Mi vocación es el amor: Santa Teresa de Lisieux [27, Primera edición] 9788470683237, 8470681680

El título de este libro es una meta, la novedad de Teresa es haber descubierto el camino para alcanzarla: misericordia d

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Spanish; Castilian Pages 243 [121] Year 1992

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Table of contents :
ÍNDICE

Introducción.—“A mí me ha dado su misericordia infinita”........................................................... 7

Primera parte:
“Cantaré las misericordias del Señor”

CAPÍTULO I.—Muéstranos tu rostro de misericordia ................................................................... 23

1. Vocación y misión............................... 24
2. Teresa escribe para orar..................... 26
3. El rostro de misericordia de Dios......... 28
4. Dios es libre para revelarse tal como es 30

CAPÍTULO II.—Teresa descubre la misericordia. 33

1. En la cima de la montaña delAmor.... 33
2. Cantaré..................................................... 35
3. ¿Qué es la misericordia?..................... 38
4. He agradado al Altísimo porque era pequeñita....................................................... 41
5. Teresa ha tenido el instinto de la misericordia ............................................................. 44

CAPÍTULO III. Teresa descubre su miseria…47
1. Una afinidad con Teresa.......................... 47
2. La montaña o el grano de arena......... 50
3. Debo soportarme tal como soy.............. 53
4. El ascensor o la ruda escalera de la perfección.................... 55
5. Dar sin tenerlo en cuenta..., pero es muy poco........................................... 57
6. Son vuestros brazos, ¡oh, Jesús!.............. 59

CAPITULO IV.—El acto de ofrenda al amor misericordioso… 63
1. ...Como si me hubiese sumergido toda entera en el fuego................ 65
2. Antes... “No era una verdadera llama”… 68
3. ¡Oh, Dios mío! ¿Vuestro amor despreciado va a permanecer en vuestro corazón?…71
4. ¡Jesús! Que yo sea esta feliz víctima…74
5. La viva llama se convierte en agua viva…76

CAPITULO V.—La confianza y nada más que la confianza…………………………79
1. Es necesario que El se abaje hasta la nada…81
2. Amar mi pequenez y mi pobreza........... 83
3. ;Dónde encontrar al verdadero pobre de espíritu?.......................86
4. Lo que ofende a Jesús..., es la falta de confianza....................................................89
5. Es la confianza y nada más que la confianza.................................................................90

Segunda parte:
¡Ahora, sólo el abandono me guía!

CAPITULO VI.—Teresa descubre el camino del abandono..........................................97
1. Este camino es el abandono......................... 99
2. Jesús pide sólo el abandono......................... 102
3. El niño en los brazos de su padre......... 104

CAPITULO VII.—El movimiento de abandono. 107
1. Correr o descansar....................................... 109
2. Nos hacía mirar nuestros combates de frente.......111
3. Conseguía hacerme amar mi suerte........ 112
4. El puente de la confianza amorosa........ 114

CAPITULO VIII.—¡Qué grande es el poder de la oración!............................. 119
1. La oración y el sacrificio constituyen toda mi fuerza…………………………………………….121
2. Conscientes de nuestra debilidad y con­fiando hasta la audaciia…123
3. Este movimiento está inspirado en el amor…125

CAPITULO IX.—La oración de abandono...131
1. Una oración en la fe desnuda..................... 133
2. Digo sencillamente a Dios lo que quiero decirle................... 136
3. Rezo muy despacio un padrenuestro..... 138

CAPITULO X.—Teresa descubre un camino nuevo…145
1. No apoyarse en nada…………………………..146
2. A pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad…149
3. ¡Oh!, ¡no es eso!.........................................
4. Abandonarse en los brazos del Padre….154
5. El Acto de abandono…………………………..156

CAPITULO XI.—La tentación contra la espe­ranza y el abandono.......................................... 159
1. Escalar o bajar.......................................... 159
2. La esperanza en Teresa........................... 162
3. La verdadera santidad................................ 164

CAPITULO XII.—Al pie de la escalera.......... 169
1. Levantar su piececito.................................. 171
2. Cuanto más avancéis, menos combates tendréis................................ 174
3. ¿Para qué atormentaros?............................ 177

CAPITULO XIII—Agradar a Dios................. 181
1. “Trabajo por agradarle”........................... 182
2. No desperdiciar ningún pequeño sacrificio…185
3. Sólo puedo ofrecer cosas muy pequeñas…188
4. Despertarse de veras al amor de Dios…191
Conclusión.—Mi vocación es el amor................195

Apéndice.—Teresa de Lisieux y la devoción al Sagrado Corazón hoy…205
1. Yo seré el Amor......................................... 207
2. Consagración al Amor = Abandono en el Corazón de Jesús…210
3. Reparación = Salvar almas........................ 212
4. El Corazón de Jesús en la vida de Teresa. 214
5. Concepción original de su devoción al Sagrado Corazón......................................... 219 Confianza....................................................... 221
7. Eucaristía y sacerdocio.............................. 225
8. Aportación de Teresa a la Devoción al Sagrado Corazón.......................................... 227
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Mi vocación es el amor: Santa Teresa de Lisieux [27, Primera edición]
 9788470683237, 8470681680

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MI VOCACION ES EL AMOR Santa Teresa de Lisieux

LOGOS-27

INTRODUCCION “A

MI VOCACION ES EL AMOR SANTA TERESA DE LISIEUX © by Editorial de Espiritualidad Madrid, 1992 I.S.B.N.: 84-7068-168-0 Depósito legal: M. 31.028-1992 Impreso en España - Printed in Spain Imprenta FARESO, S. A. Paseo de la Dirección, 5 28039 Madrid

MÍ ME HA DADO SU MISERICORDIA INFINITA”

t Si Jesucristo resucitado está vivo, debe habitar flü al­ guna parte y se debe poder encontrar su dirección, para encontrarle y tomar contacto con él, si no afirmar la resurrección de Jesús significaría logomaquia. Cierta­ mente, hay lugares privilegiados donde se le puede en­ contrar, estoy pensando en particular en la Eucaristía y en el Evangelio: pero me pregunto si daría en seguida estas dos direcciones a uno que me preguntase y me con­ fesase su deseo de “ver” a Cristo. Leer el evangelio no es tal vez lo primero que hay que hacer, ¡pero tampoco es lo último! Creo que si Jesús está vivo hoy, se le puede encontrar en ciertos hombres a los que se llama los Santos, que pueden decir como san Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20)*. Es a esos hombres a quienes hay que encontrar primero, verlos vivir y, des­ pués, leer el evangelio para darse cuenta de cómo fun­ ciona un Santo, es decir, un hombre que vive a Cristo resucitado. * Las citas bíblicas están tomadas de la Biblia de Jerusalén, Bilbao 1980.

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Introducción

Si Teresa de Lisieux viviera todavía, aconsejería a to­ dos los que quieren encontrar un tal Santo el ir a buscar por allí. Su existencia no nos resulta prehistoria, puesto que hace unos años (1959), una de sus hermanas, Celina, vivía todavía y la había conocido muy bien puesto que había sido novicia suya. Sólo que hay que prestar mucha atención, como dice el P. Molinié, hay “que tener vista”, si no se puede pasar al lado de un Santo, sin darse cuenta. Es por otra parte lo que sucedió con Teresa: la mayoría de las hermanas que vivían con ella no sospe­ chaban que vivían al lado de una Santa, y una de ellas se llegó a preguntar qué se podría escribir de ella después de su muerte. Por eso no hay que esperar a que los san­ tos sean canonizados para encontrarlos. Hay también multitud de santos anónimos y “sin grado”, que viven tanto en pleno mundo como en los conventos, pero es­ tán muy ocultos y se esconden ellos mismos para que su hermosura sea conocida solamente por Dios. Y os pue­ do asegurar que si el Espíritu Santo vive en vosotros, os dará “vista” para verlos y reconocerlos, no os resultará difícil descubrirlos, pues tienen el aire de Jesucristo, tan dulces y tan humildes como él. Ahora, si queréis una dirección muy concreta y fácil de encontrar, puedo indicaros una: la de Teresa del Niño Jesús. Llamadla, oradla, pedidle una gracia o decidle que quisiérais entablar conocimiento con ella. Importa poco la manera como la abordéis —puede venir de algo que no marcha en vuestra vida— lo esencial es que tra­ téis con ella. En cuanto sacerdote, puedo dar testimonio de que nunca se le pide en vano, y que muy pronto se siente su presencia, sobre todo si nuestra súplica es hu­ milde, confiada y perseverante.

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Su Presencia y-su Misión No la veréis tal vez físicamente, como algunos solda­ dos tuvieron el privilegio de verla en el frente, pero os puedo garantizar que los que comienzan a descubrir la presencia de Teresa en su vida y>.en su corazón no tienen ninguna dificultad para amarla, orarle y presentir su presencia espiritual: alimenta tan sólo un gran deseo de ver a Jesús vivo en ella y este mismo deseo intensifica el amoi| Y lo que me permite decir esto, no es sólo la experien­ cia de los que la surcan, sino la convicción que Teresa tuvo antes de morir. Tuvo muy pronto la certeza de que “su prematura muerte no sería un retiro anticipado” (P. Descouvemont. Sur les pas de Thérèse). Tuvo conciencia de que volvería a la tierra porque “no moriría, sino que entraba en la vida”. Escribía al P. Roulland, misionero en China: "Si vov pronto al cielo, pediré a Jesús el permiso para ir a visitaros a Su-Tchuen, y continuaremos juntos nuestro apostolado" (30-7-1896). Y el 24-297 escribió al Abbé Belliéres, su otro hermano es­ piritual: "No conozco el futuro, pero si Jesús reali­ za mis presentimientos, os prometo seguir siendo vuestra hermana allá arriba. Nuestra unión, lejos de romperse, se hará más íntima: allí no habrá ni clausura, ni rejas, y mi alma podrá volar con vos a las lejanas misiones". Más aún, tuvo una conciencia muy aguda de su mi­ sión postuma: no sólo tuvo la certeza de volver a la tierra, sino que presintió que pasaría su cielo haciendo amar al

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Amor. En la noche del 16 al 17 de julio de 1897, a las dos de la mañana, después de una nueva hemoptisis, dice: Presiento que voy a entrar en el descanso... Pero presiento, sobre todo, que mi misión va a empezar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar a las almas mi caminito. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Esto no es imposible, pues desde el seno mismo de la visión beatífica los ángeles velan por nosotros" (Cuaderno Ama­ rillo). Fue todavía más lejos en el presentimiento de su mi­ sión, puesto que tuvo bastante rápidamente la certeza de que escucharía a los que le suplicasen, haciéndoles expe­ rimentar el poder de su intercesión ante el Padre. Algún tiempo antes de su muerte, se leía en el refectorio del Carmelo la vida de san Luis Gonzaga, que había inter­ venido en favor de un sacerdote para curarle in extremis, desparramando sobre su lecho una lluvia de rosas. Al salir del comedor, Teresa estaba apoyada en un mueble y dijo a sor María del Sagrado Corazón: “¡Oh, no, ya lo veréis! ¡Será como una lluvia de ro­ sas” (Cuaderno Amarillo, 9-6). Tal afirmación roza la paradoja, pues, en el límite po­ dría parecer un sueño delirante. No es así en Teresa, que tiene los pies sobre la tierra, pero su realismo le hace adivinar que Dios es todopoderoso, que nada le es im­ posible. Más aún, no habiéndole negado nada en la tie­ rra, Teresa está segura de que Dios no le negará nada en el cielo. Por eso todo el mundo la amará. El 14 de sep­ tiembre, cuando acababa de deshojar los pétalos de una

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rosa sobre su crucifijo, como los pétalos resbalaran de su cama al suelo de la enfermería, dijo con mucha seriedad: "Recoged con cuidado esos pétalos, hermanitas mías; un día os servirán para hacer obsequios... No perdáis ni uno... (Cuaderno Amarillo).

Haceros amar (Acto de ofrenda) Y ahora, si alguno pregunta cuál es esta misión de Tereát, yo tomaría las palabras mismas del acto de ofrenda: “¡Oh, Dios mío^ Trinidad Bienaventurada! Deseo amaros y haceros amar”. Como hemos dicho más arriba, ella misma ha precisa­ do esta misión: “Hacer amar a Dios”. Se podría decir que la pasión de Teresa ha sido “hacer amar al amor”, si no temiésemos parafrasear a san Agustín: “He amado al Amor antes de amar cualquier cosa” (Conf. III, I, I BAC). El 9 de junio: “Recibí la gracia de comprender más que nunca cuán­ to desea Jesús ser amado” (Ms.A, F84ro). Teresa fya creído en el amor y se ha entregado a él, con una confianza absoluta. Pero no se trata de un amor cualquiera: "A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás per­ fecciones divinas! Entonces todas se me presentan radiantes de amor. Hasta la justicia (y tal vez ella más que ninguna otra) me parece revestida de amor" (Ms.A, F84r0).

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Para Teresa, el Amor es primero la misericordia, es decir, la locura del Amor del Padre que busca al hijo pródigo porque está herido, enfermo y pecador. Habitualmente, cuando hablamos del amor, evocamos primero la actitud del hombre: “Aunque repartiera to­ dos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Cor 13,3). Hay, pues, que tener, recibir, acoger el amor y no sólo producirlo. Por eso Teresa ha comprendido maravillosa­ mente que el “amor consiste no en que nosotros haya­ mos amado a Dios (1 Jn 4,10). Es seguramente el ver­ sículo central del Nuevo Testamento que explica el Amor Trinitario y la Encarnación del Verbo. No es, sin embargo, banal, dice el P. Molinié: el amor consiste en que no amamos. Mientras no hayamos asi­ milado esta palabra, experimentando nuestra incapaci­ dad de amar, mientras estas palabras no se sientan a gusto en nuestro corazón, tampoco la caridad se sentirá a gusto en nuestro corazón y no circulará en nosotros, se debatirá en medio de innumerables agitaciones. Tenemos que hacer la experiencia de que no amamos, de que somos incapaces de romper el círculo que nos encierra sobre nosotros y aceptar esta evidencia, deján­ donos vencer enteramente por ella. De lo contrario, la caridad será, en nosotros, como un buen deseo, un gérmen estéril incapaz de producir frutos auténticos. Felizmente, continúan las palabras de san Juan:.“El nos amó primero y nos envió a su Hijo como propicia­ ción por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). “Para ser consolados por la segunda parte de la frase, hav que haber digerido la primera: pero re­ conozco que para digerir la primera ¡hay que ser ayudado por la segunda! Uno se pone entonces a

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amar a Dios y al prójimo con un amor que es una respuesta infinitamente pobre, temerosa e insufi­ ciente, al Amor infinito que rodea nuestro cora­ zón de piedra” (M. D. Molinié, Adoration ou déses­ poir. C.L.D., 1980). Este ha sido el secreto de Teresa al descubrir el Amor misericordioso. Nos admiramos siempre a qué cima de amor ha llegado, pero apenas sospechamos a qué pro­ fundidad de miseria ha descendido para poder elevarse a esta altura de amor, realizando así la Palabra de su Pa­ dre san Juan de la Cruz: “Bajé tan bajo, tan bajo... que fui tan alto tan alto” *. E& la carta a su madrina, sor María del Sagrado Co­ razón, describe muy bien esa gimnasia que consiste en rebotar de lo profundo de su miseria a las alturas del Amor misericordioso: "¡Oh madrina querida!..., si todas las almas débi­ les e imperfectrfsintieran lo que siente la más pîj queña de todÉs las almas, el alma de vuestra pe­ queña Teresa, ni una sola perdería la espefaníá de llegar a la cumbre de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes obras, sino solamente abandono y agradecimiento” (Ms.B, Flvo). Algunos días estaríamos tentados de decir: ¡Ah!, si yo tuviese ehtercio de la cuarta parte de la voluntad de Te­ resa, realizaría los mismos actos de amor. Y Teresa nos respondería como a sus hermanas, que admiraban su pa­ ciencia heroica durante su última enfermedad. “¡Oh! ¡No es eso!” La música no era buena, pues Teresa sabía 1 Teresa ha citado ella misma este texto, en su carta a sor María del Sagrado Corazón: “Así, abajándome hasta lo profundo de mi nada, me elevé tan alto tanto, que le di a la caza alcance.”

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muy bien que era tan débil como nosotros y tan pobre como sus hermanas, pero estaba investida de una fuerza que no venía de ella misma, sino que era el poder mismo de la resurrección o el poder del Amor misericordioso (lo que es lo mismo y se funde en poder del Espíritu Santo), derramado en nuestros corazones por el Espíritu de Jesús. Hubiera podido decir como san Miguel Garricoits a quien le reprochaban el que cayese en éxtasis: “¿Qué puedo hacer yo?”

Una carrera de gigante Teresa ha comprendido maravillosamente que Dios no podía dar el remedio del amor más que a los que tenían conciencia de estar enfermos. Porque ha experi­ mentado hasta la desesperación su impotencia para átoiar, ha podido recibir la curación del Salvador. Los Jfhe quieren amar sin conocer la humillación de ser po­ bres y mendigos del amor experimentarán amargas de­ cepciones, pues creerán que aman y que hacen las obras del Amor, mientras están en la ilusión y no pueden ha­ berlas, pues son incapaces. Para ilustrar nuestro propósito, habría que tomar, en la vida de Teresa, algunos “milagros” —es la palabra que ella misma emplea— (Ms.A, F30ro y 44v0)— que operarán en ella curaciones sucesivas de sus heridas. Así es en la “encantadora sonrisa de la Virgen”, donde se desvanecen todas las penas causadas por la muerte de su madre. Es una verdadera curación lo que experimenta entonces. Pero había todavía otras heridas que la mante­ nían en “los pañales de la infancia” y le hacían llorar por nada.

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"Era necesario que Dios obrase un pequeño mi­ lagro para hacerme crecer en un momento: y este milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad. En esta noche luminosa, que esclarece las deli­ cias de la Santísima Trinidad, el dulce niñito de una hora cambió la noche de mi alma en torren­ tes de luz. En esta noche, en la que él se hizo débil y pa­ ciente por mi amor, a mí me hizo fuerte y valero-v sa. Me revistió de sus armas, y desde aquella no­ che bendita nunca más fui vencida en ningún combate, sino que marché, por el contrario, de » victoria en victoria, y comenzó por decirlo así, \ ¡una carrera de gigantes!" (Ms.A, F44vo). Había pensado titular esta introducción “una carrera de gigantes”, pues la palabra del salmo (18,6) describe muy bien el itinerario de Teresa en el descubrimiento del Amor misericordioso que ha provocado en ella la con­ fianza y el abandono2. Para comprender bien “cuánta confianza tenía en la Misericordia infinita de Jesús”, hay que comprender también hasta qué punto tenía necesi­ dad de curación, y que el trabajo que ella no había podi­ do hacer en diez años, Jesús lo hizo al instante, conten­ tándose con su buena voluntad que nunca le había faltado. "Entonces sentí en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme de mí misma por complacer a los demás. ¡Desde entonces fui dichosa! (Ms.A, F45vo). 2 Este libro recoge trece artículos aparecidos en Vie Thérèsienne, de enero 1978 a abril 1984, en torno a dos palabras de Teresa, que consti­ tuyen las dos partes del trabajo: “Cantaré las Misericordias del Señor” y “Ahora es sólo el abandono lo que me guía”. Hemos dado un título a los capítulos.

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Es el preludio de la última invasion del Amor miseri­ cordioso, después del Acto de ofrenda de 9 de junio de 1895: “¡Ah! Desde aquél día feliz, me parece que el amor me penetra y rodea, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella huella alguna de pecado" (Ms.A, F84r0). Es este Amor el que hace resonar en su corazón el grito de Jesús en la Cruz: “¡Tengo sed!”, y le empuja a pedir por los pecadores. No podemos extendemos sobre lo que Teresa dice de los efectos del Amor en su corazón, pero sabemos que algunos meses antes de su muerte, mientras hacía el Viacrucis en el coro, el 9 de julio 1897, fue atravesada por un rayo de amor y que si hubiera durado unos segundos más, hubiera muerto... Al menos hay que dar la clave que permita comprender por qué el Amor misericordio­ so ha podido precipitarse en ella y esta llave abre siem­ pre la puerta de la herida del costado de Jesús o la asti­ lla en la came de san Pablo. Y por eso hay que tener mucha paciencia y piedad para los que desearían amar y experimentan su incapaci­ dad a causa de las heridas de sus pecados y a causa de las contusiones hechas por la mano de hombres o senci­ llamente por causa de la herencia recibida al nacer. No hay que desanimarles y antes de invitarles como Teresa a entrar en esta “carrera de gigante”, es preciso decir­ les: “Id al hospital para que os cuiden, antes de empren­ der la carrera del Amor”. Para los que sufren de esta falta de confianza —por­ que es siempre la confianza y nada más que la confianza

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lo que lleva al Amor, sigue diciendo Teresa— hay una palabra que no hay que decirles, es “valor”, porque es precisamente lo. que no tienen, es como si se dijese a uno que no tiene dinero: “¡Pagad!, ¡pagad!” Hay que decirle más bien: “Id a la fuente en la que recibiréis el pan y el agua sin pagar, gratuitamente. Id a consolaros y alimen­ taros. Venid y comprad de balde”, dirá el profeta Isaías. Hay una fuente que es gratuita, la del Amor miseri­ cordioso.

Concesión... Suplicar a la Misericordia... Al acabar esta introducción centrada en la Misericor­ dia y antes de penetrar en la contemplación de este Amor misericordioso propuesto a lo largo de estas pági­ nas, siento ganas de invitaros a la oración de súplica. Y no puedo hacerlo mejor que tomando las palabras del Papa Juan Pablo II, al final de su Encíclica: “Dios rico en Misericordia”. Dice que toda su enseñanza debe transformarse en un grito de oración para “implorar la Misericordia de Dios”. "Es, pues, necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre la misericordia se transforme continuamente en una ferviente ple­ garia: en un grito que implore la misericordia en conformidad con las necesidades del hombre en el mundo contemporáneo. Que este grito condense toda la verdad sobre la misericordia, que ha halla­ do tan rica expresión en la Sagrada Escritura y en la Tradición, así como en la auténtica vida de fe de tantas generaciones del Pueblo de Dios. Con tal grito nos volvemos, como todos los escritores sa­ grados, al Dios que no puede despreciar nada de

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lo que ha creado, el Dios que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor" (Ediciones Paulinas). .

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Frente a la Misericordia de Dios, el hombre no tiene para presentar más grito que el de la “miseria orante”, única capaz de conmover las entrañas de la Misericordia dél Padre. “Implorar la Misericordia” (es la expresión del Santo Padre) por nosotros y por todos los hombres debería constituir el telón de fondo de cada una de nues­ tras oraciones, que es, según Teresa, el punto de apoyo de la palanca que levanta el mundo al Amor. En el Acto de ofrenda, Teresa nos deja presentir que el fondo de su oración estaba constituido por la alabanza, el abandono y la súplica. Y en la cima donde ella ha contemplado el Amor mi­ sericordioso inclinado sobre cada una de sus criaturas suplicando el querer acogerla, Teresa se pone ella misma a suplicar a este Amor que se digne derramarse e'n su corazón. Estamos ante un asalto de súplicas: la súplica de Dios que mendiga el consentimiento del hombre y la súplica de Teresa que no hace más que responder a la de Dios: “A fin de vivir en un acto de perfecto amor, YO ME OFREZCO COMO VICTIMA DE HOLOCAUS­ TO A VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, su­ plicándoos que me consumáis sin cesar, dejando que se desborden en mi alma las olas de ternura infinita que están encerradas en vos, para que así llegue yo a ser mártir de vuestro amor, ¡oh Dios mío!... (Acto de ofrenda al amor misericordioso). Por eso los Manuscritos Autobiográficos terminan con la humilde oración del publicano, que es con el buen ladrón y María Magdalena, el gran maestro de la ora-

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ción de nuestros hermanos cristianos orientales. Que Te­ resa nos obtenga el corazón quebrantado por el arrepen­ timiento —única actitud capaz de ablandar el corazón del Dios de la'Misericordia— aunque Dios nos haya preservado del pecado...; entonces el verdadero Amor trinitario, humanizado en el corazón de Cristo y conver­ tido para nosotros en el Amor misericordioso, podrá cir­ cular libremente en nosotros: "No me lanzo al primer puesto, sino al último. En vez de adelantarme con el. fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. ^ Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta el corazón de Jesús, seduce el mío. Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia tOTÓs los pecados que pueden comerterse, iría, con el corazón roto por el arrepenti­ miento, a arrojarme en los brazos de Jesús, por­ que sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él. Dios en su misericordia preveniente, ha preser­ vado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a él por la confianza v el amor” , (Ms.C, F36v0).

PRIMERA PARTE

CANTARE LAS MISERICORDIAS DEL SEÑOR

Capítulo I

MUESTRANOS TU ROSTRO DE MISERICORDIA

No e| sin una cierta resistencia como Teresa ha res­ pondido al deseo de su hermana Paulina que le pedía escribiese la historia de su alma. Y la razón de esta resis­ tencia es muy sencilla: Teresa teme que al historiarse, se ponga en el centro del cuadro ocupándose de sí misma, cuando es Dios el que debe estar siempre en el primer lugar, y que el hombre encuentra su verdadera grandeza cuando está de rodillas, en el segundo puesto. En la lite­ ratura y correspondencia espirituales hay muchos hom­ bres que se cuentan a sí mismos en lugar de volverse únicamente hacia Dios. Lo mismo sucede en la oración, que es para muchos una degustación de su “yo” más que una mirada posada únicamente en Dios y su amor misericordioso. Como siempre, Teresa interioriza el deseo de su her­ mana Paulina, y Jesús le hará “sentir” en la oración cuán agradable le es el que obedezca simplemente. Note­ mos de paso cómo Teresa no se deja imponer por nada del exterior; la voluntad de Dios le viene de fuera, es cierto, pero está siempre inscrita en lo más profundo de nuestro ser, “sobre las tablas de carne de nuestro cora-

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zón”. En la oración, Teresa “sentirá” que el obedecer a su hermana es agradable a Jesús. "El día en que me pedísteis que lo hiciera, creí que mi corazón iría a disiparse ocupándolo de sí mismo, pero luego Jesús me dio a entender que obedeciendo sencillamente, le agradaría; además, no voy a hacer otra cosa sino: comenzar a cantar lo que he de repetir eternamente: ¡Las Misericor­ dias del Señor!... (Ms.A, F2ro).

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Vocación y misión

Así, la situación de partida es clara. Importa poco ale­ grarse o dramatizar a propósito de nuestra persona; lo que es importante es Dios, su Santidad y, sobre todo, su Amor misericordioso. Teresa sabe muy bien que su vo­ cación profunda en la tierra y en el otro lado será repetir eternamente las misericordias del Señor. En este sentido, su misión continuará en el más allá y por eso “pasar su cielo haciendo bien en la tierra”, es decir, ayudando a los hombres a confiar únicamente en la Misericordia de Dios. No habrá terminado de aplicar su mirada a escru­ tar la misericordia, lo mismo que nosotros usamos nues­ tros ojos y nuestra inteligencia en la tierra para tratar de comprender ese rostro más profundo de Dios, a saber, el de su ternura y su misericordia. Precisando así el propósito de Teresa al principio de los Manuscritos, limitamos también nuestro trabajo. No se trata de hacer un estudio exhaustivo sobre la Miseri­ cordia de Dios o sobre la manera que tiene Teresa de cantar, modulándolas, las misericordias del Señor, sino más sencillamente de entreabrir algunas puertas de este

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misterio. Frente al misterio de la Misericordia, tenemos a menudo la impresión de estar ante unas puertas frente a las cuales nos quedamos mudos. Entonces ensayamos sencillamente de permanecer en silencio ante estas puer­ tas detrás de las cuales hay uno que llama (Ap 3,20) y dejamos que el Espíritu las entreabra para nosotros. Hay que dejar actuar a esta presencia de Dios en nos­ otros y dejamos guiar de la mano hasta el umbral del misterio. El fin de la teología espiritual es lateral con respecto al de la experiencia cristiana, lo que equivale a decir que la teología es provechosa para aquellos que ya han recibi­ do el choque del flechazo de la Misericordia. Mientras el rostro de la Misericordi^po se haya impuesto a nosotros desde dentro, como un fuego devorador, las reflexiones de la teología sobre este misterio corren peligro de dejar en nosotros como un sabor de ceniza. Por eso tenemos siempre una aprehensión a hablar de ello fuera del clima de oración de un retiro. Como dice Karl Rahner: “Nues­ tra teología será una teología de rodillas o no lo será”. Por eso consagraremos este primer capítulo a un acer­ camiento al clima de oración que ha permitido a Teresa cantar las misericordias del Señor. En los capítulos si­ guientes, nos atendremos a su percepción del Rostro de Misericordia que ella ha entrevisto en la oración, pero al mismo tiempo miraremos cómo ha percibido su propio rostro en relación con el de Dios. En efecto, no es posi­ ble descubrir la misericordia de Dios si no se tiene una conciencia aguda del propio rostro de miseria y de la necesidad que uno tiene de ser salvado.

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2. Teresa escribe para orar Inmediatamente de haber dicho que quiere únicamen­ te cantar las Misericordias del Señor, sin ocuparse de sí misma, Teresa indica el clima de oración en el cual quie­ re redactar estas páginas. Es para nosotros una indica­ ción muy práctica de la manera como debemos abordar estos artículos. Si no lo hacemos en un clima de oración, tenemos peligro de no comprender nada del pensamien­ to de Teresa: "Antes de tomar la pluma, me he arrodillado a los pies de la imagen de Maria (de esta estatua que tantas pruebas nos ha dado de las predilec­ ciones maternales de la Reina del cielo por nues­ tra familia), le he suplicado que guíe mi mano, para que no trace vo ni una sola línea que no sea de su agrado” (Ms.A, F2'°). Así en un clima de súplica y de intercesión Teresa quiere escribir lo que el Espíritu Santo le sugiera. No escribe solamente por el hecho de escribir o de ser leída, sino para orar. Se trata entonces de la oración por la cual se sitúa delaqte de Dios, fijando los movimientos de la gracia en ella para guardar espiritualmente el recuerdo y dar por ello gracias a Dios. Por eso continúa: "Luego, abriendo el Evangelio, mis ojos han to­ pado estas palabras: 'Habiendo subido Jesús a un monte, llamó a sí a los que quiso; y ellos acudieron a él’ (Me 3,13). He aquí, en verdad, el misterio de mi vocación, de toda mi vida, y el misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma..." (Ms.A, F2ro).

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De este modo, Teresa contempla los privilegios de Je­ sús en ella, los caminos misteriosos que abre en su cria­ tura para llevarla consigo. El libro de los Manuscritos nos hace comprejnder, en un ejemplo privilegiado, en qué sentido el hecho de escribir nos puede ayudar a orar. Examinando los caminos de Dios en ella, Teresa no se vuelve jamás sobre sí misma, sino que descubre en la oración el sentido de la acción de Dios en ella. Por tal oración, semejante al incesante brotar de una fuente que se alimenta en las profuhdidades misteriosas del corazón, Teresa alcanza la Presencia y la acción de Dios en ella y todos los instantes de su destino humano son ti^nsfigurados por la Misericordia de Dios. Los Ma­ nuscritos Autobiográficos de Teresa nos |egan como uno de estos testigos providenciales gracias a los cuales des­ cubrimos que la oración puede ser una vida interior a nuestra propia vida. Se habla a menudo hoy de orar en toda la vida o de orar en la acción, sin saber demasiado bien lo que se pone bajo estas palabras. Teresa es por eso un testigo privilegiado de esta forma de oración que está destinada ante todo a los apóstoles. Su oración penetra toda su vida, como el ritmo de su respiración y los latidos de su corazón animan su cuerpo. Se toca ahí la gran idea de los orientales, que es acompasar la oración con los dos grandes ritmos deTa vida humana: el de la respiración y el del corazón. Se trata de hacer bajar la oración del espíritu al corazón. Para Teresa, es una oración al ras de su misma existencia, y es ahí donde se sitúa la verdadera unión con Dios en la acción. Es algo interior al minuto que vivimos para experimentar la presencia y la acción de Dios en la trama concreta de nuestra historia.

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Por eso Teresa no escribe para mirarse, sino para con­ templar los privilegios de Jesús sobre su alma: "El no llama a los que son dignos, sino a los que le place o, como dice san Pablo: ‘Dios tiene compa­ sión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia"’ (Rm 9,15-16) (Ms.A, F2r0).

3. El rostro de misericordia de Dios “No es.pues, mi vida propiamente dicha lo que voy a escribir, sino mis pensamientos acerca de las gracias que Dios se ha dignado concederme. Me encuentro en una época de mi existencia en que puedo echar una mirada sobre el pasado; mi alma se ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e interiores. Ahora, como la flor fortale­ cida por la tormenta levanto la cabeza y veo que se realizan en mí las palabras del Salmo XXIII... Siempre se me ha mostrado el Señor compasivo y lleno de dulzura... Lento en castigar y abundante en misericordia... (Sal 103,8). Por eso, madre mía, gustosa vengo a cantar a vuestro lado las Misericordias del Señor (Ms.A, F3). Así, cuando Teresa echa una ojeada sobre su vida, reconoce que Dios la ha llevado siempre con dulzura: “Me conduce suavemente a lo largo de las aguas. Lle­ va mi alma sin cansarla. Es compasivo y lleno de dulzu­ ra...” (Ms.A, F3). Y esta Misericordia de Dios la lee primero sobre el rostro de Cristo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras

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almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29-30). La oración es esencialmente un encuentro personal, un encuentro entre un hombre y Dios, pero para ser ver­ dadero, un encuentro exige dos personas que sean de verdad ellas mismas. Muy a menudo faltamos de verdad en la oración, pues en lugar de volvemos hacia Dios nos dirigimos a algo que imaginamos que es Dios. Teresa ha buscado de verdad el verdadero rostro de Dios y por eso su relación con El es real. i Si nos preguntamos, pues, qué rostro de Dios ha en­ contrado, Teresa en la oración al comiedo de los ma­ nuscritos, hay que reconocer que es un rratro de dulzu­ ra, de ternura y de misericordia. Hubiera podido retener otros rostros, en particular el de la justicia, pues había estado en contacto con muchas carmelitas que se habían ofrecido a la justicia de Dios. Bajo la acción del Espíritu Santo comprenderá que Jesucristo no es la encarnación de cualquier rostro, sino la encamación de su rostro más profundo y más misterioso, a saber, su rostro de Miseri­ cordia. Para revelar la ternura de Dios para los que es­ tán lejos y son miserables es para lo que Jesús ha venido a la tierra: “No necesitan médico los que están fuertes, sino lo que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,12-13). Si queremos aprender a orar en la escuela de Teresa tenemos aquí un índice importante sobre la manera de hacerlo. Lo primero que tenemos que hacer, al comienzo de la oración, es buscar el verdadero rostro de Dios, el único que se revela a nosotros. Muy a menudo, una muí-

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titud de imágenes mentales y visuales nos impiden en­ contrar el verdadero rostro de Dios. Hemos sacado estas imágenes en nuestros contactos, nuestras lecturas y aun de nuestra experiencia personal; no son del todo falsas, pero son inadecuadas a la reali­ dad de Dios. Si queremos encontrar a Dios tal como es en verdad, debemos ir a él con toda nuestra experiencia y nuestros conocimientos, pero abandonarlos para man­ tenemos ante Dios, conocido y desconocido a la vez. La única verdadera oración que debe entonces subir, no sólo de la superficie de los labios, sino sobre todo del fondo del corazón es ésta: ¡Muéstranos, Señor, tu verda­ dero rostro de Misericordia y seremos salvos!”

4. Dios es libre para revelarse tal como es ¿Qué sucederá entonces? Una cosa muy sencilla. Dios, que es libre de venir a nosotros y de manifestarse, de responder o no a nuestra oración, lo hará tal vez, y per­ cibiremos entonces su presencia y su dulzura, pero pue­ de elegir también no hacerlo. Vivimos veintitrés horas de nuestra jornada sin pensar en él; sería un poco inconve­ niente intimarle a que se manifestase a nosotros durante el corto rato que consagramos a la oración. Y es ahí donde encontramos a Teresa y su manera de obrar en la oración cuando Dios se ausenta. Viene a la oración como ha escrito, no para buscarse, sino única­ mente para dar gozo a Dios. Va a la oración sencilla­ mente para estar con Jesús y cantar de nuevo su amor; si El se manifiesta, se alegra, pero no se turba si le hace sentir su ausencia.

No hay que olvidar nunca que Teresa ha conocido la sequedad como el pan de cada día: “Debería haberme entristecido por dormirme (desde hace siete años) duran­ te mis oraciones-y mi acción de gracias”. Fue una gran prueba para la joven carmelita llamada a consagrar cada día varias horas a la oración. Va aún más lejos, y confie­ sa que Jesús se ausenta en la oración, empleando para ello la misma imagen humorística del sueño: “Jesús dor­ mía como siempre en la barquilla”. A propósito de esto, Mons. Combes definirá, con humon, la oración de santa Teresa de Lisieux como “el encuentro de dos sueños; el de Jesús y el de Teresa”. Así^ Teresa experimenta la ausencia aparece de Dios en la oración y esta experiencia es tan importante como la otra, porque en los dos casos, toca la realidad de Dios para responder o para callarse. Lo que cuenta para Te­ resa es hacer, ante todo, la voluntad de Dios: “Hoy, más que ayer, dice, si esto es posible, he sido privada de todo consuelo. Doy gracias a Jesús que en­ cuentra esto bueno para mi alma, y tal vez si me conso­ lase, me detendría en estas dulzuras, pero El quiere que sea toda para él... Pues bien, todo será para él, todo, aun cuando no sienta nada que poder ofrecerle; entonces, como esta tarde, le daré esta nada... Si supiérais qué grande es mi alegría de no tener ninguna para dar gusto a Jesús... Es la alegría refinada (pero no sentida). (Carta a la M. Inés de Jesús, 2-1-89.) Por eso en su oración, como en las relaciones con los demás, Teresa distingue el amor verdadero de la pura emotividad, en la cual tenemos peligro de encerrar muy a menudo la oración y la caridad fraterna. Son las mise­ ricordias del Señor las que ella quiere cantar eternamen-

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te y no contar su vida. En el próximo capítulo volvere­ mos sobre este aspecto de la oración de Teresa, a propósito de su aridísimo retiro de profesión, y com­ prenderemos mejor su percepción aguda de la Misericor­ dia de Dios y de su propia miseria.

Capítulo

II

TERESA DESCUBRE LA MISERICORDIA En el capítulo precedente hemos dejado a Teresa en­ frentada con una oración ardua en la que apr^ide pro­ gresivamente a amar a Dios por él y sólo por él. Hoy la encontramos en la víspera de su profesión después de dos años y medio de vida religiosa. Nos cuenta cómo ha pasado su retiro de profesión. Y primero precisa el fin, antes de describir la geografía de su itinerario espiritual.

1. En la cima de la montaña del amor "Pero es necesario que la pequeña solitaria os comu­ nique el itinerario de su viaje. Helo aquí: Antes de partir, parece haberle preguntado su Prome­ tido a qué pais quena ir y qué ruta quena seguir. La pequeña prometida le contestó que no tenía más que un deseo, el de alcanzar la cumbre de la montaña del amor" (Carta a sor Inés de Jesús durante el retiro de su profesión. 23 septiembre 1890).

No hay ningún equívoco sobre el deseo de Teresa; apunta a la cima del amor, es decir, al don de sí misma incondicionado al Amor misericordioso que se ha desve-

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lado en ella. Pero los caminos que llevan a esta cumbre son numerosos. Jesús sabe muy bien que quiere alcanzar la cima, pero Teresa le deja el cuidado de elegir él mis­ mo el camino. Puesto que emprende el camino para él solo, se dejará llevar por los caminos que Jesús gusta recorrer, "¡con tal de que él esté contento, yo estaré col­ mada de felicidad!” Por eso, para Teresa el colmo de la alegría es colmar el deseo de Jesús. Se ama de verdad a una persona a partir del momento en que uno no existe ya para sí, sino que se está todo entero volcado en él. Es una especie de disolución de la voluntad del hombre en la voluntad de Dios. Y pienso que aquí está la única definición de la oración, de la conversación con Dios: estar-volcado-enotro. Es la imagen del diálogo trinitario en el que Jesús está totalmente volcado en su Padre. Uno de los criterios fundamentales de la oración verdadera es buscar a Dios antes de buscarse a sí mismo. Teresa se expresa de esta manera: "Entonces Jesús me tomó de la mano y me hizo entrar en un subterráneo donde no hace ni frío ni calor, donde no luce el sol, al que no llegan ni la lluvia ni el viento. Un subterráneo donde no veo nada más que una claridad semivelada, la claridad que derraman a su alrededor los ojos bajos de la Faz de mi Prometido. Ni mi Prometido me dice nada, ni yo le digo tam­ poco nada a él, sino que le amo más que a mí misma. ¡Y siento en el fondo de mi corazón que esto es verdad, pues soy más de él que mía! No veo que avancemos hacia la cumbre de la montaña, pues nuestro viaje se hace bajo tierra: pero, sin embargo, me parece que nos acercamos a ella sin saber cómo.

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La ruta que sigo no es de ningún consuelo para mí, y no obstante, me trae todos los consuelos, puesto que Jesús es quien la ha escogido y a quien desfeo consolar. ¡Sólo a él, sólo a él! (Carta a la M. Inés 2? septiembre 1890). Siempre Cristo en el centro de la oración de Teresa; importa poco lo que sienta o el túnel sombrío que atra­ viesa, lo esencial es amar. Un poco al mismo tiempo, Teresa se abandona y marcha de la mano de Jesús, sin saber bien adonde va. No ve claramente el camino, pero está guiada por la brújula de Jesús. Sabe en quién ha puesto^su confianza (2 Tim 1,12). Las expansiones em­ pleada! por Teresa lo indican suficientemente: “Yo le amo más que a mí..., deseo consolarle a él solo..., solo”. Pero en el fondo de su corazón siente que es la ruta que Jesús quiere para ella: "Siento en el fondo de mi cora­ zón que es verdad, pues soy más suya que mía”.

2. Cantaré... Desprendida de sí misma, de sus impresiones y de sus asuntos, Teresa puede cantar las Misericordias del Se­ ñor. Es verdaderamente humilde porque está fascinada por el rostro de ternura de Dios. Se dice de Moisés que después de haber contemplado la zarza ardiendo era el hombre más humilde de la tierra (Nu 12,3). No es de extrañar: el que ha visto a Dios no puede ya ocuparse de otra cosa que de cantar su santidad y su misericordia. Más arriba, Teresa decía que no veía "más que una claridad semivelada, la claridad que derraman a su alre­ dedor los ojos bajos de la Faz de su Prometido”. Teresa

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había escrito un día a Celina: “Cuando Jesús lanza su mirada sobre un alma, ésta no puede olvidarse de ella, sino que es preciso que no deje ni un solo instante de mirarle”. Teresa será fiel en conservar su mirada fija en Jesús. Hacia los seis o siete años dijo: “tomé la resolu­ ción de no alejar jamás mi alma de la mirada de Jesús”. Escribe a propósito de su primera comunión: "Desde hacía mucho tiempo Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no era ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos. Teresa había desaparecido, como la gota de agua que se pierde en el seno del océa­ no. Sólo quedaba Jesús, él era el dueño, el rev (Ms.A, F35ro). Si queremos comprender la oración de alabanza de Teresa debemos detenernos en la oración en torno a es­ tos momentos en los que dice haber entrevisto la mirada misericordiosa de Dios que brilla sobre la santa Faz de Jesús; volveremos sobre ello en el párrafo siguiente. Tie­ ne conciencia de que Dios le ha hecho muchos dones, pero en lugar de apropiárselos, los devuelve al autor de todo don. Pienso que esto es “dar gracias y cantar las misericordias del Señor”. El verdadero humilde de corazón es aquel que tiene conciencia de haber recibido mucho de Dios, pero que en seguida es fascinado por El. No se detiene sobre sí, se despega fácilmente de su yo y no pierde su tiempo en rumiar sus miserias como sus alegrías. Y por ello, se li­ bera de todas las complicaciones de la vida. Estamos lejos aquí de un complejo de superioridad o de inferiori­ dad que proceden de la misma raíz: poner la mirada en sí. Teresa se expresa así:

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"Creo que si una florecilla pudiera hablar, conta­ ría con sencillez, lo que Dios ha hecho por ella, sin pretender ocultar sus dones. No diría, so pretexto de falsa humildad, que carece de gracia y de aro­ ma, que el sol le ha robado su brillo y que las tor­ mentas le han tronchado su tallo, cuando está ínti­ mamente convencida de lo contrario. La flor que va a contar su historia se complace en hacer públicas las delicadezas, enteramente gratuitas, de Jesús. Reconoce que nada había en ella capaz de atraer sobre sí sus divinas miradas, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno que hay en ella" (Ms.A, F3V0). En este sentido, Teresa es la hermana déHa Santísima Virgen. Tiene una conciencia aguda de los dones que el Señor le ha hecho, pero lo proclama en un Magnificat eterno: “El Señor hizo en mí maravillas. Santo es su Nombre... Su misericordia alcanza de edad en edad a los que le temen”. Teresa, como la Virgen, proclama que sólo Dios es importante, que sus dones son gratuitos y que la única actitud que conviene al hombre es cantar las maravillas del Señor. En esto realiza de verdad la definición que Pablo da de la vida cristiana: “Estad siempre alegres. Orad cons­ tantemente. En todo dad gracias” (1 Tes 5,16-17). En la vida espiritual, la oración continua a la que todos esta­ mos llamados está vinculada a la acción de gracias con­ tinua. La esencia de la vida cristiana —y con mayor ra­ zón la vida carmelitana— es cantar las misericordias del Señor; en una palabra, nuestra vida es una liturgia de acción de gracias. El hombre derrama sus fuerzas en li­ bación para dar alegría a Dios y le proclama con todas sus fue’rzas. Teresa está muy en la línea de la liturgia judía que

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coloca la oración de bendición en el centro del culto: hemos perdido un poco este sentido de la oración de bendición, reduciéndola a las “bendiciones” dadas a las personas y a las cosas. Bendecir a Dios es decir bien de El (bene = bien; dicere = decir), es alegrarse pura y senci­ llamente de que El existe. Bendecir a Dios es también darle gracias por todo el bien que nos ha hecho (oración de acción de gracias), es también alabarle por todos los dones que está presto a hacernos, con tal de que nos­ otros le hagamos el obsequio de nuestra súplica (es la oración de intercesión). Me impresiona cómo hoy los cristianos vuelven a encontrar por instinto esta forma de oración, sobre todo en los grupos de renovación, y todos unánimemente dicen que experimentan el poder de la alabanza.

3. ¿Qué es la misericordia? Por eso Teresa relata los “beneficios” del Señor, “pu­ blica las atenciones totalmente gratuitas de Jesús” para con ella. En Teresa no hay el menor reflejo de tener en cuenta sus propios méritos. En otras palabras, juega en la banca del amor donde no hay registro de cuentas. "Reconoce que nada había en ella capaz de atraer sobre sí sus divinas miradas, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno que hav en ella" (Ms.A, F3V0). Antes de continuar nuestro estudio, es bueno pregun­ tarse qué género de amor quiere cantar Teresa. Para ella no se trata de un amor cualquiera, sino de la “sola mise­ ricordia de Dios”. Se dice con todas las letras en el texto

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que acabamos de citar y Teresa definirá así el amor que quiere cantar; “¡Lo propio del amor es abajarse!” No sucede así siempre en las relaciones humanas. Cuando amamos a un amigo, por ejemplo, no es inferior a nosotros; muy al contrario, le amamos a causa de las calidades que encontramos en él. Sabemos muy bien que la condescendencia, que es a veces el amor de piedad de aquel que se inclina sobre los miserables, es a menudo peligroso, pues abre la puerta a todas las desviaciones: patemalismo, maternalismo, etc. Pero cuando Dios ama al hombre, es esencialmente “un amor entre seres desiguales en el que el mayor tien­ de la maño al más pequeño. Es Dios quien ^vincula al hombre y hace posible la reciprocidad del amor” (Con­ rad de Meester, Les Mains vidés). Y aquí Teresa alcanza una intuición esencialmente bíblica que es la de la mise­ ricordia y la ternura de Dios. Yavé es el Dios de ternura y de piedad, lento a la cólera y lleno de amor. En hebreo no hay palabras abstractas para designar este amor, es una expresión muy concreta, la del seno maternal: las entrañas de misericordia. En términos bíblicos, este amor se convertirá en la “Hesed” que pide por parte del hombre reconocimiento, acogida y reciprocidad. En el vocabulario neo-testamen­ tario, y más especialmente en san Pablo, se tratará de la gracia (charis). Por eso el ángel Gabriel saluda a María: “Alégrate, llena de gracia”; lo que equivale a decir: “Dios te ha mirado con una intensidad de ternura y de misericordia tal, que su amor te ha hecho amable y gra­ ciosa a sus ojos”. Y por eso me permito decir que María tenía el “carisma del Magnificat”, es el carisma de los humildes que cantan las misericordias de Dios con los pequeños y los

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pobres. Y en este sentido, la oración de Maria —como la de Teresa— se opone totalmente a la del fariseo del evangelio. Da gracias a Dios porque no es como los de­ más hombres. María da gracias también porque es dife­ rente de los demás, pero por la sencilla razón de que es pobre y pequeña, y en esto alcanza de golpe la oración del publicano. La única oración capaz de ablandar el corazón de Dios es siempre la del publicano del evangelio. Hay un texto de la liturgia que dice muy bien esto, es la antífo­ na del Magnificat de las segundas vísperas del Común de la Virgen: “Alegráos conmigo, vosotros todos los que amáis al Señor, pues en mi pequeñez he agradado al Al­ tísimo”. En latín, el texto es todavía más vigoroso: “ego placui Altissimo cum essem párvula”, “he agradado al Altísimo porque era pequeñita”. Volveremos sobre ello. María da gracias por haber sido preservada antes de ha­ ber contraído el pecado, lo que en palabras de Teresa, es el colmo del perdón. Teresa dirá: "Si el Señor me hubiera faltado, reconozco que habría podido caer tan bajo como santa Magdale­ na, y las profundas palabras de nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma... Lo sé: "Aquel a quien menos se le perdona, menos ama". Pero sé también que Jesús me ha perdona­ do a mí más que a santa Magdalena, puesto que me ha perdonado prevenientemente, impidiéndo­ me caer. ¡Ah, cuánto me gustaría saber explicar mi pen­ samiento..." (Ms.A, F38vo). Y luego Teresa relata la parábola del médico que qui­ ta la piedra del camino por donde tiene que pasar su hijo, sin que éste le vea. Teresa, como María, ha tenido

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la intuición de ser una perdonada antes de haber con­ traído el pecado y por eso, ellas dos, tienen lo que llamo “carisma del Magnificat”. Por eso se puede decir que Teresa es la hermana de la Virgen, porque es el eco de su voz para los hombres de nuestro tiempo. Teresa no escribe para instruir, sino pqra contar las maravillas de Dios y ha comprendido muy pronto que escribía para los pequeños, los pobres y los débiles que no se atreven a tener confianza en Dios. Por eso, como estaba poseída por la» locura de la confianza de la Vir­ gen, ha sentido que debía cantar las misericordias del Señor en el tono del Magnificat. % 4. He agradado al Altísimo porque era pequeñita Y aquí somos llevados a los últimos baluartes de la Misericordia. Lo que constituye la tela de fondo, el bar­ niz de base, diríamos, del Amor misericordioso de Dios, es que Dios es seducido por la pobreza y la desnudez del hombre, pero hay que añadir inmediatamente que el hombre es fascinado por la belleza y el esplendor de Dios. La Biblia nos canta en todos los tonos este amor de Dios por lo que es pequeño y débil: “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros pa­ dres” (Dt 7,7-8). Todo el Antiguo Testamento es una escena de celos entre Dios y su pueblo, que no responde a su amor. Y, sin embargo, Dios tiene piedad de su es­ posa adúltera que encuentra en el borde del camino, ba­ ñándose en su sangre.

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Hablando de la misericordia, Paul Claudel dirá: “No es un don difuso de algo que se tiene de sobra, es una pasión” (Cinco grandes odas: La maison fermée). En este sentido, se puede decir que el corazón de Dios está de­ vastado por la pasión de la misericordia, es el sufrimien­ to de Dios ante los que se pierden y desconocen su amor. Cuando la Biblia habla de la cólera de Dios, evo­ ca de otra manera esta pasión de amor que da media vuelta ante el que se endurece. Pero en definitiva, Dios acaba siempre por ablandarse pues su cólera no dura. En su homilía sobre Ezequiel (6,6), Orígenes evoca esta pasión de amor de Dios que va al encuentro de la timidez razonable de los sabios de este mundo. Por eso Orígenes afirma que “en su amor por el hombre, el Impasible ha sufrido una pasión de misericordia: "¿Cuál es esta pasión que ha sufrido primero por nosotros? La pasión del amor. Pero el mismo Padre, Dios del universo, él que está lleno de longanimidad, de misericordia y de piedad, es que no sufre en cierta manera? O, ¿aca­ so ignoras que, cuando se ocupa de las cosas hu­ manas, sufre una pasión humana? ‘Porque el Se­ ñor tu Dios te llevaba como un hombre lleva a su hijo’ (Dt 1,31). Dios toma, pues, sobre él nuestros hábitos, como el Hijo de Dios toma nuestras pasiones. ¡El mismo Padre no es impasible! Si se le pide, tiene piedad y compasión. Sufre una pasión de amor”. Por eso nuestra miseria y nuestros sufrimientos ejer­ cen sobre el corazón de Dios un atractivo que le empuja a encamarse en Jesucristo para revelamos su rostro más misterioso, el de su Misericordia. El misterio de la mise­ ricordia es el de la herida del corazón de Dios ante los

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que se pierden. Como lo repetirá a menudo la Biblia, es la conmoción de las entrañas de la misericordia: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de las manos de los egipcios” (Ex 3,7-8). Y cuando Moisés pedirá a Dios que le manifieste su Gloria (Ex 3,7-8), se revelará como “Yavé, Yavé, Dios de ternura y de piedad, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que per­ dona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34,6-8). Cuando Pablo evoque este misterio oculto desde siempre, dirá: “Misterio q^p en las generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hom­ bres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas” (Ef 5,5). Para comprender esta pasión de Dios, hay que leer el relato del hijo pródigo, de la dracma y de la oveja perdida, donde se dice que Dios se llena de alegría cuando vuelve a encontrar a su hijo. Es en virtud de este principio, que empuja a Dios a tener debilidad por lo que es pequeño y pobre, como se comprende por qué María ha agradado al Altísimo y por qué la ha colmado de sus dones: inmaculada concep­ ción, maternidad divina, asunción, etc. Dios ha amado gratuitamente a María, pero como dice justamente un teólogo, el P. Molinié, si el amor es gratuito, no es arbi­ trario, es decir, que ha habido en María algo que ha seducido el corazón dé Dios y a lo que él no ha podido resistir. En otras palabras, María ha ofrecido a Dios un corazón pobre, humilde y sobre todo confiado hasta el infinito —un espacio de libertad absoluta— en el que su Palabra ha podido hacerse carne. Por su pobreza, su hu­ mildad y su confianza María ha agradado al Altísimo.

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Teresa ha tenido el instinto de la misericordia

La intuición genial de Teresa fue comprender la pro­ fundidad del corazón de Dios, a propósito de la Miseri­ cordia. Teresa tuvo entendimiento del corazón miseri­ cordioso de Dios, como Pablo tuvo conocimiento del misterio de Cristo. Y ambos han llegado a la misma con­ templación de Dios que hace misericordia. Teresa cita explícitamente este texto en los manuscritos: “No se tra­ ta de querer o de correr, sino de que Dios tenga miseri­ cordia” (Rm 9,16). Y este descubrimiento genial tendrá por resultado sus­ citar en el corazón del hombre un puro movimiento de confianza para con Jesús, el único Salvador. “El hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo” (Ga 2,16). Se comprende bien que nuestros hermanos protestantes se hayan de golpe puesto de acuerdo con la confianza en la misericordia propia de Teresa de Lisieux. Me pregunto a menudo cómo Teresa pudo compren­ der con tal agudeza el corazón de Dios y fascinarse por su misericordia. Me parece que la respuesta es sencilla: Dios le hizo comprender hasta qué punto la amaba y cómo deseaba ser amado de ella. Jesús le ha dado la gracia de comprender más que nunca cómo desea ser amado. Esta luz fue para Teresa de una intensidad deslumbra­ dora. En otras palabras, ha visto el rostro de misericor­ dia de Dios. Pienso a menudo en ella cuando leo las palabras de Silvano del monte Athos: “El Señor es mise­ ricordioso; mi alma lo sabe, pero no es posible describir­ lo con palabras. Es infinitamente dulce y humilde, y si el

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alma le ve, se transforma en él, se hace todo amor para con el prójimo, se hace humilde y dulce también ella” (Espiritualidad rusa, Madrid, p. 130). La única salida para comprender la misericordia de Dios es tener con él una cierta connaturalidad, una cier­ ta afinidad que nos hace cómplices de sus deseos y de sus costumbres. Cuando nos parecemos a alguien, adivi­ namos fácilmente lo que va a pensar y hacer. Si Teresa ha tenido el instinto de la misericordia de Dios, es por­ que el amor misericordioso de Dios ha invadido su cora­ zón por el fondo. Desde que la caridad de Dios se ha hecho un poco ardiente en ella y la ha consumido, ha saboreado la misericordia que le ha hecho presentir esta locura de la Cruz. Tenemos que terminar, pero sobre este tema de la mi­ sericordia, que es inagotable, se podría decir lo que Te­ resa dice en sus deseos: “¡Jesús, Jesús! Si fuese a escribir todos mis deseos tendrías que prestarme tu libro de la vida; en él están consignadas las acciones de todos los santos, y ésas son las acciones que yo quisiera realizar por ti... (Ms.B, F3r0). Lo esencial es ciertamente orar a Teresa con un tal fervor que nos dé a presentir un poco en el fondo de nuestro corazón el poder, la dulzura y la locura de la misericordia. En el próximo capítulo volveremos de nuevo sobre su percepción de la misericordia, pero insistiendo más en la percepción de su miseria. Finalmente, intentaremos acercamos a este movimiento de confianza que es la ca­ racterística propia de la espiritualidad teresiana. Acabo estas líneas el 1 de octubre, fiesta de santa Teresa de Lisieux, y he leído en silencio y oración sus últimas pala-

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bras. Confirman realmente su descubrimiento del amor misericordioso y su intuición de la humildad: "Sí, me parece que nunca he buscado más que la verdad. Sí, he comprendido la humildad de co­ razón... Me parece que soy humilde. Todo lo que he escrito sobre mis deseos de su­ frir, ¡oh, es, sin embargo, muy verdadero! ... Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor. ¡Oh, no! ¡No me arrepiento, al contrario! (Cuaderno Amarillo 30.9).

Capítulo

III

TERESA DESCUBRE SU “MISERIA”

Para comprender a Teresa, digámoslo de antemano, hay que tener una cierta afinidad con élla. Cuando nos parecemos a alguien —lo he dicho antes— se comprende lo que piensa, lo que dice y lo que hace. Desde que la misericordia se hace un poco ardiente en el corazón de un hombre, está amenazado de hacerse hermano de Tere­ sa. No fue siempre comprendida en su Carmelo y más de una hermana pensaba que en el orden divino, la Justicia prevalecía sobre la Misericordia. Teresa no se acobarda­ ba y sabía ser firme. Por eso decía a una de sus herma­ nas: “Hermana, queréis justicia, ¡pues bien!, ¡tendréis justicia! Yo, por mi parte, escojo la Misericordia”.

1. Una afinidad con Teresa Por eso, para comprender a Teresa, hay que haber recibido un mar de fondo que haga tambalearse a nues­ tra barca y este mar de fondo es la misericordia. No es una cosa que se puede fabricar o se puede producir por sí misma, es la invasión en nosotros del sentimiento más

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profundo del corazón de Dios. Como dice tan bien el P. Molinié, es la mirada lanzada por uno que está en el cielo sobre otro que no lo está. Es la actitud de Jesús para con el buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. A este propósito, digamos que Celina habla a veces, a propósito de su hermana Teresa, del “camino del buen ladrón”. Y comprendo por qué los hombres del siglo XX tienen una cierta afinidad con Teresa. Si hay una toma de con­ ciencia que vive en el corazón de nuestros contemporá­ neos, es el descubrimiento de su finitud y su pobreza. Cuanto más avanza el hombre en sus descubrimientos, mas comprende cómo está en el segundo lugar, al hacer la experiencia de su soledad. Y por eso aparece entre los jóvenes un deseo de ternura y de dulzura. Mirad la pren­ sa y veréis cómo estas palabras: ternura y dulzura, apa­ recen en todas las líneas de los artículos, porque ator­ mentan el corazón de los jóvenes. Se diría que nuestros contemporáneos descubren a través de este mundo frío y solitario que el hombre está hecho para la mirada, el rostro y la comunión (cf núm. 100 de la revue “Promes­ ses”. Un nouveau Regard). En este sentido, creo que Teresa responde al deseo y a la espera de los hombres de hoy y más especialmente de los jóvenes, que están hambrientos de ternura. Entre ellos y Teresa hay una afinidad, aunque su vocabulario y su modo de pensar no son los mismos. Teresa ha pensa­ do explícitamente en ellos cuando habla de familias de almas que son atraídas por una perfección de Dios: "Comprendo, sin embargo, que no todas las al­ mas pueden parecerse; es necesario que haya di­ ferentes tipos, a fin de honrar especialmente cada una de las perfecciones de Dios.

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A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás per­ fecciones divinas! Entonces, todas se me presen­ tan radiantes de amor. Hasta la justicia (v, tal vez, ella más que ninguna otra) me parece revestida de amor” (Ms.A, F83v0). Cuanto más avanzo más creo que las espiritualidades se parecen y se encuentran sobre todo a partir del mo­ mento en que se remonta uno a su fuente. En el fondo, san Juan de la Cruz, como san Ignacio y san Francisco de Asís, han bebido su espiritualidad en la fuente viva del evangelio. En el punto de partida se trata de encontrar el rostro de Jesucristo, de convertirse a él y de adoptar las costumbres de los hijos de Dios. Lo que equivaled decir que las bienaventuranzas, el espíritu de infancia, el se­ guir a Cristo llevando su cruz y la humildad se encuen­ tran como telón de fondo en todas las espiritualidades. Bastaría mirar la Regla de san Benito para comprender cómo la humildad está en el centro de la experiencia del monje, aunque esté en uno de los doce grados que puede ocurrir muy bien que no se comprendan. Por el contrario, si no creo en las espiritualidades par­ ticulares, creo con mucha fuerza en las familias de alma y entre las afinidades espirituales entre un sánto y un hombre que peregrina todavía sobre la tierra. Si pregun­ tase a un amigo de Teresa o a un hijo de san Juan de la Cruz por qué les aman, no podrían seguramente respon­ derme de una manera racional. A este propósito, pienso en la expresión de Montaig­ ne, interrogado sobre las razones de su amistad con La Boétie, respondió sencillamente: “¡Porque él era él y yo era yo!” Ahí, todo está claro y cada uno está en su lugar. Sin

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duda hay que haber caminado largamente a la búsqueda de un ideal de santidad, entrevisto en los años de la ado­ lescencia, siempre perseguido y nunca alcanzado, para comprender cómo se era hermano de Teresa en semejan­ te aventura espiritual. Vayamos aún más lejos y confese­ mos que cuanto más avanzamos en edad, más nos ve­ mos obligados a confesar que es superior a nuestras fuerzas. Digamos que está a nuestro alcance el desearlo, pero que no está a nuestro alcance el realizarlo. Y ahí es donde Teresa nos espera para decirnos: ¡Ahora estás preparado para comprender la Misericor­ dia! Por eso prosigue el texto que hemos citado más arriba: "¡Qué alegría más dulce pensar que Dios es jus­ to, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilida­ des, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría vo mie­ do? ¡Ah!, el Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que "estov siempre a su lado?" (Ms.A, F83-84).

2. La montaña o el grano de arena Bernanos decía: “¡A menudo es un sobresalto de des­ esperación lo que nos lanza a la esperanza y a la con­ fianza!” Tales palabras se aplican a la letra a Teresa. Ha comprendido verdaderamente la misericordia de Dios y la ha cantado alcanzando la dimensión más profunda de su miseria y de su pobreza. Sea lo que sea del descubri­ miento de esta miseria —puesto que Teresa confiesa que no ha negado nada a Dios desde la edad de tres años—

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hay que tomar sus palabras a la letra. Teresa ha podido muy bien ser preservada del pecado —lo dice ella misma—, pero esto no le ha impedido descubrir una mi­ seria más profunda que la miseria moral, lo que yo lla­ maría su “miseria” ontológica, que es su carencia de ser. En una palabra, ha comprendido que estaba en el segun­ do lugar y que el humilde arrodillarse le era moralmente necesario. Se podría comparar el descubrimiento de Teresa a la experiencia del Cura de Ars. Había pedido un día al Se­ ñor el descubrir y comprender su miseria. Dios le escu­ chó y había recibido una luz tal sobre la confllhgencia de su ser, enteramente colgado de la misericordia de Dios, que dijo: “Si Dios no me hubiera sostenido, hubiera caí­ do en la tentación de desesperación”. Y nunca aconsejó a sus penitentes que hicieran tal súplica. “Soy el que soy, decía un día Cristo a Catalina de Siena, tú eres la que no eres”. Todos los santos han teni­ do que pasar por esta experiencia que les ha sumergido en la humildad más radical, la de Job hundido en el polvo. Pienso que ahí está el primer grado de humildad, que es reconocer que Dios está en el primer lugar y que nosotros estamos en el segundo, lo que coloca en su jus­ to lugar, en nuestra vida, la necesidad de la oración y de la súplica. “¡Conocerse, conocer a Dios! He aquí la per­ fección del hombre. Aquí, toda inmensidad, toda perfec­ ción y el bien absoluto; y allí nada; saber esto, he aquí el fin del hombre. Estar eternamente inclinado sobre el do­ ble abismo; he aquí mi secreto”, decía santa Angela de Foligno (Trad. Helio, cap 57). En esta perspectiva es como hay que comprender este texto que vamos a citar ahora entero. Pero antes hay que situarlo un poco en su contexto histórico y sobre

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todo en el caminar espiritual de Teresa hacia la santi­ dad. El 14 de septiembre 1894, después de haber cuidado a su padre, Celina entra en el Carmelo de Lisieux en el momento en que Teresa está verificando la experiencia dolorosa de su miseria; digamos mejor el desgarramien­ to interior entre su real deseo de santidad y el constante de su impotencia. Hubiera podido decir, como san Pa­ blo: “Quisiera, pero no puedo” (Rm 7,15 y ss.). Se trata de un momento crucial en la vida de un hom­ bre que busca a Dios y que va a decidir el sí o no de su partida hacia la santidad real y no soñada. Dos solucio­ nes se le pueden presentar: o bien declara imposible la santidad e invierte todas sus energías en lo inmediato o lo concreto, o bien acepta radicalmente la humildad de su condición humana y se hunde únicamente en Dios por la confianza. Pero para esto es preciso que una pala­ bra de Dios venga a iluminarle sobre el misterio de la Misericordia de Dios frente a la miseria del hombre. Para Teresa, esta Palabra de Dios vendrá de parte de su hermana Celina, que entra en el Carmelo con una libreta que va a jugar un gran papel, dice el P. Conrad De Meester. Celina ha copiado en una libreta una serie de textos que giran en torno a la humildad y al espíritu de infancia (Is 66,12-13: Mt 18,1, etc.). Citemos, sencilla­ mente, el más significativo: “Si alguno es simple véngase acá” (Pr 9,4). Teresa conocerá estos textos al final de 1894 o en 1895. Comprendemos entonces en qué contex­ to ha pronunciado el 9 de junio de 1895 el Acto de ofrenda al Amor misericordioso. Ha necesitado toda esta larga preparación para comprender que Dios estaba mucho más interesado por su pobreza que por las gran­ des virtudes que hubiera podido ofrecerle. No olvidemos que Teresa redacta este texto pocos meses antes de su

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muerte y que por eso está enriquecido por la experiencia de los dos últimos años. Citémosle entero, merecería ser aprendido de memoria: "Sabéis, Madre mía, que siempre he desado ser santa. Pero, ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos h realiza­ bles: por lo tanto, a pesar de mi pequeñez.^ucdo aspirar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muv recto, muv corto; por un caminito del todo nuevo” (Ms.C, F2V0).

3. Debo soportarme tal como soy En primer lugar, Teresa reafirma su deseo de ser una santa. Sobre este punto no hay ningún equívoco; desde su más tierna infancia apunta a la santidad. Notemos de paso que esta santidad es realista, es decir, que debe re­ alizarse en la trama misma de su existencia y en el medio pobre del Carmelo: "¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Hallé la vida religiosa tal y como me la había imagina­ do. Ningún sacrificio me extrañó” (Ms.A, F69vo).

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Nuestro deseo de santidad se embota al contacto con la dura realidad, y el peligro de bajar los brazos dicien­ do: “es imposible” nos acecha siempre. Teresa se enfren­ tará con esta impotencia personal, situada entre su deseo (la montaña cuya cima se pierde en los cielos) y la reali­ dad (el grano de arena pisado por los caminantes). Pero es ahí donde va a reaccionar de una manera diferente, y en lugar de sacrificar su ideal a la realidad, va a buscar la santidad a partir de su condición humana de criatura y de su vida concreta. Cuanto más pobre y desamparada se enfrente con los acontecimientos más se abandonará a Jesucristo, encamación de la Misericordia de Dios. Por eso, en lugar de desanimarse, va a mantener jun­ tos, cueste lo que cueste, su pequeñez y su aspiración a la santidad. Y la palabra clave aparece bien en esta fra­ se: “Debo soportarme tal como soy, con todas mis im­ perfecciones”. Es en la medida que acepte plenamente su ser de criatura indigente y profundamente insuficiente como va a descubrir simultáneamente la evidencia de la Misericordia, hecha para colmarla. La Misericordia no es para ella un atributo de Dios, sino su mismo ser. A partir de su pobreza y de su vida real ofrecida a Dios podrá establecerse un diálogo entre El que es y la que no es. Y ahí es donde Teresa se alegra del Ser de Dios cantando sus misericordias y se alegra al mismo tiempo de su nada aceptándola con alegría. Más aún, aprende, como dirá más tarde a Celina, a descubrir su pobreza como una perla preciosa, amable y digna de todas las búsquedas: “Debes amar dulcemente tu mi­ seria!”

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4. El ascensor o la ruda escalera de la perfección Y, sin embargo, no sacrificará jamás su deseo de ir al cielo a la dura realidad de su miseria, y ahí aparece el descubrimiento genial del ascensor: "Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los pelda­ ños de una escalera: en las casas de los ricos el ascensor la suple ventajosamente. Pues bien, vo quisiera encontrar también un ascensor para ele­ varme hasta Jesús, ya que sov demasía» peque­ ña para subir la ruda escalera de' la perfección” (Ms.C, F2-3). Llegado a este punto, no temo decir que este descubri­ miento del ascensor es genial, pero para esto hay que comprender el otro miembro de la antítesis, es decir, la “ruda escalera de la perfección”. Teresa vivía en una época en la que se le proponían “esquemas de perfec­ ción” (Dom André Louf). Para muchos autores espiri­ tuales hay un punto de partida: arriba, el cielo y la per­ fección y abajo la escalera del hombre frágil y débil. Entre los dos hay que lanzar un puente o, como dice Teresa, una escalera. Por eso la perfección ha sido a me­ nudo pensada y descrita bajo los rasgos de una progre­ sión continua o de una ascensión más o menos ardua, fruto del esfuerzo del hombre. En este caso, toda la téc­ nica de la ascesis está basada en la generosidad. Al final de la ascensión, su esfuerzo se desarrolla por sí mismo en libertad. Y es aquí donde Teresa ha comprendido hasta qué punto la “ruda escalera de la nerfección” sigue un traza­

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do exactamente opuesto al de la santidad evangélica. El mismo Jesús ha expresado esta oposición con laconismo y fuerza en una frase que se repite constantemente en el evangelio: “El que se ensalce será humillado; el que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12; Le 14,11; 18,14). Es­ tos dos tipos del caminar espiritual están personificados en las figuras del fariseo y del publicano, en la parábola que los presenta en el Templo. El primero representa la “ruda escalera de la perfec­ ción”, que es finalmente una perfección natural, huma­ nista y secular. El segundo, figurado por el “ascensor”, representa la marcha profundamente cristiana que es la del arrepentimiento. Esta nunca está al alcance del hom­ bre, pero es siempre fruto de una elección gratuita y una maravilla de la misericordia de la gracia. A fuerza de mirar al cielo y de escrutar los secretos de la misericordia, Teresa ha comprendido que no hay es­ calera que la lleve arriba, pero que hay un ascensor que Dios sólo puede hacer bajar hasta el hombre. Y para esto hay que velar, esperar y acechar la llegada del ascensor. Simone Weil escribía en L’Attente de Dieu: “No pode­ mos ni siquiera dar un paso hacia el cielo. La dirección vertical nos está prohibida. Pero si miramos largo tiem­ po al cielo, Dios baja y nos levanta. Nos levanta fácil­ mente. Como dice Esquilo: “Lo que es divino no exige esfuerzo”. En las parábolas del evangelio es Dios el que busca al hombre: “Quaerens me sedisti lassus”. En nin­ guna parte del evangelio se trata de una empresa del hombre. El hombre no da un solo paso, a menos que sea empujado, o bien expresamente llamado. Por eso Teresa busca en los libros santos y recoge to­ das las palabras donde se trata de los pequeños que Dios

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lleva en sus brazos: “Como uno a quien su madre con­ suela, así yo os consolaré; en brazos seréis llevados, y sobre las rodillas seréis acariciados” (Is 66,12-13). No se trata ya para Teresa de apoyarse en su generosidad o en sus esfuerzos de ascesis, sino de apoyarse únicamente en la misericordia de Dios, simbolizada por el ascensor. Por eso ella dice a propósito de las palabras de Isaías: "¡Ah, nunca palabras más tiernas, más melodio­ sas, me alegraron el alma! ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo son vuestros brazos, oh, Jesús! Por eso no necesito crecer, al contrario, he de per­ manecer pequeña, empequeñecerme cada vez más. * ¡Oh, Dios mío!, habéis rebasado mi esperanza, y quiero contar vuestras misericordias: "Me habéis instruido desde mi juventud, y hasta el presente he anunciado vuestras maravillas. Continuaré pu­ blicándolas hasta la más avanzada edad” (Sal 70,17-18) (Ms.C, F3ro). Es verdaderamente en el contexto del ascensor, y por lo tanto en el de la Misericordia, donde Teresa canta sus maravillas, como lo indica el leitmotiv de nuestro tema. Teresa sólo tiene un deseo: dar gusto a Jesús: “Desde hace mucho tiempo he comprendido que Dios no necesita de nadie (menos aún de ella que de los demás) para hacer el bien en la tierra” (Ms.C, F3V0).

5. Dar sin tenerlo en cuenta.... pero es muy poco... No hay que creer sin embargo que Teresa anime a un cierto quietismo por parte del hombre. Nunca descuida­

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rá la cooperación personal de éste, pero la pone en su justo sitio, al servicio de la confianza y del abandono. El hombre hace esfuerzos, no para echar mano de Dios o apoderarse de él a fuerza de puños, sino para experimen­ tar cuán pobre y débil es. Una vez que ha realizado to­ das las buenas obras que están en su mano, descubrirá pronto que es un siervo inútil. Es el momento en el que está fatigado y agotado cuando puede escuchar la pala­ bra de Jesús y experimentar su dulzura y su misericor­ dia: “Venid a mí todos los que estáis cansados (de tratar de llevar el peso de la Ley), y os enseñaré la mansedum­ bre y la humildad”. Teresa se lo dice así a su hermana Celina. "Es preciso, me dice, hacer todo lo que está en sí, dar sin tenerlo en cuenta, renunciarse constan­ temente, en una palabra, probar su amor por to­ das las buenas obras en su poder. Pero en verdad, como todo esto es tan poca cosa..., es necesario, cuando creamos haber hecho todo lo que cree­ mos que debemos hacer, confesarnos “siervos inútiles'' (Le 17.10), esperando sin embargo que Dios nos dará, por gracia, todo lo que deseamos... Esto es lo que esperan las almas pequeñas que "corren” en el camino de la infancia: Digo "co­ rren” y no "descansan” (C y R II, 46). Por eso, el valor, la generosidad y las fuerzas persona­ les del hombre se ponen en su justo sitio. Como dice Teresa, “todo esto es poco”, lo que equivale a decir son una débil ayuda. Todo esfuerzo ascético conducirá al hombre, en plazo muy breve, a un punto muerto en el que el hombre viejo rehúsa su concurso y se derrumba ante lo que dolorosamente siente como imposible y ab­ solutamente por encima de sus fuerzas.

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En este terreno, hay que reconocer que Teresa alcanza la intuición más pura de los antiguos monjes del desier­ to. Se les ha presentado a menudo como campeones de grandes hazañas y de ascesis concebidas como fin de la vida espiritual. Para ellos, la ascesis lleva al monje al punto muerto en el que sólo se puede uno fiar de Dios. “¿Qué valen los ayunos y las vigilias?”, preguntaba un anciano al abad Moisés. Este le respondió: “No tienen más efecto que abatir al hombre en toda humildad. Si el alma produce este fruto, las entrañas de Dios (las entra­ ñas de la Misericordia) se conmoverán an^| él”. Uno de los testigos más antiguos de esta experiencia es, sin ninguna duda, Macario el Grande. Es uno de los primeros de la tradición monástica que trató explícita­ mente la experiencia espiritual. En su Pequeña Carta di­ rigida “Ad filios Dei”, explota abundantemente este tema. Cuando el corazón está como “marchito”, cuando ha huido de casi todas las tentaciones es cuando Dios interviene para enviarle la “fuerza santa”: "El bienaventurado Dios le abre al fin los ojos del corazón, para que comprenda que sólo él per­ mite el mantenerse. El hombre puede entonces dar de verdad gloria a Dios (es decir, cantar las misericordias del Señor) con toda humildad y quebranto de corazón... De la dificultad de la lu­ cha nacen la humildad, el quebrantamiento del corazón, la mansedumbre y la dulzura". 6. Son vuestros brazos, ¡oh, Jesús! Por eso, haga lo que haga el hombre, es el mismo Dios el que le va a hacer sant(^¿on tal de que él quiera venir a Jesús ofreciéndole su pobreza. El ascensor es la

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misericordia de Dios que se inclina sobre la impotencia del hombre. Es Dios infinitamente tierno que contempla el sufrimiento del hombre, a través del rostro desfigura­ do de su Hijo Jesús en la cruz. Por su parte, el hombre debe aceptar a fondo su mise­ ria, lo que implica una profunda humildad. Lo que equi­ vale a decir que antes de hacerse uno humilde y pequeñito, debe aceptar el llevar lamentablemente su cruz. Y esto repugna al hombre que quisiera llevar su cruz gene­ rosa y gloriosamente, lo que es contrario al hecho de llevar su cruz humilde y pobremente. Sobre este tema tenemos dos hermosos textos de Teresa a su hermana Celina: "¿Por qué asustarte de no poder llevar esa cruz sin desfallecer? Jesús, camino del Calvario cavó hasta tres veces, y tú, pobre niñita, ¿no te parece­ rás a tu Esposo, no querrás caer cien veces, si es necesario, para probarle tu amor levantándote con más fuerza que antes de la caída?... (Cartas, enero 1889). "Y nosotras quisiéramos sufrir generosamente, grandiosamente!... ¡Celina, qué ilusión! ¿Quisiéra­ mos no caer nunca? ¿Qué importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante? Veo en ello mi debilidad, y esto es para mí una ganancia grande. Vos véis en ello lo que puedo hacer, y por eso os sentiréis más inclinado a llevarme en vuestros brazos... Si no lo hacéis, es que os gusta verme por los sue­ los... Si es así, no me inquietaré, sino que seguiré tendiéndoos mis brazos suplicantes y llenos de amor. ¡No puedo creer que me abandonéis!” (Car­ tas, 26.4.89). Por eso la santidad aparece siempre como una tensión entre dos polos: Dios, infinitamente misericordioso, y el

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hombre pobre e impotente. Teresa confiesa su indigencia y reconoce a Dios como el que viene en su ayuda con misericordia. Son los brazos de Jesús que la atraen hacia el Padre, fuente de toda santidad. Esto va a suscitar en ella una doble actitud: la ofrenda al Amor misericordio­ so y la confianza ciega en este mismo amor. Será el tema de los capítulos siguientes. Esta actitud desemboca cier­ tamente en el amoroso abandono en Jésús. Pero para comprender esto hay que realizar a la letra el consejo de Jesús: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y so­ brecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi, que ^>y man­ so y humilde de corazón, y hallaréis œscanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30).

Capitulo

IV

EL ACTO DE OFRENDA AL AMOR MISERICORDIOSO , % En el capítulo precedente habíamos dejado a Teresa a finales de 1894, en el momento en que se enfrenta con el espectáculo de su pobreza, pero en el que descubre, al mismo tiempo, el misterio de la Misericordia. Este des­ cubrimiento es también el fruto de un espectáculo, como dice san Pablo a los Gálatas: “ante cuyos ojos os presen­ té a Cristo crucificado’’ (Gál 3,1). Hasta el 9 de junio de 1895, día en que pronunciará el acto de ofrenda, el Espí­ ritu Santo va a trabajar en la oración para llevarla a este acto decisivo de la espiritualidad. Tal vez no es inútil señalar aquí un estudio de Mons. Combes titulado: ¿Mi vocación es el amor? Se trata de un retiro dado el 30 de mayo de 1965 en el Cenáculo de Betreuil. Se encontrará este texto en “Andrés Combes’’ II a III (Bulletin des amis de Mons. Combes). En el mar­ co de este libro, sería demasiado largo e imposible de resumir este texto, digamos que el autor utiliza el méto­ do de crítica histórica y muestra, a partir de los textos, “el misterio de este momento supremo en el progreso espiritual realizado por santa Teresa de Lisieux que está

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inscrito en un texto famoso, muy conocido, capital, pero cosa extraordinaria, un texto que nadie ha explicado”. El autor pide a nuestro entendimiento un esfuerzo considerable para tratar de escrutar este verdadero mis­ terio. Desarrolla una tesis que no ha dejado de defender y que pone el acto de ofrenda al Amor misericordioso en el centro de la espiritualidad teresiana. Para él, la expre­ sión “camino de infancia” no ha aparecido bajo la plu­ ma de Teresa y ha sido desarrollada por el ambiente en el que ha vivido. Desde que el P. Conrad de Meester nos ha dado su magistral estudio Dinámica de la confianza, vulgarizado en su libro Les mains vides, se comprende mejor que estos dos puntos de vista no se excluyen, sino que se articulan como hemos tratado de mostrarlo antes. El estudio de André Combes es muy iluminador para nuestro propósito de hoy y lo recomendamos vivamente a nuestros lectores. Pero volvamos a 1895, a la época en que Teresa se prepara a pronunciar su acto de ofrenda. Y para mejor comprender el impacto y las consecuencias de este paso, en la vida de Teresa, demos un salto a 1897, en el mo­ mento en que su hermana recoge sus últimas palabras (Novissima Verba). Estas palabras de Teresa me parecen muy importantes, pues nos ponen en contacto con lo que ha sucedido después del 9 de junio de 1895. En otras palabras, tocamos con el dedo los efectos del Acto de ofrenda a la Misericordia, lo que pasa en el corazón de un hombre que está amenazado por el Amor miseri­ cordioso.

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1. ... Como si me hubiese sumergido toda entera en el fuego... Si ha habido una existencia aparentemente sin fenó­ menos exteriores, es la de Teresa. Y, sin embargo, hay que decir que Teresa ha vivido una auténtica experiencia mística; que no se ha contentado solamente con vivir el Amor misericordioso de una manera oculta y subterrá­ nea, sino que ha experimentado el poder de este Amor en ella. Ha tenido una conciencia mqy viva de ello y ha conocido estos estados descritos por santa Teresa de Avila y por muchos santos (ella misma lo anota). Pienso que su muerte de amor el 30 de septiembre de 1897 es el acabamiento de esta toma de conciencia, a nivel del “sentir espiritual”, de esta invasión del Amor misericordioso en ella. Ha tenido la percepción muy aguda de ser traspasada de parte a parte por una espada de amor. He aquí cómo se lo cuenta a la Madre Inés de Jesús el 7 de julio 1897. Esta le había pedido que le con­ tase lo que le había sucedido después de su ofrenda al amor. Y Teresa le responde con humor: “Madrecita, os lo confié el mismo día; pero no habéis prestado aten­ ción” (Cuaderno Amarillo 7,7). Y he aquí las palabras mismas de Teresa, es probable que el acontecimiento su­ cediera en los primeros días de septiembre de 1895: 'Tues bien: comenzaba mi Viacrucis, cuando de repente me sentí presa de un amor tan violento hacia Dios, que no lo puedo explicar, sino dicien­ do que parecía que me hubieran hundido toda en­ tera en el fuego. ¡Oh, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo! Me abrasaba de amor, y sentí que un minuto más, un segundo más, y no podría so-

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portar aquel ardor sin morir. Comprendí entonces lo que dicen los santos sobre estos estados que tan frecuentemente experimentaron. Yo no lo probé más que una vez y sólo un instante; luego volví a caer, enseguida, en mi sequedad habitual” (Cuaderno Amarillo 7-7-2). En un relámpago, Teresa ha estado en contacto con el cielo, es decir, con la Gloria de Dios o el fuego de la zarza ardiendo. Ha comprendido que este fuego era infi­ nitamente deseable, pero al mismo tiempo que era temi­ ble porque no se puede ver a Dios sin morir (Ex 33,20). Ha sentido esta presencia de Dios en torno a ella, como los judíos presintieron la presencia de la Gloria de Dios, bajo la forma de una nube durante el día y de una co­ lumna de fuego durante la noche. Esta experiencia es atrayente, pero da miedo al mismo tiempo porque pone al hombre en contacto con la “alta tensión” de la Gloria de Dios. Teresa se expresa así: “Era como si me hubie­ sen sumergido toda entera en el fuego”. Y, al mismo tiempo, este fuego es todo dulzura: “¡Oh!, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo”, dirá Teresa. Hay que comprender bien la naturaleza de este fuego que es en sí mismo fuerza y dulzura. En el mundo de las cosas de Dios los contrarios se juntan cuando son llevados a su paroxismo. Así, el sufrimiento de Cristo en la cruz era un abismo de desamparo, pero en el fondo era también un abismo de Gloria y, por tanto, de ale­ gría. Basta mirar la Virgen de ternura de Wladimir para comprender que en María se da al mismo tiempo el Cal­ vario y el Tabor; Viernes Santo y Pascua. Si queremos comprender a Teresa, tenemos que dete­ nemos en torno a este misterio de Dios que es fuerza y dulzura. Dios es temible como un fuego cuando se en­

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frenta con la dureza del corazón del hombre, entonces quiere destruir al hombre viejo con su caparazón de mármol. Pero es dulzura y Misericordia en el caso de Te­ resa, que no le opone ninguna resistencia. Ella misma dirá empleando el simbolismo del agua, que después del Acto de ofrenda, ha sido invadida por ríos de gracia que han venido a inundar su alma (Ms.A; F84). El agua sim­ boliza ciertamente la dulzura del Espíritu. En su libro II y a un autre monde, André Frossard nos hace captar este misterio: "He aprendido, dice, que ET(Dios) es dulce, de una dulzura no semejante a nada, que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con este nombre, sino una dulzura activa, rompedora, que sobrepasa toda violencia, capaz de hacer explotar la piedra más dura, y más duro que la piedra, el corazón humano”. Afrontamos aquí una verdadera paradoja. Cuando la Gloria de Dios empieza a investir nuestro corazón, o bien esta Gloria aparece como el fuego del cielo que amenaza a los israelitas en Horeb; “baja y conjura al pueblo que no traspase las lindes para ver a Yavé, por­ que morirían muchos de ellos” (Ex 19,21), o que exter­ mina a los profetas de Baal en el Monte Carmelo (I R. 18; 18); o bien entonces el hombre no se da cuenta y pasa al lado de la dulzura de Dios, como los judíos no han sabido discernir, en la humildad y la dulzura de Je­ sús, la encamación del Hijo de Dios: “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13,53): “No es todo el poder de Dios lo que nos amena­ za, continúa André Frossard, ni lo que se llama su

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Gloria, con una palabra que ha perdido su verda­ dero sentido para sobrecargarse de énfasis orna­ mental y de atributos devastadores. Lo que es te­ mible en Dios es su dulzura. Lo que su caridad oculta a nuestra vista, es la fulguración nuclear del Infinito que se contracta en una inconcebible humildad. Es la eterna y límpida inocencia de Dios que rompe los corazones. No puede aparecer sin que hagamos sobre nosotros mismos un juicio y una condenación sin recurso ni remisión. Y esto es lo que él no puede. Todo tiene en él su razón de caridad’’.

2. Antes... “No era una verdadera llama" ¿Qué ha sucedido en la vida de Teresa después de su acto de ofrenda al Amor? Para captarlo bien, hay que distinguir tres momentos: antes, en y después. Y aquí no creáis que hacemos una distinción de escuela o un artifi­ cio de lenguaje, pues Teresa ha tenido cuidado de distin­ guir estas etapas. Después de haber descrito lo sucedido durante el Viacrucis, añade: "A partir de los catorce años experimenté tam­ bién ímpetus de amor. ¡Ah, cómo amaba a Dios! ¡Pero no era en manera alguna como después de mi ofrenda al Amor, no era verdaderamente una llama que me quemase (Cuaderno Amarillo 7.7.2). Ciertamente, los que no han presentido la locura del Amor misericordioso reciben estas expresiones como imágenes o metáforas. Las cargan a una afectividad muy viva y encuentran esto más admirable que imitable. No comprenden que el fuego del amor de Dios es más ar­

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diente que todos los fuegos de la tierra. Pero los que tienen de ello una pequeña experiencia, por mínima que sea, como san Pablo, Claudel o Frossard, comprenderán instintivamente lo que dice Teresa. San Agustín —otro gran convertido— decía: “Dame un corazón que ame y comprenderá lo que digo”. Desde la edad de catorce años, Teresa conocía muy bien “los asaltos del amor”, lo que equivale a decir que el amor trinitario corría en ella y que, en ciertos momen­ tos, brotaba con más fuerza. Pero después del Acto de ofrenda, la gracia se ha hecho gloria en ella, es decir, que el amor trinitario ha alcanzado en ella un grado de incandescencia en que se ha hecho luminoso y ardiente, capaz de transformar su vida. En ella, la columna de nube se ha convertido en columna de fuego. Dostoyevski decía: “Toda mi idea está en el calenta­ miento al rojo”. Teresa dirá antes “no era una verdade­ ra llama que me quemaba”. Por eso, en ella, la santidad es el calentamiento al rojo de lo que constituye el fondo de toda vida cristiana, es decir, el amor trinitario: “Ardía de amor y sentía que un minuto, un segundo más, no hubiera podido soportar ese ardor sin morir”. Al escuchar estas palabras se presiente que hay otra muerte que la muerte natural, y es la muerte de amor que han conocido numerosos santos. Es la muerte en la oración. Gregorio de Nissa, relatando la vida de santa Macrina, su hermana, afirma que murió haciendo “euca­ ristía”: "Cuando hubo acabado la eucaristía e indicado, llevando la mano a su rostro con la señal de la cruz, que había terminado su oración, dio un gran y profundo suspiro y cesó a la vez su oración y su vida” (Gregorio de Nissa. Vie de Macrine).

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Teresa precisa que ha comprendido entonces lo que los santos dicen de estos estados, pero añade en seguida: “No lo he experimentado más que una vez y un solo instante, pues he vuelto en seguida a mi sequedad habi­ tual”. Dios respeta demasiado al hombre para hacerle vivir en este estado de alta tensión que no podría sopor­ tar sin gran daño para su vida natural. Por eso Dios procede por toques delicados y fuertes para hacer pre­ sentir al hombre la fuerza de su amor. Y, luego, hay que comprender la naturaleza de esta experiencia que modi­ fica un ser en profundidad y en sus raíces. Se olvida muy a menudo, hoy, que una tal experiencia deja huellas y que hay que asumir los resultados. No se echan los des­ echos al cubo de la basura como en un laboratorio. No sucede lo mismo con las experiencias de menor intensi­ dad, por ejemplo, las semanas de oración, las escuelas de oración que se ven florecer hoy en día. Algunos las mul­ tiplican sin darse cuenta de que viven más la moda del consumo que la de la asimilación. ¿Qué sucede entonces? Miremos las cosas concreta­ mente y comparemos a Teresa con el cristiano medio que somos nosotros. Entre nosotros y Teresa no hay más que una diferencia de grado que separa el calor oscuro del calor luminoso, en el momento preciso en que los cuerpos arden, o los sólidos se licúan: “El corazón de los santos es líquido”, decía el cura de Ars. Yo pensé mucho en ello en 1973, en el momento en que celebrábamos el centenario del nacimiento de Teresa. Cuando recibió el bautismo, el 4 de enero de 1873, en la iglesia de Nuestra Señora de Alençon, su situación de base era la misma que la nuestra. La misma vida trinitaria corría en sus venas, podríamos decir, si no temiéramos utilizar una comparación tan material.

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pero la diferencia aparece en el momento en que Tere­ sa va a interiorizar ese amor trinitario en el curso de sus

años de infancia y de adolescencia para alcanzar su pun­ to culminante en el momento en que se ofrece al Amor misericordioso, el 9 de junio de 1895. Por eso, la diferen­ cia entre ella y nosotros no es una diferencia de natura­ leza —es la misma vida la que circula en ella y en nosotros—, sino una diferencia de intensidad. En ella, el Espíritu Santo, al hacer irrupción desde fuera, por los sacramentos de la Iglesia y la oración, encenderá el bra­ sero del amor trinitario y lo llevará a un grado de incan­ descencia tal que consumirá todo su ser. Por eso tene­ mos que detenernos ahora en torno de este momento crucial en el que ella va a ofrecerse al amor misericor­ dioso; después de haber mirado el “después”, volvemos al“antes”. Nos queda examinar el “durante”. 3.

¡Oh. Dios mío! ¿Vuestro amor despreciado va a per­ manecer en vuestro corazón?

Si fuese posible hacer una radioscopia espiritual del corazón de Teresa la víspera del 9 de junio de 1895, ¿qué se vería? Una joven de veintidós años, habitada por una humildad extraordinaria y por un deseo de amar a Dios todavía mayor. Pero he aquí que descubre que su deseo de amar a Dios es ridículo frente al amor desorbitante de Dios para cada hombre. En otras palabras, ve a Dios inclinado sobre cada una de sus criaturas, ofreciéndole compartir su Amor infinito; en una palabra, su amistad trinitaria, el secreto que comparte con su Hijo. Dios mendiga nuestra respuesta. No olvidemos que Teresa hace su descubrimiento el domingo de la Trinidad, el 9 de junio 1895.

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Es un amor devorador que desea al otro con todas sus fuerzas, pero que es, al mismo tiempo, infinitamente res­ petuoso con él. Sí, el amor de Dios es devorador, devora primero al que ama y no al que es amado. Teresa alcan­ za aquí la gran intuición de los Padres de Oriente (pien­ so también en Nicolás Cabasilas), para quien Dios es el mendigo de amor que llama a la puerta de nuestro co­ razón (Ap 3,20). No piensa primero en amar a Dios, sino en comprender la profundidad de su amor por ella. Notemos de paso las características del clima de esta ofrenda. Primero su carácter trinitario: es un amor que viene de la Trinidad y que vuelve a ella. Luego, su carác­ ter sacramental. Teresa no “vuela” directamente en el misterio de la Santísima Trinidad, sabe muy bien que hay que pasar por Cristo y, por tanto, por la Iglesia, para alcanzar a la Trinidad. En el fondo, comprende de dónde viene este amor y a dónde va. Como dice tan bien el cardenal Ratzinger, cada vez que abordamos a Cristo tenemos que hacernos esta doble pregunta: “¿De dónde viene y adonde va?” Si descuidamos el situarle así, sepa­ ramos a Cristo de su fuente y hacemos de él un “huma­ nista”. Y si descuidamos su intencionalidad, es decir, la salvación que trae a los hombres, hacemos del evangelio un falso esplritualismo. Me ha impresionado siempre el carácter trágico de las palabras de Teresa cuando evoca el amor de Dios que quiere a los hombres y que es desconocido y rechazado por ellos. Escuchemos sus palabras en el silencio de la oración: "¡Oh, Dios mío!, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo vuestra justicia recibirá almas que se inmolan como víctimas?... ¿No tiene también vuestro amor misericordioso necesidad de ellas?...

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En todas partes es desconocido, rechazado. Los corazones a los que deseaba prodigárselo se vuel­ ven hacia las criaturas, mendigando en su misera­ ble afecto la felicidad, en lugar de arrojarse en vuestros brazos v aceptar vuestro amor infinito... (Ms.A, F84). Si me atreviese a hablar como el P. Varillon en su maravilloso libro La souffrance de Dieu, diría que Dios sufre, no porque se sienta frustrado en algo, sino a causa de una plenitud de amor que no llega a derramarse. Cuando un hombre comienza a considerar el Amor de Dios bajo este ángulo, no es ya cuestión para él de ofre­ cer su pobre amor humano, sino “poner la mala cara que puede” al ofrecerle su pobreza y su miseria, para que Dios le colme en plenitud. Dios sólo es capaz de colmar el corazón humano con una sobreabundancia de amor misericordioso. No olvidemos cuando nos enfrentamos con la miseria de los demás, que no hay que tener “com­ plejo” de la Misericordia, sólo Dios vivo en nosotros puede ser misericordioso y colmar la miseria de nuestros hermanos. Sigamos escuchando a Teresa: "¡Oh, Dios mío! ¿Deberá vuestro amor despre­ ciado quedarse encerrado en vuestro corazón? Creo que si encontráseis almas que se ofrecieran como víctimas de holocausto a vuestro amor, las consumiríais rápidamente. Creo que os sentiríais dichoso de no veros obligado a reprimir las olea­ das de infinita ternura que hay en vos... Si a vuestra justicia, que sólo se derrama sobre la tierra, le gusta descargarse, ¿cuánto más desea­ rá vuestro amor misericordioso abrasar a las al­ mas, puesto que vuestra misericordia se eleva hasta los cielos?... (Ms.A, F84).

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A propósito de este Acto de ofrenda al Amor, hay que notar cómo Teresa va a cortar con su ambiente, donde se tenía sobre todo la costumbre de ofrecerse a la Justi­ cia de Dios. Se podrá creer que va a seguir el paso de sus hermanas. En absoluto. Teresa, hablando de este acto de ofrenda a la Justicia, dice: “yo estaba muy lejos de sen­ tirme llevada a hacerlo”. Esto habla en favor de una muy elevada madurez, puesto que rompe con las cos­ tumbres del ambiente para afirmar su vocación propia, que es ofrecerse al Amor.

4. ¡Jesús! Que yo sea esta feliz víctima... Cuando Jesús declara: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encen­ dido! (Le 12,49), nos revela sencillamente lo que con­ templa en el corazón del Padre, es decir, el amor infinito de Dios para con los hombres. Según las palabras de Juan, Jesús es el “exegeta” del Padre (Jn 1,18). Ha veni­ do a gritamos la ansiedad del Padre que busca adorado­ res en espíritu y en verdad con los que podrá compartir su ternura. Es otra manera de decir: “¡Oh, Dios mío!, ¿vuestro Amor despreciado va a permanecer en vuestro corazón?” Jesús es el que ha “humanizado” en su cuerpo el fue­ go de la zarza ardiendo y la ha puesto a nuestro alcance en la eucaristía, para que podamos recibirlo en nuestros “vasos de arcilla” que son nuestras pobres humanida­ des. Este es el sentido mismo de la ofrenda de Teresa, ofrece a Dios su humanidad, para recibir las olas de ter­ nura infinita encerradas en el corazón de Dios: “¡Oh, Je* sús mío, que sea yo esa víctima feliz, consumad vues­

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tro holocausto con el fuego de vuestro divino amor!...” (Ms.A, F84). Le toca al hombre ofrecerse a Dios y es el misterio de la oblación. Pero hay otra cosa en el holocausto, tal como lo ha comprendido Teresa de Lisieux. En el miste­ rio del holocausto, el fuego de la zarza ardiendo viene de fuera y lleva al rojo la vida trinitaria en un estado de alta incandescencia. Dios es un fuego devorador, consumi­ dor y transforma en él todo lo que toca. Es también importante notar que la mística de Teresa se vive en un contexto eclesial y sacramental. Es en y por la Eucaristía como ella se ofrece al Amor misericor­ dioso: "El domingo 9 de junio 1895 —en la fiesta de la Santísima Trinidad— a lo largo de la misa fue ins­ pirada a ofrecerse como víctima de holocausto al Amor misericordioso de Dios para recibir en su corazón, todo el amor despreciado por las criatu­ ras a las cuales quisiera prodigarlo” (C y R III, 15). Cuando invitaba a los cristianos a acercarse al cuerpo de Cristo, san Juan Crisóstomo decía: “¡Váis a comul­ gar con fuego!”. Más allá de las palabras de Teresa, marcadas por su época, es bueno ver que se une, en el Acto de ofrenda, a toda la tradición oriental para la que la eucaristía está ligada al fuego de la zarza ardiendo. No citaré como testigo más que a san Simeón el Metafrasta en una oración compuesta por él para los cristia­ nos antes de la comunión: “Espero en ti temblando. Comulgo con fuego. Por mí mismo, no soy más que paja, pero, ¡oh, milagro!, me siento de pronto como, en otro tiempo, la zarza ardien­ do de Moisés. Señor, todo tu cuerpo brilla con el fuego

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de tu divinidad, inefablemente unida a ella. Y tú me con­ cedes que el templo corruptible de mi carne se una a tu carne santa, que mi sangre se mezcle a la tuya y en ade­ lante soy tu miembro transparente y luminoso. “Tú, que me has dado tu carne en alimento. Tú, que eres un fuego que consume a los indignos, no me que­ mes, ¡oh, mi Creador!, sino más bien deslízate en mis miembros, en mis riñones y en mi corazón. Consume las espinas de todos mis pecados, purifica mi alma, santifica mi corazón, fortifica mis músculos y mis huesos, ilumina mis cinco sentidos y establéceme todo entero en tu amor”.

5. La viva llama se convierte en agua viva Es aquí donde viene a colocarse el acto de ofrenda al amor misericordioso: "A fin de vivir en un acto de perfecto amor. YO ME OFREZCO COMO VICTIMA DE HOLOCAUS­ TO A VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, su­ plicándoos que me consumáis sin cesar, dejando que se desborden en mi alma las olas de ternura infinita que están encerradas en vos”. Se trata aquí del Amor misericordioso que colma la niseria del hombre consumiéndola, sin que deje de ser ma debilidad. Como afirma san Juan de la Cruz, la Viva Llama que­ na y destruye todos los obstáculos. Pero, según otro ímbolo de la Escritura, para designar al Espíritu Santo, a Viva Llama se convierte en Agua viva desde el monento que no encuentra ya obstáculo. Es el misterio de

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la dulzura de Dios que hemos evocado al hablar del acontecimiento del Viacrucis (7 de julio 1897). En vez de quemar, esta agua viva refresca, calma y pacifica. Es la paz total del hombre devorada enteramente por la gloria trinitaria. Y hénos aquí conducidos para terminar en lo que ha sucedido después del Acto de ofrenda. Está ciertamente el acontecimiento del Viacrucis pero también un estado de alma que Teresa describe así: “Madre mía querida, vos, que me permitisteis ofrecerme de este modo a Dios, conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracias que h'an venido a inundar mi alma... ¡Ah! Desde aquél día feliz me parece que el amor me penetra y rodea, me pare­ ce que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella huella alguna de pecado, por eso no puedo temer el purgatorio...’’ (Ms.A, F84). Teresa no se arrepentirá jamás de haberse entregado al Amor (son sus últimas palabras); al contrario, invita­ rá a todos sus amigos a entrar en esta ofrenda al Amor misericordioso, pero precisará en seguida que esta ofren­ da exige vivir en la confianza y el abandono: "¡Cómo deseo aplicarme con el más absoluto abandono a cumplir siempre la voluntad de Dios!” (Ms.A, F84). “¡La confianza y nada más que la confianza!” Es el único camino que lleva al Amor. Estas palabras de Tere­ sa resumen todos sus Manuscritos. Volveremos sobre ellas en el siguiente capítulo, pero no esperemos esta eta­ pa para entregamos al Amor. Los que leéis estas líneas,

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deteneos, haced callar todas las ideas que trotan en vues­ tra cabeza y ofreced vuestra miseria a este Amor que no deja de llamaros. Esto supone que no tengamos otro de­ seo que el de Dios y de su amor: “Señor, oraba Teilhard de Chardin, os deseo como al fuego”. Y continuaba en una carta a un amigo: “Orad para que en ningún caso me deje llevar a querer otra cosa que el fuego”. Capítulo V

LA CONFIANZA Y NADA MAS QUE LA CONFIANZA

La intuición genial de Teresa ha sido descubrir y com­ prender el rostro más profundo y más misterioso de Dios, el de su Misericordia, que Jesús ha venido a reve­ larnos en la tierra. Por eso ella no tiene ya ninguna vaci­ lación, se entrega sin reserva y Dios la invade con su Amor misericordioso. Es lo que hemos tratado de decir en el capítulo precedente. Pero Teresa reconoce que hay pocas personas que comprendan este rostro: "El (Jesús) encuentra, ¡ay!, pocos corazones que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su Amor infinito (Cartas, a sor María del Sagrado Corazón, 13(?)-9-1896). Pero hay todavía mucho más en Teresa, y es lo que hace de ella una “adoradora” en espíritu y en verdad, tal como los busca el Padre (Jn 4,23). No sólo ha descubier­ to este rostro de Misericordia, sino que ha cantado esta evidencia con alegría y júbilo, pues tenía el carisma del Magnificat. Y me impresiona, al leer los Manuscritos,

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cómo estas palabras vienen sin cesar a su pluma, no sólo al comienzo, sino también hacia el final. Así, en el Ma­ nuscrito C repite a María de Gonzaga: “Habéis querido que cante con vos las misericordias del Señor”. Y para cantar así es preciso algo más que la evidencia, hace falta el amor. En otras palabras, hay que estar to­ talmente descentrado de sí y sobrecentrado en Dios. Si encontramos tantas dificultades para orar, adorar y ala­ bar a Dios, no es tanto por las circunstancias exteriores de nuestra vida (falta de tiempo, ruido del siquismo, ac­ tividad), cuanto por causa de nuestro corazón de piedra endurecido y encerrado en sí mismo. Es la “natura cur­ va” de la que habla san Bernardo a propósito de la cura­ ción de la mujer encorvada del evangelio, “era incapaz de mirar al cielo” (Le 13,10), es decir, de orar y de can­ tar las misericordias del Señor. Teresa bendice a Dios, es decir, vuelve su rostro (ad= hacia; os-oris = boca) hacia el rostro de Dios para adorarle, y así realiza su verdadera naturaleza de hom­ bre y de mujer que es la adoración y la alabanza. Este deseo de alabar a Dios es lo que la empuja a ofrecerse al Amor misericordioso. El amor la empuja a ir hasta el extremo de esta abertura, a la alegría de Dios. La oblación es el soplo del sacrificio de Teresa, pero hay otra cosa en su ofrenda, pues se entrega al Amor misericordioso como víctima de holocausto. Es la res­ puesta de Dios, el fuego que viene a consumir la víctima. El amor oblático la empuja a ofrecerse, pero no es ver­ dadera víctima antes de ser consumida por el fuego de la zarza ardiendo. Teresa se explica así en el Manuscrito B. Notemos de paso la última frase que apunta al Amor misericordioso, es decir, al amor de Dios que se inclina sobre la nada del hombre y su miseria:

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"No soy más que una niña, impotente y débil. No obstante, es esta mi misma debilidad la que me inspira la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh, Jesús! Antiguamente, sólo las hos­ tias puras y sin defecto eran aceptadas con agra­ do por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina eran necesarias víctimas per­ fectas. Pero a la ley del temor ha sucedido la ley del amor, y el Amor me ha escogido a mí, débil e im­ perfecta criatura... ¿No es, acaso, digna del Amor esta elección?... Sí. Para que el amor quede plenamente satisfe­ cho, es necesario que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esta nada...” (Ms.B, F3V0).

1.

Es necesario que El se abaje hasta la nada

Y aquí hay que calcular el derroche oneroso, si quere­ mos seguir a Teresa hasta dentro de su Acto de ofrenda al Amor. No se trata de “escalar la ruda escalera del temor, sino de elevarse a Dios por el ascensor del amor”. El amor del que habla Teresa no es el que nues­ tra generosidad produce o nuestra voluntad ejerce, es un amor que viene de Arriba, del corazón de los Tres y se precipita en nuestra nada. Si esta nada no es descubier­ ta, desplegada y ofrecida a Dios, no puede llenarla. Y aquí nos encontramos con sor María del Sagrado Corazón, la hermana de Teresa. Cuando Teresa se reti­ ró, en septiembre 1896, y había realizado su vocación: “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor; así lo seré todo”, su hermana María le había pedido el secreto de su camino de infancia. Y Teresa le había res­ pondido con la primera parte del Manuscrito B. En él se

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había dejado llevar a cantar sus deseos de martirio y de todas las vocaciones, sobre la gama de los ultrasonidos, como dice el P. Molinié, en un vuelo extraordinario que es una de las cumbres de la literatura universal: "¡El martirio! He aquí el sueño de mi juventud. Este sueño ha ido creciendo conmigo bajo los claustros del Carmelo. Pero siento que también este sueño es una locura mía, pues no podría limi­ tarme a desear un solo género de martirio... Para satisfacerme, necesitaría padecerlos todos..." (Ms.B, F3ro).

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hermana no están todavía suficientemente afinados para escuchar esta melodía. Teresa se apresura en seguida a poner las cosas en su sitio, y esta puesta a punto enérgica no es menos notable e intrépida en su lucidez que sus deseos de martirio en su locura. Notemos de paso que Teresa comienza su carta a partir de las palabras mismas de su hermana que le ha­ bía dicho: “Estás poseída por el amor de Dios, como otros lo están por el demonio”. Entonces Teresa le responde: "¿Cómo podéis preguntarme si os es posible amar a Dios como vo le amo? Si hubiéseis com­ prendido la historia de mi pajarillo, no me harías esta pregunta. Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir ver­ dad, son las riquezas espirituales las que hacen a uno injusto cuando se descansa en ellas con com­ placencia y cuando se cree que son algo grande". "¿Cómo podéis decir, después de esto, que mis deseos son la señal de mi amor? ¡Ah!, sé que no es esto, en manera alguna, lo que agrada a Dios en mi pequeña alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia... He aquí mi único tesoro, madrina querida. ¿Por qué este teso­ ro no habría de ser también el vuestro?” (Cartas 17.9.96).

Y entonces, viene la descripción de todos los géneros de martirio... San Bartolomé, san Juan, santa Inés, santa Cecilia... "¡Jesús, Jesús! Si fuese a escribir todos mis de­ seos, tendrías que prestarme el libro de tu vida" (Ms.B, F3ro). Cuando María recibe la carta de Teresa la encuentra más admirable que imitable. Y ante el espectáculo de tal fuego, dice a su hermana: “¡Estás poseída por el amor de Dios, como otros están poseídos por el demonio!” Tiene la impresión de que los grandes deseos de su her­ mana están lejos de las perspectivas alentadoras del ca­ mino de la infancia. Y se atreve a decir: “Todo esto es hermoso, pero no es para mí”. Nos ocurre a veces el decir: “La santidad no es para todo el mundo, no es ciertamente para mí”. Es una falta de fe y de esperanza. Con su finura intuitiva habitual, Teresa comprende que ha cometido un error dejándose llevar a cantar sus de­ seos en la gama de los ultrasonidos. Los oídos de su

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2.

Amar mi pequeñez y mi pobreza...

Sin despreciar sus deseos, Teresa sabe muy bien que vienen del Espíritu Santo, los considera, sin embargo, como riquezas injustas si se pone en ellos su confianza:

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“Lo que agrada a Dios es el ver mi pequeñez y mi po­ breza”. No se trata solamente de descubrir y constatar su miseria, hay también que amarla y alegrarse en ella. Para comprender mejor esto, acudamos a otra hermana de Teresa, Celina, que había entrado en el Carmelo en 1894 y que, como hemos visto, había llevado consigo un cuaderno donde estaban copiadas las palabras de la Es­ critura sobre el camino de la infancia. A pesar de haber comprendido todo ello intelectual­ mente, Celina tenía mucha dificultad para aceptar vital­ mente y sobre todo para asumir su pobreza. En los Buissonnets, Teresa y Celina habían estado muy unidas (los encuentros del Belvedere comparados a los coloquios de Mónica y Agustín). Cuando entra en el Carmelo, Celina se queda asombrada al ver a su hermana en las “estrellas fugaces”, mientras que ella asciende por la llanura. En­ tonces va a quejarse a su hermana y sobre todo se com­ para con ella: “Cómo me gustaría ofrecer a Dios vuestra delicadeza”, dice, y Teresa le responde: “Dad gracias a Dios de estar sin delicadeza”. Teresa proponía a su hermana Celina unirse a Dios sobre la base de su pobreza, y ésta rehusaba. Por eso le dice un día: “Cuando pienso en todo lo que tengo que adquirir”. Y Teresa le responde: “¡Mejor dirías que per­ der! Es Jesús el que llenará tu alma de esplendor a medi­ da que la vaciéis de sus imperfecciones”. Es ciertamente la cuchilla de la guillotina que cae para cortar las últi­ mas ilusiones de Celina. Uno piensa en el Pequeño Pláci­ do que se queja y al que se le responde: “¡No estás sufi­ cientemente esquilado!” Teresa trata de hacer compren­ der a su hermana que lo que seduce a Dios en ella, no son sus virtudes o sus riquezas, sino su pobreza, yo diría su “no-santidad”. Estamos siempre demasiado ricos y

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demasiado cargados para franquear la puerta estrecha. Y, como decíamos antes, consideramos siempre la per­ fección bajo forma de una subida mientras que es una bajada en la humildad. “El que se ensalza será humilla­ do, el que se humilla será ensalzado”. Cuaiido tratamos de elevamos, de crecer, cortamos infaliblemente la sutil y dulce comunicación entre el Amor y el no-amor, entre el ser y la nada. No estaremos unidos a Dios por modo de semejanza, sino por modo de distinción, es decir, ofreciéndole nuestra pobreza. La única oración que es capaz de ablandar el corazón del Padre, es la del publicano del evangelio: “¡Señor, ten piedad de mí!” Es Teresa la que sigue diciendo a Celina: “Queréis subir una montaña y Dios quiere haceros bajar al fondo de un valle estéril donde aprenderéis el despre­ cio de vos misma”. Es el don de ciencia que nos da a saborear la eviden­ cia de nuestra nada de criatura frente a la santidad de Dios. En la vida espiritual, hay ciertamente un arte de amar su debilidad con dulzura. Así lo explica Teresa a su hermana Celina: "Tengo debilidades, pero me alegro de ellas. No estoy siempre tampoco por encima de las nadas de la tierra: por ejemplo, me da rabia una tontería que haya dicho o hecho. Entonces entro en mí misma y me digo: ¡Ay!, estoy en el mismo sitio que antes. Me digo esto con gran dulzura y sin triste­ za. Es tan dulce sentirse débil y pequeño" (Cua­ derno Amarillo 5-7). Estamos aquí en el corazón de toda la espiritualidad teresiana. Cuando el Amor misericordioso instruye nues­ tro entendimiento de estas cosas, no descubrimos sola-

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mente la verdad de la nada de la criatura, sino el encan­ to de esta pobreza y empezamos a saborear la dulzura de no ser nada: “Es tan dulce, dice Teresa, sentirse débil y pequeño”. “Hazte capacidad y yo me haré torrente”. El vacío en nosotros es lo que es la capacidad de ser invadido por el torrente del amor trinitario. Es un lenguaje tradicional en la Iglesia, y sobre todo en san Pablo. Teresa se referirá a la segunda carta a los Corintios (12,7 a 10) y hablará de la “ciencia que nos enseña a gloriamos en nuestras enfermedades”. Añade que es una gran gracia el descubrir esto. Y aquí se une a la gran corriente de la espiritualidad oriental; san Isaac Sirio no decía acaso: “El que llora sus pecados es mayor que el que resucita a un muerto”. Escuchemos a Teresa, que escribe a su prima María Guerin: "Te equivocas, querida mía, si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el camino de la virtud. Ella es débil, muy débil, todos los días adquiero una nueva experiencia de ello; pero Ma­ ría, Jesús se complace en enseñarle, como a san Pablo, la ciencia de gloriarse en sus enfermeda­ des. Es esta una gracia muy señalada, y pido a Jesús que te la enseñe, porque solamente ahí se halla la paz y el descanso del corazón. Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado... (Car­ las, julio de 1890).

3.

¿Dónde encontrar al verdadero pobre de espíritu?

Estamos también aquí en el corazón del mensaje evan­ gélico de las Bienaventuranzas: “Dichosos los pobres de espíritu, pues el Reino de los cielos les pertenece”. Todo

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está en el evangelio: la humildad, la pobreza, la dulzura y el espíritu de infancia. Pocos hombres aceptan el con­ siderar su miseria como si fuese una perla preciosa difícil de encontrar y digna de la búsqueda más apasionada. Nuestra tendencia natural es huir esta miseria o excusar­ la; esta huida no implica, por otra parte, el deseo de libe­ rarnos de ella, sino el rechazo oscuro y arisco de tomar conciencia de ello y de enfrentarse con un tal espec­ táculo. Siguiendo a todos los espirituales, Teresa nos sugiere, haciéndonoslo saborear, con qué ternura Jesús mira y ama su miseria, y sufre en ello más que nosotros, pues sólo El es humano. Es el Unico que tiene un corazón de carne mientras que nosotros tenemos un corazón de pie­ dra. Teresa nos invita a abrazar esta miseria, no en una lucidez despiadada, sino en la lucidez más profunda que nos enseña a descubrir, bajo la acción del Espíritu, en esta pobreza el arma absoluta que nos da todo poder sobre el corazón misericordioso de Dios. Jesús ha venido para los pobres, los enfermos y los pecadores; en otras palabras, para todos “aquellos que no se encuentran bien bajo su piel”. Si nos colocamos en la categoría de los justos, de los ricos o de la gente “bien”, no tenemos ya necesidad de la Misericordia, pues nuestra santidad depende de la fuerza de nuestros puños. Dios desea encontrar corazones pobres: “cuanto más débil es uno, dirá Teresa, más apropiado es para las ope­ raciones de este amor que consume”. Está pronto a ha­ cernos todos los regalos que ha hecho a Teresa y a todos los santos con tal que le ofrezcamos, como ella, nuestra miseria. Nos ama como seres a llenar, y por eso Teresa ama su miseria y la despliega humildemente ante Dios.

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Comprende que es a esta profundidad donde Dios la visita y la atiende. Allí y solamente allí se oculta su Misericordia. En este sentido, Teresa afirma que hay que ir más le­ jos y más en profundidad para encontrar este pobre de espíritu, que no está en las almas, sino en la nada. No hemos bajado bastante profundo en nuestra miseria para gritar hacia Dios. Una oración que viene de lo pro­ fundo es siempre escuchada. Se comprende también que esta nada puede ser fuente de desesperación si se la con­ sidera con una mirada humana debilitante, pero que es fuente de locas esperanzas, si se la mira con los ojos de la Misericordia. Comprended que para amar a Jesús, para ser víctima de su amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transfor­ mante. El solo deseo de ser víctima basta, pero es necesario consentir en permanecer siempre po­ bres v sin fuerzas, y he ahí lo difícil, porque "¿dón­ de encontrar al verdadero pobre de espíritu?". "Hay que buscarlo muy lejos", dijo el salmista. No dijo que hay que buscarle entre las grandes al­ mas, sino "muy lejos", es decir, en la bajeza de la nada. ;Ah!, permanezcamos, pues, muv lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequenez, de­ seemos no sentir nada; entonces seremos pobres de espíritu, y Jesús irá a buscarnos, por lejos que estemos, y nos transformará en llamas de amor... ¡Oh. cómo quisiera haceros comprender lo que siento!... La confianza. y nada más que la confian­ za, es la que debe conducirnos al amor...” Canas. A sor Maria del Sagrado Corazón, 17-9-1896).

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Lo que ofende a Jesús..., es la falta de confianza...

En la vida espiritual, no hay más que una sola cosa que temer: la falta de confianza en Dios. Nos desalenta­ mos a menudo a causa de nuestras debilidades que nos humillan. Teresa había.comprendido muy bien que hay debilidades ante las que Dios sonríe y que no ofenden a Dios. Son miserias para la misericordia de Dios como el grano está hecho para el molino: "Pero creo que Jesús puede concederme la gra­ cia de no ofenderle ya, o bien de no cometer más que faltas que no le OFENDEN, faltas que sólo humillan y hacen más fuerte el amor” (Cartas. A sor Inés de Jesús, Retiro de profesión, septiembre 1890). Un gran santo de Oriente, Isaac el Sirio, decía: “No hay más que un pecado: el no creer en Jesucristo resuci­ tado. Todos los demás pecados no son nada, pues Dios nos ha dado el arrepentimiento para expiarlos". Teresa dirá prácticamente lo mismo: “Lo que ofende a Jesús, lo que le hiere en el corazón, es la falta de confianza". ¿Queremos saber cuánto vale nuestra confianza? Ha­ gámonos esta pregunta: si una mañana nos despertamos con el corazón cargado de todos los pecados posibles, tendríamos la suficiente confianza para ir a echamos a los pies de Jesús y pedirle humildemente perdón: "Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden co­ meterse, iría con el corazón roto por el arrepenti­ miento a arrojarme en los brazos de Jesús, por-

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que sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él. Dios, en su misericordia preveniente, ha preser­ vado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a él por la confianza v el amor" (Ms.C, F36vo). "Si hubiera cometido todos los crímenes posi­ bles, tendría siempre la misma confianza. Siento que toda esta multitud de ofensas sería como una gota de agua echada en un brasero ardiendo” (Ul­ timas conversaciones).

5.

Es la confianza y nada más que la confianza...

Todos los manuscritos de santa Teresa se resumen en estas últimas palabras: “Es la confianza y nada más que la confianza lo que nos conduce al amor”. ¡Esto es temi­ ble! Habitualmente tratamos de ir a Dios, buscarle y amarle por la confianza y también por otra cosa. Busca­ mos apoyos, señales, garantías en nuestros méritos, nuestras cualidades y nuestro ambiente. Lo propio de la confianza es no apoyarse en nada más que en el Amor y la Misericordia. Mientras buscamos a Dios por algo dis­ tinto de la confianza, dejamos de poner en él nuestro único apoyo. Algunos días, en lugar de hacer actos de confianza, haríamos mucho mejor en hacer actos de noconfianza y de no-amor: “Dios mío, no tengo en ti bas­ tante confianza, no os amo. Aumenta mi fe y mi amor”. El hombre que se fía se parece a la Virgen. No com­ prende (Le 1,34), pero sabe “que no hay nada imposible para Dios” (Le 1,37). Entonces, no se mira en absoluto a sí misma, sino que fija su mirada en Dios solo. Perte­ nece en verdad a esta gran galería de los Testigos de la fe

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que Pablo nos pinta en el capítulo 11 y 12 de la carta a los Hebreos; dejan una patria bien conocida para dirigir­ se a una tierra desconocida, porque tienen los ojos siem­ pre fijos en Jesús, el testigo de la fe (Hb 12,2). Su única brújula es la Palabra de Dios. La Virgen puede teneT la evidencia de que todas las salidas humanas están cerradas, pero da una preferencia permanente a la “evidencia” de Dios que es el Dueño de lo imposible. Tiene esta agilidad inenarrable del hombre que prefiere el pensamiento de Dios al suyo. Por eso puede avanzar allí donde el camino está bloqueado: “Todo es posible al que cree”, dirá Jesús al padre del poseso (Me 9,23). Es la definición que Teresa da de la confianza y del abandono: “descentrarse totalmente de sí, para sobre­ centrarse en Dios: "Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado" (Cartas, a María Guerin, julio 1890). Por eso nuestra confianza debe abandonar todos sus apoyos humanos para enraizarse en Jesús, nuestra única Roca. Todas las impurezas espirituales vienen de que nos apoyamos en algo. Y por eso el Espíritu Santo nos quita uno a uno todos nuestros apoyos humanos y nues­ tras seguridades para enseñamos la verdadera confianza. Instintivamente el hombre se apoya en lo que ve o sien­ te, entonces Dios se pone a la obra para enseñarnos la ciencia de la “Nada”. No teniendo ya nada donde aga­ rramos, estamos obligados a sumergirnos en Dios solo. Esta doctina de la confianza vale sobre todo para nuestra búsqueda de Dios. Queremos probarle nuestro amor y entonces tomamos, como Pedro, resoluciones

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dictadas por la generosidad. Prometemos a Dios dar nuestra vida por él. Sin saberlo damos una ocasión a Satanás que va a pasarnos por la criba (Le 22,31), pues contamos todavía demasiado sobre nuestras propias fuerzas. Cuando Jesús dice a Pedro: “He rogado para que tu fe no desfallezca”, es justamente lo que le quiere hacer comprender: no hacer promesas basadas única­ mente en la generosidad. El día en que comprendemos esto descubrimos la ciencia y el poder de la oración, y en vez de tomar resoluciones, transformamos éstas en ora­ ción. En vez de decir: “Dios mío, voy a hacer esto”, decimos: “¡Dios mío, enséñame a hacer esto!” A este propósito, Teresa decía: “Si en lugar de decir “yo daré mi vida por ti”, el pobre san Pedro hubiera dicho a Cristo: “Sabes muy bien que soy incapaz de dar mi vida, ven en mi ayuda”, hubiera seguramente supera­ do esta tentación”. Como Teresa, deberíamos poder de­ cir: “Es la confianza y nada más que la confianza lo que debe llevarnos al Amor”. Descubrimos aquí la importancia de la oración de sú­ plica que está ligada a la humildad y a la confianza. Por nosotros mismos no podemos nada, entonces nuestra única posibilidad de salvación es gritar a Dios y supli­ carle: “¡Ten piedad de nosotros, ven en nuestra ayuda!” Los que comprenden las palabras de Teresa piden soco­ rro, y a fuerza de suplicar son devorados por la oración continua. Es a menudo un sobresalto de desesperación lo que nos lanza a la confianza ciega en la verdadera oración. Por eso Teresa decía: “¡Cómo tenemos que orar por los agonizantes!” En el fondo, los agonizantes están en la verdad, no pueden ya apoyarse en otra cosa más que en la misericordia, según la expresión de otro gran san-

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to, Francisco Javier, que había acariciado la muerte en la travesía de la India al Japón. Escribía entonces a sus hermanos de Goa: "Oh, hermanos, ¿qué será de nosotros a la hora de la muerte, si en la vida no nos aparejamos y disponemos a saber esperar y confiar en Dios, pues en aquella hora nos habernos de ver en ma­ yores tentaciones y trabajos y peligros que jamás nos vimos, así del espíritu como del cuerpo? Por tanto, en las cosas pequeñas, los que viven con deseos de servir a Dios, deben trabajar a humi­ llarse mucho, deshaciendo siempre en sí, hacien­ do grandes y muchos fundamentos en Dios, para que en los peligros y trabajos, así en la vida como en la muerte, sepan esperar en la suma bondad y misericordia de su Creador, por lo que aprendie­ ron venciendo las tentaciones, donde hallaban re­ pugnancia, por pequeñas que fuesen, desconfian­ do de sí con mucha humildad y fortificando sus ánimos, confiando mucho en Dios, pues ninguno es flaco cuando usa bien de la gracia que Dios nuestro Señor le da” (Carlas y escritos de San Francisco Javier, carta a sus compañeros residen­ tes en Goa, 5.11.1549). Todos los santos coinciden cuando se trata de la con­ fianza o, según la exposición de Javier, de “la ciencia de la esperanza y de la confianza en Dios”. “Todo se decide para nosotros”, dice el P. Molinié, “en el juego entre la Misericordia y la confianza. No hay otros problemas, dificultades, errores en nuestra vida. Repito: absolutamente ningún otro”. Como Teresa, nemos que aprender a ejercitamos en el amor, o lo que equivale a lo mismo, ejercitarnos en la confianza. No hay nada más sencillo que confiar, puesto que se trata

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de abandonarse a Dios como un niño (tener confianza es tan fácil como respirar), pero es al mismo tiempo muy complicado y difícil porque estamos muy poco acostum­ brados a ello. Nos falta agilidad para dar una adhesión permanente al pensamiento de Dios sobre el nuestro. Al terminar estos capítulos, en los que hemos cantado con Teresa las misericordias del Señor, sentimos cuán lejos estamos de “elevarnos a Dios por el ascensor del amor y no a subir la ruda escalera del temor”. Pero no podemos olvidarnos de la promesa que ella misma hacía al abate Belliére unos meses antes de su muerte, ella que le había prometido “pasar su cielo haciendo el bien en la tierra”. "No me extraña que la práctica de la familiari­ dad con Jesús os parezca un poco difícil de reali­ zar; no se puede llegar a ella en un día, pero estoy segura de que os ayudaré mucho más a caminar por este camino delicioso cuando me vea libre de mi envoltura mortal, y pronto diréis, como san Agustín: "El amor es el peso que me arrastra" (Cartas, 18-7-1897).

SEGUNDA PARTE

AHORA, SOLO EL ABANDONO ME GUIA!

Capítulo

VI

TERESA DESCUBRE EL CAMINO DEL ABANDONO

Hemos escrutado, en la primera parte de este trabajo, el misterio más profundo del cristianismo, el de la Mise­ ricordia, a saber, que Jesús “ha venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13). Teresa ha com­ prendido maravillosamente que Dios esperaba de ella la fe en la Misericordia y no el sacrificio. Y a lo largo de los Manuscritos no hará más que cantar las Misericor­ dias del Señor para con ella. Pero no hay que olvidar jamás que el Amor de Dios es gratuito, es decir, que no podemos pagarle con la mis­ ma moneda, pero no es nunca arbitrario. Hay en el hom­ bre algo que puede seducir el corazón de Dios y que sólo el hombre puede darle. Dios espera del hombre una acti­ tud que es la única que tiene en su poder y que es la humildad y la confianza. Por eso el último capítulo ter­ minaba con estas palabras de Teresa: “Es la confianza^ nada más que la confianza lo que debe llevamos al Amor”. Quisiéramos ahora en los capítulos siguientes ver cómo Teresa ha vivido esta confianza y esta humildad al

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filo de los días, en una actitud concreta que llamaremos el Abandono. Ella misma dirá a Madre Inés de Jesús al final del Manuscrito A: "¡Ahora, sólo el abandono me guía, no tengo brújula...! Ya no puedo pedir nada con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios so­ bre mi alma, sin que las criaturas puedan ponerle obstáculos" (Ms.A, F84r0). La palabra “abandono”, en sí misma, no deja de tener ambigüedad y tiene peligro de engañarnos; por eso nece­ sitamos hacerle un tratamiento de rayos X, para resti­ tuirle su carácter activo, tal como Cristo lo entiende en el evangelio y tal como ha sido comprendido en toda la tradición espiritual. Preferimos la expresión utilizada por el P. Victor Sion 1 cuando habla del “movimiento de abandono”. Se trata de un movimiento que es pasivo y activo al mismo tiempo, puesto que el hombre recibe de Dios la impulsión de su amor, que reviste su inteligen­ cia, su voluntad y su actividad y que, finalmente, hace que el hombre se entregue a este amor sin exclusivismos. Recibir no es menos activo que hacer, pero es una actividad de otro orden que a los ojos de la impaciencia humana, se parece lamentablemente a la pasividad. Te­ resa ha sostenido siempre, y lo enseña en el noviciado, que su camino de infancia espiritual no tenía nada que ver con el quietismo, pero hay que comprender, en qué consiste la parte que corresponde al hombre. Su herma­ na Celina se expresa así: "Aunque caminaba por esta vía de confianza cie­ ga y total que llama su caminito’, o 'camino de 1 Réalisme spirituel de Sainte Thérèse de Lisieux.

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infancia espiritual', nunca descuidó la cooperación personal, dándole una importancia que llena toda su vida de actos generosos v constantes" (C v R D, 46). Pero de momento quisiéramos dejar a un lado este aspecto de la “cooperación personal”, prontos a volveren seguida para mostrar cómo el abandono teresiano enrai­ za en el evangelio y en la tradición espiritual. Estudian­ do las diferentes “escuelas de espiritualidad”, nos ha im­ presionado el hecho de que en este punto concreto del abandono coinciden todas. En el fondo, es normal, toda espiritualidad particular tiene su fuente en el evangelio y en el origen hay un acontecimiento de fuego, la conver­ sión, es decir, el encuentro conmovedor con Cristo. Se oponen cuando se enfrían y cada uno invoca “su” espiri­ tualidad para oponerse a la del otro, en el origen hay fuego. Pero hay un punto preciso en que coinciden, es el momento en que hay que encarnar la voluntad de Dios en lo concreto de la existencia. Para la espiritualidad oriental será el filtrar los pensamientos en el Nombre del Señor Jesús; para san Juan de la Cruz, el acto anagógico; para el P. de Caussade, el abandono a la Providen­ cia; para san Ignacio, el examen de conciencia; para otros, el momento presente, y para Teresa, este camino será el abandono.

1. Este camino es el abandono Miremos cómo Teresa ve el abandone^ no da una de­ finición pero lo vive ante nuestros ojq^ Habla de ello explícitamente a propósito de la ciencia del amor:

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"Esta es la única ciencia que deseo. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, estimo, como la esposa de los Cantares, no haber dado nada... Comprendo tan perfectamente que no hay cosa que pueda hacernos gratos a Dios fuera del amor, que es este amor el único bien que ambiciono. Jesús se complace en enseñarme el único cami­ no que conduce a esta divina hoguera. Este cami­ no es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre... (Ms.B, FIro). Luego vienen dos citas de la Escritura (Pr 9,4 y Sb 6,7), la segunda ligada directamente con la Misericordia: “La Misericordia se concede a los pequeños”. Es siempre Jesús el que enseña a Teresa desde dentro y le muestra el camino que debe seguir. Y, desde fuera, la Escritura viene a confirmar esta palabra interior. Te­ nemos aquí una ley de la vida espiritual muy importan­ te. En cuanto un hombre ora verdaderamente con el co­ razón, Dios se compromete a hablarle al corazón. El gran espiritual Silvano de Athos escribía: "Cuando un alma se abandona enteramente a la voluntad de Dios, el mismo Señor comienza a guiarla, mientras antes lo era por los maestros y por la Escritura”. Y Cristo no puede enseñar a Teresa otra cosa que lo que él mismo vivió a lo largo de su vida, cuyo alimento era el abandono a la voluntad del Padre (Jn 4,33-34). Cristo revela aquí lo que fue fundamental en toda su existencia: “No busco mi propia voluntad, sino la volun­ tad del que me ha enviado". El abandono no es otra cosa que una puesta total de nuestra voluntad en la vo­

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luntad del Padre. Cuando Jesús sale del Padre para ve­ nir al mundo, toma a cuenta las palabras del salmo 39, según el autor de la carta a los Hebreos: "Por eso, al entrar en este mundo dice: Sacrifi­ cio y oblación *no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: “¡He aquí que ven­ go —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu Voluntad” (Hb 10,5-7). Cristo entra en toda la descendencia de los grandes testigos de la fe de la que habla la carta a los hebreos en los capítulos XI y XII. Todos estos hombres dan una preferencia permanente al pensamiento de Dios sobre el suyo. La Virgen dirá también: “¡Héme aquí”, pues ha comprendido que “nada hay imposible para Dios”. Urs Von Balthasar dirá que Cristo ha aprendido de la Vir­ gen a pronunciar este “sí” a lo largo de toda su existen­ cia. Y es esto lo que constituye el parentesco verdadero de los discípulos de Cristo: “El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana, mi madre” (Me 3,35). Y cuando Cristo enseñe a orar a sus discípulos, les hará pedir al Padre: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Notemos de paso la forma pasiva de esta oración: el hombre pide a Dios que se haga su vo­ luntad y se abandona en seguida a esta voluntad. Es significativo que en el mismo pasaje en el que Tere­ sa dice que Jesús le ha enseñado el camino del abando­ no, cita otro salmo en el que se dice que Dios no tiene necesidad de nuestros sacrificios, sino de nuestra alaban­ za (Sal 50,9-13). /

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/ 2. Jesús pide sólo el abandono "¡Ah! Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de vuestra pequeña Teresa, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cum­ bre de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes obras, sino solamente abandono y agra­ decimiento... He aquí todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor” (Ms.B, F 1ro). Toda la vida de Cristo fue una adhesión amorosa y un abandono total al beneplácito del Padre. Desde el mo­ mento en que Jesús en el Bautismo ha escuchado la pa­ labra del Padre: “Tú eres mi Hijo muy Amado, tienes todo mi amor”, hasta el momento en que dirá en la Cruz: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Le 23,46), Jesús interiorizará este amor y lo vivirá concreta­ mente en un movimiento de abandono. Hay en la vida de Cristo un momento en que este abandono culminará y brillará a los ojos de los tres apóstoles, es la agonía en el huerto de Getsemaní. Ora para que esta copa se aleje de él, pero añade en seguida: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”. Cristo sabe muy bien que el Padre escucha toda oración, él mismo lo ha enseñado a los suyos (Mt 7,7), pero sabe también por experiencia que el Padre escucha nuestras oraciones de una manera totalmente distinta de como nosotros lo esperábamos. En la carta a los Hebreos (5,7), se dice que la oración de Jesús en el huerto de los Olivos fue escuchada por su actitud reverente, y que Dios le resucitó de entre los

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muertos. Pero no se trata de una respuesta inmediata de Dios que hubiera liberado a Cristo de su Hora. Dios ha dado a Cristo la fuerza para aceptar, consentir y aban­ donarse para cumplir su obra de salvación. Con el mis­ mo espíritu podemos pedir la intercesión de los santos; les presentamos nuetros deseos, pero les confiamos el cuidado de hacerlos encajar en la voluntad de Dios que ellos conocen muy bien. Así obraba Teresa “cuando expresaba su deseo de ‘hacer bien sobre la tierra’, ponía esta condición”: "Antes de escuchar a todos los que me supli­ quen, empezaré por mirar bien a los ojos de Dios para ver si no pido una cosa contraria a su voluntad. Nos hacía notar que este abandono imitaba la oración de la Santísima Virgen que, en Caná, se contenta con decir: "No tienen vino”. Del mismo modo, Marta y María dicen juntas: "El que amas está enfermo”. Exponen sencillamente sus deseos, dejando a Jesús libre para hacer su voluntad” (C v R II, 45). Pero volvamos al texto del comienzo en el que Teresa evoca el camino del abandono que le ha sido enseñado por el mismo Jesús y precisa por qué hay que abando­ narse. La razón es sencilla: “somos niños en los brazos del Padre” (Ms.B, Flro). Cuando un niño está en los bra­ zos de su padre, no tiene necesidad de ponerse tenso y crisparse, puede descansar y abandonarse al amor del que lo lleva pues experimenta su ternura. Es curioso que Teresa acude como por instinto a las comparaciones utilizadas por la Biblia. Así, cuando Oseas quiere evocar la ternura que Yaié experimenta

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i por Israel, toma la imagen del padre que lleva en brazos a sus hijos: "Cuando Israel era niño, yo le amé y de Egipto llame a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí...; tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño con­ tra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11,1-4).

3. El niño en los brazos de su padre El abandono a la voluntad de Dios sería una super­ chería si Dios no fuese un Padre atento al menor deseo de sus hijos. Habría que leer Le 12,22 a 32, donde Jesús dice: “No os inquietéis por la comida o el vestido... Todo esto lo buscan sin descanso los paganos de este mundo, pero vosotros, vuestro Padre, sabe que tenéis necesidad”. Cuando se ha comprendido que Dios es un Padre que vela sobre cada instante de nuestra vida y que cuenta cada uno de nuestros cabellos, uno no puede me­ nos que abandonarse a él y ya no se tiene miedo. A partir del momento en que uno se descrispa y pone las dificultades en las manos del Padre, se da en nosotros una liberación que nos sitúa en la paz. Si hay que aban­ donarse, es sencillamente porque Dios es un Padre tier­ no y atento a las necesidades de sus hijos. Del mismo modo, Jesús se abandonó a su Padre, porque estaba se­ guro de su amor indefectible. Cuando Jesús nos dice esto, dice lo que ha visto en casa de su Padre que ve y conoce nuestras dificultades.

Jesús hace aparecer esta mirada atenta del Padre porque él mismo ha experimentado la alegría permanente de vi­ vir bajo esta mirada: “Tú eres mi Hijo amado”. Y esta certeza de ser mirado por un Padre atento e interesado, es la fe que Jesús pide y propone a los suyos. Fe difícil, porque no es evidente, porque el silencio de Dios es más sensible que su atenció,n. Esta es la fe que se fía de Dios para no pedirle signos, que lo estima bastante grande para atreverse a contar con su criatura. Habiendo experimentado por dentro la infancia espi­ ritual, Teresa coníprenderá instintivamente el camino del abandono. No acabaríamos nunca de citar todos los textos en los que ella evoca esta paternidad divina en sentido estricto. Se llama “hija, objeto del amor prove­ niente de un Padre” (Ms.A, F39ro). Es “el niño que mira los tesoros de su Padre” (Ms.A, F66vo). Puede dar “el nombre de Padre a nuestro Padre que está en los cielos” (Ms.C, F19vo). Por eso el abandono vivido por Teresa es un compo­ nente de su espíritu filial. Cuando sus hermanas hablen luego de su camino de infancia espiritual, hay que cui­ darse mucho de ver en ello un simple comportamiento moral o una actitud piadosa que toma para parecer amable. Para Teresa, es la vida misma de Cristo o el alma del Verbo. El primero que ha tenido el espíritu de infancia y nos ha enseñado el abandono, es el Verbo. Más exactamente, el Verbo tiene el espíritu filial, prime­ ra componente del espíritu de infancia, dice el P. Moli­ nié y la criatura le añade un matiz de pequeñez que busca refugio. Para comprender el abandono teresiano, hay que creer que Dios nos engendra por adopci&i tan estricta­ mente como engendra a su Verbo por naturaleza y por

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eso el camino de infancia no es una voz rebajada, es el secreto mismo de Cristo que ha venido a revelar a los suyos. En el fondo, la razón misma de la venida de Jesús a la tierra fue comunicarnos, por medio de su Espíritu, la experiencia del Padre que era suya eternamente y en­ señarnos el abandono. No hay más que el espíritu de infancia que pueda es­ crutar las profundidades del Padre; ahora bien, tenemos el deber de escrutar estas profundidades y conocer los dones que Dios nos ha hecho (1 Cor 2,12). Teresa dice que todo buen pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a nosotros, “puesto que san Pablo dice que sin este Espíritu de Amor no podemos dar el nombre de “pa­ dre” a nuestro Padre que está en los cielos” (Ms.C, F19ro). Muchas inquietudes e indelicadezas con Dios se evitarían si se le considerase como a un Padre y se aban­ donase a él. En un próximo capítulo consideraremos cómo la estructura del movimiento de abandono teresiano se articula en el conjunto de la tradición espiritual, alejando de nosotros el miedo y haciéndonos vivir en un clima de alegría y de paz. Luego nos detendremos en torno a la oración de Teresa que baña este movimiento de abandono. Se considera allí como un débil pajarito que querría volar hacia el sol, pero no está en su “pe­ queño poder”. "¿Qué será de él? ¿Morirá de pena al verse tan impotente?... ¡O, no! El pajarillo ni siquiera se afli­ girá. Con audaz abandono, quiere seguir mirando fijamente a su divino Sol...” (Ms.B, F4V0). Pienso que no hay una mejor definición de la oración que estas últimas palabras.

Capítulo vil

EL MOVIMIENTO DE ABANDONO

Cuando uno se pasea por el interior de los escritos de Teresa, se reconoce prácticamente su rostro en todas las páginas y se podrían aplicar cada una de sus intuiciones espirituales a una situación que vivimos concretamente. Por eso es difícil hacerla entrar en un sistema de espiri­ tualidad. Una vida difícilmente se traduce a fórmulas. Es un poco como cuando se atraviesan las Landas en ferro­ carril y se pasa al lado de los bosques de pinos, no hay un solo momento preciso en el que la mirada pueda abrazar el conjunto con una nitidez en toda su longitud; antes o después, no se ve más que un enmarañado confuso. Lo mismo sucede con la espiritualidad teresiana, no hay más que un solo punto en el que la mirada pueda captar con nitidez la coherencia y la articulación de esta doctrina, y pensamos que este punto es el movimiento de abandono. El abandono resume su doctrina porque exige que se viva como un niño pobre y desprovisto, pero seguro de ser amado por un Padre infinitamente misericordioso. Podríamos decir las cosas de otra mane­ ra: el corazón del mensaje de Teresa es 1| fe en el Amor

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misericordioso, y el camino que nos rteva a este corazón es el camino de la infancia espiritual que se vive de una manera privilegiada en el movimiento de abandono. Es verdaderamente el abandono lo que abre mejor el camino a las deferencias de Dios que nos ha amado el primero, puesto que se trata menos de obrar que de en­ tregarse, menos de dar que de acoger. En el capítulo precedente hemos visto al discípulo de Cristo aceptando simplemente el ser un niño pobre, que vive en los brazos de su Padre para poner en ellos todo su cuidado, toda ocupación y todo límite. Teresa se acurruca “en los bra­ zos de Dios” (Ms.C, F21vo), afronta sin miedo las bo­ rrascas, pues' su Padre le da en “cada instante” aquello que necesita. Por eso, el discípulo de Teresa sabe que permanecien­ do pequeño y débil puede alimentar grandes aspiracio­ nes a la santidad. La gran revelación del evangelio, es que Dios ama a los pequeños porque son pequeños, po­ bres y sin valor. En una palabra, Dios ama la manos vacías. Se llama esto el camino de la infancia espiritual, pero no hay que engañarse, no es una actitud ingenua la que se adopta para ser amable y descuidado. Es mejor, tal vez, evocar al hijo que encuentra totalmente natural acudir constantemente a su padre con la audacia tran­ quila dé la más completa confianza: he aquí el camino de la santidad. Y aquí interviene el movimiento de aban­ dono, pues esta actitud hay que vivirla, no de una ma­ nera intelectual, sino en lo cotidiano de una vida muy común. Vamos a intentar colocarla en el contexto de la tradición espiritual.

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1. Correr o descansar Todos los autores espirituales que han hablado del abandono han corrido el riesgo de ser sospechosos de un cierto quietismo. Pensemos en Fenelón, en los Jesuítas místicos que han explicitado al P. Lallemant (Rigoleuc y Surin), en el P. de Caussade y, más cercano a nosotros, en Dom Vital Lehodèy. Y, sin embargo, estaban en la pura tradición del evangelio. Del mismo modo, en el momento de la muerte de Teresa, prioras del Carmelo han vituperado La historia de un alma a causa de esto y bajo pretexto de una doctrina de “agua de rosa”. Por eso hay que desligar esta noción de abandono de todas sus falsificaciones y desviaciones. Lo mejor que podemos hacer es acercamos a Teresa con otro gran espiritual que no puede ser tildado de quietismo, ya que tiene una reputación de “voluntarista” de tomo y lomo, san Ignacio de Loyola. Veremos que palabra a palabra, Teresa utiliza las mismas expre­ siones que él. Se trata de la célebre sentencia de Ignacio, que regula en la acción la parte del hombre y la parte de Dios: "Confiarme totalmente a Dios, pero hacerlo todo como si el éxito dependiese totalmente de mí y no de Dios. Por otra parte, poner todo mi cuida­ do en lo que hago, como si no hiciese nada, y Dios solo hiciese todo” (Selectac sententiae, II)1.' Este axioma no se encuentra en las obras de Ignacio, pero es el resumen dado por sus discípulos. A. Brou, Saint Ignace. Maître d'oraison. Spej 1925.

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Se encontrarán estos dos polos en Teresa. Se hace pri­ mero todo lo que se puede como si dependiera de nos­ otros y se espera todo como si dependiese de sólo Dios. Veremos más adelante lo que significa: “¡Hacer todo como si dependiera de nosotros!”, pues el gran obstácu­ lo aquí es el desaliento que engendra una tentación con­ tra la esperanza. Pero citemos antes las palabras de Te­ resa en las que explica “con energía, dice su hermana Celina, que el abandono y la confianza en Dios se ali­ mentan con el sacrificio”. "Hay que hacer —me dijo— todo cuanto está en nosotras, dar sin medida, renunciarse conti­ nuamente: en una palabra, probar nuestro amor por medio de todas las buenas obras que están en nuestro poder... Pero, como al fin de cuentas, todo esto es bien poca cosa..., es necesario, cuando ha­ yamos hecho todo lo que creemos deber hacer, confesarnos ‘siervos inútiles’, esperando, no obs­ tante, que Dios nos dé por gracia lo que deseamos. He aquí lo que esperan las almas pequeñas que ‘corren’ por el camino de infancia: Digo ‘corren’ y no ‘descansan’” (C y R, II, 46). Creo que tenemos aquí una síntesis admirable de la conjugación entre la acción de Dios y la acción del hom­ bre, entre gracia y libertad. En ningún momento Teresa renuncia a pedir al hombre que vaya hasta el extremo de su amor y podría decir, como san Ignacio, “el amor se prueba más en las obras que en las palabras”, pero sabe también que el hombre es pobre y sin voluntad, y que un día experimentará su impotencia para amar con todo su corazón. Entonces dice que “todo esto es bien poca cosa”, y que hay que esperarlo todo de Dios, pero a condición de “haber hecho todo lo que creemos que de­

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bemos hacer”. En ningún momento, para Teresa “dejar­ se hacer” por Dios corresponde a “dejarse vivir”. ¡Hay que correr y no descansar! 2. Nos hacía mirar nuestros combates de frente Hay que considerar ahora cómo se las va a arreglar consigo misma y cor* sus novicias para ayudarles a vivir lo que yo llamaría “armonía de los contrarios”. Note­ mos antes de nada que Teresa es realista, no se trata de negar una dificultad o evadirse de ella o aturdirse en una actividad febril. Esto no serviría para nada y conduciría a una catástrofe, esta actitud “provocaría un rechazo y un día, todo el bloque endurecido de las tendencias co­ aligadas se levantarían ante el alma2. Teresa no quiere que se evite una dificultad, aunque haya que pasar por debajo: “Somos demasiado pequeñas para sobreponer­ nos a las dificultades: es necesario que pasemos por debajo de ellas” (C y R II, 37). Pasar por debajo, es sentarse en la dificultad y vivirla desde dentro, es decir, sufrirla porque contiene el senti­ do oculto de nuestro porvenir. Pasar por encima consti­ tuye siempre una salida falsa. Miremos al vivo cómo Teresa va a actuar con su her­ mana Celina para hacerle vivir el movimiento de aban­ dono. Celina viene a quejarse a su hermana Teresa de que su compañera de noviciado no ha llenado de leña el arcón, siendo así que ella se ocupa de este trabajo con 1 Invitamos al lector a leer el libro del P. Sion: Réalisme spirituel, a propósito de las desviaciones que hay que evitar. Desarrolla muy bien lo que decimos aquí muy sucintamente.

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tanto cuidado. Nuestra reacción hifoiera sido: “¡Pasa por encima de estas pequeñeces!” Teresa va a obrar de otra manera, obligando a su hermana a mirar la dificul­ tad de frente: "Sin que intentase borrar el oscuro cuadro que yo trazaba ante sus ojos, ni esclarecerlo, me obli­ gaba a contemplarlo de más cerca y parecía po­ nerse de acuerdo conmigo: "¡Bien! Admitámoslo: convengo en que vuestra compañera ha cometido la falta que le atribuis..." En vez de evitarnos nuestros combates, destruvendo sus causas, nos los hacía mirar de frente (C y R I. 10). Teresa obra así porque quiere ayudar a su hermana a ver la realidad de frente y a aceptarla. Es el primer tiem­ po del movimiento de abandono. No se busca el evadir un trabajo, el huir de uno que tiene un carácter difícil, y no se sueña en otra cosa si no en lo que hay que vivir. Uno permanece sumergido en lo cotidiano tal como es, pues es ahí donde uno se hace santo. La vida divina se alimenta de la vida cotidiana más ordinaria. El abando­ no no es una manera de hacer la vida más fácil, sino de ayudamos en lo difícil con medios muy pequeños.

3. Conseguía hacerme amar mi suerte No basta con reconocer la dificultad, pues se puede escapar de ella o tomarla a disgusto, hay que aceptarla y adherirse a ella; en una palabra, amar la voluntad de Dios que se traduce en estas circunstancias contingentes. Es en el sentido evangélico de la palabra la “hora” o la

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“copa” que estamos invitados a beber. Teresa resume su enseñanza con una imagen humorística, “no tenemos más remedio que soportar los chaparrones, qué le vamos a hacer si nos mojamos un poco”. Hay que aceptar la propia debilidad, pues sólo en ella puede desplegarse el poder de Dios. En eso se ocupa Teresa con su hermana Celina, no sólo ennegrece ef cuadro, sino que quiere enseñarle a amar su situación: "Poco a poco, conseguía hacerme amar mi suerte, hacerme desear que las hermanas me aho­ rrasen miramientos... En fin, me situaba en senti­ mientos más perfectos. Luego, cuando esta victo­ ria había sido lograda, me citaba ejemplos igno­ rados de virtud de la novicia acusada por mí. Pronto el resentimiento daba lugar a la admira­ ción y pensaba que las demás eran mejores que vo" (C y R I, 10). Pero muy a menudo en nuestra vida las dificultades y las inquietudes están más en la imaginación que en la realidad. Hacemos una montaña con preocupaciones imaginarias. Por eso, dicho sea de paso, hay que vivir en el momento presente y no “amplificar sus problemas por la imaginación”. Por eso Teresa procede con Celina con cierta dosis de humor. Cuando sabe que el arcón está lleno de leña sin que su hermana lo sepa, se cuida mu­ cho de decírselo para no aniquilar su combate: “A veces nos dejaba para lo último la sorpresa de semejante descubrimiento y aprovechaba esta circunstancia para demostrarnos que muy fre­ cuentemente nos creamos combates a nosotras mismas que no existen y que son puras imagina­ ciones" (C v R I, 10).

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Si el combate es real, hay que aceptar el verse uno tal como es y abandonarse a Dios por la confianza. Cuando surge una dificultad en nuestra vida, no hay que quedar­ se a su nivel, sino realizar un desprendimiento inmediato a fin de mirarla con Dios. Por eso hay que desprender su corazón de la tarea para abandonarse en Dios: "Leí una vez que los israelitas levantaron los muros de Jerusalén trabajando con una mano y sosteniendo la espada con la otra.Esta es la ima­ gen de lo que nosotras tenemos que hacer” (C v R. III, 26). Si se trata de una preocupación inútil, no hay que te­ ner miedo de mirarla: aparecerá así a la luz y caerá por sí misma: "Creo que en las cosas muy importantes no se superan los obstáculos. Se les mira fijamente, todo el tiempo necesario, hasta que, en el caso que procedan de los poderes de la ilusión, desapa­ recen" (Simone Weil).

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“Hay que lanzar ahora un puente por encima de este abismo* Sobre las dos orillas se han cons­ truido sólidos cimientos, se levantan dos pilares. Sobre nuestra orilla, la humildad, por la que el hombre finito acepta humildemente su imperfec­ ción y su impotencia. Sobre la orilla de Dios infini­ to, el pilar es la Misericordia en la que el hombre cree. Lo mismo que la humildad, la fe en el amor misericordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza. No se puede esperar en uno en cuya bondad no se cree. Sobre estos pilares se lanza entonces el puente de la confianza amorosa y el hombre puede llegar hasta Dios. O más exac­ tamente, Dios mismo se presenta sobre este puen­ te, toma al hombre y lo lleva a la otra orilla” (Les mains vides. Cerf. Col. Foi vivante). Y aquí interviene la oración. Teresa no habla de ella explícitamente, pero en varias ocasiones se ve que reac­ ciona con un movimiento de ofrenda a Dios. Cada vez que experimenta su debilidad acude a los pies de Jesús para ofrecerle sus infidelidades momentáneas. Después de haber tomado conciencia de sus limitaciones, después de haberlas aceptado, se ofrece:

4. El puente de la confianza amorosa Hemos llegado al tercer tiempo del movimiento de abandono. Cuanto más el hombre avanza más descubre que tiene las manos vacías y que está lejos de Dios. Está separado de Dios por un abismo infranqueable para sus propias fuerzas. El P. Conrad de Meester ha forjado una comparación notable para dar cuenta de esta situación, es la del puente de la esperanza. Yo diría que nos hace muy bien caer en la cuenta del tercer piso del cohete que va a propulsar al hombre en los brazos de Dios:

“Me apresuro a decirle a Dios: Dios mío, sé que he merecido este sentimiento de tristeza, pero de­ jadme, sin embargo, que os lo ofrezca, como una prueba que me enviáis amorosamente. Lamento mi pecado, pero me alegro de poder ofreceros este sufrimiento” (Cuaderno Amarillo, 3.7.2). En el fondo, ¿qué dice Teresa? Cuando las cosas se Ponen muy difíciles y que sois incapaces de levantar las montañas de orgullo y de egoísmo que hay en vosotros, confesad sencillamente que sois “siervos inútiles”, espe-

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rad todo de Dios y el os dará todo por gracia. Esto su­ pone que se acude a Dios en la oración. Es la “ciencia de la esperanza y de la confianza en Dios” que san Francisco Javier enseña a los jóvenes que van a partir a misiones. Habría que leer aquí un librito olvidado de san Alfonso de Ligorio: El gran medio de la oración. Su enseñanza es sencilla: cuando el hombre se enfrenta con las exigencias del evangelio (perdonar a sus enemigos, ser casto, ser pobre), se descubre radicalmente incapaz, entonces queda una única solución, recurrir a Dios en una súplica confiada, humilde y perseverante. Todos los maestros espirituales lo afirman después de Cristo: “Lo que es imposible a los hombres es posible para Dios” (Mt 19,26). Podemos tener numerosas excu­ sas para nuestras faltas de debilidad, pero no tendremos nunca excusas de no rezar: “En efecto, la gracia de la oración se da a todos. Siempre está en nuestro poder orar si queremos” (S. Alfonso de Ligorio). El hombre ora porque sabe que no hay nada imposible para Dios: por eso pide, busca y llama (Mt 7,7). Aquí convergen todas las espiritualidades, pues tienen su origen en la palabra de Cristo en san Juan: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15,5), y sabemos también que Jesús está con nosotros hasta el fin de los tiempos (Mt 28,28). Y por eso recurrimos a él en la intercesión. Una oración tal nace de la desesperación y de la espe­ ranza, dice el Cura de Ars: "Pienso a menudo que, cuando venimos a ado­ rar a Nuestro Señor, obtendríamos todo lo que quisiéramos, si se lo pidiésemos con una fe viva y un corazón muy puro. Pero no tenemos fe, ni es­ peranza, ni deseo, ni amor” (Abbé A. Monin, Esprit du Curé d'Ars).

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Dios responde siempre a una oración tal si se hace además con fe y perseverancia. En un próximo capítulo preguntaremos a Teresa cómo oraba ella a partir de este movimiento de abando­ no, y veremos que su*oración tenía como dos polos, la súplica de niño que espera todo de su Padre, pero que descansa también en sus brazos porque se siente amada y escuchada. Teresa gustaba especialmente de esta ora­ ción de silencio y de abandono en la que estaba inmóvil bajo la mirada del Padre. Por eso su oración se une al gran movimiento de res­ piración de la oración de la Iglesia. Es primero un movi­ miento de súplica en el que se tiende a Dios por el deseo (aspiración). Y luego se descansa en ese don dando gra­ cias (expiración). Por eso el don de Dios se prepara en nuestra súplica y termina en la alabanza: "Lo que atrae mayores gracias es el agradeci­ miento, pues si le damos gracias por un beneficio, se conmueve y se apresura a hacernos otros diez, y si le damos gracias con la misma efusión, ¡qué multiplicación incalculable de gracias! He hecho la experiencia, probad y lo veréis” (C y R III, 22).

Capítulo

VIII

¡QUE GRANDE ES EL PODER DE LA ORACION! En un capítulo precedente dijimos que la oración de Teresa brotaba de dos fuentes: o bien nace en el seno de la prueba y del sufrimiento y es un grito de amor o de súplica; o nace en el seno de la alegría y es entonces una mirada al cielo, un grito de gozo y de agradecimiento. Es el ritmo mismo de la oración cristiana en que se aspi­ ra y expira el soplo del Espíritu en el corazón. Elmombre suplica cuando se ve necesitado y da gracias cuando siete alegria. Quisiéramos, sencillamente, poner de manifiesto dos textos que subrayan este ritmo de la oración cristiana. El primero es de san Pablo a los Filipenses. Invita a los cristianos a desechar toda inquietud y a abandonarse a la súplica, pues el Señor está cerca. Notemos de paso este movimiento ascendente y descendente de la oración: "El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custo­ diará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Fil 4,5-7). j

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Encontramos poco más o menos el ríiismo ritmo en el prefacio del Espíritu Santo, a propósito de la oración de la Iglesia: "Es tu Espíritu el que la sostiene y conserva fiel, para que no se olvide jamás de suplicarte en me­ dio de las pruebas, ni de darte gracias cuando vive en alegría". El segundo texto procede de Teresa en el Manuscrito C. Es la primera vez que nos ha impresionado lo que dice del poder de la oración y se podía sacar de aquí toda una enseñanza sobre la oración en Teresa. Como siempre, habla de la oración a propósito de su experien­ cia personal, aquí a propósito de su libertad en la ora­ ción. No se deja encerrar en fórmulas, sino que habla libremente a Dios como un niño. Va a insistir mucho sobre el poder de la súplica: “¡Qué grande es, pues, el poder de la oración! Se diría que es una reina que en todo momento tiene entrada libre al rey y puede construir todo lo que pide... r Luego va a dar una definición muy personal de la oración: "Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús" (Ms.C, F25).

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1.

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La oración y el sacrificio constituyen toda mi fuerza

En los combates y tentaciones, Teresa no pone su fuerza en su propia voluntad, sino únicamente en la ora­ ción y el sacrificio. Sabe que le es “imposible crecer, y que debe soportarse tal como es, con todas sus imperfec­ ciones”, pero “sabe también que Dios no puede inspi­ rarle deseos irrealizables”, y que puede, pues, aspirar a la santidad por medio de la oración. Nos enfrentamos con el mismo dilema. Queremos convertirnos, ser dulces, buenos y puros, y nos desalen­ tamos cada vez más, pues vemos que no lo conseguire­ mos nunca. El peligro está entonces en entristecemos: “Qué desagradable es, dice Teresa, pasar el tiempo abu­ rriéndose en vez de dormirse sobre el corazón de Jesús. Sor Genoveva viene desconsolada: ¡nunca seré buena! —Sí, sí, lo conseguiréis, le responde, Dios os lo hará con­ seguir”. Como Sor Genoveva tenemos peligro de decir: “Es imposible. ¡Empiezo a conocerme!” No, el proble­ ma no está ahí. Lo esencial no es conocerse, sino cono­ cer el amor eficaz de Dios para con nosotros. Este amor se experimenta, no en los libros, sino a golpe de llama­ das a él. Entonces lo que es muy difícil, aun imposible, se hace realizable por un recurso a Dios. Para esto hay que adquirir un reflejo de recurso a Dios. No es una vez cuando hay que recurrir, sino en toda ocasión, dice san Pablo. Todo está en la fuerza de la petición, es decir, en la calidad del amor que empuja a pedir. Entonces hacemos jugar los tres dinamismos del cristiano, a saber, la fe, la esperanza yvla caridad. Hay que desarrollar, poco a poco, nuestra triple relación con Dios por recursos a él. Son primero débÿes y numero­

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sos, luego se hacen cada vez más poderosos, como todo lo que se vive y ejercita. Son necesarias, pues, peticiones fuertes, recursos a Dios que sean obstinaciones y asaltos del amor. Por eso la oración nace de la vida misma y puede hacerse continua. Pero son muy raros los hom­ bres que recurren sin cesar a Dios. Teresa dice que no hay que inquietarse por la debili­ dad de nuestros primeros recursos. Hay que hacer esta oración: “Creo, Señor, que tú puedes en este momento darme las fuerzas para este combate, pues me amas”. Por curiosidad he ido a leer las tablas de citas de Teresa sobre la palabra “oración” y me ha impresionado la in­ sistencia con la que anota el ardor y el fervor de su ora­ ción. Y la mayoría de las veces, añade que su oración fue escuchada. Tomemos algunas de estas citas, y pues­ tas una a continuación de otra son impresionantes. Co­ rresponden todas a situaciones en las que Teresa no pue­ de más que recurrir al cielo: j "He estado largo tiempo orando con fervor”. "Con qué ardor le he pedido que me guarde siempre”. A la oración une también la caridad concreta: “No me contentaba con orar mucho por la her­ mana... procuraba hacerle todos los servicios po­ sibles”. Teresa se encomienda también a la oración de las otras, es muy importante cuando la oración se hace difí­ cil o imposible. Poco importa que el otro ore o no, la intención está ahí:

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"Había escrito al buen P. Pichón que me enco­ mendase a sus. oraciones”. "Mis oraciones eran muy ardientes”. Teresa sabe también que su oración áerá escuchada si se hace con fe, como Cristo lo pide en el evangelio (Me 11,22-24): "Sentí que mi oración era escuchada”. "Jesús escuchó mi oración”. "La oración y el sacrificio es lo que puede ayudar”. He aquí mi oración: pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor".

2.

Conscientes de nuestra debilidad y confiando hasta la audacia

Vamos a vivir la relación más extraordinaria con Dios, pero también la más auténtica: pedirle lo imposi­ ble, es decir, la posibilidad de avanzar allí donde el ca­ mino está humanamente bloqueado. De donde esta apa­ rente paradoja: “Vete a Dios con las manos vacías, pero todo dependerá entonces de la fuerza de tu petición”. Permaneciendo pequeños vamos a experimentar el poder de la palabra de Cristo: “Todo cuanto pidáis en la ora­ ción, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Me 11,24). He aquí el camino de la santidad, tal como nos lo traza Teresa de Lisieux: "La santidad no consiste en esta o aquella prác­ tica, consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad v confiados

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"La invocación facilita la guarda del corazón; cuando un 'pensamiento', en el sentido evangéli­ co, aflora en el subconsciente, antes de que se haga obsesivo hay que aplastar con el Nombre la sugestión demoníaca y transfigurar la energía así liberada revistiéndola del mismo Nombre” (O. Clement, Questions sur l'homme. Stock).

hasta la audacia, en su bondad de Padre” (N.V. 3-8-97). Hay que desarrollar una sencilla disposición para reci­ birlo todo de Dios sin poseer jamás ni virtud, ni fuerza. Caminar por un camino así no es confortable, pues es necesario, siendo conscientes de nuestra debilidad, con­ fiar hasta la audacia en Dios Padre. Y la tentación es eliminar uno de los miembros de la alternativa para te­ ner tranquilidad. Es y no es sencillo. La doble dificultad es primero ver­ se muy débil hasta el final de nuestra vida y luego tener, respecto de Dios, una confianza audaz. Pero no daremos razonamientos sobre ambas cosas. Hay que ensayar, en una palabra, “¡hay que hacerlo!” No os quejéis de no tener éxito. Si os contentáis con escuchar las palabras de Teresa, sin hacer nada, entonces no tenéis derecho a quejaros. En cuanto a testimonios de éxitcypuedo pro­ porcionároslos a miles: los de santa Teresa de Lisieux y los de todos aquellos y aquellas que siguen su camino. Pienso también en los monjes de Oriente. Aquí volvemos a encontrar una actitud fundamental y tradicional de la espiritualidad oriental: el filtrar los pen­ samientos en el recuerdo frecuente del Nombre del Se­ ñor Jesús. En este punto preciso todas las espiritualida­ des coinciden. Se da en nosotros como una ola de deseos, impresiones y acontecimientos exteriores, que nos meten en un torbellino y sin embargo somos bauti­ zados y el Señor Resucitado vive en nosotros. Entonces desarrollamos el recuerdo de Jesús (la memoria viva y activa) en el interior de estos pensamientos. Los dejamos subir en nosotros sin rechazarlos, y los tomamos por el cuerpo para asumirlos:

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3.

Este movimiento está inspirado por el amor (San Juan de la Cruz)

Puesto que estamos en las convergencias del movi­ miento de abandono y las demás corrientes espirituales, no es inútil anotar que Teresa permanece en la gran lí­ nea del Carmelo. Los devotos de san Juan de la Cruz habrán reconocido en el movimiento de abandono teresiano el famoso acto anagógico que permite al hombre elevarse por encima de lo creado. Se trata siempre de no detenerse en las causas segundas, sin despreciarlas, para adherirse a la voluntad de Dios. El hombre se lanza ha­ cia Dios desprendiéndose de todo lo contingente. Tal movimiento, dice san Juan de la Cruz, está inspirado por el amor. Lo define así: "Cuando sintiéramos el primer movimiento o acometimiento de algún vicio... acudamos con un acto o movimiento de amor anagógico contra el tal vicio, levantando nuestro afecto a la unión de Dios” (san Juan de la Cruz, Dictámenes de espíri­ tu, 5). El interés de Teresa fue el haber comprendido desde el interior este movimiento y haberlo vivido en la vida de cada día. Puede entonces dar de ello una traducción

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concreta a sus novicias, ayudándoles a Vvitar los penosos tanteos. Pero su doctrina es de la misma vena sanjuanista. Se podría hacer también un paralelo con el examen de conciencia de san Ignacio. No se trata del ejercicio que exponemos a veces con este nombre y que consistiría en hacer, al final del día, o de cara a la confesión, una cuenta exacta de las faltas, sino que es poner por obra lo que hemos dicho más arriba. En este sentido, hay que enlazarlo más al discernimiento espiritual que a la vida moral '. Se trata de ir a Dios, con las manos vacías, en acción de gracias, para reconocer lo que está realizando en nosotros. Se puede definir como una puesta de todo el ser en la corriente del Espíritu Santo, para dar más ascendiente a su acción, después de los desfallecimientos inevitables. Es un abandono activo a la acción del Espí­ ritu Santo en nosotros. Y este movimiento se sitúa sobre el plano de una perfecta disponibilidad de^in ser a la acción, de Dios. Se trata de volver a Dios, aunque sólo sea unos instantes, para desplegar ante él nuestras pre­ ocupaciones y nuestros proyectos para que él sea el due­ ño de ellos. ¿Cuándo se hace? Desde este punto de vista, todo el tiempo. Es como un ejercicio de presencia de Dios, pero no exterior a la acción que estamos realizando o a nues­ tras condiciones de vida. Se realiza en la acción del mo­ mento para purificar en ella los motivos y dirigir nuestra intención hacia Dios. Más que presencia de Dios, es co­ operación a la acción de Dios en nosotros. 1 El que quiera ver una traducción moderna del examen de concien­ cia según san Ignacio, puede acudir a los tres artículos aparecidos en “Vie Chrétienne", oct-dic. 1977, titulados La vigilancie spirituelle, del P. Aschenbrenner, maestro de novicios de los jesuítas en USA.

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Un día que Teresa charlaba con Celina sobre la unión con Dios, esta última-le hizo una pregunta: "Como yo le preguntase, si perdía alguna vez la presencia de Dios, me contestó sencillamente: ¡Oh, no, creo que no he estado nunca tres minutos sin pensar en Dios”. Le manifesté mi sorpresa de que tal aplicación de la mente fuese posible. Ella repli­ có: "Se piensa naturalmente en quien se ama” (C y R m, 29). Impresiona este hecho extraordinario de que “Teresa no haya estado jamás tres minutos sin pensar en Dios”. Y, como Celina, uno podría sorprenderse de que una tal aplicación sea posible. Y Teresa le responde que es nor­ mal pensar en uno a quien se ama. Es, pues, en el amor vivido al ras de la existencia, en el movimiento de aban­ dono, donde hay que buscar la fuente de su unión con Dios y de su oración continua. En este movimiento de abandono es donde se sitúa verdaderamente la verdadera unión con Dios en la ac­ ción. Y aquí es donde Teresa tiene un mensaje para los hombres de acción que aspiran a la oración continua, permaneciendo sumergidos en una vida apostólica. Un profesor de seminario me escribía recientemente: “Me desconcierta el ver cómo los más “piadosos” son a veces poco abiertos apostólicamente, y también cómo los más abiertos tienen peligro de falta de profundidad y de caer en la “mundanidad”. En el fondo, mucha gente, aun sa­ cerdotes y religiosos, tienen una idea falsa de la vida y de la oración. "Piensan que la vida consiste en moverse y que la oración consiste en retirarse en alguna parte y en olvidar todo lo de nuestro prójimo v de nues-

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tra situación humana. Es una calumnia de la vida y una calumnja de la misma oración" (Mons. An­ toine Bloom). Teresa acaba de decirnos que no hay qpe buscar con­ ciliaciones imposibles, que la oración continua no con­ siste en tener “pensamientos de acompañamiento”, co­ mo si hubiera que espolvorear nuestra vida con ciertas pizcas de oración. Lo que importa, nos dice Teresa, es que estemos en lo más profundo de la vida de Dios con todo nuestro ser de hombres (Ef 3,19). Teresa no se eva­ de jamás de su vida real, sino que pasa su existencia con armas y bagajes a Dios. Como dice A. Bloom: "La oración nace de dos fuentes: es la admira­ ción de la alabanza y de la acción de gracias, o bien es lo trágico de la súplica y de la intercesión”. En este sentido preciso en que su oración se\ncarna en su movimiento de abandono, se podría decir de Tere­ sa lo que se decía de Ignacio de Loyola, que era “un contemplativo en la acción”. Oraba sin cesar en el cora­ zón mismo de su vida y de su acción junto a las novicias. La unión con Dios no se encuentra en una división sico­ lógica, pero si nuestro corazón está despegado de sí mis­ mo y enteramente abandonado a Dios, ora sin cesar. Así en la debilidad, Teresa experimenta la fuerza de la gra­ cia; a condición de que objetive esta debilidad y la reco­ nozca, experimenta la presencia y el poder del Señor Je­ sús. De aquí la tradición de la oración de Jesús en Oriente para q'ue el Señor esté presente en medio de todo nuestro ser de hombre: “Que mi humanidad, decía el P. Teilhard, se convierta en un campo de experimenta­ ción para el Espíritu Santo”. Se podría hablar también

de la Vigilancia del Corazón. San Benito dice que el monje debe huir del olvido de Dios y aplastar todos los pensamientos sobre la roca de Cristo. Para terminar, quisiéramos evocar otro “lugar teoló­ gico” de la espiritualidad del “Instante presente” (P. de Caussade), pero volveremos sobre ello. Es con el movi­ miento de abandono y el acto anagógico, el lugar privi­ legiado donde se encuentra a Dios, pues es ahí donde se revela su voluntad en el tejido de nuestra vida. Teresa lo dirá claramente a propósito de su retiro para la pro­ fesión: "He observado con frecuencia que Jesús no quiere darme provisiones. Me sustenta a cada ins­ tante con un alimento enteramente nuevo, recién hecho; lo _ncuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene... Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito co­ razón, el que me concede la gracia de obrar en mí, dándome a entender lo que quiere que vo haga en el momento presente" (Ms.A, F76'°). Me ha gustado siempre esta frase de san Alfonso Ro­ dríguez, el portero de Mallorca, que resume muy bien el acto de abandono de Teresa: "Cuando experimento en mí una amargura, la pongo entre Dios y vo y oro hasta que él la trans­ forma en dulzura". Se trata siempre de ver de frente este sentimiento de amargura, de ponerlo entre sus manos y ofrecérselo al Señor que transforma el obstáculo- en medio. En la vida espiritual, se puede uno ver privado de la oración, de la eucaristía, y de los otros medios espirituales, pero de lo

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que uno no se puede jamás dispersar, es de que en el interior de sí mismo, se entregue a Dios en la purifica­ ción del corazón. Teresa nos dice que es una fuente de libertad profunda en la que se encuentra la verdadera alegría.

Capítulo IX LA ORACION DE ABANDONO Decíamos anteriormente qu' la oración de Teresa te­ nía como dos polos: un movimiento ascendente de súpli­ ca que correspondía a la aspiración y un movimiento descendente más centrado en la alabanza y el abandono. Un texto ilustrará y resumirá bien el primer movimiento; viene en los Manuscritos en el momento en que Teresa habla de la oración: "La Santísima Virgen me demuestra que no está enfadada conmigo, nunca deja de proteger­ me en seguida que le invoco. Si me sobreviene una inquietud cualquiera, un apuro, inmediata­ mente recurro a ella, y siempre se hace cargo de mis intereses como la más tierna de las madres. ¡Cuántas veces, hablando a las novicias me ha acontecido invocarla y sentir los beneficios de su natural protección!... (Ms.C, F26ro). Ahora quisiéramos detenernos en el segundo polo, el más importante en la vida de Teresa, que definía la or^ ción como: / "Una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la

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tribulación, como en rnedib de la alegría..., que me dilata el aima y me une con Jesús” (Ms.C, F25). La oración de Teresa está muy marcada por el movi­ miento de abandono que practica y vive al filo d^ los días. Se puede decir que es una oración mística en el sentido real de esta palabra, es decir, una oración en la que la acción de Dios gana por la mano a la actividad del hombre. No olvidemos nunca que la oración es el reflejo exacto de la vida espiritual. Y san Juan de la Cruz ha notado muy bien que el paso de una vida espiri­ tual de dominante activa a una vida de dominante pasi­ va viene marcado por una simplificación de la oración y una imposibilidad de producir consideraciones. No son las gracias extraordinarias lo que constituye la vida mística, como dice con humor el P. Molinié, “estas gracias forman parte del almacén de accesorios”. Hay que reconocer que en la vida de Teresa ha habido gra­ cias místicas muy reales, pero puramente interiores: en un momento dado ha experimentado que el fuego del amor divino quemaba su propio corazón. Pero la esen­ cia de su vida mística fue esta pasividad activa y viva, que se desarrolla en una atmósfera de paz. Sentía que era llevada por el amor de Dios como un niño es llevado en los brazos de su padre. Estaba segura de que nada le podía acontecer porque “sabía en quien había puesto su confianza” (2 Tim 1,12). Lo que aparece sobre todo en los escritos de Teresa, cuando evoca su oración, son oraciones de quietud, de silencio y de paz. Está allí bajo la mirada del Padre, con una conciencia muy viva de ser amada por El, viviendo de esta ternura que la colma y también la supera. A par­ tir del momento en que el corazón de Teresa es llevado

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más allá de sus inquietudes, diciendo como Abraham: “Dios proveerá”, se puede decir que se ha hecho místi­ ca, sin que tenga conciencia clara.

1. Una oración en la fe desnuda No hay que creer que Teresa nadaba en las consola­ ciones y que tenía una conciencia siempre muy viva de esta presencia de Dios. Ha conocido, como cada uno de nosotros, estados confusos de sequedad y ha hecho una cierta experiencia de la ausencia de Dios. Por eso cuan­ do parte para su retiro de Profesión, confiesa que sabe lo que le espera y dice con humor: “Jesús se dormirá como de costumbre”, pero el hecho de que se queje de la ausencia de Dios es la señal de que Dios la trabaja. Para sentir su ausencia, hay que saber lo que es su presencia. Para experimentar a Dios como lejano, es preciso que esté presente en el corazón de una manera oculta. Pero hay que insistir sobre todo en la manera como ha reaccionado en sus periodos de oscuridad. Hubiera podido ponerse tensa, querer a todo precio procurarse esta presencia de Dios por sentimientos fácticos de la voluntad o de la imaginación; nunca reaccionará de esta manera. En su oración, como en su vida ordinaria, va ?f hacer intervenir el resorte del abandono o más bien el dinamismo del abandono. Os invito a hacer la misma experiencia. Sois creyentes, seguros de que Dios os ama con ternu­ ra. Llegáis a la oración y estáis como una bestia delante de Dios. En lugar de forzar la mano de Dios para que venga a vosotros, decidle sencillamente: “Padre mío, me abandono a ti, haz de mí lo que quieras. Cualquier cosa

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que hagas de mí, yo te doy gracias. Estoy pronto a todo, acepto todo”. Sin duda, habéis reconocido la hermosísij ma oración de abandono del P. Carlos de f oucauld. Haf cedía hasta el final y veréis cómo se desarrolla en voso­ tros una gran calma, que os invade, un sentimiento de paz y de dulzura, muy por encima de toda consolación sensible. Conozco a personas encerradas con candado en sus dificultades, que experimentan en sí un sentimiento de desbloqueo, a partir del momento en que han compro­ bado que no eran los dueños de su vida y que Dios los tenía en su mano. Esto no quita nada a su responsabili­ dad personal, pero la sitúa en segundo lugar con respec­ to a la acción de Dios. Y viviréis la experiencia de Teresa de que una oración seca puede ser muy nutritiva y hacernos experimentar la verdadera alegría de Dios. Siempre me había impresio­ nado una frase de san Juan de la Cruz. “El alma no va a la oración para fatigarse, sino para relajarse”. Y no se le tenía precisamente por uno que favoreciese la búsqueda de consolaciones sensibles en la oración. Hablando de Teresa, su hermana Celina dirá: "Su vida entera se deslizó en la fe desnuda. No había alma menos consolada en la oración; me confió que había pasado siete años en una ora­ ción de las más áridas. Sus retiros anuales y men­ suales eran para ella un suplicio. Y, sin embargo, se la hubiera creído inundada de consuelos espiri­ tuales, tal era la unción de sus palabras y de sus obras, y tan unida estaba con Dios" (C y R III, 28). Para una carmelita, que debe pasar cada día cuatro o cinco horas de oración, se mide lo que ha debido ser la

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prueba de Teresa de sufrir siete años de oración árida. Pero es ahí donde vamos a captar al vivo el dinamismo del abandono: “No obstante este estado de sequedad, era cada vez más asidua a la oración, 'feliz por lo mismo de dar más a Dios".'No sufría que se robase ni un solo instante a este santo ejercicio y formaba a sus novicias en este sentido" (C y R III, 28). i En la oración, Teresa busca, pues, a Dios por El mis­ mo. Desde este punto de vista, la sequedad es útil, por­ que le asegura que no va a la oración por las ideas y sentimientos que encuentra en ella, sino por Dios solo, cualesquiera que sean los sentimientos que la acompa­ ñen. Por eso la oración más seca desarrolla en Teresa un “affectus fidei”, un amor de fe del que hablan los espiri­ tuales. Celina dice que se la creía inundada de consola­ ciones, tanto en sus palabras como en sus obras, por la unción que tenían, tan unida estaba con Dios. Va a Dios sencillamente para estar con él y darse “más” —es su expresión— a su amor. Por eso en sus relaciones con Dios, como en sus relaciones con sus her­ manas, distingue el sentimiento verdadero de la pura emotividad en la que encerramos a menudo la oración y la vida fraterna. Es un verdadero discernimiento lo que verifica la oración de Teresa y su amor por sus herma­ nas. Se produce por un apego cada vez mayor a Dios y a los demás, amados y queridos por sí mismos. Cuando una persona acepta el atravesar este desierto, Dios pue­ de colmarle de su dulzura y experimenta la verdadera consolación, la del Espíritu Santo: “Consolador sobera­ no, dulce huésped de nuestras álmas, suave frescor... Ven a llenar lo íntimo del corazón de tus fieles”.

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2. Digo sencillamente a Dios lo que quiera decirle | Se comprende entonces que Teresa haga la experiencia de la libertad en la oración. No está apegada a una for­ ma de oración, no tiene necesidad de ir a buscar en los libros bellas fórmulas compuestas para las circunstan­ cias. Y añade con humor: "No tengo valor para sujetarme a buscar en los libros bellas oraciones, esto me causa dolor de ca­ beza. ¡Hay tantas...! (Ms.C, F25r0). ¡Qué cercana se nos hace esta santa que tiene dolor de cabeza ante tantas oraciones y, digámoslo, ¡tantas san­ deces! Cuando se está en los brazos de uno, sería una tonte­ ría decirle: “Espera un poco que voy a buscar en un manual lo que debo deciros”. Basta, sencillamente, dejar que hable el corazón. Una vez establecido entre nosotros el acorde de fondo, se pueden tocar todas las demás cuerdas de nuestro instrumento, dice el P. Surin. Pero hace falta mucho tiempo para que el Espíritu Santo nos haga penetrar en este abrazo del Padre y del Hijo. Los enamorados permanecen largas horas en los brazos del otro, sin hablarse. Una sola palabra podría romper esta intimidad y quebrar el hilo tenso de esta relación de ternura. San Bernardo dirá en el Comentario del Sermón VIII (sobre el Cantar de los Cantares), “que este conocimien­ to mutuo del Padre y del Hijo, este amor recíproco no es otra cosa que el beso más dulce, pero también el más secreto”. El hombre que recibe el Espíritu recibe este beso y entra en el abrazo trinitario. Y añade: “Juan be­

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bió en el seno del Hijo único lo que este había bebido en el seno de su Padre. Todo hombre puede así escuchar en él al Espíritu del Hijo, llamando “¡Abba, Padre!” Si el matrimonio carnal une dos Seres en una sola carne, con mayor razón la unión espiritual los une en un solo espíritu”. Es la esencia misma de la oración, pues es el tiempo de los esponsales, en el que se lanza uno a -,'tro una mirada de plenitud y donde se goza el uno del otro. No es sin experimentar una culpable indiscreción como se penetra a hurtadillas en la oración de Teresa y tenemos siempre miedo de emplear el lenguaje burdo de nuestras experiencias humanas para evocar algo indecible. Y, sin embargo, Teresa nos da a entender, por algunas confi­ dencias, que fue admitida a experimentar esta palabra del Padre a Jesús. “Tú eres mi Hijo muy amado. Gozas de todo mi favor”. Un día en que su hermana Celina entraba en su celda —volveremos sobre este acontecimiento— encontró a su hermana rezando el “Pater”, con un gran recogimiento. Y en sus ojos brillaban las lágrimas. Y añade: “Amó a Dios como un niño querido ama a su padre, con demostraciones de ternura increíbles. Durante su enfermedad llegó a no hablar más que de él, tomó una palabra por otra y le llamó ‘papá’. Nos echamos a reír, pero ella replicó toda emocionada: ¡Oh, sí, el es en verdad mi ‘papá’! ¡Y qué dulce es para mí darle ese nombre!” (C v R ni, 33). Se piensa naturalmente aquí en lo que dice san Pablo en la carta a los Romanos: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: “¡Abba, Padre!”

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(Rom 8,15). “Es la palabra familiar del niño, “Papá", desconocido en el vocabulario religioso del judaismo, es la expresión de la intimidad filial, llena de familiaridad y de ternura de Jesús y de su Padre” (T.O.B. Nota Z). En el fondo, en su oración, Teresa persigue el diálogo de Jesús con su Padre, a propósito de todos los hom­ bres. Y el fondo de su oración lo constituye una sola j palabra “Padre”, que aflora en su conciencia como en la de Jesús, en toda ocasión: “Padre te doy gracias por haberme escuchado... Padre, te bendigo por haber ocul­ tado estas cosas a los sabios y a los hábiles... Padre, te alabo... Pero en este diálogo muy sencillo hay lugar para una gama de sentimientos e intercambios, como se hace con un amigo que nos escucha y nos ama. Se le habla fami­ liarmente para decirle todo lo que se tiene en el corazón y afecta a nuestra propia vida: "Hago como los niños que no saben leer: digo a Dios con toda sencillez lo que quiero decirle, sin componer bellas frases, v siempre me entiende... (Ms.C, F25ro).

3. Rezo muy despacio un padrenuestro En Teresa, se da un mutuo juego entre la oración del corazón y la de los labios. Se podía creer, después de todo lo que hemos dicho, que a Teresa no le gustaba la oración vocal. Hay que comprender bien el sentido de sus palabras. Como Cristo en el evangelio, no puede so­ portar una cierta palabrería como si se tratase de hablar mucho para hacerse oír mejor. El Padre sabe lo que ne­ cesitamos, no es útil recordárselo con una oleada de

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palabras. IPor eso el- fondo de la oración de Teresa está constituido por un silencio de amor. Hace callar todos sus circuitos personales para ponerse a la escucha de Dios. Y cuando se calla es cuándo Dios puede hablar. Además, Teresa es auténtica y le atrae poco lo “subli­ me” de las oraciones hechas. Pero dice que le gustaba el oficio divino. Por otra parte, experimenta lo que nuestros hermanos de Oriente dicen de la oración de Jesús. Aconsejan al que se pone en oración que recite despacio la fórmula: “Señor Jesús, hijo de Dios Salvador, ten piedad de mí pecador”, de tal manera que la oración de los labios ilumine progresivamente la oración del corazón. La se­ ñal de que esta oración ha bajado de la cabeza al cora­ zón es que el hombre experimenta en sí mismo una cier­ ta dulzura, o mejor, un cierto calor, el del Espíritu Santo. Teresa no conocía la oración de Jesús, pero en­ cuentra ahí una gran ley tradicional de la oración. Un hombre como Julien Green evoca este estado pro­ ducido por la recitación de algunas oraciones. Por eso escribe en su diario: ' "No se aprende a orar en los libros, como tam­ poco se aprende con libros a hablar inglés o ale­ mán. Se puede hacer notar esto que, sin embargo, se escapa a muchos autores, y es que hay un mo­ mento en que el que ora pierde pie de pronto. Aun las oraciones recitadas llevan a esto algunas ve­ ces. ¿Qué significa pierde pie? Significa que no se sabe lo que se hace pero que esto no tiene impor­ tancia. Es un poco como el segundo en el que se cae en el sueño. ¡Cuántas veces he acechado este instante de la caída en el sueño! Pero viene sin que se sepa, y pienso que lo mismo sucede con la

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oración con o sin palabras” (J. Green, Vers l'invisi­ ble Livre de poche).

su Padre, decid lentamente: “Padre nuestro que estáis en el cielo,

Teresa ha experimentado este hecho habituai en la vida de oración, según el principio que enunciábamos más arriba, a saber, que se piensa en el Otro antes de inquietarse por sí. Y experimenta esto sobre todo en los períodos de sequedad:

"y esté en la consideración desta palabra tanto tiempo, quanto halla significaciones, comparacio­ nes, gusto y consolación en consideraciones perti­ nentes a la tal palabra" (San Ignacio, Ejercicios n.u 252).

“Algunas veces, cuando mi espíritu se encuen­ tra en una sequedad tan grande que me es impo­ sible formar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un "padrenuestro”, y lue­ go la salutación evangélica. Estas oraciones, así rezadas, me encantan, alimentan el alma mucho más que si las recitara precipitadamente un cen­ tenar de veces..." (Ms.C, F25vo). ¿Qué sucede cuando una persona dice lentamente las palabras del Padrenuestro? A fuerza de golpear su cora­ zón con las palabras mismas de Cristo, lo atraviesa y hace brotar el Espíritu oculto en el fondo de su corazón, del que ni él mismo tiene conciencia. Es poco más o menos lo que dice san Pablo en Romanos (8,26): “Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como con­ viene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefabiles”. A los que trabajan duramente en la oración, quisiéra­ mos darles este sencillo consejo de Teresa. Tomad una hora entera y el texto del “Padrenuestro”, pues hace fal­ ta mucho tiempo para recogerse y hacerse una persona atenta, capaz de permanecer en la oración con una sola palabra. Cuando hayáis hecho silencio para que el espí­ ritu venga a vosotros para recitar la oración de Jesús a

Luego se hará lo mismo con las demás frases del Pa­ dre Nuestro. Sin duda no llegaréis a terminar el texto al cabo de la hora, no importa. Lo esencial no es meditar sobre las palabras de Cristo, sino prensarlas en el cora­ zón y recitarlas con los labios. Así, cuando digáis: “San­ tificado tu nombre” volved esta frase y decir: “Santifica tu nombre”, “Muéstrate Santo!” A lo largo de esta ora­ ción habrá que fijarse en Cristo y mantenerse en sus pa­ labras, rechazando toda otra imagen o idea. Tenéis que vencer el aburrimiento. Pero estad persuadidos de que una vez salidos de la oración, sorprenderéis a vuestro corazón “en flagrante delito de oración”. Esta manera de orar es muy nutritiva para la vida de unión con Dios. Teresa comprende esto desde el interior y cuando co­ mienza a decir el Padrenuestro se detiene y no puede avanzar. Comprende ya lo que veremos en là eternidad. En una palabra, gusta ya el cielo en la tierra y no ve bien lo que tendrá de más en el cielo que no tenga ya en la tierra. Comprueba plenamente el fin que Teresa de Avila ha señalado a sus hijas cuando les invita a hacer ora­ ción. Un día en que se hablaba delante de Teresa de Lisieux de los prestidigitadores e hipnotizadores, gritó: “¡Cómo me gustaría ser hipnotizada por Cristo!”. En el fondo, hacer oración para la gran Teresa, como para la pequeña, es aceptar el ponerse durante una hora bajo la

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irradiación fulgurante de la mirada de Dios, que pénétra. hasta el fondo del corazón, como un laser. Me maravilla hoy el ver a tantos religiosos y religiosas que corren detrás de todas las técnicas orientales —que no desprecio— para aprender a orar. Me dan ganas de decirles: “¡No vayáis a buscar entre los hindúes, mirad a vuestro perro que espera la vuelta de su dueño, y sabréis lo que es esperar la vuelta de Jesucristo y, por tanto, hacer oración!” No es gracioso el ser un pobre perro que no puede hacer nada para salir de la situación de esperar porque no tiene ninguna otra carta de recambio para distraerse esperando la venida de su dueño. Está obliga­ do a aburrirse hasta el momento en que le vea. Pienso aquí en Teresa de Avila, tiene sesenta y siete años la víspera de su muerte, está sobre su jergón. El P.' Antonio de Jesús le lleva el Santísimo Sacramento. Se esfuerza en enderezarse, y mirando a Cristo Eucaristía: “Tiempo es ya que nos veamos... Ya es tiempo de cami­ nar”. Pero Teresa está en camino desde siempre, desde que se puso a hacer oración. Esta es la oración de abandono en Teresa: "Un día entré en la celda de nuestra querida hermanita y quedé sobrecogida ante su expresión de gran recogimiento. Cosía con gran actividad y, sin embargo, parecía perdida en una contempla­ ción profunda: —¿En qué pensáis —le pregunté. —Medito el Pater —me respondió—. ¡Es tan dulce llamar a Dios: Padre nuestro. Y las lágrimas brillaron en sus ojos" (C v R III, 33). Para terminar, quisiera citar un texto lleno de humor dado por Henri Brémond. Podría aplicarse a Teresa

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como a todos los pequeños a los que se les revelan los misterios del Reino. Ilustra bien lo que hemos intentado decir muy imperfectamente: "La Madre, de Ponçonnas, fundadora de las Bernardinas reformadas, en el Delfínado, estando en su infancia en Ponçonnas, cavó en manos de una vaquera que le pareció tan rústica que pensó no tenía ningún conocimiento de Dios. La tomó aparte y comenzó con todo interés a trabajar en su instrucción. Esta maravillosa hija le pidió con abundantes lágrimas que le enseñase lo que tenía que hacer para terminar su Pater, pues, decía en su lengua montañesa: "Yo no sé llegar hasta el fin. Desde hace casi cinco años, cuando pronuncio esta palabra ‘Padre’, y considero que el que está allá arriba, decía levantando el dedo, que aquel es mi Padre, lloro y me quedo todo el día en este estado cuidando mis vacas" (Brémond, Hist. du Sentiment réligieux, II).

Capítulo X TERESA DESCUBRE UN CAMINO NUEVO

La vida de un santo está en continua evolución, y la vida de Teresa no ha escapado de esta ley de crecimien­ to. No ha tratado nunca de saber dónde estaba en su caminar, pues no quería acumular méritos. Le impprta poco morir joven o anciana, “lo único que desea es dar gusto a Jesús”. Pero al atardecer de su vida, en el mo­ mento en que canta las Misericordias del Señor para con ella, escribiendo la Historia de 'su alma, lanza una mirada sobre las diversas etapas recorridas. Al escribir, se sitúa ante Dios fijando los movimientos de su acción en ella para conservar espiritualmente el recuerdo d£ ella y juz­ gar de- la dirección que le imprime. El encadenamiento de las grandes etapas de su vida, las contempla por las cimas. Comprende con alegría que todos los instantes de su destino humano han sido trans­ figurados por la acción de Dios y da gracias por ello. Nuestro propósito aquí no es trazar la curva de su cami­ nar, que se realiza de manera distinta en cada santo; otros lo han hecho muy bien para Teresa, estamos pen­ sando en el P. Conrad de Meester en su libro Les mains vides. Quisiéramos sencillamente retener una sola etapa.

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que nos parece fundamental para el propósito de este’ libro, a saber: el momento en que entra en lo que llama “su caminito nuevo”. Entonces inicia su movimiento de abandono. El descubrimiento del movimiento de abandono está ligado en ella a la toma de conciencia de su camino nue­ vo, camino muy recto y muy corto. Lo que nos permite afirmar esta ligazón entre “camino nuevo” y “abando­ no”, es una expresión bisagra que aparece en los dos textos en que habla del abandono y de su caminito. Alu­ de entonces “a los brazos de Dios o de Jesús”. Citemos de memoria estos dos textos. El primero en el que habla del abandono: "Jesús se complace en enseñarme el único cá* mino que conduce a esta divina hoguera. Este ca­ mino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre... (Ms.B, F 1ro). Y el segundo texto va a enriquecerse con dos nuevas imágenes, las de la escalera y del ascensor, que serán los brazos de Jesús: “Yo quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús, ya que soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfec­ ción... ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo, son tus brazos, oh Jesús!” (Ms.C, F3ro).

1.

No apoyarse en nada

Pero volvamos a esta etapa del abandono en el cami­ nar espiritual de Teresa. Olvidemos un poco el camino

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pero aprovechando, sin embargo, su enseñanza. Lo me­ jor es comprender lo que ha querido decir para que po­ damos permanecer flexibles cuando Dios nos invite a doblar el espinazo para entrar en .este camino del aban­ dono. Teresa ha deseado siempre ser una gran santa y ha venido al Carmelo para Jesús solo. Añade que el Señor le ha dado la gracia de no tener ninguna ilusión y de encontrar en el Carmelo la vida tal como era: esto indica un gran realismo, a los quince años. Desde que tuvo conciencia, Teresa se entregó a Dios sin reserva, pero no podía evitar el querer esta perfección de una manera hu­ mana y demasiado activa. Todos soñamos con una san­ tidad conseguida a fuerza de puños. Sabe por experien­ cia que no hay que apoyarse en nada, ni en sus méritos, ni en su voluntad, ni en sus recursos humanos. Pero es normal hacer planes de santidad, mortificarse para alcanzar el fin que uno^ se ha fijado y que es éste: Dios mismo y su santidad. El hombre estará siempre tentado de querer adueñarse de Dios por medio de sus obras, de su ascesis y de su oración: todas estas actitudes son mcvimientos falsos. No debe levantar las manos para apoderarse de Dios, sino que debe bajarlas en un movimiento de acogida y de deseo. Hay que desear a Dios con todas las fuerzas de su ser, pero renunciando a conquistarlo. Teresa ha puesto por obra todos sus recursos huma­ nos, pero se da pronto cuenta que esto es poca cosa. Hay en nuestra necesidad de actividad, llevada con vis­ tas a la santidad, mucho'amor propio, hay sobre todo un instinto de poseer y de realizar en el que se desliza fácilmente el orgullo:

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"¡Ah! ¿De modo que queréis poseer riquezas? Apovarse en eso es apovarse en un hierro ardien­ te" (C y R II, 22).

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Y por eso en nuestras relaciones con Dios y en las relaciones con nuestros hermanos, nuestros mejores de­ seos tienen necesidad de ser purificados. Diría: cuanto más apuntan a un fin más elevado, más limpias deben de ser nuestras intenciones, como el sarmiento de la viña. Entonces, Dios se pone a trabajar en nosotros —por otra parte, no ha dejado nunca de actuar— para tratar de hacernos comprender que hemos calculado mal el gasto. Tenemos que comprender que Dios no es sólo el fin hacia el cual tienden todos nuestros esfuerzos, sino que el es también la fuente de donde nacen. Para muchos de nosotros, es preciso un serio trabajo de la gracia que nos haga comprender esto, es la obra de las purificaciones pasivas descritas por san Juan de la Cruz. Surgen en nuestra vida crisis más o menos agudas —sean tensiones de nuestra sicología o sucesos exterio­ res importa poco—, lo esencial es que descubramos ex­ perimentalmente que Dios es todo y que nosotros no somos nada. De hecho. Dios ahonda en nosotros el sue­ lo de la humildad para poder hacer germinar en él el gra­ no de la santidad. Habría un medio de escapar de estas crisis: es estar por debajo de tierra para que Dios no tenga nada que limar. En una palabra, los humildes no tienen nada que temer en este terreno. Porque Teresa era profundamente humilde, recorde­ mos sus últimas palabras, sobre su lecho de muerte: “Sí, me parece que nunca he buscado más que la verdad. Sí, he comprendido la humildad de corazón...” A causa de esta humildad ha comprendido muy pronto que Dios lo

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hacía todo, que ella no podía hacer nada, sino consentir a Dios: "Porque era profundamente humilde, Sor Tere­ sa del Niño Jesús se sentía incapaz de subir la ás­ pera escalera de la perfección: por eso se dedicó a volverse cada vez más pequeña, a fin de que Dios se hiciese completamente cargo de sus cosas y la llevase en sus brazos, como acaece en las familias con los niñitos. Quería ser santa pero sin crecer” (C y R II, 40). Aunque era muy humilde, Teresa no ha sido dispensa­ da de experimentar su impotencia. Sus mejores deseos han debido pasar por el crisol de la purificación. Ha comprendido vitalmente lo que decía un viejo trapense a las monjas de las cuales era capellán: “Dios hace todo, pero depende de nosotros el que lo haga todo”. Cuando evoca la ruda escalera de la perfección, no puede olvidar que cuando era niña no podía subir la escalera sola, sin gritar a cada escalón: ¡Mamá! ¡Mamá! (Carta de Mme. Martin a Paulina, nov. 1875).

2.

A pesar de mi pequenez, puedo aspirar a la santidad

He aquí cómo se expresa sobre este tema a Madre María de Gonzaga. Este texto es fundamental en el ca­ minar d*Teresa; hemos citado trozos, pero hay que leer­ lo entero: "Sabéis, Madre mía, que siempre he deseado ser santa, pero, ¡av!, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre

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ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequéñez puedo aspi­ rar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo" (Ms.C, F2vo). Una vez que ha tomado conciencia de su impotencia, de sus imperfecciones, y sobre todo después de haberse aceptado tal como es. Dios puede revelarse a Teresa como Aquel que está pronto a hacer todo el trabajo. Al principio, trataba de ir hacia Dios y sobre todo de amar­ le; al final, comprende que basta con dejarse amar por El. Esto supone en ella una luz muy profunda sobre la dimensión totalmente loca del amor de Dios para con ella. Teresa no ha decidido un buen día entrar en el “ca­ minito” y abandonarse a Dios; pero el 9 de junio 1895, recibió la gracia de comprender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado” (Ms.A, F84). Descubrir este Amor es todavía una conversión. El hombre no se convierte a Dios, sino que es siempre Dios el que se convierte al hombre en Jesucristo y le pide acoger este amor abandonándose a él. Cuando un hom­ bre ha comprendido que Dios le había amado primero y que este amor estaba trabajando en su propia vida, no le queda más que una cosa por hacer: dejarse amar por Dios. Desde que Teresa ha entrevisto este rostro de amor, ha habido un cierto número de palabras y de expresiones que han adquirido importancia para ella:

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abandono, silencio, escuchar, mirar, prestar atención, dejarse hacer... ,Todo esto tiene precio a los ojos de Dios porque es solamente lo que nos permite recibir a Dios y reflejar lo infinito. San Ireneo decía: “Lo propio de Dios es hacer, y lo del hombre dejarse hacer” (Advenus Haereses).

Teresa traduce muy bien esta experiencia en una carta a su hermana Celina: "Cuando Jesús mira a un alma, inmediatamente le da su parecido divino, pero es necesario que esa alma no cese de fijar sólo en él sus miradas” (Cartas, 26.6.1892). Teresa ha recibido en el curso de su vida algunas gra­ cias místicas de este género. Pensemos en la de 9 de ju­ nio de 1895, en la que descubre el Amor misericordioso, sin olvidar la de 7 de julio 1897, que está en la línea de la de junio. Comenzaba en el coro el Viacrucis: "Cuando de repente me sentí presa de un amor tan violento hacia Dios que no lo puedo explicar, sino diciendo que parecía como si me hubieran hundido toda entera en el fuego. ¡Oh!, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo. Me abrasaba de amor, y sentí que un minuto más, un segundo más, y no podría soportar aquel ardor sin morir” (Cuaderno Amarillo 7-7-2). Hay otra gracia de la cual se ha hablado muy poco, porque se sitúa en el comienzo de su vida religiosa, en el momento de su toma de hábito, en julio 1889. Sin em­ bargo, es interesante anotarla, pues Teresa dice al final una frase que explica las locuras de amor que pueden realizar algunos santos. Es una gracia que se parece al

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“vuelo del espíritu” que arranca a un hombre de su vida normal: es en el momento en que va a orar al jardin en la gruta de santa Magdalena, está sumergida en un gran recogimiento: "Es como si me hubiesen echado un velo sobre todas las cosas de la tierra... Estaba enteramente escondida bajo el manto de la Santísima Virgen. Por entonces, me habían encargado del refecto­ rio, y recuerdo que hacía las cosas como si no las hiciera, como si me hubieran prestado un cuerpo: Permanecí así durante toda una semana. Era una cosa sobrenatural muy difícil de explicar. Dios sólo puede colocarnos ahí y basta algunas veces para desprender a un alma para siempre de la tie­ rra” (Cuaderno Amarillo, 11.7.2).

3.

¡Oh!, ¡no es eso!

Se comprende después de tales gracias que esto baste a despegar a uno de la tierra. Se cuenta que san Ignacio de Loyola estaba atormentado por tentaciones contra la castidad; un día, la Virgen se le apareció y ha confesado luego que no había vuelto a ser tentado en este terreno. Cuando leemos la vida de Teresa de Lisieux, nos admi­ ramos al ver la calidad de su amor, su espíritu de renun­ ciamiento y todo lo que ha hecho. Un día en que sufría moralmente (a causa de la prueba de la fe, al final de su vida) y también físicamente, alguien habló de heroísmo ante ella. Y respondió: “¡Oh!, ¡no, no es eso!” En esta respuesta, no hay tan sólo una rectificación, se da el sufrimiento de uno que no es comprendido, un poco como Cristo sufría de la dureza de corazón de sus apóstoles que no comprendían nada. Es como si dijese:

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No comprendéis nada... Estáis al otro lado de la placa... Pensáis que es heroísmo, debido a una “voluntad de hie­ rro”, como decía un día un predicador a propósito de Teresa. ¡No, no es eso! Si me atreviera, diría que no podía obrar de otra manera. Hay algo más en Teresa, que no es ya de la tierra y que señala el Espíritu de Pentecostés. Desde el día en que el Amor le ha penetra­ do por todas partes, ha estado rodeada y transformada por él. Como dice el P. Molinié, O.P.: “Le ha caído el cielo sobre la cabeza”. Y a partir de ese día, Teresa, como todos los demás santos, eran capaces de las mayores lo­ curas por Dios; entregar su cuerpo a las llamas o, como el P. Kolbe, ofrecer su vida a cambio de otro prisionero. En otras palabras, es el poder de Dios, la “dynamis tou théou” de la que habla san Pablo que les reviste. Cómo explicar de otra manera la actitud de Teresa y la del P. Kolbe. Con heroismo hubiera podido ofrecer su vida, pero no transformar ese búnker del hambre en un lugar en el que todos esos muertos vivos cantaban cánticos. Es preciso que súbitamente estos hombres sean puestos en presencia del cielo, del Espíritu de Pentecostés para ha­ cer cosas semejantes. Decimos a \^eces: “No sería capaz de obrar como el P. Kolbe”. Y todos estamos ahí, si la fuerza de arriba y el poder de Dios no se nos dan, pero el día en el que el rostro de Cristo Resucitado se muestre a nosotros, sere­ mos capaces de todo. Santa Perpetua sufría horrible­ mente en prisión, con los dolores de parto; y el verdugo le dijo: “¿Qué pasará mañana en la arena?” Y ella le responde entonces: “Hoy sufro por mí misma, mañana otro sufrirá en mí”. Por tanto, no digamos: “Si tuviese la décima parte de

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la voluntad de Teresa, lo conseguiría”. No está ahí el problema, y en este terreno, Teresa se daba perfecta cuenta de que era tan pobre como nosotros. Nuestra ad­ miración por el valor de los santos les haría sonreír, pues han sido movidos y empujados por el poder de Je­ sús resucitado que les comunicaba su espíritu.

4.

Abandonarse en los brazos del Padre

Cuando se ha recibido esta revelación del amor de Dios se es capaz de todo y, en primer lugar, de abando­ narse a su acción. Es como si Dios nos dijese: “Te amo muchísimo más de lo que tú sospechas, abandona entre mis manos todas las palancas de mando”. Es la situa­ ción del barco que atraviesa el canal de Suez: jLcapitán debe abandonar el timón en manos del piloto. Es una de las mejores imágenes de la fe y de la confianza que conozco. Es la comparación del ascensor utilizada por Teresa: "Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse el trabajo de subir los peldaños . de una escalera; en las casas de los ricos el ascen­ sor la suple ventajosamente" (Ms.C, F2-3). Veremos en el próximo capítulo, que dos o tres años antes, Teresa había dicho a sor María de la Trinidad que se desanimaba precisamente frente a la escalera de la perfección. “Pronto, vencido por vuestros inútiles esfuerzos (Dios) bajará él mismo y, tomándoos en sus bra­ zos, os llevará para siempre a su Reino" (Deposi-

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ción de sor María de la Trinidad. P. A. Baveux. Tomo III, F. 850). ¿Qué es abandonarse a Dios? Es algo distinto de subir a él, es mucho más profundo, es una disolución total de Teresa en la voluntad de Dios. Es lo que el P.de Caussade, con todos los espirituales, llama abandono en la Pro­ videncia divina. Para hacernos comprender la diferencia entre el don total y el abandono, Teresa ha contado la historia del bienaventurado Suzo. Era un amante de la sabiduría y se mortificaba de una manera'terrible para obtener esta sa^duría; un ángel !#le apareció un día y le dijo: “Has­ ta ahora eras un simple soldado, ahora te voy a hacer caballero. Abandona todas estas mortificaciones y no decidas ya más por ti mismo. Yo lo arreglaré todo”. Al leer esta historia, Teresa del Niño Jesús decía: “Yo he sido desde el principio caballero”. Era tan humilde y por eso tan purificada —lo hemos dicho más arriba— como para no conocer esos combates en los que el hombre quiere rivalizar £n generosidad con Dios. En el fondo, nunca ha decidido por sí misma y cada vez que Dios la tocaba no oponía ninguna resistencia, y por eso obtenía todo lo que pedía. Dios resiste a nuestras peticiones por­ que discutimos con él. Henri Suzo ha recibido una luz —tal vez a causa de su combate precedente— para com­ prender algo sutil y más exigente, pero de otro orden. Teresa ha sido puesta de entrada en el juego frente a este misterio de luz, que no ha sido dado, sino tardíamente al bienaventurado Suzo. Una conclusión para terminar este párrafo. Si quere­ mos entrar en la vía del abandono —algunos llegan a hacer de ello voto—, debemos desear esta luz y pedirla

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realmente Dios no nos la puede negar, si lo hacemos con buenos modales: “Por favor, Señor, muéstrame tu rostro de Misericordia. Desde ahora te agradezco el ha­ bérmelo concedido”. Podremos entonces, cómo san Pa­ blo, llevar el verdadero combate, el buen combate, no la lucha en la que pensamos tan a menudo. Será el tema de nuestro párrafo siguiente. Podemos, como Teresa, ser en seguida caballeros, aunque hoy no seamos más que de segunda clase. 5.

El Acto de abandono

El acto por el cual el hombre deja de caminar hacia Dios para abandonarse a él es puramente interior. Es una decisión de la libertad profunda de dar p^erencia al pensamiento de Dios y a su acción en nosotros. Por eso el abandono proviene de “la obediencia de la fe” de la que habla san Pablo dos veces en la carta a los Roma­ nos (1,5) y (16,26). El hombre alcanza en lo más profun­ do de su ser la actitud de Cristo y de todos los testigos de la fe que dicen: “Héme aquí, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Pero porque el hombre es carne y espíritu, esta deci­ sión interior debe tomar cuerpo en un acto que significa, a los ojos de Dios y a sus propios ojos, la decisión del hombre de vivir en adelante abandonado. Importa poco la fórmula que se utilice para hacer este acto, pero hay que ponerlo en los términos que corresponden a la deci­ sión interior. Por otra parte, el hombre, al vivir en el tiempo y en el espacio, tiene necesidad de renovar este acto, pues su libertad es fluctuante. Algunos renovarán este don cada día en la Eucaristía y otros en las grandes etapas de su vida (ejercicios, retiros, etc.).

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La fórmula varía según la decisión interior; lo mejor sería componer cada uno su acto de abandono como lo ha hecho Teresa a propósito del Acto de Amor. Se pue­ de utilizar también la oración del P. de Foucauld o el Acto de-Ofrenda al Amor Misericordioso de santa Tere­ sa o una consagración a la Virgen. Algunos más acos­ tumbrados a los ejercicios tomarán el “Suscipe”. Es siempre preferible que sea pronunciado al final de un retiro y preparado por contemplaciones variadas que nos orienten hacia el abandono. Lo esencia|g&n este asunto es que demos a Dios “carta blanca” para que su voluntad se'cumpla en nosotros y que consintamos en ello totalmente. La lectura de los capítulos 11 y 12 de la carta a los Hebreos puede ayu­ damos a vivir esta actitud de fe: "Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, v salió sin saber a dónde iba" (Hb

11,8). Propiamente hablando, este Acto cuando se hace por iniciativa de Dios, señala una entrada en la vía mística. Lo que constituye la esencia de esta vida no son los fe­ nómenos extraordinarios, sino un predominio de la ac­ ción del Espíritu en nosotros. El hombre se siente lleva­ do por la vida de Dios y su barca es guiada por el soplo del Espíritu. No decide ya nada por sí mismo y espera que Dios le mueva por la acción de su gracia. Siente que toda su vida está como actuada y movida por el Espíritu Santo. De aquí vienen las oraciones de quietud y de silencio. Como Agar, el hombre puede decir en la oración: “Eres un Dios que ve” (Gén 16,13). Y tan pronto como en la

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vida o en Abraham: cribir esta mant dice

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la oración surge una inquietud, dice como “Yavé proveerá” (Gén 22,24). Es difícil des­ oración cuando uno no la vive. El P. Lallesobre este tema que hay la misma diírencia

entre lo vivido y lo expresado, que entre un león pintado y un león en la realidad. No diría que esta oración no tiene dificultad, pues el hombre tiene a menudo la impresión de perder su tiem­ po; pero me atrevo a decir que es fácil en el sentido de que es dada al hombre gratuitamente y que la encuentra en sí sin esfuerzo. Se dice de san Ignacio que, llegado al final de su vida, “podía encontrar a Dios cuando quería y a cualquier hora” (Autobiografía, n.s 99). Le bastaba ponerse en oración para encontrar el sentimiento de la presencia de Dios. Como Teresa, que noWabía estado nunca tres minutos sin pensar en Dios, porque le amaba. Deseo y pido para que esta gracia, preparada para todos los que hacen el acto de abandono, les sea concedida en plenitud según su estado.

Capítulo XI LA T^TACION CONTRA LA ESPERANZA Y EL ABANDONO

Quisiéramos responder ahora a una pregunta práctica que todo hombre, comprometido en el seguimiento de Cristo, se plantea más o menos. Un día u otro, llegamos a tope en nuestra marcha hacia Dios y experimentamos que nuestras fuerzas nos traicionan: "Queréis escalar una montaña, y Dios quiere haceros descender al fondo de un valle fértil, don­ de aprenderéis el desprecio de vos misma” (C v R II, 16). Muchas peripecias nos obligan a plantear el problema que resulta de una tensión entre estas dos actitudes: “es­ calar” o “bajar”. Es, pues, el problema fundamental de la esperanza el que se nos va a plantear.

1. Escalar o bajar La solución nos la da Teresa en los Manuscritos. Lo que diré aquí será el comentario de su mensaje a través

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de sus luchas. Para aprovechar este mensaje hay que ser tentado en el terreno de la esperanza y de la confianza. Diré que es poco más o menos la única tentación def. vida. No se trata de una tentación contra el abandono. El P. Liberman, que fue uno de los más grandes maes­ tros espirituales del siglo XIX. nos ha dejado muchas car­ tas de dirección. Y dice poco más o menos esto: una de las cosas que más paralizan a los hombres en sus relacio­ nes con Dios y que les impide el avanzar más, es la falta de confianza y de esperanza. Y añade que este es un punto en el que el director deberá trabajar lo más enér­ gicamente posible para saber la calidad de la confianza de su dirigido, sin detenerse en los “problemas y •*pestades” que le inquietan. ¿Qué sabe el hombre que no ha sido tentado contra la esperanza? Diría que en nuestra época es la tentación que acecha sobre todo a los cristianos, no tanto una cri­ sis de fe cuanto una crisis de esperanza. Los militantes, los sacerdotes, los simples cristianos, se sienten tentados de bajar los brazos y decir: “¿Qué podemos hacer ante esta situación?” Es lo que explica el desinterés de los militantes por la acción política o sindical y el interés por los servicios concretos como lo hace la Madre Teresa. El hombre mayor en la fe es el que ha conocido estas tentaciones contra la esperanza y las ha atravesado. El hombre pequeño no ha conocido estas tentaciones, las que forjan un cristiano y le hacen pasar de la infancia a la edad adulta. No se trata de buscar “trucos” —permi­ tidme la expresión— para esquivar estas tentaciones. Pienso en todos los que dicen: “No hay pecado, no hay infierno”. Hay que luchar contra todo sentimiento de culpabilidad, es cierto, pero no evacuar el temor real de

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Dios. Una de las razones por las cuales la moral está en crisis, es que rechazamos el reconocernos pecadores y el temer a Dios. Los que rechazan el temer y el gritar hacia Dios rechazan al mismo tiempo la tentación contra la esperanza, pues se dispensan de la confianza en el Amor misericordioso, como dice Teresa. Dios no es una especie de abuelo indulgente y bona­ chón que pasa la esponja sobre nuestras majaderías. Tie­ ne demasío respeto por nuestra voluntad para obrar así. No se puede hablar de la misericordia si no se cree en su justicia y en su santidad. Y la misericordia es pre­ cisamente este poder que Dios tiene de tomar un cora­ zón endurecido, tocarlo y arrancar un grito al que no puede resistir. Es la confianza lo que nos hace gritar ha­ ya Dios. Es lo que justifica la confianza sin límites que nos predica Teresa del Niño Jesús. Cuando un hombre no lanza este grito de confianza hacia Dios porque se duerme en la falsa seguridad del sueño, está separado del Amor misericordioso por un abismo. Hay hombres Nasí, que han llegado a una plena tranquilidad de conciencia porque han suprimido en su vida las exigencias de Dios. Debo poneros en guardia contra toda doctrina que hiciese inútil el mensaje de Te­ resa sobre la confianza. No se trata de asustaros, sino de animaros entregándoos la verdadera seguridad de los pobres. La doctrina de Teresa se dirige a los que querrían re­ nunciarse y no lo consiguen. Si padecéis el estar sin amor de Dios y lo confesáis humildemente, entonces Te­ resa tiene una palabra para vosotros. Pienso aquí en la hermosa oración de María-Noel que Teresa podría to­ mar a su cuenta:

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“Dios mío, no os amo, ni siquiera lo deseo. Me aburro con vos. Tal vez ni siquiera creo en vos. i Pero mírame al pasar. Resguardaos un momento en mi alma, ponedla en orden de un soplo sin parecerlo, sin decirme nada. Si tenéis ganas de que crea en vos, traedme la fe. Si tenéis ganas de que os ame, traedme el amor. Yo no lo tengo y no puedo nada. Os doy lo que tengo: mi debilidad, mi dolor. Y esta ternura que me atormenta y que vos veis tan bien... Y esta desesperación... Y esta ver­ güenza enloquecida. Mi mal, nada más que mi mal... ¡Y mi esperanza! Es todo".

2. La esperanza en Teresa Si hacéis la oración de María-Noel desde el fondo del corazón y no de dientes afuera, estáis preparados para entender el mensaje de Teresa sobre el Amor misericor­ dioso. Este mensaje ha sido muy traducido en lenguaje concreto por el P. Desbuquois, un especialista de Teresa en los años 1900-1920, en un libro que acaba de ser re­ editado: L'Espérance '. El P. Desbuquois era un hombre de acción, muy comprometido, fundador de la Acción Popular. Si este libro ha sido reeditado hoy, es porque responde a una espera de nuestra época, marcada por una crisis de esperanza. ¿Qué dice el P. Desbuquois? En primer lugar, precisa que Teresa se dirige a almas menos templadas que la suya. Las hermanas de Teresa han confesado siempre que era la fortaleza lo que le ca­ racterizaba. Al leer sus escritos, algunos tendrían peligro de engañarse sobre ella, creyéndola una “santa enclen1 L'Espérance, por le P. G. Desbuquois. Nouvelle édition, par P. P. Bigo S.J. Es. Beauchesne 1978.

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que”. Pues bien, Dios ha dado a Teresa una fuerza ex­ traordinaria, pero le ha dado también un instinto para hacer comprender que lo que ella enseñaba no suponía la fuerza que tenía. En una confidencia, Madre Inés decía: “Dios le ha dado muchos sufrimientos para autentificar su mensaje, pero esto no quiere decir que el sufrimiento forme parte integrante de su mensaje”. La parte quinta de “Consejos y Recuerdos” se titula “Fuerza en el sufrimiento’J^Teresa ha dicho también claramente a Celina y a María ae la Trinidad, a propósito del Acto de ofrenda al Amor misericordioso: « "en su intención, en efecto, no se trataba de ofrecerse con todo un lujo de sufrimieiftos supe­ rerogatorios, sino de entregarse, de abandonarse sin restricción a la Misericordia de Dios" (C v R III, 16). El mensaje de Teresa se dirige a hombres débiles y no a hombres fuertes, pero con la condición de que reco­ nozcan su debilidad y se abandonen a Dios. En el fondo, Teresa habla a los qúe como María-Noel no tienen ni su fe, ni su esperanza, ni su caridad. Secretamente reac­ cionamos así cuando se nos habla de la santidad y del amor de Dios, y lo malo es que nos resignamos a ello. Cuántas veces he cido esta reflexión: “La santidad no es para todo el mundo”. Primera falta contra la fe. A veces se añade: “La santidad no es para mí”. Y es entonces una segunda falta contra la esperanza. Teresa tiene la intención de hablar a esos hombres cuya generosidad vacila: que querrían renunciarse, cu­ rarse y amar a Dios en la medida plena de su vocación y que no lo consiguen. Normalmente, ¿qué es lo que se les dice a estas personas? El P. Desbuquois responde él mis-

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mo: “Sabed querer”. Son palabras escritas por un jesuí­ ta cuya preocupación educativa en los colegios es ense­ ñar a querer. ¿No es así como se nos ha tratado cuando’ manifestábamos nuestras dificultades? Se nos respondía: “¡Esforzaos! ¡Renunciaos!” Parece ser el lenguaje del evangelio: “Renunciaos, llevad vuestra cruz”. Es lo que dirá Casiano y todos los maes­ tros espirituales. No hay santidad sin renunciamiento: hay que tomarlo o dejarlo. 3. La verdadera santidad Es un lenguaje que tenemos peligro de olvidar hoy en que se “amabilizan” todas las doctrinas y aun el evange­ lio, diciendo: “Dios no pide tanto”. Y esto es grave, por­ que de un solo golpe borramos todo el evangelio y no tenemos necesidad del mensaje de confianza de Teresa. Quisiera citaros aquí un texto del P. de Guibert, antiguo Director de la “Revista de Ascética y Mística”, que se ha volcado mucho sobre lá vida de los santos. Cada vez que lo leo hace una profunda impresión en los oyentes: "El trabajo de la abnegación del yo es el trabajo capital de la vida. Allí está la vida espiritual, el punto prácticamente decisivo, la posición estraté­ gica dominante, cuya pérdida o ganancia decide de hecho la batalla de la santidad. La experiencia está ahí para probarlo. Que se examine la vida de los santos malogrados, quiero decir sacerdotes, religiosos o simples fieles, exce­ lentes, fervorosos, celosos, piadosos y entregados, pero que, sin embargo, no han sido sencillamente santos. Se constata que lo que les ha faltado, no es ni una vida interior profunda, ni un sincero y vivo

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amor de Dios y de las almas, sino una cierta pleni­ tud en el renunciamiento, una cierta profundidad de abnegación y totalidad del olvido de sí, que les hubiera entregado al trabajo de Dios en ellos. Amar a Dios, alabarle, cansarse, matarse inclu­ so en su servicio, son cosas que atraen a las almas religiosas; pero morir totalmente a sí mismas, os­ curamente, en el silencio del alma, desprenderse, dejarse despegar a fondo por la gracia de todo lo oue no es pura voluntad de Dios, he aquí el holoclusto secreto ante el que reculap la mayor parte de las almas, el punto exacto en el que su camino se bifurca entre una vida fervorosa y una vida de elevada santidad". * Se da ahí toda la diferencia entere un “santo hombre” y un “santo” sencillamente: el hombre santo trata de girar en tomo a Dios volando a baja altura, mientras que el santo ha superado la barrera del sonido; ha acep­ tado seguir a Cristo y renunciar a todo. Notemos que no se trata de hacer proezas de ascesis, sino, como dice el P. de Guibert, de “dejarse despegar a fondo por Dios”. Es el lenguaje del evangelio y nadie puede tocarlo y decir lo contrario: sería traicionar el evangelio. Teresa no dice lo contrario: “No hay que buscarse jamás a sí mismo en nada”. Conocemos el amor de Cristo en la medida en que nos renunciamos. Lo mismo sucede con el amor a nuestros hermanos: un hombre lleno del amor de sí no puede amar a los demás. Si trampeamos esto, no tenemos ya necesidad del mensaje de Teresa, pues su doctrina se dirige precisa­ mente a los que no pueden llegar ahí, a los que Cristo se refiere cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados” (Mt 11,28). Cristo se dirige a los que están fatigados y no pueden seguir tratando de

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practicar la ley sin conseguirlo, y no a los que descan­ san. Pero hay que tratar de hacerlo, sin embargo, y que­ rerlo. El mensaje de Teresa se dirige al que reconoce que debería renunciarse y no lo consigue. He aquí el proble­ ma práctico: “No hago el bien que debería hacer” (Rm 7,15). Frente a esta imposibilidad práctica, se da la tentación de confesar: “No puedo” y esto encierra una doble ver­ dad, dice el P. Molinié, que nos ha inspirado mucho en este párrafo. Las dos verdades son: 1. No puedo. 2. No quiero. Y la astucia del demonio es mezclar estas dos verda­ des con una especie de mezcolanza. — Si no queremos, somos libres y nadie nos puede obligar, ni siquiera nuestros determinismos. Si rehusa­ mos, es el juicio de Dios y al final el castigo. — Si no podemos, Teresa nos responde: “Si las almas más imperfectas comprendieran esto, no tendrían mie­ do”. Lo que es imposible a los hombres es posible para Dios. Es infinito, y para darnos la posibilidad. El nos envía la Fuerza del Espíritu Santo. La astucia espiritual está en no mezclar las dos. Quisiera daros ahora la respuesta de Teresa interpre­ tada por el P. Desbuquois. Cuando no conseguís renun­ ciaros en un punto, por ejemplo, la cólera, la impureza o la intemperancia, hay que intentarlo, sin embargo, sa­ biendo que no se trata de tener éxito. En Teresa, la fron­ tera está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan. Entre dos personas que obtienen los mismos resultados, puede haber un abismo: están los que quie­ ren renunciar y no pueden, y están los que se las arre­ glan para quedarse tranquilos. A fuerza de enfrentarse

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con el espectáculo de su debilidad, se duermen en una seguridad hipnótica: “¡Dios no pide tanto!”, dicen o. peor todavía, hacen morir en ellos todo sentido de pecado. Los primeros van a conocer la tentación contra la es­ peranza, y esto será su salvación, pues se van a ver obli­ gados a gritar “socorro” y a recibir de Dios una respues­ ta magnífica; pero si se apartan de esta tentación, se apartará^al mismo tiempo de lo que va a darles la sal­ vación y la santidad. En cierto sentido, la tentación va a ser el medio de gritar hacia Dios y, por tanto, de estar unidos a él. Lo que les va a permitir comprobar las pala­ bras de Jesús: “Es preciso orar siempre, sin desfallecer” (Le 18,1). Sobre este tema, san Juan Clímaco dice: 1

"No digas, después de haber perseverado largo tiempo en la oración, que no has conseguido nada; pues has obtenido un resultado. Qué mayor bien, en efecto, que unirse al Señor y perseverar sin descanso en esta unión con él” (Escala, 28,32,295), Editions Bellefontaines, P. Deseille). El peligro más grave que corremos aquí es esquivar esta tentación o desanimarse o apartarse de ella, no la tentación contra la generosidad, sino la tentación contra la esperanza y la confianza, de la que se trata en el “Pa­ drenuestro”, y por eso decimos a Dios. “No nos dejes caer en la tentación”. ¿Cómo va a jugar esta tentación? Lo veremos en el capítulo siguiente.

*

Capítulo

XII

AL PIE DE LA ESCALERA v ^ Nos hemos quedado aspirando a la sanfidad junto con la tentación contra la esperanza y la confianza. Miremos ahora cómo va a jugar esta tentación. He aquí cómo el P. Desbuquois explicita la respuesta de Teresa: “Mante­ ned vuestro esfuerzo, no os desaniméis. Pero, cuidado, cuanto más esfuerzo hagáis, más os desesperaréis”. La primera solución es suprimir el esfuerzo y he ahí la tranquilidad. La segunda solución çs la del evangelio: “Volved a ser niños que lo esperan todo de su Padre”. En el fondo, se ha comprendido muy mal el evangelio, se ha interpreta­ do el sermón del monte como un código moral: perdo­ nar a sus enemigos, presentar la mejilla derecha al que os golpeó en la izquierda, no desear una mujer en el corazón... Cosas todas ellas que son imposibles al hom­ bre. Cristo nos las ha pedido precisamente para hacer­ nos comprender que éramos incapaces de ello, después de haber tratado de realizarlas. Y sólo entonces nos pue­ de decir: “Hacéos como niños” (Mt 18,3). Y “lo que es imposible a los hombres es posible para Dios” (Mt 19,26). Notad que esta palabra de Jesús viene a conti­ nuación de una reflexión de los apóstoles sobre la impo-

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sibilidad de la castidad perfecta. Sólo entonces puede darnos su Amor para amar al Padre y hacer su voluntad con su corazón: “Para amaros, dice Teresa, necesito pe­ diros vuestro propio corazón”. Teresa no hace más que repetir el evangelio al decir­ nos: “Mantened vuestro esfuerzo, hacéos pequeños y hu­ mildes como un niño, mirad el corazón de Dios y espe­ rad de su amor la gracia de amarle y, por consiguiente, esperar contra viento y marea la gracia de renunciar a todo lo que no es él”. El camino de Teresa no es un camino de facilidad, pues no renuncia jamás a la ecua­ ción, amar a Dios igual a renunciar a lo que no es Dios. San Agustín decía ya “que había que amar a Dios des­ preciándose a sí, o amarse a sí mismo despreciando a Dios”. Para entrar en esta perspectiva, hay que ser lo sufi­ cientemente loco para esperar alcanzar lo que no conse­ guimos realizar por nosotros mismos, pero para esto hay que permanecer pequeño. Teresa dirá a sor María de la Trinidad:

"El único medio de hacer rápidos progresos en el camino del amor es el de permanecer siempre muy pequeña: así lo he hecho vo; también ahora puedo cantar con nuestro Padre san Juan de la Cruz: Y abatíme tanto tanto , que fui tan alto tan alto que le di a la caza alcance (San Juan de la Cruz, Tras un amoroso lance)

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gestos muy graciosos: abatíme... (Sor María de la Trini­ dad, “Vie Thérésienne”, 73).

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Levantar su piececito

Es una gimnasia que Teresa ha descrito a través de • una imagen%>rprendente y sugestiva de la que se sirvió sor María de la Trinidad que atravesaba una tentación contra la esperanza, pues Teresa era exigente para con sus novicias y no les dejaba pasar na^a. La novicia se ^desanimaba a la vista de sus imperfecciones y de sus esfuerzos aparentemente inútiles. Entonces Teresa le decía:1 f

"Me hacéis pensar en un niñito que empieza a tenerse en pie, pero que todavía no puede andar. Queriendo a todo trance llegar hasta lo alto de una escalera para unirse a su mamá, levanta su piececito para subir el primer peldaño. ¡Esfuerzo inútil! Vuelve a caer una y otra vez sin adelantar un paso". i Teresa acepta la situación de partida: el niño no puede subir ni un solo peldaño, pero levanta su pie. "Pues bien: sed como ese pequeñito. Por la práctica de todas las virtudes, levantad continua­ mente vuestro piececito para subir la escalera de la santidad y, sin embargo, no os imaginéis poder subir ni siquiera el primer peldaño, no. Pero Dios no os pide más que vuestra buena voluntad”.

Teresa tenía una hermosa expresión para designar esta En realidad, el caminito de Teresa no es otro que el “buena voluntad”, decía que era “una perrita” que os “camino estrecho” de san Juan de la Cruz, y hay q^e La totalidad de las palabras de Teresa en “Vie Thérésienne”, enehacerse muy pequeño para comprometerse en él: Un * a ' a . ro *979, n.° 73. D.C.L. Marie de la Trinité, l’amie d’une Sainte, escucho todavía decirme con un acento inimitable, co»

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salvará de todos los peligros y a la que no se puede resistir (C y R II, 9).

Al pie de la escalera

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Entonces Dios vendrá a buscarnos y nos llevará a lo alto de la escalera. Es la doctrina de Teresa dirigida a los que son tenta­ dos contra la esperanza y no ensayan ninguna otra solu­ ción. Entonces la puerta se abre y Dios nos hace subir. Sor María de la Trinidad dirá:

A los ojos de un hombre realista es absurdo. No se trata de intentar subir, no hay que ocuparse de otra cosa, sino sobre todo de tratar de amar a Dios. Teresa dice: “Si tenéis fe, sabed que en lo alto de la escalera. Dios os mira y os espera: “Desde lo alto de la escalera él os mira amoro­ samente. Muy pronto, ante vuestros inútiles es­ fuerzos, él mismo bajará a buscaros, y tomándoos en sus brazos, os llevará para siempre a su reino y nunca más le abandonaréis. Pero si dejáis de le­ vantar vuestro piececito, él os dejará mucho tiem­ po en la tierra.

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Sería absurdo tratar de subir la escalera si Dios no estuviese arriba, mirándonos y esperándonos. Y cuando estime que estamos bastante maduros, a punto —y esta es la paradoja— pues este esfuerzo aparentemente estéril e inútil produce un resultado: el de ahogar nuestras pre­ tensiones, nuestra dureza y nuestro orgullo, para hacer nuestro corazón maleable y flexible... Es el sentido de las maceraciones de los santos (como se maduran los pepi­ nillos en vinagre). "¿Para qué sirven los ayunos y las vigilias, pre­ guntaba un Anciano al Abad Moisés? El respon­ dió: "No tienen otro efecto que hundir al hombre en toda humildad. Si el alma produce este fruto, las entrañas de Dios se conmoverán respecto de él”. "El corazón del hombre como que se “marchi­ ta” y cuando “casi ha cedido a todas las tentacio­ nes”, Dios puede intervenir para enviarle la "fuer*' za santa” que necesita para vencer sus pasiones (San Macario. Pequeña carta "ad Filios Dei”)-

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f

"D^lde ese día, no me he desolado ya al verme siempre al pie de la escalera. Conociendo mi im­ potencia para elevarme tan solo un grado, dejo a las demás que suban y me contento con levantar sin cesar mi piececito con continuos esfuerzos. Espero así en paz el día feliz en q&e Jesús mismo baje para llevarme en sus brazos”. "En ese momento, me decía Teresa, ¿estaréis más adelantada al haber subido 5 o 6 peldaños por vuestras propias fuerzas? ¿Es más difícil a Je­ sús tomaros desde abajo que a la mitad de la escalera?

Y Teresa va a dar la razón profunda de su consejo que está más allá del resultado y apunta sobre todo a hacer­ nos humildes y ahogan nuestras pretensiones de apode­ ramos de Dios: "El no poder subir tiene todavía una ventaja para vos, es el permanecer toda la vida en la hu­ mildad, mientras que si vuestros esfuerzos fueran coronados de éxito, no alcanzaríais piedad de Je­ sús, os dejaría subir sola y habría peligro de que cavéseis al complaceros en vos misma” (Vie Théresiénne, enero 1980, n.e 77. D.C.L., Marie de la Trinité, l'amie dune sainte).

A nosotros nos toca hacer la aplicación a nuestra pro­ pia vida. Tratamos de luchar contra una tentación y no conseguimos nada. ¿Qué nos queda por hacer? Conti-

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Jean Lafrance Al pie de la escalera

nuar sencillamente, tratando de creer y esperar que el amor misericordioso nos espera al final de nuestros difí­ ciles esfuerzos y que vendrá a buscarnos. Si hacemos esto. Dios nos dará la gracia del Amor y a medida que éste crezca, crecerá en nosotros el espíritu de sacrificio. Y esta es todavía su doctrina: no se llega al amor por espíritu de sacrificio, sino que se llega al espíritu de sa­ crificio por el amor. ¿Y cómo se llega al Amor? Sigue siendo Teresa la que nos responde: “La confianza y nada más que la confianza es la que nos lleva al Amor”.

2.

para discernir el buen combate del malo. Hay que desear esta luz y pedirla para llevar a cabo la verdadera lucha. Teresa dirá al final de su vida a su hermana Celina: "Cuanto más avancéis, menos combates ten­ dréis, o mejor, con más facilidad los venceréis, pues veréis el lado bueno de las cosas. Entonces vuesttj^alma se elevará por encima de las criatu­ ras" (C y R VII. 20).

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San Benito dirá poco más o menos lo mismo en el Prólogo de su Regla: v ^ "A medida que se^vanza en la vicia monástica y

Cuanto más avancéis, menos combates tendréis

Teresa no da ninguna receta y no promete a sor María de la Trinidad que no tendrá ya combates, pero quiere situar el esfuerzo allí donde debe ser puesto. Habrá que • seguir luchando, pero no en el sentido en que pensamos. Hay que evitar a todo precio lo que nosotros llamamos “lucha”. Es el combate malo inspirado por el orgullo. Al principio, la novicia lucha torpemente en un combate estéril, condenado al fracaso, como el combate de san Pedro que quería seguir a Jesús hasta la muerte. Hay una primera fase en la que Pedro quiere ser fiel a Jesu­ cristo por sus propias fuerzas. En un momento dado, cuando Jesús le mira después de la traición, se derrumba en lágrimas y podrá entonces comenzar el verdadero combate: “He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe” (2 Tim 4,7). Pablo ha contado más con la gracia de Dios que con sus propias fuerzas y sus obras (2 Tim 1,9). Es el ejemplo del bienaventurado Suzo contado por Teresa. Hace falta una luz muy profunda y muy desgarradora

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en la fe, el corazón se dilata y en la indecible dul­ zura del amor se corre el camino de las enseñanzas divinas".

Teresa decía a menudo a sus hermanas que hay que luchar contra esa filosofía que dice: “La vida es dura” y confiesa secretamente: “Dios es duro”. Cuántos hom­ bres se enfrentan con Dios y no le perdonan el haberlos creado. Esto es una blasfemia, pues somos nosotros los que somos duros. Se le decía a Teresa: “La vida es triste; no, respondía ella, el exilio es triste, pero la vida es alegría: "A Dios, decía ella, que tanto nos ama, bastante le cuesta ya verse obligado a dejarnos en la tierra para cumplir nuestro tiempo de prueba, sin que tengamos que ir constantemente a decirle que aquí estamos mal, es necesario hacer como que no nos damos cuenta" (C y R III, 4). Hay que luchar diciendo: “Señor Jesús, ten piedad de mí. Reconozco que no puedo salir de mí mismo, que es a causa de mi orgullo y de mis faltas ocultas, pero no es

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culpa vuestra”. Entonces, cuando aceptamos el juzgarnos ante él, Dios puede revestirnos de su Misericordia. En ese momento nos envía una gracia como a Teresa el 9 de junio 1895 en que descubre el Amor misericordioso y se ofrece a él. La vida de los santos fue un combate, pero luchaban contra la dureza del corazón para tener confianza y pedir “socorro”. Es el único problema y la única dificultad de la vida: saber gritar a Dios. Es el verdadero combate, el de los siervos inútiles que cantan su amor y suplican a Dios: "Me lamentaba de que Dios parecía abandonar­ me... Sor Teresa replicó vivamente: ¡Oh, no digáis eso! Mirad: aunque no comprenda nada de lo que acontece, yo sonrío y digo: ¡gra­ cias! Aparezco siempre contenta delante de Dios. No hay que dudar de él, eso es falta de delicadeza. No: imprecaciones contra la Providencia, nunca; siempre gratitud” (C y R III, 23).

Al pie de la escalera

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siquismo, y puede ocurrir que si no somos directamente responsables de esta debilidad, lo somos en otro terreno, del que no tenemos conciencia. La liturgia nos hace pe­ dir a menudo a Dios: “¡Purifícanos de nuestras faltas ocultas!” Lo más sencillo es entonces no tratar de desen­ redar uno mismo sus responsabilidades, sino confesar humildem^e nuestra miseria, sin conocerla y pidiendo a Dios que nos la quiera revelan

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"Cuando no practicáis la virtud, no habéis de creer nunca que es debido a una causa natural, como la enfermedad, el tiempo*} el malhumor. Debéis buscar un gran motivo de humillación y colocaros entre las almas pequeñas, puesto que no podéis practicar la virtud, sino de una manera tan débil. Lo que ahora necesitáis no es practicar las virtudes heroicas, sino adquirir la humildad. Para ello será necesario que vuestras victorias va­ yan siempre mezcladas con algunas derrotas, de suerte que no podáis complaceros en ellas. Por el contrario, su recuerdo os humillará mostrándoos que no sois un alma grande. Hav algunas almas que mientras eátán en este mundo no tienen nun­ ca alegría de verse apreciadas de las criaturas, lo cual les impide creer que tienen la virtud que ellas admiran en otras” (C y R II, 10.

Para terminar, digamos finalmente que la actitud re­ comendada por Teresa a sor María de la Trinidad puede también ayudarnos a ver claro en la discusión que opone a veces vida moral o espiritual y siquismo. No es fácil de desgajar siempre la parte de responsabilidad del hombre en sus debilidades y caídas. Un siquismo deteriorado, por no decir desequilibrado, puede hacer fracasar a un hombre allí donde su libertad espiritual no está asenta­ CONCLUSION da. A menudo, parece que fracasa ante Dios a nivel de su conciencia clara, mientras que, en lo más profundo de su corazón, acepta a Dios. Teresa comprendió muy bien esto: “Es una gran prueba el verlo todo negro, pero eso 3. Para qué atormentaros? no depende totalmente de vos”. Quisiera dejaros con una de estas frases, la más pro­ Pero hay que tener cuidado, pues el plano de la liber­ funda tal vez del evangelio, que viene sin cesar a los tad está a veces implicado, sin saberlo nosotros, en el del

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labios de Cristo, cuando se dirige a los apóstoles y a los sigue el abandono: “¡Padre, en tus manos encomiendo discípulos: ¡“No tengáis miedo!” “¡No temáis, pequeño mi espíritu!” rebaño!” “¡Por qué atormentaros!” Y añade, en la tem- Para esto, hay que vivir de la gracia, en el instante pestad calmada, después de haber apaciguado su miedo, presente y sobre todo, dice Teresa, no hacer provisiones. esta palabra que debería bastar para pacificamos: Hay que abandonar el pasado a la Misericordia de Dios “¡Animo!, que soy yo, no temáis” (Me 6,50). y confiar el porvenir a su Providencia. San Juan de la En el fondo tenemos miedo porque estamos solos, Cruz dice que esto supone una purificación de la memo­ pero el día en que descubrimos la mirada atenta y llena ria, yo diría de esta facultad que ex-tste en nosotros de r de ternura del Padre, el abandono entre sus brazos suce­ suscitar temores y miedos, evocando recuerdos pasados. de al miedo. No se trata aquí de un optimismo beato, Los sufrimientos imaginarios son siempre insorportasino de una confianza fundada en el amor actuante de ^ bles y habitualmente no ocurren nunca. Dios. Podéis imaginaros la prueba que tendréis dentro de Teresa lo repite a menudo: no depende de nosotros el una hora o mañana, dice el P. Molinié, pero no podéis ver la vida de rosa o de negro. El miedo y la inquietud - imaginar la gracia que se os dará en ese momento. Des­ encuentra lejos sus raíces y habría que remontarse a la graciados de vosotros si contáis con vuestras propias primera infancia para comprender que hemos sido “trifuerzas más que con la gracia. San Benito dice a menu­ cotados” (según una hermosa expresión imaginada) en do que el monje cae a menudo porque presume de la el miedo y la rigidez. Hay que ver bien esta situación-de gracia de Dios. Los sicólogos nos dicen que si se pudiera suprimir la memoria de un hombre, se suprimiría al mis­ partida y aceptarla, luego podremos asumirla y emerger. mo tiempo su sufrimiento. Frente a la prueba actual, Muy a menudo la huimos, pues esta toma de concien­ hay que contar únicamente con la gracia del momento, cia nos revelaría la verdad de nuestro ser de criatura haciendo cada vez un acto de confianza. suspendida del amor del Padre. Entonces sentimos nece­ Quisiéramos dejaros con una frase de Teresa. Resume sidad de tranquilizarnos escapando de ella. Es un gran todo lo que hemos tratado de decir, tanto sobre la espe­ secreto el caer en el fondo del miedo, abandonarse a él ranza como sobre el abandono. Se trataba de una novi­ gritando socorro. Conozco personas que viven con un cia que le daba a conocer sus temores frente al porvenir temperamento muy miedoso y que, dejándose caer al y Teresa le decía poco más o menos esto: Ocuparse del fondo de su miedo, caen al mismo tiempo en Dios. Tie­ porvenir es meterse a crear y es ocupar el lugar de Dios. nen el valor de tener miedo y gritar: “¡Piedad, Dios mío!” Si tuviéramos el valor de tener miedo más profunda* mente, encontraríamos a Dios más profundamente toda* vía. Hubiéramos encontrado entonces la única actitud valedera para encontrar a Dios: el grito hacia él, al Que

Capítulo

XIII V

AGRADAR A DIOS ' Hemos seguido a Teresa por “el único camino que lleva al amor”, el del abandono. Hemos tratado de si­ tuar este camino en el conjunto de la geografía espiri­ tual, y sobre todo hemos trazado la topografía con las curvas y las sinuosidades, para que el que se comprome­ ta en él sepa dónde pone, sus pasos. Es tiempo ahora para terminar de volver a la intuición fundamental de Teresa, pues el camino se hace para pasar por él y no para quedarse en él. Y esta intuición es el amor. Me diréis que no hay nada'nuevo ahí dentro, puesto que el amor es el caudal del evangelio y por lo tanto de la santidad. Pero hay algo original en Teresa y que hemos anotado en los últimos capítulos; es que en ella no se llega al amor por el espíritu de sacrificio, sino que se llega al espíritu de sacrificio por el amor. Y, ciertamente, se llega al amor por la confianza y nada más que por la confian­ za. Y he aquí encerrado el camino del evangelio. Su her­ mana Celina ha calado bien la originalidad del mensaje de Teresa, para la que el amor de Dios no está tan sólo al final del camino, sino en su fuente. Es el amor lo que le hace obrar:

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"Al contrario de otros místicos que se ejercitan en la perfección para alcanzar el amor, sor Teresa del Niño Jesús tomaba como camino de la perfec­ ción el amor mismo. El amor fue el objetivo de toda su vida, el móvil de todas sus acciones" (C y R 111, 1).

1.

“Trabajo por agradarle"

Y, en ella, el amor va a tomar una forma de gratuidad y de discreción cuyo único objeto es dar alegría a Dios. Por eso va a utilizar una expresión que aparecerá a me­ nudo en su pluma y también en los escritos de sus hermanas: Agradar a Dios. Dirá a la madre María de Gonzaga:

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"Lo que (vuestra hija) estima, lo que únicamen­ te desea es complacer a Jesús" (Ms.C, F3"’)Vacilamos un poco al emplear esta expresión, pues ha sido devaluada por el uso amanerado que se ha hecho de ella. A cada paso, algunos la tenían en los labios, sobre todo cuando querían obtener un sacrificio de otro, diciéndole: “¡Esfuérzate para complacer a Dios!” Se ha hecho también de ella el resorte de una espiritualidad “de agua de rosas”. La palabra “placer” se admite mal hoy en día, pues las ciencias humanas la han asociado a satis­ facciones inferiores y groseras, y por eso se habla de una moral del placer. Y, sin embargo, pienso que no debe­ mos renunciar a ella, porque la encontramos en Teresa V corresponde en ella a una verdadera actitud espiritualTal vez sería más exacto decir en vez de “complacer”

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“alegrar a Dios”. Pienso en este niño de ocho años a quien se hablaba de una religiosa, que festejaba sus vein­ ticinco años de vida religiosa y que decía de ella: “Tiene la alegría de Dios”. Esta palabra “alegría” tiene una connotación más gratuita y más espiritual. Pero volvamos a la expresión de Teresa para ver la actitud espiritual que recubre, es siempre la misma: v “Durante su enfermedad me hizo esta confi­ dencia: No he deseado otra cosa que agradar a Dios. Si fc hubiese procurado amontonar méritos, en este momento estaría desesperada" (C y R III, 3). Sabe que nuestras mejores acciones tienen manchas ante Dios: "En su humildad, tenía en nada las obras que había realizado, y sólo estimaba el amor que las había inspirado” (C y R III, 3). Es un poco la actitud que deberíamos adoptar cuando hacemos un regalo a uno, el único motivo de gestión debería ser complacerle y darle alegría. Y si pudiese bro­ tar una sonrisa en sus labios, esto sería nuestra más her­ mosa recompensa. Jesús volverá a menudo en el Sermón del monte a este amor gratuito de los demás: "Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te­ néis? Pues también los pecadores aman a los que les aman... Si prestáis a aquellos de quienes espe­ ráis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los peca­ dores prestan a los pecadores para recibir lo co­ rrespondiente. Más bien amad a vuestros enemi­ gos: haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio” (Le 6,32-35).

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En el fondo, Teresa reacciona muy fuerte contra una espiritualidad de tipo utilitario y mercantil que trata de adquirir méritos en contrapartida de lo que se hace por Dios. El hombre no se justifica por sus buenas obras ni por la práctica de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (Gál 2,16). Un día he encontrado a un joven cisterciense que se había convertido después de una vida bastante agitada y que me dijo poco más o menos lo mismo que Teresa, ‘‘¿qué hay que hacer para amar a Dios sin que él lo sepa?”

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"No hay que apegar el corazón a esto... ¡Oh, no!, ante nuestra impotencia debemos ofrecer las obras de los otros; en eso consiste la ventaja de la comunión de los santos. Y no hemos de estar pe­ sarosos de esta impotencia, sino dedicarnos úni­ camente al amor" (C y R III 11 ).

2. No desperdiciar ningún pequeño sacrificio

^ Teresa está toda entera en esta frase: “Hay que apli­ carse únicamente al amor”. Y otra vez dirá: “Lo que nos importa es unirnos a Dios” (C y R III, 25). Pero el amor en ella no tiene nada que ver con deseos piadosos, es un amor que se traduce en obras. En una palabra, es un amor efectivo, como lo pide Cristo en el evangelio: “No son los que dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el Reino, sino los que hacen la voluntad de mi Padre, que está en los Cielos”. Ignacio de Loyola dirá lo mismo en la Contemplación para alçanzar Amor, que se podría comparar al Acto de ofrenda al Amor misericordioso: “El amor se debe poner más en las obras que en las El sueño de Teresa es deshojarse, es decir, proclamar palabras” (Ejercicios n.Q 23). que Dios sólo es importante y que nosotros somos inúti­ Teresa vinculará siempre el amor al don efectivo de su les: “Hay ya bastantes que quieren ser útiles”, dice. Es persona que se da a través de pequeñas obras. Tanto lo que proclama también la Virgen en el Magnificat, cuanto está despegada de las grandes obras y trabajos de porque sabe que todos los dones de Dios son gratuitos. penitencia deslumbradoras que llenan de orgullo, tanto Teresa se alegra y da gracias a Dios por todos los dones se agarra a las pequeñas acciones realizadas con amor. que le ha hecho. Da gracias por ser tan valiosa a los ojos En el fondo esto es obedecer a las sugerencias del Espíri­ de Dios siendo tan inútil. Por eso sueña en deshojarse y tu que nos conduce a la obediencia de Cristo y de la derramar sus fuerzas en libación, es decir, para nada, Iglesia. Y Cristo nos dice que no nos servirá de nada para complacer a Dios. Dirá a su hermana Celina Que haber obedecido todos los mandamientos si no hemos envidiaba sus obras y a quien hubiera gustado compone* obedecido al Espíritu. Dirá al joven rico: “Una cosa te sus poesías: "Los grandes santos han trabajado por la gloria de Dios, pero yo, que no soy más que un alma pequeñita, trabajo por agradarle, por satisfacer sus 'fantasías', y me sentiría dichosa de soportar los más grandes sufrimientos, aun sin que él lo supiera, si fuese posible, no para procurarle una gloria pasajera —aun esto sería demasiado her­ moso—, sino sólo para hacer florecer una sonrisa » en sus labios... Hay ya bastantes que quieren ser útiles. Mi sueño es el de ser un juguetito inútil en las manos del Niño Jesús...; soy un capricho’ de Jesusín..." (C y R III, 2).

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falta", precisamente el haber obedecido a su invitación gratuita de dejarlo todo. Para Teresa, deshojarse es con­ sumirse, arder en la llama de Dios, es probar su amor por medio de pequeños sacrificios. La palabra está arro­ jada y tiene una gran importancia, aunque haya peligro hoy de sonreírse ante ella. Una educadora me dijo un día: “Antes se hablaba mucho de sacrificios y muy poco de amor. Hoy se habla de amor y muy poco de sacrificios". i Es cierto! Todos hemos sido formados en esta concepción de que había que hacer “pequeños sacrificios” para mostrar nuestro amor al Señor. Hasta los contabilizábamos. Y esto no sucedía sin cierto riesgo de fariseísmo y, sobre todo, de creer que la santidad era obra de nuestra propia indus­ tria. La vida se ha encargado luego de desengañarnos y de mostramos como a Teresa, que sólo Dios podía ha­ cernos santos, pero tendríamos que volver a examinar hoy nuestra concepción del sacrificio. Escuchemos lo que dice Teresa: "¡Oh, Amado mío. así es como se consumirá mi vida!... No tengo otro modo de probarte mi amor que arrojando flores, es decir, no desperdiciando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, nin­ guna palabra, aprovechando las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor... Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor, de esta manera arrojaré flores delante de tu tro­ no. No hallaré flor en mi camino que no deshojepara ti... Además, al arrojar mis flores, cantar*-’ (¿se podría llorar al ejecutar una acción tan go/°' sa?), cantaré aun cuando tenga que coger mis U°‘ res de en medio de las espinas. Y tanto más mo!°’ dioso será mi canto, cuanto más largas y pun'/-an tes sean las espinas” (Ms.B, F4).

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¿En qué sentido habla Teresa de “pequeños sacrifi­ cios” para “complacer” a Dios? En el fondo, sabe muy bien qjifi.no se puede amar a Dios sin renunciarse, pero como no es capaz de hacer grandes cosas, se debe ale­ grar de poder hacer cosas pequeñas y esto con el solo objeto de proclamar su amor y sobre todo su obediencia a Cristo. Se sabe cómo Teresa había soñado en hacer grandes penitencias y he aquí que descubre que es inca­ paz. Es humillante querer lo infinito en sus deseos y ser limitado en la realidad física. ^Por eso madre María de Gonzaga le había pedido utimar en invierno una estufilla para que no tuviese frío en los pies. Y Teresa decía con humor: .

"Las demás se presentarán en el cielo con sus instrumentos de penitencia, y yo con un brasero, pero sólo cuenta el amor v la obediencia" (C v R III, 12).

Consideraba la obediencia por encima de todo y acon­ sejaba a sus novicias que no obrasen a su gusto en este terreno, sobre todo cuando se trata de pequeños permi­ sos que hay que pedir, y confesaba que estas pequeñas naderías eran un martirio. Se siente uno tentado de sonreír ante “estos pequeños sacrificios” y, sin embargo, tienen un valor inestimable para los que caminan en el seguimiento de Cristo, en el camino de infancia. Sonreímos, pero seamos honrados: ¿Somos capaces de hacer los grandes? Entonces, si no os sentís capaz de obedecer heroicamente en las cosas gran­ des —esto os será exigido más tarde por Dios, como Jesús dijo a Pedro: otro te ceñirá, mientras que tú te ceñías tú mismo hasta ahora— y de imitar a Jesús en la agonía, proclamad vuestro deseo por actos, que en su

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materialidad no cuestan más que esta proclamación. Sonreír, ordenar asuntos que se retrasan, aceptar en silencio una humillación, cerrar una puerta, escribir una carta desagradable, orar gratuitamente un cuarto de hora, prestar un servicio..., actos que no tienen aparien­ cia ninguna y que, de suyo, no os hacen avanzar en la vida espiritual, pero que proclaman vuestra impotencia para caminar hacia Dios por vosotros mismos. Esta sen­ cilla proclamación del hecho por obedecer a una inspira­ ción del Espíritu es una obediencia pobre y fácil. Y es precisamente lo que es fácil lo que se hace difícil, pues nos gusta siempre realizar hazañas para procurarnos a nosotros mismos una santidad a fuerza de puños.

3.

Sólo puedo ofrecer cosas muy pequeñas

Teresa no cesa de repetir a Celina y a las novicias: no os inquietéis por vuestras obras, no es esto lo que es importante, sino el amor que anima vuestra vida: “Id a | vuestro deber, no a vuestro gusto” (C y R V, 4), dice a su hermana. Gustad el hacer las cosas ocultas, con el solo fin de dar alegría a Dios y salvar a las almas: “jQué misterio! Con nuestras pequeñas virtudes, con nuestra caridad practicada en la sombra, nosotras convertimos de lejos a las almas... ayudamos a los misioneros” (C y R IV, 3). Ya ore, haga limosna o ayune, Teresa se oculta de la mirada de los demás y obra únicamente bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto. Oculta lo que tiene de mejor, para que sólo Dios goce de ello y de est? manera los demás se aprovechan más. En este sentido, es verdaderamente casta: “LaSantís'

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ma Virgen, dice, se ha cuidado mucho de guardar todo para sí^no puedo avergonzarme de hacer otro tanto”. “La castidad, dice el P. Molinié, es la alegría de ser el bien de Dios. Esta alegría nos inspira la ne­ cesidad de ocultarnos para pertenecerle, para que él sea el único que goce de nosotros; no revelarse a los demás, sino en la medida en que él mismo nos lo pide. El espíritu de castidad es, pues, el alma del silencio. Toda revelación inútil de nos­ otros mismos es ya algo impuro” (Retiro a los do­ minicos de Monligeon, N.y 6). ^Teresa vuelve incansablemente sobre estos pequeños sacrificios de los que está tejida toda nuestra vida. Y cuando uno experimenta su debilidad y su incapacidad para hacer estas pequeñas cosas, hay que alegrarse de su pobreza. Sor Genoveva le decía: "Vos sois'delicada con Dios y yo no lo sov, pero ¡cuánto desearía-serlo!... ¿Suple, acaso, mi deseo? Precisamente, sobre todo si aceptáis esa humi­ llación. Y si llegáis a alegraros, eso agradará más a Jesús que si nunca hubléseis cometido falta de delicadeza; decir: ‘Dios mío, os doy gracias por no tener nunca un sentimiento delicado y me alegro de que las otras lo tengan... Me llenáis de alegría, ¡Oh, Señor!, con todo lo que hacéis"' (C y R III, 5). El padre Bro dio por título a una de sus conferencias de Cuaresma en Notre-Dame: ¡Dad gracias a Dios de no tener esperanza!”

Tendríamos que leer el libro Consejos y Recuerdos, donde se ve concretamente cómo Teresa reacciona y vive el amor a través de las acciones más ordinarias de su v¡da. Lo expresa muy bien a la madre María de Gonzaga en los manuscritos:

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"Ya veis, Madre amadísima, que soy un aima muy pequeña que sólo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas. Y aún me sucede muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrifi­ cios, que tanta paz llevan al alma. Pero no me des­ animo por eso; me resigno a tener un poco meaos de paz v procuro estar más alerta en otra oca­ sión" (Ms.C, F3P). Teresa realiza, pues, actos pobres, sin dificultad raaterial, pero que significan su voluntad y su alegría de no obrar por sí misma; "Cuando una se renuncia a sí misma, se alcanza la recompensa en la tierra. Me preguntáis muchas veces el medio para llegar al amor; ese medio es olvidaros de vos misma v no buscaros en nada" (C y R IV, 171. Buscamos cosas difíciles porque nos buscamos un cierto brillo, el de haber hecho un esfuerzo por nosotros mismos. No se trata de esto. Cuanto más fácil es el acto, más verdadero es desde el punto de vista de la obediencia; "Me contestó sencillamente; que en las cosas de poca importancia había co- I gido la costumbre de obedecer a todas y cada una J por espíritu de fe, como si fuese Dios mismo quien le manifestase su voluntad" (C y R V, 7). Hay que aceptar que una obra no tiene otro sentido más que el de obedecer a Cristo y al Espíritu Santo. Bs el acto de amor más puro que podemos hacer, nos dio¿ Teresa. En nuestra vida espiritual podemos tener muchas

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cusas para nuestras faltas de debilidad: montar en cóle­ ra, por ejerflpk). Hay faltas que no podemos práctica­ mente evitar. Pero, por el contrario, hay pecados para los que no tenemos ninguna excusa, si no sería orgullo puro. Podemos siempre orar, por ejemplo, privamos de algo a lo largo de una comida, evitar una palabra que haga saltar el polvorín: es lo que Cristo busca, cosas muy sencillas que están a nuestro alcance y que se pue­ den hacer sin excusa. Podríamos leer un libro de Karl Rahner (Vivre et croire aujourd'hui, D.D.B.), las páginas sofl^ la experiencia de la gracia en la vida diaria. Mues­ tra cómo el cristiano experimenta en él la vida trinitaria en la medida en que se entrega gratuitamente a Dios a través de las realidades cotidianas de la existencia. Cita ejemplos muy sencillos: aceptar el permanecer solo en la habitación únicamente para orar, perdonar a uno sin ser obligado por otro motivo, sino el de obedecer a Cristo que manda perdonar a^ los enemigos.

4. Despertarse de veras al ambr de Dios Cuando nos despertamos de veras al amor de Dios, comenzamos a darnos cuenta de cuántas cosas tienen que cambiar en nuestra vida y que tenemos que conver­ tirnos. Tropezamos en muchos terrenos y tenemos que deshacernos de muchos defectos. Tenemos muy poca fe para arrancar estas montañas de egoísmo y transportar­ las al mar. No tenemos la fe de la cananea que es tan poderosa, pero podemos pedir a Cristo la fe como un grano de mostaza que ya, sin embargo, desplaza un Poco los montes. El drama es que queremos convertir­ os de una sola vez, imaginándonos resoluciones es-

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truendosas de oración, de servicio o de ascesis, más ima­ ginarias que reales y que nos apresuramos a olvidar a\ día siguiente a causa de nuestra debilidad, pero que mantienen una buena conciencia en nosotros. El Señor no nos pide que emprendamos todo esto de un solo gol­ pe, sino de acometer lo que podamos cumplir hoy, con alegría y paz, porque sabemos que esto es bueno. He aquí el sentido de los pequeños sacrificios pedidos por Teresa en el movimiento de abandono. Habitu.almente tenemos en el corazón una zona en la que, espe­ cialmente, Dios nos llama a la conversión, la cual es siempre el comienzo de una vida nueva. Hay un rincón en nosotros en el que él nos da con el codo y nos recuer­ da que, si somos serios con él, eso debe cambiar. Es a menudo el punto que queremos olvidar, o tal vez acome­ ter más tarde. No queremos escuchar su palabra que nos condena a este propósito y, en consecuencia, tratamos de olvidarla y distraernos trabajando en otro rincón más seguro, que nos pide conversión, pero no con el mismo aguijón de conciencia. Es ahí donde Teresa nos invita a vivir el abandono. No es fácil reconocer en nosotros esta zona precisa en la que Dios nos invita a la conversión, embotamos la per­ cepción de ello trabajando en otro punto que queremos corregir, mientras que el Señor quiere precisamente otra cosa. Teresa enseña a sus novicias a sentir y a reconocer la llamada a la conversión que Dios les dirigea propósi­ to de tal zona de su vida. Lo hace de una manera muy sencilla, cuando sus hermanas vienen a contarle sus diü' cultades vividas en el instante presente. Si tropiezan efl tal punto preciso, es que Dios las está trabajando en est* terreno y les espera allí hoy. Deben, pues, colaborar 3 esta acción de Dios y favorecerla haciendo actos positi'

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vos, manque atacar arbitrariamente esta o aquella im­ perfección. Al mismo tiempo, captaremos a través de estos peque­ ños actos una experiencia personal del amor que el Se­ ñor tiene por nosotros y nos abandonaremos a él. El abandono pasa también por esta forma concreta de re­ nunciamiento. Interrogáos ahí, aceptando el no rehusar estos actos de puro amor, sin lustre, sin brillo, como Cristo no tenía otra gloria más que la de no hacer su Noluntad. Así llegaréis a ser santos y seréis felices: "No hay que buscarse a sí mismo en nada, pues en cuanto uno comienza a buscarse, al instante deja de amar” (Imit. L III, c, 5). "Al final de mi vida religiosa he llevado la exis­ tencia más feliz que se puede imaginar, porque no me buscaba a mí misma” (C y R IV, 17). Y la última palabra con la que desearía dejaros al fi­ nal de este capítulo es ésta: socamente la gente feliz pue­ de evitar el ser malos y enseñar a los demás a no hacerse mal. Pero no olvidemos tampoco que sólo los que han alcanzado la intimidad con Cristo son verdaderamente felices.

Conclusión

^

MI VOCACION ES EL AMOR (Ms.B. F3)

Al final de estas páginas tal vez hemos entrevisto algu­ nas luces sobre la misión de Teresa enunciada en la in­ troducción, y que consiste en hacer amar al Amor, o más bien, como ella misma lo precisa en el Acto de la Ofrenda: “¡Oh, Dios mío, Trinidad bienaventurada, deseo ama­ ros y haceros amar” Para terminar, os invito a leer o releer la Carta a sor María del Sagrado Corazón, comúnmente llamado Ma­ nuscrito B, verdadero lugar teológico de la espiritualidad teresiana, en la que Teresa entrega a su hermana María “un recuerdo de su retiro” que había hecho al comienzo de septiembre 1896, y del que ya hemos hablado (Cap. V, La confianza y nada más que la confianza). Este retiro le había aportado grandes luces sobre su vocación, por eso el 13 de septiembre, sor María del Sagrado Corazón, su hermana mayor, le pidió que las pusiera por escrito. Teresa redactó esas páginas entre el 13 y el 16 de sep­ tiembre 1896. No volveremos sobre la problemática de este texto que ya hemos analizado, sino sobre su conclusión, allí donde Teresa dice que ha descubierto su vocación, al

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final de un largo caminar que ha sido trazado en aquel capítulo: “Entonces en el exceso de mi alegría delirante excla­ mé: “¡Oh, Jesús, amor mío!... Por fin, he hallado mi vo­ cación, ¡MI VOCACION ES EL AMOR... (Ms.B, F3ro). Y Teresa escribe con mayúsculas esta fórmula lapi­ daria. Uno tiene ganas de decirle con humor: “Habéis nece­ sitado ocho años, desde vuestra entrada en el Carmelo, para descubrir vuestra vocación...” No, no le bastaba ser carmelita, ser esposa de Cristo y madre de las almas para realizar verdaderamente el nombre propio que el Padre le había dado al crearla. Este nombre que todos llevamos “grabado en una piedrecita blanca, que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2,17). Pasamos toda nuestra vida tratando de descubrir este nombre: no lo conocemos, conocemos tan sólo la necesidad de cono­ cerlo, como dice Lewis: no ha tomado jamás realmente cuerpo en ninguna imagen, pensamiento o emociónSiempre nos llama fuera de nosotros mismos para que Ie sigamos, y si permanecemos sentados rumiando este de­ seo, tratando de acariciarlo, el mismo deseo se nos ese»' pa. (Lewis. Le problème de la souffrance. Foi vivanteSeuil, N.Q 42). Ocho años no eran demasiados para Teresa para de^' cubrir su vocación, pues ésta no le había caído sobfe ^ cabeza de un solo golpe. Mucho antes de su entrada ^ Carmelo, el Amor de Dios había tomado asiento en corazón para penetrar en él:

me

‘‘Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando se c'í1 concedió la gracia de salir de la infancia... ^cn^!arí‘ una palabra, que entraba en mi corazón Ia c

dad, la necesidad de olvidarme de mí misma, por complacer a los demás” (Ms AF 45). Hasta el 9 de junio 1895 en que habiéndose ofrecido al Amor misericordioso siente que el Amor “la penetra y rodea, la renueva a cada instante, purifica su alma” (Ms.A, F84), tuvo en ella todo el descubrimiento de su pobreza, de su nada, en una palabra, de su miseria para hacerse “apta a las operaciones del Amor”. Se dice habitualmente que descubrió su vocación al 4^mor leyendo los capítulos XII y XIII de la primera carta a los Corintios. Mirando de más cerca, hay que reconocer que no es exacto, puesto que ella misma dice que no tuvo paz: „

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"Estos deseos constituían para mí, durante la oración, un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de san Pablo, a fin de buscar en ellas una respuesta. Mis ojos toparon con los capítulos XII y XIII de la primera epístola a los Corintios... Leí, en el primero, que no todos pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc.; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no podía ser al mismo tiempo mano... La res­ puesta era clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz...” (Ms.B, F3ro). La respuesta es clara, pero no colma los deseos de Teresa. San Pablo habrá sido un camino que le llevará hacía el descubrimiento de su vocación, pero ésta no puede ser revelada más que por la luz del Espíritu Santo. Y al^Espíritu va a obrar en ella por el don de ciencia cuyç misión es hacerle descubrir “el encanto de ser una criatura”, por la toma de conciencia de su “nada”, en el sentido ontológico de la palabra, es decir, una criatura

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que se recibe de Dios. Como decíamos más arriba, es este descubrimiento el que cavará en Teresa la capacidad de acoger al Amor y de descubrir su nombre. He aquí cómo continúa ella: “Así como Magdalena, agachándose sin apartar­ se del sepulcro vacío, llegó por fin a encontrar lo que buscaba, así también yo, agachándome hasta las profundidades de mi nada me elevé tan alto, que conseguí mi intento" (Ms.B, F3). Entonces podrá entender la continuación de las pala­ bras de san Pablo, pero era necesario antes que el Espíri­ tu la ahondase suficientemente en profundidad para que pudiese ser colmada por la Palabra de Dios que venía de ¡ fuera: “Sin desanimarme, seguí leyendo, y esta frase me reconfortó: Buscad con ardor los DONES MAS PERFECTOS; pero voy a mostraros un ca­ mino más excelente’. Y el Apóstol explica cómo todos los dones, aun los más PERFECTOS, nada son sin el AMOR... Afirma que la carida es el CA­ MINO EXCELENTE que conduce con seguridad a Dios” (Ms.B, F3vo). Por eso es el Amor, el Espíritu Santo en persona, el que va a dar a Teresa la clave de su vocación, bajo la influencia de la carta a los Corintios ciertamente, pero desmarcándose, del esquema tradicional de los miembros descritos por san Pablo. Ahí es donde Teresa es verdade­ ramente original en su descubrimiento, pues integrándo­ se en la doctrina de los miembros, va a ir mucho más lejos y a situarse verdaderamente en el corazón de Ia Iglesia. Su papel no era evangelizar, ni enseñar, ni de

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padecer el martirio, sino de interiorizar el Amor en el corazón de la Iglesia para santificarla desde dentro, como el corazón propulsa la sangre en el conjunto del cuerpo. No es ella la que santifica a la Iglesia, pues esta misión le toca siempre al Espíritu, como la misión de evangelizar, profetizar o catequizar, pero su misión pro­ pia es ofrecerse al Amor para que la invada y la trans­ forme. Ha encontrado por fin el descanso, aunque el Amor la conservará en movimiento hasta el día de su ^muerte y aun después, pues continuará su misión en el cielo. Hay que acoger este texto-fuente de la vocación de Teresa, en la oración, pues puede liberar en nosotros una palabra interior que nos revele verdaderamente nuestra vocación, aunque tengamos una vocación más cercana a la descrita por san Pablo en los miembros del Cuerpo: "Había hallado, por fin, el descanso... Al consi­ derar el Cuerpo místico de la Iglesia no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san' Pablo; o, mejor dicho, quería reconocer­ me en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo com­ puesto de diferentes miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, v que ese corazón estaba ARDIENDO DE AMOR. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anuncia­ rían va el evangelio, los mártires se negarían a de­ rramar su sangre... Comprendí que el AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES, QUE EL AMOR LO ERA

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TODO, QUE EL AMOR ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LOGARES... EN UNA PALABRA iQUE EL AMOR ES ETERNO’. (Ms.B, F3V0). Y es ahí donde ella grita: Mi vocación es el Amor. Precisa enseguida que esta vocación le ha sido dada por Dios, pero que él había depositado el deseo ardiente de ella en su corazón. Dios no da nada que no haya hecho desear primero y una vocación no cae del cielo como un aerolito, sino que se inscribe en el interior de los deseos de una persona: "Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡Oh, Dios mío’., vos mismo me lo habéifc dado...: en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor’.... ¡Así lo seré todo..., así mi sueño se verá realizado!

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Pero el Amor que Teresa encarnará en el corazón de la Iglesia no es un amor cualquiera, es el Amor Miseria cordioso, no es un amor que se eleva a fuerza de puños y del cual uno puede adueñarse, es un amor que se abaja hasta la nada de la criatura: "Si, para que el Amor quede plenamente satisfe­ cho, es necesario que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esta nada” (Ms.B, F3vo)En nuestra relación con Dios, todo puede ser ocasió11 de enorgullecemos, aun nuestros deseos de santidad- ^ ascesis y de oración. No hay más que una actitud P° nuestra parte que no puede disimular ni imitar el Afl0*' es el experimentar nuestra debilidad y nuestra “amarla con dulzura”, en una palabra, tener el cofjZ

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quebrantado por el arrepentimiento, como dirá Teresa al final de su autobiografía. En el manuscrito B precisa su pensamiento:



"Comprendí que mis deseos de serlo todo, de abarcar todas las vocaciones, eran las riquezas que podrían hacerme injusta. Por eso las he em­ pleado en granjearme amigos... . Acordándome de la súplica de Elíseo a su Padre Elias, cuando se atrevió a pedirle su DOBLE ES­ PIRITU, me presenté ante los ángeles y los santos, y les dije: 'Soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé tam­ bién cuánto gustan los corazones nobles y genero­ sos de hacer el bien. Os suplico, pues, ¡Oh, biena­ venturados moradores del cielo!, os suplico que me ADOPTEIS POR HIJA. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis adquirir, pero dignaros escu­ char mi súplica. Es temeraria, lo sé; sin embargo, me atrevo a pediros que me obtengáis: VUESTRO DOBLE AMOR" (Ms.B, F 4ro).

Si es gratuita, acogido y recibido, el Amor no es en Teresa un puro sentimiento, es también efectivo y se prueba en las obras. Sólo que Teresa sabe que no pue­ de realizar obras brillantes que le merecerían obtener el amor, pues su voluntad es débil y pobre a todos los nive­ les; entonces no le queda más solución que: responder a este Amor de Dios por actos pequeñitos —lo que llama “pequeños sacrificios”— cuya única razón es confesar Que es incapaz de hacerlos mayores, pero que no tendría ninguna excusa para no realizar estos pequeños sacri­ ficios: "Pero, ¿cómo demostrará este niño su amor, si el amor se prueba con obras? Pues bien, el niñito

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arrojará flores, perfumará con sus aromas el tro­ no real, cantará con su voz argentina el cántico del amor... ¡Oh, amado mío, así es como se consumirá mi vida! No tengo otro medio de probarte mi amor que arrojando flores, es decir, no desperdiciando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, nin­ guna palabra, aprovechando las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor" (Ms.B, F4vo). Por eso Teresa guarda siempre el equilibrio entre la acción de Dios que opera en ella el querer y el hacer y su colaboración personal que entrega los trasfondos de su libertad, haciendo lo que está en su mano —y que es poca cosa— para probar su amor. Y pensando en nfiotros, Teresa termina su carta pidiendo a Dios: "¡Te suplico que escojas una legión de pequeñas víctimas dignas de tu AMOR!" Al terminar, en forma de oración, la lectura de este^ libro sobre el Amor Misericordioso, tal vez estemos ten­ tados de pensar que, a pesar de su debilidad, Teresa era sin embargo una hija excepcional, y que nosotros esta­ mos a cien codos de su tobillo. Entonces ella nos respondería: "Siento que si, por un imposible, encontrases un alma más débil, más pequeña que la mía, te com­ placerías en colmarla de favores mayores todavía, con tal que ella se abandonara con entera con­ fianza a tu misericordia infinita" (Ms.B, F5vo). París, 10 de enero de 1985

APENDICE

TERESA DE LIXIEUX Y LA DEVOCION AL SAfc GRADO CORAZON HOY

El año 1978, mi hermana Carmen, religiosa de la Compañía de María, me envió desde su puesto de mi­ sión en el Zaire, el libro del P. Jean Lafrance PRIE TON PERE DANS LE SECRET, del que se han vendido ya 150.000 ejemplares en lengua francesa. El libro que hoy tienes en tus manos es el octavo de los libros del P. Lafrance traducidos al castellano, y muy pronto aparecerá el noveno. * Junto con este grato trabajo y gracias a la amabilidad del P. Jean, hemos mantenido a lo largo de estos años una abundante correspondencia espiritual, de la que yo he sido el gran beneñciario. El Padre, con su característi­ ca bondad y porque es un educador en la oración y EDUCAR ES ANIMAR, me ha repetido en sus cartas frases como estas: “Es usted el hombre que conozco más entusiasmado por la oración continua”, hasta el nombre me lo enseñó él, “es usted la persona con la que me siento más en comunión”, “tenemos la misma fisonomía espiritual”, etc. Por todo ello es para mí una gran satisfacción y un

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lato honor publicar junto a este libro del que me escribía en Navidad “estoy trabajando para usted”, ya que el libro no ha aparecido todavía en Francia, este pequeño trabajo. Como dice el mismo Padre de Teresa en el cap. 1, 2, y me decía a mí en una de sus cartas, él no escribe sus libros, los ora, no puede escribir nada fuera de la ora­ ción. Este es el secreto del P. Jean: que a las tres de la mañana en Adoration, 39 Rue de Gay Lussac, PARIS, ya está en oración.

Fiada en la promesa de su Fundador, la Iglesia va superando una tras otra todas las herejías. Sin embargo, siempre quedan restos de ellas en la vida de los fieles. Pasaron ya muchos siglos de la herejía pelagiana, pero son muchos los que siguen creyendo que la santidad es’ asunto de puños. Sólo cuando avanzan en la vida espiri­ tual se persuaden que es, sobre todo, obra de rodillas. En muchas de estas personas, sobre todo en la vida^ religiosa, la conversión gira sobre dos razones: el culto al Sagrado Corazón y la devoción a Santa Teresa del Niño Jesús. En ambos un denominador común: la confianza. Pero la confianza no podía ser más que un indicador. En frase de Pío X, Teresa es la mayor santa de los tiem­ pos modernos. Pío XI diría más tarde de la Devoción al Sagrado Corazón que es la norma de vida más perfecta¿Podrá la santa carmelita ignorar esta devoción? Lecto­ res superficiales, no sabemos con qué intención, no han vacilado en afirmarlo. Fácil cosa es probar la falsedad de este enunciado. Nosotros vamos más lejos. Presenta­ mos a Santa Teresa del Niño Jesús como un modela

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acabado y perfecto de esta devoción. Y especialmente para nuestros días.

1.

Yo seré el Amor

Decir Sagrado Corazón es ante todo hablar de amor. ¿Pero es que acáso antes había pedido Dios otra cosa a los hombres? ¿No está escrito en el primer mandamien­ to: Amarás al Señor tu Dios con iodo tu corazón? Es ^%cierto que al término de nuestra vida sólo seremos exa­ minados del amor, y que los santos del yermo dieron con toda brillantez su examen. Pero nadie dirá de ellos que fueron devotos del Sagrado Corazón. Su ascética, aunque presidida por el amor al crucificado, se dirige más a la copia, a la práctica de las virtudes, en especial de la penitencia externa, que a la persona del Señor. Ca­ recen de intimidad. Les falta acentuar el término de refe­ rencia capaz de provocar ese acercamiento: la humani­ dad de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Y precisamente la devoción al Sagrado Corazón es la forma más excelente de culto a la humanidad de Cristo Nuestro Señor. Es San Francisco de Asís el iniciador de esta nueva corriente. Luego San Ignacio hará la síntesis de las dos, y sus hijos, junto con los PP. de Santo Domingo, encau­ zarán la oración de Teresa de Avila librándola de sus temores de tomar como punto de apoyo la humanidad de Jesús. En el alma de Teresa Martín hay una disposición pri­ mitiva que será siempre fundamental: el amor. El amor de Dios. Pero el Dios que ama Teresa con todo su cora­ zón no es un Dios abstracto, el dios de los filósofos y de

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los sabios. Es el Dios hecho hombre: El Verbo Encar­ nado. Contemplando su evangelio aprende la esencia del amor. A nuestra generación pagada de sus progresos técnicos, pero que no sabe encontrar la paz, le sale al paso y le dice: lo propio del amor es abajarse. Nadie hasta ahora había dado una definición tan profunda. San Juan había dicho: “Dios es amor”. Teresa de la conducta de Dios deduce: lo propio del amor es abajar­ se. Ella por eso será “un granito de arena”. Este amor no es en ella un sentimiento, una emoción, una ternura de corazón compatible con todas las debili­ dades, todos los caprichos de la infancia. Es en ella algo del orden de la voluntad mucho más que del orden sen­ sible. Cristaliza en una docilidad pefecta a la voluntad de Dios que le permitirá decir: "Desde los tres años no he negado nada a Dios". En esta fórmula negativa, pero de contenido positivo, se define una situación psicológica de esencia mística. Se declara que toda la iniciativa de esta conducta pertenece a Dios. Así Teresa, desde el primer ejercicio de su amor a Dios, ha sabido que su decisión no era más que una respuesta, pues ella había sido amada primero. Al recorrer hoy sus cuadernos manuscritos descubri­ mos con emoción que una misma palabra los termina los tres: el amor, “el cántico siempre nuevo del amor”’ “una legión de pequeñas víctimas de tu amor”, “por Ia confianza y el amor”. Teresa no había recibido otraleC' ción, ni tenía otra cosa que dejarnos: el amor que cao*3 en el fondo de la noche, el amor cuyo único deseo &s salvar, el amor que no puede desesperar. Nadie escribí jamás esta palabra como en esta última línea de la^,s

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toria de Teresa, cuando la mano que temblaba con fuer­ za destacó a lápiz en lo más alto de la última página del último cuaderno. “Por la confianza y el amor”, y luego se detuvo. Con sus escasas fuerzas siguió explicando oralmente su lección. En el último instante mira al crucifijo y dice: “Te amo... Dios mío os amo”. No habló más. Pero sus ojos y su rostro en éxtasis, aquel éxtasis de amor que había predicho, dictan su última lecciói) de amor. La más sabrosa y expresiva de todas. Es difícil extraer de sus peritos lo que es para ella el amor. Lo invade todo: la vida y la muerte. Es que es su vocación, nos dirá ella con gozo: "¡Oh Jesús mi amor! Por fin he comprobado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí: he encontra­ do mi lugar en el seno de la Iglesia y este lugar, ¡oh Dios mío!, es el que Vos me habéis señalado: en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor. Así lo seré todo... Así, mis sueños serán re­ alizados (Ms.B, F3). Y porque esa es su vocación en esta vida y en la otra, a sus hermanas religiosas y a sus hermanos espirituales, el P. Roulland y l’abbé Belliére, les dictará para que la recen todos los días esta oración: “Dios mío, permitid a mi hermana haceros amar todavía”. Pero ¿qué amor es éste que ha obsesionado a Teresa durante su vida? Ella misma nos lo dice en carta de 21 de junio de 1897 al abbé Belliére: "¡Ah!, querido hermano, desde que se me ha dado comprender el amor del Corazón de Jesús, confieso que he arrojado de mi corazón todo temor”.

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2. Consagración al Amor = Abandono en el Corazón de Jesús

Teresa de Lisieux siente, pues, en ella esa llama de amor devorador. Mística profunda, sabe que todo cuan­ to es y cuanto tiene es un don de su divino Esposo. El clima es indicado para el deseo espontáneo de entrega y de consagración. Una consagración que sólo puede ha­ cerse al Amor. Tal es su Acto de Ofrenda al Amor mise­ ricordioso, que llevará siempre sobre su pecho. En ella pide al Padre, apoyándose en que siendo Jesús su Espo­ so todos los méritos de El son suyos, que no le mire ya sino a través del Corazón de Jesús ardiendo de amor. más adelante insiste en que lo que le mueve a la consa­ gración no es el reunir méritos para el Cielo, sino conso­ lar al Sagrado Corazón. La entrega total y la intención reparadora hacen de ella una fórmula perfectísima. La santa carmelita intuye como San Ignacio las mara­ villas que haría Dios en las almas si éstas no le pusieran impedimentos. Y Teresa sabe que Dios le llama a una gran santidad. Pronto pisotea el mundo y las criaturas. Es cota fácil de superar en la vida religiosa. Pero hay otro pedestal que derribar, el amor propio. Ella nos dirá del suyo que lo tenia exagerado, sólo porque a la edad de tres años no quiso ganar cinco céntimos que su ma* dre le ofrecía por besar el suelo. A él atribuye en s" humildad el no volver a caer en la misma falta. Mucha5 veces, como los que preceden a su profesión, no pasa” de ser primeros movimientos. No importa. Teresa ha & tendido a la perfección el dicho de San Agustín: ‘, abandono es el fruto delicioso del amor”. Hasta & punto lo penetró Teresa nos lo dice con elocuencia*11 carta de fin de abril de 1890 a su hermana Sor

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"¡Oh, cómo desea (el grano de arena), ser redu­ cido a nada, desconocido de todas las criaturas, pobre, pequeño, no desea ya nada, nada más que el OLVIDO...! ¡Nada de desprecios, ni injurias, se­ ría demasiado para un grano de arena! Sí, deseo ser olvidada y no sólo de las criaturas, sino tam­ bién de mí misma. Quisiera de tal manera ser re­ ducida a la nada que no tenga va ningún deseo..." Nos resulta costoso interrumpir la aita, pero lo hace­ mos para seguir leyendo unos días después: “Que el grano de arena esté siempre en su sitio, es decir, a los pies de todos. Que nadie piense en él; que su existencia sea por decirlo así ignorada, el grano de arena no desea ser humillado. Esto es demasiado glorioso pues habría que ocuparse de él. No, desea otra cosa: SER OLVIDADA, TENIDA POR NADA. Pero desea ser vista por Jesús”. ¿Pero dónde se esconderá Teresa para lograr sus de­ seos? Ella misma nos lo dice glosando la frase de San Agustín, en una poesía que titula “Abandono”: El abandono me entrega En tus brazos dulce Esposo Y el pan de los elegidos Me da y con él me conforto. Gustándolo, ya otra cosa En el mundo no ambiciono, Que una mirada divina De los más divinos ojos. Y después de sonreírte Me recuesto y me abandono En tu Corazón, diciéndote Que aun dormida, vo te adoro" (N.e 42).

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Cuán perfecto fuese este abandono en el Sagrado Co­ razón lo proclama a los cuatro vientos aquella paz inti­ ma que constituye como la herencia de Teresa y que es el fruto inmediato del alma que olvidada totalmente de si no tiene ya nada que perder.

3.

Reparación^ Salvar almas

Aunque encerrada en su convento desde los 15 años, Teresa Martín sabe lo que algunos teólogos quieren ig­ norar hoy. En el mundo existe el pecado. Y este pecado exige expiación. Por eso en ella junto al amor florece el sufrimiento. Es que —escribe a su hermana Celina— “existe un amor cuya única prenda son las lágrimas”. Sus cartas son un tratado perfecto de la Cruz. Tan iden-, tificada está su vida con el sufrimiento, que escribe al abbé Belliére: “El sufrimiento unido al amor es lo único que me parece deseable en el valle de lágrimas. Es cierto que la cruz me ha seguido desde la cuna, pero esta cruz, Jesús me la ha hecho amar con pasión”. Y al día siguiente, 14 de julio de 1897, descubre inge­ nuamente al P. Roulland el problema que el sufrimiento le plantea: "Desde hace tiempo el sufrimiento se ha hecho mi Cielo aquí abajo. Y me cuesta concebir cófli° podré aclimatarme en un País en que reina la gria sin ninguna mezcla de tristeza. Será preci^ que Jesús transforme mi alma y le dé capacidy de gozar. Si no, no podré soportar las delic'®5 eternas".

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Pero el hacer de su vida un continuo sacrificio, un martirio de amor, es para consolar a Jesús. Alma inmen­ samente mística, siente como suyos los sufrimientos de Jesús y necesita expansionarse. Por eso el consolar a Je­ sús será el tema preferido de sus cartas a Celina. Ade­ más para Teresa consolar a Jesús es salvarle almas. Sabe que el cristianismo no es una idea muerta. Es vida que se perpetúa en el cuerpo Místico que es la Iglesia. Y aun­ que en su oración y sacrificios ocupen un lugar eminente lq^acerdotes por ser los pescadores de almas, sabe tambiCTi que la Iglesia no son sólo los curas y que Dios con­ certó el cuerpo dando mayor honor a los que más lo necesitaban. Por eso sus predilectos serán los infieles y los descreídos. Y como en la actual providencia no hay redención sin encamación, vivirá íntimamente la noche de la fe. Esta será su forma suprema de reparación: “Vivir tras ese muro que se alza hasta los cielos y que oculta el firmamento estrellado”. Su inmolación es silenciosa. Sólo su Priora y su confe­ sor conocen sus sufrimientos. Por eso no es una revela­ ción para su hermana Paulina oírle exclamar: “Nunca hubiera creído que se pudiese sufrir tanto. ¡Nunca! ¡Nunca! No me lo puedo explicar sino por los ardientes deseos que he tenido de sal­ var almas” (Cuaderno Amarillo, 30-9-87). Sólo nos queda escuchar de ella misma cuál fue el alkr de su sacrificio: Para contemplar tu gloria cara a cara y sin cendales Pasar debo por las llamas de un incendio abrasador.

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Yo escogí por Purgatorio tus entrañas paternales Ese Corazón Sagrado, Volcán vivo del amor (N.« 23).

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Sabiendo lo que en la vida de Teresa representa el Amor, y oyéndola en la poesía “A mis hermanitos del Cielo”:

4. El Corazón de Jesús en la vida de Teresa Al sorprender en Teresa el|Amor, la Consagración y la Reparación, nos hemos topado frecuentemente con el Corazón de Jesús. Es el tema preferido de sus poesías. En ellas encontramos con sorpresa que lo es todo para ella. Unas veces, como en “Mi cántico de hoy”, dirá: Ocúltame en tu pecho y allí no habrá temores Del Pérfido enemigo que ronda mi mansión Que sea mi morada y hogar de mis amores Tu Santo Corazón (N.9 12). Otras veces, como en “Vivir de Amor”, la imagen es dinámica: En tu gran Corazón de dulzura Navega el mío a velas desplegadas Ligera surco el mar con mi tesoro Llevo de lastre amor, v amor de carga (N.9 17). La misma imagen del mar, ahora agitado, se repite en “Acuérdate mi Amor”. Pero nos interesa más en ella ver cómo Teresa, mística profunda, nos señala cómo ha de realizarse nuestra respuesta al amor: Mas si me das tu Corazón amado Con El te podré amar cuanto yo quiera Con El te sabré amar hasta que muera (K22).

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^

Oh capullos perfumados recogidos en la aurora De la flor. El sol bello que os despliega, que os matiza y os colora Es el Corazón divino. Sol andiente del Amor (N.9 39).

...no es necesario multiplicar las citas. Sólo añadire­ mos que su poesía “Al Sagrado Corazón”, larga de 16 estrofas de verso mayor, es una síntesis poética, medio­ cre de forma, profunda de inspiración mística, de su ma­ nera original entonces de ver esta devoción. Pero de esta aportación personal extraordinaria de Teresa a la devo­ ción al Sagrado Corazón hablaremos más adelante. Del examen de sus cartas se deduce que le eran muy familiares la vida y las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Una de sus tías había sido visitandina, y su hermana Leonia, tras varios intentos, profesó finalmente en la visitación de Caen. Encontramos en ellas con frecuencia esta expresión de despedida: "Queda muy unida en el Corazón de Jesús...” Es natural que sean sus cartas más íntimas las que aborden este tema que exige cierta temperatura espiri­ tual. Se encuentra a menudo en la correspondencia con sus tíos, la familia Guerin. A su prima María Guerin, luego Sor María de la Eucaristía, escribe:

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“Estoy segura que mi pequeña María está muy adelantada en su Corazón”.

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"Jesús ha extendido su mano divina y tomando a su prometida la ha colocado sobre su Corazón, en el tabernáculo de su Amor".

Y cuando más tarde, aquejlda de escrúpulos, acuda en demanda de auxilio a Teresa ésta le contestará: "Lo que más ofende a Jesús, lo que le hiere en el Corazón, es la falta de confianza”.

Más tarde le expone su “Caminito” como algo muy del Corazón de Jesús:

"Es lo que pedía hace un momento (en la comu­ nión) a Aquel cuyo Corazón golpeaba al unísono del mío”.

"Cómo temer a Aquel que se deja encadenar por un cabalo que vuela sobre nuestro cuello (Cantar de los Cantares, 4, 9)r Sepamos pues rete­ ner a este Dios que se hace mendigo por nuestro Amor. Diciéndonos que es un cabello lo que pue­ de obrar este' prodigio, nos enseña que las accio­ nes más pequeñas, hechas por amor, son las que encantan su Corazón".

Y al año siguiente, cuando la enfermedad de su padre llega a la cima insiste en la felicitación de año nuevo:

No podía faltar este tema en las cartas más íntimas de Teresa, las cartas a Celina.

A su tía escribe para su santo:

"Considerando el tiempo que acaba de pasar doy gracias a Dios, pues si su mano nos ha pre­ sentado un cáliz de amargura, su Corazón divino ha sabido sostenernos en la prueba y nos ha dado la fuerza necesaria para beber su cáliz hasta las heces". Y cuando quiere agradecerle sus cuidados maternales desde la muerte de su madre: "Yo sé muy bien que Dios ha puesto algo del amor que desborda su Corazón en el corazón de las madres...” Es natural que el Sagrado Corazón centre toda su co­ rrespondencia con su hermana Leonia. Cuando el 23 de junio de 1893 entra por segunda vez en la VisitaciónTeresa le felicita:

“El que ama a Jesús encuentra en este Corazón único, que ño tiene nada semejante, todo lo que desea. Encuentra en El su cielo". Su carta de 14 de octubre de 1890, cuando Celina pe­ regrina' a Paray en el segundo centenario de Santa Mar­ garita, entreabre una rendija para penetrar el profundo misterio de Teresa: "Ruega mucho al Sagrado Corazón. Sabes, YO Pien­ so que el Corazón de mi esposo, es sólo mío, como el mío es de El, y yo le hablo entonces, en la sole­ dad de este delicioso corazón a corazón, esperan­ do corrtemplarle un día cara a cara”. NO VEO EL SAGRADO CORAZÓN COMO LOS DEMÁS.

Consciente también de la eficacia de esta devoción, la siembra oportuna e importuna a sus hermanos misione-

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ros. Escribe a l’abbé Belliére: matizándole perfectísimamente su manera personal de ver esta devoción:

5. Concepción original de su devoción al Sagrado Corazón

"Cuando veo a Magdalena avanzar entre los nu­ merosos convidados, regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado que toca por vez pri­ mera. siento que su Corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del Corazón de Jesús, y que pecadora como es, este Corazón de amor, está no solamente dispuesto a perdonar­ le, sino aun a prodigarle los beneficios de su inti­ midad divina, a elevarla hasta las más altas cum­ bres de la contemplación”. Más tarde, el 18 de julio de 1897, le anima: "Ah, cómo quisiera haceros comprender la ter­ nura del Corazón de Jesús, lo que El espera de usted". Y ocho días después insiste de nuevo: "Hace tiempo olvidó El sus infidelidades. Sólo vuestros deseos de perfección están presentes para regocijar su Corazón"... El Corazón divino se entristece más por las mil pequeñas indelicadezas de sus amigos que de las faltas, aun graves, que cometen las personas del mundo". Acabamos de ver que lo mismo en sus cartas que en sus poesías, la expresión Sagrado Corazón representa unas veces la persona total de Jesús, pero iluminada siempre por la antorcha del amor. Otras veces, sobre todo en la comunión, ese Corazón golpea al unísono de‘ suyo. La cosa es, pues, tan evidente que es necesad3 mala voluntad o un desconocimiento total del epístola rio y de las poesías.

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Hay, sin embargo, una concepción personal de Teresa que ha pasado desapercibida para la mayor parte de los historiadores ’. Algo que constituye sin duda la más va­ liosa aportación quejiá recibido la devoción al Sagrado Corazón, y que va a ser el eje sobre él que desplegará su arrollador avance de vórtice. \ Entre los ambientes sociales, ninguno tan envolvente, wn penetrante, tan asimilador como el religioso. Y cuando éste está más apartado del mundo, más fervoro­ so, más fiel a sus propias doctrinas, a sus tradiciones y costumbres, tanto más señala a sus miembros con una marca uniforme. Este es el deseo, muy legítimo, de cada familia religiosa y una de las razones por la que se es­ fuerzan en atraer sujetos suficientemente jóvenes para que sean fácilmente moldeables. Cuando Teresa Martín se presentó como postulante, el Carmelo de Lisieux, como todos los de Francia, tiene una doctrina muy precisa y muy firme sobre la vocación de la carmelita. Esta doctrina es esencialmente apostóli­ ca. Teresa la asimila perfectamente y, como para su ma­ dre de Avila, su aspiración será dar gustosamente mil vidas por una sola alma. Pero la doctrina apostólica del Carmelo francés des­ cansaba por completo en la sustitución de la carmelita por el pecador. Por su misma vocación, la carmelita era una víctima ofrecida a Dios para compensar la obstina­ ción del pecador, y para calmar la justicia divina. To1 En este razonamiento seguimos a Combes: St. Thérèse de Lisieux et sa mission.

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Teresa a la seducción de esta generosidad, suprema en su ambiente, hay que reconocer uno de los elementos más sobrenaturales de este itinerario espiritual. He aquí también uno de los méritos más desconocidos, pero más universalmente fecundos de esta reformadora extraordi­ naria. Reacción viva, personal, incomparable, que hace que Teresa sea Teresac Hoy, a la luz de toda su .enseñanza,,no es difícil descu­ brir las lagunas de aquel ideal tan magnánimo que ella no pudo resolverse a hacer suyo. Pero ¿cómo ha podido ^cidirse esta niña de quince años? Ella entra en el Car­ melo para alcanzar lo más rápidamente posible la santi­

mando a la letra este programa, la fidelidad de la carme­ lita se medía por la intensidad de su mortificación espiritual y corporal. Mas siendo aquélla de difícil valo­ ración, se insistía mucho en las mortificaciones corporales. Tal era el ideal del Carmelo de Lisieux bajo el gobier­ no de la Madre María Gonzaga. Las cruces de hierro y la disciplina de ortigas se tenían en gran estima. Y éstos eran también los mejores obsequios para ofrecer a los misioneros. Con este ideal se había identificado la Devoción al Sagrado Corazón en Lisieux. Santa Margarita María se había ofrecido como víctima a la justicia. Para la consa­ gración, pero sobre todo para la reparación al Sagrado Corazón, este elemento de la Justicia se consideraba esencial. Pero ya hemos visto que Teresa, en el segundo centenario de Santa Margarita María, escribía a su her­ mana Celina en peregrinación a Paray le Monial'

"Yo

no veo el

Sagrado

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corazón como los

DEMÁS".

Esta identificación nos explica también que evitando

dad. Para ella la santidad no puede consistir más que en la perfección de su estado. Cuanto mayor es su tensión, más debe entregarse a ese ideal que nadie discute. ¿Quién podrá ponerle al abrigo de esa seducción tan no­ ble? Nadie. Ninguna persona humana hubiera podido orientar a esta carmelita ávida de santidad hacia una meta diferente de la que le ofrecía su Carmelo. Pero Jesús sí. Planteando el problema en esta escala de valores, que es la escala real, se comprende que Tere­ sa declarase que ella no debía su caminito a nadie, sino a Jesús.

Teresa en la Historia de un alma “la justicia de Di°s ’ corra la misma suerte “el Corazón de Jesús”. Como nos lo dice la Historia de un alma, Teresa a° juzga aquel ideal de manera desfavorable. Pero si se , sido biera dejado llevar de él, Teresa de Lisieux hubiera una fervorosa carmelita, pero no hubiera llegado a s^na la mayor santa de los tiempos modernos, ni la Patr de todas las misiones. da En la resistencia humana, inexplicablemente, °^Qpio continuamente por esta religiosa al ideal de su P Carmelo, en esta impenetrabilidad absoluta del 2

¿e

6. La confianza Guiada por El ha penetrado la esencia del problema. No se trata de ofrecer a la vara vengadora de un Dios de Justicia un plinto que él pueda golpear con libertad. Hay Que saciar la sed de amor del crucificado que salva todas ks almas por la efusión de su propia Sangre. No es, Pues, esencial a la consagración y a la reparación al Sa-

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grado Corazón constituir victimas voluntarias ofrecidas espontáneamente a los golpes de la justicia divina, sino { atraer las almas pecadoras hasta las olas de sangre re| dentora, que es lo único que puede salvarlas. ¿Cómo lograrlo? Por el amor que crucifica y que espe­ ra contra toda esperanza. La prueba de ello Pranzini. Resuelta a salvar a este monstruo, Teresa no se ofrece como víctima en su lugar para ser golpeada por la justi­ cia de Dios. Ofrece al Amor infinito del Redentor su confianza en su misericordia, su oración, su esperanza inquebrantable. Ha hecho ofrecer al Padre el Santo Sa­ crificio. Ha creído que una confianza de esta naturaleza no podía resultar fallida. Después de la certeza de la fe, ha experimentado la respuesta de Dios. Los tres besos del asesino al crucifijo han grabado para siempre en el corazón de Teresa la seguridad inquebrantable de que la confianza en el Amor misericordioso no es solamente el mejor homenaje que se puede rendir a la naturaleza de Dios, sino tam­ bién el medio por excelencia de convertir a las almas. Con este sello y la perfecta fidelidad a la gracia se de­ fiende de toda contaminación espiritual. Y-en la atmós­ fera de su Carmelo, su convicción se dilata. El 9 de junio de 1895, en la fiesta de la Trinidad, Teresa se ofrece como víctima de holocausto al Amor misericordioso. Ella misma nos dice en su fórmula el móvil de este acto de ofrenda: "No quiero reunir méritos para el cielo, quiero trabajar por vuestro solo amor, con el único fin de agradaros, de consolar a vuestro Corazón Sa­ grado y salvar almas que os amarán eternamente • A fin de vivir en un acto de perfecto Amor, OFREZCO COMO VÍCTIMA A VUESTRO AMOR MISERlCOP-’

ice

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Dioso, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando desbordar en mi alma, las olas de infinita ternura que se encierran en Vos y que así me haga Mártir de Vuestro Amor, ¡Oh, Dios mío!’' Analicemos la maniobra de Teresa. El Corazón de Je­ sús es un océano de amor. Pero las almas no se dejan invadir por este amor. Unos le rechazan, otros permane­ cen indiferentes. Teresa se ofrecerá como víctima, no para recibir l