Matematicas, la perdida de la certidumbre

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MATEMÁTICAS LA PÉRDIDA DE LA CERTIDUMBRE MORRIS KLINE

siglo veintiuno editores

Traducción de Andrés Ruiz Merino

MATEMATICAS. LA PERDIDA DE LA CERTIDUMBRE por M o r r is K l in e

m siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, s.a. CALLE PLAZA 5, 28043 MADRID, ESPAÑA

primera edición en español, 1985 © siglo xxi de españa editores, s.a. segunda edición en español, 1994 siglo xxi editores, s.a. de c.v. isbn 968-23-1939-0 primera edición en inglés, oxford university press, nueva york, 1980 título original mathematics. the loss of certainty derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico

A mi esposa Helen Mann Kline

INDICE

Prólogo I n tr o d u cc ió n : L a t e s is 1. L a g én esis de las verdades matemáticas m a te m á tic a s

2. E l f lo r e c im ie n to de la s v e rd a d e s 3. La m a te m a tiz a c ió n de la s c ie n c ia s

4. E l p r im e r desa stre : el m a r ch ita m ien to de la verdad 5. E l d e s a r r o l l o iló g ic o de u n tem a ló g ic o 6. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : e l a t o l l a d e r o d e l a n á lis is 7. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : l a d if í c il s itu a c ió n h a c ia 1800 8. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : a la s p u e r ta s d e l p a ra ís o 9. E l paraíso p r o h ib id o : una nueva c r is is de la razón 10. L o g ic ism o -in t u ic io n is m o 11. L as escuelas fo rm a lista y c o n ju n t ist a 12. D e s a s tr e s 13. E l a is la m ie n to de la s m a te m á tic a s 14. ¿A dónde v a n la s m a te m á tic a s? 15. L a autoridad de la naturaleza

Bibliografía seleccionada Indice alfabético

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PRÓLOGO

Este libro trata de los cambios fundamentales que el hombre se ha visto obligado a introducir en su forma de entender la naturaleza y el cometido de las matemáticas. Sabemos hoy que las matemáticas no poseen las cualidades que en el pasado le granjearon respeto y admiración universales. Las matemáticas eran consideradas como el colmo de la exactitud en el razona­ miento, como un cuerpo de verdades en sí mismo y como la verdad por lo que al diseño de la naturaleza se refiere. Los principales temas del libro son la forma en que el hombre llegó a darse cuenta de que esos valores eran falsos y la actual manera de entender las matemáticas. En la introducción se presenta un breve enunciado de estos temas. Una parte del material del libro podría haberse recogido de una historia téc­ nica detallada de las matemáticas. No obstante, todas aquellas personas que estén interesadas fundamentalmente en los es­ pectaculares cambios ocurridos, encontrarán que una aproxi­ mación a estos temas en forma directa y no excesivamente téc­ nica los hace más fácilmente comprensibles y accesibles. Muchos matemáticos habrían seguramente preferido limitar la revelación de la situación solamente a los miembros de la familia. Airear los problemas en público podría parecer de mal gusto, de la misma forma que lo es airear las desavenencias conyugales. Pero las personas que se orientan por un camino intelectual deben ser plenamente conscientes de la potencia de las herramientas que están a su disposición. El reconocimien­ to de las limitaciones, así como de las capacidades de la ra­ zón, es mucho más beneficioso que la confianza ciega, que pue­ de llevar a falsas ideologías e incluso a la destrucción. Deseo expresar mi agradecimiento al personal de la Oxford University Press por su cuidadoso tratamiento de este libro. Estoy especialmente agradecido al señor William C. Halpin y al señor Sheldon Meyer por valorar la importancia de acome­ ter su popularización y a la señora Leona Capeless y al señor Curtis Church por sus valiosas sugerencias y críticas. A mi es­

posa Helen le debo muchas mejoras en ia redacción definitiva y su desvelo en la corrección de pruebas. Deseo también dar las gracias a la Mathematical Association of America por su permiso para usar las citas de los ar­ tículos de The American Mathematical Monthly reproducidas en el capítulo XI. M. K. Brooklyn, N.Y. Enero de 1980

Los dioses no han revelado todas las cosas desde el principio. Pero el hombre busca y con el tiempo encuentra. Supongamos que esas cosas son como si fueran verdades. Porque, seguramente, ningún hombre conoce ni conocerá jamás la verdad sobre los dioses y sobre todo aquello de lo que hablo. Pues aun si da la casualidad de que dice la verdad perfecta no la conoce, sino que la apariencia todo lo envuelve. J enófanes

INTRODUCCIÓN: LA TESIS

Para prever el futuro de las matemáticas el ver­ dadero método consiste en estudiar su historia y su situación actual. H e n r i P o in c a r é

Hay tragedias causadas por la guerra, el hambre y la peste. Pero hay también tragedias intelectuales causadas por las li­ mitaciones de la mente humana. Este libro relata las calami­ dades sucedidas al logro más efectivo y singular del hombre, a su más persistente y profundo esfuerzo por utilizar la razón: las matemáticas. Dicho en otros términos, este libro trata, a un nivel no técnico, del surgimiento y declinación de la majestad de las matemáticas. A la vista del inmenso alcance que hoy en día tienen, de la creciente, e incluso floreciente, actividad matemá­ tica, de los miles de trabajos de investigación que cada año se publican, del interés en rápido aumento por los ordenado­ res, y de la búsqueda generalizada de relaciones cuantitativas, especialmente en las ciencias sociales y biológicas, ¿cómo pode­ mos hablar de la declinación de las matemáticas? ¿En dónde reside la tragedia? Para contestar a estas preguntas debemos considerar, en primer lugar, cuáles son los valores que dieron a las matemáticas su inmenso prestigio, respeto y gloria. Desde el nacimiento mismo de las matemáticas como cuer­ po independiente de conocimiento, atribuido a los griegos clá­ sicos, y a lo largo de un período de más de dos mil años, los matemáticos han perseguido la verdad. El vasto cuerpo de teo­ remas acerca de números y figuras geométricas ofrecía, por sí mismo, lo que parecía ser un panorama ilimitado de certeza. Más allá del ámbito de las matemáticas propiamente dichas, los conceptos matemáticos y lo que de ellos se deducía pro­ porcionaban la esencia de notables teorías científicas. Aunque los conocimientos obtenidos a través de la colaboración entre

las matemáticas y las ciencias utilizaban principios físicos, éstos parecían tan seguros como los principios matemáticos mismos, puesto que las predicciones hechas en las teorías matemáticas de la astronomía, la mecánica, la óptica y la hidrodinámica estaban en estrecha armonía con las observaciones y los ex­ perimentos. Las matemáticas, por consiguiente, proporcionaban un firme asidero para entender el funcionamiento de la natu­ raleza que disolvía el misterio y lo sustituía por la ley y el or­ den. El hombre podía, orgullosamente, contemplar el mundo a su alrededor y jactarse de haber aprehendido muchos de los secretos del universo que, en esencia, no eran más que una serie de leyes matemáticas. La convicción de que los matemá­ ticos estaban obteniendo verdades se resume en la observación de Laplace de que el universo era uno, y Newton el más afor­ tunado de los hombres por haber descubierto sus leyes. Para lograr sus maravillosos y convincentes resultados, las matemáticas recurrían a un método especial, a saber la demos­ tración deductiva a partir de principios evidentes, llamados axiomas, esto es la metodología que todavía hoy aprendemos generalmente en la geometría de la segunda enseñanza. El ra­ zonamiento deductivo garantiza, por su misma naturaleza, que lo que deducimos es verdad si los axiomas son verdad. Utili­ zando esta lógica aparentemente clara, infalible e impecable, los matemáticos lograron conclusiones indubitables e irrefuta­ bles a primera vista. Esta característica de las matemáticas es citada todavía hoy. Donde quiera que alguien desee un ejem­ plo de exactitud y certeza de razonamiento, apela a las mate­ máticas. Los éxitos logrados por las matemáticas con su metodolo­ gía atrajeron a los más grandes intelectuales. Las matemáti­ cas habían demostrado la capacidad, los recursos y el vigor de la razón humana. ¿Por qué no utilizar, se preguntaban, esta metodología para obtener verdades en campos dominados por la autoridad, la costumbre, los hábitos, campos tales como la filosofía, la teología, la ética, la estética y las ciencias sociales? La razón humana, tan contundentemente efectiva en las mate­ máticas y en la física matemática, podía sin duda ser el árbi­ tro del pensamiento y la acción en estos otros campos y obte­ ner para ellos la belleza de las verdades y las verdades de la belleza. De este modo, durante el período llamado la Ilustra- ^ ción o Edad de la Razón, la metodología matemática e incluso algunos teoremas y conceptos matemáticos fueron aplicados a los asuntos humanos.

La fuente más fecunda de intuición es la mirada hacia atrás. Las extrañas geometrías y extrañas álgebras, creaciones de co­ mienzos del siglo xix, forzaron a los matemáticos a admitir, de mala gana y a regañadientes, que las matemáticas propia­ mente dichas y las leyes matemáticas de la ciencia no eran verdades. Encontraron, por ejemplo, que había varias geome­ trías diferentes que se acomodaban igualmente bien a la expe­ riencia espacial. Todas no podían ser verdades. Aparentemente no había un diseño matemático inherente a la naturaleza, o, si lo había, las matemáticas del hombre no eran necesariamen­ te la descripción de aquel diseño. La clave de la realidad había sido perdida. Esta constatación fue la primera de las calami­ dades que acontecieron a las matemáticas. La creación de estas nuevas geometrías y álgebras provocó en los matemáticos una conmoción de otra naturaleza. La con­ vicción de estar obteniendo verdades estaba hasta tal punto arraigada en ellos que se habían apresurado impetuosamente a asegurar sus aparentes verdades a costa de razonamientos sólidos. La constatación de que las matemáticas no constituían un cuerpo de verdades quebró su confianza en lo que habían creado, por lo que se pusieron a revisar sus creaciones. La consternación fue general al descubrir que la lógica de las ma­ temáticas estaba en baja forma. De hecho, las matemáticas se habían desarrollado de una manera ilógica. Su desarrollo ilógico no sólo contenía demos­ traciones falsas, fallos en los razonamientos y errores inadver­ tidos, los cuales podrían haberse evitado con un poco más de cuidado. Patinazos de este tipo los había en abundancia. El desarrollo ilógico implicaba también una insuficiente compren­ sión de los conceptos, una falta de reconocimiento de los prin­ cipios lógicos y un insuficiente rigor en las demostraciones; esto es, la intuición, los argumentos de tipo físico y la atrac­ ción por los diagramas geométricos habían ocupado el lugar de los argumentos lógicos. Sin embargo, las matemáticas proporcionaban todavía una descripción eficaz de la naturaleza. Eran, ciertamente, un cuer­ po de conocimiento atractivo y, en opinión de muchos, particu­ larmente de los platónicos, una parte de la realidad digna de ser apreciada. De aquí que los matemáticos se dispusieran a proporcionar la estructura lógica inexistente y a reconstruir las partes defectuosas. Durante la segunda mitad del siglo xix, el movimiento descrito a menudo como rigorización de las ma­ temáticas se convirtió en la actividad más destacada.

En 1900 los matemáticos creían haber logrado su meta. Aun­ que tuvieran que contentarse con una concepción de las mate­ máticas como descripción aproximada de la naturaleza y mu­ chos hubieran abandonado incluso la creencia en el diseño matemático de ésta, se recreaban en su reconstrucción de la estructura lógica de las matemáticas. Pero antes de que hu­ bieran terminado de brindar por su presunto éxito, se habían descubierto ya contradicciones en las matemáticas reconstrui­ das. Estas contradicciones fueron calificadas comúnmente de paradojas, eufemismo que evita enfrentarse con el hecho de que las contradicciones vician la lógica de las matemáticas. La resolución de estas contradicciones fue acometida casi inmediatamente por los principales matemáticos y filósofos de la época. En efecto, se concibieron, formularon y propusieron cuatro diferentes aproximaciones a las matemáticas, cada uña de las cuales congregó a muchos adeptos. Todas estas escuelas, cuya doctrina hacía referencia a los fundamentos, trataban no sólo de resolver las contradicciones conocidas, sino también de asegurar que no pudieran aparecer otras nuevas, es decir trataban de establecer la consistencia de las matemáticas. La aceptación de algunos axiomas y de algunos principios de la lógica deductiva se convirtió también en un motivo de discor­ dia en torno al cual las diferentes escuelas tomaron posiciones diferentes. Todavía en 1930 un matemático habría podido quizá con­ tentarse con aceptar uno u otro de los diversos fundamentos de las matemáticas y declarar que sus demostraciones mate­ máticas estaban al menos de acuerdo con los principios de esa escuela. Pero el desastre se cernió de nuevo bajo la forma del famoso artículo de Kurt Gódel en el que se probaba, entre otros importantes y perturbadores resultados, que los princi­ pios lógicos aceptados por las distintas escuelas no podían pro­ bar la consistencia de las matemáticas. Gódel demostró que esto no se podía hacer sin invocar principios lógicos tan du­ dosos como la cuestión que se deseaba resolver. Los teoremas de Gódel produjeron un desastre. Los desarrollos posteriores trajeron nuevas complicaciones. Por ejemplo, incluso en el método axiomático-deductivo, tan bien visto en el pasado como la aproximación al conocimiento exacto, empezaron a verse fallos. El efecto de los nuevos descubrimientos iba a aumentar la variedad de las posibles concepciones de las matemáticas y a dividir a los matemáticos en un número aún mayor de fac­ ciones diferentes.

El problema actual de las matemáticas es que no hay una sino muchas matemáticas y que, por numerosas razones, cada una de ellas deja insatisfechos a los miembros de las escuelas opuestas. Es ahora evidente que la idea de un cuerpo de razo­ namiento infalible y universalmente aceptado —las majestuo­ sas matemáticas de 1800, orgullo del hombre— es una comple­ ta ilusión. La incertidumbre y la duda acerca del futuro de las matemáticas han sustituido a la certeza y la complacencia del pasado. Los desacuerdos en torno a los fundamentos de la «más cierta» de las ciencias son, al mismo tiempo, sorprendentes y, por no decir otra cosa, desconcertantes. El estado actual de las matemáticas es una parodia de la verdad y la perfección lógica de las matemáticas, hasta ahora profundamente enrai­ zadas y ampliamente reconocidas. Hay matemáticos que opinan que los diferentes puntos de vista sobre lo que se puede aceptar como unas matemáticas válidas serán algún día reconciliados. Entre ellos destaca un grupo de matemáticos franceses de primera fila que escriben bajo el seudónimo de Nicholas Bourbaki: Desde los tiempos más antiguos, todas las revisiones críticas de los principios de las matemáticas en conjunto, o de una rama de ellas, han ido seguidas, casi invariablemente, de períodos de incer­ tidumbre en los que aparecieron contradicciones que hubieron de ser resueltas [...] Son ya veinticinco siglos durante los que los ma­ temáticos se han acostumbrado a corregir sus errores y a ver así su ciencia enriquecida y no empobrecida; ello les da derecho a con­ siderar el futuro con serenidad. Sin embargo, muchos más matemáticos son pesimistas. Hermann Weyl, uno de los matemáticos más grandes de este si­ glo, decía en 1944: La cuestión de los fundamentos y del significado último de las ma­ temáticas permanece abierta; no sabemos en qué dirección hallará su solución final o incluso si se puede esperar una respuesta obje­ tiva final. La «matematización» puede muy bien ser una actividad creativa del hombre, lo mismo que el lenguaje o la música, de pro­ funda originalidad, cuyas decisiones históricas desafían completa­ mente la racionalización objetiva. Como dijo Goethe: «La historia de la ciencia es la ciencia misma.» Los desacuerdos sobre lo que son las matemáticas correctas y la variedad de los diferentes fundamentos afecta seriamente

no sólo a las matemáticas propiamente dichas sino a las cien­ cias físicas más vitales. Como veremos más adelante, las teo­ rías físicas mejor desarrolladas son enteramente matemáticas. (Claro está que las conclusiones de tales teorías se interpretan en forma de objetos verdaderamente físicos o sensoriales, y que podemos oír voces en nuestras radios aunque no tenga­ mos ni la más remota idea de lo que son las ondas de radio.) Por consiguiente, los científicos que no se ocupan personal­ mente de los problemas de fundamentos, deben no obstante preocuparse por saber qué matemáticas se pueden emplear con confianza si no quieren malgastar años en matemáticas poco sólidas. La pérdida de la verdad, la complejidad constantemente cre­ ciente de las matemáticas y de la ciencia, y la incertidumbre acerca de cuál es la aproximación segura a las matemáticas, han hecho que la mayor parte de los matemáticos abandonen la ciencia. Al tener «el enemigo en casa» se han retirado a especialidades de las matemáticas en las que los métodos de demostración parecen ser seguros. También encuentran que los problemas relacionados con los asuntos humanos son más atractivos y manejables que los planteados por la naturaleza. Las crisis y conflictos sobre lo que se puede considerar como unas matemáticas sólidas han disuadido también de apli­ car la metodología matemática a muchas áreas de nuestra cul­ tura tales como la filosofía, la ciencia política, la ética y la estética. La esperanza de hallar leyes y pautas objetivas e in­ falibles se ha desvanecido. La Edad de la Razón ha pasado. A pesar del insatisfactorio estado de las matemáticas, la di­ versidad de sus aproximaciones, los desacuerdos acerca de los axiomas aceptables y el peligro de que nuevas contradicciones, si fueran descubiertas, invalidaran una. gran parte de las ma­ temáticas, algunos matemáticos siguen todavía aplicándolas a los fenómenos físicos y extendiendo, de hecho, los campos apli­ cados de la economía, la biología y la sociología. La prolongada efectividad de las matemáticas sugiere dos cuestiones. La pri­ mera es que esta efectividad se puede utilizar como criterio de corrección. Desde luego, tal criterio es provisional. Lo que hoy es considerado correcto también podría resultar erróneo en una próxima aplicación. La segunda cuestión es un misterio. A la vista de los des­ acuerdos acerca de lo que son unas matemáticas sólidas ¿por qué son efectivas? ¿Estamos realizando milagros con instru­ mentos imperfectos? Si los hombres se han engañado ¿puede también la naturaleza engañarse doblegándose a los dictados

matemáticos del hombre? Evidentemente, no. Sin embargo, ¿no confirman nuestros viajes a la Luna y nuestras explora­ ciones de Marte y Júpiter, posibilitadas por una tecnología que depende en gran parte de las matemáticas, las teorías mate­ máticas del cosmos? ¿Cómo podemos entonces hablar de la artificialidad y de las variedades de las matemáticas? ¿Puede sobrevivir el cuerpo cuando el espíritu y la mente están per­ plejos? Ciertamente, esto es aplicable a los seres humanos y también lo es a las matemáticas. Nos corresponde, por consi­ guiente, investigar por qué, a pesar de sus fundamentos incier­ tos y a pesar de las teorías contrapuestas de los matemáticos, han demostrado las matemáticas ser tan increíblemente efec­ tivas.

1. LA GÉNESIS DE LAS VERDADES MATEMATICAS

Dichosas las almas a las que fue dado conocer estas cosas y ascender a las mansiones superio­ res. No es extraño que hayan elevado sus cabe­ zas igualmente por encima de las imperfecciones y situaciones humanas. Acercaron los distantes astros a nuestros ojos y sometieron el éter con su inteligencia. Así se alcanza el cielo; no como los que anti­ guamente apilaban montaña tras montaña para alcanzar el Olimpo. O v id io , L o s fa sto s .

Cualquier civilización merecedora de tal nombre ha buscado verdades. Un pueblo reflexivo no puede dejar de intentar en­ tender la diversidad de los fenómenos naturales, resolver el misterio de cómo los seres humanos llegaron a habitar la Tie­ rra, discernir qué fines cumple la vida y descubrir el destino de la humanidad. En todas las civilizaciones antiguas, excepto en una, las respuestas generalmente aceptadas a estas cuestio­ nes fueron dadas por dirigentes religiosos. La antigua civiliza­ ción griega es la excepción. Lo que los griegos descubrieron —el mayor descubrimiento del hombre— fue la fuerza de la razón. Fueron los griegos del período clásico, que llegó a su apogeo durante los años que van del 600 al 300 a.C., quienes se percataron de que el hombre tiene una inteligencia, una mente que, con la ayuda ocasional de la observación o la ex­ perimentación, puede descubrir verdades. Qué fue lo que condujo a los griegos a este descubrimiento es una cuestión que no es fácil de contestar. Los iniciadores del proyecto de aplicar la razón a los asuntos y negocios hu­ manos vivían en Jonia, colonia griega en Asia Menor, y mu­ chos historiadores han intentado explicar lo ocurrido allí sobre la base de las condiciones sociales y políticas. Por ejemplo, los jonios fueron más libres para despreciar las creencias religio­

sas que dominaban la cultura griega europea. Sin embargo, nuestro conocimiento de la historia griega anterior al 600 a.C. es tan fragmentario que no disponemos de una explicación definitiva fiable. Con el tiempo, los griegos aplicaron la razón a los sistemas políticos, la ética, la justicia, la educación y muchos otros asuntos humanos. Su principal contribución, y la que influyó de forma decisiva en todas las culturas posteriores, fue la de aceptar el más imponente desafío con que se enfrenta a la razón: el descubrimiento de las leyes de la naturaleza. Antes de que los griegos realizaran esta contribución, ellos y las de­ más civilizaciones antiguas consideraban la naturaleza como algo caótico, caprichoso e incluso terrorífico. Las acciones de la naturaleza eran inexplicables o atribuidas a la voluntad arbi­ traria de los dioses, que sólo podían ser aplacados con oracio­ nes, sacrificios y otros ritos. Los babilonios y los egipcios, que poseían notables civilizaciones ya en el año 3000 a.C., obser­ varon algunas periodicidades en los movimientos del Sol y la Luna, y basaron en tales periodicidades sus calendarios, pero no vieron en ellas significaciones más profundas. Estas pocas observaciones excepcionales no modificaron su actitud hacia la naturaleza. Los griegos se atrevieron a mirar a la naturaleza de frente. Sus dirigentes intelectuales, si bien no el pueblo en general, rechazaron las doctrinas tradicionales, las fuerzas sobrenatu­ rales, los dogmas y demás trabas para el pensamiento. Fueron los primeros en examinar las multiformes, misteriosas y com­ plejas operaciones de la naturaleza y en intentar comprender­ las. Midieron sus mentes con el caos de los sucesos aparente­ mente azarosos del universo y decidieron arrojar sobre ellos la luz de la razón. Poseídos de un coraje y una curiosidad insaciables, se plan­ tearon y contestaron las preguntas que a muchos se les ocurren, que pocos abordan y que solamente son resueltas por individuos del más alto calibre intelectual. ¿Existe algún plan subyacente al funcionamiento del universo? ¿Son las plantas, los animales, los hombres, los planetas, la luz y el sonido meros accidentes físicos o, por el contrario, forman parte de un gran proyecto? Puesto que fueron lo suficientemente soñadores como para lle­ gar a nuevos puntos de vista, los griegos forjaron una concep­ ción del universo que ha dominado todo el pensamiento occi­ dental posterior. Los intelectuales griegos adoptaron una actitud hacia la na­ turaleza totalmente nueva. Esta actitud era racional, crítica

y laica. Fue rechazada la mitología, así como la creencia de que los dioses manejaban a los hombres y al mundo físico de acuerdo con sus caprichos. Los intelectuales llegaron, final­ mente, a la doctrina de que la naturaleza está ordenada y fun­ ciona invariablemente de acuerdo con un vasto plan. Todos los fenómenos captados por los sentidos, desde el movimiento de los planetas hasta la agitación de las hojas de los árboles, se pueden enmarcar dentro de un modelo preciso, coherente e inteligible. En pocas palabras, la naturaleza está planificada racionalmente y este plan, aunque no puede verse afectado por los actos humanos, sí puede ser aprehendido por la mente humana. Los griegos fueron no solamente los primeros con la auda­ cia suficiente como para concebir una ley y un orden en el caos de los fenómenos, sino también los primeros con el genio suficiente como para descubrir algunos de los planes subyacen­ tes a los que la naturaleza aparentemente se ajusta. Así, ellos buscaron y encontraron el plan que subyace al mayor espec­ táculo que al hombre le es dado contemplar, el movimiento del brillante Sol, los cambios de fase de la Luna multicolor, el brillo de los planetas, el vasto panorama de luces de la bóve­ da de estrellas y los aparentemente milagrosos eclipses del Sol y de la Luna. Fueron también los filósofos jónicos del siglo vi a.C. quienes hicieron el primer intento de obtener una explicación racional de la naturaleza y del funcionamiento del universo. Los famo­ sos filósofos de este período, Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito y Anaxágoras, se centraron cada uno de ellos en una sola sustancia para explicar la constitución del universo. Tales, por ejemplo, decía que todo está hecho de agua en estado sóli­ do, líquido o gaseoso, e intentó explicar muchos fenómenos en términos del agua, elección muy razonable, puesto que las nu­ bes, la niebla, el rocío, la lluvia y el granizo son formas del agua, y el agua es necesaria para la vida, nutre las plantas y es el soporte necesario para gran parte de la vida animal. Incluso el cuerpo humano, como ahora sabemos, tiene un noventa por ciento de agua. La filosofía natural de los jónicos fue una serie de audaces especulaciones, atrevidas conjeturas y brillantes intuiciones, más que el resultado de extensas y cuidadosas investigaciones científicas. Aquellos hombres estaban, quizá, demasiado ávidos por vislumbrar un panorama completo, y de esta forma salta­ ron a conclusiones excesivas. Pero desecharon las antiguas y en buena parte míticas explicaciones y las sustituyeron por otras,

objetivas y materialistas, del plan y las operaciones del uni­ verso. Ofrecieron una visión razonada, en lugar de las fantás­ ticas y acríticas explicaciones, y defendieron sus convicciones mediante la razón. Aquellos hombres osaron abordar el univer­ so con sus mentes negándose a confiar en dioses, espíritus, fantasmas, diablos, ángeles y demás míticos agentes que pudie­ ran mantener o desbaratar el funcionamiento de la naturaleza. El espíritu de estas explicaciones racionales se puede expresar resumidamente con las palabras de Anaxágoras: «La razón gobierna el mundo.» El paso decisivo para el desvanecimiento del misterio, del misticismo y del caos aparente en los acontecimientos de la naturaleza y para su sustitución por un modelo comprensible fue la aplicación de las matemáticas. Los griegos desarrollaron en este caso una intuición tan fértil y original como la del des­ cubrimiento de la fuerza de la razón. El universo obedece a un plan matemático y mediante las matemáticas el hombre pue­ de descubrir ese plan. El primer grupo importante en ofrecer un plan matemático de la naturaleza fue el de los pitagóricos, escuela dirigida por Pitágoras (c. 585-c. 500 a.C.) y establecida en el sur de Italia. Aunque extrajeron inspiración y doctrinas de la religión griega dominante, sobre la purificación del alma y su redención de la prisión y la contaminación del cuerpo, la filosofía natural pitagórica fue decididamente racional. A los pitagóricos les llamó la atención el hecho de que los fenóme­ nos más diversos desde un punto de vista cualitativo mostra­ ran idénticas propiedades matemáticas. Por consiguiente, las propiedades matemáticas debían ser la esencia de esos fenó­ menos. Más concretamente, los pitagóricos encontraron esta esencia en el número y en las relaciones numéricas. El número era el primer principio en su explicación de la naturaleza. To­ dos los objetos estaban hechos de partículas elementales de materia o «unidades de existencia» combinadas de acuerdo con las distintas figuras geométricas. El número total de unidades representaba, de hecho, el objeto material. El número era la materia y la forma del universo. De ahí la doctrina pitagórica: «Todas las cosas son números.» Puesto que el número es la «esencia» de todos los objetos, la explicación de los fenómenos naturales sólo podía lograrse con la ayuda de los números. Esta antigua doctrina pitagórica es desconcertante, ya que para nosotros los números son ideas abstractas y las cosas son objetos físicos o sustancia. Pero nosotros hamos hecho una abstracción del número que los antiguos pitagóricos no hacían. Para ellos, los puntos eran puntos o partículas. Cuando habla­

ban de números triangulares, números cuadrados, números pentagonales y otros, estaban pensando en colecciones de pun­ tos, guijarros u objetos en forma de puntos colocados en esas formas (figs. 1.1-1.4). Aunque los fragmentos históricos no aportan datos crono­ lógicos precisos, no hay duda de que cuando los pitagóricos desarrollaron y afinaron sus propias doctrinas comenzaron a entender los números como entes abstractos, mientras que los objetos eran meras realizaciones concretas de los números. Con esta última distinción podemos entender la afirmación de Filolao, famoso pitagórico del siglo v: «Si no fuera por los números y su naturaleza, nada de lo que existe sería claro para nadie, ni en sí mismo ni en su relación con las demás cosas... Se puede observar cómo actúa la potencia del núme­ ro... en todos los actos y los pensamientos del hombre, en las obras de arte y en la música.» La reducción de la música, por ejemplo, a simples relacio­ nes numéricas fue posible para los pitagóricos cuando descu­ brieron dos hechos: primero, que el sonido producido al pulsar una cuerda depende de la longitud de la cuerda, y segundo, que los sonidos armoniosos son emitidos por cuerdas igualmen­ te tensas cuyas longitudes son entre sí como las razones de números enteros. Por ejemplo, se produce un sonido armonio­ so al pulsar dos cuerdas igualmente tensas, la una con una longitud doble de la otra. En nuestro lenguaje, el intervalo entre las dos notas es una octava. Otra combinación armoniosa es la formada por dos cuerdas cuyas longitudes están en la razón de 3:2; en este caso la cuerda más corta emite un soni­ do o nota musical, llamada la quinta, superior a la emitida por la primera cuerda. De hecho, las longitudes relativas de cual­ quier combinación armoniosa de cuerdas pulsádas puede ser expresada mediante una razón de números enteros. También desarrollaron los pitagóricos una famosa escala musical. Aun­ que no dedicaremos espacio a la música del período griego, queremos señalar que muchos matemáticos griegos, incluidos Éuclides y Tolomeo, escribieron sobre el tema, y especialmente sobre las combinaciones armoniosas de sonidos y la construc­ ción de escalas. Los pitagóricos reducían los movimientos de los planetas a relaciones entre números. Creían que los cuerpos que se mue­ ven en el espacio producen sonidos. Quizá esto les fue sugeri­ do por el susurro que producen los cuerpos cuando giran ata­ dos al extremo de una cuerda. Creían, además, que un cuerpo cuando se mueve rápidamente produce un sonido o nota más

La génesis de las verdades • F ig u r a

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1.1. Números triangulares







F ig u r a

1.2. Números cuadrados

F ig u r a

1.3. Números pentagonales

F igura

1.4. Números hexagonales



alta que cuando lo hace lentamente. Por otra parte, de acuer­ do con su astronomía, cuanto mayor era la distancia de un planeta a la Tierra con mayor rapidez se movía aquél. Por tanto, los sonidos producidos por los planetas variaban con su distancia a la Tierra y todos ellos estaban armonizados. Pero esta «música de las esferas», como toda armonía, se redu­ cía a meras relaciones numéricas, y lo mismo le ocurría, en consecuencia, al movimiento de los planetas. No oímos esta música porque estamos acostumbrados a ella desde que na­ cemos. También otros rasgos de la naturaleza fueron «reducidos» a números. Los números 1, 2, 3 y 4, el tetractus, tenían un valor especial. De hecho el juramento pitagórico era, al pare­ cer: «Juro en el nombre del tetractus que ha sido conferido a nuestra alma. La fuente y las raíces de la naturaleza eterna­ mente fluyente están contenidas en él.» La naturaleza estaba compuesta de tétradas tales como los cuatro elementos geomé­ tricos: el punto, la línea, la superficie y el sólido; y los cuatro elementos materiales que Platón ensalzó más tarde: la tierra, el aire, el fuego y el agua. Los cuatro números del tetractus sumaban diez, de manera que diez era el número ideal y simbolizaba el universo. Puesto que diez era el número ideal, debía haber diez cuerpos en los cielos. Para completar el número requerido, los pitagóricos introdujeron un fuego central, alrededor del cual giraban la Tierra, el Sol, la Luna y los cinco planetas entonces conocidos, y una contratierra situada en el lado opuesto del fuego cen­ tral. Ni el fuego central ni la contratierra pueden verse, ya que habitamos en la cara de la Tierra que no está frente a ellos. No merece la pena entrar en más detalles; lo principal es que los pitagóricos trataron de construir una astronomía basada en relaciones numéricas. Puesto que los pitagóricos «reducían» la astronomía y la música a números, se las podía relacionar con la aritmética y la geometría, y los cuatro temas eran considerados como matemáticas. Los cuatro formaban parte del programa de estu­ dios y siguieron siéndolo hasta la época medieval, en que reci­ bieron el nombre de cuadrivio. Aristóteles resumió en su Metafísica la identificación pita­ górica del número con el mundo real: Parece que veían semejanzas de las cosas que existen o pueden existir con los números —más que con el fuego, la tierra y el agua (siendo la justicia una variación de los números, el alma y la razón

otra— y, análogamente, siendo casi todas las demás cosas expresables numéricamente); dado que las variaciones y las proporciones de las escalas musicales eran expresables con números; puesto que, además, todas las otras cosas parecían estar en toda su naturaleza modeladas con números, y los números parecían ser la primera de las cosas de la naturaleza, ellos supusieron que los elementos numé­ ricos eran los elementos de todas las cosas y que los cielos eran una escala musical y un número. La filosofía natural de los pitagóricos es escasamente intere­ sante. Las consideraciones estéticas, junto con su obsesión por encontrar relaciones numéricas, les llevaron, ciertamente, a afirmaciones que trascienden la evidencia observacional. Tam­ poco desarrollaron los pitagóricos demasiado ninguna ciencia física. Se podría, con justicia, tildar sus teorías de superficia­ les. Pero, bien por suerte, bien por genio intuitivo, los pitagó­ ricos dieron con dos doctrinas que más tarde resultaron suma­ mente importantes: la primera es que la naturaleza está cons­ truida de acuerdo con principios matemáticos; la segunda, que las relaciones matemáticas subyacen en la naturaleza, la uni­ fican y revelan su ordenación. De hecho, las ciencias modernas suscriben el interés de los pitagóricos por los números, aunque, como más tarde veremos, las modernas doctrinas son mucho más complejas que las de aquéllos. Los filósofos que sucedieron cronológicamente a los pitagó­ ricos estaban igualmente interesados en la naturaleza de la rea­ lidad y en el plan matemático subyacente. Leucipo (c. 440 a.C.) y Demócrito (c. 460-c 370 a.C.) son notables, ya que fueron los más explícitos en su afirmación de la doctrina del atomismo. Su común filosofía decía que el mundo está compuesto de un número infinito de átomos simples y eternos. Estos difieren en la forma, tamaño, dureza, orden y posición. Todo objeto es una combinación de esos átomos. Aunque las magnitudes geo­ métricas tales como un segmento de recta sean infinitamente divisibles, los átomos son las partículas últimas e indivisibles. Propiedades tales como forma, tamaño y otras ya mencionadas eran propiedades de los átomos. Todas las demás propiedades, tales como sabor, calor y color, no estaban en los átomos, sino en el efecto que éstos producían en el perceptor. El cono­ cimiento sensorial no era fiable, ya que podía variar con el perceptor. Al igual que los pitagóricos, los atomistas afirmaban que la realidad subyacente a la diversidad constantemente cam­ biante del mundo físico se podía expresar mediante las matemá­ ticas. Más aún, los sucesos de este mundo estaban estrictamen­ te determinados por leyes matemáticas.

Después de los pitagóricos, el grupo más influyente en la propagación y exposición de la doctrina del plan matemático de la naturaleza fue el de los platónicos, encabezado, por su­ puesto, por Platón. Aunque Platón (427-347 a.C.) asumió algu­ nas doctrinas pitagóricas, fue un maestro que dominó el pen­ samiento griego durante el decisivo siglo iv a.C. Fue el funda­ dor de la Academia de Atenas, centro que atrajo a los princi­ palespensadores desu época y perduró a lo largo de novecien­ tos años. Tal vez donde mejor esté expresada la creencia de Platón en la racionalidad del universo sea en su diálogo Filebo: P r o t a r c o : ¿De q u é se tr a ta ? S ócrates : De que si todo esto que llaman universo ha sido dejado a la guía de la sinrazón y a la mezcolanza fortuita o, por el contrario, como nuestros padres han dicho, está ordenado y gobernado por una maravillosa inteligencia y voluntad. P r o t a r c o : Muy distintas son las dos afirmaciones, ¡o h Sócrates!, puesto que eso que acabas de decir me parece una blas­ femia, mientras que la otra afirmación, la de que una mente ordena todas las cosas, es digna del aspecto del mundo, del Sol, de la Luna, de las estrellas y de todo el círculo de los cielos; y jamás diré o pensaré otra cosa. Los últimos pitagóricos y los platónicos hacían una clara dis­ tinción entre el mundo de las cosas y el mundo de las ideas. Los objetos y las relaciones en el mundo material estaban su­ jetos a imperfecciones, cambio y decadencia y, por tanto, no representaban la verdad última, pero había un mundo ideal en el que se daban las verdades absolutas e inalterables. Estas verdades eran las que concernían, propiamente, a los filósofos. Acerca del mundo físico solamente podemos tener opiniones. El mundo visible y sensible no es más que una vaga, imperfec­ ta y opaca materialización del mundo ideal. «Las cosas son las sombras de las ideas proyectadas sobre la pantalla de la expe­ riencia.» La realidad, consecuentemente, había de ser encon­ trada en las ideas de los objetos físicos sensibles. Platón podría decir, así, que no hay nada real en un caballo, una casa o una bella mujer. La realidad está en el tipo universal o idea de un caballo, una casa o una mujer. El conocimiento infalible sola­ mente se puede obtener de las formas ideales puras. Estas ideas son, de hecho, constantes e invariables y el conocimiento relativo a ellas es firme e indestructible.

Platón insistía en que la realidad y la inteligibilidad del mundo físico sólo podían ser aprehendidas por medio de las matemáticas del mundo ideal. No había duda de que este mun­ do estaba matemáticamente estructurado. Plutarco nos refiere la famosa frase de Platón: «Dios geometriza eternamente.» En el diálogo LaRepública, Platón decía: «Este conocimiento [de la geometría] lo es de loque siempre es y no de lo que tan pronto nace como perece.» Las leyes matemáticas eran no sólo la esencia de la realidad, sino también eternas e inalterables. Las relaciones numéricas formaban también parte de la reali­ dad, y las colecciones de cosas eran meras imitaciones de los números. Mientras que con los primitivos pitagóricos los nú­ meros eran inmanentes a las cosas, con Platón transcendían a las cosas. Platón fue más allá que los pitagóricos por el hecho de que deseaba no solamente comprender la naturaleza por medio de las matemáticas, sino sustituir la naturaleza misma por las matemáticas. Creía que unas pocas miradas penetrantes al mundo físico sugerirían verdades básicas, con las que la razón podría después caminar sin ayuda. A partir de ese momento sólo habría matemáticas. Las matemáticas sustituirían a las investigaciones físicas. Plutarco relata en su «Vida de Marcelo» que Eudoxo y Arquitas, contemporáneos famosos de Platón, utilizaban argumen­ tos físicos para «demostrar» resultados matemáticos. Y Platón, indignado, denunciaba tales demostraciones como una corrup­ ción de la geometría, puesto que usaban hechos sensibles en lugar de razonamientos puros. La actitud de Platón hacia la astronomía ilustra su postura respecto del conocimiento que se debía perseguir. Esta cien­ cia, decía, no está relacionada con los movimientos de los cuer­ pos celestes visibles. La disposición de las estrellas en los cie­ los y sus movimientos aparentes son, efectivamente, hermosos y maravillosos de percibir, pero las meras observaciones y ex­ plicaciones de los movimientos están muy lejos de ser la verda­ dera astronomía. Antes de que podamos alcanzar la verdadera ciencia «debemos dejar solos a los cielos», ya que la verdadera astronomía trata de las leyes del movimiento de las verdade­ ras estrellas en un cielo matemático del que el cielo visible es solamente una imperfecta expresión. Animaba a sus discípulos a que se aficionaran a una astronomía teórica cuyos problemas, decía, deleitan a la mente, y no a la vista, y cuyos objetos son aprehendidos por la mente y no por la visión. Las variadas figuras que el cielo presenta a la vista deben ser utilizadas

solamente como diagramas que ayuden a la búsqueda de verda­ des superiores. Debemos considerar la astronomía, lo mismo que la geometría, como una serie de problemas meramente sugeridos por las cosas visibles. Los usos de la astronomía en navegación, elaboración del calendario y medición del tiempo carecían de interés para Platón. Aristóteles, aunque fue alumno de Platón y tomó de él mu­ chas ideas, tenía un concepto muy diferente del estudio del mundo real y de la relación de las matemáticas con la realidad. Criticaba el esplritualismo de Platón y su reducción de la cien­ cia a las matemáticas. Aristóteles fue un físico en el sentido literal de la palabra. Creía en las cosas materiales como la primera sustancia y fuente de la realidad. La física, y la cien­ cia en general, deben estudiar el mundo físico y obtener de él las verdades. El conocimiento genuino se obtiene de la expe­ riencia de los sentidos mediante la intuición y la abstracción. Estas abstracciones no tienen existencia independiente de las mentes humanas. Aristóteles hizo mucho hincapié en los universales, cualida­ des generales abstraídas de las cosas reales. Para obtenerlos, decía, «partimos de las cosas que nos son cognoscibles y obser­ vables, y avanzamos hacia las que son más claras y más cognos­ cibles por naturaleza». Aristóteles tomó las cualidades sensi­ bles y obvias de los objetos y las elevó a conceptos mentales e independientes. ¿Qué lugar ocupaban las matemáticas en el esquema que Aristóteles tenía de las cosas? Las ciencias físicas eran funda­ mentales. Las matemáticas ayudaban en el estudio de la natu­ raleza describiendo propiedades formales tales como la forma y la cantidad. También las matemáticas proporcionaban las, ra­ zones de los hechos observados en los fenómenos materiales. Así, por ejemplo, la geometría podía dar la explicación de los hechos procedentes de la óptica y la astronomía y las razones aritméticas podían proporcionar las bases de la armonía. Pero los conceptos y principios matemáticos son, definitivamente, abstracciones del mundo real. Puesto que han sido abstraídos del mundo real, son aplicables a él. La mente humana posee una facultad que le permite, a partir de las sensaciones, llegar a esas propiedades idealizadas de los objetos físicos y esas abstracciones son necesariamente verdaderas. Este breve repaso de los filósofos que forjaron y moldearon el mundo intelectual griego puede servir para poner de mani­ fiesto que todos ellos hicieron hincapié en el estudio de la na­ turaleza para comprender, apreciar y aprehender la realidad

subyacente. Más aún, desde los tiempos de los pitagóricos prác­ ticamente todos los filósofos afirmaron que la naturaleza obe­ decía a un plan matemático. A finales del período clásico, la doctrina del plan matemático de la naturaleza estaba bien asen­ tada y se había instituido la búsqueda de las leyes matemáticas. Aunque esta creencia no produjera todas las matemáticas pos­ teriores, una vez aceptada sirvió de guía a la mayor parte de los grandes matemáticos, incluidos aquellos que no estaban muy conformes con tal creencia. De todos los triunfos del pensa­ miento especulativo de los griegos, el más completamente nue­ vo fue su concepción de que el cosmos opera de acuerdo con unas leyes matemáticas al alcance del pensamiento humano. Los griegos, en consecuencia, se decidieron a buscar verda­ des y en particular verdades acerca del plan matemático al que obedecía la naturaleza. ¿Qué hay que hacer para buscar verdades y garantizar que son verdades? También aquí los grie­ gos proporcionaron el plan. Aunque éste se desarrolló gradual­ mente desde el año 600 hasta el 300 a.C., y aunque hay dudas acerca de quién lo concibió primero y cuándo, hacia el año 300 a.C. había sido ya perfeccionado. Las matemáticas, en el sentido amplio del término, en el sentido de utilizar números y figuras geométricas, son anterio­ res a la obra de los griegos clásicos en varios miles de años. En este sentido amplio del término, las matemáticas incluyen las contribuciones de muchas civilizaciones pasadas, entre las que la egipcia y la babilonia son las más importantes. En to­ das ellas, excepto en la civilización griega, las matemáticas ape­ nas eran una disciplina diferenciada: no tenían una metodolo­ gía ni eran de interés para otras cosas que no fueran fines inmediatos y prácticos. Eran una herramienta, una serie de reglas simples y desconectadas que permitían a la gente resol­ ver problemas de la vida diaria: calendario, agricultura y co­ mercio. Se llegaba a estas reglas mediante el tanteo, la expe­ riencia y la simple observación, y muchas eran sólo aproxima­ damente correctas. Lo mejor que se puede decir de las matemá­ ticas , de estas civilizaciones es que mostraban más vigor que rigor de pensamiento y más perseverancia que brillantez. El adjetivo empíricas podría muy bien caracterizarlas. Las mate­ máticas empíricas de los babilonios y los egipcios sirvieron también como preludio del trabajo de los griegos. Aunque la cultura griega no estuvo enteramente libre de inñuencias externas —de hecho, los pensadores griegos viaja­ ron y estudiaron en Egipto y en Babilonia—, y aunque las ma­ temáticas, en el moderno sentido del término, debieron pasar

por un período de gestación incluso en la favorable atmósfera intelectual de Grecia, lo que los griegos crearon difiere tanto de lo que aprendieron de los demás como el oro de la hojalata. Habiéndose decidido por la búsqueda de las verdades mate­ máticas, los griegos no podían partir de los groseros, empíricos, limitados, desconectados y, en muchos casos, aproximados resultados que sus predecesores, principalmente los egipcios y babilonios, habían compilado. Las matemáticas, los hechos básicos acerca de los números y las figuras geométricas, debían formar un cuerpo de verdades, y el razonamiento matemático, dirigido a la consecución de verdades acerca de los fenóme­ nos físicos, los movimientos de los cielos, por ejemplo, debía producir conclusiones indubitables. ¿Cómo iban a ser alcanza­ dos estos objetivos? El primer principio fue que las matemáticas debían ocupar­ se de abstracciones. Para los filósofos que configuraron las matemáticas griegas, la verdad, por su propio significado, sola­ mente podría pertenecer a relaciones y entes permanentes e inalterables. Afortunadamente, la inteligencia del hombre, mo­ vida a reflexión por las impresiones de los objetos sensibles, puede elevarse a concepciones superiores; estas concepciones son las ideas, las realidades eternas y el verdadero objeto del pensamiento. Había otra razón para preferir las abstracciones. Para que las matemáticas fueran sólidas, debían abarcar en un solo concepto abstracto los rasgos esenciales de todas las posi­ bilidades físicas del concepto. Así, la línea recta matemática debe abarcar las cuerdas tirantes, los límites de los campos y las trayectorias de los rayos de luz. De acuerdo con esto, la línea recta no podía tener grosor, color, estructura molecular o tensión. Los griegos fueron explícitos al afirmar que sus ma­ temáticas se ocupaban de abstracciones. Hablando de los geó­ metras, Platón decía en La república: ¿No sabes que aunque hacen uso de formas visibles y razonan acerca de ellas no piensan en ésas, sino en los ideales a que se asemejan; no en las figuras que trazan, sino en el cuadrado absoluto, en el diámetro absoluto... y que están tratando, en realidad, de contem­ plar las cosas en sí mismas, las cuales sólo pueden ser vistas con los ojos de la mente? De aquí que las matemáticas trataran ante todo de conceptos abstractos tales como la línea, el punto y el número entero. Más tarde se podrían definir conceptos tales como el de trián­ gulo, cuadrado y círculo a partir de aquellos principios básicos que, como señaló Aristóteles, deben quedar sin definición, ya

que de otro modo no habría punto de partida. La agudeza de los griegos se evidencia en el requerimiento de que se debía probar que los coceptos definidos tenían contrapartidas en la realidad, bien por demostración, bien por construcción. Así, no se podía definir el ángulo trisector y demostrar teoremas acerca de él, ya que pudiera no existir. Y, de hecho, puesto que los griegos no consiguieron construir un ángulo trisector con las limitaciones que imponían a sus construcciones, decidieron no introducir el concepto. Para razonar acerca de los conceptos de las matemáticas, los griegos partían de axiomas, verdades tan evidentes por sí mismas que nadie podía poner en duda. Estas verdades eran perfectamente asequibles. Platón justificaba la aceptación de los axiomas con su teoría de la recolección o anamnesis. Para él había, como ya hemos señalado anteriormente, un mundo objetivo de verdades. Los humanos tenían experiencia como almas en otro mundo antes de venir a la tierra, y el alma no tenía más que ser estimulada para recordar su experiencia an­ terior, con el fin de saber que los axiomas de la geometría eran verdades. No se necesitaba ninguna experiencia sobre la tierra. Aristóteles lo dijo de otra forma. Los axiomas son principios inteligibles que atraen la mente humana más allá de toda posible duda. Sabemos que los axiomas, decía Aristóteles en Segundos analíticos, son verdaderos gracias a nuestra intuición infalible. Más aún, debemos poseer esas verdades sobre las que basar nues­ tro razonamiento. Si, por el contrario, el razonamiento hubiera de utilizar hechos de los que no se supiera si son verdades, se necesitarían razonamientos posteriores para establecer esos hechos, debiéndose repetir este proceso indefinidamente. Se daría entonces una regresión infinita. Aristóteles distinguía, entre los axiomas, nociones comunes y postulados. Las nocio­ nes comunes son verdaderas en todos los campos del pensa­ miento e incluyen afirmaciones tales como que «iguales aña­ didos a iguales dan iguales». Los postulados se aplican a temas específicos tales como la geometría. Así, «dos puntos determi­ nan una única recta». Aristóteles decía que los postulados no necesitan ser evidentes, pero que cuando no lo sean deben ser corroborados por las consecuencias que de ellos se siguen. Sin embargo, los matemáticos exigían la evidencia. Las conclusiones debían ser obtenidas de los axiomas me­ diante razonamiento. Hay varios tipos de razonamiento. Por ejemplo, la inducción, el razonamiento por analogía y la deduc­ ción. De todos los tipos, sólo uno garantiza la corrección de la conclusión. La conclusión de que todas las manzanas son colo­

radas porque se ha comprobado que mil manzanas eran rojas es inductiva y, por tanto, no es absolutamente fiable. De forma parecida, el argumento de que Juan debería ser capaz de gra­ duarse en la universidad porque su hermano, que heredó las mismas facultades intelectuales, lo hizo es un razonamiento por analogía y, desde luego, muy poco de fiar. El razonamiento deductivo, por el contrario, aunque pueda tomar nqiuchas for­ mas, garantiza la conclusión. Así, si se admite que todos los hombres son mortales y que Sócrates es un hombre, se debe aceptar también que Sócrates es mortal. El principio de lógica involucrado aquí es una forma de lo que Aristóteles llamó ra­ zonamiento silogístico. Entre otras leyes del razonamiento de­ ductivo, Aristóteles incluía la ley de la contradicción (una pro­ posición no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo) y la ley del tercio excluso (una proposición debe ser o bien verda­ dera o bien falsa). El, y todo el mundo en general, aceptaban sin ninguna duda que esos principios deductivos, cuando se aplicaban a cualquier premisa, daban conclusiones tan fiables como la premisa. De aquí que si las premisas eran verdaderas lo mismo debía ocu­ rrir con las conclusiones. Es digno de mención, sobre todo a la luz de lo que discutiremos más tarde, el hecho de que Aris­ tóteles abstrajera los principios de la lógica deductiva del ra­ zonamiento que ya practicaban los matemáticos. La lógica de­ ductiva es, en efecto, hija de las matemáticas. Aunque el razonamiento deductivo fue defendido por casi todos los filósofos griegos como el único método fiable de obtener verdades, el punto de vista de Platón era algo dife­ rente. Aunque no se opuso nunca a la demostración deductiva, la consideraba superflua, dado que los axiomas y teoremas de las matemáticas existen en un mundo .objetivo independiente del hombre y, de acuerdo con la doctrina de la anamnesis de Platón, el hombre no tiene más que recordarlos para reconocer su indudable verdad. Los teoremas son, por utilizar la analogía del propio Platón en su Teeteto, como pájaros en una pajarera. Los teoremas existen y solamente hay que alargar la mano para agarrarlos. El aprendizaje no es sino un proceso de recolección. En el diálogo Menón, Sócrates, mediante un hábil interrogato­ rio, obtiene de un joven esclavo la afirmación de que el cuadra­ do construido sobre la hipotenusa de un triángulo isósceles y rectángulo tiene un área doble de la del cuadrado construido sobre uno de los otros lados. Entonces Sócrates concluye triun­ falmente que el esclavo, puesto que no ha sido instruido en geometría, la había recordado bajo las debidas sugerencias.

Es importante apreciar cuán radical fue la insistencia en la demostración deductiva. Supongamos que un científico midiese la suma de los ángulos de cien triángulos diferentes, en dife­ rentes posiciones y de diferentes formas y tamaños, y encontrase que la suma es de 180° dentro de los límites de la aproximación experimental. Seguramente, concluiría que la suma de los ángu­ los de cualquier triángulo es de 180 grados. Pero su demostra­ ción sería inductiva, no deductiva, y en consecuencia no sería matemáticamente aceptable. Del mismo modo, uno puede com­ probar con tantos números pares como le plazca que cada uno de ellos es la suma de dos números primos. Pero esta compro­ bación no es una demostración deductiva y por lo tanto el re­ sultado no es un teorema matemático. La demostración deduc­ tiva es, pues, una exigencia muy rigurosa. Aun así, los matemá­ ticos griegos, que eran filósofos en su mayoría, insistían en el uso exclusivo del razonamiento deductivo porque éste conduce a verdades, eternas verdades. Existe otra razón por la que los filósofos se inclinan por el razonamiento deductivo. Los filósofos interesados en un extenso conocimiento acerca del hombre y el mundo físico. Para esta­ blecer verdades universales tales como que el hombre es esen­ cialmente bueno, que el mundo obedece a un plan o que la vida del hombre tiene alguna finalidad, el razonamiento deduc­ tivo a partir de unos primeros principios aceptables es mucho más apropiado que la inducción o la analogía. También se puede encontrar otra razón de la preferencia de los clásicos griegos por la deducción en la organización de la sociedad. Las actividades filosóficas, matemáticas y artísticas eran realizadas por las clases más acomodadas. Estas clases no llevaban a cabo trabajos manuales. Los esclavos, los metecos (extranjeros sin derechos ciudadanos) y los artesanos —ciudada­ nos libres— se dedicaban a los negocios y a los quehaceres do­ mésticos e incluso practicaban las profesiones más importantes. El hombre libre educado no usaba sus manos y raramente se dedicaba a los asuntos comerciales. Platón afirmaba que pl oficio de tendero era degradante para un hombre libre y pretendía que la dedicación a un trabajo de este tipo fuera considerada un crimen. Aristóteles decía que en el estado perfecto, ningún ciudadano (en contraposición al esclavo) practicaría arte mecá­ nico alguno. Entre los beocios, una de las tribus griegas, aque­ llos que se ensuciaban con el comercio eran excluidos de las tareas de Estado durante diez años. En una sociedad así, la ex­ perimentación y la observación serían ajenas a sus pensadores.

De aquí que no se obtuviera ningún resultado científico o ma­ temático de esas fuentes. Aunque hay muchas razones para la insistencia de los griegos en la demostración deductiva, existen dudas acerca de qué filó­ sofo o grupo de filósofos propuso primeramente esta exigencia. Desgraciadamente nuestro conocimiento de las enseñanzas y es­ critos de los filósofos presocráticos es fragmentaria y aunque se han dado varias respuestas a la cuestión, ninguna de ellas es universalmente aceptada. En tiempos de Aristóteles la exigencia estaba desde luego vigente, ya que él es explícito en cuanto a niveles de rigor tales como la necesidad de términos indefinidos y las leyes del razonamiento. ¿Hasta qué punto tuvieron éxito los griegos en la ejecución de su plan para obtener leyes matemáticas del universo? Afor­ tunadamente, ha llegado hasta nosotros lo esencial de las mate­ máticas creadas por hombres como Euclides, Apolonio, Arquímedes y Claudio Tolomeo. Cronológicamente, estos hombres pertenecieron al segundo gran período de la cultura griega, el helenístico o alejandrino (300 a. C.-600 d. C.). Durante el siglo iv antes de Cristo, el rey Filipo de Macedonia acometió la con­ quista de los persas, quienes controlaban el Oriente Próximo y habían sido enemigos tradicionales de los griegos europeos. Filipo fue asesinado, sucediéndole su hijo Alejandro. Alejandro derrotó a los persas y trasladó el centro cultural del extenso imperio griego a una nueva ciudad a la que, modestamente, dio su propio nombre. Alejandro murió el año 323 a. C., pero su proyecto de desarrollar el nuevo centro cultural fue continuado por sus sucesores en Egipto, que adoptaron el título real de Tolomeos. Es totalmente seguro que Euclides vivió en Alejandría hacia el año 300 a. C., enseñando allí a sus alumnos, aunque su edu­ cación la recibió probablemente en la Academia de Platón. Esta información, dicho sea de paso, es todo lo que sabemos acerca de la vida personal de Euclides. La obra de Euclides tiene la forma de una amplia exposición sistemática y deductiva de los descubrimientos de muchos clásicos griegos. Su trabajo princi­ pal, los Elementos, nos ofrece las leyes del espacio y de las figuras espaciales. Los Elementos de Euclides no fueron, en modo alguno, toda su contribución a la geometría del espacio. Euclides trató el tema de las cónicas en un libro que se ha perdido, y Apolonio (262-190 a. C.), natural de Pérgamo, en Asia Menor, que apren­ dió matemáticas en Alejandría, continuó este estudio sobre la

parábola, la elipse y la hipérbola y escribió un clásico sobre el tema, Las secciones cónicas. A este conocimiento puramente geométrico, Arquímedes (287-212 a. C.), que se educó en Alejandría aunque vivió en Si­ cilia, añadió diversos trabajos, Sobre la esfera y el cilindro, Sobre los conoides y esferoides y La cuadratura de la parábola, todos los cuales tratan del cálculo de áreas y volúmenes com­ plejos utilizando un método introducido por Eudoxo (390-337 an­ tes de Cristo) y más tarde conocido como método exhaustivo. Hoy día, todos estos problemas se resuelven por los métodos del cálculo. Los griegos hicieron otra de las contribuciones más impor­ tantes al estudio del espacio y de las figuras espaciales, a saber, la trigonometría. El creador de esta disciplina fue Hiparco, que vivió en Rodas y Alejandría y murió hacia el año 125 a. C. La trigonometría fue desarrollada por Menelao (c. 98 d. C.) y más tarde el egipcio Claudio Tolomeo (muerto el 168), quien trabajó en Alejandría, dio de ella una completa y autorizada versión. Su principal contribución fue Composición matemática, cono­ cida más popularmente por el nombre de su traducción árabe, Almagesto. La trigonometría trata de las relaciones cuantitativas entre los lados y ángulos de un triángulo. Los griegos estaban principalmente interesados por los triángulos sobre la superfi­ cie esférica, cuyos lados están formados por arcos de círculos máximos (círculos con sus centros en el centro de la esfera), ya que la principal aplicación era al movimiento de los planetas y de las estrellas, que en la astronomía griega se desplazaban a lo largo de círculos máximos. Sin embargo, la misma teoría, con pequeñas variaciones, se aplica fácilmente a los triángulos del plano, que es la forma en que se estudia hoy día en nues­ tras escuelas. La introducción al estudio de la trigonometría requería una aritmética bastante avanzada y algo de álgebra. La forma en que los griegos operaban en esas áreas será ob­ jeto de estudio más adelante (capítulo 5). Con estas creaciones matemáticas pasaron de unos frag­ mentos oscuros, empíricos e inconexos a unas creaciones in­ telectuales brillantes, grandiosas, sistemáticas y profundas. Sin embargo, los trabajos clásicos de Euclides, Apolonio y Arquí­ medes— el Almagesto de Tolomeo es una excepción—, que tra­ tan de las propiedades del espacio y de las figuras espaciales, parecen limitados en su alcance y dan muy pocas indicaciones sobre la importancia del material que contienen. Estos traba­ jos parecen tener poca relación con las verdades reveladoras del funcionamiento de la naturaleza. De hecho, estos clásicos

solamente ofrecen unas matemáticas formales, pulidas y deduc­ tivas. A este respecto, los textos matemáticos griegos no son diferentes de los modernos libros de texto y tratados matemá­ ticos. Tales libros pretenden solamente organizar y presentar los resultados matemáticos que han sido alcanzados, omitien­ do las motivaciones de la investigación, las pistas y sugeren­ cias de los teoremas y los usos a los que el conocimiento está destinado. De aquí que muchos de los que escriben sobre las matemáticas clásicas griegas afirmen que los matemáticos de ese período sólo estaban interesados en las matemáticas por las matemáticas y lleguen a esta conclusión, y la defiendan, tomando como base los Elementos de Euclides y las Secciones cónicas de Apolonio, las dos grandes compilaciones del trabajo matemático en ese período. Sin embargo, la visión de estos escritores es demasiado estrecha. Fijarse solamente en los Ele­ mentos y en las Secciones cónicas es como fijarse en el traba­ jo de Newton sobre el teorema del binomio y concluir que Newton fue un matemático puro. La auténtica meta era el estudio de la naturaleza. En lo que se refiere al estudio del mundo físico, también las verda­ des de la geometría eran altamente interesantes. Para los grie­ gos era evidente que los principios de la geometría estaban encarnados en la estructura completa del universo, del que el espacio era el componente primario. De aquí que el estudio del espacio y de las figuras espaciales fuera una contribución esencial al estudio de la naturaleza. La geometría era, de he­ cho, parte de una disciplina más extensa, la cosmología. Por ejemplo, el estudio de la esfera se inició cuando la astronomía se hizo matemática, lo cual sucedió en tiempos de Platón. De hecho, el término griego para designar la esfera significaba astronomía para los pitagóricos. Y los Fenómenos de Euclides, que trataban de la geometría de la esfera, estaban expresamen­ te destinados al uso de los astrónomos. Con tal evidencia y con el conocimiento que ahora tenemos sobre cómo tuvieron lugar los descubrimientos matemáticos en tiempos más recien­ tes, podemos estar seguros de que las investigaciones cientí­ ficas debieron sugerir problemas matemáticos y de que las matemáticas fueron parte de las investigaciones sobre la na­ turaleza. Pero no es necesario especular. Basta examinar lo que lograron los griegos en el estudio de la naturaleza y quié­ nes fueron los hombres que intervinieron en él. El mayor éxito en el campo de las ciencias físicas propia­ mente dichas se logró en astronomía. Aunque era plenamente consciente del impresionante número de observaciones astro­

nómicas hechas por los egipcios y babilonios, Platón hizo hin­ capié en el hecho de que no tuvieron una teoría unificadora ni una explicación de los movimientos aparentemente irregula­ res de los planetas. Eudoxo, que fue estudiante en la Acade­ mia y cuyo trabajo puramente geométrico está expuesto en los libros V y XII de los elementos de Euclides, recogió el problema de «salvar las apariencias». Su respuesta es la pri­ mera teoría astronómica razonablemente completa conocida en la historia. No describiremos la teoría de Eudoxo, excepto para cons­ tatar que era completamente matemática y describía los mo­ vimientos de esferas en interacción. Estas esferas, a excepción de la «esfera» de estrellas fijas, no eran cuerpos materiales, sino construcciones matemáticas. Eu­ doxo no intentó explicar las fuerzas que harían que las esfe­ ras rotaran en la forma en que él decía que lo hacían. Su teo­ ría es, en espíritu, completamente moderna, puesto que la meta de la ciencia es hoy la descripción matemática y no la expli­ cación física. Esta teoría fue reemplazada por otra, atribuida a tres grandes astrónomos teóricos que vinieron después de Eudoxo, a saber Apolonio, Hiparco y Tolomeo, e incorporada en el Almagesto de Tolomeo. No se han conservado los trabajos sobre astronomía. Sin embargo, sus contribuciones son citadas por escritores griegos, incluido Tolomeo con su Almagesto (libro XII). Fue tan famo­ so como astrónomo que recibió el apodo de 2 (épsilon) ya que investigó mucho sobre el movimiento de la Luna y £ era pre­ cisamente el símbolo de la Luna. Solamente se conoce un tra­ bajo menor de Hiparco, pero también es citado y encomiado en el Almagesto. El esquema básico de lo que ahora conocemos como astro­ nomía tolomeica había sido incorporado a la astronomía grie­ ga entre los tiempos de Eudoxo y Apolonio. En este esquema un planeta P se mueve a velocidad constante a lo largo de un círculo (fig. 1.5) con centro en S, en tanto que el propio S se mueve a velocidad constante a lo largo de un círculo con cen­ tro en la Tierra E. El círculo en el que se mueve S se llama deferente, mientras que el círculo en el que se mueve P se llama epiciclo. El punto S en el caso de algunos planetas era el Sol, pero en otros no era más que un punto matemático. La dirección del movimiento de P podía ser la misma que la del movimiento de S o la contraria. Este último era el caso del Sol y la Luna. Tolomeo utilizó también una variante de este esquema para describir el movimiento de algunos de los

F ig u r a 1.5

planetas. Seleccionando apropiadamente los radios del epiciclo y el deferente, la velocidad de un cuerpo en su epiciclo y la velocidad del centro del epiciclo en el deferente, Hiparco y Tolomeo fueron capaces de dar descripciones de los movimien­ tos que se ajustaban a las observaciones de su época. Desde los tiempos de Hiparco los eclipses de Luna podían predecir­ se con una aproximación de una o dos horas; los eclipses de Sol, sin embargo, se podían predecir con algo menos de pre­ cisión. Estas predicciones fueron posibles porque Tolomeo uti­ lizó la trigonometría, que él dijo haber creado para la astro­ nomía. Desde el punto de vista de la búsqueda de verdades, es dig­ no de mención que Tolomeo, lo mismo que Eudoxo, estaba completamente convencido de que su teoría no era más que una descripción matemática conveniente, que se ajustaba a las observaciones y no necesariamente el verdadero plan de la na­ turaleza. Para algunos planetas tenía diversos esquemas alter­ nativos y escogía el más sencillo desde el punto de vista ma­ temático. Tolomeo dice en el libro XIII de su Almagesto que en astronomía se debe buscar el modelo matemático más sen­ cillo posible. Pero el modelo matemático de Tolomeo fue aco­ gido como la verdad por el mundo cristiano. La teoría tolomeica ofreció la primera evidencia razonable­ mente completa de la uniformidad e invariabilidad de la na­ turaleza y es la respuesta final de los griegos al problema de Platón de racionalizar los movimientos aparentes de los cuer­ pos celestes. Ningún otro producto de toda la era griega puede

competir con el Almagesto por su profunda influencia sobre las concepciones del universo y ninguno, a excepción de los Elementos, logró tan incuestionable autoridad. Esta breve exposición de la astronomía griega no abarca, por supuesto, muchas otras contribuciones al tema ni revela la extensión y profundidad del trabajo de los hombres men­ cionados. La astronomía griega fue magistral y extensa, y uti­ lizó una gran cantidad de matemáticas. Por otra parte, casi todos los matemáticos griegos se dedicaron al tema, incluyen­ do los maestros Euclides y Arquímedes. La consecución de verdades físicas no termina con las ma­ temáticas del espacio y la astronomía. Los griegos fundaron la ciencia de la mecánica. La mecánica trata de los movimien­ tos de los objetos físicos que pueden ser considerados como partículas, del movimiento de los cuerpos extensos y de las fuerzas que causan esos movimientos. En su Física, Aristóte­ les expone una teoría del movimiento que constituye el cénit de la mecánica griega. Lo mismo que toda su física, su mecá­ nica está basada en principios racionales y aparentemente evi­ dentes que se ajustan plenamente a la observación. Aunque esta teoría se impuso durante más de dos mil años, no habla­ remos de ella porque fue sustituida por la mecánica de New­ ton. Los trabajos de Arquímedes sobre los centros de gravedad de los cuerpos y su teoría de la palanca constituyeron notables adiciones a la teoría del movimiento de Aristóteles. Lo impor­ tante en todo este trabajo es que las matemáticas desempe­ ñaron un papel esencial y por tanto reforzaron la convicción de que eran fundamentales para conocer el plan al que obe­ decía la naturaleza. Después de la astronomía y la mecánica, la óptica ha sido el tema que ha suscitado un interés más constante. Esta cien­ cia matemática fue también fundada por los griegos. Casi to­ dos los filósofos griegos, comenzando por los pitagóricos, es­ pecularon sobre la naturaleza de la luz, la visión y el color. Lo que a nosotros nos interesa, sin embargo, son los logros matemáticos en estas áreas. El primero fue la aserción, he­ cha sobre bases apriorísticas por Empédocles de Agrigento (c. 490 a.C) —Agrigento estaba en Sicilia— de que la luz se propaga a una velocidad finita. Los primeros tratamientos sis­ temáticos de la luz de que disponemos son los de la Optica y la Catóptrica de Euclides1. La Optica trata del problema de 1 La versión de que disponemos hoy es, probablemente, una compila­ ción de diversas obras, incluyendo la de Euclides.

la visión y de la utilización de la visión para determinar los tamaños de los objetos. Está considerado como el primer tra­ bajo sobre la perspectiva. La Catóptrica (teoría de los espejos) muestra cómo se comportan los rayos de luz cuando se refle­ jan en espejos de forma plana, cóncava y convexa, y el efecto de este comportamiento sobre lo que vemos. Lo mismo que la Optica, parte de definiciones que son, en realidad, postula­ dos. El teorema 1 (un axioma en los textos modernos) es fun­ damental en la óptica geométrica y se le conoce como la ley de la reflexión. Dice que el ángulo A que forma un rayo inci­ dente con el espejo partiendo de P, es igual al ángulo que forma con el espejo el rayo reflejado (fig. 1.6). Euclides demuestra también la ley para un rayo que incide sobre un espejo con­ vexo o cóncavo (fig. 1.7). En el punto de contacto sustituye el espejo por la tangente R. Ambos libros son completamente matemáticos, no sólo por su contenido sino también por su organización. Dominan en ellos las definiciones, los axiomas y los teoremas, lo mismo que en los Elementos de Euclides.

El ingeniero y matemático Hei*ón (siglo i d.C.) sacó de la ley de reflexión una importante consecuencia. Si P y Q, en la figura 1.6, son dos puntos situados al mismo lado de la línea ST, entonces de todos los caminos que se podrían seguir para ir desde el punto P hasta la recta ST y después hasta 0, el más corto es el determinado por el punto R, de manera que los segmentos de recta PR y QR formen ángulos iguales con la recta ST. Y éste es exactamente el camino que recorren los rayos de luz. Por consiguiente, los rayos de luz toman el ca­ mino más corto para ir de P a Q pasando por el espejo. Apa­ rentemente la naturaleza está muy familiarizada con la geo­ metría y la utiliza con gran provecho. Esta proposición aparece en la Catóptrica de Herón, que también trata de los espejos convexos y cóncavos y de las combinaciones de espejos.

Se escribieron diversos trabajos sobre la reflexión de la luz en espejos de formas variadas. Entre ellos se encuentran la Catóptrica de Arquímedes y Sobre el espejo ustorio de Apolonio (c. 190 a.C.), perdidos ambos, y Sobre espejos ustorios (c. 190 a.C.) de Diocles, que sí se ha conservado. Los espejos us­ torios son espejos cóncavos en forma de porciones de esfera, paraboloides de revolución (engendrados mediante el giro de una parábola alrededor de su eje) y elipsoides de revolución. Apolonio sabía, y el libro de Diocles demuestra, que un espejo parabólico refleja la luz procedente del foco en un haz de rayos paralelos al eje del espejo (fig. 1.8). Inversamente, los rayos para­ lelos al eje, después de reflejados, convergen en el foco. Los rayos de sol concentrados de esta forma producen un gran calor en el foco y de aquí la expresión espejo ustorio o espejo quemador. Esta es la propiedad de los espejos parabólicos que, según se cuenta, utilizó Arquímedes para concentrar los rayos del Sol en las naves romanas que asediaban la ciudad de Siracusa y, de esta forma, incendiarlas. Apolonio conocía también las propiedades de la reflexión en las demás secciones cóni­ cas, tales como la de que todos los rayos procedentes de un foco en un espejo elíptico se reflejan concentrándose en el otro foco. En el libro XIII de sus Secciones cónicas da las propiedades más relevantes de la elipse y la hipérbola.

F ig ura 1.8

Los griegos fundaron muchas otras ciencias, entre las que destacan la geografía y la hidrostática. Eratóstenes de Cirene (284-192 a.C.), uno de los hombres más sabios de la antigüedad y director de la biblioteca de Alejandría, realizó numerosos cálculos de distancias entre lugares importantes situados en la parte del planeta que los griegos conocían. Hizo también el ahora famoso y muy aproximado cálculo del radio de la Tierra y escribió su Geografía, en la que, además de describir sus métodos matemáticos, da también una explicación de las cau­

sas de los cambios que han tenido lugar en la superficie de la Tierra. El trabajo más extenso sobre geografía fue la Geografía de Tolomeo, en ocho tomos. Tolomeo no solamente desarrolló los trabajos de Eratóstenes, sino que localizó ocho mil lugares de la Tierra en los mismos términos de latitud y longitud que utilizamos ahora. También descubrió métodos de cartografía, alguno de los cuales, como el de la proyección estereográfica, se usan todavía. En todo este trabajo de geografía fue básica la geometría de figuras sobre la esfera, aplicada desde el si­ glo iv a.C. en adelante. Por lo que se refiere a la hidrostática, la ciencia que estudia la presión sobré los cuerpos colocados en el agua, el libro de Arquímedes Sobre los cuerpos flotantes es el libro fundacio­ nal. Como todos los libros que han sido descritos, es comple­ tamente matemático en su enfoque y obtención de resultados. En particular, contiene lo que hoy se conoce como principio de Arquímedes, que dice que un cuerpo sumergido es empujado hacia arriba con una fuerza igual al peso del agua desplazada. Debemos, pues, a Arquímedes la explicación de cómo puede un hombre permanecer a flote en de fuerzas que tienden a sumergirlo. Aunque el enfoque deductivo de las matemáticas y la re­ presentación matemática de las leyes de la naturaleza domi­ naron el período griego alejandrino, debemos señalar que los alejandrinos, a diferencia de los griegos clásicos, recurrieron también a la observación y a la experimentación. Los alejan­ drinos recogieron y utilizaron las observaciones astronómicas notablemente precisas que habían realizado los babilonios du­ rante un período de más de dos mil años. Hiparco hizo un catálogo de las estrellas observables en su tiempo. Los inven­ tos (principalmente los de Arquímedes y el matemático e in­ geniero Herón) incluían relojes de sol, astrolabios y utensilios para el uso de la potencia hidráulica y de vapor. Particularmente famoso fue el Museo Alejandrino, que fue fundado por Tolomeo Sóter, el sucesor inmediato de Alejan­ dro en Egipto. El Museo era un centro para estudiosos y dis­ ponía de una famosa biblioteca de alrededor de 400 000 volú­ menes. Dado que no podían albergar todos los manuscritos, una cantidad adicional de 300 000 volúmenes se guardaban en el templo de Serapis. Los hombres dedicados al estudio daban también clases a estudiantes. Con su trabajo matemático y sus muchas investigaciones científicas, los griegos proporcionaron pruebas sustanciales de

e

u

que el universo obedece a un plan matemático. Las matemáti­ cas son inmanentes a la naturaleza; son la verdad acerca de la estructura de la naturaleza o, como hubiera dicho Platón, son la realidad acerca del mundo físico. Existe una ley y un orden en el universo y las matemáticas son la clave de este orden. Además, la razón humana puede conocer el plan de la naturaleza y revelar su estructura matemática. El impulso a la concepción de un enfoque lógico y mate­ mático de la naturaleza debe ser atribuido primordialmente a los Elementos de Euclides. Aunque este trabajo pretendía ser un estudio del espacio físico, su organización, su ingenio y su claridad, inspiraron el tratamiento axiomático-deductivo no sólo de otras áreas de las matemáticas, como la teoría de números, sino de todas las demás ciencias. La idea de una organización lógica de todo el conocimiento físico basada en las matemáti­ cas penetró en el mundo intelectual a través de los Elementos. De esta forma, los griegos lograron la alianza entre las ma­ temáticas y el estudio del plan de la naturaleza que desde entonces se ha convertido en la verdadera base de la ciencia moderna. Hasta finales del siglo xix, la búsqueda del plan ma­ temático de la naturaleza fue la búsqueda de la verdad. La creencia de que las leyes matemáticas eran la verdad acerca de la naturaleza atrajo hacia las matemáticas a los más pro­ fundos y egregios pensadores.

El principal fin de todas las investigaciones so­ bre el mundo externo debería ser el descubri­ miento del orden racional y la armonía con que Dios lo ha construido y que Él nos ha revelado en el lenguaje de las matemáticas. JOHANNES KEPLER

La majestuosa civilización griega fue destruida por varias fuer­ zas. La primera fue la gradual conquista por parte de los ro­ manos de Grecia, Egipto y el Oriente Próximo. El objetivo romano al extender su poder político no era propagar su cul­ tura materialista. Las áreas dominadas se convirtieron en co­ lonias a las que les fueron extraídas grandes riquezas mediante la expropiación y los impuestos. El nacimiento del cristianismo supuso otro duro golpe para la cultura pagana griega. Aunque los dirigentes cristianos adop­ taron muchos mitos y costumbres griegas y orientales con la intención de hacer el cristianismo más aceptable para los con­ versos, se opusieron a la enseñanza pagana, ridiculizando in­ cluso las matemáticas, la astronomía y la ciencia física. A pe­ sar de la cruel persecución a la que fue sometido por los romanos, el cristianismo se propagó y llegó a ser tan poderoso que el emperador romano Constantino el Grande lo reconoció como religión oficial del imperio, en su Edicto de Milán en el año 313 d.C. Más tarde Teodosio, que gobernó desde el año 379 al 396 d.C., proscribió las religiones paganas y en el año 392 ordenó que fueran destruidos sus templos. Miles de libros griegos fueron quemados por los romanos y los cristianos. En el año 47 a.C., los romanos incendiaron los barcos egipcios en el puerto de Alejandría; el fuego se ex­ tendió e incendió la biblioteca, la más extensa de todas las bi­ bliotecas antiguas. En el año en que Teodosio prohibió las religiones paganas, los cristianos destruyeron el templo de Se-

rapis en Alejandría, que guardaba la única colección importan­ te que quedaba de obras griegas. Muchas otras obras escritas en pergamino fueron borradas por los cristianos con objeto de poder utilizar el pergamino para sus propios escritos. La última parte de la historia del Imperio romano es tam­ bién importante. El emperador Teodosio dividió su extenso imperio entre sus dos hijos, Honorio, que gobernaría Italia y Europa occidental, y Arcadio, a quien correspondería Grecia, Egipto y el Oriente Próximo. La parte occidental del Imperio fue conquistada por los godos en el siglo v y su posterior his­ toria pertenece a la historia de la Europa medieval. La parte oriental conservó su independencia. Dado que el Imperio ro­ mano oriental, conocido también como el Imperio bizantino, incluía Grecia propiamente dicha y Egipto, la obra y la cultu­ ra griegas fueron conservadas en cierta medida. El golpe final a la civilización griega fue la conquista de Egipto por los musulmanes en el año 640 d.C. Los libros que quedaban fueron destruidos sobre la base de que, como dijo el conquistador árabe Ornar, «o bien los libros contienen lo que ya está en el Corán, en cuyo caso no tenemos necesidad de leerlos, o bien contienen lo contrario de lo que dice el Corán, en cuyo caso no debemos leerlos». De esta forma, y durante seis meses, los baños de Alejandría fueron calentados median­ te la quema de rollos de pergamino. Después de la conquista de Egipto por los mahometanos la mayoría de los sabios emigraron a Constantinopla, que se había convertido en la capital del Imperio bizantino. Aunque ninguna actividad en la línea del pensamiento griego podía florecer en la hostil atmósfera cristiana de Bizancio, esta afluen­ cia de estudiosos, con sus obras, a un lugar relativamente se­ guro incrementó el acervo de conocimiento que llegaría a Euro­ pa 800 años más tarde. India y Arabia contribuyeron a la continuidad de la activi­ dad matemática e introdujeron algunas ideas que más tarde desempeñarían un papel importantel. Desde el año 200 a.C. hasta el 1200 aproximadamente, los hindúes influidos en algu­ na medida por las obras griegas, hicieron algunas contribucio­ nes originales a la aritmética y el álgebra. Los árabes, cuyo imperio en su momento culminante se extendía por todas las tierras que bordean el Mediterráneo y el Oriente Próximo y abarcaba muchas razas unidas por la religión musulmana, ab­ 1 A bundarem os en el tra b a jo de los árab es y los h in dú es en el ca­ p ítu lo 5.

sorbieron las contribuciones griegas e hindúes, e hicieron al­ gunos progresos por su cuenta. Estos progresos combinaban el razonamiento deductivo con la experimentación, en el espí­ ritu de los griegos alejandrinos. Los árabes contribuyeron al desarrollo del álgebra, la astronomía, la geografía y la óptica. También crearon escuelas y universidades para la transmisión de los conocimientos. Hay que reconocer que los árabes, aun­ que eran firmes defensores de su religión, no dejaron que las doctrinas religiosas restringieran sus actividades e investiga­ ciones matemáticas y científicas. A pesar de que los hindúes y los árabes fueron ambos ca­ paces de sacar partido de la magnífica obra erigida por los griegos y desarrollaron las matemáticas y la ciencia griegas, nunca trataron, como los griegos, de comprender la estructu­ ra del universo. Los árabes tradujeron y comentaron extensa e incluso críticamente las obras griegas, pero no añadieron nada de especial importancia o magnitud a las verdades ya conocidas. Hacia el año 1500 su imperio fue destruido por los cristianos en Occidente y por luchas internas en Oriente. Mientras los árabes construían y extendían su civilización, en Europa occidental se fundaba otra. Durante el período medie­ val, que se extendió aproximadamente desde el 500 al 1500 d.C., se alcanzó en esta región un alto nivel cultural. Esta cultura estuvo dominada por la Iglesia católica, y sus enseñanzas, aun­ que profundas y meritorias, no favorecieron el estudio del mun­ do físico. El Dios cristiano gobernaba el universo y la finalidad del hombre era servirle y agradarle, y con ello conseguir la salvación, después de lo cual su alma viviría una vida llena de alegría y esplendor. Las condiciones de vida sobre la tierra no eran importantes y los trabajos y sufrimientos no sólo de­ bían ser tolerados, sino sobrellevados con alegría, como testi­ monio de la fe del hombre en Dios. Se comprende así que el interés por las matemáticas y la ciencia, que había estado mo­ tivado en tiempos de los griegos por el estudio del mundo fí­ sico, alcanzara su nadir. Los intelectuales de la Europa me­ dieval eran devotos buscadores de verdades, pero las buscaban en la revelación y en el estudio de las Escrituras. De aquí que los pensadores medievales no añadieran ninguna prueba al plan matemático de la naturaleza. Sin embargo, la filosofía de la Baja Edad Media apoyó la creencia en la regularidad y uniformidad del comportamiento de la naturaleza, aunque se pensaba que éste estaba sujeto a la voluntad de Dios. La Europa de la Baja Edad Media se vio conmocionada y alterada por una serie de influencias revolucionarias. Entre

las muchas que transformaron la civilización medieval en la civilización moderna, la más importante fue, en lo que a nos­ otros nos interesa, el acceso y el estudio de los textos griegos. Estos llegaron a conocerse por medio de las traducciones ára­ bes y de las obras griegas que habían permanecido intactas en el Imperio bizantino. En efecto, cuando los turcos conquis­ taron este imperio en 1453, muchos estudiosos griegos huyeron con sus libros hacia Occidente. Fue de las obras griegas de donde los que encabezaron la revitalización intelectual de Euro­ pa aprendieron que la naturaleza obedece a un plan matemá­ tico y que este plan es armonioso, estéticamente agradable y además la secreta verdad que la naturaleza guarda. La natu­ raleza no sólo es racional y ordenada, sino que obra de acuer­ do con leyes inexorables e inmutables. Los científicos europeos iniciaron sus estudios sobre la naturaleza como lo hicieran los muchachos de la antigua Grecia. Es indudable que el resurgir de los ideales griegos indujo a algunos a emprender el estudio de la naturaleza. Pero la rapi­ dez y la intensidad de este resurgir de las matemáticas y la ciencia se debieron a otros muchos factores. Las fuerzas que echaron abajo una cultura y promovieron otra son numerosas y complicadas. El renacimiento científico ha sido investigado por muchos estudiosos y se han dedicado muchas páginas a concretar sus causas. Aquí no intentaremos más que nom­ brarlas. La aparición de una clase formada por artesanos libres, y el consiguiente interés. por los materiales, los conocimientos y la tecnología, generaron problemas científicos. Las explora­ ciones geográficas, motivadas por la búsqueda de materias pri­ mas y oro, trajeron consigo el conocimiento de tierras y cos­ tumbres extrañas que se enfrentaron con la cultura medieval europea. La revolución protestante rechazó parte de la doctri­ na católica, promoviendo controversias e incluso escepticismo acerca de ambas religiones. El énfasis puritano en el trabajo y la utilidad del conocimiento para la humanidad, la introduc­ ción de la pólvora, que dio lugar a nuevos problemas militares como los de las trayectorias de los proyectiles, y los proble­ mas suscitados por la navegación ), para decir a continuación que, sin ninguna duda, 2/0 es el doble que 1/0. El uso del símbolo cx> en situaciones tales como la de que el límite, cuando n tiende a oo, de 1/n es 0, creó más confusión. En este caso, el símbolo oo significa únicamente que n puede to­ mar valores cada vez mayores hasta el punto de ser tan gran­ de (pero finito) que la diferencia entre 1/n y 0 sea tan peque­ ña como uno desee. En modo alguno aparece en este caso el infinito actual. No obstante, la mayor parte de los matemáticos —Galileo, Leibniz, Cauchy, Gauss y otros— fueron muy claros al distin­ guir entre conjuntos potencialmente infinitos y conjuntos con un infinito actual, rechazando estos últimos. Cuando hablaban, por ejemplo, del conjunto de los números racionales, se nega­ ban a asignarle un número. Descartes decía: «El infinito es reconocible, pero no comprensible.» Gauss escribía a Schumacher en 1831: «En matemáticas nunca se pueden utilizar las magnitudes infinitas como algo final o definitivo; el infi­ nito es solamente una manera de hablar, para referirnos a un límite al que ciertas razones pueden aproximarse tanto como se desee cuando a otras se les permite crecer indefini­ damente.» Por tanto, cuando Cantor introdujo los infinitos actuales, tuvo que enfrentar su creación a las concepciones mantenidas

por los grandes matemáticos del pasado. Argüía que el infinito potencial depende de hecho de un infinito actual, lógicamente anterior. Daba también el argumento de que los números irra­ cionales, tales como \AT, cuando se expresan como decimales implican conjuntos actualmente infinitos, porque cualquier decimal finito solamente podría ser una aproximación. Dán­ dose cuenta de que estaba rompiendo radicalmente con sus predecesores, decía en 1883: «Me he colocado en cierta opo­ sición a puntos de vista muy extendidos sobre el infinito ma­ temático y a opiniones a menudo defendidas sobre la esencia del número.» En 1873 no solamente se decidió a considerar los conjuntos infinitos como totalidades existentes, como entidades, sino que se planteó la necesidad de distinguirlos. Introdujo definicio­ nes que determinaban cuándo dos conjuntos infinitos contie­ nen el mismo o diferente número de objetos, siendo la idea básica lade lacorrespondencia uno a uno.De lamisma forma que reconocemos que 5 libros y 5 canicaspueden ser repre­ sentados por el mismo número 5, porque podemos emparejar un solo libro con una sola canica, así también aplicó la co­ rrespondencia uno a uno a los conjuntos infinitos. Ahora bien, entre los números naturales y los números pares se puede plantear la siguiente correspondencia uno a uno: 1 2

2 4

34 5 ... 68 10 ...

Esto es, cada número entero corresponde precisamente a un solo número par, que es su doble, y cada número par corres­ ponde a un solo número entero, que es su mitad. De aquí con­ cluía Cantor que los dos conjuntos contienen el mismo número de objetos. Tal correspondencia, el hecho de que todo el con­ junto de los números enteros pueda ponerse en correspon­ dencia uno a uno con una de sus partes fue lo que pareció tan irracional a los anteriores matemáticos y lo que les forzó a rechazar todo esfuerzo para tratar con los conjuntos infini­ tos. Pero Cantor no se desalentó. Intuía que los conjuntos infinitos podían obedecer a nuevas leyes que no se aplican a las colecciones o conjuntos finitos, de la misma forma que los cuaterniones, por ejemplo, podían obedecer a nuevas leyes que no valían para los números reales. De hecho, definió un conjunto infinito como aquel que puede ponerse en correspon­ dencia uno a uno con un subconjunto propio de sí mismo.

A decir verdad, Cantor quedó asombrado de las consecuen­ cias a las que el uso de las correspondencias uno a uno le llevaba. Probó que existe una correspondencia uno a uno entre los puntos de una recta y los puntos de un plano (e incluso del espacio ra-dimensional), y escribió a Dedekind en 1877: «Lo veo, pero no lo creo.» Sin embargo, sí lo creía, y siguió afe­ rrándose a su principio de correspondencia uno a uno para asignar igualdades a los conjuntos infinitos. Cantor definió también lo que se entiende por un conjunto infinito mayor que otro. Si un conjunto A puede ponerse en correspondencia uno a uno con una parte o subconjunto de un conjunto B, pero B no puede ponerse en correspondencia uno a uno con A o una parte de A, entonces B es mayor que A. Esta definición lo único que hace es extender a los conjuntos infinitos lo que es inmediatamente obvio para los conjuntos finitos. Si hay 5 canicas y 7 libros, se puede establecer una correspondencia uno a uno entre las canicas y parte de los libros, pero no se puede establecer la relación entre los libros y algunas o todas las canicas. Utilizando sus definiciones de igualdad y desigualdad, Cantor pudo establecer el sorprenden­ te resultado de que el conjunto de los números enteros es igual al conjunto de los números racionales (todos los núme­ ros enteros positivos y negativos y las fracciones), pero menor que el conjunto de todos los números reales (los racionales y los irracionales). De la misma forma que es conveniente disponer de los símbolos numéricos 5, 7, 10, etc., para designar el número de objetos de una colección finita, también decidió Cantor usar símbolos para designar el número de objetos de los conjuntos infinitos. El conjunto de los números naturales y los conjuntos que pueden ponerse en correspondencia uno a uno con él tie­ nen el mismo número de objetos, y a este número lo denotó por K0 (alef sub cero). Puesto que el conjunto de todos los números reales resultó ser mayor que el conjunto de los nú­ meros naturales, denotó este conjunto con un nuevo número, c. Además, Cantor probó que dado un conjunto cualquiera existe siempre otro conjunto mayor. Así, el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto dado es mayor que el con­ junto original. No tenemos necesidad de detallar la demostra­ ción de este teorema, pero la consideración de un conjunto finito muestra que es razonable. Así, si tenemos 4 objetos, podemos formar 4 conjuntos diferentes de 1 objeto, 6 con­ juntos diferentes de 2 objetos, 4 conjuntos diferentes de 3 ob­ jetos y 1 conjunto de 4 objetos. Si añadimos el conjunto vacío,

resulta que el número de todos los subconjuntos se puede ex­ presar de manera compacta en la forma 24, que, evidente­ mente, es mayor que 4. En particular, considerando todos los subconjuntos posibles del conjunto de los números naturales, Cantor pudo probar que 2*° = c, en donde c es el número de elementos del conjunto de todos los números reales. Cuando Cantor decidió considerar conjuntos infinitos en la década de 1870 y algún tiempo después, esta teoría podría haber sido contemplada como algo periférico. Los teoremas sobre series trigonométricas que Cantor probó no eran funda­ mentales. Sin embargo, en 1900 su teoría de conjuntos era muy utilizada en otras áreas de las matemáticas. Además, Cantor y Richard Dedekind advirtieron su utilidad para fundamentar una teoría de los números enteros (finitos y transfinitos), para analizar los conceptos de curva y dimensión, e incluso para servir de fundamento a todas las matemáticas. Otros mate­ máticos, Borel y Henry Lebesgue (1875-1941), estaban ya tra­ bajando en una generalización de la integral que depende de la teoría de Cantor de los conjuntos infinitos. Por tanto, no fue un asunto de poca importancia el que Cantor mismo se topara con dificultades. Había mostrado que existían conjuntos infinitos cada vez mayores y sus correspon­ dientes números transfinitos. En 1895 se le ocurrió la idea de considerar el conjunto de todos los conjuntos. Su número de­ bería ser el mayor de todos los que existen. Sin embargo, Cantor había mostrado que el conjunto de todos los subcon­ juntos de un conjunto dado debe tener un número transfinito mayor que el del propio conjunto. Por tanto debe haber un número transfinito mayor que el del conjunto mayor. En aquel momento Cantor decidió que se debía distinguir entre lo que él llamaba conjuntos consistentes e inconsistentes, y en rela­ ción con ello escribió a Richard Dedekind en 1899. Es decir, no se podía considerar el conjunto de todos los conjuntos ni su número. Cuando Bertrand Russell tropezó por primera vez con la conclusión de Cantor sobre el conjunto de todos los conjuntos, no se la creyó. En un ensayo de 1901 escribió que Cantor debió haber sido «presa de una sutil falacia, que espero explicar en futuros trabajos». Es evidente, añadía, que debe haber un con­ junto transfinito mayor que todos los demás, porque si se toma todo, no queda nada por añadir. Russell meditó sobre este asunto y a los problemas de la época añadió su propia «paradoja», que trataremos en breve. Dieciséis años más tarde,

cuando reeditó su ensayo en Misticismo y lógica, añadió una nota a pie de página en la que se disculpaba de su error. Además de los números transfinitos, ya descritos; que re­ ciben el nombre de números cardinales transfinitos, Cantor introdujo los números ordinales transfinitos. La distinción es bastante delicada. Si se considera una colección, pongamos de peniques, lo que habitualmente importa es el número de pe­ niques, sin atender a la forma en que han sido reunidos. Sin embargo, si clasificamos a unos estudiantes atendiendo a las notas obtenidas en un examen, hay un primero, un segundo, un tercero, etc. Si hay, por ejemplo, diez estudiantes, la lista ordena el conjunto desde el primero hasta el décimo, y esto es un conjunto de números ordinales. Aunque algunas civili­ zaciones primitivas distinguieron entre cardinales y ordinales, utilizaron el mismo símbolo para los conjuntos ordenados de diez objetos que para las colecciones desordenadas. Esta prác­ tica fue continuada por civilizaciones posteriores, incluyendo la nuestra. Así, después de que la décima persona haya sido ordenada, el número de personas ordenadas en esa forma es también diez, y tanto el conjunto ordenado de diez objetos como el desordenado se denotan por 10. Sin embargo, para conjuntos infinitos la distinción entre cardinales y ordinales tiene mayor importancia, por lo que se utilizan diferentes sím­ bolos. Así pues, Cantor utilizó el número ordinal w para el conjunto ordenado de números naturales 1, 2, 3, ... De acuerdo con esto, el conjunto ordenado 1, 2, 3, ................ , 1, 2, 3 fue (y es) denotado por w + 3. Cantor introdujo una jerarquía en los números ordinales transfinitos. Esta jerarquía se ex­ tendía a w . (o, (*>n, w , y otros más. Después de haber creado la teoría delos números ordina­ les transfinitos, Cantor se dio cuenta en 1895 de que también en estos números había una dificultad y ese mismo año se lo comunicó a Hilbert. El primero en publicar la dificultad fue Cesare Burali-Forti (1861-1931) en 1897. Cantor creía que el conjunto de los números ordinales podía ordenarse de al­ guna manera conveniente, de la misma forma que los familia­ res números reales se ordenan atendiendo a su magnitud. Ahora bien, un teorema sobre ordinales transfinitos afirma que el número ordinal del conjunto de todos los ordinal hasta cualquiera de ellos, pongamos a, inclusive, es mayor que a- Así, el número ordinal del conjunto de ordinales 1, 2,

3, oj es co + 1. Por tanto, el conjunto de todos los ordina­ les debería tener un ordinal mayor que el mayor ordinal del conjunto. De hecho, observaba Burali-Forti, se podría añadir uno al mayor de los ordinales y obtener un ordinal mayor. Pero esto es una contradicción porque el conjunto incluye todos los ordinales. De aquí concluía Burali-Forti que con los números ordinales solamente era posible un orden parcial. Si sólo hubiera habido que hacer frente a estas dos difi­ cultades, la mayor parte de los matemáticos se habrían sen­ tido satisfechos de vivir en el paraíso que la rigorización de las matemáticas llevada a cabo a finales del siglo xzx había creado. Las cuestiones sobre si existen números ordinales o cardinales transfinitos mayores que todos los demás podría haber sido dejada de lado. Después de todo, no existe un nú­ mero natural mayor que todos los demá^ y este hecho no molesta a nadie. Sin embargo, la teoría de conjuntos infinitos de Cantor provocó multitud de protestas. A pesar de que, como ya hemos señalado, la teoría estaba siendo utilizada en muchas áreas de las matemáticas, todavía algunos matemáticos se negaban a aceptar los conjuntos con un infinito actual y sus aplicacio­ nes. Leopold Kronecker, que, por otra parte, sentía una anti­ patía personal hacia Cantor, le llamó charlatán. Henri Poincaré opinaba que la teoría de conjuntos era una grave y pato­ lógica enfermedad. «Las generaciones posteriores», decía en 1908, «contemplarán la teoría de conjuntos como una enfer­ medad de la que nos hemos recuperado». Todavía en la década de 1920 (capítulo 10), muchos matemáticos trataban de evitar el uso de los números transfinitos. Cantor defendió su trabajo. Decía que era un platónico y creía que las ideas existen en un mundo objetivo independiente del hombre. El hombre no tiene sino que pensar en esas ideas para reconocer su realidad. Como además Cantor invocaba a la metafísica e incluso a Dios, consiguió atraerse las críticas de los filósofos. Afortunadamente, la teoría de Cantor fue bien recibida por otros. Russell describía a Cantor como una de las grandes inteligencias del siglo xix. Decía en 1910: «La solución a los problemas que hasta ahora rondaban al infinito matemático es probablemente el mayor de los logros de los que nuestra época pueda enorgullecerse.» Hilbert afirmaba: «Nadie podrá sacarnos del paraíso que Cantor ha creado para nosotros.» Decía también en 1926 del trabajo de Cantor: «Me parece que es la flor más admirable de la inteligencia matemática,

y uno de los más grandes logros de la actividad humana pu­ ramente racional.» La razón de la controversia creada por la teoría de con­ juntos fue revelada con mucha agudeza por Félix Hausdorff en su Fundamentos de teoría de conjuntos (1914) cuando des­ cribía este tema como «un campo en el que nada es evidente por sí mismo, cuyos enunciados verdaderos son a menudo paradójicos y cuyos enunciados plausibles son falsos». Sin embargo la mayoría de los matemáticos se sintieron inquietos como consecuencia del trabajo de Cantor por una razón totalmente diferente a la de la aceptación de los con­ juntos infinitos de diversos tamaños. Las contradicciones que Cantor había descubierto al intentar asignar un número al conjunto de todos los conjuntos y al de todos los ordinales fue la causa de fjue los matemáticos se percataran de que habían estado utilizando conceptos similares, no sólo en las creaciones más recientes, sino en las viejas matemáticas su­ puestamente bien establecidas. Prefirieron llamar paradojas a estas contradicciones, porque una paradoja se puede resol­ ver y los matemáticos querían creer que las suyas podían ser resueltas. La palabra técnica que hoy se usa comúnmente es la de antinomia. Señalemos alguna* de estas paradojas. Un ejemplo no ma­ temático es el enunciado de que «no hay regla sin excepción». Este enunciado es una regla y debe, por tanto, tener una ex­ cepción. Por consiguiente, hay una regla sin excepciones. Tales enunciados se refieren a sí mismos y se refutan a sí mismos. La paradoja no matemática más conocida es la llamada paradoja del mentiroso. Fue analizada por Aristóteles y mu­ chos otros lógicos posteriores. La versión clásica se refiere a la frase «Esta frase es falsa». Designemos el enunciado entre comillas por S. Si S es verdadero, entonces lo que dice es verdadero, y por lo tanto S es falso. Si S es falso, entonces lo que dice es falso y, por consiguiente, S es verdadero. Hay muchas variantes de esta paradoja. Un hombre puede decir, quizá en relación con alguna afirmación que haya podi­ do hacer: «Estoy mintiendo.» ¿Es la afirmación «Estoy min­ tiendo» verdadera o falsa? Si el hombre está efectivamente mintiendo, está diciendo la verdad, y si está diciendo la ver­ dad, está mintiendo. Algunas variantes incluyen autorreferencias menos directamente. Así, las dos frases «La frase siguien­ te es falsa. La frase anterior es verdadera» también implican una contradicción, porque si la segunda frase es verdadera, la

primera dice que es falsa. Pero si la segunda frase es falsa, como afirma la primera, entonces la segunda es verdadera. Kurt Gódel (1906-1978), el más importante de los lógicos de este siglo, dio una versión algo diferente de los anteriores enunciados contradictorios. El 4 de mayo de 1934, A hace un único enunciado: «Todo enunciado que haga A el 4 de mayo de 1934 es falso.» Este enunciado no puede ser verdadero por­ que dice de sí mismo que es falso. Pero tampoco puede ser falso porque, para ser falso, A habría tenido que hacer un enunciado verdadero el día 4 de mayo. Pero solamente hizo un único enunciado. La primera de las contradicciones matemáticas verdadera­ mente inquietantes fue observada por Bertrand Russell (18721970) y comunicada a Gottlob Frege en 1902. Acaba Frege de publicar por aquel entonces el segundo volumen de sus Leyes fundamentales, en donde construía una nueva aproximación a los fundamentos del sistema de números. (Diremos algo más sobre esta aproximación en el próximo capítulo.) Frege utili­ zaba una teoría de conjuntos o clases que encerraba la misma contradicción que Russell señalaba en su carta a Frege y pu­ blicó en sus Principios de la matemática (1903). Russell había estudiado la paradoja del conjunto de todos los conjuntos de Cantor, y después ofreció su propia versión. La paradoja de Russell se refiere a clases. Una clase de libros no es un libro y por tanto no pertenece a sí misma; pero una clase de ideas sí es una idea y pertenece a sí misma. Un catálogo de catálogos es un catálogo. Por tanto, algunas clases pertenecen a sí mismas (o están incluidas en sí mismas) y otras no. Consideremos N, la clase de todas las clases que no pertenecen a sí mismas. ¿A quién pertenece N? Si N per­ tenece a N, no debería pertenecer por definición de N. Si N no pertenece a N, debería pertenecer, por definición de N. Al principio, cuando Russell descubrió esta contradicción, pen­ só que la dificultad radicaba en algún aspecto de la lógica más que en las matemáticas. Pero su contradicción afecta a la noción misma de clase, noción usada a lo largo 4e todas las matemáticas. Hilbert se dio cuenta de que esta paradoja tenía un efecto catastrófico sobre el mundo matemático. La antinomia de Russell fue expresada en forma popular por el propio Russell en 1918, siendo conocida esta versión como la paradoja del barbero. Un barbero de pueblo decía que él no afeitaba a nadie del pueblo que se afeitara a sí mis­ mo, pero que afeitaba a todos los que no se afeitaban a sí mismos. Por supuesto, el barbero alardeaba de que no tenía

competidor, pero un día se le ocurrió preguntarse si debía afeitarse a sí mismo. Si se afeitaba, entonces por la primera parte de su afirmación —a saber, que él no afeitaba a los que se afeitaban a sí mismos— no debía afeitarse; pero si no se afeitaba, de acuerdo con su alarde de que él afeitaba a todos los que no se afeitaban a sí mismos, debía afeitarse. El bar­ bero se encontró en un apuro lógico. Otra paradoja representativa de lo que ocurre en matemá­ ticas fue primeramente enunciada por los matemáticos Kurt Grelling (1886-1941) y Leonard Nelson (1882-1927) en 1908, y está relacionada con los adjetivos que se describen a sí mis­ mos y los que no lo hacen. Así, los adjetivos corto y español sí se describen a sí mismos, mientras que largo y francés no lo hacen. Análogamente, polisílabo es polisílabo, mientras que monosílabo no es monosílabo. Parece sensato decir que un adjetivo cualquier o se aplica a sí mismo o no se aplica. Lla­ memos autológicos a aquellos adjetivos que se aplican a sí mismos y heterológicos a aquellos que no se aplican. Consi­ deremos ahora la propia palabra heterológico. Si heterológico es heterológico, se aplica a sí mismo y por tanto es autológico. Si heterológico es autológico, entonces no es heterológico. Pero si es autológico, entonces por definición de autológico se apli­ ca a sí mismo, y por tanto «heterológico» es heterológico. Así, cualquier suposición acerca de esta palabra conduce a una con­ tradicción. En símbolos, la paradoja afirma que x es hetero­ lógico si x es no x. En 1905, Jules Richard (1862-1956) presentó otra «parado­ ja» utilizando el mismo procedimiento que Cantor había utili­ zado para probar que el número de números reales era mayor que el número de números naturales. El razonamiento es algo complicado, pero esa misma contradicción fue incluida en una versión simplificada debida a G. G. Berry, de la Bodleian Library, y enviada a Russell, que la publicó en 1906. Recibe el nombre de «paradoja de las palabras». Todo número natural se puede describir de muchas maneras mediante palabras. Así, cinco se puede describir con una sola palabra, «cinco», o con la frase «el entero siguiente al cuatro». Consideremos ahora todas las descripciones posibles hechas con 100 o menos letras del alfabeto inglés. Son posibles, como máximo, 27100 descripciones, de manera que existen, como máximo, un nú­ mero finito de números naturales que se pueden describir con las 27m descripciones. Debe haber por tanto algunos, nú­ meros naturales no descritos por las 27100 descripciones. Con­ sideremos ahora «el menor de los números que no se pueden

describir con 100 letras o menos». Precisamente este número ha sido descrito con menos de 100 letras. Aunque muchos matemáticos de comienzos de la década de 1900 tendían a despreciar paradojas como las anteriores porque involucraban la teoría de conjuntos, que por aquel tiempo era nueva y periférica, otros, dándose cuenta de que afectaban no sólo a las matemáticas clásicas, sino al razona­ miento en general, se sentían inquietos. Algunos trataron de tener en cuenta el consejo que William James diera en su Pragmatismo: «Allí donde encuentres una contradicción, debes hacer una distinción.» Unos cuantos lógicos, comenzando por Frank Plumpton Ramsey (1903-1930), habían tratado de hacer una distinción entre contradicciones semánticas y verdaderas, es decir, lógicas. La «paradoja de las palabras», la «paradoja heterológica» y la «paradoja del mentiroso» fueron considera­ das como semánticas, porque implican conceptos tales como verdad y definibilidad, o usos ambiguos de palabras. Presumi­ blemente, definiciones estrictas de esos conceptos, usadas co­ rrectamente, resolverían las paradojas que acabamos de men­ cionar. Por el contrario, la paradoja de Russell, la de Cantor del conjunto de todos los conjuntos y la paradoja de BuraliForti fueron consideradas como contradicciones lógicas. Rus­ sell, no obstante, no hizo esta distinción. Creía que todas las paradojas surgen de una falacia, que él llamó principio del círculo vicioso y que describió así: «Cualquier cosa que inclu­ ya todas las cosas de una colección, no debe ser una de las cosas de la colección.» Dicho de otra forma, si para definir una colección de objetos hay que utilizar la propia colección total, entonces la definición carece de sentido. Esta explica­ ción, dada por Russell en 1905, fue aceptada por Poincaré en 1906, quien acuñó la expresión de definición impredicativa, es decir, aquella definición en la que un objeto es definido (o descrito) en función de una clase de objetos que contiene el objeto que está siendo definido. Tales definiciones son ile­ gítimas. Consideremos el ejemplo ofrecido por Russell mismo en los Principia Mathematica (capítulo 10). La ley del tercio ex­ cluso afirma que todas las proposiciones son verdaderas o falsas. Pero la propia ley es una proposición. En consecuencia, aunque su pretensión es afirmar una ley verdadera de la lógi­ ca, es una proposición y por consiguiente también puede ser falsa. Como dijo Russell, este enunciado de la ley carece de sentido.

Otros ejemplos pueden ser útiles. ¿Puede un ser omnipo­ tente crear un objeto indestructible? Por supuesto, ya que es omnipotente. Pero si es omnipotente, también puede destruir cualquier objeto. En este ejemplo, la palabra omnipotente abarca una totalidad ilegítima. Tales paradojas, como señaló el lógico Alfred Tarski, aunque semánticas, desafían al propio lenguaje. Se han hecho distintos intentos, además de los anteriores, para resolver las paradojas. Algunos descartan la contradicción de «No hay regla sin excepción» como carente de sentido, y añaden que hay frases que son gramaticalmente correctas pero lógicamente falsas o carentes de sentido, como la frase: «Esta frase tiene cuatro palabras.» Análogamente, la versión original de Russell de la paradoja de Russell es descartada sobre la base de que la clase de todas las clases que no son miembros de sí mismas carece de sentido o no existe. La «paradoja del barbero» es «resuelta» mediante la afirmación de que no exis­ te tal barbero o mediante el requerimiento de que el barbero se excluya de la clase de las personas que puede o no afeitar, del mismo modo que el enunciado de que el profesor enseña a todos los que asisten a clase no incluye al propio profesor. Russell rechazó esta última explicación. Como decía Russell en un artículo de 1908: «También podría uno, al hablar con un hombre con una gran nariz, decir: 'Cuando hablo de nari­ ces exceptúo las que son desaforadamente grandes', lo cual no conseguiría evitar una situación desagradable.» Bien es verdad que la palabra «todo» es ambigua. De acuer­ do con algunos, varias de las paradojas semánticas provienen del uso de la palabra «todo». La paradoja de Burali-Forti trata de la clase de todos los ordinales. ¿Incluye esta clase el ordinal de la clase total? Análogamente, la paradoja heterológica define una clase de palabras. ¿Incluye esta clase la propia palabra «heterológica»? La objeción de Russell-Poincaré a las definiciones impre­ dicativas ha sido ampliamente aceptada. Desgraciadamente, ta­ les definiciones han sido utilizadas en las matemáticas clásicas. El ejemplo que causó mayor preocupación fue la noción de mínima cota superior. Consideremos el conjunto de todos los números entre 3 y 5. Son cotas superiores, es decir números mayores que el mayor número del conjunto, los números 5, 5 Vi, 6, 7, 8, etc. Entre todas ellas hay una que es la mínima cota superior, a saber, el 5. Por tanto, la mínima cota supe­ rior está definida en términos de una clase de cotas superio­ res que contiene precisamente a la que se está definiendo.

Otro ejemplo de definición impredicativa es la de máximo valor de una función en un intervalo. El valor máximo es el mayor de los valores que la función toma en ese intervalo. Ambos conceptos son fundamentales en matemáticas y gran parte del análisis depende de ellos. Además, en otras ramas de las matemáticas se usan muchas definiciones impredicativas. Aunque las definiciones impredicativas involucradas en las paradojas conducían a contradicciones, los matemáticos esta­ ban perplejos porque, hasta donde ellos podían ver, no todas las definiciones impredicativas parecen conducir a contradic­ ciones. Enunciados tales como «Juan es el más alto de su equipo» o «Esta frase es corta», aunque impredicativas, son sin duda inocuas. Lo mismo ocurre con el enunciado «El ma­ yor número del conjunto 1, 2, 3, 4, 5 es 5». De hecho, es muy frecuente utilizar definiciones impredicativas. Así, si se define la clase de todas las clases que contienen más de cinco ele­ mentos, se define una clase que se contiene a sí misma. Aná­ logamente, el conjunto S de todos los conjuntos definibles mediante veinticinco palabras o menos contiene a S. La abun­ dancia de tales definiciones en matemáticas era causa, cierta­ mente, de alarma. Desgraciadamente, no existe un criterio para determinar cuáles de las definiciones impredicativas son inocuas y cuáles no lo son. Por tanto, existía el peligro de que encontraran más definiciones impredicativas que condujeran a contradic­ ciones. Este problema fue muy acuciante en los primeros aná­ lisis de Ernst Zermelo y Poincaré. Poincaré propuso que se prohibieran todas las definiciones impredicativas. Hermann Weyl, destacado matemático de la primera mitad del presente siglo, estaba preocupado por el hecho de que algunas defini­ ciones impredicativas pudieran efectivamente ser contradic­ torias y dedicó un considerable esfuerzo a reformar la defi­ nición de mínima cota superior con objeto de evitar la impredicatividad. Pero no tuvo éxito. Se quedó intranquilo y con­ cluyó que el análisis no está bien fundado y hay que renun­ ciar a algunas de sus partes. El precepto de Russell «No po­ demos permitir que condiciones arbitrarias determinen con­ juntos y después permitir, indiscriminadamente, que estos con­ juntos sean miembros de otros conjuntos», no resuelve cierta­ mente la cuestión de qué definiciones impredicativas pueden ser permitidas. Aunque la causa primaria de las contradicciones parecía evidente, quedaba el problema de cómo construir las matemá­ ticas para eliminarlas y, lo que era más importante, cómo con­

seguir que no aparecieran otras nuevas. Ahora podemos ver por qué el problema de la consistencia se volvió tan urgente a comienzos de la década de 1900. Los matemáticos se referían a las contradicciones como paradojas de la teoría de conjun­ tos. Sin embargo, los trabajos en teoría de conjuntos les abrie­ ron los ojos a posibles contradicciones incluso en matemáticas clásicas. El establecimiento de la consistencia se convirtió en el pro­ blema más urgente a la hora de construir unos fundamentos sólidos para las matemáticas. No obstante, a comienzos de si­ glo se habían detectado otros problemas, escasamente menos importantes desde el punto de vista de la seguridad en los re­ sultados ya obtenidos. El espíritu crítico se había agudizado durante la última parte del siglo xix y los matemáticos estaban reexaminando todo lo que se había aceptado anteriormente. Se centraron en una aserción, de apariencia más bien inocente, que había sido utilizada en muchas demostraciones sin que llamara la atención. Esta aserción consiste en que, dada una colección de conjuntos, finita o infinita, se puede seleccionar un elemen­ to de cada conjunto y formar un nuevo conjunto. Así, de entre todas las personas de los cincuenta estados de los Estados Uni­ dos, se puede sacar una persona de cada estado y formar un nuevo conjunto de personas. El reconocimiento del hecho de que la aserción presupone en realidad un axioma, llamado axioma de elección, fue .im­ puesto a los matemáticos por un artículo de Ernst Zermelo (1871-1953) publicado en 1904. Su historia es bastante curiosa. Para poder ordenar sus números transfinitos en cuanto al ta­ maño, Cantor necesitó el teorema de que cualquier conjunto de números reales puede estar bien ordenado. Un conjunto está bien ordenado si, en primer lugar, está ordenado. Ordenado significa que, como en el caso de los números naturales, si a y b son dos elementos del conjunto, o bien a precede a b, o bien b precede a a. Además, si a precede a b y b precede a c, entonces a precede a c. El conjunto está, además, bien orde­ nado si cualquier subconjunto, independientemente de la forma en que haya sido elegido, tiene un primer elemento. Así, el con­ junto de los números naturales positivos, en su orden usual, está bien ordenado. El conjunto de los números reales en el orden usual es un conjunto ordenado, pero no bien ordenado porque el subcon junto compuesto por todos los números ma­ yores que cero no tiene un primer elemento. Cantor intuía que todo conjunto puede estar bien ordenado, concepto que intro­ dujo en 1883 y que utilizó, pero jamás probó. Recordemos que

Hilbert planteó este problema de probar que el conjunto de los números reales puede estar bien ordenado en su discurso al Congreso de 1900. Zermelo demostró en 1904 que todo conjunto puede estar bien ordenado, y al hacerlo llamó la atención sobre el hecho de que utilizaba el axioma de elección. Los matemáticos, como tantas veces ocurriera en el pasado, habían utilizado inconscientemente un axioma y mucho más tarde no sólo se dieron cuenta de que lo estaban usando, sino que también tuvieron que considerar sobre qué bases era acep­ table tal teorema. Cantor había utilizado el axioma de elección inadvertidamente en 1887 para probar que todo conjunto infi­ nito contiene un subconjunto cuyo número cardinal es K0. Tam­ bién había sido utilizado implícitamente en muchos teoremas de topología, teoría de la medida, álgebra y análisis funcional. Se usa, por ejemplo, para demostrar que en un conjunto infi­ nito y acotado se puede seleccionar una sucesión de números que converge a un punto límite del conjunto. También se utiliza para construir los números reales a partir de los axiomas de Peano sobre los números naturales, utilización sumamente esen­ cial. También se utiliza en la demostración de que el conjunto potencia de un conjunto finito, esto es, el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto finito, es finito. En 1923 Hil­ bert describió el axioma como un principio general que es ne­ cesario e indispensable para poder dar los primeros pasos en la inferencia matemática. Peano fue el primero en llamar la atención sobre el axioma de elección. En 1890 escribió que no se puede aplicar un infi­ nito número de veces una ley arbitraria que seleccione un ele­ mento de cada una de las clases de muchas clases. En el pro­ blema al que se enfrentó (la integrabilidad de ecuaciones dife­ renciales) dio una ley concreta de elección y así resolvió la dificultad. El axioma fue reconocido como tal por Beppo Levi en 1902 y sugerido a Zermelo por Erhardt Schmidt en 1904. La utilización explícita por parte de Zermelo del axioma de elección levantó una ola de protestas en el siguiente número de la prestigiosa revista Mathematische Annalen (1904). Los ar­ tículos de Emile Borel (1871-1956) y de Félix Bernstein (18781956) criticaron el uso del axioma. Estas críticas fueron segui­ das casi en el acto de diversas cartas entre Emile Borel, René Baire (1874-1932), Henri Lebesgue (1875-1941) y Jacques Hadamard (1865-1963), todos ellos destacados matemáticos, que fue­ ron publicadas en el Bulletin de la Société Mathématique de Franee de 1905.

El quid de la crítica era que, a menos que una ley bien definida especificara qué elemento se debía elegir de cada con­ junto, no se efectuaba una elección auténtica y, por tanto, no se formaba realmente el nuevo conjunto. La elección podría variar en el curso de una demostración y, en consecuencia, la demostración no sería válida. Como dijo Borel, una elección sin una ley es un acto de fe y el axioma queda fuera del ámbito de las matemáticas. Así, por usar un ejemplo que dio Bertrand Russell en 1906, si tengo cien pares de zapatos y elijo el zapato izquierdo de cada par, indico una elección clara. Pero si tengo cien pares de calcetines y tengo ahora que indicar qué calcetín he elegido de cada uno de los cien pares, no tengo una ley o regla clara por la que hacerlo. Sin embargo, los defensores del axioma de elección, aun admitiendo que puede no haber una ley de elección, no veían su necesidad. Para ellos, las elecciones son determinadas simplemente porque las concebimos como determinadas. Había otros objetores y otras bases para la objeción. Poin­ caré admitía el axioma, pero no la demostración de Zermelo del buen orden porque utilizaba definiciones impredicativas. Baire y Borel se oponían no sólo al axioma, sino también a la demostración porque no decía cómo se podría lograr el buen orden; demostraba solamente que podía hacerse. Brouwer, cuya filosofía examinaremos más adelante (capítulo 10), se oponía porque no admitía conjuntos con un infinito actual. La obje­ ción de Russell consistía en que un conjunto está definido por una propiedad que todos los elementos del conjunto poseen. Así, se podría definir el conjunto de todos los hombres que usan sombreros verdes por la propiedad de llevar sombrero verde. Pero el axioma de elección no requiere que los elemen­ tos seleccionados tengan una determinada propiedad. Dice sim­ plemente que podemos seleccionar un elemento de cada uno de los conjuntos dados. El propio Zermelo se contentó con utilizar el concepto de conjunto de una manera intuitiva por lo que, para él, mediante la elección de un elemento de cada uno de los conjuntos dados se formaba claramente un nuevo conjunto. Hadamard fue el único defensor incondicional de Zermelo. Instó a la aceptación del axioma de elección por la misma ra­ zón que utilizó para defender el trabajo de Cantor. Para Hada­ mard, la aserción de la existencia de objetos no requiere la descripción de éstos. Si la mera aserción de la existencia per­ mite a las matemáticas hacer progresos, entonces la aserción es aceptable.

Para contestar a las críticas, Zermelo ofreció otra demostra­ ción de la existencia del buen orden, la cual utilizaba también el axioma de elección, y probó de hecho: que los dos son equi­ valentes. Zermelo defendió el uso del axioma y dijo que las matemáticas debían continuar usándolo, a menos que llevara a contradicciones. El axioma, decía, «tiene un carácter pura­ mente objetivo que es inmediatamente claro». Estaba de acuer­ do en que no era estrictamente autoevidente porque trataba de elecciones de un número infinito de conjuntos, pero era una necesidad científica porque el axioma estaba siendo usado para demostrar importantes teoremas. Se idearon muchas formas equivalentes del axioma de elec­ ción. Todas ellas son teoremas si el axioma de elección se adop­ ta junto con los demás axiomas de la teoría de conjuntos. Sin embargo, todos los intentos de sustituir el axioma por otros menos controvertidos resultaron fallidos y parece poco proba­ ble encontrar uno que sea aceptable para todos los matemá­ ticos. El punto clave respecto al axioma de elección era el de qué es lo que en matemáticas se entiende por existencia. Para al­ gunos, la existencia cubre cualquier concepto mental que resulte útil y no lleve a contradicción, por ejemplo, una superficie ce­ rrada ordinaria de área infinita. Para otros significa una iden­ tificación específica y clara o un ejemplo del concepto que per­ mita a cualquiera describirlo o reconocerlo. La mera posibilidad de una elección no es suficiente. Todos estos puntos de vista encontrados se iban a agudizar con los años; diremos algo más tarde sobre ellos en los próximos capítulos. Lo que ahora im­ porta es dejar constancia de que el axioma se convirtió en la manzana de la discordia. A pesar de todo, los matemáticos continuaron usándolo a medida que las matemáticas se iban extendiendo durante las siguientes décadas. El conflicto sobre si era una parte legítima y aceptable de las matemáticas continuó haciendo estragos entre los matemáticos. Se convirtió en el axioma más discutido des­ pués del axioma de las paralelas de Euclides. Como observó Lebesgue, los adversarios no podían hacer otra cosa que insul­ tarse porque no existía acuerdo. Él mismo, a pesar de su nega­ tiva y recelosa actitud hacia el axioma, lo empleó, como él de­ cía, audaz y cautelosamente. Lebesgue mantenía que los futuros desarrollos nos ayudarían a decidir. Otro problema comenzó a importunar a los matemáticos a comienzos del siglo xx. Por aquella época el asunto no parecía acuciante, pero como la teoría de Cantor de los números car­

dinales y ordinales transfinitos estaba siendo cada vez más uti­ lizada, la resolución del problema se convirtió en un objetivo esencial. Cantor construyó en su obra posterior la teoría de los nú­ meros cardinales transfinitos sobre la base de la teoría de los números ordinales. Por ejemplo, el número cardinal del con­ junto de todos los posibles conjuntos con un cardinal finito es X0. El número cardinal de todos los conjuntos posibles de ordinales que contienen solamente una cantidad numerable de miembros (K0) es Continuando de esta forma obtuvo cardi­ nales cada vez mayores a los que designó por K0, Si, K2, K3, ... Además, cada alef era, de todos los cardinales posibles, el siguien­ te mayor de cada precedente. Pero Cantor había demostrado ha­ cía mucho tiempo, en su trabajo sobre números transfinitos, que la cantidad de todos los números reales es 2* o, más breve­ mente denotado, c, y que 2* era mayor que K0. La cuestión que a continuación planteó fue la de dónde se acomoda c en la su­ cesión de alefs. Puesto que era el siguiente después de K0, c podría ser igual o mayor que K,. Cantor conjeturó que c = Kj, y esta conjetura que él enunció por primera vez en 1884 y que publicó como tal en 1884, recibe el nombre de hipótesis del continuo K Otra forma, quizá algo más sencilla, de enunciar la hipótesis es decir que no existen números transfinitos en­ tre S 0 y c, o que un subconjunto infinito de los números reales debe tener el número cardinal K0 o el c2. En las primeras dé­ cadas de este siglo, la hipótesis del continuo suscitó muchas controversias, que no fueron resueltas. Al margen de los nuevos teoremas que se pudieron demostrar con esta hipótesis, adqui­ rió gran importancia incluso para la comprensión de los con­ juntos infinitos, las correspondencias uno a uno y la elección de axiomas que podrían ser utilizados para fundamentar la teo­ ría de conjuntos. Así pues, los matemáticos de la primera parte de este siglo se enfrentaron a varios y difíciles problemas. Las contradiccio­ nes ya descubiertas habían de ser resueltas. Y, lo que era más importante, la consistencia de todas las matemáticas tenía que ser demostrada para conseguir que no volvieran a surgir nuevas 1 Podemos considerar un conjunto cuyo número cardinal sea K,, y con­ siderar después el conjunto de todos los subconjuntos de ese conjunto. Su número cardinal es 2K'. Ahora bien, 2K| > Kj. Se podría, a continua­ ción, conjeturar que 2 H= K 2 y que 2K’ = Kn+i. Esta es la hipótesis gene­ ralizada del continuo. 2 Esta última versión no implica el axioma de elección.

contradicciones. Estos problemas eran cruciales. El axioma de elección era inaceptable para muchos matemáticos y, como con­ secuencia de ello, muchos teoremas de matemáticas que depen­ dían de él estaban en entredicho. ¿Podrían ser demostrados utilizando un axioma más aceptable, o podría prescindirse ente­ ramente de él? La hipótesis del continuo, cuya importancia se hizo cada vez más evidente con los nuevos desarrollos, tenía que ser demostrada o refutada. Aunque los problemas a los que se enfrentaron los matemá­ ticos de comienzos de la década de 1900 eran muy serios, en otras circunstancias podrían no haber producido tan gran sacu­ dida. Ciertamente, las contradicciones tenían que ser resueltas, pero las únicas realmente conocidas estaban en la teoría de conjuntos, una nueva rama de las matemáticas que podía ser rigorizada con el tiempo. En cuanto al peligro de que se pudie­ ran encontrar nuevas contradicciones en las matemáticas clási­ cas, quizá debido a las definiciones impredicativas, por aquella época el problema de la consistencia había sido reducido a la cuestión de la consistencia de la aritmética, y nadie dudaba realmente de ella. El sistema de los números reales estaba en uso desde hacía más de cinco mil años y se habían demostrado innumerables teoremas acerca de números reales. No se había encontrado ninguna contradicción. El hecho de que un axioma, en el caso que nos ocupa el axioma de elección, hubiera sido utilizado implícitamente y lo fuera a ser aún más, podría no haber preocupado a muchos. El movimiento axiomático de fi­ nales del siglo xix había revelado que muchos axiomas habían sido utilizados implícitamente. La hipótesis del continuo era por aquella época solamente un detalle en el trabajo de Cantor, y algunos matemáticos se burlaban de toda su teoría. Los ma­ temáticos se habían enfrentado a problemas mucho más serios con serenidad. Por ejemplo, en el siglo xvm, aun siendo plena­ mente conscientes de las graves dificultades en los fundamentos del cálculo, los matemáticos habían procedido, no obstante, a la construcción de enormes ramas de análisis sobre la base del cálculo, y posteriormente el análisis fue rigorizado sobre la base del número. Los problemas que hemos citado fueron como una cerilla que enciende una mecha, que, a su vez, hace explotar una bomba. Algunos matemáticos creían todavía que las matemáticas propiamente dichas son un cuerpo de verdades. Esperaban po­ der demostrarlo y Frege se había puesto ya a la cabeza de ese movimiento. Además, las objeciones al axioma de elección no estaban basadas solamente en lo que el axioma decía. Los ma­

temáticos, Cantor en particular, habían venido introduciendo más y más construcciones de la mente que, según ellos, tenían tanta realidad como, por ejemplo, un triángulo. Pero otros re­ chazaban tales conceptos por considerarlos tan débiles que, pensaban, nada sólido podría edificarse sobre ellos. El problema básico de los trabajos de Cantor, el axioma de elección y con­ ceptos similares estaba en saber en qué sentido existen los con­ ceptos matemáticos. ¿Deben corresponder a objetos físicamente reales o ser idealizaciones de éstos? Aristóteles había conside­ rado este problema, y para él, como para la mayor parte de los griegos, las contrapartidas reales eran una necesidad. Esta es la razón por la que Aristóteles no admitió los conjuntos infi­ nitos como una totalidad, ni admitió un polígono regular de siete lados. Los platónicos, por el contrario, y Cantor lo era, aceptaban ideas que, según ellos, existían en algún mundo ob­ jetivo independiente del hombre. El hombr% descubría esas ideas, o, como decía Platón, las recordaba. Otra faceta de la cuestión de la existencia era la valoración que se hacía de las demostraciones de existencia. Gauss, por ejemplo, había demostrado que toda ecuación polinómica de grado n con coeficientes reales o complejos tiene, al menos, una raíz. Pero la demostración no mostraba la forma de calcu­ lar esa raíz. Análogamente, Cantor había demostrado que había más números reales que números algebraicos (raíces de ecua­ ciones polinómicas). En consecuencia, debe haber números irra­ cionales trascendentes. Sin embargo, esta demostración de exis­ tencia no permitía ni siquiera nombrar, y mucho menos calcu­ lar, un solo número trascendente. Algunos matemáticos de prin­ cipios del siglo xx, Borel, Baire y Lebesgue, consideraban inúti­ les las demostraciones de existencia. Las demostraciones de existencia debían permitir a los matemáticos calcular la canti­ dad existente con cualquier grado de aproximación deseado. A tales demostraciones las llamaban ellos constructivas. Había otro problema más que inquietaba a algunos matemá­ ticos. La axiomatización de las matemáticas fue una reacción a la aceptación intuitiva de muchos hechos obvios. Bien es verdad que este movimiento eliminó contradicciones y oscuridades, por ejemplo en el área del análisis. Pero también insistía en explicitar definiciones, axiomas y demostraciones que eran evidentes para la intuición, tan evidentes que nadie se había dado cuenta anteriormente de que se basaban en la intuición (capítulo 8). Las estructuras deductivas resultantes eran realmente complica­ das y extensas. Así, el desarrollo de los números racionales y, más específicamente, de los números irracionales a partir de

los axiomas para los números naturales eran largas y compli­ cadas al mismo tiempo. Todo esto les parecía a algunos mate­ máticos, en particular a Leopold Kronecker (1823-1891), algo su­ mamente artificial e innecesario. Kronecker fue el primero de un grupo de distinguidos matemáticos que creyeron que nunca se podría, por medio de procedimientos lógicos, construir más sólidamente de lo que la intuición del hombre le decía que era sólido. Otro punto de fricción fue el creciente cuerpo de lógica ma­ temática que hizo que los matemáticos fueran conscientes de que el uso de principios lógicos no podría seguir siendo infor­ mal y despreocupado. Los trabajos de Peano y Frege requerían que los matemáticos hicieran tajantes distinciones en su razo­ namiento, tales como la distinción entre un objeto que pertenece a una clase y una clase que está incluida en otra. Estas distin­ ciones parecían pedantes y más un obstáculo que una ayuda. Más importante con mucho, aunque aún no fuera explícito a finales del siglo xix, fue el hecho de que muchos matemáticos comenzaran a sentirse incómodos por la aplicación sin restric­ ciones de los principios lógicos. ¿Qué garantizaba su aplicación a los conjuntos infinitos? Si los principios lógicos eran un pro­ ducto de la experiencia humana, entonces seguramente debería haber algún problema cuando se extendían a construcciones mentales que no tenían base alguna en la experiencia. Mucho antes de 1900 los matemáticos habían comenzado a discrepar sobre las cuestiones básicas que acabamos de descri­ bir. Así pues, las nuevas paradojas lo único que hicieron fue agravar desacuerdos que ya estaban presentes. Años más tarde, los .matemáticos iban a volver la vista atrás, con nostalgia, con la mirada puesta en el breve pero feliz período anterior al des­ cubrimiento de las contradicciones, el período al que Paul du Bois-Reymond se refería como el tiempo en que «todavía vi­ víamos en el Paraíso».

La lógica es estéril; engendra antinomias.

H e n r i P o in c a r é

El descubrimiento de las paradojas de la teoría de conjuntos y la idea de que pudiera haber paradojas similares, aunque no estuvieran todavía detectadas, en las matemáticas clásicas exis­ tentes, hizo que los matemáticos se tomaran en serio el pro­ blema de la consistencia. La cuestión de qué se entiende en matemáticas por existencia, suscitada en particular por el libre uso del axioma de elección, también se convirtió en un tema candente. El uso creciente de los conjuntos infinitos en la re­ construcción de los fundamentos y en la creación de nuevas ramas de las matemáticas trajo a primer plano la vieja discu­ sión sobre si los conjuntos con un infinito actual son o no le­ gítimos. El movimiento axiomático de finales del siglo xix no había tratado estas cuestiones. Sin embargo, no fueron sólo estos temas y otros tratados en el capítulo precedente los que llevaron a los matemáticos a re­ considerar todo el asunto de los fundamentos adecuados. Estos problemas fueron los vientos que hicieron que una chispa se convirtiera en la llamarada de la controversia. Antes de 1900 habían sido formuladas y elaboradas en parte varias y radicales aproximaciones a las matemáticas. Pero no habían conseguido la publicidad necesaria, y la mayor parte de los matemáticos no las tomaban en serio. En la primera década de este siglo verdaderos gigantes de las matemáticas comenzaron a dar la batalla por unos nuevos enfoques de los fundamentos. Se divi­ dieron en campos opuestos y declararon la guerra a sus ene­ migos. La primera de estas escuelas de pensamiento es conocida como escuela logicista. Su tesis, de momento enunciada sólo brevemente, es que todas las matemáticas son derivables^ de la lógica. A comienzos de siglo, las leyes de la lógica eran acepta­

das por casi todos los matemáticos como un cuerpo de verda­ des. Por consiguiente, los logicistas mantenían que las matemá­ ticas también debían serlo. Y puesto que la verdad es consis­ tente, las matemáticas, aseguraban, deben serlo. Como en el caso de cualquier innovación, antes de que esta tesis adquiriera su forma definitiva y recibiera una atención generalizada, muchas personas habían contribuido a ella. La tesis de que las matemáticas son derivables de la lógica se re­ monta a Leibniz. Leibniz distinguía entre verdades de razón, o verdades necesarias, y verdades de hecho o verdades contingen­ tes (capítulo 8). Leibniz explicaba esta distinción en una carta a su amigo Coste. Una verdad es necesaria cuando la opuesta implica contradicción, y cuando no es necesaria es llamada contingente. Que Dios existe, que todos los ángulos rectos son iguales, etc. son verdades necesarias; pero que yo existo y que existen cuerpos con un ángulo de exactamente 90° son verdades contingentes. Estas podrían ser verdaderas o falsas porque el universo entero podría ser de otra manera. Y Dios había elegido de entre un infinito número de posibilidades la que juzgó más conveniente. Puesto que las verdades matemáticas son necesa­ rias, deben ser derivables de la lógica, cuyos principios son también necesarios y verdaderos en todos los mundos posibles. Leibniz no desarrolló el programa destinado a derivar las matemáticas de la lógica, ni durante casi doscientos años lo hicieron otros que manifestaron la misma creencia. Por ejemplo, Richard Dedekind afirmaba categóricamente que el número no se deriva de las intuiciones de espacio y tiempo, sino que es «una emanación inmediata de las puras leyes del pensamiento». A partir del número conseguimos conceptos precisos de espacio y de tiempo. Comenzó a elaborar esta tesis, pero no la des­ arrolló. Finalmente, Gottlob Frege, que contribuyó en gran medida al desarrollo de la lógica matemática (capítulo 8) y recibió la influencia de Dedekind, emprendió el desarrollo de la tesis logicista. Frege creía que las leyes de las matemáticas son lo que se conoce con el nombre de leyes analíticas. Estas leyes no dicen más que lo que está implícito en los principios de la lógica, que son verdades a priori. Los teoremas matemáticos y sus demostraciones nos muestran lo que en ellas está implícito. No todas las matemáticas se pueden aplicar al mundo físico, pero, ciértamente, las matemáticas son verdades de razón. Tras haber construido la lógica sobre axiomas explícitos en Escritura conceptual (1879), Frege procedió, en su obra Fundamentos de aritmética (1884) y en los dos volúmenes de Las leyes funda­

mentales de la aritmética (1893 y 1903), a derivar de premisas lógicas los conceptos de la aritmética y las leyes y definiciones del número. Partiendo de las leyes del número, es posible de­ ducir el álgebra, el análisis e incluso la geometría, porque la geometría analítica expresa los conceptos y las propiedades de la geometría en términos algebraicos. Desgraciadamente, el sim­ bolismo de Frege era muy complicado y resultó extraño para los matemáticos. En consecuer cia, tuvo escasa influencia en sus contemporáneos. Resulta también bastante irónica la historia, tantas veces contada, de que cuando estaba a punto de entrar en prensa el segundo volumen de sus Leyes fundamentales en 1902, Frege recibió una carta de Bertrand Russell, en la que éste le informaba de que su obra incluía un concepto, el con­ junto de todos los conjuntos, que podía llevar a contradicción. En las conclusiones del segundo volumen, Frege decía: «Difí­ cilmente puede un científico encontrarse con algo más indesea­ ble que tener que renunciar al fundamento justo cuando el trabajo está terminado. Una carta del Sr. Bertrand Russell me coloca en esta situación en el momento en que el trabajo está a punto de salir de la imprenta.» Frege era completo descono­ cedor de las paradojas que ya habían sido observadas durante el período en que él estaba escribiendo este libro. Bertrand Russell había concebido, de manera independiente, el mismo programa y mientras lo estaba desarrollando estudió la obra de Frege. Russell dijo en su autobiografía (1951) que recibió gran influencia de Peano, a quien conoció en el II Con­ greso Internacional de 1900: El Congreso fue un momento decisivo en mi vida intelectual, porque allí me encontré con Peano. Le conocía de nombre y había leído algunos de sus trabajos... Fue para mí muy claro que su notación aportaba un instrumento de análisis que yo había estado buscando durante años, y que estudiando a Peano estaba adquiriendo una nue­ va y poderosa técnica para el trabajo que hacía tanto tiempo de­ seaba realizar. Posteriormente dijo en sus Principios de la matemática (1.a edi­ ción, 1903): «El hecho de que todas las matemáticas son lógica simbólica es uno de los descubrimientos más grandes de nues­ tra época [...]» A comienzos de la década de 1900, Russell, lo mismo que Frege, creía que si las leyes fundamentales de las matemáticas se podían derivar de la lógica, puesto que la lógica era cierta­ mente un cuerpo de verdades, entonces también esas leyes se­ rían verdades y el problema de la consistencia estaría resuelto.

Escribió en Mi evolución filosófica (1959) que había intentado llegar «a unas matemáticas perfectas que no dejaran lugar a dudas». Russell sabía, por supuesto, que Peano había derivado los números reales de axiomas acerca de los números naturales, y era también conocedor del conjunto de axiomas que Hilbert había dado para el sistema de los números reales. Sin embargo, en su Introducción a la filosofía matemática (1959) señalaba, a propósito de un intento similar por parte de Dedekind: «El método de postular lo que deseamos tiene muchas ventajas; tantas ventajas como tiene el robo sobre el trabajo honrado.» La auténtica preocupación de Russell era que la postulación de, pongamos, diez o quince axiomas acerca de los números no asegura la consistencia y la verdad de los axiomas. Como decía, da rehenes innecesarios a la fortuna. En tanto que a comienzos de la década de 1900 Russell estaba seguro de que los principios de la lógica eran verdades y, por tanto, eran consistentes, Whitehead decía precavidamente en 1907: «Puede no haber de­ mostraciones formales de la consistencia de las propias premi­ sas lógicas.» Durante muchos años Russell mantuvo que los principios de la lógica y los objetos del conocimiento matemático existen independientemente de cualquier mente y son percibidos por la mente. Este conocimiento es objetivo e inalterable. Una afir­ mación clara de estas posiciones se encuentra en su libro de 1912 Los problemas de la filosofía. La intención de Russell era ir incluso más lejos que Frege en lo que concierne a la verdad. En su juventud creía que las matemáticas ofrecían verdades acerca del mundo físico. Entre las geometrías en conflicto, la euclídea y las no euclídeas, todas las cuales se acomodan al mundo físico (capítulo 4), no podía afirmar cuál era la verdadera, pero en su Ensayo sobre los fundamentos de la geometría (1898) trataba de encontrar algu­ nas leyes matemáticas, como la de que el espacio físico debe ser homogéneo (poseer en todas partes las mismas propiedades), que por entonces él consideraba como verdades físicas. La tridimensionalidad del espacio, por el contrario, era un hecho em­ pírico. No obstante, existía un mundo objetivo real acerca del cual podemos obtener un conocimiento exacto. Así pues, Russell buscaba leyes matemáticas que, al mismo tiempo, fueran ver­ dades físicas. Estas leyes debían ser derivables de principios lógicos. En sus Principios de 1903, Russell ampliaba su posición so­ bre la verdad física de las matemáticas y decía: «Todas las

proposiciones respecto de lo que realmente existe, como el es­ pacio en que vivimos, pertenecen a la ciencia experimental o empírica, no a las matemáticas; cuando pertenecen a las mate­ máticas aplicadas resultan de dar a una o más variables de una proposición de matemáticas puras valores constantes [...]» In­ cluso en esta versión, todavía creía que pudiera haber algunas verdades físicas básicas contenidas en las matemáticas deriva­ das de la lógica. Replicando a los escépticos que afirmaban que las verdades absolutas no existen, Russell decía: «Las matemá­ ticas son una perpetua refutación de tal escepticismo; pues su edificio de verdades permanece inquebrantable e inexpugnable a todas las armas del escepticismo dubitativo.» Las ideas esbozadas por Russell en sus Principios fueron desarrolladas por Alfred North Whitehead (1861-1947) y el propio Russell en la monumental obra Principia mathematica (3 volú­ menes; 1.a edición, 1910-13). Puesto que los Principia son la ver­ sión definitiva de la postura de la escuela logicista, vamos a ocuparnos ahora de sus contenidos. Esta aproximación a las matemáticas parte del desarrollo de la propia lógica. Se enuncian cuidadosamente los axiomas de la lógica de los que se deducen los teoremas que serán utiliza­ dos en razonamientos posteriores. El desarrollo comienza con ideas no definidas, como debe hacer toda teoría axiomática (capítulo 8). Algunas de estas ideas no definidas son la noción de proposición elemental, la de afirmación de la verdad de una proposición elemental, la negación de una proposición, la con­ junción y la disyunción de dos proposiciones y la noción de función proposicional. Russell y Whitehead explicaban estas nociones, pero como ellos decían, esta explicación no formaba parte del desarrollo de la lógica. Por proposición y función proposicional entendían lo que ya Peirce había introducido. Así, «John es un hombre» es una proposición, mientras que «x es un hombre» es una función proposicional. Por negación de una proposición se entiende que no es verdad lo que la proposición dice, de manera que si p es la proposición «John es un hombre», la negación de p, desig­ nada por —p, significa «No es cierto que John es un hombre» o «John no es un hombre». La conjunción de dos proposicio­ nes p y q, denotada por p.q, significa que tanto p como q deben ser verdaderas. La disyunción de dos proposiciones p y q, de­ notada por pWq, significa p o q. Aquí el significado de «o» es el que se entiende en la frase «Se pueden presentar hombres o mujeres». Es decir, se pueden presentar hombres; se pueden presentar mujeres, y se pueden presentar hombres y mujeres.

En la frase «Aquella persona es un hombre o una mujer» la conectiva «o» tiene el significado más común de lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro. Las matemáticas utilizan «o» en el primer sentido, aunque a veces el único sentido posible sea el segundo. Por ejemplo, «El triángulo es isósceles o el cuadrilátero es un paralelogramo» ilustra el primer sentido. También solemos decir que todo número es positivo o negativo. En este caso, datos adicionales sobre los números positivos y negativos nos dicen que ambas cosas no pueden ser verdaderas. Así pues, en los Principia la aserción p o q significa que p y q son ambas verdaderas, o que p es verdadera y q falsa, o que p es falsa y q verdadera. La relación más importante entre proposiciones es la impli­ cación, esto es, que la verdad de una proposición obliga a la verdad de otra. En los Principia se define la implicación, deno­ tada por el signo 3 . Significa lo que Frege llamó implicación material (capítulo 8). Esto es, p implica q significa que si p es verdadera q también debe serlo. Sin embargo, si p es falsa, p implica q tanto si q es falsa como si es verdadera. Esto es, una proposición falsa implica cualquier proposición. Esta no­ ción de implicación es consistente al menos con lo que puede suceder. Así, si es cierto que a es un número par, entonces 2a debe ser par. Sin embargo, si es falso que a es un número par, entonces 2a puede ser par o (si a fuera una fracción) pue­ de no ser par. De la falsedad de que a es un número par se puede sacar cualquier conclusión. Por supuesto, para deducir teoremas debe haber axiomas de lógica. Algunos de ellos son: A) Todo lo implicado por una proposición elemental ver­ dadera es verdadero. B) Si p es verdadera o p es verdadera, entonces p es verda­ dera. C) Si q es verdadera, entonces p o q es verdadera. D) p o q implica q o p. E) p o (q o r) implica q o (p o r). F) La aserción de p y la aserción d e p u q permiten la aserción de q. Los autores proceden a deducir teoremas de lógica de estos axiomas. Las habituales reglas de la silogística de Aristóteles aparecen como teoremas. Observemos algunos teoremas de la primera parte de los Principia mathematica para ver cómo la propia lógica fue forma­

lizada y hecha deductiva. Un teorema afirma que si la asunción de p implica que p es falsa, entonces p es falsa. Este es el princi­ pio de reductio ad absurdum. Otro teorema afirma que si q im­ plica r, entonces si p implica q, p implica r. (Este es uno de los silogismos de Aristóteles.) Un teorema básico es el principio del tercio excluso: para toda proposición p, p es verdadera o falsa. Una vez construida la lógica de las proposiciones, los autores pasan a las funciones proposicionales. Estas representan, en efecto, clases o conjuntos, ya que, en lugar de nombrar los miembros de una clase, las funciones proposicionales los des­ criben mediante una propiedad. Por ejemplo, la función proposicional «x es rojo» denota el conjunto de todos los objetos rojos. Este método de definición de clases permite definir cla­ ses infinitas tan fácilmente como las clases finitas de objetos. Recibe el nombre de definición por comprehensión, en contra­ posición a la definición por extensión, la cual nombra todos los miembros de la clase. Por supuesto, Russell y Whitehead deseaban evitar las pa­ radojas que surgen cuando se define una colección de objetos que se contiene a sí misma como miembro. La solución al pro­ blema que Russell y Whitehead ofrecieron fue la de exigir que «lo que abarca a todos los miembros de una colección no debe ser miembro de la colección». Para llevar a cabo esta restric­ ción introdujeron en los Principia la teoría de tipos. La teoría de tipos es algo complicada. Pero la idea es sen­ cilla. Individuos tales como John o un libro concreto son del tipo 0. Una aserción acerca de una propiedad de unos indivi­ duos es del tipo 1. Una proposición acerca de o concerniente a una propiedad de unos individuos es del tipo 2. Toda aserción debe ser de un tipo superior a lo que afirma de algún tipo inferior. Expresada en términos de conjuntos, la teoría de tipos afirma que los objetos individuales son del tipo 0; un conjunto de individuos es del tipo 1; un conjunto de conjuntos de indi­ viduos es del tipo 2; y así sucesivamente. Así, si se dice que a pertenece a b, b debe ser de un tipo superior a a. Tampoco se puede hablar de un conjunto perteneciente a sí mismo. La teoría de tipos es en realidad un poco más complicada, cuando se aplica a funciones proposicionales. Una función proposicional no puede tener como argumento (valores de las variables) nada que esté definido en términos de la propia función. Se dice en­ tonces que la función es de un tipo superior al de las variables. Sobre la base de esta teoría los autores analizaron las paradojas corrientes y mostraron que la teoría de tipos las evita.

La virtud de la teoría de tipos se hace más evidente con un ejemplo no matemático. Consideremos la contradicción planteada por el enunciado «No hay regla sin excepción» (ca­ pítulo 9). Este enunciado se refiere a reglas particulares tales como «Todos los libros tienen erratas». Mientras que el enun­ ciado acerca de las excepciones de las reglas se interpreta ha­ bitualmente como que se aplica a sí mismo, llegándose de esta forma a la contradicción de que hay reglas sin excepciones, en la teoría de tipos la regla general es de un tipo superior y lo que dice acerca de reglas particulares no puede aplicarse a ella misma. Por tanto, la regla general no tiene por qué tener ex­ cepciones. Análogamente, la paradoja heterológica —que define como heterológica a la palabra que no se aplica a sí misma— es una definición de todas las palabras heterológicas y, por tanto, de un tipo superior a cualquier palabra heterológica. En conse­ cuencia, no es posible preguntarse si «heterológica» es una palabra heterológica. Es posible, sin embargo, preguntarse si una determinada palabra, «corto» por ejemplo, es heterológica. La paradoja del mentiroso también se resuelve mediante la teoría de tipos. Como señaló el propio Russell, el enunciado «Estoy mintiendo» significa «Existe una proposición que estoy afirmando y que es falsa». O «Afirmo una proposición p, y p es falsa». Si p es de orden n, entonces la aserción acerca de p es de orden superior. Por tanto, si la aserción acerca de p es verda­ dera, entonces p es falsa, y si la aserción acerca de p es falsa, entonces p es verdadera. Pero no existe contradicción. De la misma forma resuelve la teoría de tipos la paradoja de Richard. Todas incluyen un enunciado de tipo superior acerca de un enunciado de tipo inferior. Evidentemente, la teoría de tipos requiere que los enuncia­ dos sean cuidadosamente distinguidos en cuanto al tipo. Sin embargo, si se trata de construir las matemáticas de acuerdo con la teoría de tipos, el desarrollo se hace excesivamente com­ plejo. Por ejemplo, en los Principia se dice que dos objetos a y b son iguales si toda proposición o función proposicional que se aplica o se cumple para a, también se cumple para b y viceversa. Pero esas diferentes aserciones son de distintos tipos. De acuerdo con esto, el concepto de igualdad es más bien com­ plicado. Análogamente, puesto que los números irracionales se definen a partir de los números racionales y los números racio­ nales se definen a partir de los números naturales, los irra­ cionales son de un tipo superior al de los racionales y éstos, a su vez, son de un tipo superior al de los naturales. Así pues,

el sistema de los números reales está formado por números de distintos tipos. En consecuencia, no se puede afirmar un teore­ ma acerca de todos los números reales, sino que se debe afir­ mar un teorema acerca de cada tipo, ya que un teorema que se aplica a un tipo no se aplica automáticamente a los demás. La teoría de tipos introduce también una complicación en el concepto de extremo superior de un conjunto de números reales. El extremo superior se define como la menor de todas las cotas superiores. Así pues, el extremo superior se define en función de un conjunto de números reales. Por tanto, debe ser de un tipo superior al de los números reales y, en conse­ cuencia, no es un número real. Para evitar tales complicaciones, Russell y Whitehead intro­ dujeron el axioma, un tanto sutil, de reducibilidad. El axioma de reducibilidad para proposiciones afirma que toda proposición de un tipo superior es reducible a otra de primer orden. El axioma de reducibilidad para funciones proposicionales dice que cualquier función de una o dos variables es coextensiva con una función de tipo uno y del mismo número de variables, cualesquiera que sean los tipos de las variables. Este axioma se necesita, por otra parte, como soporte a la inducción matemá­ tica, que también se utilizada en los Principia. Una vez tratadas las funciones proposicionales, los autores abordan la teoría de relaciones. Las relaciones son expresadas por medio de funciones proposicionales de dos o más variables. Así, «* ama a y» expresa una relación. Después de la teoría de relaciones viene una teoría explícitamente de conjuntos o cla­ ses, definidos en términos de funciones proposicionales. Con estas bases los autores están en condiciones de introducir la noción de número natural (entero positivo). La definición de número natural tiene, evidentemente, un considerable interés. Depende de la relación de correspondencia uno a uno entre clases previamente introducida. Si entre dos clases se puede establecer una correspondencia uno a uno, se dice que las clases son semejantes. Todas las clases semejantes tienen una propiedad común, su número. No obstante, las cla­ ses semejantes pueden tener más de una propiedad común. Russell y Whitehead llegaron a este resultado, como había he­ cho Frege, definiendo el número de una clase como la clase de todas las clases que son semejantes a la clase dada. Así, el número 3 es la clase de todas las clases de tres elementos, y la denotación de todas las clases de tres elementos es {x, y, z } con x ^ y , y ^ z , zt ^ x . Puesto que la definición de número presupone la de correspondencia uno a uno, parece como si la

definición fuera circular. Los autores hacen ver, sin embargo, que una relación es uno a uno cuando si ocurre que x y x’ están relacionados con y, entonces x y x’ son idénticos, y cuando si ocurre que x está relacionado con y e y\ entonces y e y ’ son idénticos. Por tanto, el concepto de correspondencia uno a uno, a pesar de la expresión verbal, no incluye el número 1 en su definición. Dados los números naturales, es posible construir los siste­ mas de números reales y complejos, las funciones y todo el análisis. La geometría se puede introducir a través de las ma­ temáticas del número utilizando coordenadas y ecuaciones de curvas. Sin embargo, para lograr su objetivo Russell y White­ head introdujeron dos nuevos axiomas. Para llevar a cabo su programa de definir primero los números naturales (en térmi­ nos de funciones proposicionales) y luego los cada vez más complicados números racionales e irracionales, y para incluir los números transfinitos, Whitehead y Russell introdujeron el axioma de clases infinitas (clases que han sido definidas co­ rrectamente en términos lógicos) y el axioma de elección (ca­ pítulo 9), que es necesario en la teoría de tipos. Este es, en consecuencia, el gran programa de la escuela logicista. Lo que supuso para la lógica es una larga historia que tratamos muy brevemente en estas páginas. Lo que supuso para las matemáticas, y esto sí queremos recalcarlo, fue fun­ darlas sobre la lógica. Las matemáticas se convirtieron en una mera extensión natural de las leyes y la materia objeto de la lógica. La aproximación logicista a las matemáticas ha recibido mu­ chas críticas. El axioma de reducibilidad suscitó oposición, ya que a muchos les parecía bastante arbitrario. La evidencia del axioma brilla por su ausencia, aunque no hay prueba de su falsedad. Algunos han dicho de él que es un accidente feliz, no una necesidad lógica. Frank Plumpton Ramsey, aunque sim­ patizaba con la escuela logicista, criticaba el axioma con estas palabras: «Tal axioma no tiene lugar en matemáticas; y lo que no se puede probar sin usarlo no puede considerarse en absoluto probado.» Otros lo han llamado sacrificio del intelecto. Hermann Weyl lo rechazó inequívocamente. Algunos críticos declararon que el axioma restaura las definiciones impredicativas. Quizá la cuestión más seria fue la de si es realmente un axioma de la lógica y si, en consecuencia, la tesis de que las matemáticas están fundamentadas sobre la lógica está verdaderamente jus­ tificada.

Poincaré decía en 1909 que el axioma de reducibilidad es más cuestionable y menos claro que el principio de inducción matemática, el cual se demuestra a partir del axioma. Se trata de una forma disfrazada de la inducción matemática. Pero la inducción matemática es una parte de las matemáticas y es necesaria para establecerlas. De aquí que no podamos probar la consistencia. La justificación que Whitehead y Russell dieron del axioma en la primera edición de los Principia (1910) fue que era nece­ sario para establecer algunos resultados. Aparentemente, les molestaba usarlo. Decían allí los autores en su defensa: En el caso del axioma de reducibilidad, la evidencia intuitiva en su favor es muy fuerte, puesto que los razonamientos que permite y los resultados a los que conduce son todos válidos, tal y como apa­ recen. Pero, aunque parece altamente improbable que el axioma llegue a resultar falso, no es en modo alguno improbable que se descubra que es deducible de algún otro axioma más evidente y más fundamental. Posteriormente, el propio Russell se mostró más preocupado por el uso del axioma de reducibilidad. En su Introducción a la filosofía matemática (1919), decía: Desde un punto de vista estrictamente lógico, no encuentro razón alguna para creer que el axioma de reducibilidad sea lógicamente necesario, que es lo que se entendería si se dijera que es verdadero en todos los mundos posibles. La admisión de este axioma en un sistema de lógica es, por tanto, un defecto, aun si el axioma es empíricamente verdadero. En la segunda edición de los Principia (1926), Russell reformuló el axioma de reducibilidad. Pero esto creó dificultades diversas, tales como las de no permitir infinitos superiores, omitir el teorema del extremo superior y complicar el uso de la induc­ ción matemática. Russell manifestó una vez más la esperanza de que el axioma pudiera ser deducido de otros axiomas más evidentes. Pero también admitió una vez más que el axioma es un defecto lógico. Russell y Whitehead estaban de acuerdo en la segunda edición en que «este axioma tiene una justifica­ ción puramente pragmática; conduce a los resultados deseados y no a otros. Pero evidentemente no es el tipo de axioma del que uno pueda sentirse satisfecho». Se daban cuenta de que el hecho de que condujera a conclusiones correctas no era un argumento convincente. Se han hecho varios intentos para re­

ducir las matemáticas a la lógica sin un axioma de reducibili­ dad, pero no han sido proseguidos en profundidad y algunos de ellos han recibido duras críticas por el hecho de encerrar demostraciones falaces. Otras críticas a los intentos de fundamentar las matemáticas en la lógica estaban dirigidas contra el axioma de infinitud. La cuestión era que la estructura de toda la aritmética depende esencialmente de la verdad de este axioma, cuando no existe la menor razón para creer en su verdad y, lo que es peor, no hay forma de llegar a una decisión acerca de su verdad. Ade­ más, está la cuestión de si el axioma es un axioma de la lógica. Para ser justos con Whitehead y Russell, es necesario seña­ lar que dudaron en aceptar el axioma de infinitud como un axioma de la lógica. Les molestaba el hecho de que el contenido del axioma tuviera una «apariencia objetiva». No sólo les in­ quietaba su logicidad, sino también su verdad. Una de las in­ terpretaciones del término «individuo» que se sugieren en los Principia mathematica es la de partículas últimas o elementos de los que está compuesto el universo. El axioma de infinitud, aunque está expresado en términos lógicos, parece plantear el problema de si el universo consta de un número finito o infinito de partículas últimas, cuestión que quizá podría ser contestada por la física, pero ciertamente no por las matemá­ ticas o la lógica. No obstante, si se iban a introducir los con­ juntos infinitos, y si los teoremas matemáticos en cuya deduc­ ción intervenía el axioma de infinitud iban a ser mostrados como teoremas de lógica, entonces parecía necesario aceptar este axio­ ma como un axioma de la lógica. En pocas palabras, si las matemáticas iban a ser «reducidas» a la lógica, entonces la lógi­ ca debía, aparentemente, incluir el axioma de infinitud. Russell y Whitehead también utilizaron el axioma de elec­ ción (capítulo 9) al que llamaron axioma multiplicativo: dada una clase de clases disjuntas (mutuamente excluyentes), ningu­ na de las clases es la clase nula o vacía, existe una clase com­ puesta de exactamente un elemento de cada una de las clases y ningún elemento más. Como sabemos, este axioma ha provo­ cado más discusiones y controversias que cualquier otro axio­ ma, a excepción posiblemente del axioma de las paralelas de Euclides. Russell y Whitehead se sentían igualmente incómodos con el axioma de elección y no podían decidirse a tratarlo como una verdad lógica en pie de igualdad con los demás axiomas ló­ gicos. No obstante, si ciertas partes de las matemáticas clásicas cuya derivación requería el axioma de elección iban a ser «re­

ducidas» a la lógica, parecía que también este axioma había de ser considerado como parte de la lógica. El uso de estos tres axiomas, de reducibilidad, de infinitud y de elección ponía en entredicho la tesis logicista de que todas las matemáticas pueden ser derivadas de la lógica. ¿Por dónde pasa la línea divisoria entre las matemáticas y la lógica? Los defensores de las tesis logicistas mantenían que la lógica utilizada en los Principia mathematica era «lógica pura» o «ló­ gica purificada». Otros, que tenían in mente los tres axiomas de la controversia, cuestionaban la «pureza» de la lógica em­ pleada. Por lo tanto, negaban que las matemáticas, o incluso al­ guna rama importante de ellas, hubiera sido ya reducida a la lógica. Algunos deseaban ampliar el significado de la palabra lógica de modo que incluyera esos axiomas. Russell, que salió en defensa de las tesis logicistas, mantuvo durante algún tiempo todo lo que él y Whitehead habían escrito en los Principia. En su Introducción a la filosofía matemática (1919) argüía: La demostración de esta identidad [la de las matemáticas y la lógica] es, por supuesto, cuestión de detalle; partiendo de premisas cuya pertenencia a la lógica sería universalmente admitida y llegando me­ diante deducción a resultados que obviamente pertenecen a las matemáticas, encontramos que no existe un punto por el que se pueda trazar una línea divisoria, con las matemáticas de un lado y la lógica del otro. Si todavía hay quienes no admiten la identidad de la lógica y las matemáticas, podemos desafiarles a que indiquen en qué punto, dentro de las sucesivas definiciones y deducciones de los Principia Mathematica, consideran que termina la lógica y co­ mienzan las matemáticas. Será entonces obvio que cualquier res­ puesta es completamente arbitraria. A la vista de las controversias relativas a la obra de Cantor y a los axiomas de elección y de infinitud, que alcanzaron gran intensidad a comienzos de la década de 1900, Russell y Whitehead no especificaron los dos axiomas como axiomas del sistema sino que los usaron (en la segunda edición, 1926) sólo en teoremas concretos en donde llamaban la atención explícitamente sobre el hecho de que estos teoremas utilizaban los axiomas. Sin em­ bargo, debieron usarlos para derivar una gran parte de las matemáticas clásicas. En la segunda edición de los Principios (1937), Russell daba marcha atrás, diciendo: «Toda la cuestión de lo que son los principios lógicos resulta, en gran medida, arbitraria.» Los axiomas de infinitud y elección «solamente pueden ser probados o refutados por la evidencia empírica».

Sin embargo, insistía en que las matemáticas y la lógica cons­ tituyen una unidad. Sin embargo, las críticas no podían ser acalladas. En su Filosofía de las matemáticas y las ciencias naturales (1949), Hermann Weyl decía que los Principia basaban las matemáticas no sólo en la lógica, sino en una suerte de paraíso de los lógicos, un universo dotado de un «mobiliario esencial» de estructura más bien compleja [...] ¿Osaría algún hombre de mentalidad realista decir que cree en este mundo trascendental? [...] Esta compleja estructura grava el vigor de nuestra fe escasamente menos que las doctrinas de los primeros Padres de la Iglesia o de los filósofos es­ colásticos de la Edad Media. Además de las anteriores críticas se habían dirigido otras contra el logicismo. Aunque la geometría no era desarrollada en los tres volúmenes de los Principia, parecía claro, como hemos ob­ servado previamente, que utilizando la geometría analítica, esto podía hacerse. No obstante, se afirma a veces que los Principia, al reducir a la lógica un conjunto de axiomas de los números naturales, reducía por tanto la aritmética, el álgebra y el aná­ lisis a la lógica, pero no reducía a la lógica las partes «no arit­ méticas» de las matemáticas, tales como la geometría, la topo­ logía y el álgebra abstracta. Este es el punto de vista adoptado, por ejemplo, por el lógico Cari Hempel, quien observa que, aunque fuera posible en el caso de la aritmética dar el signifi­ cado acostumbrado a los conceptos primitivos o no definidos «en términos de conceptos puramente lógicos», «no es aplicable un procedimiento análogo a aquellas disciplinas que no son desarrollos de la aritmética». Por el contrario, el lógico Willard Van Orman Quine, quien mantiene que «las matemáticas se reducen a la lógica», dice que para la geometría «hay un mé­ todo inmediato de reducción a la lógica» y que la topología y el álgebra abstracta «entran dentro de la estructura general de la lógica». El mismo Russell dudaba de que se pudiera deducir toda la geometría solamente de la lógica. Una crítica filosófica seria de toda la posición logicista es que si el punto de vista logicista fuera correcto, entonces toda la matemática sería una ciencia lógico-deductiva puramente for­ mal cuyos teoremas se seguirían de las leyes del pensamiento. Lo que no parece explicarse es que esta elaboración deductiva de las leyes del pensamiento pueda representar extensas varie­ dades de fenómenos naturales, el uso de los números, la geo­ metría del espacio, la acústica, el electromagnetismo y la mecá­

nica. La crítica de Weyl a este respecto fue que de nada, nada se sigue. Poincaré, cuyos punios de vista consideraremos más tarde, se mostraba igualmente crítico con lo que consideraba que era una estéril manipulación de simbolismo lógico. Decía en un en­ sayo de 1906, época en que Russell (y Hilbert) había dado am­ plias indicaciones de sus programas: Esta ciencia [las matemáticas] no tiene como único objetivo con­ templar eternamente su propio ombligo; atañe a la naturaleza, y algún día tomará contacto con ella. Ese día será necesario descartar las definiciones puramente verbales y no seguir dejándose embau­ car por palabras vacías. En el mismo ensayo decía Poincaré: La lógica está por rehacer y no está claro lo que de ella podrá salvarse. Huelga decir que solamente se consideran el cantorismo y la lógica; las auténticas matemáticas, las que tienen alguna utili­ dad, pueden continuar desarrollándose de acuerdo con sus propios principios, sin preocuparse por las tormentas que se desencadenan fuera de ellas y avanzar paso a paso con sus normales conquistas, que son definitivas y que nunca se verán obligadas a abandonar. Otra crítica seria del programa logicista afirma que, en la crea­ ción de las matemáticas, la intuición imaginativa o perceptual debe proporcionar nuevos conceptos, derivados o no de la ex­ periencia. De otra forma, ¿cómo podrían surgir nuevos cono­ cimientos? Pero en los Principia todos los conceptos se reducen a los de la lógica. La formalización, aparentemente, no presenta las matemáticas en un sentido real. La formalización es la paja, no el grano. La propia afirmación de Russell, hecha en otro contexto, de que las matemáticas son la ciencia en la que nunca sabemos de lo que estamos hablando ni si lo que estamos di­ ciendo es verdad, puede volverse en contra del logicismo. Las cuestiones de cómo pueden penetrar las nuevas ideas en las matemáticas y cómo pueden aplicarse las matemáticas al mundo físico si sus contenidos son enteramente derivables de la lógica no son fáciles de contestar y no fueron contestadas por Russell o Whitehead. Al argumento de que la lógica no ex­ plica por qué las matemáticas se ajustan al mundo físico se puede contraponer el hecho de que las matemáticas se aplican a los principios físicos básicos. Estas son las premisas por lo que se refiere al mundo físico. Las técnicas matemáticas sacan consecuencias de principios físicos tales como pv = const. o

F = ma. Sin embargo, las conclusiones se aplican también al mundo físico. Aquí hay un problema: ¿por qué el mundo se ajusta al razonamiento matemático? Volveremos sobre este asunto en el capítulo 15. En los años que siguieron a la segunda edición de los Prin­ cipia mathematica, Russell continuó pensando en su programa logicista. Él mismo admitió en su obra Mi evolución filosófica (1959) que éste consistía en un abandono por partes del «euclidianismo», aunque se esforzaba por rescatar tanta certeza como fuera posible. Las críticas que recibió la filosofía logicista in­ fluyeron, sin duda alguna, en el pensamiento posterior de Rus­ sell. Cuando Russell inició sus trabajos a comienzos de siglo, pensaba que los axiomas de la lógica eran verdades. Abandonó este punto de vista en la edición de 1937 de sus Principios de la matemática. No estaba ya convencido de que los principios de la lógica fueran verdades a priori y, en consecuencia, tam­ poco de que las matemáticas lo fueran, puesto que se derivan de la lógica. Si los axiomas de la lógica no son verdades, el logicismo deja sin respuesta a la decisiva pregunta de la consistencia de las matemáticas. El dudoso axioma de reducibilidad suponía una amenaza aún mayor para la consistencia. Las razones que Rus­ sell daba en la primera y segunda ediciones de los Principia mathematica para aceptar el axioma de reducibilidad «que mu­ chas otras proposiciones que son casi indudables se pueden de­ ducir de él, y que no se conoce otros procedimiento igualmente plausible mediante el que esas proposiciones pudieran ser ver­ daderas si el axioma fuera falso, y nada de lo que es probable­ mente falso puede deducirse de él» —no son de mucho peso. La implicación material, aceptada en los Principia mathematica (y en muchos sistemas de lógica) permite que se cumpla una implicación aunque el antecedente sea falso. Por tanto, si se introdujera una proposición falsa p como axioma, se cumpliría en el sistema p implica q, y q podría ser verdadera. Así pues, la polémica sobre si se pueden deducir o no proposiciones in­ dudables del axioma carece de sentido ya que, con la lógica de los Principia cualquier proposición «indudable» podría dedu­ cirse del axioma aunque éste resultara ser falso. Los Principia han sido criticados con varios argumentos que aún no hemos considerado de una manera explícita. La jerar­ quía de tipos ha resultado válida y útil, pero no es cierto que cumpla plenamente su propósito. El mecanismo de los tipos fue introducido para protegerse de las antinomias y, efectiva­ mente, ha cerrado el camino a las conocidas antinomias de la

teoría de conjuntos y la lógica. Pero no existe garantía alguna de que no puedan surgir nuevas antinomias contra las que no serviría de ayuda ni siquiera la jerarquía de tipos. Sin embargo, algunos lógicos y matemáticos importantes, Willard Van Orman Quine y Alonzo Church por ejemplo, defien­ den todavía el logicismo aunque critiquen su estado actual. Muchos están trabajando para eliminar sus defectos. Otros, sin defender necesariamente todas las tesis del logicismo, in­ sisten en que la lógica, y por tanto las matemáticas, son ana­ líticas, es decir meras ampliaciones de lo que los axiomas afir­ man. Así pues, el programa logicista tiene seguidores entusias­ tas que tratan de eliminar los motivos de oposición y los in­ convenientes de algunos de sus desarrollos. Otros lo consideran como una piadosa esperanza; y también hay otros, como vere­ mos ahora mismo, que lo atacan como una concepción com­ pletamente falsa de las matemáticas. En resumen, a la vista de sus axiomas cuestionables y de sus largos y complicados desarrollos, los críticos podrían decir, con razón, que el logi cismo produce conclusiones conocidas de antemano a partir de supuestos injustificados. La obra de Russell y Whitehead realizó importantes contri­ buciones en otra dirección. La matematización de la lógica había sido iniciada en la última parte del siglo xix (capítulo 8). Russell y Whitehead realizaron una axiomatización completa de la lógica en forma enteramente simbólica haciendo avanzar enormemente el área de la lógica matemática. Quizá fue el propio Russell quien dijo la última palabra sobre el logicismo en sus Retratos de memoria (1958): Yo deseaba la certeza con la misma fuerza que las gentes religio­ sas desean la fe. Pensaba que la certeza se encuentra más fácilmente en las matemáticas que en cualquier otra parte. Pero descubrí que muchas de las demostraciones matemáticas que mis profesores es­ peraban que yo aceptara estaban llenas de falacias, y que si la cer­ teza en matemáticas era efectivamente descubrible, habría de serlo en un nuevo campo de las matemáticas, con fundamentos más sólidos de los que hasta entonces habían sido considerados como seguros. Pero a medida que el trabajo proseguía, me acordaba cons­ tantemente de la fábula del elefante y la tortuga. Tras haber cons­ truido un elefante sobre el que las matemáticas pudieran asentarse, me di cuenta de que el elefante se tambaleaba y procedí a construir una tortuga para evitar que el elefante cayera. Pero la tortuga no era más segura que el elefante, y después de veinte años de ardua tarea llegué a la conclusión de que no había nada más que yo pudiera hacer para conseguir que el conocimiento matemático fuera indudable.

En Mi evolución filosófica (1959), Russell confesaba: «La es­ pléndida certeza que siempre había esperado encontrar en las matemáticas se perdió en un desconcertante embrollo [...] Verdaderamente, se trata de un laberinto conceptual compli­ cado.» La tragedia no sólo es de Russell. Mientras el logicismo estaba gestándose, un grupo de ma­ temáticos llamados intuicionistas comenzaba a elaborar una aproximación a las matemáticas radicalmente diferente y dia­ metralmente opuesta. Es una de las paradojas más interesantes de la historia de las matemáticas que mientras los logicistas confiaban cada vez más en una lógica refinada para asegurar un fundamento a las matemáticas, otros se apartaran de la lógica e incluso la abandonaran. En cierto aspecto, ambos bus­ caban el mismo objetivo. Las matemáticas, a finales del si­ glo xix, habían perdido su pretensión de verdad, en el sentido de expresar leyes inherentes al diseño del universo físico. Los primeros logicistas, principalmente Frege y Russell, creían que la lógica era un cuerpo de verdades y por consiguiente si las matemáticas propiamente dichas se fundamentaban en la ló­ gica serían también un cuerpo de verdades, aunque a la larga tuvieron que retroceder de esta posición a los principios lógi­ cos que sólo tenían una sanción pragmática. Los intuicionistas trataban también de establecer la verdad de las matemáticas propiamente dichas apelando a la sanción concedida por las mentes humanas. Lo que podía ser derivado de principios ló­ gicos era menos digno de confianza que lo que podía ser in­ tuido directamente. El descubrimiento de las paradojas no sólo confirmó esta desconfianza sino que aceleró la formulación de las definitivas doctrinas del intuicionismo. En una concepción amplia del término, el intuicionismo se puede remontar, por lo menos, hasta Descartes y Pascal. Descartes, en sus Reglas para la dirección de la mente decía: Declaremos ahora los medios por los que nuestro entendimiento puede lograr el conocimiento sin temor a error. Existen dos de estos medios: la intuición y la deducción. Entiendo por intuición no el testimonio variable de los sentidos, ni el engañoso juicio de la imaginación naturalmente extravagante, sino lo que una mente atenta concibe de modo tan claro y tan distinto que no le queda nin­ guna duda con respecto a lo que comprende; o, lo que viene a ser lo mismo, lo que una mente atenta y juiciosa concibe de modo evidente a la luz de la sola razón, y es más cierto, por ser más sim­ ple, que la deducción misma, aunque, como ya hemos observado antes, la mente humana tampoco duda en la deducción. Así, cual­ quiera puede ver mediante la intuición que existe, que piensa, que

un triángulo está lifnitado solamente por tres rectas, que una es­ fera está limitada por una sola superficie, y así sucesivamente. Quizá alguien se pregunte por qué añadimos a la intuición este otro modo de conocimiento por deducción, a saber: el proceso que, de algo de lo que . tenemos conocimiento cierto, saca consecuencias que necesariamente se siguen de ello. Pero estamos obligados a admitir este segundo paso, pues existen muchísimas cosas que, sin ser evidentes por sí mismas, llevan no obstante la marca de la certeza solamente si son deducidas de principios verdaderos e in­ discutibles mediante un continuo e ininterrumpido movimiento del pensamiento, con una clara intuición de cada cosa; de la misma forma que sabemos que el último eslabón de una larga cadena se une al primero, aunque no podamos abarcar de una sola mi­ rada los eslabones intermedios, siempre que después de haberlos recorrido sucesivamente podamos recordar que todos y cada uno están unidos al siguiente, desde el primero hasta el último. Dis­ tinguimos así la intuición de la deducción, ya que en el último caso se concibe una cierta progresión o sucesión, mientras que en el primero no sucede lo mismo [...], de donde se sigue que las proposiciones primarias, derivadas inmediatamente de los princi­ pios, puede decirse que se conocen, según la forma en que llegue­ mos a ellas, bien por intuición, bien por deducción, pero los pro­ pios principios sólo se pueden conocer por intuición, y las conse­ cuencias remotas sólo por deducción. Pascal también tenía una gran fe en la intuición. En su trabajo matemático, Pascal fue de hecho intuitivo en gran medida; anticipó grandes resultados, hizo soberbias conjeturas y des­ cubrió atajos. En la última etapa de su vida se inclinó por la intuición como fuente de todas las verdades. Se han hecho famosas algunas de sus declaraciones sobre este tema. «El corazón tiene razones que la razón no conoce.» «La razón es el lento y tortuoso método por el que. aquellos que descono­ cen la verdad la descubren.» «Humíllate, impotente razón.» El intuicionismo fue anticipado en gran medida por el filó­ sofo Immanuel Kant (1724-1804). Aunque fundamentalmente era un filósofo, Kant enseñó matemáticas y física en la univer sidad de Kónisberg desde 1755 hasta 1770. Admitía que reci­ bimos las sensaciones de un supuesto mundo externo. Sin em­ bargo, estas sensaciones no nos aportan un conocimiento sig­ nificativo. Toda percepción implica una interacción entre el perceptor y el objeto percibido. La mente organiza las per­ cepciones, y esas organizaciones son intuiciones de espacio y tiempo. El espacio y el tiempo no existen objetivamente, sino que son contribuciones de la mente. La mente aplica su com­ prensión del espacio y el tiempo a las experiencias, las cuales

no hacen más que despertar la mente. El conocimiento puede comenzar con la experiencia, pero no proviene realmente de la experiencia. Proviene de la mente. Las matemáticas son un brillante ejemplo de lo lejos que podemos llegar, indepen­ dientemente de la experiencia, en un conocimiento a priori o verdadero. Además, constituyen lo que Kant llamó juicios sintéticos; es decir, ofrecen nuevos conocimientos mientras que las proposiciones analíticas, tales como «todos los cuerpos son extensos», no ofrecen nada nuevo ya que, por la propia naturaleza de los cuerpos, la extensión es una propiedad. Por el contrario, la proposición de que una recta es la distancia más corta entre dos puntos es sintética. Aunque Kant se equivocó al afirmar que la geometría euclí­ dea tiene un carácter sintético a priori, esta creencia prevalecía entre todos los filósofos y matemáticos de su tiempo. Este error desacreditó su filosofía a los ojos de los filósofos y ma­ temáticos posteriores. Sin embargo, el análisis que hizo Kant del tiempo como una forma de intuición y su tesis general de que la mente proporciona las verdades básicas tuvieron una influencia duradera. De haber estado los matemáticos más familiarizados con los puntos de vista de hombres como Descartes, Pascal y Kant no les habría sorprendido la escuela intuicionista de pensamien­ to, que fue considerada como radical, al menos al principio. Con todo, ni Descartes, ni Pascal, ni Kant tenían la intención de ofrecer un enfoque intuicionista de todas las matemáticas. El inmediato precursor del intuicionismo moderno es Leopold Kronecker (1823-1891). Su epigrama (pronunciado en un discurso de sobremesa), «Dios hizo los enteros; lo demás es obra del hombre», es bien conocido. La complicada derivación lógica de los números naturales tal como Cantor y Dede­ kind la presentaban por medio de una teoría general de con­ juntos, parecía menos fiable que la aceptación directa de los enteros. Estos eran intuitivamente claros y no necesitaban fun­ damentos más seguros. Además de los enteros, todas las consr trucciones matemáticas deben ser edificadas de forma que tengan un claro sentido para el hombre. Kronecker defendía una construcción del sistema de los números reales sobre la base de los enteros y unos métodos que nos permitieran calcu­ lar los números reales, y no sólo dar teoremas generales de existencia. Así, aceptaba los números irracionales que son raí­ ces de ecuaciones polinómicas siempre que esas raíces puedan ser calculadas.

Cantor probó que hay números irracionales trascendentes, esto es, números que no son raíces de ecuaciones algebraicas, y en 1882 Ferdinand Lindemann probó que tz es un número irracional trascendente. Kronecker dijo a Lindemann a pro­ pósito de este trabajo: «¿Qué utilidad tiene su magnífica in­ vestigación respecto a tz? ¿Para qué estudiar tal problema si no existen esos irracionales?» La objeción de Kronecker no iba dirigida contra todos los irracionales, sino contra las de­ mostraciones que no permitían por sí mismas el cálculo del número en cuestión. La demostración de Lindemann no era constructiva. De hecho, se puede calcular tz con tantas cifras decimales como se desee por medio de una serie infinita, pero Kronecker no aceptaba la derivación de tal serie. Kronecker rechazaba los conjuntos infinitos y los números transfinitos porque sólo aceptaba el infinito potencial. El tra­ bajo de Cantor en esta área no era matemático sino místico. El análisis clásico era un juego de palabras. Podría haber aña­ dido que, si Dios tiene unas matemáticas diferentes, las debió de elaborar para El. Kronecker planteó sus puntos de vista, pero no los desarrolló. Posiblemente nó tomó demasiado en serio sus propias nociones radicales. Borel, Baire y Lebesgue, cuyas objeciones al axioma de elección ya hemos mencionado, eran semiintuicionistas. Acep­ taban los números reales como fundamento. Los detalles de sus puntos de vista tienen un interés más bien histórico, por­ que estos hombres tampoco propusieron una filosofía siste­ mática aunque se manifestaran sobre cuestiones específicas. Poincaré, como Kronecker, pensaba que no se deben definir los números naturales ni construir sus propiedades sobre fun­ damentos axiomáticos. Nuestra intuición precede a tal estruc­ tura. Poincaré decía también que la. inducción matemática permite generalizar resultados y crear otros nuevos; es intuiti­ vamente sólida, pero este método no se puede reducir a la lógica. La naturaleza de la inducción matemática, tal y como Poin­ caré la veía, merece un examen, porque todavía hoy es man­ zana de discordia. Con este método, si se desea probar, por ejemplo, que (1)

1 + 2 + 3 + ... + « = —-— (n

1)

para todos los enteros positivos n, se prueba que es verdad para n — 1, y luego que se prueba si es verdad para un entero

positivo k cualquiera, también es verdad para k + 1. Por con­ siguiente, argüía Poincaré, este método implica un infinito número de razonamientos. Afirma que, puesto que (1) es vá­ lido para n = 1, también lo es para n = 2. Puesto que es vá­ lido para n — 2, lo es también para n = 3, y así sucesivamente para todos los enteros positivos. Ningún principio lógico abar­ ca un número infinito de razonamientos, y por lo tanto el método no puede ser deducido de tales principios. En conse­ cuencia, para Poincaré no se podía probar la consistencia por la pretendida reducción de las matemáticas a la lógica. En cuanto a los conjuntos infinitos, Poincaré creía que «el infinito actual no existe. Lo que llamamos infinito no es más que la posibilidad sin fin de crear nuevos objetos por muchos objetos que ya existan». Poincaré era totalmente contrario a la aproximación logi­ cista, profundamente simbólica, y en su Ciencia y método fue incluso sarcástico. Refiriéndose a una aproximación de este tipo a los números naturales propuesta por Burali-Forti en un artículo de 1897, en donde se puede encontrar un laberinto de símbolos para definir el número 1, Poincaré señalaba que se trata de una definición muy apropiada para dar una idea del número 1 a las personas que jamás han oído hablar de él. Posteriormente decía: «Mucho me temo que esta definición contiene una petitio principii [petición de principio], pues ob­ servo el símbolo 1 en la primera mitad y la palabra uno en la segunda.» Se refería después Poincaré a la definición de cero dada por Louis Couturat (1868-1914), uno de los primeros defensores del logicismo. Cero es «el número de elementos de la clase nula. ¿Y qué es la clase nula? La clase que no contiene ningún elemento». Couturat volvía después a expresar su definición con símbolos. Poincaré traducía: «Cero es el número de ele­ mentos que satisfacen una condición que jamás se satisface. Pero como jamás significa en ningún caso, no veo que se haya hecho un gran progreso.» Poincaré criticaba después la definición del número 1 dada por Couturat. Uno, decía Couturat, es el número de una clase en la que dos elementos cualesquiera son iguales. «Pero me temo que si preguntamos a Couturat qué es dos, se vería obligado a utilizar la palabra uno.» Los iniciadores del intuicionismo, Kronecker, Borel, Lebesgue, Poincaré y Baire —un rosario de estrellas— hicieron una serie de críticas a los argumentos matemáticos corrientes en la época y al enfoque logicista, proponiendo nuevos principios, pero

sus contribuciones fueron esporádicas y fragmentarias. Sus ideas fueron recogidas en una versión definitiva por Luitzen E. J. Brouwer (1881-1966), profesor holandés de matemáticas y fundador del intuicionismo filosófico. En su disertación doc­ toral Sobre los fundamentos de las matemáticas (1907), Brou­ wer comenzó a proponer la filosofía intuicionista. A partir de 1918 extendió y expuso sus puntos de vista en varias revistas. Su postura intuicionista en matemáticas parte de su filo­ sofía. La matemática es una actividad humana que se origina y tiene lugar en la mente. No existe fuera de la mente huma­ na; así pues, es independiente del mundo real. La mente re­ conoce intuiciones básicas y claras. No son certezas empíricas ni sensoriales, sino certezas inmediatas acerca de algunos con­ ceptos de matemáticas. Estos incluyen los enteros. La intui­ ción fundamental es el reconocimiento de distintos sucesos en una secuencia temporal. «Las matemáticas surgen cuando la idea de dualidad, que resulta del paso del tiempo, es abstraí­ da de todas las circunstancias particulares. La forma vacía que queda del contenido común de todas esas dualidades se convierte en la intuición original de las matemáticas y repe­ tida ilimitadamente crea nuevos objetos matemáticos.» Brou­ wer entendía por repetición ilimitada la formación de los su­ cesivos números naturales. La idea de que los números natu­ rales se derivan de la intuición del tiempo había sido mante­ nida por Kant, William R. Hamilton en su artículo «El álgebra como una ciencia del tiempo», y por el filósofo Arthur Schopenhauer. Brouwer concebía el pensamiento matemático como un proceso de construcciones mentales que construye su propio universo, independiente de la experiencia y restringido única­ mente en la medida en que debe estar basado en la intuición matemática fundamental. Este concepto intuitivo fundamental no debe ser entendido como la naturaleza de una idea no de­ finida, tal y como ocurre en las teorías axiomáticas, sino más bien coipo algo en términos de lo cual van a ser intuitiva­ mente concebidas todas las ideas no definidas que aparecen en los distintos sistemas matemáticos, si es que efectivamente van a servir al pensamiento matemático. Además, las matemá­ ticas son sintéticas. No deducen consecuencias de la lógica, sino que componen verdades. Brouwer mantenía que «el único fundamento posible para las matemáticas ha de ser buscado en este proceso construc­ tivo, limitado por la obligación de captar con reflexión, cultu­ ra y refinamiento de espíritu qué tesis son aceptables a la in­

tuición y evidentes a la mente y qué tesis no lo son». Es la intuición la que determina la solidez y aceptabilidad de las ideas, y no la experiencia o la lógica. Por supuesto, se debe recordar que esta afirmación no niega el papel histórico que ha desempeñado la experiencia. Al margen de los números naturales, Brouwer insistía en que la adición, la multiplicación y la inducción matemática son intuitivamente claras. Además, tras haber obtenido los núme­ ros naturales 1, 2, 3, ..., la mente, utilizando la posibilidad de repetir ilimitadamente la «forma vacía», el paso de n a n + 1, crea conjuntos infinitos. Sin embargo, tales conjuntos son sola­ mente infinitos potenciales en el sentido de que se pueden obtener siempre conjuntos mayores que un conjunto finito dado de números. Brouwer rechazaba los conjuntos infinitos de Cantor cuyos elementos están todos presentes «de una vez», y de acuerdo con ello, rechazaba también la teoría de los nú­ meros transfinitos, el axioma de elección de Zermelo y aque­ llas partes del análisis que utilizan los conjuntos infinitos ac­ tuales. En una comunicación de 1912, aceptaba los números ordinales hasta u> y los conjuntos numerables. También admi­ tía los números irracionales definidos por sucesiones de ra­ cionales sin una ley de formación, «sucesiones de elecciones libres». Esta definición era vaga, pero admitía un conjunto no numerable de números reales. Por el contrario, la geometría implicaba el espacio y por tanto, a diferencia de los números, no estaba bajo el total control de nuestras mentes. La geo­ metría sintética pertenece a las ciencias físicas. En relación con la noción intuicionista de conjuntos infi­ nitos, el intuicionista Weyl decía en un artículo de 1946: La sucesión de números que crece más allá de cualquier nivel ya alcanzado [...] es una variedad de posibilidades abierta al infinito; permanece para siempre en estado de creación, pero no es un campo cerrado de cosas existentes en sí mismas. El hecho de que hayamos convertido lo uno en lo otro es la verdadera fuente de nuestras dificultades, incluyendo las antinomias [paradojas], una fuente de naturaleza más fundamental que el principio del círculo vicioso indicado por Rusell. Brouwer nos abrió los ojos, hacién­ donos ver hasta qué punto las matemáticas clásicas, alimentadas por una creencia en lo absoluto que trasciende todas las posibili­ dades humanas de comprensión, van más allá de las afirmaciones que pueden reivindicar un significado y una verdad reales, basadas en la experiencia. Brouwer planteaba a continuación la relación de las matemá­ ticas con el lenguaje. La matemática es una actividad comple­

tamente autónoma y autosuficiente. Es independiente del len­ guaje. Las palabras o conexiones verbales se utilizan solamen­ te para comunicar verdades. Las ideas matemáticas están más profundamente arraigadas en la mente que en el lenguaje. El mundo de las intuiciones matemáticas es opuesto al mundo de las percepciones. El lenguaje pertenece a este último, y no a las matemáticas, allí donde sirve para entender las relaciones comunes. El lenguaje evoca copias de ideas en la mente hu­ mana por medio de símbolos y sonidos. La diferencia es aná­ loga a la que existe entre subir a una montaña y describirla con palabras. Pero las ideas matemáticas son independientes del ropaje del lenguaje y, de hecho, son mucho más ricas. Las ideas no pueden ser expresadas completamente jamás, ni siquiera por el lenguaje matemático incluido el lenguaje sim­ bólico. Además, el lenguaje nos desvía del objeto de las autén­ ticas matemáticas. La postura intuicionista sobre la lógica es todavía más drástica, especialmente en su oposición al logicismo. La lógica pertenece al lenguaje. Ofrece un sistema de reglas que permite la deducción de nuevas conexiones verbales destinadas a co­ municar verdades. Sin embargo, estas últimas verdades no son tales antes de haber sido aprehendidas intuitivamente, ni está garantizado que puedan ser aprehendidas de tal modo. La ló­ gica no es un instrumento fiable para descubrir verdades y no puede deducir verdades que no puedan ser obtenidas por algún otro camino. Los principios lógicos son la regularidad observada a posteriori en el lenguaje. Son un invento para manipular el lenguaje, o la teoría de la representación del lenguaje. La lógica es un edificio verbal estructurado, pero nada más. Los avances más importantes en las matemáticas no se obtienen perfeccionando la forma lógica, sino modifi­ cando la propia teoría básica. La lógica descansa en las ma­ temáticas, no las matemáticas en la lógica. La lógica es mu­ cho menos cierta que nuestros conceptos intuitivos y las ma­ temáticas no necesitan la garantía de la lógica. Históricamen­ te, los principios de la lógica fueron abstraídos de la expe­ riencia con colecciones finitas de objetos, concediéndoseles después una validez a priori y aplicándolos, por añadidura, a conjuntos infinitos. Puesto que Brouwer no reconocía ningún principio lógico como obligatorio a priori, tampoco reconocía la tarea mate­ mática de deducir conclusiones de axiomas. Por consiguiente rechazaba la axiomática de finales del siglo xix al igual que el logicismo. Las matemáticas no están obligadas a respetar

las reglas de la lógica. El conocimiento de las matemáticas no requiere el conocimiento de las demostraciones formales, y por eso las paradojas no son importantes, aunque aceptára­ mos los conceptos matemáticos y las construcciones que im­ plican. Las paradojas son un defecto de la lógica, pero no de la verdadera matemática. Por tanto, la consistencia es un fantasma. No tiene sentido. La consistencia está asegurada como consecuencia de un pensamiento correcto, los pensa­ mientos cuya corrección puede ser juzgada intuitivamente tie­ nen un sentido. Sin embargo, en el ámbito de la lógica existen algunos principios o procedimientos lógicos intuitivamente aceptables y claros que pueden ser utilizados para afirmar nuevos teore­ mas a partir de otros anteriores. Estos principios son parte de la intuición matemática fundamental. No todos los prin­ cipios lógicos comunes son aceptables a la intuición básica y se debe ser crítico con lo que ha sido aceptado desde los tiem­ pos de Aristóteles. Dado que los matemáticos han aplicado demasiado libremente las limitadas leyes aristotélicas, han producido antinomias. ¿Qué es aceptable o seguro, se pregun­ tan los intuicionistas, cuando se trata de construcciones mate­ máticas si se desprecia temporalmente la intuición y se trabaja con la estructura verbal? En consecuencia, los intuicionistas procedieron a analizar cuáles son los principios lógicos aceptables para que la lógica usual se adapte a las intuiciones correctas y las exprese ade­ cuadamente. Brouwer citó la ley del tercio excluso como ejem­ plo específico de principio lógico que se aplica demasiado libremente. Este principio, que afirma que todo enunciado que tenga sentido es verdadero o falso, surgió históricamente de la aplicación del razonamiento a los conjuntos finitos y posteriormente fue abstraído de esta aplicación. Después fue aceptado como principio independiente a priori y aplicado in­ justificadamente a los conjuntos infinitos. Mientras que para los conjuntos finitos se puede decidir si todos los elementos poseen una cierta propiedad comprobándola para cada uno de los elementos, este procedimiento no es posible para los conjuntos infinitos. Puede ocurrir que sepamos que un ele­ mento de un conjunto infinito no posee esa propiedad, o que por la misma construcción del conjunto sepamos o podamos probar que todos los elementos la poseen. En cualquier caso, no se puede utilizar la ley del tercio excluso para demostrar que la propiedad es válida para el conjunto.

Así, si se prueba que no todos los enteros de un conjunto infinito de números naturales son pares, la conclusión de que existe al menos un elemento que es impar fue rechazada por Brouwer porque este razonamiento aplica la ley del tercio excluso a conjuntos infinitos. Pero este tipo de argumento es ampliamente utilizado en matemáticas para probar teoremas de existencia, como por ejemplo demostrar que toda ecuación polinómica tiene una raíz (capítulo 9). En consecuencia, hay muchas demostraciones de existencia que no son aceptadas por los intuicionistas. Tales demostraciones, dicen, son dema­ siado vagas acerca de las entidades cuya existencia queda su­ puestamente establecida. La ley del tercio excluso solamente puede ser utilizada en aquellos casos en los que entra en juego un número finito de elementos. Así, si se manejara una co­ lección finita de enteros y se probara que no todos son pares, se podría concluir que al menos hay uno que es impar. Weyl se extendía sobre el enfoque intuicionista de la lógica: De acuerdo con este punto de vista [el de Brouwer], y leyendo la historia, la lógica clásica fue abstraída de las matemáticas de los conjuntos finitos y de sus subconjuntos [...]. Olvidándose de esta limitación de origen, la lógica fue confundida con algo superior y anterior a todas las matemáticas y finalmente aplicada sin justi­ ficación a las matemáticas de los conjuntos infinitos. Esta es la Caída y el Pecado Original de la teoría de conjuntos, por los que justamente ha sido castigada con las antinomias. Lo sorprendente no es que aparecieran tales contradicciones; lo sorprendente es que aparecieran en una fase tan avanzada del juego. Algo más tarde añadía Weyl: «El principio del tercio excluso puede ser válido para Dios, que ve las sucesiones infinitas, como si dijéramos, de un vistazo, pero no para la lógica humana.» Brouwer dio, en un trabajo de 1923, ejemplos de teoremas que no quedan establecidos si rechazamos la aplicación de la ley del tercio excluso a las colecciones infinitas*. En particu­ lar, el teorema de Bolzano-Weierstrass, el cual afirma que todo conjunto infinito y acotado tiene un punto límite no queda probado, como tampoco el teorema de existencia de un nv ximo de una función continua en un intervalo cerrado. También queda rechazado el teorema de Heine-Borel que afirma que 1 Para nuestros propósitos no es necesario examinar el significado técnico de los teoremas. Sólo son mencionados para dar ejemplos espe­ cíficos.

de cualquier conjunto de intervalos que recubra un intervalo de puntos se puede seleccionar un número finito que recubra el intervalo. Por supuesto, todas las consecuencias de estos teoremas son también inaceptables. Además de rechazar el uso sin restricciones de la ley del tercio excluso para establecer la existencia de entidades ma­ temáticas, los intuicionistas imponen otras condiciones. No están dispuestos a aceptar un conjunto definido por un atri­ buto característico de todos sus elementos como, por ejem­ plo, el conjunto definido por el atributo «rojo». Los conceptos u objetos que los intuicionistas aceptaran como legítimos para la construcción matemática —los objetos de los que con toda seguridad se puede decir que existen— deben ser construibles; es decir, se debe poder dar un método para mostrar la entidad o entidades en un número finito de pasos, o un método para calcularlos con cualquier grado de aproximación deseado2. Así, por ejemplo, tz es aceptable porque podemos calcularlo con tan­ tas cifras decimales exactas como queramos. Si se probara única­ mente la existencia de los enteros x, y, z y n que satisfacen la ecua­ ción xn + yn = zn para n mayor que 2, pero no se especifica­ rán esos enteros, los intuicionistas no aceptarían la demos­ tración. Por el contrario, la definición de número primo es constructiva porque se puede aplicar un procedimiento para determinar en un número finito de pasos si un número es o no primo. Consideremos otro ejemplo. Se llaman primos gemelos a dos primos de la forma p — 2 y p, por ejemplo 5 y 7, 11 y 13, y así sucesivamente. Un problema aún sin resolver de las ma­ temáticas consiste en saber si existe una cantidad infinita de primos gemelos. Definamos arbitrariamente el número p como el mayor primo tal que p — 2 es también primo, o p = 1 si tal número no existe. Los clasicistas aceptan que p es un nú­ mero definido se sepa o no si existe un último par de primos gemelos. Ello se debe a que, por la ley del tercio excluso, o bien existe o bien no existe un último par de primos gemelos. En el primer caso p es el último primo tal que p — 2 es tam­ bién primo, y en el segundo caso p = 1. El hecho de que no podamos calcular efectivamente el número p carece de im­ portancia para los no intuicionistas. Pero los intuicionistas no aceptan que la anterior «definición» de p tenga sentido hasta que p pueda ser calculado, es decir, hasta que el problema de 2 Poincaré fue una excepción. Para él, como para los formalistas (ca­ pítulo 11), un concepto era aceptable si no generaba contradicción.

si existe o no una infinitud de primos gemelos sea resuelto. La insistencia en los procesos constructivos se aplica espe­ cialmente a la determinación de conjuntos infinitos. No sería aceptable un conjunto infinitamente grande construido por medio del axioma de elección. Como muestran algunos de los ejemplos anteriores, hay demostraciones de existencia que no son constructivas. Por tanto, independientemente del hecho de que puedan usar la ley del tercio excluso, existe también esta otra razón para rechazarlas. Decía Hermann Weyl que las demostraciones no construc­ tivas de existencia informan al mundo de que existe un teso­ ro sin revelar dónde se encuentra. Tales demostraciones no pueden reemplazar a la construcción sin pérdida de signifi­ cación y valor. También señalaba que la adhesión al intuicionismo supone el abandono de teoremas básicos de existencia del análisis clásico. Weyl describía la jerarquía de los números transfinitos de Cantor como una niebla en la niebla. El aná­ lisis, decía en Das Kontinuum (1918), es una casa construida sobre la arena. Sólo se puede estar seguro de lo que se esta­ blece mediante métodos intuicionistas. El rechazo de la ley del tercio excluso da lugar a una nue­ va posibilidad: las proposiciones indecidibles. Los intuicionis­ tas mantienen, en relación con los conjuntos infinitos, que exis­ te una tercera situación, a saber, que puede haber proposicio­ nes que no pueden ser probadas ni falsadas, y ofrecen el si­ guiente ejemplo de tales proposiciones. Definamos la posición fc-ésima en la expresión decimal de -n como la posición del primer cero que es seguido de los enteros desde el 1 hasta el 9 sucesivamente. La lógica de Aristóteles dice que el nú­ mero k o bien existe o bien no existe, y los matemáticos que siguen a Aristóteles proceden luego a razonar sobre la base de esas dos posibilidades. Brouwer y los intuicionistas recha­ zaron generalmente este tipo de razonamientos porque no sa­ bemos si alguna vez seremos capaces de probar que k existe o no existe. Así pues, de acuerdo con los intuicionistas, exis­ ten sustanciales cuestiones matemáticas que no pueden ser zanjadas sobre la base de ninguno de los fundamentos de las matemáticas. Estas cuestiones nos parecen decidibles, pero de hecho la base de nuestra creencia no es en realidad otra cosa que el hecho de que implican conceptos y problemas matemá­ ticos de un tipo que ya han sido decididos en el pasado. Desde el punto de vista de los intuicionistas, las construc­ ciones clásicas y logicistas del sistema de los números reales, el cálculo, la teoría moderna de funciones reales, la integral

de Lebesgue y otros temas no son aceptables. Brouwer y sus simpatizantes contemporáneos no se limitaron a criticar, sino que trataron de edificar las matemáticas sobre la base de las construcciones que ellos prescribían. Consiguieron salvar par­ tes de los temas anteriormente mencionados pero sus cons­ trucciones son muy complicadas, hasta el punto de que inclu­ so el propio Weyl se quejaba de la insoportable dificultad de las demostraciones. Los intuicionistas han reconstruido tam­ bién partes del álgebra y de la geometría. Sin embargo, las reconstrucciones se han realizado a un ritmo muy lento. Por eso decía Hilbert en su trabajo de 1827 «Los fundamentos de las matemáticas»: «Comparados con la inmensa expansión de las modernas matemáticas, qué suponen los lamentables restos, los escasos resultados aislados, incom­ pletos e inconexos que los intuicionistas han obtenido.» Por supuesto, en 1927 los intuicionistas no habían hecho muchos progresos en la reconstrucción de las matemáticas clásicas de acuerdo con sus propios criterios. Pero la irritación de sus oponentes filosóficos les sirvió de acicate. Desde entonces, más y más intuicionistas han participado en la reconstrucción de los fundamentos. Desgraciadamente, como en el caso del logi­ cismo, los intuicionistas no se ponen de acuerdo sobre qué bases son aceptables. Algunos han decidido eliminar todas las nociones generales de la teoría de conjuntos, limitándose ex­ clusivamente a los conceptos que pueden ser definidos y cons­ truidos de manera efectiva. Menos extremas son las posturas de los constructivistas que no sólo no ponen en entredicho la lógica clásica, sino que la usan por entero. Algunos aceptan una clase de objetos matemáticos y a partir de ahí insisten en procedimientos constructivos. Así pues, hay muchos que admiten al menos una clase de números reales (que, sin em­ bargo, no se extiende a todo el continuo de números reales); otros admiten sólo los enteros y después aceptan únicamente conceptos tales como otros números y funciones que sean calcu­ lables. Lo que se considera calculable también varía de unos grupos a otros. Así puede ser considerado calculable si puede ser aproximado con creciente precisión por algún conjunto original de números admisibles, de la misma forma en que los irracionales habituales son aproximados con creciente precisión por decimales finitos. Desgraciadamente, el concepto de constructividad en modo alguno es claro o inequívoco. Consideremos la siguiente defi­ nición del número N :

)P N = 1 + -(-1 ■ ■p■ ■ 10 Supongamos por un momento que p — 3. En ese caso N — 1 — 0,01, esto es, 0,99. Si, por el contrario, p — 2, entonces N = 1,01. Definamos ahora p como el primer dígito en la ex­ presión decimal de tz después del cual aparece en la expresión decimal la sucesión 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Si no hay tal p, entonces definimos N como 1. Si p existe y es un número par, entonces N = 1,00000... con ceros hasta el lugar p en donde colocaremos un 1. Si p es impar, entonces N = 0,99999... en donde los nueves continúan hasta el lugar p. Sin embargo, no sabemos si el p definido anteriormente existe. Si no existe, entonces N = 1. Y si existe, pero no aparece hasta, por ejem­ plo, el primer millar de decimales, entonces no podemos co­ menzar a escribir el valor de N. No obstante, N está definido, e incluso lo está con cualquier grado de aproximación desea­ do. ¿Está N definido constructivamente? Por supuesto, las demostraciones de existencia que utilizan el axioma de elección o la hipótesis del continuo no son cons­ tructivas y son por tanto inaceptables no sólo para los intui­ cionistas, sino también para muchos matemáticos que no son intuicionistas. Aunque los intuicionistas difieran entre ellos, puede decirse que han reconstruido una parte importante de las matemáti­ cas clásicas. Algunos de los teoremas reconstruidos no tienen tanto alcance como los correspondientes teoremas clásicos. A esto responden los intuicionistas diciendo que el análisis clásico, aunque útil, contiene menos verdad matemática. En suma, su progreso hasta ahora ha sido limitado y las perspec­ tivas de extender su trabajo a todas las matemáticas ya acep­ tadas no son halagüeñas. Dado que su progreso ha sido lento, ya en 1960 los matemáticos del grupo Bourbaki, acerca de los cuales hablaremos más adelante, señalaban: «El recuerdo de la escuela intuicionista está sin duda destinado a sobrevivir solamente como una curiosidad histórica.» Los críticos del intuicionismo podrían citar los versos de Samuel Hoffenstein: Poco a poco vamos restando fe y falacia de los hechos, lo ilusorio de lo verdadero, y el resto nos deja hambrientos. Sin embargo, para los intuicionistas, si el precio de unos fun­ damentos sólidos es el sacrificio de partes de las matemáticas

clásicas, incluido el «paraíso» de la teoría de los números transfinitos de Cantor, no sería un precio demasiado alto. Aunque los adversarios del intuicionismo puedan haber pe­ cado de arrogantes o de dogmáticos en su desprecio de esta filosofía de las matemáticas, hay críticas de matemáticos más afines a esa filosofía que deben ser tomadas muy en serio. Una de estas críticas señala que los propios teoremas que los intuicionistas tan fervientemente se esfuerzan por reconstruir de una forma consistente con sus principios no fueron suge­ ridos por la intuición humana, y difícilmente pueden conside­ rarse garantizados por ella. Estos teoremas fueron descubiertos por todos ios métodos que los matemáticos han usado siem­ pre, por razonamientos de todas clases, conjeturas, generaliza­ ciones de casos especiales e ideas repentinas cuyo origen no es explicable. Por tanto, los intuicionistas dependen en la prác­ tica de los métodos normales de creación e incluso de la ló­ gica clásica, como les pasa a todos los matemáticos, aunque los intuicionistas intenten reconstruir las demostraciones de acuerdo con sus propios principios. Los intuicionistas podrían replicar que, aunque deban utilizarse los métodos normales de descubrimiento, los resultados tienen que ser aceptables para la intuición humana. Sin negar la importancia de otras doctrinas del intuicionismo, el hecho es que muchos de los teoremas aceptados incluso por los intuicionistas son tan su­ tiles y extraños a la intuición que es muy difícil creer que la mente pueda aprehender su verdad directamente. El argumento de que los modos normales de creación y de idealización y abstracción matemática son esenciales fue es­ grimido por primera vez por Félix Klein y Moritz Pasch. ¿Ha­ bría descubierto la intuición una función continua que no es diferenciable en ningún punto o una curva (la curva de Peano) que llena un cuadrado? Tales creaciones, aunque sugeridas por la intuición, deben ser afinadas por la idealización y la abs­ tracción. Klein decía que la intuición ingenua no es exacta, mientras que la intuición refinada no es intuición propiamen­ te dicha, sino que surge del desarrollo lógico basado en los axiomas. A la exigencia de basarse en última instancia en la deducción lógica a partir de axiomas, contestaba Brouwer que hay que demostrar que un sistema de axiomas es consistente utilizando interpretaciones o modelos (capítulo 8) de que a su vez se sepa que son consistentes. Y preguntaba intencionada­ mente: ¿Hacemos siempre tales interpretaciones, o no es más cierto que confiamos en bases intuitivas para aceptar su con­ sistencia?

Weyl ponía también en duda la afirmación de que los modos tradicionales de creación y demostración son más poderosos. En su Mente y naturaleza (1934) decía: «Es ingenuo esperar que vaya a ser revelada a nuestro conocimiento una natura­ leza más profunda que la que se abre a la intuición.» Algunos de los adversarios del intuicionismo están de acuer­ do en que las matemáticas son una creación humana, pero creen también que su corrección o incorrección puede deter­ minarse objetivamente, mientras que los intuicionistas depen­ den de la autoevidencia de las cosas para la falible mente hu­ mana. Como manifestaban Hilbert y Paul Bernays (1888-1978) en la primera edición de su obra sobre los fundamentos de las matemáticas, aquí es donde se encuentra la gran debilidad de la teoría intuicionista. ¿En qué conceptos y razonamientos podemos confiar si corrección significa autoevidencia para la mente humana? ¿Dónde está la verdad objetivamente válida para todos los seres humanos? Otra crítica al intuicionismo es que no se preocupa por la aplicación de las matemáticas a la naturaleza. El intuicionis­ mo no relaciona las matemáticas con la percepción. Brouwer admitía que las matemáticas intuicionistas son inútiles para las aplicaciones prácticas. De hecho, Brouwer rechazaba el do­ minio humano sobre la naturaleza. Cualesquiera que fueran las críticas, decía Weyl en 1951, «opino que todo el que desee mantener la creencia de que las proposiciones matemáticas dicen la pura verdad, la verdad basada en la evidencia, debe aceptar la crítica de Brouwer». Las doctrinas de los intuicionistas han suscitado una cues­ tión relacionada con ellas. Mantienen, como sabemos, que ideas sólidas y aceptables pueden ser concebidas, y lo son de hecho, por las mentes humanas. Esas ideas no se originan en forma verbal. De hecho, el lenguaje es únicamente un meca­ nismo imperfecto para comunicar esas ideas. El problema, que ha sido analizado extensamente, es si los pensamientos pueden existir sin palabras. Por un lado, está la postura que puede ser expresada como en el Evangelio de San Juan: «En el principio era el verbo.» Aunque San Juan no pensaba en las matemáticas, su afirmación está de acuerdo con la pos­ tura filosófica griega y los puntos de vista de algunos psicó­ logos modernos. Por otro lado, el obispo Berkeley mantenía que las palabras son un impedimento para el pensamiento. Euler discutía esta cuestión en sus cartas a la princesa de Anhalt-Dessau, sobrina de Federico el Grande de Prusia (pu­ blicadas en 1768-1772):

Cualquiera que sea la aptitud del hombre para ejercer el poder de abstracción y proveerse de ideas generales, no puede hacer pro­ gresos considerables sin la ayuda del lenguaje, hablado o escrito. Tanto el uno como el otro contienen una gran variedad de palabras que no son más que signos correspondientes a nuestras ideas y cuya significación está fijada por la costumbre o el tácito consen­ timiento de varios hombres que viven juntos. Podría deducirse de esto que el único propósito del lenguaje para los hombres es comunicarse mutuamente sus sentimientos y que un hombre solitario podría prescindir de él, pero sólo es nece­ saria una pequeña reflexión para convencerse de que los hombres necesitan el lenguaje, tanto para proseguir y cultivar sus propias ideas como para mantenerse en comunicación con los demás. Jacques Hadamard, en La psicología de la invención en el campo matemático (1945) investigó la cuestión de cómo pien­ san los matemáticos, y descubrió que en el proceso creativo prácticamente todos los matemáticos evitan utilizar un len­ guaje preciso; usan, más bien, imágenes vagas, visuales o tác­ tiles. Esta forma de pensamiento fue expresada por Einstein en una carta reproducida en el libro de Hadamard: Las palabras o el lenguaje, en la manera en que se hablan o escri­ ben, no parecen desempeñar ningún papel en mi mecanismo de pensamiento [...]. Las entidades físicas que parecen servir de ele­ mentos del pensamiento son ciertos signos e imágenes más o me­ nos claros que pueden ser reproducidos y combinados voluntaria­ mente [...]. Los elementos antes mencionados son, en mi caso, vi­ suales, y algunos de tipo muscular. Las palabras convencionales u otros signos han de ser buscados laboriosamente sólo en un se­ gundo estadio [...]. Por supuesto, la visualización desempeña un papel importante en el proceso creativo. Que una recta infinita divide el plano euclídeo en dos partes se deriva de la visualización. El pro­ blema se reduce entonces a si, como sostienen los intuicionis­ tas, la confianza de la mente en un hecho, independientemente de cómo se haya obtenido, puede ser tan segura que haga in­ necesaria su expresión en un lenguaje preciso y una demostra­ ción lógica. Como un gesto destinado a mejorar las relaciones con los lógicos formales, Arend Heyting (1898- ), el principal ex­ ponente del intuicionismo después de Brouwer, publicó un artículo en 1935 proponiendo reglas formales para una lógica de proposiciones intuicionista. Estas incluían sólo una parte de la lógica formal clásica. Por ejemplo, Heyting aceptaba que

la verdad de p implica que es falso que p es falso. Sin em­ bargo, si es falso que p es falso, no se sigue que p es verdade­ ro porque lo que p afirma puede no ser construible. La ley del tercio excluso p o no p debe ser verdadero —sigue sin utilizarse. Pero si la proposición p implica la proposición q, entonces la negación de q implica que p es falso. Esta forma­ lización no es considerada como fundamental por los intui­ cionistas. Es una representación incompleta de las ideas. La formalización de Heyting no es, además, la única. Los intui­ cionistas difieren entre ellos acerca de los principios lógicos aceptables. A pesar de las restricciones que los intuicionistas han im­ puesto a las matemáticas, y a pesar de las críticas de los ad­ versarios de la filosofía intuicionista, el intuicionismo ha te­ nido una saludable influencia. Ha sacado a relucir la primera cuestión seriamente debatida en relación con el axioma de elección. ¿Qué significa la existencia en matemáticas? ¿Sirve de algo, parafraseando a Weyl, saber que existe un número con propiedades especiales sin ningún medio para comprender o calcular ese número? El uso ingenuo y sin restricciones de la ley del tercio excluso exige ciertamente una reconsideración. Entre las contribuciones del intuicionismo quizá la más impor­ tante sea su insistencia en el cálculo de números o funciones cuya existencia se había establecido mostrando simplemente que la no existencia llevaría a contradicción. Conocer esos nú­ meros íntimamente es como vivir con un amigo, y lo demás es como saber que uno tiene un amigo en algún lugar en el mundo. La confrontación entre logicistas e intuicionistas fue única­ mente la primera batalla de una guerra para establecer los fundamentos adecuados de las matemáticas. Otros contendien­ tes participaron en el combate y todavía tenemos que saber algo de ellos.

11. LAS ESCUELAS FORMALISTA Y CONJUNTISTA

Comparados con la inmensa expansión de las modernas matemáticas, qué suponen los lamen­ tables restos, los escasos resultados aislados, incompletos e inconexos que los intuicionistas han obtenido. D avid H ilbert

Las filosofías logicista e intuicionista, puestas en marcha du­ rante la primera década de este siglo y diametralmente opues­ tas en sus puntos de vista sobre los adecuados fundamentos de las matemáticas, no fueron más que las primeras escara­ muzas de la batalla. Una tercera escuela de pensamiento, lla­ mada formalista, fue creada y dirigida por David Hilbert, y una cuarta, la escuela conjuntista, fue iniciada por Emst Zermelo. En su discurso en el Congreso Internacional de 1900 (capí­ tulo 8), Hilbert recalcó la importancia de probar la consisten­ cia de las matemáticas. También había pedido un método para ordenar bien los números reales, y sabemos, como consecuen­ cia del trabajo de Zermelo, que la buena ordenación es equi­ valente al axioma de elección. Finalmente, Hilbert había pro­ puesto que los matemáticos emprendieran la tarea de probar la hipótesis del continuo, la cual afirma que no hay números transfinitos entre Xq y c. Incluso antes de que se conocieran las turbadoras paradojas y de que surgiera la controversia so­ bre el axioma de elección, Hilbert había ya previsto que la solución de estos problemas era vital. El propio Hilbert presentó en el III Congreso Internacio­ nal de 1904 un esquema de su enfoque de los fundamentos, incluyendo un método para probar la consistencia. Sin em­ bargo, durante algún tiempo no emprendió trabajos más serios sobre el particular. Durante los siguientes quince años, logicistas e intuicionistas dieron amplia publicidad a sus doctri-

ñas, y Hilbert se mostró insatisfecho, por no decir algo más, con sus soluciones al obsesionante problema de los fundamentos. Rechazaba, más bien tranquilamente, el programa logicista. Su objeción fundamental, como señaló en su alocución y su artículo de 1904, era que en el largo y complicado desarrollo de la lógica, intervenían ya los números enteros aunque no fueran nombrados como tales. En consecuencia, la construc­ ción del número sobre la lógica implicaba un razonamiento circular. También criticó la definición de conjuntos mediante sus propiedades: esto exigía distinguir las proposiciones y funciones proposicionales mediante la teoría de tipos, y ésta requería el cuestionable axioma de reducibilidad. Estaba de acuerdo con Russell y Whitehead en que fueran incluidos los conjuntos infinitos. Pero esto requería el axioma de infinitud, y Hilbert, como otros, argüía que este axioma no pertenecía a la lógica. La filosofía de los intuicionistas, por otra parte, alarmaba a Hilbert por el hecho de rechazar no solamente los conjuntos infinitos, sino también extensas partes del análisis, tales como las que dependen de teoremas de pura existencia. Por ello atacó esta filosofía vehementemente. En 1922 decía que el intuicionismo «trata de romper y desfigurar las matemáticas». En un trabajo de 1927 protestaba de que «quitar a los mate­ máticos el principio del tercio excluso es como prohibir el telescopio a los astrónomos y el uso de sus puños a los boxea­ dores. Negar los teoremas de existencia que utilizan el prin­ cipio del tercio excluso es tanto como renunciar de golpe a la ciencia de las matemáticas». Weil decía en 1927, a propósito de la posición de Hilbert sobre el intuicionismo, que «el hecho de que desde este pun­ to de vista [el intuicionismo] sólo sea sostenible una parte, quizá solamente una minúscula parte, de las matemáticas clá­ sicas es un hecho amargo pero inevitable. Hilbert no podía soportar esta mutilación». Frente al logicismo y al intuicionismo, Hilbert mantenía que ninguno de los dos probaba la consistencia. En su artícu­ lo de 1927, Hilbert exclamaba: Para fundamentar las matemáticas no necesito a Dios, como Kronecker, ni el supuesto de una facultad especial de comprensión a tono con el principio de inducción matemática, como Poincaré [quien había dicho que la consistencia de un sistema que utilizaba la inducción matemática nunca podría ser probada], o la intuición primaria de Brouwer ni, finalmente, como Russell y Whitehead,

los axiomas de infinitud, reducibilidad o complitud, que son de hecho proposiciones reales y sustanciales, pero que no son suscep­ tibles de ser establecidas mediante una demostración de consistencia. Durante la década de 1920, Hilbert formuló su propia aproxi­ mación a los fundamentos y trabajó sobre ella durante el resto de su vida. De los trabajos que Hilbert publicó durante la década de 1920 y a comienzos de la de 1930, el de 1925 es el más importante para conocer sus ideas *. Decía en este ar­ tículo titulado «Sobre el infinito»: «La meta de mi teoría es establecer de una vez por todas la certidumbre de los méto­ dos matemáticos.» La primera de estas tesis es que, puesto que en realidad el desarrollo de la lógica implica ideas matemáticas y puesto que, si se quiere preservar las matemáticas clásicas, deben ser introducidos axiomas extralógicos tales como el de infi­ nitud, la aproximación correcta a las matemáticas debe incluir conceptos y axiomas tanto de lógica como de matemáticas. Además, la lógica debe operar sobre algo, y ese algo consiste en ciertos conceptos extralógicos concretos, tales como el número, que están presentes en la intuición antes de que se pueda emprender cualquier desarrollo lógico. Los axiomas básicos que Hilbert asumió no son esencial­ mente diferentes de los de Russell, aunque Hilbert asumiera más ya que no estaba tan preocupado por establecer unas bases axiomáticas para la lógica. Sin embargo, puesto que, de acuerdo con Hilbert, no se pueden deducir las matemáticas de la sola lógica —las matemáticas no son una consecuencia de la lógica, sino una disciplina autónoma— cada una de sus ramas debe tener los axiomas apropiados tanto de lógica como de matemáticas. Además, el camino más seguro para tratar las matemáticas es considerarlas no como un conocimiento factual, sino como una disciplina formal, esto es, abstracta, simbólica y sin referencia a ningún significado (aunque, in­ formalmente, tenga significado y relación con la realidad). Las deducciones han de ser manipulaciones de símbolos de acuerdo con principios lógicos. Por tanto, para evitar ambigüedades de lenguaje y la utili­ zación inconsciente del conocimiento intuitivo, que son la causa de algunas paradojas para eliminar otras paradojas, y para lograr precisión de demostración y objetividad, Hilbert 1 Existe traducción inglesa de Paul Benacerraf y Hilary Putnam,

Philosophy of mathematics, Prentice Hall, 1964, pp. 134-81.

decidió que todos los enunciados de las matemáticas y de la lógica debían ser expresados en forma simbólica. Estos sím­ bolos no habían de ser interpretados en las matemáticas for­ males que él proponía, aunque pudieran representar percep­ ciones con significado intuitivo. Incluso algunos símbolos re­ presentarían conjuntos infinitos, dado que Hilbert deseaba incluirlos, pero éstos no tendrían un significado intuitivo. Es­ tos elementos ideales, como él los llamaba, son necesarios para construir las matemáticas, y por consiguiente su introducción está justificada, aunque Hilbert creyera que en el mundo real sólo existe un número finito de objetos. La materia está com­ puesta de un número finito de elementos. Se puede comprender mejor el razonamiento de Hibert con­ siderando una analogía. Los números irracionales no tienen significado intuitivo como tales números. Aunque podamos in­ troducir longitudes cuyas medidas sean irracionales, las pro­ pias longitudes no proporcionan ningún significado intuitivo a los números irracionales. Con todo, los irracionales, como elementos ideales, son necesarios incluso para las matemáticas elementales, y es ésa la razón por la que los matemáticos es­ tuvieron utilizándolos, incluso sin una base lógica, hasta la década de 1870. Hilbert hizo la misma observación respecto de los números complejos, es decir, los números en los que aparece s/ —1. Estos números no tienen contrapartidas reales inmediatas. Con todo, hacen que sean posibles teoremas gene­ rales como el de que toda ecuación polinómica de grado n tiene exactamente n raíces, además de una teoría completa de funciones de una variable compleja que ha resultado ser in­ mensamente útil en las investigaciones físicas. Independiente­ mente de que los símbolos representen o no objetos con un significado intuitivo, todos los signos y símbolos de conceptos y operaciones están libres de significado. Para el propósito de los fundamentos, los elementos del pensamiento matemático son los símbolos y las proposiciones, que son combinaciones o cadenas de símbolos. Los formalistas trataban, de esta ma­ nera, de comprar certeza a un cierto precio; al precio de tratar con símbolos vacíos de significado. Afortunadamente, el simbolismo para la lógica se había des­ arrollado a finales del siglo xix y comienzos del xx (capítulo 8), de modo que Hilbert tenía a mano lo que necesitaba. Así, tenía a su disposición símbolos tales como ~ para «no», • para «y», V para «o», —» para «implica» y 3 para «existe». Estos eran conceptos primitivos o no definidos. Para las matemáticas

propiamente dichas había símbolos apropiados desde hacía mucho tiempo. Los axiomas de la lógica que eligió Hilbert tenían como ob­ jeto proporcionar todos los principios de la lógica aristotélica. Difícilmente se podría cuestionar la aceptabilidad de estos axio­ mas. Por ejemplo, si X, Y y Z son proposiciones, un axioma afirma que X implica XVY, lo que verbalmente significa que, si X es verdadero, entonces X o Y es verdadero. Otro, también en forma verbal, dice que si X implica Y, entonces Z o X im­ plica Z o Y. Un axioma fundamental es la regla de la impli­ cación o regla de inferencia. El axioma afirma que, si la fórmu­ la A es verdad y si la fórmula A implica la fórmula B, enton­ ces la fórmula B es verdadera. Este principio de la lógica es el llamado modus ponens en la lógica aristotélica. También deseaba Hilbert utilizar el principio del tercio excluso, e intro­ dujo una técnica que expresa esta ley en forma simbólica. Esta misma técnica fue utilizada para expresar el axioma de elec­ ción, que es, por supuesto, un axioma matemático. Se evitaba el uso explícito de la palabra «todo» y con ello confiaba Hilbert evitar las paradojas. En la rama de las matemáticas que trata de los números hay, de acuerdo con el programa de Hilbert, axiomas para los números. Como ilustración, está el axioma a = b implica a' = b\ el cual constata que, si dos números enteros a y b son iguales, entonces sus sucesores (intuitivamente hablando, los siguientes enteros) también son iguales. También se inclu­ ye el axioma de inducción matemática. En general, los axiomas son, como mínimo, pertinentes para la experiencia de los fe­ nómenos naturales o para el mundo del conocimiento mate­ mático existente de antemano. Si el sistema formal ha de representar la teoría de conjun­ tos, debe contener axiomas (en forma simbólica) que afirmen qué conjuntos pueden ser formados. Así, los axiomas permiten formar el conjunto que es la suma de otros dos conjuntos y el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto dado. Con todos los axiomas lógicos y matemáticos expresados como fórmulas o colecciones de símbolos, Hilbert estaba en condiciones de enunciar lo que él entendía por demostración objetiva. Consiste en el siguiente proceso: la afirmación. de alguna fórmula; la afirmación de que esta fórmula implica otra; la afirmación de la segunda fórmula. Una sucesión de pasos como los anteriores, en los que la fórmula afirmada al final es la implicación de los axiomas o conclusiones prece­ dentes, constituye la demostración de un teorema. También

está permitida la sustitución de un símbolo o grupo de sím­ bolos por otro. De esta forma, se obtienen fórmulas aplican­ do los axiomas lógicos a las manipulaciones de los símbolos de los axiomas o fórmulas previamente establecidos. Una fórmula es verdadera si se puede obtener como la úl­ tima de una sucesión de fórmulas tal que cada fórmula de la sucesión es o bien un axioma del sistema formal o bien una fórmula derivada mediante alguna de las reglas de deducción. Cualquiera puede comprobar si una fórmula dada ha sido obtenida mediante la adecuada sucesión de deducciones, ya que la demostración es esencialmente una manipulación me­ cánica de símbolos. Así pues, desde el punto de vista forma­ lista, la demostración y el rigor son algo bien definido y ob­ jetivo. Por consiguiente, para los formalistas las matemáticas pro­ piamente dichas son una colección de sistemas formales, cada uno de los cuales construye su propia lógica junto con sus matemáticas y tiene sus propios conceptos, sus propios axio­ mas, sus propias reglas para deducir teoremas y sus propios teoremas. La tarea de las matemáticas consiste en desarrollar cada uno de esos sistemas deductivos. Este era el programa de Hilbert para la construcción de las matemáticas propiamente dichas. Ahora bien, ¿están las conclusiones deducibles de los axiomas libres de contradic­ ción? Puesto que se habían dado ya demostraciones de consis­ tencia de las principales ramas de las matemáticas partiendo del supuesto de la consistencia de la aritmética —efectivamen­ te, el propio Hilbert había mostrado que la consistencia de la geometría euclídea se reduce a la consistencia de la aritmé­ tica— la consistencia de esta última había pasado a ser una cuestión crucial. Como señaló Hilbert: «La demostración de la consistencia de la geometría y la física teórica se ha logrado reduciéndola a la de la consistencia de la aritmética. Al mé­ todo le falta, obviamente, la demostración de la consistencia de la propia aritmética.» Por consiguiente, lo que Hilbert bus­ caba era la demostración de la consistencia absoluta en lugar de la consistencia relativa. Y éste fue el problema en el que concentró sus esfuerzos. Decía, a este respecto, que no pode­ mos arriesgarnos a sorpresas desagradables en el futuro como las que se produjeron a comienzos de la década de 1900. Ahora bien, la consistencia es algo que no se puede obser­ var. No se pueden prever todas las implicaciones de los axio­ mas. Sin embargo, Hilbert, como casi todos los matemáticos preocupados por los fundamentos, utilizó el concepto de im­

plicación material (capítulo 8), de acuerdo con el cual una proposición falsa implica cualquier proposición. Si existe una contradicción, entonces, de acuerdo con la ley de contradic­ ción, una de las dos proposiciones debe ser falsa, y, si existe una proposición falsa, ésta implica que 1 = 0 . Por consiguien­ te, todo lo que se necesita para probar la consistencia es pro­ bar que nunca podremos llegar a afirmar que 1 = 0. En con­ secuencia, decía Hilbert en su artículo de 1925, «lo que hemos experimentado dos veces, la primera con las paradojas del cálculo infinitesimal y después con las paradojas de la teoría de conjuntos, no puede ocurrir una tercera vez y jamás ocu­ rrirá de nuevo». Hilbert y sus discípulos Wilhelm Ackermann (1896-1962), Paul Bernays (1888-1978) y John von Neumann (1903-1957), des­ arrollaron gradualmente entre 1920 y 1930 lo que se conoce con el nombre de Beweistheorie [teoría de la demostración] de Hilbert o metamatemática, un método para establecer la consistencia de cualquier sistema formal. La idea básica de la metamatemática se puede comprender mediante una analogía. Si deseáramos estudiar la efectividad o la capacidad del idioma japonés, hacerlo en japonés podría obstaculizar el análisis, ya que éste estaría sujeto a las limitaciones del japonés. Sin em­ bargo, si el inglés fuera un idioma efectivo, podríamos emplear el inglés para estudiar japonés. Hilbert propuso utilizar en metamatemática una lógica es­ pecial que estuviera libre de cualquier objeción. Los principios lógicos serían tan obvios que todo el mundo los aceptaría. De hecho, estaban muy próximos a los principios intuicionistas. Los razonamientos conflictivos —tales como las demostracio­ nes de existencia mediante contradicción, la inducción transfinita, los conjuntos con infinito actual, las definiciones impredica­ tivas y el axioma de elección— no serían utilizados. Las de­ mostraciones de existencia debían ser constructivas. Puesto que un sistema formal puede ser ilimitado, la metamatemática debía aceptar conceptos y cuestiones que al menos implicaran sistemas potencialmente infinitos. Sin embargo, no debería haber referencia ni a un número infinito de propiedades es­ tructurales de fórmulas ni a un número infinito de manipu­ laciones de fórmulas. Se puede permitir la consideración de fórmulas en las que los símbolos representan conjuntos con un infinito actual. Pero solamente son símbolos dentro de las fórmulas. La inducción matemática sobre los números natura­ les (los números enteros positivos) es admisible porque prueba una proposición para cualquier número finito n, pero no es

necesario interpretar que prueba una proposición para todo el conjunto infinito de números naturales. A los conceptos y métodos de la demostración metamatemática los llamó finitarios. Hilbert fue más bien vago respec­ to a lo que entendía por finitario. En su trabajo de 1925 daba el siguiente ejemplo. El enunciado «si p es un número primo, existe un número primo mayor que p » no es finitario porque es una afirmación acerca de todos los enteros mayores que p. Sin embargo, el enunciado «si p es un número primo, existe un número primo entre p y p\ + 1 (factorial de p más uno)» es finitario porque, para cualquier número p, lo que hay que comprobar es si existe un número primo entre una cantidad finita de números entre los números p y p! + 1. En un libro que publicó en 1934 con Paul Bernays, Hilbert describía el concepto de la siguiente forma: Usaremos siempre la palabra «finitario» para indicar que la discu­ sión, la aserción o la definición en cuestión permanece dentro de los límites de la más estricta producibilidad de objetos y practicabilidad de procesos y que, de acuerdo con esto, puede realizarse dentro del dominio de la inspección directa. La metamatemática usaría el lenguaje intuitivo o informal con la ayuda, cuando fuera incuestionable, de algunos símbolos. Hablando de su programa metamatemático en el Congreso Internacional de Matemáticos de 1928, Hilbert afirmaba con­ fiadamente: «Con estos nuevos fundamentos de las matemá­ ticas, que se pueden llamar apropiadamente teoría de la de­ mostración, creo que puedo desterrar de nuestro mundo todos los problemas relativos a los fundamentos.» En particular, estaba seguro de que podría resolver el problema de la con­ sistencia y de la complitud. Es decir, serían probados o refu­ tados todos los enunciados significativos. No habría proposi­ ciones indecidibles. Era de prever que el programa formalista sería criticado por sus rivales. En la segunda edición de Los principios de la matemática (1937) Russell acusaba a los axiomas de la arit­ mética utilizados por los formalistas de no precisar el signi­ ficado de los símbolos 0, 1, 2, ... Se podría comenzar también con lo que entendemos intuitivamente por 100, 101, 102, ... En consecuencia, la afirmación «Hubo 12 apóstoles» no tendría significado dentro del formalismo. «Los formalistas son como un relojero que está tan preocupado por dar a sus relojes una bella apariencia que se olvida de que su propósito es marcar

la hora y por tanto no les coloca ninguna pieza». La definición logicista de número hace que sea inteligible la conexión con el mundo real; la teoría formalista, no. También ^itacó Russell el concepto formalista de existencia. Hilbert había aceptado los conjuntos infinitos y otros elemen­ tos ideales, y había dicho que si los axiomas de cualquier rama de las matemáticas que incluyan la ley del tercio excluso y el principio de contradicción, no llevan a contradicciones, la existencia de las entidades que satisfacen los axiomas está ase­ gurada. Russell llamó metafísica a esta noción de existencia. Además, decía Russell, no existe límite a la variedad de siste­ mas axiomáticos no contradictorios que se pueden inventar. Lo que nos interesa, continuaba, son los sistemas que tienen aplicación a la materia empírica. Las críticas de Russell recuerdan a las de la sartén al cazo. En 1937 había olvidado ya lo que había escrito en 1901: «Las matemáticas se pueden definir como la disciplina en la que nunca sabemos de qué estamos hablando ni si lo que decimos es verdad.» El programa formalista era inaceptable para los intuicio­ nistas. Además de las diferencias básicas sobre el infinito y la ley del tercio excluso, los intuicionistas continuaban insis­ tiendo en que confiaban en el sentido de las matemáticas para determinar su solidez, mientras que los formalistas (y los logi­ cistas) se ocupaban de mundos ideales o trascendentales que carecían de sentido. Brouwer había ya mostrado en 1908 que la lógica y el sentido estaban en flagrante contradicción en algunas de las afirmaciones básicas del análisis clásico, en particular el teorema de Bolzano-Weierstrass (teorema bas­ tante técnico en el que se afirma que todo conjunto infinito y acotado tiene, al menos, un punto límite). Debemos elegir, de­ cía Brouwer, entre nuestro concepto a priori de los enteros positivos y el uso sin restricciones del principio del tercio excluso cuando este último se aplica a cualquier razonamiento más allá de lo que es verificable con procedimientos finitos. El uso sin restricciones de la lógica de Aristóteles conduce a resultados formalmente válidos, pero carentes de sentido. Las matemáticas clásicas abandonan la realidad cuando, en mu­ chas construcciones lógicas, abandonan el sentido. La crítica de Brouwer fue la causa de que mucha gente reconociera la falsedad de la creencia, antes incuestionable, de que las grandes teorías de las matemáticas son la expresión verdadera de algún contenido real subyacente. Eran, supuesta­ mente, idealizaciones de cosas o fenómenos esencialmente rea­

les. Sin embargo, especialmente en el siglo xix, gran parte del análisis clásico había ido mucho más allá de cualquier sentido intuitivo, aparte de ser poco satisfactorio, desde un punto de vista lógico, para los intuicionistas. Aceptar a R#ouwer equi­ vale a rechazar una gran parte de las matemáticas clásicas so­ bre la base de que carecen de sentido intuitivo. Los intuicionistas dicen hoy que, aun cuando se diera la demostración de Hilbert de la consistencia de las matemáti­ cas formalizadas, la teoría, las matemáticas formalizadas, ca­ recerían de sentido. Weyl se quejaba de que Hilbert «salvaba» las matemáticas clásicas «mediante una reinterpretación radi­ cal de su sentido», esto es, formalizándolas y privándolas de su significado, «transformando así lo que en principio era un sistema de resultados intuitivos en un juego con fórmulas que se desarrolla de acuerdo con unas reglas fijas». «Las mate­ máticas de Hilbert pueden ser un bonito juego de fórmulas, más divertido incluso que el ajedrez, pero, ¿qué importancia tienen para el conocimiento, si sus fórmulas no tienen, como confiesan, ningún significado material en virtud del cual pue­ dan expresar verdades intuitivas?» Hay que señalar, en defensa de la escuela formalista, que si las matemáticas son reducidas a fórmulas sin significado, es únicamente con el propósito de probar la consistencia, la complitud y otras propiedades. En cuanto a las matemáticas en su conjunto, incluso los forma­ listas rechazan la idea de que se trate simplemente de un jue­ go; las consideran como una ciencia objetiva. Al igual que Russell, los intuicionistas se opusieron al con­ cepto formalista de existencia. Hilbert había mantenido que la existencia de cualquier objeto estaba garantizada por la consistencia de la rama de las matemáticas en donde hubiera sido introducido. Esta noción de existencia es inaceptable para los intuicionistas. La consistencia no asegura la verdad de los teoremas de pura existencia. El argumento había sido dado ya, doscientos años antes, por Immanuel Kant en su Crítica de la razón pura: «Pues sustituir la posibilidad trascendente de las cosas (a saber, que un objeto corresponde al concepto) por la posibilidad lógica del concepto (a saber, que el concepto no es en sí mismo contradictorio) sólo puede engañar y dejar satisfechos a los simples de espíritu.» En la década de 1920 tuvo lugar un violento diálogo entre formalistas e intuicionistas. En 1923, Brouwer criticó dura­ mente a los formalistas. Por supuesto, decía, el tratamiento formalista y axiomático puede evitar las contradicciones, pero por este camino jamás se obtendrá nada que tenga valor ma­

temático. «Una teoría incorrecta, aunque no pueda ser recha­ zada mediante una contradicción que la refute, sigue siendo, no obstante, incorrecta, de la misma forma que un acto cri­ minal lo es pueda o no un jurado evitarlo.» También re­ calcaba, sarcásticamente, en una conferencia dada en 1912 en la universidad de Amsterdam: «A la cuestión de dónde se en­ contrará rigor matemático, las dos partes dan respuestas dife­ rentes. Los intuicionistas dicen que en la inteligencia humana, los formalistas que en el papel.» Hilbert, a su vez, acusó a Brouwer y Weyl de tratar de lanzar por la borda todo lo que no les agradaba y promulgar dictatorialmente un embargo. En su trabajo de 1925 decía que el intuicionismo era una traición a la ciencia. Con todo, en su metamatemática, como señalaba Weyl, limitaba sus prin­ cipios a los esencialmente intuicionistas. Hay todavía otra crítica del formalismo a los principios de la metamatemática. Se supone que son aceptables para todos. Pero fueron los formalistas los que hicieron la elección. ¿Por qué habría de ser su intuición la piedra de toque? ¿Por qué no utilizar el enfoque intuicionista para todas las matemáticas? Obviamente la prueba de fuego de si un método es admisible en la metamatemática es que sea convincente, pero ¿convin­ cente para quien? Aunque los formalistas no pudieron contestar a todas las críticas, tenían, ya en 1930, un argumento de peso a su favor. Por aquel entonces, Russell y sus compañeros logicistas esta­ ban de acuerdo en que los principios de la lógica no eran verdades, por lo que la consistencia no estaba asegurada, y los intuicionistas solamente podían mantener que la solidez de sus intuiciones garantizaba la consistencia. Los formalistas, por otra parte, disponían de un procedimiento bien pensado para probar la consistencia, y sus éxitos con sistemas simples les hacían confiar en que también tendrían éxito con la con­ sistencia de la aritmética y, por tanto, de todas las matemáticas. Dejémosles, pues, en esta situación relativamente ventajosa para considerar otra aproximación rival a los fundamentos de las matemáticas. Los miembros de la escuela conjuntista no formularon al principio una filosofía distinta, pero gradualmente adquirieron simpatizantes y un programa explícito. Hoy, ciertamente, pue­ de decirse que esta escuela compite por el favor de los mate­ máticos tanto como cualquiera de las tres descritas hasta ahora. Se pueden atribuir los comienzos de la escuela conjuntista a los trabajos de Dedekind y Cantor. Aunque ambos estaban

fundamentalmente preocupados por los conjuntos infinitos, los dos comenzaron a fundamentar incluso los números enteros ordinarios (los números naturales) sobre la base del concepto de conjunto. Por supuesto, una vez establecidos los números enteros, se podrían obtener después todas las matemáticas (capítulo 8). Cuando las contradicciones de la teoría de conjuntos de Cantor propiamente dicha, las del mayor cardinal y las del mayor ordinal, y contradicciones como las de Russell y Ri­ chard, que incluyen conjuntos, se dieron a conocer, algunos matemáticos creyeron que esas paradojas se debían a la in­ troducción más bien informal de la teoría de conjuntos. Cantor había introducido audazmente ideas radicales, pero su pre­ sentación era algo descuidada. Ofreció diversas definiciones verbales de conjunto en 1884, 1887 y 1895. Su noción de con­ junto era esencialmente la de una colección de objetos defini­ dos y distinguibles por nuestra intuición o pensamiento. Por otra parte, un conjunto estaba definido cuando, para cada ob­ jeto x, sabemos si x pertenece o no al conjunto. Estas defini­ ciones son imprecisas y toda la presentación de Cantor es descrita hoy como ingenua. Por tanto, los conjuntistas pen­ saron que unos fundamentos axiomáticos cuidadosamente se­ leccionados eliminarían las paradojas de la teoría de conjun­ tos, de la misma forma que la axiomatización de la geometría y los sistemas numéricos habían resuelto los problemas lógicos en esas áreas. Aunque la teoría de conjuntos está incorporada a la apro­ ximación logicista a las matemáticas, los conjuntistas prefi­ rieron aproximarse directamente a los conjuntos mediante axio­ mas. La axiomatización de la teoría de conjuntos fue empren­ dida por primera vez por Ernst Zermelo en un trabajo de 1908. También él creía que las paradojas de la teoría de conjuntos venían de que Cantor no había restringido el concepto de con­ junto. Zermelo esperaba, por consiguiente, que unos axiomas claros y explícitos clarificarían lo que se entendía por conjun­ to y las propiedades que los conjuntos debían tener. No con­ taba con ninguna base filosófica, pero trataba de evitar las contradicciones. Zermelo buscaba, en particular, limitar el tamaño de los conjuntos. Su sistema de axiomas contenía los conceptos fundamentales no definidos y la relación de conte­ nido entre conjuntos. Estos y los conceptos definidos habrían de satisfacer los requerimientos de los axiomas. No se usaría ninguna propiedad de los conjuntos a menos que fuera dedu­ cida de los axiomas. En los axiomas se estipulaba la existencia

de conjuntos infinitos y la formación del conjunto unión de otros dos y de subconjuntos de un conjunto dado. Zermelo utilizó también el axioma de elección. El sistema de axiomas de Zermelo fue perfeccionado al­ gunos años más tarde (1922) por Abraham A. Fraenkel (18911965). Zermelo no había distinguido entre la propiedad de un conjunto y el propio conjunto. Ambos fueron utilizados como sinónimos. La distinción fue hecha por Fraenkel en 1922. El sistema de axiomas usado más comúnmente por los conjuntistas es conocido con el nombre de sistema de ZermeloFraenkel. Ambos presupusieron la lógica matemática más agu­ da y refinada de su tiempo, pero no especificaron los princi­ pios lógicos. Los consideraban fuera del ámbito de las mate­ máticas y como elementos que podían ser utilizados confiada­ mente, de la misma forma que los matemáticos habían aplicado la lógica antes de 1900. Señalemos algunos de los axiomas de la teoría de conjun­ tos de Zermelo-Fraenkel. Nos tomaremos la libertad de enun­ ciarlos en forma verbal. 1. Dos conjuntos son idénticos si tienen los mismos ele­ mentos. (Intuitivamente, este axioma define la noción de conjunto.) 2. Existe el conjunto vacío. 3. Si jc e y son conjuntos, entonces el par no ordenado {x, y } es un conjunto. 4. La unión de un conjunto de conjuntos es un conjunto. 5. Existen conjuntos infinitos. (Este axioma permite los cardinales transfinitos. Es crucial porque va más allá de la experiencia.) 6. Cualquier propiedad que pueda ser formalizada en el lenguaje de la teoría de conjuntos puede ser utilizada para definir conjuntos. 7. Se puede formar el conjunto potencia de cualquier con­ junto; esto es, la colección de todos los subconjuntos de cualquier conjunto dado es un conjunto. (Este pro­ ceso puede repetirse indefinidamente; es decir, se pue­ de considerar el conjunto de todos los subconjuntos de cualquier conjunto dado como un nuevo conjunto; el conjunto potencia de este conjunto es un nuevo con­ junto.) 8. El axioma de elección. 9. x no pertenece a x.

Lo que es especialmente digno de mención en estos axiomas es que no permiten la formación de conjuntos omnicomprensivos y presumiblemente evitan, de esta forma, las paradojas. Con todo, son adecuados para implicar todas las propiedades de la teoría de conjuntos necesarias para el análisis clásico. El desarrollo de los números naturales sobre la base de la teoría de conjuntos puede realizarse con facilidad. Cantor ha­ bía afirmado en 1885 que las matemáticas puras eran reducibles a la teoría de conjuntos, y, en efecto, esto fue lo que hi­ cieron Russell y Whitehead, aunque su aproximación a los conjuntos era mucho más complicada. Y de las matemáticas del número se siguen todas las matemáticas, incluyendo la geometría, si ésta se funda en la geometría analítica. Por tanto, la teoría de conjuntos sirve como fundamento para. todas las matemáticas 2. Para resumir: la esperanza de evitar las contradicciones descansa, en el caso de la axiomatización de la teoría de con­ juntos, en la restricción del tipo de conjuntos que se admiten, al mismo tiempo que los que se admiten son suficientes para los fundamentos del análisis. Los axiomas de la teoría de con­ juntos evitan las paradojas, hasta el punto de que hasta el momento no ha sido posible obtener ninguna de ellas dentro de la teoría. Zermelo manifestó que no se podía obtener nin­ guna. Los conjuntistas posteriores estaban y están convenci­ dos, sin duda alguna, de que no se pueden obtener paradojas porque Zermelo y Fraenkel construyeron cuidadosamente una jerarquía de conjuntos que evitaba la ambigüedad de los tra­ bajos anteriores sobre los conjuntos y sus propiedades. No obstante, la consistencia de la teoría de conjuntos axiomatizada no ha sido demostrada. Pero los conjuntistas no están demasiado preocupados por ello. A propósito de este proble­ ma de la consistencia, decía Poincaré en uno de sus cáusticos 2 Posteriormente Gódel (1940) y Bemays (1937) modificaron el sistema de Zermelo-Fraenkel para distinguir entre conjuntos y clases. Gódel y Bernays simplificaron una versión de 1925 debida a Von Neumann. Los conjuntos pueden pertenecer a otros conjuntos. Todos los conjuntos son clases, pero no todas las clases son conjuntos. Las clases propias (las que no son conjuntos) no pueden pertenecer a otras clases más amplias. Esta distinción entre conjuntos y clases significa que no se admite que colecciones monstruosamente grandes pertenezcan a otras clases. De esta forma se eliminaron los conjuntos inconsistentes de Cantor. Todo teo­ rema del sistema de Zermelo-Fraenkel es un teorema del sistema de Gódel-Bernays, y recíprocamente. Existen, de hecho, muchas variaciones de estos sistemas de axiomas para la teoría de conjuntos. Pero no hay ningún criterio para preferir uno de ellos a los demás.

comentarios: «Hemos puesto una cerca alrededor del rebaño para protegerlo de los lobos, pero no sabemos si dentro de la cerca han quedado encerrados algunos lobos.» Como en el caso de las otras escuelas, los conjuntistas no escaparon a las críticas. Muchos atacaron el uso del axioma de elección. Para otros críticos, el hecho de que los conjun­ tistas no especificaran sus fundamentos lógicos era harto cues­ tionable. Ya en la primera década de este siglo estaban bajo investigación la lógica y sus relaciones con las matemáticas, mientras que los conjuntistas no sentían ninguna preocupación por los principios lógicos. Por supuesto, su confianza respecto de la consistencia era considerada como ingenua, tan ingenua como había sido la del propio Cantor hasta que descubrió las dificultades (capítulo 9). Otra crítica era que los axiomas de la teoría de conjuntos son más bien arbitrarios y artificiales. Están destinados a evitar las paradojas, pero algunos no son naturales ni están basados en la intuición. ¿Por qué no partir entonces de la aritmética puesto que los principios lógicos son asumidos incluso por los conjuntistas? No obstante, los axiomas de la teoría de conjuntos de Zermelo-Fraenkel son utilizados ahora por algunos matemáticos como el fundamento adecuado sobre el que construir todas las matemáticas. Es la teoría más general y fundamental so­ bre la que construir el análisis y la geometría. En efecto, de la misma forma que las otras aproximaciones iban ganando adeptos a medida que los respectivos líderes continuaban des­ arrollando y perfeccionando sus filosofías, igual ocurría con la aproximación conjuntista. Algunos logicistas, por ejemplo Willard Van Orman Quine, se inclinaron por la teoría de con­ juntos. Aunque todavía no se han narrado muchos hechos importantes, deberíamos señalar en el actual contexto que un grupo de prominentes y muy respetados matemáticos que ope­ raban bajo el seudónimo colectivo de Nicholas Bourbaki se propuso en 1936 demostrar con gran detalle lo que la mayoría de los matemáticos creían que debe ser verdadero, a saber, que si se aceptan los axiomas de la teoría de conjuntos de Zermelo-Fraenkel, y en particular la modificación hecha por Godel y Bernays, y algunos principios de la lógica, se pueden construir todas las matemáticas sobre ellos. Pero también para los bourbakistas la lógica está subordinada a los axiomas de las matemáticas propiamente dichas. La lógica no controla lo que son o lo que hacen las matemáticas. Los bourbakistas expresaron su postura sobre la lógica en un artículo del Journal for Symbolic Logic (1949): «En otras

u

palabras, la lógica, por lo que a los matemáticos respecta, no es ni más ni menos que la gramática del lenguaje que usamos, un lenguaje que tuvo que existir antes de que se pudiera construir la gramática.» Los desarrollos futuros de las mate­ máticas pueden requerir modificaciones de la lógica. Esto ha ocurrido con la introducción de los conjuntos infinitos y, como veremos cuando estudiemos el análisis no estándard3, podría ocurrir de nuevo. Así, la escuela bourbakista renuncia a Frege, Russell, Brouwer y Hilbert. Usa el axioma de elección y la ley del tercio excluso, aunque los obtiene utilizando una técni­ ca de Hilbert. El grupo Bourbaki no se preocupa por el pro­ blema de la consistencia. Sobre este problema, los bourbakistas dicen: «Simplemente, observamos que estas dificultades pueden ser superadas de una forma que obvia todas las obje­ ciones y no deja duda alguna sobre la corrección del razona­ miento.» En el pasado han surgido contradicciones y han sido superadas. Esto ocurrirá en el futuro. Durante veinticinco si­ glos, «los matemáticos han estado corrigiendo sus errores y viendo su ciencia enriquecida y no empobrecida como conse­ cuencia de ello; y esto les da derecho a contemplar el futuro con serenidad». Los bourbakistas han publicado ya unos trein­ ta volúmenes de su desarrollo de la aproximación conjuntista. Así pues, en 1930 habían sido expuestas cuatro aproxima­ ciones a las matemáticas independientes, distintas y más o menos enfrentadas, y los defensores de los distintos enfoques estaban, aunque parezca exagerado decirlo, en guerra los unos contra los otros. Ya no se podía decir que se había probado correctamente un teorema. En 1930 había que añadir por qué criterios había sido juzgado correcto. La consistencia de las matemáticas, el principal problema que había motivado las nuevas aproximaciones, no estaba resuelto en absoluto, si ex­ ceptuamos la postura intuicionista de que la intuición del hombre garantiza la consistencia. La ciencia que en 1800, a pesar de los fallos en su desarrollo lógico, era aclamada como la ciencia perfecta, la ciencia que establece sus conclusiones mediante un razonamiento infalible e incuestionable, la ciencia cuyas conclusiones son no sólo infalibles, sino verdades acerca de nuestro universo y, como dirían algunos, verdades en cualquier universo posible, no so­ lamente había perdido su pretensión de verdad, sino que esta­ ba empañada por el conflicto entre las escuelas de funda­ 3 Capitulo 12.

mentos y las afirmaciones sobre los principios correctos de razonamiento. El orgullo de la razón humana estaba en crisis. El estado de la cuestión en 1930 ha sido descrito por el matemático Eric T. Bell: La experiencia ha enseñado a la mayor parte de los matemáticos que mucho de lo que parece sólido a una generación matemática tiene grandes posibilidades de disolverse como un terrón de azúcar bajo el examen más atento de la siguiente... El conocimiento, en el sentido de un acuerdo razonablemente común sobre lo que son las matemáticas fundamentales, parece no existir [...]. La escueta exhibición de los hechos debería bastar para establecer el único punto de trascendencia humana, a saber, que expertos igualmente competentes han estado en desacuerdo, y siguen todavía estándolo, sobre los aspectos más simples de cualquier razonamiento que tenga la menor pretensión, implícita o explícita, de universalidad, de generalidad o de legitimidad.

¿Qué podía deparar el futuro? Como veremos, el futuro deparó muchos más problemas dolorosos.

Para un hechizo de inquietud poderosa cual pócima infernal hirviente y borboteante dóblese y redóblese la fatiga y la preocupación arda el fuego, bulla el brebaje. S hakespeare , Macbeth Se podría decir, retrospectivamente, que el estado de los fun­ damentos de las matemáticas en 1930 era tolerable. Se habían resuelto las paradojas conocidas, aunque cada una de las es­ cuelas lo hiciera de forma peculiar. Ciertamente, no había ya unanimidad sobre lo que eran las matemáticas correctas, pero un matemático podía adoptar la aproximación que más le atrajera. Después, podía proceder a crear de acuerdo con los principios de esa aproximación. Sin embargo, dos problemas continuaban intranquilizando la conciencia matemática. El problema decisivo consistía en establecer la consistencia de las matemáticas, el auténtico pro­ blema que planteara Hilbert en su discurso de 1900 en París. Aunque se habían resuelto las paradojas conocidas, seguía es­ tando presente el peligro de que pudieran descubrirse otras nuevas. El segundo problema era el que ha venido llamándose problema de la complitud. Generalmente, complitud significa que los axiomas de una rama de las matemáticas son adecua­ dos para establecer la corrección o falsedad de cualquier aser­ ción significativa formulada mediante los conceptos de esa rama. A un nivel muy elemental, el problema de la complitud consiste, por ejemplo, en saber si una conjetura razonable de la geometría euclídea, a saber, la de que las alturas de un trián­ gulo se cortan en un punto, puede ser demostrada (o rechazada) sobre la base de los axiomas de Euclides. A un nivel más elevado y en el campo de los números transfinitos, la hipótesis

del continuo (capítulo 9) sirve de ejemplo. La complitud re­ queriría que esta conjetura fuera probada o rechazada sobre la base de los axiomas que subyacen a la teoría de los números transfinitos. Análogamente, la complitud requeriría que la hi­ pótesis de Goldbach —que todo número par es la suma de dos números primos— fuera demostrable o rechazable sobre la base de los axiomas de la teoría de números. El problema de la complitud incluía, de hecho, muchas otras proposiciones cuyas demostraciones habían desafiado a los matemáticos du­ rante décadas e incluso siglos. Las diversas escuelas habían adoptado posturas bastante diferentes respecto de los problemas de consistencia y com­ plitud. Russell había abandonado su creencia en la verdad de los axiomas lógicos utilizados en la aproximación logicista y había confesado la artificialidad de su axioma de reducibili­ dad (capítulo 10). Su teoría de tipos evitaba las paradojas co­ nocidas, por lo que tenía confianza en que evitara todas las paradojas posibles. No obstante, la confianza es una cosa y la demostración es otra. No abordó el problema de la complitud. Aunque los conjuntistas confiaban en que no surgirían nuevas contradicciones en su aproximación, faltaba la demos­ tración de esta esperanza. La complitud era una preocupación, pero en modo alguno importante. Los intuicionistas, por su parte, eran indiferentes al problema de la consistencia. Esta­ ban convencidos de que las intuiciones aceptadas por la mente humana eran eo ipso consistentes, y de que las demostracio­ nes formales eran innecesarias e incluso irrelevantes para su filosofía. En cuanto a la complitud, la intuición humana, creían ellos, era lo suficientemente poderosa como para decidir la verdad o falsedad de cualquier proposición que tuviera senti­ do (significativa), aunque algunas pudieran ser indecidibles. Sin embargo, los formalistas, encabezados por Hilbert, no estaban satisfechos. Después de algunos esfuerzos limitados, en la década de 1900, de resolver el problema de la consisten­ cia, Hilbert volvió en 1920 sobre este problema y sobre el de la complitud. Había esbozado en sus metamatemáticas el enfoque de la demostración de la consistencia. En cuanto a la complitud, en su artículo de 1925 «Sobre el infinito», Hilbert repetía, esen­ cialmente, lo que había dicho en París en su discurso de 1900. Decía allí que «todo problema matemáticamente definido debe ser necesariamente susceptible de una solución exacta». En 1925 desarrollaba esta afirmación:

Como ejemplo de la forma en que se pueden tratar las cuestiones fundamentales, me gustaría elegir la tesis de que todo problema matemático puede ser resuelto. Todos estamos convencidos de ello. Después de todo, una de las cosas que más nos atrae cuando nos dedicamos a un problema matemático es precisamente que siem­ pre oímos dentro de nosotros la voz: aquí está el problema, busca la solución; la puedes hallar por puro pensamiento, porque en ma­ temáticas no existe el ignorabimus [no sabremos]. En el Congreso de 1928 en Bolonia, Hilbert, en un discurso, criticaba las viejas demostraciones de complitud porque uti­ lizaban principios lógicos que no estaban permitidos en su metamatemática, pero confiaba mucho en la complitud de su propio sistema: «Nuestra razón no es portadora de ningún arte secreto, sino que procede mediante reglas enunciables y bien definidas que son la garantía de la objetividad absoluta de su juicio.» Todo matemático, decía, comparte la convicción de qué cada problema definido matemáticamente debe ser sus­ ceptible de solución. En su artículo de 1930, «Conocimiento natural y lógica», decía: «La auténtica razón por la que Comte no pudo hallar un problema insoluble es, en mi opinión, que no existen los problemas insolubles.» En «Los fundamentos de las matemáticas», trabajo leído en 1927 y publicado en 1930, Hilbert desarrollaba un escrito de 1905. Refiriéndose a su método metamatemático (teoría de la demostración) para establecer la consistencia y la complitud, afirmaba: Con esta nueva forma de proveer a las matemáticas de fundamentos, a la que podemos llamar, con propiedad, teoría de la demostración, persigo una importante meta, pues me gustaría eliminar de una vez por todas las cuestiones relativas a los fundamentos de las ma­ temáticas, en la forma en que están ahora planteados, convirtiendo toda proposición matemática en una fórmula que pueda ser es­ crita con precisión y obtenida estrictamente, refundiendo así las inferenpias y deducción matemáticas de forma que sean indu­ bitables y proporcionen además una adecuada visión de toda la ciencia. Creo que puedo alcanzar esta meta de forma absoluta con mi teoría de la demostración, aunque quede todavía mucho trabajo por hacer antes de que la teoría esté completamente desarrollada. Evidentemente, Hilbert tenía una gran confianza en que su teoría de la demostración resolviera las cuestiones de la con­ sistencia y la complitud. En 1930 se habían obtenido ya algunos resultados respecto a la complitud. El propio Hilbert había construido un sistema

un tanto artificial que cubría solamente una porción de la aritmética y había establecido su consistencia y su complitud. Otros matemáticos obtuvieron pronto resultados tan limitados como éstos. Así, se demostró que sistemas axiomáticos relati­ vamente triviales, tales como el del cálculo proposicional, eran consistentes y completos. Algunas de estas demostraciones fue­ ron hechas por discípulos de Hilbert. En 1930, Kurt Gódel (1906-1978), más tarde profesor en el Institute for Advanced Study, probó la complitud del cálculo de predicados de primer orden, que cubre las proposiciones y las funciones proposicio­ nales 1. Estos resultados hicieron las delicias de los formalistas. Hilbert estaba seguro de que su matemática, su teoría de la demostración, conseguiría establecer la consistencia y la com­ plitud de todas las matemáticas. Pero justo al año siguiente, Gódel publicaba otro trabajo que abría la caja de Pandora. Este trabajo, «Sobre las propo­ siciones formalmente indecibles de los Principia mathematica y sistemas relacionados» (1931), contenía dos resultados sor­ prendentes. Para el mundo matemático la conclusión más de­ vastadora fue la de que la consistencia de cualquier sistema matemático lo suficientemente amplio como para abarcar in­ cluso la aritmética de los números enteros, no puede ser de­ mostrada mediante los principios lógicos adoptados por las diversas escuelas: los logicistas, los formalistas y los conjuntistas. Esto afectaba fundamentalmente a la escuela formalista puesto que Hilbert había limitado deliberadamente sus prin­ cipios lógicos metamatemáticos a aquellos aceptables incluso para los intuicionistas, de forma que eran muy pocas las he­ rramientas lógicas permitidas. Este resultado hizo decir a Hermann Weyl que Dios existe, porque las matemáticas son indudablemente consistentes, y el diablo existe, porque no podemos probar la consistencia. El anterior resultado de Godel es un corolario de otro re­ sultado suyo igualmente sorprendente, llamado teorema de incomplitud de Godel. Afirma que si una teoría formal T que abarca la teoría de los números enteros es consistente, enton­ ces es incompleta2. Esto significa que existe un enunciado significativo de la teoría de números, que podemos llamar S, tal que ni S ni no S son demostrables en la teoría. Ahora bien, 1 También es consistente y sus axiomas son independientes. Este hecho fue probado por Hilbert y otros matemáticos. 2 Este resultado se aplica también al cálculo de predicados de segundo orden (capítulo 8). La incomplitud no invalida los teoremas que pueden ser demostrados.

uno de los dos enunciados, S o no S, ha de ser verdadero; por consiguiente, existe una proposición verdadera de la teo­ ría de números que no es demostrable y por lo tanto es indecidible. Aunque Gódel no fue demasiado claro respecto del sistema de axiomas implicado en su trabajo, su teorema se aplica al sistema de Whitehead-Russell, al sistema de ZermeloFraenkel, a la axiomatización de Hilbert de la teoría de nú­ meros y, de hecho, a cualquiera de los sistemas de axiomas más ampliamente utilizados. Aparentemente, el precio de la consistencia es la incomplitud. Para más inri, se puede de­ mostrar que algunos de los enunciados indecidibles son verda­ deros mediante razonamientos, es decir, mediante reglas de razonamiento que trascienden la lógica utilizada en los siste­ mas formales recién mencionados. Como era de esperar, Gódel no obtuvo sus asombrosos re­ sultados fácilmente. Su esquema de conjunto consistió en aso­ ciar números a cada símbolo y a cada sucesión de símbolos, por ejemplo, de las aproximaciones logicista y formalista de las matemáticas. Después asoció también un número a toda proposición o conjunto de proposiciones que constituyera una demostración. A estos números se les conoce como números de Gódel. Su aritmetización consistía específicamente en asignar un número natural a los conceptos matemáticos. Al 1 le asignó el 1. Al signo igual le asignó el 2; al símbolo de negación de Hilbert le asignó el 3; al signo más le asignó el 5, y análoga­ mente para los demás símbolos. Así pues, para la colección de símbolos 1 = 1 tenía los símbolos 1, 2, 1. Sin embargo, Gódel no asignó a la fórmula 1 = 1 los símbolos 1, 2, 1, sino un único número que, no obstante, asociaba la fórmula con los números 1, 2, 1. Tomó los tres primeros números primos 2, 3, 5 y formó el número 21. 32. 51 = 90. De esta manera asignó a la fórmula 1 = 1 el número 90. Observemos que 90 se puede descomponer de manera única en la forma 21. 32. 51, de manera que podemos recobrar para la fórmula los sím­ bolos 1, 2, 1. Gódel asignó, pues, un número a cada fórmula de los sis­ temas que consideró. Análogamente asoció un número a toda sucesión completa de fórmulas que constituyen una demostra­ ción. Los exponentes de la descomposición factorial de tales números son los números de las fórmulas de la sucesión. Los números asociados a estas sucesiones de fórmulas no son pri­ mos, pero están ligados a números primos. Así, 2900 . 390 puede ser el número de una demostración. Esta demostración con­

tiene la fórmula 900 y la fórmula 90. Por consiguiente, pode­ mos reconstruir las fórmulas de una demostración a partir del número de la demostración. Gódel mostró a continuación que los conceptos de la metamatemática acerca de las fórmulas de los sistemas formales también pueden ser representados por números. De aquí que se pueda asignar a cada aserción de la metamatemática un número de Gódel. Este número es el número de un enunciado metamatemático. Así pues, también la metamatemática está «representada» en la aritmética. Gódel mostró cómo construir en términos aritméticos una aserción aritmética G que diga, en lenguaje verbal metamate­ mático, que el enunciado con número de Gódel m, por ejem­ plo, no es demostrable. Pero G, como sucesión de símbolos que es, tiene un número de Gódel que es precisamente m. Así pues, G dice de sí misma que no es demostrable. Pero si la aserción aritmética G es demostrable, entonces dice que G no es demostrable, y si G no es demostrable, entonces lo que se afirma es justamente eso, que no es demostrable. Sin em­ bargo, puesto que la aserción aritmética es o bien demostrable o bien indemostrable, el sistema formal al que pertenece la aserción aritmética, si es consistente, entonces es incompleto. No obstante, el enunciado aritmético G es verdadero porque es un enunciado sobre enteros que se puede establecer por razonamientos más intuitivos de lo que permiten los sistemas formales. La esencia deí esquema de Gódel se puede ver también mediante el siguiente ejemplo. Si uno considera el enunciado, «Esta frase no es verdadera», obtenemos una contradicción. Pues, si la frase es verdadera, entonces, según lo que ella afir­ ma, es falsa; y si la frase es falsa, entonces es verdadera. Gódel sustituyó falso por indemostrable, de manera que la frase dice: «Esta frase es indemostrable.» Ahora bien, si el enunciado es indemostrable, entonces lo que dice es verda­ dero. Si, por el contrario, la frase es demostrable, entonces no es verdadera o, por lógica común, si es verdadera es in­ demostrable. Por consiguiente, la frase es verdadera si y sólo si es indemostrable. De este modo el resultado no es una con­ tradicción, sino una frase verdadera que es indemostrable o indecidible. Después de mostrar su enunciado indecidible, Gódel cons­ truyó un enunciado aritmético A que representa el enunciado metamatemático «La aritmética es consistente», y demostró que A implica G. Por tanto, si A fuera demostrable, G sería

demostrable. Pero puesto que G es indecidible, A no es demos­ trable. Es indecidible. Este resultado establece la imposibili­ dad de probar la consistencia por un método o conjunto de principios lógicos que pueda ser representado en el sistema de la aritmética. Podría parecer que es posible evitar la incomplitud aumen­ tando los principios de la lógica o añadiendo un axioma mate­ mático al sistema formal. Pero Gódel demostró con su método que, si el enunciado que se añade es también expresable en términos aritméticos mediante su esquema para asociar nú­ meros a los símbolos y fórmulas, entonces se puede construir otro enunciado indecidible. Dicho de otra forma, los enuncia­ dos indecidibles sólo se pueden evitar y la consistencia sólo se puede probar mediante principios de razonamiento que no se pueden «representar» en la aritmética. Usando una analo­ gía un tanto flexible, si los principios de razonamiento y los axiomas matemáticos estuvieran en japonés y la aritmetización de Godel estuviera en inglés, entonces se seguirían obteniendo los resultados de Godel en la medida en que el japonés pu­ diera ser traducido al inglés. Así pues, el teorema de incomplitud de Gódel afirma que ningún sistema de axiomas lógicos y matemáticos que pueda ser aritmetizado en la forma en que lo hizo Gódel, es adecua­ do para abarcar todas las verdades de ese sistema, por no hablar de las verdades de todas las matemáticas, ya que tal sistema de axiomas es incompleto. Existen enunciados signi­ ficativos que pertenecen a esos sistemas, pero que no pueden ser probados dentro de los sistemas. Se puede, no obstante, probar que son verdaderos mediante argumentos no formales. Este resultado, el cual afirma que existen limitaciones a lo que se puede lograr mediante axiomatización, contrasta fuerte­ mente con la tesis de finales del siglo xix de que las mate­ máticas son coextensivas con la colección de las ramas axio­ ma tizadas. El resultado de Gódel asestó un golpe mortal a las esperanzas de axiomatización omnicomprensiva de las ma­ temáticas. Esta limitación del método axiomático no es con­ tradictoria en sí misma, pero es sorprendente porque los ma­ temáticos, y en particular los formalistas, esperaban que cual­ quier enunciado verdadero pudiera siempre ser establecido dentro del marco de algún sistema axiomático. Así, mientras Brouwer dejó bien claro que lo que es intuitivamente cierto no se ajusta a lo que se prueba en las matemáticas clásicas, Godel probó que lo que es intuitivamente cierto va más allá de las demostraciones matemáticas. Como ha dicho Paul Ber-

nays, es menos sensato hoy recomendar axiomáticas que po­ nerse en guardia contra su sobrevalorización. Por supuesto, los anteriores argumentos no excluyen la posibilidad de que nuevos métodos de demostración permitan ir más allá de lo que los principios lógicos aceptados por las escuelas fundacio­ nales permiten. Los dos resultados de Gódel eran demoledores. La imposi­ bilidad de probar la consistencia asestó un golpe mortal muy directamente a la filosofía formalista de Hilbert, porque éste había planeado tal demostración en sus matemáticas y estaba seguro de conseguirlo. Sin embargo, el desastre fue mucho más allá del programa de Hilbert. El resultado de Gódel sobre la consistencia dice que no podemos probar la consistencia de ninguna aproximación a las matemáticas mediante princi­ pios lógicos seguros. Ninguna de las aproximaciones formuladas fue exceptuada. La única característica diferencial de las ma­ temáticas que podría haber sido reivindicada en este siglo, la certeza o la validez absoluta de sus resultados, no podía seguir siéndolo. Y lo que es peor, puesto que la consistencia no podía ser probada, los matemáticos corrían el peligro de hablar de cosas sin sentido ya que algún día podría descu­ brirse una contradicción. Si esto ocurriera y la contradicción no fuera resoluble, entonces todas las matemáticas carecerían de sentido. Pues, de dos proposiciones contradictorias, una debe ser falsa, y el concepto lógico de implicación, adoptado por todos los lógicos matemáticos, la llamada implicación ma­ terial (capítulo 8), permite obtener cualquier proposición de una proposición falsa. Por consiguiente, los matemáticos esta­ ban trabajando bajo amenaza de muerte. El teorema de incomplitud supuso otro duro golpe. También aquí se vio Hil­ bert directamente afectado, aunque el teorema se aplica a todas las aproximaciones formales a las matemáticas. Aunque los matemáticos en general no se habían mostrado tan confiados como Hilbert, ciertamente tenían la esperanza de resolver cualquier problema claramente definido. De hecho, los esfuerzos por probar, por ejemplo, el último «teorema» de Fermat, el cual afirma que no existen enteros que satisfagan la ecuación xn + yn = zn cuando n es mayor que 2, había pro­ ducido ya en 1930 cientos de largos y profundos trabajos. Quizá fueran vanos todos estos esfuerzos, porque el «teorema» puede muy bien ser indecidible. El teorema de Godel es, hasta cierto punto, un rechazo de la ley del tercio excluso. Creemos que una proposición es ver­ dadera o falsa, lo cual significa, con los modernos fundamen­

tos, que es demostrable o indemostrable mediante las leyes de la lógica y los axiomas del sistema particular al que la pro­ posición pertenece. Pero Gódel mostró que algunas proposicio­ nes no son ni demostrables ni indemostrables. Esto constituye un argumento para los intuicionistas, los cuales se manifestaban en contra de la ley del tercio excluso, aunque sobre otras bases. Existe la posibilidad dé probar la consistencia mostrando, por procedimientos distintos a los de Gódel, que el sistema contiene una proposición indecidible, pues, según lo dicho más arriba en relación con la implicación material, si hubiera una contradicción se podría demostrar cualquier proposición. Pero hasta ahora, esto no ha sido logrado. Hilbert no estaba convencido de haberse equivocado. Era optimista por naturaleza. Tenía una confianza sin límites en el poder de la razón y la inteligencia humanas. Este optimismo le proporcionó valor y vigor, pero le impidió aceptar que pu­ diera haber problemas matemáticos indecidibles. Para Hilbert, las matemáticas eran un dominio en el que el investigador no tenía otras limitaciones que su propia inteligencia. Los resultados de Gódel de 1931 fueron publicados entre la redacción del primer volumen (realmente publicado en 1934) y el segundo volumen (1939) de una obra básica sobre funda­ mentos de Hilbert y Paul Bernays. En el prefacio del segundo volumen, los autores se mostraban de acuerdo en que se de­ bían ampliar los métodos de razonamiento en las matemáticas. Incluyeron la inducción transfinita3. Hilbert pensaba que los nuevos principios también podrían ser intuitivamente sólidos y universalmente aceptables. Insistió en esta dirección, pero no pudo lograr nuevos resultados. Los desarrollos posteriores al crucial año de 1931 no han hecho más que complicar la situación, habiendo frustrado, ade­ más, cualquier intento de definir las matemáticas y lo que son resultados correctos. Uno de estos desarrollos, aunque relati­ vamente secundario, debe al menos ser mencionado. Gerhard Gentzen (1909-1945), miembro de la escuela de Hilbert, amplió los métodos de demostración permitidos en las metamatemáticas de Hilbert, utilizando por ejemplo la inducción trans­ finita, y logró en 1936 establecer la consistencia de la teoría de números y de algunas partes del análisis. 3 La inducción matemática habitual prueba que un teorema es verda­ dero para todos los enteros positivos finitos. La inducción transfinita utiliza el mismo método, pero lo extiende a los conjuntos bien ordenados de número cardinal transfinito.

La demostración de consistencia de Gentzen es aceptada y defendida por algunos hilbertianos. Estos formalistas dicen que el trabajo de Gentzen no sobrepasa los límites de la lógica aceptable. Así pues, para defender el formalismo hay que pa­ sar de la lógica finitaria de Brouwer a la lógica transfinita de Gentzen. Los que se oponen al método de Gentzen arguyen que es asombroso lo sofisticada que puede ser la lógica «acep­ table», y que si tenemos dudas sobre la consistencia de la aritmética, nuestras dudas se resolverán utilizando un prin­ cipio metamatemático tan dudoso. La cuestión de la induc­ ción transfinita había suscitado controversias antes incluso de que Gentzen la usara, y algunos matemáticos habían hecho es­ fuerzos para eliminarla de las demostraciones siempre que fuera posible. No es un principio intuitivamente convincente. Como señaló Weyl, principios como éste rebajan el nivel del razonamiento válido hasta el punto de que empieza a ser vago qué es lo que es digno de confianza. El teorema de incomplitud de Gódel dio lugar a problemas subsidiarios dignos de mención. Puesto que en cualquier rama de las matemáticas de alguna complejidad existen proposicio­ nes que no pueden ser probadas ni rechazadas, la cuestión que surge es si se puede determinar, en el caso de una proposición particular, si puede ser o no demostrada. En la literatura es­ pecializada esta cuestión es conocida como el problema de la decisión. Este problema requiere procedimientos efectivos, qui­ zá como los que emplean las máquinas de calcular, que permi­ tan determinar en un número finito de pasos la verdad o fal­ sedad de una proposición o de una clase de proposiciones. Consideremos algunos ejemplos triviales con el objeto de precisar la noción de procedimiento de decisión. Para decidir si un número entero divide a otro exactamente, podemos uti­ lizar el proceso de la división y si no hay resto la respuesta es afirmativa. El mismo procedimiento se emplea para res­ ponder a la pregunta de si un polinomio divide exactamente a otro. Análogamente, para decidir si la ecuación ax 4- by = c, en donde a, b y c son enteros, tiene soluciones enteras para x e y, existe un método bien definido. Da la casualidad que en su discurso al Congreso Interna­ cional de 1900 en París, Hilbert había planteado un problema muy interesante, el décimo, relativo a las ecuaciones diofánticas, en el que se preguntaba si se podría dar un procedi­ miento efectivo para determinar si tales ecuaciones son reso­ lubles en números enteros. Así, mientras la clase de ecuacio­ nes ax + by — c se refiere a ecuaciones diofánticas porque

cada una de ellas tiene dos incógnitas con una sola ecuación, debiendo ser enteras las soluciones, el problema diofántico de Hilbert era mucho más general. En cualquier caso el problema de la decisión es un problema enormemente más complicado que el planteado por Hilbert, aunque a los que trabajan en problemas de decisión les guste hablar de problemas de Hilbert porque el mero hecho de obtener algún resultado en un pro­ blema planteado por Hilbert da categoría al resultado. La noción de procedimiento efectivo fue definida por Alonzo Church (1903- ), profesor de la universidad de Princeton, mediante el concepto de función recursiva o, también podría­ mos decir, función computable. Consideremos un ejemplo sen­ cillo de recursividad. Si se define /(1) como de valor 1 y f(n + 1) como f{n) + 3, entonces /(2) = /(1) + 3, ó 1 + 3, ó 4. Después, /(3) es f(2) + 3, ó 4 + 3, ó 7. Así, podemos computar sucesivamente los valores de f(n). Se dice que la función f(x) es recursiva. La noción de recursividad de Church era más general, pero se reduce a la noción de computabilidad. En 1936, Church, utilizando su noción de función recursiva recién desarrollada mostró que, en general, no era posible un procedimiento de decisión. Así dada una afirmación concreta, no siempre se puede encontrar un algoritmo para determinar si es demostrable o no. Se podría encontrar una demostración para cada caso particular, pero no existe un test que nos diga por adelantado si se puede encontrar o no una demostración. Así pues, los matemáticos podrían malgastar muchos años tratando de demostrar lo que no es demostrable. En el caso del décimo problema de Hilbert, Yuri Matyasevich probó en 1970 que no existe un algoritmo para determinar si existen o no números enteros que satisfagan las ecuaciones diofánticas relevantes. El problema puede que no sea indecidible; pero ningún procedimiento efectivo, que hoy para la mayor parte de los matemáticos significa un procedimiento recursivo (no necesariamente el antes descrito), puede decirnos de antemano si es o no resoluble. La distinción entre proposiciones indecidibles y problemas para los que no hay un procedimiento de decisión es un tanto sutil pero tajante. Las proposiciones indecidibles son indeci­ dibles en un sistema de axiomas particular, y existen en cual­ quier estructura axiomática de importancia. Así, el postulado de las paralelas de Euclides no es decidible sobre la base de los otros axiomas de Euclides. Otro ejemplo es la afirmación de que los números reales son el conjunto más pequeño que

satisface las habituales propiedades axiomáticas de los nú­ meros reales. Los problemas que no han sido resueltos pueden ser indecidibles, pero esto no siempre se puede saber de antemano. El problema de la trisección de un ángulo con regla y compás pudo haber sido considerado, al menos durante siglos, erró­ neamente como indecidible. Pero la trisección resultó ser im­ posible. El teorema de Church afirma que es imposible decidir de antemano si una proposición es o no demostrable. Puede que sea una de las dos cosas; puede que ninguna y que, por tanto sea indecidible, pero esto no es manifiesto como en el caso de las proposiciones indecidibles conocidas. La hipótesis de Goldbach de que todo número par es la suma de dos nú­ meros primos no está, hasta el momento, demostrada. Puede ocurrir que sea indecidible sobre la base de los axiomas de los números, pero ahora mismo no es evidentemente indeci­ dible como lo son los ejemplos de Gódel. Puede, por tanto, ser demostrada o rechazada cualquier día. La conmoción que produjo entre los matemáticos el tra­ bajo de Gódel sobre la incomplitud y la imposibilidad de pro­ bar la consistencia no había sido aún asimilada cuando, unos diez años después, nuevas conmociones amenazaron el curso de las matemáticas. Fue otra vez Gódel quien llevó a cabo una serie de investigaciones que sumieron en mayor confusión todavía la cuestión de lo que son matemáticas sólidas y las direcciones que pueden tomar. Podemos recordar a este res­ pecto que una de las aproximaciones a las matemáticas ini­ ciada a comienzos de siglo consistía en construir las matemá­ ticas sobre la teoría de conjuntos (capítulo 11) y que con este propósito fue desarrollado el sistema de axiomas de ZermeloFraenkel. En La consistencia del axioma de elección y de la hipótesis generalizada del continuo con los axiomas de la teoría de conjuntos (1940), Gódel demostró que, si el sistema de axiomas de Zermelo-Fraenkel sin el axioma de elección es consistente, entonces el sistema obtenido añadiendo este axioma sigue siendo consistente; es decir, no se puede demostrar que el axioma es falso. Análogamente, la conjetura de Cantor, la hi­ pótesis del continuo —que no existe un número cardinal entre So y 2* (que es el mismo que c, el número cardinal de todos los números reales), o que no existen conjuntos no numerables de números reales que tengan un cardinal menor que 2* —

(e incluso la hipótesis generalizada del continuo)4, es consis­ tente con el sistema de Zermelo-Fraenkel aunque se incluya el axioma de elección. En otras palabras, no se puede demos­ trar que estas proposiciones sean falsas. Para probar sus re­ sultados, Gódel construyó modelos en los que estas afirmacio­ nes se verifican. La consistencia de estas dos aserciones, el axioma de elec­ ción y la hipótesis del continuo, era bastante reconfortante. Podían, pues, ser utilizadas al menos con tanta confianza como el resto de los axiomas de Zermelo-Fraenkel. Pero la complacencia de los matemáticos, si es que la hubo, se vio quebrantada por el siguiente descubrimiento de Gódel. Los resultados de Gódel no excluían la posibilidad de que o bien el axioma de elección, o bien la hipótesis del continuo, o bien ambos, pudieran ser probados sobre la base de los demás axiomas de Zermelo-Fraenkel. La idea de que, al menos el axioma de elección no podía ser demostrado sobre esta base había sido expresada ya en 1922. En ese año, y en los siguien­ tes, varios matemáticos, entre ellos Fraenkel, dieron demos­ traciones de la independencia del axioma de elección, pero todos se vieron en la necesidad de añadir algún axioma auxi­ liar al sistema de Zermelo-Fraenkel para hacer posible la de­ mostración. Demostraciones posteriores, hechas por diversos matemáticos, adolecieron del mismo defecto. Gódel conjeturó en 1947 que la hipótesis del continuo es también independien­ te de los axiomas de Zermelo-Fraenkel y del axioma de elección. En 1963, Paul Cohén (1934- ), profesor de matemáticas de la universidad de Stanford, probó que tanto el axioma de elección como la hipótesis del continuo son independientes de los demás axiomas de Zermelo-Fraenkél, siempre que éstos sean consistentes; es decir, que ninguna de las dos afirmacio­ nes puede ser demostrada sobre la base de los otros axiomas de Zermelo-Fraenkel. Más aún, la hipótesis del continuo (y, por supuesto, la hipótesis generalizada del continuo), no pue­ de ser demostrada aunque se incluya dentro del sistema de Zermelo-Fraenkel el axioma de elección. (Sin embargo, los axiomas de Zermelo-Fraenkel sin el axioma de elección pero con la hipótesis del continuo generalizada sí implican el axio­ ma de elección.) Los dos resultados de independencia signifi­ can que en el sistema de Zermelo-Fraenkel el axioma de elec­ ción y la hipótesis del continuo son indecidibles. En particu­

4 La hipótesis generalizada del continuo dice que el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto de cardinal KBJ tiene como cardinal KmK|> es decir, que 2* = K* Cantor había probado que 2K” > K„.

lar, para la hipótesis del continuo, el resultado de Cohén sig­ nifica que puede haber un número transfinito entre K0 y 2X o c, aunque no se conozca ningún conjunto que tenga tal nú­ mero transfinito. En principio, el método de Cohén no era diferente de las demás demostraciones de independencia. Podemos recordar que para probar que el axioma de las paralelas es indepen­ diente de los otros axiomas de Euclides, existe una inter­ pretación o modelo que satisface los demás axiomas, pero no el axioma en cuestión5. Hay que estar seguros de que el mo­ delo es consistente, pues de otra forma, podría satisfacer tam­ bién el axioma en cuestión. La demostración de Cohén mejoró las anteriores de Fraenkel, Gódel y otros, ya que utilizaba solamente los axiomas de Zermelo-Fraenkel, sin condiciones auxiliares. Así como había habido demostraciones anteriores, aunque menos satisfactorias, de la independencia del axioma de elección, la independencia de la hipótesis del continuo era una cuestión abierta antes del trabajo de Cohén. Así pues, si uno quiere construir las matemáticas sobre la teoría de conjuntos (o incluso sobre base logicistas o forma­ listas), se puede decidir por distintas opciones. Uno puede evitar el uso del axioma de elección y de la hipótesis del con­ tinuo. Esta decisión restringiría el número de teoremas que se podrían demostrar. Los Principia mathematica no incluyen el axioma de elección entre sus principios lógicos, pero lo uti­ lizan en la demostración de algunos teoremas, y en esos casos es explícitamente mencionado. Es, desde luego, básico en las matemáticas modernas. Hay más opciones. Uno puede aceptar los dos axiomas o solamente uno de ellos y uno puede rechazar los dos axiomas o solamente uno de ellos. Para rechazar el axioma de elección, uno puede suponer que ni siquiera para las colecciones numerables de conjuntos existe una elección explícita. Para rechazar la hipótesis del continuo, uno puede suponer que 2K= K2 ó 2* = K3. Esto fue lo que hizo Cohén de hecho, dando un modelo. Existen, por consiguiente, muchas matemáticas. Hay mu­ chas direcciones en las que puede avanzar la teoría de conjun­ tos (además de los otros fundamentos de las matemáticas). Además, se puede utilizar el axioma de elección solamente para una cantidad finita de conjuntos, o para una cantidad nume5 El axioma de conmutatividad en la teoría de grupos es independiente de los demás axiomas de grupo. Existen modelos de grupo que lo satis­ facen, como por ejemplo los enteros, y existen modelos que no lo satis­ facen, como por ejemplo los cuaterniones.

rabie de conjuntos, o, por supuesto, para cualquier número de conjuntos. Los diferentes matemáticos han tomado dife­ rentes posturas con respecto al axioma. Con las demostraciones de independencia de Cohén, las ma­ temáticas alcanzaron una situación tan inquietante como con la creación de las geometrías no euclídeas. Como sabemos (ca­ pítulo 8), el hecho de que el axioma de las paralelas de Eucli­ des sea independiente de los otros axiomas euclídeos hizo posible la creación de diversas geometrías no euclídeas. Los resultados de Cohén plantearon el problema: ¿qué elección entre las muchas versiones posibles de los dos axiomas debe­ rían tomar los matemáticos? Aunque se considere solamente la aproximación conjuntista, la variedad de elecciones es des­ concertante. La decisión acerca de cuál de las muchas elecciones posi­ bles adoptar no puede ser tomada a la ligera, porque existen consecuencias tanto positivas como negativas en cada caso. Abstenerse del uso de los axiomas, es decir, evitar toda afir­ mación o rechazo, limitaría severamente, como ya hemos se­ ñalado, lo que se puede demostrar y fuerza la exclusión de mucho de lo que ha sido considerado como básico en las ma­ temáticas existentes. Incluso para probar que todo conjunto infinito S posee un subconjunto infinito numerable se requie­ re el axioma de elección. Los teoremas que necesitan del axio­ ma de elección son fundamentales en el moderno análisis, la topología, el álgebra abstracta, la teoría de números transfi­ nitos y otras áreas. Así pues, no aceptar el axioma es dejar cojas a las matemáticas. Por otra parte, si se adopta el axioma de elección uno pue­ de probar teoremas que, para decirlo suavemente, desafían a la intuición. Uno de éstos es conocido con el nombre de para­ doja de Banach-Tarski. Podemos describirla de la manera si­ guiente: dadas dos esferas sólidas cualesquiera, una del tama­ ño de una pelota de tenis y otra del tamaño de la Tierra, se pueden dividir ambas en un número finito de pequeñas piezas sólidas de modo que no se solapen y cada parte de una de ellas sea congruente con una y una sola parte de la otra. La para­ doja se puede enunciar así: se puede dividir toda la Tierra en pequeñas piezas y, simplemente reordenándolas, construir una esfera del tamaño de una pelota. Un caso especial de esta paradoja descubierta en 1914 es que la superficie de una esfera puede descomponerse en dos partes que pueden reorganizarse para dar dos superficies esféricas completas, cada una del mis­ mo radio que la esfera original. Estas paradojas, a diferencia

de las que se encontraron en la teoría de conjuntos en los pri­ meros años de siglo, no son contradicciones. Son consecuen­ cias lógicas de los axiomas de la teoría de conjuntos y del axioma de elección. Más extrañas consecuencias resultan del rechazo del axioma general de elección. Un resultado técnico, qui?á de más interés para los profesionales, es que todo conjunto lineal es medible. Ahora bien, puesto que el axioma de elección implica la exis­ tencia de conjuntos no medibles, se puede rechazar el axioma de elección suponiendo que todo conjunto lineal es medible. También se presentan consecuencias extrañas para los núme­ ros cardinales transfinitos. En cuanto a la hipótesis del con­ tinuo, aquí se aventura uno en lo desconocido, y no se cono­ cen todavía importantes consecuencias de su aceptación o negación. Pero si se supone que 2* = H2> entonces cualquier conjunto de números reales resulta medible. Se podrían de­ ducir muchas otras nuevas conclusiones. Pero no son cruciales. De la misma forma que las investigaciones sobre el axioma de las paralelas llevó a una encrucijada a la geometría, así también el trabajo de Cohén sobre estos dos axiomas llevó a diversas encrucijadas a todas las matemáticas basadas en la teoría de conjuntos, aunque también afectara a otras aproxi­ maciones con distintos fundamentos. De hecho, desde el tra­ bajo de Cohén en 1963, se han descubierto muchas más pro­ posiciones indecidibles en la teoría de conjuntos de ZermeloFraenkel, de modo que la diversidad de elecciones que se pueden hacer utilizando los axiomas básicos de Zermelo-Fraen­ kel y una o más de las proposiciones indecidibles es descon­ certante. Las demostraciones de independencia del axioma de elección y de la hipótesis del continuo parece como si nos mostraran a un constructor que por un ligero cambio de pla­ nes pudiera construir un castillo en lugar de un edificio de oficinas. Los investigadores actuales en teoría de conjuntos mantie­ nen la esperanza de modificar los axiomas de la teoría de una forma suficientemente sólida como para determinar si el axio­ ma de elección, o la hipótesis del continuo, o ambos,'pueden deducirse de un conjunto de axiomas ampliamente aceptado. En opinión de Gódel, estas esperanzas deberían, seguramente, ser realizables. Hasta ahora los esfuerzos han sido numerosos, pero todos sin éxito. Quizá haya algún día consenso sobre cuáles son los axiomas que deben ser usados. Los trabajos de Godel, Church y Cohén no fueron los úni­ cos en desconcertar a los matemáticos. A medida que pasaban

los años, sus inquietudes se veían multiplicadas. La investigación iniciada en 1915 por Leopold Lówenheim (1878-c. 1940) y sim­ plificada y completada por Thoralf Skolem (1887-1963) en una serie de trabajos desde 1920 hasta 1933, descubrió nuevos fa­ llos en la estructura de las matemáticas. La esencia de lo que ahora se conoce como teoría de Lówenhein-Skolem es la si­ guiente. Supongamos que se proponen axiomas, matemáticos y lógicos, para una rama de las matemáticas o para la teoría de conjuntos como fundamentación de todas las matemáticas. El ejemplo más pertinente es el conjunto de axiomas para los números naturales. Se pretende que esos axiomas caractericen completamente los números naturales (los enteros positivos) y solamente los naturales. Pero, sorprendentemente, se descu­ bre que se pueden encontrar interpretaciones —modelos— que son drásticamente diferentes y que, a pesar de ello, satis­ facen todos los axiomas. Así, mientras que el conjunto de los números naturales es numerable, o, en la notación de Cantor, existen solamente K0 de ellos, existen interpretaciones que con­ tienen tantos elementos como el conjunto de los números rea­ les, e incluso conjuntos mayores en el sentido transfinito. Tam­ bién se da el fenómeno inverso. Supongamos que se adopta un sistema de axiomas para una teoría de conjuntos y se pre­ tende que esos axiomas permitan caracterizar de modo efec­ tivo colecciones no numerables de conjuntos. Se puede, no obstante, encontrar una colección numerable de conjuntos que satisfaga el sistema de axiomas y otras interpretaciones transfinitas muy diferentes de la que se esperaba. De hecho, todo sistema consistente de axiomas tiene un modelo numerable. ¿Qué significa esto? Supongamos que alguien escribe una lista de características que, según él, caracteriza a los ameri­ canos y sólo a los americanos. Pero, sorprendentemente, alguien descubre una especie de animales que posee todas las carac­ terísticas de la lista, pero también características totalmente diferentes de los americanos. En otros términos, los sistemas de axiomas diseñados para caracterizar una única clase de ob­ jetos matemáticos no lo hacen. Mientras que el teorema de incomplitud de Gódel nos dice que un sistema de axiomas no es adecuado para probar todos los teoremas de la rama de las matemáticas que los axiomas pretendían cubrir, el teorema de Lówenheim-Skolem nos dice que un sistema de axiomas per­ mite muchas más interpretaciones esencialmente diferentes que las que se esperaba. Los axiomas no limitan las interpre­ taciones o modelos. Por consiguiente, la realidad matemática

no puede ser incorporada sin ambigüedad por los sistemas de axiomas6. Una razón de que sean posibles interpretaciones no pre­ tendidas es que todo sistema axiomático contiene términos no definidos. En un principio se creía que los axiomas «definían» estos términos implícitamente. Pero los axiomas no bastan. Por consiguiente, el concepto de término no definido debe ser alterado de una forma hasta ahora imprevisible. El teorema de Lówenheim-Skolem es tan asombroso como el teorema de incomplitud de Gódel. Fue otro golpe para el método axiomático que desde 1900 hasta tiempos recientes parecía ser el único enfoque sólido, y es todavía el empleado por los logicistas, los formalistas y los conjuntistas. El teo­ rema de Lówenheim-Skolem no es del todo sorprendente. El teorema de incomplitud de Gódel dice que todo sistema axio­ mático es incompleto. Existen proposiciones indecidibles. Su­ pongamos que p es una de tales proposiciones. Entonces ni p ni no p se sigue de los axiomas. Es independiente. Se podría, por tanto, adoptar un sistema de axioma mayor, el conjunto original y p, o el conjunto original y no p. Estos dos sistemas de axiomas no serían categóricos porque las interpretaciones no podrían ser isomorfas. Es decir, la incomplitud implica la no categoricidad. Pero el teorema de Lówenheim-Skolem niega la categoricidad de una forma mucho más fuerte y radical. Establece la existencia de interpretaciones o modelos de un sistema dado de axiomas que, sin añadir nuevos axiomas, son radicalmente diferentes. Por supuesto, la incomplitud debe estar presente, pues de otra forma no serían posibles interpre­ taciones radicalmente diferentes. Alguno de los enunciados sig­ nificativos de una interpretación debe ser indecidible, pues, en otro caso, se cumpliría en ambas interpretaciones. Después de contemplar sus propios resultados, Skolem, en un trabajo de 1923, renegaba del método axiomático como fun­ damento para la teoría de conjuntos. Incluso von Neumann estaba de acuerdo en 1925 en que sus propios axiomas y otros sistemas de axiomas de la teoría de conjuntos llevaban «el 6 Los textos más antiguos «probaron» que los sistemas básicos eran categóricos, es decir, que todas las interpretaciones de cualquier sistema básico de axiomas son isomorfos: son esencialmente los mismos, aunque difieran en la terminología. Pero las «demostraciones» eran poco riguro­ sas en cuanto se utilizaban principios lógicos que no eran admitidos en las metamatemáticas de Hilbert, y las bases axiomáticas no eran formu­ ladas tan cuidadosamente como ahora. Ningún conjunto de axiomas es categórico, a pesar de las «demostraciones» de Hilbert y otros.

sello de la irrealidad [...] No existe una axiomatización cate­ górica de la teoría de conjuntos [...] Puesto que no existe un sistema de axiomas para las matemáticas, la geometría, etc., que no suponga la teoría de conjuntos, ciertamente habrá in­ finitos sistemas de axiomáticas no categóricas». Esta circuns­ tancia, continuaba von Neumann, «me parece un argumento a favor del intuicionismo». Los matemáticos han tratado de tranquilizarse recordando la historia de la geometría no euclídea. Cuando después de muchos siglos de lucha con el axioma de las paralelas, Lobachevski y Bolyai dieron a luz su geometría no euclídea y Riemann indicó otra geometría del mismo tipo, los matemáticos, en un principio, se inclinaron a ignorar esas nuevas geometrías por diversas razones, una de ellas la de que debían ser con­ sistentes. Sin embargo, las interpretaciones que más tarde se hicieron mostraron que sí lo eran. Por ejemplo, la geometría elíptica doble de Riemann, aunque concebida para ser apli­ cada a figuras del plano ordinario, fue interpretada en rela­ ción con las figuras sobre una superficie esférica, interpre­ tación muy diferente de la supuesta originalmente (capítu­ lo 8). Sin embargo, el descubrimiento de este modelo o inter­ pretación fue bien recibido. Probaba su consistencia. Además, no introducía discrepancias entre el número de objetos, pun­ tos, rectas, planos, triángulos, etc., que Riemann suponía y los que se obtenían en la interpretación. Las dos interpretacio­ nes, en el lenguaje de las matemáticas, eran isomorfas. Sin embargo, las interpretaciones de sistemas axiomáticos a los que se refiere el teorema de Lówenheim-Skolem no son isomor­ fas; son esencialmente diferentes. Dijo una vez Poincaré, refiriéndose a la abstracción de las matemáticas, que la matemática es el arte de dar el mismo nombre a cosas diferentes. Así, la noción de grupo representa propiedades de los números enteros, las matrices para la adi­ ción y las transformaciones geométricas. El teorema de Lówen­ heim-Skolem corrobora la afirmación de Poincaré, pero con­ tradice su significado. Mientras que con los axiomas de grupo nunca se pretendió que todas las interpretaciones fueran de la misma extensión y carácter —los axiomas de grupo no son categóricos, ni lo es la geometría euclídea si omitimos el axio­ ma de las paralelas— los sistemas de axiomas a los que se aplica el teorema de Lówenheim-Skolem estaban destinados a especificar una interpretación particular, y el descubrimiento de que se aplican a interpretaciones radicalmente diferentes confunde su propósito.

Aquellos a quienes los dioses quieren destruir primero los vuelven locos. Quizá porque los dioses no estuvieran seguros de que la obra de Gódel, Cohén y Lówenheim y Skolem hi­ cieran un buen trabajo, pusieron en marcha otro proceso más susceptible de llevar a los matemáticos al borde de la locura. En su aproximación al cálculo, Leibniz introdujo cantidades a las que llamó infinitesimales (capítulo 6). Un infinitesimal era para Leibniz una cantidad distinta de cero, pero menor que 1; 0,1; 0,001; ... y cualquier otro número positivo. Ade­ más, decía Leibniz, es posible operar con tales infinitesima­ les como se hace con los números ordinarios. Eran elementos ideales o ficciones, pero eran útiles. De hecho, la derivada era para Leibniz el cociente de dos de estos infinitesimales. Y la derivada era el concepto fundamental del cálculo. También usó Leibniz números infinitamente grandes como si fueran números ordinarios. A lo largo del siglo xvm los matemáticos lucharon con el concepto de infinitesimal, utilizándolos de acuerdo con reglas arbitrarias e incluso ilógicas, rechazándolos finalmente como algo carente de sentido. El trabajo de Cauchy no sólo los des­ terró, sino que los hizo innecesarios. Sin embargo, la cuestión de si los infinitesimales podían ser legitimados seguía viva. Cuando Gósta Mittag-Leffler (1846-1927) preguntó a Cantor si podría haber otras clases de números entre los racionales y los reales, Cantor contestó enfáticamente que no. En 1887 Cantor publicó una demostración de la imposibilidad lógica de los infinitésimos que dependía esencialmente de lo que se conoce como axioma de arquimedianidad, el cual afirma que, dado un número real cualquiera a positivo, existe un número natural n tal que na es mayor que otro número real positivo dado b. También Peano publicó una demostración de la inexis­ tencia de los infinitésimos. Bertrand Russell, en sus Principios de la matemática (1903), estaba de acuerdo con estas conclu­ siones. Sin embargo, ni siquiera las convicciones de los hombres verdaderamente grandes deberían ser aceptadas con demasia­ da prontitud. En los tiempos de Aristóteles y durante mucho tiempo después, la noción de que la Tierra es esférica fue descartada por muchos pensadores como absurda, porque las personas que vivieran en la cara opuesta de la esfera estarían con la cabeza hacia abajo. Con todo, la esfericidad demostró ser el concepto correcto. Análogamente, a pesar de las demos­ traciones de que los infinitésimos de Leibniz deben ser des­

terrados, algunos matemáticos persistieron en su intento de construir una teoría lógica para tales entidades. Paul du Bois-Reymond, Otto Stolz y Félix Klein pensaban que era posible una teoría consistente basada en los infini­ tésimos. De hecho, Klein identificó el axioma de los números reales, el axioma arquimediano, como el que habría que aban­ donar para obtener tal teoría. El propio Skolem introdujo en 1934 unos nuevos números —los hiperenteros— que eran dife­ rentes de los números reales ordinarios, y estableció algunas de sus propiedades. La culminación de una serie de trabajos de diversos matemáticos fue la creación de una nueva teoría que legitima los infinitésimos. El más importante de los que contribuyeron a ello fue Abraham Robinson (1918-1974). El nuevo sistema, llamado análisis no estándar, introduce los números hiperreales, los cuales incluyen los viejos números reales y los infinitésimos. Los infinitésimos se definen prác­ ticamente como lo hizo Leibniz; esto es, un infinitésimo po­ sitivo es un número menor que cualquier número real ordi­ nario positivo, pero mayor que cero, y análogamente un infini­ tésimo negativo es mayor que cualquier número real negativo, pero menor que cero. Estos infinitésimos son números fijos, no variables en el sentido de Leibniz, ni variables que se apro­ ximan a cero, que es el sentido en el que a veces Cauchy utili­ zaba el término. Además, el análisis no estándar introduce nuevos números infinitos, que son los recíprocos de los infini­ tésimos, pero no los números transfinitos de Cantor. Todo número hiperreal finito r es de la forma x + a, en donde x es un número real ordinario y a es un infinitésimo. Con la noción de infinitésimo, se puede hablar de dos nú­ meros hiperreales infinitamente próximos. Esto significa sola­ mente que su diferencia es un infinitésimo. Todo número hi­ perreal está también infinitamente próximo a un número real (ordinario), siendo la diferencia un infinitésimo. Podemos ope­ rar con los números hiperreales de la misma forma en que lo hacemos con los números reales ordinarios 7. Con este nuevo sistema de números hiperreales, podemos introducir funciones cuyos valores pueden ser números reales 7 Las demostraciones de Cantor y Peano son correctas si se utilizan las propiedades axiomáticas habituales de los números reales. La única propiedad que debe ser cambiada para poder ser aplicada a los números hiperreales es el axioma de arquimedianidad descrito anteriormente. R *, el sistema de los números hiperreales no es arquimediano en el sentido habitual. Pero sí lo es si admitimos múltiplos infinitos de un número a * del sistema de números hiperreales.

o hiperreales. Podemos redefinir la continuidad de una fun­ ción en términos de estos números. Así, / (x) es una función continua en x = a si / (*) — / (a) es un infinitésimo cuando lo es x — a. También podemos usar los hiperreales para defi­ nir la derivada y otros conceptos del cálculo, y demostrar todos los resultados del análisis. Lo importante es que con el sistema de números hiperreales podemos dar precisión a un enfoque del cálculo que anteriormente había sido rechazado como poco claro e incluso como absurdo8. ¿Incrementará el uso de este nuevo sistema numérico el poder de las matemáticas? Hasta el momento no se han pro­ ducido resultados de importancia con estos medios. Lo signi­ ficativo es que se ha abierto una nueva ruta por la que algu­ nos matemáticos viajarán de buena gana; de hecho, están ya apareciendo libros sobre análisis no estándar. Otros condena­ rán el nuevo análisis aduciendo unos u otros motivos. Los físicos se sienten aliviados, porque continuaban usando los in­ finitésimos por conveniencia, aunque sabían que habían sido desterrados por Cauchy del ámbito de las matemáticas. Los desarrollos en los fundamentos de las matemáticas a partir de 1900 son desconcertantes, y el estado actual de las matemáticas es anómalo y deplorable. La luz de la verdad no ilumina ya el camino a seguir. En lugar de un único cuerpo de matemáticas universalmente admirado y aceptado, cuyas de­ mostraciones, aunque a veces requirieran alguna enmienda, eran consideradas como el no va más del razonamiento sólido, tenemos ahora aproximaciones a las matemáticas que están en conflicto. Además de la base logicista, intuicionista y for­ malista, la aproximación mediante la teoría de conjuntos da muchas opciones. Las posiciones divergentes e incluso contra­ puestas son posibles dentro de las mismas escuelas. Así, el movimiento constructivista dentro de la filosofía intuicionista tiene muchos grupos disidentes. Dentro del formalismo hay diversas opciones acerca de las metamatemáticas que se pue­ den emplear. El análisis no estándar, aunque no es doctrina de una sola escuela, permite un enfoque alternativo del aná­ lisis que también puede conducir a enfoques divergentes e 8 Por ejemplo, en análisis no estándar el cociente de infinitésimos

dy/dx existe en el sistema R *, y dy/dx es, para y = x2, 2x + dx, en donde dx es un infinitésimo. Esto es, dy/dx es un número hiperreal. Pero la derivada es la parte estándar de este número hiperreal, a saber, 2x. Aná­

logamente, la integral definida es la parte estándar de la suma de una cantidad infinita de infinitésimos, siendo el número de sumandos un número natural no estándar.

incluso contrapuestos. De cualquier modo, lo que fue consi­ derado ilógico y desterrable, es ahora aceptado por algunas escuelas como lógicamente sólido. Los esfuerzos por eliminar las posibles contradicciones y por establecer la consistencia de las estructuras matemáticas han fracasado hasta ahora. No hay acuerdo ya sobre si aceptar el enfoque intuicionista no axiomático. El concepto dominante de las matemáticas como una colección de estructuras, basada cada una sobre sus propios axiomas, es inadecuado para abar­ car todo lo que las matemáticas deberían abarcar, y por otra parte abarca más de lo que debería. Los desacuerdos se ex­ tienden ahora incluso a los métodos de razonamiento. La ley del tercio excluso ya no es un principio incuestionable de la lógica, y las demostraciones de existencia que no permiten el cálculo de las cantidades cuya existencia se establece, utili­ cen o no en sus demostraciones la ley del tercio excluso, son manzanas de discordia. Por tanto, la pretensión de un razona­ miento impecable debe ser abandonada. De la multiplicidad de opciones resultarán evidentemente distintos cuerpos de ma­ temáticas. Las recientes investigaciones sobre fundamentos han traspasado las fronteras sólo para encontrar el desierto. Los únicos matemáticos que han podido mantener una cier­ ta serenidad y un cierto orgullo desde 1931, tiempo durante el cual los resultados que hemos descrito han partido el corazón a los logicistas, formalistas y conjuntistas, han sido los intui­ cionistas. Para ellos no tenía sentido todo ese juego con sím­ bolos y principios lógicos que ponía a prueba la mente de los gigantes intelectuales. La consistencia de las matemáticas es­ taba clara porque el significado intuitivo la garantizaba. En cuanto al axioma de elección y la hipótesis del continuo, eran inaceptables, y Brouwer lo había dicho ya en 1907. La incomplitud y la existencia de proposiciones indecidibles no sólo no les preocupaba, sino que podían aducir justificadamente que ellos ya lo habían dicho. Sin embargo, ni siquiera los intui­ cionistas estaban dispuestos a prescindir de todas aquellas par­ tes de las matemáticas construidas antes de 1900 que no se ajustaban a sus requerimientos. Ellos habían afirmado que era inaceptable establecer la existencia de entidades matemáticas mediante la utilización de la ley del tercio excluso, y que sólo son satisfactorias las construcciones que permiten calcular tan aproximadamente como se desee la cantidad cuya existencia está siendo afirmada. Por tanto, siguen luchando con las de­ mostraciones de existencia constructivas.

En definitiva, ninguna escuela tiene derecho a afirmar que representa a las matemáticas. Y desgraciadamente, como se­ ñaló Arend Heyting en 1960, desde 1930 el espíritu de amiga­ ble colaboración ha sido sustituido por un espíritu de lucha implacable. En 1901, Bertrand Russell decía: «Uno de los triunfos más importantes de las matemáticas modernas consiste en haber descubierto lo que las matemáticas son realmente.» Estas pa­ labras hoy nos parecen una ingenuidad. Además de las dife­ rencias en lo que es aceptado hoy como matemáticas por las diversas escuelas se pueden esperar más en el futuro. Las es­ cuelas existentes se han preocupado de justificar las matemá­ ticas existentes. Pero si se miran las matemáticas de los grie­ gos, o las del siglo xvn y las del siglo xix, se observan cambios radicales y dramáticos. Las diversas escuelas modernas tratan de justificar las matemáticas de 1900. ¿Podrán servir para las matemáticas del año 2000? Los intuicionistas piensan en las matemáticas como algo que crece y se desarrolla. Pero ¿po­ drán siempre sus «intuiciones» generar o divulgar lo que no ha sido históricamente desarrollado? Ciertamente, esto no fue así ni siquiera en 1930. Por consiguiente, parece que la revi­ sión de los fundamentos será siempre necesaria. Los desarrollos de este siglo por lo que respecta a los fun­ damentos de las matemáticas se pueden resumir en una his­ toria. A orillas del Rin, un hermoso castillo se había mante­ nido en pie durante siglos. En los sótanos del castillo las in­ dustriosas arañas que lo habitaban habían construido una tu­ pida red de telarañas. Un día sopló un fuerte viento y destru­ yó la red. Las arañas se pusieron a trabajar frenéticamente para reparar el daño. Creían que eran sus telarañas las que mantenían en pie el castillo.

13. EL AISLAMIENTO DE LAS MATEMÁTICAS

He decidido abandonar únicamente la geome­ tría abstracta, es decir, la consideración de las cuestiones que sirven sólo para ejercitar la mente, y esto para estudiar otra clase de geo­ metría, que tiene por objeto la explicación de los fenómenos de la naturaleza. R ené D escartes

La historia de las matemáticas está coronada de gloriosos éxi­ tos, pero es también un acta de calamidades. Verdaderamente, la pérdida de la verdad es una tragedia de primera magnitud, pues las verdades son los bienes más apreciados de los hom­ bres y la pérdida de una sola de ellas es motivo de aflicción. El descubrimiento de que la espléndida vitrina del razona­ miento humano exhibe una estructura en modo alguno per­ fecta, sino desfigurada por los defectos y vulnerable en cual­ quier momento a desastrosas contradicciones, supone un duro golpe para el crédito de las matemáticas. Pero no son sólo éstas las únicas causas del dolor. Existen también graves rece­ los y motivos para la disensión entre los matemáticos que pro­ ceden de la dirección que ha tomado la investigación durante los últimos cien años. La mayoría de los matemáticos se han olvidado del mundo para concentrarse en problemas genera­ dos dentro de las matemáticas. Han abandonado la ciencia. Este cambio de dirección se describe a menudo como una vuelta a las matemáticas puras en oposición a las matemáticas aplicadas. Pero estos términos de puras y aplicadas, aunque los usaremos, no describen exactamente lo que ha venido ocu­ rriendo. ¿Qué han sido las matemáticas? Para las generaciones pa­ sadas, las matemáticas eran, en primer lugar y por encima de todo, la creación más refinada del hombre para investigar la naturaleza. Los principales conceptos de las matemáticas, así

como sus poderosos métodos y casi todos sus teoremas impor­ tantes, se obtuvieron en el curso de esta investigación. La cien­ cia era la sangre y el alimento de las matemáticas. Los mate­ máticos eran buenos compañeros de los físicos, astrónomos, químicos e ingenieros en la empresa científica. De hecho, du­ rante los siglos xvn y xvm y la mayor parte del xix, rara vez se hizo la distinción entre matemáticas y ciencias teóricas. Y muchos de los principales matemáticos trabajaron mucho más en la astronomía, la mecánica, la hidrodinámica, la elec­ tricidad, el magnetismo y la elasticidad que en las matemá­ ticas propiamente dichas. Las matemáticas eran simultánea­ mente la reina y la sirvienta de las ciencias. Hemos relatado (capítulo 1-4) la dilatada sucesión de es­ fuerzos, desde la época griega en adelante, para arrancar a la naturaleza sus secretos matemáticos. Esta dedicación al estudio de la naturaleza no limitó las matemáticas aplicadas a la re­ solución de los problemas de la física. Los grandes matemá­ ticos trascendían a menudo los problemas inmediatos de la ciencia. Puesto que eran grandes y entendían plenamente el tradicional papel de las matemáticas, eran capaces de discer­ nir las direcciones de la investigación que podrían resultar significativas para la empresa científica o arrojar luz sobre los conceptos que contribuían ya a la investigación de la natu­ raleza. Así, por ejemplo, Poincaré (1854-1912), que dedicó mu­ chos años a la astronomía y cuya obra más celebrada es la Mecánica celeste, en tres volúmenes, comprendió la necesidad de estudiar nuevos campos en ecuaciones diferenciales que pu­ dieran hacer avanzar definitivamente el estudio de la astro­ nomía. Algunas investigaciones matemáticas acaban o completan temas que han demostrado ser útiles. Si aparece en diversas aplicaciones el mismo tipo de ecuaciones diferenciales, se de­ bería ciertamente investigar el tipo general, bien para descu­ brir un método perfeccionado o general, bien para conocer todo lo posible sobre la clase completa de soluciones. Es ca­ racterístico de las matemáticas que su mismo carácter abs­ tracto la permita representar hechos físicos muy diversos. Así, las ondas de agua, las ondas sonoras y las ondas de radio están todas ellas representadas por una sola ecuación en de­ rivadas parciales conocida, de hecho, como ecuación de ondas. Los conocimientos matemáticos adicionales adquiridos gracias a nuevas investigaciones de la propia ecuación de ondas, que tuvieron lugar primero en las ondas sonoras, podrían resultar útiles en cuestiones que se plantean, por ejemplo, en la inves­

tigación en las ondas de radio. El rico acervo de creaciones inspiradas por los problemas del mundo real puede ser in­ crementado e iluminado por el reconocimiento de estructuras matemáticas idénticas en situaciones diferentes, y de su base abstracta común. El establecimiento de teoremas de existencia de ecuaciones diferenciales fue emprendido primeramente por Cauchy con el objeto de garantizar que la formulación matemática de los problemas físicos tuviera efectivamente una solución y que se pudiera, en consecuencia, buscar su solución en la seguridad de que existe. Por tanto, aunque este tipo de trabajo es total­ mente matemático, tiene un ulterior significado físico. El tra­ bajo de Cantor sobre conjuntos infinitos, que llevó a multitud de investigaciones en matemáticas puras, estuvo motivado en un principio por su deseo de resolver algunas cuestiones pen­ dientes sobre un tipo de series infinitas enormemente útiles, llamadas series de Fourier. El desarrollo de las matemáticas ha sugerido, e incluso exigido, la resolución de problemas independientes de la cien­ cia. Hemos visto (capítulo 8) que los matemáticos del si­ glo xix habían reconocido la vaguedad de muchos conceptos y la imprecisión de sus razonamientos. El movimiento que nació para instaurar el rigor, verdaderamente extenso, no te­ nía ciertamente la finalidad de resolver problemas científi­ cos, ni la tenían los posteriores intentos de las diversas es­ cuelas de reconstruir los fundamentos. Todo este trabajo, aunque dedicado a las matemáticas propiamente dichas, fue en realidad una respuesta a la urgente necesidad de recons­ truir toda la estructura matemática. En resumen, existen muchas investigaciones puramente ma­ temáticas que completan o refuerzan áreas antiguas o incluso exploran nuevas áreas que prometen ser esenciales para las aplicaciones. Todas estas orientaciones en la investigación pue­ den ser consideradas como matemáticas aplicadas en el sen­ tido amplio del término. ¿No había entonces hace cien años matemáticas que hubie­ ran sido creadas por ellas mismas y que en absoluto tuvieran importancia para las aplicaciones? Las había. El principal ejemplo lo constituye la teoría de números. Aunque para los pitagóricos el estudio de los enteros positivos era el estudio de la constitución de los objetos materiales (capítulo 1), muy pronto la teoría de números adquirió interés por sí misma, principalmente con Fermat. La geometría proyectiva, iniciáda por los artistas del Renacimiento para dar realismo a la pintu­

ra y asumida por Girard Desargues y Pascal para proporcionar una metodología mejor a la geometría euclídea, se transformó en el siglo xix en un asunto de interés puramente estético, aunque incluso después persiguiera su estudio por sus impor­ tantes conexiones con la geometría no euclídea. Otros muchos temas fueron estudiados únicamente porque los matemáticos los encontraron interesantes o estimulantes. Sin embargo, las matemáticas puras sin ninguna relación con la ciencia no fueron el objetivo principal. Fueron una afi­ ción, una desviación de los problemas mucho más vitales e intrigantes planteados por la ciencia. Aunque Fermat fue el fundador de la teoría de números, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a la creación de la geometría analítica, a los pro­ blemas del cálculo y a la óptica (capítulo 6). Trató de interesar a Pascal y a Huygens en la teoría de números, pero fracasó. Muy pocos matemáticos del siglo x v ii se interesaron por este tema. Euler dedicó algún tiempo a la teoría de números. Pero Euler no fue solamente el supremo matemático del siglo xvm; fue también el supremo físico matemático. Su obra abarcó desde las profundas metodologías matemáticas para resolver problemas de física, tales como la resolución de ecuaciones diferenciales, a la astronomía, el movimiento de fluidos, el di­ seño de barcos y velas, la artillería, la cartografía, la teoría de instrumentos musicales y la óptica. Igualmente, Lagrange dedicó algún tiempo a la teoría de números, pero también él pasó la mayor parte de su vida en­ tregado a los problemas del análisis, las matemáticas vitales para las aplicaciones (capítulo 3), y su obra fundamental fue Mécanique analytique (Mecánica analítica), es decir, la aplica­ ción de las matemáticas a la mecánica. De hecho, en 1777 pro­ testaba de que «las investigaciones aritméticas son las que me han costado más esfuerzo y quizá sean las menos valio­ sas». También Gauss hizo un importante trabajo en la teoría de números. Sus Disquisitiones arthmeticae (Disertaciones arit­ méticas), de 1801, es un clásico. Si nada más consideráramos este trabajo de Gauss, quedaríamos convencidos de que Gauss fue un matemático puro. Pero sus esfuerzos principales se de­ dicaron a las matemáticas aplicadas (capítulo 4). Félix Klein, en su historia de las matemáticas del siglo xix, se refiere a las Disquisit iones como una obra de juventud de Gauss. Aunque Gauss volviera a la teoría de números en los úl­ timos años de su vida, es evidente que no consideró el tema entre los de mayor importancia. A menudo se planteó el úl­

timo «teorema» de Fermat, que dice que no existen enteros que satisfagan la ecuación xn -I- yn = zn cuando n es mayor que 2. Pero Gauss escribía en una carta del 21 de mayo de 1816 a Wilhelm Olbers que la hipótesis de Fermat era un teo­ rema aislado y que, en consecuencia, tenía poco interés. Aña­ día que hay muchas otras conjeturas de ese mismo tipo que no pueden ser ni probadas ni rechazadas y que estaba tan ocupado con otros asuntos que no tenía tiempo para trabajos del tipo del que había realizado en sus Disquisitiones. Tenía la esperanza de que la hipótesis de Fermat pudiera ser de­ mostrada sobre la base de otro trabajo que él había hecho, pero sería uno de los corolarios menos interesantes. La afirmación de Gauss, «La matemática es la reina de las ciencias, y la aritmética la reina de la matemática. A menudo condesciende a prestar sus servicios a la astronomía y otras ciencias naturales, pero en todas las circunstancias le corres­ ponde el primer lugar», se cita a menudo para mostrar sus preferencias por las matemáticas puras. Pero el conjunto de la obra de Gauss no confirma esta afirmación; pudo haberla hecho en alguna circunstancia especial. Su lema fue: «Tú, Na­ turaleza, eres mi diosa; mis servicios se limitan a tus leyes.» Es una ironía que su extraordinaria escrupulosidad acerca de la concordancia entre las matemáticas y la naturaleza llegara a tener, a través de su trabajo sobre geometría no euclídea, la profunda y dramática consecuencia de desacreditar a la verdad de las leyes matemáticas. En relación con el conjunto de las matemáticas creadas con anterioridad a 1900, se puede hacer la generalización de que había algo de matemáticas pu­ ras, pero no matemáticos puros. La actitud de los matemáticos hacia su propio trabajo se vio alterada radicalmente por algunos resultados. El primero de ellos fue el descubrimiento de que las matemáticas no son un cuerpo de verdades acerca de la naturaleza (capítulo 4). Gauss había dejado esto muy claro con respecto a la geome­ tría, y la creación de los cuaterniones y las matrices obligó al reconocimiento remachado por Helmholtz de que ni siquiera las matemáticas de los enteros ordinarios son aplicables a prio­ ri. Aunque la aplicabilidad de las matemáticas continuaba sien­ do impecable, la búsqueda de verdades no justificaba ya los esfuerzos matemáticos. Además, desarrollos tan vitales como la geometría no euclí­ dea y los cuaterniones, aunque motivados por consideraciones físicas, estaban aparentemente en contradicción con la natu­ raleza, y, sin embargo, habían resultado aplicables. El recono­

cimiento de que las creaciones que eran obra del hombre, ade­ más de las que parecían inherentes al diseño de la naturaleza, eran extraordinariamente aplicables pronto se convirtió en un argumento para un enfoque totalmente nuevo de las matemá­ ticas. ¿Por qué no iba a ocurrir lo mismo con las futuras creaciones libres de la mente? Por consiguiente, concluyeron muchos matemáticos, no era necesario enfrentarse a los pro­ blemas del mundo real. Las matemáticas hechas por el hom­ bre, elaboradas solamente a partir de las ideas que nacen en la mente humana, seguramente demostrarían su utilidad. De hecho, el pensamiento puro, libre de adherencias a los fenó­ menos físicos, podría ser mucho más útil. La imaginación hu­ mana, liberada de toda restricción, podría crear teorías incluso más poderosas que también encontrarían aplicación en la com­ prensión y el dominio de la naturaleza. Varias otras fuerzas han influido en la ruptura de los ma­ temáticos con el mundo real. La enorme expansión de las ma­ temáticas y las ciencias ha hecho que sea mucho más difícil encontrarse a gusto en ambos campos. Además, los problemas no resueltos de la ciencia, en los que trabajaron auténticos gigantes en el pasado, son mucho más difíciles ahora. ¿Por qué no aferrarse a las matemáticas puras y hacer la investiga­ ción más fácil? Hay otro factor que indujo a muchos matemáticos a cen­ trarse en los problemas de la matemática pura. Los problemas de la ciencia raramente son resueltos por completo. Se lo­ gran aproximaciones cada vez mejores, pero no se llega a la solución definitiva. Problemas básicos —por ejemplo, el pro­ blema de los tres cuerpos, es decir, el movimiento de tres cuerpos tales como el Sol, la Tierra y la Luna, que atraen cada uno a los otros dos con la fuerza de la gravitación— están todavía sin resolver. Como observó Francis Bacon, la sutileza de la naturaleza es mucho mayor que la inteligencia humana. Por el contrario, las matemáticas puras permiten abordar problemas circunscritos y bien definidos para los que se pueden obtener soluciones completas. Existe una especie de fascinación por los problemas bien definidos en oposición a los problemas de complejidad y profundidad ilimitadas. In­ cluso los pocos problemas que hasta ahora se han resistido a ser resueltos, como la hipótesis de Goldbach, poseen un enun­ ciado de una atractiva sencillez. Otro acicate para dedicarse a los problemas de matemá­ ticas puras es la presión que instituciones tales como las uni­ versidades ejercen sobre los matemáticos para publicar inves­

tigaciones. Puesto que los problemas aplicados requieren un profundo conocimiento de las ciencias, además de las mate­ máticas, y puesto que los problemas no resueltos son más difíciles, es mucho más cómodo inventarse uno de sus propios problemas y resolver lo que uno pueda. Los profesores no sólo seleccionan problemas de matemáticas puras que se pue­ den resolver con facilidad, sino que los asignan a sus docto­ rados para que éstos puedan realizar sus tesis rápidamente. De este modo, los profesores pueden también ayudarles a su­ perar más fácilmente cualquier dificultad que encuentren. Unos pocos ejemplos de las direcciones que han tomado las matemáticas puras modernas pueden aclarar la distinción entre los temas puros y aplicados. Una de ellas es la abstrac­ ción. Después de que Hamilton introdujera los cuaterniones, para los cuales tenía in mente aplicaciones físicas, otros ma­ temáticos, dándose cuenta de que puede haber muchas álge­ bras, se dedicaron a construir todas las álgebras posibles sin preocuparse de su posible aplicabilidad. Esta dirección de la investigación prospera hoy en el campo del álgebra abstracta. Otra dirección de las matemáticas puras es la generaliza­ ción. Las secciones cónicas —elipse, hipérbola y parábola— se representan algebraicamente por ecuaciones de segundo grado. También son útiles en las aplicaciones algunas curvas repre­ sentadas por ecuaciones de tercer grado. La generalización salta de golpe a las curvas cuyas ecuaciones son de grado n y estudia sus propiedades con todo detalle, aunque probable­ mente esas curvas jamás aparezcan en los fenómenos naturales. La generalización y la abstracción, cuando se utilizan sola­ mente para que los trabajos de investigación puedan ser pu­ blicados por tener precisamente esas características, suelen carecer de toda aplicación. De hecho, 12 mayor parte de esas publicaciones tienen por objeto la reformulación en términos más generales o más abstractos, o en una nueva terminología, de lo que ya existía en un lenguaje más concreto y específico. Y, por supuesto, esta reformulación no proporciona ninguna mejora en intuición o en potencia a la hora de aplicarla. La proliferación de terminología, en gran parte artificial y sin relación con ideas físicas, pero con la pretensión de sugerir nuevas ideas, no es ciertamente una contribución, sino un obstáculo para la utilización de las matemáticas. Es un nuevo lenguaje, pero no son unas nuevas matemáticas. La tercera dirección que ha tomado la investigación ma­ temática es la especialización. Mientras que Euclides se plan­ teaba y contestaba la cuestión de si existen infinitos números

primos, ahora parece «natural» preguntarse si existe un nú­ mero primo en cada serie de siete enteros consecutivos. Los pitagóricos habían introducido la noción de números amigos. Dos números son amigos si la suma de los divisores de cada uno de ellos es igual al otro. Así, 284 y 220 son amigos. Leonard Dickson, uno de los más eminentes cultivadores de la teoría de números, introdujo el problema de las ternas ami­ gas. «Decimos que tres números forman una terna amiga si la suma de los divisores propios de cada uno de ellos es igual a la suma de los otros dos.» Después planteaba la cuestión de encontrar tales ternas. Otro ejemplo de la teoría de nú­ meros se refiere a los números poderosos. Son números pode­ rosos los enteros positivos, que si son divisibles por un nú­ mero primo, p, también lo son por p2. ¿Existen enteros pode­ rosos (aparte del 1 y el^ 4) que se puedan representar de una infinidad de maneras como la diferencia de dos números po­ derosos y primos entre sí? Estos ejemplos de especialización, elegidos porque son fá­ ciles de enunciar y de entender, no hacen justicia a la comple­ jidad y profundidad de tales problemas. Sin embargo, la espe­ cialización está tan difundida y los problemas son tan restrin­ gidos que lo que una vez se dijo incorrectamente de la teoría de la relatividad, a saber, que sólo una docena de personas en el mundo la comprendían, se aplica hoy a la mayor parte de las especialidades. La especialización se ha extendido hasta tal punto que la escuela de importantes matemáticos que opera bajo el seudó­ nimo de Nicholas Bourbaki, escuela que ciertamente no se dedica a las matemáticas aplicadas, se sintió en la obligación de criticar: Muchos matemáticos se han establecido en una zona del campo de las matemáticas que no están dispuestos a abandonar; no sólo ignoran casi completamente lo que no concierne a su especial área, sino que son incapaces de entender el lenguaje y la terminología utilizada por los colegas que están trabajando en una zona lejana de la suya. Incluso entre aquellos que tienen la más amplia forma­ ción no existe ninguno que no se sienta perdido en ciertas regio­ nes del inmenso mundo de las matemáticas; aquellos que, como Poincaré o Hilbert, dejaron la marca de su genio en casi todos los dominios, constituyen la auténtica excepción entre los que con­ siguieron las mayores hazañas. El precio de la especialización es la esterilidad. Puede muy bien exigir virtuosismo, pero rara vez ofrece signifi­ cación.

La abstracción, la generalización y la especialización son tres tipos de actividad que los matemáticos puros han em­ prendido. Una cuarta es la axiomática. No hay duda de que el movimiento axiomático de finales del siglo xix contribuyó a apuntalar los fundamentos de las matemáticas, aunque no pudiera decir la última palabra sobre los problemas que en esa área se planteaban. Pero muchos matemáticos emprendie­ ron la tarea de efectuar modificaciones triviales en los sis­ temas de axiomas recién creados. Algunos pudieron mostrar que reformulando un axioma, su enunciado se hacía más sim­ ple. Otros mostraron que complicando el enunciado, tres axio­ mas podían ser reducidos a dos. Y otros eligieron nuevos tér­ minos no definidos y, refundiendo los axiomas adecuadamente, llegaron al mismo cuerpo de teoremas. No toda axiomatización, como hemos notado, es superflua. Pero las modificaciones de menor cuantía que se pueden hacer son en general inútiles. Mientras que la solución de los pro­ blemas reales requiere lo mejor de las capacidades humanas porque hay que enfrentarse a los problemas, las axiomáticas permiten todo tipo de libertades. Una axiomática es funda­ mentalmente la organización por parte del hombre de resul­ tados profundos, pero es casi indiferente que éste elija un conjunto de axiomas antes que otro o quince axiomas en lugar de veinte. En efecto, las numerosas variaciones de axiomáticas a las que han dedicado su tiempo incluso prominentes mate­ máticos han sido denunciadas como «una pérdida de tiempo». Se dedicaron tanto tiempo y esfuerzos a las axiomáticas en las primeras cinco décadas de este siglo que en 1935 Hermann Weyl, aun estando absolutamente convencido del valor de la axiomatización, se quejaba de que los frutos de la axio­ matización estaban agotados y abogaba, por una vuelta a los problemas de importancia. Las axiomáticas, decía, lo único que hacen es dar precisión y organización a las matemáticas importantes; se trata de una función clasificadora y de catá­ logo. No es posible describir todas las abstracciones, generaliza­ ciones, problemas especializados y axiomáticas como matemá­ ticas puras. Ya hemos señalado el valor de algunos de estos trabajos, así como de los estudios sobre fundamentos. Hay que analizar los motivos de la investigación. Lo que es carac­ terístico de las matemáticas puras es su falta de pertinencia para una aplicación inmediata o potencial. El espíritu de las matemáticas puras es que un problema es un problema. Algu­ nos matemáticos puros aducen que existe una utilidad potencial

en todo desarrollo matemático y que nadie puede prever sus futuras aplicaciones. No obstante, un tema matemático es como un terreno petrolífero. Charcos oscuros sobre la superficie pue­ den sugerir la exploración de un determinado lugar en busca de petróleo, y si éste se descubre, se establece el valor del te­ rreno. El probado valor de la tierra justifica posteriores per­ foraciones con la esperanza de encontrar más petróleo si el terreno en donde se perfora no está demasiado alejado del lu­ gar del descubrimiento original. Por supuesto, se puede elegir para perforar un lugar muy alejado porque sea allí más fácil la perforación y pretender descubrir petróleo. Pero la energía y el ingenio humanos son limitados y no deberían por tanto ser expuestos a grandes riesgos. Si el objetivo es la aplicación po­ tencial, entonces, como decía el gran fisicoquímico Josiah Willard Gibbs, los matemáticos puros pueden hacer lo que les plazca, pero los matemáticos aplicados deben ser al menos en parte sensatos. Críticas a las matemáticas puras, a las matemáticas por sí mismas, pueden encontrarse ya en El progreso del aprendizaje, de Francis Bacon (1620). Se oponía allí a las matemáticas pu­ ras, místicas y autosuficientes que estaban «completamente separadas de la materia y de los axiomas de la filosofía natu­ ral» y servían solamente para «satisfacer [un] apetito de ex­ pansión y meditación [que son] secundarias para la mente hu­ mana.» Bacon comprendía el valor de las matemáticas apli­ cadas: Pues muchas partes de la naturaleza no pueden ser ideadas con la suficiente sutileza, ni demostradas con la suficiente perspicacia, ni preparadas para su utilización con la suficiente destreza sin la ayuda y la intervención de las matemáticas; de este tipo son la perspectiva, la música, la astronomía, la cosmografía, la arquitec­ tura, la maquinaria y algunas otras... Pues a medida que la física avance más y más cada día y desarrolle nuevos axiomas, reque­ rirá nueva ayuda por parte de las matemáticas en muchas cosas, y así las partes de las matemáticas mixtas [aplicadas] serán más numerosas.

En tiempos de Bacon no era necesario instigar el interés de los matemáticos por los estudios físicos. Pero hoy la ruptura entre las matemáticas y la ciencia es un hecho. En los últimos cien años se ha desarrollado un cisma entre aquellos que querrían ser fieles a las viejas y honorables motivaciones de la actividad matemática, motivaciones que han proporcionado hasta ahora a las matemáticas la esencia y temas fructíferos

y aquellos que, navegando a favor del viento, investigan lo que llama su atención. Hoy los matemáticos y los científicos dedicados a la física recorren caminos diferentes. Las creacio­ nes matemáticas más recientes tienen poca aplicación. Ade­ más, los matemáticos y los científicos ya no se entienden, y es muy poco reconfortante que debido a la intensa especialización ni siquiera unos matemáticos entiendan a otros ma­ temáticos. La separación de la «realidad» y el estudio de las matemá­ ticas por sí mismas provocaron controversias casi desde el principio. En su obra clásica La teoría analítica del calor (1822), Fourier se entusiasmaba con la aplicación de las matemáticas a los problemas físicos: El profundo estudio de la naturaleza es el campo más fértil para los descubrimientos matemáticos. Este estudio ofrece no sólo la ven­ taja de un objetivo bien determinado, sino también la ventaja de excluir las cuestiones vagas y los cálculos inútiles. Es un medio de construir el propio análisis y de descubrir las ideas que realmente importan y que la ciencia siempre debe preservar. Las ideas fun­ damentales son las que representan los hechos naturales [...], Su principal atributo es la claridad; no tiene símbolos para expresar ideas confusas. Agrupa los más diversos fenómenos y des­ cubre las ocultas analogías que los unen. Si la materia se nos escapa, como la luz y el aire, a causa de su extrema finura, si los objetos se localizan lejos de nosotros en la inmensidad del espacio, si el hombre desea entender lo que ocurre en los cielos durante los sucesivos períodos que separan un gran número de siglos, si las fuerzas de la gravedad y del calor permanecen activas en el interior de un globo sólido a profundidades que jamás serán acce­ sibles, el análisis matemático puede, no obstante, aprehender las leyes de esos fenómenos. Nos los hace presentes y medibles, y pa­ rece ser una facultad de la mente humana destinada a compensar la brevedad de la vida y la imperfección de los sentidos, y lo que es más notable todavía, sigue el mismo método en el estudio de todos los fenómenos; los interpreta con el mismo lenguaje, como si quisiera atestiguar 1? unidad y sencillez del plan del universo y poner todavía más de manifiesto el orden inmutable que rige toda la materia natural. Aunque Cari Gustav Jacobi (1804-1851) había realizado trabajos de primer orden en mecánica y astronomía, se opuso a lo que consideraba al menos como una declaración unilateral. Escri­ bió a Adrien-Marie Legendre el 2 de julio de 1830: «Es verdad que Fourier tiene la opinión de que el objeto principal de las matemáticas es la utilidad pública y la explicación de los fenó­ menos naturales; pero un científico como él debe saber que

el único objeto de la ciencia es el honor del espíritu humano y que, sobre esta base, una cuestión de [teoría de] números tiene tanto valor como cualquier problema sobre el sistema planetario.» Por supuesto, los fisicomatemáticos no se pusieron del lado de Jacobi. Lord Kelvin (William Thomson, 1824-1907) y Peter Guthrie Tait (1831-1901) declaraban en 1867 que las mejores matemáticas son las sugeridas por las aplicaciones. Estas pro­ porcionan «asombrosos teoremas de matemáticas puras, como raramente les ocurre a esos matemáticos que se refugian en el análisis puro o la geometría pura en lugar de dejarse llevar a los ricos y bellos campos de verdad matemática que se en­ cuentran en el camino de la investigación física». También muchos matemáticos deploraron la nueva tenden­ cia hacia los estudios puros. En 1888 Kronecker escribía a Helmholtz, quien había contribuido a las matemáticas, la físi­ ca y la medicina: «La riqueza de su experiencia práctica con problemas sensatos e interesantes dará a los matemáticos una nueva orientación y un nuevo ímpetu [...]. Las especulacio­ nes matemáticas unilaterales e introspectivas conducen a cam­ pos estériles.» En 1895 Félix Klein, por aquella época a la cabeza del mun­ do matemático, sintió también la necesidad de protestar con­ tra la tendencia a las matemáticas puras y abstractas: No podemos dejar de pensar que en el rápido desarrollo del pen­ samiento moderno, nuestra ciencia corre el peligro de aislarse cada vez más. Las mutuas e íntimas relaciones entre matemáticas y ciencias naturales teóricas que, para beneficio duradero de ambos, existieron desde el surgimiento del moderno análisis, amenazan con romperse. En su Teoría matemática de la peonza (1897), Klein volvía so­ bre el tema: La gran necesidad del presente en la ciencia matemática es que la ciencia pura y aquellos departamentos de ciencias físicas en los que encuentra sus aplicaciones más importantes sean colocados de nuevo en esa íntima asociación que demostró ser tan fructífera en los trabajos de Lagrange y Gauss. En su Ciencia y método, Poincaré, a pesar de sus irónicas ob­ servaciones sobre algunas de las creaciones puramente lógicas de finales del siglo xix, admitía que las axiomáticas, las geo­ metrías no usuales y las funciones peculiares «nos muestran

lo que la mente humana puede crear cuando se libera de la tiranía del mundo externo». No obstante, insistía, «es hacia el otro lado, hacia el lado de la naturaleza, hacia donde debe­ mos dirigir el grueso de nuestro ejército». Escribía en El valor de la Ciencia: Sería necesario haber olvidado completamente la historia de la cien­ cia para no recordar que el deseo de entender la naturaleza ha tenido sobre el desarrollo de las matemáticas la más feliz y la más importante de las influencias... El matemático puro que olvi­ dara la existencia del mundo exterior sería como un pintor que supiera combinar armoniosamente los colores y las formas, pero que careciera de modelos. Su capacidad creativa pronto se agotaría. Algo más tarde, en 1908, Félix Klein habló de nuevo. Temiendo que se abusara de la libertad para crear estructuras arbitra­ rias, recalcaba que estas estructuras son «la muerte de toda ciencia». Los axiomas de la geometría no son «arbitrarios, sino enunciados sensibles que están en general inducidos por la percepción del espacio y se determinan en cuanto a su con­ tenido preciso por motivos de conveniencia». Para justificar los axiomas de la geometría no euclídea, Félix Klein señalaba que la visualización requiere el axioma euclídeo de las parale­ las sólo dentro de ciertos límites de aproximación. En otra ocasión, decía que «quien tiene el privilegio de la libertad debe tener también que asumir la responsabilidad». Por respon­ sabilidad Klein entendía servicio a la investigación de la natu­ raleza. Hacia el final de su vida, Klein, que era por entonces di­ rector del departamento de matemáticas en la universidad de Gotinga, centro mundial de las matemáticas, se sintió obli­ gado a protestar una vez más. En su Desarrollo de las mate­ máticas en el siglo X IX (1925), recordaba el interés de Fourier por resolver problemas prácticos utilizando para ello las ma­ temáticas más avanzadas y contrastaba esta actitud con el refi­ namiento puramente matemático de los instrumentos y la abstracción de las ideas concretas. Decía así: Las matemáticas de nuestros días se parecen a una fábrica de armas en tiempo de paz. Los escaparates están llenos de piezas de desfile, cuya ejecución ingeniosa, hábil y vistosa atrae a los expertos. La auténtica finalidad y propósito de esos objetos, hacer frente al enemigo y derrotarle, han retrocedido hasta el fondo de la conciencia hasta el punto de haber sido olvidados.

Richard Courant, que sucedió a Klein en la dirección del de­ partamento de matemáticas en la universidad de Gotinga y que después encabezó lo que en adelante se llamó Courant Institute of Mathematical Sciences, de la universidad de Nue­ va York, deploraba también el énfasis en las matemáticas puras. El prólogo a la primera edición en 1924 de su libro Métodos de la física matemática, escrito conjuntamente con Hilbert, se iniciaba con la siguiente observación: Desde los tiempos más antiguos, las matemáticas recibieron pode­ rosos estímulos de la estrecha relación que existía entre los pro­ blemas y métodos del análisis y las ideas intuitivas de la física. Las últimas décadas han sido testigos del debilitamiento de esta conexión, por cuanto la investigación matemática se ha apartado muchísimo de los puntos de vista intuitivos y, especialmente en análisis, se ha preocupado sobre todo de refinar sus métodos y pulir sus conceptos. Ha sucedido pues que muchos de los que han destacado en el análisis han olvidado la conexión entre su dis­ ciplina y la física, así como otros dominios, mientras que por otro lado la comprensión por parte de los físicos de los problemas y métodos de los matemáticos, e incluso de todas sus áreas de interés y su lenguaje, se ha perdido. El curso del desarrollo científico está amenazado por una ramificación, un goteo y un agotamiento cada vez mayores. Para escapar a este destino debemos dedicar gran parte de nuestra capacidad a unir lo que está separado, pues debe­ mos poner en claro, bajo un enfoque común, la relación interna entre los diversos hechos. Sólo de esta forma tendrán los estudiantes un dominio efectivo de la materia y el investigador estará preparado para un desarrollo orgánico. De nuevo, en 1939, escribía Courant: La afirmación de que las matemáticas no son más que un con­ junto de conclusiones sacado de definiciones y postulados que de­ ben ser consistentes, pero, por lo demás, pueden ser creados por la libre voluntad de los matemáticos, lleva implícita una seria ame­ naza para la vida de la ciencia. Si esta descripción fuera exacta, las matemáticas no podrían atraer a ninguna persona inteligente. Serían un juego de definiciones, reglas y silogismos sin motivación ni objetivos. La idea de que la inteligencia puede crear sistemas de postulados significativos a su capricho, es una engañosa verdad a medias. Sólo con la disciplina de la responsabilidad hacia el con­ junto orgánico, sólo guiada por una necesidad intrínseca, puede la mente libre lograr resultados de valor científico. George David Birkhoff (1884-1944), el principal matemático de los Estados Unidos en su tiempo, hizo la misma adverten­ cia en el American Scientist de 1943:

Es de esperar que en el futuro haya cada vez más físicos teóricos que dispongan de un profundo conocimiento de los principios ma­ temáticos, y también que los matemáticos no se limiten ya de una forma tan exclusiva al desarrollo estético de abstracciones ma­ temáticas.

John L. Synge, físico matemático de reconocido prestigio, des­ cribía en 1944 la situación con detalle en un prólogo digno de George Bernard Shaw a un artículo técnico: La mayor parte de los matemáticos trabajan con ideas que, de co­ mún acuerdo, pertenecen definitivamente a las matemáticas. Los matemáticos forman un gremio cerrado. El iniciado jura por las cosas del mundo, y generalmente mantiene su juramento. Sólo unos pocos matemáticos caminan sin rumbo fijo y buscan el sustento matemático en problemas que surgen directamente de otros cam­ pos de la ciencia. En 1744 ó 1844, este segundo grupo incluía a casi todos los matemáticos. En 1944 constituye una fracción tan pequeña del total que es necesario recordar a la mayoría la exis­ tencia de la minoría y explicar a aquélla los puntos de vista de ésta. Los miembros de la minoría no desean ser llamados «físicos» o «ingenieros», ya que lo que hacen es seguir una tradición ma­ temática que se prolonga durante más de veinte siglos e incluye los nombres de Euclides, Arquímedes, Newton, Lagrange, Hamilton, Gauss, Poincaré. La minoría no desea menospreciar en modo al­ guno el trabajo de la mayoría, pero teme que unas matemáticas que se alimentan solamente de sí mismas agoten, con el tiempo, su interés. Aparte de sus efectos sobre el futuro de las matemáticas propia­ mente dichas, el aislamiento de los matemáticos ha privado al resto de la ciencia de un apoyo con el que se contaba en todas las épocas anteriores [...] A través del estudio de la naturaleza se han originado (y con toda probabilidad se seguirán originando) problemas mucho más difíciles que los construidos por los mate­ máticos dentro del círculo de sus propias ideas. Los científicos han confiado en que el matemático dedique sus esfuerzos a la resolu­ ción de estos problemas. Ellos saben que el matemático es algo más que un hábil utilizador de ciertas herramientas ya hechas; ellos mismos pueden usar esas herramientas con considerable ha­ bilidad. Buscan, más bien, las cualidades peculiares de los mate­ máticos: su penetración y capacidad lógica para ver lo general en lo particular y lo particular en lo general [...]. En todo esto, el matemático era la fuerza dirigente y discipli­ nante. Proporcionaba a la ciencia sus métodos de cálculo —loga­ ritmos, cálculo diferencial e integral, ecuaciones diferenciales, et­ cétera—, pero le daba mucho más que esto. Le daba un proyecto. Insistía en que el pensamiento fuese lógico. Cuando surgía una

nueva ciencia, le daba —o trataba de darle— la firme estructura lógica que Euclides dio a la topografía egipcia. A sus manos lle­ gaba un tema que era como una piedra basta, llena de malas hierbas, y salía de sus manos convertida en una gema pulida. Actualmente la ciencia bulle como no bulló jamás. No hay signos obvios de decadencia. Sólo los más observadores han notado que el vigilante no está de servicio. No se ha ido a dormir. Está trabajando tanto como antes, pero ahora trabaja solamente para sí mismo [...]. En resumen, la fiesta ha terminado: fue algo maravilloso mien­ tras duró [...]. La naturaleza planteará problemas enormes, pero estos problemas no llegarán jamás al matemático. Puede que esté sentado en su torre de marfil, esperando al enemigo con un ar­ senal de armas, pero el enemigo jamás llegará hasta él. La natu­ raleza no ofrece sus problemas ya formulados. Deben ser excavados con pico y pala, y quien no se manche las manos no podrá verlos. El cambio y la muerte en el mundo de las ideas tan inevita­ bles como el cambio y la muerte en los asuntos humanos. Cierta­ mente, no es deber del matemático amante de la verdad pretender que estas cosas no suceden, cuando suceden. Es imposible estimu­ lar artificialmente las fuentes profundas de la motivación intelec­ tual. Una cosa prende o no en la imaginación, y si no prende, no hay fuego. Si los matemáticos han perdido realmente su antiguo sello universal —si, en efecto, ven más la mano de Dios en el refi­ namiento de una lógica precisa que en el movimiento de los as­ tros—, entonces, cualquier intento de llevarles de nuevo con se­ ñuelos a sus viejas querencias sería inútil: sería negar el derecho del individuo a la libertad intelectual. Pero todo joven matemático que formule su propia filosofía —y todos lo hacen— debería to­ mar su decisión con pleno conocimiento de los hechos. Debería darse cuenta de que si sigue el camino de las matemáticas moder­ nas, es heredero de una gran tradición, pero sólo en parte. El resto del legado habrá ido a otras manos, y jamás lo recobrará [...]. Nuestra ciencia comenzó con las matemáticas y, sin duda, ter­ minará no mucho después de que las matemáticas se separen de ella (si se separan). De aquí a cien años habrá mayores y mejores laboratorios para la producción en masa de hechos. El que esos hechos se queden en meros hechos o se transformen en ciencia dependerá del grado en que entren en contacto con el espíritu de las matemáticas. John von Neumann estaba lo suficientemente alarmado como para lanzar un aviso. En El matemático (1947), un ensayo fre­ cuentemente citado, pero al que se ha prestado poca atención, decía: Cuando una disciplina matemática se aleja de su fuente empíri­ ca, o todavía más, si es una segunda o tercera generación, sólo

indirectamente inspirada en la «realidad», se ve acosada por muy graves peligros. Cada vez más, se convierte en algo puramente estetizante, algo que es sólo el arte por el arte. Esto no es ne­ cesariamente malo si el campo está rodeado de temas relacio­ nados que todavía guardan conexiones empíricas más estrechas, o si la disciplina está bajo la influencia de hombres de intuición excepcionalmente bien desarrollada. Pero existe el grave peligro de que la materia se desarrolle por una línea de mínima resis­ tencia, de que la corriente, tan lejos de sus fuentes, se divida en una multitud de ramas insignificantes y de que la disciplina se convierta en una masa desorganizada de detalles y complejida­ des. En otras palabras, un tema matemático, cuando se encuen­ tra a gran distancia de su fuente empírica, o después de mucho tiempo de endogamia abstracta, está en peligro de degeneración. Al principio, el estilo suele ser clásico; cuando muestra signos de barroquismo, ya está encendida la señal de peligro [...]. En cual­ quier caso, cuando se ha alcanzado este estadio, me parece que el único remedio es la vuelta rejuvenecedora a las fuentes: la inyección de ideas más o menos directamente empíricas. Estoy convencido de que ésta fue una condición necesaria para conser­ var el frescor y la vitalidad de la disciplina y de que esto se­ guirá siendo igualmente cierto en el futuro.

Pero la tendencia a las creaciones puras no se ha corregido. Los matemáticos han continuado separándose de la ciencia y siguiendo su propio camino. Quizá para aplacar sus concien­ cias han tendido a mirar por encima del hombro a los mate­ máticos aplicados como humildes delineantes. Se quejan de que la suave música de las matemáticas puras está siendo ahogada por las trompetas de la tecnología. Sin embargo, se dan cuenta de que es necesario responder a críticas como las reproducidas más arriba. Los que son francos, bien por igno­ rancia, bien distorsionando deliberadamente la historia, ar­ guyen ahora que muchas de las principales creaciones del pa­ sado estuvieron motivadas sólo por un interés intelectual y con todo resultaron ser más tarde inmensamente importantes para las aplicaciones. Examinemos algunos de los ejemplos de la historia que estos matemáticos puros aducen. ¿Hasta qué punto fueron puras las matemáticas que describen? El ejemplo que más habitualmente se ofrece es el del tra­ bajo griego sobre la parábola, la elipse y la hipérbola. El ar­ gumento de los matemáticos puros consiste en que esas cur­ vas fueron investigadas por los griegos y principalmente por Apolonio, solamente para satisfacer un interés matemático. Sin embargo, dieciocho siglos más tarde Kepler descubrió que la elipse era precisamente la curva que se necesitaba para

describir los movimientos de los planetas alrededor del Sol. Aunque desconocemos la historia más temprana de las sec­ ciones cónicas, un autorizado historiador, Otto Neugebauer, propone la teoría de que surgieron en relación con los traba­ jos de construcción de relojes de sol. Se conocen antiguos relojes de sol que utilizan cónicas. Además, el hecho de que las secciones cónicas puedan ser utilizadas para enfocar la luz era conocido mucho antes de que Apolonio dedicara su obra clásica al tema (capítulo 1). Por consiguiente, los usos físicos de las secciones cónicas en óptica, asunto al que los griegos dedicaron considerable tiempo y esfuerzo, ciertamen­ te motivaron parte del trabajo sobre las secciones cónicas. Las secciones cónicas fueron también investigadas mucho antes de la época de Apolonio para resolver el problema de construir el lado de un cubo cuyo volumen sea el doble del volumen de otro cubo dado, problema de importancia en la geometría griega, para la cual el método de probar la existen­ cia era la construcción. Es indudablemente cierto que Apolonio probó cientos de teo­ remas sobre las secciones cónicas que no tienen aplicación inmediata o potencial. En este trabajo no se diferenció de los modernos, que habiendo encontrado un tema importante proceden a desarrollarlo, bien por las razones expuestas más arriba de aprender más sobre un asunto vital, bien por razones tales como el desafío intelectual que plantean. El segundo ejemplo más a menudo citado de matemáticas puras que más tarde resultó aplicable es el de la geometría no euclídea. Se supone que los matemáticos crearon la geometría no euclídea al especular acerca de lo que sucedería si se cam­ biara el axioma de las paralelas de Euclides. Esta afirmación ignora dos mil años de historia. Los axiomas de Euclides eran considerados como verdades evidentes por sí mismas sobre el espacio físico (capítulo 1). Sin embargo, el axioma de las paralelas, enunciado por Euclides en una forma deliberada­ mente extraña para evitar la total asunción de la existencia de rectas paralelas, no era tan evidente por sí mismo como los demás axiomas. A partir de ahí, los numerosos esfuerzos para encontrar una versión más aceptable llevaron finalmente a la conclusión de que el axioma de las paralelas no era necesariamente verdadero, y que otro axioma diferente al de las paralelas —y en consecuencia una geometría no euclídea— podría servir también para representar el espacio físico. Lo más importante es que los esfuerzos para garantizar la verdad del axioma de las paralelas de Euclides no fue una «diversión

de cerebros especulativos», sino un intento de asegurar la verdad de la geometría en que se basan cientos de teoremas de matemáticas propiamente dichas y de matemáticas apli­ cadas. Los matemáticos puros citan a menudo el trabajo de Rie­ mann, que generalizó la geometría no euclídea, conocida en su tiempo, e introdujo una extensa variedad de geometrías no euclídeas conocidas hoy como geometrías riemannianas. Tam­ bién en este caso pretenden los matemáticos puros que Rie­ mann creó sus geometrías únicamente para ver qué se podía hacer. Esta idea es falsa. Los esfuerzos de los matemáticos para poner fuera de toda duda la solidez física de la geometría euclídea culminó, como acabamos de señalar, en la creación de una geometría no euclídea, la cual resultó tan útil para la representación de las propiedades del espacio físico como lo era la geometría euclídea. Este hecho inesperado dio lugar a la cuestión de que estamos seguros de que es cierto por lo que respecta al espacio físico, puesto que las dos geometrías difieren. Esta cuestión fue el punto explícito de partida de Riemann, y al contestarla en su* trabajo de 1854 (capítulo 4) creó geometrías más generales. A la vista de nuestro limitado conocimiento del espacio físico, estas geometrías podrían ser tan útiles como la euclídea para representar el espacio. De he­ cho, Riemann intuyó que el espacio y la materia tendrían que ser considerados conjuntamente. ¿Hay que maravillarse de que Einstein echara mano de una geometría riemanniana? La intui­ ción de Riemann acerca de la utilidad de su geometría en nada empaña el ingenioso uso que Einstein hizo de ella; su idoneidad fue la consecuencia del trabajo sobre el problema físico más fundamental que jamás hayan abordado los matemáticos: la naturaleza del espacio físico. Quizá deberíamos considerar un ejemplo más. Un tema so­ metido a un estudio muy activo por las matemáticas modernas es la teoría de grupos, la cual, según afirman los matemá­ ticos puros, fue abordada por su interés intrínseco. La teoría de grupos fue creada primordialmente por Evariste Galois (1811-1832), aunque hubiera trabajos anteriores de Lagrange y Paolo Ruffini. El problema que Galois abordó fue en esencia el más simple y práctico de todas las matemáticas, a saber, el problema de la resolubilidad de simples ecuaciones polinómicas tales como la ecuación de segundo grado 3a2 + 5x + 7 = 0,

la de tercer grado 4*3 + 6x2— 5x + 9 = 0 y ecuaciones de grado superior. Tales ecuaciones surgen en miles de problemas físicos. Los matemáticos sabían, en tiem­ pos de Galois, cómo resolver ecuaciones generales de primero a cuarto grado, y Niels Henrik Abel (1802-1829) había demos­ trado que es imposible resolver algebraicamente ecuaciones generales de quinto grado y demás grados superiores tales como ax5 + bx* 4- ex3 + dx2 4- ex 4 / = 0 en donde a, b, c, d, e y / pueden ser números reales (o com­ plejos) cualesquiera. Acto seguido, Galois se propuso demos­ trar por qué tales ecuaciones de grado quinto, o superior, no son resolubles algebraicamente y qué casos especiales son los resolubles. En el curso de su trabajo creó la teoría de grupos. ¿Es de extrañar que un campo de estudio derivado de un problema tan básico como la solución de ecuaciones polinómicas sea aplicable a muchos otros problemas, tanto físicos como matemáticos? Ciertamente, la teoría de grupos no fue inspirada independientemente de los problemas reales. Además, las motivaciones de la teoría de grupos no residen solamente en el trabajo de Galois. Los matemáticos puros pa­ recen pasar por alto el trabajo de Auguste Bravais (18111863) sobre la estructura de cristales tales como el cuarzo, los diamantes y el cristal de roca. Estas sustancias están com­ puestas de diferentes átomos dispuestos en una forma que se repite a todo lo largo del cristal. Además, cristales tales como la sal y los minerales comunes tienen tipos muy especiales de ordenamientos atómicos. Por ejemplo, en el caso más simple, los átomos, aunque estén contiguos, pueden ser considerados como situados en los vértices de un cubo. Bravais estudió, desde 1848, las posibles transformaciones que permiten girar el cristal alrededor de algún eje, o trasladarlo, o reflejarlo respecto de algún plano, de modo que el cristal se transforme en sí mismo. Estas transformaciones forman varios tipos de grupos. Camille Jordán (1838-1922) estudió el trabajo de Bra­ vais, lo amplió en un trabajo de 1868, y lo incluyó, entre otras motivaciones, para el estudio de la teoría de grupos, en su obra más influyente, Traité des substitutions (Tratado de las sustituciones, Í870).

El trabajo de Bravais sugirió también a Jordán el estudio de los grupos infinitos, grupos de traslaciones y rotaciones. El tema de los grupos infinitos fue resaltado por Félix Klein en su trabajo y en su disertación de 1827, en donde distinguía las diferentes geometrías conocidas en su época mediante los posibles grupos de movimientos en cada geometría y mediante las propiedades que permanecen invariantes bajo esos movi­ mientos. Así, la geometría euclídea se caracteriza por el hecho de estudiar propiedades de figuras que permanecen invarian­ tes bajo rotaciones, traslaciones y movimientos análogos. Di­ fícilmente podían ser despachados como matemáticas puras los problemas de distinguir en 1872 las diversas geometrías conocidas y averiguar qué geometría era la que se acomodaba al espacio físico, por aquella época predominantes en las men­ tes de los matemáticos. Antes de que la noción moderna de grupo abstracto fuera formulada en la década de 1890 tenían que realizarse en matemáticas muchos más trabajos en los que intervinieran grupos infinitos continuos y discontinuos para caracterizar los métodos de resolución de ecuaciones diferenciales l. Una investigación de otros temas calificados de producto de las matemáticas puras, como las matrices, análisis tensorial y topología, daría el mismo resultado. Por ejemplo, los orí­ genes de toda el álgebra abstracta moderna se remontan a la creación por parte de Hamilton de los cuaterniones (ca­ pítulo 4). Directa o indirectamente, las motivaciones fueron de tipo físico y los matemáticos involucrados estuvieron vital­ mente preocupados por la utilización de las matemáticas. En otras palabras, las áreas supuestamente creadas como mate­ máticas puras y más tarde descubiertas como aplicables, fueron creadas, como atestigua la historia, para el estudio de proble­ mas físicos reales o de problemas directamente relacionados con problemas físicos. Lo que frecuentemente ocurre es que las buenas matemáticas, originariamente motivadas por problemas físicos, encuentran nuevas aplicaciones que no ha­ bían sido previstas. De esta forma pagan las matemáticas su deuda con la ciencia. Estas nuevas aplicaciones son de esperar. ¿Nos asombramos al ver que el martillo, que originariamente pudo haber sido inventado para triturar las rocas, puede uti­ lizarse también para introducir clavos en la madera? Los 1 Arthur Cayley sugirió una definición de grupo abstracto en trabajos de 1849 y 1854. Pero la importancia de los conceptos abstractos no fue reconocida hasta que se realizaron las aplicaciones mucho más concretas descritas más arriba.

usos científicos inesperados de las teorías matemáticas surgen porque, para empezar, las teorías están basadas en hechos físicos y en modo alguno son debidas a la profética intuición de matemáticos todopoderosos que solamente luchan con sus almas. Los continuos éxitos en la utilización de estas creacio­ nes no son, en modo alguno, fortuitos. A Godfrey H. Hardy (1877-1947), uno de los principales ma­ temáticos británicos, se le atribuye el siguiente brindis: «¡Brin­ do por las matemáticas puras! Porque jamás tengan ninguna utilidad.» Leonard Eugene Dickson (1874-1954), una autoridad en la universidad de Chicago, solía decir: «Gracias a Dios que la teoría de números no está corrompida por las aplicaciones.» En un artículo sobre las matemáticas en tiempo de gue­ rra (1940), Hardy decía: Más vale que diga de una vez que por «matemáticas» entiendo las matemáticas reales, las matemáticas de Fermat, Euler, Gauss y Abel, y no el material que pasa por matemáticas en un labora­ torio de ingeniería. No estoy pensando solamente en matemáticas «puras» (aunque, naturalmente, sea éste mi primer objetivo); cuen­ to entre los matemáticos «reales» a Maxwell, Einstein, Eddington y Dirac. Se podría pensar por esta cita, que Hardy recogió en Apología de un matemático (edición de 1967), que Hardy estaba dis­ puesto a aceptar al menos parte de las matemáticas aplicadas. Pero más tarde decía: Incluyo el cuerpo completo de conocimiento matemático que tie­ ne un valor estético permanente; como lo tienen, por ejemplo, las mejores matemáticas griegas, las matemáticas que son eter­ nas, porque lo mejor de ellas, como la mejor literatura, continúa produciendo una satisfacción emocional a ipiles de personas des­ pués de miles de años. Hardy y Dickson pueden descansar jeñ paz porque cuentan con la garantía de la historia. Sus matemáticas puras, como todas las matemáticas creadas por sí mismas, no tendrán, casi con seguridad, utilidad alguna. Sin embargo, la posibilidad no está totalmente descartada. Un muchacho que da unos toques de pintura al azar en un lienzo puede rivalizar con Miguel Angel (aunque es más probable que lo haga con la pintura moderna) y, como decía Arthur Stanley Eddington, un mono que golpea al azar las teclas de una máquina de escribir puede producir una obra de la calidad de las de Shakespeare. El caso es

que, con miles de matemáticos puros trabajando, puede apa­ recer ocasionalmente algún resultado que tenga utilidad prác­ tica. Un hombre que busque monedas de oro en la calle podría encontrar alguna de níquel. Pero el esfuerzo intelectual que no está atemperado por la realidad resultará, casi con toda seguridad, estéril. Como señalaba George David Birkhoff: «Serán probablemente los nuevos descubrimientos matemáticos sugeridos por la física los que tengan, siempre mayor impor­ tancia, porque, desde el comienzo, la naturaleza ha señalado el camino y establecido el modelo que las matemáticas, el len­ guaje de la naturaleza, deben seguir.» Sin embargo, la natura­ leza jamás grita sus secretos a voces, sino que siempre los susurra. Y los matemáticos deben escuchar atentamente para intentar amplificarlos y proclamarlos. A pesar de la evidencia de la historia, algunos matemáticos afirman todavía la futura aplicación de las matemáticas puras y declaran que de hecho la independencia con respecto a la ciencia mejorará estas perspectivas. Esta tesis ha sido reafir­ mada no hace mucho (en 1961) por Marshall Stone, un pro­ fesor de Harvard, Yale y Chicago. Aunque comienza su ar­ tículo titulado «La revolución en matemáticas» con un tributo a la importancia de las matemáticas en la ciencia, Stone con­ tinúa: Aunque desde 1900 han tenido lugar varios cambios importantes en nuestra concepción de las matemáticas o en nuestros puntos de vista sobre ellas, el único que verdaderamente implica una revolución en las ideas es el descubrimiento de que las matemá­ ticas son totalmente independientes del mundo físico [...]. Hoy día se considera que las matemáticas no tienen una relación necesa­ ria con el mundo físico más allá de la vaga y engañosa implícita en la afirmación de que el pensamiento tiene lugar en el cerebro. Podemos decir sin exagerar que este descubrimiento constituye uno de los avances intelectuales más significativos de la historia de las matemáticas [...]. Cuando nos paramos a comparar las matemáticas de hoy con las matemáticas tal como estaban a finales del siglo xix, podemos quedar asombrados al notar lo rápidamente que han crecido, en cantidad y complejidad, nuestras matemáticas, pero no dejaremos de observar lo estrechamente que este proceso ha estado ligado a la importancia dada a la abstracción y a la preocupación cada vez mayor por la percepción y el análisis de modelos matemáticos generales. En efecto, si miramos un poco más de cerca, veremos que esta nueva orientación, que sólo ha sido posible gracias al divorcio entre las matemáticas y sus aplicaciones, ha sido la ver­ dadera fuente de su enorme vitalidad y crecimiento en este siglo.

Un matemático moderno preferiría la descripción positiva de su disciplina como el estudio de los sistemas abstractos genera­ les, cada uno de los cuales es un edificio construido con determi­ nados elementos abstractos y estructurados por la presencia de unas relaciones arbitrarias, pero inequívocamente especificadas entre di­ chos elementos [...]. Y mantendría que ni estos sistemas ni los medios que la lógica proporciona para el estudio de sus propieda­ des estructurales, tienen una conexión directamente inmediata o necesaria con el mundo físico [...]. Ya que solamente en la me­ dida en que las matemáticas se liberan de las ataduras que las han ligado en el pasado a algunos aspectos de la realidad, pueden convertirse en el instrumento enormemente flexible y poderoso que nos es necesario para explorar áreas fuera de nuestro alcance. Sería posible citar numerosos ejemplos en apoyo de esta tesis. A continuación Stone menciona la genética, la teoría de jue­ gos y la teoría matemática de la comunicación. De hecho, éstas constituyen una pobre defensa de su tesis. Han surgido gracias a la aplicación de unas sólidas matemáticas clásicas. Courant rebatía las tesis de Stone en un artículo que apa­ reció en la SIAM Review (Revista de la Sociedad para las Matemáticas Industriales y Aplicadas)2: El artículo [de Stone] afirma que vivimos en una era de grandes éxitos matemáticos que supera todo lo logrado desde la antigüedad hasta ahora. Se atribuye el triunfo de las «matemáticas moder­ nas» a un principio fundamental: la abstracción y el alejamiento deliberado de la física y otras disciplinas. De esta forma, la mente matemática, libre de lastre, puede elevarse a alturas desde las cuales la realidad sobre la tierra puede ser perfectamente obser­ vada y dominada. No deseo distorsionar ni minimizar las afirmaciones y las con­ clusiones pedagógicas de este distinguido colega. Pero como pro­ grama radical, como intento de marcar una línea para la investi­ gación y, sobre todo, para la educación, el artículo parece una se­ ñal de peligro y necesita, ciertamente, ser complementado. El peligro del entusiasmo por la abstracción se ve agravado por el hecho de que esta moda no aboga en modo alguno por el absurdo, sino que defiende una verdad a medias. No se debe permitir que verdades a medias y parciales borren de golpe aspectos vitales de la verdad completa y equilibrada. Ciertamente, el pensamiento matemático opera mediante abstrac­ ción; las ideas matemáticas necesitan un refinamiento, una axioma­ tización y una cristalización abstractos y progresivos. Efectivamente, las simplificaciones importantes se hacen posibles cuando se alcan­ 2 Reproducido con el permiso de SIAM Review, octubre de 1962, pp. 297-320.

za un nivel superior de intuición respecto de las estructuras. Tam­ bién es cierto —y durante mucho tiempo ha sido recalcado clara­ mente— que las dificultades básicas desaparecen en matemáticas cuando se abandona el prejuicio metafísico de que los conceptos matemáticos hayan de ser descripciones de una realidad en cierto modo esencial. Con todo, la savia le viene a nuestra ciencia por las raíces; estas raíces se extienden en ramificaciones sin fin dentro de lo que podríamos llamar realidad, ya sea esta «realidad» la mecá­ nica, la física, la biología, el comportamiento económico, la geo­ desia o, incluso, ya en un campo familiar, otras cuestiones esen­ ciales matemáticas. La abstracción y la generalización no son más vitales para las matemáticas que la individualidad de los fenó­ menos y, ante todo, que la intuición inductiva. Sólo la interacción entre estas fuerzas y su síntesis puede mantener vivas las mate­ máticas y evitar su desecación hasta convertirse en un esqueleto. Debemos luchar contra los intentos de llevar el desarrollo de for­ ma unilateral hacia uno de los polos de la antinomia en que se pasa la vida. No debemos aceptar el viejo disparate blasfemo de que la jus­ tificación última de las ciencias matemáticas es «la gloria de la mente humana». No se debe permitir que las matemáticas se di­ vidan en las variedades «pura» y «aplicada». Deben permanecer y ser fortalecidas en su papel de tranquila playa, en la que desem­ boca el ancho torrente de la ciencia y debemos evitar que se con­ vierta en un pequeño arroyo que pueda desaparecer en la arena. Las tendencias divergentes son inherentes a las matemáticas y suponen un peligro constante. Los fanáticos del abstraccionismo aislacionista son claramente peligrosos. Pero también lo son los conservadores reaccionarios que no distinguen entre las ostenta­ ciones huecas y las pretensiones sensatas. Courant no negaba el valor de la abstracción. No obstante, decía en un artículo de 1964 que las matemáticas deben bus­ car sus motivaciones en una sustancia específica y concreta y aspirar a algún estrato de la realidad. Si es necesario un vuelo a la abstracción, debe ser algo más que una escapatoria. Es indispensable el retomo a tierra firme, aun si el mismo piloto no puede controlar todas las fases de la trayectoria. Las matemáticas han sido a menudo comparadas con un árbol cuyas raíces están firme y profundamente asentadas en un rico suelo natural. El tronco central son los números y las figuras geométricas, y las múltiples ramas que salen del tronco representan los diversos desarrollos. Algunas de estas ramas son sólidas y nutren numerosos y vitales retoños. Otras dan origen a retoños menores que contribuyen poco al tamaño y la fuerza de la estructura del árbol. Otras, en fin, están

muertas. Pero lo que es más importante es que el árbol está enraizado en tierra firme. Cada rama enlaza con esa realidad a través de las raíces y el tronco. Los recientes intentos de eliminar el suelo y sin embargo conservar el árbol, las raíces, el tronco y la superestructura, están condenados al fracaso. Las ramas crecerán sólo en la medida en que las raíces pe­ netren en el fértil suelo. Todos aquellos que injerten nuevas ramas sin el alimento de la realidad, sólo conseguirán tallos que nacerán ya muertos y que nunca adquirirán vida. Quizá se pueda, con bastante esfuerzo, hacer que esas aspirantes a ramas se parezcan a las reales, entrelazándolas con las ramas vivas para que parezca que nacen del tronco, pero, a pesar de todo, están muertas y se pueden cortar sin el menor daño para los tallos vivos. Existen otras razones que parecen socavar el alegato de Stone de que la libertad para cultivar las matemáticas puras fortalecerá las matemáticas aplicadas y contribuirá con nue­ vas aportaciones. La investigación en matemáticas puras, in­ dependientemente del grado de complejidad e independiente­ mente de la eminencia del investigador, tiene forzosamente que disminuir la capacidad del hombre de aplicar el razo­ namiento matemático a situaciones prácticas. Si gasta tiempo y energía en las matemáticas abstractas, se verá inevitable­ mente influido por la atmósfera y las actitudes mentales ne­ cesarias para el éxito en ese campo. También tendrá menos tiempo para conocer las necesidades en materia de aplica­ ciones y para forjar las herramientas precisas. Los matemá­ ticos aplicados pueden tomar nota con provecho de aquello de lo que los matemáticos abstractos son capaces y de aquello que consiguen; pero una atención excesiva supondría una des­ viación peligrosa de los recursos. El desprecio de las aplica­ ciones lleva al aislamiento y posiblemente a la atrofia de las matemáticas en su conjunto. Si se le juzga por las pruebas históricas, Stone está cier­ tamente equivocado. Como señalaba von Neumann en su en­ sayo «El matemático» (1947): Es innegable que algunas de las mejores inspiraciones en ma­ temáticas —en aquellas partes de las matemáticas que son tan puras como se pueda imaginar— provienen de las ciencias natu­ rales [...]. El hecho más vitalmente característico de las matemá­ ticas es, en mi opinión, su peculiarísima relación con las ciencias naturales o, más generalmente, con cualquier ciencia que interprete la experiencia a un nivel superior al puramente descriptivo.

Laurent Schwartz, destacado matemático francés, no dudó en afirmar que los campos más activos de hoy día, el álgebra abstracta y la topología algebraica, no tienen aplicaciones. Algunas publicaciones disfrazan a las aplicaciones concretas con el lenguaje y los conceptos de esos campos, pero no hacen ningún progreso en la solución de los problemas aplicados. Sin embargo, los defensores de las matemáticas puras y abstractas no se rinden. El profesor Jean Dieudonné, destacado analista, rechazaba en un artículo de 1964 la idea de que unas matemáticas que se alimentan de sí mismas morirán algún día por falta de nutrición: Me gustaría recalcar lo poco que la reciente historia ha estado dispuesta a ajustarse a los piadosos lugares comunes de los pro­ fetas de la perdición, que periódicamente nos advierten de las ca­ lamitosas consecuencias que tendría para las matemáticas el apar­ tamiento de las aplicaciones a otras ciencias. No pretendo decir que un estrecho contacto con otros campos, tales como la física teórica, no sea beneficioso para ambas partes, pero está perfec­ tamente claro que de todo el asombroso progreso del que he estado hablando, nada, con la posible excepción de la teoría de distribuciones, ha tenido que ver con las aplicaciones físicas; e incluso en la teoría de ecuaciones en derivadas parciales se hace ahora mucho más hincapié en los problemas estructurales e «in­ ternos» que en las cuestiones que tienen un significado físico directo. Aun cuando las matemáticas tuvieran que ser forzosamen­ te separadas de todos los demás cauces del esfuerzo humano, quedaría alimento para siglos de reflexión sobre grandes proble­ mas que todavía no hemos resuelto dentro de nuestra ciencia. Aunque Dieudonné viera interminables problemas en matemá­ ticas puras, hay que añadir, para hacer honor a la verdad, que jamás se tragó el argumento de que toda creación en matemá­ ticas puras tendrá, finalmente, alguna utilidad. Citaba muchas investigaciones de matemáticas puras, particularmente en teo­ ría de números, de las cuales decía: «Es inconcebible que tales resultados puedan aplicarse a algún problema físico.» Además, aunque generalmente defendía las matemáticas puras, tam­ bién decía que la fanfarronada de algunos matemáticos res­ pecto del valor de sus matemáticas puras para la ciencia «es una forma benigna de estafa». Las matemáticas puras, decía, se tomarán grandes molestias para demostrar la unicidad de la solución de un problema, pero no tratarán de hallar la so­ lución. El físico sabe que existe una única solución —la Tierra no recorre dos caminos diferentes—, pero desea saber cuál es el camino real.

Más realista sobre el valor de la clase de matemáticas que se deberían investigar era Lars Garding, un hombre de la mis­ ma talla que había trabajado en matemáticas puras. En el Congreso Internacional de Matemáticos de 1958 decía con fran­ queza: No puedo entrar aquí en muchos campos importantes de nuestra disciplina como las ecuaciones diferenciales, la teoría de sistemas y las aplicaciones a la mecánica cuántica y a la geometría dife­ rencial. Mi campo ha sido el de la teoría general de operadores diferenciales parciales. Nació de la física clásica, pero no tiene aplicaciones realmente importantes en ella. La física sigue siendo su principal fuente de problemas interesantes. Tengo el presen­ timiento de que charlas generales del tipo de la que he dado son quizá menos útiles que revisiones periódicas de los problemas de física aún no resueltos que parecen requerir nuevas técnicas ma­ temáticas. Tales revisiones no serán, evidentemente, nuevas para los especialistas, pero proveerán a muchos matemáticos de valiosos problemas. Los esfuerzos planificados para fomentar la interac­ ción entre la física y las matemáticas han sido escasos. Esta de­ bería ser una de las principales preocupaciones del congreso inter­ nacional de matemáticos. A aquellos que se jactan de crear unas matemáticas no con­ taminadas por el mundo físico y que mantienen que otros encontrarán algún día una justificación de sus esfuerzos, ac­ tualmente sin sentido, se les puede dejar que sigan trabajando en sus rutinas mentales. Pero contradicen el curso de la his­ toria. Su confianza en que unas matemáticas liberadas de la servidumbre de las ciencias producirán temas más ricos, más variados y más fructíferos, que serán mucho más aplicables que las viejas matemáticas, no está respaldada por otra cosa que por palabras. Los defensores de las matemáticas puras pueden hacer y hacen otras reivindicaciones del valor de su trabajo, a saber, la belleza intrínseca y el desafío intelectual. No se puede negar que tales valores existen. Sin embargo, que e§tos va­ lores justifican la enorme producción de matemáticas puras es algo que puede ser puesto en duda. Sin entrar a enjuiciar estas cuestiones, estos valores no contribuyen a lo que ha sido la principal característica de las matemáticas, a saber, el es­ tudio de la naturaleza. La belleza y el desafío intelectual son matemáticas por las matemáticas. No obstante, la importancia de estos valores intrínsecos necesita más detenimiento que lo que este análisis del aislamiento de las matemáticas permite.

Los defensores y críticos de las matemáticas puras no están, evidentemente, de acuerdo. Las controversias incitan a algunas observaciones humorísticas o sarcásticas. Los matemáticos aplicados no están preocupados por las demostraciones rigu­ rosas. Para ellos, el principal objetivo es la adecuación de sus deducciones a los hechos físicos. Un caso típico es el de Oliver Heaviside, que utilizaba lo que a los ojos de los matemáticos puros eran técnicas totalmente injustificadas y estrafalarias. En consecuencia, fue severamente criticado. Heaviside des­ preciaba lo que él llamaba el «hacha de la lógica». El replicaba diciendo que «la lógica puede ser paciente porque es eterna». Algo más tarde confundía a los matemáticos puros aún más. En aquel tiempo las llamadas series divergentes estaban pros­ critas. Heaviside decía de una de ellas: «¡Ah, sí!, la serie di­ verge; ahora podemos hacer algo con ella.» Ni qué decir tiene que las técnicas de Heaviside han sido todas ellas formaliza­ das y han aportado incluso nuevos temas matemáticos. Los matemáticos aplicados han dicho, para irritación de los pu­ ristas, que los matemáticos puros son capaces de encontrar la dificultad en una solución, pero que los aplicados pueden encontrar la solución de una dificultad. Los matemáticos aplicados lanzan otras pullas a los pu­ ristas. Los problemas de las aplicaciones son planteados por los fenómenos físicos, y los matemáticos que trabajan en ese campo están obligados a resolverlos, mientras que los mate­ máticos puros pueden crear sus propios problemas. Dicen también que los puristas son como un hombre que al buscar una llave perdida en una calle oscura se va a buscarla bajo una farola porque allí hay más luz. Para ridiculizar todavía más a sus adversarios, los matemá­ ticos aplicados cuentan otra historia. *Un hombre tiene una bolsa de ropa sucia y busca una lavandería. Encuentra un establecimiento con un cartel en la ventana, «Se lava ropa», entra y pone la bolsa de ropa sobre el mostrador. El depen­ diente mira un poco asombrado y pregunta: «¿Qué es esto?» El hombre contesta: «Traigo esta ropa para que la laven.» «Pero aquí no lavamos ropa», replica el dependiente. Esta vez es el supuesto cliente el que está asombrado. Señala el cartel y pregunta: «¿Y ese cartel?» «Oh», dice el dependiente, «aquí sólo hacemos carteles». La controversia entre los matemáticos puros y aplicados continúa, y dado que ahora son los primeros los que llevan la voz cantante, pueden mirar por encima del hombro a sus hermanos equivocado^ e incluso reprobarlos. Como ha seña­

lado el profesor Clifford E. Truesdell: «Lo de 'matemáticas aplicadas' es un insulto que los que se consideran matemá­ ticos ’puros' lanzan a los que tienen por impuros [...], pero las matemáticas 'puras', como acceso de cólera parricida que rechaza lo que procede de la sensación humana, como contra­ seña para dejar fuera a los impuros, son una enfermedad in­ ventada en el siglo pasado [...]». Se han convertido en un fin en sí mismas sin pensar a qué objetivo podrían servir. No es éste un estado de beatitud. Las matemáticas pretenden descubrir algo digno de ser conocido. Tal y como están las cosas ahora, la investigación engendra investigación, que, a su vez, engendra investigación. En el palacio de las mate­ máticas, nadie osa preguntar por el significado o el propósito. Las matemáticas no deben estar corrompidas por la realidad. La hiedra se ha hecho tan espesa que los investigadores no pueden ver ya el mundo exterior. Esas mentes secuestradas están satisfechas de su aislamiento. Entre los matemáticos tal vez haya desavenencias, pero los físicos y los demás científicos sólo pueden lamentar haber sido dejados en la estacada. Oigamos al profesor John C. Slater, distinguido profesor hasta hace poco en el Massachusetts Institute of Technology: El físico encuentra muy poca ayuda en el matemático. Por cada matemático como Von Neumann, que se da cuenta de estos problemas [descritos anteriormente], y contribuye prácticamente a resolverlos, hay veinte que no tienen interés en ellos y que, o bien trabajan en campos que tienen un remoto interés para la física, o bien insisten en las partes más antiguas y más fami­ liares de la física matemática. No es extraño que en esta situa­ ción el físico, cuando observa a los matemáticos, piense que éstos se han apartado del camino que ha conducido a la pasada gran­ deza de las matemáticas y que no volverán al camino hasta que no se incorporen decididamente a la corriente principal del pro­ greso de la física matemática, corriente que en el pasado ha con­ ducido a los desarrollos más fructíferos de las matemáticas... Aquél, cree firmemente el físico, es el único camino a través del cual puede el matemático adquirir grandeza.

El desprecio de la ciencia fue el tema de una importante con­ ferencia pronunciada por el profesor Freeman J. Dyson ante matemáticos en 1972. Dyson, destacado físico, señaló las opor­ tunidades, pasadas y presentes, que los matemáticos han te­ nido de ocuparse de importantes y significativos problemas de la ciencia y que no han aprovechado. Algunos de estos pro­

blemas, o fragmentos de ellos, se han colado de alguna forma en las matemáticas, pero los matemáticos no conocen su origen ni su significado físico. Por consiguiente, avanzan en direc­ ciones arbitrarias o no se dan cuenta de lo que han consegui­ do. Como dice Dyson, el matrimonio entre la física y las ma­ temáticas ha terminado en divorcio. La ruptura con la ciencia se ha acelerado durante este si­ glo. Es frecuente hoy día oír y leer declaraciones de matemá­ ticos sobre la independencia de las matemáticas con respecto a la ciencia. Los matemáticos no vacilan ya en hablar libre­ mente de que están únicamente interesados en las matemáti­ cas propiamente dichas y de que las ciencias les son indife­ rentes. Aunque no existen estadísticas disponibles, alrededor del 90 por 100 de los matemáticos activos hoy ignoran la cien­ cia y, además, se sienten satisfechos de permanecer en ese estado de beatitud. A pesar de la historia y de alguna opo­ sición, la tendencia a la abstracción, a la generalización por la generalización, a la investigación de problemas elegidos ar­ bitrariamente, continúa. La razonable necesidad del estudio de una clase completa de problemas para saber más acerca de los casos concretos, y la de la abstracción para llegar a la esencia de un problema, se han convertido en una excusa para abordar generalidades y abstracciones en y por sí mismas. Durante siglos, el hombre ha creado estructuras tan gran­ des como la geometría euclídea, la teoría tolomeica, la teoría heliocéntrica, la mecánica newtoniana, la teoría electromagné­ tica, y, en época reciente, la teoría de la relatividad y la me­ cánica cuántica. En todos estos y en otros cuerpos científicos potentes y significativos, las matemáticas, como sabemos ahora, constituyen el método de construcción, el marco, y, de hecho, la esencia. Las teorías matemáticas nos han permitido conocer algo de la naturaleza, abarcar, mediante exposiciones compre­ hensivas e inteligibles, toda la variedad de fenómenos aparen­ temente diversos. Las teorías matemáticas han puesto de ma­ nifiesto el orden y el plan que el hombre buscaba en la natu­ raleza y nos han dado poder, total o parcial, sobre vastos do­ minios. Pero la mayor parte de los matemáticos han abandonado sus tradiciones y su herencia. Los significativos mensajes que la naturaleza envía a los sentidos encuentran ahora ojos ce­ rrados y oídos sordos. Los matemáticos están viviendo de la reputación adquirida por sus predecesores y aún esperan y exigen el aplauso y el apoyo que el trabajo de antes merecía. Los matemáticos puros han ido aún más lejos. Han expulsado

a los matemáticos aplicados de su cofradía con la esperanza de que, acaparando el honorable título de matemáticos, serán ellos solos los que obtengan la gloria concedida a sus precur­ sores. Han desperdiciado su rica fuente de ideas y están aho­ ra gastando la riqueza anteriormente acumulada. Han seguido un destello que les ha conducido fuera de este mundo. Es cierto que algunos, conocedores de la noble tradición que mo­ tivó la investigación matemática del pasado y que justificó los honores concedidos a hombres como Newton y Gauss, todavía proclaman el potencial valor de sus trabajos matemá­ ticos para la ciencia. Hablan de crear modelos para la ciencia. Pero en realidad no están preocupados por este objetivo. De hecho, dado que la mayoría de los matemáticos actuales no conocen la ciencia, no pueden crear modelos. Prefieren per­ manecer vírgenes antes que acostarse con la ciencia. Las ma­ temáticas, en su conjunto, se han vuelto hacia adentro; se alimentan de sí mismas; y es extremadamente improbable, si se juzga por lo ocurrido en el pasado, que la mayor parte de la investigación de las matemáticas modernas contribuya ja­ más al progreso de la ciencia; las matemáticas pueden estar condenadas a avanzar a tientas en la oscuridad. Las matemá­ ticas constituyen, en estos momentos, una empresa cuyo fin casi exclusivo son ellas mismas. Moviéndose en direcciones determinadas por sus propios criterios de importancia y prio­ ridad, están incluso orgullosas de su independencia de los pro­ blemas, motivaciones e inspiraciones de fuera. Ya no tienen unidad ni objetivos. El aislamiento de la mayor parte de los matemáticos de hoy es deplorable por muchas razones. Los usos científicos y tecnológicos de las matemáticas se están extendiendo a una gran velocidad. Hasta hace muy poco, la visión de Descartes de que las matemáticas representan el logro supremo de la inteligencia humana, el triunfo de la razón sobre el empi­ rismo y la penetración final en todos los campos de la ciencia de metodologías basadas en las matemáticas, parecía próxima a su realización. Pero justo cuando las aproximaciones mate­ máticas se estaban extendiendo a tantos campos, los mate­ máticos se retiraron a una esquina. Mientras que desde hace cien años y más las matemáticas y las ciencias físicas estaban íntimamente imbricadas entre sí (sobre una base platónica, por supuesto), desde entonces se han separado, y la separa­ ción se ha hecho más marcada en nuestros días. Se ha per­ dido de vista el hecho de que las matemáticas son valiosas porque contribuyen al dominio y a la comprensión de la natu­

raleza. La mayoría de los matemáticos de ahora prefieren aislar su trabajo y ofrecer solamente fríos estudios. El cisma entre aquellos que querrían ser fieles a las viejas y honorables mo­ tivaciones de la actividad matemática, motivaciones que en el pasado proporcionaron los temas más fructíferos, y aquellos que, navegando a favor del viento, investigan lo que llama su atención, es muy profundo. Cegados por un siglo de matemá­ ticas cada vez más puras, la mayoría de los matemáticos han perdido la capacidad y el deseo de leer en el libro de la natu­ raleza. Se han vuelto hacia campos tales como la topología y el álgebra abstracta, hacia abstracciones y generalizaciones tales como el análisis funcional, hacia demostraciones de exis­ tencia de ecuaciones diferenciales cuya posibilidad de apli­ cación es remota, hacia la axiomatización de diversos cuerpos de pensamiento y hacia áridos juegos del cerebro. Sólo unos pocos intentan todavía resolver los problemas más concretos, principalmente en ecuaciones diferenciales y campos limí­ trofes. ¿Significa el abandono de la ciencia por la mayoría de los matemáticos que ésta se verá privada de las matemáticas? En absoluto. Unos pocos matemáticos perspicaces han obser­ vado que los Newton, Laplace y Hamilton del futuro crea­ rán las matemáticas que necesiten, de la misma forma que se hizo en el pasado. Esos hombres, aunque matemáticos re­ nombrados, también fueron físicos. En una nota necrológica que escribió Richard Courant para Franz Rellich en 1957 se decía que si la actual tendencia continúa, «existe el peligro de que las matemáticas 'aplicadas' del futuro sean desarro­ lladas por físicos e ingenieros, y de que los matemáticos pro­ fesionales de alto nivel no tengan ninguna relación con los nuevos desarrollos». Courant ponía entre comillas la palabra aplicadas porque realmente se refería a todas las matemáticas de interés. No distinguía entre matemáticas puras y aplicadas. Talleyrand señaló en una ocasión que un idealista no puede durar mucho, a menos que sea realista, y que un realista no puede durar mucho a menos que sea idealista. Si aplicamos esto a las matemáticas, la observación habla de la necesidad de idealizar los problemas reales y de estudiarlos en abstrac­ to, pero dice también que el trabajo del idealista que ignore la realidad no sobrevivirá. Las matemáticas deberían tener los pies en el suelo y la cabeza en las nubes. Es la relación entre los problemas concretos y la abstracción lo que pro­ duce matemáticas importantes, vivas y vitales. Puede que a los matemáticos les guste elevarse a las nubes del pensamiento

abstracto, pero, lo mismo que los pájaros, deben volver a tie­ rra en busca de alimento. Las matemáticas puras son como los pasteles para el postre. Son de sabor agradable e incluso alimentan, pero el cuerpo no puede sobrevivir a base de pas­ teles, sin la carne y las patatas de los problemas reales como alimentación básica. El problema reside en la atención excesiva a cuestiones artificiales. Si la importancia que se da a las matemáticas pu­ ras continúa, las matemáticas del futuro no serán ya la dis­ ciplina que hemos valorado en el pasado, aunque lleven el mis­ mo nombre. Las matemáticas son una invención maravillosa, pero la maravilla reside en la capacidad de la mente humana para construir modelos comprensibles de fenómenos natura­ les complejos y aparentemente inescrutables, dando de esta forma al hombre clarividencia y poder. Sin embargo, los individuos son libres de elegir su propio camino. Decía Homero en la Odisea: «Los diferentes hombres se deleitan con diferentes acciones», y en el siglo siguiente el poeta Arquíloco decía: «Cada hombre debe alegrar su cora­ zón a su propio modo.» Goethe expresaba el mismo pensa­ miento: «Los individuos son libres de ocuparse de lo que les atrae, de lo que les procura placer o de lo que les parece útil.» Sin embargo, añadía Goethe: «El objeto de estudio más apropiado para la humanidad es el hombre.» Podemos para­ frasear, para nuestros propósitos, que el estudio más apro­ piado para las matemáticas es la naturaleza. Como decía Francis Bacon en su Novum organum (Nuevo instrumento [de ra­ zonamiento]): «Pero la auténtica y legítima meta de las cien­ cias es dotar a la vida humana de nuevos inventos y ri­ quezas.» En último término, es el juicio sensato el que debe decidir qué investigaciones merecen ser acometidas. Lo que debe pre­ ocupar al mundo matemático no es la distinción entre mate­ máticas puras y aplicadas, sino la distinción entre las mate­ máticas que se emprenden con sólidos objetivos y las que sa­ tisfacen metas y caprichos personales, entre las matemáticas útiles y entre las matemáticas inútiles, entre las matemáticas trascendentes y las intrascendentes, y entre las matemáticas vita­ les y las matemáticas exangües.

14. ¿A DÓNDE VAN LAS MATEMATICAS?

¡Humíllate, impotente razón! P ascal

Nuestra larga exposición de las sucesivas y crecientes perple­ jidades con que los matemáticos se enfrentaron al intentar determinar cuáles son las matemáticas correctas y qué fun­ damentos se deberían adoptar para lograr la creación de nue­ vas matemáticas ha revelado la calamitosa situación actual. La única alegría que los matemáticos derivaron de su trabajo, a saber, la notable efectividad de sus aplicaciones a la ciencia, no puede ya ser un consuelo, porque la mayoría de ellos han abandonado las aplicaciones. ¿Cómo reaccionan los matemá­ ticos ante esta situación y ante lo que pueden esperar? ¿Cuál es la esencia de las matemáticas? Pasemos primero revista a cómo han llegado las matemá­ ticas a esta situación y cuáles son los problemas fundamenta­ les. Los matemáticos egipcios y babilonios, que fueron los pri­ meros que comenzaron la construcción de las matemáticas, no fueron en absoluto capaces de prever la clase de estructu­ ra que erigirían. Por tanto, no pusieron unos cimientos pro­ fundos. Más bien construyeron directamente sobre la super­ ficie de la tierra. En aquella época la tierra parecía ofrecer una base segura, y el material con el que comenzaron la cons­ trucción, datos acerca de números y figuras geométricas, fue tomado de sencillas experiencias terrenales. Este origen his­ tórico de las matemáticas se manifiesta en el uso continuo de la palabra geometría, que significa medición de la tierra. Pero cuando la estructura comenzó a alzarse sobre la tierra, se hizo evidente que era inestable y que nuevas adiciones po­ drían ponerla en peligro. Los griegos del período clásico no sólo vieron el peligro, sino que llevaron a cabo la necesaria reconstrucción. Adoptaron dos medidas. La primera consistió en seleccionar franjas de terreno firme sobre las que pudie­

ran ir los muros. Estas franjas eran las verdades evidentes por sí mismas del espacio y los números enteros. La segunda consistió en poner acero en el armazón. El acero era la de­ mostración deductiva de cada adición a la estructura. En la medida en que las matemáticas se desarrollaron en la época griega, la estructura, que consistía principalmente en la geometría euclídea, resultó estable. Apareció, con todo, una grieta, a saber, que ciertos segmentos —tales como la diagonal de un triángulo rectángulo isósceles cuyos catetos miden 1— deberían tener una longitud de >J2 unidades. Puesto que los únicos números que los griegos reconocían eran los enteros positivos, no podían aceptar números como s/2. Resolvieron el problema arrinconando esos «números» irracionales y aban­ donando la idea de asignar longitudes numéricas a segmentos, áreas y volúmenes. Por tanto, no hicieron nuevas adiciones a la aritmética y al álgebra más allá de los números enteros y lo que podía ser incorporado a la estructura de la geome­ tría. Es verdad que algunos griegos alejandrinos, principal­ mente Arquímedes, operaron con números irracionales, pero estos números no fueron incorporados a la estructura lógica de las matemáticas. Los hindúes y los árabes añadieron nuevos pisos al edificio sin demasiadas preocupaciones por la estabilidad. En primer lugar, hacia el año 600 d. C., los hindúes introdujeron los números negativos. Después, los hindúes y los árabes, menos escrupulosos que los griegos, no sólo aceptaron los números irracionales, sino que desarrollaron reglas para operar con ellos. Los europeos del Renacimiento, que adoptaron las ma­ temáticas de los griegos, los hindúes y los árabes, se resistieron al principio a aceptar estos elementos extraños. Sin embargo, prevalecieron los intereses de la ciencia, y los europeos dejaron a un lado su preocupación por la solidez lógica de las mate­ máticas. Al ampliar las matemáticas del número, los hindúes, los árabes y los europeos añadieron piso tras piso: los números complejos, más álgebra, el cálculo, las ecuaciones diferenciales, la geometría diferencial y muchos más campos. Sin embargo, en lugar de acero utilizaron columnas de madera y vigas com­ puestas de argumentos físicos e intuitivos. Pero este material se mostró incapaz de soportar la carga y comenzaron a apa­ recer grietas en los muros. En 1800, la estructura estaba otra vez en peligro y los matemáticos se apresuraron a sustituir la madera por acero.

Mientras la superestructura estaba siendo fortalecida, la base —los axiomas elegidos por los griegos— cedía bajo los muros. La creación de una geometría no euclídea reveló que los axiomas de la geometría euclídea no eran sólidas franjas de tierra; sólo lo parecían bajo una inspección superficial. Tampoco eran los axiomas de la geometría no euclídea una base más segura. Lo que los matemáticos tomaron por la realidad de la naturaleza, creyendo que sus mentes eran un soporte infalible para este conocimiento, resultó ser un con­ junto de datos sensoriales poco fiables. Para más desgracia, la creación de nuevas álgebras obligó a los matemáticos a admi­ tir que las propiedades de los números no estaban más firme­ mente asentadas en la realidad que las de la geometría. Así, pues, la estructura completa de las matemáticas, la geometría y la aritmética, con sus extensiones al análisis y el álgebra, estaban en grave peligro. El hasta entonces grandioso edificio estaba en peligro de derrumbarse y hundirse en un cenagal. El mantenimiento de la estructura de las matemáticas exi­ gía enérgicas medidas y los matemáticos aceptaron el desafío. Era evidente que no había tierra sólida sobre la que basar las matemáticas, ya que el terreno aparentemente firme de la na­ turaleza había resultado engañoso. Pero quizá se podría con­ seguir una estructura estable erigiendo sólidos cimientos de otra clase. Estos cimientos consistirían en definiciones enun­ ciadas con toda precisión, conjuntos completos de axiomas y demostraciones explícitas de todos los resultados, por eviden­ tes que pudieran parecer a la intuición. Además, en lugar de verdades había de haber consistencia lógica. Los teoremas habían de estar cuidadosamente entretejidos de modo que toda la estructura fuera sólida (capítulo 7). Los matemáticos lograron aparentemente la solidez de la estructura por medio de la actividad axiomática de finales del siglo xix. Y así se resolvió otra crisis en la historia de las matemáticas, aunque se perdiera en el camino su fundamentación en la realidad. Desgraciadamente, el cemento utilizado en la cimentación de la nueva estructura no se endureció lo suficiente. Su con­ sistencia no había sido garantizada por el constructor, y cuan­ do aparecieron las contradicciones de la teoría de conjuntos, los matemáticos se dieron cuenta de que una crisis aún más grave amenazaba su obra. Por supuesto, no estaban dispuestos a sentarse a ver cómo siglos de esfuerzos se desmoronaban. Puesto que la consistencia dependía de la base elegida para el razonamiento parecía claro que sólo una reconstrucción com­ pleta de los fundamentos de las matemáticas serviría. La base

sobre la que descansaban las matemáticas reconstruidas, la lógica y los axiomas matemáticos, había de ser reforzada, y así, los trabajadores decidieron cavar más profundamente. Desgraciadamente, no se pusieron de acuerdo sobre cómo y dónde reforzar los cimientos, y así, mientras todos mantenían que asegurarían la solidez de la construcción, cada uno se puso a reconstruir a su manera. La estructura resultante no era airosa ni estaba sólidamente asentada, sino que era des­ garbada e insegura; cada una de las alas del edificio pretendía ser el único templo de las matemáticas y cada una albergaba lo que consideraba como joyas del pensamiento matemático. Todos hemos leído de jóvenes el cuento de los siete cie­ gos y el elefante. Cada ciego tocaba una parte diferente del elefante y sacaba sus propias conclusiones sobre lo que era el elefante. Así también las matemáticas, quizá una estructura más grácil que un elefante, representan diferentes cuerpos de conocimiento para las escuelas de fundamentos que las con­ templan desde diferentes puntos de vista. Así pues, las matemáticas llegaron a una situación en la que coexistían diferentes puntos de vista sobre lo que se puede designar propiamente como matemáticas: el logicismo, el in­ tuicionismo, el formalismo y la teoría de conjuntos. Además, dentro de cada construcción hay estructuras divergentes en algún aspecto. Los intuicionistas se diferencian entre sí en lo que aceptan como intuiciones sólidas fundamental: solamente los números enteros, o también algunos irracionales; la ley del tercio excluso aplicada solamente a conjuntos finitos o a con­ juntos numerables; y distintos conceptos de métodos construc­ tivos. Los logicistas se apoyan exclusivamente en la lógica, pero tienen recelos hacia los axiomas de reducibilidad, elec­ ción e infinitud. Los conjuntistas pueden avanzar en cualquie­ ra de las diversas direcciones, dependiendo de su aceptación o rechazo del axioma de elección y de la hipótesis del continuo. Incluso los formalistas pueden seguir distintos caminos. Al­ gunos difieren en los principios de la metamatemática que se deberían utilizar para probar la consistencia. Los principios finitarios defendidos por Hilbert ni siquiera bastan para pro­ bar la consistencia del cálculo de predicados (de primer or­ den), y ciertamente no son suficientes para probar la consis­ tencia de los sistemas matemáticos formales de Hilbert. Por consiguiente, se han utilizado métodos no finitarios (capítu­ lo 12). Además, Gódel mostró, con las limitaciones impuestas por Hilbert, que cualquier sistema formal de cierta trascen­ dencia contiene proposiciones indecibles, proposiciones que son

independientes de los axiomas. Se podría tomar entonces tal proposición, o su negación, como un nuevo axioma. Sin em­ bargo, después de esta elección, el sistema ampliado debe tam­ bién contener, de acuerdo con los resultados de Gódel, propo­ siciones indecidibles y, en consecuencia, se hace posible una nueva elección. El proceso es, de hecho, ilimitado. Los logicistas, formalistas y conjuntistas se apoyan en fun­ damentos axiomáticos. En las primeras décadas de este siglo, este tipo de fundamentación fue aclamado como la base sobre la que construir las matemáticas. Pero el teorema de Gódel mostró que ningún sistema de axiomas abarca todas las verda­ des que pertenecen a una sola estructura, y el teorema de Lówenheim-Skolem mostró que cada uno de ellos abarca más de lo que se pretendía. Sólo los intuicionistas pueden perma­ necer indiferentes a los problemas planteados por la aproxima­ ción axiomática. Para colmo de desacuerdos e incertidumbres acerca de qué fundamento es el mejor, la ausencia de una prueba de con­ sistencia pende sobre las cabezas de los matemáticos como una espada de Damocles. Cualquiera que sea la filosofía de las ma­ temáticas que se adopte, se corre el riesgo de llegar a una contradicción. El hecho más importante que se desprende de las distintas y contrapuestas aproximaciones a las matemáticas es que no existe un solo cuerpo de matemáticas, sino muchos. La palabra matemáticas debería ser entendida en sentido plural, reser­ vando quizá la expresión en singular para cada una de las aproximaciones. El filósofo George Santayana decía una vez: «No hay Dios y María es su Madre.» Podríamos decir hoy que no hay un cuerpo de matemáticas universalmente acep­ tado y los griegos fueron sus fundadores. De hecho, la multi­ plicidad de opciones que pueden tomar hoy los matemáticos puede ser descrita con las palabras de Shelley: [...] Aquí En este desierto interminable de mundos ante cuya inmensidad se asombra incluso la fantasía que más vuela. Al parecer tendremos que vivir ciertamente durante un fu­ turo previsible sin un criterio para decidir cuál es la aproxi­ mación más conveniente a las matemáticas propiamente dichas. Cualquier esperanza de reconciliar los diferentes puntos de vista sobre lo que son las matemáticas correctas —o al

menos el camino adecuado para las matemáticas— se basa en el reconocimiento de los problemas que obligan a los ma­ temáticos a adoptar esos diferentes puntos de vista. El pro­ blema básico es qué se debe entender por demostración, y como consecuencia de las diferencias de opinión sobre este problema, existen diferencias sobre lo que son matemáticas legítimas. La demostración matemática había sido siempre un proceso supuestamente claro e indiscutible. Ciertamente había sido ig­ norada durante siglos (capítulos 5-8), pero los matemáticos eran absolutamente conscientes de este hecho. El concepto es­ taba ahí y era considerado como el paradigma y la referencia a la que se adhirieron los matemáticos más o menos cons­ cientemente. ¿Qué fue lo que produjo preocupación e incluso enfrenta­ mientos por la demostración? El viejo punto de vista de que los principios de la lógica tal y como los codificó Aristóteles eran verdades absolutas, fue aceptado durante dos mil años. La confianza en ellos había sido alentada por una larga utili­ zación con resultados aparentemente fiables. Pero los matemá­ ticos se dieron cuenta de que estos principios eran producto de la experiencia tanto como lo eran los axiomas de la geo­ metría euclídea. A partir de aquí se produjo cierta intranqui­ lidad sobre lo que son unos principios sólidos. Así, los intui­ cionistas se creyeron justificados para restringir la aplicación de la ley del tercio excluso. Si los principios de la lógica no han permanecido inmutables en el pasado ¿es probable que principios que son aceptables ahora lo sean en el futuro? Un segundo problema relativo a la demostración, que sur­ gió cuando se fundó la escuela logicista, es el de qué abarcan los principios de la lógica. Aunque Russell y Whitehead no du­ daron en introducir los axiomas de infinitud y elección en la primera edición de los Principia Mathematica, más tarde echa­ ron marcha atrás, no sólo porque se dieron cuenta de que los principios de la lógica no eran verdades absolutas, sino también porque reconocieron que esos dos axiomas no son axiomas de la lógica. En la segunda edición de sus Principia, esos ¿os axio­ mas no eran citados al comienzo y su utilización era específi­ camente mencionada cuando se necesitaba para probar ciertos teoremas. Más allá de las diferencias sobre cuáles son los, principios aceptables de la lógica existen diferencias sobre hasta qué punto puede servir la lógica misma. Como sabemos, los logi­ cistas pretenden que sirve para todas las matemáticas, aunque,

como acabamos de decir, más tarde se mostraron equívocos sobre los axiomas de infinitud y elección. Los formalistas creen que la lógica sola no es suficiente y que se deben añadir axio­ mas de matemáticas a los de lógica para poder fundamentar las matemáticas. Los conjuntista* no se preocupan por los prin­ cipios lógicos y algunos no los especifican. Los intuicionistas, en principio, se desentienden de la lógica. Otro problema es el concepto de existencia. Por ejemplo, una demostración de que toda ecuación polinómica debe tener al menos una raíz, establece un teorema de existencia. Cual­ quier demostración que sea consistente es aceptable para los logicistas, formalistas y conjuntistas. Sin embargo, aun cuando una demostración no utilice la ley del tercio excluso, puede no dar un método para calcular el objeto cuya existencia se de­ muestra. De aquí que tales demostraciones de existencia sean inaceptables para los intuicionistas. La renuencia de los intui­ cionistas a aceptar los cardinales y los ordinales transfinitos —por no ser claros a la intuición humana y por no poderse llegar a ellos en el sentido intuicionista de construcción o calculabilidad— es otro ejemplo de los distintos criterios sobre lo que constituye la existencia. El problema —en qué sentido existen no sólo objetos individuales tales como la raíz de una ecuación, sino todas las matemáticas— es importante, diremos algo más sobre él en este mismo capítulo. Todavía queda otra fuente de problemas en relación con lo que se entiende por matemáticas correctas. ¿Cuáles son los axiomas matemáticos aceptables? Un ejemplo notable es si se puede utilizar el axioma de elección. Aquí los matemáticos están cogidos entre la espada y la pared. No usarlo o recha­ zarlo significa renunciar a parcelas importantes de las matemá­ ticas. Usarlo conduce, como ya hemos visto, no a contradiccio­ nes, sino a conclusiones irrazonables ‘para la intuición (capí­ tulo 12). La incapacidad de los matemáticos para probar la consis­ tencia empaña el ideal entero de las matemáticas. Las contra­ dicciones aparecieron donde no se las esperaba. Aunque han sido resueltas en una forma más o menos aceptable, el peligro de que puedan descubrirse otras nuevas ha hecho que algunos matemáticos se muestren escépticos por lo que respecta a los extraordinarios esfuerzos que el rigor exige. ¿Qué son entonces las matemáticas si no son una estructura única, rigurosa y lógica? Son una serie de grandes intuiciones, cuidadosamente cribadas, pulidas y organizadas por la lógica, que los hombres quieren y pueden aplicar en cualquier mo-

mentó. Cuanto más intentan pulir los conceptos y sistematizar la estructura deductiva de las matemáticas, más complejas se vuelven sus intuiciones. Pero las matemáticas descansan en ciertas intuiciones que son algo así como el producto de nues­ tros órganos sensoriales, el cerebro y el mundo externo. Es una construcción humana, y todo intento de encontrar una base absoluta para ella está probablemente condenado al fra­ caso. Las matemáticas se desarrollan a través de una serie de grandes avances intuitivos que son establecidos más tarde no de una sola vez, sino mediante una sucesión de correcciones de descuidos y errores hasta que la demostración alcanza el nivel de demostración aceptado en esa época. Ninguna de­ mostración es definitiva. Nuevos contraejemplos socavan las viejas demostraciones. Las demostraciones son entonces re­ visadas, con lo que se consideran erróneamente probadas para siempre. Pero la historia nos dice que lo único que esto sig­ nifica es que aún no ha llegado la hora de un examen crítico de la demostración. A menudo tal examen es deliberadamente aplazado. No es sólo que el hallazgo de errores no proporcione ninguna gloria, sino que el matemático que podría tener ra­ zones para criticar la demostración de un teorema pudiera querer citarla en beneficio de su propio trabajo. Los mate­ máticos están mucho más interesados en establecer sus pro­ pios teoremas que en encontrar fallos en los resultados exis­ tentes. Varias escuelas han tratado de encerrar las matemáticas dentro de los límites de la lógica humana. Pero la intuición desafía el encasillamiento en la lógica. El concepto de un cuerpo de matemáticas seguro, indudable e infalible, construi­ do sobre fundamentos sólidos, proviene, por supuesto, del sueño de los clásicos griegos, encarnado en la obra de Eucli­ des. Este ideal guió el pensamiento de los matemáticos du­ rante más de veinte siglos. Pero al parecer los matemáticos fueron engañados por el «genio diabólico» de Euclides. De hecho, los matemáticos no confían en las demostracio­ nes rigurosas hasta el punto que normalmente se supone. Sus creaciones tienen para ellos un significado que precede a cual­ quier formalización, y este significado da a esas creaciones una existencia o realidad ipso jacto. El intento de determinar el alcance y límites precisos de un resultado deduciéndolo de una estructura axiomática puede ayudar en algunos aspec­ tos, pero de hecho no mejora su situación.

La intuición puede producir incluso más satisfacción y se­ guridad que la lógica. Cuando un matemático se pregunta por qué ha de darse tal o cual resultado, la respuesta que busca es de carácter intuitivo. De hecho, una demostración rigurosa no significa nada para él si el resultado no tiene sentido des­ de un punto de vista intuitivo. Si no lo tiene, examinará muy críticamente la demostración. Si la demostración le parece co­ rrecta, entonces tratará de encontrar lo que está equivocado en su intuición. Los matemáticos desean saber la razón interna del éxito de una cadena de silogismos. Poincaré decía: «Cuan­ do un argumento un tanto largo nos conduce a un resultado simple y sorprendente, no nos sentimos satisfechos hasta que nos demuestran que podíamos haber previsto, si no el resul­ tado completo, al menos sus características principales. Muchos matemáticos han puesto la máxima confianza en la intuición. El filósofo Arthur Schopenhauer expresaba esta ac­ titud: «Para mejorar el método en matemáticas es necesario pedir sobre todo que se abandone el prejuicio que consiste en creer que una verdad demostrada es superior a un cono­ cimiento intuitivo.» Pascal acuñó las frases esprit de géométrie y esprit de fines se. Por la primera Pascal entendía la fuerza y la rectitud mentales que muestra un poderoso razonamiento lógico. Por la segunda entendía amplitud de mente, la capa­ cidad de ver más profunda e intuitivamente. Para Pascal, el esprit de finesse es, incluso en la ciencia, un nivel de pensa­ miento que está más allá y por encima de la lógica y es in­ conmensurable con ella. Incluso lo que es incomprensible para la razón puede, no obstante, ser verdadero. Hace mucho tiempo que otros matemáticos afirmaron tam­ bién que la convicción intuitiva supera la lógica como el brillo del Sol supera la pálida luz de la Luna. Descartes confiaba en las intuiciones fundamentales, y a propósito de la lógica de­ cía: «Me he percatado de que, por lo que se refiere a la lógica, sus silogismos y la mayoría de sus preceptos son útiles más bien en la comunicación de lo que ya conocemos o... para hablar sin conocimiento de causa de cosas que uno ignora.» Sin embargo, era partidario de complementar la intuición con el razonamiento deductivo (capítulo 2). Los grandes matemáticos saben que un teorema debe ser verdadero antes de que se haya logrado su demostración ló­ gica, y muchas veces se contentan con una mera indicación de la demostración. De hecho, Fermat, en su vasta y clásica obra sobre la teoría de números, y Newton, en su obra sobre las curvas de tercer grado, no daban ni siquiera indicaciones.

Ciertamente, la creación matemática es fomentada sobre todo por hombres que se distinguen por su poder de intuición, más que por su capacidad de hacer demostraciones rigurosas. Así pues, el concepto de demostración, a pesar de su im­ portancia en la opinión pública y en las publicaciones de los matemáticos, no ha desempeñado el papel que habitualmente se le supone. El surgimiento de filosofías de las matemáticas opuestas entre sí cada una de las cuales insiste en sus propios criterios de demostración, ha fomentado enormemente el es­ cepticismo sobre el valor de la misma, pero los ataques a la idea de demostración comenzaron a aparecer incluso antes de que se hubieran definido con claridad las diversas filosofías y se hubieran extendido sus puntos de vista contrapuestos. Ya en 1928, Godfrey H. Hardy hablaba con su habitual fran­ queza: No existe, estrictamente hablando, la demostración matemática [...] en última instancia no podemos sino dar indicaciones [...]; las de­ mostraciones son lo que Littlewood y yo llamamos verborrea, fio­ rituras retóricas destinadas a incidir en la psicología, dibujos so­ bre el tablero en las clases, mecanismos para estimular la imagi­ nación de los alumnos. Para Hardy las demostraciones eran mucho más la fachada que las columnas que soportan la estructura matemática. En 1944, con mayor justificación, el prominente matemático americano Raymond L. Wilder quitaba importancia a la demos­ tración. La demostración, decía, no es más que la comprobación de los productos de nuestra intuición [...]. Ob­ viamente, no poseemos, y probablemente jamás poseeremos, un criterio de demostración que sea independiente del tiempo, de lo que se prueba, o de la persona o escuela de pensamiento que lo utiliza. En estas condiciones, lo más sensato parece que es admitir que en general no existe la verdad [la demostración] absoluta en matemáticas, piense lo que piense el público. El valor de la demostración fue atacado por Whitehead en una conferencia titulada «Inmortalidad»: La conclusión es que la lógica, concebida como el análisis ade­ cuado del progreso del pensamiento, es una falsedad. Es un ins­ trumento soberbio, pero requiere una gran dosis de sentido co­ mún [...]. Mi opinión es que la actitud definitiva del pensamiento filosófico no se puede basar en las afirmaciones exactas que for­ man la base de las ciencias especiales. La exactitud es una fal­ sedad.

La demostración, el rigor absoluto y otras cosas por el estilo son quimeras, conceptos ideales, «sin un lugar natural en el mundo matemático». No existe una definición rigurosa de rigor. Una demostración es aceptada si obtiene el respaldo de los principales especialistas del momento o si emplea los princi­ pios de moda en ese momento. Pero hoy día no hay criterios universalmente aceptables. No es éste el mejor momento del rigor matemático. Ciertamente, la característica de las matemá­ ticas anteriormente aceptada, la demostración incuestionable a partir de axiomas explícitos, parece ahora cosa del pasado. La lógica tiene toda la falibilidad y la incertidumbre que limi­ tan la mente humana. Deberíamos asombrarnos de la canti­ dad de supuestos fundamentales que hacemos habitualmente en matemáticas sin darnos cuenta. El filósofo Nietzsche decía una vez que «las bromas son los epitafios de las emociones». Para mitigar su desaliento, los matemáticos han recurrido a bromear con la lógica de su disciplina. «La virtud de una demostración lógica no es que obligue a creer, sino que mueva a dudar.» «Respeta a la demos­ tración matemática, pero sospecha de ella.» «No podemos esperar ya ser lógicos; lo más que podemos esperar es no ser ilógicos.» «Más vigor y menos rigor.» El matemático Henry Lebesgue, un intuicionista, decía en 1928: «La lógica puede hacernos rechazar algunas demostraciones, pero no puede ha­ cernos creer en ninguna.» En un artículo de 1941 añadía que la lógica no sirve para convencer ni para crear confianza. Tenemos confianza en lo que está de acuerdo con nuestra intuición. Lebesgue admitía que nuestra intuición se vuelve más compleja a medida que aprendemos más matemáticas. Incluso Bertremd Russell, a pesar de su programa completa­ mente logicista, no pudo evitar un comentario cáustico sobre la lógica. En sus Principios de la matemática (1903) escribía: «Uno de los principales méritos de las demostraciones es que infunden un cierto escepticismo acerca de los resultados pro­ bados.» También decía en sus Principios de 1903 que de la pro­ pia naturaleza de cualquier intento de basar las matemáticas en un sistema de conceptos no definidos y de proposiciones primitivas se sigue que los resultados pueden ser refutados por el descubrimiento de una contradicción, pero jamás pueden ser probados. Al final, todo depende de la percepción inme­ diata. Algo después, en un trabajo de 1906, preocupado por las paradojas, habló más sinceramente de como lo hizo años después. Cuando las antinomias le pusieron de manifiesto que la demostración lógica de la época no era infalible, dijo: «Siem­

pre debe quedar un elemento incertidumbre, como ocurre en astronomía. Con el tiempo puede ser enormemente reducido; pero no se ha concedido la infalibilidad a los mortales [...].» * A estas pullas a la demostración podemos añadir las pala­ bras de uno de los principales estudiosos de la lógica de las matemáticas, Karl Popper: «Existen tres niveles de compren­ sión de una demostración. El inferior es la agradable sensación de haber entendido el razonamiento; el segundo es la capa­ cidad de repetirlo; y el tercero, o nivel superior, es el de ser capaz de refutarlo.» Más bien irónico es el contraargumento utilizado por Oliver Heaviside, que se mostraba despectivo con la preocupación de los matemáticos por el rigor: «La lógica es invencible por­ que para derrotar a la lógica hay que usar lógica.» Aunque Félix Klein, jefe del departamento de matemáticas durante el primer cuarto de siglo en lo que por entonces era el centro mundial de las matemáticas, la universidad de Go­ tinga, no estuviera fundamentalmente preocupado por proble­ mas de fundamentos, percibió en el desarrollo de las matemá­ ticas, al menos hasta ahora, algo que ha sido confirmado por la historia. En sus Matemáticas elementales desde un punto de vista avanzado (1908), Klein describía así el desarrollo de las matemáticas: De hecho, las matemáticas [han] crecido como un árbol, que no parte de sus finas raicillas y crece simplemente hacia arriba, sino que más bien hunde sus raíces cada vez más profundamente al mismo tiempo y a la misma velocidad con que sus ramas y hojas se extienden hacia arriba [...]. Vemos pues que, por lo que res­ pecta a la investigación sobre los fundamentos de las matemáti­ cas, no existe un final, y que asimismo, por otra parte, no existe un comienzo. Aunque en un sentido algo diferente, Poincaré expresó un pun­ to de vista similar: no hay problemas resueltos; solamente hay problemas más o menos resueltos. Los matemáticos han estado adorando un becerro de oro —las demostraciones rigurosas y universalmente aceptables, verdaderas en todos los mundos posibles— en la creencia de que era Dios. Ahora se dan cuenta de que se trataba de un falso dios. Pero el verdadero Dios se niega a revelarse y ahora los matemáticos se cuestionan su existencia. El Moisés que debería transmitir la palabra divina aún está por aparecer. Hay razones para cuestionar la razón.

Hay críticos de los fundamentos que se muestran aún más impacientes con las sutiles distinciones que hacen las distintas ecuelas. Si las matemáticas se basan en último término en intuiciones, entonces, por citar a Imre Lakatos (1922-1974), ¿por qué hacer demostraciones cada vez más profundas? ¿Por qué, entonces, no paramos de una vez, por qué no decir que «la prueba definitiva de que un método es admisible en aritmética debe evidentemente ser que sea intuitivamente convin­ cente»...? ¿Por qué no admitir honradamente la falibilidad mate­ mática y tratar de defender la dignidad del conocimiento falible frente al escepticismo cínico, antes que engañamos con que pode­ mos reparar invisiblemente el mínimo desgarrón del tejido de nuestras intuiciones «fundamentales»?

El valor de la intuición frente a la demostración es acertada­ mente descrito por una historia. Un físico tenía una herradura colgada en la puerta de su laboratorio. Un visitante le pre­ guntó, desconcertado, si esto le traía suerte en su trabajo. «No», respondió el físico, «no soy supersticioso. Pero parece que funciona.» Arthur Stanley Eddington decía una vez: «La demostración es un ídolo ante el que los matemáticos se torturan.» ¿Por qué han de continuar haciéndolo? Podríamos preguntarnos también por qué los matemáticos siguen haciendo hincapié en el razonamiento si saben que su disciplina ya no es consistente y, especialmente, si ya no se ponen de acuerdo sobre lo que es una demostración correcta. ¿Deberían más bien mostrarse indiferentes al rigor, echarse las manos a la cabeza y decir que las matemáticas, como cuerpo de conocimiento sólidamen­ te establecido, es una ilusión? ¿Deberían abandonar la demos­ tración deductiva y recurrir simplemente a los argumentos convincentes e intuitivamente sólidos? Al fin y al cabo, las ciencias físicas usan tales argumentos, e incluso cuando uti­ lizan las matemáticas no se preocupan demasiado de la pasión de los matemáticos por el rigor. El abandono no es el camino aconsejable. Nadie que haya estudiado las contribuciones de las mate­ máticas al pensamiento humano sacrificaría el concepto de demostración. Hay que admitir que la lógica desempeña un papel. Si la intuición es la señora y la lógica la sirvienta, la sirvienta ha de tener algún poder sobre la señora. La lógica sujeta a la intuición desenfrenada. Aunque la intuición desempeñe el prin­ cipal papel, puede llevamos a afirmaciones demasiado gene­

rales. Las condiciones adecuadas para limitar la intuición son impuestas por la lógica. La intuición deja a un lado la cautela, pero la lógica enseña comedimiento. Es cierto que la adhesión a la lógica implica largas afirmaciones matizadas por muchas hipótesis, y que normalmente requiere muchos teoremas y de­ mostraciones, a pequeños pasos, para llegar a lo que una po­ derosa intuición a menudo conquista de golpe. Pero las auda­ ces cabezas de puente conquistadas por la intuición deben ser aseguradas mediante una minuciosa búsqueda de las bandas hostiles que pudieran rondar y destruirlas. La intuición puede ser engañosa. A todo lo largo de la ma­ yor parte del siglo xix los matemáticos, incluyendo a Cauchy, fundador del rigor, creyeron que toda función continua debía tener una derivada. Pero Weierstrass asombró al mundo mate­ mático mostrando una función continua que no es derivable en ningún punto. Tal función no era, ni es, accesible a la in­ tuición. El razonamiento matemático no sólo complementa la intuición para corregirla o confirmarla, sino que a veces la sobrepasa. Lo que consiguen las matemáticas con su razonamiento se puede poner mejor de manifiesto mediante una analogía. Su­ pongamos que un agricultor se hace con una parcela baldía con el ánimo de cultivarla. Rotura una parte del terreno, pero observa que en el área boscosa que rodea la zona roturada hay fieras al acecho que en cualquier momento podrían ata­ carle. Decide por tanto roturar esa área. Lo hace, pero las fieras se trasladan a otra zona. Rotura, pues, esta zona y las fieras, a su vez, se trasladan a la zona colindante. El proceso continúa indefinidamente. El agricultor rotura más y más tie­ rras, pero las fieras permanecen siempre cerca de las nuevas lindes. ¿Qué ha conseguido el agricultor? A medida que crece la zona roturada, las fieras se ven obligadas a retroceder cada vez más y la seguridad del agricultor se incrementa, al menos mientras trabaja dentro de la zona roturada. Las fieras están siempre ahí y un día pueden sorprenderle y destrozarle, pero la relativa seguridad del agricultor aumenta a medida que ro­ tura más terreno. Así también la seguridad con que aplicamos el cuerpo central de las matemáticas se incrementa cuando aplicamos la lógica para roturar uno u otro de los problemas relativos a los fundamentos. En otros términos, la demostra­ ción nos proporciona una seguridad relativa. Estamos plena­ mente convencidos de que un teorema es correcto si lo pro­ bamos sobre la base de proposiciones razonablemente sólidas sobre números o figuras geométricas que sean intuitivamente

más aceptables que la que se desea probar. En palabras de Raymond L. Wilder, la demostración es un proceso de com­ probación que aplicamos a lo que la intuición nos sugiere. Desgraciadamente, las demostraciones de una generación son las falacias de la siguiente. E. H. Moore, uno de los pri­ meros matemáticos americanos, decía ya en 1903: «Toda la ciencia, incluidas las matemáticas y la lógica, es función de la época; toda la ciencia, tanto en sus ideales como en sus logros.» Hoy el concepto de demostración depende también de la escuela de pensamiento a la que uno se adhiera. El pro­ pio Wilder se contentaría con una demostración que, por lo que se ve, no implicara contradicción y fuera matemáticamen­ te útil. Utilizaría, por ejemplo, la hipótesis del continuo como axioma. Al quitar importancia a la demostración, critica el carácter divisorio de las diversas escuelas de pensamiento. ¿No es la insistencia en una escuela frente a las demás algo parecido al fanatismo de las personas religiosas que preten­ den representar al Dios verdadero rechazando a las demás sectas? Nos vemos forzados a aceptar el hecho de que no existen las demostraciones absolutas o las demostraciones umversal­ mente aceptables. Sabemos que si cuestionamos las afirmacio­ nes que aceptamos sobre una base intuitiva, sólo seremos capaces de probarlas si aceptamos otras sobre una base in­ tuitiva. Pero tampoco podemos probar esas intuiciones funda­ mentales sin meternos en paradojas u otras dificultades sin resolver, incluso dentro del campo de la propia lógica. Ha­ cia 1900 decía el famoso matemático francés Jacques Hadamard: «El objeto del rigor matemático ha sido únicamente sancionar y legitimar las conquistas de la intuición.» No po­ demos aceptar ya este juicio. Sería más apropiado decir con Hermann Weyl: «La lógica es la higiene que el matemático practica para mantener sus ideas sanas y fuertes.» La demos­ tración sí desempeña un papel: minimiza el riesgo de contra­ dicciones. Debemos reconocer que la demostración absoluta no es en la actualidad sino una meta; una meta que se busca, pero que probablemente jamás se alcanzará. Puede que no sea más que un fantasma constantemente perseguido, pero siempre escu­ rridizo. Deberíamos hacer constantes esfuerzos para fortalecer lo que tenemos sin pretender perfeccionarlo. La moraleja de la historia de la demostración es que, aun cuando persiga­ mos una meta inalcanzable, podemos seguir produciendo los maravillosos valores que los matemáticos han producido en

el pasado. Por consiguiente, si reorientamos nuestra actitud hacia las matemáticas, nos daremos por contentos con prose­ guir su estudio, a pesar de nuestra desilusión. El reconocimiento de que la intuición desempeña un papel fundamental en la consecución de las verdades matemáticas y de que la demostración desempeña sólo un papel de apoyo sugiere que, en un sentido amplio, las matemáticas han vuelto al punto de partida. Las matemáticas comenzaron sobre bases intuitivas y empíricas. La demostración se convirtió en una meta con los griegos que, aunque respetada hasta el siglo xix, parecía alcanzada a finales de ese siglo. Pero los esfuerzos para llevar al máximo el rigor habían conducido aun callejón sin salida en el que, como el perro que se muerde la cola, la lógica ha derrotado a la lógica. Como dijo Pascal en sus Pensées: «El último paso de la razón es el reconocimiento de que hay un número infinito de cosas que la sobrepasan.» También Kant reconoció las limitaciones de la razón. En su Crítica de la razón pura se puede leer: Nuestra razón tiene un destino peculiar, a saber, el de que con referencia a una cierta clase de conocimiento, está siempre preocu­ pada por cuestiones que no puede ignorar, porque surgen de la propia naturaleza de la razón y que no puede contestar, porque trascienden el poder de la razón humana. O como constató Miguel de Unamuno en El sentimiento trágico de la vida: «El supremo triunfo de la razón es hacernos du­ dar de su propia validez.» Más pesimista sobre el papel de la lógica fue Weyl. En 1940 decía: «A pesar o a causa de nuestra disposición intuitiva a la crítica estamos hoy menos seguros que en cualquier época anterior de los fundamentos últimos sobre los que descansan las matemáticas.» En 1944 desarrollaba esta idea: La cuestión de los fundamentos últimos y del sentido último de las matemáticas sigue pendiente; desconocemos en qué dirección se encontrará su solución final o incluso si se puede esperar una respuesta objetiva y definitiva. La «matematización» bien podría ser una actividad creadora del hombre, como el lenguaje o la música, de una originalidad primaria, cuyas decisiones históricas se resisten a una total racionalización objetiva. Como constataba Weyl, las matemáticas son una actividad men­ tal, no un cuerpo de conocimiento exacto. Lo mejor es con­ templarlas desde un punto de vista histórico. Las construccio­

nes y reconstrucciones racionales de los fundamentos aparecen entonces como una parodia de la historia. La opinión más extremada fue expresada por Karl Popper, notable filósofo de la ciencia, en La lógica de la investigación científica. El razonamiento matemático jamás es verificable, sino solamente falsable. Los teoremas matemáticos no están garantizados de modo alguno. Se puede continuar utilizando la teoría existente en ausencia de otra mejor, del mismo modo que se usó durante doscientos años la teoría mecánica de New­ ton antes de la teoría de la relatividad, o que la geometría euclídea antes de la geometría riemanniana. Pero la seguri­ dad en la corrección es inalcanzable. La historia corrobora la tesis de que no existe un cuerpo de matemáticas fijo, objetivo y único. Además, si nos guiamos por la historia, habrá nuevas adiciones a las matemáticas que reclamarán unos nuevos fundamentos. A este respecto, las matemáticas son como cualquiera de las ciencias físicas. Las teorías deben ser modificadas cuando las nuevas observaciones o los nuevos resultados experimentales entran en conflicto con las teorías previamente establecidas y obligan a la formula­ ción de otras nuevas. No es posible una exposición atemporal de las verdades matemáticas. Los intentos de erigir las mate­ máticas sobre unos fundamentos indestructibles han terminado en un fracaso. Los sucesivos intentos de proporcionar unos fundamentos sólidos, desde Euclides hasta las modernas es­ cuelas de fundamentos, pasando por Weierstrass, no muestran ningún indicio de progresos significativos que prometan el éxito final. Esta exposición de los papeles de la intuición y la demos­ tración representa la perspectiva actual de las matemáticas. Pero no refleja todas las opiniones acerca del futuro. Un ale­ gato en favor de la lógica ha sido realizado por el grupo de matemáticos que escriben bajo el seudónimo de Nicholas Bourbaki. En la introducción al primer volumen de sus Elementos de matemáticas observan: Históricamente hablando es, por supuesto, totalmente falso que las matemáticas están libres de contradicción; la no contradicción aparece como una meta a alcanzar, no como un don de Dios que nos ha sido concedido de una vez por todas. Desde los tiempos más tempranos, todas las revisiones críticas de los principios de las matemáticas en su conjunto, o de alguna de sus ramas, han seguido casi invariablemente a períodos de incertidumbre, en los que aparecieron contradicciones que hubo que resolver [...]. Han sido veinticinco siglos, durante los cuales los matemáticos han seguido

la práctica de corregir sus errores para ver así su ciencia enri­ quecida, no empobrecida; esto les da derecho a mirar el futuro con serenidad. Puede que haya algún consuelo en esta llamada a la historia, pero la historia nos dice también que aparecerán nuevas cri­ sis. Sin embargo, esta perspectiva no reduce el optimismo de Bourbaki. Jean Dieudonné, bourbakista y uno de los principales ma­ temáticos franceses, confía en que se resolverán los problemas de lógica que surjan: Se puede añadir que si algún día se prueba que las matemáticas son contradictorias, es probable que sepamos a qué regla atri­ buir el resultado, y que la contradicción será evitada excluyendo esa regla o modificándola convenientemente. En resumen, las ma­ temáticas cambiarán de rumbo, pero no desaparecerán como cien­ cia. Esto no es del todo una especulación; es casi exactamente lo que ocurrió después del descubrimiento de los irracionales. Lejos de lamentarlo por haber revelado una contradicción en las matemáticas pitagóricas, lo consideramos hoy como una de las grandes victorias del espíritu humano. Bien podría haber añadido Dieudonné el caso de la aproxima­ ción de Leibniz al cálculo (capítulo 7). Después de todas las críticas que recibió en el siglo xvm, una nueva formulación —el análisis no estándar (capítulo 12)— le ha dado rigor sobre una base consistente con los fundamentos logicistas, forma­ listas y conjuntistas. Más allá de la confianza que matemáticos como los bourbakistas muestran en la adecuación a la lógica de las mate­ máticas, hay otros que creen en la existencia de un cuerpo de matemáticas único, correcto y eterno, pueda o no aplicarse al mundo físico. No todo este cuerpo eterno de ideas puede ser conocido por el hombre, pero sin embargo existe. Según ellos, las discrepancias e incertidumbres de las demostraciones se deben únicamente a las limitaciones de la razón humana. Además, las actuales diferencias no son sino obstáculos tem­ porales que serán gradualmente superados. Algunos de estos matemáticos, kantianos a este respecto, consideran que las matemáticas están tan profundamente in­ crustadas en la razón humana que no puede haber duda sobre lo que debe ser correcto. Por ejemplo, William Rowan Ha­ milton, aunque creó precisamente los objetos —los cuaternio­ nes— que llevaron al cuestionamiento de la verdad física de la

aritmética, mantenía en 1836 una postura muy parecida a la de Descartes: Las ciencias puramente matemáticas del álgebra y la geometría son ciencias de la razón pura, que no reciben ningún peso o ayuda de los experimentos, aisladas, o al menos aislables, de todos los fenómenos externos y accidentales... Son, sin embargo, ideas que parecen hasta tal punto innatas en nosotros que su posesión, en cualquier grado concebible, es sólo el desarrollo de nuestro poder original, la manifestación de nuestra propia humanidad. Arthur Cayley, uno de los principales algebristas del siglo xix, decía en una conferencia pronunciada en la Brithis Association for the Advancement of Science, en 1833: «Estamos ... en po­ sesión de cogniciones a priori, independientes no de esta o aquella experiencia, sino absolutamente de cualquier expe­ riencia ... Estas cogniciones son una contribución de la mente a la interpretación de la experiencia.» En tanto que hombres como Hamilton y Cayley considera­ ban que las matemáticas estaban incrustadas en la mente hu­ mana, otros consideran que existen en un mundo fuera del hombre. Ciertamente es comprensible que se haya dado con anterioridad a 1900 la creencia en un mundo objetivo y único de verdades matemáticas independiente del hombre. La creen­ cia se remonta a Platón (capítulo 1) y fue reafirmada muchas veces, principalmente por Leibniz, el cual distinguió entre ver­ dades de razón y verdades de hecho, presentándose las prime­ ras en todos los mundos posibles. Incluso Gauss, que fue el primero en apreciar la importancia de la geometría no euclídea, mantuvo la verdad de los números y el análisis (capítulo 4). El sutil analista del siglo xix Charles Hermite (1882-1901) también expresó la creencia en un mundo real y objetivo de matemáticas. Decía en una carta al matemático Thomas Jan Stieljes: Creo que los números y las funciones del análisis no son produc­ tos arbitrarios de nuestro espíritu; creo que existen fuera de no­ sotros con el mismo carácter de necesidad que los objetos de la realidad objetiva; y los encontramos o los descubrimos y los estudiamos como hacen los físicos, los químicos y los zoólogos. En otra ocasión dijo: «En matemáticas somos más sirvientes que señores.» A pesar de las controversias sobre los fundamentos, muchos matemáticos del siglo xx mantuvieron la misma postura. Georg

Cantor, creador de la teoría de conjuntos y de los números transfinitos, creía que el matemático no inventa, sino que des­ cubre conceptos y teoremas. Estos existen independientemente del pensamiento humano. Cantor se consideraba a sí mismo como un secretario o un notario. Aunque Godfrey H. Hardy era escéptico con respecto a las demostraciones del hombre, decía en un artículo de 1929: Me parece que no es posible que un matemático sienta simpatías hacia una filosofía que no admita, de una u otra manera, la inmu­ tabilidad y la validez incondicional de la verdad matemática. Los teoremas matemáticos son verdaderos o falsos; su verdad o fal­ sedad es absolutamente independiente de nuestro conocimiento acerca de ellos. En algún sentido, la verdad matemática es parte de la realidad objetiva. También expresaba la misma opinión en su libro Apología de un matemático: Enunciaré mi postura dogmáticamente para evitar malentendidos. Creo que la realidad matemática reside fuera de nosotros, que nuestra misión es descubrirla u observarla, y que los teoremas que demostramos y que a veces describimos grandilocuentemente como nuestras «creaciones» no son más que notas de nuestras observaciones. El destacado matemático francés de este siglo Jacques Hadamard (1865-1963) afirmaba en su Psicología de la invención en el campo matemático: «La verdad preexiste, aunque toda­ vía no la conozcamos e inexcusablemente nos impone el ca­ mino que debemos seguir.» También Godel mantenía que existe un mundo trascendente de matemáticas. A propósito de la teoría de conjuntos, afirmaba que es legítimo considerar todos los conjuntos como objetos reales: Me parece que suponer tales objetos es tan legítimo como supo­ ner los objetos físicos y que existen las mismas razones para creer en su existencia. Son necesarios para obtener una teoría sa­ tisfactoria de las matemáticas en el mismo sentido que lo son los cuerpos físicos para obtener una teoría satisfactoria de nues­ tras percepciones sensoriales, y en ambos casos es imposible in­ terpretar las proposiciones que se desea afirmar sobre esas enti­ dades como proposiciones sobre los «datos»; es decir, en el último caso, las percepciones sensoriales que de hecho se dan.

Algunas de estas afirmaciones provienen de hombres del si­ glo xx que estaban poco o nada preocupados por los funda­ mentos. Lo sorprendente es que incluso algunos de los que más destacaron en el estudio de los fundamentos —Hilbert, Alonzo Church, y los miembros de la escuela bourbakista— afirman que las propiedades y los conceptos matemáticos exis­ ten en algún sentido objetivo y pueden ser aprehendidos por la mente humana. Así pues, la verdad matemática es descu­ bierta, no inventada. Lo que se desarrolla no son las matemá­ ticas, sino el conocimiento del hombre acerca de ellas. Los matemáticos que mantienen estos puntos de vista son a menudo llamados platónicos. Aunque Platón creía que las matemáticas existen en un mundo ideal independiente de los seres humanos, sus doctrinas incluían muchas tesis que no concuerdan con los actuales puntos de vista, y el uso de esta denominación es más inadecuado que útil. Esas afirmaciones sobre la existencia de un cuerpo de ma­ temáticas único y objetivo no explican en dónde residen las matemáticas. Dicen solamente que las matemáticas existen en un mundo extrahumano, un castillo en el aire, y que los hom­ bres simplemente las detectan. Los axiomas y teoremas no son creaciones puramente humanas, son más bien como las ri­ quezas de una mina que han de ser sacadas a la superficie mediante una paciente excavación. Pero su existencia es tan independiente del hombre como parecen serlo los planetas. ¿Son entonces las matemáticas una colección de diamantes ocultos en las profundidades del universo y gradualmente desenterrados, o una colección de piedras sintéticas manufac­ turadas por el hombre, aunque tan brillantes que, no obstante, deslumbran a aquellos matemáticos qu$ están ya parcialmente cegados por el orgullo de sus propias creaciones? Además, si existe un mundo de entidades suprasensibles y trascendentalmente absolutas, y si nuestras proposiciones en lógica y matemáticas son meros registros de observaciones de esas entidades, entonces ¿no existen las contradicciones y las proposiciones falsas en el mismo sentido que las proposiciones verdaderas? Las malas hierbas de la falsedad y la inconsisten­ cia pueden florecer al lado de lo bueno, lo verdadero y lo bello. Quizá el Diablo siembra su simiente y recoge su cosecha junto con el Dios de la verclad. Los platónicos pueden replicar, por supuesto, que las proposiciones falsas y las contradicciones surgen únicamente porque los esfuerzos del hombre para apre­ hender la verdad son insuficientes.

El segundo punto de vista —el de que las matemáticas son por entero un producto del pensamiento humano— es por su­ puesto mantenido por los intuicionistas y se remonta a Aristó­ teles. Sin embargo, mientras que algunos afirman que la ver­ dad está garantizada por la mente, otros mantienen que las matemáticas son una creación de mentes humanas falibles, más que un cuerpo fijo de conocimiento. A este respecto, una afirmación clásica es la hecha por Pascal en sus Pensées mu­ cho antes de que surgieran las modernas controversias: «La verdad es un asunto tan sutil que nuestros instrumentos son demasiado toscos para asirla con precisión. Cuando la alcanzan, la aplastan y se abaten sobre ella prefiriendo lo falso a lo ver­ dadero.» Arend Heyting, destacado intuicionista, afirmaba que nadie puede hablar hoy de matemáticas verdaderas, es decir, verdaderas en el sentido de un cuerpo de conocimiento correc­ to y único. Hermann Hankel, Richard Dedekind y Karl Weierstrass creían todos ellos que las matemáticas son una creación hu­ mana. Dedekind, en una carta a Heinrich Weber, decía: «Ad­ vierto, además, que entendemos por número no la clase misma, sino algo nuevo... que la mente crea. Somos de una raza divina y poseemos... el poder de crear.» Weierstrass se hacía eco de esta idea con estas palabras: «El verdadero matemático es un poeta.» Y Ludwig Wittgenstein (1889-1951), alumno de Russell y autoridad por derecho propio, creía que el matemático es un inventor y no un descubridor. Todos estos hombres, y mu­ chos otros, conciben las matemáticas como algo muy lejos de estar sometido a hallazgos empíricos o a deducciones raciona­ les. En apoyo de esta posición se puede citar el hecho de que conceptos tan elementales como los números irracionales o los números negativos no son ni deducciones a partir de hechos empíricos ni entidades obviamente existentes en un mundo ex­ terno. También se mostró Hermann Weyl bastante irónico en sus opiniones sobre las verdades eternas. En su Filosofía de las matemáticas y las ciencias naturales decía: A Godel, con su confianza básica en la lógica trancendental, le gus­ ta pensar que nuestra óptica lógica está sólo ligeramente desenfo­ cada y espera que después de una pequeña corrección veremos nítidamente, y entonces todo el mundo estará de acuerdo en que vemos correctamente. Pero el que no comparta su cónfianza se hallará inquieto por el alto grado de arbitrariedad de un sistema como Z [el de Zermelo], o incluso como el de Hilbert [...] Ningún Hilbert podrá aseguramos la consistencia para siempre; debemos

contentarnos con que un simple sistema axiomático de matemáticas haya superado, hasta el momento, la prueba de nuestros complejos experimentos matemáticos. Será suficiente cambiar los fundamentos cuando, en una etapa posterior, aparezcan las discrepancias.

El ganador del premio Nobel de Física Percy W. Bridgman, en La lógica de la -física moderna (1946), rechazaba de plano cual­ quier mundo objetivo de matemáticas: «Es una verdad de perogrullo, evidente en el acto para el observador más cán­ dido, que las matemáticas son una invención humana.» La ciencia teórica es un juego de simulación matemática. Todas estas personas sostienen que las matemáticas no sólo son obra del hombre, sino que han recibido una gran influencia de las culturas en las que se han desarrollado. Sus «verdades» de­ penden tanto de los seres humanos como la percepción del color o el idioma inglés. Solamente la aceptación relativamente universal de las matemáticas como algo opuesto a las doctri­ nas políticas, económicas y religiosas puede habernos inducido a creer que se trata de un cuerpo de verdades objetivamente existentes fuera del hombre. Pueden existir independientemen­ te de cualquier ser humano, pero no de la cultura en la que éste resida. Parafraseando a Hermann Weyl, las matemáticas no son un logro técnico aislado, sino una parte de la existen­ cia humana en su totalidad, y en ella encuentran su justifi­ cación. Quienes aceptan la opinión de que las matemáticas son obra del hombre son en esencia kantianos, puesto que Kant localizaba la fuente de las matemáticas en el poder organiza­ tivo de la mente humana. Sin embargo, los modernistas dicen que no es en la morfología o en la fisiología de la mente en donde se originan las matemáticas, sino más bien en la acti­ vidad de la mente. La mente organiza mediante métodos que evolucionan. La actividad creadora de la mente desarrolla cons­ tantemente formas de pensamiento nuevas y superiores. La mente humana puede ver claramente que en matemáticas es libre de crear un cuerpo de conocimiento si lo encuentra in­ teresante o útil. Además, el campo de la creación no es un cam­ po cerrado. Se crearán nuevas nociones que se apliquen a los campos de pensamiento existentes y a los que surjan. La mente tiene el poder de idear estructuras que abarquen los datos de la experiencia y proporcionen una forma de ordenarlos. La fuente de las matemáticas es el progresivo desarrollo de la propia mente.

Los actuales conflictos acerca de la naturaleza de las ma­ temáticas y el hecho de que las matemáticas no sean hoy un cuerpo de conocimiento indiscutible y universalmente acepta­ do apoyan ciertamente el punto de vista de que las matemáti­ cas son obra del hombre. Como dijo Einstein: «Quien pre­ tenda erigirse en juez en el campo de la Verdad y el Conoci­ miento fracasará ante las carcajadas de los dioses.» No deja de ser una ironía que los intelectuales de la Edad de la Razón, señalando a las matemáticas como prueba de los poderes racionales del hombre y de su capacidad de obtener verdades, afirmaran confiadamente que la razón resolvería to­ dos los problemas del hombre. Los intelectuales del siglo xx, por mucho que algunos confíen en el poder de la razón, no pue­ den ciertamente señalar a las matemáticas como criterio y paradigma. Este giro de los acontecimientos es poco menos que un desastre intelectual. Sigue siendo cierto que las mate­ máticas constituyen el esfuerzo más amplio y profundo del hombre por lograr un pensamiento preciso y eficaz y que dan la medida de la capacidad de la mente humana. Representan la cota superior de lo que podemos esperar alcanzar en cual­ quier dominio racional. Pero a nadie puede tranquilizar hoy la confusión actual sobre lo que debemos entender por mate­ máticas válidas. Por esta razón trataba Hilbert tan desespera­ damente de restablecer la verdad en el sentido de un razona­ miento objetivo e irrebatible. Decía en su trabajo de 1925 «So­ bre el infinito»: «¿Dónde si no encontraríamos fiabilidad y ver­ dad si falla incluso el pensamiento matemático?» Volvía a mostrar su preocupación en una conferencia que pronunció en el Congreso Internacional de Bolonia (1928): Porque, ante todo, ¿qué pasaría con la verdad de nuestro conoci­ miento y con la existencia y el progreso de la ciencia si no existiera la verdad en matemáticas? Efectivamente, hoy el escepticismo y el desaliento aparecen a menudo tanto en conferencias como en escri­ tos profesionales; es ésta una clase de ocultismo que considero perjudicial.

Una búsqueda continua e incesante de absolutos puede pare­ cer la alternativa a la consecución efectiva de absolutos, pero hace ya mucho tiempo que Goethe dijo que ésta es la gracia que salva al hombre: El que se esfuerce constantemente podrá salvarse.

Aunque no tan seguro de la existencia de verdades absolutas, André Weil, uno de los principales matemáticos de nuestro tiempo, mantiene que la búsqueda de las matemáticas debe proseguir aun cuando no sean ya la majestuosa torre de la razón humana. Decía André Weil: Para nosotros, cuyas espaldas se comban bajo el peso de la heren­ cia del pensamiento griego y que caminamos por la senda trazada por los héroes del Renacimiento, una civilización sin matemáticas es impensable. Lo mismo que el postulado de las paralelas, el pos­ tulado de que las matemáticas sobrevivirán ha sido despojado de su «evidencia»; pero así como el primero no es ya necesario, no podríamos seguir adelante sin el segundo. El futuro de las matemáticas nunca ha sido tan prometedor; su naturaleza nunca ha estado menos clara. El sutil análisis de lo obvio ha producido una espiral de complicaciones sin fin. Pero los matemáticos continuarán luchando con los pro­ blemas de fundamentos. Como dijo Descartes: «Perseveraré hasta encontrar algo que sea cierto o al menos hasta que tenga por cierto que nada es cierto.» Según Homero, los dioses condenaron a Sísifo, rey de Corinto, a que después de su muerte empujara perpetuamente una gran roca hasta lo alto de una colina, sólo para ver cómo la roca caía hasta el fondo cada vez que llegaba a la cima. No tenía la ilusión de que algún día sus trabajos terminarían. Los matemáticos tienen la voluntad y el coraje que surgen casi instintivamente para completar y reforzar los fundamentos de su disciplina. Puede también que su lucha sea eterna; puede también que jamás alcancen el éxito. Pero los modernos sísifos persistirán.

15. LA AUTORIDAD DE LA NATURALEZA

Y rezo esta oración sabiendo que la naturaleza jamás traicionará al corazón que la amó [...] W illiam W o rdsw o rth

Los matemáticos pueden seguir muchos caminos diferentes para obtener nuevos resultados. A falta de criterios internos que justifiquen o apoyen la decisión de seguir un camino en lugar de otro, toda elección se debe basar en consideraciones externas. De todos ellos, el más importante es, ciertamente, la razón tradicional y todavía la más justificable para la crea­ ción y el desarrollo de las matemáticas: su valor para las ciencias. Las dudas, ahora evidentes, sobre los fundamentos adecuados para las matemáticas y las cuestiones relativas a la solidez de su lógica pueden ser evitadas, aunque no resuel­ tas, intensificando su aplicación a la naturaleza. En palabras de Emerson, «construyamos en la materia un hogar para la mente». No podemos determinar sobre una base a priori si los teoremas matemáticos producidos se aplicarán necesaria­ mente de una forma directa o si utilizadas en conjunción con sólidos principios físicos, las deducciones a partir de esos principios conducirán a resultados físicamente correctos. Sin embargo, las aplicaciones proporcionan un test pragmático. Los teoremas que conducen una y otra vez a resultados co­ rrectos pueden ser utilizados con creciente confianza. Si el uso continuado del axioma de elección, por ejemplo, nos lleva a resultados físicamente correctos, entonces las dudas sobre su aceptabilidad por lo menos disminuyen. Desde un punto de vista histórico, el recurso a las aplica­ ciones no es tan radical como pudiera parecerles a los ma­ temáticos puristas de hoy día. Los conceptos y axiomas pro­ vienen de la observación del mundo físico. Incluso se admite ahora que las leyes de la lógica son producto de la experien­

cia. Los problemas que conducen a teoremas, e incluso a su­ gerencias acerca de los métodos de demostración, provienen de la misma fuente. Y el valor o importancia de los resul­ tados deducidos de los teoremas era juzgado, al menos hasta hace unos setenta y cinco años, por lo que afirmaban acerca del mundo físico. ¿Por qué no se verifica la corrección por la medida en que las matemáticas describen y predicen acer­ tadamente los hechos físicos? Si se juzga la corrección de las matemáticas por su aplicabilidad, no puede haber, por su­ puesto, una verificación absoluta. Un teorema puede fun­ cionar en n casos y fallar el caso n + 1. Una discrepancia descalifica ur\ teorema. Pero la modificación puede conducir, e históricamente ha conducido, a correcciones que continua­ rán asegurando su utilidad. La fundamentación y la verificación empírica de las ma­ temáticas fue defendida por John Stuart Mili (1806-1873), quien admitía que las matemáticas son más generales que las di­ versas ciencias físicas. Pero lo que «justifica» las matemá­ ticas es que sus proposiciones han sido verificadas y confir­ madas en mayor medida que las de las ciencias físicas. Por esta razón, los hombres llegaron a pensar, incorrectamente, que los teoremas matemáticos eran cualitativamente diferen­ tes de las hipótesis y teorías, confirmadas por la realidad, de otras ramas de las ciencias. Los teoremas eran tenidos por ciertos, mientras que las teorías físicas eran considera­ das como muy probables o simplemente corroboradas por la experiencia. Mili basó su afirmación en bases filosóficas mucho antes de que surgieran las controversias sobre los fundamentos. Con mayor motivo, muchos de los investigadores recientes y actuales sobre los fundamentos se han vuelto pragmáticos. Como decía Hilbert, «por sus frutos los conoceréis». El mis­ mo Hilbert decía en 1925: «En matemáticas, como en lo de­ más, el éxito es el juez supremo, a cuyas decisiones todo el mundo se somete.» Andrzej Mostowski, uno de los investigadores más desta­ cados y activos en materia de fundamentos, está de acuerdo. En un congreso celebrado en Polonia en 1953, Mostowski afirmaba: El único punto de vista consistente, que está de acuerdo no sólo con la sana comprensión humana sino también con la tradición matemática, es el supuesto de que la fuente y última razón de ser del concepto de número —no sólo del número natural, sino también de los números reales— reside en la experiencia y en sus aplica-

dones prácticas. Lo mismo se puede decir de los conceptos de la teoría de conjuntos en la medida en que se necesitan en los domi­ nios clásicos de las matemáticas. Mostowski va más allá. Dice que las matemáticas es una ciencia natural. Sus conceptos y métodos tienen su origen en la experiencia, y todo intento de fundamentar las matemá­ ticas sin tomar en consideración su origen en las ciencias naturales, sus aplicaciones e incluso su historia, está conde­ nado al fracaso. Quizá sea más sorprendente que Weyl, un intuicionista, estuviera también de acuerdo en que la solidez de las mate­ máticas debe ser juzgada por sus aplicaciones al mundo físi­ co. Weyl hizo muchas contribuciones a la física matemática y, aunque apoyó firmemente los principios del intuicionismo, no quiso sacrificar unos resultados útiles por la adhesión inflexible a esos principios. En su Filosofía de las Matemáti­ cas y de las ciencias naturales (1949), admitía: ¡Cuánto más convincentes y próximos a los hechos son los argu­ mentos heurísticos y las posteriores construcciones sistemáticas de la teoría general de la relatividad de Einstein o de la mecánica cuántica de Heisenberg-Schrodinger! Unas matemáticas verdadera­ mente realistas deberían ser concebidas, en línea con la física, como una rama de la construcción teórica del mundo real, y deberían adoptar hacia las extensiones hipotéticas de sus fundamentos la misma actitud sobria y cautelosa que adopta la física. Weyl está ciertamente defendiendo que se trate a las ma­ temáticas como a una de las ciencias. Los teoremas de las matemáticas, como los de la física, puede que sean provisio­ nales y precarios. Puede que tengan que ser rehechos, pero la correspondencia con la realidad es un test seguro de so­ lidez. Haskell B. Curry, un destacado y activo formalista, está dispuesto a ir más lejos. En sus Fundamentos de lógica ma­ temática (1963), decía: Pero ¿es que necesitan las matemáticas la certeza absoluta para su justificación? En particular, ¿para qué necesitamos eStar seguros de que una teoría es consistente o de que puede ser obtenida me­ diante una intuición de tiempo puro absolutamente cierta antes de poder usarla? En ninguna otra ciencia se observan tales exigencias. En física, todos los teoremas son hipotéticos; adoptamos una teoría mientras nos proporciona predicciones útiles, y la modificamos o descartamos en cuanto no lo hace. Esto es lo que ocurría con las

teorías matemáticas en el pasado, cuando el descubrimiento de con­ tradicciones llevaba a la modificación de las doctrinas matemáticas aceptadas hasta el momento de ese descubrimiento. ¿Por qué no podríamos hacer lo mismo en el futuro? Willard Van Orman Quine, logicista activo que realizó in­ fructuosos esfuerzos para simplificar los Principia, de Russell-Whitehead, se ha mostrado también dispuesto, al menos hasta el momento, a contentarse con la solidez física. En un artículo de 1958, que forma parte de la colección titulada «La orientación filosófica de la lógica moderna», decía: Podemos considerar la teoría de conjuntos y las matemáticas en general más razonablemente más o menos de la forma en que con­ sideramos las partes teóricas de las ciencias naturales; esto es, como consistentes en verdades e hipótesis que han de ser defendi­ das no tanto a la luz de la razón pura como por las contribuciones sistemáticas que indirectamente puedan hacer a la organización de los datos empíricos en las ciencias naturales. Von Neumann, que realizó contribuciones fundamentales al for­ malismo y a la teoría de conjuntos, estaba también dispuesto a salir del actual atolladero por el mismo camino. En un ar­ tículo famoso, «El matemático» (recogido en Los trabajos de la mente, de Robert B. Heywood, 1947), argüía que aunque las diversas escuelas de fundamentos no han logrado justifi­ car las matemáticas clásicas, la mayor parte de los matemá­ ticos siguen usándolas hoy: Después de todo, las matemáticas clásicas estaban produciendo re­ sultados que eran a la vez elegantes y útiles, y, aun cuando nadie podría estar ya absolutamente seguro de su fiabilidad, se basaban en unos fundamentos al menos tan sólidos como, por ejemplo, la existencia de los electrones. Por tanto, si se estaba dispuesto a aceptar las ciencias, se podría también aceptar el sistema de las matemáticas clásicas. El status de las matemáticas no es, por consiguiente, supe­ rior al de la física. Incluso Russell, que en 1901 proclamaba que el edificio lógico y. físico de las verdades matemáticas permanecía in­ quebrantable, admitía en un ensayo de 1914 que «nuestro conocimiento de la geometría física es sintético y no a priori». No es deducible solamente de la lógica. En la segunda edi­ ción de sus Principia (1926), admitía todavía más. La lógica y las matemáticas, como la teoría electromagnética de Max-

well, «son creídas a causa de la verdad observada de algunas de sus consecuencias lógicas». Quizá sea más sorprendente la afirmación de Godel en el año 1950: El papel de los pretendidos «fundamentos» [de las matemáticas] es más bien comparable á la función desempeñada, en la teoría física, por las hipótesis explicativas [...] Los llamados fundamen­ tos lógicos o conjuntistas de los sistemas numéricos, o de cualquier otra teoría matemática bien establecida, son explicativos más que fundamentales, exactamente lo mismo que en física, en donde la función real de los axiomas es explicar los fenómenos descritos por los teoremas del sistema más que proporcionar unos funda­ mentos genuinos para tales teoremas. Lo que estos destacados matemáticos están haciendo es reco­ nocer que el intento de establecer un cuerpo de matemáticas universalmente aceptable y lógicamente sólido ha fracasado. Las matemáticas constituyen una actividad humana y están sujetas a todas las flaquezas y debilidades de los humanos. Toda exposición formal y lógica es una seudomatemática, una ficción, una leyenda incluso, a pesar de sus elementos ra­ cionales. Muchos otros destacados investigadores de los fundamen­ tos han aceptado como solución práctica el mismo test de lo que son imas matemáticas correctas. Las matemáticas pue­ den ser firmes si no absolutamente garantizadas por su aplicabilidad, aunque se necesite alguna corrección ocasional. Como dijo Wordsworth: «La mente que construye para siempre confía en la sólida base de la naturaleza.» Pudiera parecer que los investigadores en materia de fun­ damentos, al recomendar la prueba pragmática —la aplicabilidad de las matemáticas a las ciencias—, están abandonando sus propios principios y convicciones. Pero se den o no cuen­ ta están afirmando únicamente lo que ha sido siempre la prueba de la solidez matemática. Dado su ilógico desarrollo (capítulos 5-8), ¿por qué los matemáticos de esos siglos creían en las matemáticas? Al no reconocer que sus demostraciones tenían defectos, creían que habían demostrado algunos re­ sultados. Pero seguramente sabían que ninguna lógica apo­ yaba los números negativos, irracionales y complejos, o el álgebra, o el cálculo. Confiaban en su aplicabilidad. El recurso a la aplicabilidad científica o, podríamos decir, a la evidencia empírica, tiene una implicación que es digna de mención. El ideal euclídeo presupone que se parte de

axiomas que son verdades y que de esos axiomas se deducen nuevas verdades mediante razonamiento válido. La confianza en la aplicabilidad física invierte todo el concepto de las matemáticas. Si las deducciones matemáticas son aplicables, entonces los axiomas son al menos razonables, aunque no necesariamente los únicos que pueden dar lugar a esas con­ clusiones. La verdad, en el sentido de unas matemáticas úti­ les o aplicables, no fluye de atrás hacia adelante. De hecho, los dirigentes de las escuelas que surgieron en relación con los fundamentos dejaron a un lado, al menos durante largos períodos, sus propias convicciones. Así, Kro­ necker, uno de los fundadores de la escuela intuicionista, rea­ lizó extraordinarios trabajos en álgebra, que no se ajustaban a sus propios criterios, porque, como decía Poincaré, Kronec­ ker olvidó su propia filosofía. También Brouwer, después de proclamar su filosofía intuicionista en su tesis de 1907, se dedicó la siguiente década a realizar investigaciones y de­ mostraciones de topología en las que se olvidaba de las doc­ trinas intuicionistas. El resultado de todo esto es que unas matemáticas sóli­ das no deben estar determinadas por un fundamento cuya validez pudiera demostrarse algún día. La «corrección» de las matemáticas debe ser juzgada por su aplicabilidad al mun­ do físico. Las matemáticas son una ciencia empírica, lo mis­ mo que la mecánica de Newton. Son correctas en la medida en que funcionan, y cuando no funcionan deben ser modifi­ cadas. No se trata de un conocimiento a priori, aun cuando se las considerara así durante dos mil años. No son absolu­ tas e inalterables. Si las matemáticas han de ser tratadas como una de las ciencias, es importante ser plenamente consciente de cómo operan las ciencias. Las ciencias hacen observaciones y expe­ rimentos, y construyen una teoría, una teoría del movimiento, de la luz, del sonido, del calor, de la electricidad, de las com­ binaciones químicas, etc. Estas teorías son obra del hombre y son puestas a prueba comparando sus predicciones con posteriores observaciones y experimentos. Si esas prediccio­ nes son verificadas, al menos dentro de un cierto error ex­ perimental, la teoría se mantiene. Pero pueden ser rechazadas más tarde, y deben ser consideradas siempre como una teo­ ría y no como una verdad inherente al diseño del mundo fí­ sico. Estamos acostumbrados a esta forma de ver las teorías científicas, porque ha habido muchos ejemplos de esas teo­ rías que se han venido abajo siendo sustituidas por otras

nuevas. La única razón por la que los hombres no aceptaron esta forma de ver las matemáticas es, como señalaba Mili, que la geometría euclídea y la aritmética básica fueron efi­ caces durante tantos siglos que la gente las confundió con la verdad. Pero ahora debemos comprender que cada rama de la matemática ofrece solamente una teoría que funciona. Mientras funcione, la mantendremos, pero es posible que más tarde se necesite otra mejor. Las matemáticas median entre el hombre y la naturaleza, entre sus mundos interno y ex­ terno. Constituyen un audaz y formidable puente entre no­ sotros mismos y el mundo externo. Es trágico tener que re­ conocer que el puente no está firmemente anclado ni en la realidad ni en las mentes humanas. La razón solamente penetra en lo que la propia razón cons­ truye, de acuerdo con sus propios planes, y aunque pueda tomar la iniciativa para conseguir sus propósitos, debe luego, a través de los experimentos, obtener de la naturaleza la con­ firmación de la sabiduría de esos propósitos. Hay un tiempo para la teoría y otro tiempo para decidir sobre la adecuación de esa teoría al comportamiento de la naturaleza. Existe una cualidad que distingue la mayor parte de las matemáticas de las teorías físicas. Mientras que en la cien­ cia ha habido cambios radicales en las teorías, en matemá­ ticas la mayor parte de la lógica, los sistemas numéricos y el análisis clásico han funcionado durante siglos. Han sido apli­ cadas y siguen siéndolo. En este sentido, las matemáticas se diferencian de las demás ciencias, sean o no absolutamente fiables, esas partes de las matemáticas, el caso es que han servido admirablemente. Se puede decir que son cuasi em­ píricas. Se puede obtener apoyo para este punto de vista princi­ palmente de la historia del cálculo. A pesar de los debates abiertos sobre la lógica del cálculo, como metodología, ha te­ nido éxito. Irónicamente, el análisis no estándar (capítulo 12) ha justificado la teoría de Leibniz de los infinitésimos, pero no todas las técnicas del cálculo. Se puede aplicar la prueba de la aplicabilidad incluso al axioma de elección. El propio Zermelo decía en su trabajo de 1908: «¿Cómo llega Peano a sus principios fundamenta­ les... si, después de todo, no puede probarlos? Evidentemen­ te analizando los modos de inferencia que en el curso de la historia se han reconocido como válidos y observando que los principios son intuitivamente evidentes y necesarios para la ciencia...». Señalaba Zermelo en su defensa del uso del axio­

ma de elección los éxitos logrados con la utilización del axio­ ma. En el trabajo de 1908 mencionaba lo útil que había sido (y lo seguía siendo) el axioma en la teoría de números trans­ finitos, en la teoría de números finitos de Dedekind y en más problemas técnicos del análisis. La recomendación de varios destacados matemáticos de que se utilicen las aplicaciones a la ciencia como guía y prue­ ba para saber lo que es fiable está motivada por algo más que por un deseo de elegir entre los diversos fundamentos. Estos matemáticos reconocen que la capacidad de las mate­ máticas de dominar los fenómenos físicos ha crecido enor­ memente y que este servicio a la humanidad no puede ser abandonado mientras se da vueltas a la cuestión de los fun­ damentos. Aunque muchos matemáticos, más por razones de oropel que de verdadero peso, abandonaron la ciencia hace cien años, los más importantes de los recientes matemáticos, como Poincaré, Hilbert, Von Neumann y Weyl, han investi­ gado constantemente las aplicaciones a la física. Desgraciadamente, la mayoría de los matemáticos no tra­ bajan hoy en las aplicaciones (capítulo 13). En lugar de ello continúan produciendo nuevos resultados en matemáticas pu­ ras a velocidad creciente. Se puede obtener alguna idea del volumen actual de investigación (en matemática pura y apli­ cada) de Mathematical Reviews, que pasa revista brevemente a los resultados nuevos y presumiblemente significativos. Hay alrededor de 2 500 en cada número mensual, lo que da unos 30 000 al año. Se podría pensar que el actual dilema sobre cuáles son las matemáticas correctas, cuál de las escuelas de pensamien­ tos es la más adecuada, e incluso qué dirección seguir dentro de cada una de las escuelas, iba a hacer vacilar a los mate­ máticos puros y moverles a centrarse en los problemas de fundamentos antes de crear nuevas matemáticas que pudie­ ran resultar lógicamente incorrectas. ¿Cómo puede seguir pro­ duciendo tan alegremente nuevos resultados en áreas de las matemáticas que no tienen aplicación? Existen varias respuestas a esta pregunta. Muchos mate­ máticos desconocen los trabajos sobre fundamentos. La for­ ma en la que los matemáticos han venido trabajando desde 1900 es típica del modo en que los seres humanos se enfren­ tan a muchos de sus problemas. Casi todos ellos ejercen su oficio en la parte superior de la estructura de las matemá­ ticas. Mientras que los que investigan los fundamentos cavan más y más profundamente para asegurar la estructura, los

inquilinos del edificio continúan ocupándolo y realizando su actividad. Los que trabajan en los fundamentos se hallan tan por debajo del nivel del suelo que han desaparecido de la vista, y los inquilinos no saben que existe una preocupación por el mantenimiento de la estructura o que hay un peligro de ruina. Por consiguiente, continúan utilizando las matemá­ ticas convencionales. Desconocen las amenazas a la ortodoxia dominante y, por tanto, son felices trabajando dentro de ella. Otros matemáticos contemporáneos son conscientes de las incertidumbres que existen sobre los fundamentos, pero pre­ fieren adoptar una actitud distante hacia lo que califican de cuestiones filosóficas (en contraposición a las puramente ma­ temáticas). Les resulta difícil creer que exista una seria preocu­ pación por los fundamentos, o al menos por su propia activi­ dad matemática. Prefieren aferrarse a un credo caduco. Para estos matemáticos, un código no escrito dice: procedamos como si nada hubiera ocurrido en los últimos setenta y cinco años. Hablan de demostraciones en algún sentido umversal­ mente aceptado, aun cuando tal cosa no exista, y escriben y publican como si no hubiera incertidumbre. Lo que a ellos les importa son las nuevas publicaciones, cuantas más mejor. Si respetan los fundamentos sólidos es sólo en domingo, y en ese día o bien rezan para pedir perdón o bien desisten de escribir nuevos artículos a fin de leer lo que sus compe­ tidores están haciendo. El progreso personal es un impera­ tivo, con razón o sin ella. ¿No existen, entonces, autoridades que pudieran exhortar a la moderación en vista de que los problemas de fundamen­ tos están todavía por resolver? Los directores de las revistas podrían rechazar trabajos. Pero los directores y los que de­ ciden son colegas que adoptan la misma postura que la ge­ neralidad de los matemáticos. En consecuencia, los trabajos que mantienen una apariencia de rigor, el rigor de 1900, son aceptados y publicados. Si el emperador no lleva ropa y la corte tampoco, la desnudez no es ya algo asombroso ni causa de embarazo. Como dijo una vez Laplace, a la razón huma­ na le resulta menos difícil realizar progresos que investigarse a sí misma. En cualquier caso, las cuestiones de fundamentos son re­ legadas por muchos matemáticos a un segundo plano. Es cier­ to que los lógicos matemáticos dedican sus energías a los problemas relacionados con los fundamentos, pero a menudo

se les considera al margen de las matemáticas propiamente dichas. No podemos condenar a todos los matemáticos que igno­ ran los problemas de los fundamentos y proceden como si éstos no existieran. Algunos están seriamente preocupados por la utilización de las matemáticas y buscan en la historia un respaldo para su modus vivendi. Como hemos visto (capítu­ los 5 y 6), a pesar de la carencia de fundamentos lógicos para los sistemas numéricos y las operaciones con ellos, así como para el análisis, en tomo al cual tuvieron lugar acaloradas discusiones durante más de cien años, los matemáticos proce­ dieron a utilizar el material y producir nuevos resultados, que son verdaderamente eficaces. Las demostraciones eran muy toscas o incluso no existían. Cuando se descubrieron las contradicciones, los matemáticos reexaminaron su razonamien­ to y lo modificaron. A menudo se perfeccionó el razonamien­ to, pero todavía no era riguroso, ni siquiera según los crite­ rios de finales del siglo xix. De haber esperado los matemá­ ticos a alcanzar esos niveles de rigor, no habrían hecho nin­ gún progreso. Como decía Emile Picard, si Newton y Leibniz hubieran sabido que las funciones continuas no son necesa­ riamente diferenciables, el cálculo no se habría inventado nunca. En el pasado, la audacia y la prudencia produjeron importantes progresos. El filósofo George Santayana, en su libro Escepticismo y fe animal, señalaba que mientras que el escepticismo y la duda son importantes para el pensamiento, la fe animal lo es para el comportamiento. Los valores de muchas investiga­ ciones matemáticas son extraordinarios, y si se quiere que esos valores sean fomentados, la investigación debe conti­ nuar. La fe animal proporciona confianza para actuar. Unos pocos matemáticos han expresado su preocupación por problemas de fundamentos que impugnan su trabajo. Emi­ le Borel, René Baire y Henri Lebesgue, manifestaron explíci­ tamente sus dudas sobre la validez de los métodos conjun­ tistas, pero continuaron usándolos con ciertas reservas res­ pecto de la fiabilidad de lo que producían. Borel decía en 1905 que estaba dispuesto a entregarse a razonamientos acer­ ca de los números transfinitos cantorianos, porque son útiles en trabajos matemáticos vitales. Sin embargo, el camino se­ guido por Borel y otros no ha estado exento de dificultades. Escuchemos las palabras de Hermann Weyl, uno de los más profundos de los modernos matemáticos, y ciertamente el más erudito.

Estamos menos seguros que nunca de los fundamentos últimos de las matemáticas y la lógica. Como todo y todos en el mundo de hoy, tenemos nuestra «crisis». La hemos tenido durante casi cin­ cuenta años [a partir de 1946]. Externamente, no parece impedirnos nuestro trabajo diario, y, sin embargo, yo por lo menos confieso que ha tenido una considerable influencia práctica en mi vida ma­ temática; orientó mi interés hacia campos que consideraba relati­ vamente «seguros» y ha supuesto una constante pérdida del entu­ siasmo y la decisión con que emprendí mis trabajos de investiga­ ción. Esta experiencia es probablemente compartida por otros ma­ temáticos que no son indiferentes a lo que significan sus esfuerzos científicos en el contexto de la existencia, de inquietud y conoci­ miento, sufrimiento y creatividad del hombre en el mundo. El sometimiento de la corrección de las matemáticas a la prue­ ba de su aplicabilidad plantea inmediatamente una cuestión. ¿Hasta qué punto funcionan las matemáticas? Por lo que se refiere a las matemáticas creadas y aplicadas antes de 1800, hemos tenido ya ocasión de demostrar (capítulo 3), a través de varios ejemplos, la notable precisión con que las matemá­ ticas describen y predicen lo que sucede en el mundo físico. Sin embargo, en el siglo xix los matemáticos introdujeron con­ ceptos que, por dignos de elogio que fueran sus motivacio­ nes, no se obtenían directamente de la naturaleza e incluso parecían no estar muy de acuerdo con ella, como por ejem­ plo las series infinitas, las geometrías no euclídeas, los núme­ ros complejos, los cuaterniones, álgebras extrañas, conjuntos infinitos de diversos tamaños y otras creaciones que no he­ mos tratado. No existen razones a priori para esperar que esos conceptos y teorías pudieran aplicarse. Comprobemos primero que estas matemáticas modernas funcionan y que, además, lo hacen maravillosamente bien. Las mayores creaciones científicas de los últimos cien años son la teoría electromagnética, la teoría de la relatividad y la teoría de los cuantos, todas las cuales emplean las modernas matemáticas extensamente. Consideraremos solamente la pri­ mera de ellas, porque sus aplicaciones nos son familiares a todos. Durante la primera mitad del siglo xix fueron empren­ didas numerosas investigaciones sobre electricidad y magne­ tismo por una serie de físicos y matemáticos, obteniéndose unas pocas leyes matemáticas acerca del comportamiento de los dos fenómenos. Durante la década de 1860, James Clerk Max­ well emprendió la tarea de reunir esas leyes y examinar su compatibilidad. Encontró que la compatibilidad matemática requería la adición a las ecuaciones de un término que él

llamó corriente de desplazamiento. La única explicación física que pudo encontrar para este término fue que de una fuente de electricidad (por ejemplo, un cable por el que pasa co­ rriente) se debe extender por el espacio una onda o campo electromagnético. Estas ondas electromagnéticas pueden ser de diversas frecuencias e incluyen las ondas que ahora recibi­ mos por nuestros aparatos de radio y televisión, además de los rayos X, la luz, los rayos infrarrojos y los rayos ultravio­ leta. Así pues, mediante consideraciones puramente matemá­ ticas, Maxwell predijo la existencia de una gran variedad de fenómenos desconocidos hasta entonces, y concluyó acertada­ mente que la luz es un fenómeno electromagnético. Lo que es especialmente notable en las ondas electromag­ néticas y que recuerda a la gravitación (capítulo 3), es que no tenemos el menor conocimiento físico de lo que son las ondas electromagnéticas. Sólo las matemáticas responden de su existencia, y sólo las matemáticas permitieron a los inge­ nieros inventar las maravillas de la radio y la televisión. Lo mismo se puede decir de todas las clases de fenómenos atómicos y nucleares. Los matemáticos y los físicos teóricos hablan de campos —el campo gravitacional, el campo electro­ magnético, el campo de electrones y otros— como si fueran ondas materiales que se extienden por el espacio y produ­ cen sus efectos de la misma forma que las olas chocan con los barcos y las rocas de la costa. Pero esos campos son fic­ ciones. No sabemos nada de su naturaleza física. Son sólo pa­ rientes lejanos de fenómenos observables, tales como las sen­ saciones de luz, sonido, movimiento de objetos y las ahora quizá demasiado familiares radio y televisión. Berkeley des­ cribió una vez la derivada como el fantasma de las cantida­ des que desaparecen. La moderna teoría física es el fantasma de la materia. Pero mediante la formulación matemática de Jas leyes de esos campos de ficción, que no tienen contrapar­ tida aparente en la realidad, y deduciendo las consecuencias de esas leyes, obtenemos conclusiones que, cuando son conve­ nientemente interpretadas en términos físicos, pueden ser co­ tejadas con las percepciones sensoriales. El carácter moderno de ficción de la ciencia fue resaltado por Einstein en 1931: De acuerdo con el sistema de Newton, la realidad física está carac­ terizada por los conceptos de espacio, tiempo, punto material y fuerza (acción recíproca de puntos materiales) [...] Después de Maxwell la realidad física ha sido concebida como representada por campos continuos no explicables mecánicamente,

que están gobernados por ecuaciones en derivadas parciales. Este cambio en la concepción de la realidad es el más profundo y fruc­ tífero de todos los que se han producido en la física desde New­ ton [...] Esta concepción que acabo de esbozar del carácter puramente ficticio de los fundamentos de la teoría científica no fue, en modo alguno, la predominante durante los siglos xvm y xix. Pero gana terreno constantemente por el hecho de que la distancia mental entre los conceptos y las leyes fundamentales, por un lado, y las conclusiones que tenemos que sacar en relación con nuestra expe­ riencia, por otro, es cada vez mayor a medida que la estructura lógica va haciéndose cada vez más simple, es decir, cuanto menor es el número de elementos conceptuales lógicamente independientes que son necesarios para dar soporte a la estructura. La ciencia moderna ha sido elogiada por haber eliminado hu­ mores, demonios, ángeles, fuerzas místicas y animismos me­ diante la explicación racional de los fenómenos naturales. Debemos ahora añadir que la ciencia moderna está supri­ miendo, de forma gradual, el contenido intuitivo y físico, que es lo que atrae a los sentidos; está eliminando la materia; está utilizando conceptos puramente sintéticos e ideales, tales como campos y electrones de los que todo lo que sabemos son leyes matemáticas. La ciencia retiene solamente un pe­ queño, aunque vital contacto, con las percepciones sensoriales después de largas cadenas de deducciones matemáticas. La ciencia es una ficción racionalizada, racionalizada por las ma­ temáticas. El gran físico Heinrich Hertz, el hombre que primero con­ firmó experimentalmente la predicción de Maxwell de que las ondas electromagnéticas pueden viajar a través del espacio, quedó tan impresionado por el poder de las matemáticas que no pudo reprimir su entusiasmo. «No puedo sustraerme a la idea de que estas fórmulas matemáticas tienen una exis­ tencia independiente y una inteligencia propia, que son más sabias que nosotros, más sabias incluso que sus descubri­ dores, que obtenemos de ellas más de lo que originalmente se puso en ellas.» Sir James Jeans (1877-1946) subrayó la importancia de las matemáticas en la investigación de la naturaleza. En El uni­ verso misterioso afirmaba: «El hecho esencial es, simplemen­ te, que todas las descripciones que la ciencia hace ahora de la naturaleza, y que son las únicas que parecen estar de acuerdo con los resultados de las observaciones, son descripciones ma­

temáticas [...]. Si vamos más allá de las fórmulas matemáti­ cas es por nuestra cuenta y riesgo.» Se hacen conjeturas sobre mecanismos y conceptos físicos para construir el modelo ma­ temático y luego, paradójicamente, se considera a esas ayu­ das físicas poco más que fantasías, mientras que las ecuacio­ nes matemáticas permanecen como el único sostén seguro de los fenómenos. En su libro Entre la física y la filosofía, Jeans se reafir­ maba en la idea. La naturaleza no ¡Funciona de una manera que pueda ser comprensible para la mente humana a través de descripciones o modelos que los sentidos puedan aprehen­ der. Jamás podremos entender lo que son los hechos; debe­ mos limitarnos a describir los diseños de los hechos en tér­ minos matemáticos. En física, la cosecha final será siempre una colección de fórmulas matemáticas. La esencia real de la sustancia material será siempre impenetrable. Así pues, el papel de las matemáticas en la ciencia mo­ derna es considerado ahora mucho mayor que el de una he­ rramienta importante. Este papel ha sido descrito a menudo como el de resumir y sistematizar en símbolos y fórmulas lo que se observa o se establece físicamente mediante experimen­ tación, y deducir luego de las fórmulas información adicional que no es accesible a la observación o a la experimentación más fáciles de obtener. Sin embargo, esta exposición del papel de las matemáticas se queda muy corta en relación con lo que realmente consiguen. Las matemáticas son la esencia de las teorías científicas, y las aplicaciones hechas durante los si­ glos xix y xx sobre la base de construcciones puramente ma­ temáticas son incluso más poderosas y maravillosas que las realizadas anteriormente, cuando los matemáticos operaban con conceptos sugeridos directamente. por los hechos físicos. Aunque el mérito de los logros de la ciencia moderna —ra­ dio, televisión, teléfono, telégrafo, fonógrafos e instrumentos de grabación de alta fidelidad, rayos X, transistores, potencia atómica (y bombas), por mencionar sólo unos pocos de los más familiares— no puede ser atribuido en exclusiva a las mate­ máticas; el papel de éstas es más fundamental y más indis­ pensable que el de cualquier contribución de la ciencia ex­ perimental. Francis Bacon se mostraba escéptico en el siglo xvii sobre teorías tales como las teorías astronómicas de Copérnico y Galileo. Temía que hubieran sido configuradas por creencias religiosas o filosóficas —tales como la predilección de Dios por la sencillez o el diseño divino de una naturaleza matemá­

ticamente ordenada— antes que por las exigencias de la ex­ perimentación o la observación. La actitud de Bacon era cier­ tamente razonable, pero las teorías matemáticas modernas han llegado a dominar la ciencia física solamente porque son muy eficaces. Por supuesto, la conformidad con las observa­ ciones es un requisito indispensable para la aceptación de cualquier teoría matemática de la ciencia. En consecuencia, todas las preguntas sobre si las matemá­ ticas funcionan se pueden responder con un rotundo sí. Pero a la pregunta de por qué funcionan no es tan fácil responder. En la época griega, y durante muchos siglos después, los ma­ temáticos creían tener indicios muy claros de dónde había que buscar el oro —las matemáticas eran la verdad sobre el mundo físico y los principios de la lógica eran también ver­ dades— y, en consecuencia, cavaron ardorosa, vigorosa y an­ siosamente en su busca. Tuvieron éxitos gloriosos. Pero ahora sabemos que lo que se tomó por oro no era oro, pero sí un metal precioso. Este metal precioso ha continuado describien­ do el funcionamiento de la naturaleza con notable exactitud. Merece la pena analizar el porqué de su buen funcionamiento. ¿Por qué deberíamos esperar la construcción de un cuerpo independiente, abstracto y a priori de ideas «exactas» referi­ das al mundo físico del hombre? Podríamos contestar que los conceptos y axiomas mate­ máticos son sugeridos por la experiencia. Se ha reconocido incluso que las leyes de la lógica son sugeridas por la expe­ riencia y que, por tanto, están de acuerdo con ella. Pero esta explicación es demasiado simplista. Puede bastar para explicar por qué cincuenta vacas y cincuenta vacas hacen cien vacas. En el área de los números y la geometría, la experiencia pue­ de, efectivamente, sugerir los axiomas adecuados, y la lógica empleada puede no ser más que lo que la experiencia en­ seña. Pero los seres humanos han creado conceptos y técni­ cas matemáticas en álgebra, cálculo, ecuaciones diferenciales y otros campos que no son sugeridos por la experiencia. Además de estos ejemplos de matemáticas no empíricas, deberíamos tener en cuenta que la línea recta matemática cons­ ta de una cantidad no numerable de puntos. El cálculo utiliza un concepto de tiempo compuesto de instantes que están «api­ ñados» como los números del sistema de los números reales. La noción de derivada (capítulo 6) puede ser sugerida por el concepto físico de velocidad en un período infinitesimal de tiempo; pero la derivada, cuando representa la velocidad, lo hace en un instante de tiempo. La variedad de los conjuntos

infinitos no es evidentemente sugerida por la experiencia, pero es utilizada en el razonamiento matemático y es tan necesa­ ria para una teoría matemática satisfactoria como lo son los cuerpos físicos para las percepciones sensoriales. Las mate­ máticas han contribuido también con conceptos tales como el de campo electromagnético, cuya naturaleza física no es cier­ tamente desconocida. Además, aun cuando las leyes de la lógica y algunos prin­ cipios físicos se obtengan de la experiencia, en el curso de una extensa demostración matemática de una conclusión físi­ camente importante, estas leyes se usan docenas de veces, y la demostración se basa solamente en la lógica. Razonamien­ tos puramente matemáticos condujeron a predicciones, tales como la existencia de Neptuno. ¿Se acomoda, por tanto, la na­ turaleza a los principios lógicos? O, en otras palabras, ¿existe un cuerpo de lógica, comoquiera que se obtenga, que nos diga cómo debe comportarse la naturaleza? El hecho de que las principales teorías, que incluyen cientos de teoremas y miles de deducciones sobre abstracciones, permanezcan todavía tan fieles a la realidad como los axiomas, habla de un poder de las matemáticas para representar y predecir fenómenos reales con una aproximación que es realmente increíble. ¿Por qué han de producir esas largas cadenas de razonamiento puro conclu­ siones tan notablemente aplicables? Esta es la mayor paradoja de las matemáticas. El hombre se halla, por tanto, ante un doble misterio. ¿Por qué funcionan las matemáticas incluso allí donde, aunque los fenómenos físicos se interpretan en términos físicos, cientos de deducciones a partir de los axiomas resultan tan aplica­ bles como los propios axiomas? ¿Y por qué funcionan en do­ minios en los que sólo poseemos meras conjeturas acerca de los fenómenos físicos y dependemos casi exclusivamente de las matemáticas para describir esos fenómenos? No se puede descartar estas dos preguntas a la ligera. Una parte demasiado grande de nuestra ciencia y nuestra tecnología depende de las matemáticas. ¿Existe tal vez un mágico poder en esta disci­ plina que, aunque solía luchar bajo la invencible bandera de la verdad, ha logrado de hecho sus victorias mediante una misteriosa fuerza interior? El problema ha sido planteado repetidamente, principalmen­ te por Albert Einstein en Aspectos de la relatividad (1921): Surge aquí un enigma que ha inquietado a los científicos de todas las épocas. ¿Cómo es posible que las matemáticas, un producto del

pensamiento humano que es independiente de la experiencia, se aco­ mode tan extraordinariamente a los objetos de la realidad física? ¿Puede la razón humana, sin la experiencia, descubrir, mediante el pensamiento puro propiedades de las cosas reales? [...] En la medida en que se refieren a la realidad, las proposiciones de las matemáticas no son ciertas; y en la medida en que son cier­ tas, no se refieren a la realidad. Einstein continuaba explicando que la axiomatización de las matemáticas había dejado clara esta distinción. Aunque Eins­ tein entendía que los axiomas y los principios de la lógica derivan de la experiencia, se preguntaba por qué largas e in­ trincadas cadenas de razonamiento puro, que es independiente de la experiencia e implica conceptos creados por la mente humana, pueden producir conclusiones tan notablemente apli­ cables. Una de las modernas explicaciones proviene de Kant. Kant mantenía (capítulo 4) que no conocemos ni podemos conocer la naturaleza. Tenemos de ella percepciones sensoriales. Nues­ tras mentes, dotadas de estructuras establecidas (intuiciones, en la terminología de Kant), de espacio y tiempo, organizan esas percepciones de acuerdo con lo que dictan esas estruc­ turas mentales. Así, organizamos las percepciones espaciales de acuerdo con las leyes de la geometría euclídea, porque lo exigen nuestras mentes. Al estar así organizadas, las per­ cepciones espaciales continúan obedeciendo las leyes de la geometría euclídea. Por supuesto, Kant se equivocaba al in­ sistir en la geometría euclídea, pero su idea de que la mente del hombre determina cómo se comporta la naturaleza es una explicación parcial. La mente moldea nuestros conceptos de espacio y tiempo. Vemos en la naturaleza lo que nuestras mentes predeterminan que veamos. Un punto de vista similar al de Kant, pero de consecuen­ cias más amplias, fue defendido por Arthur Stanley Eddington (1882-1944), uno de los grandes físicos de nuestro tiempo. De acuerdo con Eddington, la mente humana decide cómo debe comportarse la naturaleza: Hemos descubierto que allí donde más han progresado las ciencias, la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza lo que la mente había puesto en la naturaleza. Hemos descubierto extrañas huellas en la playa de lo desconocido. Hemos elaborado profundas teorías, una tras otra, para explicar el origen de las huellas. Al fin, hemos conseguido reconstruir la criatura que las produjo. ¡He aquí el resultado! Son nuestras propias huellas.

La explicación kantiana de por qué funcionan las matemá­ ticas ha sido recientemente desarrollada con detalle por Alfred North Whitehead y aceptada incluso por Brouwer en una publicación de 1923. La idea clave es que las matemáticas no son algo independiente de los fenómenos que tienen lugar en el mundo externo y a los cuales se aplica, sino que es más bien un elemento de nuestra forma de concebir esos fe­ nómenos. El mundo natural no se nos da objetivamente. Es una interpretación o construcción del hombre basada en sus sensaciones, y las matemáticas son un instrumento impor­ tante para organizar esas sensaciones. Casi automáticamente, las matemáticas describen el mundo externo en la medida en que el hombre lo conoce. El hecho de que muchos hombres acepten la misma organización matemática se explica por la idea de que las mentes humanas pueden efectivamente fun­ cionar de modo semejante o por el hecho de que han nacido en una cultura y un lenguaje que les condicionan para acep­ tar un esquema matemático particular. El predominio de la geometría euclídea, aunque no sea la última palabra sobre el espacio, corrobora este punto de vista. Lo mismo puede decirse de la teoría heliocéntrica, ya que, en un principio, no estuvo motivada por ninguna discrepancia de observación con la teoría tolomeica. Además, si la teoría tolomeica hubie­ ra sido conservada y pulida para ajustarla a las más recien­ tes observaciones, habría servido sin duda igualmente bien que la heliocéntrica, a expensas solamente de la complejidad matemática. El núcleo de la idea anterior se puede expresar de la for­ ma siguiente. Intentamos extraer de la complejidad de los fenómenos algunos sistemas simples, cuyos propiedades son susceptibles de ser descritas matemáticamente. Este poder de abstracción es el responsable de la asombrosa descripción ma­ temática de la naturaleza. Por otro lado, sólo vemos lo que nuestra «óptica» matemática nos permite ver. El pensamiento fue también expresado, por ejemplo, por el filósofo William James en sus Lecciones de pragmatismo: «Todos los magnífi­ cos logros de la ciencia física y matemática [...] proceden de nuestro indomable deseo de dar al mundo, en nuestra mente, una forma más racional que la forma que recibe en ella del mero orden de nuestra experiencia». En el lenguaje un poco más poético de un escritor recien­ te: «La realidad es la más atractiva de todas las cortesanas, pues se comporta en la forma en que desearíamos ahora, pero no es una roca a la que asir nuestra alma, pues su esencia

está hecha de la materia de las sombras; no tiene existencia fuera de nuestros sueños y a menudo no es más que el re­ flejo de nuestras propias ideas que brillan en el rostro de la naturaleza.» Sin embargo, esta explicación kantiana de que vemos en la naturaleza lo que nuestra mente predetermina que veamos no es una respuesta completa a la pregunta de por qué fun­ cionan las matemáticas. Los progresos logrados desde la épo­ ca de Kant, tales como la teoría electromagnética, difícilmente pueden ser creaciones de la mente humana o una organiza­ ción de las sensaciones por parte de la mente. La radio y la televisión no existen porque la mente haya organizado algu­ nas sensaciones de acuerdo con alguna estructura interna que después nos ha permitido experimentar la radio y la televi­ sión como consecuencias de la concepción por la mente de cómo debe comportarse la naturaleza. Hay matemáticos que creen que las matemáticas son au­ tónomas (capítulo 14). Es decir, ya sean sus axiomas productos de la razón pura o productos de la experiencia, a partir de ahí el cuerpo completo de las matemáticas se construye inde­ pendientemente de la experiencia. Según este punto de vista, ¿cómo pueden las matemáticas aplicarse al mundo físico y especialmente a los fenómenos físicos? Hay varias respuestas. Una es que los axiomas matemáticos utilizan términos no de­ finidos que se pueden interpretar de diferentes formas para acomodarse a la situación física. Así, como ejemplo de menor importancia, la geometría elíptica, que no es euclídea, se apli­ ca a líneas rectas en el sentido habitual, y se aplica también a la geometría de la esfera, donde las líneas rectas son los círculos máximos. Este tipo de explicación fue ofrecido por Poincaré. Estaba dispuesto a admitir que las matemáticas son una ciencia pu­ ramente deductiva que simplemente deduce las implicaciones de los axiomas. Así, el hombre, utilizando axiomas plausibles, sugeridos quizá por sensaciones, construye geometrías euclí­ deas o no euclídeas. Los axiomas y teoremas de estas geome­ trías no son verdades empíricas ni a priori. No son verdade­ ras ni falsas, lo mismo que la utilización de las coordenadas polares en lugar de las rectangulares no es verdadera ni falsa. Poincaré decía que son convenciones para ordenar y medir cuerpos o definiciones disfrazadas de los conceptos. Utiliza­ mos la geometría que resulta más cómoda. Sin embargo, Poin­ caré insistía en que siempre usaremos la geometría euclídea en la interpretación habitual de línea recta como cuerda tensa

o como canto de una regla porque es la más simple. Pero ¿por qué tienen que seguir aplicándose las deducciones de la geometría? La respuesta de Poincaré es que modificamos las leyes físicas para conseguir que las matemáticas se acomoden a ellas. Consideremos, pára ilustrar la tesis de Poincaré, cómo de­ terminan los topógrafos las distancias. Comienzan fijando una línea básica AB (fig. 15.1), cuya longitud se puede medir apli-

F ig u ra 15.1

cando una cinta métrica. Para determinar la distancia AC, el topógrafo enfila el punto C con su goniómetro estacionado en A y a continuación gira el aparato alrededor de su eje hasta enfilar el punto B; de este modo mide el ángulo A. En su teo­ dolito tiene una escala que le dice cuánto ha girado su go­ niómetro, y de este modo conoce el ángulo A. Mide después de una manera análoga el ángulo B. El topógrafo supone que los rayos de luz que van d e C a A y d e B a A siguen una línea recta (la cuerda tirante) entre ambos pares de puntos, y, dado que los axiomas de la geometría euclídea se acomodan a las líneas rectas, aplica la geometría euclídea o la trigonometría para calcular AC y BC. Sin embargo, los resultados del to­ pógrafo pueden estar equivocados. ¿Por qué? El rayo de luz que va de C a A podría haber seguido el camino indicado en la figura 15.1 por la línea de trazos, con lo que el topógrafo debería haber dirigido tangencialmente su goniómetro al rayo de luz para poder captarla. Por consiguiente, habría apuntado realmente su goniómetro hacia C\ aunque el topógrafo vea el punto C en su goniómetro. En consecuencia, el ángulo que realmente mide es CAB y no CAB. Por consiguiente, la pos­

terior utilización de la geometría euclídea podría haber con­ ducido a resultados erróneos para AC y BC. Existen algunas dificultades para saber qué camino siguen los rayos de luz. Unas veces los rayos de luz siguen una línea recta; otras veces los rayos son desviados por el efecto de refracción de la atmósfera. Supongamos que el topógrafo ob­ tiene resultados incorrectos para AC y BC. Aun cuando pueda no tener razón alguna para creer que los caminos que siguen los rayos de luz son curvos, debería tratarlos como tales. Puede corregir después las medidas de los ángulos A y B y aplicar la geometría euclídea para obtener los valores correc­ tos de AC y BC. También como ejemplo de la tesis de Poincaré de que podemos hacer que las matemáticas se acomoden a la reali­ dad física, veamos lo que decía sobre la cuestión de la rota­ ción de la Tierra. Afirmaba que deberíamos aceptar la rota­ ción de la Tierra como un hecho físico, porque ello nos permite obtener una teoría matemática más simple para la astrono­ mía. Y, de hecho, la simplicidad de la teoría matemática fue el único argumento que Copérnico y Kepler pudieron aducir en favor de su teoría heliocéntrica y en contra de la antigua teoría tolomeica. La filosofía de la ciencia de Poincaré tiene su mérito. Tra­ tamos de utilizar las matemáticas más simples, y alterar las leyes físicas si es necesario, para hacer que nuestro razona­ miento se acomode a los hechos físicos. Sin embargo, el cri­ terio utilizado por los matemáticos y los científicos hoy es el de la sencillez del conjunto de la teoría matemática y física. Y si hay que utilizar una geometría no euclídea —como hizo Einstein en su teoría de la relatividad— para obtener la teoría combinada más sencilla, lo hacemos. Aunque Poincaré fue más explícito al explicar por qué fun­ cionan las matemáticas, se mostró de acuerdo, en alguna medida, con la explicación kantiana por cuanto creía que la concordancia entre las matemáticas y la naturaleza es realiza­ da por la mente humana. En El valor de la ciencia, afirmaba: La armonía que la inteligencia humana cree descubrir en la natu­ raleza, ¿existe aparte de tal inteligencia? Seguramente, no. Una rea­ lidad completamente independiente del espíritu que la concibe, la ve o la siente, es una imposibilidad. Un mundo tan externo como ése, aun si existiera, nos sería inaccesible para siempre. Lo que llamamos «realidad objetiva» es, estrictamente hablando, la que es común a varios seres pensantes y pudiera serlo a todos; esta parte

común, como veremos, solamente puede ser la armonía expresada por las leyes matemáticas. Existe una explicación algo vaga, quizá demasiado simplista, de por qué funcionan las matemáticas. De acuerdo con este punto de vista, existe un mundo físico objetivo y el hombre se esfuerza constantemente por acomodar sus matemáticas a ese mundo. Modificamos las matemáticas cuando las aplica­ ciones revelan en ellas desfiguraciones de la realidad o errores evidentes. Este punto de vista fue expresado por Hilbert en su discurso en el II Congreso Internacional de Matemáticas (1900): Pero aun cuando esta actividad creativa del pensamiento puro con­ tinúe, el mundo externo reafirma una vez más su validez, y al plan­ tearnos nuevas preguntas a través de los fenómenos que ocurren en la naturaleza abre nuevos campos del conocimiento matemático; y cuando nos esforzamos por colocar esos nuevos campos bajo el control del pensamiento puro, a menudo encontramos respuestas para importantes problemas que están sin resolver, y así, de la forma más efectiva, hacemos avanzar las teorías anteriores. De esta interacción constantemente repetida entre el pensamiento y la ex­ periencia dependen, me parece, las numerosas y asombrosas analo­ gías y la armonía aparentemente preestablecida que los matemáti­ cos perciben tan a menudo en los problemas, métodos y conceptos de diversos ámbitos del conocimiento. Otras explicaciones más simples de por qué funcionan las ma­ temáticas, menos creíbles hoy día, repiten lo que los mate­ máticos han creído desde el tiempo de los griegos hasta 1850, aproximadamente. Algunos creen aún en el diseño matemá­ tico de la naturaleza. Pueden admitir que muchas de las vie­ jas teorías matemáticas de los fenómenos físicos eran imper­ fectas, pero señalan las continuas mejoras que no sólo abarcan más fenómenos, sino que ofrecen una concordancia mucho mayor con las observaciones. Así, la mecánica newtoniana reemplazó a la mecánica aristotélica, y la teoría de la relativi­ dad mejoró la mecánica newtoniana. ¿No demuestra la historia que existe un diseño matemático de la naturaleza y que el hombre se va aproximando más y más a la verdad? Hermite ofreció esta explicación de la concordancia entre las mate­ máticas y la ciencia: Existe, si no me engaño, un mundo que es la colección de las ver­ dades matemáticas, al que tenemos acceso sólo a través de la inte­

ligencia, de la misma forma que existe el mundo de la realidad física; uno y otro independientes de nosotros, ambos de creación divina, que nos parecen distintos a causa de la debilidad de nues­ tras mentes, pero que para un modo de pensar más poderoso son una misma cosa. La síntesis de los dos mundos nos es parcialmente revelada en la maravillosa correspondencia entre las matemáticas abstractas, por un lado, y las distintas ramas de la física, por otro. En una carta a Leo Kónigsberger, Hermite añadía: «Esas nocio­ nes del análisis tienen una existencia aparte de nosotros; cons­ tituyen un conjunto del cual sólo nos ha sido revelada una parte, incontestable aunque misteriosamente asociada con esa otra totalidad de las cosas que percibimos a través de los sentidos.» Sir James Jeans, en El universo misterioso, aceptaba tam­ bién el antiguo punto de vista de que «desde la evidencia in­ trínseca de su creación, el Gran Arquitecto comienza ahora a revelársenos como un matemático puro». Sin embargo, admi­ tía al principio que las matemáticas del hombre «todavía no están en contacto con la realidad última». Pero más adelante se mostraba más dogmático: La naturaleza parece muy versada en las reglas de las matemáticas puras, tal como nuestros matemáticos las han formulado en sus estudios, a partir de su conciencia interna y sin recurrir de ma­ nera apreciable a su experiencia del mundo externo [...] En cualquier caso, difícilmente se puede negar que la naturaleza y nuestra mente matemática consciente funcionan de acuerdo con las mismas leyes. En los últimos años de su vida, también Eddington llegó al convencimiento de que la naturaleza está diseñada matemá­ ticamente, afirmando de forma categórica en Teoría fundamen­ tal (1946) que nuestra mente construye una ciencia pura de la naturaleza a partir de un conocimiento a priori. Esta cien­ cia es la única posible; cualquier otra contendría inconsisten­ cias lógicas. No se podrían obtener de esta forma todos los detalles de la ciencia, pero sí las leyes generales. Así, el he­ cho de que la luz se desplaza a velocidad finita es algo que la mente, por sí sola, puede conocer. Incluso constantes de la naturaleza —tales como la razón de la masa de un protón a la masa de un electrón— pueden ser determinadas a priori. Este conocimiento es independiente de la observación del uni­ verso y más seguro que el conocimiento experimental.

George David Birkhoff, el primero de los grandes matemáti­ cos de los Estados Unidos, no dudó en repetir y apoyar en 1941 las palabras de Eddington: ... No hay nada en todo el sistema de leyes de la física que no se pueda deducir sin ambigüedad de consideraciones epistemológicas. Una inteligencia, desconocedora de nuestro universo, pero conoce­ dora de nuestro sistema de pensamiento, con el que la mente hu­ mana interpreta para sí misma el contenido de su experiencia sen­ sorial, debería ser capaz de obtener todo el conocimiento de la física que hemos obtenido mediante los experimentos [...] Por ejem­ plo, inferiría la existencia y las propiedades del radio, pero no las dimensiones de la Tierra. En una época temprana (1918), Einstein daba una explicación un tanto insuficiente, pero razonable de por qué las matemá­ ticas se acomodan a la realidad: El desarrollo de la física ha mostrado que, de entre todas las cons­ trucciones concebibles, en un momento dado solamente una ha demostrado ser netamente superior a las demás. Nadie que haya profundizado realmente en la materia negará que, en la práctica, el mundo de los fenómenos determina unívocamente el sistema teórico, a pesar de que no haya un nexo lógico entre los fenómenos y sus principios teóricos; esto es lo que Leibniz describió tan acer­ tadamente como una «armonía preestablecida». En su postura madura, presentada en El mundo como lo veo (1934), afirmaba: Nuestra experiencia hasta el momento justifica nuestra creencia de que la naturaleza es la realización de las más simples ideas mate­ máticas concebibles. Estoy convencido de que podemos descubrir mediante construcciones puramente matemáticas los conceptos y las leyes que relacionan unas con otras, que proporcionan la clave de la comprensión de los fenómenos naturales. La experiencia puede sugerir los conceptos matemáticos apropiados, pero éstos no pue­ den deducirse de ella de forma absolutamente cierta. La experiencia sigue siendo, por supuesto, el único criterio de utilidad de las cons­ trucciones matemáticas. Pero el principio creativo reside en las ma­ temáticas. En cierto sentido, por tanto, tengo por cierto que el pen­ samiento puro, tal y como soñaban los griegos, puede aprehender la realidad. En otro pasaje, Einstein reafirmaba su creencia mediante lo que ahora es una famosa frase acerca de Dios: «Estoy convencido, en todo caso, de que Dios no lanza los dados.»

Y si los lanza, entonces, como sugirió una vez Ralph Waldo Emerson: «Los dados de Dios están siempre cargados.» Einstein no afirma en su libro que las leyes matemáticas que ahora tenemos sean las correctas, sino que las leyes correc­ tas existen y podemos esperar acercarnos cada vez más a ellas. Como dijo en una ocasión: «Dios es sutil, pero no es mali­ cioso.» Al igual que Einstein, Pierre Duhem, uno de los grandes historiadores y filósofos de la ciencia, en Objeto y estructura de la teoría física, pasaba de la duda a la afirmación positiva. Primero describía una teoría física como «un sistema abstracto, cuyo fin es resumir y clasificar lógicamente un grupo de leyes experimentales sin pretender explicar esas leyes». Las teorías son aproximativas y provisionales y están «despojadas de toda referencia objetiva». La ciencia sólo sabe de apariencias sen­ sibles, y deberíamos abandonar la ilusión de que al teorizar estamos «desgarrando el velo de esas apariencias sensibles». Y cuando un científico de genio pone orden y claridad ma­ temática en la confusión de las apariencias, logra su objetivo solamente a expensas de reemplazar conceptos relativamente inteligibles por abstracciones simbólicas que no revelan nada de la verdadera naturaleza del universo. Pero Duhem finali­ zaba declarando: «Es imposible creer que este orden y esta organización [producidos por la teoría matemática] no son la imagen refleja de una organización y un orden reales.» El mundo está matemáticamente diseñado por un gran arquitec­ to. Dios geometriza eternamente y las matemáticas del hombre describen este diseño. Hermann Weyl estaba convencido de que las matemáticas reflejan el orden de la naturaleza. Decía en una conferencia: Hay una armonía oculta inherente a la naturaleza, que se refleja en nuestras mentes bajo la imagen de simples leyes matemáticas. Esta es la razón por la que los fenómenos de la naturaleza son predecibles mediante una combinación de observaciones y análisis matemático. Una y otra vez en la historia de la física esta convic­ ción, o debería decir este sueño, de armonía en la naturaleza ha conseguido logros más allá de nuestras expectativas. Quizá, sin embargo, el deseo iba por delante del pensamiento, porque, en su libro Fiilosofía de las matemáticas y de las cien­ cias naturales, añadía: Y, con todo, la ciencia perecería sin el apoyo trascendental de una fe en la verdad y en la realidad, y sin la continua interacción entre

sus hechos y construcciones, por un lado, y sus imágenes de las ideas, por otro. Aunque los puntos de vista de Jeans, Weyl, Eddington y Eins­ tein no pueden ser despachados a la ligera, sus ideas sobre la relación entre las matemáticas y la naturaleza no son las que prevalecen. Es cierto que el éxito de la descripción ma­ temática de la naturaleza ha sido tan asombroso que las ex­ plicaciones que dan parecen razonables, de la misma forma que la geometría euclídea pareció ser durante muchos siglos una verdad indudable para los matemáticos. Pero hoy en día la creencia en el diseño matemático de la naturaleza resulta inverosímil. Otra teoría sobre las relaciones entre las matemáticas y el mundo físico tiene en cuenta una cierta correspondencia, pero no del tipo que habitualmente se entiende. En los últimos cien años ha surgido una concepción estadística de la natu­ raleza. De forma algo irónica, fue iniciada por Laplace, el cual creía firmemente que el comportamiento de la naturaleza está estrictamente determinado de acuerdo con las leyes matemá­ ticas, pero que las causas del comportamiento de la naturaleza no son siempre conocidas y las observaciones son sólo aproxi­ madamente correctas. De aquí que haya que aplicar la teoría de la probabilidad para determinar las causas y los datos más verosímilmente correctos. Su Teoría analítica de las pro­ babilidades (3.a edición, 1820) es la obra clásica en este campo. La historia de las probabilidades y la estadística es muy ex­ tensa y quizá sea innecesario incluirla aquí. Pero en menos de un siglo, esta historia condujo a la idea de que el compor­ tamiento de la naturaleza no está en modo alguno determi­ nado, sino que es más bien caótico. Sin embargo, existe un comportamiento más probable, un comportamiento medio, y es precisamente esto lo que observamos y decimos que está determinado por las leyes matemáticas. De la misma forma que los seres humanos mueren a todas las edades —algunos mueren de niños y algunos a los cien años— no sólo existe una expectativa de vida para todos los hombres y mujeres, sino que existe incluso una expectativa de vida para cada edad. Y utilizando estos datos, las compañías de seguros montan grandes negocios. La concepción estadística de la naturaleza ha recibido en los últimos años un fuerte apoyo a causa del desarrollo de la teoría cuántica, según la cual no existen par­ tículas de materia rígidas, discretas y localizadas. Existen sólo con un cierto grado de probabilidad en cualquier parte

del espacio, pero más probablemente en algunos lugares que en otros. En cualquier caso, de acuerdo con la concepción estadís­ tica, las leyes matemáticas describen en el mejor de los casos cuál será el comportamiento más probable de la naturaleza, pero no excluyen que, de repente, la Tierra comience a vagar por el espacio. La naturaleza puede cambiar de opinión y de­ cidir no hacer lo que es más probable. La conclusión que al­ gunos filosófos de la ciencia adoptan hoy es que el inexplica­ ble poder de las matemáticas sigue siendo inexplicable. Esta idea fue primeramente expresada por el filósofo Charles Sanders Peirce: «Es probable que en este asunto haya un secreto que está por descubrir». Más recientemente (1945), Erwin Schródinger, en Qué es la vida, decía que el milagro del descubrimiento de las leyes de la naturaleza por el hombre bien pudiera estar fuera del al­ cance de la comprensión humana. Otro físico, el muy distin­ guido Freeman Dyson, se muestra de acuerdo: «Es probable que todavía nos falte mucho para entender la relación entre los mundos físico y matemático.» A lo que se puede añadir la observación de Einstein: «Lo más incomprensible del mun­ do es que es comprensible.» En 1960, otro premio Nóbel de Física, Eugene P. Wigner, analizaba el problema de la irrazonable efectividad de las ma­ temáticas en las ciencias naturales en un artículo con ese mismo título, y no ofrecía más explicación que un replan­ teamiento del problema: El milagro de la idoneidad del lenguaje de las matemáticas para la formulación de las leyes de la física es un don maravilloso que ni entendemos ni nos merecemos. Deberíamos estar agradecidos por ello, y esperar que siga siendo así en la investigación futura y que se extienda, en lo bueno como en lo malo, para deleite nuestor, aunque quizá también para desconcierto nuestro, a extensas ramas del saber. Estas últimas «explicaciones» son apologéticas. Dicen más bien poco, aunque a menudo lo dicen en lenguaje solemne, que suaviza la admisión de que no tienen respuestas a la pre­ gunta de por qué son eficaces las matemáticas. A pesar de lo satisfactoria o insatisfactoria que pueda ser cualquier explicación de por qué funcionan las matemáticas, es importante reconocer que la naturaleza y la representa­ ción matemática de la naturaleza no son una misma cosa. La diferencia no estriba únicamente en que las matemáticas

son una idealización. El triángulo matemático no es, con se­ guridad, un triángulo físico. Pero las matemáticas van mucho más allá. En el siglo v a. C. Zenón de Elea planteó una serie de paradojas. Cualquiera que fuera su propósito, incluso la primera de sus paradojas sobre el movimiento ilustra la di­ ferencia entre la conceptualización matemática y la experien­ cia. La primera paradoja de Zenón afirma que un corredor jamás puede alcanzar la meta porque primero debe recorrer un medio de la distancia, después un medio de la distancia restante, a continuación un medio de la distancia restante y así sucesivamente. En consecuencia, el corredor debe recorrer: 1 1 1 1 —

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2 4 8 16 Por tanto, decía Zenón, el tiempo requerido para recorrer un número infinito de distancias debe ser infinito. Una solución física a la paradoja de Zenón, y la más obvia, es que el corredor recorrerá la distancia en un número finito de pasos. Sin embargo, incluso si se acepta el análisis ma­ temático de Zenón, el tiempo requerido podría ser de medio minuto, más un cuarto de minuto, más un octavo de minuto, y así sucesivamente. La suma de toda esa infinidad de números es justamente un minuto. El análisis se aleja del proceso físico, pero, no obstante, el resultado concuerda. Puede que el hombre haya introducido conceptos limita­ dos eincluso artificiales, y que sólo de esta forma haya con­ seguido instaurar algún orden en la naturaleza. Puede que las matemáticas del hombre no sean más que un esquema funcional. Puede que la propia naturaleza sea mucho más com­ pleja o no tenga un diseño inherente. Sin embargo, las mate­ máticas continúan siendo el método por excelencia para la investigación, la representación y el dominio de la naturaleza. En aquellos dominios en que se muestra eficaz, es todo lo que tenemos; si no es la realidad, es lo más próximo a la realidad que podemos conseguir. Aunque las matemáticas sean una creación puramente hu­ mana, el acceso que nos ha facilitado a diversos dominios de la naturaleza nos permite progresar mucho más allá de toda expectativa. Es, efectivamente, paradójico, que abstracciones tan alejadas de la realidad logren tantas cosas. Puede que las matemáticas sean artificiales; quizá sean un cuento de hadas,

pero un cuento con moraleja. La razón humana tiene un poder, aunque no podamos explicarlo fácilmente. Pero hay que pagar un precio por los éxitos matemáticos: el precio de considerar al mundo en términos de medidas, masa, peso, duración y otros conceptos similares. Esta expo­ sición no puede dar cuenta de todas las ricas y variadas ex­ periencias, del mismo modo que la altura de una persona no es esa persona. Como máximo, las matemáticas describen algunos procesos de la naturaleza, pero sus símbolos no en­ cierran en modo alguno la naturaleza. Además, las matemáticas se ocupan de los conceptos y fe­ nómenos más simples del mundo físico. No se ocupa de los hombres, sino de la materia inanimada. El comportamiento de la materia es repetitivo y las matemáticas pueden descri­ birlo. Pero en economía, teoría política y psicología, así como en biología, las matemáticas son mucho menos útiles. Incluso en el campo físico, las matemáticas se ocupan de simplifi­ caciones que simplemente rozan la realidad, como una tangen­ te roza una curva en un punto. ¿Es la trayectoria de la Tierra alrededor del Sol una elipse? No. Sólo lo es si la Tie­ rra y el Sol son considerados como puntos y si además igno­ ramos todos los demás cuerpos del universo. ¿Se repiten las cuatro estaciones en la Tierra año tras año? Difícilmente. Sólo se repiten en sus aspectos más toscos, que son todo lo que el hombre puede percibir. ¿Debemos rechazar las matemáticas porque no entendamos su irrazonable eficacia? Heaviside señaló una vez: ¿Debería re­ chazar mi comida porque no entienda el proceso de digestión? La experiencia refuta a los dubitativos. La persona que confía no tiene en consideración las explicaciones racionales. Con todos los respetos debidos a la religión, a las ciencias sociales y a la filosofía, y con el reconocimiento explícito del hecho de que las matemáticas no tratan esos aspectos de nuestra vida, el hecho es que las matemáticas nos proporcionan conocimiento en una medida infinitamente mayor. Este conocimiento no se base en meras afirmaciones acerca de su corrección. Se com­ prueba diariamente en el funcionamiento de cualquier aparato de radio y de cualquier central nuclear en la predicción de los eclipses y en miles de hechos en el laboratorio y en la vida diaria. Las matemáticas pueden tratar los problemas más simples —el mundo físico—, pero en su esfera constituyen mayor logro humano. En parte, la esperanza de que el hombre tenga algún significado proviene del poder que ha adquirido gracias a las

matemáticas. Estas han sometido a la naturaleza y han alige­ rado la carga del hombre. Sus victorias nos pueden dar nuevos ánimos. La cuestión de por qué funcionan las matemáticas no es solamente académica. En su uso en la ingeniería, ¿hasta qué punto se puede confiar en ellas para predecir y diseñar? ¿Se podría diseñar un puente utilizando una teoría en la que intervinieran series infinitas o el axioma de elección? ¿No se caería el puente? Afortunadamente, la mayoría de los proyectos de in­ geniería usan teoremas tan sólidamente respaldados por pasa­ das experiencias que pueden ser utilizados con toda confianza. Muchos proyectos de ingeniería están diseñados de manera que superen los mínimos exigidos. Así por ejemplo, un puente uti­ liza materiales tales como el acero, pero nuestro conocimiento sobre la resistencia de los materiales no es exacto. Por consi­ guiente, el ingeniero utiliza cables y vigas más fuertes de lo que la teoría exige. Sin embargo, en el caso de un tipo de pro­ yecto no construido con anterioridad, hay que preocuparse por la verdad de las matemáticas utilizadas. En tales casos, la pru­ dencia requeriría el uso de modelos a pequeña escala y otras pruebas antes de proceder a la construcción. El objeto de este capítulo ha sido buscar algún tipo de so­ lución al dilema en que las matemáticas y los matemáticos se encuentran. No existe un cuerpo de matemáticas universalmente aceptado, y es imposible seguir todos los múltiples caminos por los que abogan los distintos grupos, ya que ello dificultaría el principal objetivo de las matemáticas, a saber, el progreso de la ciencia. En consecuencia, hemos defendido la utilización de este objetivo como criterio. Hemos analizado también los problemas y consecuencias que esta decisión acarrea. Sin embargo, aunque el hincapié en las aplicaciones a la ciencia parece la decisión más prudente, este programa no ex­ cluye otras dedicaciones justas e incluso necesarias en el cam­ po de las matemáticas. Hemos señalado ya (capítulo 13) que incluso la dedicación a las matemáticas aplicadas requiere gran variedad de actividades de apoyo tales como la abstracción, la generalización, la rigorización y mejoras en la metodología. Además de éstas se puede justificar la dedicación a temas de fundamentos que no versen directamente sobre matemáticas que han mostrado su utilidad en las investigaciones científicas. Él programa constructivista de los intuicionistas, aunque desti­ nado por ellos a reemplazar teoremas de existencia carentes de sentido, produce métodos para el cálculo de las cantidades que los teoremas de pura existencia dicen únicamente que existen.

Utilicemos, en aras de la sencillez, un viejo ejemplo. Euclides probó que la razón del área de un círculo cualquiera al cuadra­ do de su radio es el mismo para todos los círculos. Esta razón es, por supuesto, el número . Por consiguiente, Euclides de­ mostró un teorema de pura existencia. Pero conocer el valor de es evidentemente importante si deseamos calcular el área de un círculo dado. Afortunadamente, el cálculo aproximado de Arquímedes y otros cálculos posteriores basados en series infinitas nos han permitido calcular el número mucho antes de que los intuicionistas plantearan el desafío a los teoremas de pura existencia. Ciertamente la posibilidad de calcular fue importante. Análogamente, habría que calcular otras cantidades de las cuales, por el momento, solamente está establecida su existencia. Así pues, el programa constructivista debería ser continuado. Otro valor potencial de la dedicación al estudio de temas de fundamentos es la posibilidad de llegar a una contradicción. La consistencia no está establecida y, en consecuencia, el ha­ llazgo de una contradicción o de un teorema patentemente absurdo eliminaría al menos una alternativa que ahora absorbe el tiempo y la energía de algunos matemáticos. Nuestra exposición del estado actual de las matemáticas no es, ciertamente, reconfortante. Las matemáticas han sido des­ pojadas de su verdad; no son ya un cuerpo de conocimiento independiente, seguro y sólidamente basado. La mayoría de los matemáticos han renunciado a su devoción por la ciencia, acti­ tud que sería deplorable en cualquier momento de la historia, pero especialmente cuando las aplicaciones podrían aportar al­ guna orientación para encontrar la dirección segura que las matemáticas debieran seguir. Y el notable poder de lo que se ha aplicado está todavía por explicar. A pesar de estos defectos y limitaciones, las matemáticas tienen mucho que ofrecer. Constituyen el supremo logro inte­ lectual del hombre y la creación más original del espíritu hu­ mano. La música puede excitar o serenar el espíritu, la pintura puede deleitar la vista, la poesía puede provocar emociones, la filosofía puede satisfacer la mente y la ingeniería puede mejo­ rar las condiciones materiales de la vida humana. Pero las ma­ temáticas ofrecen todos esos valores. Además, en la dirección de lo que el razonamiento puede conseguir, los matemáticos han puesto el mayor esmero de que la mente humana es capaz para asegurar la solidez de sus resultados. No es casual que la precisión matemática sea algo proverbial. Las matemáticas tz

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son, todavía hoy, el paradigma del mejor conocimiento dis­ ponible. Los triunfos de las matemáticas son los triunfos de la mente humana, y esta prueba de lo que las mentes humanas pueden lograr ha dado al hombre valor y confianza para enfrentarse con los que en tiempos parecieron impenetrables misterios del cosmos, para vencer fatales enfermedades a las que el hombre está sujeto y para cuestionar y mejorar los sistemas políticos bajo los que la humanidad vive. En todos estos esfuerzos las matemáticas pueden ser o no eficaces, pero nuestra inquebran­ table esperanza en el éxito proviene de las matemáticas. Estos son sus valores, valores tan grandes al menos como los que pueda ofrecer cualquier creación humana. Si bien no todos son fácil o ampliamente perceptibles o apreciados, afor­ tunadamente son utilizados. Si bien el camino para llegar a ellos es más arduo que, por ejemplo, en música, las recompen­ sas son más ricas, pues incluyen casi todos los valores intelec­ tuales, estéticos y emocionales que pueda ofrecer cualquier crea­ ción humana. La ascensión a una alta montaña puede ser más agotadora que la subida a una suave colina, pero la vista desde su cumbre se extiende a horizontes más lejanos. Valores en las matemáticas los hay en abundancia; la única cuestión que puede plantearse es el orden de importancia. Pero en esto, cada uno debe responder por sí mismo; es cuestión de opiniones, gustos y análisis personales. Por lo que a la certidumbre en el conocimiento se refiere, las matemáticas sirven como ideal hacia el que debemos tender, aun cuando pueda ser un ideal que jamás alcancemos. Cierta­ mente, puede que no sea más que un fantasma constantemente perseguido e interminablemente escurridizo. Sin embargo, los ideales tienen fuerza y valor. La justicia, la democracia y Dios son ideales. Es cierto que la gente ha asesinado en nombre de Dios y que los errores de la justicia son notorios. Sin embargo, esos ideales son el producto de miles de años de civilización. Así son las matemáticas, aun cuando sólo sean un ideal. Quizá la contemplación del ideal nos haga más conscientes de la di­ rección que debemos tomar para obtener verdades en cualquier campo. La situación del hombre es lamentable. Vamos errantes por un vasto universo, nos hallamos indefensos ante los estragos de la naturaleza, dependemos de ella para nuestra alimentación y otras necesidades y no sabemos por qué hemos nacido ni hacia dónde vamos. El hombre está solo en un frío y extraño universo. Contempla este universo misterioso, cambiante e in­

finito y se siente confuso, desconcertado e incluso asustado de su propia insignificancia. Como dijo Pascal: Porque, después de todo, ¿qué es el hombre dentro de la natura­ leza? Nada en relación con el infinito, todo en relación con la nada, un punto entre el todo y la nada e infinitamente lejos de compren­ der el uno y la otra. Los fines de las cosas y sus principios están, para él, inexpugnablemente encerrados dentro de un impenetrable secreto. Es incapaz de ver tanto la nada de la que ha sido sacado como el infinito en el que está inmerso. Montaigne y Hobbes decían lo mismo con otras palabras. La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve. Es presa de unos acontecimientos contingentes. Dotado de unos pocos y limitados sentidos y de un cerebro, el hombre comenzó a penetrar su propio misterio. Utilizando lo que los sentidos revelan de inmediato o lo que se puede de­ ducir de los experimentos, el hombre adoptó axiomas y aplicó su poder de razonamiento. Su búsqueda fue la búsqueda de un orden; su meta, construir sistemas de razonamiento en oposi­ ción a las sensaciones pasajeras, y elaborar modelos de expli­ cación que pudieran ayudarle a alcanzar algún dominio sobre su medio. Su principal logro, el producto de su propia razón, son las matemáticas. No son una gema perfecta y su pulimento continuo no eliminará probablemente todos sus defectos. No obstante, las matemáticas han sido nuestro vínculo más efectivo con el mundo de las percepciones sensoriales, y aunque es des­ concertante tener que admitir que sus fundamentos no son se­ guros, siguen siendo la joya más preciosa de la mente humana y deben ser atesoradas y administradas. Han estado siempre en la vanguardia de la razón y, sin duda, continuarán estándolo, aun cuando en ellas se descubran nuevos fallos después de más atentos análisis. Alfred North Whitehead dejó escrito: «Admi­ tamos que la dedicación a las matemáticas es una divina locura del espíritu humano.» Locura, quizá, pero con seguridad divina.

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INDICE ALFABETICO

Abel, Niels Henrick, 203-204, 208, 210, 355 Academia de Atenas, 16 abstracción, 20-21 Ackermann, Wilhelm, 301 Adams, John Couch, 73 Addison, Joseph, 79, 203 Airy, Sir George, 73 Alejandro Magno, 24, 32 álgebra, 126-127, 131, 145-151, 189-191, 214-215 — abstracta, 342, 356 — como método de análisis, 149-151 — geométrica, 125 Ampere, André-Marie, 192 análisis, 152, 168, 191-194 — no estándar, 332-334 anamnesis, 21 Anaxágoras, 10, 11 Anaximandro, 10 Anaxímenes, 10 Anhalt-Dessau, princesa de, 292 Apolonio, 24, 25, 26, 27, 31, 125, 129 352-353 árabes, 35-36, 130-134, 371 Arcadio, 35 Argand, Jean-Robert, 105, 187 Aristarco, 40 Aristóteles, 14, 18, 20, 21, 22, 23, 24, 29, 44, 53, 54, 55, 58, 66, 119-120, 123, 167, 216, 218, 219, 220, 222, 223, 229, 239, 240, 246, 258, 265-66, 285, 288, 303, 331, 375

aritmética del béisbol, 110-111 Arnauld, Antoine, 136 Arquíloco, 369 Arquímedes, 24, 25, 29, 31, 32, 125, 127, 129, 158, 159, 199, 371, 425 Arquitas, 17 astronomía — griega, 12, 14, 17-18, 26-29, 126 — heliocéntrica, 40-47 — newtoniana, 71-73 atomismo, 15 Auden, W. H., 137 n Avogadro, 109 axiomas, 2, 21, 120 — independencia de, 231-232 — véase axiomas de elección, de infinitud, de las parale­ las, de reducibilidad y mé­ todo axiomático axiomática — véase método axiomático axioma de elección, 252-255, 269, 283, 323-327, 376, 377, 401-402 axioma de infinitud, 272 axioma de las paralelas, 91-98 axioma de reducibilidad, 268271 Babbage, Charles, 179 babilonios, 9, 19, 124, 145 Bacon, Francis, 55, 82-83, 341, 345, 369, 408-409

Baire, René, 253, 254, 258, 280, 281,404 Banach-Tarski — paradoja de, 326 Barrow, Isaac, 60, 122, 135, 148, 153, 167, 209 Bayle, Pierre, 165 Bell, Eric T., 311 Beltrami, Eugenio, 101, 215-216 Bentley, Richard, 64, 69 Berkeley, obispo George, 65, 86, 174-176, 177, 191, 292, 406 Bernays, Paul, 292, 302, 308 n, 309, 318-319, 320 Bernoulli, Daniel, 71, 74, 75, 170, 171 Bernoulli, Jakob, 71, 164, 170, 171 Bernoulli, Johann, 71, 139, 142, 164, 170, 171 Bernoulli, Nikolaus, 172 Bemstein, Félix, 253 Berry, G. G., 248 Bertrand, Joseph L. F., 193 Bessel, Friedrich Wilhelm, 45, 96, 97, 102, 188 Bhaskara, 130 bien ordenados — conjuntos, 235, 252, véase también axioma de elec­ ción Birkhoff, George David, 349350, 358, 418 al-Birüní, 132 Bizancio — véase Imperio bizantino Bois-Reymond, Paul du, 259, 332 Bolyai, Johann, 97, 100, 101, 103, 197, 217, 218, 330 Bolyai, Wolfgang, 96-98 Bolzano, Bemhard, 208, 212, 286

Bombelli, Raphael, 137, 138, 139, 144 Bonola, Roberto, 92 n Boole, George, 187, 220-222, 224, 228 Borel, Emile, 233, 243, 253, 254, 258, 280, 281, 404 Bourbaki, Nicholas, 5, 290, 309, 310, 343, 386-387 Bouvard, Alexis, 73 Boyer, Cari, 174 n Boyle, Robert, 83 Brahe, Tycho, 40 Brahmagupta, 130 Bravais, Auguste, 355-356 Bridgmann, Percy W., 392 Brouwer, Luitzen E. J., 254, 282294, 303-305, 310, 318, 321, 334, 400, 412 Burali-Forti, Cesare, 244, 245, 249, 250, 281 Cajori, Florian, 174 n cálculo, 152-168 — de predicados de primer orden, 228, 315, 373 — rigorización del, 208-214 Callet, Jean Charles, 173 calor — conducción del, 82 Cantor, Georg, 103, 214, 235, 236, 239, 240-246, 249, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 272, 279, 280, 283, 288, 291, 305, 306, 308 n, 309, 323, 331, 332, 388-389 característico — triángulo, 163 Cardan, Jéróme, 134, 136, 138, 144, 149 Carnot, Lazare N. M., 180, 184, 191-192, 209 Cassini, Jacques, 76 Cassini, Jean-Dominique, 76

categoricidad, 329 Cauchy, Augustin-Louis, 80-82, 85, 185, 189, 193, 196, 208, 209-211, 212, 240, 332, 333, 338, 383 Cavalieri, Bonaventura, 153, 158-160 Cayley, Arthur, 101, 107-108, 112, 113, 114, 199, 356n, 388 Cellérier, Charles, 212 civilización griega — alejandrina, 24-33, 125-130 — clásica, 8-25 Clairaut, Alexis-Claude, 72, 198 Clarke, Samuel, 84 Cohén, Paul, 324-326, 327, 331 complejos — números, 105-106, 138-144, 183-189, 212-214 complitud, 302, 312-320, 373 conceptos — indefinidos, 21, 131-132, 215-216, 229-230 conjuntos — bien ordenados, 235, 252, véase también axioma de elección — infinitos, 240-246, 256 Conring, Hermán, 165 consistencia, 4, 215-218, 230-231, 235-236, 275, 312-320, 374, 376 Constantino el Grande, 34 constructividad, 287-291 continuidad y díferenciabilidad, 192-193, 212 — principio de, 165-167, 194197 continuo — hipótesis del, 256-257, 295, 323-325 convergencia — de series, 172-173, 210-211 Copérnico, Nicolás, 39-47, 51, 58, 61, 83, 408,415

Coste, 261 Courant, Richard, 349, 359-360, 368 Couturat, Louis, 281 creatividad, 292-293 cristianismo, 34, 36-39 cuadrivio, 14 cualidades — primarias y secundarias, 50 cuatermones, 107-108, 119, 208, 220 Curry, Haskell B., 397 Chuquet, Nicolás, 136 Church, Alonzo, 276, 322, 323, 327, 390 d'Alembert, Jean Le Rond, 71, 74, 78, 94, 116, 138, 140-141, 143, 144, 170, 180, 192, 193, 199, 209 decisión — procedimiento de, 321 Dedekind, Richard, 214, 227, 242, 243, 261, 263, 279, 305, 391, 402 definición impredicativa, 250251 Demócrito, 15, 50 demostración, 19-23, 198-204, 375, 380-387 — de existencia, 254, 258, 304, 376 derivada, 153-156 Desargues, Girard, 339 Descartes, René, 47-52, 54, 55, 56, 58-60, 64, 70, 71,74, 76, 83, 116, 136, 139, 144, 147, 150, 153, 168, 189, 194, 219, 220, 240, 277, 279, 336, 367, 378, 388, 394 Dickson, Leonard Eugene, 343, 357

Diderot, Denis, 61, 78, 85, 86, 152 Dieudonné, Jean, 362, 387 diferenciabilidad y continui­ dad, 192-193, 212 Diocles, 31 Diofanto, 127-129, 131 — ecuaciones diofánticas, 321-322 Duhem, Pierre, 419 Dyson, Freeman J., 365-366, 421 ecuaciones diofánticas, 321-322 Edad Media — europea, 36-37 Eddington, Arthur Stanley, 357, 382,411,417, 420 egipcios, 9,19,145 Einstein, Albert, 115, 293, 354, 393, 406, 410-411, 418, 420, 421 elección — axioma de, 252-255, 269, 283, 323-327, 376, 377, 401402 Emerson, Ralph Waldo, 395, 419 Empédocles de Agrigento, 29 Eratóstenes de Cirene, 31-32 escuela conjuntista, 299, 305309, 324-325, 373-374 escuela logicista, 260-277, 373374 especialización, 342-344 estadística — concepción — de la natu­ raleza, 420 Euclides, 12, 24, 25, 26, 27, 29, 30, 33, 88-103, 119-122, 124, 125, 129, 135, 140, 150, 197, 199, 200, 215, 216, 217, 229, 236, 237, 255, 271, 312, 322, 342, 353, 377, 386, 425 — véase también geometría euclídea

Eudoxo, 17, 25, 27, 28, 124, 135, 140,158 Euler, Leonhard, 71, 74, 75, 77, 81, 84, 140-144, 148-149, 170, 171-173, 176, 177,181,182, 209, 240, 292, 339 existencia — demostraciones de, 254, 258, 304, 376 Federico el Grande de Prusia, 292 Fermat, Pierre de, 75-76, 136, 144, 147, 153, 154, 155, 158, 160, 194, 319, 338, 339, 340, 378 Filipo de Macedonia 24 Filolao, 12 Filón de Mégara, 225 Fontenelle, Bernard Le Bovier de, 86 formalismo, 295-305, 373-374 formas equivalentes — principio de permanencia, 190-191, 220 Fourier, Joseph, 74, 80, 82, 193, 211,239, 338, 346, 348 Fraenkel, Abraham A., 307-309, 316, 323, 324, 325, 327 Frege, Gottlob, 224-227, 228, 230, 236, 237, 238, 247, 257, 259, 261-262, 263, 265, 268, 277, 310 Frend, William, 183-184 Fresnel, Augustin-Jean, 74, 82 funciones, 147, 152-153 — de variable compleja, 81 Galilei, Galileo, 46, 52-57, 58, 60, 61, 63, 66, 83, 103, 115, 147 240, 408 Galle, Johann, 73 Galois, Evariste, 117, 193, 354355

Garding, Lars, 363 Gregory, David, 148 Gassendi, Pierre, 59 Gregory, Duncan F., 191 Gauss, Karl Friedrich, 80-82, Gregory, James, 148, 153, 209, 85, 95-105, 120, 187-189, 193, 220 197, 215, 217, 218, 237, 240, Grelling, Kurt, 248 339,340,367, 388 grupos generalización, 342 — teoría de, 354-356 Gentzen, Gerhard, 320-321 Guldin, Paul, 159 geodesia, 81 Hilbert, David, 218, 230, 232, geografía, 31-32 geometría 234, 235, 236, 237-239, 244, — analítica, véase de las co­ 245, 247, 253, 263, 274, 289, 292, 295-305, 310, 312, 313-315, ordenadas — de las coordenadas, 50-51, 316, 319, 320, 321, 322, 329 n, 373, 390, 393, 396, 402, 416 147, 150 — diferencial, 81 Hadamard, Jacques, 234, 253, — elíptica doble, 101 254, 293, 384,389 — elíptica simple, 102 n Halley, Edmund, 61, 72, 150, — euclidea, 91-94, 103, 119174 122, 208, 217-218, 352-353 Hamilton, William R., 78, 85, — hiperbólica, 97-99, 102, 216 106-108, 112, 187, 208, 212-214, — no euclidea, 94-104, 118- 220, 282, 342, 356, 368, 387-388 119, 122, 197, 216-217, 353- Hankel, Hermann, 191, 391 354; véanse también geo­ Hansteen, Christoffer, 203 metrías elíptica doble, Hardy, Godfrey H., 233, 357, elíptica simple e hiperbó­ 379, 389 Harriot, Thomas, 137, 144 lica — proyectiva, 113-114, 194- Hausdorff, Félix, 246 197, 218, 338-339 Heaviside, Oliver, 364, 381 — riemanniana, 354, 386 Helmholtz, Hermann von, 108, Gergonne, Joseph-Diaz, 229 340, 347 Gibbs, Josiah Willard, 345 Hempel, Cari, 273 Girard, Albert, 137, 139, 144 Heráclito, 10 Gódel, Kurt, 4, 247, 308 n, 309, Hermite, Charles, 233, 388, 416315-320, 321, 323-324, 325, 327, 417 328, 329, 331, 373-374, 389, 399Herón, 30, 32, 75, 126, 127, 129 Goethe, 5, 369, 393 Herschel, John, 179 Goldbach, Christian, 173, 313, Herschel, William, 73 341 Hertz, Heinrich, 407 Grandi, Guido, 167, 171 Heyting, Arend, 293-294, 335, Grassmann, Hermann Günther, 391 108, 214, 230 Heywood, Robert B., 398 gravitación hidrodinámica, 75 hidrostática, 31-32 — ley de, 61-62

Hiparco, 25, 27, 28, 32, 39, 62, 126 Hipaso de Metaponto, 123 hipótesis del continuo, 256-257, 295, 323-325 Hobbes, Thomas, 59, 86, 147, 427 Hoéne-Wronski, J., 198 Hoffenstein, Samuel, 290 Holmbóe, Berndt, 204, 210 Homero, 369, 394 Honorio, 35 Hooke, Robert, 56, 61 Hudde, John, 146 humanismo, 38 Hume, David, 86-88, 102 Huygens, Christian, 56, 58, 59, 62, 63,64, 74, 76,153, 339 identidad — ley de, 219 Imperio bizantino, 35 Imperio Romano de Oriente, 35 implicación material, 225-226, 265 impredicativa — definición, 250-251 India, 35-36,130-134, 371 inducción — matemática, 280-281 — transfinita, 320 infinitésimo, 162-164, 177, 331333 infinitud, 239-240 — axioma de, 272 — de conjuntos y números, 240-246, 256 — de series, 168-173, 211 integral, 156-158 intuición — versus lógica, 376-384 intuicionismo, 277-294, 296, 303305, 373-374

irracionales — números, 123-124, 126-127, 134-136 irracionales trascendentes, 280 Jacobi, Karl Gustav Jacob, 104, 198-199, 346-347 James, William, 78, 117, 249, 412 Jeans, Sir James, 68, 407-408, 417, 420 Jenófanes, xi Jevons, William Stanley, 221 Johnson, Samuel, 66 jónicos, 8, 10 Jordán, Camille, 355-356 Kant, Immanuel, 58, 88-91, 103, 220, 278-279, 282, 304, 385, 392,411,413 Kástner, Abraham G., 95 Kelvin, Lord — véase Thomson, William Kepler, Johannes, 34, 39-47, 51, 58, 61, 62, 63, 83, 153, 159 165, 352, 415 — leyes de, 41-43, 60 Klein, Félix, 102 n, 113,114, 291, 332, 339, 347, 348, 356, 381 Klügel, Georg S., 94, 99 Kónigsberger, Leo, 417 Kronecker, Leopold, 245, 259, 279, 280, 281, 347, 400 Lacroix, Sylvestre - Fran^ois, 178-179, 192-193, 198 Lagrange, Joseph-Louis, 67, 71, 72, 74, 77, 80, 84, 143, 170, 171, 173, 177, 178, 179, 181, 182, 191,211,339, 354 Lakatos, Imre, 382 Lambert, Johann Heinrich, 95, 99, 197, 218

Laplace, Pierre-Simon, 2, 67, 71, 72, 73, 80, 84-85, 211, 368, 403, 420 Lebesgue Henri, 109, 243, 253, 255, 258, 280, 281, 289, 380, 404 Lebi, Beppo, 253 Legendre, Adrian-Marie, 193, 346 Leibniz, Gottfried Wilhelm, 47, 60, 64, 70-71, 84, 121, 136, 139, 142, 148, 153, 160, 162-164, 165-168,170,171, 173, 174,175, 176, 177, 178, 182, 192^ 195, 208, 209, 219, 220, 229, 240, 261, 331, 332, 387, 388, 404 Leucipo, 15 Leverrier, Urbain J. J., 73 ley de gravitación, 61-62 ley de identidad, 219 ley del tercio excluso, 22, 219, 227, 285-288, 319-320 L'Huillier, Simón, 180-181, 209 límite — concepto de, 208-210 Lindemann, Ferdinand, 280 Lobachevsky, Nicolai Ivanovich, 97-100, 101, 103, 197, 217, 218,330 Locke, John, 86 lógica, 20-24, 218-228, 263-266, 285-286, 293-294, 298-300, 375376 — matemática, 220-228 — simbólica, 220-228 — versus intuición, 376-384 Lówenheim, Leopold, 328-331 — véase teorema de Lówen­ heim-Skolem Maséres, Francis, 141,184 matemáticas — y ciencia, 1-3, 8-11, 18-19, 26-33, 38-43, 48-52, 60-64,

66-68, 201-202, 395-399, 405407 — conceptos de, 200-201 — y lenguaje, 283-284, 292293 — y lógica, 220-229 — puras versus aplicadas, 336-342, 424-425 — y religión, 38-39, 68-69, 7778, 83-86, 202 — rigorización de las, 3, 206218,233-234 — véase también astrono­ mía, calor, inducción, me­ cánica, música, óptica matrices, 107-108, 199 Matyasevich, Yuri, 322 Maupertius, Pierre-Louis Moreau de, 76-78 Maxwell, James Clerk, 81, 398399, 405-406, 407 mecánica — galileana, 53-54 — griega, 29 — newtoniana, 51, 60-69 mecanicismo, 51, 59, 66 Menelao, 25 Mersenne, padre Marín, 49 metafísica, 182 metamatemáticas, 301-302 método axiomático, 229-232, 237-239, 318-319, 344 método científico — de Descartes, 59-60 — de Galileo, 53-57 — de los griegos, 58-59 — de Newton, 60-66 Miguel Angel, 357 Mili, John Stuart, 396, 401 Mittag-Leffler, Gósta, 331 Monge, Gaspard, 195 Montaigne, Miguel de, 427 Moore, Eliakim H., 384

Morgan, Augustus de, 183, 185186, 191, 220, 222 Mostowski, Andrzej, 396-397 movimiento — leyes de Newton del, 56, 61-62 música — y sonido, 12, 14, 74-75 Napier, John, 134 Napoleón, 85, 196 naturaleza — concepción estadística de la, 420 negativos — números, 136-138, 140-141, 183-186 Nelson, Leonard, 248 Neptuno — descubrimiento de, 73 Neugebauer, Otto, 353 Neumann, John von, 301, 308 n, 329, 351-352, 361, 398,402 Newton, Sir Isaac, 2, 29, 47, 51, 56, 57, 58-67, 71, 72, 74, 76, 83, 84, 89, 95 n, 122, 139, 144, 148, 153, 155,160-162, 164, 167, 168, 169, 170, 173, 174, 177, 178, 192, 208, 209, 367, 368, 378, 400, 404 — leyes del movimiento, 56, 61-62 — opiniones religiosas, 67-70 — véase astronomía newtoniana Nietzsche, Friedrich, 380 Nieuwentijdt, Bernhard, 164 números, 122-127 — complejos, 105-106, 138144, 183-189, 212-214 — infinitos, 240-246, 256 — irracionales, 123-124, 126127, 134-136

— — — —

negativos, 136-138,140-141, 183-186 reales, 138-141, 214-215 teoría de, 240-245, 283 transfinitos, 240-245, 283

Olbers, Heinrich W. M., 102 Olbers, Wilhelm, 81, 340 Ornar, 35 óptica, 29-31, 74, 76 — de Newton, 67 n, 68 Ovidio, 8 Pacioli, Luca, 134 paradojas, 4, 238-240, 243-251, 267, 422 — de Banach-Tarski, 326 — del barbero, 247-248 — heterológica, 248, 267 — del mentiroso, 246-247,267 — de Richard, 248 — de Russell, 247-248 — de Zenón, 422 paralelas — axioma de las, 91-98 Pascal, Blas, 47, 52, 58, 120,121, 135, 136, 148, 153, 160, 218, 229, 277, 279, 339, 370, 371, 385, 391, 427 Pasch, Moritz, 217-218, 229, 230, 231, 236, 238, 291 Peacock, George, 179, 189-191, 220 Peano, Giuseppe, 214, 227-228, 230, 231, 236, 238, 253, 259, 262,263, 291, 332 n, 401 Peirce, Charles Sanders, 223224, 228, 421 Pemberton, Henry, 14& Piazzi, Giuseppe, 80 Picard, Emile, 212, 233,404 Pieri, Mario, 218

razonamiento deductivo, 2, 21Pitágoras, 11 — pitagóricos, 11-17, 123-124, 24, 204-205 338, 343 reales Plank, Max, 104 — números, 138-141, 214-215 Platón, 14, 16-18, 20, 21, 22, 23, reducibilidad 26, 27, 33, 70, 104, 119, 124, — axioma de, 268-271 religión 258, 388, 390 — platonismo, 3, 16, 390-391 — véanse matemáticas y re­ Playfair, John, 93 ligión Plutarco, 17 Rellich, Franz, 368 Poincaré, Henri, 1, 206, 218, Richard, Jules, 248, 306 233, 234, 245, 249, 250, 251, — paradoja de, 248 260, 270, 274, 280, 281, 287 n, Riemann, Georg Bernhard, 100308, 330, 337, 347-348, 349, 101, 103, 197, 215, 217, 330, 354, 386 378, 381, 400, 402, 413-414, 415-416 — geometría riemanniana, 354, 386 Poncelet, Victor, 194-196 rigorización Pope, Alexander, 183 — véase matemáticas, rigori­ Popper, Karl, 381, 386 zación de las predicados de primer orden Roberval, Gilíes Persone de, — cálculo, 228, 315, 373 153 principio de continuidad, 165Robinson, Abraham, 332 167, 194-197 principio de la mínima acción, Rodolfo II, Emperador de Aus­ tria, 40 76-77, 85 principio de permanencia de Roemer, Olaus, 74 formas equivalentes, 190-191, Rolle, Michel, 198, 209 romanos, 34-35 220 principio del tiempo mínimo, Ruffini, Paolo, 354 Russell, Bertrand, 113-114, 193, 75-76 228, 243-244, 245, 247-248, 249, Pringsheim, Alfred, 239 250, 251, 254, 262-277, 296, problema de los tres cuerpos, 297, 302, 303, 305, 306, 308, 72 310, 313, 316, 331, 335, 375, procedimiento de decisión, 321 380-381, 398 proposiciones — indecidibles, 288, 316-318, Saccheri, Gerolamo, 93-95, 98, 322-323, 329 99, 102, 197 George, 374, 404 Quine, Willard Van Orman, Santayana, Schmidt, Erhardt, 253 273, 276, 309, 398 Schopenhauer, Arthur, 282, 378 Schróder, Emst, 223, 228 Ramsey, Frank Plumpton, 249, Schródinger, Erwin, 421 269 Schumacher, 95, 240

Schwartz, Laurent, 362 Schwarz, H. A., 212 Séneca, Lucio Anneo, 117 series — convergencia de, 172-173, 210-211 — infinitas, 168-173,211 Shakespeare, William, 312, 357 Shaw, George Bernard, 350 Shelley, Percy Bysshe, 374 Skolem, Thoralf, 328-331 — véase teorema de Lowenheim-Skolem Slater, John C., 365 Smith, Henry John Stephen, 122 Snell, Willebrord, 51, 74, 76 sonido — y música, 12,14, 74-75 Stevin, Simón, 134, 137, 138 Stieltjes, Thomas Jan, 233, 388 Stifel, Michael, 134, 135 Stolz, Otto, 332 Stone, Marshall, 358-361 Sylvester, James Joseph, 199 Synge, John L., 350-351 Tait, Peter Guthrie, 347 Tales, 10 Talleyrand, 368 Tarski, Alfred, 250 Taurinus, Franz Adolf, 96 telescopio, 46 Teodosio, 34-35 teorema de Lówenheim-Skolem, 328-331, 374 teoría heliocéntrica, 40-47 tercio excluso — ley del, 22, 219, 227, 285288 tetractus, 14 Thomson, William (Lord Kelvin), 347

tipos — teoría de, 266-268 Tolomeo, Claudio, 12, 24, 25, 27, 28, 32, 39, 40, 126, 129, 131 Tolomeo Sóter, 32 trascendentes — irracionales, 280 transfinitos — números, 240-245, 283 tres cuerpos — problema de los, 72 triángulo característico, 163 trigonometría, 25,131 Truesdell, Clifford E., 365 Twain, Mark, 104 Unamuno, Miguel de, 385 vector, 104-106 verdad, 2, 8, 16, 20, 48-51, 109117,261 Veronese, Giuseppe, 218 Vieta, Fran^ois, 134, 136, 144146, 149 Voltaire, 64, 76, 78, 181, 235 Wallis, John, 135, 137, 140, 147, 148, 150, 153, 165, 167, 209 Weber, Heinrich, 391 Weber, Wilhelm, 81 Weil, André, 296, 394 Weierstrass, Karl, 212-213, 214, 383, 386, 391 Wessel, Caspar, 105, 187 Weyl, Hermann,5,234, 251,269, 273, 274, 283, 286, 288, 289, 292, 294, 304, 305, 315, 321, 344, 384, 385, 391, 392, 397, 402, 404-405, 419-420 Whitehead, Alfred North, 264276, 296, 308, 316, 375, 379, 398, 412, 427

Wigner, Eugene P., 421 Young, Thomas, 74 Wilder, Raymond L., 379, 384 Wittgenstein, Ludwig, 391 Zenón, 422 Wolf, Christian, 171 — paradoja de, 422 Woodhouse, Robert, 184-185 Zermelo, Emst, 251, 252, 254, Wordsworth, William, 117, 118, 255, 283, 295, 306, 307, 308, 395, 399 309, 316, 323, 324, 325, 327, Wren, Christopher, 61 401-402

JflK icq j

impreso en castillo fresno 7 col. el manto del. iztapalapa un mil ejemplares y sobrantes 30 de octubre de 1994