es lícito introducir, predicar, enseñar, mucho menos rezar otro Rosario que este, ni con semejante título introducir, ni coexcitar devoción alguna en la Iglesia cathólica. Y que assí lo deben juzgar y definir todos los juezes ecclesiásticos, a quienes pertenece, obligando a los fieles a la observancia de lo contenido en esta constitución y declarando ser e ningún valor quanto se executase en contrario a su determinación.

En los rosarios mencionados, descritos minuciosamente por el fraile en la denuncia, se conserva el uso de oraciones hechas a imitación del padrenuestro, avemaría y Gloria Patri. Por estas y otros muchos motivos cathólicos, que assí acerca de este como de los demás arriba mencionados rosarios prohibidos e intrusos contra los Decretos de la Silla Apostólica, y que se practican en esta Nueva España, pudiera proponer a vuestra señoría ilustrísima fuera de ver con harto dolor defraudado el motivo que tuvieron los Sumos Pontífices para publicar las dichas prohibiciones, y que fue de tanto peso para sus Santidades, que solo porque no se disminuiese, ni antiguase la devoción del santísimo rosario, a cuios pechos se ha alimentado y alimenta la Iglesia cada día con notables crezes y aumentos espirituales y temporales, [...]. Y en fin, para que el Demonio no logre el fin deprovado de su intento, ni con el engaño de frívolas devociones se priven los fieles de tamañas, y tantas utilidades, en la mejor forma, que puedo, doi parte a Vuestra Señoría Ilustrísima, denunciándolos todos (f. 27v).

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Es decir, mientras la devoción se va expandiendo, el fraile lamenta que no se vaya a disminuir ni “antiguarse”. Pero el Santo Tribunal vuelve a prohibir dichos rosarios y manda recoger a las imprentas de la Ciudad de México y de Puebla de los Ángeles todas las letanías que no sean de la Virgen y de todos los santos. La perturbación con los rosarios alcanza tal grado que por los mismos años llega a la Inquisición una denuncia en contra del libro intitulado Psalterio o Rosario de Christo y María, escrito en latín por el mismo beato Alano de Rupe de la Orden de Predicadores, pues en el capítulo 28 de la cuarta parte se le encontró una proposición en el apartado donde habla sobre las especiales gracias y preeminencias del avemaría. A pesar de todos los esfuerzos, ni las prohibiciones ni la presión de los dominicos por erradicar la práctica de los rosarios apócrifos pudieron lograr su objetivo. Hay que aclarar que la persecución organizada por la Orden de los Predicadores se hizo posible gracias a que la Inquisición, como órgano de poder que reúne y analiza la información mediante denuncias, fue una institución que permitía tanto a personas particulares como a otros organismos utilizarla para resolver problemas de distinta índole. Aun así, los rosarios editados por frailes y sacerdotes ajenos a los dominicos se seguían imprimiendo. Un rosario para tener popularidad entre el público devoto debía contener textos que podían ser reconocidos por los oyentes, así que los editores de los rosarios apócrifos muchas veces recurrían a las mismas composiciones de los frailes dominicos. Tales rosarios se prohibían, pero los mismos textos se volvían a imprimir, ahora sí, con el sello de la Orden de los Predicadores. Entre los rosarios denunciados en 1757 es de especial interés uno que se intitula Modo de rezar el Rosario de Nuestra Señora, de san Joseph, de san Miguel y san Francisco Xavier, que fue dado a la estampa por nada más y nada menos que el amigo y el confesor del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas; de allí el carácter tolerante de la censura de Isidro Sariñana. José de Lezamis fue cura del Sagrario Metropolitano, predicador y autor de múltiples sermones. Llegó a la Nueva España acompañando al entonces obispo de Michoacán, fue autor de la conocida Breve relación de la vida y muerte del ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don Francisco Aguiar y Seijas (1699), que se imprimió un año después de la muerte del arzobispo. Se hizo famosa su postura acerca del juego de gallos: el padre Lezamis acudía a las plazas de juego junto con su amigo el padre Pedrosa, que cerraba las puertas para impedir que ninguno saliera, mientras el primero predicaba a los jugadores sobre su pecami-

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nosa conducta. Obviamente ambos actuaban con el apoyo del arzobispo, el cual incluso pagó del dinero episcopal el precio de la plaza, cuando se había rematado, de este modo consiguiendo la prohibición total del juego (Historia y leyendas de las calles de México 1950: 33). Además, solía visitar el Portal de Mercaderes, expresando molestia porque la gente evitaba cumplir con sus obligaciones de buenos cristianos y prefería asistir a los portales para enterarse de los últimos acontecimientos de estas tierras, así que “resolvió poner un dique al torrente de corrupción que inundaba las costumbres públicas”, predicando allí todos los domingos, trepado sobre un banco. Los rosarios de José Lezamis se imprimieron con licencia de los superiores en México por Juan de Ribera en el Empedradillo en 1684, cuatro años después de la primera denuncia. En el escenario se vislumbra la interacción de diferentes personajes: Aguiar y Seijas, la Orden de los Predicadores y la Inquisición. Los cuadernillos seguían circulando después de la prohibición hasta 1757, fecha cuando se inició el segundo proceso, pero ya había fallecido Aguiar y Seijas y el panorama político se ha modificado considerablemente. El libro se compone de tres rosarios y una devoción propiamente: el rosario de Nuestra Señora, el rosario de San José, el rosario de San Miguel y la devoción a San Francisco Javier. Los rosarios de San José y de San Miguel efectivamente llevan en lugar de los padrenuestros y las avemarías otras oraciones “nuevamente inventadas”, que en realidad resultan ser jaculatorias ampliamente difundidas que hasta hoy en día se utilizan en las novenas dedicadas a estos santos. En el rosario de San José el padrenuestro está sustituido por “Santíssimo Joseph, bendito sea el Señor que te escogió por padre estimativo suyo y te dio a su Madre por verdadera esposa tuya. Amen. Jesús, María y Joseph”, y el avemaría es reemplazado por “Dios te salve, Joseph, varón por excelencia justo, esposo de la Virgen María Madre de Jesús, santíssimo Joseph, padre estimativo de Jesuchristo, ruega por nosotros pecadores aora y en la hora de nuestra muerte. Amen. Jesús, María y Joseph”. De la misma manera, en el rosario de San Miguel leemos en lugar del padrenuestro: “Hazémoste gracias, Omnipotente Dios, por todos los dones, gracias y prerrogativas que concediste al bienaventurado san Miguel archángel”, y en vez del avemaría: “San Miguel archangel, príncipe de la milicia celestial, defiéndenos en la pelea para que no perescamos en el tremendo juizio de Dios. Amen”. Pero una particular característica de estos rosarios es que cada uno de ellos incorpora composiciones en verso. De los cuatro textos poéticos, los versos

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del rosario de Nuestra Señora y de la devoción a San Francisco Javier parecen ser prestaciones de similares pliegos españoles. Versa la preparatoria de los “Gozos de San Xavier”: Pues a Iesús vuestro zelo le rindió tantas naciones, de a nuestros corazones apóstol Xavier consuelo.

Esta redondilla, así como todas las demás estrofas, o gozos, que le siguen, la encontramos sin modificaciones en los pliegos de los Gozos del prodigioso apóstol de las Indias san Francisco Javier. El texto aparece, además, registrado en el siglo XVIII en Valencia (Climent Barber 1979: 46), figura en el Catálogo del Archivo de Música de la Catedral de Albarracín (Muneta 1984), se canta actualmente en Valtorres, un pueblo aragonés, en Cimballa, en Segorbe (Castellón), en Aragón y, sobre todo, en Murcia. A la hora de componer el rosario de Nuestra Señora, José de Lezamis recurrió a otro famoso texto que se utilizaba en los rosarios dominicos y gozó de una gran popularidad, el cual, según parece, partió de los versos escritos por Lope de Vega que se retomaron de su auto sacramental La devoción del rosario, impreso a principios del siglo XVII. Virgen, divino sagrario, vuestros gozos cantaremos y en ellos contemplaremos los misterios del Rosario.

Este rosario sigue circulando y se sigue rezando sin modificaciones hasta hoy en día en ambos lados del océano. Se cita en el Cancionero popular de la provincia de Santander (Córdova y Oña 1948), se canta en el País Vasco, en el Santuario de Valdejimena (Sánchez Vaquero 1958) y en la región valenciana (Climent Barber 1984). Además, a finales del siglo XVIII, circulaban por toda España unos “villancicos a los quince mysterios del santísimo rosario” compuestos, el primer villancico de cada “mysterio”, por Lope de Vega Caprio; el segundo, por un religioso dominico; y los terceros, por el padre fray Miguel de San Clemente, de la mismo Orden de Predicadores, e impresos en Salamanca en 1794. Finalmente, se pueden encontrar en los rosarios que se

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imprimen actualmente en México bajo la autoría de fray Alonso de Ribera, autor de Exercicios e indulgencias del Rosario, impreso en Madrid en 1624. El culto a la Virgen se ha manifestado de diferentes formas en la historia de la religiosidad católica. La difusión de la devoción del Rosario en sus múltiples atribuciones obedece a razones que mueven la religiosidad popular. Las manifestaciones religiosas católicas que se registran en la Nueva España en su mayoría responden a esquemas de actuación muy semejantes en la metrópoli. Pero la religiosidad no es una cuestión metafísica, sino profundamente humana. Es un fenómeno cultural que responde a las necesidades de un momento histórico, de una determinada sociedad, de un grupo de poder y de resistencia al poder; y además está en estrecho contacto con el contexto social, económico y político, pues se convierte en el producto de ese contexto. La situación que se creó entre los dominicos y otras órdenes religiosas en búsqueda de controlar la práctica del rosario, donde la Inquisición desempeñó un papel importante, como un organismo de poder que permite solucionar rencillas en la lucha por los fieles, resultó ser un medio eficaz y poderoso para atraer a los fieles. De este proceso sobreviven los textos, testigos de las prácticas de devoción y fe, que hasta la actualidad dan testimonio de la religiosidad popular, fervorosa y viva.

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CARMEN FERNÁNDEZ GALÁN (Universidad Autónoma de Zacatecas). Doctora en Humanidades y Artes por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Líneas de investigación: edición crítica de textos del siglo XVIII, relación de la literatura con otras artes, historia literaria y hermenéutica. Libros: Syzigias y quadraturas lunares… (2010) y Obelisco para el ocaso de un príncipe (2011). JOSÉ ARMANDO HERNÁNDEZ SOUBERVIELLE (El Colegio de San Luis). Doctor en Humanidades y Artes por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Profesor-investigador del Programa de Historia de El Colegio de San Luis. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Sus áreas de interés son la historia y el arte de San Luis Potosí de los siglos XVII y XVIII. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Un rostro de piedra para el poder (2013), Nuestra Señora de Loreto de San Luis Potosí (2009), “Sin un lugar para pernoctar en la ‘Garganta de Tierra Adentro’. Los mesones en San Luis Potosí” (en Relaciones, 132 Bis, 2012), “El celo espiritual y militar de la orden franciscana y la monarquía hispánica en una pintura de la Inmaculada de Pedro López Calderón” (en Archivo Español de Arte, nº 336, 2011), “La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí. Un discurso barroco del poder a través de la Iconología de Ripa” (en Fronteras de la Historia, vol. 161, 2011). ARNULFO HERRERA (Universidad Nacional Autónoma de México). Doctor en Letras por la UNAM. Se ha especializado en la literatura de la Nueva España, especialmente en lo que respecta a su vinculación con las artes plásticas. Es profesor de Literatura Española de los Siglos de Oro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM e investigador de tiempo completo adscrito al área de literatura del Instituto de Investigaciones Estéticas. Ha impartido, además, cursos de literatura mexicana en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en la Universidad Veracruzana, en la Universidad de Zacate-

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cas, en la de Querétaro, en la de San Luis Potosí, en la de Guerrero, en la Universidad Iberoamericana, tanto de Puebla como de la Ciudad de México, y en la Universidad Mayor de San Andrés en Bolivia. Es autor de numerosos artículos especializados y de divulgación, así como de los libros Tiempo y muerte en Luis de Sandoval Zapata (1995), La edad de oro, ensayos de literatura aurisecular y novohispana (2000), Lengua española IV (2004) y Lengua española (2006). MARÍA TERESA JARQUÍN ORTEGA (El Colegio Mexiquense). Profesora-investigadora de El Colegio Mexiquense A. C. Doctora en Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid y en Historia de México por El Colegio de México. Sus líneas de investigación son: historia novohispana, etnohistoria e historia regional. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Formación y desarrollo de un pueblo novohispano: Metepec, Congregaciones de pueblos en el Estado de México, Breve Historia Ilustrada del Estado de México, El condado de Calimaya. Documentos para la historia de una institución señorial, Los Santos del Corazón de Metepec. San Isidro Labrador y San Miguel Arcángel, Historia General Ilustrada del Estado de México 6 vols., Breve Historia del Estado de México, Documentos para la encomienda de Tonatico. ANASTASIA KRUTITSKAYA (CRIM, UNAM). Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesora-investigadora en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (UNAM) e imparte clases en el Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Desde 2004 participa en el proyecto colectivo de investigación “Literaturas Populares de la Nueva España (1690-1820): revisión crítica y rescate documental de textos marginados” (IIFl, UNAM), dirigido por la Dra. Mariana Masera. Ha publicado artículos en revistas especializadas y colaboraciones en libros (Ensayos sobre literaturas y culturas de la Nueva España, Lyra Minima: del cancionero medieval al cancionero tradicional moderno, etc.). Es miembro del Consejo de Redacción de la colección de libros electrónicos “El Jardín de la Voz. Biblioteca de Literatura Oral y Cultura Popular”. RODRIGO LABRIOLA (Universidade Federal Fluminense). Doctor en Literatura Comparada por la Universidade do Estado do Rio de Janeiro, con maestría en Literaturas Hispánicas por la Universidade Federal Fluminense y licenciatura en Letras Modernas Extranjeras por la Universidad de Buenos Aires.

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Reside en Brasil desde 2002 y actualmente es profesor adjunto de Literaturas Hispánicas de la Universidade Federal Fluminense de Río de Janeiro. Publicó los ensayos de crítica cultural De la mano de Dios a sus botines: los medios y la biografía pública de Maradona (1994/2001), La gran aventura de Armando Bo: biografía total del cine erótico argentino (1999) y A fome dos outros: literatura, comida e alteridade no século XVI (2007). VERÓNICA MURILLO GALLEGOS (Universidad Autónoma de Zacatecas). Doctora en filosofía por la UNAM (2006). Docente-investigadora en la Universidad Autónoma de Zacatecas desde 1996. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2008 y perfil deseable PROMEP desde 2009. Autora de los libros Cultura, lenguaje y evangelización. Nueva España, siglo XVI (2012), Fray Juan Bautista de Viseo, Advertencias para los confesores de los naturales (2010) y Palabras de evangelización, problemas de traducción (2009). Ha participado en varios congresos sobre temas novohispanos y sus líneas de investigación principales se encuentran dentro del ámbito de la filosofía de la cultura y la filosofía novohispana. CLAUDIA PARODI (University of California Los Angeles) es profesora e investigadora en el Departamento de Español y Portugués de University of California Los Angeles. Se especializa en el contacto de lenguas, en la historia del español en América, en el español de los Estados Unidos y en lingüística teórica. Dirige el Centro de Estudios Coloniales Iberoamericanos y el Centro de Estudios del Español en Estados Unidos, en la citada universidad. Entre sus publicaciones cabe mencionar Centro y periferia. Cultura, lengua y literatura virreinales en América (con Jimena Rodríguez, 2012), Visiones del encuentro de dos mundos en América: lengua, cultura, traducción y transculturación (2009), Key terms in Syntax and Syntactic Theory (2008), El español de América (1999), La lingüística en México (1980-1996) (con Rebeca Barriga, 1996), Orígenes del español americano (1995) y Aspects of Romance Linguistics. Proceedings of the 24th Linguistic Symposium on Romance Languages (con Arlos Quícoli, Marco Saltarelli y María Luisa Zubizarreta, 1996). MANUEL PÉREZ es doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Ha sido profesor visitante en Brown University, investigador visitante en El Colegio de Sonora y actualmente es profesor-investigador de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Forma parte del Cuerpo Académico “Estética,

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cultura y poder” y del grupo internacional e interinstitucional “Cultura en la Nueva España” (UCLA-UASLP) dedicado a textos y temas coloniales mexicanos. Es autor de Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para la reforma de costumbres en la Nueva España (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/ Vervuert, 2011), Los cuentos del historiador. Literatura y ejemplo en una historia religiosa novohispana (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2012) y de más de veinte artículos publicados en revistas de conocido prestigio internacional, sobre temas de retórica, literatura colonial y literatura popular. ROBIN ANN RICE (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla). Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Navarra, miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I, trabaja como profesora e investigadora a tiempo completo en la licenciatura en Humanidades de la UPAEP. Algunas de sus publicaciones son: Edición y estudio de El divino Narciso de Sor Juana Inés de la Cruz (2005), Doctrina y diversión en la cultura española y novohispana (con Ignacio Arellano, 2009), “Los modos de subjetivación de la mujer en La inocencia castigada de María de Zayas” (en Signos literarios, nº 11, 2010), “Lo sobrenatural en María de Zayas: magia, manía y sucesos estrambóticos en Desengaños amorosos” (en Actas del XVI Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Hispanistas, 2010), “Las vidas de las venerables como protonovela en la Nueva España del siglo XVII: Isabel de la Encarnación y Catarina de san Juan” (en Revista Barroco, 2009) y la edición crítica de la Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación de Pedro de Salmerón (2013). JIMENA RODRÍGUEZ es doctora en Literatura Hispánica por el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México (2008). Su tesis de doctorado obtuvo el Premio Hispanoamericano Lya Kostakowsky de Ensayo y fue publicado en 2010 con el título Conexiones transatlánticas: viajes medievales y crónicas de la conquista de América. En 2009 recibió el UC MEXUS-CONACYT Postdoctoral Fellowship y desde entonces trabaja en el Centro de Estudios Coloniales Iberoamericanos (CECI) de University of California Los Angeles (UCLA), en donde desempeña tareas de investigación y docencia. ISABEL TERÁN (Universidad Autónoma de Zacatecas). Doctora en Literatura Mexicana por la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis docto-

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ral obtuvo una mención honorífica en el Premio Francisco Xavier Clavijero de Historia (INAH, 1999). Como autora individual ha publicado Los recursos de la persuasión. “La portentosa vida de la muerte” de fray Joaquín Bolaños (1997), Orígenes de la crítica literaria en México. La polémica entre Alzate y Larrañaga (1999; Premio Guillermo Rousset Banda de Crítica literaria y Ensayo Político 2002), La heroína mexicana (2008), Irreverencia y desacralización satíricas. La Relación verífica de la procesión del Corpus de la ciudad de la Puebla (1794) (2010) y El siglo ilustrado. Vida de don Guindo Cerezo (con Michel Dubuis, 2010). PATRICIA VILLEGAS (Universidad Iberoamericana). Profesora de Literatura Mexicana en la Universidad Iberoamericana. Formó parte del Sistema Nacional de Investigadores 2006-2012. Entre sus libros se cuenta: El hombre: dinamismos fundamentales (1996), Silencio y poesía (2000), El otro lado del fragmento (2002), De alma enamorada (2004), Poesía y memoria (2007), Poesía y filosofía. Aproximación a una teoría simbólica de la condición humana (2007), Certamen Académico con que los carmelitas descalzos celebraron la canonización de San Juan de la Cruz. México, 1730 (2008), Estela de San Juan de la Cruz en la Nueva España (2008), Certamen Académico. Fiestas de canonización de San Juan de la Cruz. México, 1730 (2009) y La experiencia mística de San Juan de la Cruz en la literatura sermonaria (2011).

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