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Spanish Pages [241] Year 2019
ANTONIO GARCÍA DE LEÓN es lingüista, músico e historiador. Obtuvo el grado de maestría en lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y de doctorado en historia en la Sorbona (París). Es doctor honoris causa por la Universidad Veracruzana, investigador emérito del INAH y catedrático de la UNAM. En 2015 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Ha publicado numerosos artículos y ensayos de lingüística, antropología, historia, economía regional, movimientos sociales y musicología. Es autor de varios libros, entre los que se cuentan: Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos quinientos años de su historia, Fronteras interiores. Chiapas: una modernidad particular, Contra viento y marea. Los piratas en el Golfo de México y Fandango. El ritual del mundo jarocho a través de los siglos. En el FCE ha publicado El mar de los deseos. El Caribe afronandaluz, historia y contrapunto y Tierra adentro, mar en fuera. El puerto de Veracruz y su litoral a Sotavento, 1519-1821. Este último obtuvo el Premio Clarence H. Haring, concedido por la American Historical Association al mejor libro sobre historia de América Latina.
George Catlin, Prairie Meadows Burning, Smithsonian American Art Museum. Óleo sobre tela, 27.8 × 35.9 cm, 1832. Regalo de la Sra. de Joseph Harrison, Jr.
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA MISERICORDIA
Documento sobre la fuga de apaches, AGN, Indiferente de Guerra, vol. 77
ANTONIO GARCÍA DE LEÓN
Misericordia EL DESTINO TRÁGICO DE UNA COLLERA DE APACHES EN LA NUEVA ESPAÑA
Primera edición en español, 2017 Primera edición electrónica, 2017 Diseño de portada: Laura Esponda Imagen de portada: George Catlin, Prairie Meadows Burning, óleo sobre tela, 27.8 × 35.9 cm, 1832. Smithsonian American Art Museum, regalo de la Sra. de Joseph Harrison, Jr. D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-5738-1 (mobi) Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Preámbulo. La guerra de las fronteras I. Soledades trashumantes Un mar frío y envenenado Prédicas en el desierto Alucinaciones y desvaríos Guerra sin cuartel ni misericordia El cautivo En tierra de guerra viva La orden de partida II. El grito Augurios La fuga desesperada Encrucijada III. La cacería El ascenso a la montaña cuadrada El Altiplano de cerro en cerro De fuego en fuego El rastreo obsesivo Primeros indicios Camino Real Señales y presagios Nunca sus dioses Certidumbres y quimeras El vuelo
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IV. Batallas en tierra ajena La impaciencia del cazador La captura del viento Oficio de silencios Un paso atrás El mapa desplegado Rompiendo el cerco Laguna de sangre Los preludios El cerro del sacrificio La batalla final Misericordia Fugitivos en fuerza de carrera Ensalmo de los pájaros V. Acambay: febrero y marzo de 1797 Rompiendo el cerco A flor de piel La trifulca de Acambay Un relámpago VI. Cuba: marea de tormenta, 1797-1806 El ángel de la guarda Cimarronaje Los indios feroces de la Vuelta Abajo Apéndice. Algunos personajes Bibliografía Nota bibliográfica Archivos consultados Libros y artículos
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Liza… Vienen los bárbaros…
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Porque estas alas ya no son alas para volar sino simples aspas para batir el aire el aire que ahora está completamente tenue y seco más tenue y más seco que la voluntad enséñanos a que nos importe y a que no nos importe enséñanos a estar sentados y tranquilos. Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. T. S.
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ELIOT, Miércoles de ceniza, 1930
Preámbulo LA GUERRA DE LAS FRONTERAS Porque la noche cae y no llegan los bárbaros. Y gente venida desde la frontera afirma que ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros? CONSTANTINOS CAVAFIS, Esperando a los bárbaros, 1904
Ya el encabezamiento de esta historia anticipa su naturaleza trágica. También admite una condición de derrota que habría que relativizar en la medida de las muchas circunstancias que rodearon a los acontecimientos y a la forma como se dieron; la manera como la agonía y la zozobra, llegado el momento, no significaron nada, sobre todo comparadas con el hecho de estar del lado de la gracia y más allá de la muerte, avanzando hacia un destino marcado de antemano, inserto en un tiempo que brotaba perpetuo sobre el instante… Porque los protagonistas de este trance eran precisamente aquellos cuya apasionada creencia en la legitimidad de sus propios objetivos, no podía soportar ninguna disparidad entre lo que ellos deseaban para sí mismos y lo que un proceso de dominación les exigía como los vencidos y resignados que deberían ser. Estamos así ante una memoria de fronteras: de principio, en el margen que separaba en dos la vida sedentaria y el orden cristiano de la Nueva España en relación con las regiones indómitas del norte; y en segundo plano, en una dimensión más interior, en el límite incierto que disociaba la vida de la muerte entre quienes implantaban el tiempo del imperio y entre quienes se le resistían prolongando la vida más allá del umbral… De esta suerte, en las soledades inmensas de las Provincias Internas del Norte, en las interminables
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sabanas y serranías ásperas trasegadas por naciones cazadoras y recolectoras, muchas memorias se entrecruzaron entre las sombras que una larga guerra de conquista dejó a su paso durante dos siglos: cuando esas naciones, parcialidades, tribus y bandas fueron exterminadas, integradas o sometidas bajo el avance de otros bárbaros, los recién llegados, los cazadores de gentes y almas, los seguidores de la fe de Cristo. En el silencio de esos espacios infinitos, en donde la ondulación de la hierba por el viento y los mares de arena se desplazan como si fueran las densas olas de un pausado océano, los meses del verano son cálidos en el día y fríos desde el anochecer. Los inviernos crudos ahuyentan con su aspereza casi toda la vida silvestre. Los arroyos y abrevaderos atraen entonces a la pequeña fauna, la única que sirve de sustento para los cazadores ocasionales durante los meses de intenso frío y de extensiones que se cubren de un blanco manto de nieve. Allí, hay que esperar la primavera y el verano para cosechar algún fruto, y para vivir de la caza de los rebaños errabundos, de los ganados de los colonos y de las manadas de bisontes que se desplazan como torrentes oscuros en la búsqueda desesperada de pastos y aguas. Porque desde siglos atrás, los pueblos nativos de esos eriales, las “naciones gentiles” de esas inmensidades entregadas al sol compartían la angustia de la trashumancia, siempre en pos de la sobrevivencia, habitando dispersas y errantes las altas sierras y las barrancas, las praderas donde pastaba el bisonte, el hostil altiplano desértico y las más fértiles riberas de los ríos. Entonces, lo que aquí relatamos es sólo un segmento de una ominosa historia, de lo complejo que resultó el avance del imperio español hacia el norte. Se trata de un momento de aquella realidad violenta —un western trasladado al sur y al Caribe por la fuerza de las circunstancias—, un episodio más, como ejemplo de lo que permanentemente sucedía, de lo que fuera la colonización de dilatados territorios que se despliegan desde las Californias en el Pacífico hasta las húmedas cuencas y pantanos de las costas del Golfo de México y de la Florida en el Atlántico: heredades desmedidas habitadas desde mucho tiempo atrás por naciones cazadoras, recolectoras y agricultoras que, ante la presencia extraña en los más de tres siglos que duró esa conquista, abandonaron la agricultura sedentaria y se convirtieron en los más
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indomables guerreros nómadas, hasta ser exterminados, o reducidos y confinados como parias a los márgenes de un nuevo orden implacable y sin retorno. No hay ninguna región, por muy salvaje y accidentada que sea, que los hombres no puedan convertir en escenario de guerra. La ocupación del Septentrión significó entonces el intento de someter por la guerra a una población que obedecía a una lógica civilizatoria distinta a la enfrentada desde siglos antes en las regiones localizadas en el centro y el sur del virreinato. Nómadas, seminómadas, cazadores y recolectores, agricultores sedentarios y gente parcialmente arranchada, al mismo tiempo que bandas guerreras defensivas, creadas por el avance del orden colonial —“sociedades ecuestres independientes”, como las llama Weber—, se expandían por ese extenso territorio y habían hecho del caballo —una bestia introducida por los españoles—, arma indispensable, instrumento de viaje y de vagabundeo, alimento, símbolo funerario y cabalgadura celestial. El caso es que casi todas las naciones adoptaron el veloz “perro celestial” —como le llamaron los lakotas de las praderas—, no sólo como un arma de guerra y cacería, sino también como carne y fuente de proteínas. Es por eso que cuando estas naciones eran reducidas y sometidas a la vida sedentaria, con una dieta pobre en carnes, sufrían de hambre y, como consecuencia, caían presas de nuevas enfermedades, precisamente de las que se criaban en el hacinamiento miserable de las galeras y chozas de los presidios.1 En todo este universo se distinguían los indómitos apaches: cazadores y ladrones de caballos, excelentes jinetes y grandes guerreros, que en las carneadas del bisonte —o “cíbolo”, como le llamaban los españoles— hacían caer a las bestias una a una para despellejarlas y curtir sus cueros; como lo hicieron en un origen con el caribú y en tiempos de guerra con toda clase de ganados. Y aunque habían adoptado las armas de fuego, que intercambiaban con los forasteros, seguían siendo los mejores flecheros de la América septentrional y sus manos expertas imprimían a las saetas de mimbre y carrizo una fuerza mortal que aterrorizaba a sus enemigos, pues eran capaces de atravesar con ellas un bisonte, así como las cueras curtidas y las adargas que los colonos usaban como inútiles cotas de defensa. En este teatro de los
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acontecimientos, territorios de caza disputados día a día para su sobrevivencia, los apaches —una de las tantas naciones rebeldes que defendían su espacio discontinuo— se caracterizaron por no aceptar la vida sedentaria bajo control colonial, pues por siglos habían sido parte de una naturaleza cambiante y les era imposible aceptar un pequeño territorio designado, o reconocer a jefes que ellos no hubieran decidido darles el mando por sus méritos en el transcurso de una confrontación permanente “en tierra de guerra viva”, como decían las crónicas y los partes militares. Su noción de la muerte les daba siempre una ventaja sobre sus enemigos, ya que el umbral de ese tránsito, la línea de frontera de la vida, estaba entre ellos colocada más allá; como en una epifanía final que el encadenamiento de destinos había preparado de antemano, sin escapatoria posible pero con la recompensa de acompañar al sol en su viaje en el caso de morir en situación de guerra. La trascendencia de ser más allá de la muerte aseguraba entre ellos el asumir un destino en el alto cielo, junto al sol o como estrellas del infinito nocturno. Así, la muerte era una victoria sobre el tiempo porque lo envolvía sobre sí mismo, porque al escapar del flujo lineal de la historia y del impacto de los cambios eludían la esclavitud y la mansedumbre. Y esta sola línea de fuga que se abría en el silencio de los espacios inagotables, les confería la fuerza en el combate y la furia exaltada que tanto sorprendió a sus perseguidores. Del otro lado de la moneda, y mientras en aquel desierto hostil los pretendidos hijos de Dios se enfrascaban en largas ceremonias bajo techo para conjurar el asedio de los bárbaros, una larga historia de despojos de tierras y de búsqueda codiciosa de veneros de plata había cubierto de sangre el destino de aquellos corderos de Dios: de los que sí fueron sometidos a la evangelización, de los que se integraron mientras su mundo se transformaba para siempre llenándose de capillas, misiones, haciendas, minas y presidios. Pero a pesar de estas predicaciones en el desierto, el conocimiento de lo porvenir les era vedado a los intrusos por una muralla invisible de teologías, pecados, sentimientos de culpa, santos de palo y cruces milagrosas. En cambio, merced a un estado de trance consagrado a la guerra y la cacería, y a una religión sin ídolos ni jerarquías, la pradera de los nómadas fue por siglos
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tan remota e inalcanzable, tan invencible y cruel como los monstruos y gigantes que poblaban sus mitologías y sus sueños. En este territorio de lo insondable, los oráculos, los encantamientos y el haz de flechas y plumas de los chamanes escrutaban el futuro mejor que los rezos y letanías de los sacerdotes y misioneros, con la lucidez de quien no adivina más que para reconocerse en su estado de glorificación. La memoria del gran diluvio era el eterno retorno de sus sueños colectivos, el génesis de su matriz nativa, y como hijos de aquella catástrofe se concebían a sí mismos como emanados de las aguas, vástagos de las riadas primordiales ahora convertidas en extensos desiertos.2 Sus únicos dioses inciertos eran los gahan, espíritus de la montaña que habitaban los lugares sagrados y proporcionaban la carne del venado, el Gran Hermano, y de otros animales que eran propiciados por largas penitencias, ayunos y esperas. Su alegoría primordial se refiere a la búsqueda incesante de un umbral, el de la muerte como posibilidad de lo imposible, el del tránsito final presidido por el sol y la madre tierra, ayudados por los gemelos divinos de la guerra; los cuales los antecedían en sus desplazamientos mientras establecían los límites del mundo y los parajes en donde, trayendo a rastras de sus perros sus aperos de caza y sus tiendas de cuero —metáfora del Universo—, podrían vivir y asentarse aunque fuera sólo por corto tiempo. Y cuando las fratrías y parcialidades se establecían en lugar fijo, los cueros de las bestias abatidas eran curtidos, trabajados y alisados al máximo para ser convertidos en gamuzas, pieles finas que tenían un alto valor en los mercados itinerantes de aquel desierto. Sus filosos belduques separaban ágilmente la piel de sus presas y de un solo tajo podían arrancar las cabelleras de sus perseguidores blancos, genízaros3 e indios, para colgarlas de las bridas de sus cabalgaduras y enunciar con ellas sus repetidas victorias. Secadas al sol constituían trofeos de guerra que medían el valor de sus poseedores; aunque —en contraparte— luego se puso precio a las cabelleras apaches, que los mexicanos norteños obtenían cobardemente de los indios pacíficos y que cambiaban en las tesorerías por buenos 200 pesos. Lo que sigue es solamente el relato de una cacería humana que deja entrever las miserias de una brutalidad que exacerba los enconos y las 17
contradicciones a su paso, en el trayecto de un escenario abatido por una crisis profunda, la que antecede a la guerra de independencia y que muestra los intereses más bajos de sus protagonistas. Es la aventura final de un puñado de guerreros apaches capturados en el norte, desterrados junto con sus mujeres, niños y ancianos, trasladados en collera hacia la capital y al puerto de Veracruz, con destino final hacia Cuba y otras islas del mar Caribe. La fuga de dieciocho guerreros cautivos, ocurrida a inicios del invierno de 1796 en una venta del camino cercana a Jalapa, y su recorrido en armas hasta el sur de Guanajuato, muestran el incierto derrotero de un grupo de prófugos que se habían convertido en un solo cuerpo, que se movían como una sombra inasible por el Altiplano en busca de los senderos de regreso a ese imposible que era su lugar de origen. Y ante todo esto surge la pregunta, ¿cómo es que el azar lo coloca a uno frente a esos hechos, o lo involucra en otra persecución para atrapar esas sombras y traerlas de regreso? Es entonces cuando los hallazgos fortuitos de los archivos obligan a encaminar los pasos hacia lo inesperado, al llamado de voces apagadas que se ubican en el fondo de un laberinto. Porque, entre cientos de legajos que se apilan en el ramo Indiferente de Guerra del Archivo General de la Nación, casi siempre referidos a las grandes aventuras y campañas militares en el norte durante el último siglo de la vida colonial —a veces en pos de un bárbaro inventado, de un enemigo necesario—, se encuentra un expediente más que contiene ordenanzas, partes de guerra, cartas, diarios, informes civiles y militares relacionados con éste y otros sucesos. En las ventanas hacia el pasado que aquellos folios abren, dando paso a un conjunto de visiones corales que se desarrollan en diversos ámbitos y a diversas voces, y que han quedado como suspendidas en el tiempo sin significado y vacío de los documentos, hay algo que es una constante: las autoridades coloniales que los perseguían y acosaban tenían todas voz y nombre; no así sus víctimas, conocidas solamente por los testimonios diferidos que pudieran desprenderse de los silencios y las referencias de otros. Pero el destino trágico de los vencidos, paradójicamente, en este caso involucra no sólo a aquellos prófugos: envuelve también a sus perseguidores y a todo un imperio, vencido de antemano, debilitado desde décadas antes de
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su derrumbe… Y el principio mismo de la búsqueda que estructura esta secuencia diferida, contiene rastros y huellas a seguir como los que van dejando aquellos evadidos mientras las partidas militares y los baquianos los persiguen por los montes. Y en estas circunstancias, se delimitan los tiempos y las simultaneidades en la historia que se relata, pues hay un tiempo lineal y sucesivo que se expresa en los partes y los diarios —el tiempo mismo de la historia—, y hay otro que se despliega en espiral retornando a los mismos lugares: una duración detenida que dispersa los hechos del tiempo encadenado, que entre los perseguidos busca el instante y lo crea a través del rito, la propiciación, el sacrificio y la representación previa de un destino conocido de antemano. Asimismo, en aquellos informes y partes de guerra se traslucen nítidamente las contradicciones en un momento crítico de transición del poder colonial —de definiciones de fronteras—, que es cuando se exacerba la subyugación tardía de los indios insumisos, la corrupción de los mandos militares, las políticas de deportación, la muerte violenta y el exterminio de una nación indómita. Aquellos límites superpuestos son el escenario en que se despliega esta historia…
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1 En la conquista del norte, la palabra presidio (que con ese sentido aludiremos en
cursivas) se refiere no a una cárcel, sino a un asentamiento de avanzada militar y religiosa, en donde los indios mansos o pacificados (y cristianizados) del entorno eran empleados en labores agrícolas y sedentarias. A fin de cuentas era un tipo de fortificación con origen en la arquitectura militar del imperio romano usado para el acuartelamiento de tropas. Su función era la propia de un baluarte fronterizo de defensa, amparo y pacificación territorial. Su idea táctica principal era establecer una “cortina defensiva” leal al rey de España y a la fe de Cristo: una línea de presidios o establecimientos militares, sedentarios y católicos que iría de las Californias a la Florida. 2 En general se dice que la palabra “apache” deriva del zuñi apachu, que significa
“enemigo”. Aunque los tlaxcaltecas que colonizaron el norte asociaban a los apaches con el verbo náhuatl pachihui, que significa “acechar”, “seguir el rastro de una presa”; y también, como hijos del Gran Diluvio (llamado en náhuatl huey apachihuiliztli, “gran inundación”, de apachihui, “haber una inundación”). El caso es que esta denominación aparece en varios documentos ya desde finales del siglo XVI. 3 Se llamaban así, originalmente, a los miembros de un cuerpo de infantería surgido
desde el siglo XVI y formado en el imperio otomano con jóvenes de poblaciones no turcas. En la Nueva España, y más particularmente en el norte, se usó la palabra genízaro para denominar a los hijos de mulato e india (llamados “chinos” en el México central); una “casta de mestizos” —cualquier cosa que esto signifique— que era ocupada en las milicias de avance de la colonización. La denominación es ambigua, pues también hubo en el norte “indios genízaros” reducidos a cristiandad, españolizados y de diferentes naciones que abandonaron sus lenguas: “y éstos”, aclara un padrón de Nuevo México en 1793, “no hablan otro idioma que el castellano para entenderse entre ellos”.
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I. SOLEDADES TRASHUMANTES
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UN MAR FRÍO Y ENVENENADO Conociendo la barbarie de estas Gentes, que con desprecio de la vida se arrojan al mar desde el Castillo, expuestos a ser hechos pedazos por la multitud de Tiburones que abundan en este puerto: subsisto en mi dictamen de lo mucho que convendría enviarlos a Parajes ultramarinos, para evitar por este medio los gravísimos daños que ocasiona su fuga, si logran con ella volver a su País, y lo mismo digo, y en especial, de los indios Apaches Mezcaleros… El gobernador de Veracruz Joseph de Carrión y Andrade al virrey don Matías de Gálvez, el 12 de noviembre de 17831
En los últimos años los indios bravos convictos se han vuelto parte del paisaje del Camino Real de Tierra Adentro, el que llega a la ciudad de México serpenteando desde la Santa Fe de Nuevo México, en el extremo norte de las llamadas Provincias Internas; y, sobre todo, son una presencia constante del trajinado sendero que conduce de la capital del virreinato al puerto de Veracruz: ya que muchos, después de permanecer prisioneros en la ciudad de México, son enviados al castillo de San Juan de Ulúa para ser deportados a las fortificaciones de Cuba, y algunas veces a Campeche, Santo Domingo, Puerto Rico y las islas de Barlovento. Vienen en oleadas, transportados en colleras o contingentes,2 atados del cuello, o de los brazos o de los pies, con esposas, maneas y grillos metálicos; y, sobre todo, fuertemente vigilados para evitar su fuga. Algunos, los que han resistido su captura, vienen ya mutilados de las orejas, pues éstas se han enviado a México para contabilizar las aprehensiones, convirtiéndose en piezas deshumanizadas por el cautiverio, almas sin redención; y en su recorrido desde el norte hasta México, y de allí a Veracruz, se enfrentan a la muerte
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segura, pues muy pocos resisten a los malos tratos y las enfermedades: “remitiéndolos”, como dice un informe de 1751, “con el mayor seguro en collera y de cordillera de Justicia en Justicia”. Si mueren en el camino serán cubiertos por un túmulo de piedras mal acomodadas, o de plano, abandonados en el campo para que las aves carroñeras den cuenta de ellos: ni una oración ni una cruz merecen esos cuerpos deshabitados de la fe, ya que son de gentiles o apóstatas, y como tales sólo son dignos del olvido. Aunque, eso sí, si acaso mueren, los militares a cargo de los prisioneros se asegurarán de cortar las orejas o la mano derecha de cada uno de los cadáveres —y en ocasiones hasta las cabezas— para demostrar en México que alguna vez los tuvieron bajo su custodia o que murieron al intentar fugarse, pues las actas levantadas en el terreno a veces no son tomadas en cuenta para contabilizarles méritos a los militares que los conducen.3 Desde por lo menos 1787 los oficiales del norte ofrecían recompensas por cada par de orejas de apache que les hicieran llegar. Hay testimonios de que durante una deportación en 1792, el comandante a cargo cercenó las manos de varios muertos (algunos de ellos asesinados en un intento de fuga), llenó con ellas una gran vasija y las presentó en México para evadir cualquier responsabilidad.4 Lo que se veía a menudo entrando a Veracruz era una cuerda miserable, un tropel de hombres y mujeres reducidos a la condición de bestias. Semidesnudos, o apenas cubiertos con sus cueros de gamuza, de venado o bisonte, con sus raídas prendas de una manta ennegrecida por el uso constante, van asomando una mirada insondable por entre sus largas cabelleras. La piel tostada por el sol, el polvo y la intemperie, que los hace ver más morenos de lo que lo son en libertad, les da un aspecto inconfundible; pues traen consigo todavía las sequedades del desierto, el teatro de la guerra impreso en el fondo de los ojos y a flor de piel. Mientras caminan bajo un calor sofocante apenas balbucean “en fingida humildad” (como dicen sus captores) algunas palabras en su lengua en demanda de agua y comida, mientras la tropa que los conduce toma las mayores precauciones para asegurarlos y mantenerlos cautivos, ya que harán todo lo posible para fugarse en cualquier momento. Las Ordenanzas y los partes de guerra son 23
tajantes acerca de esa permanente posibilidad y advierten que estos indios, y en particular los apaches, simularán debilidad y esperarán días, meses o años pacientemente hasta que vean la oportunidad de escapar por el intersticio de un descuido de quienes los custodian. Una vez fugados, y como lo advertiría Bernardo de Gálvez y varios de los capitanes generales de guerra de las Provincias Internas del Gran Norte, harán todo lo posible por llegar “y restituirse a sus antiguos territorios, y una vez en su país serán nuestros más encarnizados enemigos”. Así, en octubre de 1783, el virrey Matías de Gálvez advierte al gobernador de la plaza de Veracruz que había determinado enviar a México 99 piezas de apaches mezcaleros, “por las muertes, robos y destrozos cometidos, y que de enviarse a Veracruz se cuide que no se fuguen, para que no por sus deserciones se experimenten los gravísimos perjuicios que su crueldad ejecuta en tales casos”.5 Y si las autoridades insisten en su peligrosidad, a los aprisionados lo que más les intimida es el confinamiento y la travesía por el océano, el ser llevados por el alto mar y por la fuerza a las lejanas islas, más allá del horizonte de las aguas, de donde nunca más habrá retorno posible. Por eso, la estación de paso que es la vieja fortaleza de San Juan de Ulúa, emplazada en un islote frente a Veracruz, es la última oportunidad para recuperar el control de su destino, y ellos lo saben. Se previene que se les mantenga allí encadenados: aunque muchas veces, y ante la ausencia de brazos para las obras del castillo, estas órdenes no se asumen, pues son utilizados para cargar la piedra múcara y la cal viva que sirve para la ampliación de la fortaleza. Es entonces cuando, ante cualquier descuido de los capataces, se arrojarán al mar y, poniendo por delante su gran habilidad para desplazarse por las aguas, tratarán de ganar tierra hacia la bahía de Vergara y de allí emprender la carrera por la playa para intentar llegar en jornadas extenuantes a las tierras del lejano Septentrión novohispano, a las montañas en donde yacen sus antepasados. Ya en diciembre de ese mismo año de 1783, en cumplimiento de una orden para arreglar el muelle de atraque de los buques en la muralla del viejo castillo, “y por la escasez de desterrados” —como advierte el gobernador Carrión y Andrade—, “destiné en fin a doce indios mecos para ayudar en los
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trabajos, pero como éstos no conocen o no temen el peligro, se arrojaron todos al mar el sábado 6 del corriente, con fin de tomar tierra para hacer fuga. Con su fingida humildad saben lograr la ocasión de menos vigilancia para arrojarse al agua, en cuyo ejercicio de nadadores van consumados, y tratan de conseguir el inseparable deseo que les ocupa de restituirse a sus tierras. Uno de ellos ha aparecido ahogado en la playa y otro vivo en una embarcación, pero de los diez restantes no se sabe el paradero. Tampoco tengo noticia” — continúa el gobernador— “de una partida de Lanceros que despaché el domingo por la mañana luego que lo supe, para que corriesen la costa del norte por si salieron a tierra y se dirigen a su País por la playa…”6 Tres días después, los Lanceros regresarían del camino de Barlovento asegurando que, a la carrera, aquellos evadidos avanzaban por la playa a mayor velocidad que sus cabalgaduras y que a los dos días ya habían desaparecido por entre los zarzales de unas dunas en donde los caballos se atascaban. Nunca se dejó de sospechar que aquellos mulatos milicianos, inconformes por el trato de los oficiales y por los bajos salarios, simplemente suspendieron la persecución, tomaron el camino de vuelta y los dejaron ir. Ya el gobernador Miguel del Corral, el 9 de marzo de 1785, reportaba desde Veracruz que “los indios enemigos que se hacen prisioneros y se destinan a este castillo de San Juan de Ulúa, se huyen frecuentemente de él por la facilidad que tienen para hacerlo por estar sin prisiones en el patio del castillo, de cuyas fugas resultan graves perjuicios […] por lo que los reos de la referida clase deben ser remitidos precisamente a los presidios de La Habana o Puerto Rico, sin que con ningún pretexto ni motivo se detengan en este castillo…”7 Algo difícil, como el mismo Corral admitía, pues había que esperar la llegada de las embarcaciones y que éstas tuvieran lugar disponible y guardias suficientes para su traslado a los presidios de ultramar; “pues no falta tampoco quien, sin vigilancia, se haya lanzado al mar a mitad de la travesía”. Se ha dado incluso el caso de que, siendo sus acciones “tan concertadas y conociendo los límites de la voracidad de los tiburones”, una partida de apaches se lanza al mar después de que dos de ellos se han sacrificado sumergiéndose primero para que los escualos se entretengan, permitiendo el 25
nado de los demás hacia la playa. “Y es que esta clase de gente”, advierte el gobernador, “no está bien en tierra firme ni aun encadenados en el castillo de San Juan de Ulúa, porque no conocen el riesgo a que se exponen, ni tienen conocimiento racional para reflexionar la perdición de sus almas:8 por lo que no sólo me parecería muy conveniente darles destino ultramarino, repartidos en distintas islas y poblaciones (de donde no puedan regresar nunca), sino también a las mecas, pues con el tiempo podría el Rey tener más número de vasallos que le sirviesen con utilidad…”9 Y es que para los apaches los peligros del alma eran otros, pues desde el momento en que eran sometidos y hechos prisioneros, su condición estaba en suspenso: andarían como muertos en vida, como esclavos y almas en pena, y no habría castigo posible en el más allá que fuera peor a eso, ni aun el temible infierno de los cristianos; nada peor que el cautiverio en esas condiciones de ruptura en relación con sus cuerpos, sus familias y sus territorios. Nada peor que transitar encadenados por parajes desconocidos, como espectros y deshabitados de su propia esencia. Y es que después de la captura ya no había nada que perder, el tiempo fluiría de manera distinta y las únicas expectativas posibles eran la esclavitud o la muerte. Trasponer el umbral de la vida con un acto último de rebeldía —que mermaría con su pérdida la heredad de quienes se pretendían como sus amos— podría incluso conducirlos al estado de gracia de su propio más allá: una condición que no estaba regida, como entre los cristianos, por el castigo eterno. La muerte sería una forma de abandonar una realidad cargada de injusticia. Para ellos, una vez sometidos a cautiverio, el infierno estaría ubicado antes, ¿qué más daba entonces trasponer el umbral y acceder a una condición de libertad eterna?, ¿qué más daba entrar a un tiempo detenido, a un tiempo sin medida, distinto del tiempo común que huye como el agua del río, como el viento que pasa? A veces, al calabozo y a la violencia se añadían las acciones que sus captores calificaban como de “misericordiosa benevolencia”, dado que eran incapaces de entregar sus habilidades al control de un amo, a su desapego de cualquier vida sedentaria, a su desprecio del cristianismo y “en virtud de su contumaz rebeldía más allá del bien y del mal”. En esos años, eran más bien considerados “prisioneros de guerra”.10 Algunos de ellos pudieron ser 26
vendidos, pero otros fueron entregados sin más a cosecheros de Córdoba y Orizaba (aun cuando éstos debían pagar los gastos de traslado y manutención); o antes, en el camino a México, a propietarios que se comprometían a cristianarlos y enseñarles la policía de estos reinos, tal y como se venía haciendo en los presidios del norte con las mujeres y los niños, entregados allí a familias mestizas o de indios reducidos. Es por eso que algunos de ellos, o sus descendientes, aparecieron después como pacíficos vecinos en los censos de aquellas villas y en el de intramuros de Veracruz de 1790, siempre en su calidad de “mecos” o “mecas”, aunque ya sometidos a las rutinas de una vida de servidumbre más o menos urbana que los convertía “en vasallos útiles al rey y a la vida en sociedad”. No se trataba pues de un tráfico de esclavos como tal y que pudiera convertirse en un negocio rentable —ya que la mayoría no eran vendidos—, sino que dependía más de las ordenanzas y los cambios políticos. Eso sí, según testimonios de los indios ya sometidos, “de la mucha gentilidad mansa que había en los confines” y de los indios bravos, los tratantes solían robar niños para venderlos en los ranchos del norte: pues criados desde pequeños podrían ser con el tiempo más capaces de vivir en cautiverio. Lo que sabemos es que aquella tenaz política de deportaciones se apoyaba en un Reglamento elaborado por el virrey marqués de Casafuerte desde 1729,11 cuando arreciaron los ataques coordinados de apaches y otras naciones contra la dilatada extensión de los presidios y las minas. Diez años después, toda esta idea del desarraigo y la dispersión forzada parece haber tomado forma cuando el jefe apache Cabellos Colorados y trece de sus seguidores fueron encarcelados en San Antonio de Béjar, un lejano presidio de Tejas, acusados de un supuesto robo de caballos. Después de un año de cárcel y en virtud del reglamento anterior fueron deportados a la ciudad de México, en donde bien a bien no se sabía qué hacer con ellos antes de que murieran de melancolía en las cárceles de la capital del virreinato. Fue hasta mucho después, en 1772, cuando una nueva Ordenanza modificó ese reglamento y se decidió que el destino principal de los rebeldes sería La Habana, para asegurar que no retornaran a sus territorios en caso de fuga, ya que la mayoría de los evadidos terminaban encabezando después nuevos
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ataques en el norte.12 En marzo de 1774, desde Coahuila, el capitán Hugo O’Connor escribía al virrey Bucareli sobre la imposibilidad de civilizar a los bárbaros apaches, o como él decía, “de ilustrar a los lipanes con la luz del Evangelio”, ya que son “incapaces de conocer el bien ni el mal al que se inclinan por naturaleza […] y si se remiten en colleras a esa capital y se reparten en poblaciones, aunque sean divididas, y en obrajes, regresan como pueden a sus madrigueras. Sólo transportándolos a las islas de Barlovento, en pequeñas divisiones, se verán las fronteras y la cristiandad libres de semejantes enemigos”.13 Al incrementarse las fugas, el virrey decidió en 1788 que todos los indios hostiles capturados en el ámbito de los presidios de frontera fueran enviados a Veracruz, junto con sus familias, para su deportación; algo que se llevó a la práctica ese año, con la captura y remisión de 125 apaches reducidos por el capitán Jacobo de Ugarte. Gracias a una Real Orden del 11 de abril de 1799, y después de la sonada fuga de 1796, esto se volvió obligatorio y fuera de cualquier discusión.14 Al considerarse la mayoría de ellos reos de guerra, eran condenados a cadena perpetua; una forma de esclavizarlos evadiendo las Leyes de Indias (que supuestamente prohibían la esclavitud de los indios); aunque, a diferencia de los esclavos negros, estos prisioneros nunca podrían negociar o comprar su libertad. Y es que ya para esos años, el gobernador de La Habana, y a pesar de la anterior disposición de las autoridades cubanas de aceptar de buena manera estas deportaciones —las que en principio parecieron plausibles a los cultivadores de la isla, ávidos de brazos para sus haciendas azucareras y tabacaleras—,15 ya había tenido bastantes problemas con los deportados y pidió que sólo se enviaran adultos y que se limitara el envío de niños y niñas. Opinaba que éstos, separados de sus familias, se debían distribuir entre los cristianos desde su captura en el norte, o bien, en otras provincias de la Nueva España y antes de embarcarlos en Veracruz. Sin embargo, en 1803, el virrey Iturrigaray —recién llegado a México— ordenó definitivamente que todos los apaches cautivos, sin excepción y sin limitación de edad, fueran enviados a La Habana. Para entonces, y como veremos, ya había gran
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cantidad de fugitivos cimarrones: negros, mestizos, guachinangos, “mecos” y apaches alzados en armas en los montes de la principal de las Antillas, y las autoridades locales habían comprendido la dificultad que significaba ocuparse de tales indios y desterrados. A fin de cuentas, el precio de estas deportaciones superaba cualquier ganancia posible.16 ¿Pero qué era lo que movía entonces esos destierros a pesar de los altos costos de la manutención y el transporte de los cautivos? Fundamentalmente, vivir de una guerra que permitía los ascensos y la compra de los puestos militares —de la que se beneficiaban el virrey y otros mandos—, una guerra de escaramuzas magnificadas y revestida de una larga serie de corruptelas que hacían imposible detenerla. De paso, esta dinámica permitía deshacerse de una nación indómita por la vía de la dispersión y el desarraigo; y, al mismo tiempo, poder mantener toda una maquinaria de servicios y abastos que, organizada en redes paralelas a los caminos y las líneas de frontera, de comercio legal y de contrabando, justificaba el círculo vicioso de la confrontación: como ocurre hasta ahora en cualquier contienda que se precie de serlo, que vive más de los servicios y de las ocupaciones parasitarias que se forman a su alrededor que de los mismos enfrentamientos. Una guerra que esporádicamente rompía también la relación estrecha entre los colonos y los aborígenes, mansos y alzados: hecha en su mayor parte de convivencia y de comercio pacífico, de intercambios comerciales de todo tipo hasta que cualquier incidente los enfrentaba y los ponía en pie de guerra. Era el reconocimiento —o la constatación— de la imposibilidad imperial de integrar a los indios bravos bajo las condiciones de la vida colonial y de la fe católica. Un conflicto a modo que se deshacía en un horizonte de violencia y corrupción militar en la medida en que se prolongaba indefinidamente; empujado de manera imperceptible hacia un laberinto irresoluble, hacia un espacio de extrema crueldad entre enemigos irreconciliables que basaban su supervivencia, cuando los lazos de convivencia se rompían, en acosarse unos a otros. Grupos enteros arrastrados a la brutalidad y como impedidos por una quimera perversa —la de la misión civilizadora—, de la que no podían escapar porque todo a su alrededor giraba en ese sentido…
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PRÉDICAS EN EL DESIERTO Los imperios han creado el tiempo de la historia. Los imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones, sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia. La inteligencia oculta de los imperios sólo tiene una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. J. M. COETZEE, Esperando a los bárbaros, 2003
A diferencia de lo que fue la conquista de Mesoamérica, la naturaleza de la lenta y azarosa colonización del norte por los españoles y los novohispanos fue larga y vacilante: duró más de tres centurias; una colonización por etapas y con avances y retrocesos. Una guerra “justa y santa que irradiaba una gran luz para la cristiandad” —como diría algún misionero—; pero provista de una fluorescencia emponzoñada que contenía en sí misma toda la profundidad de las tinieblas. En aquella frontera del desconcierto que al paso de los años se dilataba cada vez más al norte, la colonización reflejaba siempre el desafío de atemperar las relaciones con los naturales que poblaban las tierras por conquistar, implicaba la necesidad de tomar el control del espacio y de las “naciones gentiles” y someterlas administrativa y espiritualmente, de una vez y para siempre. Sin embargo, uno de los principales obstáculos era el desencuentro entre dos mundos diferentes que se veían de cerca al borde de un abismo insondable que los separaba: presos de un antagonismo que se desplegaba ante quienes se consideraban enemigos a vencer, extraños de un mundo liminar que a pesar de su exterioridad eran el espejo en el cual se
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miraban los colonizadores, la materialización de sus propios temores internos. Fue así como el bárbaro “construido” a la medida de sus necesidades acompañó siempre esta cruzada, marcando un linde irreductible entre dos concepciones del mundo, de la existencia y de lo sagrado; en cuyo despliegue los más débiles fueron derrotados. Del otro lado del abismo, aquellos pueblos habían construido, a lo largo de años de incursiones y vigilancia armada, otro “bárbaro” cruel y autoritario asentado sobre su propia dimensión mítica. Porque sus guerras atávicas habían sido solamente territoriales, de igual a igual, y ahora se enfrentaban a un invasor que llegaba para quedarse y apropiarse del aire, de la tierra y el agua; reclamando para sí sus bienes, sus cuerpos y sus almas. La falsa imagen de una frontera precisa entre una Mesoamérica agrícola y de alta cultura y una Aridamérica que contendría en su seno solamente bandas de cazadores y recolectores nómadas, coincide con la idea primera de la colonización imperial hacia el Gran Norte, basada a su vez en las antiguas leyendas y denominaciones que los aztecas y otros grupos mesoamericanos tenían acerca de un desierto bárbaro habitado por sus otros, los “chichimecas” nómadas —“gentes de linaje de perros”—; situados en un oscuro Septentrión anterior a la vida agrícola, en un espinoso país de los muertos que era el vientre de las “siete cuevas” de donde ellos mismos decían proceder. A esta concepción de diferencia que viene de muy atrás se añadirían —con la conquista— las nociones europeas asociadas al catolicismo y la evangelización como destino para aquellos que aceptaran la sumisión; y la esclavitud o la muerte para quienes “en buena guerra” se resistieran. Es por eso también que cuando las expediciones españolas se toparon con vida organizada en aldeas y en campos agrícolas, se reconoció en ella algo de la civilización supuestamente inexistente: indios aldeanos o “indios pueblo”, como se llamó a varios de los grupos federados de Arizona y Nuevo México. Otras veces, como ocurrió en la Florida o en la Tejas de los comanches, eran auténticas confederaciones de tribus agricultoras que conformaban casi un Estado con el que se podían establecer alianzas, negociaciones, intercambios comerciales y rupturas. Los intentos de establecer el sistema colonial y el lento avance de minas,
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presidios y ganados desde el siglo XVI y desde el norte de la ciudad de México, constituyó también una estrategia de colonización por inciertos pasos sucesivos, que modificó por segmentos las condiciones de vida de los pueblos nómadas, seminómadas y agricultores de aquellas enormes extensiones en su mayoría desérticas y frías: un territorio inmenso colonizado por islas urbanas muy alejadas unas de otras, formando un archipiélago en “un espacio igual del que hay de Madrid a Constantinopla”, como decía Bernardo de Gálvez exagerando un poco. Un espacio de guerra viva que alteró las costumbres de una enorme complejidad de culturas que habitaba estas regiones y que pudo definirse como una extensa área de conflicto que se fue complicando sobre todo a finales de la época colonial, a partir del periodo borbónico, cuando esta colonización, por razones estrictamente económicas —y de contienda de los españoles con otras potencias europeas, en especial con Francia e Inglaterra— se aceleró y condujo a condiciones de inestabilidad, violencia, esclavitud y servidumbre nunca antes vistas. Era una guerra solventada desde un inicio por las Cajas Reales de los emplazamientos mineros y urbanos: San Luis Potosí, Zacatecas, Guanajuato, El Parral y otros, que pagaban cada uno su cuota en la conquista de segmentos enteros de lo que serían las Provincias Internas, plataformas de avance en la búsqueda de nuevos yacimientos de metales preciosos. El sólo imaginar nuevos veneros de plata alentaba a los ya existentes para seguir justificando aquellos gastos. De hecho, esta colonización fue también más complicada de lo que generalmente se preveía, ya que varias provincias que habían sido conquistadas y relativamente pacificadas durante el siglo XVI, fueron recuperadas por los indios a lo largo del periodo de grandes rebeliones del siglo siguiente. Es decir, que las diferentes “naciones” —como llamaban los colonos a los grupos que habitaban aquí— resistieron de manera muy compleja, constante y vigorosa a la colonización novohispana, y a veces, cuando ya se les consideraba derrotados, acopiaban nuevas fuerzas y establecían alianzas intertribales, logrando modificar de nuevo la geografía de las dominaciones y las conquistas.17 Y todo esto ocurría tanto en las montañas y desiertos de Nuevo México y Arizona, con varios otros grupos, como en las planicies de Sonora, Chihuahua y Durango, es decir, en esta
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parte noroccidental de las Provincias Internas conocidas como la Nueva Vizcaya, Arizona, la Nueva México y otras regiones aledañas pertenecientes a la Audiencia de Guadalajara. La conquista también se complicó al paso de los siglos, pues los colonizadores resultaron muchas veces integrados en un espacio de interacciones complejas que, sin excluir la violencia, implicaba múltiples formas de complementariedad de las relaciones sociales, políticas y económicas que se daban entre indios y colonos. Así que, más que en una frontera, estaríamos ante “una serie de minifronteras yuxtapuestas, que actuaron en varias direcciones, con energías múltiples y opuestas, y que dieron forma a intensos procesos de asimilación y aculturación”.18 Asimismo, gran parte de los nómadas del norte, tal y como han sido descritos a lo largo de estos siglos de contiendas, y que aparecen en la mayor parte de las crónicas y los partes de guerra como cazadores y recolectores errabundos, pudieron —en algunos casos— haber sido arrastrados a esas circunstancias a pesar de haber sido originalmente agricultores sedentarios: es decir comunidades agrícolas que fueron obligadas a “barbarizarse” por el mismo proceso de la colonización, de la guerra y la evangelización, por el mismo impacto de la asimilación y la resistencia entre estos grupos tan variados en su composición, sus lenguas y su estructura social. Igualmente, la introducción del caballo condicionó mucho del nomadismo de los siglos XVII y XVIII, pues se constituyó en la base de una economía cazadora más dependiente de las manadas de bisontes que de la agricultura estacional. Y es que al poder local le convenía que una parte de las naciones fueran nómadas, dado que, siendo así, no podrían exigir ni negociar territorios propios, sino solamente aquellos que los colonizadores les quisieran otorgar una vez reducidos. Aquí podemos decir que la conformación de la figura arquetípica del llamado chichimeco o meco, el “bárbaro” convertido en blanco del exterminio o la sumisión, predomina como imagen por sobre la enorme diversidad cultural de las diferentes áreas de la franja hispana de las Provincias Internas. Y como si este proceso no fuera ya de por sí complejo en sí mismo, a las dificultades de esa conquista por fragmentos y al memorial de sus barbaries, se sumaron, después de la paz de Utrecht (1713), las presiones crecientes de
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ingleses y franceses y, posteriormente, el avance de los colonos anglosajones de las trece colonias hacia el sur y el suroeste, pues para mediados del siglo el gran temor español provenía de los imperios rivales, los que ya habían puesto el pie en la cuenca del Misisipi (los franceses) o se habían apoderado desde 1762 de la Florida, y aun de Cuba (los ingleses), expulsando a los españoles y sus misioneros, comerciando con las tribus locales y sus jefes sin constreñirlos a la creencia en un Dios católico o protestante que los sacara de la gentilidad y la barbarie. O lo que es peor, proporcionando caballos y armas de fuego, y aun entrenamiento, a las naciones indómitas con las que tomaron contacto: presionando con ellas hacia el oeste, hacia la tenue línea española de presidios, y manteniendo las rivalidades de todo tipo para asegurar los mercados de armas, vituallas y parque. Todo esto desajustó los territorios precariamente establecidos y aparecieron nuevos actores en el horizonte: particularmente se asistió al arribo, desde las grandes planicies de más al norte, de las diversas “parcialidades” y “bandas” de apaches y comanches, que presionados por todos estos flujos colonizadores, avanzaron con sus territorios de caza, desde las regiones del norte y las grandes planicies hasta las zonas inestables de la colonización novohispana que provenía del sur. En ese contexto, la política de los Borbones, llevada a cabo por José de Gálvez y otros; y la creación de la Comandancia General de las Provincias Internas en 1776, que se dio como respuesta a estas presiones, reintrodujo una particular exacerbación de la conquista, la violencia, la corrupción de los mandos militares, las rupturas de alianzas y la resurgida esclavitud de los indios. En estos años, y después de la llegada del visitador José de Gálvez a la Nueva España en 1765, se emprendió el avance de la colonización final de la Nueva Santander (hoy Tamaulipas) hacia el noreste y la parte del Golfo y Tejas. Y como resultado, la mayoría de las naciones que en ese adelantamiento resistieron, entraron también dentro de la categoría de bárbaros y salvajes; aunque a ellos se vinieron a sumar las diversas partidas apaches que irrumpieron —empujados hacia el sur por la sobrevivencia— desde principios de siglo en el noroeste y la parte central del Río Grande, y que, poco a poco y al paso de los años, se convirtieron en los más irreductibles enemigos de la colonización novohispana hacia el norte, y
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posteriormente, de la irrupción anglosajona hacia el sur. Con el paso del tiempo, esos “apaches”, convertidos ya en el símbolo emblemático de cualquier ferocidad, en el enemigo a vencer, se tornaron en un pretexto para hacer fluir los gastos de guerra, o en un emblema de la violencia misma, en un genérico que a veces incluía a los más diversos enemigos de la colonización y a quienes vivían fuera de la ley: seris, yaquis, ópatas, tarahumaras, pimas, comanches (a la postre aliados de los españoles y dueños de un extenso territorio) y otros pueblos indios; así como algunos marginados y vagabundos españoles, mestizos, mulatos y negros que se “apachizaron” en guerras de autodefensa, o que se acogieron al liderazgo apache para revestir de leyenda y miedo sus actividades. Su sola existencia mantuvo empresas de colonización que iban más allá de toda lógica regional. Una estrategia en donde se armaron grandes operaciones de guerra para perseguir a unos cuantos cuya peligrosidad había sido “vendida” como invencible ante las autoridades lejanas —ante los funcionarios de México o Madrid—, con el fin de obtener recursos y apoyo constantes; algo que sólo se explica por el envilecimiento de los mandos, por la venta de cargos, por la búsqueda ansiosa de hazañas militares que engordaran las hojas de servicio y que proporcionaran ascensos y ventajas en la guerra y en la paz. Para los mismos colonos, los más pudientes, el clima de guerra permitía gozar de una serie de privilegios: de las exenciones tributarias, de los situados del rey y de mercedes de tierras y minas, otorgadas como premios por los reales o supuestos triunfos militares contra los bárbaros. Tal vez todas estas circunstancias no habrían recorrido ese camino de escalada si no hubiera sido porque el visitador José de Gálvez, el que viviera con tanta intensidad la “guerra apache” (hasta el límite de perder en ella “su hermoso juicio”, como diagnosticara don Eusebio Ventura Beleña), no hubiera sido después de su retorno a España y de su restablecimiento, ya como secretario del Consejo de Indias de Madrid, el oído receptor y el instrumento político de la mayoría de los proyectos imperiales que desde entonces consideraron a la “línea de presidios” del Gran Norte como un asunto de primera importancia para la defensa total del conglomerado español en las Indias, en especial contra esos imperios rivales que lo hostigaban desde
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las costas del Golfo de México; aliándose con los indios enemigos para doblegarlo. Aquí el visitador realizó las tareas que se le habían encomendado, principalmente reorganizar la industria y la hacienda del virreinato, así como fomentar la creación de milicias provinciales. Intentó organizar el caos fiscal en Veracruz, reglamentó la feria de Jalapa, incorporó determinadas rentas a la administración real, implantó el monopolio de tabacos e hizo dos importantes propuestas: la división del virreinato en 12 intendencias y la creación de una Comandancia General en las Provincias Internas del norte. En 1767 el rey Carlos III decretó la expulsión de los jesuitas de todos sus dominios, tarea que emprendió el Visitador con particular celo, modificando el esquema de las misiones que la orden ahora proscrita mantenía en el norte.19 Gálvez había llegado a México dotado de muy extensos poderes —que obligaron al virrey marqués de Cruillas a renunciar un año después—; como comisionado real que era, colocado por encima de todos los mandos locales, convirtiéndose además en el creador del ejército borbónico: antecedido hacía un año por Juan de Villalba, como comandante general de tropas regulares y milicianas, y, sobre todo, por el recorrido que en esos años hiciera el marqués de Rubí, dela brigada de Villalba, por las fronteras del norte recomendando fortalecer una línea de presidios “de mar a mar”, como él decía.20 Involucrado en la creación de la Comandancia General, implementó las nuevas estrategias del imperio en el norte —en particular en Sinaloa, Sonora y Chihuahua—, en un momento en que los apaches aparecían ya como los principales enemigos a vencer. Era el único que, según el Consejo de Indias, podría instaurar allí una visión de Estado, establecer las nuevas intendencias, pacificar la línea de avance del imperio hacia el norte y crear una frontera estable.
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ALUCINACIONES Y DESVARÍOS Sin embargo, nada, nunca es definitivo. Los primeros atisbos de la locura del visitador se presentaron ante una imagen de Nuestra Señora de Balvanera, venerada en las inmediaciones del Real de los Álamos —en Sonora—, ante la que Gálvez se postró, cansado por un largo recorrido, con todo el cuerpo en tierra y con los brazos abiertos. Pero hay quien dice que fue en Pitic, en Sonora —justo cuando el visitador había perdido ya toda esperanza de lograr el triunfo de su misión—, donde se hizo evidente el primer síntoma claro de su trastorno. Este primer indicio de extravagancia ocurrió el día 13 de octubre de 1769, en que a las dos de la mañana salió precipitadamente de su tienda, llamando a gritos al sargento mayor don Matías de Armona, al cual despertó diciéndole: Matías, acabo de ver a san Francisco de Asís, quien tuvo la delicadeza, a estas horas, de traerme unos pliegos sueltos, por los que me instruye y me previene de la ignorancia de los jefes militares en la guerra que nos hacen los indios enemigos. Yo mismo, Visitador de la Apachería y enviado por la gracia de Dios, me dispongo ya a destruir en tres días todo este gran alboroto de rebeldes, bárbaros y salteadores, ya que con sólo traer de Guatemala seiscientas monas, y vistiéndolas a la soldadesca y echándolas a correr por el Cerro Prieto, ahuyentaría fácilmente los contrarios a muchas leguas de distancia.
Armona comunicó al joven Miguel José de Azanza, duque de Santa Fe y otro de los militares de la hueste de Gálvez (y quien a los años sería virrey), la posibilidad de que el visitador estuviera “perdiendo su hermoso juicio”, por lo que había que turnarse para vigilarlo día y noche. Dentro de su locura y en la medida en que empeoraba, Gálvez se llamaba y se tenía por rey de Prusia, se presentaba como Carlos XII de Suecia, se decía el protector de la Casa de Borbón, lugarteniente del almirante de España, consejero de Estado, se tenía por inmortal e impasible, “como san José”. Se tomaba a sí mismo como el venerable obispo Palafox, y con mucha
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insistencia pensaba a veces que él mismo era el Padre Eterno. Se identificaba a veces con otros personajes que conocía por frecuentar la lectura de la vida de los santos, de cuya personalidad se revestía constantemente, llegando un día a celebrar “el Juicio Final en calidad de Verbo Divino”, sorprendiendo a quienes lo escuchaban, que, para calmarlo, se internaron también en el escenario de ficción que aquella locura le dictaba, fingiéndose todos almas en el purgatorio y dejándose llevar por las quimeras del visitador. En momentos de su desvarío daba grandes voces y distribuía capelos, mitras, collares del Toisón de Oro, hábitos y distinciones de órdenes militares y constantemente regalaba “imperios enteros” a los que se encontraban a su alrededor, sorprendiendo a todos con estos generosos arrebatos. Todos sus mandos se ponían a salvo, pues le sobrevenían accesos furiosos y entonces se dedicaba a romper lo que tenía a su alrededor, e intentaba quemar su ropa y prenderle fuego a su habitación. En otros momentos, se encerraba en sus habitaciones, en donde dibujaba planos y analizaba los mapas que traía consigo, imaginando gigantescas construcciones y proyectos, tales como crear una gran urbe en el norte, llamada Carlópolis —en honor al rey—, así como un canal que desde la laguna de Chalco llegase hasta el puerto de Guaymas, siendo capaz para la navegación de navíos de 80 cañones en línea recta desde Sonora hasta las cercanías de la ciudad de México. Estando así, se ponía a la ventana, salía al balcón —a cuyo pie lo miraba asombrado una multitud de indios mansos de los presidios— y les predicaba diciendo que él era el emperador Moctezuma y que los dogmas de la religión cristiana se reducían a dos cosas: creer en Nuestra Señora de Guadalupe y en la divinidad del último emperador de los aztecas. Con el tiempo, muchos se preguntaron si esta enfermedad existió de verdad o fue fingida, ya que su locura aparece justo a tiempo como para salvar su reputación, empeñada en una empresa particularmente suya —la derrota definitiva de los apaches— y que no podía llevar a su entero fin. Y aunque la expedición no fue concluida, ni lograda la victoria contra los más tenaces enemigos del orden cristiano; daría posteriormente buenos resultados por el ascenso de su promotor desde una cama de hospital, una vez regresado a España, y de allí al ministerio del Consejo de Indias, para ser investido en la
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corte con los más ostentosos títulos nobiliarios: como ser nombrado por el rey en persona marqués de Sonora y vizconde de Sinaloa.21
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GUERRA SIN CUARTEL NI MISERICORDIA Mientras todo esto ocurría en el ámbito lejano de la corte imperial y de los mandos militares españoles, las bandas de chiricahuas, gileños, mezcaleros, mimbreños, faraones y otros grupos apaches, se desplazaban ocupando posiciones al norte del Río Grande —en la Sierra del Diablo, Sierra Blanca y otras cordilleras de difícil acceso—, que ya para finales del siglo xviii tenían controladas y ocupadas por entero. Para entonces, el tráfico de armamentos con los enemigos del imperio español se había intensificado junto con los intercambios comerciales de todo tipo, que, como advertían los militares, “cambian por cambalaches a los indios vidais que residen inmediatos a la Luisiana y por caballos en abundancia de los que han robado…” Asimismo, los colonos y mercachifles de toda laya que recorrían aquellas soledades los proveían, entre otras cosas, de los llamados belduques, arma de gran valor que aprendieron a usar con destreza como instrumento de supervivencia.22 Además, como los enfrentamientos eran cotidianos, las atrocidades de parte y parte se desplegaban en la mayoría de las rutas de avance y colonización echando mano de los artificios militares de la época. Mientras, las avanzadas punitivas del imperio descargaban sobre esos pueblos el excedente de crueldades que las agobiaban, incitándolos así a compartir sus miserias, obligándolos para que afrontaran un destino que ya no podían soportar solos, y así poder justificar su propia permanencia en aquellos desiertos. Esto no impidió por supuesto, y como parte de la política de atizar los conflictos intertribales, abiertamente expresada por varios comandantes, que los españoles se aliaran a los comanches para incidir en las pugnas entre naciones y contribuir con ello a su definitivo exterminio. “Creo positivamente”, reflexionaba Bernardo de Gálvez —sobrino del visitador— en su Noticia, “que el vencimiento de los gentiles consiste a empeñarlos en su destrucción recíproca […] la desunión entre las parcialidades apaches no es imposible, porque ya la hemos visto sañuda y sangrienta entre lipanes y mezcaleros”. 40
Sin embargo, en aras de su sobrevivencia, los apaches habían desarrollado métodos ofensivos que les habían dado sobrada fama de “crueles”: toda una estrategia de avances y retrocesos en acciones que estaban calculadas para infligir el mayor daño posible con el mínimo de riesgo en una guerra de mutuas barbaries ilimitadas. Después de dejar un grupo pequeño para la seguridad de sus familias y sus cotos, cientos de guerreros se acercaban al terreno dividiéndose en partidas pequeñas, atacando el blanco desde diversos puntos, asegurando así despistar a sus enemigos, quienes, impedidos por la sorpresa, eran incapaces de ofrecer una respuesta eficaz. El ataque ocurría generalmente durante la noche, tras pasar los días ocultos bajo la vigilancia de centinelas.23 Si el objetivo eran viajeros o caravanas, la mejor forma de saltear eran las emboscadas por sorpresa, mientras que para la captura del ganado, el método más común era provocar estampidas. “Vienen sin ser sentidos”, según Saavedra, “porque sobre ser del color de la tierra suelen andar tan agachados que no sobresalen a los más pequeños arbustos”.24 “Al salir para la guerra”, agrega este militar, “echan el grito que llaman de muerte, y que es una especie de aullido espantoso, que quedará por siempre en la memoria de quien lo haya escuchado, aunque lo demás del tiempo guarden silencio…” Al cumplir su cometido, los atacantes se dividían en grupos más pequeños para asegurar su retirada, dejando un señuelo para advertir o distraer a las partidas de persecución. Una vez cumplido su cometido, podían retirarse sin grandes pérdidas mostrando su supremacía táctica y llevándose consigo, además de los bienes de rigor, algunas mujeres cautivas, las que al paso del tiempo terminarán siendo esposas o concubinas de jefes o “capitancillos” de diferentes tribus, convirtiéndose en parte activa de su nueva comunidad. Los niños tomados en cautiverio eran cuidadosamente iniciados en el arte de la guerra y asumidos como propios dentro de su integridad colectiva; a tal grado, que algunos de ellos reaparecerán después como grandes jefes guerreros y capitanes en la lucha sin cuartel que, por la defensa de sus territorios emprendían aquellos “temidos bárbaros”. Algunos de los guerreros y caciques apaches más feroces y temerarios habían sido capturados y criados de esta forma, y la mayoría se adaptaba a su nueva vida y rehusaban después, 41
si la oportunidad era dada, retornar al seno del orden establecido. La absorción de blancos, negros y mestizos marginales, como perseguidos de la justicia y aceptados en los campamentos nómadas (“indios carapálidas”) fue una de las formas alternativas de aquella integración fronteriza, de aquella confusión de identidades y coincidencias. De esta suerte, los integrados por esta vía aportaban a los grupos nativos nuevas herramientas y armas, usos y costumbres, creencias religiosas, mitologías híbridas, maneras de mesa, de comer y de condimentar, estrategias de guerra novedosas y muchos usos que fueron incorporándose paulatinamente en el seno de las naciones que les daban refugio… Pero lo más notable es que esta franja colonial de “cimarronaje” (vagos, bandidos y excluidos genízaros, españoles, mestizos, negros y mulatos) hizo más temibles a los enemigos del orden, ya que los desertores de las tropas mal pagadas, de donde generalmente provenían, conocían los puntos débiles de la defensa española. Al paso de los años, esas batallas cotidianas habían creado verdaderas partidas de gente de frontera que se echó a andar con un fusil en la mano en busca de la libertad sin camino de regreso, huyendo cada quien de sus propios infiernos, prisiones y cadenas, de la parte de la “vida civilizada” que los había engendrado. Eran aventureros de todo tipo, la mentada canalla hispana —llamada así por su lengua—, que se adaptaron a la vida nómada en los desiertos y que morían en grandes o pequeñas acciones y refriegas, robando y vendiendo en otra parte el fruto de sus saqueos. Eran despreciables enemigos de un imperio en sus márgenes, perseguidos por los perros de presa en desiertos y pantanos, asediados por los rastreadores indios que le eran fieles al soberano de Madrid. Para ellos estaba destinada la horca o la ejecución inmediata; mientras que para los nativos nómadas que les daban cobijo en sus campamentos y aduares, estaba decretada por ordenanzas la muerte lo más cruel posible, el destierro lejano, el desmembramiento de sus familias, la mutilación de sus cuerpos, la deshonra de sus mujeres y sus hijos en nombre de un Dios cruel, incomprensible y forastero. A pesar del desprecio a este enemigo imprevisible —los indios bravos y sus aliados eventuales—, Bernardo de Gálvez, quien varias veces se cuestionó sobre los verdaderos propósitos de esta contienda y sobre el sentido
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de sus propias acciones, reconocía las grandes virtudes de los apaches para el arte de la guerra y la efectividad de sus variadas estrategias: Es excusado referir —decía el militar— los ardides, las seguridades y las ventajas con que los indios bárbaros nos hacen la guerra; todos sabemos que éste es su único oficio y que lo ejercitan con valor, agilidad y destreza, pues nunca yerran golpe […] los indios enemigos que tenemos en la sierra y en el llano no ignoran el uso y el poder de nuestras armas, manejan diestramente las suyas, son tan buenos o mejores jinetes que los españoles y, no teniendo ciudades, pueblos, palacios ni adoratorios que defender, sólo pueden ser atacados en sus rancherías dispersas y ambulantes.
Aunque evitaban el riesgo de enfrentar batallas abiertas, los apaches sin embargo combatieron así en muchas ocasiones, exhibiendo tácticas iguales a las de las tropas que los asediaban, con la debida coordinación de caballería e infantería, así como de sus arqueros y lanceros. Su uso del arco y la flecha — en un arte de la guerra enriquecido por los cautivos y renegados— lograba con facilidad imponerse, en el terreno escogido por ellos, a las armas de fuego, pues según Gálvez: “a la corta distancia desmerecen sus ventajas, porque a cambio de un golpe de bala recibimos muchos de flecha”. Ya que las excelentes saetas fabricadas por ellos podían traspasar personas y bisontes, y, por supuesto, las adargas de cuero y las famosas cueras acolchadas de varias capas de los soldados del norte (que llegaban a pesar hasta ocho kilos). Además, un arco se podía volver a tensar más rápido que el tiempo usado por los soldados en cargar y cebar una escopeta, y eso les daba enormes ventajas tácticas en los combates que los indios preferían hacer cuerpo a cuerpo y no a la distancia. Igual efectividad mostraban con lanzas construidas con varas de otate y de sotol, provistas de puntas de bayoneta afiladas al extremo, con las que acometían a corta distancia atravesando escudos, adargas, cotas de cuero y los cuerpos de sus enemigos. Aunque, como decía un visitador amigo de Gálvez, “toda su ciencia militar se reduce a las astucias de un cazador”.25 Otras veces, atacaban vistiendo uniformes o ropas españolas, con lo que lograban por un tiempo decisivo confundir a sus adversarios. Y de por sí,
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desde los primeros ataques a principios de siglo en San Antonio de Béjar, los apaches se habían aficionado al robo de ropas, con las que lograban adquirir, con las caras pintadas, una apariencia estrafalaria y temible. A más de las pieles y cuernos de venado, ostentaban sombreros, chaquetas, faldas, fajas y telas diversas acomodadas muchas veces sobre la cabeza o en partes del cuerpo que no correspondían al uso español. Bajo el esquema de Gálvez, gran conocedor de este tipo de lucha, todo presidio, para poder subsistir, tenía que enviar cada mes una partida de reconocimiento y mantener una estrecha vigilancia de sus entornos para evitar ataques por sorpresa. En tiempo de peligro, los colonos y los soldados guardaban caballos y provisiones listas para la marcha inmediata, e incluso para desocupar temporalmente un presidio con las menores pérdidas en caso de verse rodeados. El declive de la potencia y la disciplina entre las guarniciones, la extensión del desánimo (y el pánico) entre los soldados hacia este tipo de guerra informal, asociado a la crisis del orden colonial y a la guerra de independencia iniciada en 1810, implicó el abandono total o parcial del cordón de vigilancia de los bastiones norteños. Las partidas punitivas de soldados se hicieron más raras, y conforme pasaba el tiempo, las maniobras expertas y atrevidas de las guerrillas indígenas hicieron estas excursiones cada vez más inútiles en la medida en que el norte se despoblaba y se barbarizaba de nuevo, mientras gran parte de la población abandonaba las áreas rurales y se concentraba en pueblos y ciudades. Incluso algunos ranchos y haciendas se habían convertido en poblados debido a la necesidad de protegerse de los indios bravos que merodeaban en los alrededores. En todo esto se ejercían políticas abiertas y encubiertas que se justificaban en una lógica perversa y despiadada —contradictoria de por sí—, que explican las acciones de esclavización, desarraigo, dispersión y exterminio de todos los “indios bárbaros” del gran norte, de todos los que se oponían al avance novohispano desde el sur (y de sus símbolos: la guerra “justa” y la cristiandad como alternativa a la muerte). El mismo José de Gálvez refiere, desde febrero de 1769 y antes de abandonar Sonora, que algunas de las virtudes de la lucha tenaz de aquellos enemigos residían en “que han aprendido las ventajas de nuestras armas y a aprovechar cada día más las que
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sobre nosotros les da su terreno, su desnudez, su agilidad, su pobreza misma y aun su desorden y cobardía: y de ladrones y rateros que eran en los principios los vemos convertidos ahora en astutos guerreros”.26 Y éstos, al convertirse en tales, difícilmente se integrarían al redil de la civilización y el orden que se les imponía, así que, traspuesto ese límite, no quedaba más remedio que recurrir, según los militares, al degüello o a la deportación. Para los apaches, el umbral sin retorno conducía al triunfo o al sacrificio. En agosto de 1786, y tres meses antes de morir en Tacubaya, el virrey Bernardo de Gálvez —desesperado por los magros resultados en el norte—, endureció sus políticas y propuso una “guerra sin cuartel ni misericordia contra cada nación insumisa”, atacándola hasta que se viera forzada a pedir la paz, una paz que se basaría en el “interés mutuo”, animando a los indios con regalos regulares u ocasionales mientras se minaba su salud con la distribución de aguardiente y se creaba dependencia hacia las mercancías coloniales que sólo se podrían obtener en convivencia pacífica con los colonos. El virrey no lo podía expresar más claramente: Los indios del norte tienen afición a las bebidas que embriagan. Los apaches no las conocen, pero conviene inclinarlos al uso del aguardiente o del mezcal donde estuviere permitida su fábrica. Con poca diligencia y en breve tiempo se aficionarán a estas bebidas, en cuyo caso serán ellas su más apreciable cambalache y el que deje mejores lucros a nuestros tratantes en la trata o comercio con los indios. Después de todo, la suministración de la bebida a los indios será un medio de granjearles la voluntad, descubrir sus más profundos secretos, adormecerlos muchas veces para que piensen y ejecuten menos sus hostilidades y constituirlos en una nueva necesidad que estrechamente les obligue a reconocer nuestra forzosa dependencia.27
Recomendaba además enfrentar a la vez a seris, yumas y apaches, siendo estos últimos “el objeto de preferencia”, ya que “en la sujeción voluntaria o forzada, o en su total exterminio, consiste la felicidad de las Provincias Internas, porque ellos son los que las han destruido, los que viven sobre sus fronteras, y los que causan los infieles procedimientos y la inquietud de los indios reducidos”.28 Cualquier infracción de los tratados debería ser castigada implacablemente por medio de guerras de exterminio, usando las 45
rivalidades entre las diferentes naciones para imponer la paz. Esta política alcanzó un relativo éxito, aunque estuvo sujeta a los cambios de los diversos comandantes, ya que durante el resto de ese siglo y el principio del siguiente no se registraron brotes serios de rebeldía, aunque sí una multiplicación de los pequeños ataques, de la guerra de posiciones y de las deportaciones subsecuentes. Paradójicamente, esta frontera de gran porosidad, marcada no solamente por la guerra, sino por el comercio intenso entre las partes enfrentadas y con las avanzadas colonizadoras de anglosajones y franceses, permitía una mutua familiaridad entre los supuestos e irreconciliables enemigos. Así que en momentos de paz ese comercio se expandía beneficiando a todos, porque a fin de cuentas, la intención era crear necesidades nuevas, y con ellas, nuevas subordinaciones: aunque esa relación era un arma de doble filo en tanto que la dependencia terminaba siendo mutua, estableciendo un frágil equilibrio en cada etapa y ayudando a desarrollar el mercado interno de una extensa región, engrosando “el torrente del comercio y la civilización”, como decía Saavedra: algo que transformaba e integraba a las naciones mansas e insumisas pero que también “indianizaba” a las alejadas avanzadas de la colonización hispana. Hacia finales del siglo XVIII, los mezcaleros, lipanes “y otras tribus de apaches llaneros” se encontraban en una situación muy difícil, ya que durante más de treinta años habían sufrido la embestida comanche que les había causado fuertes pérdidas demográficas y territoriales. Su condición empeoró con la alianza más duradera que se dio entre comanches y españoles; pues gracias a ese acuerdo los primeros habían expandido su territorio, separando entre sí a varias parcialidades apaches, expulsándolos a los márgenes de su creciente “imperio”, mientras imponían sus condiciones y su lengua a todos sus vecinos: en un crecimiento que sólo cesaría cien años después.29 En este complejo escenario, los apaches y comanches, que seguían disputándose los cotos de caza del bisonte, tal y como lo habían hecho siglos antes mucho más al norte con el caribú, ahondaron sus enconos inducidos por la colonización novohispana; llevándose los apaches la peor parte debido a su extrema movilidad trashumante. Los comanches, en cambio, mejor adaptados
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a la vida sedentaria —y quienes por lo mismo tenían más razones y argumentos para negociar—, lograron introducir otras estrategias de sobrevivencia y negociación estableciendo alianzas más permanentes con los colonos y adaptándose mejor a las necesidades del imperio. Al mismo tiempo, y desde el norte, empezaban a aparecer noticias de los colonos anglosajones y sus avanzadas: eran los llamados “nuevos hombres”, “la nueva gente”,30 la que terminaría por dominar las tierras hacia el oeste y avanzar —militar, comercialmente y de manera incontenible— hacia las Provincias Internas, moviendo cada vez más la frontera hacia el sur. El mismo comercio los había integrado y poco a poco avanzaban estableciendo alianzas con unos y con otros, creando una tenaza que aumentó las presiones sobre los colonos de habla hispana y sobre los “bárbaros”, y de éstos hacia las más diversas líneas de frontera. Y cuando los colonos de ambos extremos lograban reducir los campamentos enemigos, la muerte y el cautiverio fueron el componente de una política común practicada y aceptada, o incluso alentada por los misioneros jesuitas y franciscanos —los que a veces decían oponerse a la esclavitud de los indios mientras alentaban el tráfico de esclavos y los empleaban como tales—, y posteriormente por los mexicanos y angloamericanos, pues a mediados del siglo XIX en Nuevo México, Arizona, Tejas y la Florida no hubo familia de habla española que no tuviera en su solar o en su casa por lo menos un cautivo indígena, hombre, mujer o niño, capturado “en buena guerra” o cambalachado a algún soldado que se lo hubiera apropiado en cualquier ranchería de nómadas o de indios mansos. Al final de todas estas campañas, y después de una paz concertada que persistió algunos años durante la guerra de independencia, las hostilidades se reiniciaron a lo largo de todo el siglo XIX: esta vez a cargo de las autoridades mexicanas dentro de las fronteras de la nueva nación. Muchos apaches e indios de otras tribus fueron además vendidos como esclavos o simplemente regalados como siervos en el interior de México, en una escalada de la violencia que arranca desde 1830 por lo menos y se extiende hasta las últimas campañas de Gerónimo en 1886. Y para dar una idea de la persistencia de estos métodos de exterminio, en octubre de 1880, y después de una masacre,
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el gobernador de Chihuahua, Joaquín Terrazas, capturó a Victorio, uno de los últimos caudillos apaches (él mismo de origen genízaro), y vendió como esclavos en la ciudad de México a 68 mujeres y niños sobrevivientes de aquella matanza: “sujetos a servidumbre perpetua”.31
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EL CAUTIVO Su vida siempre estuvo llena de peligros, que es la condición de habitar en estas fronteras sin ley, disputadas por la fuerza y peleadas a sangre y fuego por los siglos de los siglos. Bajo el nombre de Juan Alonso Avilés fue nacido cristiano en uno de los ranchos cercanos al presidio de Bacoachi, que, como to-dos los del rumbo, era asediado entonces por bandidos de toda estirpe que merodeaban por las fortalezas de avanzada y por los apaches que bajaban de las sierras y desiertos de Nuevo México. Hijo de Blanca Jerónima Acosta, española, y de Pedro Miguel Avilés, mestizo, fue obligado a abandonar la cristiandad por la mediación de la guerra y el destino, cuando a la tierna edad de cuatro años fue bruscamente arrancado del mundo al que pertenecía.32 En una rápida acción de los atacantes, que dejaron varios muertos entre los peones del rancho y se llevaron toda la caballada y el ganado, un tropel de jinetes y aullidos lo sorprendió. En un principio pensó en un zumbido como de avispas embravecidas y al instante, al trasponer la puerta de su casa, descubrió los rostros embijados de una partida de indios de guerra que entraron al galope y una mano que de lo alto se tendió para levantarlo de los cabellos y sentarlo aprisionado frente al jinete. Fueron muchas leguas y más de dos días de cabalgata hasta llegar al primer campamento de los mezcaleros. Allí, sintió como si volviera a nacer y se viera forzado a aprender todo de nuevo, pues no había camino posible de regreso una vez que los atacantes lo hicieron suyo de cuerpo y alma. En la trashumancia de su nueva familia conoció palmo a palmo las grandes planicies y las intrincadas laderas del vasto territorio reclamado por los nómadas: las más de las veces, durmiendo a la intemperie o en los escarpados montes de la sierra al abrigo de algún cuero o en las chozas circulares —los wigwam— de los mezcaleros; entregado a los cuidados de toda una tribu en armas y de la mujer del capitán que lo alimentaba mientras no crecía lo suficiente como para integrarlo a la mesnada de jóvenes guerreros, preparados para las próximas escaramuzas. Al paso del tiempo ya 49
había olvidado su lengua materna y sólo se expresaba en indé, aunque su lenguaje primigenio, como vino a constatar después, se mantenía como una resonancia en lo más profundo de su conciencia. En aquel vagar sobresaltado pudo atravesar toda la cadena montañosa de los Órganos y llegar hasta la patria mítica de los apaches, la Sierra Blanca, centro de la espiritualidad ancestral de aquellos nómadas. Pudo alcanzar, en varias carneadas y temporadas de caza, las escabrosas cumbres de esa sierra, cuyas alturas están, hasta bien entrada la primavera, cubiertas de nieve: montañas que a lo lejos parecen una nube blanca que flota sobre las praderas, las llanuras y los ríos. Fue llamado Gavilán y adiestrado para su sobrevivencia y la de los suyos en el arte de la caza y de la doma de caballos, aprendiendo a sujetar al animal con las piernas para mantener libres los brazos durante la cacería y las batallas: entrenando sin cesar para montar a pelo durante los combates. Fue así como pudo endurecer el corazón en los violentos ataques a ranchos y presidios, aprendiendo a arrancar como trofeo de guerra las cabelleras enemigas. Forjó sus propias armas con sus manos, afiló los belduques, preparó las gamuzas y acechó durante horas y días a las presas, enterrado al pie de la sombra de algún mezquite. Aprendió a aislarse consigo mismo, ir al encuentro de su aliento interior durante días de ayuno para recibir el mensaje de los gahan de la montaña, y supo, con la ayuda del olor de la grasa de bisonte sobre su cuerpo, evitar los ataques de las alimañas del desierto. Desde su cautiverio vivió intensamente en los campos y los lugares de poder todos los ritos de iniciación, la preparación de la guerra en las danzas del dikohe que servían para tensar el alma antes del combate y desafiar a la muerte cuando la sentía cerca; y alcanzó a distinguir, como los demás de sus cercanos, las voces de la naturaleza, el ruido del tiempo que bulle en el silencio, las marcas que deja el animal para ser percibido en los matorrales. En aquellos años, algunos mercachifles que trataban con los campamentos más alejados decían haber visto a un guerrero joven un poco más blanco que los demás, de ojos zarcos —de larga cabellera ennegrecida con grasa de bisonte— y que parecía entenderles cuando hablaban en la lengua de Castilla. Sus padres, al calor de aquellos relatos, aseguraban que era el hijo que habían perdido años atrás.
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En 1795, cuando fue de nuevo capturado por los soldados después de una batalla en donde se defendió lo mejor que pudo, ya habían pasado diecisiete años del día en que fuera arrancado del rancho de su más remota infancia. Pasado el combate, lo condujeron herido y en collera al presidio de Bacoachi, en donde, al despertar al día siguiente atado de pies y manos, supo, por aquellos golpes secos de machete, que en el patio del cuartel estaban decapitando los cadáveres de algunos de los heridos graves que habían muerto durante la noche, echando las cabezas en costales para remitirlas a México cuanto antes. A media mañana, y cuando se hallaba hacinado entre los guerreros en una habitación de altos techos, alguno de los soldados, al pasar contando los prisioneros, se detuvo de improviso y lo reconoció como genízaro, cuando solamente esperaba la horca, y creyó ver en él a un antiguo cautivo, el niño de los ojos zarcos. Juan Alonso había preferido no hablar, para no regresar a su vida anterior, siempre siguiendo los consejos de los mayores de la tribu: —Si te vuelves cristiano, empezarás a llenarte de ambiciones de invasión y de saqueo… Guardó silencio y fue presentado ante Blanca Jerónima, quien, después de revisarle la espalda, en donde tenía todavía una antigua cicatriz, lo reconoció como su hijo echándose a llorar… Luego de que inesperadamente fue liberado de la prisión, supo de la muerte de Pedro Miguel, su padre mestizo, ocurrida varios años atrás; y poco a poco recordó de nuevo la lengua española: tratando de ganarse, por insinuación de su capitán indé —antes de que éste fuera torturado y decapitado— la confianza total de su familia, del vecindario y de los militares. —Trata de fingir la máxima fidelidad—, le decía, —que eso nos sirve a todos para sobrevivir en el futuro… Fue entonces cuando los militares decidieron reclutarlo —no sin dejar de tener recelos sobre su lealtad al Rey y a las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo— como soldado del presidio y bajo la protección del brigadier Juan de Ugalde, quien, conocedor de las argucias de los apaches, estaría pendiente de su desempeño. En esta su nueva vida, era el cautivo liberado, el
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resucitado en Cristo, el niño recuperado por unos padres en quienes no se reconocía, el hijo pródigo de una aldea y una familia que le eran totalmente ajenas: aquel que había regresado a un nuevo cautiverio, tal vez peor que ningún otro… Pasado el tiempo, fue su participación como soldado de cuera en la defensa del presidio y como intérprete de los interrogatorios a los prisioneros de esta guerra, lo que le hizo ganar la confianza de los militares y que lo llevó después hacia el sur, hacia México, en donde el curso de sus pasos cambiaría por completo.
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EN TIERRA DE GUERRA VIVA Para fines del siglo, todo el panorama de la colonización al norte se había ensombrecido y los enfrentamientos, aunque cada vez más aislados, derivaban en actos de extrema violencia, en donde todas las reglas de la guerra convencional cedían paso a una normalidad basada en el terror: ejecuciones, torturas, decapitaciones y masacres eran ya el pan de cada día en los presidios y sus alrededores. Una especie de cortina había caído sobre toda la línea de fortificaciones y misiones y ya casi no se comerciaba desde que llegaron órdenes de la capital de salvaguardar el imperio a toda costa. Tiempo de espadas desenfundadas, de vigilia y de espera… A pesar de la política oficial, implementada desde México por el virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo, que prefería una colonización más “tersa”, atrayendo por medio de negociaciones a los distintos grupos de apaches hacia los asentamientos situados cerca de los presidios; muchos de los oficiales de la frontera creían (y actuaban en consecuencia) que la mejor manera de acabar con la inestabilidad era exterminarlos por cualquier medio —como lo había propuesto Gálvez—, incluso después de que se hubieran rendido o clamaran por la paz. Esto explica por qué, por ejemplo, el brigadier Juan de Ugalde, gobernador de Coahuila y comandante militar de las provincias orientales, atacó en 1789 y a su brutal manera, un campamento de mezcaleros que ya habían pactado la paz, matando a todos los hombres, mujeres y niños a sangre fría, quedando sus cadáveres dispersos en el campo a merced de los lobos y los buitres, pues no hubo sobrevivientes que después contaran esta historia. Después de la matanza, los perros de aquel reducto quedaron allí gimiendo por días, hasta que exhaustos de defender fielmente de los carroñeros los cadáveres de sus amos, murieron también uno a uno. En uno de sus informes al virrey conde de Revillagigedo, Ugalde explicaba después su “plan secreto” para atacar también a una banda de lipanes “sarracenos”, que desde hacía algún tiempo eran aliados de los 53
españoles, pero de los que sospechaba que “algún día lo podrían traicionar”.33 Como lo dice él mismo: “—Puse treinta y cinco soldados escondidos para que con pistola casada y belduque en mano se tirasen sobre la indiada…” Confesaba Ugalde poco después: Guiado sin duda de mi constante celo de aquella mano suprema e inescrutable a que están sujetos todos los aciertos, he conseguido en la mañana de este día matar dos indios mezcaleros y poner en estrechas prisiones setenta y seis piezas de ambos sexos y todas edades, que de la misma nación, tuvieron la osadía de presentárseme en este valle, a celebrar una nueva paz, tan pérfida como la que quebrantaron en el río Sabinas el día 8 de abril de 1788, e infringirán siempre que por nuestra parte se cometa el error de concedérsela […] allí propuse el uso de perfidia contra perfidia, engaño contra engaño y cautela contra cautela; por uno de los medios de que era preciso usar para concurrir por todos al exterminio de los enemigos más crueles que tiene contra sí la naturaleza.
Estos ataques a mansalva y sin razón aparente, o causados a veces por temores de traición o por caprichos de los oficiales, causaron un gran rencor entre los apaches y reforzaron entre ellos la idea de que no era posible creer en la palabra de los cristianos. De allí deriva mucho de la historia que ahora nos ocupa… “Cuídense muy bien”, aconsejaban los capitanes apaches a los guerreros de su banda, “de prestar oídos a las proposiciones de paz o de alianza que pudieran hacernos, pues sólo se trata de artificios de los blancos…” En consecuencia de estas viles acciones que se creían ya fuera de toda lógica y sólo producto de la locura de la guerra, en abril de 1790 el virrey Revillagigedo cursó instrucciones a Ugalde para que se tomara un descanso y dejara la persecución a cargo de Jacobo de Ugarte y Loyola, veterano de la frontera cuyas ideas sobre el trato a los indios coincidían mejor con las suyas, y quien había sido nombrado poco antes, desde Guadalajara, comandante general de las Provincias Internas. Pero el daño ya estaba hecho, y a partir de entonces los mezcaleros y lipanes se cuidaron mucho de no confiar en sus pretendidos aliados, aun cuando tácticamente a veces fingieran unirse a ellos y, según esto, obedecer sus instrucciones…
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No obstante las órdenes y por su cuenta, Ugalde, desmandado y presa de un furor desmedido, tardó en dar por terminada su campaña, dificultando los esfuerzos de Ugarte para concretar la paz con varias naciones de apaches. Cada vez que liquidaba un grupo de infieles enemigos, usando siempre procedimientos punitivos extremos —como arrancar las cabelleras y las orejas, o estrellar los cráneos de los críos sobre las rocas antes de ultimar a los padres de aquellas criaturas—, su corazón le demandaba más y más sangre. Y mientras más sangre derramaba, su naturaleza le demandaba aún más, logrando poner en fuga varias parcialidades que tenían sobrada fama de crueles en el combate y en la captura de cabelleras españolas y mestizas. Las batallas para él eran un campo sin ley, eran la posibilidad de cometer crímenes permitidos, atrocidades bendecidas por Dios mientras no fueran contra sus semejantes. En mayo de 1790 un grupo de mezcaleros, invitados por Ugarte, bajó de su escondrijo de los montes Sacramento hasta El Paso, para negociar y para ganar tiempo, y otro tanto hicieron los apaches de la “banda natagé”; pero al ver que se acercaban las tropas del temible Ugalde, todos huyeron a la sierra de nuevo. Una vez que Ugalde se retiró de la zona —prácticamente conducido a México por una serie de engaños—, los natagé regresaron, y el 8 de junio Ugarte les autorizó a que se instalasen cerca de El Paso si cumplían con las condiciones de paz de los milicianos, algo que los apaches por supuesto no creían, aunque fingían obediencia. También autorizó al capitán Domingo Díaz, comandante del presidio de El Paso, a entablar negociaciones con el resto de los mezcaleros. El oficial no perdió tiempo en ponerse en contacto con los jefes Alegre, José y Volante, que estaban acampados con sus grupos a unos cuantos kilómetros del lugar. También se enviaron mensajeros a los jefes Bigotes, Montera y Natagé para que acudiesen a participar en las conversaciones de paz: pero ya entre ellos, los diferentes grupos, en los que peleaban también algunos españoles y genízaros fugitivos, mulatos y mestizos (convertidos en cimarrones por muy diversas causas), decidieron que estas negociaciones servirían para reponerse durante varios meses, pasar el invierno en una paz de preparación, que serviría para acumular fuerzas y
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arremeter después contra las tropas y los presidios. En un gesto de pretendida buena voluntad, y ante la falta de alimentos, el virrey autorizó a que el comandante de El Paso proporcionase a los apaches una escolta de soldados para que pudiesen cazar algunos cíbolos en las llanuras de Tejas. Fue así como en el otoño de 1790 se organizó una verdadera carneada, una gran cacería de aquellas bestias, no exenta de fricciones entre los soldados y los indios. También se rumoraba que los comanches, algo sorprendidos por esta inesperada alianza, habían dado muerte al soldado intérprete Francisco Pérez, lo cual contribuyó a crear malestar entre la tropa, esta vez contra sus antiguos aliados, los comanches. Hábilmente, los mezcaleros consiguieron que, en el furor de la cacería, los soldados de la escolta colaborasen con ellos en una incursión contra sus viejos enemigos, con el resultado de que se atacó el campamento del mismo Ecueracapa, el jefe que los españoles habían nombrado “general de la nación comanche”. En el momento del ataque, liderado por los apaches con el apoyo de la tropa de novohispanos y genízaros, este jefe se hallaba ausente con una parte de sus guerreros, y los mezcaleros lograron apresar a varios hombres, mujeres y niños de su banda, así como a uno de sus hijos. “La crueldad de la guerra” —anota Zavala— se ponía de manifiesto en un parte de guerra que dirigió a Ugarte el jefe de una partida española el 18 de enero de 1793: —Atacamos dando muerte a doce gandules y tres mujeres, cuyas cabezas mando a Vuestra Señoría, además […] pereció un indio a quien se cortaron las orejas”.34 Los apaches respondían a todo esto con acciones igualmente crueles, ejercidas sobre sus prisioneros y sobre los soldados y familias de los presidios atacados: torturas, violaciones, desollamiento de cabelleras y decapitaciones formaban parte de este juego de guerra, infundiendo terror en ambos bandos. Aunque el mismo virrey recomendaba a los jefes militares, y en particular a Ugarte, que actuara prudentemente y que no faltara a la buena fe con los indios y que no se les engañe, procurando disimular sus impertinencias y manejar con
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prudencia el carácter altivo y delicado de los apaches para que no se precipiten a huir y cometer otros excesos […] así que deben conferenciar frecuentemente con los capitancillos de cada ranchería, en presencia de sus gandules y mujeres, a fin de inspirarles sentimientos de humanidad y sociedad civil, haciéndoles conocer cuántas ventajas les resulten de dejar su vida errante llena de necesidades e inquietudes para abrazar la sosegada y segura que logran a nuestro abrigo; que los comisionados se apliquen a aprender el idioma apache, y los hijos de la tropa jueguen con los apachitos de su edad, para que resulte una confianza recíproca difícil de desarraigar, procurando evitar los inconvenientes de usar intérpretes (que no siempre dicen lo que se les previene); explicar a los capitancillos que hay entre nosotros buenos y malos, y si hay enredos, que procuren ellos mismos aclararlos…
Pero ya para 1795, las condiciones para los mezcaleros se habían degradado aún más. El nuevo virrey, el marqués de Branciforte, venía decidido a acabar con todas las políticas conciliadoras del segundo conde de Revillagigedo, a reforzar la presencia militar en el norte y a eliminar las eventuales alianzas de los españoles con cualquier nación de indios bravos que no fueran los comanches. Los escarceos amistosos con los mezcaleros se habían diluido en un clima de mutua desconfianza, y fue cuando en esas circunstancias, en un gran ataque a sus campamentos en agosto de ese año, las tropas capturaron más de 200 piezas de gandules, ancianos, mujeres y niños, que serían enviadas a México por remesas. En octubre de 1796 — cuando ya los cautivos avanzaban de México a Veracruz—, el comandante Pedro de Nava convenía con el gobernador de Nuevo México, Fernando Chacón, cómo re-partirse el botín de los prisioneros, en especial los caballos, pretextando para esta requisa la supuesta infidelidad de los mezcaleros al quebrantar la paz retirándose del Paso del Norte y de su entendimiento con lipiyanes y faraones: “—Lo mejor —decía— será regresar a toda la política anterior y armar a los comanches contra ellos, a los que se gratificará mientras entreguen todos los prisioneros apaches, hombres, mujeres y muchachos”. En esas circunstancias comienza esta historia…
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LA ORDEN DE PARTIDA Una noche de aquellas, mientras velaba la guardia en el presidio, presintió que, como en el principio del mundo, a su alrededor no había nada; sólo un inmenso y luminoso espacio blanco, sin término aparente por ninguna parte y por donde se movía con dificultad y sin tener los pies en un piso firme. En aquella blancura apareció un disco delgado con un hombre adentro. Éste volteó hacia arriba y emergió la luz. Al voltear hacia abajo y extender sus brazos, se creó un mar terso que dio un nuevo color azul a aquella alborada que parecía borrar todo rastro de las cosas. Aquel espectro se movía hacia el oriente creando un resplandor rojizo como el del sol incipiente; y al hacerlo en sentido contrario, la nueva luz parda y terrosa semejaba un atardecer… Ante sí aparecía el sol, o tal vez el mismo Kutérastan o Yetaseta, el Creador de Todo. Venía con el torso desnudo, con una falda de gamuza atada con un cinturón de círculos metálicos y parecía llevar rayos o relámpagos en las manos. Tenía la cara difusa por la inmensa luz que irradiaba, pero se alcanzaba a ver una especie de penacho alto que salía de su cabeza, un adorno de ramas secas de mezquite imitando la cornamenta de un venado. Entonces tuvo la certeza de saber a qué mundo pertenecía, que los sueños de los hombres atañen a los dioses y que las palabras de ese infinito son divinas cuando son distintas y claras, sin saber a quién van dirigidas. Sopla un viento del norte y él mismo se desdibuja bajo el embate de una nube de polvo. Se diluye en el ambiente, con esa virtud atribuida a los suyos de desaparecer y aparecer a voluntad, haciéndose invisibles para sus enemigos, o inadvertidos ante los ojos de quienes los persiguen. Un día del mes de agosto de ese año de 1795, Juan Alonso subió como de costumbre al mediodía a la torre de la iglesia del presidio para otear el horizonte, tal y como acostumbraba hacerlo desde la cumbre de algún risco cuando era parte de la banda de gandules indé. Metido en sus calzones de manta, con una sobrepelliz de gamuza y un cinturón de cuero con adornos metálicos, todavía guardaba algo de su apariencia apache, pues el mismo 58
capitán del asentamiento le había permitido conservar el pelo algo crecido e incluso, amarrárselo con una banda de algodón basto, a la usanza de los enemigos, que eso es lo que significa en la lengua de los zuñi la palabra “apache”. Nava y otros oficiales consideraban que esto facilitaba su trabajo de “lengua” en los interrogatorios, pues los cautivos lo sentirían tal vez más parte de ellos que de sus captores. A fin de cuentas eran ya muchos los mestizos y los cristianos rescatados de entre los indios los que, bajo el nombre de genízaros, combatían al bárbaro en estas líneas defensivas de frontera y en la Alta California. La llanura cercana sólo era interrumpida a trechos por enormes rocas que parecían poderse desprender fácilmente de las soleadas laderas. Los chamizos se impulsaban a merced del viento seco del mediodía, aumentando de tamaño y velocidad mientras recorrían girando los arenales o atravesando las calles vacías, y bien podrían confundirse con acciones de cerco o acecho de los enemigos; de no ser porque Juan Alonso sabía perfectamente las estrategias sorpresivas de los suyos. Sólo a veces la sombra de una nube se desplazaba bajando de los cerros vecinos y alguna bestia se atrevía a ir unos cuantos metros más allá del último cercado de cactus y nopales. Fue entonces cuando vio entrar, rodeados de una espesa nube de polvo, los dos centenares de piezas custodiados por más de 300 soldados que procedían de Janos y otros presidios de más al norte; casi todos arrancados de sus campamentos en la Sierra Blanca. Se reconoció a sí mismo en más de uno de los gandules que las tropas habían logrado someter y capturar vivos. Estaba a la sombra de los corredores del cuartel, a la hora del rancho, cuando lo mandaron llamar de la comandancia… Lo han buscado por largo rato, pero Juan Alonso se mueve por el pueblo casi sin ser visto, hasta que un oficial lo topa de frente y le transmite las nuevas órdenes, los derroteros que lo involucran. Se ha decidido que tiene que acompañar la cuerda de presos en su traslado hasta México. Los cautivos son hacinados en un galerón adosado a una barda de piedra. Están exhaustos, desperdigados por todas partes, y consumen lo que la tropa les da, mientras varios soldados permanecen de pie viéndolos alimentarse como si fueran animales. En su interior, pensaba con melancolía cómo es que la vida lo había puesto en estas circunstancias,
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cuando le llamaban genízaro y él se reconocía como indé, y oía el llamado de algún gahan de la montaña en su propia lengua y recordaba los ojos de Zipani posados sobre su atuendo guerrero o cuando animaba muchas de sus beligerancias en el desierto. Ahora recordaba su primera infancia aprendiendo las artes de la guerra, que lo convirtieron en un gran cazador y tirador de flechas. Evocaba también su iniciación sexual que “detenía su crecimiento”, según las creencias de su nación indómita. Aunque todos esos recuerdos parecen diluirse ante la vista de los prisioneros, que dormitan o hacen sus necesidades al fondo del galerón, asediados por una nube de moscas. A veces, y cuando se dejaba llevar por la nostalgia, emergía desde su interior el izénantan, el chamán agorero de la nación de la que fue arrancado, quien le recordaba la lealtad eterna que entre sí se debían los guerreros para ganar el favor de los dioses. Le recriminaba, o él así lo creía, por estar ahora del lado de los captores. Ya de por sí se decía que él no estaba hecho para la vida civilizada, que añoraba el desierto y la alta montaña, y que por eso todavía se veían en su mirada los “demonios de la barbarie”, tal y como repetía el párroco —mirándolo directamente desde el púlpito— cuando hablaba de los horrores del infierno; o cuando exorcizaba los demonios muy suyos que parecían apoderarse a veces de las horas de la vigilia o reaparecer en el sueño. Desde meses atrás, el capitán del presidio le había visto combatir con fiereza y obediencia, pero al mismo tiempo reconociendo en él una “debilidad melancólica”, unas limitaciones de carácter que le hacían casi inhábil para el ascenso militar: —Le he visto portarse con bizarría —confesaba el capitán en una carta al virrey—: ha trabajado a pie en el servicio de espía con un tesón admirable, sirviendo de intérprete de la lengua apache (que posee perfectamente) con la mayor fidelidad; pero este cúmulo de méritos, envidiable por cierto, recae sobre un sujeto que, sin vicio alguno, carece de actitud y disposición para todo mando. Por la misma razón no me ha sido posible ascenderle…
Diez días después de aquel anuncio, partió a México acompañando la
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collera y llevando consigo toda la carga emocional que implicaba ser parte de los opresores de su propia gente, pesadumbres que sólo le alcanzaban para traducir de los cautivos de la manera más fiel posible, un oficio “que continuaba en apariencia gustoso”, como decía el capitán en su carta, “en un servicio que siendo de la mayor utilidad no puede tener ventajas de otra manera”…
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1 Archivo General de la Nación (AGN), Correspondencia de Diversas Autoridades (CDA),
38, 121, ff. 302-302v, 12 de noviembre de 1783: “Sobre encadenar a los Yndios en San Juan de Ulúa”. 2 “Los amarraban”, aclara Silvio Zavala, “y ponían en collera, que es lazo corredizo al
pescuezo, trayendo a los hijos y mujeres sueltos”. En Silvio Zavala, Los esclavos indios en Nueva España, El Colegio Nacional, México, 1994. 3 Por ejemplo:
AGN,
Provincias Internas (PI), vol. 200, p. 1: “Don Miguel Sánchez de la Concha, administrador de Arroyo Zarco: certifico en cuanto puedo y el derecho me permite que en esta hacienda a mi cargo ha muerto una india de las de la cuerda que conduce el teniente don Facundo Melgares y queda tirada en el campo y para que conste doy la presente en 8 de enero de 1806”. Otro informe, firmado en Nuevo León en septiembre de 1753, informaba de la captura de ocho indios, entre ellos dos mujeres, “rebeldes conocidos por perversos”, los que fueron ahorcados en el camino “por no tener gente suficiente para llevarlos presos”. 4 Mark Santiago, The Jar of Severed Hands. Spanish Deportation of Apache Prisoners
of War, 1770-1810, University of Oklahoma Press, 2011. 5
380, 109, ff. 280-280v, 24 de octubre de 1783: “Yndios apaches mezcaleros…”. El término “piezas” para referirse a los cautivos implica su condición real, aunque no legal, de esclavos. 6
AGN, CDA,
AGN, CDA,
38, 129, ff. 323-323v, 10 de diciembre de 1783: “Fuga desde el castillo de San Juan de Ulúa”. 7 AGN, CDA, 39, 70, f. 144, 9 de marzo de 1785: “Sobre fuga de Yndios Bárbaros de San
Juan de Ulúa”. 8 “Esos salvajes se ponen en peligro como sólo pueden hacerlo quienes no creen en la
existencia de Dios, el Cielo y el Infierno”, opinaba en el 1600 un anónimo misionero español que fuera de los primeros evangelizadores en las extensiones del norte. 9 AGN, CDA, 38, 129: “Fuga desde el Castillo de San Juan de Ulúa”, f. 323v. Poco antes,
en 12 de mayo de 1784, el virrey Matías de Gálvez se dio por enterado de la comunicación del gobernador Carrión de haber sido embarcadas en el bergantín correo La Begoña que se dirige a La Habana, siete indias gentiles a disposición del gobernador de aquella plaza, quedando igual número de ellas bien aseguradas en la Casa de Depósito de Veracruz “para remitirlas en la primera ocasión”: AGN, CDA, 38, 163, f. 408, 12 de mayo de 1784: “Yndias a La Habana”. La condición misma de los esclavos y sus almas estaba debidamente sancionada por la Iglesia católica desde los primeros siglos del cristianismo, y, como sabemos, se aplicó también a la esclavitud de los africanos en América. La doctrina sobre la esclavitud (en este caso un cautiverio difícil de consumar por la misma naturaleza de los
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indios nómadas) está tomada de san Pablo (en su primera carta a los Corintios), quien juzgaba que si los amos debían tratar a sus esclavos humanamente, en cambio, los esclavos debían eterna obediencia a aquéllos: una doctrina “esclavista” que siempre se interpretaba a favor de los amos, dada la condición jurídicamente inferior de los sujetos a cautiverio y esclavitud. Según la Iglesia, los esclavos estaban predestinados al mal y era “su propensión al pecado” lo que los había llevado a esa condición. 10
AGN, CDA,
39, 70, f. 144, “Los Apaches prisioneros de guerra”. Se refiere a cuidar especialmente de “esta clase de reos”, ya que “en cuanto a la ferocidad de estas gentes; y de que creyéndoles no ejerciten su pasión sanguinolenta: por lo que convendrá siempre sacarlos de sus domicilios para quietud de aquellos pueblos”. 11 Virrey Marqués de Casafuerte, Reglamento para todos los Presidios de las
Provincias Internas de esta Gobernación, 1729. Cf. Max L. Moorhead, “Spanish Deportation of Hostile Apaches Indians. The Police and the Practice”, Arizona and the West, vol. 17, núm. 3, otoño 1975, p. 206. 12 Artículos 1, 2 y 3, título 10: Reglamento e Instrucción para los Presidios que se han
de formar en la línea de frontera de la Nueva España. Resuelto por el Rey Nuestro Señor en Cédula de 10 de septiembre. Madrid, 1772. 13 Silvio Zavala, op. cit., p. 356. 14 Medida instrumentada por el virrey Michele de la Grúa Talamanca de Carino,
Marqués de Branciforte, bajo cuyo mandato ocurrieron los acontecimientos que narramos. 15 Archivo General de Indias (AGI), México, leg. 1446, 27 de octubre de 1798: “Miguel
José de Azanza a José Álvarez”. Cf. Christon I. Archer, “The Deportation of Barbarian Indians from the Internal Provinces of New Spain”, The Americas, vol. XXIX, núm 3, enero de 1973, p. 377. En esos años aumentaba exponencialmente la importación de esclavos africanos a Cuba, por el auge del azúcar, y a los propietarios isleños se les hizo interesante la posibilidad de contar con esclavos cuyas fuentes de aprovisionamiento estuvieran más cercanas. 16 De acuerdo con los recibos de gastos, las raciones en su cautiverio consistían
principalmente en carne fresca, maíz, frijoles, ropa y frazadas. Así, la alimentación y el vestido constituían el mayor dispendio a lo largo del traslado. Según Moorhead, conducir un “tren” de 96 apaches desde Chihuahua a México, en 1789, “costó a la Real Hacienda mil 200 pesos de raciones diarias durante 70 días de viaje, dos reales por día, igual que los soldados del convoy, por cada reo de más de 14 años de edad, un real y medio por niño de 6 a 14 años y un real diario por menores de seis años”. Además, se gastaron 840 pesos adicionales en las 48 mulas que los transportaban. Max L. Moorhead, The Apache Frontier. Jacobo Ugarte and Spanish-Indian Relations in Northern New Spain, 1769-1791,
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University of Oklahoma Press, 1968, p. 209. 17 En este caso, se distinguen, por ejemplo, los tepehuanes de las sierras y desiertos de
Durango, que efectuaron una resistencia armada de aproximadamente medio siglo, en la cual lograron retraer, en el siglo XVIII y por varias décadas, la frontera de colonización un poco más al sur. 18 Como bien lo dice Fernando Operé: Eso explica el “fondo común” compartido en los
usos y costumbres por colonos, indios mansos e indómitos en estos “eriales de barbarie”, como les llamó un misionero. Fernando Operé, Historias de la frontera: el cautiverio en la América hispánica, FCE, Buenos Aires, 2001, p. 174. 19 En Nueva España la expulsión de los jesuitas provocó protestas y tumultos populares
en San Luis de la Paz, San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán. Gálvez dirigió entonces una expedición militar para restablecer la autoridad en estas regiones, y realizó numerosas prisiones y juicios sumarios. Decenas de personas fueron ahorcadas, y muchas otras fueron condenadas a azotes, destierro y confiscación de bienes. 20 El dictamen de Rubí proponía que la línea defensiva comprendiera diecisiete
presidios desde las Californias hasta el Golfo de México. Se aprobó por el rey el 11 de julio de 1769. 21 Llegó a Cádiz en mayo de 1772 y realizó después varios servicios a la Corona; entre
otros, la inspección del Archivo de Indias y del Archivo General de Simancas. Recogió en el primero varios documentos sobre Puebla en el siglo XVII, para promover la beatificación del obispo Juan de Palafox (quien le seguía hablando en sueños), que había sido “su famoso predecesor como Visitador y virrey interino que fue de Nueva España en 1642”, y que era muy venerado por el rey Carlos III. Y aunque en junio de 1775 tuvo una nueva recaída en lo que llamó “fiebres cerebrales”, se le aisló y tuvo una nueva recuperación. A partir de allí, todo fue recibir nuevos cargos y reconocimientos. En noviembre de ese año se casó en terceras nupcias con María de la Concepción Valenzuela. Al año siguiente, y tras la muerte del famoso Bailío Julián de Arriaga, ocupó su lugar como ministro de Indias. Cuando el Consejo de Indias se reorganizó en 1777, Gálvez fue nombrado gobernador de la Cámara o Sala de Gobierno para Nueva España: una especie de supervirrey, logrando después el cargo de virrey de Nueva España para su hijo y para su sobrino, respectivamente: don Matías y don Bernardo. 22 La palabra “belduque” significa “cuchillo grande de hoja puntiaguda” y deriva del
nombre de una localidad de Brabante, en el sur de Holanda, de donde originalmente procedían estos cuchillos acerados: Bois Le Duc o Bolduque. Los cuchillos más pequeños eran llamados belduquillos, de donde deriva el actual “verduguillo”, una navaja puntiaguda. En varias regiones del norte de México hay todavía varias localidades llamadas
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El Belduque. 23 Todavía en 1912, según el viajero francés Louis Lejeune (en Tierras mexicanas,
Conaculta, México, 1995, pp. 37-38), “El general Crook relataba cómo sesenta apaches, emboscados sobre un terreno plano cubierto con un pasto de pie de alto, resultaron invisibles para un convoy militar que pasó a su lado. Con la cabeza y los hombros cubiertos de hierbas y el cuerpo embarrado de arcilla, vigilaban sin moverse bajo el duro sol de verano durante días enteros. Cuando se acercaban a un campamento o un rancho, lo hacían arrastrándose con los movimientos lentos y elásticos de una víbora cascabel, la serpiente de la región”. 24 Francisco Morales Padrón (ed.), Diario de don Francisco de Saavedra, Universidad
de Sevilla/CSIC, Sevilla, 2004, p. 196. Saavedra emitirá a fines del siglo XVIII (1781-1783) una opinión profética sobre los indios bravos: “Ellos son incapaces de contrastar la prepotencia europea, de libertarse de la influencia de su política, ni de recibir su yugo y quedar después en una clase dependiente y subordinada, así se puede pronosticar que en menos de un siglo sucederá una de dos cosas: o las tribus salvajes arrastradas por el torrente del comercio y la civilización se refundirán en la masa de los anglo-americanos y demás naciones que los rodean, o un conjunto de causas inevitables completará su exterminio”. Saavedra (Sevilla, 4 de octubre de 1746-Madrid, 25 de noviembre de 1819) fue visitador real en Indias y luego ministro de Carlos IV y de Fernando VII. 25 Francisco Morales Padrón (ed.), op. cit., p. 193: “Las mismas artes de que usan para
la caza las aplican a la guerra, que para ellos no es otra cosa que una cacería de hombres”. 26 Cf. Luis Navarro García, “El ilustrado y el bárbaro: la guerra apache vista por
Bernardo de Gálvez”, Temas Americanistas, núm. 6, Sevilla, 1986, pp. 27-41. 27 Citado por Luis Navarro García, op. cit., p. 38. 28 Idem. 29 Las incursiones comanches, cada vez mejor planificadas, después de la
Independencia de México llegaban hasta el norte de Durango golpeando toda la línea fronteriza: para 1860 sus ataques se dieron hasta las inmediaciones de Guadalajara, San Luis Potosí y Querétaro. Véase el interesante libro de Pekka Hämäläinen, The Comanche Empire, Yale University Press, 2008, y la reflexión que sobre éste hizo John Tutino, “Globalizing the Comanche Empire”, History and Theory, núm. 52, febrero de 2013, pp. 67-74. 30 Llamados por los tlaxcaltecas en náhuatl: yancuic tlacah, “hombres nuevos”, que con
el tiempo devendrán simplemente “yanquis”, nombre adoptado después por los del sur para referirse a los del norte de los Estados Unidos. 31 La opinión generalizada acerca de la supuesta ferocidad de los apaches se fortaleció
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con el tiempo y con el racismo de los anglosajones. A mediados del siglo XIX, Sammuel Woodworth, un viajero que recorría la frontera, decía que los apaches poseían “el carácter del lobo merodeador de las praderas, pues como éste, son cobardes y vengativos”. En esos años, desde Tejas, el teniente de caballería Walter Schuyler afirmaba: “Un apache conoce sólo dos emociones: miedo y odio”, mientras que un periodista se refería ya a la secuela de terror dejada entre ellos por las deportaciones y los cautiverios, ya que “un apache puede afrontar la muerte con un gruñido estoico, pero no hay nada que los aterrorice más que ser encarcelados”. Por su parte, el comandante Wirt Davis los definía con esos rasgos de inhumanidad que los anglosajones atribuían a los demás: “Son”, decía, “los animales más astutos y mañosos del mundo porque cuentan con la inteligencia de los seres humanos”. 32 “Se lo llevaron los mezcaleros cuando tenía pocos años —dice el parte respectivo del
brigadier Juan de Ugalde en 1795— de las inmediaciones de este valle, y habiéndole tenido cautivo muy cerca de quince años, recién se le acaba de capturar, y reconocido por sus parientes, de mi orden fue solicitado para darle plaza, deseando que sirviese al Rey con su lengua y con los conocimientos prácticos que tiene, y que a nosotros nos faltaban entonces, de los terrenos ocupados por la Apachería […]” AGN, CDA, 41, 70, f. 22, 21 de agosto de 1795: “Informe de cautivos”. 33 Las referencias de esta parte han sido tomadas de Edward K. Flagler, “La política
española para pacificar a los indios apaches a finales del siglo XVIII”, Revista Española de Antropología Americana, núm. 30, Barcelona, 2000, pp. 221-234. El mismo brigadier Ugalde, según Zavala, op. cit., participaba del tráfico de niños esclavos. En otra ocasión, por 731 pesos, un real y 6 granos compró, en 1791, a una joven cautiva “para desflorarla”. 34 Silvio Zavala, op. cit., p. 416. Tomado de AGI, Audiencia de México, 89621.
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II. EL GRITO
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AUGURIOS Desde el norte y por oleadas llegan las colleras de cautivos a la ciudad de México. Los hombres son hacinados en las bartolinas de la cárcel de la Acordada, mientras las mujeres permanecen recluidas en el Hospicio de Pobres y algunos conventos de religiosas. En su camino a Veracruz los han albergado en las ventas dispuestas por las autoridades virreinales, en los corredores de antiguas casas solariegas abandonadas por sus propietarios o en los patios de esas haciendas inmensas y fortificadas que se desperdigan por todo el Altiplano. Otras veces los instalan en campamentos colocados desde el atardecer en los claros de los bosques o a la vera del camino real. En las ciudades del trayecto desde el norte algunas mujeres y sus hijos han sido entregados a familias de hacendados o a vecinos pudientes, para que sean sujetas al servicio y a la vida civilizada, no importando separar a las madres de sus hijos. Los sobrantes, sobre todo varones irredentos, han llegado mezclados a las cárceles de la Acordada de la capital virreinal, pero se les mantiene siempre juntos, allí y en las jornadas siguientes —sobre todo a los apaches mezcaleros—, los más temibles entre las naciones enemigas del Septentrión; los que en esta ocasión avanzan hacia el puerto atravesando pueblos y llamando la atención de los aldeanos curiosos del camino, quienes salen a su paso, asomados a las puertas y ventanas, para ver de cerca los convoyes en los que se mezclan los indios atados por el cuello y esposados, las mujeres y niños, virtualmente arrastrados por el tren de mulas que les acompaña, y los militares que se colocan a los lados, blandiendo sus fusiles en la vanguardia y en la retaguardia de aquellas polvosas caravanas. Los acompaña un grupo más o menos nutrido de vagos capturados entre la plebe de la ciudad, a los cuales se les dará oficio como forzados en los bajeles del rey o en las fortificaciones de Veracruz, La Habana o San Juan de Puerto Rico. Cautivos y captores han unido sus destinos por unos días, duermen y se alimentan juntos, a veces con escasas provisiones, aunque no faltan las almas caritativas que en el camino ofrecen a los prisioneros algo de comer y una 68
jícara con agua o pulque, en especial a las mujeres y los niños. Los sentidos se alteran por la vigilia y el ayuno acumulándose en el impulso de la voluntad guerrera. El solo pensar en la fuga estremece los músculos. De inmediato la mirada se aclara y el cuerpo se prepara como lo hacía en los días de libertad, justo antes de emprender la cacería. Un hormigueo recorre las piernas entumecidas por el prolongado cautiverio y el pulso se acelera, como en el presagio de una gran batalla… Y todas estas privaciones, estos interminables días de fatigas y hambre tendrían algún sentido si realmente los cautivos lograran evadirse de la cuerda que en collera avanza hacia el puerto bajo la amenaza de un torrencial aguacero. Estamos en los últimos días de octubre de 1796; y en la última ristra, que cuando salió del norte era de 200 cautivos, vienen 29 mujeres y niñas y 28 varones — gandules, viejos y niños—; cincuenta y siete piezas en total de la parcialidad de los apaches mezcaleros capturados en las fronteras de Tejas, Sonora y Nuevo México. Los custodia un alférez, con un pendón por delante y espada preparada, al mando de sesenta soldados… Ya desde antes, don Tomás Rodríguez Biedma —teniente coronel de los reales ejércitos del norte y caballero del Orden de Santiago— había avisado al virrey marqués de Branciforte que tenía para remitir a Veracruz a 87 apaches cautivos, de los cuales 59 eran mujeres. Para ellos se solicitan esposas de bronce especiales, así como naguas y vestidos, pues tienen muy raídas las faldas y sacos de gamuza que forman parte de su vestimenta original. Los hombres, semidesnudos, van con sus taparrabos originales, aun cuando algunos llevan pantalones de cotense —un cáñamo burdo— y cubren sus pies con maltratados mocasines de gamuza, o teguas, botas del mismo material, de suela suave, que no hacen ningún ruido ni dejan huella al caminar. Dos o tres de ellos se cubren con pieles de venado y de cíbolo, pues el frío ha empezado a arreciar en las noches del Altiplano. Al gobernador interino de Veracruz se le previene que sólo van en esta ocasión un total de 57 cautivos, ya que algunos han caído enfermos en la ciudad de México: Todos gentiles…, advertía el virrey Branciforte, En su consecuencia prevengo a vuestra señoría se pongan así los varones como las hembras en el castillo de San Juan de Ulúa
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con las mayores precauciones y seguridades posibles, a fin de que ínterin se les transporta con las mismas a La Habana en el navío El Ángel, a cuyo comandante paso también la orden respectiva, no hagan fuga y se eviten los reclamos que sobre el asunto ha hecho el señor Comandante General de las Provincias Internas: bajo el concepto de que dichos Apaches no sólo cometen los excesos de su ferocidad y barbarie en el tránsito de sus territorios, sino que son después para los nuestros los más implacables, inhumanos y temibles enemigos, por el mayor rencor y conocimientos que adquieren.1
Al convoy se suman varios holgazanes capturados en la ciudad de México y sus alrededores —“gente vaga y mal entretenida”, como se les llama—, conformando todos ese grupo que viviría el viaje de muy diversa manera. Ahora la caravana ha llegado a los bordes orientales de aquella interminable meseta y la neblina hace que el paisaje empiece a enrarecer. Se tupe el bosque de pinos y aumentan los encinares. Un viento fresco golpea con presentimientos de lluvia desde abajo, desde lo que parece un socavón nebuloso y húmedo que se extiende como un mar atrás de los últimos cerros que bordean el llano. La humedad aumenta y crecen también las ganas de evadirse, de desaparecer volando en pos de las aves que surgen ahora de todas partes. Eso es tal vez lo que marca el destino porque varias pruebas se han acumulado a lo largo del trayecto, como augurios deseados desde meses atrás: un halcón ha seguido de día al convoy lanzando graznidos que los presos han intentado descifrar mientras el ave gira sobre el tren de mulas, soldados y reos, y lo sigue de cerca, volando a cierta altura, tal vez intentando lanzarse sobre ellos —sobre los exhaustos y vencidos guerreros y sus vigilantes—, como si fueran una presa fácil. Noche tras noche, un búho los custodia a lo lejos, desde las ramas de los árboles de los bosques vecinos. Es el mismo que los acompaña desde el principio de su agónico desplazamiento, es el pájaro de plumaje pardo y grandes ojos, el mismo que se traslada en silencioso vuelo nocturno, que avanza en la madrugada y que los espera en la siguiente estación para volver a pasar la noche con ellos. Su ulular es monótono, repetido hasta el cansancio; un reclamo especial con cierta intermitencia y altura, como para que los mismos soldados que los conducen se hayan percatado de su presencia. Uno de ellos, advertido de su cercanía
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inquietante, trató la otra noche de matarlo, pero erró el tiro, y el ave regresó horas después como ignorando la advertencia, siguiendo el camino de los cautivos a pesar de todo. Son ya nueve noches desde que salieron de Puebla, y en la sexta noche, el llano retumbó con un grito lejano, como un aullido largo e intermitente, algo que inquietó a la tropa y a la gente de leva y obligó a redoblar la vigilancia del campamento. Al día siguiente, justo a la mitad de una larga quebrada, el camino se estrechó y se oscureció de repente, ensombrecido por el paso de una niebla demasiado oscura para esa hora de la mañana. Del bosque vecino surgió un venado de alta cornamenta que sorprendió al alférez que los conducía, quien ordenó no sacrificarlo; así que todos detuvieron la marcha a poca distancia mientras el ciervo sostenía la mirada fija sobre la caravana. Los cautivos saben que es Venado, el vengador de sus enemigos, el que mandó que cuatro remolinos venidos de cada una de las direcciones del mundo se convirtieran en los mensajeros de velados augurios. Y al darse la comunión de las miradas, en ese preciso instante, todo viento ha cesado, todo canto de pájaros ha desaparecido, mientras el tiempo parece expandirse nublando los ojos en aquel silencio transitorio… Los ruidos han caído en el vacío y la espera ha tomado su circularidad… El animal ha penetrado de nuevo en la espesura, la partida sigue su camino. Y el destierro los arrastra ahora hacia alta mar, a un lugar insondable, desconocido y sin regreso, en donde su única esperanza es la memoria que se convierte en la voluntad del retorno a casa. Esa misma noche han vuelto a percibir la posibilidad de la fuga en una vieja bolsa de cuero que el soldado de guardia ha olvidado junto a los rescoldos del fuego. Contenía sebo de res, de una consistencia viscosa ya ennegrecida por el uso, un lubricante que se utiliza para engrasar los fusiles. Uno de los cautivos lo guardó como pudo bajo el gabán y en la acampada siguiente, bien entrada la noche, hundió sus grillos de cuero y hierro en el interior de aquella masa. Al ceder los arneses, la sensación de alivio fue inmediata. En una pausa del camino se percató de que, untadas de sebo, podía sacar y meter las esposas a voluntad; así que en cuanto pudo lo comunicó a los demás, hasta que casi todos con la ayuda de aquel emoliente pudieron también deshacerse de sus maneas, fingiendo que aquel cautiverio seguía sin
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novedad: fue entonces cuando la esperanza y la espera se conjugaron en un recuerdo a futuro, en la posibilidad de regresar a su destino original; en un deseo silencioso y cómplice que era compartido por todos, pero que adquiría fuerza como anhelo final: el desierto los espera, ha mandado por ellos y ha enviado sus señales… Cuando llegaron a Jalapa afinaron su estrategia tomando el acuerdo de que sólo escaparían los guerreros gandules, los jóvenes. Los demás —niños, viejos y mujeres— esperarían otra oportunidad. La siguiente estación, que se anunciaba como un descanso de dos noches en la venta de Plan del Río, era la ocasión esperada para fugarse sorpresivamente llevando consigo la mayor cantidad de armas. A fin de cuentas, la vigilancia se había relajado un poco desde leguas atrás; el resto de la cuerda, los que venían desde México, se atrevían incluso a darse ciertas libertades, aunque nunca intentaron escapar, ni dejaron de colaborar con los soldados para vigilar a los “mecos”, considerados como los más peligrosos. Y así fue como, haciendo acopio de todas sus fuerzas, en el atardecer de aquel 7 de noviembre, los cautivos del norte lanzaron al aire el grito de muerte que les abrió las puertas de la huida… Tres días después fue cuando, enterado de la escapatoria, el gobernador y teniente del rey, don Diego García Panes —que se hallaba en la fortaleza de San Juan de Ulúa cuando recibió el aviso—, informó al virrey de la fuga de los apaches y de la entrada atropellada desde Jalapa del alférez del primer batallón del Regimiento de la Corona, don Francisco González, “conduciendo vagos y algunos apaches que le quedaron”. Lo que resalta García Panes es que el alférez a cargo del convoy llegó a Veracruz avergonzado y lastimado de una pedrada que recibió en Plan del Río, “con motivo de la fuga que hizo la mayor parte de aquellos gentiles en el tránsito desde Jalapa a este puerto”. El número de fugados era incierto, aunque la mayoría de los soldados aseguraban que sumaban 18 varones y ninguna mujer. Era necesario, en vista de lo ocurrido, arrestar a González y a sus allegados inmediatos, establecer responsabilidades, contabilizar las pérdidas y proceder a la sumaria. Mientras, los guerreros evadidos encontraban su rumbo y avanzaban por caminos de extravío hacia el Cofre de Perote, cuya prominencia habían
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venido viendo de soslayo como un remanso de montaña desde que bajaron del Altiplano hacia las humedades de Jalapa. Un viento frío anunciaba desde la cumbre de aquel indicio la inminencia de un invierno largo que prometía el tiempo del retorno….
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LA FUGA DESESPERADA Entre la oficialidad del castillo hay un silencio de culpa y desazón, tan denso que parece poder tocarse, un ambiente de derrota que en otro contexto sería menos grave si no fuera porque ahora implicaba la ruptura violenta e inesperada de una cadena de compromisos que se enlazan desde el norte lejano y que involucran al virrey y su corte. Una escapada como ésta deja en entredicho las capacidades de las tropas del rey y afecta muchos intereses entreverados en el asunto, intereses que se tejen desde los lejanos presidios hasta las fortificaciones de los puertos del Caribe insular, cuyas autoridades se hallan también comprometidas en este tráfico. Es por esta razón que los militares implicados se hallan presos en el islote, ya que han faltado al compromiso de entregar intacta la collera bajo su custodia y un cerco de rencor y desconfianza se ha estrechado sobre ellos. Sobre el alférez y su tropa se cierra una tenaza de sospechas y malquerencias. Todos los escoltas han sido citados como declarantes, junto con algunos reos, para esclarecer las responsabilidades que resulten y ejercer la justicia del rey. Después de exhaustivos interrogatorios y sondeos, se ha ido conformando un juicio condenatorio sobre el alférez González, aun cuando sus cabos y ordenanzas intentan todavía diluir la culpabilidad entre todos. Para conducir las indagatorias ha sido nombrado el teniente coronel graduado y sargento mayor de la plaza del castillo, don Francisco Norma, mientras un soldado de la Cuarta Compañía hace las veces de escribano. En los días destinados para los interrogatorios González permanece preso, mientras todos los soldados y oficiales asociados al suceso han sido arraigados y despojados de sus armas, limitándoles la libertad de movimientos y prohibiéndoles salir a tierra firme o abandonar el castillo que flota sobre el islote frente a la ciudad de Veracruz. Empezadas las indagaciones, uno de los motivos que dan para lo acontecido es que a pesar de que aquella venta de Plan del Río era del rey y dispuesta para mantener seguros a los reos de paso, lo que encontraron allí al 74
llegar, según la mayoría de los testimonios, fue una situación irregular, pues una parte de los cuartos habilitados para servir de calabozos carecían de cerraduras o se hallaban tapiados a piedra y lodo, ya que eran usados subrepticiamente como “almacenes de granos y menestras por algunos tratantes de la tierra”. De manera inusual en estos casos, el alférez se conformó con lo que halló y procedió a asegurar el convoy lo mejor posible, ordenando entonces conseguir clavos para sujetar las puertas y reconocer el estado que guardaban las paredes de caña brava y lodo y las esposas en las muñecas de los cautivos, algo que resultó según él “satisfactorio”, aunque después se descubriera que los apaches las habían untado de sebo y que ya desde antes de llegar a Jalapa se las quitaban y ponían a discreción mientras planeaban la fuga. También dispuso que los soldados “rancheros” distribuyeran la cena y después encerraran a los cautivos, separando vagos de apaches, y entre ellos, “hembras de machos”, disponiendo clavar las puertas de los tres aposentos ante la ausencia de llaves y cerraduras... Dicen que fue en el momento en que los soldados distribuían el rancho de la cena, “cuando los mecos dieron el alarido atropellando al centinela, dando con él en tierra y arrancándole el fusil”. La acción de los apaches fue tan rápida y sorpresiva que la tropa apenas alcanzó a tomar las armas mientras trataba de percatarse de lo que estaba ocurriendo. En unos segundos, los fugitivos “se convirtieron en rayos” atravesando a trancos los doscientos pasos que separaban los cuartuchos de la venta del monte vecino. Los balazos y las bayonetas de la tropa lograron herir cuando menos a la mitad de los que huían. Ya para entonces una lluvia de pedradas caía sobre los perseguidores y la mayoría de los evadidos desapareció en la penumbra de los árboles de una selva tropical, no sin haberse hecho de una buena dotación de bayonetas, cuchillos y dos o tres escopetas. Se logra recapturar a dos vivos, dos heridos leves, y ultimar a balazos y cuchilladas a otros dos que no habían podido desprenderse del todo de sus mancuernas y que tropezaron muy malheridos en los primeros momentos de la fuga. Al llamado de aquella algarada que retumbó en los montes, se impacientaron las mujeres del aposento vecino, aunque fueron rápidamente sometidas por los soldados que las resguardaban. Algunos de los testigos
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dicen que, en la quietud de aquella noche de humedad intensa, el aullido de los rebeldes se escuchó hasta la vecina ranchería de La Laja, desde donde llegaron poco después milicianos pardos y morenos, “gente práctica” que se percató del suceso y que se unió a la búsqueda, que duró en los montes vecinos hasta las nueve de la mañana del día siguiente; mientras la maltrecha cuerda restante se reorganizó durante la mañana y continuó el camino hacia La Rinconada y Veracruz. Una vez enterado de aquel suceso, el virrey respondió a los primeros mensajes calificando la fuga de “vergonzosa” y pidió pena ejemplar para los cautivos en caso de ser recapturados, y que se girasen circulares a los jefes militares para la búsqueda de los prófugos, quienes de seguro intentarán regresar a sus tierras de origen, cometiendo atropellos en el camino. Previendo las rutas de retorno, se giraron disposiciones de búsqueda hacia Puebla, Querétaro, Guanajuato, Valladolid, Zacatecas y otros lugares. Se pide la mayor prudencia, pues se sabe de la fiereza y combatividad de los bárbaros. Los testimonios de la sumaria no contradicen demasiado esta secuencia. —Que pase el primer testigo—, ordena el coronel graduado al escribano, y no sin temor, hace su arribo a la celda del castillo habilitada como sala de juicio el principal testigo de la sumaria para aclarar el asunto de la “sonada escapatoria de los bárbaros”: el soldado de la Quinta Compañía del Regimiento de la Corona, José Morados, que estaba de centinela de la puerta justo en el momento en que aquellos se escaparon. Él sólo dice recordar un fuerte alarido, un grito profundo que hendió la noche en la venta de Plan del Río, siete leguas más allá de Jalapa, aquel día lunes 7 de noviembre de 1796. Un grito que, en el momento de ocurrir, lo hundió en un marasmo similar al hallarse perdido en una niebla profunda que le embotara los sentidos: era el aullido que Francisco de Saavedra —un enviado del rey— llamó de muerte, cuyo eco queda por siempre en la memoria de quien lo haya escuchado. En su declaración jurada Morados aseguró con vehemencia no haberse descuidado nunca, y que “aún ignora como sucedió el acaso, pues estaba atento a ellos: y fue tan de improviso el pararse los reos y embestirle que todavía lo tiene como sueño…”
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Las primeras noches y hasta llegar con el resto de la cuerda hasta el castillo anclado frente a Veracruz, imaginaba la escena tumultuaria como si los actores se movieran con lentitud, o como si los fragmentos estallados de las balas y los perdigones atravesaran la noche desplazándose lentamente. Se entreveía, como en efecto ocurrió, transportado en vilo durante varios metros mientras los amotinados se apoderaban de su fusil y de los cuchillos que creía firmemente atados a su cintura. Y a pesar de todos sus empeños, las sospechas de la tropa recaían sobre él como el más posible responsable de la fuga, sobre todo cuando algunos trataban de ocultar la evidente culpa del oficial a cargo, el alférez Francisco González, quien se hallaba como encargado del convoy que se dirigía de México a Veracruz durante varias jornadas extenuantes. Y él mismo, bajo el peso de los interrogatorios, se preguntaba: ¿Cómo fue posible que un puñado de indios exánimes, trasladados en collera desde el norte y después de un viaje tan largo y agobiante, haya podido reaccionar con tanto ímpetu ante la posibilidad de la fuga? El segundo testigo, el sargento de segunda clase Pedro Zambrano, quien jura a Dios y promete al rey decir verdad, ha entrado demudado al recinto del juicio mientras el escribano le hace levantar la mano derecha… Sólo agrega que a la hora de la oración, cuando se disponían a cenar… “A este tiempo —dice balbuceando— fue cuando oyeron un furioso clamor, y vieron gran cantidad de reos fuera de su prisión y que se dirigían al monte, defendiéndose de algunos soldados que los querían contener… Pero por más que corrió hacia ellos con el sable desenvainado, no les pudo dar alcance”. Dijo que la mazmorra en que se colocó a los cautivos era la más grande y segura, sin más defecto que carecer de llave la puerta, que en ésta se hallaban algunos forzados, pero que las mujeres estaban en dos cuartos separados. Que en la caravana de días anteriores venía él a la cabeza del convoy, el alférez González a la retaguardia y varios soldados distribuidos a los lados. Los vagos iban un poco más relajados, mientras que los indios eran conducidos en collera —como piezas o esclavos—, con las sogas al pescuezo que unían los unos a los otros en estricta “fila india”. Asegura que, con motivo de haber llegado tarde a la venta, se les quitaron las sogas y se
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quedaron todos juntos hasta acabar de cenar para dividirse. Que perdida la esperanza de recuperar a los prófugos, mandó el oficial seguir la derrota hacia el puerto con el resto de los prisioneros, dejando encargado al justicia y lancero de La Laja proseguir la persecución de los huidos, quienes al parecer habían tomado el sendero que conduce de regreso hacia las montañas de Jalapa y Perote. Insiste, al responder sobre si venían asegurados, que al parecer todos se veían bien sujetos con las maneas, pero que “al tiempo de quitarle la esposa a uno de los muertos se encontró ésta untada de sebo, y enseñándosela a uno de los que aprehendieron herido, que habla el castellano en alguna manera, dijo que con aquello habían sacado las manos él y sus compañeros…” El trato dado a los cautivos en el camino no parecía ser tampoco causa del motín, pues en todo el recorrido, según aseguró, “se les vino dando el gusto posible, sin permitir el señor oficial que nadie los maltratase”. Es así como comparecen el cabo primero José Villerías, los cabos segundos Francisco Correa, Nicolás Briones y José Arbea, así como los soldados Antonio Martínez, Juan Luter, José Mercado, Fernando García y José Cosío. También compareció el “vago forzado” Miguel Pineda, presidiario destinado a servir en los bajeles de Su Majestad, quien dijo que los forzados no intervinieron para nada en el intento de fuga, que oyeron el escándalo y dos tiros a corta distancia, quedándose en su lugar para facilitar las operaciones de la tropa. Dijo que entre los indios cautivos hay un mozuelo llamado Miguel y dos mujeres —Dolores y Manuela— que al parecer hablan algo de castellano pero que, que una vez pasado el suceso, enmudecieron… Un segundo vago, el decimotercer testigo, dijo llamarse Mauricio Buendía, que viene también destinado a servir por la fuerza en los bajeles del rey, para lo cual, junto con los demás forzados no se halla recluido en el castillo sino en el depósito de las galeras. Relata que en Plan del Río estaban juntos en unos cuartos de aquella venta los llamados mecos y los vagos, “los primeros junto a la puerta”. Después de la oración, acabado que habían de repartir el pan para la cena, “de improviso dieron los indios un alarido tan grande que aturdieron a todos y se fueron como flechas para la puerta”. El tercer vago en declarar, José Comaranchel, o “Novale” por el nombre
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de su aldea nativa en Córcega, era un malhechor ultramarino traído desde la ciudad de México —en donde residía ya varios años— para servir en las obras del castillo, acusado de “hacer proposiciones ensalzando la revolución que los franceses hicieran antes de matar a su rey en la guillotina”. Su declaración no ofrece nada nuevo y sólo ratifica lo dicho por el anterior testigo, aunque su actitud es de desenfado y burla por las torpezas de aquella noche. Señaló que muchas de las medidas de seguridad no se cumplían, que se lo advirtió a González, pero que éste y los soldados no consideraban “que de la boca de un malviviente de la Córcega pudieran salir verdades…” Es más, y ya habiendo comparecido, el teniente coronel Norma trató de amenazarlo con mayores castigos y al final del interrogatorio, cansado de los desplantes del corso, llegó a compararlo con los vagos y malvivientes que en el norte se volvían bandidos y cimarrones y se unían a las bandas de apaches: algunas veces compuestas más de mulatos, mestizos y españoles pobres que de indios; adoptando sus trajes, sus armas, su ferocidad y su común rencor contra el orden establecido. Comaranchel, quien ya consideraba echada su suerte en galeras, sólo sonreía imaginando cómo se vería ataviado como apache en la cumbre de una montaña…
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ENCRUCIJADA En lo más profundo de las húmedas mazmorras del castillo, dos de los apaches recapturados la noche de la fuga —llamados ya desde el norte, por las diferencias de edades y por pertenecer a un mismo clan, el Indio Grande y el Indio Chico—, se hallan en el total aislamiento de una celda oscura y húmeda, en espera de la fragata que los conducirá hasta las fortalezas trepadas en los riscos a la marina del puerto de La Habana, desde donde se verán para siempre imposibilitados de retornar a los lejanos desiertos del norte que habían sido sus territorios ancestrales, sus cotos de caza. Desde ahora, juntos esperan resistir este destino que saben irreversible y que nunca, estando el mar de por medio, será posible retornar algún día a las praderas luminosas de la Apachería, las que en su memoria se extienden bajo la comba estrellada del cielo de aquella sierra blanca del desierto de donde han sido arrancados con violencia. En celdas vecinas, varias mujeres de aquel convoy, algunas incluso bautizadas y cristianas, siguen sometidas al más infame cautiverio y aisladas por su presunta peligrosidad, en espera de continuar su viaje… Ya concluidas las indagatorias, y con base en las declaraciones de Pineda, don Francisco Norma y el escribano se dirigieron a las mazmorras del castillo “a sondear a las indias cautivas que según los testigos hablaban la lengua de Castilla”. La primera juró ser cristiana y bautizada y llamarse Manuela Lorenzana, quien a pesar de ser de nación apache y radicada en las provincias de la Nueva México, asegura no haber participado nunca en ninguna rebelión o acto de violencia contra los españoles de aquellas tierras, ya que fue entregada desde niña a una familia pima de uno de los pueblos de avanzada de aquella frontera y se crió entre los indios mansos. Asegura haber sido capturada sin motivo después de uno de los asaltos apaches a un caserío de Sonora —adonde había sido llevada temporalmente por sus amos—; y que luego fue secuestrada, conducida por la fuerza y doctrinada en México, en “la casa de las pobres” —el Real Hospicio de Pobres—2 y bautizada en esa 80
ciudad capital en la parroquia de la Santa Veracruz (a pesar de que había sido ya bautizada y media doctrinada antes en Nuevo México). Interrogada sobre el intento de las mujeres de huir al tiempo del alzamiento, aseguró que “las que no son cristianas sí, pero las que lo somos no nos movimos de nuestro lugar”. En contradicción de lo dicho por los demás, aseguró que el trato en el camino fue cruel contra los cautivos y deshonesto contra las mujeres, en particular contra las más jóvenes, por lo que los interrogadores dieron por concluida la indagación sin hacer otras preguntas ni asentar nada más en actas. A continuación se hizo comparecer a “la meca Dolores”, quien dijo llamarse María Dolores, ésta sí doctrinada por primera vez en la casa de las pobres de México y ser bautizada en la misma parroquia capitalina de la Santa Veracruz. Sólo ratificó lo dicho por Manuela y mostró casi no saber hablar la lengua de sus captores e incurrir en largos silencios, divagaciones en su lengua y lágrimas abundantes… El interrogatorio siguió con el resto de los soldados, aunque las versiones solamente fueron afinando, en la medida en que se acumulaban y confrontaban, la forma en que se dio el suceso de la venta. Más de dos meses después, hasta el 11 de enero, se avisó de la captura de uno de los 18 evadidos: se le descubrió herido en el pueblo de Teocelo, cercano a Jalapa, entre un grupo de enfermos del hospital del lugar y tratando de pasar desapercibido. Se había refugiado allí después de vagar y subsistir en los montes vecinos, tratando de detener los efectos de una herida de bayoneta en el antebrazo, cuya condición se agravaba al paso de las semanas. Al parecer, los prófugos lo habían abandonado cerca de ese pueblo al iniciar su ascenso hacia el Cofre de Perote, porque le era imposible continuar y les dificultaba la fuga. Estaba bastante lastimado por las secuelas del bayonetazo, y en cuanto se repusiera —sometido a la más estricta vigilancia como ya estaba— sería enviado al castillo de los cautivos y a La Habana en la primera embarcación disponible. Fue hasta entonces cuando el oficial Norma mencionó un pormenor que no aparece cuando interroga a los custodios: que uno de los apaches fugados en Plan del Río era nacido de cristianos en un presidio de los confines, de
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nombre Juan Alonso Avilés, y que le nombran el Genízaro; que hizo de traductor hasta México —en donde intentó desertar—, por lo que se le apresó y se confinó junto con los demás reos, pues se consideraba que había vuelto al seno de los bárbaros… De por sí Juan Alonso se distinguía del resto de los evadidos, ya que era un poco más alto, de ojos zarcos y de piel más clara. Ahora se halla rapado como los demás soldados de la escolta —según los partes que se han distribuido—, pues al llegar a la ciudad de México con la cuerda de presidiarios, los nuevos oficiales de la guardia no permitieron que siguiera teniendo ninguna apariencia de apache y lo despojaron de todos sus atributos y pequeños privilegios, ya que los cabos y sargentos que lo conocían desde el presidio, esos que lo protegían y que le permitían parecerse lo más posible a los perseguidos bárbaros, fueron remitidos de regreso al norte. Humillado por la soldadesca de la capital, su melena quedó dispersa en los patios del cuartel y su tesoro más valioso, una piedra azul que se colocaba debajo de la lengua en cada combate o situación peligrosa, fue sustraído de sus haberes por alguno de los soldados, aunque luego —mediante el pago de un rescate— logró recuperarlo. Lo demás de su atuendo le fue requisado y sustituido por las calzoneras de manta y por una vieja casaca que alguna vez fue parte de un uniforme militar. El problema surgió a las pocas semanas de llegar con la collera a la ciudad de México, pues allí, entre los demás soldados, en su mayoría reclutados entre la plebe de la capital, se distinguía por su acento y su pronunciación, ya que nunca pudo recuperar del todo la cadencia natural de lo que fuera alguna vez su lengua materna. Una vez entregada la collera en los patios de la Acordada, perdió contacto con los cautivos, y su trabajo de lengua no era casi necesario mientras la cuerda no se moviera hacia Veracruz. Hasta que un buen día de septiembre, el Genízaro, como le apodaban, decidió desertar pocos días antes de que la cuerda partiera hacia el puerto de mar. Así que salió del cuartel y dirigió sus pasos hacia el vecino pueblo de Cuautitlán con la intención de regresar a la Apachería. Fue recapturado en los alrededores de Tepotzotlán, por un descuido al cruzar cerca de un retén, cuando pretendía ganar la ruta a Querétaro.
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“Paso a informar que el recluta Avilés, alias Genízaro” —reportó el cabo de guardia el 30 de septiembre de 1796— “ha sido capturado en la garita y puesto a buen resguardo. Aunque ofreció algo de resistencia, le hemos despojado de un cuchillo y ha sido sometido y atado. Procedo a enviarlo a la ciudad para ser mantenido preso en unión del resto de los mecos…” Confinado en la cárcel de la Acordada,3 junto con los cautivos de la collera que él mismo había custodiado desde Sonora, cayó en la cuenta de que ningún oficial lo salvaría y que ahora era uno más de aquellos gandules cautivos: al que se auguraba de todas maneras un buen destino en La Habana por su conocimiento del español. Ahora, semanas después, encabezaba la lista de los evadidos de aquella venta de Plan del Río… ¿Y qué ocurrió con los militares sujetos a investigación sobre la fuga? Lo que sabemos es que después de los interrogatorios de noviembre de 1796 en San Juan de Ulúa, los soldados fueron advertidos de su falta y reintegrados a sus cuarteles, mientras que el alférez González fue enviado a seguir su juicio en Orizaba: allí, fue hasta el 2 de abril de 1798 cuando se concluyó que el acusado, por no haber reforzado las centinelas en el momento de la cena de los cautivos, debería purgar seis meses de prisión en San Juan de Ulúa. Así que su condena estaba más que satisfecha gracias a los 16 meses que había permanecido bajo cautiverio en aquel castillo y fortaleza. Por su parte, los presos apaches que no lograron fugarse de esa collera en la venta del camino, y que esperaron meses en Veracruz, serían enviados en el Ángel de la Guarda y entregados al castellano de las fortificaciones de La Habana. Allí, según su disposición y género, serían empleados en la fábrica de las fortalezas o vendidos a los cosecheros de la isla como condenados a cadena perpetua. Cautivos en las peores condiciones, uniendo su destino al de los miles de esclavos negros y mulatos de los ingenios y plantaciones; nada les sería familiar en aquel mundo lejano y caluroso, mientras un alto océano de por medio les impediría siquiera pensar en el retorno… Fue así como el martes 10 de enero de 1797, en horas de la tarde, partió la fragata cañonera que los llevaría a Cuba. Durante la mañana, el capitán Antonio García del Postigo, ya a bordo de El Ángel de la Guarda, escribió a Antonio de Cárdenas los pormenores del embarque y la historia azarosa de
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aquel contingente de desamparados encadenados en las sentinas, sin escatimar ningún detalle desde su salida de los cautiverios del norte. De los sesenta y ocho reos que llegaron desde México en noviembre y en diferentes días y remesas posteriores, sólo veintiocho sobrevivieron para lograr ser embarcados: veinte de cincuenta y siete mujeres, y dos de cuatro varones murieron por diversas causas en Veracruz. Además, diez mujeres y un hombre quedaban aún muy enfermos en el Hospital de Loreto del mismo puerto, todos aquejados de algo que se diagnosticó como “fiebres pútridas”. Y aunque esto no se consideraba contagioso, fue necesario comprar cobijas para los embarcados, ya que según el capitán esto disminuía la posibilidad de propagación de la enfermedad. No todos pudieron subir a bordo, ya que la decisión de María Dolores, “que daba muestras de una profunda melancolía”, madurada desde días antes, la llevó a arrojarse al mar antes de ser embarcada y de enfrentar su cautiverio en la isla, creando un gran desasosiego entre los soldados y los cautivos al verla desaparecer entre las olas de la orilla del castillo mientras crecía una estela de sangre sobre las aguas cuando algunas varas más adelante los tiburones dieron cuenta de su cuerpo…
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1 A partir de aquí, todos los entrecomillados sin referencia provienen del volumen 77
del Indiferente de Guerra del AGN. 2 Era una cárcel de hombres y mujeres jóvenes, colocados allí en secciones separadas.
Algunas mujeres eran recluidas en la Casa de Recogidas de Santa María Magdalena. 3 Esta cárcel se hallaba en la calle del Calvario (hoy avenida Juárez) haciendo esquina
con la calle de la Acordada (hoy Balderas). Había sido inaugurada en febrero de 1781 y eran unas bartolinas inmundas y húmedas en donde los presos sufrían vejaciones y torturas. Una octava real grabada en piedra presidía la entrada principal: “Yace aquí la maldad aprisionada, /mientras la humanidad es atendida. / Una por la justicia es castigada/ y otra por la piedad es socorrida. // Pasajero que ves esta morada, / endereza los pasos de tu vida. / Pues la piedad que adentro hace favores/ no impide a la justicia sus rigores”.
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III. LA CACERÍA
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EL ASCENSO A LA MONTAÑA CUADRADA Después de la fuga, y al amanecer del martes 8 de noviembre, Juan Alonso Gavilán urgió a los demás a apresurar el paso con dirección al norte. Y a pesar de estar algunos de sus compañeros heridos, pudieron conseguir antes del anochecer seis caballos en las inmediaciones de un rancho que parecía abandonado, lo que les permitió avanzar con más celeridad. Un día después, al hacer contacto con dos lugareños que se dedicaban al pastoreo, pudieron recabar la información que necesitaban acerca de los diferentes senderos para retomar el camino a México, de las condiciones del terreno y de los accesos posibles con dirección al Altiplano. Desde la salida fueron subiendo por las barrancas, pero poniendo la planta sobre las aguas y las piedras de los arroyos, que aquí eran abundantes, para evitar que sus rastros y los de los caballos quedaran más claros para el entender de sus perseguidores. En la medida en que avanzaban hacia la cuesta, los caseríos y los ranchos fueron disminuyendo y se internaron en una selva húmeda y oscura, llena de niebla la mayor parte del día, que a veces ocultaba la dirección de la montaña, siempre sin perder el sendero que los campesinos de estas aldeas seguían para llevar sus manadas de cabras y borregos hasta cerca de la cumbre. A veces, lejanos ladridos les indicaban la presencia de algún rancho, y avanzaban de noche, como lo hacían en la Apachería, sólo siguiendo la traza de las estrellas, pues en más de una ocasión fueron husmeados por una partida de perros, que les habían obligado a alejarse lo más posible de los ranchos sin perder de vista las veredas de ascenso a la montaña. Había buena caza y las bayonetas que sustrajeron en la fuga, atadas a la punta de algún otate servían de inestimables lanzas para la cacería y la defensa. Así empezaron a fabricar flechas y excelentes arcos; y contaban con tres fusiles, algunas municiones, varios belduques y suficientes limas para afilarlos. En la remontada hasta cerca de la ladera del Cofre, se comieron una yegua que venía impedida de caminar. Recuperaron así algo de fuerza, ya que el 87
escaso alimento que les proporcionaban sus captores, que consumieron durante meses, los había debilitado. Casi desde la salida, y ante cualquier contingencia, optaron por dividirse en dos grupos. Para indicar el derrotero a seguir, se comunicaban con señales de humo, aunque este recurso lo usaron raramente, para no alertar a los grupos de perseguidores y sus perros. Fue así como se convino que para atravesar los inmensos llanos que se desplegaban hacia el norte, había que acampar un tiempo en la montaña, en espera de curar sus heridas y de la retirada del invierno; y una vez salidos de ese refugio inaccesible, ir por las sierras más escarpadas, en donde la comunicación se haría con voces de coyotes y pájaros, y, en especial, con el canto del búho. Y es que allí, a los pocos días de acampar, el grupo se dio cuenta de que la montaña cuadrada era un lugar diyi’, un sitio especial donde los planos del mundo se entrecruzan: un sitio de poder donde se podía adquirir poder. Para esto, y una vez establecidos en aquel paraje de aire fino y enrarecido por la altura, procedieron a las ceremonias y danzas para lograr el favor del cerro y de sus animales y lograr, en caso de peligro, adoptar de día y de noche su mismo aspecto y tomar sus voces en préstamo… Con tierras amarillas y rojas se pintaron las rayas sobre el rostro y fabricaron los atados de plumas y flechas que les darían potestad para burlar a sus enemigos. Fue en la ladera oriental de la montaña, desde donde se miraba el altiplano y varios cerros y caseríos lejanos, y que se hallaba despoblada en leguas a la redonda, en donde se instalaron en dos campamentos, usando el abrigo de unas lomas fragosas que los ocultaban, aunque de noche podían ver sobre uno de los flancos del Cofre en el que se escondían, sucesivamente, las estrellas caminar conforme avanzaba la noche. Allí estuvieron poco más de un mes curándose de las heridas que habían sufrido en la fuga, como luego se supo gracias a los rastros hallados por los baquianos de Perote; y fue allí en donde pudieron aperarse de flechas y atavíos, usando para estos últimos los cueros curtidos que el tiempo les permitía preparar. Al final de aquella larga acampada y cuando decidieron abandonar la montaña y lanzarse hacia el norte, el frío arreciaba y varias nevadas cubrieron el cerro y sus alrededores de una gran alfombra blanca.
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EL ALTIPLANO DE CERRO EN CERRO Si el hombre es polvo esos que andan por el llano son hombres. Octavio Paz, Aparición
Hasta ese momento, fines de diciembre de 1796, la región permanecía tranquila, ya que de la fuga sólo algunos militares y muy pocos vecinos estaban advertidos, aunque en la zona de Perote se dispusieron vigías desde mediados de noviembre en espera de alguna novedad. Los soldados de la fortaleza real que ahí se encuentra habían sido advertidos de antemano, y en sus guardias nocturnas se esforzaban por distinguir cualquier sombra extraña que perturbara la tranquilidad del vecindario. En algunos de los partes emitidos por la autoridad local a otras autoridades acerca de la posible ruta de los fugitivos, se decía que “si los bárbaros hubieren hecho en la jurisdicción grandes daños y muertes y resistieran ofensivamente en términos que las gentes de auxilio pudieran perecer, use de la propia fuerza, pero siempre con la mayor prudencia. Pues de seguro los fugados han mejorado sus armas y capturado otras, y se conoce de su natural fiereza en el combate y de lo sutiles que son para andar y para desplazarse”. También prevenían sobre la posible presencia en los cerros de señales de humo y sobre ruidos que los indios bravos usan para comunicarse entre ellos, sobre todo si se dividen en partidas más chicas, como lo hacen de costumbre: Ya que se infiere lo pactados que están con el demonio, y lo hechiceros que son para tomar las figuras de los animales nocturnos, volátiles o cuadrúpedos: así como de lobos, gatos monteses, zorras y coyotes, de todos los cuales remedan y fingen sus voces muy al vivo, de día o de noche, lo cual ellos para sus fechorías se entienden bien por estos avisos. Así por éstas y otras señales, como soltar un tizonazo o humo que es también una muy frecuente señal entre ellos, con que se gobiernan para ayudarse y darse los
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avisos del giro que llevan si andan en los bajos o suben a algunas de las sierras.1
Pero el caso es que ya pasados muchos días del incidente de la fuga, los desertados no se han dejado ver ni han perpetrado ningún insulto, aunque se presume que ganaron el Altiplano pasando cerca del Cofre de Perote, una de las partes más frías de esta Nueva España. Muy cerca de allí, en el pueblo del mismo nombre que se halla a la vera del camino a Veracruz, se ha construido de unos años a acá una magnífica fortaleza de Su Majestad, en donde se les podría confinar seguros en caso de lograr su captura. Uno de los militares rememora otra fuga anterior, sin precisar fecha, cuando los indios del norte se “arrochelaron” cerca de allí y a más altura: en las nieves del Pico de Orizaba, en un risco nevado que hasta hoy se conoce como “el Filo del Chichimeco”… Para el 31 diciembre —casi dos meses después de la fuga— no se había logrado ninguna aprehensión y los apaches parecían haber desaparecido para siempre y sin dejar huella. El gobernador García Panes, desde Veracruz, opinaba que lo más seguro es que ya estaban de regreso a sus territorios septentrionales y para ello había ordenado una batida hacia la costa de Barlovento, por el camino a Nautla, aunque ninguna patrulla había logrado toparse con ellos ni recibir ningún informe de su presumible paso por esas regiones. Pero poco a poco, lo que parecían rumores empezaron a concretarse en algunas evidencias. Así se dijo que, en el camino de Perote y en dirección hacia la capital, había habido apariciones de los apaches a fines de diciembre de ese mismo año de 96. Las noticias de los primeros avistamientos se dieron en el altiplano tlaxcalteca casi dos meses después de su evasión. Y como suele suceder en estos casos, los exagerados informes hablaban de “destrozos y muertes”, cuando en realidad sólo se habían apoderado de algunos caballos —tal y como lo acostumbraban en el norte—, en los que habían tomado rumbo hacia los cerros boscosos de la región… Así que previendo el derrotero del grupo, se concentraron algunas fuerzas y funcionarios en la cabecera serrana de Zacatlán, de la jurisdicción de Puebla, y los demás en Tulancingo, turnándose avisos a la mayoría de los comisionados y autoridades indígenas de Tlaxcala, que en ese momento tenían fuertes desavenencias con el intendente de
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Puebla, de cuyas resultas se negaban a colaborar en la persecución de los indios bravos, exigiendo, para involucrarse, una orden expresa del virrey en ese sentido. Para los perseguidos, el camino emprendido tenía una rara semejanza con los desiertos del norte: bosques de pinos en extremo tupidos y deshabitados, páramos cruzados por arroyuelos de agua fría que bajan de la montaña, grandes llanos sobre los que es difícil circular sin ser percibidos. Cualquier movimiento, y sobre todo, los trotes de los caballos, levantan grandes polvaredas que son avistadas desde lejos, lo que les obliga a llevar un lento y cuidadoso paso para no advertir a los rastreadores y vigías. Siguiendo el camino posible, saliendo de Perote y en dirección al noreste, se dilataba un malpaís lleno de pequeñas piedras volcánicas, preñado de serpientes de cascabel, en donde la única vegetación eran las palmas de izote, algunas de más de cinco metros de altura. Allí, aunque la caminata es difícil, sobre todo para las bestias, es más fácil no dejar ninguna huella. Una vez atravesado el llano y cuando terminaron con las reservas de comida, decidieron acampar: mataron un caballo, secaron la carne y guardaron el cuero para fabricar mocasines y tiras de amarre. Al cruzar la sierra con rumbo a Tlaxcala, varios días después, los fugados avanzaban con cautela, procurando aprovechar las sombras de la noche y el amanecer. Fue así como llegaron a lo que parecía una hacienda, cuya casa grande fortificada, con la que se toparon de repente, semejaba a los apaches un presidio como los de Chihuahua. A pesar de que trataban a toda costa de pasar inadvertidos y de avanzar lo más rápido posible, ese mismo día apareció ante sus ojos una oportunidad de reponer los caballos que habían perdido en el avance, así que decidieron jugarse el todo por el todo con tal de poder desplazarse con mayor rapidez. Poco antes se habían dividido en dos partidas, una de ocho y otra de nueve, avanzando casi paralelamente como lo hacían en el norte. Al llegar a la hacienda la primera partida, avistaron al vaquero que llevaba un tren de yeguas a beber agua de unos abrevaderos cercanos. Había cruzado el llano poblado de rocas y grandes palmas de izote bajo un sol abrasador, como lo hacía todos los días en la seca del invierno, cuando fue sorpresivamente
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atacado y despojado de las bestias. El parte dado por Manuel de Flon y Quesada, conde de la Cadena, gobernador e intendente de Puebla,2 consigna que “allí lo acometieron y le dieron cuatro heridas (ninguna mortal), con bayonetas que a manera de lanzas cortas llevaban metidas en palos”. Flon y Quesada narraba en su informe al virrey que Francisco García, arrendatario del rancho y dueño de la caballada, ignorando que se trataba de una partida de indios bravos, “les gritó que le devolvieran las bestias y éstos no le hicieron caso. Les disparó un arcabuzazo al aire; pero al tiro, los indios aquellos se devolvieron enfurecidos hacia él y con las lanzas en ristre, en cuya ocasión les vio las caras rayadas, a excepción del más alto de todos, más güero y encarnado y cortado el pelo como los soldados, y no teniendo forma de defenderse, huyó a caballo…” No cabe duda de que era Juan Alonso el que había sido reconocido como uno de los jefes de la partida de prófugos; aun cuando las autoridades militares se enteraron hasta los primeros días de enero de esta primera aparición de los fugados, tomando provisiones para acuartelarse en Tulancingo y desde allí realizar las consabidas batidas de la tropa. Para ese entonces, los evadidos habían avanzado más rápidamente saliendo con rumbo desconocido. Flon informaba también al virrey que ese mismo martes 27 de diciembre los apaches prófugos habían dormido en lo alto del monte de Teopan, “lugar sumamente breñoso y cerrado, pues al otro día, miércoles 28, siguiendo García el rastro en solicitud de sus ganados, encontró la osamenta de una potranca que se habían cenado y restos de los fuegos que habían encendido en la noche. Pero el jueves 29 llovió mucho y el agua hizo perder todo rastro y la posibilidad de seguirlos”. “Entonces”, añade el capitán Flon, “García llevó a su vaquero a San Agustín Tlaxco a curarlo de sus heridas, por estar más cerca”. Allí el ranchero dio parte al teniente don Casimiro Trujillo de cuanto le había acaecido, y según las noticias confusas que se produjeron, Trujillo, gran conocedor de aquellos parajes, supuso que los apaches salieron después de esta jurisdicción por el sitio llamado Agua Puerca y así ganaron los montes de Tulancingo:
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Esto es muy verosímil —agregaba el gobernador—, ya que estos indios van siguiendo por el sol la derrota de sus provincias. Tranquilizaba entonces al virrey asegurando tener “avisados a todos los hacenderos y rancheros de mi jurisdicción para que no los sorprendan, y quedo pronto a montar a caballo al primer aviso para su persecución y aprehensión, en el caso de que permanezcan escondidos en las asperezas de este monte intrincado que divide la jurisdicción de Tlaxcala de la de mi cargo. Según lo que expresan todos, el número de estos indios bravos no excedía de nueve, y faltando otros tantos para los dieciocho que se escaparon del Plan del Río, es muy posible que vengan atrás o que hayan tomado otro rumbo.
Conociendo al gobernador, un militar de carrera que había estado en el norte, nadie dudaba de su osadía en caso de que se le ordenara batir a los indómitos. Fue entonces cuando informó con bastante exageración al virrey desde Zacatlán, el miércoles 4 de enero, “de que ocho o nueve de dichos indios habían hecho varios destrozos y muertes en la vicaría de Terrenate, doctrina de San Salvador de los Comales”.3 Varios testigos que fueron interrogados por él aseguraban haber visto por lo menos “dos partidas de indios de arco, flecha y carcaj, armados además de lanzas y cuchillos en las rancherías inmediatas”, moviéndose de noche por los cerros y atravesando a veces los caminos, y que, después de varios incidentes se habían introducido en esta jurisdicción por el monte de Teopan o Teopantlapa, un despoblado de los límites con Tlaxcala… El gobernador Flon aseguraba entonces, en informe al virrey marqués de Branciforte y tratando de minimizar los conflictos políticos con los tlaxcaltecas que en esos días ocupaban la mayor parte de su correspondencia, que “Francisco García, arrendatario de un rancho dependiente de la hacienda de Atlamaxac, dice que el martes 27 de diciembre como a la una del día salieron del monte de la hacienda de Tecomaluca, siete u ocho hombres sin sombreros, con chaquetas y calzones de cotense…4 dos iban a caballo atravesando el llano y el camino real y se entraron en las tierras del Monte de Teopan”. Advertía que precisamente estos indios del Septentrión eran harto conocidos por él y se distinguían por ser más altos y por no usar sombreros,
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acostumbrados como estaban a la intemperie en sus territorios al norte.5 Mientras, en Zacatlán y en los demás pueblos de la sierra los rumores más insólitos se extendían como una mancha de aceite, y los funcionarios se dedicaban a preguntar a los indios nahuas y totonacas, que por lo general bajaban a la cabecera a ofrecer sus productos en el animado tianguis semanal de los viernes y domingos, sobre algún movimiento extraño o algún suceso particular que hubieran visto: aunque, interrogados en la garita de entrada al pueblo, los lugareños aseguraban no haberse percatado hasta ahora de la presencia de ningún grupo de extraños en sus pueblos, montes y milperías. El miércoles 4 de enero, con la llegada de los correos y de algunos viajeros, corrieron por toda la sierra muchas nuevas versiones acerca de que ocho o nueve apaches “casi fueron capturados después de robar unas bestias en Tlaxco, más allá de Chignahuapan y bajando la sierra”. Que aparecieron feroces desde un monte, armados de lanzas y con las caras pintadas de rojo y amarillo desafiando a sus perseguidores, los que huyeron ante la presencia de los “rayados”, entre quienes destacaba uno de piel más clara. Y que la población de Tlaxco vivía temerosa de que atacaran ese pueblo mientras la noche se llenaba de cantos de lechuzas y ruidos extraños, o de pisadas y luces en los montes vecinos, que los pobladores atribuían a la presencia fantasmal de los apaches. Ante todo esto, y de las diferentes versiones que llegaban a la capital desde esa parte de la sierra, el virrey mandó cartas a las autoridades locales, pidiéndoles que se mantuvieran atentas de cualquier incidente y giró sus órdenes y reprensiones hasta el miércoles 11 de enero, cuando las informaciones de Flon y otros funcionarios parecían haberse confirmado. Fue entonces cuando el marqués de Branciforte designó para la aprehensión de los fugados al capitán don Francisco Viana —un militar malagueño llegado a México con el virrey Teodoro de Croix—, quien, como allegado a su paisano José de Gálvez, tenía buena experiencia en las campañas del norte, y en especial, combatiendo a los apaches. Viana, comisionado a esta nueva misión, tenía órdenes de seguirlos hasta lograr capturarlos o matarlos. Y aun cuando en los últimos meses se había distinguido mejor en los saraos de la capital que capturando indios, llevaría, según su mandato y hasta Tulancingo,
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treinta dragones bajo su mando, así como una buena caballada y artefactos de guerra para unirse a la persecución; llevando a cabo la frecuente remuda para el descanso de las bestias. A él se uniría, y bajo su mando, el teniente Nicolás de Cosío, que había participado “y se había curtido” en las campañas de Ugalde contra los apaches en Chihuahua, Sonora, Tejas, Nuevo Santander y Nuevo México. Gozando de buena fama, fue llamado a presentarse en la ciudad de México, y, aleccionado sobre su nueva misión, salió de allí por órdenes del virrey el mismo 11 de enero. Para facilitar su misión, el virrey Branciforte lo había nombrado ayudante mayor del Regimiento de Dragones de España, cuerpo residente en la capital.6 Desde Querétaro se le sumaría una pequeña tropa de milicianos de cuera, lanza, adarga y caballos acorazados, que habían hecho varias jornadas desde Laredo, en los confines de la Apachería. El teniente Cosío traía además consigo ocho dragones del Regimiento y un grupo de trece excelentes rastreadores, “indios rastreros de la nación tahuacana”, reclutados en las llanuras de Tejas y que conocían perfectamente a sus enemigos apaches, “ya que por años se habían enfrentado a éstos en aquellas crueles extensiones”.7 Los rastreadores venían acompañados de Juan Ignacio Martínez, un cabo del presidio de Laredo —de la colonia del Nuevo Santander—, y del intérprete Félix Reyes, quien hablaba a la perfección la lengua tahuacana. Nicolás de Cosío, en su diario,8 dice que el mismo día 11 de enero, acompañado de toda esta gente, llegó a Venta de Carpio y “antes del amanecer emprendí la marcha haciendo alto en Venta de Cruz”, ya cerca de Tulancingo. Su diario es muy detallado en ciertas partes y escueto en otras. Bastante exagerado en cuanto a distancias —ya que al parecer estos militares cobraban canonjías por leguas recorridas—; el diario va marcando los días y las leguas desde el miércoles 11 de enero hasta el jueves 24 de febrero, lapso en que recorrió, según él, 259 leguas de azaroso trayecto en busca de los fugados.9 Sus desplazamientos eran de noche: a la manera de los combatientes del norte y seguido por su gente a prudente distancia, a la que a veces separaba en “trozos” o partidas para facilitar los movimientos. Este proceder lo hacía
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menos perceptible y podía avanzar más y sin la molestia del calor sofocante del día. Los poblados por donde pasaba apenas si se percataban de su presencia, a no ser por los ladridos de los perros que a veces lo seguían a trechos por los senderos y en las vecindades de los ranchos. Después de varias marchas nocturnas solían quedarse dos o tres días en un lugar para reponerse y, enseguida, continuar de nuevo aquellas batidas silvestres que tanta fama le había dado en los presidios de la Apachería. Dueño de un carácter recio, celebrado por sus superiores, Cosío aparentaba ahora más fuerza de la que tenía. Casi ennegrecido por las jornadas de sol, poco se distinguía de sus “indios rastreros”, más aún por la forma de cabalgar a la manera de los bárbaros y de hacerlo con gran destreza, erguido en su cabalgadura y con la lanza en ristre, y otras, manteniéndose casi a ras del piso para evitar las acometidas de los indios bravos. En realidad, su ímpetu adiestrado, que contrastaba con la compostura de los dragones que habían sido puestos bajo su mando, se hallaba en aquel lance algo disminuido, pues venía desde México sufriendo de un dolor en el pecho que a veces se le hacía insoportable, “impidiéndole el resuello”, como él decía. Esta molestia derivaba a veces, en especial cuando se detenía por corto tiempo en alguna plaza, en calenturas y delirios que le dificultaban conciliar el sueño. Otros días amanecía de buen ánimo y al parecer librado de su afección, y era cuando alentaba a su gente a continuar en su empeño de capturar a los fugitivos.
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DE FUEGO EN FUEGO En esta fuga, los perseguidos han venido tomando posesiones pasajeras de cada territorio, convirtiendo en energía esta infinita sucesión de rencores, realizando ritos que repiten de manera imaginada el acto de la creación primigenia. Las plantas que van recolectando las guardan y las consumen en momentos señalados, dándole a su uso un significado sagrado.10 Saben que el sentido y el alcance de la esperanza están trazados en sus propias fuerzas y en la de los dioses que son convocados y los acompañan. Ha caído la noche y ella misma no es un espacio temporal sino un cómplice de su sobrevivencia. Caminan por el interior de ella fortaleciendo su voluntad de fuga, se desplazan de peña en peña y atraviesan los llanos bajo su oscuridad protectora. En la noche beben sorbos de los riachuelos en los que se reflejan las estrellas, absorbiendo su espíritu para adquirir fortaleza. Los escasos rastros que van dejando no son más que preguntas a futuro, su destino común es como un solo cuerpo y su salvación o su derrota implican una perseverancia decisiva.
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EL RASTREO OBSESIVO El 10 de enero, las dos partidas de fugados, que —siguiendo los pasos de la costumbre— se habían separado por una semana, se volvieron a unir, compartiendo la carne de un venado que habían cazado en la cercanía de un espeso bosque en donde los puntos cardinales parecían trastocarse. Más adelante, huyendo de una posible celada de los rastreros tahuacanes, de una emboscada fatal, de un campamento oculto que para atraparlos habían montado entre dos enormes rocas; les sorprendió la noche en el ascenso al cerro, cuya cumbre fue ganada siguiendo un camino diferente para despistar a sus perseguidores. A pocos pasos de llegar a una quebrada, los fugitivos tuvieron, por el olor a sudor de caballo, la percepción de que ese podría ser su fin. Sin embargo, los rastreros que sí lograron tenerlos a tiro de arcabuz, no dispararon por razones que sólo ellos conocían; lo que aprovecharon los prófugos para desviar su ruta y desaparecer lo más rápido posible. Ése fue el primer indicio de la desidia de los tejanos, quienes se desentendían de la persecución cada que Cosío los amenazaba con regresarlos a sus territorios; algo que, dicho sea de paso, deseaban cada vez más. Cuatro días después, Cosío convocó a varios vecinos de Tulancingo, los “más prácticos del terreno”, según él, y entre todos acordaron despachar pequeñas partidas de gente armada a los montes vecinos y a los pueblos de Acaxochitlan, Apulco, Zacualpa, Guapesco y Guayacocotla. Al atardecer de aquel día, cuando las improvisadas expediciones regresaron al pueblo con gran ruido de armas, sólo la que había sido destinada a Guapesco reportó rumores de que los evadidos merodeaban desde una semana antes los montes vecinos a aquel lugar. José Ximénez del Río, alcalde de Tulancingo, tomaba cartas en el asunto, involucrándose en la batida e informándole directamente al virrey de haberles “ministrado a las tropas cuantos auxilios me han pedido y necesitado, para sus personas y sus caballerías…” Por su parte —y enfrascado ya en una cerrada competencia de méritos militares con Nicolás de Cosío—, Francisco Viana aceleraba sus acciones 98
para llevarse el privilegio de encontrar a los fugitivos. Dijo tener informaciones ciertas de que los apaches acababan de robar varios caballos en la hacienda de El Rosario, a unas pocas leguas de distancia de esa cabecera; que los perros de aquel solar aparecieron flechados uno por uno y que nadie percibió el robo hasta varias horas después. Sus tropas se lanzaron entonces a reconocer los cerros del Rosario, Peña y Caballo Blanco con la esperanza de hallar algún indicio; algo que ocurrió efectivamente a las pocas horas de haber iniciado la batida, pues en el de Peña hallaron vestigios de acampada, sobrantes de dos caballos destazados que les habían servido de alimento y otras señales de que los fugitivos habían estado allí. No deja de llamar la atención el empeño del virrey en este alarde de movilización militar para la captura de unos cuantos perseguidos; enviando órdenes, instrucciones y partes militares, o sugiriendo estrategias de captura que le ocupaban gran parte de su tiempo. Lo cierto es que no se entiende su obstinación en este asunto que podría ser intrascendente, cuando la crisis de gobernabilidad se había extendido a varias regiones de Nueva España, y que mientras se sucedían sequías e inundaciones, en la totalidad del imperio se fraguaban huracanes de mucha mayor envergadura que amenazaban la estabilidad y el crecimiento que la Nueva España había logrado gracias al desarrollo de la minería y las manufacturas. Los vientos peligrosos se anidaban en el Atlántico y el Caribe, debidos sobre todo a que los ingleses, supuestamente amenazados por la reciente alianza entre Francia y España, continuaban su hostigamiento contra la Corona en una serie de agresiones que culminarían, haciendo valer su hegemonía marítima, con la derrota española en el cabo de San Vicente, el asedio a Cádiz el 14 de febrero de ese año de 1797 y con la toma por la fuerza —el 16 y 17 de febrero— de la isla caribeña de la Trinidad, que era dependiente de la jurisdicción de Venezuela, y que sería permanentemente perdida para el imperio español después de que se la apropiaran para la Corona inglesa prometiendo devolverla.
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PRIMEROS INDICIOS Aquí en el Altiplano ya es pleno invierno y sopla un viento frío que escarcha los campos cada mañana. La ingente persecución de los diecisiete fugitivos apaches empieza a complicarse, tanto por lo intrincado del terreno como por la entrada de un norte huracanado que viene del Golfo, que causa neblinas, algunas nevadas y un intenso frío, dificultando enormemente el rastreo de huellas y la simple movilización de la gente armada. Aquel mal tiempo se vio asociado con el brote de una violenta epidemia de viruelas en la ciudad de México que causó cientos de víctimas y que luego se extendió a varias provincias de la Nueva España. Algunos de los rastreadores tahuacanes se habían enfermado y su capitán ya había caído en cama, envuelto por las fiebres, desde el día 14 de enero. Él mismo decía que los indios del Septentrión no estaban acostumbrados a la comida local, demasiado condimentada y “que les había causado empacho”. Y aunque Cosío temió un contagio de la viruela más que un mal estomacal, sus rastreadores sólo decían sufrir los efectos de la altura del Altiplano —que les impedía respirar y “les cortaba el aliento”—. La verdad era que una densa neblina y varias heladas obligaron a la gente de Tulancingo y a los soldados a refugiarse bajo techo dos o tres días, haciendo pequeñas fogatas dentro del gran mesón semiderruido que había sido habilitado como cuartel. Los rastreros, instalados por aparte dentro de un aposento con un brasero de carbón, corrían peligro de muerte en caso de que su fuente de calor se apagara. Cosío, refutando las habladurías acerca de las falsas enfermedades de sus baquianos, procedió a que se examinara y se curara lo antes posible al cabecilla de los rastreros y a algunos de los suyos, cuidándose muy bien de obtener del médico de Tulancingo, el bachiller don Pedro Prieto y Esquivel, del Real Protomedicato de México, una constancia por escrito: Hoy en la mañana —informaba Prieto con una letra cuidadosa y elegante— fui llamado para reconocer y curar a un indio meco que hallé con un dolor cardiálgico provenido de
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indigestión a que vulgarmente llaman empacho, y con un principio de asfixia provenida del gas mefítico o tufo del carbón que había encendido en el aposento donde durmió con algunos de sus compañeros la noche antecedente […] El enfermo rehusó las medicinas y dijo por intérprete que uno de sus compañeros lo curaría […] Va la presente certificación a pedimento de don Nicolás de Cosío.
Efectivamente, la partida de tahuacanes se hallaba también desalentada y desubicada, molesta por una persecución que consideraban que las tropas podían hacer sin su auxilio. Traían entre ellos un curandero y agorero de los suyos, el único en quien confiaban, y reprochaban a Cosío el hacerlos examinar por un médico español o dejarlos a veces a merced de los escarnios de los “soldados dragones”; reclamando a cada rato la posibilidad de que, más bien y ante la ausencia de los evadidos, se les enviara de regreso a sus territorios. A veces, alrededor de una fogata cantaban a capella sus evocaciones —las que acostumbraban en sus mitotes—, acompañadas de palmadas, ingestión de yerbas alucinógenas, gritos ululantes y jadeos rítmicos, inquietando al vecindario y suscitando los comentarios de Viana, quien solicitaba de México permiso para detener “los aullidos de estos lobos…” Pero lo que más llamaba la atención de la llegada a los pueblos de estos soldados, de uniformes unos y de vestimentas estrafalarias otros, con sus “caballos corazas” y un tropel de indios tejanos semidesnudos, era la variedad de mundos que representaban. Y es que en sí mismas, las tropas norteñas llamaban más la atención en aquellas sierras brumosas que cualquier apache que se apareciera por los pueblos; pues con el propósito de proteger y acorazar los caballos, sobre todo de los “varazos certeros” de las flechas de los indios bravos, las cabalgaduras de las milicias usaban de pecheras o cueros adobados curvos, pespunteados con tres hojas, guardándole al animal la mayor parte del cuerpo. Además, con las estriberas grandes de fierro se protegían el codillo y las partes nobles del caballo, dándoles a las bestias acorazadas una apariencia de “armadillos”, como les empezaron a llamar los indios de Zacatlán desde que se presentaron en aquel pueblo. Pero no sólo los caballos de los norteños eran extraños, las mismas tropas
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parecían salidas de otra época, ya que los capitanes norteños y algunos milicianos de los de cuera usaban a veces el cabello largo como los indios de sus lejanas comarcas; adornaban los pretales de pequeños cencerros y cascabeles, y ataban, como amuletos, algunos cueros cabelludos de apache o sartales de orejas de indio bravo —ya secas y curtidas, ensartadas en un alambre—, y a manera de trofeos; usando unos de mallas o cueras y otros de petos y adargas: siendo éstas unos escudos ovalados de origen moro, pintados sobre campo blanco o carmín con el escudo del rey, hechas también de cueros de res endurecidos y muy bien pespunteados que, estando fuera de uso, se cargaban a la espalda o a un costado de la cabeza del caballo.11 Del ixtle de la lechuguilla aquellos hombres del desierto también formaban un peto con una trencilla bien cruzada y entretejida, hecha a modo de un “gabancito corto”: una cuera sin mangas, hecha hasta con siete capas de piel, que les cubría hasta abajo del ombligo y que era harto embarazosa y pesada. Traían sillas vaqueras, unas mejores que otras y según el gusto del jinete, estriberas de fierro, fusil, escopeta, pistolas o trabucos, a veces una lanza larga y siempre una espada o sable adornado con figuras arabescas y unas letras que decían “Por mi ley y por mi rey”. La apariencia medieval de aquellos milicianos de frontera era coronada por unos sombreros de fieltro o “panza de burro”, de ala ancha y a la manera cordobesa, que daban al caballo y al jinete una catadura antigua, extraña y aparatosa. Se entiende así que estaban bien pertrechados para enfrentar una gran guerra… Los militares perseguidores no sólo se distinguían entre sí por su aspecto diverso (“dragones” urbanos a la moda borbona y “dragones de cuera” cual jinetes medievales y amoriscados), sino que también desconfiaban unos de otros, como separados de antemano por enormes barreras de casta y de época. Desde un principio, Viana no dejaba de despreciar a los baquianos de Tejas: les llamaba “los tehuacanes”, cosa que obligó al alcalde de la no tan lejana villa de Tehuacán a enviar una carta al virrey aclarando que en su jurisdicción “no se habían presentado los dichos apaches” y que de allí no se había enviado gente a reforzar la búsqueda por la sierra norte de Puebla. Además, el capitán malagueño veía a estos indios tejanos demasiado desmejorados como para proseguir la cacería y que la efectividad de Cosío estaba en entredicho al
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no conocer para nada la región en la que se hallaban y confiar demasiado en “sus indios”.12 Se burlaba abiertamente de la efectividad y de la movilidad de tales tropas y de sus pesadas cabalgaduras, y más que nada, dudaba de la lealtad de aquellos salvajes flecheros que los acompañaban; “semidesnudos, mimados e insolentes”. Su experiencia en la frontera, en los reales de minas y en el aplastamiento de varias revueltas en la Audiencia de Guadalajara le sugerían que la persecución era un asunto de cristianos fieles, una misión tan importante que no podía ser dejada en manos de los indios mansos neófitos, apenas bautizados, ni de oficiales que día con día se engolfaban en las aguas del mestizaje y la complacencia con toda clase de avecindados de las fortalezas de frontera. Día con día llegaban órdenes desde la capital de salvaguardar el imperio costase lo que costase, de incrementar las incursiones de castigo a los bárbaros y de ejercer la más estricta vigilancia. Era tiempo de tener a toda hora las espadas desenfundadas. Ante las acusaciones de Viana de que la aparatosa batida de Cosío por las montañas aledañas el día 21 había sido un fracaso, el mismo capitán aludido escribió al virrey Branciforte un informe más detallado, justificando además la posibilidad de que los apaches, tal y como se lo sugerían sus guías tahuacanes, ya hubieran abandonado la región dejando a todos en una campaña sin sentido. Allí, insistía en la lealtad de estos rastreadores, su gran capacidad de ventear a distancia la presencia de cualquier fugitivo y de que sus enfermedades eran reales: Resolví —insiste el capitán Cosío en una de aquellas apresuradas misivas— esperar la última partida, aunque me hace creer este silencio que dichos Apaches tomaron el partido de retirarse a sus tierras sin hacer otras hostilidades que las que ejecutaron a los pocos días de su fuga, con el fin de no ser sentidos y marchar con más libertad y menos persecución hasta llegar a ellas. Como deben recalar por Saltillo: hoy me dispongo a salir para aquella villa con los trece Tahuacanes que me acompañan, quienes no me han dado el más leve motivo de sospecha; pues sus enfermedades han sido verdaderas, como consta de la certificación que original acompaño, lo que participo además en fuerza de mi honor y conciencia.
Fue así como el capitán a cargo, decidido a alejarse de las intrigas “del
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señorito Viana”, como le llamaba en sus cartas, y suponiendo de antemano que el virrey aprobaría sus decisiones, salió al día siguiente muy temprano con su tropa veterana y curtida, con algunos dragones que le acompañaban y con sus indios baquianos, alegando que había recibido del virrey “instrucciones secretas” para avanzar al norte con dirección al Bolsón de Mapimí, y esa misma tarde del día 22 (y después de cincuenta y dos leguas recorridas, según él) ya estaba en Actopan decidido a dar una batida por el valle del Mezquital. Llegó al atardecer a esa cabecera regional y se sorprendió de la solidez de sus edificios, en particular del antiguo convento de San Nicolás Tolentino, erigido desde el primer siglo de la conquista. Allí recibió las primeras noticias de que los evadidos habían pasado por la Hacienda de Batha, dejando algunas huellas de su paso y consideró que no era factible salir en su persecución “por parecerme perder tiempo a causa de los muchos días que llevan de ventaja y por caminar en la noche más silenciosos que la niebla”. En este pueblo, sede de una subdelegación, las autoridades mostraron disposición a apoyarlo, aunque era evidente un clima de hostilidad de las comunidades indias hacia el buen cumplimiento de la misión, ya que tenían presente la brutal represión a los acontecimientos tumultuarios ocurridos en abril de 1757, cuando cerca de cuatro mil otomíes rebeldes —la cuarta parte de la población local— asedió a Actopan y estuvo a punto de capturarla desde el vecino cerro del Meje. Aquél fue “un tumulto formal, levantando banderas, tocan-do cajas de guerra, y que, puestos en un cerro muy inmediato a la vista de dicho pueblo, amenazaban con su ruina y destrozo”. La revuelta fue reprimida con extrema severidad y sus caudillos decapitados y desmembrados para escarmiento de los amotinados. Las causas de la insurrección, iniciada desde 1756 en los pueblos de indios de Actopan, Ixmiquilpan, Cempoala, Tetepango y Tulancingo, seguían vigentes, y se debían a la negativa de sus repúblicas de enviar trabajadores forzados a las minas de Pachuca y Real del Monte, como parte de su trabajo comunal obligatorio.13 Estas apariciones sorpresivas y desplazamientos rápidos de los fugados generaban gran inquietud en los pueblos y caseríos, pues traían a su memoria
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antiguas evocaciones de la “guerra chichimeca” de siglos atrás, de cuando “toda esta guardarraya era tierra de frontera y de guerra viva”, y habían sido arrastrados a la desgracia y los sufrimientos de la discordia. En el marco de esta persecución, algunas comunidades de la región sólo tenían una vaga noticia de los “apaches”, casi imaginaria y sólo presente por las danzas en las que participaban como tales en las comparsas y procesiones de las festividades del Corpus Christi. En cambio, los soldados del rey eran reales y presentes, profundamente odiados y temidos por ellos, pues habían cometido desmanes, violaciones y crímenes en los pueblos amotinados años antes, llevándolos por la fuerza a los socavones mineros de Pachuca y Real del Monte, en donde por lo general acababan sus días. Eran los que acompañaban a los cobradores del Real Fisco para exigir con violencia el pago de las contribuciones, decomisar bienes y perseguir a los que se refugiaban en las montañas en los días de San Juan y Navidad para evitar la entrega de los tributos. Es por eso, que como relatan los partes de guerra, muchos pueblos estaban abandonados a su paso, eran caseríos fantasmas de gente humilde que prefería huir con sus bártulos y animales de corral ante la amenaza que para ellos significaba el transitar de los convoyes que perseguían a los fugados. Allí mismo, el capitán Cosío siguiendo en su cacería anotaba en su diario que el día 12 en el rancho de pulques de un tal Francisco Antonio Villaverde, inmediato a la hacienda de Batha en la doctrina de Gueipustla,14 los apaches habían matado una yegua a flechazos y comido parte de ella, llevándose algunas armas, dos barretas de fierro y varias pelotas de lana hilada, además, dejando herido a un vaquero. Otros rumores circulaban de que más lejos, y hacia Querétaro, por el rumbo de Cadereyta y en un caserío llamado La Adarga,15 rancheros del lugar se habían topado con unos “indios flecheros de fiero aspecto” que caminaban con sigilo hacia los lomeríos cercanos. En esa parte del país otomí las montañas muestran diversas edades geológicas, con rocas de colores apenas ocultas por la tierra, altos órganos y una maleza grisácea que cubre las laderas. Los apaches avanzan por ahí como gamos nerviosos, de matorral en matorral, cubiertos a veces por un mar de hierbas en el que sólo sería posible orientarse, para cualquier extraño, con la 105
ayuda de un compás magnético o un astrolabio. Allí descienden con dificultad al curso de un acantilado de peñas erizadas y suben escalando al cerro en donde tendrán tiempo de reconocer todo lo que han sustraído de los ranchos en los últimos días y que llevan como beneficio en varios costales: una talega de casacas, hilos, fajas y cinturones, faldas de filos bordados, mascadas, espejos, cintas de colores y uno que otro sombrero; objetos que en ellos ejercen una fascinación para adornarse, sobre todo en los combates… Uno de ellos se mira en un espejo oxidado que apareció en la galera de un rancho abandonado. Su aspecto, por lo que ve reflejado en la superficie azogada, declara el cansancio y el agobio del camino, persistiendo en su rostro, apenas visibles, las rayas horizontales pintadas con esa tierra amarilla que han traído de la montaña cuadrada. Anochece, y la cumbre desde donde han observado los movimientos de la tropa de Cosío adquiere un tinte rosáceo, ya que el día ha sido de intenso sol; y ahora, con el atardecer, de un color tenue que se refleja luminoso en el cristal. —Ah, si pudiéramos escapar por la luz de este espejo —se dice a sí mismo, mientras dibuja un mapa sobre la arena, calculando la posible llegada al gran camino que los conduzca a la Sierra Blanca, al seno de la tierra que los espera en el retorno de los guerreros triunfantes, hijos pródigos de una ilusión que se mantiene en la memoria como tenue llama encendida. Hasta aquí, el derrotero ha sido tolerable pudiendo evitar los cercos del enemigo, obteniendo carne, ropas, algunos cuchillos y buenas cabalgaduras. Sin embargo, tienen la intuición de que a medida que avanzan, las dificultades se acrecentarán: porque, cuando pensaban que les habían perdido el rastro, el acercamiento que cerros atrás hicieron los prácticos tahuacanes les daba motivos de zozobra; no obstante, sin razón aparente, los baquianos se retiraron cuando ya casi los alcanzaban: ¿mostraban con esto aquellos rastreros un signo de desobediencia o al no dar parte de haberlos percibido querrían más bien acelerar el regreso a sus aldeas?... Lejanos reclamos de trompetas y redobles de tambores hacen percibir la presencia de hombres de tropa en su persecución. Sólo les queda esperar y dilatar la paciencia. Mientras, sacrificarán como ofrenda de buen augurio unas cuantas codornices que han cazado y que las
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mantienen dentro de una pequeña jaula de carrizo. Las dos partidas, que se han vuelto a reunir, han decidido conjugar una sola estrategia de allí en adelante. Alrededor de una tenue fogata afinan su futuro derrotero, cantando e invocando con voz muy leve a sus seres protectores, con un rumor acompasado que recuerda a veces los zumbidos de un insecto. En el horizonte brilla el primer lucero… —Es Nayeneyezgani, el gemelo mayor, el matador de monstruos y dioses extraños. Allí, casi en un susurro, invocan al hijo del agua, al menor, al que venció a un gigante que secuestraba las presas de caza. Conjuran a Usen, la madre tierra— la mujer pintada de blanco— que cuando vino el Gran Diluvio quedó preñada por el agua, acabando así de engendrar al gemelo menor, Kobadjischini, que aún cargaba en el vientre, y que más tarde vencería a los gigantes devoradores atravesando con sus flechas sus caparazones de piedra. —“El cielo nocturno”, revela el canto, “es obsidiana y es espejo”, mientras conciben que tal vez por allí podrían regresar a la tierra de sus ancestros, al recinto sagrado de los cuatro picos del norte que representan la entrada y la salida de su morada… Los luceros, como respondiendo al reclamo de sus hijos, brillan en un cielo negro y despejado. Las aves han sido sacrificadas y colocadas alrededor del fuego, como simple ofrecimiento al gahan de la montaña que las puso a su alcance y que esperan los proteja de aquí en adelante. Las cabalgaduras, después de un nerviosismo inicial, ahora parecen dormitar en calma.
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CAMINO REAL Al principio de ese año una cortina de aprestos de guerra parecía haber caído sobre toda la línea de frontera, pues se había incrementado la vigilancia ante los sobresaltos y los ataques y robos de los bárbaros, de los insumisos así llamados. Misiones y presidios eran ferozmente acechados y los colonos tomaban toda clase de precauciones refugiándose en los lugares mejor protegidos. Esto mostraba la vulnerabilidad de la línea de avance del imperio, del frágil término de la cristiandad en un linde que parecía replegarse ante las ofensivas en el norte. Así que acontecimientos menores, como esta persecución, inadvertida en gran parte de su recorrido, adquirían otra dimensión. De allí que Nicolás de Cosío, deseoso de cumplir la encomienda del virrey, ansiara regresar a sus llanuras a continuar la defensa, no sin antes lograr la captura de aquellas tenues sombras que le quitaban el sueño. —Me duelen los huesos, el pecho apretujado me corta el resuello y al atardecer estoy tan cansado que pierdo todo rastro de hambre —decía para sus adentros—. Hay ratos en que a duras penas subo a la montura, me acomodo en la silla y hago que uno de los guías se adelante para que asuma la tarea de llevarnos por donde ventee la presa… Los insomnios me restan lucidez, aunque sé que cuando uno no puede dormir es que está despierto en los sueños de otra persona… En realidad, su anhelo le hace sortear cualquier desánimo, pues quienes lo siguen muchas veces no perciben este cansancio interno, esta sola posibilidad de no lograr el cometido, la misión que lo mueve como destino final en ese tramo de su vida. Pero pasados estos arrebatos de pesimismo, el capitán retoma el ansia del perseguidor, el alma del rastreador por la que Dios lo había puesto en el mundo: uno a uno iba imaginando el posible itinerario de sus presas, apoyado en las evidencias que sus rastreros decían atesorar para, en cierto momento, caer sobre los fugados. Casi podía imaginar el rostro de cada uno de esos diecisiete gandules, dueños de una altivez que él estaba decidido a domeñar, aunque en eso se le fuera la existencia. 108
En su informe de aquel día 20 de enero reflexionaba acerca de las últimas novedades de sus futuras presas humanas y terminaba diciendo que “combinadas estas noticias con los conocimientos de ser dichos prófugos de la parcialidad mezcalera […] es preciso busquen por lo pronto el asilo del Bolsón”,16 aunque era bastante consciente de que el objetivo de los reos era encontrar la conocida ruta al norte y que “debe inferirse que su marcha la continuarán a la vista del camino, aunque valiéndose del abrigo de los cerros, como acostumbran, y sin salir a Camino Real”. Pasaba entonces a especular sobre todas las posibilidades que los fugados barajarían conociendo, según él, sus propósitos ocultos y lo más recóndito de sus pecadoras almas y voluntades. Fue así como imaginó una posible ruta de huida que iría por el norte de Guanajuato y Zacatecas, o bien, siguiendo el rumbo de San Luis Potosí; así que puso en prevención esta última probabilidad y envío por cordillera algunos mensajes a las jurisdicciones de San Miguel el Grande, el pueblo de Dolores, el valle de San Francisco y las haciendas de Laguna Seca, San Salvador, La Encarnación y el Saltillo; con el mandato de aprehenderlos lo antes posible o de darles muerte si en caso estuvieran a la vista y ofrecieran la mínima resistencia. En la hacienda de Batha, y una vez levantada un acta acerca de los daños perpetrados allí, Cosío y los perseguidores tahuacanes siguieron el día 23 hacia la hacienda de Dorzá, en donde, con el permiso del mayordomo y aprovechando unos amplios corredores, descansaron para evitar estropear la caballada. Fue allí donde, entre todos, percibieron que los perseguidos habían dado un giro para ellos inesperado… La verdad era que las percepciones de Cosío eran equivocadas, pues los apaches seguían otras coordenadas, guiados por las estrellas por el cual decidieron avanzar hacia el poniente con el fin de ganar el camino de Tierra Adentro lo más pronto posible; ganar un trajinado sendero que conocían de antemano cuando meses atrás bajaron en collera hacia México, que habían ido marcando con el desplazamiento de las estrellas y que entonces habían procurado fijar en su memoria en caso de lograr fugarse. El día 24 Cosío y los suyos llegaron a Ixmiquilpan, un pueblo de anchas calles en el corazón del desértico valle del Mezquital; en donde, “a pesar de
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algún dolor en el pecho” que lo obligó a desmontar justo frente a la iglesia de San Miguel Arcángel —la que semejaba una fortaleza—, el capitán decidió, en virtud de las nuevas noticias aportadas por los vecinos, abandonar la salida directa hacia el norte, hacia el famoso Bolsón, descansar un rato rodeado de los vecinos ansiosos de información y partir hacia el cercano pueblo de Alfaxayuca, “con el objeto de llegar a Güichapa [Huichapan] donde tengo esperanzas de hallar algunas señales de los prófugos”. Para esos días, la suerte del capitán de lograr su cometido se acrecentaba, pues Francisco Viana había sido llamado por el virrey a la ciudad de México y, con la conformidad de Cosío, abandonó la búsqueda, dejando a sus dragones distribuidos en algunas cabeceras. Nuevas misiones se le adjudicaron en el norte, desamparando la persecución. Ya instalado en Huichapan, Cosío conferenció un rato con los mandones del pueblo, reunidos alrededor de una gran mesa pulida por el uso y que servía para despachar toda clase de asuntos a la luz de un candil y bajo un ennegrecido retrato del rey. Pasó después a los aposentos asignados guiado por los mayordomos, en un recorrido interminable por los vericuetos de un caserón del centro del poblado. Allí escribió al virrey una misiva apresurada por las circunstancias —por el aviso de la rápida partida de un propio—, en donde justificaba sus cambios de ruta y todas las acechanzas vencidas en el camino. Pasaba entonces al meollo de su carta, quejándose amargamente de la falta de recursos para continuar la búsqueda y del poco apoyo que le daban las comunidades de indios y las autoridades locales, con excepción del alcalde de Tulancingo, quien se había mostrado muy solícito a hacer lo que pudiera. Estos contratiempos dificultaban mucho la posibilidad de su captura: “y aunque mi tropa pudiera alcanzarlos —si ellos se entretuvieran pues avanzan muy rápida y sigilosamente— sería con unos auxilios muy violentos, de los cuales carezco enteramente, a pesar del amplio documento que Vuestra Excelencia expidió a mi favor”. Las quejas justificaban la falta de resultados, pues sólo en Tulancingo había encontrado con prontitud todo lo que pedía. En la Venta de Cruz y en una hacienda que está a cincuenta pasos de ella, no le dieron más de un bagaje y fue preciso avanzar un poco más a pedir auxilio “en un pueblo de
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indios que no guardaba tantos rencores, quienes tuvieron mejor disposición de ayudarnos ‘en servicio al Rey’, como decían”. En el Real de Pachuca, ocupado entonces en la extracción del mineral más que en cualquier problema militar, los auxilios los pidió Cosío a las cinco de la tarde del día 22, y se los entregaron de mala gana hasta las once del día siguiente. A esto se unía el natural cansancio de su tropa y de su caballada… Informaba que “los caballos de la tropa van muy destroncados, a pesar del grandísimo cuidado que he tenido con ellos, y creo no llegarán ni a San Luis Potosí, si acaso tomo esa ruta; y si acaso doblo la marcha por alguna noticia fresca que adquiera adelante, será preciso dejarlos, y en este caso es muy difícil conseguir bagajes para los indios flecheros y rastreros que me acompañan, y para el resto de la referida tropa. Y lo hago presente a Vuestra Excelencia a fin de que sobre el particular se sirva resolver lo que sea de su superior agrado”. Por su parte, los evadidos caminaban serpenteando por un llano de altos matorrales y protegidos por la noche. Divididos en dos partidas pasaron muy cerca de algunas casas de las orillas de Huichapan y luego se adentraron por un cañón semidesértico que los llevó casi sin desviaciones hasta las inmediaciones de San Juan del Río, en donde, al amanecer, sorpresivamente se toparon con el Camino Real. Reconocieron, por los trenes de arrieros que iban y venían subiendo y bajando las lomas, haberlo hallado. A partir de aquí procurarían seguirlo a la distancia, como bien sabían hacer, y sin ser sentidos en la medida de lo posible, de cerro en cerro, tal y como lo imaginó Cosío. El recorrido de los perseguidos había sido bastante azaroso y lleno de obstáculos, ya que la altitud de las lomas y la maleza dificultaban mucho el avance; aun cuando las cabalgaduras respondían bien. La caza había disminuido, pero aumentaban los caseríos y los ranchos —pues era notoria en esa época la colonización interna de varias regiones centrales del virreinato —, algunos de los cuales estaban recién instalados y ocupados por gente migrante de más al sur que se había tras-ladado hacía el Bajío huyendo de una sequía, ranchos en donde —en sigilosas incursiones nocturnas— sustraían gallinas, cerdos, maíz y algo de carne seca. Ya desde su llegada a Huichapan, Cosío había perdido el rastro de los
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apaches, “por cuyo motivo”, anotó en su dia-rio, “de estar dos o tres caballos cansados y continuarme el dolor con alguna más fuerza, resolví hacer un descanso los días 26 y 27”… Fue el tiempo que aprovecharon los fugados para ganar cierta ventaja y avanzar más allá de San Juan del Río.
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SEÑALES Y PRESAGIOS En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, el rastreador da una vuelta en círculo, observa los árboles; desmonta, se inclina a tierra, examina los matorrales y se orienta sobre la altura en que se halla; ventea el horizonte detectando cualquier olor extraño. Y si la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca, y después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún arroyo salado o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse. Él sabe a qué aguada remota conduce un camino: si encuentra muchos senderos él reconoce todos, sabe de dónde vienen y a dónde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los espacios extensos un sendero por donde pueden transitar sin inconveniente. Reconoce el confín, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a trotar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, galopando día y noche llega al lugar indicado. Monta en seguida, e informa a la partida: —Estamos en dirección de tal lugar, a tantas leguas de los poblados; el camino ha de ir al sur o al norte—; y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros. El rastreador, reclutado entre los indios pacificados de las cercanías de los presidios, es el que conoce palmo a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas: sobre todo si se encuentra en los grandes espacios que le son familiares. Es la única brújula en los desiertos del Gran Norte y el único mapa que lleva un oficial de dragones de cuera para dirigir los movimientos de su campaña, siempre a su lado intuyendo cada movimiento del enemigo. Es capaz de leer en los mínimos vestigios —en los “rastros y presagios”, como se decía— toda una serie coherente de sucesos y circunstancias. Modesto y reservado, o desconocedor indiferente de la lengua 113
española —ya que algunas veces es su “amo” el que conoce la lengua indígena—, está en todos los secretos y los altibajos de las campañas, y a veces funge como consejero y confidente del oficial, con quien establece una relación difícil de entender fuera de aquellas soledades amenazadoras. La suerte de la partida está en sus manos, el éxito de una batalla, la conquista de una posición tomada por el enemigo, recaerá sobre él. En ocasiones no corre con la completa confianza del militar que lo recluta, viéndose obligado a ganársela a cada paso: así que cada acto, cada palabra deben tener una coherencia que, fuera de su contexto, olerían a traición. En contraparte, el oficial se ve en la obligación a estar atento a cada movimiento y a cada circunstancia de sus baquianos, pues en las contiendas son como antenas frágiles, sujetos a la menor perturbación: y por eso, si enferman o sufren un accidente, el oficial sabe con certeza lo que esto significa para el éxito o el fracaso de su misión… En estos territorios desconocidos adonde han sido llevados se les hace más difícil su labor, pues se encuentran fuera de su realidad cotidiana. Aquí no es posible conciliar el sueño pues, como guías, se mantienen en alerta continua ante las señales de una tierra extraña. Aunque, como lo harían en cualquier caso difícil, echarán de todos modos un pie a tierra para observar más de cerca la senda que han tomado los fugitivos, prepararán sus armas, se arrojarán por entre las malezas y chaparrales y podrán saber, por algunas plantas holladas, por una huella casi imperceptible, por un girón de ropa o algún tenue olor, si la cuadrilla de indios evadidos pasó por allí, de cuántos individuos se componía, y cuántas horas hace que estuvieron en aquel justo lugar.
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NUNCA SUS DIOSES Allá por el llano abajo, más al oeste del camino real y como perdiéndose entre veredas van las dos partidas. Caminan como sombras y trae cada uno un caballo sin más arneses que un fuste ligero herrado con cueros, o sólo con alguna manta o algún lomillo de zacate sustraído de los ranchos, sujeto al animal a manera de aparejo. Bajo la luna nueva los fugitivos apenas se distinguen como sombras fugaces, pues caminan de noche siempre que han de atravesar algún llano: haciendo alto en las sierras pedregosas donde no se estampa ninguna huella. Desde las alturas dominan y registran la llanura, adonde no descienden nunca si perciben el más mínimo peligro. No hacen lumbre en el día para no ser avistados por el humo, ni de noche por lo que el fuego reluce entre las arboledas, debiendo encender alguna fogata sólo en los socavones o abrigos lejanos de las cimas de los cerros. Algunos marcan a la carrera huellas divergentes para despistar a sus perseguidores; evitando en sus marchas caminar unidos y borrando las huellas tras de sí, para no levantar el polvo ni señalar el rastro. El caso es que ahora caminan hacia lo que, inevitablemente, será un enfrentamiento. Lo saben ellos —lo saben desde un principio— y lo saben también los militares y las partidas de gente práctica que van en su busca. Bajo el mismo cielo de sus perseguidores, en las mismas laderas que compartía con los suyos, buscaba su refugio en su espacio paralelo al que retornaba cada vez que se sentía en mayor peligro. Así, el miércoles 18 de enero fue cuando Juan Alonso Gavilán evocó aquella quimera de la montaña sagrada; vagando por ese cerro desconocido en donde había dormitado en horas del amanecer, encontrándose en espíritu en la cumbre del Capitán, uno de los montes que sostienen al mundo en la lejana Apachería. Desde esa cumbre tuvo la convicción de que nunca el dios de los conquistadores derrotará a los suyos, porque la muerte para los apaches es un paso de transformación para fundirse con el Universo, escapando de los fuegos y los infiernos prometidos por los predicadores, convirtiéndose en estrellas y 115
acompañando al sol en su destino… Y entonces asumió que nunca había temido a la muerte y que tampoco temía entrar con los demás, a pie firme, en esta puerta del futuro. Los cercos se estrechan, las precauciones son cada vez mayores; y como si se avecinara el fin, los acontecimientos también arrecian. Es como ir a ninguna parte y a todas, al mismo tiempo, porque este camino no tiene regreso. Toda esta carrera está predestinada de antemano, pues ya las mismas plantas que han usado para tamizar el alma, aumentan la visión de ese destino inexorable hacia el cual se dirigen con precipitación y entereza. Amanece… y desde esa cumbre que se ilumina a trechos con las luces del alba, a lo lejos se ven varias rancherías, que se perciben mejor por el humo que sale de las chozas: humo de fogón, olor a comida…
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CERTIDUMBRES Y QUIMERAS Hay que decir que al principio de aquella persecución, Cosío había tomado la orden de captura como cualquier otra misión, pero al paso de los días se había ido involucrando en ella cada vez más, hasta casi perder la razón y convertir aquella búsqueda en una porfía que lo atenazaba a todas las horas del día y de la noche… Era un sentimiento que le traspasaba todo el cuerpo y se resolvía en una obsesión por tener consigo a los huidos y poder ejercer sobre ellos su autoridad. Cada paso que daba era angustioso, y satisfactoria cualquier nueva noticia que apareciera conforme avanzaba; y cuando los acontecimientos retrocedían o las autoridades le negaban toda ayuda fingiendo no entender las instrucciones y recomendaciones emitidas por el virrey, las posibilidades se le convertían en un febril desasosiego. Asimismo, se ilusionaba de sólo pensar en el momento de la captura, en la culminación de la misión encomendada que coronara sus andanzas y desvelos. Así, al llegar a San Juan del Río, el día 28 de enero, Cosío entró al pueblo, se dirigió a la plaza con toda su tropa y caballería; desmontó ante la extrañeza de los lugareños y entró a zancadas al edificio del cabildo, siendo allí absolutamente ignorado por las autoridades, quienes —despreocupadas por cualquier amenaza de lo que llamaban “un puñado de indios bravos”— le negaron cualquier apoyo, aduciendo la falta de suministros monetarios que esperaban de México y Querétaro, su capital provincial. Además, resentidos con el virrey, aducían sus derechos de cabildo, siempre pisoteados por la “corte mexicana”, ajena y desdeñosa de sus necesidades. Contrariado, y una vez llegado con su tropa al mesón, arrastró la pluma y se quejó ante el virrey: Y no tengo embarazo en afirmar que el teniente de este pueblo ha tenido muchísima culpa en que los apaches no se hayan aprehendido, a causa de que si me hubiera facilitado los bagajes cuando se los pedí, no hubiera operado en los términos en que operé por su morosidad…
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Inmediatamente, envió la carta con un propio y se dispuso a descansar para partir en la madrugada. Sin embargo, lo peor hasta aquí era que los guías tahuacanes, viendo tanta resistencia de los mismos españoles a apoyarles, empezaron a dudar de su comandante, absolutamente disminuido ante las barreras que la misma administración le ponía, ¿Será que él también resiente el haber abandonado el regazo desértico del norte? Allá, su figura imponía, era el capitán de los presidios, y a ellos les constaba, pero aquí, parecía que un hechizo había anulado todo su prestigio militar, toda la fuerza acumulada en una vida de aventuras y batallas… Estando en estas cavilaciones, Cosío se enteró de que una semana antes, en las cercanías de los Molinos de Caballero, una labor del rumbo de Jerécuaro, los fugitivos, quienes le llevaban dos días de ventaja, habían atacado el rancho El Clarín, aunque se vio obligado a no presentarse inmediatamente en el lugar de los hechos, pues debía pasar a Querétaro al día siguiente en busca de mejores apoyos. Así, lo primero que hizo al llegar a la ciudad fue entrevistarse con el corregidor José Ignacio Ruiz Calado,17 quien lo esperaba con buena disposición y avisado de su llegada, ofreciéndole —éste sí— toda la ayuda que necesitara para el mejor desempeño de su misión y bienestar de su tropa. Después de los saludos protocolarios y antes de pasar al grano, Ruiz le confió que tenía preso a un indio ya viejo, sospechoso de ser apache: se decía que algunos religiosos franciscanos del Colegio Apostólico de Propaganda Fide lo habían entregado ante sus reiterados intentos de nueva fuga, y que, posiblemente, era alguno de los evadidos. “Éste fue reconocido por mí”, escribió Cosío el mismo día 29, “por el soldado de cuera y por los tahuacanes, y según sus señas se tuvo por tal”; a pesar de que, y bien lo sabían él y los suyos, el capturado no era parte de la cuerda fugitiva tan buscada. Se aseguraba que era uno de los evadidos (y esto aumentaría los méritos de Cosío y sus tropas ante el virrey), aun cuando “no se pudo hallar allí intérprete de la lengua apache” y no se pudo saber bien a bien la identidad y procedencia del prisionero. Inmediatamente y superado el asunto, el corregidor lo invitó a su despacho, desplegó un mapa sobre la mesa e hizo gala de todos los
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conocimientos prácticos de su región. Sorprendió a su interlocutor con una larga explicación acerca de las características y los montos de la agricultura de aquella rica cuenca, así como de la producción de los obrajes textiles de la ciudad; en donde, por cierto, al trabajo por deudas sólo estaban sujetos algunos esclavos mulatos y varios indios forzados de la misma región: había sido imposible, a pesar de contar con varios de ellos por temporadas, educar a los cautivos indios bravos del norte para que se sumaran al esfuerzo de los telares. Esa noche, un dolor de pulmones se le presentó a Cosío con más fuerza que antes, una dolencia con algo de fiebre que atribuía a la humedad y que empezó por primera vez a preocuparle, ya que de arreciar, podría dificultar seriamente su empresa y que le retiraran de la misión emprendida. Aquel “aire” le impedía cabalgar por muchas horas, aunque decidió no emitir ningún comentario al respecto y avanzar con su tropa con algo más de lentitud. En la medida en que marchaba hacia el nuevo derrotero de su persecución, Cosío giraba instrucciones a los suyos, evaluaba las posibilidades de movilización de algunas defensas rurales que Ruíz Calado le había sugerido y recordaba las advertencias que Bernardo de Gálvez había dejado escritas en su Noticia acerca de la naturaleza de sus perseguidos, previniendo que: Los apaches son vigilantes y desconfiados: tanto, que por temor de que los españoles u otra nación enemiga de ellos les acometa, mueven casi todos los días su campo de un sitio a otro, viviendo en continua peregrinación para no dar tiempo a ser espiados o reconocidos. Sufren la sed y el hambre mucho tiempo, llegando a verificarlo en cinco o seis días, sin que la falta de alimento cause una decadencia notable en sus fuerzas. No creo que sea menester citar otras menudas circunstancias. Bastan estas principales del carácter y naturaleza de estos indios para conocer que esta nación, por constitución, es la más apta para la guerra.
Y es que la nación apache —más que otras del Septentrión novohispano — conoció en estas décadas todas las ansias, todas las angustias, todos los agobios del alma y del cuerpo, los terrores más profundos y más viles; bebió
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el cáliz de su existencia hasta la última gota. Ejerció también, en contraparte, algo que Cosío sabía perfectamente: la violencia y el odio más extremo contra sus enemigos, usando sus propias armas y las del invasor. Padeciendo años de guerra y de desarraigo, aprendió el arte de soportar con ánimo paciente y tenaz todos los sufrimientos del mundo y esperar siempre el momento propicio para revertir cualquier situación desafortunada, mientras aguardaba en la más grande y difícil de las esperas. Pero a veces esa voluntad y paciencia parecía a todas luces incomprensible, inaceptable e injusta… De allí nació una resistencia violenta que sorprendió incluso a los más aguerridos de sus perseguidores. Es por eso que el virrey Bernardo de Gálvez, y después de su propia experiencia de atrocidades en el norte, se atrevió a decir que “los apaches hacen la guerra por odio o por utilidad; el odio nace de la poca fe que se les ha guardado y de las tiranías que han sufrido… con ejemplos que es vergonzoso traer a la memoria…” Así que había que prepararse para las futuras batallas, ya que un solo y pequeño grupo de apaches, por exhausto que se hallara, resultaba ser un enemigo difícil de vencer, y eso no lo entendían “los soberbios militarcillos afrancesados de estas cómodas jurisdicciones…”, que por lo demás —una vez que Cosío se les separó—, ya se habían retirado a la capital por la falta de resultados. Lo mejor, pensaba (y se lo comunicó al virrey), sería apoyarse en las tropas locales —y de preferencia en el común de los pueblos conocedores de sus regiones— y formar con ellos un ejército de voluntarios en dondequiera que los enemigos se presentaran o se hicieran visibles. Hasta aquí todo indicaba que los apaches se movían hacia Celaya, por la banda del poniente del camino real —en la parte sur del Bajío—, y hacia allá dirigió a su tropa y las esperanzas de mover a los pobladores y ponerlos en pie de guerra. Aunque a esas alturas de la búsqueda, en virtud de varios incidentes, ya había perdido toda esperanza de que sus guías tahuacanes le fueran útiles en las acciones por venir. Mientras, las dos partidas de fugados seguían sin sufrir ninguna baja; aun cuando tuvieron que continuar más al poniente debido a la persecución que la gente de Cosío efectivamente les hacía, empujándolos sin saber hacia el rumbo de Celaya y obligándolos a cada vez mayores precauciones. Lo que se
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infería desde los pueblos era que durante la noche la banda apache avanzaba dividida en dos (un testimonio dado desde Tlaxcala así lo indicaba también), aun cuando un silencio demasiado profundo para que pareciese natural continuaba reinando en toda la región. Fue así como, en esa parte de la persecución, los fugitivos ya habían alcanzado dimensiones imaginarias entre la población, pues los murmullos y habladurías de una extensa región entrelazada por vínculos de comercio y parentesco iban haciendo crecer la figura de los fugados, empujándolos poco a poco al mundo prodigioso de las creencias portentosas, cubriéndolos de extraños e inesperados atributos. Su presencia se percibía por todo el Bajío y hasta más allá de San Juan del Río, pues en varias ocasiones figuras espectrales caían de noche sobre los ranchos y con mucho sigilo se llevaban de los bramaderos los caballos que estaban amarrados o descansando en sus caballerizas. Y por más que se velaba de día y de noche, los rancheros y paisanos no dejaron de sufrir, según ellos, pérdidas de todo tipo, hasta de carne seca que dejaban en los colgaderos, sin encontrar al día siguiente huellas, ni de lo robado ni de los ladrones. Además, los caballos que no eran hurtados amanecían sueltos y con las crines y las colas trenzadas por manos hábiles y desconocidas —como las de los duendes caseros que habitaban la región—, lo cual hacía más misteriosa la posible presencia de aquellos perseguidos. En La Noria, los rastreadores locales aseguraban que los tan buscados apaches serían como soplos, pues no quedaban de ellos huellas de pisadas, ramas rotas, ni ninguna evidencia que permitiera seguir sus pasos. Otros rancheros del camino a Celaya atestiguaban haber visto por lo menos a dos partidas de flecheros ocultándose en algún tupido bosque de las inmediaciones o cabalgando al atardecer por los cerros, y que al andar bajo los rayos tangenciales del sol poniente, sus sombras gigantescas se proyectaban en el llano. Una tarde, en un pueblo vecino a Celaya apareció “una nube roja que se movía al compás del viento”, una gran migración de pájaros que, al volar en grupo, formaban las más extrañas figuras a contraluz del atardecer, “anunciando de seguro algún mal suceso”.
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EL VUELO Preocupado de cada detalle de esta persecución, el virrey ordenó que el indio preso en la Corregiduría de Querétaro fuese conducido a México con una partida del Regimiento de Dragones de España. Se supo también, a pesar de lo dicho por Cosío y su gente, que el cautivo no era de los fugados sino un cacique y conocido hechicero de los aracates, que al igual que los apaches eran “una de las naciones más atrevidas y corsarias de la Nueva Santander”.18 Que, escapado días antes de una collera, había ido a parar a los alrededores de la ciudad en busca de comida y agua, donde lo aprehendieron dos soldados que se dirigían hacia el Camino Real. Entregado a los frailes franciscanos del Colegio Apostólico para su posible reconciliación —pues allí se preparaban los misioneros mendicantes que partirían a la conversión de los bárbaros del norte—, éstos habían decidido entregarlo al Corregidor para que dictaminara su suerte final, ya que no contaban con ninguna prisión que fuera segura y el prisionero se desentendía cada vez que trataban de inculcarle los principios de la doctrina cristiana. Cumpliendo esta Ordenanza y habiendo emprendido la ruta a la capital, marchaba la partida de diez soldados en dos hileras, y de noche en una sola fila y con el mayor silencio. Y ya sea que caminaran por tierra llana o por sierra, ellos ni sus cabalgaduras se debían estropear, sino que debían marchar al paso regular y natural, llevando en este caso al prisionero al mejor resguardo para evitar su fuga, pues ya se sabe “que estos bárbaros aprovechan cualquier distracción para tomar las de Villadiego”, como acostumbraba decir Cosío cada vez que se le fugaba algún indio cautivo. En esta brigada el oficial a cargo era muy estricto —según después se supo—, precisamente para evitar bajas y contratiempos, o “para cuidar a su tropa”, como él mismo decía. Iban además los soldados bien sabidos de que en estas campañas “no es bueno comer, dormir, toser, estornudar, gargajear, hablar en voz alta, beber, chispear lumbre, orinar o mandar el cuerpo sin licencia de sus jefes”. Y quien lo haga sería debidamente castigado, como se lo advirtió el cabo Luis 122
Bernardi, que así se llamaba el oficial a cargo. Por lo general, de noche acampaban dispuestos en media luna, y era difícil que nada ocurriera por la mucha vigilancia de los que velaban a los otros y a la caballada, generalmente durmiendo alrededor de una fogata, pues estos llanos y esta época del año son muy fríos. “Pero nos falta decirles —aclara uno de los informes de aquellos días— cómo han de formar el medio círculo o media luna donde hayan de parar: allí hace el sargento o el cabo su media luna y, arrendando el caballo sobre su mano derecha, los requiere con esta voz: —¡a la derecha y caras afuera! Así queda toda la partida dispuesta en forma de media luna y el sargento concluye con esta voz: —¡Pie a tierra!” Pero ya casi llegando a Tepeji, la única novedad y distracción de los soldados era la compañía de su prisionero, que según creían iba bien custodiado y, a juzgar por su conducta, resignado a su suerte. Iba imitando los cantos de los pájaros y los ruidos de otros animales, lo que divertía mucho a la partida. El caso es que a las pocas horas de conducirlo ya había establecido cierta cercanía con sus guardianes, tratando de hacer más llevadera la marcha a su destino. Al acampar, y ya entrada la madrugada, instalados sobre el borde de una barranca, un soldado le insinuó “que imitara el canto del tecolote” tal y como venía haciéndolo en las obligadas paradas de descanso; a lo que el cautivo a señas pidió que le soltaran las amarras de los brazos; al hacerlo, allí mismo recogió unos cañutos y unas plumas que se hallaban dispersas por el suelo, “que bien a bien no sabemos cómo aparecieron allí” —decía después Bernardi en su parte de guerra—; plumas que al frotarlas entre sus manos se empezaron a multiplicar y a ordenarse en forma de alas. Levantó los brazos y lentamente empezó a agitarlos, y con sus piernas arrancó a correr con ritmo lento y a ulular a modo del búho nocturno. Abrió los ojos con desmesura, y ante la sorpresa de sus guardianes, su cuerpo se llenó de plumas. Levantó el vuelo de improviso dando unos ruidosos aleteos que causaron una oscuridad repentina, pues casi apagaron las llamas de la fogata. Tomando velocidad y como un relámpago rodeado de las chispas de aquel fuego, atravesó el campo de la media luna, cruzando la barranca como una fugaz sombra; volando cada vez más alto, desapareció en la penumbra y dejó a los soldados burlados en la oscuridad de la noche.
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Firma de Manuel de Flon y Quesada, conde de la Cadena, gobernador e intendente de Puebla
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1 José Hermenegildo Sánchez, Crónica del Nuevo Santander [1803], CONACULTA,
México, 1977 (Colección Regiones). 2 Este Manuel de Flon y Quesada, a pesar de la relativa humildad y reverencia con que
engalanaba la redacción de sus cartas, tenía también una experiencia anterior con los apaches, lo que le daba cierta autoridad en ese momento como para decir que los evadidos habían cometido asesinatos; lo cual era absolutamente falso. 3 Un pueblo ahora llamado Tzompantepec, cercano a Huamantla y de la jurisdicción de
Tlaxcala. 4 El cotense era una tela gruesa de cáñamo. Originalmente fue fabricada en Coutances,
puerto de Normandía, de donde procede el nombre. 5 “El indio en general es de un temperamento sano por la dureza en que se cría y la
simplicidad de los manjares con que se alimenta”, decía precisamente Bernardo de Gálvez en su Noticia y reflexiones sobre la guerra que se tiene con los indios apaches en las provincias de Nueva España, un texto redactado en Chihuahua hacia el año de 1770, “nace y vive en la inclemencia, de que resulta que su cuerpo curtido en la intemperie es casi insensible, tanto al frío penetrante como al calor ardiente: su cutis tostado le es de más abrigo y defensa que a nosotros los tejidos más compactos: su alimentación es invariable, debiendo a las frutas y carne asada su única continua subsistencia. De esta uniformidad de principios y el incesante ejercicio de la caza y de la guerra depende la robustez de que goza.” 6 Este Regimiento fue formado en Veracruz en 14 de noviembre de 1764, con parte de
la tropa y oficiales que vinieron de España y que se mantenía sobre el pie de ocho compañías. En febrero de 1765 se aumentó con cuatro compañías más. Estas doce compañías quedaron constituidas en tres escuadrones. El primero y segundo escuadrón fueron estacionados en México y el tercero en Jalapa. Envió este regimiento un piquete a la campaña de Sonora y el coronel del regimiento, don Domingo Elizondo, fue el comandante de aquella expedición. 7 Los tahuacanes o tahuacanos (en realidad conocidos como tawakonis) se extinguieron.
Al parecer hablaban una lengua cercana a la de los wichita, de la familia lingüística caddoana. Eran aliados de los wacos (Waco, Texas) y provenían del río Arkansas, más al norte, aunque para finales del XVIII se ubicaban en el río Brazos, cercano a San Antonio de Béjar y al lago Tawakoni. Habían establecido una alianza con los españoles, quienes los usaban como guías e intermediarios del comercio con la Luisiana. Los ingleses los llamaban por onomatopeya “Three Canes” y los franceses “Trois Cannes” [trwa kan]. 8 Nicolás de Cosío: “Diario seguido en la marcha que por orden del Excmo. Virrey
Marqués de Branciforte, comunicada por el señor Brigadier Juan José Antonio Rengel,
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emprendí desde México el 11 de enero de 1797 con un sargento 1º, ocho Dragones, 13 indios auxiliares de la Nación Thahuacana, un intérprete y un cabo de la 3ª. Compañía del Nuevo Santander, en persecución de los Apaches…” (AGN, Indiferente de Guerra, vol. 77). Salvo aclaración en contrario, la mayor parte de las referencias entrecomilladas están tomadas de aquí y de documentos que acompañan a este texto en el mismo legajo. 9 Unos 1 085 kilómetros desde México a Tulancingo, Huichapan, San Juan del Río,
Querétaro, Celaya, Yuriria y de regreso a México; más o menos igual a la distancia entre la ciudad de México y Culiacán, Sinaloa; lo cual resulta algo exagerado a pesar de lo errático del recorrido de los perseguidores. 10 Las más conocidas para los mezcaleros en cualquier lugar que se encuentren son el
laurel de montaña o “frijolito” (Broussonetia secundiflora), el peyote (Lophophora williamsii) y los frutos rojos del garambullo (Opuntia leptocaulis). Sobre el peyote, un cactus alucinógeno, apunta el padre Morfi en su Diario que “preparada de cierto modo les embriaga al exceso; se servían de esta composición sus sacerdotes para entrar en furor y profetizar a su antojo”. 11 De hecho, los apaches en el norte habían aprendido a elaborar estos escudos o
adargas de doble cuero: aunque las suyas eran un poco más grandes y circulares, decoradas con la imagen del sol, la Madre Tierra, los puntos cardinales o algunos animales considerados mágicos, como el ciempiés. 12 Después de las batidas, y en las fogatas nocturnas, los soldados de Viana se divertían
cantando algunos sonecitos de la tierra, pavoneando unas tapas de madera como si fueran adargas y tratando de imitar la voz impostada de Cosío y su conocida debilidad por las jóvenes indias: “Indita, yo te daré/ para que compres huaraches, / pero si te vas conmigo, /a pelear con los apaches…” 13 Llamado cohuatéquitl en lengua mexicana. Cf.
Civil, vol. 241, exp. 1, 1757; AGN, Criminal, vol. 290, exp. 2, 1756-1757. Datos sobre el tumulto de Actopan proporcionados por Rodrigo Perujo (Posgrado en Historia, Filosofía y Letras, UNAM). AGN,
14 Hoy es el pueblo de Emiliano Zapata, o ex hacienda de San José Batha, en
Hueypoxtla, Estado de México. 15 Hoy es el rancho La Adarga, en el municipio de Cadereyta, Querétaro. 16 El Bolsón de Mapimí, entonces casi deshabitado, era el oasis de refugio de varias
naciones indómitas: es la actual zona conurbada de la Comarca Lagunera, Torreón y Gómez Palacio, entre los estados de Durango y Coahuila. “El Bolsón de Mapimí”, decían en la época, “es la boca que vomita naciones bárbaras y crueles”. A mediados de los años 1760, los apaches habían consolidado tres grandes rutas en sus asaltos a la Nueva Vizcaya: la del noroeste, desde Janos y Casas Grandes; la del norte, atravesando El Paso y
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Encinillas, hasta la villa de Chihuahua; y la oriental, partiendo del Bolsón de Mapimí hacia los ríos Florido y Conchos. En 1778 el virrey marqués de Croix le decía a José de Gálvez que “los de la Nueva Vizcaya tienen el padrastro más formidable en el que llaman Seno o Bolsón de Mapimí, ya que los enemigos aparecen o desaparecen como el flujo y el reflujo del mar…” 17 José Ignacio Ruiz Calado fue el primer corregidor de letras de Querétaro, nombrado
por el virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo, en 1794. Permaneció en el cargo hasta su muerte en 1801. Su labor en los ramos de orden público y salubridad es poco conocida, a veces confundida con la de su ilustre sucesor, el corregidor Miguel Domínguez. 18 Los aracates guerreaban en el centro norte de la Nueva Santander (Tamaulipas). Los
de la sierra fueron reducidos por un tiempo en la Misión de Palmitos y Villa de Santillana, así como en la Misión del Enfiesto, al noreste de la Villa de Altamira; los “aracates costeños” en Soto la Marina. Generalmente robaban caballos y armas y varios de sus jefes fueron deportados a Veracruz y La Habana.
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IV. BATALLAS EN TIERRA AJENA La única manera de sobrellevar la desdicha es interpretándola. ELIAS CANETTI, El suplicio de las moscas
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LA IMPACIENCIA DEL CAZADOR El capitán perseguidor Nicolás de Cosío, obsesionado en aquella montería, no sabe con precisión cuántas son las sombras que con tanta tenacidad rastrea. En su cabeza, la imagen de los acechados, en lugar de aclararse se desdibuja al paso de los días escapando a su razón y a su entendimiento. Durante sus insomnios, los bárbaros que persigue aparecen a contraluz, con enormes cornamentas, con espejos y lanzas en las manos; olfateando su llegada y escapando por el desierto, obligando a caracolear sus caballos y saliendo en fuga como siluetas de demonios esparcidos por la llanura, mientras sus guías, desconcertados, no reaccionan ante las circunstancias… En sus quimeras no distingue rostros ni cuerpos precisos sino sólo espectros que se mueven de una parte a otra. Eso le inquieta, pues según su prestigio en el norte, en donde había participado en tantas campañas exitosas contra los bárbaros, alardeaba de conocer todas las estrategias de guerra que ponían en práctica y de distinguir a distancia la nación a la que pertenecía cada guerrero sólo por las figuras y colores marcados sobre su cuerpo… Pero la búsqueda se precipita y se cristaliza en la bitácora que llevan los oficiales del cabildo de Querétaro para informar al capitán Cosío y al virrey. En ella se le hace saber que “tres presuntos apaches asaltaron a unos arrendatarios mientras descansaban a la sombra de unos árboles del camino”, apenas en las inmediaciones de la ciudad, robándoles sus caballos, algunos cuchillos e hiriendo a una mujer que se resistió al ataque. Informan con detalle que desde un rancho cercano se oyó un disparo seco, hecho por un vecino, y algunos gritos aislados mientras los atacantes desaparecían a gran velocidad internándose de nuevo en el matorral. Poco después de aquel aviso, dos soldados entran atropelladamente al aposento que le sirve de cuartel y le informan que el 20 de enero una pequeña partida de los gandules en fuga sorprendió en la noche a un grupo de soldados que habían sido enviados como refuerzos de la cacería y que acampaban cerca de Querétaro. Éstos, por el cansancio de la jornada, cayeron en un sueño profundo y el mismo recluta encargado de la guardia terminó por
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dormirse “presa de un extraño sopor”. Los apaches se habían acercado a su campamento arrastrándose por los matorrales sin ser percibidos, introduciéndose sigilosamente por el monte bajo, deslizándose como las serpientes, estirándose y encogiéndose mientras avanzaban a ras del piso. A la mañana siguiente, los militares advirtieron que habían sido despojados de dos fusiles, unas cuantas balas y una mula; incluso, parte de la comida que traían desapareció de los morrales sin que se hubieran percatado de nada. —Es así como atacan —masticó Cosío—, roban y luego se esfuman, con habilidades animales para escabullirse, como arena que se disuelve entre los dedos, como peces que se resbalan de las manos una vez atrapados… Cosío hacía memoria que desde años atrás Bernardo de Gálvez alertaba en su Noticia acerca de la habilidad y destreza con que los apaches ejecutan sus golpes y sus ataques, “y las mañas de que se valen para su logro: embadurnándose el cuerpo y coronándose la cabeza con hierba, de modo que tendidos en el suelo parecen pequeños matorrales”. Decía que “de este modo y arrastrándose con el mayor silencio, se acercan a los destacamentos hasta el punto de reconocer y registrar el cuerpo y la ropa de los soldados que duermen. Y al mismo tiempo que están en esta silenciosa tarea, se comunican recíprocamente por medio de infinita variedad de voces que contrastan exactamente, imitando el canto de las aves nocturnas, como lechuzas o tecolotes, o como el aullido de los coyotes, lobos y otros animales…” Es hora de partir y Cosío y los suyos montan a toda prisa, pues es necesario llegar a Celaya, hablar con el subdelegado —un hombre instruido, según le advierten—, y organizar allí la movilización de los vecinos, de los conocedores de la región. Algo en que ya se ocupa la autoridad preparando su arribo. Casi al atardecer, han tomado un descanso a la vera de un arroyuelo y sus soldados han desmontado: los guías se reúnen en grupo, separados de los demás, comunicándose en su lengua mientras comen algo que han sacado de un morral. Pero él permanece sobre el caballo con el viejo mosquete sujeto a su espalda, adarga en mano y perdido en sus cavilaciones, tanteando el terreno como lo harían sus baquianos, mientras por su cabeza desfilan órdenes, contraórdenes y ordenanzas de letra abigarrada y pequeña.
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LA CAPTURA DEL VIENTO Uno de los destinos del guerrero es saber la caza del venado… Saber leer las marcas de su presa, saber cómo pisa, cómo es su huella y si es macho o es hembra… tienes que conocer al Gran Hermano, advertía el Soñador, mientras sentado al lado del fuego enderezaba los mimbres que servirían para armar las flechas… El resto del grupo escuchaba al arquero con atención y en silencio. Tienes que saber sus costumbres, saber cómo camina y por dónde dejará su pisada. Te pones junto al agua, junto al arroyo y te agazapas bien, según la dirección en que el viento corra, y que tu cuerpo esté contra la parte posterior del animal para que no alcance a ventearte… Te quedas inmóvil después de haberte quitado todo olor humano, después de haber engrasado tus piernas con la misma grasa del animal, después de guardar abstinencia y ayuno, para que tus teguas te permitan andar en silencio si acaso tengas que caminar por el bosque. Ya oculto en el lugar preciso, pueden pasar muchas horas y tendrás que mantenerte inmóvil. Así estarás unido a la tierra, enterrado, con la tierra encima y la cabeza viendo, junto a un arbusto o con un matorral encima mientras tu cuerpo está hundido en el inframundo. Pasarán muchas horas sin comer y aguantando la sed, mientras las culebras, los alacranes y los ciempiés caminan sobre ti. Si vas a usar las flechas, sostienes el arco con la mano izquierda; para que cuando ataques puedas utilizarla con certeza y dar en el blanco. O bien, cuando lo tengas cerca, cuando se distraiga y mueva la cabeza, lo alcances por detrás y de un solo golpe la doblegas, hasta que el cuello se ablande y deje de tirar patadas que puedan ser mortales, es la razón por la que nunca lo acometerás de frente. Al caer muriendo, el animal todavía conserva su aliento. Entonces te acercas a su boca y le chupas su viento, su aliento vital; y tiene que ser el último viento porque en ese viento lleva la fuerza de su vida y el espectro de su alma. Cuando hayas aspirado y tragado ese aliento, tienes que reverenciar al animal por su valor y ligereza. Es cuando se ejecuta el canto para honrar a la presa, destacando su fuerza y 131
sagacidad, mientras algunos puñados de tabaco se dispersan en las seis direcciones. En ese instante le pones la séptima fracción de tabaco picado junto a la cabeza y le rezas dándole las gracias, para honrarlo, revestirlo de honor, y que en el futuro no te inflija. Al oído le trasciendes que su carne servirá de alimento de los tuyos. Tratarás a su cuerpo como si fuera el de tu propio hermano. Le retirarás la flecha con que lo has herido de muerte, pues luego te servirá de protección, porque tiene su sangre. Lo desangrarás en el lugar de su muerte, retirándole las entrañas y quitándole los pulmones, final aposento de su respiración; y los pondrás con reverencia en la tierra, pues allí habitó el último aliento que no es tuyo sino del Dios supremo, el que inicialmente creó todas las cosas…
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OFICIO DE SILENCIOS Desde la cumbre de un cerro, desde donde las nubes empiezan a descender, los escapados hacen preparativos: ruegan al Gran Misterio mediante el ayuno y la oración, dispersando a los cuatro vientos el humo del tabaco y repasando los principios de la caza que son los de la guerra. Juntan los mimbres que han dejado secar por días para hacer sus armas, compuestas ya con las puntas de fierro que han venido afilando a lo largo de toda la travesía. Se aprestan las aljabas de gamuza, se preparan las ofrendas: una piel de caballo teñida de rojo, otra de becerro, pequeñas bolsas de tabaco y unos trozos de corteza: todo atado en un fardo que se cuelga de las ramas de un árbol en el espacio sagrado de la cumbre. Ajustadas en forma de mariposa o de mosca, se añaden a las flechas las plumas en la parte trasera para darles velocidad y rumbo… Se atavían las lanzas de caña de otate, en cuya punta se amarran algunas bayonetas que traen desde Plan del Río y de otros rescates que han hecho en el camino, pintándolas de rojo y azul y adornándolas, como ahora lo han hecho, con dos plumas de águila amarradas cerca de la punta. Lanzas del tamaño exacto para el combate cuerpo a cuerpo. —Pisamos huesos, sangre seca, despojos de eternos fugitivos… — exclama el chamán, el Soñador… Danzan frenéticamente en círculo, eliminando en el sudor todo mal corporal, para que su purificación les permita acercarse al Gran Misterio, invocando al Señor de la Casa del Trueno, al que agita las alas, al espíritu del oeste, llevando en su interior la medicina de combate para así llegar fortalecidos a las batallas por venir… Porque al amanecer los espíritus son penetrantes, durante el día languidecen y al atardecer vuelven a su casa y es el momento en que se puede robar al enemigo su espíritu y quitarle su destreza. Igual en el combate: deja que tus enemigos se fatiguen, espera pacientemente hasta que estén en desorden o se sientan inseguros; podrás salir entonces y caer sobre ellos con ventaja… Empieza un tenue canto, casi inaudible, mientras los guerreros consagran 133
las armas alrededor del fuego e inician la danza de los dueños de la montaña —gahan bagúdzitash—, evocando el dikohe, el noviciado que efectuaron cuando recién salían de la adolescencia. Con los restos de las copas de algunos sombreros que han obtenido en los ranchos aparejan las cofias que ahora llevan atadas en la cabeza, ornadas con palos que representan el relámpago para protegerse contra los espíritus malignos. Mientras la danza gira entran a la ceremonia por el oriente los cuatro gahan de los puntos cardinales, ataviados con faldas cortas y mocasines. El que hace de oficiante canta intercalando frases con ruidos que imitan la flauta y el tambor, sacando de su ámbito a los espíritus que les puedan ser adversos. Son doce los cantos sagrados de la guerra y acaban cuando el fuego ha casi terminado por extinguirse. Poco a poco, y extenuados por la fuerza del rito, los hijos del desierto descansan sobre la hierba… Al caer la noche, a la hora en que la luz del sol principia a ceder frente a la oscuridad, se oyen a los lejos, hacia Jerécuaro, los gritos de los vecinos “de razón” e indios de comunidad que han sido movilizados para perseguirlos… En la lejana cumbre quedan de pie las cuatro ramas secas que sostienen las pieles ofrendadas y las bolsas de tabaco consagrado; las ofrendas a los misteriosos, infinitos, incomprensibles poderes del cielo y la tierra. En el llano, la otra cacería ha comenzado.
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UN PASO ATRÁS Intentando hacer una pausa para regresar un poco la historia y visualizar algunos escenarios que en esos años se precipitaron en la Nueva España, conviene aquí detener el curso de nuestro relato para tratar de historiar el contexto general en el que se dieron estos sucedidos. Consideremos que mientras la persecución de los apaches se despliega — en esos tiempos de crisis, sequías y pestes—, la situación en el norte es caótica, el gran imperio parece haber extraviado el rumbo y las Indias se han convertido en un laberinto. La Corona ha perdido terreno y se repliega ante las acechanzas de sus enemigos, que son muchos, para replantear las fronteras y marcar para el futuro los despojos de lo que a la postre quedará de todo aquel intento. La política de defensa imperial y el avance hacia el norte se han detenido del todo, o se han diluido en un océano de malentendidos y falsas estrategias planteadas desde Madrid y desde México. Así, las más desatinadas acciones de colonización y arraigo, la política de exterminio y deportación de los indios bravos, son como palos de ciego ante una expansión incontenible de los anglosajones hacia el sur, precedida de las diversas naciones indias que irrumpen en primer plano —presionados en su retaguardia—, rompiendo en pedazos la línea de presidios, minas, pueblos, misiones y haciendas: causando el despoblamiento prolongado que precederá a la pérdida de aquellas Provincias Internas del Norte, luego de ser por dos décadas, y desde 1821, fugaces estados de la federación mexicana: antes de su asociación forzada al concierto de los Estados Unidos de América como parte de sus estados sureños, de su sujeción al ascendente país de los anhelantes buscadores de oro anglosajones, los que a su paso devorarán para sí incluso el nombre de un continente: América. La gran estrategia borbónica ha fracasado, y empezó a hacerlo desde la irrupción inglesa en la Florida, Cuba y las Filipinas, en 1762; que si bien luego se contrajo, marcó para siempre la hegemonía financiera de Londres sobre el conglomerado español en su conjunto: en una situación luego 135
afianzada en la batalla naval de Trafalgar y en el apoyo inglés a las independencias de la América española. Al mismo tiempo, a fines de siglo, la Corona se entregaba a una fugaz e inútil alianza con Francia, mientras los colonos franceses avanzaban desde la Luisiana y armaban a los indios bravos para hostigar al imperio. En la Alta California merodeaban los rusos, y toda la estrategia de los Gálvez terminaría siendo sólo funcional para los rebeldes norteamericanos y para lo que luego serían los Estados Unidos. Para los años 1796 y 1797, varios acontecimientos estratégicos en el continente y el Caribe dan el contraste del sinsentido al episodio trágico que hemos venido relatando… En 1796 España volvería a entrar en guerra contra Inglaterra y una vez más los ingleses bloquearían el Atlántico. Por una ordenanza real de 1797 se abrió a los extranjeros el acceso a las posesiones ultramarinas al permitirse que los barcos de las naciones neutrales comerciaran con la América española, mientras los más beneficiados serían, otra vez, los norteamericanos. En el Caribe, y en particular en Cuba, la industria azucarera demandaba cada vez más fuerza de trabajo, intensificándose desde entonces la trata negrera y el incremento de la esclavitud bajo los requerimientos y la demanda del mercado mundial. Pero todo este derrumbe pasaba, hasta cierto punto, inadvertido en el Bajío, justo en donde se desarrolla esta historia, pues el crecimiento de la producción minera, el desarrollo de la agricultura y de los obrajes textiles parecían borrar —para quienes se desempeñaban en su interior— todo rastro de decadencia y zozobra: la vorágine de aquel capitalismo desbordado disipaba, sobre todo para sus beneficiarios, cualquier motivo de preocupación. Ante todo esto, los militares que habían hecho de la guerra apache un modus vivendi, difícil de sostener en el norte para acrecentar sus propios intereses, se veían aquí, en pleno centro vital de la Nueva España, persiguiendo a un pequeño grupo de fugitivos como si se tratara de una gran guerra de posiciones. El reino de la insignificancia llenó de tinta en esos dos años resmas de papel sellado, alimentó sueños y desvaríos, movilizó tropas y voluntarios, justificó la más brutal de las violencias y, a la postre, se quedó con un puñado de arena en las manos, un residuo que disminuía y se diluía a
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gran velocidad, mientras la futura guerra civil de independencia se maduraba día con día.
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EL MAPA DESPLEGADO El capitán Cosío observaba sobre una mesa el mapa muy puntual de la región del Bajío que le entregara personalmente el virrey marqués de Branciforte, acompañado de una relación o Noticia sucinta de la provincia de Querétaro elaborada seis años antes por el que ahora, siendo su alférez real, ostentaba el cargo de subdelegado de Celaya: don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri, alguien con quien Cosío estableció una estrecha relación desde que llegara a esa villa el 21 de enero y se entrevistara con él. El subdelegado era, además, dueño de la hacienda de Juriquilla y —con el tiempo— uno de los más tenaces conspiradores de Querétaro en los inicios de la guerra iniciada por el cura Hidalgo en 1810.1 Una pronta afinidad los acercó desde que se conocieron en aquella nublada tarde de enero, entrelazándose allí el futuro de ambos. También pudo el capitán esclarecer muchos detalles del mapa con las explicaciones puntuales del alférez real. Así que juntos elaboraron un detallado plan de captura, que consistía en rastrear a los apaches en las guaridas en donde estaban agazapados en la región. Al parecer, y en eso coincidieron, una persecución eficaz sólo podía ser organizada por los justicias o alguaciles y por los gobernadores de indios: “los únicos a quienes la chusma del valle parecía obedecer”, como decía Septién, recordando que gran parte de esos vecinos y pobladores, generaciones atrás habían sido infieles y largamente rebeldes a la Corona y a la fe de Cristo, y que con los remanentes de los vencidos chichimecas, y de los indios leales que los combatían, se habían fundado las ciudades y villas del rumbo: Querétaro, Celaya, Salvatierra, León, Salamanca y otras. Así que por primera vez en toda su travesía Cosío se encontraba con un funcionario local que entendía la necesidad política de capturar a los fugados y de replantear la estrategia a seguir, de construir algo que fuera redituable para todos: para el capitán ayudante mayor y para el subdelegado, en una misión en la que se jugaba el poder, el futuro político y el prestigio de ambos. Algo que también ayudaría al virrey a entregar buenas cuentas a la Corona. 138
Mientras Cosío proporcionaba su conocimiento de las costumbres de los bárbaros y de sus posibles reacciones, Septién opinaba que habría que esperar, movilizar a la mayor cantidad posible de gente lugareña conocedora del terreno y apta para la batida, y confiar en las cabezas de algunos pueblos cuya lealtad estaba asegurada ante su autoridad como hacendado, ya que en estos días, gran parte de los pobladores de aquel rincón meridional del Bajío se mostraban descontentos con las autoridades de México, cansados de sus impuestos, de la ceguera de los funcionarios, de lo que llamaban “el mal gobierno” y de la forma como se hacían levas permanentes o se resolvían los asuntos comunes. Por lo mismo, era difícil movilizarlos, sobre todo allí donde ciertos actos de inobediencia habían ocurrido años o decenios atrás, dejando en algunos pueblos una cauda de resentimientos y animosidades. Sin embargo, los oficios de Septién, cercanos en tiempos anteriores a la tutela de las repúblicas de indios de Querétaro y sus alrededores —y con quienes mantenía buenas relaciones—, servirían de mucho en un sector de la población para vencer esas dificultades. Cuando Cosío percibió esta y otras virtudes de Septién en una prolongada conversación que afianzó los primeros fundamentos de una larga amistad, empezó a tomar familiaridad y relató al subdelegado algunos incidentes de su experiencia en el norte. Poco después, el mismo Septién, sincerándose y ya entrados en confianza, le dijo que aquí la situación era diferente y le habló seriamente del descontento de los criollos de Querétaro y Guanajuato, casi tratando de ganarlo para una causa que con los años iría creciendo. Al calor de aquella plática se extendió en la explicación de cómo los peninsulares y sus burócratas los hacían a un lado y los veían como “criollos” inferiores e incapaces, mientras la rica provincia era en realidad la que producía —en los veneros de La Valenciana— la plata del imperio, además de los textiles, el trigo, el maíz, las verduras y la mayor parte de la riqueza que sostenía con vida al corazón de la Nueva España: —Días llegarán, Cosío —se atrevió a decirle—, cuando todo esto acabe de un solo golpe, ya que tenemos la gente dispuesta, los mejores tribunos, la simpatía de los curas de pueblo y muy buenos administradores y gente que puede emprender muchas industrias. ¡Que Madrid ponga sus barbas a
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remojar, que la guillotina tumbará muchas cabezas de los que ahora nos oprimen!... Además, dime, Cosío —agregó con una vehemencia difícil de evadir—, ¿qué es esto que ustedes hacen persiguiendo a un puñado de apaches en estas soledades, cuando ya las provincias internas nos las han ganado los indios bravos, los apóstatas, los ingleses, los norteamericanos, los franceses y hasta los rusos que merodean por la patria de los nootkas y por la Alta California? Los peninsulares, por preocupación o por ignorancia, se equivocan en todo sobre los criollos americanos. Nos creen ociosos, pero ¿a qué nos hemos de aplicar si no hay artes y está prohibida la industria? Dicen que somos la peor gente del imperio, pero los españoles con poder nos han hecho tales, tratándonos con un despotismo absoluto, dándonos ejemplo de un continuado latrocinio y enviando a esta América a cuantos por sus vicios no cabían en España, ¿qué derecho pues tienen los peninsulares para quejarse de una corrupción, una desigualdad y una decadencia de las que son autores? Cosío, por su parte, entendía perfectamente la encrucijada en la que se hallaba: por una parte, obedecer al virrey en esta cacería que a ratos le parecía inútil, y, por otra, seguir adelante, por no tener otro destino para sí, pues ahora Septién, además de cuestionarlo sobre el sentido de sus acciones, le había hecho comprender los beneficios a futuro que una buena acción militar podría tener sobre su hoja de servicios; motivo por el cual se decidió a concluir cuanto antes con la campaña emprendida… Sin embargo traía consigo más de un motivo de preocupación, aunque lo que más le inquietaba era su futuro político dentro de la carrera de las armas. Otro asunto era el deterioro de su salud, ese dolor de pecho que le atenazaba los pulmones y que surgía de repente, de preferencia en la noche y antes de las batallas, impidiéndole conciliar el sueño.2 Su inquietud inmediata procedía de la desagregación de sus mismas filas, de ese plan fallido que tanto había defendido ante los soldados de México: sus indios “rastreros”, tan eficaces en Tejas y tan desorientados acá desde que la batida empezó a prolongarse. Ahora, fracasado el plan, tenía que enviar de regreso a los territorios tejanos a los “trece remisos tahuacanes” que le habían acompañado hasta Celaya. Para colmo, había que deshacerse de uno de sus mejores
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hombres —Juan Ignacio Martínez, que había resultado mejor baquiano que ninguno y que era el comisionado para regresarlos a Tejas—, y con este viaje inesperado, malgastar también una buena ración de reales. Justo cuando las señales indicaban la inminencia de los próximos combates, los “indios rastreros” de Cosío abandonaron la búsqueda, prácticamente insubordinados, retrasando algunos de los planes de la persecución. El mismo subdelegado de Celaya, quien había ofrecido a Cosío ocuparse personalmente de la remisión, no pudo evitar que el traslado se llevara a cabo con algunos incidentes de franca desobediencia y descontrol, informando con gran detalle de su último intento de persuadirlos a que siguieran participando de la cacería de los apaches: Y habiendo mandado el referido oficial al Cabo Juan Ignacio Martínez, antes de las cuatro de esta madrugada que despertase a los indios tahuacanes para que ensillaran los caballos que estaban prevenidos para seguir en consorcio de la partida de Dragones; se excusaron o negaron dichos indios a levantarse de sus camas con el pretexto de que dos o tres de ellos habían enfermado anoche y que los demás no querían dejarlos, diciendo también de manera insolente que no había tales apaches que perseguir, que ya se habían ido, y últimamente, que ellos lo único que querían era irse a su tierra.3
Después de la intervención de Septién, Cosío se ocupó de preparar la salida de su tropa leal de dragones hacia la ruta de los evadidos y reforzar los cuerpos de voluntarios reclutados en Salvatierra y Yuririapúndaro. Mientras, los rastreros tejanos eran devueltos a su lugar de origen, siguiendo la ruta que desde Guanajuato y la Sierra Gorda llevaban los criadores de ovejas hacia la Nueva Santander —ruta de pastores trashumantes que se volvió de colonos en busca de tierras—, mientras la movilización en la región aumentaba a partir de los cada vez más frecuentes avistamientos de los perseguidos…
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ROMPIENDO EL CERCO La ocasión esperada de retomar la persecución se había dado ya desde el domingo 22 de enero con “las hostilidades de Jerécuaro”, la noche que los mezcaleros atacaron el trapiche de un rancho de la hacienda de El Clarín; un ataque que no se dio sobre la casa grande sino sobre una estancia y una construcción resguardada en ese momento por muy escasa gente y en donde se ponía a buen recaudo parte de la caballada de la hacienda. Cinco días después, el intendente de Michoacán —Fernando José Peralta— escribía desde Valladolid a los justicias de los pueblos aledaños, que “en la noche del domingo 22 del corriente cayeron quince desconocidos, con todas las señas de ser de la partida de los mecos fugados, al rancho de un vaquero en la hacienda de El Clarín, que está en la jurisdicción del pueblo de Jerécuaro. Allí mataron dos niños, hirieron al vaquero y le robaron caballos y otros efectos, a pesar de la encarnizada resistencia que mantuvo. Encargo a Vuestra Merced muy estrechamente practique por sí, sus tenientes, alcaldes de indios, dueños y mayordomos de haciendas y ranchos, las más exactas y eficaces diligencias para su hallazgo, y verificado, prenderlos o matarlos, dándome aviso inmediatamente de las resultas…” En aquel rancho, la familia sufrió los horrores del asedio desde el anochecer, y a los dueños de la hacienda debió Cosío, días después, una relación pormenorizada de aquel ataque sangriento, un ataque continuado hasta que los indios, según los testigos, abandonaron la empresa cuando uno de ellos cayó muerto de un balazo, llevándose lo que pudieron al amparo de la oscuridad. Era la época de la zafra, “de las moliendas”, como se le llamaba en el lenguaje de la región, aunque la hacienda sólo plantaba la caña en la parte baja, en donde se ubicaba el rancho aquel. Al anochecer de ese domingo 22 de enero, cuando la partida de indios “cayó como bandada de gavilanes sobre los cañaverales quemados”, atacando a los operadores que quedaban, y que estaban desarmados, la sorpresa fue grande. Los bárbaros invadieron el 142
campo a caballo y a pie, con fusiles y con arcos y flechas, dividiéndose — como acostumbraban—, en dos grupos, y uno de ellos se metió rápidamente al recinto vallado y atacó a los trabajadores, mientras que el otro grupo se quedó fuera del lienzo emprendiendo el asalto contra los operarios sueltos, entre los que había uno que se distinguía por su serenidad y por su valor temerario, demostrado en varias ocasiones en que la hacienda había sido atacada por salteadores de la región. Este hombre, llamado Jesús, era el encargado de las labores del rancho y quien tenía constantemente a la mano su rifle y su pistola de un solo tiro, acostumbrado como estaba al ataque de bandidos en esa época (y en los días en que los jornales se pagaban). Así que al llegar la partida al solar, sorprendido por el aspecto de estos repentinos asaltantes, mandó a los operarios que se metieran por los cañaverales y escaparan como pudieran hacia la hacienda saltando la cerca, ocupada en aquel momento por los alzados, y que pidieran refuerzos en la casa grande para resistir el ataque. Jesús, que en el instante se percataba de que se trataba de indios bravos (los caballos sin monturas, los arcos y las flechas, las caras tiznadas y feroces, los aullidos penetrantes así lo atestiguaban…), apenas podía creerlo, “e hizo frente solo a la indiada”, como dice un parte, disparando al cuerpo de los atacantes y atravesando a la carrera el cañaveral: hasta lograr meterse en el chiquero de los becerros, desde cuya empalizada comenzó a hacer fuego a los apaches, que a la usanza del norte, iban montados al pelo, caracoleando sus caballos y haciendo fuego al mismo tiempo, o lanzando sus flechas, tendidos en el cuello de los animales para evitar las balas; todo mientras lanzaban terribles aullidos y emitían órdenes e insultos en su lengua. Eran caballos acostumbrados desde tiempo atrás a participar de la fogosa inquietud de sus amos, veloces como conducidos por el viento… Impaciente, uno de los más aguerridos atacantes de aquel grupo, viendo que no podían entre todos dominar a Jesús, dio orden de que simulasen una carga violenta para echarse él personalmente sobre el sitiado. El vaquero atrincherado oyó la orden, y aunque desconocedor de la lengua, intuyó las intenciones del atacante y se preparó como pudo. Al lanzar el indio su caballo, le descerrajó un tiro que le destrozó el corazón. Al detenerse en seco
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el caballo, asustado por el estallido, el indio cayó pesadamente a los pies de Jesús y la bestia dio media vuelta sin el jinete, sembrando la confusión entre aquellos aguerridos combatientes, quienes pensaron que había más de un defensor atrás del corral. Fue entonces cuando el vaquero saltó la empalizada y con su cuchillo cortó el cordón que anudaba al cuerpo del inerte una piel de cíbolo perfectamente curtida, arrojándola dentro del chiquero para rescatarla después. Luego, escapó por otra puerta hacia afuera, donde el fuego era cada vez más nutrido, percatándose de que una bala le había penetrado por el antebrazo y que éste le sangraba… aunque en ese momento el ataque disminuyó, pues los indios habían dado media vuelta, abandonando el campo y avanzando hacia la pequeña casa en donde se escondía su mujer y sus cuatro hijos, llevándose de pasada tres caballos y algunas pertenencias. Cuando Jesús regresó con los suyos, una vez que los atacantes parecían haberse retirado, encontró a dos de sus niños muertos en la refriega: eran los dos más pequeños, que, al oír los balazos, y ante un descuido de la madre, habían salido de la casa en busca de su padre. Al atravesar el descampado, uno cayó muerto de un balazo en la cabeza y el otro recibió un flechazo en el tórax. El padre cayó llorando sobre sus cadáveres y no se repuso de la pérdida por el resto de sus días. Poco a poco, y en una versión falsa destinada a movilizar a los vecinos del rumbo —recogida como cierta por Zavala y atribuida al mismo Cosío—,4 se expandió el rumor de que los apaches, “en una prueba de su inveterada barbarie”, habían descuartizado y devorado a los dos niños… El vaquero no alcanzaba a comprender qué era exactamente lo que había pasado. Los asaltantes no eran bandidos, y lo vivido le recordaba a los torpes danzantes, desnudos y tiznados, que representaban en Salvatierra la danza de los rayados durante las fiestas del Corpus: tiznados o borrados que irrumpían como un ejército de salvajes demonios astrales que emergen del inframundo y dan muerte al Nazareno; o evocaba los relatos, de donde provenían aquellas danzas frenéticas, de cuando la región que divide a Guanajuato de Michoacán era, tiempo atrás, territorio de guerra contra los feroces chichimecas, aquellos encuerados de flecha y carcaj que aterrorizaron la región durante siglos. Una
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imagen se le vino a la mente: la figura de un salvaje embijado, desnudo y con arco y flecha, que los frailes habían hecho esculpir como remembranza de tiempos pasados en la fachada del templo conventual de San Pablo de Yuririapúndaro, lugar donde había acudido a dos o tres bautizos años atrás. Cuando los refuerzos llegaron, la tragedia había cobrado su saldo de sangre. Los dueños de la hacienda se dirigieron hacia Celaya, con su mesnada de gente armada, al encuentro de las tropas de Nicolás de Cosío, para informarle que la partida de apaches se dirigía, al parecer, hacia el rumbo del Cerro Prieto, en la jurisdicción de Yuririapúndaro… Allí, los frailes agustinos llamaron a misas y sacaron en procesión al Cristo crucificado —al “Señor de la Divina Sangre”— y a una imagen de la virgen María —“Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de los Pobres”—, invocando el favor divino para que el pueblo y el convento fortificado no fueran asaltados por aquellos salvajes y sanguinarios. Días después del ataque al rancho de El Clarín, don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri, “Regidor Decano Alférez real de la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de Querétaro, Subdelegado de la de Celaya”, como solía referirse a sí mismo, daba cuenta de los últimos sucesos. Certifico y rectifico en cuanto puedo, debo, y el derecho me permite, que ayer martes 21 del próximo pasado mes de enero llegó a esta ciudad don Nicolás de Cosío, Ayudante mayor del Regimiento de Dragones de España, comisionado por el excelentísimo señor Virrey para prender o matar diez y ocho indios apaches que se huyeron en el Plan del Río de una cuerda en que se les conducía presos a Veracruz, asociado dicho oficial para el efecto de su comisión de ocho Dragones de su Regimiento y trayendo trece indios Tahuacanes […] y habiéndose alojado todos cómodamente en esta ciudad, y conferido el nominal oficial comandante y yo las noticias que me han comunicado mis lugartenientes del pueblo de Xeréquaro y de la ciudad de Salvatierra, sobre las diligencias vivas y eficaces que en cumplimiento de las órdenes del excelentísimo señor virrey han practicado, registrando varios parajes fragosos, con número competente de gente armada, en persecución de los apaches fugitivos […] Reflexionando que la noticia comunicada por el lugarteniente de Salvatierra es la más reciente fechada ayer 31 enero a las siete de la noche —anotaba Septién—, y recibida en la madrugada de hoy día de la dicha; en la cual asegura que ayer mismo se
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registraron varios cerros de la serranías de aquella ciudad por seiscientos hombres armados divididos en tres trozos de doscientos cada uno, y que en un aguaje se hallaron vestigios de haberse encendido lumbre, pedazos de carne asada, pezuñas de bestia caballar, y fragmentos de mimbres o varillas que se conoce se labraban para arcos y flechas, huellas de pies descalzos y señales de cuerpos acostados en el pasto, y otras que indicaban haber hecho allí mansión los apaches, agregando dichos lugarteniente de Salvatierra que según confusamente se había podido rastrear, dirigían su viaje al Cerro Prieto en términos del cercano pueblo de Yuririapúndaro, resolvió el denominado oficial comandante dirigir, y con efecto dirigió su marcha a aquel paraje.
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LAGUNA DE SANGRE El justicia José Mariano Martínez, uno de los vecinos “más condecorados” del pueblo de Yuririapúndaro,5 recibió la misión de juntar desde el 25 de enero un medio millar de vecinos, entre mestizos, castas e indios de aquella población, para la batida final de los bárbaros que habían hecho su aparición atropellada en la parte sur del Bajío. La misión resultaba difícil, ya que entre los indios de comunidad había mucha resistencia contra las autoridades locales: una especie de desobediencia latente que se había ya convertido en parte de los usos y costumbres de aquella comunidad de naturales bastante españolizada. Los resquemores se remontaban a 1720, cuando un motín de los comuneros, supuestamente dirigido por un mulato, había dejado una estela de sangre en toda la región.6 El motivo del descontento iba aún más atrás, a los albores del siglo XVII, cuando los padres agustinos, fundadores del convento de San Pablo, se habían apoderado con engaños —y usando su autoridad religiosa— de las mejores tierras de labor de la comunidad, así como de los derechos sobre la laguna artificial que habían creado en la extensión de uno de los más grandes cráteres que se despliegan, unos más anchos que otros, desde allí hasta la villa de Valle de Santiago. Con el pretexto de defender las tierras del común de los indios purépechas (y algunos pacificados de origen chichimeca) que componían aquella república de indios, los agustinos habían pedido en préstamo a los gobernadores indios los títulos que desde el siglo XVI amparaban la propiedad de esas tierras. Nunca los devolvieron, pero sí los aprovecharon para adjudicarse como propiedad de aquel convento, que dominaba toda la región con la apariencia de un barco encallado, los más fértiles terrenos del fundo del antiguo asentamiento. Los agustinos justificaban este despojo, que causó un laudo a favor de los naturales en el Tribunal de Indios de la ciudad de México, en función de la defensa que supuestamente habían encabezado “contra las fuerzas del mal” en una tierra de frontera de guerra contra los
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chichimecas: ésa era al menos la razón esgrimida para ignorar el laudo del Tribunal. De hecho, decían que algunos de los asentamientos de “chichimecas mansos” que todavía rodean al poblado, eran producto de su acción de fe militante como frailes esforzados de la orden de San Agustín, de la forma como habían fundado el convento (que fue refugio eventual de la población durante las primeras décadas de la “guerra chichimeca”), efectuado grandes obras hidráulicas y salvado la frontera de guerra, preservándola para la cristiandad en los siglos por venir.7 Martínez, involucrado ya en la persecución de los evadidos y conocedor de todos estos resquemores y desencuentros, era un mestizo de cierta educación adquirida por su cuenta, quien en su juventud había estado cerca de los frailes, que había intentado ingresar al seminario de Querétaro para seguir la vocación eclesiástica, que después tuvo otras pretensiones con la carrera de las armas, pero que por la muerte de su padre tuvo que regresar a la administración de dos ranchos y al cuidado de algunos ganados en las cercanías del pueblo. Desde entonces se ilustró adquiriendo por su cuenta libros en la ciudad, se adhirió a las milicias provinciales con ciertos atributos de mando sobre los demás pobladores y se mantenía al tanto de las principales noticias del reino y del mundo; siendo poco a poco, y en virtud de algunos méritos personales ganados en el servicio de los santos, los deberes de iglesia y la solidaridad con sus vecinos en tiempos de sequía o de malas cosechas, un morador ejemplar, rodeado de amigos, compadres y algunos pequeños deudores y subordinados. Así que cuando recibió la misión de guerra —gracias a la confianza y al conocimiento que de él tenía el subdelegado de Celaya—, apenas pudo convocar primero a un puñado de pobladores, entre quienes se hallaban algunos enterados de los acontecimientos de El Clarín. Días atrás, el 4 de enero, se había festejado en el pueblo la fiesta del “Señor de la Preciosa Sangre de Cristo”, y algunos deberes de la cofradía habían recaído sobre él, por lo que aún se hallaba ocupado en las labores del templo. Pero ahora, una especial amenaza parecía cernirse sobre los ranchos y las haciendas, y muchos habían tomado las providencias de armarse por su cuenta y de mantenerse alertas. Fueron los primeros en agruparse con sus propios fusiles
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y machetes alrededor de Martínez. Desde principios de enero, una de las lagunas de la región, la de San Nicolás Parangueo, que solía cambiar de color presagiando lo bueno y lo malo se tiñó de un rojo intenso, anunciando para los vecinos algún mal augurio. Al paso de los días, una serie de rumores, entre ellos los propalados por Cosío de que los apaches mezcaleros eran comedores de niños, animaron a formar una buena guardia de dos centenares de rancheros, arrendatarios y jornaleros, asustados por unas noticias que llegaban al pueblo algo exageradas por el uso y el trato de los arrieros y los viandantes. Ya para el día 25 de enero, y en función de un arreglo sobre créditos a las siembras, la comunidad de indios había aceptado a Martínez como fiador y como gobernador de su república, sin pertenecer a ella. Fue entonces cuando se dispusieron a marchar al combate y acompañarlo en su misión con aperos de labranza, machetes, garrotes, hondas, lanzas y algunos belduques afilados que repartieron entre ellos los militares de Cosío. La apariencia de la tropa era muy variada, con hombres a caballo y los más a pie; unos con pantalones raídos, calzones de manta y gabanes; otros con algunas chupas y sombreros: los menos, como gamonales o mandones de hacienda vestidos a la usanza charra, con buenas cabalgaduras, fusiles, pistolas y las mejores ropas y sombreros de fieltro galoneados con monedas de plata.
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LOS PRELUDIOS Efectivamente, los fugados habían perdido un hombre en el último ataque; un guerrero que se sumaba a los dos que murieron antes, a mediados de enero, muy cerca de Querétaro, enfermos de tos y de fiebre y que no pudieron curarse por más esfuerzos que el grupo hizo de tomar descanso por varios días en la cumbre de un cerro escabroso lleno de nopales y enormes piedras basálticas. Simplemente, a pocas horas de establecer el campamento, sus vidas se extinguieron sin más, casi a la misma hora y a la sombra de un mezquite, sin que los ruegos y los cantos del grupo pudieran detener su camino al país de los muertos y al reino de las estrellas, ya que sus compañeros los consideraban como muertos en combate y dignos de acompañar al sol por el alto cielo una vez que hubieran cruzado el umbral y efectuado el irreversible tránsito de la muerte. Fue entonces cuando todo cambió, pues de perseguidos imperceptibles pasarían a ser eventuales atacantes, tomando por primera vez desde su fuga una estrategia más ofensiva, como si el asedio constante, el hambre, el saberse rodeados y la pérdida de estos dos últimos compañeros hubiera despertado en ellos la necesidad del sacrificio. Para fines de enero, y después del asalto a El Clarín, eran ya solamente catorce los sobrevivientes, que, hambrientos, se alimentaron de una de las bestias capturadas en el rancho, moviéndose con prisa pues se sabían perseguidos de cerca. Para colmo, dos rifles de los capturados atrás agotaron todas sus municiones y tuvieron que abandonarlos en un barranco, pues embarazaban la marcha. Ahora que las hostilidades estaban más localizadas, una cantidad de gritos y ladridos parecían acercarse a sus posiciones, por lo que ningún campamento podría mantenerse por mucho tiempo en un solo lugar; y, para aumentar la movilidad, habría que deshacerse de algunos efectos obtenidos de los ranchos, los que precisamente dejaron en el aguaje de La Palma, alertando deliberadamente a los buscadores, quienes ahora sí contaban con señales más precisas y rastros materiales de su presencia en los cerros 150
cercanos. El objetivo de estas señales evidentes era, una vez sembradas en aquel aguaje, alejarse lo más rápido posible y posicionarse en la cumbre de algún cerro de la región dispuestos a enfrentar un combate a muerte con arcos, flechas, lanzas, piedras y cuchillos; o emprender la lucha cuerpo a cuerpo (en la que se sabían con amplia ventaja, salvo por la diferencia numérica de sus perseguidores). Fue así como, mientras los buscaban por todas partes, merodearon por las laderas de varios cerros y lograron llegar a la parte baja de unos barrancos del cerro del Capulín, un cono volcánico ubicado al sur del pueblo de Yuririapúndaro. Allí, desde el día 31 de enero, guarecidos en una gran ceja de monte, se embadurnaron las pantorrillas y los brazos con grasa de venado, se aderezaron con pinturas faciales y manojos de plumas y yerbas. Se colocaron plumas de cuervo en las bandas de la cabeza y algunas colas de venado que colgaron de sus chalecos de gamuza, sahumando sus aperos y armas con humo del tabaco que habían sustraído de El Clarín. Del lado de los perseguidores, las provisiones también se aceleraban: órdenes y contraórdenes se emitían, y mucha palabrería se cruzaba en los partes oficiales, a veces sin ningún sustento en las evidencias que ofrecían las pruebas obtenidas sobre el terreno. Indudablemente, toda esta máquina de guerra intentaba fortalecer el valor de los perseguidores y el empuje de sus improvisadas tropas y caballerías. El aparatoso despliegue alentaba muchas de las convicciones críticas del subdelegado de Celaya, convencido de que la Corona hacía rato que había perdido el juicio, arrastrada a la derrota imperial “por un amasijo infernal de órdenes y contraórdenes emitidas por unos cuantos burócratas y militares”, como solía decir, aun cuando aquí procuraba seguir el juego de los acontecimientos, dejándose llevar por el furor que cualquier cacería humana despierta entre quienes han vivido una vida más bien apacible. Pero sobre todo, se hallaba deseoso de saber la conclusión de todo este alboroto. Y como la gente prefiere la certidumbre de la falta de libertad a la incertidumbre del cambio, muchos de sus subordinados realmente gozaban el hallarse en el ojo de un huracán, e incluso se atrevían a criticar al gobierno cobijados por la turbulencia, pero se mantenían sin embargo con la esperanza de regresar a sus pueblos y en unos años poder platicar a sus nietos el curso de sus hazañas.
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Un ejemplo de este clima de espera, acelerado por la velocidad con que ocurrían las cosas, fue la engolada carta del lugarteniente de Salvatierra, José Antonio de Alexandre, enviada al mismo subdelegado, nueve días después del último asalto (el 31 de enero), quien, exaltado, parece ubicar ya a los mezcaleros en varios parajes específicos en las inmediaciones de Acámbaro, soñando con capturarlos por su cuenta. Era la misma que hizo traducir a los tahuacanes, inútilmente, para que continuaran en la persecución de los fugados… Escribía Alexandre aquel día: Señor don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri. Salvatierra y enero 31 del 97. Señor de toda mi estimación y afecto: no descarta la eficacia el celo de Vuestra Señoría sobre todo lo que interesa al servicio de Dios y del Rey, cuyo activo e infatigable empeño tengo muy visto en todos cuantos puntos han ocurrido en su época, y señaladamente lo hemos acreditado sobre el objeto de aprehender los indios apaches.
Pasaba a informar entonces de que sin duda los fugitivos habían dormido dos noches atrás en el aguaje de La Palma del cerro de Parácuaro,8 y de que, trayendo el vaquero del rancho La Esperanza “algunas señales o presagios que lo confirmaban”, era casi posible imaginar la ansiada captura en cuestión de horas. Estos indicios aparecieron en lo que entonces eran tierras pertenecientes a la marquesa de San Francisco,9 a quien también se mantenía informada de la persecución. El caso es que cuando Alexandre y los suyos penetraron al paraje aquel, observaron que “se les retenían los caballos, asustados, y mirando el piso reconocieron en el sitio del Aguaje las cenizas y resultas que dejaban conocer haberse hecho lumbre recientemente”, encontrando allí todas las evidencias que tanto habían esperado. “Acordamos lo conveniente”, agregaba el justicia, “para salir como salimos con golpe de gente armada la mañana de este día, a cuyo fin libré al punto las órdenes convenientes a las haciendas de la jurisdicción y a los pueblos de indios de Eménguaro10 y Urireo”. La expedición había durado todo el día en que se reconocieron los parajes, penetrando escrupulosamente “todas sus malezas y cóncavos”.11 Por estas razones, todos los vestigios apuntaban a que hubieran tomado el rumbo del
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Cerro Prieto, jurisdicción de Yuriria, pues así lo indicaban algunos leves rastros dejados en el camino, aun cuando Alexandre prefería asegurarse del derrotero para poder informar a Septién. Para entonces una enorme calina color pizarra había ocultado el cielo, como en esas ocasiones en que parece anunciarse una lluvia inminente y luego todo se disipa en vientos y ráfagas persistentes, vientos que dispersan los nubarrones pero que instalan una niebla más bien fría. Aquella mañana, las mismas cumbres de los cerros no se distinguían a simple vista, así que, sin novedad en los cercos instalados, habría que explorar hacia arriba en busca de las huidizas presas. Allí mismo se dispuso alertar sobre cualquier presencia extraña con el estallido de cohetes, que advertirían a todos sobre la posible aparición de los evadidos. El mismo jueves 2 de febrero, el día de la batalla principal, día de Nuestra Señora de La Candelaria, el “gobernador” Martínez le escribía a Septién dándole parte de sus movimientos: Mi amado y venerado señor: ya el señor Ayudante mayor don Nicolás de Cosío le envía a usted la prevención que por acá tengo para lograr la prisión de los apaches desde el día de ayer, y ahora en este instante vuelvo a salir con más de quinientos hombres al registro de los cerros que nos faltan, porque algunos ya los registramos ayer. Este señor Ayudante está posado aquí y se le ha franqueado todo lo que ha querido con mucho gusto mío. Usted sabe mi crecido afecto y con él pido a Dios le guarde los más años que desea. Su más rendido y apasionado Gobernador que le venera y besa sus manos: José Mariano Martínez.
Por su parte, y ya desde el día primero, el mismo Cosío, acompañado de sus nuevos dragones, se sentía aligerado y con muchísimas probabilidades de lograr su cometido, ya que los fugados parecían moverse de un cerro a otro, pero dentro de un perímetro cada vez más pequeño, donde, con auxilio de más de mil lugareños movilizados y en alerta, en cualquier momento se daría el encuentro decisivo. Ahora era un poco más dueño de sí mismo, hasta cierto punto respetado de las autoridades locales, cuando ya su imperio itinerante se había debilitado antes por la insubordinación de los indios baquianos que trajo de Tejas. De alguna manera había corregido el pasado inmediato, pero no se sentía del
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todo bien ni estaba del todo satisfecho, ya que el incierto destino de la misión le atenazaba (casi tanto como el dolor de pecho que persistente lo seguía por aquellos llanos y alquerías, ahora acompañado de una tos seca). Eso sí, se imaginaba feliz en el futuro: dueño de mayor poder en el ejército y gozando de algún alto cargo, o tal vez retirado en alguna estancia de la gran frontera, rodeado de ganados, de una buena mujer y algunos hijos. Pensaba entonces que todo esto lo esperaba en el porvenir el día en que miraría su propio rostro en el espejo, ya más curtido por la intemperie, y que sería rodeado tal vez del reconocimiento de los vecinos en algún lejano presidio, aunque no desdeñaría el favor inesperado de algún virrey futuro o de alguna autoridad que considerara meritoria su hoja de servicios y su lealtad a Dios y al Rey, nuestro señor, para promoverlo hasta las alturas que su gloria merecía. Pero por lo pronto, se dispuso a escribirle a su amigo Septién, que tan buena disposición y entusiasmo había mostrado en apoyo de su misión. Así que el mismo 2 de febrero, tomó la pluma y pergeñó elogios y algunos repentinos temores de que todo fracasara: Amigo y señor mío le soy de Usted y sin ningún motivo de adulación (más bien uso de ésta para venerar a los santos que tenemos en los altares), porque ha sido preciso que los de su especie declaren virtudes y milagros. Sería en mí una falta de amistad y de justicia si no confesara que puede Vuestra Merced servir de ejemplar entre los de su profesión. Hay pocos de su carácter y actividad, y últimamente menos que piensen con tanto amor y ambición de gloria. Bajo este firme supuesto mal podrían dejar de imitarle sus subordinados. Todos a porfía llevan adelante las ideas de su director, y a la verdad que si en la Jurisdicción a vuestro cargo no se consigue la previsión o muerte de los prófugos, será porque Dios quiera darnos con ellos algún azote de su irresistible justicia. Anoche llegué aquí a las siete de ella y tenía ya el señor don José Mariano Martínez tomados los puestos con quinientos hombres, y no habiéndose logrado nada, pasamos hoy a batir todos estos cerros a fin de encontrarlos o de quedar satisfechos de que no existen en ellos dichos bárbaros. Por otra parte, doy a Vuestra Merced las más expresivas gracias por cuantos favores se ha servido dispensarme, deseando ocasiones de manifestar el sincero afecto que le profesa éste su más atento y seguro servidor, quien sus manos besa.
Como si todo caminara a su fin, los acontecimientos se precipitaron esa
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misma mañana, y es posible que Septién ya no haya alcanzado a leer ese día ni la carta de Cosío ni todos los informes que los propios y correos le proporcionaban desde el nuevo teatro de los acontecimientos. Los hombres de Salvatierra avanzaban con la caballería hacia los posibles lugares en donde un enfrentamiento pudiera por fin justificar el alarde, mientras que la tropa variopinta de Martínez se abría paso con redobles de tambor hacia los cercos establecidos al pie de los cerros, a la vera de los cráteres arbolados de aquella comarca de lagos, pantanos y bosque bajo, penetrando una “región astral”, una zona de siete cráteres con lagos multicolores —las siete luminarias— que, según la conseja popular, se comunicaban entre sí por ríos subterráneos y eran el “reflejo” o el remedo en la tierra de las Siete Cabrillas de la Osa Mayor.12 En su avance, oscuros ecos repetían las órdenes y los gritos de la tropa de cañada en cañada, la respiración se hacía difícil, como si el aire se hubiera ido a otra parte y una transparencia inusual permitía ver a gran distancia la sombra de las colinas lejanas. Salidos de aquellos parajes de pesado aliento y a su paso por los caseríos, los campesinos se extrañaban de su aspecto interrumpiendo sus trabajos, mientras los oficiales los conminaban a unirse a la cacería, antes de que los bárbaros arrasaran también con sus ranchos. Al redoble de los tambores y clarines, una jauría de perros de los cortijos seguía por trechos a los voluntarios. Al paso de las horas se daría el encuentro decisivo del jueves 2 de febrero en el cerro del Capulín, cuando las huestes de la región y los apaches se encontraron de frente pudiendo medir sus desiguales fuerzas en una serie de escaramuzas cuerpo a cuerpo que se saldaron con algunos muertos y heridos… Pasada la contienda y cuando gran parte de los ánimos se encontraban más o menos sosegados, los oficiales pudieron hacer un recuento de sus triunfos y de sus pérdidas. Fue entonces cuando el capitán Cosío pudo enviar al virrey un informe detallado de lo sucedido desde un principio: Lo verifiqué así en la madrugada del miércoles, de haberse dejado ver los apaches por el cerro de Coroneo; que los habían seguido más de 400 hombres, y que habían encontrado varias huellas de haber pasado los prófugos por los cerros de Salvatierra y
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sus inmediaciones; por lo que resolví dirigirme originalmente a esa zona.
A ese lugar, según el informe, llegó a las ocho de la noche, en donde se encontró con la novedad de que a la vera de un camino estaban en vela más de medio millar de hombres apostados en lo que eran las faldas de varios cerros, no más distantes de dos leguas entre ellos: el Capulín, el Comal y el Charco de las Gallinas, empeñados en una acción de tenaza ideada por Martínez y su gente para evitar que los prófugos pasaran a los cerros de Cupuato y Manuna, que eran más difíciles de cubrir en toda su extensión en el caso de que se internaran allí. A ellos se habían unido los 600 que comandaba Alexandre, una pequeña tropa de la Acordada, llegada de México bajo el mando de un militar de Querétaro, y los soldados dragones de Cosío. Se decía que, advertido de la persecución, el intendente de Valladolid había prometido mandar desde Michoacán otros voluntarios; aunque ya para entonces sumaban más de tres mil hombres en la persecución de catorce fugitivos, pues habían llegado también refuerzos de Santa Ana Maya y de otros pueblos de Michoacán, de la doctrina de Pátzcuaro a la que pertenecía Yuririapúndaro. Se trataba, según explicaba al virrey de su plan estratégico, de entrar en combate al día siguiente, el día jueves 2, batiendo sus armas hasta el Cerro Prieto, adonde supuestamente los evadidos tendrían que refugiarse; advirtiendo Cosío que el primero que encontrara a los apaches diera aviso con un grande humo, visible desde la mañana, ya que el tronido de los cohetes sería contraproducente, pues pondría sobre aviso a los fugados. Insistía en que todos dirigieran su marcha para el rumbo que estas señales se fueran repitiendo… Regresando al terreno de la búsqueda y ya entrada la noche, la excitación de la gente se mantenía, e intercambiaban entre ellos todos sus conocimientos sobre el área, en espera de que alguna señal diera aviso de la presencia de aquellos hombres tan ansiosamente buscados. Estas rápidas observaciones, unidas a las que había hecho antes, le bastaron para reconocer perfectamente, según él, la posición de aquellos a quienes quería capturar. Dadas estas disposiciones, y colocándose a la cabeza de los
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acontecimientos, el capitán Cosío tomó el centro del asedio para poder atender en su conjunto toda la operación de cerco. Y fue así como, pasado el mediodía del jueves, estando ya inmerso entre unas “asperísimas barrancas” en donde había perdido contacto con los demás —en realidad perdido con su tropa desde la mañana—, se oyeron al fin varias voces entre los arcabucos, dirigiéndose hacia ese punto con la partida de los dragones. Allí se enteró que desde las 9 de la mañana las avanzadas habían topado con “la feroz horda de los perseguidos”. Cosío arrendó el caballo y al galope se trasladó al lugar indicado junto con la gente a su mando. Al poco rato y no habiendo avanzado mucho, supo —por boca de algunos que se alejaban del lugar pretextando diversas razones— que los apaches se mantenían firmes y armados, y que en lugar de avanzar con sigilo esta vez se habían hecho presentes haciendo un gran alboroto, nada menos que en la cumbre, en la corona misma del cerro del Capulín. De cuando en cuando el viento traía un sordo y ronco ruido producido por el ulular rítmico de los bárbaros, que, apostados en la cumbre, habían decidido cobrar caro su exterminio, decididos como estaban a sacrificarse llevándose por delante la mayor cantidad posible de quienes los asediaban. Para llegar a aquel sitio fue preciso vencer muchos obstáculos y hacer varios rodeos, pues no había caminos abiertos hacia la altura de la elevación, interponiéndose varias cejas de monte que imposibilitaban el avance de los caballos y la gente. Cosío continuaba a la cabeza de la marcha con obstinada perseverancia, precedido de uno de sus mejores dragones, un batidor de descubierta que podía, como un halcón, penetrar la espesura con su mirada antes de abrir a machetazos una ruta posible. Así, fue preciso cruzar malos pasos, socavones y barrancas llenas de zarzales; y habiéndolo conseguido, sin ser visto de los catorce infieles que se hallaban concentrados a lo lejos, y creyendo Cosío que le harían frente pie a tierra como lo acostumbraban, les empezó a soltar un fuego graneado con los fusiles de la tropa, tanto por la derecha como por la izquierda; aunque era difícil a esa distancia y desde abajo que las balas los alcanzaran.
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EL CERRO DEL SACRIFICIO Desde que los apaches dejaron sus señales y presagios en aquel aguaje del cerro, sabían que se dirigían hacia la purificación final, al encuentro con lo inevitable, hacia un destino irreversible que estaba en un lugar muy próximo en el futuro inmediato. El dueño de la vida estaba mirando a sus hijos, y el Soñador, desde la noche anterior había hecho un viaje al país de los espíritus, y había podido volver para hacer saber a los guerreros lo que había percibido allá… Atravesó las puertas de los cielos, que se abrieron ante él con el estrépito de una manada de bisontes. No fue un sueño ni un relámpago repentino, sino una visión fulgurante que se quedó grabada en su mirada, llenó su corazón y enriqueció sus cantos… —Escuchad lo que digo: el infinito es del tamaño de mi palabra, yo soy todas las fuerzas… Soy el viento, los árboles, los pájaros y la oscuridad… Y si seguimos trecho a trecho el destino trazado por los guardianes de la montaña, completaremos el ciclo de la luz y habremos evadido a quienes nos persiguen. Ahora sólo había que buscar el espacio adecuado para trasponer el umbral, un eje de intersección de planos, un sitio de poder en donde los dioses les propiciaran el lugar donde dar la batalla y que se hallara lo más alto posible, lo más cerca del cielo para trasponer sus puertas y poder alcanzar más fácilmente al sol en su derrotero. Fue entonces cuando distinguieron a lo lejos la cumbre del cono volcánico conocido como El Capulín, y aunque no sabían su nombre vieron que semejaba un tipi, un monte que sobresalía sobre los demás como si fuera la morada ancestral que sostiene los pilares del universo. Las nubes empezaron a colgar de la cumbre y los vapores de la noche se extendían ya sobre la parte oriental de la elevación: hacia allá dirigieron sus pasos y entonaron los salmos atávicos con que sus antepasados convocaban a los dioses más aguerridos para que los acompañaran en el combate. En el interior de su alma no había más que el recuerdo de la forma indigna como fueron arrancados de sus territorios y sus cotos de caza, la 158
violencia que había marcado sus vidas trashumantes, su fuga de cerro en cerro… no había más que un silencio absoluto, como antes de que Yetaseta creara el mundo, como antes de la vida y cuando todo estaba en suspenso. En esa dimensión entraban ya en el territorio de los espíritus, moviéndoles una providencia señalada cuyos designios, a medida que se aproximaban al fin, se hacían cada vez más transparentes y lúcidos, al menos si se pudiera contemplar por un instante y desde fuera el tránsito luminoso de este puñado de hombres sin aliento… Y si no fuera por las colas de venado prendidas en sus chalecos, por la convicción de saberse en el camino sin retorno, por los himnos y las ceremonias que tantas victorias dieron a sus antepasados en los lejanos eriales del norte, su corazón no se hallaría ahora tan fortalecido para el desafío… Fue cuando empezaron a cantar en voz alta y sin temor a ser oídos: —Correrás hacia los cuatro rumbos del Universo, donde la tierra se encuentra con el Agua Grande, donde el cielo se encuentra con la tierra, donde está la casa del invierno, donde está la Casa de la Lluvia… ¡Así correrás!, ¡Corre!, ¡Corre!, ¡Ten fortaleza!
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LA BATALLA FINAL Las tropas de voluntarios se acercaban temerosas hacia los cerros señalados y el ambiente de espera se hacía aún más denso cuando los indios de Parangarico vocalizaban sus alabados a varias voces, lanzando al aire estrofas lastimeras y prolongadas que, más que consolar, evocaban en algunos vecinos una muerte próxima y segura. Otros rezaban en voz alta e imploraban a los santos del cielo; mientras que un ranchero, ataviado con una túnica oscura y raída a la que había cosido cruces blancas, atravesaba el campo blandiendo un incensario, una cruz de palo y un cazo de cobre, desde donde mojaba un hisopo con el que bendecía a las atribuladas gentes del real. Era el rezandero de Parangueo, conocido de todos, quien hacía en su pueblo de santón, curandero y amparador de viudas, y ejercía otros oficios profanos y divinos que se ofrecieran según la ocasión. Hasta la llegada de Cosío a aquel lugar, y cuando todavía se sentían con la ventaja que les daba la altura y sus artes de guerra, los apaches habían estado fustigando largo tiempo a los cientos de voluntarios que avanzaban hacia la cumbre, que hasta entonces sólo trataban de entretenerlos y cercarlos, por estar éstos sin más armas que hondas, garrotes y algunos belduques, y con mucho temor de enfrentarlos, ya que alcanzaban a ver las lanzas y los alfanjes de los bárbaros, así como la feroz catadura de sus rostros pintarrajeados y emplumados. Pero una vez llegados los dragones al mando de Cosío, y en el momento en que sufrieron la primera descarga y observaron la firmeza con que la tropa les acometía, dejaron de gritar y de dar los temibles alaridos que acostumbraban en sus usos de guerra, y fueron buscando reposicionarse con ventaja, en un paraje tan farragoso y tan elevado que apenas se les podía alcanzar a ver entre las peñas y los breñales, sobre todo por la velocidad que imprimían a sus movimientos. Fue allí donde los fugados, como era su costumbre en la guerra, se dividieron nuevamente en dos grupos, uno de seis y otro de ocho, para enfrentar la carga de los atacantes y tratar de romper el cerco que con las horas se había venido estrechando. 160
Los dragones se precipitaban al campo abierto lanzando balas hacia la cima, hacia las posiciones enemigas que ahora respondían con un inesperado silencio. Mientras tanto, como el terreno no permitía poder conservar a los dragones unidos, el capitán Cosío avanzaba con dificultad, aunque al poco rato alcanzó a ver a dos apaches aislados en la retaguardia de una de las bandas en que se habían dividido, la más pequeña, la que se movía entre los breñales a tal velocidad que “eran más vertiginosos que venados a la carrera”; por cuyo motivo siguió a esta pareja, “con lo más de la indiada de este pueblo de Parangarico” y con algunos paisanos “de razón” movilizados de toda la comarca. Así, apenas pudo observar cómo se arrojaban por los acantilados más abruptos, “precipitándose por todos los voladeros que se presentaban” y logrando sacar mucha ventaja en su carrera. De repente, en la cima de una colina cubierta de árboles observó varias formas oscuras moviéndose al unísono como sombras fugitivas. Unos pocos disparos aislados y algunos gritos, a largos intervalos, acentuaron más el silencio en lugar de romperlo. En esta situación, apenas conseguían acercarse a ellos de cuando en cuando y hacerles algún fuego inútil con los fusiles, hasta que “habiéndose proporcionado la ocasión de tomarles la altura a fuerza de vencer dificultades”, un dragón alcanzó a herir a uno de los fugados, cayendo éste a tierra atravesado por un disparo en la espalda que le impidió seguir corriendo, mientras lanzaba un grito de dolor. En un instante, su mirada se cruzó con la de Cosío. La expresión de su rostro era desafiante: aquel híbrido de hombre y animal expresaba algo que no podía articular… El capitán había visto a menudo esta expresión en los ojos de aquellos que conservaban todavía la fuerza necesaria como para enfrentar la muerte, pidiendo en silencio el rito del sacrificio… Fue entonces cuando los cinco restantes, en lugar de seguir su carrera, se detuvieron a proteger al herido “con su acostumbrada obstinación y furia”, entrando en desesperado combate y sin rendirse hasta como a las dos de la tarde, mientras que los dos centenares de movilizados de la vanguardia que venían en su alcance, cargaron sobre ellos con una lluvia de piedras, palos y machetes, que después de una feroz resistencia “y de resultas de ello, los bárbaros terminaron rindiéndose por lo muy mal heridos que se encontraban”.
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El ruido de la batalla semejaba el entrechocar de los cuernos de unos toros luchando entre sí; aquí o allá el estallido de un golpe o el silbido de un alfanje rompiendo el aire, mientras los heridos intentaban en vano detener la sangre de las extremidades lastimadas y apartarse de los demás. En los momentos finales del combate, varios de los atacantes caían heridos y ensangrentados al suelo, por entre las malezas y tratando de encontrar una salida. Un caballo con el cuello atravesado por una flecha, salió bruscamente de un breñal, levantó la cabeza y relinchó lastimeramente, pero al final cayó inmóvil. Unos minutos más de aquel salvaje enfrentamiento, una pequeña escaramuza cuerpo a cuerpo, y todo terminaba por aquietarse… Los resultados de la obstinación de aquellos perseguidos no fueron pocos, ya que a lo largo de la contienda lograron herir con arma blanca a veintisiete de los atacantes, en su mayoría de “la indiada de Parangarico” movilizados por Alexandre, resultando ocho de ellos con heridas graves (tres murieron después). Como la caballería también participó en esta refriega, varios caballos resultaron seriamente lastimados, y dos de ellos, como lo confesaría Martínez, “de muerte, atravesados por las flechas de los mecos”, por lo cual tuvieron que ser sacrificados en el lugar. Cosío, en los partes de guerra escritos después, anotaba que… los indios y paisanos que andaban a pie caían en la carrera porque les faltaba el resuello en alcance de los bárbaros, y sin más que el estímulo de unos a otros, se levantaban como podían con la ansia de lograr el fin de la muerte o aprehensión de los apaches. Muchos se llegaban a las manos con ellos luchando cuerpo a cuerpo, pero éstos, expeditos en el juego de sus armas, lograron herir a veinte y siete que carecían de igual destreza.13
Mientras tanto, los ocho guerreros restantes, que se habían convertido en humo desde el asalto al cerro, habían escapado al cerco y causaron todavía no pocos daños sobre algunos de sus perseguidores, dejando totalmente mal situados a los dragones de Cosío y a más de los tres millares de voluntarios movilizados en toda la región, quienes habían concentrado sus esfuerzos en atrapar a la partida más pequeña mientras el grueso de los fugados escapaba
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rompiendo monte como si fuera un tropel de sombras. Un miliciano del Valle de Santiago que al verlos pasar a la carrera se ocultó tras un risco, pues había perdido su fusil, alcanzó a ver que entre los ocho perseguidos dos iban al parecer heridos y uno de ellos destacaba por su aspecto: más de mestizo que de indio bravo, con una banda amarrada a la cabeza, que apenas ocultaba una cabellera no tan oscura como la de los demás y que lanzó un grito, o lo que parecía una orden en español: —¡A la salida, por el acantilado! A lo que el resto respondió en su lengua mientras retomaban un camino entre dos peñas que se alzaban como puertas de aquel precipicio… Don Cayetano Moreno, un miliciano pardo de Yuririapúndaro que apareció después como lugarteniente y sustituto del justicia Martínez —pues éste iba en seguimiento de los últimos fugados junto con Cosío y sus hombres —, daría su propia versión de lo sucedido en el desigual combate, enfatizando la captura de los seis evadidos y la suerte posterior del que se condujo malherido y que muriera en el camino. En su avance hacia el pueblo se había encontrado con el miliciano que vio pasar a la partida de fugitivos que rompían el cerco. Mientras lo interrogaba, el joven tenía la cara pálida pero no mostraba ninguna otra señal de emoción, balbuceando a trechos su malograda experiencia en el monte. Un tanto cansado, le ordenó presentarse ante Cosío lo antes posible para ponerse a sus órdenes, comentarle lo del supuesto guerrero mestizo entre los fugados y explicar la forma como había quedado aislado y sin armas en aquellos barrancos. Decía Moreno, en un parte redactado después, que desde el martes 31 recibió, de parte del justicia de Salvatierra, varios indicios evidentes de que los indios apaches, “recomendados por Su Excelencia para su aprehensión”, habían estado en uno de los cerros de su comprensión. Con esta noticia, a la misma hora tomó las providencias de levantar gente armada y hacer circular los alardes de guerra, dando órdenes y saliendo en propia persona con la “gente de razón” y con los indios que pudo juntar en aquella hora incómoda. Comentaba entonces que “el desordenamiento de la gente ante la resistencia desesperada de estos indios, junto con la ninguna práctica en semejantes acontecimientos, les hizo desamparar el cordón del cerco del cerro, de lo que
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se siguió la fuga de los ocho restantes”. Fue así, según él, como los apaches rompieron el cerco, enfrascándose en combates de corta distancia y logrando salir ocho más allá del círculo que habían formado sus perseguidores… “Considero que uno de ellos va muy herido, por dos heridas mortales que con la bayoneta se llevó de la parte de un soldado, y por estar rodeados de gente todos los cerros y estancias que pudieron tomar, supongo el día de hoy conseguir su total ruina en la persecución, con la mejor disposición y con el acuerdo del comandante de los soldados que se ha ido en su búsqueda”. Moreno enfatizaba la fuerza y obstinación de los apaches, una capacidad de lucha según él digna de mejor causa, advirtiendo sobre las virtudes guerreras de estos perseguidos hijos del desierto. —No tengo voces para expresar la resistencia y el valor de sólo catorce indios bravos, que sin más armas que unas mal formadas flechas, lanzas de otate con una bayoneta incrustada en un palo, un alfanje bastante filoso y unos chinapos,14 nos han hecho trabajar con el mayor rigor durante varias horas. Resulta que además, me han herido veintisiete personas que hasta ahora sé, estando de éstos catorce muy mal heridos. Y asimismo me han lastimado ocho caballos hasta ahora reconocidos, y dos de muerte. No puedo menos que recomendar el valor y tenacidad con que se mantuvieron los indios de este pueblo de Parangarico, entre quienes está el mayor número de heridos.15 En una empalizada que los vecinos habían alzado al pie del cerro, los voluntarios hacían acopio de todo lo que había quedado disperso en el campo de aquella refriega, armas sueltas, cabalgaduras, cohetes, alguna pólvora, morrales y bastimentos de toda clase. Sin orden ni concierto iban de allá para acá, desplazándose como sonámbulos, apenas repuestos de la idea de haber conservado la vida en semejante trance. Para los comandantes era difícil conservar a los movilizados en el lugar, pues muchos anhelaban regresar a sus caseríos y ranchos, preocupados de la suerte de sus mujeres e hijos, de sus cosechas y animales de corral. Difícil convencerlos de que la cacería continuaba y de que era necesario esperar las nuevas órdenes que Cosío enviaría con un propio en cualquier momento. Por su parte, y habiendo sido informado sobre los sucesos del cerro del 164
Capulín, el subdelegado de Celaya, don Pedro Antonio de Septién, evaluó todas las versiones y comunicó la suya al virrey, poniendo en su justo término la información de lo sucedido, enviando copias, para que estuvieran prevenidos, a varios pueblos y ciudades de una amplia región…16 Ya desde la noche del domingo 22 de enero en que los gentiles cometieron las hostilidades en el distrito del pueblo de Jerécuaro, a distancia de diez y ocho leguas de Salamanca, Septién había avisado por cordillera a los justicias de los lugares del rumbo lo sucedido en El Clarín, advirtiendo que los vecinos, en primera instancia, se percibiesen de la presencia sorpresiva de unos apaches merodeando por esta región generalmente tranquila; que se preparasen bien y con anticipación a aprehenderlos o matarlos en caso de tenerlos a su alcance. Así, ordenó poner centinelas en las dos cordilleras principales de la Sierra Madre, camino que, según él, “los apaches habían de tomar por ruta segura para restituirse a sus rancherías en el lejano norte”. Era claro que el subdelegado, jefe natural de toda la operación, constataba entonces el anhelo de aquellos fugitivos de regresar a sus territorios de origen, y de que la única manera de frustrar aquel deseo recurrente era formar un cerco lo más extendido posible para evitar que pusieran el pie sobre el Camino Real… Envió entonces órdenes a los justicias —“mis subalternos”— en la línea de casi treinta leguas de extensión que hay (de oriente a poniente) desde el pueblo de Coroneo por Jerécuaro, Acámbaro y Salvatierra, al de Yuririapúndaro, “donde se ha estado en continua centinela desde el día 25 de enero”. Recordaba que en las diversas batidas que de todos esos parajes se han hecho “han salido más de tres mil hombres armados a las órdenes de los Justicias y de vecinos condecorados a esculcar los sitios intrincados y fragosos, manifestando todos el más vivo deseo de lograr la prisión o muerte de los apaches”. El subdelegado hacía notar, mientras escribía rememorando las diversas acciones, que los perseguidos, reconociendo sin duda el tesón y la vigilancia con que se les buscaba, al ver desde lo alto de los cerros en donde se emboscaban las muchas partidas y divisiones de gente de a pie y de a caballo que cruzaban los campos yendo y viniendo, se intimidaron para seguir su viaje con libertad, y en los once días que mediaron desde el 22 de
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enero hasta el 2 de febrero, sólo anduvieron unas veinticinco leguas dejando varias huellas a su paso. Insistía entonces, al igual que Cosío, en las virtudes de su estrategia de movilizar a los mismos vecinos conocedores del terreno, a emprender acciones en las que demostraran su lealtad al virrey y a la Corona, recomendando “con las mayores veras a su superior benignidad el porte honrado y bizarro de los pobres indios de Yuririapúndaro y Parangarico, que guiados por su Gobernador y a ejemplo de Justicia, obedeciendo ciegamente sus órdenes, penetraron a pie hasta la cumbre del cerro, y mal armados con garrotes, con hondas y con belduques, sostuvieron con la mayor constancia el conflicto con los apaches, por haber sido ellos los primeros que los vieron y hallaron; sufriendo sin desmayar los efectos de la desesperación y brutalidad de estos bárbaros, arrojándoseles cuerpo a cuerpo, como lo demuestra el hecho de haber salido heridos tantos de ellos”. Septién evocaba los sucesos en espera de alguna medida de recompensa que sacara a estos pueblos del abandono en que vivían, de un cambio de actitud de las lejanas autoridades de México; aunque al mismo tiempo movía la cabeza como desaprobando lo que él mismo no creía posible. Recordó el primer encuentro con Cosío, y ahora se sentía de alguna manera correspondido en la confianza depositada en aquel capitán que apareciera súbitamente por Celaya: así que no dudó en añadir un comentario al calce de su informe: “Es asimismo digna del agrado de Vuestra Excelencia la conducta en todo esto del oficial comandante don Nicolás de Cosío, y la de los Dragones de la partida que ha llegado aquí bajo vuestras órdenes”.17 El capitán Cosío, desde el campo mismo de los acontecimientos, recordaba aquel herido de muerte que con la mirada lo desafiara, un enemigo valeroso, un guerrero que desde su caída tenía ya la palidez de una quimera y la sombra de la muerte estampada en el rostro. Con aquel recuerdo funesto descargó su ánimo escribiendo también al virrey con mano firme, haciéndole saber que: “De los apaches aprehendidos el primer día, ha muerto uno en mi presencia, cuyas orejas he cortado y entregado al portador para que se las entregue a Usted, quedando los demás curándose con mucha prolijidad, y también por cuenta del nominado Teniente que hasta en esto ha manifestado
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su escrupulosidad y eficacia. Dios guarde a Vuestra Excelencia”.18 Para mayor humillación de los apaches malheridos que se han llevado cautivos al pueblo, los frailes y ministros del convento organizan allí una ceremonia de bautizo y conversión forzosa, para poner en alto el triunfo de la Iglesia y la Corona…
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MISERICORDIA En el atrio del convento se ha reunido una multitud alrededor de los frailes agustinos y de algunos párrocos del rumbo que reciben a los cinco cautivos blandiendo altas cruces, sahumerios y candelabros. Son cerca de las nueve de la noche y vienen los apaches vejados y malheridos, resguardados por una veintena de hombres armados, mientras la gente se arremolina a su alrededor casi impidiendo el paso del resguardo hacia los aposentos del convento que han sido habilitados como prisión. El tumulto entra atropelladamente y en desorden al interior de la nave, la que se halla iluminada por gran cantidad de cirios, pues coincide con “el día de la Presentación en el templo, el día de la Virgen protectora, el de la Luz y las Candelas”. En el fondo del recinto se distingue la imagen iluminada de la Virgen, la de los ojos cristalinos, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de los Pobres. Los cautivos entran al templo y caen exhaustos al pie de una de las pilastras de la nave principal, mientras imploran a gritos el beneficio de la muerte. Los indios de Yuriria, en gran desorden y de manera inusitada, piden entonces misericordia para aquellos prisioneros sangrantes y extenuados, exigen misericordia para que se les perdone la vida y se les regrese a sus patrias de origen; mientras los guardias aprestan sus armas y estrechan la vigilancia sobre los cautivos, temiendo además un motín de los comuneros. —¡Aguarden! —grita el prior del convento y la multitud calla, mientras los voluntarios dejan de arrastrar a los cautivos y empujarlos con palabras soeces hacia sus prisiones. De inmediato, tratando de controlar el tumulto, el prior avanza hacia los apaches con una aljofaina de agua bendita que ha sustraído de la pila bautismal de la entrada, y con un hisopo les salpica al tiempo que les recita el inevitable ego te absolvo, lanzando después una retahíla de oraciones en latín que sólo ellos entienden. Algunos de los más jóvenes eremitas conducen a rastras a dos de los cautivos hacia los pies de la imagen, exorcizándolos para que sean expulsados de sus maltrechos cuerpos los demonios de la infidelidad. Y en el dramatismo del momento, introducen 168
a los cautivos a la prisión, en donde, por órdenes del prior y de las autoridades militares, su vida será garantizada, pues serán alimentados y curados de sus heridas antes de su traslado a la ciudad de México. En sus sermones posteriores, atribuirán a un milagro de la Virgen el que ahora tan temibles acechantes hayan sido sometidos por los cristianos a las leyes de la Corona. Y a partir de ese momento, propalarán la versión cada vez más idealizada del supuesto milagro, hecha para consumo de la comunidad de fieles de toda la región, de que los cautivos pidieron voluntariamente ser bautizados y se acogieron contritos y arrepentidos bajo el manto protector de la Virgen. Al tiempo que esto ocurría, otros voluntarios cargan el cadáver del apache muerto, cuyas orejas han sido ya cercenadas por el mismo Cosío para enviarlas al virrey, adosadas a su informe de campaña… El bárbaro será sepultado a gran profundidad en un barranco, y el sitio será rodeado de cruces, cubierto de cal y exorcizado con vehemencia, para que las fuerzas del mal no regresen a los alrededores de aquel convento que se yergue en una gran explanada, a cierta distancia del caserío, marcando el lugar para los años venideros como “la tumba del apache”.
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FUGITIVOS EN FUERZA DE CARRERA Se asegura además, y la mayoría de los oficiales así lo creen, que los ocho apaches fugitivos no lograrán salir de la región, porque se les sigue de cerca y con insistencia por los dragones y por el gran número de vecinos y naturales armados que han ocupado los caminos y las posibles rutas de salida; además de que, habiendo perecido uno de ellos en un combate cuerpo a cuerpo, huyen fatigados después de la contienda del cerro del Capulín. Dos o tres de los restantes han emprendido el nuevo derrotero con heridas profundas, de las que posiblemente no se repongan. A trechos es posible intuir su ruta por los rastros de sangre que los baquianos siguen como si se tratara de presas acosadas, presas que a pesar de todo marchan como aturdidos, guiados a través de los precipicios por la mano del dios innombrable, con el tesón de los que son arrastrados hacia lo desconocido por la fuerza de una antigua divinidad. Cosío, que los perseguía de cerca, ya había tenido con ellos la ocasión de “sentirles el aliento en combate”, de mirarles a los ojos, de medir sus fuerzas en una serie de escaramuzas que se dieron en las faldas del Capulín y después de la captura de los seis, encuentros cercanos que relata a su manera: “Resulta que resolví bajar al pie de los cerros para adquirir algunas noticias, y las primeras que tuve fue encontrarme con el cabo José Castillo, quien venía herido de flecha en la tetilla derecha y algo cojo por una contusión en el costado del mismo lado”. El cabo le informó que siguiendo a cinco de los apaches junto con tres paisanos de Yuriria, uno de ellos logró dar alcance al más rezagado, y alcanzándole con dos pedradas en la cabeza mientras lo perseguía, el fugitivo reaccionó dejando de correr, volviéndose hacia su perseguidor, lanzándole un certero flechazo en el brazo y otro al caballo, dando de lleno en el pecho del animal. Fue entonces cuando Castillo trató de auxiliar a su compañero inmovilizado por el ataque, pero con una yegua cansada apenas si lograba avanzar. Después de dispararle un balazo sin acertar, el atacante se le arrojó 170
encima sin poderse defender, a causa de habérsele enredado la cabalgadura en un zarzal. No logró sacarlo a jalones de la silla, fingiendo entonces estar fuera de combate, tan pesado e inerte que el apache lo creyó muerto. Y cuando el guerrero se retiraba para dar alcance a sus compañeros, se encontró de frente y de manos a boca con el dragón Isidro Vázquez, que los seguía a corta distancia. El paraje era cada vez más escabroso y cubierto de una maleza cerrada, el sol les caía de lleno en la cara y a veces les hacía difícil distinguir los rápidos movimientos de aquellos emplumados que se desplazaban con presteza, apenas dando tiempo de reaccionar. En esas circunstancias, Vázquez acometió al atacante como pudo. Cuando éste le saltó encima, logró recibirlo con la bayoneta en ristre atravesándole el cuerpo, aunque el peso del agresor le hizo trastabillar, caer hacia atrás y quedar recargado en un tronco a la orilla de un barranco. Alcanzó a sacar la bayoneta del cuerpo del herido y volver a atravesarlo con una segunda acometida, ya que antes había tratado de disparar pero la escopeta se hallaba trabada. Sin embargo, el indomable indio bravo que era “un hombre de los bosques”, descomunal y como si fuera un árbol de piel de corteza, con extremidades como ramas y un imponente penacho de yerbas y plumas entremezcladas que coronaban un rostro pintado y sudoroso, se repuso y siguió luchando... Relataba Cosío en su parte de guerra que “el acosado tuvo todavía el valor y la fuerza de sacarse la bayoneta del cuerpo y amarrarla en la punta del arco haciendo las veces de lanza, con la que le acometió al dragón Vázquez, quien se defendió como pudo, con el sable pero sin poderle ofender, a causa de la inmensa fuerza del atacante a pesar de hallarse herido de muerte”. En lo más intenso del forcejeo, y cuando ya el soldado se hallaba prácticamente exhausto y resignado a lo peor, el fugitivo herido empezó por fin a languidecer: se sabía cercano a la muerte, desangrándose por dentro, y fue cuando decidió dejarse caer al precipicio. Dio un paso en falso, resbaló y cayó de espaldas en el despeñadero, “debiendo inferirse muerto a la hora de esta caída”. Vázquez se sumió en un denso sopor y aletargado trataba de incorporarse, pero una niebla profunda cegaba su mirar hasta que terminó por desmayarse… Los baquianos que recién llegaban a la carrera a auxiliar al
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soldado, y que habían visto la caída del apache, se arrojaron al barranco en su búsqueda, sin lograr encontrar el cuerpo ni herido ni muerto. Dicen los testigos que del fondo de aquel desfiladero tan abrupto e inaccesible emergió, aleteando suavemente las alas, “un ave multicolor, parecida a un faisán”, que remontó el vuelo más allá de la cumbre del cerro… Al poco rato, y ya oscureciendo, se presentó ante Cosío el dragón José Bedoya, quien le dijo, todavía acezante por la carrera, que había seguido a tres de los apaches en compañía de varios paisanos, y que sólo había logrado herir a uno de bala por las espaldas, “o al menos eso creyó”. Mientras, algunos de los soldados que lo acompañaban se quedaron atrás, “enredados en los bosques” por habérseles cansado enteramente los caballos dentro de un espinal. Lentamente salían del matorral con sus casacas azuladas, algunas ya desteñidas por el uso, alguna mochila y el fusil con la bayoneta desnuda, abriendo los ojos encandilados en espera de que un nuevo encuentro no los sorprendiera en esa posición casi inmóvil. Cosío, informado por sus hombres, incorporaría después estos sucesos a su diario de campaña, para que el virrey entendiera qué era una lucha en esas condiciones, qué era un combate en donde los perseguidos podían echar mano de sus artes de guerra, con la ventaja que les daba el uso de las flechas o de las lanzas, mucho más eficaces en el terreno que las armas de fuego de sus perseguidores; pues era una lucha cuerpo a cuerpo, que dependía de la fuerza física y de la astucia de cada quien, de qué tan resueltos estaban los dragones y los voluntarios para obedecer las órdenes del teniente al mando. Cosío, todavía en el campo, advertía entonces sobre la huida de los restantes escapados y de la casi imposibilidad de seguirlos con una tropa y una caballería exhausta que hasta el momento no había podido tomar un descanso, que necesitaba remudas, y que, además, había que cuidar, pues cualquier soldado suelto podría ser ultimado por un flechazo certero o cualquier cabalgadura desbalagada en la lucha podría ser robada por los prófugos. En previsión de una posible ruta hacia el este, desde el mando se despacharon correos a las haciendas de Santa Mónica, y a otras del rumbo junto con sus ranchos aledaños, a fin de que sus habitantes acercaran
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posiciones hacia los cerros del Comal, Copuato y Manuna, y que observaran si salían los apaches uno a uno o si se internaban en los otros cerros; y que de ser así, dieran pronto aviso. Una vez llegados a las cercanías de esos cerros, se constató que se trataba de “elevaciones que verificamos con la mayor escrupulosidad, por parajes tan intransitables que ni a pie podíamos salir de ellos”. Era otra vez la incertidumbre y el avanzar solamente ayudado de los rastros o de los posibles indicios. Nada se logró en esas incursiones y sólo queda al contingente la esperanza de que se encuentren en el de Copuato y Manuna, “pues las huellas de mucha sangre de los heridos que llevan se dirigen hacia esos fragosos cerros”. El clima del Bajío era tenso, los rumores del combate se esparcían magnificados, mientras los militares y los que tuvieran algún cargo por modesto que fuera en algún pueblo de la región esperaban de su participación en todos estos sucesos repentinos obtener algún beneficio futuro, algún ascenso o reconocimiento de méritos que les hiciera cambiar su rutinaria suerte o salir del anonimato. Eso sí, otorgando una importancia vital a sus informes, dando a entender que se mantenían fieles al rey, cuando ya muchos de ellos estaban en redes clandestinas, conspirando y con objetivos muy diferentes de los manifestados en los informes. Esto explica de alguna manera la movilización desmesurada, el recomendarse unos a otros ante la autoridad virreinal, el oportunismo que asoma en los partes de guerra, el entusiasmo de quienes se unían a una contienda eventual con las armas en la mano; lo cual habla mucho también de cómo estas comunidades vivían el momento: algo que apareció allí como una novedad que daba sentido a una vida aparentemente pacífica, pero sorda y llena de rencores contra el “mal gobierno”, de inquinas que se cocinaban bajo el silencio y el murmullo. Había la latencia que prefigura una guerra, esa sí multitudinaria, que se desarrollaría en esos valles trece años después: encabezada por los mismos hacendados y sus peones, por los mismos “vecinos condecorados” de cada pueblo, con más arresto y con una mayor convocatoria, en este caso bajo el liderazgo de un cura de pueblo, varios dragones y militares de su círculo, algunos propietarios insolventes ante los gravámenes del gobierno y endeudados con los aviadores de Guanajuato —
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todos gachupines—; así como muchas autoridades infidentes encabezadas por el mismo corregidor Miguel Domínguez, de Querétaro, la ciudad más importante de aquel Bajío. El 6 de febrero el justicia de Salvatierra, José Antonio de Alexandre, quien nunca hizo nada extraordinario en la batida pero que sí se hacía presente en una serie de partes de guerra escritos con excelente pluma, daba fe de que todo terminó ese día sin que hubieran encontrado nada, salvo “una vaga noticia de uno que me dijo haberlos visto en número de siete por el cerro del Obrajuelo, fugitivos en fuerza de carrera, sobre el cual, o en su inmediación, se hallaba parte de una gente que despaché a reconocerlo”. Enaltecía su propia participación en las batidas de aquellos días, afirmando que su táctica era provocar en su gente “el ánimo y el ejemplo del caudillo” —que era él—, así como aprovechar al máximo los conocimientos propios de los hacendados y vaqueros bajo su mando, organizando la persecución “a la manera que ellos lo practican en los rodeos de ganados”; es decir, achicando el espacio desde la base de los cerros hasta lo más alto, tratando de ganar la pendiente desde diferentes ángulos, con la esperanza de cercar a los apaches. Esta vez se trataba de un territorio altamente conocido que eran los cerros circunvecinos llamados Prieto, Blanco, Las Palomas, Parácuaro, Obrajuelo y el de Los Tules, y que los rancheros decían conocer como la palma de sus manos. Por su parte y prosiguiendo las operaciones, Cosío y su gente recalaron hacia la Estancia de la Joya de San Nicolás, donde se les unió el teniente Martínez y su gente, quienes le dijeron que el día anterior habían descubierto huellas de los apaches por el Cerro Blanco, pero que por lo boscoso del paraje los perdieron al poco rato de haber penetrado el breñal, aunque se percataron de que habían dejado unos caballos y otros fragmentos que “identifican o persuaden de este encuentro con los apaches”. Alexandre, que los alcanzó a la carrera, concluía diciendo que “sólo nos resta la esperanza de que la necesidad los haga salir y saque de sus albergues, como las fieras perseguidas que son, tal vez a las manos de los que con tanto cuidado los buscan”. Fue entonces cuando toda la atención se puso sobre el Cerro Blanco, hacia
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donde se movilizaba la gente reunida y los soldados, bajo una pertinaz llovizna que poco a poco fue tornándose en aguacero. Al parecer, y como lo indicaban todos los exploradores con las pruebas de sus hallazgos sobre el terreno, los dos apaches más lastimados habían ya perdido la vida, aunque sus cuerpos nunca fueron hallados, y se creía que solamente una media docena de ellos eran los que enfrentaban la persecución de los más de tres mil movilizados en su búsqueda. La lluvia, sin embargo, al presentarse después de varios días de sequía, borró en pocas horas todo rastro seguro y les dio a los evadidos una relativa ventaja sobre sus perseguidores. Para colmo, el 8 de febrero, el principal combatiente de la batida, el teniente de justicia de Yuriria José Mariano Martínez, lamentaba el robo de algunos caballos por parte de los apaches. Relataba que en la mañana del día 6, al salir para el Cerro Blanco, llegó de Cuitzeo el que venía de correo, un tal Agustín Ferreira, asegurando a voces que estaban los apaches en el Cerro del Comal, “cuya noticia se confirmó con la de un carretero que dijo que los había sentido en el proprio cerro, en esa madrugada”. Cuando Martínez y su gente llegaron al lugar, hicieron, como lo testificó en aquel parte, “la más exquisita especulación en todas sus barrancas, en los circunvecinos cerros y en todos los escondrijos, sin perdonar sus elevadas cumbres, que tuvimos que andar a pie y aun en cuatro patas por lo peligroso de sus pasos; y no encontrando ninguna esperanza, nos regresamos para esta cabecera a tomar otro destino”. A poca distancia de llegar al altozano, como a las dos de la tarde, los alcanzó al trote un tal Vicente Álvarez, asegurando que los apaches se hallaban en el Cerro Blanco, pues no sólo fueron vistos a lo lejos, sino que en un descuido de la gente perseguidora aparecieron de improviso cerrando el paso y abalanzándose sobre un fragmento de la tropa que venía en su alcance y que se vio sorprendida por la incursión inesperada. El desconcierto fue mayor al percatarse que quien daba las órdenes era aquel apache fuerte y decidido, “más blanco que los demás y lanzando insultos en español”, algo que Cosío, al saberlo, atribuyó a la presencia de aquel genízaro que había escapado desde Plan del Río y que tuvo varias apariciones en la ruta de los fugados. Fue así como, “en una acción sorpresiva y arriesgada como acostumbran, le
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quitaron los caballos a gente que yo tenía de centinela en aquel cerro”. —“Este puñado de hombres acorralados —pensó Cosío— pueden desmoralizar y aterrorizar a una fuerza de mil, dispuestos como están a quebrar a sus perseguidores como si fueran ramas secas… En esta lucha los rastreadores piensan en labrarse un nombre a partir de su victoria, mientras que los acechados, sabiendo que el terreno que pisan puede convertirse en su tumba, avanzan paso a paso, decididos a una muerte cierta.” José Mariano Martínez reprendió entonces a los que descuidaron las cabalgaduras, confiados en que los apaches se hallaban exhaustos y que solamente huían desconcertados. A ratos, el justicia parecía haber perdido toda esperanza, pues los perseguidos, al parecer, habían cambiado de estrategia, ya que ahora no buscaban el combate sino que se desplazaban de nuevo silenciosos y como sombras, contando además con varias cabalgaduras frescas recién robadas, y en esas condiciones era más difícil alcanzarlos y dar con ellos. En su informe expresaba con trazos de novela de caballería esta nueva actitud de los evadidos y advertía al mismo tiempo sobre el talante y la repentina recaída del capitán Cosío: No tengo voces con qué significar a Vuestra Merced según la experiencia que he contraído: no sólo de prenderlos pero ni de matarlos, pues éstos ya no nos hacen frente, huyen a la carrera escogiendo ellos en qué momento atacarnos, casi vuelan y se echan por los despeñaderos como si fueran pájaros, que para ellos no hay altura ni barrancos por profundos que sean que no los puedan trasponer al vuelo con la suma agilidad de que hacen gala… Concluyo con recomendar a Vuestra Merced la conveniencia, prontitud e infatigable empeño de todo el vecindario jurisdiccional, quienes han trabajado sin pararse en hambres, fríos, soles ni tránsitos fragosos siete días con ocho noches, sin dejar de hacer igual recomendación del caballero comandante de dragones, el paladín don Nicolás de Cosío y sus subalternos, que con igual eficacia han desempeñado sus deberes, no obstante la penosa enfermedad de pecho que incesantemente lo aflige.
Y es que ya para el día 11 de febrero, Cosío había empeorado y tuvo que tomar un descanso en el cuartel provisional instalado en el convento de Yuriria, pues se hallaba extenuado y débil. La tos seca se había resuelto en
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fiebres, y sólo durmiendo casi dos días sin parar, acompañado de un médico de Celaya, pudo reponerse y recuperar un tanto la salud. En el furor de aquellas fiebres, el comandante deliraba, despertaba a medianoche saltando del camastro, pidiendo agua y diciendo hallarse en los yermos del norte, “diciendo que él mismo era un apache”, según informó el médico que le atendía, mientras balbuceaba incoherencias en una lengua que decía ser la de sus perseguidos. En uno de sus delirios, pedía clemencia a Dios por los agravios cometidos en batallas anteriores contra “sus pájaros y venados”, como llamaba a los fugaces objetos de su búsqueda y sus desvelos. A ratos se aterraba por la presencia de un demonio en la celda del convento en la que se hallaba postrado, hasta que el médico lo calmaba colocando compresas frías en la sudorosa frente. Poco a poco recuperó la conciencia, aunque la enfermedad duró hasta el fin de sus días, causándole problemas el resto de su vida siempre que se hallara en el fragor de las campañas militares. Salido de la fiebre, el capitán recordaba que siempre fue enemigo de una vida ordenada como la de los demás, pues desde muy joven había adoptado la carrera de las armas, se había alejado de sus padres y, cuando cayó en cuenta del tamaño de su aventura, se hallaba ya al mando de un lejano presidio rodeado de infieles y bendecido por las oraciones de un misionero jesuita que varias veces arriesgó su vida siguiéndolo durante las correrías de captura de indios bravos, mujeres y niños. Su pasado era como un país definitivamente abandonado en el que se han vivido años cubiertos de un manto de niebla, y siempre sentía el deseo doloroso de ser ajeno a sí mismo, soldado a veces, rastreador ocasional durante las campañas de sus superiores o atraído por la posibilidad de convertirse de plano en mercader itinerante y sacar un mejor provecho de aquella permanente conquista que tantos bienes requería y tanto dinero y sangre hacía correr. Ahora, pasado el último encuentro, tenía ante sí el libro abierto, el recuento de una vida que acababa de arrebatarlo a la muerte, algo que aprovechaba para poner sus pensamientos en orden y masticar sobre su suerte futura una vez lograda la captura de la totalidad de aquella cuerda de fugitivos. Con el desconsuelo de una misión no cumplida del todo, crecía la esperanza de que gracias a lo ocurrido, volvería a ser un militar respetado por sus superiores. Había algo de felicidad en sus
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pensamientos, pero si se le hubiera preguntado si era la esperanza o la melancolía la causa de este desahogo, no hubiera sabido qué responder. Sólo un esfuerzo más, un empujón, y la misión quedaría concluida como para rendir buenas cuentas ante el virrey. Mientras, los justicias involucrados en la persecución reconocían que los apaches se habían vuelto ojo de hormiga, que habían desaparecido del todo: aun cuando dieron por cierto que algunos informes recabados decían “haberlos sentido en las goteras del Real de Tlalpujahua”, significando con esto que se hallaban en ruta desviada, ya no hacia el norte, como muchos imaginarían, tratando de retomar el Camino Real —que a esta altura se hallaba bloqueado por los piquetes de movilizados—, sino de nuevo al oriente, muy posiblemente hacia las inmediaciones del rumbo de Jilotepec o Aculco, para retomarlo desde ahí. Fue entonces cuando de nuevo se mandaron provisiones y partes a Huichapan para advertir a sus autoridades de la posible presencia de los seis fugados en el sur de su demarcación. Para entonces, Martínez había ya elaborado una lista de los despojos, como se les llamaba, de la parte del botín de los ranchos que los apaches abandonaron y que los rastreros encontraron en la cumbre del Cerro Blanco, a sólo cinco leguas al sureste de Yuriria, “en el día lunes 6 del corriente a las once de la mañana”. Estos restos, en su mayoría ropas usadas y algunas armas sobrantes, fueron bendecidos por un rezandero antes de proceder a recogerlos, pues todavía rezumaban la extraña presencia de aquellos perseguidos. Incluían seis cabalgaduras, pues los apaches habían seguido su ruta con sólo tres de las nueve capturadas, que eran las que les podían dar una mayor movilidad, así como una gran variedad de ropas, dinero y objetos.19 Y mientras los oficiales llegaban al lugar del hallazgo, las mejores piezas de aquel botín, como ocurría en estos casos, “se extraviaron”. Días después, cuando el comandante de los dragones mejoraba de su enfermedad y con excelente ánimo para proseguir la persecución, arengó a sus soldados, hizo todos los aprestos y preparó sus bagajes y cabalgaduras para continuar la búsqueda. Pero un aviso sorpresivo del virrey Branciforte, que no podía desobedecer y que frustraba sus planes, le hizo saber que la autoridad tenía otras comisiones para él y que consideraba que los prófugos
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restantes podrían ser capturados o muertos por los justicias de la misma zona de Tlalpujahua, ordenándole que regresara a la capital a curarse y reponerse, trayendo a los cinco prisioneros consigo, los que se hallaban también muy mejorados después de las curaciones que se les hicieron en la prisión del convento. Tan bien recuperados que los frailes atribuían su mejora a un milagro de la Santísima Virgen, que los había atraído a su seno y protección “por la fe repentina que manifestaron hacia ella una vez colocados bajo su manto”. Sin embargo, el capitán de dragones no dejó de preocuparse por la suerte de los apaches que no había podido capturar, presintiendo que podrían lograr su objetivo: llegar a sus territorios originales. Pero más que una preocupación era una frustración que empañaba su ánimo, pues aquella persecución era suya, un asunto íntimo, una lucha interior entre los apaches y él; y nadie más que él tendría que ser el destinado a poner punto final a tantos desvelos. Entonces le invadió un sentimiento de derrota, de haber sido vencido, burlado por aquellos que de seguro se regocijarían de que hubiera abandonado su búsqueda implacable, dejando su captura a la deriva… El 25 de febrero, resignado a seguir las superiores órdenes y ya llegado a la ciudad de México, haciendo referencia al Diario que con detalle escribió durante todo el curso de la campaña —evocado en el transcurso de este relato —, Cosío rindió un parte detallado de su larga marcha: 259 leguas llenas de acontecimientos cotidianos, en jornadas de diez a doce horas diarias, “que a veces bajaron a cinco, ocho o nueve y en otras subieron a dieciséis y veinte”, y un recuento de sus hazañas y desventuras por cumplir la encomienda del virrey; trazando en él un mapa inquietante de las lealtades, el descontento y la infidencia, de ese ruido de río subterráneo con que se topó a menudo y que no alcanzó a interpretar del todo. El virrey Branciforte, por su parte, acordó, durante una estancia en Orizaba el 1º de abril de ese año, “que se remita a La Habana a los sobrevivientes cautivos del grupo que se había fugado en Plan del Río” y que esperaban su traslado en San Juan de Ulúa. La opinión del asesor del virrey, dada en México, había sido la de rutina en estos casos: que el gobernador de La Habana pusiera a esos apaches a servir con amo conocido, bajo el salario
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que fuera regular y con obligación de educarlos cristiana y políticamente, ya que según todos los informes, “eran, muy posiblemente, cristianos fieles”.
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ENSALMO DE LOS PÁJAROS Están los seis fugitivos en huida sigilosa, respirando la nitidez del aire que les invade todos los sentidos y que les permite tener la ligereza de las aves: toman fuerzas para continuar su camino y mantener el estado de gracia que les sigue concediendo la libertad; buscan sortear los retenes del cerco que miles de voluntarios armados y tropa veterana han tendido en los caminos y en las faldas de casi todos los cerros del rumbo. Al anochecer de un día agotador logran llegar a un abrigo rocoso donde penetran con todo y caballos, alumbrados por unas teas de ocote. Las paredes y los techos de la caverna rezuman el agua eterna de su interior gota a gota, fluyendo con un murmullo apenas audible por los veneros de la roca, cayendo de cuando en cuando como un hilo de agua sobre sus cuerpos lastimados y entumecidos. Cerca de allí, y mientras la noche se despliega, suenan las piedras de un riachuelo marcando a su manera el paso del tiempo. Uno de los fugados aplica untos y oraciones sobre los heridos, atenuando en algo su dolor con el agua casi helada del arroyo vecino. Y como bien saben que su guarida es transitoria, preparan los caballos. Con la cal y el cinabrio recogidos en el camino les dibujan signos protectores y un sol blanco bajo las crines de la frente, les advierten y les hablan al oído para emprender una nueva caminata: Con estos signos dibujados en su cuerpo tejemos un vestido de esplendor que los proteja: que la urdimbre sea la luz blanca de la mañana, que la trama sea la luz roja del atardecer, que los flecos sean la lluvia que cae, que la orla sea el arco iris que se levanta. Para que nos ayuden a caminar por donde cantan los pájaros, por los senderos de la hierba sin pisar el suelo, ¡Oh Madre Tierra!, ¡Oh, Padre Cielo!
Gritos se oyen a lo lejos, ladridos lejanos, detonaciones en señal de que sus perseguidores les tropiezan la sombra… al amanecer distinguen desde allí un grupo de cerros en los que destaca el Prieto. Durante la noche, el Soñador se ha convertido en mancebo del agua,
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matador de monstruos, adoptando las energías del diluvio del que provienen los hombres del desierto. En el delirio de un canto entrecortado, sus ojos, más negros y brillantes que los del ciervo, parecen no tener un momento de descanso. —De nuestros perseguidores conocemos sus debilidades, son insaciables y han llenado los desiertos y los páramos de su propia angustia, de la voraz impaciencia de la posesión de la que no pueden escapar, pues la llevan dentro de su propia naturaleza. Pero al cabo, el paraíso y el infierno se unen en el instante en que revienta el tiempo, y lo que hay más allá de la muerte está dentro de nosotros mismos.
Firma de Pedro Antonio Septién Montero y Austri
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1 Cf. Apéndice. 2 Un “estrés de campaña”, un mal crónico que le duraría hasta el final de sus días. Cf.
Apéndice. 3 “Pasé a aquella hora —relataba Septién— que serían las cuatro y cuarto, al
alojamiento y mostrándoles la carta que acababa de recibir de mi lugarteniente de Salvatierra y explicándoles por medio del intérprete su contenido, procuré con modos afables y con ofertas, por el mismo conducto, reducirlos y persuadirlos a que siguiesen acompañando a la partida de Dragones, pero no pude conseguirlo: en cuya atención resolví con Cosío, teniendo presentes las superiores órdenes que le ha comunicado el excelentísimo señor virrey, que los Tahuacanes se dirigiesen desde aquí a su país acompañados del Cabo Martínez y del intérprete Reyes […] Y consecuentemente, a mi presencia, ministró el enunciado Ayudante mayor don Nicolás de Cosío, al cabo Juan Ignacio Martínez setenta y cinco pesos en reales efectivos que recibió contados a su satisfacción, para socorro de quince hombres —los 13 indios, el cabo y el intérprete—, a razón de dos reales diarios a cada uno y por espacio de veinte días que fue el término que se consideró suficiente para la restitución de los Tahuacanes a su país: quedando yo encargado de dar, como efectivamente di al Cabo Martínez, el judicial pasaporte del caso dirigido a los Jueces de Su Majestad de las jurisdicciones del tránsito: para que los dueños y mandones de haciendas que hallen en el camino le ministren todos los auxilios que necesiten, con referencia a las superiores órdenes del Excelentísimo Señor Virrey, como dos horas después de haber éste salido de esta ciudad en seguimiento de los apaches, auxiliado de mis órdenes para toda la jurisdicción de mi cargo, marchó el Cabo Martínez con el intérprete y los Tahuacanes, dirigiendo su viaje a la villa de San Miguel el Grande, para internarse por la ciudad de San Luis Potosí al término de su destino, habiéndosele proporcionado también a esta partida de indios todos los auxilios que necesitó para su cómoda conducción y para que todo lo referido conste donde convenga, de pedimento y para resguardo del Ayudante mayor don Nicolás Cosío. Doy y firmo la presente en la ciudad de Celaya a 1 febrero 1797. Pedro Antonio de Septién Montero y Austri: ante mi José Antonio Lizalde, escribano público y de cabildo, es copia fiel”. 4 Silvio Zavala, op. cit., p. 440. 5 Significa “lago de sangre” en lengua purépecha. Hoy Yuriria (Guanajuato), este
pueblo fue parte de la frontera norte del señorío purépecha en tiempos prehispánicos y luego, sede de un convento fortificado de los agustinos en la frontera de guerra contra los chichimecas durante los siglos XVI y XVII. 6 Cf. Rosa Alicia Pérez Luque, “Conflictos por la tierra y movilización social: pueblos
de indios contra agustinos en el sur de Guanajuato, siglo XVIII”, Temas Americanistas, núm.
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19, Sevilla, 2007, pp. 34-49. 7 “Hallamos vacante el curato y doctrina de Yuririapúndaro”, reza un documento
parroquial, “por muerte de fray José Guntero de la orden de San Agustín, último cura, siendo conforme a las instrucciones del Rey, que los curatos que hasta ahora habían estado a cargo de los religiosos mendicantes de las Indias pasen al cuidado del clero secular, a quien toca, conforme a lo canónico y disciplinar […] anulando de esta carga a las misiones religiosas”. Hacía poco —en diciembre de 1753 y por la muerte del prior— que el convento había sido secularizado por una ordenanza de Carlos III, y los frailes se quejaban desde entonces por el abandono del edificio, según ellos efecto de la sorpresiva secularización. A lo largo del siglo, los agustinos se habían enfrentado a indios de comunidad, al pueblo de Santiago y a varios hacendados españoles que pretendían apoderarse de las tierras y haciendas del convento, “otorgadas por merced a ellos desde principios del XVII”, como decía Martínez. De todos estos pleitos habían salido vencedores, pero la secularización, que era el golpe más fuerte e inesperado, había venido de la misma Iglesia y no pudieron evitarla por más que se opusieron a ella. 8 La palabra proviene del purépecha “Parácuaro” que significa “Lugar de palos secos
donde se posan las aves”. Sus primeros habitantes eran vaqueros al servicio de los hacendados establecidos en Acámbaro (sur de Guanajuato), hacendados y rancheros dueños de una gran tradición agrícola y ganadera. Hay otro Parácuaro en la Tierra Caliente de Michoacán. 9 Se refiere a doña María Micaela, marquesa de San Francisco, una antepasada de don
Manuel Romero de Terreros (1880-1968), último marqués de San Francisco y conde de Regla, quien era una de las propietarias de tierras en la zona de Acámbaro. Según Tutino, en estos años “su legado fue de aproximadamente 600 000, incluidos 440 000 en tierras de Acámbaro”. Tutino, Creando un nuevo mundo, Los orígenes del capitalismo en el Bajío y la Norteamérica española, FCE / Universidad Intercultural del Estado de Hidalgo / El Colegio de Michoacán, México, 2016, p. 377. 10 La comunidad de San Miguel Eménguaro, perteneciente al municipio de Salvatierra,
Guanajuato, se localiza a casi seis kilómetros del centro de la actual ciudad de Salvatierra. El vocablo Eménguaro es de origen purépecha y significa “Lugar del maíz tempranero”. Se sabe que los habitantes de este lugar son procedentes de familias del pueblo de Urireo que venían a pescar a esta región lacustre y pantanosa del río Lerma. 11 “Pues todavía existían las cenizas, pedazos de carne asada y pezuñas de bestia
caballar, con más de algunos pedazos de mimbres o varillas que hubieron de labrar allí, y por la mella que en algunos se adivinó, o sea una especie de mosca en un extremo, puede inferirse fuese para el arco y flecha, y también se observó la tierra trillada de la dormida y
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señales de huellas de pie descalzo.” 12 Los siete lagos sagrados tienen nombres en su mayoría purépechas, tal vez de
estrellas y constelaciones: Talakwa (¿?), Memberekwa (una planta tóxica), Andarakwa (¿?), Sikwa (sœkwa, “araña”), Lirikwa (¿?), Teremekwa (“hongo”); y uno náhuatl: Zacatlahxóchitl (“flor del pastal”). 13 “Se curan por cuenta del teniente don Mariano Martínez, quien ha dado pruebas nada
equívocas de su actividad, celo y amor al Real servicio, prestándose con franqueza a cuantos auxilios le he pedido, y trabajando personalmente como uno de tantos a la cabeza de su vecindario. También es digno de recomendación el Teniente Provincial de la Acordada don Juan Francisco Arias Acevedo, que con su persona y con varios de este pueblo se ha presentado y traído en cuanto ha ocurrido desde la primera noche a las apostadas, siendo uno de los que rondaron toda ella y durante día y noche”. 14 Es decir, cuchillos: una palabra que deriva del purépecha chinapu, “cuchillo”. 15 “Hay que resaltar también”, agregaba Moreno, “el valor de don Manuel Gordillo,
teniente de la Acordada, el de don Francisco, su hermano, y el de don Agustín Martín, cuya intrepidez de todos ellos los hizo despreciar las flechas lanzadas y la barbarie de estos fugados apaches. Los reos, por su parte, quedan con el mayor resguardo curándose como todos los demás heridos de mi gente, de mi bolsillo y con el mayor esmero”. 16 Envió copias a las autoridades de las plazas de Salamanca, Valle de Santiago,
Irapuato, Pénjamo, La Piedad, Villa de Zamora, Valladolid, Guaniqueo, Guango, Charo, Indaparapeo, Zinapécuaro, Maravatío, Tlalpujahua, Querétaro y San Miguel el Grande; es decir, a una amplia región que iba más allá del Bajío. 17 “Como verá V. E. en el documento no. 4. Dios guarde a V. E. muchos años. Celaya 4
de febrero de 1797. Al Excmo. Señor Marqués de Branciforte; (Rúbrica) Pedro Antonio de Septién Montero y Austri”. 18 “Yuririapúndaro a 3 febrero de 1797. Excelentísimo Señor. Nicolás de Cosío al
Excelentísimo Señor Virrey Marqués de Branciforte.” 19 “Son las siguientes —agregaba Martínez enumerándolas—: cuatro yeguas y dos
caballos que el conductor entregará o debe entregar, con cuatro pares de lomillos de zacate surumuto trenzado [del purépecha tsurumutu, “tipo de zacate”], los estribos de cuero de res con costillas de caballo adentro, y todos los sudaderos de cuero de macho y caballo, y uno de palma. Un belduquillo corto armado por ellos. Un carcaj o aljaba sin flechas. Un cazo chico de cobre. Unas armas, o mochilas de baqueta redondas. Un cuero de cíbolo y otro de venado, que lo extraviaron. Una silla de montar, que también se ha extraviado. Una bota de tripa en que llevaban agua. Un otate que les servía de lanza aderezado con plumas de águila. Dos líos o envoltorios en que se hallaron los efectos siguientes: unas naguas de
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indianilla azul quasi nuevas, tres mascadas de seda (‘dos negras y una azul aquarteronado quasi nuevas’), unas naguas de niña (de cambaya encarnada de china con encajito en el vuelo), dos varas de pontiví, un rebozo blanco de algodón jaspeado, un rebozo ‘hechizo blanco bien usado’, otro de niña ‘aquarteronado’, otro de lana negro veteado, dos pares de medias carmesíes usadas, dos pares de naguas blancas de manta, una de ellas con guarda de lana; dos pares de sabanilla azul, uno con cortes de la saya, dos ceñidores blancos, ‘uno bueno y otro malo’, tres camisas de mujer y una de hombre muy malas, dos pares de calzones blancos de manta, un corpiño o armador azul viejo, un cotón o campana de manta, dos servilletas, dos pares de calzones de gamuza color de yesca usados, un par de medias negras de lana, unas naguas de sabanilla azul desbaratadas, unas mangas azules de sayal con medio forro de rayadillo, dos pares de mangas de color pardo, dos ‘quisquemeles’ [del náhuatl quechquémitl, “vestimenta de cuello femenina”] rayados muy viejos, una sábana de sabanilla blanca labrada con lana azul y encarnada, tres de sabanilla blanca, cuatro pedazos de frezada, un par de charreteras de metal amarillo, un par de ataderos pintos, cinco reales en dinero en la bolsa de uno de los calzones de gamuza, una asta de palo duro con una bayoneta en la punta […] y todo esto, salvo lo perdido, se le entregó al comandante Cosío”.
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V. ACAMBAY: FEBRERO Y MARZO DE 1797 “Salvaje es el que se salva.” Codex Trivulziano, f. 1v, Biblioteca del Castello Sforzesco, Milán
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ROMPIENDO EL CERCO Había sido muy difícil salir del Capulín rompiendo monte, avanzando a brazo partido y en línea recta como lo hicieron después del enfrentamiento. Difícil dirigirse de nuevo hacia la elevación que los vecinos llaman el Cerro Prieto, más al oriente de Jerécuaro,1 pues hubo que pasar malheridos entre dos columnas de rastreadores y gente armada que, enfrascada en una discusión, no se percató para nada de su presencia. Ya habían dejado varios muertos atrás, cinco cautivos entre los cristianos y de los seis sobrevivientes, tres venían lastimados y terciados como bultos sobre los caballos, así que no había manera de armar ningún alboroto ni producir el menor ruido. Al llegar al pie de una quebrada, un golpe de gente de los movilizados se hallaba cerca de un arroyo dividido en dos formaciones. Pero en medio de esas dos columnas de campesinos armados se desplegaba un monte espeso de no más de veinte brazas de anchura. Fue allí donde decidieron forrar con trapos las patas de dos caballos y una yegua y penetrar el matorral con paso lento pero seguro: los tres a pie y conduciendo las bestias con los heridos en el lomo, avanzando como sombras. Atardecía, y en un lapso de media hora lograron pasar el escollo para irse a refugiar en la cumbre de otro cerro que apareció de frente, perfilado sobre el brillo del cielo nocturno. Estaban ahora marchando hacia el oriente; con el fin de dar un rodeo, descaminar a sus perseguidores y adelantar por esa ruta de nuevo hacia el norte, hacia Huichapan, un pueblo lejano por donde antes habían pasado. Pero el plan no era llegar hasta allí, sino que, a la altura de San Juan del Río, antes de arribar a ese puerto de arrieros, tendrían que volver a tomar el Camino Real con dirección al norte: lo más rápido posible y sin hacerse notar, para salir del teatro de las anteriores refriegas y despistar a sus perseguidores. Fue así como permanecieron dos días en aquel cerro, en el altozano de una garganta reseca, reponiéndose de la huida, eludiendo el asedio de varios cientos de combatientes y oyendo a lo lejos los desplazamientos y el barullo de toda esa gente armada y agresiva. El fuego crepitaba en la hoguera y, a 188
pesar de la noche profunda y oscura, el sueño se cobijaba bajo un revolar de tordos que volaban y graznaban sobre ellos como si siguieran las ondulaciones de un canto guerrero. Al amanecer del día 5 pasaron cerca de Coroneo y, a juzgar por las estrellas de la noche anterior, en dirección un tanto hacia el sureste. A media mañana, ya bastante alejados del cerco que se estrechaba sobre el Cerro Prieto, se toparon con un grupo de pastores que dirigían sus ovejas al aprisco y que venían en sentido contrario. Una nube de polvo que acompañaba al grupo los hizo invisibles, y los pastores, si bien enterados de su presencia cuando ya los tenían muy cerca, los tomaron por peregrinos, de los que muy seguido pasan con rumbo al santuario cargando sus enfermos, pues dos de los fugados llevaban unos sombreros anchos de palma que habían obtenido en la refriega del día 2, similares a los que usan las gentes que caminan por días al santuario del Señor del Huerto de Xocotitlán entonando alabanzas. Un poco más adelante, una vez que los peregrinos entraron a una espesa arboleda, los pastores se dieron cuenta de que había desaparecido un borrego del rebaño. Al atardecer del día 6 y siguiendo la ruta hacia el oriente, ganaron una serie de elevaciones boscosas que ofrecían un buen abrigo antes de dirigirse de nuevo hacia el norte. Fue en aquel despoblado montañoso donde decidieron pernoctar. Allí pudieron volver a comer carne y conservar una parte como reserva; descansar unas horas y emprender de nuevo la ruta. En la mañana, avanzando hacia Aculco, toparon de repente con la vera de un camino, el que había que seguir para salir hacia la ruta planeada. Detuvieron la marcha de golpe al llegar a un vado, pues un grupo de gente armada, al parecer un destacamento de soldados, se dirigía hacia el sur, hacia Acambay, para movilizar en su contra a los indios otomíes de aquel pueblo. Una vez pasada la tropa, salieron de sus escondites y retomaron el rumbo cruzando el mismo camino. Fue entonces cuando un hombre y una mujer, acompañados de un niño pequeño, los avistaron y empezaron a dar voces para alertar a la tropa, que enfrascada en su derrotero, y por el ruido de sus cabalgaduras, no alcanzaba a oírles. En un instante, el hombre y la mujer cayeron atravesados de dos flechazos, cesando la gritería. Ella, tratando de proteger al niño, cayó sobre él, cubriéndolo de sangre. Al poco rato, el niño se repuso, se zafó del
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cadáver que lo aplastaba y echó a correr hacia unos ranchos llorando por la pérdida de su madre y su abuelo. Los apaches habían desaparecido, pero los rancheros se ocuparon del menor, que resultó ileso, y avisaron a los rastreadores —que pasaron después— que el derrotero de los fugados parecía ser un grupo de lomeríos llenos de bosques de coníferas que los lugareños llamaban “la sierra de Naá”. Asustados de estas muertes, los rancheros abandonaron sus casas y ganados y huyeron a refugiarse en Aculco, distribuyendo rumores por toda la región. Una vez internados en aquel bosque, los mezcaleros pasaron la noche dentro de un abrigo rodeado de pinos y refrescado por una brisa suave que se colaba entre los árboles. Abandonaron allí algunos objetos y armas que ya no ofrecían ningún servicio. Recogidas después por los rastreadores, eran los nuevos fragmentos a los que harían referencia los partes posteriores, alertando a la población a que denunciaran cualquier movimiento sospechoso. Pocos días después de la batalla del Capulín, los tres heridos se hallaban muy mal, con golpes muy fuertes, algunas heridas enconadas y uno de ellos con una bala alojada en el tórax que parecía imposible de sacar, aun cuando el proyectil fuera poco a poco buscando la salida del cuerpo del herido…
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A FLOR DE PIEL Aunque en apariencia los soldados y las fuerzas del rey encontraban la disposición y el apoyo de los lugareños durante toda aquella campaña, en realidad había un malestar creciente y resentimientos añejos que se acumulaban por todas partes. De hecho, en el largo recorrido desde aquella venta del camino a Veracruz cuyo recuerdo se alejaba en la memoria, los perseguidores y su gente habían enfrentado muchas resistencias, lo cual había dificultado desde noviembre pasado la captura de los prófugos, y, en algunos casos, incluso, que los apaches hubieran contado con la complicidad velada de las comunidades más pobres y aisladas, que si llegaban a verlos no informaban a ninguna autoridad. Los caciques indios de Tlaxcala, generalmente leales a los deseos del rey, en esta ocasión se negaron a colaborar en la persecución, pues rechazaban las nuevas reformas y la autoridad de la Intendencia de Puebla sobre ellos, poniendo a su afrancesado intendente en aprietos, pues tampoco éste podía acabar de un solo golpe con privilegios ganados por los tlaxcaltecas desde la conquista. En Tulancingo las comunidades nahuas y otomíes habían resistido al pago del tributo desde la llegada de Gálvez, hartas de la insolencia de los cobradores del gravamen: muchos caseríos se habían refugiado en las altas sierras en espera de mejores tiempos, mientras las autoridades trataban de congraciarse con el virrey involucrándose en la misión de Cosío. En Actopan y su región varios motines tumultuarios previos, en 1756 y 1757, y causados en resistencia a los repartimientos de trabajo en las minas, fueron castigados con extrema severidad, e hicieron a los lugareños, cuatro décadas después, totalmente sordos ante el reclamo de perseguir a los prófugos del norte, mientras asistían impávidos al paso de los rastreadores y las tropas, o simplemente desaparecían de las aldeas para evitar daños sobre sus cultivos y sus animales, o ser enrolados por la fuerza. En San Juan del Río fueron las autoridades las que negaron todo apoyo a la misión de Cosío, porque exigían del “mal gobierno” derechos de autoridad sobre varias comunidades y 191
pueblos, mientras desconfiaban de cualquier orden proveniente de México o de Querétaro, sabedores del desprecio con que la corte virreinal veía cualquier intento de los criollos de gobernar aunque fuera una pequeña parte del país. En Yuriria, las resistencias eran ancestrales, derivadas de aquel conflicto de tierras añejado en los tribunales, mientras que los agravios anteriores condicionaban toda la voluntad de los movilizados de su república. El resentimiento generalizado de los criollos contra el poder centralizado, por razones políticas que iban más allá de su bienestar personal y largamente expresado por el subdelegado de Celaya, en realidad penetraba hasta muy abajo, se maduraba entre los rancheros, los campesinos y los indios de comunidad, y se esparcía por los caminos de la arriería, por las redes de compadrazgo y por los meandros del comercio que se extendía por toda la Nueva España, invadiendo a la gleba miserable y tumultuosa de las ciudades del norte, el centro y el sur. La desigualdad había crecido, y esta brecha insalvable, unida al despotismo y a la violencia atávica —a las sequías, las malas cosechas, al alto precio del maíz—, parecía ser el único signo vital de la Nueva España, como lo percibiera Humboldt cuatro años después. Los salarios habían caído al máximo en un horizonte de expropiaciones, expulsión de fuerza de trabajo, carestía y crisis agrícolas nunca antes vistas; mientras los patrones negaban a sus trabajadores los derechos más elementales y los amos se enfrascaban en la relajación. Los “vagos y mal entretenidos” de las ciudades, lo eran principalmente porque no había fuentes de trabajo. No fue entonces ninguna casualidad que trece años después, un cura de pueblo de las montañas de Guanajuato, santificando el odio en oficios solemnes y llamando a la justicia desde el púlpito, haya tenido tanta audiencia y haya podido juntar en pocos días un ejército de ochenta mil amotinados, sólo en el recorrido desde Dolores a Celaya, los que avanzaron destruyendo a su paso todo lo que, a su entender, les recordara la dominación de los gachupines y el Estado colonial, pasando a cuchillo a quienes consideraban sus enemigos: con voces airadas que se alzaban como el viento que ulula en el interior de un incendio… En estas circunstancias era concebible que los prófugos hayan pasado como parte de la plebe indistinguible por ciertos lugares, sin ser denunciados
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ante quienes los perseguían, y que hayan podido acelerar la fuga, inclusive a campo abierto, “sin ser percibidos”.
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LA TRIFULCA DE ACAMBAY El rastro de los fugados se había empezado a perder y lo que parece ser la última mención acerca de su presencia resultó opacada por el incidente ocurrido en el paraje de Caxomó durante la gresca que se dio entre militares e indios del pueblo de Acambay, un alboroto que dificultó el final de la búsqueda y que “permitió que la partida de perseguidos se esfumara para siempre”: mostrando de nuevo esta capacidad de los fugados de disolverse en los acontecimientos, traspasar la visibilidad de los enemigos y aparecer después a la distancia y cuando menos se les esperaba… En esos días, algunos militares españoles, recién llegados de Querétaro y México, comandaban la tropa local que provenía de Aculco, y ya dirigían sus pasos hacia el sur en busca de los apaches. Antes de partir de ese lugar, el destacamento había recibido las bendiciones del cura después de una misa mayor en la parroquia de San Jerónimo, en una ceremonia acompañada de cohetes y campanazos que llenaban el ambiente de aquel poblado abrupto. Poco después, el 9 de febrero y desde Acambay, el justicia territorial don Ignacio Díaz de la Vega le escribía a don Alfonso Ramón de Basturen, su homólogo y superior en Aculco, acerca de los incidentes ocurridos en las estribaciones de la sierra —en el paraje de Caxomó—, en donde se había topado con la tropa proveniente de Aculco, aprovechando para informarle acerca de la insolente desobediencia de los indios del lugar acaudillados por su gobernador de república, un tal Pedro García. Según él, la insubordinación de los indios, motivada por lo que reconocía como “una actitud soberbia de los españoles durante un decomiso de caballos”, debía ser severamente condenada y reprimida, pues había impedido la captura de los apaches sobrevivientes, quienes tuvieron tiempo para parapetarse en las sierras vecinas, reponerse de su casi total derrota y “desaparecer para siempre…” Decía Díaz de la Vega a su jefe haber convocado a todos los vecinos de su jurisdicción para efectuar un cerco infranqueable, movilizando a la gente “de razón” —armada con lo que pudiera—, y con cuatrocientos indios honderos 194
acompañados de una recua de mulas cargadas de piedras que se habían especialmente recolectado para servir de proyectiles en caso de un encuentro con los perseguidos: Convoqué así a españoles como a indios, para que el día de ayer ocho del corriente, se formase cordón de unos y otros desde el paraje que llaman La Lechuguilla, hasta el Rancho de Chethé, a efecto de que, en la mañana del citado día se explorasen los Montes del Agostadero, Mitexé y Nardó, para aprehender a los indios mecos que se hallaban amadrigados en ellos, según lo acreditan los fragmentos que de ellos se encontraron en la Sierra de Naá. Habiéndose dispuesto por mí que en el paraje de Caxomó que se halla a faldas de los citados Montes se juntase todo el convoy para de allí distribuir toda aquella comitiva, así de Indios honderos, como de caballería, a destinos y rumbos que debían llevar.
En ese claro del bosque alejado de los pueblos, Díaz de la Vega pretendía nombrar a los cabos que habían de comandar la batida, organizar el cerco y dar las órdenes que se debían observar rodeando aquellos cerros boscosos en donde se suponía que los fugitivos estaban guarecidos. Como a las seis de la mañana del citado día, se juntó en el insinuado paraje un número de ciento y cincuenta hombres, poco más o menos, de que se componía un trozo de españoles de caballería, donde todos hicieron alto a esperar a los indios honderos que venían a la dicha guardia y conducía el Gobernador de Naturales de este Partido de Acambay, Pedro García, cuyo cuerpo se componía de más de cuatrocientos indios.
El funcionario de Acambay pasaba entonces a relatar con bastante detalle el motivo del exceso que se dio allí a propósito de la persecución, pues según él, algo había cambiado en la actitud de los lugareños para con los militares. La tarde anterior, los soldados habían reunido a sus “voluntarios” indígenas de Acambay, a quienes se ordenó que se presentaran en la plaza del pueblo armados de hondas y con sus mejores cabalgaduras. Allí, las bestias más capaces para el combate se expropiaron a sus dueños, para que fueran los españoles los que las usaran a su antojo en la campaña contra los apaches. Cuando llegaron al amanecer del día siguiente al paraje de Caxomó, y “a
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cosa de media hora de haber hecho alto, llegó a aquel sitio toda la comitiva de naturales, y entre ellos un indio cetrino del rancho de Detiné, dueño de un caballo canelo, que entre otros se habían embargado de mi orden el día anterior, para que marchasen varios españoles vecinos de este pueblo que se hallaban sin cabalgaduras”. En el caballo embargado se hallaba montado Vicente Bustamante —un oficial español—; mientras el indio, reconociendo su animal, lo increpó a que se lo devolviera y “atrevidamente quiso quitárselo”, armándose de una piedra que recogió allí mismo; así que cuando el miliciano Manuel Garfias vio las intenciones del indio de atacar al oficial, echó mano de “un cuto o alfanje que traía consigo y le dio al citado indio dos cintarazos por la espalda”, causándole algunas heridas y arrojándolo por tierra. Inmediatamente, enojados por aquel despojo y la forma como había reaccionado Garfias ante el reclamo del dueño del caballo, los demás comuneros otomíes comenzaron a arrojarle piedras. Ignacio Díaz de la Vega, tomado por sorpresa, intervino a gritos, y esto le ayudó a contener momentáneamente a los ofendidos campesinos, evitando que el motín se hiciera más grande. Pero, como reconocía el funcionario, “sosegada esta pendencia, e inmediatamente, comenzaron varios indios a dar voces en su idioma otomí, diciendo se viniesen todos de allí para sus casas, sin que se quedase alguno de ellos. Por lo que mandé al dicho gobernador Pedro García, contuviese a la indiada, con los medios más suaves y prudentes que pudiera, quien, montando en su caballo, se introdujo entre toda la comitiva de naturales”. Esperando el justicia que García trataría de contener a los suyos y mantendría su lealtad al poder superior, éste más bien, envalentonado por los suyos, se erigió en cabeza del motín “y no ejecutó lo que por mí se le había mandado, pues antes al contrario, viéndose toda la indiada acompañada de su gobernador, empezaron entre todos a desenredar y preparar sus hondas, y en cuerpo tumultuario a dar grandes alaridos, tirando piedras a lo alto, haciendo ademanes de desafío, y en la misma forma y vocería se fueron viniendo para este pueblo vociferando contra del mal gobierno”. Decía Díaz de la Vega que para poder calmar a los amotinados y explorar los montes en busca de los apaches procuró inmediatamente, y con los
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medios prudentes, y posibles, “contener a la insolentada indiada, tomando en primer lugar la providencia de intimarles a todos los hombres españoles que no se moviese ninguno de su puesto, procurando por este medio evitar que entre éstos y los indios se formase algún lío sangriento, y partiéndome yo solo, asociado de Martín Ríos, Antonio Flores, Antonio Baptista de Granada —teniente de gobernador— y de Antonio Luna, escribano de República; fui en seguimiento de los indios que orgullosos caminaban para este pueblo, con el fin de aquietarlos y reducirlos a que volviesen a los puestos donde debían destinarse para el sabido asunto”. El caso es que a partir de ese momento, los indios de Acambay se retiraron de la expedición y don Ignacio jamás pudo lograr armar el cerco deseado, a pesar de los repetidos recados que se le dirigieron al gobernador de los indios, mandándole llamar y “previniéndole a que contuviese el orgullo de aquellos naturales bajo su mando, y con todo me contestó que ‘No quería volver y se venía para este pueblo’. En estas providencias, caminé tras de la indiada cerca de un cuarto de legua, sin que ésta cesase de tirar piedras a lo alto y de dar alaridos”. El justicia, decidido a dar media vuelta y dejar las cosas para después, pues los apaches fugados eran el principal objetivo de la batida, se percató de que algunos milicianos envalentonados continuaban avanzando fuera de Caxomó en pos de los amotinados: Entonces advertí que el Cabo de Milicias José Antonio Peña, acompañado de Ignacio Ríos, por una ala del cuerpo de tropa que componía, se iban emparejando con los insolentes amotinados, y el primero fue recibido de los indios con una gran multitud de pedradas y hondazos, disparándole, e igualmente un trabucazo; de suerte que presumí le hubiesen quitado la vida. Asimismo observé, después del disparo que salió de la multitud, que el citado Peña, a pesar de las muchas pedradas que le tiraban, se introdujo de manera valiente entre el motín dándoles cintarazos a varios indios, hasta que finalmente lo derribaron de un hondazo de la cabalgadura en que iba.
Una vez derribado Peña, su caballo corrió con la silla puesta; él resultó herido en un dedo y muy golpeado en varias partes del cuerpo, pues los amotinados, al verlo indefenso y abatido, empezaron a patearlo. Asimismo, Antonio Flores resultó con un grave golpe en el brazo, producto de un
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hondazo que recibió cuando iba en seguimiento de la cabalgadura de Peña que corría para un montecillo que estaba inmediato. Según él, lo que había sido un intento de movilizar a los lugareños, se había convertido en un aparatoso motín, que desamparaba totalmente a las tropas y ponía en segundo plano el motivo principal de aquel alarde: la captura de los apaches. Terminaba diciendo: Pulsando la dificultad que había para aquietar a la indiada, y en vista de la inobediencia del Gobernador que daba motivo para mayor orgullo de éstos, me regresé al paraje donde había dejado el convoy, y sólo asistieron a la fatiga el Teniente Gobernador y el escribano de la República (los dos indios, que se mantuvieron fieles a nosotros), dejando irse solo y como rebelde al Gobernador Pedro García, caudillo de aquel cuerpo tumultuario, quienes entraron en este pueblo como a las diez del día, poco más o menos, con el mismo escándalo: de suerte que pusieron a sus moradores en gran confusión y temor, teniendo a la vista más de cuatrocientos indios, que haciendo alarde del suceso, corrían al pueblo con hondas y garrotes en las manos (que no se excedieron a otra cosa), no para matar a los fugados apaches sino para acabar con nosotros.
Por todo esto, Díaz de la Vega consideraba al gobernador de república “digno del más severo castigo, pues cuando debía coadyuvar por su parte en cuanto le fuera posible, a aplacar y aquietar semejante alboroto, vemos que con ignorancia e infidencia se niega al llamado mío, que como justicia territorial debía obedecer, como lo hicieron los demás vecinos de este distrito, entre ellas, las Repúblicas de Indios de Santa María Tixmadejé y San Francisco Xasní, dando margen a que los indios insolentados de Acambay, con su ejemplo, cometan si no iguales excesos otros mucho mayores”. El escándalo de aquella desobediencia se esparció por toda la comarca, pues los movilizados eran de varios pueblos y parajes y asistían a todos los acontecimientos, expectantes de los resultados y de medir hasta qué punto las autoridades eran capaces de sofocar aquellas malquerencias pueblerinas; mientras el funcionario real clamaba airadamente ante sus superiores “por la satisfacción de la vindicta pública”, esperando el más severo de los castigos que se pudiera infligir a un gobernador de indios y pidiendo a las más altas autoridades, al virrey en persona, “que Vuestra Merced tome las providencias
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oportunas a efecto de castigar a todos los que resulten culpados como principales autores o seductores, lo que servirá de ejemplo para los demás, pues de lo contrario, se harán despreciables las providencias judiciales, y mucho más los Justicias que las dictaren. Es cuanto puedo exponer sobre estos particulares, sobre los cuales Vuestra Merced determinará lo que su prudencia le dictare, que como siempre, será lo mejor”.2 Al día siguiente, el 10 de febrero, don Alfonso Ramón de Basturen le escribía desde Aculco al subdelegado comandante general, don Juan José Valverde, de la Subdelegación de Huichapan, informándole de éste y otros sucesos que merecieron su atención y que, en la medida en que se desarrollaban daban, a los apaches tiempo para dirigirse, como efectivamente lo hicieron, con dirección al Camino Real y a sus territorios del norte. Paso a manos de Vuestra Merced el adjunto informe de mi encomendado el Justicia del Partido de Acambay, también de mi cargo, sobre el proceder de Pedro García, actual Gobernador de aquella República de Naturales, en el estrecho lance dispuesto el día ocho del presente a fin de coronar la Sierra de Nardó, en seguimiento de los diez y ocho mecos desertores [sic] que hostilizaban aquella comarca; en tal manera que con la mayor inhumanidad fueron víctimas de los barbarismos una infeliz mujer casada, su padre y una criatura de dos años, que habiéndola herido acaso la dejaron viva juzgándola muerta, sobre lo que di a Vuestra Merced cuenta, como del pánico terror con que los moradores más inmediatos a aquella montaña sufrieron, viéndose precisados a abandonar sus alquerías y muebles.
Basturen aprovechaba la ocasión para despotricar contra los gobernadores indios, las autoridades del segmento más bajo de aquellas regiones abandonadas de la mano de Dios, que en esos años de malestar manifestaban a veces su inconformidad amotinándose a la menor provocación. Según él, la subversión había calado hondo en esta gente alejada de todo refinamiento, gracias a un terreno abonado por el fanatismo religioso o por un ejercicio casi ceremonial de la violencia. Y eso que nadie imaginaba entonces que años después, en 1810, un hijo de Pedro García, de nombre Jacinto y que había heredado el cargo y el prestigio de su padre, se uniría —con el común de los “indios altivos” de Acambay—, a las tropas insurgentes del cura de Dolores,
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Miguel Hidalgo, que pasó por allí con su turba tumultuaria en pos de tomar para sí la capital del virreinato, y que de retorno de la batalla de Las Cruces fuera derrotado por Calleja, muy cerca, en San Jerónimo Aculco, causando la dispersión de varias comunidades del rumbo que se habían unido a la gran revuelta. Pero volviendo a los hechos denunciados, los motivos de Basturen eran entonces precisos y destinados a convencer a sus superiores: Los antecedentes sistemas que se han observado en aquellos Gobernadores de indios — añadía firmemente— de querer ser déspotas en toda materia civil, criminal y política, dan el indicio de una presunción tan justa que acredita la mínima causa con que manifestaron que su descontento era aparente. Este pernicioso sujeto, Pedro García, que prepara las más inconvenientes resultas al gobierno de la República de Indios, y que es del todo ajeno a la subordinación que deben reconocer los indios (a causa de la infidelidad que los caracteriza) debe ser castigada con la mayor entereza en el nombrado Gobernador, pues como quiera que en aquel Partido, es el cuerpo más dominante entre el de los indios, por la corta vecindad de españoles que habitan estas regiones, en cualesquiera movimiento en que se necesite su auxilio, habrá de hacerse sospechosa su asistencia, o cuando menos estará con arbitrio el franquearlo, y la autoridad real que siempre vela en sostener la quietud pública, se hallará con mucho esfuerzo para conservarla.
Según él, y después de este dictamen, García debía ser severamente castigado y puesto en evidencia públicamente para escarmiento y advertencia de los demás: En este concepto yo soy del sentir que dicho Gobernador sea depuesto de este cargo, y para escarmiento público señalado con cortarle públicamente las balcarrotas, para que, abatido su orgullo, reconozca la buena disposición que todo vasallo debe coadyuvar a favor de la Regia Autoridad y común utilidad, y sobre cuya ejecución no he querido proceder hasta no comentarlo con Vuestra Merced, como que está a su cargo toda la Provincia y pendiente yo de su responsabilidad. Por lo que espero su resolución, que como expreso, será la mejor.3
Pasado un tiempo, el pretendido castigo que caería sobre el gobernador de
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Acambay se fue diluyendo poco a poco y —como solía ser en aquellos tiempos—, disolviéndose en una maraña de intereses locales y medias tintas: dado el cuidado que, de todas maneras, las más altas autoridades del supremo gobierno del virreinato mostraban hacia los frecuentes excesos en los usos y costumbres de los tutelados indios. El horno no estaba para bollos, y las autoridades de México, más sabedoras del clima de insurrección que ya propiciaban algunos infidentes de la tierra, y otros de nación francesa que conspiraban desde la capital, prefirieron entonces desoír los consejos de “los de razón” del rumbo, minimizar los sucesos de Acambay y así evitarse mayores problemas. Fue así como, a principios de marzo, don Ambrosio de Sagarzurieta, pundonoroso fiscal de lo criminal de la Audiencia de México, quien había tenido cargos en Guadalajara y luego en la Protecturía de Naturales, y en quien recayó la sentencia final;4 daba la última palabra sobre el motín, justificando una rebeldía que podría extenderse y crear un problema mayor aquí y en varias regiones aledañas. Sagarzurieta, quien años después sería uno de los principales estrategas de la contrainsurgencia realista, conocía perfectamente el clima de fastidio y desobediencia que se cernía sobre los pueblos y las ciudades; así que terminó disolviendo el pretendido castigo al gobernador de república en una cubeta de agua de borrajas. Decía en su fallo inapelable: Me atrevo a considerar, que hace falta un castigo pero no de tanto como de privarle del empleo y cortarle las balcarrotas, especialmente sin proceder formal proceso (que aquí no parece necesario), pues aunque dicho Gobernador se retiró del campo con sus Indios y no quiso volver al llamado del Juez, debe tenerse presente que dichos Indios se hallaban muy desazonados con el lance de haberse quitado a uno de ellos su proprio caballo para darlo como se dio a un Español: cuya circunstancia, y la de los cintarazos, que sin autoridad bastante le dio al proprio Indio un soldado miliciano; no dejan de ser motivos poderosos en la rudeza de los Indios para disculpar en gran parte su retiro, y la desobediencia del Gobernador.
Así, Sagarzurieta desbarata toda posibilidad de ahondar el conflicto entre la comunidad y las autoridades regionales, dictaminando conclusivamente
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que el subdelegado de Huichapan solamente “lo ponga en la cárcel por tres días y lo aperciba por dicha falta a presencia de los demás Oficiales de República de Acambay”, y que si reincidiera en otra desmesurada inobediencia, sería, ahora sí, “severamente castigado”. Pero mientras todo esto pasaba y mientras los partes y comunicados iban y venían entre Aculco, Huichapan, Acambay y la ciudad de México, los perseguidos siguieron su camino, siguiendo ahora más claramente su recorrido hacia el norte, para “restituirse a su país y desde allí hacernos la guerra”, como rezaba un parte; mientras las autoridades locales atribuían el fracaso final de la misión a las insubordinaciones de los otomíes del rumbo. Los últimos reportes señalan que seis de los fugados cabalgaban por aquellos montes de Dios, armados de arcos y flechas y moviéndose con cautela hacia San Juan del Río y Querétaro. Desde el 27 de febrero, en carta al virrey marqués de Branciforte, el comandante y subdelegado, Juan José Valverde, informaba desde Huichapan que cerca de Aculco habían sido avistados los apaches, camuflados a la usanza rural de aquellas regiones, dando constancia de que los esfuerzos por localizarlos “no han producido últimamente más realidad que la de que se hayan ausentado estos enemigos de los límites y términos de esta Jurisdicción, en que efectivamente fueron perseguidos con todo tesón”. Al paso del tiempo, la persecución de los apaches dejaba entrever no sólo la intranquilidad de las autoridades por mantener el dominio sobre sus vasallos, sino sobre todo una línea de desobediencia latente y repetida entre los pueblos del centro de México que ponía al descubierto los oscuros límites de la disolución del orden colonial en sus postrimerías. Este hilo rojo que dejaba a su paso la cacería de los apaches iba construyendo un mapa de la evasión desde la venta de Plan del Río hasta el norte, mostrando un equilibrio inestable por todas partes y una autoridad endeble que ya no tenía la capacidad de mantener la hegemonía territorial y política sobre una franja de población crecientemente autónoma e inobediente. En la medida en que el Estado se desagregaba, los pueblos tomaban la justicia y la seguridad en sus manos; asumían la autoridad y la solución de sus conflictos bajo su mando, y si eran requeridos para auxiliar a las tropas en aras de la quietud pública,
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permanecían después, como ha ocurrido aquí desde la sierra de Puebla, el Mezquital y el Bajío, armados y en espera de mejores tiempos, sin dejar nunca de desconfiar del ejército borbónico, que representaba, a sus ojos, los intereses de una minoría que los oprimía y los despreciaba. Los más apegados a la religiosidad popular iban aún más allá, pues veían en el poder virreinal, en el “mal gobierno” y en sus reformas, la figura misma del Anticristo; un anuncio del fin de los tiempos que se expresaba en carestía, inundaciones, pestes, malas cosechas y sequías, como las plagas de Egipto que se abatían sobre los cultivos y los animales anunciando lo peor. Aunque, eso sí, el lejano monarca, el que gobernaba el imperio desde su autoridad mitologizada, era muchas veces objeto de veneración y de esperanzas en las expectativas de todos estos pueblos.5 Al paso de aquellos años, muchos de los condenados e infidentes se sumaron a las desgracias de los indios bravos del norte y fueron enviados al Caribe a purgar sus penas en las condiciones de los más degradantes trabajos forzados. Estos deportados eran gentes de la gleba urbana y variopinta del Altiplano —los impenitentes guachinangos—: alborotadores de frontera, falsos profetas, mesías y predicadores providenciales, estafadores, “vagos y mal entretenidos”, indios insumisos, presos de conciencia, criminales y bandidos de toda laya, que afrontaban un camino sin retorno para sumarse a la fuerza de trabajo esclava, principalmente traída desde África, y que estaba ya cautiva en las fortalezas a la mar y en los campos azucareros de aquellas posesiones insulares. Y como advertían los documentos: “Todos los que por codicia, miseria, fanatismo, ideales políticos, ignorancia, rebeldía contumaz, infidencia o engaño atentaban contra el orden establecido alterando la paz pública”. Fue así como esta historia se deslizó hacia el oriente y remontó los mares, ya que el destino final de los prisioneros eran las islas del Caribe, y en especial Cuba, la Gran Antilla. Mirando un poco atrás, hay que recordar que los sucesos aquí narrados habían comenzado a la hora de la oración en la venta de Plan del Río, en el camino de Jalapa a Veracruz, el 7 de noviembre de 1796, cuando aquellos jóvenes guerreros —ahora en su mayoría muertos en combate—, aprovechando un descuido desaparecieron en la espesura con algunas armas
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de sus captores… Eran el residuo de dos centenas de cautivos que habían salido originalmente del norte a mediados de 1796. Dispersados, esclavizados o vendidos en el trayecto, muertos por varias causas, sólo menos de cien lograron llegar vivos a la capital del virreinato. De allí, a fines de octubre, partieron 57 “piezas” de hombres, mujeres y niños hacia Veracruz. Dieciocho se fugaron, aunque uno fue recapturado en Teocelo (un pueblo cercano a Jalapa), y toda la persecución y cacería se ejerció sobre solamente diecisiete guerreros. La azarosa huida —en donde los apaches pretendían ganar el Camino Real de Tierra Adentro y regresar al norte— fue una fuga colmada de incidentes, escaramuzas, asaltos y combates, que empezó en el Cofre de Perote, siguió por Puebla, Tlaxcala, Hidalgo y Querétaro, hasta concluir poco más de tres meses después a unas trescientas leguas de donde comenzó el incidente y cuando ya sólo sumaban catorce los perseguidos. Aquella cacería llegó a su clímax el jueves 2 de febrero de 1797, en la cumbre del cerro del Capulín, situado cerca del lago de Yuriria en los límites de Guanajuato y Michoacán. Después de una reñida batalla contra más de seiscientos perseguidores (de los más de tres mil hombres, soldados y “voluntarios” que los batían por toda esa región), cinco fueron capturados con vida y enviados después a retomar su destierro forzoso mientras que seis de los catorce que enfrentaron la batalla lograron escapar malheridos de aquel asedio, logrando burlar el cerco de sus perseguidores. De aquella original collera de cautivos que bifurcó sus destinos desde la fuga de la venta de Plan del Río, se abrieron desde entonces dos senderos de una misma tragedia. Los que desaparecieron en Acambay dejaron tras de sí una cauda de historias: que regresaron a sus dominios siguiendo el Camino Real, que murieron en el camino, que merodean como espíritus en la región de Aculco, que se sumaron a la plebe urbana de Querétaro o que ascendieron, como los gemelos de la mitología de los suyos, a la inmensa comba del cielo estrellado… Por su parte, los que no lograron escapar de aquella venta del camino a Veracruz, los jóvenes guerreros reducidos y embarcados por la fuerza desde San Juan de Ulúa en el Ángel de la Guarda con destino a La Habana, ésos sí dejaron en Cuba noticias más certeras de lo que vivieron después,
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transformados allá en “los indios feroces de la Vuelta Abajo…”
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UN RELÁMPAGO Las vueltas del destino conducen a horizontes insondables: a círculos que se estrechan, a senderos señalados. Ocultos por un tiempo en las montañas que rodean a Aculco, los evadidos han logrado curarse las heridas en un abrigo cercano a un arroyo de la sierra y están listos a emprender el camino de regreso. Deciden avanzar hacia el Camino Real, aunque ahora como un hosco grupo que semeja a una partida de peregrinos que regresara del santuario con los ánimos decaídos y cubiertos del polvo del sendero, tan integrados con el paisaje que se dirían invisibles. Parte de la ropa que conservan ha servido para lograr difuminarse, y en la medida en que se acercan al gran camino, su aspecto no llama demasiado la atención. Una imagen del Señor del Huerto, adherida al sombrero que porta el guía, ayuda para causar esa impresión, aun cuando se desplazan evitando al máximo entrar a los caminos, siguiendo su curso de manera paralela y evitando cualquier acercamiento a los pueblos. Las armas van en bolsas de manta y no se descarta la posibilidad de un nuevo enfrentamiento, aun cuando los perseguidores parecen haber quedado muy atrás, hacia el sur. Descansan durante la noche y las estrellas fluyen en el vacío marcando el camino a la tierra del origen, como una misteriosa armada de constelaciones que navegan sin desplomarse. El Soñador ha recorrido los cielos y se ha visto a sí mismo levantando con sus pasos el polvo sobre la Vía Láctea, creando con sus compañeros el cinturón de Orión el Cazador, el que los guiará hasta su casa. Los primeros rayos del sol lo han despertado en la cumbre de un cerro, haciéndole visible el esperado camino al norte, que se percibe como una serpiente trasponiendo alturas hasta perderse en la bruma de un horizonte montañoso. Mientras más avanzan, sus pasos parecen no dejar huella alguna. Han topado de frente, más allá de San Juan del Río, con un destacamento que conduce una collera de indios cautivos hacia México; nadie de los militares que la conducen parece percatarse de su presencia: sólo un niño apache, un 206
poco rezagado del convoy, se ha detenido y los sigue con la mirada a medida que se alejan. Han caminado guiándose por el sol y las estrellas, atravesando bosques tupidos y desiertos interminables, siguiendo luceros áureos agrupados en peregrinas constelaciones. Están ya en medio de las dunas extrayendo agua de los cactus para sobrevivir en el camino, rodeados de aquellos picos moldeados por un viento de siglos que los hace figurar como elevadas atalayas. Caminan a pie firme hacia la Sierra Blanca, siguiendo un sendero largo, dispuesto como una calzada recta que se extiende con rocas a los lados, murallas rectilíneas que se unen en un solo punto del horizonte hasta llegar a los aduares de una infancia silvestre. El musgo cubre toda aquella calzada, ya no sienten el suelo bajo sus pies. Allí el aire se ha vuelto enrarecido y miran a los suyos recibiéndolos con cantos y alabanzas en un paraje sembrado de tipis que se oculta tras una colina. Aquella bruma apenas les deja ver cómo se extienden, sobre el suelo del hogan de la tienda mayor, preciosas pinturas elaboradas sobre pieles de venado o cuidadosamente figuradas con arenas de colores… Un violín apache, de una sola cuerda y hecho con el tallo de un mezcal, deja oír una reminiscencia sobrecogedora… Invocan la memoria de sus antepasados, porque para ellos las montañas, los ríos y las llanuras no eran agrestes ni hostiles; al contrario, les protegían dándoles alimento y cobijo: En otros tiempos para nosotros la tierra era dócil y generosa mientras estuviéramos rodeados de las bendiciones del Gran Misterio, y nada fue salvaje mientras no llegaron los invasores con brutal frenesí arrebatándonos las llanuras y los cotos de caza, amontonando injusticias y crímenes. Fue cuando los mismos animales del bosque empezaron a huir de su proximidad: entonces empezó para nosotros este tiempo implacable…
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Firma de Nicolás de Cosío
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1 Hay varios cerros llamados así en la región: éste parece ser el que se halla hacia el
noreste de Yuriria (Cerro Prieto o “de las cuevas de Moreno”), rumbo a Acámbaro, en la Sierra de los Agustinos. 2 Concluía el quejoso diciendo: “Dios que a Vuestra Merced guarde muchos años.
Acambay y febrero nueve de mil setecientos noventa y siete= Ignacio Díaz de la Vega” (Rúbrica). 3 Las balcarrotas eran un peinado especial de los gobernadores de indios en tiempos
coloniales: mechones de cabellos, generalmente trenzados, que se dejaban colgar a ambos lados de la cabeza, mientras el resto del cráneo estaba rapado. Los criterios externos o visuales para identificar a los indios, en especial a los que tenían algún cargo en sus pueblos, eran, además de los rasgos físicos, los trajes nativos y las balcarrotas. Cortar las balcarrotas en un acto público era una afrenta, un castigo muy vergonzoso para cualquier cacique: quien, después de cometer un delito contra la autoridad colonial, era despojado de esta manera simbólica del núcleo de su poder; que, a la manera prehispánica, residía en el cabello. 4 Es interesante que, al calce del veredicto del fiscal, alguien apuntó en náhuatl y en
español (y no en otomí): “Amo ximocahuacan namechtequizquè amotzon ica inon quinotzà balcarrotas”, “No os dejéis ultrajar condescendiendo a que os corten vuestras cabelleras, ésas que llaman balcarrotas”. Sobre Sagarzurieta, véase el Apéndice. 5 “Viva el Rey y muera el mal gobierno”, era el lema de muchos motines y rebeliones
de aquellos años. Cf. Eric Van Young, La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750-1821, Alianza Editorial, México, 1992 (en especial el capítulo 10: “El enigma de los reyes: mesianismo y revuelta popular en México, 1800-1815”).
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VI. CUBA: MAREA DE TORMENTA, 1797-1806 El mar no tiene dioses porque el mar es más vasto y antiguo que la tierra. Es comienzo de todo y por eso mismo acaba de nacer en este instante. El rumor de las olas en la arena es su primer sollozo. El mar está llorando por nosotros. José Emilio Pacheco, El mar no tiene dioses
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EL ÁNGEL DE LA GUARDA Anclada en el puerto de Veracruz desde principios de enero del 97, la fragata cañonera El Ángel de la Guarda espera pacientemente que se llenen sus bodegas de harinas, bizcochos y, sobre todo, de la ansiada plata del situado. También aguarda a los cautivos que por órdenes del virrey se trasladarán a Cuba, muchos de ellos capturados en las redadas de las ciudades del Altiplano por deambular sin empleo fijo, por dedicarse a los juegos de azar o por conspirar contra la Corona, en donde cumplirán sus condenas sujetos al trabajo forzado. Asimismo, espera la orden de embarcar al grupo de apaches retenidos en San Juan de Ulúa que han ido poco a poco reuniéndose, de las diferentes colleras llegadas de la capital desde meses atrás y que cumplirán su punición en la isla del Caribe. Días después y una vez cumplida la travesía, el navío recaló en el puerto de La Habana con las velas desplegadas, casi mojándolas en el borde de los muelles a la vista del castillo de los Tres Reyes del Morro. Del vientre alquitranado de la fragata los alijadores empezaron a desocupar la carga, y los cautivos encadenados fueron entregados a un destacamento de las milicias fijas que, por entre el gentío de los comerciantes y curiosos, los recibió en formación de guerra para custodiarlos y conducirlos en collera a sus diversos rumbos en los astilleros, las fortalezas y las plantaciones de aquella isla. Los apaches, en este caso, fueron destinados a la fábrica de navíos del Arsenal, en donde se les habilitaría para diversas labores y oficios de la carpintería de ribera. Durante los siguientes meses de su llegada a la isla fue muy difícil adaptar al trabajo forzado a los cautivos; y al paso del tiempo las advertencias sobre su tendencia a la fuga fueron poco a poco olvidadas. Dos de ellos, aquejados de melancolía y por temor a que se suicidaran, fueron trasladados por los carceleros, en junio del año siguiente y en calidad de “dolientes muy graves”, a la enfermería del astillero. En un descuido de los encargados de su resguardo, los dos apaches que parecían incapaces de evadirse, escaparon de 211
allí sin dejar ninguna huella de su huida.
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CIMARRONAJE Cuando el marqués Salvador de Muro y Salazar, mejor conocido como marqués de Someruelos, llegó a La Habana en 1799 —investido por el rey como capitán general de la isla—, tuvo que enfrentarse al “cimarronaje generalizado de monte adentro”, un problema que se había venido agravando en los últimos tiempos y que tenía su origen en el aumento exponencial de la trata negrera en esos años y en los castigos infligidos por los amos, que habían propiciado un incremento en el número de las fugas desde las plantaciones y los ingenios. A los palenques de negros cimarrones que huían de la esclavitud, se habían unido algunos reos que habían llegado a Cuba en las deportaciones crecientes, enviados desde la Nueva España a purgar en la isla toda clase de penas y servidumbres.1 Un problema que parecía doméstico y que preocupaba poco a la corte y al Consejo de Indias, y del que el marqués se enteró apenas desembarcado. Eso sí, antes de su arribo a La Habana, al funcionario se le instruyó acerca de las dificultades para gobernar la isla, generalmente conflictiva y difícil: tanto, que era una excelente escuela para de allí saltar, en caso de éxito, a ocupar el cargo de virrey en México. Se le capacitó en las estrategias generales de la defensa contra el enemigo inglés, que había ocupado Cuba y otras posesiones españolas en 1762, y se le instruyó acerca de la necesidad de facilitar el crecimiento exponencial de la producción de dulce, que para esos años hacía de Cuba una de las principales factorías azucareras del mundo, empezando a superar incluso a la producción entera de Brasil. Sin embargo, nadie le habló de las dificultades crecientes que significaban los miles de deportados desde México y que hacían estación de paso en la fortaleza de San Juan de Ulúa: sólo entre 1770 y 1810, sumarían más de tres mil los indios “mecos” (en su mayoría apaches) trasladados de Veracruz a Cuba por la fuerza, sin contar a los presos políticos, los “vagos” urbanos y una amplia gama de presidiarios acusados de múltiples delitos, infidencias y crímenes, los que conformaban una masa crítica difícil de absorber por la sociedad 213
isleña.2 A pesar de los inconvenientes que representaba la integración de los deportados, al principio creció entre los plantadores la expectativa de contar con esclavos más sumisos que los africanos bozales, a quienes, como provenientes de la Nueva España, se les creía buenos agricultores: tal y como lo habían demostrado algunos guachinangos ubicados en el campo. Pero, en la medida en que se descubría la naturaleza indómita y la incapacidad laboral de los indios bravos —que preferían el suicidio o la evasión a la sola posibilidad de ser esclavizados—, las autoridades de la isla trataron inútilmente de detener las deportaciones, aduciendo precisamente razones de seguridad. Fue entonces cuando las autoridades de México, y en particular el virrey José de Iturrigaray en 1803, ordenaron tajantemente a la Capitanía General colaborar a toda costa en la política de pacificar las provincias del norte novohispano y aceptar sin ningún reclamo el arribo de los deportados.3 Una de las razones por la cual Cuba se veía obligada a aceptar toda esta emigración criminalizada, era porque, siendo una Capitanía General dependiente del virreinato de Nueva España, recibía una asignación anual para sostener la defensa militar y la administración pública —el situado de la plata—, así como suministros de harina de trigo y otros alimentos indispensables que en la isla no se producían. Así, todos estos cautivos, en la primera fase de su llegada, y antes de ser distribuidos a los hacendados, de ser destinados a purgar sus penas en distintas prisiones o al labrado de las fortificaciones en varias partes de la isla, abarrotaban la fortaleza de El Morro y pasaban en sus calabozos días interminables de calor y humedad, ya que la distribución de los reos era lenta y conflictiva. Desde allí comenzaba de nuevo el ciclo de las enfermedades y las epidemias, pero también el de las fugas y las evasiones, lo que había derivado en una colonización ilegal de los espacios inhabitados, cuando algunos de estos núcleos de fugitivos lograban asentarse en las maniguas, rancherías y caseríos del interior, y negociar después con algún hacendado, o con el Cabildo de La Habana —como pasó en 1762—, los términos de protección contra la acción del Estado a cambio de servir en la milicia o someterse al trabajo y a la servidumbre agraria: a fin de cuentas todo podría ser útil para la defensa militar y para el incremento de la producción de 214
azúcar. Otros, como los guachinangos de la gleba urbana que venía de México, una vez integrados, formaron barrios distintivos en La Habana y dos o tres ciudades del interior, conformando una identidad propia cuyos vestigios persistirían por décadas.4 No era así el caso de los indios bravos, cuya adaptación a las condiciones de trabajo no se había dado y, por el contrario, su fuga era una noticia cotidiana: ya que desde finales del siglo se tiene noticia de que formaban parte de los palenques de negros cimarrones que amenazaban la seguridad de los pueblos y haciendas, haciéndose visibles en sus acercamientos cada vez más atrevidos a las ciudades y los ingenios. Para atajar el terror que causaban entre el vecindario de algunas provincias y poder capturarlos y derrotarlos, los capitanes generales contaron, aparte de los naturales de la isla, con rastreadores guachinangos perfectamente aclimatados y que participaban en ambos bandos del conflicto. El problema creció aún más cuando las fugas se volvieron una constante y, sobre todo, cuando los indios bravos —conocedores de las tácticas de guerra contra los españoles— lograron en algunos casos ponerse a la cabeza de los negros fugados de los ingenios. Fue así como las bandas multiétnicas ya conocidas en el norte de la Nueva España —a veces conformadas también por negros y mulatos—, en donde el liderazgo apache era común, se empezaron a reproducir en Cuba: obligando a la movilización de la Santa Hermandad oficial y de las partidas de ranchear de los plantadores; guardias particulares compuestas de rastreadores y aventureros, que por un salario habían adquirido conocimientos y destrezas, con el fin de capturarlos y devolverlos a sus amos. Fue a partir de fines del XVIII cuando los palenques habían pasado a la ofensiva y respondían atacando localidades y plantaciones: haciendo una guerra de guerrillas en forma, en gran medida alentados por la cercana revolución triunfante de los negros de Haití. Fue también entonces cuando las habilidades de estos cimarrones de todo pelo cambiaron y empezaron a obtener algunos triunfos —ya sea negociando o combatiendo—, ya que sus tácticas les habían dado la ventaja en la guerra de cercanía, y, sobre todo, habían aprendido de los apaches, entre otras cosas, a fabricar lanzas, arcos y
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flechas, a manejar los caballos y las armas de fuego, a efectuar ataques sorpresivos y llevar a cabo una guerra informal que les daba la posibilidad de sobrevivir.
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LOS INDIOS FEROCES DE LA VUELTA ABAJO Ya para finales del siglo, fecha de la llegada del marqués de Someruelos a Cuba, merodeaban en el territorio de la entonces Nueva Filipina —hoy Pinar del Río—, en el espacio territorial correspondiente a los actuales municipios orientales de esa provincia, dos cautivos llegados de Veracruz a principios de 1797 que encabezaban una pequeña gavilla de fugados, poniendo en vilo a las autoridades españolas e inquietando a toda la población comprendida desde Guanajay hasta el cabo de San Antonio: eran los “indios feroces de la Vuelta Abajo”, o los también llamados el Indio Grande y el Indio Chico, aquellos que no pudieron escapar con sus compañeros en la fuga de la venta de Plan del Río, y que, una vez llegados a la isla fueron destinados a trabajar en los Arsenales de La Habana, de donde se fugaron, alcanzando refugio en los palenques cimarrones del occidente de la isla. El gobierno, después de que aquellos alzados se insolentaran contra los hacendados del rumbo, tomó la decisión, en octubre de 1802 —refrendada en pleno de Cabildo y por el propio capitán general de la isla—, de cambiar la estrategia militar para combatirlos, retirando las cuatro partidas que desde hacía más de un año perseguían a los insumisos de la Vuelta Abajo sin ningún resultado5 y dar la comisión de su captura al capitán español del partido de San José de las Lajas, don José López Gavilán, en virtud de los buenos resultados obtenidos por éste en la captura de otros seis indios apaches que se fugaron en septiembre de ese año de los Arsenales de La Habana, y que fueron localizados y eliminados ferozmente por él en menos de un mes. Las cabezas cercenadas de estos indios bravos, que se expusieron en La Habana flotando en frascos de aguardiente, estaban ahí para desalentar a los posibles rebeldes. En diciembre de ese año, ya el capitán español se encontraba en la Nueva Filipina en plena persecución, recorriendo todas las haciendas y los montes vecinos, sin obtener ningún resultado. Allí se percató de que estos fugitivos aplicaban toda una estrategia de guerra, arrastrando tras de sí un palenque 217
entero de negros cimarrones, guachinangos y otros evadidos, a quienes habían ejercitado en la factura y el uso de las armas. El quilombo aquel había resultado tan eficaz, que en pocos meses habían logrado asaltar con éxito varias plantaciones, haciéndose de caballos, armas y de cada vez más esclavos fugados que en ocasiones se les unían. Atacaban de noche, se hacían de ropas y objetos, cometiendo a su paso algunas fechorías y creando gran estupor en los vecinos de aquellos rumbos. En vista de todo esto, López Gavilán cambió la estrategia y dividió sus fuerzas, evitando llevar demasiada gente en su busca y aparentando no ser un operativo de captura. Envió a tres hombres a recorrer las haciendas del norte —sin ningún aparato de guerra para no hacer visible de que se trataba de una campaña ordenada desde La Habana—, y él en persona, acompañado de la gente más cercana y de una jauría de perros, tomó las posesiones del sur para una búsqueda minuciosa. Las haciendas de más al norte serían rastreadas por don Eugenio Marbar, don Manuel Ávila y el guachinango José Otero, que serviría de práctico, ya que conocía todos los accidentes del terreno y había resultado un buen baquiano en campañas anteriores. Estos últimos, al llegar a San Cristóbal de los Pinos, fueron avisados de que los indios habían quemado el Hato de Rangel, y salieron en su persecución, aun cuando los caminos parecían cerrarse a su paso, casi devorados por una vegetación incontrolable. Tuvieron referencias de que la Hacienda de Canalete (en el actual municipio La Palma) era crucero fijo de los huidos y que contaban allí con la complicidad de algunos negros que permanecían en las plantaciones fingiendo fidelidad a sus amos, pero proveyendo a los alzados de toda clase de vituallas. En ese lugar se apostaron durante tres días, registrando toda información y tomando cuenta “hasta del ruido de las moscas”. Al tercer día, recibieron la primera información, dada por el mayoral de Canalete, de la presencia de los rebeldes en un paraje llamado La Vuelta de La Chorrera, con los que se había cruzado en el camino sin percatarse de su naturaleza, pues éstos aparecieron disfrazados de mercachifles, de los que recorren el rumbo vendiendo toda clase de productos. Inmediatamente, sus perseguidores salieron hacia allá e hicieron contacto con los dos ya nombrados “Indios Feroces de la Vuelta Abajo”, que
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iban acompañados por dos pardos, dos guachinangos y varios negros, es decir, una partida pequeña; pues los cimarrones, siguiendo la costumbre apache, ya se habían dividido en varios “trozos” para evitar cualquier campaña de cerco y aniquilamiento.6 Allí, los alzados hicieron una feroz resistencia cuerpo a cuerpo, como era su costumbre, y en la refriega resultó muerto el Indio Grande, a causa de un trabucazo disparado a corta distancia por don Eugenio Marbar, quien se vio más rápido que el agresor. Murió también allí el guachinango José Otero, atravesado de parte a parte por una flecha certera, quién sería enterrado al día siguiente, con los honores del caso, en elmismo cementerio de La Chorrera. Asimismo, fue herido el propio capitán, de un flechazo en el hombro derecho lanzado por el Indio Chico, quien logró fugarse con los suyos y desaparecer en el interior de una gruta que los alzados usaban como refugio, la que no se pudo rastrear por ser un verdadero laberinto. Los documentos hacen constar cómo ese día 3 de enero de 1803, entraron los “Indios Feroces de la Vuelta Baxo” en la Hacienda de La Chorrera. Un testigo, don Emigdio Miranda, dice que: “las muertes fueron muchas”, refiriéndose a las causadas en varios tiempos y lugares, “pero de ciencia cierta conoce lo hecho por los indios en este particular combate: la de Francisco Peña, una mujer y tres niños, cuatro con el que le sacaron del vientre, en la Hacienda de Luis Lazo y [...] a don Blas Hernández y a Isidro Remigio que los degollaron, y a otras muchas barbaridades cometidas […] y se robaron la ropa y varios muebles, picaron un cesto grande y se llevaron unas hicaduras o hilos de hamaca...”7 En la profanación de la iglesia “se llevaron el mantel del altar, le quitaron una mano a Nuestra Señora de la Pura y Limpia y cargaron con la vasija que servía de Pila Bautismal”… Lo ocurrido en la modesta iglesia de la Purísima Concepción de La Chorrera, que era una capilla auxiliar de la de Consolación del Sur y un sitio de culto que atraía a peregrinos de toda su región cada 15 de agosto —día de la Asunción a los cielos de la madre de Cristo—, fue algo que se recordó durante años con mucho resentimiento en aquella región, ya que se consideró una muy grande profanación e insulto a la fe católica; aunque la figura incompleta de la Virgen, milagrosamente preservada de la ferocidad de los 219
infieles, sería aún más venerada que antes. Poco después, el capitán general informaba a la Secretaría de Guerra de que la partida de cimarrones se había replegado, cesando por un tiempo sus hostilidades.8 Pero en agosto de 1804, en una sesión del Cabildo habanero se informó de la nueva ubicación del palenque en la infranqueable Sierra del Guacamayo. Para noviembre de ese año se informaba de una nueva expedición de rancheadores otra vez al mando de López Gavilán, repelida por los rebeldes, quienes lograron matar al principal integrante de los rastreadores, dejando ver que la banda había aumentado sus filas con ocho negros huidos y tres guachinangos, dejando a los perseguidores confundidos, perdidos en la manigua y “despojados de algunos víveres, efectos, municiones y piezas de sus armas”.9 Otras expediciones más peinaban la región intentando acabar con los rebeldes, como la capitaneada por el teniente de gobernador interino Francisco Ramos, con gente reclutada en La Habana como en la propia región de Vuelta Abajo, avituallados por los mismos propietarios afectados por las acciones de los sublevados. Al paso de los meses, varias evidencias indican que esta partida de palenqueros en armas estuvo activa hasta 1806, con la participación continua del Indio Chico hasta ese año, quien se mantuvo moviéndose en la zona de La Palma, con algunos negros bien ejercitados en el arte de la guerra, causando gran inestabilidad en toda la zona norte de Pinar del Río, sin que los diversos perseguidores lanzados contra ellos lograran capturarlos o derrotarlos. Con el tiempo lograron asentarse allá por la Vuelta Abajo en el seno de un cafetal abandonado, ocupando las fábricas ruinosas de un trapiche o en bohíos de vara en tierra que los negros congos sabían montar y desmontar a la carrera como si fueran tiendas de campaña. Se decía que el Indio Chico era imbatible porque había logrado, para él y para sus seguidores, el don de no dejar huella alguna, que habían adquirido la capacidad de cambiar incluso la forma de sus pies, con el calcañal para adelante y los dedos hacia atrás: de manera que cuando se rastreaba alguna pisada, los baquianos la seguían en sentido contrario al de la verdadera dirección de los fugados. Lo seguían algunos que habían sido esclavos o prisioneros, armados hasta los dientes y con los pechos cubiertos de escapularios y amuletos; y algunas 220
cautivas mestizas y mulatas que habían hecho sus concubinas y con quienes compartían una vida absolutamente silvestre. Desde aquel campamento se percibían unas lomas y desde su cumbre se podía ver el mar, que tenía un sopor de eternidad y de pesado silencio que a todos les hacía recordar sus tierras originales. Asimismo, a partir de lo sucedido en La Chorrera, las rutas desvanecidas por la vegetación se apoderaban de aquellos montes, y el palenque fugitivo aparecía protegido por murallas de aire, transparentes como la luz del día, que hacían invisible su ubicación. Todos los caminos, atajos y trillos se habían cerrado y marejadas de monte se los habían tragado del todo. Y esto era culpa, según los zahoríes y brujos de las haciendas que hablaban con los dioses y los muertos, de un oscuro diablo que se había apoderado de aquella parte de la isla. Ganaron en ese tiempo algunas ventajas, como ángeles caídos dueños de un territorio endiablado y olvidado de Dios, pero a los tres años de vivir como guardianes del monte adentro —en un suceso de mala suerte inesperada — los apalencados perdieron la iniciativa, pues en un combate feroz que se llevó a cabo en las estribaciones de un valle interior de la sierra de Los Órganos, en los primeros días de enero de 1806, casi todos ellos murieron a balazos y golpes de machete, combatiendo contra una fuerza muy superior enviada sorpresivamente desde La Habana que dejó también varios muertos en el terreno. De nada sirvieron las plegarias de aquellos que se sentían tocados por la gracia, pues cada vez que se invoca a un dios se conoce la muerte y se desciende a los inframundos para arrebatar algo, aunque sea un hálito de vida, y contradecir un destino: pero no se vence a la noche y para todos ellos ésta fue la noche y ninguna espera pudo extenderse… El Indio Chico logró escapar del ataque y los testigos de La Palma consignaron que, una vez que se vio solo y totalmente cercado por los rastreadores y una partida de perros feroces que lo seguían de cerca, subió a trancos y a la vista de todos hacia la cumbre de un risco de la sierra que separa La Palma de Pinar del Río: una elevación rocosa que estaba rodeada de un pestilente pantano por donde corría herido acompañado de su sombra. Era aquél un momento de gran calor y humedad, de miasmas que ascendían al cielo magnificados por el atardecer y que le daban una condición incierta y
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cambiante a las imágenes vistas a contraluz… Y en un esfuerzo final, blandiendo en una extremidad su arco y su atado de flechas, y en la otra la mano arrancada a la Virgen Nuestra Señora de la Pura y Limpia, el último de los perseguidos abrió los brazos y empezó a elevarse sobre los matorrales, dejando marcadas las huellas de sus pies en la roca. Los soldados que lo alcanzaron se quedaron asombrados, viendo cómo el cuerpo mortal de aquel desertor se despegaba de la tierra y cómo lentamente ascendía a los cielos al atardecer de aquella batalla, iluminado con las últimas luces del sol e inmune a los trabucazos que le lanzaban desde tierra, perdiéndose entre las nubes y convirtiéndose, una vez que éstas se disiparon con el viento, en la “estrella gorda que precede a la noche”…
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1 Antonio Santamaría García y Sigfrido Vázquez, “Indios foráneos en Cuba a principios
del siglo XIX: historia de un suceso en el contexto de la movilidad poblacional y la geoestrategia del imperio español”, Colonial Latin American Historical Review, invierno 2013. 2 Otro problema eran los niños cautivos, a quienes se proponía dar educación: Archivo
General de Simancas, Valladolid (AGS), SGU, leg. 6865.8: “Proposición para dar educación y ocupación a los indios mecos de corta edad que van a La Habana enviados de Veracruz (tropas de Nueva España, julio de 1803)”. 3 El cargo de virrey le fue otorgado, gracias al apoyo de Manuel Godoy, el famoso
valido de Carlos IV. Iturrigaray se caracterizó por aprovecharse de cualquier situación para enriquecerse, hasta el golpe de Estado que sufrió en 1808. Cuando le fue otorgado el puesto, llegó de España con un séquito de 25 personas, trayendo diferentes artículos exentos de impuestos debido a su cargo como virrey, los que vendió obteniendo ganancias extraordinarias. Obtuvo la simpatía de los habitantes de la Ciudad de México al autorizar las corridas de toros en la Plaza del Volador. Asumiendo el puesto ordenó la deportación general —de hombres, mujeres y niños— de todos los indios bravos capturados en las campañas del norte, siendo La Habana su destino principal. 4 Sobre los guachinangos, véase el Apéndice. 5 Archivo Nacional de Cuba, La Habana (ANC), “Expediente sobre extirpación de los
Indios Mecos que tienen aterrorizada la población campestre con sus delitos y excesos, y algunos otros sucesos notables”, 1799. Cf. Armando Abreu, “El asalto a la iglesia de La Purísima Concepción de La Chorrera por los indios feroces de la Vuelta Abajo”, Vitral 3:16, La Habana 1996. Existen sólo dos casos similares en Cuba: el de otros seis indios cimarrones fugados de Casablanca en 1802, insertos también dentro de este expediente, y el del Indio Bravo de Camagüey. 6 De hecho era una de varias partidas, mientras que en otras regiones de la isla —como
en Camagüey—, se vivían las primeras incursiones del célebre Indio Bravo, que alimentaría los sueños de los independentistas cubanos casi un siglo después, que asolaba los campos devorando reses (en especial las lenguas arrancadas a las bestias, su platillo preferido) y allegándose algunas doncellas que secuestraba de los ranchos y que a fuerzas hacía sus concubinas. 7 El testigo José Ignacio Izquierdo, residente en La Chorrera, sirvió de práctico, y
estaba presente en el combate. Cuenta que en su ranchería, en ese día, los indios “acabaron veintitantas reses, dos bestias, siete perros, un cajón de loza, botaron la sal y el arroz, se llevaron la ropa y muebles, un caldero, una navaja, catorce mudas de ropa, un sombrero […] ha oído que quemaron la Hacienda de La Palma de Rangel, violaron la Iglesia de La
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Chorrera rompiendo una puerta, trastornándola […] también ha oído que quemaron las Haciendas de Viñales, Sitio del Infierno y la de Luis Lazo...”. 8
AGI,
Cuba, 1741, núm. 1159: “Marqués de Someruelos a la Secretaría de Guerra”, 25 de mayo de 1803. 9 ANC, Fondo Real Consulado y Junta de Fomento, leg. 77, núm. 3026.
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APÉNDICE
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ALGUNOS PERSONAJES El Ángel de la Guarda, fragata cañonera El Ángel de la Guarda, o El Santo Ángel de la Guarda, “una barca muy velera” según Saavedra (Morales Padrón, Diario de don Francisco de Saavedra…, 2004, p. 228), fue construido en 1773 en Cartagena (España) bajo el sistema francés de Gautier y estaba proveído de 70 cañones. Al mando del capitán de navío don Antonio Bacaro, participó en la Campaña del Canal de la Mancha en 1779. Ayudó en 1793, en la guerra contra Francia, en la campaña de Cerdeña con la escuadra del teniente general don Francisco de Borja. En 1794, al mando del capitán de navío don José Ussel de Guimbarda, zarpó rumbo a América, donde realizó varias comisiones en La Habana y en América del Sur. De regreso a Cádiz se incorporó a la escuadra del Océano y en julio de 1795 pasó a la escuadra del Mediterráneo, al mando del capitán de navío don Antonio Boneo. El 6 de febrero de 1796 pasó a ser mandado por el brigadier D. Enrique MacDonell, con el que se incorporó a la escuadra de operaciones al mando de don Gabriel de Aristizábal, destacada en La Habana. En 1797 lo comandaba don Antonio García del Postigo y hacía el tráfico de cautivos, harina y plata de Veracruz a Cuba. Todavía se hallaba en La Habana a finales de 1804, cuando comenzó la nueva guerra con los ingleses. Allí, fue dado de baja por falta de carena en 1810. (Cf. AGI. Estado. 26. N21. Orizaba. 19 de agosto de 1797, “escuadra de Gabriel de Aristizábal”).
Marqués de Branciforte Llamado Michele de la Grúa Talamanca de Carini, nació en Palermo (Sicilia) en 1750. Militar y administrador colonial, fue virrey de Nueva España desde
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1794 hasta 1798. Fue antes gobernador en Canarias y en Madrid. Fue capitán del ejército español y tenía el título de marqués de Branciforte. Estaba casado nada menos que con doña María Antonia Godoy, hermana de Manuel Godoy, favorito y valido del rey Carlos IV, “Príncipe de la paz”, amante de la reina y primer ministro en la corte española. Gracias a esto logró ser Grande de España y gozar de otros privilegios. Branciforte sucedió al segundo conde de Revillagigedo en el virreinato en 1794 y trató de echar atrás todas sus reformas. Otra actividad suya fue terminar la obra comenzada por el visitador José de Gálvez, quien había iniciado la militarización de la sociedad colonial desde 1767. El virrey Revillagigedo había disuelto los cuerpos de milicias porque eran de escasa utilidad, pero Branciforte, que encontró en ellos la posibilidad de malversar fondos bajo la protección de Godoy, revivió a gran escala la creación de fuerzas de voluntarios de la Nueva España, que se multiplicaron por todo el virreinato. Los coroneles de estos regimientos pagaban a la oficina del virrey fuertes sumas por su nombramiento. Acusado de corrupción y de vender empleos y grados militares, fue sustituido en 1798 por Miguel José de Azanza, duque de Santa Fe. Sin pena ni gloria, murió en Marsella en 1812.
Nicolás de Cosío Lo poco que sabemos de él es que en agosto de 1789 participó bajo la Comandancia de Juan de Ugalde contra las irrupciones apaches en varias regiones del norte, “de las naciones lipiyana, mezcalera, sende, nitasende y cachende, calificadas de bárbaras, alevosas, inhumanas, pérfidas e ingratas, por cuyas causas está resuelto su exterminio”. Durante la persecución de 1797 sufría un “estrés de campaña”, un mal crónico que le duraría muchos años. Volviendo a incursionar en el futuro y en la guerra civil iniciada en 1810, sólo diremos que este Nicolás de Cosío se distinguiría después, y valido de toda su experiencia en batir rebeldes, infidentes y fugados, como un feroz perseguidor en el bando realista de aquella guerra, en especial en las campañas de la sierra de Guerrero contra el cura insurgente José María 227
Morelos, en donde, a la postre, sería vencido por éste y por Hermenegildo Galeana, logrando escapar con el cuerpo ileso pero muy lastimada toda dignidad y fama. Véase; en la correspondencia reservada del virrey don Francisco Xavier de Venegas, una carta fechada en Las Cruces el 5 de abril de 1811: “El Comandante realista del Sur, Nicolás de Cosío, explica al virrey la necesidad que hay de batir a José María Morelos, aplicando las reglas del arte militar, si se desea contener los avances de éste”. A la sazón agregaba: “Por todo lo expuesto y mucho más que sepulto en el silencio, se servirá V.E. resolver lo que tuviere por conveniente; suplicándole me releve de una responsabilidad que no puedo desempeñar y concederme su superior permiso para pasar al pueblo de Xamiltepeque o Oaxaca a restaurar mi salud, por el tiempo que fuere del agrado de V.E” (AGN, Inf. t. 143, f. 35). Tan duro golpeó entonces Morelos a Cosío, que éste cayó en cama y solicitó su relevo, aceptado de inmediato por Venegas. No se volvió a saber de él, salvo por una leve mención en 1822 (ACSDN, III / 3-462, Hoja de servicio de Nicolás de Cosío, ff. 33-36. Diego García Conde a Iturbide. México, 16 de marzo de 1822).
Manuel de Flon y Quesada, conde de la Cadena, intendente de Puebla Nació en 1745 en Pamplona y se trasladó a México como militar. Tuvo y tendría una larga historia que bien vale la pena evocar aquí. Siendo José de Gálvez ministro de Indias, nombró desde Madrid a su hermano Matías de Gálvez virrey de México y a su sobrino Bernardo de Gálvez capitán general de La Habana (antes de ser, a su turno, virrey). Éste sería gobernador de Luisiana —después de comandar varias de las expediciones contra los apaches en Sonora y escribir su conocida Noticia sobre estos indios irreductibles—, donde contó con la colaboración del mismo Manuel de Flon (a quien ya apodaban, por su crueldad, “el chacal de los ojos verdes”) y de Juan Antonio de Riaño, que al paso de los años serían intendentes de Puebla y Guanajuato respectivamente. El caso es que Flon, Riaño y el pequeño de
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los Gálvez eran además concuños entre sí: ya que se casaron con tres hermanas francesas, las bellas y aristocráticas doncellas Saint Maxent. Estos jóvenes oficiales se encontraron por primera vez en la expedición militar que condujo Bernardo de Gálvez para rescatar las Floridas. Su reclutamiento como funcionarios se derivó, posteriormente, del acercamiento familiar, que resultó del hecho de desposar Gálvez, Riaño y Flon a las hermanas Felícitas, Victoria y Mariana Saint-Maxent, a quienes habían conocido en Nueva Orleáns. Todos eran militares ilustrados, más o menos afrancesados y dueños de la nueva elegancia del siglo, todos ellos con una vida aventurera y un trágico final. Gálvez, siendo virrey, murió primero, al parecer envenenado en Tacubaya en 1786. El acabamiento de Riaño sobrevino 24 años después en el edificio de la antigua Alhóndiga de Guanajuato, en septiembre de 1810, en la que este intendente se encerró con sus hijos (y varias familias españolas) ante el asedio de las huestes leales a su antiguo amigo el cura del pueblo de Dolores, Miguel Hidalgo, y donde encontró la muerte a manos de las airadas huestes insurgentes. En cuanto a Flon, morirá poco después que Riaño, en las campañas contra Hidalgo y “por un exceso de bravura” —como decía un parte de guerra— en la famosa batalla del Puente de Calderón del 17 de enero de 1811, contienda en la que Calleja, un castellano que mandaba las milicias de San Luis Potosí (y que luego sería virrey), derrotó al cura de Dolores, marcando allí el principio del fin de una rebelión, que, desbaratada, avanzaría hacia el norte hasta ser derrotada en Chihuahua, cuando Hidalgo terminaría siendo capturado por algunos baquianos, indios fieles a la Corona (entre ellos dos apaches lipanes). La versión más aceptada de la muerte de Manuel de Flon se refiere a que, al final de la batalla de aquel puente situado cerca de Zapotlanejo (Jalisco), y de haber peleado con bravura contra los insurgentes, se alejó un poco del campo vencedor, tal vez por alguna necesidad fisiológica, y allí fue flechado por un indio —Manuel Terríquez, dicen que se llamaba— que le disparó un certero flechazo desde una mata de monte, matándolo al instante.
Ambrosio de Sagarzurieta García Galvarro y Viana
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Nació el 19 de octubre de 1749 en la villa de Lagrán, diócesis de Calahorra y La Calzada, en la provincia de Álava, una de las tres que componen el señorío vasco en España. Era caballero de Carlos III. Llegado a la Nueva España con las reformas borbónicas, fue fiscal de lo Civil (1787) y de lo Criminal (1790) en la Audiencia de Nueva Galicia. En 1795 pasó a la de México, donde fue fiscal de lo Criminal (1795), de lo Civil (1803) y de la Real Hacienda (1810). Es alguien sobre el que se ha derramado algo de tinta. Cf. José de Jesús Olmedo González, “Ambrosio de Sagarzurieta. Un personaje ilustrado”, 2003, pp. 49-59.
Pedro Antonio de Septién Montero y Austri Fue autor de la “Noticia Sucinta de la ciudad de Santiago de Querétaro comprendida en la Provincia y Arzobispado de México, Reino de Nueva España en la América Septentrional (1791)”, publicada en: Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez (comps.), 1976, pp. 44-45. Fue hijo de un acaudalado comerciante español establecido en Guanajuato. Fue alcalde ordinario de León, posteriormente fijó su residencia en Querétaro, donde heredó de su suegro el cargo de alférez real que ejerció durante 37 años. Se le dio el cargo de regidor decano del Cabildo y desde 1796 hasta 1810 fue además subdelegado en Celaya y luego en Salvatierra. Era dueño de la hacienda de Juriquilla y fue nada menos que uno de los conspiradores de Querétaro, en los inicios del movimiento del cura Hidalgo. Miembros regulares de este singular grupo de conjurados eran —además del corregidor Domínguez y su esposa doña Josefa Ortiz—, Septién Montero y Austri, el segundo marqués de Rayas (José Mariano de Sardaneta y Llorente) y el presbítero José María Sánchez. John Tutino lo ubica en las redes de poder de su tiempo: “Fue subdelegado en Celaya de 1796 a 1801, mientras que su hijo don Manuel tenía el mismo cargo en San Luis de la Paz: impartían justicia en dos ciudades de la intendencia de Guanajuato, pero en la órbita económica de Querétaro integraron el cargo, la operación de haciendas y comercio en lugares donde las tejedoras caseras expandieron la producción para hacer 230
frente a las importaciones. Los Septién se beneficiaron de la nueva economía del Bajío borbónico. Tutino, Creando un nuevo mundo. Los orígenes del capitalismo en el Bajío y la Norteamérica española, FCE / Universidad Intercultural del Estado de Hidalgo/El Colegio de Michoacán, 2016, p. 436.
Juan de Ugalde Nació en Cádiz en 1729. Se incorporó a la vida militar en 1738 y posteriormente se trasladó a la Nueva España. En 1787 era ya comandante general de las Provincias Orientales (Texas, Coahuila, Nuevo León y Nuevo Santander). Hacia 1790, como brigadier y gobernador de Coahuila venció las embestidas apaches en Coahuila, en la parte baja del río Pecos y en el Arroyo de la Soledad, que desde entonces se llamó Cañón de Ugalde en su honor. Logró acuerdos de paz con los comanches, los taovayas, los wichitas y los tawakoni (tahuacanes). Por su extrema crueldad contra los apaches fue llamado a la ciudad de México y regresado a España, en donde se le ascendió a mariscal de campo en 1797. En 1810 fue ascendido a teniente general y obtuvo nuevos reconocimientos. Murió retirado en Cádiz en 1816.
Francisco Viana Comandante de presidios y de posiciones militares en Tejas, Viana nació en Málaga en 1750. Sirvió como cadete en la Caballería de Malta y en los Dragones de la Reina antes de venir a la Nueva España con el virrey Teodoro de Croix en 1776. Fue comisionado como lugarteniente en las Provincias Internas en 1778 y obtuvo el grado de capitán en 1792. Persiguió apaches en Chihuahua. Aplastó la revuelta de Zacualco (Jalisco) y persiguió a contrabandistas y bandidos en las cañadas de Ceutla y Tixtla (Guerrero). Como corregidor del Real de Minas de Bolaños (Jalisco) investigó las quejas de los vecinos contra la Real Audiencia de Guadalajara en lo tocante a la
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milicia y los tributos de los mineros. Esto le ganó fama de leal y buen soldado y excelente administrador; lo que explica su involucramiento en la persecución de los apaches fugados en Plan del Río. En abril de 1806, don Nemesio Salcedo y Salcedo, comandante general de las Provincias Internas, lo nombró comandante del presidio de Nacogdoches (Tejas). Allí participó en la contención militar y diplomática de los anglosajones, quienes pretendían —desde la Luisiana y desde entonces— apoderarse de esa provincia. Participó en las negociaciones para la firma del Acuerdo de Tejas como territorio neutral. En 1809 cayó enfermo en la ciudad de México y murió allí.
Guachinangos En el siglo XVIII los “guachinangos” eran la gleba urbana y ladina de las “castas” del Altiplano mexicano, gentes “vagas y mal entretenidas” que, sometidos a razzias por el ejército borbónico, eran utilizados como trabajadores “forzados” para la construcción de los baluartes y fuertes en Veracruz, La Habana, San Juan de Puerto Rico, La Florida y Santo Domingo (algunos fueron deportados a Filipinas, en donde se usó el término para referirse a los novohispanos mestizos). La palabra parece provenir del nombre del pescado pargo rojizo (Lutjanus campechanus), de carne blanca y suculenta, muy común en el Golfo de México: por el aspecto rozagante de la piel de los “arribeños” que se distinguían de los habitantes de la tierra caliente, por lo general pálidos y palúdicos. Como guachinangos llegaron por la fuerza a varias islas antillanas. El término es hoy un americanismo que, producto de esta historia, significa “astuto”, “burlón” o “zalamero”. En Puerto Rico significa “burlón”, en Nicaragua “desclasado” y en Cuba “alguien de carácter sencillo y apacible”. De “guachinango” provienen sin duda varios términos mexicanos: “guachos” o “guaches” para referirse a los del Altiplano desde el norte a Yucatán; así como la voz “chilango”, que aparece desde mediados del XIX para denominar a los habitantes de la ciudad y cuenca de México, usada primero en Veracruz y después en el resto del país. 232
BIBLIOGRAFÍA
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NOTA BIBLIOGRÁFICA DIVERSOS documentos que se apilan en el fondo de una galería de techos altos del Archivo General de la Nación, y que parecen mantenerse prisioneros de las antiguas crujías, han sido nuestra principal fuente y se refieren insistentemente a los indios “bárbaros” deportados que se agrupan bajo el nombre genérico de “mecos”. En el silencio de aquellas altas galerías del viejo Palacio de Lecumberri —el Palacio Negro, una cárcel de la dictadura de Díaz convertida desde fines del siglo pasado en repositorio de antiguos papeles del virreinato y el Estado mexicano—, un turbador sentimiento se desprende de varios expedientes de ese periodo en que reinaron los Borbones. Contienen ordenanzas, reglamentos, partes de guerra, cartas personales, notas al calce e informes que se redactaron y enviaron a los sucesivos virreyes de México después de la creación de la Comandancia General de las Provincias Internas del Norte en 1776; casi todos referentes a esa nueva cruzada sangrienta de colonización y que se hallan dispersos en los ramos de Correspondencia de diversas autoridades, Correspondencia de virreyes, Provincias Internas e Indiferente de guerra, así como en los archivos de Cuba y España (Sevilla y Simancas). De hecho, esa comandancia era producto de un recrudecimiento de algo que se llamó “la guerra apache” y de las tentativas fallidas de algunos militares de ganarla definitivamente o de prolongarla como un negocio o como una fuente de prestigio militar y económico (como sería el caso de los Gálvez), o bien, como maquinaria de malversación de fondos destinados a la guerra. Nada (o casi nada) es invención mía, pues los entrecomillados refieren a secuencias escritas en los documentos que poseo fotocopiados: cuando no se especifica su origen son extraídos de los legajos del abultado volumen 77 del Indiferente de Guerra del AGN. La versión de los perseguidores está prolijamente redactada en informes, diarios y partes de guerra; la de los perseguidos, contrariamente a toda justicia poética, la hemos tenido que leer entre líneas y reinventar con base en otras referencias. 234
ARCHIVOS CONSULTADOS Archivo de Cancelados de la Secretaría de la Defensa Nacional, México AGI Archivo General de Indias, Sevilla AGN Archivo General de la Nación, México Civil Criminal CDA: Correspondencia de Diversas Autoridades CV: Correspondencia de Virreyes IG: Indiferente de Guerra Inf: Infidencias PI: Provincias Internas AGS Archivo General de Simancas, Valladolid SGU: Secretaría de Guerra / Series Americanas ANC Archivo Nacional de Cuba, La Habana ACSDN
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