Neurociencias y espíritu: ¿abiertos a una vida eterna?


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Neurociencias y espíritu: ¿abiertos a una vida eterna?
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Índice general
Preámbulo
Introducción
Saludo del padre prior
Emergencia evolutiva de la infraestructura de las experiencias de trascendencia
Mente y cerebro
Evolución mental y religión
Estructura cerebral y ética humana
Vivir después de la muerte, ¿una entelequia humana?
El impacto de las neurociencias sobre la teología y los gender studies
Pensar sobre el propio pensamiento
La vida eterna en el cristianismo: evolución de un tema siempre actual
Conciencia en continuidad: mente y universo en el budismo indio
Conclusión
Indicación bibliográfica
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Neurociencias y espíritu: ¿abiertos a una vida eterna?

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Pius-Ramón Tragan (ed.)

Neurociencias y espíritu: ¿abiertos a una vida eterna?

Actas de las X Jornadas Universitarias de Cultura Humanística en Montserrat

Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Teléfono: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]

Diseño de cubierta: Chapitel Comunicación

© Pius-Ramón Tragan, 2012 © Editorial Verbo Divino, 2012 Impreso en España - Printed in Spain Impresión: Gráficas Castuera, Elorz (Navarra) Depósito Legal: NA -201 ISBN: 978-84-9945 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice general

Preámbulo ...................................................................

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Saludo del padre prior .................................................

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Introducción ................................................................

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Emergencia evolutiva de la infraestructura de las experiencias de trascendencia Ramón Nogués ............................................................

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Mente y cerebro Pío Tudela ....................................................................

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Evolución mental y religión Pío Tudela .................................................................... 103 Estructura cerebral y ética humana Sandro Spinsanti .......................................................... 133 Vivir después de la muerte, ¿una entelequia humana? Mari Carmen Montañez............................................... 149 El impacto de las neurociencias sobre la teología y los gender studies Kari Elisabeth Børresen ................................................ 167 Pensar sobre el propio pensamiento Gabriel Amengual ........................................................ 187

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La vida eterna en el cristianismo: evolución de un tema siempre actual Leopoldo Quílez .......................................................... 209 Conciencia en continuidad: mente y universo en el budismo indio Juan Arnau................................................................... 235 Conclusión .................................................................. 255 Indicación bibliográfica ............................................... 261

Preámbulo

Las X Jornadas Universitarias de Cultura Humanística en Montserrat han estado dedicadas a un tema frontera: la relación entre las neurociencias y la dimensión espiritual de la mente humana. Un argumento que ha obtenido un gran éxito de público y una importante repercusión mediática. Ha quedado manifiesto el interés que suscitan actualmente los estudios del cerebro humano y el reto que origina esta nueva ciencia para la antropología, la sociología, la ética y la religión. Con alto nivel académico, profesores especializados han impartido, durante las Jornadas Universitarias, una serie de lecciones diversas y complementarias ofreciendo un amplio horizonte temático que abraza el estado de la investigación neurológica, los métodos de estudio y los resultados que ofrece actualmente esta ciencia que se halla en pleno desarrollo. Como punto de comparación, han sido presentadas también, en el ámbito de las Jornadas, las interpretaciones filosóficas clásicas sobre el pensamiento humano y, además, en el mismo ámbito de las neurociencias, se ha estudiado un tema muy actual y sensible: los gender studies, argumento que se halla también sometido al desafío de la investigación sobre el cerebro humano. No podía faltar, pues, una presentación histórica y actual de la investigación feminista subrayando la necesidad de modificar, de acuerdo con los nuevos conocimientos, los postulados feministas todavía existentes. Finalmente, la

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presentación de un modelo de pensamiento oriental: “Mente y universo en el pensamiento hindú”, constituye una aportación complementaria –mejor dicho, diferente‒ del modelo de investigación occidental. El lector podrá juzgar directamente la importancia y el interés de este conjunto de estudios, pronunciados de viva voz y ahora compilados en este volumen. La presente publicación está destinada a todas las personas interesadas en conocer no solo el desarrollo de los estudios sobre el cerebro y la psique humanos, sino deseosas de entrar en el ámbito concreto de estudio que se refiere a los procesos mentales de cada ser humano. Un merecido agradecimiento a los profesores que han elaborado cada uno de los estudios, con gran competencia; una mención particular dedicada a todos los asistentes a las Jornadas, y un vivo augurio a todos los lectores. Han colaborado en la traducción y revisión de los textos los jóvenes universitarios Jonatan Ojeda y Diego Sola. Merece un particular agradecimiento su interés y su dedicación. Un profundo reconocimiento a Editorial Verbo Divino, que ha aceptado la publicación y difusión de estos estudios, necesarios para una seria cultura actual y para una novedosa vitalidad religiosa. Montserrat, marzo de 2011

Saludo del padre prior

En nombre de la comunidad de monjes, me complace saludar a los asistentes a esta nueva edición de las Jornadas Universitarias de Cultura Humanista, organizadas conjuntamente por la Abadía de Montserrat y por la Universidad de Barcelona. Que esta edición sea la número diez representa un motivo de satisfacción especial para ambas instituciones. En una circunstancia así, es de justicia citar a las persones más directamente implicadas en hacer posibles estas Jornadas. Pienso muy en concreto en el Dr. Salvador Claramunt, catedrático de Historia Medieval y delegado del rector de la Universidad de Barcelona, y en el padre Pius Tragan, director del Scriptorium Biblicum et Orientale de nuestro monasterio. También quisiera destacar hoy el buen trabajo llevado a cabo estos años por nuestra Fundación Abadía Montserrat 2025, dirigida por el señor Josep Cinca, y destacar igualmente el apoyo económico a nuestras Jornadas por parte de las entidades que han confiado en nosotros. En la actualidad, me refiero en concreto a la Compañía de Seguros Reale, representada hoy aquí por su subdirector general y director de Cataluña, señor Josep Gendre. Finalmente, la buena acogida de los participantes ha sido muy importante en nuestro empeño por dar continuidad a este tipo de encuentros. La cuestión que trataremos hoy y mañana es de extrema actualidad pero también de un amplio alcance, por lo cual me

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limitaré en esta presentación a unas intuiciones generales que ayuden a la contextualización del tema. El desarrollo fascinante de las ciencias y de la tecnología en los últimos siglos ha puesto de manifiesto, de manera sorprendente, la capacidad humana de progresar en la comprensión de los problemas y en la identificación de los medios para hacerles frente con éxito. No obstante, el desarrollo efectivo de las ciencias no acaba con los problemas de manera definitiva, sino que más bien suscita otros nuevos. En este sentido, se puede decir que, a medida que aumenta el saber, aumenta igualmente el no saber, es decir, nuestra conciencia de las muchas cuestiones que aún no podemos responder. No son suficientes las respuestas científicas, pues, para sosegar las inquietudes de la mente humana: cada conquista lleva consigo el descubrimiento de nuevos horizontes por conquistar. Esta paradoja del conocimiento humano explica que el saber y el creer estén siempre presentes en toda investigación humana, sobre todo en aquellas que afectan al sentido de la vida. El filósofo Ortega y Gasset afirmaba que los seres humanos no vivimos únicamente de ideas, sino también de creencias (entendidas no solo en sentido religioso). Cuando examina la estructura de la vida humana, este filósofo advierte que no es lo mismo “pensar” una cosa que “contar con” ella, confiar en ella. Las ideas son aquello que pensamos, y las creencias, aquello con lo que contamos. Estas últimas no siempre se tematizan pero eso no quiere decir que puedan reducirse a meras vivencias emocionales o irracionales. El ser humano respira adecuadamente con dos pulmones... y no hay que olvidar que las ciencias también tienen sus creencias. Pues bien, desde esta perspectiva podríamos decir que el progreso en el ámbito de las ideas o de las teorías no reducen necesariamente el ámbito de las creencias o de la fe en tanto que actitud existencial humana. Más bien lo resitúa: o si lo prefieren, obliga a lanzar la jabalina más lejos. Un ejem-

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plo de ello sería la creencia en una vida eterna. Dicen los antropólogos que uno de los signos más determinantes a la hora de concretar la aparición de la especie humana sería la constatación de algún tipo de rituales funerarios que dejan entrever algún tipo de creencia en el más allá. Desde un punto de vista filosófico, por tanto, diríamos que el ámbito humano del espíritu tiene que ver con esta tendencia del ser humano a ir siempre más allá, como si la vida de aquí no llegase a ser plenamente humana sin la apertura a una trascendencia de múltiples expresiones. Hoy y mañana trataremos de explorar este territorio desde diferentes registros, articulando tanto ideas como creencias. ¿Abiertos a una vida eterna? La ciencia no dará nunca una respuesta definitiva a esta cuestión, pero tampoco lo hará la teología. Lo decisivo, entonces, estriba en que tanto la una como la otra permanezcan siempre abiertas, dispuestas a interpelarse recíprocamente y a aprender la una de la otra. Joan-Carles Elvira, prior de Montserrat

Introducción

Las recientes investigaciones en el campo de la neurociencias indican que las actividades mentales, pensamientos, emociones, incluso la consciencia de sí mismo, son funciones del cerebro. Se trata de resultados novedosos que suscitan serios problemas en diversos ámbitos del saber: antropología, psicología, sociología, ética y religión. ¿Cómo hay que establecer una relación entre el cerebro y la mente, las neuronas y el espíritu, la percepción sensible y el pensamiento? ¿Cuáles son sus relaciones, sus mutuas implicaciones? ¿Cuáles son las dificultades en definir los valores y los límites de la investigación actual sobre las neurociencias? Las X Jornadas Universitarias de Cultura Humanista celebradas en Montserrat en abril de 2010, han sido dedicadas, precisamente, a este importante ámbito de estudio. El interés que suscita este fascinante tema y la calidad de las intervenciones presentadas exigían la publicación de todos los textos reunidos durante los días de reflexión. La petición de ver publicadas las conferencias vino de los mismos asistentes. Querían tener compilados en un solo volumen las lecciones que fueron impartidas, ya que en ellas había un contenido sólido y actualizado sobre los métodos y los resultados de los estudios sobre el cerebro humano. Entre las diversas disertaciones, se hallan también estudios sobre la conducta y el pensamiento que no dependen de los métodos del análisis cerebral. En todo caso,

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las reflexiones contenidas en este volumen resultan igualmente de gran interés para un amplio público que busca conocer las teorías científicas en el ámbito de la psicología, de la filosofía y de la religión y, sobre todo, la incidencia personal que pueden tener las investigaciones sobre las neuronas cerebrales. Cada monografía contenida en este conjunto de estudios examina, en primer lugar y desde puntos de vista diversos, la actividad cerebral y describe los mecanismos propios del cerebro, preguntándose, al mismo tiempo, hasta qué punto la conexión existente entre las neuronas puede explicar las capacidades admirables del ser humano: reflexionar sobre sí mismo, tener consciencia y responsabilidad personal, poder definir las características del yo individual, etc. Se tiene en cuenta especialmente el modo como las funciones cerebrales pueden ser consideradas como la única causa de la creatividad intelectual y artística. Se cuestiona también un tema fundamental, es decir, la posibilidad de dar un significado a la existencia humana que apunte más allá de la experiencia biológica partiendo precisamente de las neurociencias. Se examina, en fin, hasta qué punto la actividad cerebral puede explicar la responsabilidad y, por tanto, la libertad del individuo y, en definitiva, si las funciones del cerebro están abiertas o no hacia un sentido trascendente, el cual va más allá de los mecanismos neuronales necesarios para asegurar la supervivencia de la especie. Todas estas cuestiones sobre las características del ser humano y sobre su destino han preocupado al Homo sapiens desde un pasado remoto hasta llegar, en épocas más recientes, a los sabios de las grandes culturas mesopotámica y egipcia. Han llegado hasta nosotros incluso ideas de las culturas del lejano Oriente sobre el sentido de la vida y sobre los métodos para obtener una existencia feliz. En áreas todavía más próximas a nuestra cultura, como la Grecia antigua y el Im-

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perio romano, se nos han transmitido escritos de pensadores que escrutaron la índole del conocimiento y la ética humanos. Platón defendió la existencia de un bien supremo y sostuvo la preexistencia e inmortalidad del alma humana. Según revela el famoso mito de la caverna, el conocimiento actual que tienen las personas que viven en este mundo sería un recuerdo de lo que el alma había conocido en una previa existencia. Esta y otras ideas de Platón dependían, en cierto modo, de las doctrinas del orfismo, que afirmaban también la trasmigración de las almas y su inmortalidad. Por otra parte, Aristóteles, conocido como pensador realista, defendía la existencia del alma, considerándola como algo que, uniéndose al cuerpo, igual que la forma a la materia, constituía el ser humano. En su tratado De anima, sin embargo, no queda claro si considera inmortal la parte superior del alma, es decir, si sobrevive o no la parte intelectiva de la mente. Escritores latinos como Cicerón y Marco Aurelio, por citar solo algunos, nos hablan de las leyes de la naturaleza y de las normas de conducta. Cuando más tarde el cristianismo elaboró su fe evangélica según unos principios filosófico-teológicos concordantes con numerosos aspectos del pensamiento helenístico, la doctrina ortodoxa afirmó la existencia del alma, siguiendo a Aristóteles, y negó su preexistencia, separándose de Platón. El alma sería creada por Dios y al mismo tiempo inmortal. El ser humano estaría formado por dos elementos –materia y espíritu–, principio que ha permanecido válido durante siglos. En Occidente, desde Agustín de Hipona (siglos V-VI) a Tomás de Aquino (siglo XII), y desde el Medievo hasta nuestros tiempos, el doble principio que constituye el ser humano, cuerpo mortal y alma inmortal, pertenece todavía al dogma católico. En realidad, la investigación sobre la persona humana, sobre la naturaleza y las facultades de la mente, estuvo, durante siglos, en manos de filósofos y teólogos. Conocer la estructura biológica del cerebro estaba fuera de toda posibilidad hasta

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el siglo XX. En la segunda mitad del siglo XIX, no obstante, se empieza a descubrir la importancia de la fisiología cerebral y surge el interés por el estudio positivo de las funciones mentales. Uno de los primeros y más importantes investigadores de la estructura del cerebro fue Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), cuyos minuciosos exámenes biológicos solamente pudieron investigar los tejidos del cerebro de hombres y de animales sin vida. A finales del siglo XIX y principios del XX, los tiempos no eran todavía maduros para la investigación de órganos vivos. A pesar de todo, Ramón y Cajal obtuvo ya importantes resultados. Describió la estructura microscópica del sistema nervioso y fijó los fundamentos para la investigación moderna del sistema nervioso del cerebro. Además, casi contemporáneamente, nacía un nuevo método de estudio de la persona humana. Sigmund Freud (1856-1939) analiza la estructura de la psique y el comportamiento humanos basándose solamente en la narración y los síntomas manifestados por personas concretas. A partir de los relatos que formulaba el paciente, y basándose en el recuerdo de los sueños, Freud intentaba descubrir la realidad más profunda del ser humano mediante el psicoanálisis. Llega a formular la conclusión de que el inconsciente –el terreno más recóndito que hay dentro de nosotros mismos– determina nuestras acciones. Sostenía, además, que la libido está en la base de nuestras decisiones. La pulsión sexual explicaría nuestras tendencias y nuestras actividades. Más tarde, algunas de las teorías freudianas fueron consideradas unilaterales por algunos de sus propios discípulos. Según Jung, la excesiva importancia que Freud atribuía a la pulsión sexual no podía explicar toda la riqueza del pensar y del sentir de las personas. De hecho, surgieron diversas escuelas psicoanalíticas que luego se fueron desarrollando. En todo caso, el método psicoanalítico continúa utilizándose en diversos tipos de terapia psicológica. A mediados del siglo XX se produce otra importante transformación en el estudio del cerebro y su vínculo pro-

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fundo con la mente y el pensamiento humanos. Actualmente, en el siglo XXI, ya resulta posible analizar no solo la estructura y las funciones genéricas del cerebro, como lo hacía Ramón y Cajal, sino que, además, se puede examinar la actividad de las neuronas en tiempo real mediante instrumentos de alta precisión que se pueden aplicar a seres vivos. Este método ha sido posible gracias al potencial de fidelidad que ofrecen las técnicas informáticas. Se puede constatar, en efecto, que la evolución del estudio del cerebro humano está vinculada a las posibilidades de la informática. Los dos conocimientos se han desarrollado de forma paralela y ambos sostienen los importantes progresos realizados en el campo de las llamadas neurociencias. Todavía se espera obtener análisis más perfectos y conocimientos más exactos. De momento, diversos tipos de examen ya permiten considerar el cerebro como una compleja red de neuronas que se comunican entre sí y cuya actividad condiciona las reacciones de todo el organismo. El mecanismo de las neuronas constituye el núcleo de la vida mental del ser humano. Quedan, no obstante, otros aspectos de la neurología que exigen ulteriores investigaciones y, sobre todo, quedan por estudiar importantes dimensiones de la mente humana que podrían revelar energías superiores a la actividad biológica de las neuronas. Por ejemplo, la capacidad creativa de la mente, la aptitud de planificar, el poder actuar hacia un fin determinado, pensar y desear una realidad inmaterial, tener conciencia de la propia identidad personal, la facultad de autocorrección y de dar sentido a la propia existencia. Queda, en efecto, sin explicación convincente el hecho de que el pensamiento sea capaz de controlar el desarrollo de su proceder lógico y de modificar las propias convicciones e intenciones. Falta dar una explicación al impulso religioso, presente en los humanos, y justificar la aspiración a una vida que va allá de la muerte, es decir, una existencia personal no sujeta a las condiciones físicas. En fin, ¿hasta qué punto es posible afirmar que todas las manifesta-

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ciones vitales de la persona humana no son nada más que el resultado de impulsos eléctricos del cerebro? Las neurociencias plantean, con sus nuevos resultados, las cuestiones fundamentales de la vida y del saber humano ¿Qué valor tiene lo que llamamos “ciencia”? ¿Hasta qué punto el saber que llamamos “científico” puede agotar la realidad total de nuestra existencia? ¿Hasta dónde pueden llegar, concretamente, los resultados de las neurociencias? ¿Lo que sabemos ahora del funcionamiento cerebral nos revela ya la complejidad de lo que realmente constituye la capacidad de la mente? ¿Cuál es el valor de los medios informáticos en la investigación de las estructuras del cerebro y cuáles son los criterios que sirven para interpretar los resultados obtenidos? En fin, ¿qué valor se puede atribuir a las neurociencias para dar un sentido pleno y fundado a la propia existencia? Todas estas preguntas no responden a un interés únicamente teórico. No se trata solo de saber cómo funciona una máquina. Son cuestiones que se refieren al conocimiento más íntimo de la realidad humana, de sus propiedades, de los elementos que la componen, del funcionamiento de la mente y del valor de las decisiones que toma nuestra voluntad. Se trata, sobre todo, del sentido de la vida, de la grandeza y de los límites de nuestra existencia, del valor de las personas y de su destino, de sus esperanzas y de su caducidad. Las investigaciones sobre muchos de estos temas se hallan en las páginas siguientes. Se pueden constatar en ellas los avances científicos actuales y, también, se podrá percibir que, en realidad, nos hallamos todavía en una fase experimental, no resolutiva. Las múltiples publicaciones que existen en el campo de las neurociencias indican la complejidad del tema y manifiestan la dificultad que existe en ofrecer una respuesta definitiva a los grandes problemas teóricos y existenciales que esta nueva ciencia suscita. Sería una pretensión inaceptable convertir resultados parciales en una explicación definitiva-

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mente establecida. Las colaboraciones siguientes presentan, de hecho, no solamente resultados, sino criterios que rigen la nueva investigación. Ofrecen los elementos fundamentales que hay que tener en cuenta para una justa comprensión de los problemas y para una razonable interpretación de los resultados obtenidos. Reconocidos especialistas de nuestro presente nos ofrecen el resultado de sus estudios. Sus páginas contienen, de hecho, una importante y útil orientación para formar un juicio correcto sobre la relación entre neurociencias y espíritu. Es necesario subrayar que los estudios reunidos en el presente volumen participan naturalmente del carácter propio de toda investigación científica, que lleva consigo sus ventajas y sus propios límites. Es evidente, además, que la inteligencia de todo investigador está condicionada, en mayor o menor grado, por presupuestos ideológicos, que determinan la interpretación de los resultados de cualquier sondeo. El valor que se concede a un determinado método científico depende de los criterios de veracidad y de la importancia que se les atribuye. En todo caso, los resultados positivos de la investigación científica exigen, por una parte, una hermenéutica que determine su sentido y su valor; por otra parte, el arte de interpretar no es fácil, ni tampoco único, y mucho menos imparcial. Estas observaciones preliminares no pretenden en absoluto desvirtuar la labor del estudio científico ni menoscabar la importancia de la hermenéutica. Ambas constituyen las bases esenciales de nuestro saber. No tenemos otros medios. Aunque el estudio del cerebro humano y sus funciones deja todavía puntos oscuros (como reconocen los mismos investigadores), los resultados obtenidos hasta hoy han abierto ya nuevas posibilidades de conocimiento, nuevos caminos del saber en el extenso campo de la neurología, una ciencia que actualmente está en pleno desarrollo y que, sin duda, continuará perfeccionándose en el futuro.

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Autores y temas Con la buena intención de orientar al lector, los parágrafos siguientes presentan una síntesis de los contenidos mayores de cada autor. No se trata en absoluto de sustituir la lectura íntegra de cada intervención. Solamente la lectura directa de los textos podrá ofrecer la riqueza y el valor de su contenido. El estudio del Dr. Ramón M. Nogués es expresión de sus amplios conocimientos. En su primera intervención ofrece una panorámica sobre los elementos estructurales del cerebro humano y sobre sus diversas funciones. Describe, en concreto, los diversos segmentos del cerebro y sus mutuas relaciones. Subraya, como principio base, el hecho de que todas las actividades mentales están relacionadas con el funcionamiento de las neuronas. Todas las funciones humanas tienen una localización en el cerebro, pero, al mismo tiempo, es evidente, como afirma el Dr. Nogués en la segunda parte de su intervención, que el cerebro es fruto de la evolución y que los segmentos evolutivos y sus competencias han llegado a tal punto de perfección que ya no se interesan solamente por la supervivencia del individuo, sino por experiencias tan poco utilitarias como la reflexión sobre el propio pensamiento, las dimensiones simbólicas, las religiosas, etc. Debido a su alto grado de evolución, el cerebro se abre a experiencias mentales conocidas como trascendentes tales como la facultad de planificar, la consciencia de ser tal persona, la responsabilidad moral, la comprensión de que cada individuo es una parte mínima de un todo inmenso. Por otro lado, las emociones y los sentimientos son un potente impulso hacia la trascendencia. La razón asistida emocionalmente goza del sentido estético, mantiene la memoria y proyecta el futuro superando la realidad concreta del presente inmediato. La razón busca el sentido de la existencia y puntualiza la identidad personal dando consistencia, significado y responsabilidad al ser humano. Las neu-

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rociencias no contradicen estos valores, sino que abren a un nuevo y extenso campo del saber analizando la arquitectura cerebral. La descripción clara y precisa del Dr. Pío Tudela expone las profundas relaciones entre la mente y el cerebro, sosteniendo, como el Dr. Nogués, que todas las operaciones del pensamiento humano están vinculadas con una actividad cerebral. Su exposición se centra especialmente en los métodos actuales que se desarrollan gracias a la revolución informática. Nuevos y precisos instrumentos permiten controlar la actividad cerebral en el mismo momento en el que la persona piensa y actúa. De forma semejante al procedimiento de un ordenador, el cerebro, conjunto de redes neuronales, capta la información sensorial, la memoriza y la transforma en procesos de pensamiento. Exponiendo las técnicas de investigación utilizadas en neurociencia, el Dr. Tudela precisa que estos métodos se reducen, en el fondo, a dos: las técnicas de registro y las técnicas de estimulación. Expone los diversos modos de aplicación de estas dos técnicas y menciona los resultados de los análisis cerebrales obtenidos, incluyendo la lectura o valoración de los mismos. Señala, además, las ventajas y los inconvenientes que presenta cada método de estudio. Reconoce también que, en muchos aspectos, a pesar de la gran importancia adquirida, la neurociencia permanece todavía en una fase inicial. Anuncia, sin embargo, una importante evolución ulterior. El Dr. Tudela pasa a tratar un aspecto más preciso: la religión en correspondencia con la evolución de la mente humana. Según los estudios recientes, la mente del ser humano al nacer no sería una tabula rasa; tampoco el aprender sería un proceso meramente pasivo. En realidad, existen muchos aspectos innatos en las habilidades cognitivas. La teoría de Chomsky sostenía ya la existencia de mecanismos psicológicos innatos que permiten el aprendizaje de la lengua. Recientemente, las llamadas neuronas espejo se consideran mecanis-

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mos neurofisiológicos para habilidades de imitación y empatía. Precisando con detalle los resultados de la investigación actual, el Dr. Tudela señala las teorías favorables a la existencia de capacidades innatas que determinan el comportamiento de las personas, sin olvidar los factores hereditarios, que un determinado ambiente puede potenciar o anular. En este contexto, no resulta extraña la pregunta sobre el carácter innato de la religión entendida como potencialidad humana inherente al cerebro. Algunos autores sostienen que la religión tendría una base genética y que sería un resultado de una selección natural de los factores que apoyan el carácter social de la evolución. Otra interpretación, más precisa, no considera la religión como una directa manifestación genética, sino como efecto secundario de la evolución. En todo caso, el interés actual por la religión dentro los estudios de la psique humana se manifiesta en la línea de un positivismo científico que no tiene en cuenta ninguna dimensión trascendente. Naturalmente, como en otros campos de investigación, estos resultados de las neurociencias dependen, en gran parte, de la precomprensión de cada autor y de la importancia que cada uno de ellos atribuye a la religión. Resulta necesario, sin embargo, señalar que el estudio de la religión aparece vinculado con la biología y que forma parte de una realidad mental. Refiriéndose a una dimensión extremadamente delicada de las neurociencias, como es la ética, el estudio del Dr. Sandro Spinsanti expone la necesidad de una gran cautela ante ciertas afirmaciones categóricas de los estudios neurológicos. Expone la importancia de esta reserva, considerando la relación existente entre estructura cerebral y ética humana. Insiste sobre la distinción entre explicar un comportamiento ético, objeto de la ciencia, y el acto humano más complejo de comprender una conducta moral. Comprender supone una reflexión propiamente humana que, como tal, tiene dificultad en emitir un juicio sobre los actos personales, ya que, en sí mis-

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mos, se presentan siempre como complejos y ambiguos. En todo caso, los estudios que pretenden explicar el comportamiento moral utilizan actualmente diversos métodos. Entre ellos, el Dr. Spinsanti elige dos procedimientos importantes: a) la psicología del desarrollo de la conciencia moral (Piaget y Kohlberg), cuyo método se funda en la observación inductiva de las reacciones de los niños en las diversas fases del crecimiento, y b) el análisis neurológico que se aplica por medio de instrumentos informáticos de alta precisión. Ambos métodos tienen su interés y, al mismo tiempo, sus límites. La psicología del desarrollo de la conciencia moral, a pesar de la importancia y del valor que contiene, ha dejado de lado las diferencias reales entre la evolución psicológica masculina y la femenina, distintas entre sí, aunque no subordinadas la una a la otra (C. Gilligan). El análisis neurológico no aclara hasta qué punto el cerebro es el único determinante de un juicio moral. Establecer, por ejemplo, la culpabilidad de un imputado mediante la aplicación de la llamada neurociencia forense puede causar errores funestos. Por otro lado, en el ámbito de la psicomedicina, resulta evidente que el tratamiento del cerebro con medicamentos específicos llega a modificar la capacidad y el rendimiento de las personas, sin necesidad de las neurociencias. Partiendo de este hecho, resulta lógica la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto es éticamente justo servirse de los psicomedicamentos para mejorar el resultado en competiciones intelectuales o físicas? Por otro lado, dar un crédito excesivo a los hallazgos de las neurociencias puede conducir a un totalitarismo que prescinda de las estructuras morales profundamente humanas, como la intención, el conocimiento simbólico, la conciencia individual y social, que constituyen los fundamentos de la dignidad y de la responsabilidad de cada persona. ¿Qué puede aportar a la comprensión de la identidad personal y al desarrollo del sentido moral el conocimiento de la arquitectura cerebral? En este punto, conviene mencionar también los estudios recientes sobre las llamadas neuronas es-

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pejo. ¿La actividad de estas neuronas sería la causa automática e involuntaria de nuestras empatías o de nuestras antipatías? No faltan voces críticas a estas opiniones. En realidad, ante tales constataciones, queda siempre abierta esta pregunta: ¿dónde queda la moral responsable y libre? ¿Hay que negar todo valor a la propia reflexión y a toda decisión de fidelidad a las normas? Resulta evidente que no podemos quedarnos en explicar los procesos cerebrales y describir lo que ocurre en las neuronas. No se puede renunciar, de ningún modo, a la labor que supone comprender en el sentido más genuino de la moral humana. La dimensión propiamente psicológica del tema propuesto es objeto de la reflexión de la psicóloga Mari-Carmen Montañez. El título de su estudio indica ya un aspecto clave, presente en toda la historia: “Vivir después de la muerte, ¿una entelequia humana?”. Partiendo de la constatación neurocientífica del doble hemisferio cerebral, Montañez centra su estudio en el carácter dual de la mente humana, es decir, el pensamiento lógico y el pensamiento analógico. Se trata de las dos partes distintas del cerebro humano, dos actividades diversas cuya complementariedad resulta necesaria para el equilibrio personal. La parte lógica, basándose en la percepción sensorial, excluye la vida después de la muerte. La parte analógica, fundándose en la intuición, en el sentir, acepta algún tipo de continuidad más allá de lo biológico. Este pensamiento dualista se precisa con el uso del lenguaje, que permite expresar una noción de vida que no se identifica con la realidad física de la persona: el ser humano no es la vida, sino que posee la vida. En este sentido, el lenguaje permite articular la frase “vivir después de la muerte”. Se trata de un salto posible, más allá de la lógica de los sentidos. Un salto que se apoya en el hemisferio analógico del cerebro y que permite a las personas alcanzar un grado de conciencia más complejo. El pensamiento lógico, en efecto, no puede expresar toda la realidad existente ni resolver la complejidad de todas las situaciones sin

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la aportación del pensamiento analógico. Por otra parte, el ser humano es el único ser vivo que, además de instinto de supervivencia, tiene conciencia de la muerte. Desde este punto de vista psicológico, elaborar la conciencia de la muerte comporta el trabajo de pensar y de sentir simultáneamente. Además, según Jung, el proceso de crecimiento de la conciencia, con la conjunción del pensar y del sentir, llega a una fase, propia sobre todo en la segunda mitad de la vida, que se caracteriza no solo a través de motivaciones biológicas, sino por la necesidad de dar sentido a la existencia. De hecho, con el paso del tiempo, el desarrollo de la conciencia personal se desplaza siempre hacia una etapa vital más compleja: la niñez, la pubertad, la edad adulta, la vejez. Para dar equilibrio a estos procesos de vida-muerte-vida sucesivos resulta necesario coordinar la lógica con la analogía, es decir, pensar sintiendo y sentir pensando. La cadena itinerante vida-muerte-vida, que escalona la vida humana, se proyecta por tanto hacia un nivel de confianza que va más allá de la experiencia biológica, a condición de que exista el equilibrio entre la certeza de la muerte, por una parte, y la inseguridad de lo que sigue después, por otra. Esto abre un espacio, un acto de co-creación de la continuidad de la vida. Los grados sucesivos de complejidad que se manifiestan durante el curso de la existencia humana dejan abierta una continuidad subjetiva más allá de la muerte. Dejando a un lado el presupuesto clásico de la objetividad como fenómeno independiente de la mente, Montañez nos acerca a una realidad estrechamente ligada a la mente, en la que la relación resultante entre objetividad y subjetividad, bajo su punto de vista, se expresa en la frase “es objetivo porque es subjetivo”, en el sentido de que para que la realidad sea percibida y medible necesita una mente con subjetividad para percibirla y medirla. La Dra. Kari Børresen, por su parte, insiste en otro ámbito de reflexión: los retos que las nuevas investigaciones neurológicas imponen a la teología y a los estudios de género. El

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ámbito científico de este nuevo saber supone un desafío que exigirá repensar y ampliar enormemente los conocimientos humanos y religiosos adquiridos a través de los siglos. La Dra. Børresen presenta, de forma precisa, la historia de la antropología religiosa, demostrando las variantes que ha tenido la noción de persona humana a través de los tiempos. Pasa en seguida a constatar esa tendencia persistente que atribuye al hombre una preeminencia sobre la mujer en las diversas culturas. En una erudita mirada retrospectiva, menciona ejemplos significativos de las tradiciones hebrea, cristiana e islámica sobre las diferencias de género. Se refiere también a las religiones milenarias del Lejano Oriente. La antropología clásica, tanto platónica como aristotélica, es fundamentalmente dualista: alma y cuerpo. Estas nociones han persistido también en las estructuras sociales y religiosas cristianas, atribuyendo a la mujer un rol subordinado. No han faltado en la historia de la Iglesia voces femeninas y masculinas que han afirmado la igualdad de derechos del hombre y de la mujer. Pero el gran cambio sociológico a favor de un reconocimiento de la capacidad idéntica y de la misma dignidad para los dos sexos ha tenido lugar durante el siglo XX. No se ha llegado, con todo, a una comprensión holística del ser humano ni a un reconocimiento pleno de las competencias equivalentes propias de las personas humanas sexuadas, el hombre y la mujer, como obra de Dios. Resulta necesaria una nueva inculturación. Como resultado de este minucioso y ordenado examen sobre la historia desde el punto de vista de la diferencia de género, Børresen puede concluir que en todas las estructuras socio-religiosas del pasado y del presente prevalece una antropología androcéntrica y dualista. Una antropología que en la historia del cristianismo ha seguido variantes distintas, adaptándose a las ideas filosóficas de cada época e interpretando el contenido de los textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento de acuerdo con la ideología del momento. Børresen sostiene, por tanto, que el proceso de inculturación

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que ha seguido el cristianismo en relación con la cultura circundante de cada época debe continuar ahora ante los resultados de las neurociencias. El estudio de las estructuras cerebrales puede ser una base seria para repensar la antropología, la sociología y la teología de una forma muy diferente del modo que ha prevalecido en el pasado y que todavía rechaza aceptar un cambio radical. Børresen señala la necesidad de una nueva reflexión sobre las implicaciones que el estudio del funcionamiento cerebral tiene en los gender studies, que, por el momento, tampoco han asumido los resultados de las neurociencias. El cerebro humano, en efecto, manifiesta ciertas diversidades entre los sujetos de sexo masculino y los de sexo femenino. Esta constatación no significa, en absoluto, una vuelta al dualismo antropológico ni a una afirmación del androcentrismo tradicional. Al contrario, se trata de un principio base para una nueva interpretación de la capacidad y de la dignidad de cada sexo, con las consiguientes y necesarias modificaciones de muchos principios sociológicos y tradiciones religiosas. Considerando el tema de la mente humana desde un punto de vista filosófico, el Dr. Gabriel Amengual ofrece una mirada retrospectiva a tres grandes filósofos –Aristóteles, Kant, Scheler– y afirma que la capacidad y el acto de conocer y de razonar han sido siempre un punto crucial de la filosofía. Ya Aristóteles había afirmado que la ciencia se funda en las nociones universales, abstractas, que elabora el nous, es decir, la inteligencia humana. El acto intelectual más sublime del alma consiste en pensar el propio pensamiento y llegar a la contemplación. La dimensión social de los seres humanos, según Aristóteles, se funda en el lenguaje. La teoría aristotélica del pensamiento ha sido, durante siglos, una referencia para la reflexión filosófica y teológica y, según el Dr. Amengual, la aguda interpretación aristotélica del pensamiento tiene todavía un gran interés para examinar la relación entre neurocien-

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cias y espíritu. En un segundo momento, considera el pensamiento filosófico de autores mucho más recientes, como Immanuel Kant y Max Scheler. Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura, propone la distinción entre conocer y razonar: conocer consiste en el pensamiento en acción; razonar es el acto regulador del pensamiento y el que permite pensar en abstracto sobre todo lo posible mientras no se incurra en contradicción. Al lado de la razón teórica, Kant indica los postulados de la razón práctica: la libertad, la inmortalidad, la existencia de Dios. Max Scheler, un autor todavía más reciente, considera que lo específico del hombre es tener un espíritu. Las propiedades de un ser espiritual son la autonomía existencial, el ser abierto y libre ante el mundo circundante, la capacidad de objetivar lo que tengo delante y mirarlo tal como es en sí, sin limitarlo a la relación personal que puede tener conmigo. El Dr. Amengual admite que la reflexión filosófica forma parte del ser humano y que la neurología y la descripción del funcionamiento cerebral no alcanzan a elucidar todo el potencial que contiene la razón y el pensamiento humanos. En efecto, “pensar implica buscar un para qué, indagar los fines y el sentido de todo, en cuya búsqueda, además de la totalidad, se encuentra uno mismo implicado”. La filosofía, por lo tanto, abre un campo inmenso de la reflexión y manifiesta la gran capacidad de nuestra mente. ¿No habrá más que conexión de neuronas? Dejando el ámbito de la investigación científica, que procede mediante argumentos de la razón, siguen dos estudios centrados directamente en el ámbito religioso. El primero propone la doctrina católica sobre el destino de la persona humana, fundado en las Escrituras y la tradición. El segundo ofrece una presentación del pensamiento budista que evoca modelos culturales distintos del pensamiento occidental.

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El Dr. Leopoldo Quílez expone de modo claro y fascinante la teología católica sobre la vida eterna. La existencia cristiana encuentra su pleno sentido solamente en la esperanza en una vida después de la muerte, que es una dimensión esencial de la fe. Es también la respuesta a las aspiraciones más íntimas que laten en el fondo del corazón humano, porque somos proyecto, seres en espera; personas necesitadas de relación que encontramos en el otro el don de salvación. El Otro por excelencia es Dios Creador y Redentor. El don de su gracia revela al creyente el valor positivo de las realidades del mundo presente y le ofrece la semilla de su plenitud futura en el seno de la divinidad, un gozo sin fin, visión de la verdad inmensa y del amor infinito. Para el creyente, la inmanencia y la trascendencia, la vida terrena y la vida eternal constituyen una continuidad orientada a la plenitud, a la salvación de cada persona, a la reunión de toda la humanidad redimida. Para dar relieve a esta esperanza escatológica, el Dr. Quílez establece una comparación entre la enseñanza sobre la vida futura anterior al Concilio Vaticano II y la que ha seguido después en la teología postconciliar. Durante siglos, en efecto, se había insistido sobre la muerte, el juicio y la terrible amenaza de la condenación. El aterrador fin de la vida humana constituía una especie de conclusión de una teología del miedo. La doctrina escatológica actual, en cambio, considera el fin de la vida humana como una parte esencial de la fe y de la esperanza, poniendo de relieve el carácter positivo y optimista del presente y del futuro, porque la vida y la muerte están sostenidas no tanto en razón de los actos meritorios de cada persona, sino por la obra redentora de Cristo, por la misericordia, por el perdón y por el amor que se manifiestan en la voluntad salvadora de Dios. Pasando a un ámbito geográfico, cultural y religioso completamente diverso, el Dr. Juan Arnau propone un interesante resumen del pensamiento del budismo indio cuyo carácter oscila entre una antropología cosmológica y una ética humano-religiosa. La interpretación de la vida presente del indivi-

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duo y su continuidad después de la muerte consiste en su arraigamiento en el cosmos, dentro del cual se desarrolla toda existencia. El yo individual debe ser superado y entrar en el ideal de una pertenencia al todo. Dentro de esta realidad total se nace y se muere. Después, nacerá otro ser distinto, pero que podrá contener en sí cualidades que otro individuo precedente, durante la vida sobre la tierra, ha podido mejorar. El budismo indio nos revela una perspectiva de la mente humana totalmente diferente de nuestros parámetros racionales. No obstante, la cuestión sobre el sentido y el fin de la vida reaparece igualmente. Resulta, por tanto, altamente instructivo comparar el valor relativo de cada ser humano según el budismo indio con la preponderancia que la cultura occidental atribuye al “yo” como individuo único y distinto. Resulta particularmente importante constatar las semejanzas existentes entre la ética judeocristiana y la moral budista. La práctica de las virtudes constituye, en ambas religiones, la base fundamental de toda transformación y de toda convivencia. Para nuestro tema, esta aportación tiene un valor primordial al constatar que la reflexión del budismo indio tiende a superar lo concreto y fugaz para llegar a la trascendencia, aunque la noción de trascendencia sea muy distinta en el mundo budista y en el pensamiento occidental. Con su estudio, el Dr. Juan Arnau nos permite entrever cómo algunos principios de vida y algunas aspiraciones profundas del ser humano reaparecen en mentalidades religiosas totalmente distintos. Esta breve síntesis de los estudios de los conferenciantes no es otra cosa que una invitación a profundizar directamente en los textos de las diversas aportaciones que siguen a continuación, cuyo contenido tiene toda la fuerza de un estudio específico y ordenado. En realidad, las neurociencias nos ponen delante un reto antropológico, sociológico, teológico y ético que reclama una interpretación renovada de las características propias de la naturaleza humana y del valor de la dimensión

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social y religiosa de la humanidad. Estamos, sin duda, en una fase muy seria del proceso que investiga el cerebro. Los nuevos métodos de investigación manifiestan resultados novedosos sobre los procesos mentales, a pesar de la complejidad del estudio y de las dificultades de interpretación. Al mismo tiempo, no se puede olvidar que los análisis de la estructura del cerebro ofrecen todavía resultados incompletos. Una enumeración de las diversas aproximaciones a la mente humana resulta en realidad la expresión más exacta de nuestros conocimientos antropológicos del momento actual. Pius-Ramón Tragan

Emergencia evolutiva de la infraestructura de las experiencias de trascendencia Ramón Nogués Universidad Autónoma de Barcelona Una de las muchas y sorprendentes originalidades de la mente humana es la frecuente pasión por la trascendencia. Se trata, al parecer, de una irreprimible tendencia a salirse por la tangente del ciclo cerrado de los instintos básicos y las necesidades estrictas de supervivencia. Esta pasión (así parece oportuno designarla, aunque se trata de una experiencia mental muy compleja que afecta a todas las dimensiones del psiquismo) se manifiesta en una gran gama de estados mentales y conductas personales y colectivas, una de las cuales se conoce con el nombre de “experiencia religiosa”. Como todas las actividades mentales, la trascendencia cabe correlacionarla con algún tipo de estructura o condición neural que permite entender –aunque quizás no explicar de forma convincente o satisfactoria– por qué, o mejor quizás a partir de qué, nuestro cerebro, órgano principal de referencia de los aspectos mentales del organismo humano, se interesa por una experiencia tan poco utilitaria pero tan solemne, permanente y curiosa como es la de escudriñar qué hay más allá de lo que queda bastante claro que hay. En este escrito intento presentar sucintamente en primer lugar cuáles son las estructuras neurológicas que evolutivamente se han sedimentado de forma integrada en el Homo sapiens y, en segundo lugar, analizar más específicamente cuál es, desde el punto de vista de las referencias neurológicas, la fina estructura de la experiencia mental conocida como trascendencia.

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1. Sedimentos evolutivos que integran el cerebro humano y sus competencias Hoy en día, casi nadie suficientemente informado duda de que el cerebro humano es el resultado –como todo el organismo humano– de un proceso evolutivo de largo alcance, durante el cual se han ido reuniendo estructuras y recursos sucesivamente exitosos que han permitido acumular resortes y competencias que capacitan a los humanos no solamente para sobrevivir (aunque es, efectivamente, la competencia central), sino además hacerlo de forma sorprendente y brillante. No hay acuerdo en la valoración de tal proceso. Para algunos, sería un camino triunfal de progreso, fruto de algún diseño oculto, mientras que para otros sería el resultado un tanto aleatorio de un proceso que, por tanteo y error, ha dado como resultado una “chapuza” espectacular. Hoy está de moda enfatizar este segundo aspecto (el énfasis responde de forma significativa a consideraciones ideológicas), y en esta línea de reflexión algún autor ha considerado el cerebro como un kluge (Marcus, G., 2010). “Kluge” es la denominación que en ingeniería recibe algún tipo de cachivache de fortuna que reúne recursos para hacer frente a un reto inesperado. El cerebro humano sería uno de estos kluge que exhibe competencias y facultades sorprendentes. Independientemente de valoraciones, y desde una perspectiva más bien descriptiva, veamos cuáles son los elementos neurales que han constituido y enriquecido el cerebro humano.

1.1. Sistema nervioso y vida La vida podría haber sido solamente microbiana, unicelular, fúngica o vegetal. Pero en un determinado momento evolutivo se introduce, casi subrepticiamente, la capacidad de registrar estímulos del medio ambiente y responder a ellos con reacciones motoras. Esta capacidad está protagonizada por la aparición de un tejido sensitivo y contráctil que en su desa-

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rrollo se conoce como tejido nervioso y cuya célula principal de referencia es la neurona. La primera versión de este tejido aparece en los espongiarios y permite una secuencia simple constituida por estímulo-respuesta. En el extremo más complejo de esta línea evolutiva (la especie humana), la secuencia podríamos describirla aproximadamente como estímulo-sensación-percepción-comprensión-procesamiento-registro-conciencia-decisión-orden motora-respuesta conductual. Entre estos dos extremos se ha desarrollado el sistema nervioso extendido por todo el cuerpo y cuya joya de la corona es el cerebro. Hay que señalar, pues, que la referencia de la vida mental no es solamente el cerebro, sino el cerebro como centro de una compleja red que abarca todo el organismo. No existen, pues, funcionamientos mentales que puedan referirse de forma totalmente exclusiva al cerebro. Toda pasión, idea, actitud, emoción, razonamiento... son vividos como acción conjunta de todo el organismo. Las células de referencia de este sorprendente sistema nervioso son, por una parte, las citadas neuronas, dedicadas muy específicamente a la transmisión de señales de tipo electroquímico. Por otra parte, las células de glía, todavía mal conocidas, realizan múltiples funciones nutritivas, de sostén, inmunitarias, sin excluir las transmisoras. Todas estas células actúan a través de complejas señales constituidas por variaciones de potencial eléctrico debidas a la permeabilidad selectiva de sus canales de membrana y a la acción de numerosas sustancias químicas que actúan como neurotransmisores. La combinación de estos complejos recursos posibilita que las células nerviosas realicen funciones tan sorprendentes como registrar datos, codificarlos en la memoria, facilitar respuestas emocionales, posibilitar el raciocinio, elaborar decisiones motoras, ejecutar complejos movimientos valiéndose de la musculatura, generar sutiles estados de ánimo... Nada resulta más

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sorprendente que observar, por ejemplo, en intervenciones quirúrgicas en cerebro vígil, cómo delicados estímulos eléctricos en el paciente se traducen en reacciones lingüísticas y movimientos dependiendo de la localización del estímulo. Esa víscera de menos de un kilo y medio de peso es el soporte de todo tipo de experiencias que constituyen el sutil y complejo espectáculo del vivir. Las estructuras que integran el sistema nervioso de los vertebrados superiores son, por una parte, el sistema nervioso central (cerebro y médula espinal) y, por otra, el sistema nervioso periférico, constituido por dos grandes redes nerviosas (esquelética y vegetativa). En el punto siguiente se detalla algo este esquema. En algunos aspectos, la anatomía fina de estas estructuras está siendo estudiada en relación con sus funciones de forma muy detallada y sorprendente. Recientemente por ejemplo, se han obtenido datos muy específicos sobre las neuronas espejo (Rizzolatti, G., y C. Sinigaglia, 2006) especializadas en imitación. En el caso humano, el conjunto cerebral resulta de la integración de numerosas estructuras que evolutivamente se han ido sumando a los primitivos sistemas, de forma que constituye un ensamblaje en el que algunos autores han querido señalar acertadamente unos conjuntos principales con funciones características. MacLean, a mitad del siglo, pasado propuso un esquema que hizo fortuna y que considera el cerebro humano como el resultado de la integración de tres grandes aportaciones evolutivas (MacLean P. D., y R. Guyot, 1990). La primera sería la correspondiente al cerebro arcaico, que reúne las estructuras imprescindibles para regular un organismo vertebrado básico. MacLean lo denomina “cerebro reptiliano” porque los reptiles ya lo poseen. Garantiza los automatismos orgánicos y los modelos de conducta centrales de supervivencia (agresividad, alimentación, sexualidad, jerarquía y territorialidad). La segunda estructura corresponde al cerebro límbi-

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co o emocional, adquisición brillante de vertebrados avanzados (singularmente los mamíferos) y que dota al cerebro de la capacidad de reacción emocional, enriquecimiento conductual memorizador y socializador de primera categoría. La tercera estructura (la de aparición más reciente) corresponde a los primates, y a partir de ella se desarrollarán la capacidad de conciencia, previsión de futuro, etc., facultades que en la especie humana son coronadas espectacular y singularmente con la capacidad de reflexión centrada en el yo, la posibilidad del raciocinio y las sofisticadas posibilidades de creatividad, actitudes éticas, estéticas, simbólicas, religiosas, etc.

1.2. Estructuras y funciones humanas Veamos compendiadamente cuáles son las estructuras fundamentales del sistema nervioso humano y sus funciones, para poder señalar de forma aproximada, las correspondientes contribuciones al conjunto de la experiencia mental. 1.2.1. Esquema general del sistema nervioso Como ya se ha indicado, el sistema nervioso está desplegado en todo el organismo, aunque se halla fuertemente centralizado en el cerebro. Admitiendo esta clara centralización, no hay que entender el sistema nervioso a partir solamente del modelo puramente jerarquizado, ni tan siquiera en la misma estructura cerebral. Un estudio reciente muy riguroso y elegante, hecho en el centro del placer del núcleo accumbens de mamíferos, propone que es el modelo en red más que el modelo jerárquico el que mejor explica el funcionamiento del cerebro (Thompson, R. H., y L. W. Swansom, 2010). Hay que considerar en el sistema nervioso dos grandes redes: – Sistema nervioso central. Constituido por el encéfalo y la médula espinal, alojados dentro de una protección

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ósea (cráneo y conducto vertebral) y en el interior de unas membranas protectoras o meninges en las que es bañado por el líquido encefalorraquídeo. El encéfalo es un conjunto de núcleos y fibras con múltiples funciones, que detallaremos más adelante. La médula está constituida por una serie de haces que se dirigen al cerebro o provienen de él hacia el cuerpo, y también por algunos núcleos propios de carácter reflejo. – Sistema nervioso periférico. Conjunto de redes neuronales que conectan todas las zonas del cuerpo al sistema nervioso central. Este sistema periférico tiene dos divisiones principales. Una está constituida por el sistema esquelético, que inerva principalmente las zonas de recepción sensorial externa (sentidos) y de la musculatura esquelética (contracción rápida y voluntaria) y que se subdivide en red sensitiva (inputs externos que van al cerebro) y red motora (que vehicula las órdenes motoras cerebrales y las dirige a los músculos). La otra división es la vegetativa, que se ocupa de todo el control visceral y, a su vez se subdivide en sensitiva (que recoge las sensaciones internas o cenestésicas) y motora, la cual a su vez vuelve a subdividirse en dos secciones: el simpático y el parasimpático. Ambas secciones inervan casi todas las vísceras (la piel solo tiene inervación vegetativa del simpático), y, en general, el sistema simpático es activador y hace frente a los retos externos, mientras que el parasimpático es relajante y reconstituyente. En algunas vísceras, es al revés. El sistema vegetativo en la zona digestiva (que es muy amplia y compleja) está constituido por una red muy rica en fibras y pequeños centros o ganglios), y algunos autores le atribuyen unas características propias que lo constituirían como una división propia. En algún caso se describe esta división digestiva como un “segundo cerebro”, quizás con cierta exageración, pero que seña-

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la la importancia de lo nutricional en su sentido más amplio en todas las dimensiones de la vida (Gershon, M. D., 1999). 1.2.2 Tronco cerebral Corresponde a la zona en la que la médula espinal se ensancha al conectar con el cerebro y da lugar a una estructura que reúne, por una parte, el conjunto de haces nerviosos de entrada y salida del cerebro a todo el organismo y, por otra, numerosos centros de control de reflejos vitales relativos a la respiración, latidos cardíacos, reflejos de deglución, vómito, estornudo, etc., y finalmente una red conocida como sistema reticular activador, responsable significativo de los estados generales de alerta de la mente. En la figura 1, esta zona está señalada con los n. 7 y 5. Las alteraciones importantes en el tronco cerebral comprometen la vida con facilidad, dada su trascendencia. Sutiles cambios del estado mental, alternancias de sueño-vigilia, la regulación de la atención, la ordenación de los ciclos hormonales circadianos, pueden referirse a esta estructura. 1.2.3. Zona hipotalámico-hipofisaria Situado en el centro inferior del cerebro (n. 3 en la figura 1), el hipotálamo está constituido por un conjunto de núcleos en los que parece que están los circuitos neurales responsables de las conductas centrales que condicionan la supervivencia individual y de la especie. Entre estas conductas instintivas cabe señalar como preponderantes la agresividad y defensa del individuo, la alimentación, la sexualidad, la jerarquía y la territorialidad. Sin un correcto ejercicio de ellas, la supervivencia quedaría comprometida aunque el organismo funcionase dentro de los parámetros fisiológicos correctos. Se trata de un nivel más alto y amplio de integración entre fisiología y conductas. Estas conductas están tan enraizadas en el individuo que prácticamente ninguna actividad mental

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superior queda totalmente al margen de ellas. La instintividad tiñe o impregna de alguna forma todo el quehacer humano, por más elevada o sublime que aparezca su planteamiento. Es una consecuencia de la profunda integración de todas las estructuras.

Figura 1.

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El hipotálamo, además, está íntimamente conectado con la hipófisis, glándula que constituye el mayor centro de control hormonal del cuerpo. Esta glándula produce directamente o regula la producción por parte de otras glándulas de las hormonas tiroideas, las del crecimiento, las sexuales, la oxitocina, la vasopresina, las familias de hormonas endorfínicas o encefalínicas y parte de las hormonas suprarrenales. En conjunto, su acción afecta de forma muy importante a todo tipo de comportamientos. Las endorfinas, por ejemplo, facilitan las experiencias de satisfacción que acompañan la realización de las grandes actividades vitales, como la nutrición o la sexualidad; la oxitocina, además de sus importantes funciones reproductoras en la mujer, ordena gran parte de los comportamientos relacionales materno-filiales y sociales moderando la agresividad; las hormonas suprarrrenales preparan y protegen las situaciones de emergencia más o menos traumáticas; las hormonas sexuales rigen aspectos centrales de la morfología, la fabricación de gametos y las complejas relaciones entre los sexos, así como las modificaciones cerebrales que las hormonas sexuales condicionan. 1.2.4. Núcleos centrales También conocidos como núcleos basales, porque en su conjunto se encuentran situados en el centro del cerebro. Entre ellos se cuentan grandes estructuras, como el tálamo, el caudado y el putamen (que se suelen reunir con el nombre de estriado), el globus palidus y otros de menor tamaño. La figura 2 presenta un corte esquemático del cerebro en el que se indican algunos de estos núcleos. En el tálamo confluyen las entradas y salidas del córtex cerebral. En este núcleo se sitúan importantes puntos de relevo de la circulación de estímulos. Su papel es tan decisivo que algunos autores refieren a esta estructura aspectos centrales de la experiencia del yo, en la medida en que su acción permitiría registrar en todo momento el conjunto ordenado de la información que im-

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porta o exporta el córtex cerebral. Los otros núcleos citados tendrían funciones múltiples todavía mal definidas, pero al parecer significativamente relacionadas con las competencias motoras.

Figura 2.

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1.2.5. Sistema límbico y mundo emocional Se conoce con la denominación de sistema límbico un conjunto de estructuras situadas bilateralmente y en forma arqueada en la zona interna de los hemisferios cerebrales y que comprenden también las amígdalas cerebrales. Una parte de este circuito es el hipocampo, zona muy significativa para el registro de ciertos aspectos de la memoria. Las amígdalas, por su parte, son centros de referencia muy importantes en la percepción de estímulos relacionados con emociones diversas, principalmente con el miedo. El sistema límbico adquiere en los mamíferos una preponderancia destacada, de acuerdo con las funciones emocionales que realiza. La emoción, que en los humanos adquiere en contacto con las capacidades superiores de conciencia y razonamiento la cualidad de sentimiento, es un enriquecimiento de la experiencia muy importante para dar cualidad y profundidad a los recuerdos más significativos, enalteciendo así las funciones de memoria, relación y sociabilidad. Las emociones son como el tecnicolor de la vida y se convierten en dimensiones centrales de las conductas cuyos planteamientos refuerzan y dirigen, convirtiéndose en protagonistas privilegiados de una gran parte de ellas. Elementos fundamentales de la resonancia emocional son las vísceras, y a través de su respuesta experimentamos los efectos de las emociones. Todo el mundo conoce por experiencia el tipo de respuestas vegetativas asociadas a las emociones, como por ejemplo la elevación de la tensión sanguínea y la aceleración del latido cardíaco, la alteración del sistema digestivo con bloqueo o espasmos, la congestión respiratoria, las respuestas secretoras de ciertas glándulas –como las endocrinas o las lacrimales–, la sudoración o la horripilación en la piel, el rubor o palidez epitelial por alteración de la circulación periférica, las manifestaciones oculares de tipo exoftálmico o las sensaciones de “nudo” en ciertas zonas corporales (garganta o estómago) asociadas a la contracción de los ganglios vegetativos. Estas respuestas son los reveladores inequívocos de la intensidad

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emocional y confirman las memorias asociadas a las correspondientes conductas. Los nombres que asociamos a estas respuestas definen las emociones. Así, son universalmente conocidas las del amor, el deseo, el goce, el odio, la tristeza, la esperanza, la ira, la desesperación, la turbación, etc. 1.2.6. Córtex cerebral La corteza cerebral es una extensa zona encefálica que en los humanos cubre el resto del encéfalo, excepto la zona cerebelosa. Constituye una estructura especialmente desarrollada en los lóbulos frontales y con una microarquitectura de capas muy especializadas en comparación con la mayoría de vertebrados. Se trata de una zona significativamente importante en la recepción final de los datos sensoriales, el procesamiento de estos datos y su asociación perceptiva, la elaboración de órdenes motoras y la construcción de razonamientos y de experiencias subjetivas tan sorprendentes como la conciencia reflexiva o la elaboración de un yo que garantiza la continuidad psíquica en el tiempo, conecta memoria y estrategias de futuro y genera otras dimensiones subjetivas de gran profundidad sin las que la mente humana deviene demente. La neurología moderna, con la inapreciable ayuda técnica de los sistemas de registro (los eléctricos, más clásicos, y, hoy, las técnicas de resonancia magnética de diversos tipos), ha podido ir estableciendo las funciones de diversas zonas o áreas de la corteza cerebral, inicialmente caracterizada por Brodmann en el año 1909 y posteriormente enriquecida con otras muchas aportaciones (Zilles, K., y K. Amunts, 2010). Se concretaron áreas se sensibilidad y motricidad alrededor del surco rolándico, numerosas áreas de visión en el lóbulo occipital, áreas auditivas en el lóbulo temporal, asociadas con las zonas específicas y únicas de la comprensión del lenguaje abstracto (Wernicke) o de producción de palabras (Broca), zonas responsables del olfato bajo los lóbulos frontales... Y aparte de

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estas áreas muy específicas, amplias zonas de asociación con funciones mal conocidas pero ya inicialmente indicadas en su localización y significación funcional. La figura 3 presenta las áreas sensoriales y motoras, con sus numeraciones según Brodmann, y las áreas dejadas en blanco corresponderían principalmente a las de asociación.

Figura 3. Especial mención merecen los lóbulos frontales, cuyas funciones en los humanos empiezan a ser desveladas con resultados muy interesantes y prometedores. Todos los indicios convergen en señalar a estos lóbulos como las infraestructuras de

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elección para situar en ellas la elaboración de las conductas más finas y delicadas y que mejor caracterizan el comportamiento humano. Por ejemplo, se sabe que las lesiones en el córtex prefrontal ventromedial neutralizan el poder de decisión frente a dilemas morales (Young, L., et al., 2010a). También se han identificado conexiones entre el córtex prefrontal lateral y las zonas más arcaicas del cerebro responsables de los aspectos más pulsionales o primarios de la conducta humana, conexiones que se interpretan como fundamentales para las tareas humanas centrales de moderación, aplazamiento y redirección de las tendencias más primarias, en función de objetivos sociales pactados, funciones centrales en la socialización y la conducta (Figner, B., et al., 2010). Aunque las zonas prefrontales se manifiestan especialmente competentes en los aspectos más significativos del proceder humano, no se destacan independientemente de las demás zonas. La denominada convergencia temporoparietal derecha aparece especialmente relacionada con los razonamientos morales, funciones mixtas que implican de forma paralela las emociones y el raciocinio y que constituyen una referencia mayor en la orientación ética (Young, L., et al., 2010b). 1.2.7. Algunas particularidades Una de las grandes cuestiones que acechan a la pasión por esclarecer los secretos del mundo mental es poder establecer las dimensiones de los aspectos inconscientes que afectan a la significación de los aspectos de la mente que aparecen en la conciencia. Freud tiene el indiscutible mérito de haber puesto sobre la mesa esta difícil cuestión afirmando el peso de lo inconsciente en la experiencia mental, aspecto ya insinuado desde antiguo, pero que hoy va quedando bien establecido por la neuropsicología. La mente humana acumula una inmensa cantidad de información que no aparece bajo los focos de la conciencia. Este inconsciente estratégicamente sumergido explicaría gran parte de nuestro proceder, para nuestra ventaja, pero

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también para nuestra frustración. La ventaja es la de ahorrar el inmenso gasto energético que supondría tener que hacer frente conscientemente a la gran cantidad de información que manejamos constantemente y que es dirigida de forma no consciente hacia sus objetivos sin que tengamos que atender a estos numerosísimos objetivos. Esta ventaja la pagamos, sin embargo, al precio de no poder asistir conscientemente a la mayor parte de nuestras decisiones, lo que desconcierta y mortifica nuestra pretensión de querer controlar todo el espacio mental. Admitir que gran parte de la experiencia mental queda al margen de nuestra conciencia merma de forma significativa nuestra autoestima, por no decir nuestro infantil orgullo. Una segunda particularidad del cerebro es el atractivo mundo de la disimetría hemisférica. Los datos neurológicos manifiestan claramente que los dos hemisferios cerebrales procesan los datos de forma diferente. Este modelo es el que ya existe en muchos vertebrados. Por alguna razón que desconocemos, parece que una buena captación de la realidad se beneficia mucho de una doble representación en el cerebro. En el caso de los humanos existen numerosísimos estudios sobre la disimetría hemisférica. La mayor parte de la población (alrededor del 87%) manifiesta dominancia derecha, lo que supone que el lenguaje abstracto y explícito está controlado por el hemisferio izquierdo y que la motricidad se ejercita preferentemente con los elementos músculoesqueléticos derechos. El otro 13% tiene dominancia izquierda. Cada hemisferio atiende predominantemente la parte contralateral del cuerpo. Al margen de estas dominancias, el procesamiento mental manifiesta también peculiaridades. En general, el hemisferio izquierdo procesa los aspectos analíticos, lingüísticos (en sus dimensiones gramaticales), abstractivos, matemáticos, esquemáticos, etc., de la realidad, mientras que el hemisferio derecho procesa preferentemente las visiones sintéticas, paralingüísticas (tonos, paralenguaje en general), hábitos artísticos, etc. Algunos neurólogos, como M. S. Gazzaniga, llegan a hablar de una es-

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pecie de doble personalidad coordinada para explicar el funcionamiento cerebral. El hemisferio derecho marcaría unas direcciones de conducta holísticas y menos conscientes, mientras que el hemisferio izquierdo procuraría justificarlas con razonamientos (Gazzaniga, M. S., 1993). Todo este tema se ha podido ir precisando en algunos de sus aspectos de forma muy concreta con las técnicas de registro cerebral en situación de separación hemisférica, ya sea por lesión del cuerpo calloso (estructura que conecta los dos hemisferios), o bien con el uso de sistemas de registro que permiten aislar funcionalmente las actividades de los hemisferios. Una peculiaridad que enaltece el interés del tema es la que parece indicar que algunas partes del cuerpo calloso son más gruesas en el sexo femenino que en el masculino, lo cual explicaría que las mujeres, en general, tengan una mejor conexión interhemisférica, cosa que desvelaría algunos aspectos de la disimetría mental entre sexos. Precisamente, esta disimetría es la tercera peculiaridad sobre la que cabe decir algo. La diferencia sexual es en la naturaleza un dato evolutivo, contundente y consistente. Es bueno recordar este punto, ya que hoy evocar en los humanos la diferencia sexual parece una incorrección. Sin embargo, desde la biología evolutiva más elemental se sabe perfectamente que millones de años de evolución en todas las especies (con poquísimas excepciones) han consignado unas diferencias entre sexos perfectamente consignadas y descritas, y que este fenómeno abarca todas las dimensiones del ser vivo (empezando por las diferencias genéticas); en los humanos en concreto, se pueden identificar sin gran dificultad en la mayoría de parámetros genéticos, morfológicos, fisiológicos, cerebrales y mentales. Otra cosa es que estas diferencias se utilicen (como así ha sido) para apartar, menospreciar, dominar o establecer jerarquías estúpidas entre sexos. Pero esto ya es cuestión del proceder sesgado de las personas o los pueblos, de sus miedos, de sus ansias de dominar o de sus prejuicios

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Entre los humanos, como en las demás especies, las funciones sexuales están discretamente diferenciadas. En el caso de las funciones genitales y reproductivas, la diferencia es absolutamente diáfana en la grandísima mayoría de los casos (quedan al margen excepciones patológicas), y, en el caso del cerebro y el mundo mental, la diferencia es clara pero mucho más sutil. Son muchos los aspectos que pueden ser considerados (Nogués, R. M., 2003). Algunas de estas diferencias son indiscutibles, como algunas leves diferencias de tipo morfológico cuya función no es clara (Lv, B., et al., 2010), o el caso claro del distinto régimen de secreción hormonal que rige en el complejo hipotalámico-hipofisario, especialmente en relación con las hormonas sexuales, las cuales tienen un papel central en la configuración sexual del individuo. L. Brizendine, conocida neuropsicóloga americana, ha elaborado dos excelentes monografías (dedicada cada una a uno de los cerebros, masculino y femenino), y en ellas presenta más de mil citas, todas del último decenio, de las mejores revistas mundiales de la especialidad (Brizendine, L., 2007 y 2010). Aunque la ciencia no procede por afirmaciones dogmáticas, quien quiera rebatir los datos de Brizendine tiene que disponer de una información similar y contrastada para hacerlo. Las peculiaridades mentales correspondientes a las diferencias sexuales del cerebro (“el sexo del seso”, como vulgarmente se designan) son conocidas desde antiguo, aunque, desgraciadamente, se han interpretado como signo de debilidad e incompetencia, lo que ha llevado históricamente a un patriarcalismo vergonzoso (y que hoy genera una explicable voluntad reparadora, pero que acaba a veces negando la diferencia). Esta diferencia podría interpretarse como riqueza y matiz, como ocurre en tantos aspectos de la vida, en la que la uniformización es un lamentable signo de empobrecimiento, como se puede comprobar en lo que se refiere a la diversidad biológica y a la diversidad cultural.

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Las peculiaridades cerebro-mentales entre sexos humanos podrían concretarse como sigue: el varón destaca en habilidades y estrategias espaciales, así como en la tendencia a organizar jerárquicamente las relaciones y en un pensamiento operativo de tipo abstracto y poco enraizado en la profundidad emocional, mientras que la mujer es especialmente hábil en la organización espacial próxima, las habilidades motoras finas, la organización social participativa en red y la capacidad mental para operaciones complejas combinadas, abstractivas y emocionales. En todas estas particularidades, no se trata de valores determinados de forma clara por sexos, sino de distribuciones estadísticas que en parte se sobreponen, naturalmente. Hay que señalar, además, que las competencias reproductoras tremendamente disimétricas a favor de la mujer implican variaciones cerebrales y mentales que afectan incluso a la modificación física temporal de la estructura del cerebro (Pletzer, B., et al., 2010). 1.2.8. Balance y valoración La tremenda complejidad, la historia evolutiva y las sorprendentes competencias mentales del cerebro humano mantienen en vilo la capacidad interpretativa que su realidad suscita. Ello explica la constante publicación de datos científicos sobre aspectos objetivables del cerebro (decenas de revistas especializadas de alto nivel publican mensualmente centenares de artículos sobre el particular) y de textos interpretativos de primeras figuras de la neurología que, a partir de los datos disponibles, aportan puntos de vista interpretativos. Señalemos algunas consideraciones de conjunto que pueden ayudarnos a analizar el estatus del cerebro en el panorama evolutivo y en la interpretación de sus funciones. – El cerebro es limitado. Se trata de una obviedad que es bueno no olvidar. La irrebatible convicción acerca del origen evolutivo del cerebro humano (como todos los demás cerebros) lleva a la conclusión de que se trata de un órgano cuya fun-

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ción es la supervivencia de la especie en condiciones de adaptación aceptables y exitosas. Sus competencias principales, por tanto, no son escudriñar los últimos secretos de la realidad, sino atender a las funciones de supervivencia, lo que lleva a pensar que tendrá más éxito en realizar estas funciones que en aclarar aquellos secretos. Paradójicamente, con frecuencia los que más destacan el origen evolutivo del cerebro (y por tanto su carácter contingente y limitado) son los que con más frecuencia no admiten la necesidad de someter a permanente relativización nuestros hallazgos. En principio, las grandes conclusiones del pensamiento humano, si se proponen como absolutos, son sospechosas de exceso de solemnidad, y esto vale tanto para las propuestas de la ciencia como para las de la filosofía o de la religión. Todo son aproximaciones desde situaciones y capacidades limitadas, y hay que evitar darles aires de solemnidad. – El cerebro humano es singular. También esto es evidente, aunque también sometido a amplio debate. El debate lleva a algunos incluso a hablar del fin de la excepción humana (Schaeffer, J-M., 2009). Sin embargo, por mucho que destaquemos el indiscutible origen evolutivo del cerebro humano y muchos aspectos de su estructura y funciones ya presentes en los animales, resulta claro que el cerebro humano manifiesta capacidades originales. Solamente hay que observar los frutos culturales y algunas de sus funciones, como la conciencia reflexiva, a propósito de la cual nadie ha sido capaz de precisar satisfactoriamente su origen y mecanismos, aunque existan innumerables intentos al respecto, como los de S. Blackmore, entre otros eminentes estudiosos del tema (Blackmore, S., 2010). Datos genéticos e interpretaciones morfológicas y estructurales intentan explicar el origen del cerebro-mente humano, aunque seguimos en un enigma. Son bienvenidas las propuestas explicativas, pero resultan de una clara insuficiencia, a no ser que se recurra al dualismo que asigne la conciencia a un alma no material, propuesta tampoco muy satisfactoria,

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aunque ampliamente aceptada por la cultura. La conciencia sigue siendo un problema singular (versión de los optimistas, que creen que algún día se aclarará el tema) o un misterio (opinión de los que consideran que no lograremos aclarar la naturaleza de la función consciente reflexiva). Ante el reto de tener que explicar la potencia consciente, el raciocinio y la experiencia de indeterminación que denominamos libertad sin recurrir a un dualismo que aparece hoy como explicación fácil de un fenómeno complejo (en el que destaca la unidad entre fenómenos neurales y fenómenos mentales), se propone frecuentemente una explicación que recurre a la emergencia. El poder mental humano, en todos sus aspectos, podría entenderse como una función emergente de la complejidad cerebral. Esta propuesta no es fácil ni diáfana, y en este campo resulta más fácil dar títulos que explicarlos adecuadamente, pero una formulación así permitiría explicar con cierta comodidad la originalidad mental sin romper con la convicción de unidad cerebro-mente que se impone en el campo de la neurología, y sin desfigurar la integridad evolutiva. – Un cerebro complejo. La concentración en una sola estructura encefálica de tantos elementos neurales y funciones asociadas da lugar a un cerebro de alta complejidad y relativamente mal integrado. Aunque las conexiones y los sistemas cerebrales siguen siendo grandes desconocidos, nadie duda de su complejidad, y hay acuerdo en considerar el cerebro como firme candidato a representar la estructura más compleja conocida, habida cuenta del número de células que lo componen, de su astronómico número de conexiones, de la versatilidad y variabilidad de modos genéticos, químicos y eléctricos de transmisión, etc. Esta complejidad explica que el sistema tenga salidas poco deterministas, como sucede con los sistemas hipercomplejos a los que hoy se aplican los modelos del caos determinista, modelos que explican la dificultad de prever la solución que el sistema dará a una situación concreta debido a la impre-

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dictibilidad de muchas condiciones conectadas con pequeñas variaciones iniciales poco controlables. Esto nos lleva a consideraciones interesantes acerca de la originalidad individual y de un tipo de conducta que denominamos “libertad”. – Un cerebro conflictivo. Se deduce de la complejidad relativamente mal integrada de la que acabamos de hablar. El sistema presenta déficits de coherencia. Muchos autores han especulado sobre el hecho de que probablemente el fulgurante progreso del cerebro humano haya dado lugar a algunos defectos de integración en sus estructuras, cosa que podría explicar los constantes problemas de coherencia entre el cerebro “nuevo” (con sus capacidades de raciocinio) y el cerebro “antiguo”, presidido por las pulsiones hipotalámicas y sus acompañamientos emocionales, pero relativamente liberado del estereotipo de la necesidad y abierto a las consideraciones de la razón. Refiriéndose a este tema, Erich Frömm ya hablaba en su tiempo de cierta esquizofrenia habitual de intensidad leve. No hace falta recurrir a cuidadísimos análisis para concluir que la humanidad presenta comportamientos contradictorios, cuando no absurdos. Estamos demasiado acostumbrados a hacer elogios ditirámbicos de la libertad, y ello es excesivo, pero negarla supondría renunciar a los aspectos más nobles de la aventura humana. Algo de libertad apunta en la conducta humana, y no es más lúcido ni más científico negarla por principio que ensalzarla sin medida atribuyendo a los humanos una responsabilidad total de la que somos incapaces. El horizonte de la especie sigue focalizado en un punto noble e incierto de la vida. – Unas valoraciones generales. Vistos de modo compendiado los elementos estructurales del cerebro y sus funciones, apuntemos algunas valoraciones de conjunto. Frecuentemente se considera que el cerebro es un observador neutral de la realidad, que nos facilita una “fotografía técnica” de la misma. De hecho, como se ha recordado, es un órgano seleccionado

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para garantizar el éxito evolutivo de la especie más que para garantizar la realización de análisis objetivos de la esencia de la realidad. La consideración del cerebro como observador exacto y neutral es asumida a veces por los científicos con ánimo de dar una categoría definitiva a nuestros datos de la observación de la realidad. Por otra parte, sin embargo, la neurología moderna ha puesto en evidencia mecanismos muy distintos de los de una fotografía técnica neutral. Al amparo de estas observaciones ha ganado terreno la actitud que considera que el cerebro nos engaña y que, de alguna forma, somos víctimas de sus espejismos. La frase “el cerebro nos engaña” figura incluso como título de alguna obra sobre el tema (Rubia, F., 2000). Es verdad que los detalles sobre algunos aspectos del funcionamiento cerebral pueden sugerir la idea del engaño. Parece, sin embargo, más adecuada la valoración que V. Ramachandran hace del cerebro como “artista” (Ramachandran, V., 2005). Los aspectos sorprendentes de la actuación cerebral, mejor que como engaños, pueden valorarse como acertadas estrategias de supervivencia que, por una parte, nos revelan algunas dimensiones de la realidad –y nos interrogan sobre otras– y, por otra, nos permiten estar presentes en el mundo interpretando a nuestro favor los datos que de él nos llegan. Y ello no sería un engaño, sino el arte de vivir. Muchos autores han escrito presentaciones compendiadas del cerebro; valgan, pues, algunas referencias asequibles: Tirapu, J., 2008; Ratey, J. J., 2003; Mora, F., 2009; Zeman, A., 2009; Moffet, S., 2010.

2. Estructuración de la experiencia humana de trascendencia Consideremos algunos aspectos de cómo lo que de forma genérica se llama trascendencia constituye un elemento central de la experiencia mental humana que, de modo muy generalizado, se ha expresado en las religiones y las grandes tradiciones de sabiduría espiritual.

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2.1. Un cerebro de lujo Aunque no sea fácil establecer patrones definitivos de la evolución cerebral que demuestren la superioridad absoluta del cerebro humano sobre cualquier otro cerebro, parece fuera de duda que en el cerebro humano aparece una clara discontinuidad respecto a otros cerebros, tanto desde el punto de vista genético y estructural –aspectos en los que queda un gran camino por recorrer, dado el desconocimiento que tenemos sobre muchas cuestiones neurológicas– como, indudablemente, desde el punto de vista de los resultados funcionales del cerebro humano, de todo punto incomparables en su conjunto con los que exhibe cualquier otro cerebro. Con razón, un eminente biólogo contemporáneo comenta que el “por qué” concatenado de un pequeño humano de seis años desafía y pone en evidencia las limitaciones de los cerebros de los mamíferos o primates más dotados, por la profundidad que manifiesta y por las consecuencias culturales que implica. El cerebro humano es un órgano de supervivencia, pero se trata de una supervivencia adornada por la sobreabundancia y el lujo mentales. Lo que analizamos como dimensión trascendente de los humanos es uno de los aspectos más brillantes de esta actividad lujosa. Esta constatación de abundancia queda pendiente todavía de numerosísimas investigaciones (que precisamente en la actualidad cobran interés en muchos foros científicos), pero el hecho en sí no admite una negación razonable. 2.2. El debate sobre el progreso En el fondo del tema de la valoración que merecen el cerebro y sus funciones mentales en humanos está la controversia sobre la existencia del progreso en la evolución biológica. Efectivamente, la capacidad de experiencia de trascendencia (junto a la posibilidad de reflexionar que nos permite concienciar el misterio que encierra el hecho de existir) es precisamente uno de los principales elementos que sitúan a los hu-

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manos en un punto singular de la evolución y que permite sospechar o suponer que esta evolución sigue un tipo de dirección y progreso que sitúa a los humanos en la punta de lanza de un cierto progreso general. Hoy, sin embargo, se ha generalizado entre los biólogos especialistas en evolución la opinión de que no puede hablarse de progreso evolutivo. La misma palabra “progreso” se ha convertido en tabú. Es probable que esta idea responda en gran medida a una reacción ideológica debida en parte a la crisis de la noción de progreso en la cultura occidental (una de las culturas emblemáticas en la defensa de esta noción) y, también, a una reacción comprensible ante el exceso de antropomorfismo ditirámbico adoptado por ciertos sectores culturales poco realistas que no acaban de comprender que también la humanidad es contingente. Como ya se ha recordado, hoy se habla del “fin de la excepción” en lo que a la consideración de la singularidad de la presencia humana en la biosfera se refiere. Es claro que en este debate se manejan tantos parámetros –y algunos de ellos tan difícilmente objetivables– que se hace difícil tener presentes equilibradamente todos los elementos en juego. Con todo, es importante poder entender si las prerrogativas humanas constituyen un progreso digno de atención o solo son el resultado aleatorio de procesos estocásticos que avanzan sin rumbo ni sentido. Mi opinión personal es que en la evolución biológica pueden identificarse procesos que son direccionales y que manifiestan sentido progresivo, y esta opinión es la que mantienen eminentes especialistas de las ciencias evolutivas. Se trata, pues, de un debate abierto. No es este el lugar para debatir el análisis de los parámetros que podrían definir el carácter progresivo de la evolución, pero sí que pueden citarse algunos parámetros biológicos que, estrictamente analizados, merecen la consideración de progresivos. Este es el caso del aumento del número de tejidos biológicos que forman parte del acervo de un ser vivo (por ejem-

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plo, pasamos de un tipo de tejido en seres vivos simples a algún centenar en los vertebrados más evolucionados). En otros niveles de análisis se consideran los llamados grados de libertad, es decir, la capacidad de dar respuestas alternativas más eficaces a las variaciones ambientales, que son las que regulan la selección evolutiva (por ejemplo, la capacidad de regular la temperatura corporal frente a las oscilaciones térmicas, como sucede en los mamíferos o aves en relación con los reptiles). También es un criterio para aquilatar el progreso el análisis de la información que es capaz de procesar el sistema nervioso, capacidad que admite cierto tipo de cálculo en bits y en la cual destacan los humanos. Puede considerarse también la indeterminación que los sistemas neurales más complejos permiten en las respuestas alternativas a las demandas del medio (y en este caso, el cerebro humano es claramente el sistema informativo más complejo que se conoce). Como comenta agudamente algún autor, entre una bacteria y Shakespeare algo ha sucedido que tiene aire de progreso. (Y no vale aquí argumentar que, si hubiese en la Tierra una gran catástrofe, las que mejor subsistirían serían las bacterias, para demostrar que son las más preparadas, porque esto equivaldría a considerar que son más progresivas las cucarachas que los humanos, porque seguramente sobrevivirían mejor a un cataclismo. En todo caso, la garantía de supervivencia frente a la catástrofe solo indica preparación frente al desastre.) A favor de una afirmación bien ponderada y crítica de la existencia de progreso biológico se puede citar la opinión de eminentes biólogos especialistas en evolución, como Th. Dobzhansky, F. J. Ayala, R. Margalef, P. Alberch, M. Ruse, J. Wagensberg o J. Agustí, entre otros (Ayala, F. J., y Th. Dobzhansky [eds.], 1974; Wagensberg, J., y J. Agustí [eds.], 1998; Agustí, J., 2010). Si hay progreso biológico, nadie duda de que, ditirambos aparte, los humanos estamos en la punta de lanza de este pro-

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greso, y esto puede afirmarse al margen de otras consideraciones que son más discutibles (aunque no rechazables por principio), como las que pueden referirse a diseño evolutivo, sentido final filosófico o religioso, concepciones o cosmovisiones globales, etc. Estos humanos exhiben algunas características muy propias de la excelencia evolutiva; y entre ellas, la conciencia de sí mismo, la convicción profunda y extasiada de formar parte consciente de una totalidad que nos supera, el interés por el sentido de la propia existencia. En una palabra, la capacidad de trascender el mundo de las necesidades y respuestas estereotipadas para entrar en un espacio intermedio en el que lo mental se sofistica y alcanza niveles de interrogación y análisis que afectan de forma estimulante a la vida diaria y los momentos más selectivos de la interioridad y que definimos genéricamente como capacidad de trascendencia. Esta capacidad se produce en una fina interfase entre la vieja potencia emocional característica de los sedimentos más antiguos del cerebro y las nuevas competencias racionales o filosóficas del córtex humano. Vamos a considerar a continuación estas interfases o intersecciones.

2.3. Las emociones y sentimientos Una infraestructura importante de la trascendencia la proporcionan las emociones. En el punto 1.2.5 nos referíamos a los elementos cerebrales que las centralizan, aunque las emociones en su conjunto son respuestas generales del organismo a los retos de la vida, respuestas primariamente orquestadas a través de reacciones viscerales. Las emociones implican y condicionan al organismo para responder eficaz e intensamente a los desafíos vitales: sobrevivir, defenderse, relacionarse, reproducirse, establecerse en el grupo... Y para todo ello las emociones impregnan el tono vital orgánico y facilitan al sujeto acertar en las conductas. El cerebro conduce un cuerpo emocionado hacia sus objetivos adecuados y capacita al organismo para acertar en sus

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respuestas. En organismos superiores como el humano, podríamos hablar de una “preparación emocional” para la elección comportamental. Es verdad que a veces la emoción desorganiza la conducta, pero, a juicio de Antonio Damasio, gran especialista en el tema, las emociones y los sentimientos son asistentes sin los cuales el razonamiento no funciona adecuadamente. Este aspecto es hoy una conclusión importantísima a la que ha llegado la neurología (Damasio, A., 1996). Algunos se alarman ante esta afirmación al considerar que la razón lo debe presidir todo, pero seguramente no se alarmarían tanto si se fijasen en que la valoración más adecuada de una vida la realizamos justamente a través del amor, que es un sentimiento. Damasio llega a hablar de la emoción como de un “marcador somático” que orienta y permite acertar en las decisiones. La emoción humana se configura como sentimiento cuando nos acercamos a la intersección con el mundo del razonamiento. Damasio ha hecho un precioso estudio de emoción y sentimiento en una obra suya sobre Spinoza (Damasio, A., 2005). Destaca Damasio que las emociones, más orgánicas, tienen un carácter más público y evidente, mientras que los sentimientos son más privados y discretos. “Las emociones –dice– se representan en el teatro del cuerpo. Los sentimientos se representan en el teatro de la mente”. Entre las emociones básicas citaríamos las pasiones, de las que se hablaba en el punto 1.2.5. Estas emociones sostienen sus versiones más socializadas de ellas mismas, como la turbación, la vergüenza, la culpabilidad, la simpatía, la compasión, el desprecio, la admiración, la gratitud, el orgullo, la compasión, la fidelidad, la indignación... Las emociones y los sentimientos son una potente fuerza en la trascendencia y su historial evolutivo no permite deducir un balance negativo de su influencia, sino todo lo contrario. Sus indicaciones no son un riesgo de equivocación o estafa si están adecuadamente integradas, sino un indicador de acierto y de vida.

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2.4. Las inteligencias En singular, la inteligencia reviste solemnidad. Se diría que es la capacidad de entender sin límites. En plural, las inteligencias designan mejor las diversas habilidades estratégicas dependientes en alto grado de la razón, pero no solamente de ella, que nos permiten establecer caminos de comprensión y actuación razonables en medio de la inmensa solicitación ambiental de los medios inanimados (materia no viva), animados (mundo de los vivientes) y sociales y culturales (relaciones con los demás humanos y con sus producciones específicas). Hoy se habla de la inteligencia en modesto plural, y ello favorece una forma de entenderlas que no pretende reducir a ellas o a una en concreto todas las formas de conocimiento –formas de hacer nuestra la realidad– de las que somos capaces. H. Gardner ha establecido nuevos puntos de vista en este tema. Propuso una clasificación de las inteligencias asignando a cada una de ellas una de las estrategias humanas superiores para acceder a la realidad y desenvolverse en ella (Gardner, H., 1983). La propuesta de Gardner distingue, sin que se trate de atribuciones exclusivas: – inteligencia lingüística: que se desenvuelve en el mundo del lenguaje, el discurso. – inteligencia lógico-matemática: que trabaja en la solución lógica de problemas (preconizada frecuentemente como “la” inteligencia). – inteligencia espacial: referente al manejo de dimensiones en el espacio (ingeniería, arquitectura, mapas). – inteligencia musical: referente a ritmos, melodías. – inteligencia corporal-cinestésica: corresponde a la habilidad el cuerpo en movimiento, el deporte, la danza. – inteligencia intrapersonal: hábil en la comprensión de propio mundo interior.

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– inteligencia interpersonal: especialmente competente en la gestión de relaciones. – inteligencia naturalista: capaz de orientarse en la comprensión de la naturaleza y las relaciones entre los seres vivos. Algunos autores, incluso el mismo Gardner, han considerado la posibilidad de hablar de inteligencia espiritual, que correspondería a la habilidad de atender precisamente a la dimensión trascendente del ser humano. En todo caso, el hecho de insistir en la multiplicidad de inteligencias no es una ocurrencia singular de Gardner. En 1997, L. Gottfredson recogía una definición de inteligencia realizada por 52 expertos y que reza así: “La inteligencia es una muy general facultad que, entre otras cosas, incluye la capacidad de razonar, planificar, solucionar problemas, pensar de forma abstracta, entender ideas complejas, aprender rápidamente y aprender de la experiencia. No es simplemente aprender textos, una pura capacidad académica o resolver tests de inteligencia. Más bien, refleja una amplia y profunda capacidad de comprender lo que nos envuelve, captándolo, encontrando sentido a las cosas o bien imaginando correctamente lo que hay que hacer”.

2.5. Intersección emoción/sentimientos e inteligencias El mundo emocional y las estrategias inteligentes se interseccionan de muchas maneras, dando lugar a unos espacios de experiencia comprensiva que constituyen una interfase muy interesante en el mundo mental, y que E. Frömm consideraba lo más genuino de la experiencia humana, y que no es raciocinio puro (que no existe, ni en las formas lógicas que no son universalmente transversales), sino raciocinio asistido (forma noble de denominarlo) o raciocinio condicionado (forma menos solemne), y que es una frontera en la que raciocinio e inteligencia y mundo emocional se asocian en una aleación

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creativa. Por una parte, la dimensión emocional seguirá apuntando visceralmente hacia el acierto en la elección vital (esta es la función más elemental de la emoción), mientras que la dimensión inteligente actuaría como aportación razonable y crítica respecto a este apuntamiento. Así se configura la razón asistida emocionalmente como el eje de la experiencia humana. Piénsese como caso concreto en la experiencia que representan la fidelidad, la compasión o la trascendencia como ejemplos de este tipo de construcciones complejas y superiores de la mente humana. El eje de la razón emocionalmente asistida es el centro de la aventura humana de modelar el propio yo en una actualidad o momento presente que se sostiene entre memoria y proyecto, y también el que está en el centro de las mejores construcciones culturales de los grupos humanos. Y este eje puede definirse genéricamente como trascendente en la medida en que está más allá de lo que podemos constatar como evidencia experimental (mundo científico-técnico), de altísimo interés, pero insuficiente él solo para explicar la experiencia humana en su conjunto. Con frecuencia en Occidente, y en especial desde la Ilustración, se ha privilegiado la razón crítica y la evidencia experimental como las únicas fuentes de conocimiento y experiencia fiables, y esto representa una reducción inaceptable. La mayor significación para la vida humana la dan las experiencias de interfase razón-emoción, muchas de las cuales pueden denominarse genéricamente trascendentes en el sentido comentado, y una de estas experiencias es la religiosa. La trascendencia en general podría considerarse una forma de conocimiento propia y exclusiva de los humanos, que se configura como una posibilidad eminente de completar el conocimiento que tenemos de una realidad que nos supera, y que se ha convertido en imprescindible para la mayoría de ellos. Veamos a continuación el panorama de la trascendencia en la experiencia humana.

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2.6. Dimensiones de la trascendencia He descrito en otro lugar (Nogués, R. M., 2008, cap. 4), sin ánimo de intentar dar una imagen completa del fenómeno, cuatro formas principales que pienso que puedan dar cuenta de las direcciones en las que la trascendencia se proyecta. En primer lugar, el “Todo”. La constatación constante y evidente de nuestra contingencia (por poco que un humano contemple su situación existencial) orienta espontáneamente a pensar en el “Todo”, es decir, en la realidad en su conjunto y en su sentido más profundo. De esta realidad cada uno de nosotros no somos más que una ínfima –aunque esperamos que significativa– parte. Algo así como un punto de pequeño y breve centelleo en una inmensa aurora boreal. Este “Todo” evidentemente existe, sea cual sea la cualificación que queramos darle, y somos parte de él. No es, pues, ninguna incorrección referirnos a esta totalidad, sino el establecimiento de un sentido de proporción adecuado a nuestra existencia particular. Esta dimensión de la trascendencia es bastante obvia. Algunas grandes tradiciones dan a este “Todo” el nombre de Dios (por ejemplo, las llamadas religiones de Libro). Otras tradiciones hablan de un conjunto de dioses (hinduismo) o de seres trascendentes (animismos). En otros casos se utilizan nociones trascendentales, como la Armonía (por ejemplo, el confucianismo) o la Nada (taoísmo). El dar con uno u otro de estos nombres es un fenómeno de sesgo debido a la obvia limitación de todo lenguaje. Estas limitaciones serían una buena recomendación para procurar hacer compatibles distintas denominaciones. En segundo lugar, el “Dentro”, en el sentido del interior humano. Este mundo mental reflexivamente interior es objeto de intensa admiración para muchos humanos (no para los animales, que tienen interioridad no reflexiva). Esta admiración extasiada puede llevar al vértigo e incluso a una alarman-

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te pérdida de referencias en situaciones límite o en patologías. El mundo interior puede llegar a contemplarse con una profundidad insondable, y por tanto trascendente, de forma que un acceso a él es capaz de devolvernos a la vida real con una nueva visión más allá de la directa y obvia. La tradición budista, especialmente en su versión Zen, constituye un interesante ejemplo de esta forma de entender la trascendencia. Antes de entrar en el Zen, dicen sus maestros, la montaña es la montaña; adentrados en el Zen, la montaña no es una montaña; adquirida la iluminación, la montaña es la montaña. La realidad ha adquirido una profundidad inesperada. En tercer lugar, hay que citar la clásica tendencia a situar el trascendente “arriba”. Esta postura responde a una situación normal en los humanos, que recibimos de “arriba” gran parte de lo que condiciona la vida: luz, agua... Por ello situamos en el eje vertical la vida de la que dependemos. Nuestra estructura orgánica y perceptiva nos orienta automáticamente hacia arriba en el reconocimiento de formas y percepciones en relación con nuestra orientación en el espacio (otolitos del oído interno para el equilibrio y formas de percepción de las sombras). Estamos programados para mirar hacia arriba en busca de luz, de vida y de equilibrio. Existe un eje simbólico vertical a partir del cual colocamos arriba lo excelente, lo correcto, lo limpio, lo claro, lo noble... Todo en “el cielo” (incluso en épocas como la actual, en la que la nueva cosmología ha relativizado las direcciones en el espacio, pero la programación es la que es). Lo maligno, lo opaco, lo corrupto está en las cavernas inferiores. No es raro que en las grandes tradiciones religioso-trascendentes los “altos” sean los lugares privilegiados del culto y de la evocación de la trascendencia, todavía hoy. Un riesgo importante de esta orientación hacia arriba es que en la sociedad la jerarquización de los poderosos se sitúa también arriba, y los poderosos son los que oprimen, esclavizan, someten, etc., dando lugar a una perversa mezcla de pseudoexcelencia y maldad, y contami-

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nando de forma muy importante este eje vertical de nuestra percepción de la trascendencia. Por último, el cuarto referente mayor de la trascendencia es el “Otro”. La profundidad de la presencia del otro adecuadamente reflexionada suscita un sentimiento de extremo respeto (un humano no es para otro humano un simple individuo). Pasamos de “un número en la especie” a “un protagonista inédito del vivir humano”. Esta referencia al “otro” frecuentemente acaba señalando a la persona como “sagrada”. El “otro”, considerado en toda su profundidad, es un referente de respeto, dignidad, sorpresa, entrega, descubrimiento... Es, en una palabra, un excelente trampolín hacia la trascendencia. No es raro que esta referencia se proyecte en la misma imagen de Dios, hacia este “Otro” hacia el que se orientan las religiones que designan a Dios como personal. En el caso de la tradición cristiana, esta identificación de Dios con el otro normal, el de cada día, llega a ser desconcertante y propiamente “escandalosa” para una religiosidad que tienda a canonizar lo mítico. En la tradición cristiana –en la original no maleada por la religiosidad administrativa–, “Dios”, representado misteriosa y ambiguamente por un “Hijo del hombre” que evalúa la historia, revela que dar de comer y beber, visitar a los encarcelados, vestir al desnudo, acoger al forastero... es hacerlo a “Él” (Mt 25). Hay que recordar que las dimensiones del trascendente, al no poder ser objeto de descripción (por su carácter trascendente), solamente pueden ser designadas en el lenguaje propio de la máxima densidad e intensidad de significación, que es el lenguaje simbólico. Este es el lenguaje de toda trascendencia y, específicamente, es el único lenguaje de la trascendencia religiosa. Es importante señalar este punto para neutralizar el vicio que amenaza a las instituciones religiosas cuando, tentadas por el furor administrativo y controlador, pretenden concretar el trascendente en moldes descriptivos,

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administrativos o normalizadores de la vida social. Esta situación evoca la necesidad de no hablar del trascendente si no es en medio de lo que Ll. Duch denomina muy acertadamente el dilema idolatría-iconoclastia, es decir, en una delicada postura que se mueve siempre, como todo lenguaje, en terreno minado (si nos referimos al camino sobre la tierra), o entre Escila y Caribdis (si nos referimos a las singladuras por mar) (Duch, Ll., 2010).

2.7. Formas de trascendencia en convivialidad No hay que pensar solamente en dimensiones trascendentales de la trascendencia (y valga la redundancia). La vida diaria está cuajada de elementos trascendentes engarzados en la experiencia concreta. Vivimos los gestos diarios y concretos medio pendientes de la percepción trascendente que tenemos de muchos de ellos. Como reconocen todos los analistas lo más profundo de la vida humana solo admite tratamiento simbólico, tal como se acaba de recordar, y este aspecto simbólico es el que adjudicamos y vivimos en las experiencias más finas y delicadas de humanidad. Pongamos algunos ejemplos. La estética intenta descubrir algo que está más allá de lo que sería la descripción exacta. Es un intento de desentrañar la belleza que la realidad esconde. Y ello vale para todo tipo de estética en sus múltiples manifestaciones. El amado, por ejemplo, dice a su amada que sus dientes son perlas y sus labios corales, porque la admiración amorosa (mezcla de deseo y sensibilidad estética) no podría expresarse diciendo que sus dientes son dentina y sus labios actina y miosina (que es lo que en realidad son). ¿Cuál es la realidad de la atracción amorosa? ¿Es la tinta y el papel con que se escribe la carta de amor lo que le da su sentido, o algo que trasciende todo aquello y que solo tiene a la realidad experimental como soporte? ¿No es toda la vida humana la que se vive siempre “más allá” de lo descriptible y domiciliándose en lo indescriptible? La capacidad para reconocer este espacio cog-

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noscitivo trascendente ¿no es constitucionalmente humana y una forma de conocimiento nueva que se nos ha hecho imprescindible? La estética visual, musical, literaria, ennoblece la realidad porque apunta a algo que está mucho más allá de la realidad descriptible. Y esto en humanos no es un engaño, sino una nueva posibilidad de conocer. La ética nos atrae desde el trascendente de lo bueno y lo justo a superar las exigencias y necesidades de la vida grupal, entre las que hay dimensiones altruistas y protoéticas, pero que están muy lejos de agotar el escenario ético profundo que nos orienta hasta la utopía. La negación del aspecto trascendente de la ética nos llevaría con facilidad a canonizar el regate corto y la maniobra de lo inmediato, cosa que ya sucede a menudo, pero que no es un éxito, sino una debilidad. Lo religioso puede considerarse como lo emblemático de la trascendencia, y en sus diversas versiones (desde las grandes religiones históricas a los ambientes religiosos paganos antiguos y modernos) tiene una presencia universal en el espacio y el tiempo. La reviviscencia del paganismo clásico en las sociedades que abandonan la religión cristiana y sus iglesias en Europa ha sido bien caracterizada y descrita por M. Maffesoli en su análisis del atlas del imaginario de cada época (Maffesoli, M., 2009). Muchos autores estudian hoy, de forma seria e independientemente de su religiosidad personal, el valor adaptativo positivo que la trascendencia religiosa ha tenido en la evolución humana. La influencia del hecho religioso constituye uno de los ejemplos más imponentes de la fuerza de lo trascendente en la vida diaria. En las sociedades occidentales, y muy especialmente en la catalana, se insiste en desacreditar lo religioso como remedio a los disparates de ciertas religiones o religiosos. Hay que ser serios y recordar que ni los malos políticos desmerecen la política, ni los lobbies farmacéuticos la eficacia de los fármacos, ni las estafas de los grandes trusts económicos el interés de una economía justa, ni los abusos religiosos el interés de la buena reli-

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gión. Decir, como se oye a menudo, que lo mejor sería que las religiones desapareciesen es simplemente una sandez cultural y antropológica de gran calado, que desdice de la capacidad analítica de quien lo profiere. Digamos finalmente algo de la trascendencia identitaria, es decir, de lo que anima los nacionalismos. Resulta difícil definir en qué consiste la definición identitaria de un grupo. En los animales ya existen algunos estudios al respecto que orientan a la idea de la necesidad de cohesión en función de la estructura social. En las sociedades humanas, desde Mesopotamia a Roma, desde Grecia a China o desde los imperios modernos a los Estados actuales, se ha intentado precisar qué elementos definen cada grupo para determinar su trascendencia. En realidad, todos los grupos tienden a definirse por algo que los trasciende y que salva su identidad incluso en situaciones de permisividad y acogida de lo extranjero. Es claro también que la moderna globalización impone una modulación peculiar de este fenómeno, pero no su simple desaparición. Uno de los elementos clave en esta definición sigue siendo la lengua. Es evidente, por ejemplo, en la Francia moderna. No tanto en Estados Unidos. En la modernidad globalizada, los nacionalismos más sólidos son los hegemónicos (por ejemplo, el inglés y el español, dependientes de su lengua), con la particularidad de que los beneficiarios de estos nacionalismos lucen connaturalmente un aire liberal de superación del nacionalismo para acusar a los nacionalismos minoritarios a los que frecuentemente desprecian. Es el caso del nacionalismo español hegemónico y potente contra los nacionalismos peninsulares minoritarios. En algunos casos, se trata, además, de nacionalismos armados, como en el caso de España (cuya indisoluble unidad está garantizada constitucionalmente por el ejército) o en el de otras muchas naciones minoritarias, como los kurdos frente a Turquía, los tibetanos frente a China, Irlanda frente a Gran Bretaña u otros países frente a las grandes potencias mundiales. Aparte del problema político concreto,

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la negación de la universal trascendencia identitaria, vigente en formas diversas, responde a una miopía antropológica asumida por intelectuales, normalmente adscritos a nacionalismos hegemónicos. Solo hay que contemplar las reacciones viscerales que el tema nacional suscita para comprender su complejidad y la simpleza de intentar solventarlo proclamando unidades indisolubles en el marco de soluciones políticas siempre herederas de imposiciones complejas. Suelo proponer un simple test para el entorno cercano. Lo llamo el “test ibérico” y consiste simplemente en preguntarse por qué a los intelectuales españoles conservadores o progresistas les parece tan obvio el nacionalismo independentista portugués y tan raro y despreciable el independentismo catalán. Sospecho que es simplemente por el hecho de colocar las legitimaciones en el orden de los resultados históricos de las aleatoriedades armadas. La solución solo puede venir de una maduración igualitaria que reconozca los mismos derechos a todas las identidades, sin privilegios ni amenazas, situación que no puede venir de la negación de los signos de identidad, sino de la valoración de la diversidad en la construcción de un mosaico armonioso que se caracterice, como la naturaleza, por una biodiversidad no amenazada por ninguna hegemonía, y menos la armada. Quizás una buena muestra de la trascendencia en la vida diaria sea la fiesta. Hecho absolutamente universal, radicalmente inútil a fuer de necesario, perfectamente gracioso, que ensambla el mundo simbólico y mítico, que hace vibrar integralmente a la persona en cuerpo y mente, que articula la identidad de un grupo, celebra memoria y anuncia futuro, que se desenvuelve en estética literaria y musical, que se expresa casi siempre en la danza y que es el mejor modelo de lo que podría ser la vida. En el corazón viviente de la fiesta está la trascendencia que la fiesta recuerda, celebra y anuncia en el trance la abundancia de vida que intuimos y todavía no disfrutamos. La fiesta, como Dios, es gratuita, pero no superflua, como le gustaba decir al recordado José M. González Ruiz.

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2.8. La fe, configuración religiosa de la trascendencia Acabemos las presentes consideraciones sobre la trascendencia en la experiencia humana aludiendo a la fe, noción que suele relacionarse acertadamente tanto con la trascendencia general como con la específicamente religiosa. Recuperando la rigurosa definición de la teología cristiana medieval, la fe es un “obsequium rationale”, es decir, una adhesión razonable. Esta excelente expresión corresponde exactamente a la interfase sentimiento-razón que E. Frömm consideraba lo más excelente de la vida mental humana (punto 2.5.). La fe es una confianza que tiende a la incondicionalidad apoyada por una visión razonable de los motivos que orientan hacia esta confianza. Es muy próxima a la confianza básica ante la vida, propuesta por las mejores aproximaciones psicológicas al estudio de la mente humana, como el mejor y más sólido bagaje para afrontar la aventura de vivir. La fe, sin embargo, no hay que limitarla y encerrarla en los parámetros religiosos concretos, ni siquiera en la religiosidad. Se trata de un estado estructural de la mente que apuesta por la confianza en la vida, y en el contexto religioso siempre apunta más allá de la religión, a una realidad no manipulable (las religiones lo son) y que por convención llamamos Dios, aunque todas las palabras resultan pobres, cuando no profanadoras, pronunciadas en contextos impropios, sean religiosos o no. Al hablar de Dios, se impone, por respeto, la contención. Ya el gran teólogo que fue Tomás de Aquino, consciente de la grandeza de “Dios” y de la contingencia humana al hablar de Él, acababa concluyendo que el nombre que mejor le sentaba era “Tetragrámmaton”, es decir, “El cuatro letras” (aludiendo a las cuatro letras, YHWH, del nombre bíblico de Dios), descripción puramente lingüística sin ninguna otra consideración sobre su naturaleza (Summa Theologica I. Quest. 8, art. 11, objeción 1).

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La fe incluye la confianza en que la realidad podrá ser asumida con suficiente fortaleza (lo que tiene ya aspectos de trascendencia que afianzan a su vez la propia confianza), y si la confianza es religiosamente trascendente, incluye la convicción de que el último horizonte de la vida es un horizonte de acogida y de que la realidad está en las buenas manos de Aquel/Aquello a lo que muchos llamamos Dios. Cuando puede expresarse en parámetros religiosos en los que Dios tiene significación personal, la fe puede ser vivida como encuentro personal que se añade a la visión abierta y acogedora, aunque sigamos sin poder precisar qué significa un Dios personal, ya que incluso esta expresión es inevitablemente analógica de lo que nosotros denominamos persona, y Dios no es esto. En el horizonte de la trascendencia, desde la fortaleza de la confianza, la fe es un acto de coraje vital que permite entregarse incondicionalmente en relación de gratuidad, de forma que, como decía Teilhard de Chardin, la propia muerte, el paso definitivo a la trascendencia abierta, pueda ser vivida como el último acto de amor a Dios, antes de la identificación definitiva en la trascendencia que es Él. Permítaseme concluir estas líneas con la formulación de una modesta tesis relativa a la experiencia de trascendencia que resumiría lo que he querido expresar en este pequeño trabajo: Entiendo la trascendencia, desde el punto de vista de las competencias mentales, como la capacidad de explorar, experimentar, expresar y proponer dimensiones y valores que están más allá o son más profundos que los conocimientos deducidos de las evidencias experimentales, y que son complemento de estos conocimientos. Responde la trascendencia a una delicada interfase entre el mundo de la emoción/sentimiento y la razón. Pertenece más a la experiencia que a la experimentación y suele hoy definirse entre los especialistas como el ámbito de los qualia, entendiendo por tales, aspectos intrínsecos y subjetivos de la expe-

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riencia que son privados e inefables, privativos de los humanos y consecuencia de la capacidad consciente reflexiva. Para los humanos, la trascendencia es la base de experiencias y conductas de gran importancia en la vida personal y cultural y que se producen principalmente a propósito de la estética, la ética, la religiosidad y sabiduría de vivir, y en la construcción de la identidad de los grupos humanos. La trascendencia es una forma mental singular y exclusiva de la especie humana que ha emergido como resultado de una selección adaptativa positiva (con probable registro neurológico en algún aspecto) y que se ha convertido en imprescindible para sostener de forma equilibrada las funciones de un cerebro complejo, conflictivo y poco determinista que se beneficia de una visión global de la realidad. Constituye así un poderoso sistema de estabilización, corrigiendo el riesgo de una lucidez desintegradora que pudiese derivarse de un uso exclusivo de la racionalidad. Constituye un gran desafío educativo y cultural el poder integrar el conocimiento derivado de la evidencia experimental (ciencia) con la trascendencia, evitando que cualquiera de estas dimensiones pretenda imponer una exclusividad sobre las formas de conocer y experimentar la realidad, y prever la eventual degradación de las formas de trascendencia por las fantasías alienantes, manteniendo su carácter humanizador y favoreciendo la contrastación crítica entre todas las formas de conocer, especialmente entre la ciencia y la trascendencia tal como se ha definido.

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Mente y cerebro1 Pío Tudela Garmendia Universidad de Granada

A comienzos del siglo XXI, el estudio de las relaciones entre mente y cerebro se ha convertido en uno de los focos de investigación más activos tanto en psicología como en el amplio campo de las neurociencias. Por primera vez en la historia, el avance de la tecnología ha puesto a nuestra disposición instrumentos que permiten registrar la actividad cerebral on-line, es decir, al mismo tiempo que una persona está realizando algún tipo de tarea concreta, de forma que resulta posible relacionar dicha actividad cerebral con las operaciones mentales que la tarea pone en funcionamiento. Estos avances tecnológicos son, a su vez, resultado de la llamada revolución informática, que de forma tan variada ha modificado nuestros hábitos cotidianos y la manera de pensar de una parte importante del mundo actual. En este artículo trataré de exponer el amplio marco conceptual en el que se inscribe la investigación actual de las relaciones entre mente y cerebro. También haré referencia a las principales técnicas de investigación y a la lógica fundamental de la investigación en este campo. Como ejemplo concreto que nos permitirá apreciar algunos de los principales resultados de esta empresa científica he elegido un conjunto de 5

Basado en la conferencia impartida en el Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, abril de 2010.

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habilidades mentales que forman parte de lo que hoy se llama cerebro social.

Ciencia cognitiva y neurociencia cognitiva Una de las principales contribuciones que la revolución informática proporcionó a la investigación psicológica fue poner en primer plano la importancia de los procesos mentales. Esta afirmación puede resultar extraña para quien siempre ha creído que la tarea de la psicología ha sido precisamente estudiar los procesos mentales, pero el desarrollo de una determinada disciplina científica sigue con frecuencia tortuosos y enrevesados caminos antes de tomar una dirección ampliamente compartida por los investigadores que trabajan en ella. De hecho, en el caso de la psicología se pensó durante mucho tiempo que, dada la dificultad para observar los procesos mentales, resultaba más fructífero para los psicólogos prescindir de tales procesos y centrarse en el estudio de la conducta de las personas. Quienes así pensaban fueron llamados conductistas, y en su honor hay que decir que hicieron importantes aportaciones al desarrollo de la psicología y, sobre todo, introdujeron en la investigación psicológica un extraordinario rigor a la hora de observar, registrar e interpretar los datos sobre los que se construye la teoría psicológica. Sin embargo, el número de los que engrosaban sus filas fue disminuyendo tan pronto como apareció en el horizonte la posibilidad de estudiar los procesos mentales. El ordenador, ese instrumento que ha cambiado, entre otras muchas cosas, la forma de relacionarnos entre nosotros, proporcionó esa posibilidad. La aparición de los ordenadores ha puesto en manos de los investigadores la posibilidad de tratar cantidades ingentes de datos y de llevar a cabo en cortos intervalos de tiempo cálculos que con anterioridad a su aparición resultaban impracticables. Pero en psicología proporcionó además una forma de pensar acerca de la mente. De la misma forma que un ordenador recibe información, la almacena, la trata o transforma de acuerdo

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con unos objetivos implementados mediante un programa y produce un determinado resultado, así la mente capta mediante la percepción sensorial el medio en el que se encuentra interactuando, almacena la información en la memoria, la utiliza y transforma mediante procesos de pensamiento y dirige acciones encaminadas a un objetivo particular. Claramente, los ordenadores proporcionaron una forma de pensar sobre los procesos mentales que permitía generar teorías sobre su funcionamiento, formalizar esas teorías mediante programas y someterlas a contrastación empírica mediante experimentos y observaciones bien controladas. La revolución informática garantizó la vuelta de la psicología al estudio de los procesos mentales. Debido a la importancia que inicialmente adquirió el estudio de los procesos relativos al conocimiento (percepción, memoria, pensamiento, etc.), el nombre que esta forma de hacer psicología recibió fue el de psicología cognitiva2, aunque con el tiempo el uso del término procesos cognitivos ha venido a ser prácticamente equivalente a procesos mentales. No fue la psicología la única disciplina que sufrió importantes transformaciones tanto en el plano conceptual como metodológico. En las facultades de informática se comenzó a investigar en inteligencia artificial con el propósito de construir programas, y en última instancia máquinas, capaces de imitar la inteligencia humana. En la investigación neurocientífica las ideas clásicas, meramente asociativas, dejaron paso a 2

La psicología cognitiva recibe ese calificativo por el énfasis que ha puesto en la importancia de la investigación de los procesos de conocimiento. Este calificativo tiene en su origen un marcado matiz polémico respecto al conductismo, ya que precisamente los procesos de conocimiento fueron los más relegados por la investigación conductista. La psicología cognitiva aborda también la investigación de otros procesos mentales, como la motivación y la emoción, aunque lo hace desde una perspectiva propia en la que presta especial atención a su relación con procesos de conocimiento tales como la percepción, la atención, los recuerdos o las intenciones.

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una concepción del cerebro considerado como un sistema de redes neuronales capaces de llevar a cabo complejas operaciones de cómputo. Estimulado por el convencimiento de la posibilidad de tal empresa, el estudio de los procesos cognitivos adquirió una posición preponderante en disciplinas tales como la lingüística, la antropología y la filosofía de la mente. Finalmente en todas las disciplinas mencionadas surgió el convencimiento de que la investigación de los procesos cognitivos debía abordarse desde una perspectiva multidisciplinaria que tratara de integrar los diferentes puntos de vista que cada una de ellas proporcionaba. Así surgió la ciencia cognitiva 3 y dentro de ella se desarrolló un conjunto de interacciones, preferentemente entre psicología cognitiva, neurociencia e inteligencia artificial, que originó lo que hoy se conoce como neurociencia cognitiva. El desarrollo de la neurociencia cognitiva se ha visto favorecido por la aparición de técnicas de registro on-line y análisis de imágenes cerebrales que, a su vez, han explotado el potencial de almacenamiento de datos y la capacidad de cómputo de los modernos ordenadores electrónicos. A continuación comentaremos algunas de las principales técnicas utilizadas en la investigación actual.

Los instrumentos 4 Las técnicas de investigación preferentemente utilizadas en neurociencia cognitiva con personas son de dos tipos: técnicas de registro y técnicas de estimulación. Las técnicas de es3

Una exposición bien documentada del ambiente intelectual que dio origen a la ciencia cognitiva puede encontrarse en el libro de Howard Gardner La nueva ciencia de la mente, publicado por la Editorial Paidós. 4 Una exposición bien documentada de las principales técnicas utilizadas puede encontrarse en el libro Neuroimagen: técnicas y procesos cognitivos editado por F. Maestu, M. Ríos y R. Cabestrero y publicado por Elsevier Masson.

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timulación no son las utilizadas con más frecuencia y prácticamente se reducen a la conocida como estimulación magnética transcraneal. El objetivo de esta técnica es incidir sobre una determinada estructura cerebral para interrumpir o potenciar, dependiendo de la frecuencia de estimulación empleada, su funcionamiento. En neurociencia cognitiva suele emplearse preferentemente en el primer sentido, provocando una interrupción de la actividad cerebral que, a modo de lesión virtual, proporciona información sobre la función mental asociada a la estructura estimulada sin provocar daño cerebral. A su vez, la función interrumpida se recupera fácilmente cuando la estimulación cesa. Las técnicas de registro son las más utilizadas y resultan relativamente familiares debido a su extendido uso en el diagnóstico clínico. Estas técnicas pueden clasificarse en dos grandes tipos: electroencefalográficas –también la magnetoencefalografía puede ser incluida en este grupo– y hemodinámicas. La electroencefalografía registra la actividad eléctrica del cerebro mediante electrodos situados en el cuero cabelludo de la persona investigada. Su uso clínico está muy extendido, pero en la investigación suelen utilizarse sistemas de registro dotados de mayor número de electrodos, siendo relativamente frecuentes los sistemas de 128 o 256 electrodos. Mediante el aumento del número de electrodos de registro se puede llevar a cabo un muestreo más completo de la actividad eléctrica en toda la cabeza de la persona, lo que ha dado lugar al desarrollo de nuevas técnicas de análisis de los datos proporcionados. De hecho, la actividad investigadora en torno a esta técnica ha crecido considerablemente en los últimos años por considerarse preferentemente adecuada para estudiar la dinámica cerebral. La principal ventaja de la electroencefalografía radica en su alta resolución temporal, que puede alcanzar la milésima de segundo. Debido a esta propiedad, los datos proporcionados por

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esta técnica pueden ponerse en relación, sin excesiva dificultad, con los datos comportamentales proporcionados por la investigación en psicología experimental, que tradicionalmente ha utilizado la velocidad de ejecución de una tarea como uno de los parámetros más informativos a la hora de estudiar una determinada conducta. La principal desventaja de la electroencefalografía es su baja resolución espacial. Debido a la difusión que la actividad eléctrica del cerebro experimenta al atravesar las diferentes superficies que se interponen entre la zona que origina dicha actividad y los electrodos de registro (meninges, cráneo, piel, etc.), la localización espacial de las zonas cerebrales que intervienen en una tarea resulta difícil e imprecisa. Las técnicas hemodinámicas reciben este nombre porque no miden directamente la actividad de las neuronas, sino que miden diferentes parámetros asociados a la corriente sanguínea que alimenta el funcionamiento de las neuronas. En la medida en que un aumento de actividad neuronal conlleva un mayor aporte de sangre a la zona activada y una disminución de la misma actividad un aporte menor, la actividad neuronal puede medirse indirectamente mediante algún parámetro relacionado con la cantidad de sangre que llega a la zona implicada. Las técnicas hemodinámicas utilizan esta relación para reconstruir, de la forma que se explicará más adelante, las imágenes de las zonas cerebrales preferentemente implicadas en una tarea. Las técnicas hemodinámicas proporcionan una excelente resolución espacial pero, debida a la lentitud de la respuesta hemodinámica, su resolución temporal es pobre. Las técnicas electroencefalográficas y las hemodinámicas se complementan mutuamente. La resolución espacial que es deficiente en la electroencefalografía constituye la principal ventaja de las hemodinámicas, mientras que la pobre resolución temporal de estas puede remediarse mediante electroencefalografía. Por este motivo, la investigación actual está desarrollando sistemas de registro en los que pueda adquirirse

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simultáneamente información de alta resolución tanto espacial como temporal5. Las técnicas hemodinámicas más utilizadas son la tomografía por emisión de positrones, conocida como PET6, y la resonancia magnética funcional, cuya sigla convencional es fMRI7. En la tomografía por emisión de positrones, que fue la primera técnica hemodinámica que se desarrolló, la localización de la actividad cerebral se lleva a cabo mediante la inyección de un isótopo radiactivo en el flujo sanguíneo de la persona investigada. Generalmente, el elemento radiactivo inoculado tiene una duración corta y, administrado en dosis adecuadas, no produce efectos secundarios. Dado que, al realizar una determinada actividad mental, las zonas del cerebro implicadas en ella requieren un mayor flujo sanguíneo, la presencia del isótopo radiactivo en el flujo producirá también una mayor acumulación de radioactividad en esas zonas. Esta información constituye la base sobre la cual se reconstruye la imagen cerebral. En la actualidad, el uso de esta técnica en la investigación en neurociencia cognitiva ha sido prácticamente arrinconada debido a la extendida utilización de la fMRI. La resonancia magnética funcional (fMRI) es una modificación de la conocida resonancia magnética, hoy ampliamen5 La magneto-encefalografía, una técnica que en cierto modo proporciona buena resolución tanto temporal como espacial, registra externamente los campos magnéticos producidos directamente por la actividad cerebral. Debido a que los campos magnéticos no sufren un fenómeno de difusión tan acentuado como los campos eléctricos, la resolución espacial de esta técnica es considerablemente mejor que la de la electroencefalografía y mantiene una resolución temporal parecida. No obstante, debido a que su resolución espacial no alcanza la de las técnicas hemodinámicas y debido también al alto coste del sistema de registro, el uso de la magneto-encefalografía es mucho menor que el de otras técnicas de registro. 6 Sigla correspondiente a la expresión inglesa de la técnica: Positron Emission Tomography. 7 functional Magnetic Resonance Imaging.

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te utilizada en el diagnóstico clínico. La resonancia magnética no requiere la inyección de ninguna sustancia para reconstruir la imagen del cerebro, sino que se basa en las propiedades magnéticas de los tejidos orgánicos. Algunos átomos que forman parte de esos tejidos, como es el caso del átomo de hidrógeno, que impregna el cerebro entero, tienen la propiedad de absorber la energía de un campo magnético que oscila a una determinada frecuencia y de emitirla cuando la acción del campo magnético cesa. Este intercambio de energía constituye la base a partir de la cual la técnica reconstruye la imagen cerebral8. La fMRI es la técnica preferida en la investigación actual y también una de las más recientes. El primer estudio publicado que utilizó esta técnica es de 1992 y desde entonces la fMRI se ha convertido en una herramienta indispensable en la investigación neuro-cognitiva.

El análisis de los datos Para alcanzar una valoración adecuada de la información aportada por las técnicas mencionadas, es importante entender la lógica fundamental que sustenta el análisis de las imágenes cerebrales que proporcionan. Aunque son muchos y altamente sofisticados los procedimientos de análisis de esas imágenes, la idea fundamental de comparar dos imágenes correspondientes a condiciones experimentales diferentes cons8 La fMRI se basa en un contraste particular, conocido como señal bold (Blood Oxygenation Level Dependent), que depende del nivel de oxigenación de la sangre. La hemoglobina desoxigenada (abundante en la sangre venosa) tiene la propiedad de ser atraída por un campo magnético, mientras que la oxigenada (abundante en la sangre arterial) no la tiene. La señal bold depende de la cantidad total de hemoglobina desoxigenada presente en una región del cerebro, y esta cantidad depende a su vez del balance entre el consumo de oxígeno producido por la actividad de esa región y el aporte de oxígeno que recibe. La señal bold proporciona el contraste más adecuado en el momento presente para detectar la actividad de una zona del cerebro.

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tituye el núcleo central de esos procedimientos y no resulta difícil de entender. Las imágenes que se presentan en la figura 1 nos ayudarán a comprenderlo.

Figura 1. Diferentes fases en el análisis de datos de neuro-imagen. Supongamos que el objetivo del experimento es localizar las zonas del cerebro encargadas de procesar el color de los objetos. Una forma de investigarlo consiste en introducir a las personas que van a participar en la prueba en un escáner y tomar una imagen del cerebro cuando están viendo una escena determinada en color –esta constituye la condición experimental– y otra imagen del cerebro cuando están viendo la misma escena, pero en blanco y negro –esta es la condición control–. Obsérvese en la fase 1 de la figura 1 que las dos imágenes situadas a la izquierda son muy parecidas y difíciles de comparar. Más aún, en ambos casos el cerebro entero aparece activado. ¿Cómo hallar la zona que buscamos en esta situa-

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ción? Esto se logra eliminando lo que las dos imágenes tienen en común para quedarnos con lo que las diferencia, que en nuestro ejemplo es la activación correspondiente al procesamiento del color que contiene la imagen experimental, pero no la imagen control. Para ello se sustraen los valores de intensidad de activación de la imagen control de los valores de intensidad de la imagen experimental. La fase 1 del análisis nos proporciona así una imagen de la activación diferencial entre ambas, que es la que corresponde a la zona que estamos tratando de localizar. Esta forma de procesar las imágenes se repite para cada una de las personas que realizan el experimento, como se indica en la fase 2 de la figura. Al no ser exactamente iguales ni los cerebros de las personas ni la forma de comportarse estas en el experimento, el investigador trata de buscar una imagen promedio de las obtenidas en cada participante en la prueba. Esto es lo que queda representado en la fase 3 de la figura 1. Un aspecto que merece la pena recalcar es la importancia que tiene la tarea que las personas realizan dentro del escáner. Las tareas tienen que ser muy precisas, sencillas y claramente dirigidas a aislar el proceso mental cuya zona cerebral se quiere localizar. En nuestro ejemplo, la tarea en la situación experimental y en la situación control es la misma respecto a lo que la persona tiene que hacer –mirar la escena que se presenta como estímulo–, y la escena que se presenta es la misma en las dos condiciones, exceptuando la presencia de color en la escena experimental, que es el aspecto de la percepción que queremos estudiar. Mediante la comparación de las imágenes correspondientes a las dos situaciones experimentales, concluimos que la zona que aparece activada después de la sustracción es la encargada de procesar el color. La operación de esa zona del cerebro se infiere a partir de un cuidadoso análisis de lo que la persona está haciendo. Si se comprende este punto, también se comprenderá la importancia que la investigación psicológica tiene a la hora de estudiar las funciones superiores del cerebro, pues ha sido la psicología experimental la disciplina que a lo largo de

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su desarrollo se ha centrado en la creación y el análisis de tareas experimentales encaminadas a explorar la mente. Aunque el procesamiento del color, escogido como ejemplo, puede parecer muy simple 9, la lógica que guía la inferencia respecto a operaciones más complejas es parecida y pone claramente de manifiesto que el conocimiento de las funciones cerebrales superiores no se logra a base de hurgar solamente en el cerebro, como quien busca un tesoro escondido, sino relacionando cuidadosamente lo que las personas hacen, sienten y piensan con la actividad concomitante del cerebro. No es probable que llegue a conocer bien el funcionamiento del cerebro quien no se preocupe de analizar los matices y múltiples facetas de la mente humana.

El cerebro social Un ejemplo más complejo que el procesamiento del color está representado por la investigación actual sobre las habilidades mentales que forman parte del cerebro social. El cerebro social es una expresión amplia que puede utilizarse en sentidos diversos. Tal como aquí es usada, hace referencia a una hipótesis de trabajo10 bien fundamentada según la cual la principal diferencia entre las funciones cerebrales humanas y las del cere9

El procesamiento del color tiene una complejidad mucho mayor de lo aquí expuesto. La percepción del color depende de numerosos factores físicos, fisiológicos y contextuales cuya interacción estamos lejos de haber desentrañado y cuyo procesamiento cerebral conocemos de forma muy parcial. Para una introducción asequible al tema, puede consultarse el capítulo 2 del libro Percepción visual, de D. Luna y P. Tudela, publicado por Editorial Trotta. 10 También es conocida como hipótesis de la inteligencia cultural y ha sido formulada por Michael Tomasello, investigador del Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology, de Leipzig (Alemania). Cf. Tomasello, M.; Carpenter, M.; Call, J.; Behne, T., y Moll, H., “Understanding and sharing intentions: The origins of cultural cognition”, The Behavioral and Brain Sciences 28 (2005) 675-735.

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bro de los demás homínidos radica en un conjunto de habilidades cognitivo-sociales encaminadas a la participación y el intercambio de conocimientos dentro de la cultura de un grupo. La figura 2 muestra un representante de cada uno de los componentes del grupo de homínido11 y en ella se señala también nuestro mutuo grado de parentesco. Dependiendo de las estimaciones, tenemos que retroceder entre cuatro y seis millones de años para encontrar a nuestro antepasado común con bonobos y chimpancés, y hasta 12 millones para poder incluir en la familia a los orangutanes.

Figura 2. Familia de homínidos y estimación aproximada de antepasado común. En la figura 3 podemos ver la diferencia entre el cerebro humano y el cerebro del chimpancé. El volumen del cerebro humano es aproximadamente unas 3,5 veces mayor que el del chimpancé, y la zona cerebral que muestra una mayor diferencia entre ambos es la corteza prefrontal. El aumento de tama11

Para la representación humana se ha elegido una fotografía de Jane Goodall en homenaje a su labor investigadora y a su filosofía natural.

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ño de la corteza prefrontal implica también un aumento de conexiones entre esa zona y el resto del cerebro, lo que produce una reconfiguración de todo el sistema y cambios en el volumen. La diferencia en conectividad es más importante que la mera diferencia en volumen para explicar las diferencias funcionales de los dos cerebros.

Figura 3. Cerebro humano y cerebro de chimpancé. Según la hipótesis de la inteligencia cultural, el cerebro humano se ha configurado como tal a lo largo de la evolución en el contexto de un medio social. La sociabilidad no es por tanto un accesorio añadido a un cerebro físicamente constituido y completo, sino que forma parte constitutiva de la organización física de ese cerebro. De forma más concreta, esta hipótesis afirma que la diferencia crucial entre la cognición humana y la de otras especies es la capacidad para participar con otros individuos del grupo en actividades de colaboración con objetivos e intenciones comunes. Se ha llamado a esta capacidad intencionalidad compartida. La participación en estas actividades requiere, además de habilidades para captar las intenciones de los demás y para el aprendizaje cultural, una motivación única y específica para compartir los estados

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mentales con otros y unas formas también únicas de representaciones mentales para poder hacerlo. La participación en estas actividades compartidas ha producido una forma única y específica de cognición y evolución cultural que, a su vez, constituye la base tanto para la creación y el uso de símbolos lingüísticos como para la construcción de normas sociales, creencias individuales e instituciones para organizar el grupo. Obsérvese que esta hipótesis no niega la especificidad humana del lenguaje simbólico ni su importancia para, una vez aparecido, potenciar la interacción social, sino que considera el lenguaje como una habilidad que necesita la intencionalidad compartida como condición de posibilidad. Las investigaciones que han llevado a la elaboración de esta hipótesis de trabajo están relacionadas con áreas diferentes de estudio, aunque preferentemente con la observación y el análisis de la conducta de los grandes simios, de su desarrollo y de la comparación con la conducta y el desarrollo humanos. Por ejemplo, en una de las investigaciones del grupo anteriormente mencionado12, se comparó la ejecución de un grupo de 106 chimpancés (edad media 10 años), la de otro de 32 orangutanes13 (edad media 6 años) y la de un tercero formado por 105 niños (edad media 2,5 años)14 en un am12 Herrmann, E.; Call, J.; Hernández-Lloreda, M. V.; Hare, B., y Tomasello, M., “Humans Have Evolved Specialized Skills of Social Cognition: The Cultural Intelligence Hypothesis”, Science 317 (2007) 1360-1366. 13 Todos los simios vivían en alguno de los ambientes más ricos tanto social como físicamente disponibles para animales en cautividad y habían crecido en contacto próximo con los seres humanos encargados de su cuidado y alimentación. De hecho, los miembros del grupo de chimpancés vivían en dos importantes santuarios de chimpancés, el de la Isla de Ngamba, en el lago Victoria, en Ruanda, y el de Tchimpounga, en la República del Congo. A su vez, los orangutanes residían en el Centro de Cuidado de Orangutanes en Pasir Panjang, Kalimantan (Indonesia.) 14 Los niños procedían de una ciudad alemana de tamaño medio y todos habían utilizado el lenguaje durante aproximadamente un año.

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plio conjunto de pruebas encaminadas a medir diferentes habilidades relacionadas con el dominio físico o con el dominio social. Las pruebas pertenecientes al dominio físico estudiaron la capacidad para buscar una recompensa en el espacio, el manejo de cantidades y la captación de la causalidad física. A su vez, las pruebas relacionadas con el dominio social exploraron la capacidad para aprender de otros, la comprensión y uso de gestos y la captación de las intenciones y objetivos de otros individuos.

Figura 4. Proporción media de respuestas correctas en las pruebas de dominio físico (A) y social (B) correspondientes a cada uno de los grupos de homínidos estudiados (adaptado de Science 317 [2007], p. 1362). Como puede verse, en el caso de las pruebas físicas la puntuación de los tres grupos es parecida y alta, aunque los orangutanes obtuvieron una puntuación ligeramente inferior al grupo de niños y al de chimpancés, que fueron iguales entre sí. Sin embargo, en el caso de las pruebas de dominio social se produce una clara diferencia entre los niños, que mantienen una alta puntuación, y los dos grupos de simios. Los resultados muestran manifiestamente que las diferencias entre los grupos no son atribuibles a diferencias en inteligencia general; en ese caso, los niños deberían haber sido superiores en los dos tipos de pruebas. Las diferencias son peculiares del dominio

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social; es en el ámbito social donde la superioridad de los humanos se manifiesta. Las investigaciones que han estudiado las habilidades sociales de los grandes simios parecen indicar que estos entienden los principios básicos de las acciones intencionales, pero no llegan a participar en actividades que impliquen atención e intención conjuntas. En el caso de los seres humanos, la intencionalidad compartida se desarrolla gradualmente durante los primeros 14 meses de vida como resultado de la interacción de dos líneas de desarrollo diferentes. La primera es compartida con el resto de homínidos y tiene que ver con la capacidad para entender a los otros como seres animados que persiguen objetivos determinados y como agentes intencionales. La segunda es específica de nuestra especie y tiene que ver con la tendencia a compartir emociones, experiencias y actividades con otras personas15. Un aspecto interesante de la hipótesis de la inteligencia cultural es que, a la hora de explicar la hominización, ha puesto el acento no en una mayor inteligencia general por parte humana para dominar el mundo físico, sino en la tendencia específicamente humana a compartir con los demás la vida mental individual, las emociones, las intenciones, las creencias, los conocimientos, etc. Sin negar la importancia de las habilidades relacionadas con el aprendizaje16, enfatiza la importancia de la motivación por enseñar a otros. Sobre esta base se hace posible el establecimiento de objetivos, representaciones mentales y sentimientos comunes que articulan la vida social y cultural de un grupo humano. 15

Una exposición detallada de las investigaciones que sustentan la hipótesis que comentamos puede encontrarse en la referencia de la nota 10. Ese artículo también incluye una interesante discusión con puntos de vista diferentes e incluso opuestos a esta hipótesis. 16 Sobre todo, de la capacidad de aprender de otros miembros del grupo.

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La neurociencia cognitiva del cerebro social El impacto de investigaciones en psicología y antropología comparadas como las que acabamos de ver ha motivado en la neurociencia cognitiva la búsqueda de estructuras cerebrales relacionadas con los componentes básicos del cerebro social. Aunque el campo de investigación es muy reciente17 y no existe aún un acuerdo definitivo sobre la identidad de esos componentes, hay acuerdo en la importancia de algunos de los más importantes, que veremos a continuación.

La autoconsciencia La supervivencia dentro de un grupo social requiere que las personas sean conscientes de sus propios actos, de lo que piensan y sienten en relación con las normas que prevalecen en ese grupo social. Igualmente, necesitan caer en la cuenta de su papel dentro del grupo, de las expectativas que el grupo tiene respecto a ellas y de las opiniones predominantes en el grupo respecto a ese papel. En psicología se ha utilizado el término autoconsciencia o self para referirse a este conjunto de conocimientos, actitudes y emociones de una persona referidos a ella misma. Esta autoconsciencia, a pesar de ser vivenciada como una unidad, tiene componentes diferentes, dos de los cuales han sido investigados mediante los procedimientos de resonancia magnética explicados anteriormente. 17

Esta área de investigación se conoce con el nombre de neurociencia cognitiva social y ha comenzado a desarrollarse en la primera década de este siglo. A medida que la neurociencia cognitiva se desarrolla, tiende a organizarse en áreas de especialización semejantes a las tradicionales de la psicología. El desarrollo de la neurociencia cognitiva puede seguirse consultando los handbooks que cada cinco años, desde 1995, ha editado Michael Gazzaniga en MIT Press. En castellano puede consultarse la segunda parte del libro Neuroimagen: Técnicas y procesos cognitivos, editado por F. Maestu, M. Ríos y R. Cabestrero y publicado por Elsevier Masson, aunque los procesos estudiados son de carácter más básico que los tratados aquí.

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Figura 5. Corte sagital del cerebro que muestra la cara interna del hemisferio derecho. Las zonas resaltadas son comentadas en el texto. El autoconcepto que una persona tiene de sí misma ha sido estudiado mediante los juicios de las personas sobre sus propios rasgos de personalidad o sobre sus propias opiniones o preferencias y comparándolos con esas mismas características cuando son referidas a otros. Numerosos experimentos muestran de forma sistemática una activación específica para la autorreferencia en la zona ventral de la corteza prefrontal medial. En la parte anterior de la figura 5 esta zona está indicada en color blanco. Además del conocimiento de las propias cualidades y rasgos, una persona necesita ser consciente de sus propias acciones y distinguir sus acciones voluntarias de las que no lo son. En los últimos años se ha avanzado considerablemente en el estudio de los rasgos estrictamente voluntarios del comportamiento18, as18 Una excelente exposición del planteamiento actual puede encontrarse en el artículo de Patrick Haggard, “Human volition: towards a neuroscience of will”, Nature Reviews Neuroscience 9, 12 (2008), 934-946.

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pecto que una concepción excesivamente mecanicista de la mente había ignorado o incluso despreciado. En la figura 6 puede verse el conjunto de zonas cerebrales implicadas en una acción voluntaria tan simple como puede ser el movimiento voluntario de una mano.

Figura 6. Vista superior de los hemisferios cerebrales, con indicación de los centros implicados en las principales fases de realización de un movimiento voluntario. Obsérvese que dentro de la corteza frontal la intención de realizar el movimiento se localiza en la zona prefrontal más anterior, mientras que la preparación está situada en la zona premotora, y la ejecución en la zona motora, ambas en la parte posterior de los lóbulos frontales. Las modernas técnicas han sido capaces de distinguir estas diferentes fases del acto voluntario y han puesto de manifiesto la participación de las zonas más anteriores de la corteza prefrontal en la fase más estrictamente voluntaria y deliberativa. La continuidad temporal de la autoconsciencia es otro de sus componentes constitutivos y este amplio tema de investigación se conoce con el nombre de memoria autobiográfica. Son muchas las estructuras cerebrales que intervienen en este

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tipo de memoria, como es el caso del hipocampo, el giro parahipocampal y cerebelo; sin embargo, uno de los hallazgos más consistentes ha sido la participación de la corteza prefrontal medial en las tareas en las que se pide a los participantes que recuerden acontecimientos de su propio pasado personal. Parece que esta zona, que hemos visto anteriormente relacionada con el autoconcepto, también es determinante en la recuperación de información relevante para las personas. A la hora de interpretar los datos que la neuroimagen proporciona, hay que evitar las ideas localizacionistas excesivamente simples. No hay que olvidar, como se indicó al exponer la lógica del análisis de los datos, que las comunicaciones científicas de los resultados de las investigaciones en esta materia suelen indicar las zonas preferentemente activadas durante la realización de una determinada tarea; esas activaciones son las puntas de un gran iceberg formado por la mayor parte del cerebro que interviene de una u otra manera. En el caso que ahora nos ocupa, no se trata de afirmar que la autoconsciencia está ubicada en la corteza prefrontal medial, sino que esta zona participa de forma preeminente en aquellas tareas que implican autoconsciencia. Es conveniente conceptuar el cerebro como un conjunto de redes neuronales en compleja interacción entre sí y en el que unas redes concretas muestran una participación especial en determinado tipo de tareas y no en otras. En un sistema complejo, como es el cerebro, se puede afirmar que todas las partes están relacionadas entre sí, pero hay que cualificar esta afirmación apuntando que no lo están de la misma forma. La labor de la investigación es determinar cómo es esa relación, y en esta empresa la detección de activaciones preferenciales no es más que un primer paso.

Cognición social específicamente humana Según la hipótesis de la inteligencia cultural, la intencionalidad compartida constituye el rasgo más específico del psi-

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quismo humano. Dentro del grupo de homínidos, tanto los grandes simios como los niños que aún no han cumplido un año entienden la relación diádica entre un individuo y un objeto. Por ejemplo, en una situación en la que hay que buscar una golosina que ha sido escondida en uno de dos contenedores, si un chimpancé ve que el experimentador la está buscando en uno de ellos, inmediatamente se pondrá a buscar en ese mismo contenedor. Parece como si entendiera que el experimentador quiere la golosina y que sabe dónde está escondida. Sin embargo, si el experimentador, en lugar de buscar la golosina, señala con el dedo al animal el contenedor en el que está escondida la golosina, entonces la ejecución del animal no supera el nivel de azar. En este caso, el animal es incapaz de entender que el experimentador le está mostrando dónde está la golosina. En contraste con el comportamiento del chimpancé, los niños comienzan a comprender y a utilizar gestos comunicativos, como el señalar, en torno a los doce meses. La intencionalidad compartida implica una relación triádica. En el caso de la atención compartida, implica saber que tú y yo estamos observando el mismo objeto. En el caso de la intención compartida, implica saber que tú y yo perseguimos el mismo objetivo. Los estudios que han explorado las zonas del cerebro preferentemente implicadas en situaciones de atención o de intención compartida parecen indicar que la zona dorsal de la corteza prefrontal medial constituye una zona preferente en la elaboración de la intencionalidad compartida. En la figura 5 esta zona aparece en negro y está situada dorsalmente con respecto a la zona blanca que anteriormente hemos relacionado con la autoconsciencia. Es fácil entender que esta zona dorsal de la corteza prefrontal medial aparezca también implicada en situaciones que implican cooperación, comportamiento claramente fundamentado en la participación común de objetivos.

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Finalmente, esta zona se activa también cuando la persona razona acerca de las relaciones triádicas entre personas diferentes de ella misma o percibe esas relaciones en los demás aunque ella no esté implicada en la relación19. La mayor parte de estas investigaciones son recientes y serán necesarios más estudios que vayan asentando las interpretaciones más adecuadas a los datos, pero parece probable que la zona del cerebro que venimos comentando, la corteza prefrontal medial, constituye una parte importante de la red neuronal que sustenta la intencionalidad compartida. Como ejemplo final de las investigaciones encaminadas a explorar los componentes del cerebro social específicamente humano, merece la pena mencionar las relacionadas con la capacidad para representar los estados mentales de otras personas, de forma que somos capaces de adoptar su punto de vista. Un ejemplo sencillo puede ayudarnos a entender esta capacidad. Consideremos la situación de un observador que ve estas dos escenas siguientes en secuencia: Escena 1ª: Juan entra en la cocina, coge una tableta de chocolate del frigorífico, come la mitad, esconde la otra mitad en el cajón de la mesa y vuelve a jugar con sus amigos. Escena 2ª: La madre de Juan entra en la cocina, abre el cajón de la mesa, ve la media tableta de chocolate y la coloca en el refrigerador. La pregunta clave que se hace al observador es: ¿dónde buscará Juan la media tableta que no ha comido? Si el obser19 Una revisión interesante de este tema puede encontrase en Saxe, R., “Uniquely human social cognition”, Current Opinion in Neurobiology 16, (2006), 235-239. En esa revisión, Saxe menciona otro componente del cerebro social, la empatía emocional, tema en el que no podemos extendernos ahora, pero que parece relacionado con la zona ventral de la corteza prefrontal medial que aquí hemos relacionado con la autoconsciencia. Resulta interesante comprobar anatómicamente la estrecha relación entre autoconsciencia y empatía emocional.

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vador fuera un simio superior o un niño en las primeras etapas de su desarrollo, la respuesta apuntaría al frigorífico, porque allí es donde el chocolate está. Para niños con capacidad de hablar, al igual que para las personas mayores, la respuesta sería el cajón de la mesa de la cocina, porque saben que la conducta de Juan va a estar guiada por su creencia en que el chocolate está donde él lo ha escondido. Esta capacidad para captar el punto de vista de otra persona ha sido denominada teoría representacional de la mente o, simplemente, teoría de la mente. En la jerga psicológica, decir que un niño tiene teoría de la mente equivale a afirmar que ha alcanzado la fase de desarrollo en la que es capaz de adoptar el punto de vista de otras personas20. Es difícil exagerar a la hora de valorar este logro en el desarrollo de un niño. De hecho, la carencia de teoría de la mente es una de las hipótesis explicativas del autismo más ampliamente aceptadas en la psicopatología actual21.

Figura 7. Conjunción temporo-parietal del hemisferio derecho. 20

El uso del engaño es un síntoma de que el niño ha alcanzado esa fase. Aunque el engaño sea censurado desde un punto de vista moral, desde un punto de vista psicológico es un buen indicador de que el niño conoce su capacidad para inducir creencias en la mente de otras personas. 21 El libro de Simon Baron Cohen Mindblindness: An Essay on Autism and Theory of Mind, publicado por MIT Press, es un clásico sobre el tema. En castellano, merece la pena consultar el ensayo de Angel Riviere Objetos con mente, publicado por Alianza Editorial.

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La neurociencia cognitiva ha investigado, por medio de situaciones semejantes a las escenas anteriores, las zonas del cerebro implicadas en esta capacidad. Los resultados son aún ampliamente discutidos22, pero existe un acuerdo muy extendido en que una zona del cerebro, la conjunción temporo-parietal (que se muestra activada en color claro en la figura 7), participa activamente en la teoría de la mente. Aunque en la figura solamente aparece la zona correspondiente al hemisferio derecho, el grado de lateralización de esta función no está claro, pues, mientras unos investigadores han encontrado mayores niveles de activación en el hemisferio derecho, otros los han hallado en el izquierdo, sin que se sepa aún bien las razones de esta discrepancia.

Conclusión Las investigaciones que acabamos de ver sobre el cerebro social representan uno de los logros más interesantes de la moderna investigación en neurociencia cognitiva. Hasta hace muy poco tiempo, la psicología social y la psicología fisiológica estaban consideradas como las dos áreas más dispares de la investigación psicológica, tanto en objetivos como en métodos. Hoy empezamos a ver que, al estudiar el cerebro humano en situaciones específicamente humanas, nos aparece como específicamente social. La cultura humana, lejos de ser una especie de sombrero colocado sobre un cerebro físicamente constituido, pertenece a la entraña constitutiva de ese cerebro. El 22 La discusión se centra preferentemente en la participación o no de la corteza prefrontal medial en la implementación de esta capacidad. Rebecca Saxe, en el artículo mencionado en la nota 19, descarta esta posibilidad y razona su postura. Para una posición alternativa que incluye la corteza prefrontal medial entre las estructuras neuronales implicadas en la teoría de la mente, se puede consultar Amodio, D. M., y Frith, C. D., “Meeting of minds: the medial frontal cortex and social cognition”, Nature Reviews Neuroscience 7, 4 (2006), 268-277.

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cerebro humano es humano porque se ha configurado en un medio social. La cultura es a la humanidad de nuestro cerebro lo que la luz es a la visión. Desde una perspectiva científica, las investigaciones en neurociencia cognitiva abren nuevos horizontes a la reflexión en muchos campos y obligan a modificar muchas concepciones establecidas acerca de problemas filosóficos sobre los que tenemos que volver siempre e inevitablemente. Naturaleza y cultura, herencia y medio ambiente, mente y cerebro, ciencias y letras son categorías que representan los dos polos de problemas que nuestras inveteradas concepciones dualistas nos han llevado a separar tanto entre sí que nos impiden captar la armoniosa unidad de la realidad en evolución. Necesitamos hacer flexibles esas categorías y considerar el tiempo como una dimensión fundamental de la realidad. Muchos creemos que las nuevas investigaciones sobre el cerebro aportarán luz a esta empresa.

Evolución mental y religión1 Pío Tudela Garmendia Universidad de Granada A finales del siglo pasado e inicios del actual, la ciencia cognitiva ha comenzado a abordar el estudio de la religión en relación con la evolución de la mente humana. Diferentes disciplinas han contribuido a cambiar lo que podemos denominar modelo estándar de las ciencias sociales y a establecer un nuevo contexto en el que algunos temas, entre ellos el de la religión, han sido sometidos a nuevos planteamientos. La etología, la sociobiología, la ecología comportamental, la genética del comportamiento, la psicología del desarrollo, la psicología evolucionista y la psicología cognitiva son algunas de las disciplinas que más están aportando a esta empresa. Desde diferentes puntos de vista, cada una de ellas ha hecho contribuciones que la ciencia cognitiva ha incorporado en su análisis del fenómeno religioso. En este artículo trataré, en primer lugar, de caracterizar el modelo estándar de las ciencias sociales y exponer las críticas que ha recibido por parte de las disciplinas mencionadas. Sobre la base de esa crítica, será más fácil entender la forma en que el origen de la religión se plantea hoy en la ciencia cognitiva y las principales posturas teóricas que tratan de proporcionar una explicación adecuada del fenómeno religioso. 1

Basado en la conferencia impartida en el Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, abril de 2010.

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El modelo estándar de las ciencias sociales Desde el siglo XVII, el pensamiento moderno ha estado determinado por la opción entre racionalismo y empirismo. El racionalismo ha puesto el énfasis en el conocimiento independiente de la experiencia, en el valor de las ideas innatas y en la capacidad de los seres humanos para desarrollar, mediante deducción, las implicaciones de esas ideas. A su vez, el empirismo ha considerado la mente humana como una tabula rasa en la que solamente la experiencia es capaz de escribir hechos y generar hábitos que, mediante inducción, permiten establecer generalizaciones provisionales sobre la realidad que pretendemos comprender. El desarrollo durante gran parte del siglo XX de las ciencias sociales, y de la psicología en particular, encontró en la concepción empirista una importante fuente de inspiración y un esquema orientador de la investigación. Si la mente del ser humano al nacer era equivalente a una tabula rasa, la configuración de sus contenidos era enteramente debida a la cultura particular en la que cada mente nacía y no a constricciones biológicas que la determinaran. La cultura misma se entendió como una fuerza autónoma y exterior a la mente, capaz de moldear a esta sin limitación alguna. Esta forma de pensar orientó la investigación hacia la descripción y comprensión de las diferentes culturas, proporcionando una extraordinaria acumulación de datos y detalles sobre diferentes grupos sociales que ha sido determinante a la hora de comprender nuestra propia cultura. La importancia de estos estudios antropológicos para relativizar nuestro propio sistema de costumbres y de valores es incuestionable, y son estos estudios los que también han contribuido a atemperar las pretensiones de universalidad que con frecuencia les hemos atribuido. La forma en la que esta mentalidad empirista influyó en la psicología se concretó en la prioridad que en esa disciplina se concedió al proceso de aprendizaje. Aprender se entendió sobre

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todo como un proceso pasivo, un proceso de construcción progresiva de asociaciones y hábitos resultado de la experiencia continuada con determinados estímulos y la emisión de respuestas concretas ante ellos. El condicionamiento fue considerado como forma fundamental del aprender, bien porque producía la asociación entre estímulos, caso del condicionamiento clásico, bien porque producía la asociación entre un estímulo y una determinada forma de reaccionar ante ese estímulo, llamado condicionamiento instrumental. También en psicología esta forma de pensar produjo importantes resultados, contribuyendo al análisis de las situaciones en las que determinados comportamientos aparecían unas veces para potenciar los factores más relevantes de conductas consideradas positivas y otras para ayudar a eliminar la influencia de factores no deseados. Tanto en el caso de la psicología como en el de otras ciencias sociales, no sería correcto pensar que lo que aquí llamamos modelo estándar de esas ciencias fue una equivocación lamentable en disciplinas que pudieron desarrollarse de otra forma. Probablemente, es más correcto pensar que en el momento en que esa forma de pensar prevaleció, lo hizo porque fue la mejor de las posibles. Cada una de las filosofías que orientan la investigación científica tiende a enfatizar la importancia de unos aspectos de la realidad a expensas de otros. El modelo estándar que aquí hemos descrito brevemente ha dejado de ser predominante no por la irrelevancia de sus contribuciones, sino por la importancia que progresivamente han ido adquiriendo factores que el modelo no tomaba en consideración.

Nacer sabiendo: factores innatos en la constitución de la mente humana Los principales factores que la investigación ha ido trayendo a primer plano de la reflexión teórica están relacionados con el carácter innato de muchos aspectos mentales o de comportamiento y con la importancia que la maduración del organismo

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tiene en su aparición durante las primeras fases de desarrollo. Tanto la etología y la sociobiología, en el nivel filogenético, como la psicología del desarrollo, en el nivel ontogenético, han contribuido, junto con las disciplinas mencionadas anteriormente, a resaltar la importancia de variables que cooperan para valorar las posiciones racionalistas frente al empirismo radical que se ha descrito. A modo de ejemplo, nos centraremos en la exposición de algunas contribuciones de la psicología evolutiva que ayudarán a concretar estas afirmaciones. Las primeras aportaciones que el avance en las técnicas de observación y experimentación con bebés y niños de corta edad produjo se centraron en el campo de la percepción infantil2. En la mayor parte de los sentidos, la semejanza entre las capacidades de los bebés y de los adultos es extraordinaria. La vista es la que mayores diferencias presenta, pero aun en este caso las diferencias discurren dentro de las principales dimensiones que caracterizan la visión adulta, y el nivel que caracteriza al adulto se alcanza en la mayoría de los casos durante los primeros años de vida, debido a la maduración de las estructuras neuronales. De forma generalizada, hoy se acepta que la maduración de los sistemas perceptivos viene constreñida por factores genéticos que determinan la forma y dirección de su desarrollo. En cuanto a nuestras habilidades y representaciones cognitivas, la investigación de nuestras intuiciones básicas sobre espacio, tiempo y número constituyen hoy un campo de extraordinaria actividad experimental3. Estos conceptos 2

Un resumen bien documentado de estas investigaciones puede encontrarse en el libro Psicología del desarrollo, de T. Bower, publicado por Siglo XXI. También resulta de fácil y entretenida lectura Nacer sabiendo: introducción al desarrollo cognitivo del hombre, de Jacques Mehler y Ammanuel Dupoux, publicado por Alianza Editorial. 3 La 24 reunión de la sociedad Attention and Performance, celebrada en julio de 2010 en Vaux de Cernay, cerca de París, se dedicó al estudio de este tema. Las conferencias están en curso de publicación y tienen como

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son tan básicos para poder comprender el mundo que nos rodea que resulta difícil imaginar cómo nosotros y otras especies animales podemos sobrevivir sin mecanismos que hagan posible la orientación espacial y temporal o los cómputos numéricos elementales. Cuando hablamos de geometría o de matemáticas, tendemos a pensar en las habilidades simbólicas y lingüísticas, que son específicamente humanas, pero la investigación actual está demostrando que estas habilidades simbólicas se aprenden y fundamentan sobre la base de sistemas cardinales, no simbólicos, que los humanos compartimos con otras especies4. La investigación comportamental sugiere que estos cálculos pueden llegar a alcanzar una gran precisión tanto en organismos miniatura, como son las hormigas del desierto, como en el cerebro del bebé humano. En los animales, la navegación espacial implica el almacenamiento mental de coordenadas espaciales y su actualización mediante integración de rutas. Las decisiones temporales involucran operaciones semejantes a la suma, la resta y la comparación llevadas a cabo sobre representaciones memorizadas. En el campo numérico, tanto los niños que aún no hablan como muchas especies animales son capaces de anticipar el resultado de operaciones llevadas a cabo con objetos concretos que son análogas a operaciones aritméticas. En el ser humano, la posterior aparición de capacidades simbólicas y lingüísticas permitirá el aprendizaje explícito y comunicable de las reglas abstractas y generales que definen cada operación, pero no debemos perder de vista que ese aprendizaje se fundamenta en habilidades implícitas que ya posee con anterioridad y que probablemente es de carácter innato. editores a S. Dehaene y E. M. Brannon, en la Editorial Elsevier. Un resumen de las principales aportaciones a la conferencia puede encontrarse en el número de diciembre de 2010 de la revista Trends in Cognitive Sciences. 4 Spelke, E. S., y Kinzler, K. D., “Core knowledge”, Developmental Science 10 (2007) 89-96.

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Entre la diversidad de habilidades cognitivas cuyas raíces innatas se han venido estudiando, merece especial mención el caso del lenguaje. Fue Noam Chomsky5 quien a mediados del siglo XX puso el acento en la naturaleza fundamentalmente innata del lenguaje. En su crítica a la concepción del lenguaje propuesta por el conductista Skinner, Chomsky defendió que las reglas gramaticales necesarias para organizar las oraciones son demasiado complicadas para ser directamente enseñadas a los niños o descubiertas por ellos sobre la base de la experiencia. Para Chomsky, todo ser humano nace con un dispositivo de adquisición del lenguaje que se pone en funcionamiento mediante la exposición a una lengua concreta en el habla ordinaria. Dentro de este dispositivo se encuentra implementada una gramática universal o conjunto de reglas que son aplicables a todo lenguaje concreto. Las opiniones de Chomsky han sido ampliamente debatidas y criticadas; en particular, su defensa de la existencia de una gramática universal ha tenido una fuerte oposición para ser aceptada, debido a la dificultad que los lingüistas han encontrado para poder especificar un conjunto de reglas que tengan verdadero carácter universal. No obstante, el énfasis que Chomsky puso en el carácter innato del lenguaje ha encontrado amplio eco en la investigación psicolingüística, aunque con variaciones muy diversas entre los distintos autores6. Un aspecto interesante de su concepción será especialmente útil para el objetivo de este artículo. Aunque Chomsky siempre ha defendido que el aprendizaje de la lengua se apoya en mecanismos psicológicos innatos, ha sido reticente a la hora de afirmar que estos mecanismos hayan sido configura5

La obra fundamental de Chomsky es Estructuras sintácticas, traducida al castellano en Editorial Siglo XXI. 6 Una interesante síntesis más moderna puede encontrarse en El instinto del lenguaje, de Steven Pinker, publicado en Alianza Editorial.

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dos por selección natural. Más bien, ha sugerido que el órgano o dispositivo del lenguaje evolucionó para otros objetivos y que fue posteriormente utilizado para el lenguaje. En la última formulación7 de esta idea, se hace una distinción entre la facultad del lenguaje en sentido amplio, que incluye el sistema sensorio-motor, el sistema conceptual-intencional y la recursividad, y la facultad del lenguaje en sentido estricto, que incluye solamente la recursividad y que se considera el único componente exclusivamente humano de la facultad del lenguaje. Aun así, incluso en el caso de la recursividad considera que ha podido evolucionar para otros objetivos, como las operaciones con números, la navegación o las relaciones sociales. La idea central es que el lenguaje puede ser el resultado de la interacción de mecanismos que en sí mismos surgieron para funciones no específicamente lingüísticas8. El término que Stephen Gould introdujo para denominar este proceso de la evolución fue exaptación, y puso como ejemplo las plumas de las aves, que habrían surgido con la función de proteger la temperatura del cuerpo, pero después adquirieron un papel fundamental en el vuelo. En general, el progreso en este programa de investigación de tinte claramente evolucionista ha llevado a rastrear también habilidades sociales que nos acercan más al tema central de este artículo. El descubrimiento de las neuronas espejo ha captado la imaginación de mucha prensa de divulgación. En sí mismo consistió en el hallazgo de unas neuronas en la zona premotora y parietal del cerebro del macaco que disparaban no solo cuando el mono estaba realizando una acción, sino 7 Hauser, M. D.; Chomsky, N.; Fitch, W. T., “The faculty of language: What is it, who has it and how did it evolve?”, Science 298 (2002), 1569-1579. 8 En el artículo anterior de este mismo libro, “Mente y cerebro”, se ha hecho referencia a la hipótesis de la intencionalidad compartida como una función fundamental en la que se sustentaría el lenguaje.

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también cuando el mono observaba a otros llevar a cabo la misma acción, y por eso estas neuronas recibieron el calificativo de espejo 9. El alcance del descubrimiento de estas neuronas fue mucho más allá del aspecto meramente motor. Pronto fueron consideradas como la materia prima10 de un conjunto de posibles mecanismos neurofisiológicos para una serie de importantes habilidades sociales, como la imitación y la empatía11. Entre estas habilidades nos detendremos ahora en una que resulta particularmente relevante para nosotros y que se conoce con el nombre de teoría de la mente. La expresión utilizada para denominar esta capacidad no resulta muy afortunada, pero es ampliamente empleada para designar nuestra capacidad de ponernos en la mente de otros12. Al interactuar con otros seres humanos, asumimos de forma automática que tienen estados mentales, es decir, creencias, opiniones, intenciones, etc. También consideramos que la correcta interpretación de esas intenciones y creencias resulta crucial para la interacción social. Cuando nos encontramos con amigos o personas a las que amamos, asumimos que ellas también nos aman; cuando lo hacemos con 9

El descubrimiento fue llevado a cabo por un grupo de investigadores italianos dirigidos por Giacomo Rizzolatti, catedrático de la Universidad de Parma: Gallese, V.; Fadiga, L.; Fogassi, L., y Rizzolatti, G., “Action recognition in the premotor cortex”, Brain 119 (1996), 593-609. 10 Aunque esta es la concepción más extendida, es importante dejar claro que la naturaleza innata o adquirida de estas neuronas no ha sido aún establecida. Ver la revisión de Rizzolatti, G., y Fabbri-Destro, M., “The mirror system and its role in social cognition”, Current Opinion in Neurobiology 18 (2008), 179-184. 11 Una buena exposición de las posibles implicaciones de estas neuronas puede encontrarse en Iacoboni, M., y Dapretto, M., The mirror neuron system and the consequences of its dysfunction”, Nature Reviews Neuroscience 7, 12 (2006), 942-951. 12 En el artículo “Mente y cerebro” hemos hecho referencia a esta capacidad, así como a las zonas del cerebro que parecen estar implicadas en la misma.

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personas que nos desagradan, asumimos un desagrado similar por su parte. En toda interacción social tratamos de adivinar la impresión que hemos podido hacer a otras personas. El engaño y la mentira solo son posibles porque nuestro hablar o nuestra actuación se llevan a cabo sobre la base de lo que creemos que la otra persona va a pensar y no sobre los hechos reales. Algunos psicólogos sociales llegan a afirmar que nuestra interacción social está determinada no por lo que otras personas piensan de nosotros, sino por lo que nosotros creemos que ellas piensan de nosotros. Esta recursividad, aplicada al mundo de las creencias y de las intenciones, constituye una de las características centrales de la teoría de la mente y permite también establecer órdenes de intencionalidad dentro de esa capacidad. En el primer orden de intencionalidad estaría la autoconciencia de una intención o creencia (por ejemplo, yo creo que x existe). En el segundo orden de intencionalidad atribuimos la creencia a otro (yo creo que tú crees que x existe); este sería el mínimo nivel requerido para poder afirmar la existencia de la capacidad. En el tercer nivel damos un paso más (yo creo que tú crees que yo creo que x existe). En principio, los órdenes de intencionalidad podrían seguir sin límite, pero la realidad es que las personas son capaces de alcanzar con dificultad el sexto nivel de intencionalidad13. Existe un gran debate sobre la existencia de teoría de la mente en otras especies, en particular en los primates. La opinión más generalizada es que no llegan a alcanzar una intencionalidad completa de segundo orden, aunque en algunos aspectos de su vida social se encuentran indicios de ella. Los 13

Obsérvese que los órdenes de intencionalidad que aquí comentamos están relacionados, pero no son equivalentes al concepto de intencionalidad compartida que comentamos en el artículo “Mente y cerebro”. La intencionalidad compartida implicaría la consciencia de una intención o creencia común (nosotros creemos que x existe).

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chimpancés, por ejemplo, reconocen la diferencia entre conocimiento e ignorancia en otros individuos y son capaces de diferenciar una acción intencionada de otra que se realiza por accidente. Muestran una clara capacidad de engañar a los miembros del grupo cuando se trata de obtener alimento y sexo. Puede decirse que presentan rudimentos de una teoría de la mente que solo alcanza su plena manifestación en el ser humano. En resumen, tanto en los aspectos perceptivo-motores como cognitivos y sociales, la tendencia predominante en la actualidad tiende a poner de relieve las capacidades innatas que determinan el comportamiento de las personas. No se trata de explicar las habilidades y comportamientos exclusivamente en función de estos factores, sino de estudiar la forma en que interactúan con las influencias del medio, la cultura y la experiencia que la investigación anterior había resaltado. La dicotomía herencia-medio ambiente, que con excesiva frecuencia ha contrapuesto la una al otro, debe ser abandonada en favor de una visión que acentúa la interacción entre ambas. Los factores hereditarios establecen las constricciones y posibilidades que los diferentes ambientes pueden potenciar o anular. No obstante, el estudio de esas capacidades puede ayudar a rastrear el armazón de una naturaleza humana común a toda la diversidad cultural que nos permita conocer cada vez mejor lo específicamente humano.

La religión como adaptación o efecto secundario En el contexto que acabamos de exponer de búsqueda de influencias o constricciones generales características de la especie humana, no es extraño que haya surgido también la pregunta por el origen de la religión y la posibilidad de que, debajo de la gran diversidad de formas religiosas que están extendidas por la tierra, haya que preguntarse por la existencia de una religiosidad básica, una intuición religiosa fundamen-

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tal, cuyo origen pertenece al cerebro humano de forma innata como resultado de la evolución. De forma parecida al lenguaje, podríamos hablar de una religiosidad expresable en formas diversas, dependiendo de las diferencias culturales, pero subyacente a las mismas y, a su vez, haciéndolas posibles. Esta idea converge con una antigua pretensión de la antropología cultural que goza de poca aceptación por las dificultades que los antropólogos culturales han tenido para describir algo parecido a universales religiosos entre culturas. Sin embargo, la pregunta, que ahora proviene de la antropología evolucionista, no se basa en la capacidad de generalizar que se haya podido alcanzar mediante el análisis de diferentes religiones, sino en consideraciones estrictamente evolucionistas acerca de la selección natural14 y en la verificación o el falseamiento de las hipótesis derivadas de esta forma de pensar. La nueva aproximación a la religión, como toda aproximación científica, hace predicciones y lleva a cabo experimentos y observaciones para dar apoyo a sus teorías. Al hablar de religión en este contexto, suele hacerse de la forma más general posible, con el fin de incluir toda forma de relación que implica agentes no naturales con los que el ser humano de un modo u otro entra o pretende entrar en relación. De forma más concreta, podemos decir que toda religión implica en mayor o menor grado los siguientes componentes: – Un componente cognitivo-representacional, que incluye dioses, fantasmas, espíritus u otros agentes no físicos, así como dogmas, mitos y creencias relacionados con ellos. Este componente incluye también las representaciones físicas en forma de imágenes, estatuas, amuletos o artefactos relacionados con esos agentes. 14 Una revisión interesante puede consultarse en Boyer, P., y Bergstrom, B., “Evolutionary perpectives on religión”, Annual Review of Anthropology 37 (2008), 11-130

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– Un componente moral, que incluye normas, mandamientos y preceptos encaminados a regular la vida del individuo y la del grupo social tanto en sus relaciones mutuas como en su vinculación con los agentes sobrenaturales. – Un componente cultual, que engloba ritos, ceremonias y sacrificios que regulan la forma en la que las relaciones se llevan a cabo. Esta descripción y categorización de componentes está basada en la observación de las conductas que las diferentes teorías pretenden explicar sobre la base de una intuición religiosa fundamental que determinaría lo que podemos llamar capacidad religiosa del ser humano y que se expresaría de formas diferentes de acuerdo con las diversas culturas. Son varias las razones que han llevado a preguntarse por el posible carácter innato de la religión entendida como capacidad. Desde un punto de vista científico, el punto de partida es el que corresponde a un naturalismo metodológico que no asume la existencia de dioses. Más bien se asume que la naturaleza es secular y no religiosa, y se trata de ver hasta dónde se puede llegar con este supuesto. El objetivo es conseguir buenas explicaciones a partir del menor número posible de supuestos acerca de la complejidad del mundo; en este caso, el mundo religioso. Cuando tomamos en serio este punto de partida, la religiosidad aparece como un fenómeno sorprendente. Si los dioses no existen, entonces las personas religiosas yerran de forma sistemática en sus juicios sobre el mundo. Esta conclusión resulta desconcertante si consideramos que la cognición evolucionó en general para proporcionarnos una representación adecuada del mundo en el que vivimos. Dados los costes adaptativos del error, parece lógico pensar que la selección natural debía haber eliminado hace tiempo las características cognitivas que nos llevan a producir tales equivocaciones.

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Sin embargo, la religión aparece en todas las culturas, es casi universal entre los pueblos recolectores, cuyo estilo de vida es el más parecido al de nuestros más remotos antepasados, e incluso permanece popular en las sociedades avanzadas. Cuando determinadas formas de religión parecen declinar, con frecuencia son sustituidas por espiritualidades de nueva ola, astrologías o formas religiosas originadas en otras partes del planeta. La permanencia de determinadas formas de religión resulta más desconcertante aún desde el punto de vista de la selección natural cuando se consideran determinadas prácticas claramente costosas que implican incomodidad y sacrificio, llegando en algunos casos al celibato, la mutilación genital e incluso el suicidio voluntario. ¿Por qué la selección natural no ha eliminado las tendencias religiosas? Las respuestas a esta pregunta han tomado caminos diferentes15 y pueden ser clasificadas de forma amplia en dos grandes categorías: las que piensan que las intuiciones religiosas básicas son una adaptación y las que las consideran un efecto secundario de la evolución. Nos detendremos ahora a aclarar el significado de estos dos términos. Una adaptación16 es el concepto analítico más fundamental para organizar las observaciones sobre la arquitectura funcional de una especie. Una adaptación presenta las siguientes propiedades: 15

Obviamente, existe la opinión muy extendida de que la religión es un producto meramente cultural. Heredamos ideas y prácticas religiosas por evolución cultural a través de ideas y no a través de genes. Esta forma de pensar ha estado ligada al modelo estándar de las ciencias sociales. Sin negar el valor que esta postura puede tener, el objetivo de este artículo es comentar concepciones que toman en consideración el enraizamiento biológico de las intuiciones religiosas fundamentales. 16 Sigo en este punto la delimitación de adaptación proporcionada por John Tooby y Leda Cosmides en “Toward mapping the evolved functional organization of mind and brain”, en M. S. Gazzaniga (ed.), The New Cognitive Neurosciences, Bradford Books, MIT Press, 2000, 1167-1178.

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1. Un conjunto de características del fenotipo que son recurrentes a través de generaciones. 2. Que de forma consistente aparecen a lo largo del desarrollo en la vida del organismo. 3. De acuerdo con instrucciones contenidas en su especificación genética. 4. En interacción con características estables y recurrentes del medio ambiente. Es decir, se desarrollan normalmente cuando se exponen a un ambiente normal desde el punto de vista del desarrollo. 5. Cuya base genética se estableció y organizó en la especie, o en la población, a lo largo del tiempo de su evolución. 6. Porque el conjunto de características interactuó sistemáticamente con aspectos estables y recurrentes del medio ambiente ancestral. A estos aspectos del medio con los que la especie tuvo que interactuar se les da el nombre de problema adaptativo. 7. De forma que sistemáticamente se promocionó la propagación de la base genética de ese conjunto de características mejor que los diseños alternativos existentes en la población durante el período de selección. Esta promoción tiene lugar mediante la mejora de la reproducción de los individuos portadores de las características o de los parientes del individuo. Las cuatro primeras propiedades nos permiten identificar las características que constituyen una adaptación, y las tres últimas relacionan la adaptación con una base genética que fue seleccionada en un tiempo determinado como resultado de la necesidad de resolver un problema adaptativo. La relación problema-mecanismo es lo que define una adaptación. En general, el tipo de problema se considera propio del grupo humano cazador y recolector del pleistoceno superior (hasta un millón de años o anterior).

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En contraste con lo expuesto anteriormente, un efecto secundario de una adaptación son aquellas propiedades del fenotipo que no contribuyen al diseño funcional per se pero que se hallan unidas a propiedades que lo están. En consecuencia, aparecen relacionadas con la arquitectura típica de la especie debido a que están ligadas a características que pertenecen a esa arquitectura y que son reales adaptaciones. Desde el punto de vista del diseño funcional, los productos secundarios son el resultado de la suerte: son consecuencias y no causas del diseño de un organismo. Obsérvese que un producto secundario puede ser favorable o no para la adaptación del organismo. Lo importante, y por tanto su rasgo definitorio, es su carácter accidental respecto a la adaptación que lo sustenta. Por lo que respecta a la religión, ahora se puede entender mejor las dos posiciones que se enunciaron anteriormente. Para aquellos que defienden que la religión constituye una verdadera adaptación, el problema teórico fundamental se centra en definir el problema adaptativo que las características religiosas tuvieron que resolver. Para quienes la religión es un producto secundario, el problema es determinar la adaptación de la cual la religión es un accidente.

La religión como adaptación Aunque esta posición es minoritaria entre los investigadores que estudian la religión desde el punto de vista de la selección natural, algunas interesantes teorías han aparecido recientemente que hacen referencia a componentes particulares de las creencias religiosas, como puede ser la creencia en las almas y su supervivencia17, o directamente a la creencia en Dios18. 17

Bering, J. M., “The falk psychology of souls”, The Behavioral and Brain Sciences, 29 (2006), 453-498. 18 Bulbulia, J. A., “The evolution of religión”, The Oxford Hanbook of Evolutionary Psychology (2007), 621-635.

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Por su interés, nos detendremos en hacer una exposición detallada de la última teoría expuesta por Joseph Bulbulia. Para este investigador, la religión forma parte de la resolución del problema adaptativo fundamental para el ser humano que es asegurar la cooperación con los que no son familia dentro del mismo grupo social19. Como vimos en el capítulo sobre “Mente y cerebro”, el carácter social de la evolución específicamente humana es una de las hipótesis que mayor apoyo tiene en la actualidad. Se trataría ahora de afirmar que la religión forma parte de esa evolución social. Para Bulbulia, la conducta cooperativa20 desde una perspectiva individual puede asemejarse a una situación de las que contempla la teoría de los juegos. Esta teoría estudia la estructura formal existente entre posibles elecciones y las previsibles costes o beneficios derivados de esas elecciones en situaciones de interacción recíproca entre jugadores. En concreto, Bulbulia contrasta los posibles costes y beneficios entre la conducta cooperadora, que contribuye al bienestar del grupo, y la conducta aprovechada, que busca beneficiarse del grupo sin contribuir al bienestar del mismo. Existen situaciones en las que el beneficio por aprovecharse de un bien común, conseguido mediante la contribución social de otros, es mucho mayor que el coste implicado en la cooperación para conseguirlo. Esas situaciones pueden estar relacionadas con la supervivencia misma del grupo, como pueden ser una batalla, la búsqueda de alimento o el reparto de la propiedad dentro del grupo. En situaciones de este tipo, resulta importante o incluso crucial para el grupo asegurar dos aspectos funda19 La cooperación dentro del grupo familiar pone en juego otros mecanismos cuyo carácter innato no es discutido. 20 La cooperación es una de las principales manifestaciones de la intencionalidad compartida, que, como vimos en el artículo anterior, constituye para algunos investigadores el núcleo central del cerebro social humano.

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mentales y problemáticos para la vida del grupo; en primer lugar, hacer prevalecer la conducta de cooperación sobre la conducta aprovechada y, en segundo lugar, desarrollar un sistema seguro de detección de los individuos realmente cooperadores por oposición a los aprovechados. Según Bulbulia, la religión aporta la solución de ambos problemas. La religión permite conseguir el predominio de la conducta cooperativa alterando las expectativas respecto a los beneficios derivados de la misma y a los asociados a su conducta opuesta. Si consideramos individuos interesados en su propio beneficio que consideran, por ejemplo, que la recompensa asociada a sus acciones cooperativas es la felicidad sin fin en una vida después de la muerte, mientras que la conducta de deserción al grupo es su reencarnación como mosca de estercolero, estas creencias pueden perfectamente cambiar la jerarquía de recompensas a favor de la conducta cooperativa. Puede argumentarse que semejante cambio a favor de la cooperación también puede conseguirse mediante grandes castigos para la conducta de deserción y premios para la cooperación, pero la enorme ventaja de las creencias religiosas reside en su capacidad para subyugar las conciencias de cada sujeto controlando así a favor de la cooperación no solo los comportamientos de necesidad apremiante para la vida del grupo, sino todo el conjunto de comportamientos que regula la actividad ordinaria del grupo. La religión establece y sostiene la cooperación como valor prioritario en el grupo. El tipo de control que la religión puede llegar a ejercer en el individuo no solo es más amplio que el asegurado por un sistema ordinario de premios y castigos por el hecho de alcanzar la interioridad de los sujetos, sino que es menos costoso también para el grupo, ya que no necesita la aplicación de premios y castigos continuos, sino que esta necesidad se reduce a ocasiones extraordinarias.

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Por otra parte, los individuos cooperadores buscan la interacción con otros que también sean cooperadores. La religión resuelve también el problema de la identificación de los individuos cooperadores preferentemente mediante el componente ritual religioso. La participación en los rituales actúa como señal identificadora de los individuos cooperadores. Evidentemente, una participación ocasional puede ser fingida por parte de un individuo egoísta que conozca algunos aspectos rituales, pero Bulbulia ha puesto el acento en lo que ha denominado señalización costosa, es decir, la utilización de señales rituales que sean difíciles de fingir. Un buen ejemplo de señales costosas son las emociones religiosas. Estas emociones funcionan como señales de compromiso religioso que son complicadas de aparentar. Las emociones no son sucesos internos que permanecen fácilmente encerrados en el interior de un individuo; pueden ser detectadas en la expresión facial, la entonación, el temblor de la voz, el sonrojo u otras señales capaces de ser percibidas. Las emociones resultan difíciles de controlar y por ello son buenos indicadores del efecto que algún suceso nos produce. Se puede mentir, pero fingir lágrimas es mucho más difícil. Por todo ello, las emociones ligadas a rituales religiosos actúan como buenos indicadores de autenticidad y señales de probables comportamientos cooperativos en otros contextos. Los rituales religiosos tienen muchas funciones; sirven para comunicar intenciones, inculcar doctrinas, promulgar leyes, llevar a cabo alianzas. Estas y otras funciones varían dependiendo de los contextos y de los individuos. Los rituales religiosos también proporcionan un foro adecuado en el que las emociones religiosas y otras señales de compromiso religioso pueden ser mostradas y evaluadas. Es más, cuanto más costosos en términos de tiempo, dedicación o esfuerzo son esos rituales, más auténtica se considera la religiosidad y, consecuentemente, la probable tendencia a la cooperación de los participantes.

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Las razones del adaptacionismo La conducta religiosa puede ser adaptativa en el sentido de llegar a cumplir una función social sin llegar a ser una adaptación en sentido biológico. Recuérdese que quienes defienden que la religión es una adaptación piensan que tiene una base genética y, por tanto, una determinada arquitectura mental dedicada a su realización. En la actualidad, no existe evidencia genética capaz de apoyar esta teoría. Tampoco la neurociencia cognitiva ha podido rastrear centros cerebrales específicamente relacionados con algunos aspectos de la religión21 de la forma en que, por ejemplo, se han encontrado para el lenguaje. Las razones que se aducen a favor de la religión como adaptación no se defienden como definitivas, sino que simplemente se consideran que hacen plausible la hipótesis de la adaptación. Un tipo de razonamiento se apoya en el carácter universal de la religión que ya hemos mencionado anteriormente. La increencia tal y como la conocemos en la cultura occidental es relativamente reciente y aún en esta cultura los estudios muestran que las personas religiosas no son inferiores en éxito, salud y fertilidad respecto a las que no son religiosas. Algunos estudios empíricos han mostrado que las personas religiosas en Estados Unidos frecuentemente puntúan más alto en medidas de salud física y mental que las que no lo son. En un interesante artículo que analiza las ventajas e inconvenientes de la religión, Pargament22 concluye que la religión no es solamente un recurso mental para el bienestar físico o mental, sino una específica dimensión humana que proporciona por sí misma significado y fuerza mental. Esta fuerza se muestra con 21

Aunque sí se ha encontrado una alta correlación entre la activación de la corteza prefrontal medial dorsal y la cooperación. 22 Pargament, K. I., “The bitter and the sweet: an evaluation of the cost and benefits of religiousness”, Psychological Inquiry 13 (2002), 168-189.

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frecuencia en genuinas convicciones capaces de llevar a los mayores sacrificios, que bien pueden provocar la admiración o el horror. Otro aspecto que suele ser enfatizado es la fuerte tendencia del pensamiento religioso a encapsularse en forma de fundamentalismo. La mayor parte de las religiones tienden a absolutizar sus creencias, considerándolas como las únicas verdaderas respecto a Dios y el mundo sobrenatural. El diálogo entre religiones incluso hoy no pasa de ser una educada tolerancia mutua, cuando lo es. Parece difícil explicar esta tendencia si no es porque arraiga en una dimensión que ha tenido una gran relevancia en el desarrollo de la especie. Finalmente, merece la pena hacer referencia a los estudios que se han centrado en la investigación del pensamiento religioso en la niñez. Parece emerger de forma natural incluso antes de que la educación religiosa explícita dirija estas tendencias hacia formas culturales específicas. Se ha demostrado, por ejemplo, que los niños razonan sobre Dios de forma diferente a como lo hacen sobre otras personas23. A partir de los 5 años de edad comienzan a comprender que los seres humanos no conocen todas las cosas, aspecto que tienden a creer antes de esa edad. Sin embargo, después de los cinco años lo siguen creyendo en el caso de Dios. Los autores de este estudio opinan que los niños están mejor preparados para entender las propiedades divinas que las propiedades humanas. Parece que hayan nacido preparados para creer. En línea con los resultados que acabamos de comentar, investigaciones con niños americanos menores de cinco años24 23

Barret, J. L., y Richert, R. A., “Anthropomorphism or preparedness? Exploring children’s God concept”, Review of Religious Research 44 (2003), 300-312. Resultados semejantes se han encontrado en investigaciones con niños mayas entre los 4 y los 7 años: Knight, N.; Sousa, P.; Barret, J. l., y Atran, S., “Children’s atributtions of beliefs to humans and God: crosscultural evidence”, Cognitive Sciences 28, 117-126.

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han demostrado la existencia de un fuerte sesgo en su forma de razonar sobre el mundo en términos de intenciones y propósitos. Los niños ven las nubes “para llover” o el sol “para calentar”. Asimismo, también prefieren explicar los acontecimientos o las cosas del mundo como siendo causadas por agentes sobrenaturales incluso si los niños proceden de familias no religiosas. La tendencia a utilizar explicaciones teleológicas y la preferencia por explicaciones sobrenaturales están conectadas. Los niños no solo prefieren encontrar finalidad en la naturaleza, sino que prefieren explicaciones en las que los agentes causales sean los responsables de proporcionar ese propósito. Por ello,, algunos autores han concluido que los niños son “teístas intuitivos”. A la luz de las nuevas investigaciones sobre la religión que estamos comentando, los datos proporcionados por la observación del pensamiento infantil adquieren un nuevo valor. Las supuestas niñerías que con frecuencia han sido infravaloradas y consideradas como una forma de pensar elemental o primitiva, se convierten, desde el punto de vista de un adaptacionista, en señales indicadoras de la existencia de la intuición religiosa fundamental, que ellos consideran innata y característica de la especie humana.

La religión como efecto secundario Para la mayor parte de los investigadores, afirmar que la religión es una adaptación resulta excesivo, dada la escasa evidencia científica existente a favor de semejante hipótesis. La opción teórica predominante tiende a considerar la religión como un efecto secundario. Como vimos anteriormente, un 24 Kelemen, D., “Are children intuitive theists?: Reasoning about purpose and design in nature”, Psychological Science 15 (2004), 295-301. Este patrón de resultados también se ha observado en niños británicos.

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efecto secundario es siempre el resultado de una propiedad que acompaña a una adaptación. En el caso de la religión, los diferentes autores han relacionado la religión con diferentes dimensiones del psiquismo humano guiados siempre por un criterio de economía explicativa que trata de explicar el mayor número de datos con el menor número de supuestos posibles. Dada la gran variedad de aproximaciones que se han dado, nos detendremos en dos de las más frecuentemente aducidas. Ambas fundamentan su explicación de la religión en extrapolaciones llevadas a cabo por mecanismos psicológicos profundamente arraigados en la mente humana.

La religión y la capacidad para detectar agentes El antropólogo Stewart Guthrie25, que fue uno de los pioneros de la ciencia cognitiva de la religión, fue también uno de los primeros en argumentar que la tendencia de la mente a detectar o identificar agentes es uno de los principales instrumentos de categorización perceptiva que está en el origen de la religión. Esta categorización fundamental divide el mundo en dos tipos conceptualmente diferentes: los objetos y los agentes. La capacidad de distinguir entre ambos es hoy importante, pero fue crucial para la supervivencia durante la evolución. Los objetos forman el conjunto de cosas que existen pero solo responden al mundo, si es que llegan a responder, de forma puramente mecánica. Los objetos incluyen cosas naturales, como las piedras, las plantas, los árboles, y artefactos humanos, como pueden ser los vestidos o los instrumentos. Por otra parte, los agentes son capaces de movimiento autogenerado y de iniciar acciones con un objetivo determinado. Los agentes más obvios son los animales y los seres humanos. La capacidad para distinguir entre objetos y agentes es crucial para la su25

Su libro más influyente fue Faces in the clouds: A new theory of religion, Oxford University Press, Oxford 1993.

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pervivencia. Aunque los objetos son importantes, los agentes merecen atención especial. Un agente puede ser fuente de peligro inminente: fallar en la detección de una serpiente o de un depredador puede resultar fatal. Los objetos son en sí mismos poco peligrosos; los agentes pueden ser peligrosos o, por el contrario, pueden ser fuente de importantes beneficios, tales como alimento o sexo. Algunos psicólogos cognitivos han comenzado a llamar al mecanismo responsable de la percepción de agentes el instrumento de detección de agentes (ADD)26. ADD es un mecanismo diseñado por la evolución para cumplir perfectamente su objetivo: es rápido, no exige esfuerzo y está claramente dirigido a detectar su objetivo. Dado que, desde el punto de vista de la supervivencia, el coste por una falsa alarma (detectar un agente donde no lo hay) es considerablemente menor que el coste por un error negativo (no detectar un agente real), ADD está sesgado hacia la comisión de falsas alarmas y se dispara con facilidad ante cualquier configuración de estímulos que pueda parecer un agente. Esta característica ha llevado a que algunos investigadores hayan calificado a este instrumento de hiperactivo, ampliando el acrónimo en una letra (HADD). El funcionamiento hiperactivo de HADD es el causante de nuestra tendencia a generalizar de forma excesiva nuestra detección de agentes sobre todo en situaciones en las que los estímulos son ambiguos. Vemos caras en las nubes, animamos bosques inanimados, interpretamos los ruidos de los árboles como voces, las sombras nos inquietan y la noche nos impone. En estas y otras muchas situaciones la tendencia a generalizar agentes se dispara, imponiendo a los estímulos una interpretación determinada. 26

Del inglés Agency Detection Device.

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Para Guthrie y otros investigadores cognitivos, la religión es el efecto secundario de esta tendencia a generar agentes, y preferentemente agentes de forma humana. La religión es antropomorfismo sistematizado. El antropomorfismo religioso está elaborado, es compartido por un grupo y es duradero; en esto se diferencia del antropomorfismo secular, que es más idiosincrático e inestable. El religioso también es más sistemático y está dirigido a entidades más poderosas e importantes, tales como dioses que tienen capacidades humanas como la comunicación y las facultades simbólicas. En resumen, para Guthrie lo que hace posible la religión es lo que la hace plausible, y lo que hace plausible a la religión es que su objeto central de preocupación concuerda de forma muy próxima con nuestra estrategia cognitiva central para entender el medio ambiente en el que vivimos, en particular el mundo de los agentes.

La religión y la teoría de la mente Otros investigadores han criticado las ideas de Guthrie por ser excesivamente generales y han tratado de especificar más el origen de la religión completando el funcionamiento de ADD con otra adaptación que hemos mencionado anteriormente: la teoría de la mente 27. Como vimos allí, cabe distinguir distintos niveles de intencionalidad. La opinión más generalizada es que el pensamiento religioso, y también el pensamiento creativo en el arte y la literatura, requiere al menos un tercer nivel de intencionalidad (yo creo que tú crees 27

Son varios los autores que han puesto énfasis en la importancia de la teoría de la mente como una dimensión de la cual la religión sería efecto secundario. Citaremos en particular a Pascal Boyer y Justin Barret. La forma en la que Boyer aborda el fenómeno de la religión es más amplia que lo que aquí se expone. Véase su principal libro: Religion Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought, Basic Books, Nueva York 2001.

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que yo creo que x existe). Este nivel de intencionalidad es el que asegura la atribución plena de mente al otro, precisamente porque le atribuye teoría de la mente. Por lo que respecta a la religión, Boyer y Barret, entre otros, opinan que el mecanismo ADD de Guthrie no pone suficientemente de relieve que no todas las características humanas son proyectadas de igual forma en los dioses. La única característica humana que es proyectada siempre en los seres sobrenaturales es la mente. Incluso los teólogos, que pueden estar más interesados en evitar la contaminación antropomórfica de la idea de Dios, no pueden abandonar la idea de que Dios tiene mente. Por otra parte, la idea de mente que tenemos es la mente humana, y es precisamente esa idea, ampliando sus capacidades y quitándole limitaciones, la que proyectamos sobre nuestra idea de Dios. Dios tiene pensamientos, creencias e intenciones porque tiene mente, y sin esa proyección no sería posible la religión. Aunque ADD y la teoría de la mente funcionan conjuntamente como apoyo de la religión, la teoría de la mente puede operar de forma independiente, atribuyendo mentes incluso en ausencia de input por parte de ADD, es decir, en ausencia de agentes. En una serie de experimentos llevados a cabo, Jesse Bering28 estudió en niños y adultos –en ambos casos con concepciones variadas sobre la naturaleza de la muerte– la forma en que continuaban pensando sobre los agentes que habían muerto. Encontró que, aunque tanto los niños como los adultos no tenían dificultad en reconocer que las funciones físicas y biológicas de los fallecidos habían desaparecido con la muerte, consideraban que sus creencias, emociones y deseos continuaban existiendo. Para Bering, este funcionamiento autónomo de la teoría de la mente está en la raíz de las creencias sobre la vida después de la muerte. 28

Véase la referencia 17.

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En general, la mayor parte de los investigadores que consideran la religión un efecto secundario tienden a centrar su explicación en los factores cognitivos de la religión. Tanto ADD como teoría de la mente son mecanismos fundamentalmente cognitivos, de ahí que se ponga el acento sobre las ideas religiosas. Sobre la base de estos mecanismos resulta más difícil explicar los aspectos éticos y cultuales de la religión. En la mayor parte de las culturas, la idea de Dios tiene una centralidad y condiciona la cultura de una forma tal que resulta difícilmente explicable sobre la base únicamente de estos mecanismos cognitivos. La función de ADD y de teoría de la mente también se pone en juego al pensar en Mickey Mouse o en los Reyes Magos, pero no puede decirse que estos agentes lleguen a alcanzar el arraigo que la idea de Dios tiene en las diferentes culturas.

Resumen y reflexiones finales El objetivo de este artículo ha sido exponer el contexto en el que ha nacido el nuevo interés por la religión y las principales aproximaciones y aportaciones teóricas al estudio de la misma. En el curso de la exposición hemos visto que, a partir de diferentes disciplinas fuertemente influenciadas por la teoría de la evolución y el estudio del desarrollo, ha surgido una alternativa al modelo estándar de las ciencias sociales que trata de anclar la cultura, y con ella la religión, en la biología. En esta empresa, el estudio del cerebro, su evolución y sus capacidades ocupa un lugar central y los resultados que va proporcionando apuntan hacia una nueva valoración de los elementos innatos en la mente humana en todas sus dimensiones emocionales, cognitivas y sociales. Ha sido en este contexto en el que ha surgido a lo largo de los últimos veinte años ese nuevo interés por el estudio de la religión. No deja de resultar interesante constatar el resurgir de ideas que podrían resultar familiares a la filosofía occidental

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más clásica, revestidas de nuevos ropajes, apoyadas en nuevos datos y, sobre todo, formuladas dentro de una concepción de la realidad muy diferente. San Agustín o Descartes hubieran sintonizado en mayor o menor grado con el carácter innato de la idea de Dios, aunque lo que en su caso era garantía de realidad se ha convertido para la investigación actual en una característica del psiquismo que hay que explicar en términos naturales. Para muchos investigadores de la nueva corriente, la negación de todo tipo de trascendencia forma parte del principio de parsimonia explicativa que dirige toda su investigación. Así entendido, el propio principio de epistemología científica impone un reduccionismo ontológico que necesariamente acaba en explicaciones del tipo “la religión no es más que...”. El reduccionismo ha sido una tendencia fuertemente arraigada en este campo de investigación desde sus comienzos. Entre los teóricos que conciben la religión como un efecto secundario, esta actitud es frecuente, lo que lleva a encontrar corrientemente en sus escritos calificativos como erróneo, irreal, ilusorio, quimérico, imaginario u otros similares al aludir al referente de una creencia o de un acto de adoración. En este campo de estudio, la opción personal del investigador respecto a la religión, la fe o las creencias, resulta de gran importancia a la hora de valorar los datos que la investigación proporciona. En algunos casos, el efecto secundario ha llegado a ser calificado de infeccioso o patógeno y se ha urgido a liberarse de semejante agente como si de una enfermedad grave se tratara29. Obviamente, esta forma de hablar refleja únicamente las valoraciones personales de los autores respecto a la religión y están lejos del distanciamiento epistemológico que la observación científica exige. 29

Es el caso de Richard Dawkins en su libro The God Delusion, Houghton Mifflin Company, Nueva York 2006.

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En los últimos años, ha crecido el número de investigadores que tienden a considerar la religión como una adaptación, y, aunque no faltan entre ellos las actitudes reduccionistas, en general tienden a conceder a la religión un mayor valor adaptativo y a considerarla como una dimensión importante de la naturaleza humana. Con todo, limitar las opciones teóricas a la elección entre adaptación o efecto secundario puede resultar un horizonte teórico demasiado estrecho. Un concepto que no suele aparecer en las publicaciones sobre este tema es el de exaptación, al que nos referimos anteriormente al hablar del lenguaje. Una exaptación es un cambio en la función de una característica durante la evolución. Recordemos que, en opinión de Chomsky, el lenguaje es el resultado de la interacción de un conjunto de mecanismos que inicialmente surgieron con una función no lingüística. No parece una hipótesis desencaminada respecto a la religión; tendría la ventaja de obligar al investigador a tener en cuenta más de un mecanismo adaptativo y a estudiar las interacciones entre ellos. El campo de estudio que este artículo ha tratado de caracterizar es aún joven. Necesita establecer contacto con otras aproximaciones a la religión que se han hecho desde la sociología, la antropología cultural y la teología, por mencionar algunas de las más importantes. El concepto de religión del que se parte resulta excesivamente general y por ello resulta a veces ambiguo. Sería de gran interés que este tipo de investigación abordara el estudio de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad y de las grades experiencias religiosas que las sustentan. La propia psicología ha desarrollado diferentes análisis de la experiencia religiosa que, desde William James, merecen ser tomados en consideración. Algunos investigadores son conscientes de que estas tareas pertenecen al horizonte de desarrollo de la disciplina. La aportación de esta aproximación que ahora merece la pena valorar es el arraigo

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de la religión en la biología que nos ha traído. Es de esperar que un mayor énfasis interdisciplinario nos ayude a ir descubriendo la función de la religión como una dimensión de la naturaleza humana.

Estructura cerebral y ética humana Sandro Spinsanti Director del Instituto Janus, Roma

1. ¿Entender o explicar el comportamiento moral? ¿Qué es lo que sucede cuando la ética se mira en las neurociencias? La pregunta nos lleva por un camino apasionante. El primer desafío comienza al poner juntos argumentos que parecen no tener ninguna relación entre ellos: algunos tan antiguos como la misma reflexión nacida de la civilización (ya desde los tiempos de Sócrates, en Occidente nos interrogamos sobre el bien y el mal, la libertad del hombre; la conciencia moral: sobre la ética, en una palabra); otros más nuevos (como la neurociencia y sus instrumentos –TAC, resonancia magnética, SPECT...– usados para afrontar los problemas de la relación mente-cerebro). Algunos de estos temas son el símbolo de la ciencia del espíritu y otros resultan tan experimentales o tecnológicos como se pueda imaginar. Me imagino que los participantes en las Jornadas Universitarias de Cultura Humanística están preparados para llevar a cabo una reflexión sobre la ética humana con los instrumentos conceptuales que les son familiares. Pero ¿cuál es la relación que puede haber entre el comportamiento moral y la estructura cerebral, investigada mediante las neurociencias? Hablar de la relación entre neurociencia y ética podría parecer la realización del programa que Lautréamont atribuía a la estética surrealista: “La reunión de una máquina de escribir y

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un paraguas en una mesa anatómica”. Sin embargo, esta paradójica y aparentemente insensata asociación de la conciencia moral y una radiografía del cerebro no es absurda siempre que nos coloquemos en la perspectiva adecuada: la de explicar el comportamiento moral de los seres humanos. Ante las decisiones morales podemos tener una doble actitud: podemos proponernos “entenderlas” o bien “explicarlas”. En la clásica terminología alemana se habla de verstehen (“entender”) y de erklären (“explicar”). Partamos de una situación concreta: el dilema contra el cual se debate Inge en la película En el séptimo cielo (2008), de Andreas Dresen. Inge es una costurera que ha superado hace poco el umbral de los 60 años. Casada desde hace 30 con Werner, está enamorada de su marido y la relación matrimonial navega plácidamente hacia el puerto de una vejez compartida. Pero Inge encuentra por casualidad a Karl. Aunque este se acerca a los 80 años de edad, la pasión estalla entre los dos. Inge se siente de nuevo deseada y hay una atracción sexual recíproca; los amantes se ríen de ellos mismos y del mundo, se sienten golpeados por las ganas de vivir. La barca toma de nuevo las profundidades. Los intentos de Inge por mantener viva la relación naufragan. Debe escoger entre el marido y el amante y, no sin dolor interior, opta por el nuevo tramo de vida que se le ofrece. La historia termina en tragedia: Werner queda destruido por el abandono y se suicida. El director evita cuidadosamente cualquier posición moralista: ni justifica ni condena a Inge. Pero es inevitable que el espectador tome interiormente posición. Compartir o no la elección de Inge depende de cómo se quiera (o se sea capaz) de empatizar con ella. Seguramente, dependerá también de nuestra vivencia de opciones sentimentales hechas o sufridas, de nuestra conciencia moral (el rol que atribuyamos al deber, qué importancia damos a la fidelidad al otro y a la palabra dada y a la fidelidad hacia nosotros mismos y a la propia autorreali-

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zación), del equilibrio que hemos sabido construir entre la ética de los principios (escoger lo que es justo, independientemente de la felicidad/infelicidad propia o del otro) y la ética de la responsabilidad (hacer aquello que minimiza el dolor o aumenta la felicidad). Todo lo que hacemos para “entender” a Inge está lejos de lo que necesitamos para “explicar” su comportamiento. Esta es la tarea de la ciencia. Mientras el humanista comprende, el científico sabe. En la clásica distinción entre ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y ciencias del espíritu (Geistwissenshaften) que proponía el historiador y filósofo alemán Wilhelm Dilthey, el explicar (erklären) estaba atribuido en exclusiva a las primeras. Las ciencias de la naturaleza llevaban a cabo su tarea estableciendo leyes y mecanismos, mientras que las ciencias del espíritu se encargaban de la comprensión (verstehen) con sus instrumentos; en primer lugar, la historia y la narración. Esta esquemática no da razón del hecho de que también las ciencias humanas propongan intentos de explicación. Lo hacen con instrumentos distintos a los de las ciencias de la naturaleza, pero reivindicando un carácter análogo de “cientificidad”: también ellas pretenden ser científicas y quieren explicar la realidad. Con la conciencia moral y los comportamientos éticos se comparan –por nombrar solo algunos conocimientos relativos a las ciencias del hombre– la antropología cultural, la sociología, el psicoanálisis y la psicología. De la misma manera que en el campo de las ciencias de la naturaleza, la ética se puede investigar con los instrumentos de la etología, de la genética y de las neurociencias. Con éxitos muy diversos. Por mencionar solo un ejemplo anecdótico, hace un tiempo la prensa dio mucha importancia al escándalo familiar que salpicó al golfista Tiger Woods cuando salieron a la luz sus numerosas relaciones adúlteras. En su defensa intervino el etólogo Desmond Morris para explicar (erklären, precisamente) que la infideli-

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dad está inscrita en los genes y que, obedeciendo al reclamo arcaico de la selva, los machos no pueden sino traicionar a las hembras... No deseo infravalorar los intentos de explicar el comportamiento moral humano reduciéndolo a los chismes y despropósitos periodísticos. Me limitaré a presentar dos intentos de “explicación” que merecen una atenta consideración, uno sacado del campo de las ciencias humanas y el otro de las ciencias de la naturaleza: el nacimiento y el desarrollo de la conciencia moral según la epistemología genética de Jean Piaget, y las funciones de las neuronas espejo desde la perspectiva de la que se ha llamado “neuroética”.

2. ¿Qué sabe la psicología del desarrollo de la conciencia moral? Para contestar, hay que remontarse al psicólogo suizo Jean Piaget (1896-1980), un pilar significativo en el estudio de la inteligencia y de la racionalidad humana, incluida la racionalidad que se expresa en los juicios éticos. Hasta Piaget, el intento había sido siempre llegar a una definición objetiva de las operaciones racionales que especificase la esencia y los procesos en términos absolutos. Piaget, en cambio, introdujo una aproximación a los procesos cognitivos humanos diametralmente opuesta: tanto los procesos simples (como la percepción) como los complejos (desde la inteligencia al juicio moral) pueden ser explicados única y exclusivamente reconstruyendo las fases de su crecimiento en el niño. A esta aproximación se le ha llamado “epistemología genética”. El objetivo clásico de las ciencias lógicas –explicar la naturaleza de los procesos cognitivos– se lleva a cabo desde una perspectiva evolucionista, porque traza sus explicaciones en el proceso de crecimiento físico y psicológico del ser humano. Según Piaget, la inteligencia llega a su madurez a través de una serie de pasos de desarrollo que marcan las etapas intermedias necesarias. Piaget dedicó al

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estudio del desarrollo del juicio moral las investigaciones recogidas en el volumen El juicio moral del niño (1932). Su atención no se dirigía a los comportamientos o a los sentimientos morales, sino al juicio moral, es decir, a la valoración de lo que está bien o de lo que está mal y a la justificación que el niño da. Analizando la actitud infantil ante las reglas que deben cumplirse en el juego de billar y pidiendo a los niños que respondiesen a situaciones ilustradas con los cuentos, Piaget estableció algunas fases constantes en el desarrollo moral. La psicología ha adquirido así las nociones de fase de la heteronomía (hasta el séptimo-octavo año del niño) y de la autonomía, de realismo moral (es decir, la tendencia del niño a considerar los deberes y los valores que se refieren como subsistentes en ellos mismos, independientemente de la conciencia y de la circunstancia en las que el individuo se encuentre), de maduración desde una moral del deber a una moral del bien, en la cual el límite ejercido por las reglas se sustituye por la cooperación y el respeto recíproco. Observando el desarrollo de los juicios morales, Piaget llegó a proponer la existencia de dos moralidades: una heterónoma o de limitación y otra autónoma y fundada en la cooperación. La primera es típica de los niños que se encuentran en pleno “período egocéntrico”, en el que refiere todo hacia la propia persona. Esta moralidad induce a considerar bueno el comportamiento que es conforme a las reglas: lo que la regla o el adulto mandan se debe cumplir y la desobediencia es, por consiguiente, un acto reprobable. Sin embargo, según la moral autónoma, que se impone más tarde sustituyendo –quizás no por completo– a la primera, una regla tiene el valor que de común acuerdo se decide darle. El tema central del estudio de la maduración moral inaugurado por Piaget ha sido después desarrollado sobre todo por Lawrence Kohlberg (con cierta cantidad de investigaciones a partir de los años cincuenta y, particularmente, en The philo-

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sophy of moral development, obra publicada en San Francisco en 1981). El análisis del desarrollo del juicio moral ha sido prolongado por Kohlberg y su escuela hasta la adolescencia y diferenciado en sus fases. En general, el juicio moral progresaría en tres niveles: desde un punto de vista individual pasaría a uno social para desembocar en uno universal. En la primera fase, se tendría una comprensión egocéntrica de la justicia, basada en la necesidad individual; en la segunda, una concepción anclada en la convención consensualmente aceptada por la sociedad; en la tercera, una idea basada en los principios universales y fundada en la lógica autonomía de la igualdad y la reciprocidad. Únicamente esta última concepción, en la que la justicia se basa en los principios universales, realiza la plena madurez moral. Piaget, Kohlberg... A continuación llega una mujer, Carol Gilligan. Discípula de Kohlberg (firmó con él un estudio sobre el descubrimiento del “sí mismo” en los adolescentes), innovó de manera radical en este capítulo de la psicología. No rebatió las teorías del desarrollo de los juicios morales, pero denunció la unilateralidad. Cuando hablamos del niño (o del adolescente) –afirmó– pretendemos llevar a cabo un discurso universal, pero en realidad discutimos solo sobre la experiencia masculina de la moralidad. Las categorías en base a las cuales valoramos el “normal” desarrollo evolutivo se extraen de las investigaciones sobre sujetos masculinos. En relación con esta costumbre, el pensamiento femenino sobre la moralidad se considera menos evolucionado, más infantil. Este mal hábito no afecta solo a la psicología cognitiva, sino que también la dinámica es manifiestamente unilateral, generalizando el valor del ser humano por el género masculino. Asimismo, también el psicoanálisis se basa en el imaginario masculino al delinear el desarrollo del crecimiento humano. Consecuentemente, para Freud la experiencia femenina (la vida sexual de la mujer y su conciencia moral) es un “conti-

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nente oscuro”. La percepción femenina de la experiencia moral no se puede identificar con estos modelos evolutivos. Las mujeres no ven reflejada en esta concepción de la ética lo que Joan Didion ha llamado “la inconciliable diferencia: ese sentimiento de vivir la propia vida más profunda como bajo el agua, esa oscura participación con sangre, el nacimiento y la muerte”. “Durante siglos –ha afirmado Carol Gilligan–, hemos escuchado la voz de los hombres y las teorías del desarrollo inspiradas en sus experiencias; hoy hemos comenzado a darnos cuenta no solo del silencio de las mujeres, sino también de la dificultad de oírlas cuando ellas hablan”. Se les considera infantiles, inmaduras, inmorales, con respecto al parámetro constituido por el razonamiento moral masculino. La misma (¡pero parcial!) verdad de las teorías psicológicas sobre el desarrollo moral es la que ha impedido ver la modalidad femenina de cómo conciben los conflictos y las opciones morales. La estructura ética que emerge del pensamiento de las mujeres ha sido considerada como una desviación del modelo ideal, una especie de fallo evolutivo. En resumen: respecto al comportamiento masculino considerado como “norma”, es preciso reconocer que hay algo que no funciona en las mujeres... En cambio, Carol Gilligan partía precisamente de su atención a las mujeres. La parte central de su libro está formada por los resultados de una investigación llevada a cabo por mujeres que afrontaban la decisión de abortar. Analizando su modo de definir el conflicto moral y de tomar decisiones, la estudiosa ha hecho surgir un modo alternativo de concebir la madurez moral, que ha calificado como “ética de la responsabilidad”. Esta, más que una idea universal de la justicia, refleja el saber acumulativo de la humanidad sobre las relaciones humanas: concibe los conflictos como una ruptura de la red de relaciones, más que como un contraste entre valores jerárquicamente ordenados; articula la madurez ética en torno a la

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institución central de la interdependencia entre uno mismo y el otro. Esta visión de la ética es coherente con el puesto que ocupa la mujer en el ciclo de la vida humana, en cuyo seno su labor es la de asegurar el lazo afectivo. El cuidar de los otros es típico del modo de ser femenino e informa del comportamiento ético en su estructura más íntima. Idealmente, las facultades morales alcanzan su plena madurez no cuando se ha llegado –o se ha hecho propio– a un modelo de valores universales, sino cuando se ha llegado a la capacidad de sentirse en relación. Se trata de diferentes aproximaciones a la conciencia moral, pero están unificadas por la ambición de la epistemología genética de saber algo más sobre la conciencia estudiándola como un organismo en crecimiento, desde su primer trazo hasta su completo desarrollo.

3. La ética encuentra la neurociencia Para “explicar la ética” nos trasladamos ahora desde las ciencias humanas a las ciencas biológicas; más concretamente, a las más tecnológicas que existen entre ellas: las neurociencias. ¿Qué es lo que podemos conocer de la conciencia moral con ayuda de las neurociencias? Nuestro objeto de estudio será aquí la neuroética. Desde que, hace ya 40 años, el científico americano Van Rensselaer Potter propusiera acercar la ética a la biología creando el neologismo “bioética” (y la disciplina que de él se deriva), la tendencia se ha consolidado. Como último “recién llegado” podemos dar la bienvenida al neologismo “neuroética”, que plantea el matrimonio entre la ética y las neurociencias. El término fue propuesto por William Safire en el año 2002 y lo divulgó Adina Roskies en un artículo aparecido en la revista Neuron ese mismo año con este prometedor título:

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“Neuroethics for the New Millennium”. En los años siguientes registramos muchos ensayos dedicados al tema. Un primer resultado del análisis de esta literatura es la constatación de que el propio término se ha utilizado para expresar dos contenidos muy diversos. En la primera acepción, se trata de llevar la ética a las prácticas biomédicas relacionadas con las neurociencias. No se trata de otra cosa que de reflexionar desde el punto de vista de la ética (si se prefiere, de la bioética) sobre el tratamiento del cerebro humano con los instrumentos de los que dispone la biomedicina. Como siempre ocurre en el momento en el que invocamos a la ética, el objetivo es el de llegar a juicios morales (bien/mal, justo/equivocado) compartidos sobre la base de argumentos racionales. Dos ejemplos, entre muchos, para concretar esta competencia que se atribuye a la neuroética. En junio de 2008, por primera vez en la historia, el Tribunal de Justicia de Pune, en la India, condenó a un imputado por homicidio en base a una resonancia magnética funcional. El abogado de la acusación había presentado al tribunal un examen en el que resultaba que el sujeto, ante detalles relativos al delito que solo el culpable podía saber, activaba las áreas cerebrales de la memoria: recordaba aquello que en teoría nadie debía saber. El debate ético sobre prácticas que podríamos llamar de “neuroética forense” podría ir en dos direcciones opuestas. Se puede ver en este recurrir al neuro-imaging un desarrollo finalmente asequible, basado en pruebas biológicas concluyentes de la vieja y desacreditada “máquina de la verdad”. (Por asociaciones mentales, tratándose de la India, cualquiera podría soñar con resolver por este método el debatidísimo caso judicial que está en el epicentro del romance Pasaje a la India, de Edward Morgan Forster: ¿qué sucedió realmente en las cuevas de Marabar? ¿El doctor Aziz molestó a lady Quested o ella se lo imaginó todo? Una resonancia magnética habría evitado una sublevación popular...) Pero la perplejidad y la resistencia no están ausentes, pues a este uso de un instrumento productor de neuroimágenes

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se le puede acusar de ser una intromisión sin precedentes en el centro mismo de la conciencia del individuo. Las aplicaciones de las neurotecnologías para verificar si una persona miente o no son innumerables. La más reciente es un procedimiento para la seguridad llamado WeCU (en inglés se lee “we see you”, es decir, “te vemos”). Con una batería de sensores y ojos electrónicos, termómetros y un ordenador se debería saber si la persona interrogada miente. El principio en el que se basa la máquina es el del lie detector: la mentira, las emociones, el amor y el odio producen reacciones fisiológicas. Y, por tanto, mesurables. La ciencia-ficción ha ido más allá por este camino. Pensamos en el argumento de Minority Report, relato de Philip Dick llevado al cine por Spielberg en 2002. En él se imagina una sociedad futura que ha perfeccionado de tal manera los métodos de investigación para reunir un sistema “precriminal”, que castiga los delitos antes de que lleguen a cometerse. Utilizando una combinación de humanos (los mutantes pre-cog, o precognitivos) y escáneres cerebrales, se identifican los delitos incluso cuando los autores no son conscientes de quererlos cometer. “Nosotros los detenemos antes de que puedan realizar una acción violenta, por lo cual la perpetración del crimen es algo metafísico. Nosotros decimos que son culpables, y ellos, por su parte, proclaman eternamente su inocencia. Y, en cierto sentido, son inocentes”. En esta parábola totalitaria que pesa sobre nuestro futuro, se realiza el sueño del hallazgo científico objetivo que omite antiguas estructuras morales como la intención, el conocimiento y la conciencia misma. Segundo ejemplo de prácticas discutibles con las que se llamaba a enfrentarse a la neuroética: en abril de 2008, la revista Nature publicó un sondeo realizado entre un grupo desus lectores, formado sobre todo por investigadores y profesores universitarios, con el objetivo de constatar cuántos de ellos habían hecho uso de fármacos para potenciar su capacidad

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cognitiva. Según las respuestas obtenidas, los utiliza uno de cada cinco, sobre una muestra de 1.400 personas pertenecientes a 60 países diferentes. Entre las sustancias más usadas está el metilfenidato (conocido comercialmente como Ritalin, fármaco ampliamente prescrito para la cura en las perturbaciones por el déficit de atención en niños). El 20 por 100 de los entrevistados declara utilizar fármacos psicotrópicos simplemente para aumentar su memoria y su capacidad de concentración (sobre todo, con ocasión de exposiciones, congresos u oposiciones universitarias) y no ve en ello ningún problema de tipo ético. Pero no todos están dispuestos a considerar como moralmente irrelevantes prácticas biomédicas que llevan a un incremento de las facultades naturales que desequilibra la justa relación entre los individuos en la sociedad: esta “mejora” del potencial humano con la ayuda de psicofármacos puede ser el origen de injusticias irreparables. En esta primera acepción, la neuroética se puede considerar como una articulación de la bioética con el objetivo de discutir y regular los comportamientos en el ámbito del desarrollo de las neurociencias. Pero existe otro ámbito que se denomina con el mismo término o bien con la expresión “neurociencias de la ética”. Esta segunda acepción de la neuroética tiene la ética como objeto de investigación y las neurociencias como instrumento. Su objetivo es aclarar los mecanismos cerebrales que son la base del razonamiento moral o, más fundamentalmente, del sentido moral. Recurriendo a las neurociencias, la neuroética se propone perfeccionar el conocimiento de nosotros mismos como agentes morales. El supuesto básico es la correlación entre procesos mentales y sucesos cerebrales. En la práctica, es como si se quisiera dar cuerpo a este eslogan: “¡Si quieres entender la mente, estudia el cerebro!”, la parte de la vida mental que viene a ser objeto de interés de la neuroética y que tiene que ver con el sentido moral. Se nos pide cuál es el sustrato neural de la representación de los valores, qué partes del cerebro se activan cuando se toman decisiones independiente-

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mente de los juicios morales. En lugar de explorar la ética en el ámbito de los sentimientos y de los pensamientos subjetivos, se compara con el mundo objetivo de los datos desnudos y crudos, o bien con todo lo que los refinados instrumentos de las neurociencias consiguen detectar en el cerebro. La neuroética se sirve de la electroencefalografía (EEG), de la estimulación magnética transcraneana (TMS) y de la resonancia magnética funcional (fRMI), y su objetivo es explicar las bases neurofisiológicas de la parte del comportamiento humano que llamamos “sentido moral”. ¿El conocimientos de la arquitectura funcional del cerebro qué puede aportar a la comprensión de la identidad personal y al desarrollo del sentido moral? El campo de las investigaciones que ha tenido más eco en los medios de comunicación ha sido el de las llamadas “neuronas espejo”. A este descubrimiento se le ha dado gran importancia: se espera que contribuya a explicar el fenómeno de la empatía, revelando sus bases biológicas. Existe una larga tradición de estudios filosóficos y psicológicos dedicados a la empatía: desde la fenomenología de Husserl hasta el enfoque dado por Heidegger. Los neurocientíficos que han centrado su atención en las neuronas espejo sostienen que las estructuras neuronales implicadas cuando experimentamos determinadas sensaciones y emociones son las mismas que se activan cuando atribuimos a otro esas “mismas” sensaciones y emociones. Para la neuroética, en la base del “sentir junto a” (la empatía) habría un circuito cerebral que activa algunas neuronas específicas: las “neuronas espejo”, precisamente. Desde hace tiempo se sabe que cada acto cognitivo –como el reconocimiento espacial, el lenguaje, el reconocimiento de los rostros y los objetos, etc.– viene acompañado de activaciones de diversas regiones cerebrales e interconexiones de redes neuronales. Las neuronas espejo, identificadas y divulgadas por algunos investigadores de la Universidad de Parma a comienzos de

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los años noventa, son un tipo de neuronas que se activan cuando se lleva a cabo una acción (con la mano o con la boca) o cuando se observa cómo la realiza otro; es decir, “reflejan” lo que sucede en la mente del sujeto observado como si fuera el mismo observador quien realiza la acción (cf. Giacomo Rizzolatti y Corrado Sinigaglia, So quel che fai. Il cervello che agisce e i neuroni specchio, Ed. Cortina Raffaello, 2006). Cuando observamos en los otros manifestaciones de dolor o disgusto, se activa el mismo sustrato neuronal ligado a la percepción en primera persona del mismo tipo de emoción. Esta misteriosa operación mental que nos permite entender qué es lo que está haciendo, pensando o sintiendo otra persona –en otras palabras, el mecanismo de resonancia/reciprocidad que está en la base de la experiencia: “Sé lo que haces”– se reduce a un reflejo entre circuitos neuronales. Según Laura Boella, estudiosa de la neuroética, las neuronas espejo revelarían el funcionamiento automático e involuntario de la empatía, constituyendo una especie de altruismo innato o bien “una moral antes de la moral”: “Mi capacidad moral se lleva a cabo por determinados vínculos neurológicos. Así como para correr necesito dos piernas ágiles y unos mecanismos neuronales que las hagan funcionar, para actuar moralmente debo usar unos órganos sensoriales (vista, tacto, etc.) y el sutil juego de las áreas emotivas y cognitivas correspondiente” (Laura Boella, Neuroética, p. 109). De aquí se sigue que la vida moral empieza mucho antes que la voluntariedad y la obediencia a una norma: ¡la moral, pues, comienza antes que la moral! Así pues, antes del comportamiento efectivo intervienen múltiples procesos, cuya base neurológica se está investigando. Las publicaciones sobre este tema son numerosas (cf. Giacomo Rizzolatti, Nella mente degli altri, Zanichelli, 2007; Marco Iacoboni, I neuroni specchio. Come capiamo ciò che fanno gli altri, Bollati Boringhieri, 2008). El reto es explicar, con un mecanismo natural, la facultad que tenemos de entrar en contacto con los otros sin quedarnos cautivos de mundos separa-

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dos. En realidad, no faltan voces críticas que tachan al resultado científico de las neuronas espejo de ser una especie de mitología que no nos dice sobre la ética nada que no podamos conocer mediante las ciencias humanas. En cambio, quienes contemplan con interés la neuroética esperan que “dirigir la mirada a los comportamientos morales que practican los individuos pueda servir para encontrar un fundamento común de lo humano” (Laura Boella).

Conclusión Hemos seguido dos caminos, entre tantos posibles, para tratar de “explicar” las decisiones morales, que son la “sustancia” de la ética: la propuesta de la psicología (epistemología genética) y la que se apoya en las neurociencias. Sea cual sea el éxito de nuestros intentos de “explicar” el comportamiento moral, no podremos escaparnos a la labor de “comprenderlo”. Esta labor nos remite a la fiction de la que hemos partido: la decisión de Inge de dejar a su marido y aceptar el amor que le ofrece Karl. Su elección da lugar, como fruto amargo, al suicidio de Werner. La película acaba con la imagen del rostro de Inge cuando recibe la noticia. ¿Su opción ha sido una decisión moral buena o equivocada? ¿Tenemos argumentos para defenderla o para condenarla? ¿Podemos considerar su decisión como la expresión de una conciencia moral plenamente desarrollada? ¿Tenemos instrumentos para explicar su comportamiento, cualquiera que sea el juicio moral que formulemos? Nos gustaría decirte, Inge, que nos situamos con respeto ante el santuario de la conciencia moral, de la tuya y de la de cualquier otra persona. No tenemos la intención de someterte a un cuestionario para saber si tu moralidad es heterónoma o autónoma, si está más en sintonía con los modelos éticos masculinos o femeninos. Aún menos, nos confiaremos al diagnóstico por imágenes para ver si se activan o no tus neuronas espejo y medir tus facultades empáticas. Permanecemos respe-

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tuosamente en silencio ante tu drama: no tenías la posibilidad de hacer una opción que evitase a otro, y sobre todo a ti misma, un gran sufrimiento. Junto a ti, queremos releer la conclusión de una poesía de Antología de Spoon River: “Este es el dolor de la vida: solo siendo dos es posible ser feliz, pero nuestros corazones responden a estrellas que no quieren saber de nosotros”. De este “dolor de la vida” están llenas las decisiones morales, que nacen de la conciencia de cada ser humano: incluso cuando no podemos “explicarlas”, siempre podemos intentar “entenderlas”. Esforzarnos nosotros por entender las opciones morales de los otros y pedir a los otros que entiendan las nuestras.

Vivir después de la muerte, ¿una entelequia humana? Mari Carmen Montañez Master en psicoterapia por la Universidad de Deusto Desde el punto de vista biológico, la vida es aquello que tiene las capacidades de nacer, crecer, reproducirse, evolucionar y morir, y la muerte es el cese de la vida y tiene carácter de irreversibilidad, de absoluto. El carácter de absoluto que la biología da a la muerte nos tiene atrapados en una contradicción entre lo que nos dice el pensamiento lógico basado en la percepción sensorial y lo que nos dice el pensamiento analógico basado en la intuición, en el sentir, que cree que debe haber algún tipo de continuidad en otro u otros planos más allá del biológico. La lógica nos dice que si no puedo medir a través de los órganos sensoriales una continuidad de la existencia después de la muerte, esa existencia no es. A través de la analogía sentimos que el nacimiento y la muerte se reflejan mutuamente en una iteración infinita que conforma una realidad fractal que es la vida.

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Lenguaje y pensamiento dualista A través de la observación y atención del uso del lenguaje accedemos a una definición de la vida que, para el ser humano, va más allá de su dimensión biológica. Así, hay expresiones de este tipo: “¿cómo te va la vida?, “esto no es vida”, “esto es vida”, “vive la vida”, etc. Vida-muerte, lógica-analógica, son expresiones de nuestro pensamiento dualista, que refleja la naturaleza de nuestra organicidad y de nuestro lenguaje. El pensamiento dualista está basado en hacer agrupaciones de contrarios; para pensar en algo invoco la representación o imagen de lo contrario y en el espacio entre ambos discurre mi esfuerzo intelectual. Orgánicamente, nuestro cerebro es dual: está formado por dos hemisferios cerebrales que comparten información a través de algunas comisuras cerebrales, siendo la más relevante el cuerpo calloso. Los dos hemisferios cerebrales realizan funciones superiores muy diferentes e incluso en ocasiones la relación que tienen con la realidad aparentemente es opuesta y está llamada a ser complementaria. Ante la realidad, tanto externa como interna, reaccionamos con ambos hemisferios; uno, a través del lenguaje verbal, aplica la lógica y el método deductivo; el otro hemisferio, a través del lenguaje no verbal, utiliza la analogía y el método inductivo. El hemisferio en el que reside la lógica es el dominante. Con el presupuesto de lenguaje que tenemos podemos articular la frase “vivir después de la muerte” y nuestro pensamiento dualista se queda paralizado porque, cuando abordo el concepto “vida”, en algún lugar de mi cabeza se registra “vida como contraria de la muerte y que en el tiempo le precede” y, cuando llego a la palabra “muerte”, mi mente la equipara a “lo contrario de la vida y que en el tiempo le sucede”. Entonces, ante una afirmación que relaciona opuestos invirtiendo el tiempo, pensamos que es imposible; ahora bien, ¿qué sentimos?

VIVIR DESPUÉS DE LA MUERTE, ¿UNA ENTELEQUIA HUMANA?

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El hemisferio no dominante tiene un funcionamiento superior, que consiste en sentir. Yo puedo sentir que vida y muerte no son conceptos opuestos. Puedo “pedir al cuerpo calloso que se ensanche” y permita una mayor comunicación entre los hemisferios. Puedo pensar y sentir que la muerte es lo opuesto o contrario al nacimiento, que marcan dos momentos diferentes y conceptualmente opuestos. En este salto, que ha sido de la mano del sentir, alcanzo un grado de conciencia más complejo que me dice que la vida y la muerte tienen un concepto más amplio de lo que dice la biología y que ya el uso del lenguaje lo expresaba como veíamos al principio.

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Para morir solo hace falta una cosa: estar vivo. La muerte necesita de la vida para ser, pero la vida no necesita de la muerte para ser. La muerte, nos decía la biología, es ausencia de vida; ahora bien, la vida no es ausencia de muerte, ya que vivir, paradójicamente, es estar muriendo. La paradoja es la constatación de que el hemisferio dominante no puede manejarse con la realidad sin el hemisferio no dominante. Pongamos un ejemplo: “El hecho ocurre en el puente hacia una isla. Hay un guardia al que cada visitante le preguntaba para qué iba allí. Si el visitante respondía con la verdad, el guardia le dejaba pasar y no había ningún tipo de problema. Sin embargo, si el visitante respondía con una mentira, era ahorcado en el acto.

Un día llegó un visitante. Cuando el guardia le preguntó para qué iba a la isla, el visitante le respondió: –He venido aquí para ser ahorcado. Los guardias quedaron confusos, pues no sabían qué hacer. Si el visitante decía la verdad, debían dejarle pasar. Pero como dijo la verdad, debía ser ahorcado, pues, si no, habría mentido. Si el visitante había mentido, debían ahorcarle. Como había mentido, no podía ser ahorcado, pues, si no, habría dicho la verdad y debían dejarle pasar a la isla. En la historia narrada se cuenta que los guardias consultaron al gobernador de la isla. Tras pensarlo, el gobernador concluyó que, hiciera lo que hiciera, quebrantaría la ley, así que decidió ser clemente y dejar en libertad al visitante”. Observamos que ante un fracaso del hemisferio dominante, cuya función superior es pensar, aparece un estado de confusión, y la forma de salir del enredo es el sentir (“ser clemente”), que es la función superior del hemisferio no dominante.

VIVIR DESPUÉS DE LA MUERTE, ¿UNA ENTELEQUIA HUMANA?

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La paradoja existe porque nuestro lenguaje dualista, que se articula en base a unas leyes lógicas, no es perfecto, no recoge toda la realidad, aunque ha demostrado ser una buena aproximación a esa realidad. ¿Cómo se relacionan los seres vivos con la muerte? No es lo mismo instinto de supervivencia que conciencia de la muerte. La conciencia de la muerte es patrimonio de lo humano, mientras que el instinto de supervivencia es común a todos los seres vivos. Entre instinto de supervivencia y conciencia de la muerte encontramos conceptos como instinto de muerte, de Freud, y ansiedad de muerte, de Melanie Klein.

Conciencia de la muerte vs. instinto de supervivencia Desde un punto de vista biológico, el instinto es la reacción inmediata a determinados estímulos. En este sentido, actuar desde el instinto significa, por ejemplo, escapar de un peligro, buscar protección o buscar proteger a nuestros seres cercanos, buscar satisfacer determinadas necesidades, etc. Desde las corrientes biologicistas, el instinto en el ser humano se puede dar de dos maneras diferentes: el instinto de supervivencia, que nos lleva a adaptarnos a diversas realidades con el fin de suplir las necesidades básicas, y el instinto de reproducción, que tiene como objetivo hacer perdurar la especie por encima de todas las cosas. De alguna manera, el instinto de supervivencia nos defiende de la muerte individual, y el instinto de reproducción, de la “muerte” colectiva, que sería la extinción de la especie. ¿Qué hace que el ser humano sea el único ser vivo que, además de instinto de supervivencia, tiene conciencia de la muerte? ¿Qué hace que, además de tener conciencia de la muerte, el ser humano se plantee la vida después de la muerte?

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Que las personas podamos preguntarnos acerca de la vida, la muerte y la relación entre ambas tiene que ver con el desarrollo de la conciencia, que dio un salto cualitativo con la aparición del lenguaje. ¿Cómo era antes del lenguaje la conciencia en el ser humano?

Conciencia en el hombre primitivo Según el profesor Francisco Rubia, catedrático especialista en fisiología del sistema nervioso y autor de El cerebro nos engaña y La conexión divina, entre otros libros, el hombre primitivo vivía en permanente contacto con lo sagrado. Su mente no distinguía entre los ensueños y el estado de vigilia. Percibía la naturaleza como si estuviese animada por fuerzas sobrenaturales. El animismo lo impregnaba todo y su mentalidad arcaica se relacionaba con todo de manera mística: con los animales, con las plantas, con las rocas... El hombre primitivo poseía una visión de la vida que se ha llamado mágica, mística, mítica o participacionista y que se caracteriza por la visión de un ser que se encuentra, en palabras de Remo Cantoni, “en un mundo fluido y animado en donde la inteligencia no ha introducido aún sus distinciones esquemáticas, no ha roto la relación emotiva en virtud de la cual hombre y naturaleza parecen comprendidos en una realidad única; no ha destruido ese estado de simbiosis por el cual el primitivo convive con plantas, animales, lugares, personas vivas y muertas, antepasados y divinidades en una atmósfera concreta y animada”. Según el profesor Rubia, con estas palabras Cantoni se refiere a la consciencia holística y emocional, característica del hemisferio no dominante, en el que no existen ni el tiempo ni el espacio, como tampoco el operador binario que divide el mundo en antinomias.

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¿Podría considerarse que la conciencia del hombre primitivo se corresponde con una conciencia colectiva como especie? En el supuesto de que así fuera, la muerte no hubiera existido, ya que no había conciencia de vivencia individual. La aparición del lenguaje, con los cambios orgánicos y fisiológicos necesarios en el cerebro (diferenciación hemisférica), permite el desarrollo de la conciencia de vida y el malentendido de que un ser de la misma especie desaparezca, de que desaparece también la vida. El lenguaje ha permitido una conciencia individual, propia de un cerebro no dual, en el que la muerte no existía, en el sentido de que la existencia era una a través de la vida de cada organismo, como en la actualidad es con el resto de los seres vivos. Cuando Freud formuló el complejo de Edipo, fue desarrollando cada vez mayor conciencia sobre el núcleo de ese complejo, que es el incesto. Concluyó que, de alguna manera, en el pasado el ser humano practicaba el incesto y que la aparición de la ley que prohíbe el incesto era simultanea a la aparición del lenguaje. El ser humano tenía en su memoria genética reminiscencias de un pasado en el que el incesto fue una realidad y que ahora permanecía como una fantasía que generaba una ansiedad que favorecía el camino hacia la conciencia individual. Jung formuló el concepto de inconsciente colectivo, que estaba formado por arquetipos. ¿Podríamos pensar que hubo una consciencia colectiva que se corresponda con el inconsciente colectivo? ¿Tienen el lenguaje y la prohibición del incesto relación con la dualidad del cerebro actual? ¿Tienen relación el lenguaje y la prohibición del incesto con la conciencia individual? ¿Tiene relación la muerte de la preconciencia individual con la asignación de absoluto con la que muchas personas viven hoy la muerte?

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Conciencia en el Homo sapiens Conciencia y comportamiento El lenguaje marca la diferencia entre el hombre primitivo y el Homo sapiens. Y el nivel de conciencia marca las diferencias individuales en el Homo sapiens: no todas las personas tenemos el mismo nivel de conciencia respecto a la muerte. Hay una relación directa entre el grado de conciencia y nuestra conducta. Cuando el desarrollo de nuestra conciencia de la muerte es insuficiente, mostramos un comportamiento temerario que puede poner en riesgo nuestra integridad física; por ejemplo, actividades de alto riesgo, abuso en el consumo de sustancias tóxicas, conducción excesivamente rápida, etc. Cuando la conciencia de la muerte está excesivamente presente, mostramos un comportamiento temeroso que puede ir desde la conducta parcialmente inhibida (miedo a realizar cualquier actividad física) hasta la patología que impide el desarrollo de la vida cotidiana (miedo a salir de casa). En cualquier momento puedo morir. Esto es una realidad, y es importante tener una adecuada conciencia de esa posibilidad para acceder a más y mejor vida. Ahora bien, qué hace que, sabiendo que puedo morir en cualquier momento, gestione mi vida como si esto no fuera a suceder; es decir, planifico las vacaciones con meses de antelación, tengo proyectos a largo plazo, una agenda llena de compromisos, etc. Hay algo en mi organicidad y en su funcionalidad que me permite sostener una “verdad más verdadera” que la muerte, y esto tiene que ver con la vida.

Conciencia de la propia muerte vs. conciencia de la muerte de otro No es lo mismo la conciencia de la muerte de otro que la conciencia de la propia muerte. No es lo mismo la conciencia de

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la muerte de otro con quien mantengo un vínculo que la conciencia de la muerte de otro que me resulta totalmente ajeno. La conciencia de la muerte de otro con quien no mantengo vínculo la tenemos forzosamente adormecida. Todos los días, a través de las noticias, accedemos a la información sobre muertes de desconocidos, y la mayoría son de naturaleza traumática, ya sea por catástrofes naturales o por la acción destructiva del hombre. La conciencia de la muerte de otro con quien mantengo un vínculo me pone en contacto con unas cogniciones y emociones que me hacen experimentarme a mí misma como vulnerable en un mundo en el que existen la incertidumbre y la adversidad. La muerte de otro con quien mantengo un vínculo me sitúa en una experiencia de duelo. La conciencia de mi propia muerte es un proceso cognitivo y emocional muy complejo, que requiere un elevado nivel de madurez. Si bien hay niños pequeños que muestran conciencia de la propia muerte, lo frecuente es que a medida que crecemos vayamos adentrándonos en la conciencia de la misma. De hecho, hasta los siete años no tenemos la suficiente madurez neurológica para entender el carácter irreversible de la muerte.

Conciencia de la muerte, instinto de muerte y ansiedad de muerte Freud arma la teoría psicoanalítica partiendo del estudio de la histeria. Por decirlo de alguna manera, empieza con la patología más frecuente y menos grave: la neurosis. Describió un funcionamiento psíquico plural y dinámico. Habló del instinto de vida y del instinto de muerte como excitantes internos que reclaman ser resueltos para volver a un estado de equilibrio. El instinto de muerte no está presente en los animales, sino que tiene que ver con un instinto humano

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que se expresa a través de la agresividad y que busca la muerte de algo vivo o la propia muerte sin que responda a un instinto de supervivencia. Freud lo relacionaba con la nostalgia de volver a un estado inorgánico. Freud describió también un funcionamiento evolutivo en etapas, en las que podía darse una fijación, y en la etapa adulta aparecería como un problema para el desarrollo en plenitud de la vida. Hablaba de la etapa oral, anal, fálica y genital. Los postfreudianos asimilan la teoría de Freud y la desarrollan más. De esta forma, Melanie Klein profundizó en la etapa oral y formuló la presencia de dos momentos evolutivos que llamó “posiciones psíquicas”, que eran precursoras de la psicosis y la neurosis: la posición esquizo-paranoide y la depresiva. Ambas son lugares por los que se transita en la primera infancia y a las que se puede regresar en cualquier momento del desarrollo y de la vida adulta. Klein habla de las ansiedades de la posición esquizo-paranoide como ansiedades psicóticas, y de las de la posición depresiva como ansiedades neuróticas. En el primer caso, se refiere a la ansiedad de muerte; esto es, el yo entra en contacto con el instinto de muerte y todavía no ha desarrollado una conciencia de la muerte. Desde la psicopatología, tanto en el niño como en el adulto esta ansiedad de muerte puede referirse a la muerte biológica, a la muerte psíquica (la locura) y a la muerte material (la ruina). Hasta que la persona pueda desarrollar la conciencia de la muerte, la mente dispone de unos mecanismos de defensa que de manera automática se ponen en marcha para mantener en cierto equilibrio la experiencia subjetiva de vivir. A los mecanismos de defensa de la posición esquizo-paranoide se les llama “primitivos”. En la posición depresiva, la ansiedad tiene que ver con el temor de perder el amor del otro de quien dependo. Es el

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temor a la muerte del vínculo. Hasta que pueda desarrollar la conciencia de la muerte, separando los elementos que mueren y los que no mueren, se pondrán en marcha mecanismos de defensa que se llaman “evolutivos”. Por ejemplo, si pierdo el amor de alguien con quien mantengo un vínculo –por ejemplo, de pareja–, yo puedo perder la atención del otro, su amor, la relación, pero conservo la capacidad de volverme a enamorar, de volver a amar a otra persona. Klein decía que en la vida adulta estamos fluctuando entre una posición y otra. La salud mental compromete la elaboración de las ansiedades, y esto es un trabajo que se realiza “haciendo conciencia”. La psicoterapia analítica busca el insight, la toma de conciencia, el clic que comporta un trabajo de pensar y de sentir simultáneo. Si no se da el componente emocional, no hay cambio. El ser consciente sostiene el sufrimiento psíquico.

Conciencia de la muerte y proceso de individuación Jung estaba llamado a ser el heredero de la teoría de Freud. Trabajaron juntos muchos años y finalmente su evolución tomó un camino diferente. Él pensaba que el motor en la evolución del ser humano no era de naturaleza biológico-sexual, como decía Freud, sino de naturaleza espiritual. Sintetizó ambas teorías expresando que “la primera mitad de la vida está dominada por el objetivo de la reproducción, mientras que en la segunda mitad esta búsqueda es reemplazada por el dar un sentido a la vida”. Algunas de las aportaciones más importantes de Jung son: – El inconsciente colectivo. – El proceso de individuación. – La segunda mitad de la vida.

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El proceso de individuación es un proceso de crecimiento de la conciencia; en él, se va haciendo cada vez más profunda y más compleja y va habiendo un desplazamiento de lo biológico y lo instintivo (instinto de supervivencia y de reproducción) hacia la conciencia (de la muerte –propia y ajena– y de la vida). En cada momento de la vida, ese proceso de individuación se corresponde con desarrollos de la conciencia de la muerte, que tiene que ver con los relojes biológicos. A la vez, se da una conciencia de la muerte como individuo y de la muerte de la etapa actual por la que transitamos. En la adolescencia se desarrolla una conciencia de la muerte, un saber que se está atravesando una etapa que tiene final, y esta conciencia genera en la persona una ansiedad que la capacita para definir la identidad sexual y la orientación profesional. En la juventud, la conciencia de la muerte lleva a concretar el proyecto de vida a través de una fórmula afectiva y una ocupación laboral. Jung formuló una teoría de la “segunda mitad de la vida”. En la vida adulta hay un momento en el que la conciencia de la muerte está tan desarrollada que se producen una serie de fenómenos que tienen que ver con darnos la oportunidad, antes de morir, de vivir todo aquello que hemos dejado de lado. Se corresponde con la crisis de la mediana edad o crisis de los 40. Ejemplos de esto: si una persona ha sido poco aventurera, ha tenido miedos, es fácil que después de los 40 años empiece a asumir riesgos, a buscar aventuras. Y, al contrario, una persona que ha sido aventurera, arriesgada, nómada, después de los 40 años necesita vivir la otra parte: una vida sedentaria, sin riesgos, sin aventuras.

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El trabajo de Elisabeth Kübler Ross “No hay que temer a la muerte; la muerte no existe, es solo una transición”. Elisabeth Kübler ha sido pionera en el movimiento de cuidados paliativos y de estudio de la muerte y está considerada una de las expertas mundiales en muerte, moribundos y cuidados paliativos. Desde su formación médica, realizó una aproximación científica a la muerte. Haciendo observación sistemática, recogiendo datos de personas moribundas de diferentes edades, religiones, culturas, estratos sociales, llegó a la conclusión de que había un esquema repetitivo, algo así como un proceso universal en el momento de morir. Justo antes de morir, la persona experimentaba paz y tenía la visión de alguien, que podía ser un familiar fallecido o una imagen que representaba una figura religiosa importante para ella; tras ese encuentro, el cuerpo físico se paraba totalmente, dando lugar a la muerte. Describió las fases del proceso que atraviesa una persona que sabe que va a morir: 1. Etapa de negación: cuando el paciente se entera de que tiene una enfermedad mortal. Es un mecanismo de autodefensa y piensa que el diagnóstico puede ser erróneo. Es temporal y luego es sustituido por la aceptación parcial de la propia realidad. 2. Etapa de ira: cuando el paciente no sigue manteniendo su negación, emergen la rabia, la ira y el resentimiento. Es el momento en el que aparecen las preguntas: “¿por qué yo?”, “¿por qué ahora?”. 3. Etapa de negociación: el paciente empieza a aceptar la realidad; intenta negociar con la muerte para tener más tiempo y menos dolor. 4. Etapa de depresión: la conciencia de la enfermedad y de la muerte próxima es elevada. Hay tristeza, sentimiento de pérdida, miedo y soledad.

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5. Etapa de adaptación o resignación: la conciencia de la propia muerte es completa: la persona desea estar sola y disminuyen los niveles de sufrimiento, tanto físico como psíquico. Aparecen actitudes de dignidad y serenidad. En esta fase es donde menos lenguaje verbal hay. Elisabeth Kübler también describió las fases que se experimentan en la conciencia de la muerte de otro con quien mantenemos vínculo: 1. 2. 3. 4. 5.

Repulsa: rechazo de la verdad. Rebelión: reconocimiento de la verdad. Negociación: compromiso con la verdad. Depresión: abatimiento ante la verdad. Aceptación: reconciliación con la verdad.

Abordar el tema de la muerte en psicoterapia El tema de la muerte aparece con frecuencia en la consulta, ya sea como fantasías o como realidad. La muerte no existe en un sentido absoluto: esta es la idea básica en salud mental. Respecto a las experiencias de duelo, se ayuda a tomar conciencia de que, si bien hay una ausencia física del ser querido, también es verdad que permanece su presencia a través del pensamiento y el sentimiento. El ser querido forma parte de nuestra vida, ha sido incorporado a nuestro mundo interno, está registrado en nuestra memoria cognitiva y emocional . Esto nos permite seguir vinculados e incluso saber qué pensaría o sentiría respecto a situaciones nuevas. Mientras los vivos tenemos en la memoria a los muertos, la muerte no existe. Respecto a la ansiedad ante la propia muerte, se ayuda a tomar conciencia de la muerte que experimentamos en cada etapa de nuestra vida, que a la vez supone el nacimiento de la etapa evolutiva siguiente. Que de la misma forma que “nazco” como embrión, muero como embrión naciendo como feto,

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muero como feto naciendo como bebé, muero como bebé naciendo como niña, muero como niña naciendo como adolescente, muero como adolescente naciendo como mujer adulta, muero como mujer adulta naciendo como anciana, de esa misma forma debe continuar una cadena itinerante que se hace invisible para mí en el tramo de antes de la concepción y después de que el cuerpo deja de funcionar.

En el desarrollo de la conciencia es muy importante pensar sintiendo y sentir pensando, para abrir un espacio en el que la realidad toma dimensiones de mayor complejidad. Ante el miedo que puede despertar la muerte hay que reestablecer los niveles de confianza, y para ello es importante encontrar el punto de descompensación que hay entre el sentir y el pensar y repararlo.

Patología de la certeza Cuando quien nombra la muerte es el cuerpo: las manías en una paciente obsesiva Mujer, 38 años, casada y con un hijo de 12 años y funcionaria en un organismo del Estado. Viene a la consulta por

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tener ataques de ansiedad. En la historia de sus síntomas sitúa el primer ataque de ansiedad en el coche, a la vuelta del trabajo. Hacía poco que había muerto su padre. El entierro lo vivió como un trámite. No lloró, solo gestionó eficazmente ese momento. Desde entonces, algunas manías que tenía, como revisar manchas en el calzado y la ropa al entrar en casa, al lavar, al tender, al recoger y al guardar, se extendieron y se sintió incapaz de colocar la ropa en el armario, un informe en un sobre o de archivar recibos. No puede hacer nada que suponga cerrar “definitivamente”. Cuando le pregunto acerca de sus pensamientos sobre la muerte, si cree en alguna continuidad, ella dice que por supuesto que no; cuando le pregunto qué siente respecto a eso, no lo sabe, no puede acceder a su sentimiento. Los síntomas expresan lo que no se deja oír: no acepta el carácter irreversible y absoluto de la muerte. Su mente es excesivamente lógica y no dota al sentir de un rango igualitario al pensar. Anula el conflicto entre pensar y sentir. Piensa sin sentir y aparece la certeza. El contenido del sentir se manifiesta a través de las manías.

Pensamientos finales La conciencia de la muerte es un elemento estructurante de la vida, y el no saber con certeza qué ocurre después de la muerte abre un espacio en el que el yo se hace continente de un contenido: la esperanza en un acto de co-creación de la continuidad de la vida. Plantearnos la pregunta de vivir después de la muerte muestra el grado de complejidad que puede alcanzar nuestra conciencia; responderla es darnos un lugar para la subjetividad; buscar la certeza es no tolerar la falta, que en este caso es una falta de no saber. Estamos en una época sin precedentes, en la que la relación con la realidad externa ha multiplicado exponencialmente los es-

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tímulos que recibimos. Ahora tenemos realidad virtual. ¿Cómo se plasmará en la organicidad y funcionalidad en el futuro todo lo que en nuestro cerebro está sucediendo a través del manejo de tanta información? ¿Estamos a las puertas de otro salto cualitativo en la conciencia del ser humano comparable a la aparición del lenguaje?

Seguir pensando desde el cine Una historia que imagina el antes de la concepción de una manera creativa es la película El cielo no puede esperar (2001), del director Nick Castle y con guión de David Hubbard y Diana Wagman, e historia de Heidi Levitt. Otra que aborda el después de que “el cuerpo deja de funcionar definitivamente” es 21 gramos (2003), del director Alejandro González Iñárritu y con guión de Guillermo Arriaga Jordán.

Bibliografía Cantoni, R., Il pensiero dei primitivi, Garzanti, Milán 1941. Freud, S., Más allá del principio del placer (1920), en íd., Obras completas, volumen IV, RBA Editores, Barcelona 2006. Jung, Carl G., Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós Ibérica, Barcelona 1998. Klein, M., Amor, culpa y reparación (1937), en íd., Obras completas, volumen I, RBA Editores, Barcelona 2006. ––––––, Envidia y gratitud (1957), en íd., Obras completas, volumen I, RBA Editores, Barcelona 2006. Kroen, William C., Cómo ayudar a los niños a afrontar la pérdida de un ser querido: un manual para adultos, Oniro, Barcelona 2002.

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Kübler Ross, E., La muerte, un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 2008. ––––––, Los niños y la muerte, Luciérnaga, Barcelona 1993.

El impacto de las neurociencias sobre la teología y los gender studies * Kari Elisabeth Børresen Universidad de Oslo Introducción Habiendo tenido una formación en historia de las ideas teológicas y siendo pionera en Gender Studies 1, me propongo clarificar el desafío que presentan las neurociencias tanto en la teología tradicional como en la antropología feminista. En el momento en el que las actividades mentales, es decir, los pensamientos, emociones y conciencia de sí mismo, son reconocidas como funciones del cerebro, todo concepto platonizante del ser humano se convierte en fútil. La antropología teológica presupone una división existencial entre el alma inmortal, por una parte, definida como incorpórea, y por lo tanto asexuada, y, por otra parte, el cuerpo mortal, y por lo tanto sexuado. En consecuencia, es necesario redefi* Versión ampliada de mi conferencia del 16 de abril de 2010 en las Jornadas Universitarias sobre Neurociencias y Espíritu, organizadas por la Abadía de Montserrat y la Universidad de Barcelona. 1 Utilizo la expresión Gender Studies porque la traducción “estudios de género” es imprecisa. A partir de los años noventa se prefiere a la expresión Women’s Studies, introducido en los años setenta. Se trata de aplicar los conceptos sex, gender o genderedness como categorías analíticas principales no solamente para las mujeres, sino también para los hombres. Empecé mi análisis crítico de la antropología teológica en 1961 (Børresen, 1968). Entiendo el feminismo como un desafío fundamental para el androcentrismo ontológico o funcional.

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nir de manera holística la primacía de la humanidad, creada a imagen de Dios. De hecho, el feminismo moderno presupone una antropología cristiana a la vez androcéntrica y platonizante. Según el cristianismo primitivo, y hasta los siglos IV y V, la humanidad femenina fue valorada en cuanto la mujer “llega a ser hombre” por la incorporación a Cristo en el orden de la salvación. Luego, a partir de la época patrística, y hasta los siglos XIX y XX, las mujeres están incluidas en la imago Dei asexuada desde la creación, a pesar de su sexo no teomorfo. Por consiguiente, es necesario desenmascarar esta estrategia de desfeminización, que sobrevive en los Gender Studies bajo la forma de división metodológica entre sex biológicamente programado y gender estructurado culturalmente. Una vez establecido que el cerebro es sexuado, como el resto del cuerpo humano, es necesario redefinir la diferenciación sexual de manera holística. Desgraciadamente, los Gender Studies en ciencias sociales están privados a menudo de conocimiento histórico, sobre todo en materia de religión. Con el fin de construir una nueva inculturación inclusiva, es decir, que incluya el hombre y la mujer sexualmente diferenciados, es necesario comprender cómo la formación de las ideas feministas depende de la historia y de la antropología teológica.

Sexología religiosa En efecto, la subordinación de la mujer es axiomática en las grandes religiones milenarias. Según el hinduismo o el budismo, la preeminencia masculina se manifiesta por la transmigración del alma. En la escala de las reencarnaciones, que viene determinada por el valor moral de las existencias anteriores, las mujeres son colocadas entre los hombres y los animales. También Platón describe semejante jerarquía ontológica en el Timeo

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(41d-42d; 90e-91), cuyo mito de la creación subsiste como texto central dentro de la historia de las ideas en Europa. Según las variantes monoteístas del Oriente Medio, es decir, el judaísmo, el cristianismo y el islam, la jerarquía axiomática de los sexos no es ontológica, sino funcional. Dado que cada ser humano posee una sola existencia en este mundo, las mujeres son incluidas en la humanidad creada. Por otra parte, el único Creador de los dos sexos está descrito como andromorfo o metasexual, lo que significa una incompatibilidad fundamental entre divinidad y feminidad. Correlativamente, la humanidad masculina se define como ejemplar, mientras que la razón de ser de la humanidad femenina consiste en servir como instrumento necesario para la procreación de los hombres. Según esta interacción de monoteísmo y androcentrismo, Dios establece una división asimétrica de los derechos y de los deberes para los hombres y para las mujeres, creadas para funciones específicamente diversas y no intercambiables (ed. Børresen, 2004). De hecho, este paradigma religioso es contrario al principio civil de los derechos humanos universales (ed. Børresen, Cabibbo, 2006).

Inculturación antigua y patrísitica En el curso de la historia del cristianismo, las mujeres han sido gradualmente incluidas en la definición de la humanidad teomorfa (ed. Børresen, 1995). De acuerdo con los textos bíblicos, la exégesis antigua afirma que solo los hombres han sido creados a imagen de Dios, mientras que las mujeres se convierten en teomorfas gracias a su incorporación a Cristo resucitado (Gn 1,26-27; 2,7; Rom 8,29; 1 Cor 11,7; Gál 3,28; Ef 4,13; Ev Tom 114). “Llegando a ser hombres”, es decir, hijos de Dios y hermanos de Cristo en el orden de la salvación, las mujeres pueden adquirir la plenitud de la humanidad ejemplar.

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En la época de la expansión del cristianismo en el Imperio romano, los Padres de la Iglesia introducen una definición platonizante del alma racional, considerándola inmortal y creada a la imagen de Dios. Esto equivale a decir que el concepto de preexistencia y de trasmigración de las almas ha sido abandonado, mientras que ha sido mantenida la postexistencia de las almas como separadas del cuerpo en el momento de la muerte. A partir del siglo V esta inculturación se convierte en hegemónica y transforma la fe en la resurrección de los muertos, entendida como una nueva creación, en la fe en una resurrección de los cuerpos mortales para unirse a sus almas inmortales.

Padres “feministas” Por otra parte, la nueva definición del privilegio del alma incorpórea –y, por tanto asexuada– de ser creada a imagen de Dios permite atribuir este privilegio a toda mujer desde la creación, a pesar de su feminidad no teomorfa. A partir del siglo IV esta noción aparece en los textos patrísticos (Børresen, 2002). Inaugurada por Clemente de Alejandría y elaborada por Agustín, esta nueva exégesis invoca el texto de Gál 3,28 y combina el texto sobre la imagen (Gn 1,26-27a) con el versículo de la diferenciación sexual (1,27b), quedando así separado de su contexto de fertilidad (1,28). Agustín es el primer padre de la Iglesia que afronta el texto de 1 Cor 11,7: “El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios. La mujer, en cambio, es gloria del varón”. Este texto de Pablo, más bien encubierto por los Padres griegos, es interpretado por la exégesis antioquena literalmente como excluyendo a las mujeres de ser imagen de Dios (McLeod, 1999; Legrand, 2006). Por esta razón, Agustín se basa en una interpretación alegórica de la pareja vir-mulier y retoma el simbolismo de la pareja masculus-femina (Gn 1,27b), que había introducido ya Filón de Alejandría (Baer, 1970; Sly, 1990). De este modo, el hombre teomorfo representa la parte superior del

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alma, dedicada a la contemplación de las verdades eternas, mientras que la mujer, no teomorfa, representa la parte inferior del alma, dedicada a las necesidades temporales. No obstante, por el hecho de que la mujer posee también una ratio superior ella es definida como un ser humano, homo. Por consiguiente, la femina/mulier está marcada por una incoherencia entre su alma teomorfa y su sexo derivado. Esta incoherencia no se encuentra en el binomio masculus/vir, en razón de su sexo primario (De Genesi ad litteram III, 22; De Trinitate XII, 7, 10). Semejante simbolismo presupone, pues, la división asimétrica de los dos sexos, por lo que Agustín afirma constantemente que la sola razón de ser de las mujeres en el orden creado es su función instrumental para la propagación carnal (De Genesi ad litteram IX, 3, 5, 7). Esta subordinación axiomática del sexo femenino viene equilibrada por la igualdad que nace de la redención (Børresen, 1995). En efecto, Agustín es el primer padre que afirma explícitamente que las mujeres resucitarán con su cuerpo sexuado. Él propone, por tanto, una exégesis inclusiva del vir perfectus, incluyendo hombre y mujer (Ef 4,13: “A la edad madura del hombre, al desarrollo correspondiente a la plenitud de Cristo”). Igualmente, la asimilación a Cristo en Rom 8,29: “semejante a la imagen de su hijo”, ya no se interpreta según el sentido antiguo, que afirmaba que las mujeres serían “transformadas en hombres” en el orden de la salvación (De civitate Dei XXII, 17).

Inculturación medieval Esta exégesis patrística, aceptada en la teología de la Edad Media, no es contraria a la subordinación específica del sexo femenino ni en la sociedad ni en la Iglesia. Además, el derecho canónico medieval utiliza la exégesis literal de 1 Cor 11,7 con el fin de afirmar la incapacidad jurídica y cultual de las mujeres (Decreti secunda pars XXXIII, 5, 13, 17, 19) (Børresen, 1985; Hunter, 1992).

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Como consecuencia del descubrimiento de los escritos de Aristóteles, la inculturación escolástica representa un nuevo paso antifeminista. Cuando Tomás de Aquino introduce la definición aristotélica del alma humana como forma corporis, conserva, no obstante, el concepto platonizante del alma inmortal (Summa Theologica I, 75, 76, 93). Tomás sigue a Aristóteles, considerando el organismo femenino como un mas occasionatus, es decir, subdesarrollado en comparación con el sexo masculino ejemplar (De generatione animalium 737; 767ab; 775b). De todos modos, oponiéndose a una finalidad unilateral atribuida al esperma masculino, Tomás explica que la existencia del sexo inferior es, sin embargo, conforme a la finalidad universal, ya que la materia dada por la hembra es indispensable para la propagación de la especie (Summa Theologica I, 92, 1, ad 1; I, 99, 2, ad 1; Supplementum 51, 1, ad 2). Igual que en Aristóteles, la progresiva animación del feto se efectúa por la fuerza activa del semen paterno. Su desarrollo recorre tres fases, es decir, vegetativa, sensitiva y racional. Siguiendo fuentes antiguas, Tomás pretende que la animación racional del feto masculino tenga lugar después de cuarenta días de gestación, mientras que el feto femenino es menos perfecto y no llega a este estadio hasta noventa días después (Scripta super Libros Sententiarum III, d. 3, 5, 2 sol.). Esta diferencia sexual se precisa en un contexto de debate medieval sobre la santificación de María in utero (Børresen, 1971). Tomás presupone también que la imperfección orgánica del sexo femenino limita la capacidad racional de las mujeres. Por esta razón, recalca su inferioridad sociobiológica para justificar la exclusión de las mujeres del sacramento del orden (Supplementum 39, 1).

Definiciones conciliares Esta antropología patrística y escolástica aparece en diversas declaraciones contra errores doctrinales. En referencia al alma humana, las fórmulas siguientes son importantes: hacia

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el año 400, el Concilio de Toledo precisa contra Plotino que el alma no es una porción de la sustancia divina (DS 201). Se trata de la teoría de la emanación, que será condenada también por el Concilio de Braga en el año 561, contra los priscilianistas (DS 403). La preexistencia del alma fue condenada en Constantinopla en el año 543, contra los discípulos de Orígenes (DS 455). De acuerdo con Tomás de Aquino, el Concilio de Viena, en 1312, precisa, contra el franciscano Pierre Jean Olieu, que el alma racional per se es la forma del cuerpo humano (DS 902). La primera definición explícita de la inmortalidad individual de cada anima rationalis fue formulada por el V Concilio del Letrán en 1513, contra el filósofo Pietro Pomponazzi. Inspirado en Averroes, este autor sostenía que el alma racional no sobrevive después de la muerte si no es en unión con el alma universal (DS 1440).

Innovación matrística A partir del siglo VIII, los textos escritos por mujeres son transmitidos en gran número. A menudo, son obra de monjas. Estos textos demuestran que las mujeres se consideran creadas a imagen de Dios, pero no insisten en el carácter asexuado de este privilegio. Al contrario, algunas madres de la Iglesia, como la abadesa Hildegarda de Bingen (muerta en 1179) y la ermitaña Juliana de Norwich (muerta después de 1416), han aclarado la interacción fundamental que existe entre Dios, descrito como antropomorfo o metasexual, y la imago Dei, definida como masculina o asexuada. Por lo tanto, estas monjas buscan establecer un modelo de feminidad teomorfa describiendo a Dios mediante metáforas femeninas (Børresen, 2002). En Scivias, Hildegarda muestra la sapientia divina como símbolo de la feminidad perfecta, feminea forma. En Revelaciones, Juliana llama a Cristo, preexistente encarnado y redentor, “God our Mother all wisdom”. En realidad, estas madres de la Iglesia anticipan la inculturación

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moderna de la imago Dei holística, que será actualizada a finales del siglo XIX.

Regresión asexuada La fundación de universidades medievales, reservadas a los hombres, debilita la erudición monástica de las mujeres. Este declive se agrava con la Reforma protestante y termina con el decreto de la clausura obligada de las monjas en el Concilio de Trento (Sessio XXV, cap. 5, 1563). De este modo, el feminismo matrístico desaparece para ser transformado en feminismo secular de la élite aristocrática. En sus escritos, estas mujeres sabias retoman el argumento de equivalencia incorpórea basándose en que las mujeres están creadas a la imagen asexuada de un Dios metasexual. Este razonamiento teológico sirve para justificar su derecho a obtener una educación superior. Cristina de Pisa es en esto la pionera con sus obras Le Livre de la Cité de Dames y Le Livre des Trois vertus (1405). A partir del siglo XVII, las mujeres eruditas siguen la misma estrategia, como Marie le Jars de Gournay en su escrito Égalité des Hommes et des Femmes (1626), donde afirma que la posición inferior de las mujeres no resulta de una falta de talento, sino de las posibilidades socioculturales. De este modo, ella anticipa el feminismo construccionista del siglo XX. Anna Maria van Schurmann afirma en su escrito Dissertatio de ingenii muliebris... (1641) que las mujeres, en cuanto son asexuadamente teomorfas, tienen el derecho de continuar los estudios superiores. Igualmente, las nobles admiradoras de Descartes adoptan la máxima “l’esprit n’a point de sexe” (“el espíritu no tiene sexo”). El mismo principio fue sostenido por François Poullain de la Barre en su tratado De l’Égalité de deux Sexes (1673). Esta estrategia de feminización continúa en el siglo XVIII para obtener los derechos civiles reservados a los hombres. Mary Wollstonecraft, en A Vindication of the Rights

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of Woman (1792), retoma el argumento que sostiene que los hombres y las mujeres son igualmente racionales por el hecho de estar creados a imagen de Dios. Por consiguiente, es necesario educarlas de la misma manera, a fin de asegurar la igualdad sociopolítica de los dos sexos.

Renacimiento matrístico Sin conocer la matrística medieval, las teólogas feministas del siglo XIX descubren la correlación de la divinidad ginecomorfa y de la feminidad teomorfa. Estas teólogas protestantes utilizan la metáfora femenina para desarmar la oposición clerical a los derechos civiles y al sufragio de las mujeres. Lo hacen de manera semejante al modo como las madres de la Iglesia medieval utilizaron este principio, a fin de consolidar su autoridad carismática. La noruega Aasta Hansteen es en este punto pionera. En su publicación Kvinden skabt i Guds Billede (“La mujer creada a imagen de Dios”, 1878), elabora un simbolismo femenino, más bien complicado, para describir la Trinidad. En Estados Unidos, un grupo feminista dirigido por Elizabeth Cady Stanton publica el libro The Women’s Bible (1895). En su análisis crítico de los textos bíblicos, Cady afirma que hay que reemplazar “a Trinity of masculine Gods in One” por “an Ideal Heavenly Mother”, con el fin de obtener la paridad sociopolítica de los dos sexos. La nueva definición de la imago Dei como humanamente sexuada ha sido rápidamente adoptada por los exégetas protestantes no tanto por motivación feminista como por una crítica de la inculturación platonizante del cristianismo. Las Iglesias ortodoxas mantienen la imagen asexuada de los padres griegos, aparentemente aceptada en la teología católica después del Concilio Vaticano II (1962-1965). A partir del siglo XX, las teólogas católicas usan esta nueva imagen holística para superar la incapacidad cultual del sexo femenino, es decir, el impedimentum sexus derivado del código de derecho canónico medieval (Corpus iuris

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canonici 1983, canon 1024). Por consiguiente, las mujeres no son ordenadas sacerdotes ni obispos, excepto en la minoría protestante del cristianismo2.

Antimodernismo pontifical Pío IX, provocado por los cambios socioculturales y políticos de su tiempo, condena una larga lista de errores modernos (Syllabus, 1864; DS 2901-2980). Pío X, confrontándose con los estudios críticos sobre la historia de la Iglesia y sobre la formación de la doctrina tradicional, publica en 1907 la encíclica Pascendi Dominici Gregis (DS 3475-3500). Se trata de la condena del modernismo, que excluye cualquier concepto de inculturación histórica del cristianismo, tal como lo manifiesta el decreto del Santo Oficio Lamentabili (1907; DS 3401-3466). En él se prohíbe en forma sucinta la pretensión de que los dogmas “que la Iglesia presenta como revelados no son verdades caídas del cielo, sino una interpretación de los hechos religiosos que el espíritu humano ha establecido con un esfuerzo laborioso” (n. 22; DS 3422). En 1910, Pío X impuso a todo el personal eclesiástico prestar un juramento antimodernista (DS 3537-3550), abrogado en 1967. En este contexto de inmovilismo defensivo, es interesante notar cierta tolerancia bajo León XIII (1878-1903). Con la apertura de los archivos del Santo Oficio en 1998, los proce2

El magisterio romano, consciente del efecto subversivo del feminismo socio-cultural y religioso, está construyendo una especie de ontología sexual, promovida con el nombre de “nuevo feminismo católico” (Beattie, 2002). Está inspirado en la polaridad asimétrica sostenida por Jean-Jacques Rousseau e Immanuel Kant y retomada en el siglo XX por Karl Barth y Hans Urs von Balthasar. Esta estrategia sirve para garantizar la incapacidad cultual del sexo femenino y frenar la autonomía reproductiva de las mujeres. Al invertir el “femenismo” asexuado de los Padres de la Iglesia, se logra conservar la división funcional de los dos sexos señalada con una nueva palabra, el eufemismo “complementariedad”.

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sos de la Inquisición realizados durante este período son ahora accesibles a los investigadores. En estos dosieres se ve cómo fueron estudiados muchos autores católicos que habían intentado acomodar a la fe el concepto de evolución biológica (Artigas, 2006). En ellos se revela cómo los escritos denunciados fueron examinados cuidadosamente por los inquisidores. Era necesario sobre todo garantizar que la humanidad, en la persona del primer hombre, Adán, permaneciera exenta de una evolución, hipotéticamente admisible para las especies orgánicas. Remitiéndose a Gn 2,7 ad litteram, los censores precisan que no solamente el alma, sino también el cuerpo de Adán fue creado directamente por Dios. No obstante, cuando los acusados eran teólogos muy conocidos y miembros de órdenes poderosas, se les permitió retractarse muy discretamente de sus puntos de vista3. Siguiendo una línea semejante, la Inquisición evita publicar los decretos de condena temiendo, sin duda, que se volviera a repetir el caso de Galileo Galilei (1633). De aquí resulta que el magisterio pontificio no condenara explícitamente las teorías de Charles Darwin.

De Pío XII a Benedicto XVI Por eso, Pío XII llega a superar el impedimento del cuerpo de Adán excluido de la evolución. En la encíclica Humani generis, de 1950 (DS 3855-3899), admite la posibilidad de 3

Es el caso concreto del dominico Dalmace Leroy (Artigas, 2006, 53-123), autor que había publicado la obra L’évolution des espèces organiques (París, 1887), que una vez reelaborada prudentemente se volvió a imprimir con un nuevo título, L’évolution restrainte aux espèces organiques (París, 1891). A pesar de que excluía el cuerpo humano de la evolución, Leroy fue denunciado ante la Inquisición por un laico francés en 1894 y condenado en 1895. El decreto, empero, no se publicó. El Santo Oficio aceptó como retractación suficiente una carta que Leroy envió al periódico Le Monde (impreso el 4 de marzo de 1895).

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una evolución orgánica del cuerpo humano a condición de mantener el principio según el cual las almas son creadas directamente por Dios (DS 3896). Por otra parte, Pío XII conserva la doctrina tradicional de una pareja originaria, es decir, el monogenismo (DS 3897). Se trata aquí de mantener la teoría agustiniana del pecado original, transmitido por Adán a todo el género humano. Sin embargo, este rechazo del poligenismo no es retomado por Juan Pablo II cuando cita la Humani generis (DS 3896) en un discurso dirigido a la Academia Pontificia de las Ciencias en 1996 (AAS 89, 186-190). La persistencia doctrinal de la noción de alma, según la teoría platónica, reaparece en el Catechismus Ecclesiae Catholicae, promulgado en 1992. Es importante señalar que los catecismos son instrumentos pedagógicos situados históricamente. Por lo tanto, su función de presentar un resumen doctrinal preciso y ajustado implica una mezcla de inculturaciones diferentes. De hecho, la incoherencia de la antropología teológica resulta muy marcada en la sección sobre “El Hombre” (I, 2, 1, art. 2, par. 6, n. 355-373). En este punto, la primacía ontológica de la humanidad creada a imagen de Dios (n. 356-358) incluye el cuerpo (n. 364), el cual es específicamente humano porque “la unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar el alma como la forma del cuerpo” (n. 365), con referencia al Concilio de Viena de 1312 (DS 902). Luego esta fórmula aristotélica, retomada por Tomás de Aquino, se combina con una definición platonizante: “La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios” (con referencia a Humani generis, DS 3896) –y no mediante los padres-. La Iglesia enseña también que el alma es inmortal (con referencia al Concilio V de Letrán de 1513; DS 1440) y que no desaparece en el momento de la separación del cuerpo. Se unirá de nuevo al cuerpo en el momento de la resurrección final (n. 366). Es importante señalar que la exclusión explícita de los padres en la creación del alma está ausente en las

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fuentes citadas. Por otra parte, el origen del alma y la animación del cuerpo permanecen como cuestiones disputadas en la antropología antigua y medieval. En realidad, el creacionismo dualista del catecismo actual se opone a toda antropología empírica. A pesar de ello, este texto ha sido expresamente citado como normativo por Benedicto XVI en un discurso dirigido a la Academia Pontificia de las Ciencias en el año 2008 con ocasión del Congreso sobre Visión Científica sobre la Evolution del Universo y de la Vida (AAS 100, 796-798).

Potencialidad de inculturación teológica Dado que la doctrina tradicional ha sido estructurada por los grandes concilios de la antigüedad (Nicea, 325; Éfeso, 431; Calcedonia, 451) en términos de androcentrismo platonizante, el desafío a la teología por parte de las neurociencias es fundamental. En efecto, la introducción de una antropología holística afecta a la teología trinitaria, la cristología y la eclesiología. Por otra parte, conviene saber que la definición platonizante del alma humana como incorpórea, y por tanto inmortal, solo se halla expresada en pocos textos conciliares, ya que ha sido indirectamente puesta en duda después del siglo V. Fue explícitamente afirmada por Pío XII en 1950 como condición sine qua non para aceptar la teoría de la evolución del cuerpo humano. Esta antropología platonizante se halla reproducida en el catecismo de 1992 y repetida en algunos discursos de los papas. Hay que tener en cuenta que este género de documentos, en el ámbito de la historia, poseen solo carácter circunstancial y no dogmático. Con el fin de elaborar una inculturación moderna, muchos exégetas buscan servirse de la antropología bíblica, pues resulta más holística. Se trata de aquella antropología que usaron los primeros apologetas cristianos para defender la encarnación y la resurrección de Cristo contra los “gnósticos”. Dentro de una

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perspectiva feminista, este monismo escriturístico permanece ambivalente, ya que implica la asimetría tipológica de Cristo como nuevo Adán teomorfo y la Iglesia como nueva Eva no teomorfa (Rom 5,14; 2 Cor 11,2; Ef 5,22-33). Para superar este androcentrismo axiomático, es necesario volver a la noción patrística de pedagogía divina, es decir, que Dios se revela humano modo en las diversas culturas. Este principio de un discurso inculturado sobre Dios, que se hace comprensible a los seres humanos, se encuentra en Tomás de Aquino y Nicolás de Cusa. Se trata de aplicarlo no solamente a las Escrituras, sino también a la formación del cristianismo en el curso de la historia, en términos de revelatio continua y, por tanto, como inculturación encarnada.

Potencialidad de inculturación feminista La historia de las ideas demuestra que el proyecto secular de liberación de las mujeres está basado en el concepto teológico de la imagen de Dios. En la cultura mediterránea, matriz de variantes monoteísticas, la diferencia sexual viene definida axiomáticamente como preponderancia de los hombres. Por consiguiente, las mujeres han buscado “desfeminizarse” convirtiéndose en hombres mediante la incorporación a Cristo, nuevo Adán, o mediante la atribución asexuada del privilegio teomorfo. En este contexto, es lógico que Simone de Beauvoir use la estrategia del feminismo cartesiano en El segundo sexo (1949): “On ne naît pas femme, on le devient” (“no se nace mujer, sino que se llega a ser mujer”). Este argumento de construcción sociocultural se ha convertido en hegemónico, sobre todo en las ciencias sociales. Sin embargo, la división estratégica entre sex biológico y gender sociológico provocada por las neurociencias resulta inutilizable. Estas categorías que se vienen usando se han convertido en un modelo caduco. Es por tanto necesario para los

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Gender Studies ajustar sus métodos al conocimiento científico actual. No obstante, las neurociencias no plantean a los Gender Studies un desafío tan fundamental como el grave reto que representan para la antropología teológica. Los Gender Studies necesitan solamente una adaptación empírica. Los estudios de las ciencias religiosas ha dado ya, en este sentido, un paso adelante hacia la necesaria inculturación introduciendo el concepto de “genderedness” para designar la interacción del sexo biológicamente dado y el género estructurado socialmente (Bynum, 1991; King, 1995). Conviene, por tanto, dar valor a este dinamismo existencial, que se despliega igualmente para las mujeres que para los hombres, a fin de favorecer una colaboración equivalente en todos los dominios de la ciencia.

Conclusión Debido a la ignorancia de la historia de las religiones, algunas feministas no se dan cuenta de que, rechazando el axioma de la subordinación femenina, son ellas las representantes de la más radical revolución epistemológica de la historia humana. En efecto, la equivalencia de los sexos no está testimoniada en ninguna civilización conocida antes de finales del siglo XX, momento en el que la política feminista de los países nórdicos obtiene buenos resultados para la realización de esta equivalencia de los sexos. La acelerada desaparición de la antropología androcéntrica y dualista plantea un problema real para el cristianismo tradicional, tanto católico como ortodoxo o protestante de carácter evangélico. En un contexto global, todas las grandes religiones han sido sacudidas por este derrumbe de axiomas milenarios. Por consiguiente, resulta lamentable y a la vez no productivo el hecho de que el debate teológico sobre las neurociencias sea todavía gender-blind, igual que los Gender Studies,

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que restan bastante religion-blind. Por esta razón, precisamente, hay que analizarlos conjuntamente.

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Pensar sobre el propio pensamiento Gabriel Amengual Coll Universidad de las Islas Baleares Hasta ahora, desde diversos puntos de vista, se ha presentado lo que podríamos denominar la “mecánica del pensamiento”, la infraestructura (Nogués), cómo funciona nuestro organismo, fundamentalmente el cerebro, para realizar esto que denominamos pensamiento. Este, que es sin duda un conocimiento de mucha importancia, nos permite ver y comprender los procesos neurológicos, las influencias, circunstancias, condiciones de su funcionamiento, rendimientos y resultados, etc. En definitiva, nos permite comprender la mecánica del funcionamiento de los actos humanos propiamente dichos. Y todavía nos queda mucho por conocer, pues su estudio se lleva a cabo todavía a tientas (Tudela). El cerebro continúa siendo el gran desconocido. Dicho esto, en seguida se ha de decir que, conociendo todo el funcionamiento cerebral del pensamiento y de las decisiones, todavía no sabemos nada de lo que es propiamente pensar. Esta diferencia de nivel entre los conocimientos neurológicos y los conocimientos filosóficos, esto es, de aquellos que se preguntan qué es pensar, se puede hacer manifiesta si la trasladamos a otras cuestiones. Imaginemos que nos interesa comprender el arte, sea un estilo (el románico o gótico), sea un cuadro, y que, entonces, para comprender la pieza de arte empezamos por hacer el estudio histórico de cuándo y en qué circunstancias el artista lo ejecutó, qué técnicas empleó, quién se lo encargó, cuánto costó, o hacemos un análisis químico de los colores y los pig-

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mentos, de la tela o la tabla, etc.; es decir, hacemos el estudio histórico, económico, social, cultural, técnico, químico... Todos estos conocimientos pueden ser útiles para muchas cosas, para situar histórica y socialmente la obra de arte; los conocimientos químicos son imprescindibles para una correcta conservación y restauración e incluso nos pueden ayudar a comprender por qué hay tal figura o por qué está en una posición o en otra, etc. Pero todos estos conocimientos son exteriores a la obra de arte. Todavía no la hemos contemplado y captado en su originalidad, su expresión, su significado: lo que dice, en definitiva, lo que es como arte. La importancia de la cuestión se nos hará patente cuando pensemos que el pensar es la capacidad propia y específica, exclusiva, por tanto, del ser humano. Entonces, ¿qué es pensar? Esta es la cuestión que queremos esbozar o al menos plantear para captar su significación propia y su grandeza. Para ello queremos hacer brevemente un largo recorrido por la historia de la filosofía, fijándonos en tres momentos paradigmáticos, para recordar sus aportaciones, que de alguna manera podemos considerar como irrenunciables y orientadoras para calibrar nuevas aportaciones.

1. Aristóteles: una filosofía del alma 1.1. La percepción y el pensamiento Una primera pista de acceso a la comprensión del pensamiento nos viene dada con la distinción entre percepción y pensamiento. En esta distinción, tal como la traza Aristóteles en el De anima, aparecen dos características esenciales del pensamiento, a saber, que es una mera actividad –dicho modernamente– de la conciencia y que goza de espontaneidad1. 1

Bormann, C. V.; Kuhlen, R.; Oeing-Hanhoff, L., “Denken”, en Historisches Wörterbuch der Philosophie, vol. II, Basilea 1972, 60-102, ref. 67.

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En efecto, dice Aristóteles que “los agentes del acto [de percibir] –lo visible, lo audible y el resto de los objetos sensibles– son exteriores. La causa de ello estriba en que mientras la sensación en acto es de objetos individuales, la ciencia [que es el ejercicio o el producto del pensamiento] es de universales, y estos se encuentran en cierto modo en el alma misma”2. Por tanto, la percepción dice referencia a cosas que son exteriores e individuales, mientras que el pensamiento tiene sus objetos en el alma misma y son universales. Las segundas cualidades son la causa de las primeras, es decir, que las cosas sean individuales hace que sean exteriores a la percepción, mientras que el hecho de que sean universales hace que sean interiores al alma, puesto que no tienen existencia exterior; dicho modernamente, son construcción de la inteligencia. De esta interioridad se deriva la espontaneidad, o libertad, del alma en el pensar, de modo que no depende de la percepción de la cosa. “De ahí que sea posible inteligir en sí mismo a voluntad, pero no sea posible percibir sensitivamente en sí mismo, ya que es necesaria la presencia del objeto sensible”3. El pensar uno lo realiza en sí mismo y no requiere la presencia sensible, objetiva, de la cosa. De esta distinta manera de proceder de la percepción y del pensamiento se deduce también la característica de “que la percepción de los sensibles propios es siempre verdadera y se da en todos los animales, mientras que el razonar puede ser también falso y no se da en ningún animal que no esté dotado además de razón”4. O sea, que la percepción de los objetos propios de cada sentido es siempre verdadera, mientras que el 2 Aristóteles, De anima, 417 b, 20-23; vers. cast.: Acerca del alma. Introducción, traducción y notas de Tomás Calvo Martínez. Gredos, Madrid 1978, 188. 3 Aristóteles, De anima, 417 b, 23-26; cast., 188. 4 Ibíd., 427 b, 12s.; cast., 224.

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pensamiento puede ser falso, precisamente porque una tiene que ver con objetos exteriores y el otro tiene que ver con su propia actividad. Como se ve, Aristóteles no abriga sospechas ante las percepciones de los sentidos, cosa que en cambio establecerá de modo claro Descartes. De todos modos, Aristóteles hace una precisión muy importante: los sentidos perciben siempre bien sus objetos propios: “los sensibles propios”, no los demás, así la luz para la vista, el sonido para el oído, etc. Esta espontaneidad y autonomía en el pensar ha sido subrayada en toda la tradición filosófica, siendo celebrada por Hegel como la raíz de la libertad. Hegel, en efecto, deduce el concepto de libertad en el obrar de la inteligencia misma (en la filosofía del espíritu subjetivo), que después se despliega en el espíritu objetivo a través de las figuras del derecho, la moral, la eticidad (familia, sociedad civil y Estado). Además de esta relación de contraposición respecto a la percepción, Aristóteles trata de cómo se realiza el pensamiento, de cómo es afectado por los objetos y en qué medida es una actividad pura, en los capítulos 4 y 5 del libro III del De anima. El organismo (por usar un término actual, no aristotélico) del pensar es el alma, la cual es el principio de vida de todo el organismo humano y de todas sus funciones, desde las puramente vegetativas y las sensitivas hasta las espirituales. El alma humana se caracteriza por poseer el nous (la inteligencia), que obra de dos maneras: como capacidad para el pensamiento científico y como capacidad deliberativa. La primera tiene como objeto la verdad, la verdad por sí misma, mientras que la segunda busca la verdad con miras prácticas, prudenciales. Todas las potencias del alma, a excepción del nous, son inseparables del cuerpo y perecederas; el nous, en cambio, preexiste al cuerpo y es inmortal. Sin embargo, el nous, al entrar en el cuerpo, requiere un principio material donde pueda imprimir las formas que capta de las cosas.

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Las disquisiciones sobre cómo se genera el conocimiento le llevan a la distinción entre entendimiento paciente (noûs pathētikós) y entendimiento agente (noûs poiētikós). El agente abstrae las formas a partir de las imágenes o phantasmata, la cuales, una vez recibidas en el entendimiento pasivo, son conceptos en acto. El entendimiento paciente es la facultad mental receptiva, que “es en cierto modo potencialmente lo inteligible”, lo pensable5: en potencia todo cabe en él. En cambio, no es propio del entendimiento agente (esta expresión no aparece en Aristóteles mismo) que “el intelecto intelija a veces y a veces deje de inteligir”6, sino que es pura espontaneidad, actividad permanente. Esta distinción tiene para nuestra cuestión una gran importancia, porque es básica en el planteamiento de la inmortalidad del alma, pues solo el entendimiento agente es espiritual e inmortal. Estas propiedades de espiritualidad e inmortalidad, tal como las asigna Aristóteles, fueron interpretadas por algunos en el sentido de que el entendimiento agente no es individual, sino universal, eterno, de modo que cada individuo participa de él, pero sin ser personal. Obviamente, esta distinción ha tenido una larga y rica historia efectual, entre otras cosas a causa de esta interpretación debida al averroísmo, que ha sostenido la universalidad del entendimiento agente.

1.2. “Intelección de intelección” Según Aristóteles, la función del pensamiento es concebir lo universal, y en ello consiste su distinción más importante respecto a la percepción. No es que el pensamiento carezca de percepciones, sino que surge cuando la corriente permanente de las impresiones sensoriales y de los recuerdos alcanza un 5 6

Aristóteles, De anima, 429 b, 30; cast., 233. Ibíd., 430 a, 22; cast., 234.

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rellano y se calma. Lo universal cristaliza a partir de los múltiples pensamientos adquiridos por medio de la experiencia7, y esto universal es el objeto del conocimiento y del pensamiento: “Todas las cosas que llegamos a conocer, las conocemos en cuanto tienen cierta unidad e identidad y cierto carácter universal”8. “Si, en efecto, no hay nada fuera de los singulares, nada habrá inteligible, sino que todas las cosas serán sensibles y no habrá ciencia de nada, a no ser que alguien diga que la sensación es ciencia”9. Por tanto, se trata de buscar sus principios como lo universal de las cosas perceptibles. Esta búsqueda de los principios le lleva a Aristóteles al primer origen del ser móvil, a saber, al ser inmóvil10. Este origen, en tanto que la meta de todo aspirar, es descrito como pensamiento: “pues el origen es el pensamiento”; “porque la intelección es un principio”11. Ahora bien, dado que este principio no puede ser determinado por nada extraño, por algo que esté fuera de él, este pensamiento se tiene a sí mismo por objeto: “El entender y la intelección se dará también en el que entiende lo más indigno; de suerte que, si esto debe ser evitado (efectivamente, no ver algunas cosas es mejor que verlas), la intelección no puede ser lo más noble. Por consiguiente, se entiende a sí mismo, puesto que es lo más excelso, y su intelección es intelección de intelección”12. El hecho de que el espíritu se piense a sí mismo y sea por tanto actividad permanente lo hace divino; la cima del pensamiento es para Aristóteles su contemplación autosuficiente en la teoría: “El receptáculo de lo inteligible y de 7

Aristóteles, Metafísica, 981 a, 5s. Edición trilingüe por Valentín García Yebra, 2 vols., Gredos, Madrid 1970, vol. I, p. 5: “Nace el arte cuando de muchas observaciones experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes”. 8 Aristóteles, Metafísica, 999 a 28s.; cast. vol. 1, p. 124. 9 Ibíd., 999 b 1-3; cast. vol. 1, p. 125. 10 Ibíd., 1072 a 25ss.; cast. vol. 2, p. 218s. 11 Ibíd., 1072 a 30; cast. vol. 2, p. 219. 12 Ibíd., 1074 b 33-35; cast. vol. 2, p. 236.

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la sustancia es entendimiento, y está en acto teniéndolos, de suerte que esto más que aquello es lo divino que el entendimiento parece tener, y la contemplación es lo más agradable y lo más noble”13. A partir de Aristóteles se irán perfilando especialmente dos cuestiones: 1) El alma como única forma del cuerpo y, por tanto, no una sustancia independiente de él, sino solo como un principio ontológico distinto de él, separable en el sentido de que es inmortal y que, por tanto, a pesar de decir referencia esencial al cuerpo, puede vivir separada de él, afirmando de manera clara la individualidad del entendimiento agente (Santo Tomás de Aquino). 2) Se sistematizarán las funciones del entendimiento, que se encuentran enunciadas en Aristóteles, pero no de una manera sistemática: como concepto, juicio y raciocinio o silogismo. Esta constelación de conceptos aristotélicos nos ayuda a acotar el campo en el que se despliega el pensamiento: lo universal, de modo espontáneo, una actividad pura, lo cual muestra su carácter inmaterial y eterno, de modo que es algo divino. Pensar el pensamiento nos lleva a pensar el ser del hombre (o una dimensión esencial suya), el alma, como espiritual, imperecedera, divina o que al menos es semejante al ser de Dios, de modo que Dios es pensado como pensamiento puro.

1.3. Pensamiento y lenguaje Los neurocientíficos nos han hablado en charlas anteriores de que la razón es lo que nos hace sociables, que nos abre al mundo humano social y cultural, como lo propiamente humano. Esto mismo lo encontramos formulado en Aristóteles. 13

Ibíd., 1072 b 20-24; cast. vol. 2, p. 222.

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Aristóteles es seguramente el primero en conectar razón/lenguaje (lógos) y sociabilidad/sociedad, y no solo por su función comunicativa. En efecto, en el célebre capítulo 2 del libro I de la Política, Aristóteles define al hombre como animal cívico, zōon politikón: “El hombre es, por naturaleza, un animal cívico14”. Y después de la afirmación explica por qué el hombre es cívico, social, a diferencia del animal, que es gregario. Y así explica Aristóteles: “La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier otro animal gregario, un animal social es evidente: [...] el hombre es el único animal que tiene palabra15”. Con ello Aristóteles ha introducido la segunda definición del hombre que más historia ha tenido: el hombre como zōon lógon échon, de la cual derivará la de “animal racional”. Pero esta segunda definición no se presenta de modo independiente, sino como explicación y fundamentación de la primera, del carácter social del hombre. El hecho de tener palabra es lo que distingue al hombre de cualquier otro animal y, además, es lo que lo hace sociable. Pero hay que seguir preguntándose ¿por qué la palabra hace al hombre un animal cívico, un ser sociable? Y sobre todo actualmente conviene afinar en la pregunta y en la respuesta, puesto que quizás fácilmente pensaríamos que la palabra hace sociable al hombre por el simple hecho de que ella crea comunicación, intercambio de opiniones e informaciones, de saberes y conocimientos; crea la opinión pública que contribuye a la cohesión y a formar voluntad pública. Por eso, sigamos el texto de Aristóteles, para ver las razones que él da. El texto anterior continúa así: “La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales [...]; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injus14 Aristóteles, Política (1253 a 3). Edición bilingüe y traducción de Julián Marías y María Araujo. CEC, Madrid 1989, p. 3. 15 Ibíd., 1253 a 9s.; cast. p. 4.

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to, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad16”. Por tanto, el hombre es sociable porque gracias a la palabra es capaz de hacer las distinciones morales entre bien y mal, justo e injusto, y no solo entre placer y desagrado. El lenguaje nos permite ser morales porque, gracias a él, somos capaces de hacer estas distinciones morales básicas. El lenguaje/razón nos abre el mundo propiamente humano, a diferencia del mundo gregario del animal. La capacidad de hacer las distinciones morales básicas es, pues, para Aristóteles la primera aportación del lenguaje, la más básica y fundamental. Después viene la segunda aportación, que es la propiamente cívica, social o política: a saber, que el lenguaje nos permite participar comunitariamente de estas apreciaciones morales, ejerciendo de esta manera una función propiamente socializadora o comunicativa. “La participación comunitaria en estas [apreciaciones morales] funda la casa familiar y la ciudad”. Así que, según Aristóteles, por medio del lenguaje establecemos las apreciaciones morales de bien y mal, lo justo y lo injusto, y en segundo lugar, gracias a su carácter universal, sus estructuras universales, su carácter racional, público y comunicativo, compartimos y expresamos las determinaciones de lo justo e injusto. Por esta doble función, el lenguaje funda la ética y funda éticamente la polis.

2. Kant: crítica de la razón Dando un salto enorme, pasamos a Kant, porque en él nos encontramos con una nueva sistematización del pensamiento que es clave, por lo que incluye, a saber, uniendo las dos corrientes opuestas de empirismo y racionalismo, y por lo 16

Ibíd., 1253 a 12-18; cast. p. 4.

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que abre: el idealismo, de modo inmediato, pero también corrientes actuales como la fenomenología, el existencialismo y la filosofía analítica; todas las corrientes contemporáneas tienen a Kant como referencia. Lo que Kant ofrece es una crítica de la razón, entendiendo por ella no la crítica “de libros y sistemas, sino la de la razón en general, en relación con los conocimientos a los que puede aspirar prescindiendo de toda experiencia”, tratando de “señalar tanto las fuentes como la extensión y límites de la misma, y ello a partir de principios”17. En este primer sentido, la razón abarca todo el campo de la actividad teórica y práctica del hombre.

2.1. La sensibilidad como inicio En Kant, las posiciones empiristas y racionalistas encuentran su conclusión, puesto que ambas son asumidas y superadas en la filosofía trascendental kantiana. La posición de Kant queda ya referida en la primera página de la Crítica de la razón pura: “No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada la facultad de conocer, sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal [ello no excluye una previedad no temporal, sino constitutiva, las categorías a priori], ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento empieza con ella. Pero aunque todo 17 Kant, “Kritik der reinen Vernunft (A XII)“, en Werke, hrsg. v. W. Weischedel, vol. III-IV. WBG, Darmstadt 1975, vol. III, 13; vers. cast.: Crítica de la razón pura. Prólogo, traducción, notas e índices de Pedro Ribas. Alfaguara, Madrid 1978, 9.

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nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia”18.

Este dato es importante, porque ahí vemos que todo nuestro conocimiento empieza con la experiencia, pero no todo procede de ella; se afirma la sensibilidad como fuente del conocimiento, pero no como la única fuente, pues hay otra, que es el entendimiento mismo, que aporta las formas puras, a priori, con las que se obra la constitución del objeto de conocimiento.

2.2. El entendimiento: constructor del conocimiento Se mantiene la idea aristotélica del pensamiento como actividad autónoma, espontánea. En ella, Kant va a introducir una nueva distinción: entendimiento (Verstand) y razón (Vernunft). El entendimiento es el pensamiento en tanto que conoce, y para ello recibe la materia a través de la sensibilidad, a la que recibe como una multiplicidad de datos (sensaciones) que él tiene que conjuntar, ensamblar, a fin de constituir el objeto de conocimiento. Dicha composición o síntesis se lleva a cabo por medio de las categorías y los conceptos. Conocer se refiere siempre a algo que ha sido dado por la sensibilidad y elaborado por el entendimiento. “Sin sensibilidad, ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”19. Hay conocimiento cuando al concepto le corresponde algo en la intuición de los sentidos. Los conceptos puros son constitutivos del objeto de conocimiento. La realidad objetiva de un concepto depende de que haya objetos que corres18 19

Kant, Kritik der reinen Vernunft (B 1), p. 45; cast., 41s. Kant, Kritik der reinen Vernunft (B 75), vol. III, 98; cast., 93.

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pondan a dicho concepto. Por ejemplo, el concepto “león” tiene realidad objetiva, porque hay unos seres llamados leones que corresponden a dicho concepto. En cambio, “centauro” no tiene realidad objetiva; en todo caso, es un índice de que hay mitos, en concreto la mitología griega, en la cual dicho concepto jugó su papel. Pero también puede haber conceptos que se basan no en la experiencia tenida, sino en la posible. Por ejemplo, el avión supersónico fue un concepto empírico antes de que tuviera realidad objetiva, pero su concepto se basaba precisamente en unas condiciones reales de existencia.

2.3. Las ideas de la razón La razón, en cambio, piensa, tiene ideas, no conceptos ni conocimientos. Pensar, a diferencia de conocer, no tiene más referencia que el principio de contradicción, y su campo de aplicación es lo posible, es lo conceptual, no lo real. Pensar se puede todo mientras no se incurra en contradicción; pensar solo sienta algo como posible. Las ideas no constituyen conocimiento, pero son reguladoras del conocimiento, tienen una función orientadora y heurística. En concreto, las ideas de la razón son tres: mundo, alma y Dios, que se corresponden con las tres partes de la metafísica: cosmología, psicología y teología. Estas ideas no constituyen un conocimiento, no tienen un objeto real que les corresponda, pero sí son pensables, no caen en contradicción; por tanto, tienen posibilidad e incluso revisten necesidad, son necesarias a la razón para pensar la realidad; ellas son las que constituyen estos tres ámbitos de saber. Su validez objetiva será reclamada y garantizada por la razón práctica con los postulados de la libertad (mundo), la inmortalidad (alma) y la existencia de Dios (Dios) que vienen exigidos por la razón práctica. Esta construcción kantiana tiene dos puntos débiles por los que hace agua: 1) la distinción entre sensibilidad y enten-

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dimiento y 2) la concepción de las ideas sin contenido cognitivo, como postulados de la razón práctica. 1) No podemos considerar que Kant fuera tan ingenuo que pensara que primero percibimos y después conocemos; la distinción, pues, tiene un sentido claramente reconstructivo del proceso del conocimiento. De todos modos, tanto el positivismo como la fenomenología han coincidido en criticar esta distinción. El punto fuerte de la crítica ya fue formulado por sus contemporáneos (Johann Georg Hamann, 1730-1788) en el sentido de que dicha distinción significa haber olvidado el lenguaje, esto es, que percibimos y pensamos en un lenguaje, y con él dentro una cultura: la percepción sensible nunca se da en estado puro, aislado, sino dentro de un pensamiento, un sujeto, un lenguaje, una cultura. 2) El segundo punto será criticado especialmente por Hegel como un agnosticismo que afecta a lo más importante: la moral y la religión; por ello Hegel reivindica el carácter cognitivo de las ideas. Y en este sentido resaltará a la vez el carácter práctico del pensamiento. La voluntad, que, siguiendo a Kant, es para él la razón práctica, o el uso práctico de la razón, es una “voluntad pensante”. La libertad arraiga en el pensamiento, y en concreto en su autonomía y espontaneidad. Mientras Kant mantiene la distinción entre razón teórica y práctica, Hegel ya no hace uso de ella y crítica explícitamente la distinción de facultades, inteligencia y voluntad; en cambio, sí mantiene la distinción entre entendimiento y razón como dos niveles del pensamiento.

3. Max Scheler: inteligencia práctica y espíritu Max Scheler (1874-1928), en su obra El lugar del hombre en el cosmos, de 1928, se pregunta por lo específico del hombre desde la perspectiva de su relación con las otras especies; intenta construir una antropología filosófica a partir de la bio-

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logía, entonces ya una ciencia en auge (y, por tanto, sobre la base de las ciencias biológicas)20. Para ello hace un repaso por los grados del ser psicofísico (planta y animal, y dentro del reino animal distingue tres grados: instinto, memoria asociativa e inteligencia práctica)21. La diferencia entre el animal y el hombre está en la diferencia entre inteligencia práctica y espíritu. Veamos qué entiende por una y otro.

3.1. La inteligencia práctica Inteligencia práctica es el grado máximo de inteligencia que alcanzan algunos mamíferos superiores o primates. Cuando Scheler explica el concepto de inteligencia práctica tiene en mente los estudios y experimentos llevados a cabo y publicados en aquellos años por Wolfgang Köhler (1887-1967), que vivió desde 1913 a 1919 en Tenerife, donde él y su esposa Eva realizaron investigaciones que cristalizaron en la obra La inteligencia de los chimpancés, aunque ya desde 1916 había ido informando de sus experimentos y conjeturas sobre la inteligencia de los animales. Parece ser que buena parte de las actividades las llevó a cabo su esposa. Los hallazgos de Köhler y su esposa respecto a la percepción animal fueron importantes no solo por su aportación a la etología (estudio del comportamiento animal), sino porque sus conclusiones se podían extender incluso, aunque parcialmente, a la percepción humana. El experimento más famoso, al que se refiere Scheler22, es el del bastón y la banana. Köhler observó a un chimpancé en 20

Scheler, Max, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Francke, BernaMúnich 71966, pp. 11s.; vers. cast.: El puesto del hombre en el cosmos. Traducción de José Gaos. Losada, Buenos Aires 161981, 25s. 21 Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, pp. 12-36; cast. pp. 27-52. Scheler se basa en las investigaciones del célebre biólogo Jakob von Uexküll (1864-1944). 22 Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, pp. 33s.; cast., 49s.

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una habitación en la cual se había colgado del techo una banana y en un rincón de la misma se había dejado un bastón. Al principio, el animal daba saltos una y otra vez para alcanzar la banana, pero sin lograrlo, hasta que en un determinado momento el animal parecía “ver” por primera vez el bastón (al cual, sin embargo, había mirado antes sin interés). Entonces, en lugar de volver a saltar, el mono utilizó el bastón para golpear la banana y hacerla caer. La conclusión de Köhler es que en determinado momento el animal pudo reorganizar su espacio perceptivo y así enlazó en una relación significativa dos objetos que hasta el momento percibía por separado (la banana y el bastón). Esta noción de “organización del espacio perceptivo” conforme a una necesidad (en este caso, el deseo de comer la banana) que impulsa dicha organización o reorganización, ha sido extrapolada a la psicología humana y goza todavía hoy de aceptación y legitimidad científica. La “organización del espacio perceptivo” conforme a una necesidad culmina en la utilización de un objeto como instrumento para alcanzar un fin; es el principio de la técnica. Aquí es donde propiamente se da la inteligencia práctica. ¿En qué consiste, pues, la inteligencia práctica? En que pone en marcha una conducta caracterizada por las notas siguientes: 1) una conducta que tiene sentido, es cuerda, sensata; 2) no deriva de ensayos previos, sino que es capaz de responder a situaciones nuevas; 3) acontece de súbito y, sobre todo, independientemente del número de ensayos hechos con anterioridad; 4) se trata de una inteligencia orgánicamente condicionada y que está al servicio de un movimiento impulsivo y de la satisfacción de una necesidad; en este sentido, se trata claramente de una inteligencia puramente práctica: estimulada por la necesidad y en vistas a satisfacerla; 5) pero hay inteligencia, en el sentido de que se da “la evidencia súbita de un nexo objetivo o valor en el mundo circundante”; 6) se trata de un “pensamiento no reproductivo, sino productivo, [que] se caracteriza, pues, siempre por la anticipación de

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un hecho nuevo”. “La situación [...] no solo es nueva y atípica para la especie, sino, sobre todo, es ‘nueva’ también para el individuo”23. Scheler no tiene inconveniente alguno en atribuir esta inteligencia a los animales; le parece un dato adquirido. Y entonces, ¿en qué radica la diferencia específica del hombre? Scheler sigue pensando que hay una diferencia esencial, pero que no se encuentra en esta escala; no se trata de que el hombre tenga mayor inteligencia, sino de otra cosa. “El nuevo principio que hace del hombre un hombre es ajeno a todo lo que podemos llamar vida, en el más amplio sentido [...]. Lo que hace del hombre un hombre es un principio que se opone a toda vida en general; un principio que, como tal, no puede reducirse a la ‘evolución natural de la vida’, sino que, si ha de ser reducido a algo, solo puede serlo al fundamento supremo de las cosas”24, lo que los antiguos llamaron “razón” o nous y él llama “espíritu” (Geist)25, que no proviene de la vida, sino que se define como aquel que es capaz de negarla, de decir “no”. De entrada, por tanto, la diferencia específica del hombre no está en el ámbito o en el nivel de la vida, de la biología, sino en algo más básico, que es su fundamento y a la vez aquello que la domina: el espíritu.

3.2. El espíritu Entonces, la cuestión clave es ver qué se entiende por espíritu. Para explicarlo, Scheler vuelve al contraste con el animal, oponiendo el comportamiento de ambos. En su explicación del espíritu podemos entrever planteada la cuestión de cómo entiende el pensamiento. 23

Ibíd., pp. 32s.; cast. p. 54. Ibíd., pp. 37s.; cast. p. 54. 25 Ibíd., p. 38; cast. p. 55. 24

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En primer lugar, “la propiedad fundamental de un ser ‘espiritual’ es su independencia, libertad o autonomía existencial –o la del centro de su existencia– frente a los lazos y a la presión de lo orgánico, de la ‘vida’, de todo lo que pertenece a la ‘vida’ y por ende también de la inteligencia impulsiva de esta”26. En segundo lugar, dicha independencia frente a la vida y sus impulsos hace que el hombre sea “libre frente al mundo circundante” [umweltfrei] y “esté abierto al mundo” [weltoffen]27; a diferencia del animal, que está vinculado al entorno, el hombre está libre de él y está abierto al mundo, “tiene ‘mundo’”28. La diferencia específica entre el animal y el hombre consiste, por tanto, en que aquel tiene entorno y este tiene mundo. Consideremos más de cerca el significado de estos dos conceptos. “Entorno [Umwelt] significa un espacio vital perfectamente limitado sobre el que se establece de forma específica un ser vivo. Sin embargo, esta limitación no hay que entenderla –al menos no siempre ni necesariamente– en un sentido espacial. Hay muchos animales cuyo comportamiento, ligado a la especie, se mueve en amplios espacios geográficos; piénsese, por ejemplo, en el vuelo de las aves migratorias. A pesar de lo cual viven en un entorno cualitativa y estructuralmente delimitado. Están vinculados a determinadas condiciones de vida. Abarcan la realidad bajo ciertos aspectos definidos según la especie, reaccionando a la misma de forma instintiva y ligada a la especie. El comportamiento animal está fijado y acoplado a un entorno preciso, delimitado y cerrado que no puede superar. En tal sentido se puede hablar de un comportamiento ‘ligado al entorno’”29. Entorno es, por tanto, el espacio vital

26

Ibíd., p. 38; cast. p. 55. Ibíd., p. 38; cast. p. 55. 28 Ibíd., p. 38; cast. p. 56. 29 Coreth, Emerich, ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología filosófica, Herder, Barcelona 1980, p. 99. 27

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delimitado según la especie, que ningún individuo de esa especie puede superar. “Mundo [Welt] significa, por el contrario, un horizonte vasto que rompe por definición cualquier limitación precisa y elimina toda fijación, siendo por lo mismo más amplio que el espacio vital inmediato. El hombre puede destacarse de su entorno, puede crear distancias, es capaz de acomodarse en cualquier momento a otras condiciones ambientales. Toda su conducta está fundamentalmente abierta más allá de un determinado entorno. Es más movible, moldeable y adaptable que la de cualquier animal. No está irremediablemente vinculada a un entorno delimitado con rigidez. En este sentido está ‘libre de entorno’ y, por lo mismo, ‘abierto al mundo’. Por encima de su propio marco tiene un mundo abierto de par en par”30. En tercer lugar, estar libre de entorno y abierto al mundo significa que el ambiente no viene configurado por mis sentidos e impulsos, sino que soy capaz de “objetivar” lo que tengo enfrente. “Espíritu es, por tanto, objetividad [Sachlichkeit]; es la posibilidad de ser determinado por la manera de ser de los objetos mismos”31. Objetivar significa mirar las cosas como son en sí, en ellas mismas, y no solo por la relación que puedan tener conmigo o según me afecten; ello implica estar más allá de lo que se objetiva, más allá del puro entorno, para poder contemplarlo como es en sí, en sus límites y condiciones. En el animal, en cambio, hay un acoplamiento perfecto entre su aparato sensitivo e impulsivo y el entorno, de modo que este no es para él más que lo que puede ser captado por él. El ejemplo estándar es la garrapata hembra, que con la ayuda del sentido de la luz encuentra el camino a una rama; los 30 31

Coreth, ¿Qué es el hombre?, 99. Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, p. 39; cast., 56.

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sentidos del olor y de la temperatura le anuncian si bajo la rama se encuentra algún animal de sangre caliente sobre el cual puede echarse a fin de chupar sangre. El mundo de la garrapata está compuesto por los fenómenos perceptibles por sus únicos tres sentidos: de la luz, de la temperatura y del olor32. En el animal, “toda acción, toda reacción llevada a cabo, incluso la ‘inteligente’, procede de un estado fisiológico de su sistema nervioso, al cual están coordinados, en el lado psíquico, los impulsos y la percepción sensible. Lo que no sea interesante para estos impulsos, no es dado”, no existe33. En el hombre, en cambio, la conducta “es por naturaleza susceptible de una expansión ilimitada: hasta donde alcanza el ‘mundo’ de las cosas existentes. El hombre es, según esto, la X cuya conducta puede consistir en ‘abrirse al mundo’ en medida ilimitada”34. Algo parecido a la “apertura al mundo” como característica del hombre viene a afirmar Zubiri al definir al hombre como “animal de realidades”35, a diferencia del animal, que es de estímulos. El animal aprehende las cosas como estímulos, mientras que el hombre las aprehende “en realidad”, como algo suyo, es decir, en su alteridad y autonomía36. Esta condición ilimitada de la apertura, característica del hombre, es la que hace que Pannenberg la interprete en el sentido de que no se puede tratar de una sola diferencia cuantitativa. La fantasía, la libertad, la inteligencia teórica, la creatividad, etc., no significan y operan una mera ampliación del 32 Habermas, “Philosophische Anthropologie (ein Lexikonartikel)”, en íd., Kultur und Kritik. Verstreute Aufsätze, Suhrkamp, Frankfurt 1973, 95. 33 Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, p. 39; cast., 56. 34 Ibíd., p. 40; cast., 57. 35 Zubiri, Xavier, Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986, p. 47. 36 Cf. Ferraz Fayos, Antonio, Zubiri: el realismo radical, Cincel, Madrid 1987, pp. 33, 51s., 151s., 164s.

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entorno en el que vive el animal; no se trata de que el mundo tenga una amplitud mayor que el entorno, sino que debe implicar una apertura que, en último término, es propiamente trascendente, más allá del mundo, hacia Dios37.

Conclusión Estas distintas aproximaciones al pensar nos han mostrado aspectos del pensamiento y han ido afinando más sus perfiles distinguiéndolo de acciones afines o complementarias. Así, en Aristóteles encontramos la distinción primera entre la percepción y el entendimiento, y después entre el entendimiento paciente y el agente, siendo este espiritual e inmortal, dependiente del cuerpo. En Kant, la distinción es ya de entrada triple: sensibilidad, entendimiento y razón, con la dificultad de que el entendimiento conoce, pero solo lo que le suministra la sensibilidad; la razón tiene ideas (mundo-libertad, alma y Dios), pero no conocimiento, y esta falta de conocimiento es de alguna manera suplida por los postulados de la razón práctica: de la libertad, la inmortalidad y la existencia de Dios. En Scheler, la distinción esencial es la que se da entre inteligencia práctica y espíritu, indicando dos órdenes de ser totalmente distintos; es la contraposición entre vida y espíritu, entre ímpetu y fuerza, por un lado, y orientación, por otro. Estas distinciones se pueden actualizar afirmando que pensar no es calcular, no es maximizar rendimientos y minimizar costes; pensar no es simplemente observar los fenóme37 Pannenberg, Wolfhart, Was ist der Mensch? Die Anthropologie der Gegenwart in theologischer Perspektive, Vandenhoeck u. Ruprecht, Gotinga 4 1972, pp. 5-13; vers. cast.: El hombre como problema. Hacia una antropología teológica, Herder, Barcelona 1976, cap. 1: “Apertura al mundo y apertura a Dios”, pp. 9-26; Pannenberg, Wolfhart, Anthropologie in theologischer Perspektive, Vandenhoeck u. Ruprecht, Gotinga 1983, cap. 2, pp. 40-76; vers. cast.: Antropología en perspectiva teológica. Implicaciones religiosas de la teoría antropológica, Sígueme, Salamanca 1993, cap. 2, pp. 53-98.

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nos de la naturaleza y buscar causas y consecuencias, la búsqueda del cómo y del porqué (que es lo propio de la ciencia; Heidegger tiene la provocativa afirmación de que “la ciencia no piensa”38), sino que implica necesariamente la búsqueda del para qué, los fines y el sentido de todo, en lo cual, además de la totalidad, se encuentra uno mismo implicado. Incluso pensar puede consistir en preguntarse por el sentido de la flor sabiendo que la flor es aquello que no tiene porqué, aunque no carece de sentido39. En esta diferenciación se va mostrando la grandeza del pensamiento: su autonomía y espontaneidad, su carácter ilimitado, de modo que puede abrirse a mundos impensables, increíbles: el mundo de la ficción y del símbolo, de la narración y la poesía, de la ciencia y la utopía, del arte y del artificio. Pero al mismo tiempo ahí aparece su limitación, pues puede convertirse en ficción, en apariencia, en falsedad, como nos recordaba Aristóteles. Pero el pensamiento consciente de su limitación, que sabe de su limitación, está ya de algún modo más allá de ella; percibe la infinitud con la que limita o colinda, que lo envuelve y sobrepasa, excede. El pensar nos abre al misterio.

Bibliografía Aristóteles, Acerca del alma. Introducción, traducción y notas de Tomás Calvo Martínez. Gredos, Madrid 1978. 38

Heidegger, Martin, Was heisst Denken? Gesamtausgabe, Bd. 8, Klostermann, Frankfurt a.M. 2002, p. 9; vers. cast.: ¿Qué significa pensar? Traducción de Haraldo Kahnemann. Nova, Buenos Aires 31978, p. 13. 39 Heidegger, Martin, Der Satz vom Grund (1955-1956). Gesamtausgabe, Bd. 10, Klostermann, Frankfurt a.M. 1997, p. 84s.; vers. cast.: La proposición del fundamento. Traducción y notas de Félix Duque y Jorge Pérez de Tudela. Serbal, Barcelona 1991, p. 100s.

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Changeux, Jean-Pierre, y Paul Ricoeur, Lo que nos hace pensar. La naturaleza y la regla, Península, Barcelona 1999. Heidegger, Martin, ¿Qué significa pensar? Traducción de Haraldo Kahnemann. Nova, Buenos Aires 31978. Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura. Prólogo, traducción, notas e índices de Pedro Ribas. Alfaguara, Madrid 1978. Kenny, Anthony, La metafísica de la mente, Paidós, Barcelona 2000. ––––––, Tomás de Aquino y la mente, Herder, Barcelona 2000. Krings, Hermann, “Pensamiento”, en Krings, Hermann; Baumgartner, Hans Michael, y Wild, Christoph (eds.), Conceptos fundamentales de filosofía, Herder, Barcelona 1979, vol. III, pp. 31-47. Scheler, Max, El puesto del hombre en el cosmos. Traducción de José Gaos. Losada, Buenos Aires 161981. Searle, John R., El misterio de la conciencia, Paidós, Barcelona 2000. ––––––, Mente, lenguaje y sociedad, Alianza, Madrid 2001.

La vida eterna en el cristianismo: evolución de un tema siempre actual Leopoldo Quílez Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Valencia

Introducción Al iniciar esta presentación, hago mías las palabras del apóstol san Pablo en 1 Cor 2,3 donde escribe: “Y me presenté ante vosotros débil, con miedo y con mucho temblor”. Y no solo por la entidad del auditorio al que me dirijo, que, aunque imponente, no deja de ser, en parte, la Iglesia, mi casa, mi Madre, mi familia, sino, sobre todo, por la abismal profundidad e inescrutabilidad del tema que nos ocupa, cuestión límite en el ya de suyo indisponible ámbito de la teología. En este sentido, si no he sucumbido a la conocida advertencia de Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”, es porque los cristianos estamos convencidos de que el propio Dios ha pronunciado su Palabra (el Hijo, también Logos-Razón-Sabiduría) ante esta realidad que inquieta al corazón y la mente del ser humano. Más aún, la Palabra ha querido sumergirse de lleno en la historia, frecuentemente amenazada de sufrimiento y siempre, aparentemente decapitada por la muerte, para iluminarla y transformarla desde dentro (¡teo-dramática!), siguiendo la lógica de la Encarnación. Por ello, sin marginar nunca los necesarios argumentos de la razón científica y filosófica, tan presentes estos días, nuestra

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respuesta la hallaremos en el misterio Pascual de Cristo, cuya admirable claridad venida de lo alto puede cegar a los “poderosos”. Solo desde esta inimaginable óptica del amor divino (que no se deja atrapar en fórmulas ni conceptos y al que es necesario aludir con símbolos, analogías y lenguajes abiertos a realidades sobreabundantes) podemos habérnoslas bien pertrechados con el misterio de la vida eterna. Al final nos quedará, desde ese constitutivo antropológico que es la esperanza, que Cristo cumpla su palabra. En efecto, el ser humano, además de ser un animal habilidoso, mamífero bípedo, chimpancé socializado..., es “animal utópico”, y ¿qué es la vida eterna, sino la gran utopía de lo humano?

La esperanza de la esperanza: recuperar la salvación. Spe salvi facti sumus En efecto, valiéndonos de la antropología metafísica de Ortega y Gasset, así como, especialmente, de la de su discípulo Julián Marías, afirmamos que la existencia humana es, ante todo, proyecto, tiene estructura vectorial, se vive hacia adelante. Abocados al futuro, somos “seres en espera” (Laín Entralgo); más aún, intrínsecamente abiertos a la esperanza, cuando esta se abre al Otro Trascendente, y también a esa palabra que viene de su mano, “salvación”. Sin embargo, el gran alegato contra la salvación en nuestra época ha sido su vinculación a Dios. La idea de realizarse y trascenderse es totalmente digna y legítima, pero no tanto el hecho de tener que debérsela a otro, pues sentimos cierta repugnancia en tener que recibir de alguien distinto nuestro cabal acabamiento. Desde estos presupuestos no es de extrañar que la idea de Dios aparezca como algo funesto en las filosofías contemporáneas de los maestros de la sospecha (siglo XIX) o en muchos de los existencialismos del siglo XX, ya que impide al hombre hacerse por sí mismo. Llegados aquí, conviene ver las cosas más detenidamente y preguntarse si no habrá en este planteamiento un malentendido que tiene que ver con el des-

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conocimiento de la importancia de la alteridad (Buber, Levinas, Ricoeur). El otro es un factor constitutivo de mi identidad, quien me llama, me convoca, me hace salir de mí mismo y me permite acceder a mí mismo. La relación “como a priori del ser”. El otro se convierte entonces en gracia y salvación. La autonomía se conquista no desde la soledad y el rechazo, sino desde el “usted primero” (Levinas), desde la exterioridad, nunca amenaza, sino condición de posibilidad de mi yo. Estos presupuestos nos permiten considerar sin recelos la alteridad divina, el Otro por antonomasia del hombre en cuyas rodillas ha nacido (Homero). Con otras palabras, la alteridad, cuando lleva el nombre de Dios, ¿no podría considerarse también saludable? ¿Realmente el ser humano queda alienado ante la presencia del Tú infinito? Por experiencia sabemos que cuanto mayor es el otro, en el sentido fuerte y verdadero de la palabra, más engrandecidos nos sentimos en nuestro contacto con él. La auctoritas me hace subir, me alza en el camino de mi identidad. Esta es precisamente la cuestión del Tercero Trascendente. Dios, el Otro de los hombres, es esa alteridad que nos permite descubrirnos a nosotros mismos y que nos salva de nuestra insuficiente semejanza común. Él es exactamente lo que yo no soy, pero también lo que el otro no puede ser para mí. Más aún, si hablamos del Dios de la kénosis (Fil 2,6-11), del vaciamiento, del anonadamiento por amor (a diferencia de Prometeo, que se aferra a lo que tiene como a una presa), podemos sentirnos agraciados. Si Dios se ha hecho hombre y ha muerto por nosotros, ser hombre es lo mayor que se puede ser. Consiguientemente, puede ser que la salvación nos venga de otro y que esta devenga cristología. Concluyendo este preámbulo, recuperar la salvación descendente quizá sea el único modo de dar crédito a ese constitutivo humano que es la esperanza y de hacer que la vida no sea una “pasión inútil” (cf. Spe salvi 2 y 27). Dios es el porvenir del hombre porque es la esperanza de la esperanza. Todo lo que digamos a continuación se construye bajo este presupuesto.

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Necesidad de un nuevo imaginario escatológico cristiano como alternativa al paradigma preconciliar La escatología cristiana ha dejado de interesar a nuestros contemporáneos porque no connota nada a la sensibilidad moderna. Dios, entre otros factores, entre los que destaca el imperio ilegítimo del cientismo reduccionista, ha dejado de ser creíble porque ha dejado de ser amable aquí en la tierra (instancia crítica para la Iglesia y los cristianos) y, por lo que a nuestras jornadas compete, también en el cielo. Sin duda, eso explica las búsquedas variopintas en otras tradiciones religiosas (especialmente las orientales) o la resignación a pervivir únicamente en la memoria de los vivos o en las obras. Y es que, en gran medida, la reválida de una religión pasa por la sostenibilidad de sus proposiciones escatológicas. Al respecto, la teología está llamada a ejercer su responsabilidad pontifical, la de trazar puentes entre Dios y el hombre y, con ello, su función consoladora y misericordiosa en un mundo contemporáneo en el que, desgraciadamente, ya no se divisa Finisterre. Allende la necesidad, apostamos por la legitimidad de nuestro empeño, pues no se trata de hablar de la vida eterna con vanas palabrerías, sino de ofrecer unos mínimos conceptuales que nutran las condiciones para esperarla. Si el cristianismo es Buena Noticia, hemos de salvaguardar la esperanza, y esta, aunque pasa por el hic et nunc, está arraigada en el éschaton. Atrevernos a repensarlo y a imaginarlo desde la posibilidad que nos ofrece la Revelación, especialmente en su ephapax (de una vez por todas) cristológico, y desde las posibilidades que nos proporciona la razón, es un riesgo lícito e insoslayable, pues, como afirmó Emil Brunner, “una Iglesia que no tiene ya nada que enseñar sobre la eternidad futura no tiene nada en absoluto que enseñar, sino que está en bancarrota”. Tras esta declaración de principios, intentaré trazar los rasgos del modelo escatológico actual en cotejo respecto al

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imaginario clásico que pervivió hasta el Concilio Vaticano II y que todavía heredaron nuestros mayores. El que hoy va abriéndose camino, no exento de lagunas y ámbitos prospectivos, me parece más coherente con los datos revelados y más contemporáneo a la sensibilidad epocal. Intentamos cumplir así el imperativo teológico de ser contemporáneos al corazón de Dios, al de la Iglesia como tradición viva y al corazón de nuestro mundo. En mi desarrollo me valdré de pares comparados, que no hay que entender estrictamente en sentido disyuntivo, sino más bien, en muchas ocasiones, en sentido copulativo. No se trata de anular el pasado o de sustituir sin más el modelo pretérito por el más moderno, sino de matizar o completar el primero desde la mejor inteligencia que nos proporciona el segundo.

La escatología, apéndice de la teología// La escatología, eje de la teología El puesto que correspondía a la escatología en las grandes síntesis teológicas, bien sea bajo el criterio histórico-bíblico o bajo el criterio ideológico-dogmático, fue siempre el último: bien como meta a la que apunta el esquema éxodo (creación y pecado)-retorno de la historia de la Salvación o bien como punto de llegada al que conducían los demás tratados teológicos. Esta ubicación, que de suyo puede ser correcta, ha tenido en ocasiones el riesgo de convertir nuestro tratado en un apéndice o una especie de anexo casi marginal. De hecho, “el despacho de la escatología solía estar cerrado”, según una conocida expresión de Ernst Troeltsch a finales del siglo XIX. Hoy día, la óptica empieza a ser diferente, y la escatología es una dimensión esencial que recorre toda la teología. Entre otras cosas, por el hecho de que la fe cristiana parte de un

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acontecimiento escatológico por excelencia, a saber, el misterio pascual de Cristo, y se dirige hacia las promesas del Futuro Absoluto de Dios en él. El cristianismo tiene un fundamento y una orientación escatológicos. Al respecto, ¿qué es la creación, sino el primer paso del proyecto amoroso y salvífico de Dios para sus criaturas, anticipo de la nueva y definitiva Creación? ¿No es la escatología antropología llevada a su plenitud, es decir, la humanidad en comunión fraterna, con Dios y con el cosmos? ¿No constituye la cristología el anticipo humano del presente de Dios grávido ya de su Futuro? ¿Podemos entender la eclesiología como la reflexión sobre el misterio del cuerpo sacramental de Cristo, figura de la humanidad reconciliada entre sí y con Dios? A su vez, ¿no creemos que el bautismo incoa la vida del Señor Resucitado, que nos permite vivir y morir “de otra manera”, en Cristo y no en Adán? ¿No celebramos la eucaristía como anticipación y prefiguración del “banquete último del Reino”? En definitiva, para el creyente, nuestro mundo caduco y su historia lacerada, también la nuestra, están preñados ya de vida eterna que irrumpe por adelantado. Habitamos ya en el tiempo escatológico. No es de extrañar, por consiguiente, que la escatología esté llamada a convertirse en la clave de bóveda que informe toda la reflexión acerca de la fe.

Rupturismo: la escatología, tratado de la “otra vida”// Continuidad de inmanencia y trascendencia: la escatología, disciplina sobre la “vida otra” El tratado de escatología tomaba la muerte del individuo como su radical punto de partida. Esta era un tratado sobre la muerte y el “más allá”. En realidad, se elaboraba toda una dramática ontología del instante mortal, a partir del cual se inauguraba la “otra vida”.

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Sin embargo, como hoy nos ha dejado bien asentado J. L. Ruiz de la Peña, la escatología versa no tanto sobre la “otra vida” cuanto sobre la “vida otra”. Este aparente juego de palabras quiere subrayar el cociente de continuidad humana que deberá incluir la existencia escatológica. En cuanto que esta será en Dios, siempre será mayor, pues “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios tiene preparó para los que le aman” (1 Cor 2,9); pero porque será también del hombre, no podrá faltar nada de lo humanamente valioso: “Allí serán dados todos los besos que no pudimos dar” (O. Clement). Como expresa líricamente J. B. Libanio a propósito de la resurrección , “muere el cuerpo, en cuanto fue objeto de explotación, marcado por las cicatrices del hambre, de la miseria, del trabajo superexplotado. Continúa el cuerpo, que son las luchas trabadas, la solidaridad construida, la fraternidad vivida... se pierde lo de aquel cuerpo de miseria. No se pierde nada de ese cuerpo-mediación material de realidades de justicia, de amor, de comunión. Se pierde lo de ese cuerpo castigado por las sequías y el hambre. No se pierde nada de ese cuerpo endurecido por el heroísmo de la resistencia, por la esperanza comunitaria de la victoria. Se pierde lo de ese cuerpo regado por los vinos de la explotación o regalado con los manjares del exclusivismo egoísta. No se pierde nada de ese cuerpo templado por el ayuno de la lucha para mejorar las condiciones de vida o alimentados en los banquetes de la fraternidad y del amor”. La vida terrena de la gracia y la vida eterna aparecen en íntima conexión, como dos estadios de un mismo trayecto o dos movimientos de una misma sinfonía. Por eso el Resucitado es el Crucificado (cf. Jn 20,19-31). En Dios tiene futuro, proyección eterna, todo lo que se ha vivido con amor, hasta el sufrimiento (no redentor en sí mismo, sino desde esta óptica más complexiva). Cristo es el Bien-aventurado con mayúsculas y toda su vida queda rehabilitada a pesar del aparente fracaso entre los hombres.

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Hermenéutica acrítica de la Sagrada Escritura// Géneros literarios y exégesis bíblica En efecto, actualmente se tienen en cuenta los diferentes géneros literarios bíblicos y los procedimientos hermenéuticos adecuados para los mismos. Así se distingue, por ejemplo, entre vaticinio, profecía y la apocalíptica (presente en la Biblia en el libro de Daniel, en algunos pasajes de Isaías, de Ezequiel o de Zacarías, en el libro del Apocalipsis e incluso en pasajes evangélicos que refieren el fin del mundo y el advenimiento del Reino). Es práctica común entre los exégetas de estos pasajes leerlos en dos niveles. El primero, el del ropaje literario (simbolismos teriomórficos o aritméticos, visiones, éxtasis, sueños, fenómenos cósmicos catastróficos...); el segundo, el del núcleo del mensaje teológico que entrañan. En este último sentido nos hablarán de la intención de remarcar el hiato entre el eón actual y el futuro, la afirmación del drama real de la libertad de los hombres, la teodramática de la historia, la certeza de la victoria final de Dios sobre cualquier fuerza del mal, la exhortación o parénesis a los justos, la llamada a la vigilancia y a la conversión de los impíos, la instancia crítica para transformar el caos del mundo en el cosmos según Dios, etc. Evitando los excesos “desmitologizadores” nacidos de la teología protestante (por ejemplo, Bultmann), se procura evitar una comprensión ingenua y literalista que no tome en cuenta la intención del hagiógrafo con imágenes tan vívidas. Esta nueva hermenéutica nos llevará a revisar pasajes bíblicos utilizados tradicionalmente para la justificación de afirmaciones dogmáticas. Así, por ejemplo, no parece coherente utilizar en su literalidad 1 Cor 3,12ss, “otros, a través del fuego”, para fundamentar la idea del ignis purgatorii; esa imagen bíblica está apuntando al aspecto discriminador o acrisolador de la justicia y el amor divinos, que distingue, y separa lo bueno de lo malo. El fuego tiene claramente aquí un sentido metafórico. En última instancia, afirmamos con Karl Rahner que “Cristo mismo es el principio hermenéutico de todas las afirmaciones escatológicas”. “Lo que

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no puede ser leído como una afirmación cristológica tampoco es escatología, sino adivinación o apocalíptica”.

Lenguaje fenomenológico-descriptivo de los novísimos// Lenguaje analógico y apofático Renunciamos ya a los excesos que se dieron en la historia de nuestro tratado, como los intentos por saber la temperatura o la ubicación del infierno, el tono de la trompeta del juicio final o las dotes del cuerpo glorioso. Apostamos por una escatología más humilde, muchas veces con la analogía como recurso, sin por ello claudicar ante filosofías del lenguaje como las del positivismo lógico. Se trata de una llamada a la prudencia ante lo transhistórico y a realidades con exceso de significado por ser comienzo en plenitud. En aras a esta sobriedad postulada, conviene recordar que la escatología cristiana, a diferencia de las tradiciones gnósticas o mistéricas, se caracteriza en relación a los novísimos por su “saber menos”, por su “docta ignorantia futuri”. Reconocer que no sabemos es reconocer los límites de nuestro conocimiento finito, es dejar a Dios ser Dios, volver a nuestra talla creatural y abrirnos en espera paciente y confiada “como a ciegos a los que se les ha prometido ver”. Este “no saber” nos sitúa en consonancia con la teología negativa y con el “entrar en la tiniebla” de mística bajomedieval.

Imaginario cosista-fisicista// Óptica personalista El paradigma tradicional hacía gala de representaciones muy topográficas y cosísticas. En la Edad Media se pensaba, según la cosmología del momento, que el infierno era un lugar ubicado en el centro de la tierra (algún manual español de mediados del siglo pasado todavía barajaba esa posibilidad). En la misma época, al purgatorio se podía acceder desde algunos lugares privilegiados. No faltaban narraciones de visiones místicas de estos lugares o leyendas de santos que habían accedido a

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ellos y contaban lo que allí habían visto. Allende ciertas excentricidades, hasta el siglo XX la escatología se parecía en ocasiones a una topografía ultramundana, clasificándose y jerarquizándose las realidades ultraterrenas (por ejemplo, varios tipos de lugares inferiores: el de los condenados, el seno de Abrahán, el limbo). También predominaba el imaginario fisicista: intensidad en la visión beatífica, las dotes del alma glorificada, las del cuerpo glorioso, la definición de “aureola”. Todo ello hoy nos mueve al rubor o a la hilaridad, y vamos leyendo las “topografías de ultratumba” en clave más personalista. Así lo aconsejaban las catequesis de Juan Pablo II al respecto en 1999. Los cristianos propiamente hablando no esperamos cosas, sino a Alguien. Y la razón fundamental para pensar así es que el Futuro Absoluto se aproximó ya a nuestra historia en la humildad de la carne de Jesucristo. En él, la “utopía” se volvió “topía·. “Me voy hacia aquel que viene”, escribía Teilhard de Chardin poco antes de su muerte en la Pascua de 1951. En definitiva, las realidades últimas (tà éschata) han sido desplazadas por la realidad personal última (ho éschatos). La vida eterna es Cristo en cuanto ganado (cielo), en cuanto perdido (infierno), en cuanto amor personal acrisolador (purgatorio). Hay, pues, una concentración cristológica y normativa insoslayable en nuestra disciplina.

Escatología anímica-antropología dicotómica y Estado intermedio// Escatología y antropología holística. La inmortalidad del alma, doctrina funcional de la resurrección La tradición cristiana ha tenido como principal horizonte escatológico la bienaventuranza del alma separada inmediatamente después de la muerte (cf. constitución dogmática Benedictus Beus, de 1336); esta ya goza de la visión de Dios (imagen intelectualista y contemplativa de la vida eterna), padece

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en el infierno o expía en el purgatorio mox post mortem. Solo más tarde, tras una duración extensa (esto es, un tiempo post mortem), en la parusía del Señor, que sucederá al final de la historia, experimentará el ser humano la resurrección de la carne según el cuerpo. Esta concepción de doble fase (estado intermedio) se refería exclusivamente al modelo antropológico del alma libre del cuerpo, sujeto ya de retribución, y a la muerte comprendida como separación de ambos. Así, mientras el cuerpo muerto yace en la tierra y se deshace en ella, el alma inmortal (por puro don divino) llega hasta Dios, al que es capaz de conocer y amar con su inteligencia y voluntad. Esta concepción, heredera de la antropología griega en la línea del orfismo-Pitágoras-Empédocles-Platón (aunque no faltan voces reputadas que la atribuyen a la propia evolución del pensamiento hebreo; por ejemplo, C. Pozo o Ratzinger), fue “cristianizada” por el hilemorfismo de Santo Tomás (anima forma corporis) y sigue vigente hasta nuestros días; fue sancionada por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe en 1979 (“Carta recentiores episcoporun synodi) e impregna toda la liturgia de la Iglesia. “La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y voluntad, de manera que subsiste el mismo yo humano, carente mientras tanto del complemento de su cuerpo. Para designar este elemento la Iglesia emplea la palabra ‘alma’, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición...” (Denzinger-Hunerman, 4653). No obstante las importantísimas sanciones magisteriales y su clara presencia en la no menos decisiva lex credendi, la escatología anímica, además del problema de la temporalidad postmortem y de la relegada índole comunitaria de lo humano y de la historia de salvación, adolece de claros problemas antropológicos. En efecto, al ratificar la dicotomía humana cuerpo-alma genera un dualismo que no hace justicia a la antropología unitaria hebrea (donde basar-nefes-ruah o su equivalente soma-psique y pneuma designan ámbitos distintos del único ser humano) y tampoco

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a los datos aportados por la actual neurociencia, de suyo, indisolublemente psicosomática. Nos situamos así en el complejo tema de las relaciones mente-cerebro. Desde el ámbito filosófico no faltan interesantes propuestas, como las de Xavier Zubiri y su distinción de “organismo” y “psique” como dos subsistemas parciales del sistema total que es el hombre. De cualquier forma, y esto es lo que interesa a nuestro discurso, la emergencia de esta polémica ha desplazado la atención de la retribución escatológica no tanto hacia lo anímico cuanto hacia la resurrección de los cuerpos y hacia una ontología de lo humano como un unum. La plenitud no corresponde solo al alma, sino también al cuerpo (“Seguimos anhelando el rescate de nuestro cuerpo”: Rom 8,23). La divinización no puede dejar al margen ningún aspecto esencial de la persona y el cuerpo lo es. Como tantas veces se ha insistido, no tenemos cuerpo, somos cuerpo. Hecho de barro y aliento divino (cf. Gn 2,7), microcosmos de lo visible y lo invisible, el ser humano está llamado a una consumación en su ser total. A despecho de espiritualidades de cuño gnóstico (todavía hoy reconocibles ad intra de la Iglesia), el cristianismo es la religión de la Encarnación (“caro cardo salutis”, en expresión de Tertuliano), es un sano materialismo. Pues bien, a todo ello apunta el dogma de la resurrección de la carne. Ella será la conservación de todo lo que nos constituye como humanos, y el cuerpo es la totalidad del hombre “asomándose al exterior”. ¡Qué bien intuye Félix de Azúa, a pesar de su increencia, lo que tratamos de tutelar!: “Católicos, no os dejéis arrebatar la gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que sobre todo el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se puede concebir, y solo cabe en una religión cuyo Dios se deja matar para que también la muerte (del cuerpo) se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, sino más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para

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que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos tras la muerte volver a ver los ojos de las buenas personas e incluso los ojos de las malas. En fin, ver ojos y no únicamente luz”. Llegados aquí, no ignoramos que la teología católica más ortodoxa no prescinde de la inmortalidad del alma, que es presentada como el trascendental, esto es, la condición de posibilidad de la resurrección. De lo contrario, incurrimos en las, grosso modo descalificadas por el Magisterio, hipótesis de resurrección en la muerte; de no sobrevivir el mismo sujeto, la misma persona, “el mismo yo humano”, que subsiste en su ser espiritual, no podría haber nexo entre las dos formas de existencia (histórica y metahistórica) y tendríamos que hablar de recreación y no de resurrección, incurriendo en la tampoco admitida hipótesis de la muerte total. La singularidad irrepetible de lo humano, la replicación de su singular estructura psicosomática, la necesidad de incluir en él todo el bagaje vivencial que lo ha erigido en yo humano concreto y la irrevocable llamada a la existencia que realiza la palabra creadora y fiel de Dios se yerguen como razones contrarias a una solución que se halla en el polo más distante de la amplísima panoplia de alternativas esbozadas y que aquí no ha lugar a presentar. En definitiva, la doctrina de la inmortalidad del alma, aun manteniéndose, ha pasado de ser el centro de la esperanza escatológica a ser la doctrina funcional, el dato que tutela la resurrección. Ciertamente, la inmortalidad anímica así modulada nos lleva a una antropología no dualista, pero sí dual, cuyos dos afirmaciones tensionales irrenunciables serían: en primer lugar, hay dos dimensiones irreductibles de lo humano (allende materialismos crasos o matizados: Bunge o Laín Entralgo, respectivamente) y, en segundo, esa distinción, ese antirreduccionismo (aun admitiendo si se quiere que la materia “da de sí”), no implica separación ni superioridad ontológica, pues estamos ante dos dimensiones o co-principios de la misma y única persona.

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Primacía de la escatología individual// Subrayado de la escatología colectiva Un primer corolario del viraje arriba esbozado es que la esperanza escatológica, sin olvidar la importancia de la salvación del propio yo (alma) del individuo, empezará a poner más énfasis en el destino eclesial, comunitario, de la consumación. No en vano, el cuerpo es la expresión relacional con los otros y con el mundo. El reconocimiento de nuestro carácter relacional es un dato constatable fenomenológicamente desde el primer instante de una existencia en la que “somos nacidos”. Este reconocimiento también aparece en los dos relatos genesíacos (Gn 1,27-28; 2,18-24) y traspasa todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, donde la Alianza de Dios se hace con un pueblo, Israel, y con el nuevo Israel, la Iglesia. Siendo esto así, la plenitud de la historia de la Salvación deberá corroborar que vivir auténticamente es con-vivir, hacerlo en comunión. La resurrección apunta a un misterio de relación depurada de cada individuo con el Dios Trino y con la humanidad entera “con” y “desde” la cual vivió. Nadie va solo ante Dios (aquí insertaríamos también la communio sanctorum). Cuanto más nos sumerjamos en los abismos de amor trinitario, más lo haremos en la hermandad consumada. La escatología vendría a ser el cumplimiento de la eclesiología: una Iglesia que sale con los brazos abiertos hacia el mundo para que todo él se haga Iglesia en sentido amplio, esto es, humanidad agraciada filialmente y fraternalmente unida por agradecida.

Acosmicidad, desmundanización// Cosmicidad y pascua de la creación Una segunda consecuencia del secular paradigma anímico fue la marginación de un dato constituyente de lo humano, su natural referencia al cosmos. Por nuestra condición de ser-en-el-mundo, ya destacada antes de los existencialismos

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por el pensamiento bíblico, sabemos que la tierra no es un lugar hostil donde nos hallamos desterrados, sino el hábitat donado graciosamente por el Creador. En él nos ha llamado a ser sus colaboradores (co-creadores), intendentes, buenos administradores (“Tomó Yahvé Dios al hombre y le dejó en el jardín del Edén para que lo labrase y cuidase”: Gn 2,15), y, por ende, nuestra historia es también la de nuestra “morada”, en la que vamos dejando impresas nuestras huellas, a veces tan lesivas. En consecuencia, el destino de ambos, unido desde el principio, convergerá también en el éschaton, el metacosmos que apenas sabemos ni soñar, pero al que alude la Sagrada Escritura como “cielos nuevos y tierra nueva” (cf. Is 66,22; 2 Pe 3,13).

El cielo en clave estaticista; paradigma contemplativo-intelectualista. La requies como beatitud// Dinamismo, crecimiento, vitalidad en la ya colmada presencia divina La tercera consecuencia del imaginario escatológico anímico secular la vemos en el correlato del cielo que este ha supuesto. Nos valdremos de la historia del arte para ilustrarlo. Jacob Cornelisz de Amsterdam pintó hacia 1523 el Retablo de todos los santos, que hoy podemos admirar en el Staatliche Kunssammlungen de Kassel, en Alemania. Su cielo teocéntrico, como no podía ser de otro modo, nos presenta a una multitud de santos, entre los que destaca la Santísima Virgen coronada, sobre los cuales, casi suspendidos, se alzan los coros angélicos. Lo que más llama la atención del espectador es que, por debajo de lo abigarrado del cuadro colorista, late una atmósfera casi congelada, de vida detenida. Los bienaventurados, apuntado al centro trinitario, aparecen abismados, con la mirada y el gesto petrificados, ensimismados por la visión de Dios, que los atrapa en una eterna abstracción. Esta pintura es una magnífica representación del paradigma celestial tradicional.

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Valgámonos de otra imagen, esta literaria y actual. En el diálogo consigo mismo que el escritor Fernando Sánchez Dragó desarrolla en una de sus últimas novelas, Kokoro: A vida o muerte. Dragó entrevista a Dragó, curiosamente “la crónica de un viaje a la tierra de los muertos”, a la pregunta de si no descansa nunca, leemos: “No. Eso me aburriría. O no, porque yo no me he aburrido nunca, no sé lo que es eso, pero, curiosamente, me tensaría, me enervaría, me agotaría. Trabajo en lo que me gusta y, por ello, me disgustaría no trabajar. Fue don Gregorio Marañón, médico de largo alcance humanista, quien dijo que descansar es empezar a morir. Los escritores, a diferencia de los farmacéuticos, siempre estamos de guardia”. Y vienen ahora nuestras preguntas retóricas: ¿no ha descrito secularmente la Iglesia, de forma casi monopolística, la vida eterna como requies? ¿Continúa siendo expresivo para el hombre contemporáneo este imaginario? El más allá católico ha sido clásicamente figurado como una escena eterna de deslumbramiento ante la contemplación de la revelación del Bonum et Verum. En él, el sujeto simplemente se halla en un estado de éxtasis pacífico y permanente viendo la verdad última. Prioritariamente cognitiva, esencialista y cosificada, la vida eterna se corresponde con el sustrato anímico tal y como fue concebido en la Antigüedad y el Medievo, en clara prolongación de la escatología intermedia de las almas, de las que tal vez haya creído saber en exceso nuestra teología. Sin embargo, ese modelo ha dejado de interesar en nuestro tiempo por no connotar nada a la sensibilidad moderna. El nuevo paradigma aboga por un éschaton henchido de dinamismo, actividad, movimiento, sorpresa, crecimiento; en definitiva, vida. No nos atreveremos a perfilar sus contornos, pero sí a indicar la dirección. La eternidad con Dios será el milagro de la primera vez, un feliz e interminable desacostumbrarse. El rastreo en la tradición teológica minoritaria (por ejemplo, la epéctasis de san Gregorio de Nisa), la incidencia en el carácter

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absoluto de Dios, siempre más cognoscible y amable, y el enfoque personalista de lo humano que nos define como seres siempre in fieri, como magnitudes vectoriales, proyectadas, pueden ser los pilares de la nueva propuesta.

Tendencia moralizante// Primacía de la gracia y de la esperanza Ha sido clásica la presentación de la vida eterna como fruto del mérito y de la ascesis, que eran contempladas como forma de “ganarse el cielo”, en ocasiones al servicio de dominios nada evangélicos sobre las conciencias. Se llegó incluso a una especie de “contabilidad” del más allá. Devociones, limosnas y sacrificios pretendían entrar en la dinámica del do ut des con Dios y justificaban una determinada forma de concebir la religión, frecuentemente administrada por los “peritos”. En la predicación abundaban los discursos acerca de este “negocio” de la salvación expresado con palabras enormemente moralizantes que solían apelar al miedo y al juicio de forma reiterada y tremendista; emerge así, de nuevo, la figura de un mal entendido poder eclesial, no tan ajeno todavía a algunas sensibilidades actuales. La nueva escatología, sin menoscabar el papel de la libertad humana en el diálogo con Dios ni el valor de los medios, que, de suyo, pueden ser un valioso instrumento en la siempre necesaria conversión, opta por una perspectiva diferente. En ella, el cristianismo es presentado primariamente como la religión de la gracia, no de la moral. Destacamos primigeniamente lo que Dios ha hecho transitivamente por nosotros, y solo en un segundo momento ese dato objetivo y descendente debe mover a la decisión existencial del arrepentimiento y la metanoia. Como no puede ser de otro modo, la mirada al “más allá” del que se sabe hijo adoptivo en Cristo es esperanzada, confiada, esponjada, tocada por el Amor de Dios (anterior a todo, incluso a nuestra libertad) y no por el miedo. Solo

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el amor es digno de fe y únicamente él, modulado tantas veces como sea necesario en perdón, es capaz de transformar los corazones. El miedo mueve, el amor convierte. Nada hay más subversivo que el amor. Y este no se puede comprar, se regala, máxime el de la vida eterna.

Discurso infernalista. Damnatio// Asimetría salvación-condenación (beatitudo) Frente a una primera época de un cristianismo escatológicamente optimista, pasamos, desde finales de la Edad Antigua al Concilio Vaticano II (situación de “cristiandad” en sentido amplio), a un imaginario donde predominan el miedo, las amenazas, la severidad del juicio (inmoldeable por la misericordia), la preponderancia del infierno y la representación impúdica de sus tormentos, de sus castigos sutiles, macabros y refinados. Este cuadro ha llevado a Delimeau a tildar al cristianismo de “religión del miedo”. Esta patológica representación, por otra parte solo plausible en un contexto de eclesialidad fuerte, llegó incluso a plantearse la antievangélica posibilidad de que el número de los condenados sobrepasaría con mucho al de los salvados (ya rastreable desde san Agustín, en el siglo V). En el “moderno” paradigma se insiste, afortunadamente, en la optimista asimetría entre salvación y condenación. Dios no es un ser neutro, sino Amor esencial y volcado irrestrictamente en sus criaturas, como ha evidenciado en la absoluta donación de sí mismo en su hijo, Jesucristo. Por eso, la historia en general y –esperamos– la nuestra particular acaban bien, tienen una dirección y un sentido positivo, salvífico y solo tangencialmente, si se diera el caso, condenatorio. La justicia de Dios no ajusticia, sino que justifica al pecador. El juez no queda simbolizado por una virgen con los ojos vendados y una balanza, sino por el Dios crucificado que muere con sus brazos extendidos en la cruz perdonando; más aún, justificando (“porque no saben lo que hacen”). En este caso, el pecado y su

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peor corolario, la muerte eterna –reiteramos, en el caso en que está pueda llegar a ser efectiva en algunos–, caerá siempre del lado del hombre y de su libertad responsable, atributo que le confiere su grandeza y le hace “imagen de Dios”. La condenación, el infierno, es lo que Dios no quiere. Nunca será un acto reivindicativo, punitivo o vengativo, sino un acto “kenótico” de Dios, aquel que respetará hasta el final al ser humano suponiendo que este rechazará sin fisuras su amistad. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,3-4). De ahí que el cristianismo siempre llame a considerar la seriedad de la vida; esta no es un juego en el que nada se juega, sino que es la posibilidad de la eternidad, pero la afrontará con un talante liberado de temor, confiado en quien ha sido capaz de, como reza el misterio pascual, “para liberar al esclavo entregar al Hijo”, es decir, a sí mismo. Hay, pues, una innegable asimetría en la historia de la Salvación, pues esta tiene un desde dónde, un hacia dónde y, sobre todo, un Quién que la preside con amor.

Escatología de la fuga mundi// Escatología del compromiso terreno Una cuarta consecuencia de las antropologías y escatologías anímicas es que estas tuvieron como indeseable efecto secundario la depreciación de lo inmanente, de lo material, de lo histórico, probablemente eco del platonismo que subyacía, donde lo importante era la liberación de lo terreno para retornar al mundo divino. La huida del mundo, en el fondo un “valle de lágrimas”, fue un error en el que el cristianismo cayó en algunos momentos de la historia de su espiritualidad, siendo de esta forma infiel a su esencia. La esperanza cristiana ama la tierra, al mundo, a los hombres, y se preocupa por todo; el compromiso por los pobres, por la justicia, por la paz y hasta por la ecología están en la entraña de una religión que es histórica, sacramental, encarnatoria. El Reino de Dios solo se

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consumará en el éschaton: ya no somos tan ingenuos para esperarlo del hombre ni de la historia, pues ambos necesitan ser salvados; ahora bien, este “solo en Dios” ha comenzado ya, ha sido injertado en este tiempo por Jesucristo. Desde él tiene sentido nuestra pasión por lo imposible aquí en la tierra, y de esta forma es creíble nuestra esperanza futura. La historia de la humanidad no queda decapitada, sino reconciliada en Dios. Él ya ha empezado a hacerlo en el misterio de su Verbo hecho hombre y continúa en quienes trabajan con la fuerza del Espíritu por su Reino. Debemos y podemos seguir “arañando” parcelas de eternidad; después esperaremos como corona inmerecida lo que aquí sembramos con esfuerzos solidarios, siquiera balbucientes.

Escatología eclesiocéntrica. Aplicación ultraterrena del extra Ecclesiam nulla salus// Eclesiología trinitaria-cristocéntrica y “exodal” En el modelo preconciliar, la Iglesia se consideraba como instancia suprahistórica, por encima de los avatares seculares, segura de sí misma, vehiculadora de una verdad inmutable, no afectada por los cambios epocales (cual idea de Platón), poseedora de la Revelación definitiva y de su interpretación correcta y autorizada. La vida eterna y el juicio final se prefiguraban como la corroboración de lo que ella ya sabía acerca de la salvación de los hombres. No había lugar para las sorpresas. Los apartados de la enseñanza y de la praxis ética de la Iglesia (ateos, masones, comunistas, licenciosos...) recibirían la condenación de una manera lógica y merecida. Por otra parte, los fieles a su doctrina, a su piedad, a sus costumbres y moral (clérigos, miembros de Acción Católica, devotos...), podían aguardar con lógica confianza la gloria eterna, tan intensamente merecida en la vida terrena. Al final, y rematando esta imagen un tanto caricaturizada, “nos salvaremos los de siempre”.

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Las “nuevas eclesiologías” son más sensibles a la debilidad de la institución, a la continua necesidad de reforma y conversión, y son más conscientes de que el ser de la Iglesia es constitutivamente centrífugo, exodal, volcado en el mundo. La Iglesia es para el mundo, para la misión, para la evangelización. El esquema Dios-mundo-Iglesia-mundo-Dios podría ayudarnos a captar esta idea. El diálogo interreligioso, la sana consideración de las realidades creadas y de los esfuerzos humanos (por ende divinos) de los hombres de cualquier credo o de buena voluntad, la relectura del axioma clásico de Cipriano “fuera de la Iglesia no hay salvación” y, por qué no, el dramático realismo de algunos hechos ad intra la Iglesia han transformado la mirada eclesial sobre sí en más “pobre de espíritu”, confiada solo en su Señor; una mirada que trasladada al éschaton se ha tornado más universal, vocacionada a solapar Iglesia y mundo para entregárselo al Padre. No hay nada menos católico que los sectarismos reduccionistas, máxime en el éschaton, que, como vamos a concluir, es un misterio de unidad.

Conclusión: la vida eterna, misterio de unidad y dinamismo en Dios La vida eterna, conclusión de la Historia de la Salvación, podemos intentar agruparla en torno a dos sustantivos: unidad y dinamismo.

Unidad La economía de la salvación tiene su punto alfa en el Dios comunión, Trinidad, y su punto omega en el mismo. Todo sale del Amor y de la comunión eternas y vuelve a las mismas. No obstante, además de esta óptica creemos que, antropológicamente, la vida eterna también es un misterio de unidad articulado en todos los ámbitos humanos:

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– El hombre se encontrará integrado en sus constitutivos metafísicos. Corporeidad y espiritualidad se hallarán interpenetradas en una unidad transfigurada. – El individuo y la comunidad se encontrarán armonizados de tal forma que cada ser humano será descubierto como hermano. – La interioridad y la exterioridad, lo anímico-psicológico y lo cósmico-fenomenológico, también se habrán reconciliado. Asistiremos a la unificación del individuo con su hábitat cósmico. – La historia (pasado, presente, futuro) se habrá unido en el “hoy” reconciliado de Dios. – Lo creatural y lo divino entrarán en perfecta comunión sin fusionarse en clave panteísta, pero sí pan-en-teísta. Se logrará la unificación sobrenatural del ser humano con el Dios trino sobre la base de que uno de la Trinidad ya ha sido de los nuestros, Jesucristo. Por fin, “Dios será todo en todos” (1 Cor 15,28).

Dinamismo Presenta originalmente la tradición judeocristiana una visión de la historia como el tiempo en el que Dios, por pura voluntad agraciante, se aproxima paulatinamente a los hombres. La historia se torna salvífica porque en ella, primariamente, Dios ha querido acercarse a la humanidad, superando así la enorme distancia metafísica y ética entre él y la criatura. La Sagrada Escritura nos habla del dinamismo latente en la economía divina desde la creación hasta la parusía, pasando por la Encarnación del Hijo, su paso de este mundo al Padre y la efusión de su Espíritu. Dios, abajándose progresivamente, inclinándose de forma amorosa hacia el ser humano para hacerse Emmanuel y establecer una comunión que llega a su punto álgido en su “manifestación o presencia gloriosa” del

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Último Día. Una vez que la humanidad se ha dejado alcanzar por este movimiento trinitario de synkatábasis (con-descendencia), de forma total tras la Segunda Venida, comienza definitivamente el tiempo escatológico. En él, por fin, estará Dios en nosotros y nosotros en Dios. El nuevo paradigma debemos leerlo en sentido dinámico, si bien ahora como la aproximación permanente y jubilosa de la criatura hacia Dios; mejor aún, en Dios, puesto que ya ha sido alcanzado de manera inexorable por él. Si la historia queda configurada así como el tiempo del movimiento descendente del Señor hacia quien es la hechura más perfecta de sus manos, el éschaton podemos pensarlo como el estado de ascenso satisfecho del hombre hacia el interior de Dios y, por ende, en comunión con los otros bienaventurados. Como hemos dicho, la vinculación de ambos discursos vectoriales ha de superar inercias añejas que han diseñado un paradigma celestial inmovilista. Hasta ahora, la pregunta de qué hacen los santos durante la eternidad parecía inoportuna y quedaba soslayada. Ellos no tienen que hacer nada: se limitan a alabar absortos a Dios en el eterno descanso de la visión de su rostro. Esa es la fuente de toda su posible dicha. El hombre ha dejado de ser viador. Nos bastaría asomarnos a la liturgia para constatar este horizonte, y la historia del arte nos proporcionaría también preciosos ejemplos. La perspectiva intelectualista, de comunicación de verdades, ha cedido terreno al carácter vitalista, de comunicación de vida, de la revelación. Al hilo de esto queremos afirmar que el encuentro con Dios en este mundo es parcial, susceptible de progreso, mientras que en la escatología este alcanzará su perfección. Pero la perfección del encuentro es el inacabamiento, pues, de lo contrario, dejaría de existir. La excelencia del encuentro es la incompleción, el siempre querer más y encontrarse más con el amado, dejando claro que este “más” no significa que ayer fuera menos. Precisamente en la vida eterna el

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más y el menos no son cuantitativos, y tampoco cualitativos al modo humano; son cualitativos al modo divino. Pero, comoquiera que ahora solo podemos hablar analógicamente de lo divino, nos es legítimo concebirlo bajo esta forma de encuentro siempre creciente. El carácter dinámico de la vida eterna hace más justicia a la naturaleza de Dios y del ser humano. Y es que el Tú absoluto es de suyo infinito, inabarcable, ilimitado, incomprensible, indeterminable y, por eso, más que un “objeto” será siempre un objetivo, un hacia dónde, incluso en su máxima donación. Además, el hombre no se logra permaneciendo, sino trascendiéndose. Solo por el sendero infinito hacia Dios halla su propia mismidad. Únicamente podemos llegar a nosotros mismos llegando a Dios. De esta interpretación, especialmente en su primera dimensión, hallaríamos exponentes privilegiados en la tradición teológica o mística de la historia de la Iglesia. El nuevo paradigma escatológico que estamos proponiendo no tiene la voluntad de eliminar todo aquello que el tradicional descanso eterno tiene de positivo. En este sentido, la alegoría seguirá siendo válida en todo lo que apunta a la supresión de lo carencial, lo ambivalente, lo efímero –y, por todo ello, insatisfactorio– de una existencia todavía hibridada con el pecado. Decimos, pues, también “sí” al descanso, pero entendido este como la desaparición de todas las limitaciones ónticas de la vida terrena traducidas en hiriente relatividad. En consecuencia, nos distanciamos de toda economía deficitaria, propia solo del tiempo histórico. La vida humana tiene una meta absoluta, pero el final, por ser Dios, es camino, vía. El dinamismo es el habitus de la vida eterna. El éschaton es un “status viae in status termini”. Postulamos un pan-en-teísmo en el que toda verdadera búsqueda tiene lugar en su presencia, que nos regala siempre el encontrar, a su vez seguido siempre de un nuevo e impelente buscar. Sin embargo, ese “deseo” nos remite no al desiderare de origen latino, referido, en el arte adi-

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vinatorio, a la observación de la “falta” de las estrellas (sidera), necesarias para realizar los auspicios, sino al potheo griego, que originalmente significa el movimiento de alargarse o tender hacia algo. Eso sí, recalcando, de nuevo, que esa extensión se realiza sobre la base de la colmada posesión. Concebir así la vida eterna ayuda también a acentuar la originalidad cristiana en comparación con escatologías de corte platónico que proclaman el retorno de las almas inmortales a una vida que, lejos de ser proyectiva, es vuelta a lo previo. Al mismo tiempo, permite en mayor medida distanciarse de las cosmovisiones orientales, coronadas en una disolución en lo absoluto por la que se alcanza la quietud y la paz siempre anheladas tras los avatares reencarnatorios. Nuestra vida eterna es “el tiempo” del devenir y el por-venir en Dios. Si se nos permite la expresión, el ámbito de la auténtica libertad de los hijos de Dios. La noción cristiana de lo divino, lo humano y su relación no queda desdibujada, sino sobredimensionada. Llegados aquí, el decoro nos invita a sumir la Theología viatoris et crucis, habida cuenta de que nos hallamos ante una realidad con exceso de significado. Su carácter indisponible e indeducible, por ser comienzo en plenitud, nos impone ya el silencio que evita toda sobreespeculación. Esta declaración conclusiva deseamos pronunciarla en forma de poesía, siempre un óptimo instrumento para acercarse a lo inefable; a estas alturas, la razón poética quizá arañe más el misterio: “I aixis, escorcollant cosa per cosa, a la contemplació ton ull prepara. No per aixó s’esvairà el misteri del fons de tota cosa inseparable; si avança la claror, l’ombra recula, com més va reculant, més imponente”. (Joan Alcocer, L’ermità qui capta).

Conciencia en continuidad: mente y universo en el budismo indio Juan Arnau Investigador del CSIC Continuidad de la conciencia La vida parece tener un comienzo: nacemos. Nos iniciamos en la experiencia y el sentimiento y, paulatinamente, conforme se desarrolla el entendimiento, vislumbramos, de manera más o menos incierta, lo eterno que hay en las cosas. Y es ahí cuando surge en nosotros la sospecha de que tal vez ese comienzo no sea realmente un comienzo, sino una continuación. En esa sospecha se funda la doctrina del renacimiento, que nos ahorra el mal gusto de suponer recompensas y castigos definitivos. El pensamiento indio vive inmerso en una eternidad autorregulada que no necesita elementos externos al propio universo para imponer justicia. Hay siempre camino, hay siempre oportunidad. Para comprender las diversas formas en las que los budistas concibieron la continuidad de la conciencia, es necesario recurrir al concepto de karma: la creencia en que todo acto tiene su retribución, en esta vida o en las subsiguientes. De acuerdo con esta doctrina, los seres forjan su destino mediante sus propias acciones y –lo más decisivo aquí– mediante los estados mentales que acompañan a dichas acciones. Este hecho se considera parte integral de la experiencia del despertar y el budismo reivindicará la doctrina del karma como propia a pesar de ser una creencia compartida por otras tradiciones

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indias. El término sánscrito karma, recientemente incorporado a los diccionarios de español, en su sentido lato hace referencia a cualquier actividad mental o corporal, extendiéndose también a las consecuencias o efectos de dicha actividad. En su aspecto soteriológico, el karma es además la suma de todas esas consecuencias en la vida presente o en una vida pasada y el encadenamiento de causas y efectos en el orden moral. Se trata de una memoria infalible de las acciones de los seres, cuyo registro alcanza el ámbito de la mente: las intenciones y propósitos dejan su sello kármico. Para el budismo, el individuo ha moldeado y en cierto sentido creado las limitaciones de su carácter. A lo largo de la vida, mediante actos, palabras, sueños, deseos e intenciones, se construye ese artificio mental llamado karma, y es este el que constituye la causa del renacer1. Pero lo que distingue al budismo de otros movimientos de su época, su marca distintiva, es precisamente su posiciona1 En general, los budistas aspiran a generar y acumular buen karma, ya sea para conseguir un buen renacimiento o para avanzar en el camino hacia el despertar. Un ejemplo significativo de recolección de karma positivo lo encontramos en una de las colecciones más extensas y populares de la literatura budista: las jātaka, género en el que el protagonista se identifica con un nacimiento previo de Gautama Buda bajo la forma de hombre, dios o animal. En cada una de estas vidas, el bodhisattva o buda en formación nace para perfeccionar una de las diez virtudes excelsas (pāramitā): generosidad, bondad, desprendimiento, discernimiento, firmeza, paciencia, veracidad, resolución, consideración y ecuanimidad. Estas diez virtudes, dice otro texto, no se encuentran en el cielo ni en la tierra, ni en oriente ni en occidente, ni en el norte ni en el sur, sino que residen en el corazón del ser consciente. En la vida surgen y en la vida habrán de desarrollarse, y una sola vida no es suficiente para perfeccionarlas todas. La auténtica transformación moral requiere tiempo, y el ser consciente habrá de recorrer incontables existencias si quiere llegar a la maduración última. En esa carrera a través de sucesivos renacimientos, el bodhisattva no es una misma persona, sino multitud, pero todas ellas forman una cadena relacionada causalmente. Y es otro el que hereda el temple, la generosidad o la ecuanimidad del que le precedió. Se transmite un carácter, no un alma. Así se va recogiendo el mérito necesario que permitirá el logro del despertar.

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miento en contra de la existencia de un sustrato esencial en los seres conscientes, de una entidad permanente e inmutable que sería la que transmigraría de una vida a otra tras la descomposición del cuerpo físico. Esta idea constituye, para los budistas, un obstáculo fundamental para el logro del despertar. Ese conocimiento erróneo del yo, y el apego a la idea de una sustancia inalterable y eterna, constituye el aliento del renacer. Deconstruir esa idea del yo se convierte en requisito fundamental para el crecimiento espiritual. El budismo entiende la vida consciente, en sus diversas formas, como un deambular sin rumbo ni propósito en un torbellino, denominado samsāra, guiado por el deseo ciego y la ignorancia. ¿Quién es entonces aquel que vaga en samsāra? ¿Quién habrá de heredar el karma de una vida previa si esa vida es de otro? Una de las primeras formas de negar la sustancialidad del yo fue descomponiendo el individuo en sus constituyentes, denominados técnicamente skandha. Según este análisis, el individuo, cuya realidad convencional no se niega, no es sino un compuesto de materia, sensaciones, ideas, predisposiciones y percepciones, realidades todas ellas fugaces y en continuo cambio. La combinación de estos cinco elementos forma lo que convencionalmente se denomina persona, que no es sino el efecto o la ilusión creada por estos constituyentes. Atribuirle un sustrato permanente supone un error fundamental que alimentará el apego, el anhelo y el egoísmo. Ahondando todavía más en su fenomenalismo, los budistas sostendrán que ninguno de estos componentes puede considerarse una entidad inmutable o permanente. No habiendo un actor que pueda diferenciarse de la acción, ¿quién hereda el karma en una vida subsiguiente? y ¿cómo se realiza la transición entre una existencia y otra? Para responder a la primera pregunta, los textos ofrecen algunas metáforas: después de un tiempo, la leche fresca se convierte en cuajada, posteriormente en mantequilla y, si se le extrae el agua mediante el calor, en ghī

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(mantequilla clarificada). Sería erróneo decir que la leche es lo mismo que la cuajada o la mantequilla, aunque todos estos lácteos se producen a partir de ella. Del mismo modo, no puede hablarse de un sujeto que pase de un estado a otro, de una transmigración, porque no existe ningún tipo de entidad permanente en ese deambular. Se puede hablar de una concatenación causal entre dos procesos vitales, pero en ella no se preserva una individualidad, aunque sí una continuidad que nos permitiría hablar, en todo caso, de lo que podría llamarse una “identidad transitiva”2. Así, el nacimiento de un nuevo ser, la formación del cuerpo a partir del embrión, se explica en términos kármicos. La fuerza interna que impulsa el crecimiento del organismo es el efecto de acciones pasadas que toman la forma de impresiones y predisposiciones que guiarán su desarrollo biológico. Dichas predisposiciones se van creando un cuerpo para realizar todo su potencial. Como prueba de esta afirmación se dirá que el neonato sabe ya muchas cosas antes de nacer, conoce la necesidad de alimentarse, la satisfacción y el temor, y está familiarizado con emociones típicamente humanas. Al mismo tiempo, esa acumulación de impresiones y predisposiciones que impulsan al ser vivo sirven para explicar la diversidad de los seres, sus diferentes formas y capacidades y las condiciones particulares que rodean su crecimiento y desarrollo. 2

Curiosamente, la condición humana ignora su propia identidad y, frente al recorrido sonámbulo por las diferentes formas de existencia (eterno retorno de nacimientos y muertes), el budismo propone el despertar irreversible. Solo el que ha despertado es capaz de hacer el escrutinio de su propia trayectoria, solo el despierto (buddha) sabe cabalmente quién es. Y, paradójicamente, para que la identidad sea recuperable hay que concebir la propia vida como un segmento, entre muchos, en el que hemos heredado de otro unas aptitudes y predisposiciones que, una vez transformadas a lo largo de la vida, heredará un tercero. Únicamente cuando esa transformación continua alcance el fin esperado, aquel último segmento podrá reconocer a sus precursores como parte integrante y decisiva de la identidad lograda.

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Con la negación del yo como sustancia, el budismo corría el riesgo de parecer un mero nihilismo. Algunos pasajes de la literatura dan cuenta de esa inquietud. Mantener la existencia del yo supone aceptar la permanencia, lo cual contradiría un principio fundamental del budismo, la impermanencia de todo lo existente. Decir que no hay yo puede parecer adherirse a aquellos que no reconocen ningún valor moral a la existencia humana, pero este no es el caso del budismo. Así, se dirá que no hay razón para creer que el que realiza una acción es el que experimenta sus consecuencias, pero tampoco se puede creer que sea otro. El que renace y experimenta el fruto de actos pasados no es ni idéntico ni diferente del que los llevó a cabo. Para resolver esta ambigüedad se expone la doctrina del Surgimiento condicionado. Este término, de carácter filosófico y técnico, hace referencia al hecho de que la existencia de cualquier cosa o fenómeno se origina y depende de otras cosas o fenómenos. Y aunque estas últimas puedan considerarse causa del hecho producido, a su vez son el resultado de causas previas. La Ignorancia es lo que lleva a los seres a renacer, y por ello se considera el primero de los doce elementos de dicha concatenación causal, es decir, el primero de los doce eslabones de la cadena del Surgimiento condicionado. La Ignorancia ata al individuo a la rueda de la vida y le hace persistir obcecadamente en la existencia, impidiéndole atisbar la posibilidad del despertar. No se trata de la ignorancia de ciertos conocimientos, sino de una nesciencia fundamental cuya ceguera fortalece el apego a los objetos de los sentidos. Una inopia sin comienzo que causa, alimenta y mantiene los procesos del renacer y es condición de un sufrimiento innato, pues hace posible y refuerza la construcción del yo y el sentido de lo mío. El segundo eslabón de la cadena son las Predisposiciones o Tendencias latentes, que configuran el temperamento y la

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actitud. Ambas, la Ignorancia y las Predisposiciones, provienen de vidas pasadas y juntas hacen posible la Percepción cognitiva del nuevo ser (el tercer factor de los doce), con la que se inicia la nueva vida. Con ella se forma la Configuración psicofísica del nuevo ser, nuevo en cuanto que supone una nueva vida y un nuevo “yo”, pero antiguo si se considera que lleva consigo el condicionamiento de innumerables vidas pasadas. El organismo desarrolla los Seis sentidos (los cinco sentidos más la mente), que hacen posible el Contacto con el mundo exterior e interior (la mente es el órgano sensorial interno). El Contacto da lugar a la Sensación, que conduce irremisiblemente a la Sed. La Sed induce el apego a las experiencias y el deseo de nuevas experiencias y nuevas vidas. Estos ocho eslabones constituyen la base, en esta vida, del siguiente Renacer (bhava). Comienza así una nueva vida y un nuevo nacimiento. Y todo ello conduce a una nueva vejez y una nueva muerte. Este encadenamiento constituye la base de la experiencia y la experiencia misma. La interpretación errónea del concepto de individuo, es decir, en términos del yo en lugar de en términos del Surgimiento condicionado, constituye para el budismo un error fundamental. Nada hay de sustancial en lo que pasa de una vida a otra; simplemente, se produce una conexión causal. La creencia en un yo esencial es un efecto más del apego, causa fundamental del sufrimiento inherente a la existencia y que la propia doctrina pretende desarraigar. *** De modo que, en la sucesión en el tiempo y el espacio, en su duración y movimiento, los seres ofrecen diferentes versiones de sí mismos. Y ese estar en el mundo es propio de una acción (karma) que no solo imita, sino identifica. En su hechura los seres se trasmutan y se rehacen, y únicamente lo ac-

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tuado podrá cambiar el nombre de las cosas, cambiar su identidad. Ese es el drama en el que surge la tradición budista, un drama en el que el sujeto se define como una particular unidad de actos dentro de un proceso continuo de percepción cognitiva (vijñāna-samtāna) que recorre diversas formas de existencia, donde los seres se transforman unos en otros, metamorfoseándose según ganen o pierdan en inteligencia o estupidez. Y en ese entramado de percepciones que constituye el universo, la taxonomía de los seres, sus diferentes sensibilidades y capacidades, es el resultado precisamente de un obrar que se remonta a un origen sin comienzo. La teoría de la evolución, en el ámbito budista, se encuentra supeditada a las capacidades de la percepción y al cultivo del discernimiento. Así, dicho obrar (con sus estados mentales asociados) establece una jerarquía de los seres en función de su sensibilidad. La sensibilidad se convierte en el teodolito que clasifica las complejidades del ser: larvas que solo gustan, gusanos que solo palpan, peces que oyen pero no huelen, espíritus que solo ven lo invisible, seres capaces de reflejar el universo... El tejido del espacio-tiempo es suplantado por una matriz en cuyo molde los seres nacen de sus propias acciones. Cuanto más refinados son los sentidos disponibles, más capacidad tienen los seres de penetrar en la naturaleza de lo real. El mapa del cosmos se convierte así en un detallado informe de todas las experiencias posibles (de todos los estados mentales) por las que habrán de pasar los seres es un deambular (errático o intencional) por samsāra, y el espacio y el tiempo, los ámbitos de la existencia y la evolución cósmica, pasan a considerarse una creación del temperamento de los seres que los habitan. Hay aquí un cambio radical de perspectiva: el ser no habita en el espacio, sino que es el espacio el que habita en el ser. El espacio ya no es una categoría preconceptual que sirve de escenario para el drama de la vida humana,

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sino que es resultado de una creación mental, de un temperamento que se crea un hueco donde habitar. De manera general, puede decirse que la idea del cosmos en el budismo se sostiene sobre estas cinco premisas: 1. El universo ha existido siempre y siempre existirá. Carece de límite temporal, pudiéndose obviar la caracterización de un Creador y una cosmogonía o génesis del mundo. 2. El universo carece de límite espacial. 3. La ley de la causalidad (que no se limita al ámbito material) rige el funcionamiento del mundo. Esta ley se expresa de manera general mediante este dictum: “asmin sati idam bhavati” (“dado esto, ocurre aquello”), y, de manera particular, referida a los seres conscientes, mediante la teoría del Surgimiento condicionado que acabamos de exponer. 4. La fuerza gravitante de las acciones de los seres (con sus estados mentales asociados) configura el espacio y el tiempo cósmicos. 5. El universo se estructura en diferentes ámbitos de la existencia (según el principio anterior) que constituyen una jerarquía. Dichos ámbitos se encuentran asociados a un modo especial de proceder adquirido por la repetición de actos y tendencias instintivas semejantes, y a la preservación de determinados estados mentales dominantes, aunque no exclusivos, de cada ámbito. Estas cinco premisas se aplican tanto al ámbito cósmico (bhājanaloka), es decir, a la naturaleza del espacio, como al ámbito de los seres conscientes (sattvaloka), hijos del tiempo, cuyas mentes se mueven, por así decirlo, en paralelo a los movimientos y evoluciones del cosmos, que son configurados por la energía mental integrada de todas ellas.

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Mente y universo Una vez establecido el mecanismo de continuidad de la percepción cognitiva, habrá que preguntarse qué itinerarios o qué vicisitudes cabe esperar a dicha percepción cognitiva. Si para el budismo el universo es indisociable de la vida mental de aquellos que lo habitan, su distribución en el espacio y su evolución en el tiempo no se articularán mediante fuerzas impersonales y concéntricas (como la gravedad), sino en virtud de las excentricidades de la vida consciente. De modo que los destinos individuales de los seres no se encuentran a merced del destino del universo, que prepara las condiciones para su aparición o garantiza su supervivencia, sino que son sus propias acciones, con sus estados mentales asociados, las que trazan el mapa y el calendario cósmicos. Siendo así, será el abanico de las experiencias conscientes (desde lo tosco a lo sutil, desde lo instintivo a lo cultivado), lo que configurará tanto la geografía del cosmos como la periodicidad de sus ciclos de expansión y contracción. El pensamiento budista fue en general reacio a desligar el mundo externo de las facultades y procesos mentales. Hablar del cosmos y hablar de los diferentes estados de la mente se considerarán modos igualmente válidos de referirse a una misma realidad. No se trata de una predominancia de lo metafórico sobre lo literal, o a la inversa. La mente no es una metáfora del cosmos, y el cosmos no es una metáfora de la mente. Ambos son igualmente literales y metafóricos. No estamos aquí, como se ha dicho frecuentemente, ante una superación del mito, ante una evolución desde lo mítico a lo racional. La diferencia de niveles, el salto entre lo literal y lo metafórico, pierde aquí la escala de valores a las que estamos habituados en las disciplinas científicas modernas y se adapta a los fines hermenéuticos y soteriológicos que hay en juego en cada momento.

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El espacio El cosmos budista lo componen un número incalculable de universos, aunque todos ellos comparten una estructura similar, organizada verticalmente en tres ámbitos, cada uno de los cuales comprende diversos planos de existencia hasta completar 31 3. Dichos ámbitos se corresponden con diferentes estados mentales y llevan aparejados diferentes morfologías y modos de ser. Estos “planos” no se entienden como localizaciones en sentido estricto, sino más bien como temperamentos o estados de ánimo, sin que sea posible la consideración de su existencia al margen de la percepción de aquellos que lo habitan. El universo budista carece de mundos deshabitados, es decir, de lugares donde no se da ningún tipo de percepción. Esto tiene como consecuencia que la separación física de los seres se encuentre subordinada a diferencias en sus estados mentales: los animales y los humanos comparten un mismo mundo físico aunque sus esfuerzos, intenciones y voluntades pertenezcan a “planos” diferentes. Los hombres pueden, gracias al poder de la mente, morar provisionalmente en ámbitos lejanos. En esta jerarquía de sensibilidades hay, en sentido ascendente, un ámbito del deseo sensual (Kāmadhātu), un ámbito de la materia sutil (Rūpadhātu) y un ámbito inmaterial (Ārūpyadhātu). El ámbito del deseo (Kāmadhātu) es el ámbito de la condición humana. Un ámbito de tosca materialidad en el que predomina la experiencia sensible ordinaria. En el nivel más bajo de dicho ámbito se encuentran los seres de los abismos (naraka), espíritus dominados por el odio cuya percepción contempla espacios oscuros y tormentosos. Por encima se encuentran los llamados espíritus hambrientos (preta), seres do3

El nirvana sería el 32, número importante para la tradición budista: 32 son las marcas de un despierto y 32 las partes del cuerpo.

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minados por la codicia e incapaces de saciar sus propias necesidades. A ellos hay que añadir una clase especial de dioses resentidos, denominados asuras. Estos tres grupos disponen de una conciencia sensible limitada a los objetos que tienen a su disposición. Viven, por lo general, en espacios clausurados que establecen los límites de su propia experiencia, restringida a los mecanismos del deseo ciego. Por encima de ellos se encuentran los hombres y seis clases de dioses (deva), que experimentan una conciencia sensible pero disponen de objetos de contemplación que permiten saltos a otros ámbitos. Los dioses del ámbito del deseo sensual, que como todos los dioses en el budismo se encuentran sometidos a la impermanencia, es decir, no gozan de su condición permanentemente, son seres que en otras vidas cultivaron la generosidad y la virtud y se encuentran en general en una posición de desventaja respecto a los humanos. Viven demasiado plácidamente para percibir la realidad del sufrimiento inherente a la existencia. Frente a ellos, la variedad y riqueza de las emociones humanas, que permite experimentar los dolores más abyectos y las afinidades más sublimes, sitúa al hombre en una posición privilegiada dentro del entramado de percepciones que es el universo. Veremos que cuando esta sensibilidad se cultiva y desarrolla, es posible el tránsito a ámbitos más allá de sí misma, sin forma. La sensibilidad puede convertirse en puente para la superación de lo sensible y, en determinadas circunstancias, mediante el ejercicio de la contemplación puede experimentar el ámbito de la materia sutil e incluso el ámbito inmaterial. Por encima del ámbito del deseo sensual se encuentra el ámbito de la materia sutil (Rūpadhātu), donde la experiencia sensible ha sido refinada y reducida a la vista y el oído. Los seres que lo habitan se denominan brahmās, no son deidades en el sentido clásico y apenas interaccionan o se implican en asuntos humanos, cosa que sí hacen los dioses de Kāmadhātu.

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La existencia aquí es resultado del cultivo de estados mentales asociados con la serenidad y la contemplación. Este mundo de la materia sutil se compone de diecisiete ámbitos (bhūmi), cuyo material se asocia con los diferentes estadios de la meditación, de ahí que dichos ámbitos puedan experimentarse tanto renaciendo en ellos como mediante el cultivo mental de la contemplación (dhyāna) 4. Se habla de “materia sutil” por su naturaleza serena y contemplativa tanto en el espacio (los ámbitos cósmicos) como en el tiempo (sus estados mentales asociados: dhyāna). La experiencia de dichos estados contemplativos no es un fin en sí mismo, sino un medio para la obtención del nirvana. Se consideran estados pasajeros y condicionados, y por tanto insatisfactorios. No suponen una transformación mental definitiva: una vez que se sale de ellos, la mente recobra sus carencias. Como se ha dicho, la asociación entre estados de la mente (citta) y ámbitos cósmicos (bhūmi) permite que puedan experimentarse estos ámbitos tanto en largos períodos de tiempo (renaciendo en ellos) como mediante los vislumbres pasajeros de la meditación5. Dicha vinculación hace posible que un mismo término, bhūmi, se utilice para referirse tanto a los diferentes niveles de evolución espiritual del individuo como a los diferentes ámbitos cósmicos. La jerarquía cosmográfica corre en paralelo a la jerarquía de la experiencia mental, de modo que el viaje de la conciencia puede entenderse como un viaje cósmico cuyo desplazamiento es posible gracias al cultivo mental. 4

Kośa III 2 a-d. El primer dhyāna se asocia con el ámbito Brahmakāyika, Brahmapurohita y Mahābrahma. El segundo, con Parīttābha, Apramānābha y Abhāsrava. El tercero, con Parīttaśubha, Apramānaśubha y Śubhakrtsna. El cuarto, con Anabhraka, Punyaprasava, Bŗhatphala y los cinco Śuddhajāvāsika: Avrha, Atapas, Sudrśa, Sudarśana y Akanistha. Estos diecisiete ámbitos (bhūmi) constituyen el mundo de Rūpadhātu, aunque otras escuelas, como la de Cachemira, listan solo dieciséis (Kośabhaşya III 2). 6 Kośa VIII, 3 c. 5

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El tercer ámbito, denominado Arūpyadhātu, lo constituye el “mundo inmaterial”6. No ocupa un lugar en el espacio cósmico y los seres o estados mentales que lo pueblan carecen de forma y localización, aunque devienen temporalmente, pues se encuentran sometidos a la impermanencia de todo lo existente. Ārūpyadhātu, que no es en realidad ningún lugar ni ámbito, es cuádruple desde la perspectiva de los que allí renacen, que son “aquellos que han dominado la idea de la materia”7. A diferencia de Rūpadhātu, en este ámbito no se dan la percepción visual o auditiva ni la conciencia asociada a dichos órganos8. Los textos lo describen como un mundo en el que toda sensación (vedanā) ha sido dejada atrás. Cuando un ser logra renacer en Ārūpyadhātu, su propia materialidad (rūpa) queda en suspenso durante extensos períodos de tiempo. Se plantea entonces la pregunta de dónde extrae dicho ser su materia cuando vuelve a renacer en un ámbito inferior. Se responde que la materia física surge de la mente (citta) 9. Una acción del pasado puede “materializarse” mediante la traza (vāsanā) que dejó en la mente. Dicha maduración explica la emergencia de lo material a partir de lo mental. Sanghabhadra (Prakaranaśāsana) comenta: “Cuando un ser muere en Ārūpyadhātu y renace en un ámbito inferior, la serie continua de sus estados mentales (cittasamtati) produce la materia (se fabrica un cuerpo), así es como de la mente (citta) puede surgir la materia (rūpa). Nosotros mantenemos que, en este mundo, los dharmas materiales e inmateriales (rūpin, arūpin) se producen de hecho en mutua dependencia. Las transformaciones de lo mental producen la diversidad de lo material; cuando se transforman los órganos materiales, la percepción cognitiva difiere. Aunque este no es el único modo del surgimiento de la mate7

Compárese con los siddhis que listan los Yogasūtra de Patañjali. Kośa 1. 38 c-d (d). 9 Kośa VIII, 3d. 8

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ria, también puede aparecer como consecuencia de procesos ocurridos en ámbitos materiales.” Los bodhisattvas evitan renacer en Ārūpyadhātu y prefieren regresar al calor de lo sensible para llevar a cabo su labor de rescate. La escolástica subraya que estos tres dhātus forman tres niveles, tanto en la jerarquía cósmica como en la evolución de las consciencias, pero que estas “capas” se encuentran de alguna manera entretejidas. Vasubandhu, un importante filósofo escolástico, cuestiona si debería considerarse “integral” a un dhātu, es decir, del dominio de ese dhātu, a todos los dharmas que se producen en él. Y concluye aceptando la posibilidad de que algunos dharmas producidos en Kāmadhātu sean de la esfera de Rūpadhātu o Ārūpyadhātu, a consecuencia de los logros debidos a la concentración mental. En el libro octavo se añade que estos estados (dhyāna) tienen siempre un recorrido ascendente (y no descendente), pues de otro modo carecerían de utilidad. Es decir, los dhyānas de otras esferas se producen siempre en estados de conciencia que pertenecen a esferas inferiores10. Por lo tanto, no todos los dharmas producidos en un dhātu tiene el anhelo (rāga) propio de ese dhātu. El anhelo propio de Kāmadhātu es el anhelo de seres absorbidos (samāhita) por su ambiente y no desapegados de los deseos que su mundo ofrece. Lo mismo puede decirse para los otros dos ámbitos (Rūpadhātu y Ārūpyadhātu), pero ello no significa que no puedan producir dharmas pertenecientes a estadios superiores (del cosmos o de la mente).

El tiempo El universo se encuentra sometido a ciclos recurrentes de expansión y contracción. Al principio de cada ciclo el universo se recrea, y el sujeto de ese “se” impersonal, lo que pone en 10

Kośa VIII 19 c-d.

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marcha de nuevo el universo, es la fuerza del karma, la integral de todas las acciones de los seres conscientes, una onda de gravedad que mantiene el pulso del mundo. La diversidad material y espiritual procede del karma (karmajam lokavaichitryam), que es el que da sentido y justificación al cosmos. Dicha fórmula contiene el alfa y el omega de lo que el budista debe saber acerca del mundo11. Se trata de uno de uno de los pilares fundamentales de la tradición cuya dimensión no es exclusivamente moral, sino también cosmológica: el mundo material se encuentra organizado por la acción de la consciencia y configurado por ambientes en los que predominan determinadas actitudes y hábitos mentales12. Como los estados de ánimo, cuya naturaleza se encuentra caracterizada por la impermanencia, los ámbitos cósmicos tampoco gozan de una estabilidad definitiva, aunque abarquen períodos de tiempo incomparablemente más extensos. El espacio cósmico o mundo receptáculo (bhājanaloka) experimenta ciclos recurrentes de repliegue o contracción desencadenados por tres de los elementos: fuego, agua y viento (véa11 Louis de la Vallée Poussin, “Cosmogony and Cosmology (Buddhist)”, en Hastings (ed.), Enciclopaedia of Religion and Ethics, vol. IV, 130. 12 Aunque no se le prestará excesiva importancia, la escolástica distingue el universo receptáculo, denominado bhājanaloka, del universo de los seres, denominado sattvaloka. De manera general, podemos decir que el primero es un efecto del segundo. Del impulso del karma surge el primer ámbito del bhājanaloka: la residencia de Brahmā. Y de su fuerza nace el primero de los seres del sattvaloka, el Brahmā del nuevo período cósmico. Aunque es el primer ser consciente, es incapaz de recordar sus existencias previas y cree haber nacido de sí mismo, por su propia fuerza y energía. Aburrido, con el tiempo se cansa de la soledad y busca compañía. Y cree crear a otros dioses, cuando en realidad son resultado de actos del pasado. Es así como el budismo adapta y modifica creencias características del brahmanismo. Los seres nacen de sus propias acciones, no de sus padres. Y esta confusión hace que algunos lo consideren el Creador y lo adoren creyendo que los ha creado Brahmā, ignorando que son hijos de sus propios actos y que cada uno tiene lo que merece.

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se Aggaññasutta), que reducen los mundos de abajo a arriba, es decir, partiendo de los ámbitos de existencia más elementales y procediendo sucesivamente hacia los más desarrollados. El fuego destruye en primer lugar el ámbito del deseo sensual (Kāmadhātu), alcanzando el primero de los ámbitos de la materia sutil (Rūpadhātu), correspondiente al primer dhyāna. Los ámbitos superiores, correspondientes al segundo dhyāna, serán destruidos por el agua, mientras que los asociados al tercer dhyāna son destruidos por el viento. Únicamente los ámbitos correspondientes al cuarto dhyāna (siete pertenecientes al mundo de la materia sutil y cuatro al mundo inmaterial) no se ven afectados por este repliegue cósmico. Tanto Buddhaghosa (Visuddhimagga 13. 55-62, 65) como Vasubandhu (Abhidharmakośabhāśya 3. 102) describen detalladamente la secuencia y frecuencia de dicha destrucción o repliegue de los ámbitos cósmicos por parte de los elementos mencionados. ¿Qué ocurre con los seres de los ámbitos que son objeto del repliegue cósmico? Hay acuerdo en que dichos seres no pueden desvanecerse simplemente de samsāra, pero la escolástica del norte y la del sur no se ponen de acuerdo en cuál es su destino. Para Vasubandhu (Kośa 3.90 a-b), dichos seres renacen en ámbitos equivalentes de otros universos que no se encuentran en proceso de contracción, lo que preservaría la ley del karma. Sin embargo, para Buddhaghosa estos seres renacen en el mundo de la materia sutil, concretamente en el ámbito de la “Radiación fluida” (Ābhassara-brahmā), en virtud de un karma positivo remanente. Yaśomitra, en su comentario al libro octavo de Kośa, sugiere que, cuando se inicia el repliegue del universo, los seres de los ámbitos de existencia inferiores entran en el segundo dhyāna gracias a una vāsanā o traza mental latente. Se subraya así la idea de que todos los seres en algún momento de su trayectoria han pasado por el ámbito de la materia sutil y que la contracción cósmica se encarga de actualizar (Kośavākhyā 8. 38 c-d).

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Durante el período de repliegue, la reducción del espacio cósmico contribuye a desarrollar y hacer más eficaces los estados contemplativos asociados con los ámbitos superiores13. Cuando el cosmos inicia su repliegue mediante el fuego, Kāmadhātu y los ámbitos asociados con el primer dhyāna desaparecen; cuando entra en juego el agua, desaparecen los ámbitos asociados con el segundo dhyāna; cuando hace su aparición el viento, son los del tercer dhyāna los que se extinguen14. Así, durante el repliegue del cosmos, los seres se ven impelidos a renacer en ámbitos protegidos del proceso de disolución, por lo que producen estados meditativos que les llevan a los ámbitos asociados con el segundo, tercer y cuarto dhyāna. Xuanzang añade que la desaparición del mundo receptáculo se produce a consecuencia de la ley natural (dharmatā), que hace que los seres de los ámbitos inferiores produzcan, por una especie de necesidad de supervivencia, estados mentales asociados con ámbitos superiores a los que no alcanza el proceso de contracción. Así, sucesivamente, los seres van escalando los diferentes ámbitos de existencia y, conforme van desapareciendo, desaparece con ellos el espacio físico en el que vivían, su “receptáculo” (bhājana). Los ámbitos superiores a este, asociados con el cuatro dhyāna, las llamadas moradas puras (suddhāvāsa) y los cuatro estados inmateriales (arūpya), no se repliegan y constituyen el universo latente cuando todo ha desaparecido. Podemos inferir que es en estos estados donde se custodian las diversas potencialidades de los seres, cuyos itinerarios kármicos sobreviven a las transformaciones cíclicas del cosmos. Dicha identidad kármica se hará efectiva en la era de despliegue o expansión (vivarta-kalpa), tras haber quedado en suspenso durante el período de transición entre el repliegue y el despliegue del cosmos. El funcionamiento descrito aquí para nuestro 13 14

Kośa 8. 38 c-d. Kośa 3. 100 c-d.

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universo es extensible a otros universos, cuyo número es inimaginable. La era cósmica de despliegue o expansión, denominada vivarta-kalpa, se inicia con la aparición de viento primordial (prāgvāyu) y concluye cuando los seres comienzan a renacer en los abismos15. El mundo ha quedado en suspenso por largo tiempo, en concreto durante veinte kalpas menores (antarakalpa), habiendo solo espacio donde antes se encontraban las cosas. Por la fuerza remanente de las acciones colectivas de los seres, aparecen los primeros signos de lo que será el mundo de la materia. Una ligera brisa surge en el espacio vacío. Y se inicia la era de despliegue, que durará tanto como la de suspensión: veinte antarakalpa. La brisa primordial aumenta gradualmente su intensidad hasta formar un círculo de viento. De esta manera se forman todos los “receptáculos” que albergarán los ámbitos de existencia. Los primeros en aparecer son las mansiones de Brahmā, seguidas de las otras mansiones, hasta la de los Yāmas. De esta manera se crea el mundo físico. Entonces un ser, habiendo muerto en bhassara, renace en la mansión de Brahmā, que está hasta el momento vacía, y así otros seres, muertos en bhassara, van ocupando sucesivamente los ámbitos de los consejeros y del séquito del Brahmā (purohita y pārisajja). Tras ellos van apareciendo los Paranimmita-vasavattin y otros dioses de Kāmadhātu, y en los cuatro continentes el género humano, siguiendo el patrón de que quien desapareció el último renace primero. Cuando, tras veinte antarakalpa, renace el primer ser en los abismos, la era de despliegue ha finalizado. En la primera se crea el mundo físico y, en las otras diecinueve, los seres van ocupando sus respectivos ámbitos de acuerdo a su karma16. 15 16

Kośa 3. 90 c-d. Kośa 3. 91 a-b

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Conclusiones Desde una perspectiva contemporánea, lo más sorprendente de la cosmología budista es que el espacio cósmico no se considera como una categoría plausible al margen de una percepción cognitiva que de alguna manera lo permea y configura. De modo que considerar un espacio vacío (de percepción) supondría una contradicción en los términos. Curiosamente, la tradición que hizo del vacío una categoría filosófica descartó o pasó por alto la posibilidad de que el espacio pudiera existir al margen de la percepción, es decir, al margen de los seres que lo habitan, ya sean corrientes mentales toscas y sensibles (Kāmadhātu), sutiles (Rūpadhātu) o inmateriales (Arūpadhātu). Al ser función de los estados de la mente, el espacio pierde su indiferencia y se atempera, se convierte en una actitud y un modo de ser, se dota de inclinaciones. Y la curvatura del espacio, su gravedad, se torna función de las miradas que lo crean. Así, la tradición budista hablará de espacios inquietos y espacios serenos, espacios oscuros y luminosos, ámbitos de dicha y ámbitos de sufrimiento. La cosmología budista, a diferencia de la contemporánea, no se organiza exclusivamente en torno a lo sensible (la bóveda estrellada, digamos), sino en torno a los diversos estados de la experiencia mental. El ojo solo percibe lo visible, el oído lo audible, y nada sabe uno del otro, mientras que la mente (manas) aprende tanto su objeto, la conciencia, como los objetos de los cinco sentidos y los sentidos mismos17. El universo no tiene origen, pero se repliega y despliega cíclicamente. Cada ciclo se compone de cuatro fases. En la fase 17

“Cada uno de los cinco órganos de los sentidos tiene su objeto y su propio dominio, pero desconoce los dominios de los demás; sin embargo, la mente es su respaldo y experimenta al mismo tiempo todos los dominios” (Samyutta V, p. 218) (Lamotte, p. 32). Desde el punto de vista budista, es lógico que la cosmología moderna se organice en torno a lo sensible, pues es un conocimiento desarrollado en el mundo sensual (Kāmadhātu).

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de expansión se produce una diversificación unida a una sucesiva degradación de la experiencia de los seres. En la fase de contracción, el universo comienza a recogerse desde abajo, desde los niveles más bajos de conciencia hasta los más elevados, que son los últimos en reabsorberse. Desde esta perspectiva, si consideramos lo que ocurre en un único ciclo de despliegue-repliegue, puede decirse que son los estados de conciencia que han logrado liberarse de la atadura de la materia (el mundo de arūpyadhātu) los que permanecen como universo embrionario cuando este se haya en su ciclo de “suspensión”, y es a partir de ellos como se inicia de nuevo el despliegue cósmico, que se forman primero el mundo de la materia sutil (o de refinada sensibilidad) y, posteriormente, el mundo de sensibilidad tosca en el que habitamos. Según esta narrativa, la conciencia o, mejor, los estados de conciencia crean el receptáculo para lo sensible. La mente se crea un cuerpo. Pero dicha narrativa puede invertirse si nos situamos en el inicio del proceso de repliegue, y lo que era entonces efecto se convierte ahora en causa. Según esta otra perspectiva, el repliegue de lo sensible y de lo material da paso a un mundo imperceptible que carece de forma pero no de entendimiento, donde los estados de conciencia subsisten al margen de lo material.

Conclusión

La intención de la X Jornadas Universitaria en Montserrat, dedicadas al tema “Neurociencias y espíritu”, no pretendía ofrecer una síntesis bien estructurada y unitaria de los análisis del cerebro humano mediante técnicas informáticas. En realidad, no es posible todavía resumir los resultados de estos estudios ni simplificar los métodos empleados para interpretar los resultados obtenidos. Ante la diversidad de las investigaciones que existen en torno a la mente humana, pareció más oportuno ofrecer un estado de la cuestión sobre el presente y el futuro del ser racional, con diversas aproximaciones a su condición mental y afectiva. Se trataba de no presentar una respuesta categórica sobre la relación entre biología y psicología, por una parte, y una realidad trascendente, por otra. No sería justo exponer seguridades sobre un tema cuya investigación se halla todavía en plena fase de estudio. Los estudios reunidos en este volumen, por tanto, evocan la diversidad de aproximaciones que abordan la mente humana y la actividad del intelecto racional. Hay que reconocer, sin embargo, que las neurociencias abren una visión inédita del ámbito del pensamiento y de la psicología fundándose en el proceso de las neuronas cerebrales. Se trata de un campo de estudio prometedor, cuyos resultados han empezado ya a modificar las nociones estándar de la antropología, de la sociología, de la religión, de la ética y, entre otras posibles, de los

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gender studies, que actualmente gozan de gran interés y tienen especial importancia. No cabe duda de que las neurociencias están descubriendo las complejas funciones del cerebro, de modo que, si sus resultados se revelan sólidos, podrán exigir una nueva comprensión del ser y de la conducta de los humanos. Por el momento, los especialistas de esta nueva ciencia reconocen que, a pesar de los importantes éxitos obtenidos, su investigación se halla en una fase intermedia. Los estudiosos y las distintas escuelas interpretan de modo diverso los datos que ofrecen los análisis científicos. Como medio de penetrar en el mundo interior de las personas existe, al lado de las neurociencias, la aproximación psicológica de la mente humana. La práctica médica del psicoanálisis tiene una larga historia. A través de las diversas escuelas psicoanalíticas se intenta explicar y resolver los conflictos que afligen la vida de muchas personas. Al lado del funcionamiento cerebral, el psicoanalista cuenta con otros factores que intervienen en la psique: la educación, el ambiente, las experiencias del pasado, los impactos conscientes o inconscientes recibidos en la infancia, la situación presente, etc. Como todo arte médica, el psicoanálisis tiene en cuenta la biología corporal, pero también el estado anímico propio de cada ser humano. Por el momento, las neurociencias no anulan el psicoanálisis. La ética y la moral tratan también de iluminar las variantes de la mente y de la psique humanas. Se trata de espacios particularmente delicados. También los estudios éticos consideran el ser humano bajo una óptica diversa, con especial atención a la complejidad de las decisiones y actos de cada persona. La ética trata no solo de explicar lo que pasa en el fondo del pensamiento y de la voluntad, sino sobre todo de comprender las causas y los motivos de determinadas actitudes y acciones. Por razones obvias, la ética no puede aceptar sin más que los actos de una persona no dependan de ella misma. En el fondo, no puede aceptar que un individuo sea perso-

CONCLUSION

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nalmente irresponsable de sus decisiones y de sus actos. La ética no puede justificar las decisiones personales como el simple resultado de la actividad de las neuronas cerebrales. No puede aceptar que un proceso biológico mecánico pueda conducir inevitablemente a un individuo a determinada acción. La libertad humana aparece como una cualidad mucho más compleja de lo que puede sugerir un proceso biológico neuronal. El estudio racional del ser humano lleva a constatar unas características constantes que, según parece, no obedecen a una lógica científica. La religión abre otro amplio campo de estudio de una tendencia arraigada en las fases más primitivas de la humanidad. No hay que negarlo: la religión es una realidad antigua y actual. Se funda en un principio de experiencia que se reproduce en todos los tiempos y en todas las latitudes. Una evidencia fundamental: no es dado al ser humano, ni mediante el principio de la evolución, conocer todo lo que existe en el cosmos ni tampoco saber de dónde procede el mismo, y todavía menos hacia dónde se dirige. En torno a este misterio han nacido diversas interpretaciones y creencias que se hallan distribuidas en épocas diversas y en ámbitos geográficos distintos. En el mundo occidental han predominado tres religiones monoteístas, fundadas en la revelación de verdades trascendentes contenidas en los escritos sagrados: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. La fe cristiana, radicada en Jesús Nazaret, es predominante en Occidente. A través de dos milenios, ha adquirido una fuerza y una perfección que, dentro de una doctrina y un pensamiento teológicos, manifiesta no solo una interpretación positiva de las realidades terrenas, sino que propone una esperanza de vida eterna que da sentido a toda la existencia humana. Asegura una apertura al mundo trascendente como término y finalidad del hombre sobre la tierra. Aquí nace la pregunta fundamental: después de la muerte, ¿el ser humano vuelve a la nada y pierde su personalidad o, al contrario, su carácter individual podrá gozar de la felicidad perfecta y duradera? La respuesta de la fe cristiana es

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afirmativa a esta segunda cuestión. Naturalmente, la fe pide al ser humano una aceptación razonable, pero no le ofrece pruebas convincentes y científicas de su verdad. La fe no es sujeto de investigación científica. Pero parece, según la dominante más o menos explícita de los estudios precedentes, que las neurociencias y la psicología no excluyen que las raíces de la religión estén arraigadas en el proceso de evolución del cerebro y de la psique del ser humano. El budismo indio sería otra visión de responder al mismo problema, que en parte depende y en parte supera los postulados de la ciencia. La suerte del individuo humano está vinculada a una perspectiva cosmológica y, en consecuencia, a una ética de la vida presente. Para los budistas, la visión cosmológica y una filosofía ética de la vida ofrecen sentido a la existencia presente sobre la tierra y a la integración en el cosmos en vistas a un renacimiento que no supondrá ningún tipo de continuidad personal. Concluyendo, se puede afirmar: a) que las neurociencias constituyen un estudio importantísimo, todavía incompleto pero prometedor de cambios radicales; b) que las aportaciones de la psicología permanecen todavía válidas; c) que los estudios éticos prevalen y que se imponen también por sus derivaciones sociológicas; d) que la antropología, la sociología y la andrología tienen un largo camino por recorrer; e) que las actitudes religiosas y las reflexiones teológicas pertenecen al ser humano y son necesarias para la búsqueda del sentido de la vida; f ) que el pensamiento filosófico es inherente a nuestra mente y necesario para una comprensión coherente de la realidad.

CONCLUSION

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No cabe duda de que las neurociencias, con el progreso de sus resultados, exigirán a las ciencias humanas –a las que han sido mencionadas y a muchas otras más– modificar sus postulados y reelaborar sus resultados siguiendo el ritmo de los análisis científicos, cuyas consecuencias se impondrán cada día más. Sin embargo, no se puede deducir por este motivo que desaparecerán los diversos modos de comprender el sujeto humano ni las diversas aproximaciones que colaboran en investigar el fondo de las personas y las articulaciones de la sociedad. Sin duda, será siempre necesaria la aportación de las diversas especialidades del saber para dar sentido a esta gran incógnita que son el ser y la mente humanos. Pero no al margen de las ciencias experimentales.

Indicación bibliográfica

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