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JUAN IGNACIO BAÑARES JORGE MIRAS
MATRIMONIO Y FAMILIA
J. Bañares J. Miras
MATRIMONIO Y FAMILIA
Miras, Jorge Matrimonio y Familia / Jorge Miras y Juan Ignacio Bañares. - 1a ed. Rosario: Ediciones Logos Ar, 2011. v. 1, 208 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-1764-10-5 1. Teología Pastoral. 2. Matrimonio. 3. Familia. I. Bañares, Juan Ignacio II. Titulo CDD 253 Fecha de catalogación: 11/01/2011
© 2007 by MIRAS Y JUAN IGNACIO BAÑARES © 2007 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290,28027 Madrid © 2011 by EDICIONES LOGOS [email protected] www.edicioneslogos.com.ar ISBN: 978-987-1764-10-5 Hecho el depósito que indica la Ley 11.723
Con aprobación eclesiástica del Arzobispado de Madrid, diciembre de 2006
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Biblioteca de Iniciación Teológica Manuales
Madre de Dios y Madre nuestra. Iniciación a la Mafiologia. (8.a edición) Antonio Orozco La vida de la Gracia. Iniciación Teológica. (8.a edición) Juan Francisco Pozo Conocer la Biblia. Iniciación a la Sagrada Escritura. (8.a edición) Josemaría Monforte El Derecho de la Iglesia. Iniciación al Derecho Canónico. (6.a edición) Dominique Le Tourneau Los Siete Sacramentos. Iniciación Teológica (8.a edición) Enric Moliné La Iglesia. Iniciación a la Eclesiología (6.a edición) José Ramón Pérez-Arangüena Cristianos en la sociedad. Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia (3.a edición) Domènec Melé El más allá. Iniciación a la Escatologia (3.a edición) Justo Luis R Sánchez de Alva y Jorge Molinero D. de Vidaurreta
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Iniciación a la Teología (4.a edición) José Morales Moral fundamental (6.a edición) Aurelio Fernández Historia de la José Orlandis
Iglesia.
Iniciación Teológica
(5.a
edición) i
Teología Fundamental (4.a edición) Jutta Burggraf Jesucristo, Nuestro Salvador (4.a edición) Vicente Ferrer Barriendos Dios Uno y Trino (4.a edición) Gonzalo Lobo Méndez Moral especial (3.a edición) Aurelio Fernández Creó Dios en un principio (3.a edición) Pedro Urbano López de Meneses Teología espiritual. Manual de Pablo Marti del Moral
Iniciación
(2.a
edición)
Liturgia. Manual de Iniciación (2.a edición) José Luis Gutiérrez Matrimonio y familia Jorge Miras y Juan Ignacio Bañares
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Monografías
Para leer la «Veritatis Splendor» Servais-Th. Pinckaers Derecho a la vida y estado moderno A propósito de la Evangelium vitae Martin Rhonheimer Espiritualidad y sacerdocio José Luis Illanes La Confesión Sacramental (2.a edición) Raimondo Marchioro Para leer la «Fides et Ratio» Tomás Melendo Historia del Confesonario Arturo Blanco La moral católica Servais-Th. Pinckaers Conocer a Dios. I. La fe compartida Jesús Ortiz López Conocerse y comprenderse (2.a edición) Jutta Burggraf Teología Trinitaria. Dios Padre Lucas F. Mateo Seco
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Conocer a Dios. II. La fe celebrada Jesús Ortiz López Teología Trinitaria. Dios Espíritu Santo Lucas F. Mateo Seco Conocer a Dios. LLL. La fe vivida Jesús Ortiz López
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SUMARIO
Relación de citas abreviadas............................................... 9 Libros de la Sagrada Escritura citados ................................ 1 0 Lección l . MATRIMONIO Y FAMILIA EN EL DESIGNIO DE DIOS ................................................................................... 1 1 Lección 2. EL OSCURECIMIENTO ACTUAL DE LA VER\D DEL ORIGEN .................................................................... 22 Lección 3. PRESUPUESTOS BÁSICOS DE LA VISIÓN CRISANA DE LA PERSONA HUMANA ............................................ 33 Lección 4. LA PERSONA, LLAMADA A LA PLENITUD DEL AOR ..................................................................................... 42 Lección 5. LA PERSONA HUMANA, MASCULINA Y FEMENA ...................................................................................... 49 Lección 6. LA IDENTIDAD DEL MATRIMONIO ...................... 60 Lección 7. Los FINES DEL MATRIMONIO .............................. 75 Lección 8. LA SACRAMENTALIDAD DEL MATRIMONIO USTIANO ............................................................................ 87 Lección 9. LA FECUNDIDAD, BIEN DEL MATRIMONIO ... 101 Lección 10. AMOR CONYUGAL Y TRANSMISIÓN DE LA VIDA 116 Lección 1 1 . FAMILIA Y EDUCACIÓN ................................. 130
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Lección 12. LA FAMILIA Y OTROS SUJETOS DE LA TAREA EDUCATIVA.................................................................. 142 Lección 13. EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA ... 154 Lección 14. PARTICIPACIÓN DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA .................................. 168 Lección 15. LA FAMILIA, SOCIEDAD ORIGINARIA ............ 183 Bibliografía básica .......................................................... 193 Índice general .................................................................. 197
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Relación de citas abreviadas
Para simplificar las referencias, en las notas se han citado abreviadamente o mediante siglas algunos textos y documentos de uso frecuente, cuya cita completa se incluye en esta relación. Apostolicam actuositatem Carta familias: CCEO: CEC: Centesimus anno. CIC: iDeus Caritas est. Directorio pastoral
Dives in misericordia: Donum vitae.
DS:
Evangelium vitae, Familiaris consortio: Fides et Ratio
CONCILIO VATICANO II,
Decreto Apostolicam actuositatem, 18.XI. 1965. JUAN PABLO II, Carta a las familias, 2.II.1994 Código de Cánones de las Iglesias Orientales, 18.X. 1990 Catecismo de la Iglesia Católica, 15.VIII. 1997 JUAN PABLO II, Carta encíclica Centesimus annus, 1.V.1991 Código de Derecho Canónico, 25.1.1983 BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25.XII.2005 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, LXXXI Asamblea Plenaria, Directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España, 21.XI.2003 JUAN PABLO II, Carta encíclica Dives in misericordia, 30.XI.1980 CONGREGACIÓN PARA LA LA FE, Instrucción Donum
DOCTRINA
DE
Vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, 22.11.1987 DENZINGER - SCHONMETZER, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae, 25 . III. 1995 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 22.XI.1981 JUAN PABLO II, Carta encíclica Fides et
ratio, 14.IX.1998
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Gaudium et spes. Gravissimum educationis:
Humanae vitae. Instrucción familia:
Laboran exercens Lumen gentium: Mulieris dignitatem: Redemptor hominis: Sollicitudo reisocialis: Veritatis splendor.
CONCILIO VATICANO II, Constitucióndogmática Gaudium et spes, 7.XII.1965 CONCILIO VATICANO II, Declaración Gravissimum educationis, 28.X.1965. PABLO VI, Carta encíclica Húmame vitae, 25.VII.1968 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, LXXVI Asamblea Plenaria, Instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, 27.IV.2001 JUAN PABLO II, Carta encíclica Laborem exercens, 14.IX.1981 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 21.XI. 1964 JUAN PABLO II, Carta apostólica Mulieris dignitatem, 15.VIII.1988 JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptor hominis, 4.IV.1979 JUAN PABLO II, Carta encíclica Sollicitudo reisocialis, 30.XII.1987 JUAN PABLO II, Carta encíclica Veritatis splendor, 6.VIII.1993
Libros de la Sagrada Escritura citados Gn Lv Mt Me Le Jn Rm Ef 1 Co 2Co Col 2Tm 1P
Génesis Levítico Evangelio según San Mateo Evangelio según San Marcos Evangelio según San Lucas Evangelio según San Juan Carta a los Romanos Carta a los Efesios Priméta carta a los Corintios Segunda Catta a los Corintios Carta a los Colosenses Segunda Carta a Timoteo Primera Carta de San Pedro
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Lección 1
MATRIMONIO Y FAMILIA EL DESIGNIO DE DIOS
1. Conocer a Dios y al hombre, para conocer el matrimonio La Sagrada Escritura se sirve reiteradamente de la imagen del matrimonio para expresar el amor de Dios a los hombres 1. Indudablemente, no se trata de una casualidad. Como tampoco es casual que en todas las épocas y culturas se tenga conciencia de la grandeza del matrimonio: se intuya, de un modo u otro, su relación con las más hondas aspiraciones humanas de amor verdadero, aunque no siempre se perciba claramente su auténtica dignidad2. Al utilizar precisamente esa imagen para darse a conocer, Dios nos muestra al mismo tiempo la naturaleza y el sentido del matrimonio: la unión conyugal del varón y la mujer, creados a su imagen y semejanza, contiene también en sí misma, de algún modo, la semejanza divina; y por eso es sumamente adecuada para llevarnos, por medio de algo que conocemos directamente, a vislumbrar el misterio de Dios y de su amor, que escapa a nuestro conocimiento inmediato3. Por esta razón la doctrina de la Iglesia habla del misterio del matrimonio, con la certeza de que la íntima comunidad de vida
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CEC, 1602. • 2 Cfr. CEC 1603. • 3 Cfr. Deus caritas est, 11.
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y amor que se establece sobre la alianza matrimonial de un varón con una mujer no es una más entre las posibles formas de relación que pudiera inventar el hombre. Por el contrario, «el mismo Dios es el autor del matrimonio»4. Él ha creado ú hombre, varón y mujer, tal como son, y «la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrirá lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes»5. Precisamente porque la naturaleza del matrimonio no depende del arbitrio del hombre o del azar, es posible descubrir los rasgos comunes y permanentes que lo caracterizan. Ante todo, porque la unión conyugal corresponde plenamente a la naturaleza humana, que es universa (común a todos los hombres en todos los lugares) y permanente (no cambia, en lo esencial, a lo largo del tiempo); y el hombre de buena voluntad, a pesar de las dificultades personales y culturales, es capaz de conocerse a sí mismo y de reconocer su propia naturaleza y las exigencias de su dignidad personal. Pero, además, Dios, el autor de la naturaleza humana, ha salido al encuentro del hombre para comunicarse con él en la revelación6. Al hablarnos de sí mismo y comunicarnos, con obras y palabras, suplan amoroso para nosotros, nos muestra también del modo más definitivo quiénes somos, cuál es el sentido y el valor de niiestra existencia 7. Esa revelación divina culmina con la encarnación del Hijo de Dios: Jesucristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación»8, que excede con mucho lo que el hombre es capaz de conocer de sí mismo con su sola razón. 4 7
Gaudium etpes, 48. • 5 CEC, 1603. • 6 Cfr. CEC, 51 ss. Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005. • 8 Gaudium et spes, 22.
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Así, con la guía de la revelación, es posible alcanzar la verdad genuina del matrimonio, más allá de la ignorancia, de los errores y debilidades de los hombres, que pueden deformarla u oscurecerla. Al mismo tiempo, comprender la hondura de la huella de Dios en el matrimonio lleva a descubrir su función imprescindible en la historia de la salvación9. De ese descubrimiento proviene la convicción de que «la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar» 10. .
2. EL designio del «principio», entre la debilidad humana y la fidelidad divina a) La creación del hombre, varón y mujer De los dos relatos bíblicos de la Creación del hombre11, leídos en la Tradición de la Iglesia a la luz de la revelación defini9
Cfr.
Mulieris
dignitatem,
7.
•
10
Gaudium
et
spes,
47.
10
«Dijo Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza (...) Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: 'Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan sobre la derra' (...) Y vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí~ que era muy bueno». (Gn 1,26-28.31). «Entonces el Señor Dios formó al hombre con polvo de la tierra e insufló en sus narices aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo (...) Dijo luego el Señor Dios: 'No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada para él'. Y el Señor Dios formó de la derra todos los animales del campo y todas las aves del campo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba (...) El hombre puso nombre a todos (...), mas no encontró una ayuda adecuada para él. Entonces d Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre, y éste se durmió. Y le quitó una de sus costillas, rellenando el vacío con carne. Y el Señor Dios, de la costilla que había tomado del hombre, formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces el hombre exclamó: '¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne! (...)'. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gn 2,7.18-24).
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tiva en Cristo, se desprenden algunos elementos fundamentales para comprender el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. De modo muy resumido —prescindiendo aquí de otras cuestiones 12—, podemos destacar los siguientes: • Dios, que es Amor13 y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor1, ha creado al hombre, varón y mujer, a su imagen y semejanza, es decir, con la dignidad de persona, y por tanto como un ser capaz de amar y ser amado. Más aún, lo ha creado por amor y lo llama al amor (Lección 4.3), no a la soledad15: esta es «la vocación fundamental e innata de todo ser humano»16. • Varón y mujer son iguales en su dignidad de personas y, a la vez, distintos: su condición sexuada —masculina o femenina— es condición de la persona entera, que da lugar a dos modos diversos, igualmente originarios, de ser persona humana (Lección 5.1). • Precisamente esa diversidad los hace complementarios: entre todas las criaturas vivientes solo el varón y la mujer se reconocen como ayuda adecuada el uno para el otro en cuanto personas17: como otro yo a quien es posible amar (Lección 5.2). • En virtud de esa complementariedad natural, la atracción espontánea entre varón y mujer puede convertirse, por obra de su entrega mutua, en una unión tan profunda que hace de los dos «una sola carne» (Lección 6.3), y por tanto es indivisible (como la propia carne, que no puede separarse sin mutilación) y exige fidelidad exclusiva y perpetua (no pueden ser ya otra carne, siendo una sola). 12
Cfr. A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997,
pp. 75 ss. 13
Cfr. 1 Jn 4,8.16; CEC, 254; Mulieris dignitatem, 7. Familiaris consortio, 11. • 15 Cfr. Gaudium etspes, 12. CEC, 1604. • 17 Cfr. CEC, 1605. 14
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• Esa unión lleva aparejada la bendición divina de la fecundidad, como prornesa y como misión conjunta del varón y la mujer hechos una sola carne por su elección y entrega recíproca (Lección 9)18. Así pues, la dignidad personal del varón y de la mujer, y su consiguiente vocación al amor, encuentran una primera y fundamental concreción en el matrimonio: una comunión de amor fecunda, que —a semejanza del amor divino— se vuelca en dar la vida a otros y en cuidar del mundo, ámbito de la existencia humana. De este modo, la unión conyugal es imagen visible —grabada en la misma naturaleza humana desde su origen— de la comunión de amor personal que se da en la vida íntima de Dios19, y del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre20. Al mismo tiempo, y por la misma razón, es imagen de la realización plena de la vocación del hombre al amor 21, que culmina en la unión eterna con Dios. El desorden introducido por el pecado Después de mostrar la situación original de amistad con Dios y de armonía entre varón y mujer, con ausencia de todo mal22, el libro del Génesis narra, en un lenguaje hecho de expresivas imágenes, el pecado original23, que tiene como consecuencia la ruptura de aquella armonía original en ambas direcciones (respecto a Dios y en las relaciones mutuas), y la consiguiente proliferación del pecado en la vida de los hombres, a causa de la debilidad de la naturaleza humana caída 24. 18 Cfr. CEC, 1604. • 19 Cfr. Mulieris dignitatem,!. • 20 CEC, 1604. Cfr. Mulieris dignitatem, 7. • 22 Cfr. Gn 2,8-15; CEC, 374-379. 23 Cfr. CEC 397 ss. • 24 Cfr. CEC, 401, 1865. 21
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También ese relato contiene elementos imprescindibles pira la comprensión del matrimonio como designio de Dios confiado a la libertad del hombre y, por eso, sometido a la falibilidad humana25: • Con el pecado, entra en la vida del hombre la experiencia dolorosa del mal, que se hace sentir en su propio corazón y en su entorno. El mal afecta también específicamente a las relaciones entre el varón y la mujer26 y, en consecuencia, a la veracidad de la imagen del amor de Dios que constituye su unión conyugal. • Ese desorden, aunque sus efectos puedan percibirse como dgo normal en la propia vida y en el clima social, no es lo natural: no se origina en la naturaleza humana, sino en el pecado. La ruptura de aquella comunión originaria entre varón y mujer es la consecuencia primera de la ruptura del hombre con Dios27. • Concretamente, las relaciones entre varón y mujer sufren tensiones y distorsiones derivadas del desorden fun-
25 E1 pasaje más importante para nuestro objeto es el siguiente: «La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y apetecible para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto, comió y dio a su marido que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnu dos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia de el Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: '¿Dónde estás?'. Éste contestó: 'Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí'. Dios le preguntó: '¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer?'. El hombre contestó: 'La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí'. Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: '¿Qué has hecho?'. La mujer respondió: 'La serpiente me engañó y comí' (...) Dijo [Dios] a la mujer: 'Multiplicaré los dolores de tus embarazos; con dolor darás a luz a tus hijos; tu instinto te empujará hacia tu marido y él te dominará (...)'» (Gn 3,6-16). 26 Cfr. CEC, 1606. • 27 Cfr. CEC, 1607.
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damental de la soberbia egoísta (que incapacita especialmente para el don generoso de sí mismo y para la comunión personal), y se ven amenazadas por la concupiscencia28, el espíritu de dominio posesivo, el deseo arbitrario, el agravio recíproco, el temor y la debilidad, la discordia y la infidelidad. • Esto hace que, en la situación de la naturaleza humana caída, la realización del amor conyugal conforme a la verdad de su origen no pueda darse ya sin lucha y esfuerzo, apoyados en la ayuda del Señor29: «a causa del estado pecaminoso contraído después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el significado de recíproco don desinteresado»30. Así pues, el matrimonio, como el propio ser humano, queda oscurecido y gravemente perturbado por las heridas del pecado31: esto explica las deformaciones y los errores, teóricos y prácticos, que se han dado —y se dan— en la vida de los hombres respecto a la naturaleza, propiedades y fines de la unión conyugal (Lección 2.2). Pero —del mismo modo que el ser humano— el matrimonio no pierde totalmente su valor y significado genuinos, porque, a pesar de las consecuencias del pecado, la verdad de la creación subsiste profundamente arraigada en la naturaleza humana 32. Precisamente por esto, en todas las épocas, las personas de buena voluntad se sienten íntimamente inclinadas a no conformarse con cualquier versión deshumanizada de la unión entre varón y mujer. Y esa profunda connaturalidad con que el ser humano intuye y añora el verdadero sentido del amor al que está llamado —a pesar de las dificultades que experimenta— es lo que permite a 28
Cfr. CEC, 405, 978, 1264, 1426,1607, 2515, 2520. Cfr. CEC 1608. • 30 JUAN PABLO H, Alocución, 26.111.1980, n. 4. 31 Cfr. CEC, 1608, 400. • 32 Cfr. CEC, 1608. 29
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Dios apoyarse en la imagen del matrimonio para darse a conocer a los hombres y realizar su plan de salvación. c) El matrimonio, símbolo de la Alianza entre Dios e Israel Después de la caída, lejos de abandonar aj hombre pecador, Dios sigue acompañándole con su misericordia, mientras va desarrollando paulatinamente su plan de salvación. Bajo la Ley Antigua, con una pedagogía llena de paciencia, va haciendo madurar progresivamente la conciencia de la verdadera naturaleza y de las exigencias del matrimonio, preparando los corazones endurecidos para aceptar un día íntegramente esa verdad33. Los profetas recuerdan una y otra vez al Pueblo elegido —inconstante, desconfiado e infiel— su Alianza con el Señor, describiéndola con rasgos nupciales, capaces de despertar fuertes resonancias en lo más íntimo de los corazones: Dios es el Esposo que se ha unido a Israel en una alianza exclusiva y perpetua; que ama a su Pueblo con un amor que no puede fallar 34. Su ternura, su cercanía, su deseo de hacerles compartir su vida para siempre, su fidelidad irrevocable, su dolor y su paciencia ante las debilidades y traiciones, su misericordia y su prontitud para la reconciliación, son características de ese amor esponsal, que exige una correspondencia igualmente fiel35. De este modo, la imagen de la alianza nupcial entre Dios e Israel fue disponiendo a los hombres para «la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él36, preparando así 'las bodas del cordero' (Ap 19,7.9)»37, la 33
Cfr. CEC 1610; Dens Caritas est, 9-10. Cfr. Familiaris consortio, 12. • 35 Cfr. CEC, 1611. Cfr. Gaudium et spes, 22. • 37 CEC, 1612. 34
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unidad definitiva en Cristo de todos los hijos de Dios, con la que culminará la historia de la salvación. 3. El matrimonio, redimido por Cristo Si el matrimonio queda afectado por las heridas del pecado, que desfiguran la imagen de Dios en el hombre, la redención realizada por Cristo, al restaurar la imagen divina en la criatura humana, redime también el matrimonio: le devuelve, llevada a su perfección, la capacidad de ser imagen real del amor de Dios a los hombres. La Iglesia ha reconocido siempre como un gesto de gran trascendencia la presencia de Jesús en las bodas de Cana, y el hecho de que, a instancias de su Madre, realizara su primer milagro precisamente en esa ocasión38. De este modo, Cristo confirma la bondad del matrimonio y anuncia que, en lo sucesivo, será un signo eficaz de su presencia salvadora39. Además, Jesús enseña expresamente en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio. El texto fundamental que ha meditado la Tradición de la Iglesia es esta conversación recogida en el Evangelio de San Mateo: «Se acercaron unos fariseos y le preguntaron para tentarle: '¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?' Él respondió: '¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carnet De modo que ya no son dos, sino una sola
carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre'. Ellos le replicaron: '¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?' Él les respondió: 'Moisés os 39
Jn 2,1-11. • 39 Cfr.CEC, 1613.
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permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así'. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer (...) y se case con otra, comete adulterio'»40. Los fariseos, que buscan poner a Jesús en contradicción con la Ley de Moisés, dan muestras de una comprensión del matrimonio desvirtuada por la influencia del pecado y de la debilidad humana. Y la reacción asombrada de los propios discípulos ante esta enseñanza del Señor 41 demuestra claramente hasta qué punto estaba extendida esa conciencia. La «dureza de corazón», consecuencia de la naturaleza caída, incapacitaba a los hombres para comprender íntegramente las exigencias de la entrega conyugal y para considerarlas realizables; por eso Dios, en su pedagogía gradual, toleró temporalmente algunas conductas erróneas. Pero llegada la plenitud de los tiempos, cuando el Hijo de Dios va a cumplir la obra de la redención, ha llegado también el momento de restaurar en la conciencia de los hombres la verdad del principio. El Catecismo explica así la razón de este cambio definitivo en la pedagogía divina: «Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, [Jesús] da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces42, los esposos podrán 'comprender'43 el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo»44. El hombre continúa, ciertamente, afectado por las heridas del pecado45, pero la Nueva Ley, a diferencia de la Ley Antigua46, no solamente indica el bien que hay que hacer y el mal que hay que evitar, sino que, con la gracia ganada por Cristo en -------
Mt 19,3-9. • 41 Cfr.Mt 19,10. • 42 Cfr. Mt 8,34. 43 Cfr. Mt 19,11. • 44 CEC1615. 45 Cfr. Instrucción familia, 50; CEC, 407. • 46 Cfr. CEC, 1963-1964. 40
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la cruz da la fuerza para obrar como hijos de Dios, liberando así de la esclavitud del pecado47. Cristo «revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad del principio', y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente»^.
Pero la redención no solo restaura la significación natural originaria de la unión conyugal, sino que la perfecciona en el orden sobrenatural. Cristo, al elevar el matrimonio a la dignidad de sacramento (Lección 8)49, lleva a plenitud el significado que había recibido en la creación y bajo la Ley Antigua: «esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación. El matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente: la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo, que se dona sobre la cruz» 50.
47 50
Cfr. CEC, 1972. • 48 Familiaris consortio, 13. • Familiaris consortio, 13.
49
Cfr. CEC, 1617.
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Lección 2 EL OSCURECIMIENTO ACTUAL DE LA VERDAD DEL ORIGEN
1.
Matrimonio y familia bajo la presión cultural
a) Diversos focos ie crisis La crisis que afecta al matrimonio y a la familia, especialmente en el ambiente cultural de los países occidentales y de raíces cristianas, se caracteriza hoy por presentar una multitud de focos simultáneamente activos. Casi ninguna de las «piezas» que forman la verdad plena del matrimonio y la familia se encuentra libre de graves tergiversaciones, cuyo presupuesto común es el rechazo de la verdad objetiva de la naturaleza humana (qué es el hombre) como fundamento y guía de la actuación recta de la persona (qué debe hacer, qué es buen» o malo)1: • Se difunde un concepto de libertad subjetivo e individualista, desligado de la verdad del ser humano. Esto, entre ottas consecuencias, lleva a rechazar todo compromiso, como contrario a la libertad. 1
Cfr. Directorio pastoral, 11.
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• Se desvincula la sexualidad de cualquier exigencia propia de la dignidad de la persona: el sexo, así trivializado, sería un objeto disponible para su libre manipulación y uso. • Se sostiene que el matrimonio no es más que un formalismo convencional, una tradición social superada, que condiciona la libertad imponiendo derechos y deberes al amor y al sexo. • Las posibilidades técnicas de disociación entre matrimonio y descendencia contribuyen a desdibujar la naturaleza verdadera de la procreación y su vinculación con la unión conyugal como fundamento de la familia. • La familia misma se considera un modelo de convivencia impuesto por circunstancias culturales e históricas, sin fundamento permanente en la naturaleza humana. Por tanto, debe rechazarse todo modelo familiar rígido (especialmente la llamada, no sin intención, «familia tradicional»), para redefinir la familia de modo abierto: con múltiples modelos de familia, igualmente válidos, según el conjunto de relaciones elegidas por quienes conviven. b) La ideología de «género» Pero, sin duda, la forma más radical de ruptura entre la realidad de la naturaleza y la conducta, respecto a la diferenciación sexual, es la que propugnan la «ideología de género» y las teorías «queer» 2 2 Sobre la ideología de género, en castellano, puede consultarse el documento La ideología de género: sus peligros y alcances, publicado en 1998 por la Comisión del Apostolado Laical de la Conferencia Episcopal Peruana sobre la base de un informe de Dale O'Leary, experta norteamericana en el tema (http://www.iglesiacatolica.org.pe/cep/publicaciones_ceal.htm). Sobre las teorías 'queer' cfr. MARÍA ELÓSEGUI, Modelos de familia y heterosexualidad. El Estado y el Derecho ante la realidadfamiliar (Claves sobre la polémica de los supuestos 'modelos' de matrimonio y familia), en W.AA. (Eds. C. Izquierdo y C. Soler), Cristianos y democracia, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 285-306.
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Según estas ideologías, no existe sexo (varón o mujer), como realidad natural; solo existe género: estilos o «roles» opcionales («papeles» que ss asumen) en la conducta sexual del individuo. No existiría, pues, nada natural en la diferenciación de sexos, sino un puro fenómeno cultural radicado en las luchas por el dominio del varón sobre la mujer 3. Por tanto, cada uno podría, no ya «hacer», sbo «ser» lo que quisiera: varón o mujer, heterosexual u homosexual, transexual o bisexual; y cambiar cuando y como quisiera, porque el sexo no forma parte de la «identidad» personal. Estas ideologías ni siquiera propugnan ya una pluralidad de formas o «modelos de familia», como otras teorías radicales a las que hemos aludido, sino un único concepto de persona y un único modelo de sociedad que responden a sus presupuestos ideológicos4, y que deben imponerse mediante la «deconstrucción» del sistema social alienante que ha imperado durante siglos: • Desde la perspectiva de «género», no se debe pretender la igualdad entre mujer y varón, sino simplemente reconocer que la diferencia no existe: es artificial y discriminatoria, por lo que debe eliminarse para imponer una nueva visión neutral de la persona humana. • Si la distinción varón-mujer es la primera alienación del ser humano en el plano personal, la imposición del matrimonio heterosexual y de la familia monógama supone la primera alienación en su proyección social. • Por tanto, debe desaparecer todo lo que perpetúa socialmente esa alienación: el matrimonio y toda unión estable; la relación entre unión y procreación (incluso la misma 3
Cfr. Instrucción familia, 34. Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Familia y Derechos Humanos, 1Í.XI.2000, n. 74. 4
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maternidad, porque esclaviza a la mujer) y el parentesco. Los hijos serían producto de encargo y la educación correspondería al Estado; no debería existir vínculo alguno entre las personas por razón de origen o consanguinidad. 2.¿Una simple cuestión de opiniones? ¿De dónde proviene esta arbitraria evolución de conductas, de palabras, de ideas, de propuestas legislativas? ¿Se trata de un simple error cultural, de una equivocación intelectual, o hay en ella un elemento voluntario, de decisión sobre la conducta? La persona humana goza de entendimiento y de voluntad libre: es capaz de conocer la verdad con su razón y de elegir con su voluntad lo que conoce como bueno, rechazando lo que conoce como malo''. No obstante, a consecuencia del pecado original6, la capacidad del hombre para conocer claramente la verdad y adherirse con firmeza al bien queda debilitada 7. Esa es la razón de que Dios haya querido revelar, no solo verdades propiamente sobrenaturales, que superan el alcance de la razón natural (por ejemplo, la Trinidad o la gracia), sino también otras a las que el hombre podría llegar por sí mismo (por ejemplo, los mandamientos): así, fiándose de Dios —que ni se engaña ni puede engañar—, todos los hombres pueden conocer esas verdades fundamentales fácilmente, con certeza y sin mezcla de error8. Este auxilio de Dios resulta especialmente necesario para superar la inclinación al error y al pecado que afecta a la naturaleza humana caída9. Por eso, cuando el homre rechaza voluntariamente las luces que Dios le ofrece, cuando le da la espalda, queda debilitado y confundido, porue «sin el Creador la criatura se diluye»10. Cfr. CEC, 1704-1706. • 6 Cfr. CEC, 397 ss. Cfr. CEC, 36-38. • 9 Cfr. CEC, 407. • 10 Gaudium et Spes, 36.
•
7
Cfr.
CEC,
1707.
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En esta perspectiva se advierte que la crisis actual del concepto de matrimonio y familia no se debe simplemente a que circulen opiniones más o menos involuntariamente equivocadas. Se debe a errores profundos sobre aspectos básicos de la naturaleza humana (la unidad de cuerpo y alma en la persona humana, el sentido de su corporalidad sexuada, la libertad, el compromiso, el amor, el don de la vida^etc). Yesos yerros no habrían podido asentarse en la cultura sin la complicidad de los desórdenes prácticos que llevan consigo. Solo después de ceder en las conductas se rinde el hombre (y su cultura) a aceptar teóricamente esos errores, que vienen a justificar —o incluso a declarar naturales y buenas— sus debilidades. Se trata, por tanto, de una evolución cultural que presupone un apartamiento progresivo de la verdad natural, de la luz de la fe y del trato con Dios, a la vez que un alejamiento práctico de la conducta recta11. Por eso la solución de la crisis depende principalmente de la vida de las personas: de cada matrimonio y familia. No obstante, es necesario también reflexionar sobre sus ciusas y manifestaciones, porque un conocimiento recto de la verdad es la base imprescindible para un amor decidido del bien, que impulse a ponerlo por obra. Con esta finalidad, expondremos algunos elementos de la mentalidad difundida culturalmente que, de modo más o menos consciente, contaminan el sentir común. No se trata de describir la realidad social en su conjunto —que, afortunadamente, presenta muchos valores y elementos positivos—, sino de identificar algunos errores que influyen, a veces inconscientemente, en las conductas y condicionan o difuminan los conceptos necesarios para entender el matrimonio y la familia12. 11
Cfr. Directorio pastoral, 8. • 12 Cfr. Instrucción familia, 35.
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3. Algunas claves de la crisis a) El rechazo del realismo En la base de la cadena de errores que estamos considerando encuentran diversas formas de rechazo del realismo: de la realidad de que las cosas son lo que son {objetivamente), con independencia de lo que el sujeto piense, sienta o decida (subjetivamente) sobre ellas. Los seres tienen un modo de ser (una naturaleza común a todos los de su especie) del que procede un modo de obrar también propio. Esa naturaleza es objetiva e inmutable. Objetiva, porque viene dada, no es creada o inventada por el individuo. Inmutable, porque no cambia: al contrario, es lo que hace que un ser siga siendo lo que es aunque experimente cambios (por ejemplo, un hombre o una mujer no pierden su humanidad al envejecer o al adelgazar, cuando cambian de lugar o de ropa, cuamndo trabajan o cuando enferman). Sin embargo, en una buena parte de la cultura actual, se rechaza el realismo al dar por supuesto qué el hombre no tiene una naturaleza determinada (objetiva), sino que su modo dé ser -con las exigencias que implica—- es mero producto de las circunstancias históricas, de la mentalidad y de la cultura, y va cambiando con ellas. La consecuencia inmediata de esta visión es que no cabe encontrar criterios de validez permanente para saber qué es bueno o malo para el hombre; qué es digno o indigno de él, qué le perfecciona y mejora o qué le degrada, qué es humano o inhumano. Todo es provisional y anecdótico: lo que hoy es malo aquí, mañana o en otro sitio puede ser bueno. Se rechaza el realismo también cuando se niega, no que exista una verdad objetiva sobre el hombre, sino que sea posible conocerla, o al menos conocerla con certeza. Todo lo que se pueda decir queda, así, reducido al ámbito de la opinión o de la probabilidad. Pero, si no hay —o es imposible conocer— una
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verdad objetiva en el ser del hombre, no puede haber tampoco criterios objeti/os para valorar la moralidad de su obrar13: lo que unos consideran malo, otros lo consideran bueno, y ninguna opinión puede pretender ser la verdadera 14. El criterio objetivo de la verdad—lo que las cosas son— se sustituye entonces por la percepción subjetiva de cada individuo (con sus limitaciones, intereses, pasiones, etc.) o por la estadística (lo que de hecho se piensa, lo que x hace, lo que suele salir bien o mal). b) El positivismo jurídico Las leyes, para ser justas, deben ser racionales, esto es, conformes a la recta razón que busca promover en la sociedad, del mejor modo posible, el bien común adecuado a la verdad del hombre. Pero, si se niega la realidad objetiva de la naturaleza humana, el legislador deja de tener referencias estables sobre lo que es adecuado al hombre y, en consecuencia, tiene que reconocerse incapaz de afirmar que algo es en sí mismo un bien o un mal para la sociedad. De este modo, se impone como dogma el relativismo: puesto que las cosas no tienen una naturaleza permanente, o no podemos conocerla con certeza, nada es defendible como verdad absoluta que la sociedad deba proteger frente a todos. Todo será opinable, subjetivo y, por eso, modificable en función de la voluntad política de quien legisla 15. El relativismo desemboca así en un sociologismo: las tendencias sociales —y el poder de influencia de los grupos de presión que se proponen marcar tendencias para cambiar la sociedad16— se convierten en factor decisivo para que una realidad merezca la atención y la protección del legislador. _ Cfr. CEC, 1749 ss.; Instrucción familia, 18. • 14 Cfr. Fides et ratio, 5. 15 Cfr. CEC, 1902-1903, 2242. • 16 Cfr. Instrucción familia, 33. 13
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Paradójicamente, si no existe criterio objetivo para discernir entre un valor y su opuesto, la persona —en lugar de ser más libre y respetada— va quedando más y más desprotegida del derecho, que no se asienta en un fundamento seguro y previsible17. La existencia y el alcance de los derechos de la persona en una cultura relativista pasan a depender de la ley positiva. Ya no es que la ley reconozca y proteja determinados bienes y derechos porque son debidos a la persona y a la sociedad, sino que se consideran debidos porque así lo dice la ley y en la medida en que lo diga: Injusticia se reduce a la legalidad. Por ejemplo, si el Estado no quiere reconocer la diferencia entre la cohabitación de una pareja del mismo sexo y el matrimonio, no atiende a lo que las cosas son, sino que se ampara en una aparente cuestión formal: «algunos opinan otra cosa y no puedo imponer-un modelo porque todo es relativo». Pero, en realidad, esa decisión cambia radicalmente el concepto de matrimonio y lo impone como modelo único a todos: ante el Esdo y ante la sociedad el matrimonio queda reducido —en su definición y en su protección jurídica— a una simple convivencia con intimidad sexual. Ya nadie tiene derecho a contraer verdadero matrimonio, para que todos tengan derecho a que la ley considere matrimonio su propia opción. Evidentemente, lesiona el derecho fundamental de las personas (y de la sodad) al matrimonio: a vivirlo y verlo protegido tal como es. c) El relativismo moral y el individuo como absoluto Como hemos visto, el rechazo a la existencia de una verdad objetiva que pueda conocerse con certeza, en especial en lo referente al ser humano, es un elemento central de la crisis. Juan
17
Cfr. Fidesetratio, 90.
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Pablo II alertó de este peligro en diversas ocasiones, subrayando que cuando se rechaza la verdad objetiva en el ámbito social, se facilita cada vez más la posibilidad del totalitarismo™. Por eso señalaba el relativismo como el mayor enemigo de la democracia: sin el timón de la referencia a la verdad, se hace imposible una referencia objetiva al bien en la conducta individual y social, y la nave va a la deriva. En efecto, si se corta la conexión del hombre, mediante su entendimiento, con la verdad y el bien objetivos, el propio sujeto queda como único criterio absoluto de lo que es verdadero y bueno. El individualismo encuentra aquí su justificación plena, tanto en la conducta personal como en la vida social. Es cierto que, al imponer el relativismo, se pretenderá que no se desea discriminar a nadie, sino todo lo contrario: permitir que todos sean libres de conducir su vida del modo que crean más adecuado. Pero esa opción no es neutral en modo alguno: se trata de una opción intencionada (aunque no reconocida) a favor de la negación de toda verdad™. La opción relativista escamotea el fundamento objetivo de la realidad entera, y por tanto también de la persona humana y del significado de su diferenciación sexual.
d) La libertad como pura opción Desde la consideración del individuo como absoluto se tiende a percibir la libertad exclusivamente como el hecho de poder decidir libremente, sin referencia alguna al contenido de las decisiones. Un concepto de libertad que afecta a la base misma del concepto de amor conyugal. Indudablemente, si situamos la esencia de la libertad en la mera opción, la persona será más libre en la medida en que 18
Cfr. Centesimus Annus, 46. • 19 Cfr. Veritatis Splendor, 32.
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tenga más opciones disponibles. Pero, en realidad, en esta perspectiva se hace imposible toda libertad auténtica. El hombre, que es finito, limitado, tiene que escoger necesariamente (le es imposible ser y hacer simultáneamente todas las cosas y sus contrarias), y toda opción implica renunciar a otras posibles. En consecuencia, cada elección, al limitarse a una o a algunas posibilidades, reduciría la libertad. Llevando el razonamiento hasta el final se daría el absurdo de que la mayor libertad consistiría en elegir no hacer ninguna elección. La realidad es muy distinta. El hombre es un ser inacabado, en el sentido de que cuando nace es ya plenamente hombre, pero no posee aún toda la perfección del ser humano plenamente realizado: debe alcanzarla a través de su desarrollo (Lección 3. 2). Y ese desarrollo de cada persona, en los aspectos más propios y distintivos de su ser humano, no es necesario o automattico —como lo es, por ejemplo, el desarrollo de una semilla hasta llegar a ser un perfecto roble adulto—, sino libre: lo propio del hombre es dirigirse por sí mismo, mediante sus decisiones y actos libres, hacia aquello que con su inteligencia conoce como bueno (precisamente por ser libre, puede elegir, por error o debilidad, lo que le deteriora y deshumaniza; y puede también reconocer esa elección como errónea y rectificar)20. El objeto de la voluntad libre (la libertad es una característica de la voluntad) no consiste, por tanto, en mantener abiertas las máximas opciones de bienes posibles, sino en pasar del bien posible al bien real a través de la elección y de su ejecución. No se quiere la posibilidad, sino la posesión del bien (por ejemplo, cuando alguien tiene hambre, no busca abrir las máximas posibilidades de alimentarse, sino obtener un alimento concreto y saciarse)21. Pero, si se aplica el concepto erróneo de libertad que comentamos, la elección y el compromiso se entienden como 20
Cfr. CEC 1700. • 21 Cfr. CEC, 1731 ss.
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limitación. El compromiso definitivo resulta inconcebible, porque contradice el sentido mismo de esa libertad. Y cuanto más profundamente implique a la persona una elección, cuanto más comprometa su conducta futura y sus recursos (porque suponga, no ya dardgo, sino darse), más contraria será a esa libertad, porque cancelará de golpe más posibilidades de opción. Cuando la libertad se reduce a opción, el amor —que es el movimiento de la /oluntad hacia lo bueno— queda sustituido por el estímulo más inmediato. Se produce así otro grave error: la sustitución de lo bueno por lo apetecido22. Si yo «decido» y «creo» la verdad» también decido y creo el bien en cada momento. En realidad, ya no se trata del bien —que es objetivo— sino de mi voluntad, que queda como fundamento único y último de todo. En lo que se refiere al matrimonio, las consecuencias son implacables. Por esto advertía Juan Pablo II que el modelo cultural «se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre y, por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que es la verdadera entrega de las personas en el matrimonio» 23.
22
Cfr. Instrucción familia, 20-21. • 23 Carta familias, 20.
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Lección 3 PRESUPUESTOS BÁSICOS DE LA VISIÓN CRISTIANA DE LA PERSONA HUMANA
El matrimonio y la familia se asientan en la naturaleza humana y responden a su verdad originaria (Lección 1). Por eso, para comprenderlos, es necesaria una visión del hombre acorde con esa verdad. A fin de evitar la distorsión causada por errores antropológicos de fondo, como los indicados en la lección anterior, nos detendremos ahora en algunos conceptos básicos sobre el ser humano y su obrar, a la luz de la antropología cristiana. 1. La persona en el mundo material a) La persona humana,
unidad de cuerpo y alma
La persona humana se diferencia del resto de los seres materiales en que ella es su cuerpo, pero es un cuerpo animado, dotado de alma o espíritu. No solo es un ser más perfecto o evolucionado en su corporeidad: su cuerpo supera la dimensión puramente biológica, pues es un cuerpo personal, que manifiesta y expresa la riqueza de un modo de ser peculiar y disanto al de los demás seres vivos 1.
1
Cfr. Gaudium etspes, 14.
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El alma, el principio espiritual que anima al ser humano, tiene cierta autonomía, pero no es un sujeto que domina al cuerpo. Tampoco el cuerpo es una porción de materia que contiene o encierra al espíritu. Alma y cuerpo son los dos principios de una sola y única realidad, espiritual y material a la vez: la persona humana2. Por tanto, el alma, creada por Dios directamente3, no es un alma en un cuerpo: es el alma de este cuerpo, con el que constituye una persona humana concreta, singular e irrepetible. Y a través del cuerpo humano se expresa el lenguaje exclusivo de la existencia personal: la mirada, la sonrisa, un abrazo, un gesto de emoción, de admiración o de entendimiento, revelan la interioridad de un ser que es persona. El hombre —varón o mujer—, precisamente por ser persona, es imagen de Dios no solo en su alma espiritual, sino también en si dimensión corporal4. Es, por eso, la cumbre de toda la creación material, que ha sido creada para él y confiada a su cuidado5. b) La persona humana no es simple parte del mundo Como todos los seres materiales, el hombre existe en un contexto de espacio y tiempo. Por una parte, se ve situado en un universo que él no ha creado y que es de un modo determinado. Porotra, él mismo se encuentra existiendo con una naturaleza determinada, que él no ha diseñado, y con un origen que está por encima de sí mismo. Se descubre, además, a sí mismo como un ser en vía de desarrollo, que va desplegando las potencialidades que su naturaleza posee desde el principio como en germen, sin desarrollar plenamente. Y ese proceso supone suce-
5
2 Cfr. Carta familias, .9. • Cfr.C£C,373.
3
Cfr. CEC, 366. •
4
Cfr. Donum vitae, 3.
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sivos cambios. Por eso vive como incrustado en el tiempo, medido siempre por la referencia al antes y al después que todo cambio implica. Este modo de existir se da también en las demás criaturas materiales. Pero la relación de la persona humana con su entorno y su modo de vivir en el tiempo son muy particulares. En efecto, aunque no ha creado el universo ni puede cambiar la naturaleza de las cosas, el hombre ejerce un dominio del mundo material por el conocimiento y la aplicación de sus leyes naturales (a través de la ciencia y de la técnica). Puede modificar el entorno o adaptarse a él: el medio material (el clima, la configuración del terreno, los recursos naturales...) lo condiciona, pero no lo determina absolutamente, porque puede arbitrar medios para resolver o paliar las dificultades o, al menos, vivirlas dándoles un sentido. De este modo, el mundo material «se convierte, de mero ambiente circundante, en mundo nuesHEjnundo del hombre, mundo que se acomoda a la criatura humana y refleja su personalidad»6. Además, la persona humana es el único ser de la creación visible que puede «dominar» su propio tiempo: posee su pasado como biografía, como historia vivida de recuerdo consciente; y, gracias a su libertad, puede disponer también del presente y del futuro, decidiendo actuar de un modo u otro, incluso a pesar de sus inclinaciones, automatismos o condicionamientos como criatura material. Cuando actúa deliberadamente, el hombre elige usar de un modo concreto el tiempo, poniéndolo —por así decir— al servicio de su decisión, de manera que es capaz de tener, después de su acción, algo de lo que antes carecía. Esto es así particularmente porque, basándose en su conocimiento de la naturaleza, de sí mismo y de Dios, puede tomar decisiones que afecten a 6
J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, pp. 141-142.
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un periodo largo de tiempo y que impliquen gran cantidad de opciones intermedias, de decisiones concretas sobre lo necesario hoy y ahora para ejecutar lo decidido. Así, puesto que, como hemos recordado, la persona humana no posee desde el nacimiento toda la perfección a la que puede llegar, el tiempo no es solo un factor, sino también un Ámbito de realización de la persona. Veamos con mayor detenimiento esta dimensión de la libertad. 2. Libertad y realización de la persona a) La persona e¡ dueña de sí y del mundo por su libertad El dominio ¿el hombre incluso sobre aquello que le mide, como el espacio y el tiempo, se debe a su libertad, gracias a la cual sus actos no están predeterminados necesariamente por las circunstancias c por instintos ciegos. Por ser libre, puede decidir cómo usar los recursos propios de su ser (sus potencias, capacidades y facultades), en relación con el entorno y con el tiempo, de modo que sus acciones —de las que él es, no un factor inerte, sino protagonista, causa, fuente originaria— contribuyan a su progresiva realización7. Esto no significa que pueda vivir y actuar al margen de la realidad que le rodea; ni que esa realidad no le imponga condiciones que pueden facilitar, dificultar o imposibilitar sus actos. El hombre es radicalmente fuente y principio de sus propias acciones8 en el sentido de que, en circunstancias normales, es capaz de proponerse aquello que más le perfecciona —mejorar como persona y como hijo de Dios— a pesar de los condicionantes de su medio9. Y es capaz también de perseverar en queCfr. Gaudium aspes, 17; CEC, 1700. • ' Cfr. CEC, 1730 ss. 7
8
Cfr. CEC, 1734.
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rer el bien elegido, por encima de las dificultades o de la atracción de aquello que el medio le ofrece bajo otro aspecto de bien: puede, por ejemplo, escoger el trabajo esforzado, aunque tenga a su alcance las ventajas inmediatas de la comodidad, etc. b) La persona se «construye» por sus actos libres
La acción libre puede producir efectos fuera del sujeto (la mesa que ha fabricado, la sonrisa que ha provocado en otro, el texto que ha escrito...). A estos efectos se les llama transitivos, jrque «pasan más allá» de la persona que los causa, son distintos de ella. Pero, como hemos dicho, la acción libre del hombre no surge desde fuera, ni responde a un mecanismo automático de interacción con el entorno. De ahí que lo más definitivo del acto humano sea la aportación de sentido que el sujeto pone en é1: su implicación personal como causa (inteligente y voluntaria) de ese acto. Para un padre, por ejemplo, no es lo mismo cuidar a sus hijos para evitar una denuncia por maltrato o una discusión con su esposa, que hacerlo por amor y esforzándose por portarse como un buen hijo de Dios (aunque en un mismo acto pueden darse varios motivos simultáneos10). Por esa implicación personal, la misma acción, a la vez que produce sus efectos transitivos, deja impresa una huella, una inclinación directiva en la voluntad —y también en las disposiciones de la inteligencia y de la sensibilidad— de quien la ejecuta (así, quien miente no solo produce una mentira, sino que se hace mentiroso; y si miente con frecuencia, cada vez tendrá más tendencia a mentir y menos resistencia a hacerlo; otro tanto sucede con quien se sacrifica por los suyos, vence la pe10
Cfr. CEC, 1752-1753.
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reza,etc.). De este modo a través de sus actos libres la persona humma construye su historia propia y a la vez se edifica o desedifica a sí mismo. A ese efecto del obrar humano se le llama intransitivo o inmanente, porque permanece en el interior del sujeto y lo configura11. A través del efecto intransitivo de los actos, el paso del tiempo se conserva de alguna manera en el sujeto y, a la vez, lo construye: da razón de su presente. Por eso se puede decir que, como fruto de la libertad, el hombre —en cierto sentido— dominad tiempo, y conserva el dominio que ha tenido sobre él en sus actuaciones anteriores. c) Por su capacidad de compromiso, la persona pude dominar el futuro La libertad no solo domina el tiempo presente y pasado. También permite vivir el futuro con un sentido u otro, e incluso, en cierto modo, poseerlo anticipadamente, ese es propiamente el término de la libertad. La vía por la que el hombre se adelanta al tiempo, abarcando el futuro en un acto de presente, es el compromiso, porque supone no solo una decisión de sentido (sobre la finalidad y orientación con que se va a vivir el porvenir), sino también la decisión de deberse a esa finalidad y a los medios necesarios para alcanarla. De este modo, el hombre progresa en su realización no solo cuando logra alcanzar un valor que le mejora, sino ya desde el momento en que decide avanzar hacia él y se compromete a dar los pasos adecuados. Cunto más valioso sea el valor elegido, y cuanto más intensamente se implique el sujeto, mayor realización de la libertad
11
Cfir.CEC, 1731,1733-1734.
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supondrá el compromiso personal (porque producirá un efecto intransitivo mejor). Por ejemplo, no es lo mismo comprometerse a ser sincero, que a comprar el periódico mañana: lo primero vincula el ejercicio futuro de la libertad a un valor objetivo, profundamente humano, y exige perseverar sin límite de tiempo en ajustar la conducta a ese valor; lo segundo atañe a una acción pasajera, de poca entidad, que no tiene de suyo grandes repercusiones en la persona. El hombre puede proponerse, en efecto, fines muy diversos: inmediatos o a largo plazo; valiosos o de escaso valor objetivo; simplemente útiles, o determinantes del sentido de toda la existencia. El fin último en la jerarquía de fines —aquel que no se busca para ningún otro fin, sino por sí mismo, como meta absoluta—, al ser el que compromete más intensamente a la persona, tiene la capacidad de establecer el orden de los amores respecto a los demás bienes, que quedarán asumidos como medios: lo que aparta del fin último o lo obstaculiza, es rechazado por la voluntad libre, comprometida; lo que ayuda o conduce a él se quiere y se persigue, precisamente por esa razón y en esa medida. Por eso, lo que proporciona al sujeto mayor capacidad de dar sentido a su existencia, lo que le hace conseguir mayor unidad interior y le lleva a una más perfecta realización, como persona, es proponerse un fin último que corresponda a los valores más auténticos y definitivos. Y para poder dirigirse por sí mismo hacia esos valores es necesario adquirir una visión integral de sí que se llama capacidad de autoposesión y de autogobierno. Esto es lo que permite orientar el uso de la libertad a la verdadera realización personal, sin quedar a merced de los impulsos inmediatos, de las circunstancias o de las posibilidades más fáciles o asequibles. Desde el punto de vista del fin último se entiende bien que, para quien se sabe hijo de Dios, su vocación a la santidad comprende todos los aspectos y dimensiones de su vida, desde lo más material hasta lo más espiritual. Esa visión de fe abraza e
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ilumina todas las redidades que componen su existencia. La familia, la salud, el trabajo, la amistad, el dolor... todo puede convertirse en cauce de expresión del amor a Dios y a los demás. Y esta perspectiva nueva integra todas esas realidades en una profunda unidtd, que promueve y facilita la unidad interior a la que nos hemos referido. d) La unidad de la persona y de su acción Esa unidad interior viene dada, en cierto grado, porque la persona es, como dijimos, fuente y origen de sus actos libres: es sujeto indivisible de esas acdones (no actúan la cabeza o la mano, sino la persona). Pero, además, la unidad interior puede ser considerada también como una neta, porque la persona está llamada a alcanzar la capacidad de aitoposesión y autogobierno que hace posible el donde sí (solo se puede dar aquello que se posee) y, por tanto, la realización plena de la persona por el amor (Lección 4.2-3)12. Entre aquella unidad interior básica, por la que la persona es sujeto de sus acciones —que es un hecho que se da por la propia naturdeza del actuar libre, lo quiera o no el sujeto— y esa segunda dimensión de la unidad interior, por la que la persona llega a ser dueña de sí, o sea, verdaderamente libre, hay una distancia que solo puede ser cubierta por un ejercicio acertado de la libertad. Por eso, la unidad interior puede y debe considerarse también como tarea. La calidad humana del desarrollo de cada persona depende de su empeño por dar un sentido valioso y coherente a sus acciones libres. Así, la persona (que es una por naturaleza) está llamada a alcanzar la plenitud de su unidad (meta) a. través de su actuar-con-sentido (tarea)13. 12
(Sr. CEC, 357. J.I. BAÑARES, La dimensión conyugal de la persona: de la Antropología al Z)wdfw, Madrid 2005,pp. 63-64. 13
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Para el bautizado, la condición de hijo de Dios constituye un nuevo y definitivo nivel de unificación de la persona. En definitiva, la respuesta a la vocación que Dios dirige a cada uno (Lección 13.1) consiste en procurar, con la ayuda de la gracia, ser «por dentro» enteramente de Dios, unificando potencias y sentidos con lá razón iluminada por la fe, y dirigiéndolos con la voluntad, impregnada de amor de Dios. Y esa unidad interior se debe expresar «hacia fuera» como unidad de viddA. Es decir, debe ir produciendo una intensa coherencia entre la fe y las obras, que —cualquiera que sea su naturaleza— son siempre actos de un hijo de Dios que ha de vivir para hacer la voluntad del Padre, dejando que el Espíritu Santo plasme en él la imagen del Hijo.
14 El concepto de unidad de vida constituye «una categoría teológica muy propia» de la doctrina espiritual del Fundador del Opus Dei (cfr. P. RODRÍGUEZ, Josemaría Escrivá de Balaguer, «Camino». Edición crítico-histórica, Madrid 1999; inttod. al cap. 15: «Estudio» y comentario al punto 411). La ex. ap. Christifideles laici (nn. 17 y 59) subrayó la gran importancia de la unidad de vida de los fieles laicos.
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Lección 4 LA PERSONA, LLAMADA A LA PLENITUD DEL AMOR
1. La persona no es solitaria El hombre no es un ser solitario. No puede adquirir su plenitud simplemente dominando lo que le rodea y a sí mismo, a través de la contemplación y el conocimiento. Si se considera al hombre como un sujeto centrado en sí mismo, se le rebaja a una condición muy inferior a la riqueza de su ser. Pero tampoco es suficiente considerarlo como un ser meramente capaz de relacionarse con los demás seres humanos, de interactuar con ellos para obtener beneficios prácticos, de interés común. La persona es radical y constitutivamente un ser para otro. Un ser constituido de tal modo que no puede ser él mismo sin los demás; más aún: que no puede ser él mismo si no es para los demás. Así pues, la afirmación clásica de que el hombre es un ser socidpor naturaleza va mucho más allá de la evidencia de que puede relacionarse con otros de modo inteligente. En realidad, el hombre necesita encontrarse frente a otro para captar plenamente su propia naturaleza e identidad, precisamente porque en el espejo del otro se capta lo igual y lo diverso, lo común y lo singular. Puedo entender plenamente mi yo, no frente al universo: frente a algo, sino frente a alguien a quien pueda reconocer como otro yo (Lección 1.2.a). Necesito del
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otro para re-conocerme, y también para desarrollar capacidades propiamente humanas que no podría desplegar por mí mismo; para aumentar mis posibilidades de acción libre con su conocimiento, con su ejemplo, con su ayuda y con su contraste. Pero sobre todo porque necesito reconocer —y confirmar— en el otro ese algo absoluto que reclamo para mi propia dignidad. 2. La persona se realiza por el amor a) El reconocimiento debido al «otro»
Hemos hablado ya (Lección 3.2.c) de la importancia que tiene, para la realización de la persona, reconocer los valores verdaderos y vincularse libremente a ellos. Pues bien: no puedo desarrollarme humanamente si no descubro que el otro es persona igualmente a como lo soy yo: se vive a sí mismo y se ve frente al universo y frente a los demás como yo lo hago; y es tan singular e irrepetible —en su libertad, en su historia personal— como yo mismo. Ese reconocimiento del otro reclama de mí un trato que lo valore por sí mismo (no para algo), de modo incondicional, pues incondicionalmente ha sido constituido como otro yo. A esta manera particular de reconocimiento y trato se le llama amor. es el trato propio de quien solamente puede ser reconocido como un fin en sí mismo, y nunca como un simple medio que se usa para lograr algún otro objetivo. Por eso el amor, como disposición estable de la voluntad, cabe respecto a todos —incluso respecto a las personas que no conozco—: porque surge del simple reconocimiento de su ser personal y, consecuentemente, de su valor absoluto (no relativo a otro fin). Y, por la misma razón, solo Dios y los demás son amables —dignos de amor—: las criaturas no personales pueden presentarse, a lo sumo, como apetecibles, deseables por ser convenientes para conseguir algún fin del sujeto.
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b) Amor, servicio y perfección de la persona Como hemos explicado, para que el ejercicio de la libertad perfeccione a la persona, la voluntad libre debe vincularse —comprometerse— con los valores verdaderamente adecuados a lo que la persona es. Añadimos ahora que el amor es el acto propio de la libertad: no solo la vía de desarrollo de la libertad de la persona, sino también la principal muestra de su riqueza y dignidad. Pero hay que advertir que «a la persona no le basta cualquier amor: necesita un amor verdadero, es decir, un amor que corresponda a la verdad del ser y de la vocación del hombre»1. Quien únicamente es capaz de amar las cosas, en realidad ama solo la satisfacción propia que en ellas encuentra. Quien ama a los demás solamente porque lo considera beneficioso para sí mismo, en realidad ama el beneficio que en ellos busca, lo cual no es propiamente amor, pues siempre —de algún modo— mediatiza a los otros, los convierte en medios o en cosas (los«cosifica»). Por el contrario, quien reconoce el valor absoluto del otro y corresponde a su dignidad con la respuesta libre del amor, se comprende a sí mismo en función del bien del otro, se encuentra llamado a su servicio. Si el icto propio de la libertad es el amor, la obra propia del amor es d servicio. Hasta tal punto es así que el servicio a los demás —aunque a la mentalidad corriente pueda resultarle contradictorio— produce en la persona el efecto intransitivo del obrar (Lección 3.2.b) que más favorece el despliegue de las riquezas personales2. La razón es que el compromiso que le lleva 1
Instncción familia,!. En el Evangelio de San Juan se narra que el Señor, en la última Cena, después de lavar los pies a sus discípulos, venciendo su resistencia y su desconcierto, les dice: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (...) Os he dado ejemplo pira que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros (...) Si comp rendéis esto y lo hacéis, seréis dichosos» (Jn 13,12-17). 2
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al amor, y que le impulsa a ponerlo en práctica con obras de servicio, supone el descubrimiento y la ejecución del don de sí mismo, que es la mayor manifestación de libertad porque exige el mayor grado de autoposesión. En esta perspectiva, se entiende también que quien se empeña en aprender a amar así llega a ser persona en plenitud y, por eso —en último extremo—, no tiene necesidad de los beneficios que pueda recibir, sino que es feliz por el efecto intransitivo propio del amor.
Efectivamente, desde el punto de vista de la acción misma de quien enriquece a otros con lo mejor de lo suyo, les ayuda a obtener lo mejor de sí mismos, y obtiene a la vez —a través de esa acción— lo mejor de sí. Y, desde el punto de vista del efecto, no existe acción superior a la de ayudar a otra persona en su proceso de perfeccionamiento, ya que la persona es el mayor bien. Con estas premisas podrá comprenderse el sentido de la afirmación, clave en la antropología cristiana, de que el amor es la vocación fundamental de la persona. amar,
3. El amor, vocación fundamental de la persona El hombre, creado por amor y para amar Dios, que es amor y «vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor»3, ha creado al ser humano a su imagen y semejanza, por amor y para amar (Lección 1.2.a). Desde el inicio, el Creador «inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión»; así 3
Familiaris consortio, 11.
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pues, puede decirse con todo fundamento que el amor constituye la «vocación fundamental e innata de todo ser humano»4. Pero, como sabemos, por la misma voluntad divina, la persona humana está constituida por espíritu y materia, de modo que el cuerpo no es algo externo o accidental, sino que toda la persona, «cuerpo informado por un espíritu inmortal», es imagen del Dios vivo (Lección 3.1.a). Así pues, la llamada de Dios se dirige a cada persona en su «totalidad unificada», y debe ser acogida y correspondida desde esa unidad sustancial: «el amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual»5. b) Dos caminos a la plenitud del amor Los cristianos conocemos por la Revelación que existen dos caminos de realización integral de esta vocación personal al amor: el matrimonio y la virginidad o celibato por el Reino de los Cielos 6. Ambos caminos, cada uno de ellos «en su forma propia, son una concreción de la verdad más profunda del hombre, de su 'ser imagen de Dios'». «Son dos modos de expresar y vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo» (Lección 1.2.c)7. Ambas realidades «vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y concede la gracia indispensable para vivirlas conforme a su voluntad», por lo que su valor y significado cristiano «son inseparables y se apoyan mutuamente»8. Precisamente por esta razón no es fácil comprender todo el sentido cristiano del 4
Famiiiaris consortio, 11. Hasta tal punto es así que Juan Pablo II afirmó, al inicio de su pontificado: «El hombre no puede vivir sin amor. Él resulta para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10). 5 Ibidem. • 6 Cfr. CEC, 1618-1619. • 7 Famiiiaris consortio, 16. 8 CEC, 1620.
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matrimonio sin entender el don del celibato apostólico y, a su vez, el celibato por el Reino de los Cielos se comprende mejor cuando se entiende el matrimonio. Tanto el celibato apostólico como el matrimonio son formas analógicas de la posibilidad de unión del hombre con Dios, en todo lo que es el ser humano varón o mujer. En uno y otro caso, el modelo y referencia de esa analogía es Cristo, Dios Encarnado y Redentor del hombre, en su unión única, indefectible y fecunda con la Iglesia. Solo contemplando esa realidad única se comprende adecuadamente qué significa hacer de sí mismo un don, el sentido del compromiso y la hondura de la entrega, tanto de quien busca la santidad y vive su misión apostólica a través de la entrega a su cónyuge y a sus hijos, como de quien entrega a Dios todo su ser de mujer o varón, sin la mediación del amor conyugal, para dedicarse con una disponibilidad radical y universal al servicio del Reino de Dios. Es bien sabido que la Iglesia ha considerado siempre el celibato por el Reino como una situación de vida en sí misma superior a la del matrimonio. En sí misma, porque lo superior es la situación, no el amor de Dios o la santidad, que se dan en cada persona independientemente de su situación y circunstancias: «la perfección de la vida cristiana (...) se mide con el metro de la caridad»9, no con el de la condición de vida que cada persona asume en respuesta a su vocación. La razón de esa superioridad 10 teológica del celibato es su vínculo singular con el Reino de Dios . El Concilio Vaticano II, a la vez que renueva esta enseñanza tante, subraya la complementariedad de ambos carismas, en cuanto caminos personales de santidad11. La unidad de la 9
JUAN PABLO II, Alocución, 14.IV.1982, n. 3. Familiaris consortio, 16. Cfr. A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997, p. 156. 11 Cfr. Gaudium etspes, 47-52, sobre la dignidad y grandeza de la vocación matrimonial; Lumen Gentium, 42 y 46-57, sobre la excelencia de la virginidad. 10
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persona, su libertad, su compromiso y su amor a Dios y a las almas pueden convertirse en don pleno de sí a través de estos dos caminos. «En uno y otro modo de vida —hoy diríamos, en una y otra vocación—, actúa ese 'don' que cada uno recibe de Dios, es decir, la gracia, que hace que el cuerpo se convierta en 'templo del Espíritu Santo' y que permanezca tal (...) si el hombre se mantiene fiel al propio don»12. Ambos carismas, como todos los dones de Dios, adquieren su sentido pleno en el contexto de la vida y misión de la Iglesia —no como característica individual de un fiel—; por eso es fácil comprender que ninguno de ellos agota el misterio de la donación esponsalde Cristo a la Iglesia (Lección 1.3). Y, desde este punto de vista, la Iglesia es bien consciente de la importancia del matrimonio y de la familia en los planes de Dios: sabe que es ahí precisamente donde se fragua elfuturo de la humanidad13.
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JUAN PABLO II,
Alocución, 14.VII. 1982, n. 4. Cfr. Familiaris consortio, 86.
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5 PERSONA HUMANA, MASCULINA Y FEMENINA Lección
1. Varón
y mujer: dos modos de ser persona humana
La dimensión sexuada «abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma»1. No es, pues, solo una diferencia física, biológica, o psíquica, sino el modo humano de vivir el ser personal: se es persona desde y a través de la condición de varón o mujer. Por otra parte, como hemos explicado (Lección 3.1.a), todo el ser humano es imagen y semejanza de Dios: también el cuerpo, con todas sus características, porque es un cuerpo que —junto con el alma— constituye a la persona; es un cuerpo animado por un espíritu creado directamente para él. Así, la masculinidad y la feminidad modalizan a la persona (la configuran conforme a una modalidad del ser persona humana) enteramente: desde lo más material hasta lo más espiritual. En consecuencia, la afirmación de que el hombre es persona, con todas sus implicaciones2, «se aplica en la misma medida al varón y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal»3. 1,2332. • 2 Cfr.CEC,357. • 3 Mulieris dignitatem, 6; CEC, 2332.
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Varón y mujer son iguales, por tanto, en su naturaleza: en lo que son, en la dignidad de su origen y en la grandeza de su fin como personas humanas. Y a la vez son diversos, porque la participación de J U común naturaleza humana se da según dos modalidades distintas: masculina y femenina 4. 2. La diferenciación sexual se da naturalmente como complementan edad La condición sexuada de la persona aparece, no como simple diversidad, sino precisamente como complementariedad. Es decir, no se trata de un mero «ser distintos» (como pueden serlo el oro y la plata, por ejemplo), sino de una distinción que presenta una precisa orientación de sentido, de tal modo que, justamente por ser distintos, varón y mujer se complementan en aquello en que se diferencian: están hechos, desde ese punto de vista, «el uno para el otro»5. Esta verdad natural constituye un presupuesto fundamental para comprender la naturaleza del matrimonio. Para estudiarla más detenidamente, la desglosaremos en varias afirmaciones sucesivas. a) La diversidad sexual es un hecho natural, no un producto La diversidad sexual entre mujer y varón es un hecho natural, constatable en la normalidad de los planos físico, psíquico, espiritual y social. Esa diferencia no se explica solo por las pautas culturales o de comportamiento establecidas en una sociedad determinada, ni como fruto de una construcción jurídica artificial; por el contrario, es una realidad previa a toda sociedad, cultura y norma.
4 Cfr. CEC, 369. • 5 Cfr. CEC, 371 ss.
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Hemos dicho ya que la condición sexuada es una dimensión de esa totalidad unificada de cuerpo y espíritu que es el ser humano, y sabemos que, como expresa el adagio filosófico clásico, el modo de obrar sigue al modo de ser. Así pues, la persona existe como mujer o como varón, antes que nada, en las diversas dimensiones de su ser, y ese modo de ser tiene después su correspondiente expresión en el obrar personal, en las costumbres, en la construcción social (articulada con rasgos y matices propios de las diversas culturas). Afirmar —como algunos pretenden (Lección 2.1 .b)— que la persona humana concreta no es mujer ni varón por naturaleza, y reducir la dimensión sexuada a la opción sobre la orientación sexual, como una más de las posibilidades abiertas a la libertad individual, supone alterar la historia y la ciencia. Pero, sobre todo, manifiesta una voluntad arbitraria de suprimir la realidad y sustituirla dogmáticamente por una construcción ideológica. Por el contrario, para afirmar que la persona humana existe en la realidad como mujer o como varón, no es necesario elaborar ningún tipo de argumentación filosófica o científica: basta la constatación del sentido común, sin prejuicios. b) Mujer y varón son complementarios por su diversidad sexual
La diversidad sexual ofrece una recíproca complementariedad a la mujer y al varón, asentada específicamente sobre el hecho de su diferenciación. La dimensión sexuada no se reduce a unas diferencias superficiales: afecta a toda la persona, con su profundidad propia, y por eso aporta una riqueza en el modo de ser que es, en parte, característica del varón o de la mujer 6. 6 Cfr. para una consideración más detallada: CONGREGACIÓN PARA LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31 .V.2004. DOCTRINA DE LA
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A cada una de las dos modalizaciones de la persona humana corresponden, efectivamente, variedades y matices propios en el modo de percibir la realidad, de responder a estímulos o situaciones determinadas, de valorar, de sentir. Pero, en rigor, no hay cualidades o defectos exclusivamente femeninos o masculinos: cualquiera de ellos (fortaleza, ternura, sensibilidad, intuición, etc.) se da en el varón y en la mujer, aunque —en general, en términos estadísticos— algunos se den con características o acentos diverses en uno y otra. Esto es importante para entender bien el significado de la complementariedad. En efecto, el símil de la media naranja, que suele usarse en el lenguaje corriente, no expresa exactamente la complementariedad personal de los sexos. En primer lugar, una media naranja es la mitad de algo y en cambio una persona es una unidad ya completa en sí misma. En segundo lugar, cada media naranja es naranja del mismo modo que la otra mitad, mientras que la persona masculina y la femenina son modalizaciones diferentes del ser humano. Por último, dos medias naranjas no interactúan entre sí (a lo sumo, se yuxtaponen), mientras que varón y mujer están constituidos de tal modo que pueden actuar respecto al otro en cuanto tales (no solo como un ser humano frente a otro, sino como una mujer respecto a un varón, y viceversa). La complementariedad se refiere, ante todo, a la diversidad objetiva: dentro del género humano, lo masculino y lo femenino, varón y mujer, son complementarios. Pero, para cada persona determinada, la complementariedad no se queda en ese plano genérico y abstracto: ese es solamente el presupuesto y el punto de partida que hace posible establecer la concreta relación interpersonal —entre este varón y esta mujer— que es propia del amor esponsal7. Así pues, junto a otros niveles posibles de co7
Cfr. CEC, 2333.
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municación entre personas (se pueden establecer vínculos con otra persona, por ejemplo, en cuanto pariente, vecino, colega, amigo, profesor, etc., con independencia de si es varón o mujer existe un plano potencial (de posibilidad natural) de comunicación, participación y comunión que está determinado y sostenido específicamente por la diferencia de sexo. La diferenciación sexual de la persona se muestra, así, como una peculiar estructura ontológica (es decir, asentada en el ser) de comunicación (con el otro), de participación (en la intimidad del otro, por el conocimiento) y de comunión interpersonal (por la relación amorosa). En efecto, la dimensión sexuada «concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro»8. De ahí se sigue la existencia de un tipo especial de amor dirigido desde y hacia la condición heterosexual y complementaria de la otra persona: hacia el otro, precisamente en cuanto varón o mujer. En ese plano de comunicación específico de la complementariedad entre mujer y varón se desea y busca establecer una particular comunión con el otro (Lección 1.2.a)9. b) La inclinación natural entre los sexos La diversidad y complementariedad sexual se traduce espontaneamente en la inclinación natural hacia las personas de sexo diferente: una orientación de las diversas tendencias del ser humo, que son atraídas hacia el otro precisamente en cuanto sexualmente diverso en el aspecto físico, en la dimensión afectiva y en el modo de ser persona humana. Se trata de una especial valoración de lo peculiar de varón y mujer 10. 8 CEC. • 9 Cfr. CEC, 372. • 10 Cfr. CEC, 1607.
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De ordinario esta tendencia genérica de apertura hacia el otro, en cuanto sexualmente diverso, se polariza hacia una persona concreta y se encauza adecuadamente por el amor. En efecto, puesto que la sexualidad es una dimensión de toda la persona —no solo un impulso del cuerpo o de la afectividad—, la inclinación natural no se impone automáticamente al sujeto, dominándolo, sino que orienta su voluntad y le invita a ponderan Lo propio de la persona humana es integrar en una unidad de sentido (Lección 3.2) los diversos instintos, impulsos e inclinaciones —fisiológicas y afectivas— que experimenta. Esa coherencia viene dada por el amor: por el acto de la voluntad con el que elige y ordena sus acciones libres al fin que entiende, con su inteligencia, como su bien integral. Por tanto, la inclinación de la, que hablamos es natural en el sentido de que ordinariamente se da en toda persona, mujer o varón, a partir de la pubertad. Pero la respuesta personal a esta inclinación no procede ya de la fuerza de la naturaleza, sino de la fuerza de la libertad, que acoge esa atracción o la rechaza, que permite o no que se desarrolle respecto a una persona determinada. En este sentido, el primer momento del enamoramiento puede acaecer de infinitas maneras, pero nadie se enamora sin querer, sin contribuir —quizá inconscientemente— a dejarse enamorar. d) La diferenciación sexual y la facultad de engendrar Por la propia naturaleza, existe una vinculación —radical, originaria y exclusiva— entre la unión sexual de varón y mujer y la posibilidad de engendrar. Se trata, ciertamente, de una conexión biológica, a primera vista análoga a la que se da en la unión entre macho y hembra de todas las especies sexuadas. Pero no olvidemos que la masculinidad y la feminidad son modos de ser persona humana, lo cual convierte la diferenciación sexual en una especí-
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fica complementariedacl entre personas; y la unión corporal de varón y mujer en expresión —mediante el lenguaje del cuerpo (Lección 3.1.a)— del don de sí misma de la propia persona. Así, desde el punto de vista de la constitución biológica del hombre, el hecho de ser varón y mujer apunta a la generación; pero desde el punto de vista de la dignidad personal del ser humano, el constituirse los dos en principio común de la vida de otra persona no es un simple hecho biológico (Lección 9.2.c), sino que reclama por su propia naturaleza una especial comunión personal entre ellos. En efecto, puesto que la dimensión sexuada afecta a la totalidad del ser humano, debe vivirse como manifestación de la riqueza y de la dignidad de la persona, integrada en su unidad de sentido11 (esta integración es el fruto propio de la virtud de la castidad12). Por esta razón, los actos propios de la intimidad sexual exigen que exista uha específica relación que vincule a quienes los realizan. Esos actos, por su misma orientación natural, expresan a dos personas constituidas en un único principio potencial de una nueva vida humana, que —por su misma dignidad de persona— exige ser acogida y educada en el seno de una comunión de vida que vincule permanentemente a los progenitores. Cuando no existe esa vinculación permanente, la unión sexual expresa corporalmente una mentira o, a lo sumo, una verdad a medias: mantiene su significado biológico (al menos en parte), y quizá ciertas dimensiones afectivas; pero carece de su plena significación personal (por esto, y no por una costumbre social supuestamente anticuada, las relaciones sexuales fuera del matrinio son intrínsecamente desordenadas)13. 11
«La sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino pertenece a él. Solo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, loa darse un sentido a sí misma» (BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005). 12 Ctr. CEC, 2337. • 13 Cfr. Familiaris consortio, 11; CEC, 2361.
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La peculiar vinculación personal, que hace que la unión sexual entre un varón y una mujer sea expresión plenamente humana de la mutua entrega de las dos personas, se edifica precisamente sobre la estructura natural de participación y comunión que ofrece la naturaleza (supra: 2.b). Sobre esa base, y gracias a ella, la persona masculina y la femenina pueden vincularse a través del don recíproco y establecer una mutua coparticipación y coposesión de sí mismos (Lección 6.3). La potencialidad natural para establecer esa específica unión necesita ser actualizada (trasladada de potencia a acto) por la libertad de las personas (de una mujer y un varón concretos), que deciden implicarse totalmente, en su feminidad o virilidad, en el compromiso mutuo de un proyecto común (conyugal) de vida y amor (Lección 6.2). «Dios ha concedido al hombre un gran poder, pero ha deseado también que la generación participe de la misma lógica que puso en marcha la creación del cosmos y del hombre, es decir, el amor, la voluntad de perseguir el bien del otro, el deseo de entregar y hacer a otros partícipes del bien que se posee; en una palabra, el don de sí»14. 3. El camino de la libertad hacia d amor esponsal y conyugal El paso desde la genérica inclinación natural hacia el otro sexo, a la unión conyugal entre dos personas concretas se produce, por tanto, mediante la libertad, que es la que transforma la atracción espontánea en amor conyugal, a través de un itinerario que procuraremos explicar brevemente. Benedicto XVI ha recordado que «los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no 14
J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, pp. 160-161.
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Nace del pensamiento o de la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»15. Ante este fenómeno, que acontece en ella sin su intervención, la persona debe aplicar su etendimiento y su voluntad libre, si quiere asumirlo, desarrollarlo y darle cauce pleno, humano y espiritual (supra: 2.c): el eros no es el punto final; pero puede suponer un punto de partida.16 Cuando un varón y una mujer concretos deciden cultivar su mutua atracción, inician un particular proceso de comunicación personal. En cierto modo, en toda comunicación entre seres humanos está presente la diferencia varón-mujer, pero cabe, además, una comunicación en y desde lo específicamente diferente y complementario: el contenido y la forma de esa comunicación están determinados por el hecho de que él es este varón y ella es esta mujer. Este proceso de comunicación diferenciada los va introduciendo paulatinamente en una participación común de la intimidad, masculina y femenina; y esa participación va conformándose como amor esponsal, un amor que aspira a la entrega y posesión mutuas, y conduce a ellas. Ahora bien, por ser ambos personas y por el carácter también personal—no meramente corporal o biológico— de su sexualidad, tal entrega mutua tiene por sí misma exigencias muy específicas: no puede reducirse a la oferta mutua de las diferencias corporales, ni a un encuentro afectivo, ni a la suma de ambas cosas. Por el contrario, reclama que en la donación recíproca esté presente la totalidad del ser personal precisamente en tanto persona masculina o persona femenina {supra: 2.d). Esta entrega se realiza por el «pacto conyugal» o matrimonio que es el acto conjunto de los dos por el que nace el matrimoio o, más precisamente, por el que los dos se constituyen Deus caritas est, 3. • 16 Cfr. ibidem, 11.
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en matrimonio (Lección 6.2). La entrega de cada uno puede ser verdaderamente conyugal solo si pasa a través de la aceptación por parte del otro, que a su vez se entrega y es recibido como cónyuge. Pero el pacto conyugal no es un mero acto formal que se produzca de la noche a la mañana. Como hemos visto, solo a través del conocimiento personal se puede llegar a concretar la inclinación natural y el enamoramiento incipiente de modo que se desarrolle en un amor esponsal entre dos personas determinadas17, que les lleva a prestarse mutuamente el consentimiento matrimonial —el acto de entrega y aceptación mutuas que funda el matrimonio—, convirtiéndose así en cónyuges. Los sucesivos actos de libertad que implica esta peculiar relación interpersonal y todo el proceso que la desarrolla son integrados y dirigidos por el amor, que ha ido madurando y especificándose hasta transformarse en conyugal. Puede decirse, por tanto, que el acto de consentimiento recíproco que tiene lugar en el momento de contraer matrimonio es: • fruto del amor que le dio origen y lo nutrió; • expresión del amor presente (como don de sí y simultánea aceptación del otro); • compromiso del amor futuro (que se entrega como algo debido desde ahora al otro). '.'
Con estos presupuestos, pasamos ya a estudiar la naturaleza del matrimonio, sus propiedades y sus fines. Las nociones antropológicas que hemos expuesto en estas primeras lecciones permitirán comprender que el modo de ser del matrimonio viene determinado por el modo de ser de la persona humana. 17
Cfr. ibicktn, 6.
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De ahí que el sujeto puede elegir el estado matrimonial y escoger al cónyuge —supuesta su recíproca voluntad conyugal—, pero el contenido del matrimonio le viene dado, porque la persona sexuada es como es, la complementariedad entre mujer y varón tiene el sentido que tiene, y los fines de la unión personal basada en esa complementariedad son los que son: siguen a la verdad de la naturaleza humana y la expresan adecuadamente en una de sus dimensiones fundamentales.
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Lección 6 LA IDENTIDAD DEL MATRIMONIO
1. La realidad natural del matrimonio
Que el matrimonio es una institución natural quiere decir que forma parte de lo que el hombre tiene recibido por su propio modo de ser: que, en sus elementos esenciales, no nace de la inventiva humana, sino de la naturaleza del hombre1. No es, por tanto, una institución artificial, creada por la cultura o por las leyes para organizar de algún modo las uniones entre personas, sino una realidad previa a cualquier cultura o legislación, que tiene en sí misma una determinada estructura jurídica y moral (y que precisamente por eso reclama de la sociedad, civil y eclesial, el reconocimiento público adecuado y la necesaria protección jurídica)2. No se trata, en efecto, de una entre otras formas posibles de relación sexual entre personas: es la forma específicamente humana de unión interpersonal en el plano de la diversidad-complementariedad sexual (Lección 5.2); la única que responde plenamente a la dignidad de la persona femenina y masculina. 1 Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3a ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 270 ss. 2 Cfr. Familiaris consortio, 11.
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Como hemos considerado al comienzo (Lección 1.1), el matrimonio es el designio de Dios en el principio al crear a la persona humana varón y mujer: «la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales»3. Y, precisamente porque los rasgos esenciales del matrimonio corresponden a la naturaleza del hombre, la recta razón puede comprender su lógica propia —en la misma medida en que puede comprender la naturaleza humana— y descubrir sus exigencias intrínsecas4. Antes de pasar a estudiar esos rasgos esenciales, conviene aclarar que el término matrimonio designa corrientemente tanto el acto de casarse (boda o, en lenguaje más técnico, celeión del matrimonio, pacto conyugal o matrimonio in fierí), o —en sentido más propio— la unidad de varón y mujer constituida por ese acto {sociedad o comunidad conyugal, o matrimonio in jacto esse). Se trata de dos realidades inseparables, ya que entre ellas se una relación necesaria de causa-efecto5. Sin embargo, conviene distinguir con claridad lo que pertenece al nacimiento del matrimonio de lo que corresponde a la vivencia del matrimonio ya nacido. Mientras que las vicisitudes que afectan a la celebración del matrimonio pueden determinar su nulidad (es decir, que los contrayentes no queden vinculados), las que se produ-
CCE, 1603. • 4 Cfr. Instrucción familia, 61. Sin pacto conyugal no existe matrimonio, sino una mera situación de hecho; si se pacta una unión que no es objetivamente matrimonio (por sus sujetos, por su contenido y propiedades o por sus fines), no hay pacto conyugal, o un simple acuerdo de voluntades para establecer algún tipo de convivencia diseñado por las personas que lo celebran. 3 5
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cen en la vida matrimonial, una vez celebrado válidamente el matrimonio, ya no afectan por sí mismas al vínculo matrimonial —que por su propia naturaleza permanece mientras vivan ambos—, sino a la realización más o menos lograda, o frustrada, del destino común como cónyuges 6. 2. El pacto conyugal, causa eficiente del matrimonio a) El consentimiento matrimonial Veíamos al final de la lección anterior (Lección 5.3) cómo la inclinación natural entre varón y mujer puede llegar a transformarse, entre dos personas concretas, en amor esponsal, que aspira a una unión plena presidida por el amor conyugal. En ese proceso, la voluntad libre, a través de los actos de amor que le son propios, elige los medios idóneos para establecer una unión personal que integra dos elementos: • la persona escogida, en cuanto sexualmente diferenciada y por ello complementaria; • el tipo de unión que ofrece esa complementariedad natural: una unión total con esta mujer (en cuanto es ésta y es mujer) o con este varón (en cuanto es éste y es varón). ¿Cómo se llega a realizar esa unión? La const. Gaudium et spes dice sintéticamente: «la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable»7. El Código de 6
Otra cosa es que ciertas conductas posteriores de alguno de los cónyuges puedan ser indicio de algún obstáculo a la validez del matrimonio que hubiera estado presente ya en el momento de celebrarlo. 7 Gaudium et spes, 48.
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Derecho canónico confirma que la causa eficiente del vínculo conyugal (lo que lo hace nacer) es el consentimiento matrimonial de los contrayentes, es decir, «el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio»8. Este específico acto de voluntad9 es absolutamente insustituible, porque expresa y realiza la mutua entrega y aceptación de las propias personas de los contrayentes, de las que nadie fuera de ellos puede disponer. Por tanto, ni la ley, ni la Iglesia, ni el Estado, ni los |padres del varón y de la mujer tienen el poder de unirlos en matrimonio: «el matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir» 10. Para ser eficaz y dar lugar a un matrimonio válido, el consentimiento debe reunir ciertas condiciones11. Unas son de Derecho natural (necesarias para que el consentimiento sea naturalmente suficiente) y otras, en el matrimonio de los católicos, las establece el Derecho de la Iglesia para proteger a las personas y a la institución matrimonial: Los sujetos deben tener la capacidad mínima para poner un verdadero acto deliberado de voluntad, que sea, además, proporcionado a una decisión tan importante como la de casarse12. • El acto de consentimiento debe ser consciente, verdadero y prestado libremente13; y su contenido —lo que se quiere
8 CIC. 1057 §2. 9 Que debe ser un consentimiento actual, de presente, no una mera proli u sa de futuro matrimonio: cfr. CIC, c. 1062. 10 CIC, c. 1057 § 1. • 11 Cfr. CEC, 1625 ss. 12 Es decir, han de tener suficiente uso de razón y discernimiento y no ser apaces, por causas psíquicas, de asumir las obligaciones esenciales del matrinio (cfr. CIC, c. 1095) 13 Cfr. CIC, ce. 1096-1103.
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con ese acto de voluntad—, como veremos en seguida, ha de ser verdaderamente matrimonial (infra: 2.b). • El consentimiento ha de ser debidamente exteriorizado (la voluntad puramente interna no tiene eficacia vinculante si no se comunica al otro y es aceptada)14. Además, la Iglesia condiciona su validez15 al cumplimiento de ciertos requisitos de habilidad jurídica de los contrayentes (como la ausencia de impedimentos16) y de forma de celebración. • Concretamente, se exige como requisito ordinario de validez para los católicos la celebración del matrimonio en forma canónica17, es decir: ante el ministro que tenga las debidas facultades (que actúa como testigo cualificado, solicitando y recibiendo en nombre de la Iglesia la manifestación del consentimiento de los contrayentes) y dos testigos comunes 18. b) Objeto del consentimiento matrimonial Lo que los dos contrayentes deben querer, para que el consentimiento produzca su efecto propio, es precisamente contraer matrimonio entre ellos: no sería suficiente querer establecer otro tipo de relación personal que no sea propiamente matrimonial. Como acabamos de explicar, por el consentimiento un varón y una mujer se entregan y aceptan mutuamente para constituir el matrimonio. El objeto o contenido del consentimiento matrimonial es, pues, la persona del otro en su dimensión conyuCfr. CIC, с. 1104 § 2. • 15 Cfr. CIC, c. 1057 § 1. Cfr. CIC, ce. 1058, 1073-1094. • 17 Cfr. CEC, 1631. 18 Cfr. CIC, ce. 1108 ss. Normalmente, por razón de la dignidad sacramental del matrimonio entre bautizados (Lección 8), su celebración canónica tiene lugar dentro de la Misa (cfr. CEC, 1621). 14 16
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gal es decir, en todo aquello en que por su diversidad sexual es naturalmente complementaria19. No se trata, por tanto, de consentir en el intercambio de ciertas prestaciones recíprocas, sino de una mutua entrega y aceptación que comprende a toda la persona: en cuanto a su bien personal como cónyuge y en cuanto a su potencial paternidad o maternidad como fruto de la mutua entrega conyugal. En virtud de ese acto de libertad, por el que cada uno hace un don total de sí mismo y acepta totalmente al otro como esposo o esposa, varón y mujer quedan unidos en el plano del ser, es decirr, no solo están casados, sino que son cónyuges y, por serlo, se deben el uno al otro perpetuamente y en exclusiva las obras propias del amor conyugal (puesto que, como vimos, «el obrar sigue al ser»). 3. Ya no son dos, sino una sola carne Se puede describir el matrimonio —la realidad que resulta de1 pacto conyugal válido— como la alianza por la que un varón y una mujer, en virtud de su consentimiento, quedan vinculados perpetua y exclusivamente en orden a los fines propios de su complementariedad sexual y, por ello, se hacen copartícipes de un destino común y están llamados a establecer una comunidad fiel y cunda de vida y amor. Esta descripción, que evidentemente resulta un tanto compleja para el uso diario, puede ser útil, sin embargo, para la finalidad de estudio y reflexión que aquí nos proponemos, porque contiene los rasgos fundamentales que caracterizan al matrimonio por su misma naturaleza. El primero y más importante de ellos es, sin duda, la vinculación absolutamente única 19 Cfr. J. HERVADA, Comentario al c. 1057§ 2, en Código de Derecho Canico, 6.a edición anotada, Eunsa, Pamplona 2001.
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que queda establecida entre los esposos: ahí radica la esencia del matrimonio, como trataremos de explicar a continuación. a) La esencia del matrimonio Al exponer la doctrina sobre el matrimonio, el Concilio Vaticano II indicó con precisión la característica que lo distingue esencialmente de cualquier otra posible relación entre mujer y varón: «el marido y la mujer (...) por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6)»20. La expresión bíblica una sola carne21, recordada por Jesús en el pasaje evangélico que cita el Concilio, apunta efectivamente a la esencia del matrimonio. Para comprender bien el alcance de esa enseñanza de Cristo, hay que advertir que el verbo está en presente, no se trata de un proceso, de un «llegar a ser», sino de una realidad establecida definitivamente por el pacto conyugal: ya no son dos, sino una sola carne. Esa es la realidad estable y permanente—esencial— que constituye el ser del matrimonio. De ella proviene el obrar, el desarrollar la existencia, siendo matrimonio: en un consorcio (compartiendo la misma suerte) de toda la vida, para realizar una comunidad de vida y amor 22. Y ese «ser los dos una sola carne» se realiza por el vínculo jurídico que une a los esposos en virtud del consentimiento matrimonial. Un vínculo «superior a cualquier otro tipo de vínculo interhumano, incluso al vínculo con los padres (...): 'Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne' (Gn 2.24)»23. Gaudiumetspes,48. • 21 Gn 2,24. Cfr. Gaudium etspes, 48; CIC, c. 1055 § 1. 23 JUAN PABLO II, Discuno a la Rota Romana, 1991, n. 2. 2t
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Una unidad en la naturaleza Para evitar malentendidos, antes de seguir adelante, aclararemos qué significa que se trata de un vínculo jurídico. Cuando aparece el adjetivo «jurídico», fácilmente se tiende a pensar en formalidades legales que revisten a la realidad pero no le pertenecen, sino que son un añadido impuesto desde fuera. En este tema, alguien podría pensar incluso —con cierta decepción— que, después de la larga argumentación antropológica que nos ha traído hasta este punto, parece en definitiva que la fuerza vinculante del matrimonio proviene de fuera de él: de las «leyes» o de los «papeles». Pero nada más lejos de la realidad24. El sentido de esa afirmación es el siguiente: como sabemos, la complementariedad natural entre los sexos (que es, recordemos, una estructura de comunicación, participación y comunión: Lección 5.2.b) permite que un varón y una mujer, mediante su libre entrega matrimonial, se otorguen el uno al otro una participación en el dominio que cada uno, por ser persona, tiene sobre su propio ser en los aspectos conyugales (es decir, en todo aquello en que son complementarios como varón y mujer). Pero esa participación no consiste en una fusión personal (de modo que dos personas se conviertan en una tercera que las sustituya), ya que nadie puede ser otra persona distinta. Se trata precisamente de una participación jurídica1^, por la que ambas se hacen copartícipes y coposesores mutuos. En efecto, por el pacto conyugal, los cónyuges se dan y aceptan mutuamente como esposos, de manera que cada uno, en todo lo conyugal, ya no se pertenece, sino que forma parte del ser del otro y se debe a él: «el amor conyugal no es tan solo ni 24 Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, 2007, que trata sobre tropología jurídica» del matrimonio. 24bii Cfr. J. HERVADA, Diálogos..., cit., pp. 222 ss.; 262 ss.
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sobre todo un sentimiento; es, por el contrario, y esencialmente, compromiso con la otra persona, que se asume mediante un acto de voluntad bien determinado. Precisamenre esto califica dicho amor haciéndolo conyugal. Una vez dado y aceptado el compromiso mediante el consentimiento, el amor se vuelve conyugal, y jamás pierde ese carácter. Entra aquí en juego la fidelidad del amor, que arraiga en la obligación asumida libremente. Mi antecesor el Papa Pablo VI afirmaba sintéticamente (...): el amor pasa, de ser un sentimiento mutuo de afecto, a convertirse en deber vinculante»25. Por tanto, que el vínculo sea. jurídico no significa que se trate de una obligación establecida por la ley, o por algún poder ajeno a los esposos, sino que la copertenencia mutua entre los cónyuges —el pertenecerse el uno al otro, en lo conyugal, como a sí mismo26— es, por naturaleza, una relación de justicia21 y, por tanto, debida28. SÍ trata de una deuda personal que nace del libre compromiso, pero que, una vez nacida, ya no puede revocarse. La voluntad libre desencadena la unión, pero lo que vincula a los dos es la fuerza unitiva que ofrece la naturaleza misma, en la especí25
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a la Rota Romana, 1999, n. 3. En la Carta a los efesios, que desarrolla esta doctrina en la perspectiva específicamente cristiana (cfr. Ef 5,22-33), San Pablo expresa así esta realidad fundada en la naturaleza: «así deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie aborrece única su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre] a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste, pero yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,29-32). 27 Como es sabido, la justicia consiste en dar al otro lo que es suyo: en este caso, k propia persona, que se ha entregado definitivamente en toda su dimensión conyugal. 28 Debida en sentido estricto: si un cónyuge actuara disponiendo de sí mismo al margen del otro, en lo conyugal, cometería una injusticia y negaría a la vez la verdad de su ser y la del otro en cuanto esposos. 26
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fica complementariedad entre la persona masculina y femenina (de lo contrario no quedarían unidos más que por su voluntad, mientras ésta durase): «ciertamente, el vínculo nace del consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre y de la mujer; pero ese consentimiento actualiza una potencia ya existente en la naturaleza del hombre y de la mujer. Por tanto, la misma fuerza indisoluble del vínculo se funda en el ser natural de la 29 unión libremente establecida entre el hombre y la mujer» . Así pues, puede caracterizarse el matrimonio con toda precisión como una unidad en la naturaleza. En efecto, el vínculo conyugal une a los cónyuges uniendo sus cuerpos y sus almas (de cuerpo y alma está formada la naturaleza humana): los cuerpos mediante el derecho mutuo sobre ellos; las almas por la unión de los yo personales mediante el amor debido o comprometido. Y quienes son ya, de este modo, uno en sus seres, son uno también en sus destinos y en sus vidas. Así, el matrimonio, siendo una unidad en las naturalezas, comporta la comunidad de vida y amor, que deben construir solidadamente los cónyuges como cumplimiento y manifestación vital de la entrega que ya han hecho de sí mismos: de su ser una sola carne30. 4. Unidad e indisolubilidad, propiedades esenciales del matrimonio a) Sentido de la «esencialidad» de las propiedades
El Código de Derecho canónico afirma concisamente que las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la 29 30
JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5. Cfr. J. HERVADA, Diálogos..., cit., pp. 188 ss.; 200 ss.; 263 ss.; 291.
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indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento»31. Indica de este modo que, sin perjuicio de que pudieran atribuirse al matrimonio otras características o cualidades de diverso tipo, y con independencia de la importancia subjetiva u objetiva que pudieran tener32, las mencionadas son las propiedades —o modos propios de ser— que pertenecen a la esencia del matrimonio y, por tanto, la identifican. La calificación de esenciales que se da a esas propiedades ha de entenderse, pues, en sentido estricto: no como si significara que son características «muy importantes» en la práctica, y que por eso se proponen como ideales. Se trata de las propiedades que corresponden por naturaleza al vínculo matrimonial, y sin las cuales no se puede dar33. No existe un vínculo matrimonial verdadero que no sea, por eso mismo, exclusivo (unidad) y perpetuo (indisolubilidad). En consecuencia, no cabe querer contraer un verdadero matrimonio despojado de alguna de esas propiedades: «las propiedades esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el ser mismo del matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él»34. Forman parte, en efecto, de la verdad original sobre el matrimonio transmitida en la Sagrada Escritura y en la Tradición; y por eso han sido definidas como doc35 trina de fe en el Concilio de Trento , y recordadas constante36 mente por el Magisterio posterior . Pero, además, precisamente por ser naturales, las propiedades esenciales están al alcance de la recta razón, que es capaz de 31
CIC, c. 1056. Cfr. J.I. BAÑARES, Derecho Matrimonial Canónico. Contenido y Método, Pamplona 2006, pp. 170-187. 33 Cfr. CIC, c. 1134; CEC, 1644. 34 JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5. 35 Sess. XXIV (DS, 1797 ss.). • 36 Cfr., p. ej., Gaudium etspes, 48. 32
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conocer en lo fundamental la verdad del matrimonio, cuando se interroga con buena voluntad37. La pregunta sobre por qué la unión entre varón y mujer —para ser verdadero matrimonio, y no otra cosa— exige exactamente esas propiedades, nos remite a los fundamentos que hemos estudiado: a la verdad de la persona. La dignidad ontológica de la persona es la que exige estas propiedades como integrantes de la dimensión de justicia propia del vínculo conyugal: «solo si se lo considera como una unión que implica a la persona poniendo en juego su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la libertad humana al vivir sus compromisos»38. b)La unidad del vínculo conyugal
La unidad implica que el vínculo conyugal solamente puede es decir, de un varón con una mujer, y no cabe multiplicarlo —ni simultánea ni sucesivamente— mientras el vínculo permanezca: es exclusivo. Esto es consecuencia directa de la verdad del matrimonio, que solo nace por la mutua entrega y aceptación totales de los cónyuges. En efecto, esa totalidad —que debe ser igualmente plena en e1 varón y en la mujer, ya que su dignidad personal es igual— no se daría si uno o ambos se reservaran el derecho de entregarse también, en lo conyugal, a otros. No pueden darse en una misma persona dos vínculos de justicia distintos, en la dimensión conyugal, que sean a la vez plenos: al menos uno de ellos ser único,
37 38
Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5.
Romana,
2002,
n.
3.
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no sería conyugal. No es posible ni vivirse como cónyuge por duplicado, ni ser vivido como tal, porque la condición de esposo o esposa, como hemos visto, implica una plena copertenencia con el otro cónyuge. De ahí que la unidad del matrimonio exija la monogamia y la fidelidad^. c) La indisolubilidad del vínculo conyugal La indisolubilidad significa que, por la propia naturaleza de la unión matrimonial, los cónyuges quedan vinculados mientras ambos vivan. No es, simplemente, que el matrimonio no pueda disolverse por razones morales o por disposición del Derecho canónico, sino que es indisoluble. Se trata de una consecuencia directa de la entrega propiamente conyugal entre varón y mujer. Si, por el consentimiento, los cónyuges son una sola carne, la ruptura del vínculo (de la propia carne) se opone a la misma naturaleza (esencia) del matrimonio. Esa es la conclusión que extrajo Jesús al responder a la cuestión sobre el repudio que le plantearon maliciosamente unos fariseos. Después de recordar el texto del Génesis como fundamento de la verdad del principio, que había quedado oscurecida por la dureza de corazón de los hombres (Lección 1.3), añadió: «Luego ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»40. Es decir, una vez que el consentimiento matrimonial ha desencadenado (ha puesto en acto) entre un varón y una mujer concretos la potencia de unión que existe en su misma naturaleza sexuada (naturaleza que remite, en definitiva, al designio de Dios), ya no depende de la voluntad de los esposos romper y volver a hacer dos
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Cfr. Familiaris consortio, 19; CEC, 1645. • 40 Mt 19,6.
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lo que es uno: solo la misma naturaleza puede romperlo con la muerte41. No es posible entregarse conyugalmente reservándose el poder de decidir sobre la duración del vínculo. Como hemos señalado, el pacto conyugal hace nacer entre los cónyuges una relación que los vincula en el plano del ser42 (en el mismo plano en que se sitúan las relaciones directas de parentesco, como la filiación o la maternidad y paternidad). La voluntad de contraer matrimonio consiste en querer, no simplemente «hacer de esposo», sino «ser esposo», y las relaciones instauradas en el orden del ser se asientan en la persona y perduran con ella (en rigor, no se puede ser ex-esposo, de modo análogo a como no se uede ser ex-hijo). Por otra parte, la persona necesariamente existe y se desarrolla durando en el tiempo (Lección 3.1.b y 2.c), de modo que la mutua entrega no sería total (no sería matrimonial) si no se entregara también el futuro, comprometiéndolo definitivamente, No cabe una entrega-aceptación total de la persona por un tiempo43. La entrega solo del momento presente (o de una sucesión de momentos presentes) no vincula, porque es simplemente un hecho que pasa —no un compromiso— y por tanto no puede constituirse en una relación de justicia, en un vínculo jurídico como es el matrimonio. Por el contrario, en la entrega verdaderamente conyugal el futuro de cada uno es debido al otro, y ya solo puede ser vivido justamente como cónyuge: «esta 41 Como hemos dicho, el consentimiento es la causa del vínculo, pero solo su origen, no en su contenido ni en su continuidad. De la voluntad creaora de Dios, plasmada en la naturaleza humana, proviene el modo de ser del "trimonio; de la criatura —con la cooperación de Dios— depende el naciente) de cada matrimonio, que nace con el modo de ser que Dios dejó plasJ o en la misma natutaleza. 12 Una relación que se funda en aquella estructura de comunión que es proia de la persona en su distinción-complementariedad sexual (Lección 5.2.b). Cfr. Familiaris consortio, 11.
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íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad»44. En sima, la unión entre varón y mujer, si es matrimonio, es una e indisoluble y, por eso, debe ser, en su existir como matrimonio, exclusiva y perpetuamente fiel45.
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Gaudum et spes, 48, que cita a Pío XII, en su Ene. Castí connubii. Cfr. CCE, 1646 ss., 2364.
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Lección 7 LOS FINES DEL MATRIMONIO
1. Los fines y la esencia del matrimonio a) El matrimonio es como es por razón de sus fines La expresión fines del matrimonio no indica cualquier finalidad que pudieran proponerse una mujer y un varón que deciden unir o compartir sus vidas, sino aquellas a las que está ordenada la unión marital por su propia naturaleza. El fin al que una realidad se ordena es, ciertamente, un objetivo, una meta que se ha de alcanzar, pero en cierto modo está ya presente en la configuración de esa realidad, si es obra de una causa inteligente. Por ejemplo, un martillo recién fabricado no ha clavado aún ningún clavo, y en ese sentido no ha alcanzado su fin. Sin embargo, el fin está presente ya desde el principio en la fabricación de la herramienta, determinando su estructura y sus características: es así precisamente para servir a ese fin. Aunque sus cualidades permitirían usarlo para otros fines (por ejemplo, como pisapapeles, o para remover pintura con el mango), es evidente que la perfecta aptitud del martillo para clavar clavos no es una utilidad casual o alternativa, desvinculada de su modo de ser: es, por el contrario, su razón de ser.
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Quizá este ejemplo ayude a entender en qué sentido los fines, del mismo modo que las propiedades esenciales (Lección 6.4.a), pertenecen a la esencia del matrimonio. No se añaden desde fuera, ni son realmente distintos de la esencia, sino que constituyen su estructura teleológica (del griego 'télos' = fin, finalidad), su orientación operativa natural. Si las propiedades esenciales muestran estáticamente la esencia del matrimonio (lo que es en sí), los fines la muestran en perspectiva dinámica (en movimiento, actuando), es decir, en cuanto que la esencia es principio del obrar (naturaleza1) propio del matrimonio para realizar el bien que le corresponde como unión personal de varón y mujer (recordemos, una vez más, que «el obrar sigue al ser»). Esto es lo que quiere expresar el Código de Derecho canónico2 cuando afirma —recogiendo la terminología del Concilio— que el consorcio de toda la vida que establecen los cónyuges por la alianza matrimonial está «ordenado por su propia índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (del latín prolis' = descendencia), fines que se dan íntimamente relacionados y coordinados entre sí, sin que sea posible separarlos3. b) Los fines son del matrimonio: de los cónyuges en cuanto «son» matrimonio Para entender esta ordenación del matrimonio a sus fines propios, conviene tener presente que el bien de los cónyuges no se identifica simplemente con el bien individual que puedan obtener conjunta o solidariamente dos personas: se trata del 1
En la terminología usada por la metafísica, se llama «naturaleza» a la esencia en cuanto es principio de operaciones propias (la naturaleza humana es el principio por el que un hombre actúa de modo propiamente humano). 2 CIC, c. 1055 § 1; cfr. Gaudium etspes, 48. • 3 Cfr. CCE, 2363.
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bien que corresponde objetivamente al peculiar consorcio en que consiste el matrimonio, pues es el consorcio el que está ordenado por su propia índole natural». Ese consorcio se establece, como hemos visto (Lección 6.2), por la donación comprometida de toda la dimensión conyugable de la persona en el pacto conyugal. La mutua donación-aceptación, sobre la base de la complementariedad sexual, establece una relación personal entre el varón y la mujer (de dedicación amorosa, ayuda y perfeccionamiento recíprocos), que tiene como elemento específico, por naturaleza, la potencia de generar nuevas vidas. Es más, la posibilidad de constituir ambos en común el origen de un nuevo ser no puede comprenderse en toda su verdad si se prescinde del tipo de relación que los une (Lección 4.2.d). No cabe, por tanto, una unión matrimonial que no contenga ambas referencias: el bien de los esposos y los hijos4. Evidentemente, no habría plena entrega y aceptación mutua en la dimensión conyugal si se excluye al otro como consorte (como aquel a quien está unida la propia suerte, y a quien se debe en justicia el amor conyugal), o si se le rechaza en su potencial paternidad o maternidad, que son dimensión natural primaria de la complementariedad sexual. En consecuencia, «la dimensión natural esencial [del matrimonio] implica por exigencia intrínseca la fidelidad, la indisolubilidad, la paternidad y maternidad potenciales, como bienes que integran una relación de justicia»5. De ahí que entendamos el bien de los cónyuges y la apertura a la prole como ordenación de la misma estructura del matrimonio en su totalidad6. Es la misma unión, la comunidad de ¡¡ 4 Cfr. J.I. BAÑARES, Derecho Matrimonial Canónico. Contenido y Método, Pamplona 2006, pp. 140; 168-170. 5 JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 7; cfr. Familiaris consortio, 14. 6 Cfr. J. HERVADA, La ordinatio adfines'en el matrimonio canónico, en Vetera et Nova, Cuestiones de derecho canónico y afines (1958-1991), Pamplona 1991, t. II, pp. 295-390.
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los dos, la que tiende, por la propia fuerza de su naturaleza, a ambos fines. El ser esposos supone y significa esa ordenación. 2. Tres aclaraciones sobre los fines del matrimonio En las últimas décadas, la temática de los fines del matrimonio se ha visto un tanto agitada, por lo que ciertos aspectos fundamentales de la doctrina católica al respecto han podido quedar desdibujados en la comprensión de los fieles. Parece oportuno, por eso, detenernos en la clarificación de tres cuestiones especialmente afectadas: la coordinación y jerarquía de los fines, su inseparabilidad y la distinción entre su presencia objetiva en el vínculo conyugal y su efectiva realización existencial. a) Coordinación y jerarquía de los fines El anterior Código de Derecho canónico, recogiendo la enseñanza tradicional, calificaba la procreación como fin primario del matrimonio, y la ayuda mutua de los esposos y el remedio de la concupiscencia como fin secundario7. Un mal entendimiento de esa ordenación —como si secundario significara aquí anecdótico o innecesario— llevó a algunos a interpretar la doctrina del Concilio Vaticano II (que no usa esa terminología) como rectificación o abolición de la jerarquía de fines del matrimonio. Se ha repetido desde entonces, como un tópico, la afirmación de que el Concilio cambió una visión procreativista del matrimonio por la actual visión personalista, en la que lo primario sería el amor mutuo y el bien de los cónyuges como personas. Sin embargo, no era esa la intención del Concilio, que 7
Cfr.CIC 1917, c. 1013 § 1.
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simplemente evitó los términos técnicos para usar un lenguaje pastoral. De hecho, los textos conciliares confirman la ordenación natural del matrimonio y del amor conyugal a la procreación y educación de los hijos8. Juan Pablo II aclaró que, aunque la Constitución Gaudium et spes y la Encíclica Humanae vitae, de Pablo VI, no utilicen la terminología tradicional (fin primario-fin secundario), «sin embargo, tratan de aquello mismo a lo que se refieren las expresiones tradicionales. El amor (...) lleva consigo una correcta coordinación de los fines, según los cuales (...) se constituye el orden moral (...) de la vida de los esposos». Las expresiones de esos dos documentos —continuaba— «clarifican el mismo orden moral con respecto al amor, como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad9. Con este renovado planteamiento, la enseñanza sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar»10. Cabe hablar, por tanto, de una jerarquía de naturaleza entre los fines, que proporciona los criterios para ordenar rectamente el amor de los esposos conforme a su verdad natural, es decir, conforme al plan de Dios. Ciertamente, desde el punto de vista vital y subjetivo, con frecuencia se percibe primero el amor como deseo del bien del otro, y posteriormente —como algo que cualifica a ese amor y lo culmina—, la ordenación a la prole. Sin embargo, desde el punto de vista antropológico, parece clara la prioridad natural de la ordenación a la prole, ya que ese es el fin que determina lo específico del amor entre varón y mujer en la unión matrimo-
10
8 Cfr. Gaudium et spes, 50. • 9 Cfr., sobre este punto, Lección 10.2. Juan Pablo II, Alocución, 10.X.1984, n. 3.
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nial (lo que la distingue de la amistad, del compañerismo o de la cohabitación con intimidad sexual). Pero esta jerarquía natural de los fines no supone excluir o infravalorar el bien de los cónyuges respecto a la procreación: expresa simplemente la ordenación intrínseca del amor propiamente conyugal, que se falsearía si se concibieran los fines como paralelos o alternativos. La generación y educación de los hijos solo se realiza de modo plenamente personal integrada en el bien de los cónyuges; y éste no se obtiene auténticamente si se prescinde de su ordenación objetiva a la generación y educación de los hijos. En definitiva, el matrimonio es más que una simple unión procreativa; y la comunidad de vida y amor de los esposos es más que un simple contexto conveniente para la generación y educación de los hijos. Ambos fines tienen consistencia y dignidad propias, y nunca pueden separarse11: no cabe la ausencia o la exclusión radical de uno de ellos sin que el otro se desnaturalice. b) Inseparabilidad de los fines Al interpretar (equivocadamente, como acabamos de ver) que lo que ha hecho el Concilio es invertir el viejo orden entre fin primario y secundario, algunos han entendido que lo esencial en el matrimonio es el bien de los cónyuges (que identifican con el éxito de su relación personal), con independencia de la procreación (que no sería ya algo primario e incluso, en ocasiones, podría considerarse un obstáculo para el bien de los cónyuges, así entendido). Con esta visión se ha llegado a afirmar que la exclusión voluntaria de la procreación en el acto de consentimiento (Lección 6.2.b), no haría nulo el matrimonio, porque 11
Cfr. Carta familias, 7 y 1 2 .
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no impediría el fin fundamental, que sería la comunidad de vida y amor de los esposos. Juan Pablo II rechazó también esa interpretación reductiva: «la ordenación a los fines naturales del matrimonio —el bien de los esposos y la generación y educación de la prole— está intrínsecamente presente en la masculinidad y en la feminidad (...) El matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la feminidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de este nombre» 12. Por tanto, los fines del matrimonio son inseparables en su realización plena y verdaderamente conyugal. Cada fin incluye al otro, lo exige, y contribuye a realizarlo. No se trata de dos piezas aisladas o superpuestas, sino de una única realidad —el consorcio constituido por ambos cónyuges— que contiene por naturaleza esas dos dimensiones de desarrollo vital: la relación propia de los esposos, procurando cada uno el bien total del otro, exige la donación y aceptación íntegra de la dimensión sexuada de cada uno de ellos y, en consecuencia, de su paternidad o maternidad potencial. c) La ordenación natural a los fines y su obtención efectiva Los fines, puesto que son ordenaciones de la esencia (supra: 1.a), están siempre presentes en el matrimonio verdadero (haciendo que sea matrimonial la unión misma), con independencia de -que en la vida de cada matrimonio concreto se lleguen a alcanzar en mayor o menor medida. Sin embargo, no ha faltado quien sostuviera que si, por fracaso de la vida matrimonial, no se consiguiera en la práctica el bien de los cónyuges, 12
JUAN PABLO II, Discurso
a la Rota Romana, 2001, n. 5.
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entendido como la comunidad de vida y amor entre ellos dos, el matrimonio sería nulo, porque no se habría cumplido su fin, y la Iglesia debería declararlo nulo por el bien de las personas 13. Estas tesis, en efecto, se presentan como pretendida consecuencia de la orientación personalista de la doctrina conciliar. A esas interpretaciones, que en realidad relativizan la indisolubilidad del matrimonio verdadero, aludía Juan Pablo II al afirmar que, «en una perspectiva de auténtico personalismo, la enseñanza de la Iglesia implica afirmar la posibilidad de constituir el matrimonio como vínculo indisoluble entre las personas de los cónyuges, esencialmente orientado al bien de los cónyuges mismos y de los hijos. En consecuencia, contrastaría con una verdadera dimensión personalista la concepción de la unión conyugal que, poniendo en duda esa posibilidad, llevara a negar la existencia del matrimonio cada vez que surgen problemas en la convivencia»14. Para contraer matrimonio válidamente, por tanto, no se requiere la obtención efectiva de los fines (que solo se puede dar después de estar ya casados), sino que los contrayentes no excluyan positivamente, con un acto de voluntad, ninguno de ellos al prestar el consentimiento (Lección 6.2.b), es decir, que quieran contraer verdadero matrimonio aceptando su intrínseca ordenación natural. 3. El amor y el matrimonio a) ¿Qué tiene que ver el amor con el matrimonio? Tras estudiar las dos últimas lecciones, es posible que algunos lectores se pregunten algo así: «¿No resulta todo esto un 13
Recuérdese, sin embargo, lo que indicábamos al final del apartado 1. de la Lección 6. 14 JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1997, n. 1.
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tanto árido? Cualquiera a quien se pregunte dirá sin dudar que lo más importante en el matrimonio es el amor; sin embargo, al hablar de la esencia del matrimonio, ni se menciona; y aparece solo indirectamente al tratar de sus propiedades y de sus fines. ¿Será verdad que el matrimonio es una institución formal, un conjunto de derechos y obligaciones, y el amor va por otro lado?». Hay que aclarar, si fuera ese el caso, que no hay motivo para tal inquietud. El matrimonio nace del amor, se expresa en el amor, desarrolla el amor. Pero el amor esponsal —que luego se transforma en conyugal— es específico, como hemos visto (Lección 5.3). No se trata de un genérico amor de amistado de benevolencia: la esencia misma del amor conyugal reclama unirse al otro en una totalidad perpetua y exclusiva, que abraza también su paternidad o maternidad potencial. Por amor se establece esa unión en el ser para desarrollarla, a lo largo del tiempo, mediante las apropiadas obras de amor. No hay, pues, contradicción entre el amor y el ser del matrimonio: entre el amor y el acto de casarse, entre el amor y el vínculo conyugal, entre el amor y la vida matrimonial y familiar. Pero tampoco existe una simple «identidad», sino que el papel y, por así decir, la «fórmula cualitativa» del amor varían en las diversas fases. Sin duda, la atracción sensible, afectiva y física —eros—, hacia una persona es uno de los componentes importantes de esa fórmula cualitativa, pero no el único, ni el más decisivo. Ante todo porque se trata de un amor eminentemente pasivo^: algo que «le pasa» a la persona, más o menos intensamente, y que le puede dejar de «pasar», aparentemente sin motivo. Es un amor del que el sujeto no se puede responsabilizar, se suele decir de él ~ue «no se sabe cómo ha venido» y que «se va sin saber cómo». 15 Cfr. las reflexiones al respecto de J. Hervada, por ejemplo en Diálogos bre el amor y el matrimonio, 3.a ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 22 ss.
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Si ese componente fuera el único en la fórmula del amor, sería absurdo hablar de deberes relacionados con él: tan absurdo como hablar de obligaciones del enfermo en relación con la fiebre. Pero el amor no es solo, ni principalmente, algo pasivo, padecido (el famoso mal de amores). Es fundamentalmente obra de la voluntad libre, la persona no es solo víctima, sino sobre todo protagonista de su amor (y de su desamor). Por eso no solo no hay contradicción entre deber y amor, sino que el amor, al madurar, busca transformarse en deber, como manera humana de obligarse a durar para siempre. El amor, que empieza siendo atracción involuntaria, se defiende de la amenaza de la fugacidad convirtiéndose en amor debido, hecho deuda, comprometido16; y desde ese momento la libertad se emplea —con toda la creatividad del amor— en mantener la fidelidad a ese compromiso de amar. Por tanto, el hecho de que la esencia del matrimonio resida en el vínculo jurídico no relega el amor al papel de visitante casual, siempre bienvenido, desde luego, pero innecesario17. Al contrario, muestra hasta qué punto el matrimonio es cuestión de amor, de un amor que ha sabido madurar —mejorando su fórmula cualitativa: el número y la proporción de sus ingredientes—, y que se compromete a seguir madurando: se asume como una tarea en la que se empeñan la libertad y todos los recursos de la persona 18. b) El compromiso de amar y su realización El amor es, en efecto, el motor de la decisión de contraer matrimonio. Y es también acto de amor el acto de consenti16
Cfr. Deus caritas est, 6. Cfr. J. HERVADA, Una caro. Escritos sobre el matrimonio, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 104 ss. 18 Cfr. Deus caritas est, 7 . 17
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miento matrimonial19: evidentemente, como nos estamos refiriendo al amor en cuanto acto de la voluntad, no en cuanto mero sentimiento, ese acto de amor se concreta en su específico contenido: darse y recibirse como esposos en orden a los fines del matrimonio (por eso puede tener eficacia jurídica: Lección 6.2). Al constituirse como cónyuges, los dos esposos se entregan mutuamente las obras futuras debidas al desarrollo de su «ser conyugal». En el momento del pacto conyugal, por tanto, se anticipan —comprometiéndolas— todas las obras del amor conyugal (Lección 3.2.c). El amor que hasta entonces era gratuito —al decir de Hervada— se hace deuda de justicia, se convierte en debido: del «deseo ser tu esposo o tu esposa porque te quiero», se pasa al «te quiero, y te querré siempre, porque eres mi esposo o mi esposa»20. Esta es la entraña de la naturaleza jurídica del vínculo conyugal, que no implica, por tanto, que el trato entre los esposos se convierta en un árido conjunto de derechos y obligaciones. El «deberse en justicia» —que es propio del vínculo matrimonial— no sustituye el amor conyugal por el Código civil, sino que expresa precisamente la fuerza con que se ha hecho entrega de las obras futuras propias del amor en un solo acto de compromiso: el del pacto conyugal. Las obras del amor deben provenir lo más inmediatamente posible del amor mismo, antes que del mero sentido del deber. Por eso, una vez iniciada la vida conyugal, el amor debe ser el motor de los actos y conductas de los esposos en los acontecimientos cotidianos. Sin embargo, los derechos y obligaciones conyugales (consecuencia del carácter debido del amor conyugal) ofrecen una precisa orientación para obrar conforme al amor comprometido. Y a veces también su consideración ayuda a mantener vivas las obras del amor cuando resulta costoso en una determi19 Cfr. P.J. VlLADRICH, El modelo antropológico del matrimonio, Rialp, Madrid 200l.p. 86. 20 Cfr. J. HERVADA, Diálogos..., cit., pp. 198 ss.
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nada época o circunstancia: de ese modo, defienden el amor, impulsando a la fidelidad. En efecto, el amor conyugal (el obrar debido a la condición de esposos) no se realiza automáticamente, por el mero hecho de ser esposos. Su grandeza y su dignidad van en paralelo con la grandeza y dignidad de la libertad humana. Y también, sin duda, su riesgo y su debilidad son tan reales como la debilidad y el riesgo propios de la libertad21. Es evidente que, aunque el obrar libre debe ser adecuado al ser, la criatura puede —por fragilidad— no poner en práctica las obras debidas. La grandeza del amor conyugal reside en que, con la ayuda de Dios, los esposos pueden hacerlo realidad. Su debilidad implica que también pueden fallar, si bien ese hecho no destruye la unión conyugal que forman los dos, y precisamente por eso pueden restaurar el amor que su debilidad deterioró: esa es, sin duda, una de las obras más grandes y necesarias del amor. Se entenderá ahora que la afirmación de que el amor no es la esencia del matrimonio no significa que sea irrelevante o meramente circunstancial: es lo más importante para que surja la voluntad matrimonial, para que nazca el matrimonio y para la vida matrimonial y familiar. Sin embargo, no debe confundirse el amor con la condición de cónyuges, ni cualquier modo de amar con el amor conyugal. Conyugalidad y amor deben ir siempre juntos, pero no se identifican, como no se identifican paternidad, maternidad, o filiación con amor paterno, materno o filial. Al ser padre, madre o hijo —que son rasgos de la identidad de la persona— le corresponde un particular deber ser. se debe al otro, en las obras, el amor de padre, de madre, de hijo; pero el cumplimiento de ese deber, de esas obras propias del amor, tiene que ser querido y ejecutado por la voluntad libre de la persona, que puede actuar o no en conformidad con lo que es. 21
Cft. Instrucción familia, 6 2 .
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Lección 8 LA SACRAMENTALIDAD DEL MATRIMONIO CRISTIANO
1. La dimensión sagrada del matrimonio y su elevación a la dignidad sacramental a) Sacralidad natural de la persona y de la unión conyugal La persona humana es sagrada, por ser imagen y semejanza del Creador en su unidad de cuerpo y alma espiritual, y por el destino eterno al que Dios la llama. De ahí que la unión conyugal posea también una dimensión naturalmente trascendente, sagrada en cierto modo (Lección 1.1), como «imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre»1. La fuerza única del vínculo que une a una mujer y a un varón, por su mutua entrega y aceptación en el pacto conyugal, llega más allá del alcance de su propia libertad y del poder jurídico de la sociedad (Lección 6.2-3). La facultad de transmitir el don sagrado de la vida humana 2, que ejercen en común, excede asimismo la capacidad meramente biológica de los progenitores (Lección 9.2.c).
1
CEC, 1604. • 2 Cfr. CEC, 2258.
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• Igualmente, la función de la familia como origen de la persona y de su ser y vivir en relación con los otros —esencial para la vida de una sociedad verdaderamente humana— supera las posibilidades de la simple asociación o agregación voluntaria de seres humanos (Lección 15.1). Todo ello inclina al hombre y a la mujer a descubrir el rastro del Creador en el despliegue ordenado de su amor esponsal. Realmente, la verdad total del matrimonio remite a Dios, que ha hecho posible esa unión a partir de la complementariedad de la persona femenina y masculina (Lección 5.2): por eso la Iglesia afirma, como hemos estudiado, que «Dios mismo es el autor del matrimonio»3. b) La significación natural del matrimonio y su elevación sobrenatural Cristo recordó en su predicación la naturaleza originaria de la unión conyugal y de sus propiedades; y reclamó el retorno a esa verdad del principio (Lección 1.3). Este hecho revela con claridad que el matrimonio no es indiferente al designio creador y salvador de Dios, sino que forma parte de él desde el comienzo, si bien ese plan de Dios, como toda la historia de la salvación, se ha ido revelando y realizando gradualmente (Lección 1.1-2)4 Llegada la plenitud de los tiempos5, Jesucristo elevó el mismo matrimonio original a la dignidad de sacramento de la Nueva Ley, es decir, de signo eficaz de la gracia6. Esta acción soberana de Cristo realiza el plan que Dios tiene desde el principio para el matrimonio y la familia, y muestra el papel que les corresLumen gentium, 4 8 . • Cfr. CEC, 1617; 1127. 3
6
4
Cfr. CEC, 280. •
5
Cfr. CEC, 1; 763-766.
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ponde en el conjunto de su proyecto salvífico: el matrimonio es «gran misterio (...) con relación a Cristo y a la Iglesia»7. Puede decirse, pues, que de modo análogo a como toda perna, en el plan salvador de Dios, está llamada a incorporarse a Cristo y se encuentra como orientada hacia el bautismo8, así -odo matrimonio, en su modo de ser y a través de su significación natural, está como orientado al sacramento9. Sin embargo, la sacramentalidad del matrimonio no supone una mera bendición de lo natural, sino —usando la terminología clásica— su -levación al orden sobrenatural. De este modo el matrimonio, que sigue a la persona en el orden natural (Lecciones 5.3 in fine y 6.1), la sigue también, por voluntad de Jesucristo, en el orden brenatural10. 2. El matrimonio cristiano, sacramento de la Nueva alianza «La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza11. En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son insertados definitivamente en la nueva y eterna alianza, en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y, debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador 12, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su 7
Ef 5,22-23. Cfr. Mt 28,19-20; CEC, 1, 519, 541-542, 836 ss., 1225, 1257, etc. 9 Se trata de un tema tratado muchas veces por Juan Pablo II en sus catcquesis sobre la creación y sobre el matrimonio: cfr., por ejemplo, Alocución, 20.11.1980. 10 Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2003, nn. 2-4. 11 Cfr. Concilio deTrento, Sess. XXIV, can. 1 (DS, 1801). Cfr. Gaudium etspes, 48. 8
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fuerza redentora. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia»13. Este texto de Juan Pablo II condensa en una apretada síntesis los aspectos fundamentales de la fe católica sobre la sacramentalidad del matrimonio, que procuraremos desarrollar a continuación. a) La realidad elevada a sacramento es el matrimonio mismo La realidad que ha sido elevada y asumida por Dios, en Cristo Redentor, como cauce sacramental de la gracia, es la comunidad íntima de vida y amor conyugal fundada por el Creador, es decir, el mismo matrimonio querido por Dios al principio. «Por consiguiente, para identificar cuál es la realidad que desde el principio ya está unida a la economía de la salvación y que en la plenitud de los tiempos constituye uno de los siete sacramentos en sentido propio de la nueva Alianza, el único camino es remitirse a la realidad natural que nos presenta la Escritura en el Génesis (cfr. Gn 1, 27; 2, 18-25)»14. Los verbos que utiliza el texto pontificio («elevar» y «asumir») evocan la doctrina tradicional según la cual la gracia (el orden de la redención) no destruye ni sustituye a la naturaleza (el orden de la creación), sino que la asume, sanándola, y la eleva al orden sobrenatural (el orden de la vida de los hijos de Dios). Esta es una de las claves para entender la sustancial identidad entre el matrimonio natural, que no es desnaturalizado por la elevación, y el sacramento del matrimonio, que no 13 14
Familiaris consortio, 13. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 8.
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se constituye añadiendo al matrimonio una realidad externa, sino llevando a la plenitud su realidad natural en el orden de la redención. Así, del mismo modo que el hombre redimido, elevado por la gracia a la condición de hijo de Dios, es el mismo hombre de la creación —no otro ser distinto—, el matrimonio incorporado al orden de la redención es el mismo matrimonio del principio: la unidad en la naturaleza (Lección 6.3) del varón y la mujer injertados en Cristo por el bautismo. «Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso, tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva, conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio»15. b) La base de la sacramentalidad del matrimonio es el bautismo de los contrayentes No pueden separarse, por tanto, un matrimonio natural y otro matrimonio cristiano, ya que éste no es otra cosa que el matrimonio entre bautizados. La base de la dignidad sacramental de ese matrimonio es el bautismo de los esposos, que los inserta en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia de modo definitivo (es decir, irrevocable por parte de Dios16 e irrenunciable por parte de los hombres), en virtud del carácter bautismal17 impreso en el hombre (es lo que Juan Pablo II expresa, en el texto que comentamos, como «inserción indestructible»). 15 17
Familiaris consortio, n. 19. • 16 Cfr. Rm 11, 29. Cfr. CEC, 1272-1274.
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Pero hay que precisar que el carácter bautismal no actúa aquí solamente haciendo a cada cónyuge capaz de recibir los demás sacramentos (o sea, en cuanto el bautismo es «puerta de los sacramentos»)1, sino que es el fundamento próximo e inmediato de la sacramentalidad de su concreto matrimonio (que se da, precisamente, «debido a esta inserción indestructible»). En efecto, que el matrimonio verdadero entre dos bautizados sea sacramento, se debe a la incorporación de cada uno de ellos a Cristo por el bautismo2, no al rito religioso de la boda 3. La razón de esto es que la naturaleza y la estructura de la unión conyugal se asientan —como hemos visto— en el ser de la persona masculina y femenina (lección 6.2.b). Ahora bien, la incorporación de la persona a la vida de la gracia, como nueva criatura, incide profundamente en la estructura de su ser, perfeccionándolo en sus diversos aspectos —también en la conyugalidad—, para hacerlo capaz de vivir (de entender, de amar, de sentir, valorar y actuar) como hijo de Dios. El orden del matrimonio cristiano es, por eso, reflejo de esa nueva configuración de la persona en Cristo por el bautismo y, ya como cónyuge, por la gracia específica del sacramento del matrimonio4. c) La dignidad sacramental afecta a toda la realidad del matrimonio El sacramento no es solo ni principalmente la boda, sino el matrimonio, es decir, la «unidad de los dos» definitivamente es-
Cfr. CEC, 1213,1269. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1986, n. 3. 3 Se celebra el matrimonio con rito litúrgico, siempre que es posible, porque es sacramento (cfr. CEC, 1631); no es sacramento porque se celebre litúrgicamente. 4 Cfr. J. HERVADA, Una caro. Escritos sobre el matrimonio, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 136 ss. 1 2
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tablecida por el consentimiento matrimonial. Esto se expresa en el texto pontificio que comentamos afirmando que es la recíproca pertenencia de los cónyuges —no solo el acto por el que comienzan a pertenecerse: la celebración del matrimonio— lo que representa sacramentalmente la unión de Cristo con la Iglesia. Esa recíproca pertenencia se asienta en el vínculo conyugal, que por su misma naturaleza es uno e indisoluble y se ordena intrínsecamente al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos (Lecciones 6 y 7). Por tanto, la sacramentalidad del matrimonio, en cuanto es «signo permanente» (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia, afecta a toda la realidad de la unión conyugal (el vínculo con sus propiedades esenciales y sus fines): la eleva a una perfección que está en continuidad con su naturaleza, pero que la realiza con una plenitud y trascendencia que solo Dios puede darle. De ahí también que la gracia del sacramento vaya más allá del momento constitutivo del matrimonio, para acompañar a los cónyuges a lo largo de toda su existencia5. c) La significación sacramental del matrimonio Afirma el texto de Juan Pablo II que la unión conyugal de los bautizados es «representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia». Al respecto, se ha escrito: «Desde tiempos antiguos el pensamiento cristiano supo descubrir que el matrimonio de los bautizados no sólo es símbolo o imagen del misterio de Cristo y la Iglesia, sino que el mismo matrimonio participa del propio misterio que representa; que, en consecuencia, la eficacia sacramental se pro-
5 Cfr. Familiaris consortio, 56.
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yecta también sobre la propia realidad matrimonial» 6. Es decir, que «entre signo (matrimonio, realidad natural elevada) y cosa significada (la unión de Cristo y la Iglesia) existe una relación real, no meramente simbólica. Aparte de su capacidad para causar la gracia y santificar la vida de los esposos, el matrimonio cristiano no tiene con la Alianza esponsal de Cristo y la Iglesia una simple relación de semejanza: el mismo matrimonio es misterio y signo, está conformado en su propio ser por el misterio divino del que participa»7. Así pues, el matrimonio no es la misma unión de Cristo con la Iglesia, pero tampoco es un mero símbolo o imagen de ella: gracias a la vinculación que Dios ha establecido entre ambas realidades, la significa y la representa realmente, de modo sacramental (es decir, en el sentido fuerte de re-presentar: hacer presente con su eficacia santificadora 8). La unión conyugal se convierte así en signo eficaz, es decir, en cauce por el que los cónyuges reciben la acción santificadora de Cristo, no solo por su participación individual en Cristo como bautizados, sino también, específicamente, por la participación de la unidad de los dos en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia para presentarla ante sí mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada 9. Por esta razón el Concilio Vaticano II llama al matrimonio no solo «imagen», sino «imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia»27: la unión y participación con Cristo de los esposos se produce no de modo extrínseco (es decir, simplemente tomando ocasión del matrimonio, como su-
T. RiNCÓN-PÉREZ, La liturgia y los sacramentos en el derecho de la Iglesia, Pamplona 1998, p. 285 (cursiva añadida). 7 Ibidem, p. 259. 8 Cfr. CEC, 1070 ss. y, analógicamente, 1363 ss. • 26 Cfr. Ef 5, 25-27. 27 Gaudium et spes, 48. 6
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cede con cualquier circunstancia de la vida), sino intrínsecamente, a través de la eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial28. «Del mismo modo que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos»29, y permanece con ellos como garante de su amor conyugal y de la eficacia de ese mismo amor para hacer presente entre los hombres el amor redentor de Cristo (Lección l4.2.b). e) Efectos del sacramento
Puesto que se trata de uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza, en el matrimonio pueden estudiarse los elementos de todo sacramento: sujeto, ministro, signo sacramental y efectos. Brevemente, puede recordarse que los esposos son suje30 tos y a la vez ministros del sacramento . El signo sacramental es, como acabamos de ver, el matrimonio mismo: la unidad de marido y mujer, desde el momento en que nace por el pacto conyugal31. Y la realidad significada por el signo es la unión salvífica, indisolublemente fiel, de Cristo con su Iglesia. El efecto propio e inmediato del sacramento del matrimonio no es la gracia sobrenatural, sino el vínculo conyugal cristiano31,
Cfr. CEC, 1638 ss. • 29 Gaudium etspes, 48; cfr. CEC, 1642. Cfr. CEC, 1621-1623. 31 Esto explica que solo sean sacramento —así lo considera la praxis de la Iglesia y la inmensa mayoría de los autores— los matrimonios en que los dos cónyuges están bautizados (si uno o los dos no lo están y se bautizan después de haber contraído verdadero matrimonio, en ese mismo momento su matrimonio queda elevado a sacramento). 32 Cfr. Familiaris consortio, 13; Humanae vitae, 9. Cfr. J. HERVADA, Una caro..., cit., p. 134. 28 30
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que es como el título permanente por el que los cónyuges se hacen acreedores a la gracia propia del sacramento10, que los fortalece y los capacita para vivir su matrimonio como vocación y camino eclesial de santidad (Lección 13.2), en la nueva dimensión que supone su elevación al orden de la gracia 11. El vínculo conyugal cristiano es el vínculo matrimonial mismo, elevado y santificado por la gracia, de manera que constituye «una comunión de dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la encarnación de Cristo y su misterio de alianza. El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; tiende a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, lleva a no ser sino un solo corazón y una sola alma; exige indisolubilidad y fidelidad en la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae, 9). En una palabra, se trata de las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva, hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos' (ibid., 4)»12. En efecto, en virtud de su sacramentalidad, el vínculo conyugal se convierte en un vínculo sagrado, ya no meramente natural13. Por esta razón, las propiedades esenciales del vínculo quedan dotadas de una peculiar firmeza31, congruente con su significación sacramental (la unión indisoluble de Cristo con la
37
Cfr. CIC, c. 1056.
Cfr. Familiaris consortio, 13. Cfr. Familiaris consortio, 20; cfr. CEC, 1641; Lumen gentium, 11.41. 12 Familiaris consortio, 13. 13 Cfr. Gaudium et spes, 48; JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2003, nn. Зуб. 10 11
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Iglesia); y sus fines trascienden también el ámbito meramente natural. De este modo los esposos cristianos, «en virtud del sacramento del matrimonio, por medio del cual significan el misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia y de él participan38, se ayudan mutuamente para ser santos en la vida conyugal y en la aceptación y educación de la prole, y así tienen su propio don en el Pueblo de Dios dentro de su estado |yida y de su condición»39. 2. Algunas
consecuencias de la sacramentalidad del matrimonio
a) Peculiaridad del matrimonio como sacramento El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación: ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio'»40. En uno de sus discursos, Juan Pablo II explicaba que, siendo —como todos los sacramentos— un signo que significa y da la gracia, el matrimonio es el único que no se refiere a una actividad específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En efecto, tiene como fines, no solo principales sino también propropios, por su propia índole natural (Lección 6), el bien de los cónyuges y la generación y educación de la prole41. Esta peculiaridad puede ilustrarse comparando el matrimonio, por ejemplo, con el bautismo42. El lavado corporal es una actividad humana con una finalidad propia. Sin embargo, al instituir el bautismo solo se toma de esa actividad la semejanza Cfr. Ef5,32. • 39 Lumen gentium, 11. • 40 Familiaris consortia, 68. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 8. 42 Cfr. J. HERVADA, Una caro..., cit., pp. 137 ss. 38 41
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externa, el gesto: se realiza una acción «a modo de lavado» que, junto a las palabras que indican su nuevo sentido y finalidad, constituye el signo sacramental. El bautismo es un lavado específicamente sagrado, administrado por un ministro distinto del sujeto, y con una intención directamente sacramental, distinta de la que lleva al aseo cotidiano. Por tanto, la acción física realizada existe en el orden de la creación, pero no conserva el sentido que poseía por naturaleza: su significado y su finalidad naturales no son asumidos, sino cambiados en la nueva realidad sacramental. En cambio, en el matrimonio se constituye en sacramento la misma realidad natural en su integridad, tal como ha sido configurada en la creación: marido y mujer unidos por el vínculo conyugal, con sus propiedades esenciales y con los fines que expresan la dinámica natural de esa unión. No se asume como signo sacramental simplemente un gesto «a modo de» unión conyugal, cambiándole la significación mediante los demás elementos del signo (palabras, ritos). Desde luego que, con la elevación a sacramento, el matrimonio recibe una significación (y una eficacia), que antes no poseía, pero la recibe mediante su significación natural: «es precisamente la realidad creada lo que es un 'gran misterio' con respecto a Cristo y a la Iglesia» 14. b) La inseparabilidad de matrimonio y sacramento entre bautizados Puesto que lo que Cristo ha asumido como signo es la mismísima realidad del matrimonio, en este sacramento la acción sagrada es la misma acción natural, con los mismos protagonistas (por eso los contrayentes son también los ministros: solo
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ellos pueden casarse y constituir así el signo: Lección 6.2); y la intención de obtener los fines sobrenaturales pasa necesariamente por la de obtener los naturales (de lo contrario, no habría matrimonio ni, por tanto, sacramento). Esto explica la inseparabilidad o identidad entre matrimonio de los bautizados y sacramento, que el Código de Derecho canónico expresa así: «La alianza matrimonial (...) fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento»15. La concepción católica del matrimonio como realidad natural se apoya, como hemos visto (Lección 6.2), sobre el principio de que solo el consentimiento —que no puede ser suplido por ninguna potestad humana— hace el matrimonio16. Si recordamos que el consentimiento es el acto de voluntad por el que el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio17, advertiremos en seguida que esa definición no incluye, a primera vista, ningún componente sagrado o sacramental específico, ni en el acto humano que da origen al matrimonio, ni en el contenido del consentimiento matrimonial: el mismo pacto conyugal entre bautizados da lugar al sacramento del matrimonio. Esto se comprende si no se olvida que la realidad constituida en sacramento son los mismos cónyuges bautizados, en cuanto unidos por el vínculo conyugal, y no la mera celebración del matrimonio. El pacto conyugal válido causa la unión de los esposos porque es, por naturaleza, la única causa capaz de dar origen al matrimonio; y ese matrimonio, por ser entre
44 CIC, c. 1055 (cursiva añadida). 45 Cfr. CIC, c. 1057 § 1; en el mismo sentido, aunque con diferencias de redacción, se expresa el Código de Cánones de las Iglesias orientales católicas (CCEO), en sus ce. 776 § 1 y 817 § 2. 46 Cfr. CIC, c. 1057 § 2; CCEO, c. 817 § 1.
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bautizados, es objetivamente sacramento: es más, ya no puede no ser sacramento, porque su significación sacramental y su eficacia santificadora han sido establecidas definitivamente por Cristo. Que unos concretos esposos reciban o no actualmente sus frutos de gracia, dependerá, claro está, de sus disposiciones personales.
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Lección 9 LA FECUNDIDAD, BIEN DEL MATRIMONIO
1. La apertura a la vida, rasgo de identidad del matrimonio
El Concilio Vaticano II confirmó nuevamente la enseñanza según la cual «por su naturaleza misma, la propia institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación»18. En efecto, «los hijos son, sin duda, el bien más excelente del matrimonio», de modo que «el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar de lado los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día»2. Conviene aclarar que esta afirmación de que la prole es uno de los «bienes» del matrimonio no significa simplemente que sea algo bueno que puede suceder en él. La expresión está relacionada con la doctrina de los tres bienes del matrimonio, con la que se explica tradicionalmente que la ordenación o apertura a la generación (el bien de la prole o bonum prolis) caracteriza e
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Gaudium et spes, 48. • 2 Gaudium et spes, 50; cfr. CEC 1652.
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identifica (junte con los bienes de la fidelidad y la indisolubilidad) el tipo específico de unión que constituyen el varón y la mujer al contraer matrimonio. En efecto, como vimos al estudiar la esencia, las propiedades y los fines del matrimonio (Lecciones 6 y 7), la apertura a la fecundidad es una ordenación u orientación esencial áe la unión conyugal, es decir, un fin que determina su modo de ser, y al que tiende por su propia naturaleza 19. No se trata, pues, de una finalidad añadida arbitrariamente al matrimonio por la voluntad de los cónyuges, sino de un dinamismo interior al amor propiamente conyugal: puesto que la potencial paternidad-maternidad es una dimensión propia de la distinción y complementariedad sexual entre varón y mujer, no es posible entregarse y aceptarse verdaderamente como esposo y esposa sin darse y recibirse, por eso mismo, como potencial padre y madre. «En este sentido, la índole natural del matrimonio se comprende mejor cuando no se lo separa de la familia. El matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la feminidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura, ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de ese nombre»20. La doctrina de la Iglesia subraya, en consecuencia, que «la fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don mutuo, del que es fruto y cumplimiento»21.
Como vimos en su momento (Lección 7.2.c), esto significa que todo matrimonio es fecundo por su propia naturaleza (la fecundidad es propiedad de su esencia), con independencia de que en un matrimonio concreto no haya, de hecho, descendencia. Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3a ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 297 ss. 20 JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5. 21 CEC, 2366; Familiaris consortio, 14. 19
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La consideración de la verdad revelada acerca del hombre nos ofrece elementos imprescindibles para profundizar en el significado y en la grandeza de este bien del matrimonio. 2 La fecundidad conyugal en el designio de Dios a) El
origen de la persona humana y su singular dignidad
El libro del Génesis, con gran eficacia expresiva, indica la dignidad absolutamente singular del ser humano en el conjunto de la creación, presentándolo como la única criatura que él Creador modela con sus manos a partir del barro de la tierra, para insuflarle después su propia respiración, haciéndole vivir así en virtud de su mismo aliento de vida 22. Se enseña de este modo que la existencia del hombre es realización de un proyecto también completamente singular, de una especial decisión divina, que aparece como culminación y fin de toda la obra creadora: «Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza (...). Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó»7. : La singularidad de la criatura humana radica en ese vínculo particular y especifico que la une con el Creador (un vínculo distinto y superior a la mera procedencia de origen, común a todas las criaturas): la vida del hombre se nos revela como un don gratuito en el que Dios comparte algo de sí mismo con él8. Y en virtud de esa donación de sí mismo que Dios hace al hombre, formándolo a su imagen, el ser humano tiene la dignidad de persona: no es algo, sino alguien. Por ser persona, es la única criatura capaz de conocerse, de poseerse y, en consecuencia, de darse libremente, estableciendo una comunión con otras perso-
22
Cfr. Gn 2, 7. • 7 Gn 1, 26-27. • 8 Cfr. Evangelium vitae, 34.
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nas (Lección 4.3). Es, por eso, el único interlocutor de Dios en la tierra: la única criatura a quien Dios puede llamar «tú» y que puede llamar «tú» a Dios, entablando un diálogo, una relación personal con Él. En la perspectiva de esta enseñanza bíblica fundamental se descubre el fin preciso para el que el hombre ha sido creado: se trata de la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma9; la única que ha sido llamada, por la gracia, a participar en la vida divina, en una alianza personal con su Creador; y la única que puede ofrecerle libremente una respuesta de fe y de amor10. Esta íntima vinculación con el Creador —en su origen, en su naturaleza, en su vida y en su destino último— es la razón radical del valor incomparable de la persona humana: «en el hombre se refleja la realidad misma de Dios»11. Cada persona singular posee como algo propio esa dignidad, un don gratuito que el hombre nunca podría haber alcanzado por sí mismo. Pero el misterio de la imagen de Dios en la persona humana va aún más allá (Lección 1.2.a): varón y mujer, en la peculiar unidad de los dos que se hace posible por su diversidad y complementariedad sexual12, han sido llamados a tomar parte activa, como protagonistas, en el designio divino sobre el hombre. «En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando 'una sola carne' 23, puedan transmitir la vida humana: 'Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra'24. Al transmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador»25. Ciertamente, todos los seres vivos, al reproducirse, continúan de algún modo la creación, dando lugar a otros seres semejantes a ellos que perpetúan su especie. Pero el carácter
Gaudium etspes, 24. • 10 Cfr. CEC, 356-357. • 11 Evangelium vitae, 34. Cfr. Mulieris dignitatem, 7'. • 13 Gn 2, 24. • 14 Gnl,28. 25 CEC, 372. Cfr. Gaudium etspes, 50; CEC, 1604. 9
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»único» de la cooperación del varón y la mujer en la obra del Creador radica en que los hijos nacidos de su unión no están formados únicamente a imagen de sus progenitores —como sucede en la reproducción de los otros vivientes—, sino a imagen de Dios16. b) La misión conyugal de transmitir la vida En efecto, la generación humana no da lugar solo a una continuidad biológica material, sino que en ella se transmite aquel lismo «aliento de vida», aquel principio espiritual por el que el ombre es particularmente semejante de Dios 26, en su unidad de uerpo y alma (Lección 3.1.a). Indudablemente, dar origen al alma espiritual no está al alcance del poder del hombre: cada alma es creada directamente por Dios27. Sin embargo, el Creador no se ha reservado en exclusiva el poder de crear nuevos seres humanos, sino que lo ejerce a través del amor conyugal entre varón y mujer, que queda así asociado de modo inseparable a su propio designio amoroso sobre el hombre: «Dios (...) los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de creador y Padre mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana»19. Cada vez que se engendra una vida humana, comienza a existir un nuevo ser que es, a la vez, material y espiritual, formado a imagen y semejanza de sus padres y de Dios. Una persona, varón o mujer, a la que el Creador llama por su nombre a la existencia con la cooperación de sus progenitores. Por esta razón la generación de una vida humana no puede considerarse mera «reproducción», sino que recibe precisamente el nombre
16 27
Cfr. Carta familias, 8. • 17 Cfr. CEC, 362-365; cfr. Carta familias, 9. Cfr. CEC, 366. • 19 Familiaris consortio, 28.
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de procreación, para expresar que los padres, al engendrar un hijo, participan en cierto sentido en el poder del Creador. Efectivamente —explicó Juan Pablo II—, «al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos solo al aspecto biológico; queremos subrayar rnás bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diferente a como lo está en cualquier otra generación 'sobre la tierra'. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella 'imagen y semejanza', propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por tanto, la continuación de la creación. Así pues, tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un gran misterio»20. Este misterio, inscrito por el Creador en la misma verdad originaria del amor conyugal, está en la raíz de la misión fundamental e insustituible que corresponde a la familia, fundada en el matrimonio, en el plan de la creación y de la redención: el servicio a la vida, transmitiendo la imagen divina de hombre a hombre mediante la generación21. c) La genealogía de la persona en el misterio de la procreación La afirmación de que una realidad humana, algo tan natural y consabido como el modo en que los seres humanos vienen a la vida, es un misterio —en sentido teológico— quiere indicar que su significado y su valor no se agotan en los aspectos que pueden percibirse inmediatamente con la luz natural de la razón. Ni siquiera la profundización científica en las maravillas biológicas que forman parte de ese proceso alcanza a dar razón 20
Carta familias, 9. • 21 Cfr. Familiaris consortio, 28.
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cabal de su verdadera dimensión , porque «la paternidad y maternidad humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan»23. En realidad, solo la revelación de Dios, con la luz de la fe, permite descubrir en qué consiste ese algo más que hace posible valorar —aunque siempre bajo cierto velo de misterio24— el sentido pleno de la generación humana, «como acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges, que forman una sola carne y también a Dios mismo que se hace presente»25. La fe descubre, con asombro agradecido, hasta qué punto se entrelazan el amor humano y el amor divino en el misterio de la procreación. El mismo Dios, en el Antiguo Testamento, atribuye a su amor por el hombre, no solo las características del amor conyugal (Lección 1), sino también los rasgos propios del amor paterno y materno26; y la predicación y la vida de Jesús nos revelan a Dios como Padre nuestro y nos introducen en el trato filial con Él, haciéndonos partícipes de su relación única con su Padre27. 22 Si bien tanto el conocimiento común como la ciencia llegan a vislumbrar en él una hondura sobrecogedora, que invita a la admiración y al respeto. Baste recordar el tratamiento sagrado, religioso, que recibe la fecundidad humana en la historia de las culturas; o ciertos tópicos usados en la divulgación científica, como las expresiones «misterio» o «milagro» de la vida. 23 Carta familias, 9. 24 En efecto —enseña el magisterio de la Iglesia—, «además de las cosas a las que la razón natural puede llegar, se nos proponen, para ser creídos, misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados por Dios»; pero «los misterios, por su misma naturaleza, superan de tal modo a la inteligencia creada que, incluso una vez que han sido revelados y acogidos por la fe, permanecen sin embargo, en esta vida mortal, cubiertos por el velo de la misma fe y como envueltos en cierta oscuridad» (CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. DeiFilius [DS 3015-3016]; cfr. CEC, 50). 25 Evangelium vitae, 43. 26 Cfr. Dives in misericordia, 4, nota 52; CEC, 219, 370. 27 Cft. Dives in misericordia, 3.
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Esta perspectiva es absolutamente esencial para conocer el verdadero valor de la persona humana: como ha enseñado el Concilio Vaticano II, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación», y lo hace precisamente «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor»2S. Pero, de hecho, solo a través de la analogía con el amor de los buenos padres a sus hijos —que toda persona conoce normalmente por experiencia—, nos es posible entender adecuadamente qué significa que Dios nos ama porque es nuestro Padre19. Se adivina aquí la razón de que Dios, que solo por amor y para el amor creó al hombre y se vinculó de manera única a su suerte28, haya querido que en el origen de toda persona humana se encuentre el amor, el amor conyugal de los padres como reflejo y participación del amor creador y paterno de Dios 29, del que toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra30. Estas son las más profundas raíces de cada ser humano31. La genealogía de la persona muestra, así, misteriosamente la grandeza de la dignidad humana: Dios no solamente ha amado al hombre en el principio, sino que lo sigue amando en cada concepción y nacimiento32. Y este misterio muestra, a su vez, el genuino valor de la procreación y la trascendencia de la misión conyugal de transmitir la vida.
28
Gaudium etspes, 22. • 29 Cfr. Familiaris consortio, 14; CEC, 239. Cfr. Gaudium etspes, 19. • 31 Cfr. CEC, 2367. • 32 Cfr. Ef 3,15 33 «La paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida solo se da enteramente cuando junto con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida. Precisamente esto muestra claramente cuan contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, es cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace» (BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005). 32 Cfr. Carta familias, 9. 30
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3. La mentalidad antinatalista y el misterio de la procreación a) La comprensión del don de la vida El misterio de la procreación es profundamente humano, está arraigado en la misma constitución natural del amor conyugal y, por eso mismo, el corazón bien dispuesto se inclina a acogerlo, como demuestra indudablemente el hecho de que millones de personas, de todas las culturas y religiones, valoren y defiendan con intensa adhesión el don de la vida humana. Sin embargo, por la dimensión de misterio que encierra, se necesitan la luz de la fe y el auxilio de la gracia 35 para aceptarlo en su plena verdad originaria y hacerlo propio con todas sus implicaciones; con mayor razón si se tienen en cuenta las consecuencias del pecado original y de la posterior proliferación del pecado33. A las heridas causadas por el pecado en el entendimiento y en la voluntad, que han quedado debilitados en su adhesión a la verdad y al bien —especialmente cuando ésta exige confiar en Dios más que en los propios cálculos y recursos—, hay que añadir en esta materia la específica dificultad que se introduce en el recto amor conyugal (Lección 1.2.b)34, a causa de la cual la realización del amor conyugal conforme a su verdadera naturaleza no se da sin lucha y esfuerzo, apoyados en la ayuda del Señor. La comprensión del don de la vida no es ajena a los frutos del desorden introducido por el pecado en el corazón del hombre, que se refleja también en las mentalidades y en la cultura. Concretamente, en la actualidad, bajo el influjo de una profunda crisis cultural, que produce un verdadero eclipse del valor de la vida38, se ha difundido una mentalidad que, con diversas razones y manifestaciones, rechaza o desfigura también la verdad de la procreación.
35 34
Cfr. CEC, 1608. • 36 Cfr CEC, 397 ss. Cfr. CEC, 400; 1606-1608. • 38 Cfr. Donum vitae, 11.
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b) El oscurecimiento cultural del don de la vida Cí"*..
Toda visión reductiva del sentido de la sexualidad humana (Lección 2.1) lleva aparejada, necesariamente, una visión también empobrecedora de la procreación. De hecho, la separación entre sexualidad y procreación —especialmente mediante la anticoncepción y el aborto— es elemento clave de toda pretendida liberación sexual39, e implica siempre una despersonalización o cosificación de la sexualidad (ya que no es posible despojarla arbitrariamente de aspectos esenciales de su significado pleno sin que pierda la dignidad que posee como sexualidad personal, y la capacidad de ser expresión auténtica del amor conyugal: Lecciones 5.2.d; 10.2). Si la condición sexuada se desvincula de la dignidad personal del ser humano —y, por tanto, de su verdad y de sus exigencias intrínsecas—, se abre paso fácilmente «una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad», basada en «un concepto egoísta de libertad, que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad»40. La despersonalización de la sexualidad lleva a entender el sexo como un instrumento al servicio de la realización del yo, con la grave limitación que ello supone para la comprensión y realización del don verdaderamente conyugal de sí mismo. Este tipo de tergiversaciones del sentido de la procreación fomentan un temor egoísta a los hijos, y desembocan incluso en la consideración del hijo como un mal o como un intruso que ha de evitarse. En el mismo contexto aparece, lógicamente, la absolutización del deseo personal (o conjunto de la pareja) como único criterio de la procreación, que implica frecuente39 40
Cfr. Instrucción familia, 29-31. Donum vitae, 13; cfr. también n. 19.
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mente la consideración del hijo como un derecho, como un objeto o, incluso como un producto*1. En la difusión de la mentalidad contraria a la vida han influido también notablemente teorías demográficas, elaboradas jen los últimos siglos, que han presentado (a veces con groseras Ittlanipulaciones de datos y cálculos) el crecimiento de la poblaÉción como una gravísima amenaza para la supervivencia de la humanidad, dada la limitación de los recursos de la tierra. Bajo la cobertura del «pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces exagera el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de vida»42, se han invertido —y se invierten— grandes sumas en introducir métodos contraceptivos y en practicar esterilizaciones masivas en países del tercer mundo43, incluso poniendo como condición para conceder ayudas económicas la opción de políticas de «planificación familiar», así entendida, por parte de esos países. Esta estrategia de presentar e imponer las medidas antinatalistas como única vía para el desarrollo —en lugar de fomentar adecuadas políticas familiares y sociales y una mejor obtención distribución de los recursos que haga posible la vida digna— obedece con frecuencia a intereses ideológicos, o de dominio económico o político44. También en los países económicamente desarrollados se ha endido una particular versión del miedo a la vida. No ya el 41
En esta lógica, muchas veces forzada interesadamente mediante la manipulación afectiva de la situación dolorosa de los cónyuges que no pueden tener hijos, se sitúan las técnicas de «procreación artificial» que, cuando sustituyen al acto específico de unión conyugal de los padres como origen de la nueva vida, son siempre ilícitas y ofenden gravemente a la dignidad de la persona humana (cfr. CEC, 2375-2379). 42 Familiaris consortio, 30. 43 Cfr. Donum vitae, 16; Familiaris consortio, 30. 44 Cfr. Sollicitudo rei socialis, 2 5 ; Centesimus annus, 39.
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temor a carecer de lo necesario para sobrevivir, sino «el excesivo bienestar y la mentalidad consumista, paradójicamente unidos a cierta angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas humanas; y así la vida, en muchas ocasiones, no se ve ya como una bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse»45. El desconcierto de muchos acerca del valor de la vida —debido a la presión cultural46—, la inseguridad por no sentirse preparados para asumir la grave responsabilidad de los hijos, o incluso el pesimismo ante el mundo que se encontrarán los que nazcan, provocan también un oscurecimiento del valor de la vida, que lleva a ver el nacimiento de un nuevo ser como un mal —para él mismo—, o al menos como un bien dudoso47. c) La visión cristiana Sin embargo, la recta razón sigue siendo capaz de orientar el corazón del hombre hacia su verdadera dignidad, abriéndose paso entre las sombras que amenazan con oscurecerla. Y en esa búsqueda encuentra la luz de la fe cristiana, que muestra y proclama inequívocamente el valor incomparable de la vida humana. Frente a la tentación de pensar que una nueva vida solo viene a reclamar esfuerzos y responsabilidades y no aporta nada, la recta mirada humana, iluminada por la fe, comprende que es siempre un don48: • Para el recién nacido: su vida es el primer don del Creador a la criatura. • Para la familia, que está presente ya en el matrimonio: si el bien propio de los esposos, en cuanto unidad de los dos, Familiaris consortia, 6. • 46 Cfr. Instrucción familia, 40-42. Cfr. Familiaris consortio, 30; Donum vitae, 18. • 48 Cfr. Carta familias, 11.
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proviene del amor esponsal que les lleva a entregarse y aceptarse mutuamente con la disposición de dar y acoger la vida, el bien común de la familia se enriquece por ese mismo amor concretado en el hijo. • Para cada miembro de la familia: el nuevo hijo hace de sí mismo un don a los hermanos y a los padres, que con él se realizan personalmente en la dinámica de amor y donación propia de la comunión de personas que es la familia. • Para la sociedad: en definitiva, el bien común de toda la sociedad está en el hombre, que constituye su sentido y su riqueza. La visión cristiana de la procreación, radicada en la fe, impulsada por el amor y sostenida por la esperanza, invita, por tanto, a vivir generosamente la misión conyugal de transmitir la vida, como realización de la vocación propia de los esposos (Lección 13). Esa actitud no supone negar las dificultades, o minusvalorarlas ingenuamente, sino afrontarlas con todos los recursos humanos razonables y confiando siempre en la providencia amorosa de Dios, que no ha puesto el don de la vida en manos del matrimonio para abocarlo al absurdo: «afrontar esperanzadamente el futuro con fe sobrenatural no significa en absoluto ignorar los problemas. Todo lo contrario; la fe es nuevo acicate para la búsqueda cotidiana de soluciones, certeza de que ni la ciencia ni la conciencia (...) pueden aceptar sinrazones de mendosa eficacia, que llevan a negar el amor humano, a cegar las fuentes de la vida, al hedonismo sutil o al más burdo materialismo, que sofocan la dignidad del hombre y lo hacen esclavo de la tristeza»49. De ahí que, en la situación actual del mundo y de la cultura, sea especialmente urgente que los cristianos den «razón de su S. JOSEMARÍA ESCRIVA, Discurso
en la Universidad de Navarra, 9-V-1974.
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esperanza»50 al valorar el bien de la procreación en su propia vida, y al ayudar a valorarlo a los demás en su entorno social y familiar. La visión propia de la esperanza, en efecto, protege de la tentación de encerrarse en el mero cálculo humano —económico, de bienestar, de capacidad, de previsiones de futuro— y dispone a «recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta»51. d) La familia, santuario de la vida La familia fundada en el matrimonio es, como hemos considerado [supra: 2.b), el origen querido por Dios para cada persona humana, el lugar donde radican sus rasgos de identidad y en el que es acogida y valorada de modo incondicional, sin méritos ni contrapartidas. Por esa misma razón, la comunidad familiar se configura como santuario de la vida35, como el ámbito idóneo para acogerla y protegerla, no solo en su origen, sino también en todas sus etapas y vicisitudes 36. La forma más inmediata, propia e insustituible37 del servicio a la vida propio del amor conyugal, como hemos dicho, es la generosidad en la generación y educación de los hijos: «la Sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres (cfr. Gaudium etspes, 50)»55. Además, por el mismo amor del que es reflejo y participación, la familia está llamada a abrirse más allá de los vínculos de la carne y de la sangre, considerando a todos los hombres miembros de la única familia de los hijos de Dios: «el amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene
Cfr. 1 P 3,15. • 51 S. JOSEMARÍA ESCRTVÁ, Discurso, cit. Cfr. Centesimus annus, 39. • 53 Cfr. Familiaris consortia, 30. 37 Familiaris consortio, 41. • 55 CEC, 2373. 50 52
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muchas formas (...) En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás»56. En esta perspectiva se entiende que también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio»57. La familia, por su propia naturaleza —explica Juan Pablo II—, está en condiciones de compadecerse, con caridad creativa, de las necesidades de todos, particularmente de las que pueden aliviarse haciéndolos partícipes del calor de hogar que toda persona necesita. Esto se refiere en especial a los niños huérfanos, abandonados o necesitados, a los que pueden ofrecer —mediante la adopción o con otros modos de ayuda— la experiencia de la cariñosa y solícita paternidad de Dios, atestiguada por los padres cristianos y, con ella, la posibilidad de crecer con serenidad y confianza en la vida. Y se extiende también al cuidado de los discapacitados, enfermos y ancianos58 —de la propia familia o de otras59—; y al empeño por remediar el desamparo de todos los marginados por cualquier causa. «De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la paternidad y maternidad de las familias cristianas (...) Con las familias y por medio de ellas, el Señor Jesús sigue teniendo 'compasión' de las multitudes»60.
56
Familiaris consortio, 41. CEC, 1654. Cfr. CEC, 2379; Gaudium «spes, 50; Familiaris consortio, 14. 58 Cfr. Familiaris consortio, 27. • 59 Cfr. CEC, 2208. 60 Familiaris consortio, 4 1 . 57
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Lección 1 0 AMOR CONYUGAL Y TRANSMISIÓN DE LA VIDA
El magisterio de la Iglesia, al serviciode la verdad del amor conyugal 1.
a) Un magisterio que propone la verdad natural La misión insustituible de la familia al servicio de la vida se ve oscurecida y dificultada, indudablemente, por distintas manifestaciones de la mentalidad contraria a la vida, a algunas de las cuales hemos hecho referencia (Lección 9.3); pero no es menos cierto que el antídoto para contrarrestar eficazmente esa «cultura de la muerte», en bien de toda la humanidad, sigue siendo precisamente la familia, como «sede de la cultura de la vida» 38. Evidentemente, la eficacia de esta misión requiere que la familia permanezca fiel a su propio ser 2, mostrándose con convicción, ante la sociedad y ante cada hombre, como santuario de la vida. Y para este fin es de gran importancia el servicio que presta el magisterio de la Iglesia a todos los hombres, cuando proclama y defiende la verdad del amor conyugal: «consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y
38
Cfr. Centesimus annus, 39. • 2 Cfr. Familiaris consortia, 17.
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ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad; y a todo aquel que se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar»3. La verdad plena del amor conyugal lleva consigo exigencias morales muy precisas, que la Iglesia no deja de recordar con fortaleza, a pesar de las actitudes de rechazo que se le han opuesto —con particular intensidad desde la publicación de la encíclica Humánete vitae, de Pablo VI—, acusándola, no solo de ser insensible a las dificultades del mundo actual, sino incluso de mirar con recelo el amor humano39. Estas y otras acusaciones semejantes —de evidente intención tergiversadora— no resisten, sin embargo, un análisis sereno del auténtico contenido y fundamento de las enseñanzas de la Iglesia en materia de moral sexual y conyugal. Sin duda, ceder en ese magisterio moral, para hacerlo «aceptable» —es decir, asumible sin tener que cambiar de conducta— a la mentalidad y a los estilos de vida que tratan de imponerse culturalmente, podría parecer un camino sencillo para granjearse popularidad a corto plazo; e incluso para hacer más fácil, a primera vista, para muchos cristianos la coherencia entre su vida y la doctrina católica40. Pero la Iglesia sabe que esto supondría una gran traición a los esposos cristianos y a toda la humanidad. «La gente —explicaba Juan Pablo II— no escucha, por desgracia, más que los 'no' de la Iglesia, pero la respuesta de Dios al amor humano es un 'sí' entusiasta. Él es su fuente y su meta verdadera. Dios bendice el amor humano auténtico. El Creador lo ha querido. Cristo Salvador lo transfigura, hasta el punto de hacer de él el reflejo y el sacramento de su Alianza indisoluble. Los 'no' que la Iglesia pronuncia con claridad son simplemente la contrapartida de ese 'sí' entusiasta, el rechazo de las
3
Familiaris consortio, 1, • 4 Cfr. Deus caritas est,3. Cft. Carta familias, 12.
40
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falsificaciones del amor. Porque cuanto más grande es el amor, más temibles son sus falsificaciones»41. En efecto, las exigencias morales del amor conyugal no son limitaciones o mandatos impuestos desde fuera, en una especie de intromisión en la intimidad de las personas: proceden de dentro, brotan del mismo modo de ser de ese amor; y defienden su autenticidad y su grandeza frente a la debilidad humana. Actuar en contra de ellas, por decirlo gráficamente, no es mulo porque esté prohibido: está «prohibido» precisamente porque es malo para las personas, porque falsea y desvirtúa el verdadero bien del amor conyugal. Por eso, al pronunciarse sobre éstas y otras cuestiones morales, el magisterio eclesial no coarta en modo alguno la libertad de las personas, ya que «no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que pone de manifiesto las verdades que ya debería poseer (...) La Iglesia se pone solo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada de aquí para allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (Ef 4,14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad la verdad, especialmente en las cuestiones más difíciles, y a mantenerse en ella»42. Se trata de una asistencia, avalada por la autoridad espiritual transmitida por Cristo a su Iglesia, que ayuda a vivir con verdadera libertad el amor conyugal y, en ese sentido, es una enseñanza liberadora8. b) Una propuesta liberadora Como hemos estudiado (Lección 3.2), la libertad es camino de realización de la persona conforme a su verdadera dignidad. Su ejercicio recto consiste, por eso, en elegir lo que se reconoce
41 42
JUAN PABLO II, Alocución, 6.II.1987. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1995, n. 8.+
8
«Cuando el hombre oye hablar de ley moral, piensa casi instintivamente en algo que se opone a su libertad y la mottifica. Pero, por otra parte, cada
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como el bien auténtico, aunque no sea el más fácil de obtener, y comprometerse perseverantemente en su realización. En esta perspectiva, importa mucho subrayar que el recto orden del amor conyugal, tal como lo enseña la Iglesia en su magisterio, puede entenderse, es profundamente coherente con la verdad de la persona humana, de modo que la recta razón es capaz de descubrir esa coherencia y asumirla como criterio para guiar la propia libertad43. Por esta razón, la Iglesia propone su magisterio moral sobre la sexualidad no como un puro ejercicio de autoridad que reclame una sumisión ciega, sino «urgiendo a los hombres a la observancia de los preceptos de la ley natural, que ella interpreta mediante su constante doctrina»44. Además, ese orden recto del amor puede vivirse, no se trata de un ideal hermoso pero poco realista, inalcanzable a causa de las dificultades que cada persona experimenta en sí misma y a su alrededor. Ciertamente, las dificultades existen y pesan, pero sería equivocado tomar la debilidad que procede del pecado (Lección 1.2.b) como la auténtica medida de la dignidad y de las posibilidades del hombre, porque el hombre caído ha sido redimido por Cristo45. Así pues, considerando las cosas con realismo cristiano, vivir el amor conyugal conforme a su verdad íntegra —y, por tanto, de acuerdo con el plan de Dios—, no supera las capacidades humanas, si bien la naturaleza caída necesita el auxilio de la
uno de nosotros se reconoce plenamente en las palabras del Apóstol, que escribe: 'me deleito en la ley de Dios según el hombre interior' (Rm 7,22). Hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y 44que la ley de Dios manda, a pesar de que, usando de nuevo las palabras del Apóstol, en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente' (Rm 7,23). El fruto de la redención es la liberación del hombre de esta situación dramática y su capacitación para un comportamiento honrado, digno de un hijo de la luz (...). La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido no por nosotros, sino por Dios, que nos ha creado. La ley moral es ¡ey del hombre porque es ley de Dios» (JUAN PABLO II, Alocución, 27.VII.1983). 9 Cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 18.VII.1984. • 10 Húmame vitae, 1 1 . 45 Cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 1 . III. 1984.
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gracia para ser capaz de aceptar y vivir esa verdad con todas sus consecuencias (Lecciones 1.3; 9.3). Contando con la gracia del sacramento del matrimonio, camino de santificación que recorren unidos a Cristo (Lecciones 8.2.e; 13.3.a), los cónyuges cristianos pueden proponerse sin miedo vivir su amor defendiéndolo de las desfiguraciones del pecado y de la limitación humana 12. Por eso, lejos de suponer una carga añadida, «el magisterio de la Iglesia de Cristo no es solo luz y fuerza para el Pueblo de Dios, sino que eleva sus corazones a la alegría y a la esperanza»46, ante la posibilidad real de que su vida conyugal refleje plenamente la dignidad y la libertad de los hijos de Dios47. 2. El significado humano de la sexualidad, fundamento de la moral conyugal Para comprender el fundamento de la doctrina moral católica en este ámbito, es preciso tener presente la visión cristiana de la persona y el sentido de la sexualidad como cauce específico de comunicación y participación (Lección 4.2.b), a través del cual se realiza y se expresa la plena donación mutua en la comunión personal de varón y mujer 48. Puesto que, como hemos explicado (Lección 5.1), la sexualidad humana no es una realidad puramente física o biológica, sino que «afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal»16, la entrega mutua mediante los actos propios y exclusivos de los esposos «se realiza de modo verdaderamente humano solo cuando es parte integral del amor con el que el hom-
Cfr. Carta famiiias, 13. • 13 JUAN PABLO II, Alocucidn, 17.IX.1983. Cfr. Rm 8,21. Cfr. Humanae vitae, 20. 48 Cfr. Carta famiiias, 12; CEC, 2360 ss. • 16 Familiaris consortio, 11. 12 47
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bre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte»49. No es posible separar rectamente, por tanto, entrega corporal y matrimonio, ya que el ejercicio de la sexualidad adquiere su significado pleno solo integrado en el amor conyugal (Lección 5.2.d): «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud»18. La visión cristiana del amor humano aprecia y celebra la intimidad corporal de los esposos, como realidad querida por el Creador —por tanto, buena en sí misma19—, que perfecciona y manifiesta aquel ser los dos una sola carne que, en el matrimonio cristiano, es representación real de la unión indivisible de Cristo con su Iglesia (Lección 8.2.d) y forma parte del camino de la santidad conyugal. A la vez, la doctrina moral de la Iglesia puntualiza que ese valor humano y cristiano solo se cumple auténticamente en el acto conyugal realizado —en expresión de la Const. Gaudium et spes que acabamos de recordar— «de modo verdaderamente humano». Conviene entender bien el sentido de esta puntualización, porque encierra la clave de la moral sexual y conyugal católica. Conforme a la constitución natural de la persona humana, la unión sexual de varón y mujer —llamada propiamente acto conyugal porque, como hemos visto, su verdad plena se da exclusivamente en la unión entre marido y mujer— posee de suyo un doble significado: • Unitivo, porque es expresión humana del amor por el que los cónyuges se entregan y aceptan mutuamente para ser los dos una sola carne; y a la vez fomenta y alimenta ese
49
Ibidem. • 18 Gaudium et spes, 49. • 19 Cfr. CEC, 1604.
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amor, también a través del placer y el gozo —corporal y espiritual— asociados por naturaleza al acto conyugal20, de tal modo que «la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual»21. • Procreador, porque es el modo específico de cooperación sexual entre varón y mujer que se ordena, por su misma naturaleza, a la transmisión de la vida humana (Lección 5.2.d). Si ponemos en relación estos significados propios del acto conyugal con los fines del matrimonio, ya estudiados, advertiremos en seguida que ambos son inseparables. No cabe identificar de modo exclusivo el bien de los esposos con el significado unitivo, ni la procreación y educación de los hijos con el significado procreador, porque ambos fines del matrimonio están unidos de tal modo que no pueden darse de modo verdaderamente humano el uno sin el otro (Lección 7.2.b). En efecto, si se buscara la unión personal con el otro excluyendo voluntariamente su potencial paternidad o maternidad, faltaría la plena entrega-aceptación mutua que reclama la unión propiamente conyugal y, por tanto —en palabras ya recordadas de Juan Pablo II—, ni siquiera se daría un bien de los cónyuges digno de ese nombre22. Si se buscara en el otro su capacidad generativa, excluyendo su aceptación como consorte y copartícipe de toda la propia vida conyugal, en realidad se le utilizaría como un instrumento, y no se daría una procreación propiamente humana, ya que la dignidad personal del hijo exige que sea engendrado y acogido en el seno de la íntima comunidad de vida y amor fundada y sostenida por sus padres23. Como puede apreciarse, cualquier ruptura voluntaria del significado pleno del acto conyugal lo falsearía intrínseca20 Cfr. CEC, 2362. • 21 CEC, 2360. 22 Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5. Cfr. Instrucción familia, 4.
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mente50 como expresión verdaderamente humana del amor matrimonial. «Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de la pareja ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia» 51. Ésta es la razón de que la Iglesia enseñe, como norma fundamental de la moral conyugal, que todo «acto matrimonial, en sí mismo, debe quedar abierto a la transmisión de la vida» 52: «esta doctrina, muchas veces expuesta por el magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador»53. 2. Procreación
y responsabilidad
a) Paternidad responsable «En el deber de transmitir la vida humana y educarla, que han de considerar como su misión propia, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad humana y cristiana»54. Esta exhortación del magisterio conciliar a la «paternidad responsable» se refiere ante todo a la responsabilidad de los esposos de colaborar con Dios ejerciendo la facultad conyugal de transmitir la vida (conviene aclararlo porque con frecuencia se
Cfr. Instrucción familia, 66. • 25 CEC 2363. Cfr. Carta familias, 12. Humanae vitae, 11. 27 Humanae vitae, 12; cfr. PÍO XI, Ene. Casti connubñ, 31-XII-1930 (DS, 3717). 54 Gaudium etspes, 50. 50 26
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limita su sentido a la regulación de la procreación, que es solo uno de sus aspectos 55). La afirmación de que los cónyuges han de considerar que ésta es su misión propia significa, en efecto, que el planteamiento de su proyecto familiar no puede construirse sobre la base de una actitud restrictiva o calculadora respecto a los hijos. Por el contrario, la santidad y la belleza de esa misión de cooperar con el amor del Creador piden de los esposos la disposición decidida de realizar su amor en generosa apertura a la fecundidad que Dios quiera concederles, sabiendo que cada hijo es una nueva muestra de confianza del Señor y una confirmación viviente de la vitalidad de su entrega mutua. Como hemos considerado anteriormente (Lección 9.3), el miedo a los hijos no es una actitud cristiana, ni deriva de una apreciación humanamente recta del valor inmenso de la vida. Esto no significa que la doctrina de la Iglesia —como se le atribuye maliciosamente en ocasiones— exija que cada matrimonio tenga todos los hijos que física o biológicamente pueda engendrar a lo largo de su vida fértil, como si los esposos fueran meros instrumentos inertes para la perpetuación de la especie humana. El pasaje conciliar que comentamos precisa, por el contrario, que los cónyuges son, en cierto modo, intérpretes del amor Creador de Dios, en cuanto se manifiesta a través de la fecundidad de su amor conyugal (Lección 9.2): la cooperación que Dios les pide es humana, es decir, libre y responsable56. Por tanto, los esposos deben decidir en conciencia —procurando tener una conciencia bien formada, a través del estudio, el consejo prudente y la oración sincera— cómo han de cooperar en sus circunstancias particulares con el amor de Dios31.
Pablo VI aclaró, por eso, que la paternidad responsable se ejerce, bien con la decisión ponderada y generosa de tener una familia numerosa, bien con la decisión, adoptada por graves motivos y con respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o indefinidamente (cfr. Humarme vitae, 10). 56 Cfr. Humanae vitae, 1. • 31 Cfr. Gaudium etspes, 50. 55
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b) Paternidad responsable y regulación de la procreación «Un aspecto particular de esta responsabilidad concierne a la 'regulación de la procreación. Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable»32. Esta última advertencia resulta especialmente importante, teniendo en cuenta la influencia, muchas veces inconsciente, que el ambiente cultural puede ejercer sobre los esposos, a la hora de valorar sus posibilidades reales. En efecto, no puede darse por supuesto, como punto de partida, que se dan siempre razones justas para postergar el nacimiento de los hijos o limitar su número conforme a un uso social más o menos extendido. Por el contrario, lo normal es la disposición de servir generosamente a la vida —a veces incluso a costa de sacrificios heroicos 57—, confiando con serenidad en la ayuda de Dios, que es siempre más generoso que los hombres58. Sin embargo, aun con esta disposición, es posible que razones serias y meditadas, derivadas de sus condiciones físicas o psicológicas o de circunstancias externas35, aconsejen o incluso exijan a los esposos, a su pesar, ejercer su responsabilidad espaciando los nacimientos o —ante razones especialmente graves— renunciando a ellos indefinidamente. Así pues, para que sea lícito procurar que no se produzca un embarazo mientras haya razones justas para ello, la primera condición que exige la naturaleza misma del amor conyugal es la recta intención de los esposos y la valoración en conciencia de la seriedad de esos motivos. Además, una vez tomada responsablemente esa decisión, los medios que se pongan para ese fin deben respetar también la
32 58
CEC, 2368. • 33 Cfr. Humarme vitae, 3. Cfr. Gaudium etspes, 50. • 35 Cfr. Humarme vitae, 16.
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verdad del amor conyugal: «el carácter moral de la conducta, cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, no depende solo de la sincera intención y de la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal»59. Concretamente, la conducta de los esposos debe respetar siempre la naturaleza del acto conyugal, es decir, no privarlo nunca voluntariamente de su plena significación (supra: 2), ya que solo «salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad»60. Ésta es la razón de que el magisterio de la Iglesia afirme que los llamados métodos naturales3 , es decir, «la continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la
Gaudium et spes, 51. * 37 Humanae vitae, 12. La OMS considera métodos naturales aquellos que se basan en la ob servación y reconocimiento por parte de la mujer de las fases fértiles de su ciclo ovárico y en la continencia en los períodos fértiles. Los métodos actuales (métodos de temperatura basal, Billings, de lactancia y amenorrea), cuando son correctamente empleados, presentan según estudios recientes una eficacia de entre el 97,2 y el 99,6% (cfr. J. DE IRALA-ESTÉVEZ [como investigador principal de dos centros españoles] por The European Natural Family Planning Study Groups. «European multicenter study of natural family planning (1989-1995): efficacy and drop-out». Advances in contraception 1999; 15:69-83). Para una explicación más detallada, cfr. W.AA. (M.A. MONGE, ed.), Medicina pastoral, 3a ed., Eunsa, Pamplona 2003, pp. 286 ss. Existen páginas web de asociaciones y organizaciones dedicadas a la educación en los métodos natutales que ofrecen información científicamente actualizada: cfr., por ejemplo, http://www.renafer.org; http://www.ieef.org. 59 38
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autoobservación y el recurso a los períodos infecundos 61 son conformes a los criterios objetivos de la moralidad» 62. Por el contrario, es intrínsecamente mala (es decir, desordenada en sí misma, no por ser objeto de una prohibición externa) «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» 63. Tales medios son ilícitos porque corrompen la verdad del acto conyugal: lo privan interiormente, de modo voluntario, de la apertura a la vida y, por tanto, del significado procreador; pero también de la autenticidad de la entrega entre los esposos 64 (significado unitivo), que no puede ser plena en ese acto cerrado artificialmente a la fecundidad65.
Cfr. Húmame vitae, 16. • 40 CEC, 2370. Húmame vitae, 14. Este juicio moral se extiende a todos los medios y acciones que busquen el ejercicio de la intimidad sexual haciendo imposible la procreación, sean previos al acto conyugal (esterilización masculina o feme nina, tratamientos anticonceptivos), durante su desarrollo (preservativos, diafragma, interrupción del coito), o posteriores a él para evitar sus consecuencias naturales (espermicidas, dispositivos intrauterinos, pildoras postcoitales, aborto químico o quirúrgico). Hay que añadir que frecuentemente los anticonceptivos, además de impedir la ovulación y al menos dificultar la fecundación, impiden o dificultan la implantación del óvulo fecundado y son, por tanto, potencialmente abortivos (si fallan los efectos anteriores). Los dispositivos inttauterinos son también sobre todo antiimplantatorios, lo mismo que las pildoras postcoitales: producen, en caso de fecundación, abortos precoces. La pildora RU-486 se administra para provocar químicamente el aborto en embarazos de cinco a nueve semanas (cfr. W.AA. [M.A. Monge, ed.], Medicimpastoral, cit., pp. 289 ss.). 64 Cfr. Juan Pablo II, Alocución, 22.VIH. 1984. 65 El magisterio eclesial precisa que el hecho de que, en conjunto, la vida de unos esposos haya estado antes y vuelva a estar después abierta a la fecundidad, no legitima el uso espotádico o circunstancial de medios anticonceptivos: cada acto conyugal así desvirtuado resulta de suyo gravemente ilícito, pot las razones explicadas (cfr. Humanae vitae, 3, 14). 61 41
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c) Paternidad responsable y mentalidad anticonceptiva La razón de la profunda diferencia entre los métodos naturales y la contracepción no es, como puede deducirse de lo expuesto, una cuestión puramente material'(de métodos), sino antropológica y, en consecuencia, moral: «implica (...) dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí»66. Y la línea divisoria está marcada precisamente por el respeto a la verdad y a la dignidad de la persona y del amor conyugal, que quedan manipulados y envilecidos siempre que se separan voluntariamente los dos significados del acto conyugal 67: «al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no solo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal»68. Hasta tal punto es así, que los métodos naturales, usados con actitud e intención anticonceptiva —es decir, queriendo el acto conyugal solamente en cuanto excluye la fecundidad—, serían también moralmente ilícitos. En cambio, «cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como 'ministros' del designio de Dios y 'se sirven' de la sexualidad según el dinamismo original de la donación 'total', sin manipulaciones ni alteraciones»47.
Familiaris consortio, 32. «Esta violación del orden interior de la comunión conyugal, que hunde sus raíces en el orden mismo de la persona, constituye el mal esencial del acto anticonceptivo» (Juan Pablo II, Alocución, 22-VIII-1984). 67 Cfr. Juan Pablo II, Alocución, 22.VIII.1984. 68 Familiaris consortio, 32. • 47 Ibidem. 66
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En efecto, cuando se emplean con rectitud, «estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica»48. Son congruentes con el amor conyugal verdadero, y lo fomentan y enriquecen, porque «la elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir de la mujer, y con esto la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal, y también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no 'usada en cambio como un 'objeto' que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona»49.
48
CEC, 2370. • 49 Familiaris consortio, 32; cfr. 33.
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Lección 1 1 FAMILIA Y EDUCACIÓN
1. La educación, parte esencial del servicio a la vida a) Persona humana y educación «La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona que tiene en sí la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen, por eso mismo, la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana»69. En efecto, es evidente que no basta nacer sano y ser abandonado a los propios recursos para desarrollarse plenamente como persona, sino que la educación es parte esencial del perfeccionamiento del ser humano. Como hemos estudiado (Lecciones 2.3.d; 3.2), el hombre, desde su nacimiento —del que resulta una criatura especialmente desvalida y dependiente, y durante mucho tiempo, en comparación con otros seres vivos—, es un ser en proceso de desarrollo: no solo físico, sino específicamente humano. Y la persona humana necesita de la comunicación con
69
Familiaris consortio, 36.
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los otros para reconocer y asumir su humanidad (Lección 4.1), con todo lo que implica, como una tarea que debe desarrollar ejerciendo su libertad. Existe, por tanto, una continuidad necesaria entre la procreación —es decir, la transmisión de la vida humana acorde con la dignidad de la persona— y la responsabilidad educadora. La fecundidad át\ amor conyugal (Lección 9.1-2) no se reduce a la sola procreación, sino que se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación2. También en este sentido debe entenderse la afirmación de que la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida70, ya que el ámbito primario para la acogida y el desarrollo de la vida humana es la comunidad conyugal y familiar. La familia es el primer lugar en que la persona es reconocida y acogida como «otro yo», que merece y reclama la más excelente manifestación del amor: el servicio de ayudarle en su proceso de perfeccionamiento como persona (Lección 4.2.b). Sin duda, «la tarea de tener hijos es la más creadora de todas las tareas humanas, porque supone crear otros yos', y eso es un largo y amoroso trabajo de educación, enseñanza y ayuda: todos los actos del amor se cumplen en ella de modo eminente»71. Se trata, por eso, de la más importante ocupación de los padres como cónyuges. b) Los padres, primeros y principales educadores Como consecuencia directa de la vinculación entre comunidad conyugal, procreación y educación, los padres son por naturaleza los primeros y principales educadores de sus hijos: su
CfrCEC, 1653,2221. • 3 Cfr. Familiaris consortio, 28. R. YEPES STORK, Fundamentos de antropología. Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, p. 287. 2
71
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papel es tan importante que, si falta, difícilmente puede suplirse72. Juan Pablo II, recordando las enseñanzas anteriores de la Iglesia sobre este punto, sintetizaba las siguientes características del derecho-deber educativo de los padres 73: • Es esencial, por estar vinculado radicalmente con la transmisión de la vida humana. • Es original y primario, respecto al de los demás sujetos que pueden intervenir legítimamente en la educación, siempre con un papel derivado y secundario (Lección 12.1). • Es insustituible e inalienable (nunca puede ser usurpado por otros, ni delegado totalmente), porque la relación de amor que se da entre padres e hijos es única, y constituye el alma del proceso educativo. Conviene subrayar, además, que ese derecho y deber reside en los padres precisamente en cuanto matrimonio (Lección 7.1.b). Hemos estudiado ya (Lección 6.3.b) que, por el vínculo conyugal, cada esposo se hace copartícipe y coposesor del otro en todos sus aspectos conyugales. Por tanto, cada uno de ellos participa solidariamente de la paternidad o maternidad del otro. Y, puesto que la educación es continuación necesaria de la paternidad y maternidad humanas, esa solidaridad y participación común establecida entre los esposos se extiende también a la misión educativa. Esto supone que cada cónyuge tiene, ante el otro, el deber (y el correlativo derecho) de participar en la educación de sus hijos en el seno de la comunidad conyugal 74. Así pues, los esposos:
.
6
Cfr. Familiaris consortio, 36 Cfr. Gravissimum educationis, 3; CCE 2221. 73 Cfr. Gravissimum educationis, 3; CCE 2221. 74 Cfr. la precisa explicación de J. HERVADA, Una caro. Escritos sobre el ma trimonio, Eunsa, Pamplona 2000, p. 204. 72
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• Tienen el deber y el derecho de educar conjuntamente a los hijos, de manera que la educación sea fruto de la conjunción de la tarea de ambos75. • Y puesto que esa tarea conjunta está vinculada a su comunidad de vida, tienen el deber y el derecho de crear las condiciones propicias para la educación mediante una vida común conyugal adecuada. «Es, pues, deber de los padres —afirma la declaración conciliar sobre la educación— crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social de los hijos» 9. c) La familia, comunidad educadora Precisamente porque la educación de los hijos es proyección del mismo amor conyugal y familiar, los padres, primeros responsables de la misión educativa, «testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de uh hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma»76. El hogar familiar, la comunión de personas que nace como desarrollo natural del amor de los esposos, es el ambiente adecuado para la educación humana y cristiana de los hijos 77. Su creación no es otra cosa que la edificación conjunta de la comunidad de vida y amor a la que están llamados los cónyuges (Lección 6.3), que se va ampliando y enriqueciendo al acoger a los hijos 78. Se trata, por tanto, de un empeño que exige la plenitud de entrega y dedicación que son propias del amor conyugal, y que
Cfr. Familiaris consortio, 23 y 25. • 9 Gravissimum educationis, 3. CEC, 2223. • 11 Cfr. CEC, 2223, 2224. 78 Cfr. Familiaris consortio, 22. 8
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debe hacer frente a las mismas dificultades que éste (Lección 7.4). Sin embargo, a pesar de los riesgos y obstáculos que pueden presentarse, los esposos deben saber que la. realización efectiva de esa tarea es su don propio. Pueden, por eso, creer en su amor79, purificado y sostenido por la gracia de Dios, para afrontar esa misión con esperanza y entusiasmo: «'en su estado y modo de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios' [Lumen gentium, 11). Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia 'se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la acogida y educación de los hijos' (Lumen gentium, 11; cfr. Lumen gentium, 4l)»80. En el hogar, los hijos se incorporan también a la misión educativa de la comunidad familiar, contribuyendo por su parte al crecimiento humano y cristiano de sus padres 81. De hecho, un medio fundamental para construir la comunión de personas en la familia es «el intercambio educativo entre padres e hijos 16, en el que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana17. En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio 'ministerio', esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia del 'don' que continuamente reciben de los hijos»18. No se puede pasar por alto sin empobrecimiento, al tratar de la educación en el ámbito familiar, el papel importantísimo de los
Cfr. Instrucción familia, 59 y 62 Cfr. Deus caritas est, 1. CEC, 1641. • 15 Cfr. CEC, 2227. • 16 Cfr. Ef 6,1-4; Col 3,20 ss. 17 Cfr. Gaudium et spes, 48. • 18 Familiaris consortio, 21. 79 80
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ancianos, que forman también parte de «la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría»19. Integrados en la vida de la comunidad familiar y respetando la autonomía de la nueva familia, los ancianos pueden seguir participando activamente, uniendo a las distintas generaciones en sus raíces comunes; aportando su experiencia y su consejo, que enriquece espiritualmente a la familia; y también, cuando sus circunstancias lo piden, ofreciendo a los más jóvenes la oportunidad de salir de sí mismos para madurar en la experiencia de dedicarse a su ayuda y cuidado (Lección 9.3.d)82. 2. El ejercicio de la misión educativa en el hogar El desempeño de la tarea educativa como servicio de amor se basa en el reconocimiento pleno de la dignidad de los hijos: «los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas»83. Si la transmisión de la vida es un misterio que supone la cooperación de los padres con el Creador para traer a la existencia a un nuevo ser humano, imagen de Dios y llamado a vivir como hijo suyo (Lección 9.2), la educación participa plenamente de ese misterio. Los padres han de saberse cooperadores de la providencia amorosa de Dios para llevar a su madurez la dignidad de la persona que se les ha confiado, acompañando y favoreciendo, desde la infancia hasta la edad adulta, su crecimiento «en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres»22. Esta tarea, lógicamente, varía en sus formas y en sus contenidos a medida que los hijos van creciendo23 pero, incluso cuando la misión educativa de los padres cesa como responsabilidad directa con la emancipación de los hijos, permanece
19 83
Gaudium et spes, 52. • 20 Cft. Familiaris consortio, 27'. CEC, 2222. • 22 Le 2,52. • 23 Cfr. CEC, 2228 y 2230.
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siempre de algún modo su función de consejo y de ayuda—singularmente mediante la oración—, siempre respetando la autonomía de los hijos y de sus familias. En todo caso, la tarea educativa de los padres debe tener bien presente que la formación en el hogar se basa más en el ejemplo y en el clima de la vida familiar que en enseñanzas formales o en la mera indicación de normas. La conducta enseña de un modo vivo, concreto y atractivo lo que quizá no se puede explicar con argumentos suficientemente comprensibles para todas las edades (y, del mismo modo, el comportamiento que contradice a las enseñanzas o indicaciones orales las devalúa, y desedifica). Es, por tanto, «una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos»24. Sin embargo, en la tarea educativa es preciso contar con la debilidad propia y ajena. Y desde este punto de vista, quizá no haya nada tan necesario y eficaz para una vida familiar verdaderamente formativa como saber reconocer los propios errores y defectos, pedir perdón y perdonar prontamente, y ayudarse mutuamente, con comprensión, a enmendarse84. Juan Pablo II, después de explicar las características del derechodeber educativo de los padres que hemos enumerado (supra: l.b), aclaraba: «por encima de estas características, no puede olvidarse que el elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno, que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida». El mismo amor que estuvo en el origen de la nueva criatura como fuente de su vida, se transforma en «alma y, por eso en norma que guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor» 85.
24 85
CEC, 2223; cfr. CEC, 2222. • 25 Cfr. CEC, 2223, 2227. Familiaris consortio, 36.
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3. Aspectos fundamentales de la educación familiar La educación familiar es insustituible para la formación de las personas, porque los vínculos, el ambiente y el género de convivencia que son propios del hogar permiten que se asimilen de modo connatural valores y actitudes importantísimos, que influyen decisivamente en la conformación de la personalidad y en el modo de concebir la existencia. Por eso, «aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción educativa, los padres deben formar a los hijos, con confianza y valentía, en los valores esenciales de la vida humana» 86. Cabría sintetizar en breve espacio los aspectos fundamentales de la preocupación educativa de los padres, diciendo que debe orientarse especialmente a la formación para la libertad, a la formación para el amor y a la formación en la fe. a) Formación para la libertad Hemos considerado ya que la persona humana se realiza, se edifica a sí misma —o se desedifica— en lo fundamental por medio de sus decisiones y actos libres, así como por medio de las actitudes interiores que adopta (Lección 3.2.b). Sabemos también que la libertad no consiste en la simple posibilidad de elegir arbitrariamente, sino en la capacidad de ser dueño de sí y gobernarse a sí mismo para dirigirse al bien verdadero (Lecciones 2.3.d; 3.2.c-d)28. De ahí la necesidad de la educación de la persona para el recto uso de la libertad, mediante el aprendizaje de las virtudes humanas fundamentales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza, generosidad, sinceridad, lealtad, laboriosidad...), que disponen rec-
86
Familiaris consortio, 37'. • 28 Cfr. CEC, 1730 ss.
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tamente para el bien, arraigadas en las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad)29, que sanan, elevan y perfeccionan con la gracia de Dios la libertad humana, herida por el pecado e inclinada al mal30. El Catecismo recuerda, a este respecto, que «la familia es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera»87. Teniendo en cuenta la fuerte impronta materialista de la cultura dominante, en la que habrán de desenvolverse, «los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones materiales e instintivas a las interiores y espirituales' (Centesimas annus, 36) »88, y ayudarles a «crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que 'el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene' (Gaudium etspes, 35)»89. No puede pasarse por alto, en efecto, la influencia educativa, casi siempre determinante, de un ambiente familiar de desprendimiento en el uso de los medios de comunicación y entretenimiento, de sobriedad en los gastos, de empeño consciente y concreto por mantener en el hogar un estilo cristiano de vida 90, que debe preparar a los hijos para adquirir una personalidad definida, que les lleve a ejercer responsablemente su libertad, sin dejarse arrastrar por el ambiente adverso. b) Formación para el amor Puesto que la persona está constituida en una esencial apertura al otro y se realiza plenamente por el amor, traducido en el
Cfr. CEC, 1803 ss. Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVA, Es Cristo que pasa, 27. Cfr. CEC, 1707-1709. • 31 CEC, 2223. • 32 Ibidem. 89 Familiaris consortio, 37. 90 Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Preparación al sacramento del matrimonio, 13-V-1996, n. 28. 29 30
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don de sí mismo (Lección 4.2-3), una orientación fundamental de la educación es la capacitación para el amor verdadero. Esta formación es especialmente necesaria y eficaz en la niñez, ya que «es la etapa en la que se ha de transmitir y hacer asimilar poco a poco el aprecio a todo valor humano auténtico, en las relaciones interpersonales y en las sociales, con todo lo que esto supone para la formación del carácter, para el dominio y la estima de sí mismo, para el recto gobierno de las inclinaciones, para el respeto también hacia las personas del otro sexo» 91. «En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del choque ente los diversos individualismos y egoísmos»36, la familia encierra en sí la capacidad de transmitir, por experiencia, el verdadero significado del amor, frente a sus imágenes deformadas92 que se difunden hoy por muy diversos cauces: «como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad»93. Así, la familia constituye sin duda el medio natural para la iniciación de la persona en las virtudes y disposiciones necesarias para una vida social plenamente humana (Lección 15.1)39, pero, sobre todo —y esta es la base de la anterior afirmación—, para la asimilación de las actitudes que la hacen capaz de comprender su vocación fundamental al amor y responder a ella,
35 93
Ibidem, n. 22. • 36 Familiaris consortio, 37. • 37 Cfr. Deus caritas est, 2. Familiaris consortio, 37. • 39 Cfr. CEC, 2224.
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bien por el camino del matrimonio o bien por el del celibato, según el don recibido de Dios (Lección 4.3). Y en este aspecto tiene especial importancia la educación en la virtud de la castidad, sin la cual se deteriora gravemente la capacidad de amar rectamente (Lección 5.2.c-d); y, junto a ella, una delicada y clara educación sexual, que es siempre responsabilidad primaria e irrenunciable de los padres (Lección 12.3.b)94. c) Formación en la fe Toda la estructura íntima de la persona está determinada por su vocación fundamental al amor, que alcanza su pleno significado en la llamada a compartir, ya en la tierra y por toda la eternidad, la vida misma de Dios (Lecciones 1 .2.a; 9.2.c). De ahí que todas las dimensiones de la formación humana queden asumidas y reciban su sentido pleno en la condición de hijo de Dios que corresponde a cada persona (Lección 3.2.c-d). Por esta razón, junto a las otras facetas de la educación, hay que subrayar la necesidad específica de la educación cristiana, que no persigue solo la madurez humana, sino sobre todo que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe que han recibido, aprendan a tratar a Dios como hijos y se empeñen personalmente en buscar la santidad, que es la plena madurez cristiana95. Corresponde a los padres, como primeros evangelizadores42, la responsabilidad primaria de educar a sus hijos en la fe (Lec-
Cfr. Familiaris consortio, 37. Sobre el contenido y los criterios de la educación sexual, que es tesponsabilidad primaria de los padres, cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y significado. 94
Orientaciones educativas en familia, 8.XII.1995. 95 Cfr. Gravissimum educationis, 2. • 42 Cfr. Lumen gentium, 1 1 .
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ción 14.3), formando en ellos —ante todo con la autoridad de su ejemplo de vida cristiana—, las disposiciones que servirán de base para edificar su vida como hijos de Dios, y mostrándoles cómo todos los valores humanos verdaderos alcanzan su plenitud en Cristo43.
43
Cfr. Familiaris consortio, 39.
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Lección 12 LA FAMILIA Y OTROS SUJETOS DE LA TAREA EDUCATIVA
1. Sociedad, bien común y subsidiariedad En la lección anterior (Lección 11.1 .b) hemos visto que el derecho y deber de los padres a la educación de los hijos es inalienable: no puede ser ni abandonado por ellos en manos de otros, ni arrebatado injustamente por ninguna autoridad. Además, puesto que está radicado en el hecho de la transmisión de la vida96, es original y primario, es decir, «anterior a cualquier otro derecho de la sociedad civil y del Estado y, por tanto, inviolable por cualquier potestad terrena»97. La función de la familia como primera y principal comunidad educadora es, pues, insustituible. Sin embargo, la educación completa de las personas —especialmente en el campo de la enseñanza, en sus diversos niveles— requiere actualmente conocimientos, recursos técnicos y materiales que superan las posibilidades concretas de la educación familiar. Solo puede ser atendida adecuadamente a través de la solidaridad que une a las personas y a las familias, en orden al bien común, en los diversos niveles y espacios de la vida comunitaria 98.
96 97 98
Cfr. Gravissimum educationis, 3. PÍO XI, ene. Divini Ulitis Magistri, 31.XII. 1929, n. 16. Cfr. CEC, 1878 ss.
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De ahí que la tarea educativa requiera la colaboración de toda la sociedad99: «la familia es la primera, pero no la única y exclusiva comunidad educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial, del hombre exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las diversas fuerzas educativas. Estas son necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su competencia y con su contribución propias»100. Esa necesaria intervención comunitaria en la educación se rige por un principio fundamental, que trata de armonizar la relación entre persona y sociedad, poniendo límites a la intervención de los poderes públicos y evitando el riesgo de un colectivismo contrario a la dignidad humana. Se trata del principio de subsidiariedad, según el cual «una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior [como, por ejemplo, la familia], privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común»101. Con ese fundamento, es deber de la sociedad civil «proveer de diversas maneras a la educación de la juventud: tutelar los derechos y obligaciones de los padres y de quienes intervienen en la educación y colaborar con ellos; completar la obra educativa, según el principio de la acción subsidiaria, cuando no basta el esfuerzo de los padres y de otras sociedades, atendiendo a los deseos paternos; y, además, crear escuelas e institutos propios según lo exija el bien común»102. Conviene advertir que estos deberes corresponden, no únicamente a los poderes públicos (al Estado, como organización
Cfr. Gravissimum educationis, 3. • 5 Familiaris consortio, 40. Centesimus annus, 48; PÍO XI, ene. Quadragesimo armo (1931). Cfr. CEC, 1882-1885 102 Gravissimum educationis, 3; Familiaris consortio, 40. 99 6
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política de la sociedad), sino a la sociedad civil en general. Las familias, como parte esencial del tejido social, tienen el derecho y el deber de buscar recursos y unir esfuerzos para atender a las necesidades educativas, en la medida de sus posibilidades. Sin duda, esa acción social educativa es siempre de interés público, pero no necesariamente de iniciativa y gestión estatal. Puede afrontarse también mediante iniciativas de los padres, reunidos en asociaciones, cooperativas, etc.; o de otras fuerzas sociales, siempre con las necesarias garantías, establecidas por leyes justas, para ordenar esas iniciativas al bien común103. Por su parte el Estado, teniendo en cuenta el principio de subsidiariedad, debe evitar todo monopolio escolar, que sería contrario a los derechos naturales de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo social104. Como garante del bien común y administrador de los medios económicos y técnicos para atender a las necesidades sociales, tiene la responsabilidad de asegurar: • El acceso de todos los ciudadanos a la educación, velando por el bienestar de los alumnos; la calidad de los profesores y planes de estudios y la buena gestión del sistema educativo.
Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Libértate conscientia, 22.III. 1986, n. 24. La confusión entre lo público y lo estatal 103
conduce a la conclusión —que obstaculiza por motivos ideológicos la libertad de educación— de que la enseñanza, en cuanto servicio público, es tarea exclusiva del Estado. Del mismo modo, la calificación de privada que se da a la enseñanza en colegios promovidos por los padres o por instituciones no estatales es confusa —en ocasiones interesadamente confundida—, cuando lleva a presentar la educación de los hijos conforme a las convicciones de los padres como si fuera un bien privado, un artículo de lujo, y no un derecho inalienable, paite esencial del bien común, que debe ser garantizado efectivamente —también en tétminos económicos— por los poderes públicos. 104 Cfr. Gravissimum educacionis, 6.
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• La libertad de enseñanza, que incluye la de crear y mantener centros educativos, de modo que los padres puedan elegir según su conciencia las escuelas para sus hijos 105. • La justa distribución de los recursos públicos, aportados por todos los ciudadanos, para que esa libertad sea real y efectiva106. . .
2. La Iglesia en la tarea educativa A la Iglesia corresponde también, «por singular motivo», el deber de la educación, no solamente porque en ella, como en cualquier sociedad humana, se dan también los vínculos comunitarios de solidaridad que permiten y exigen participar en la tarea educativa; sino «sobre todo porque tiene el deber de anunciar a todos los hombres el camino de la salvación, de comunicar a los creyentes la vida de Cristo y de ayudarles con cuidado constante para que puedan alcanzar la plenitud de esa vida (...), como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene toda su vida del espíritu de Cristo, y ayuda a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona humana, también para el bien de la sociedad terrena y para configurar más humanamente la edificación del mundo»107. En efecto, el oficio de enseñar es, junto con los de regir y santificar, parte esencial de la misión que ha recibido de Cristo para continuar ejerciéndola en su nombre y con su autoridad hasta el fin de los tiempos108. La Iglesia no puede renunciar a esa misión sin desoír el mandato del Señor y privar
105
CEC, 2229; cfr. Gravissimum educationis, 6. Cfr. CEC, 2229; CIC, c. 797. Cfr. Familiaris consortío, 40. 107 Gravissimum educationis, 3. ' 13 Cfr. CEC, 871-873; 888 ss.; CIC, ce. 747 ss. 106
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a todos los hombres de la luz del Evangelio, que ella custodia y transmite. Tiene, por eso mismo, una especial responsabilidad de ayudar a las familias en la educación cristiana de sus hijos14. Para cumplir esa tarea educativa la Iglesia se sirve, ante todo, de los medios que le son propios: la predicación y la catequesis (esta última, con una importantísima dimensión familiar 109); pero también de todos los medios que puedan ser útiles para ese fin110. La Iglesia, en efecto, «estima en mucho y busca penetrar y dignificar con su espíritu también los demás medios que pertenecen al patrimonio común de la humanidad y contribuyen grandemente a cultivar las almas y a formar a los hombres, como son los medios de comunicación social, los múltiples grupos culturales y deportivos, las asociaciones de jóvenes y, principalmente, las escuelas»111. Uno de los medios más eficaces para cooperar a la misión familiar de educar a los jóvenes como hijos de Dios es la creación de escuelas en las que la formación esté animada y orientada verdaderamente por el espíritu cristiano. Unas se llamarán formalmente católicas112; otras lo serán realmente en su inspiración y en su actividad, sin usar ese título113. Lo decisivo, a la hora de valorar la educación impartida en esas escuelas, es que en ellas se procure efectivamente una formación integral de las personas informada profundamente por los principios y valores cristianos conforme a las enseñanzas de la Iglesia.
Cfr. Familiaris consortio, 40. • 15 Cfr. CIC, c. 774. Cfr. CIC, c. 761. 111 Gravissimum educationis, 3; cfr. ClC, c. 800. 112 Cfr. Gravissimum educationis, 8-9; CIC, c. 803. 113 Cfr. CIC, c. 803 § 3. Otro tanto cabe decir de las universidades y otros 14
110
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3. Familia y escuela a) Principios básicos La escuela asume una colaboración primordial en la responsabilidad educativa de los padres 114, tanto por el tiempo que permanecen en ella los niños —que coincide con los años en que se forman los principales hábitos intelectuales y morales—, como por la amplitud e intensidad de su actividad docente115. Como ha afirmado Benedicto XVI, la función de la escuela «se relaciona con la familia como expansión natural de la tarea formativa de ésta»116. La formación integral de los hijos exige, por esta razón, que exista una gran armonía entre el ámbito educativo familiar y el escolar —manteniendo cada uno de ellos sus competencias y su peculiaridad—, en cuanto a criterios y objetivos; o, cuando menos, que no haya discordancias de fondo entre ambos. Los principios esenciales que rigen la relación entre familia y escuela podrían sintetizarse así: • Los padres confían a la escuela una participación importantísima en la formación de sus hijos, pero se mantiene siempre su condición de primeros y principales responsables de la educación23. • Precisamente por eso tienen, como acabamos de considerar, el derecho y el deber de elegir para sus hijos una escuela o colegio que les ofrezca garantías de una educación bien orientada. • Concretamente, los padres católicos tienen el deber de elegir, en la medida de lo posible, las escuelas que mejor
centros de enseñanza: cfr. Gravissimum educationis, 10; CIC, ce. 807 ss. 20
Cfr. CIC, c. 796 § 1. • 21 Cfr. Gravissimum educationis, 5. Discuno, 24.VI.2005. • 23 Cfr. Familiaris consortio, 40.
116
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les ayuden en su tarea de educadores cristianos2, afrontando generosamente los sacrificios necesarios, si es el caso117. • Además, «como complementario al derecho, se pone el grave deber de los padres de comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los profesores y directores de las escuelas»118. La coordinación y la colaboración activa entre padres y escuela, que tiene múltiples cauces y manifestaciones, es elemento fundamental de la educación27. b) Seguimiento activo de la formación escolar Si bien la escuela tiene derecho a la lógica autonomía en su función propia —en la gestión de los recursos, en la organización y metodología de la docencia, en la disciplina escolar, etc.— y el deber de atenerse a la legislación estatal en materia de enseñanza, la responsabilidad intransferible de los padres les 24
Cfr. Gravissimum educationis, 6.
Cuando una valoración objetiva y prudente de la situación educativa en un lugar lleva a comprobar que no existen centros apropiados, o al menos con las mínimas garantías imprescindibles para la formación cristiana de los hijos, la responsabilidad de los padres se manifestará muchas veces en promover con arreglo a las leyes estatales, junto con otros muchos padres, colegios adecuados. Desde luego, el esfuerzo que ello supone en todos los órdenes está bien justificado, ya que no hay bien mayor que los hijos y su formación. De ese modo, además, se facilita a otras muchas familias la posibilidad de llevar a sus hijos a colegios que nacen con la vocación de educar integralmente a las personas con arreglo a su verdadera dignidad, y se promueve un servicio de gran valor para toda la sociedad. Ya León XIII, en su encíclica Sapientiae christianae, de 10.1.1890, declaraba admirable el ejemplo de los católicos que se han empeñado en la creación y sostenimiento de colegios con esa orientación, y ma- . nifestaba que «conviene que este ejemplo tan saludable sea imitado». 118 Familiaris consortio, 40. • 27 Cfr. CIC, c. 796 § 2. 117
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llevará a velar activamente por la educación escolar de sus hijos. Esto supone preocuparse, no solo de sus resultados y calificaciones, sino también de la calidad y de la orientación de fondo de la enseñanza que se imparte. Veremos a continuación algunos aspectos importantes de esta dedicación. • Ante todo, a la hora de elegir en conciencia una escuela que colabore armónicamente en la educación cristiana de los hijos, debe tenerse en cuenta que para este fin no basta con la existencia de una asignatura de religión119. La enseñanza de cualquier materia —especialmente de asignaturas como filosofía, historia, ética, ciencias naturales, biología...— presupone siempre una concepción de Dios, del hombre y del mundo, que condiciona más o menos marcadamente el enfoque de la materia y las ideas que se transmiten. No cabe, desde ese punto de vista, una enseñanza neutra o aséptica, puramente técnica, porque la realidad no es neutra: presentarla como si lo fuera —especialmente a quienes, por su edad, están descubriéndola por primera vez— supone siempre un reduccionismo120. • Pero, además, no es suficiente que en la enseñanza escolar no se transmitan errores o falsedades: «los padres, los educadores y los responsables de la comunidad, si quieren ser fieles a su vocación, no pueden renunciar a su deber de proponer a los niños y a los jóvenes la tarea de elegir un proyecto de vida orientado a la felicidad auténtica, capaz de distinguir entre la verdad y la falsedad, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el mundo real y el mundo de la 'realidad virtual'»121. Se trata, en definitiva, de que la formación escolar, aspirando al más alto nivel en la calidad de la enseñanza, favorezca y complete, a través de su
Cfr. PÍO XI, ene. Divini illius Magistri, 31.XII. 1929, n. 49. Cfr. BENEDICTO XVI, Mensaje a la XII Sesión Plenaria de la Academia Pontificia para las Ciencias Sociales, 27.IV.2006. 121 Ibidem. 119 120
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función propia, los aspectos fundamentales de la educación familiar que hemos considerado (Lección L 1.3). • Teniendo en cuenta que la imagen del hombre y de lo humano difundida en la cultura actual (Lección 2) presenta graves deficiencias y tergiversaciones, el deber de velar activamente por el desarrollo de la formación escolar es hoy más acuciante en lo que se refiere a ciertos contenidos educativos que inciden de manera muy directa en la formación de la persona. En particular, debe tenerse en cuenta que la educación sexual—tan decisiva para la capacidad de proyectar y construir la propia vida de acuerdo con la vocación fundamental al amor— es tarea irrenunciable de los padres (Lección 11.3.b), que tienen el derecho inviolable a que se imparta a sus hijos en sintonía con sus propias convicciones31. • En el fondo, toda transmisión de conocimientos lleva consigo una formación de la conciencia y de la sensibilidad, porque trasluce —de modo más o menos explícito— una determinada manera de valorar las cosas. De ahí la importancia de garantizar que los hijos reciban una formación de calidad y conforme a los principios cristianos. Desde luego, esa formación incluye la enseñanza escolar de la religión, aunque no se agote en ella, como hemos indicado. Generalmente, los hijos aprenden desde la infancia las verdades de la fe —en la familia y en la catcquesis parroquial— de modo adaptado a su edad y a su capacidad de raciocinio. Muchas veces no necesitan argumentos explícitos, porque su formación se basa —tanto en lo humano como en las cuestiones de fe y de moral— en la confianza que tienen en sus padres y en los mayores que les enseñan; y los argumentos que son capaces de entender, cuando los necesitan, son sencillos y apropiados a su situación. Pero, a medida que su inteligencia madura y, 30
Cfr. Familiaris consortio, 37.
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a través de los diversos niveles de la enseñanza, progresan en un conocimiento amplio y fundado de las realidades humanas, es necesario que profundicen también paralelamente, con un estudio serio, en las verdades de la fe. De otro modo, su formación cristiana quedaría cristalizada como un ingenuo «sentimiento religioso», una referencia emotiva que remite a la etapa infantil, pero que no se considera un verdadero conocimiento racional de la realidad32. Esto los predispondría, desde el comienzo de la vida adulta, a una ruptura de la unidad entre la fe y la vida diaria, calificada por el Concilio Vaticano II como «uno de los más graves errores de nuestra época»122. La Iglesia, por esta razón, «recuerda a los padres la grave obligación que tienen de disponer, y aun de exigir, todo lo necesario» para que sus hijos se beneficien de la enseñanza de la religión en el plan de educación escolar y, de ese modo, «progresen en la formación cristiana a la par que en la profana» 123. Este es otro de los aspectos cruciales en que los padres católicos, unidos a otros, deben procurar obtener de las autoridades el respeto efectivo del derecho a educar a sus hijos conforme a su conciencia35. • En suma, es preciso que la actitud activa de los padres sepa advertir a tiempo las deficiencias en la educación escolar de sus hijos, para ponerles el remedio oportuno y proporcionado. No hay que excluir que, en ocasiones, después de haber hecho oír infructuosamente su voz por los cauces de intervención que ofrece la organización escolar, se vean en la obligación de retirar a sus hijos de un centro determinado. Muchas veces, por el contrario, precisamente la acción concertada de los padres, unidos a otros en los organismos de representación escolar de las familias, conseguirá solucionar dificultades y corregir situaciones perjudiciales, en beneficio de la educación de todos los alumnos.
32
Cfr. CEC, 156-159. • 33 Gaudium et spesA3. Gravissimum educationis, 7. • 35 Cfr. ClC. c. 799.
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c) Deber de suplir las carencias en la formación Al explicar los principios básicos que configuran el derechodeber educativo de los padres [supra: 2.a), mencionábamos el deber de elegir para sus hijos, en la medida de lo posible, las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos. El Código de Derecho Canónico recuerda que «los padres han de confiar sus hijos a aquellas escuelas en las que se imparta una educación católica», pero prevé también la hipótesis de que esto no sea posible —porque lo impida un sistema estatal que no respeta la libertad de educación, porque no existan escuelas adecuadas...—; y advierte que en ese caso «tienen la obligación de procurar que, fuera de las escuelas, se organice la debida educación católica»36, para defender la fe de sus hijos y su recta formación humana. Juan Pablo II —sin duda teniendo bien presente la experiencia de Polonia y de otros países bajo el monopolio educativo comunista— se refería también a este grave deber de suplencia que los padres han de ejercitar para contrarrestar las enseñanzas mal orientadas y completar las carencias educativas que pudieran darse en la escuela. Para ello, alentaba a las familias a unirse y recordaba el deber y la disposición de la Iglesia de colaborar con ellas en esa tarea: «si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia, junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar, debe, con todas las fuerzas y con sabiduría, ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso, la familia tiene necesidad de ayudas especiales por parte de los Pastores de almas, los cuales no deben olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial»37. 36
CIC, c. 798. • 37 Familiaris consortio, 40.
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d) Actividades extraescolares y empleo del tiempo libre Una parte importante de la educación de los hijos depende del buen uso del tiempo libre, una vez acabadas las horas escolares y en periodos de vacaciones. Sería contraproducente que los padres se desentendieran del tiempo de ocio, porque en él pueden adquirirse y perderse hábitos, buenos o perjudiciales, de gran influencia en la formación. Además de procurar compartir al menos parte de ese tiempo de ocio, fomentando la amistad y la cercanía con sus hijos, y de colaborar con ellos en sus estudios y deberes escolares, convendrá ayudarles a usar parte de su tiempo libre en actividades que, a la vez que les divierten, puedan completar su formación en algunos aspectos: practicar algún deporte, cultivar la afición por la lectura, aprender idiomas, adquirir destrezas manuales o ejercitarse en un arte... No se trata, evidentemente, de agobiar a los niños imponiéndoles más carga de trabajo después de la actividad escolar, sino de ayudarles a disponer de su tiempo con iniciativa y creatividad. No conviene, desde luego, que identifiquen el descanso con dejarse llevar por la pereza, la inactividad o la falta de motivación; o con entregarse a un uso pasivo o automático de la televisión, los videojuegos o internet (medios que, por lo demás, si se usan juiciosamente, pueden cumplir un papel muy útil en la educación). En este aspecto de la formación los padres pueden encontrar también una ayuda de gran valor en otras instancias educativas —clubs juveniles o familiares, asociaciones culturales, parroquiales, etc.— dedicadas especialmente a complementar la formación familiar y escolar por medio de actividades culturales, deportivas, artísticas o de formación humana y cristiana. Naturalmente, deberán elegirlas con criterios análogos a los aplicables al escoger escuela.
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Lección 13 EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA
1. La vocación bautismal a la santidad a) Llamada universal y vocación personal Los primeros cristianos comprendieron sin ambigüedades que la llamada evangélica a la santidad —«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»124— compendiaba el sentido real y concreto de su existencia. Sin embargo, posteriores circunstancias históricas propiciaron que, durante siglos y hasta tiempos recientes, se fuera extendiendo una mentalidad que consideraba la santidad como meta realizable solo para algunos, que asumían un estado de vida diferente al del común de los hombres, apartado de las ocupaciones del mundo. El Concilio Vaticano II volvió a proponer con toda su fuerza original la llamada universal a la santidad: «Todos los cristianos, de cualquier condición y estado (...), están llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad en la que el mismo Padre es perfecto» 125. Y, para evitar posibles interpretaciones reductivas, aclaró: «una misma es
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Mt 5,48; cft. Lv 19,2. Lumen gentium, 11; cfr. Lumen gentium, 39-40.
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la santidad que cultivan todos, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones»126. De este modo volvió a situarse en el centro de la vida cristiana la verdad de que todo cristiano, por el bautismo127, que lo incorpora a Cristo en la Iglesia, está llamado a ser santo siguiendo el camino en que la providencia divina lo ha puesto128. La llamada a la santidad se califica de universal o general—en el sentido de que se dirige a todos—, pero es para cada cristiano vocación personalísima. Toda llamada de Dios, incluso cuando se dirige a una multitud, se traduce siempre en llamada a cada uno: en vocación divina a la que se ha de responder personalmente. Y conviene precisar que se trata de vocación en sentido fuerte, porque también el concepto de vocación ha su-
Lumen gentium, 41. El bautismo —comienzo de la iniciación cristiana, que completan la confirmación y la Eucaristía (cfr. CEC, 1533)— siembra en el alma, por decirlo con una imagen evangélica (cfr. Mt 13; Me 4,26-31; etc.), una semilla de vida divina cuyo desarrollo propio es la santidad: «la ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana» (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 58). 128 Desde 1928, San Josemaría Escrivá venía predicando esa verdad, en términos como éstos: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: 'Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto'» (Camino, n. 291). Las luces y mociones que recibió de Dios y difundió incansablemente el fundador del Opus Dei iluminan con fuerza la llamada universal a la santidad, la vocación de los cristianos corrientes, el valor de las realidades seculares (muy particularmente el ttabajo y la familia), la vida ordinaria como camino y lugat de encuentro con Dios y la misión apostólica de los fieles laicos. Todo ello en un contexto en el que esas enseñanzas no eran doctrina común. Sin duda, su doctrina y su trabajo pastoral se cuentan entre las contribuciones relevantes con que el Espíritu Santo preparó la gozosa renovación que supuso en esta materia la enseñanza del Concilio Vaticano II; y constituyen, por eso, una guía cualificada para su comprensión. 126 127
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frido históricamente un proceso análogo —y paralelo— al oscurecimiento de la llamada a la santidad129. El sentir común sobre la vocación en la época inmediatamente anterior al último concilio ecuménico se refleja, por ejemplo, en estas palabras de Camino: «¿Te ríes porque te digo que tienes 'vocación matrimonial'? —Pues la tienes: así, vocación»130. La reacción incrédula del interlocutor se comprende si se tiene en cuenta el contexto que describía Juan Pablo II en su Carta a bs jóvenes: «en el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de 'vocación' se aplicaba ante todo tespecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su 'sigúeme' evangélico únicamente para esos casos. El Concilio ha ampliado esa visión»131. b) La vocación, razón y clave de la existencia personal No obstante, a pesar de la enseñanza conciliar, parece seguir fuertemente arraigada una manera popular de entender la vocación (una cultura vocacional), que podría resumirse así: algunos entre los bautizados reciben posteriormente una vocación para cumplir una misión determinada en la Iglesia, que comporta compromisos más exigentes. Lógicamente, puesto que se dedican solo a su vocación, pueden y deben tener una vida cristiana más perfecta. En cambio los demás, como no tienen vocación, se dedican a las cosas normales —entre ellas, el matrimonio y la familia—, intentando compaginar sus obligaciones con la fe y la práctica religiosa. Pero, puesto que es «primero la obligación
Cfr., para un desarrollo algo más extenso de estas nociones, J. MIRAS, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona 2000. 130 SAN JOSEMARÍA ESCRTVA, Camino, n. 27. 131 Carta a los jóvenes, 31.111.1985, n. 9. 129
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que la devoción», y las obligaciones profesionales y familiares son tan absorbentes, generalmente no pueden dedicar mucho tiempo a las cosas de Dios, por lo que deben contentarse con una vida cristiana menos perfecta, aunque también, lógicamente, menos exigente. Juan Pablo II, conociendo perfectamente esa mentalidad, propone una visión muy diferente, al afirmar que «el Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...) El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional»9. En efecto, para comprender adecuadamente la vocación es necesario partir de que cada hombre o mujer, como persona única, irrepetible132, protagoniza una relación personal e insustituible con Dios, que arranca de la elección que San Pablo describe así: «Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor»133. Ese misterio de elección y vocación desde toda la eternidad tiene, sin duda, una dimensión universal y colectiva134; pero, como hemos indicado, alcanza individualmente a cada hombre y a cada mujer: es también singular, único e irrepetible. El mismo Juan Pablo II comentaba así ese texto del Apóstol: «podemos decir que Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, para participar en la filiación divina, y sólo después quiere la creación»135. Una afirmación que, como el texto paulino, puede entenderse también en sentido personal: Dios primero conoce y elige a cada persona y después la llama a
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JUAN PABLO II, Mensaje, 24.IX.1997 (cursiva añadida).
Cfr. Redemptor hominis, 21. • 11 Efl,4. Cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, cap. X. 135 JUAN PABLO II, Discurso, 28.V.86. 10
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la existencia, para que su vocación se realice coi la respuesta libre de la persona bajo su providencia amorosa. Nadie existe, pues, casualmente o sin sentido136. Como hemos recordado reiteradamente, el hombre «no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador»137. La verdad de cada hombre y de cada mujer se explica adecuada y totalmente solo a la luz de ese misterio de amor y de elección. Se comprende así que la vocación, en sentido propio y radical, no es algo añadido a la persona, que le sobrevenga como un accidente en algún recodo de la existencia. Por el contrario, en cierto modo, configura y constituye a la persona misma, es la clave mas profunda de su identidad y la razón de su existir: «la vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa»138. Por tanto, la vocación de cada cristiano a la santidad —la vocación cristiana o bautismal— no es un aspecto parcial de la existencia, sino que, por estar en el orden del ser, se extiende a todas las épocas de la vida y a todas las facetas de la personalidad, y aspira a alcanzar todo el obrar. En efecto, si mi vida se explica radicalmente por el amor de Dios que me ha llamado a la existencia, y mi vocación eterna —sellada sacramentalmente e insertada en la Iglesia por el bautismo— es la plenitud del amor de Dios que me aguarda (Lección 4.3), es evidente que responder a esa vocación no es una más entre las tareas que reclaman mi atención y mis energías; ni siquiera la tarea más importante, en competencia con las demás: es mi razón de ser y mi único fin, de tal modo que todas las tareas y aspectos de
Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 106. Gaudium et spes, 19. 138 JUAN PABLO \\, Alocución, 5.VI.1980; cfr. CEC, 1025. 136 137
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mi existencia son —deben ser— aspectos y momentos de la única tarea: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas»139. Por eso la única magnitud adecuada a la vocación es la totalidad (Lección 3.2.c): «la fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad. La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nuera: la que nos da Dios»140.
2.
Matrimonio y vocación a la santidad
a) El matrimonio, camino específico de santidad para los esposos El significado radical de la vocación, según acabamos de exponer, implica que cada bautizado puede y debe vivir todas las realidades y circunstancias que componen su vida como ocasiones de responder a la llamada de Dios, como parte de su vida cristiana y camino de santidad, del mismo modo que el Hijo de Dios, al hacerse verdadero hombre, asumió en su vida divina todo lo humano, santificándolo141. Así lo confirma la doctrina conciliar cuando, refiriéndose directamente a los cristianos corrientes, afirma que «todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo» 142.
139
Cfr. Me 12,30.
140
SAN JOSEMARÍA ESCRIVA, ESCristo que pasa, n. 46. Cfi. ibidem, n. 112. Lumen gentium, 34; cfr. Lumen gentium, 10.
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Sin embargo, desde el punto de vista de la vocación cristiana, hay que advertir que el matrimonio es más que una mera circunstancia personal, que pueda y deba santificarse del mismo modo que todas las otras. Constituye una precisa determinación, una concreción de la vocación bautismal, a través del sacramento del matrimonie: «la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar (cfr. Lumen gentium, 4l)»21. En ese sentido, el mismo matrimonio es vocación cristiana, «una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (...): signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»22. Para comprender esta dimensión vocacional del matrimonio es preciso recordar que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne (Lección 6.3). Esa unión no es, como sabemos, una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales (Lección 5.2-3), que están íntimamente implicados en la vocación fundamental al amor (Lección 4.3) y, por eso mismo, en la vocación a la santidad. Así pues, una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, al que debe en justicia las obras del amor (Lecciones 6.2.b; 7.3), su personal respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de esa realidad, de su identidad ÓJZ esposo o esposa. Debe tenerse presente, además, que las obras propias del amor conyugal no son otra cosa que la realización concreta, a lo
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largo de la existencia, de la copertenencia mutua de los consortes en orden a los fines del matrimonio (Lección 6.3). Pero, al ser elevado el matrimonio a la dignidad de sacramento, también sus fines se elevan al orden de la gracia y se perfeccionan. Por eso el bien de los cónyuges (su mutua ayuda y perfeccionamiento) y el bien de los hijos (su generación y educación) se extienden, en el matrimonio cristiano, a la realización plena de su dignidad cristiana como hijos de Dios (Lección 8.2.e). Por tanto, no es que los esposos reciban una segunda vocación —ya hemos visto que la vocación identifica a la persona, que es una—, sino que, al constituirse en matrimonio, se especifica el camino por el que han de responder a su vocación eterna a la santidad143: un camino marcado decisivamente por la naturaleza sacramental de su unión conyugal, y que adquiere una peculiar fuerza santificadora por la gracia del sacramento. Y, como la realidad que ha sido elevada por Cristo a sacramento es el matrimonio mismo, en su plena realidad natural (Lección 8.2.a), resulta que «la vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar»144. La vocación matrimonial lleva, de este modo, a descubrir el significado y alcance que poseen en el plan divino de la redención las realidades humanas y corrientes que configuran la existencia de los esposos. Pero adviértase que no se trata simplemente de que cada uno de los cónyuges pueda santificar su vida conyugal —de igual modo que su trabajo, por ejemplo—, si la vive con una intención recta. La diferencia, importantísima,
Cfr. A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 141 ss, 144 SAN JOSEMARÍA ESCRIVA, Es Cristo que pasa, n. 23. 143
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consiste en que la fuerza santificadora del matrimonio es intrínseca, sacramental: «el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es íuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana»25. b) Vocación matrimonial y singularidad de los esposos Conviene precisar que la vocación à la santidad queda determinada por el matrimonió, propiámetítéí en la dimensión conyugal, que es en lá qué los esposos se hacen una sola carne en orden a los fines del matrimonió (Lección 6.3.b). Por tanto, la relación conyugal no agota la relación de cada cónyuge con D i o s y con la Iglesia (del mismo modo qué la persóna no se agota en su dimensión conyugal). La persona casada no puede amar a Dios y tender a la santidad al margen de su matrimonio, pero su trato con Dios y su santificación nò se dati exclusivamente a través del matrimonio. Cada esposo mantiene su singularidad a n t e Dios, y debe secundar la acción del Espíritu en su vida para responder personalmente a su vocación a la santidad, que incluye como aspecto esencial la santificación de su vida matrimonial y familiar en íntima cooperación con su cónyuge. Puede suceder, por eso, que ampos estén plenamente de acuerdo en vivir cristianamente su vida conyugal, pero uno sea más religioso que el otro; o que sigan —además de las prácticas comunes que hacen en familia—devociones o tradiciones espirituales diferentes; o que uno tenga mayor preocupación 0 compromisos distintos en su apostolado personal o en su formación cristiana; etc. Es posible (y frecuente) incluso que uno 25
Familiarìs consortio, 56.
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de ellos viva la fe con frialdad, o no practique. En ese caso, puesto que santificar la vida conyugal consiste esencialmente en vivir rectamente la misma realidad matrimonial, sigue siendo posible para el otro vivirla con sentido cristiano y ayudar de ese modo a su cónyuge para que, gracias a su amor y a partir de una vida matrimonial noble, descubra un día el amor de Dios. En todas estas situaciones puede darse —además del influjo benéfico del ejemplo y de la especial comunión de los santos que se da en la familia—, una mutua comunicación, mayor o menor, de la personal intimidad espiritual: no tiene por qué ser total; como tampoco es necesaria una total reserva. Dependerá de lo que sea prudente compartir, según las circunstancias (por ejemplo, no supone falta de confianza conyugal que un esposo no le cuente al otro el contenido de su confesión; o luchas interiores en las que el otro no está en condiciones de ayudarle o aconsejarle); dependerá también del grado de sintonía espiritual, del progreso en el conocimiento mutuo, del carácter, etc. En todo caso, puesto que la intimidad conyugal debe ser también fuente de confianza y amistad crecientes, lo natural y razonable será que haya siempre comunicación, con delicado respeto a la libertad y a la conciencia del otro. 3. Llamada a santificar la vida conyugal y familiar a) Contar con la gracia del sacramento Veíamos en el primer apartado de esta lección que la vocación es el aspecto más radical y definitivo de la verdad de cada persona. Añadiremos ahora que también la verdad del matrimonio cristiano se manifiesta del modo más profundo y pleno en su carácter de vocación cristiana, especificación sacramental de la vocación bautismal de los cónyuges.
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A los esposos toca, ante todo, descubrir (o redescubrir) esa verdad, con la luz de la fe, para corresponder a ella con voluntariedad más explícita, atendiendo a la exhortación de San Pablo: «os ruego yo, prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados»26. Porque la vocación no se recibe como algo ya perfectamente cumplido, como una voluntad que se impone desde fuera: el ejercicio de nuestra libertad, en su misteriosa conjugación con la gracia de Dios, contribuye a configurar y a realizar la vocación. De ahí el consejo de San Pedro: «hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección»145. Y, para realizar su verdad como matrimonio, los esposos deben confiar plenamente en la realidad de su vocación divina11, sabiendo que «así como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de vivir cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento brotan también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo sacrificio espiritual (cfr. 1 Pe 2,5; Lumen gentium, 34)»146. Ciertamente, la vocación matrimonial, como toda vocación divina, es gracia y —a la vez y por eso mismo— compromiso moral; don y tarea: elección eterna de Dios y propuesta amorosa que Dios hace a nuestra libertad147. En la correspondencia libre a esa elección de Dios, especificada para los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio, se decide la autenticidad y la plenitud de su realización personal. Y esa correspondencia es posible precisamente por la vocación, que implica que la tarea no supera las fuerzas de los esposos, porque no es una tarea puramente humana, sino realizada por Dios en cooperación con ellos 148. El
Ef4, l . • 27 2 P 1,10. Cfr. SAN JOSEMARlA ESCRIVA, ESCristo que pasa, n. 30. 146 Familiaris consortio, 56. • 30 Cfr. Familiaris consortio, 20. 51 Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3.a ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 355-357. 26
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Señor, que los ha elegido y los llama, es fiel y no dejará de concederles todas las gracias necesarias32, como fruto del sacramento, que les hace participar realmente en el amor con que Cristo se ha unido a su Iglesia para santificarla (Lección 8.2.d-e)149. La gracia propia del sacramento, que acompaña permanentemente a los esposos (Lección 8.2.c), es lo que convierte la vida conyugal y familiar en camino específico de santificación. Porque «el don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella (...) Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan, cada vez más, a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios' (Gaudium etspes, 48)»150. b) Necesidad de una auténtica «espiritualidad matrimonial» «Te recuerdo que tienes que reavivar el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos»35. Con estas palabras aconsejaba San Pablo a su discípulo Timoteo, al que había conferido el episcopado, que conservara constantemente la conciencia de su vocación y misión, alimentando la gracia que le permitiría corresponder fielmente. Del mismo modo, los espo-
32
Cfr. 1 Co 1,9.10,13. • 33 Cfr. CEC, 1641-1642. Familiaris consortio, 56. • 35 2 Tm 1,6.
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sos cristianos deben esforzarse por mantener siempre vivo el don de Dios, recibido en el bautismo y determinado por el sacramento del matrimonio. Para ello es necesario que reaviven y profundicen continuamente su fe36, ya que de otro modo cederían fácilmente a la tentación de vivir su vida conyugal y familiar de manera anodina o rutinaria; sus ojos se harían incapaces de reconocerla como camino vocacional que Jesús recorre junto a ellos 37. Por esta razón advierte Juan Pablo II que, del verdadero significado de la realidad matrimonial, «nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar»38. No se trata de una espiritualidad yuxtapuesta o paralela, como una ocupación extraña, añadida a la vida ordinaria de los esposos y padres (supra: 1 .b): «los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar»39. Se trata, más bien, de recurrir a los medios que alimentan la vida de la gracia, para ser capaces de percibir y secundar amorosamente el hondo significado que poseen en Cristo las mismas realidades familiares y conyugales, porque «la espiritualidad conyugal implica asumir consciente y voluntariamente los aspectos unidos a la vocación de esposos y padres, que se han de vivir impregnándolos de fe, esperanza y caridad. Son estas realidades, connaturales al matrimonio (...) las que, vividas con el espíritu de Cristo, santifican a los cónyuges como tales» 40. Los medios para alimentar la vida de la gracia son, evidentemente, los mismos que han de frecuentar asiduamente todos los cristianos —la oración, la mortificación y los sacramentos, Cfr. Familiaris consortio, 51. • 37 Cfr. 1x24,16. Familiaris consortio, 56. SAN JOSEMARÍA ESCJUVÁ, ESCristo que pasa, n. 23. JUAN PABLO II, Discurso, 10.X.1986.
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especialmente la penitencia y la Eucaristía—; sin embargo, pueden y deben vivirse con especiales matices y acentos desde la vocación matrimonial151. Sostenida por el trato confiado con Dios, la vida fiel de los cónyuges cristianos se convierte en participación activa y fecunda en la misión que Cristo confió a su Iglesia (Lección 14), y se llena de los frutos divinos de la redención para ellos y su familia, para la Iglesia y para el mundo: «también la familia cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y del que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia existencia y la oración. Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer, en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera (...) es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo»42.
151
Cfr. Familiaris consortio, 56-59. • 42 Familiaris consortio, 55.
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Lección 14 PARTICIPACIÓN DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
1. Vocación cristiana y misión apostólica La vocación cristiana no solo llama a cada uno a la santidad personal, sino también, inseparablemente, a contribuir a la misión de la Iglesia, es decir, al apostolado. La Iglesia ha recibido del Señor «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios»1; pero el apostolado no es misión exclusiva de los sagrados pastores, sino de todos los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia 2. El mandato de Jesús —»Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura»152— se dirige a los Apóstoles y a sus sucesores, y con ellos a todos los fieles en comunión con los sucesores de Pedro y de los demás Apóstoles. Por tanto, todos los miembros del Pueblo santo de Dios participan con una común responsabilidad en la misión eclesial 153. Y del mismo modo que la vocación a la santidad en la Iglesia es, a un tiempo, comunitaria y personalísima (Lección 13.1.a), la llamada al apostolado es también vocación propia y personal
1
Lumen gentium, 5. • 2 Cfr. CEC, 864. • 3 Me 16,15. Cfr. Lumen gentium, 32.
153
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de todos los fieles, que se concreta de maneras variadas según la condición de cada uno154. El decreto del Concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos subraya, por eso, que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado»6. La llamada al apostolado posee, pues, igual aspiración de totalidad y análogas exigencias de coherencia y autenticidad que la personal vocación a la santidad de cada cristiano (Lección 13.1.b). Tanto es así que puede decirse, extrayendo la consecuencia de esta enseñanza conciliar, que una vida cristiana que no es apostólica queda «desnaturalizada»; o, en sentido positivo, que la expresión «natural» de la vida cristiana en relación con los demás es el apostolado. En efecto, los cristianos, por haber recibido la luz de la fe y la gracia del bautismo, sin mérito de su parte, gozan de la acción santificadora del Espíritu Santo que actúa en ellos, directamente y a través de la palabra de Dios y los sacramentos que se administran en la Iglesia. Así, como miembros vivos de Cristo, han sido hechos, «objetivamente», luz del mundo y sal de la tierra. Esto significa que todo cristiano, si permite que la vida divina que ha recibido se despliegue en su existencia, secundando la gracia de Dios, es verdaderamente sal y luz. De ahí la advertencia, amable y exigente a la vez, de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de una vasija, sino sobre un candelera para que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que-vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos»7.
154
Cfr. CEC, 864. • 6 Apostolicam actuositatem, 2. • 7 Mt 5,13-16.
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Del mismo modo que la vocación a la santidad (Lección 13.2), la vocación apostólica de los esposos cristianos se especifica por el sacramento del matrimonio y, en cuanto misión propia del matrimonio y la familia, se desarrolla precisamente a través de la vida matrimonial y familiar (Lección 13.3): de manera particular (aunque no exclusiva: Lección 15.3), impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos 155. Se trata de una dimensión propia de la fecunduLtd sobrenatural áú matrimonio cristiano 156, que produce frutos abundantes para la Iglesia y para el mundo: «las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la iglesia como comunión y para su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales»10. 2. Misión de la familia en la misión de la Iglesia a) La familia, Iglesia doméstica La comunión de los esposos constituye el fundamento de la comunión de personas que es la familia (Lección 1.2.a), radicada en los vínculos de la sangre, que van enriqueciéndose a medida que el amor que anima las relaciones familiares hace nacer y madurar vínculos espirituales aún más fuertes y profundos. Pero, además, «la familia cristiana está llamada a hacer la experiencia de una nueva y original comunión que confirma y perfecciona la natural y humana»: la que se da en la Iglesia en virtud de la gracia de Cristo, que une a todos en Él
Cfr. CEC, 902; CIC, c. 835 § 4. • 9 Cfr. CEC, 1653, 2221. BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005.
155 0
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como hermanos, hijos del mismo Padre. La raíz viva y el alimento inagotable de esta comunión sobrenatural, que da lugar a la unidad de la santa Iglesia de Dios, es el Espíritu Santo, que se derrama sobre los fieles a través de los sacramentos. Por eso la familia, en virtud del sacramento del matrimonio, constituye «una revelación y actuación específica de la comunión eclesial» y, también por ese motivo, puede llamarse «Iglesia doméstica»157. Benedicto XVI ha explicado esta dimensión eclesial de la familia cristiana, recordando que la verdadera paternidad y maternidad no se reducen a la función biológica de traer al mundo a un nuevo ser humano: «la vida solo se da enteramente cuando, junto con el nacimiento, se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida (...) Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para decir a alguien: 'tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro', hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es otorgada a la familia más amplia que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el 'sí' del Creador. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, pequeñas Iglesias domésticas»12.
157
Cfr. Familiaris consortio, 2 1 . • 12 Discurso, 6.VI.2005.
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b) Eficacia evangelizadora de la vida conyugal y familiar La familia cristiana, fundada sobre el sacramento del matrimonio, «constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia»158. En el matrimonio cristiano, el amor y todas sus obras propias quedan elevados al orden de la caridad, que asume, purifica y perfecciona el amor meramente humano 159; y la misma vida familiar se convierte en ámbito de desarrollo de la vocación a la santidad y al apostolado con la que están llamados, en la Iglesia, todos los miembros de la familia160. Por eso, cuando la familia cristiana acoge y cultiva con generosidad el don recibido (Lección 13.3.a), la comunión de personas que se construye en su seno edifica verdaderamente la Iglesia 16, y se hace capaz de reflejar —como la misma comunión eclesial— la potencia redentora del amor de Dios, más poderoso que las limitaciones humanas. Esto no supone, desde luego, que la vida conyugal y familiar de los cristianos deba convertirse en algo distinto, en una realidad ceremonial o sacra, alejada del mundo e irreconocible para el resto de los hombres y familias (de poco serviría la sal escondida en una alacena, separada de los alimentos; o la luz invisible bajo una vasija). Ni tampoco que la fuerza evangelizadora de la familia cristiana se dé solo o principalmente a través de las actividades religiosas o caritativas (aunque son muy importantes y necesarias) que pudieran llevar a cabo sus miembros. Por el contrario, la conciencia de la vocación cristiana y la gracia del sacramento del matrimonio llevan precisamente a vivir la naturalidad cotidiana del amor conyugal y familiar con
Familiaris consortio, 15; cfr. CEC, 1655. Cfr. Familiaris consortio, 19-21. • 15 Cfr. CEC, 1657. 16 Cfr. Familiaris consortio, 15; 55-56. 158 159
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todo su sentido humano (Lección 13.3.b)161, porque «la condi-. ción sobrenatural del matrimonio cristiano —lejos de separar a los esposos cristianos de los afanes e ilusiones de los demás matrimonios y familias— los acerca e inserta entre ellos todavía más: en efecto, sólo viviendo con fidelidad la vocación matrimonial cristiana es posible llevar a plenitud las exigencias de 'humanidad' inscritas en el matrimonio como realidad humano-creacional. Esta es una de las razones por las que los esposos cristianos han de sentirse urgidos para responder con fidelidad a los compromisos de su matrimonio. De esta manera los demás —tanto los no cristianos como los cristianos que tal vez se encuentren 'en dificultad'— se sentirán movidos a imitar su modo de proceder. Verán hechos vida los anhelos de verdad y bien que sienten en su interior, y también que es realizable el modelo de matrimonio que los esposos verdaderamente cristianos proponen»162. De ahí la convicción de la Iglesia de que «en nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica»™. c) Las dificultades en la vida conyugal y familiar «Aunque rico en bienes y promesas, el matrimonio cristiano es una realidad exigente. Requiere sobre todo fidelidad en el
Cfr. J. ECHEVARRÍA, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid 2005, pp. 123-124. 162 A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997, p. 146. 19 CEC, 1656; cfr Lumengentium, 11; Apostolicam actuositatem, 1 1 ; Familiaris consortio, 21. 161
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amor, generosidad y abnegación»163. Como bien saben por experiencia los esposos cristianos, el amor conyugal no alcanza la plenitud a la que está llamado sin lucha y esfuerzo personales (Lecciones 1.2.b; 7.3.b), sin rectificación y perdón, sin conversión constante164. Por eso, un sano realismo cristiano debe llevarles, desde el principio, a contar con que, ciertamente, será necesario —como sucede, por lo demás, en todos los órdenes— superar dificultades, a veces duras, a lo largo de su vida 165. Pero la existencia de dificultades no es, en sí misma, algo malo: significa un reto y una exigencia y, por tanto, da lugar a que cada uno ponga en juego lo mejor de sí mismo, como persona y como hijo de Dios. Toda persona tiene la experiencia de que las dificultades que —junto a los momentos dichosos y a tantas cosas buenas— han formado parte de su vida le han puesto en el trance de tomar decisiones, de enfrentarse con la verdad, de optar por un bien que se presentaba costoso... pero que no dejaba de ser un bien. A través de ellas, cuando ha procurado vivirlas contando con la gracia y buscando la voluntad de Dios, ha crecido como persona y como cristiano. La vida conyugal y familiar, con todas sus vicisitudes, con sus posibles altibajos, con sus momentos extraordinarios y sus etapas aparentemente monótonas, con sus tristezas y sus alegrías, es el itinerario normal de la vocación cristiana para los casados. Es, por tanto, camino que lleva cotidianamente a la santidad, a las virtudes heroicas que Dios pide de sus hijos y que se construyen con luces y sombras, con remansos de sosiego y batallas con el propio yo, con el deslumbramiento de lo nuevo y la constancia en la guarda de los valores antiguos 166.
163 164 165 166
JUAN PABLO II, Discurso, 10.V.1990. Cfr. Familiaris consortio, 21. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1997, n. 4. Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVA, ESCristo que pasa, 24. 174
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Por tanto, la certeza de que tendrán que superar obstáculos no debe minar la confianza de los esposos —que no están solos en su empeño—, sino llevarles a entender cada día con mayor hondura el sentido providencial de las dificultades ordinarias y extraordinarias de su vida, y a vivirlas con esperanza a la luz del misterio de la cruz de Cristo, que es elemento fundamental de una verdadera espiritualidad conyugal167. La aceptación generosa de la cruz —del sufrimiento, de la preocupación, de los errores y pecados propios y ajenos, del cansancio— en las circunstancias de la vida conyugal y familiar contribuye al bien de la Iglesia y a la redención del mundo168, y es camino necesario hacia la madurez humana y cristiana del amor 26. d) Dificultades conyugales y mentalidad divorcista Muchas veces los cónyuges deberán afrontar unidos dificultades externas, o relacionadas con los hijos. Pero también pueden darse dificultades, más o menos profundas, en la relación entre los dos. Y en el momento actual conviene tener en cuenta que muchas dificultades en la convivencia matrimonial se ven agravadas en su planteamiento (y en su posible solución) por la cultura divorcista. Como es sabido, en el ámbito civil se ha extendido legalmente el equívoco de que el divorcio disuelve el matrimonio (cosa imposible, porque ninguna autoridad humana tiene ese poder: Lección 6.4.c). A partir de ahí ha cundido una mentalidad que considera fácilmente la existencia de dificultades o conflictos en la convivencia conyugal como una situación irreversible, cuya «solución» sería la ruptura legal del matrimonio. Aunque el planteamiento sea falso, se ha infiltrado en amplios sectores de la sociedad, e incluso en muchos fieles.
Cfr. Familiaris consortio, 56; Carta familias, 18-19. Cfr. A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, cit., p. 147. 168 Cfr. CEC, 1648. • 26 Cfr. Mt 16,24. 167
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Es cierto que un católico bien formado puede conocer teóricamente la diferencia radical entre el divorcio (que pretende disolver el vínculo conyugal verdaderamente existente), y la declaración eclesiástica de nulidad del matrimonio (en la que el tribunal declara probado que hubo una causa que impidió que el matrimonio celebrado fuera válido, por lo que, pese a las apariencias, nunca existió verdaderamente). Pero es bastante fácil que el contagio de una mentalidad divorcista de fondo lleve a sustituir el razonamiento típico del sistema divorcista - si la convivencia no funciona, disuélvase elmatrimonio por otro que, bajó palabras cristianas, oculta la misma finalidad: «sí hay dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el rnatrifnonio». Desde luego, esa mentalidad no acepta el divorcio, pero ve la declaración de nulidad como un bien que hay que tratar de obtener para «solucionar» una situación de grave dificultad o de fracaso de la convivencia conyugal. Ante este planteamiento —muchas veces inconsciente— es importante tener en cuenta algunos principios: La solución que propone la Iglesia para las dificultades en la convivencia matrimonial no es la nulidad (que, además, sólo puede declararse cuando de verdad existe) 169, sino el restableci-
Como hemos explicado, en ocasiones d comportamiento posterior á la ce lebración del matrimonio puede ser indicio de que hubo en el Momento de contraer una causa que fe> üzo nulo (Lección 6. I)'} y, desde luego, los interesados tienen el derecho —y el deber de conciencia—- dé cerciorarse de la vetdad de su estado conyugal cuando existe una duda fundada. El proceso de declaración de nulidad matrimonial es un recurso jurídico previsto pot la Iglesia precisamente como instrumento para la búsqueda de la verdad. Las observaciones que hacemos aquí se refieren a la mentalidad que considera ese proceso como «remedio» o «solución» para las dificultades y conflictos de convivencia; una visión que puede dar lugar a un profundo desenfoque, y causar graves daños a las personas, al valorar ese remedio jurídico con mentalidad divorcista. Para las situaciones en que, siendo válido el matrimonio, la convivencia conyugal se hace física o moralmente imposible o muy dura (con o sin culpa) el derecho canónico regula la separación conyugal, permaneciendo el vínculo que une a los esposos (cfr. ClC, ce. 1151-115 5). 169
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miento de la concordia entre los cónyuges, siempre que sea posible; y hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de todos los implicados • Aun suponiendo que un matrimonio hubiera sido nulo, la Iglesia exhorta siempre a poner los medios para conservar aquello que hubo de bueno entre quienes pensaban que eran realmente cónyuges 170. Por tanto, cuando se sospecha con indicios de verdad que pudo existir una causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible, todos (cónyuges, pastores, asesores, familiares y amigos, abogados) deben poner todos los medios para que se pueda convalidar o sanar ese matrimonio (haciendo que pase a ser válido) por los procedimientos previstos171. • La decisión última de iniciar una causa de nulidad pertenece solo a los cónyuges (salvo algún caso en que está en juego el bien público172): por tanto ellos tienen que formar adecuadamente su conciencia —buscando los consejos oportunos y contando también con la gracia de Dios— y decidir con rectitud, ponderando el bien que pueden hacer, y el mal que pueden evitar173. • La decisión de un cónyuge —o de los dos— de iniciar una causa de nulidad, aunque existan indicios de ella, es siempre una decisión grave, nunca «moralmente neutra», pues afecta profundamente a su vida cristiana.
Cfr. CIC, c. 1676. • 29 Cfr. CIC, ce. 1156-1165. Cfr. CIC, ce. 1674-1675. 173 Si no existieran indicios claros, o si la nulidad hubiera sido provocada por factores meramente externos o ya subsanados, de hecho, por un tiempo largo de convivencia conyugal normal, no sería moralmente recto ptetender la declaración de nulidad, aunque pudiera obtenerse con una interpretación literal de la ley canónica: no todo lo jurídicamente posible es moralmente bueno. 28
172
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e) El realismo cristiano y la «lógica de la cruz* Para las situaciones de mayor o menor dificultad en el matrimonio, Juan Pablo II invitaba a los esposos —y a todos los que pueden ayudarles— a recordar «que el amor conyugal es el camino para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido con un vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de extravío»174. No podemos olvidar que a lo largo de los siglos —también hoy— muchos matrimonios se han salvado, a pesar de algunos momentos difíciles, por la decisión, a veces, heroica, de vivir seriamente la vida cristiana y de mantenerse fieles a su compromiso de amor conyugal (Lección 6.3.b). La visión realista (Lección 2.3) del verdadero amor conyugal, que sabe también abrazar la cruz, lleva a mantener como un bien cierto la fidelidad conyugal y la indisolubilidad del propio matrimonio ante las crisis y dificultades. Incluso ante el fracaso total e irremediable de la convivencia conyugal o ante el abandono, si se dieran, el cónyuge que permanece fiel a la verdad de su condición (Lección 6.4.c) no queda abocado a un fracaso total como persona y como cristiano (Lección 7.3): la lógica de la cruz permite entender que, también en esas circunstancias dolorosas y quizá humanamente irremediables —como otras que pueden darse en la vida, por ejemplo respecto a la salud—, puede realizar su vocación matrimonial a la santidad y ofrecer a la Iglesia y al mundo un testimonio que refleja realmente la fidelidad del amor de Dios ante la infidelidad humana (Lección 1.2 .C-3)175. Pero el realismo cristiano no se limita a posibles situaciones extremas: ha de llevar a los esposos, ante todo, a afrontar sin
32 33
JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2002, n. 5. Cft. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 6. 178
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miedo los peligros y debilidades que siempre amenazan al amor en la vida ordinaria —por insuperables que parezcan y cualquiera que sea el sacrificio que exijan—, porque pueden contar siempre con la gracia de Dios que, en virtud del sacramento, garantiza que su amor conyugal participa del amor redentor de Cristo, eternamente fiel. En definitiva, no hay realismo más verdadero y fundado que la esperanza cristiana que lleva a poner, con serenidad y confianza en Dios, todos los medios humanos y sobrenaturales para superar las dificultades y crisis 176. 3. La educación cristiana de los hijos, en la misión de la Iglesia El segundo aspecto fundamental de la participación de la familia en la misión de la Iglesia es la educación cristiana de los hijos (Lección 11.3.c), que puede ser considerada un verdadero y propio apostolado. «En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la 'familia humana' y en la 'familia de Dios' que es la Iglesia. El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia, la persona humana no solo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que, mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios que es la Iglesia (...) El mandato de crecer y multiplicarse dado al principio al hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas. La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y el lugar
176
Cfr. Carta familias, 18. • 35 Cfr. Carta familias, 16.
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donde puede llevar a cabo su inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia»36. El hogar cristiano formado por los cónyuges «es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente 'Iglesia doméstica', comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana»37. Por su parte, los padres, como primeros e insustituibles educadores, son también Los primeros evangelizadores de sus hijos, con su palabra y con su ejemplo38: si la tarea educativa es continuación y desarrollo de su paternidad y maternidad en el plano natural de la vida humana (Lección 11.1.a), la formación cristiana de sus hijos les lleva a ser plenamente padres, en cuanto los engendran también a la vida de los hijos de Dios y contribuyen a afianzar en sus almas el don de la gracia divina 39. Para esa misión específica, los padres están asistidos permanentemente por la gracia del sacramento del matrimonio (Lección 8.2.c), que les habilita para hacer, en cierto modo, las veces de Dios respecto a los hijos177; y les permite asociarlos desde la infancia a la vida de la Iglesia, y contribuir eficazmente a que nazcan en ellos las disposiciones interiores que serán durante toda su vida el fundamento de una fe viva y operativa 178. Los aspectos fundamentales de la formación cristiana de los hijos podrían resumirse así: • Educación en la fe, mediante una auténtica catequesis, cuyo primer lugar es la familia (Lección 11.2)179. • Educación en la oración y en la vida litúrgica y sacramental (que comprende especialmente los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía)180.
Familiaris consortio, 15. • 37 CEC, 1666. Cfr. Lumen gentium, 1 1 ; CEC, 2252. • 39 Cfr. Familiaris consortio, 39. 40 Cfr. Familiaris consortio, 38. • 41 Cfr. CEC, 2225. • 42 Cfr. CEC, 2226; 180 Cfr. Familiaris consortio, 60-62; CEC, 2226, 2685, 2694. 36 38
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• Educación en la unidad de vida, especialmente «mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el evangelio» 181, que permita a los hijos crecer desde la infancia con profundos hábitos de coherencia entre su fe y sus obras (Lección 3.2.d). • Educación para la vocación, que los ponga en condiciones de orientar su vida como respuesta cristiana a su vocación a la plenitud del amor (Lecciones 4.3; 13.1), es decir, a la santidad, por el camino por el que Dios los llame 182. Del espíritu cristiano de las familias respecto a la vocación de los hijos (y, singularmente, de su amor a la vocación sacerdotal, a la vida consagrada y a la entrega en el celibato por el Reino de los Cielos 183) depende en buena medida la extensión de la misión de la Iglesia 184. La formación cristiana de los hijos, de igual modo que toda tarea educativa, debe realizarse como formación para la libertad y para el amor (Lección 11.3.a-b). Especialmente en el ámbito de la vida cristiana —propuesta amorosa de Dios que cada persona debe acoger libremente—, es preciso contar con la libertad de los hijos: para respetarla delicadamente y para ayudar prudentemente a formarla y a ejercitarla con arreglo a la verdad y a la dignidad de los hijos de Dios (Lección 3.2) 185. La conciencia de que la libertad de los hijos se encuentra sometida también a la influencia de un ambiente que, muchas veces, perturba y dificulta su formación cristiana debe animar a los padres a acompañarlos con una especial cercanía hecha de amistad y comprensión, de confianza, de comunicación y de oración; y a perseverar con fortaleza en su misión, a pesar de los sufrimientos y dificultades que pueden aparecer a medida que van creciendo 49.
CEC, 2226. Cfr. Lumen gentium, 1 1 ; Familiaris consortio, 2 , 2 2 , 53; CEC, 2232, 2253. 183 Cfr. CEC, 2233. • 47 Cfr. Familiaris consortio, 53. 48 Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005. 49 Cfr. Familiaris consortio, 53. 181 182
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En el desarrollo de su misión de educar en la fe, las familias cristianas cuentan siempre con el servicio imprescindible de la Iglesia (Lección 12.2), a través de la parroquia —comunidad eucarística y corazón de la vida litúrgica de las familias cristianas, y lugar privilegiado para la catequesis de los niños y de los adultos186— y de «las demás formas de comunidad eclesial (...), llamadas a una estrecha colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la formación de la persona y en la transmisión de la fe»51.
186
Cfr. CEC, 2226. • 51 BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI2005.
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Lección 15 LA FAMILIA, SOCIEDAD ORIGINARIA
1. La familia, base social de la «civilización del amor» a) El hombre es un ser social por naturaleza «La familia es la 'célula original de la vida social'. Es la sociedad natural donde el hombre y Ja mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se puede aprender los valores morales, comenzar a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad»187. Con esta síntesis, el Catecismo de la Iglesia Católica muestra la riqueza que posee la calificación de la familia como célula primaria u original de la vida social188. Frente a las teorías que atribuyen un origen artificial a la socialidad humana 189, la doc-
CEC.2207. ' 2 Cfr. Apostolicam actuositatem, 1 1 ; Carta familias, 15. 189 Teorías que postulan en sustancia, con distintos matices y versiones, que lo propio y natural en el hombre sería el individualismo egoísta, y que solo por intereses prácticos se habría llegado a un acuerdo o contrato social para organizatse colectivamente. En virtud de ese contrato cada individuo renuncia a parte de sus derechos y los cede a la autoridad social, que se compromete a garantizar algunos bienes colectivos. 187
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trina católica ha profundizado progresivamente en la concepción del hombre —presente ya en la filosofía griega— como un ser social por naturaleza: es decir, marcado en su modo de ser por una dimensión esencial de solidaridad con los demás, no por el aislamiento individualista (Lección 4.1). Esa socialidad originaria tiene su fuente concreta y vital en la genealogía familiar de la persona humana, raíz de su identidad (Lección 9.2.b-c). Precisamente por eso, es posible captar su significado a partir de la comprensión de los vínculos familiares: el modelo para entender y construir la sociedad, y el lugar donde se aprende naturalmente a vivir en sociedad de un modo verdaderamente humano es la familia190. Para advertir el dcance de esta afirmación resulta muy ilustrativo reflexionar sobre la estructura del decálogo, que, como es sabido, recoge los preceptos fundamentales de la ley natural (es decir, aspectos esenciales del bien que corresponde por naturaleza al ser humano, y por tanto del obrar debido para vivir de modo acorde con su dignidad y alcanzar su fin propio) 191. b) El cuarto mandamiento y la vida social En la formulación tradicional del decálogo que solemos utílizar192, los tres primeros mandamientos se refieren de modo más directo al amor de Dios y los otros siete al amor del prójimo 193. Y
Cfr. Familiaris consortio, 43; CEC, 2224. Cfr. CEC, 1955 ss.; 1962; 2049; y, especialmente, 2070 ss. 192 Cfr. CEC, 2066. 193 Cfr. CEC, 2067, que trae esta cita de S. Agustín: «Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señoi condensa toda la ley y los profetas (...), así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra». 190 191
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no es casual que el cuarto mandamiento figure precisamente en esa posición, como punto de enlace y tránsito entre los tres anteriores y los seis posteriores. En las relaciones familiares (y de modo radical en la paternidad/ maternidad-filiación) se continúa en cierto modo aquella misteriosa compenetración entre el amor divino y el humano que está en el origen de la persona, por lo que el amor a los padres —y la comunión familiar que deriva de él— participa de una manera particular del amor a Dios (Lección 9.2.c)194. A su vez, el amor al prójimo «como a sí mismo» se da con una especial naturalidad en la familia, en la que los demás, siendo otros, no son, sin embargo, absolutamente otros: no son ajenos, sino que participan en cierto modo de la propia identidad de la persona (forman parte de su «ser sí mismo»). Por eso la familia es el lugar originario en que cada persona es acogida y amada incondicionalmente. no por lo que tiene o por lo que puede proporcionar, sino por lo que es (Lección 4.2.b)195. Por todo ello, «el cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros abuelos; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado 'Padre nuestro'. Así, nuestras relaciones con nuestro prójimo son reconocidas como de orden personal. El prójimo no es un 'individuo' de la colectividad humana; es 'alguien' que por sus orígenes, siempre 'próximos' por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares»196. En este sentido debe entenderse la afirmación de que «la familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad» 197.
8
Cír. Carta familias, 15. • 9 Cfr. Familiaris consortio, 43. • 10 CEC.2212. Familiaris consortio, 17; cfr Gravissimum educationis, 3.
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Por ser la sede natural de la educación pan el amor (Lección 11.3.b), constituye el «instrumento más eficaz de humanización y personalización de la sociedad12: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo»198. En efecto, el amor, como hemos explicado, es el reconocimiento y el trato que exige la dignidad de la persona (Lección 4.2) y, por tanto, el único fundamento verdadero de una sociedad plenamente humana: la que Juan Pablo II llamó «civilización del amor» 199. 2. La familia, patrimonio y bien común de la humanidad Al considerar, casi al comienzo de estas páginas (Lección 2), diversos elementos de la crisis actual del matrimonio y la familia en la sociedad occidental postmoderna, advertíamos que no se trata solo de una crisis del conocimiento, de una especie de pérdida fortuita de información o de una involución inculpable de la sociedad hacia la ignorancia. En su proceso de incubación ha intervenido, desde luego, la cultura —y la evolución de las pautas marcadas por ella—, pero no es el único factor. El verdadero concepto de matrimonio y familia ha podido descomponerse solamente en la medida en que al desconcierto (cultural) —o al complejo ante el «progreso»— de muchos se ha añadido la cesión sucesiva en las costumbres y la aceptación social acrítica de «nuevas» conductas que descomponen la unidad de la persona: de su ser y su obrar, de su amor y su dimensión sexuada, de las exigentes riquezas del amor conyugal que cristalizan en la unión conyugal. Pero hay que señalar con claridad que las opciones familiares a la carta que pretenden acompañar o sustituir en la normalidad social a la familia de fundación matrimonial no son verda-
12
Cfr. Carta familias, 1 5 . • Cfr. Carta familias, 1 5 .
13
Familiaris consortio, 43.
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deras alternativas. Cuando se recortan y seleccionan fragmentos de la verdad total del matrimonio (el amor, los sentimientos, la sexualidad, la libertad de elección, la fecundidad, la pareja, la fidelidad...), para recombinarlos artificialmente a voluntad, el resultado no es equivalente al matrimonio y a la familia, ni cumple su misma función, porque falsea la verdad de la persona y del amor conyugal. Aunque cada ana de esas piezas contenga en sí misma algo de verdad (y por eso sus combinaciones pueden lograr una imitación más o menos convincente a primera vista), el conjunto no responde en plenitud a las exigencias propias del amor conyugal, que siguen a la verdad de la naturaleza humana (Lección 5.3). Y del falseamiento de la célula primaria de la sociedad deriva necesariamente un deterioro del tejido social de consecuencias incalculables, teniendo en cuenta la función humanizadora de la familia, que acabamos de recordar200. Esta convicción llevó a Juan Pablo II a insistir frecuentemente, a lo largo de su pontificado, en que «la crisis de la familia constituye un grave daño para nuestra misma civilización»201. Benedicto XVI recogía esa misma preocupación, al advertir que «los pueblos, para dar un rostro verdaderamente humano a la sociedad, no pueden ignorar el bien precioso de la familia, fundada sobre el matrimonio. 'La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole' (CIC, c.
No es correcto enfocar la cuestión de la institucionalización jurídica y social de opciones alternativas de matrimonio y familia como un asunto particular, de preferencias personales y de libertad individual, porque matrimonio y familia tienen una intrínseca dimensión pública: en cuanto instituciones, afectan muy directamente —como hemos visto— a toda la sociedad. Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 1 1 .V.2006. 201 Cfr. BENEDICTO XVI, Homilía en la celebración de Vísperas de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 3 1 .XII.2005. 200
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1055), es el fundamento de la familia, patrimonio y bien común de toda la humanidad. Así pues, la Iglesia no puede dejar de anunciar que, de acuerdo con los planes de Dios (cfr. Mt 19 ,3-9), el matrimonio y la familia son insustituibles y no admiten otras alternativas»202. En efecto, la humanidad —y las instituciones sociales en que se articula y organiza—, solo puede interpretarse adecuadamente a sí misma y perpetuarse con autenticidad a través de la familia fundada en el matrimonio, que no es que sea correcta por ser tradicional (Lección 2.1.a), sino al contrario. La familia de fundación matrimonial se ha convertido históricamente en tradicional porque es la única que acoge de modo pleno la verdad de la persona humana, varón y mujer (Lección 6.1). Por eso es bien común de la humanidad, no solo patrimonio de los creyentes; y por eso protegerla y promoverla constituye una de las maneras más decisivas de proteger al hombre y promover el bien de la sociedad. 3. Función y responsabilidad social de la familia a) La interacción entre familia y sociedad De todo lo dicho resulta que la relación ideal entre familia y sociedad debería ser de apoyo recíproco203, de interacción enriquecedora y de mutua defensa. La sociedad puede favorecer mucho el desarrollo adecuado de la familia; y la familia, por su parte, puede contribuir decisivamente a la construcción de una sociedad estructurada, solidaria y rica en humanidad. Además, al apoyarse mutuamente, sociedad y familia se ayudan también a sí mismas del mejor modo posible.
BENEDICTO XVI, Carta al Card. López Trujillo, Presidente del Consejo Pontificio para la Familia, 17-V-2005. 203 Cfr. Familiaris consortio, 46. 202
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En esta perspectiva se comprende que la familia no puede ni debe cerrarse sobre sí misma —acaso en actitud defensiva—, porque de ese modo dejaría de cumplir un aspecto fundamental de su función insustituible para lograr el bien de la sociedad y, a la vez, se empobrecería en su propio bien familiar204. Ante todo, por su propia naturaleza, puede actuar de modo especialmente eficaz en el campo inmenso de las iniciativas y obras de caridad, solidaridad, hospitalidad, asistencia y servicio, especialmente a los más débiles y necesitados (Lección 9.3.d)205. Además —insistía Juan Pablo II—, «las familias deben crecer en la conciencia de ser 'protagonistas' de la llamada 'política familiar', y asumir la responsabilidad de cambiar la sociedad». En efecto, la función social de las familias está llamada a manifestarse también como intervención política, para conseguir que las instituciones y las leyes no solo no perjudiquen a la familia, sino que la favorezcan del modo más justo y razonable206. Esto llevará muchas veces, por razones elementales de eficacia, a la asociación de las familias para defender legítimos intereses comunes, para manifestar públicamente sus necesidades y plantear las exigencias justas ante las autoridades públicas. No
Cfr. Familiaris consortio, 44, 47. Cfr. Familiaris consortio, 44. 206 La protección de la familia debe partir del reconocimiento de su verdadera naturaleza y función (como realidad previa a la intervención de cualquier poder humano), sin desvirtuarla ni manipularla. Sin embargo, en muchos países las familias sufren ataques ideológicos en sus valores y exigencias fundamentales y no raramente ven desconocidos de modo injusto sus derechos inviolables (cfr. Familiaris consortio, 46). Para contribuir a fundar sobre bases sólidas la recíproca acción de apoyo entre sociedad y familia, la Santa Sede publicó la Carta de los Derechos de la familia (presentada por el Pontificio Consejo para la Familia con fecha de 22X1983). El contenido de ese documento tiene vocación de ser compartible por todos, ya que no contiene afirmaciones basadas exclusivamente en la fe católica. Sus doce aitículos enuncian derechos que «están impresos en la conciencia del ser humano y en los valores comunes de toda la humanidad» (Introducción), y recogidos en lo fundamental en la Declaración Universal de los Derechos Humanos o en otros textos internacionales. 204 205
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se trata de una acción de tipo directamente político —en el sentido de actividad de partido—, ni tampoco necesariamente de una actuación confesional: se trata de la expresión solidaria de quienes son plenamente ciudadanos —creyentes o no creyentes— y persiguen un reconocimiento y una ayuda mejores para el matrimonio y la familia, bien común de toda la sociedad. La fuerza social de las familias unidas puede ser decisiva en muchas materias. b) La familia, primer defensor y testigo de la familia De todos modos, a pesar de las dificultades externas, el peligro más grave de debilitamiento del matrimonio y de la familia (y de la eficacia de su misión para el bien de la sociedad) no es tanto la presión negativa, social, cultural y jurídica, que pueda darse en muchos países —aunque resulte muy perjudicial—, como la posible falta de autenticidad de la vida familiar. En efecto, parece indiscutible que para restaurar —primero en las personas, después en la cultura y en las costumbres y normas sociales— los valores familiares que corresponden a la verdad y al bien de la persona humana, es necesaria la acción de todas las personas e instituciones. Pero la familia, como acabamos de recordar con palabras de Juan Pablo II, debe asumir la responsabilidad de cambiar la sociedad, precisamente porque puede: porque en ella —y especialmente en la familia cristiana, por la gracia del sacramento del matrimonio— se encuentra la fuerza originaria capaz de edificar una sociedad digna de los hijos de Dios. «En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no solo su identidad, lo que es, sino también su misión, lo que puede y debe hacer. El cometido que, por vocación de Dios, está llamada a desempeñar en la historia brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial.
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Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable que define, a la vez, su dignidad y su responsabilidad: familia, \sélo que eresl»22 La familia, por tanto, está llamada a ser el primer defensor de sí misma y de su influjo social, comenzando por ser el primer testigo de su propia naturaleza y de su valor único. Ese protagonismo insustituible de la familia pasa necesariamente por su testimonio coherente de una vida conyugal y familiar plenamente humana y plenamente cristiana (Lección 14.2-3). Sin duda, cuando cunde en familias concretas un estilo de vida que no refleja adecuadamente la belleza y la verdad de la institución familiar; cuando hay cónyuges que no se comportan como deben en cuanto esposos y en cuanto padres o madres, la familia se expone a sufrir daños profundos en su imagen y en su realización vital. Por el contrario, la familia unida y sana, a pesar de las dificultades personales y del ambiente, es una semilla capaz de renovar la visión apagada, desconfiada y triste que se ha hecho frecuente en cierta cultura de hoy. El trato enamorado y fiel de los cónyuges entre sí, el modo de educar a los hijos y de transmitir los valores y la fe, las relaciones entre los diversos miembros de la familia, la capacidad de crear y extender un ámbito de comprensión y unidad; la apertura a otras familias, a otras instituciones, y especialmente a los más necesitados, son la forma más elocuente de defender la realidad de la propia familia de fundación matrimonial, de mostrar su belleza como «el centro y el corazón de la civilización del amor»207. Ciertamente, en lo espiritual como en lo humano, «el futuro de la humanidad se fragua en la familia»208.
22 208
Familiaris consortio, 17. • 23 Carta familias, 1 3 . Familiaris Consortio, 86.
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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
a) Catecismo de la Iglesia Católica En la versión completa del Catecismo, pueden consultarse, como núcleos principales sobre matrimonio y familia —además de otros puntos citados a lo largo de estas páginas—, los nn. 355-373; 22012203; 2207-2231; 2331-2335; 2360-2379 En el Compendio del Catecismo, los nn. 189; 337-350; 402; 453; 456-462 y 565 b) Otros documentos eclesiales Además de los incluidos en la «Relación de citas abreviadas* que figura al principio de estas páginas, pueden consultarse, sobre algunos temas específicos: CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE Carta a Mt obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la , Iglesia y en el mundo, 31-V-2004 CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Carta de los Derechos de la familia, 22-X-T983 — Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia, 8-XII-1995 — Preparación al sacramento del matrimonio, 13. V. 1996
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— Familia y derechos humanos, 15-XI-2000 — Familia, matrimonio y «uniones de hecho», 21-XI-20OO • Los documentos de los Romanos Pontífices y de los organismos de la Santa Sede pueden consultarse en la web oficial: http://www.vatican .ya • Una colección completa del magisterio eclesial sobre matrimonio y familia, en: AUGUSTO SARMIENTO - JAVIER ESCRIVA-IVARS, Enchiridion Familiae, 2.a ed. Eunsa, Pamplona, 2004 (10 vols.) • Los discutsos pontificios a la Rota Romana, desde 1964 a 2001, con índice de materias, pueden consultarse en A. LlZARRAGA, Discursos pontificios a la Rota Romana, Eunsa, Pamplona 2001 • Los documentos de la Conferencia Episcopal española pueden consultarse en www.conferenciaepiscopal.es • Una selección sistematizada de textos fundamentales de Juan Pablo II y del CEC en: A. LlZARRAGA, Persona, sexualidad, amor, matrimonio, Cuadernos del Instituto Martín de Azpilcueta, Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona 2003 • Las enseñanzas de Benedicto XVI sobre matrimonio y familia pueden consultarse con comodidad en: J. GASCÓ C ASESNOVES (ED.),
El Papa con las familias. Toda la enseñanza de Benedicto XVIsobre la familia, B.A.C., Madrid 2006 c) Algunos manuales y monografías breves A. APARICIO, Casarse: un compromiso para toda la vida, 2.a ed., Eunsa, Pamplona 2002 J. I. BAÑARES, La dimensión conyugal de la persona: de la
Antropología al Derecho, Rialp, Madrid 2005 — Derecho Matrimonial Canónico. Contenido y Método, Pamplona 2006 C. CAFFARRA, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, 4.a ed., Rialp, Madrid 2002 J. CARRERAS, Situaciones matrimoniales irregulares. La solución 193
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Emergencia de la familia, Rialp, Madrid 2006 C. BURKE, ¿Qué es casarse? Una visión personalista del matrimonio, Cuadernos del Instituto Martín de Azpilcueta, Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona 2000
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ÍNDICE
Relación de citas abreviadas ..................................................... Libros de la Sagrada Escritura citados ......................................
9 10
Lección 1 . Matrimonio y familia en el designio de Dios . 1. Conocer a Dios y al hombre, para conocer el matrimonio ......................................................................................... 2. El designio del «principio», entre la debilidad humana y la fidelidad divina ......................................................... a) La creación del hombre, varón y mujer ................................. b) El desorden introducido por el pecado ................................. c) El matrimonio, símbolo de la Alianza entre Dios e Israel .......................................................................................... 3. El matrimonio, redimido por Cristo .................................
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Lección 2. El oscurecimiento actual de la verdad del origen 22 1. Matrimonio y familia bajo la presión cultural ................... a) Diversos focos de crisis ....................................................... b) La ideología de «género» ................................................... 2. ¿Una simple cuestión de opiniones? ................................
11 13 13 15 18 19
22 22 23 25
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3. Algunas claves de la crisis ................................................ a) El rechazo del realismo ....................................................... b) El positivismo jurídico ....................................................... c) El relativismo moral y el individuo como absoluto ... d) La libertad como pura opción ............................................. Lección 3. Presupuestos básicos de la visión cristiana de la persona humana ............................................................... 1. La persona en el mundo material .................................... a) La persona humana, unidad de cuerpo y alma..................... b) La persona humana no es simple parte del mundo . 2. Libertad y realización de la persona «,,...,.,....,, ................ a) La persona es dueña de sí y del mundo por su libertad ......................................................................................... b) La persona se construye por sus actos libres ....................... c) Por su capacidad de compromiso, la persona puede dominar el futuro ..................................................................... d) La unidad de la persona y de su acción ...............................
27 27 28 29 30
Lección 4. La persona, llamada a la plenitud del amor ... 1. La persona no es solitaria .................................................... 2. La persona se realiza por el amor ....................................... a) El reconocimiento debido al «otro»..................................... b) Amor, servicio y perfección de la persona ........................... 3. El amor, vocación fundamental de la persona .................. a) El hombre, creado por amor y para amar ............................ b) Dos caminos a la plenitud del amor ....................... ............
42 42 43 43 44 45 45 46
Lección 5. La persona humana, masculina y femenina ... 1. Varón y mujer: dos modos de ser persona humana ... 2. La diferenciación sexual se da naturalmente como complementariedad ...................................................................
49 49
33 33 33 34 36 36 37 38 40
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a) La diversidad sexual es un hecho natural, ne un producto ......................................................................................... b) Mujer y varón son complementarios por su diversidad sexual ................................................................................ c) La inclinación natural entre los sexos ........................ d j La diferenciación sexual y la facultad de engendrar . 3. El camino de la libertad hacia el amor esponsal y conyugal
50 51 53 54 56
Lección 6. La identidad del matrimonio ................................ 1. La realidad natural del matrimonio ...................................... 2. El pacto conyugal, causa eficiente del matrimonio ... a) El consentimiento matrimonial............................................. b) Objeto del consentimiento matrimonial ................................ 3. Ya no son dos, sino una sola carne ................................. a) La esencia del matrimonio ...................... ................ ............ b) Una unidad en la naturaleza ................................................ 4. Unidad e indisolubilidad, propiedades esenciales del matrimonio ......................................................................... a) Sentido de la «esencialidad» de las propiedades .... b) La unidad del vínculo conyugal ............................................ c) La indisolubilidad del vínculo conyugal................................
60 60 62 62 64 65 66 67
Lección 7. Los fines del matrimonio ...................................... 1. Los fines y la esencia del matrimonio .............................. a) El matrimonio es como es por razón de sus fines ... b) Los fines son del matrimonio: de los cónyuges en cuanto «son» matrimonio .......................................................... 2. Tres aclaraciones sobre los fines del matrimonio .... a) Coordinación y jerarquía de los fines .................................. b) Inseparabilidad de los fines................................................. c) La ordenación natural a los fines y su obtención efectiva .........................................................................................
75 75 75
69 69 71 72
76 78 78 80 81
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3. El amor y el matrimonio ................................................... a) ¿Qué tiene que ver el amor con el matrimonio? .... b) El compromiso de amar y su realización .............................
82 82 84
Lección 8. La sacramentalidad del matrimonio cristiano . 1. La dimensión sagrada del matrimonio y su elevación a la dignidad sacramental .................................................. a) Sacralidad natural de la persona y de la unión conyugal ..... b) La significación natural del matrimonio y su elevación sobrenatural 2. El matrimonio cristiano, sacramento de la Nueva alianza ...................................................................................... a) La realidad'elevadaa sacramento es-elmatrimonio mismo .......................i....:.............. ....................................................................... b) La base de la sacramentalidad del matrimonio es el bautismo de los contrayentes ................................................. c) La dignidad sacramental afecta a toda la realidad del matrimonio .......................................................................... d) La significación sacramental del matrimonio ....................... e) Efectos del sacramento ........................................................ 3. Algunas Consecuencias de la sacramentalidad del matrimonio ............................................................................... a) Peculiaridaddel matrimonio como sacramento .... 97 b) La inseparabilidad de matrimonio y sacramento entre bautizados ............................................... ........................
87 87 87 88 89 90 91 92 93 95 97
98
Lección 9. La fecundidad, bien del matrimonio...................... 101 1. La apertura a la vida rasgo de identidad del matrimonio....... 101 2. La fecundidad conyugal «riel designio de Dios ...... 103 a) Él origen de la persona humana y su singular dignidad ........................................ ........... „, ................................. 103
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b) La misión conyugal de transmitir la vida ..... ........................ 105 c) La genealogía de la persona en el misterio de la procreación............................................................................... 106 3. La mentalidad, antinatalista y el misterio de la procreación .................................................................................... 109 a) La comprensión del don de la vida ....................................... lt09 b) El oscurecimiento cultural del don de la vida ....... 110 c) La visión cristiana.................................................. ..... 112 d) La familia, santuario de la vida ........... 114 Lección 10. Amor conyugal y transmisión de la vida ... 116 1. El magisterio de la Iglesia, al servicio de la verdad del amor conyugal ...........................,.:.............. 116 a) Un magisterio que propone la verdad natural ...................... 116 b) Una propuesta liberadora .................................... ............. 119 2. El significado humano de la sexualidad, fundamento de la moral conyugal .......................... ':.......................... 120 3. Procreación y responsabilidad .............................................. 123 a) Paternidad responsable........................................................ 123 b) Paternidad responsable y regulación de la procreación........ 125 c) Paternidad responsable y mentalidad anticonceptiva .......... 128 Lección 11. Familia y educación .... 129 1. La educación, parte esencial del servicio a la vida". 130 a) Persona humana y educación ................................................... 130 b) Los padres, primeros y principales educadores .................... 131 c) La familia, comunidad educadora ....................................... 133 2. El ejercicio de la misión educativa en el hogar .................... 135 3. Aspectos fundamentales de la educación familiar ... 137 a) Formación para la libertad ................................ ,.............. 137 b) Formación para el amor............................................................. ..¿..v........ 138 c) Formación en la fe .............................................................. 140
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Lección 12. La familia y otros sujetos de la tarea educativa ......................................................................................... 1. Sociedad, bien común y subsidiariedad .............................. 2. La Iglesia en la tarea educativa ........................................... 3. Familia y escuela ................................................................ a) Principios básicos ............................................................... b) Seguimiento activo de la formación escolar ........................ c) Deber de suplir las carencias en la formación .................... d) Actividades extraescolaresy empleo del tiempo libre . Lección 13. El matrimonio, vocación cristiana ..................... 1. La vocación bautismal a la santidad ............................... a) Llamada universal y vocación personal .............................. b) La vocación, razón y clave de la existencia personal . 2. Matrimonio y vocación a la santidad .............................. a) El matrimonio, camino específico de santidad para los esposos ............................................................................... b) Vocación matrimonial y singularidad de los esposos . 3. Llamada a santificar la vida conyugal y familiar ............. a) Contar con la gracia del sacramento .................................. b) Necesidad de una auténtica «espiritualidad matrimonial» ............................................................................... Lección 14. Participación del matrimonio y la familia en la misión de la Iglesia......................................................... 1. Vocación cristiana y misión apostólica ................................ 2. Misión de la familia en la misión de la Iglesia ..................... a) La familia, Iglesia doméstica .............................................. b) Eficacia evangelizadora de la vida conyugal y familiar ....... c) Las dificultades en la vida conyugal y familiar .................... d) Dificultades conyugales y mentalidad divorcista ... e) El realismo cristiano y la «lógica de la cruz» ......................
142 142 145 147 147 148 152 153 154 154 154 156 159 159 162 163 163 165 168 168 170 170 172 173 175 178
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J. Bañares J. Miras
MATRIMONIO Y FAMILIA
3. La educación cristiana de los hijos, en la misión de la Iglesia Lección 15. La familia, sociedad originaria ................... ----1. La familia, base social de la «civilización del amor» ... a) El hombre es un ser social por naturaleza............................ b) El cuarto mandamiento y la vida social ............................... 2. La familia, patrimonio y bien común de la humanidad......... 3. Función y responsabilidad social de la familia ..................... a) La interacción entre familia y sociedad ............................... b) La familia, primer defensor y testigo de la familia ...
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Bibliografía básica .................................................................. 190
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