México heterodoxo: Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX 9783954872602

Ensayos sobre literatura mexicana del siglo XIX y principios del XX. Los autores estudiados aparecen marcados por lo het

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Spanish; Castilian Pages 252 Year 2013

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CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
I. DE ROMÁNTICOS, ESOTÉRICOS Y FANTÁSTICOS EN EL MUNDO PANHISPÁNICO
II. LETRAS ESPÍRITAS EN MÉXICO
III. CASTERA O LOS ABISMOS DEL ÉXTASIS
IV. LA BHAGAVAD GITA SEGÚN SAN MADERO
V. PAYNO (CRIPTO)FANTÁSTICO. INTERMITENCIAS MÁGICAS EN EL FISTOL DEL DIABLO
VI. EL FISTOL DEL MUSULMÁN. CRIMEN Y RELIGIÓN EN LA OBRA DE PASCUAL ALMAZÁN
VII. EL DONADOR DE ENIGMAS. APROXIMACIÓN A LA OBRA FANTÁSTICA DE NERVO
VIII. TABLADA Y LA POLÍTICA DEL ESPÍRITU
IX. COUTO, A LA SOMBRA DE DIOS
X. FAUSTO EN TIEMPOS DE DON PORFIRIO
XI. VIAJEROS OCULTISTAS EN EL MÉXICO DEL SIGLO XIX
XII. KRUMM-HELLER O MÉXICO EN LA NOVELA ROSACRUZ
XIII. BUDA EN ESPAÑOL
XIV. ATISBOS A LA CIUDAD DEL NIRVANA: BUDISMO EN LA POESÍA DE NERVO
ADDENDUM: SOBRE LA OBRA LITERARIA DE HELENA BLAVATSKY
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO
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México heterodoxo: Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX
 9783954872602

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Pública ensayo 1

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A través de esta colección se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones públicas del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la comunidad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos. Con esta colección Pública Ensayo presentamos una serie de estudios y reflexiones de investigadores y académicos en torno a escritores fundamentales para la cultura hispanoamericana con las cuales se actualizan las obras de dichos autores y se ofrecen ideas inteligentes y novedosas para su interpretación y lectura.

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José Ricardo Chaves

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Chaves, José Ricardo México Heterodoxo. Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX / José Ricardo Chaves. – México : Bonilla Artigas editores, 2013 252 p. ; 23 x15 cm. – (Pública ensayo 1) ISBN 978-607-7588-83-2 1. Literatura mexicana –Siglos XIX y XX – Historia y crítica PQ7489.2 C4 2013 Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos. Primera edición: septiembre de 2013 D.R. © 2013, Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM Circuito Mario de la Cueva s. n., Ciudad Universitaria, del. Coyoacán C.P. 04510, México, D. F. www. iifilologicas.unam.mx De la presente edición: © Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2013 Cerro Tres Marías número 354 Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200 México, D. F. [email protected] www.libreriabonilla.com.mx © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.:+34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-607-7588-83-2 (Bonilla Artigas Editores) ISBN 978-607-02-44-28-5 (UNAM) ISBN 978-84-8489-764-4 (Iberoamericana) Responsables en los procesos editoriales en Bonilla Artigas Editores: Cuidado de la edición: Felipe Campos y Andrea López Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love Foto de solapa: Leonardo Meraz Ilustración de portada: José Guadalupe Posada Impreso y hecho en México

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CONTENIDO

Introducción ..........................................................................13 Leer y comparar ........................................................14 La desviación fantástica .............................................15 Tematología ..............................................................16 Comparatismo religioso y esoterología ........................17 Heterodoxia y diversidad ...........................................19 Paisaje antes de la lectura ...........................................21 I

De románticos, esotéricos y fantásticos en el mundo panhispánico............................................25 La conexión ocultista del romanticismo ......................25 Ocultismo y modernismo hispanoamericano...............27 Geografía del ocultismo en español.............................30 El impacto de la revista Sophia ...................................35 El ocultismo, Darío y sus cuentos fantásticos ..............38 La novela teosófica de Juan Valera ...............................43 Misterios guerreros de Lugones..................................47 Nervo y las ambivalencias del misterio........................50 Tras un recorrido de lectura........................................53

II

Letras espíritas en México ............................................57

III

Castera o los abismos del éxtasis ...................................67 Ni excéntrico ni delirante ...........................................67 Castera y el espiritismo ..............................................70 Héroes sentimentales .................................................74 Las minas del alma ....................................................77 Del sentimiento cósmico de la vida .............................79 Querens y la sonámbula ..............................................82

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IV

La Bhagavad Gita según San Madero ..........................87 Esplendor de un libro .................................................87 El contexto espírita de Madero ...................................92 La polémica espírita contra los teósofos ......................95

V

Payno (cripto)fantástico. Intermitencias mágicas en El fistol del diablo ....................................................101 Fantasmales fronteras entre realismo y romanticismo ........................................................103 A propósito de lo fantástico... ...................................104 Reducción y persistencia de lo fantástico en Payno .................................................................105 Lo fantástico en el clóset o cuando lo fantástico no se atreve a decir su nombre... ...............................110

VI

El fistol del musulmán. Crimen y religión en la obra de Pascual Almazán ..................................113 De la diversidad religiosa .........................................115 Religiones extemporáneas a la Colonia......................118 El eterno retorno de Huichilobos ..............................120 Crimen y castigo de un musulmán ............................123

VII El donador de enigmas. Aproximación a la obra fantástica de Nervo ......................................131 VIII Tablada y la política del espíritu .................................143 IX

Couto, a la sombra de Dios.........................................149

X

Fausto en tiempos de don Porfirio .............................155

XI

Viajeros ocultistas en el México del siglo xix..............167 El lugar de México en la imaginación ocultista ..........167 ¿Blavatsky en México? .............................................170 La Gran Bestia asciende el Popocatépetl ...................174

XII Krumm-Heller o México en la novela rosacruz ........181 XIII Buda en español ..........................................................193

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Budismo y discurso orientalista ................................194 Budismo y teosofía ..................................................199 Budismo y modernismo literario...............................201 Nirvana: la fascinación de una palabra ......................203 Nirvana en versión positiva ......................................205 Rechazo nihilista de Buda ........................................208 XIV Atisbos a la ciudad del Nirvana: budismo en la poesía de Nervo ..................................................211 Addendum: Sobre la obra literaria de Helena Blavatsky ............................................................223 Bibliografía ..........................................................................235 Índice onomástico ...............................................................245

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INTRODUCCIÓN

Reúno en este libro una selección de ensayos escritos a lo largo de casi una década, relativos a la literatura mexicana del siglo xix (sobre todo de su segunda mitad, así como de las dos primeras décadas del xx que, aunque no comparten cronología, sí comulgan todavía en buena parte con la ideología de la vieja centuria), en contexto panhispánico, marcados sus autores por un gesto heterodoxo, ya sea por el género abordado –lo fantástico, sobre todo–, ya sea por la ideología religiosa y filosófica que sostiene el texto: secularizante aunque al mismo tiempo cercana a las nuevas formas ocultistas de entonces, en especial la teosofía y el espiritismo. Algunos ensayos fueron publicados en primeras versiones en revistas (sobre todo en Literatura Mexicana, a la que agradezco la acogida de mis trabajos) o en libros colectivos; otros son inéditos. Todos ellos fueron concebidos como aproximaciones parciales a autores y textos narrativos de México e Hispanoamérica, en los que encontré esas marcas desviantes de la dominante tradición realista, naturalista y costumbrista, y que salieron a la superficie de forma más sistemática con el modernismo finisecular, pero cuyas semillas se incubaban desde antes en escritores no modernistas previos como, en México, Manuel Payno, Pascual Almazán o Pedro Castera, entre los aquí abordados, aunque hay otros. Así, el título alude a México como campo de estudios literarios, pero no aislado sino inmerso en un contexto panhispánico. El enfoque de crítica literaria seguido aquí es de tipo histórico y cultural, atento a las corrientes estéticas, religiosas, ocultistas y filosóficas que conformaron los textos y la época, con una buscada impronta comparatista.

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Leer y comparar Dado que mi formación ha sido en literatura comparada, como lo muestran mis dos anteriores libros: Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura de fin de siglo xix (1997) y Andróginos. Eros y ocultismo en la literatura romántica (2005) (sobre todo con este último es que México heterodoxo tiene una cierta continuidad, por el recurso al ocultismo como objeto de estudio literario, sólo que ahora circunscrito al ámbito mexicano), estoy acostumbrado a trabajar con redes de textos, no sólo con uno a profundidad estructural y lingüística, acto de lectura cercana que es la base para cualquier elaboración posterior. Esto supuso en los dos primeros libros leer en tres lenguas: español, francés e inglés. En este nuevo título hay un movimiento de contracción (como en el simsum o autolimitación divina de la cábala de Isaac Luria),1 tras tanta expansión lingüística, y me he concentrado en una sola lengua, la mía, sólo un universo, el español, en diversas variantes americanas, así como la europea. Desde el inicio ha estado presente la literatura en español de ambas orillas en mis libros; la he comparado hacia fuera, con otredades lingüísticas como la francesa o la inglesa o la belga o la estadounidense. Ahora la comparo hacia dentro, consigo misma, al interior de ella: la misma lengua en una vasta geografía textual a ambos lados del mar, aunque centrada en México, en sus letras de entre los siglos xix y xx. Leer a México en contexto supuso moverse entre lo general (historia, cultura), más allá del estado nacional, teniendo como base la comunidad cultural, así como lo específico del texto y su autor/a, hasta donde sea posible y hasta donde lo necesite la argumentación. Sé que académicamente el comparatismo supone siempre la confrontación de cuando menos dos lenguas, pero cuando la geografía 1

Dando rienda suelta al criptojudío lusitano que muchos Chaves llevamos dentro, podría metaforizar la acción del crítico literario –a la manera de Harold Bloom en Los vasos rotos– a partir de los tres grandes símbolos del mito de Luria (1534-1572): el simsum o retracción de lo divino (en nuestro caso del lector) sobre sí mismo en tanto autodestierro temporal para que hable el texto; la sebirá o rotura de los recipientes como fragmentación y desensamblaje del texto; y el ticún o estructuración armónica e intertextual después de la rotura, vista como restauración mesiánica del texto en su red de lenguajes tras haber sido roto por la acción crítica.

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IntroduccIón

de ellas es tan vasta como en el caso del español, creo que es posible comparar letras de España y Latinoamérica, o incluso dentro de sólo uno de esos términos: literaturas de México y Argentina, o de Cuba y Puerto Rico, por ejemplo; pero este tipo de ejercicios críticos vendrían en todo caso después de la acción comparatista entre lenguas.

La desviación fantástica En este libro abordo, de los autores seleccionados, sus escarceos con lo fantástico decimonónico, con lo desviante del realismo militante en sus diversas modalidades, un fantástico todavía endeble quizá, un modo más que un género en busca de definición por entonces, no como ahora, que ha ganado incluso un estatus teórico notable entre sus estudiosos, por lo menos desde la segunda mitad del siglo pasado, con Caillois, Vax, Todorov y otros pensadores, a veces sobre la base freudiana de lo umheilich, lo siniestro u ominoso, para así definir lo fantástico como irrupción de lo insólito en lo real (o en lo que se considera como tal, si nos ponemos más nominalistas). Dejando de lado por ahora lo colonial con sus leyendas y lo prehispánico con sus mitos, hay claramente un corpus de literatura fantástica en Latinoamérica y en México desde el siglo xix, como lo muestran antologías como las de Oscar Hahn, El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo xix (1978), y de Lola López Marín, Penumbra. Antología crítica del cuento fantástico hispanoamericano del siglo xix (2006), y en el caso específico de México, Cuento fantástico mexicano. Siglo xix, de Fernando Tola de Habich y Angel Muñoz, así como México fantástico. Antología del relato mexicano. El primer siglo (2008), de Ana María Morales; o estudios como los de Fortino Corral, Senderos ocultos de la literatura mexicana. La narrativa fantástica del siglo xix (2011), y de Rafael Olea Franco, En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárcena, Fuentes y Pacheco (2004). El fantástico decimonono es más bien endeble sobre todo si lo comparamos con lo que pasará al género en el siglo xx, cuando se consolide. Un punto crucial de esa trayectoria viene dado por el mo-

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dernismo de fin de siglo y primeras dos décadas del xx, con autores seminales como el nicaragüense Rubén Darío, el argentino Leopoldo Lugones, el peruano Clemente Palma o el mexicano Amado Nervo. Estos y otros autores sentaron las bases para una escritura más sistemática de lo fantástico narrativo, visto como una vía estética válida, no sólo como una frivolidad ocasional de escritor realista, su escape o su divertimento excéntrico.

Tematología Si bien la acción de comparar es propia de todo pensamiento, pues sobre la confrontación de lo diferente se construye el mundo, el comparatismo literario como disciplina académica se distingue por hacerlo sistemáticamente (según ciertos criterios), con diversidad metodológica (feminismo, posestructuralismo, psicoanálisis, teoría de género, estudios poscoloniales, sociocríticos, narratológicos, semióticos, fenomenológicos, y demás tribus teóricas). Se trata de un accionar intelectual que está “entre lo uno y lo diverso”, al decir del comparatista Claudio Guillén (1985). Esta disciplina tiene diversos ámbitos de acción: estudio de fuentes e influencias (concebidas hoy más bien como formas de intertextualidad), de géneros (literarios y sexuales), de historia literaria, de temas y motivos (este último campo repensado y, por tanto, rebautizado como “tematología”).2 Otros ámbitos fecundos de tal proceder comparativo tienen que ver con el estudio de la relación de la literatura con otras artes, viejas como la pintura, el cine o la danza; nuevas, como el video, el cómic o la novela gráfica; o bien la relación de la literatura con otros campos culturales (la filosofía, la historia, la ciencia, etcétera). Algo de esto hay en este libro, en especial en lo relativo a la literatura como crisol de lo humano, afectada 2

Cf. al respecto el excelente ensayo de Luz Aurora Pimentel, “Tematología y transtextualidad” (1993), que analiza dicho asunto comparativo desde una teoría general del funcionamiento del texto, según criterios posestructuralistas, sin querer absolutizar elementos aislados, como sí ocurre en otras presentaciones de este campo del estudio de temas y motivos.

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por y afectando a lo que la rodea y define, lo que, visto en términos temáticos, podría señalarse con categorías como, entre otras, “lo oculto”, “el budismo”, “el espiritismo” o “el tema personaje de Fausto”. Cada categoría construida desde lo literario remite así a otros campos, creándose verdaderas redes culturales.

Comparatismo religioso y esoterología Hay en este libro comparatismo literario pero también religioso, no visto el panorama de este último para la época únicamente como oposición entre cristianismo y positivismo, o religión y ciencia, con el imparable proceso desacralizador que se ha dado desde entonces, con el relativo retroceso cristiano con respecto de la ciencia, sino más bien la diferencia entre cristianismo y otras expresiones religiosas, que afloraron en el nuevo contexto laico: antiguos ocultismos procedentes del Renacimiento, del Barroco y del Iluminismo del siglo xviii (palabra con su doble y paradójica acepción de racionalismo y mística). Al hablar del iluminismo habría que aclarar si nos referimos a ilustrados como Voltaire o Montesquieu o a iluminados contemplativos como Saint-Martin o Cazotte. Pero no sólo entran en competencia religiosa viejas tradiciones que ahora pueden mostrarse mejor (como las masónicas); también surgen nuevas opciones como el espiritismo y la teosofía, sin duda los movimientos neorreligiosos heterodoxos más influyentes del siglo xix, con bastante aceptación entre clases medias y altas, así como en grupos artísticos e intelectuales. Para estudiar estas corrientes es necesario, entre otras cosas, acuñar primero y aplicar después una serie de recursos teóricos y metodológicos propios de esa nueva zona de reflexión académica llamada “esoterología” por los franceses, y que supone un acercamiento histórico y cultural, descriptivo, cronológico y analítico, de ese vasto y muchas veces mal visto campo que tiene que ver con la magia, lo oculto y, más que con lo irracional, con lo metarracional, con lo que está más allá de la razón, facultad que en el ocultismo corresponde

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a la imaginación, verdadero puente –en manos del poeta– entre el símbolo y el concepto. De aquí deriva que el arte y la poesía sean no sólo estética sino también formas de conocimiento: belleza y gnosis. La metodología esoterológica supone definir conceptos como “esotérico”, “oculto”, “mágico” o “secreto”, con sus agregados de “esoterismo”, “ocultismo”, “magia”; historizar estos términos; también el establecimiento de un corpus textual de referencia que históricamente se gesta sobre todo a partir del Renacimiento, con la confluencia cristiana, neoplatónica, hermética y cabalista, lo que produjo, en palabras de Antoine Faivre en su libro Access to Western Esotericism (1994), la autonomización a partir del siglo xvi de un cuerpo de conocimiento visto como esotérico en relación con las religiones cristianas dominantes, que conforman el campo de lo exotérico. A su juicio, el modo de pensar esotérico estaría caracterizado por cuatro elementos fundamentales: a) el principio de correspondencias entre partes distintas del universo, esto es un principio analógico como soporte cósmico; b) la naturaleza concebida como un organismo viviente, expresión de lo divino, y no como algo mecánico; c) la imaginación como la facultad humana que, más que inventar tales correspondencias, las descubre, igual que hace con los símbolos: los encuentra más que los crea; d) una experiencia de transmutación espiritual por parte del practicante, un salto gnóstico que lo lleva más allá del conocimiento racional y de la fe. Así, el esoterista realizado, más que conocer o creer, sabe. Otros dos rasgos de lo esotérico que plantea Faivre, ya no primarios y básicos como los anteriores, son lo que llama “una praxis de la concordancia”, la tendencia a tratar de establecer denominadores comunes entre diferentes tradiciones, con la esperanza de obtener un mejor vislumbre que si se trabaja sólo al interior de una de ellas. Se trata de la aplicación práctica del primer rasgo fundamental esotérico, el trasfondo de correspondencias entre elementos pertenecientes a órdenes distintos, una episteme mágica que va del Renacimiento al Romanticismo del xix, y cuya debacle práctica permitió el triunfo del modelo racionalista y moderno, como nos lo recuerda Foucault en Las palabras y las cosas. El otro rasgo secun-

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dario se refiere a la importancia de la tradición, que es la que legitima el conocimiento adquirido de maestro a discípulo siguiendo un canal preestablecido, un sendero señalado previamente, una metodología del éxtasis. Esto distingue a las corrientes tradicionales de las improvisadas, aunque habría que recordar también que lo hoy tradicional alguna vez se improvisó. No hay, por tanto, que tensar tanto las taxonomías con excesivos aires de pureza y rigor. ¡Cuidado con el fundamentalismo teórico y esotérico! Vade retro, Guénon.

Heterodoxia y diversidad En su libro Historia de los heterodoxos españoles, verdadera guía de extraviados de la verdad católica, su autor, Marcelino Menéndez Pelayo, afirma que la heterodoxia “puede ser protestante o racionalista según que se acepte o no la Revelación” (1983, xlv), es decir, la define en torno al concepto religioso católico, verdadero centro que – a su juicio– aclara lo que está torcido de lo que está derecho. Él habla como historiador de las ideas religiosas en España desde su particular creencia, por lo que infunde pasión polémica en su descripción de la hidra de la herejía. La heterodoxia en mis ensayos abarca no sólo a racionalistas y protestantes, sino más bien a esa religiosidad subterránea de gnosis y ocultismo que, a partir del siglo xix, puede presentarse ante el público occidental sin que haya represión de parte de alguna iglesia; organizarse en sociedades abiertas, ya no secretas (es el siglo de la democracia), imprimir revistas y libros, dar conferencias. También Menéndez lo hace en su libro con tales grupos, pero al inicio está más atento de arremeter contra la Razón y la Reforma, vivas y combatientes, y no tanto contra gnósticos y heresiarcas, ya vencidos… Así, pues, basa el concepto de heterodoxia en lo religioso. La diversidad puede vincularse con lo religioso, pero también con otras dimensiones: lo sexual, lo político, lo literario; tiene que ver con la cantidad y no sólo con la calidad, pues entre más alto el número, más diversidad es posible. En el siglo xix la diversidad re-

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ligiosa se incrementa al tiempo que hay mayor secularización, esto es, retroceso relativo de la imposición cristiana, incremento de la posibilidad de competir en la arena religiosa por el discurso y el convencimiento para los nuevos cultos, neocristianos o paganos. No hay que olvidar que el xix fue también el siglo del orientalismo, de ahí esa fascinación de Europa por todo lo que oliera a Asia y alimentara sus ilusiones coloniales. Este orientalismo está presente en el ámbito esotérico sobre todo por medio de la teosofía, la doctrina de Blavatsky que abreva en tradiciones asiáticas, sobre todo la hindú (en su presentación Vedanta) y budista (Mahayana y Vajrayana). Su versión sincrética de la “Sabiduría Primordial” (más su gran carisma, que incluía lo paranormal) atrajo a mucha gente importante que potenció su influencia en medios artísticos, intelectuales y literarios, la que continuaría en la teosofía posterior de las primeras décadas del xx con su sucesora Annie Besant, aunque con otra dirección. No en balde tantos hablan de “neoteosofía” para distinguir su enseñanza de la de Blavatsky. Con Besant, se cristianiza la teosofía (pese a su vocabulario orientalista), y se crea una vulgata teosófica con sus libros y sobre todo con los de su colega Leadbeater, que prácticamente sustituyen en lectura las abstrusas obras de Blavatsky. Para el caso hispanoamericano, la presencia teosófica fue muy importante, incluso hubo un discípulo directo suyo, el español José Xifré, aristócrata que conociera a Blavatsky en Londres y que gastara su fortuna en la divulgación teosófica en España y América Latina. Los teósofos fueron precedidos en sus países por los espiritistas en varias décadas y éstos por los masones quienes, del lado americano, combinaron sus atisbos gnósticos con la lucha política por la independencia hispanoamericana y el establecimiento de las nuevas repúblicas. Desde el ámbito literario, puede verse una cierta divergencia del realismo dominante que hacía Patria por parte de los autores aquí tratados, pues en diverso grado cultivan lo fantástico, si no todos, sí varios de ellos. Esto supone pensar el incipiente fantástico del xix como una escritura salida de la norma realista, cuyo

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tufillo evasionista atrajo las finas narices de modernistas y decadentes, así como la desconfianza de los sensatos y patrióticos realistas. Del grupo tratado, el que no es del todo fantástico es exótico (como Almazán), o espiritista (como Castera), o decadente (como Couto). Payno es un realista con ciertas inclinaciones fantásticas tanto en cuento como en novela, pero de forma disimulada. Es un ocasional fantástico de clóset. Nervo y Tablada reúnen los requisitos de fantasía sin ningún problema, igual que los extranjeros Darío y Lugones. En cuanto al español Valera, es otro escurridizo criptofantástico, como Payno.

Paisaje antes de la lectura Aclaro ante todo que seguiré en México heterodoxo un ordenamiento de los capítulos según criterios de temas y afinidades, más que cronológicos. Voy de lo general panhispánico a los casos particulares en México, primero el paisaje de la lengua y luego el lugar y el autor específicos. Sé que es un riesgo para la comprensión secuencial del proceso, pero he preferido privilegiar los nódulos temáticos y autorales. En todo caso, creo que el primer capítulo, de carácter más amplio, ayudará a acomodar los tiempos. En este sentido, el capítulo I es de tipo general, de conjunto para la literatura panhispánica, sustentado a partir de cuatro autores representativos del área: Darío, Varela, Lugones y Nervo, teniendo en cuenta, por supuesto, otros nombres en el trasfondo. Hablo de la presencia del ocultismo –nuevo término que se acuña en esa misma época– en la cultura del siglo xix, en especial de dos de sus corrientes: el espiritismo y la teosofía, y esto en particular en el área hispanohablante, es decir, tanto en Madrid y Barcelona, como en México y Buenos Aires, como en San José o La Habana. El ocultismo me interesa, no tanto en sí mismo, sino por su fuerte vínculo con la literatura, en especial con el modernismo, a veces por vía de lo fantástico. El capítulo II también es de conjunto, pero ahora restringiéndonos al caso mexicano y a la corriente espiritista; de estas letras espíritas se revisan sus orígenes,

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cambios y diversos usos, desde los doctrinales hasta los estéticos y temáticos. Hay un tercer capítulo de conjunto, no en orden sucesivo, que es el número X, “Fausto en tiempos de don Porfirio”, que revisa la recepción de tal personaje vinculado con la búsqueda del conocimiento oculto en el caso del México del Porfiriato. Viene luego un subconjunto de capítulos (del III al IX) dedicados a autores específicos: Castera, visionario de minas profundas y de vuelos mesméricos del alma; Payno, sonámbulo criptofantástico; Almazán, con sus exploraciones heréticas y su deriva antiislámica; Nervo, padre de un corpus fantástico que si no vuela más alto es por el peso de su ironía; Tablada y su novela teosófica, un escenario que muestra la pelea civilizatoria entre Quetzalcóatl y Huichilobos por el corazón de México; Couto, escribiendo entre asfódelos estupefacientes, entre tequila y champán, antes de que anochezca definitivamente, y que, como Darío, fue devoto voraz de Nuestra Señora La Muerte. En cuanto a Francisco I. Madero, normalmente recordado como mártir de la democracia en México, se lo relee aquí en su condición de autor espírita y de comentador de la Bhagavad Gita, la célebre escritura hindú, aparte de ser la figura más descollante del espiritismo nacional. Tras una revisión al Fausto porfirista en el capítulo X, vienen después dos dedicados al ocultismo en México (el XI y el XII), uno referido a los viajes de Helena Blavatsky y de Aleister Crowley a México, sin comprobar en el caso de la rusa, históricamente asentado en el caso del mago inglés. Se revisa ahí el lugar de México en el imaginario ocultista, vinculado, según autores barrocos como Kircher, con la Atlántida, hipótesis que, aunque hoy nos genere una sonrisa escéptica, estuvo vigente en nuestro país desde Sigüenza y Sor Juana hasta Vasconcelos y el Dr. Atl. El otro ensayo aborda un subgénero que puede o no ser fantástico, que es el de la narración rosacruz, y que, en el caso de la novela ahí abordada del germanomexicano Arnold Krumm-Heller, incorpora elementos locales a una tradición que hasta entonces había usado en su imaginería sólo signos europeos (a veces de procedencia oriental). En Krumm-Heller la rosa crece en la cruz cuyo centro es un calendario azteca.

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IntroduccIón

Los dos últimos capítulos (XIII y XIV) están dedicados, ya no al ocultismo (ya sea teosófico o espiritista) sino a otra vertiente filosófica y religiosa, el budismo, que en aquel momento aparecía vinculado sobre todo al ámbito estético, mezclado con nociones nihilistas y schopenhauerianas (nirvana como disolución del yo en una totalidad misteriosa). El capítulo XIII da un panorama general de tales asuntos búdicos en el mundo panhispánico por medio de algunos de sus textos y el XIV estudia con más detalle el caso particular de la poesía de Nervo vista en su vínculo con una ideología supuestamente budista, aunque fuera más bien teosófica, diferencia que en aquellos momentos no se alcanzaba a hacer. Sólo me resta mencionar el addendum final sobre la obra literaria de Blavatsky, para quien quiera conocer un poco más de la fundadora teosófica, llamar la atención sobre esa otra parte de su escritura más propiamente literaria que doctrinal y que tiene que ver con la narración fantástica y la crónica viajera por tierra exótica (la India). Añado este texto para promover un mejor conocimiento suyo, que supere el prejuicio acumulado por unos y la veneración devota de otros, ambos refractarios a una revisión cultural del personaje histórico y su escritura. Al mismo tiempo, en tanto su gran traductor al español, menciono a Mario Roso de Luna, el escritor teósofo más importante de España, pionero inconsciente de la literatura fantástica con su “Biblioteca de las Maravillas”, muy conocido en su país y en América Latina, adonde viajó. No vino a México (pues su tour fue sólo por América del Sur) pero sí se le leyó mucho aquí, como lo señala el que algunos de sus libros en primeras ediciones estén en la biblioteca de la Sociedad Teosófica en la ciudad de México o que antes se encontraran a veces en los estantes de las librerías de viejo del Centro Histórico, en donde personalmente me abastecí de varios. Después llegaron las nuevas ediciones de Roso de Luna en España, que lo redescubría tras el oscurantismo franquista, el que incluso había fusilado a teósofos y masones con sus armas católicas. Es así como busco con este libro transmitir mi lectura entusiasta de un siglo xix literario en México más matizado y diverso de lo que suele admitirse, quizá porque buena parte de su crítica todavía está

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por hacerse, más allá de lecturas nacionalistas y quizá demasiado patrióticas, o bien, las desdeñosas y prejuiciadas hacia él, engolosinadas con las letras coloniales o con las del siglo xx. Hay que superar viejos prejuicios laicos y cristianos –tomando de éstos la justa dosis crítica– para acercarse a ámbitos de la vida cultural mexicana del siglo xix no tan conocidos, penumbrosos, de mala fama, y sin embargo muchas veces caricaturizados, para reconocer en su arte y literatura las marcas de una divergencia creadora, esto es, los heterodoxos paisajes de la imaginación fantástica. Finalmente, este libro es también mi tributo personal a México, país que me abrió sus puertas hace ya más de un cuarto de siglo, al que he aprendido a querer como propio y al que no he encontrado mejor forma de honrarlo intelectualmente que escribiendo sobre parte de su rica literatura. México D.F., julio de 2013

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I

DE ROMÁNTICOS, ESOTÉRICOS Y FANTÁSTICOS EN EL MUNDO PANHISPÁNICO 1

La conexión ocultista del romanticismo Entre los cambios ideológicos que se dieron en el siglo xix, en pleno proceso secularizador, uno de los más notorios fue la aparición y propagación de diversos sistemas ocultistas que, aunque algunos continuaban las ideas de sus antecesores renacentistas y barrocos, también añadieron nuevos elementos provenientes del ámbito científico y positivista, con una perspectiva integradora de raigambre romántica. Por ejemplo, el concepto de “evolución”, que había sido planteado para el campo natural y biológico, fue retomado por ciertos ocultistas y aplicado a otros ámbitos, espirituales y cósmicos, con lo que resultaba que todo el universo, no sólo su parte natural, estaba en un proceso ascendente y reintegrador, “evolutivo”, por lo que las almas y no sólo los cuerpos se encontraban sometidos a dicho proceso, no nada más el ser humano sino todo el universo, en una metamorfosis teleológica hacia un estado espiritual superior. Es el caso de la teosofía de Blavatsky, cuya idea de tiempo la concibe avanzando no en círculos sino en espiral, pues combina dos concep1

Una primera versión de este capítulo fue publicada en inglés en el volumen Romantic Prose Fiction (2008), de la Comparative History of Literatures in European Languages.

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ciones del tiempo: la lineal y la cíclica. Se avanza pero no en línea recta sino dando vueltas, rotando, y no de una manera continua sino en pulsaciones, cíclica, con pausas, alternando el día y la noche, la manifestación y la disolución de mundos. La propagación del ocultismo en el siglo xix se dio, ya no en las márgenes del conocimiento socialmente respetable, el científico, sino en el corazón mismo del gran movimiento de ideas, sensibilidades y costumbres que dominó toda la centuria, esto es, el romanticismo. La coincidencia de estos dos fenómenos ideológicos, el ocultismo y el romanticismo, hace pensar en la dependencia de uno hacia el otro, del literario al mágico-religioso, pues mientras el romanticismo es una floración cultural radicalmente nueva de fines del siglo xviii y que no había existido antes, el ocultismo era apenas un eslabón más, una forma cultural específica del siglo xix, de una gran corriente mágica o esotérica más amplia que atraviesa la historia occidental y cuyos ingredientes básicos son neoplatonismo, hermetismo, alquimia y cábala cristiana. Este esoterismo renovado y conformado durante el Renacimiento y que se mantuvo vivo en pleno Siglo de las Luces, fue la fuente ideológica de muchas de las ideas románticas, algo ya estudiado en detalle por autores como Albert Béguin (1981), Meyer Abrams (1973) y Auguste Viatte (1979). Resulta significativo que sea en el siglo xix cuando se acuñen filológicamente los términos “ocultismo” y “esoterismo”, en Francia, tierra de la Diosa Razón. Antes del xix, ese vasto conjunto de doctrinas y prácticas era denominado con varios nombres: magia, arte hermético, hermetismo y otras expresiones. Cada término daba cuenta de uno o varios aspectos, pero no de la totalidad del sistema, como intentaron hacerlo los sustantivos “ocultismo”, de acuñación francesa (Éliphas Lévi), o “esoterismo”, palabra que surge casi al mismo tiempo en francés (1828) e inglés (1835).2 Tales acuñaciones filológicas en inglés y francés nos indican de nuevas necesidades comunicativas y culturales, acordes con los 2

En inglés aparece “esoteric” en 1655, “esotery” en 1835, “esotericism” en 1846 y “esoterical” en 1850. En francés aparece “ézotérique” en 1752, “ésoterisme” en 1828 y “ésotériquement” en 1840. Cf. Riffard 1990, 77-78.

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cambios ideológicos del siglo, que muy pronto iban a invadir al resto de las lenguas occidentales. Durante el xix, el ocultismo va a expandirse en un contexto de creciente secularización, traducida en un retroceso de los dogmas religiosos judeocristianos y en el dominio de la ciencia como paradigma explicativo del mundo, por lo menos entre los sectores educados, en sistemas tales como el racionalismo y el positivismo. En este panorama de retirada de la religión tradicional y de avance de la ciencia, el ocultismo se propuso a sí mismo como un medio de conciliar ambos aspectos. Muy en la línea de la interpretación romántica, el ocultismo reconocía una crisis espiritual en el ser humano ante la pérdida de un asidero metafísico, con el peligro de la caída en el materialismo y el ateísmo propiciado por la ciencia positivista. Se alegraba del retroceso de las iglesias dogmáticas y represoras, pues ello permitió el afloramiento de estas formas religiosas “ocultas”, que habían sobrevivido de manera clandestina, a veces bajo la más severa represión. De la ciencia, el ocultismo rechazaba su enfoque materialista, no su exploración sistemática del mundo, la que buscaba incorporar en su propio modus operandi. De aquí que surgieran expresiones como “ciencias ocultas”, esto es, el ocultismo queriéndose apropiar del paradigma científico pero aplicado a campos en los que la ciencia positivista no intervenía (por incredulidad o por incapacidad). Esta pretensión del ocultismo de unir ciencia y religión en un nuevo esquema interpretativo ya había sido desarrollada, con mayores vuelos intelectuales aunque magros resultados, por algunos filósofos románticos de la corriente llamada “Filosofía de la Naturaleza”, a finales del siglo xviii y principios del xix, trabajando bajo la inspiración de Schelling.

Ocultismo y modernismo hispanoamericano Para efectos inmediatos, lo importante es retener la idea del ocultismo visto en tanto magia en tiempos de modernidad, influido por ésta y, al mismo tiempo, buscando influirla. No logró su cometido

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en el ámbito científico (pues la ciencia siguió su desarrollo autónomo menospreciando a su antigua aliada renacentista), pero donde sí obtuvo grandes éxitos fue en los ámbitos artísticos y literarios de Europa y América. En el caso de la lengua española, esto será evidente durante la segunda mitad del siglo xix y principios del xx, cuando irrumpen formas ocultistas que fructifican, primero el espiritismo y después la teosofía. El primero resulta más accesible y popular y comienza a ser visible desde mediados del siglo xix, mientras que la segunda supone mayor educación y es más tardía (sobre todo a partir de la última década del xix). En palabras del escritor modernista Amado Nervo: “Los espíritus medianos consultan las mesas de pino. Los espíritus superiores se emboscan en la teosofía” (2000, 244). El ocultismo en expansión coincide en España e Hispanoamérica con el florecimiento literario denominado “modernismo”, término que no ha de ser entendido en el mismo sentido en que se usa habitualmente en Estados Unidos y Europa, donde modernismo se identifica con la vanguardia, más o menos a partir de la Primera Guerra Mundial. En español, el modernismo no equivale a vanguardia, sino a lo que está inmediatamente antes: simbolismo, esteticismo, decadentismo y demás versiones finiseculares. El modernismo en español es prevanguardista, pertenece más bien a la cultura del Fin-de-Siècle. Las renovaciones estética, temática y estilística se aúnan con inquietudes religiosas y metafísicas. En este sentido, el ocultismo nutre al modernismo de asuntos filosóficos y temáticos, lo que se expresa de manera más clara en el género fantástico. Aunque desde mediados del siglo xix es posible identificar textos de índole fantástica (Cf. Hahn, 1978), es a partir del modernismo cuando podemos hablar con más propiedad de tal género en español, sobre todo en cuento. Puede decirse que con autores como el nicaragüense Rubén Darío, el mexicano Amado Nervo, el peruano Clemente Palma y el argentino Leopoldo Lugones, el cuento fantástico comenzó a cultivarse de manera sistemática en español, para continuar transformándose después con autores como Horacio Quiroga, Virgilio Piñera, Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández y Julio Cortázar.

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El modernismo introdujo en la literatura un componente numinoso que le había faltado al romanticismo hispanoamericano, heredado de Europa, más ocupado en los asuntos sociales y políticos, relativos a la consolidación de los nuevos Estados nacionales, tras su independencia de España a inicios del xix. El modernismo hispanoamericano recuperó los temas religiosos y metafísicos del romanticismo europeo, así como su crítica a la razón ilustrada, sólo que, a falta de un movimiento ilustrado en América Latina, el enemigo ideológico fue más bien el floreciente positivismo. En palabras de Octavio Paz en Los hijos del limo: El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón –también de los nervios– al empirismo y el cientismo positivista. En este sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo xix. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo (1985, 77-78).

A diferencia del primer romanticismo, que claramente es importado desde las metrópolis (remozado en léxico pero no en pensamiento), el modernismo, no obstante una gran influencia francesa, se presenta como un movimiento pensado, sentido y escrito desde Hispanoamérica y que luego impacta a España. De hecho, es el primer movimiento estético fraguado de este lado del Atlántico, sobre ciertas líneas de reflexión europea pero repensadas desde América, que, en el caso de la Hispana, se concibe a sí misma como heredera de la cultura latina, exquisita y decadente, y amenazada por otra, vigorosa y bárbara, la anglosajona. Los modernistas vieron la encarnación de este conflicto de “razas” en la guerra de 1898 entre España y Estados Unidos a propósito de Cuba, que acabó en la ocupación estadounidense de la isla. Este conflicto sirvió de acicate político y cultural tanto para el bando español (la llamada “Generación del 98”), como para los modernistas hispanoamericanos que, desde una postura francófila, se tornaron más cercanos a España, quizá por solidaridad ante su derrota.

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En este sentido, Rubén Darío es una figura emblemática, que pasa del tono más preciosista de Azul... (1888) y Prosas profanas (1896), publicados antes de la guerra hispano-estadounidense, a Cantos de vida y esperanza (1905), libro en el que si bien se mantienen algunas líneas de sus anteriores títulos, hay también una preocupación social en términos del amor a España, la conciencia de una América española y el recelo a los Estados Unidos. En la primera estrofa de su poema “A Roosevelt”, exclama: “Eres los Estados Unidos,/ eres el futuro invasor/ de la América ingenua que tiene sangre indígena,/ que aun reza a Jesucristo y aun habla en español” (1984). Ya antes Darío había sido el encargado de llevar a España la plaga americana, esto es, el modernismo literario.

Geografía del ocultismo en español Antes de presentar a Darío y su conexión fantástica con sus colegas Lugones, Nervo y Varela, conviene precisar un poco el mapa de influencias del ocultismo. Trato de identificar las corrientes principales que, desde Europa y los Estados Unidos, llegaban a América Latina, y que fueron dos sobre todo. Primero, el espiritismo, que había surgido en Estados Unidos a finales de los cuarenta, por lo que su ámbito de influencia temporal se da sobre todo en la segunda mitad del siglo xix. Esta corriente suponía un trato con los espíritus de los muertos, que seguirían existiendo en otra dimensión desde la cual podían comunicarse con los vivos mediante un médium apropiado y de quienes podían obtenerse conocimientos de este mundo y del otro. La otra corriente fue la teosofía de origen blavatskiano, que muy pronto se tiñe de las interpretaciones más cristianizantes de Annie Besant y C. W. Leadbeater, y que brilla en el fin de un siglo y principios del otro. Es interesante cómo ambas corrientes nacen en los Estados Unidos, en Nueva York, y de aquí viajan tanto a Europa, como a América Latina y Asia. En España, Barcelona tiene un lugar especial en la historia del espiritismo. Los anales cuentan que, ya en la década de los cincuen-

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ta, las obras del espiritista francés Allan Kardec fueron quemadas en un auto de fe por el obispo de Barcelona. A finales de la década de los ochenta, ahí mismo se realiza el Primer Congreso Internacional Espiritista. Surgen periódicos, revistas y libros de espiritismo por doquier, tanto en España como en los países latinoamericanos. Se daba una discusión en los medios de prensa y hasta se hizo titubear a más de un científico en sus convicciones. Algunos de ellos incluso se convirtieron al movimiento espírita, como Wallace, el otro proponente, junto con Darwin, de la teoría de la evolución; William Crookes, el químico; Camille Flammarion, el astrónomo... Como el resto de Europa, España no escapó a la influencia esotérica, ni en su variante espírita, ni en la teosófica. Ambas corrientes estuvieron bien representadas y desde ahí se expandieron a los países hispanoamericanos, que a su vez las recibían directamente desde su poderoso vecino del norte. Para fines de siglo, cuando surge el modernismo literario, ambas corrientes están en su esplendor, compitiendo entre sí. Muchos teósofos provenían de las filas espiritistas, empezando por los fundadores de la Sociedad Teosófica, Blavatsky y Olcott. Otro foco importante de irradiación ocultista entre las élites americanas fue Francia, que tenía en Victor Hugo, en Gautier y en la pléyade de simbolistas coronada por el belga Maeterlinck, buenos heraldos de las doctrinas espíritas, ya en versión anglosajona, como la de Conan Doyle, ya en estilo francés, como la de Allan Kardec. Francia contó con una tradición mágica propia, fuerte, representada por Éliphas Lévi, primero, y otros ocultistas finiseculares, después, como Stanislas de Guaita, Joséphin Péladan y sobre todo Papus, por lo que las corrientes ocultistas de procedencia inglesa encontraron una resistencia local. Los franceses proclamaban su filiación a una tradición occidental de inspiración cristiano-hermético-cabalística, por lo que algunos rechazaron la teosofía, que representaba más bien otra tradición, la oriental, de inspiración hindú y budista. De hecho, en sus inicios, la teosofía fue denominada “budismo esotérico”, confundida por muchos con el budismo histórico. No será hasta bien entrado el siglo xx que se logre deslindar la teosofía del bu-

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dismo, y se perciban como doctrinas diferentes, siendo la primera un sincretismo ocultista occidental que incorpora de manera amplia y selectiva a la segunda, al budismo asiático, con las consiguientes desfiguración y refiguración. El mensaje teosófico fue más fecundo en el medio español e hispanoamericano que en el francés, a pesar de la oposición tanto católica como positivista. La teosofía no negaba la realidad de los fenómenos espiritistas, pero les daba una explicación diferente. En opinión de Blavatsky, los fenómenos que acontecían en las sesiones no eran resultado de la visita de los muertos sino de la manipulación del ectoplasma del médium por la voluntad inconsciente del médium y los otros asistentes, o por la acción clandestina de bajas entidades invisibles. La teosofía quiso superar las carencias filosóficas del espiritismo, demasiado atrapado por una praxis de trances, raptos y escritura automática, y para ello elaboró un sistema sincrético moderno que combinó las corrientes occidentales de esoterismo (esto es, neoplatonismo, hermetismo y cábala, los tres cristianizados) y elementos provenientes de Oriente (hinduísmo y budismo, sobre todo). Por esto la teosofía se vincula con otro proceso ideológico de la época, el orientalismo, esto es, un proceso de construcción de “Oriente” por parte de Europa en una variedad de discursos sociales, filosóficos, políticos y religiosos;3 entre estos últimos se ubicaba el discurso teosófico, que, muy en la línea romántica, ligaba de manera jerárquica pero subordinada a Europa con Asia, la cuna de la religión. Fortalecido por el descubrimiento y estudio del sánscrito, el orientalismo crece con seriedad académica y con imaginación literaria a lo largo del siglo xix. Se desarrolla junto al fenómeno del ocultismo y a veces se entrecruzan, pero son discursos diferentes. Hay todo un orientalismo laico, esteta, mundano, erótico, que no pasa necesariamente por los asuntos ocultistas. En lo que se refiere 3

Para ampliar esta noción de orientalismo en tanto modo de relación con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa (espacio de alteridad geográfica, cultural y de dominio político), cf. Said, 1990. Para una propuesta que replantea el orientalismo hispanoamericano en términos de “periférico”, cf. Taboada, 1998.

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al orientalismo religioso, aquí la teosofía jugó un papel medular, al ser la pionera en la incorporación de elementos indobudistas al caudal mágico-filosófico de Occidente. El Oriente teosófico tuvo una función mitificante que atrajo a mucha gente en tiempos seculares, brindando nuevas posibilidades estéticas y literarias que los artistas y escritores aprovecharon. España no fue inmune al encanto del Oriente que llegaba del Norte, de los alemanes, franceses e ingleses, no obstante que contaba con su Oriente personal, dentro de su propia historia, pero el Oriente español era sobre todo cercano y medio, no tanto lejano, casi no llegaba a la India, y menos al Tíbet o a la China, a no ser por la acción religiosa –como la jesuita–. En lo que al sánscrito se refiere, en 1871 Francisco García Ayuso había publicado La filología en su relación con el sánscrito, y en 1890 Juan Gelabert y Gordida publicó el Manual de lengua sánscrita. La penetración del sánscrito fue mejor en Barcelona que en Madrid, los dos centros teosóficos más importantes del país. No obstante, no se generó un orientalismo académico de alto vuelo, como el de Francia e Inglaterra. Algunos teósofos españoles conocieron personalmente a Madame Blavatsky, divulgaron sus escritos, los tradujeron al castellano, organizaron logias y revistas, tales como José Xifré (18551920), desde época muy temprana. Xifré fue uno de los fundadores e impulsores de la teosofía en España.4 Su misión teosófica fue tan exitosa que, cuando el presidente de la Sociedad Teosófica, Henry S. Olcott, visitó España en una gira en junio de 1895, afirmó que 4

El año constitutivo de la primera logia en España es de 1893, pero por lo menos desde 1889 estaba trabajando un “Grupo especial de la Sociedad Teosófica”, muy vinculado con Francia. El mismo año de fundación de la primera logia española (“Madrid”) coincide con el de la primera logia argentina (“Luz”), en la que estuvieron Leopoldo Lugones y José Ingenieros. Si bien precedida por varios años de un conocimiento por libros, revistas y periódicos, la consolidación institucional de la teosofía en el área hispanohablante se da casi al mismo tiempo a ambos lados del Atlántico. Las noticias no tenían que llegar desde España necesariamente, también podían hacerlo directamente desde Nueva York. Otros puntos de arranque teosófico en América son: Costa Rica, 1904; México, 1906; Paraguay, 1912. Estas son las fechas de fundación institucional de primeras logias teosóficas, pero antes ya había todo un movimiento informal de teósofos aislados o infiltrados en los grupos espiritistas. Véase el testimonio del teósofo mexicano Valadez Zamudio (1981) o el del teósofo costarricense, después krishnamurtiano, Sidney Field Povedano (1988).

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Madrid, Londres y Estocolmo eran los tres centros europeos más importantes. Igual que ocurrió en varios países latinoamericanos, muchos de los organizadores de las primeras logias teosóficas en España durante los últimos años del siglo xix provenían de las filas espiritistas, quienes se habían pasado al bando filosófico de los teósofos. Durante fines del xix y las tres primeras décadas del xx, el movimiento teosófico tuvo una gran presencia en Europa, América y Asia, no obstante sus divisiones posblavatskianas, entre los mayoritarios “besantianos” de Adyar (India) y los norteamericanos que siguieron a W. Judge. En la América hispánica, predominaron los primeros. Por lo tanto, si España era uno de los tres centros europeos más importantes, entonces su actividad teosófica debió ser notable. Así fue porque el ocultismo supo vincularse con los medios artísticos y literarios, en términos de propuestas renovadoras en los campos religiosos y filosóficos. Por su parte, los artistas y el público en general recibieron con entusiasmo las ideas teosóficas a diferentes niveles, desde el más popular de las sesiones espiritistas y su circo parapsicológico, hasta otro más filosófico y gnóstico. Fue de variada graduación el compromiso de algunos artistas con la teosofía y, en general, con el ocultismo, pues iba desde el uso temático de elementos pintorescos y dispersos, pasando por la lectura regular y prolongada que ilustraba sobre aspectos del proceso gnóstico y creativo, y llegando en ocasiones a un compromiso más profundo (sin que esto significara la militancia formal en una logia, lo que sin embargo a veces ocurrió, como en el caso de Lugones en Argentina o de Brenes Mesén en Costa Rica). Al escribir sobre el vínculo moderno entre ocultismo y literatura, apunta el crítico colombiano Rafael Gutiérrez-Girardot: Con todo, pese a la nebulosidad del ocultismo o de las teosofías, éstas tuvieron una función en la literatura del siglo pasado: independientemente de su procedencia dogmática y de su contenido, dicha función fue primariamente estética. En un doble sentido: para expresar

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De románticos, esotéricos y fantásticos “correspondencias” en un mundo predominantemente regido por el principio del símbolo... y para explicar el proceso de la propia creación, como es el caso de W. B. Yeats con A Vision (1938) o La lámpara maravillosa (1916) de Valle-Inclán. Pero esas “teosofías” tuvieron otra función. Fueron “saberes” –en el sentido más amplio de la palabra– que servían a la pregunta por el devenir del mundo... eran un sustituto de la religión y a la vez una forma de protesta contra el mundo moderno de la ciencia (1988, 81).

El impacto de la revista Sophia Un elemento central en la divulgación teosófica entre artistas y público a ambos lados del Atlántico fue la revista española Sophia, con dos etapas bien marcadas: 1893-1914 y 1923-1925. Había sido precedida por la revista Estudios Teosóficos (1891-1892), pero el impacto de Sophia fue mucho más amplio, logró calar más hondo y más lejos, abriendo sus páginas no sólo a aspectos doctrinales sino también de interés artístico y literario, lo que amplió el número de lectores, de tal suerte que algunas de sus firmas eran las mismas de las revistas propiamente literarias. Tales son los casos de Viriato Díaz-Pérez, los hermanos González Blanco (Andrés, Edmundo y Pedro), Rafael Urbano (temprano traductor de Buda y de Nietzsche), o bien, Leopoldo Lugones, Amado Nervo y Rubén Darío. El estudioso italiano Giovanni Allegra detecta dos grandes asuntos en la primera etapa de la famosa revista: “Entre 1893 y 1912 dos son los temas que principalmente se desarrollan en Sophia y en las publicaciones teosóficas editadas en Madrid y Barcelona: el estudio de los substratos místicos en la tradición hispánica, y el estudio de Oriente y de las doctrinas sapienciales” (1986, 146). Los teósofos españoles no se contentaron con las referencias de Blavatsky sobre el asunto, sino que buscaron ampliarlas con la incorporación de místicos y ascetas peninsulares: pitagóricos, árabes, hebreos, neoplatónicos, quietistas, etcétera. Al juzgar este material, Allegra afirma:

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José RicaRdo chaves No se trata del rigor histórico-exegético que se pretende poner de relieve y que sería absurdo buscar entre los buenos aficionados que en el fondo fueron siempre los “ocultistas”, sino de la voluntad de conectar(se) con toda una corriente de pensamiento cuya memoria parecía haberse extinguido en los últimos siglos y de referirla a experiencias culturales contemporáneas (1986, 146).

Sobre esta línea de recuperación de místicos peninsulares destaca el nombre de Miguel de Molinos y la publicación de su Guía espiritual en Sophia en 1905 por parte de Rafael Urbano (traductor pionero de Buda y Nietzsche al español). El pensamiento de Molinos estará presente en más de un autor modernista (por ejemplo, en Antonio Machado, pero sobre todo en Valle-Inclán, con La lámpara maravillosa, 1916) y el conocimiento directo de su obra (después de tanto tiempo de oscuridad) se debió en buena medida a que los círculos teosóficos supieron promoverlo más allá de sus propias filas. En lo que se refiere al segundo gran tema de Sophia, el Oriente y las doctrinas ocultistas, hay que tener en cuenta que el suyo es un Oriente visto a través del discurso teosófico, y por tanto mistificado, romantizado, muchas veces sostenido con argumentos del orientalismo académico para efectos de erudición.5 Además de mística hispánica, Oriente y ocultismo, otras áreas que Sophia cubrió de manera novedosa fueron las investigaciones sobre folclor y sobre culturas extinguidas, con lo que alentó una cierta arqueología diletante, a veces teñida de fantasías atlantes (como en Roso de Luna); 5

En su introducción al poema de José Antich, Andrógino (1989), Loretta Frattale habla sobre este orientalismo finisecular en España: “… nos encontramos en un periodo en el que el Oriente, y en particular la India, suscitaban viva curiosidad en los ámbitos culturales europeos, sin excluir los españoles. El interés por las culturas orientales, en realidad, se había manifestado desde las primeras décadas del siglo pasado [xix]. Especialmente en Barcelona comenzó una intensa actividad de publicaciones que divulgó textos indios o sobre la India … Se traducen las obras de Kipling, Jacolliot y Pierre Loti … Las revistas publican relatos, apólogos y leyendas orientales… A esto hay que añadir los estudios sobre la culturas y las religiones de la India, realizados en ámbitos teosóficos, de los que la Biblioteca Orientalista constituye su base de irradiación” (1989, 26-27). Por su parte, el escritor Juan Valera es uno de los principales impulsores del orientalismo literario, con diversas traducciones y textos narrativos, entre los que destacan sus Leyendas del antiguo Oriente y su última novela, Morsamor, en la que demuestra una gran solvencia en los conceptos teosóficos.

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así como artículos, reseñas y traducciones de textos y autores propiamente literarios: Bulwer-Lytton, Rider Haggard, E. Schuré, Poe, Novalis, Nietzsche, Carlyle, Maeterlinck, Ruskin, etcétera. Un factor que contribuyó al éxito de Sophia como empresa cultural fue que supo reunir un excelente conjunto de traductores, empezando por el propio fundador José Xifré (traductor en 1896 de La clave de la teosofía, de Blavatsky), así como Francisco Montoliu (1861-1892), quien se encargó de la traducción de Isis sin velo (1888) y, junto con otros teósofos, incluido Xifré, de la extensa obra La Doctrina Secreta, también de Blavatsky, cuya traducción apareció en 1895, con lo que para inicios del siglo xx ya estaba en español la literatura teosófica fundamental, lo que potenciará su expansión. Esta labor de traducción no se limitó a los textos canónicos del movimiento, sino que se extendió al ámbito literario. Así, Edmundo González Blanco dio cuenta de Emerson, Carlyle y Ruskin; José Roviralta y Borrell no sólo vertió por primera vez al español la Bhagavad Gita, sino también, entre otros muchos textos, y de forma magistral, el Fausto de Goethe; Rafael Urbano tradujo a Nietzsche y varios textos budistas, entre ellos el Dhammapada; por último, otros traductores que podrían mencionarse son Federico Climent Terrer y Viriato Díaz-Pérez. Este acercamiento un tanto general a la labor de la revista Sophia muestra cómo su sincretismo filosófico y su estética tardorromántica alimentaron indirectamente la vocación por el misterio de tantos modernistas abrumados por la secularización, al tiempo que el alto perfil literario y cultural de sus impulsores favoreció los vínculos con artistas y escritores. En España, multiplicaron sus efectos las tertulias y los ateneos a los que asistían Juan Valera, Clarín, Juan Ramón Jiménez, los Machado, Valle-Inclán, Cansinos-Assens (otro gran traductor),6 Mario Roso de Luna, entre varios. El efecto de Sophia traspasó las barreras españolas, pues se volvió lectura obligada en el mundo teosófico hispanoamericano, difundiendo 6

Entre sus traducciones destacan la del Corán (1951), la de Las Mil y Una Noches (1955), alabada por J. L. Borges, y la de la obra completa de Goethe (1963), estas dos últimas publicadas por Aguilar.

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así del otro lado del Atlántico sus enseñanzas, sí, pero también una visión estética compatible con los nuevos vientos del modernismo literario que corrían aquí y allá. Bosquejado este mapa general de la penetración y difusión del ocultismo en tierras hispanohablantes, podemos pasar ahora a revisar a ciertos autores importantes de narraciones modernistas de índole fantástica.

El ocultismo, Darío y sus cuentos fantásticos Dado el papel emblemático de Darío en el movimiento modernista, esto es, “nuestro verdadero romanticismo” (Paz dixit), conviene empezar por él a la hora de examinar los nexos entre ocultismo y literatura fantástica en español. Durante mucho tiempo se destacó su función renovadora en la poesía, después en la crónica y en el cuento, y sólo más recientemente se identificó su acción fundacional en el relato fantástico, junto con sus colegas Nervo y Lugones. En el caso de Darío, dada su procedencia rural cargada de oralidad y mito en Nicaragua, encontramos una predisposición cultural hacia el cultivo de lo fantástico. Así, el personaje protagónico de uno de sus cuentos, “La larva”, dice: Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes (1982, 67).

En ese cuento, Darío narra un encuentro con una terrorífica criatura sobrenatural, en estado de total lucidez, esto es, sin locura, alcohol o alucinógenos. Se trata de una versión literaria de una experiencia personal, pues en su Autobiografía afirma que: “En Ca-

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ras y Caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio” (1966, 118). El texto publicado en la revista argentina es el cuento mencionado.7 Darío se había puesto en contacto con las doctrinas esotéricas desde su adolescencia, cuando conoció al masón polaco José Leonard y Bertholet, nombrado profesor en el Instituto Leonés de Occidente. Entonces, cuenta, “cayó en mis manos un libro de masonería, y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares: Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos” (1966, 28). Como puede apreciarse, la masonería no le satisfizo intelectualmente, aunque siguió leyendo y buscando por los ámbitos esotéricos. En Guatemala conoció al diplomático costarricense Jorge Castro, talentoso joven de amplia cultura, abogado formado en Francia y entusiasta de las ciencias ocultas. Fue él quien lo introdujo a las lecturas teosóficas (Isis Unveiled y The Secret Doctrine, de Blavatsky, así como libros de Annie Besant8 y H. Olcott). Castro, hijo del ilustre embajador el Dr. Castro Madriz, ex-presidente de Costa Rica, también intentó entusiasmar en sus búsquedas ocultas a otro escritor modernista, el guatemalteco Máximo Soto-Hall, pero sin 7

Sobre esta revista nos dice Fraser: “For an introduction to the extensive influence of Spiritualism in the ‘polite society’ of Modernism at its peak, we should consult the pages of Caras y Caretas, Buenos Aires’s most popular family magazine, which commenced publication in 1898 during the glory days of the movement. Communication wih the dead, telepathy, clairvoyance, divination, and spiritual healing became the touchstones of a new pseudoscientific religion that promised Heaven on Earth to those who would merely believe” (1992, 44). 8 Sobre Annie Besant escribió entusiastamente José Martí en Nueva York: “Annie Besant ha venido de Inglaterra, con su elocuencia ardiente y sus canas jóvenes, a mantener los dogmas teosóficos: el espíritu es una mina de hechos: hay que descubrir y clasificar los hechos del espíritu: hechos del espíritu, científicos como cualesquiera otros, son todos los del hipnotismo y el mesmerismo, los sueños y la clarividencia, el genio y el poder de transferir el pensamiento, todo lo que está en los libros de Sinnet y en ‘La Doctrina Secreta’ de la gran sacerdotisa que se les acaba de morir, la rusa Blavatsky” (Martí, en Jiménez y Morales, 1998, 164), y concluye: “A eso viene Annie Besant de Inglaterra: a echar sobre los corazones su palabra piadosa y encendida, a tantear de buena fe, con oratoria a la vez sensata y mística, por los caminos de la religión venidera” (165).

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éxito. Los tres jóvenes hicieron un trato, relatado así por el notable biógrafo de Darío, Edelberto Torres: Uno de los incidentes de la conversación es que Jorge Castro les propone convenir en que el primero que muera ha de aparecer a los otros como testimonio de la supervivencia del alma. Poco después el doctor Castro es trasladado con igual cargo a Panamá, llevando siempre como secretario a su hijo. Allá fallece éste, y el anuncio lo recibe Rubén cuando en uno de sus acostumbrados ágapes con Soto-Hall, ve la persona, íntegra y claramente, de Jorge Castro. Soto-Hall no ve nada, pero tiene conocimiento de la muerte de su amigo, ocurrida en la fecha de su aparición, por carta que llega después de Panamá, anunciando la dolorosa pérdida. En esa misma oportunidad otros fenómenos tienen lugar; sonidos arrancados al piano que hay en el comedor donde se hallan, y ruidos igualmente inexplicables. Hondamente impresionado, Rubén escribe una de las más bellas páginas necrológicas en memoria del amigo ausente (1982, 135-136).

Tal artículo necrológico empieza así: “No es el viejo verso griego, que habla de los que mueren jóvenes, lo que hoy traigo a mi memoria, sino la ley misteriosa y oculta del karma búdico, con toda su profunda fatalidad” (1982, 149-150). Obviamente, esta mención al “karma búdico” alude a sus vínculos teosóficos con el muerto. Después, en Buenos Aires, sus conversaciones sobre asuntos ocultos continúan, ahora con Leopoldo Lugones y Patricio Piñeiro Sorondo, tal como dice Darío en su ya mencionada Autobiografía: Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había tenido ocasión, desde muy joven, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial (1966, 118).

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Como puede apreciarse, Darío no pone en duda la existencia de “las fuerzas extrañas” (llamativamente éste será el título de uno de los libros de relatos fantásticos de Lugones), tan sólo acota que abandonó sus estudios esotéricos por “extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos”, quizá a raíz de los sucesos de la aparición terrorífica de León y los relativos a la visión del fantasma de Jorge Castro en Guatemala. En España, continuó sus pláticas ocultistas con, entre otros, su padrino literario, el escritor Juan Valera, y en Francia estuvo en contacto con el mago Papus (Gérard Encausse, 1865-1916), famosa figura del ocultismo finisecular: “En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre ‘Papus’, cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral” (1966, 118). Lo cierto es que las ideas y doctrinas ocultistas permean la visión poética de Darío, tal como queda demostrado en el ya clásico libro de Cathy Login Jrade (1986) en lo que se refiere a poesía, aunque debería ahora incluirse también su narrativa fantástica para reforzar el argumento. Años después, ya de vuelta en Nicaragua, pocos días antes de su muerte, en una entrevista con el periodista Francisco Huezo, Darío retorna a su interés esotérico: Enseguida topa con el tema del ocultismo, que durante toda su vida tentó su curiosidad. Llevado por esa afición leyó desde Allan Kardec hasta Ana Besant. Ha sido feligrés en esas capillas y lo confiesa: –“Yo he sido eso; yo he creído. He estudiado, he visto mucho, en París, en Italia. Suceden cosas sorprendentes, inexplicables. Son hechos extraordinarios, como cábalas de misterio” (Torres, 1982, 402).

Y a continuación, rememora sus visitas a la famosa médium italiana de la época, Eusapia Paladino. Como vemos, desde la adolescencia hasta pocos días antes de su muerte, el interés en el ocultismo está presente en el poeta, a pesar de que, según insiste, no ahonda más por temor y salud.

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En un cuento titulado “El caso de la señorita Amelia”, abundan las referencias al ocultismo y a la teosofía. Su personaje central exclama: Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía ... que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano...” (1982, 45).

Más adelante, el mismo personaje dice: Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madama Blavatsky habíame abierto ancho campo en el país de los fakires ... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York (1982, 47).

Así como en ese cuento abundan las referencias teosóficas, en otro titulado “Huitzilopoxtli”, las señales apuntan más bien al espiritismo y a su presencia en México, por personas tales como el líder revolucionario y espiritista declarado, Francisco I. Madero. En esta narración, Darío retoma la idea de los sincretismos entre lo europeo y lo indígena, con lo que los muertos de los espiritistas resultan ser las antiguas divinidades prehispánicas: “Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes” (1982, 82). Más adelante un sacerdote afirma: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes;

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De románticos, esotéricos y fantásticos y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran (1982, 84).

Se trata de diabolizar a los dioses antiguos, mostrarlos, no como otros dioses, sino como lo opuesto de Dios. El anterior comentario del sacerdote tiene que ver con su referencia al espiritismo de Madero, como queda claro en este diálogo entre el cura y el narrador: - Si Madero no se hubiera dejado engañar... - ¿De los políticos? - No, hijo; de los diablos... - ¿Cómo es eso? - Usted sabe. - Lo del espiritismo... - Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos... (1982, 84).

Podrían revisarse más aspectos de lo oculto en la literatura fantástica de Darío, pero creo que con lo anterior es suficiente para subrayar su importancia ideológica y temática.

La novela teosófica de Juan Valera Juan Valera es el crítico y narrador que presenta a Darío ante los lectores españoles, al publicar un texto crítico en dos partes sobre Azul... en la página literaria de los lunes de El Imparcial de Madrid, en octubre de 1888, y que, a partir de la segunda edición del libro, Darío anexó como prefacio, tanto le había gustado. Esas dos “cartas americanas” que Valera escribió ayudaron grandemente a promocionar a Darío y su libro fundacional de la poesía modernista en el Viejo Continente. Muchas cosas los separaban como escritores, pero entre las que los unieron estaba su interés por el ocultismo y por Oriente.

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Valera no fue inmune al entusiasmo orientalista de su época sino más bien su promotor, y cultivó en español este tipo literario que en el mismo siglo romántico trabajaron autores como Victor Hugo, Nerval, Flaubert y Gautier. En la introducción a sus Leyendas orientales, Varela afirma que se ha refugiado en Oriente para dar vuelo a su fantasía. Y agrega: Otra razón nos impulsa también a escribir estas leyendas. Deseamos divulgar un poco la literatura oriental antigua y empezar a emplearla en nuestra moderna literatura española. En Francia y en Inglaterra y en Alemania, el renacimiento oriental, de que hemos hablado, deja, tiempo ha, sentir su influjo en el arte y en la poesía. En España aún no se nota nada de esto (1958, 901).

Resalta la amplitud intelectual de Valera en relación con muchos de sus coterráneos colegas, más concentrados en su angustiada patria que, para fines de siglo, sufrirá la pérdida de sus últimos territorios ultramarinos. A esta amplitud de miras contribuyó su oficio de diplomático, que lo llevó a residir en Lisboa, en Río de Janeiro, en Dresde, entre varios lugares. A su labor diplomática se unió un prolongado y entusiasta estudio, que le dio fama de gran intelectual y sobre todo de crítico literario, por lo que el espaldarazo a Darío resultaba una suerte de consagración para el escritor americano. Valera percibió muy bien la dimensión religiosa de la revolución literaria de Darío, y claramente la ubica en un paisaje de secularización que lleva a que, “en la literatura de última moda” predominen dos actitudes: que se caiga en el ateísmo o en la blasfemia o “que en este infinito tenebroso e incognoscible perciba la imaginación, así como en el éter, nebulosas o semilleros de astros, fragmentos y escombros de religiones muertas, con los cuales procura formar algo nuevo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías” (en Darío, 1987, 8). Afirma que ambas actitudes están en el libro de Darío, aunque quizá más la segunda, cuando luego hable de “la poderosa y lozana producción de seres fantásticos, evocados o saca-

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dos de las tinieblas de lo incognoscible, donde vagan las ruinas de las destrozadas creencias y supersticiones vetustas” (1987, 9). Entre sus contemporáneos, Valera era considerado un buen conocedor tanto de literaturas orientales como de arcanos ocultistas. Su contemporánea, Emilia Pardo Bazán, escribe sobre la proclividad teosófica de Valera: No afirmaré que sobre su credulidad –respeto demasiado el claro entendimiento que don Juan poseía–, pero sobre su imaginación y su pensamiento ejercían sugestión activa y fuerte las leyendas que se refieren de los mahatmas de la India, difundidas en Europa por la señora Blavatzky, teósofa y milagrera (en Valera 1984, 39).

Otra prueba de su interés por estas doctrinas, es el artículo “Teosofía”, que escribió para el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, de 26 tomos, publicado por Montaner y Simón en Barcelona entre 1887 y 1899. En el plano literario, nada más revelador de los gustos esotéricos de Valera que su última novela, Morsamor (1899), a la que su autor definió como “un libro de caballerías a la moderna, donde se aspira a manifestar la grandeza real de una época histórica para España y Portugal gloriosísima, a través de una acción fantástica y soñada” (citado por Romero, 1984, 36-37). Se ha pretendido ver en Morsamor una novela histórica por la ambientación lejana, lo que parece dudoso dado el peso de lo fantástico en la trama, que inhabilita en parte el impulso de reconstrucción que anida en toda empresa historicista. Valera, en una especie de compensación ideológica, publica una novela sobre los tiempos gloriosos del Imperio, en momentos en que España pierde sus últimas colonias ultramarinas. El orientalismo de Valera recoge la noción de Oriente como cuna espiritual de la humanidad, como “custodio de la ciencia oculta”. Claro que tal sublime estado de cosas fue en el pasado, en los orígenes, no en el siglo xix, cuando tales pueblos orientales lucen “parados e inertes”, por lo que deben ser sacados “de la abyecta postración en que han caído” por los europeos cristianos.

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Morsamor es una de las primeras novelas fantásticas en español, pues el surgimiento de este género a finales del xix es sobre todo en el cuento, como ocurre con Darío, Nervo y Lugones.9 No puede considerarse a Valera un modernista en el sentido de los hispanoamericanos, aunque comparte con éstos, no sólo la época; también fuentes textuales y temáticas, procedentes del ocultismo finisecular y, en especial, de Blavatsky, que tanto éxito tuvo entre ciertos medios artísticos e intelectuales. Sin duda, el orientalismo de Valera, por lo menos el de esta novela, aparece configurado por la teosofía. El autor no distingue las especificidades hindúes y budistas de las teosóficas, y a la hora de escribir sobre aquéllas, lo hace bajo la lente teosófica y cristiana, lo que resulta en claras deformaciones doctrinales, no sólo por lo que la teosofía entiende de Oriente, sino también por lo que Varela entiende de la teosofía. Morsamor fue leída y bien recibida entre los teósofos españoles, tal como se aprecia por la reseña escrita por Viriato Díaz-Pérez en la revista teosófica Sophia, de amplia lectura tanto en España como en América Latina, no sólo entre los blavatskianos sino también entre artistas y escritores, ya que, según señalamos, no se trataba solamente de una revista doctrinal, pues estaba abierta a la discusión estética y filosófica. En su reseña, Díaz-Pérez escribe: Si la Sociedad Teosófica de España hubiese pensado alguna vez en propagar sus doctrinas acudiendo al vulgar reclamo, no podría haber soñado expresión más artística, ni medio más ingenioso, que el de la lectura de Morsamor, para despertar en las gentes la curiosidad por saber lo que es la Teosofía y moverlas a profundizar su estudio, perdiendo el miedo a la terminología árida de sus escritores (Larrea, 1993, 193).

Curiosamente y a pesar del entusiasmo de los teósofos, la resolución del conflicto religioso del personaje central no es teosófica 9

Lugones tiene una tardía novela con toques fantásticos titulada El ángel de la sombra (1926), pero resulta inferior a sus cuentos, tanto filosófica como literariamente.

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sino cristiana. Después de que Morsamor, tras muchas aventuras, entre éstas, haber experimentado en carne propia un rejuvenecimiento corporal que le permite partir hacia la India y arribar a un lugar oculto en el Tíbet, verdadero “Shangri-la” avant-la-lettre, y tras diálogos sesudos con un “mahatma” sobre diversos y complejos asuntos, finalmente Morsamor rechaza ese saber oculto, pues considera que sus doctrinas implican ateísmo, pesimismo y aniquilación del alma (comunes prejuicios de época sobre el budismo, dada la influyente lectura schopenhaueriana, que el autor extiende a la teosofía). El éxtasis final del personaje no es teosófico ni budista, más bien cristiano y quietista, en la línea del heterodoxo católico Miguel de Molinos (1628- 1697). Hay en Valera, pese a sus heterodoxias, un fuerte resabio católico que a la larga se impone. Tenemos entonces en esta novela terminal del autor español un buen ejemplo de esa literatura orientalista que estuvo tan en boga con el modernismo y que fuera cultivada por escritores como el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (crónicas y novelas), el argentino Lugones (cuentos) o el cubano Julián del Casal (poesía). Es un orientalismo que muchas veces acude al registro fantástico para desarrollar su historia, y a la teosofía, para nutrirse conceptualmente. Hay aquí, pues, una lograda fusión entre literatura fantástica, orientalismo romántico y ocultismo teosófico.

Misterios guerreros de Lugones Leímos cómo Darío cuenta de sus relaciones ocultistas con Lugones, tanto en Buenos Aires como en París. En Argentina, Lugones estaba muy vinculado al medio teosófico (incluso estuvo en la Rama Luz, fundada en 1893, en la que actuó como secretario general hacia 1900). En París, Lugones y Darío conocieron a Papus. En su testimonio de la vida y obra de Lugones, Capdevila habla sobre el manantial de asuntos fantásticos que resultó la teosofía para un Lugones veinteañero: “El repertorio teosófico, amplísimo, le brindaba una fiesta intelectual, casi, casi sobrehumana. ¡Cómo sería

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su apetencia de saber y de misterio que hasta dos veces leyó las obras por momentos inextricables de H. P. B.!10 Leyó y anotó la Isis sin Velo, y con mayor entusiasmo aún La Doctrina Secreta” (1973, 179). Más adelante agrega: “Lugones anda en los veinte y tantos cuando bebe de este vino demasiado fuerte. Mucho y largo bebió de este vino viejo, que le sugiere extraordinarias visiones de una nueva Cosmogénesis, de una antes no soñada Antropogénesis” (180). De hecho, el último texto de su primer libro Las fuerzas extrañas (1906), se llama “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”, es en el que mejor se aprecia su filiación teosófica, su paráfrasis irónica de las “Estancias de Dzyan” de Blavatsky, sus mismos principios animistas. Nótese que el título habla de “cosmogonía” y no de cosmología, como correspondería a la ciencia, un discurso racional sobre el cosmos como totalidad. Lugones prefiere el otro término, cosmogonía, que tiene que ver con el origen y la evolución del cosmos, un interés romántico en los inicios y en los finales y que supone una cierta teleología. El término es equivalente al que usa Blavatsky en La Doctrina Secreta, “cosmogénesis”. Tal es la cercanía, en ciertas cosas, entre ambos textos, que ha llevado a alguien a escribir que “... the epilogue to Lugones’ short story collection Las fuerzas extrañas (1906), a source relationship to a specific occult text is clear: the ‘Ensayo’ echoes Madame Helena Petrovna Blavatsky’s The Secret Doctrine (1888) so frecuently and precisely that the question of plagiarism must be raised” (citado en Fraser, 1992, 59). Que haya una relación “architextual” (en términos de Genette) entre el “Ensayo...” del argentino y La Doctrina Secreta de la rusa no debilita sus divergencias y la originalidad del texto de Lugones. Dado su personal interés en la ciencia, Lugones da a su texto una dirección más cientificista que la seguida por Blavatsky en el suyo, donde apela más al mito, a la visión, al oráculo. La intención estética también cuenta: uno es un texto literario con pretensión filosófica; el otro, es ocultista y mistérico. No obstante, en ambos casos, hay una perspectiva narrativa similar: el texto se presenta como la trans10

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misión de un saber oculto, desde un maestro incógnito que hizo al narrador confidente de sus revelaciones, y que ahora se transcriben para el lector. Tanto Blavatsky como el personaje de Lugones se creen agentes escogidos para comunicar tales ideas, elegidos por una “fraternidad oculta de iniciados”. Reforzado quizá por su militancia en la masonería (a diferencia de Darío, que trataba a los masones de “terribles ingenuos”), este gusto de Lugones por narrar encuentros con miembros de una logia secreta, de “la formidable hermandad”, como él la llama, se da también en otros textos, como en su única novela El ángel de la sombra (1926), donde el principal personaje masculino también se pone en contacto con un miembro de una orden esotérica, quien le dice: “No sé si cree usted en la vida futura. Yo podría darle la prueba real de su existencia. Pero sepa usted que su suerte estuvo unida ya una vez a la hermandad que me ha enviado” (1926, 128). Por supuesto, que este vínculo se remonta a vidas pasadas, con lo que se introduce el tópico de la reencarnación, cercano a la teosofía pero no a otras corrientes ocultistas, más influidas por el cristianismo y que negaban tal doctrina. En todo caso, con reencarnación o sin ella, la iniciación tiene que ver con la inmortalidad. También aparecen fraternidades ocultas en algunos de los Cuentos fatales (1924), como en “Los ojos de la reina” y “El puñal”. Este último cuento es interesante porque en él se establece una relación entre hermandad oculta (de inspiración drusa, islámica y templaria), rito iniciático y consumo de hashish, que vuelve a darse en la novela que sale dos años después, El ángel de la sombra. Se mencionan los valores visionarios de la droga, algo muy conocido entre los artistas románticos y los ocultistas. Ahora bien, a diferencia de Blavatsky, que hace del Tíbet y de la India el centro de operaciones de su logia secreta (no obstante su ramificación mundial), Lugones busca su logia en el Cercano Oriente, en el Islam, en un esoterismo vinculado a la sangre y a la guerra, a la espada, algo muy afín al pensamiento político tardío de Lugones. Sobre esta orientación más islámico-cristiana que indobudista en el Lugones adulto, dice Capdevila:

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José RicaRdo chaves Y es que la teosofía en Lugones fue algo muy serio, y por sus senderos llegó a encaminarse hacia su propio orientalismo, que no fue el de los otros –aquel cuyo límite eran los Vedas de la India y sus montañas–, sino el de la Tierra Santa, primero, y luego el de la Siria y el Líbano, y por modo singular la vieja geografía de los drusos (1973, 178).

Tenemos, entonces, que Lugones gira, de sus ideas políticas socialistas y de su pacifista y humanitaria teosofía durante la juventud, hacia una política conservadora filofascista y a un esoterismo guerrero en su madurez. Podemos observar una constancia en su trato con lo oculto en Lugones, aunque el carácter de ese ocultismo varía, y esto se traduce en libros distintos: a grosso modo, socialismo, teosofía y ciencia en Las fuerzas extrañas; conservadurismo y esoterismo de sangre y hashish en Cuentos fatales y El ángel de la sombra, de 1926. ¿Hasta qué punto se tomaba Lugones en serio sus historias? Las palabras de Capdevila nos ilustran al respecto: El que Lugones dejara dichas estas cosas en obras de imaginación, nada resta ni a la seriedad de los datos ni al valor probatorio de su inclinación. Quienes al día siguiente de sus fingidos relatos solíamos abordar con él aquellos temas, demasiado bien recordamos su persuasivo acento y el vago susto de algunas de sus afirmaciones (1973, 184).

Nervo y las ambivalencias del misterio De procedencia provinciana y de hondo catolicismo, es muy probable que el primer contacto con el ocultismo lo tuviera Nervo a su arribo a la ciudad de México en la última década del xix, donde por entonces había una cierta efervescencia subterránea sobre tales temas, en especial entre artistas e intelectuales, quienes recibían noticias esotéricas desde París, Madrid o Nueva York. Para entonces, el espiritismo ya tenía varias décadas en el país, como puede deducirse por sus revistas y publicaciones, aunque sin poder ma-

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nifestarse mucho, dada la situación de dureza tanto política como religiosa. Aquel estado de cosas es descrito de la siguiente manera por Valadez, un cronista teosófico: El país estaba gobernado por una dictadura paternalista que negaba a la ciudadanía libertad para el libre ejercicio de sus derechos cívicos; la religión entonces imperante se mostraba intransigente para admitir el establecimiento y libre expresión de otros credos y ejercía una influencia decisiva en la conciencia popular; apenas si medraban precariamente algunas logias masónicas y centros espíritas que eran tolerados, las logias masónicas porque a ellas pertenecían viejos caudillos de la época de la Reforma, compañeros de armas del Dictador, y los centros espíritas porque se les consideraba reuniones de gente ilusa e inofensiva (1981, 16).

Todo pareciera indicar que Nervo se entusiasmó por las prácticas espiritistas, de lo que dejó constancia en algunas de sus crónicas periodísticas (por ejemplo: “Noches macabras”, “Fotografía espírita” y “Los espíritus que tocan”), así como por lecturas teosóficas y ocultistas, sobre todo de autores franceses como Fabre d’Olivet, Saint-Yves d’Alveydre y Edouard Schuré. Igualmente, el espiritismo que más le interesó fue el galo, el de Allan Kardec, de tipo reencarnacionista, que por entonces tenía mucha presencia entre las élites, tal como se aprecia en quien será líder revolucionario y presidente del país, Francisco I. Madero. Ya tuvimos oportunidad de apreciar las referencias a Madero y el espiritismo en el cuento de Darío “Huitzilopoxtli”. En 1896, en una crónica titulada “La cuestión religiosa”, Nervo escribe sobre este ambiente de búsqueda de nuevas opciones religiosas en un panorama de secularización: Estamos en plena etapa de jacobinismo espiritualista, y como ya no queremos contentarnos con la salvadora doctrina de Cristo, porque nos parece que esto significará una retrogradación a ese pasado que los enciclopedistas diz que arrasaron en las conciencias, nos aventuramos a la buena de Dios por el dédalo de las religiones prehistóricas, valga la

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José RicaRdo chaves frase; y vamos a preguntar a la esfinge india el misterio de la vida. Los espíritus medianos consultan las mesas de pino. Los espíritus superiores se emboscan en la teosofía (2000, 244).

Conforme avanzó el nuevo siglo y, sobre todo, durante y después de la Revolución, los espiritistas y los pocos teósofos que había se organizaron más y mejor y, a pesar de sus altibajos, pudieron difundir sus doctrinas más adecuadamente, en el nuevo clima de mayores libertades intelectual, política y religiosa. Mientras tanto Nervo, ya fuera en México, Madrid o París, siguió alimentando sus intereses esotéricos (sin abandonar su visión cristiana). Sirva como ejemplo lo dicho por Alfonso Reyes sobre Nervo en Madrid: Como quiera, este vivir en continuo trato con espíritus y reencarnaciones, con el más allá, con lo invisible, con el infrarrojo y el ultravioleta, aligera el alma y comunica a los hombres un aire de misterio. Nervo andaba por esas calles de Madrid como un testimonio vívido de lo inefable, de lo no conocido. A fuerza de buscar lo sobrenatural sin hallarlo nunca, se resignó como suelen los apóstoles del milagro a reconocer que todo es sobrenatural (en Nervo 1990, 21).

En el plano más literario, Nervo, junto con Lugones y Darío, es un propulsor más sistemático de la literatura fantástica, en especial del cuento, también la nouvelle. Para desarrollar esta veta narrativa toma diversos temas gratos al ocultismo decimonónico (antes que él, en México, Pedro Castera había abordado el asunto del mesmerismo al escribir su novela Querens). No obstante este papel de pionero en el género, a Nervo se le reconoce sobre todo como poeta, no tanto como prosista, y mucho menos, como escritor fantástico. En cuanto a los temas que abordó, la reencarnación (a la que llama también palingenesia y metempsicosis) es sugerida con más o menos convicción en textos como “Las Casas” o “Amnesia”, a veces presentada bajo la forma de un mismo yo en dos épocas distintas, como en “Mencía”; la clarividencia, en “El sexto sentido”; el desdoblamiento o personalidad múltiple, en “Amnesia”; el tema del andrógino, en “El donador de almas”...

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Así, podría hacerse una lista de asuntos de origen ocultista desarrollados en la prosa del escritor mexicano, casi siempre al servicio de una trama en que lo erótico tiene un puesto central. De esta forma, las tensiones y problemas de la pareja, los miedos del enamorado, la mujer imposible de alcanzar (paralizada en la dualidad mujer frágil/mujer fatal), en fin, los asuntos amorosos que podrían haberse desarrollado en un tono realista o sentimental (como de hecho lo hace en otras narraciones), Nervo los asume muchas veces acudiendo al registro fantástico y misterioso. La alteridad erótica que la mujer representa con respecto al hombre, Nervo la torna en alteridad fantástica y, a veces, ominosa. Como ocurre con los otros escritores modernistas mencionados, Darío y Lugones, en Nervo también hay un regodeo en el conocimiento científico de la época, que no es concebido como opuesto al brindado por el ocultismo, sino como complementario, en lo que Octavio Paz ha llamado “la dialéctica contradictoria que une al positivismo y al modernismo” (1985, 78). Es así que, en sus argumentos, Nervo mezcló aportes científicos con explicaciones ocultistas.11 No obstante estas simpatías esotéricas, Nervo siempre mantuvo un fuerte substrato cristiano que lo llevó por senderos más místicos que gnósticos, como correspondería a un ocultista. Además, pese a sus propósitos ascéticos, el llamado mundano fue demasiado fuerte para él, lo que se manifiesta en que sus héroes, a la larga, fallen en las pruebas iniciáticas, como puede apreciarse en “El castillo de lo inconsciente” o en “Los esquifes”.

Tras un recorrido de lectura En las páginas anteriores intenté una aproximación de conjunto al tema de las interrelaciones entre romanticismo literario en tardía versión “modernista”, esoterismo y género fantástico, que, en el 11

Para una exposición más detallada de las características de la literatura fantástica de Nervo, remito al estudio introductorio de mi antología (2000). Aquí me concentro sobre todo en el aspecto temático.

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corpus revisado, va desde las novelas de Valera y Lugones, hasta los cuentos de Darío y Nervo. Para lograr esto, se hizo un recorrido de lectura de textos y autores significativos de lo fantástico modernista en España e Hispanoamérica, a finales del siglo xix y principios del xx. Revisamos la conexión cercana del modernismo con el ocultismo de la época, sobre todo en sus corrientes espiritista y teosófica. Los vínculos observados permitirían una mayor profundización en los textos, pero se quiso privilegiar el acercamiento panorámico y comparativo, teniendo como figura central a Darío, pues es quien está conectado con todos los otros autores, al fungir como el centro de la telaraña. Se intentó superar el tradicional descuido de la crítica hispanoamericana hacia la relación literatura-ocultismo, para el caso del romanticismo finisecular del xix, esto es, del modernismo. He tratado de dar un paso más allá del lamentable estado de las cosas descrito por Paz en Los hijos del limo: La influencia de la tradición ocultista entre los modernistas hispanoamericanos no fue menos profunda que entre los románticos alemanes y los simbolistas franceses. No obstante, aunque no la ignora, nuestra crítica apenas sí se detiene en ella, como si se tratase de algo vergonzoso. Sí, es escandoloso pero cierto: de Blake a Yeats y Pessoa, la historia de la poesía moderna de Occidente está ligada a la historia de las doctrinas herméticas y ocultas, de Swedenborg a Madame Blavatsky (1985, 82-83).

Comparto con Paz su señalamiento del descuido crítico hacia un tema que puede resultar espinoso, ya por prejuicios cristianos, ya por prejuicios racionalistas, ya por ambos. Mi diferencia con lo dicho por Paz está en que yo no encuentro escandaloso tal vínculo entre literatura y ocultismo, pues aunque reconozco las diferencias y especificidades de cada uno de los términos, también es cierto que, en tiempos no modernos, en sociedades tradicionales, ambos fenómenos (que se llamaban de otra forma y que tenían un lugar social distinto) se alimentaban de una misma fuente religiosa

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o, mejor, numinosa, uno manifestándose como poesía y otro como magia. Para mí, lo escandaloso es que la modernidad haya desecado tal vínculo, lo haya secularizado desde un ámbito sagrado a uno meramente psicológico, humano. El romanticismo, que empezó buscando lo divino y lo cósmico, preparó, con su perspectiva individualista, el camino para lo humano, demasiado humano, hacia el texto como expresión de un sujeto neurótico desprendido de sus raíces cósmicas, como sucede en buena parte de las corrientes Fin-de-Siècle, ya sea el decadentismo francés, el esteticismo inglés o el modernismo hispanoamericano. Aquí, el recurso a los esoterismos de la época apunta a una crisis filosófica, a un derrumbamiento de los tradicionales referentes religiosos, a lo propio de un paisaje que se secularizaba más y más. Por su parte, las vanguardias del siglo xx irán todavía más allá, a la deshumanización, cuando lo humano es reducido a lo maquinal, a lo mecánico. Se trata tanto de un arte de la Caída, como de la caída del arte. En todos los autores referidos (quizá más en los americanos que en los europeos), la variante religioso-ocultista fue de importancia en sus vidas y en sus estéticas. Entre otras cosas, fue manantial temático que les permitió concebir historias “extrañas y misteriosas”, con lo que pusieron en movimiento una máquina de contar/escribir narraciones fantásticas que sigue funcionando en la actualidad, y que ha dado ficciones notables.

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II

LETRAS ESPÍRITAS EN MÉXICO 1

Parece que no hay acuerdo sobre cuándo comenzó el espiritismo en México. Sergio González Rodríguez habla de primeros centros espíritas para 1857 en la capital, mientras que Antonio Saborit habla de Guadalajara como la cuna espiritista, también en la década de los cincuenta. Alguien como José Natividad Rosales lleva el origen más al norte, a Coahuila, la tierra natal de Madero, quizá la figura espírita más notable en los casi ciento cincuenta años de existencia oficial en México. Rosales vincula el surgimiento del espiritismo con el “saurinismo”, al cual define como “una actitud cósmica norteña, de la cual se deriva el espiritismo nacional” (1973, 12). El término deriva de “zahorí”, que en árabe significa adivino y se trataría de una tendencia local de videncia medio chamánica. El espiritismo moderno apareció a fines de los cuarenta en los Estados Unidos con figuras como las hermanas Fox o Andrew Jackson Davis y muy rápidamente se extendió al este, hacia Europa, pero también al sur, a América Latina, y a México en especial como vecino fronterizo. De aquí la rapidez de su recepción, una recepción, hay que decirlo, que no se hizo sobre el vacío, sino sobre tradiciones locales (nativas o híbridas), como podemos apreciar en el “saurinismo” norteño. El espiritismo surgió en una época de crisis y renovación religiosa. Desde el siglo anterior, el de las Luces, el de la Ilustración, se venía dando un proceso de secularización de las ideas y de la visión 1

Una pimera versión de este capítulo se publicó con el título de “Espiritismo y literatura en México” en la revista Literatura Mexicana, Vol. XVI, N° 2, UNAM, 2005.

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de mundo, que supuso un cierto debilitamiento de las instituciones religiosas dominantes, es decir, las cristianas. La Ilustración se transformó en positivismo en el siglo xix, en tecnología y método científico, y esta certeza racionalista se comenzó a imponer como principio de explicación de la realidad, lo que vino a desprestigiar la explicación religiosa cristiana, que pasó a ser un mito más entre muchos. Quizá la religión tuviera su propio espacio en lo ético, pero no para explicar el mundo y, sobre todo, para transformarlo, como sí lo hacía la ciencia por medio de la técnica, emblema de verdad. Este retroceso religioso por secularización en el siglo xix afectó a las religiones tradicionales cristianas, pero esto no significó que el campo religioso se agotara pues, por otra parte, se observaba un proceso de renovación por el lado de la religiosidad heterodoxa, con diversas corrientes ocultistas que podían por fin salir a la luz (masonería, rosacrucismo, por ejemplo) o generarse algo nuevo, como precisamente ocurre con el espiritismo, a fines de la primera mitad de siglo, o con la teosofía, a mediados de la segunda. También hubo renovación dentro del propio campo cristiano, y surgieron grupos en Estados Unidos como los mormones (en la primera mitad del siglo) o los Testigos de Jehová (en su segunda parte). Para el caso latinoamericano, y mexicano en especial, el siglo xix supuso el proceso de consolidación del naciente Estado nacional. En esta empresa los “progresistas” liberales se enfrentaron a la institución religiosa dominante, la iglesia católica, que formaba parte del pasado colonial que había que superar y de un presente reaccionario que había que constreñir, ya que no se podían eliminar de raíz, dado su apoyo popular. Liberales y espiritistas coincidieron en su rechazo del antiguo régimen, en su progresismo y en la creencia en reformar las instituciones y, a veces, hasta de acabarlas (como la monarquía). El espiritismo fue una de las corrientes religiosas más influyentes y de más rápido crecimiento en el siglo xix y, desde sus orígenes se vinculó con la literatura, no sólo como tema o referencia en poemas y narraciones, sino también como vehículo para la diseminación de la doctrina espírita, en cierta forma como propaganda. Buena parte

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del componente social de los adherentes era de clases media y alta, gente más educada y letrada, más amiga del libro y de la escritura. Esto era algo compartido por el espiritista y el escritor, los dos pasaban por la acción de escribir, uno supuestamente controlando lo que se dice, el otro dejándose poseer por una otredad fantasmal que lo lleva al sueño y al misterio, sí, pero sobre todo a la palabra y a la letra. Más allá del modo, al final el resultado era un texto, que fuese dictado por un espíritu o por una musa no hacía mucha diferencia después de todo en cuanto a resultado, a producto final. Así se explica esa inclinación libresca que se ha señalado en el espiritismo organizado, sus diversas revistas y publicaciones con locales especializados de venta en la segunda mitad del xix, sus amistades literarias. En estos grupos sociales medios y altos se va a dar lo que puede llamarse como espiritismo culto, letrado, de salón, de sesión, con un ingrediente muy importante, su pretensión científica, su querer emular los procedimientos científicos sólo que aplicados a ciertos fenómenos ignorados o desechados por la ciencia oficial. El espiritismo, en consonancia con el ocultismo de la época, no estaba peleado con la ciencia, sino que pretendía usarla en su paradigma sincrético: unir ciencia y religión, esto es, una actitud distinta acorde con los nuevos tiempos de secularización. Se trata de una parte de la sensibilidad religiosa de la época que acepta el modernismo secular en lo que tiene de esencial, su pretendida racionalidad, y la que se supone su institución clave: la ciencia. De aquí que una y otra vez el espiritismo se presente a sí mismo como una comprobación científica de la vida post mórtem y, sobre todo, de la comunicación con los difuntos. Éste es el nódulo de la doctrina espírita, lo que define su práctica y en este sentido se inscribe en una larga tradición que nos podría llevar muy lejos, al antiguo chamanismo (en tanto se tiene al éxtasis como experiencia espiritual fundamental), y que se relaciona con la idea de la posesión por los espíritus. Esta veta se activa en un contexto empirista y cristiano y se genera el espiritismo moderno, en un medio letrado que favorece la escritura como expresión de fantasmas propios y ajenos. Pero el asunto viene de muy atrás, pues, después de todo, ¿no es el espiritismo del xix lo que los antiguos

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llamaban necromancia? ¿No aparece en la propia Biblia el pasaje espírita del rey Saúl cuando visita a la pitonisa de Endor? El espiritismo, si bien surgió en los Estados Unidos a fines de los cuarenta, fue en Francia, en la siguiente década, donde logró un prestigio doctrinal con pretensiones filosóficas en la figura de Allan Kardec, quien cambió el perfil espírita de uno empirista a otro más trascendental, pues añadió la teoría de la reencarnación y la de los múltiples mundos a lo que hasta entonces era sobre todo hablar con los muertos y hacer bailar las mesas de las sesiones. Además reforzó un perfil ético de ayuda al prójimo que habla de su extracción cultural cristiana. A México llegan las dos tendencias espíritas, la empírica y la kardeciana, pero la que va a ser más estimada por los cultos es la francesa, como se aprecia en el caso de Madero, que se contacta con el espiritismo por medio de la Revue Spirite de Kardec, a la que estaba suscrito su padre. Después, ya en Francia, se puso en contacto directo con los espiritistas galos. La existencia de este espiritismo culto, que es el que se va a vincular con la literatura, no debe hacernos creer que fue sólo un fenómeno de élites, pues también caló en medios populares por vías sincréticas. Al principio pensé que el espiritismo en México había nacido y crecido culto y elitista y que, después, había permeado a otras capas y sectores sociales. Aunque algo de esto pudo pasar, también es cierto que desde muy temprano se establecieron alianzas sincréticas con formas populares cristianas e indígenas. Un buen ejemplo de esto es el Movimiento Mariano Trinitario, que se remonta a 1866 como su año fundacional, con la figura de Roque Rojas o Padre Elías, y que adquirió expresión literaria en el personaje de Jesusa Palancares de la novela Hasta no verte Jesús mío, de Elena Poniatowska. Este procedimiento de expansión espírita por vía de anexión de lo diferente se observa en otros países latinoamericanos, con ingredientes propios según antecedentes locales, como va a ser en Brasil la fusión del espiritismo euronorteamericano con tradiciones africanas. En cuanto al espiritismo letrado, hay que subrayar, además de su gusto por la ciencia (entendida y usada a su manera), su ubica-

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ción algo transgresora de los estándares sexuales, al permitir una relación entre los sexos de mayor cercanía física y emocional, en un contexto penumbroso proclive a los deslices eróticos. De hecho el ambiente espírita fue campo fértil para el feminismo, y en la cultura de la época el espiritismo fue una cierta forma de impugnación, junto con otros discursos reformistas. El espiritismo fue uno de los pocos campos en que las mujeres tuvieron un papel central como médium, como propagandista, como cliente, y no es raro encontrar en algunas biografías femeninas de la época la coexistencia de espiritismo, teosofía y causas progresistas, sobre todo, en el campo teosófico, con el ejemplo de Annie Besant, proveniente del campo del socialismo fabiano, más que de Madame Blavatsky quien, quizá por su extracción aristocrática, quiso separar su trabajo teosófico de la acción política. En el caso de México, tentativamente y a grandes rasgos podría hablarse de dos etapas en la conexión literatura y espiritismo: una decimonónica de inicio que se continúa dos o tres décadas más en el siglo xx (coincide con el modernismo literario aunque lo antecede), que se distingue sobre todo porque se escribe de espiritismo por convicción y por doctrina, siendo aquí la literatura apenas un medio de expresión, un hermoso vehículo. La segunda etapa es la propiamente moderna, cuando el espiritismo deja de ser doctrina que enseñar y se torna recurso literario, tema, asunto. En la primera etapa la literatura es el medio del espiritismo, en la segunda el espiritismo es el medio de la literatura. Para el período del xix, es posible distinguir una etapa inicial y otra de madurez, que coincide con el Porfiriato tardío y el modernismo. Entre los escritores mexicanos, Pedro Castera estaría entre los del primer período, con sus comunicaciones espiritistas, su cuento “Un viaje celeste”, de 1872, y su novela Querens, de 1890, misma que a juicio de Luis Mario Schneider sería una de las primeras novelas fantásticas, “la primera novela latinoamericana en la que el hipnotismo, la energía esotérica, dan motivo y fundamento a la creación artística” (en Castera 1987, 28). Castera fue un convencido espírita, incluso médium.

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A mediados de los setenta había asistido al sonado debate sobre la verdad y la mentira del espiritismo convocado por la sociedad literaria del Liceo Hidalgo, el que generó que diversas voces se manifestaran: Ignacio Manuel Altamirano reconocía lo avanzado de la filosofía espírita, pero desconfiaba de su perfil religioso; Gabino Barreda estaba entre los escépticos; Santiago Sierra, hermano de Justo, estaba del lado de los espíritas. Por su parte, Ignacio Ramírez escribió: Vuelvo a decir que no ataco al espiritualismo; y solo hago observaciones sobre sus pruebas. ¿Le dejo sin ninguna? No es exacto. A las religiones les queda la fe; y sus libros dicen que eso basta … Y a los espiritualistas les quedan los experimentos que nos han prometido. Veo, entretanto, en el espiritismo, una zarzuela, y por eso me simpatiza; confieso mi debilidad, me gustan esas diversiones (González Rodríguez 1990, 70-71).

Este momento porfirista está más marcado por el debate con el positivismo, con la ciencia, de la que el espiritismo no se siente excluido. En el siguiente momento, ya el espiritismo no es una corriente tan nueva en el paisaje nacional, ya cuenta con una infraestructura valiosa (publicaciones, locales, congresos). Sigue en la brega ideológica con los positivistas, aunque hayan surgido nuevos debates con quienes son más cercanos: los teósofos, que, aunque espiritualistas, no son espiritistas, no creen en la comunicación con los muertos. La expresión literaria de este espiritismo es de tipo modernista, pues ambos fenómenos (el religioso y el literario) forman parte de un mismo proceso de renovación cultural finisecular. En buena medida es el momento dorado del espiritismo. Vinculados con él aparecen nombres como Santiago y Justo Sierra, Balbino Dávalos, Manuel Olaguíbel, Francisco I. Madero y Amado Nervo. Entre los escritores extranjeros por entonces viviendo en México estarían un gran amigo de Madero, el costarricense Rogelio Fernández Güell, personaje importante del medio espiritista (y masónico)

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de la época, autor de la novela Lux et Umbra (1911), y el colombiano Porfirio Barba Jacob, cuyas experiencias espiritistas en el hoy derruido Palacio de la Nunciatura describiría en una serie de cinco crónicas. Un amigo de Barba Jacob, el escritor guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, novelaría esos mismos acontecimientos insólitos en Las noches del Palacio de la Nunciatura (1927). En el caso de Madero, que no era un escritor “profesional”, su obra escrita es notable: un Manual espírita (1911) bajo el seudónimo de Bhima (personaje del texto religioso hindú la Bhagavad Gita, que tanto admiraba), sus propias comunicaciones dictadas por los invisibles, y sus comentarios al mencionado texto hindú, hechos desde una perspectiva kardeciana. Su propia participación política estuvo mediada por su práctica y su credo espiritistas. También habría que subrayar su apoyo económico a diversas actividades de sus cofrades, entre ellos al propio Fernández Güell, quien dirigía la Revista Helios. Otro extranjero en México por esos años fue el español Ramón del Valle Inclán, cuyas inclinaciones teosóficas fueron muy conocidas, tal como se aprecia en La lámpara maravillosa (1916), y, en lo que a México se refiere, en las referencias espiritistas de su novela Tirano Banderas (1925). Sin duda el escritor más conocido de entre los que estuvieron en contacto con el espiritismo de entonces es Amado Nervo, quien, pese a sus exploraciones y lecturas espíritas y teosóficas, se mantuvo siempre en consonancia cristiana, fiel a su propia historia personal. Escribió diversas crónicas sobre esos asuntos, como “Noches macabras” o “Fotografía espírita”, narraciones como “Los que ignoran que están muertos” o “El fantasma”, o poemas como “Mediumnidad”, “¡Quién sabe!” y “Miedo”. En estos y otros textos, pese a su fascinación por el misterio, al final se impone el escepticismo, la ironía, la duda, pero… quién sabe. Nervo se mueve entre la creencia y su negación. Quiere creer, pero no le es tan fácil. Quiere creer en Cristo, en la comunicación con los espíritus y en la continuidad de la vida tras la muerte física, pero cuando menos se espera salta el demonio de la incredulidad. También es curioso cómo alguien que, mientras estuvo vivo, visitó las sesiones espiritistas, al morir

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se torna en fuente discursiva él mismo, en tanto fantasma que aparece en sesiones y que, gracias a la mediumnidad de Rebeca Meléndez, escribe su libro, más que póstumo, post mórtem, titulado Más allá de la muerte, un ejemplar del cual se puede consultar en la Biblioteca Nacional de México. Habrá que resolver si en sus obras completas se incluye tal título fantasmal. En la dinámica espiritista, no era raro que en las sesiones se aparecieran escritores difuntos y dictaran nuevas obras, como Homero, Shakespeare o Victor Hugo, con la característica compartida de que su talento literario no había sobrevivido con ellos, pues sus resultados por interpósita mano de médium en ese nuevo estado eran francamente deplorables en relación a lo escrito en vida. Si esto era así, ¿por qué Nervo no podía entrar en tal dinámica habitual de ilustres difuntos literatos que dictan nuevos y olvidables títulos desde el más allá? Al revisar la prosa post mórtem de Nervo, nos encontramos con un estilo totalmente distinto del que tuvo en vida, lúdico, ligero (en el buen sentido), con ironía y mayor o menor escepticismo. Nada de esto sobrevivió en este libro más cercano al discurso de un predicador convencido. Y, claro, ¡cómo no va a estar convencido si está hablando desde más allá de la vida! En un lugar cercano a Nervo se encuentra José Juan Tablada por su interés por el misterio, en especial en su novela La resurrección de los ídolos, en la que domina lo teosófico sobre lo espírita, una curiosa elaboración sobre la identidad mexicana a partir del conflicto entre Quetzalcóalt/Cristo por un lado, y Huichilobos/Revolución, por el otro. Por su indigenismo fantástico, esta novela se aúna a otras manifestaciones de una cierta literatura teosófica, de arqueología diletante, como la escrita por Mario Roso de Luna en España y María Fernández de Tinoco o Diego Povedano en Costa Rica. Tablada, acorde con los tiempos, evolucionaría, siempre dentro de la corriente teosófica, desde Blavatsky hacia Ouspensky, el brillante discípulo inglés del ruso-armenio Gurdjieff. En prosamodernista.com se habla de otra supuesta novela de Tablada que se titularía El teósofo y Lu-Kai, texto quizá tan fantasmal

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como el libro post mórtem de Nervo canalizado por Rebeca Meléndez, aunque por otras razones. Ahí se da una lista de cuatro novelas en distintos niveles de realidad: la impresa en 1924 (La resurrección de los ídolos); la inconclusa (El teósofo y Lu-Kai); la perdida en Coyoacán ante la insurgencia zapatista (La Nao de la China); y el proyecto (La Embrujada). Conforme la secularización continuó a medida que el siglo avanzaba, el espiritismo de salón dejó de ser atractivo para las clases medias y altas que lo promovían, por lo menos ya no como antes, no sólo por las propias limitaciones del espiritismo, sino también por las nuevas opciones ideológicas que aparecieron, sobre todo en la segunda mitad del siglo xx, con la reactivación y renovación religiosas promovidas por el hippismo y la New Age, por ejemplo, aunque también por el desplome de paradigmas racionalistas como el marxista, que fomentó una relativa vuelta a lo sacro entre las élites. Donde el espiritismo siguió más vivo fue en sus formas sincréticas populares, como el trinitarismo mariano ya mencionado, que logró amarrar lo cristiano, lo indígena y lo propiamente espiritista. Ésta es la cosmovisión de Jesusa Palancares, el personaje ya mencionado de Hasta no verte Jesús mío, novela de Poniatowska de 1969, la única escritora que conozco que ha puesto atención al espiritismo popular. Otras novelas importantes con tema o referencia espiritista en la segunda mitad del siglo xx son La noche oculta (1990) de Sergio González Rodríguez, y Las leyes del mal, de Natán Zachs (1997). Las menciono juntas porque parten de una misma situación dramática: el escéptico que recurre al espiritismo para saber sobre el asesinato irresuelto de una mujer. Los tratamientos del asunto son bien distintos, pues mientras en el caso de González la narración se desliza hacia la crónica del México, más que oculto, ocultista, la novela de Zachs se va hacia la historia y la política para denunciar cierta conexión nazimexicana. La novela de González resulta muy interesante ya que, a falta de una historia del espiritismo en México, la literatura sale a la palestra y trata de hacer el trabajo que el historiador no hizo, quizá

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por prejuicio o por descuido. Dado el lugar exótico de México en el imaginario ocultista, como cuna de antiguas civilizaciones con su aroma mágico surgiendo entre las ruinas, fue lógico que por aquí pasaran ocultistas de los más diversos linajes, desde supuestamente Blavatsky, a mediados del xix, Crowley a principios del xx, hasta otros como el alemán-mexicano Krumm-Heller, en las primeras décadas, y seguidores de Ouspensky, como Rodney Collin. González da cuenta de muchos de estos nombres en su recuento de casi siglo y medio de heterodoxia religiosa en México, y aquí aparece por supuesto el espiritismo. Claro, el asunto en la novela no se queda en la referencia histórica sino que se utiliza también dramáticamente para la historia, con personajes como Clara la médium y Diótimo, el cronista de lo oculto mexicano. González continuó con esta preocupación por historiar el esoterismo en México, ahora de manera ensayística, en otro libro, De sangre y de sol (2006). Otra novela que quiero mencionar es Madero, el otro (1989), de Ignacio Solares, que si bien utiliza todo el arsenal de la novela histórica para rescatar la figura de Madero, lo hace desde dentro, con un conocimiento íntimo del espiritismo que lo lleva a que, aunque quizá no crea en él como doctrina, lo respete y lo entienda. La focalización narrativa hacia Madero fortalece el efecto dramático, en un hábil juego de voces como espejos. Junto con la novela de Poniatowska, Madero, el otro sería, a mi juicio, el mejor título de esa literatura del siglo xx que encontró en el espiritismo, no un credo que practicar, sino un tema que aprovechar literariamente. Mientras una novela se va por el lado popular, la otra recupera a la figura más ilustre del espiritismo mexicano.

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III

CASTERA O LOS ABISMOS DEL ÉXTASIS

“En México tiene algo de fantástico un minero”, Pedro Castera, El tildío.

Ni excéntrico ni delirante Si bien no puede decirse de Pedro Castera que se trata de un autor desconocido pues, desde su tiempo finisecular y recorriendo el siglo xx hasta este incipiente xxi, ha mantenido un discreto lugar en el canon literario mexicano del xix, sí puede notarse una cierta rigidez en su recepción, en la manera en que lo recuerdan y lo evalúan sus lectores, asociado sobre todo a su novela sentimental Carmen (1882), y por lo tanto, a un cierto romanticismo de las emociones, poco que ver con los airados impulsos de otros escritores de su época por construir Patria, por consolidar como nación una identidad colectiva y viril llamada México. También se le reconoce a Castera otra faceta, la del escritor pionero en la literatura de minas, de cavernas oscuras y subterráneas, peligrosas para los hombres que en ellas trabajan, un aspecto que, por ejemplo, el propio Ignacio Altamirano, amigo de Castera, reconoció en su momento. Así se ha querido dotar de un cierto componente político, de crítica social, que está en el texto, sin duda, aunque bastante subordinado al nivel simbólico, pues lo suyo tiene que ver más bien con la mina como metáfora de la oscuridad y el miedo

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personales. Tendremos oportunidad más adelante de abundar en este asunto. Con la reedición de su novela Querens en 1987, bajo el criterio de Luis Mario Schneider, comenzó a revalorarse el papel de Castera ahora para el ámbito de lo fantástico, pues tal texto sería el primer ejemplo de novela fantástica en el país, y quizá también una de las pocas del mundo hispanoamericano en aquella época. Cuentos y narraciones cortas eran más comunes, sobre todo con el modernismo, pero novelas fantásticas casi no. De aquí el aporte que hizo Castera con dicho título, elaborado en su etapa terminal como escritor, después de su temporada en el infierno de San Hipólito y antes de su mutismo escritural de varios años previo a su muerte. A nivel biográfico, su militancia en el espiritismo, tan en boga por entonces, y su paso por el manicomio, han servido para asociar a Castera con el delirio (Schneider) o con la excentricidad (Saborit). Prefiero no verlo como delirante ni como excéntrico (nociones que apelan a lo racional o a cierta supuesta “normalidad” como criterios para evaluarlo), sino más bien como un visionario, tratando de juzgarlo desde su propio universo imaginario, de estirpe romántica, en donde la visión trascendente no tiene nada de locura o error, sino que tiene que ver con un conocimiento más profundo de las cosas, que no se queda en la superficie del análisis, sino en la profundidad de la imaginación, y que sólo a posteriori puede redundar en marginalidad social. Además, el delirio supone lo caótico y arbitrario, así como la excentricidad apela a la norma del centro. La visión, en cambio, entendida a la manera romántica, aunque distinta en cada hombre o mujer que la experimenta, supone una armonía de los arquetipos y, por tanto, de la estructura y la repetición. De aquí que, pese a las diferencias culturales y religiosas, los estudiosos puedan establecer patrones comunes entre místicos y visionarios de distintos lugares. Se ha hablado de la debilidad del romanticismo hispanoamericano, de su excesiva preocupación por el reino de este mundo, por las nacientes repúblicas de este lado del Atlántico, de su falta de vuelo metafísico, de su simplismo religioso, al grado que Octavio Paz en Los hijos del limo afirmó que por eso nuestro verdadero ro-

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manticismo fue el modernismo finisecular. Este movimiento intelectual y artístico sí le dio a las cuestiones religiosas y metafísicas un mayor desarrollo, ligado a los afanes estéticos y a la creación literaria. En general comparto este criterio, aunque Castera es distinto en esto, pues como lectores nos encontramos ante un autor romántico en quien lo religioso fue un factor crucial con importantes consecuencias estéticas, como fue sentar las bases para lo fantástico mexicano. Castera fue un romántico vital, no de pose, que vivió lo que creyó, ya fuera la búsqueda de la riqueza en las minas o el encuentro con las almas en las mesas giratorias. Como romántico tardío (después de todo, ¿cuál romántico no es tardío en América, si nuestra referencia es Europa?), su escritura no se encuentra peleada con el realismo que, sin embargo, no sólo describe o critica, sino que sobre todo simboliza, abre el signo a una dimensión trascendente. No se trata de un romántico en tránsito al realismo, a partir de una lectura sesgada de sus narraciones mineras, pues dichos escritos están al principio y no al final de su trayectoria literaria; sería, en todo caso, un realista en tránsito al romanticismo. Lejos de alejarlo de la ciencia (que Castera estudió sistemáticamente), su romanticismo lo alentó al estudio de la naturaleza, expresión material de Dios, tanto en sus aspectos técnicos como en los filosóficos. Nada más romántico que esto: conocer la naturaleza en toda su densidad, recorrer el espectro que va del microcosmos al macrocosmos, de lo visible a lo invisible, de lo humano a lo cósmico. El Dios romántico no es antropomorfo, el suyo no es la réplica agrandada del hombre, su gólem metafísico, sino que se halla disperso en el mundo, se muestra en su asombrosa diversidad. El romanticismo alemán, el más filosófico de todos, desarrolló un linaje intelectual propio que la historia de las ideas llamó “Filosofía de la naturaleza”, que incluye a diversos pensadores encabezados por el filósofo Schelling y que leyeron a Kant (idealista racional) a la luz de un idealismo místico, lo que suele acabar en panteísmo. Al respecto, Albert Béguin, en su ya clásico libro El alma romántica y el sueño, escribió que

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José RicaRdo chaves en este caso nos hallamos frente a una corriente de pensamiento original y fecundo, que fue la obra común y fragmentaria de varios espíritus, por lo demás muy diferentes. Es incontestable que ninguno de ellos fue el creador de una gran filosofía; y es que aquí nos encontramos en los confines del lirismo, del pensamiento puro y de actitudes propiamente religiosas (1981, 93).

Algunos de estos “filósofos de la naturaleza” tenían también formación científica y matemática, lo que no les impidió sus desarrollos románticos. Su objetivo fue, en tiempos de secularización y de disgregación de las creencias, reunir en un solo discurso a la ciencia, la poesía y la religión, como lo expresó tan claramente en sus escritos Friedrich Schlegel, uno de sus más elocuentes ideólogos. Pues bien, encuentro que Castera perteneció a este mismo linaje, tuvo parecidas intenciones, sólo que en un país lejano, en otra tradición cultural y varias décadas después. Sin duda, habría podido conversar muy animadamente con autores como Novalis o Schubert.

Castera y el espiritismo Si bien el referente filosófico de los románticos alemanes fue el pensamiento kantiano leído desde las perspectivas de Fichte y Schelling, el pensamiento de Castera fue algo más modesto y su referente estuvo dado por el espiritismo, una corriente religiosa surgida en su forma moderna, como ya se indicó, a fines de los años cuarenta del xix en Nueva York, y que muy pronto fue adaptada y modificada en Francia por Allan Kardec, quien se convirtió en su figura clave a nivel ideológico y práctico, con libros que fueron muy exitosos en su siglo y que siguieron publicándose en el xx, hasta la actualidad, constituyéndose así en verdaderos longsellers. Basta acudir al estante de alguna librería esotérica o pasar por los puestos callejeros de libros a la salida de las estaciones del metro para encontrarse con algunos de títulos clásicos de Kardec como El Libro de los Espíritus (1857) y El Libro de los Médiums (1861), en ediciones baratas y accesibles.

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Kardec no sólo afirmaba la supervivencia del alma sino sobre todo la posibilidad en entrar en contacto con los difuntos, en tanto no hubiesen reencarnado en otra dimensión o en este mismo mundo, en otro cuerpo humano (el renacimiento en un cuerpo animal no se aceptaba). Al empirismo espírita de Nueva York, con su perfil casi de una secta cristiana más de las que nacían por entonces en Estados Unidos, como los mormones o los Testigos de Jehová, Kardec le había dado un giro cósmico, con una evolución espiritual como complemento de la darwiniana y que se manifestaba en esa errancia del alma por diversos cuerpos hasta su logrado perfeccionamiento. Su discurso no estaba peleado con la ciencia, como pasaba con las religiones tradicionales, todo lo contrario: buscaba incorporar el paradigma científico en la investigación del “lado oculto de las cosas”. De aquí su énfasis empírico al momento de presentar a los médiums, las sesiones y los diversos fenómenos ahí producidos, como trances, levitaciones, profecías, aportes y demás parafernalia parapsicológica. Así como el espiritismo cruzó el Atlántico y llegó a Europa, también atravesó el río Grande y cubrió la región desde México hasta Argentina. Este arribo desde los Estados Unidos se vio complementado con la versión francesa, que llegaba desde París, sí, pero también desde Barcelona y Madrid. Si bien hubo señales espiritistas en México desde fines de los cincuenta, es en la década de los setenta, como ya se trató en el anterior capítulo, donde puede observarse su consolidación en términos de organización institucional y en publicaciones (sintomáticamente coincide con la penetración protestante), y así seguiría con altibajos hasta mediados del siglo siguiente, con un rastro de nombres de políticos como Francisco I. Madero, Plutarco Elías Calles o Felipe Carrillo Puerto, y de escritores como Amado Nervo, José Juan Tablada, Balbino Dávalos y Jaime Torres Bodet, tal como puede comprobarse en los protocolos de sesiones publicados por Gutierre Tibón en Ventana al mundo invisible, que abarcan la década de los cuarenta y principios de los cincuenta, es decir, la etapa final de casi un siglo espírita.

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En su valioso libro El ocaso de los espíritus. El espiritismo en México en el siglo xix, José Mariano Leyva presenta una lista de centros afiliados a la Sociedad Espírita de la República Mexicana, de donde se desprende una geografía compuesta por la ciudad de México, Guanajuato, Guadalajara, Monterrey, Tampico, Matamoros, Saltillo, San Luis Potosí, entre otras poblaciones, geografía a la que habría que añadir centros de otras regiones, como Veracruz y Yucatán, en donde también hubo actividad espírita y luego teosófica, así como masónica. Piénsese si no en el caso del “socialismo maya” de Carrillo Puerto, o en Augusto César Sandino, quien a partir de su exilio en Yucatán amarró espiritismo y masonería en una vía revolucionaria antiimperialista que aplicó en Nicaragua. Pues bien, el caso es que Castera participó en el movimiento espiritista a partir de los años setenta, en una etapa de consolidación y de novedad intelectual y religiosa, distinta del catolicismo pero también del positivismo ascendente, y no sólo como lector, divulgador y asistente a sesiones, sino incluso como médium escribiente, de quien se conservan los registros de escritura mediumnística, “canalizada” como se dice en jerga newager, igual que se conservan las del presidente Madero o las de otro escritor, en este caso francés, que estuvo muy involucrado en esas prácticas: Victor Hugo. Por supuesto esta distinción entre escritura canalizada, ajena al sujeto escriba, y escritura personal, propia, es en el caso de Castera bastante endeble, pues el estilo y el léxico se parecen tanto en uno y otro registro, que podría pensarse fácilmente que se trata simplemente de variaciones de un mismo ejercicio literario. Este método de “canalización” o de “escritura automática”, de origen espírita, fue secularizado en el siglo xx por surrealistas como André Breton, quien, conocedor de espiritistas y ocultistas, sí, al mismo tiempo que de Freud, lo interpretó en términos psicoanalíticos como manifestación del inconsciente, aplicable por tanto no sólo a los médiums en sus sesiones sino también a los poetas del surrealismo a la hora de crear, más allá de las constricciones racionales. De esa forma, la misteriosa musa fantasmal de aquéllos se tornó en opaca voz del inconsciente entre los surrealistas.

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Como ya se advirtió, una de las características del espiritismo naciente fue su recepción entre clases medias y altas más o menos letradas, por lo que parte de sus adherentes tenían un perfil culto, proclive a las letras y a las artes. En este sentido, Castera es un buen ejemplo de mixtura: formación en ciencias, práctica ingenieril en minas y experiencia militar, gusto por las letras y el periodismo. Su devoción espírita no lo estupidiza, se mantiene alerta gracias a la ciencia y a la literatura, a las que a su vez afecta, sobre todo a la última, al generar una escritura sentimental masculina, algo nada despreciable si tenemos en cuenta que la exploración sentimental era algo propio de las mujeres, pues si algo exploraba un hombre eran ideas o acciones, no emociones. También influyó a la literatura de su tiempo por la generación de un impulso fantástico, tal como apuntaba antes en relación con su novela Querens y con otras narraciones cortas. No hay que juzgar al espiritismo bajo el prejuicio racionalista o cristiano en tiempos posmodernos sino tratar de entenderlo en su contexto religioso e intelectual, en pleno siglo xix, donde inicialmente no se le asimilaba siempre a ingenuidad y tontería; era más bien un nuevo discurso de seriedad ambigua aunque en todo caso atrayente para los desilusionados del cristianismo pero que tampoco se sentían atraídos por el materialismo o el ateísmo. Muchos de estos “tibios”, que navegaban por aguas deístas o panteístas, arribaron a la costa del espiritismo y construyeron ahí su casa. Su trasfondo fue la secularización que, al tiempo que debilitaba a las religiones tradicionales, permitió la emergencia de otras opciones religiosas, como los ocultismos y el espiritismo, que brindaron a sus adeptos la posibilidad de combinar lo mejor de dos mundos: la creencia en un universo con sentido y dirección trascendentes, y el conocimiento científico, que posibilitaba su descripción y manipulación, sin quitarle su alma. De aquí que tanta gente de inteligencia y sensibilidad militara en tales bandos, sin ser necesariamente alucinados o creyenceros. Tan sólo exploraban otros discursos y prácticas religiosas que el siglo xix ponía a su disposición, con la misma seriedad y compromiso que otros ponían en sus estudios profanos. Castera fue uno de ellos.

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Héroes sentimentales La primera gran zona temática en la obra de Castera tiene que ver con la expresión amorosa y sentimental, tal como se aprecia sobre todo en su novela más conocida, Carmen (1882), pero también en otros textos como su novela corta publicada el mismo año, Los maduros, en donde dio seguimiento al universo minero presentado antes en sus Cuentos mineros (publicados en forma de folletín en 1881 y que en su segunda edición, al siguiente año, se rebautizaron como Las minas y los mineros), pero lo hizo con una perspectiva distinta, sentimental, en que el romance amoroso tiene un lugar central, por encima de sus motivaciones sociológicas. Igual que en Carmen, se encuentra en Los maduros un idilio entre un hombre adulto y una joven de dieciséis años “todavía virgen y casi podríamos decir todavía niña. Fidias la hubiera tomado para modelo de una Venus india” (Saborit 2004, 392). Esta referencia a la escultura es interesante porque también está en Carmen, escrita bajo el signo de Pigmalión, con su carga de un creador masculino de mujeres ideales. El romance en Los maduros se ve dificultado por las condiciones de pobreza, la enfermedad y la ceguera, aunque al final se consolide, a diferencia de Carmen, que acaba con un amor trunco, lo que le brinda un aire trágico. El incesto ronda en ambos textos de maneras más o menos veladas, más metafórico en Los maduros (Luis “se sentía como si fuese el padre de aquella niña traviesa y linda” (404)), más literal en Carmen, pues, aunque la trama termine negándolo, está estructurada sobre el fantasma incestuoso. Para reforzar esta escurridiza presencia del incesto, que daría pie a arriesgadas incursiones psicoanalíticas, en las dos historias hay una ausencia del padre del héroe y una férrea autoridad maternal, que es la que evita en Carmen la consumación del (supuesto) incesto, pues “la madre representa a Dios sobre la tierra” (625). La base erótica de Castera es heterosexual, pero no igualitaria, sino desbalanceada en edad a favor del hombre, quien impone su criterio pigmaliónico sobre la amada, materia plástica susceptible de ser moldeada por la voluntad masculina. Sin mencionarlo explícitamente, el erotismo andrógino de los románticos está presente:

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Castera o los abismos del éxtasis Las dos almas habían mezclado sus ideas y todos sus elementos, de una manera tan íntima y perfecta, que era absurdo el pretender separarlos. No eran dos almas como he dicho. Era una sola dividida, y ambas mitades tendían a reunirse con una fuerza tal, que todo obstáculo arrollarían (648).

Platón no describió mejor a su andrógino en El Banquete. Los maduros, pese a su ambiente minero, no es un texto menos propicio para los abordajes amorosos, cosa que no ocurría en sus cuentos, como señaló bien Altamirano, al escribir en su prólogo que Castera “no ha necesitado de la fábula amorosa para dar interés a sus narraciones” (Altamirano 1988). En esta novela corta, el narrador da cuenta de las posibilidades taxonómicas de la mujer: Existen mujeres a cuya presencia se exaltan nuestros deseos y que sólo el mirarlas nos produce deleites; otras, que al verlas, despiertan la idealidad y como las musas de los cielos nos dan la inspiración; otras, por último, que producen ambos fenómenos a la vez y que sacuden nuestros nervios como un rayo, nuestras almas como las ideas. Esta dualidad ineludible constituye el amor. Sin lo primero, el amor es sueño; sin lo segundo, instinto; doble atracción que lo forma todo; el polen de los cálices, los universos de los cielos (391).

En Castera están presentes los tipos femeninos tan socorridos por el romanticismo, que partió con una loa a la mujer frágil y terminó, en el fin de siglo, con el vituperio de la mujer fatal. Tradicionalmente ambos tipos estaban bien delimitados en cuanto a conducta sexual, marcado el primero por cierta asexualidad angelical apenas rota por la maternidad (que solía pagarse con su muerte en el parto), mientras que el segundo estaba caracterizado por una sexualidad desbordante que terminaba asustando (o destruyendo) al hombre. Las dos heroínas femeninas, Carmen y Josefa, tienden al tipo de la mujer frágil, sobre todo la primera, aunque en ambos hay una cierta voluptuosidad, más morbida y soterrada en Carmen, más vital en Josefa. De esta última se dice:

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José RicaRdo chaves Pepa era cortejada por varios, pero ella se fijaba únicamente en Luis, a quien oía elogiar por su conducta y al que veía desplegar delante de todos aquel lujo de fuerza y virilidad. Temblaba ante aquellos martillazos soberbios, pensando en su interior que un abrazo de aquel hombre podía desbaratarla, como a un miserable juguete. Ante semejante idea, la hembra se estremecía de voluptuosidad y la sangre ardiente de la raza indígena hervía entre las venas vigorosas de la joven (393).

Más adelante, Josefa sufre una herida en un brazo cuando una pequeña piedra salta por los martillazos de Luis. Entonces él se acerca: Luis tomó nuevamente el brazo de la joven y aplicando sobre la herida sus labios, sorbió con fuerza alguna sangre y, con ella, la piedra; después fue vendándole el brazo … La niña lo dejaba hacer, pero sus mejillas habían pasado de la palidez al color escarlata. ¿Por dolor? No; por deleite. Aquella naturaleza vigorosa gustaba de semejantes impresiones (394).

De alguna manera, toda esta secuencia nos lleva a la idea de la pérdida de la virginidad de la joven: están los martillazos del hombre, la piedra que la hiere, la sangre que mana, los labios vampíricos de Luis que la sorben, el placer de la mujer… Para quien sepa leerla, toda esta escena resulta bastante atrevida para los estándares literarios de la época, sobre todo por la aceptación del placer femenino. Toda esta expresión de emociones y sentimientos no se quedan sólo para las heroínas, sino que también son propios de los personajes masculinos de una manera como no se había hecho antes, lo que llevó a replantear literariamente las identidades viriles hasta entonces vigentes, definidas sobre todo por la acción y el pensamiento. De hecho, Castera, junto con otros autores hispanoamericanos como el colombiano Jorge Isaacs, el chileno Adolfo Valderrama o el argentino Miguel Cané, son parte de toda una tendencia de la literatura romántica latinoamericana denominado “novela sentimental” o “de sensibilidad”, heredera parcial de autores francófonos como

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Rousseau o como Chateaubriand, bien estudiada por Ana Chouciño en su libro La imagen masculina en la novela de sensibilidad hispanoamericana. En su opinión: la cuestionada importancia de estas novelas reside en que configuran una suerte de poética de transición o campo de ensayo en el que comienzan a perfilarse las vocaciones artísticas de unos protagonistas masculinos que sienten la necesidad de confirmarse como escritores e intelectuales ante sí mismos y ante el público, perfiles que se afirmarán en la novela modernista (2003, 23).

Se trataba de reconfigurar las identidades masculinas a nuevas circunstancias sociales y, por qué no, sexuales, lo que se expresó en este género sentimental que se adelantó a la “novela de artista” que desarrollarían los modernistas después y en la que el personaje viril se encontraba sometido a mayores presiones de identidad. Se trataba nada menos que de abrir y justificar el espacio artístico para los hombres, en un medio poco afín que proponía más bien la fuerza y la razón como los constituyentes propios de la virilidad requerida por las jóvenes naciones hispanoamericanas.

Las minas del alma Una segunda zona temática reconocida de Castera es el mundo minero, que incorporó de forma pionera a la literatura mexicana, inspirado, a juicio de Altamirano, por sus propias vivencias y lecturas, sobre todo la de Simonin y su libro La vie souterraine ou les mines et les mineurs (1867), y hace esta interesante observación: Pedro Castera, apartándose de los límites de las obras de Simonin, de Rambosson, de los viajeros de la Alta California y de los confinados de Siberia, que son descriptivas solamente, y siguiendo el sistema que ha adoptado Julio Verne, para dar interés a las cuestiones científicas y para fijar la atención del mundo sobre ellas, ha buscado nuevos senderos, ha

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José RicaRdo chaves estudiado el aspecto pintoresco y dramático de la vida minera y se ha encontrado en él, con un riquísimo tesoro de originalidad (1988, 42).

Nótese el énfasis del crítico en el aspecto “pintoresco y dramático” del trabajo de Castera, más que por los aspectos políticos o de denuncia que pudieran derivarse por sus temas, que, sin embargo, no están del todo ausentes, sino en el trasfondo, casi sin notarse de entrada. Tengamos en cuenta la afirmación del narrador en Los maduros, un texto que daría pie a una denuncia incendiaria de las condiciones de trabajo en las minas y que sin embargo se decanta por el lado romántico de la muerte, la enfermedad y el amor: “Presentamos sencillamente los hechos, sin culpar, sin criticar a nadie”, y luego, tras mostrar contrastes sociales de riqueza y pobreza, dice: “estas citas abren vastísimo campo a la crítica y a los comentarios… Pero yo no critico… Perdono… No perdono… Cito” (en Saborit 2004, 437). En sus cuentos, cuando la denuncia se nota, no es por motivos ideológicos, es por la fuerza descriptiva misma, que no tiene necesidad de recurrir a admoniciones éticas. Basta el cuadro por sí mismo para que pueda surgir cierta indignación en el lector. La base emocional de sus narraciones mineras hay que buscarla, creo, en la angustia y el miedo, sobre todo a la oscuridad, según confesara el propio Castera, y a todas sus variantes psicológicas y literarias, como la ceguera, en Los maduros; el ataque de las fieras salvajes en un lugar cercado y endeble, como en su cuento “Una noche entre los lobos”, con perturbadoras descripciones de la naturaleza: “Toda multitud es imponente cuando aúlla de hambre: pero mucho más cuando esa multitud está formada de fieras … Especie de rugido de cráter que quiere hacer erupción. Queja de la madre montaña por medio de sus hijos fieras” (1987, 56); también el terror al quedar condenado a la oscuridad radical de una mina, sin posibilidad de orientación (otra forma de ceguera), como “En plena sombra”, o el caer desde lo alto de uno de estos precipicios subterráneos, como “En medio del abismo”. Se trata de un universo de acecho y amenaza. Son situaciones de pesadilla que se expresan en situaciones realistas, sin abandonar su carga de misterio, no importa qué tan si-

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niestro sea. La comparación hecha por Altamirano entre Verne y Castera (pienso por ejemplo en el Verne de Viaje al centro de la tierra) viene a colación, por el detalle descriptivo, la tensión dramática y el poder simbólico que se logra conjuntar, como ocurre en esta manera de presentar la caverna: La Caverna Negra, como la llamaría yo, no tenía estalactitas, ni estalagmitas, ni nada que se le pareciese. Era una obra de dimensiones colosales, húmeda, fría y nada más. Pero como todas las obras que la Naturaleza nos presenta de una manera prodigiosa, se imponía a mi espíritu de un modo solemne. Aquello tenía algo como la entrada a la Eternidad. Su silencio era profundo. Su enormidad era elocuente. Abismo negro, atraía con fascinación, produciendo lo que podría llamarse el vértigo de la sombra. Se sentía uno como abrumado y se tocaba los ojos, para convencerse de que no estaba ciego. Tenebrosa, llena de misterios y con una belleza imponente, aquella cueva oprimía el espíritu por una sola cosa: la sombra. Concisión formidable (1987, 65-66).

Con un sentido romántico de lo sublime, Castera abre el ámbito cerrado de una cueva hacia un infinito de sombra y terror (aunque el personaje insista sospechosamente varias veces que no lo tiene) una vez que se encuentra atrapado en la oscuridad de la cueva, sin retorno posible, a menos que se produzca un milagro, que termina produciéndose de una manera totalmente verosímil y que, al mismo tiempo, muestra de paso el salto de la fe en Dios por parte de Castera. Hasta un lector ateo se emociona con el paso del abismo al éxtasis que ocurre en dicho cuento. Este texto podría estar en una antología de cuento siniestro, angustioso.

Del sentimiento cósmico de la vida La tercera zona temática de Castera tiene que ver con un sentido cósmico del mundo, un sentimiento de unión en algún punto de la psique que se conecta con la completud, con lo infinito y orgásmico.

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Ya mencioné su religiosidad espiritista, cuasipanteísta, que alimenta dicho sentimiento y que se manifiesta literariamente en el tópico del alma fuera del cuerpo sin estar muerto, sino tan sólo separados temporalmente, por lo que el alma viaja por otra dimensión, otros mundos más allá del límite terráqueo, y al final vuelve conocedora al cuerpo. Antiguamente, en tiempos de Jenofonte, Cicerón y Macrobio, a estos viajes se les llamaba “anábasis” y en México un claro antecedente es el Primero sueño de Sor Juana, donde también hay un alma que sale del cuerpo en un viaje intelectual de tipo emblemático (también habrá otra alma suelta en la novela corta de Nervo, El donador de almas). Lo de Sor Juana es verso, poesía, ejercicio intelectual; lo de Castera, prosa, narración, experiencia religiosa. Castera usa la palabra éxtasis para aludir a su sentido cósmico del mundo, a su salir el alma del cuerpo. Su cuento más conocido sobre este asunto es “Viaje celeste”, pero igual se lo encuentra en otros textos como “El mundo invisible”, “Nubes” o en la ya aludida novela terminal Querens. En “Viaje celeste” describe dicha salida: Mi alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese un vapor, un éter, un perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de gasa o de crespón aparente, y sin embargo real, pero con todas aquellas ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible (en Saborit 2004, 159).

El alma de Castera viaja sola en la inmensidad del universo, igual que el alma de Sor Juana en Primero sueño. Son almas melancólicas, intelectuales, apasionadas del conocer. No aprovechan sus errancias celestes para trivialidades sino para descifrar el sentido oculto del mundo. A diferencia de las almas del místico sueco Swedenborg, que se angelizaban y vivían en multitud urbana en su otro mundo, el alma sola de Castera se dedica a viajar por los planetas sintiendo la grandeza de Dios. Su propuesta de ultratumba incluye, aparte de la salida del alma del cuerpo sin morir y su errancia por el espacio cósmico, la existencia de mundos invisibles y habitados y la de un Dios no

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personal, más bien algo diluido, casi panteísta y, por supuesto, la del alma, ésta sí personal, sometida a un proceso de perfeccionamiento que se logra por las oportunidades dadas por la reencarnación. Es un tipo de mundo que nos recuerda a los neoplatónicos, a las jerarquías angelicales de la Edad Media, pero también, como mencioné, a las almas entrevistas por Swedenborg y sus mundos angélicos. Ahora bien, el éxtasis tiene su contraparte que es el abismo, el vacío oscuro, hacia abajo, no el luminoso, hacia arriba. La entrada a otro mundo siempre supone un poder hacerlo hacia abajo, al infierno, o un ascender la montaña hacia el cielo. Castera lo sabía muy bien. Estos cuentos celestes de alma viajera son la contraparte lumínea de sus oscuros cuentos mineros, escritos aquéllos en la frontera de lo fantástico, mientras que los últimos se escribieron con un estilo realista (no exento de carga simbólica). Este sentimiento cósmico puede manifestarse hacia lo alto, y volar como los ángeles y los pájaros, o hacia abajo, cual murciélago, hacia la oscuridad de la mina. El éxtasis es la otra cara del abismo. En la vida de Castera la luz se manifestó en la experiencia espiritista del trance y el viaje del alma, mientras que la sombra en la locura, en el miedo a la oscuridad, en la mina como laberinto que lleva a la muerte. Hablamos muy a la ligera de la locura de Castera y lo compadecemos desde nuestra pretendida salud mental. Qué ingenuos. Aparte de su melancolía propia, lo más probable es que lo que lo haya llevado a San Hipólito fuera lo que hoy llamamos surmenage, una sobrecarga laboral que lo dejara exhausto y averiado de razón, tanto que lo tuvo en el manicomio desde 1883 a 1889, luego de haber publicado el año anterior la segunda edición de Las minas y los mineros, la novela corta Los maduros, y su novela larga Carmen, su libro de cuentos Impresiones y recuerdos y el volumen Ensueños y armonías, todo ello en un mismo año y acompañado de su trabajo editorial en el diario La República. Después de estos títulos juntos en un solo año, se fundió agotado. Los testimonios de su locura de hospital brindados por Saborit nos presentan a un Castera tranquilo, llevadero, hasta chistoso, nada del loco furioso que alguno supusiera erradamente, y hasta se da el lujo de leer un poco.

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Después de su salida del manicomio, se incorporó por un tiempo a la vida literaria, con algunas publicaciones periodísticas y con las narraciones Querens y Dramas en un corazón en 1890, que son su despedida literaria, para caer luego en un mutismo de varios años antes de morir en 1906.

Querens y la sonámbula Con la novela Querens Castera dio un paso más en su exploración de lo fantástico, iniciado sin mucha idea con algunos de sus cuentos, y ya de manera más consciente en esta novela. Para ello incorporó y desarrolló el tema del sonambulismo, que tanto fascinó al siglo romántico (uno que inició con mesmerismo y terminó con psicoanálisis), aunque el interés por estos fenómenos venía de antes, desde los tiempos de la Ilustración, con Mesmer y el magnetismo animal (Cf. Chaves 1998). Para cuando Castera incorpora el sonambulismo a su escritura ya había un buen trecho andado en el campo literario por autores como Hoffmann, Poe, Dumas y Gautier, quienes lo habían hecho muy bien. La novedad era escribir sobre eso en el ámbito mexicano. En Querens el personaje clave es la sonámbula, más socorrida que su variante masculina y que acarreaba la idea de que la mujer era más susceptible al trance porque era más irracional que el varón. También la ópera había abordado el asunto mesmérico, como en La sonámbula de Bellini, que Castera menciona en su famosa novela: Carmen entretiene a su enamorado tocando al piano variaciones sobre temas de esa ópera. Un buen guiño intertextual de su parte. Un hombre enfermo abandona la ciudad en busca de la salud y se va al pueblo de Tlalpan, que es descrito con primor difícil de imaginar desde el urbanísimo Tlalpan actual, así como algunos de los habitantes del pueblo. Está también un extraño, entre herbolario y alquimista, que además conoce de magnetismo, la ciencia de Mesmer, y que introduce al recién llegado al mundo del trance y de la salida del alma. Una hermosa mujer del pueblo, una “Eva indiana”, es el

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sujeto del trance, y mientras se encuentra en éste, es capaz de conocer y hablar de maravillas y misterios, pero que, cuando se encuentra en su estado normal, “carece absolutamente de inteligencia, no piensa, no siente, no quiere, no recuerda: es una idiota. Una mujer que tal vez juzgaréis hermosa pero imbécil. Solamente en el sueño magnético funciona en ella la vida con sus sensaciones” (2004, 196). Desde la conciencia de género del siglo xxi es muy claro el prejuicio misógino de Castera y de la mayoría de los escritores del periodo. Aunque el siglo xix fue más misógino que el anterior, también fue escenario del feminismo organizado y creciente, lo que justamente atizó la hoguera misógina de los afectados. La situación dramática es mínima pero interesante: enamorarse de una mujer ideal sólo en estado de trance, pues en vigilia es casi un vegetal. Dos hombres frente a un bello fardo femenino que en éxtasis se torna oráculo. Uno es sabio, el otro sensible. Uno es científico; el otro artista. Es la misma situación dramática, mutatis mutandis, que nos presenta Amado Nervo en su novela corta El donador de almas, donde hay dos personajes masculinos complementarios (el científico y el poeta) y un alma femenina suelta, que abandonó su cuerpo de monja extática y debe refugiarse en la mitad de la cabeza del poeta, quien conoce así un inviable estado de “hermafrodita intelectual”, según su propia expresión, que al final cesa, igual que debe acabar el amor del personaje masculino de Querens por la sonámbula. Quién sabe si Nervo conoció el texto de Castera, pero cierta semejanza entre las narraciones, una en clave seria, el otro en clave irónica, pareciera señalarlo. Como suele ocurrir en Castera, no faltan referencias literarias en la narración, por ejemplo Cervantes, Dante y mucho Goethe, lo que nos lo revela como su lector fiel. Querens es una novela poco narrativa que da mucho espacio al fárrago especulativo que detiene la acción, relacionado con la visión espiritista del universo y sus múltiples mundos habitados. Además de las especulaciones seudofilosóficas y seudocientíficas, se cuela la ideología sexual de la mujer plástica que adquiere forma por la acción masculina, siguiendo así el complejo de Pigmalión.

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En su evaluación de la novela, Luis Mario Schneider dijo: Querens es la más extraña de todas las novelas de Castera. Extraña la historia, rara la combinación entre idealismo y materialismo, entre el misterio hipnótico y la ciencia reveladora. Novela nocturna cargada de electricidad que oscila entre el poder de las fuerzas ocultas y una ética tradicional que se resiste a la fascinación que provocan… se salva por la novedad temática, quizá su salvación sea eso que cada obra tiene con su momento histórico. Querens, que yo sepa, es la primera novela latinoamericana en la que el hipnotismo, la energía esotérica, dan motivo y fundamento a la creación artística (en Castera 1987, 27-28).

Después de Castera, los modernistas expandirían esta conexión poético-esotérica, como Darío, Lugones, Clemente Palma o Nervo. Pero Castera se les adelantó generacionalmente en señalar el camino de lo fantástico para la creación literaria. En esta novela Castera hace un elogio de la imaginación, facultad privilegiada por los románticos, por encima de la razón, pues es la posibilidad de conocer los fundamentos arquetípicos del mundo, no tanto su funcionamiento, que queda para la razón práctica: La imaginación es una fuerza. Cuando se imagina se piensa, y cuando se piensa se crea. La imaginación dibuja, detalla, precisa, colorea, y al delinear, crea. Dejar de pensar es dejar de vivir. El exceso de imaginación trae el delirio, éste produce el vértigo y el vértigo genera el éxtasis. Cuando se imagina mucho, se vive poco con la vida real (2004, 170).

Aunque esta novela narrativamente hablando no termine de cuajar por sus excesos especulativos (lo mismo le pasó a Balzac medio siglo antes cuando publicó su novela swedenborguiana Séraphita, en 1835), no por ello es un texto deleznable. Todo lo contrario. Schneider señaló su rareza temática en el medio hispanoamericano, lo que la ubica como pionera del género fantástico. En la narración Castera se muestra como buen conocedor de las doctrinas magnetistas, aunque aclara:

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Castera o los abismos del éxtasis No os voy a presentar reminicencias de las novelas de ciertos autores, en las que el magnetismo hace un papel tan lastimoso. No voy a hacer disertaciones sobre Mesmer, Puysegur, Deleuze y otros sabios, que han estudiado las ciencias magnéticas. No os voy a presentar diccionarios para consultas u obras en compendio, que tratan brevemente de ese asunto. No necesitamos acudir a ellos ni a nadie. Presentamos someramente la teoría y después el hecho (1987, 180).

En la medida en que esta novela fue escrita después del manicomio, es una muestra de cómo Castera se arriesga con un tema raro y reúne y organiza sus datos para escribir esta historia de trance y enamoramiento imposible, y no puede decirse de ella que sea caótica o desordenada, más bien impera un impulso visionario que imprime un sello más argumentativo que narrativo, que apuesta más a la idea que a la acción. Rara locura sería la suya que produjo textos tan contenidos y ordenados. Es Querens una novela escrita entre la salida de la locura (si es que la hubo) y el inicio del silencio, pues seguirán los años mudos, los de un errante en un mundo de sombras pétreas que se fingen personas y que montan un escenario llamado realidad. Castera vivió todavía quince años más sin volver a publicar. ¿Abandonó la pluma y adoptó el silencio? ¿Lo abandonó la musa? ¿Escribió pero no publicó? ¡Quién sabe! El misterio alcanzó a Castera y lo vistió de sombra y él ya no tuvo que escribir. Se dejaba ver entre los vivos, comía en sus fondas y recorría sus calles, gólem silencioso y solitario con su alma en vuelo, que mantenía su cuerpo con vida pero ella estaba lejos, flotando alto como papalote apenas sostenido por un hilo.

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IV

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Esplendor de un libro Desde su primera traducción del sánscrito al inglés, la Bhagavad Gita o Canto del Señor, como se le ha traducido a veces, cautivó a Occidente con su mezcla de religión, filosofía y literatura. Uno de sus primeros admiradores, Humboldt, la comparó por su hondura y belleza con los poemas de Lucrecio, Parménides o Empédocles, y el poeta T. S. Eliot con La Divina Comedia de Dante. La Gita forma parte de una épica mayor, el Mahabharata, siendo apenas una breve parte en extensión pero no en fuerza. Su autoría es atribuida a Vyasa, en tanto compilador del Mahabharata, y su origen se ubica incierto entre los siglos v y ii antes de nuestra era. Dicha primera traducción fue hecha al inglés en 1785 por Charles Wilkins (17501836), bajo los auspicios de la Sociedad Asiática de Bengala, de gran reputación, misma que fue aumentada por la exitosa traducción de Wilkins, que apenas dos años después fue traducida al francés. No hubo en Francia una traducción directa del sánscrito sino hasta 1832. Otras primeras traducciones de la Gita a lenguas europeas fueron al latín en 1823, nada menos que por A. W. Schlegel; al ruso en 1787; al español más bien tardíamente: en 1896, ya en pleno 1

Publicado en Literatura Mexicana, Vol. XXIII, N° 1, UNAM, 2012.

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Fin-de-Siglo teosófico y modernista. Su efecto fue visto así por el sabio Raymond Schwab en su magna obra La Rénaissance Orientale: L’arrivé de la Gita en Europe, il faut se représenter ce choc: nul texte plus irrésistiblement que celui-là, par sa profondeur métaphysique, par le prestige aussi de son envelope poétique, ne pouvait rompre un dure tradition de race supérieure: “On fut très etonné, écrit Lanjuinais, de trouver, dans ces fragments d’un très ancien poème épique de l’Inde, avéc le système de la métempsycoce, une brillante théorie de l’existence de Dieu et de l’inmortalité de la âme, tout le sublime de la doctrine des stoïciens, l’amour pur que égara Fénelon, et un panthéisme tout spirituel, enfin la vision de tout en Dieu soutenu pour le P. Malebranche”. Ailleurs il retrouve dans l’Inde l’illuminisme, Spinoza et Berkeley (1950, 173-174).

Aquellas primeras traducciones de la Bhagavad Gita surgieron al tiempo que crecía el romanticismo como movimiento literario y cultural, a cuya vertiente orientalista contribuyó de manera notable a lo largo del siglo xix. En Inglaterra, autores como Blake2 y Carlyle fueron sus lectores, y éste incluso regaló un ejemplar de la traducción de Wilkins al escritor norteamericano Emerson, que quedó cautivado por el texto y cuyo entusiasmó transmitió a Thoreau y a Walt Whitman y, así, a todo el movimiento trascendentalista. En 1885, justo a los 100 años de la traducción de Wilkins, el poeta victoriano Edwin Arnold, por entonces ya muy famoso debido a su poema The Light of Asia, sobre la vida de Buda, publicó su traducción de la Gita con el título de The Celestial Song. Esta también exitosa versión al inglés sería alabada años después por el propio Mahatma Gandhi, cuando en Inglaterra se reconectó con su propia tradición religiosa por intermedio de unos teósofos que le regalaron un ejemplar de la traducción de Arnold. En su autobiografía, Gandhi dice: “He leído casi todas las traducciones inglesas [de la Gita] y pienso que la de 2

Para una interesante exposición sobre una posible influencia de la Bhagavad Gita sobre Blake, dado el contexto religioso antinomista de la traducción de Wilkins, afín a Blake, cf. el libro de David Weir, Brahma in the West, 2003, 88-104.

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Arnold es la mejor. Ha sido fiel al texto y casi no se nota que es una traducción” (citado por Swami Tathagatananda, 2005). En el siglo xx, Yeats, Huxley, Isherwood y Eliot son autores que continuaron el gusto de la lengua inglesa por ese texto hindú. En lengua alemana, los dos hermanos Schlegel fueron sus admiradores, tanto que aprendieron sánscrito y lo tradujeron. El naturalista Humboldt y los filósofos Schelling y Hegel lo leyeron (curiosamente no he encontrado referencias –no significa que no existan– en el más orientalista de los filósofos germánicos, en Schopenhauer, que sí habla de los Vedas y de los Upanishads). En el mundo de habla hispana la Bhagavad Gita arribará más bien tardíamente en el fin de siglo. En España es traducido en 1896 por el teósofo José Roviralta Borrell, con tan buena mano literaria que se volvió un relativo éxito ahí y en la América Hispana, como lo muestra el que la versión comentada por Madero sea la de Roviralta Borrell, pudiendo haber trabajado con la versión de otro traductor teósofo (Federico Climent Terrer), de 1908, pues Madero podía haberlo leído también en inglés y en francés, pero necesitaba de una versión en español para efectos de publicación y comentario. Sin embargo, esa otra traducción circulante estaba hecha sobre la traducción del sánscrito al inglés de la teósofa Annie Besant, su competencia ideológica en tanto espiritista militante, como veremos luego.3 Desde los tiempos de Madame Blavatsky, la Bhagavad Gita había sido muy bien recibida en el ámbito teosófico, al grado de ser altamente recomendada y estudiada.4 Otros teósofos de los prime3

Hasta donde he averiguado, las primeras traducciones directas de la Gita del sánscrito al español se dieron ya en la segunda mitad del siglo XX, impulsadas sobre todo por el interés del neorientalismo hippie y New Age, aunque de producción académica: dos publicadas en Venezuela, la primera de 1958, de S. Marcovich, y otra de Fernando Tola de 1977, y dos de publicación española: la de Ilárraz de 1970 y la de Rodríguez y Villar de 1978. La oferta de traducciones ha seguido aumentando, ya no sólo de procedencia literaria o académica, sino como proselitismo religioso directo, como en el caso de las traducciones de la Gita de los adeptos del movimiento de Hare Krishna, algo más bien relativamente nuevo en Occidente, pues el conocimiento de la Bhagavad Gita desde fines del siglo XVIII funcionó sobre líneas de ecumenismo y no tuvo nunca un celo misionero, de conversión religiosa, sino más bien un sentido “espiritual” y cultural. 4 En la Escuela Esotérica fundada por Blavatsky pocos años antes de morir, dentro de la Sociedad Teosófica pero diferenciada de ella, el estudiante tenía una trilogía obligatoria para

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ros días se unieron al entusiasmo “bhagavaguitano” y escribieron sobre el texto, tales los casos de colegas de Blavatsky como el erudito hindú Subba Rao y el irlandés-norteamericano William Judge, cuyo libro sobre la Bhagavad Gita pudo ser conocido por Madero, dado el común ambiente espírita y teosófico, y sobre todo, por un cierto paralelismo en las formas del comentario, aunque, claro, desarrollado mejor por Judge, ambos igualmente inconclusos: Madero sólo pudo comentar doce capítulos de dieciocho y Judge apenas cinco.5 En México, entre sus primeros lectores, además de Madero, lo fueron modernistas como Amado Nervo, quien escribió poemas con sus referencias directas (por ejemplo, el apartado nueve de “La conquista”), o ateneístas como José Vasconcelos, con su libro Estudios indostánicos, donde nos cuenta que: El gusto por estos estudios, tan poco cultivados entre nosotros de manera ordenada, nació en nuestras juntas inolvidables de hace unos ocho años, cuando nos reuníamos Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y yo, en nuestro México, para discurrir sobre todos los asuntos que afectan directamente al espíritu. Ninguna enseñanza nos dejaba satisfechos, y ninguna de las grandes cuestiones fundamentales dejó de interesarnos vivamente. Disgustados de nuestro medio y decepcionados de Europa, que atravesaba por ese período de corrupción materialista que precedió a la guerra, nos deleitábamos algunas veces con las páginas indostánicas, que leíamos con mezcla de asombro y de curiosidad confusa (1959, 88).

Vasconcelos elogió en su libro el trabajo de comentario hecho por Madero, publicado por entregas entre 1912 y 1913, e interrumpido por su asesinato, e incluso lo reprodujo parcialmente: “Quiero estudio e inspiración constituida por la Bhagavad Gita, Luz en el Sendero, de Mabel Collins, y La voz del silencio, de la propia Blavatsky. A su muerte, y con el arribo del proyecto neoteosófico de sus supuestos continuadores Besant y Leadbeater, se agregó como texto cuasiobligatorio A los pies del Maestro, del primer Krishnamurti. 5 El libro de Judge sobre la Bhagavad Gita fue traducido en 1926 por Federico Climent Terrer, el mismo que en 1908 había traducido al español el Gita según Annie Besant. De haber conocido el trabajo de Judge, Madero tuvo que haberlo leído en inglés.

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cerrar mi capítulo con un comentario que es quizás el primero que se escribió en México, de la Bhagavad Gita; un comentario que procede del extraordinario y nobilísimo espíritu, que entre nosotros fue apóstol, pensador y presidente mártir, y que conocimos con el nombre terrestre de Francisco I. Madero” (1959, 158). Tras la reproducción de muchos de sus comentarios, Vasconcelos acaba diciendo: Impresionante resulta imaginar los pensamientos de Madero cuando llegó a encontrarse en los campos mexicanos en la situación de Arjuna, dispuesto a combatir un ejército de enemigos que no odiaba, pero que era su deber destruir. Venció a esos enemigos, el Arjuna de México, en la noble lid de la fuerza, y después perdonóles con tierno espíritu cristiano, mas para ser víctima de Judas, en la más negra y cruel de las traiciones (1959, 162).

Por su parte, la misma revista espiritista Helios, en la que se publicaban dichos comentarios de manera anónima (la autoría era un secreto a voces), puso una nota final a aquellos comentarios inconclusos y develó la identidad de su autor: Hasta el capítulo xii de la Bhagavad Gita, publicado en nuestro número anterior, llevaba escritos sus comentarios un adepto, cuando llegó la muerte a arrebatarle en trágica forma de este planeta. Sabido es que bajo el pseudónimo de un adepto se ocultaba modestamente la personalidad de nuestro muy ilustre hermano de ideas señor don Francisco I. Madero […] nuestro hermano de inolvidable memoria, apóstol y mártir, honra y gloria de su patria de la humanidad (en Madero 2000, 298).

Es raro que Vasconcelos, que buscaba rigor intelectual y reflexión en tales estudios, “cultivarlos de manera ordenada” –según afirmó–, elogie el trabajo de Madero sobre la Bhagavad Gita, que tiene otra dirección, más ética y religiosa, en especial por su enfoque espírita y, pese a todo, también algo teosófico, modos de pensar de los que Vasconcelos abominaba, según aclara en una larga nota de su libro en que lanza rayos y centellas contra Blavatsky, aunque

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reconoce cierto valor a Annie Besant (la llama “alma noble y poderosa”), aparte de que alguna vez hasta se burló de la pose teosófica de Gabriela Mistral. Una de dos: o el trabajo exegético de Madero, pese a sus bases espiritistas y teosóficas, es tan bueno que el exigente Vasconcelos lo admite en su propio libro; o bien, su admiración ética y política por Madero lo ciega ante las posibles fallas de su interpretación.

El contexto espírita de Madero En el contacto de Madero con el espiritismo fueron decisivos la influencia de su padre y el viaje a Francia para estudios en 1891, donde consolidó lazos con el espiritismo francés propuesto por Allan Kardec y hasta visitó su tumba en devota peregrinación en el cementerio de Père Lachaise, tumba que, hasta la actualidad, sigue siendo la más cuidada en aquel jardín de muerte, siempre atendida y llena de flores. El espiritismo de entonces se presentaba como una “religión científica”, “es hijo del positivismo moderno y debe su advenimiento a la observación metódica de fenómenos que en épocas anteriores fueron declarados sobrenaturales” (Madero 2000, 49). Aparecía asociado en parte con adelantos tecnológicos como la electricidad y la fotografía, llegando incluso a crearse todo un cuerpo de “fotografía espírita”, hoy reconocido en la historia fotográfica. Otros rasgos del espiritismo de entonces fueron su defensa del individualismo metafísico (vigente por ejemplo en su defensa del yo y su rechazo del supuesto panteísmo teosófico con sus aires disolventes de la individualidad en un opiáceo nirvana), y ser un nuevo campo social con una alta participación femenina, con lo que, de paso , como ya se hizo notar antes, desde ahí se promovió cierto feminismo político y otras reformas, y de sus filas hasta salió la primera mujer que se lanzó como candidata a la presidencia de los Estados Unidos, Victoria Woodhull,6 en 1872. 6

Cf. el interesante y riguroso libro de Barbara Goldsmith, Other Powers. The Age of Suf-

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Madero no se limitó a militar pasivamente en el espiritismo sino que escribió mucho al respecto, aunque buena parte de estos textos se hayan hecho con seudónimos como “Arjuna”, “Bhima” (ambos personajes de la Bhagavad Gita) o, como en el caso de sus comentarios a la Gita en la revista espiritista Helios, como “un adepto”. Parte de la escritura de Madero fue como médium, pero hay otra que es sólo suya, como crítico, como expositor, y que tiene que ver con un querer divulgar la buena nueva del espiritismo, con el mejor juicio crítico a su entender. Además de espiritista fue “espiritólogo”, cronista erudito y comentarista de su campo. En 1900 organizó el Centro de Estudios Psicológicos de San Pedro, Cohauila, en donde había sesiones espiritistas y también experimentos con electricidad y fotografía. Sus primeros artículos comenzaron a publicarse en 1904 en La Cruz Astral, con el seudónimo de “Arjuna”, el príncipe dubitativo al que el auriga divino, Krishna, finalmente convencerá de iniciar la gran batalla sin importar mucho la suerte de los cuerpos porque las almas seguirán en su transmigración. Madero participó en los dos congresos nacionales de espiritismo en 1906 y en 1908 y de alguna forma se volvió mecenas de la actividad espírita, pues, entre otras cosas, donó la imprenta para la revista El Siglo Espírita, editada de 1906 a 1911. Tanto esta revista como Helios, forman parte de otra etapa del espiritismo mexicano, ya algo consolidado, por entonces con medio siglo de actuar en el país. En la primera etapa la actividad editorial estuvo comandada por Refugio I. González desde la revista La Ilustración Espírita. Llama la atención la coexistencia de la actividad política de Madero con la acción espírita. Él es consciente de ello y de su posible impacto negativo entre cierto público, por lo que usa seudónimos. Dadas las circunstancias adversas, para él la política “constituye el espiritismo puesto en práctica”, siempre que se haga de una manera justa y desprendida, salvífica, cumpliendo el deber por la acción misma, no buscando sus resultados, según lo enseña la Bhagavad frage, Spiritualism and the Scandalous Victoria Woodhull (1999). En general, la relación entre teosofía, espiritismo y feminismo, sobre todo en Estados Unidos e Inglaterra, ha sido bien estudiada en varios libros, destacándose también el de Dixon (2001).

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Gita.7 Aparte de artículos y correspondencia, en 1911 Madero publicó su Manual espírita bajo el seudónimo de Bhima, siguiendo el modelo kardeciano de divulgación, apenas tres años después de La sucesión presidencial (1908), siendo de alguna manera textos complementarios, uno desde la metafísica, otro desde la política, en la medida en que propugnaban el mejoramiento individual y social, el progreso, la democracia. En sus últimos dos años de vida publicó en Helios sus comentarios a la Gita, que no son ajenos a estas preocupaciones políticas. En dichos comentarios, Madero no puede evitar proyectarlas, volviéndolas metáforas filosóficas de un proyecto de liberación personal y colectiva. Los ejemplos con que ilustra las enseñanzas religiosas corresponden a su momento político. He aquí dos de ellos: el hombre que por defender a su patria o a la sociedad va a la guerra, puede dar muerte a numerosos adversarios sin que esto constituya una mancha para él; “como la hoja de loto sale inmaculada del seno de las aguas”, así el guerrero saldrá inmaculado y glorioso después de la batalla a donde fue en cumplimiento de su deber (2000, 216). Otro ejemplo: una persona considera que la evolución de un pueblo es detenida por la opresión o la tiranía; su deber es luchar contra esos obstáculos, estando decidida de antemano al sacrificio si es necesario. Obrando así, sabe, por una parte, que cumple con su deber, y además tiene la convicción de que su sacrificio no será estéril, pues ni es cierto que haya hombres indispensables y únicos capaces para desempeñar una misión de esa naturaleza, ni tampoco lo es que pueda perderse algún esfuerzo en bien de la humanidad (2000, 226-227). 7

Esta idea de un cumplimiento impoluto del deber, sin atender a sus frutos, también fascinó a otro lector de la Bhagavad Gita, el nazi Heinrich Himmler quien, en confesiones a su masajista Felix Kersten (suerte de Schindler que, por medio de su influencia terapéutica sobre el jefe nazi, logró salvar de la muerte a muchos condenados del régimen), le dijo que siempre llevaba con él una copia de la Gita para aliviar la culpa que tenía por implementar la llamada “solución final”, identificándose, igual que Madero, con Arjuna, en su cumplimiento del deber sin apego a la acción. Ambas lecturas son ejemplos de lo que es leer un texto antiguo descontextualizadamente, a la luz de ideologías contemporáneas, el nazismo de uno y el espiritismo democrático del otro, sin tomar en cuenta la propia trayectoria cultural y lingüística del texto.

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La gran batalla que debe acontecer en la Bhagavad Gita, una vez que Krishna convenza a Arjuna de que retome las armas, ya que su desaliento hacia la guerra es fruto de su ignorancia metafísica, ésa es la misma batalla del pacífico Madero contra el viejo régimen, sólo que su coche de guerra no tiene como conductor al dios Krishna, sino a algunos fantasmas locales no mucho más ilustrados que los vivos que los invocan. En sus ejemplos Madero desarrolla el tópico de la batalla sangrienta, en la que el héroe debe combatir sin esperar mayor recompensa que el deber cumplido. En el laberinto de la acción, Madero usa la Bhagavad Gita como brújula ética y filosófica para guiar sus pasos, como un gran espejo que le sirve para proyectar su situación personal y encontrar un sentido espiritual a su práctica política. Al principio de sus comentarios, menciona la idea de que el hombre honrado, al caer bajo los golpes de los malvados, debe ser como el sándalo, que perfuma el hacha que lo derriba. Estas palabras sólo cobran sentido, más allá de sus buenas intenciones, si pasamos del nivel político y tomamos en cuenta sobre todo su trasfondo religioso espiritista. Sus comentarios buscan que el lector se introduzca en el yoga, en la unión con lo divino, en la santidad (de hecho traduce yogui como santo). En este sentido, Madero fue un santo llevado a la batalla, hasta tuvo su martirio, y su nombre aporta siempre un componente ético notable en el proceso de la Revolución. Se convirtió así en el santo patrón de la democracia mexicana.

La polémica espírita contra los teósofos Aparte de la batalla política de Madero por la democracia, y de la lucha literaria y filosófica representada en la Bhagavad Gita, estaba la querella doctrinal entre teósofos y espiritistas en el medio ocultista finisecular, en el que Madero participaba. La teosofía había surgido a mediados de los años setenta en Nueva York, bajo la tutela teórica de Blavatsky, cuando los espiritistas llevaban ya más de dos décadas de trabajo. Si bien al principio se valió de su infraes-

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tructura y vocabulario, muy pronto Blavatsky desarrolló su propia doctrina, la teosofía, mucho más ambiciosa intelectualmente que la presentada por Kardec, y renegó de la parafernalia espírita, a la que consideró equivocada. Los fenómenos paranormales de las sesiones espiritistas, cuando eran verdaderos, tenían como fuente no a los muertos, que ya no podían comunicarse con los vivos, sino apenas sus restos psíquicos, o bien eran producidos por otro tipo de seres denominados elementales, suerte de bufones astrales que asumían la forma de los difuntos. Esto, claro, encolerizó a los espíritas, que mantenían el dogma de la comunicación con los difuntos, y llevó a una suerte de competencia y batalla verbal entre unos y otros. Estos y otros desacuerdos de mayor alcance intelectual (por ejemplo, las bases orientalistas de la teosofía por oposición al cristianismo de los espíritas) que se discutían en Londres y Nueva York, también se reprodujeron en las ciudades adonde llegaban dichas doctrinas, y México no fue la excepción. Para la época de Madero, el conflicto fraternal entre espiritistas y teósofos está que arde, como bien lo prueba el folleto polémico de 1907 titulado Estudio sobre espiritismo y teosofía, escrito por Rogelio Fernández Güell, otro sobresaliente autor espírita, amigo cercano de Madero, y director de Helios cuando la publicación de sus comentarios al texto hindú. Madero asume esta diferencia entre unos y otros, en contra de los teósofos, vistos como panteístas y antiindividualistas, y desde esta óptica va leyendo la Bhagavad Gita para asentar su postura antiteosófica. En sus propias palabras: Queremos demostrar que la Bhagavad Gita, que puede considerarse como la fuente más pura de las doctrinas teosóficas, budistas y en general de las doctrinas filosóficas de la India, no solamente no encierra en sus enseñanzas nada que haga creer en la doctrina del panteísmo, de la absorción de todos los seres en la Divinidad y de la creencia de que somos dioses, sino que se desprende precisamente la doctrina contraria y es que, aunque todos los seres provienen de una partícula de la Divinidad, no por eso son la Divinidad misma, no por eso son dioses, y sobre todo, que jamás perderán su individualidad (2000, 257).

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Sobre este asunto de la pérdida o continuación de la individualidad en su encuentro con lo divino, insiste más adelante Madero: “Y esto lo consideramos de grandísima importancia, porque precisamente ha sido el único punto de divergencia entre la teosofía, tal como la entienden algunos autores, y el moderno espiritismo, y consideramos muy importante definir claramente este punto” (258). Por supuesto que ése no era el único punto de divergencia entre los dos grupos, pero sí uno clave, que una y otra vez es retomado por Madero en sus comentarios. Acertadamente, niega la interpretación de la palabra nirvana como extinción o aniquilamiento, como ocurría con muchos de los orientalistas e intelectuales de la época, pero equivocadamente adscribe a los teósofos a ese tipo de interpretación aniquilacionista. La visión cristiana del espiritismo de Madero lo lleva a defender la noción de alma y su continuidad tras el encuentro con lo divino. También los teósofos sostienen dicha continuidad, pero sobre otras bases filosóficas, demasiado especiosas para la comprensión espírita. Pero Madero no sólo rompe lanzas contra los teósofos sino también contra “las prácticas supersticiosas”, sin mencionar su nombre exacto, pero que el lector intuye en buena parte católicas, y que él no nombra para no generar más reacciones negativas en su contra. Dice: Como se ve, son grandiosas las concepciones que encierra la Bhagavad Gita y está muy lejos de recomendar esas prácticas supersticiosas tan en boga en la mayoría de las religiones, aun de las que actualmente prevalecen entre los pueblos civilizados y según las cuales se da más importancia a determinadas prácticas religiosas que al cumplimiento del deber (292).

Nótese que esta postura contra la superstición que hace Madero se ubica en el campo de la ilustración y la ciencia, que es, a su entender, el propio de la religión científica representada por el espiritismo, discurso seguido en su lectura de la Gita: En sus luminosas páginas verán que muchos de los descubrimientos de que se enorgullece nuestra divina edad estaban ya consignados

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Resulta curioso cómo en su cruzada antipanteísta, Madero recurre a un texto asiático que parece afirmar lo opuesto pero que, adecuadamente leído por él, resulta casi cristiano (de aquí sus menciones a las semejanzas entre Krishna y Cristo, empezando por la fonética del nombre). En esto y otras cosas, Madero parece no darse cuenta de la ingenuidad filológica e histórica en que se mueve. Se trata, pues, de una bien intencionada descontextualización del texto abordado y su recontextualización a la luz de polémicas contemporáneas. El texto exótico se anula en su especificidad cultural y se relee y explica desde una plataforma occidental. Parejo a su rechazo a “prácticas supersticiosas”, estaba el apoyo de Madero a la ciencia, sobre todo al concepto de evolución proveniente de la biología de Darwin, extendido ahora al campo de las almas, que también se encontraban sometidas a dicho proceso, en un largo ciclo de reencarnaciones en diversos cuerpos y mundos hasta su liberación final, de la que se discutía si significaba la absorción en un todo sagrado como una gota en el mar o una continuidad sin forma ni límites, inconcebible desde donde estamos. Afirma que “la Divinidad ha decretado la ley de evolución de la humanidad y que ésta se realizará forzosamente por ser ley divina” (2000, 286). Habla de cómo la evolución se da siguiendo un “Plan Divino”, lo que introduce un componente teleológico, esto es, de dirección y sentido implícito en el mundo y en la forma en que se van dando los eventos cotidianos. Lejos está Madero de representar una “degradación” del espiritismo, como concluye José Mariano Leyva en su, por otra parte, valioso libro, El ocaso de los espíritus, cuando dice que El espiritismo filosófico cedió ante el político y éste se encargó de popularizar a base de superficialidades, llegando a un punto en el que el sustento real estaba completamente perdido. Tal vez sin quererlo,

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La Bhagavad gita según san Madero Francisco I. Madero tuvo mucho que ver en este proceso de degradación. Como figura pública y polémica, el revolucionario se encargó de dotarle al espiritismo un sentido utilitario que poco tenía que ver con los preceptos originales (2005, 220).

No hay tal viraje de un espiritismo filosófico a uno político, pues desde el principio había una agenda política implícita en él, sólo que, para implementarla, se requería de una infraestructura como la acumulada en medio siglo. Para los tiempos de Madero, lejos de degradación, hay florecimiento, ya hay una institucionalidad espírita consolidada, en la que él mismo participa, hay congresos nacionales e internacionales, diversas publicaciones tanto en la capital como en provincia. El vínculo entre espiritismo y política no fue propio solamente de Madero, sino que se repitió en diversos países, pues por su modernidad religiosa no dogmática, propició modificaciones para otras reformas: educativas, feministas, de defensa de los animales, etcétera. Los comentarios de Madero a la Bhagavad Gita son un ejemplo de ese orientalismo teosófico y espiritista de fin de siglo, que se mostraba literariamente en el modernismo de entonces y contra el que reaccionó Vasconcelos, queriendo poner un poco de orden en la incipiente casa indostánica, superar el diletantismo teosófico y modernista y asumir un rigor intelectual en tales materias, tal como lo intentó en sus ya mencionados Estudios indostánicos. La lectura espiritista que Madero hizo de la Gita supone una cierta perspectiva excéntrica, no académica ni literaria, de esa etapa de la recepción orientalista en México, excelente en su propio campo, influyente en el medio social y cultural, aunque insuficiente para una mejor comprensión de tan importante texto hindú.

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PAYNO (CRIPTO)FANTÁSTICO. INTERMITENCIAS MÁGICAS EN EL FISTOL DEL DIABLO 1

A Helena Beristáin, quien me habló por primera vez de El fistol del diablo.

La literatura mexicana del siglo xix no deja de asombrarme. Opacada por la literatura moderna del siglo xx y por la escrita en el período colonial (como quien dice, entre Sor Juana y Octavio Paz), la veo en buena parte como algo todavía híbrido, en transición, que deja atrás los moldes virreinales sin encontrar del todo ese perfil tan propio que finalmente adquiriría a partir de la Revolución, a principios del siglo xx. El romanticismo, movimiento internacional, había favorecido previamente la búsqueda de una identidad literaria local, correspondiente al nuevo estado nacional, afán que la situación política de independencia de España alentó. En este empeño particularista muchos escritores fueron románticos, lo supieran o no, sin importar si se consideraron como tales o si se declararon diferentes (realistas o costumbristas). A veces ocurre que el contenido de una categoría literaria que el historiador o el crítico literario de hoy usan retrospectivamente no era del todo claro para sus directamente involucrados contemporá1

Publicado en Literatura Mexicana Vol. XIV, N°2, UNAM, 2003.

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neos. En este sentido, la designación que de sí mismos hacían los escritores como “románticos” varía considerablemente entre los países, debido a la variable percepción del término en su propia época. Al decir de René Wellek, la historia del término (romántico/romanticismo) y de su introducción no pueden regular el uso del historiador moderno, puesto que éste se vería forzado a reconocer jalones en su historia que no están justificados por la condición real de las literaturas en cuestión. Las grandes modificaciones ocurrieron independientemente de la introducción de estos términos, antes o después de ellos y sólo, en contadas ocasiones, aproximadamente al mismo tiempo (1983, 140-141).

Esto me lleva a pensar que autores que se consideraban a sí mismos románticos tal vez no lo eran tanto como pensaban, y que otros que no se consideraban como tales, podían serlo más de lo que ellos suponían. En tal situación está Manuel Payno (1820-1894). Dicho escritor perteneció a una generación de escritores preocupada por mexicanizar la literatura, tornarla acontecer nacional, interesada por el paisaje local, no sólo geográfico sino también étnico, de clases sociales, de creencias, y en la que estuvieron Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano, Vicente Riva Palacio e Ignacio Ramírez, entre otros. Este impulso por lo nacional, por la patria, lejos de ser incompatible con el romanticismo, es una de sus marcas, pues lejos de idealizar un canon, por ejemplo el grecolatino, como ocurría con los neoclásicos, los románticos tendían a la recuperación estética de las tradiciones locales, en un difícil equilibrio entre lo universal y lo particular. Tras casi medio siglo de romanticismo, surgieron el realismo y el costumbrismo, cuyas diferencias y afinidades con el primero habría que revisar, pues lejos de encontrar entre el primero y los segundos una rígida oposición, a veces, en determinadas coyunturas, parecen más bien dos caras del mismo fenómeno de secularización generalizada, de retroceso de las explicaciones religiosas para explicar y dirigir el mundo. El arte es concebido como un camino alterno a la religión

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y a la ciencia, más cercano a la primera que a la segunda. En vez de creencia, estética. En vez de creer, crear.

Fantasmales fronteras entre realismo y romanticismo En la clasificación usual en los manuales de literatura mexicana del xix, Payno aparece junto a realistas y costumbristas, separado de los románticos, lo que es una ubicación cuestionable puesto que tales términos no funcionan por oposición, sino que a veces pueden traslaparse, sobre todo en el área hispanoamericana, que no había generado esas ideas estéticas sino que las consumía casi simultáneamente y las adaptaba. Payno es un buen ejemplo de dicho traslape estético realista-romántico, como puede apreciarse en su primera novela El fistol del diablo, no tan conocida como la última, Los bandidos de Río Frío, que consagró a su autor y le dio un puesto permanente en el panteón literario. El fistol... no es una novela unitaria publicada de manera definitiva, sino que sufrió modificaciones notables en sus distintas ediciones: la primera fue, de forma parcial, como folletín mensual entre 1845 y 1846 en la Revista Científica y Literaria; la segunda en 1859 y 1860, ya como libro corregido y aumentado; la tercera en 1871, casi una reimpresión de la segunda; y la última y definitiva, en 1887, que introdujo cambios notorios. En palabras de Marlene Schmitt, en la versión final Payno intenta conciliar “las nuevas exigencias de realismo y de verosimilitud con las pautas del anticuado folletín heroico-romántico para así satisfacer a todos los lectores” (2001, 325). Estos cambios incluyeron un subtítulo (Novela de costumbres mexicanas), una ampliación de páginas y capítulos, de cuadros de costumbres, lo que aumentó la prolijidad del relato (crece el tiempo del discurso mientras disminuye la duración de la ficción), así como el paso de un final cerrado a otro abierto. Hay mayor rasgo de oralidad en la última versión, que apunta a un lector menos culto, ¿más femenino (“las señoras de edad que lo alaban”, según GutiérrezNájera en una reseña de 1887)? Los aspectos históricos son conta-

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dos y valorados de diferente manera, siendo la última versión más pesimista: el mundo tumultuoso de mediados de siglo xix (finales de la década de los cuarenta) es releído desde la paz porfiriana. La última versión acaba en una noche de confusión y horror, de saqueo y sacrilegio, debido a la entrada de las tropas norteamericanas en la ciudad de México “jurando y gritando en lenguas ásperas y extrañas”, según dice el narrador, tropas que son comparadas con los bárbaros entrando y destruyendo a Roma. Este final casi apocalíptico me recordó el del poema de Lucrecio, De Rerum Naturam, con la plaga contaminando la ciudad. Payno parece adelantarse al esquema finisecular de enfrentamiento de “razas”, una joven, bárbara y llena de energía, y otra antigua, civilizada y decadente, que luego los modernistas vieron como sajones contra latinos, sobre todo a partir de la guerra de Estados Unidos contra España por el control de Cuba. Payno contrapone “la hidalguía de la raza española” y “nuestros inditos”, de un lado, y del otro, a los “americanos”, que “vienen derramando otra cosa mejor que las águilas de la libertad: las águilas de oro”, “tamaños hombrones, muy fuertes, comiendo cuatro o seis libras de carne casi cruda en el almuerzo y otras tantas en la comida, y bebiendo whisky y aguardiente como si fuese agua” (1992, 804). La oposición se reitera más adelante: de un lado, “los Estados Unidos tienen veintidós millones de habitantes”, y del otro, México, con “dos millones de gente blanca, pensadora, apta y capaz, con cinco millones de indios excelentes para cultivar el maíz y para batirse con una especie de frialdad e indiferencia, pero nulos para todo lo demás” (838).

A propósito de lo fantástico... Un elemento crucial de esta coexistencia de realismo y romanticismo en El fistol... (tal como quedó fijado en la última versión de 1887) es el ambiguo estatuto de lo fantástico. Todo parece indicar que cuando Payno empezó a escribir su narración en la década de los cuarenta, en medio del boom de la novela de folletín francesa, con Alejandro

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Dumas y Eugenio Sue como grandes referentes que incluso aparecen mencionados en el texto (junto a Walter Scott, Lamartine, Chateaubriand, el Quijote y las Mil y Una Noches), al autor mexicano no le pareció peligroso conformar su máquina narrativa realista con un dispositivo fantástico adentro. Las historias cruzadas de múltiples personajes, masculinos y femeninos, de diversas clases sociales, que van conformando un cuadro de época y de país, se anudan gracias a un objeto que pasa de mano en mano (el fistol del título), mismo que genera desgracias y alegrías en sus distintos poseedores, y que es puesto en circulación al principio de la historia por el mismísimo diablo, encarnado en el personaje de Rugiero. Payno no duda en estructurar su novela realista siguiendo una estrategia propia del romanticismo popular de las novelas por entrega, usando un objeto mágico, no en sí mismo, sino por quien es su verdadero dueño. El detalle exotista no falta: el fistol proviene de Oriente y su origen le permite a Payno desarrollar rápidamente una historia orientalista en Bagdad. Llama la atención que el objeto seleccionado para talismán (como se le llama en diversas ocasiones) sea un alfiler diamantino usado como adorno entre los elegantes de la época, es decir, ya no es el anillo, o la lámpara o el pergamino de tantas narraciones fantásticas, objetos asociados a lo oculto y misterioso, sino uno claramente mundano, lo que nos habla de una apertura secularizadora del texto.

Reducción y persistencia de lo fantástico en Payno Un teórico de lo fantástico como Todorov ubica su aparición en la duda del lector acerca de las causas naturales o sobrenaturales de un fenómeno. La vacilación entre ambas posibilidades crea el efecto fantástico, que siempre es evanescente e incierto. Cuando lo aparentemente sobrenatural termina por ser explicado de forma natural, estamos en presencia de lo extraño; cuando lo sobrenatural se vuelve ley, entonces estamos ante lo maravilloso. La irrupción fantástica supone siempre una rajadura, un escándalo de lo real, que de

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pronto es puesto en duda, en suspenso, sus leyes negadas para que surja lo insólito. En su libro La irrupción y el límite, Víctor Antonio Bravo presenta un modelo en el que lo fantástico opera sobre el principio de alteridad y supone la presencia de dos ámbitos diferentes e interrelacionados, la existencia de un límite entre ellos, así como una transgresión a esta frontera. Critica el modelo de Todorov por colocar el principio de delimitación en un elemento extratextual, en la duda del lector. Al revisar este principio de la duda en la novela de Payno, lo encontramos presente de principio a fin, intermitentemente, en tanto incertidumbre acerca de la calidad de natural o sobrenatural de Rugiero y sus asombrosas acciones, sólo que éste factor de duda aparece ubicado, más que en el lector, en el texto mismo, en los propios personajes, sobre todo en Arturo y, menos, en Manuel, los principales caracteres masculinos positivos de la trama, y que son emblemas de racionalidad y acción. En algún momento de la tercera parte, Arturo confiesa a su amigo, una vez más, que “no sé qué diablo de dudas y de ideas pasan por mi cabeza que se equivocan con la realidad. Una mitad me parece fantástica y la otra real y positiva” (433). ¿Cuál es la reacción del narrador y de los personajes a este cuestionamiento incesante sobre lo real o lo sobrenatural de lo acontecido? Cada vez que surge la duda, se opera un mecanismo de reducción de lo fantástico por medio de una explicación supuestamente natural (efecto de la cena, alucinación, etcétera), que no obstante nunca logra tranquilizar al personaje (y al lector) dubitativo, al grado que, páginas después, vuelve a surgir la incógnita. El propio diablo participa verbalmente de este mecanismo de reducción de lo fantástico, aunque con su proceder lo vuelva a activar una y otra vez. En otras palabras, mientras los discursos de los personajes buscan infructuosamente negar lo sobrenatural, la acción misma tiende a apuntalarlo, so pena de caer en lo inverosímil. Es tal la acumulación de incertidumbre, que se llega a un punto en que, si no se acepta lo sobrenatural, la historia pierde verosimilitud, pues muchos pasajes quedarían sin sustento causal.

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Una forma de reducción de lo fantástico aplicada por Payno es por la cristalización de un sentido alegórico en el personaje diabólico de Rugiero, cuando éste se torna en un emblema de los aspectos negativos de toda la humanidad, tal como ocurre en el capítulo “La filosofía del diablo”. Sin embargo, este carácter alegórico del diablo, lejos de suplantar su condición sobrenatural, más bien la complementa. De hecho, el mencionado capítulo está ubicado al inicio de la tercera parte, aproximadamente a la mitad de la novela, y muy pronto esa alegorización queda subordinada a sus aspectos más sobrenaturales. Cabe mencionar que, aunque Rugiero sea el diablo, en realidad no es el villano de la novela, pues a la larga funciona tan sólo como un espejo de los malos instintos y pensamientos de los otros personajes. Además es físicamente atractivo, simpático y encantador. El verdadero malvado de la historia es don Pedro, un católico hipócrita que comete las mayores fechorías y del que se afirma que “es peor que el demonio”, de aspecto desagradable, con los dientes carcomidos. Este desplazamiento del rol de villano, del propio diablo al católico corrupto, me hace pensar en las simpatías y fobias religiosas y políticas del propio Payno, que van en una dirección antieclesiástica aunque no antirreligiosa. En la novela, si bien se percibe la codicia y la corrupción de los sacerdotes, aparecen dos éticamente impecables, los padres Anastasio y Martín. Del primero se afirma que es “pobre, sobrio, caritativo, virtuoso, sin gazmoñerías”, la persona más amable. El segundo incluso se le opondrá a Rugiero (quien reconoce su virtud), como el bien al mal. Pese a estos mecanismos reductores de lo fantástico para que no desentone en la máquina narrativa costumbrista, lo cierto es que el guiño mágico persiste a lo largo de la novela. Están las diversas y repentinas apariciones de Rugiero en lugares cerrados (como la cárcel) o lejanos (la provincia, Tampico) a Arturo, cuando éste se encuentra solo o acompañado por Manuel. Arturo es el personaje preferido de Rugiero, una suerte de Fausto pueril y enamoradizo al que el diablo le tiene cuando menos simpatía, y que siempre cree ver cosas sobrenaturales, por lo que el demonio tiene que tranquilizarlo constante e infructuosamente e impulsarlo hacia la realidad

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positiva. El propio diablo se queja de “estos jóvenes, tan ilustrados y de tan buen talento”, que “están empeñados en creer que todo lo que les sucede es debido a causas sobrenaturales, o para explicarme con más claridad, por arte del diablo” (453). Entre los recursos fantásticos está el uso de medios mágicos para adivinar acertadamente el futuro, como es el caso del espejo por el que, gracias a Rugiero, Arturo y Manuel ven el destino de sus amadas: el convento y el naufragio. Recordemos que la visión por espejos ha sido una de las formas privilegiadas de clarividencia en distintas culturas. Payno retoma este tópico común de adivinación y lo presenta en la novela de forma convincente, pues las visiones proféticas se cumplen. También está el recurso a situaciones estereotipadas del género fantástico como la reaparición de los muertos (que no estaban realmente muertos), la catalepsia (o muerte aparente) y los trances magnéticos. De hecho, el narrador se refiere irónicamente a los “cuentos de muertos y aparecidos que tanto ruido hacen en México” (382). En varias ocasiones Payno se refiere al magnetismo o mesmerismo tan en boga en el siglo xix (y que se reflejaría en muchas narraciones fantásticas de autores como Poe, Hoffmann o Gautier), doctrina a caballo entre la ciencia y el ocultismo.∗ Payno escribe de los fenómenos magnéticos “que producen esas apariencias engañadoras de vida” (601) y aplica a sus personajes la expresión “estar magnetizado/a”. Alude de paso a la reencarnación y al déja-vu: 2

Mil veces sucede, y acaso lo habrán experimentado algunos de nuestros lectores, que uno cree que las cosas que está mirando las ha visto otra vez y en una vida anterior a la existencia presente, como si se hubiera muerto y resucitado después de un cierto número de años, para presenciar y ver escenas idénticas (291).

También resulta significativa la visión de un fantasma “verdadero” (el de la madre de Teresa) saliendo de un cuadro por el personaje más ∗

Para ampliar sobre la temática de magnetismo y literatura, cf. “La ronda de los magnetizadores (Hoffmann, Poe, Gautier, Castera)”, Chaves, 1998. Para la relación entre magnetismo y política, cf. La fin des Lumières. Le mesmerisme et la Révolution, Darnton, 1984.

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escéptico de la novela, Manuel, quien es el que constantemente apela al principio de realidad cuando discute con su amigo Arturo y que, al final, quedará convencido del carácter sobrenatural de Rugiero. Cabe destacar que la descripción de Rugiero siempre apela a un repertorio de lo diabólico y sobrenatural: es un desterrado, un apátrida, un viajero estudioso de la naturaleza, un ser errante con un aire misterioso y fantástico, que está en guerra con San Miguel y que siembra el mal y habla muchas lenguas, es inmortal, más viejo que Adán, de tacto caliente y áspero, genera miedo a algunos, en especial a los más valientes; no está enamorado de mujer, si bien queda la duda de si lo está de un hombre, de Arturo, su preferido. Este posible rasgo homoerótico, dado el imaginario sexual del siglo xix, vendría a reforzar el carácter diabólico de Rugiero .∗ Además, posee una serie de cualidades sobrehumanas, tales como una extrema puntería capaz de arrancar una pata a un colibrí en vuelo sin que deje de volar, o tocar música al piano de forma tan sobrecogedora y virtuosa, que ni siquiera los músicos profesionales son capaces de imitarlo. Es físicamente atractivo y siempre viste fino y elegante, con un único detalle que llama la atención a los curiosos: sus botas picudas, que sirven para cubrir, supongo, sus pezuñas de diablo faunesco. A veces usa un chaleco que es “sanguinolento” o aparece de pronto rodeado de luciérnagas y cocuyos. Como si fuera poco, en una ocasión Manuel le dispara a la cabeza con una pistola cargada y la bala no sale. Cabe notar que, no obstante la procedencia romántica popular de lo fantástico en Payno desde las novelas de folletín o por entregas, éste se haya a su vez contaminado de realismo. Lo fantástico romántico sobrenaturaliza lo real, parcial o totalmente, pero hay también un fantástico realista, cultivado por Payno, que busca ra3

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Resulta significativo que el misterio de Rugiero en varias ocasiones cuestione la identidad sexual de Manuel, el personaje más viril, el militar, ya directamente, como cuando se burla de su alarde de valentía (“caer en los brazos de un amigo, desmayado como una doncella porque la mar estaba un poco picada, es un rasgo de valor muy notable”, p. 439), ya de forma indirecta, como cuando el propio Manuel declara : “tenía miedo y tengo miedo a Rugiero. Hubiera provocado a este hombre, lo hubiera obligado a aceptar un duelo, pero la energía y el ánimo me han fallado y, repito, que tengo vergüenza de mí mismo, porque el hombre que sufre un yugo semejante, que se cree ofendido y humillado y que, sin embargo, tiene miedo, debe mudarse el nombre, abandonar el país en que vive y cambiar de sexo, si fuera posible” (435-436).

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cionalizar lo sobrenatural, explicando al final el enigma, vinculado al nacimiento de la historia policiaca: es la actitud de Sherlock Homes que devela el misterio del sabueso infernal de los Baskerville o de Auguste Dupin que descubre al asesino peludo de la calle Morgue. En palabras de Mery Erdal Jordan, “en tanto que el texto fantástico de vertiente realista intenta sacarnos de lo fantástico por medio de la explicación del fenómeno, el romanticismo apela a una aceptación de éste como tal” (1998, 27). Lo fantástico en Payno es romántico por sus fuentes y temas (v. g.: diabolismo, tradición fáustica), por género y por algunos procedimientos literarios (v. g.: novela gótica y de folletín, creación de suspenso), pero en cuanto a visión del mundo y a proyecto literario, es realista, pues busca explicar el enigma y restablecer un supuesto orden de lo real.

Lo fantástico en el clóset o cuando lo fantástico no se atreve a decir su nombre... Lo anterior me lleva a la necesidad de revisar otra vez las relaciones peligrosas entre romanticismo y realismo, no dar por un hecho su supuesto antagonismo, sino más bien inquirir sobre sus afinidades sin desechar sus rechazos, esto no sólo en el caso de Payno, pues se trata de un asunto más general, de tipo teórico y crítico, y que igualmente podemos encontrar en otros autores catalogados según el canon literario como realistas, tales como Balzac o Flaubert, y que también son susceptibles de lecturas románticas, o, haciendo el mismo ejercicio en sentido inverso, ver los elementos realistas en un romántico consagrado como Victor Hugo. En cuanto a lo fantástico, el realismo europeo del xix tuvo como contraparte una literatura fantástica moderna de por lo menos medio siglo, si la definimos a partir de la novela gótica inglesa y los cuentos alemanes, de fines del xviii. Esto no es el caso del realismo en América, que cobra forma casi al mismo tiempo que el género fantástico, por lo que a veces se producen fructíferas contaminaciones, como en Payno. Un fantástico incipiente, dubitativo, pues

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corrientemente se acepta que el cultivo sistemático de lo fantástico en la literatura hispanoamericana se consolida con el modernismo de Darío, Lugones o Nervo, y sobre todo con el género cuentístico. No obstante, la presencia de los anteriores elementos fantásticos en una novela de un autor considerado realista me lleva a relativizar esa creencia. El hecho de que se trate de una novela y no de un cuento torna el asunto más interesante, pues no abundan en la literatura en español novelas fantásticas, menos en el siglo xix. Llama la atención que las otras dos novelas de este tipo que me acuerdo son de autores vinculados con el realismo: Querens, del mexicano Pedro Castera, de tema magnetista, y Morsamor, del español Juan Valera, de asunto histórico impregnado de alquimia y teosofía, a las cuales me he referido con anterioridad. A veces ocurre que las expectativas realistas del lector hacen que éste ignore lo fantástico en el texto, que despierte su asombro pero no su interés. Esto pasa a la hora de leer a Payno, dada su ubicación canónica realista, y es lo que también pasa con Morsamor, la última novela de Valera que, dada la anterior trayectoria del autor, ha sido vista como una novela histórica sobre los tiempos del esplendor imperial ibérico (como compensación imaginaria del derrumbe finisecular de España), descuidando el hecho de que en ella la historia está al servicio de una trama fantástica orientalista de inspiración claramente teosófica. En el caso de El fistol del diablo, no es sólo la expectativa realista del lector la que puede oscurecer sus elementos fantásticos, sino simple y llanamente el relativo desconocimiento de la novela, opacada por la abrumadora presencia de Los bandidos de Río Frío, publicada entre 1888 y 1891. La lectura de la primera novela de Payno puede ser una grata sorpresa para otros lectores, los del género fantástico en español. Como escribió Aurelio de los Reyes sobre El fistol...: “en cuanto me pregunto si se trata de una novela realista, histórica, testimonial, costumbrista, se me escapa de las manos porque su obra [de Payno] tiene de todo, sin que domine una característica sobre la otra” (1997, 192). Coincido con esto en lo esencial y me permito agregar a la lista su condición de novela criptofantástica.

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Estrella escurridiza y poco visible en la constelación literaria del siglo xix mexicano es Pascual Almazán (1813-1885), de nombre literario Natal del Pomar, autor de escasa aunque valiosa e interesante obra, apenas una novela titulada Un hereje y un musulmán (1870) y un poema narrativo, Estifelio (1874). Según nos dice Jorge F. Hernández en su prólogo a una nueva edición de este poema, fue un hombre talentoso que ya a los once años traducía a Cicerón, Horacio y Virgilio, dice la leyenda. Su talento no se restringió al ámbito humanista, pues además de estudiar derecho, destacó en la ingeniería de caminos y ferrocarriles, como lo testifica su Tratado sobre caminos comunes, ferrocarriles y canales (1865). Sus habilidades profesionales fueron reconocidas tanto por Benito Juárez como por Maximiliano, pues bajo las órdenes de ambos estuvo. Hacia fines del imperio, fue consejero estatal y estuvo a favor de la abdicación. Cuando Maximiliano cayó, Almazán fue tratado benévolamente: confinado en su ciudad natal, Puebla, fue nombrado jefe de la estación de ferrocarril. Gracias a este nombramiento tuvo el tiempo y la atmósfera adecuados para escribir sus dos textos literarios. Después de que su confinamiento en Puebla fuera levantado, se enroló en la actividad 1 Publicado como capítulo del libro colectivo Un sombrero negro salpicado de sangre. Narrativa criminal del siglo XIX, edición de Enrique Flores y Adriana Sandoval, UNAM, 2008.

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cívica y no volvió a escribir (o al menos a publicar), ya fuera como director del ferrocarril de Tlalpan, en la ciudad de México, o como magistrado del Tribunal de Puebla. Me imagino a Almazán en una tarde otoñal, confinado y aburrido, siendo él un hombre tan activo, en su oficina poblana en la estación de ferrocarril, lanzado a escribir, como compensación a tanta abulia, una novela con variados personajes, con mucha acción, ubicada en el período colonial, con indígenas, piratas, colonos españoles y mestizos, con herejes de diversa ralea al acecho de las almas católicas, antiguas y recientes. El nombre de Almazán no suele aparecer en los recuentos literarios del siglo xix mexicano y es una lástima, debería aparecer más, ser más conocido y, quizá, reconocido. Su novela se ubica en la categoría de la novela histórica, pues su acción sucede en el período colonial, en la segunda mitad del siglo xvi. Este subgénero narrativo floreció con autores como Vicente Riva Palacio, con su Monja y casada, virgen y mártir (1868), o Justo Sierra O’Reilly con La hija del judío (1848-49), entre otras novelas en que uno de los grandes personajes es la Inquisición católica. Así, ésta tampoco podía faltar en la novela de Almazán, pero la función asignada por el narrador es diferente, pues no aparece como con cierta omnipresencia, sino que la represión católica es apenas una forma posible de la intolerancia religiosa, que podría ser también protestante, islámica o prehispánica. Precisamente uno de los aspectos que llaman la atención de la novela de Almazán es su abundancia de referencias religiosas, como puede apreciarse desde su título, en el que el tópico religioso está en un primer plano, y por partida doble. En ambos casos se trata de excluidos religiosos en una sociedad católica como la que domina en la historia, aunque los dos son tratados de distinta manera, más positiva la del hereje protestante y muy negativa la del musulmán (quien es el criminal de la historia). En dicha novela el asunto religioso es abordado desde una postura que podría llamarse liberal o ilustrada, en que la religión se ve con distancia, como un fenómeno más social que íntimo, más ideológico que metafísico, como pasaría en una sensibilidad romántica, para la que lo religioso interesa no tanto como asunto intelectual sino como

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angustia personal, como dilema no resuelto, tal como sucederá con los modernistas en el fin de siglo xix. Qué diferente el lugar de la religión en la obra de un autor como Amado Nervo, en el que la religión es brasa ardiente, enigma doloroso, de alguien como Almazán, en el que lo religioso existe sobre todo como idea, como concepto, no como preocupación mística. Por esto Nervo es romántico y Almazán “ilustrado”. Este último aborda lo religioso con una visión liberal de tolerancia, de respeto mutuo (sobre esto habría que revisar los expedientes masónicos del autor), sin la adhesión romántica a una realidad trascendente, sin matices místicos. Puede decirse que, si alguna visión religiosa predomina a la larga en la historia, como si fuera propia del autor, es la del hereje protestante que, decepcionado por las querellas religiosas y teológicas en Europa, se desliza hacia el agnosticismo, ya en suelo mexicano. Lo importante es la tolerancia recíproca, pues el peligro potencial del fanatismo no está sólo en los católicos, sino que anida en cualquier comunidad religiosa o simplemente humana: Mas es tan natural al género humano el orgullo de la dominación y el odio a la contradicción, que antes de existir la religión cristiana se hizo beber a Sócrates la cicuta en Atenas, porque no creía los cuentos mitológicos de Grecia; y que Enrique VIII como defensor de la fe en Inglaterra, y Calvino como apóstol de Ginebra, hacían condenar a muerte a los que no seguían sus opiniones, cuando ambos habían abandonado las creencias de Roma (1972, 188).

En este sentido, Almazán no parece muy optimista en cuanto a la condición humana, siempre capaz de generar mecanismos represivos ante la opinión distinta, ya por lo religioso, ya por lo político.

De la diversidad religiosa En la literatura mexicana del siglo xix que conozco, el asunto de la diferencia religiosa se canaliza a través de la novela histórica que re-

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crea el pasado colonial por medio de la represión al otro, al no católico. El otro religioso por excelencia en esa literatura es el judío, infiltrado en el amplio rebaño de nuevas almas americanas. Podría esperarse que esa otredad religiosa fuese más bien la religión prehispánica, dado el contexto mexicano, sin embargo no ocurre así, pues aquélla es concebida como vencida, como derrotada, aunque no muerta, con capacidad de reponerse si no se la persigue y destruye del todo; pese a estar desorganizada y moribunda tras su derrota política. El judaísmo en cambio está vivo, organizado en su dispersión, críptico, infiltrándose en la sociedad cristiana. La sola acusación de criptojudaísmo es fatal, séase inocente o culpable, y suele esgrimirse no sólo como control religioso sino como argumento político con fines económicos, para apoderarse de fortunas y propiedades, no sólo por parte de los inquisidores sino también de los gobernantes. Las novelas ya mencionadas de Riva Palacio y de Sierra O’Reilly son buenas muestras de estos turbios procedimientos. Almazán seguramente conoció la novela de Riva Palacio y, aunque lo dude Castro Leal, tal vez la de Sierra, pues cuando el criminal islámico es detenido y espera en su celda, escucha el “agudo gemido que en un calabozo inmediato exhalaba una judía joven” (233). ¿Será ésta una referencia velada y medio irónica a la novela La hija del judío? En su prólogo a la novela de Almazán, Castro Leal afirma que no cree que el poblano hubiese leído al yucateco “porque en ella hubiera podido aprender una técnica más cerrada y emocionante, y algo de ese suspenso que le falta al novelista poblano y que era uno de los méritos principales del ilustre prócer yucateco” (XVI). No dudo que Sierra O’Reilly use el suspenso con maestría, a partir de una trama relativamente cerrada, con escenarios que se repiten. Sin embargo, la idea de Almazán es distinta. El interés de la novela no funciona tanto por un entramado de suspenso con personajes típicos sino por una variedad de ambientes y personajes alrededor de un acto traumático de especial relevancia que, aunque oculto originalmente, llegará a la superficie, se tornará visible. El propio narrador advierte en la introducción que para dar interés a la novela no va a inventar “una aglomeración de crímenes y una mezcla

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de personajes que no sería verosímil ni aun en tiempos recientes ... Para el interés dramático basta un crimen solo” (4). La novela de Sierra está más cerca de una obra teatral, tiene algo de teatro narrado, de escenarios descritos, de personajes que entran y salen de éstos como siguiendo las direcciones escénicas de un director invisible. De forma distinta, no necesariamente mejor, pues no se trata de poner a competir a los autores leídos, Almazán escribe una novela más movida y variada en menos espacio, por lo que, pese a que en ocasiones parece dispersarse, logra una sutil intensidad que falta en La hija del judío, mucho más extensa. La narración de Almazán no se construye in crescendo, sino que combina varios ritmos. Aquí se llega al elemento “crimen”, puesto que si bien la historia es muy variada en términos de personajes, lugares y acciones, todo se vertebra y cobra sentido narrativo de conjunto a partir de un crimen (el asesinato del católico por el musulmán), cuya realización es muy sofisticada y cuyo descubrimiento es todavía más elaborado, aunque finalmente se resuelva por el azar (o por el dedo de Dios, según dice el texto), por el equívoco de los cadáveres del hereje y del católico. De forma tal vez consciente de parte del autor, el disidente religioso en esta novela no es el judío, el más tratado en la literatura de la época, sino un hereje protestante y un musulmán, sujetos menos o nada abordados.∗ Se subraya la diversidad del cristianismo (católicos y diversos tipos de protestantes), se habla del Islam y se menciona el judaísmo, se habla de las religiones prehispánicas, de antiguas divinidades como “Texcatlipuca” y “Huichilobos”. Esta amplitud de referencias religiosas continúa, pues, como se trata de una novela colonial, se abordan la magia y las brujas tan temidas en la época. La magia se presenta en dos niveles: el culto, representado por el astrólogo Saturnino de Luna, discípulo del célebre religioso y mago Jerónimo Cardano, y el popular, representado 2

∗ Sobre los musulmanes en la Colonia, escribe Taboada: “Se temía la influencia de moriscos y de esclavos. El antiguo terror a los muslimes se fusionó con el nuevo a los alzamientos de negros, que siguieron siendo una de las pesadillas de la Colonia, antes que se transformaran para el imaginario en ‘negros de Castilla’” (2004, 134).

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por unas gitanas sin nombre, madre e hija, que al final son denunciadas por el propio Saturnino ante la Inquisición “como dadas a malas artes y a prácticas supersticiosas y, además, sospechosas de judaísmo” (237), para luego ser ejecutadas en un gran auto de fe, ya hacia el final de la novela, y que constituye uno de los puntos clave de la historia. La actitud hostil del mago culto Saturnino de Luna hacia la bruja, maga popular, innominada, es semejante a la de los magos europeos del Renacimiento, como Ficino, que dieron argumentos para actuar contra ellas, con algunas excepciones notables, como Cornelio Agrippa, que incluso las defendió directamente, no en tanto brujas, sino por no serlo. Ellos, los magos, poseen palabras y discursos más o menos convincentes, que les sirven para defenderse de los inquisidores, mientras que ellas, las brujas, tan sólo se remiten a una praxis muda de discursos pero que habla por sus actos y que las deja inermes ante el enemigo letrado.

Religiones extemporáneas a la Colonia Como si no fueran suficientes las referencias a católicos, protestantes, judíos, musulmanes y prehispánicos, el narrador establece comparaciones extemporáneas al período colonial, y menciona corrientes religiosas y pararreligiosas del siglo xix como los mormones y los espiritistas, así como a los mesmeristas, que venían desde fines del siglo xviii, lo que nos manifiesta el amplio interés de Almazán por el asunto religioso en su diversidad, no sólo pasada, sino también contemporánea. En relación con el espiritismo, en Un hereje y un musulmán, el autor, al hablar de brujas y satanismo, aclara: “La magia y la adivinación han sido de todos los tiempos (dispénsennos los espiritualistas nuestros contemporáneos)” (185); después, titula uno de los últimos capítulos “Espiritismo de los filibusteros”, donde se cuenta del plan de los piratas de Drake con respecto a su prisionero, el musulmán que ha escapado de sus captores católicos que lo llevaban a España, tras decir a uno de los corsarios que asaltaron el barco que

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él también era evangélico. Después, el pirata descubre el engaño del musulmán: “Te fingiste hijo de la Iglesia evangélica para que yo te librara, y no eres más que un perro mahometano” (311), por lo que decide seguir los consejos de un siniestro contramaestre noruego llamado Judas Hangman: “Sacrifica un prisionero sobre el lugar en que esté tu tesoro, y su sombra sangrienta ahuyentará de aquel sitio a cualquiera que intente robar. Jamás nadie ha descubierto lo que se confió a la custodia de un espíritu” (309). En cuanto a las referencias a mesmeristas y mormones, no aparecen en la novela de Almazán pero sí en su poema narrativo Estifelio, que también se ubica en el ámbito de la alteridad religiosa, al presentar las vicisitudes del algebrista alemán Miguel Stifel (1487-1567), católico converso al reformismo luterano (¡otro hereje!, como el de la novela), y protagonista central de un delirio apocalíptico al profetizar, mediante arduas matemáticas, el fin del mundo para el 19 de octubre de 1533, a las ocho de la mañana. El poema presenta el auge y derrumbe de la profecía de Estifelio, las conductas milenaristas que se desatan en sus seguidores, tratados con la habitual ironía y distancia de Almazán. Esto le sirve para subrayar los aspectos fanatizantes de la religión, quejarse de los “crédulos paganos”, comparar a Estifelio con un magnetizador y a los crédulos con los magnetizados: Con grasa de ahorcado un Mesmer antes, hoy con pomadas de Pinaud se adoba; empuña áureo bastón con albos guantes, y en la edad media, el mango de la escoba. ¿Se atreverá a negar el retroceso que la magia también marcha en progreso? (2002, 49)

Más adelante dice que “los hijos ilustrados/ de Mesmer prueban que era barbarismo/ llamar sueño común al magnetismo” (67). El fanático religioso puede ser un magnetizador que arrastre a la masa en su delirio. Metafóricamente, se le compara con Mesmer, quien, en sus sesiones de magnetismo, empuñaba “áureo bastón con albos guantes”, así como antes su hermana en magias, la bruja

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medieval, empuñaba el mango de la escoba para volar al aquelarre. En estas menciones al fanatismo y a la charlatanería es cuando se habla del “torpe mormonismo” de Utah, del que José Smith, su fundador, inventa “su dogma y alfabeto”, tras lo que “cuarenta mil prosélitos le siguen”. Como antídoto a esta situación peligrosa, encontramos en Estifelio una llamada a la cordura y a la tolerancia religiosas presentes también en Un hereje y un musulmán.

El eterno retorno de Huichilobos Un componente religioso en la historia es el prehispánico, que es perseguido por los católicos, pero mirado con interés por el hereje flamenco, Gutherzig/Eucardio. La acción se inicia en propiedades cerca del Tajín, cuyas ruinas ejercen una acción misteriosa y paganizante. El hereje y un acompañante local las visitan y éste le habla de un templo en el que “hace cincuenta años que se adoraba ahí al dios totonaco de las tempestades. Ahora las culebras silban entre los árboles que crecen sobre la plataforma y los tigres se abrigan en los nichos de sus cuatro frentes” (1972, 8-9). La reacción de Eucardio es callar... y sospechar, tras quedarse “absorto al considerarse tan cerca de los restos de una religión extinguida, sobre las cenizas calientes del paganismo, y aún relampagueó en su espíritu la idea de que el mulato Martín fuese un idólatra” (9). La relación de Eucardio con los indígenas es la de un sabio paternal, que no quiere evangelizar sino alfabetizar, enseñar a leer y escribir, pero así como les enseña, también aprende de ellos: religión, herbolaria, capacidad de observación de la naturaleza. Ante la contemplación de la ruina sagrada, surge la nostalgia, aunque contenida por la descripción: Ningún vestigio se encontraba ya de la Divinidad a la cual había sido dedicado el templo. Su forma piramidal le salvará aún por muchos siglos de una total destrucción, pero a los cincuenta años de la deserción de los adoradores, una vegetación feraz había invadido, no sólo la ber-

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El fistol dEl musulmán ma que se halla sobre la cornisa de cada cuerpo, sino también los escalones, el interior de los nichos y el ara inmensa que remataba aquella gran mole (125-126).

¿No tendrá que ver esta imagen del templo abandonado por sus adoradores con la situación religiosa del siglo de Almazán, con una creciente secularización? ¿No será esa pirámide marchita el símbolo de la visión del autor sobre la religión, de él y de muchos más que padecían la duda religiosa, la descreencia? Cuando Almazán escribe de religión prehispánica, muestra tanto la vertiente sacerdotal, de un nivel alto de organización (las menciones a los sacerdotes de Texcatlipuca y de Huichilobos), como la chamánica y curativa. Hay un pasaje en que Adriano, el rival amoroso del musulmán e hijo del católico asesinado, habla con un médico que formó parte del naufragio en que unos pocos sobrevivieron, entre éstos el célebre Cabeza de Vaca. Adriano dice que le resulta extraño que “un médico haya querido llevar su ciencia a esas naciones bárbaras”, a lo que Micer Andrés responde que “ha sido lo contrario; los salvajes me la han dado a mí, es decir, el grado de bachiller para empezar a curar”(96). Los náufragos fueron protegidos por los indígenas, quienes decidieron “hacerlos médicos”, pues todo el secreto de curar consistía en soplar y traer las manos sobre el enfermo, aprovechando en su favor la virtud que cada uno tiene... Con el sistema de nuestros huéspedes nos echamos a curar –sigue diciendo el médico–, añadiéndole de nuestro calete el recitar un Credo y unos Pater Noster, y obtuvimos un éxito asombroso (98).

Después de ser rescatado por los españoles, el médico sigue interesado en fundir la “medicina racional” de los cristianos con el saber indígena, razón por la que había decidido establecerse en el Nuevo Mundo desde hacía más de 30 años. De esta forma se reconoce y se da valor a ciertos saberes de los vencidos, siempre con temores de idolatría y paganismo que podrían conducir a la hoguera. La actitud es parecida a la del hereje quien, pese a la des-

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confianza doctrinal, reconoce la validez de algunos conocimientos de los nativos. En varias ocasiones, la religión prehispánica es comparada con la católica en su capacidad para martirizar, por medio de homologar las hogueras de la Inquisición con los sacrificios humanos. Esta comparación alcanza su esplendor en el gran auto de fe hacia el final de la novela, en que el ayudante del verdugo desciende del antiguo sacerdocio de Huichilobos, que parece reencarnar en la gran hoguera inquisitorial. Tanto el verdugo como su ayudante se quejan por lo limitado de víctimas del auto de fe novohispano. El primero añora su pasado europeo: ¡Cinco piezas para el quemadero; media docena de brujas! ¡Bah! Los autos de fe de Valladolid, de Logroño, de Sevilla, esos sí podían cansar a un Fierabrás, pero el de mañana ¡hem! Ello es verdad que aquí no pueden ser las cosas como en España... Una colonia... (253).

Por parte del ayudante del verdugo, la parte indígena, se afirma no sin ironía: Nosotros –quedó pensando el ex sacerdote– apenas llenábamos medio día con mil víctimas, y éstos con cinco saben entretener un día entero. Cierto que la religión de los inquisidores es mejor que la de Huitzilopochtli... Sin embargo, no sabrían desollar a un tlaxcalteca o a un tarascue entero como lo hacía en los sacrificios de los mercaderes el sumo sacerdote Cuauhtemotzin antes de ser emperador (284).

Un último punto relativo al ámbito prehispánico, que resulta curioso hoy, pero que en el siglo xix todavía tenía cierta validez intelectual, es la vinculación de los mexicanos (los mayas en particular) con los egipcios, por medio de una tierra intermedia entre ellos que sería la Atlántida. Su compartida vocación piramidal lo atestiguaba. El asunto venía de más lejos, del hermetismo renacentista, como el del jesuita Atanasio Kircher, que ya había hecho tales vinculaciones, aceptadas parcialmente de este lado del Atlántico por un autor

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como Sigüenza y Góngora, tal vez incluso por Sor Juana. En el siglo xix, con viajeros exploradores de tierras mayas como Le Plongeon, se desempolvaron estas viejas teorías. Sin mencionar a la Atlántida directamente, ella aparece aludida en el texto, cuando Eucardio conversa con un indígena y cree haber encontrado “el secreto de la historia”: ¿Conservaban tus ascendientes alguna tradición de haber construido otras pirámides en otro país distante de éste? –volvió a preguntar Eucardio, dominado por la idea, común a los eruditos de aquella época, de que los indios descendiesen de los egipcios (126).

Tal descendencia supondría una mediación atlante. El asunto es que tal idea no había sido común sólo a “los eruditos de aquella época”, la renacentista, y luego la barroca, sino que todavía permanecía en el siglo xix, sobre todo en medios ocultistas, de arqueología diletante, de coleccionismo. Cierto que ya iba de capa caída ante el desarrollo de la arqueología científica, aunque se mantendría viva en el siglo xx en la mitología nazi (la cosmología glacial del astrónomo Hanns Hörbiger), en la literatura (Pierre Benoit, Dennis Wheatley, entre otros) y en la cultura popular y esotérica. No es extraño que Almazán, lector culto, conociera las elucubraciones renacentistas y decimonónicas al respecto y aludiera al asunto en los diálogos de sus personajes.

Crimen y castigo de un musulmán El título de la novela alude a las dos disidencias religiosas más desarrolladas en el texto: la islámica y la cristiana protestante, ambas acosadas por el catolicismo en Europa, específicamente la persecución religiosa del Duque de Alba en los Países Bajos y la de Felipe II en la península ibérica contra los remanentes musulmanes. Ante esta oleada de fuego y sangre, de biblias y coranes, América se convirtió en la posibilidad de seguir vivos, por lo que el flamenco Eu-

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cardio acepta el ofrecimiento de su discípulo novohispano para que lo acompañe a la América española, mientras que José Alavez, el criptomusulmán, llega al Nuevo Mundo con el designio de fundar una colonia islámica. Para lograr su cometido religioso, José debe adquirir más tierras, por ejemplo las de su vecino Teófilo. Además de propiedades, tiene una hermosa sobrina, Elvira, quien es comparada con una hurí paradisíaca, tal es el impacto que causa en el forastero. Desgraciadamente ella se enamora de otro joven, Adriano, que recién llega de Europa acompañado de su viejo maestro Eucardio. En ausencia de estudiante y maestro, que viajan a la ciudad de México, Teófilo enferma, por lo que Alavez aprovecha para acercarse al vecino, hacer que lo nombre su albacea mientras el enfermo no está lúcido. Ante la posible recuperación del enfermo y consecuente pérdida de su condición de albacea, José decide eliminar a Teófilo, cuyo asesinato es descrito con detalle minucioso y anatómico: Apenas hubo salido el ama cuando Alavez, sacando de su estuche un punzón o fistol de fino acero de Damasco, se precipitó como un águila sobre Dolmos. Levantó suavemente el pañuelo que le envolvía la cabeza y le cubría por tanto la oreja derecha, y con toda fuerza le introdujo por el conducto auditivo el punzón, atravesando el peñasco del temporal y dirigiéndose hacia el vértice del cráneo, mientras con la mano izquierda, provista de un pañuelo, aseguraba la cabeza de la víctima y obstruía su boca y la nariz (170-171).

Llama la atención cómo en una narración generalmente tan mesurada como la de Almazán, de pronto surge una prosa analítica que se solaza en el detalle del crimen, aunque con la distancia dada por la descripción realista: El arma rompió el cuerpo calloso y aun las circunvoluciones del cerebro; la hizo entrar el asesino varias veces y, bajándola, hendió la médula oblongada y su unión con el origen de la espinal, sobreviniendo un derrame instantáneo a causa de tan profundas lesiones (171).

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Tenemos, pues, que el crimen del musulmán es descrito con detalle y saña, asesinato al que habrá que agregar la denuncia que él hace ante la Inquisición de los supuestos desvaríos heréticos de Adriano, por influencia del flamenco protestante, que para entonces ya ha fallecido de muerte natural. Entre los planes de Alavez está casarse con la otra heredera, Elvira, pues Adriano está preso de la Inquisición y quizá no vuelva. La resolución de las dos situaciones: el crimen ignorado (nadie sabe que hubo asesinato pues se presume muerte por enfermedad) y el encierro del joven inocente, se da con un único evento: el descubrimiento del asesinato de Teófilo por una equivocación a la hora de exhumar el cuerpo del protestante enterrado en tierra católica. En vez de sacar al hereje, desentierran al católico. Los desenterradores revisan el cadáver y encuentran en su cráneo el fistol del musulmán, faltante en el estuche de armas de Alavez, según había sido visto y dicho en público. Dicho fistol no pudo ser sacado del muerto por el asesino, pues fue interrumpido en su acción, y apenas pudo taparlo con la venda de la cabeza sobre la oreja. Así se descubre la trama criminal, pero se añade un agravante: cuando la Inquisición revisa la propiedad de Alavez, encuentra papeles, objetos, libros, que lo revelan como musulmán. Un hermoso Corán es confundido con un libro de magia: Se encontró también un paquete de diversos papeles escritos con caracteres orientales y un libro de igual escritura. En una primorosa caja de ataujía estaba una banda verde y un largo pergamino escrito también con alfabeto oriental. El hallazgo de tan sorprendentes documentos causó al notario un placer semejante al que hoy recibiera un anticuario si hiciese igual descubrimiento. Inmediatamente hizo llevar al alguacil aquellos diversos objetos a la Inquisición, y los jueces que se encontraban allí todavía, no quedaron menos sorprendidos (240-241).

Ante la irrupción inquisitorial, los esclavos musulmanes de Alavez escapan “a la tierra de los chichimecas”. Resalta esta fusión final entre lo religioso indígena que se resiste a la evangelización (según

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se ha señalado en la historia) y lo musulmán, que desde otra óptica y por otras razones, también rechaza al cristianismo. La captura de Alavez libera a Adriano, pues queda al descubierto el plan del malvado. En su viaje a España, donde debe ser remitido para su proceso y castigo, logra escapar cuando unos piratas atacan el barco en que viaja. Aquí conviene comentar el papel de los piratas, pues es un recurso por el que Almazán se vincula con el género de la novela de piratas floreciente en su siglo, por ejemplo: El filibustero (1841-1842), de Justo Sierra O’Reilly; otra novela de igual título, de 1866, escrita por Eligio Ancona, y Los piratas del Golfo (1869), de Vicente Riva Palacio, esto a nivel nacional, aunque el gusto por las aventuras de piratas era amplio, se daba también en Europa, y llevaría al éxito de autores como Stevenson y Salgari. De hecho, en Un hereje y un musulmán el papel de los piratas es importante, aparecen al principio y al final del texto, y tienen una función clave en el mecanismo de castigo hacia el musulmán. Hay una suerte de constante postergación en su castigo: es tomado preso por la Inquisición, forma parte del gran auto de fe, aunque él no es quemado, pues debe ser ejecutado en España; luego, en su viaje a la capital del reino es liberado por los piratas gracias a que se declara evangélico como ellos; cuando el engaño se descubre uno de los piratas decide sacrificarlo para proteger un tesoro; tras escapar de él, el musulmán es atacado por un tigre (de alguna forma su doble animal, pues el personaje ya antes había sido comparado con tal felino), aunque en el último momento, cuando las garras apenas rozan su carne, un disparo cristiano lo salva del animal pero no de la recaptura, la que, cuando se muestra insuperable, lleva al musulmán al suicidio. El mecanismo de castigo es largo y hasta sádico, sin tratarse de una novela de folletín, que como técnica narrativa pospone su final: Inquisición, piratas, posible sacrificio humano, tigre, recaptura, suicidio. Ningún otro villano tiene un castigo tan prolongado. El contrapeso narrativo de esto es alargar el final una vez descubierto el crimen, crear suspenso, ese que Castro Leal no encontraba en Almazán.

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Si bien el título anuncia dos “raros” religiosos (para una sociedad católica), no son presentados en plano de igualdad, pues pese a su herejía, el protestante queda mucho mejor parado, incluso que los propios católicos, por su talante humanista, laico y tolerante. Algunas de sus cualidades son la sabiduría, la decepción religiosa y filosófica, la humildad, el servicio a los pobres, el respeto a la religión ajena. El musulmán, en cambio, es ambicioso, inteligente y astuto, es refinado en sus costumbres, despiadado para lograr sus objetivos, lector religioso del Corán, devoto de la utopía de un reino musulmán en el Nuevo Mundo. Pese a tratarse de un personaje musulmán y el consiguiente orientalismo que lo acompaña, Almazán no recurre mucho a estrategias exotistas de presentación, excepto en una descripción de Alavez en que se le asocia con la droga: Hallábase en un retrete secreto que sólo era conocido de los esclavos de íntima confianza y de la misma religión de Alavez. Sentado en un diván y apoyado en un muelle cojín de Damasco, se deleitaba en disolver lentamente en la boca una píldora de opio del tamaño de un guisante, que había tomado de una caja de plata curiosamente cubierta con filigrana de oro ... Encima y a un lado de la hermosa caja, estaba un más precioso ejemplar del Korán, escrito con letras de oro sobre vitela pintada de color de púrpura; para ser más respetado de sus esclavos, afectaba Alavez gran devoción (207).

En vez de orar, el musulmán se droga, al tiempo que simula, que finge gran devoción, que sin duda tiene, pues de lo contrario no se habría lanzado a América a fundar una colonia islámica. Por otra parte, la consideración de Dios aparece en las elucubraciones personales de Alavez, incluso a la hora del suicidio, del dejarse morir. Pese a ser un hombre religioso, o quizá por serlo demasiado, Alavez realiza villanías. Si, al decir de Edward Said, no hay orientalismo sin mujer, oro y sangre, habría que decir que en esta novela de Almazán con orientalismo de bajo perfil, y dada su visión ilustrada, esos tres elementos están unificados por la religión.

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Por lo visto anteriormente, creo que la originalidad de Un hereje y un musulmán en el panorama literario mexicano del siglo xix se hace evidente, pues aunque hasta ahora sus escasos lectores (y el propio autor) hayan ubicado el texto en la cuestionable categoría de “novela histórica”, sus posibilidades de lectura son mucho más amplias, no sólo en términos de ubicación genérica sino también temática. En este sentido, la diversidad religiosa es un asunto poco o nada abordado en aquel siglo hasta la irrupción modernista, cuando ya está a punto más bien de acabarse la centuria. En esto, Almazán se adelanta a los modernistas posteriores y lo hace con una visión amplia e informada pues, como pudo observarse, sus referencias nos muestran que su conocimiento no se restringía a las religiones dominantes sino que estaba al tanto del movimiento religioso heterodoxo de su propio siglo, al grado de incorporar tales referencias extemporáneamente, no sólo en la novela, también en su poema dramático Estifelio, de similar temática. Lo hace no con la angustia del que experimenta su sentido religioso en crisis sino con la distancia ilustrada de quien concede a la religión un lugar importante en la vida social, aunque no necesariamente en su propia vida personal, consciente de los peligros que tal religiosidad podría acarrear si fluye por los cauces del fanatismo. En su presentación, el catolicismo y los remanentes prehispánicos son hermanados en su capacidad represora como ejemplos máximos de dominio e imposición (uno en el pasado, otro en el presente narrativo), lo que no exenta de tal vocación de poder a las otras religiones, como el islam y el protestantismo. Pese a esto, se adivina una cierta simpatía hacia esta última corriente en la medida en que abrió las puertas al libre pensamiento y al enfrentamiento con la ortodoxia. En cuanto al islam, al menos si se juzga a partir de la caracterización de personajes, llevaría la peor parte (junto con el catolicismo), pues el gran villano de la historia milita en sus filas y comete los peores atropellos para lograr sus propósitos de fundar una colonia musulmana en el Nuevo Mundo. Hay que observar, entonces, que el principal móvil de los crímenes de Alavez no es ni el amor ni la lujuria ni el afán de riquezas

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(aunque estén presentes tales motivos y sean los que más suelen incitar al crimen en la literatura de la época) sino sobre todo la creencia religiosa que lo lleva a incursionar en el campo del enemigo. Lo suyo es más un móvil ideológico que personal. Esto hace que su mal proceder se relativice según las creencias de quien juzgue sus acciones, pues sus cofrades podrían justificarlo en cierta medida (incluso verlo como un mártir de su fe), aunque sus adversarios lo condenen tajantemente. En este sentido, se introduce una cuña de relativismo en la apreciación del mal, algo muy acorde con el gusto por la tolerancia religiosa que campea en esta novela.

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EL DONADOR DE ENIGMAS. APROXIMACIÓN A LA OBRA FANTÁSTICA DE NERVO 1

Llama la atención que en diversos recuentos de la literatura fantástica, tanto hispanoamericana en general como mexicana en particular,2 no se le haya dado suficiente crédito a las diversas narraciones de Amado Nervo. Para el caso latinoamericano, suele tomarse a Rubén Darío como el iniciador del género, para, de inmediato, saltar a Leopoldo Lugones, con su libro de 1906 Las fuerzas extrañas, tal como lo hacen críticos como Rafael Gutiérrez-Girardot (1994) y Víctor Antonio Bravo (1988). Desde luego que no pongo en duda el carácter fundador de Darío y Lugones, pues a partir de ellos, en especial del segundo, es posible seguir una cadena que une a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y a Julio Cortázar, para sólo citar tres casos en el devenir de la literatura fantástica en el último siglo en América Latina, a partir del modernismo, que la propicia como género de manera más sistemática, aunque desde luego hay manifestaciones literarias anteriores a él. Se trata de dar su justo lugar a Amado Nervo, un autor mexicano de ese momento importante de la literatura fantástica en Hispa1

Publicado en Literatura Mexicana, Vol. XI, N° 1, 2000. Como un ejemplo de omisión referente a la literatura mexicana, puede consultarse el libro de Frida Varinia (1992), en la que se incluyen escritores modernistas como Manuel Gutiérrez Nájera y José Juan Tablada y, sin embargo, brilla por su ausencia Amado Nervo, que tiene una producción fantástica más sistemática que la de ellos. Por el contrario, un autor que toma en cuenta a Nervo en sus ensayos y antologías de lo insólito y lo fantástico, es Emiliano González (1987 y 1994). Otro estudioso que no olvida a Nervo es Luis Sáinz Medrano (1991).

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noamérica constituido por la marea modernista de fines del siglo xix y principios del xx, en un horizonte de secularización creciente de las ideas y las costumbres. En rigor, antes del modernismo no hay un corpus fantástico –en tanto categoría moderna de historia literaria–, sino sobre todo la recuperación romántica de la oralidad, de las leyendas indígenas y coloniales. Hay antecedentes diversos y dispersos, sin embargo, como bien lo señala Oscar Hahn en El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo xix (1978). En el caso de Amado Nervo (1870-1919), quizás su prestigio como poeta haya opacado al prosista y, en especial, al escritor de literatura fantástica, no tanto al autor de relatos cotidianos y de crónicas. Recuérdese que el primer gran éxito de Nervo no fue un libro de poesía sino una novela corta, El bachiller, publicada en 1895, un año después de su llegada a la ciudad de México procedente de Mazatlán. Novela, por cierto, impregnada de cierta sensibilidad decadente, no obstante transcurrir en una atmósfera de gran religiosidad (o quizás precisamente por ello). Este título, a pesar de que no pertenece al género fantástico, guarda una continuidad temática con algunos textos que sí pertenecen a dicho ámbito literario, sobre todo en lo que se refiere al asunto erótico, como veremos más adelante. En la producción fantástica de Nervo hay que destacar cuatro novelas cortas (a veces clasificadas como cuentos largos, aunque estructuralmente sea inexacta dicha clasificación): El donador de almas, Mencía (también titulada Un sueño), Amnesia y El sexto sentido. La primera de estas noveletas/novelitas se publicó en 1899 por entregas en la revista Cómico, mientras que las otras tres salieron en un solo volumen en España a fines de la segunda década del siglo xx. También habría que mencionar el volumen Cuentos misteriosos, en el que no todos los textos son tan misteriosos como pretende el título. De hecho, en este escrito, mi énfasis estará puesto en las cuatro novelas cortas mencionadas, más que en sus cuentos. El tipo de narración fantástica no fue algo exclusivo en la producción modernista de Nervo pues compartió espacios literarios con prosa de costumbrismo urbano y crónica periodística y, sobre todo, con la poesía. Lo fantástico en Nervo no se aísla en una realidad ne-

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bulosa y aparte sino que echa mano del mundo banal y cotidiano de todos los días, el mismo de sus crónicas de ciudad, se sirve del humor y la ironía, se encuentra lleno de mundanidad, de vida social. Muchos de los personajes de su cuarteto narrativo se solazan en la ciudad, en la multitud, en cierto cosmopolitismo, en la agitación de los tiempos modernos. El ambiente geográfico es cambiante, los personajes viajan por países y ciudades, como en El donador de almas o en Amnesia. En El sexto sentido el don de la clarividencia se obtiene, no por gracia divina ni por método ocultista, sino por la intervención de la ciencia, mediante una operación quirúrgica. En el caso de Mencía, se trata de una narración que, en una de las dos historias que cuenta, en uno de sus planos narrativos, transcurre en la ciudad de Toledo del siglo xvi, antes de su “decadencia”. Hay otro plano que lo contrapuntea y que al final se impone y que sucede en el siglo xx. Este doble nivel temporal de la historia nos recuerda la construcción de un cuento como “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar. La producción de lo fantástico supone la presencia de dos ámbitos distintos pero interrelacionados y de un límite entre ellos. Lo fantástico surge precisamente cuando se transgrede dicho límite, cuando un ámbito invade al otro queriendo suplantarlo o cuando menos perturbarlo. Para que lo fantástico se manifieste tiene que darse una aparición de lo otro en lo mismo, una rajadura en lo real por donde se cuele la imaginación, y con ésta el abismo. Debe producirse, si se me permite el neologismo, una “heterofanía”, una manifestación de lo otro, de la alteridad. Aquí se reconoce desde luego el influjo de las ideas de Freud sobre “lo siniestro” (umheimlich) en tanto retorno de lo reprimido, de tanta repercusión entre algunos teóricos de lo fantástico, como Todorov y el propio Bravo. Estos dos ámbitos en relación ambigua pueden manifestarse en diversas oposiciones: a nivel del sujeto, como yo/otro (planteamiento romántico por excelencia en el ámbito fantástico, cristalizado en el doble, el doppelgänger: el gólem de la identidad); también como vida/muerte, como vigilia/sueño, como hombre/mujer.3 3

Estas oposiciones no son excluyente0s entre sí, sino que a veces se sobreponen una sobre otra, con lo que tenemos combinaciones como hombre-vigilia-identidad/mujer-sueño-alteridad.

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En su ensayo titulado Lo siniestro,4 Freud había señalado al tema del doble y en general a las situaciones de desdoblamiento del yo, como una manifestación literaria de la angustia de lo siniestro, de esa especie de espanto que irrumpe desde los ámbitos conocidos y familiares. En Nervo encontramos varias referencias a este estado de multiplicación del yo, sin que el efecto sea propiamente siniestro,5 pues la introducción de la ironía y del humor balancea el resultado. Es así como podemos identificar en esta prosa fantásica varias formas de alteridad y desdoblamiento. La primera forma la podemos esquematizar como un solo yo en dos tiempos distintos, como ocurre en la ya mencionada narración Mencía, en la que una mañana un rey del siglo xx sueña que es un orfebre toledano del siglo xvi, que a su vez sueña que es rey de un reino futuro, de una manera similar al famoso texto taoísta de Chuang Tzu, donde un sabio sueña que es una mariposa y al despertar ignora si había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que en esos momentos soñaba ser un sabio. En un recurso que será constante en Nervo, se buscará apoyo en el triunfante discurso científico para explicar sus peripecias fantásticas. En el caso del cuento mencionado, el supuesto vínculo entre el rey del siglo xx y el platero del xvi se intenta explicar vanamente por una subterránea herencia genética entre ambos personajes. Mas lo cierto es que en Nervo, al mismo tiempo que el yo se desdobla y se insiste en la disolución de la identidad, también hay una relación transtemporal entre esos yoes de épocas distintas. Oigamos lo que le pasa al orfebre del cuento: Y parecíale a Lope que dentro de él mismo se escuchaban también los rumores de todas las épocas; que en él gritaba la voz de los que se ha-

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Cf. de Sigmund Freud Lo siniestro (1978). Esta edición incluye el cuento de E. T. A. Hoffmann analizado por Freud, “El hombre de la arena”. 5 Más siniestra en su desenlace es la novela “realista-sentimental” El bachiller, con su final de castración, que, a pesar de su diferencia de tratamiento literario, encaja perfectamente desde un punto de vista psicoanalítico con el corpus fantástico aquí comentado, pues, como señala Freud en el ensayo mencionado, la castración, tema y resultado de la historia, forma parte de la red conceptual de lo siniestro.

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El donador dE Enigmas bían callado para siempre, juntando en su existencia los hilos de muchas existencias invisibles de ayer, de hoy, de mañana (1967, 341).

En otra noveleta6 del cuarteto, Amnesia, el narrador, al trabajar el mismo asunto de la disolución y unidad del yo, afirma: El alma es una cosa compleja; su unidad no existe sino con relación al individuo que se reconoce en lo que él llama su yo. Pero el dominio psíquico se compone de una multitud de pequeñas almas, cuya masa es divisible, y en la cual se manifiesta a veces cierto desorden (1962, 348).

Resulta curiosa esta unión de dos conceptos aparentemente contrarios: la personalidad múltiple y la identidad del sujeto, cuya paradoja se resuelve por el recurso a la unidad del individuo solo en un plano colectivo, a lo largo del tiempo, en tanto continuidad de las generaciones y su reflejo en un individuo particular. A veces también se sugiere la teoría ocultista de la reencarnación para explicar esta coexistencia de personalidades.7 Ligado a este gusto por la metempsicosis, palingenesia o reencarnación, está la referencia de Nervo a la eventual desintegración de la personalidad en una totalidad, a la manera del Nirvana budista. De hecho, “el castillo de lo inconsciente” del que escribe en uno de sus textos se resuelve a la larga en un deseado y temido éxtasis búdico. En tal texto, Nervo habla del “paraíso del no pensar”, de la “inconsciencia”. Nervo se convierte en un pionero en el uso de referencias budistas (un budismo pasado por el tamiz teosófico) en el registro literario, ya no sólo en un plano decorativo y exotista (a la manera de japonerías que suelen acabar, como decía Borges, en japonecedades), sino también doctrinal. Por este medio Nervo contribuye a la diferenciación religiosa (a través del discurso literario) que la secularización creciente, so6

Uso el término “noveleta”, no en sentido despectivo, sino como equivalente del francés nouvelle, especie de novela corta o de cuento largo. 7 “Parecía como si su alma, a través de los velos y las brumas, rectificase su crueldad anterior, y reencarnase con el tácito y misterioso designio de consagrarse a mí para siempre” (350).

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bre todo a partir de la Revolución Francesa, propiciaba paradójicamente, pues lejos de sus intenciones estaba favorecer cualquier irrupción religiosa. Sin embargo, al debilitar a las iglesias cristianas por explicaciones físicas, geológicas y biológicas (como la teoría de la evolución de Darwin), que contradecían los reducidos cómputos bíblicos, se minaban las bases del enemigo tradicional de los herejes, las iglesias cristianas, por lo que las actividades heterodoxas podían salir a la luz, organizarse públicamente, como ocurrirá con el espiritismo o con la Sociedad Teosófica. Las referencias de Nervo a Buda y al nirvana como sinónimos de pérdida de la individualidad humana en un océano de plenitud es común en la época, cuando erróneamente se asimilaba nirvana y aniquilación, o se le convertía en una especie de cielo –proyección de esquemas cristianos en otra mentalidad religiosa–. En el siglo xix el budismo era poco y mal conocido en Europa, ya que apenas comenzaba a abrirse a su estudio y a traducciones de sus textos clásicos. A veces no se le distinguía bien del hinduísmo. La actividad filológica y exegética se daba sobre todo a nivel de eruditos. En el último cuarto del siglo xix hay también un budismo más o menos espúreo, divulgado principalmente por los escritos teosóficos de Madame Blavatsky y su epígono descarriado A. P. Sinnett. Este último escribió un libro de mucha difusión y título equívoco, El budismo esotérico (1883), y desde entonces se habló de la teosofía blavatskiana como una especie de floración budista en Occidente, lo que, por supuesto, no es cierto, pues la doctrina teosófica tiene una estructura de pensamiento occidental, más cercana al neoplatonismo y al hermetismo que al budismo, a pesar de su vocabulario plagado de términos e imágenes orientales. Este pseudobudismo teosófico se conoció mucho en los medios artísticos e intelectuales europeos e hispanoamericanos en los que Nervo se desenvolvía, por lo que es probable que supiera de él, y de aquí sus referencias equívocas, acordes con su fuente. Una segunda forma de alteridad usada por Nervo alude a la relación entre los sexos, entre el hombre y la mujer, y se presenta bajo dos patrones: en el primero de ellos tenemos un yo masculino enfrentado a otro femenino, que a su vez se presenta polarizado: por

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un lado como mujer fatal, cruel, devoradora de hombres; y por el otro, como mujer etérea, celestial, sumisa. Es el caso de la noveleta Amnesia. El segundo patrón intersexual presenta a un yo masculino dividido entre razón e imaginación (científico y artista), enfrentado a un principio femenino, tal como ocurre en El donador de almas. En el primero, es la mujer la que se duplica frente al hombre; en el segundo, es el hombre quien se duplica frente a la mujer. En ambos no hay posibilidad de conciliación entre los opuestos sexuales, algo muy acorde al ambiente misógino de fines del siglo xix y principios del xx. Abundemos un poco en el primer esquema intersexual, a partir de Amnesia. En esta narración tenemos a un hombre enamorado de una mujer cruel que, tras un mal parto en el que casi se desangra, le sobreviene una anemia cerebral y, finalmente, una total amnesia. Tras describir la disolución de la conciencia de la mujer, el narrador comenta: “Detrás quedaba la identidad del yo, el hilo de luz que ata los estados de conciencia, los experimentos, las sensaciones de la vida anterior” (345). Entonces el marido tiene la oportunidad de educar a su tábula rasa como una suerte de nuevo Pigmalión, que da forma según su voluntad a la mujer como el escultor a la piedra. El resultado es la mujer perfecta, sumisa, angelical, totalmente entregada a su amado amo. Tras un período de felicidad, sobreviene la catástrofe: la recuperación de la memoria, con la consiguiente desaparición de la mujer celestial y la vuelta a la conciencia de la antigua y maléfica mujer, quien, para suerte del personaje masculino, no sobrevive mucho tiempo y también perece. El resultado final es el hombre solo y la mujer muerta, tanto en su versión sublime como en su realidad maligna. Apenas perdura indirectamente en la hija, una representante disminuida de lo femenino, desprovista de sexualidad y supeditada completamente al padre. En el uso que hace de un yo masculino enfrentado a una mujer desdoblada, Nervo se parece al simbolista belga Georges Rodenbach, cuya novela Brujas-la-Muerta había sido publicado en 1892 en París con un enorme éxito de público que traspasaría las fronteras francesas, llegando así al ámbito de lengua española, como

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lo manifiestan las traducciones de sus poemas y narraciones, tanto en España como en México, en las primeras décadas del siglo. Ya Darío en 1896 había hablado de Rodenbach en el primer capítulo de Los raros. En 1918, Enrique González Martínez traduce, comenta y publica poesía de Rodenbach, junto con la de Maeterlinck y Verhaeren, la famosa trinidad de la literatura belga de fin de siglo xix y principios del siglo xx. No sería nada raro que Nervo también hubiese leído a Rodenbach. Pues bien, en la novela del autor belga también tenemos un personaje masculino que ha perdido a su amada esposa y aparentemente la reencuentra en una doble de aquélla; doble en lo físico pero antípoda en lo psíquico, pues mientras la muerta representa lo sublime, la viva encarna la maldad. La carga melodramática que hay en la historia de Rodenbach (y que lleva a la muerte de la mujer y a la locura del hombre) desaparece en la trama de Nervo, aunque el patrón psicológico de alteridad sea el mismo. El efecto fantástico en Rodenbach está potenciado con otros elementos (como la “ciudad muerta” y su silencio y sus canales, la cabellera de la difunta que el hombre conserva en una caja de cristal), mientras que Nervo abre la posibilidad de una explicación natural, con sus teorías supuestamente científicas de la personalidad múltiple y de la amnesia. El segundo esquema intersexual de Nervo consiste en un gran yo masculino desdoblado en dos personajes complementarios, en el que uno es científico y el otro poeta, en uno predomina la razón y en el otro la imaginación, enfrentados a una mujer que, tras ser considerada como divina al principio, acaba por resultar insoportable. Es el caso de la novela corta El donador de almas, en la que se recurre a la androginia de un modo irónico para desarrollar el problema de la alteridad. A lo largo del siglo xix, a partir de la novela de Balzac titulada Serafita, aunque también de la novela de Théophile Gautier, Mademoiselle de Maupin, el andrógino tiene una presencia literaria permanente, oscilando entre ser un símbolo de plenitud espiritual (para los que se inclinan por la version serafiteana) y ser un emblema de placer sexual supremo, como ocurre en las versiones finisecu-

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lares decadentes, en Huysmans, Rachilde y Wilde, que acuden más bien a la novela de Gautier. Nervo no es ajeno a esta tradición del andrógino en la literatura francesa, de la que es lector y admirador, y decide escribir su propia versión, más en el sentido de los decadentes con su incursión en lo erótico-sexual, que en la veta mística de Balzac. Agrega también una perspectiva crítica y humorística que le da su toque distintivo entre los diversos autores decimonónicos que trataron dicho tema. Cabe mencionar, sin embargo, que además de El donador de almas, Nervo utilizó el motivo del andrógino en un texto breve llamado Hermafrodita, fechado en septiembre de 1895, por lo tanto anterior a El donador de almas, en donde reelabora la leyenda cantada por Ovidio en las Metamorfosis relativa a Hermafrodito y la ninfa Salmacis. Nervo cuenta la historia con un final diferente y revelador, pues mientras, en el canto latino, la unión en un solo ser del adolescente y de la ninfa se hace contra la voluntad del primero y representa para él una degradación, su salida del estatuto humano y masculino, su transformación en un monstruo híbrido, masculino-femenino; en el texto de Nervo, por el contrario, tal fusión entre los dos sexos es vista como una condición de plenitud amorosa, muy en la perspectiva de Platón en su Simposio (no importa que el texto reelaborado sea el de Ovidio). Por lo anterior puede decirse que en Nervo encontramos, en lo que al andrógino se refiere, tanto reverberaciones de la tradición platónica-serafiteana, de tipo sublimante, como de la ovidiana-maupiniana, de corte mundano y secular. El erotismo y la conflictiva relación entre los sexos son elementos importantes en la prosa de Nervo, al ser elementos propiciadores para que se genere el efecto fantástico en diversas situaciones e historias. Tal vez lo mejor de lo fantástico en Nervo se halla estrechamente vinculado a lo erótico, como puede verse en la unidad psicológica subyacente en las cuatro novelas revisadas: un sujeto masculino en crisis –en disolución–, prendido de una mujer ideal etérea, incorpórea, a la que se accede por un breve tiempo, sólo para después perderla irremediablemente. En general la sexualidad

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juega un papel primordial en el dispositivo fantástico, como puede apreciarse en El donador de almas (donde hay androginia, desdoblamiento, homosexualidad)8 o Amnesia (donde se encuentra la polaridad femenina de la mujer fatal y la mujer frágil, el desdoblamiento de la amada). En el cuento La novia de Corinto (por cierto, reelaboración de un texto de Goethe del mismo nombre), la muerta vuelve a la vida por la atracción sexual que siente por el vivo, lo que explica el matiz vampiresco que se le da a la historia. Una última característica de lo fantástico en Nervo es la inspiración ocultista de muchos de sus temas e ideales,9 mezclada con una aspiración mística normalmente frustrada por la irrupción de lo erótico. Lo interesante no es tanto la fuente temática en sí como su combinación con otro recurso constante: el discurso científico, bajo la particularidad de ser sostén de lo misterioso. En este sentido, no habría una oposición sino una diferencia de grado entre la ciencia profana y las ciencias ocultas, pues estas últimas trabajarían en campos hasta entonces vedados a la ciencia oficial pero que eventualmente ella abordaría, como en el caso del hipnotismo, claro que con otro método, basado ya no en el principio analógico sino en el racionalista de análisis y síntesis.10 La influencia positivista dominante en otros campos de la vida intelectual hizo que la literatura finisecular pidiera coartadas a la ciencia para sus tramas fantásticas, aunque sin dejar de llevar agua a sus molinos esotéricos, ello muy en consonancia con el amplio proceso de secularización que se vivía en Occidente, por lo menos desde el 8

Para la temática andrógina/homosexual de El donador de almas, puede revisarse Los hijos de Cibeles (Chaves, 1997, 130-135). 9 Se trata de un ocultismo nutrido sobre todo por la teosofía de Madame Blavatsky y sus adeptos, por el espiritismo de Kardec y por lo que podría llamar “la escuela francesa de ocultismo” a lo largo del XIX. Nos dice Nervo en una de sus crónicas: “... y recuerdo también lo que he leído de orientalistas: Favre d’Olivet, el gran maestro; Saint-Yves d’Alveyre [sic], Renan, Schuré...” (“Moisés”, 1462). Con excepción de Renan, los otros, mas que orientalistas en el sentido actual de la palabra, habría que verlos mejor como exponentes de la especulación ocultista erudita pero a menudo poco crítica con los materiales con que trabaja. 10 “La ciencia no ha hecho más que dar una voltereta muy curiosa. Al hacerse positiva, al basarse en hechos, todo el mundo creyó que las antiguas ‘supersticiones’ caerían minadas por su base; pero sucedió todo lo contrario. Ahora tenemos, entre las verdades científicas, la antes llamada hechicería, por ejemplo...” “La cuestión religiosa”, 642.

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Siglo de las Luces, tanto en las ideas como en las costumbres. Esta combinación de ocultismo y ciencia en las narraciones es un rasgo de Nervo pero que no se circunscribe a él, sino que lo encontramos también en otros escritores modernistas de lo fantástico, como en Darío y Lugones, y forma parte de lo que Octavio Paz llama, en Los hijos del limo: “la dialéctica contradictoria que une al positivismo y al modernismo” (1985, 78). Como mencionamos, lo fantástico decimonónico no vio en la ciencia a un enemigo sino que, influido por la secularización ambiental, la tornó una fuente temática, aunque modificara sus explicaciones. Admira el paradigma científico, pero no su reduccionismo materialista, que debe ser compensado por las “ciencias ocultas” que trabajan con “leyes” más amplias y de raigambre espiritual. A manera de síntesis, cabría decir que la alteridad perturbadora (o siniestra, para usar el término freudiano) sobre la que se levanta el efecto fantástico en las cuatro narraciones mencionadas de Nervo, se manifiesta en una dualidad del personaje bajo el argumento de las personalidades múltiples y/o complementarias, así como en la oposición entre los sexos, donde la mujer juega el papel de la alteridad en relación con el principio de identidad masculina. Para ello, Nervo recurre a nociones del imaginario sexual de su época, lo mismo que a elementos del pujante ocultismo decimonónico. Por lo anterior, por la forma específica en que logra ensamblar las piezas (aunque no por su procedencia) es que Nervo goza de originalidad en el ámbito de lo fantástico modernista, razón por la que conviene releerlo y otorgarle su lugar merecido en la nómina de escritores hispanoamericanos que abordaron en su prosa los asuntos misteriosos.

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VIII

TABLADA Y LA POLÍTICA DEL ESPÍRITU 1

¿Adivina mi teosofía la culebra que se asolea y no huye y en mí confía…? José Juan Tablada

La resurrección editorial de la única novela conocida del sobre todo poeta José Juan Tablada es un gran acierto pues, aunque como narración no cuaje del todo, viene a complementar sus facetas más conocidas de poeta y cronista, en lo que a él se refiere, y a diversificar más el paisaje narrativo de su época, a nivel mexicano e hispanoamericano, que, a partir de ahora, no puede prescindir de esta rara novela que aúna lo teosófico y lo político, y en términos literarios, vincula lo tardomodernista, lo vanguardista y hasta elementos costumbristas y populares, en un ensamblaje curioso y atractivo. La resurrección de los ídolos fue publicada por entregas en periódico en 1924, apenas dos años antes que el escritor inglés D. H. Lawrence publicara su novela de asunto parecido La serpiente emplumada. Pese a la disparidad literaria de estos títulos, comparten una preocupación por dar cuenta de las posibilidades de lo indígena americano, en un caso visto desde Europa, en el otro también, pese 1

Publicado en Literatura Mexicana, Vol. XVI, N° 2, UNAM, 2005.

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a tratarse de un mexicano escribiendo en su país, pues ambos piensan, más allá de su ubicación geográfica, desde una razón occidental en que lo indígena es lo otro, lo extraño. Las soluciones de cada autor son diferentes: en Lawrence lo indígena es posibilidad de redención para Europa, al brindar una vitalista religiosidad pagana que se imponga sobre el enclenque cristianismo y el cínico materialismo; para Tablada, lo indígena es aceptable en la medida en que se depure de sus aspectos oscuros, de Tezcatlipoca y de Huichilobos, y se acerque a un luminoso Quetzalcóatl, quien después de todo, no es más que “la manifestación india de Cristo”, esto es, en la medida en que lo indígena se cristianice. No olvidemos tener en cuenta que tanto en Lawrence como en Tablada las lecturas teosóficas fueron importantes en la conformación de sus respectivas ideologías literarias, por ejemplo, la supuesta vinculación de los indígenas americanos con la hundida Atlántida, noción que, aunque venía del hermetismo barroco de Kircher, había cobrado nuevos bríos en el fin del siglo xix con la antropogénesis racial de Blavatsky y las exploraciones arqueológicas de Le Plongeon. Tablada propone una oposición nacional a nivel arquetípico entre un lado luminoso y otro oscuro (Quetzalcóatl-Arcángel versus Huitzilopochtli-Leproso); este último es el que se ha impuesto en el país políticamente y ha sumido a la población en la ignorancia y la violencia. Por esto la solución reside, como en Vasconcelos, en un cambio cultural y espiritual que promueva la educación y la paz: “conseguida la Libertad, el ideal supremo es la Paz”, nos dice el narrador (en esa misma época, otros pensaban que, conseguida la libertad, el ideal supremo es la justicia), y más adelante comenta que no había empresa más urgente, ni acción más meritoria, ni tarea más sagrada, que enseñar al que no sabe. Era a un tiempo la obra de misericordia cristiana y la gran obra de la alquimia espiritual, lo que los teósofos llaman el “servicio” en su más urgente forma (2003, 88).

Nótese como la teosofía, lejos de aislar a Tablada en una burbuja individual, en una logia o en un ashram, lo lanza a la acción y a la

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reflexión políticas. Nada más engañoso que imaginarse a los teósofos como místicos ingenuos, como esos “teósofos de hojalata” de los que se burlaba Cardoza y Aragón cuando, años más tarde, describe en su autobiografía a Tablada según sus endebles recuerdos y sus fuertes prejuicios, pues ya desde los tiempos de Blavatsky siempre se les había visto involucrados en la política en modos reformistas y anticolonialistas, tendencia que se acentuó con la llegada de Annie Besant a la presidencia de la Sociedad Teosófica, una conversa del socialismo fabiano al ocultismo. El cubano José Martí escribió una crónica sobre ella en su visita a Nueva York, en la que nos dice: Annie Besant lo que quiere es que se piense con libertad, que el hombre conozca y fomente lo puro de sí, que se vea el mundo como una vía de deberes purificadores, que se ame al hombre y se le sirva, que a la verdad se la quiera más que al padre y a la madre y a los hijos, que la vida del hombre se emplee en redimir la raza humana (Martí en Jiménez y Morales, 1998, 164).

Lo mismo quería Tablada, según se desprende de su novela. El desplazamiento de la sede de la Sociedad Teosófica de Nueva York a la India acentuó su visión política al ponerse del lado de los colonizados, ahora detentadores de la sabiduría primordial ante el escándalo de los misioneros cristianos y las clases coloniales. Este reposicionamiento significaba la lucha primero por la autonomía y luego por la independencia, proceso que culminará Gandhi, reconectado a su propia tradición religiosa hinduísta por los teósofos ingleses, según nos cuenta en su autobiografía. Ya vimos que en Europa los teósofos solieron vincularse con movimientos como el feminismo y el socialismo democrático, por la defensa de los animales, por las reformas educativas, incluida la sexual. En América Latina, escritores en quienes la teosofía dejó huella, como Leopoldo Lugones en Argentina o Roberto Brenes Mesén, en Costa Rica, tuvieron una fuerte acción política aunque, como en el caso de Tablada, sus propuestas no fructificaron. Bueno, hasta el revolucionario nicaragüense Sandino usa una retórica teosófica en su famoso manifiesto “Luz y Verdad”. La teosofía y la

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masonería lo respaldaron éticamente, lo mismo que el espiritismo hizo con Madero en México, y les infundió a ambos un carisma heroico que los llevó a la acción. La crítica histórica y literaria, sobre todo en español, ha descuidado estos vínculos con lo religioso y con lo ocultista en particular, viéndolos en todo caso como una suerte de extravagancia o moda de los autores, y no como lo que son: elementos fructíferos considerados hasta ahora marginales pero que, vistos de otra forma, y en adecuado contexto, enriquecen las posibilidades hermenéuticas de obra, autor y sociedad. Esta política del espíritu de Tablada que renueva al ser humano por la educación, medio ideal de transformación de la sociedad, sin duda se vincula con Vasconcelos,2 de quien Tablada reconoce en especial el influjo de sus Estudios Indostánicos, un libro importante en la historia cultural hispanoamericana, en la medida que, de manera pionera, se abre al estudio de filosofía no europea, asiática en este caso. Claro que buena parte del libro se va en informar y en describir para neófitos del tema, más que en reflexionar al respecto. Algunos hablan sobre las supuestas proclividades teosóficas de Vasconcelos, cosa de la que dudo, pues justamente en este libro, en una larga nota al pie, el autor se lanza contra la teosofía de Blavatsky y Besant, de la que se deslinda. De hecho, en lo que se refiere a la recepción del budismo en español, este libro es un parteaguas entre el budismo teosófico de los modernistas, místico y decadente, que entonces imperaba, y el budismo como objeto académico e intelectual hacia el que Vasconcelos apunta y que luego seguirá otro filósofo, Ortega y Gasset. Está también el asunto de la recuperación de lo indígena desde el ámbito de la alta cultura. El modernismo, al que fácilmente se le atribuye el haber sido extranjerizante, retoma a su manera elementos de la tradición prehispánica, aunque haga una lectura y una conformación del tema muy a la europea, siguiendo una retórica exotista. Tablada tiene una visión larga de México que va más allá de la Independencia y la Colonia, pues también está esa dimensión indígena 2

No de manera exclusiva, por supuesto, ya que hay que reconocer toda una tradición decimonónica que veía en la educación la mejor forma de secularizar a la sociedad mexicana. Sin embargo, es a Vasconcelos a quien Tablada se refiere de manera directa.

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que se hunde en los siglos oscuros. A su juicio, dicha dimensión ha sido un campo de batalla entre la luz y la oscuridad, entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, en el que parece que la victoria es para el segundo, aunque, como buen teósofo, es optimista, y a la larga, afirma, se impondrá el principio luminoso en su advocación crística. Este gusto por lo antiguo, por las ruinas vivas prehispánicas, se da en buena parte de los modernistas, ya desde Darío, por ejemplo, cuando escribió su cuento “Huitzilopoxtli”. Siguió luego con autores como Mario Roso de Luna en España, sin duda el escritor teosófico más importante, quien, además de una abundante obra doctrinal escrita con gran estilo, escribió cuentos y novelas, en los que se aprecia su gusto por el pasado español, precristiano. En Costa Rica hay dos escritores salidos de las filas teosóficas, vinculados a la naciente arqueología profesional, y que escribieron novelas de tema indígena: María Fernández de Tinoco, quien publicó en 1909 el díptico Zulay y Yontá, y en la misma década de la novela de Tablada, en 1929, Diego Povedano publicó Arausi, novela de indigenismo atlante. La lista podría ampliarse con ejemplos de otros países latinoamericanos. En todos estos casos, aparte de una buena cuota de fantasía, se proyecta sobre el mundo indígena los problemas propios del poeta y su sociedad. Así, ante la particular crisis religiosa promovida por la secularización de las ideas y las costumbres del fin de siglo, Tablada establece un dualismo y una utopía cristianos sobre la cosmovisión indígena. La teosofía le permite hacer esta operación intelectual, dado su propio operar sincrético al vincular analógicamente diferentes corrientes religiosas. Un último punto que quiero mencionar sobre la novela de Tablada es su gran cantidad de referencias a las drogas: “los cactus erizos; de uno de ellos sacan los apaches su haschich”, el opio de los chinos y sobre todo la marihuana, de la que el narrador muestra un amplio conocimiento, incluso en términos de argot: “grifo”, “mota”, “Chabela”, “chicharra”, “vacilar de olete”, en fin, una valiosa fuente para quien quisiera hacer filología de la droga. En la segunda parte de las memorias de Tablada, en Las sombras largas, hay cuatro capítulos sucesivos, del 39 al 42, en que el autor también

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habla de la marihuana y su argot, así como de su uso creciente en la sociedad mexicana pese a sus nefastas consecuencias. Tablada reconoce las virtudes de la droga pero subraya sobre todo sus peligros: ¡Marihuana! ... ¡Viaje a la Cuarta Dimensión! ¡Ventana del Hiperespacio! Para los cerebros fuertes y las conciencias sanas; pero para los cerebros débiles y las mentalidades inferiores, desencadenamientos de las bestias internas, asesinato, posesión diabólica... De todos modos... ¡aventura siniestra! (2003, 127-128).

Quizá la marihuana, por su connotación popular, forme parte de la herencia de Tezcatlipoca, pese a su origen asiático. En todo caso, junto al alcohol y la sífilis, afirma el narrador, forma parte de la Santa Trinidad del México de su época. Desde las cárceles y los cuarteles, la “yerba bruja” se extiende a nuevos ámbitos sociales, festejada por sus usuarios. Parecidas ideas exhibía Darío en el cuento mencionado, “Huitzilopoxtli”, ubicado en tiempos de la Revolución, y en donde el consumo de marihuana permite al personaje su encuentro con los dioses prehispánicos. En Lugones, en Herrera y Reissig, en Clemente Palma, igual que en Darío y en Tablada, la droga puede ser la posibilidad para el artista de acceder a niveles del inconsciente más profundos, en una hazaña psiconáutica que luego habrá de traducirse literariamente en poema, en cuento, en novela. Sin embargo, lo que puede ser bueno para el artista no lo es siempre para la sociedad, una confirmación más del antagonismo existente entre el arte y su medio, tal como lo planteaba la estética modernista y decadente. Así pues, por los rasgos mencionados (teosofía, mesianismo pedagógico, indigenismo arqueológico, referencia a las drogas), la novela de Tablada se relaciona con toda una producción narrativa más allá de las fronteras mexicanas, que va del modernismo a los años treinta, más o menos, vinculada a lo fantástico sin asumirlo del todo, poco atendida por la crítica literaria, debido en parte a la inaccesibilidad de los textos, situación que podría estar cambiando. Ojalá que la resurrección editorial de este texto sea una señal de un cambio más amplio.

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IX

COUTO, A LA SOMBRA DE DIOS 1

A cien años de la muerte del escritor Bernardo Couto, su perfil nihilista y decadente se torna más nítido. No es figura de primera fila en el panteón modernista, no tiene la importancia ni el prestigio de otros autores como Gutiérrez Nájera, Amado Nervo o González Martínez, más leídos y comentados. Es un “raro” entre los modernistas mexicanos, del mismo linaje espiritual de los simbolistas y esteticistas de otros ámbitos culturales, en el sentido en que lo usó Rubén Darío cuando escribió sus viñetas biográfico-literarias de Los raros. No en balde señaló su contemporáneo Federico Gamboa en su Diario que tanto a Couto como a Ciro Ceballos “pudiera tildárseles de un tantico simbolistas” (citado en Phillips, 1982, 66). Morir joven es privilegio de los elegidos de los dioses. Couto murió a los veintiuno, con apenas un libro de cuentos publicado a los diecisiete, Asfódelos, venenoso ramillete de doce flores narrativas. También dejó otros textos, en especial en la famosa Revista Moderna, verdadero baluarte de la nueva ideología literaria, el modernismo. El universo simbólico de Couto aparece regido por el eje de la muerte, que adquiere un carácter monotemático, obsesivo, recurrente, a lo largo de sus cuentos, de manera mucho más marcada que en otros de sus contemporáneos. Couto esencializa a la muerte, la torna corazón de su mundo imaginario, la descubre en cada rasgo y en cada detalle de la vida, como si la vida sólo existiera para morir. 1

Texto leído en el acto de recordación del centenario de Couto, en mayo del 2001, en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM.

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Couto, aterrorizado ante la certeza de la aniquilación personal, es incapaz de apreciar la vida, la que existe en su mundo sólo para fallecer. La vida no existe en sí, es apenas pasto de la muerte. El ojo de Couto la descubre en todo punto, la vuelve omnipresente. Igual que un monje budista, quien la hace objeto axial de su meditación diaria, Couto mantiene a la muerte siempre bajo la mira, tanto bajo la lente del microscopio como del telescopio, pero a diferencia del meditador búdico, que busca deconstruirla, Couto, cual Perseo vencido, queda hipnotizado por ella, petrificado ante la mirada de Medusa. Por suerte su petrificación no le impidió mover la mano, escribir como médium, por eso hoy podemos leer Asfódelos, y ahí encontramos su palabra de piedra, hundida en el lodo más profundo, verbo melancólico y nihilista. En Couto la muerte no es tanto algo que acaece a sus personajes una y otra vez, sino que llega a ser ella misma un personaje, “Nuestra Señora la Muerte”, la llama, como ocurre en su cuento inaugural “La alegría de la muerte”. En otro cuento, “Un aprensivo”, la describe con características teológicas, como soberana, inmensamente poderosa, una y múltiple, presente, haciendo sentir su imperio en todas partes y en todos los momentos; la muerte, sombra de Dios, extendiéndose como inmensa bandera, dominando sobre el mundo, sobre los seres y las cosas, rodeando todo, acechando todo, y cerrándolo en un círculo cada vez más estrecho (1984, 79).

El papel que tiene Dios en otras literaturas lo juega la muerte en Couto. Ésta es definitiva, esencial, no regeneradora, no es la contraparte de la vida, es su dueña. Se solaza en la juventud y en la fortaleza de los fallecidos, pero gusta más del dolor del sobreviviente. Pero la muerte no quiere sólo el cuerpo del muerto, la carne para alimentar a sus mascotas, los gusanos carroñeros (“the Conqueror Worm” de Ligeia); la muerte quiere la posesión total del muerto, y esto se consigue por el olvido de los vivos. Sólo cuando el vivo olvida al muerto puede la muerte poseerlo. En este sentido, lo que hago en este texto sobre el centenario de Couto es rescatarlo de donde siempre temió estar, del vientre de la muerte,

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sacarlo de la sombra de Dios y ponerlo a la luz de la memoria colectiva. Como hijo literario de su tiempo, Couto comparte varios de los rasgos propios del perfil modernista-decadente. La estética decadentista presenta diferentes matices, puede ser erótica-transgresora, mística, esotérica, drogofílica, todos estos elementos por separado o en variadas combinaciones; también puede ser esteticista, preciosista o nihilista. Couto calza sobre todo aquí, en el pesimismo epocal, en el nihilismo incapaz de avizorar algún fundamento más allá de la muerte, en la petrificación del alma. Eros aparece en la prosa de Couto en tanto demonio de la perversidad, en cuanto estrategia para la caída en el crimen, la locura y el horror. Eros nunca enaltece al amante, siempre lo envilece. En este sentido, su galería de personajes femeninos recupera la dualidad de la época, que oscila de la mujer frágil a la fatal, entre la virgen prerrafaelita y la prostituta, sin posibilidades intermedias. Ellas son las encargadas de destruir al héroe, al hombre de excepción, contrastado con la medianía masculina burguesa. Puede ser rico o pobre, pero siempre especial, único, ya por el arte, ya por el crimen. Lo que no puede el burgués, lo puede la mujer: aniquilar al artista, someterlo. No necesita ser mala para ello, basta con su inocencia primordial: la mujer destruye al hombre porque sí, porque está en su naturaleza, como el volar para los pájaros o el nadar para los peces. Couto abreva gustoso en la misoginia de la época, que ve en los suaves vientos feministas los signos de una tormenta que estallaría en el siglo xx, se enoja con la mujer fuerte en su propia debilidad, dominadora por el deseo sexual. Siente, entonces, que se levantaba el odio del sexo, la cólera impotente contra el animal débil que todo lo puede y que desde el principio de los siglos hasta su fin ata al hombre, al macho, al amo, convirtiéndolo en impotente, arrancándole su energía con una sonrisa, sin que con ningún esfuerzo sea posible evitarlo (1984, 51).

Couto escribe, no unas “flores del mal”, a la Baudelaire, sino unas “flores de la muerte”, los asfódelos del título, esos lirios embriagado-

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res, de perfume venenoso, raros, exóticos y que suelen coincidir con las mujeres. Flores y mujeres son equivalentes en el jardín de Couto, a condición de ser venenosas. Ambas crecen en el jardín de la muerte. Misterio, silencio, noche, oscuridad, luna, suelen acompañarlas. Ellas están para ser poseídas por la carne viril o por el ojo fálico, para ser contempladas, y justamente una situación narrativa recurrente en Couto es la contemplación de la amada muerta, ya por el asesinato, ya por el suicidio. Hay un secreto deleite en esta visión de la mujer muerta, al fin doblegada por el macho, aunque no vencida del todo, pues puede retornar como obsesión o como fantasma, según apostemos a lo psicológico o a lo sobrenatural. Aún desde la tumba, la mujer es vencedora, pues aniquila a su destructor por la locura. Si bien es cierto que la muerte es una droga para Couto, también lo es que otras drogas fueron importantes para nuestro autor, al grado que parece ser que murió por su excesivo uso. En sus textos aparecen la morfina y el éter, el ajenjo y el bromuro. La drogadicción de Couto se traduce en texto, en exploración de la muerte, en descenso a la región de los muertos y en su puesta en escritura. Su aventura literaria me recuerda los casos de dos contemporáneos suyos, también escritores y usuarios de drogas, el uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) y el francés Jean Lorrain (1855-1906), el primero con sus “cuentos narcóticos”, en especial el titulado “Aguas del Aqueronte”, y el segundo con sus Cuentos de un bebedor de éter. Al respecto, Herrera y Reissig escribió: Yo no soy un vicioso. Cuando tengo que escribir algún poema en el que necesito volcar todo mi ser, todo mi espíritu, toda mi alma, fumo opio, bebo éter y me doy inyecciones de morfina. Pero eso lo hago cuando tengo que trabajar. Los paraísos artificiales son para mí un oasis (2000, 8).

En el cuento mencionado, “Aguas del Aqueronte”, Herrera y Reissig logra un acercamiento frontal a la muerte, tan poderoso como el de Couto en Asfódelos, usando a la droga como aceite imaginario. Por su parte, Jean Lorrain ya había advertido que “demasiados sueños, amigo mío, demasiados sueños, se puede llegar a morir de eso, hay que

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tener cuidado” (1984). Couto no tuvo suficiente cuidado y murió por tener demasiados sueños, por oler demasiado perfume de asfódelos. En su libro El bar. La vida literaria de México en 1900, Rubén M. Campos se refiere a Couto como el iniciador de la Revista Moderna, que apenas pasa de los veinte años y ya hace gala de un incurable tedio de vivir, con cabellos floridos sobre su rostro imberbe, que aparecen en vedijas de agnus en sus mejillas, con su larga mano indolente que sostiene la barbilla y corre bajo el maxilar, mientras sus ojos perversos que todo lo saben lo escudriñan todo, sin hablar nunca, más que para pedir displicentemente un coñac al ser preguntado por el mozo, el tipo de colegial desde que volvió de la Sorbona y no piensa más que en perder el tiempo como entre la garzonía latinoamericana en los jardines de Lutecia, mientras que en su cerebro van incubándose sueños siniestros del sopor del nirvana en que vive para darle forma en bellos cuentos (1996, 38).

En esta descripción encontramos asociados varios términos clave en Couto: tedio, indolencia, perversidad, silencio, coñac, sueños siniestros, sopor, nirvana, bellos cuentos. En otro escrito, Campos define a Couto como vidente, como “pasional atávico de la inexorable naturaleza”, y habla de dos tipos de videntes: el que hereda la luz y se convierte en místico y creyente, y el que hereda la sombra, escéptico y hastiado, cansado y ansioso. Couto, a juicio de Campos, que bien lo conoció, pertenece a este segundo tipo, el vidente de sombras. Y sí, Campos tiene razón, Couto es profeta de la oscuridad, heraldo de la muerte, pues hace del pensamiento un infierno y de las emociones un laberinto, el mejor de ellos, el laberinto sin paredes: el desierto, ahí donde la muerte galopa en el viento. Couto enfrenta a la muerte con visión cósmica, con sentido místico, un misticismo de las sombras y el dolor. Prueba el alimento de los dioses, la ambrosía de los sueños, sin saber que lo que alimenta a los dioses puede envenenar a los hombres. O tal vez sí lo supo y no le importó, quiso ser fiel a su compromiso con las sombras y continuó su paseo entre los asfódelos de su íntimo jardín.

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De los diferentes personajes temáticos en la literatura, pocos tan vitales como Fausto. Desde su surgimiento a fines del siglo xvi de manera anónima (y recuperando una tradición oral previa de casi un siglo, si partimos del Fausto histórico que lo precedió), Fausto como personaje literario, como mito cultural, no ha dejado de reencarnar hasta nuestros días, con desplazamientos semánticos según la época. No es lo mismo el Fausto casi medieval del original anónimo e incluso el de Marlowe, que el más aburguesado de Goethe y Gounod, o el Fausto vanguardista y escéptico de Mann o de Pessoa. Sin embargo, en términos literarios, de todos éstos el que se ha erigido como emblemático, en tanto patrón inevitable de comparación, es el de Goethe, quizá en buena medida por su ubicación temporal a inicios de la época moderna (fines del siglo xviii y principios del xix) y por sus indudables logros narrativos (como la incorporación del drama amoroso de Margarita, que lo volvió más accesible por el lado sentimental). De esta forma, Fausto se tornó en un tema propio de la modernidad y del hombre europeo, sobre todo en su versión protestante y capitalista. En México en el siglo xix ya había diablos literarios notables como el de la novela El fistol del diablo, de Manuel Payno, ya analizada en un capítulo anterior, pero lo que no se había dado eran Faustos, como fue el caso de Nervo, que a diferencia de otros, tomó, 1

Publicado en Literatura Mexicana, Vol. XXI, N°2, 2010.

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no al toro, sino al diablo por los cuernos y lo tornó personaje literario, en un medio de modernidad. A Goethe también lo mencionaban por entonces autores como Gutiérrez Nájera, Othón y Pedro Castera. Fausto fue usado por el modernismo de Nervo como parte de una estrategia secularizadora de cambio de costumbres sociales y políticas, abriendo un espacio social para la figura del artista, no obstante estuviera inmerso en la máquina porfirista. A veces el escritor no sabe para quién trabaja… Cuando inquirimos sobre lo que caracteriza a Fausto como tema-personaje no hay unanimidad. La relación del hombre con el diablo por medio de un pacto en busca del conocimiento prohibido (que es el rasgo más socorrido para señalarlo) no es muy convincente, pues cuando menos en los Faustos modernos, nuestro héroe suele relacionarse con el diablo después de conocer, es más, ya está harto del conocimiento (mundano o mágico) y apuesta más bien por una recuperación del cuerpo erótico (de aquí la necesidad de rejuvenecer). En este sentido, el tema faústico no es igual al tema diabólico, que lo precede, y que se vincula con el diablo teológico y medieval, el del pecado y la condenación. El diablo moderno, vinculado con Milton y los románticos, tiene que ver más con la rebeldía y el heroísmo prometeico, con la transgresión de los límites establecidos por la tradición. Pareciera más bien que el Fausto moderno supone siempre una dualidad entre la razón y lo inconsciente, entre Fausto y Mefistófeles, entre el hombre y un dios oscuro que, si bien al principio parece ubicado exteriormente, muy pronto se torna una potencia interna que reside en el propio corazón humano, se psicologiza así el conflicto y entonces Fausto se divide entre Doctor Jekyll y Mister Hyde. Una vez establecido el Fausto de Goethe como referencia principal en la cadena de versiones literarias desde fines del xvi al siglo xx, conviene preguntarnos un poco más sobre su presencia en tanto recepción y recreación en España e Hispanoamérica. Sobre este asunto investigó Udo Rukser en su libro Goethe en el mundo hispánico (1977) y ahí señala que al inicio hubo un contraste cultural e ideológico entre Goethe y España, donde había un ambiente clerical y

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autoritario poco afín a las propuestas del autor alemán. No obstante, España fue adoptando al Fausto germano en la medida en que ella se secularizaba, hasta llegar a valorarlo positivamente como un símbolo del propio romanticismo español, en el que coincidían lo maravilloso, lo demoniaco y lo popular. Esto sin olvidar a su propio mago literario, a su Fausto católico, que había elaborado Calderón de la Barca en su Mágico prodigioso. En el devenir histórico español, Fausto no sólo fue visto como asunto literario sino también como emblema político, en tanto signo progresista en la lucha entre reaccionarios y liberales. Para el pensamiento ilustrado, Fausto fue un ejemplo de la conciencia individual, burguesa y moderna. En el caso hispanoamericano, la acogida de Fausto en el siglo xix no fue tan notable y en todo caso estuvo triangulada por la recepción francesa. Dada la francofilia decimonónica en Hispanoamérica, conjeturo que Fausto no llegó directamente por Goethe, sino por sus elaboraciones francesas, ya fuera la traducción de Nerval, o la versión operística de Gounod (como ocurre en el Fausto gaucho del argentino Estanislao del Campo). Si a algún alemán se leyó, sobre todo a fines de siglo, fue a Schopenhauer, o a Heine o a Nietzsche, dado el interés de los modernistas por este último. De hecho es muy posible que éstos leyeran a Goethe desde Nietzsche, quien sí les interesaba por su vitalismo. Esto introdujo un sesgo en la recepción de Goethe en Hispanoamérica en el fin de siglo xix, pues venía filtrado por el interés en Nietzsche, a quien, por ejemplo, los modernistas dedicaron un dibujo en la portada de la Revista Moderna, y no a Goethe. En México son más bien los ateneístas los que se fijaron en él, autores como Alfonso Reyes y José Vasconcelos, el primero a favor, el segundo más en contra. En el caso de Goethe, Fausto fue una obsesión literaria a lo largo de toda su vida, por lo que encontramos diversas manifestaciones: un fragmento de 1790, el primer Fausto de 1808 y el segundo Fausto de 1832, ya póstumo. Lo que normalmente se conoce como “Fausto” en abstracto es ante todo su primer Fausto, dado su atractivo romántico y sentimental, al incorporar el personaje de Margarita, que lo volvió más accesible al gran público; sin embargo, Fausto

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fue mucho más para Goethe que un drama burgués y quiso ser un drama cósmico entre el ser humano y ese dios oscuro e incierto que lo habitaba. El primer Fausto fue el que se hizo famoso, el que gustó a tirios y troyanos, no el segundo Fausto, que fue considerado por muchos como afectado y aburrido, por ejemplo: a juicio de Barbey d’Aurevilly tal segundo Fausto mostraba un “implacable hastío alemán” (en Flaubert, 1976, 11), que lo tornaba incomprensible, no era el maravilloso ennui francés. Fue el primer Fausto el que se transformó en ópera y música, con lo que llegó a más gente, sobre todo en la versión de Gounod. Éste pretendió adaptar el texto de Goethe, pero logró resaltar sus atributos mundanos y generar mayor simpatía por el diablo. La ópera de Gounod fue estrenada en 1858 en París y se volvió la punta de lanza de la ópera francesa, en competencia con la italiana o la alemana. En México fue estrenada en 1864 en el Teatro Imperial. Pese a las críticas (olvido de contenidos arquetípicos, sensiblería, concesión comercial al público, música fácil) la ópera de Gounod se impuso finalmente en el gusto general, incluidos los cultos. Por ese tiempo ya habían aparecido el Fausto de Héctor Berlioz en 1846 y la sinfonía de Liszt, en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Pocos años después de Gounod, Arrigo Boito haría su propia ópera, pero privilegiando el personaje de Mefistófeles, que le dio nombre a la obra, esto en 1868. También en México fueron conocidas las versiones de Berlioz y de Arrigo Boito, de las que escribió Gutiérrez Nájera mientras estuvieron montadas en 1883 y 1893.2 En 1899 Nervo escribe sobre un montaje de la ópera de Gounod. Es bien sabido que los asuntos religiosos ocupan un lugar importante en el universo de Amado Nervo, tanto a nivel biográfico como literario. De hecho, buena parte de su perfil público tiene que ver con ello en tanto poeta sentimental y guía de almas. A diferencia 2

Cf. Gutiérrez Nájera 1990 y 2001. Entre otras óperas, escribe sobre La Sonámbula una reseña en 1890 titulada “Un monumento para el ruiseñor”, que ya había sido estrenada en el país en 1836 en el Teatro Principal. También escribió sobre las óperas de Gounod y de Boito (esta última se estrenó en México en 1888, en el Teatro Nacional). Para las fechas de estreno de óperas en México, véase el sitio Operacalli.com.

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de muchos de sus contemporáneos que apostaron más por el descreimiento o la indiferencia por lo religioso (visto como resabio de un pasado teológico), Nervo no pudo asumir esa actitud distanciadora, sino que siguió interesado en lo religioso, aunque dentro de este ámbito el foco de atención se modificó y pasó de una visión católica tradicional a otra moderna en que lo religioso no era algo monolítico, más bien sincrético, conformado por diversos afluentes: sin desechar el cristianismo, que sigue vigente sobre todo a nivel ético. Como se dijo, se anexaron la corriente ocultista, representada sobre todo por el espiritismo y la teosofía, así como el orientalismo de la época, una mezcla de hinduismo y budismo filtrados por la óptica teosófica. Si bien buena parte de estas doctrinas heterodoxas afectaron a Nervo más bien a nivel intelectual, otros elementos le sirvieron para alimentar un acercamiento más directo a lo sagrado, sin tanta mediación racional (teológica) ni apoyo exclusivo en la fe, sino recurriendo a un conocimiento personal y vivo, más de tipo gnóstico. Nervo mismo expone esta doble faz de lo religioso en un poema escrito no mucho tiempo antes de morir titulado “A mi hermana la monja”, que transcribo: Sálvate tú, hermana, con tu sencillez; sálveme yo con mi complejidad… Distinta es la senda, distinta es a la vez, y aun siendo la misma, otra es la verdad. Sigue tras las nubes buscando el fulgor de tu antropomorfa celeste deidad, mientras yo me asomo todo a mi interior, hambriento de enigmas y de eternidad. ¡Hay algo en nosotros igual: el AMOR, y ese ha de lograrnos, al fin, la UNIDAD! ¡Salva seas, pues, tú con tu candor, salvo yo con toda mi complejidad! (1972, 1800).

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Aquí vemos expuestos dos tipos de religiosidad: la de la hermana monja, sencilla, ortodoxa, en busca de un dios antropomórfico; la del poeta, compleja, con hambre de enigmas y de eternidad. Una es propia del devoto, del creyente; la otra es opción gnóstica, al querer actualizar un tipo de conocimiento espiritual de forma directa. No obstante esta separación, ambos tipos coinciden en la meta: un estado de unidad que suena a panteísmo, sustentado en el amor. La meta es lo que vale, la experiencia de totalidad, no tanto los caminos elegidos para ello. No hay que olvidar el paisaje secularizador en que Nervo se desarrolló a finales del siglo xix y principios del xx, con una visión social favorable al positivismo, a la ciencia, a la tecnología, contraria a las religiones dogmáticas dominantes, que debido a los descubrimientos e inventos de la época, veían cuestionada buena parte de su cosmología y, por tanto, de su propia credibilidad, esto representado en dilemas como ¿creación o evolución? ¿Jehová o Darwin? Esta situación se mostró en algunos espíritus religiosos como crisis de fe e incertidumbre filosófica, pero mientras unos se decantan por el alejamiento de lo religioso y un acercarse a la ciencia como nuevo paradigma explicativo, coqueteando incluso con el ateísmo, otros no abandonan la religión sino que la transforman, la experimentan con nuevas corrientes que aparecen en la época, vinculadas a la estética y el arte, como el espiritismo y la teosofía. En su crónica “La cuestión religiosa”, Nervo se muestra conocedor de esta nueva geografía religiosa más allá de lo cristiano, con incipientes nociones de budismo e hinduismo propagadas por los teósofos, pues los espiritistas se mantuvieron bastante cristianos, pese a su heterodoxia. En la época de Nervo, pese a tanto efecto secularizador, todavía se cree en Dios, si bien la manera de creer se modifica hacia formas más abstractas y naturalistas, menos antropocéntricas. A medida que Dios se naturaliza y se torna energía, ley, número, el primero en verse afectado en su propia credibilidad es el diablo. El proceso venía desde atrás, desde la Ilustración, incluso desde el humanismo renacentista de Erasmo y Montaigne, que vaciaron la noche de sus dioses, empezando por los demoníacos. Como ya señalé antes,

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Milton y luego los románticos hicieron del diablo no un monstruo maligno sino un héroe caído, una víctima de la teocracia, un hijo de Prometeo que robó el fuego y enseñó la insurrección. Para el siglo xix el diablo metafórico parece desplazar al literal: se torna símbolo, arte, enigma psicológico, faz oscura del hombre, ya no es el gran opuesto de Dios. La expulsión del Satán metafísico, iniciada desde el Renacimiento, es apenas la antesala de la muerte de Dios, que cobró forma literaria en el siglo xix con poetas y filósofos como Jean Paul Richter y Friedrich Nietzsche. Una forma literaria de seguir la pista del diablo, de tomarle el pulso, es revisando sus metamorfosis desde su versión renacentista, concretada en el mito de Fausto, el sabio maduro que vendió su alma al diablo en busca de conocimiento secreto y de amor carnal, tras el debido rejuvenecimiento físico. La primera versión de esta narración oral con base histórica fue a fines del siglo xvi, en alemán, por autor anónimo, aunque haya hipótesis sobre su identidad. Casi inmediatamente el texto fue vertido al inglés y así fue conocido por el dramaturgo inglés Marlowe, que escribió su drama basado en esa traducción pocos años después. Su diablo sigue siendo medieval, metafísico, a ratos trágico. ¡Qué diferencia con el diablo que dos siglos más adelante nos presentará Goethe en su versión de Fausto! En Goethe el diablo no sólo se ha humanizado sino que incluso se aburguesó, compra almas como el burgués mercancías, enamora matronas como damiselas su protegido, y en el segundo Fausto, el de vejez, incluso da lecciones de economía política. Claro, son otros tiempos, tiempos modernos, capitalistas, y el diablo no es inmune a la historia, sino que va siendo pensado e imaginado de acuerdo con ella. Con Goethe, el mito de Fausto alcanzó su cúspide literaria sobre la base estética e ideológica del romanticismo. Desde el texto goetheano, Fausto y su doble Mefistófeles pasaron a otras formas artísticas como la ópera y después a la novela y al cine, ya en el siglo xx, empezando con el expresionista alemán F. W. Murnau. Amado Nervo es consciente de esta evolución del diablo y así lo expresa en sus escritos. Por ejemplo, en su cuento de 1895 titulado

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“La diablesa”, primer acercamiento narrativo al tema fáustico, y que parece inspirado más en Gounod que en Goethe, ya que es más ligero, más secular, más volcado al asunto erótico, con menos carga en lo metafísico o en lo trágico de la situación fáustica. Sobre este diablo atrapado en las redes de la historia dice Mefisto: ¡Qué quiere usted, amigo mío! Todo evoluciona. Desde el aborigen hasta el gentleman, qué inmensa cadena, ¿verdad? Yo la he seguido… El Diablo, en los tiempos primitivos, fue Belial; en la edad media, Satanás…; hoy es Mefisto; viste frac, dice madrigales y no bebe fuego, sino cognac (1967, 131).

En una crónica de enero de 1899 de la ópera Fausto, de Gounod, Nervo retoma el asunto de la evolución del diablo, al que ya se había referido años antes Manuel Gutiérrez Nájera en sus escritos. Refiriéndose a Mefistófeles, Gutiérrez Nájera había dicho: Ése no es el soberbio Satán, grandemente rebelde como Prometeo; no es el perverso; no es el diablo truculento de las leyendas místicas; no es el engañador; no es el astuto; no es la víbora: ha leído nuestros corrientes libros de filosofía; ha aguzado su ingenio en pláticas de sobremesa; aplaude obscenidades en el teatro y seduce a la mujer vanidosa de algún pobre; en sus ojos culebrea la codicia carnal y su conciencia es “el humor con el que se levanta en la mañana” (2001, 95).

Por su parte, Nervo escribe de estas metamorfosis del diablo en su crónica sobre el Fausto de Gounod: Mefistófeles es ya un diablo viejo. En tiempos de Goethe era un diablo snob, simbolizador admirable de su época. Hoy lo hallamos demasiado trágico y –a través de la música de Gounod– demasiado místico. … ¡Qué diablo! El diablo también ha evolucionado… Entre Belzebuth, príncipe de los infiernos, y el diablo del siglo xix hay la misma diferencia que entre Paracelso y Augusto Comte…

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Fausto en tiempos de don porFirio Nuestro Mefisto ya no pierde mujeres ni rejuvenece Faustos: flirtea con las damas y deja a los sabios en sus laboratorios buscando microbios e inventando sueros… (1967, 913).

Me interesa resaltar el hecho de que Mefisto “ya no pierde mujeres ni rejuvenece Faustos”, porque esto es justamente lo que pasa con los personajes diabólicos en Nervo: son diablos seculares, simpáticos, que no tienen que hacer milagros adversos como rejuvenecer al viejo, pues prefieren aparecerse por propia voluntad a faustos jóvenes, sin necesidad de invocaciones ni círculos mágicos en encrucijadas a la luz de la luna. Tampoco tienen, como en Goethe, que perder mujeres, mancillar margaritas, pues las del siglo xix se pierden por sí solas, tal su naturaleza inconstante. Para Nervo, si hay un ente maléfico, más que el diablo, es la mujer. De aquí el título de su narración, “La diablesa”, donde, además del tema fáustico, está el asunto de la mujer artificial, robótica, que vendría a sustituir a las insumisas mujeres naturales, infieles, volubles, en la misma línea del clásico francés de Villiers de l’Isle Adam, La Eva futura, suerte de Frankenstein femenino escrito en clave decadentista e irónica en 1885, y que Nervo y otros modernistas conocieron. Los Mefistos de Nervo son diablos buenos, que no buscan seducir almas ni firmar pactos, sino que ofrecen sus servicios gratuitamente, cual si fueran más bien parte de los otros ángeles, los blancos. Uno de ellos calma a su Fausto, que ahí es Jaime: “Le advierto, en primer lugar, que no vengo por su alma; no la necesito. Soy espléndido y me agrada hacer favores sin pedir recompensas” (131). Sobre esto sólo quedaría decir que con diablos así, para qué se necesitan ángeles. De esta manera la desdramatización del diablo en Nervo llega al punto cero. La otra narración en que Nervo aborda lo fáustico es en “El diablo desinteresado”, escrita casi veinte años después de la primera, con una narración más larga que básicamente repite el esquema de Fausto joven y Mefisto bueno, con éxito amoroso y estético en París, el sueño de cualquier artista modernista del momento. Ha cambiado de género literario: ya no es un cuento sino

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una novela corta. En ella el personaje fáustico no se llama Jaime (como el Fausto histórico) sino Cipriano, reminiscente de Cipriano de Antioquía, santo cristiano vencedor de tentaciones diabólicas que funciona como fuente de una línea fáustica no germánica, no protestante, sino más bien católica y española, representada por la obra El mágico prodigioso de Calderón de la Barca, en que cambia la resolución de asuntos como el libre albedrío, el destino o la gracia divina, y que se manifiesta dramáticamente en si al final de la historia Fausto se salva (como en Goethe) o se condena (como en Marlowe). Nombrando Cipriano a su Fausto, Nervo reafirma su extracción católica y, quizá, una cierta distancia con Goethe, que si bien es mencionado por Nervo, no parece tener una función tutelar fuerte en él, como será el caso de Alfonso Reyes, para quien el poeta alemán sí fue referente básico. Nervo menciona varias veces a Goethe, aunque casi nunca de manera solemne, más bien con ironía y distancia, como en “Luz, más luz”, o en el cuento “Un superhombre”, en que parodia a Goethe y sobre todo a Nietzsche. También escribió una versión de la leyenda cantada por Goethe, “La novia de Corinto”, aunque al final del recuento vampírico Nervo diga que la fuente es otro autor. ¿No se tratará de una artimaña burlona suya para eludir a Goethe, a pesar de que tanto el título como la historia lo aluden? Por otra parte, conviene señalar que Nervo es una omisión notable en el mencionado estudio de Udo Rukser, lo mismo que Gutiérrez Nájera, y si Rukser conoce a Manuel José Othón como recreador fáustico, no es por conocimiento directo, sino por la referencia que de él hizo Alfonso Reyes, sin duda éste sí el nombre más notable de los goetheanos de México. Nervo, el modernista, lee a Goethe y sonríe sin mucho entusiasmo; Reyes, ateneísta, quiere ver sobre todo su equilibrio clásico. No obstante sus diferencias, Nervo coincide con Goethe en su idea de que el diablo a la larga sirve a los designios de la Providencia Divina de maneras misteriosas, lo que en cierto sentido lo vuelve menos malo, menos diablo, quizá apenas la mano izquierda de Dios.

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El diablo en Nervo está presente pero no pesa mucho, es ligero, como nube, como un duende rojo y grande, como un buen ángel travesti que aunque, vestido de escarlata, no hace daño. Es un diablo sin sentido trágico y al que la secularización de los tiempos modernos tornó inofensivo. Es un diablo pequeñoburgués, simpático, en quien la tragedia cedió su lugar a la ironía. Uno al que la modernidad convirtió en hombre, en humanidad. En suma, el suyo es un diablo caído de la nube de la eternidad al caldero hirviente de la historia; en fin, un pobre diablo... Su Fausto, por otra parte, está cercano al artista moderno según las expectativas de entonces, que quiere el amor de las mujeres y el triunfo en París. Sin duda se ha banalizado, comparado con las iniciales pretensiones de conocimiento del Fausto de los primeros tiempos, como el de Marlowe, más cercano a la Edad Media que a la modernidad, como sí ocurre con los Faustos de Goethe y Nervo. Queda por hacer una revisión más detallada de hasta dónde se interesó Nervo en Goethe, y ubicarlo en el contexto mexicano e hispanoamericano. En lo inmediato, lo que está claro es que, cuando menos en lo que al Fausto se refiere, sí lo retomó para desarrollar sus propias preocupaciones en dos narraciones, lo que lo vuelve uno de los receptores de Goethe en México más importantes antes del trabajo de Alfonso Reyes, con la diferencia de que, mientras éste lo abordó ensayísticamente, Nervo lo hizo narrativamente, ayudando así a escribir el capítulo de Fausto en español, en general, y en México, en especial.

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XI

VIAJEROS OCULTISTAS EN EL MÉXICO DEL SIGLO XIX 1

El lugar de México en la imaginación ocultista México, con sus culturas precolombinas, llamó la atención de los estudiosos y ocultistas europeos durante el siglo xix, cuando se produjo una renovación de los saberes heterodoxos impulsada en parte por el romanticismo. Sin abandonar el legado mediterráneo (con Egipto como centro mistérico por excelencia), el eclecticismo religioso y cultural del ocultismo se dirigió sobre todo al Asia (China, Japón y principalmente la India), dado el ambiente “orientalista” del siglo, aunque también se dieron pasos por integrar en sus vastos esquemas multiculturales y sincréticos a las antiguas culturas americanas, en especial los mayas, aunque también los aztecas y los incas. Asia, Europa, África, pese a sus diferencias, tenían una historia en común. En cambio, América, desde su “descubrimiento” durante el Renacimiento, fue el otro por excelencia, culturalmente aislado. Para el ojo europeo, México era parte importante de la América primordial, preeuropea, pero no se sabía muy bien cómo afiliarla a la historia, por lo que de inmediato se acudió al mito, como suele

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Una primera versión se publicó en Literatura mexicana, Vol XIX, UNAM, 2008.

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ocurrir en estos casos. Sobre esta presencia mítica en la invención de América escribe Alfonso Reyes: No son ajenos al Descubrimiento los sueños de Ofir y Catay. La Atlántida, resucitada por los humanistas, trabajó por América. El Cipango y la Antilia representan aquí el paso de la quimera a la realidad, del presagio al hecho. Y todavía después, la mentira –que tantas veces ha guiado oscuramente a los exploradores– seguía haciendo de las suyas, cuando se buscaban en nuestro Continente la Fuente Juvencia, el País de Oro y el Reino de las Amazonas (1971, 11).

En el establecimiento de analogías para intentar comprender lo diferente, una de las cosas que llamaron mucho la atención de los europeos fue la existencia de grandes pirámides tanto en México como en Egipto. Para explicar esta copresencia arquitectónica, los humanistas renacentistas y barrocos extrajeron del oceánico repertorio de mitos mediterráneos nada menos que a la Atlántida, que “trabajó por América”, al decir de Reyes, no sólo en cuanto a estímulo para la exploración marítima sino como hipótesis cultural de afinidades entre el Viejo y el Nuevo mundos. Esto se ve muy claro en el erudito jesuita Athanasius Kircher (1602-1680), quien, ante pirámides a ambos lados del Atlántico, pone de por medio a la Atlántida como extinta patria común. Sobre esto escribe Joscelyn Godwin: El tratamiento de Kircher sobre el asunto (del Diluvio y el Arca de Noé) no parece tan ingenuo o divertido cuando se lee con conocimiento de la prehistoria real del hombre, tal como fue revelada por H. P. Blavatsky, Rudolf Steiner y otros. Los gigantes, la increíble longevidad, las bestias híbridas, los demonios chorreantes de sangre: todo tiene un significado real para el estudiante de lo esotérico. Y sobre todo, el Diluvio no fue fábula sino el recuento del destino de un continente en medio del Atlántico cuyos restos comienzan a salir a la luz (1979, 27).

La influencia de Kircher fue amplia, y la Nueva España no fue la excepción, cuya intelectualidad inquieta

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Viajeros ocultistas en el México se dejó envolver en la pasión enciclopedista que emanaba de sus páginas. Tanto más atrayente cuanto que los horizontes del sabio alemán, en sus múltiples contradicciones, permitieron a sus admiradores catalizar la crisis entre los nuevos saberes y la ortodoxia; por ello su lectura posibilitó a la cultura novohispana transitar con diferente actitud por caminos ya conocidos, o aventurarse por sendas inéditas hasta entonces (Osorio, 1993, xxxix).

Por medio suyo nociones del hermetismo renacentista se difundieron por la Nueva España, lo que explica en parte el egipcianismo del Primero Sueño de Sor Juana, o la creencia de Carlos de Sigüenza y Góngora en la Atlántida y su estrecha relación con México. Sobre esto escribe Irving Leonard en su valiosa biografía sobre el sabio novohispano: Don Carlos estaba firmemente convencido de la existencia del llamado continente o grupo de islas conocido como la Atlántida; estaba seguro de que por allí habían llegado los olmecas a América procedentes del Este. Creía que el resto de las tribus que poblaban el hemisferio occidental habían llegado del Norte y del Noroeste, es decir de Asia ... Compartía con su buena amiga sor Juana Inés de la Cruz la convicción de que los mexicas y otras naciones de Anáhuac eran descendientes de Neftuím, hijo de Misraím y sobrino de Cam. Además, don Carlos estaba convencido de que los antepasados de los mexicanos, habiendo salido de Egipto no mucho después de la confusión de lenguas, se dirigieron a América. Esta conclusión se basaba en varios argumentos interesantes: la similitud de mexicanos y egipcios, manifestada en la construcción de pirámides; el empleo de jeroglíficos en el cómputo del tiempo; cierto paralelismo en el atuendo y las costumbres; y también la semejanza de la palabra mexica ‘Téotl’ con la egipcia ‘Theuth’. Todo esto le pareció revelador a don Carlos (1984, 111-112).

Nótese el eclecticismo de estos recuentos míticos: se combinan las fuentes bíblicas (el Diluvio, el Arca de Noé, la Torre de Babel...) con las griegas (la Atlántida) y lo egipcio (dioses y pirámides).

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Como puede apreciarse, no hay que llegar a corrientes del ocultismo decimonónico como la teosofía de Blavatsky o al movimiento New Age de la segunda mitad del siglo xx para encontrar este tipo de ensamblajes culturales, sincretismos presentes por lo menos desde el Renacimiento. Lo que varía son sus componentes y los asuntos específicos por los que se reúnen las referencias pluriculturales. Fue así como México, ya desde fines del Renacimiento, fue incorporado al discurso multicultural del hermetismo, que llegaría a convertirse en ocultismo en el siglo xix, ello por medio del mito de la Atlántida, que permitió vincularlo con Egipto y su tradición mágica. El orientalismo egipcíaco del siglo xix se vio reforzado después de la llegada de Napoleón a Egipto, y el ocultismo de la época retomó sus conexiones renacentistas de tipo atlante. No obstante el lustre cultural de México, su incorporación plena a las admiradas y sabias civilizaciones antiguas no fue tan lograda porque todavía pesaba mucho su leyenda negra de canibalismo y sacrificios humanos masivos, sobre todo en el caso de los aztecas, aspecto nada compatible con la moral victoriana. Con los mayas fue distinto, pues durante el siglo xix se descubrieron varias ciudades que generaron gran admiración, además de elementos astronómicos y matemáticos, que los llevaron a ser denominados como “los griegos de América”, por lo que en su imagen europea se corrió un tupido velo sobre sus aspectos caníbales y sacrificiales.

¿Blavatsky en México? Al recorrer la galería de figuras ocultistas del xix sin duda una figura descollante es la rusa Helena Blavatsky (1831-1891) por varias razones: por la vastedad cultural y mitológica de sus planteamientos, que van más allá de las corrientes mediterráneas y occidentales con la integración de elementos (muchas veces descontextualizados) del budismo y el hinduísmo; por lograr una sistematización de doctrinas dispersas con trasfondo mítico y metafísico, en una dirección moderna, racionalizante y explicativa. Su misma biografía es

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apasionante, plena de contrastes, de enigmas, triunfos y fracasos. Conocemos a Blavatsky sobre todo como ocultista, pero tiene otras facetas importantes, por ejemplo: como viajera alrededor del mundo (fue amiga del inglés Sir Richard F. Burton, connotado viajero y traductor de las Mil y Una Noches); como escritora no sólo de libros ocultistas, sino también de crónicas de viajes, de cuentos fantásticos, de una amplia correspondencia, entre otro material interesante; llama la atención también como mujer independiente, desclasada, errante por Europa, Asia, América y el norte de África. Tras abandonar a su marido cuarentón a sus 18 años, Helena viajó por Grecia, Constantinopla, Siria, Líbano, Egipto, Europa, América toda (la del norte, y supuestamente, la central y la del sur), Asia, en especial Ceilán, la India y el Tíbet. Esta fase viajera es oscura, llena de mitos, iluminaciones, mentiras, hechos reales; es incierta, carece de suficiente documentación y se apoya más en versiones y rumores. Acaba con la llegada de Blavatsky a Nueva York en 1873 veinticinco años después, ya cuarentona. A partir de entonces puede seguirse su pista con documentos (prensa, revistas, periódicos, correspondencia, libros): sus casi cinco años en la ciudad de la Gran Cebolla, hoy de la Gran Manzana, a la que llega desconocida y de la que sale famosa rumbo a la India, vía Inglaterra, con un libro, Isis develada, que la puso en boca (y en ojos) de muchos. Es en la fase oscura de su biografía (que dura un cuarto de siglo) donde se inserta su viaje a México, que habría ocurrido a principios de la década de los cincuenta, entre 1851 y 1852, con poco más de veinte años. Espíritu aventurero no le faltaba, más ahora que se había vuelto una apestada social, una esposa que abandonó a su marido cual Karenina salvaje, en una época y una sociedad nada complacientes al respecto. La lectura de las novelas de James Fenimore Cooper la estimularon para que emprendiera su primer largo viaje por los dominios de los indios americanos. En julio de 1851 llegó a Canadá, donde tuvo oportunidad de indagar sobre prácticas chamánicas y curativas; después, quiso visitar la ciudad de los mormones, Nauvu en Missouri, pero, debido a los disturbios con

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los vecinos, que llevaron a su destrucción y a la matanza de sus habitantes, Helena siguió a Nueva Orleans, donde investigó sobre el culto vudú. Después: A través de Texas pasó a México, logrando ver gran parte de este inseguro país, protegida en aquellos arriesgados viajes por su temeraria osadía y por varias personas que de cuando en cuando se interesaban en su favor. Hablaba con especial gratitud de un viejo canadiense, llamado tío Jaime, a quien encontró en Texas, en ocasión en que iba completamente sola. La libró de algunos peligros a que entonces estuvo expuesta; y así por una cosa u otra siempre salía bien, aunque parezca milagroso que tan joven como era llevara sin tropezar la independiente vida que había emprendido ... Pasaba por aldeas, villas y poblados de toda clase, salvajes y cultos, y no obstante vióse libre de peligro por el hechizo de su propia temeridad y su soberbio desdén por los convencionalismos sociales y toda consideración que estuviera ni aun remotamente relacionada con el “magnetismo del sexo” (Sinnet, 1964, 49).

Estas palabras de Sinnet, el colaborador de Blavatsky por un tiempo, interesan, pues transcriben la información transfigurada que ella dio directamente para su libro biográfico. No obstante, el conocimiento de México parece vago, se habría limitado tal vez al norte del país. Desde México, Blavatsky habría partido hacia América Central, específicamente Copán, en Honduras, lo que supondría su llegada por el Caribe, pues la entrada a Copán implicaba llegar desde Honduras Británica, hoy Belice. En esto Helena seguía los pasos de sus admirados viajeros Stephens y Catherwood, que pocos años antes habían visitado, estudiado y dibujado espléndidamente ruinas mayas en Centroamérica, Chiapas y Yucatán, y después, habían escrito y publicado exitosos libros de viajeros, traducidos a varios idiomas, y quienes aparecen citados muy a menudo en los escritos de Helena. Después de Copán otra vez aparece México, y es aquí donde decide seguir a la India, previa ida a San Francisco.

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No hay desarrollos literarios u observaciones de viajera en Blavatsky por su supuesto viaje a México y Centro América, a diferencia de lo que ocurre con su estadía en la India, donde hay recuentos personales, descripciones, conocimiento geográfico. De hecho publicó un libro de crónicas viajeras titulado Por las grutas y selvas del Indostán, tras haberlas sacado antes por entregas en una publicación rusa. Claro, esto lo hace cuando tiene más de cuarenta años, casi cincuenteando, no cuando empieza los veinte años, la edad en que habría visitado México. Discute ideas y teorías, no describe lugares ni personas, excepto en una digresión narrativa en que Blavatsky habla de su rápida visita a Perú, en donde sí se asoma una apreciación personal. Independientemente de si Blavatsky estuvo o no en México, en todo caso ocupa un lugar en su discurso, y como tema está presente en su dos obras mayores, Isis develada (1877) y La Doctrina Secreta (1888), aunque en distintos grados de elaboración. En el primer libro, publicado en Nueva York, México aparece en una versión remozada de Kircher, compartiendo lugar en el concierto mistérico universal con Egipto y la India, con Atlántida incluida: “Los aztecas parecen en más de un sentido haber alcanzado a los antiguos egipcios en civilización y refinamiento. Entre ambos pueblos, la magia o la filosofía natural arcana fue cultivado al más alto grado” (1997, 120). Poco antes había afirmado que: La perfecta identidad de los ritos, ceremonias, tradiciones, y aún los nombres de las deidades, entre los mexicanos y los antiguos babilonios y egipcios, son prueba suficiente de que Sud América fue poblada por una colonia que misteriosamente encontró su camino a través del Atlántico. ¿Cuándo? ¿En qué período? La Historia calla en este punto, pero aquellos que consideran que no hay tradición santificada por los años sin cierto sedimento de verdad en su fondo, creen en la leyenda de la Atlántida (1997, 119).

Más adelante afirma, tras comparar muestras de “arquitectura prehistórica” repartida por todo el mundo (las cuevas indias de Ellora

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en el Dekán, Chichén Itzá en Yucatán y las ruinas de Copán en Centro América), que “presentan tales rasgos de semejanza que parece imposible escapar a la convicción de que fueron construidas por pueblos movidos por las mismas ideas religiosas, que habían alcanzado igual nivel de la más alta civilización en artes y ciencias” (121). En su obra posterior, La Doctrina Secreta, esta visión conciliatoria e igualitaria de las culturas antiguas (México incluido) cambia, se introducen jerarquías y criterios raciales en un vasto esquema “antropogenético”, con razas y subrazas que se suceden y dominan unas a otras, a lo largo de incontables milenios, en una suerte de antropología mítica de gran aliento (en esquemas clasificatorios muy propios del siglo xix, basta recordar a Hegel, Comte, Marx, Morgan). En su planteamiento, la Atlántida aparece presidiendo la cuarta raza (entendida esta última palabra casi como civilización) y habría perecido tras tumultuoso cataclismo, como pasó con las razas anteriores. Pero su influencia no se extinguió del todo y sus remanentes culturales y raciales pueden observarse en las culturas precolombinas de México y América Central. De esta forma, por un remozamiento del hermetismo barroco, el ocultismo blavatskiano integró las culturas indígenas mexicanas a la gran metahistoria universal, que fueron en el pasado parte del engranaje cósmico por donde evolucionaron las reencarnantes mónadas humanas y lo siguen haciendo en rueda sin fin, hasta su liberación. No fue sino hasta muchas décadas después de Blavatsky que surgieron discursos esoterizantes autóctonos que plantearon una visión diferente de México, no eurocéntrica, de base más chamánica, como la obra de Carlos Castaneda y sus continuadores (pese a todas las objeciones que puedan hacérseles).

La Gran Bestia asciende el Popocatépetl Poco menos de cincuenta años después del supuesto viaje de Blavatsky a México, arribó con certeza al país Aleister Crowley, una de las figuras más importantes del ocultismo del siglo xx, aunque buena

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parte de su perfil tiene que ver más con el fin de siglo xix, con figuras como Wilde y Yeats, que son sus coetáneos literarios. Crowley, además de mago, se consideraba poeta, y tiene una gran producción al respecto que hasta ahora ha quedado casi en el olvido, opacada por los aspectos ocultistas, sexuales y psicodélicos de su biografía. En la década de los sesenta del pasado siglo xx su figura fue rescatada para un nuevo público más amplio como elemento contracultural, como precursor del movimiento de liberación sexual y del uso de drogas. Sus enseñanzas y prácticas ocultistas se retomaron y volvieron a publicarse sus muchos libros de magia, aunque no tanto los de poesía. Sus cuentos y novelas también han vuelto a ver la luz editorial. A diferencia de Blavatsky, cuyo viaje a México sigue siendo hipotético, en el caso de Crowley sí puede afirmarse con certeza que estuvo aquí por poco más de nueve meses, entre julio de 1900 y abril de 1901, en que viajó a San Francisco para embarcarse al Oriente, la misma ruta que habría seguido antes Madame Blavatsky. Ambos llegaron por primera vez al Oriente, a la India en especial, viajando al Occidente, después de haber estado en México. Para ellos, su camino a la India pasó por México. En su autobiografía, o como él quiere llamarle no sin cierta ironía narcisista, autohagiografía, Crowley da amplia cuenta de su estancia en México, y dedica tres capítulos de 96 a la visita, aparte de más referencias en otras partes del grueso libro. Al final del capítulo 22, Crowley, de 25 años, conoce a unos colegas mágicos que acaban de volver de México y, puesto que todos ellos comparten, además del ocultismo, el gusto por escalar montañas, le recomiendan ascender los volcanes aztecas. El joven Crowley les toma la palabra y, tras haber subido las montañas europeas, decide ascender las mexicanas. A diferencia de Blavatsky, cuyo interés por visitar México es sobre todo intelectual y mágico, el de Crowley es deportivo en origen, aunque después haya tenido importantes experiencias ocultistas.2 2

Cf. The Vision & the Voice, un registro de las exploraciones mágicas de Crowley a partir del sistema de los magos isabelinos John Dee y Edward Kelly, por el que logra ciertas visiones en México y que después, en 1909, continuará en el desierto de Argelia (con sus célebres visiones a partir de rituales de magia homosexual con el poeta Victor Neuburg, padrino literario de Dylan Thomas).

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En el capítulo 23, Crowley narra su llegada a Nueva York el 6 de julio de 1900, en medio de una especialmente cálida temporada de calor. Se queda sólo tres días y sigue por tren hacia México. Su primera reacción en la capital es de irritación: por el mal servicio del hotel, por las comidas y las bebidas, pero muy pronto se engancha con el nuevo país, al grado de escribir: Me encontré a mí mismo espiritualmente en casa con los mexicanos. Ellos desdeñan la industria y el comercio. Tienen a Díaz para hacer su pensamiento político por ellos y condenan lo que él hace. Sus corazones están con las corridas de toros, con las peleas de gallos, con el juego y la lujuria. Su espíritu es valiente y alegre, no ha sido envenenado por la hipocresía y la lucha por la vida (1989, 202).

Le encantan los pájaros, las flores, el paisaje, los colores, la calidad del aire. Alquila una casa por la Alameda y contrata a una sirvienta. Dedica buena parte de su tiempo a sus prácticas y ejercicios mágicos (entre otros, a desarrollar su poder de invisibilidad, en el que dice haber logrado éxito: sale a caminar a la calle con túnica escarlata y corona dorada sin que nadie repare en él), también al sexo ritual, así como a escribir poesía. A veces combina todo esto, por ejemplo: seduce a una mujer con la que pasa haciendo el amor toda una tarde (incluidos ejercicios ocultos durante la relación) y, al regresar a su casa, entra en una suerte de rapto poético de 64 horas de escritura, al final del cual está listo su Tannhäuser, poema dramático al que considerará el principal título de su primer periodo poético. Conoce al masón mexicano Jesús Medina, se caen bien entre sí. Platican y don Jesús, masón grado 33, queda asombrado por el conocimiento cabalista y ocultista de Crowley, que desde hace unos años participa en los círculos mágicos de Inglaterra, sobre todo en la famosa orden de la Golden Dawn. No obstante su militancia esotérica previa, es el mexicano quien inicia al inglés en la masonería formal, quien en poco tiempo alcanza el grado 33, hecho que menciona Crowley varias veces en sus memorias con mucho orgullo. Juntos,

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Medina y Crowley, fundan una orden nueva, la Lámpara de la Luz Invisible, orden paramasónica de la que se haría cargo el primero tras la partida del segundo. Años después escribiría sobre esto con cierta nostalgia: La idea general era tener una lámpara siempre encendida en un templo provisto con talismanes apropiados a las fuerzas de la naturaleza elementales, planetarias y zodiacales. Todos los días tenían que realizarse invocaciones con el objeto de hacer de la luz misma un centro consagrado o foco de energía espiritual. Entonces esta luz radiaría y automáticamente iluminaría aquellas mentes que estuvieran listas para recibirla. Aún hoy, el experimento me parece interesante y la concepción sublime. Más bien lamento que haya perdido contacto con Don Jesús; debería conocer más sobre qué pasó (203).

Un último incidente del capítulo es el viaje de Crowley a Iguala, donde los mosquitos le transmiten la malaria. En el capítulo 24, está de vuelta en la ciudad de México y se hospeda en el Hotel Iturbide. Se mezcla con miembros de las colonias inglesa y norteamericana. Se refiere al alcoholismo del cónsul inglés, adelantándose así al Malcolm Lowry de Bajo el volcán. Frecuenta las casas de juego y recoge la visita a un casino en Tacubaya. Mientras la gente apostaba ocurrió un terremoto, se fue la luz por unos minutos, luego se trajeron velas encendidas y, para sorpresa de todos, el dinero de las apuestas había desaparecido en el ínterin de sombras. Visita Guanajuato y, después, otra vez en la capital, retoma la idea matriz de escalar las montañas. Su sirvienta, tras hacer el amor con su patrón, lo anima a subir los volcanes hechizantes que se observan desde la azotea del edificio. Después de este capítulo más bien costumbrista, retoma en el número 25 su trabajo mágico y los problemas que esto le genera: Mientras mi condición mágica me estaba poniendo curiosamente incómodo, yo estaba teniendo éxito más allá de mis expectativas. En el aire puro y seco de México, con su energía espiritual vigorosa e incon-

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José RicaRdo chaves taminada, era asombrosamente fácil producir resultados satisfactorios. Pero mi propio éxito de alguna manera me descorazonaba (212).

Finalmente llega de Europa su amigo Oscar Eckenstein para la jornada montañista, a quien Crowley esperaba, sumido en su crisis existencial y mágica. Crowley le comenta sus problemas con el proceso mágico, a lo que Eckenstein le sugiere que renuncie a la visión romántica y fantasiosa de la magia y se ponga a controlar su mente, a practicar sistemática y seriamente la concentración, piedra básica de cualquier trabajo oculto. Crowley le hace caso y sigue sus instrucciones al tiempo que se preparan para acampar y escalar el Iztaccíhuatl. Durante tres semanas lo recorren por diferentes flancos. Al retornar a Amecameca, visitan al jefe político del lugar, de quien se habían hecho amigos, y éste les comunica con pesar la muerte de la reina Victoria. Ante su asombro, los ingleses estallan de alegría y gozo por la muerte de la soberana, con la esperanza de que con ella termine también la época de mediocridad que su reinado significara. Aquí el autor se explaya en la atmósfera asfixiante y gris de la sociedad victoriana. Después los viajeros van a Colima, donde les toca presenciar la erupción de un volcán, y más adelante viajan a Toluca, en cuyo Nevado acampan. Luego vendrá el tan esperado ascenso al Popocatépetl, que se realiza en condiciones curiosas, pues los escaladores van acompañados por un reportero del Heraldo, quien había puesto en duda sus hazañas montañísticas, por lo que Eckenstein lo conmina a que los acompañe para que compruebe personalmente el ascenso. El periodista aceptó y los montañistas lo hicieron sufrir en el ascenso; finalmente llegaron a la meta. Después el periodista hizo una crónica de la hazaña deportiva. Hay un corto viaje a Veracruz. El viaje de regreso a la ciudad de México es descrito con emoción paisajística: Considero el viaje de regreso de Veracruz a la ciudad el mejor del mundo desde el punto de vista del efecto espectacular; el segundo mejor es del Ganges hasta Darjeeling. Por las primeras cuarenta millas el tren

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Viajeros ocultistas en el México corre entre la jungla tropical, luego el camino de repente empieza a subir y sigue su camino entre desfiladeros subalpinos, con la mole de dieciocho mil pies de altura del Citlaltépetl. El escenario cambia continuamente en carácter conforme uno asciende, y entonces súbitamente uno llega a la meseta, una vastedad casi desierta salvo por los cactus y los magueyes, con los dos conos del Iztaccíhuatl y el Popocatépetl sobresaliendo de ella (220).

Posteriormente, Eckenstein parte hacia Inglaterra y Crowley hacia San Francisco, con la intención de continuar al Asia, como siguiendo la ruta invisible que hubiera hecho medio siglo antes Blavatsky. En El Paso, se despide de México, con cierta grandilocuencia: ¡Oh México, mi corazón aún palpita y arde cuando mi recuerdo te trae a mi mente! Por otros países siento más admiración y respeto, pero ninguno de ellos rivaliza con tu fascinación. Tu clima, tus costumbres, tu pueblo, tus extraños paisajes de ensoñador encanto reavivan mi juventud (222).

El aprecio de Crowley por México está anclado en su propio tiempo victoriano y porfirista, en lo que le toca vivir en su viaje de nueve meses, cual embarazo iniciático. Casi no menciona el pasado prehispánico, que no lo encandila, como sí le pasaba a Blavatsky, quien admiraba, más bien románticamente, a un México anclado en un glorioso pasado mítico de corte atlante. Ambos son veinteañeros cuando visitan tierras mexicanas y, tras su estancia, salen para nunca volver al país, rumbo al Asia vía San Francisco. Llegan a la India viajando al Occidente. La fascinación mágica por México no se agotaría con Blavatsky y Crowley. Seguiría en el siglo xx, aunque ya no con personajes de primera fila en el campo ocultista. Vendrán neoteósofos y seguidores de Gurdjieff y Ouspensky, nazis ocultistas, rosacruces alemanes como Krumm-Heller, todo esto antes de la explosión hippie y neochamánica de los años sesenta y setenta. Pero ya éstas son otras historias...

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En un recuento de historia cultural conviene definir el ocultismo como la versión esotérica propia del siglo xix, cuando socialmente ya había una separación neta entre ciencia y magia, no obstante que el ocultismo se oponga a ella y busque más bien la reconciliación de los dos ámbitos considerados antagónicos, siguiendo en esto el ejemplo de la filosofía por entonces imperante, la de Kant, Fichte y Schelling, con su énfasis epistemológico en el sujeto y la percepción, y su apoyo al idealismo filosófico. El ocultismo es pensamiento mágico en tiempos de modernidad y secularización, es magia pos-ilustrada y, por tanto, aunque lo oculto y lo ilustrado sean enemigos ideológicos, se reconoce por ambas partes la necesidad de una argumentación racional incluso para defender lo irracional. El rescate de la imaginación como facultad humana suprema (por encima de la razón) es un rasgo compartido por el ocultismo y el romanticismo, que alimentó un gusto por lo fantástico que, hay que decirlo, ya estaba presente en el siglo xviii, en autores como Jacques Cazotte, sólo que todavía no se propagaba suficientemente ni se sistematizaba, como sí ocurriría luego, en el xix. Lo fantástico pasó de ser una ocurrencia ingeniosa o un cuento filosófico a ser un modo total de entender el mundo y de vivirlo, desde la modernidad, sí, pero sobre todo desde la alteridad, desde lo diverso. 1

Leído como ponencia en el VIII Coloquio Internacional de Literatura Fantástica, organizado por la Universidad Veracruzana en septiembre de 2009.

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Ocultismo y esoterismo no son sinónimos, aunque coloquialmente se los considere así. Esoterismo es la categoría más general usada para referirse a saberes basados en un conjunto de textos de religiosidad helenística diversa (gnosticismo, hermetismo, neoplatonismo) de los primeros siglos antes de nuestra era, y los primeros que siguieron, reunidos en el Renacimiento en Italia y leídos como partes de un todo homogéneo (tras siglos de cohabitación con las tres religiones monoteístas, de una de las cuales, la judía, recibió el aporte cabalístico). Estos discursos de variada procedencia fueron vistos como mutuamente complementarios, por lo que importó mucho la búsqueda de denominadores comunes entre ellos. Se habló así de prisca theologia, de philosophia occulta, de philosophia perennis, esto es, una estructura básica compartida por estas distintas expresiones religiosas, arraigada en las características propias de lo sagrado. La diversidad histórica de las religiones no lograba ocultar la simetría de los arquetipos. Dichos textos fueron reunidos en, por y desde Occidente, por lo que la categoría así surgida, esoterismo, tiene un uso cultural específico, no aplicable sin ajustes a otros contextos culturales, como el asiático o el prehispánico americano, en que lo llamado esotérico no posee un estatuto aparte, como en Occidente. Como bien lo ha mostrado Antoine Faivre, figura fundamental en la conformación del relativamente nuevo campo académico denominado por los franceses esoterología, fue a partir del siglo xvi cuando se generó un proceso de autonomización de un corpus de conocimiento considerado esotérico en relación con la religión oficial, exotérica, dominante. Fue un fenómeno vinculado con el humanismo renacentista, único capaz de dar cuenta de la diversidad de lenguas y culturas de los textos revisados. Tal proceso se vio obstaculizado tanto por la Reforma como por la Contrarreforma que, no obstante sus diferencias, compartían su disgusto por la cultura neopagana del Renacimiento. Pese a los obstáculos, la experiencia esotérica siguió viva en los parajes alquímicos y rosacruces. En el siglo xviii, en plena Ilustración, se volvió masónica, hermética y martinista, y en el siglo romántico lo esotérico se volvió ocultista.

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Autores como Robert Amadou, Pierre Riffard o el ya mencionado Faivre ofrecen distintos rasgos para caracterizar el concepto “esoterismo”, pero los tres básicos y comunes son, primero: el trasfondo de correspondencias y analogías con que trabaja el término; segundo, el concepto de naturaleza viviente, de cosmos orgánico y no de mecanismo universal; y tercero, el lugar central de la imaginación como facultad humana, pues permite establecer una relación cognitiva y visionaria con el mundo. El estudioso rumano Ioan Couliano habla de una censura de lo imaginario en la cultura occidental a partir de la Reforma (que en su esquema histórico incluye también a la Contrarreforma), como resultado de la lucha contra el neopaganismo renacentista. Dicha represión imaginal se manifiesta en tres niveles, a su entender: En el plano teórico, la gran censura de lo imaginario desemboca en la aparición de la ciencia exacta y de la tecnología moderna. En el plano práctico, su resultado es la aparición de las instituciones modernas. En el plano psicosocial, es la aparición de todas nuestras neurosis crónicas, debidas a la orientación demasiado unilateral de la civilización reformada, a su rechazo por principio de lo imaginario (1984, 291).

Habría que agregar a lo dicho por Couliano que, en el plano literario, dicha represión de lo imaginario tiene que ver con el surgimiento del romanticismo y de la literatura fantástica como género, como algo cada vez más autónomo dentro del quehacer literario, todo esto sobre una base de secularización social más amplia, en que las inquietudes religiosas se manifiestan ahora como arte y literatura. Tal proceso de represión de lo imaginario y fantasmático señalado por Couliano también aparece en otros autores con otros enfoques, por ejemplo Gilbert Durand, cuando vincula dicha represión con una hipóstasis de la historia en la cultura europea, con el triunfo de “la ideología de la objetividad profana y de la ideología de la explicación histórica” (1999, 26). Autores tradicionalistas como Claude Mettra, René Guénon y Julius Evola conciben las transformaciones culturales renacentistas y posrenacentistas, esto

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es, modernas, como una suerte de caída del ser humano en lo secular y lo profano, con un consecuente debilitamiento de lo imaginario, que estaría anclado en la Tradición (con mayúscula), y su arrinconamiento en ámbitos como el arte y la literatura, desprovisto ya de poderes visionarios y perdido en el laberinto de la psicología individual, en la atomística subjetiva. En caso de aceptarse esta tesis de la represión de lo imaginario por lo racionalista desde el Renacimiento, esto no significaría su extinción; en todo caso su reacomodo social en zonas más bien marginales en relación con el conocimiento, el poder y la economía. La imaginación, que fue puesta en el Renacimiento por encima de la razón, fue reprimida por el factor reformista y racionalista, que no la vio como vía de conocimiento sino como obstáculo a vencer, pero ella irrumpió otra vez con el romanticismo, que de nuevo la trajo a colación y la mostró como la suprema facultad humana. Fue en este contexto de reinsurgencia imaginaria cuando surgió lo fantástico como género moderno, acorde con los cambios sociales y urbanos, como pasó también con el género policiaco. Algunos autores incluso practicaron ambos géneros: Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, como ejemplos notables. Las relaciones estrechas entre ocultismo y romanticismo llamaron la atención de diversos lectores y estudiosos, sobre todo en los ámbitos francés y alemán, y el comparatismo académico muy pronto encontró una rica veta de análisis, sobre todo a nivel de temas e influencias (Auguste Viatte, Albert Béguin, Alan Mercier, etcétera). El concepto mismo de romanticismo fue repensado desde su estrecho lugar de corriente literaria de tres o cuatro décadas, a movimiento de ideas, sensibilidad y costumbres que se extendía a lo largo de todo el xix, con énfasis variables según sea a principios o a finales del siglo. Ya entrado el siglo xx se dio una discusión teórica sobre el romanticismo, en un nueva versión del debate medieval entre nominalistas y realistas, reencarnados ahora en Arthur Lovejoy y su propuesta de romanticismos en plural y René Wellek y su apuesta por una definición amplia de un romanticismo en singular. La conexión

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romántica con el esoterismo fue desarrollada en el ámbito inglés por Meyer Abrams, aunque algo tímidamente, y queriendo separar neoplatonismo (corriente respetable para los cultos) de esoterismo (ámbito de mala reputación), y por Auguste Viatte en el ámbito francés, de manera espléndida, con un enfoque más histórico que teórico. Más recientemente, un momento de síntesis fue el trabajo de Wouter Hanegraaff, quien comparó las principales teorías sobre el romanticismo (Lovejoy, Abrams, Peckham y Tuveson), y sacó los puntos en común (organicidad, imaginación y evolución), tomando en cuenta las conexiones esotéricas. Podría remontarse la larga relación entre literatura y esoterismo a los primeros siglos de nuestra era con obras como El asno de oro de Apuleyo, La Vida de Pitágoras de Jámblico o la Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato. En este largo sentido, el vínculo entre romanticismo y ocultismo sería apenas una de sus etapas, una, eso sí, muy importante, pues se estableció una comunicación de doble vía entre ambos términos, de forma sistemática, en tiempos modernos. Los escritores que recurrieron al ocultismo en época de secularización y de crisis religiosa lo hicieron con diversos grados de compromiso, que van desde la actitud más superficial que utiliza temáticamente aspectos ocultistas pero sin compromiso personal al respecto, sólo para efectos narrativos o estéticos, hasta los autores cuyo involucramiento esotérico fue determinante en su carrera literaria y en su propia vida. Entre estos últimos tenemos en Francia a autores como Balzac, Gautier, Nerval, Huysmans, para citar cuatro famosos, o en inglés, a Blackwood, Arthur Machen, Conan Doyle y Yeats. En Hispanoamérica también hemos tenido a varios, entre ellos a Darío, Lugones y Nervo. En algunos escritores la pasión ocultista igualó a la literaria. Entre ellos está el inglés Eduard Bulwer Lytton (tan poco recordado hoy y tan famoso en su momento, tanto que competía con Dickens), autor de narraciones fantásticas como Zanoni y A Strange Story, novelas influyentes en el medio esotérico del xix. Zanoni recibió elogios de ocultistas notables como Blavatsky, quien, por su lado, se puso a escribir sus propios “cuentos de pesadilla”, siguiendo la estela de

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Hoffmann y Poe.2 Llama la atención que Bulwer Lytton, que en vida fue famoso por sus novelas históricas y de costumbres, sin embargo se haya mantenido vivo en la memoria literaria y en la lectura de cierto público por sus textos más fantásticos, como los dos mencionados o también su novela Los últimos días de Pompeya, que presenta una trama de magia y erotismo en un ambiente histórico de cataclismo, y que ha sido rescatada por el cine y la televisión. Triunfaba en el imaginario del xix el tópico de la ciudad sublime desaparecida catastróficamente, ya fueran ciudades históricas como Pompeya (descubiertas no hacía tanto tiempo), o ciudades míticas como la Atlántida. Pese a todo se han estudiado a algunos de los escritores metidos a ocultistas. A lo que no se le ha puesto suficiente atención es a los ocultistas del xix metidos a escritores, esto es, a aquellos autores importantes en la historia del esoterismo, con obra doctrinal al respecto, y que en algún punto de su carrera ocultista recurrieron a la escritura literaria (novela, cuento, poesía) para ampliar su público, bajo el supuesto de mayores recursos de persuasión del texto literario sobre el doctrinal. Tres figuras importantes del ocultismo siguieron tal camino: el mago francés Éliphas Lévi, con varios libros de poesía y una novela, Le sorcier de Meudon; la rusa Madame Blavatsky, con los cuentos fantásticos ya mencionados, más algo de sus crónicas de viaje por la India; y el afroamericano Pascal Beverly Randolph, con su novela rosacruz Ravalette. En ese fin de siglo en Francia también hubo otros autores destacados, como el novelista y mago Joséphin Péladan (verdadero Balzac del ocultismo), o el poeta Stanislas de Guaita, o el novelista Huysmans, sobre todo por su título Là-bas: allá lejos o, mejor: allá abajo, en el infierno, que es lo que contesta Mefistófeles en el Fausto de Gounod. Llama la atención que cuando el ocultismo recurre a la literatura, lo hace mayoritariamente por medio del género fantástico, seguido por la poesía, En el ámbito hispanoamericano, en el siglo xix el ocultismo fue asunto de consumo, de lectura de fuentes europeas y norteamericanas. Esto generó grupos, publicaciones, logias, pero no había un 2

Cf. Addendum. “Sobre la obra literaria de Helena Blavatsky”, al final del libro.

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aporte intelectual o doctrinal específico aportado desde aquí. Fue sobre todo divulgación doctrinal, no tanto producción ni generación de algo nuevo. Por esto llama la atención en este contexto hispanoamericano la presencia del ocultista germano-mexicano Arnold Krumm-Heller (1876-1949), quien llegaría a ser una de las referencias ocultistas importantes de la primera mitad del siglo xx. Pertenecía a una familia alemana que se había establecido en México, sin perder sus vínculos europeos. Al respecto escribe en sus recuerdos autobiográficos que usó como introducción a sus Conferencias esotéricas de 1909: Mi familia había emigrado en el año 1823 a México siendo mi bisabuelo minero. Es muy interesante leer ‘Briefe aus Mexico’ donde existe la relación de esos colonos alemanes. Siempre nos habíamos considerado mexicanos y así al llegar aquí de niño me encontraba con mi casa pero tenía deseos de conocer toda la América Latina (1950, 6).

Fue así como Arnold nació en Alemania, aunque desde muy joven llegó al México porfirista, primero, y revolucionario, después. Estuvo también en Chile (donde tenía familia) y en Argentina, y luego retornó a México. Parece haber estudiado medicina en Chile aunque su interés se fue por lo que hoy llamamos “medicina alternativa”, sistemas no alopáticos, sobre todo por una técnica que él llamó “osmoterapia”, curación olfativa por ciertas esencias, que recuerda mucho al sistema contemporáneo de “Flores de Bach”. Krum-Heller aprovechó sus estadías en México para estudiar herbolaria y medicina tradicional de diversas etnias mexicanas, así como cultos y ritos prehispánicos. En sus periodos europeos estudió y se involucró más bien con el esoterismo de moda, sobre todo teosofía, espiritismo, masonería y martinismo. Se unió a muchas de las organizaciones iniciáticas de allá y luego las estableció en México, Chile, Argentina, Perú, Brasil, con lo que propició una cierta institucionalidad ocultista en el área hispanoamericana, de procedencia europea inicialmente. En este sentido Krumm-Heller funcionó como puente entre Europa y América, pero los puentes son

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de doble sentido, y así no sólo trajo el ocultismo europeo a América sino que también lo tiñó de prehispánico, al incluir a las antiguas razas americanas en sus esquemas de evolucionismo cultural. Para ello seguía en buena medida los lineamientos raciales de Madame Blavatsky en La Doctrina Secreta, pero los simplificó y desarrolló más la parte prehispánica, según su entender. Sobre esto escribió: Mucho interés habían despertado en mí los estudios del hermetismo en relación de las religiones comparadas y de los cultos antiguos. Blavatsky y otros habían escrito con mucho entusiasmo de los restos arqueológicos de los Incas del Perú y de los Aztecas de México. En mis coloquios veía al imperio de Manco-Capac y al de Moctezuma (1950, 15).

Si bien el eje de las actividades de Krumm-Heller estaba dado por su pasión ocultista, esto no le impidió desarrollar toda una serie de actividades profesionales de docencia y medicina, y también políticas: apoyó la revolución maderista y luego al bando constitucionalista de Venustiano Carranza. Desarrolló actividades diplomáticas y militares, primero para México, después para Alemania, por lo que algunos lo tacharon de espía, todo ello al mismo tiempo que seguía con sus actividades ocultistas y medicinales. Su pensamiento político fue de derecha, antisemita al tiempo que anglofóbico, tanto en versión inglesa como norteamericana. En los años treinta, reestablecido en Alemania, tuvo relaciones con grupos pronazis mexicanos como “Las Camisas Doradas”. Paradójicamente, Krumm-Heller, tan cercano en mucho a ellos, tuvo problemas con los nazis cuando éstos reprimieron a los grupos ocultistas y masónicos en Alemania. Hasta donde conozco, quien mejor ha estudiado la figura de Krumm-Heller en el medio mexicano es el historiador Ricardo Pérez Montfort en su artículo “El Dr. Arnold Krumm-Heller: un extraño ejemplo de alemán en México. Entre el esoterismo, el nacionalismo y la osmoterapia”, reproducido en internet. Se puede encontrar bastante material sobre Krumm-Heller en dicho medio, pero casi toda en su faceta esotérica, no tanto en la política o la terapéutica; muchas veces la información es bastante imprecisa. Es-

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cribió diversos libros de asuntos esotéricos y terapéuticos, pero también otros de tema histórico e incluso dos novelas de costumbrismo mexicano de 1917, Alfredo y Hertha; sobre esta última se refiere Pérez-Montfort como “una novela que hacía una apología del militarismo alemán con cierto tufillo semipornográfico”, y una tercera titulada Rosa-Cruz. Novela de ocultismo iniciático, cuyo subtítulo ya anuncia su tema, con ciertas derivaciones fantásticas. Fue publicada originalmente en Berlín en 1918 con el título de Der Rosenkreuzer aus Mexico (El Rosacruz de México) y luego de ser traducida y ampliada por el propio autor, se publicó en Barcelona, y después en América Latina, por Kier de Argentina. Tiene capítulos agregados que no están en la edición alemana original, que corresponden a nuevas experiencias del personaje en Barcelona, en los erosionados macizos de Montserrat, donde tiene su iniciación mística, quizá de manera parecida a como el propio Krumm-Heller tuvo la suya, según cuenta, en las altas montañas del Perú, cuyo aire enrarecido le facilitó el trance cósmico, y de la que salió autonombrándose como el Maestro Huiracocha (dios creador o sublime gobernante), tal como firmó algunos de sus escritos. Dicha novela forma parte de toda una tradición narrativa desarrollada a lo largo del siglo xix, que es la narrativa centrada en un personaje rosacruz, con deriva fantástica por el lado de la inmortalidad o de los poderes sobrenaturales, y que surgió en el contexto gótico con sendas novelas de William Godwin y de su yerno el poeta Percy B. Shelley, llegó a su pico con el Zanoni de Eduard Bulwer Lytton, y que, ante el agotamiento literario, los ocultistas lo retomaron como tema de su propia narrativa, como fue el caso de Krumm-Heller con su novela, y como antes lo había hecho el afroamericano P. B. Randolph cuando escribió su novela Ravalette, que Krumm-Heller conoció, pues la menciona en un artículo sobre Randolph y Blavatsky que publicó en Brasil. En todas estas novelas aparece un rosacruz atrapado en las redes del mundo, pero atento a la alquimia interior, ya sea en tiempos de la Revolución francesa, como en el Zanoni de Lytton, o de la Revolución mexicana, como en la novela de Krumm-Heller, donde hay

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“un neófito que busca la luz, la santa ley de los Nahuas”, pues, según afirma dicho personaje: “Hace tiempo que supe que en México existía una Logia Blanca que podía descubrir al discípulo la secreta sabiduría de los Nahuas. Yo espero recibir aquí esta luz y este conocimiento” (1991, 13). Se extiende así el mito de la Gran Logia Blanca al ámbito americano, que pasa ahora a tener sucursales prehispánicas en México y Perú, que se unen a la cadena iniciática mundial. La primera parte de la novela se desarrolla en México, y se inicia con una versallesca fiesta en el Castillo de Chapultepec, para celebrar el cumpleaños de Venustiano Carranza, a cuyas filas políticas pertenece el futuro iniciado. Ahí es contactado por un indígena rosacruz, que lo lleva a una cueva secreta ahí mismo, en el cerro de Chapultepec, donde tiene una experiencia iniciática, y donde lo llamativo no es tanto el suceso que cuenta (ya usado en ese tipo de narrativa) sino los ingredientes culturales aunados: lo cristiano-rosacruz de Europa y lo nativo mexicano, como queda claro en la cruz usada en la iniciación, pues “en medio de la cruz había un calendario azteca, con la diferencia de que estaba rodeado por siete rosas” y en muchos otros detalles de la trama. Después la historia se desplaza a Alemania y luego a España. Si bien la novela logra en la parte mexicana un buen nivel, en la parte europea aumentan los contenidos doctrinales que aletargan la acción, se establece un buen enredo amoroso que asombra primero, y decepciona después, pues el narrador lo abandona, lo deja trunco. Lo fantástico tiene que ver sobre todo con asuntos de la llamada “cuarta dimensión” (un tema muy discutido en esa época por autores como Nervo y Tablada), que se manifiesta en la historia por medio de portales secretos que permiten llegar a otras dimensiones, tener contacto con iniciados, algunos de ellos longevos, casi inmortales. La novela se abre con una iniciación en una cueva invisible en Chapultepec, y cierra con otra iniciación, ahora en la montaña de Montserrat, en Cataluña. Se abordan directamente asuntos del mundillo ocultista de la época, se ataca a los teósofos pero se rescata el valor de Blavatsky, se menosprecia a los espiritistas. Como suele ocurrir, el personaje rosacruz joven aparece inmerso en una relación de discípulo y maestro, con un rosacruz de mayor

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rango y edad, que en este caso se llama Rasmussen (en quien se percibe al propio autor), y de quien se dice que “en la colonia alemana de México era consejero, y el gobierno de aquella nación le debía señalados servicios”, aparte de ser desde hacía muchos años el cónsul general de Noruega, y es en buena medida el encargado de llevar la voz doctrinal de la novela. Por su parte, el discípulo se llama Montenero, como homenaje al comandante Alfonso Montenegro, joven médico con quien Krumm-Heller colaboró en algunos proyectos, muerto durante el golpe de Estado contra Madero. Dentro de la literatura escrita por ocultistas se dio una narrativa específicamente rosacruz que se vuelve fantástica, de la que la novela de Krumm-Heller es un buen ejemplo, junto con el Ravalette de Randolph ya mencionado, así como la novela de Franz Hartmann Una aventura en la mansión de los adeptos rosacruces (1887), mencionado en el texto de Krumm-Heller. Ninguna destaca como gran literatura. En esto sigue insuperado el nivel estético de Zanoni, hasta ahora la mejor novela rosacruz. Pero a diferencia del resto, que utiliza ambientes y referencias sólo europeos o norteamericanos, el texto de Krumm-Heller introduce toda una zona de intersección con lo mexicano, concebido por él sobre todo desde lo prehispánico, en general, y lo azteca en particular. En su correspondencia nazi, nuestro autor sostenía “la condición de mando de las razas aria y azteca”, su superioridad por provenir del Norte y por su pureza racial. La importancia ocultista de Krumm-Heller como puente entre América Latina y Europa está asegurada, no así su valía literaria, lo que no es problema para él, puesto que la literatura fue ancilar a su labor esotérica. No hubo en él un impulso estético mayor al respecto. El recurso a lo fantástico literario lo hizo en el marco doctrinal del ocultismo finisecular (Blavatsky, Papus, Lévi, entre otros). Es atractiva, y a ratos hasta involuntariamente divertida, la mezcla que hizo de elementos culturales disímbolos (el rosacrucismo europeo y lo prehispánico), con esas extrañas afinidades arioaztecas que logró establecer para sus amados “bárbaros” que vinieron del frío norte a ambos lados del Atlántico.

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El siglo xix fue el inicio de un proceso de creciente diversidad religiosa, que continuó a lo largo del siglo xx hasta la actualidad. Un factor importante en tal proceso fue el romanticismo que, como movimiento intelectual, literario y artístico, influyó a lo largo de toda la centuria victoriana, e intentó combatir la incertidumbre metafísica por la recuperación y/o creación de una religiosidad alterna, que pasaba por la literatura y el arte, pero que no se circunscribía a estos ámbitos. Las instituciones cristianas tradicionales (católicas y reformadas) resultaron para muchos cada vez menos atractivas como opciones religiosas, al grado que algunos autores no dudan en hablar de una descristianización de la Europa decimonónica. A esto se agrega que, como consecuencia de los cambios institucionales y democráticos, esas iglesias habían perdido parte de su poder político por el que lograron imponer sus creencias a la sociedad, de manera autoritaria, durante siglos. Además, los descubrimientos científicos (geológicos, paleontológicos, cosmológicos, etcétera) deterioraron gravemente las explicaciones religiosas convencionales. Así, durante el siglo xix, no sólo se tornaron visibles corrientes religiosas hasta entonces subterráneas (como el hermetismo y la cábala cristiana), sino que también surgieron nuevos afluentes (como el espiritismo y la teosofía). También se incorporaron paulatinamente nuevas fuentes religiosas “orientales”, siendo la más nove1

Publicado originalmente en Poligrafías. Revista de Literatura Comparada, IV, UNAM, 2003.

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dosa el budismo, el que, en las primeras décadas del siglo, todavía no tenía una identidad propia con respecto al hinduísmo, del que no se le diferenciaba.

Budismo y discurso orientalista Como afirma Philip C. Almond, at the beginning of the nineteenth century the Buddhist tradition did not exist as an object of discourse in the West. In the Western imagination, Buddhism is the most recent of the major world religions, its construction and interpretation reaching back a mere century and a half (1988, 139).

Antes de ahondar en la construcción textual del budismo que Occidente realiza, conviene tener presente que el discurso decimonónico sobre el budismo es parte de un discurso mayor sobre el Oriente, el llamado orientalismo, sobre el que haré ciertas precisiones. Siguiendo a Edward W. Said, hay que decir que el orientalismo “es un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental” (1990, 19), y sobre todo de Inglaterra y Francia en el siglo xix, las grandes potencias coloniales en territorios asiáticos y “orientales”. Hay un significado general del término Orientalismo, que supone una distinción ontológica y epistemológica entre Oriente y Occidente, que más adelante veremos para el caso específico del budismo, distinción que asumió una gran cantidad de escritores y pensadores para elaborar sus teorías y textos literarios, políticos y sociales. Así, el orientalismo es una institución occidental que se relaciona con Oriente por medio de declaraciones, posturas y descripciones, para colonizarlo y decidir lo mejor para él. Se trata, pues, de un discurso occidental para dominarlo y reestructurarlo. En consecuencia:

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Buda en español El valor, la eficacia, la fuerza y la veracidad aparente de una afirmación escrita acerca de Oriente dependen... muy poco de Oriente como tal y no pueden instrumentalmente depender de él... todo el orientalismo pretende reemplazar a Oriente, pero se mantiene distante con respecto a él: que el orientalismo tenga sentido es una cuestión que depende más de Occidente que de Oriente, y este sentido le debe mucho a las técnicas occidentales de representación que hacen que Oriente sea algo visible y claro, que esté “allí” en el discurso que se elabora sobre él. Y estas representaciones, para lograr sus efectos, se apoyan en instituciones, tradiciones, convenciones y códigos de inteligibilidad, y no en un Oriente distante y amorfo (1990, 42).

Esta forma de ver el orientalismo nos lleva a pensar, para el caso particular del budismo, que importa no sólo la manera en que se construye la imagen de una alteridad religiosa, sino también la forma en que el discurso así elaborado ilumina el contexto cultural en que fue creado, esto es, las preocupaciones culturales del Occidente decimonónico. De esta manera, buena parte del orientalismo nos dice más de Occidente, su creador, que de Oriente, su criatura. Podemos distinguir variados usos del orientalismo. En lo que se refiere al período moderno, a partir del romanticismo, hay un orientalismo académico, de base filológica e histórica, ávido por establecer la corporalidad textual de ese Oriente variado y fantasmático. Algunas veces este orientalismo académico va de la mano de la política colonial de los gobiernos. Hay también un orientalismo artístico y decorativo, que tiene que ver con el descubrimiento e incorporación de formas estéticas no occidentales (por ejemplo, el arte japonés) al canon europeo, y la inclusión de objetos para decoración de interiores. Este orientalismo artístico, que empieza en las clases altas, va descendiendo de estrato social, esto es, se populariza. Un último uso orientalista que quiero mencionar es el literario, que fue tan poderoso durante todo el siglo xix que incluso llegó a convertirse en una especie de subgénero literario. Sobre esto escribe Said:

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José RicaRdo chaves Creo que es perfectamente legítimo hablar del orientalismo como de un género literario representado por las obras de Hugo, Goethe, Nerval, Flaubert, Fitzgerald y otros... En este género de obras inevitablemente aparece siempre una mitología fluctuante de Oriente, un Oriente que no deriva sólo de actitudes contemporáneas y de prejuicios populares, sino también de lo que Vico llamó la presunción de las naciones y de los eruditos (1990, 78).

Este orientalismo literario va a recibir un enorme impulso de parte del romanticismo, que, con su gusto exotista, hará del Oriente su lugar extraño preferido. Sin embargo, para los románticos, el Oriente no tendrá sólo el encanto del exotismo geográfico y cultural, sino también la fascinación religiosa, al ser visto como la cuna del mito, la magia y la religión. No es extraño, entonces, que uno de los teóricos del romanticismo, Friedrich Schlegel, siguiendo a Herder, diga en su Diálogo sobre la poesía que “en Oriente debemos buscar lo más altamente romántico” (1994, 124). Fue Herder quien había iniciado la revaloración de Oriente como expresión de la naturaleza en su manifestación primordial de vida y espíritu, lugar de la mitología y la poesía originarias. El “descubrimiento” europeo del budismo se dio en la primera mitad del siglo xix, en parte como consecuencia de los intereses imperialistas de Francia e Inglaterra, que se dieron cuenta de las particularidades religiosas de sus colonizados. Para los europeos, no fue fácil distinguir al principio entre budismo e hinduísmo, pues se tendía a asimilar el primero al segundo, debido a que las fuentes de los europeos habían sido hindúes, quienes no veían con muy buenos ojos a los heréticos budistas, por lo que sus prejuicios prevalecieron. La idea hindú de presentar a Buda como una encarnación o avatar del gran dios Vishnú hizo dudar a los primeros europeos sobre si el budismo no sería una secta hindú más, o algo muy distinto, como después se ha venido a reconocer (Buda como un anti-Veda). El caso es que a principios del siglo xix el budismo no tenía un perfil propio, a pesar de los relatos de viajeros, misioneros, comerciantes y diplomáticos que habían fluido a Europa desde Marco Polo.

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Retrospectivamente, es posible distinguir aquellos primeros intentos y ubicarlos dentro de un discurso occidental sobre el budismo, pues en su época permanecían indiferenciados en la vasta nube de “Oriente”. Sólo cuando se comenzó a diferenciar el fenómeno religioso de las colonias fue posible identificar o, mejor, construir cierta identidad del budismo, desde Occidente. Durante las primeras cuatro décadas del siglo xix el budismo fue algo exterior geográficamente hablando, localizado afuera, allá, en la colonia, en otro lugar, para después pasar a ser un objeto textual manipulable desde la metrópoli, tras un proceso de textualización del budismo en lenguas occidentales, esto es, recolección, traducción y edición de textos, provenientes sobre todo del pali, del sánscrito, del chino y del tibetano. Este budismo textual, erudito, permitió de una vez por todas zanjar las incógnitas sobre el carácter histórico de Buda, es decir, Sidarta Gautama, el buda histórico, puesto en duda por algunos, incluyendo su lugar de origen, que se identificó como la India, y no Egipto, ni Persia ni Mongolia, como pensaban otros. La elaboración de este budismo textual produjo un “constructo” ideal que generaba admiración y rechazo al mismo tiempo (alabanza de su ética, repudio de su metafísica atea) y a partir del cual se rechazaba al budismo vivo y contemporáneo de las colonias, al que se le veía degenerado, en decadencia, regenerable en lo bueno que poseía por el evangelio cristiano. Se daba así una justificación ideológica a las empresas misioneras cristianas. Dije anteriormente que el discurso orientalista se levanta sobre una supuesta distinción ontológica y epistemológica entre Occidente y Oriente. Ella se manifiesta en diversas oposiciones como vivacidad e indolencia, razón e imaginación, masculino y femenino, progreso y estancamiento, acción y contemplación, optimismo y pesimismo, para citar unas cuantas, y en las que el primer término, positivo, corresponde a Occidente, y el segundo, negativo, a Oriente. Una vez identificados Buda y el budismo, a nivel religioso se establece el contraste con Cristo y el cristianismo y, para sorpresa de algunos europeos, se encuentran con una figura que, como pocas,

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rivalizaba con la del nacido en Belén, por sus virtudes de ética y sabiduría. Además, el influjo civilizatorio del budismo en Asia era comparable al del cristianismo en Europa y América, con la diferencia, que enaltece al primero, de que sus métodos de expansión fueron sin violencia, y que, donde se instaló, fue religión tolerante hacia las demás, sin pretender exclusividad. Es interesante notar que, dada la antipatía victoriana al hinduísmo, una vez que se identificó al budismo como algo aparte, se comparó a ambos aplicando criterios occidentales para su propio beneficio, y se favoreció al segundo; por ejemplo afirmaciones como éstas: el budismo es al hinduísmo lo que la Reforma es al catolicismo, o lo que el cristianismo es al judaísmo, o bien, Buda es visto como el Lutero de la India. Este tipo de juicios positivos se dan en Inglaterra en momentos de brotes anticatólicos, con lo que este tipo de comparaciones sirve para matar dos pájaros de un tiro: al ave hindú de la colonia y al ave católica de la metrópoli. Vemos aquí ejemplos de afirmaciones orientalistas que hablan más del emisor occidental que del aludido Oriente. Este camuflado objetivo anticatólico en Gran Bretaña se aprecia también en que, cuando se trata de hablar mal del budismo, entonces se recurre a su importante institución monástica para presentarla como decadente y retardataria, semejante a las órdenes católicas. Este creciente entusiasmo, a pesar de todo, por el budismo, que experimenta Europa en países como Inglaterra, Francia y Alemania, llega también a Estados Unidos,2 y, menos, a España e Hispanoamérica, considerados territorios naturales del catolicismo. En esta zona lingüística y cultural, la recepción del budismo va a ser más tardada y sin el respaldo de un aparato erudito y filológico propio. El discurso orientalista español trataba del Oriente mediterráneo, egipcio, musulmán, árabe, pero poco del budista.

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Para el caso estadounidense, cf. el excelente libro de Tweed, The American Encounter with Buddhism 1844-1912. Victorian Culture & the Limits of Dissent (2000). A diferencia de Europa, Estados Unidos recibió migración asiática por el Pacífico, lo que generó un budismo práctico entre ciertos sectores de inmigrantes, y no sólo un budismo intelectual de eruditos, poetas y teósofos.

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Budismo y teosofía El budismo que se vislumbra en la España finisecular no procede tanto de fuentes académicas sino sobre todo ocultistas, y especialmente teosóficas. Entre las diversas corrientes del ocultismo decimonónico, una de las más importantes fue, como hemos visto, la teosofía de H. P. Blavatsky, que justamente se distinguió de las otras corrientes esotéricas de su época por la incorporación sincrética de elementos hindúes y budistas. Esto hizo que, desde cierto punto de vista ocultista “ortodoxo”, se la juzgara como una desviación de la tradición occidental, considerada de corte más bien hermético, cristiano, neoplatónico y cabalístico, y no budista ni hindú. El gran número de miembros de diversas organizaciones teosóficas, así como su importante influjo en los medios artísticos y literarios, hizo de la teosofía la corriente ocultista más importante del siglo xix, sólo comparable en éxito al logrado por el espiritismo y con el que a veces se la confunde de manera errónea. Ambas corrientes habían nacido en los Estados Unidos, el espiritismo a finales de los cuarenta, la teosofía en los setenta, y de ahí se habían propagado a Europa, a la India, a Australia y a América Latina. La recepción entre los adherentes era distinta, variando sobre todo el nivel educativo, más alto entre los teósofos. También el nivel social de sus miembros variaba, más popular el de los espiritistas; más clasemediero y elitista, el de los teósofos. A finales del siglo xix hay un auge teosófico y espiritista en España, al tiempo que un esplendor orientalista, por lo que se tiende equivocadamente a homologar ambos fenómenos. Tanto el ocultismo como el orientalismo son construcciones occidentales, pero son distintas entre sí. A veces tienen zonas en común, como en el caso de la teosofía, pero mantienen identidades separadas. El ocultismo forjó su identidad enfrentado al poder político y religioso, en tanto herejía, mientras que el orientalismo es un discurso elaborado por el poder, desde el poder y para el poder. Ambos se aprovechan de los mayores espacios de libertad cultural, política y religiosa que el siglo xix permite, pero son distintos. El ocultismo, sobre todo el

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teosófico, suele apropiarse de fragmentos del discurso orientalista y usarlo a su favor, mientras que los orientalistas, sobre todo los académicos, buscan alejarse del ocultismo. Por otra parte, Hispanoamérica adopta las ideas espiritistas y teosóficas desde las últimas décadas del siglo xix, en especial por vía de España y Francia, la primera, dada la lengua y la historia compartidas; la segunda, debido a su prestigio intelectual, artístico y literario durante el siglo xix, como bien se aprecia en la francofilia de los escritores modernistas de fin de centuria. A diferencia de España, que había tenido contacto colonial con Oriente en tanto metrópoli, el trato de Hispanoamérica con Oriente había sido más como entes subordinados ante un poder imperial, más de igual a igual en su sojuzgamiento, de colonia a colonia, en comercio y misiones evangelizadoras. No se había generado la necesidad ni la curiosidad de un discurso orientalista para control político y cultural, ni había la infraestructura académica y filológica para sostenerla, por lo que, cuando, a finales de siglo, aparece un endeble discurso orientalista, no surge del dominio imperial de la metrópoli sobre la colonia asiática, sino del influjo cultural metropolitano europeo sobre la región hispanohablante, ella misma excolonia. A falta de una relación más sistemática con Oriente, el incipiente discurso orientalista hispanoamericano de tipo literario tiende mucho a la mímesis metropolitana. Sin orientalismo propio en América Hispana, y sin orientalismo budista en España, la recepción (y la construcción) de Buda en castellano aparece filtrada por el ocultismo finisecular, sobre todo por la teosofía. En términos de estudios críticos, Hernán Taboada (1998) ha acuñado el buen término de “orientalismo periférico” para hablar de la especial construcción latinoamericana en siglo y medio, a partir de textos de viajeros, y en el ámbito más literario, se han revisado orientalismos específicos, como el argentino (Gasquet 2007, Cristoff 2009) o el mexicano, que siento que ha tendido a concentrarse en casos específicos, como Tablada en tanto vanguardista o Rebolledo como poeta erótico o Paz como poeta transcultural.

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Budismo y modernismo literario Pensaba que las primeras referencias y usos concretos de Buda y el budismo estarían en la literatura modernista de fines del xix, tanto en la poesía como la narrativa,3 y así lo creí hasta que me encontré con el libro de viaje de Francisco Bulnes Sobre el Hemisferio Norte, once mil leguas, publicado en 1875 como una suerte de reporte literario de su experiencia de haber ido al Japón como miembro de un grupo científico enviado por el gobierno mexicano para investigar un evento astronómico especial: el tránsito del planeta Venus por el disco solar, anunciado dos siglos antes y que ocurriría en la noche del 8 de diciembre de 1874, con la mayor visibilidad en Japón. Ahí Bulnes hace un recuento de sus experiencias con budistas en Japón y Ceilán (hoy Sri Lanka), y expone algunas de sus supuestas enseñanzas de ateísmo y nihilismo, como era costumbre por entonces en la lectura europea del budismo. No obstante este valioso escrito de Bulnes, es con el modernismo posterior cuando el budismo va a ser tomado en cuenta, no de forma aislada, sino más sistemática, acorde con su exotismo programático. Veremos a continuación algunos autores (un español, un mexicano, un uruguayo, un costarricense y un colombiano) que se refieren al budismo en su trabajo literario desde la perspectiva del modernismo finisecular. El primero de ellos es Juan Valera, crítico, narrador y poeta español al que revisamos a principios de este libro, y quien no fue inmune al encanto orientalista en la literatura y escribió textos valiosos como sus Leyendas del Antiguo Oriente o su última novela Morsamor, con lo que se convirtió en uno de los pioneros de este subgénero en español, como él mismo reconoce en la introducción de sus Leyendas..., tras afirmar que, por desear dar vuelo a su fantasía, se ha refugiado en Oriente. 3

Desde luego hay antecedentes curiosos, como sería el caso de la leyenda de Barlaam y Josafat, una adaptación cristiana de la historia del Buda, muy influyente en la Edad Media, en la que se diluye cualquier elemento específicamente budista, por lo que no vale para nuestros propósitos inmediatos.

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El caso de Morsamor (1899) es más importante, en lo que al budismo se refiere, que sus Leyendas..., que tratan más bien sobre orientales mediterráneos, no de la India. Aquélla es una novela que se desarrolla en la época de esplendor imperial portugués, con colonias en el orbe asiático, como Goa en la India o Ceilán. Cuando los portugueses llegan a este último reino, debido a las ideas religiosas del lugar, piensan que seguramente sus habitantes fueron cristianos antiguamente, gracias a las predicaciones del apóstol Tomás en la India, y que después su cristianismo se había degradado. A continuación, el narrador aclara: La verdad era que lo que creían los portugueses cristianismo viciado era la religión fundada por Sidarta, príncipe de los sakias de Kapilavastu, y predicada en Ceilán algunos siglos antes de Cristo. La moral de esta religión no podía ser más santa ni más hermosa, pero su metafísica era errónea y desconsoladora. En el amor y en la compasión por el infeliz linaje humano, sin distinción de casta ni de jerarquías, estribaba aquella moral, pero no tenía un Dios misericordioso. Su Dios, si tal podía llamarse, era el ser único infinito e indeterminado en quien todo cuanto es y en quien todo cuanto puede ser se contiene. El término de la aspiración , la suprema bienaventuranza de religión tan extraña era romper el límite que nos separa del todo, y perdiendo tal vez la conciencia individual, hundirnos en la inmensidad de la sustancia única, acabada ya la serie de transmigraciones del alma y gozando de inefable reposo. A tales dogmas, sin embargo, el amor y la compasión prestaban, como ya hemos dicho, una moral muy pura (1984, 197).

En este solo párrafo podemos ver varios de los tópicos más comunes de la interpretación decimonónica del budismo: la comparación entre budismo y cristianismo (primero: asombro ante ciertas similitudes éticas; segundo: rechazo de su metafísica); el ateísmo budista y, en consecuencia, su pesimismo; por último, el nirvana visto como absorción y reposo, como extinción (más en una dirección hindú que budista). Este tipo de caracterizaciones del budismo procede en buena medida del orientalismo académico, y habla de las lecturas eruditas

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de Valera, pero en su novela no es tanto este budismo oficial el que domina, sino el procedente de la teosofía de Blavatsky, a quien menciona explícitamente en la narración. De hecho, tanto vocabulario como trama se apoyan en la interpretación occidental del budismo que la teosofía hace. Hay, pues, en la novela de Valera, una yuxtaposición de fuentes académicas y ocultistas sobre budismo, en la que dominan estas últimas. Se encuentra en este texto el tópico teosófico de una geografía especial, aislada del mundo moderno (o en vías de modernización), en donde reside una élite espiritual que conserva una sabiduría intemporal en tiempos de degradación, tópico que más adelante cuajaría en la novela de James Hilton Lost Horizons (Horizontes perdidos), de 1933, dos veces llevada al cine, con la invención de la mítica tierra pura de “Shangri-La”. Pues bien, en Valera ya está planteado este “país de los mahatmas”, como él llama a este espacio aislado y privilegiado espiritualmente. Ahí es donde Morsamor llega y donde tiene la oportunidad de conversar con los sabios budistas, y de ahí es de donde escapa, cuando rechaza sus enseñanzas. Esta utopía himaláyica, que tanto influiría en la percepción occidental del Tíbet y del budismo tibetano a lo largo del siglo xx (cf. López Jr. 1999), tiene en Valera a uno de sus primeros expositores.

Nirvana: la fascinación de una palabra Un segundo autor que se refiere a Buda es Amado Nervo. En su referida prosa poética titulada El castillo de lo inconsciente, Nervo presenta a un héroe en búsqueda de la realización espiritual, quien atraviesa una serie de pruebas iniciáticas, llega a un sitio donde se enfrenta a un guardián que lo separa de su meta y que lo cuestiona al respecto. Así se describe el objetivo espiritual: Ésta es la ciudad del Nirvana de que habla el Buda. Éste es el albergue del silencio interior; éste es el sosegado sueño del yo. Aquí toda indivi-

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José RicaRdo chaves dualidad se diluye como la gota en el agua en el mar... Aquí el maya tenaz desaparece: aquí todo es idéntico con el Todo; la relación de tu ser con el universo acaba... El ser y el no ser son una misma cosa... (2000, 233).

Tenemos en esta nerviana presentación del nirvana budista su asimilación a la idea de extinción del yo, de la individualidad (“tu personalidad naufragará eternamente en este océano de la total amnesia”), lo que genera temor. Esta reacción se confirma en el desenlace de la historia, cuando el héroe debe escoger entre si traspasa el umbral definitivamente o da marcha atrás. Se decide por retroceder, no sin quejarse de su “mísero apego al yo, cadena que nos ligas con tantos eslabones al mundo de la ilusión”. Notemos en este párrafo cómo se mezcla el nirvana budista con la teoría hindú de maya, el carácter ilusorio, carente de sustento ontológico propio, impermanente del mundo “exterior”. Nervo, de profunda extracción cristiana, se siente atraído por el espiritismo y la teosofía, corrientes que estudia y practica cuando puede. Su conocimiento del budismo también procede del ocultismo de la época, muy en la línea del escritor francés Edouard Schuré, autor de un bestseller religioso-literario del fin de siglo xix, Los grandes iniciados, en el que Buda forma parte de una cadena de sabios, místicos y profetas, en la que también están Krishna, Moisés, Orfeo y Jesús. Nervo había leído a Schuré e incluso lo menciona en una de sus crónicas (“Moisés”). Otro autor fascinado por la noción de nirvana es el uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Su cuento titulado “Aguas del Aqueronte” menciona la palabra “nirvana” doce veces en trece páginas, “Budha” cinco veces, y “budhista”, dos. Muy en una línea de estética decadente, Herrera y Reissig establece diversas correspondencias entre la idea de nirvana y otras como muerte, mujer, sueño y morfina, lo que queda manifiesto en el título, con su referencia al río subterráneo considerado por los griegos como límite entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Predomina aquí la visión de nirvana como aniquilamiento, tal como habíase señalado para el caso de Nervo:

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Buda en español Era un sueño flavescente, vago, que flotaba en sus presentimientos como un crepúsculo panteísta, lleno de besos de hermana. Morir en su concepto significaba volver al seno de una patria definitiva, sumergir infinitamente su larga desesperación en los opios familiares con que se halla tejido el regazo del Padre Budha (2000, 11).

La mujer, y la sexualidad con ella asociada, aleja del nirvana místico, pero brinda otro, de naturaleza corporal: “¡Desde esta pelota de cieno me iré a incrustar en los pezones de Nirvana, lotos de sueño infinito!” (13); o bien: “Nirvana me ha seducido. ¡Desde los paraísos espectrales llega hasta mí con silenciosa harmonía la ebriedad triste de sus inmensos ojos inmóviles!...” (18). El nirvana también se vincula con los efectos de la morfina, de la que el personaje del cuento es adicto, “fúnebre saboreador del Néctar de la Muerte”: “¡Debes saber que la serpiente bendita de las planicies del Ganges, aquella que velaba los largos sueños de Budha, brinda para los selectos que ansían desprenderse de las torturas del barro humano este licor nonchalant!” (17-18). En su experiencia morfinómana, el protagonista exclama: “¡Nirvana, Nirvana! ¡Recógeme en tu seno! ¡Ábreme la pagoda de tu lecho ocioso! ¡Qué suave es tu paraíso!” (21), mientras escucha “las quejas cavernosas del perro de Budha que aullábale a la Muerte” (20). En Herrera y Reissig, por otra parte vinculado también al ocultismo y al espiritismo, Buda y su universo retórico aparece en una perspectiva decadente, muy propia del modernismo, que combina erotismo, drogas y un vago misticismo concebido como aniquilación, como deseada liberación del sufrimiento.

Nirvana en versión positiva Otro autor modernista que se refiere a Buda y al budismo es el costarricense Rogelio Fernández Güell (1883-1918), poeta y ensayista, en su libro Psiquis sin velo. Tratado de filosofía esotérica, que es ante todo un texto sobre historia e ideas del espiritismo,

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floreciente en esos tiempos. El libro, publicado en la ciudad de México en 1912, aunque escrito en Baltimore mientras fungía como cónsul de México, está dedicado a Francisco I. Madero, su compañero de creencias, tanto por el lado del espiritismo como por el de la masonería. En la parte inicial del libro primero, cuando hace una exposición del espiritismo en la Antigüedad, al hablar de la India, Fernández Güell se refiere a Buda, en la perspectiva sincrética ya vista en Edouard Schuré de vincularlo con una serie de maestros a lo largo de la historia, cada uno dando una versión apta para cada raza y cultura de, en el fondo, la misma enseñanza espiritual. Relata la historia y leyendas del Buda, sus diferencias con los hindúes. Recoge la comparación europea de Buda como un Lutero, y no puede faltar la comparación con Cristo: De aquella eminentísima figura [la de Buda] han hecho la codicia de los unos y la ignorancia de los otros, un dios, atribuyéndole palabras y milagros contrarios á sus propias enseñanzas. Mas, restaurándole, por decirlo así, en su figura humana, Budha aparece circundado de legítima gloria, como digno precursor del Cristo (1912, 36-37).

Cierra su presentación de Buda refiriéndose al nirvana: Se le condena por su interpretación del Nirvana, creyéndose que él buscaba la libertad del alma en su extinción completa. A este respecto están muy divididas las opiniones de los filósofos. Mas Budha no habló nunca de la nada [...] El espíritu que ha logrado dominar sus pasiones y desterrar sus deseos, queda libre de la rueda de nacimientos y muertes, y entra en el Nirvana, estado de tranquilidad inefable, último grado de progreso, absoluto olvido de las miserias humanas. ¿Goza, sufre, está en inmortal quietud? Esto no se sabe. Lo único que puede afirmarse es que existe, que ha recobrado su primordial pureza, que está en el seno del Sumo Bien. [...] Sólo hemos querido demostrar que Budha jamás predicó la anihilación del espíritu, sino simplemente su libertad (1912, 37).

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A diferencia de Amado Nervo y de Juan Valera, que rechazan la noción de nirvana en tanto la asimilan a aniquilamiento de la individualidad, o que, como Herrera y Reissig, paradójicamente la adopta, desde una perspectiva decadente, por la misma razón disolutiva, Fernández Güell la acepta, pero viéndola más en consonancia con la tradición budista, como un “estado de tranquilidad inefable, último grado de progreso, absoluto olvido de las miserias humanas”, “primordial pureza”, y al final remata su exposición aclarando que “Budha jamás predicó la anihilación” sino la libertad. Más allá de los diversos significados que cada escritor da a la palabra nirvana, que de esta manera comenzó a formar parte del idioma castellano, lo cierto es que todos quedan hechizados con ella, como si fuera cierto lo dicho años después por Borges: Afirmar que la fascinación ejercida por el budismo sobre las mentes y las imaginaciones occidentales procede de la palabra nirvana es una exageración evidente que encierra una partícula de verdad. Parece imposible, en efecto, que esa palabra tan sonora y tan enigmática no incluya algo precioso. Los literatos europeos y americanos la han prodigado raras veces en la acepción originaria; bástenos recordar a Lugones, que la usa para significar la apatía o la confusión (1991, 84).

En tres de los autores finiseculares señalados (Valera, Nervo y Fernández Güell) es claro el filtro ocultista (espiritista y teosófico) a la hora de presentar y evaluar a Buda y sus doctrinas. Tal filtro también está vigente en Herrera y Reissig, aunque más atenuado por la impronta decadentista. Conviene tener en cuenta esto a la hora de hacer un recuento de la recepción inicial del budismo en lengua española, la que continuaría dándose en nuevos autores, ya más entrado el siglo xx, como Octavio Paz, Jorge Luis Borges y Severo Sarduy. Mas restringiéndonos por ahora al momento modernista, en el cambio de siglos del xix al xx, cabe decir que otros autores percibieron este amarre occidental del budismo con los ocultismos epocales como algo negativo y despreciable.

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Rechazo nihilista de Buda Uno de los escritores de extracción católica que rechazaron el budismo finisecular fue el colombiano José Asunción Silva (1865-1896), poeta y narrador, quien, en su novela De sobremesa (1895), al hablar de la crisis religiosa finisecular, escribe: ¿Dudas todavía del renacimiento idealista y del neo-misticismo, espíritu que inquieres el futuro y ves desplomarse las viejas religiones?... Mira: del oscuro fondo del Oriente, patria de los dioses, vuelven el budismo y la magia a reconquistar el mundo occidental. París, la metrópoli, les abre sus puertas como las abrió Roma a los cultos de Mitra y de Isis; hay cincuenta centros teosóficos, centenares de sociedades que investigan los misteriosos fenómenos psíquicos (1977, 211).

Esta yuxtaposición del budismo con otras manifestaciones religiosas finiseculares de tipo ocultista y oriental se repite más adelante en el texto, y de una manera mucho más despreciativa y tajante, como corresponde a un espíritu nihilista y desesperanzado como el de Silva: Neomisticismo de Tolstoi, teosofismo occidental de las duquesas chifladas, magia blanca del magnífico poeta cabelludo, de quien París se ríe; budismo de los elegantes que usan monóculo y tiran florete; culto a lo divino, de los filósofos que destruyeron la ciencia; culto del yo, inventado por los literatos aburridos de la literatura; espiritismo que cree en las mesas que bailan y en los espíritus que dan golpecitos; grotescas religiones del fin del siglo diez y nueve, asquerosas parodias, plagios de los antiguos cultos, ¡dejad que un hijo del siglo, al agonizar éste, os envuelva en una sola carcajada de desprecio y os escupa a la cara! (1977, 226).

De estos dos párrafos de Silva, interesa destacar la asociación por él establecida entre budismo, teosofía, espiritismo y orientalismo, no porque intrínsecamente haya un vínculo entre ellos, sino por el

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momento cultural en que se tornan visibles, el fin del siglo xix, un período de desconfianza e incredulidad ante las religiones cristianas, al tiempo que de conocimiento de otras formas de religiosidad. Fue en este humus sincrético cuando Buda y el budismo hicieron su aparición en lengua española, sin un perfil propio todavía, sin un conocimiento directo de las fuentes textuales y sin una asimilación conceptual y/o práctica más rigurosa por parte de los interesados, como sólo ocurrirá décadas después, ya bien entrado el siglo xx. Aparecieron vinculados al naciente ecumenismo religioso de fin de siglo xix, al ocultismo y a la teosofía, pero también a la literatura, al arte, a las drogas y al aniquilamiento. El interés por el budismo no fue, en el ámbito literario en español, sólo una moda modernista, una curiosidad religiosa exquisita de entresiglos, pues continuó vigente a lo largo del siglo xx, como se aprecia en los casos de Borges, Paz y Sarduy, cuyas lecturas y aproximaciones búdicas fueron más finas que las de sus ancestros poéticos, pues contaron con mejor información y acceso directo a fuentes textuales y a los países mismos mediante viajes. En sus nuevas lecturas, Borges privilegia al Zen, más cercano a su temperamento escéptico, mientras que Paz y Sarduy se sienten atraídos por el tantrismo y sus posibilidades sexuales y eróticas. En su crítica del lenguaje, Paz se interesa por Nagaryuna y su escuela Madiamika, más nihilista/nominalista que sustancialista, mientras que Sarduy se inclina por el barroco budismo tibetano. Por ahora, baste señalar la cuna modernista que acogió al naciente Buda en la lengua de Cervantes.

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La riqueza referencial de corrientes religiosas en la prosa y el verso de Nervo está muy de acuerdo con el ambiente orientalista de entonces que, si bien venía gestándose desde el Siglo de las Luces, fue con el romanticismo y su gusto por lo otro, por lo diferente, cuando realmente cuajó en una gran producción filológica, artística y literaria en toda Europa y América. Así, en el gran libro exotista del romanticismo, Oriente tiene el capítulo más largo e importante. Como la categoría “Oriente”, en cuanto geografía, es muy amplia, conviene aclarar que el Oriente que más le interesó al romanticismo desde el punto de vista de “cuna religiosa de la Humanidad”, no fue tanto el árabe y musulmán, ni el chino y japonés, sino el de la India, que incluso llegó a opacar el prestigio numinoso de Egipto, tierra de la magia farónica aun antes de los griegos, y que durante siglos, por lo menos desde el Renacimiento, había sido visto como el pico místico de la sabiduría pagana, esto encarnado en la figura legendaria de Hermes Trismegisto. La influencia de la India se incrementó por el boom filológico del sánscrito, que incluso logró desplazar en la tradición mágica occidental al hebreo, considerado hasta entonces como la lengua divina por excelencia.

1 Publicado en el libro colectivo Encomio de Helena. Homenaje a Helena Beristáin. Editoras Tatiana Bubnova y Luisa Puig, UNAM, 2004.

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En el ámbito hispano, autores como el varias veces traído Juan Valera y Rafael Urbano, entre otros, ejemplifican el entusiasmo orientalista. Urbano fue un pionero traductor de Nietzsche al español, y también tradujo por primera vez el Dhammapada de Buda. Es interesante este detalle de que Buda y Nietzsche llegaran al idioma español por el mismo traductor, un teósofo, y por la asociación posterior que se hizo entre ambos pensadores: pesimismo, elitismo, ateísmo... Por su parte, Nervo expresa en el porfiriano México de los “Científicos”, en diferentes escritos, la experiencia de una “crisis religiosa”, de una “nostalgia de fe”. Después de haber tenido una infancia y una juventud con una gran carga religiosa e incluso mística de tipo cristiano, sus lecturas y su llegada a la ciudad de México le muestran nuevas posibilidades, sobre todo por las vías del espiritismo y de la teosofía. Esta exploración de Nervo por nuevos senderos religiosos no significó que dejara de ser cristiano, pues continuó siéndolo hasta el fin de sus días, no sin dudas ni regodeos heréticos. Generó más bien un entusiasmo sincrético que lo llevó a sesiones espiritistas y a lecturas teosóficas, y desde esta plataforma ocultista leyó a algunos orientalistas. Como ocurre en buena parte de los modernistas, en Nervo su conocimiento de Oriente no es directo sino que viene mediado por las fuentes teosóficas, que desde el último cuarto del siglo xix se habían dado a la labor de difundir entre lectores educados aunque no especialistas algunas doctrinas búdicas, pero en un contexto sincrético, ocultista, a la larga occidental. Este budismo filtrado (¿deformado?) por la lente teosófica es el que llegó a escritores como Darío, Valera o Nervo, que no lograron distinguir lo que es propiamente hindú o budista de lo que es teosófico u ocultista. La perspectiva sincrética de los teósofos presenta a las distintas religiones históricas como versiones de una misma doctrina original, adaptada a distintos pueblos, culturas y épocas por sus respectivos fundadores quienes, en el fondo, supuestamente, comparten una misma visión del mundo y de lo divino, una sabiduría primigenia. Esta mega-religión original de la que habrían derivado las

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creencias históricas y que se pierde en la noche de los tiempos es llamada teosofía, y podemos verla como una versión romántica de la idea renacentista de una Prisca Theologia o doctrina primordial, expuesta por filósofos como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, sólo que ahora esta idea se presenta a la luz de la modernidad y de la historia, en tiempos posilustrados de positivismo y evolución darwiniana. Los románticos buscaron siempre el origen de las cosas e instituciones: del estado, del lenguaje, de la poesía... Nada extraño que Blavatsky, teósofa filorromántica, no investigase entonces, fiel a esta lógica de búsqueda de orígenes, la religión primordial, la Urreligión. Al problema de no distinguir bien entre filosofía de la India y ocultismo occidental (dado el sincretismo teosófico) se agrega el no diferenciar entre lo que es hinduísmo y lo que es budismo, confusión, por otra parte, más o menos extendida no sólo entre Nervo y los modernistas hispanoamericanos sino también en buena parte de los lectores europeos y americanos, incluso en la crítica literaria (v. g.: Umphrey, 1944). Todavía a principios del siglo xix los europeos no tenían una visión muy clara del budismo, al que solía vérsele como una secta herética del hinduísmo. A lo largo de la centuria se hizo un trabajo de investigación histórica, religiosa y filológica que permitió establecer un perfil propio para el budismo, aunque todavía en un nivel muy erudito y académico que no llegaba a las clases medias, a los artistas y escritores. Los teósofos, algunos de ellos eruditos (aunque no todos con suficiente sentido crítico) median entre este budismo académico y el lector promedio occidental. Además, los teósofos, empezando por Blavatsky, llamaron a su doctrina “buddhismo esotérico”, lo que vino a aumentar la confusión entre budismo y teosofía. Así pues, en el siglo xix podemos advertir la paulatina conformación de un budismo textual en Occidente por medio de un aparato filológico, con traducciones y comentarios, en una esfera académica, así como una versión más popular, contaminada de teosofía, que es la que llega a los medios literarios y artísticos en donde Nervo se desenvuelve.

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Al revisar la producción poética de Nervo, observo cómo las referencias al budismo y al hinduísmo (no muy claramente diferenciados) aumentan en número con el tiempo. Así, de cuatro títulos, es posible seleccionar, en Místicas un poema, en El éxodo y las flores del camino, también uno; en Serenidad, tres y en El estanque de los lotos seis. En el libro Místicas (1898), Nervo plantea lo que será un tema recurrente en su escritura: el de la reencarnación, pero lo hace de manera más bien postiza, como pretexto para contar vidas imaginarias, sin mucha convicción. En el poema “Transmigración” empieza con los versos “A veces, en sueños, mi espíritu finge/ escenas de vidas lejanas” (1972, 1316), (nótese el verbo fingir, que devalúa la acción del espíritu, no usa recordar o atisbar, que imprimirían un sello de realidad a la acción) y a continuación cuenta cómo fue sátrapa egipcio, sacerdote israelí, druida, rey merovingio, trovador (en una línea retórica similar a la empleada por Darío en sus poemas reencarnacionistas como “Metempsícosis” o “Reencarnaciones”), hasta que, en esta vida “temblando acercó los labios al Dios eucarístico”, lo que le produce, según sus palabras, “piadosos resabios,/ y busco el retiro siguiendo a los sabios/ y sufro nostalgias inmensas de fe” (1972, 1317). Como puede apreciarse aquí y en otros textos, el prevaleciente ambiente positivista y liberal de agnosticismo o ateísmo no convence del todo a Nervo (dado su pasado religioso), aunque no deja de afectarlo, haciéndolo cuestionarse sobre sus propias creencias, tornándolo nostálgico de fe. Aunque se habla de transmigración, es una visión cristiana la que cuenta, pues la culminación de la aventura es el éxtasis con un “Dios eucarístico”, no a la manera de un yogui o de un lama; se trata más bien de un místico cristiano, como San Juan de la Cruz o Miguel de Molinos. En el libro El éxodo y las flores del camino (1902) está el poema “Y el Budha de basalto sonreía...”, que luego fuera seleccionado por Jorge Cuesta para su antología de poesía mexicana. Lejos de ser exotista, como el poema recién visto, éste se vuelve cotidiano cuando empieza con “Aquella tarde, en la Alameda”, para dar rienda a tres fragmentos de una secuencia, cada uno coronado con el verso: “Y el Budha de basalto sonreía...”. El primero es el enamoramiento,

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el segundo la decepción, y el tercero es el reconocimiento sabio de la derrota, lo que genera un encanto misterioso: “Derrotado y sangriento muere el día/ y en los brazos del Budha de basalto/ me sorprende la luna misteriosa.” (1972, 1528). No es un poema temático, como el primero, sino más ambiguo, menos declarativo. En Serenidad (1914) aparece el poema búdico más explícito de Nervo, “Renunciación”, en el que habla al propio Buda: “¡Oh, Siddharta Gautama!, tú tenías razón:/ las angustias nos vienen del deseo; el edén/ consiste en no anhelar, en la renunciación/ completa, irrevocable, de toda posesión;/ quien no desea nada, dondequiera está bien” (1972, 1602). En esta primera estrofa, el poeta constata la exactitud de lo dicho por Buda –según su entender– en el sentido del deseo como fuente del sufrimiento y la consiguiente renuncia a sus objetos para no seguir sufriendo. La segunda estrofa amplía el argumento: “El deseo es un vaso de infinita amargura,/ un pulpo de tentáculos insaciables, que al par/ que se cortan, renacen para nuestra tortura./ El deseo es el padre del esplín, de la hartura”. Obsérvese como el deseo es la base de un renacimiento del sujeto que, lejos de ser gozoso, resulta doloroso, lo que puede conectarse con la temática reencarnacionista ya mencionada, y que en este libro vuelve a surgir en otro poema de este mismo libro, “¡Quién sabe!”: En este poema ya no hay la narratividad impostada de “Transmigración”, sino la declaración de simpatía hacia esa teoría post mórtem, simpatía no exenta de duda y de disgusto por la atroz fatiga que significa vivir vida tras vida, sin cesar, verdadero “horror del dogma brahmánico”, con lo que la reencarnación se adscribe a lo hindú más que a lo budista, aunque ambas religiones compartan esa idea de distinta forma. En el hinduísmo hay un alma que pasa de cuerpo en cuerpo; en el budismo no hay un alma que transmigre, lo que pasa de un cuerpo a otro es el resultado negativo o positivo de las acciones volitivas, esto es, el karma, que aparece mencionado en este mismo poema más adelante: “Y si el karma quiso, si hoy ya no lo quiere,/ es cruel que a mi alma tu pobre alma espere/ junto a un mar de sombras, viendo con afán/ las olas que vienen, las olas que van...” (1972, 1642). Esta mención a almas

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que reencarnan nos remite más al hinduísmo o bien a la teosofía (que también es reencarnacionista a la hindú), pero no al budismo, no porque en éste no haya reencarnación sino porque en él no hay alma. Este será un punto que separará a Nervo de una adecuada comprensión del budismo, para el cual el alma no existe más que como un efecto continuo, no como esencia. En estricto sentido, en el budismo no hay reencarnación aunque sí renacimiento. Otro punto de separación es la existencia de Dios, presente en Nervo, no sin dudas y vacilaciones, y ausente en el budismo, en el que hay dioses, pero no Dios creador. En algunos poemas nervianos el budismo es leído con una óptica decadentista, reflejando en las categorías ajenas los problemas propios del poeta occidental. Esto no sólo ocurre con Nervo. También pasaba con el uruguayo Herrera y Reissig, e incluso de una forma mucho más radical, que lee al budismo desde la decadencia modernista, cuando la palabra nirvana seduce a los poetas por su supuesta carga nihilista. Ante el tedio después del hartazgo, se busca la paz, pero no una paz lúcida, como sería el caso de un Buda, sino la paz del inconsciente, del dormido y, de manera radical, la del poeta decadente drogado, como lo expresarán otros escritores como Herrera y Reissig, en Uruguay, o Couto Castillo, en México. El estanque de los lotos se publica el mismo año de la muerte de Nervo, 1919, y su título da cuenta bastante bien de la dimensión orientalista en él presente, por lo que las referencias al budismo y al hinduísmo se multiplican. El loto es la flor sagrada del Oriente, el trono de los dioses y los budas, el fruto victorioso de la planta que nace en el agua fangosa y se abre arriba, en la superficie, a la luz, tras un proceso de ascensión. El libro se abre con tres epígrafes alusivos al loto; me interesa señalar que uno es de Budha: “El agua que rodea a la flor del loto no moja sus pétalos”, y el último es de Swami Vivekananda, un hindú neovedántico del tiempo de Nervo, que dice: “Estad en el mundo, pero no seáis del mundo, como la flor del loto, cuyas raíces se hunden en el cieno, pero que permanece siempre pura”. Tenemos, pues, al inicio del libro, estas marcas ideológicas, una budista y otra hindú.

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El libro se encuentra dividido en cuatro secciones, de las que me interesan las dos primeras, “La conquista” y “Los lotos”. La primera sección se conforma con una secuencia de nueve poemas relacionados entre sí narrativamente, numerados y titulados, en los que se cuenta el amor de un hombre cuarentón por una joven de dieciocho años. Tras tres años de silencio, el hombre confiesa a la joven su sentimiento, quien lo rechaza pues “¿Cómo decir: te quiero sin añadir papá?”. Para superar el rechazo inicial, el hombre recurre a ideas filosóficas, siendo las más importantes las de Buda, Schopenhauer y Nietzsche. De los dos primeros se ponen incluso notas al pie con citas textuales. Para el caso de Buda, las notas siempre señalan sin especificar un tal Evangelio de Budha, que probablemente sea un libro, muy famoso por aquellos años, de Paul Carus (1852-1919), titulado justamente El Evangelio del Buddha, que presenta la vida y enseñanzas del maestro por medio de una antología de las escrituras asiáticas, traducidas por los budólogos del siglo xix. Este libro fue traducido del inglés al español por, otra vez, Rafael Urbano, el escritor y traductor español, ya antes mencionado, tanto de Buda como de Nietzsche. Tras asimilar su coctel filosófico, el cuarentón enamorado (en el poema ocho, “Un año”) llega a la conclusión de que la voluntad (schopenhaueriana) debe dominar al deseo, por lo que se obliga a visitar por un año a la muchacha en papel de amigo, domeñando su amor, hasta que logra superar su apego y exclama: ¡Ya rompí mis cadenas; ya estás muerto, anhelar! Ya destruí del Maya la malla resistente; ya no temo a las cuerdas húmedas del sendero que fingen a las plantas del medroso viajero contacto de serpiente. Escalé ya la cima de la excelencia humana, y tomé por asalto la ciudad del Nirvana. Por fin a la eminencia del gran reposo llego: maté ya toda angustia, vencí ya todo apego. ¡Yace a mis pies el ansia turbadora y tenaz! ¡Estoy en paz..., estoy en paz..., estoy en paz! (1972, 1769).

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Estos versos son importantes porque muestran la fusión que Nervo realiza de dos conceptos filosófico-religiosos de la India: el/ la Maya, que es más hindú, y el Nirvana, que es más budista, sin duda relacionados filosóficamente, pero al fin y al cabo diferentes. Maya, en la filosofía hindú, según lo enseñaban Blavatsky y los teósofos, tiene que ver con considerar al mundo objetivo como una ilusión en tanto impermanente. Afirma la dama ocultista que “según la filosofía inda, sólo aquello que es inmutable y eterno merece el nombre de realidad; todo aquello que está sujeto a cambio por decaimiento y diferenciación, y que, por lo tanto tiene principio y fin, es considerado como maya: ilusión” (1977, 422). Se trata de un concepto que no sólo tiene que ver con el mundo sino sobre todo con el sujeto que lo percibe o, más bien, con el sujeto que lo crea, en un discurso idealista asiático mucho anterior a los europeos Kant o Fichte. En “La conquista”, Nervo junta el Maya hindú con la palabra española malla en tanto red, con lo que, según afirma, ha destruido entonces la red persistente de la ilusión que, en este caso específico, es la ilusión amorosa. En este sentido, el nombre de la amada es simbólico: Helena, que puede ser la de Troya, la evocada por Fausto desde la muerte. El otro concepto que Nervo junta en esta estrofa con maya, es nirvana, tornándolos casi sinónimos. El poeta retoma la metáfora budista que habla del nirvana como de una ciudad, pero la junta con la idea cristiana de cielo, al que, según expresión bíblica, el cristiano debe tomar por asalto. Nervo le da contenido a la palabra nirvana: es “la cima de la excelencia humana”, “la eminencia del gran reposo”, adonde se llega tras matar la angustia y vencer todo apego. La condición nirvánica por excelencia según Nervo es la paz (“estoy en paz” se repite tres veces al final del poema ocho). Acordémonos que ya en “Tedio”, Nervo había declarado su “hambre de paz y de penumbra y de quietud y de silencio altivo y de serenidad”, al tiempo que lo comparaba con el dormir y deseaba “toda una eternidad estar dormido”. Por otra parte, “Renunciación” acaba haciendo de la paz la condición búdica por excelencia. Este hablar de maya y de la ciudad del nirvana ocurre también en otro texto, en prosa, ya no en verso, en

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el ya citado “El castillo de lo inconsciente”, en que el viajero llega a un lugar que es descrito por su guardián de la siguiente manera: Ésta es la divina ciudad del Nirvana de que habla el Buda. Éste es el albergue del silencio interior; éste es el sosegado sueño del yo. Aquí toda individualidad se diluye como la gota de agua en el mar... Aquí el maya tenaz desaparece: aquí todo es idéntico con el Todo; la relación de tu ser con el universo acaba... El ser y el no ser son una misma cosa... (2000, 233).

Encontramos aquí, además de las usuales asignaciones de silencio y sueño al nirvana, una nueva –siguiendo así la errónea lectura europea de entonces–: la de que nirvana supone la anulación del individuo. El poeta habla de la unión de una gota de agua en el mar, comparación también usada en el famoso poema de Edwin Arnold La luz de Asia (1879), libro que seguramente Nervo conoció, pues su éxito fue tal que se tradujo a muchas lenguas, incluidos el español y el francés. Arnold acaba su largo poema biográfico de Buda con el verso “la gota de rocío se pierde en el resplandeciente mar”, mientras que Nervo escribe sobre “la gota de agua en el mar”. Juntar maya con nirvana como hace Nervo no es lo más apropiado, en todo caso debió vincular maya con sunya o sunyata, vacío o vacuidad en el budismo Mahayana, que también apela a la idea de ilusión, en el sentido de darse cuenta (gnosis) de la existencia como de algo fantasmal, sin sustento último o intrínseco, más bien de base onírica, vacía. La diferencia entre estos conceptos estaría en que maya supone una realidad tras la ilusión, un nóumeno tras el fenómeno, mientras que sunyata no: detrás de la ilusión no hay otra cosa, apenas vacuidad, que no es una condición en sí, ni una no-condición, sino una disolución de los contrarios (no una unión ni una superación), un estado de no dualidad. Puede apreciarse que la conquista aludida en el título de la primera parte no es tanto la amorosa como la espiritual, a pesar de que al final ambas son obtenidas por el poeta, aunque la primera sea rechazada porque ha dejado de interesar. Es uno de los pocos ejemplos en Nervo en que el héroe triunfa en su empresa espiritual, pues

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en la mayoría de los poemas y narraciones suele pasar lo contrario: tras un difícil proceso iniciático, al final el héroe sucumbe a la tentación amorosa. En otros poemas de esta segunda parte, “Los lotos”, se reiteran y a veces se afinan ciertos temas. Por ejemplo, en “Lamentación del voluptuoso” Nervo retoma el asunto de maya, el carácter ilusorio del mundo, pero aplicado al campo amoroso.En este mismo poema, la estrofa tercera reitera los tópicos del deseo como cadena gozosa, que ata al sufrimiento, a la reencarnación, a las vueltas incesantes del karma. El deseo es comparado a un brioso corcel al cual se encuentra atado el poeta, como Mazzepa, que murió sentado y atado a un caballo enfurecido. El deseo es esa cadena despiadada que nos hace reencarnar una y otra vez, llevados por los vientos del karma, hasta que por la voluntad y el conocimiento interior se rompa dicha inercia kármica. El incesante renacimiento según el impulso kármico no se aplica sólo al hombre individual sino también al colectivo. El poema “Kalpa”, nombre que alude a un tipo de ciclo en la cosmogonía de la India, un larguísimo período de tiempo, empieza así: “En todas las eternidades/ que a nuestro mundo precedieron,/ ¿cómo negar que ya existieron planetas con humanidades?” (1972, 1771). El poema acaba con una imagen asfixiante del tiempo cíclico. No sólo el hombre, individual o colectivo, renace, sino también los dioses, hasta el gran Brahma, quien está sometido al sueño y a la vigilia, a la vida y a la muerte, en una sucesión infinita de días y noches de Brahma. Por último, en esta muestra nerviana de entrecruzamientos búdicos, está el poema “Liberación”, siempre en la segunda parte de El estanque de los lotos, donde se insiste en el tópico de liberarse de maya, de la ilusión del mundo, del samsara, palabra clave de las religiones de la India y que por cierto no se nota en los poemas visitados en esta trayectoria de lectura. Nervo cree en el alma y en Dios y esto se ve a lo largo y ancho de su obra, no sin dificultades y nostalgias, claro, y se acerca al asunto de la renuncia desde esa óptica cristiana, ajena a la visión budista, en donde no hay alma ni Dios. Nervo hace énfasis en el dolor y no

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en su extirpación, como los budistas harían, que ante la irrupción del deseo adoptan diversos enfoques, según escuelas: el Theravada va más hacia su represión y control mediante la atención constante; el Mahayana aplica antídotos a cada emoción perturbadora; el Tantra acepta la emoción para transformarla en visión y sabiduría, mientras que el Dzogchen identifica el deseo y lo libera, lo deja ir como luz en y desde lo vacío. Mucho de los malos entendidos búdicos que hay en Nervo obedecen a sus fuentes teosóficas. Hay una desconfianza cristiana y positivista ante el supuesto nihilismo budista. A Nervo le faltó revisar fuentes primarias, aunque también en el ámbito académico los prejuicios pululaban, por ejemplo, para los casos del budismo tibetano y del tantrismo. En fin, es posible hablar del “budismo teosófico” de Nervo, sabiendo que, por su época, se estaban pergeñando otros budismos literarios, por ejemplo, el “budismo espiritista” del costarricense Rogelio Fernández Güell o el “budismo decadente” del uruguayo Julio Herrera y Reissig. En cualquier caso, lo mucho o poco de budismo que los poetas conocieran, lo cierto es que se hablaba de él, se escribía sobre él en lengua castellana, sin importar tanto qué tan exacta fuera la calidad de la información en aquellos momentos pioneros. Las semillas de Buda y budismo germinaban así en las letras en español a fines del siglo xix, y produjeron primeros frutos, mieses búdicas del modernismo mexicano, como las escritas por Nervo. Posdata filológica: para las palabras Buda y budismo he mantenido las diferentes versiones que cada autor o traductor usó, pues para el fin de siglo xix y principios del xx no se había fijado una grafía común para ellas. Blavatsky, escribiendo en inglés, había establecido una diferencia entre Budhism, “budhismo” (la religión original de la sabiduría), y Buddhism, “buddhismo” (la religión histórica de Sidarta Gautama). Afirma que su teosofía es “budhismo” pero no “buddhismo”. Nervo y otros autores como Fernández Güell o Herrera y Reissig usan la forma “Budha”, que parece ser la más extendida por entonces. Sin embargo, podemos encontrar también “Budda”, como en Carlos Díaz Dufóo. Estas grafías inciertas son propias del ingreso de nuevas palabras a una lengua anfitriona.

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Al revisar la galería de autores del ocultismo del siglo xix en Europa y América, sin duda uno de los nombres más importantes es el de Helena Petrovna Blavatsky, más conocida como Madame Blavatsky, lo que implicaba para sus contemporáneos en parte un reconocimiento de su estatuto social de origen, respeto vinculado con cierta aristocracia rusa y alemana, aunque también un uso social de señalamiento como sujeto extraño vinculado con la magia, la clarividencia y el espiritismo. Además de escribir sus libros y artículos, Blavatsky fundó una organización de estudiosos, la Sociedad Teosófica, que todavía hoy, poco más de siglo y cuarto después de su fundación, sigue viva en muchos países (México incluido), no con la pujanza de sus primeras décadas, por supuesto, aunque sí resistiéndose a la extinción, como pasara con tantos grupos y logias de tipo ocultista que quedaron en el camino a lo largo del siglo xx. Pese a todo, la organización fundada por ella y sus libros siguen vivos y, en el caso de estos últimos, se siguen publicando en múltiples idiomas, ahora en tirajes populares. En el fin del siglo xx incluso se vivió una situación inédita: la reapropiación rusa de su compatriota Blavatsky con la Perestroika, pues con la llegada del comunismo su nombre y su filosofía habían

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Una versión de este trabajo se publicó en el Anuario de Letras Modernas, Vol. 14, 20072008, FFyL, UNAM.

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sido proscritos. Con Gorbachov, Blavatsky volvió a su patria un siglo después de muerta. También en los medios académicos se ha ido produciendo una nueva lectura de Blavatsky y su teosofía, que pasó del desprecio y la descalificación de autores como Mircea Eliade y Gershom Scholem (a veces sin conocer bien sus libros y más bien espantados por el exótico personaje, o bien influidos por el adverso René Guénon),2 a una reciente revaloración de su lugar en la cultura y en la religiosidad modernas, no de una manera militante sino desde la distancia crítica de la universidad, esto sobre todo en el ámbito de expresión inglesa, que fue el mundo donde más influyó la autora, puesto que a la hora de sentarse a escribir sus grandes obras doctrinales, eligió el inglés como idioma, y no el francés, que le hubiera resultado más fácil, pues lo hablaba y lo escribía con mucha mayor fluidez que el inglés. Recuérdese que su idioma natal era el ruso, aunque sabía, además del inglés y el francés, también algo de alemán e italiano. Así, en el panorama académico de los estudios históricos, cultura2

Con el prurito de poner orden en el resbaladizo mundo esotérico, el tradicionalista Guénon descalificó a teósofos y espiritistas en sendos libros por formar parte de la degradación espiritual moderna, si bien es cierto que ya desde antes el ámbito francés no había sido tan proclive al hechizo teosófico, debido en parte a que poseía su propia tradición “occidental, neocristiana y cabalista”, cuando menos desde Eliphas Lévi, y representada en el fin de siglo XIX por figuras como Papus (a quien visitaron Darío y Lugones en París), Péladan y De Guaita. No obstante, este último autor, el más intelectual de los magos franceses finiseculares, reconoció sin ambages, y pese a sus diferencias, el mérito de la teósofa rusa: “Como pensadora, Madame Blavatsky es sobre todo notable por sus facultades psíquicas e intelectuales de asimilación, que la convierten en un problema insoluble para los profanos. En cambio, ella ofrece a los ocultistas un tema de estudio del más grande interés”. Más adelante aclara que sus críticas “sólo se dirigían a su actitud y sus polémicos procedimientos, pero ya se ve que jamás hemos criticado su valor intelectual. Hoy conviene no recordar más que su talento y sus servicios reales a la causa teosófica” (1992, 54). Más de un siglo después de escritas tales palabras, otro autor francés, Denis Labouré, señala: “Me acuerdo de haber leído El teosofismo de René Guénon. Cierto, debemos a las derivas de la teosofía iniciada por H. P. Blavatsky una parte de la confusión actual en materia de esoterismo. Pero en su libro René Guénon cubría de barro a Madame Blavatsky al juntar chismes que mezclaban lo falso y lo verdadero. Al no haber leído en ese tiempo a Blavatsky, pensé que René Guénon debía de tener razón. Al leer algunas páginas de los tabiques que componen La Doctrina Secreta de esta última, me acomodé a tal idea. Después me sumergí en La voz del silencio, un pequeño libro también salido de su pluma. Ahí, desde la primera página, supe que Guénon estaba equivocado. Cualesquiera que sean las fallas intelectuales de H. P. Blavatsky (citas erróneas, confusiones de todo tipo, sincretismo), comprendí que ella había alcanzado las más altas cimas” (2002, 63).

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les, literarios y religiosos de lo esotérico, se ha abierto sobre todo en las últimas dos décadas un nuevo capítulo dirigido a Blavatsky y el movimiento teosófico. Pienso en estudiosos como Michael Gomes, Paul Johnson, Joscelyn Godwin, Nicholas Goodrick-Clarke, la revista Theosophical History, los posgrados en esoterología, los congresos, todo lo cual nos habla de un buen grado de actividad e interés académicos. Ahora bien, ¿por qué sobresale Blavatsky de sus colegas mágicos del xix? Entre otras cosas, por la vastedad cultural y mitológica de sus planteamientos, que van más allá de las corrientes mediterráneas y occidentales hasta entonces consideradas por los discursos ocultistas, y la integración a este corpus de algunos elementos (a veces descontextualizados o quizá recontextualizados) de extracción hindú y budista (no obstante el esquema general de interpretación sigue siendo occidental, de tipo gnóstico y neoplatónico), todo esto en una síntesis que ella denominó “teosófica”. También sobresale por lograr una sistematización de diversas doctrinas con trasfondo mítico y metafísico, en una dirección moderna y racionalizante, que hasta ahora se mantiene insuperada en magnitud y detalle en el campo ocultista, pese a los intentos en el siglo xx de continuadores con otros trajes, como Rudolf Steiner (con su antroposofía, que es teosofía cristocéntrica), Max Heindel (con su libro El concepto rosacruz del cosmos), o Dion Fortune (con La doctrina cósmica). Además, los campos artísticos, literarios e intelectuales de Europa y América recibieron su influencia en diversos grados: en literatura, escritores como Yeats, Joyce o Lawrence, en el ámbito inglés, o Darío, Lugones o Tablada, en el medio hispanoamericano; en las artes plásticas, artistas como Kandinsky, Mondrian o Klee; en la música, Sibelius, Scriabin o Satie. En este sentido, puede verse no sólo un vínculo entre teosofía y estética finisecular (simbolismo, decadencia, hispanomodernismo) sino también entre teosofía y vanguardia artística, esto es, entre teosofía y modernidad literaria. Pocos ocultistas lograron tal nivel de penetración en las élites creadoras e intelectuales, por un lado, y por el otro en las capas altas y medias, como Blavatsky. Algunos mencionan al mago y ocultis-

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ta francés Eliphas Lévi como rival de Blavatsky en esta irradiación social y cultural de la magia en el siglo xix y principios del xx, pero sin duda su papel, aunque importante, fue menor, más restringido al ámbito francés en recepción (André Breton lo menciona en sus escritos), y a la tradición taumatúrgica de tipo judeocristiano en inspiración. Blavatsky incorpora las materias de Lévi pero va mucho más allá, lo suyo no es sólo magia europea sino también, en un giro orientalista propio de su siglo, cosmogonía, antropogénesis, ética, liberación… a la usanza hindú. Ahora bien, sabemos de la gran influencia de Blavatsky en los círculos artísticos, tal como la presentó, por ejemplo, Sylvia Cranston en su biografía de la rusa cuando se cumplió poco más de 100 años de su muerte. Hagamos ahora un movimiento distinto, casi inverso, y preguntémonos más bien cómo fue ella influida por dichos círculos. Por ambiente familiar, ella pertenecía a una tercera generación de mujeres destacadas en lo intelectual y artístico: una de sus abuelas había sido reconocida por sus méritos musicales, su conocimiento de lenguas extranjeras y sus trabajos científicos en botánica y arqueología, incluso había formado un museo familiar con animales disecados, plantas, rocas, fósiles y numismática. Por su parte, la madre de Blavatsky había sido novelista alabada por críticos como Belinsky, quien la llamó en alguna ocasión la “George Sand de la literatura rusa” (en Cranston 1993, 3), aunque su carrera se vio truncada por su temprana muerte a los 28 años. De gustos feministas, dedicó sus últimos años a la actividad literaria de manera apasionada, lo que la llevó a descuidar su trato con los hijos pequeños. Esto generará en la niña (cuando sea adulta) una ambigua relación con el feminismo, sin llegar nunca a cuajar en un compromiso político al respecto, como ocurrió con otras ocultistas y espiritistas de la época, como Victoria Woodhull en los Estados Unidos, o Annie Besant en Inglaterra. En este sentido, la literatura, el arte, la música, las lenguas extranjeras, fueron cosas familiares para la niña. Fue una infante rebelde que muy pronto mostró preferencia por lo popular y folclórico, por los cuentos de espantos de los sirvientes, como lo señala su tía en una carta:

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Addendum: Sobre la obra literaria de Helena blavatSky Durante la infancia, Helena dirigió todas sus simpatías y atractivos a la gente de la clase baja. Siempre prefirió jugar con los hijos de los sirvientes que con sus iguales y tuvo que ser vigilada para que no se escapara de casa para ir a jugar con niños callejeros (Cranston, 1993, 18).

De adulta siguió manteniendo esta inclinación por lo popular. Desarrolló un notable gusto por la lectura, alimentada por la biblioteca de uno de sus abuelos. Debido a su educación como mujer de clase alta, frecuentó la lectura literaria tanto de autores rusos (Gogol, Dostoievski, a quien tradujo al inglés) como del resto de Europa, por ejemplo Hoffmann y Poe, modelos claros en sus posteriores incursiones en la escritura fantástica. A partir del momento en que abandona a su marido, Nicéforo Blavatsky, Helena (quien curiosamente mantuvo el apellido de su marido y se volvió famosa con él) se desarrollará por poco más de dos décadas en un medio bohemio e incierto de música, teatro y espiritismo, en plena etapa de viajera por diversos países europeos, americanos, asiáticos y africanos. Todo lo anterior nos lleva a la conclusión de que, así como en el futuro la obra de Blavatsky influiría en los medios artísticos e intelectuales, en su infancia y juventud a su vez ella fue marcada por dichos medios, de los que llegó a formar parte, no sólo por su labor religiosa y filosófica, sino también por una producción específicamente literaria que, aunque marginal en el contexto de su obra, manifiesta una calidad y un interés que la tornan digna de atención crítica. En la escritura total de Blavatsky puede distinguirse su obra doctrinal, que es donde destacó, con los títulos que la volvieron famosa, como Isis develada (1877) o La Doctrina Secreta (1888), que exponen su propuesta filosófica y religiosa y que, a la manera del romanticismo de su época, incluyen magia y ocultismo orientalistas. Luego está toda su abundantísima labor de artículos de doctrina y polémica, de distinta extensión, para revistas y periódicos. La tercera parte está formada por su amplia correspondencia (y aquí se podrían incluir las célebres Cartas de los Mahatmas, sus supuestos maestros asiáticos). Lingüísticamente hay que tener en cuenta que hasta aquí se trata de textos escritos, no en la lengua

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materna, sino en lengua extranjera, el inglés, al que no dominaba del todo, por lo que tenía que andar pidiendo asesoría lingüística, sobre todo mientras escribió Isis, su primer gran libro. El último componente de la obra de Blavatsky es el literario, y a diferencia de las partes doctrinal, articulística y epistolar, buena parte de él está escrito en ruso. Se trata de un volumen de narraciones fantásticas (Nigthmare Tales) y dos títulos de crónica viajera por la India, a saber: From the Caves and Jungles of Hindostan, y The People of the Blue Mountains, textos en los que la autora, sin abandonar del todo el objetivo doctrinal, se lanza a la narración literaria y se da la oportunidad de trabajar en un registro de escritura mucho más libre del usual. Veamos el caso de los cuentos fantásticos, escritos en sus últimos dos años de vida (1890-1891), y publicados en diversas revistas, hasta que, después de su muerte, se juntaron bajo el título de Nigthmare Tales (Cuentos de pesadilla). Se trata de seis cuentos (“La cueva de los ecos”, “Desde las tierras polares”, “El campo luminoso”, “¿Puede el doble matar?”, “Visiones kármicas” y “Un misterio sin resolver”) y de dos noveletas, “Una vida hechizada” y “El violín con alma”. Los temas tienen que ver con la magia, la visión a distancia, el desdoblamiento, la hipnosis, el sonambulismo, en fin, buena parte del repertorio gótico y romántico propio de la literatura fantástica de su época, con Hoffmann y Poe como grandes referentes. Sin embargo, como bien lo remarcó en su momento el temprano traductor de estos cuentos al español, Mario Roso de Luna: …mientras que en Hoffmann, Poe, Verlaine, etcétera, el dibujo ocultista por decirlo así, aparece algo confuso, esfumado quizá y débil, aunque siempre hermoso, en las Páginas de la Maestra se muestra activo, vigoroso, vívido, o con luz propia, dado que en aquéllos el conocimiento trascendente venía proyectado de más lejos, por la vía imaginativa o de la inspiración, o por imprudente entrada en el mundo astral mediante el vicio, mientras que en ésta la trama de la fábula responde perfectamente a un clarísimo y deliberado propósito ocultista (1956, 15).

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Poco antes el teósofo español, traductor y escritor él mismo, había adelantado: Porque entre las narraciones de la Maestra y los cuentos macabros de tantos otros autores media una diferencia esenciadísima. Estos los ensoñaron en sus delirios de inspiración o de neurosis de la que acaso fueron víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un fin perfecto y conscientemente ocultista (1956, 11).

A mi juicio, Roso de Luna, debido a su militancia teosófica, exagera el valor doctrinal de estos cuentos, su supuesto total control ocultista por parte de la autora, sobre todo para los cuentos largos o noveletas, a los que incluso llama “modelos de novela ocultista”, a la manera del Zanoni de Bulwer Lytton, aunque de distinta extensión. Mientras que en “Una vida encantada” lo fantástico se produce por el desdoblamiento y la visión a distancia en una forma ya conocida, en “Un violín con alma” el asunto se torna más siniestro, con magia negra, vísceras sangrantes y ambiguas connotaciones sexuales que escapan a la pía lectura de Roso de Luna y quizá hasta a la intención de la propia Blavatsky. Por otra parte, al utilizar el criterio de separar a los autores ocultistas que “saben” de lo que escriben y los autores artistas que apenas intuyen esos asuntos, Roso de Luna sigue el argumento esgrimido por el francés Stanislas de Guaita, cuando juzgaba la diferencia entre Balzac y Péladan al momento de abordar en su escritura el tema del andrógino: este misterio que Balzac balbucía de intuición, Péladan lo formula con el atrevimiento y la autoridad del que sabe, no ya con el febril adiestramiento del que adivina; y tan bien, que se distingue, a través de los modernos emblemas de la novela sintética, la doctrina oculta (1992, 52).

El recurso literario en Blavatsky para exponer asuntos ocultistas forma parte de un patrón generalizado de la magia en tiempos modernos, donde vemos a sus representantes más importantes acudir

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a la escritura literaria para ventilar ciertos tópicos, como si la literatura les brindara posibilidades que el libro doctrinal no permitía. Fueron los casos de Éliphas Lévi, Stanislas de Guaita, Joséphin Péladan, Franz Hartmann, Aleister Crowley, William Judge, Mabel Collins, C. W. Leadbeater, Dion Fortune, Édouard Schuré, Arnold Krumm-Heller, para citar a algunos de los más destacados. También está el caso inverso, cuando los escritores literarios se involucran con el ocultismo y lo tornan elemento clave de su creación (en diverso grado, claro, o en algún momento de sus vidas), como ocurrió con Balzac, Bulwer Lytton, Yeats, George Russell (A. E.), Algernon Blackwood, Conan Doyle, entre otros, casi siempre asociada tal incursión al campo de la literatura fantástica, que parece haber sido el ámbito por excelencia de unión entre magia y literatura hasta principios del siglo xx. Más allá de sus contenidos doctrinales, los cuentos fantásticos de Blavatsky (sobre todo los más largos) cumplen con su cometido literario de narrar y entretener, de atisbar lo invisible, son interesantes, exotistas algunos, pues igual ocurren en el Polo Norte que en Japón, en fin, cualquier lector de hoy que gusta de lo fantástico puede disfrutarlos sin tener que compartir la ideología, lo que de paso suele ocurrir casi siempre que leemos. De los tres libros “literarios” de Blavatsky, uno de cuentos y dos de crónica de viaje, sin duda el más importante es Por las cuevas y selvas del Indostán, una serie de “cartas” o artículos dados por entregas entre 1879 y 1884, en dos publicaciones rusas editadas por Mikhail Katkoff, Crónica de Moscú y El Mensajero Ruso. Con el seudónimo de Radda-Bai, la autora narra sus primeros meses en la India, recorriendo sus templos y selvas, sus grutas, sus ciudades. En sus palabras, se trata de un “peregrinaje filosófico”, pero escrito con técnica y estilo literarios, que funciona como crónica de viaje, pero mezclada con reflexión e información religiosa y mitológica, política y antropológica. Se alternan lo narrativo, lo informativo y lo doctrinal. A lo largo de las peripecias en los múltiples sitios visitados, hay un conjunto de personajes, cuatro occidentales y cuatro indígenas,

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con una narradora para nada crédula, más bien irónica y crítica, con sentido del humor, que por su origen ruso se vuelve sospechosa para los ingleses, pese a su pasaporte americano, quienes sospechan de ella como posible espía en aquellos tiempos del “Gran Juego”, como se denominaba el ajedrez de las potencias europeas para dominar a la India y a sus vecinos, en especial por parte de Rusia e Inglaterra. Sin ser espía, Blavatsky fue una crítica constante del imperialismo inglés, y este fue un factor que quizá influyó en su inicial buena recepción en Rusia.3 Cuando su sobrina Vera traduce y edita las cartas como libro en 1892, primero, no incluye todo el material y, segundo, excluye buena parte de las críticas a los ingleses en la India, pues ella misma estaba casada con uno. Esto quedará muy claro cuando varios años después Boris de Zirkoff recoja todo el material y lo traduzca al inglés adecuadamente: el resultado final de Por las cuevas y junglas… casi duplica en extensión a la primera versión en libro de Vera, aparte de que el conjunto gana en proyección cultural. Fue aquella expurgada e incompleta primera versión en inglés de 1892 y reeditada en 1908 la que fue traducida al español, comentada y publicada en 1918 por Mario Roso de Luna, quien se había convertido en un ferviente partidario de las ideas de Blavatsky, al tiempo que participaba en ateneos literarios y científicos. Tan popular fue, que incluso aparece como el personaje “Doctor Saturno” en una novela corta de Emilio Carrere llamada La conversión de Florestán. Roso de Luna tradujo y publicó en su “Biblioteca de las Maravillas” tanto los cuentos como la crónica de Grutas y selvas… por lo que, dada su proyección hispanoamericana (Roso incluso viajó como conferencista teosófico por algunos países de América Latina),4 permitió que la narrativa de Blavatsky fuera accesible a 3

Desde un punto de vista académico, todo esto y más daría buena materia para los llamados “Estudios poscoloniales”, como ya se ha hecho con inteligencia con las Cartas de los Mahatmas por parte de la estudiosa Gauri Viswanathan en su artículo “The Ordinary Business of Occultism” (2000). 4 Visitó Brasil, Argentina y Chile. En México no estuvo, pero sus libros fueron muy conocidos, como puede verse porque algunas de sus primeras ediciones se conservan en la biblioteca de la Sociedad Teosófica en la Ciudad de México. También sus libros de edición española se conseguían en las librerías de viejo del Centro Histórico, donde personalmente adquirí algunos. Por su correspondencia, sabemos que también estaba al tanto de las acciones teosóficas

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los lectores en español muy rápidamente, aparte de que algunos de los cuentos y fragmentos de la crónica ya se conocían por haber sido publicados previamente en revistas teosóficas de la región, que vivían su época de oro. Él mismo incursionó en lo fantástico con cuentos y novelas. Blavatsky es consciente del lugar especial que ocupa este conjunto de cartas en su obra general, pues afirma: Confieso, ante todo, que mis cartas al Russian Messenger, bajo el título genérico de From the Caves and Jungles of Hindostan, fueron escritas a ratos perdidos, más como entretenimiento que con un propósito serio; es decir, sin un objetivo realmente científico. En general, los hechos e incidentes que en ellas se refieren son verdaderos; pero yo he usado sobre éstos del derecho de todo autor para agruparlos, trastrocarlos, darles el color y la intensidad dramática necesarias para conseguir el efecto artístico. Por esto, repito, este libro es exacto en el fondo, aunque la crítica no deba ver en él sino una verdadera novela de viajes y tratarla con benevolencia (citado por Roso en Blavatsky, 1958, 10).

Roso de Luna, igual que cuando leyó los cuentos, y dada su perspectiva militante, subraya los elementos doctrinales que están en la crónica, aunque tiene que reconocer su autonomía literaria. Tras afirmar que “no se trata de una novela efectiva y genuina”, al final del párrafo dice que “la ficción novelesca es notoria sin disputa” (1958, 24). Creo que justamente en esto reside buena parte de su éxito literario, desde su publicación en Rusia, seguido por sus traducciones al inglés (1892), al español (1918), al alemán (1899) y al francés (1934). Henry Olcott, el colaborador de Blavatsky, escribió sobre su buena aceptación incluso entre sus enemigos: Periódicos no simpatizantes con las ideas de H. P. Blavatsky, como el Times y su fanático homónimo el Methodist Times, que sólo a regañade algunos inmigrados españoles a México, como en el caso de José Antonio Garro, padre de la escritora Elena Garro, cuya infancia teosófica quizá la marcó para su posterior literatura, alguna de traza fantástica.

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Addendum: Sobre la obra literaria de Helena blavatSky dientes publicarían una palabra favorable sobre sus obras más serias, han sido cautivados por sus Cuevas y selvas y seducidos al comentario a favor de sus Cuentos macabros, debido, sin duda, a que se ajustan más a su capacidad mental, mientras las otras obras requieren una mayor paciencia (citado por Zirkoff en Blavatsky, 1993, 11).

Este juicio positivo sobre los libros literarios de Blavatsky entre sus oponentes ideológicos también está presente en una de sus biógrafas recientes más críticas, Marion Meade, quien en su trabajo habla de Cuevas y selvas… como “actually highly skilled fiction” (2001, 204). Aparte de la combinación de narración y comentario, un punto importante de su éxito es su calidad lingüística. Su traductor De Zirkoff advierte: Para los lectores no familiarizados con el ruso, quizás sea conveniente decir que el texto original de Cuevas y Selvas en el idioma natal de H. P. Blavatsky es de un alto valor literario y contiene numerosos pasajes de naturaleza descriptiva que, en cuanto a elegancia estilística, riqueza imaginativa y elevación poética del pensamiento, igualan las más finas producciones de los escritores rusos famosos. Si las consideramos sólo desde el punto de vista del estilo, sin tener en cuenta las ideas que se expresan, las narraciones de H. P. Blavatsky eran el material óptimo que buscaban Katkov y otros editores de la época, y que provocaba la admiración y el interés entre el público lector de su patria (1993, 12).

Tal admiración e interés, como hemos mostrado previamente, no se limitó a sus lectores rusos, sino también de otras nacionalidades conforme se fue conociendo el texto en otras lenguas, hasta la actualidad. Y es que en medio de ese viaje por la India que entretiene al lector, se echan puyas contra el imperialismo inglés, tan nefastos para la antigua India como habían sido los musulmanes. Se observan en Blavatsky varios de los tópicos orientalistas de la época: idolatría y superstición en lo que se refiere a religión popular, idealización de la alta cultura religiosa centrada en los Vedas, sentido de

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degeneración social, el asunto del afeminamiento del hindú. La autora se muestra bien enterada de muchos de los autores eruditos de la época, se refiere a ellos, incluso se permite corregirlos y mofarse de ellos, como en el caso del orientalista Max Müller. El último título literario de Blavatsky también entra en la categoría de crónica viajera, The People of the Blue Mountains (1893). Aquí se trata de la narración del viaje a la tierra de dos pueblos exóticos, casi legendarios, los toddes y los kurumbes, por lo que se presenta con un cierto distanciamiento antropológico: Esta obra no va a aparecer, pues, como se hubiera podido suponer hasta ahora, en la forma de un importante pasaje tomado de la historia medio fantástica de dos cazadores hambrientos y casi moribundos, presa de la fiebre, del delirio provocado por las privaciones, o como una simple llamada al cuento inventado por los supersticiosos dravidianos. Mi libro ha de constituir el reflejo preciso de los informes de un funcionario inglés (1968, 65).

Por supuesto, la imaginativa Blavatsky incumpliría las pretensiones de su personaje en la historia, para suerte del lector, con lo que resulta un texto entretenido. El libro viene cargado con las consabidas críticas a los ingleses, incluso el libro arranca a partir de una polémica sobre las capacidades orientalistas de los rusos en relación con los ingleses. Una lectora contemporánea como Marion Meade ha dicho de People of the Blue Mountains: “it would be probable her finest descriptive writing” (2001, 266). Yo no lo creo: no obstante sus virtudes, este libro no alcanza la magnitud y la complejidad de Cuevas y selvas. Como puede apreciarse en esta más bien rápida incursión por la obra literaria de Blavatsky, hay mucho que decir todavía en torno suyo sobre contexto literario, romanticismo, la relación magia y literatura, las influencias recíprocas entre ellas, las diferentes formas y grados de recepción de sus ideas en autores literarios, sin ir muy lejos, en el propio Roso de Luna, quien escribió su propia novela ocultista El tesoro de los lagos de Somiedo (1916) a la sombra de las Cuevas y selvas de Blavatsky.

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uMpHrey, G. W., “Amado Nervo and Hinduism”, en: Hispanic Review, Vol. XVII, N° 2, 1944, pp. 133-145. vAlAdez Zamudio, Joaquín, La Historia de la Sociedad Teosófica en México. Editorial Orión, México, 1981. vAlerA, Juan, “Leyendas del antiguo Oriente”, en: Obras completas I, Aguilar, Madrid, 1958. _____, Morsamor. Edición a cargo de Leonardo Romero Tobar. Plaza y Janés, Barcelona, 1984. vAriniA, Frida, Agonía de un instante. Antología del cuento fantástico mexicano. Quadrivium Editores, México, 1992. vAsconcelos, José, “Estudios indostánicos”, en: Obras completas III. Libreros Mexicanos Unidos, México, 1959. viAtte, Auguste, Les sources occultes du Romantisme. Librairie Honoré Champion, París, 1979. viswAnAtHAn, Gauri, “The Ordinary Business of Occultism”, en: Critical Inquiry 27, Autumm, 2000, pp. 1-20. weir, David, Brahma in the West. William Blake and the Oriental Renaissance. State University of New York Press, Nueva York, 2003. wellbon, Guy Richard, The Buddhist Nirvana and its Western Interpreters. University of Chicago Press, Chicago, 1968. wellek, René, “El concepto de romanticismo en la historia literaria”, en: Historia literaria, problemas y conceptos. Editorial Laia, Barcelona, 1983, pp. 123-193. zAcHs, Natán, Las leyes del mal. Edamex, México, 1997.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

A Abrams, Meyer Howard 26, 185 Agrippa, Cornelio 118 Alavez, José 124,125,126,127,128 Alighieri, Dante 83, 87 Allegra, Giovanni 35 Almazán, Pascual 13, 21, 22, 113, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 121, 123, 124, 126, 127, 128 Almond, Philip C. 194 Altamirano, Ignacio Manuel 62, 67, 75, 77, 79, 102 Alavez, José 124, 125, 126,127,128 Amadou, Robert 183 Ancona, Eligio 126 Antich, José 36n Antioquía, Cipriano de 164 Apolonio 42, 185 Apuleyo 185 Arévalo Martínez, Rafael 63 Arjuna 91, 93, 94, 95 Arnold, Edwin 88, 219 B Balzac, Honoré de 84, 110, 138, 139, 185, 186, 229, 230 Barba Jacob, Porfirio 63 Barbey d’Aurevilly, Jules 158 Barreda, Gabino 62 Béguin, Albert 26, 69, 184 Bellini, Vincenzo 82

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Benoit, Pierre 123 Berkeley, George 88 Berlioz, Héctor 158 Bertholet, José Leonard 39 Besant, Annie 20, 30, 39n, 41, 61, 89, 90n, 92, 145, 146, 226 Beverly Randolph, Pascal 186 Bhima 63, 93, 94 Blackwood, Algernon 185, 230 Blake, William 54, 88n Blavatsky, (Madame) Helena Petrovna 20, 22, 23, 25, 31, 32, 33, 35, 37, 39,39n, 42, 46, 48, 49, 54, 61, 64, 66, 89, 89n, 90, 90n, 91, 95, 96, 136, 140n, 144, 145, 146, 168, 170, 171, 172, 173, 174, 175, 179, 185, 186, 186n, 188, 189, 190, 191, 199, 203, 213, 218, 221, 223, 224, 224n, 225, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233, 234 Blavatsky, Nicéforo 227 Blavatsky, Vera 231 Bloom, Harold 14n Boito, Arrigo 158, 158n Borges, Jorge Luis 28, 37n, 131, 135, 207, 209 Bravo, Victor Antonio 106, 131, 133 Brenes Mesén, Roberto 34, 145 Breton, André 72, 226 Buda 35, 36, 88, 136, 193, 196, 197,

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Índice onomástico 198, 200, 201, 201n, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 212, 215, 216, 217, 219, 221 Bulnes, Francisco 201 Bulwer-Lytton, Eduard 37, 185, 186, 189, 229,230 Burton, Richard F.,(Sir) 171 C Cabeza de Vaca 121 Caillois, Roger 15 Calderón de la Barca, Pedro 157, 164 Calianu, Ioan Petru 183 Calvino, Juan 115 Campo, Estanislao del 157 Campos, Rubén M. 153 Cané, Miguel 76 Cansinos-Assens, Rafael 37 Capdevila, Arturo 47, 49 Cardano, Jerónimo 117 Cardoza y Aragón, Luis 145 Carlyle, Thomas 37, 88 Carranza, Venustiano 188, 190 Carrere, Emilio 231 Carrillo Puerto, Felipe 71, 72 Carus, Paul 217 Casal, Julián del 47 Caso, Antonio 90 Castaneda, Carlos 174 Castera, Pedro 13, 21, 22, 52, 61, 67, 68, 69, 70, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 108n, 111, 156 Castro, Jorge 39, 40, 41 Castro Leal, Antonio 116, 126 Castro Madriz José María (Dr.) 39, 40 Catherwood, Fredereick 172 Cazotte, Jacques 17, 181 Ceballos, Ciro 149 Cervantes Saavedra, Miguel de 83, 209 Chateaubriand, Francois-René de 77, 105 Chaves, José Ricardo 14n, 82, 108n,

140n Chouciño, Ana 77 Chuang Tzu 134 Cicerón 80, 113 Clarín 37. Véase también Alas, Leopoldo, (Clarín) Climent Terrer, Federico 37, 89, 90n Collin, Rodney 66 Collins, Mabel 90n, 230 Comte, Augusto 162, 174 Conan Doyle, Arthur 31, 184, 185, 230 Corral, Fortino 15 Cortázar, Julio 28, 131, 133 Couto Castillo, Bernardo 149, 150, 151, 152, 153, 216 Cranston, Sylvia 226, 227 Cristoff, María Sonia 200 Crookes, William 31, 42 Crowley, Aleister 22, 66, 174, 175, 175n, 176, 177, 178, 179, 230 Cruz, Juan de la (San) 214 Cuesta, Jorge 214 D Darío, Rubén 16, 21, 22, 28, 30, 35, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 46, 47, 49, 51, 52, 53, 54, 84, 111, 131, 138, 141, 147, 148, 149, 185, 212, 214, 224n, 225 Darnton, Robert 108n Darwin, Charles 31, 98, 136, 160 Dávalos, Balbino 62, 71 Davis, Andrew Jackson 57 Deleuze, Gilles 85 Díaz Dufóo, Carlos 221 Díaz-Pérez, Viriato 35, 37, 46 Dickens, Charles 185 Dixon, Joy 93n Dostoievski, Fiódor 227 Drake, Francis 118 Dr. Atl 22. Véase también Murillo, Gerardo (Dr. Atl) Dumas, Alejandro 82, 105 Duque de Alba 123. Véase también

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Índice onomástico Álvarez de Toledo y Pimentel, Fernando Durand, Gilbert 183 E Eckenstein, Oscar 178, 179 Eliade, Mircea 224 Elías Calles, Plutarco 71 Eliot, T. S. 87, 89 Emerson, Ralph Waldo 37, 88 Empédocles 87 Encausse, Gerard 41 Enrique VIII 115 Erasmo 160. Véase también Róterdam, Erasmo de Evola, Julius 183 F Faivre, Antoine 18, 182, 183 Felipe II 123 Fénelon 88. Véase también Salignac de la Mothe, Francois de Fenimore Cooper, James 171 Fernández de Tinoco, María 64, 147 Fernández Güell, Rogelio 62, 63, 96, 205, 206, 207, 221 Fichte, Johann Gottlieb 70, 181, 218 Ficino, Marsilio 118, 213 Field Povedano, Sidney 33n Filóstrato 185 Fitzgerald, Francis Scott 196 Flammarion, Camille 31 Flaubert, Gustave 44, 110, 158, 196 Fortune, Dion 225, 230 Foucault, Michel 18 Fox (hermanas) 57 Fraser, Howard M. 39n, 48 Frattale, Loretta 36n Freud, Sigmund 72, 133, 134, 134n G Gamboa, Federico 149 Gandhi, Mahatma 88, 145 García Ayuso, Francisco 33

Garro, Elena 232n Garro, José Antonio 232n Gasquet, Axel 200 Gautama, Sidarta/Buda 35, 36, 88, 136, 193, 196, 197, 198, 200, 201, 201n, 202, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 212, 215, 216, 217, 219, 221 Gautier, Théophile 31, 44, 82, 108, 108n, 138, 139, 185 Gelabert y Gordida, Juan 33 Genette, Gérard 48 Godwin, Jocelyn 168, 225 Godwin, William 189 Goethe, Johann Wolfgang von 37, 83, 140, 155, 156, 157, 158, 161, 162, 163, 164, 165, 196 Gogol, Nicolái Vasílievich 227 Goldsmith, Bárbara 92n Gomes, Michael 225 Gómez Carrillo, Enrique 47 González Blanco, Andrés 35, 37 González Blanco, Edmundo 35, 37 González Blanco, Pedro 35 González, Emiliano 131n González Martínez, Enrique 138, 149 González, Refugio I. 93 González Rodríguez, Sergio 57, 62, 65 Goodrick-Clarke, Nicholas 225 Gounod, Charles Francois 155, 157, 158, 158n, 162, 186 Guaita, Stanislas de 31, 186, 224n, 229, 230 Guénon, René 19, 183, 224, 224n Guillén, Claudio 16 Gurdjieff, George 64, 179 Gutiérrez-Girardot, Rafael 34, 131 Gutiérrez Nájera, Manuel 103, 131n, 149, 156, 158n, 162, 164 H Hahn, Oscar 15, 28, 132

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Índice onomástico Hanegraaff, Wouter 185 Hartmann, Franz 191, 230 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 89, 174 Heindel, Max 225 Heine, Heinrich 157 Henríquez Ureña, Pedro 90 Herder, Johann Gottfried von 196 Hernández, Felisberto 28 Hernández, Jorge F. 113 Herrera y Reissig, Julio 148, 152, 204, 205, 207, 216, 221 Hilton, James 203 Himmler, Heinrich 94n Hoffmann, E. T. A. 82, 108, 108n, 134n, 186, 227, 228 Homero 64 Horacio 113 Hörbiger, Hanns 123 Huezo, Francisco 41 Huichilobos 22, 64, 117, 120, 121, 122, 144 Humboldt, Alexander von 87, 89 Huxley, Aldous Leonard 89 Huysmans, Charles Marie Georges (Huysmans, Joris-Karl) 139, 185, 186 I Ingenieros, José 33n Isaacs, Jorge 76 Isherwood, Christopher 89 J Jámblico 185 Jenofonte 80 Jiménez, José Olivio 39 Jiménez, Juan Ramón 37 Johnson, Paul 225 Jordan, Mery Erdal 110 Joyce, James 225 Jrade, Cathy Login 41 Juárez, Benito 113 Judge, Williams 34, 90, 90n, 230

K Kandinsky, Vasili 225 Kant, Immanuel 69, 181, 218 Kardec, Allan 31, 41, 51, 60, 70, 71, 92, 96, 140n Katkoff, Mikhail 230 Kersten, Felix 94n Kipling, Rudyard 36n Kircher, Atanasio (Athanasius) 22, 122, 144, 168, 173 Klee, Paul 225 Krishna 89n, 93, 95, 98, 204 Krumm-Heller, Arnold 22, 66, 179, 181, 187, 188, 189, 191, 230 L Labouré, Denis 224n Lamark, Jean-Baptiste 98 Lamartine, Alphonse de 105 Larrea López, Juan Félix 46 Lawrence, David Herbert 143, 144, 225 Leadbeater, Charles Webster 20, 30, 90n, 230 Leonard, Irving 39, 169 Le Plongeon, Augustus 123, 144 Lévi, Éliphas 26, 31, 186, 191, 224n, 226, 230 Leyva, José Mariano 72, 98 Liszt, Franz 158 López Jr., Donald S. 203 López Marín, Lola 15 Lorrain, Jean 152 Lovejoy, Arthur 184, 185 Lowry, Malcom 177 Lucrecio 87, 104 Lugones, Leopoldo 16, 21, 28, 30, 33n, 34, 35, 38, 40, 41, 46n, 47, 48, 49, 50, 52, 53, 54, 84, 111, 131, 141, 145, 148, 185, 207, 224n, 225 Luna, Saturnino de 117, 118 Lutero, Martín 198, 206

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Índice onomástico M Machado, Antonio 36, 37 Machen, Arthur 185 Macrobio 80 Madero, Francisco I. 22, 42, 43, 51, 57, 60, 62, 63, 66, 71, 72, 87, 89, 90, 91, 92, 93, 94n, 95, 96, 97, 98, 99, 146, 191, 206 Maeterlinck, Maurice 31, 37, 138 Malebranche, Nicolas 88 Mann, Thomas 155 Marco Polo 196 Marcovich, S. 89n Marlowe, Christopher 155, 161, 164, 165 Martí, José 39n, 145 Marx, Karl 174 Maximiliano I de México (Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena) 113 Meade, Marion 233, 234 Medina, Jesús 176, 177 Meléndez, Rebeca 64 Menéndez Pelayo, Marcelino 19 Mercier, Alan 184 Mesmer, Franz Anton 82, 85, 119 Mettra, Claude 183 Milton, John 156, 161 Mirandola, Pico della 213 Mistral, Gabriela 92 Molinos, Miguel de 36, 47, 214 Mondrian, Pieter Cornelis 225 Montaigne, Michel de 160 Montaner y Simón, (Editorial) 45 Montenegro, Alfonso 191 Montesquieu 17 Montoliu, Francisco 37 Morales, Ana María 15 Morgan, Lewis Henry 174 Müller, Max 234 Muñoz, Angel 15 Murnau, Friedrich Wilhelm 161

N Nerval, Gerardo de 44, 157, 185, 196 Nervo, Amado 16, 21, 22, 23, 28, 30, 35, 38, 46, 50, 51, 52, 53, 54, 62, 63, 64, 71, 80, 83, 84, 90, 111, 115, 131, 132, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 149, 155, 156, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 185, 190, 203, 204, 207, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 218, 219, 220, 221 Nietzsche, Friedrich Wilhelm 35, 36, 37, 157, 161, 164, 212, 217 Novalis 37, 70 O Olaguíbel, Manuel 62 Olcott, Henry S. 31, 33, 39, 42, 232 Olea Franco, Rafael 15 Ortega y Gasset, José 146 Osorio Romero, Ignacio 169 Othón, Manuel José 156, 164 Ouspensky, Piotr Demiánovich 64, 66, 179 Ovidio 139 P Padre Elías 60. Véase también Rojas, Roque (padre Elías) Paladino, Eusapia 41 Palancares, Jesusa 60, 65 Palma, Clemente 16, 28, 84, 148 Papus 31, 41, 47, 191, 224n. Véase también Encausse, Gerardo Paracelso 42, 162 Pardo Bazán, Emilia 45 Parménides 87 Payno, Manuel 13, 21, 22, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 155 Paz, Octavio 29, 38, 53, 54, 68, 101, 141, 144, 200, 207, 209 Peckham, Morse 185

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Índice onomástico Péladan, Joséphin 31, 186, 224n, 229, 230 Pérez Montfort, Ricardo 188 Pessoa, Fernando 54, 155 Phillips, Allen W. 149 Pimentel, Luz Aurora 16n Piñeiro Sorondo, Patricio 40 Piñera, Virgilio 28 pitonisa de Endor 60 Platón 75, 139 Poe, Edgar Allan 37, 82, 108, 108n, 184, 186, 227, 228 Pomar, Natal del 113. Véase también Almazán, Pascual Poniatowska, Elena 60, 65, 66 Povedano 33n, 64, 147 Prieto, Guillermo 102 Puysegur, Armando-Marie-Jacques de Chastenet Marqués de 85 Q Quetzalcóatl 22, 144, 147 Quiroga, Horacio 28, 131 R Rachilde 139. Véase también Vallette Eymery, Marguerite Radda-Bai (pseudónimo de Elena Blavatsky) 230 Rambosson 77 Ramírez, Ignacio 62, 102 Renan, Ernest 140n Reyes, Alfonso 52, 90, 157, 164, 165, 168 Reyes, Aurelio de los 111 Richter, Jean Paul 161 Rider Haggard 37 Riffard, Pierre 26n, 183 Riva Palacio, Vicente 102, 114, 116, 126 Rodenbach, Georges 137, 138 Rodríguez y Villar (editorial) 89n Rojas, Roque (padre Elías) 60 Romero, Tobar Leonardo 45 Rosales, José Natividad 57

Roso de Luna, Mario 23, 36, 37, 64, 147, 228, 229, 231, 232, 234 Rousseau, Jean-Jacques 77 Roviralta Borell, José 37, 89 Rukser, Udo 156, 164 Ruskin, John 37 Russell, George 230 S Saborit, Antonio 57, 68, 74, 78, 80, 81 Said, Edward 32, 127, 194, 195 Saint-Martin, Louis Claudede 17 Saint-Yves d’Alveydre, Alexandre 51, 140n Sáinz Medrano, Luis 131n Salgari, Emilio 126 Sandino, Augusto César 72, 145 Sarduy, Severo 207, 209 Satie, Erik 225 Saúl, rey 60 Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph 27, 69, 70, 89, 181 Schindler, Oscar 94n Schlegel, August Wilhelm von 87, 89 Schlegel, Karl Wilhelm Friedrich von 70, 196 Schmitt, Marlene 103 Schneider, Luis Mario 61, 68, 84 Scholem, Gershom 224 Schopenhauer, Arturo 89, 157, 217 Schubert, Franz 70 Schuré, Edouard 37, 51, 140n, 204, 206, 230 Schwab, Raymond 88 Scott, Walter 105 Scriabin, Aleksander 225 Shakespeare, William 64 Shelley, Percy B. 189 Sibelius, Jean 225 Sierra, Justo 126 Sierra Méndez, Justo 62, 114 Sierra Méndez, Santiago 62 Sierra O’Reilly, Justo 116, 117

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Índice onomástico Sigüenza y Góngora, Carlos de 123, 169 Simonin, Louis-Laurent 77 Sinnett, Alfred Percy 136 Smith, José 120 Sócrates 115 Solares, Ignacio 66 Sor Juana Inés de la 22, 80, 101, 123, 169 Soto-Hall, Máximo 39, 40 Spinoza, Baruch 88 Steiner, Rudolf 168, 225 Stephens, John Lloyd 172 Stevenson, Robert Louis 126 Stifel, Miguel 119 Subba Rao, Tallapragada 90 Sue, Eugenio 105 Swedenborg, Emanuel 54, 80, 81 T Tablada, José Juan 21, 22, 64, 71, 131n, 143, 144, 145, 146, 146n, 147, 148, 190, 200, 225 Taboada, Hernán 32n, 117, 200 Tathagatananda, Swami 89 Thoreau, Henry David 88 Tibón Gutierre 71 Todorov, Tzvetan 15, 105, 106, 133 Tola de Habich, Fernando 15 Tolstoi, León 208 Tomás (apostol) 202 Torres Bodet, Jaime 71 Torres, Edelberto 40 Tuveson, Ernest Lee 185 U Umphrey, George Wallace 213 Urbano, Rafael 35, 36, 37, 212, 217

36, 37 Varinia, Frida 131n Vasconcelos, José 22, 90, 91, 92, 99, 144, 146, 146n, 157 Vax, Louis 15 Verlaine, Paul 228 Verne, Julio 77, 79 Viatte, Auguste 26, 184, 185 Victor Hugo 31, 44, 64, 72, 110 Victoria, reina 92, 93n, 178, 226 Villiers de l’Isle Adam, Phillipe 163 Virgilio 28, 113 Vivekananda, Swami 216 Voltaire 17 Vyasa 87 W Wallace, Alfred Russel 31 Weir, David 88n Wellek, René 102, 184 Wheatley, Dennis 123 Whitman, Walt 88 Wilde, Oscar 139, 175 Wilkins, Charles 87, 88, 88n Woodhull, Victoria 92, 93n, 226 X Xifré, José 20, 33, 37 Y Yeats, William Butler 35, 54, 89, 175, 185, 225, 230 Z Zachs, Natán 65 Zirkoff, Boris de 231, 233

V Valadez Zamudio, Joaquín 33n Valderrama, Adolfo 76 Valera, Juan 21, 36n, 37, 41, 43, 44, 45, 46, 47, 54, 111, 201, 203, 207, 212 Valle-Inclán, Ramón María del 35,

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México Heterodoxo. Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX editado por Bonilla Artigas Editores se terminó de imprimir en septiembre de 2013 en los talleres de Formación Gráfica, S.A. de C.V., Matamoros núm. 112, colonia Raúl Romero, C. P. 57630, Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. En su composición se utilizó el tipo Horley Old Style. Para los interiores se utilizó papel bond ahuesado de 90 gramos y para la portada papel couché de 300 gramos. La edición consta de 1,000 ejemplares.

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