Memoria. T. I, 1907-1937 : las promesas del equinoccio
 9788430612055, 843061205X

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HIJO de un oficial del Ejército rumano, Eliade nos *- habla de su infancia durante la Gran Guerra, el Liceo, las primeras amistades, su interés por las ciencias naturales, la filosofía y la literatura, y su viaje a Calcuta, etapa decisiva para su dedicación al estudio comparado de las religiones, en paralelo con una búsqueda personal de las vías de la espiritualidad.

Mircea Eliade

1907-1937

Las promesas del equinoccio

taurus

MEMORIA I 1907-1937

ENSAYISTAS-205

DEL MISMO AUTOR • EN TAURUS EDICIONES

• Imágenes y símbolos (Col. «Ensayistas», n.° 1). • Iniciaciones místicas (Col. «Ensayistas», n.° 134).

MIRCEA ELIADE

MEMORIA I 1907-1937 LAS PROMESAS DEL EQUINOCCIO

Versión castellana de CARMEN PERAITA

taurus

Título original: Mémoire I. 1907-1937. les Promesses de l'équinoxe. © 1 9 8 0 ÉDITIONS GALLIMARD, París.

© 1982, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara,, 8,1, 1.° - M A D R I D - 6 ISBN: 84-306-1205-X Depósito Legal: M-10.558-1983 PRINTED IN SPAIN

PRIMERA PARTE

LA BUHARDILLA

I PRIMEROS RECUERDOS

Nací en Bucarest, el 9 de marzo de 1907. Mi hermano Nicolás era un año mayor que yo. Mi hermana Cornelia nació cuatro años después. Mi padre era de Tucci, en Moldavia, y su apellido auténtico, antes de cambiarlo por el de Eliade, era Ieremia. A lo largo de mis estudios en el colegio utilicé un diccionario francés-rumano que le había pertenecido y en el que estaba escrito su apellido de entonces: Gheorghe Ieremia. Era el mayor de cuatro hermanos, y Constantino, su hermano pequeño, era oficial, igual que él. Había estudiado en la Escuela Superior del Ejército y llegó a ser oficial de Estado Mayor, y hasta general de división, mientras que mi padre, más prudente o menos hábil, nunca superó el grado de capitán. El más joven de sus hermanos, Pavel, debió hacer algunos trapícheos sobre los que la familia prefería guardar silencio, pero terminó trabajando en ferrocarriles. La última vez que oí hablar de él era jefe de estación. Raramente tuve la ocasión de verle; era moreno, igual que mi padre, pero no se le había caído el pelo y tenía mejor prestancia. Su única hermana murió poco después de haberse casado con un maestro. Lo ignoro todo sobre ella. Sólo recuerdo que un día, hacia 1919 6 1920, un joven un poco torpe y con una cabellera rubio estopa vino a visitarnos a la strada Melodiei, donde vivíamos en aquella época. Llevaba el uniforme verde de la Escuela de Montes y mi padre nos lo presentó como nuestro primo César Cristea, el hijo de su hermana. Era un apasionado de la literatura, hablaba con facilidad y distinción y escribía versos. Me gustó inmediatamente. Mi tío el general vivía en Bucarest, en un apartamento grande y lujoso, en el bulevar P. Protopopesco. Su mujer, la tía Heraclia, una rica heredera originaria de Galatz, le había dado dos hijos. Mi tío era rubio, 9

un poco más bajo que mi padre, arrogante y vestía con elegancia. Le encontraba yo incluso una cierta coquetería, a juzgar por el discreto perfume de colonia que emanaba de su persona. Mi más lejano recuerdo es la imagen de un oficial un poco rechoncho, que tenía la costumbre de acariciar y retorcer su bigote, y que interrumpía con una risa brusca frases pronunciadas con una voz un tanto gutural. Nunca supe exactamente por qué razón mi padre y el tío Constantino habían decidido cambiar su apellido Ieremia por Eliade, ni por qué el otro hermano había renunciado a hacerlo y se siguió llamando Pavel Ieremia. Mi padre pretendía que lo habían hecho por admiración hacia Eliade Radulesco, el gran escritor del siglo XIX. Era yo todavía muy joven cuando estuvo por última vez con mis abuelos en su casa de Tecuci, y nunca pude saber si ese cambio de apellido les afectó o no. Todavía recuerdo muy bien a mis abuelos y su casa. Mi abuelo era alto y delgado, muy robusto, canoso. Yo le acompañaba todas las tardes al café, donde jugaba su partida de tric-trac; tenía derecho a mermelada y a lukums y, cuando ganaba, me invitaba a una ración suplementaria. Por la tarde volvíamos a casa por la calle principal. Debía de tener cinco o seis años cuando una tarde, volviendo a casa cogido de la mano de mi abuelo, vi entre las faldas y los pantalones que se movían a mi alrededor a una niña de mi edad cogida ella también de la mano de su abuelo. Nos miramos intensamente a los ojos. Y cuando nos adelantaron, me volvía para seguir mirándola. Ella también se había dado la vuelta y estaba allí, inmóvil. Pasaron así algunos instantes y después nuestros respectivos abuelos nos tiraron de la mano para hacernos andar. Yo estaba trastornado, sin saber la razón, y lo que acababa de ocurrirme era a la vez maravilloso y decisivo. Esa misma tarde descubrí que bastaba evocar la imagen de esa niña apenas entrevista para sentirme deslizar a un estado de beatitud jamás experimentado hasta entonces, y que podía prolongar a mi antojo. En los meses que siguieron evoqué la agradable imagen varias veces al día, sobre todo en el momento de dormirme. Una especie de escalofrío ardiente subía a lo largo de mi cuerpo, invadiéndome por completo, mientras que todo el mundo a mi alrededor se desvanecía. Mi cuerpo no era sino un suspiro, cuya maravillosa irrealidad parecía durar siempre. Durante años, la imagen de la niña apenas entrevista en aquella calle fue el talismán conocido únicamente por mí gracias al cual podía, según mi voluntad, encontrar el refugio de un instante incomparable. Todavía hoy recuerdo el rostro de la niña: hasta entonces nunca había visto ojos tan grandes como los suyos, ojos oscuros e inmensos. Tenía la tez a la vez mate y pálida y ios rizos de pelo negro, que le caían hasta los hombros, resaltaban su blancura. Iba vestida como las niñas de la época. La mo10

da hacia 1911 o 1912 era hacerles llevar una blusa azul marino y una falda roja. Necesité mucho tiempo para no sobresaltarme cuando veía en la calle éstos dos colores juntos. Aquel mismo año tuve que permanecer todo un mes en Tecuci. Durante los paseos con el abuelo, esperaba que apareciera otra vez a la vuelta de una calle la falda roja. Pero nunca la volví a ver: Casi todos los recuerdos que guardo de mi abuela son de otra estancia en Tecuci, en el verano de 1919- Tenía entonces 12 años y leía mucho. Pasaba horas enteras al lado de la ventana con un libro apoyado en las rodillas. Mi abuela, cuando venía a mi habitación, me pedía que leyera en voz alta, con el fin de aprovechar ella también de la lectura de mi libro. Por mucho que la dijera que, escuchando trozos separados sin nada que ver entre ellos, no comprendería nada de la acción, ella insistía siempre. Me dijo que mi tío Constantino lo hacía. En efecto, le leía en voz alta pasajes enteros, aunque tuviera entre sus manos libros de física o química. Tuve que decidirme a hacer lo mismo. Recuerdo haberle leído páginas del Viaje de un rumano a la luna, del que he olvidado hace tiempo el nombre del autor, y también un libro escrito por la Reina María, Ilderim. Mi abuela era menuda, con el pelo gris tirante en las sienes y ojos azul pálido. Aquel verano de 1919 vi por última vez a mis abuelos. Nunca tuve la oportunidad de volver a Tecuci, y mis «abuelos de Moldavia», como se les llamaba, se extinguieron ambos algunos años después. Mi abuelo debía tener entonces 90 años.

Nací en Bucarest, pero el mismo año de mi nacimiento trasladaron a mi padre de guarnición y marchamos a Ramnic. Allí es donde se sitúan mis primeros recuerdos. Vivíamos en una casa con numerosas habitaciones. Recuerdo que había acacias bajo las ventanas. Detrás de la casa estaba el patio y un huerto, qué me parecía inmenso por los albaricoqüeros, los ciruelos, los membrilleros. Mi recuerdo más antiguo es de la época en que apenas tenía tres años. Me veo revoleándome con mi hermano por la hierba en compañía de un gran perro blanco llamado «Picu». A nuestro lado, sentada en un taburete, mi madre charlando con la vecina. A este primer recuerdo le sigue otro. Era por la tarde. Estábamos en el andén de la estación esperando a una tía que llegaba de Bucarest. Había mucha gente. Me habían dado un croissant, que sostenía en la mano y que no me atrevía a comer de lo enorme y prodigioso que me parecía. Lo contemplaba orgulloso, lo exhibía y esgrimía como un trofeo. Al entrar el tren en la estación, nuestro pequeño grupo se 11

agitó y que quedé solo un instante. Apareció entonces delante de mí, surgido de no sé dónde, un niño de cinco o seis años. Me arrancó el croissant, me miró un instante sonriendo, le dio un mordisco y desapareció entre la gente. Mi sorpresa fue tal que permanecí parado en el sitio, con la boca abierta, horrorizado por esa astucia y esa audacia cuyo poder acababa de revelárseme. Otro recuerdo de mis primeros años son los paseos a caballo por los bosques y viñedos de los alrededores de Ramnic. Cuando el coche se paraba al borde de un camino, a la sombra de árboles cargados de frutos, subía al asiento para coger ciruelas. Andando un día a cuatro patas por la hierba del bosque, vi un lagarto azul verdoso brillante, y pasamos el lagarto y yo largo rato inmóviles ambos, mirándonos. No sentía ningún miedo, y sin embargo mi corazón latía a toda velocidad, tal era mi alegría al haber descubierto un animal tan extraño y desconocido, de belleza tan misteriosa. Recuerdo aquel mediodía de verano cuando todo dormía en la casa* Había salido de la habitación, que compartía con mi hermano, a cuatro patas, para no hacer ruido, y me dirigí al salón. Era una habitación que conocíamos poco, ya que no teníamos acceso a ella más que en raras ocasiones, los días de fiesta, cuando mis padres recibían a amigos. Incluso la puerta estaba casi siempre cerrada con llave; pero aquel día, excepcionalmente, se había quedado abierta. Entré a gatas en el salón, y la emoción que sentí entonces me dejó clavado en el sitio. Me encontré trasladado a un palacio de leyenda. Las persianas estaban bajadas y las pesadas cortinas de terciopelo verde dejaban filtrar una luz pálida de color esmeralda, irisada y casi sobrenatural. Tenía la impresión de encontrarme en el interior de una uva gigantesca. Permanecí así un rato, inmóvil en mitad del salón, conteniendo la respiración. Volví otra vez en mí y me puse a gatear en la alfombra, dando vueltas alrededor de los muebles, devorando con los ojos todas las maravillas que me rodeaban: veladores gráciles, estanterías llenas de bibelots, de estatuillas, de piezas de cristal y pequeñas cajas de plata. Me fascinaban los espejos venecianos, que, como capas de agua límpida y profunda, reflejaban mi imagen, pero agrandándola, embelleciéndola, ennobleciéndola sobre todo, dándole una aureola que parecía llegar de otro mundo. No le hablé a nadie de mi descubrimiento: además, me hubieran faltado palabras. Si hubiera tenido el vocabulario de un adulto, hubiera evocado la revelación de un misterio. De igual forma que lo hacía con aquella niña entrevista en un paseo, podía voluntariamente rememorar esa magia verde. Inmóvil y conteniendo el aliento, recobraba mi felicidad de entonces y revivía con la misma intensidad el instante mágico de mi irrupción en ese paraíso bañado por una luz sin igual. He 12

practicado durante años este tipo de ejercicios, consistente en hacer renacer en mí un instante privilegiado, y siempre he logrado recobrar su plenitud inicial. Me deslizaba, aboliendo toda duración, en esos instantes de eternidad reencontrada. Durante mis últimos años de liceo, en mis esfuerzos por superar crisis interminables de melancolía, solía aún refugiarme en la luz de oro verde de aquella tarde vivida en Ramnic muchos años antes. Recobraba la misma placidez, pero ahora se me había vuelto insoportable y no hacía sino aumentar mi tristeza, ya que por entonces sabía que el mundo de que formaba parte el salón y las cortinas de terciopelo verde, y la alfombra en la que gateaba, y esa luz sin igual, era un mundo perdido para siempre.

En 1912, mi padre tuvo que cambiar otra vez de guarnición y la familia fue a instalarse a Cernavoda. Era verano, y recuerdo el sol clavando sus rayos en las orillas del Danubio y en las colinas color almagre, salpicadas de majuelo y de otras flores blancas menudas con los pétalos agostados. Al principio de nuestra estancia, la familia se alojó durante algunos meses en un pabellón situado en el recinto del cuartel. Era el único sitio de la ciudad donde crecía otra cosa además de acacias. Me vuelvo a ver dando volteretas bajo los pinos y los abetos. También recuerdo los grandes parterres redondos sembrados de flores azules. Conservo la impresión de que el jardín del cuartel era el único sitio en Cernavoda en el que había un poco de sombra, ya que la ciudad estaba abrasada por el sol. Un poco después nos instalamos en una casa en la ladera de una colina. Teníamos un jardín con una parra y un cenador. Por fin llegaron nuestros muebles de Ramnic! Aquel día no tuve ojos más que para mi padre, el cual, ayudado por su asistente, desclavaba los cajones, levantaba lentamente la tapa, apartaba la paja de encima e iba palpando con precaución los misteriosos paquetes envueltos en papel de periódico. Nosotros conteníamos la respiración y él iba sacando los paquetes uno a uno, para cerciorarse de que nada se había roto. Iban surgiendo ante nuestros ojos maravillados vasos multicolores, platos, tazas, teteras. De vez en cuando, mi padre se enfurruñaba y se mordía el bigote reprimiendo una palabrota, que se contentaba con mascullar largamente. Después tomaba el objeto roto y lo dejaba con cuidado en otra caja, al lado, ya que era incapaz de deshacerse de él inmediatamente. En el otoño me enviaron al jardín de infancia. Me sentí muy ufano el día que me puse mi primer delantal gris para ir yo solo a la escuela. Ya sabía el abecedario, aunque realmente no veía su utilidad. Sentí la 13

misma indiferencia cuando fui capaz de descifrar sílabas. Las B-A BA y B-U BU no tenán nada de excitante, como tampoco lo tenía el hecho de poder leer de un tirón y sin vacilar «Nuestro país se llama Rumania». Pero, casualmente, un día cayo en mis manos un libro de lectpra de mi hermano, y nada más leer la primera página me sentí incapaz de soltarlo. Es como si acabara de descubrir un juego apasionante y maravilloso, ya que cada línea me hacía penetrar en un mundo desconocido cuya existencia jamás había sospechado. Aprendí cosas increíbles sobre las provincias, las ciudades y los ríos, y también que en otros tiempos existió un eremita llamado Daniel, y que en la ciudad Neamtz había un monasterio, y muchas cosas más que me maravillaron. Estos descubrimientos me satisfacían y abrumaban a la vez. Necesité toda una semana para terminar el libro de mi hermano. Después estuve bastante inquieto, ya que no tenía ningún otro libro a mi disposición para saciar mis ansias de saber. Mis padres poseían varios centenares de libros primorosamente encuadernados en piel, pero Jos tenían encerrados con llave en un armario con puertas de cristal. Sólo podía descifrar los títulos, y muchos eran todavía incomprensibles para mí. Algunos de ellos se titulaban «novela» y recuerdo que mis padres tuvieron una larga discusión acerca de si debían explicarme o no lo que significaba esa palabra. Durante años, mi padre me prohibió leer esas «novelas». Para él, toda novela tenía un tufo inmoral, ya que siempre hablaban de adulterios o de acontecimientos que se desarrollaban en un mundo del que no se atrevían a hablar más que de una forma velada. Mi padre llegó incluso a prohibirme leer cualquier relato de ficción. Tan sólo los libros titulados «narraciones» podían salvarse en su opinión, y tuve que conformarme con ellos durante mucho tiempo. Se me había permitido leer los Cuentos, de Ispiresco, y los Recuerdos de infancia, de Creanga*, cuando surgió un pequeño incidente cuyas consecuencias amargarían el resto de mi niñez. Acababa de entrar en la escuela primaria cuando mi padre invitó a mi profesor para preguntarle su opinión sobre qué libros podría yo leer. Estábamos los tres dejante de la biblioteca. Al profesor le maravillaron los libros de mi padre, sobre todo por las encuademaciones. Cogió un volumen para hojearlo. Todavía lo veo: Era Por caminos lejanos, de,Iorga*. Seguidamente dijo, señalándome con el dedo: —Sobre todo, no le den demasiados libros para leer, eso le cansaría la vista, y no la tiene muy buena. Por eso le he puesto en primera fila en clase, y aun así tiene a veces dificultad para leer lo que escribo en el encerado. * Los nombres seguidos de un asterisco figuran en un índice al final del volumen.

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—Pero si yo veo todo lo que quiero cuando pongo los ojos así, pequeñitos...—contesté yo. —Eso quiere decir que tienes mala vista y que serás miope —aclaró el profesor. Esta revelación tuvo para mí consecuencias catastróficas. En efecto, mi padre decidió que en lo sucesivo, para no cansarme la vista, no podría leer más que los libros de la escuela. Me fue, pues, terminantemente prohibido leer en los ratos de ocio. Además, a partir de entonces, la fuente principal de mis lecturas extraescolares se secó: mi padre cerró con llave el armario y no me dejaba ni siquiera hojear esos libros tan hermosamente encuadernados. Más adelante me di cuenta de que había perdido los mejores años de mi infancia. Sólo podía saciar mi ansia de lectura de una forma circunstancial. Leía todo lo que me caía en las manos; novelas por entregas, Sherlock Holmes, un salterio, una Clave de los sueños... Leía escondido, en el fondo del jardín, en la buhardilla e incluso, a partir de 1914, en Bucarest, en el sótano. Con el tiempo, estas lecturas insípidas y desordenadas empezaron a cansarme. No tardé en descubrir que el placer que se siente correteando por ahí valía la pena por todas las novelas de aventuras. Por eso me dediqué a descubrir los descampados de todo Bucarest. Aprendí a conocerlos todos e hice amistades entre los golfos de los bajos fondos de la capital. Pero esto ocurrió más tarde, después de 1916, tras la retirada de Moldavia que tuvo que efectuar mi padre con su unidad.

Recuerdo las colinas que rodeaban Cernavoda. A veces, mi padre nos llevaba a pasear. Subíamos por senderos polvorientos, calcinados, que serpenteaban hasta lo alto de la colina entre cardos y matojos de ajenjo. Desde arriba, el Danubio, despojado de los sauces y de las brumas blanquecinas, se extendía hasta el infinito. Mi padre no era nada expansivo. Era prolijo, incluso cargante cuando se trataba de «predicarnos la moral», como él decía, pero enmudecía frente a cualquier situación nueva, inhabitual; es decir, en cuanto las relaciones familiares dejaban de estar en juego. Nos sentábamos al borde del camino. Mi padre se quitaba el quepis, se pasaba un pañuelo por la frente y se retorcía el bigote sonriendo. Nosotros adivinábamos por su expresión que estaba contento y le hacíamos múltiples preguntas^ Ocurría muchas veces que estas preguntas eran exactamente las que él esperaba de nosotros. Sabíamos que nos consideraba a ambos a mi hermano y a mí, dos chicos inteligentes y de notable talento. Creía incluso que estábamos especialmente dotados para la música y nos tomaba por niños f

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prodigio. Aunque estaba contento oyéndonos preguntar cosas que reforzaba su fe en nuestra propia inteligencia, nos daba, sin embargo, respuestas sucintas, casi monosilábicas, con tono indeciso. Regresábamos por un camino diferente que nos llevaba muy cerca del puente del Danubio. A veces teníamos la suerte de ver pasar lentamente, como una oruga gigante, un tren de mercancías. Un día, al bajar, vimos surgir ante nosotros, a la vuelta del camino, a una niña tártara que debía tener nuestra misma edad y que le regaló a mi padre, sin decir una palabra, un ramo de flores blancas y azules. Los tres nos quedamos muy sorprendidos. Era la primera vez que mi hermano y yo veíamos a una pequeña tártara. Su cabello y sus uñas estaban pintadas de rojo y llevaba pantalones largos bombachos. Mi padre sonrió, le dio las gracias con cierta torpeza, unos golpéenos en el hombro y, no sabiendo muy bien cómo manifestar su agradecimiento, agitó su gorra en el aire para saludarla. En primavera, la escuela entera venía a escalar estas mismas colinas. Recuerdo una excursión, un día de marzo increíblemente caluroso para la época. Cuando llegamos arriba yo tenía mucha sed, y como nadie había traído agua, me puse a comer nieve. Aún quedaba un poco en los lugares resguardados, al fondo de los barrancos. Necesité dos semanas para recuperarme. Al volver de la escuela siempre tenía mucha sed. Volvía corriendo y peleándome a carterazos con mis compañeros, de modo que llegaba a casa sudando a mares y lleno de polvo. Antes de saludar a nadie, corría a la fuente y bebía de un tirón varios vasos de agua fresca. Esto duró hasta el día en que mis padres decidieron contratar a un aya para que nos enseñara el francés. Un buen día, mi padre cogió el coche para ir a la estación y volvió con una señora mayor, morena, que ostentaba en el rostro una gran verruga negruzca y que apestaba a tabaco. Hablaba rumano perfectamente y no paraba de liar cigarrillos sobre una tabaquera llena hasta la mitad de tabaco rubio. Aquella misma tarde advertí que mis padres, sobre todo mi madre, estaban decepcionados. El aya era demasiado mayor, fumaba mucho y su francés era sólo aproximado. Permaneció con nosotros solamente algunas semanas, y fui yo quien, sin querer, proporcionó el pretexto para su despido. En efecto, el aya me había prohibido que bebiera agua fría al volver del colegio mientras estuviera sudando. Se me había prohibido también acercarme a la fuente, incluso ir a la cocina o al comedor. Hasta la cena no podía salir de nuestra habitación» de la habitación de los niños, que era también la del aya. Yo no podía más de sed. Un día, aprovechando que me había dejado solo, me puse a hurgar en los armarios y encontré un frasco con una etiqueta de «Acido Bórico». Sabía que lo utilizaban coló

mo desinfectante, pero tenía demasiada sed, así que me bebí la mitad del frasco. Algunas horas más tarde me sentí mal y tuve que confesarle todo a mi madre. Tumbado en la cama y fingiendo estar más enfermo de lo que realmente estaba, oí con júbilo el intercambio de frases poco agradables entre mi madre y el aya; el tono subió muy aprisa, hasta llegar a ser vehemente.

En Cernavoda, igual que en Ramnic, teníamos un coche de caballos. Mi padre, aunque oficial de Infantería, sentía pasión por los caballos. Aun siendo muy discreto sobre su infancia y su adolescencia en Moldavia, siempre nos hablaba de los caballos que montaba en pelo cuando era joven y de los lagartos que escondía debajo de su camisa para llevarlos a casa. Seguramente heredé de él la pasión que sentí durante toda mi infancia por los animales. Lo más curioso es que el único accidente algo grave que sufrió mi padre lo provocó su caballo favorito. Durante la campaña de 1913, mi padre fue herido en un hombro La herida era leve pero el caballo se asustó, dio un bote y tiró al suelo a su jinete. Mi padre tuvo el brazo escayolado varios meses. Nuestro coche está ligado al recuerdo más dramático de mi infancia. Mi madre regresaba de Bucarest, y habíamos ido todos a esperarla a la estación. Volvíamos con el coche lleno de maletas y paquetes, y seguíamos la carretera que pasa por delante del puente. Era una carretera horrible, quebrada, polvorienta, que en cierta parte de su trayecto tenía una bajada casi vertical. En un momento, por causas desconocidas, los caballos se asustaron y se embalaron justo cuando empezaba el descenso. El cochero y mi padre agarraban las riendas y tiraban de ellas con toda su fuerza, pero en vano. El coche se había vuelto loco. Bajaba la cuesta a una velocidad infernal, con todos los ejes crujiendo y dando bandazos. Las ruedas se levantaban del suelo y volvía a caer brutalmente, y a veces la caja chocaba con los caballos, lo que los asustaba más todavía. Mi madre se puso a gritar y, no sabiendo qué hacer, nos rodeó con el brazo a mi hermano y a mí, mientras que con la mano que le quedaba libre tiraba los paquetes a la cuneta. Este gesto me pareció tan falto de sentido que me agarré a sus rodillas rogándola que no lo hiciera, ya que todos estos paquetes debían de estar llenos de cosas buenas y regalos que nos había traído. Mi hermano Nicolás 5e había cogido del brazo de nuestra madre, demasiado asustado para llorar. Mi madre me sujetó con el otro brazo y me estrechó contra ella. Entonces lo comprendí: el coche bajaba en dirección al puente, hacia la orilla del Danubio, que en aquel lugar formaba un acantilado. Durante años no 17

he podido evitar revivir ese momento interminable en que todos esperábamos caer por el precipicio. Tenía miedo, pero al mismo tiempo estaba tan fascinado por él que no me daba' cuenta de que todo iba a terminar allí. Más tarde, cuando recordábamos el incidente, mi madre pretendía que yo, inconscientemente, esperaba un milagro. A la entrada del puente había un centinela que comprendió rápidamente que los caballos estaban desbocados y corrió a nuestro encuentro. Cogió su fusil con ambas manos y lo agitó en el aire, gritando al mismo tiempo. Dos compañeros suyos llegaron corriendo y entre los tres lograron parar el coche tan sólo a unos metros de la orilla. Mi padre se bajó del coche y abrazó a los soldados. Los caballos todavía resoplaban y agitaban la cabeza en todas direcciones, como para alejar la visión de un espectro. Éste fue seguramente el último paseo que di en coche. El verano de 1914 lo pasamos en Tekirghiol, y en otoño, poco después de que se declararan las hostilidades, mi padre fue trasladado a Bucarest.

Mi padre decidió, al ver niños escrofulosos —este encuentro fortuito le había impresionado profundamente, como después comprendí— llevarnos a Tekirghiol todos los veranos a tomar baños de lodo. Recordaba lo que de nosotros le había dicho el médico del regimiento; a saber, que éramos «linfáticos». Para prevenir esta triste eventualidad nos llevó a Tekirghiol. Yo tenía cinco años, y el tren iba a llegar a Constanza cuando divisé el mar desde la ventanilla. Cuando aún tenía los ojos deslumhrados por este descubrimiento maravilloso, mi padre nos hizo subir al autobús de Tekirghiol. Pronto atravesamos un campo lleno de amapolas y de acianos, donde el aire olía a flor seca, a polvo y a sal. Estaba asombrado por estos olores nuevos y exóticos. A poco llegaron hasta nosotros los olores de la laguna, del ghiol, las ráfagas cargadas de azufre y de alquitrán que se agarraban a la garganta. Una hora más tarde, el autobús se detuvo ante la posada de Vidrighin, a la entrada de Tekirghiol. Entre las riberas fangosas del ghiol se extendían sus aguas bajas y como cargadas de aceite. Nos adelantó un coche levantando una espesa nube de polvo a través de la cual el autobús, que ya había reanudado su marcha, avanzaba con dificultad. Todos los viajeros se taparon la cara con el pañuelo y de este modo el autobús nos dejó en pleno centro. En 1912, Tekirghiol no era más que un pueblo cuyas casas dignas de llamarse así eran más bien escasas: un hotel moderno, algunas posa18

das, el establecimiento termal, los edificios sombríos de las colonias de vacaciones y cuatro o cinco chalets. En la colina, invisibles por estar demasiado apartadas de la carretera, había, diseminadas, chozas de un poblado tártaro. Aquel año mi padre había alquilado por dos meses una habitación grande en un chalet. La familia en pleno iba cada mañana a tomar el baño de lodo. Después regresábamos a toda prisa para meternos en la cama y sudar. A mediodía teníamos que dormir al menos una hora de siesta. A mi padre le gustó tanto esta primera experiencia que decidió inmediatamente que necesitábamos tener allí nuestro propio chalet, para poder ir todos los veranos. Aquel mismo año adquirió un terreno en lo alto de la colina. Una año más tarde nos esperaba un esbozo de chalet. No había más que dos habitaciones, una terraza y una cocina en el patio. Como el pozo no estaba todavía terminado, teníamos que acarrear el agua desde una casa vecina. El terreno era duro, calcáreo; tuvimos que abrir el pozo a base de explosivos y sólo encontramos agua a más de quince metros de profundidad. Mi madre se dio cuenta entonces de cómo se habría precipitado mi padre al adquirir un terreno tan alto: costó más hacer el pozo que una habitación. También es verdad que teníamos el agua más fresca de todo el pueblo, aunque había que dejarla reposar antes de bebería por lo turbia que salía. En cuanto a la cuesta que conducía a nuestra casa, era tan pendiente que ningún coche podía subirla. Desde la parada del autobús, cargados como íbamos con maletas y paquetes, incluso con la ayuda de un mozo, necesitábamos un cuarto de hora largo para llegar a nuestro destino. Los días de mucho calor, al regresar del baño, la subida era un verdadero calvario. Cuando íbamos de compras al pueblo, no podíamos olvidar nada, ya que en ese caso tendríamos que esperar media hora larga para que alguno de nosotros fuera y volviera a paso gimnástico. De cualquier forma, el espíritu de empresa se había apoderado de mi padre por completo. Calculó que si añadía algunas habitaciones a nuestro chalet, podríamos adquilarlas durante el verano, y con aquel dinero ir reuniendo una dote para mi hermana Cornelia, aunque por aquella época no tenía más de dos o tres años. El año siguiente, la «Villa Cornelia» tenía seis habitaciones. Ignoro cómo y cuándo se amueblaron; la cosa es que, poco después de nuestra llegada, vimos llegar inquilinos. Mi madre había procurado en vano de frenar las ansias de grandeza de su marido: éste quería no sólo poner un huerto, sino también un jardín frutal e incluso construir un invernadero. Durante todo el año, en cuando podía, se escapaba de Bucarest o de Cernavoda para venir aquí a plantar árboles o a agrandar el jardín. Incluso había comprado un terreno contiguo al chalet, situado detrás, en la ladera, con el fin de edificar una segunda cocina y habitaciones para los 19

criados, lo cual, según creía, le permitiría atraer clientes más adinerados. La entrada de Rumania en guerra, en 1916, puso punto final a los proyectos y ambiciones de mi padre. Durante dos largos años ignoramos totalmente qué había pasado con la «Villa Cornelia». Cuando pudimos volver a Tekirghiol, durante el verano de 1919, no quedaban de ella más que los muros. Uno de nuestros vecinos nos dijo que el chalet había sido ocupado y luego saqueado por las tropas búlgaras. En todo caso, gran parte del mobiliario estaba repartido en muchas casas del pueblo. De los veranos pasados en Tekirghiol, en mi primera infancia, recuerdo todavía los crepúsculos que íbamos a contemplar desde lo alto de la colina, a última hora de la tarde, entre los euforbios y las amapolas. A nuestros pies se extendía el ghiol, hasta Eforia y Tuzla. Más allá, como un dique inmenso que sostenía el cielo, estaba el mar. Más cerca de nosotros, y a nuestra derecha, podíamos ver las plantaciones donde comprábamos sandías y melones. Al otro lado, pero detrás de la colina, se ocultaban los tártaros y sus chozas. Al caer la noche se oía ladrar a sus perros, al mismo tiempo que llegaba hasta nosotros un humo acre de boñiga de vaca mezclada con paja que los tártaros quemaban en sus hogares. Durante mucho tiempo ese olor sofocante fue para mí el símbolo mismo de la Droboudja, esa provincia evocadora de las Mil y Una Noches.

Cuando llegamos a Bucarest, al principio del otoño de 1914, las obras de nuestra casa de la strada Melodiei no estaban aún acabadas. Pasamos, pues, algunas semanas en la casa que había pertenecido a mis abuelos paternos, al final del bulevar P. Protopopesco. Era una casa fabulosa que yo conocía desde mi más tierna infancia. Fui allí por primera vez un día de primavera, a la edad de cuatro o cinco años. Conservo el recuerdo de una propiedad inmensa, rodeada de graneros y establos, y un huerto que no se acababa nunca. No me equivocaba, ya que, efectivamente, era inmenso. La primera vez que llegué hasta el final fue a los ocho años. Fui con mi hermano y la más joven de las hermanas de mi madre, Viorica, tan sólo unos años mayor que nosotros. El huerto terminaba en un talud cubierto de hierbajos, donde se pudría lo que había sido el gallinero. Había ladrillos viejos por el suelo. Una cerca de madera carcomida, sujeta aquí y allí por enormes estacas, cercaba el terreno. En cuanto llegamos al final del huerto subimos al talud para mirar al otro lado de la cerca. Sólo vimos otros árboles, albaricoqueros, 20

ciruelos, membrillos; es decir, todo lo que ya conocíamos del huerto de nuestros abuelos. Pero en lugar de los chillidos de los pájaros y los ladridos a los que estábamos acostumbrados, oíamos el bordoneo de las abejas y otros ruidos tan tenues como misteriosos. —Aquello también era nuestro antes— nos dijo Victoria. En efecto, cincuenta años antes todo el terreno que se extendía ante nosotros había pertenecido a mi bisabuelo. En aquella época aún no se había construido el bulevar; en su lugar había huertos y frutales. La feria de ganado estaba muy cerca. La casa de mis abuelos había sido en otros tiempos posada; en el salón grande todavía podía verse parte de los mostradores y de las estanterías con tarros de cerámica, muchas botellas viejas y vasos. En un rincón de la habitación, detrás del mostrador, estaba la trampilla que daba a la bodega. Mi abuelo bajaba antes de la comida para sacar vino fresco de uno de los barriles. Mis tíos maternos me contaron más tarde que mi bisabuelo había tenido que renunciar a dirigir esta auténtica caravanera, y durante diez años se conformó con convertirlo en taberna. Uno de mis tíos recordaba la época en que al llegar de la escuela encontraba el salón lleno de gente. Su padre, mi abuelo, le pedía que recitara poesías para distraer a los clientes, tratantes de caballos y de ganado. Más tarde, después de la muerte de mi bisabuelo, mis abuelos quitaron también la taberna. La familia había aumentado y hubo que hacer más habitaciones. Mis abuelos maternos tuvieron catorce hijos, de los cuales murieron tres de corta edad. La mayor de las hijas estaba ya casada cuando mi abuela trajo aún al mundo dos hijos más: Viorica y Traian. Durante nuestra estancia en la antigua posada del bulevar terminaron de construir, detrás de la antigua posada, otra casa, en la que vivían tres de mis tíos. Cuando fui algo mayor me contaron más detalles de la vida de mi bisabuelo. Su padre había llegado a Bucarest siendo aún niño. Trabajó durante algunos años como mozo de cuadra en una de las entradas de la ciudad: después fue postillón y más tarde se hizo tratante de ganado. Finalmente adquirió varias hectáreas de terreno y edificó la posada. Nadie pudo decirme de dónde procedía: según uno de mis tíos, de la llanura del Danubio; del Valle de Olt, según otra de mis tías, que incluso precisaba el nombre del pueblo: Arvireshti. Para corroborar su afirmación me hacía notar que el nombre de mi madre era lona Arvira. Fuera como fuera, no me disgustaba saber que descendía de una familia de campesinos libres de Moldavia y de posaderos del Danubio o de Olt. El mismo padre de mi abuelo de Tecuci había sido, en efecto, un campesino libre, y me enorgulleció bastante que tan sólo tres generaciones me separaran de esos antepasados de sandalias de cuero. Aun21

que nacido y criado en la ciudad, la tierra de mis antepasados estaba aún pegada a las suelas de mis zapatos. En mi adolescencia sufría con frecuencia crisis de melancolía y tristeza, que atribuía a mi ascendencia moldava. Me rebelaba a veces contra esta tendencia innata a la contemplación y la ensoñación, contra la propensión a volverme hacia el pasado y a sucumbir bajo el peso de los recuerdos. Necesitaba, para contrarrestar esta sangre moldava que llevaba en las venas, las reservas de energía de la familia de mi madre, su espíritu de aventura, su capacidad de trabajo, su energía y su obstinación, y la fuerte vitalidad de esos otros antepasados, criadores de caballos en las llanuras del Danubio. Durante una de esas reacciones contra mi crisis de melancolía, en 1927, fue cuando publiqué en Cuvántal [la Palabra] un artículo titulado «Contra la Moldavia» que suscitó vivas polémicas. Sin duda alguna era un poco simplista. En cualquier caso, pienso que mis dos herencias se han enfrentado siempre en lo más profundo de mi ser, contribuyendo así ambas a mi formación, pero sin poder yo identificarme con ninguna de ellas. Me obligaron, en definitiva, a buscar mi propio equilibrio a partir de otras premisas y por otros medios. Ignoro en qué circunstancias se conocieron mis padres. Cuando se casaron, mi padre, que tenía quince años más que mi madre, estaba en la plenitud de la vida. En la fotografía de la boda, en 1914, mi padre no representaba los treinta y cinco años que tenía entonces, aunque ya por entonces le escaseara el cabello. Era moreno, seco, con su bigote de puntas retorcidas, sus cejas pobladas y su mirada penetrante, mi padre parecía no envejecer. Físicamente era muy fuerte; todavía con setenta años cruzaba a pie Bucarest de punta a punta. No podía permanecer quieto en un mismo sitio y siempre andaba buscándose una ocupación, en la casa, en la bodega o en el jardín. Generalmente era muy frugal, pero los días de fiesta comía y bebía por cuatro. Cuahdo se jubiló, decidió ocuparse más seriamente de nuestra educación, y se excedió en ello. Se creía obligado a darnos en todo momento lecciones de buena conducta; era lo que él mismo llamaba «sermonearnos». Durante mis últirros años de instituto, aprovechaba la hora de la comida para obsequiarnos con largas peroratas, exasperando a mi madre, que protestaba y hacía comentarios en tono acerbo. Tendré varias veces ocasión a lo largo de estos recuerdos de hablar de mis padres, y sobre todo de mi madre. Por el momento diré que en la época en la que nos instalamos en Bucarest, mi madre, que no había cumplido la treintena, era todavía muy joven. Era una mujer muy hermosa, de cierta elegancia, pero unos años más tarde, durante la ocupación alemana y al acabar la guerra, en la que habíamos perdido todo, 22

renunció a su elegancia y a su coquetería. A los treinta y cinco años había dejado atrás definitivamente su juventud y tenía que dedicarse exclusivamente a sus hijos. Ya no se compraba nada para ella, y sólo se ocupaba de la casa. Renunció incluso, durante diez años, a la ayuda de una criada, para que sus hijos pudieran cursar sus estudios en el colegio y en la universidad. Me daba, en cambio, todo el dinero que pudiera necesitar para comprar libros. Comprendí más tarde que en mí satisfacía las ansias de lectura que había sentido en su juventud. Siempre le gustó leer, pero cuando mi padre tuvo que intervenir en la retirada de Moldavia y se quedó sola, ocupándose de nosotros, el tiempo que podía dedicar a la lectura fue disminuyendo poco a poco. Conservaba, sin embargo, algunos libros de cabecera y no se dormía nunca sin haber leído antes algunas páginas de su Salterio, de Ana Karenina, o de las poesías de Eminesco*.

A lo largo de mi infancia y adolescencia, la familia de mi madre fue para mí un universo inagotable, rico en sorpresas y en secretos de todo tipo. Recuerdo sobre todo a la casa del bulevar P. Protopopesco, con sus habitaciones de épocas y estilos diversos. La más amplia era la sala grande dé la antigua posada, transformada después en taberna. Era oscura, de techo bajo, y los muros, ennegrecidos por el humo, estaban guarnecidos con colgaduras campesinas. Todavía se olía allí a vino, a petróleo y, como mi abuelo seguía llevando el chaleco y el gorro de lana de oveja de los campesinos, a sebo y a lana. En cambio, las habitaciones construidas más tarde, detrás de la antigua posada, eran soleadas, ya que las ventanas estaban orientadas a saliente. El mobiliario era «modernista» y espantoso, especialmente las camas, adornadas en sus cuatro esquinas con bolas de cobre brillante. Después venían las habitaciones de mis tías, unidas a lá sala grande por un pasillo estrecho y oscuro. En ese otoño de 1914, cinco de mis tías ocupaban tres habitaciones. La mayor dé ellas tenía veinte años y la pequeña, diez. En ellas empezaba otro mundo: reinaban en un microcosmo de almohadones y poufs, de cestas llenas de velos de seda y lazos, de revistas ilustradas y postales de colores. En sus habitaciones se encontraban las revistas y libros más dispares, desde los manuales escolares de la institución «Nuestra Señora de Sión», de mis tías más jóvenes, hasta el Decamerón, así como las fotonovelas, que devoraban mis tías casaderas. Había también una bodega, inmensa y centenaria; la bodega de la antigua posada, llena de toneles y de barriles con queso y salazones, 23

de jarros, de cubos y de muchos otros objetos misteriosos cuya naturaleza yo trataba de adivinar a la luz temblorosa de una vela, cuando bajaba con mi abuelo a buscar el vino. En el patio había un cobertizo, el granero en desuso y lo que quedaba de las antiguas cuadras convertidas en cocheras. En un rincón estaba un cabriolet, en torno al cual inventábamos constantemente juegos. Cuando llegamos, ya se habían vendido los caballos, y algunos años más tarde, durante la guerra, desapareció también el cabriolet. Los hermanos de mi madre, Mitache, Petrica y Nae , dirigían una ferretería cercana a la iglesia de San Jorge. Su establecimiento era muy amplio y daba a las dos calles. Siempre que iba allí tropezaba con obreros que cargaban o descargaban chapas, barras de hierro y cajones llenos de clavos. Mi tío Mitache tenía por entonces unos treinta años. Era rubio, pequeño, con bigote pelirrojo. Más tarde, con la edad, echó tripa, ya que le gustaban las buenas viandas, los vinos finos y las interminables comilonas con los amigos y con acompañamiento de música zíngara. Se llevaba muy bien con mi madre. Después de nuestro regreso de Moldavia, vino a vivir con nosotros, a la strada Melodiei, y estuvo doce años, hasta que se casó. Pero no permaneció mucho tiempo casado, y en 1935 volvió a vivir con mis padres, en la casa pequeña a la que se habían retirado. Con este tío tengo una deuda inmensa que nunca podré pagarle. Durante todos mis años de colegio fue para mí a la vez un confidente y un mecenas. Fue él quien me pagó el viaje cuando me marché a la India. Había sido muy rico, pero, primero, la guerra y el sindicato del metal, después, dieron al traste con su fortuna. En esto tuvo un destino idéntico al de toda la familia. También mi padre, cuando regresó de Moldavia y tuvo que abandonar el uniforme, comprendió que su jubilación de capitán no bastaría para sufragar los estudios de sus tres hijos. Por fortuna, todavía poseíamos la casa de la strada Melodiei. Tuvimos que alquilarla, y los cinco miembros de la familia nos instalamos en las dos habitaciones abuhardilladas que nos habíamos reservado para nuestro uso. Esto ocurría en 1919; yo tenía entonces doce años. No era la primera vez que vivíamos en esas habitaciones, ya que, durante la guerra, mi madre tuvo que mudarse allí con sus tres hijos al ser ocupada Bucarest por las tropas austroalemanas, y el resto de la casa requisado. Esta buhardilla ha tenido en mi vida una importancia decisiva. No puedo imaginarme la persona en que me iba a convertir, la que aún soy hoy, sin pensar en esas dos pequeñas habitaciones de muros encalados, de ventanas minúsculas (una era re1

Diminutivos de Demetrio, Pedro y Nicolás.

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donda, como un tragaluz) y una estufa de cerámica inverosímil, cuya puerta se abría en una habitación mientras el cuerpo se encontraba en la habitación vecina. Es para mí una gran felicidad haber podido pasar allí los doce años más hermosos de mi adolescencia y de mi juventud y, sobre todo, haber podido vivir allí sólo los cinco últimos años de aquella época.

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II LA GUERRA, A LOS NUEVE AÑOS

Nuestra casa de la strada Melodiei fue derribada en el año 1934 ó 1935 y en su lugar se construyó un inmueble amazacotado de cinco pisos. La casa y el jardín daban a tres calles: Melodiei, Dominitzei y Calarashi. La entrada principal era por la strada Melodiei. Al entrar en el patio, cuyo suelo era de gravilla, quedaba a la derecha el jardín y a la izquierda el ala nueva de la casa, a la que se accedía subiendo tres peldaños de piedra cubiertos por una marquesina de cristal en forma de abanico. Esta entrada se reservaba a nuestros huéspedes: los oficiales austrohúngaros, que tenían durante la ocupación su cuartel en nuestra casa, y los inquilinos después de la guerra. Nosotros, es decir, la familia y los amigos, utilizábamos una escalera pequeña, más modesta, que desembocaba en un corredor que hacía las veces de galería. A lo largo del pasillo se encontraban, sucesivamente, a la izquierda, el cuarto de baño, la cocina, una habitación pequeña, que más tarde se convirtió en dormitorio de mis padres, y el comedor. Este último pertenecía ya a la parte nueva, donde además había un salón muy espacioso, un despacho, una habitación para invitados y otros dos dormitorios grandes. A la derecha había una puerta que llevaba a una apartamento separado de la casa, compuesto por una gran habitación cuadrada y un cuarto de baño. Allí es donde vivía mi tío Mitache. Las dos alas de la casa formaban un ángulo recto, y el jardín se encontraba entre sus lados; era éste increíblemente grande para aquel barrio: en efecto, nos encontrábamos a unos pocos centenares de metros de la plaza Rosetti. El jardín estaba cercado por un múrete de cemento con una verja de hierro forjado. Al fondo del jardín, los macizos de lilas, tan grandes y frondosos como árboles, formaban un 26

bosquecillo. Detrás de esta cortina de arbustos había un banco, una mesa y sillas de hierro. Cuando nos instalamos en la strada Melodiei no habían terminado aún las obras de la casa. Todavía estaban pintando las habitaciones de la parte nueva y cambiando el suelo del comedor. Al regresar de la escuela descubría cada día algo nuevo: una habitación recién pintada, muebles que acababan de descargar, cajas vacías que se disponían a bajar a uno de los dos sótanos. Uno era más profundo, estaba situado bajo la parte nueva y tenía el suelo de arena. Había varios compartimentos, que servían para almacenar la leña, el carbón, las cubas de vino y los barriles de conservas. Al fondo del sótano había una habitación de techo bajo, donde la llama de las velas temblaba y después se apagaba. Resultaba, para mí, una sala misteriosa y un algo temible. No la exploré hasta muchos años después. La otra cueva había sido dividida en dos y arreglada como sótano en su mayor parte. Al fondo, una habitación con piso de cemento servía de lavadero. Más tarde la convertí en laboratorio. Había una gran bañera de zinc, pero sólo se disponía de agua fría. En mis años escolares, cuando el calor del verano transformaba mi buhardilla en un horno, en donde incluso desnudo me asfixiaba literalmente, me refugiaba en esta habitación. Me hundía algunos instantes en un baño de agua helada: el agua del lago de una caverna no hubiera estado más fría. Sólo conservo un recuerdo vago de la habitación donde pasé los. dos años que precedieron a la mudanza familiar al piso abuhardillado. Era una de las habitaciones grandes y soleadas que daban a la strada Calarashi. La ocupó después un oficial del ejército austríaco, originario de Bucovina. Recuerdo solamente el olor a pintura fresca y los rayos del sol, que me despertaban por las mañanas. Había empezado el segundo año en la escuela primaria de la strada Mantuleasa. Era un caserón grande y sólido, rodeado de castaños; en la parte posterior tenía un patio para los recreos. El director tenía un hijo con la espalda algo encorvada, estudiante de medicina, con quien me encontraba con frecuencia en el camino de la escuela. Fue el primero en darse cuenta de que yo era bastante miope y me dio consejos para no cansarme la vista cuando leía. De todas formas, yo no tenía más libros que los que caían casualmente en mis manos, ya que el acceso a la biblioteca paterna seguía vedado para mí. En cualquier caso, mis ansias de lectura iban disminuyendo y me absorbían más otras distracciones. Una línea de tranvías tirados por caballos pasaba delante de casa. Los tranvías llegaban a la plaza Rosetti, y antes de torcer por la strada Calarashi tenían que disminuir la velocidad justamente delante de nuestra puerta. Junto con mi hermano Nicolás, y 27

más tarde también con otros chavales, esperábamos pacientemente en la acera, simulando que charlábamos, a que pasara un tranvía. Pero en cuanto éste doblaba la esquina corríamos tras él y subíamos a los topes, cuidando de que el revisor no nos viera. Nunca llevábamos la gorra del colegio, porque corríamos el riesgo de que el revisor nos la confiscara. Practiqué este juego durante años, siempre con gusto. Llegué a convertirme en un maestro y podía incluso colgarme en marcha de la plataforma del tranvía de la línea número 14. De este modo hacía el recorrido entre la plaza Rosetti y la plaza Bratiano. A veces el revisor me pillaba y, naturalmente, me tiraba de las orejas. Era uno de los riesgos del juego y lo aceptaba de buena gana. Sin embargo, una vez me avergoncé terriblemente de mi conducta y de mí mismo, sobre todo a causa de mi madre, que volvió un día a casa con aire triste y rostro afligido y nos dijo: —Hoy he tomado un tranvía. Había a mi lado dos viajeros. Al veros, uno de ellos le ha dicho al otro: mira, ahí tienes otra vez a esos gamberros hijos del capitán... No sabía dónde meterme— añadió suspirando. Esto ocurrió más tarde, en la época en que mi padre tuvo que reunirse con su destacamento en Moldavia. Recuerdo la vergüenza y el remordimiento que sentí aquel día, hasta el punto de preferir cualquier castigo. Pero algunos días más tarde ya no me acordaba de nada, y volví a mi ocupación favorita. Durante los dos años que vivió con nosotros en Bucarest, mi padre se empeñó en que, además de mi talento fuera de lo corriente para el piano, yo tenía también una voz incomparable. Me traía con regularidad partituras de romanzas, doinas y operetas que yo intentaba cantar acompañándome al mismo tiempo al piano. Entusiasmado por mi voz de soprano, mi padre decidió que era absolutamente necesario que recibiera clases de canto. Ignoro a qué profesor comunicó su intención; en cualquier caso, el maestro le aconsejó que esperase a que me hubiera mudado la voz y que volviera a verlo cuando tuviera dieciséis o diecisiete años. En aquel tiempo, mi padre acariciaba la esperanza —que a veces yo compartía con él— de verme convertido en un gran pianista. Me obligaba a estudiar una o dos horas al día, pero esto era realmente muy poco tiempo para el futuro virtuoso que veía en mí. La verdad es que mi talento no era mucho. Como más tarde tuve ocasión de comprobar, tenía un oído perfecto y era capaz de descubrir una nota falsa en una orquesta de cincuenta músicos, algo que era muy frecuente en los conciertos dados por la orquesta del colegio. Tenía también bastante imaginación y cierta sensibilidad musical, pero en cambio 28

carecía totalmente de memoria musical. Aunque repitiera diez, quince, veinte veces el pasaje más sencillo, era incapaz de ejecutarlo sin equivocarme. Y, lo que era más grave, jamás llegué a adquirir la técnica necesaria para ser un pianista en toda la extensión de la palabra. No tenía paciencia y acortaba siempre el tiempo que hubiera debido dedicar a hacer escalas. Cuando conseguí tocar aceptablemente las sonatas de Beethoven, me dediqué a descifrar los conciertos de Rachmaninoff, y pronto me acostumbré a pasar horas al piano improvisando variaciones sobre temas del propio Rachmaninoff. Conseguí, a pesar de todo, tocar un concierto completo, pero tuve que resignarme: jamás me convertiría en un virtuoso. De todas formas, la música me gustaba demasiado como para renunciar a mis horas de estudio cotidianas. Mucho más tarde, siendo ya alumno del instituto Spiru Haret, comprendí definitivamente que jamás tendría madera de gran pianista. Tuve varias veces la ocasión de «actuar» en público, en las fiestas escolares. Mi hermano y yo llegamos incluso a dar un concierto en la ciudad: sin duda ésta fue la última vez que se manifestaba la autoridad paterna. Esto ocurría a su regreso de Moldavia. Por aquel entonces yo tenía un profesor de piano lleno de buena voluntad que, cediendo a los deseos de mi padre, accedió a prepararme para el concierto. Mi padre alquiló una sala en el bulevar de la Academia, hizo imprimir los carteles y, como estaba jubilado y tenía tiempo libre, se ocupó él mismo de la venta de las entradas. No consiguió vender más que a los familiares y conocidos, entre ellos a sus antiguos compañeros del regimiento. El concierto se celebró a media tarde. A pesar de sus esfuerzos, la sala estaba medio vacía. En la primera parte, mi hermano y yo interpretamos varias obras, entre ellas la Patética de Beethoven. La toqué bastante peor que en casa, lo cual me desanimó. La segunda parte del concierto fue todavía peor, y hasta casi me dio vergüenza. De todas formas, hubo críticos que me elogiaron, e incluso alguno de ellos habló de mí como de un talento prometedor. Años más tarde, cuando era estudiante en la Universidad, pensé que las horas que había pasado ante el piano habían sido un tiempo perdido para mis estudios. Vivía entonces en una tensión febril y excesiva. Cada minuto contaba, hasta el punto de que por la noche no dormía más que algunas horas. Por otro lado, me daba cuenta de que me interesaban demasiadas cosas a la vez, y estaba decidido a poner coto a esta dispersión desenfrenada que podía perjudicarme. Decidí entonces dejar el piano.' Al principio fue muy duro. Bajaba de la buhardilla, iba al salón y daba vueltas alrededor del instrumento. A veces lo abría para tocar algún lied. Poco a poco, mi nostalgia se 29

hizo menos intensa, y afortunadamente desapareció, con mayor razón, ya que poco después iba a pasar tres meses en Italia. Pero en 1929 ó 1930, en Calcuta, volví a sentir el deseo, y no pude resistirlo. En la pensión de Mrs. Perris, en Ripon Street, había un piano; en cuanto lo vi, me senté ante él, tocaba durante horas, sin parar, todo cuanto se me ocurría y todo cuanto conseguía improvisar después de aquellos tres o cuatro años, durante los cuales no había abierto un piano. Escribí a mis padres pidiéndoles que me enviaran partituras de mis obras favoritas. Éste fue el último coletazo de mi vocación pianística.

La escuela de la strada Mantuleasa me era muy querida. Hay que decir que todo lo que nos enseñaban allí, por aquel entonces, yo lo sabía, ya que una semana después del comienzo de las clases me había leído todos los libros de texto. Pero aquel otoño de 1916 todo ocurrió de modo diferente. Estudiaba el cuarto año de primaria cuando, pocas semanas antes del comienzo del curso, Rumania entró en guerra. Todos pinchábamos banderitas en los mapas para señalar el avance de nuestras tropas en Transilvania. Mis tíos habían sido movilizados, pero, menos el más joven, se habían quedado en Bucarest. Fue entonces cuando sobrevino el desastre de Turtucaia. Una amiga de Cernavoda que había perdido a su marido, coronel retirado, se encontraba en nuestra casa. Su hijo acababa de ser ascendido a alférez y formaba parte de la guarnición de Turtucaia. Pocos días después se le comunicó su muerte. No recuerdo su comportamiento ante la desgracia que la afligía. Lo cierto es que algunas semanas después se mudó a la otra punta de Bucarest. Venía a visitarnos con frecuencia y hablaba sin cesar de su hijo: hoy hubiera cumplido veinticuatro años, o hubiera tenido permiso..., se habría prometido..., hubiera ascendido a teniente... Por la noche, los policías municipales pasaban por las calles gritando: «¡Apaguen las luces!» Una noche, las campanas de la Patriarchie empezaron a sonar y se oyó el ruido de los cañones antiaéreos. Se trataba del zeppelin. Vino noche tras noche. Cruzaba Bucarest lentamente, soltaba alguna bomba y desaparecía en dirección al Danubio. Mi padre y mi tío bajaban al jardín con la esperanza de verlo derribado por los obuses de los cañones antiaéreos. Una noche, mi padre nos hizo bajar al jardín para enseñárnoslo. Rodeado por los haces de los proyectores y avanzando lentamente por el cielo, nos pareció un cigarro gigante. Un día corrió el rumor de que había sido alcanzado por un obús y había caído, envuelto en llamas, en la ribera búlgara del Danubio. 30

Cuando se anunciaba la llegada de los aviones alemanes, mi madre nos hacía bajar al sótano. Las campanas de la Patriarchie daban la alarma e inmediatamente las demás iglesias le hacían eco, como en la noche de Pascua. Por lo general, los aviones aparecían a última hora de la mañana, un poco antes de la comida. En el cielo claro de septiembre parecían pájaros de plata resplandeciente, perseguidos por las pequeñas nubéculas blancas que eran las explosiones de los obuses. Habían sido instaladas varias baterías de artillería antiaérea en la esplanada del Ayuntamiento, muy cerca de la plaza Bratiano, a menos de un kilómetro de nuestra casa. Su disparo rabioso y sordo estaba seguido a veces por una lluvia de trozos de obús que caía crepitando sobre las aceras y las casas. Un día fui a hacer un recado al bulevar Bratiano cuando al volver, con la cesta al brazo, me sorprendió una alarma. A mi alrededor empezaron a caer fragmentos de obús. Un policía urbano me obligó, a golpe de silbato, a refugiarme en un portal, donde ya se habían refugiado varias personas. De vez en cuando una de ellas se arriesgaba a asomarse a la acera, miraba al cielo y volvía para damos noticias. De pronto nos sobresaltó una explosión más fuerte que las anteriores. La bomba no debía de haber estallado muy lejos. Media hora más tarde, al volver a casa, vi que había caído en nuestra, misma calle, en la galería de una casa vecina. Hubo varios heridos y un muerto. A éste, la metralla le había decapitado. Al día siguiente, mi madre fue a visitar a la familia, y yo la acompañé. El muerto yacía en una mesa cubierta de flores: la cabeza, vendada por manos inhábiles, estaba torpemente unida al resto del cuerpo.

Aunque no se oía hablar más que de derrotas, yo creía firmemente en la victoria final de nuestras tropas. Igual que todos los escolares, estaba completamente convencido de que nuestros soldados eran invencibles. Las derrotas, en el caso que las hubiera, se debían únicamente al error de los generales. Sin embargo, el rostro de mi padre se ensombrecía de día en día. Comprendí que la situación se había agravado cuando mi tío Constantin recibió la orden de abandonar Bucarest. Mi tío Mitache, movilizado como chófer del general Sideri y seguro de tener por ello información de primera mano, trataba de tranquilizarnos asegurándonos que la ofensiva iba a producirse muy pronto. Si tenía éxito, la capital se habría salvado. Por su parte, mi padre afirmaba que se lucharía en las afueras de Bucarest y que los fuertes resistirían al menos algunos días. 31

Nosotros, los jóvenes, estábamos dispuestos a resistir un asedio. Desde hacía varias semanas, yo tenía la sensación de estar participando también en la guerra. Hacia mediados de septiembre nos convocaron en el colegio con orden de llevar, cada cual, periódicos viejos, hilo de coser y agujas. Un militar joven nos preguntó si sabíamos coser y nos explicó lo que deseaba de nosotros. Nos dijo que el invierno se avecinaba y que nuestros soldados necesitarían ropa de abrigo. Como estaba demostrado que el papel conservaba el calor, teníamos que confeccionar, con los papeles viejos, una especie de túnicas. Nos enseñó cómo teníamos que cortarlas y coser los trozos unos con otros. Durante varios días, él mismo se ocupó del corte. Cogía varios periódicos, los extendía unos encima de otros y recortaba el borde superior en semicírculo. Nosotros nos encargábamos de coser los bordes: no era fácil, ya que a veces había cinco o seis capas de papel y éste o la aguja se rompían, o nos pinchábamos. Después uníamos dos de los trozos para formar una especie de pectoral. A veces veía a los exploradores, con un brazalete blanco y una cruz roja como muestra de su adscripción a los servicios sanitarios. Me hubiera gustado tener algunos años más para poder colaborar en algún hospital de sangre. La tentación era demasiado fuerte. Encontré en un rincón un trozo de tela roja y recorté una cruz que pegué a una tira de tela blanca. De vez en cuando salía de casa a escondidas para lucir mi brazalete en la calle, buscando en la mirada de los transeúntes la emoción que esperaba suscitar. Me pavoneaba así delante de la puerta cuando un día un auto paró delante de casa y vi al tío Mitache bajarse a toda prisa y, sin ni siquiera mirarme, desaparecer en el patio. Me llamaron algo más tarde. En seguida me di cuenta de que mi madre había llorado, pero me hice el distraído. Mi tío nos abrazó a todos, cogió su maleta y subió al coche: «¡Es un verdadero desastre!», nos dijo al marchar. Mi padre también se marchó precipitadamente al día siguiente. Yo esperaba que nos llevara con él a Moldavia, ya que se habló de esto después de oir los rumores acerca de las atrocidades cometidas por las tropas búlgaras. También sabía que los exploradores se disponían a seguir a nuestras tropas en su retirada y me dolía terriblemente no haber cumplido todavía diez años, ya que en ese caso —me figuraba— hubiera podido ser explorador. No recuerdo con claridad la marcha de mi padre. Trataba de sentirme triste y abatido, pero en el fondo estaba muy orgulloso de él, de su uniforme de campaña, de la enorme pistola que llevaba en el cinturón. Su asistente le esperaba en el patio, junto al baúl de oficial que acababa de bajar. Ya en el umbral de la puerta, mi padre nos dio los últimos consejos y recomendaciones. 32

En la noche siguiente, las explosiones y detonaciones se multiplicaron. En varios lugares se veían resplandores rojizos en el cielo nocturno. A la mañana siguiente nos enteramos de que habían volado los fuertes y el arsenal. Aquella noche nos pareció interminable, pero por la mañana todo parecía tranquilo otra vez, como si no hubiera pasado nada. En el colegio, uno de cada dos alumnos estaba ausente. Una hora más tarde, el director vino a nuestra aula y nos ordenó que volviéramos a casa. También nos dijo que Bucarest se había rendido y que las tropas enemigas entrarían en la ciudad muy probablemente al otro día. Por la tarde, un guardia nos trajo el bando del alcalde: todo tipo de armas habían de ser entregadas en la comisaría más próxima, dentro de las veinticuatro horas siguientes. Además, algunas viviendas iban a ser requisadas para alojar a las tropas de ocupación austroalemanas. En casa discutimos largamente, mi madre, los hijos y Lina —una hermana de mi madre que había venido a vivir con nosotros—, para decidir qué hacíamos con la escopeta de caza y las viejas pistolas que teníamos. Decidimos finalmente conservar la escopeta y deshacernos de las pistolas. Muy entrada la noche, emocionado por el riesgo que corría, uno de nosotros fue a tirarlas por una alcantarilla. Al día siguiente, las tropas austroalemanas hicieron su entrada en Bucarest. Yo estaba presente cuando la cabeza de la columna dio la vuelta a la estatua de la plaza Rosetti. Un destacamento de ulanos montados en caballos blancos avanzaba al paso, con la lanza apoyada en la bota. Miraban, divertidos y con un aspecto cansado, a los chicos y curiosos que se apiñaban en las aceras. No sé si vi realmente —¿o acaso sólo fue una impresión mía?— a una niña adelantarse y ofrecerles un ramo de flores. La gente a mi alrededor se agitó y empezó a murmurar. «Sin duda se trata de una niña alemana», dijo alguien. Todo el mundo callaba. No se oía más que el ruido sordo de los cascos de los caballos sobre los adoquines del bulevar. Los ulanos precedían a otros varios batallones de soldados bávaros. Cuando éstos llegaron a la plaza, me volví a casa. Aquella misma tarde me convencí de que podía consolarme, vengarme incluso, de la presencia enemiga. Era muy fácil: sólo tenía que imaginar. Imaginaba, pues, que en un maizal en los alrededores de Bucarest se había escondido un pequeño grupo de soldados rumanos. Al principio, los veía casi sin armas: no tenían más que un solo fusil para todos, algunas bayonetas y un revólver. La situación me pareció tan irrisoria que decidí armarles hasta los dientes. Igualmente, el grupo inicial, que se componía de tres o cuatro soldados y de un oficial, recibió en seguida el refuerzo de numerosos soldados, que también se 33

habían escondido en el maizal. Me dispuse a reunidos y organizados. Permanecía tumbado en la cama, con los ojos entreabiertos, medio despierto, saboreando una felicidad a la vez secreta y culpable y cuyo origen yo ignoraba. Me sentía unido a mis propias lucubraciones por un hilo. Pero el hilo era demasiado frágil, porque al llegar mi madre, me desperté inmediatamente y el hilo se cortó. Volví a la realidad cotidiana, agitado y todavía emocionado por lo que acababa de vivir en mi imaginación, aunque la inmensa felicidad que experimentara se hubiera esfumado bruscamente. Aquella misma tarde aprendí a entrar en contacto con mi ejército secreto. Para ello bastaba con quedarme solo en mi habitación, en el sótano o el desván y pensar en el maizal. En seguida veía agitarse las espigas y la acción continuaba justo donde la había dejado. Descubría siempre nuevos soldados y, con prudencia, los llevaba inmediatamente al lugar de reunión. Por la noche había logrado reunir casi a un centenar, armados hasta los dientes. El subteniente del comienzo había ascendido ya a capitán y tenía ahora a varios oficiales a sus órdenes. Uno de ellos poseía un secreto que me había dejado sin respiración: el arsenal no había sido destruido por completo tal y como nosotros creíamos. En el último momento, un teniente había conseguido, arriesgando su vida, salvar un enorme depósito subterráneo, cuya existencia sólo él conocía, donde había muchos fusiles, metralletas y hasta —el corazón me palpitaba— algunos cañones de campaña y municiones abundantes. Esta revelación me afectó tan profundamente que tuve que salir de mi ensueño para recuperarme. Me sentía dueño de un secreto que hubiera podido cambiar el rumbo de la guerra. Por mucho que me decía a mí mismo que todo esto no era más que una fábula y que mi ejército secreto y su maizal sólo existían en mi imaginación, no dejaba de sentirme preso de ilusiones y fantasmas que ya no podía dominar. Todo lo que soñaba, lo veía como en una pantalla interior, y no necesitaba ya ni imaginarlo. A veces yo mismo era el primer sorprendido ante el cariz que tomaban los acontecimientos y por el modo en que mi ejército crecía y se organizaba. No fui yo quien descubrió que el arsenal no había sido completamente volado, sino que me lo había dicho un teniente cuyo nombre ignoraba al principio. Todo lo que supe más tarde acerca de él y de su familia me lo contó él en persona. La historia se modificaba y se ampliaba en cuanto volvía a tomar el hilo. La emoción que yo sentía al verla desarrollarse se debía al hecho de que parecía inventarse por sí misma. Al principio, mis soldados se limitaban a atacar a un centinela o a pequeños destacamentos alemanes con el fin de procurarse armas y municiones. Pero después 34

modificaron sus tácticas. En lugar de atacar a grupos enemigos pequeños, mi ejército secreto se contentaba con crecer y reforzarse por sus propios medios y con organizarse en los bosques esperando desencadenar la gran ofensiva para la que se estaban preparando. Durante varios días viví en otro mundo. No prestaba atención a mi madre cuando venía llorando, con la cabeza entre las manos, porque un oficial y un suboficial austríacos, acompañados por un intérprete, habían venido a inspeccionar las habitaciones requisadas. Ni siquiera las noticias de nuestros reveses militares consiguieron afectarme. En cuanto podía iba a esconderme, para sumergirme en la contemplación de mi propio ejército. Por fin, un día, aproximadamente una semana después de haber presenciado la entrada de los ulanos en la plaza Rosetti, mi imaginación, contenida demasiado tiempo, estalló. Casi a pesar mío, los destacamentos, las compañías y demás regimientos que se habían reunido y organizado ante mis ojos atacaron al enemigo por sorpresa. En cuanto empezó a disparar el cañón y las primeras oleadas de asalto se pusieron en marcha, bayoneta calada, el autocontrol que había mantenido hasta entonces me abandonó. Murmuraba jadeante: «¡Fuego! ¡Adelante! ¡Fuego!...» Por lo demás, no hacía sino repetir como un eco las órdenes que daban mis oficiales. No podía estarme quieto. Salí de mi escondrijo a la calle y anduve con la vista baja para no romper el hilo de mis ilusiones. Pero, ¿no hubiera debido detenerme, aunque sólo fuera para anunciar a las verdaderas tropas rumanas, las que en aquel momento efectuaban la retirada de Moldavia, la noticia de las victorias que habíamos obtenido los que estábamos al otro lado de las líneas enemigas? Había que salvarlos a toda costa, interrumpir la retirada. Si estos ejércitos, el verdadero y el secreto, pudieran unirse, la guerra tomaría otro cariz... Mi ejército combatió así varios meses. Las operaciones eran cotidianas. Generalmente, sólo se trataba de simples escaramuzas entre patrullas enemigas, porque me gustaba prolongar al máximo los preliminares de las grandes ofensivas. En ocasiones me comunicaba a mí mismo la hora y la fecha exacta del próximo combate. Algunas horas antes de su comienzo me retirada a mi escondrijo, para saborear a gusto cada movimiento de mis oficiales. Mis ofensivas tenían la particularidad de sorprender siempre al enemigo. Mi hermano no tardó en darse cuenta de que mi estado no era normal y trató de sonsacarme. Me era difícil decirle la verdad y pretendí que iba a escribir una historia de la guerra. La verdad es que, una semana después de haber tenido la visión del maizal y de los soldados que se escondían en él, empecé a escribir el asunto en un cuaderno. Pero, a pesar mío, el relato siempre iba a remolque, y la exaltación 35

que me embargó al principio decreció notablemente al ponerlo por escrito. Ya no ponía en ello mi corazón y me sentía desencantado. Aunque había abordado la tarea como si me poseyera un demonio interior, el cuaderno, en el que apenas logré escribir unas líneas, me era ahora indiferente. Ignoraba que esta experiencia era la primera de una larga serie en mi vida de escritor.

Aquel año tuvimos un otoño horrible. Noviembre parecía interminable y vimos con alivio caer los primeros copos de nieve. Un suboficial alemán de Hamburgo, que era banquero, y un teniente, originario de una provincia rumana del Imperio austríaco, se alojaban en nuestra casa. Ambos habían cumplido los cincuenta años y eran extremadamente afables. El banquero hablaba francés, coleccionaba sellos y fumaba constantemente enormes puros. En cuanto al teniente, recuerdo mi sorpresa cuando, al volver un día del colegio, vi en el comedor a un oficial que, a pesar de su uniforme austríaco, hablaba el rumano igual que yo. Tuvimos anteriormente como huéspedes, aunque sólo por unos días, a tres oficiales alemanes. Eran discretos, correctos, apenas se hacían notar, pero su presencia nos paralizaba. Toda la familia, incluida mi tía Marioara, se había trasladado al piso abuhardillado. Al día siguiente de la llegada de los oficiales fuimos todos juntos, mi madre, las dos tías y los tres hermanos, a inspeccionar las habitaciones donde habían dormido. Todo estaba exactamente como lo habíamos dejado, las camas hechas y las cortinas corridas. Tan sólo el olor a cuero y tabaco recordaba que dos oficiales enemigos habían pernoctado allí. Nuestro banquero y el bucoviniano eran tan cuidadosos como sus predecesores; también sabían ser amables y simpáticos y trataban de ayudamos proporcionándonos azúcar, café y galletas. El teniente nos enseñaba poemas patrióticos rumanos de su región. Permaneció con nosotros hasta la primavera siguiente. Por el hecho de ser rumano no le considerábamos enemigo. Sabía muy bien el latín y cuando tuvo que marcharse nos llevó aparte a mi hermano y a mí y nos dijo: «Cuando esta guerra termine, volveré a veros y quiero que para entonces hayáis aprendido latín...» Pero nunca volvimos a saber nada de él. El banquero de Hamburgo había sido destinado a un servicio auxiliar y permaneció con nosotros más de un año. Era rubio, regordete y olía muy bien a agua de colonia y tabaco. Se cuidaba mucho las manos, y sobre todo las uñas: pasaba mucho tiempo mirándoselas y 36

puliéndoselas con un cepillo pequeño. Algunas noches me permitía sentarme a su lado y admirar su colección de sellos. Hablaba poco y sólo en francés. Cuando, un año más tarde, necesité su ayuda para un ejercicio de alemán, abrió mi cuaderno y exclamó horrorizado: «¡Pero si es alemán!». En invierno fue cuando empezamos a sentir todo el peso de la ocupación. La leña para calentarse era prácticamente imposible de encontrar. El pan estaba mezclado con maíz y las colas delante de las panaderías empezaban a las cuatro de la mañana, en medio de la nieve y el frío glacial. Mi madre despertaba a Nicolás y le ayudaba a ponerse tres pares de calcetines y unos gruesos zapatos. Arropado con bufandas y cubierto con un gorro de piel fuerte, bajaba por la escalera de madera —esto me despertaba— y quitaba la cadena de la verja de la entrada. A veces tenía que quitar la nieve con una pala para poder abrir e ir a la panadería. Mi madre ponía a calentar agua en las brasas de la estufa y nos ayudaba, a Corina y a mí, a lavarnos. La panadería no abría hasta las seis. Si llegaba a tiempo, es decir, antes de las cinco, Nicolás tenía la posibilidad de que le despacharan de los primeros y volver con el pan a casa hacia las seis y media. Después de beber una taza de té, yo iba con mis dos tías a quitar la nieve que cubría la acera, ya que, si no, podían ponernos una multa. Sólo entonces nos íbamos a la escuela, con nuestra cartera en la espalda. Aquel año, a decir verdad, no aprendí nada nuevo. Estaba en el cuarto año de la escuela primaria, pero me interesaba sobre todo lo que estudiaba mi hermano Nicolás en primero de bachiller. La zoología y la historia antigua me fascinaban. Si en clase continuaba siendo el primero, era debido a mi inercia. Pero tanto mi madre como el director de la escuela y yo mismo éramos conscientes del cambio que se operaba en mí. Ya no me gustaba el colegio. Mi aplicación de antaño había desaparecido y ya no me gustaba escribir las redacciones. Mis notas en conducta fueron deplorables. Libre de la severa tutela de mi padre, me había lanzado a explorar los suburbios y las posibilidades de nuevos juegos. Aquel otoño había empezado a aficionarme al descampado de la calea Calarashi, donde jugaba a policías y ladrones con aprendices zapateros, que me enseñaron cantidad de astucias, entre otras los signos secretos trazados con tiza en las paredes, que señalaban nuestro paso sin que nadie se percatara de ello. Después, junto a otra banda de granujas, descubrí detrás de la iglesia de San Jorge un gran patio que parecía abandonado y donde podíamos escondernos. Cuando llegó el invierno, volvimos todos allí para organizar batallas con bolas de nieve. Volvía a casa tarde, sucio, calado y con la ropa hecha trizas. 37

Al principio mi madre me dejó. Sabía que estaba jugando con chicos de mi edad y no tenía así que vigilarme para que no leyera demasiado. Mi padre, entre otras recomendaciones, le había pedido que me prohibiera todo lo que pudiera cansarme la vista. La nieve cayó en abundancia y formaba montones tan altos como los transeúntes. Hicieron su aparición los trineos. Éstos solían estar hechos con trozos de madera vieja unidos torpemente, aunque también había algunos auténticos con patines de metal pulido, brillantes y relucientes. Yo era de los pocos que no poseían un trineo y siempre tenía que ingeniármelas para conseguir uno para la tarde o para algunas horas solamente. Casi siempre pagaba el alquiler con canicas, botones o soldados de plomo. Una desapacible mañana de enero, aprovechando que el colegio estaba cerrado por falta de calefacción, me marché con una pandilla a patinar a la colina de la Patriarchie. Había bastante distancia desde la plaza Rosetti hasta la Patriarchie, pero recorrimos muy pronto el trayecto por el ímpetu que poníamos en adelantarnos unos a otros. Desde lo alto de la colina se divisaba todo el Valle de Los Llantos como nunca lo había visto antes. Los montones de basura y los perros y gatos muertos que generalmente había allí estaban cubiertos por una espesa capa de nieve, y desde lo alto del parapeto aquello parecía más bien una pista de esquí. Sin embargo, no nos atrevíamos a lanzarnos con el trineo, y nos conformábamos con deslizamos desde el pie del campanario, a lo largo de la calle ligeramente en curva, que a aquella hora estaba prácticamente desierta, y que desembocaba en la strada Sherban-Voda. Después volvíamos a nuestro punto de partida, con el trineo a cuestas, no por el centro de la calzada, donde corríamos peligro de ser atropellados por ios que bajaban por la cuesta a toda velocidad, sino por los lados, donde estaba apilada la nieve. Después de varias horas de juego, sentí unas punzadas en la punta de los pies. Como no podía, naturalmente, rascarme, no me quedó más solución que dar saltos sobre el suelo congelado. Pero las punzadas se hicieron insoportables y para hacerlos cesar golpeé violentamente el suelo, saltando con todas mis fuerzas con un pie y con otro. Aquel día volví a casa muy tarde, exhausto, muerto de hambre y con los pies insensibles. Mi madre estaba dispuesta a propinarme un castigo ejemplar, pero viéndome en tal estado lo dejó para más tarde. Cuando me quité los zapatos se dio cuenta de que tenía los pies congelados. La piel estaba agrietada y sanguinolenta y a veces salían tiras de carne con el calcetín. Mis dedos estaban completamente morados: al acercarme a la estufa me picaron terriblemente, de tal modo que una de mis tías tuvo que sujetarme para impedir que me rascara hasta 38

hacerme sangre. Nuestro médico de cabecera era un señor anciano que vivía bastante lejos, pero mi madre recordó que una doctora se acababa de instalar en la vecindad. Se vistió a toda prisa y salió a buscarla. La doctora era una mujer joven, que había terminado hacía poco la carrera y que trabajaba en un hospital de Coltzea. Cuando vio el estado de mis pies frunció el entrecejo, pidió un cubo lleno de nieve y, de rodillas, se puso a frotarme con ella los dedos y la planta de los pies. Fue un auténtico martirio, pero ella siguió dándome masaje hasta el restablecimiento completo de la circulación. Al día siguiente, mi madre me hizo lo mismo. Me prohibió acercarme a la estufa y tuve que quedarme en cama, con los pies vendados. Un miembro de la familia me vigilaba constantemente para que no se me ocurriera rascarme o acercarme a la estufa. Así pasaron varias semanas, sin poder ir al colegio. Se consiguió conservarme los dedos, pero tuve que soportar durante todo el invierno unos masajes que eran un suplicio. Durante años me han picado los pies en invierno, al entrar en una habitación demasiado caldeada. Así me curé para siempre del trineo, y seguramente por ello me abstuve también, más adelante, de practicar cualquier deporte de invierno. Mi madre me perdonó en seguida: gracias a mis pies congelados había descubierto no sólo un nuevo médico de cabecera, sino también una amiga. Esto había de durar veinte años.

Aquel invierno se hizo interminable. En marzo todavía había nieve en el jardín. No recuerdo cómo recibimos la víspera de Navidad noticias de mi padre. Había logrado llegar sano y salvo a Moldavia, pero no nos decía dónde se encontraba ni qué hacía. El pan era cada vez peor y más amarillento, a causa del maíz, pero, a pesar de todo, las rebanadas de pan todavía caliente con manteca de cerdo nos parecían un manjar. Estos años de ocupación fueron también años de ayuno forzoso. Durante semanas enteras no teníamos para comer más que judías, coles agrias y a veces patatas. Todos cocinábamos. A mí me gustaba hacer patatas salteadas. Aprendí a cortarlas y freirías en la sartén sin que quedaran resecas. A veces, aunque en contadas ocasiones, mis abuelos hacían saber a mi madre que un vecino había matado a escondidas un cerdo, y toda la familia nos desplazábamos a la casa del bulevar y volvíamos cargados furtivamente con un poco de manteca, de tocino, y los días extraordinarios, con algún trozo de carne. Finalmente llegó la primavera. Una mañana advertí que el peral se había cubierto de flores. Los albaricoqueros y los cerezos que veía 39

camino de colegio también habían florecido. Ya no soportaba quedarme en casa por la tarde. Volví a mis queridos descampados y a mis juegos. Desde que aprendí a jugar al oina, me convertí en un auténtico maestro y me defendía mejor que muchos otros chicos mayores que yo. Aunque era miope, la pelota que yo lanzaba raramente fallaba el blanco. Llegó el 10 de mayo, pero las autoridades de la ocupación prohibieron que celebrásemos nuestra fiesta nacional. Nadie debía faltar a clase. El director nos había advertido que, por orden de las autoridades militares, toda ausencia por enfermedad debería ser justificada mediante certificado médico. El 10 de mayo tenía que ser un día como los demás. Todavía recuerdo el aire triste, casi amargo, de nuestro maestro cuando aquel día sacó de su bolsillo un librito y llamó a un alumno con talento especial para recitar. «Ya sois lo bastante mayores —nos dijo— como para saber guardar un secreto.» Abrió el libro, indicó una página a nuestro compañero y le dijo en voz baja: «Sal al patio y apréndetela de memoria.» Nuestra espera duró quizá menos de un cuarto de hora, pero se nos hizo eterna. El maestro, sentado tras de su mesa, callaba, con la mirada perdida. En la clase no se oía más que el zumbido de una abeja que, en lo alto de la ventana y pegada al cristal, trataba en vano de salir al jardín. Volvió por fin nuestro compañero y, de pie delante del estrado, empezó a recitar con voz grave los versos que acababa de aprender. Daría lo que fuera por recordar qué versos recitó en aquella ocasión. No se trataba probablemente de una poesía de circunstancias, ni siquiera de un poema patriótico, ya que los textos de este tipo los conocíamos de memoria. Supongo que se trataba más bien de un poema de Octavio Goga* o de Stefan Iosif*. En cambio sí que recuerdo, como si fuera ayer, el silencio de muerte que reinó durante el recitado, y nuestras lágrimas de orgullo y alegría. Ningún otro poeta nos hubiera hecho comprender mejor que nuestro pueblo saldría vencedor, una vez más, de la circunstancia adversa por la que atravesaba. Cuando nuestro compañero terminó, el maestro le acarició la mejilla, y se volvió hacia nosotros: —Quedaos en vuestro sitio un cuarto de hora más. Después os podéis marchar.

Lloraba cuando cerré el libro Corazón, de Edmundo de Amicis. Yo no debía de ser, pues, tan malo como parecía. Este libro me había demostrado que amaba a mi país, a mi familia, sobre todo a mi madre, y que incluso amaba mi colegio. ¡Pero qué difícil era acordarme de esto cuando 40

me encontraba en la calle, con tantos tranvías de los que colgarme y en las aceras sin fin por donde podía pasear horas y horas sin perderme! Lo que sobre todo me gustaba eran los descampados y el jardín inmenso del bulevar Protopopesco. Aquel verano de 1917 mi madre renunció, no sin antes haberlo intentado con una vara de bambú, aunque mi padre prefería amenazamos con un cinturón de cuero, a que me quedara tranquilo en casa. Para impedirme salir me confiscó después los zapatos. Pero yo prefería corretear por las aceras calientes del verano con los pies descalzos. También probó a encerrarme en mi habitación, pero siempre me escapaba por la ventana. Finalmente descubrió que la única manera de que me quedara en casa era dándome un libro. Este procedimiento tampoco era demasiado eficaz, ya que por la tarde, o a más tardar por la noche, había leído ya el libro de cabo a rabo, y no siempre tenía mi madre la posibilidad de proporcionarme otro al momento. Además, había de tener en cuenta las recomendaciones de mi padre; es decir, evitar que me cansara la vista. A todo ello se sumaban los prejuicios de la época: todavía era un niño y demasiado leer podía «agotarme los nervios», como decía una de mis tías. Pensé encontrar una aliada en la señorita Buttu, nuestra doctora y amiga, pero me equivoqué. Ella pensaba también que había que evitar toda causa de «surmenaje» intelectual durante el crecimiento y que con mis libros de texto y las clases de piano ya tenía bastante. Me quedaban los descampados. Aquel verano no tenía colegio, y hasta mi examen de ingreso, es decir, hasta septiembre, era libre como el aire. Iba a jugar al oina al descampado de la strada Calarashi o a la esplanada del Ayuntamiento, donde el año anterior habían estado instaladas las baterías antiaéreas. Era un terreno inmenso, al lado de la plaza Bratiano, donde estaban apilados bloques de piedra para la construcción del ala nueva de la Facultad de Letras. Con la guerra se habían interrumpido las obras, pero los cimientos y los sótanos existían ya. Habían vertido allí carretillas de arena y de ladrillos, y sacos de cal viva. Todo aquello constituía un laberinto inextricable que descubrí en el primer año de bachillerato. Durante años, aquellas cuevas misteriosas y los frágiles andamios por los que corrían las ratas fueron para mí un universo extraño lleno de misterios. En compañía de los nuevos compañeros de colegio pude explorar todos los rincones, con el corazón palpitante de emoción, hasta el día en que nos sorprendió una redada de la policía.

No recuerdo cómo nos enteramos, al final del verano, de las victorias de nuestras tropas en Marashti y Marashehti. Durante varios días 41

corrió el rumor de que las tropas rumanas habían emprendido un avance fulminante hacia Ramnic. Galvanizado por la noticia de esas victorias, quise hacer participar en ellas a mi ejército secreto, aunque fuera modificando mi juego. Pero el maizal inicial se había quedado pequeño para contener al ejército que, en unos días tan sólo, iba a empujar a las divisiones alemanas a la retirada. Era preciso imaginar algo diferente: durante el invierno de 1917, mis regimientos se habían ocultado en los bosques y cuevas, de donde salían de noche para atacar los depósitos de municiones alemanas. Tenía otras cosas en la cabeza. Pronto nos enteramos de que el avance de las tropas rumanas tuvo que interrumpirse debido a la caída del frente ruso. Nos llegaron noticias alarmantes: en la retaguardia, pueblos rumanos enteros estaban siendo quemados y saqueados por las divisiones rusas que abandonaban la lucha y regresaban a su país. Una mañana de septiembre fui al instituto Spiru Haret para ver los resultados del examen de ingreso: estaba aprobado. Volví a casa para comunicárselo solemnemente a mi madre. Sentía que se había producido un acontecimiento decisivo y que una nueva vida empezaba para mí a partir de entonces.

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III CÓMO DESCUBRÍ LA PIEDRA FILOSOFAL

En el instituto, todo me pareció maravilloso. Tenía varios profesores, uno para cada asignatura. Nicolás Moisesco, profesor de ciencias naturales, me encantó desde el primer día de clase. Hasta su muerte, unos años después, fue mi profesor favorito. Era un hombre muy alto y delgado, con cabello y bigote canosos que le hacían parecer más viejo de lo que realmente era. Hablaba con lentitud y parecía contar las palabras para economizar fuerzas, paseándose al mismo tiempo entre los pupitres, como contando los pasos, y parándose con frecuencia para mirar a algún alumno a los ojos. Sonreía después de cada frase, como para marcar mejor el punto y la pausa que debían separarla de la siguiente, y matizaba sus explicaciones con ademanes amplios y mesurados. Viéndolo, uno comprendía perfectamente hasta qué punto era un maestro en el arte de utilizar las escasas fuerzas de las que disponía. Muchas veces traía a clase un microscopio, y uno tras otro nos hacía mirar una preparación; después nos mandaba dibujar en el encerado lo que habíamos visto. Era bastante raro que consiguiéramos dibujar con exactitud esas formas corálicas que aparecían, desaparecían y surgían de nuevo al ajustar el enfoque. El profesor en seguida se fijó en mí, quizá porque era de los pocos que podía dibujar correctamente lo que acababa de observar. Desde entonces me tuvo gran simpatía. Buscaba mi mirada, me preguntaba mi opinión, era a mí a quien hacía más preguntas. Poco a poco me di cuenta de que podía encontrar la clave de ciertos secretos, y más concretamente de los de esa potencia misteriosa que Moisesco llamaba Naturaleza. Comprendí entonces por qué las mariposas de los bosques tienen las alas color corteza, por qué el erizo tiene pinchos y por qué el plumaje de los 43

machos de ciertas clases de pájaros es más brillante que el de las hembras. Todo era obra de la Naturaleza, que quería camuflarlos mejor, protegerlos mejor, seleccionarlos mejor. Existían, pues, ciertas leyes que se podían descifrar y que daban sentido y razón de ser a todo lo que nos rodeaba. El mundo dejaba de ser ese enjambre caótico de seres y acontecimientos independientes unos de otros. Por el contrario, procedía de un designio único de irresistible fuerza. Tal como se desprendía de las clases de Moisesco, un solo impulso parecía animar la Naturaleza: crear vida y conservarla contra viento y marea. Aquel invierno me di cuenta de la importancia, tanto para el individuo como para las especies, del instinto de conservación. Aprendí sobre todo a amar y reconocer las diferentes especies de animales, más especialmente los reptiles, los batracios y los insectos. Nuestro profesor nos los describía con ayuda de láminas en color o animales disecados y conservados en alcohol. Un día llevó a toda la clase al Museo de Ciencias Naturales. Durante todo el invierno yo estuve volviendo solo todos los domingos. Esperaba con impaciencia la llegada de la primavera para ir a cazar insectos a los bosques de los alrededores de Bucarest. Quizá esta pasión por las ciencias naturales me salvó, ayudándome a atravesar una época difícil que había empezado sin darme cuenta y que no era simplemente el efecto de una crisis de pubertad. Aparte de la zoología, no me interesaba nada, no estudiaba nada, prefería pasarme el tiempo en los descampados del Ayuntamiento o en las obras abandonadas de la Universidad. Era amigo de los peores bribones de mi barrio, y escogía a mis nuevas amistades del instituto entre los peores estudiantes. Al acabar el invierno, hay que reconocer que logré convencerlos para ir a los bosquecillos alrededor de la avenida de Kisselef a buscar plantas e insectos. A partir de mayo de 1918, salimos todos los domingos de excursión a los monasterios de los alrededores de Bucarest. Regresaba a media noche, muerto de cansancio, cubierto de polvo, quemado por el sol, pero con cajas y frascos llenos de insectos, lagartos, ranas y tritones. Con una caja cubierta por un cristal me había fabricado un «terrarium» y pasaba horas enteras contemplando la vida tranquila y monótona de mis huéspedes. Incluso hacía planes para las próximas vacaciones. Pensaba hacer una excursión a lo largo del Dambovitza , hasta el Danubio, y explorar las riberas pantanosas y llenas de larvas de todo tipo. Todos mis proyectos se fueron al traste al conocer mis notas de fin 1

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Gran avenida y paseo principal de Bucarest. También se la denomina «La avenida». Río estrecho que atraviesa Bucarest.

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de curso. Me habían suspendido en tres asignaturas: rumano, francés y alemán. Generalmente, tres asignaturas suspendidas significaban tener que repetir curso, pero Moisesco intervino en mi favor argumentando que yo era el mejor alumno en su asignatura e insistiendo para que me dieran otra oportunidad. Me humillaba terriblemente tener que examinarme en septiembre. Aceptaba el suspenso en alemán, ya que estaba muy inseguro en este idioma; además, era una asignatura que tendríamos que haber empezado en se'gundo año. Pero las autoridades de ocupación la hicieron obligatoria desde el ingreso en el instituto, razón por la cual todos decidimos ignorarla, con altivez. Sin embargo, me sorprendió mucho el suspenso en francés y, sobre todo, en rumano. El profesor de francés no era otro que Iossif Frollo. No es preciso elogiarle, porque varias generaciones de estudiantes del instituto saben muy bien todo lo que le deben. Lo malo es que era muy severo en gramática, disciplina que yo encontraba absurda, ineficaz, inventada a propósito para desmoralizar a los mejores alumnos cuando tenían que hacer una traducción. Frollo estaba satisfecho de mi trabajo, pero, sin embargo, me había advertido de que no me permitiría pasar al curso siguiente si no me sabía de memoria todas las conjugaciones. No tomé en serio sus amenazas, ya que acostumbraba a hacérmelas con una voz muy dulce, mirándome larga y afectuosamente. Pero mantuvo su palabra. A partir de aquel día fue como si hubiéramos roto el uno con el otro; nunca más volví a hacerle el menor caso. Cuando algunos años más tarde, preso de una auténtica fiebre de lectura, me lancé a leer las obras completas de todos los autores franceses del programa, Frollo trató varias veces de aconsejarme y guiarme. Le dejaba hablar, esbozaba mi sonrisa más agresiva y continuaba leyendo lo que más me apetecía. Frollo sabía perfectamente que tenía que vérselas con un adolescente frustrado y difícil y me dejó tranquilo. Pero esto no le impedía vengarse a veces de un modo refinado. En los cursos superiores, al hablar de algún autor, aún sabiendo que yo lo conocía, ya que desplegaba con insolencia sobre el pupitre sus obras completas y las hojeaba de vez en cuando con un aire falsamente aplicado, Frollo nos hacía preguntas a las que yo hubiera podido responder mejor que nadie. Pero, aunque levantara la mano, jamás me preguntaba. Decidí entonces quedarme con los brazos cruzados y limitarme a escuchar con una sonrisa irónica las estupideces e inepcias que decían algunos de mis compañeros sobre Fedra o La Henriade. Frollo sólo se acercó una vez a mirar los libros que tenía, de manera ostensible, sobre mi mesa. Acababa de dar una clase sobre Port-Royal y yo había traído, no solamente Las Provinciales, sino también todos los libros acerca de 45

Pascal que había encontrado en nuestra biblioteca. Hojeó mis libros, me dio unas palmaditas en el hombro sonriendo, pero también en esta ocasión se abstuvo de hacerme las preguntas que me hubieran permitido mostrar un saber evidentemente superior al del resto de mis compañeros. Mi fracaso en rumano me pareció especialmente inmerecido. La verdad es que no había aprendido nada en clase. Como había leído de cabo a rabo el libro de rumano antes de ingresar en el instituto, creía no tener nada más que aprender. Estaba persuadido, además, de que yo era el que mejor leía y redactaba de todos los alumnos de la clase. Pero D. Nanu, el profesor, era también director del instituto; es decir, que era el primero en enterarse de todas mis fechorías y actos de indisciplina. A veces, saltaba por la ventana para hacer novillos e ir a jugar con mis compañeros a los solares. Otras, no iba a clase con el pretexto de que estaba enfermo. Cuando mis notas eran demasiado malas y no quería que mi madre se enterase, arrancaba las hojas de mi cuaderno, o pretendía haberlo olvidado en casa, o haberlo perdido. Ciertamente, el director tenía las mejores razones del mundo para querer ajustárme las clavijas. Trató de convencer a mi madre para que me sacara del instituto. Yo era, según él, un «elemento indeseable». Por eso yo pensaba que mi fracaso en rumano era una especie de venganza personal contra mí, y que en realidad hubiera merecido un premio, o al menos una buena nota. Así pues, me convencí de que, debido a oscuras razones, todos los profesores, menos Moisesco, me odiaban; que descaradamente preferían a ciertos alumnos y perseguían a otros, a mí sobre todo. Esto me hirió en lo más profundo de mi ser, pero al mismo tiempo sentía una oscura satisfacción al creerme un alumno fuera de lo corriente, condenado a permanecer al margen de la sociedad. Empecé a pensar que los caminos trillados me estarían vedados y que yo mismo debería buscar mi propio camino. Cuando me enteré de mi triple fracaso, mi reacción fue huir lejos. Me dirigí a la Avenida y deambulé por allí horas enteras, olvidando el hambre y el cansancio. No regresé a casa hasta la caída de la tarde. Mi hermano ya le había contado a mi madre el resultado de los exámenes y ella no pudo ocultar su alegría al verme llegar, ya que estaba muy preocupada por mi ausencia, temiendo alguna de mis locuras. Se esforzó por consolarme, asegurándome que cuidaría de que me dieran clases de francés y de alemán.

En cierto sentido, mis fracasos me resultaron provechosos. Cuando leía, ya no corría el peligro de que mi madre viniera a decirme que 46

me iba a cansar la vista. Ella creía que el solo objeto de mis lecturas era preparar los exámenes de septiembre. Por primera vez en mi vida tenía libertad para leer lo que quisiera, a las claras y sin temor. Por otro lado, el convencimiento de ser objeto de «persecuciones» me daba, a mis propios ojos, una aureola de mártir. También me incitaba a cobrai conciencia de responsabilidades nuevas respecto a mí mismo. Aunque mis pasatiempos favoritos fueran los mismos de siempre, tenía que evitar en adelante que creyeran que me absorbían por completo. Estaba convencido de que todos los demás, es decir, los profesores y el director, me observaban, y me consideraban un pillo y un inútil. Así que les preparaba una sorpresa... De todas formas, aquel verano me era imposible decir en qué consistiría la sorpresa: ¿Llegaría a ser un gran naturalista, un pianista célebre, un explorador, un nuevo Champollion? Sólo sabía una cosa: que ya nunca volvería a estar entre los primeros de la clase y que tendría que darme por contento si lograba no repetir curso. Aquellas tardes dedicadas a revisar cualquiera de mis tres libros de gramática presentía ya lo que se revelaría más tarde como una de las características más fuertes de mi personalidad: la imposibilidad de aprender por obligación, de soportar la enseñanza programada, estereotipada, a la que se amoldaban los demás. A lo largo del bachillerato, sólo me interesaron materias fuera de programa. Las disciplinas y los autores que prefería no tenían nada que ver con la enseñanza oficial. Cuando me entusiasmaron las ciencias físico-químicas, estudié química el año en que había física en el programa, y al contrario. A veces me bastaba con que una disciplina que hasta entonces me parecía apasionante fuera incluida en el programa para que dejara de interesarme inmediatamente: éste fue el caso de la lógica, la psicología y la biología. Todo lo que aprendía obligado y a la fuerza perdía de golpe todo su atractivo. Se convertía en una asignatura como las demás, buena para los empollones y para los diestros en el tema. La aversión que sentía por todo lo que se pareciera a un manual de texto o a una asignatura obligatoria adquirió, con el tiempo, proporciones patológicas. Más adelante, cuando quise profundizar mis conocimientos en latín y matemáticas, desprecié olímpicamente los libros de texto y compré libros de Meillet, Poincaré, o Gino Lauria, obras de las que sólo comprendía fragmentos al precio de esfuerzos inusitados.

Los exámenes de asignaturas pendientes tuvieron lugar en otoño. Me pregunto cómo conseguí aprobarlos. Sabía más o menos las con47

jligaciones en francés y en alemán. En el examen oral, Nanu me puso tan nervioso que respondí mal a algunas de sus preguntas. Pero como en el escrito me había defendido bien, Frollo y Nanu me aprobaron. En cuanto al examen de alemán, tuve la suerte de que no se hiciera, ya que, en el último momento, Papadopol, nuestro profesor de alemán, dijo que no había por qué hacerlo, ya que se trataba de una asignatura que debía enseñarse a partir de segundo. Pero añadió, frunciendo el ceño, que esperaba que nuestros esfuerzos fueran dobles en el curso siguiente. Por lo que respecta a mí, le decepcioné. El alemán fue la pesadilla de mi juventud. No me desagradaban tanto las dificultades de la gramática como el hecho de que al año siguiente Papadopol fuera nombrado director del colegio. Tenía que vérmelas con él cada vez que rompía un cristal, o cuando me descubrían saltando por la ventana o cuando se daban cuenta de que era yo mismo quien había redactado la excusa por alguna de mis ausencias. A pesar de todo, las cosas acabaron por arreglarse y desde el cuarto año de instituto nos hicimos, increíblemente, buenos amigos. Repartió entre los alumnos varios temas literarios y a mí me tocó el Sturm und Drang. Cada uno de nosotros disponía de veinte minutos para exponer su tema. Me pasé varios días y noches leyendo todas las monografías que pude encontrar en la biblioteca, y llené un cuaderno entero. Sólo la introducción duraba media hora. La exposición empezaba con Los Nibelungos y los Minnesinger. Había escrito en el encerado todos los nombres, títulos y fechas importantes. Se trataba, lógicamente, de una compilación de datos que había podido reunir leyendo manuales y monografías. De todas formas, Papadopol estaba entusiasmado, ya que le daba ocasión de refrescar su memoria y recordar una buena cantidad de Minnesinger y de escritores menores que probablemente había olvidado desde sus años de estudiante. Entré en segundo sin demasiado entusiasmo. Desde los primeros días de octubre se empezó a oír hablar de los desastres sufridos por las potencias centrales. Nuestros profesores apenas podían disimular su alegría y se desinteresaban totalmente de las clases. Nos enteramos un día de que Alemania había pedido el armisticio. Aunque aquella mañana salí en dirección del instituto, me encontré bajando a toda velocidad el bulevar en dirección a la plaza Bratiano. Me cruzaba con grupos de personas que aulllaban y vociferaban. Algunos agitaban banderas rumanas y francesas. Otros llevaban uniformes descoloridos y remendados. Oí a un joven que gritaba: «¡A la Kommandanuir!» Empezó a correr, arrastrando tras él a un grupo. Yo también corrí, a pesar de que la cartera me golpeaba en la espalda y que sujetaba como 48

podía. El grupo se paró a mitad de camino. A la altura del hospital Coltzea nos encontramos con otros grupos excitados y yo quise ver qué iba a ocurrir. Un hombre se había encaramado al tejado de una casa e intentaba colocar una bandera. «¡Sujétala con tu cinturón!», gritó alguien. Oí risas a mi lado y bravos frenéticos, y un gracioso exclamó: «¡Fijaos bien en el chico del tejado! Pronto le veremos en calzoncillos...» De pronto alguien gritó: «¡Cuidado!» y el grupo se hizo atrás desordenadamente. Desde una ventana, en lo alto del edificio, un hombre lanzaba docenas de palos. Iba a buscar un montón y volvía a la ventana y gritaba: «¡Cuidado!», y los tiraba a la acera. En seguida hubo algunos centenares de palos. Eran blancos, muy finos, de dos metros de largo aproximadamente. Como no sabía para qué se usaban, me parecían más valiosos. La gente los cogía y hacía grandes molinetes con ellos sobre sus cabezas, como si se tratara de un sable. «Son palos de tienda», dijo alguien. En aquel momento saltaron en pedazos los cristales de las ventanas y aparecieron dos hombres sosteniendo un saco que trataban de apoyar en el alféizar de la ventana. «¡Separaos, que es azúcar!», gritó uno de ellos al mismo tiempo que cortaba la tela con una navaja. Inmediatamente una casacada de azúcar, blanca y apretada, cayó sobre la acera, y el gentío se precipitó desordenadamente hacia ella. La gente empujaba, unos se ponían de rodillas, otros en cuclillas, para recoger la mayor cantidad posible de azúcar, y la metían a puñados en sus bolsillos, sus pañuelos, sus sombreros, abriéndose paso después entre la gente a fuerza de insultos. A cada momento una voz gritaba: «¡Cuidado!» Se abrían las ventanas y se vaciaba el contenido de otros sacos sobre la calle: azúcar, harina, lentejas... En pocos minutos la calle se llenó de gente. Aumentó el número de mujeres que llegaban y se colaban para colocarse justo debajo de la ventana, y allí se amontonaban en racimos compactos. A veces, una de estas mujeres emergía del tropel, con las faldas remangadas, sin ningún pudor, llevando en ellas azúcar y lentejas, todo mezclado y manchado de barro, y se alejaba contoneándose como una oca. Yo salí de allí también con un palo en una mano y en la otra, sujeto cuidadosamente, el pañuelo lleno de azúcar. Más tarde supe que el edificio saqueado había pertenecido a la intendencia alemana. Los guardas habían huido la noche anterior.

Mi padre regresó de Moldavia poco después. Durante esos últimos meses habíamos logrado tener noticias suyas casi regularmente. Todos 49

los nuestros se encontraban sanos y salvos, a excepción de Traían, el hermano menor de mi madre, que murió en una epidemia de tifus exantemático. En Moldavia, mi padre se gastó la paga en artículos de primera necesidad: cuero para las suelas de los zapatos, tela, manteca, harina, galletas... Mi hermano y yo tuvimos que llevar durante años chaquetas espantosas de un gris sucio, túnicas confeccionadas con tela oscura, áspera y rígida, sin hablar de los horribles zapatos de reglamento. Para deshacernos de estos odiosos regalos paternos, laboriosamente reunidos para nosotros durante la campaña de Moldavia, tuvimos que esperar a los últimos años de instituto, cuando nos obligaron a llevar el uniforme kaki y el quepis ribeteado de malva del liceo Spiru Haret. La verdad es que en aquella época la penuria era tal que los alumnos se vestían como buenamente podían. En sus atuendos siempre se encontraba algo que procedía del ejército: un gorro de soldado, una chaqueta, una camisa kaki, vendas para las pantorrillas y, por supuesto, botos de soldado. En los días siguientes del armisticio nos pidieron en el colegio que llegáramos una hora antes por la mañana y que fuéramos una hora o dos por las tardes para ensayar los himnos de los ejércitos aliados. Conocíamos ya La Marsellesa, pero teníamos que aprender también el God save the King, Ií's a long way to Tipperary, además del himno americano y del italiano. Soloveanu, nuestro profesor de música, había transcrito fonéticamente la letra en el encerado, y nosotros hacíamos todo lo posible por memorizar las estrofas, cosa que no resultaba nada fácil. Había que darse prisa, ya que la llegada a Bucarest de los primeros destacamentos aliados y de una parte del ejército del general Franchet d'Esperey era inminente. El desfile de los aliados se retrasó varias veces. Por fin, un día nos citaron por la mañana temprano y nos llevaron poco después del amanecer a la colea Victoriei. Todos los institutos y colegios de Bucarest estábamos reunidos entre el bulevar Elizabeth y el Mogoshoaia. Todos enarbolábamos banderas, pequeñas o grandes. Los alumnos de las escuelas primarias estaban colocados en primera fila, al borde de la acera, nosotros, detrás de ellos, y detrás de nosotros, los de los cursos superiores. Detrás del todo estaban los universitarios. No sé cuáles fueron los destacamentos que desfilaron primero. Pero aún creo escuchar las aclamaciones y los vivas que se oyeron, primero, en la lejanía, y que iban subiendo de volumen a medida que las tropas se acercaban. Recuerdo a los ingleses, con sus cascos redondos muy chatos y, sobre todo, sus sonrisas cuando nos oyeron cantar Tipperary. Nuestro acento debía de tener algo que ver en ello. También recuerdo nuestro estupor cuando desfiló ante nosotros un destacamento 50

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de senegaleses. Nunca hasta entonces habíamos visto hombres de color. Los miramos con ojos abiertos como platos. La Marsellesa que cantábamos se hizo más lenta y vacilante, y empezamos a farfullear a pesar de los esfuerzos desesperados de nuestro profesor de música para hacernos reaccionar a fuerza de golpes con la batuta en nuestros hombros.

Aquel invierno fue tan duro y crudo como el anterior. Afortunadamente, ya no teníamos que hacer cola para el pan. Por la mañana desayunaba té y galletas de las que había traído mi padre, y después marchaba al instituto. En aquella época, Moisesco nos enseñaba botánica. Nos hacía observar en el microscopio granos de polen o cortes de pistilos o de estambres. Un día descubrí en una librería un tratado de fisiología vegetal escrito por él mismo y lo compré en seguida. Lo leí de cabo a rabo, pero, naturalmente, no comprendí gran cosa. Esperaba impaciente la llegada de la primavera para poder ir a buscar plantas para hacer un herbario. Pero antes de esto descubrí una distracción que me entusiasmó de inmediato. En el instituto, algunos de mis compañeros se intercambiaban libros. Este sencillo juego me apasionó, ya que era rico en sorpresas de todo tipo. Me permitía, como si se tratara de una biblioteca ambulante, descubrir libros insospechados, especialmente las obritas de la colección «Biblioteca para todos» y las de la colección «Minerva». La elección posible era muy amplia, desde Las aventuras de Pinocho hasta El origen de las especies, pasando por Mis prisiones. Para mí fue el gran descubrimiento del año: allí encontraba un buen número de libros, todos a mi alcance, sobre los temas más dispares, escritos por autores cuyos nombres nunca había oído, nombres extraños, a veces incluso exóticos. Leyendo aprendía gran cantidad de cosas sobre otros mundos y otros hombres alejados de nosotros en el tiempo y en el espacio. Los libros de Camille Flammarion y de su discípulo rumano Víctor Anestin sobre astronomía y misterios del universo eran ciertamente muy interesantes, pero también había otros mundos nuevos para mí, que descubría leyendo a Tolstoi o a Gorki, o viendo vivir a los personajes de Balzac, sin hablar de esos hombres fuera de lo común que perdían su sombra, iban a la luna o hacían hablar a los muertos. De este modo, mi interés por las ciencias naturales se fue extendiendo paulatinamente a otros campos, a todos aquellos que descubría leyendo a autores extranjeros, biografías, libros de vulgarización. Llegué a leer un libro diario. Pronto me di cuenta de que, incluso a 51

esc ritmo, nunca conseguiría leer todo lo que me apetecía. Cada día me llamaban la atención tres o cuatro libros, y para poder tomarlos prestados tenía que disponer al menos de igual número de ejemplares para darlos a cambio. Aunque yo ya compraba libros antes, fue entonces cuando me di cuenta de que era mucho más ventajoso poseer una biblioteca propia; era la única forma de disponer de libros elegidos por uno mismo. En el invierno de 1918-1919, las librerías estaban todavía bastante mal surtidas, y los libreros de viejo no compraban y vendían más que libros de texto. Por eso, compraba cualquier cosa, a condición de que estuviera bien de precio, aunque el título no me atrajera demasiado, como fue el caso con El dilema del Médico o La descomposición del Marxismo, Por miedo a los sabañones pasé prácticamente todo el invierno encerrado en mi habitación. Desde el regreso de mi padre, el piso abuhardillado sólo lo ocupábamos los niños, de modo que ya no me vigilaban a cada momento, como antes, y podía leer tranquilamente. Sin embargo, por prudencia tenía siempre un libro de texto al alcance de la mano. En cuanto oía pasos en la escalera de madera, escondía el libro que estaba leyendo y fingía estudiar una lección. Mi padre venía a verme de vez en cuando, cogía el libro, y después de haberse puesto las gafas, leía el título en voz alta, como asegurándose de que se trataba de un libro serio, provechoso, y de que no perdía el tiempo con lecturas vanas. Por supuesto, conocía la existencia de mi biblioteca, ya que los setenta u ochenta libros que poseía estaban en una estantería en mi habitación. Pero logré convencerle de que no leía más que en mis ratos de ocio. Me permitieron leer por la noche. En mi mesa de trabajo había una lámpara con una pantalla, y como me lloraban los ojos todo el tiempo y no había conseguido aún las gafas que necesitaba, mi padre me compró una bombilla azul. Había oído decir que la luz azul cansaba menos la vista. Sin embargo, la luz era tan débil que, por lo menos al principio, se me enturbiaba la visión y esto hacía que me lloraran más los ojos. Afortunadamente, la bombilla perdía color con el uso y la luz se hacía más soportable. Se me permitía leer hasta las once. Cuando subía mi padre para comprobar si había apagado la luz, me encontraba siempre tratando de resolver algún problema o de redactar algo para el día siguiente, ya que no me ocupaba de los deberes hasta poco antes de las once de la noche. Entonces se veía obligado a concederme media hora más. Pero con frecuencia se olvidaba de venir a cerciorarse de que me había acostado. Leía entonces todo lo que podía, sin pararme hasta que me caía de sueño. 52

El profesor de letras que nos tocó aquel año se llamaba Mazilu. Me gustó desde la primera clase. Podía ser muy divertido; leía en voz alta nuestras redacciones comentándolas al mismo tiempo con bastante sentido del humor. Elogiaba sin cesar a los grandes autores y nos recomendaba que leyéramos sus obras, única forma, según él, de «enriquecer a la vez el espíritu y el vocabulario». En marzo nos mandó hacer en casa una redacción, cuyo tema era: «¿En qué se ve que se acerca la primavera?» Esta vez no esperé al último momento para hacer el trabajo. Empecé la redacción a primera hora de la tarde y no paré hasta que mi madre nos llamó para que bajáramos a cenar. Experimenté una alegría inmensa, nueva, escribiendo las veinte páginas de mi redacción. Tenía la sensación de haber entrado por fin en uno de esos mundos que se me habían revelado durante mis lecturas y que eran, para mí, los únicos que poseían sentido y autenticidad. Tenía también la impresión de haber escrito como hacían los grandes autores, los que todavía no figuraban en el programa, y, sobre todo, de haber escrito para ser leído por mis semejantes y no únicamente por el profesor para que me diera una buena nota. A Mazilu le divertía mirarnos sonriendo, tratando de adivinar quién de nosotros era autor de la mejor redacción, de la más pintoresca, de aquella cuya lectura le permitiría ejercitar sus dotes de humorista, que podían llegar a hacer revolcarse de risa a toda la clase. Tomaba algunos cuadernos, volvía al estrado y nos los leía. Aquel día le miré con una sonrisa cómplice cuya audacia me hizo enrojecer. Sin duda, se dio cuenta de algo, ya que, habiendo pasado de largo, volvió sobre sus pasos y me pidió el cuaderno. No guardo más que un recuerdo borroso de este primer éxito en el arte de la escritura. Creo recordar que se trataba de una especie de cuento. Empezaba en mi habitación. Me había quedado dormido viendo caer los últimos chaparrones de marzo. Después presenciaba acontecimientos fantásticos: zíngaras que iban a buscar campanillas de las nieves a los bosques y que, sorprendidas por una tormenta, se cobijaban bajo un árbol, pegándose al tronco hasta confundirse con la corteza. También había una gran batalla que enfrentaba a los paladines del invierno, personificados por seres hechos de escarcha y hielo, con dedos largos y diáfanos como estalactitas, y a los mensajeros de la primavera, que, escapando de su prisión subterránea, se abrían paso entre la nieve. Eran medio hombres medio flores, con dedos de margarita y mirada de violeta, y surgían uno tras otro, soplaban alrededor suyo para dispersar la nieve y gritaban: «Padre Invierno, ¿dónde estás? Padre Invierno, ¿dónde te escondes ?, acércate, que te pille...» 53

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Mazilu, sin haber terminado de leer la primera pagina, se in. terrumpió para preguntarme: «¿De dónde has copiado esto?» Al ver mi gesto de protesta, añadió al momento: «O, más bien, ¿en qué libro has pescado todas estas ideas?» Enrojecí, sin saber qué responder. Mazilu, dándose cuenta de mi situación, me tranquilizó con una sonrisa enigmática y prosiguió la lectura. Como no quería que se considerase mi texto como una obra maestra, hacía de vez en cuando comentarios sobre la ampulosidad de ciertos adjetivos, o se interrumpía para señalar una inadvertencia. De todas formas, al terminar me miró a los ojos y me dijo: «Bravo. Esto merece un diez.» Fue mi primera gran victoria. Por fin se reconocía ante todo el mundo que se habían equivocado conmigo y que decididamente yo no era un inútil. La sorpresa de Mazilu fue tal que probablemente habló de mi redacción a sus colegas, ya que, al final del recreo, Moisesco en persona vino a verme y me pidió el cuaderno. Tenía curiosidad por leer, él también, las aventuras de mi Padre Invierno y demás personajes, creaciones de una ensoñación que olvidé hace tiempo. Acababa de ganar una victoria y me disponía a hacerla valer en cuanto llegara a casa. A pesar de todo, no logré convencer a mis escépticos y reservados padres. Mi padre dijo que no me creería hasta que no viera la nota escrita, con pelos y señales, en el cuaderno de las notas; es decir, como muy pronto al final del trimestre. Sin embargo, esta experiencia tuvo para mí consecuencias muy importantes. Acababa de descubrir que, con ayuda de la «inspiración», me era tan fácil, aunque menos rápido, expresarme por escrito como seguir en mi pantalla interior, tal como lo hacía antes, las aventuras de mi ejército secreto. Hasta entonces había tratado de escribir varias veces, pero cuando releía las primeras páginas me sentía desmoralizado, consternado, incluso avergonzado. Arrancaba con rabia las páginas del cuaderno y, después de estrujarlas, las quemaba. Pero ahora tenía la impresión de haber encontrado por fin la clave que me permitiría el acceso al reino de la escritura, y esta clave era la «inspiración». Conocía ya ese estado de trance ligero, esa euforia que se apoderaba de mí y me obligaba a fijar la mirada en un objeto o a contemplar un rincón de la pared durante un tiempo indefinido sin tener consciencia de ello. Me sentía transportado a otro espacio no alejado, sino, por el contrario, muy próximo, al alcance de la vista, el espacio mismo donde podían desarrollarse ios acontecimientos que tenía que narrar. Sabía por experiencia que era inútil tratar de escribir sin haber entrado anteriormente en ese estado de ensoñación, de felicidad interior, a veces tan intenso que se hacía insoportable. Sólo entonces podía mojar la pluma en el tintero y empezar a escribir. 54

A veces, ese estado de gracia se iba apoderando más de mí cuanto más avanzaba en lo que iba escribiendo. Generalmente, la duración de mi inspiración no pasaba de una hora, dos como máximo. De pronto la sentía decrecer y sufrir extrañas metamorfosis antes de abandonarme por completo, dejándome en un estado de amarga frustración. A la mañana siguiente, sin embargo, o algunos días después, volvía de nuevo. Para que renaciera, me bastaba con releer algún pasaje que me gustara especialmente y cuya perfección fuera evidente para mí. Después de la primavera, empecé a escribir con mucha regularidad cuentos y relatos. Si mis recuerdos no fallan, se trataba más bien de historias fantásticas. Una de ellas empezaba de la siguiente manera: «A la vuelta de un camino me encontré cara a cara con Dios. Quería una varita. Arrancó una ramita de un árbol y me preguntó si yo tenía una navaja...» Olvidé lo que ocurría después. En otro cuento, el protagonista —un ser zafío que apenas sabía leer— era un modesto empleado que vivía en una ciudad de una provincia apartada. Un día, sin embargo, le entran ganas de escribir y escribe, uno tras otro, varios libros. Enseña sus manuscritos al profesor de literatura del instituto cercano. Éste los hojea, lee algunos pasajes al azar y pregunta después al empleado: «¿Por qué te ha dado por copiar a mano obras tan célebres como Madame Bovary y La Sonata a Kreutzefi-». El empleado jura ante Dios que él nunca ha oído hablar de semejantes libros, que además no tiene la menor afición por la lectura y que si se ha puesto a escribir es, por decirlo así, a pesar suyo y sin saber qué le pasaba. El profesor no le cree del todo y le aconseja seguir escribiendo, pero alguna otra cosa, una obra de teatro, por ejemplo. Algunas semanas más tarde, el empleado vuelve y le trae otros dos manuscritos. Se trata de El barbero de Sevilla, de Beaumarchais, y de Puesta de Sol, de Delavrancea*. A veces me inspiraba en anécdotas de guerra que contaba mi padre, pero tenía cuidado de elegir los episodios más extraños, los más misteriosos. Recuerdo haber escrito un largo relato cuyo tema era el siguiente: un oficial de Ingenieros recibe la orden de volar un puente. Se esconde en un pantano, con el agua hasta las rodillas, y espera la llegada de los primeros soldados alemanes. Cuando finalmente empiezan a cruzar el puente, el oficial lo vuela. Al alejarse entre los juntos, oye que algo ha caído al agua, casi a sus pies. Se para, mete la mano en el agua del pantano, busca a tiendas y saca, horrorizado, una cabeza humana. Es la cabeza cortada a ras del cuello de un joven soldado alemán que parece mirar con los ojos muy abiertos, como sorprendido de encontrarse allí. Ya por la noche, el oficial llega exhausto a su unidad, en un pueblo medio desierto. Se echa en la cama y se duerme, pero unos golpes violentos en la puerta le des55

piertan sobresaltado. Saca su pistola de debajo de la almohada y vacía el cargador contra la puerta porque había creído ver la cabeza del soldado, así al menos lo afirmó en el consejo de guerra, porque en realidad había matado a su asistente, que venía a despertarle para transmitirle la orden de evacuar el pueblo. El asistente había muerto también con los ojos desmesuradamente abiertos y una extraña expresión de asombro en el rostro. Todos estos textos los escribía en un cuaderno grueso en cuya tapa había anotado: Cuentos y relatos, vol. I. No estaba muy seguro de que se publicasen algún día, pero yo de todas formas preveía ya varios tomos. Sin embargo, para mí la literatura no era más que una parte, y no la más importante, de mi actividad, ya que sólo podía dedicarme a ella en mis momentos de «inspiración». Cuando no estaba inspirado, podía dedicarme a escribir muchas otras cosas; por ejemplo, resúmenes de libros que leía, reseñas de una teoría científica o descripciones detalladas de plantas y animales que cogía. Tenía toda una colección de cuadernos: unos de morfología y fisiología vegetal, otros para entomología o para resúmenes de la teoría de la evolución, etc.. Para distinguirlos de mis cuadernos de clase, que encontraba demasiado fríos e impersonales, utilizaba los que mi padre me fabricaba. Los cosía enteramente a mano; el papel blanco liso era de mejor calidad, y las tapas de colores variados. A lo largo de los años, el número de cuadernos fue aumentando considerablemente. Eran el reflejo de mi interés sucesivo por la física, la química, el orientalismo, las ciencias ocultas, la filosofía. Guardaba todos los cuadernos. El último año de bachillerato llegué a tener un cajón entero lleno hasta arriba. Aquel año fui admitido a pasar al curso superior sin incidentes, con gran satisfacción de mi padre, que cada vez estaba más convencido de mi talento como pianista. Pasábamos los veranos en Salcede, pueblo de la comarca de Brashov. De nuestro chalet en Tekirghiol no quedaban más que los muros y no se podía pensar en habitarlo. Atravesé los Cárpatos, con el corazón palpitándome de emoción; descubrí a la vez la montaña, Transilvania, y la vida campestre... Nos alojábamos en una casa particular, una casita clara y limpia, llena de niños. Entre ellos había una niña dos años mayor que yo, rubia, con pecas, que olía muy bien a leche y heno. La recuerdo bien por la sencilla razón de que le gustaba mi hermano Nicolás y trataba de besarle a cada momento. Un día, estando los tres tumbados sobre una hacina de heno, se puso a acariciarle el pelo y le dijo que los chicos que más admiraba eran los de «cabello de color azabache». Al oiría, sonreí con condescendencia, ya que sabía que estaba equivocada. En todos los cuentos que había leído, el príncipe azul era, inevitablemente, rubio. Por entonces 56

yo era pelirrojo, con un tono muy brillante. Para mí estaba claro que yo me parecía más que mi hermano Nicolás a un príncipe azul. Incluso le tenía lástima por la mala suerte de haber nacido moreno. Qué vida más triste le esperaba, destinado a no conocer nunca las alegrías del amor, porque todas las miradas se volverían hacia mí, que había recibido como un don del cielo mi espléndida cabellera rubia. Me creía muy guapo, a pesar de mis ojos demasiado pequeños, mi mirada de miope y mis gafas con montura de alambre. Estaba convencido de que esto añadía a mi rostro una nota de distinción un poco severa que dejaba adivinar al futuro sabio, al futuro doctor, o al futuro naturalista que llegaría a ser un día. Finalmente, indignado por las caricias que la hija de la casa prodigaba a mi hermano, no resistí más y le dije lo que pensaba; es decir, que se equivocaba de destinatario. En el fondo, me gustaba verla alimentar tal pasión por un hermano al que tanto quería, pero no tenía razón al alabar su cabello negro: los chicos de pelo negro sólo pueden ser feos y están destinados de antemano a no ser felices, ya que nadie los querrá. En definitiva, el más guapo de los dos, el que merecía, pues, ser amado, era yo, el que era rubio. Como un príncipe azul. Al principio, la niña me escuchó atentamente, pero luego se puso a reír locamente, sin parar. Creí que me estaba tomando el pelo y sonreí con aire inocente. Pero cuando me explicó por qué prefería los muchachotes de cabellera oscura como «ala de cuervo» a los «alfeñiques deslavazados» como yo, y como ella, por otra parte, ya que entre ser rubio o pelirrojo había poca diferencia, tuve que rendirme a la evidencia: estaba hablando en serio. Me sentía apesadumbrado. Todo mi sistema de valores se tambaleaba desde su base. Me di cuenta, amargamente, de que ser la viva imagen del príncipe azul —o casi— no resultaba para los demás el privilegio extraordinario que yo creía. Se podía parecer feo, se podía incluso pasar inadvertido, teniendo el aspecto de un héroe de leyenda. Varios años después llegué a considerarme más feo de lo que realmente era. Pero, sin duda alguna, yo era feo; la pubertad y la miopía ayudaron a ello. Podríamos añadir además el sacrosanto reglamento del instituto que nos obligaba a llevar la cabeza rapada; las gafas cada vez más gruesas, la piel de la cara llena de granos y un ligero vello pelirrojo. El verme más feo de lo corriente fortalecía alguna de mis convicciones e incluso mis formas de actuar. No tenía más salida que singularizarme, ser «el viudo, el inconsolable», refugiarme en una soledad altanera. Esto ocurría en el año veintidós o veintitrés, cuando estaba escribiendo la Novela de un joven miope. Aunque, sin quererlo, la hija de nuestros huéspedes me había 57

abierto los ojos, esto no estropeó en modo alguno mis vacaciones de verano. Desde el amanecer, con un libro y cajas para los insectos, iba a inspeccionar los matorrales de juncos que bordeaban el riachuelo, o me ponía a buscar una Cetonia aurata oculta entre las matas de frambuesas. Podía pasarme horas enteras mirando un hormiguero, o esperando el paso de una serpiente o de un lagarto. Podía leer tranquilamente todo lo que me caía en las manos. Había traído conmigo dos tomos de los Recuerdos entomológicos, de Fabre, incluso había empezado a traducir ciertos capítulos y me aprendía de memoria el Diccionario de las plantas medicinales, de Zaharia Pantu. Además de todo esto, planeaba nuevos relatos que pensaba escribir. En otoño de 1919, en cuanto entré en tercero de bachillerato, empecé a estudiar física, mientras que mi hermano estudiaba química. La física me gustaba tanto que un año antes ya había estudiado sus fundamentos en un libro de mi hermano y con su ayuda. Pero la química me entusiasmó desde el principio, y mucho más que ninguna otra ciencia. Hasta pensé haber encontrado mi verdadera vocación. Durante aquel curso de 1919-1920 me instalé mi primer laboratorio, bastante modesto por cierto. Estaba situado en el desván, junto a la buhardilla, y cabía entero en una mesa cubierta de chapa. Había un matraz, una docena de probetas, tubos de ensayo, una lámpara de alcohol y algunos frascos con diversas sustancias. Cuando mis compañeros venían a verme, les hacía toda clase de experimentos: echaba fósforo al agua para verla chisporrotear, azufre que se metamorfoseaba misteriosamente bajo el efecto del calor... El año siguiente tuvimos química en el programa y algunos de mis compañeros me imitaron y se instalaron también laboratorios. Nos reuníamos entonces cada vez en casa de uno para hacer experimentos, tomando al principio como guía nuestro libro de química y luego otros libros de mayor nivel. El profesor de ciencias, Voitinovico, se dio cuenta en seguida de mi pasión por la química y me dejó la llave del laboratorio del instituto. Por las tardes iba muchas veces, solo o con algún compañero, y realizaba toda clase de experimentos. A través de la química hice amistad con varios de mis nuevos compañeros. Carpinisteanu era como yo, un loco por la química y el piano. En aquella época era un muchacho muy guapo, tenía la frente despejada, el rostro un tanto pálido y esa sonrisa un poco amarga y triste de los coxálgicos. De todos mis compañeros, era el único que poseía un laboratorio relativamente bien equipado y siguió fiel a la química hasta que obtuvo el título de bachiller. Se marchó después a Francia a estudiar medicina, y nunca he vuelto a tener noticias suyas. A Dinu Sighireanu le conocía del año anterior, pero las horas pa58

sadas juntos en el laboratorio fueron las que estrecharon nuestra amistad. Sin embargo, en seguida se cansó de la química y me regaló todo su material. Seguía interesándose por los insectos y cada otoño me traía de Sighireni, en Ialomitza, donde sus padres tenían una finca, mariposas rarísimas y coleópteros cuya especie yo ignoraba. Dinu y yo nos hicimos excelentes amigos y juntos descubrimos un buen número de autores, gracias a la biblioteca de sus hermanas. También tuve la suerte de pasar varias vacaciones inolvidables en casa de sus padres. Pero más adelante tendré ocasión de contar cosas sobre Dinu y mis otros amigos. También le debo a la química, indirectamente se entiende, el haber conocido a otro de mis amigos, Mircea Marculesco, y también otra pasión: Balzac. Había leído, porque el tema me interesaba, A la Recherche de l'absolu. A Marculesco no le gustaba la química, pero admiraba a Balzac. Fue él quien me prestó La Peau de Chagrín, que me entusiasmó. Releí entonces Le Pere Goriot, y justo después Gobseck. El perpetuo resurgir de los personajes, procedimiento tan del gusto de Balzac, me fascinó. Iba con mi amigo a husmear las tiendas de libros viejos, buscando obras de Balzac. Un día tuvimos la suerte de encontrar la Histoire des Treize y La Cousine Bette. Hasta entonces nos habíamos tenido que conformar con algunos volúmenes desparejados de las obras de juventud. A pesar de nuestro entusiasmo, sólo nos había gustado Le Centenaire. Pero esto ocurría dos años después, cuando yo había tenido ya el honor de ser publicado.

Todavía recuerdo mi primer artículo. Apareció en mayo de 1920 en el Diario de Ciencias Populares. Acababa de empezar el cuarto de bachillerato. Mi hermano estaba en la Academia Militar de TarguMuresh, así que me quedé como único habitante de la buhardilla. Había pasado todo el verano con mi familia en la villa de Tekirghiol, reconstruida a medias. Me aburría. Llevé pocos libros, y como los leí en seguida, trataba de encontrar desesperadamente alguna cosa para leer. En un armario encontré las obras completas del filósofo Vasile Conta, y me metí de lleno en ellas, aunque no comprendía gran cosa, salvo cuando se trataba de problemas de evolución o de transformismo. El resto del tiempo iba a buscar plantas, conchas e insectos. Empecé a redactar un artículo sobre la fauna y flora de Tekirghiol, artículo que, debidamente corregido, aparecía a finales de 1921 en esa misma revista. No sé por qué elegí como tema para mi primer artículo «el enemigo del gusano de seda», ya que el asunto no me llamaba 59

especialmente la atención y en aquella época sabía suficiente entomología como para escribir sobre temas más interesantes. Debí pensar que tenía implicaciones prácticas y, por ello, más posibilidades de ser publicado. En efecto, el artículo se publicó inmediatamente. Lo firmé Eliade Gh. Mircea. Cuando vi por primera vez mi nombre impreso no sólo en lo alto de la columna, debajo del título, sino también al final del artículo, mi corazón empezó a latir con más fuerza. Durante el trayecto entre el quiosco donde había comprado la revista y mi casa, me dio la impresión de que todas las miradas se fijaban en mí. Con aire triunfal enseñé el artículo a mis padres. Mi madre pretextó que no tenía tiempo para leerlo, pero, en realidad, quería quedarse sola para saborearlo mejor, tal como haría en adelante con todo lo que he escrito después. En cuanto a mi padre, se puso las gafas, leyó el artículo inmediatamente (no era más de una columna) y me dijo: «Todo esto no vale gran cosa, es compilación.» Lo era, efectivamente. Pero aunque le expliqué que yo no había querido hacer auténtica ciencia, sino vulgarización, y que ésta era tan necesaria como la investigación verdadera, no quiso cambiar de opinión. Algunos meses después, el Diario de Ciencias Populares organizó un concurso para los alumnos del instituto. Leí las bases, palpitante: correspondían exactamente a lo que yo quería hacer; es decir, tratar de forma literaria un tema científico. El domingo siguiente, aprovechando que disponía de todo el día y de la noche, empecé a escribir un relato fantástico titulado Cómo descubrí la piedra filosofal. Empezaba así: estaba en mi laboratorio y no sé por qué circunstancia me había quedado dormido. Claro está que el lector ignoraba este dato, y yo tenía buen cuidado de no decirlo. Entonces aparece un personaje extraño que empieza a hablar de la piedra filosofal asegurándome que no se trata de una leyenda y que, conociendo la fórmula, se puede conseguir. El mismo la ha visto fabricar varias veces a alquimistas célebres y me propone que hagamos juntos las operaciones necesarias. El misterioso personaje toma entonces un crisol, introduce en él distintas sustancias y lo pone al fuego. Después echa una pulgarada de polvo y exclama: «¡Mira! ¡Mira!». En efecto, observo que el contenido del crisol se transforma en oro. Llevado por la emoción, hago un movimiento brusco y tiró el crisol al suelo, donde se rompe con estrépito. El ruido me despierta y veo que estoy solo en la habitación. ¿Había sido todo un sueño? Pero veo en el suelo, junto al crisol, algo que parece una pepita de oro. La cojo y me doy cuenta de que lo que había creído oro no era, en realidad, más que pirita, sulfuro metálico de aspecto parecido al del oro. Nunca volví a leer este relato. Muchos años después, al recordarlo, he pensado que no estaba totalmente desprovisto de sentido. Cuando 60

lo escribí me apasionaba la química, pero lo ignoraba todo de la alquimia. En aquella época me gustaba la materia por sí misma y no imaginaba ninguna otra cosa fuera de ella. Conocía las propiedades de los cuerpos químicos y sus efectos inmediatos, pero igualmente me fascinaba el misterio de sus estructuras internas, el número ilimitado de combinaciones posibles entre las diversas moléculas. Algunos años más tarde descubrí en la biblioteca de la Fundación Carol la Colección de los Alquimistas, de Maurice Berthelot. Mi interés por la alquimia data de esa época, y nunca ha desaparecido. En 1924 ó 1925 publiqué los primeros artículos sobre la alquimia alejandrina y la alquimia medieval en el Diario de Ciencias Populares. Más tarde, siendo ya estudiante universitario, le pedí a Chandra Ray que me enviase desde Calcuta las dos obras que había escrito sobre alquimia hindú. En la India pude reunir una documentación importante a partir de la cual escribiría varios artículos para la revista Vremea, y que se reeditaron en 1935 en La Alquimia asiática. Después escribí Cosmología y alquimia babilónicas, en 1937; Magia, Metalurgia y Alquimia, en 1939, y Herreros y alquimistas, en 1956. Este último ampliaba los trabajos ya publicados en Rumania. Por entonces aún no conocía los estudios de Jung sobre el tema. Trataba de demostrar, sobre todo, que la alquimia no era más que una química rudimentaria, una «prequímica», pero que debía ser considerada como una técnica espiritual cuyo fin se situaba más allá de la explicación pura y simple o de la conquista de la materia, siendo en realidad su objetivo transformar al hombre, liberarlo y redimirlo. Por desgracia, no me es posible volver a leer ese primer ensayo. Quizá encontrara en él, gracias a las revelaciones de mi misterioso personaje, las manipualciones químicas a las que había asistido. Sí, sólo en sueños, había descubierto la piedra filosofal. Pasarían muchos antes de comprender, gracias a Jung, todo el sentido de esta simbología del sueño.

Mi relato obtuvo el primer premio y fue publicado a finales de 1921. Desde aquel momento tomé conciencia de ser un escritor en todo el sentido de la palabra. Gané cien leis, y cuando fui a cobrarlos conocí a Dan Dimiu, director del Diario de Ciencias Populares. Me felicitó y me pidió que colaborara en su revista. Yo tenía en reserva toda una serie de artículos sobre los insectos. Se los envié y se publicaron regularmente durante varios años. Como nunca he tenido ocasión de volver a leerlos, me resulta difícil decir si mi contribución personal a la ento61

mología fue realmente original. Había estudiado página por página las obras de Brehm y de Fabre, yo mismo había hecho un buen número de operaciones personales y observado en el microscopio de Moisesco todo lo que se podía ver referente a la anatomía y fisiología de los insectos. Además, desde que me había instalado un acuario, me pasaba horas anotando en un carnet el comportamiento de la Nepa cineraria. De todas formas, cuando años más tarde decidí abandonar la entomología, me di cuenta de que en estos animalillos que había criado, seguido y amado durante tantos y tantos años no había descubierto nada realmente original, nada que no hubiera sido ya observado por otros. Pero quizá no tenía razón, quizá había observado, sin darme cuenta, algo que nadie hubiera visto antes que yo. Lo cierto es que en 1921 y 1922 llené varios cuadernos titulados Viaje de cinco escarabajos al país de la hormiga roja. Se trataba de una especie de novela de aventuras donde se mezclaban el humor, la entomología y la fantasía. Fue una experiencia apasionante describir los diferentes lugares por los que iba pasando el escarabajo y describirlos tal y como él los veía, desde el suelo o sobrevolándolos. Tuve que imaginar y situar toda una microgeografía. Descubrí otro mundo, onírico y paradójico, a la vez infinitamente más grande e infinitamente más pequeño que el mundo cotidiano. La piedrecilla más pequeña, cuando uno de mis escarabajos chocaba contra ella, tomaba proporciones espeluznantes y se convertía para él en algo igual a lo que una gran roca del tamaño de un hombre hubiera sido para mí. Pero en cuanto el escarabajo se echaba a volar, esta roca temible se volvía en un instante tan minúscula como la piedra más pequeña, como a escala humana sería un grano de arena. No recuerdo si llegué a terminar este relato de un viaje al país de las hormigas rojas, pero antes de renunciar definitivamente a la entomología, hacia 1923 ó 1924, tuve la idea de ampliar varios artículos que ya había escrito sobre las abejas, las avispas y las hormigas y reunidos en un pequeño volumen con destino a la «Biblioteca para todos». Queriendo saber si este tema interesaría para la colección, escribí a Ediciones Alcalay, eludiendo, claro está, explicar que yo era todavía estudiante de bachillerato. Recibí al poco tiempo una postal invitándome a enviarles mi manuscrito. Lo había vuelto a copiar, con mi mejor caligrafía, en dos cuadernos gruesos. No me figuraba que sólo con ver esas líneas escritas con trazo todavía inseguro pudiera adivinarse mi edad. Como no quería mandar mi manuscrito por correo, le pedí a uno de mis amigos, Radu Bossie, que lo entregara en mano al director de «Biblioteca para todos», mien62

tras que yo, muy impaciente, le esperaba en la calle, a pocos pasos de allí. Cuando le pregunté qué había dicho Bossie, me contestó: «Deje eso aquí, se le escribirá...». No volví a oír hablar del asunto, pero pronto me consolé. Si, años más tarde, al pasar delante de un escaparate hubiera visto mi obrita sobre las abejas, las avispas y las hormigas, me hubiera molestado bastante. Por aquel entonces yo era estudiante y el tipo de libros que quería publicar era muy diferente. El primero de ellos era Romanul adolescentului miop, Novela de un joven miope.

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IV LAS TENTACIONES DE UN JOVEN MIOPE

Empecé el quinto curso del instituto en otoño de 1921. A principios del verano aprobé el llamado entonces «examen de aptitud» y pude empezar el segundo ciclo o ciclo superior. En aquella época este ciclo ofrecía tres opciones: una, Ciencias y Matemáticas, llamada «real»; otra, Latín y Matemáticas, llamada «moderna», y la tercera, la «clásica», cuya base era el latín y el griego, sin matemáticas. Yo quería estudiar luego física y química en la Facultad de Ciencias, así es que escogí la primera opción. En seguida comprendí que me había equivocado. Al dejar el latín, renunciaba también a las clases de Locusteanu, nuestro profesor de Letras, a quien admiraba mucho. Además de gramática y lengua latina, nos enseñaba también historia, literatura y filosofía, nos hablaba de Pitágoras y de Ornar Khayyam, de Novalis y Leonardo da Vinci. Pero, en cambio, se me obligaba a estudiar matemáticas, asignatura que no me interesaba más que esporádicamente, pero que juzgaba indispensable para convertirme en un químico digno de ese nombre. El azar hizo que no me llevara bien con Banciu, nuestro profesor de matemáticas. Todos, los alumnos, sus colegas, e incluso los padres de alumnos, le consideraban un profesor fuera de serie. Era obvio que no se podía no comprenderlo, y yo también lo pensaba. Sus clases eran un modelo de claridad, y además tenía el don de hacer de las matemáticas algo fascinante. Pero cuanto yo tenía la cabeza en otra parte, cuando pensaba en un libro que estaba leyendo, o en un artículo que quería escribir, o en el tema de un próximo relato, me era imposible escuchar con atención las explicaciones de un profesor. Procuraba faltar a clase sin que nadie se diera cuenta. Cuando el riesgo era demasiado grande, asistía a la fuerza, pero mi cabeza estaba en otra parte. 64

La mayoría de las veces me las arreglaba para leer a escondidas lo que me apetecía. Un día, Banciu me sacó al encerado, y viéndome incapaz de resolver un problema, pensó que yo no había comprendido nada de sus lecciones y volvió a explicar, para mí sólo, lo que ya había explicado anteriormente a toda la clase. En esta ocasión se dio cuenta de que yo era perfectamente capaz de seguir su razonamiento, pero que para ello tenía que prestar atención. A partir de entonces decidió vigilarme de cerca. Por ello, cuando en una de sus clases me sorprendió leyendo Rojo y Negro, me puso una nota catastrófica, y ademas me confiscó el libro y me amenazó con expulsarme una semana en caso de que reincidiera. Pensé que no hablaría en serio y que simplemente quería asustarme. Poco tiempo después me sorprendió de nuevo y mantuvo su palabra: esta vez no sólo me gané una mala nota y una semana de expulsión, sino que me llamó ademas a su despacho y me dio dos espléndidas bofetadas. Esto ocurría en la primavera de 1922. Acababa de cumplir quince años y había aprendido ya lo que era la humillación y el odio. Estas bofetadas abrieron un abismo entre nosotros. Cuando a mi vuelta, una semana después, Banciu trató de mostrarse amable y amistoso, yo me había cerrado completamente y convertido en un bloque de piedra. Esa misma semana me metí de lleno en el libro de álgebra y resolví la mayoría de los problemas. En un ejercicio escrito, Banciu se sorprendió tanto de mis progresos que pensó que su firmeza había sido fructífera. Se equivocaba: desde entonces mi ruptura con las matemáticas fue total. Mi perseverancia no tenía más razón de ser que el miedo y sólo me esforzaba cuando se acercaban los exámenes. En realidad, nunca fui un buen estudiante de matemáticas. Puedo decir incluso que las matemáticas me aterrorizaban y que vivía constantemente bajo la amenaza de tener que hacer un examen de recuperación y, si me suspendían, repetir curso. Banciu me había advertido que cualquier descuido por mi parte tendría consecuencias funestas, fueran cuales fueran mis méritos en las demás asignaturas; es decir, física, química y ciencias naturales. Conseguí, a pesar de todo, superar sin problemas el quinto curso e incluso el sexto. Pero antes de entrar en séptimo, como ya sabía que no iba a estudiar química, ya que desde hacía un par de años había encontrado otros temas de interés, decidí pasarme a la sección «moderna». Logré cambiarme después de aprobar un examen de latín que había preparado a toda velocidad. Cuando llegó el momento de separarnos, Banciu me llevó aparte y me dijo: «Con lo que has aprendido estos dos años serás sin duda el mejor matemático de todos los latinistas. No olvides, de todas formas, que incluso en la 65

sección Moderna se estudia todavía una hora de matemáticas a la semana. Si no estás a la altura debida, te suspenderé...» Y esta vez también mantuvo su palabra.

Recuerdo mi habitación tal como era en aquella época, con una mesa de pino recubierta de papel azul y la pantalla bajo la cual iba moviendo el libro a medida que mi vista se nublaba y los caracteres se hacían más y más imprecisos. Aquellos fueron los años de «la miopía galopante», para utuzar la expresión del oculista que me examinó. Las dioptrías aumentaban con tal rapidez que casi no tenía tiempo de cambiar los cristales de las gafas. Sólo había un remedio, decía el doctor: no leer con luz eléctrica. Era el único modo de preservar mi vista. Pero, ¿cómo iba a ser capaz de esto, si todas las semanas, o casi, descubría un nuevo autor, un universo nuevo y otros destinos? Me defendía como mejor podía, leyendo sin gafas con la barbilla pegada al libro, leyendo primero con un ojo y después con el otro, poniéndome las gafas sobre la nariz, o cambiando constantemente de bombilla: una blanca, una azul, otra fuerte, otra floja... Después, cuando me empezaban a llorar los ojos y la vista se me nublaba completamente, iba a la habitación de al lado y me echaba agua fría en los ojos. Me quedaba allí algunos minutos, tumbado en la cama, tratando de no pensar en nada. La cama era de madera pintada en rojo. Encima de la cama, fuertemente sujeta a la pared, estaba la caja de cristal que contenía los especímenes más bellos de coleópteros y mariposas de alas inmaculadas. En la pared de enfrente había un pequeño mueble con estanterías que me había hecho mi padre y que me servía de biblioteca. En sexto año de bachiller tenía ya quinientos libros propios, en su mayor parte de la colección «Minerva», «Lumen» y «Biblioteca para todos». También poseía libros de gran valor, como los Recuerdos entomológicos, de Fabre, Los insectos, de Brohm, tratados de química, los clásicos del transformismo, todo lo que había podido encontrar de la «Biblioteca Científica», los libros de tapas rojas de Flammarion o los de la «Biblioteca Filosófica», del editor Félix Alean. Mi madre me daba todas las semanas algo de dinero para mis gastos y siempre se las arreglaba para que tuviera lo suficiente para comprar ese libro algo más caro que yo deseaba, pero me aconsejaba que no dijera nada a mi padre. La guerra había empobrecido considerablemente a mis padres y para pagar nuestros gastos se vieron obligados a alquilar gran parte de la casa. Al principio tuvimos como inquilinos a miembros de la misión cul66

tural francesa; después, a funcionarios húngaros que trabajaban en una empresa de Transilvania, y, finalmente, a la Cámara de Comercio ítalorumana. Así fue como conocí, en la época en que yo estudiaba italiano, a Giovanni Costa. Gracias a él pude pedir todos los libros italianos que creía necesitar.

Desde entonces, la buhardilla se convirtió en mis dominios. Todo lo que había en ella me pertenecía. Entre la cama y la mesa de trabajo, en una mesita, estaban mis colecciones de revistas: Revista Muzicala, Orizont, etc. Para que no se volaran cuando tenía la ventana abierta, utilizaba como pisapapeles las mejores piezas de la colección de minerales: un bloque de pirita, un trozo de granito, fragmentos de estalactitas. En la pared clavé con chinchetas copias de los frescos de tumbas egipcias. Estas copias, dibujadas con tintas de colores, eran testimonio de mi viejo entusiasmo por los libros de Maspéro y de Alejandro Moret. Debajo de la mesita, dentro de una caja de madera pintada, guardaba las cartas de mis amigos: al fondo, para que no lo descubriera mi padre, el Diario. No sé cómo me decidí a escribir un Diario. Lo empecé en 1921, y al principio no hablaba más que de mis ocupaciones cotidianas: el tiempo que pasaba en el laboratorio, los estudios de plantas e insectos, los títulos de los libros que leía, todo ello ilustrado por comentarios sucintos. Pero como esto no me satisfacía más que a medias, empecé a contar, con la mayor fidelidad posible, las conversaciones, todos los pequeños acontecimientos del colegio, las reuniones que, a partir de sexto año de bachillerato, celebrábamos en casa de uno o de otro y donde teníamos ocasión de conocer chicas. Con el tiempo llegué a necesitar como mínimo diez o quince páginas para contar algunas de estas reuniones, ya que anotaba minuciosamente, no sólo las conversaciones, sino también las posturas y las expresiones características de cada uno. Todo ese material me fue muy útil posteriormente. Cuando escribí la Novela de un joven miope lo utilicé constantemente, llegando incluso a copiar páginas enteras; por ejemplo, al describir nuestra asociación «la Musa». Finalmente, en mis dos últimos años de instituto, este Diario se convirtió en el confidente de todas mis crisis de melancolía. Pero, a la larga, la confesión íntima y el lloriqueo, por su propio exceso, llegaron a provocarme náuseas y lo interrumpí provisionalmente. No volví a escribirlo hasta el verano de 1929, cuando iba a marchar a la India. Escribía el Diario generalmente por la noche, a veces a altas horas 67

de la madrugada, para estar seguro de que mi padre no iba a descubrirme. Desde el quinto año de bachillerato hasta el final de mis estudios me había acostumbrado a dormir muy poco, nunca más de tres o cuatro horas diarias. Lo conseguí únicamente a base de mucha paciencia y perseverancia. Durante meses me estuve acostando cada noche unos minutos más tarde que la anterior y adelantaba el timbre del despertador un minuto cada día. Cuando había conseguido dormir una hora menos, me detenía ahí una semana o dos y después volvía a disminuir mi ración de sueño uno o dos minutos al día. No fue fácil. A veces leía hasta las dos de la mañana. Me era entonces imposible dormir y no paraba de dar vueltas y más vueltas en la cama. Pero me negaba a tener en cuenta mis insomnios y contaba las horas y los minutos dedicados al sueño a partir del momento en que había apagado la luz y me había acostado, aunque tardara una hora o dos en dormirme. A veces me caía de sueño después de comer, sobre todo en verano, a pesar de las tazas de café que bebía y del agua fría que me echaba por la cara. Me tumbaba entonces media hora en la cama, con el despertador al alcance de la mano, y descontaba después esa media hora de la noche siguiente. Finalmente conseguí no dormir más de cuatro horas cada noche. Aunque hubiera querido, no hubiera podido dormir más. Más adelante, cuando a las lecturas interminables y a las largas horas pasadas escribiendo se añadieron los otros excesos de juventud, sufrí algunos desmayos que me alarmaron. Todavía recuerdo dos incidentes de esta clase, cuyo motivo fue, sin duda, el agotamiento. Una noche, en el último año de instituto, puse el despertador a las cinco de la mañana, me desnudé y me acosté. Poco después me encontré sentado ante mi mesa de trabajo, completamente vestido y con un libro abierto delante, sin saber lo que leía, ni siquiera si leía algo. Miré el despertador y vi que eran las tres de la mañana. Algo parecido me ocurrió siendo ya estudiante en la Universidad. Un buen día me encontré en mitad de la calle, concretamente en el bulevar Dominitzei, a dos pasos de casa, sin saber en absoluto qué pintaba allí, si me iba o volvía; no me acordaba de nada, ni siquiera de mi nombre. Aquella tarde de julio el calor era asfixiante. Logré, sin embargo, volver a casa y llegar hasta mi habitación, que parecía un horno. Me eché desnudo en la cama y dormí hasta la noche. Había cerrado la puerta con pestillo y me despertaron los golpes violentos de mi padre, que había venido a ver por qué no bajaba a cenar. Estos incidentes, aunque bastante infrecuentes, me inspiraron, sin embargo, cierto temor. Nunca se lo conté a nadie, pero me dio qué 68

pensar. La última vez que me ocurrió fue en Calcuta, y también en pleno verano.

Sin embargo, no podía renunciar a tales métodos, ya que el tiempo era lo que más falta me hacía: además de los libros que se amontonaban en mi mesa y en las estanterías, por falta de tiempo para leerlos, llevaba al día mi Diario, llenaba cuadernos enteros de notas, resúmenes, reseñas y artículos. Además, estaba escribiendo una novela fantástica, planeada en dimensiones ciclópeas: Las memorias de un soldado de plomo. La estuve escribiendo durante más de dos años, en quinto y sexto curso del bachillerato. Cuando la interrumpí definitivamente, copié en algunos cuadernos los capítulos más significativos para enseñárselos a algunos amigos. Yo quería hacer una novela gigantesca. Había de abarcar no sólo la Historia universal, sino también la Historia del Cosmos, desde el origen de nuestra galaxia hasta la aparición del hombre, y trataría de paso de la formación de la Tierra y de la aparición de la Vida. Si no recuerdo mal, empezaba así: un explorador —yo mismo— viajaba en el tren con ocasión del terrible accidente acaecido aquel mismo año en Valea Larga. En el momento de la colisión, el protagonista se protege instintivamente la cabeza y su propio miedo le salva. En su bolsillo lleva uno de los soldados de plomo con los que jugaba siendo niño y que le sirve de amuleto. Durante el interminable instante de la colisión, el soldado de plomo le cuenta su larga y prodigiosa historia. Varios de los fragmentos de plomo con los que había sido fundido asistieron a algunos de los acontecimientos más decisivos de la historia de la humanidad: la conquista de la India por los arios, la destrucción de Nínive, la muerte de Cleopatra, la crucifixión de Jesucristo, el saqueo de Roma por Alarico, Mahoma, las Cruzadas y muchos otros hechos, ya que incluso hablaba de nuestras recientes victorias en los Cárpatos... Más aún: mucho antes del comienzo de la Historia, el plomo había participado, en forma gaseosa, en las conflagraciones cósmicas que desembocaron en la formación del sistema solar y de nuestro planeta. Aún guardaba el recuerdo de esos millones de años, cuando la Vida no existía aún, de la aparición después del hombre, de las luchas feroces de animales prehistóricos y de las primeras civilizaciones... Yo elaboraba este fresco, de dimensiones vertiginosas, como si fuera un mosaico, y quería incluir en él todos mis conocimientos, todo lo que había aprendido en mis desordenadas y mal asimiladas lecturas. 69

Sin embargo, esta novela fantástica estaba impregnada de cierta dosis de pesimismo. Quería demostrar, a través de los comentarios sarcásticos del soldado de plomo, hasta qué punto los hombres eran inconsecuentes, inconstantes y versátiles, con qué facilidad olvidaban, traicionaban y mataban, y de qué forma el ciego destino favorecía a los individuos y a los pueblos mediocres y aniquilaba a las naciones heroicas, por ejemplo, a los Getas y a tantas civilizaciones prehistóricas, o a las personalidades más fuertes o notables. Una de las tesis de mi novela era precisamente que los héroes dignos de este nombre, los genios creadores, los auténticos profetas, nunca tienen la posibilidad de realizar plenamente su vocación y que el malhadado destino se complace paralizándolos, incluso eliminándoles antes de tiempo. Independientemente del agobio que yo pudiera sentir al leer los horrores y las tragedias que siguen estando en la memoria de la humanidad, o las biografías de mártires del espíritu como Giordano Bruno o Campanella, mi propia experiencia no era extraña a esta visión pesimista de la historia. Aun sabiéndome superior al resto de mis compañeros, aunque sólo fuera por mis esfuerzos sobrehumanos para desarrollar mis conocimientos, y a pesar de que alguno de mis profesores me estimaban por ello, no dejaba de ser cierto que nunca obtenía ningún premio, ninguna buena nota, ni siquiera en ciencias naturales, ni en física ni en química, y que al final tenía que darme por contento si podía pasar al curso superior. Pero había más. Estaba entonces en plena crisis de la pubertad. Me encontraba cada día más feo, más torpe. Descubría, cuando había chicas, hasta qué punto era tímido y poco atractivo, sobre todo cuando me comparaba con algunos de mis compañeros. Esta crisis, que empezó en sexto de bachillerato y que coincidía con los trabajos de redacción de las Memorias de un soldado de plomo, fue agravándose. Duró hasta que terminé en el instituto, y probablemente tuvo la culpa de que mi novela quedara sin terminar. Un día me di cuenta de que sólo podía escribir en primera persona, que cualquier literatura que no fuera directa o indirectamente autobiográfica no tenía ningún sentido. Esto me decidió a escribir la Novela de un joven miope.

Mi amistad con Dinu Sighireanu y Radu Bossie databa de los primeros años del instituto. Estábamos en los cursos superiores y Dinu se había convertido en un muchacho bastante agradable, moreno, de ojos verdes, que gustaba a las chicas. Le apasionaba la historia de Francia y sabía más del tema que cualquiera de nosotros. También le 70

gustaban las novelas de Kipling. Nos veíamos prácticamente todos los días, casi siempre en mi habitación, que era el lugar de reunión de todos mis amigos. Durante toda mi época de estudiante no hubo ni un día que no vinieran a visitarme uno o varios amigos, hasta el punto de que me vi obligado a poner en la puerta un papelito en el que indicaba las horas en las que se me podía visitar sin interrumpirme. En cuanto a Radu Bossie, se podía decir que no había cambiado desde nuestra llegada al instituto. Siguió así hasta su muerte, acaecida de modo brutal, absurdo, cuando apenas contaba veintitrés años de edad. Radu Bossie era hijo de un procurador. Su madre era de origen inglés, rubia, excéntrica y muy bella. Terminó sus días en el campo, en una propiedad casi miserable, donde se había retirado después de su divorcio. Radu era tan miope como yo y casi tan feo, algo hocicón y con una nariz enorme. Sin embargo, poseía un encanto y un sentido del humor extraordinarios. Tenía poca capacidad para los estudios y generalmente hubiera tenido que repetir los últimos cursos. Para evitarlo, lo metieron interno en el instituto Andrei Shaguna, en Brashov. Nos encantaba volvernos a ver todos los veranos. Era un barbián a quien su buen humor protegía de todas las calamidades de nuestra vida escolar. Sin duda era un cínico, pero con una bondad extraordinaria y una lealtad a toda prueba para con sus amigos. Creía firmemente que yo acabaría siendo un gran sabio, y leía todos mis artículos, en tanto que mis otros amigos, Dinu Sighireanu, Haig Acterin, Jean-Víctor Vojen, eran más bien mis confidentes literarios. Después de mi marcha a la India, Radu Bossie venía regularmente a casa a preguntarle a mi madre por mí. Llegaba provisto de un gran paquete de cigarrillos, bebía una taza de café y provocaba la hilaridad de todo el mundo contando sus historias de estudiante poco aventajado. Un día tuvo que ir a Craiova para un asunto y allí enfermó y murió a los pocos días. En noviembre de 1930, cuando me encontraba en el Himalaya, en Svargaashram, me enteré de la noticia. Fue el primero de nosotros que desapareció. Mi amistad con Haig Acterian fue más tardía, pero continuó después y se hizo más firme, sobre todo al terminar la Universidad. En el instituto actuábamos juntos en las fiestas escolares, yo tocando el piano y él cantando El granadero con voz de barítono precoz. Descubrió su vocación de actor al mismo tiempo que J.-V. Vojen, y juntos siguieron las clases del Conservatorio.-Cuando las fiestas escolares se celebraron en el Teatro Nacional, ellos representaron los papeles principales en una comedia en la que yo interpretaba el papel de un subcomisario, y luego en una obra de N. Iorga: Sarmala o el amigo del pueblo. Haig tenía la tez de un moreno mate y su rostro era de una belleza 71

lánguida muy oriental. Vojcn, al contrario, era rubio y pálido. Desde muy joven rivalizaba ya con Dinu Sighireanu en belleza, elegancia y éxito con las mujeres. No nos hablaba nunca de su padre, desaparecido en circunstancias extrañas y a quien no había conocido. Le gustaba imaginarlo como un gran aventurero, un Donjuán o un D'Annunzio, que fue su autor favorito durante muchos años. A este grupo se unió más tarde Petre Viforeanu, que ganaba todas las matrículas de honor y que, a pesar de su esbeltez, de su prestancia y de su ironía, no era nada ostentoso. Se interesaba al mismo tiempo por las materias más dispares: literatura, letras latinas, relaciones sociales, política. Por él supe lo que era la ambición el día en que me confesó que se sentiría un fracasado si a los treinta años no se había convertido en catedrático de Universidad y diputado, a los cuarenta en ministro, y en primer ministro a los cincuenta... Los dos años anteriores al término del bachillerato, nos reuníamos los domingos por la tarde, con otros amigos, en casa de nuestro compañero Mircea Moshuna-Sion. A estas reuniones también acudían chicas, y para que quedara bien claro que no se trataba de simples guateques, decidimos fundar una «Sociedad artística y cultural», que bautizamos con el nombre de «La Musa». Nuestras ambiciones no tenían nada de modestas: conferencias, seguidas de debates, conciertos y, sobre todo, espectáculos dramáticos. Una de las primeras tentativas en este sentido fue montar una parte del Don Juan, de V. Eftimiu*. Yo hacía un papel de monje y Vojen el de Don Juan; tuve también ocasión muchas veces de tocar al piano obras de Rachmaninoff, Grieg y Debussy, pero siempre me negué a tocar temas de Tomiris, la ópera que estaba componiendo en aquel momento y cuya existencia sólo unos pocos amigos conocían. Se trataba de otro de mis proyectos, y muy ambicioso. Pero el resultado no correspondía a mis esperanzas. Pensando que escribir la partitura me llevaba demasiado tiempo, me limitaba a memorizar las melodías que inventaba, pero, como mi memoria musical era muy deficiente, éstas iban evolucionando extrañamente a lo largo de los momentos de inspiración. Acepté, sin embargo, dar una conferencia sobre Rama. Saqué toda la documentación de Los grandes iniciados, de Schuré, libro que acababa de descubrir. Como ignoraba casi todo acerca de la India antigua, creía como en el Evangelio en todo lo que Schuré había escrito. Cuáles serían mi sorpresa y mi furor cuando me enteré, poco después, de que todo aquello sólo era una «lucubración mística» fruto de la imaginación del autor. Entonces sentí nacer en mí un sentimiento de desconfianza hacia todos los diletantes, el miedo a dejarme engañar 72

por aficionados, y tomé la resolución de ir siempre a las fuentes, de consultar exclusivamente las obras de los especialistas y de apurar las bibliografías. Mi conferencia fue interminable, enrevesada y seguramente un tanto pedante. Se me escuchó distraídamente, tratando de no mostrar demasiado aburrimiento. Aunque tomaba parte muy activa en nuestra «Sociedad», no dejaba de ser consciente de mi propia fealdad y soledad; ésta, en realidad, más imaginada que real. Yo era el único que acudía a las sesiones de «La Musa» con el uniforme del instituto. Todos los demás iban vestidos de calle. Yo era el único que no hacía trampas con el corte de pelo reglamentario. Por el contrario, me rapaba la cabeza a propósito. Desde tiempo atrás me había convencido de que, vistos los encantos de mis amigos, no tenía nada que hacer con las chicas y que era mejor resignarme a que ninguna de ellas me dirigiera la palabra. Al principio sufrí, pero luego me llegó a asustar y me aferré a la idea de que yo era feo y repulsivo. Mis amigos trataban en vano de convencerme de lo contrario, pero yo no los escuchaba. Dinu Sighireanu, sabiendo que odiaba afeitarme, me aconsejó que me empolvara la cara, igual que hacía él, para disimular los granos y las pecas. Vojen me dijo que, con las cejas tan pobladas, mi frente despejada y mis orejas finamente dibujadas, yo era también, a mi manera, un chico guapo, pero que tenía que aprender a valorarme y, según sus propias palabras, a adquirir personalidad. Yo sabía muy bien que mi miopía y fealdad no eran, en realidad, el único problema. Radu Bossie era más feo que yo e incluso más miope, pero esto no impedía que un enjambre de lindas muchachas buscara su compañía, ya que sabía mostrarse dicharachero e ingenioso en nuestras reuniones. Yo, en cambio, me sentía terriblemente tímido y torpe con las chicas. En cuanto me quedaba a solas con alguna, no sabía qué decir. Era incapaz de cortejar a ninguna, ya que estaba convencido de que para ello había que tener el estilo de un Vojen o de un Sighireanu, o la ironía mordaz de Viforeanu o la locuacidad de Bossie. Además, yo no sabía bailar. Hubiera podido aprender, igual que todos mis amigos y conocidos, aprovechando las reuniones de los domingos, pero como me había ofrecido a tocar al piano los fox-trots y los tangos de moda, tenía que conformarse viendo bailar a los demás. Desde entonces, y hasta el final de mis estudios secundarios, fui invitado a todas las veladas y guateques, ya que era el mejor y más infatigable de los pianistas. Como he dicho, sacaba un placer amargo conformándome con esta situación, ya que la creía inherente a mi destino de adolescente fuera de lo común. Pensaba que mis fracasos en el mundo, mis hu73

millaciones en el instituto, tenían como razón de ser obligarme a vivir retirado, dedicado exclusivamente a la «obra» que tenía que llevar a cabo y cuya primera piedra iba a ser la Novela de un joven miope.

Mi miopía galopante coincidió con el descubrimiento de Balzac, Voltaire y Hasdeu, escritor cuya prodigiosa fecundidad y cuyo talento inmenso y multiforme me fascinaban. Leía casi diariamente un libro de Balzac, lo que rayaba en la obsesión. Mircea Marculesco y yo nos convertimos en fervientes propagandistas de él. Nos esforzamos por conseguir que nuestros amigos emprendieran la lectura de su obra; J. V. Vojen acabó convenciéndose y fue, durante algunos meses, nuestro émulo. Esto se convirtió casi en un rito: en los recreos nos contábamos nuestros respectivos descubrimientos e intentábamos elaborar —dentro de nuestras propias posibilidades— un repertorio de los personajes de la Comedia Humana. Volvíamos a leer los relatos cortos que nos habían gustado en una primera lectura con el fin de encontrar una observación o una réplica de Horacio Bianchon cuyos términos exactos habíamos olvidado. Después de devorar todas las obras que podíamos conseguir en las librerías o bibliotecas a las que teníamos acceso, volvía cada uno a sus obras favoritas. En mis años de instituto creo haber leído cinco o seis veces Le Pere Goriot, que sigue siendo para mí el prototipo de novela de Balzac. Siempre que he querido revivir mi antigua pasión, he experimentado el mismo placer. Me ocurrió en 1947, estando en París, hasta el punto que quise escribir una vida de Balzac, y lo realicé hasta 1829, año en que se publicó Les Chouans. Lo que más me gustaba de Balzac eran sus novelas fantásticas: Séraphita, La Peau de Chagrín, Le Centenaire, y ciertas narraciones breves menos conocidas, como La Vie des Maríyrs o Les Proscrits. Me fascinaba la facilidad con la que ese gigante pasaba a través de mundos tan diferentes. No contento con hacer competencia a la vida civil, había introducido en la literatura moderna el personaje del andrógino. Construyó además innumerables mitologías sobre el hombre de acción, su voluntad y su energía. El perfecto estilo de Voltaire, que encontraba en sus cuentos, panfletos, correspondencias, monografías históricas, escritos filosóficos y crítica literaria, me atrajo de entrada. Sólo había leído algunos libros suyos, cuando tuve ocasión de adquirir dos volúmenes desparejados de la Bibliografía de Voltaire, de Bengesco. Los devoré lleno de emoción y. entusiasmo. Encontré allí varios cientos de referencias a todo tipo de obras, y esto respondía a mi secreto deseo de llegar a tratar algún día 74

los temas más dispares y no limitarme a las ciencias, a la literatura o a la historia. Voltaire fue mi primer encuentro con un enciclopedista de talento, y ésta es quizá la razón de mi admiración por él. Yo, que tendía a dispersarme, encontraba en él la garantía y la justificación de mis aspiraciones a lo universal. Pero no creo haber sido volteriano y, al descubrir más tarde otros genios universales, como Papini, Goethe y Leonardo da Vinci, no se me ocurrió ya volver a Voltaire. Hasdeu me había seducido por la amplitud de su cultura y la audacia de sus hipótesis históricas. Leía sus obras en la biblioteca de las Fundaciones Reales. Pero cuando, en el último año de instituto, se me ocurrió hacer un trabajo sobre él, nuestro profesor de rumano me dio una carta de presentación para uno de los bibliotecarios de la Academia. Así pues, una tarde, vestido con el uniforme del instituto, pude acceder a la sala de lectura de la Academia Rumana; por fin tenía la posibilidad de leer sus obras de juventud, en particular sus propias revistas, Din Moldova, Columna lui Traían, y el estudio titulado ¿Han desaparecido los Dacios?, que me impresionó mucho. Escribí una disertación larga que hube de leer en dos veces. De ella saqué el material para mis primeros artículos sobre Hasdeu, publicados más adelante en Universul literar, Foia Tinerimii y Cuvántul. Mi admiración por Hasdeu nunca ha desmerecido desde entonces. En 1934 y 1937, cuando era suplente en la facultad de Letras, en la cátedra de Nae Ionesco, dediqué muchas horas a trabajar en la biblioteca de la Academia en la edición crítica de las obras de Hasdeu. En primavera de 1937 se publicaron dos volúmenes de sus Escritos literarios, críticos y políticos, editados por las Fundaciones Reales. Esta edición estaba lejos de ser perfecta, pero era la única que existía en aquella época, y desde entonces no ha habido ninguna mejor.

A partir de 1922, el Diario de Ciencias Populares publicó, al lado de las «Charlas entomológicas», una serie de ensayos con el título: «Apuntes de un explorador». Aunque el estilo no era muy bueno, tenían para mí un valor sentimental. Era una especie de diario novelado de mis excursiones a los Cárpatos, a los monasterios del valle del Prahova, y de mis viajes por Bucovina y Transilvania. En efecto, me había hecho explorador: ya era hora. Mi sed de aventuras, que había saciado en compañía de otros golfos de mi especie en las correrías por los descampados y en las obras de la universidad, encontraba ahora en el escutismo un sustitutivo propio para disciplinarla y también para profundizarla. Cuando me di cuenta que 75

podía vagabundear días enteros por montes y valles sin que mis padres me dijeran nada, sino más bien al contrario, me pareció encontrar la clave de mi propia libertad. Bastaba con decir en casa que mi grupo planeaba una excursión de tres o cuatro días, o incluso de una semana, para que mi madre se apresurara a preguntarme cuánto dinero necesitaba. Mis padres estaban encantados de que fuese explorador, sobre todo mi madre, a quien preocupaba el exceso y desorden de mis lecturas y tenía miedo de que perdiese vista o salud. Encontraba anormal que un chico de mi edad, acostumbrado a corretear por ahí durante años, prefiriera encerrarse en su habitación para leer constantemente libros que, en su opinión, eran demasiado difíciles para un ser tan inmaduro como yo. Le tranquilizaba saberme en compañía de los exploradores; así estaba segura de que no me pasaba el tiempo leyendo, que estaba al aire libre y que no me cansaba la mente ni la vista, sino sólo el cuerpo. Sometía a éste a pruebas bastante duras. Todavía recuerdo la tormenta de nieve que nos sorprendió, durante unas vacaciones de Semana Santa, antes de llegar a la ermita de Scheia, en la ladera de una montaña de los Cárpatos, o la lluvia fina, helada, punzante, que nos acompañó durante días enteros cuando atravesábamos el paso de Bicaz, para bajar a la llanura transilvana, y sólo teníamos para protegernos las lonas de nuestras tiendas, transformadas para aquella circunstancia en impermeables. Todavía recuerdo nuestras acampadas en Piatra Crai («La Roca del Príncipe») y mi primera excursión por el delta del Danubio. Allí estuve a punto de ahogarme, al quedárseme las piernas atrapadas en las hierbas de un estanque en el que me apeteció bañarme; no obstante, la impresión que nos hizo fue tal que decidimos volver al año siguiente y aun comprar una embarcación para ir de Tulcea a Constanza. Las vacaciones de los tres últimos años del instituto las pasé con los exploradores y no en Tekirghiol con mi familia. Primero íbamos de excursión, una o dos semanas,- a la montaña, y luego a un campamento de exploradores en Poiana, cerca de Sibiu, o en Mangalia. Cuando a finales de agosto regresaba a Bucarest podía hacer lo que se me antojara: toda la familia estaba en Tekirghiol, menos mi hermano, que se supone debía ser mi carabina, me preparaba las comidas y me acompañaba por las noches a una tabernilla. La sensación de libertad era absoluta: podía leer lo que quisiera y tanto como quisiera, y aunque en mi habitación el calor era tal que no podía soportar ni la camisa, hubiera debido ser feliz. Pero desgraciadamente no era así. 76

Las crisis de melancolía que sufriría durante años hicieron su aparición. Todas mis fuerzas no bastaban para combatir estos primeros accesos de tristeza. Las crisis surgían de improviso, generalmente a la caída de la tarde, y, cuando empezaron, no hubiera podido decir qué es lo que me pasaba. Al principio pensé que se debían al cansancio y a la falta de horas de sueño, pero, aunque descansara o incluso me acostara, no conseguía conciliar el sueño. Además, tampoco me sentía agotado o exhausto; sentía solamente una terrible sensación de lo irremediable. Tenía la impresión de haber perdido algo esencial, irremplazable, y que mi vida ya no tenía ningún sentido. ¿Para qué, entonces, perder el tiempo con lecturas o escribiendo si nada tenía sentido, ni la música, ni los paseos, ni las veladas entre amigos? En vano me esforzaba por identificar qué era lo que había perdido. A veces creía que se trataba de mi infancia. Los años vividos en Rammic y en Cernavoda, los siguientes a nuestra instalación en Bucarest, aparecían con una aureola de felicidad y misterio. Me bastaba evocar algún episodio de mi infancia, un árbol de Navidad, el coche con el que casi nos estrellamos en Cernavoda, algún vestido de mi madre o el uniforme de gala de mi padre, para que se me saltaran las lágrimas. Pero las lágrimas me horrorizaban y nunca me hubiera perdonado estallar en sollozos. Hubiera sido para mí la peor humillación, y la evitaba por todos los medios, echándome agua fría en la cara, precipitándome fuera de la habitación y marchándome a la calle, o manteniendo soliloquios en voz alta, llenándome de insultos. Acabé comprendiendo que esta melancolía, cuya causa ignoraba, se alimentaba en fuentes diferentes de las que había imaginado al principio: conciencia de lo caducado, transcurrido, de lo que ha sido, que ha dejado de ser y que ya no será nunca; mi infancia, sin duda, pero también la de mi padre. O también el sentimiento de haber fallado un buen número de posibilidades y ser ya demasiado tarde para recuperar una situación irremediablemente perdida. Lamentaba también no haber sido criado en el campo, no haber conocido jamás, siendo niño, la vida rural, la única auténtica; me sentía separado para siempre de ese universo idílico. La nostalgia que impregnaba la literatura moldava, la de autores tales como Sadoveanu*, Ionel Teodoreanu*, Cezar Petresco*, su tendencia a evocar la vida patriarcal y las infancias de antaño, aumentaban mi tristeza. Cuando leía Dame Marguerite, de Sadoveanu, El callejón de la infancia, de Ionel Teodoreanu, y algunos de los relatos de Cezar Petresco, no podía contener las lágrimas. Y la rabia con la que escribí más tarde la crónica «Contra Moldavia» no fue, en realidad, más que una última tentativa para contrarrestar una sensibilidad que 77

amenazaba con desmoronarme interiormente. Por eso leí con tanta avidez la prosa vengativa de un Papini, y en particular sus textos polémicos, como Maschilita y Stroncature. Me encontraba a mí mismo en compañía de los míos —o de aquellos entre los que me hubiera gustado contarme—, de esos hombres de piedra, tales como Dante o Carducci, y no de esos otros de miel, como Petrarca y los románticos. Mi confusa e interminable «Apología de la virilidad», que escribí siendo estudiante y que se publicó en Gándirea [El Pensamiento], era también un gesto de defensa contra esa Moldavia que se adhería a mi piel. El origen de mi tristeza era múltiple y oscuro, y esto hacía más difícil defenderme contra ella. A veces aparecía y me invadía por donde menos lo esperaba. Desde mi más tierna infancia me había sentido un ser aparte, insólito y único, y llevaba años crispándome en una soledad desmesurada. Durante largo tiempo, el sentimiento de mi marginalidad fue el escudo interior que me protegió contra los fracasos y las humillaciones. Esta soledad a la que me creía predestinado pesaba sobre mí como una losa y hubiera hecho cualquier cosa por romperla, para hallar al ser que pudiera comprenderme. Lo que ninguno de mis amigos podía hacer, a lo mejor una de las chicas que veía en las reuniones de los domingos, o en casa de mis amigos, hubiera podido hacerlo. No concretamente una de ellas, sino otra que se hubiera parecido a ellas y que tuviera todos los atributos de la mujer ideal, tal como yo la imaginaba, y, por supuesto, un gran talento musical, una cultura enciclopédica, un saber prodigioso en cuestión de literatura extranjera y de ocultismo. Pero cuanto más clara era mi visión de este ser ideal, de su belleza, de su encanto, de su genio incluso, hasta el punto de que esta mujer hubiera debido reunir las virtudes de una Antinea, de María Bashkircheff, de Julia Hasdeu y de no sé qué estrella de la pantalla, tanto más consciente era yo del carácter redhibitorio de mis propios defectos, sobre todo de mi fealdad y timidez. Mi Diario era el confidente de mis lamentaciones. Estas crisis de melancolía aparecían por la tarde y me invadían por completo. Duraban hasta altas horas de la madrugada, y salía de ellas jadeante, vacío, agotado y, sin embargo, resignado, calmado casi. Luego volvía a mi trabajo, juiciosamente.

Con el tiempo conseguí reírme de mí mismo y de mis elucubraciones, de todo este folletín de pacotilla con sus Antineas, Marías Bashkirtcheff y otras Hypathias, ficciones heterogéneas cuyos elementos 78

había encontrado en tal o cual chica en el azar de una velada. También había conocido a otras mujeres, éstas auténticamente reales y bastante mas pintorescas, en algunas casas de los bajos fondos de Bucarest, y me sentía fascinado por ellas. En el capítulo titulado «Sábado», de mi Novela de un joven miope, describí más tarde, con ayuda de las notas de mi Diario, nuestras escapadas a los barrios de mala nota de Bucarest, en compañía de mis amigos, y en particular de Mircea Vulcanesco. Teníamos largas discusiones, que se prolongaban hasta el amanecer, en los cabarets de los alrededores. En los últimos años de instituto, Mircea se convirtió en uno de mis compañeros favoritos. Gracias a este muchacho desgarbado, verdadero espárrago rematado por una nariz larga y puntiaguda —de ahí su apodo de Tzandarica, es decir: Pinocho—, pude hacerme una idea justa de la vida de los judíos pobres de la calea Dudeshti. En efecto, habíamos adquirido la costumbre de pasar juntos todas las fiestas: las cristianas en mi casa y las judías en la suya. A pesar de ser un ferviente admirador de Balzac, su escepticismo un poco ingenuo le había llevado durante algún tiempo a aficionarse a Anatole France. Más tarde descubrió a Freud y decidió estudiar en París medicina y psicoanálisis. Su ansia de saber era semejante a la mía y leía tanto como yo. Teníamos tantos y tan variados temas de discusión que, para disponer del tiempo necesario para estudiar los problemas que nos interesaban, y que iban desde La fule aux yeux d'or hasta el origen del Pentateuco o a un libro de Freud, decidimos de común acuerdo no vernos más que por la noche. Eramos muy buenos amigos, pero, aunque nos hacíamos confidencias el uno al otro, nunca le hablé de mis crisis de melancolía. Sentía escrúpulos de confesarle que «el científico» que yo era para él sufría, sin razón aparente, por cosas tan triviales como la huida del tiempo, huida que para nosotros llevaba en sí la pérdida de algo esencial, de algo que desaparecía para siempre.

Desde que me convertí en explorador, hice todo lo que pude para que Mircea Marculesco nos acompañara en nuestras excursiones. Se hizo de rogar bastante antes de aceptar, ya que, hombre de ciudad ante todo, no sentía por la naturaleza ninguna atracción particular. Duante unas vacaciones de Semana Santa, después de viajar en tren hasta Sinaia, emprendimos el camino que subía hasta la ermita de Ialomicioara. Pero en el camino el tiempo empeoró de pronto. No habíamos llegado aún al macizo de los Pietre Arse cuando fuimos sorprendidos por torbellinos de nieve. Los cinco o seis muchachos que 79

íbamos llevábamos sólo ropa ligera. Marculesco llevaba incluso zapatillas de tenis. Habíamos salido hacia Sinaia a media tarde y la tormenta nos hizo perdernos. Anduvimos por la nieve durante horas sin saber dónde nos encontrábamos. Ya era noche cerrada cuando divisamos una cabana que debía servir, durante el invierno, como refugio a los trabajadores de una empresa forestal. Tuvimos que romper el candado para poder entrar. En seguida encendimos un fuego, y un té caliente con abundante ron nos tranquilizó a todos. Fuera continuaba la tempestad, pero ya no nos preocupábamos. La capa de nieve era tan espesa que tuvimos todas las dificultades del mundo para abrir la puerta al día siguiente y para poder andar sin hundirnos nos fue preciso fabricar una especie de raquetas con trozos de madera sujetos mal que bien a nuestras suelas. Todavía estábamos durmiendo cuando sonaron unos golpes violentos en la puerta. Eran dos obreros que transportaban en un trineo improvisado un muerto. Al bajar de la montaña con su carga vieron luz en la cabana y decidieron parar para dejárnoslo allí. Debían reintegrarse a primera hora de la mañana a su trabajo y nos aseguraron que darían parte a la policía para que recogieran el cadáver. «Si lo dejamos delante de la puerta, los lobos no tardarían en devorarlo», dijo uno de ellos al ver nuestra confusión. Instalaron el cadáver en el interior, cerca de la puerta, bajo una manta. Ninguno de nosotros pudo dormir aquella noche. Nuestro contratiempo quitó definitivamente a Marculesco las ganas de practicar el escutismo. En cuanto a nosotros, una vez de regreso en Bucarest, nos enorgullecimos por haber sabido afrontar la situación. Yo escribí un relato, «Eva», inspirado en nuestra aventura, que obtuvo un premio en el concurso organizado por Foaia Tinerimii [La Hoja de la Juventud]. Se trataba de un joven que, lo mismo que nosotros, se había perdido en plena montaña un día de primavera en compañía de una amiga. Pero, exceptuando el hecho de que les sorprendiera una tormenta de nieve, que se perdían en el bosque y tuvieran que forzar la puerta de una cabana, el resto era pura ficción. Después de salvar a su amiga, llevándola a duras penas en brazos hasta la cabana y después de que la joven, agotada, se durmiera en el suelo, el narrador terminaba su relato diciendo: «Y fue entonces cuando me sentí poseído por el acuciante deseo de apoderarme del cuerpo de Eva...»

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NAVIGARE NECESSE EST.

Empecé a escribir la Novela de un joven miope mucho tiempo antes, pero hasta el invierno de 1923-1924 no tuve una visión de conjunto. A partir de aquel momento tuve la certeza de poderlo llevar adelante hasta el final. Estaba convencido de que se trataba de un libro excepcional, que daría que hablar de mí, y gracias al cual podría tomar mi merecida revancha sobre mis profesores, sobre los primeros de la clase y sobre todos aquellas bachilleras que no habían sabido reconocer mi «genio»... Me sentía perfectamente capacitado para escribir una novela. Había publicado ya más de cincuenta artículos y ensayos diversos en varias revistas; era también uno de los colaboradores de la revista del instituto, Vlastar [La rama], de la que incluso llegué a ser redactor-jefe; reunía los textos y los llevaba yo mismo a la imprenta, pasando horas enteras en la platina para asegurarme de que los manuscritos serían correctamente descifrados y compuestos. Además, contaba ya con un voluminoso Diario. Todo esto me hacía pensar que, si conseguía utilizar bien el material de que disponía, podría terminar la novela dentro de algunos meses. Esta novela no se limitaba a ser un mero documento autobiográfico. Quería también que fuera un testimonio sobre la adolescencia. Estaba decidido a no inventar nada, a no idealizar nada, y creo que respeté esta línea de conducta. Las cartas de amor que aparecían en ella eran auténticas, porque transcribía literalmente algunas de las que recibía mi amigo Dinu Sighireanu. Redacté los capítulos en que describía las sesiones de nuestra amigable «La Musa», las reuniones entre compañeros, los altercados con mis profesores, siguiendo muy de cerca mi Diario, copiando a veces pasajes enteros. Era muy importante que los diálogos fueran «auténticos», y los personajes sólo empleaban el 81

vocabulario que les era propio. El valor que yo concedía a la Novela de un joven miope era, ante todo, documental. Tenía la impresión de que, por primera vez, un adolescente describía la adolescencia, y la describía a lo vivo. Algunos años más tarde, cuando empezaron a publicarse en Viata Romaneasca [La Vida Rumana] trozos del 2° tomo de la novela de Ionel Teodoreanu, Medeleni, supe que no me había equivocado. Los adolescentes de Ionel Teodoreanu no se parecían en nada a los que yo había conocido. Pertenecían a otro mundo, a la vez tierno y encantador, pero que yo creía irremisiblemente pasado. Mis jóvenes pertenecían a mi época, la del jazz y La Gargonne, y vivían en el Bucarest inmediato a la posguerra. Exceptuando a veces cierto tono de autosatisfacción —no olvidemos que lo había escrito para tomarme la revancha—, mi novela era de lo más realista. No había dudado en dedicar un largo capítulo a nuestros descubrimientos en cuestión de erotismo y a todo lo que imaginábamos, mis amigos y yo, sobre el sexo, el amor, Dios y el sentido de la existencia. En definitiva, todos los problemas que entonces nos preocupaban estaban tratados sin fiorituras inútiles, podría decirse que en estado bruto. Quería demostrar que los jóvenes de mi generación no tenían nada en común con los seres artificiales presentes en los escritos de ciertos autores. Estábamos en pleno despertar de cuerpo y alma, y el mundo al que aspirábamos no tenía nada que ver con el que habían conocido nuestros padres. Nuestros sueños eran diferentes de los suyos, y aspirábamos a otra cosa. La única persona que tenía una idea clara y precisa de esa «otra cosa» era, naturalmente, el autor de la novela. El tema era de lo más simple: un estudiante de instituto hablaba de su vida y de la de sus compañeros, sus amigos y sus profesores. Los que me conocían se daban cuenta inmediatamente de que el estudiante era yo mismo, porque hablaba de mi buhardilla, de mi colección de insectos, de los libros que me gustaban, del sabio, del escritor, del artista en que soñaba convertirme más adelante. Había escrito capítulos enteros sin preocuparme por establecer un lazo entre ellos. Describía la tristeza que me asaltaba alguna vez por la noche al contemplar desde el ventanuco de mi habitación la calle desierta, o el domingo cuando oía a una sirvienta cantar a lo lejos. Hablaba de nuestras clases de alemán en el instituto y del profesor que nos explicaba Los bandidos de Schiller, de nuestra sociedad «La Musa», de las muchachas que me atraían y me intimidaban a la vez. Dedicaba gran cantidad de páginas a mis confidencias, a lo que me hubiera gustado ser, a lo que me hubiera gustado hacer: análisis detallados de mis estados de ánimo, de mis momentos de exaltación, de indiferencia, de cansancio, de desapego; retratos de mis amigos y también temas de 82

narraciones y novelas que me proponía escribir, para las que imaginaba personajes con los que me complacía en dialogar. Creo recordar que había dedicado un capítulo entero a mis charlas con Nora, heroína de un relato que no lograba terminar, ya que la intriga se iba modificando a medida que lo escribía. Y, sin embargo, a pesar de su carácter deshilvanado e inconexo, el tema de estos capítulos, escritos en estilos diferentes —unos líricos e impregnados de una tristeza infinita, humorísticos otros y otros vehementes—, se dibujaba con claridad: se veía a un adolescente que aspiraba a superar su condición de adolescente, desesperado al pensar que esos años, que hubieran podido ser los más bellos, huían para siempre, y a pesar de ello, impaciente por salir de esta etapa, por liberarse, por alcanzar de una vez la plenitud de la «verdadera vida». En todo el libro se encontraba esa contradicción paradójica: por un lado, el autor insistía constantemente en el hecho de que la adolescencia es uno de los momentos más cruciales de la vida, que se trataba, para él y sus amigos, de un fenómeno espiritual enteramente nuevo, sin precedentes, que merecía ser analizado e interpretado correctamente y que era preciso, por lo tanto, sujetar su carrera. Pero, por otra parte, se advertía la exasperación del autor frente a las dificultades que esa misma adolescencia suscitaba, entre las que estaban la melancolía, las penas y todas las timideces que se derivan de ella. Aparte de esto, esta novela constituyó para el que yo era entonces una verdadera válvula de escape. Escribiéndola, me liberaba mejor que en mi Diario de todos mis fracasos y humillaciones, porque la novela sí esperaba publicarla. Hacía varios años que participaba regularmente en todos los concursos de Tinerimexa Romana [La Juventud Rumana], sin conseguir la más mínima mención. Todavía recuerdo el concurso para alumnos de sexto curso. He olvidado cuál era el tema, pero no el estado de exaltación e inspiración que me embargaba cuando participé. Tanto, que al repasar lo que había escrito no dudaba ni un momento de obtener como poco el Primer Premio, con felicitaciones. Cuando vi que mi nombre no figuraba ni siquiera en la lista, no podía creerlo: tenía que haber un error. Al domingo siguiente fui al Ateneo, para asistir personalmente al reparto de premios. Cuando llegó el reparto de los premios a los alumnos de sexto, mi corazón se puso a latir con fuerza. El primer premio fue para otro Mircea, un tal Mircea Ionesco, alumno del instituto Matei Basarab. Ya lo sabía, porque la lista de los ganadores había sido publicada en un periódico importante, pero hasta el último momento creí que se trataba de una errata. Estaba atrozmente encolerizado. Recuerdo haber odiado con toda mi alma a esc Mircea Ionesco. Él también era miope, y me había pare83

cido aún más feo que yo. Tal arbitrariedad me tenía asombrado. Me parecía muy poca cosa relegarla, pura y simplemente, al Diario íntimo; merecía más bien una denuncia pública. Preso de ideas sombrías, me dirigí a la Avenida. Era un domingo de mayo, hacia la caída de la tarde; la hora que yo más temía por ser la que más me precipitaba hacia la tristeza y la melancolía. Pero esta vez el temor se había desvanecido, y estaba verdaderamente afectado. Lo que más me humillaba y me dolía era la gran injusticia cometida, porque era imposible, absolutamente imposible, que Mircea Ionesco hubiera escrito un texto mejor que el mío. La idea me encrespaba. Mi texto era fruto de una inspiración como nunca hasta entonces había tenido y era uno de los mejores que había escrito. No podía existir ninguna duda: yo había escrito ya buen número de relatos, narraciones y ensayos cuyo valor fue apreciado y que se publicaron. Todo se me vino abajo; estuve andando durante horas. Ya era de noche cuando volví a casa. Inmediatamente me puse a escribir un nuevo capítulo de la novela titulado «Mircea Ionesco, Primer Gran Premio». Esto me alivió algo y me dormí más tranquilo. Un poco más tarde lo leí y lo encontré admirable. Pero más adelante, Ionel Teodoreanu publicó en el suplemento literario de un importante periódico un trozo de su novela Medeleni, que también se titulaba «Mircea Ionesco». Entonces decidí renunciar a mi texto. Este no fue el único capítulo que sacrifiqué. A lo largo del tiempo fui añadiendo y suprimiendo páginas, incluso capítulos enteros. Mi novela estaba casi terminada, pero cuando la volvía a leer tenía la impresión de no haber dicho todo lo que podía decir o de no haber sido lo bastante «auténtico». Acudía entonces a mi Diario y corregía el texto de la novela, o le añadía algunas páginas más. Lo que más me importaba era describir las voluptuosidades de los primeros descubrimientos intelectuales: por ejemplo, exponer que el descubrimiento de que un dios antropomórfico resultaba imposible era una experiencia tan apasionante como el descubrimiento del amor físico. Me esforzaba en describir minuciosamente los procesos de formación del pensamiento, por ejemplo, lo que había sentido al leer por primera vez que «el tiempo y el espacio son percepciones apriorísticas», o lo que sentía cuando, tapándome los oídos y cerrando los ojos, me preguntaba: ¿soy yo realmente y sólo yo?, pero entonces, ¿quién es ese yo que, desde dentro de mí mismo, me hace creer que soy yo?» Quería demostrar también que los libros son seres vivos: el placer, por ejemplo, que se experimenta al descubrir en una librería un ejemplar buscado durante años. A veces este descubrimiento iba acompañado por un cierto desencanto. Recuerdo haber encontrado una tarde de verano, en una librería, un volumen desparejado de las Obras Mo84

rales, de Plutarco, donde estaba su misterioso De Pythiae oraculis. Sin esperar más me senté en un banco y leí de cabo a rabo el tratado. Cuando cerré el libro me di cuenta que caía la tarde, y tuve de pronto la idea de que De Pythiae oraculis era una obra inútil y lejana, como todo lo que había escrito Plutarco, como todo lo que había sido escrito, como todos los libros que había leído y los autores que había amado. Una interrogación punzante me torturaba el espíritu: ¿para qué?, ¿qué sentido tiene saber por qué la Pythis ha dejado de hablar en verso? En un momento el mundo entero se había vuelto gris y opaco. Me encontraba sumergido en un universo lleno de sombras vanas e inútiles, universo absurdo y sin esperanza, cuyo vacío interior percibía. En esos instantes, que me parecieron interminables, trataba, a pesar de todo, de serenarme y de hallar una respuesta a mi angustia: ¿para qué? ¿Para qué sirve leer De Pythiae oraculis! Sentado en un banco, con el libro de Plutarco en las rodillas, intenté sonreír y continué buscando una respuesta, al mismo tiempo que limpiaba mis gafas con un pañuelo. «¡Para hacerte rabiar!», dijo una voz interior. Sentía muy bien que esto no era una respuesta y seguía buscando una que fuera válida. «Precisamente porque el tratado de Plutarco es inútil y absurdo es por lo que debes leerlo. Y aunque ya nada tenga sentido, ¿qué más da?, ¿para qué preocuparse de lo que tiene sentido y de lo que no lo tiene? Haré lo que quiera hacer, aunque no sirva para nada, aunque no tenga sentido...» Era una confesión de impotencia, y yo lo sabía mejor que nadie. Todo ello sonaba a falso, ya que, en ese instante, si había algo de lo que estaba seguro era de que Plutarco me era completamente indiferente. Poco a poco el parque se hundía en las tinieblas, y el aroma de las flores recién regadas se hacía más penetrante. Las luces no estaban encendidas todavía y los paseantes caminaban hacia los tilos en flor. Se trataba de jóvenes, sobre todo, estudiantes y militares, iban a paso lento, de dos en dos. A lo lejos podía oír el ruido de los tranvías que bajaban por el bulevar Elizabeth. Mi sonrisa triste no se había borrado, pero poco a poco tuve la sensación de que me había equivocado, de que, a pesar de todo, el mundo tenía un sentido, aunque yo fuera incapaz de descubrirlo, que Plutarco merecía ser leído y que De Pythiae oraculis era para mí todo un descubrimiento. Aquella misma tarde escribí minuciosamente todo esto, con la esperanza de incorporarlo algún día a un capítulo de mi novela, ya que tales «experiencias» podían tener su importancia. No me conside85

raba en absoluto un «cerebral», como los personajes de Sixtine, de Rémy de Gourmont. Solamente queda hacer entender que, al menos para mí, los libros podían estar a veces más vivos que los hombres, que algunos eran como bombas dispuestas a estallar y que el encuentro con un libro podía igualmente aniquilarle a uno que multiplicar por cinco sus fuerzas. El encuentro con Un hombre acabado, de Giovanni Papini, fue de este tipo, decisivo para mí y para la Novela de un joven miope. Como muchos de mis compañeros, había leído su Historia de Cristo, que no me había entusiasmado. Esto no ocurrió con Un hombre acabado, cuya lectura fue un verdadero impacto. Acababa de publicarse la traducción rumana, y fue Haig Acterian quien me habló de ella. Insistió en que lo leyera: «El libro te va a gustar —me dijo—. Se parece a ti...». Hasta aquel momento había ignorado que fuera posible parecerse tanto a otra persona. Los años de juventud de Papini eran un calco de los míos, y me reconocía con ellos totalmente. Yo era, como él, miope, feo y devorado por una curiosidad precoz e ilimitada. Quería leerlo todo y ser capaz de escribir sobre todo. Era, como él, tímido, me gustaba la soledad y sólo me llevaba bien con los compañeros más inteligentes o más doctos que yo. Como él, yo odiaba los colegios y no creía más que en aquello que pudiera aprender por mí mismo, sin profesor. Más tarde me di cuenta que el parecido no era tan completo como había imaginado. La infancia de Papini no había sido de pilludo, como la mía. Las ciencias naturales y la química no le entusiasmaron, y tampoco la música. Yo, por mi parte, nunca tuve intención de escribir una Enciclopedia, ni siquiera una Historia de la Literatura universal. De todas formas, su precocidad, su miopía, su ansia de lectura, su universalidad, y más particularmente el hecho de que, al igual que yo, hiciera de su adolescencia el momento de los descubrimientos intelectuales y no el de los fisiológicos o sentimentales, me impresionó profundamente. A veces tenía la impresión, releyendo Un hombre acabado, de no ser más que el sosias de Papini, y pronto mi entusiasmo del principio se vio moderado por un sentimiento de duda, e incluso de despecho y cólera al ver que bastantes capítulos de la Novela de un joven miope parecían un simple fusilamiento del libro de Papini, un plagio. Tal observación era demasiado importante y me apresuré a incluirla en mi novela. El capítulo me resultó particularmente difícil de redactar, y tuve que repetirlo varias veces antes de encontrar el tono adecuado. En efecto, tenía que describir todo lo que había experimentado leyendo el libro de Papini, la alegría de descubrir en él a un amigo, a un hermano mayor, a un maestro que había hecho el camino que yo mismo 86

estaba haciendo, pero igualmente el despecho que sentía viendo en mí la réplica de otro, comprobando que esa parte de mí mismo, la que yo creía más original, alguien la había vivido antes y que, en definitiva, mi novela no aportaba en rigor nada original. A partir de ello, el problema esencial que el protagonista de la novela tenía que afrontar, el de su propia singularidad y su soledad, y del que derivaba lo insólito de su comportamiento, dejaba de tener sentido. Varios años después, cuando era estudiante universitario, logré publicar en Viata Literara [La Vida Literaria] trozos de mi novela, entre los cuales estaba la versión definitiva del capítulo titulado «Papini, yo y el mundo». Era, evidentemente, uno de los capítulos más papinistas, e incluso el estilo recordaba al de los panfletos de los comienzos de Papini. Me las daba en él de genio mal apreciado, de gigante disfrazado de alumno de instituto que amenazaba con aniquilar irremediablemente a todos los que osaran hacerle frente. El estilo era tan osado y frenético que el capítulo en cuestión fue muy comentado en todas las salas de redacción de la época. Mi pasión por Papini tuvo la ventaja de hacerme estudiar otra vez italiano para poder leer en original sus obras. Todavía recuerdo mi emoción la primera vez que tuve en las manos las ediciones de Valecchi, con su cubierta de colores y los títulos compuestos en letras muy gruesas, hechas groseramente. Leí con verdadero arrebato las páginas de crítica y polémica de Stroncature, Maschilita, 24 Cervelli, y muchas otras. Apenas había necesitado unos meses para conseguir todos los libros de Papini menos los que ya no se reeditaban y que leería más tarde en la Biblioteca Central de Roma. Como ya he dicho, la prosa vehemente, vengadora, y, sin embargo, rigurosa y cáustica de Papini me ayudó durante muchos años a superar mis brotes de melancolía. Hasta bastante más tarde no me di cuenta que Papini no era «el gran escritor» que imaginaba, de la talla de un Leonardo o de un Carducci, por ejemplo. Buena parte de su obra ha envejecido y es probable que las generaciones futuras no le tengan ya en gran estima. Pero sigo convencido de que Un hombre acabado sigue siendo y será un testimonio espiritual de calidad excepcional, único en su género, y una de las obras maestras de la literatura contemporánea. También le debo a Papini el haberme familiarizado con la literatura italiana cuando todavía estaba en el instituto. A través de él pude liberarme de la tutela que ejercía en mí casi exclusivamente la literatura francesa. Después he escrito numerosos artículos sobre Papini y su obra, e incluso he traducido al rumano algunas de sus narraciones fantásticas. En los años 1926-1927 conseguí publicar una serie de crónicas sobre él y su obra. Se las envié acompañadas de unas letras donde 87

le explicaba, entre otras cosas, que era estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras. Algunos meses más tarde recibí una carta suya de tres páginas, con una letra amplia y como trazada a sablazos. Empezaba diciendo: «Querido amigo desconocido», y me compadecía por estudiar filosofía, «la ciencia más vana de todas». Me invitaba a visitarle si alguna vez pasaba por Florencia. Y lo hice en la primavera siguiente, en 1927, durante mi primer viaje por Italia.

Durante el curso anterior a la obtención del título de Bachiller me fui dando cuenta de que las ciencias naturales, la física y la química, así como la literatura, que hasta entonces me habían apasionado, dejaban de interesarme. Me sentía cada vez más atraído, incluso fascinado, por la filosofía, por Oriente y por la historia de las religiones. En pleno curso me cambié de sección y pasé a Letras-Ciencias. Gracias al profesor Locusteanu, que me ayudó con el latín, pude alcanzar con bastante rapidez el nivel de mis otros compañeros de clase. El profesor era un excelente latinista, que había publicado traducciones de Tito Livio. Era muy culto, valioso y equilibrado. Supe que antes había estudiado química en la Universidad, pero una explosión en un laboratorio le había arrancado la mano derecha, obligándole a renunciar a las ciencias. Para ser un simple profesor de latín, sus conocimientos eran asombrosos, por su diversidad y extensión. Su gran pasión era la antroposofía y creo que empezó a interesarse por mí cuando le dije que había leído varios libros de Rudolf Steiner. Locusteanu sabía bastante mal el alemán y, para practicar, traducía al rumano ciertos libros de Steiner que no había podido conseguir en traducción francesa. El ocultismo y la magia le interesaban particularmente y a veces tenía ideas bastante raras sobre la importancia de los echadores de cartas en la política rumana. En adelante, el antiguo Oriente fue mi gran pasión. En la biblioteca de las Fundaciones Reales, que un año antes había obtenido permiso para utilizar, iba de descubrimiento en descubrimiento, desde la enorme y aburrida, al menos para mí, Historia de la Antigüedad, de Meyer, que yo resumía, por así decirlo, página por página, hasta las publicaciones del Museo Guimet, donde podía leer traducciones de textos sánscritos y chinos. De este modo conocí el Zend Avesta de Darmester. Me decepcionó, ya que, después de haber leído Así hablaba Zaratustra, esperaba otra cosa. Durante aquellos años de admiración casi mítica por el antiguo Oriente creí firmemente en «los misterios» de las Pirámides, en la 88

sabiduría de los caldeos, en las ciencias ocultas de los magos persas y alimentaba la insensata esperanza de llegar un día al origen secreto de todas las tradiciones. No dudaba de que lograría penetrar algún día en los secretos de la religión, de la historia y del destino de la humanidad. Locusteanu me daba ánimos para que siguiera por ese camino, pero no me permitió aflojar mis esfuerzos en latín. No me animó, sin embargo, a que aprendiera griego, y no lo estudiaría hasta años después, cuando estaba en la Universidad. Me animaba para que empezara de una vez el estudio de las lenguas orientales y me aconsejaba que empezase por el hebreo. Conseguí, pues, el manual que acababa de publicar el profesor de religión de nuestro instituto y me metí de lleno en el estudio del hebreo. Siguiendo mi costumbre, le dedicaba varias horas diarias. Sin embargo, como no tenía la menor experiencia ni a nadie que me ayudara, mis progresos fueron escasos, y máxime cuando otras lenguas orientales me atraían mucho más. A decir verdad, el hebreo no me interesaba en absoluto. Mi profesor trataba de convencerme en vano de la importancia considerable de los textos cabalísticos, pero los que había leído traducidos me habían dejado indiferente. Empecé entonces a estudiar persa y sánscrito con los manuales de Hoepli, de Pizzi y de Pizzagalli. Al principio, prefería el persa y soñaba con poder traducir algún día al rumano el Libro de los Reyes. Esta laboriosa iniciación duró varios meses, sin grandes resultados, por cierto, a pesar de los dos manuales. En verdad, demasiadas pasiones súbitas me asaltaban al mismo tiempo y empezaba demasiadas cosas a la vez. Acababa de descubrir, entre otros, El Folklore en el Antiguo Testamento y La Rama Dorada, de Frazer: estas dos obras me mostraron la inagotable riqueza de las religiones y el folklore. Además, aquel año de 1927 esperaba las vacaciones con mayor impaciencia que otras veces, porque en un pequeño astillero de las afueras de Tulcea se terminaba la construcción de un barco que iba a ser nuestro durante el verano. Ya le habíamos encontrado nombre: el Hai-Hui; es decir, «Nariz al Viento».

El barco costó veinte mil leis. Era propiedad común de nuestro pequeño grupo de exploradores, compuesto por ocho chicos. Nos conocíamos desde hacía años y habíamos hecho juntos innumerables marchas. Después de una inolvidable excursión por el delta del Danubio decidimos comprarnos un barco. Uno del grupo tenía familia en Tulcea y se comprometió a conseguirnos uno como poco a mitad de precio. Aquel verano renunciamos a nuestra habitual marcha por los 89

Cárpatos. Fuimos a Tulcca para ver terminar el barco. Nos instalamos en la tienda de campaña en el jardín de los padres de nuestro amigo, y nos las arreglábamos para que nos invitasen a comer. Todas las mañanas íbamos al astillero, contando los días que todavía faltaban para botarlo. Mientras tanto, nos entrenábamos remando en el Danubio, nos bañábamos, y por la tarde nos poníamos nuestra mejor ropa para ir a pasear a la avenida principal y mirar a las muchachas. Diez días más tarde el barco estaba listo. Medía doce metros de largo, tenía una cabina, tres pares de remos y un mástil que nos pareció inmenso. Fuimos a inscribirlo a la capitanía del puerto y después nos hicimos fotografías delante de él con los obreros que lo habían construido. La partida tuvo lugar el domingo siguiente por la tarde, para poder ser admirados por nuestros amigos y conocidos. No soplaba el menor viento, así que tuvimos que remar hasta la noche. Al oscurecer llegamos a una orilla con sauces y plantamos allí nuestra tienda. En Tulcea tuvimos que pelear con los mosquitos, pero allí, en pleno delta del Danubio, caían sobre nosotros como una nube. Para protegernos no tuvimos más remedio que ponernos los impermeables y esconder la cara bajo una toalla. Pero no pegamos ojo en toda la noche. En los días siguientes el cielo seguía estando azul y tranquilo. No corría ninguna brisa en el maravilloso delta del Danubio: las hierbas, las hojas, todo estaba inmóvil. Para acordar nuestra ruta dejamos el brazo de San Jorge y navegamos por los canales abiertos entre los juncos. El verano anterior habíamos salido de Sulina con una colonia de niños, repartidos en media docena de barcas, con dos marinos en cada una, y sólo tardamos algunos días en llegar al mar. Esta vez, necesitamos una semana larga porque teníamos que remar todo el día. Estábamos exhaustos y muertos de hambre. Nuestros víveres se habían agotado y no nos quedaban más que unos cuantos melones y un pequeño barril de agua potable, medio vacío por cierto. Pero en cuanto llegamos al mar, por fin, se levantó viento. Soplaba tan fuerte que dudábamos en ir mar adentro. Cada día, y por riguroso turno, uno de nosotros era nombrado «capitán», pero aquella vez nuestro «capitán» no se decidió a decidir él solo y nos pidió a todos nuestra opinión. Votamos secretamente. Por mayoría de cinco votos, incluido el del capitán, decidimos salir a pesar de todo. Desplegamos las velas con aire triunfal y cantando, y lo que vino a continuación nos maravilló. El barco se inclinó lentamente, como agobiado por el peso del mástil, y después se separó brutalmente de la orilla y salió en dirección a la costa rusa. Tratábamos de dirigirlo hacia el sur, pero el 90

viento soplaba tan fuerte y éramos tan poco hábiles en el manejo de las velas que difícilmente logramos orientarlo al sureste. Navegábamos en diagonal, hacia Crimea y el Cáucaso. El barco cortaba las olas a una velocidad embriagadora. Nunca hubiéramos imaginado que un barco tan cargado como el nuestro pudiera alcanzar esa velocidad. La costa no tardó en desaparecer a lo lejos, y apenas podíamos divisar detrás de nosotros, minúsculas y veladas ya por las brumas del crepúsculo, las colinas de arcilla de la Dobrudja. Luego se acercó la tormenta. Las nubes se amontonaban rápidamente y el oleaje se hizo amenazador. El barco se balanceaba de un lado a otro, parecía dudar en la dirección que había de tomar, y después partía de nuevo dando botes. Era ya de noche cuando se desencadenó la verdadera tempestad. De pronto el cielo empezó a estremecerse. Relámpagos inmensos lo atravesaban de parte a parte y los rayos se acercaban cada vez más. Los podíamos oír rompiendo el mar con un ruido de hierro al rojo al sumergirse en agua. En aquella época los rayos me encantaban. Dos años antes, una tormenta de extraordinaria violencia nos sorprendió en los Cárpatos, en el macizo de Piatra Arsa. Cuando llegó a algunos metros de nosotros, mi exaltación no tenía límites. Trepé a una roca y me puse a cantar, mejor dicho a aullar, la «Cabalgata», de Las Walkirias. Esta vez, en alta mar, tampoco tenía miedo, y en cuanto empezó a llover me puse a cantar otra vez la «Cabalgata», de Las Walkirias. Nuestro «capitán» se encerró en la cabina para consultar los mapas y tratar de determinar la posición con el compás, pero se mareó terriblemente. El barco era presa de las olas, que rompían a nuestro alrededor. Decidimos recoger velas, pero esto era más fácil de decir que de hacer, pues era casi imposible mantenerse en pie. Lo logramos a pesar de todo, pero el mástil era tan grande y tan pesado a causa de las velas mojadas y enrolladas alrededor de él que el barco estaba peligrosamente desequilibrado. La única solución era precipitarnos al borde opuesto para recuperar una banda un poco normal. El timón nos molestaba enormemente. Gobernábamos como mejor podíamos, pero el barco seguía avanzando en zig zag, y a veces giraba sobre sí mismo. En menos de una hora tuvimos que cambiar tres veces de timonel, pero fue en vano. Había que tomar una decisión: quitamos el timón y lo dejamos en el fondo del barco, a nuestros pies. Desde ese momento sólo podíamos contar con nuestra buena estrella. Quizá lo que nos salvó fue que el barco estaba admirablemente construido y su quilla era muy profunda. Esto nos ayudó a mantenernos a flote, como una cascara de nuez. El barco se elevaba sobre las olas, volvía a caer a pico en el abismo líquido y fosforescente, pero sin 91

dar la vuelta. Estábamos preparados para precipitarnos a un lado y a otro para enderazar el mástil. Las ráfagas de lluvia seguían azotando el barco y las olas rompían en él de tal modo que el casco no tardó en inundarse. Medio alelados, nos esforzamos por achicar con todo lo que teníamos al alcance de la mano: cubas, escudillas, palanganas, latas de conservas. Nuestro «capitán» y el que hacía de segundo estaban enfermos, casi desmayados, en la cabina. Pero como de todas formas no había que tomar ninguna decisión, su ausencia no tenía ninguna importancia. La noche que siguió quedará grabada en mi memoria para siempre. Calado hasta los huesos, tendido en la borda, achicaba el agua con una palangana. De vez en cuando veía avanzar hacia nosotros una ola enorme que me parecía tan alta como una casa. Cuando llegaba a nuestra altura parecía palpitar y balancearse en el sitio, recorrida por destellos glaucos y fosforescentes. Dudaba unos instantes y temblaba con un ruido metálico, disponiéndose a caer sobre nosotros. Agarrado al barco, me encontraba junto al costado de la ola, y cuando echaba una mirada por encima del hombro, tenía la sensación de estar contemplando una montaña de oro verde. Pensaba para mis adentros: «Esta vez sí que es él final», y cerraba los ojos. El barco crujía por todas partes. Se le sentía cogido por la quilla y después levantado por las olas. Nuestros ojos, azotados sin parar por las ráfagas de espuma dorada, sólo se abrían para mirar los precipicios líquidos que nos rodeaban por todas partes. El mástil empezaba entonces a gemir y a crujir y caíamos en el vacío, con las manos aferradas a las batayolas. Yo tenía miedo, pero no hasta el punto de sentirme paralizado. El verano anterior, durante las vacaciones en el delta del Danubio, agotados después de haber remado con un calor tórrido, decidimos bañarnos en el agua mansa y templada de un canal. Después de sumergirme sentí que se me enredaban en las piernas grandes ramos de hierbas acuáticas. Mi cuerpo se hizo de pronto más pesado, y empezó a hundirse lentamente, sin violencia pero con firmeza. Los compañeros que habían vuelto al barco me veían en el fondo del agua, pero pensaban que se trataba de una broma y se admiraban de mi talento para fingir que me ahogaba. Fui salvado milagrosamente por otro compañero que regresaba al barco: al nadar entre dos aguas, pasó por debajo de mi cuerpo y, desatándome, logró sacarme a la superficie. Pero en aquella noche de tempestad el miedo a morir ahogado no logró apoderarse de mí hasta el punto de paralizarme. Sabía que estábamos todos a merced de los elementos desatados y que no podíamos esperar salvación de ninguna clase. Este sentimiento de impotencia absoluta tenía, por el contrario, algo de tranquilizador, y yo me sentía 92

extrañamente sereno. Ya que no había nada que hacer, mi disponibilidad era total. Voluntad, intelecto, todas mis facultades psíquicas estaban libres, quizá por primera vez, y no tenía ningún fin inmediato que proponerles. Los rayos no cesaban de iluminar la oscuridad. Teníamos entonces la visión furtiva de un abismo líquido en el fondo del cual nos debatíamos o de un mar furioso y erizado por el viento que avanzaba mugiendo hacia nosotros. De vez en cuando echaba una ojeada a lo alto del mástil. Estaba rodeado de un halo fosforescente del mismo color extraño que el de las olas. Su gemido lúgubre hacía pensar en el grito de un pájaro gigante. Hacia medianoche la tormenta se alejó, pero el mar siguió hirviendo y agitándose. Al amanecer íbamos a la deriva en medio de un mar malva y gris, con simas enormes, pero ya habíamos tenido tiempo de acostumbrarnos. El viento era todavía bastante fuerte, pero seguía siendo en todo caso nuestra única posibilidad de salvación. Habíamos decidido descansar varias horas mientras dos de nosotros hacían guardia. Después, izaríamos la vela para tratar de llegar a la orilla. No alcanzábamos a verla, pero el compás se encargaría de darnos el rumbo. Como ya amanecía, podíamos calibrar la magnitud del desastre. Habíamos perdido gran parte de nuestros sacos y equipajes, y los libros, las cámaras de fotos y los melones aparecían revueltos. Todavía teníamos un poco de agua tibia y salobre. Estábamos muertos de cansancio, pero aliviados por haber podido salir con bien de aquello. Sobre todo nos sentíamos muy orgullosos de haber sido capaces de superar tal prueba. Nuestro orgullo era legítimo, aunque no tuviéramos ningún mérito. Una semana más tarde, cuando llegamos a Constanza, nos enteramos de que el jefe del campamento de exploradores que nos esperaba desde hacía varios días había avisado a las autoridades marítimas, y éstas habían enviado un hidroavión para buscarnos a lo largo de la costa. Mientras descansábamos por turnos, una ráfaga de viento arrancó súbitamente el mástil. Primero lo dobló, y creímos que el barco iba a dar la vuelta. Nuestra esperanza de llegar aquella misma noche a la costa desaparecería con él. El mar se había calmado, pero la corriente nos arrastraba hacia el este, con menos rapidez que la víspera, pero con la misma seguridad. Nuestra única solución era intentar acercarnos a la orilla remando. Pusimos el timón en su sitio y cuatro de nosotros empezaron a remar mientras los otros cuatro descansaban. Hacíamos turnos de una hora. Todavía nos quedaban algunos trozos de azúcar, que distribuimos con calma a la vez que unas rajas de melón. Al fin, al cabo de unas horas, vimos las colinas de la Dobroudja. Pero debido a la ^corriente y a nuestro estado de agotamiento avan93

zarrios muy despacio. Caía la noche y remábamos sin decir palabra, en una especie de estado secundario, con los párpados hinchados de cansancio. Para recuperar fuerzas, yo trataba de imaginarme de regreso a casa, me veía en el jardín, o en mi cuarto. Trataba también de recordar los títulos de los libros que todavía no había leído, alegrándome por anticipado al pensar en volver a hallarme en la buhardilla, pese a lo tórrida y asfixiante que era. Era más de medianoche y seguíamos remando. No podíamos más, pero al menos teníamos la satisfacción de saber que la corriente no seguía arrastrándonos mar adentro. Hacia las tres de la mañana creímos ver, no muy lejos ante nosotros, una especie de franja más oscura sobre el mar. Esto nos dio valor, pues pensábamos que se trataba de un banco de arena donde podríamos por lo menos atracar nuestra embarcación y dormir hasta la mañana siguiente. En efecto, la quilla de nuestro barco se había embarrancado en la arena. Varios de nosotros saltaron para medir la extensión del banco de arena y les oímos gritar de alegría: no se trataba de un banco de arena, sino de la propia orilla. Habíamos llegado. Lo que habíamos tomado por las colinas todavía lejanas de la Dobroudja eran en realidad dunas de arena y arcilla a pocos cientos de metros al interior. Una vez que sacábamos el barco del agua empezamos a montar la tienda. Uno de los que -la montaba resbaló en la arena y, muerto de cansancio, renunció a levantarse y se durmió inmediatamente. Pronto le imitamos, nos metimos a medias dentro de la tienda y nos quedamos dormidos sobre la arena. Unos pescadores nos depertaron al día siguiente, pasado el mediodía. Vieron el barco en la playa y nos llamaron en vano. Al no recibir contestación, decidieron acercarse a ver lo que pasaba. Su pueblo estaba apenas a algunos kilómetros. Logramos llegar remando hasta allí y devoramos literalmente la comida que nos sirvieron. Uno de los habitantes del pueblo tenía que ir con su carro a Megidia. Gracias a él nuestro jefe de campamento en Mamaia recibió un telegrama comunicándole que nos encontrábamos sanos y salvos. Una semana más tarde habíamos recuperado la forma; teníamos la piel bronceada como verdaderos lobos de mar e hicimos con nuestro barco una entrada triunfal en el puerto de Mamaia, donde había venido a esperamos todo el campamento.

Hasta bastante después no pudimos calibrar las consecuencias de nuestra aventura. Algunos cogieron una fobia terrible al agua y se negaron desde entonces a bañarse en el mar. En cuanto a mí, la atrac94

ción que sentía siendo niño por los relámpagos y truenos se transformó en un pánico casi irracional. Me di cuenta de ello en otoño de aquel mismo año, cuando asistiendo a una representación del Rey Lear no pude soportar la escena de la tormenta y tuve que salirme al pasillo. Un médico a quien consulté poco después aseguró que todo se debía a un «choque nervioso» y que mis terrores desaparecerían con el tiempo. Necesité mucho tiempo, en efecto, y recuerdo que en 1940, durante los bombardeos de Londres, me sentía menos inquieto bajo las bombas que cuando amenazaba una tormenta. En 1950, un psicoanalista de Zurich me dio una interpretación bastante razonable, creo yo, de mi comportamiento. El doctor Benziger, con quien tenía ocasión de conversar, me comunicó las reflexiones que le inspiraban mi aventura de entonces. Según él, en aquella excursión por mar yo estuve perfectamente consciente del peligro que corríamos de morir ahogados, y por eso no cogí fobia al agua. En cambio, no se me había ocurrido la idea de morir fulminado por un rayo, y este temor se había alojado en el inconsciente, de ahí la imposibilidad de combatirlo con argumentos racionales o por un esfuerzo de mi propia voluntad. Fuera como fuese, esta aventura nos dio una aureola de prestigio a los ojos de los compañeros de instituto y de nuestro grupo de exploradores. Por supuesto, a mis padres no les dije ni una palabra del peligro que habíamos corrido, pero de vez en cuando hacía alusión a una tormenta espantosa que había hecho desaparecer en mí el miedo a morir. De todas formas, esta experiencia reciente era demasiado importante y pensaba sacarle provecho en el terreno literario. Algunos meses después escribí un relato llamado «Cuando el día se levanta en el mar». Se publicó, en 1927, en la revista Este-Oeste, revista que había fundado con dos amigos, Radu Capriel y Ion Anestin, y que dejó de publicarse después del segundo número, ya que, entre tanto, Capriel se había casado y no podía seguir garantizando la financiación. En él relaté con exactitud nuestra aventura. Todos mis compañeros del barco la leyeron y me aseguraron que les había hecho revivir la dichosa noche de cabo a rabo. En mi relato se trataba naturalmente de un barco, aunque mucho más pequeño que el nuestro, una simple barca, a bordo de la cual se encontraban dos amigos. El narrador permanecía al timón, mientras que su compañero estaba en la proa. Cuando la tormenta se hubo calmado y amaneció, el narrador se da cuenta de que está solo, que probablemente ha estado solo toda la noche, y que durante todo el tiempo ha estado hablando a una sombra que creía divisar en la otra punta del barco. 95

En otoño de 1924 inicié el último curso. Tenía la impresión de ser un estudiante universitario. Algunos de mis amigos, Haig Acterian, Patre Viforeanu, Vojen, se habían examinado en verano y estaban matriculados en la Universidad. Me hablaban de las clases a las que habían asistido; las de Nicola Iorga y Vasile Parvan* entre otras. Había un joven profesor de lógica y metafísica que les entusiasmaba. Se trataba de Nae Ionesco, cuyo nombre oía yo por primera vez. Estaba decidido a matricularme en filosofía clásica y empecé a prepararme leyendo asiduamente. De todas formas seguí escribiendo y, cuando tenía ocasión, publicando. Ya no colaboraba en el Diario de Ciencias populares, pero varios de mis artículos se han publicado en Orizontul, Foaia Tinerimii, Universul Litterar y Lumea. En estos artículos trataba principalmente de la historia de las religiones, de las civilizaciones orientales y de alquimia. A veces incluso me pagaban por ellos. Un día fui a ver a su despacho a Emil Cerbu, redactor-jefe de la revista Orizontul, para pedirle que me ayudara a ganar un poco de dinero traduciendo. Emil Cerbu, que había aceptado publicar, gratuitamente, por supuesto, bastantes artículos míos o traducciones, sabía lo que yo era capaz de hacer. Me propuso traducir artículos de revistas extranjeras, alemanas, francesas o italianas. Me ofrecía mil leis por cien páginas de texto. No era mucho, pero esto me permitía al menos comprarme una docena de libros. Así pues, acepté y todos los meses me presentaba en su oficina con cien páginas manuscritas. Emil Cerbu comprobaba el título de mis artículos, contaba las páginas cuidadosamente y me firmaba un bono con el que iba a la caja y cobraba los mil leis. Recuerdo que un día me llamó la atención con acritud sobre mi modo de escribir: mi letra era demasiado grande y las líneas demasiado espaciadas. Me ruboricé hasta las orejas y prometí vengarme. Al mes siguiente le entregué cien páginas escritas con la letra más apretada que pude y cuyo texto hubiera debido de ocupar al menos el doble. Hizo como si no se hubiera dado cuenta, como si no se tratara de un reto. Todo esto me hacía descuidar las clases más aún de lo acostumbrado. Sin embargo, como había escrito para Vlastar, la revista del instituto, varios artículos muy bien documentados, y uno de ellos, relativo a N. Iorga, había llamado la atención del gran historiador, impresionando favorablemente a todos mis profesores, yo gozaba de cierto prestigio, gracias al cual se me perdonaba la mayor parte de mis descuidos. Cada vez que me fumaba un problema, nuestro profesor de matemáticas me amenazaba con obligarme a repetir el examen si no me decidía a aplicarme más. Yo no me preocupaba en absoluto, ya 96

que estaba seguro de tener mayoría de aliados entre mis profesores. Sin hablar de los de latín y rumano, contaba con el apoyo de Alexandre Claudian, el joven profesor de filosofía, que me había «descubierto», por así decirlo, el año anterior, cuando nos mandó hacer una disertación sobre la importancia del clasicismo grecolatino en la cultura contemporánea. A veces acompañaba a Claudian hasta su casa. Un día me confesó que nada más verme, por la conformación de mi cráneo, había adivinado mi inteligencia. Él conocía personalmente a H. Sanielevici, el gran antropólogo, y lo admiraba mucho. Cuando supo que había leído todos sus libros, su simpatía por mí se hizo mayor. «Va a publicar próximamente una obra magistral. Se trata de un libro extraordinario. Con él, Rumania hará una aportación de peso a la ciencia universal...» La amistad que Alexandre Claudian me testimoniaba me hizo crer que, a fin de cuentas, los profesores de instituto están dispuestos a reconocer los méritos particulares de ciertos alumnos, aunque éstos no brillen en todas las asignaturas. Esta ilusión se vería seguida por un despertar más bien amargo, pero en aquel instante yo vivía en plena euforia. Había aprendido inglés para poder leer a Frazer en idioma original, compraba cada vez más libros sobre Oriente y la historia de las religiones, y tuve incluso que instalar una nueva biblioteca en mi buhardilla. Mi reducida habitación se parecía, cada vez más, a una leonera. Había llegado a reunir un millar largo de volúmenes, sin contar las colecciones de revistas que se iban amontonando por el suelo, en la cama o encima del cajón donde yo guardaba los manuscritos. Además, también tenía allí mis colecciones de insectos, los herbarios, las muestras de minerales y diversos instrumentos de química. Las paredes estaban cubiertas por reproducciones de jeroglíficos y bajorrelieves egipcios. Pronto tuve que trasladar la cama a la habitación de al lado, donde, siendo ya estudiante universitario, instalé también otras estanterías. En 1927, Nae Ionesco vino un día a mi casa y al ver mi habitación se quedó boquiabierto y exclamó: «Qué cuarto tan maravilloso. Parece estar hecho a propósito para estudiar.* E insistió en la palabra «estudiar». «Estudiaba», en efecto, con una pasión devoradora, pero que nada tenía que ver con el instituto. Había descubierto a Nicolás Iorga desde hacía algún tiempo y su cultura enciclopédica me fascinaba. Soñaba con imitarlo y ser capaz de escribir, no varios centenares de libros como él, sino sólo un centenar. Tenía ya algunos títulos en la cabeza, e incluso había hecho una lista. El primer libro que quería publicar era, por supuesto, La Novela de un joven miope, destinado a inaugurar una larga 97

serie de novelas cuyo título genérico sería: Docta felix. La segunda consistiría en un relato de la vida de estudiante; la tercera tendría como escenario un salón de peluquería. Sin embargo, esta lista incluía sobre todo ensayos filosóficos o históricos que tenían que ver con la historia de la cultura universal. A través de las obras de Vittorio Macchioro acababa de descubrir el orfismo, y soñaba con llegar a escribir un libro importante, al menos en dos tomos, sobre los orígenes de Europa: tuve incluso la audacia de anunciar su aparición inminente en un artículo sobre Heráclito y el orfismo del suplemento literario del periódico Adevarul [La Verdad]. Entre las obras que me proponía escribir recuerdo que también había una Educación de la voluntad, un Manual del perfecto lector, un estudio sobre Iorga, otro sobre Hasdeu y otro sobre la botánica en el folklore rumano...

Siempre tuve cuidado de llevar la cuenta exacta de mis artículos. En la primavera de 1925 pude celebrar con mis amigos la aparición del número cien. En aquella ocasión mi madre nos preparó un pequeño festín, y Vojen deseó vernos reunidos de nuevo, y lo más pronto posible, para celebrar la aparición del número mil. Mis otros amigos deseaban sobre todo que publicase la Novela de un joven miope. Sabían que hablaba bastante de ellos, y querían conservar en toda su frescura y perennidad el recuerdo tangible de una adolescencia que estaba llegando a su fin, a pesar nuestro. Yo acababa de cumplir diecisiete años y la mayor parte de mis compañeros tenían un año más que yo. Todos estábamos convencidos de haber superado la adolescencia; Vojen, Sighireanu y Viforeanu tenían lo que entonces se llamaba «ligues», y Radu Bossie nos había escrito desde Brashov comunicándonos que había sido padre. Yo también tenía conciencia de que mi primera juventud se había quedado atrás. Ya no llevaba el uniforme del instiüito y se me ponían los pelos de punta al pensar en ponerme las gafas con montura de alambre o llevar, el pelo cortado a cepillo. Cuando me creció el cabello, mi padre me llevó al fotógrafo. Tuve cuidado de adoptar la pose que más pudiera favorecerme: las cejas fruncidas de pensador me daban un aire grave que dulcificaba una sonrisa desengañada y sarcástica perdida en la comisura de los labios. De forma totalmente inesperada, el ministro de Educación anunció esa misma primavera que el examen final de Bachillerato entraba de nuevo en vigor y que el certificado de haber terminado los estudios superiores no autorizaba, como antes, el acceso a la Universidad. Esta 98

noticia nos hizo el efecto de un mazado. Envidiaba a los compañeros que habían terminado los estudios un año antes, porque así se habían librado de un examen que se anunciaba como de los más difíciles. Y b peor era que en el tribunal no podía figurar ninguno de nuestros profesores. Una comisión especial, presidida por un profesor universitario, se encargaría de examinamos. Esto significaba que seríamos calificados por desconocidos, y únicamente sobre criterios de orden didáctico. Después de unos días de inquietud y duda decidí actuar como si no pasase nada. En vez de empezar a preparar seriamente los temas que iban a preguntarme, me absorbía la lectura de mis libros favoritos. Aquella primavera me dediqué al estudio de las religiones babilónicas, al orfismo y al inglés. Quería ser capaz de leer en versión original las obras de Berkeley y de Walt Whitman, que se me había revelado gracias a Papini. El verano empezó antes de lo previsto. En los recreos me paseaba por el patio del instituto en compañía de Mircea Marculesco, con quien sostenía largas conversaciones. Ignoraba olímpicamente el nerviosismo de los otros compañeros, enloquecidos ante la proximidad del examen. Hacía mucho calor la mañana en que salieron los resultados finales del curso. A Marculesco le habían suspendido en latín y a mí en matemáticas. El profesor me lo había advertido y mantuvo su palabra. Mi compañero y yo fuimos aquella noche, en plan reto, a la feria de la ciudad, y yo me puse el uniforme del instituto, que ya no llevaba desde hacía un año y que tuve que ir a buscar en el fondo del baúl donde descansaba, completamente arrugado y con un terrible olor a naftalina. Naturalmente, mis padres estaban aterrados por mi fracaso, pero yo había conquistado ya el derecho de decidir mis propios asuntos. Salvo algunas reprimendas, me dejaron en paz. Los amigos y yo habíamos hecho planes para las vacaciones y yo no tenía la menor intención de modificarlos. La excursión por la montaña se realizó como estaba prevista, así como el campamento de exploradores al borde del mar. Sin embargo, en agosto me puse a trabajar seriamente, aplicándome con método, según mi costumbre. Pasaba seis y siete horas seguidas revisando el libro de matemáticas. Me relajaba después leyendo libros de filosofía o de historia de las religiones, y luego volvía otra vez a estudiar unas horas más. A veces paseaba con Marculesco o con otros compañeros que habían sido suspendidos en la primera convocatoria. Nos contaban minuciosamente los tormentos que habían sufrido y las preguntas que les habían hecho en el oral, de un sadismo tal que parecaían inventadas a propósito para desmoralizar a los mejores candidatos. El examen para pendientes se celebró a principios de septiembre y aprobé sin dificultad las matemáticas. El profesor, después de felici99

tarme, añadió: «No me arrepiento en absoluto de haberle obligado a repetir el examen. Era la única manera de convencerle que podía sobresalir en matemáticas. Pero tenía usted que hacer el esfuerzo...» Una semana más tarde me presenté a la convocatoria de otoño del examen final de Bachillerato del instituto Matei Basarab. No tenía miedo al escrito, y, como preveía, aprobé y pasé al oral. Por primera vez en mi vida iba a enfrentarme a un tribunal de seis u ocho examinadores que tenían derecho, en principio, a preguntarme sobre todo lo que había aprendido en los ocho años de instituto. Por suerte, el profesor de rumano me hizo unas preguntas que él consideraba difíciles, pero a las que pude responder rápidamente por la excelente razón de que no figuraban en el programa. Me pidió que hablara sobre la influencia bizantina en el vocabulario rumano y la importancia del Codex de Voronetz . Las otras preguntas no las recuerdo especialmente. Sólo recuerdo que suspiraba aliviado cada vez que un examinador me daba las gracias y se volvía hacia su vecino como para regalarle mi persona. Tenía la impresión de que el rosario de examinadores no acabaría nunca. Había pasado media hora y todavía tenía que vérmelas con dos más. Durante años me obsesionó la misma pesadilla: me anunciaban que mi título de Bachiller no era válido y que tenía que volver a examinarme, o que habían extraviado los papeles o aparecido un nuevo decreto que anulaba los antiguos exámenes y obligaban a todos los bachilleres a volver a presentarse de nuevo, fuera cual fuera su edad y calidad. Las razones no eran siempre las mismas, pero la pesadilla sí: me encontraba delante de un tribunal y me despertaba sudando. 1

Preparado para cualquier eventualidad, fui a conocer los resultados. En aquella época practicaba un ejercicio psíquico que me protegía interiormente y me hacía invulnerable. Me tendía en la cama, cerraba los ojos y me transportaba con la imaginación a otro mundo, elegido entre los que prefería: uno de los universos de las novelas de astronomía tan del gusto de Camille Flammarion, el antiguo Egipto, Mesopotamia, la India védica, o también la Grecia de los misterios órficos. Concentrándome al máximo, evitando hacer el menor movimiento, permanecía inmóvil durante una media hora. Sentía entonces cómo tomaba cuerpo, poco a poco, en uno de esos mundos desapercibidos o extraterrestres. Empezaba a vivir allí, a moverme en un paisaje cuya existencia se hacía efectiva hasta el punto de llegar a ser la única realidad. Allí encontraba a seres imaginarios de una gran elevación de pesamiento o, dicho de otro modo, cuyas preocupaciones eran similares a las mías. Les oía tratar problemas importantes, cuyo interés era 1

Texto del siglo x v i , uno de los primeros escritos en rumano.

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evidente para mí, tales como la imposibilidad de probar la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Cuando un ejercicio de éstos terminaba, me despertaba indiferente a todo lo que me ocurría o hubiera podido ocurrirme. Fui al instituto Matei Basarab, donde se habían anunciado los resultados, completamente sereno, invulnerable y despegado. Pude leer mi nombre en la lista de los aprobados. Me alegré, pero nada más. Además, y esto no podía sino deteriorar mi alegría, vi, al leer de nuevo la lista, que el nombre de mi amigo Marculesco no estaba en ella. Comprendía, sin embargo, que ese día era uno de los más decisivos de mi vida. Por fin había acabado con la angustia del bachillerato y, sobre todo, había escapado de un mundo en el que me había sentido durante años como en una cárcel: el mundo de la enseñanza por encargo, con clases a horas fijas y programas rígidos. Sabía que, a partir de entonces, al menos algo era seguro: ya no me obligarían a aprender lo que no me interesaba y no me sentiría atado a un programa de estudios concebido por otras personas. Me había convertido por fin, sin tener ya que ocultarlo, en lo que me había propuesto desde hacía mucho tiempo: en mi propio maestro. De todos modos, mientras volvía, sentí cierta melancolía. A pesar de todo, empezaba a echar de menos esa vida escolar, que acababa tal como había empezado, en una mañana de octubre; a mis compañeros de clase, con los cuales había compartido la vida y los problemas durante ocho largos años y a los que probablemente no volvería a ver. Y hasta echaba de menos a algunos de mis profesores, e incluso al edificio, testigo de mis humillaciones y que había llegado a odiar. Un día llegué a afirmar, bromeando, que una vez con el título en el bolsillo tendrían que pasar al menos diez años antes de que yo me decidiera a volver a ver aquella fachada, ya que tendría que olvidar antes todos mis recuerdos escolares. Por la tarde junté todos los libros de texto y fui a vendérselos a un librero de viejo. Pero, por algo era yo el émulo de Balzac: al pasar frente a la Universidad me dije a mí mismo: «Ahora vamos a vernos las caras.» Era tan inocente que creía que una institución tan venerable iba a dejarse conquistar con las armas de que yo disponía.

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VI «AHORA, VAMOS A VERNOS LAS CARAS.

En octubre de 1935 cumplí los dieciocho años. Por fin era estudiante universitario y era libre. Fui al rectorado con mi título de bachiller y me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras. Me había propuesto seguir buen número de clases, pero como la asistencia no era obligatoria, sólo fui a las lecciones inaugurales. Casi sin darme cuenta empecé a ir a clase cada vez menos, no porque los profesores me hubieran decepcionado, sino porque creía más eficaz quedarme en casa y trabajar solo. Recuerdo las primeras clases con Radulesco Motru*. Por entonces debía rondar los sesenta años, pero parecía mayor. Hablaba con voz apagada, casi no veía, andaba con dificultad apoyándose en un bastón, no reconocía a nadie y no retenía ningún nombre. Unos años después una operación quirúrgica le rejuveneció notablemente. Cuando, al regresar de la India en 1932, tuve una entrevista con él, me pareció diez años más joven. En todo caso, en otoño de 1935, sus clases eran mortalmente aburridas, y para mí era más útil repasar el Curso de Psicología publicado por él varios años antes. Lo que más me impresionaba de P. P. Negulesco era su rigidez casi hierática, que él consideraba, sin duda, la suprema expresión del autodominio. Nunca perdía su impasibilidad, hablaba con voz lenta y monocorde, calculaba sus ademanes y sus sonrisas y, de vez en cuando, sacaba un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se secaba la frente y la boca con una discreción fingida. Se decía que se comportaba así para parecerse más a T. Maioresco*, su maestro. En sus clases trataba de demostrar la dependencia del pensamiento filosófico respecto al progreso y a los descubrimientos científicos. En las clases a las que asistí se refirió a la historia de las ciencias en general, hablando también 102

de química y astronomía, lo cual hubiera debido encantarme. Pero en la actitud y el comportamiento de P. P. Negulesco había ciertas cosas que me causaban recelo, sobre todo esa convicción de saberse superior, esa sonrisa, a la vez sarcástica y discreta, el tono indiferente con que hablaba de la metafísica y de los grandes sistemas filosóficos, dejando entrever que sólo se trataba de «especulaciones sin ninguna relación con lo real». Sólo creía en la Ciencia, esto era algo a su favor, pero no era un científico. Sus únicas fuentes de información se reducían a libros y artículos de divulgación. Yo había hecho lo mismo cuando no era más que un escolar. Escuchándole me parecía a veces reconocer al azar un pasaje de tal o cual párrafo de uno de los übros de tapas rojas de la «Biblioteca Científica» de la editorial Flammarion. En seguida vi que las clases de P. P. Negulesco no me aportarían nada nuevo, nada que pudiera desembocar en una visión original y personal. Por supuesto, era un profesor honrado y competente, pero sus enseñanzas no me dieron jamás la impresión de corresponder a una necesidad interior. Su erudición, lejos de dejar entrever una sed faustina de conocimientos, era más bien el fruto del trabajo lento y paciente del hombre que, por supuesto, desea estar informado, pero sólo porque su trabajo le obliga a ello. En el fondo se parecía a esos empollones que había conocido en el instituto. En rigor, hubiera podido enseñar también filología comparada, después de haberse instruido con el mismo ardor y la misma aplicación, pero sin ir más allá de los manuales. Era demasiado meticuloso y reflexivo para animarse a leer artículos especializados o monografías. Se conformaba con estar al corriente, leyendo reseñas o síntesis escritas para no especialistas. En este primer año de facultad no tuve ocasión de relacionarme mucho con él. Sólo recuerdo que, con ocasión de un seminario sobre los presocráticos, me levanté al fondo del aula para llamar la atención sobre los antecedentes orientales de éstos, algo que para mí estaba fuera de duda. Debió de fijarse en mí, pero mi intervención no pareció impresionarle demasiado. No le gustaba que sus alumnos abordasen temas que él, el profesor, no había juzgado dignos de ser discutidos. Tampoco pareció gustarle mi manera de expresarme. Yo era apasionado, voluble, desordenado, incluso tartamudeaba a veces, y hacía entender que profería verdades capitales, esenciales para la comprensión de los orígenes del pensamiento griego. A Negulesco le gustaban más los estudiantes cortados por su mismo patrón, apagados, tranquilos, comedidos. Aquel mismo otoño se había fijado en uno de ellos, Posesco, que se convertiría después en su ayudante y a quien le hubiera gustado hacer su sucesor. Es verdad que Posesco no faltaba a ninguna clase, sonreía cuando el Maestro sonreía, le acompañaba c iba tras él, a tres pasos de distancia, por los pasillos de la 103

Universidad. A lo largo de mis estudios universitarios, y más adelante, cuando me nombraron ayudante en la cátedra de Nae Ionesco, mis relaciones con P. P. Negulesco y sus discípulos se caracterizaron por constantes enfrentamientos.

Mircea Florian era, en aquella época, maestro de conferencias en la cátedra de Historia de la Filosofía. En sexto de bachillerato había leído su Introducción a la Filosofía, y al escucharle tuve la impresión de encontrarme con un viejo amigo. No me decepcionó en absoluto, pero tampoco me sedujo. Hablaba sobre la filosofía de Berkeley y fui uno de los primeros en matricularme en su seminario. Tuve la impresión de que quería conocerme mejor. Era muy afable y me pedía que le acompañase cuando tenía que comprar libros para la biblioteca del seminario. En aquella época, Mircea Florian era un hombre de unos cuarenta años, rubio, robusto y corpulento, que olía muy bien a agua de colonia. Sólo tengo un vago recuerdo de sus clases y conferencias. Su voz era demasiado débil, como ahogada por una emoción secreta, enigmática. Le gustaba emplear un estilo florido y nos hablaba de la «pureza lilial de la filosofía de Nietzsche». También era bibliotecario de las Fundaciones Reales, donde le veía aposentado detrás de su pupitre, leyendo números atrasados de la Revista Filosófica. Seguramente hubiera estado más unido a él si Nae Ionesco no hubiera existido. En aquella época, Nae Ionesco era, como Mircea Florian, un joven maestro de conferencias nombrado sólo pocos años antes. Enseñaba lógica y metafísica y tenía un seminario de Historia de la Lógica. No olvidaré jamás la clase de metafísica donde le oí por primera vez. El tema era «Fausto y el problema de la salvación». El anfiteatro Maioresco estaba lleno hasta los topes, y tuve muchísima dificultad para encontrar un sitio en la última fila. Vi entrar a un hombre de cabello oscuro, sienes despejadas, tez pálida y cejas negras y espesas de aspecto mefistofélico. Sus ojos inmensos, de un azul oscuro metálico, chispeaban materialmente. Cuando pasaba su mirada por el auditorio, el aire parecía atravesado por relámpagos. Era esbelto y vestía sobriamente, con una negligencia de buen gusto. Sus manos, de dedos afilados y nerviosos, eran las más hermosas y expresivas que vi jamás. Cuando hablaba parecían adaptarse a su pensamiento, subrayando los matices, adelantándose a las dificultades e ^certidumbres. Se le recibió con aplausos, según la costumbre de entonces. Nae Ionesco, haciendo un ademán con la mano, los interrumpió: 104

—Para poder aplaudir, se debe tener también derecho a silbar. Pero el reglamento universitario se opone a ello. Desearía que no se me aplaudiera. Se sentó, recorrió con la mirada el anfiteatro y empezó a hablar. Se hizo un silencio casi sobrenatural, como si cada uno de nosotros contuviera el aliento. Cuando Nae Ionesco hablaba no tenía nada de profesor, ni de conferenciante. No disertaba, sino que conversaba con cada uno de nosotros, como si nos narrara un relato, presentando una serie de hechos, sugiriendo una interpretación entre otras y esperando nuestras reacciones. Sus clases daban la impresión de esbozar un diálogo al que se invitaba a cada uno de nosotros a participar y a comunicar sus propias reflexiones. Se adivinaba que lo que nos decía no estaba en ningún libro, que era algo enteramente nuevo, que se asistía a la génesis de un pensamiento enteramente personal, y los que podían apreciarlo sabían que no lo podrían encontrar en otra parte y que era allí donde había que ir para beberlo en su fuente. Desde lo alto del estrado un hombre se dirigía directamente a nosotros, exponía un problema y nos enseñaba a resolverlo por nosotros mismos. Nos obligaba a pensar. Los cincuenta minutos de su clase transcurrían como un sueño. Apenas había tomado apuntes. Pero al final de la clase me sentí acosado por una gran cantidad de preguntas, enfrentado a innumerables problemas: ¿Había sido Goethe verdaderamente seducido por esa visión maniquea del hombre, propia de tantas herejías medievales y que se volvía a encontrar bajo diferentes máscaras a lo largo de todo el Renacimiento? ¿Se podía concluir del estudio del Fausto que el problema del Mal estaba planteado allí y que se hacía insoluble en el marco de la filosofía tradicional? ¿O había que debatirlo en otro terreno, lo cual supondría otra problemática?, y otras muchas preguntas de este tipo... Tendré innumerables ocasiones de volver a hablar aquí de Nae Ionesco y de todo lo que le debe mi adolescencia. Naturalmente, no voy aquí a formular su pensamiento o a recordar su obra, ni siquiera a hablar de la influencia que ejerció sobre toda mi generación. Me limitaré a aportar ciertas indicaciones, que iré completando a medida que nuestras relaciones se vayan estrechando. Esto ocurrió más adelante, después de mi entrada en la redacción de Cuvántul. Por muy curioso que pueda parecer, a pesar de mi entusiasmo por las enseñanzas de Nae Ionesco, nunca tuve el aplomo necesario para tratar de acercarme a él. Asistía regularmente a su curso de lógica, aunque este año no era nada atractivo para mí, ya que se trataba de lógica matemática. Ni siquiera me matriculé en su seminario, donde se comen105

taban las Kegulae ad directionem ingenii, texto que yo consideraba, por aquel entonces, desprovisto de interés. Desde la víspera de Navidad sólo iba a la Universidad para asistir a las clases de Nae Ionesco. No por ello estaba menos convencido de hacer «una vida de estudiante» en el más amplio sentido de la palabra. Mi buhardilla era, todas las noches, el lugar de reunión de un grupo de estudiantes, en su mayor parte compañeros míos de facultad, o de mi hermano, que estudiaba en aquel momento segundo de Química industrial. El Centro Provincial de Estudiantes, del que mi hermano y yo formábamos parte, había organizado una coral para las fiestas de Navidad, y ensayábamos en mi habitación. Estas reuniones vespertinas me parecían llenas de misterio y de sentido. Al principio no hubiera podido decir quiénes participaban, ya que no conocía todavía a mis nuevos compañeros. Mi habitación sólo estaba iluminada por la lámpara de mi mesa de trabajo. Siluetas desconocidas surgían de la penumbra y se acercaban a la estufa de cerámica o se apoyaban en la biblioteca. Sabía que estaban asombrados y encantados al descubrir mis dos pequeñas habitaciones repletas de libros y curiosidades de todo tipo: piedras, insectos, retortas... En aquellas noches lluviosas de finales de noviembre, los recién llegados se acercaban, uno por uno, a la estufa para secar sus ropas. La presencia de tantas muchachas en mi buhardilla era para mí uno de los signos más evocadores de la vida de estudiante y de su mitología. Al menos así era como me la figuraba, a medio camino entre La Vie de Boheme y las novelas rusas, con sus estudiantes miserables que se pasaban las noches en claro preparando sus exámenes de letras o de medicina a la luz de un quinqué, víctimas marcadas por desengaños amorosos o por la tisis, hijos de obreros y campesinos dando clases particulares, amontonándose en habitáculos insalubres, inclinados, hasta el alba, sobre tratados de medicina o de mecánica, sordos a las tentaciones de la política o la intriga, honestos, puros, idealistas, firmemente decididos a «llevar la luz» a las aldeas o a los pueblos más alejados, estableciéndose allí hasta el fin de sus días y luchando sin tregua contra las fiebres malignas, la injusticia y la ignorancia. Esta visión mítica de la vida de estudiante sólo en parte procedía de recuerdos librescos. Estaba en el ambiente de la época. La encontraba en cierta literatura, en las revistas que leía, en los periódicos de estudiantes. A mi vez, yo la completaba introduciendo nuevos personajes; por ejemplo, el del estudiante agotado que, aun sabiéndose al borde de la locura, se niega a interrumpir sus investigaciones, convencido como está de encontrarse a dos pasos de un descubrimiento capaz de cambiar completamente el curso del pensamiento humano. 106

Todavía recuerdo a algunas de las estudiantes que participaban en nuestros ensayos, ka era una rubia tan miope que los cristales de sus gafas apenas dejaban entrever unos ojos azul pálido. Era pequeña, muy menuda y se enrollaba las trenzas alrededor de las sienes, como en tiempos de nuestras abuelas. Preparaba una licenciatura de Letras y quería ser profesora de historia. Tenía una amiga, Gigi, muy fea, pero muy simpática. Su boca, demasiado grande, mostraba unos dientes mal colocados. Además, a causa de las vegetaciones, hablaba con la nariz. Sin embargo, era muy divertida e ingeniosa y hablaba y reía sin parar. Cuando ella estaba presente los recién llegados no tardaban en hacerse amigos. También estaba una tal señorita Fartat, tan alta que siempre se temía verla chocar con el techo. Una tarde de diciembre, cuando las primeras nieves acababan de caer, una muchacha de ojos malva y cabello peinado a lo chico hizo su aparición entre nosotros. Me pareció a la vez muy bella y muy distante. No se parecía en nada a las chicas que yo conocía. Se hubiera dicho que llegaba de otro mundo. R... tenía una voz grave, sensual, que contrastaba con su aspecto de heroína de novela inglesa. Pero yo tenía cierta debilidad por Thea, una griega muy morena, de labios extraordinariamente rojos y carnosos. Seguía los cursos de Arte Dramático del Conservatorio y decía que también estudiaba Derecho. Después descubrí que ni siquiera era bachiller y que estudiaba Arte Dramático porque la habían suspendido en los exámenes de violín. Me fue aún más simpática cuando me enteré de que vivía en un barrio bastante pobre y que su padre embotellaba gaseosas. Lo supe por casualidad: una tarde que habíamos ido en pandilla a una tasca se sintió enferma y tuvo que dejar que la acompañara en un taxi. No había dado su dirección al taxista y le dijo que parase a la altura de una casa de bastante buen aspecto. Bajó allí y me rogó que volviera inmediatamente al lugar de donde veníamos. Hice como si aceptara, pero la seguí de lejos. Primero se escondió detrás de una casa, después la vi cruzar la calle, seguir por la acera, tratando de sortear los charcos de barro, y, finalmente, meterse en un callejón. El pequeño taller de su padre se encontraba al fondo. Era una construcción bastante irregular, un conjunto heterogéneo de cobertizos unidos a una casucha: allí era donde Thea aprendió a tocar el violín y soñó con llegar a ser una gran artista. El presidente del Centro regional era el doctor Zissu. Le llamábamos «doctor» porque estudiaba el último año de medicina y tenía por lo menos cinco o seis años más que nosotros. Estaba ya casi calvo y era un hombre tranquilo, ponderado, por el que sentíamos cierta deferencia: en todo, su punto de vista era aparentemente el mejor. Tenía 107

por compañera inseparable a una estudiante de medicina, de rostro huesudo, un tanto hombruno. Por su parte, ella se comportaba como un hombre, nos cuidaba a todos, nos ponía ventosas y nos daba ella misma los masajes. Nuestra coral la dirigía un estudiante apellidado Parvulesco que casi parecía descarnado de puro delgado. Como no podía asistir a todos los ensayos, le sustituía el hijo de un general, un chico muy moreno y tan alto como la señorita Fartat, que hubiera sido un muchacho muy guapo sin la mancha color vino que le marcaba desde el cuello a la barbilla. Era de nacimiento, decía, y tuvo una influencia determinante en su comportamiento: rara vez he conocido a alguien tan alegre e ingenioso. Su sola presencia bastaba para producir la hilaridad general, sin que se supiera muy bien por qué. Nadie podía prever lo que iba a decir, por lo mucho que desafiaba a la imaginación, y su comicidad era tanto más divertida, e incluso locamente divertida, cuanto que parecía involuntaria. Se hallara donde se hallara, y a pesar de la mancha que lo desfiguraba, se convertía rápidamente en el centro de atracción de la reunión. Los otros miembros de nuestra coral se han borrado más o menos de mi memoria. Sé que había entre ellos un chico de la Escuela Politécnica, rubio y elocuente, que aprovechaba los ensayos para hojear los libros de mi biblioteca. Supe más tarde que tenía una pasión inconfesada por la egiptología, y más especialmente por la papirología. También había estudiantes de tercero y cuarto año de filosofía. Al ver mi biblioteca me preguntaron si había oído hablar de un tal Stefan Mateesco, llamado el «pequeño Kant». Me hablaban de él como de un fenómeno, una especie de Pico de la Mirándola reencarnado que sembraba el terror entre todos los profesores. Estudiante del último curso de la Facultad, sus altercados con el profesor Dragomiresco en los seminarios de literatura rumana eran de notoriedad pública. Un día decidí a ir a conocerle en compañía de dos amigos. Era bajito, con una frente enorme y despejada. Llevaba gafas sin montura, lo que le daba un aire docto y grave. Su voz era aguda e irregular, entrecortada por risitas breves que parecían estar a punto de asfixiarle. Tenía siempre en la mano un cuadernillo negro, donde a veces leía algunas frases, citándose a sí mismo o a cualquier otro. Este cuadernillo formaba parte también de la leyenda, leyenda que el propio Stefan Mateesco era el primero en alimentar, no separándose jamás de él, llevándolo siempre en la mano izquierda, hasta cuando daba una conferencia en la sala de las Fundaciones Reales. Anotaba a lápiz, con su caligrafía fina y clara, todo tipo de reflexiones y observaciones. 108

que distribuía bajo diversas rúbricas: Estética, Lógica, Metafísica, etcétera, etc... Vivía en las afueras. Sus padres, a los que un día vi por casualidad, eran bastante vulgares. Su hermano estudiaba ingeniería en Suiza y, al igual que el resto de la familia, consideraba a Stefan un genio, lo cual era realmente. Pero la extraña neurosis que mermaba sus posibilidades acabó por anularle del todo. Nuestras relaciones no se iniciaron realmente hasta un año después, cuando logré convencerlo para que colaborase en la Revista Universitara. Pero fue en 1928, en mi último año de Facultad, cuando nos frecuentamos con asiduidad. Yo me había hecho amigo de sus colegas, Mircea Vulcanesco y Paul Sterian, que volvían de París. Todavía recuerdo nuestros primeros encuentros en su cuarto o en mi casa. Su biblioteca estaba peor provista que la mía, pero sus libros eran, sobre todo, obras de fondo de gran valor: ediciones originales de clásicos de la filosofía occidental, tratados de estética, de psicología, de sociología, los grandes autores de todas las literaturas, tratados suntuosos y álbumes de historia del arte. Cuando vino a casa por primera vez, mi biblioteca le gustó inmediatamente y también mis colecciones de piedras e insectos. Le decepcionó, sin embargo, mi preferencia por ciertos autores, como Papini, Hasdeu e Iorga. Sólo Balzac, Fabre y los autores orientales se salvaban, en su opinión. Le interesaba todo, pero sólo podía leer en un estado de concentración intensa y prolongada. Recuerdo haberle prestado una vez un trozo de un artículo de R. Pettazzoni sobre el origen del monoteísmo. Stelian lo retuvo varias semanas, aunque no eran más de treinta páginas. Un día, hablando sobre este artículo en su casa, lo buscó en su mesa para leerme un trozo. Me quedé estupefacto, ya que el artículo estaba irreconocible, con los márgenes repletos de centenares de líneas escritas a lápiz, con una letra tan minúscula que sólo el mismo Stelian podía descifrarla. No tenía por qué inquietarme, me dijo, ya que lo borraría todo antes de devolvérmelo. Al verme tan extrañado me explicó que, cuando estimaba que un texto merecía una «lectura consecuente», trataba de asimilar todas las nociones esenciales y sopesaba minuciosamente todos los argumentos del autor. Pero esto no era más que un ejercicio preliminar. Cuando había acabado de leer el texto, volvía a empezarlo y trataba de ver cómo el pensamiento subyacente del autor podía ser integrado en su propio sistema de pensamiento. Si esto resultaba imposible, trataba de ver cuál de los dos era el responsable. Aquella vez las notas diminutas al margen del artículo de Pettazzoni querían demostrar que, por no sé qué razones, el sabio italiano estaba equivocado. 109

Comprendí entonces lo que cada una de esas «lecturas consecuentes» —y la verdad es que para él no había otras— requería como esfuerzo por parte de Stelian. Una tensión nerviosa así no podía sostenerse indefinidamente. Por eso no me extrañó, al volver de la India, en 1932, enterarme de que su espíritu incomparable se había hundido en las tinieblas.

La noche de Navidad de 1925 fuimos a cantar colindes al Palacio Real, a la Patriarquía y a casa de algunos de nuestros profesores. En Palacio, el rey Fernando y la reina María charlaron con nosotros. Unos lacayos con librea dorada pasaban y volvían a pasar con espléndidas bandejas cargadas de brioches, pero nos servían la bebida en vasos de cocina. El rey se paraba delante de cada muchacha y le preguntaba qué estudiaba en la Universidad. Sólo sabía decir, una y otro vez: «Interesante, muy interesante...» En la Patriarquía, como en todas los demás sitios, nos agasajaron copiosamente. Cuando nos íbamos, al tesorero de nuestro Centro le fue entregado discretamente un sobre. Una parte del dinero reunido aquella noche se gastó en cenar en una taberna. Otros compañeros se habían unido a nuestro grupo y pasamos el resto de la noche bebiendo, comiendo y cantando. Sobre todo cantando, y no solamente canciones de Navidad. Éramos cuarenta o cincuenta estudiantes sentados en grupos en una sala llena de humo, de techo bajo, felices de encontrarnos reunidos en aquella tasca perdida entre la nieve de los arrabales. Yo me sentía feliz, sobre todo porque estaba conociendo esa vida de estudiante con la que tanto había soñado. El ambiente en el que me encontraba era totalmente nuevo, inédito, no tenía nada que ver con lo que había vivido en el instituto. La presencia de muchachas bastaba, por otra parte, para hacer de esta reunión una obra teatral de mil actos diferentes. Gracias a ellas, todo era posible: idilios, pasiones, aventuras, amistades... En una palabra, me parecía revivir el folklore del Viejo Heidelberg y el de los comienzos de la Universidad rumana del siglo XIX. Así pues, no podía decirse que yo no había sacado también mi tajada. Aquella noche bebí más que de costumbre; besé a las muchachas, aprendí a atreverme... En aquella época era principalmente en los cines donde un joven aprendía a atreverse. Aquel invierno los frecuenté asiduamente en compañía de Thea. También era muy agradable pasar con ella horas y horas en la penumbra de mi buhardilla. Pero, aparte de la gran simpatía y de la atracción física que sentía por ella, Thea no me inspiró 110

nunca ningún sentimiento en particular, al contrario de lea, de quien creía poder enamorarme. Pero cuando la puerta de mi buhardilla se abría y R... cruzaba el umbral, con sus andares ligeros; cuando la oía reírse, con su voz grave y sensual, mi corazón latía con más fuerza. R... venía muy poco a mi casa, y siempre de forma inesperada y por los motivos más caprichosos: para que la prestara cinco leis para coger el tranvía, para que le tradujera del griego títulos de libros o porque quería que tocara al piano, expresamente para ella, «Jalousie»... En este caso teníamos que bajar al salón procurando que mis padres no nos vieran, y como no quería que mi madre pensara que había bajado expresamente para tocar «Jalouise», me creía obligado a tocar cualquier cosa durante un cuarto de hora, un poco al azar, mientras R... me miraba fascinada, como si yo fuera un auténtico virtuoso. R... llegó un día poco antes de la cena y me preguntó qué era la catkarsts. Se lo expliqué como pude. De todas formas estaba nervioso e inquieto al pensar que mi padre vendría de un momento a otro para preguntarme por qué no había bajado a cenar. No me atrevía a invitar a R... porque, si bien actuaba como quería en mi buhardilla o fuera de casa, a mis padres no les gustaba recibir a mis amigos. Mi madre, sobre todo, se hubiera molestado al anunciarle en el último momento que R... o Thea se quedaban a cenar, porque creía que la presencia de un invitado implicaba todo un ritual de obligaciones: sacar los cubiertos de plata, ofrecer vinos finos, etc. También tendría que vestirse, y esto no le gustaba en absoluto porque le impedía vigilar hasta el último momento las tareas culinarias. Aquella tarde, viendo que R... no mostraba la más mínima intención de marcharse, le pregunté si quería quedarse a cenar. —No acepto más que con una condición —dijo—. Que me desuna taza de té y un poco de queso y me dejes aquí sola. Me encanta cenar té y queso —añadió. Al enterarse mi madre de mi apuro preparó té y una bandeja con jamón, queso, huevos duros y brioches. R... tuvo que aceptar mi compañía. Pero mi apetito se vio defraudado a causa de la voracidad del suyo, lo cual me extrañó bastante. A decir verdad, no sabía nada sobre ella y su vida. Sabía que había vivido algún tiempo en una residencia de estudiantes y que después compartió en la ciudad una habitación con una amiga de la que se había separado recientemente. Aquella noche me contó la historia de una de sus amigas, a la que llamaban Nichka por su aspecto de rusa y a la que conocería, por cierto, amas tarde. Una noche fue a visitarla a su casa y Nichka le invitó a cenar con ella, pero sólo tenía una salchicha y un panecillo. Para calentar la 111

salchicha, Nichka sólo disponía de una cafetera y de un infernillo de alcohol, pero como no tenía tampoco alcohol suficiente, la llama se apagó justo cuando el agua empezaba a calentarse. Intentaron calentar la cafetera con hojas de papel que arrancaban de un cuaderno y que encendían una tras otra, pero enseguida se les acabaron las cerillas. La salchicha ni siquiera estaba templada. De pronto, una avería en la electricidad les sumió en la oscuridad y las dos permanecieron inmóviles, por miedo a tirar la cafetera... «Sólo nos faltaba llorar», añadió R...

En el invierno de 1926 empecé a leer a varios filósofos: Bacon, Kant, Malebranche. Sin embargo, esto no me impedía sentirme cada vez más atraído por la historia de las religiones. Había descubierto en la biblioteca del Instituto de Historia Antigua, que dirigía V. Parvan, los cinco tomos de Cultos, Mitos y Religiones, de Salomón Reinach; los textos de Pausanias traducidos y comentados por Frazer; Los Fastos, de Ovidio, y las obras de Ridgeway y Jane Harrison. Iba a la biblioteca muy temprano y esperaba con impaciencia la llegada de Metaxa, que era a la vez bibliotecario y ayudante de V. Parvan. Leía sin parar, asimilando solamente lo que podía por mi edad y mi manía de saltar constantemente de un tema a otro. Todavía estaba bajo las influencias de Hasdeu, cuyas audaces hipótesis no podían dejar de seducirme. Perdí varias semanas estudiando si era posible que los bassarabios sacaran su patronímico del griego bassara, prenda hecha de piel de zorro, de donde vendría bassareus, uno de los apelativos de Dionisos, que significaba vestido con una piel de zorro. En este caso tendría fundamento adelantar la hipótesis de que el origen de los bassarabios se remontaría a un culto de misterios tracios que tenía al zorro como animal sagrado, así como las cabras habían marcado los orígenes de la corriente dionisíaca. Seguía obligándome a no dormir más de cuatro o cinco horas cada noche y me hubiera conformado con esto de no haber leído por casualidad que Alejandro de Humboldt sólo dormía dos horas. Esto me dio que pensar. Desde hacía años, especialmente desde que leí La educación de la voluntad, estaba convencido de que todo se podía conseguir, a condición de desearlo y de saber controlar la voluntad. Habla aprendido desde hacía mucho tiempo a controlar mis repugnancias acostumbrándome a comer pasta de dientes, jabón, coleópteros, moscas, larvas... Cuando había logrado masticar y tragar un insecto o una larva sin que se me revolviera el estómago, pasaba a otro ejercicio todavía má difícil. Me figuraba que un dominio tal sobre mí 112

mismo me abriría las puertas de la libertad absoluta. Estos combates librados contra el sueño o contra los comportamientos normales eran otras tantas tentativas heroicas para superar la condición humana. En aquella época yo ignoraba que esas técnicas eran la base misma del yoga; incluso no descarto que el interés que en mí despertó el yoga, y que me llevaría tres años más tarde a la India, no fuera más que la ilustración y la prolongación de mi fe en las posibilidades infinitas del hombre. Lo cierto es que en aquella época no advertía las consecuencias de esta ambición faustiana. Lo que sabía del «pragmatismo mágico» de Papini antes de su conversión me animaba a seguir por este camino. Mi curiosidad, en los dos últimos años de instituto, por los libros de Steiner y la literatura esotérica no tenía otra explicación. Pero quizá había otra explicación, y no me di cuenta de ello hasta más tarde. En la libertad que creía conquistar actuando a contrapelo de todo lo que se consideraba normal veía yo, en primer lugar, el modo de superar mi condición histórica, social y cultural. En cierto sentido, no me sentía condicionado por el hecho de ser rumano, integrado por ello en una cultura marginal, con sus tradiciones, donde se mezclaban elementos latinos, griegos, eslavos y occidentales, estos últimos más recientes. Me sentía libre para aventurarme en el universo espiritual de mi elección, aunque fuera extranjero o exótico. El hecho de que casi nunca me apetecía leer las últimas novedades parisienses, tal y como hacían mis amigos, y de no doblegarme a ningún modelo cultural de mi tiempo, podía ser interpretado de la misma manera. En el fondo, me resistía instintivamente a todo lo que hubiera podido moldearme según las normas habituales. No legré reducir a la mitad mis horas de sueño. Por supuesto, bebiendo cantidades ingentes de café conseguía estar despierto veintidós horas seguidas. Sin embargo, los ojos se me cansaban muy pronto y me lloraban de tal modo que tenía que dejarlos descansar aplicándolos compresas húmedas. En estos últimos tiempos mi miopía se había acentuado y sabía que, lo mismo que Papini, estaba amenazado por la ceguera. Me conformé, pues, con mantener el horario que me había fijado en mis años dej instituto: trabajo hasta las tres o las cuatro de la mañana, despertar a las siete o las ocho.

Publicaba artículos en Universal Literar, Adevarul Literar y Lumea, de Iassy. También lo hacía en revistas menos importantes, como Stiu tot, Orizonturi y otras. Mis artículos se referían a autores orientales, a personajes históricos que me habían fascinado, como la reina Hatchep113

sout, y también sobre libros que se prestaban a interminables controversias: Hombres, bestias y dioses, de Ossendowski, o El misterio de Jesús, de P. L. Couchoud. Un día de primavera, Mirón Grindea, a quien conocía desde el instituto, me llevó a casa de Panit Mushoi. Este anciano sabio, de aspecto tolstoyano y barba de pescador del Danubio, calzado con grandes botas que le llegaban hasta las rodillas, vivía en una habitación donde se apilaban hasta el techo millares de folletos que él mismo había traducido o adaptado y hecho imprimir a su costa en papel barato en pequeñas imprentas de las afueras. Este personaje me causó tal impresión que esa misma noche redacté un artículo entusiasta. Fue publicado en Curental Studentesc «La Corriente Estudiantil», una revista que aparecía dos o tres veces al año y en la que colaboraban varios profesores universitarios, entre ellos Radulesco-Motru. La revista no tardó en desaparecer, pero, para mi satisfacción, mi artículo, que era el primero que se publicaba en la prensa «burguesa» sobre este anarquista solitario, fue reproducido en varios periódicos de provincias. En primavera empecé a preparar exámenes. Había decidido presentarme a lógica, estética e historia de la filosofía, y aprobé en todo. Pero sólo recuerdo los exámenes que me hicieron Nae Ionesco y D. Gusti*. Tudor Vianu* era el profesor suplente de la cátedra de Estética, pero quien examinaba era D. Gusti, el profesor titular. En el examen escrito elegí como tema la Estética, de B. Croce. Gusti me felicitó por mi elección, pero por motivos que me desconcertaron. Le gustaba que hubiera leído el texto original, que diera indicaciones bibliográficas útiles (año, edición, número de páginas) y que escribiera un texto claro y conciso no utilizando más que una parte de la página y dejando suficiente margen para las observaciones del profesor. Me dio la nota más alta, y nos separamos en excelentes términos. Cuando me presenté a examen de Lógica, estaba un tanto nervioso. Nae Ionesco no examinaba por escrito porque prefería charlar con los alumnos. Yo no estaba tranquilo porque algunos meses antes había dejado de asistir a s\is clases. Además, tampoco había leído el Tratado de lógica, de Goblot, que había hecho sudar tinta a mis compañeros. Nae Ionesco preguntaba siempre a los candidatos por los libros que habían leído. Cuando llegó a mí, le contesté que había estudiado la Lógica, de B. Croce! y el Sistema di lógica come teoría del conoscere, de Giovanni Gentilfe, y, al verle interesado, me apresuré a añadir: —Pero lío pretendo haber comprendido todo... —¡Yo tampoco! —dijo como para consolarme. Después txpuse todo lo que recordaba del sistema de lógica de Gentile, y» me aseguró que «para mi edad no estaba del todo mal».

—Usted conoce la historia de la manzana de Newton y de qué modo descubrió la ley de la gravitación universal —dijo—. En su opinión, ¿mediante qué operación lógica llegó a deducir de este caso particular la ley general de la cual la manzana no es más que la ilustración? Después de algunos segundos de duda, le dije que no podía responderle en el momento, pero que, si me dejaba unos instantes para reflexionar, en seguida encontraría una respuesta bastante aproximada. —No hay prisa —me dijo. Añadí que acababa de leer un librito de Lucien Blaga* sobre «el fenómeno originario». —Está usted en el buen camino —dijo—. Continúe... Expuse entonces lo que más me había llamado la atención en los hechos citados e interpretados por Blaga, a saber: que a ciertos espíritus les es dado extraer los factores de unidad del seno de la naturaleza y la cultura y discernir lo que es esencial y fundamental, lo que permite descubrir ciertas estructuras. —Es la respuesta que esperaba de usted —dijo Nae Ionesco—. Se trata de una estructura. La operación lógica efectuada por Newton tuvo como resultado revelar la estructura del fenómeno de gravitación. Después me miró con mayor atención, con la mirada perdida detrás de mis gruesas gafas, la cara cansada, mal peinado, las ropas arrugadas, yo no debía resultar muy agradable a la vista. —No falta mucho para las vacaciones —dijo—. Tendría usted que ir pensando en mirar un poco al cielo. ¿Cuáles son sus proyectos para el verano? —Pienso ir a los Cárpatos y escalar varios picos. Mi respuesta debió de extrañarle. No me imaginaba un adepto del deporte. —Buena idea —dijo finalmente—. Vaya usted, pero sin libros...

Aquel año, el verano me pareció más corto que de costumbre. Hice excursiones por la montaña con mis antiguos compañeros exploradores y por primera vez recibí cartas de mis amigas: Gigi, Thea, R... Como todos los veranos, leí mucho y sin que tuviera que ver con el programa del año siguiente. Mi preocupación principal era la idea de sacar una revista que se me había ocurrido. Había logrado convencer al doctor Zissu y al comité directivo del Centro Provincial de Estudiantes rjfcr* editar la Revista Universitaria. El primer número se publicó a la volita