Manual para Escribir como un Periodista: reportajes,entrevistas, análisis (Spanish Edition)

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MANUAL PARA ESCRIBIR COMO UN PERIODISTA CÓMO CONVERTIR LAS PALABRAS EN IMÁGENES. TRUCOS DE LOS MEJORES PERIODISTAS PARA REDACTAR COLUMNAS, ENTREVISTAS, CRÓNICAS, ANÁLISIS Y REPORTAJES. FÓRMULAS PARA DESARROLLAR LO INSÓLITO. CÓMO EVITAR LOS 101 ERRORES MÁS TÍPICOS POR CARLOS SALAS ©Carlos Salas 2007, todos los derechos reservados ©Gorka Sampedro de las ilustraciones del capítulo 3 ‘La primera puerta’. ISBN: 978-84-9684010-2 Edición: Mirada Mágica SRL. Edición digital: Deva Salas Bárcena. Edición en papel: Editorial Áltera. Mail: [email protected] Otros libros del autor: Trucos para escribir mejor. Amazon, 2013. La Crisis Explicada a sus Víctimas. Altera. 2009. Las Once Verdades de la Comunicación. Lid. 2010.

ÍNDICE Introducción: lo importante es que te lean 1. Cómo convertir las palabras en imágenes 2. Titulares: así se vende una noticia 3. La primera puerta 4. Frases: ¿cortas o largas 5. Encadenar párrafos: técnicas del guión de cine 6. Claves del periodismo de precisión 7. Perfiles: fórmulas para dibujar una personalidad 8. Cómo escribir un buen análisis 9. Entrevistas: cómo vencer en un "cara a cara" 10. Búscate la vida 11. Las fuentes de la investigación 12. Kit de supervivencia 13. Cómo desarrollar el sentido de lo insólito 14. Fotógrafos: todo depende de un dedo 15. El conocimiento en estado puro: la guerra 16. La papelera, ese gran amigo 17. Manual para jefes 18. Esto no es una ONG 19. La verdad, esa cosa 20. La mejor profesión del mundo 21. Cómo evitar los 101 errores típicos 22. Libros imprescindibles comentados

LO IMPORTANTE ES QUE TE LEAN Pedí hace años a un catedrático especializado en derecho financiero que escribiera un artículo sobre las novedades fiscales para ser publicado en mi periódico. Antes de publicarlo, dediqué varias horas a editarlo, es decir, a transformar un texto esencialmente técnico en un artículo de opinión ameno empleando un lenguaje periodístico. Una vez publicado el artículo, el catedrático recibió varias ofertas de trabajo, así como invitaciones para que diera charlas sobre el asunto. Mi amigo estaba entusiasmado por “el poder de la prensa”. Pero en realidad era el poder de la palabra. ¿Habría conseguido esos resultados si no hubiésemos transformado el texto original en un artículo ameno? Esa es la esencia del periodismo. Escribir con claridad. No importa la profesión que se tenga. Quien consiga expresarse por escrito con claridad y con amenidad tendrá más éxito en su carrera. Cartas, correos electrónicos, informes, presentaciones con Power Point, artículos para prensa, escritos jurídicos, tesis doctorales, folletos comerciales, contratos, leyes, cualquier cosa bien escrita mantiene el interés y llama la atención. Hemos entrado en la Economía de la Atención. Recibimos toneladas de información por decenas de medios. Hay tanto que leer, que oír, que mirar y que aprender, que los seres humanos no saben adónde dirigir su mirada porque cada día aumenta con estruendo la oferta de información. Se pueden consultar gigantescas bases de datos apretando el botón del ratón. Se estima que hay casi 100 millones de blogs. Cada día nacen miles de páginas en Internet, nuevos periódicos gratuitos, portales, programas, chats, foros… Las universidades, los profesores y catedráticos, los consultores y los abogados, los periodistas, los expertos, todos ellos cada día ofrecen millones de documentos al mundo con la esperanza de que alguien los lea. Hasta las empresas y los bancos nos llenan el buzón con decenas de cartas comerciales para comprar cualquier producto. Pero sólo será leído aquello que atrape la atención desde el primer momento. No es fácil atrapar al lector porque la cultura escrita está amenazada por el avance de los videos, de internet, de la televisión, de los videojuegos, en suma, de las imágenes. ¿Y qué mejor manera que hacerse un hueco entre ellas que empleando también imágenes? Lo podríamos llamar escritura visual. Es decir, una fórmula por la cual las palabras se convierten en imágenes, y producen en la mente una hermosa sucesión de figuras en movimiento, con colores, con sabores y olores.

¿Quieren un ejemplo? No es lo mismo escribir la palabra “implementar” que la palabra “montaña”. La primera no produce ninguna chispa en la mente, pero la segunda sí. No es lo mismo decir “estructura” que “edificio”; “función” que “papel”; “ciudadanía” que “peatón”. Hoy cada vez es más común usar imágenes o iconos para decir algo: los ordenadores enseñan papeleras, discos y carpetas. Los sordomudos imitan con las manos algo con alas que despega para decir avión. En Estados Unidos se está poniendo de moda entre los ejecutivos realizar presentaciones con poco texto y muchas imágenes, y esas imágenes evocan conceptos. Nada de textos pesados como el plomo. Y es que todo ha cambiado. Los novelistas franceses del siglo XIX, los más universales de la historia, empleaban entre veinte y cincuenta páginas para describir a los personajes en su primer capítulo, y generalmente, no pasaba nada interesante hasta bien entrada la mitad del libro. Hoy día no hay tiempo para esas dilaciones. El primer capítulo de los best seller de hoy ocupa cuatro páginas y en ellas se ve un derroche de acción, de imágenes. Los libros se “ven”, no se “leen”. Emplean palabras visuales. Nuestra cultura se está haciendo cada vez más visual. Muchas personas ya no leen los diarios en Internet sino que pinchan videos para informarse porque es más cómodo. En Estados Unidos está decayendo la venta de los libros clásicos, y aumenta la de los graphic books, libros que explican las cosas con imágenes. Y es porque hemos entrado de lleno en la Economía de la Atención. Por eso creo que este libro es importante: porque ofrece la fórmula para atrapar la atención en una era donde lo difícil es ser escuchado o leído. Los lectores son implacables y pasan la página o abandonan la lectura si se enfrentan a un texto aburrido. Una de las reglas de la Economía de la Atención es “no aburrir”. Es la regla principal. ¿Y cuál es la mejor forma de hacerlo? Empleando las armas del cine, y del relato corto, es decir, combinando palabras para que susciten una batería de imágenes sugestivas en los lectores. Las metáforas, las parábolas y las fábulas son la forma más antigua de contar cosas y no han perdido nada de eficacia. Todos aquellos que emplean la palabra escrita como herramienta de trabajo, desde periodistas hasta abogados o profesores, desde consultores hasta políticos, pueden aprender fácilmente estas técnicas. Este libro las explica claramente (con imágenes y ejemplos, por supuesto), pero también expone cómo encontrar buenos titulares; cómo realizar un buen análisis basándose en la lógica; cómo hacer y transcribir una entrevista; cómo poner por escrito un perfil humano; dónde encontrar información e inspiración; la importancia de la fotografía y del

diseño; consejos para elevar la calidad de los escritos… Creo que las técnicas periodísticas pueden servir a cualquier persona que se enfrente a un folio en blanco. Pero este libro traspasa las fronteras de lo periodístico porque al final me he permitido hacer una reflexión sobre los corresponsales de guerra así como sobre las cualidades de los buenos jefes (o los errores de los malos jefes), basada en mi experiencia al mando de equipos profesionales. También me he permitido un pequeño y modesto ensayo sobre la verdad. Hasta ahora, este libro ha circulado en forma de fotocopias que he regalado personalmente a periodistas pero también a abogados, consultores y catedráticos. He volcado aquí el fruto de más de veinte años de profesión en los cuales he escrito miles de artículos de todo género, y he editado otros miles. Y si me dijeran cómo quiero morir, respondería que acompañado de un trozo de papel y una pluma. Una bonita imagen.

1. CÓMO CONVERTIR PALABRAS EN IMÁGENES

El novelista Joseph Conrad decía en el prefacio de un libro de cuentos que su tarea consistía sobre todo en “hacer ver”. Muchos novelistas dicen que escriben “para ser vistos”, y gran parte de las obras universales de la literatura están escritas con esa misma fórmula: usando imágenes. Muchos periodistas caminan en la dirección opuesta: caen en el vicio de la abstracción pura y dura o, como diría el célebre psiquiatra Carl Jung, “en el concepto seco, inhumano y puramente intelectual”. No escribimos para ser vistos porque no tocamos las teclas de la imaginación, lo cual es casi un crimen en la era de la imagen: el cine, la televisión, la publicidad en vallas y hasta los envoltorios de los chicles rebosan de imágenes. En los próximos capítulos hablaré de los titulares, de las entradillas, del encadenamiento de párrafos y de cómo elaborar un guión antes de escribir la primera línea. También expondré cómo encontrar lo novedoso, cómo ganarse la confianza de las fuentes y cuándo conviene usar ciertas herramientas imprescindibles. Pero antes de explicar todos esos trucos hay algo que, por encima de todo, me gustaría mostrar: cómo convertir las palabras en imágenes. O cómo convertir las imágenes en palabras. Es la clave de los buenos reportajes. Redactar noticias planas en estilo seco, desde lo más importante a lo menos importante, es algo que se aprende en pocos días y de lo que apenas hablo en este libro. Pero describir situaciones o personajes empleando las imágenes, hacer vibrar a los lectores y transmitir emociones, es entrar en un nivel superior. Y hoy día ese nivel superior es una de las pocas vías que nos quedan a los periodistas para competir con la falta de tiempo y con el exceso de información. Además, hay una nueva generación de personas que no están habituadas a leer periódicos impresos, sino que prefieren la rapidez de Internet, por eso hay que usar el cebo de las imágenes para engancharles. Lástima que el simple truco de escribir con imágenes no sea muy popular entre nosotros. Los artículos sobre economía están redactados con el lenguaje de los impresos de Hacienda; las secciones de tecnología parecen manuales para poner en funcionamiento una cámara de vídeo; redactamos informaciones judiciales con la terrible jerga de los abogados. No me extraña que mucha gente no entienda los periódicos. Hemos pagado caro nuestro alto grado de desarrollo: la cultura moderna está infestada de palabras “inhumanas” que pasan como saltamontes de una cabeza a otra y que son difíciles de aplastar. Cada vez que me toca leer las crónicas políticas suelo poner en marcha el

siguiente ejercicio: intentar transformar sus palabras en algo tan familiar como una película. Y la mayoría de las veces no lo consigo. Me sale una exposición de pintura abstracta, cuadros de Tàpies o de Miró mezclados con signos mayas e ideogramas chinos, con lo cual, al final, acabo meditando sobre la factura del teléfono o pensando que tengo que llevar el coche a limpiar. ¿Alguien sabe qué forma tiene la “ciudadanía”, las “estructuras” o la “implementación”? O peor aún, ¿cómo pasar a imágenes palabras como la “solución”, la “acometida” o las “actuaciones”? Y el colmo es que las jóvenes generaciones de reporteros han crecido en un lecho lleno de palabras vacías: “evidenciar”, “comportar”, “factores”, “funciones”, “optar”, “dinámica”. También se han dejado fascinar por composiciones que no dicen nada: “Hay que tener en cuenta” “La verdadera problemática” “El objetivo prioritario” “En el plano operativo” “Consolidación del sector” “Proceso de transformación” “El tema de…” Y sobre todo, emplean el verbo “generalizar”. Nadie les ha dicho que todo lo general es generalmente fantasmagórico. Ninguna de esas palabras o frases produce un solo destello en la mente del lector. Más bien origina un vacío metafísico. Por ejemplo, el verbo “tener”, que se usa fatalmente en la frase “tiene contratados”; o “hacer”, un verbo que sirve para tantas cosas que no define nada: “Esa política hace que las cosas se tornen más problemáticas”. Eso sucede, como decía la columnista Rosa Montero, porque la mayor parte de los periodistas no tiene ambiciones literarias. Sumergirse en clases de escritura creativa les daría muchas herramientas para dominar su técnica y convertirla en imágenes. Es verdaderamente difícil trasladar a la calle el lenguaje de los tribunales, de la economía o de las resoluciones de la ONU, pero no imposible. Jostein Gaarder, un profesor noruego de filosofía, se hizo famoso cuando publicó un libro para explicar a los adolescentes la historia del pensamiento. ¿Su método? El mismo que hace dos mil quinientos años empleó Platón: utilizar el diálogo entre dos personas para exponer mediante ejemplos e imágenes la complejidad de los

conceptos filosóficos. Vendió veinticinco millones de ejemplares en todo el mundo. Niñas y niños de menos de trece años se convirtieron de la noche a la mañana en eruditos lectores de filosofía porque Gaarder empleaba imágenes, ejemplos, símiles, comparaciones… Alberto Knox, el maestro de la joven Sofía, le explica las bases de la filosofía de Kant pidiéndole que se ponga unas gafas rojas (Jostein Gaarder, El Mundo de Sofía. Ediciones Siruela. Madrid): —¿Qué ves? —Veo exactamente lo mismo que antes, sólo que todo está rojo. —Eso es porque las lentes ponen un claro límite a cómo puedes percibir la realidad. Todo lo que ves proviene del mundo de fuera de ti, pero el cómo lo ves también está relacionado con las lentes, ya que no puedes decir que el mundo sea rojo aunque tú lo percibas así. —Claro que no… […] —Kant opinaba que hay determinadas disposiciones de nuestra razón y que estas disposiciones marcan todas nuestras percepciones. —¿De qué clase de disposiciones de trata? —Todo lo que vemos, lo percibiremos ante todo como un fenómeno en el tiempo y en el espacio. Kant llamaba al tiempo y al espacio “las dos formas” de sensibilidad del hombre. Y subraya que estas dos formas de nuestra conciencia son anteriores a cualquier experiencia. Esto significa que antes de experimentar algo, sabemos que, sea lo que sea, lo captaremos como un fenómeno en el tiempo y en el espacio. Porque no somos capaces de quitarnos las “lentes” de la razón. —¿Quería decir con esto que intuir las cosas en el tiempo y en el espacio es una cualidad innata? —De alguna manera sí. Según explicaba Gaarder en una rueda de prensa en Madrid a la que pude asistir, “todo se puede contar de forma sencilla, y si no se puede explicar es que no contiene ningún mensaje”. Es más, añadió que la historia del universo, desde el Big Bang hasta la aparición del hombre, se podría contar en cinco minutos. Si Nietzsche, Ortega y Gasset, Platón y Schopenhauer nunca faltan en las librerías de los centros comerciales es porque escribían con metáforas e

imágenes. ¡Y estamos hablando de filosofía, es decir, de un conocimiento basado en conceptos puros y abstracciones complejas! El escritor alemán Rüdiger Safranski vendió más de cien mil ejemplares de una biografía de Heidegger, el mayor filósofo del siglo xx, y seguramente uno de los más herméticos. Escribir en forma clara, simple, y, sobre todo, con la conciencia de crear un estilo. Siempre digo que busco escribir mis libros de manera que yo mismo los pueda entender. (El Cultural de El Mundo. 23-9-2004, página 8). En el campo de la ciencia, los libros de divulgación de Adsuara, Hawking y Asimov han logrado acercar al pueblo llano el complejo conocimiento de la ciencia. Cuando le preguntaron a Hawking qué se podía hacer para trasmitir la nueva física al gran público, el científico, desde su silla de ruedas, contestó: “La física sólo parece incomprensible cuando se explica mal” (EPS, Domingo, 20-32005). Así se comprende que uno de cada setecientos cincuenta habitantes del planeta haya leído su libro Historia del tiempo, cuya segunda edición simplificaba y mejoraba la anterior por deseo del propio sabio. Muy Interesante, una de las revistas más leídas de España, es un mensual de divulgación científica que emplea un lenguaje sencillo y a la vez profesional, y ahora incluso tiene una edición para niños. La clave está en la imaginación, pues como decía Chejov, una imagen se puede convertir en pensamiento, pero un pensamiento no se puede convertir en imágenes. ¿Y qué fórmula se debe emplear para escribir claramente? Ya he dicho que las imágenes. ¿Y quiénes son en el mundo actual los maestros en convertir las palabras en imágenes? Los guionistas de cine. Su técnica debería ser enseñada en las facultades de periodismo y en las redacciones. En el fondo, tienen la misma meta que los periodistas: contar una historia. ¿Por qué no imitarles? “Escribir guiones es el arte de convertir lo mental en físico”, explica Robert McKee en sus hermosos consejos para los aprendices de guionistas de cine. El truco consiste en crear correlaciones, es decir, que una narración no describa ideas sino imágenes Cuando el reportero hace el esfuerzo de aportar imágenes, convierte un texto anodino en una pieza de enorme interés. Voy a poner un ejemplo. Supongamos que vamos a contar la pérdida de autoridad de los maestros y la violencia en las escuelas. Hemos hablado con maestros, con alumnos, con asociaciones de padres, y hemos consultado las estadísticas de fracaso escolar. Muchos novatos

comenzarán su crónica hablando de estadísticas sobre el fracaso escolar, las cuales irán acompañadas de declaraciones de asociaciones de maestros y de comentarios de varios políticos de la oposición. Es un relato de la realidad, no cabe duda, pero demasiado plano. Uno de cada cuatro docentes considera que su tarea no sirve para nada. El treinta y cinco por ciento de ellos confiesa que sufre alguna enfermedad psicológica como neurosis o depresión. Esas son las primeras conclusiones de un estudio encargado por el sindicato estatal de enseñanza, SEE, y que demuestran el caótico estado de la educación. El servicio de ayuda al profesorado atendió el año pasado cerca de mil cuatrocientas llamadas de auxilio de toda España denunciando el acoso de sus alumnos: agresiones físicas, insultos en clase, desafíos de adolescentes, material escolar destrozado, padres que acusan a los maestros de maltratar a sus hijos. En resumen, los profesores se quejan de sufrir cada día más agresiones y de haber perdido autoridad en clase. “No podemos ir a nuestro trabajo con tranquilidad porque estamos sometidos a una fuerte presión psicológica”, confiesa Adelino Martínez, profesor de Matemáticas del instituto Cardenal Cisneros de Jaén. Los profesores pierden su autoridad, y los alumnos salen cada vez peor preparados. Según los últimos datos del Ministerio de Educación, dos de cada cinco alumnos no acaba sus estudios de bachillerato a tiempo. Los lectores comprenderían mucho mejor esos problemas si se presentan con imágenes. En el caso siguiente, el periodista se ha tomado el esfuerzo de salir de las puras estadísticas, y se ha dirigido al corazón de las tinieblas. Ha visitado un instituto en llamas. Y esto es lo que ha obtenido. Sobre la pizarra, alguien ha escrito lo siguiente: “Maestra, te odiamos”. Escupitajos por el suelo, libros rotos, pupitres rayados… Bienvenidos al Instituto Cardenal Cisneros de Jaén, una de las peores escuelas del mundo. Con escuelas como ésta, no es extraño que el año pasado se recibieran casi mil cuatrocientas llamadas al servicio de ayuda del profesorado del Sindicato estatal de Enseñanza. ¿Motivo de las llamadas? Agresiones físicas, insultos en clase, desafíos de adolescentes, material

escolar destrozado, padres que acusan a los maestros de maltratar a sus hijos… Eso explica que uno de cada cuatro docentes considere que su tarea no sirve para nada. El treinta y cinco por ciento confiesa que padece alguna enfermedad psicológica como neurosis o depresión. Los profesores se quejan de sufrir cada día más agresiones y de haber perdido autoridad en clase. “No podemos ir a nuestro trabajo con tranquilidad porque estamos sometidos a una fuerte presión psicológica”, confiesa Adelino Martínez, profesor de Matemáticas del Instituto Cardenal Cisneros. Sin autoridad sobre los alumnos, los profesores creen que no es posible crear un sistema educativo eficiente, y por eso el fracaso escolar se extiende como una mancha de aceite sobre los institutos. Según los últimos datos del Ministerio de Educación, dos de cada cinco alumnos no acaba sus estudios de bachillerato a tiempo. Los párrafos anteriores poseen elementos más descriptivos, propios de un guión de cine. En el siguiente ejemplo voy a subrayar las descripciones que aportan potencia expresiva: En la mañana del 11 de septiembre, las primeras imágenes de las Twin Towers en llamas dejaron de pronto todos los relojes en suspenso. El planeta asistía en directo a un ataque terrorista sin precedentes. El vuelo 11 de American Airlines se empotraba como un cuchillo al rojo vivo en un gigantesco trozo de mantequilla. El World Trade Center, no sólo era uno de los iconos turísticos de Nueva York, sino uno de los centros financieros más poderosos del globo. Hombres y mujeres vestidos con los modelos más caros de la Quinta Avenida, y con sueldos astronómicos, perecían instantáneamente por el formidable impacto de un avión a 450 kilómetros por hora. La mayoría no tuvo tiempo ni de santiguarse. Y los infelices que estaban tomando un café en el bar del Windows of the World, el restaurante instalado en el piso 106, sólo pudieron rezar cuando supieron que bajo sus pies había una enorme bola de fuego y humo. Atropellados y confusos, miles de empleados situados en las plantas inferiores trataron de escapar de aquel féretro relleno de queroseno que no tardaría ni una hora en desplomarse. De la misma forma, la torre Sur, atacada dieciocho minutos después, se convirtió en una gigantesca tea que se colapsó

como un infernal castillo de naipes ardientes. Los primeros bomberos que llegaron al pie de las dos Torres antes del estruendoso derrumbamiento pidieron a su capellán que les confesara antes de iniciar el salvamento. Sabían que mientras miles de oficinistas luchaban por salir de allí, ellos tenían la obligación de entrar en lo que se iba a convertir en su certera tumba. La primera frase de los dos textos anteriores suscita poderosas imágenes. En la mayoría de las buenas películas —comenta Linda Seger, especialista en guiones —, el planteamiento comienza con una imagen, no con diálogos. Ahora bien, ¿cómo convertir en imágenes sucesos menos animados? Supongamos que tenemos que enfrentarnos a un desafío, por ejemplo, a una pelea legal entre la comunidad de Madrid y el Gobierno estatal sobre educación. Son debates insoportables y aburridos porque los detalles someten nuestra comprensión a torturas irresistibles. En este caso es una cuestión importante, porque afecta al futuro de millones de adolescentes, pero no tiene el glamour de un partido de fútbol. Debería interesar a todas las familias con hijos escolarizados, pero si no se cuenta con imaginación, nadie sabrá qué está pasando. ¿Cómo atraer su atención? Veamos este texto farragoso. El Consejo de Estado emitió ayer un informe en el que impide a la comunidad de Madrid implantar en el próximo curso la separación de alumnos en itinerarios en tercero de ESO establecida por la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE). Este órgano consultivo niega que el gobierno central, al aprobar el real decreto que retrasa dos años la aplicación de la LOCE, haya derogado con "efecto retroactivo" órdenes de las comunidades, pero advierte que éstas “deben reajustarse” al nuevo calendario. Realmente un pandemonium. Así que propongo esta versión. A muchos chavales de catorce años les aburre estudiar Aristóteles. ¿Por qué no enseñarles cosas más prácticas? El gobierno de Madrid quiere darles esa oportunidad el año que viene con los “itinerarios educativos”, unas “autopistas” inventadas por la Ley de Calidad de la Enseñanza (LOCE) que les permitirán, por ejemplo, escoger un desvío hacia la tecnología. Problema: esa ley ha sido congelada durante dos

años por el gobierno central. ¿A quién deben hacer caso los colegios? Pues al gobierno, según confirmó ayer el Consejo de Estado. Aunque no les guste, los madrileños seguirán leyendo a Aristóteles hasta los dieciséis años. ¿Se puede usar la técnica de la imagen en todos los casos? Creo que es necesario. Pero hay que recordar que, en determinadas informaciones, los lectores buscan la parte más práctica y útil (cuando se aprueban leyes de consumo, de edificación, de la renta), y el abuso de la “literatura”, puede entorpecer la lectura. Si se trata de las nuevas normas para construir casas, se puede empezar con la imagen de cómo serán las edificaciones a partir de que la ley entre en vigor. El agua caliente provendrá de la energía solar. La distancia del edificio a los árboles será de veinticinco metros. No oiremos el llanto del hijo del vecino debido a las paredes aisladas. Los ancianos pisarán sobre superficies no resbaladizas. ¿Estamos hablando del piso del futuro? No. Es la nueva forma de construir viviendas, que entrará en vigor el mes que viene. A partir de aquí, el redactor tendrá que limitarse a las cuestiones técnicas, de modo que todos los lectores tengan un documento fiable y exacto, no una pieza literaria. Pero incluso las informaciones más técnicas tienen que ser trituradas hasta que no quede ninguna duda en la cabeza del lector. Y es que transformar la confusión en claridad es una tarea artesana que requiere tiempo y cariño, pero a las ocho de la tarde esas cosas no existen en un periódico. Una guillotina con cronómetro llamada “cierre de la edición” corta cualquier ensueño. Parte de esa falta de tiempo se debe a la mala organización de los rotativos españoles, pues la carga de trabajo nos conmina a fabricar artículos “como rosquillas”: debemos rellenar demasiadas páginas y no hay tiempo para embellecer párrafos conjugando hermosas frases. Una verdadera lástima, porque es una profesión de artesanos. Pulir una frase es como tallar un trozo de madera. La diferencia entre una mesa y una hermosa mesa es la misma que entre un reportaje bueno y otro malo. Uno de los métodos más sencillos para aliviar los reportajes de su pesada carga de conceptos abstrusos consiste en humanizarlos. He aquí un ejemplo de lo contrario:

La oferta, que ya cuenta con el apoyo del 55% del capital, ha sido formulada por Corifeo Retail, sociedad controlada por la firma de capital riesgo TGT Capital, y está condicionada a la aceptación por parte del 75% del accionariado de Masterpapel. Primer error: en este párrafo no hay seres vivos sino muertos como “la oferta”, “el capital”, “sociedad”, “la firma”, “el accionariado”… Segundo error: demasiadas composiciones vacías. “Que ya cuenta con el apoyo”; “y está condicionada”; “por parte del”. Tercer error: sustantivos sin sangre: “la aceptación”. Cuarto error: verbos desinflados: “ha sido formulada”, “controlada”. Tras pasar por el filtro de la bienaventuranza, el párrafo quedaría así: Más de la mitad de los propietarios de Masterpapel (un 55%) desea vender sus acciones a Corifeo Retail. Pero no es suficiente. Sólo cuando el 75% de los accionistas den luz verde, Masterpapel caerá en manos de Corifeo Retail, cuya dueña es TGT Capital, una sociedad de capital riesgo. Para empezar, como era un párrafo muy largo, hemos introducido tres oraciones donde antes sólo había una, gracias a los puntos y seguido. Hemos revivido a los muertos, pues “accionariado” y “capital”, pasan a ser “accionistas” y “propietarios”, seres humanos. Y “condicionada por la aceptación” se convierte en “si aceptan”. Y por último, “la oferta formulada por” ha desaparecido por completo, así como “que ya cuenta con el apoyo”. Muchos periodistas del mundo de la economía escriben “la firma” para referirse a una empresa. Esa palabra no quiere decir nada. Hay que decir el fabricante de cigarros, el estudio de televisión o el tercer productor de coches del mundo. “La firma”, a secas, es un espíritu, como decir, “el ente”. Además, en el texto mencionado hemos introducido una pequeña metáfora (“caerá en manos de…”). El uso de las metáforas es una de las formas más antiguas de decir las cosas con claridad. En el fondo, somos una especie que se comunica con metáforas. Y si es el truco más útil de la buena literatura, ¿por qué no del periodismo? En el mundo de la economía las expresiones metafóricas suavizan la dureza del

lenguaje. Se pueden emplear términos de casino como cuando se habla de “jugar en Bolsa”, o “apostar” por ciertos valores. Algunas compañías ambiciosas “mueven ficha”, o “lanzan un órdago”. También existen metáforas deportivas como “tomar posiciones”, como los corredores de carreras. Cuando un ejecutivo es sustituido por otro es que “pasa el testigo”. Si es adelantado por la “competencia” entonces “le han metido un gol”. Las empresas, como en el boxeo, pueden “bajar la guardia” ante determinadas situaciones, y recibir un “golpe en el mentón”. Las metáforas circenses son de las más explícitas en el lenguaje periodístico. Hay gobiernos torpes cuya mala gestión les pone “en la cuerda floja”. Otros ministros que han metido la pata salen “disparados” por una “catapulta”. Determinados hombres de estado tienen que “mantener el equilibrio” de sus cuentas si no quieren “caer en el vacío”. Si una actriz sale del anonimato por su magnífica interpretación en una película se convierte en una “estrella”. En el mundo del cine se disfrutan las metáforas cósmicas. Hay actores que son tan buenos que se transforman en astros que “brillan” muchos años en el “firmamento” cinematográfico. Y cuando un largometraje fracasa se dice que pasó por las salas de cine “como un cometa” y hasta se “extinguió”. Es más, lo peor que le puede pasar a un actor es caer “en un agujero negro”. Incluso se puede probar suerte con una metáfora más metafísica: se sumió en el “caos”. En los momentos de crisis personales, sociales o políticas, se usa la metáfora del edificio en ruinas: el gobierno se “desploma”; un equipo de fútbol “se derrumba”, o los valores humanos se “desmoronan”. En los peores casos se echa mano del vocabulario de los desastres naturales. Un país sumido en una revolución social es como si estuviera sentado sobre un “volcán”. En esos casos, el Gobierno trata a duras penas de mantener el orden, pero la situación ha degenerado en una “tormenta”. Cuando las elecciones modifican dramáticamente el mapa político se dice que por allí ha pasado un “temporal”, un “ciclón”, y si la cosa es grave, entonces hasta hablamos de “maremotos” o “terremotos” políticos que se llevan por delante a todo el gabinete. También existe la persuasiva metáfora marítima: un hombre deprimido se “hunde” como una piedra en el agua. Cuando la economía de un país en declive muestra algunos signos de recuperación decimos entonces que “ha tocado fondo”, como un barco que se detiene en el fondo del mar. Y si el país recupera el vigor, entonces significa que “sale a flote”, porque su patrón (el Gobierno) ha cogido el timón y lo ha llevado “a buen puerto”. Es un buen “salvavidas”.

Los estados de la materia son fuente exquisita de metáforas. Hay personas “glaciales” y “oscuras”, o “impenetrables” como las piedras. Si las relaciones entre dos países no producen ningún resultado es que están “congeladas”. Eso puede derivar en una situación peliaguda entre los gobiernos que ponga las cosas “al rojo vivo”, “candentes”. A partir de ahí hay riesgo de “colisiones” o, incluso, de conflicto armado que produzca una “reacción en cadena” a escala internacional. Y metáforas de historia natural cuando se describe que una institución es lenta porque reacciona como un “dinosaurio” o está “fosilizada”. Y qué decir de las metáforas bélicas. El fútbol se puede convertir en un fascinante “campo de batalla”, donde los equipos libran “guerras” que guardan enorme parecido con los torneos medievales. Un equipo lanza un ataque y el otro se defiende con todas sus armas. En otras situaciones se suele emplear también la metáfora médica. Cuando un gobierno debe tomar una decisión difícil, es mejor que “no le tiemble el pulso”. A veces es necesario aplicar “el bisturí” a los gastos desmadrados, emplear una “cirugía” o una “cura de adelgazamiento”. Entonces, no hay más remedio que “cortar por lo sano”, o taponar las “hemorragias de dinero”. Y es que los países, como organismos vivos, sufren “enfermedades”. Hay que hacerles “diagnósticos” y aplicarles “recetas” para “salvarlos” de una “muerte segura”. Si a pesar de todo, la economía tiene “el pulso débil” no hay más “medicina” que aplicarle un “plan de choque” como los “electroshocks” de medidas fiscales. Las metáforas y los símiles del tráfico rodado se emplean cada día en las páginas de la prensa. Cuando se toma una mala decisión se produce un “patinazo”. Una persona asume la responsabilidad de una gran obra pública, puede imprimir a las obras una “velocidad vertiginosa” o, por el contrario, “poner el freno” a la misma si resulta un fiasco. Puede “acelerar” los trabajos hasta que lleguen a su “velocidad de crucero”. Hay incluso ingenieros que son “el motor” de algunas empresas. Y no hay que olvidar que después de muchos años de crisis, las empresas “ven luz al final del túnel”, y hasta salen del agujero. Y si un directivo se halla ante una decisión compleja, se encuentra en un “callejón sin salida”. Pero siempre existe la posibilidad de que el consejo de administración apruebe sus planes audaces, y les dé “luz verde”. Metáforas o adjetivos. Lo importante es insuflar vida al reportaje. El inconveniente de este truco es que su uso cotidiano le ha restado bastante fuerza. Ya no sorprende. Cuando un locutor nos dice que en las horas punta hay “retenciones kilométricas”, o cuando la chica del tiempo nos avisa de que los

vientos son “de componente norte”, nos suena a dejà vu, y cada vez que leemos o escuchamos cadenas de palabras con adjetivos desgastados, nos da la impresión de que allí no hay nada original, como esos pasajes de novela en que un personaje mira a otro “con avidez”. El fabuloso diccionario Redes, que compendia las combinaciones más frecuentes del idioma español, es la prueba de que hemos oído millones de veces las mismas frases: así, el adjetivo “demoledor”, ya no tiene una contundencia demoledora, pues lo hemos combinado de mil formas: “ataque demoledor”, “crítica demoledora”, “golpe demoledor”, “ofensiva demoledora”… Uno se pregunta por qué la sequía siempre tiene que ser “pertinaz” y por qué las mujeres del tiempo anuncian en televisión que hay “nubes de evolución” (será “en movimiento”, pues la evolución suele ser un cambio de estado, no de posición). Ni siquiera el ser más solitario del mundo puede esquivar la abrumadora lluvia diaria de frases compuestas, pues basta disponer de una radio para quedar atolondrado por las repeticiones. La repetición acaba por aburrirnos pero, aun así, los periodistas siguen usando las mismas cadenas de palabras para contar lo que hay de nuevo cada día. Si lo que hay de nuevo se cuenta con los materiales de lo que ya existía, nada ha cambiado. Usamos lo de ayer para narrar lo de hoy. Afortunadamente, sobreviven algunos robinsones en este archipiélago de lugares comunes. García Márquez es uno de ellos: uno de sus rasgos más destacados es que emplea adjetivos insólitos, rompiendo con la plomiza tentación de las palabras usadas. Y como él, hay muchos periodistas repartidos por el mundo que renuncian a la tradición de echar mano de las “cadenas mentales de palabras”, y que ejercen su profesión con un poco más de esfuerzo, buscando, aunque sea en el diccionario de sinónimos, alteraciones del lenguaje que produzcan efectos mágicos. He aquí un ejemplo. Una semana después del crimen, un muchacho de la región fue detenido por la policía en una casa de tolerancia. Se comprobó que tenía tres días de estar allí, entregado a las caricias de una complaciente y costosa amiga. Sorprendido, el muchacho, sin ocupación conocida, no pudo explicar el origen de su dinero. Rápidamente la policía construyó su hipótesis y acusó al muchacho del crimen de los ancianos. Pero faltaba algo más: los cómplices. Después de un interrogatorio agotador, el acusado mencionó cuatro nombres. Eran cuatro muchachos de la región —una cuerda de alegres muchachos—, que inicialmente negaron sistemáticamente su participación en el crimen. Pero poco tiempo después confesaron. Fueron juzgados y condenados.

(García Márquez, Gabriel, Primeros reportajes. Consorcio de Ediciones Carriles. Caracas,1990). La disociación de los sustantivos y los adjetivos transmite emociones nuevas que el lector disfruta con todos sus sentidos. Pero este juego puede quemarnos las manos. El que no aprenda a dominar la técnica de la adjetivación hará el ridículo. Quien en lugar de “los dientes” escriba “las teclas de la boca” acabará matando de risa al lector. En esta magia uno se queda corto o se pasa de la raya. Muy pocos se quedan en el justo medio aristotélico. Para explicar el extraño uso de adjetivos originales voy a poner un ejemplo sacado de un relato corto de Borges titulado Las ruinas circulares, incluido en Ficciones. Dice una oración: “Hacia la medianoche, lo despertó el grito inconsolable de un pájaro”. La atracción de esta frase radica en la fuerza de su evocación. Ese pájaro es casi humano. No gorjea sino que grita. Y aunque percibimos su tristeza no le podemos consolar porque es medianoche y no podemos verlo posado sobre un árbol. El grito inconsolable suena a llanto de un bebé que no se quiere dormir, o al de un niño que ha sufrido una fuerte conmoción. Es un pájaro que sufre, que está solitario sobre una rama. Pide ayuda, pero nosotros no podemos hacer nada porque estamos tan solos como él. La perfección de un adjetivo es la medida de su fuerza emocional, de la transmisión de evocaciones. Y ahora veamos cuántas versiones podemos crear y qué transmiten. —“Lo despertó el grito de un pájaro.” La forma más sencilla y la más anodina. —“Lo despertó el grito apagado de un pájaro.” Yo personalmente nunca he entendido esta metáfora (el grito apagado), tan usada en las crónicas de sucesos y crímenes, porque me parece una contradicción. O se grita o se calla. Es como decir “el sonido silencioso” o “la luz oscura”. Son adjetivos opuestos a la naturaleza de la cosa que describen. —“El grito soberbio.” Es preciosista, pero no preciso. —“El grito desbordante.” Es rancio e hiperbólico. Y los gritos, por muy poetas que seamos, nunca serán desbordantes. —“El grito lloroso.” Se parece más al original, pero no tiene tanta fuerza porque no nos anima a apiadarnos del bicho. —“El grito apesadumbrado.” No está mal pero no llega a la fuerza emocional del primero. Nos parece un pájaro “quejumbroso”, y esa no era la idea de Borges.

—“El grito sin fin.” Parece de película de terror. Es una composición facilona, del que ha escrito lo primero que se le ha ocurrido. —“El grito ignorante.” Es una estupidez que cometen los novatos. —“El grito inútil.” Muy apetecible si estuviéramos a punto de matar al pájaro, pero en la noche y en medio de la selva, nuestras escopetas no sirven de nada. —“El grito simbólico.” Tan raro que el símbolo sólo lo entiende el autor. —“El grito seco.” De tintorería. Tan limpio que da repelús. En resumen, las imágenes son la forma más elemental del pensamiento. Los periodistas que aprendan a dominar esta técnica usando metáforas, adjetivos y las reglas de los buenos guiones de cine, tendrán más éxito a la hora de despertar la emoción de sus lectores.

2. TITULARES: ASÍ SE VENDE UNA NOTICIA

El pescado se vende por el color, y el periódico por su titular. Hay noticias que “venden” mejor que otras. La palabra “vender” quizá sea un poco fea, pero se ha metido en la jerga periodística de forma inevitable. “Hoy al cronista que llega de hacer una cobertura su jefe no le pregunta si la noticia que trae es verdadera, sino si es interesante y si la puede vender”, afirma Ryszard Kapuscinski. Quizá seamos víctimas de ese giro comercial de la profesión y de la feroz competencia entre los medios de comunicación, pero no cabe duda de que una portada plagada de buenos titulares puede propulsar las ventas. Y eso se comprueba cuando se encuentran titulares adecuados. Veamos cómo se hace: Un biólogo español logra identificar la causa de su ceguera Si es ciego, el lector se pregunta cómo ha descubierto ese señor la causa de su ceguera. Dado que no puede ver por un microscopio, ¿qué instrumentos ha utilizado? Ese titular “vende” bien porque produce estupefacción e interrogantes. Igual que las novelas de intriga o las asfixiantes secuencias de un thriller, un buen titular deja una puerta abierta a las incógnitas, y nos empuja a seguir leyendo. Es como entrar en un parque de atracciones. El científico citado se quedó ciego con 47 años, y nadie sabía explicarle por qué. Un médico le diagnosticó retinopatía periférica aguda zonal, pero no determinó la causa. Tras muchos años trabajando con un equipo de científicos, el biólogo de la historia descubrió que, detrás de su mal, estaba un hongo maligno. Y como todo hongo se combate con fungicidas, empezó un tratamiento eficaz, y colorín colorado. Bien: no sólo es una historia llamativa sino que demuestra la voluntad de un ser vivo de luchar contra la adversidad. Abre una puerta a la esperanza, cosa que suele gustarnos, a los mortales. Desgraciadamente, no todas las noticias son tan jugosas. Hay noticias que son muy importantes pero que cuesta mucho vender a los lectores. Y en ese momento, más que nada en el mundo, es necesario el genio de la titulación para saber vender una historia. Primera lección: por más que nos esforcemos, hay un momento en que no se puede retorcer un titular porque corremos el riesgo de caer en el

sensacionalismo. Si la Casa Blanca quiere reanudar el diálogo con Corea del Norte, tendremos que conformarnos con dar esa información diciendo que desean dialogar. Sería un error poner “EEUU y Corea tratan de evitar la guerra”. Está fuera de sentido. No hay una guerra inminente, sólo relaciones diplomáticas deterioradas. El titular es la prueba que demuestra la potencia intelectual de los periodistas, pero también su exactitud. Es una cuestión de buen gusto y de picardía. Todos los directores saben que los medios impresos son productos intelectuales. Los titulares muestran ideas, ingenio, enfoques definidos y ángulos, en resumen, son el anzuelo con el cual enganchamos a nuestros lectores, y los arrastramos a una noticia o a un reportaje. Por eso una de las preguntas más frecuentes de los redactores jefes al reportero que ha traído una noticia es: “Todo lo que me cuentas está muy bien, pero ¿cuál es el titular?”. Porque sin un buen titular, esa gran noticia corre el riesgo de convertirse en un breve de pocas líneas. “Un buen periodista no consigue noticias, las hace importantes.” Lo dijo Jackie Cooper, redactor jefe del inexistente Daily Planet, el periódico de Superman. Los titulares se cocinan de muchas formas: los hay fortuitos, debidos a una declaración extemporánea de un político que se va de la lengua y denuncia que sus adversarios son corruptos porque aceptan sobornos. Los periódicos están repletos de acusaciones y réplicas de los políticos, la mayor parte de las cuales carece de interés porque forma parte de su juego cotidiano; pero parece que ésa es la única forma de llenar las páginas de información nacional en la prensa española. También hay otra forma de cocinar un titular: provocándolo. Surge cuando el reportero se ha preparado bien una entrevista, o cuando acude a una rueda de prensa con ánimo guerrero, planteando esa pregunta que hace sudar tinta y que produce segundos de desconcierto. La prensa italiana es la que ha desarrollado el estilo más ingenioso de fabricar titulares. “Nadie puede derribarme.” Así, entre comillas, suele aparecer una frase que se adjudica, por ejemplo, al primer ministro de Italia. Pero si se lee atentamente la información, se comprueba que en ningún momento el Primer Ministro menciona esas tres palabras seguidas. Es un resumen de su postura política, porque más bien habla de que está siendo atacado por todos los flancos pero él no está decidido a dimitir. Los italianos aceptan esta clase de titulares engañosos porque entre ellos y la prensa se ha establecido un pacto de entendimiento. Nadie se escandaliza, pero en España esos titulares pueden llevar al periodista ante los tribunales porque está poniendo en boca de un político una frase que nunca ha pronunciado.

Yo he empleado esta titulación “a la italiana” en alguna ocasión y siempre esperando la comprensión de los lectores. Fue tras una de las primeras visitas de Bill Gates, el fundador de Microsoft, a España. Ya presidía una de las mayores empresas del mundo y no se me ocurrió otra forma de titular que ésta: “Me llamo Bill Gates y soy multimillonario”. Por supuesto, el señor Gates nunca dijo tal cosa, pero en la rueda de prensa nos abrumó a todos con su historia de éxito. Eran unos años en los que los jóvenes aprendices de empresario querían ser como él, y ese titular me pareció la mejor forma de reflejarlo. La prensa británica también emplea esa fórmula, pero no comete la osadía de entrecomillar frases que no se han dicho nunca. Por ejemplo, para describir el rechazo que algunos ciudadanos europeos sentían por su Constitución, el diario británico The Times expuso lo siguiente: Nos están lavando el cerebro para que digamos “Sí”, dicen los disidentes de la Unión Europea Es un resumen de su postura, pero no existe esa frase en el texto. Otra de las ventajas de la prensa anglosajona es que pueden eliminar los artículos determinados e indeterminados, las preposiciones y las conjunciones. School refuses a place to boy who lives next door (Un colegio rechaza dar una plaza a un niño que vive al lado) Físicamente, se puede medir con una regla la diferencia entre estos dos titulares. Además, a la hora de vocalizar, el inglés reduce muchas palabras a un sonido silábico a causa de la diptongación. Police forces sweep Britain to investigate crime wave Lo cual suena así: Polis forss suip britenn to investigeit craim weif Y, también, es un idioma que emplea menos espacio para decir lo mismo que en español, porque la mayor parte de sus palabras no tiene más de dos sílabas, mientras que el español emplea tres o más sílabas. Cuando estalla una noticia truculenta, es relativamente fácil encabezarla el primer día con un buen titular. “Se derrumba un túnel del metro y arrastra varios edificios de viviendas.”

Después vienen los problemas porque hay que hacer el “follow up”, el seguimiento, y llegará un día en que, aquellos lectores que no se hayan molestado en seguir la trama, perderán la brújula si se desayunan una mañana con algo como “Trocóniz niega que haya aprobado el informe de Urbanismo”. ¿Quién es Trocóniz? ¿De qué va ese informe? Eso sucede porque hay historias cerradas y abiertas. Las primeras nacen y mueren en poco tiempo. Son las ideales para los náufragos. Si un día les llega un periódico en una botella de cristal a su isla desierta, podrán entenderlas: un partido de fútbol, un horrible crimen, un desastre natural. Pero, si encuentran una página que dice: “El túnel del metro ya registró movimientos el pasado octubre”, se quedarán en ascuas. No lo entenderían. Es un titular que no tiene interés para quien no sepa que ese túnel se derrumbó hace meses y que hundió un montón de viviendas, dejando en la calle a cientos de familias. Todo se soluciona con el llamado “párrafo nuez”, que nos hace un breve resumen de lo que ha sucedido hasta ahora. Pero muchas noticias en España no pasan la prueba del náufrago porque los reporteros tienden a omitir en sus artículos esas explicaciones imprescindibles. Los titulares también delatan la personalidad del periódico. Un breve repaso por sus primeras páginas revela si son sensacionalistas o comedidos, de derechas o de izquierdas, progubernamentales o de la oposición. Y lo mejor de todo es que cada uno tiene su legión de seguidores. En algunos medios hay personas encargadas de encontrar los titulares para la primera página. Un buen titular puede incrementar las ventas del día si se sabe presentar tipográficamente bien, y si resulta atractivo durante esos pocos segundos en que pasamos delante de un kiosco de prensa. Hay directores que piensan que un titular en la portada tiene que angustiar a alguien en alguna parte del país. En cualquier caso, el trabajo intelectual de encontrar el titular más conveniente es un esfuerzo que vale la pena realizar en todas las páginas del medio impreso. The New York Times ha desarrollado un alto grado de finura en los titulares de sus reportajes, pues combina elegantemente la información, la curiosidad y la opinión. Un reportaje sobre la inauguración de un parque de atracciones decía esto: “Cuatro minutos de pánico en un terrorífico viaje con una momia”. Y uno sobre si la justicia militar es eficiente decía: “Por qué la justicia militar puede parecer injusta”. Los periódicos económicos padecen la grave enfermedad de que sus titulares no resultan atractivos en la mayoría de los días de la semana, a pesar de que relatan

cosas muy importantes. Si suben mucho los tipos de interés, quizá nos encontremos frente a la oficina de desempleo dentro de pocos meses. Pero aunque esa noticia afecte radicalmente a nuestra vida, no suele llamar tanto la atención como saber que una actriz famosa se ha roto un pie en un rodaje; entonces, tratamos de enterarnos de si sufrió mucho, a pesar de que su tobillo no nos cueste el puesto de trabajo. Así son las cosas. En parte se debe a que la prensa económica se dirige a especialistas. Al público normal y corriente no le interesa si la empresa textil X vende más o menos, o si gana mucho dinero. Nosotros compramos sus productos, y lo único que nos interesa es saber cuándo empiezan las rebajas. Pero unido a esta desnaturalización de partida, los periodistas económicos se esfuerzan muy poco en ayudar a interesarnos por sus informaciones. Llenan los titulares con acrónimos: REE, UE, ABB, FMI… o signos %, $, €, &, o cifras que, por mucho que se quiera, no se leen igual que si estuvieran escritas en letra: 345 millones, 2.877 empleados, 6,888 puntos… Una carrera de obstáculos. Y luego viene lo peor: dado que la prensa económica no suele estar llena de crímenes, sino de personas que son despedidas, de inexpresivas fábricas de acero, de nombramientos de personas desconocidas, de tipos de interés que suben o Bolsas que bajan… lo más divertido que podemos esperar de sus páginas es que un señor (y digo señor porque la mayoría son señores, no señoras) nos cuente cómo ha triunfado. Desgraciadamente, ni eso se presenta bien. A pesar de que el titular dice que “Mármoles Pérez triplica sus beneficios”, el señor Pérez sale en la foto con cara de estar padeciendo una gastritis de tanto dinero que gana. El titular contradice la imagen. Es decir, que si un director de cine tuviera que hacer un guión con esas caras, en vez de rodar la vida de millonarios o de gente que consiguió el éxito gracias a su formidable empuje, rodaría la vida de fracasados o amargados. La combinación ideal es aquella en la que el titular hace un guiño a la foto. “Corea del Norte se burla de las amenazas y proseguirá su carrera nuclear.” En la foto aparece un soldado de Corea del Norte que muestra una sonrisa de oreja a oreja. Hemos dado un paso más, pero ello requiere un esfuerzo de edición suplementario, pues hay que buscar la foto que combine con la noticia que deseamos publicar. A veces uno tropieza con abstracciones en los titulares como el euribor, el cash flow, o la due dilligence, que serían imposibles de llevar a la pantalla. ¿Se puede evitar? Creo que se puede mitigar. Es mejor hacer titulares con menos

información que llenarlos de anagramas. “REE pierde 220 millones de euros en el primer trimestre de 2004 y despide a 3.300 empleados.” Yo quizá preferiría haber escrito: “REE despide a 3.300 empleados”. Es decir, cifras las justas. El ojo humano percibe con dificultad una cifra en un titular. Dos me parece un galimatías. Y para los seres humanos es más dramático el despido de miles de personas que las pérdidas de una empresa, aunque sean las dos caras de la misma moneda. El analista financiero irá al primer titular, porque en su mundo se compran o venden acciones por las cifras de beneficios o pérdidas, pero el resto del mundo se solidariza con las víctimas de carne y hueso, no con las cifras. Y en cuanto a los titulares más anodinos, creo que deben ser resueltos con imaginación. “Globo compra Editorial Espejo”, es una frase que no suscita gran interés. Pero imaginemos que Espejo tiene los derechos de publicación de las novelas de Agatha Christie. Entonces es mejor titular así: “Globo ficha al inspector Poirot”. Y la foto más adecuada sería la del famoso inspector creado por la novelista inglesa. Contradicciones, interrogantes, curiosidades, drama… Los titulares deben despertar alguna clase de emoción o de interés, pues el lector pasa la vista rápidamente por las páginas del periódico y se detiene en lo que piensa que le puede servir para estar mejor informado o aprender algo nuevo. “Roban un bosque de 30 hectáreas.” “Un ministro lleva a su familia de paseo en helicóptero oficial.” “Descubren una vacuna contra la depresión.” “Inventan un método para leer el pensamiento.” En los reportajes a mí me atraen, especialmente, los encabezamientos que se plantean como preguntas. “¿Se puede aprender inglés en tres semanas?” “¿Hay que votar a este candidato?” “¿Pudo evitarse la catástrofe de Pernambuco?” Uno de los titulares más chocantes que he leído en mi vida lo encontré en una revista de negocios americana. Trataba de explicar el éxito de Alka-Seltzer, los comprimidos efervescentes contra la acidez estomacal, y al reportero no se le ocurrió mejor forma que usar una composición alegre: “Blop-blop, fizz-fizz”. Es la onomatopeya del acto de dejar caer en un vaso de agua dos pastillas del medicamento que chisporrotean inmediatamente. Casi se podía oír ese titular. Hay que tener cuidado con el exceso de imaginación, pues puede desembocar en la manía de producir títulos espectaculares, pero exagerados, tan propios de la prensa amarilla: “Los franceses echan un cubo de basura sobre la Constitución europea”. Y al final resulta que el cincuenta y uno por ciento de los votantes rechazan la carta magna, pero que sólo votó un tercio de los electores. No era

para tanto. Como redactor jefe obsesionado por atraer un domingo la curiosidad de los lectores, titulé una vez una noticia sobre la posible compra de un banco grande por otro mediano de la siguiente forma: “¿Los ratones comen elefantes?”. Fue un experimento que causó cierto malestar en mis superiores, pero, por lo menos, pude hacer un ensayo en mi pequeño laboratorio de I+D. Hoy no lo haría tan descaradamente. El error más frecuente consiste en emplear encabezamientos nebulosos que expresan cosas desconocidas. “El asilvestramiento de la humanidad.” “Ficciones interrumpidas por la psicoterapia gestaltista.” “El mensaje de la belleza.” “Los buenos deseos de una persona inconsolable.” Son tan generales y anónimos que sólo pueden inducir a la lectura en los domingos lluviosos por la tarde, cuando no hay partidos de fútbol. Igual de malas son las frases elegidas por un reportero para ilustrar una entrevista. “Nuestros productos son de máxima calidad.” Si eso es lo más llamativo que podemos escribir de un empresario de éxito, es mejor que cambiemos de sección. Todos los empresarios que conozco fabrican “productos de calidad”, todos son “líderes en su segmento”, y cada uno de ellos piensa que “las ventas tienen que incrementarse”. Lo contrario sería la verdadera noticia. “Lo admito: fabricamos productos de mala calidad.” Si alguien es capaz de confesar esto, y de probar que sus productos se venden como churros, entonces podemos prestar oídos a sus consejos, porque quizá nos dé las claves de algo importante. Hay miles de formas de titular, desde los socorridos títulos de las películas como “El año que vivimos peligrosamente” para hablar de las dificultades del cine español para competir con el americano; a los refranes (que a mí me parecen muy flojos) o los guiños, como “La obesidad, un negocio de mucho peso”. A todos nos gustaría disponer de cinco columnas (el tamaño normal de la prensa española), para encabezar nuestros magníficos reportajes, pero a veces hay que dejarlos en tres, dos o una columna. Y aquí es donde se muestra el oficio de un buen titulador. Una vez leí la información de un delantero de un equipo de fútbol alemán, que cuando estaba a punto de meter un gol, fue derribado por el portero adversario. El árbitro pitó penalti, pero cuando se acercó al delantero, éste le confesó que no había razones para pitar penalti. El árbitro admitió que nunca le había sucedido eso en veinticinco años de profesión. Rectificó y se reanudó el partido. El reportero o quien fuera tituló así: “No ha sido penalti”. No era la mejor forma de encabezar la información, porque esa frase puede

provenir de alguien del público o de los jugadores afectados por la decisión. Es una información poco precisa y nada sorprendente. Yo habría titulado de alguna de estas formas: “Un jugador honesto”; “Insólito: un futbolista que no se tira a la piscina”; “El insólito caso de Klose”; “Klose, alias “el honesto”; “El juego limpio de Klose”… Y seguro que se pueden encontrar enfoques más originales. Cuanto más concreto sea un titular, mejor, es signo de claridad intelectual. “Canal 3 y Telefam incumplen el Código de Autorregulación.” Fatal. Desconocemos el código de autorregulación y tampoco tenemos ganas de aprenderlo, de modo que nos quedamos a oscuras. Sin embargo, esto suena mejor: “Canal 3 y Telefam emiten escenas para adultos en horario infantil”. Aquí hay más chicha, porque hemos ido directamente al corazón de la noticia. Gran parte del éxito de los diarios más vendidos radica en la elegancia de sus encabezamientos. “Belén Padilla denuncia que ClanTV no respeta su contrato de propiedad intelectual.” Más de lo mismo. Conocemos a la actriz Belén Padilla, pero no sabemos qué es ClanTV ni hemos leído su contrato, eso forma parte de sus negocios personales. Para acercar la noticia a la esfera de intereses de los lectores, hay que hablar de lo que ellos conocen: su programa. «Belén Padilla califica de fraude el cierre de su serie “Contigo al fin del mundo”.» No hay que tener miedo a interpretar las noticias, pues el lector no sabe valorar qué hay de importante detrás de un hecho para que merezca aparecer en su diario. Por ejemplo, imaginemos que el Estado de Connecticut ejecuta a un criminal. Bueno, ya sabemos que eso sucede en Estados Unidos, donde es habitual aplicar la pena de muerte. Otra cosa es decir que “El gobierno liberal de Connecticut ejecuta al primer reo en veinte años”. La cosa es diferente, porque un lector de educación media sabe que los liberales no suelen aprobar la pena capital. Eso es cosa de los republicanos. Si damos ese paso en el titular, estamos interpretando la noticia, y destacado sobre nuestros competidores. En resumen, para muchos periodistas el momento de la titulación de la primera página es el más creativo y divertido de la jornada. Los diarios deportivos tienen mucho margen para la imaginación. Los de información general tienen que ponerse un poco más serios, y los de información económica, desgraciadamente, hacen todo lo posible por dormirnos de aburrimiento. Pero en los tres casos hay que encontrar la vía para vender ideas. La imaginación al poder. Pero los encabezamientos no vienen solos sino acompañados de un batallón de subtítulos, antetítulos, sumarios y ladillos que visten la información. Imaginemos un titular como este: “La pulga salta al campo”. Es colorista, pero no da mucha

información hasta que leemos el subtítulo, que lo aclara todo: “El diminuto Pérez, de 17 años, se estrena como jugador de Primera División con una goleada”. De esa forma ahorramos tiempo a los lectores, que pueden decidir, en pocos segundos, si les interesa leer esa información. Inconscientemente agradecen ese esfuerzo de los reporteros. Un periódico debería ser comprendido de cabo a rabo a través de sus titulares, subtítulos, antetítulos, sumarios y ladillos. Es decir, sin sumergirse en cada noticia, porque eso supondría invertir más de tres horas diarias con todo el papel. Vestir las noticias con esos elementos es una tarea artesanal que requiere mucha dedicación, y cuando se tiene “oficio” se resuelve en poco tiempo. Pero muchos no se lo toman muy en serio. Imaginemos que empleamos el siguiente sumario para resumir una crítica de un libro: “La enigmaticidad del título se resuelve en clave faulkneriana: hay un antes y un después en el intento de desplazar la subjetividad nuclear”. Enigmático de veras. Con semejante sumario, hay que ser muy masoquista para sumergirse en el artículo, sobre todo si está escrito con el mismo lenguaje. Los sumarios, los subtítulos, los antetítulos… tienen que estar enganchados al titular como si fueran los vagones del tren. Supongamos que un rico magnate dice que va a destinar toda su fortuna para ayudar a los enfermos del cáncer. Jonás Bellido dona su fortuna a un hospital impulsado por el triste recuerdo de un familiar Y cuando recorremos el subtítulo, nos encontramos con esto: “Los médicos e investigadores lo celebran con cava”. Grave error. Nosotros queremos saber qué le sucedió al familiar de Jonás; la alegría de los médicos está en segundo nivel de interés. Queremos saber algo de una tragedia humana, y no hay cosa que nos mueva más a la lectura que una tragedia. ¿Qué le pasó a ese familiar para que Jonás haya donado tanto dinero? Entonces empezamos a leer el texto y a mitad de camino nos enteramos de que su hermano pequeño falleció de cáncer y que eso le produjo un enorme desconsuelo a Jonás. Precisamente, esa información debería aparecer en el subtítulo. “Un cáncer de pulmón acabó con la vida de su hermano hace tres años.” Una buena serie de elementos de apoyo debe actuar como los tráileres de las películas: de un vistazo, nos hacemos una idea del largometraje gracias a una rápida sucesión de escenas. Chico quiere a chica; ella tiene enfermedad

incurable; chico convence a médico especialista para que la salve; chica se enamora del médico; chico se enfada y comete crimen… Gracias a ese trailer tan sencillo, sabremos si nos apetece ir a ver ese filme o preferimos quedarnos en casa contemplando películas bélicas. Lástima que algunos tráileres de las películas españolas sean visualmente incomprensibles (el chico, la chica y el médico aparecen con cara de angustia existencial en diversas secuencias que no guardan ninguna relación). Y es que ese defecto congénito tan español aflora en todas las manifestaciones culturales, incluida la prensa. Los sumarios, antetítulos y títulos, así como las frases entrecomilladas, no son el trailer de una información ni el resumen de lo mejorcito. Vienen contaminados por el mismo vicio: frases fantasmales y nebulosas. No hay modo de enterarse de qué va la historia. Y, desde luego, nadie quiere perder el tiempo en descifrarlo o, como se dice ahora, desencriptarlo.

3. LA PRIMERA PUERTA

Cuando una revista literaria preguntó a António Lobo Antunes cuáles eran sus diez lecturas preferidas, el escritor señaló entre ellas a Reader´s Digest, una revista norteamericana que se difunde en unos veinte idiomas (también en braille) y que en sus mejores tiempos ha llegado a imprimir más de veintitrés millones de ejemplares en sesenta países. Se calcula que es leída por cien millones de personas. Descubrí Reader’s Digest cuando era muy pequeño y hoy sigo pegado a sus páginas como el adulto que saca del baúl sus viejos recuerdos, pero también porque nos enseña lecciones fundamentales de periodismo. Es el mejor manual práctico que existe. Si tuviera que dar una clase sobre cómo escribir buenos reportajes, entregaría a los alumnos una pieza de Reader’s, porque allí está la primera ley de nuestra profesión: hacer fácil la lectura. El fundador, DeWitt Wallace, conocía la química de esta profesión: periódicamente seleccionaba artículos de otras revistas y, como si estuvieran hechos de materia gaseosa, los sometía a un proceso de condensación que los reducía a una cuarta parte de su tamaño original. Hoy la revista sigue presentando esa selección de artículos escogidos, pero también añade reportajes de su propia cocina. Hay informaciones sobre cómo mejorar la salud, educar a un niño violento, la vida matrimonial, el misterio del cosmos, o un caso real de supervivencia en un naufragio… Todos esos artículos contienen muchos ingredientes que los hacen sabrosos a la lectura y que están explicados en el manual de RD para sus redactores, pero creo que todo se resume mejor contando cómo redactan el primer párrafo de sus historias. Como, por ejemplo, este: Una recién nacida de cuatro semanas, Saylor Kirkpatrick, se estaba muriendo. Yacía inmóvil en un hospital de Estados Unidos, conectada a una maraña de tubos y cables. Nacida en noviembre de 2003, padecía una grave enfermedad congénita del hígado y necesitaba un trasplante con urgencia. Esa puerta que RD abre con tanta amenidad permite entrar en los artículos como quien entra en casa de un buen amigo: es la entradilla, el arranque o el lead, y tiene que funcionar como un trailer de cine: presentar a un persona frente a un

conflicto, o un grupo de personas ante un enigma. Mientras se precipitaba a tierra a 2.500 metros por minuto en un avión F-16C, Chris Strickling, piloto de 31 años de los Thunderbirds de la Fuerza Aérea estadounidense, se percató horrorizado de que estaba a punto de estrellarse. ¿Se salvará? ¿Se estrellará? Si despertamos la curiosidad del lector, éste se sentirá empujado a seguir leyendo. Los guionistas de cine dicen que, en la mayoría de las buenas películas, el planteamiento comienza con una imagen que nos proporciona una idea adecuada del lugar, el ambiente, y la época en que se desarrolla la historia. Esos primeros segundos son esenciales para meter al espectador en la historia, y cuanto más visuales y metafóricos sean, mucho mejor para la película. No se puede dejar al espectador sumido en el vacío desde el principio, pero sí en la intriga. La novela moderna está construida con ese método, y en los cuentos y relatos cortos es casi un crimen no tener un buen comienzo. El éxito de The Wall Street Journal consistió en producir comienzos trepidantes, mucho mejores que los de los aburridos periódicos económicos. “Despierta su interés (de los lectores) con una historia inicial de misterio y échales más anzuelos a medida que avances… La cosa más fácil para un lector es dejar de leer”, decía el director, Bernard Kilgore. El ojo capta más detalles que el oído, y para que esta fórmula funcione en un reportaje, esos primeros segundos deberían ser muy visuales para el entendimiento. Pero además, deben ser más acelerados que una película. En efecto, las películas se dividen en varios períodos, y el conflicto principal se plantea no más tarde de los primeros veinte minutos. Si no sucede nada en ese tiempo, el espectador pensará que se ha equivocado de cine. En cambio, los periodistas estamos obligados a reducir ese período a pocos segundos, que es el tiempo que se tarda en leer los primeros párrafos, a disparar la historia, porque si transcurren los minutos sin que pase nada, el lector volteará la página sin piedad. En la comisaría del barrio La Latina trabajan diez policías que habitualmente se enfrentan a casos de robos, violencia callejera y amenazas. Situada en el barrio más antiguo de Madrid, junto al mercado, dispone de cuatro patrullas que salen a atender periódicamente llamadas de ciudadanos en peligro.

Los policías, en su mayoría hombres, están casados y no pasan de treinta años, por lo cual está considerada la comisaría más joven de Madrid. El inspector Pérez es uno de ellos. Está casado con una trabajadora social, tiene tres hijos y estudia criminología en sus ratos libres. Suele llegar todos los días a las nueve de la mañana, cuelga su americana en el perchero y se hace un café bastante cargado. Esta descripción serviría para llenar los primeros minutos de una película porque nos mete en el ambiente policial y sabemos que dentro de poco “allí va a pasar algo”. Pero para un reportaje eso es perder tiempo. Llevamos tres párrafos y no ha sucedido absolutamente nada anormal. No hay punto de giro o detonante. Los profesores de escritura creativa llaman “punto de giro” a la frase que cambia el ritmo del relato y que plantea el conflicto en carne viva. Es el hecho que dispara la atención y que inicia en la mente del lector una pregunta vital: ¿qué va a pasar ahora? Pero nuestro inspector rutinario ha llegado a hacerse café sin que aparezca ningún crimen de por medio, con lo cual el lector se pregunta si le van a seguir describiendo la hermosa comisaría: las paredes con calendarios de una caja de ahorros, los archivos llenos de grasa de jamón serrano y los collares de los perros policía. Con un cronómetro en la mano se podría medir la paciencia de un lector en segundos. ¿Cuánto tarda en abandonar una lectura? ¿Hasta dónde llega su paciencia? El inspector Pérez llegó aquella mañana a las nueve, colgó la americana y puso la cafetera a funcionar. Un día como todos si no hubiera recibido una llamada de teléfono: fue exactamente a las nueve y diez de la mañana y sonó así: “Hay una bomba en el centro comercial que estallará a las diez de la mañana”. Aquellos fueron los peores cincuenta minutos de su vida. El punto de giro comienza en la frase “un día como todos si no hubiera recibido una llamada de teléfono”. Esa descripción es la que enciende la historia, y alcanza su momento culminante en el momento que aparece el desafío que supone para un policía enfrentarse a una bomba en su ciudad. Y la hemos metido en la tercera línea. Es un ejemplo demasiado novelesco, porque la historia plantea un asunto

trepidante y lleno de acción que no suele pasar todos los días. Pero, en cualquier caso, es una regla que funciona con eficacia. Sencillamente, está basada en suscitar sin tardanza el interés humano por saber cómo se resuelve un problema. “Sin tardanza” quiere decir “lanzarla” en los primeros párrafos, no a mitad de la historia. Es una técnica infalible y vale para todos los reportajes. Para despertar la atención de los lectores, ya se trate de un personaje que ha realizado algo extraordinario o de un asunto social como la pobreza, el cáncer o la natalidad, cualquiera que sea su extensión, el periodista no debería retrasar la aparición de este punto de giro. Pero muchos periodistas se sientan frente a su máquina de escribir pensando que el lector tendrá la paciencia de leer sus textos hasta el final sólo porque allí diga punto final. Es algo que no he logrado comprender; me recuerda el esfuerzo que tengo que hacer para disimular mis bostezos cada vez que contemplo a esos señores que salen a la palestra en los seminarios de empresa para aburrirnos durante dos horas, y que a pesar de que el auditorio abre la boca, el charlatán sólo escucha sus propias palabras. No hay tiempo que perder. Hay guionistas de cine que aseguran que los primeros tres minutos de una historia pueden ser los más importantes. ¡Tres minutos! Eso es lo que tarda en leerse un artículo de más de media página en un diario español. El interés de los lectores debe captarse en diez segundos. Y en el primer párrafo hay que dar con la bala en el corazón. En eso debe consistir el primer párrafo, y creo que esta ley debería aplicarse a cualquier escrito: reportaje, entrevista, opinión o análisis. Insisto: en ese primer párrafo debe haber algo más que los guionistas de cine llaman “punto de giro” (turning point) o “incidente incitador” (inciting incident). Es la causa que pone en movimiento todo lo demás y “que debe cambiar radicalmente el equilibrio de fuerzas que exista en la vida del protagonista”, según explica Robert McKee. Este incidente incitador debe situarse, evidentemente, al principio, y no a la mitad o al final de la película, a pesar de lo cual hay directores que siguen fascinados por someter la paciencia de los espectadores a una prueba de resistencia. Una vez vi una película que describía un marine de los Rangers que entrenaba a varios chicos en un campamento en medio del bosque. Era un tipo duro que en determinado momento es llamado por sus superiores, sin que sepamos por qué, a realizar una operación de búsqueda de una chica. Lo más escogido de los servicios secretos pone en marcha su maquinaria para encontrarla, con despliegue de helicópteros, patrullas y policías. Hasta que ¡una hora después! me enteré de que se trataba de la hija de un candidato a la presidencia que había sido secuestrada, drogada y trasladada a un lejano país para ser prostituida por una mafia de tratantes de blancas. ¡Una hora!

Un reportaje que cometiera el error de plantear el incidente incitador en la última columna sólo daría muestra de la incompetencia profesional de quien lo hubiera escrito. Como dice McKee: En jerga de Hollywood, el incidente incitador de la trama central es el gran gancho. Debe producirse de forma visible porque se trata del acontecimiento que incita y captura la curiosidad del público. La sed de conocer la respuesta a la principal pregunta dramática aferra el interés de los espectadores y lo mantiene hasta el clímax del último acto. (Robert McKee, El guión, Alba. Barcelona, 2003). Afortunadamente, es más sencillo elaborar un reportaje de unos cuantos folios que diseñar el incidente incitador en una película de dos horas. El truco más sencillo para un reportero consiste en imaginar una película de corta duración en donde pudiera responder a la pregunta de qué es lo más curioso de nuestra historia. Pongamos por caso que una joven tenista de dieciséis años, desconocida para la inmensa mayoría de los lectores, vence en un torneo internacional a las grandes figuras de este deporte y obtiene la supercopa. El gran gancho de esta historia es “cómo logró forjarse” esta leyenda, pues a todas luces sospechamos que no aprendió tenis el día anterior. Y si resulta que esta chica nació en un pueblo de Siberia donde un día normal de invierno no sube de 40 grados bajo cero, entonces ya disponemos de un gancho considerable. En menos de dos horas, Irina Markova ganó ayer en el torneo de Wimbledon a la campeona mundial Mari Jo Smith. La jovencísima Irina echó a llorar cuando lanzó su último golpe. Su entrenador saltó a la pista y la abrazó. Han sido quince años de esfuerzo y de entrenamiento, pero no en cómodas pistas bajo el sol de California, sino en duras pistas de cemento, en la lejana Siberia, donde, desde los cinco años, Irina comenzó a flagelarse con raquetas de tenis de segunda mano, en un pueblo cuya temperatura más suave en invierno es de 40 grados… bajo cero. A partir de aquí, el lector está dispuesto a devorar la increíble historia de esta niña que, además es huérfana, y que sufrió poliomielitis, y que no contaba con medios ni para comprarse su propia raqueta de tenis. ¿No es una historia

fabulosa? El incidente incitador es sólo la primera bala de nuestro revólver. Luego hay que desarrollar otros puntos del arte narrativo como son las complicaciones progresivas, las crisis, el clímax y, por supuesto, la resolución. Este desarrollo forma parte de los buenos guiones de cine y se resume en lo que en la mitología occidental se llama “El viaje del héroe”. Desde Odiseo hasta la gesta de un atleta olímpico, nuestra civilización nunca se cansará de leer hazañas, razón por la cual los diarios deportivos son tan populares en cualquier país. Pero volvamos al punto de giro. La revista Reader’s Digest es una maestra en plantear puntos de giro en las primera líneas. Aquella mañana, John Smith y su tripulación salieron con su barco de pesca para dar la vuelta rutinaria a la bahía y volver con varios kilos de rodaballo. Algo muy pesado se atoró en sus redes y, al tirar, descubrieron una caja con monedas de oro. Si saberlo, habían dado con un galeón español hundido en el siglo xviii. Comenzaba su gran aventura. Cuando se trata de contar la vida de un personaje que merece nuestra atención porque ha recibido un premio, ha escrito un libro o ha batido un record, los lectores cuentan de antemano con cierta información que les ha sido proporcionada en el titular y los antetítulos o subtítulos, o por los noticiarios de la radio y la televisión. También los espectadores que asisten a una sala de cine, suelen disponer de esa información a través del póster, los comentarios de los críticos especializados o los resúmenes en las secciones de estrenos en los periódicos. Saben en qué consiste la historia, pero no conocen todos los detalles, y eso es lo que un profesional debe aprovechar para plantear “incidentes incitadores” “ganchos” o “puntos de giro”. En los reportajes periodísticos sobre esos personajes, y en las entrevistas, el punto de giro se presenta a veces en forma de resumen. Y en este resumen debería contarse con la figura de la contradicción que hace las veces de punto de giro. Cuando terminó de escribir su primer libro, lo presentó en veinte editoriales que ni siquiera se tomaron la molestia de leerlo. Entonces se prometió que sólo visitaría a un editor más y, si no tenía éxito, volvería a su trabajo en el ayuntamiento de Mijas. Una llamada a las cuatro de la madrugada le sacó de la cama. Era su editor. “Es una novela magnífica”, le dijo. “Mañana mismo la envío a la imprenta.” Aquella obra rechazada por veinte sesudos editores se convirtió en el

mayor best seller de 1999, y hoy José Pérez es uno de los autores de culto en toda Europa. Ya va por su tercera novela, que será llevada al cine, y dice que con los beneficios se comprará una isla en el Caribe. Es millonario. Los eruditos, los científicos y los que manejan conceptos abstractos piensan que esta fórmula no sirve para desarrollar sus profundas teorías porque en su universo no hay figuras sino definiciones. Seguramente, quienes sigan por ese camino encontrarán un auditorio que se puede contar con los dedos de la mano, gran parte de los cuales trabajará en la misma planta de su facultad. Allá ellos con sus definiciones. Lo que ya resulta intolerable es encontrar esa actitud en las páginas de la prensa cuando se les pide que debatan sobre un asunto que les concierne. El diario catalán La Vanguardia invitó a tres personas a exponer en sus páginas de opinión un tema de debate titulado “hasta dónde llega la mente”. Se trataba de explicar a los lectores qué había de mito y de verdad en torno a las capacidades extrasensoriales de la mente. Una profesora de universidad escribió un artículo sobre la influencia de la meditación en el cuerpo humano. Un periodista que dirigía una revista de ocultismo, sobre la intuición y la premonición. Y un biólogo británico, sobre la sensación de sentirse observado. Tres temas de interés, sin duda, porque todos nos hacemos con frecuencia preguntas relacionadas con el desconocido poder de nuestra mente y hemos experimentado extraños sucesos que no logramos explicar. Estos fueron los tres comienzos: La erudita universitaria: Actualmente, desde distintas áreas de trabajo se pone de manifiesto la influencia de nuestra mente sobre el cuerpo. Los resultados que se obtienen mediante el entrenamiento en técnicas de biofeedback muestran que el estado mental condiciona en buena medida el estado corporal al demostrar que la intención del participante, un acto de la mente, modula las variables psicofisiológicas corporales. El periodista: Muchas personas sueñan con una situación futura o la presienten, y son capaces de prevenirla. O más frecuente es que recordemos

repentinamente a alguien, con quien no hemos hablado en los últimos años, momentos antes de recibir una llamada suya, o que intuyamos, inexplicablemente, lo que una persona va a decir o a hacer. El biólogo: Cuando tenía ocho años Emma Clarke volvía a casa cruzando un descampado. Sin razón aparente se detuvo, miró hacia atrás y entonces le invadió el miedo. “Vi a un hombre mirándome desde el otro lado del campo. Se escondió detrás de un árbol. Corrí hasta llegar a casa.” ¿Alguien tiene dudas de quién lo explicó con más ingenio? El biólogo, por supuesto. Si tomamos un papel en blanco y hacemos el intento de dibujar esos tres primeros párrafos nos saldría algo más o menos así. Primer caso: la influencia de la mente.

Segundo caso: la premonición.

Tercer caso: sentirse observado.

Está claro cuál es el mejor. Casi podríamos hacer una fotografía de Emma Clarke, porque en pocas líneas se nos explica su edad, su sexo, sus emociones, el decorado, la figura amenazante y, lo mejor de todo, el autor define el tema de debate: la extraña sensación de sentirse observado que todos hemos vivido alguna vez. El artículo de la erudita estaba plagado de torpezas desde el principio, incluso desde la primera palabra: utilizaba un adverbio terminado en mente. Y a continuación introducía giros típicos del tosco lenguaje académico: “se pone de

manifiesto”, “los resultados que se obtienen”, “técnicas de biofeedback” (aquí sin duda impresionó a sus colegas), “condiciona en buena medida”, “modula las variables psicofisiológicas corporales” (si alguno no estaba impresionado todavía, aquí se rinde por fin a la elocuencia). El artículo del periodista no está mal, pero para ser un primer párrafo le falta algo más de imaginación: es demasiado general, no hay un sujeto sino muchos (“muchas personas sueñan”, “recordemos repentinamente a alguien”), y encima tiene demasiados adverbios terminados en mente (“intuyamos inexplicablemente”). Esos pequeños despistes se podían haber arreglado utilizando un solo sujeto que podría ser la primera persona del singular o una tercera persona real: “Pedro Martínez un día soñó…”. Y un hecho definido: “que le iba a tocar la lotería”. Esas líneas plantean el asunto sin demora, y además, incitan al lector a identificarse con el ejemplo (pensará: “A mí también me pasó algo parecido”). No hay mejor puerta de entrada a la comprensión de un artículo que la familiaridad con que está expuesto y el reconocimiento de que ahí hay una persona de carne y hueso. El singular funciona mejor que el plural. Vemos fácilmente la cara de Pedro, pero no de “los ciudadanos”. ¿Puede alguien imaginarse a los ciudadanos o a la ciudadanía? En la alta Edad Media se suscitó un profundo debate para dirimir si los universales (lo bello, el bien) gozaban de entidad, es decir, si existían de verdad. Los universalistas afirmaban que eran tan ciertos como el agua, pero los nominalistas afirmaban que sólo eran paparruchas, simples palabras. Y tenían razón. Hay mujeres enamoradas, pero nadie ha visto al amor corriendo desnudo por la calle. Y cuando hemos tenido que hacerlo, recurrimos a imágenes sencillas: Cupido o Afrodita para el Amor, el enfurecido Marte para la Guerra, Hércules para la fuerza… La historia de Occidente es un hermoso relato lleno de figuras alegóricas. En resumen, y aunque no es una regla de oro, un reportaje debería ajustarse a esta fórmula: el primer párrafo actúa como anzuelo para captar la atención. Hay miles de formas de comenzar un reportaje. La mejor de todas es la que introduce un personaje, porque los lectores se identifican con la gente de carne y hueso, con los dramas personales. Debe exponer el núcleo del problema y recoger la esencia del titular. A partir de ahí, la historia camina por sí sola.

4. FRASES: ¿CORTAS O LARGAS?

Una de las primeras cosas que se enseña en las clases de escritura creativa es a medir el tamaño de las frases, mejor dicho, a contar cuántos períodos hay en cada una. No se trata de medir con una regla sino con la respiración. El período es la palabra o el grupo de palabras que el autor ha puesto entre los signos de puntuación, entre la coma, el punto y coma o los dos puntos. Son pequeños descansos en la caminata de escribir y se llaman comas respiratorias. Con ello se pretende que las frases posean cierta estructura musical, que no sean monótonas y, aunque no sea una regla de oro, el hecho de conocerla sirve para corregir muchos defectos. El párrafo anterior, por ejemplo, tiene cinco frases. La primera frase (recordemos que una frase está limitada por puntos y seguidos) está dividida en tres períodos: comienza en “Una de las primeras cosas” y termina en “tamaño de las frases”; el segundo período es “mejor dicho”, el tercero empieza en “a contar cuántos” y termina en “cada una”. La frase siguiente contiene un solo período. La tercera frase contiene tres períodos. Si pudiésemos convertir el párrafo mencionado en una fórmula matemática, nos saldría la siguiente ecuación: 3+1+4+1+3. Para que la lectura discurra de forma musical y actúe con poder hipnótico, debería introducir el mayor número posible de variaciones, evitando los tropiezos del ritmo. Por eso algunos maestros recomiendan leer un texto en voz alta para verificar que suene bien. Las frases con tres o más períodos son muy empleadas en el periodismo porque permiten añadir información dentro de la información. Tras casarse en la primavera pasada con Melinda Gómez, una actriz de segunda fila aficionada al lujo y a las discotecas, el conocido delantero dejó de meter goles. El entrenador estaba tan preocupado por su bajo rendimiento que, sin darle más explicaciones, le puso en el banquillo y le mantuvo allí toda la temporada. Deprimido por esta marginación, el futbolista se dio también a la bebida, e incluso se le pudo ver alguna noche tambaleándose por las calles. Tres frases de tres períodos cada una: 3+3+3. Es un relato coherente pero, de seguir con esa secuencia hasta el final, la mente del lector se cansará y pasará la página. Salta a la vista que nadie escribe contando los períodos que hay en cada frase,

pues sería una tarea agotadora y entorpecería el trabajo de los periodistas. Pero si uno se toma la molestia de averiguar por qué no funciona una noticia, un reportaje, un perfil o un obituario, descubrirá que muchas veces es culpa de un descuido con los períodos, pues se podía haber escrito de otra manera. Pongamos la siguiente secuencia: 2+3+1+2. Se había casado la pasada primavera con Melinda Gómez, una actriz de segunda fila aficionada al lujo y a las discotecas. A partir de entonces, el famoso delantero dejó de meter goles, su rendimiento decayó y el entrenador le puso en el banquillo. Le mantuvo allí toda la temporada sin más explicaciones. Deprimido por esta marginación, el futbolista se dio a la bebida y alguna noche se le vio tambaleándose por las calles. El tamaño de las frases es otro de los motivos que atasca una historia o la acelera. Las frases que contienen más de quince palabras son difíciles de retener en la memoria. Hay consumados literatos, maestros periodistas como García Márquez, que han empleado felizmente los conectores “así que”, “ya que”, “cuando”, “a quien” o una simple “y”. Pueden mantener el hilo de una larga narración sin despistarnos. Es un arte delicioso. De hecho, uno de los ejercicios más habituales en las clases de escritura creativa consiste en obligar a los estudiantes a construir una frase inmensa, de trescientas palabras, y hacerlo de modo que no agote la paciencia de los lectores. Hay, incluso, escritores que compiten en ver quién escribe el libro con las frases más largas, y algunos ni siquiera emplean las comas, todo lo cual recuerda esa película de Hitchcock filmada en un plano-secuencia a lo largo de hora y media. Son desafíos al arte de narrar que divierten a los críticos y que tienen la virtud de ejercitar el músculo de la prosodia. Pero para los periodistas, nada mejor que ir regando el texto con puntos y seguido de forma inteligente, como hace incluso García Márquez en sus narraciones periódicas. Parece claro que las frases tienden a acortarse, pues hace dos siglos se escribían longanizas de cuarenta palabras, y hoy no suelen pasar de quince, que es el promedio usado por George Simenon en las novelas del inspector Maigret (Simenon también alardeaba de usar un vocabulario no mayor de dos mil palabras, y la verdad es que le fue muy bien). También parece claro que las frases cortas son ideales para describir la acción más trepidante y, de hecho, los directores de cine saben que las escenas de

acción ganan dinamismo a medida que se cortan en más planos. La pelea a puñetazos de Shane (Raíces profundas) en el bar del pueblo del oeste dura sólo un par de minutos y está hecha con decenas de planos. Oriana Fallaci era una de las periodistas que mejor sabía emplear las frases cortas, y salpicar sus artículos con pequeñas balas narrativas. Eran las nueve y cuarto. Y no me pidas que recuerde lo que sentí durante aquellos quince minutos. No lo sé, no lo recuerdo. Era como un trozo de hielo. Incluso mi cerebro estaba helado. (La Rabia y el Orgullo). En mi opinión, un buen texto periodístico combina frases cortas y largas con la misma armonía que esas escenas de cine donde la sucesión de planos cortos y largos, ni uno más ni uno menos, nos hacen olvidar que estamos viendo una película. Demasiadas frases cortas demuestran pobreza intelectual, y el exceso de frases largas revela falta de disciplina mental. He aquí un mal ejemplo: Jorge Fernández es un gestor de primera. Lo tiene todo a su favor. Es brillante. A veces mete la pata. Pero esta vez no. No consultó a sus asesores. Él solito. Tomó la decisión sin pestañear. Porque estaba inspirado. Y eso sucedió entre las ocho y las diez de la mañana del 10 de julio. Fue como una revelación: ideas, ideas, ideas… No está mal, pero si el redactor continúa con esta letanía de balas, al final corre el riesgo de acribillar al lector. El estilo de frases cortas no funciona siempre, salvo que se domine con maestría esa técnica, tal y como lo hacen los escritores norteamericanos o la inspirada Oriana Fallaci. Afortunadamente, los signos de puntuación de la Real Academia de la Lengua no son señales de tráfico: uno puede saltárselos. Las comas respiratorias deben situarse allí donde el escritor crea que ayudan a mejorar la fluidez del reportaje, no donde nos ordenan nuestros académicos. Por ejemplo: “Una de las cosas que, teóricamente, agarrotan la lectura es la manía de salpicar las oraciones con comas”. En esta frase hay dos comas que sujetan la palabra “teóricamente”. Si la pronunciamos en voz alta y lentamente, habría que hacer un alto al llegar a esa coma, tomar aire, y proseguir. Pero al hacer esta prueba parece como si estuviéramos escuchando un discurso muy académico. En cambio, al suprimir

las comas, aceleramos la oración, la “escuchamos” como si viniera de alguien que nos estuviera hablando informalmente. Si alguien ha tenido el placer de leer a García Márquez se habrá dado cuenta de que el colombiano escribe de forma fluida, y sus novelas y artículos se leen sin interrupciones. Pongamos este párrafo como ejemplo: A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Angel, en la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien Años de Soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo: “Son ochenta y dos pesos”. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos cincuenta y tres”. Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar. (García Márquez, “La odisea literaria de un manuscrito”, El País, 15 de julio de 2001). El riesgo de las frases largas es que acaben llenas de subordinadas e interrupciones. Prestemos atención a este párrafo plagado de obstáculos: La empresa, desde que fue puesta en venta, aparece más en la prensa económica, aunque no siempre consigue el mismo efecto sorpresa, ya que, desde hace una semana, a veces con suerte y otras con desgracia, no ha logrado dar un buen golpe porque se equivoca frecuentemente de estrategia. Y nunca hay que olvidar que escribir un reportaje es más difícil que componer un relato con nuestras vivencias. La virtud de un periodista consiste en llenar sus reportajes de vida dándoles el aire de una novela. Ése es uno de los objetivos de los talleres para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, una escuela de periodistas fundada por García Márquez en Cartagena de Indias, que pretende encontrar la

voz del reportaje del futuro.

5. ENCADENAR PÁRRAFOS: TÉCNICAS DEL GUIÓN DE CINE

Todos los años la academia de cine de Hollywood concede un Oscar a las películas mejor montadas. Sentados frente a un pequeño monitor y acompañados del director (y, a veces, del productor), los montadores cortan y pegan miles de metros de película hasta que elaboran una narración coherente. Si cuenta con buen material rodado (planos contraplanos, primeros planos, planos generales y medios), el montador coserá las escenas de modo que apenas se noten los cambios de ángulo, lo cual dejará pegados a los espectadores a sus asientos sin pestañear durante dos horas. Pongamos la siguiente escena como ejemplo. Un detective que debe resolver un crimen aparece sentado en un gran salón. Está solo y escudriña a su alrededor. Se fija en la biblioteca. Se levanta y se acerca a una estantería. Su mano toma un libro titulado Crimen y Castigo y, cuando lo abre, advierte que algo cae al suelo. Es una fotografía. El detective deja el libro en su sitio y recoge la foto. Como no hay mucha luz en esa zona, se acerca a una lámpara y pone la foto bajo el foco. Ahí hay dos chicas, abrazadas y sonrientes. Cara de sorpresa del detective, porque una de ellas es la chica asesinada. Y la otra… Eso es imposible. La otra no debería estar ahí porque ha confesado que no la conocía. Se oye entonces una voz de mujer. El detective se guarda la foto en el bolsillo, se da la vuelta y ve a la dueña de la casa… que es la otra chica de la foto. Si el director ha filmado una buena cantidad de planos generales, medios y cortos, el montador los irá combinando para crear la tensión ascendente de forma fluida y sin baches: comienza en un plano general de todo el salón, en el cual aparece un hombre sentado en actitud de espera. Cuando el detective mira a la biblioteca, hay un cambio de plano, donde se ven varios títulos que llaman su atención. Entonces volvemos a la imagen del detective que se levanta. El plano cambia cuando acerca la mano a la estantería. Otro plano enseña el momento en que cae la foto. Luego vemos que la recoge y la cámara le sigue cuando se dirige hacia la lámpara. Allí, un plano más corto nos permite contemplar el contenido de la foto, e inmediatamente pasamos a la cara de sorpresa del detective, y cuando oímos la voz de mujer, vemos al detective meterse la foto en el bolsillo mientras se da la vuelta. El montador corta cada plano empleando tres excusas: para iniciar o terminar un movimiento, para responder a una duda de los espectadores o para suscitar una pregunta. ¿Por qué utiliza el movimiento? Porque los ojos de los seres vivos

siempre se fijan en las cosas que se mueven. Es un atávico instinto de conservación. ¿Por qué necesita planos de respuesta? Porque todo plano debe responder al anterior y dar paso al siguiente. Los buenos montadores intentan que nunca haya planos sueltos y sin sentido. Cuando el detective abre el libro y descubre la fotografía de las dos chicas, inmediatamente necesitamos un plano de su cara de sorpresa. Si el director no ha filmado este último plano, el montador le advierte que ahí hay un agujero narrativo: los espectadores han reconocido la foto de las dos chicas y se preguntan si el hombre también ha descubierto su significado. Pero si no contemplan su cara de “quedarse helado”, pensarán que el detective está en la inopia. Traducido a un texto, la ausencia de ese plano equivale a que falta una frase aclaratoria o un párrafo entero. Si nuestro razonamiento cae en un pequeño bache, la conciencia queda suspendida en el aire, como cuando una pregunta queda sin responder. En el universo de la escritura, los planos cinematográficos corresponden a frases y a párrafos que deben seguir un movimiento continuo para que los lectores no pierdan en ningún momento el hilo de la narración. Los buenos montadores aprovechan el movimiento o las dudas, los objetos comunes entre plano y plano, y el periodista debe aprovechar ciertos eslabones para encadenar su reportaje sin fisuras. La fórmula más sencilla de imitar a los montadores podría denominarse el salvavidas. Consiste en lanzar, al comienzo de un párrafo, un salvavidas en forma de pronombre tal como “este, ese o aquel” que actúe como eslabón. Por ejemplo, describimos en un párrafo un método para detener a los jabalíes que nos atacan. Y en el párrafo siguiente decimos: “Gracias a este infalible método…”. La historia continúa. La enumeración es una de las fórmulas más antiguas para que el curso de la narración no se detenga. Consiste en saltar de un párrafo a otro empleando la numeración cardinal: “El segundo método para detener a los jabalíes…”. Y luego, el tercero. La sucesión temporal, aunque parezca algo tan sencillo que no vale la pena mencionarlo, suele olvidarse a menudo, pero es tan eficaz como cualquier otro método. Relatamos el pasado de algo o de alguien, por ejemplo, del cultivo de una nueva especie de arroz, y en el párrafo siguiente comenzamos con un “Hoy, más de doscientos millones de personas viven bien alimentadas gracias a esos granos maravillosos”. Los adverbios de cantidad como “además”, continúan la sucesión de

explicaciones y son muy útiles para ordenar las ideas de quien escribe mientras no se abuse de ellos. Incluso el uso de “otro”, aunque yo no soy muy partidario porque parece que es lo último que ha quedado en la cabeza del periodista, y como tal, no tiene mucha importancia. Uno de los eslabones más empleados por los directores de cine es introducir un objeto reconocible en un plano, y hacerlo aparecer en otro. Supongamos que un barco está navegando de noche en aguas agitadas. Vemos un destello de luz que se refleja en la cúpula celeste. En el plano siguiente observamos un faro que destaca en el horizonte. Nuestras dudas están resueltas gracias a un objeto, en este caso la luz. Cuando el periodista pasa de una idea a otra, de una frase a otra, sin encadenarlas con eslabones, la narración cae en el vacío y desorienta a los lectores. El riesgo aumenta cuanto más largo sea el artículo. Y si el periodista tiene mucha información almacenada en la cabeza, y no es mentalmente disciplinado, le entra una neurosis que desemboca en una larga sucesión de brochazos al azar que resultan tan incomprensibles como un óleo abstracto. ¿Cómo resolver la continuidad de las frases? Existen varias fórmulas, y la más sencilla es la repetición de una palabra. María Pérez es una mujer con una inmensa fortuna en su cuenta corriente pero no ha olvidado nunca de dónde procede. Y procede de una familia campesina muy pobre donde a veces sólo había un mendrugo de pan sobre la mesa para alimentar a siete hermanos. La palabra “procede” es la que sirve de eslabón, pero hay otras formas de dar continuidad a la frase. Todos sus hermanos salieron del pueblo en busca de fortuna y el padre quiso que María continuase llevando la pequeña granja. Pero María tenía otros planes. En este caso usamos la contradicción con una conjunción adversativa (pero) y dejamos caer una oración final que plantea una pregunta al lector: ¿qué planes tenía María? El párrafo siguiente debería explicarlo. Un buen artículo periodístico es una exposición continua de preguntas y respuestas mentales (o con signos de interrogación), de embrollos y salidas, de forma que la atención se mantenga siempre en alto, como las novelas de Ken

Follet. Este autor inglés recomienda en sus lecciones para novelistas que al final de cada capítulo hay que dejar una incógnita en el aire para que el lector sienta la necesidad de pasar al siguiente capítulo acuciado por un montón de preguntas. ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Logrará salir de esta encerrona? ¿Conquistará a la chica? ¿Llegará al castillo antes que los malos? ¿Qué métodos empleará para salvarse? Cuando cayó en mis manos El Código da Vinci me pregunté qué método había empleado el autor para que sus páginas pasaran ante mis ojos con la trepidante rapidez de una buena película de Hollywood. Al llegar a la última hoja me di cuenta de que era el mismo método del que hablaba Follet: dejar al lector con una angustia permanente, con la cabeza llena de preguntas que se resuelven en una nueva situación, la cual, otra vez, plantea renovadas preguntas. Es el efecto sorpresa de las jugadas de ajedrez inesperadas. Nuestro contrincante mueve un alfil donde menos lo imaginábamos, y nos pone en un aprieto. ¿Cómo salir de la encerrona? Para elaborar una pieza de color con el método de la incógnita permanente se necesita acopiar mucha información y escoger sólo aquellos datos que nos sirvan para mantener vivo el interés. Supongamos que nos toca escribir de un héroe deportivo que se presenta a las elecciones al parlamento europeo. Para empezar, ya contamos con una buena historia, pues no todos los días caras famosas del deporte se dedican a las aburridas cuestiones políticas. Tenemos declaraciones, biografía, amigos, enemigos, contradicciones, manías, curiosidades… Sabemos que nuestro campeón sufrió una terrible lesión que le marginó de lo que más quería en este mundo, el rugby, y ahora pretende luchar para que los deportistas profesionales tengan derecho a un seguro médico especial, porque resulta que ha quedado inútil para ganarse la vida como carpintero. Pero el seguro médico estatal no cubre sus necesidades. Voy a plantear con un miniguión, esto es, una sucesión de ideas. Al final de cada idea introduzco una pregunta “invisible” entre paréntesis que representa la duda del lector al final de cada párrafo. El campeón europeo de rugby quiere presentarse a las elecciones para que los deportistas europeos no pasen por su calvario. (¿Qué calvario?) Cuando volvió a su pequeña carpintería, tras un tremendo partido de rugby, se dio cuenta de que no podía manejar la sierra. (¿Qué le pasó?) Sufrió una rotura de ligamentos en el brazo. Acudió a varios médicos pero, a pesar de la rehabilitación, todos le recomendaron que cambiase de trabajo. El problema es que él sólo sabe de carpintería. (¿Y cómo se

ganó la vida?) Tras dar muchos tumbos en un montón de ocupaciones que le suponían un esfuerzo extenuante, acabó en la oficina de desempleo, recibiendo una asignación que no le permite alimentar a su familia. (¿Y cómo lo afrontó?) Un día, cuando vio un cartel electoral, se juró luchar por los derechos de los deportistas que han sufrido una conmoción irreversible que les deja inútiles. Se presentó a las elecciones. (¿Y ganó?) Por supuesto, un escaño. Pero sus enemigos dicen que no sabe de política y que ha usado su imagen para despertar compasión. (¿Y será verdad?) Su viejo entrenador cuenta que jamás conoció una persona más honesta, que era el líder del equipo, y que ahora los deportistas de Europa tienen voz en el Parlamento. (¿Y qué promete esta voz?) Presentó un proyecto de ley para crear un seguro médico que les asigne una pensión durante la rehabilitación, y que incluye preparación para otras ocupaciones. El seguro se financiará con parte de la recaudación de los partidos y publicidad. (¿Y se aprobó?) En efecto, ayer mismo, y como agradecimiento a su infatigable voluntad, la semana que viene se jugará un torneo en su nombre. Los fondos serán destinados a este seguro médico. En realidad, cada párrafo debería ser un pequeño cuento con planteamiento, nudo y desenlace. Y el siguiente párrafo debería comenzar con lo mismo: planteamiento de un conflicto, nudo y desenlace. Si una frase o un párrafo cierra una situación y agota su contenido, el siguiente debería contraponerse, explicar las causas o proponer otros efectos. Y si alguien se atasca en un párrafo al que no sabe dar continuación, basta con hacer la pregunta en voz alta, es decir, escribirla sencillamente al final del párrafo. Inmediatamente, la narración toma su curso. La combinación fluida de causa-efecto y pregunta-respuesta, que viene a ser lo mismo, conduce la historia sin fisuras hasta el final. Y para asegurarse de que los eslabones están bien engarzados, cada periodista debería comprobar si un párrafo propone una pregunta al lector y si el siguiente la responde. El fallo de un eslabón produce la sensación de vacío, y si se siguen rompiendo eslabones, el texto se hundirá en un inmenso precipicio.

El eslabón se puede simplificar con un recurso muy sencillo: que la primera línea de un párrafo tome ideas y palabras del anterior. Por ejemplo, explicamos que nuestro campeón de rugby ha oído las críticas de sus enemigos y terminamos ese párrafo poniendo estas palabras en su boca: “No me preocupan las críticas: bastante ya tengo con lo mío”. “Y lo suyo no está todavía muy claro porque debe convencer a setecientos parlamentarios de que los deportistas son seres humanos, no coches de choque.” Otras veces se comete el error de exponer un argumento de forma ilógica. Voy a poner el caso de dos párrafos mal enlazados. En los últimos cincuenta años el suelo cultivable sólo se ha incrementado un diez por ciento. Dicho de otra manera: antes teníamos media hectárea por persona; hoy la cifra se ha reducido a un cuarto de hectárea. La mejora genética de las plantas ha evitado que millones de kilogramos de pesticidas contaminen el medio ambiente. Y encima, una hectárea produce más alimentos que antes. El primer párrafo dice que cada vez hay menos suelo cultivable. El segundo, que contaminamos menos el ambiente porque usamos menos pesticidas, y que producimos más alimentos. El lector no entiende qué tiene que ver una cosa con la otra. Nos despeja un poco la duda en la segunda oración, cuando afirma que una hectárea es más productiva. Para resolver ese problema, situamos al principio del segundo párrafo una frase que continúe la narración del anterior. Por ejemplo: En los últimos cincuenta años el suelo cultivable sólo se ha incrementado un diez por ciento. Dicho de otra manera: antes teníamos media hectárea por persona; hoy la cifra se ha reducido a un cuarto de hectárea. Afortunadamente, la humanidad ha dado un gran paso porque somos más productivos y menos sucios. Gracias a la mejora genética de las plantas, una hectárea genera más alimentos que antes, y encima, ya no hace falta regarla con millones de litros de pesticidas que contaminaban el medio ambiente. Este otro texto que propongo a continuación necesita un eslabón para mantener el interés: basta con poner la última frase (que he subrayado), al principio del segundo párrafo.

Día tras día, los videoclubes eliminan de sus estanterías las viejas cintas de VHS y las sustituyen con las flamantes películas en formato DVD, cada vez más demandadas por los cinéfilos. Las alternativas como la televisión por cable, la televisión de pago y las descargas por internet también se van implantando en los hogares españoles. Eso significa que el negocio de los videoclubes vuelve estar amenazado. Y ahora va a sonar mejor: Día tras día, los videoclubes eliminan de sus estanterías las viejas cintas de VHS y las sustituyen con las flamantes películas en formato DVD, cada vez más demandadas por los cinéfilos. ¿Significa que el negocio de los videoclubes ya no está amenazado? Nos tememos que no. La televisión por cable, la televisión de pago y las descargas de películas por internet también se van implantando en los hogares españoles, poniendo en peligro el alquiler de películas. Llevar al lector de la mano hasta el final de un artículo sin que se dé cuenta es una de las maestrías más admirables de los buenos periodistas. Pura artesanía del lenguaje que no se logra ni al primer ni al segundo intento. Es cuestión de releer el texto varias veces hasta que consigamos enhebrar los párrafos de una forma tan natural que, como los buenos zurcidos, apenas se note. El uso apropiado de los conectores tiene la misma utilidad que el aceite que lubrica los pistones de los coches. Voy a proponer varios párrafos escritos con esos eslabones: El presidente del Gobierno dio ayer un mitin en el estadio de fútbol de Albacete, en medio de un calor insoportable que para los treinta mil miembros de su partido apenas tuvo importancia. Porque el verdadero calor provenía de las palabras del político, que encendieron el entusiasmo de las masas, mientras ondeaban sus banderas en medio del sudor y de gritos de aprobación. Y es que, ¿cómo no entusiasmarse cuando a uno le prometen elevar el salario mínimo, regalar viviendas y subir las pensiones? Durante más de una hora, el político mantuvo la atención y la tensión del público, y sólo fue interrumpido por aplausos y ovaciones que se oían a varios kilómetros de distancia.

Sin duda, ha sido el mejor espectáculo que se recuerda en Albacete desde que pasó por allí el grupo musical “Los asesinos del ritmo”. Hubo, incluso, un final apoteósico con luces y sonido que llevó a los asistentes hasta las cumbres del paroxismo. Pero no todo salió tan bien como esperaban los organizadores. A la salida del mitin un desempleado enfurecido lanzó varios huevos al presidente que impactaron en su sudada camisa de algodón. El político, tras limpiarse con un pañuelo las manchas amarillas, se acercó al desempleado y le escuchó durante varios minutos. Luego, le estrechó las manos y le dejó con un sonrisa en los labios. De modo que aquí tenemos a un político con tablas que sabe afrontar las peores situaciones. Aún tuvo tiempo de saludar a sus fieles antes de subirse al coche blindado y recibir una sonora salva de aplausos. He abusado de los conectores para hacer la explicación más clara. Para mi gusto, sobran dos o tres. Y ahora viene el final. Los buenos reportajes, como las fábulas morales, deben terminar con una frase o un párrafo que defina la agudeza mental del reportero… si es que algún editor inconsciente no la ha cortado por falta de espacio. No se puede terminar un reportaje con un hachazo o en medio de un planteamiento. Muchos periodistas llegan al final de un texto y lo dejan colgando porque no saben qué poner ahí. Hay que cerrarlos como cierran las buenas películas. En los relatos cortos muchas veces la última frase es la más importante porque “arma” el cuento. E incluso en las grandes novelas, la última frase es apoteósica como la que aparece en Papá Goriot, de Balzac: el héroe del relato, Eugène de Rastignac, acaba de asistir al triste entierro de Papá Goriot, quien ha sido abandonado por sus hijas en la pobreza. Cuando los sepultureros terminan de echar las últimas paletadas de tierra, Rastignac vuelve con rabia sus ojos hacia ese París inhumano, y dice: “Ahora nos veremos las caras”. Si se siguen estos sencillos consejos tendremos un reportaje bien armado. Muchos reporteros se atascan desde el principio o se pierden a mitad de camino porque no han hecho el pequeño esfuerzo de elaborar un miniguión. No me refiero a un esquema de lo que vamos a decir en cada párrafo, sino a un esquema general, como el índice ordenado de cualquier libro. Asediados por un ejército de ideas dispersas producto del trabajo de recopilación, si no les ponemos orden, produciremos un reportaje caótico que no entenderemos ni nosotros mismos. Un auténtico puzzle. Por eso los buenos

editores pasan buena parte de su tiempo cortando y pegando las ideas para convertirlas en una sinfonía para el entendimiento. No hay otro recurso. O se hace de este modo, o la narración se convierte en un vehículo que se enciende y se apaga continuamente. De forma automática, el lector perderá el hilo de la historia. Antes de escribir la primera línea, el reportero tiene que hacer dos cosas: saber de qué quiere hablar (el titular define esa gran idea), y elaborar un miniguión para contar esa historia fabulosa. Los que tienen mucho oficio escriben de carrerilla, pero si el reportaje es muy extenso y nuestros cuadernos de notas desbordan de datos, es mejor elaborar por escrito un pequeño esquema. Los esquemas salen de forma casi automática cuando hablamos de cuestiones humanas como el salvamento de un grupo de náufragos en medio del mar. Pero la cosa se complica si hay que hablar de la nueva ley de hidrocarburos, de impuestos o del uso de embriones con fines terapéuticos, y se vuelve un lío si tenemos una marea de datos y declaraciones. He aquí el prototipo de un esquema para un reportaje sobre la sequía. Lo hemos titulado “Peligro: España se va a convertir en un desierto”. Primera idea: la imagen. Un agricultor valenciano pasea por su finca y coge del suelo varias naranjas de color marrón oscuro. Las abre ante nuestros ojos, las aprieta y apenas caen unas gotas. Introducimos una declaración del agricultor. “He perdido toda mi cosecha.” Mira al cielo y no asoma ninguna nube. Segunda idea: situación general. Comentamos las estadísticas: baja pluviometría. Varios años de sequía. Declaraciones de expertos. De seguir así, en poco tiempo España será un desierto (aquí justificamos el titular inmediatamente; no hay que demorar esta parte). Tercera idea: la comparación. El norte de España rebosa de agua. Imagen de gente navegando con barcos de vela en los embalses llenos, y de pescadores felices en los ríos repletos. En cambio, las cuencas del sur están llenas de piedras y muchos ríos se han secado. Imagen: barcas varadas en medio de unas tierras cuarteadas. Declaraciones de organizaciones agrarias. Cuarta idea: las soluciones. Trasvasar agua de los ríos caudalosos del norte hacia el sur; construir desaladoras; gastar menos agua en campos de golf; ahorrar en las ciudades… Declaraciones de expertos y de políticos. Quinta idea: el debate. Hablan los que están a favor y en contra de cada unas de las soluciones propuestas. Sus razones. Los costes económicos, políticos, sociales y ecológicos. Sexta idea: la solución más razonable y qué haría falta para ponerla en marcha.

Cómo sería una España con mucha agua para cultivar las zonas de clima cálido. Imágenes de huertas rebosantes de frutos. Conclusión: qué sucederá si no se resuelve el problema en un plazo corto. El desierto. Ejemplos de lo que sucede en el norte de África. Para los que aún no encuentran la inspiración, el esquema que nunca falla suele ser el siguiente: 1. Planteamiento del problema a través de una imagen o de una pregunta. 2. Estado de la situación al día de hoy. 3. Resumen histórico de cómo se ha llegado a esta situación. 4. Qué se está haciendo para solucionarlo. 5. Qué pasará si no se resuelve pronto. Casi todos los reportajes que analizan una cuestión de fondo, ya sea económica, política o social, emplean este esquema. Puede variar el orden, por supuesto, siempre que todo quede bien claro para el lector, pero la experiencia me ha enseñado que la forma más fácil de ir al grano y no dispersarse consiste en seguir ese sencillo esquema, que es el que utilizan los reporteros en todo el mundo. En resumen: un buen titular, un guión claro y un buen encadenamiento de párrafos nos conduciría a lo largo de ese reportaje como si fuera la visita guiada a un parque de atracciones. El lector se informa adecuadamente, obtiene argumentos para debatir y encima disfruta leyendo. Todo un placer. Este método sirve para mejorar todas las formas de escritura, todos los estilos, desde el columnismo hasta los editoriales o las informaciones puras y duras. El encadenamiento de ideas (preferiblemente de imágenes) es la forma más natural de la comprensión humana. No deseo terminar esta parte sin añadir algunos consejos de un maestro: —Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada. —El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad. —El lector recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza. —Es más fácil atrapar un conejo que un lector. —·Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad. —Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo. —No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.

(Gabriel García Márquez)

6. LAS CLAVES DEL PERIODISMO DE PRECISIÓN

Imaginemos un incendio en un edificio de oficinas. Acuden los bomberos y en determinado momento se plantean atacarlo desde dentro. ¿Cómo lo redactamos? A. Los bomberos entraron en el edificio. B. Los bomberos penetraron en el edificio. C. Los bomberos irrumpieron en el edificio. La respuesta correcta es C. ¿Por qué? “Entrar” en una estancia quiere decir hacerlo lentamente, caminando, sin violencia. “Penetrar” en una estancia no es lo más apropiado en este caso porque es un verbo que se emplea para instrumentos punzantes. En cambio, “irrumpir” significa “entrar violentamente en un lugar”. No sólo damos una imagen más cinematográfica a la información, sino que estamos usando un verbo que poéticamente es más vivo. La “erre” y la “p” le confieren un poder sobrenatural porque son consonantes muy sonoras, casi podemos escuchar el estrépito de las hachas rompiendo las puertas, la furia que sale de las mangueras, los gritos de los bomberos. Un buen texto literario nos seduce por lo que evoca y por la forma en que lo evoca. Emplea las palabras adecuadas, describe con precisión las emociones, las embellece con sonoridad. Para adquirir esa hermosa faceta hay que leer mucha literatura y muy buena, empaparse, conocer los sinónimos, los significados, las definiciones, los giros lingüísticos. No es lo mismo que los bomberos “irrumpan en un edificio” que “accedan a un edificio”. Ambas se entienden, pero la primera frase evoca con mayor precisión lo que ha sucedido. La precisión es el arte de contar exactamente un suceso y, aparte de recurrir a la belleza pictórica, también se logra reflejando el tiempo, el lugar, el entorno, los protagonistas, las condiciones. No se trata de convertirse en un notario o en un contable, sino en salpicar con ingenio la marea de datos que rodea un acontecimiento. A las 6:30 horas de hoy (15:30 horas en España), el avión suborbital SpaceShipOne se elevará cien kilómetros por encima del desierto de Mojave, y su único tripulante, John Smith, echará un vistazo a la Tierra desde el espacio. Sus cuatro horas de vuelo en el primer vehículo espacial privado pueden pasar a la Historia como el inicio del turismo estelar de masas.

Ojo: siempre habrá lectores que sepan más que nosotros. No podemos defraudarles. Si fallamos en la altitud, en la descripción de la nave, o en la hora, perderemos su confianza. Por eso hay que comprobar todos los datos una y otra vez. La precisión se mide repasando y corrigiendo. Reader’s Digest exige a sus articulistas adjuntar a cada reportaje una lista de las personas y las instituciones citadas, sus números de teléfono, sus archivos. Y antes de enviar a la imprenta cada edición, se verifican todos los datos. Los grandes periódicos del mundo, las revistas más sobresalientes, tienen a gala velar por la exactitud de sus informaciones. Y recordemos que ser precisos no quiere decir ser complicados o farragosos. Por ejemplo, supongamos que vamos a contar que Iberia, la empresa española de aviación comercial, está elevando sus ventas y sus beneficios porque las cosas le van realmente bien. No importa el título (será algo así como “Iberia remonta el vuelo”, o “la hazaña aérea de Iberia”). Da igual. Lo importante es que el primer párrafo tiene que describir, en forma de guión cinematográfico con personajes y todo, el estado de bienestar de Iberia. ¿Y cuál es ese guión? Leámoslo. El morro del Airbus 340, uno de los aviones más grandes del mundo, con 250 pasajeros a bordo, gira lentamente hacia la pista 1 del aeropuerto internacional de Madrid-Barajas, que se ve a lo lejos, iluminada con potentes focos blancos. Son la seis de la mañana y los pasajeros que vienen de Buenos Aires se desperezan de su vuelo de trece horas. Ejecutivos de multinacionales españolas, hijos y nietos de inmigrantes gallegos o asturianos que huyen de la crisis económica argentina, turistas… No hace falta decir que el avión va lleno y que en Iberia no se sabe lo que es la crisis. Lo mismo sucede con los que vienen de Bogotá, Caracas, Sao Paulo o México. Los aviones con los colores rojiamarillos de Iberia dominan en los aeropuertos de Iberoamérica, pues han duplicado, en seis años, sus vuelos a estos países: en 1996 se hacían cincuenta vuelos semanales, hoy, casi cien. En este párrafo, aparentemente literario, se da mucha información, casi una por línea: en la primera línea explico el modelo del avión, el fabricante y una cualidad referida al tamaño. En la segunda línea añado el número de pasajeros, y en la tercera, el número de la pista y el aeropuerto. En la cuarta, el aspecto de la pista y la hora. En la quinta, la procedencia. En la sexta, la duración del vuelo. En la octava, la descripción de pasajeros por su origen, etcétera. Es decir, la literatura no está reñida con la precisión. En este caso, las dos cosas unidas nos

dan una pieza llena de ritmo e información. En los países anglosajones se ha practicado desde muy antiguo el noble hábito de divulgar el conocimiento con sencillez. La Royal Society, una institución británica dedicada a fomentar el conocimiento científico desde el siglo xvii, estableció desde sus comienzos que los miembros de esa sociedad debían dar cuenta de sus descubrimientos […] sin ampulosidades, ni digresiones, ni hinchazón estilística; a volver a la primitiva pureza y concisión de los tiempos en que los hombres expresaban un determinado número de cosas con casi el mismo número de palabras. En suma, máxima aproximación posible en todo a la claridad matemática. La Constitución de los Estados Unidos está redactada en un estilo de granjero, muy simple y comprensible, pues entonces no era un país de profesores sino de artesanos, agricultores y comerciantes. No es de extrañar que los mejores libros de divulgación en cualquier campo del conocimiento humano provengan de algún país anglosajón: la historia de los dinosaurios, cómo aprender a dibujar, así se construían las catedrales, el universo en siete lecciones… DIEZ REGLAS DE ORO DEL PERIODISMO DE PRECISIÓN 1. Nada es obvio: todo hay que confirmarlo una y otra vez. Recordad lo que dicen los periodistas norteamericanos: “Si tu mamá te dice que te quiere, confírmalo por otra fuente”. Se debe tardar más en comprobar que en escribir. 2. No hay que fiarse de las noticias ya publicadas: si vamos a escribir sobre un suceso ya contado, hay que telefonear a alguna fuente para confirmar que eso fue lo que sucedió. 3. Repasar las cifras: la mente tiene la costumbre de saltarse las cifras. Un guarismo mal puesto nos hunde un reportaje. No es lo mismo 1.000 euros que 10.000 millones de euros. 4. Precisar cantidades y relaciones: “Dos millones de palestinos viven por debajo del umbral oficial de la pobreza (330 dólares)”. Pero, ¿al mes? ¿al año? “Los israelíes pagan el agua más barata.” ¿Cuánto? 5. Los pies de foto tienen vida: hay que indicar el nombre y apellido de los personajes, su posición (derecha o izquierda de la imagen), el lugar y, a ser posible, la fecha.

6. Claridad: rehusar las palabras muy técnicas o la jerga de los profesionales de cualquier rama del saber. 7. Las comparaciones: “El Corte Inglés pagó 650.000 segundos en anunciarse por la radio”. ¿Y eso es mucho o poco? ¿Cómo lo medimos? Pues con alguna comparación: “El Corte inglés pagó 650.000 segundos para anunciarse en la radio. Si hubiese que escucharlos todos seguidos, tardaríamos más de siete días en hacerlo”. 8. Escribir bien los nombres en idioma extranjero aunque nos suenen a chino. Siempre habrá un extranjero que nos lea, y es mejor no causarle ataques de risa. 9. Encontrar la palabra correcta dentro de la expresión adecuada. “Cada palabra tiene su sentido propio y es semánticamente irremplazable”, dice el escritor checo Milan Kundera. 10. Evitar los adverbios de cantidad y de tiempo si no van acompañados de una aclaración. “Muchos”, “demasiados”, “muy pronto”, “muy tarde” no sirven de nada si no añadimos la cantidad o la fecha exacta.

7. PERFILES: FÓRMULAS PARA DIBUJAR UNA PERSONALIDAD

Por su enorme carga emotiva, los perfiles son piezas periodísticas que atraen mucho la atención de los lectores. Se trata de escribir una biografía de una persona, viva o fallecida, que ha destacado por sus hechos. Desde una mujer que ha salvado a un niño que se ahogaba, hasta alguien que ha escrito una obra fabulosa, un funcionario que nunca ha faltado a su oficina en cincuenta años, o un deportista que, a pesar de su esfuerzo, no ha logrado llegar a la meta. Es decir, alguien ha hecho algo digno de contar. ¿Fácil, verdad? La dificultad de este género estriba en el estado emocional del periodista. Debe transmitir vivencias. Tiene que ser capaz de explicar al lector que ese personaje ha hecho algo que la mayoría de los mortales no se ha atrevido a hacer. Nuestras vidas suelen transcurrir sin sobresaltos, y estamos dispuestos a leer relatos que nos enseñen algo extraordinario porque nuestra cultura se basa en la imitación. Imitamos a nuestros padres, a nuestros hermanos mayores, a los atletas… Incluso estamos dispuestos a conocer las vidas de criminales en serie porque allí hay un comportamiento que contradice los fundamentos de la sociedad. Cuando el interés del personaje radica en sus aventuras, el perfil casi se escribe por sí solo. En la vida de Cervantes, por ejemplo, Don Quijote casi es lo más aburrido de contar porque este hombre del Siglo de Oro participó en una de las batallas más importantes de su tiempo, perdió una mano, fue apresado por corsarios berberiscos, pasó varios años en una mazmorra de África, a su regreso fue repudiado, tuvo problemas con la Justicia, volvió a prisión, casi murió en la pobreza y hoy nadie sabe dónde está enterrado. A pesar de que parezca fácil, algunos periodistas escribirán un perfil prodigioso y otros contarán una vida más. ¿Dónde radica la diferencia? En la virtud de transmitir emociones, que es lo que logran los guiones de las grandes películas. En primer lugar, la mejor forma de describir un perfil (o un obituario) es mediante el uso del pretérito: Fulanito nació, inventó, guerreó, creó, pintó, compitió, fundó. Porque las historias personales escritas en presente histórico — Fulanito nace crece, inventa, crea, pinta, funda, compite— parecen las desinfladas biografías de las enciclopedias. Y tampoco estamos obligados a redactar un perfil ordenándolo cronológicamente con el estilo doctoral de la Enciclopedia Espasa, porque los lectores sentirán que han perdido el tiempo y pasarán por encima de esa página sin mucho entusiasmo. El periodista se ha limitado a un simple “cortar y pegar”, es decir, a hacer un collage de noticias. No se ha tomado la molestia de zambullirse en la vida del personaje, ordenar la redacción desde lo más llamativo hasta lo más importante y rescatar todo lo

digno de una vida heroica. Los guionistas de cine saben que para que la trama de una película funcione bien, el héroe debe superar un montón de pruebas. Les sumergen en una serie de problemas, plantean innumerables obstáculos y al final le hacen salir victorioso o lo derrotan. Ahí está el gancho. Los buenos perfiles deberían estudiar esa técnica para enganchar al lector a través de las vivencias del personaje central. La película Gladiator no empieza por la infancia de este general romano, sino que estalla en medio de una guerra. De un lado los romanos, con una moderna artillería de catapultas incendiarias. De otro, los salvajes germanos, con lanzas y bravuconería. Dirigidos por Maximus, los romanos aniquilan a sus enemigos en los primeros diez minutos. Y lo que viene a continuación es lo mejor, pues después de esa gran victoria muere el emperador Marco Aurelio (de origen sevillano), y su hijo manda matar a Maximus por envidia. El general logra huir, pero al regresar a su hogar, en Hispania, descubre que su mujer y su hijo han sido asesinados. A continuación es recogido por traficantes de esclavos que lo llevan al norte de África y lo venden a un siniestro personaje que se gana la vida organizando peleas a muerte en espectáculos públicos. De lo más alto a lo más bajo en veinte minutos de película. ¿Qué espectador no querría seguir atento a la trama? Se pregunta cómo su héroe va a salir de tamaña injusticia. ¿Y si nuestro jefe nos encarga un perfil de la vida de Kant, un personaje que, según dicen, nunca salió de su pueblo de Koenisberg? Encima se presenta un problema aún mayor. ¿Cómo explicar al lector el idealismo trascendental si ni siquiera sabemos qué es eso? Para resolver el primer obstáculo hay que descubrir detalles de la vida de Kant que revelen un comportamiento insólito. Este pensador alemán, por ejemplo, era tan puntual que cuando volvía a su casa la gente de Koenisberg decía: “Deben de ser las cinco de la tarde porque el señor Kant acaba de pasar”. Puede ser un buen comienzo. Además, Kant escribió su prodigiosa obra casi al final de su vida, y si nos obcecamos en contar su vida desde el principio vamos a aburrir al lector. ¿Por qué no comenzar diciendo que su cultura era tan extraordinaria que podía describir a sus alumnos la ciudad de Londres sin haber puesto un pie allí? Los detalles humanos, la forma de resolver situaciones, las frases más ingeniosas, su actitud ante un trance o un fenómeno social de su tiempo, en fin, todas esas descripciones enriquecen los perfiles, y distinguen una buena pieza de otra mediocre. Y estas cosas no se hacen a la hora del recreo sino después de un profundo estudio del personaje y después de que nuestro espíritu se haya

sorprendido o emocionado. Sólo se pueden transmitir emociones cuando uno mismo se ha emocionado. “Si te aburres escribiendo, el lector se aburre leyendo”, decía con razón García Márquez. Y ahora la parte más complicada. ¿Cómo explicar al lector en pocas palabras lo que significa el idealismo trascendental, sabiendo que nos queda media hora para el cierre? Ése es uno de los desafíos más comunes a los periodistas: escribir de cosas que no entienden, o que no entienden del todo. En realidad somos como un personaje de Baroja: “Aprendiz de todo, maestro de nada”. Pero nuestra virtud está en el dominio de cierta artesanía, la misma que nos ayuda a escribir de forma tan trepidante que hasta un catedrático de Filosofía o de Física se deleitará con nosotros y asentirá con satisfacción cuando lea las palabras que hemos escogido para explicar lo más complejo. Muchos pensarán que esta clase de piezas suelen encargarse a periodistas especializados, lo cual siempre es una garantía, pero no absoluta, porque muchos periodistas especializados hablan para personas especializadas (incluso los periodistas deportivos) y se olvidan de que hay que escribir para la mayoría, concretamente, para los que no saben. El saber es inabarcable, y el éxito de un buen perfil consiste en acercar un personaje a nuestra humanidad llena de lagunas. Los corresponsales en países extranjeros, por ejemplo, han desarrollado esta versatilidad porque deben escribir de todo lo que sucede en el país donde están destinados: a veces de deportes o de economía, y otras, deberán redactar un perfil de un premio Nobel de Medicina sin saber mucho de esta ciencia. El truco está en la comprensión. Cuando se trata de exponer ideas o conceptos, el truco está en saber dónde está el giro que esa idea dio al saber de su tiempo, y cómo supuso un avance. 1. “Thomas Robert Malthus pasó a la historia por haber enunciado la ley de rendimientos decrecientes.” 2. “Stephen Hawking descubrió los agujeros negros en el cosmos.” 3. “Francis Crick y James Watson definieron por primera vez que la información de la vida está en la doble hélice que contienen los cromosomas.” En sí, estas frases no dicen nada a los lectores (salvo a los que ya saben qué significa todo eso), y denotan a un periodista que no se ha tomado la molestia de divulgar una idea. Y dejarán en ascuas a los más eruditos porque los economistas no saben de agujeros negros, y los genetistas no tienen por qué entender de economía. Pero todos ellos pueden haberse detenido en esa página y en ese perfil. ¿Por qué no aprovechar el momento para contárselo?

1. En un momento en que la población inglesa se multiplicaba de forma nunca vista gracias a los adelantos científicos, Malthus creyó que llegaría un momento en que los campos no rendirían lo suficiente para alimentar a la población. Sobrevendrían terribles hambrunas y conflictos. Y se equivocó. No contó con que esos mismos adelantos científicos aumentarían prodigiosamente las cosechas. 2. ¿Qué pasaría si existiese un planeta con una fuerza de gravedad tan formidable que atrajese a todos los planetas que estuviesen a su alrededor? El poder de atracción sería tan inconcebiblemente fuerte que incluso se tragaría la luz. Por eso Stephen Hawking afirma que no podemos ver los agujeros negros. 3. Primero vieron las células al microscopio. Luego vieron que dentro de estas células estaban los cromosomas, pequeños filamentos donde teóricamente debería estar la información que diera lugar al cuerpo humano. Sí, pero ¿dónde? ¿Cómo? Gracias a sus experimentos con potentes microscopios electrónicos, Crick y Watson descubrieron que existían otros filamentos retorcidos, en forma de dos hélices, dentro de las cuales estaban fijados los genes. Estos genes, situados ordenadamente, contenían los planos de nuestro cerebro, nuestros brazos y piernas, nuestro esófago, y, si estaban mal colocados, eran la causa de nuestras enfermedades. Estoy seguro de que se puede escribir aún mejor. Pero creo que cualquier persona que no sepa nada de la vida de estos hombres podrá entender sus descubrimientos o sus ideas leyendo unas cuantas líneas, sin necesidad de recurrir a enciclopedias o libros especializados. Eso es un perfil. El mayor desafío de un perfil es concentrar en pocas líneas toda una vida. No hace falta empezar por el nacimiento. No es incluso lo más recomendable. Se podría justificar si ese momento tuviese ya de por sí una información relevante para denotar la vida del personaje. El nacimiento de Moisés debió de ser memorable, pues el rey de Egipto mandó matar a los niños varones para que el pueblo hebreo no siguiera multiplicándose. La madre de Moisés lo puso en una canastilla de papiro, la calafateó con betún y pez, y la dejó flotar en la ribera del río. Es decir, que antes de dar sus primeros pasos, la vida de este bebé ya era toda una aventura.

La infancia de Dickens no fue menos amarga, pues los niños de su tiempo trabajaban ya en las espantosas fábricas de la Revolución Industrial, y el propio Dickens se consagró a un taller de betún que apenas le dejaba respirar. Desde entonces sintió una fortísima repugnancia por la goma de pegar, pues se pasaba todo el día poniendo etiquetas a los frascos. Tenía doce añitos. Salvo que se tengan a mano esas infancias tan ricas en experiencias, lo mejor es recurrir a otra parte de la vida del personaje en la que podamos mostrar un rasgo peculiar. “Jack London tenía la costumbre de escribir dos mil palabras cada día.” “Tales era tan despistado que se cayó una vez a un pozo porque iba mirando las estrellas.” “Keynes estaba tan abochornado por el paro y la crisis de los años treinta, que escribió su obra magna para exponer una solución.” Manías, actitudes, obsesiones, costumbres, fobias, tics… y sobre todo, contradicciones. “Karl Marx, el hombre que escribió El Capital, apenas fue capaz de reunir mucho dinero en su existencia, pues sobrevivía gracias a la compasión de sus amigos y encima era dipsómano.” “Franklin Delano Roosevelt, el hombre que dirigió una de las mayores operaciones de desembarco de la historia, era paralítico y vivía atado a su silla de ruedas, cosa que no sabían muchos soldados.” Para entender a un personaje también hay que verlo. ¿Era alto o bajo? ¿Tenía bigote o barba? ¿La mirada de esta mujer era penetrante? ¿Era hermosa? ¿Tenía manos de marfil? ¿Vestía a la moda o revolucionó a las mujeres de su época? ¿Le atormentaba algún defecto físico que explicase su extraordinaria voluntad de superación? Sócrates, según dicen, era muy feo. A Balzac le encantaba ir de etiqueta. Cervantes, al igual que Valle-Inclán, tenía una mano inútil. John Ford era tuerto. Menelao era rubio… bueno, eso decía Homero. Su forma de andar, de hablar, de dormir y de comer. Sus gestos, sus posturas, sus platos preferidos, añaden un poco de salsa a la imagen del personaje biografiado. Y luego viene su vida espiritual, que se representa a través de sus libros preferidos, sus mitos y héroes, sus creencias, la música que le gusta y los personajes que más han influido en su existencia. Por eso es tan importante fijarse en los detalles cuando se realiza una entrevista en directo, ya sea para publicar en forma de entrevista o de perfil. El salón de una casa o un despacho reflejan la personalidad de su habitante. Estanterías con libros, mesas desordenadas, tazas de café o bebidas alcohólicas, pinturas, decoración, discos, fotografías. Siempre habrá un detalle que nos llame la atención por encima de otros. Una vez, al entrevistar en su despacho a un profesor erudito que había escrito un

libro de divulgación, me acerqué a una estantería y vi un montón de muñequitos vestidos con camisetas de un equipo de fútbol, su equipo preferido. Y empecé la historia por ese detalle. Seguí con sus corbatas de Dalí, continué con sus americanas de colores chillones y acabé exponiendo su extenso currículo. Si lo hubiera hecho al revés, o hubiera saltado la primera parte, el personaje habría perdido fuerza para el lector, pues seguramente pensaría: otro aburrido académico. Al redactarlo de la forma que he dicho, el lector se preguntaba cómo era posible que una persona tan seria tuviese unos hobbies tan infantiles. Y resultó un personaje más humano y más vivo. Y por último las vivencias. Siempre hay un hecho que marca a un personaje para el resto de su vida y que explica muchas veces gran parte de su obra y de su pensamiento. Las vivencias imprimen ideas de las que nunca nos desprenderemos. Descartes trabajó como cirujano en una guerra, y se asombró de que algunos soldados siguieran sintiendo las piernas después de habérselas amputado. Eso le hizo reflexionar sobre la realidad y sobre los fantasmas de la mente, hasta el punto de preguntarse qué era lo único de lo que no se podía dudar: y creyó que había que empezar por el pensamiento. “Pienso, luego existo”. En el otoño de 1764 Edward Gibbon inició su entrada en Roma. “No puedo olvidar ni expresar las fuertes emociones que agitaron mi espíritu cuando por primera vez me aproximaba y entraba en la ciudad eterna”, cuenta en su autobiografía. “Después de una noche sin dormir, atravesé con un andar altivo las ruinas del Foro; cada lugar memorable donde Rómulo resistió o Tulio habló, o César cayó, se hallaba de golpe presente ante mis ojos…”. (Edward Gibbon, Autobiografía, Buenos Aires, Espasa Calpe). Y es entonces cuando Gibbon hace una de las anotaciones más reveladoras de su diario. El 15 de octubre de 1764 “cavilando entre las ruinas del Capitolio mientras los frailes descalzos cantaban vísperas en el templo de Júpiter… fue cuando me vino por primera vez a la imaginación la idea de escribir sobre la decadencia y caída de la ciudad”. El historiador británico tardaría más de veinticinco años en dar a conocer toda su obra, que fue inmortalizada con el nombre de Decadencia y caída del imperio romano, y que se convertiría en una de las referencias fundamentales sobre la historia antigua. ¿Qué había estallado en el mundo interior de Gibbon para emprender tamaña aventura? ¿Habría escrito el conocido libro si no hubiera viajado a Roma? ¿Por qué otras de las miles de personas que viajaban a Roma no sintieron lo mismo

que Gibbon? ¿Era necesario que estuviera ahí, en aquella hora, para que la idea de escribir el libro le surgiera como su más inapelable imperativo? Sin saberlo, Gibbon necesitó viajar a Italia para padecer una excitación nerviosa, un estremecimiento interior que le condujo a la determinación de su vida: escribir el libro sobre la decadencia de Roma. Ese proceso interno podría definirse como un estado de ánimo que sume al individuo en una situación hasta nunca conocida, y que produce un nuevo tipo de conocimiento: la revelación de lo oculto. Esta revelación tiene la característica esencial de ser un conocimiento profundo que, o bien abre al individuo nuevas puertas del saber, o le empuja a tomar decisiones cruciales sobre la marcha de su vida. ¿Podrán los periodistas que abordan un perfil hallar la misma revelación cuando se sumergen en la vida de un personaje? Para los que estén con la mosca detrás de la oreja, antes de terminar este capítulo quiero resumir por qué Kant fue un hombre revolucionario: desde su casita de Koenisberg se dio cuenta de que no hay forma de conocer la realidad, pues siempre pasa a través de nuestros sentidos: vista, oído, tacto… Enunció entonces un sistema filosófico que venía a decir lo siguiente: nuestra razón es incapaz de ir más allá de esas certezas indudables que vemos afuera: de ahí hacia arriba creamos ilusiones, como Dios o la libertad. ¿Significa esto que no existen? Sí, porque son producidas por nuestra moral. Tenemos el deber de crearnos unas reglas, una esperanza. Todo ese sistema se llamó idealismo trascendental. Por cierto que, a pesar de una vida aparentemente anodina, el perfil de Kant contiene todos los elementos de los que he hablado anteriormente: físicamente era muy bajito y tenía una enorme cabeza. Su madre, que murió cuando él tenía trece años, le influyó notablemente “pues ella cultivó en mi espíritu los primeros gérmenes del bien”. Y leyendo a Hume tuvo una revelación: que nunca sabremos cómo es la realidad. Eso disparó sus dudas y nos las contó en un libro extraordinario.

8. CÓMO ESCRIBIR UN BUEN ANÁLISIS

Bienvenidos a uno de los mayores desafíos del periodista: el análisis. Analizar las causas de un accidente de carretera es fácil porque es un suceso dramático que tiene causas visibles. Pero describir un acontecimiento económico, político o social y analizar sus causas es mucho más difícil porque el periodista tiene que pensar. Muchos profesionales creen que no les pagan para pensar sino para describir. Los reporteros practican la vieja costumbre de “a mí que me registren” cada vez que asisten a una rueda de prensa, escuchan con docilidad y regresan con notas que vuelcan frenéticamente al ordenador. Pero cuando salen impresas al día siguiente, dejan al lector con la misma ignorancia que el día anterior. Si una empresa pierde dinero, ¿por qué ha sucedido? Si ha habido cambio de ministros, ¿a qué se ha debido? Lo menos que debería hacer el periodista es interpretar los signos de los tiempos. Y eso, ¿cómo se hace? Sencillamente, pensando. Es muy simple. Se ponen los codos sobre la mesa, se apoya la cabeza sobre las manos, y voilà… ¡a pensar! Basta con estar callado unos minutos buscando las causas de los acontecimientos, sopesando los datos, las notas, llamando a algún experto o dialogando con los compañeros de la redacción. Pero los reporteros caen en el mismo vicio que muchos ensayistas: “Empiezan a escribir antes de terminar de pensar, generalmente se meten en un embrollo y pierden la perspectiva del asunto que querían tratar”, afirma Richard Aczel, un maestro que da clases en la Universidad de Colonia sobre cómo escribir bien. El análisis surge solo cuando se reflexiona a fondo. Hasta el final. No hay que limitarse a reflejar las opiniones de los expertos porque, aplicando el método cartesiano, hasta estas opiniones hay que ponerlas en duda. Hay que razonarlas. Un ejemplo: La cartelera española de cine está repleta operas primas de jóvenes directores, pero el debut de todos ellos ha sido frustrante: El corazón del guerrero, una superproducción de más de tres millones de euros, sólo recogió en taquilla un millón de euros. Los productores pensaron que los jóvenes directores harían historias seductoras para la gente de su misma edad. Pero no se detuvieron a reflexionar en lo siguiente: ¿conceden los bancos créditos de tres millones de euros a sus clientes sólo por el hecho de ser jóvenes? ¿Por qué iba un productor a hacer lo que no hacían los bancos? La realidad demostraría cuán equivocados estaban los productores.

Los lectores (o su subconsciente) agradecen los análisis, pues esperan que el periodista tenga una opinión original ya que es un profesional “empapado de información”. Desean que se moje con alguna sugerencia. La prensa anglosajona ha llegado a inventar un tipo de reportaje que se llama “news analysis”, que es una mezcla de información y opinión. Escritas por periodistas veteranos, estas informaciones están cuajadas de datos que son comentados por el periodista con una cautela razonable. No se editorializa contundentemente, sino que se introducen en cada párrafo ciertos comentarios que aclaran al lector las dudas más elementales. Supongamos que tenemos que informar de una mujer que ha sido acusada de robar en unos grandes almacenes, y que ha sido pillada in fraganti con una estola de visón metida en su bolso. El caso está en los tribunales, y la sospechosa se defiende diciendo que no es culpa suya sino de la sociedad de consumo y de los anuncios de televisión. Carmen Gómez dijo ayer ante el juez que el robo de la estola es culpa de la sociedad de consumo. Su defensa resulta difícilmente creíble, porque es como si una persona obesa culpara a los restaurantes de su gordura. Pero hay muchas personas que, como Carmen, sufren una irresistible compulsión a robar en los grandes almacenes, y los jefes de seguridad ya no saben si contratar vigilantes o psicólogos. He puesto a propósito en cursiva la opinión del redactor. Y el símil “es como si” nos sirve para demostrar esa opinión. No se trata de editorializar, ni de opinar, sino de expresar ciertos razonamientos y conclusiones basados en datos comprobados o en el sentido común. Muchos periodistas creen que su deber consiste en llenar sus informaciones con una enorme dosis de opiniones a favor y en contra de algo, pero el lector quiere algo más, esto es, saber cuál de las dos posturas tiene más sentido común. Nadie tiene tiempo para detenerse unos minutos a pensar qué opinión es la más sensata. Hay que masticar por ellos sin tomarles por tontos. La forma más sencilla de introducir un análisis consiste en iniciar un párrafo con una reflexión. Es decir, el periodista lanza una tesis… y luego aporta las pruebas. Veamos: La filosofía tal y como se enseña en secundaria no sirve para nada [tesis]. Es casi imposible que unos adolescentes de dieciséis años

puedan comprender la sustancia de Aristóteles cuando ni los maestros saben de lo que hablan. El filósofo Emilio Lledó reconocía hace poco que cuando era profesor de instituto estuvo enseñando durante diez años la filosofía de Kant sin entenderla [prueba]. Y es que nuestros maestros han olvidado cómo se enseñaba a filosofar en la antigua Grecia [tesis]. Los atenienses se reunían en la plaza pública, el ágora, para discutir de la muerte, la política, la verdad, la guerra… [premisa]. A los jóvenes de hoy les preocupan cosas similares: el sexo, la amistad, el empleo, la diversión, la guerra y el hambre [premisa], de modo que los debates en clase deberían girar en torno a esas preocupaciones [conclusión]. Enseñarles a debatir es enseñarles a filosofar [moraleja]. Si no se aportaran las pruebas, el texto no sería un análisis sino una opinión a secas. Si escribimos que “España se ha convertido en el país que más whisky consume, por encima de Estados Unidos y Reino Unido”, pero no sustentamos esa información con ningún dato, es como un crimen sin cadáver. Para empezar, el lector se sume en las dudas: se pregunta si hablamos en términos absolutos o relativos. Una cosa es ser el primer consumidor de whisky per capita (lo cual sería comprensible), pero es casi imposible que sea en términos absolutos… salvo que lo demostremos. He aquí una tesis sin demostración: Un tercio de las personas que padece hambre en el planeta vive en la India. Sin embargo, ese país tuvo un excedente de trigo de cincuenta millones de toneladas en 2000. ¿Soluciones? Usar alimentos genéticamente modificados, y utilizar nuevas técnicas de cultivo. El autor dice que en la India, a pesar de tener excedentes de trigo, hay un hambre canina. Muy bien: ¿y por qué? ¿Cómo es posible que pasen hambre y tengan excedentes? Incomprensible. Propone soluciones al hambre en la India pero no dice por qué no consumen esa cantidad de trigo que les sobra. Recordemos: una opinión es un análisis sin pruebas, y un análisis es una opinión con pruebas. Cuando Sherlock Holmes nos anunciaba quién era el criminal, a continuación presentaba las pruebas de su deducción para demostrar que tenía razón. No estaría mal explicar al lector por qué pasa lo que pasa, ¿verdad?

Y es que hemos topado con la parte más difícil del periodismo: el análisis. Lamentándolo mucho, en España no hay buenos analistas, aunque abundan los buenos columnistas. Pero no es lo mismo. En nuestro país se ha trabajado mucho una forma de periodismo que se llama articulismo, es decir, la expresión de una opinión personal, ingeniosa y con cierto dominio del sarcasmo y hasta de la buena literatura. Y la verdad es que este género tiene mucho éxito porque mucha gente disfruta por la mañana mojando los churros en el cafelito, mientras sus ojos recorren las líneas de “su” articulista, siempre mordaz y chistoso. Y se tronchan de risa, la verdad. Algunos articulistas son verdaderamente buenos, pero ¿son analistas? Creo que eso requiere un paso más. No me equivoco mucho si divido los artículos de opinión en dos campos separados. En uno están los analistas, es decir, los que pretenden aportarnos una visión documentada sobre un problema determinado: por qué estalla la guerra; quién fue el culpable del vertido ecológico; si lo está haciendo bien o mal el gobierno; etcétera. Y en el otro están los trapecistas del lenguaje, los opinadores. La idea de proporcionar a los lectores una visión independiente, desapasionada y con lujo de detalles, forma parte del cometido de un medio de comunicación escrito. Es necesario y da prestigio. Los lectores lo devoran, sobre todo cuando estalla un gran conflicto nacional o internacional. Durante los ochenta días que duró la guerra de Kosovo en 1999, El Mundo, por orden expresa del director, ofreció una media de ocho páginas al día destinadas a informar del grave conflicto balcánico, la mitad de las cuales se reservaban para los análisis. Y fueron un éxito. Lo que no tuvo tanto éxito, desde mi punto de vista, fue encontrar analistas españoles que supieran diseccionar el asunto con la frialdad del acero quirúrgico. Confundían el análisis con la opinión. El análisis, que desde los tiempos de Aristóteles está basado en la lógica y tiene sus reglas, consiste en enunciar una idea y demostrarla por medio de las premisas comprobadas, hasta llegar a una conclusión sobresaliente. Un buen análisis roza lo que científicamente se denomina ensayo, pues está basado en las mismas fórmulas. “Debe producir argumentos sólidos, expresar estos argumentos de forma clara y potente, y apoyarlos con pruebas evidentes”, dice el profesor Richard Aczel en su libro How to write an essay. En comparación con el relato de un crimen, el análisis tropieza con un serio inconveniente: no siempre puede ordenarse cronológicamente. Es decir, que si relatamos un suceso, resulta más o menos fácil resolverlo con un calendario en la mano. Tal día ocurrió el crimen y la policía se puso a investigar. A la mañana

siguiente detuvo al criminal, que por la tarde confesó su fechoría. Y colorín colorado. Ahora bien, ¿cómo diseccionar el problema del hambre en los países pobres? El calendario no nos sirve de nada, pues es un mal que padecen desde hace siglos. Un analista vendría a proponernos lo siguiente: “Las ayudas destinadas a mitigar el hambre de los países pobres son muchas veces infructuosas”. Si ésta es la tesis que quiere demostrar, honestamente se debería valer de datos que sean reconocidos por la mayoría, o por razonamientos bien construidos. Por ejemplo, a continuación nuestro analista aportaría los siguientes datos: “En Somalia y Etiopía, los agricultores han dejado de cultivar el campo porque prefieren recibir los paquetes de alimentos de la ONU que les lanzan con paracaídas”. Expondría a continuación las toneladas recibidas por esos países, el porcentaje de tierras cultivadas antes y después de obtener ayudas, y por último concluiría que, si la ONU pretendía hacer a esos países autosuficientes, no lo está consiguiendo. Por tanto, hay que cambiar el sistema de ayudas por otro más eficiente. Es posible (casi seguro) que al día siguiente aparezca otro análisis firmado por un experto de una ONG demostrando lo contrario con la misma honestidad y aportación de información. Pero lo importante es que el lector pueda formarse su propia opinión basándose en ambos análisis. Sin embargo, también se da el caso de que, tanto a favor como en contra de estas tesis, aparezcan los columnistas simpáticos que construyen su ración de chiste diario metiendo sus opiniones personales, aderezadas por supuesto con muchos adjetivos y distorsionando la verdad. Y lo malo es que estas columnas son las que más se leen porque son verdaderamente ingeniosas. Entramos entonces en el segundo campo de batalla, el de las opiniones de alguien que tiene que rellenar su columna porque así lo estipula su contrato con el periódico. Como, además, asiste a la radio, modera una tertulia y escribe en tres revistas nacionales, dos locales y cinco vecinales, resuelve sus deberes con ocurrencias prodigiosas. Y así tenemos que los que en teoría manejan mejor las herramientas del lenguaje y son excelentes divulgadores (y los más leídos), no producen buenos análisis porque técnicamente no dan abasto. Porque para escribir una profunda columna de opinión hay que conjugar mucha información de muchas fuentes, y cuando no se tiene tiempo para eso, se acaba opinando con interjecciones y adjetivos. Eso no es un análisis. Los análisis, si son serios, no deberían contener muchos epítetos. Lo que funciona bien en los reportajes descriptivos pierde valor cuando se trata de aportar una reflexión ponderada. En esencia, buscamos los análisis porque son fruto de la inteligencia, y leemos los reportajes porque necesitamos experimentar emociones. Pero eso no quiere decir que debamos tragarnos un

análisis aburrido. Pocas cosas satisfacen más que comprender un conflicto tras leer de un tirón una buena exposición preñada de pruebas irrefutables y comentarios brillantes. Quien pretenda encontrar todo eso en las páginas de un diario español tendrá que rascar mucho, porque no es algo muy común entre nosotros. ¿Es que en España no hay pensadores? ¿Es que no tenemos intelectuales? Faltan divulgadores. La razón, creo yo, radica en nuestra pobre tradición discursiva. En los colegios, que yo recuerde, no existen esas hermosas clases que vemos en las películas norteamericanas donde un tenured professor lee un poema de Wordsworth, y dirigiéndose a sus alumnos, dice: “A ver Mary Jo: ¿qué te sugieren las palabras que acabo de leer?”. Y lo mejor es que Mary Jo se levanta y dice sin rubor lo que piensa. Y luego, Dick, y Jack, y Joe, y Wendy… Todos participan en el debate y dan su opinión, aunque sea muy elemental. Ésa es la tradición anglosajona del debate que se basa en exponer las ideas y respetar las de los oponentes. Desde las clases infantiles, hasta el parlamento, todos participan en ese juego sin que nadie se sienta especialmente ofendido cuando se le trata de refutar. Imposible en España por varias razones: en nuestras escuelas los profesores hablan y hablan, y si alguien les contradice, le toman manía. Encima, los alumnos españoles tienen muy desarrollado el sentido del ridículo, de modo que hablar en público es como exponerse al desnudo, a las críticas de los demás. No soportamos la humillación de meter la pata, y para evitar situaciones embarazosas preferimos sentarnos en las últimas filas, reírnos de los demás y cuidar que no se fijen en nosotros. Esa actitud persiste en la vida profesional y en todos los ámbitos. En las ruedas de prensa, los periodistas dejan las primeras filas vacías porque tienen miedo al cara a cara. Justo lo contrario de lo que deberían hacer, porque se les paga por enfrentarse a su interlocutor, ponerlo contra las cuerdas y obtener una información veraz para sus lectores. No saben emplear esa fabulosa patente de corso que les permite llegar a las altas esferas a pesar de ser unos don nadie; un poder que procede de algo muy elemental: son los representantes de la opinión pública, de la mayoría, del pueblo si se quiere. Pero da la impresión de que no lo tienen muy claro. Por eso los escasos periodistas sin miedo de este país ascienden rápidamente, ya que no encuentran cortapisas en su camino, no hay competencia. Si estuvieran en Estados Unidos, por ejemplo, donde se ha desarrollado una escuela casi olímpica de ejercer la presión periodística, sudarían tinta para llegar a un puesto

intermedio. En España, por desgracia, los periodistas no hacen preguntas, salvo los que escriben sobre asuntos deportivos, porque saben más que el propio entrenador. Una mujer que organizaba encuentros y seminarios internacionales me corroboró esta sospecha. Su trabajo consistía en traer gurús y expertos de todo el mundo, quienes dan charlas y cobran miles de euros por un par de horas de conversación. Hay mucha gente, especialmente del mundo de la empresa, que paga con gusto esas minutas para escuchar lecciones de management, pero cuando llega la hora de las preguntas se quedan calladitos como niños buenos. Y los periodistas también. Cuando un gurú norteamericano viene a España dice encantado: “Estupendo: no tendré que preocuparme porque los españoles no hacen preguntas”. Y cuando una agencia de relaciones públicas organiza una rueda de prensa con el presidente de una multinacional pasa lo mismo. Y no hacen preguntas por un inexplicable sentido del ridículo o miedo escénico, y porque ni siquiera han ejercitado ese músculo mental que elabora las buenas preguntas. Porque para saber preguntar hay que definir lo que se quiere preguntar, tener claridad de ideas, conceptualizar. Eso no ocurre ni en las reuniones de vecinos, ni en las universidades, ni en las juntas de accionistas, ni en los debates abiertos. Los españoles, y esto es muy fácil de observar en los actos públicos, levantan la mano y exponen caóticamente sus ocurrencias o sus problemas personales o lo primero que les viene a la cabeza. Entonces el moderador interrumpe y dice: “Por favor, ¿podría formular su pregunta de una vez?”. Y el interpelado responde: “No, si yo no quería preguntar. Era una opinión”. Los programas de televisión que han surgido en los últimos años y que llenan la parrilla de programación de las grandes cadenas, darían la imagen de un país culto y refinado si no fuera porque en lugar de debates hay discusiones y, a veces, peleas de gallos. Y resulta que quienes están ahí expresando sus opiniones provienen de la especie de los que no tienen ideas, o que no han reflexionado mucho, ni siquiera han meditado sobre nuestros problemas sociales, políticos o económicos. En resumidas cuentas, no tienen ni idea. Pero dado que son los programas más vistos por el pueblo, no pueden ser criticados desde el punto de vista democrático. Es lo que el pueblo quiere. Sólo se les podría criticar desde el punto de vista aristocrático, desde la sinarquía o el pensamiento elitista, lo cual suena verdaderamente pedante. Muy bien, y ahora al grano. ¿Y cómo se elabora un buen análisis? 1. En primer lugar, un análisis es la pretensión de una persona de demostrar una

tesis mediante argumentos bien compuestos. Lo voy a decir más claro: es un cocinero que quiere fabricar un pastel y utiliza determinados ingredientes para que le salga bien: levadura, azúcar, clara de huevo, harina… El pastel es el artículo terminado e impreso. Los ingredientes equivalen a la información, las citas, las fuentes, las personas, los acontecimientos mencionados… Pero la clave de sabor está en cómo va administrando los ingredientes, qué pasos sigue, cómo los mezcla. Es el lenguaje. Es la finura del autor. Es su maestría, pues, con los mismos ingredientes, un chef de primera hace un pastel de primera, y un chef de tercera categoría no hace un pastel, sino un empastelamiento. Por eso el analista debe preguntarse, antes de ponerse a escribir, qué quiere demostrar a los demás. El mejor método consiste en resumir en unas líneas cuál es nuestro objetivo, por ejemplo: “pretendo demostrar que si no descubrimos un sustituto del petróleo en cincuenta años, nos veremos obligados a emplear energía nuclear”; “pretendo demostrar que mientras más dinero se pague a un futbolista, menos rinde”, o “que el sistema sanitario europeo es mejor que el norteamericano”. Y así podríamos definir cualquier hipótesis, y hasta las más audaces deberían plantearse en estos términos. Y después, elaborar un esquema sobre un papel razonando cómo pretendemos demostrarlo: ¿cuál es el debate social donde encajar el análisis? ¿cuáles son nuestras premisas? ¿cómo vamos a demostrarlas? ¿qué fuentes autorizadas introduciremos? ¿qué analogías vamos a emplear? ¿se entiende claramente la conclusión? 2. El análisis debe ser creíble no tanto por su procedencia (lo firma una catedrática muy importante), como por la forma de exponerlo. Es lo que en literatura se llama la voz. Tiene que estar escrito con la emoción sosegada de un sabio que evita las frases y los adjetivos cargados de pasión como el siguiente ejemplo: “¿Cómo es posible que haya estúpidos por ahí diciendo que hay que utilizar la energía de las flores?”. Quizá el uso del polen de las flores no sea un buen combustible, pero eso no da derecho a insultar a sus defensores. El exagerado empleo de frases exclamativas revela la presencia de un espíritu temperamental: “¡Caray, ya va siendo hora de que la humanidad se entere de lo buena que es la fusión nuclear!”. Se pueden utilizar en los reportajes y en las opiniones, pero no encajan bien en los análisis porque la gente no se fía de ese tipo de personas que habla en voz alta, casi amedrentando, como tampoco se fía de las personas que pretenden convencer empleando frases llenas de poesía: “Porque, en el fondo, un átomo es como un pequeño óvulo que nos anuncia una vida llena de felicidad eterna”. Y aunque no es contraproducente que la misma idea se repita varias veces, resultará negativo que se repitan las mismas frases, porque al lector le basta que le digan una sola vez que “la fusión atómica es la

madre de todas las energías”. 3. La conclusión no debe presentarse como un postre después de una copiosa comida. Hay que dejar que el lector llegue a las conclusiones tras haber leído cuidadosamente las premisas. La cabeza de los mortales está concebida para sacar conclusiones. Basta sembrar las causas, que el lector ya llegará a las consecuencias. El periodista las puede insinuar o dejar caer, pero las moralejas hay que dejarlas para las fábulas de Samaniego. En cambio, los editoriales sí deben exponer claramente las conclusiones, y encima asumir una postura ante una noticia. Como se dice en vulgar castellano, “tienen que mojarse”. 4. Para dar cuerpo al análisis, es necesario intercalar frases de expertos y cifras de organismos internacionales o nacionales de prestigio reconocido. “Desde que se creó, el premio Nobel de Literatura se ha concedido a muchos escritores desconocidos, pero se ha dejado en el cajón a autores tan gigantescos como Borges”. Supongamos que ésa es nuestra hipótesis de partida. En este caso, las fuentes son incuestionables porque es muy fácil saber cuáles son los premios concedidos en más de un siglo a literatos desconocidos. Y mientras más imparciales sean esas fuentes, o aceptadas por la mayoría, mejor. Para hablar de las expectativas de crecimiento económico hay que citar la OCDE, o el INE, el Banco Mundial, o la institución local “de reconocido prestigio”; y para apoyar una idea como que cada cien años un inmenso meteorito se estrella en el planeta Tierra, habría que citar la frase de una persona que domine el asunto y cuyas declaraciones sean como pilares que sostienen el análisis. Y por supuesto, probar que hace cien años cayó un meteorito. ¿Se puede creer a una persona que no utiliza ninguna de esas herramientas? Por supuesto que sí, mientras use la herramienta del sentido común… y la de la lógica. Nos rendimos ante los argumentos bien construidos. ¿Y se puede poner en duda las fuentes? Claro que sí. Todos tenemos derecho a poner en cuestión lo que leemos, y el caso más usual donde se dan este tipo de dudas es en las guerras: en nuestro caso, la Guerra Civil. Unos españoles prefieren las fuentes que demuestran que el levantamiento del general Franco era inevitable y legítimo, y otros expresan justo lo contrario. El problema es que no se ponen de acuerdo en las cifras, en los hechos reconocidos y probados. Bastaría echar mano de la fórmula de nuestros jueces. Cuando se emite una sentencia, un juez da tres clases de fórmulas en el mismo pliego: los fundamentos de derecho (lo que dice la ley), los hechos probados (lo que sucedió según los documentos, los testigos y los testimonios de los implicados), la vulneración de la ley, y luego se emite una sentencia. Los análisis deberían funcionar de la misma manera. 5. Un método para lograr un análisis concentrado y lleno de fuerza consiste en

escribir tres folios y resumirlo todo en la mitad. Escribimos más de lo necesario porque queremos estar seguros de haber expuesto todas nuestras ideas. Otro método que no falla es cortar los dos o tres primeros párrafos porque son los que utiliza el analista novato para “calentar motores” y poner sus ideas en claro. 6. Comprobar que las premisas llevan a la conclusión deseada. Muchas veces, sin darnos cuenta, se nos va la olla: perdemos el hilo argumental y llegamos a conclusiones que no tienen relación con las premisas que le corresponden. Por eso los escritores suelen dejar pasar unos días antes de examinar sus escritos de nuevo, descubriendo así errores que antes no habían percibido. De ahí que sea un poco sospechosa la persona que firma un análisis al día; o es una superdotada, cosa que es posible, o necesita mucho dinero para llegar a fin de mes. 7. Exponer las objeciones. Imaginar las críticas que pueden surgir respecto al tema que estamos tratando, recoger las más importantes y rebatirlas con ejemplos sacados de la vida real y con argumentos solventes. En Filosofía de la Ciencia existe una fórmula para fumigar los malos planteamientos científicos llamada falsación: un enunciado científico es tanto más sólido cuanto sea más fácilmente comprobable que no es falso. Por ejemplo: las autopistas están destruyendo la selva amazónica. Es un argumento fácilmente falseable, pues se puede comprobar si antes de la construcción de las carreteras había mayor masa forestal gracias a las fotografías de los satélites. Ahora bien, decir: en el siglo xv había más selva que hoy, es un argumento poco científico porque no hay medios experimentales de averiguarlo. Es un brindis al sol. 8. Mostrar ideas originales. Es el signo más palpable de la brillantez. Cuando el lector llega a ese momento, descubre algo nuevo y se dice “¿Ah, sí?, pues no lo sabía”. O bien, “caray, no me había fijado en eso y es verdad lo que dice este señor”. Ésta es seguramente la cara más importante del análisis, porque demuestra que detrás hay una mente brillante, no un vulgar pensador. Poco después de la ampliación de Europa de quince a veinticinco miembros, un analista norteamericano vio en ese acontecimiento una demostración del alejamiento entre Europa y Estados Unidos. Para demostrarlo dijo que, en primer lugar, la ampliación tan celebrada con bombo y platillo en Europa y que fue acogida por la prensa del Viejo Continente con mucha fanfarria, apenas ocupó unas líneas en los medios impresos americanos. En segundo lugar, el autor descubrió que, en todos sus actos, los europeos se olvidaron del papel jugado por Estados Unidos en esa unificación, pues su país había provisto de un escudo defensivo a Europa durante cuarenta años para evitar la invasión soviética. Es decir, la tesis del “alejamiento” se demostraba por dos pruebas: que los norteamericanos ignoraban a los europeos (apenas unas líneas de interés en la

prensa) y que los europeos ignoraban a los norteamericanos (nadie mencionó el papel de Estados Unidos en cuarenta años de paz). Uno puede estar de acuerdo o no con estas tesis, pero no hay duda de que el analista ha aportado una visión sobre la que no habíamos reflexionado, y si no estamos de acuerdo con sus planteamientos tendremos que afilar el lápiz para rebatirlo a partir de esas premisas que acabamos de leer. 9. Evitar la lentitud de los primeros párrafos, en los que el autor trata de recordarnos de qué va la historia. “Al hilo de las manifestaciones de grupos de ecologistas contra la central nuclear de Almaraz el pasado fin de semana, en las cuales se lanzaron en paracaídas sobre el reactor principal, y se encadenaron alrededor de…” Vaya tostón, piensa el lector. Ésta es una de las manías de los columnistas, que los editores de los periódicos no se molestan en corregir porque les hace perder tiempo. Pero un buen editor debería suprimir ese calentamiento de motores, reducirlo o ponerlo en el segundo o tercer párrafo. O, al menos, darle una forma más atractiva. La ley que debería marcar ese momento es que el primer párrafo, y esto es una ley universal del periodismo, debe engancharnos como un pez a un anzuelo. 10. Utilizar ejemplos. Los adultos, como los niños, tienen una mente fantasiosa que acepta de buen grado que les expongan una cuestión mediante un ejemplo. Es un método sencillo y, sin embargo, eficaz. Si se pretende estudiar la guerra de Irak, ¿por qué no acudir a Vietnam? ¿Cuáles son los parecidos? ¿Qué coincidencias? ¿En qué se diferencian? Echar mano de los recortes de prensa y de los libros de historia da muchísimos argumentos a nuestros lectores y les hace pensar antes de irse a la cama. No sólo entenderemos la Guerra de Irak un poco mejor, sino que incluso entenderemos la de Vietnam. Es seguro que siempre que estalla un conflicto internacional encontraremos tarde o temprano una analogía escrita por un erudito que nos recuerda en qué se asemeja esa hecatombe a otra que sucedió tiempo atrás. Además, la analogía forma parte de la psicología del entendimiento humano. Los astrofísicos que nos hablan del cosmos siempre recurren a la figura de la analogía para que entendamos cosas difíciles de concebir para una mente humana: los planetas con hipergravedad son llamados “agujeros negros” porque se tragan la luz, y las fuerzas energéticas que recorren el universo de parte a parte se llaman “supercuerdas”. Todo eso quiere decir que, si empleamos analogías en nuestros análisis, podremos hacer más fluida la lectura. Los lectores agradecerán frases del tipo “es como si”, “funciona de la misma manera que” o “imagínese usted lo siguiente”. Muchos catedráticos detestan emplear ese lenguaje porque piensan

que sus colegas de la facultad les van a tachar de superficiales. Allá ellos. Es una de las razones que explica la retención del conocimiento en España, yo diría que el secuestro del saber. Pero luego esos catedráticos leen encantados a un autor norteamericano que explica con sencillez la composición del universo, la masa monetaria o la existencia de los brontosaurios en el precámbrico. Y es el libro que recomendarán a sus alumnos, si es que éstos no lo han comprado ya. Y luego las comparaciones, por supuesto. No hay que olvidarlas. ¿Que para qué sirven? Uno de los problemas que creó la teoría de la relatividad fue que los terrícolas perdimos nuestro punto de vista. Mejor dicho, perdimos nuestros viejos instrumentos de medición. Hasta entonces se había pensado en muchas cosas: que la Tierra estaba en el centro del universo y por eso podíamos calcular la velocidad y el movimiento de otros planetas, pero algo no encajaba con los cálculos y dedujimos entonces que el sol era el centro y, al final, descubrimos que había otros mundos. ¿Dónde está el centro? ¿Cómo medimos la velocidad de desplazamiento de nuestros quesos de bola en el magnífico cosmos? Afortunadamente, quedaba el éter, que era algo así como “eso que está ahí afuera, y sobre lo cual se desplazan los planetas”. La teoría de la relatividad se cargó el éter y propuso que no había nada sobre lo cual pararnos a medir la velocidad y el movimiento porque todo estaba en movimiento. Todo era relativo excepto una cosa: la velocidad de la luz, pues siempre era la misma. Ése era nuestro instrumento de medición hasta que viniera otro y lo mandara a paseo. ¿Por qué nos había angustiado tanto ese descubrimiento de la relatividad? Porque no somos seres relativos. Necesitamos puntos de vista. Y que sean fijos, por favor. No digo que existan, sino que necesitamos que existan. Un punto de vista, un sitio, un observatorio, una medida concreta, nos da el tamaño de las cosas, su volumen, su velocidad, su crecimiento, su caída… Los barcos siguen sus derroteros en las noches gracias a los faros y, cuando cae la niebla, se guían por las sirenas instaladas en los salientes. Miden la distancia a la costa para no naufragar. Nuestras opiniones nacen del simple hecho de comparar una idea con lo anterior o lo posterior, con lo de arriba o lo de abajo, con algo que ya estaba ahí. Nos sirve para medir. Por eso no sólo en los análisis, sino en el mundo del periodismo, es tan importante ir sembrando el camino con puntos kilométricos. Si decimos que una empresa ha vendido este año medio millón de toneladas de helados, no estamos diciendo nada hasta que descubramos al lector si esa medida es mucho o poco comparada con algo. Si resulta que en nuestro país se

consumen cien millones de toneladas de helados al año, la fábrica es una birria. Si la circunscribimos a una región, entonces, gana peso, y si hablamos de la ciudad donde se produce, seguramente será la mayor fábrica de helados de esa localidad, la reina, la líder. A falta de magnitudes equivalentes, se puede echar mano de objetos familiares para el lector. Si escribimos, por ejemplo, que el ayuntamiento de Madrid posee más de 5,5 millones de metros cuadrados de parques, solares y edificios, el lector se quedará frío, salvo que añadamos que eso equivale a 1.500 estadios de fútbol del tamaño del Santiago Bernabéu. Y si queremos valorar los 605 millones de metros cuadrados que el Estado posee en la capital de España, deberíamos añadir que “en un hipotético terremoto”, le costaría equis millones de euros reponer todos esos inmuebles. Por eso es tan importante que los periodistas no cometan el error de soltar las cifras que les revela su informante en una rueda de prensa o donde sea, sin compararlo con algo. La comparación nos da una perspectiva, un punto de situación en un mapa, de la misma forma que contemplamos un cuadro desde alguna perspectiva. Sean soldados, toneladas de maíz, inversiones o crímenes, el lector necesita situarse ante esa realidad y saber si es mucho o poco, si debe alarmarse o contentarse. En caso contrario, sucederá que estamos viendo un dibujo de Escher, aquel ilustrador alemán que rompió con la perspectiva y que creó dibujos con varios puntos de fuga. Son divertidos como pasatiempo a la vista, pero si hubiera que ponerlos por escrito, serían un manicomio de palabras. En el mundo económico se abusa particularmente de la técnica de las comparaciones engañosas. Eso lo saben los periodistas veteranos. Para ocultar sus malos resultados muchos empresarios acuden a esa clase de comparaciones. Por ejemplo, si saben que sus beneficios han sido modestos, en vez de confesarlo así, abiertamente, dicen que sus beneficios se han multiplicado por quince en el último año, o que han crecido “un 120% en el último año, comparado con el año anterior”. El periodista novato, sorprendido por tal magnitud, titula por ahí su noticia, pero el veterano se da cuenta del truco, pues la empresa no ha dado las cifras absolutas, a lo mejor ha pasado de un euro a quince euros de beneficios, pongamos por caso, lo cual, a todas luces, significa que es una empresa con malos resultados. El empresario tiene la excusa de que no está mintiendo, pero está dando una imagen falsa, que, además, está engañando a sus accionistas. 11. Analizar hechos que han pasado es más fácil que analizar hechos que pueden pasar. Es decir, si nos enfrentamos a la tarea de escribir sobre lo que ha hecho un gobierno, aparte de que nos caiga bien o mal, no podemos mentir respecto a los hechos, pues están ahí, se pueden verificar y las estadísticas son la prueba irrefutable. ¿Ha bajado el desempleo? ¿Hay más carreteras? ¿Siguen las colas en

los hospitales? ¿Aumentan los robos? Basta echar mano de las cifras que periódicamente se publican en los medios de comunicación para elaborar nuestro sesudo análisis. Pero, ¿y si nos toca analizar lo que va a pasar a partir de ahora? Es un terreno lleno de arenas movedizas, y la experiencia indica que hace falta un enorme grado de síntesis, de sentido común y de visión adelantada. Aun así, creo que es un camino lleno de pieles de plátano. Los análisis de futuro, las predicciones, son una ratonera porque se corre el riesgo de fallar y de hacer el ridículo. Y fallan incluso los expertos, como se demuestra habitualmente con la Bolsa. A mediados del año 2000 muchos analistas, prestigiosos bolsistas, destacados financieros, predecían que a finales de ese año la Bolsa llegaría a “máximos”. Sucedió todo lo contrario. Creo que es más fácil predecir si va a llover en los próximos seis meses, que adelantar el comportamiento de la economía, las elecciones o la moda. Por eso siempre se dice con socarronería que los economistas son personas que dicen lo que va a pasar y luego nos explican las razones por las que no ha pasado. Uno de los padres de la economía moderna, Thomas Robert Malthus, predijo en el siglo xix que la población crecería de tal forma que los alimentos no darían para colmar todas las bocas. Lo llamó la ley de rendimientos decrecientes. El señor Malthus es uno de los ejemplos más claros de cómo una mente brillante mete la pata hasta el fondo. Hemos sido capaces de obtener del suelo cosechas inimaginables, y con la ingeniería agrícola, ahora podemos sacar incluso más de lo que podríamos soñar. Las papeleras de los redactores jefe están llenas de análisis de futuro que no llegaron a cumplir con lo que se esperaba de ellos. Es el más difícil de los análisis… o quizá el más sencillo, pues a veces basta un poco de sentido común. Uno de los ejemplos más simpáticos en esta clase de previsiones lo documentó a mediados de los años noventa la revista británica The Economist. Realizó una encuesta general entre científicos, sociólogos, politólogos, economistas, universitarios… sobre qué iba a pasar en los próximos años en el mundo, por ejemplo, si Sudáfrica iba a tener un gobierno con un presidente negro. Sólo acertó un grupo de personas: los basureros. Hace muchos años entrevisté a Tom Peters, un gurú famoso por haber escrito a mediados de los ochenta En busca de la Excelencia, donde postulaba una idea sobre el futuro del management, y cuando le pregunté si escribiría su libro otra vez, si algo había cambiado, me confesó que no había acertado y que jamás se le ocurriría reescribirlo. Y cobraba cien mil euros en cada intervención. Eso demuestra que las previsiones son arriesgadas.

Muchos se seguirán preguntando todavía cómo se escribe un buen análisis, y la mejor respuesta es que esa clase de papeles surge a veces de una buena discusión. En una visita que realicé a principios de los años noventa a Financial Times, un reportero español que tenía su oficina en el edificio del conocido periódico económico londinense tuvo la amabilidad de hacerme una visita guiada por las plantas principales. Era como una visita al zoo, pues allí se encontraban los más extraños animales: el especialista en el mercado del cacao, el especialista en acero, el especialista en… Pasamos junto a un grupo de tres personas que, de pie, dialogaban en voz baja, pero con intensidad. “¿Conoces la Lex Column?”, me preguntó mi cicerone. Era un recuadro que aparecía al final del primer cuerpo del FT, y que, según dijo mi colega, era lo más leído del periódico. Se trata de tres sencillas piezas donde se analizan algunos aspectos económicos o políticos, y que lleva tal carga de profundidad conceptual que influye en muchas decisiones. “Su trabajo es estar todo el día debatiendo las cuatro líneas que van a salir al día siguiente”, me dijo. Debate. Estaban discutiendo, dialogando, intercambiando opiniones y analizando lo que iban a escribir. Seguramente eran los periodistas mejor pagados en relación al espacio producido, y sin duda, parece una fórmula eficaz de vender pensamiento. Porque los lectores pagan con gusto un buen pensamiento. Un directivo de una poderosa agencia de relaciones públicas me confesó que los dirigentes de las mayores empresas españolas se mueren por entrar en contacto personalmente con los analistas de Lex Column. Saben que un comentario optimista o pesimista de su organización puede hacer subir o bajar la cotización de sus acciones como si fuera un yo-yo. Otra publicación británica, The Economist, se ha hecho famosa por vender eso: pensamientos. Desde su fundación, los periodistas de The Economist están orgullosos de su forma de hacer periodismo, porque escriben pensamientos, es decir, razonamientos. Han creado una escuela de materia gris. “Tenemos sólidas opiniones, formadas tras una larga observación, experiencia y reflexión”, decían los principios del editor en agosto de 1843. Desde el primer día, la revista creyó que su forma de contribuir a la opinión pública era a través de la inteligencia de sus reportajes. Una directiva de esta publicación afirmó hace poco que hasta las noticias más pequeñas no ven la luz sin ser antes el fruto del debate entre los periodistas de cada sección. Todos sabemos que muchas ideas, y nuestras propias opiniones, surgen cuando tenemos que confrontarlas con otros. Los análisis de The Economist son, desde mi punto de vista, muy “británicos” y sólo deben tomarse como el punto de vista británico sobre las cosas que suceden en el globo. Sus conclusiones pueden hacernos revolvernos en nuestros asientos,

pero sus razonamientos, esa cadena de hechos comentados que están antes de la conclusión, siempre tienen una idea digna de ser aprovechada. Con razón, la prensa española, que tiene de sí una imagen provinciana, califica a todos los medios internacionales europeos, y especialmente a The Economist, como “el prestigioso semanario”. ¿Y es que nosotros no tenemos semanarios de prestigio? ¿Diarios? Seguramente sí, aunque esa actitud de ver prestigio en lo que viene de fuera está basada en que, en el fondo, conocemos lo de dentro y, por nuestra forma de trabajar, no estamos acostumbrados ni nos han enseñado a pensar. Muchas veces digo a los estudiantes de periodismo que uno de los gestos que deberían mostrar cuando escriben es el de hincar los codos sobre la mesa, apoyar la cabeza sobre las manos y pensar. Pensar durante algunos minutos, buscar las razones, hacer caso a esa voz interna que nos dice que algo no funciona lógicamente en aquella historia. El lector espera que nosotros seamos los zapadores del intelecto o, como dice Kapuscinski, cazadores furtivos: hemos avanzado en primera línea, nos hemos internado en el campo enemigo y deberíamos tener una idea de dónde están enterradas las minas. Se supone que gracias a nuestro carné de periodista hemos logrado entrevistar a un montón de personas antes de ponernos a escribir la primera línea. Se espera que sepamos mucho del asunto que tratamos y no deberíamos conformarnos con hacer una exposición, como si las noticias fueran pinturas, sino dar una honesta interpretación de los mismos. Supongamos que un periodista emprende la tarea de hacer un reportaje sobre Corea del Norte y es enviado a esta parte del mundo. Tras hablar con miembros del partido comunista, con empleados de ferrocarriles, con familias y campesinos, escribe una crónica “llena de color” en la que los personajes van entrando y saliendo del reportaje con sus respectivos parlamentos. Kim Sung, dice esto, Hang Yoong afirma lo otro. ¿Y eso es todo? Esperábamos que el reportero, que ha entrado en el reino de Oz, nos explicara las razones por las que el país afronta una hambruna, o por qué ha fracasado su sistema de cohesión social. Que lo razone, no que lo exponga. El lector espera que después de esa visita le cuente detalles inteligentes y le explique por qué pasa lo que pasa. Cuando media Europa estaba debatiendo si la Constitución Europea nos haría más felices, algunos medios financieros hicieron un resumen de la parte económica de esa Carta Magna. Esta superley velaría, por ejemplo, por el mantenimiento de un mercado libre de mercancías y capitales, el pleno empleo, la estabilidad de precios, la libertad de asociación y de huelga. Los parados contarían con un servicio gratuito de colocación, y hasta con el derecho a una gratificación. Condiciones laborales salubres, seguras y dignas, con períodos de

descanso, cobertura sanitaria, servicios sociales, jubilación… Ah, se prohibía el empleo infantil, la esclavitud y el trabajo forzado. Con toda esa información los europeos se iban a familiarizar con su futura Constitución. Pero ésa no era la noticia. Para mí la noticia era que la Constitución europea ¡no traía nada nuevo en lo económico! Sin embargo, la mayor parte de los medios se conformó con “exponer” un resumen económico de la Constitución, en vez de decirles a sus lectores: “Señores, nada nuevo bajo el sol”. Esas propuestas ya estaban recogidas en las constituciones nacionales desde hacía muchos años. Era como someter a referéndum la teoría de la gravedad. Desde mi punto de vista, una de las cosas que mejor refleja el buen trabajo de un analista es el desvelamiento de una tendencia o un fenómeno social antes que la mayoría. El periodista ha “olido” algo, y lo ha sintetizado. Está despierto, es inteligente. Le carbura la cabeza. Y lo que está claro es que las ideas surgen en la prensa escrita, y concretamente de un buen análisis. Como decía el escritor indio Salman Rushdie: Las ideas que forman la madeja de la sociedad, igual que las grandes polémicas que la deshacen, nacen siempre por escrito, ya sea en la prensa o en los libros. La televisión se contenta con diseminarlas hasta el infinito. Creo que la crónica ideal, la crónica total, es la que conjuga un buen análisis con el estilo del reportaje y añade una pizca de opinión. Es aquella en la que el periodista no se limita a informar de algo que ha pasado, sino que explica las razones que hay detrás del suceso, así como sus consecuencias, y hasta sugiere de forma elegante, y sin tomar al lector por tonto, qué postura hay que mantener ante ese hecho. Pero eso es un arte que sólo dominan los maestros al final de una experimentada vida profesional.

9. ENTREVISTAS: CÓMO VENDER EN UN CARA A CARA

Ésta es la sencilla historia de un periodista que tomó un avión, un tren y un taxi para entrevistar a un personaje muy conocido y también muy escandaloso, que se había hecho famoso por sus extravagancias. Presidente de un club de fútbol financiado de forma irregular, alcalde de una ciudad de la costa llena de grandes fortunas, con lujosos yates atracados en la dársena, político con cierto éxito, había tantos periodistas interesados en entrevistarle que había que hacer cola para conseguir algunas declaraciones. Al entrar en el despacho, el periodista se encontró con un individuo de más de setenta años, que pasaba las páginas del periódico mientras hablaba por teléfono. Con un movimiento de ojos, ordenó al reportero tomar asiento y cuando colgó, le dijo que sólo le concedería quince minutos de entrevista, pues aquel día estaba muy ocupado ya que también debía hablar para un programa de fútbol de la televisión, varias cabeceras de deportes y para la radio. ¡Quince minutos! ¡Después de un viaje en avión! Eso no daba ni para una entradilla. Parecía que las cosas no iban a salir bien, y encima el periodista tuvo que sufrir la humillación de esperar a que el famoso señor terminara de leer el periódico. Cuando ya estuvo dispuesto, el periodista se situó delante del gordo personaje, y su primera pregunta fue: —¿Cuál es su jerarquía de valores en la vida? ¿Valores? Era la primera vez que alguien le hacía esa pregunta. En vez de indagar por el fútbol, las mujeres, la política, los jueces, la oposición… le preguntaban por sus valores espirituales. El hombre se echó para atrás haciendo crujir el asiento bajo sus más de cien kilos de grasa, y tras unos segundos de reflexión en los que una parte desconocida de su cerebro empezaba a chisporrotear, comenzó a soltarse el pelo: familia, amigos, Dios, monarquía… La entrevista duró más de dos horas, y fue una de las mejores entrevistas que le hicieron a aquel curioso personaje. Este ejemplo real sirve para entender cómo hay que atraerse a una persona archiconocida que está harta de conceder entrevistas superficiales, y que piensa que no va a ganar dinero con ese encuentro. Los que piensen que la entrevista es un género fácil son los que no saben hacer entrevistas. Creo que este género tiene dos reglas sencillas: que la entrevista sea original, y que el personaje se sienta (cabreado o agradecido) con ganas de decir algo de interés. Los más dispuestos a hablar son los escritores, la gente del mundo del cine o los que simplemente quieren seguir siendo famosos, pero una jornada repleta de

entrevistas puede agotar la capacidad de una persona de dar respuestas originales. Cada vez que lanzan una novedad, por ejemplo, las editoriales de libros, suelen promocionar a sus autores organizando gigantescos desfiles de periodistas. Le guste o no hablar en público, el escritor sabe que los medios de comunicación son una magnífica caja de resonancia para impulsar las ventas de su libro. Si se trata de escritores noveles todavía podemos esperar que no hayan agotado su capacidad de conceder entrevistas y que se dejen martirizar, pero cuando se trata de personajes consagrados por la crítica o adorados por los lectores, resulta muy difícil sacar nada nuevo de ellos… a menos que uno sepa llegar al corazón. La periodista Ima Sanchís cuenta que le habían situado al final de una maratón de entrevistas el día en que la escritora Isabel Allende presentaba un libro en el hotel Ritz de Madrid. Dado el interés que suscitaba esta autora, y debido a la multitud de compromisos, es fácil imaginarse la situación: el tiempo concedido a cada reportero se había restringido hasta el límite, apenas para plantear algunas preguntas, y al final de la mañana, Isabel Allende estaba agotada y mentalmente exprimida. Era el turno de Sanchís, que estaba un poco desanimada porque era la última de la cola. Así que, sabiendo el estado de ánimo de Allende, la periodista propuso la siguiente cuestión: “Me gustaría tener una conversación relajada”. Y la famosa escritora respondió: “A mí también”. Sanchís logró darle a aquel encuentro un aire tan íntimo “que todo lo que nos rodeaba desapareció: los agentes de prensa, los camareros, los cazadores de autógrafos, el ruido”, según relata en El don de arder. La entrevista se prolongó hasta la hora de la comida y siguió en el café. Allí había pasado algo: alguien supo llegar al alma de una escritora, la cual se sentía a gusto hablando de su pasado y de sus vivencias (se le llenaron los ojos de lágrimas). Sencillamente, abrió partes de su corazón donde nunca había penetrado el ojo de un extraño. Ambas mujeres estaban en la misma longitud de onda, y la conversación transpiró ese tono sentimental que emociona a los periodistas (por cierto, tenemos nuestro corazoncito) y que reconforta a los personajes que son entrevistados. Eso demuestra que en esta profesión no hay reglas para hacer una buena entrevista, salvo la de “tener el olfato para plantear las cuestiones adecuadas, en el momento adecuado, y con el estado de ánimo adecuado”. Pero ¿qué sucede si se trata de hacer preguntas indiscretas o de obligar al entrevistado a confesar algo que desea ocultar? A principios de los setenta, en su encuentro con Henry Kissinger, el secretario de Estado de Estados Unidos, la periodista italiana Oriana Fallaci tenía que tratar un

asunto realmente desagradable: el país más poderoso del mundo estaba perdiendo la guerra contra Vietnam del Norte. Los norteamericanos habían perdido 53.000 soldados y tenían medio millón de heridos, y encima, no se sentían nada cómodos defendiendo a Nguyen van Thieu, su aliado de Vietnam del Sur, famoso por su desmedida corrupción. Por eso Kissinger negociaba escapar de aquel país negociando con su enemigo, el líder de Vietnam comunista, Le Duc Tho. Y entonces le entrevistó Oriana Fallaci: —Doctor Kissinger, si le pusiera un revólver en la sien y le obligara a elegir entre una cena con Thieu (su aliado) y con Le Duc Tho (su enemigo)… ¿qué elegiría? —No puedo contestar esta pregunta. —¿Y si le contestara yo diciendo: me gusta pensar que preferiría cenar con Le Duc Tho? —No puedo, no puedo… no quiero contestar a esa pregunta. —¿Puede responder a esta otra? ¿le ha gustado Le Duc Tho? —Sí. Me ha parecido un hombre muy dedicado a su causa, muy serio (…) —¿Diría lo mismo con respecto a Thieu? —También tengo buenas relaciones con Thieu. Antes… —Ya, antes. Los sudvietnamitas han dicho que ustedes no se han saludado como los mejores amigos. —¿Qué han dicho? —Que no se han saludado como buenos amigos, repito. ¿Afirmaría lo contrario, doctor Kissinger? —Bueno… es cierto que tenemos nuestros puntos de vista. Y no necesariamente los mismos puntos de vista. Por tanto, digamos que Thieu y yo nos hemos saludado como aliados. A pesar de que el poderoso político creía haber evadido las incendiarias preguntas de Fallaci, a estas alturas los lectores ya pensaban que Kissinger no se llevaba bien con su aliado. Y todo porque la reportera usaba la vieja técnica de “perdone que le repita la pregunta que usted no quiere responder…”. Las entrevistas de Fallaci solían ser recogidas por muchos periódicos en todo el mundo porque allí no sonaba la voz de un cronista imperturbable sino la de una entrevistadora sin miedo. Decía Fallaci:

Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo como si la cosa me afectase personalmente o hubiese que tomar posición (y en efecto, la tomo siempre a base de una precisa elección moral). Parecía como si los lectores la estuvieran viendo con sus propios ojos, levantando el dedo acusador y poniendo a sus personajes contra las cuerdas. Muchas de sus entrevistas fueron reeditadas en un libro titulado Entrevista con la historia (Noguer, Barcelona 1975), que debería estar permanentemente en la mesilla de noche de los aprendices. Pero no siempre se culmina con éxito esta clase de entrevistas en las que se mete el dedo en la llaga. En su encuentro en Nueva York con el pretendido obispo africano llamado Milingo (pseudoreverendo de la secta Moon y casado con una acupunturista coreana), el periodista Julio Anguita Parrado le preguntó de entrada, y con buenas dosis de cinismo, si tenía que dirigirse a él como “obispo Milingo” o “señor Milingo”. El hombre se sintió tan ofendido que lo echó de allí. Fue, como confesó Julio con su sentido del humor, the best interview never written (la mejor entrevista nunca hecha), según se cuenta en el libro Julio Anguita Parrado: Batalla sin Medalla. Pienso que esa clase de preguntas expresamente provocadoras hay que dejarlas para el final, cuando ya tenemos asegurado casi todo el material que necesitamos. Y luego, a la hora de editar, se puede colocar al principio, sin que las manifestaciones del entrevistado pierdan un gramo de veracidad. De hecho, las entrevistas casi nunca se publican completas, pues hay momentos de bajo interés o de divagación confusa que no enriquecen ese texto. Y hay desorden, pues las preguntas no siempre se plantean encadenadamente, sino que suele ocurrir que de repente el periodista se acuerda de algo, o el entrevistado quiere retomar una vieja cuestión. Todo eso se arregla a la hora de la edición, lo cual puede tomar un día entero, incluso varios días si queremos dotar al texto de un flujo vivo y sin interrupciones; costumbre que irrita a escritores como Milan Kundera, que un día se negó a conceder más entrevistas porque “el entrevistador hace preguntas interesantes para él, sin interés alguno para uno mismo; no utiliza las respuestas de uno sino las que le convienen; las traduce a su vocabulario, a su manera de pensar”. Todo lo que dice es cierto. Pero es que el periodismo es el arte de destacar lo interesante para la mayoría, y no hay otra forma de hacerlo que comprimiendo y escogiendo las respuestas.

El periodista tiene que cumplir su papel sin defraudar a los lectores, y si sabe llevar las cosas con don de gentes y una buena dosis de provocación, obtendrá entrevistas ejemplares. No es fácil sentarse ante personajes difíciles como dictadores, artistas engreídos o simplemente ante personajes soberbios que piensan que ya han demostrado todo lo que tenían que demostrar. Únicamente hay que saber cómo llegar al límite de la provocación sin que acaben dándonos una patada en el trasero. Y creo que todo eso está basado en un instinto animal que es el rasgo del que se puede sentir más orgulloso un periodista veterano. Un día entrevisté a la vicepresidenta del gobierno vasco, famosa porque no sonreía y porque era una mujer dura. Lograr aquel encuentro ya fue heroico porque hubo que asediar a su portavoz por teléfono todos los días. A poco de comenzar la entrevista, y debido a mis preguntas provocadoras, la mujer me avisó de que me había dado ya “dos toques” porque yo no la estaba entendiendo bien. Miré el reloj y vi que con diez minutos de entrevista no tenía ni para abrir boca. Así que levanté el pie del acelerador y traté de ser más educado a pesar de que me advirtió que podía interrumpirme cuando le diera la gana. Hacia la mitad del encuentro, el tono de la mujer fue subiendo casi hasta gritarme y tuve que detener la entrevista para calmarla. Al final logré sacarle una sonrisa… y una buena entrevista. Porque en lugar de exponer en ocho páginas sus digresiones, concentré lo mejor de nuestro rifirrafe en tres páginas para que el lector entendiera no sólo lo que estaba diciéndome sino cómo me lo decía. El método lo copié de los libretos de teatro: usé corchetes [sube de tono, se enfada, muy enfadada, sonríe]. Una entrevista con “ambiente” y casi con “sonido” dolby estéreo. En un encuentro con el multimillonario George Soros, famoso por haber lanzado a mediados de los años noventa del pasado siglo un espectacular ataque contra la libra esterlina, y por haber destrozado el sistema monetario europeo, un periodista alemán de la revista Stern fue directamente al grano, acusándole de comprar a políticos dando dinero para campañas electorales americanas y así “no pasar a la Historia como el hombre que, especulando, derrumbó el Banco de Inglaterra, algo que a todos los británicos, tanto niños como viejos, les costó doce libras, y que a usted le hizo mil millones más rico”. Soros, que se había instalado en Estados Unidos, estaba indignado, pero se intentó defender, especialmente cuando el periodista le atacó diciendo que, según algunos periódicos americanos, era “un peligro para la democracia”. Encima, el periodista le acusó de ser un hipócrita. Pero el entrevistador supo estirar la cuerda sin que se rompiese y obtuvo un texto lleno de tensión y apto para todos los públicos. Son desafíos que se solucionan sobre la marcha, midiendo los

gestos, el tono de voz y la energía del momento. No sé qué fórmula utilizó el periodista para no parecer insultante, pero me imagino que sus gestos eran más suaves que sus preguntas. “¿Por qué le acusan de ladrón?”. Dicho así, el periodista merece que le den una patada en el trasero, pero hay muchas formas de formular esa pregunta. Los buenos actores de teatro saben que la entonación, el acento, el timbre, la dirección de los ojos, las muecas, los guiños, las sonrisas y los movimientos del cuerpo cambian radicalmente el sentido de una frase: puede parecer irónica, amigable, agresiva, simpática, infantil, ingenua o insoportable. Es otra de las cosas que no se enseña en las facultades. Aprendemos este don de forma instintiva porque es parte de nuestra vida diaria, y hasta los niños modulan el tono de su voz para seducir a los mayores y obtener un caramelo. De modo que si un periodista se va a encarar a un personaje siniestro, al que debe plantear cuestiones irritantes que pueden acabar con su paciencia, lo más recomendable (aparte de llevar un buen guión repleto de sabrosas preguntas), es desplegar una variedad de gestos y entonaciones que le permitan seducir la mente del otro. En esos famosos libros de autoayuda destinados a los vendedores puerta a puerta se exponen algunas técnicas. Los actores y las actrices de cine, en cambio, no serán nunca huesos duros de roer, pues su supervivencia se basa en mantener su popularidad. Siempre estarán dispuestos a salir en cualquier medio de comunicación y a confesar que el director tiene un “don maravilloso para sacar lo mejor de los actores”, que fue una filmación “llena de dificultades”, resueltas gracias al tesón del equipo, cuyos componentes, por cierto, son unos profesionales “maravillosos” con los que se trabaja muy a gusto, y que los compañeros de reparto, ya son “sus amigos para siempre”. Si en vez de eso dijera que la película es malísima (que lo es), seguramente no le llamarían para otra película. Pero no todos los días entrevistamos a estos deliciosos dioses del olimpo del celuloide. Esta clase de entrevistas tiene un noventa por ciento de posibilidades de salir bien, a pesar de que se pregunten las estupideces más supinas, pues la vida de un actor o de una actriz nos atrae con fuerza planetaria. Sus padres, sus manías, la vida en el cole, su pareja, su decepción, sus enfermedades, su primer papel, cuándo quiso dedicarse al mundo del teatro… Convertidos ya en figuras celestiales, la simple rotura de un botón de su camisa será venerada con la misma devoción que la Sábana Santa. El reportero más inexperto será capaz de conseguir una entrevista medianamente interesante. ¿Y qué sucede cuando nos ordenan entrevistar a ese actor o actriz, ese personaje famoso, que está harto de que le hagan siempre las mismas preguntas en los

últimos treinta años? Bueno, quizá lo mejor de la entrevista esté en lo que pasa fuera de la entrevista. En un encuentro con el actor Omar Sharif, famoso por haber inmortalizado sus ojos llorosos en El doctor Zhivago y Lawrence de Arabia, un periodista preparó una batahola de cuestiones absurdas (¿A qué hora enciende su primer cigarrillo? ¿Cómo se llama la camarera más encantadora de su hotel? ¿Ha recorrido alguna vez Moscú montado en un trineo con campanillas?) y las últimas acabaron por irritar y hacer levantar de su asiento al egipcio.[1] Periodista: Su prejuicio contra la Rusia actual. Shariff: ¡Eso no es una pregunta! Es… la pura nada. Odio estas entrevistas. —No tengo otro tipo de preguntas. —Usted pregunta cosas imposibles… […] ¡Mírame, hijo, como yo te miro a ti! ¡No mires a la fotógrafa mientras hablo contigo! Omar Sharif se yergue para poder vociferar más a gusto. “Ten cuidado. ¡Me doy cuenta de todo!”. La fotógrafa, que había permanecido en un segundo plano, se levanta. “!Sí, niña! ¡Vete!”. Mutis de la fotógrafa. Gracias, Dios, él vuelve a sentarse. —¿Por qué no hablamos de mujeres? —Vamos a intentarlo. —¿Qué idioma da mejor resultado con ellas: francés, español, italiano o árabe? —¡Qué chorrada! (El País Semanal, 8-8-2004). A estas alturas sabíamos detalles del carácter y del pasado de Sharif que nunca hubieran emergido de la típica sesión de “Cuéntenos su pasado”. El periodista se lució, desde luego. Pero no todas las entrevistas que se publican son del mundo del cine o de la televisión. Hay que salir al encuentro de futbolistas, de químicos, de premios Nobel de Economía, de concejales de ayuntamiento, criadores de caballos, parados, miembros de ONG, bolsistas, arquitectas, investigadoras, entomólogos, notarios, albañiles, camareros… Y a veces, no tienen ganas de hablar. Y cuando tienen ganas de hablar, nuestros lectores no quieren conocer su vida sino otra cosa, como, por ejemplo, qué opina del sistema Linux un informático. ¿Alguien entiende las entrevistas de las revistas de ordenadores personales? Supongo que ellos, los informáticos, y algún extraterrestre que en esos momentos viva

camuflado en nuestro planeta. Sería ridículo establecer aquí las reglas para hacer una entrevista a un especialista en virus, o a un interventor de trenes, pues es mejor conocer algunos trucos más generales que, incluso, pueden servir para abrir la boca a un virólogo o a un interventor que no quiere ni ponerse al teléfono. Para empezar, ¿es que hay periodistas que se preparen las entrevistas? He conocido casos de personas que confiaban en su instinto y en su simpatía para sentarse frente a cualquier mortal y sacar unas declaraciones. Y lo hacen. Pero seguramente no sacarán algo distinto. Mis peores entrevistas han sido aquellas que no he preparado bien. Antes de ponernos frente a la persona que vamos a entrevistar, hay que hacer una exhaustiva recopilación de información empezando por las últimas entrevistas que ha concedido. Y no repetir lo que ya ha dicho un millón de veces, porque si no el entrevistado se dirá: “Otro periodista tonto que me hace preguntas tontas”. Imaginemos a un conocido científico y que la primera pregunta que le hace un periodista es “¿Cuándo nació usted?”. Lo primero que se le ocurrirá al hombre de ciencia será: “¿De dónde ha salido este tipo? ¿No sabe que eso aparece en cualquier entrevista anterior, en los archivos, en internet? Se lo podía haber preguntado al jefe de prensa de la institución en la que trabajo y nos podíamos haber ahorrado tiempo”. Mirará el reloj y pensará que si el reportero sigue a ese ritmo, acabarán a medianoche. Sencillamente, el reportero no ha hecho bien su trabajo pero como los entrevistados deben respetar incluso la necedad periodística, no tendrán más remedio que esperar a que se acabe la cinta de la grabadora o la tinta del bolígrafo. Eso significa que el periodista no se ha tomado la molestia de documentarse. En cambio, siguiendo el ejemplo anterior, ¿qué pensaríamos si en el primer encuentro ese periodista dice algo así como?: Señor Gómez, usted se ha convertido en un científico de talla mundial gracias a sus investigaciones sobre el cáncer, y en multitud de ocasiones ha dicho que el éxito depende del dinero invertido. Sin embargo, en los últimos diez años usted ha dispuesto del mayor presupuesto en investigación de este país y no ha descubierto nada nuevo. ¿Puede decirme qué está haciendo con el dinero de los contribuyentes? Tocado. “Este tipo no sólo se ha informado bien, sino que encima me está

provocando”, pensará usted. Y saldrá a defenderse con uñas y dientes, se le calentará la cabeza, dirá que es verdad que cuenta con un montón de dinero, pero descubrir algo nuevo, además de la suerte, depende del tesón y de la persistencia, pero sin darse cuenta y asfixiado por ese estado de ánimo, dirá que alguien en su equipo le está robando las ideas y le hace un boicot. Estupendo. El periodista ya tiene el titular, y lo ha conseguido provocándole. Este género de entrevista, como se ve, es justamente contrario al anterior, que empezaba con la pregunta sobre los valores espirituales y esas cosas tan bonitas. Pero los dos métodos son igual de eficaces porque el periodista ha conseguido su meta. Particularmente, las entrevistas siempre deberían tener una pizca de provocación. Para el lector ése es el signo de que el periodista se ha distanciado, que es imparcial y fiable, que no se ha dejado seducir por el personaje. No quiere decir esto que vayamos siempre a meter una pregunta impertinente. Si después de un atentado terrorista preguntamos a la madre de un niño asesinado brutalmente si no será ella un poco culpable por descuidarlo, es posible que, al día siguiente, la sección de cartas al director se inunde de protestas… si es que el redactor jefe ha cometido la negligencia de aprobar esa pregunta. Dejarse seducir por el encanto del entrevistado ¿es un defecto? Cuando un periodista empieza una entrevista relatando que se siente abrumado por el dinero, la belleza o la simpatía del personaje, casi podemos dar por seguro que vamos a leer una entrevista anodina con preguntas de color de rosa. Es más, el profesional no querrá siquiera poner en un aprieto a su entrevistado, pues está muy contento de estar allí compartiendo esa charla y un café. Y el lector deduce instintivamente que ahí falta objetividad. Pero otra cosa muy distinta es poner cara de tonto y hacer gestos de admiración, pues al creer que la cosa está controlada, el entrevistado se va de la lengua. Muchos personajes importantes me han confesado que las entrevistas más comprometedoras se las han hecho periodistas con cara de oveja; los que no parecían amenazadores. ¿Es que no nos vamos a fiar de esta chica con cara angelical? En este caso, la periodista “hace como” si se hubiera rendido ante el encanto del entrevistado, y ahí es por donde se cuelan las mejores confesiones. Por eso creo que hay tantas formas de hacer entrevistas como personajes dignos de ser entrevistados. El periodista no sólo debe prepararse las entrevistas desde el punto de vista de la documentación sino que debe saber a qué tipo de persona se va a enfrentar. Debería averiguar si el personaje es un tipo seco o simpático, si está afectado por el reciente fallecimiento de un ser querido, si le gusta pasear o cantar, la filosofía de la ciencia o el arte egipcio. Esta información preliminar es vital para romper el hielo de esos primeros minutos en los que los seres humanos

se miden, y se admiten. Si el personaje es muy tímido y no le gusta hablar a la prensa, un comentario cercano a sus hobbies puede ser la mejor puerta de entrada. En una ocasión, un jefe de prensa me indicó que el presidente de la compañía, a quien estaba a punto de entrevistar, era hosco, serio, no se reía nunca y daba respuestas cortantes. Entonces le pregunté dónde había nacido, y al saber que era asturiano vi la luz. Cuando nos presentaron le confesé que yo solía veranear en un pueblo de la costa asturiana. A continuación, no podía fallar, pasamos a los platos típicos, y entonces comenzamos a discutir dónde se comía la mejor fabada. Él recomendó algunos sitios, y tras esos minutos de distensión se sentía lo suficientemente cercano a mí como para charlar sin miedo. La región, las manías, las comidas, los libros preferidos… Cualquiera de esas cosas personales sirven para abrir la puerta del corazón de una persona, pero lo que siempre resultará infalible son los hijos. Preguntar por ellos es un truco que siempre funciona. Supongamos que entramos en el despacho de una persona que deseamos que se convierta en nuestro confidente, en nuestra fuente de información, pero que desde el principio nos mira con desconfianza. Es lógico que desconfíe. Y no hay nada mejor que echar un vistazo alrededor y hallar la foto de familia. Voilà. Cogemos el marco y decimos. “Qué chicos tan guapos.” ¿Existe acaso algún padre o alguna madre que no esté orgulloso de sus retoños? Pasará varios minutos poniendo por los cielos a sus vástagos, o a su mujer, o a su padre, y entonces ya casi está en el bote. Se puede echar un vistazo a la biblioteca y comentar la erudición de los libros, un tapiz o una reproducción de Vassareli. Y una vez que la conversación se ha humanizado, puede pasarse a la parte profesional. ¿Hipocresía? ¿Cálculo taimado? Bueno, las dos personas que están allí frente a frente saben qué razón ha motivado ese encuentro. Pero si se lleva de modo honesto podrá ser, como pasa en las películas, el principio de una buena amistad, pues no todas las personas que vayamos a entrevistar nos harán declaraciones publicables. Muchos serán informantes off the record, y si hemos enseñado desde el principio nuestras cartas, ellos se fiarán para siempre de nosotros. Y si hacemos una entrevista publicable y el personaje siente que se ha reflejado lo que piensa, entonces, seguramente, hemos ganado una persona que podremos entrevistar en el futuro, cuando se presente de nuevo esa necesidad. Una vez abierta la brecha por la que entramos en el corazón de nuestro entrevistado, el desafío consiste en hacer buenas preguntas (no preguntas buenas o bonachonas). Tienen que estar conceptualmente bien trabajadas, es decir, que el periodista haya definido bien el argumento, que sean preguntas consistentes, con ingredientes pesados. No todas las preguntas inteligentes obtienen respuestas

inteligentes, pero el periodista debe hacer bien su trabajo, es decir, poner a trabajar los engranajes mentales del entrevistado, pues en el fondo se trata de vender pensamientos. ¿O es que una entrevista es otra cosa? Las preguntas inteligentes deberían servir para sacar las mejores ideas de los personajes, tanto de los que les gusta hablar como de los que no. Pero las preguntas insulsas sólo sacarán algo bueno de aquellos que sepan hablar en público. Hay entrevistados que con conectar la grabadora ya hacen el trabajo ellos solitos. A mí me sucedió con Hugo Chávez, el explosivo presidente de Venezuela, un verdadero maestro en el cara a cara. Su conversación estaba tan bien hilada que me resultó difícil recortarla. Pero si esa persona no tiene el don de hablar en público, de comunicar, entonces la pelota está en el campo del periodista. Y aun así, hasta los buenos periodistas se sienten descorazonados ante personas grises. Como afirma Oriana Fallaci: Si una persona tiene talento se le puede preguntar la cosa más trivial del mundo: siempre responderá de modo brillante y profundo. Si una persona es mediocre, se le puede plantear la pregunta más brillante del mundo: responderá siempre de manera mediocre. Y aquí entramos en un camino lleno de piedras. Muchos medios de comunicación se ven obligados a publicar entrevistas sin interés por la sencilla razón de que el personaje es una persona destacada en el ámbito de la cultura, la astronomía o las finanzas. Aparece la foto y el nombre de personaje, y aunque diga tonterías, se publica porque así el medio de comunicación “se apunta un tanto”, se cuelga una medalla y fastidia a los competidores. Esto es particularmente habitual en el mundo de la economía y las finanzas. Los periódicos económicos tienden a rellenar páginas con entrevistas larguísimas que no dicen nada nuevo, pero como el entrevistado es el presidente de una compañía eléctrica (lo aseguro, no hay nada más aburrido que hablar de kilowatios, porque ni siquiera se pueden ver), entonces hay que cederles un espacio destacado. A muchos periodistas les cuesta tanto desprenderse del contenido de una entrevista de dos horas “con un personaje importante” que creen que su medio de comunicación tiene el deber de publicar hasta la última línea. Pero, un momento, ¿de qué estamos hablando? Se supone que los periódicos deben publicar cosas de interés, y si en esa entrevista no hay nada interesante, debería acabar en su lugar natural: la papelera. Así, la próxima vez, el entrevistado sabrá

que o dice cosas interesantes o perderá el tiempo con nosotros. Eso no debería suceder si el periodista ha debatido antes con su jefe o con un compañero los argumentos que desea tratar con el entrevistado. Los mejores artículos nacen de un debate interno, del intercambio de dudas y del afloramiento de ideas. Eso es, al menos, lo que yo pongo en marcha cuando nos ofrecen un encuentro con un personaje importante y conocido, que además va a hacer una ronda con otros medios de comunicación. ¿Qué preguntas le hacemos para sacar algo nuevo? ¿Cómo es este personaje? ¿Cómo llegar al fondo de su corazón? ¿Qué queremos que nos revele? ¿Qué opinará esta persona de la guerra, los transgénicos o la pobreza? Además, dado que otros periodistas (la mayoría) no tienen tiempo o ganas de prepararse la entrevista, el que trabaje intelectualmente una entrevista antes de realizarla partirá con enorme ventaja frente a sus competidores. Los periodistas hacen un trabajo intelectual, y cuando se trata de entrevistar en masa a un personaje, ganará aquel que haya dedicado unos minutos a preparar preguntas inteligentes, picantes, provocadoras o humanas. Hay profesionales que piensan que la entrevista termina una vez han metido el capuchón en su bolígrafo o han apagado la grabadora. Siempre queda algo en el tintero y, si hay tiempo, debería plantear las preguntas olvidadas, insistir una y otra vez o comprobar lo que no ha quedado claro; agotar todas las posibilidades hasta el último minuto. Creo que era Truman Capote quien decía que las mejores declaraciones se obtenían de camino al ascensor, cuando el entrevistado bajaba la guardia y hacía confesiones formidables. Muchas veces me he preguntado por qué en las facultades de periodismo no se enseña a los estudiantes a realizar entrevistas. Es algo que no entiendo; porque, como hemos visto, hacer una entrevista no consiste en preguntar sino en algo más complejo. ¿Qué hacer cuando, por ejemplo, una persona que detesta ser entrevistada responde con monosílabos? Para mí sería un ejercicio obligado en el primer año de facultad situar al aspirante a periodista frente a un compañero que tiene la orden de responder “sí”, “no” y “a veces”. O poner cara de hastío y hasta hacer comentarios despectivos sobre la forma en que se está conduciendo la entrevista. Si a los miembros de las fuerzas especiales se les enseña a sobrevivir en situaciones extremadamente peligrosas, abandonándoles en la selva con una simple brújula y un cuchillo de caza, ¿por qué no enseñar a los periodistas a salir airosos de la jungla de la sociedad hostil con un simple cuaderno y un bolígrafo? Peor aún, ¿se les enseña a reproducir una entrevista sin apuntes ni grabadora? Algún día de su vida profesional, un periodista se encontrará con una persona

dispuesta a contarnos algo importante, y quizá no tengamos ni el más simple instrumento de escritura a mano. Sólo contaremos con nuestra memoria. Y para esos casos existen trucos mnemotécnicos que nos ayudan a registrar posteriormente los mejores detalles de una conversación y que se pueden encontrar, como he dicho en otro capítulo, en cualquier libro de “Cómo obtener una supermemoria”. El más sencillo de todos consiste en transfigurar el relato en un cuento, en producir imágenes mentales. Si la confesión de nuestro informante se refiere a un crimen, el asunto ya tiene bastante carga emotiva como para que la cosa sea recordada con facilidad, pero si se trata de cuestiones más abstractas, no hay más remedio que emplear asociaciones de imágenes. Sigo pensando que la entrevista es un género muy difícil, a pesar de que a primera vista parezca el más fácil de todos. Me refiero a que las buenas entrevistas son muy difíciles de escribir. Sucede en muchas ocasiones que, después de haber pasado a máquina una extensa entrevista, nos damos cuenta de que, salvo algunas frases picantes o ingeniosas, es aburrida o no hay un buen titular. Por eso existe el viejo recurso de convertir las entrevistas en perfiles, es decir, lo que se llama entrevista reportajeada. Tan sencillo como escoger las frases más curiosas, llamativas o provocadoras de nuestro personaje, y adornarlas con una descripción de su traje, sus relojes, sus libros, su forma de mover las manos, sus defectos, sus virtudes, lo que otros dicen de él, y en fin, todo ese universo de detalles que se han grabado en nuestra memoria antes, durante y después de mantener el encuentro. Creo que la riqueza de matices del perfil (otro género periodístico) es lo que permite salvar muchas veces entrevistas cortas o con “poca chicha”. Y un último consejo. El profesional debe llevar, aparte de la fiel grabadora (algunos llevan dos por si acaso falla una), un cuaderno de notas para resaltar las frases más jugosas, ésas que se convertirán en un buen titular. Así, cuando el jefe nos pregunte si nuestro personaje ha dicho algo importante, le responderemos con una batería de “frases memorables”. Eso es un trabajo bien hecho.

10. BÚSCATE LA VIDA

Cuando llegó la noticia de que Bagdad podía ser destruida por un ataque con bombas atómicas, los periodistas cogieron sus cámaras, sus ordenadores portátiles y sus antenas, y se fueron por donde habían venido. Sólo quedaron en Bagdad dos periodistas de medios occidentales, un español y un neozelandés. No hubo bombas atómicas, por supuesto, pero las crónicas de Alfonso Rojo para el diario El Mundo durante la Primera Guerra del Golfo se convirtieron en el único hilo conectado a la realidad durante muchas semanas, y eran reproducidas por una cadena de periódicos europeos, por varias agencias de noticias, y devoradas por cientos de miles de lectores. Lo más curioso del asunto es que Rojo no disponía de ningún medio moderno para trasmitir sus crónicas: ni teléfono. En cambio, el otro periodista sí tenía ese privilegio pues, por puro interés propagandístico, el gobierno de Irak dejaba trasmitir por satélite al enviado de la prodigiosa cadena de televisión americana CNN. Y, fiel al principio periodístico de “si tienes la exclusiva, no la compartas”, este enviado especial ni siquiera dejaba a Rojo acercarse a su antena parabólica. ¿Cómo hacer llegar las noticias a España? Rojo escribía sus crónicas a mano, sobre varios folios, y después de pasar la censura, las enviaba con un taxista a través del desierto hasta la frontera de Jordania. Un enviado de la embajada española tomaba el manuscrito y, desde Ammán, lo pasaba por fax al cuartel general de El Mundo en Madrid, donde un equipo de secretarias de redacción lo transcribía en el ordenador. De ahí iba a la página electrónica y por fin entraba en las rotativas. Lo que había hecho Rojo es algo muy sencillo de definir: resolver un problema, un gran problema. Mucha gente cree que los periodistas se pasan el día escribiendo. No es verdad. Leen periódicos, teletipos y revistas, hacen preguntas, hablan por teléfono, hacen fotocopias, recortan periódicos, viajan en autobuses, metros, trenes y aviones, alquilan coches y taxis, hacen cola, y muchas veces pasan varios días sin escribir una sola línea, porque la mayor parte de su tiempo tienen que buscar noticias, y muchas veces no las encuentran, o no encuentran los medios de cazarlas, y cuando las cazan, no hay manera de transmitirlas. En resumen, tienen que resolver problemas. Por eso, de todas las clasificaciones que se pueden hacer sobre esta profesión, me quedo con aquella que dice que sólo hay dos clases de periodistas: los que dan problemas y los que resuelven problemas. Antes de aprender a escribir, el periodista aprende a resolver problemas. ¿Es que

no importa la magia del lenguaje para cautivar a los lectores desde la primera hasta la última línea, con artículos que le dejaran sin aliento? Por supuesto que sí. Pero si bastara con eso, en vez de periódicos redactaríamos novelas. El don de la escritura es uno de los rasgos más sobresalientes de un periodista, pero no es el único, y tampoco el más importante. El don de la escritura es importante para los literatos y para aquellos que se ganan la vida escribiendo novelas de aventuras, pero el periodista ideal tiene “además” la obligación de resolver otros problemas no menos relevantes. Enviar crónicas desde una ciudad asediada, por medio de un taxista que se juega la vida en el desierto; camuflarse en una red de proxenetas; llegar a una ciudad en el fin del mundo justo el día en que hay huelga de pilotos; hacerse un hueco para plantarse delante de un presidente de gobierno que inaugura una autopista; obtener las primeras declaraciones del alpinista que sobrevivió a un alud; sacar la foto de la reina en el momento en que se está cayendo por la escalera; ocultar unas fotos de un personaje importante antes de que lleguen los guardaespaldas a cachearle; soportar los abusos de los policías de una dictadura; memorizar una conversación confidencial sin tener a mano ni un solo lápiz para transcribir los detalles; convencer a un oficial de aduanas para que le deje entrar al país aunque haya perdido el pasaporte; salir de ese mismo país, a pesar de que le han robado todo el dinero; ganarse la confianza de un confidente que sabe cosas escabrosas sobre la oscura financiación de algunos partidos políticos; encontrar los documentos que revelan los abusos de un empresario farmacéutico; convencer a un padre para que le cuente cómo recuperó a su hijo del oscuro mundo de la drogadicción… Y ahora me gustaría que alguien respondiese si alguna de esas actividades está relacionada con escribir bien, con saber escribir o con escribir a secas. Ninguna. Porque los hombres y mujeres que han estado detrás de esas exclusivas han desarrollado una envidiable habilidad para obtener la noticia, pero eso no quiere decir que esa habilidad incluya la de escribir bien. Cuando la exclusiva sobre aquel alpinista que acaba de sobrevivir a un alud aterrice en la mesa del redactor jefe, éste se llevará las manos a la cabeza porque descubrirá que aquello no tiene sentido. Está mal escrita. Eso significa que el reportero puede haber incurrido en tres clases de errores. Los ortográficos (por ejemplo, dice “el alpinista havía caido”); los sintácticos: se olvida de que los verbos transitivos necesitan un complemento y las frases quedan en el limbo como “toneladas de nieve se precipitaron y el alpinista dentro”, se precipitaron ¿por dónde?, y encima falta un verbo, “quedó”). Y los estilísticos: (dice “La nieve se precipitó hacia abajo y sepultó al hombre”; se supone que todo lo que

cae va hacia abajo). Y luego vienen los errores de precisión: el alpinista no se llama Jorge sino Juan, el pico desde el cual se desprendió la nieve no tiene 5.400 metros de altitud sino 8.125, y el Nanga Parbat no está en Nepal sino en Pakistán. Es decir, tenemos una exclusiva y muchos problemas. ¿Qué es más importante para ese periódico? La exclusiva, por supuesto. La forma en que está escrita es un asunto secundario, y tarde o temprano esos errores serán corregidos por los editores. El problema de esta profesión es que siempre falla algo en nuestro periodista ideal: hay periodistas que saben obtener exclusivas pero no escriben precisamente como Pío Baroja. Otros saben escribir, pero mienten. Y hay otros que tienen el don de la escritura, no mienten, son precisos pero no tienen idea de dónde está la noticia. Y el que reúne todas las cualidades anteriores, resulta que llega tarde a la oficina. Y aunque llegue temprano, luego es mal compañero. Y si no es mal compañero, tiene otro defecto: no sabe idiomas. Y en caso de que los hable, no sabe utilizar las nuevas tecnologías. Y si las sabe utilizar, resulta que falsifica las dietas. Y si no las falsifica, está lleno de prejuicios contra los holandeses. Y si no está lleno de prejuicios, siempre escribe sus crónicas demasiado tarde… De modo que volvemos al principio. ¿Cómo es el periodista ideal? Aquel que resuelve problemas, toda clase de problemas. Y no se trata sólo de llegar el primero al pie del Nanga Parbat, sino de enviar una crónica impecable, con todos los acentos, construida con cariño, sin obviar ningún dato relevante y encima que llegue a tiempo. El periodista que ha hecho eso no ha resuelto un problema: ha resuelto muchos problemas. Porque en la medida en que su trabajo no determine la intervención de otras personas (jefes, correctores, secretarias y telefonistas), todas ellas dispondrán de más tiempo para resolver otros problemas. Recordemos que el tiempo es limitado. Disponer de una hora y cien problemas no es lo mismo que cien horas y un problema. En el primer caso, alguien tendrá que resolver los problemas más acuciantes y dejar los otros como estaban. Reflejado en el papel, eso significa que si llegan diez crónicas en una tarde y todas son malas, el redactor jefe y sus editores sólo podrán arreglar algunas como buenamente puedan, pero al día siguiente se notarán los desperfectos. Y el lector no es tonto. Pero si en lugar de esas calamidades, nos llegan diez crónicas maravillosas e impecables, significa que la maquinaria está engrasada y que estamos ante un periódico o una revista de notable calidad.

En fin, el periodista ideal tendría que ser como los complejos vitamínicos, un frasco lleno de prometedoras cualidades: saber varios idiomas, escribir como los dioses, entregar sus artículos a tiempo, tener el pasaporte en regla, que no le importe trabajar los fines de semana, ser preciso, respetar a sus fuentes, no tener prejuicios contra los holandeses, llegar temprano, ser buen compañero, obtener exclusivas… En suma, una persona que resuelve los problemas. Muchos se dirán que esa clase de personas no existe. Yo las he conocido. No son muchas, cierto, pero son de carne y hueso. Eso quiere decir una cosa: existen los periodistas ideales y, al igual que las obras perfectas en el mundo del arte, el resto de los mortales deberíamos procurar tender hacia estos modelos, porque son los que permiten hacer buenos periódicos y revistas, y como se dice frecuentemente mirando al horizonte, “son los que elevan un país”. Las facultades de periodismo deberían introducir una materia titulada “Resolver problemas, grandes y pequeños… y en el menor tiempo posible, por favor”. Las mejores anécdotas de esta profesión no provienen del contenido de un reportaje sublime sino de la forma estrambótica en que un periodista resolvió un problema o se enfrentó a una dificultad insólita para escribir ese reportaje. A veces es más divertido leer la peripecia de cómo se consiguió una crónica que la crónica misma. La forma en que Stanley se zambulló en África para dar con la expedición perdida de Livingstone es un ejemplo del hombre con voluntad olímpica que padece toda suerte de calamidades con tal de conseguir la gran exclusiva de su vida. El gallego Augusto Assía logró entrevistar al emperador Hirohito sin proponérselo; el norteamericano Edward Knoblaugh esquivó durante varios meses la censura del gobierno republicano hasta que le expulsaron de Madrid; el cabezota Enrique Meneses logró fotografiar a Fidel Castro en Sierra Maestra… Los libros de recuerdos de periodistas son más interesantes que sus crónicas porque expresan algo que no pasa de moda: la lucha del ser humano contra las dificultades. Y cuanto más atrás viajemos en el tiempo, las peripecias son más extraordinarias. “A comienzos del siglo xx, la simple palabra reportaje era sinónimo de hazaña, y los que los efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también y quizá sobre todo, aventureros”, dicen Brincourt y Leblanch en su compilación de anécdotas de periodistas (Los reporteros). Hoy Livingstone tendría un teléfono móvil y Stanley le habría entrevistado sin moverse de su periódico. Pero aun así, en el siglo xxi, la vida del reportero está llena de pequeñas y grandes hazañas: las dificultades siguen existiendo, y el que mejor las resuelva gana esta partida inacabable.

Me gusta recordar el ejemplo de los boinas verdes. Les sueltan en medio de un bosque y sobreviven construyendo trampas para cazar animales. Saben fabricar anzuelos, producir fuego, filtrar agua contaminada, construir cabañas, encontrar alimento en los lechos de los ríos… Están entrenados para buscarse la vida. Al final, un periodista es como un boina verde: una persona solitaria que debe resolver un problema en vivo y en directo, y de la forma que mejor se le ocurra. Y encima, deprisa.

11. LAS FUENTES DE LA INVESTIGACIÓN

A principios de 1958 el periodista español Enrique Meneses recibió un mensaje de Paris-Match: “Queremos reportaje sobre el coronel Abdel Hamid el Sarraj, jefe de los servicios secretos de Siria”. Meneses se encontraba en Damasco, y sabía que el gobierno sirio estaba preparando una alianza con Egipto para declarar la guerra a Israel. ¿Cómo dar con el jefe de los servicios secretos sirios? A Meneses no se le ocurrió otra cosa que buscar el número de teléfono del superespía sirio en las guías telefónicas. No lo encontró, por supuesto, porque el jefe de los servicios secretos no iba a ser tan tonto como para dejar su nombre en las Páginas Amarillas. Pero a Meneses se le ocurrió que ese teléfono podía estar impreso en guías antiguas, cuando El Sarraj era un simple militar de alto rango. Así que paseó por los cafés de Damasco pidiendo volúmenes antiguos y por fin encontró el teléfono deseado en una guía de 1953. Para pillarle desprevenido, Meneses le telefoneó a su domicilio a las tres de la madrugada; logró concertar una entrevista al día siguiente. Fue una gran exclusiva lograda con una pizca de sentido común. Sentido común, perspicacia, olfato. La búsqueda de fuentes de información es una tarea que nos permite llenar nuestra agenda de teléfonos, y nuestra base documental. Siempre hay una pista o alguien bien informado. La cuestión es dar con ellos. Como dicen los cómicos de Les Luthiers, “Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe”. Pero una vez se tenga el teléfono “del que sabe”, hay que encontrar la fórmula para hacerle hablar; lo cual se logra con un poco de psicología, mano izquierda, algo de caradura y bastante honestidad. Como afirma el maestro Ryszard Kapuscinski: El mejor camino para obtener información pasa por la amistad. Un periodista no puede hacer nada solo, y si el otro es la única fuente del material que luego habrá de trabajar, es imprescindible saber ponerse en contacto con ese otro, conseguir su confianza, lograr cierta empatía con él. Las fuentes que desean permanecer en la oscuridad del anonimato deben fiarse de nosotros. Superar ese primer obstáculo requiere respetar el off the record cuando así lo solicitan, es decir, usar una información sin citar su origen. Bob Woodward y Carl Bernstein mantuvieron durante treinta años el secreto de la

identidad de Garganta Profunda, un informador anónimo que les dio las pistas para revelar los oscuros manejos del presidente de Estados Unidos. Sus reportajes publicados en The Washington Post obligaron al presidente Richard Nixon a dimitir. A veces nuestra fuente sólo nos da información para nuestros ojos: no se puede usar ni una palabra, pero puede servir para obtener más información. Nuevos teléfonos o nombres, fuentes de documentación o archivos… Y por supuesto, las fuentes se agotan. Una vez que ya no necesitemos más a una persona que nos ha suministrado información relevante, sería muy descortés olvidarnos de ella; hay que mantenerla viva, llamarle de vez en cuando, aunque sea para tomar café. Además, nunca sabremos cuándo podrá sernos útil de nuevo, y si dejamos que su nombre palidezca en nuestra agenda, esa fuente de información se olvidará de nosotros y perderá aquella confianza de antaño. A la hora de emprender un reportaje hay que hacer una lista de las personas o los centros de documentación adecuados. Los reporteros poco experimentados no tienen más remedio que solicitar los consejos de los veteranos. Y por supuesto, comprobarán que unas fuentes conducen a otras. Llevar cada reportaje con su correspondiente bitácora de vuelo nos ayuda a no repetir llamadas telefónicas, a saber quién nos ha dicho qué y a ir recomponiendo poco a poco nuestra información. Esos nombres, teléfonos y direcciones hay que pasarlos inmediatamente a la agenda, aclarando cuál es la especialidad de cada uno. Una agenda ordenada nos servirá para recordar en el futuro aquella fuente que nos puede sacar de un buen apuro. ¿Y cómo se buscan las fuentes? Si de lo que se trata es de escribir sobre la sequía, hay que buscar fuentes estadísticas, las cuales se encuentran en las instituciones públicas (los ministerios, el Instituto Nacional de Estadística, las consejerías locales), las privadas (las organizaciones de agricultores, los servicios de estudios de los bancos o cajas locales) y los especialistas que hayan escrito ensayos o estudios sobre la sequía. Internet se ha convertido en una maravillosa catarata de información pero, en mi opinión, sólo se debe emplear para ahorrar tiempo (consultar las estadísticas, por ejemplo) o para tomar contacto con los especialistas. Sacar declaraciones de internet sin haber consultado personalmente a esos especialistas me parece un acto de pereza que sólo debería permitirse si no hay tiempo disponible y, por supuesto, con la condición de citar el origen. Las ruedas de prensa son los actos más comunes en la agenda diaria de los periodistas, pero no se debe asistir a ellas “para ver qué me dicen”. Es un error.

Hay que ir a las ruedas de prensa para ver “qué información diferente puedo sacar”. Se debe ir bien preparado, sabiendo quién va a hablar, qué pretende decir, cuáles son los puntos que no desea tratar, qué pregunta le va poner en un aprieto, qué problemas ha afrontado en el pasado y si los ha resuelto… Regresar de una rueda de prensa con la misma información que el resto de nuestros compañeros tiene bajo el brazo es otra demostración de pereza. Hay que aprovechar los innumerables actos públicos que se organizan diariamente en este país para “hacer fuentes”: desde las reuniones parlamentarias hasta los seminarios, las presentaciones, exposiciones o fiestas, cualquier motivo que invite a un grupo de gente a reunirse es ideal para ir saltando de una persona a otra, obtener tarjetas de presentación y fabricar toda una constelación de informadores. Por muy aburridos que parezcan esos encuentros, siempre habrá una persona que nos cuente algo interesante o, mejor aún, que nos ponga en la pista de una información insólita que tarde o temprano se puede convertir en una exclusiva. El reportero que se conforme con zampar canapés y juntarse con sus colegas para hablar de los bajos sueldos de la profesión, estará perdiendo el tiempo. Hay que tener las antenas desplegadas y zascandilear por los pasillos y las mesas, meter el hocico por las esquinas, poner la oreja para escuchar todas las conversaciones y asaltar a toda persona que nos parezca que tiene algo importante que confesar. Esta forma de conseguir fuentes es lo que construye nuestra agenda, la herramienta de trabajo más importante, y además es el primer acto de uno de los procesos más hermosos de la profesión: la investigación. Pocas labores hay tan gratificantes para un reportero como ir tirando del hilo hasta llegar a una persona o a un documento importante. “La investigación es la esencia de nuestro oficio, porque el periodismo es siempre indagación y búsqueda”, dice el investigador argentino Daniel Santoro. Las ruedas de prensa son informaciones a la carta; pero las investigaciones que pone en marcha un periodista por cuenta propia son la pulpa de su experiencia; le permiten conocer fuentes (escritas o personas de carne y hueso), y si ha sido metódico y pertinaz, le conducirán hasta un descubrimiento insólito. Esa forma de abrirse camino en un bosque lleno de dudas y de pistas falsas afinan una de sus cualidades más preciosas: el instinto, es decir, el olfato periodístico. Yo pensaba que sería ridículo escribir un “Manual del buen investigador”. Ridículo porque ninguna investigación se parece a otra y nos troncharíamos de risa si leyéramos un capítulo con el siguiente encabezamiento: “Técnica para

destapar un escándalo en un partido político”. Pero me equivoqué. Hay libros sobre técnicas de investigación que están basados en la experiencia de periodistas sobresalientes. Se aprende mucho fijándose en los casos de la vida real. Uno de los mejores ejemplos se ha escrito en forma de novela, se ha convertido en best-seller y se ha llevado al cine. Se trata de Soldados de Salamina. Escrito por Javier Cercas, tiene el inmenso valor de mostrar la angustiosa lucha de un reportero por reconstruir un episodio de la Guerra Civil española. Durante una ejecución de prisioneros llevada a cabo en Cataluña al final de la contienda, uno de ellos escapa de manera fortuita y se interna en un bosque. Se trata de un dirigente falangista llamado Rafael Sánchez Mazas. Los milicianos le persiguen y cuando uno de ellos lo encuentra exánime en un arroyo, en lugar de ejecutarle, le deja huir después de encañonarle durante varios segundos. Sánchez Mazas es acogido por un grupo de campesinos a los que bautiza como “Los amigos del Bosque”. Terminada la contienda, obtiene un cargo destacado en el Gobierno e intercede para liberar de la cárcel a estos campesinos. Cercas prosigue la investigación y logra encontrar supuestamente al miliciano que le perdonó la vida, que vive en una residencia de ancianos en el sur de Francia. Cercas comenzó su investigación en 1994 y la concluyó cuando el libro salió a la luz, ¡siete años después de la primera pista! Su búsqueda estuvo llena de dudas, de traspiés y de pistas falsas. Invirtió mucho dinero y tiempo, realizó cientos de llamadas telefónicas, y hubo un momento, cuando no halló lo que buscaba en el Archivo Histórico de Gerona, que estuvo a punto de abandonar, desconsolado, todo su trabajo. Pero cuando el archivero le dijo “No se me rinda tan pronto”, el reportero recuperó las fuerzas y prosiguió su investigación hasta el final. Eso es, en suma, una investigación periodística: una prueba de tenacidad y perseverancia con el lema “no se me rinda tan pronto” grabado a fuego en la frente de cada profesional. Mucha gente cree que las grandes investigaciones comienzan por una iluminación de un reportero durante una tarde aburrida en la redacción. Eso no sucede nunca. Unas se deben al simple olfato que nos dice, tras leer una información o escuchar un testimonio, que ahí “hay algo raro”. La mayoría procede de una llamada anónima o, incluso, de un correo electrónico, también anónimo. Y otras comienzan por un sobre sin remitente que llega a la mesa del reportero. Y en ese sobre hay una confesión sobre un hecho irregular. La mayor parte de esas investigaciones acaba en la cajonera, porque llega un momento en que se esfuman las pistas o que no hay forma de avanzar. Muchos

periodistas no son capaces de resistir la prueba de la constancia y se desaniman a los pocos meses. Sólo la cabezonería de algunos reporteros echa hacia adelante una historia que parecía congelada. Y es que una buena investigación puede llevar meses o años. Hay exclusivas que nos llegan por casualidad, por estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Un día de 2000, cuando era director de Capital, un redactor entró en mi despacho para hacerme una confesión alucinante: le había fichado el equipo de baloncesto de disminuidos psíquicos que iba a viajar a la Olimpiada Paralímpica de Sidney. “¿Pero tú eres disminuido?”, pregunté asustado. “En absoluto: están fichando a jugadores normales para ganar una medalla de oro.” En efecto, este reportero, de dos metros de altura, jugaba en equipos amateurs y un día le pidieron que entrenase junto con el equipo paralímpico de baloncesto. Al ver que era bastante bueno, decidieron enviarle a Australia. “Está bien”, le dije. “Vete a Sidney y sigue con la comedia. A ver hasta dónde llegas.” Y vaya si llegó lejos. Su equipo, compuesto por una abrumadora mayoría de jugadores en plenas facultades mentales y físicas, ganó la medalla de oro. El reportero descubrió que equipos de otros países engañaban con el mismo descaro, de modo que teníamos una gran exclusiva “desde el corazón de los hechos”. Nada más pisar suelo español, el reportero entregó la medalla en el comité olímpico, acompañado de un notario y un abogado. Luego llamamos a una cadena de televisión para dar mucho más bombo a la exclusiva de nuestra revista. La noticia tuvo eco en España y traspasó nuestras fronteras. Los responsables de ese fraude fueron destituidos y juzgados. Por lo menos ayudamos a que las siguientes Olimpiadas Paralímpicas fueran más honestas… o al menos eso creemos. A lo largo de la vida de cualquier profesional siempre se presenta por lo menos una oportunidad de hacer una investigación, ya sea de pequeño o de gran calado. Un buen investigador debe resolver situaciones inesperadas con rapidez y con ayuda de su imaginación, y ser paciente para llegar hasta el final, aunque pasen muchos años. ¿Y qué hace uno a lo largo de los años? Todo investigador sabe que hay momentos de absoluta sequía, en los cuales el redactor-jefe presiona para que haga algo más productivo que estar mano sobre mano en la redacción. Nota las miradas de recelo de sus compañeros. Los reporteros que hayan iniciado una investigación saben de sobra que, al igual que los sabuesos de la policía, lo ideal es llevar varios casos a la vez para estar ocupados todo el tiempo. Los especialistas tienen la ventaja de que se dedican sólo a ello, están liberados, son veteranos y se les cuida como a las grandes figuras del toreo; pero la mayoría de

la tropa debe cumplir con sus tareas cotidianas, llenar el periódico del día y esperar a que algún día les surja la oportunidad de dar el punto final a su gran historia y publicarla. Hay que tener paciencia consigo mismo y no dejarse llevar por el deseo de satisfacer a los jefes. Una buena investigación puede convertirse en un reportaje mediocre si se publica antes de tiempo, antes de comprobar cada uno de los datos que contiene. Es mejor no publicar nada que no esté bien atado, que ceder a la vanidad personal y contentar a los jefes. La consecuencia desagradable es que el reportero tendrá que rectificar y hará el ridículo. Eso le pasa por tirarse a una piscina sin agua. Paciencia, método y una buena bitácora de viaje: a quién hemos llamado, cuándo, qué ha dicho, cuándo hay que volver a llamar, qué documentos hemos reunido, subrayarlos bien, planificar las tareas, con quién hay que hablar… Y tomarse tiempo para pensar y sacar pistas nuevas. Es una labor que puede resultar muy aburrida a veces, excitante otras. Nuestro mejor compañero siempre será una buena organización y varias libretas con notas bien tomadas.

12. KIT DE SUPERVIVENCIA

Durante uno de los llamados “almuerzos informativos” en los que se aprovecha la hora de comer para dar información a los periodistas, se sentó a mi lado un colega que no tomó ni una sola nota. Al día siguiente leí su información: estaba plagada de frases textuales como si hubiera memorizado todo el encuentro. No creo que existan muchos profesionales con esa memoria formidable, y por eso la mayoría de los mortales tenemos que conformarnos con anotarlo todo en nuestros cuadernos. Anotar o grabar. Lo más cómodo es grabar, por supuesto, a pesar de que los veteranos digan que los buenos periodistas trabajan con papel y lápiz. Yo suelo recomendar la grabadora para las entrevistas, y el cuaderno para los encuentros rápidos, porque es más práctico. Sólo los periodistas de radio van armados con grabadora a las ruedas de prensa o a las conferencias, porque es la única manera de reproducir la voz en una emisora. Pero los que trabajan en medios impresos suelen tomar notas y transcribirlas en la redacción. Y nadie es capaz de anotar todo lo que se dice en una conversación porque la expresión hablada es más rápida que la escrita. Los que hayan tomado clases de taquigrafía pueden reproducir casi con toda exactitud las ruedas de prensa e incluso las entrevistas. Esa costumbre ha desaparecido del periodismo y hoy cada profesional la ha sustituido por su propia colección de caracteres que sólo puede ser descifrada por él mismo. Lo más recomendable es asignar caracteres simples a las palabras más frecuentes, más o menos igual que hoy hacen los jóvenes con los mensajes entre móviles. Es decir, usar la equis por la preposición “por”, la k o la q, por la conjunción “que”, y así con los conectores. También, dado que cada periodista se ha especializado en alguna faceta de su profesión, sabe que se maneja con un vocabulario de unas quinientas palabras y que hay palabras que se emplean con mucha frecuencia. Como ejemplo de periodismo económico, que es el que más he tratado, se pueden escribir sólo las primeras iniciales, tal como “emp” para empresa, “multi” para multinacionales, “fac” para facturación, etcétera. Quien dedique una tarde a crear ese código personal contará con una herramienta muy útil que le facilitará la tarea. Algunas personas acostumbradas a tratar con periodistas hablan lentamente o repiten las frases para facilitar su correcta transcripción. Como la mayoría no lo hace, de vuelta a la redacción nos topamos con un montón de caracteres que si no los pasamos a limpio inmediatamente, cosa que no suele suceder, seremos incapaces de entenderlos. Eso es algo que nos ha pasado a todos. Si transcurren

muchos días desde que mantuvimos el encuentro hasta la hora en que echamos un vistazo a los papeles, descubrimos que la labor se hace más difícil porque no tenemos fresca la memoria y hemos perdido los detalles de la entrevista. Y habrá casos en los que nos esté prohibido apuntar cualquier cosa, ya sea porque la persona que entrevistamos no se sienta cómoda, porque es una conversación off the record o porque se trate de un encuentro fortuito. En ese caso no hay más remedio que confiar en la memoria y salir disparado hacia algún sitio donde podamos transcribir la información. Si se ha prestado la adecuada atención, las ideas más importantes acabarán sobre el papel. Y si no se goza de una gran memoria, lo más recomendable es asociar cada una de las ideas a una imagen o a una figura, es decir, proyectar una película y rebobinarla luego para reproducirla fielmente. Como he dicho antes, eso es al menos lo que recomiendan los manuales para crear una supermemoria, y aunque poner en práctica sus consejos resulta una tarea agotadora, las pocas veces que he seguido sus reglas (y me considero una persona con poca memoria salvo para los números de teléfono) me he encontrado con la sorpresa de que ha funcionado. En cualquier caso, cuando un periodista ha cogido frases al vuelo en una conversación casual, debería tener por regla solicitar el permiso de reproducir esas palabras, y concretar de qué frase se trata. Si es una declaración extraordinaria, se corre el riesgo de que la persona interpelada no desee ver reproducidas sus palabras porque los seres humanos exageramos, o porque hablamos con más libertad cuando no hay testigos comprometedores. Pero si un periodista sabe actuar con tacto en este asunto, conseguirá el respeto de sus fuentes de información y, sobre todo, la exactitud de sus citas. Y nunca hay que olvidarse de anotar los datos de la persona que habla: edad, cargo, apellidos y nombre perfectamente deletreados (sobre todo si es extranjero), y teléfono de contacto para verificar las dudas. Por último, tengo la impresión de que la forma más cómoda de recoger impresiones en un papel es por medio de un cuaderno con las anillas en la parte superior. Esto permite que el puño o los dedos, sea uno zurdo o diestro, no tropiece con las anillas mientras escribimos. El tamaño del cuaderno depende de los gustos. Las mujeres suelen emplear cuadernos grandes porque pueden llevarlos en sus bolsos. Yo prefiero algo que me quepa en el bolsillo de la americana y que no me haga parecer que “voy al cole” cada vez que asisto a una entrevista o rueda de prensa. Los cuadernos con líneas son más claros que los de cuadrículas, pues con estos últimos tenemos dificultades para saber si tenemos que escribir con letras grandes o pequeñas. Y por supuesto, conviene llevar más de un bolígrafo, por si falla uno. Y nunca pluma, porque si caen gotas de agua,

se desdibujan con más facilidad que la tinta de los bolígrafos, aparte de que producen manchones frecuentes. El lápiz es del tiempo de nuestros abuelitos y hay que guardarle digno respeto siempre que esté encerrado en un armario. Se puede tomar nota sobre cualquier cosa que podamos llevar después a la redacción: servilletas, papel higiénico, tarjetas de navidad, tarjetas de presentación, incluso sobre la propia piel, la camisa, un periódico que tengamos a mano… Lo importante es capturar una frase, un dato o algo que nos sirva para añadir a nuestro artículo o reportaje. Hoy día, los teléfonos móviles tienen una pequeña grabadora que es muy útil para refrescar las ideas que corren el riesgo de perderse por no tener a mano otro instrumento de reproducción. Eso sí, creo que un periodista debería ir siempre con su arma montada: el bolígrafo. No ocupa espacio y nos puede hacer falta en el momento más inesperado. Yo suelo, además, tener una libreta y un bolígrafo en el coche, para usarlos como kit de emergencia cuando salgo disparado sin haber previsto nada. La otra arma del periodista no es el teléfono sino la agenda. Un viejo camarada me dijo una vez que los veteranos deberían coger de la mano a los novatos en su primer día de faena, llevarlos a una papelería, comprarles una agenda y decirles: “Esta es tu herramienta de trabajo. Aquí vas a guardar los teléfonos y las direcciones de la gente que te va a dar la información. Y tienes que llenarla de citas todos los días: desayunar, comer y cenar con tus fuentes. Es tu bitácora de vuelo”. Las exclusivas no llegan como por ensalmo, sino que hay que salir a cazarlas. Si un periodista se conforma con esperar a que las noticias lleguen a su mesa, escribirá lo mismo que escriben los demás. Nada nuevo bajo el sol. Hay que salir a la calle, meterse en convites, ferias, reuniones, seminarios, manifestaciones, fiestas, celebraciones, juntas de accionistas, foros internacionales… Y perder el miedo a hablar con las personas. Los tímidos no sirven para este oficio. Hay que preguntar y anotar, obtener teléfonos, conocer mundo y, por supuesto, averiguar dónde está la noticia.

13. CÓMO DESARROLLAR EL SENTIDO DE LO INSÓLITO

Durante unas elecciones que tuvieron lugar en Alemania, un colaborador que vivía en ese país (Carlos Bezos Daleske) me estaba relatando la lista de candidatos que se presentaban a los comicios y, como suele suceder, los había normalitos y extravagantes. Eran unas elecciones aburridas que, a pesar de nuestros esfuerzos, no atraían mucho a los lectores españoles. Pero cuando escuché por teléfono que había un candidato a la alcaldía de Berlín al que llamaban el “Kohl negro” (porque era de raza negra, medía dos metros y era gordo, como Helmut Kohl, el canciller), entendí que ahí había algo verdaderamente nuevo e insólito. Sé que otros medios de comunicación sabían que existía ese candidato pero, en la vorágine de las noticias, no se percataron del detalle tan simpático. Al día siguiente, la crónica del “Kohl negro” contaba algo diferente, porque añadía un poco de entretenimiento a unos comicios grises y sin chispa. Fue un acierto. Otros periódicos reaccionaron un día después, lo cual en esta profesión es como decir un siglo más tarde. En este caso, el enfoque consistía en haber pescado una pieza diferente en un día en que todos los medios pescarían más o menos lo mismo, y por eso es tan importante encontrar cosas que se aparten de lo archiconocido. Tarea difícil. Porque cada uno de nosotros recibe permanentemente información por miles de vías, desde la radio hasta por internet, y no nos podemos quitar la costumbre de seguir la corriente a lo que denominamos “los hechos importantes”, a pesar de que ya no hay ideas nuevas, y las que parecen nuevas están repetidas. Los políticos dicen lo mismo de siempre; los famosos expresan las opiniones de siempre y los periodistas cuentan lo mismo de siempre. “Cada vez que tengo que escribir un artículo o dar una conferencia, cada vez que desearía decir algo original e inteligente en una entrevista o en un debate, tengo que lanzarme a la caza de una idea como quien va a la caza de un extinto urogallo”, decía Rosa Montero en una de sus columnas habituales y originales. (El País Semanal, 30 de enero de 2005). ¿Hay alguna tabla de salvación a la que agarrarse en este naufragio de ideas originales? Yo creo que sí. Y consiste en educar el gusto por lo insólito y sorprender a los lectores. Una de ellas es muy sencilla: se trata de crear un estado del alma que nos prepare para “ver” y “escuchar” de forma diferente a como lo hacemos cada día, ver y escuchar de forma periodística. A eso me refiero. En dos palabras: dejarse sorprender como un niño.

Durante una conversación cualquiera, de las decenas de conversaciones que mantiene un periodista cada día, siempre hay algo que llama la atención, que no es normal, que se sale del guión y que debe ser cazado al vuelo. Si la selección de balonmano ha ganado el mundial por primera vez en su historia, será una noticia que aparecerá en la portada de todos los periódicos al día siguiente. Pero imaginemos que alguien nos comenta lo siguiente: “Resulta que el entrenador que ha impulsado a esos chicos al estrellato es un joven que tiene un contrato que caducó el mismo día de la victoria. Ahora está en la calle”. “¿Cómo has dicho? ¿Me lo puedes repetir?” Insólito significa lo que no suele pasar, lo raro, lo poco habitual… lo que nos sorprende. Ésa es una forma de desarrollar el sentido de lo insólito: ver lo que los demás no ven. Otra consiste en prever, en tener visiones. Durante el tradicional desfile de las Fuerzas Armadas en Madrid, un periodista de El Mundo se preguntó si el candidato del Partido Socialista, sentado en la tribuna de las autoridades, iba a ponerse en pie cuando pasara la bandera de Estados Unidos, que era transportada por unos soldados que habían sido invitados a la ceremonia. Era una situación políticamente delicada, porque mucha gente, especialmente del Partido Socialista, se oponía en esos momentos a la participación de España junto a Estados Unidos en la guerra de Irak. ¿Se levantaría o permanecería sentado el dirigente socialista? El periodista esperó a que la bandera estuviese a la altura de la tribuna y en efecto, el dirigente socialista no se levantó, lo cual, dada la importancia de los gestos en las ceremonias públicas, venía a ser un desprecio incontestable. Cuando fue a la redacción, el periodista contó el suceso y entonces le asaltaron con preguntas. ¿Estás seguro? ¿Lo viste bien? La única prueba sólo podría venir de un teletipo (con lo cual se perdía la exclusiva) o de una imagen. Como el teletipo no llegó (afortunadamente), se buscó esta imagen entre cientos de instantáneas del fotógrafo enviado por el mismo periódico. No apareció hasta minutos antes del cierre, y fue una magnífica exclusiva que tuvo inmensas repercusiones, pues aquel candidato a presidente de España se convirtió poco después en presidente, y un año después, el embajador de Estados Unidos ni siquiera se dignó a aparecer por la tribuna en la misma ceremonia, con lo cual se enfriaron aun más las relaciones entre los dos países. Desde mi punto de vista, eso se llama pre-visión. Preparar el sentido de la vista y del oído para captar cosas extraordinarias, diferentes, anormales, poco habituales… eso es desarrollar el sentido de lo insólito. Repito que asistir a un golpe de Estado, a una boda real o a la

inauguración de los Juegos Olímpicos puede ser una vivencia formidable, pero es la misma que sentirán en esos momentos cientos de reporteros. Captar detalles que nadie ha captado, eso es otra cosa. He hablado de una forma de desarrollar el sentido de lo insólito que consiste en adiestrarse para ver y escuchar lo mundano, y extraer de ahí lo imperceptiblemente distinto, lo que duerme debajo de todo eso. Dentro de esa categoría cabe también la actitud de leer entre líneas y percibir pequeños signos de algo llamativo. Muchas exclusivas nacen de esa predisposición a leer calladamente los periódicos o las revistas y detenerse unos segundos en una frase o un dato sorprendente. Hace tiempo, un juez español dictó una de las sentencias más graciosas que se puedan imaginar, pues obligó a una institución del Estado a pagar más de un billón de euros (con b) a un antiguo banquero que había perdido injustamente su patrimonio. Fue una sentencia que posteriormente se corrigió pero que causó hilaridad nacional porque la cifra suponía más que todo lo que este país podía producir en bienes y servicios en un año. Me pregunté cuánto tardaría la prensa en sacar una foto, una entrevista o un perfil del audaz magistrado, pero eso no sucedió. Mi confusión se acrecentó cuando encontré más datos que hacían a ese juez atractivo para cualquier lector: era de origen guineano. ¿Cuántos guineanos han podido llegar al cargo de juez en España? Además, se había hecho famoso por su dilación en algunos trámites (por lo cual había sido multado). He ahí lo insólito, pensé, y el primero que saque a la luz una foto o una entrevista tendrá una noticia que será la más leída de ese día. Extrañamente, eso no llegó. Quizá se debe a que nos hemos convertido en funcionarios. Cuando leo los periódicos me pregunto cuántas noticias provienen del instinto del periodista para lo insólito, y cuántas vienen de ruedas de prensa programadas con antelación, entrevistas pactadas de antemano o, simplemente, de sucesos que todo el mundo ha podido contemplar. ¿Es que nos hemos convertido en funcionarios? Parece una epidemia mundial, pues el especialista en medios de comunicación de The Washington Post, Howard Kurtz, comentaba hace años lo siguiente: “Neguémonos a llenar los periódicos de ruedas de prensa y actos oficiales”. (Citado por Malen Alvarez, Defensora del Lector de El País. 23-12005). No se puede ser original todos los días, pero pasan los meses y ¿cuántas veces tenemos la oportunidad de disfrutar de algo verdaderamente original? Eso me sirve ahora para hablar de la otra manera de desarrollar el sentido de lo insólito, que es casi un ejercicio espiritual o más bien intelectual. Es encontrar

una idea o un concepto nuevo donde la gente sólo ve el bosque de la repetición. Creo que uno de los defectos más regulares de los reporteros consiste en volcar sus vivencias frescas sobre el papel y evocar un titular a última hora. Es posible que este método funcione en algunos casos, sobre todo cuando el periodista es un grandioso relator. Pero es preferible saber desde el primer minuto sobre qué se va a escribir, y, encima, arrancar con un titular precocinado. Porque si se tiene el titular de antemano, nuestra historia nacerá con viento en popa y en la dirección adecuada; ayudará a orientar al lector. Es un viejo truco que se llama encontrar el “enfoque” (o el ángulo). Consiste en definir la trama de nuestro reportaje en una frase intelectualmente depurada, incluso aunque suene a título de película. Parece un acto muy sencillo, pero hay que echarle imaginación, originalidad y buen gusto. En el fondo, un reportaje tiene que estar precedido por su eslogan, y funciona igual que los anuncios publicitarios: hay que enganchar con un golpe de imagen y palabras a los lectores para animarles a iniciar el difícil acto de la lectura. ¿Y cómo diablos se encuentra un enfoque? Ésta es una de las pruebas que deberían servir para saber quién hay detrás de un buen periódico: ¿intelectuales o pasantes? Para dar con un buen enfoque creo que, antes que nada, hay que tener, como he dicho antes, capacidad de sobresalto, ingenuidad infantil, es decir, sorprenderse. Los enfoques pueden nacer de la reflexión, de la insólita ocurrencia (“¿os habéis fijado en que…?”) o de una conversación con otro periodista, generalmente el jefe de la sección. Si una mujer es elegida por su partido como candidata a presidenta de gobierno es una noticia muy importante, porque no es habitual. Pero si descubrimos que es la primera mujer en la historia de ese país en presentarse a ese puesto, entonces hemos dado un paso más. Los enfoques también nacen del puro trabajo intelectual, es decir, de un profundo análisis de las cosas que nos rodean que termina en una hermosa síntesis. ¿Sintetizar? Creo que en otros países europeos enseñan a los jóvenes a sintetizar desde que son pequeños, pero en España la lengua es el músculo más utilizado, y generalmente va por cuenta propia y sin estar conectado con la parte más noble del cerebro. He visto a periodistas en ruedas de prensa que ni saben definir sus preguntas ni saben lo que quieren preguntar; no se toman unos segundos de reflexión antes de formular en alta voz una cuestión. Y a la hora de escribir, sueltan sus ideas de forma desorganizada, sin tan siquiera elaborar un pequeño guión (mental o por lo menos en papel) sobre lo que deben escribir. Bastaría con meditar unos instantes y pensar: ¿qué quiero preguntar y cuál es la

forma más corta de hacerlo? Tan sencillo como eso. Lo que diferencia a los llamados quality papers del resto de la prensa es la potencia intelectual de sus escritores. Y eso se manifiesta en el titular. Hemos leído de todo y todo suena a repetido: desde las personas que se toman diez cafés al día, hasta la labor de una ONG en África. Si los periodistas se tomaran la molestia de preguntarse qué hay de nuevo, harían una de dos: echar su reportaje a la papelera en el caso de que no encuentren algo nuevo, o acometer un original reportaje, si se ha sabido encontrar el enfoque. Lo que merece ser publicado no es lo normal, sino lo anormal. Es decir, un periódico no informa de que, por ejemplo, ayer los semáforos se abrieron en verde, que los niños fueron al colegio, que los comercios abrieron a su hora, que los ciudadanos fueron al trabajo, que los maestros impartieron clase, que las fábricas siguieron produciendo, que los escritores escribieron libros, que en un lejano país un grupo de ciudadanos convive pacíficamente… El conocimiento que los periodistas consideran digno de divulgarse es que un semáforo no se abrió en verde y originó un caos circulatorio; que los niños de todo un colegio no fueron a clase por culpa de una epidemia; que los comercios de una zona de la capital no abrieron por una huelga; que un grupo de ciudadanos decidió hacer una huelga y no ir al trabajo; que en un lejano país, un grupo de ciudadanos empezó a matar a otro grupo, etcétera. No deja de ser contradictorio que lo que la prensa refleja al día siguiente es lo que no suele pasar. La explicación de todo ello está en que el periodismo es una dimensión del conocimiento formulada en la categoría de lo exótico, lo pintoresco, lo llamativo, lo chocante, lo curioso, lo aberrante, lo marginal… Es decir, lo anormal, lo que no se da con frecuencia desde un punto de vista probabilístico. El mejor ejemplo de ello es la advertencia que se da en las facultades de periodismo sobre lo que es noticiable: “Si el perro muerde al hombre, no es noticia; si el hombre muerde al perro, sí es noticia”. Es un suceso que llama la atención por lo extraordinario. Sin embargo, ¿cuántas veces se da el caso de que un hombre muerda a un perro? Una ministra española visitó una vez vestida de pastora una localidad salmantina con la idea de recuperar las cañadas reales. La noticia ocupó la primera plana de los diarios españoles. ¿Cuántas veces una ministra se viste de pastora y recorre el campo? Pocas. Por eso fue noticia. Pero si esta visita sucediera cotidianamente, la noticia no pasaría de una breve reseña. Muchos intelectuales se quejan de que los periódicos no se ocupan

exhaustivamente de cuestiones dramáticas como el hambre en el mundo o las violaciones de los derechos humanos en una parte del globo. Moralmente, tienen razón. Pero si esa noticia deja de interesar a los lectores, los periódicos se ven obligados a dedicarle menos páginas. El valor de lo periodístico no es, pues, una cuestión ética basada en códigos morales, sino hablar de lo insólito. Un asesinato en un pueblo pacífico es una noticia de gran impacto porque se sale de lo habitual. Cien mil asesinatos más en Ruanda dejaron de ser noticia cuando, tras seis meses de matanzas, se consideró que era lo normal. Ya se conocía. Haciendo casi un juego de palabras, se podría afirmar que los periodistas informan de lo que no pasa, y no informan de lo que pasa. La culpa de esta aparente distorsión no es del periodista sino del lector. Se asoma cada día a las páginas de la prensa dominado por una especie de sentimiento fáustico: quiere saber más, conocer más, y se pregunta: ¿qué hay de nuevo? Ese conocimiento en forma de caracteres legibles que se le presenta cada mañana encierra las anormalidades de su sociedad y de otras sociedades. Y el periodista que no aprenda a distinguir y a divulgar desde muy temprano ese conocimiento, no será un buen periodista. Los diseñadores de moda, los directores de cine, de teatro o de óperas y muchos artistas plásticos saben aprovechar esa sed de cosas nuevas a través del viejo método de la provocación. Parecen obsesionados por batir el record de lo insólito. Y consiguen salir en los periódicos porque representan algo diferente a lo habitual. Al fin y al cabo, los periodistas somos cazadores de novedades.

14. FOTÓGRAFOS: TODO DEPENDE DE UN DEDO

La diferencia entre un reportero gráfico y un plumilla consiste en que si al primero le falla la luz, el carrete, la abertura, la velocidad o el revelado, se fastidió para siempre, mientras que los plumillas pueden montar una página entera con una sola declaración. Una vez, cuando fui enviado por mi periódico a seguir la pista del gobernador del Banco de España implicado en un escándalo de inversiones y de favoritismos, que incluía tráfico de información confidencial, me di cuenta de las formidables ventajas de que gozamos los plumillas. El gobernador asistía a la cumbre mensual que los bancos centrales solían tener en Basilea, una ciudad al norte de Suiza, en la frontera con Alemania. Un fotógrafo (Fernando Quintela) y yo esperamos a las puertas del banco y al cabo de las horas aparcó a pocos metros de nosotros un coche con el pacífico gobernador sentado en la parte de atrás. En realidad no había asistido a las reuniones, sino que había esquivado a los periodistas enviando a un sustituto al que venía a recoger. Al salir el chófer, los dos periodistas entramos por las puertas delanteras y mientras la cámara emitía sus flashes, yo pude hacer una pregunta. “¿Va usted a dimitir?” Tras unos segundos de duda, el anciano respondió: “Por ahora, no voy a dimitir”. Y después nos pidió casi temblando que abandonásemos el vehículo. No quiso responder a más preguntas, pero cuando salimos del coche yo sabía que tenía una frase, pero el fotógrafo no sabía lo que tenía en la cámara. Mi compañero reveló el carrete en el armario de la habitación del hotel rezando para que por lo menos una foto hubiera salido bien. Y es que frecuentemente la foto que está bien calibrada de luz sale borrosa por culpa del enfoque o de la velocidad. Es una cuestión de suerte que uno encuentre la foto ideal. Y la suerte nos sonrió. Luego tuvo que usar uno de aquellos viejos aparatos de varios kilos de peso que tardaban una eternidad en transmitir imágenes por teléfono. No sólo tuvimos que comprar una conexión telefónica especial sino un enchufe eléctrico para la red suiza. Es en esos momentos cuando los plumillas comprenden la facilidad de sus herramientas de trabajo: un cuaderno y un bolígrafo. Con eso podemos convertir cualquier cosa, incluso la más pequeña declaración, en una historia decente, y en mi caso fueron ¡dos páginas de periódico! Pero un fotógrafo debe cargar siempre con varios kilos de peso al hombro, lo que no le libra de depender de las condiciones meteorológicas, de los fallos mecánicos o eléctricos, de una mano fortuita que tapa su objetivo, de un personaje escurridizo, de un brillo inesperado, un golpe o un error de cálculo. Afortunadamente, las cámaras modernas están hechas para salvar muchos de

esos obstáculos, y las digitales, en concreto, permiten comprobar la calidad de la imagen al momento, sin tener un laboratorio a mano y se pueden enviar por internet e incluso vía satélite. Pero, aun así, su trabajo depende de un montón de circunstancias, y una vez que ha pasado la oportunidad, es muy difícil rehacer lo que está mal hecho. En cambio, los plumillas pueden rehacer el texto todas las veces que sea necesario, darle brillo y ocultar sus errores. A pesar de esa carga de adversidades que soportan los fotógrafos, muchos plumillas miran el trabajo de los fotógrafos por encima del hombro, como si lo importante fuera el texto y no la imagen. Algunos redactores apenas se molestan en facilitar las cosas proponiendo zonas de luz, encuadres o sitios adecuados para retratar a un personaje, y hasta he conocido casos en que los fotógrafos ni siquiera eran presentados, en contra de lo que recomienda la más simple norma de caballerosidad. En cambio, los fotógrafos suelen ser muy respetuosos. No interrumpen una entrevista a pesar de que van con el tiempo cronometrado para acudir a más citas que les ha programado su jefe. Ocurre a veces que el fotógrafo sufre la hostilidad de un personaje que está siendo entrevistado, y en esos momentos tan amargos debe contar con el apoyo determinante del plumilla. Cuando había comenzado a entrevistar a Hugo Chávez, en el palacio de Miraflores de Caracas, se me acercó sigilosamente el fotógrafo para decirme que el jefe de protocolo le impedía hacer fotografías con flash, porque los destellos enfurecían al hombre más poderoso de Venezuela. Detuve la grabadora y Chávez quedó con la palabra en el aire. “Señor presidente —dije—: tenemos un problema. Necesitamos hacerle fotos con flash porque es la única manera de que salgan con buena calidad.” El presidente accedió y retomó su larga parrafada, aunque pude ver en su rostro un contenido parpadeo de molestia cada vez que notaba los relámpagos. El novelista Tom Sharpe tiene una poderosa razón para dejar que le tomen las fotos “que les dé la gana”. Cuenta que de joven había trabajado de fotógrafo. “A veces acompañaba a algún periodista a entrevistar a escritores, y algunos eran extremadamente desagradables con los fotógrafos… No quiero ser como ellos.” (El País Semanal 29-8-2004). En cualquier caso, antes de empezar su tarea el fotógrafo debería saber qué es lo que pretende hacer el plumilla, cómo es el personaje, si tiene buen carácter y se deja hacer fotos o, por el contrario, es una persona tímida o que ha tenido malas experiencias con los fotógrafos. Si el plumilla se ha molestado en buscar buenos encuadres y en convencer al entrevistado de la importancia de una buena foto, el fotógrafo se esmerará en producir un buen resultado. Lo contrario ya sabemos en qué acaba: en una imagen anodina.

A nadie le gusta salir mal en una foto, y cuanto más tiempo tenga el profesional para realizar su trabajo, mejor será el resultado. Al menos esa es la teoría, pero hay que reconocer que muchos fotógrafos no han entendido en qué consiste su trabajo. No les importa exponer en público fotos que dicen lo contrario de lo que deberían decir. Por ejemplo, un ciclista que ha logrado un gran triunfo, un empresario que ha levantado su empresa con esfuerzo, un novelista que recibe un premio… pero la imagen que nos encontramos al abrir una página es la de una persona ¡triste! No es fácil sacar una sonrisa, y menos en España, donde existe un gran sentido del ridículo, pero el deber es el deber, y un fotógrafo (ayudado por el plumilla) tiene que saber hacer reír a un personaje cuando la situación lo requiera. Los etólogos, que estudian el comportamiento animal y humano, afirman que la sonrisa es un gesto universal. La gente risueña nos produce sensaciones de tranquilidad y de confianza: nos fiamos de ella, nos atrae, es el reflejo de la fortuna o del buen carácter y es lo contrario de los gestos agresivos, que nos conmocionan y nos estremecen, y por eso mismo preferimos evitarlos. Y a todo eso hay que añadir que la primera impresión de un lector al abrir un página no es la firma del reportero ni el titular, sino una imagen. No solamente es la puerta de entrada a una información sino que en bastantes ocasiones “es” la información. En eso consiste el fotoperiodismo: imágenes que hablan por sí solas y que definen una situación, un problema, un carácter e incluso un momento histórico. El World Press Photo reúne cada año las mejores imágenes en todo el planeta con la pretensión de premiar al profesional cuyo trabajo represente “acontecimientos, situaciones o temas de gran importancia periodística y que demuestre un elevado nivel de percepción y creatividad”. Basta echar un vistazo a la recopilación de imágenes que publica el WPP en diez categorías, desde deportes hasta asuntos triviales, para saber por dónde marcha el planeta en 365 días. Muchas de esas fotos provienen de lugares lejanos, pero nos suenan conocidas porque las hemos visto antes en los periódicos. He aquí la ventaja de la fotografía sobre el texto escrito. Están escritas en el idioma universal de las imágenes. No importa la nacionalidad ni el idioma del autor porque no necesitan traducción. Desde un niño hasta un anciano analfabeto, todo el mundo puede entender una imagen. Un texto, en cambio, requiere otro nivel de disposición intelectual y, de hecho, nadie se lee un periódico o una revista de cabo a rabo, sino que pasa las páginas instintivamente, hasta que los ojos se detienen en las imágenes o en los chistes. Además, un buen texto puede pasar desapercibido, pero una buena imagen no. Ver cosas antes de

entenderlas forma parte de nuestra propia naturaleza, pues una imagen se reproduce en milisegundos en nuestra consciencia, pero un texto nos exige dedicar tiempo y esfuerzo mental. Mucha gente se quedaría sorprendida si supiera que los guiones de las películas son muy escuetos: apenas ocuparían el espacio de un relato en un libro de tamaño normal. Y es que la mayor parte del tiempo de una película es un transcurrir de imágenes sin texto. Fue un arte totalmente mudo durante casi medio siglo, y hoy podría eliminarse el sonido de muchas películas sin que mermase mucho la comprensión de la trama. Es algo que he comprobado infinidad de veces en los viajes en avión o en tren cuando no uso auriculares. (Las películas de hoy son tan estridentes y contienen tanto pimpampum que prefiero verlas en casa sin conectar el sonido. Tampoco requieren un esfuerzo intelectual de altura.) El poder de la imagen es tan extraordinario que un niño mutilado en una guerra puede influir en nuestra opinión más eficazmente que cien furiosos editoriales. Es algo que, también, y desgraciadamente, comprobamos en demasiadas ocasiones. En Chechenia, en Sudán, en Ruanda, en Irak… Cuando el fotógrafo de una agencia de noticias logra captar la figura indefensa de un niño herido o muerto, o una cruel ejecución en la cuneta, periódicos del mundo entero la publican en primera página y encienden la mecha de la opinión pública. Dicen que la imagen de la fría ejecución de un espía norvietnamita en las calles de Saigón por un aliado de Estados Unidos empezó a cambiar la opinión del pueblo norteamericano sobre la guerra de Vietnam. “¿Son estos bárbaros nuestros aliados?”, se preguntó el norteamericano medio, al ver empuñar al general Nguyen Ngoc Loan una pistola y disparar contra un prisionero comunista que tenía las manos atadas a la espalda. La foto de Eddie Adams, de la agencia Associated Press, dio la vuelta al mundo, le valió el Pulitzer en 1968 y modificó la opinión de muchas personas. Paradójicamente, eso hace más dura la vida de los fotógrafos: sólo pueden contar lo que han visto por el ojo de su cámara. Son los testigos, la prueba. Los redactores, en cambio, pueden enviar crónicas de guerra desde un cómodo hotel a varios kilómetros de distancia, copiando teletipos, viendo informativos de televisión o escuchando a la BBC mientras se toman un gin-fizz. Pueden incluso contar lo que ha pasado mucho tiempo después del suceso. Pero un fotógrafo (como un cámara de televisión) tiene que estar en el lugar y en el momento de la noticia, y no precisamente agazapado. Tiene que arriesgar el pellejo. Lo cual demuestra la importancia de los fotógrafos y sirve para bajar de las

nubes a muchos literatos. Además, el fotógrafo tiene menos facilidades que los plumillas: “El bolígrafo no asusta, la cámara sí”, cuenta Fernando Pastrano de Abc. “Muchas personas están dispuestas a hacernos confidencias aunque sean off the record, pero nunca aceptarán que se les tome una foto.” La ventaja de la imagen sobre el papel es que las declaraciones se pueden desmentir. Las imágenes “parecen irrefutables”. Muy relacionado con la fotografía es el trabajo de los ilustradores, así como el de los que elaboran las infografías, de los maquetadotes y diseñadores. La experiencia me ha enseñado que los periodistas que cuidan sus informaciones, trabajando codo a codo con los que están en el departamento de arte, consiguen que éstas sean más claras, más atractivas y que se lean con mayor facilidad. Para eso sólo se requiere una cosa: aportar ideas. No es lo mismo presentar a un diseñador gráfico un cuadro estadístico, que traducir ese cuadro a un lenguaje sencillo y recomendarle algún icono o símbolo para mejorarlo. No es lo mismo presentar un texto inmenso, que trocearlo en apoyos y despieces, para que el lector no se sienta abrumado. Ese dominio “total” del periodismo es el resultado del trabajo en equipo, donde cada parte se apoya sobre la otra para presentar un organismo bien construido. Requiere un esfuerzo suplementario, pero juro que vale la pena.

15. EL CONOCIMIENTO EN ESTADO PURO: LA GUERRA

Parece una contradicción decir que la actividad más destructiva del hombre es la misma que proporciona la mayor excitación periodística: la guerra. Los que la han sufrido en sus carnes afirman que es una experiencia por la que debería pasar todo periodista vocacional. “El periodismo sólo florece de verdad en el cataclismo”, afirma Alfonso Rojo. (Abc, 13-1-2005). En uno de sus relatos, sir Arthur Conan Doyle hacía decir a un corresponsal de guerra en África que “para que una vida se complemente, tiene que pasar por el amor, por la pobreza y por la guerra” (Cuentos de la vida militar). Es un bautismo de fuego gracias al cual, como dice Jon Sistiaga, “el reportero se convierte en un periodista total”, o en palabras de Felipe Sahagún, especialista en relaciones internacionales, “la guerra saca a la luz lo mejor y lo peor de cada uno”. (El Cultural de El Mundo. 20-5-2004). Seguramente es la situación límite por excelencia y como decía el pensador alemán Karl Jaspers, en las situaciones límite es donde el hombre se encuentra a sí mismo. Muchos filósofos-soldado como Teilhard de Chardin, Ernst Jünger o J. Glen Gray han reflexionado sobre la guerra, y han explicado que se llega a obtener cierta clase de revelaciones en los momentos más duros de una contienda. Algunas escenas de batalla, como las tormentas sobre el océano, o las puestas de sol en los desiertos o un cielo de noche visto desde un telescopio, son capaces de sobrecoger al individuo y mantenerlo bajo un hechizo. Se halla perdido en su magnificencia. Su yo le abandona temporalmente, absorto en lo que contempla. La realización de que hay un poder que ampliamente sobrepasa su imaginación le transporta a un estado mental desconocido en sus experiencias diarias. (J. Glen Gray, Guerreros, Inédita). Los corresponsales de guerra podrían expresarlo con las mismas palabras. “La primera línea de trincheras ejerce un poder hipnótico sobre todos los reporteros”, afirma Alfonso Rojo. Pocas veces se asiste a un espectáculo tan pavoroso como la inhumana destrucción que provoca un conflicto armado, pero dentro de ese estado de locuaz supervivencia, se llega a apreciar incluso una emoción estética o, como dice Glen Gay, un sentimiento de “percepción más aguda del propio yo”.

Con sus miles de relatos heroicos o terribles, sus leyendas y visiones, los viejos reporteros ejercen un atractivo tan potente en las universidades que muchos estudiantes sueñan con ser corresponsales de guerra, y no hay audiencia más expectante y apasionada que la formada por los universitarios que escuchan en clase las anécdotas de un enviado especial “que acaba de llegar del frente”. Sus vivencias representan un suceso tan extraordinario que las editoriales hacen un buen negocio lanzando periódicamente las “memorias de guerra” de los enviados especiales y, de hecho, en la segunda guerra del Golfo se batieron los records de publicación de títulos. A la gente le interesaba conocer qué se sentía en momentos tan duros. Enfrentados a situaciones de riesgo en las que tienen que poner en alerta hasta la última neurona de su cuerpo, y donde una equivocación o la minusvaloración del peligro puede llevarles a la muerte, los reporteros de guerra que vuelven a casa se ríen para sus adentros de la categoría de problemas que afrontan los colegas que se pasan el día sentados a la mesa quejándose de verdaderas tonterías. Para algunos, incluso, la guerra se convierte en una droga, y no conocen mejor estado profesional que estar en el corazón de una contienda. El resto les aburre tanto que algunos pierden hasta los sentimientos, como le sucedió a Jon Steele, según relata en su libro Adicto a la Guerra (War junkie). Estaban arrastrándose. Todos ellos. Desparramados por la tierra y arrastrándose para llegar a este sitio, a esta puerta. Cientos y cientos de niños moribundos arañando la basura, tratando de llegar a la clínica. Mierda Jon. Baja la cámara. ¿No ves que se están muriendo? ¡Socórreles! Un cuerpo se estremeció cerca de mi pierna. Un pequeño arrastrándose sobre mis botas. Una espuma amarilla chorreaba de su boca, luego nada. Sólo un niño muerto agarrado a mi pierna. Con las mejillas frías en medio de aquel calor. Yo temblé como un perro mojado y busqué la cámara. ¡Fotos! ¡Hay que conseguir fotos! La guerra también crea unos profundos lazos de camaradería entre los reporteros. Alfonso Rojo cuenta cómo se vivía el asedio de Sarajevo, a principios de los noventa. Desde su refugio, los corresponsales oían las explosiones, el ruido de los cristales, y trataban de identificar de dónde procedían los disparos. También rememorábamos a los compañeros muertos, charlábamos de

mujeres o disertábamos sobre la familia, los hijos o la vida, con la voz opaca por el vino y sin molestarnos en encender luz alguna. Era una forma hechizante de pasar la noche. Hay enviados especiales que han cubierto más guerras que muchos generales de cinco estrellas, y si a los reporteros les dieran galones por cada contienda a la que asisten, tendrían más condecoraciones que el militar más laureado. Pero a la larga, los veteranos testigos de mil batallas no se convierten en unos iluminados transidos de revelaciones hipnóticas sino en unos cínicos pues han presenciado demasiadas situaciones espantosas provocadas por la maldad humana, el odio y la venganza, y han visto morir a niños, mujeres, ancianos o soldados, incluso a compañeros de profesión, y muchas veces sin que haya existido eso que llamamos una causa justa. Parece como si los periodistas bebieran una especie de elixir anímico que les hace un poco más inmunes (no totalmente inmunes) a los mayores espantos de la guerra. En el fondo, no son parte de la guerra, sino almas que transitan por los paisajes del horror tomando nota de la ferocidad humana. Si en su viaje a los infiernos Dante hubiera sido periodista, seguramente no habría escrito La Divina Comedia con tantas lecciones morales, sino algo parecido al mester de clerecía, aquellos poemas elaborados por monjes del siglo xiii que escribían en castellano para transmitir conocimientos al pueblo sencillo y nada más. Además, los reporteros son unos escépticos, y miran los hechos más espantosos con una previsora distancia porque no saben si la próxima guerra será aún más cruel. ¿Y cómo se llega a ser un reportero de guerra? Hay casos, como el del valiente Miguel Gil, que se explican sólo como una corazonada. Trabajaba Miguel como abogado en un despacho de Barcelona y un buen día agarró su moto y se plantó en Sarajevo, mejor dicho, en la ominosa y difícilmente explicable guerra de los Balcanes. Nadie sabe cómo pudo salvar las implacables líneas serbias que rodeaban la ciudad, llenas de snipers que disparaban contra todo lo que se movía. Desde esa ciudad Miguel llamó a varios periódicos españoles para saber si querían publicar sus crónicas, y uno de los que le atendió fui yo un día de 1993 o de 1994, no me acuerdo, y lo hice porque temporalmente nos habíamos quedado sin enviados especiales. Sus primeras crónicas no tenían nada de periodísticas, y había que cocinarlas como si fuera un plato de cuscús, dándoles vueltas y más vueltas hasta darles algo de sentido y de sabor. Pero Miguel quería aprender, y lo hizo con tal tesón y altruismo, que su estilo mejoró de súbito. Nos empezaron a llegar reportajes magníficos, como aquel que relataba una Nochebuena junto a un soldado serbio-bosnio en una caseta de Sarajevo

mientras vigilaba al enemigo y lo maldecía de por vida. Luego Miguel se convirtió en uno de los más destacados reporteros de Associated Press TV y, con el tiempo, se creó fama de tipo arrojado y sentimental, pues solía dejar la cámara para ayudar a las víctimas de las guerras. A otros les llega la oportunidad sencillamente porque estaban disponibles en su periódico y pasan de un puesto anónimo a relatar batallas en primera línea. No hay, desde luego, ningún máster en periodismo de guerra para formar una generación de audaces reporteros, pero no estaría mal crear esta especialidad para saltarse algunos pasos que los veteranos consideran obvios, como llevar dos pasaportes por si se te extravía uno o te lo confisca un militar desaprensivo. (“Sin pasaporte, un periodista es poco menos que un inútil, como si estuviera muerto”, me dijo una vez un reportero de guerra.) Está claro que hay cosas que jamás se podrán aprender en un seminario, como, por ejemplo, saber hasta dónde puede uno arriesgar el pellejo. Arturo Pérez Reverte suele decir que si no te acercas a primera línea, no vale; y si te acercas mucho, no vuelves. Las balas son una cuestión estadística y hay que afinar el instinto para no interponerse en su camino tentando demasiado a la suerte. A pesar de que su vida pende de un hilo, por su propia neutralidad los periodistas a veces salvan el pellejo cuando algún bando considera que son convenientes para su estrategia. Y hay casos en los que los hombres armados posan y hasta matan delante de las cámaras, instados por una repugnante vanidad o por un alarde de poder sobrehumano, como hizo el general Nguyen Ngoc Loan asesinando a un espía norvietnamita ante el objetivo de Eddie Adams. Pero hay casos en los que los periodistas también son incómodos testigos y por eso, cada año, Reporteros sin Fronteras denuncia internacionalmente el fallecimiento, la persecución, el encarcelamiento, la desaparición o el acoso de decenas de profesionales. Asimismo, esta organización no gubernamental actúa como ángel de la guarda de los periodistas perseguidos en cualquier parte del mundo. Las cosas han cambiado mucho desde que sir Arthur Conan Doyle describió en un relato la pelea de tres enviados especiales a una guerra en medio del desierto africano, en la que se enteran de que el ejército del general inglés ha fracasado en su lucha contra los derviches. El corresponsal que antes llegase al telégrafo, que estaba a varias millas de distancia, tendría la exclusiva de la noticia. Sus enseres estaban compuestos por mulas o caballos, algunos sirvientes, lápiz, papel, sombreros para soportar el sol, una kodak, dinero y un revólver, por si las moscas. Hoy los corresponsales de guerra cargan sus cascos de kevlar y sus chalecos antibalas (los hay de varios tipos, según la intensidad de la guerra), y un

verdadero arsenal de comunicaciones, pero nunca un arma. Ésta es la descripción que hace el periodista norteamericano Peter Maass, colaborador de The New York Times, sobre sus enseres en la segunda guerra del Golfo (petermaass.com) En primer lugar, un teléfono. Para la guerra del Golfo, los periodistas preferían el sistema Thuraya, un consorcio creado por los países árabes y suministrado por tecnología norteamericana, y cuyo sistema de satélites cubre particularmente esa zona. Los teléfonos conectados a un ordenador portátil (otro elemento imprescindible) permiten hoy día a un periodista enviar sus crónicas e incluso fotografías sólo apretando un par de teclas, de modo que no hay que ir en caballo hasta el telégrafo más cercano. Y en caso de que el periodista se haya perdido en el desierto, puede lanzar señales de socorro para ser localizado fácilmente por el sistema GPS, como el que usan los barcos y hasta los vehículos del rally ParísDakar. Debido a la delicadeza de estos instrumentos, los periodistas previsores suelen cuidarlos como un tesoro, envolviéndolos en bolsas de plástico o en telas acolchadas para evitar los golpes o la entrada de arena o agua. Una exclusiva no sirve de nada si se estropean las comunicaciones. Maass confesaba que le hubiera gustado tener incluso gafas de visión nocturna, muy útiles (y muy caras), pues cuando se viaja de noche en los convoys todas las luces están apagadas y los carros de combate no tienen luces de freno y, según Maass, no hay experiencia “más desagradable” que viajar a toda velocidad en un vehículo detrás de varias toneladas de hierro. Maass recomienda asimismo disponer de un pequeño aparato de radio de onda corta para escuchar las noticias, pues “así te puedes enterar de lo que está pasando en cualquier sitio”. Las emisiones del servicio internacional de la BBC suelen ser una excelente fuente de noticias debido a su exactitud y a su imparcialidad. Por cierto: una de las paradojas de los enviados especiales a una guerra es que en determinados momentos sólo saben lo que ocurre en unos metros cuadrados en derredor. Desde nuestras mesas de redacción, los redactores jefes teníamos todo el tiempo una exhaustiva información sobre los movimientos de tropas, de barcos y de aviones, los ataques, la estrategia y hasta las órdenes de los cuarteles generales, pues conectados a los servicios de noticias, recibíamos datos de decenas de corresponsales a través de los teletipos, la radio y la televisión, así como decenas de fotos frescas que habían sido tomadas unos minutos antes. Con esta cantidad de conocimiento podíamos encargar gráficos tan exactos como el mapa que se

desplegaba en un cuartel general y orientar los pasos de los corresponsales hacia los nuevos puntos calientes o, por el contrario, evitar que hicieran desplazamientos hacia lugares que eran muy peligrosos o que ya estaban siendo cubiertos por otro enviado especial del periódico. Una buena linterna y una navaja multiuso, como las conocidas del ejército suizo, suelen ser acompañantes inseparables de los reporteros de guerra. Cuando viaja con un fotógrafo, Maass suele usar un par de intercomunicadores o walkietalkies. Con ellos se consigue estar fácilmente en contacto cuando se separan, suelen cubrir un radio de tres kilómetros y se pueden comprar en las gasolineras. Para completar este equipo no debe faltar un saco de dormir que no sea muy voluminoso y, por supuesto, el chaleco antibalas y el casco de kevlar. Una cámara de fotos digital nunca sobra, pues en caso de no disponer de un fotógrafo profesional, siempre se pueden apañar unas fotos decentes y enviarlas por satélite a la redacción, lo cual viene de maravilla cuando se consigue entrar en un sitio inesperado o cuando hay que entrevistar a un personaje insólito en medio de la batalla. Con ello, el medio de comunicación se ahorra un sueldo y se arriesgan menos vidas. Muchos periodistas están migrando de las grabadoras analógicas a las digitales, pues así se evitan el engorro de cargar con un montón de cintas que se pueden dañar o perder. Los nuevos sistemas de conexión permiten, incluso, descargar una entrevista en un ordenador y guardarla en lugar seguro. “Y si no lo han adivinado todavía, todos estos aparatos requieren un enorme número de cables y adaptadores de energía”, afirma Maass. En esas circunstancias, la única fuente de energía procede del encendedor eléctrico de los vehículos. El resto ya son aditamentos propios del carácter de cada uno, como un reproductor digital para escuchar música en los tiempos muertos, o una agenda electrónica. Y por supuesto, su botiquín de primeros auxilios, contra dolores de cabeza, heridas y hasta desgarrones en la ropa. La ausencia de cualquiera de estos artilugios sólo se puede sustituir con la imaginación del enviado especial y la colaboración de sus compañeros, pues lo más importante de todo es que la crónica llegue antes de que las rotativas echen a rodar. Como dice Alfonso Rojo, Por muy sofisticada que sea la maquinaria, por muchos electrones, pulsos y bits informáticos que existan, al final sigue siendo necesario cubrir una historia. Antes de que la crónica llegue al ordenador central de la redacción —afortunadamente para nosotros— es imprescindible

que un hombre con sensibilidad, capacidad de sufrimiento e instinto, además de la resistencia de un corredor de fondo y cierta vanidad, se sumerja en el acontecimiento, tome notas y redacte una historia. El factor humano, como hace dos siglos, sigue marcando la diferencia, pero ahora casi todo es cuestión de segundos y rara vez se saca más de un día de ventaja a los competidores. En los orígenes de la profesión, el tiempo periodístico se medía en semanas o meses. En la guerra de Vietnam los corresponsales tuvieron una libertad de movimientos insólita, zascandileando por el frente a sus anchas y eligiendo sus propios campos de información, con todo el riesgo que ello suponía. Quizá fue el último gran conflicto donde se les permitió esas dosis de libertad que fueron impagables, pero que se convirtieron en un dolor de cabeza para los militares pues, al no controlar la información, se filtraron a la prensa los numerosos errores del ejército americano, las bajas en el frente, la desmoralización, los abusos, el caos permanente, la falta de escrúpulos de sus aliados sudvietnamitas, todo lo cual acrecentó la oposición del pueblo americano a esta guerra que perdió definitivamente su país en 1975. El general Schwarzkopf, que estuvo destinado a ese conflicto, creyó aprender una lección y aplicó sus conclusiones a la primera guerra del Golfo, en 1991, manteniendo a los periodistas a raya para que no supieran más de lo que salía estrictamente de las ruedas de prensa del comando militar. Para los periodistas esto fue una infamia, pero para los militares fue otra táctica de guerra, pues según ellos había algo más importante que la verdad: la supervivencia.

16. LA PAPELERA, ESE GRAN AMIGO

Una vez fui invitado a hablar en un informativo televisado, y cuando volví a casa y vi la grabación, me di cuenta de que mi nombre aparecía mal escrito en la pantalla. No me lo explicaba. Durante la hora que estuve esperando en una salita del estudio de televisión bebiendo refrescos, nadie se acercó para confirmar si el nombre que iba a salir bajo mi cara era el correcto. Una cosa tan fácil, ¿por qué no se hizo? Faltó algo tan sencillo como un control de calidad. Las empresas más sólidas del mundo se enorgullecen, entre otras cosas, de sus feroces métodos de control de calidad. General Electric, con quinientos mil empleados y una miríada de productos, desde motores de avión hasta equipos médicos, tiene un sistema llamado Six Sigma que teóricamente significa “cero errores”. Su éxito consiste en la búsqueda, detección y eliminación de errores, costumbre que practican las empresas más poderosas del mundo. ¿Habrá una estrecha relación entre una cosa y otra? Bill Gates, el fundador de Microsoft, afirma que periódicamente reúne a sus colaboradores para hacerse la siguiente pregunta: ¿qué hemos hecho mal? ¿Cómo corregirlo? En lugar de mirarse el ombligo y hablar del éxito indudable de sus productos, esta compañía hace lo contrario: hablar de sus defectos. ¿Será por eso que se ha convertido en la empresa que fabrica los programas de ordenador más populares del planeta? No les vendría mal, a los periodistas de cualquier medio, acostumbrarse a hacer autocrítica y descubrir por qué fallan las cosas. Sin embargo, mi impresión es que nuestros profesionales siempre se eximen con la excusa de que están presionados por el exceso de trabajo, la carga de responsabilidades y un sin fin de cosas más, y que no han tenido tiempo de hacer bien las cosas. Y al final, uno se pregunta, ¿es que alguien hace bien su trabajo en este país? Creo que los mejores profesionales, en cualquier ocupación, son los que han desarrollado un elevado sentido del perfeccionismo. El verbo perfeccionar procede del verbo latino perficio, que antiguamente significaba llevar las cosas a término (no dejarlas a medio hacer), dar la última mano, hacer las cosas bien. Y la perfectio era la consumación, lo que hoy llamamos perfección. Una tarea ardua, por supuesto. No se conoce el caso de ningún eminente investigador científico, deportista olímpico o escritor que haya llegado a ese grado de perfección sin un prodigioso esfuerzo, o sin la obsesionante búsqueda de lo mejor. El método es muy simple de enunciar: corregir los errores. Tras realizar

cientos de ensayos erróneos, el científico consigue al final un resultado positivo. Y en el mundo de la escritura no se desarrolla una novela sin antes haber echado a la papelera multitud de folios. García Márquez cuenta que antes de mandar a la imprenta Cien años de soledad desechó cerca de cinco mil folios. La papelera de una redacción es el equivalente al control de calidad de una empresa de coches o de maquinaria industrial. Es nuestro Six Sigma, nuestro sistema de corrección de errores. Los grandes diarios poseen unos exigentes controles de calidad que descansan en el criterio de los jefes y en el tamaño de sus papeleras. Ese criterio funciona como una puerta: abre el paso a los buenos textos y lo cierra a los que no cumplen los requisitos mínimos, los cuales acaban en la papelera. Los jefes, los editores, tienen que ser implacablemente perfeccionistas, porque de otro modo toda la tropa se relaja y se apresta a escribir sandeces sabiendo que pasarán cómodamente los filtros humanos. Puede pensarse que contra ese criterio siempre se opone el factor tiempo. Una revista mensual tiene más tiempo para hacer las cosas bien que un diario. Teóricamente es así, pero hay revistas mensuales muy mal escritas y diarios muy bien escritos. Lo cual demuestra que no depende del tiempo sino de la dureza de los editores. National Geographic y Geo (mensuales), Stern y The Economist (semanales), La Vanguardia, El País, The Wall Street Journal (diarios), se han convertido en gigantes gracias a un durísimo proceso de selección que no tiene nada que envidiar al sistema de selección de las especies: los mejores sobreviven. Y los peores… Los peores son los que aparecen en las revistas y los diarios de mala calidad, pero, en contra de lo que pensaba Darwin, tienen una poderosa capacidad de supervivencia, hasta el punto de que muchos medios de comunicación mediocres tienen una larga vida. Pero sigo pensando que hay que buscar la perfección. El diario norteamericano The Wall Street Journal dio un giro copernicano a sus ventas cuando se propuso echar a la papelera los textos aburridos e incomprensibles, los textos malos. Eso sucedió en la primera mitad del siglo xx. Harto de enfrentarse cada día a noticias plúmbeas y grises, escritas por viejos periodistas que “escribían para banqueros”, un director llamado Bernard Kilgore encomendó a un grupo de jóvenes reporteros la tarea de rehacer el estilo del periódico. Los reportajes de los veteranos eran triturados. Se les pasaba por la batidora de la imaginación de modo que aquellas piezas ilegibles, que no entendían ni los banqueros, se

convirtieron en reportajes llenos de vida que entendían “los clientes de los bancos”. Las ventas de The Wall Street Journal se dispararon de 31.895 ejemplares a casi 96.000 en los cuatro años que van de 1941 a 1945. A finales de esa década sobrepasaron los 140.000 ejemplares. Los norteamericanos quedaron fascinados con esta forma de contar la economía: parecía como si estuvieran contando safaris africanos o batallas olímpicas, y hoy The Wall Street Journal es el periódico económico más leído del mundo, con más de dos millones de ejemplares vendidos cada día. Para un editor lo más cómodo es dejar pasar un texto porque así rellena una página en blanco y puede pensar en el día siguiente. En cambio, cada vez que rechaza un original abre un agujero, es decir, crea un problema, y por eso existe la vieja tendencia a bajar la guardia y ser permisivo. Si esta norma se practica desde el primer día, los redactores se acostumbran a vivir sin esfuerzo. Pero si, por el contrario, existen elevadas posibilidades de que un texto acabe en la papelera, entonces el proceso creativo se invierte y desde el principio los redactores tratan de hacer las cosas bien. Como debe ser. El perfeccionismo es una terrible esclavitud, pues un texto periodístico se puede mejorar eternamente y, al igual que Goethe tardó veinticinco años en escribir su Fausto, un plumilla podría pasarse días enteros retocando su criatura. Por eso siempre le queda a uno un sabor amargo en la boca cuando esa criatura ha sido concebida de forma ineluctable en papel impreso: esa coma fuera de sitio, esa ambigüedad, esa fecha incorrecta, ese verbo mal empleado, esa fuente mal citada… Son tantas imperfecciones que vuelve uno a casa con la sensación de haber dejado las cosas a medio hacer. Es inevitable. Pero también sucede que esas cosas dejadas a medio hacer son culpa de la maquinaria de redacción. No me refiero a los problemas de siempre, como que “se caiga el sistema informático”, o que una de las rotativas se estropee a última hora, sino a cosas que dependen de la organización humana, porque uno de los problemas más graves y aparentemente irresolubles de esta profesión es ordenar el caos permanente, y el menor descuido puede provocar errores formidables; son un verdadero estigma que queda grabado para siempre en las hemerotecas, y en el álbum de anécdotas universales del periodismo. Y recordemos lo que se dice en esta profesión: eres tu última equivocación. Una vez un novato que estaba escribiendo la biografía de un estafador, describió al padre de éste como un famoso banderillero. No era banderillero, sino barandillero, es decir, esa clase de inversor que asistía a la Bolsa de Madrid para comprar y vender acciones, y que se apoyaba en una barandilla que está en

medio de la sala de contratación. No tenía nada que ver con los toros, pero al joven escritor le clavaron mil puñales por su imperdonable descuido semántico. La única consolación que le cabe a ese chico que toma la alternativa es pensar que los más veteranos espadas del periódico han sido protagonistas de peores meteduras de pata en otros tiempos. David Randall, subdirector de The Observer, escribe en su entretenido libro de consejos que el periodismo es uno de esos oficios que se aprenden cometiendo errores. Y cuenta la siguiente anécdota: Cuando no llevaba ni una semana trabajando para el pequeño semanario del sur de Inglaterra donde inicié mi carrera periodística, gracias a una combinación de suerte y determinación por hacerme un nombre, logré una información muy interesante sobre la contaminación de un río. Salí a investigar el asunto y regresé corriendo a la redacción soñando con las felicitaciones que iba a recibir cuando presentara la noticia. “¿Qué demonios es esto?”, exclamó el jefe de redacción al leerla. “Aquí no figura ni un solo nombre.” La historia me había apasionado tanto que olvidé preguntar el nombre a todas las personas a quienes había entrevistado. Había muchas citas interesantes, pero todas eran de “un vecino preocupado”, de “un experto en contaminación”, de “un inspector de seguridad”, etcétera. Pasé las siguientes veinticuatro horas corriendo de aquí para allá, sin apenas dormir, tratando de enterarme de los nombres, volviendo a entrevistar a la gente y reparando la mayoría de mis errores. (David Randall, El periodista universal) Podría escribir un libro aún mayor que éste, donde cupieran todos los errores que he cometido a lo largo de mi carrera profesional. Errores ortográficos, técnicos y humanos. Errores de organización y de interpretación. Decisiones equivocadas, olvidos dramáticos, omisiones… Pero esos errores son el corazón de mi experiencia, y gracias a ellos puedo adivinar por dónde van a aparecer los próximos errores. Un diario, una revista o un informativo es una máquina que contiene un millón de errores en potencia a primera hora de la mañana. A lo largo del día hay que reducir esa cifra a unos cientos de errores. The New York Times tuvo la osadía de reconocer que en 2004 había cometido 3.500 errores. ¿Sólo esos? No me lo creo. Si todos los días sucedieran los mismos hechos, podríamos fabricar el diario

perfecto. Desafortunadamente, los problemas cambian de un día para otro. Así es la realidad. Es como si los operarios de una fábrica de coches se encontraran cada mañana, al entrar a sus instalaciones, que las herramientas han cambiado de sitio y que la fábrica entera se ha transformado. Tienen que inventarse la manera de armar de ese rompecabezas sin detener la producción. Eso es más o menos lo que sucede en una redacción. Los acontecimientos no son los mismos cada día; no existe una agenda de “accidentes, golpes de Estado y persecuciones del día”, no hay un programa de festejos que empieza a las ocho de la mañana, pero las rotativas sí lo tienen. Por eso en esta profesión se trabaja en medio de la más desgarradora imprevisión, la cual es la madre de todos los errores. El trabajo más doloroso de un grupo de periodistas es el de reunirse periódicamente para sacar a relucir los terribles errores y establecer un método racional y público de evitarlos en la próxima ocasión. Se podría elaborar toda una “teoría de los errores”, y creo que la primera causa es el “no saber”. Si nuestros competidores publican una exclusiva es porque sabían más que nosotros. Otra causa es el “no fijarse”. Si en lugar de escribir la fecha de nacimiento de un premio Nobel de Literatura ponemos la fecha de su primer libro, es porque durante la edición nadie sabía la fecha correcta. Confundir a un barandillero con un banderillero se debe a la falta de formación. El desafío más importante de un periodista consiste en saber cada vez más, en estar informado permanentemente, extender las antenas, acumular conocimiento, leer todos los papeles que caigan en su mano (desde un folleto de un supermercado hasta las revistas del corazón), aprender idiomas (mientras más mejor), escuchar la radio, ver la televisión, leer todas las secciones de un periódico, aprender de las columnas de opinión, recorrer medio mundo, acumular vivencias, en fin, disponer de un sentimiento fáustico que le impulse eternamente a introducir cosas en su cabeza. Pedro J. Ramírez, el ex director de El Mundo, sabía a las diez de la mañana tanto como cualquiera de sus colaboradores, incluso más. La explicación es que por la noche se había quedado hasta muy tarde leyendo la primera edición de los periódicos, y por la mañana, se levantaba a las siete y leía en pantuflas las páginas web de los diarios internacionales y las columnas de opinión mientras memorizaba las noticias de la radio. A continuación revisaba el periódico que dirigía y también los de la competencia. Durante esas tres horas había absorbido tanta información que en el primer encuentro con su equipo de confianza, a las diez y media de la mañana, sabía bastante más que cualquiera de ellos. Me consta que es así porque formé parte durante varios años de ese equipo, y a pesar de que traté de pegarme a la radio mientras llevaba a mis hijos al colegio, y

de leer todos los periódicos que podía asimilar mi cabeza antes de ese encuentro matutino (era el primero en llegar, a veces cuando las limpiadoras no habían terminado su faena), el director siempre nos hacía la pregunta que no sabíamos contestar sólo por el placer de ver nuestras caras de vergonzosa ignorancia. Y este desafío del saber es más acuciante cuanto más joven sea el periodista, porque es la persona señalada por el destino para cometer el mayor número de errores. Un novato que durante sus primeros años de formación se dedique a pasar su tiempo libre bebiendo cerveza y contando chistes, es como un coche que va por la autopista del conocimiento a treinta por hora. Le pasarán todos aquellos compañeros que inviertan su tiempo libre en saber más. Cuanto más joven e ignorante sea un periodista, más debe apretar el acelerador de su conocimiento, pues más tarde, los deberes familiares, el cansancio y otros compromisos no le dejarán tiempo y ganas para ocuparse de su formación intelectual. Cuando el joven Rafael Nadal ganó el torneo de Roland Garros podía haber dicho que había llegado a la cumbre del tenis, pero su comentario fue “debo mejorar en todos los niveles”. Para aumentar la velocidad de saber y acortar el tiempo de llegada de los novatos (aunque nunca se llega a saber todo de todo), los jefes están conminados a trasmitir sus conocimientos, y los empresarios a contratar cursos de formación para aumentar el conocimiento de sus empleados (idiomas, economía, ciencia). Pero volvamos al control de calidad. Esa máquina descansa en un grupo de editores y correctores que hacen un trabajo silencioso y que no firma ninguna información. Ningún diario que aspire a convertirse en un quality paper debería prescindir de este impagable equipo. Rodeados de diccionarios y enciclopedias de papel y digitales, este grupo de editores toma en sus manos los textos provenientes las diferentes secciones, algunos escritos en medio de una guerra, de un estadio de fútbol, trasmitidos por teléfono incluso, y posteriormente los cocinan en tiempo record como un plato del mejor chef. Tienen el deber de comprobar fechas, datos, nombres, localizaciones… De corregir las erratas, de dar fluidez a la narración, de suprimir las confusiones y de verificar con el autor de la información todas las dudas que se presenten. Los corresponsales en un país extranjero respiran a gusto si tienen la confianza de que su retoño va a caer en manos de buenos editores y correctores, es decir, en manos de veteranos con una prodigiosa acumulación de conocimientos, de saber y de vivencias, y que prodigan un enorme cariño por eso que llamamos escritura. Ya he mencionado que gran parte del éxito de ventas de The Wall Street Journal

se debió a un joven cuadro de editores que pulía la prosa del periódico. El equipo de revisión hacía las frases más cortas y más precisas, declarando la guerra a las “palabras perezosas”. El director, Bernard Kilgore, también se obstinó en corregir los inevitables errores tipográficos. “Si un lector empieza a tropezar con errores tipográficos en nuestro periódico, comenzará a preguntarse si puede confiar en algo”. The Wall Street Journal se convirtió en el diario más corregido de Estados Unidos. En esta artesanía de corregir se invierte habitualmente más tiempo que en escribir el texto original, porque hay crónicas redactadas a vuela pluma o porque, sencillamente, la mente que las escribe no advierte los errores de continuidad, de lógica o incluso, las erratas. Para cazar esos inevitables gazapos, un texto periodístico tiene que ser leído y reconstruido por otra mente. Los manuales para guionistas de cine recalcan la importancia de este hábito: los guiones son reescritos una y otra vez hasta que alcanzan el punto de perfección. La mayoría de los guiones, incluso con toda la magia y la creatividad que el guionista pone en el primer borrador, no funcionan por sí solos. Unas veces pecan por exceso: son demasiado largos para hacer una película que se pueda vender. Otras, por defecto: hay escritores que, en plena borrachera creativa, se olvidan de atar un cabo suelto, de completar la evolución de un personaje o de terminar una trama secundaria. Hay escritores que tienen una brillantísima idea en germen a lo largo del guión, que sólo aparece tímidamente a medida que se profundiza más y más en la historia. Si no se rescriben, todos esos elementos se quedan sin arreglar. (Linda Seger, Cómo convertir un buen guión en un guión excelente). Los mismos consejos valen para escribir novelas de éxito. “El autor incapaz de desechar por completo un borrador de quinientas o de ochocientas páginas y empezar de nuevo desde la primera página, tampoco alcanzará el alto nivel de drama sostenido que contienen la mayoría de las novelas de éxito”, afirma Anthony Zuckerman en su libro Cómo escribir un best-seller. Imaginen: si ese guión original o esa novela tienen aún que ser reelaborados una y mil veces antes de convertirse en película o libro, ¿por qué no vamos a reescribir un texto periodístico que se ha fabricado en un par de horas? Esa artesanía de la reescritura es la que da al lector la agradable sensación de estar siendo mimado desde la redacción de un periódico. Es un trabajo que salta a la

vista, y las negligencias en este singular hábito producen resultados mediocres. Una vez hayamos escrito la historia, hay que corregirla. Y aquí interviene una ley estadística: cuantos más ojos vean un texto, mejor será el resultado. Los maestros de escritura creativa recomiendan tres clases de corrección. En la primera hay que ver la historia en conjunto, como si fuera un animal con todos los órganos en su sitio. “El que corrige la historia tiene una visión de conjunto. Retrocede para observar el relato en su totalidad. Es el que advierte si la historia mantiene la tensión y la fuerza dramáticas y si lleva al lector a alguna parte”, afirman en su libro Thaisa Frank y Dorothy Wall (Cultiva tu talento literario, Urano, Barcelona 1997). El segundo vistazo se concentra en las oraciones. “Detecta la rigidez de una frase, los pasajes monótonos, las frases fáciles, la falta de variación en la estructura de las oraciones”, afirman Frank y Wall. Es el corrector de estilo, que también pone en su sitio los acentos, las comas y caza las erratas. Y en tercer lugar, el corrector de los detalles. La capital de Grecia no es Estambul. España descubrió América en 1492, no en 1594. El fundador de Microsoft es Bill Gates, no Han Solo. En esta tercera revisión, los textos ganan precisión y exactitud. La meta de esas correcciones es dotar al reportaje de unidad y de belleza. Que esté bien armado, bien explicado y que sea exacto. Lo importante es que tenga pegamento y que no se deshaga. Hay que eliminar lo superfluo y desarrollar los elementos esenciales, afirman estas dos consejeras de escritura creativa. Los diarios mejor escritos son los que pasan por un exhaustivo y olímpico proceso de corrección. Afirma Alex Grijelmo: A fuerza de proliferar los especialistas en economía, deportes, tribunales, cultura, internacional, política… están desapareciendo los especialistas en periodismo. Por eso, quienes asuman la intención de formarse como expertos en lenguaje y en redacción, y también en los géneros periodísticos, tendrán enormes facilidades para encontrar trabajo. (Grijelmo, Alex, El estilo del periodista. Taurus). Y editar es un trabajo que lleva tiempo. La maquinaria del diario o de la revista, y supongo que de la televisión, debería estar organizada de tal modo que permita a los editores acometer su trabajo con soltura. Y el funcionamiento de esa

maquinaria depende de los jefes, que es de lo que voy a hablar a continuación.

17. MANUAL PARA JEFES

Tarde o temprano el redactor se convertirá en jefe y se dará cuenta de que sus relaciones con los demás han cambiado sustancialmente. Ya no tiene derecho a quejarse a la hora de comer, despotricando contra las cosas que no funcionan en el periódico o contra esos jefes inútiles, sino que percibirá que él es parte del problema. Es jefe. Y debe solucionar los problemas. Es increíble la cantidad de detalles que pueden entorpecer el trabajo de un grupo de personas en una oficina. La falta de un simple perchero para colgar los abrigos o el hecho de que haya un televisor en un departamento y en otro no, se convierte en un inquietante malestar. Lo digo porque mi primer cometido como jefe en un periódico consistió en traer un perchero e instalar un televisor en mi departamento. Parece una tontería, pero si las cosas más sencillas no se resuelven, el equipo se pregunta qué pasará con las más peliagudas. El equipo pensará que su jefe no les hará caso, no escuchará sus peticiones. Y eso es precisamente lo que debe hacer todo jefe: escuchar a su gente y poner en marcha las ideas, arreglar los desperfectos, mejorar el sistema de trabajo y hasta procurar que el aparato de aire acondicionado funcione correctamente en verano. Gestionar un grupo humano requiere ocuparse de esa clase de detalles y de muchos más, es decir, hacer la estancia en la oficina lo más agradable posible, pues ese tipo de cuestiones se pueden resolver. Lo que ya es más difícil de resolver son otras cuestiones como el salario (todos queremos ganar más), los roces (inevitables pues Dios nos creó diferentes), las broncas (alguna vez nos teníamos que equivocar) y sobre todo, los problemas personales que arrastra cada vida humana en este mundo, y que afectan tanto a nuestro comportamiento que ocasionan una profunda caída del rendimiento personal. Cuidar estos detalles no sólo es un deber humano sino que tiene una gran compensación: fomenta las relaciones de grupo y afianza la fidelidad. Y desde el punto de vista puramente empresarial, es incluso rentable, porque la gratitud se convierte en productividad y esfuerzo. Saber llevar a un grupo humano es una de las habilidades más cotizadas de nuestro mundo. Poner orden, tomar decisiones, procurar que todo fluya como la sangre en un cuerpo sano, presionar a los redactores para que todo salga a tiempo, estimular al equipo para que vaya a la caza de exclusivas con entusiasmo. Un jefe impone un método racional y eficaz de organización del trabajo, y cuando falta esa condición, se crea un aborrecible clima de ansiedad: se

producen choques y encontronazos, o bien eczemas en la piel, desmayos y hasta enfermedades psicológicas que merman la capacidad creativa y la productividad de los equipos humanos. Creo que la salida a este callejón, como cualquier cabeza con dos dedos de frente vislumbra, recorre un camino que va de la cúspide a la base. Los directores tienen que ofrecer a sus subordinados herramientas y facilidades, además de disposición personal, para que ese remolino humano se transforme en una maquinaria engrasada de gran eficacia. Es decir, que las órdenes muestren respeto por el trabajo humano. Cuando no se conocen bien las habilidades de un equipo para cumplir su tarea en un tiempo limitado, las “grandes ideas” se convierten en órdenes estúpidas. Como jefe intermedio, he sido víctima de esa clase de ocurrencias absurdas que, al ser transmitidas a la tropa, producen desconcierto, y he llegado a la conclusión de que todo procede de la ignorancia. Los jefes que no conocen perfectamente la carga de trabajo y los problemas de sus soldados acaban por crear un estado de enfado permanente. Teóricamente, el periodismo debería ser uno de los trabajos más satisfactorios del mundo, pero cuando uno habla con un periodista tiene la impresión de estar escuchando a Tántalo: no disfruta con su quehacer, está hastiado, cansado y nervioso; interiormente desgarrado. Eso explica que uno recuerde con tanto cariño a sus jefes ejemplares y tenga el corazón lleno de espinas cuando acude a la memoria la imagen de los jefes que nunca debieron serlo. Conozco casos de equipos compactos y solidarios que han sido hechos trizas y desmembrados a causa de una persona que no supo organizarlos, una persona desconfiada, neurótica y cruel. Está claro: la asignación de ese puesto a una persona torpe fue un error de proporciones inmensas que trajo consecuencias incurables. Fue un error “de los de arriba”, por supuesto, y en vez de eliminarlo rápidamente como se elimina una pieza defectuosa en una fábrica de coches, se persistió hasta el final, varios años incluso. Fue como inocular un virus en un cuerpo sano. Al cabo del tiempo aquel equipo extraordinario cayó enfermo y se extinguió. No fue una cuestión mecánica lo que falló en ese caso, sino una cuestión humana. Los roces personales son el principal problema que afrontan las empresas de cualquier tipo: la incomprensión, el recelo, la desconfianza, las puyas, las zancadillas, la falta de solidaridad, la maldad humana y la incompetencia. Los manuales del “buen jefe” escritos por especialistas dicen que un líder se destaca porque “une al equipo”. No estoy de acuerdo. Un líder trata de no desintegrarlo. Los equipos están formados por personas diferentes, cada una con sus manías, y la tendencia natural es la desunión. A veces uno piensa

que sólo les mantiene unidos el hecho de que todos cobran su salario a fin de mes. Pero la convivencia humana está basada en pasar por alto los defectos de tu pareja, de tus amigos y de tus compañeros de trabajo, para hacer algo provechoso. Si nos pasáramos todo el día sacando a relucir los defectos de los demás, no habría sociedades, ni familias, ni tribus. Por eso un buen jefe es aquel que sabe trabajar incluso con la gente que le cae mal y con aquellos a los que cae mal, aminora el efecto perverso de las intrigas y promueve la colaboración. Los grupos humanos no están formados por personas con la misma capacidad de trabajo, inteligencia, imaginación ni resistencia, pero cada miembro debe aportar lo mejor de sí mismo. Pienso que nos pasamos la mayor parte de nuestras vidas en el puesto de trabajo, tratando a compañeros que son como nuestra familia, y no hay nada más edificante que un jefe que se encarga de mantener eso que definimos como “buen ambiente”. Terrible ocupación, por cierto, la de ser jefe, pues debe asumir los problemas suyos y los de los demás, cuestiones profesionales… y personales. Una redacción es una pequeña villa donde hay momentos dulces y amargos: se viven matrimonios, separaciones, divorcios, nacimientos, cumpleaños, depresiones, enfermedades leves, serias y graves, y hasta fallecimientos. Nunca sobrarán las palabras de un jefe comprensivo. Si cree que su trabajo consiste en asignar tareas profesionales, es que sólo ha comprendido la mitad de su trabajo. Preguntar por un familiar enfermo, o dejar salir tempranamente a una madre o a un padre para recoger a sus hijos de la guardería es la otra mitad. Y, para que quede bien claro, esta otra mitad es la que más influye en nuestro estado de ánimo y en nuestra productividad, porque ahí están los verdaderos problemas. Cuando llevaba poco tiempo trabajando en una revista semanal tuve que salir de Madrid durante dos semanas para visitar a un familiar enfermo. Yo estaba realmente preocupado por dicha persona y, en ese momento, su salud era más importante que mi trabajo. En aquellos días yo tenía un volátil contrato a tiempo parcial y me había excedido largamente de los días libres que me correspondían para estos casos, pero el director de la revista me dijo: “Vuelve sólo cuando hayas solucionado tu problema personal”. No me descontaron ni un solo día de vacaciones ni de sueldo. Aquel detalle humano me hizo mantener un enorme respeto por el director y por la empresa en la que trabajaba. Nombrar, pues, al cuadro de mandos de un medio de comunicación es una de las tareas más delicadas de los directores, y no tiene nada que le diferencie de elegir un buen entrenador para un equipo de fútbol, pues se pone en juego el triunfo o la derrota.

Todos sabemos que cuanto más grande sea un medio de comunicación, también es más anónimo. Pero si el director crea ese ambiente creativo y humano entre su equipo más estrecho de colaboradores, éstos, a su vez, harán lo mismo con sus subordinados. No todos lo harán, por supuesto, pero lo contrario es peor. Si el director transmite su forma despótica e inhumana de mandar, entonces tendremos una redacción asentada sobre un volcán: parecerá un espectáculo de fuegos artificiales permanentes. Y en tales situaciones nadie dará un gramo más de esfuerzo que el que le corresponda por contrato. A pesar de la importancia de conocer estas reglas de mando, no tengo conocimiento de que en las facultades de periodismo exista alguna materia relacionada con la jefatura. Parece como si para el resto de su existencia, los recién licenciados estuvieran predestinados a ser soldados rasos. Pero está claro que en un momento de su vida alguien se fijará en ellos y decidirá darles “la patada hacia arriba”. Y como no existe un manual de jefe, tendrán que escribirlo ellos solitos con la pluma de la experiencia y el tintero del instinto. Creo que una de las formas de probar si alguien está preparado para mandar un equipo consiste en proponerle capitanear una tarea que implique a varias personas; trabajos puntuales como especiales, dosieres o reportajes de gran calado. Ése es el laboratorio de pruebas. Y si el resultado es agradable, entonces se puede incrementar el tamaño de las responsabilidades hasta que, de por sí, todos respeten la forma de organizar de este jefe en potencia. En el transcurso de la formación de jefes está claro que debe notarse la presencia de un tutor. Las grandes empresas asignan tutores a los aprendices con el fin de trasvasar el conocimiento del veterano al novato. Supongo que esa escuela también valdría imponerla en las empresas periodísticas, pero por timidez o inseguridad, no lo sé muy bien, muchos jefes no se atreven a dar consejos a sus subordinados. ¿Y cómo tiene que comportarse un buen jefe? Creo que debería ser como los viejos lobos de mar: mantenerse en pie en medio de la galerna. Azotados por el oleaje de lo imprevisto, los medios de comunicación viven flotando de forma casi sobrehumana en un mar revuelto. Hay días de marejadilla, de marejada o de tormenta extrema. Y especialmente en los momentos de mayor tensión, los buenos jefes se mantienen al timón con cara imperturbable. Nunca se podrá explicar con palabras la poderosa influencia que ejerce en los marineros la sangre fría de los buenos patrones. Conocí a un finlandés, capitán de barco, que, al timón de un velero y con su mujer y su hijo recién nacido, cometió el terrible descuido de meterse en medio

de un tifón en el Caribe. La mujer estaba espantada y mientras mantenía a su pequeño en brazos temiendo el peor fin, se asomaba de vez en cuando por el ventanuco de su camarote para ver las maniobras de su marido. Entonces observaba un rostro apacible y sin el menor síntoma de miedo. Aquello bastó para tranquilizar a la aterrorizada mujer, y afortunadamente la travesía tuvo un final feliz. El capitán me confesó que estaba asustado y que su mayor preocupación era situarse bajo el ojo del huracán, donde el viento sopla con menor velocidad. Salirse de allí hubiera significado la muerte, pero no dejó que ningún músculo de la cara le traicionase. Por el simple hecho de ser jefe, un mortal se convierte en una persona influyente, con un enorme poder sugestivo en los demás. Y aunque esté asaltado por las dudas, su actitud ante los demás debe ser más fuerte que el pavor. Había una vez un párroco que había perdido la fe en Dios pero seguía reconfortando a sus feligreses porque sus palabras les ayudaban a soportar las penas. Es la trama de San Manuel Bueno mártir, la novela de Unamuno. Mantenerse en pie ante un mundo en ruinas. Casi podría ser la primera regla de los jefes de los periódicos. Los estados de ánimo de los jefes se transmiten a la redacción con impulsos agigantados. El optimismo llama al optimismo, y el pesimismo destruye la moral. Cuando las cosas marchan como un velero sobre aguas calmas y con brisa en la popa, no surgen apenas rivalidades ni choques desafortunados en la tripulación, pero cuando, por una maléfica combinación planetaria, el rumbo comienza a torcerse (se cae el fluido eléctrico durante varias horas, la mitad de una sección está enferma, hay que cubrir un acontecimiento apocalíptico y no hay gente disponible, hace calor, el equipo está agotado, fluye el mal humor) entonces es cuando se nota la presencia de esas personalidades a prueba de bomba que, como el capitán de aquel velero, cogen el timón con cara de buena fortuna y asignan las tareas adecuadas empleando en cada caso palabras reconfortantes. Los jefes, además, tienen que tomar decisiones rápidas, casi a la velocidad de la luz, y dar confianza a sus redactores demostrándoles que creen en su capacidad de superar dificultades. Eso se logra proponiendo desafíos estimulantes (desafíos razonables, claro), que los mantengan en alerta perenne. La resolución del capitán Ahab de perseguir a la ballena blanca llevó a los tripulantes del Pequod a una hazaña maravillosa. Por cierto, que la historia fantástica de Moby Dick está basada en un hecho real durante el cual salió a relucir el caso de un jefe que era todo lo contrario a Ahab. A mediados del siglo xix un ballenero salió del puerto de Nantucket y se dirigió a las aguas del Pacífico en busca de una manada de ballenas. Un inmenso cachalote herido por los arpones se volvió contra el barco

y lo hundió a cabezazos. Tres balleneras llenas de cazadores atónitos quedaron entonces en medio del Pacífico sin más sustento que sus propias carnes y su imaginación. El capitán recomendó dejarse llevar de forma natural por las corrientes del Pacífico hacia las islas Hawai, pero el segundo oficial inoculó el temor a la tripulación diciendo que esas tierras estaban pobladas de caníbales, tras lo cual les convenció de tomar el rumbo contrario. Pues bien, esa falta de don de mando del capitán (que no hubiera ocurrido con el testarudo Ahab) les supuso vagar varias semanas por aguas espantosas, y acabar devorándose unos a otros hasta que sólo un reducido grupo de ellos encontró auxilio en otro ballenero. Aquello fue la triste prueba de la incompetencia de un jefe débil y de la mala influencia de un subordinado visionario. Porque una de las virtudes que se echa de menos en un jefe es la resolución. La sólida actitud de un jefe que disipa las dudas es un tónico que la redacción bebe con placer. Tener las ideas claras y dar órdenes sabias es un signo de que esa persona estaba hecha para mandar. Pero mandar, en contra de lo que creen los que se sienten llamados a las jefaturas, no significa poner en marcha “ideas grandiosas que se le ocurren al jefe” sino poner en marcha las buenas ideas, las soluciones imaginativas, vengan de quien vengan. Creer que de uno mismo y sólo del propio ingenio salen las grandes soluciones es la vía más corta para sumergirse el fracaso. Eso sí: el jefe debe tomar la última decisión, no sin antes haber escuchado decenas de recomendaciones y opiniones. La primera vez que tomé el mando de una sección de un periódico a la que yo no estaba acostumbrado, me senté inerme ante cientos de teletipos y fotografías que informaban de un amenazante golpe de estado en Rusia. Los chicos y las chicas de la sección estaban con los brazos cruzados esperando la primera orden y sólo se me ocurrió decir: “Y bien, en estos casos, ¿qué hay que hacer?”. Tras superar sus primeros signos de desconcierto (no mayor que el mío), todos empezaron a darme consejos, de modo que a mí me bastó poner en acción los más apropiados para que las cosas marchasen suavemente, y así pude superar sin contratiempo aquel terrible día para mí. Fui descubriendo poco a poco las aptitudes de cada uno, sus cualidades, la tarea que mejor realizaban. Y les encaminé silenciosamente hacia ella para que se sintieran más a gusto. No se aprende a conocer estas cualidades con un simple test a viva voz sino a lo largo del tiempo, fijándose en la tendencia innata de los miembros de esa tripulación de escritores. Aristóteles creía que las piedras caían al suelo porque ése era su lugar natural, lo mismo que los gases ascendían porque buscaban asentarse en su lugar natural. Los jefes de una redacción

deberían empujar uno por uno a los miembros de su equipo para que ocupen su sitio natural en este mundo. Y cuando eso no puede llevarse a cabo debido a la simple distribución diaria de las tareas menos creativas, es conveniente estimular a los redactores más infelices con desafíos esporádicos que les saquen de la rutina y del aburrimiento. El aburrimiento, a la larga, es una terrible pandemia de esta profesión, lo cual explica que muchos periódicos cambien a los redactores de sitio y de tareas cada cierto tiempo. Es una receta contra la desidia. Un redactor jefe no puede limitarse a hacer fotocopias, asistir a reuniones y atender llamadas de teléfono. Esa clase de funcionarios se da mucho en esta profesión. Con espíritus así de conformistas no es extraño que falte la tensión creativa y que tarde o temprano sobrevenga el insoportable aburrimiento. Ya he dicho antes que el periodismo es una profesión creativa que vende ideas. Los buenos enfoques nacen del debate interno, del intercambio de opiniones y del clima intelectual. Hay que tomarse tiempo para hablar y para mantener fresca la perspicacia y la agudeza mental del equipo. Otra de las tareas que no deben eludir los jefes es levantar la alfombra y señalar los errores del día. Es la parte menos agradable de este negocio, porque a todos nos gusta que nos den en el hombro y que nos feliciten por nuestro trabajo. ¿Pero recibir una lluvia de críticas? Cuando trabajé como director de una revista mensual solía pedir cada año a los miembros de mi redacción que me dijeran en qué les había fallado, o dónde estaban los errores de organización, qué podía hacer para solucionarlos y, por último, si se sentían cómodos con su quehacer o si les gustaría adentrarse en otra actividad. Y tras tomar nota de estos comentarios y consejos, tratábamos de poner en marcha las soluciones y mejorar nuestro trabajo. Y por supuesto, la misma valentía que hace falta para afrontar las equivocaciones, hay que practicarla para compensar con palabras de felicitación el trabajo bien hecho, ya sea el de una fotógrafa, el de una secretaria, el de un documentalista (tarea silenciosa e indispensable) o el de los plumillas. Porque entre las profesiones vanidosas, el periodista se gana la medalla de oro, y no hay momento más dulce que volver a casa con la sonrisa de oreja a oreja tras una buena palmadita en el hombro. Es la mejor manera de afrontar el día siguiente con ganas de repetir la hazaña. En cualquier caso, como responsable de un grupo humano, la meta de un jefe es conservar la cohesión por encima de todas las dificultades, y aquí es donde suelo tomar el ejemplo de la gallardía del capitán Shackelton, cuando su buque quedó

varado en el polo sur durante tres años. Nadie pudo socorrerles, y tuvieron que sobrevivir con las provisiones, la caza de focas, y en medio de un frío colosal. Al cabo de esos tres años Shackelton logró sacar de aquella tumba a todos sus tripulantes, y su mayor satisfacción fue alejarse de aquel mar de hielo diciendo que todos estaban sanos y salvos. En algunos momentos Shackelton tuvo que afrontar rebeliones, peleas y falta de disciplina, pero logró imponerse con resolución a todas esas complicaciones en medio de una situación límite. Por eso recomiendo a cualquier aspirante a jefe, repasar la biografía de este capitán escrita por Caroline Alexander (Atrapados en el hielo, Planeta-Booket, Barcelona, 2004). Un verdadero manual de gestión para todos los siglos.

18. ESTO NO ES UNA ONG

Las hazañas de los periodistas se miden en páginas publicadas y en la calidad de las informaciones. Y éste creo que es uno de los principales desafíos de los redactores jefe: si distribuyen desigualmente la carga de trabajo, aparecen los marrones y los privilegios. Los redactores se molestan y se pelean. Digo que es un desafío porque la productividad de los redactores no es la misma en todos los casos. Algunos escriben con cuentagotas pero presentan un trabajo digno de elogio, y otros producen muchas páginas, pero no de muy buena calidad. La culpa a veces es del propio jefe, pues si sobrecarga a unos redactores, inevitablemente disminuirá la calidad de lo que escriben. Eso es tan cierto como la gravedad. Medir la carga de trabajo es una verdadera ciencia; se logra sabiendo perfectamente qué está haciendo cada uno en cada momento, y llevando un seguimiento exhaustivo de sus reportajes. Esa medida sirve también para conocer el coste de un medio impreso. Una revista o un periódico, y supongo que un informativo televisado, es más barato si el mismo número de personas produce más material con los mismos salarios. Aquí no hay diferencia entre los redactores y los obreros de una fábrica de coches. Producir más cosas en menos tiempo es la obsesión de las empresas en cualquier parte del mundo, porque repercute directamente en el precio de cada producto: lo abarata y, por tanto, se gana más dinero. Pero el ser humano tiene un límite físico. Si apuramos a los empleados de una fábrica de coches de modo que trabajen con mayor rapidez, llegará un momento en que los coches saldrán defectuosos. Del mismo modo, si presionamos a los redactores para que rellenen más páginas en menos tiempo, y si aumentamos esa presión ininterrumpidamente, el producto final acabará lleno de erratas y sobre todo, estará mal escrito. Entonces es el momento de contratar a más periodistas o de bajar la presión a los redactores. A todos nos gustaría trabajar como en Rolls Royce, tomándonos todo el tiempo del mundo para fabricar artesanalmente unos vehículos, pero claro, eso cuesta muy caro y son muy pocas unidades las que salen en venta cada año. Si las inmensas plantillas de los periódicos lo hicieran así, no serían diarios, sino semanales o mensuales. Y costarían mucho más dinero. Con esto quiero decir que los jefes, así como los gerentes y los que manejan la empresa desde el punto de vista financiero, deberían tener bien claro que la carga de trabajo y la productividad de una plantilla debe ajustarse a los límites

naturales de la creatividad. Nadie sabe señalar dónde está ese límite, porque sería ridículo proponer a un periodista que traiga una noticia bomba cada día o que escriba “el reportaje de su vida” cada semana. Pero todos sabemos cuándo un reportaje está mal hecho. Así pues, los buenos reportajes, el conjunto de buenos reportajes y de informaciones, surgen de una equilibrada relación de tiempo y esfuerzo. Mientras más tiempo se dedique a esta artesanía, mejor saldrá, cumpliendo siempre con la sutil tarea de entregarlo a tiempo para entrar en las rotativas. El redactor jefe es quien debe marcar el ritmo de esa música que sale de los teclados de modo que siga el orden de las partituras y mantenga la armonía correspondiente en la fecha prevista. Debe azuzar a los periodistas lentos y perezosos, y ralentizar el ritmo de los frenéticos. Es un director de orquesta. Pero a ningún miembro de esa orquesta le gusta tocar por un sueldo que cree que es inferior a su destreza. Si hay un chisme que vuele con más rapidez en una sala de redacción, es la escala de salarios de los periodistas. Las diferencias son inevitables: por razón de edad, de antigüedad, de experiencia, del cargo… Pero algunas de estas diferencias son sencillamente caprichosas, y cuando cada miembro de esa redacción se compara con otros de su mismo rango, o incluso de mayor rango, y comprueba que son menos productivos, entonces sobrevienen los corrillos y los comentarios crueles. Es un asunto difícil de resolver, pero si se mete en un cajón y se olvida, crea un malestar permanente y hasta infelicidad. En primer lugar, creo que un director, que es el superjefe, está obligado a conocer en todo momento los sueldos de sus redactores, y debe procurar que las diferencias entre los que más ganan y los que menos ganan no sean bochornosas. En segundo lugar, hay que disponer, si es posible, de un pequeño fondo para premiar espontáneamente a los que se lo merezcan. En la organización ideal, todos deberían recibir este pequeño estímulo, pero desgraciadamente, los seres humanos no somos iguales. Pero nunca se debe cometer el error de elevar a la categoría de jefe a alguien que hace bien su trabajo en el puesto donde está; se le puede aumentar el sueldo, pero si se le saca de sus tareas, tendremos un mal jefe y habremos perdido un buen artista. Desgraciadamente, el rígido sistema salarial que impera en España casi impide aumentar el salario a un profesional sin ascenderle de rango, pero hay que buscar vías para ofrecer esas compensaciones a los que se esfuerzan o a los que hacen un buen trabajo sin moverles del sitio donde se sienten a gusto. Bonus, aumentos salariales, acciones… Está comprobado que involucrar a la plantilla permitiéndole disponer de acciones es uno de las mejores estímulos que puede

poner en marcha una empresa. El dinero es una palabra que suena literariamente mal, pero es el sustento de nuestra existencia. Es algo que los directores y los empresarios se deben tomar con suma seriedad, y puedo asegurar que en mi faceta de director me he pasado buena parte del tiempo planificando y gestionando aumentos salariales, estímulos, premios y cosas parecidas. Y cómo recortar los gastos, por supuesto. Un director debería ser como un capitán que conoce lo que cuesta hasta el último perno de su nave, rebuscar hasta debajo de las alfombras para detectar los gastos superfluos y dar ejemplo con su forma de ahorrar, incluso apagando el aire acondicionado antes de salir. Y puedo asegurar que este trabajo me disgusta, no es creativo y me aburre. Todavía sueño con aquellos días en que me sentía el ser más dichoso del planeta con una máquina de escribir y un teléfono. Mi trabajo consistía en escribir y en imaginar. Y mi responsabilidad se limitaba al metro cuadrado de mi escritorio. No creo que ser director sea la meta más sublime a la que puede aspirar un periodista, pero cuando se pone un pie en ese escalón se comprenden muchas cosas que hasta entonces nos parecían injustas, porque un director tiene que tomar decisiones verdaderamente salomónicas. Y voy a poner el ejemplo más frecuente: supongamos que un periodista de la redacción levanta una noticia que afecta negativamente a una empresa, y esta empresa es un importante anunciante, es decir, una fuente de dinero para la publicación. Si el director decide que la noticia vea la luz, seguramente el anunciante retirará su campaña publicitaria y el periódico se quedará sin parte de sus ingresos habituales, incluso puede empezar a perder dinero. Si el director veta la información, la redacción lo interpretará como una vulgar censura y perderán confianza en su director, en la independencia del medio y en ellos mismos. ¿Qué hacer? He vivido esa situación como periodista de tropa, y también la he vivido como director. Y creo que la solución siempre debe estar a favor de la redacción. Hay que publicar la noticia aunque duela. En caso contrario, los periodistas se sentirán “comprados” y el anunciante perderá el respeto por la publicación, aunque exteriorice su agradecimiento. Con un poco de tacto y de sentido común se logra hacer las dos cosas a la vez, publicar la noticia y mantener al anunciante. En cualquier caso, es una prueba de fuego por la que han pasado casi todos los medios de comunicación, y si el anunciante retira su campaña, los lectores, en cambio, aumentarán su confianza en el medio. Con un poco de suerte, al cabo de los meses el anunciante volverá a las mismas páginas que había abandonado. Sólo se llega a patrón después de haber sido marinero, y sé que es muy

importante cuidar que un equipo de profesionales se sienta apoyado por su director. Una cosa debe quedar clara: el director debe ponderar el riesgo, es decir, si vale la pena arriesgar una campaña publicitaria por una noticia de pequeño calado. Y en todo momento debe estar apoyado por los dueños de la empresa periodística. Los empresarios que quieran dedicarse a la comunicación y que no tengan en la cabeza todas estas nociones de las que he hablado acabarán deteriorando su proyecto y su imagen ante los lectores. El periodista polaco Ryszard Kapuscinski lo resume así: Hace cuarenta, cincuenta años, un joven periodista podía ir a su jefe y plantearle sus propios problemas profesionales: cómo escribir, cómo hacer un reportaje en la radio o en la televisión. Y el jefe, que generalmente era mayor que él, le hablaba de su propia experiencia y le daba buenos consejos. Ahora, id a Mr. Turner, que en su vida ha ejercido el periodismo, y que rara vez lee los periódicos o mira la televisión: no podrá daros ningún consejo, porque no tiene la más mínima idea de cómo se realiza nuestro trabajo. Su misión y su regla no son mejorar nuestra profesión, sino únicamente ganar más. (Ryszard Kapuscinski, Los cínicos no sirven para este oficio). A los periodistas les interesa contar la verdad, y a los empresarios les interesa la supervivencia. Ése es nuestro choque de civilizaciones, pues ¿puede decirme alguien si se puede contar la verdad cuando se pone en peligro la supervivencia? Nadie duda de que todas las empresas periodísticas nacen para ganar dinero. No son ONG, y si pierden dinero se cierra el chiringuito o se echa al director. Eso hay que aceptarlo. De todos modos, creo que la meta no debería ser sólo ganar dinero, pues un empresario de este negocio debería estar orgulloso de su producto, y para ello tiene que comprender el ritmo mental y físico de una redacción, planificar el sistema salarial, respetar la calidad de las noticias y la independencia de los periodistas. Rellenar páginas como si fueran la crema de los donuts es una actividad moralmente repulsiva. Hacerlo por un sueldo miserable, no lo es menos. Y escribir siempre al dictado de los anunciantes, o de los intereses comerciales de la empresa, me parece denigrante. El propio periodista pierde la autoestima y se siente herido en su dignidad. A la primera oportunidad, los más valiosos tripulantes acabarán abandonando ese barco, el cual, como el Pequod

del ominoso capitán Ahab, acabará tarde o temprano hundido en el mar del desprestigio.

19. LA VERDAD, ESA COSA

En mi primer día de clase de periodismo entró un profesor con paso militar, se sentó a la mesa y dijo: “Chicos, primera lección: la verdad no existe”. ¿Cómo que no existe? La verdad está ahí: en la mesa, en la silla, en la pizarra. Eso pensábamos todos. Preguntarse por la verdad es algo que hacen todos los periodistas de vez en cuando. La respuesta parece muy sencilla, porque consiste en decir que la verdad es contar lo que pasa, limitarse a eso. Pero no es eso. Durante la segunda guerra del Golfo, The New York Times publicó alegremente las declaraciones de supuestos ingenieros desertores iraquíes que aseguraban haber trabajado en fábricas de armas biológicas, químicas y nucleares. Eso probaba que existían, claro, y justificaba la decisión del gobierno de Estados Unidos de invadir Irak. Nunca hubo tales instalaciones. The New York Times tuvo que pedir excusas a sus lectores por no haber comprobado esas fuentes. Fue peor aún porque el famoso periódico admitió que había practicado la censura: cualquier crónica que pusiera en duda las declaraciones de los desertores iraquíes era literalmente “enterrada”. (The New York Times lo reconocía en la edición del 26-5-2004.) Una guerra eleva la tensión de los lectores y de los periodistas a alturas siderales, y la verdad siempre queda por los suelos. El diario británico Mirror publicó las fotos de un grupo de soldados británicos orinando y vejando a prisioneros iraquíes. En Reino Unido y en el resto de Europa había una manifiesta oposición a esta guerra, así que los medios de comunicación no tardaron en reproducir las vergonzosas fotografías. Eran falsas. Un montaje que obligó a Mirror a disculparse ante su público diciendo: “Lo sentimos: nos engañaron”. (Mirror, 15-5-2004). El director fue despedido. Dos casos dignos de analizar porque contaron mentiras, a pesar de que no era su propósito. Es un fenómeno habitual en nuestra profesión: el estado de ánimo del lector está tan excitado por un asunto, que llevarle la contraria significa vender menos periódicos o sufrir despiadadas críticas. En más de una ocasión el juicio popular ha determinado el veredicto de los jueces, y en más de una ocasión, la opinión de los lectores ha orientado las noticias, aunque fueran pura mentira. El periodista es como un marinero que pilota un barquito dentro de una tormenta; tiene que orientarse en medio de una oleada de opiniones, de presiones, de vendavales, de intereses. La única forma de dirigir ese barquito

hacia la verdad es comprobar una y otra vez si las apariencias coinciden con la realidad. Pero las dificultades no están ahí afuera, en la tormenta, sino también dentro del bote: en los prejuicios del periodista que, sin darse cuenta, le dirigen hacia un sitio determinado. Tener prejuicios no es malo, es necesario. Uno de los padres de la hermenéutica moderna, el filosofo alemán Hans-Georg Gadamer, empeñado en estudiar ese asunto, llegó a la conclusión de que los prejuicios son necesarios, pero pensar que no se tienen prejuicios es el mayor prejuicio. Parece un galimatías, pero en el fondo quiso decir que toda sociedad produce sus valores, que esos valores son necesarios para juzgar y para situarse en algún sitio, y que cuando se juzgan los hechos y las personas hay que tener presente cuáles son nuestros valores. Un periodista inglés no es una persona con la mente en blanco, sino que tiene una carga teórica a sus espaldas. Una carga de siglos consecuencia de su historia, sus experiencias como pueblo insular, sus héroes, sus guerras perdidas y ganadas. Todo lo cual determina su entorno social, político, económico y cultural. No existen periodistas de la ONU que escriban sin prejuicios, con la mente puesta en dos centenares de países, miles de lenguas y millones de costumbres impresas en la memoria de cada tribu. Siempre que se escribe sobre algo, se escribe desde un punto de vista. Como decía Ortega, somos seres históricos, productos de nuestras circunstancias temporales, y por más que nos empeñemos en ver las cosas con un cristal incoloro, siempre saldrá a relucir el pasado de miles de años que está impreso en nuestra memoria: nuestra forma de vestir, nuestro lenguaje, nuestras creencias. No se inventaron en un día. Es producto de la historia. Ésa es nuestra visión del mundo. Está llena de prejuicios cuando se la compara con otras visiones del mundo. Y parte de esos valores seguramente serán diferentes dentro de cien años. Pero es imposible pasar por la vida sin ellos. ¿Significa eso que es imposible decir la verdad de las cosas? Si un periodista quisiera acercarse tímidamente a lo que llamamos verdad, tendría que atravesar por los siguientes círculos, es decir, liberarse de una cadena de prejuicios: 1. La inexperiencia. Al principio lo desconoce casi todo: desde cómo escribir hasta sobre lo que escribe. Es un ignorante. Y por tanto no posee medios para reflexionar sobre si lo que le cuentan es verdad o mentira. Como no tiene una opinión de todo lo que le rodea, le resulta más fácil adoptar opiniones existentes. Se “integra” en el conocimiento general. Los más jóvenes se ven obligados a

formar juicios sobre esto y aquello sin confesar que les faltan los elementos necesarios para conocerlo. Toman lo que hay a su alrededor y lo incorporan a su mundo de juicios y opiniones. 2. El entorno social. Cada periodista se adapta a los usos y costumbres de su medio de comunicación, y a la orientación del mismo. En palabras del veterano Eduardo Sotillos: “Los periodistas son profesionales que encuentran trabajo donde pueden y tienen que adscribirse a la línea editorial de los medios para los que trabajan”. (Entrevista de Charo García Villalba en www.periodistadigital.com. 11-6-2004). Por lo menos deberían plantearse la siguiente cuestión: si el periódico para el que trabajan representa la realidad (la verdad) entonces, ¿cómo se explica que existan varios periódicos, cada uno con una versión de la realidad? 3. La psicología. El periodista está sometido a su pequeño universo de sentimientos y emociones, de filias y fobias. Los complejos personales, los recuerdos infantiles, los sufrimientos, la desconfianza o la simpatía hacia determinadas caras. El célebre psiquiatra Carl Jung afirmaba, con su estilo apasionado, que hay premisas psicológicas que ejercen una influencia decisiva sobre la elección del material, el método de elaboración y el tipo de conclusión, y sobre la construcción de hipótesis y teorías. La vanidad, por ejemplo, es uno de los impulsos más fuertes del periodista, su deseo de destacar sacrificando algunas famas. Ha habido casos muy conocidos de periodistas que se dejaron seducir por el deseo de triunfo. Janet Cooke trabajaba en el prestigioso The Washington Post, y en 1981 fue galardonada con el premio Pulitzer por publicar “El mundo de Jimmy”. Era la historia de un pequeño de ocho años adicto a la heroína. La historia era conmovedora, pero falsa. Jimmy no existió jamás. Otro caso es el de Ana Beatriz Magno, premio Rey de España de periodismo por su artículo “Tráfico de niños”, una historia truculenta sobre el secuestro de niños en Sudamérica para extraer órganos humanos y trasplantarlos a los habitantes de los países desarrollados. El artículo fue publicado en O Correiro Braziliense. Más tarde sería calificado por expertos como un “tremendo error”. En estos casos los periodistas supeditan la verdad a la fantasía porque piensan que tienen “una buena historia”. Les ha traicionado su ego. Es lo que en lenguaje periodístico se resume con la sentencia: “No dejes que la realidad te eche abajo un titular”. 4. La ideología. Imposible imaginar un periodista sin simpatías por un partido político, una corriente ideológica o una visión del mundo. La prueba más clara

es la guerra. Durante la Guerra Civil española, los periodistas de ambos bandos escribían para sus periódicos empuñando la pluma como si fuera una bayoneta. Al enemigo, ni agua. Un periodista del bando republicano decía lo siguiente: Visitando el cuartel general y recorriendo las líneas avanzadas he visto la figura austera de Dolores Ibárruri, la líder comunista. La he visto de lejos, hablando a los muchachos con su palabra caliente. Con serenidad y valentía. Y uno que hacía su trabajo para periódicos del bando nacional, redactaba sus crónicas en este estilo. No hemos de cerrar esta crónica sin dedicar un elogio a la masa artillera de la columna Varela. El grupo de baterías que manda el comandante Serraté ha funcionado admirablemente protegiendo el avance de las columnas y amparándolas en fuego de contrabandería. Del domingo al lunes se han abierto caminos que han maniobrado con elegante audacia. Varela sonreía con aquella abierta sonrisa que sus soldados tan bien conocen. (Madrid en Guerra. Edición de J.M. Figueres. Destino. Barcelona) Leyéndolas ahora, en un período de paz y prosperidad, nos suenan a falsas o manipuladoras. Pero si estallara otra guerra civil, ¿seríamos diferentes? Los prejuicios ideológicos tiñen de una espesa tinta nuestra visión de la realidad. Nos cuesta mucho salir de ese círculo porque es el pilar de nuestra arquitectura mental. Es muy habitual encontrarse con esta clase de análisis, reportajes y descripciones partidistas incluso hoy en día, pues a la hora de describir a nuestros lectores un régimen político en un país concreto, o un personaje legendario, nos dejamos llevar por lo que nos gustaría que fuera, y no por lo que es. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, buena parte de la prensa europea mantuvo delante de sus ojos una gruesa venda que le impedía ver la realidad de los países tras en Telón de Acero. O quizá la venda la tenían los lectores: no hubieran soportado que su diario preferido les echase un jarro de agua fría sobre sus prejuicios. 5. La cultura. Uno forma parte de un país y de una cultura. Incluso conociendo otras culturas, es difícil hacerse una idea completa de pueblos y países donde uno no se ha criado. “Aunque un extranjero sepa algo de la historia y psicología

del pueblo chino, nunca podrá sentir como sienten los chinos, y sin esta facultad básica para comprenderlo, los juicios resultan fútiles y presuntuosos”, escribía Charles Taylor, corresponsal del Globe and Mail de Toronto, que vivió en Pekín diecisiete meses y que tuvo la honradez de reconocer sus limitaciones. Amin Maalouf es autor de un libro titulado Las cruzadas vistas por los árabes, en el que da una versión original y, desde luego, diferente de la que se conoce en Occidente. Los cronistas árabes no hablan de cruzadas “sino de guerras o de invasiones francas”. La razón de ello estriba en que Maalouf procede de otra cultura, lo que significa otro modo de conocer la realidad. Incluso dentro de la misma cultura, los valores cambian con el paso del tiempo. Los valores de bueno y malo, aceptable e inaceptable, moral e inmoral, han variado singularmente en el último siglo y medio. Y continuarán haciéndolo, de modo que todo periodista que defienda a muerte una creencia debería tener la certeza de que sus nietos se reirán de sus prejuicios. Además, en toda época prevalece un discurso dominante que, por un lado, es determinado por el sistema de creencias y, por otro, determina el conocimiento. Un periodista trasladado al tiempo de Galileo estaría inevitablemente sometido a la idea aristotélica del universo. Dios, mundo, alma, hombre. La Tierra era una esfera inmóvil dentro de un mundo finito. Dios regulaba las tareas planetarias y el alma era inmortal. ¿Era verdad? ¿Ese conocimiento tenía algo que ver con la realidad? Galileo y Newton demostraron que no. Un periodista europeo de finales del siglo xx tiene una idea diferente del universo, del mundo, del alma y de Dios. La Tierra se mueve, las magnitudes del cosmos son relativas, hay infinitas estrellas, es posible que Dios no exista, y lo que importa es vivir esta vida porque este mundo se puede acabar en cualquier momento y no hay garantías de otra vida. Además, comparte en mayor o menor medida las ideas-fuerza de su siglo: que los hombres son iguales ante la Justicia, que la guerra es nociva, que la libertad de expresión es muy importante, que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres y que todavía no los han alcanzado, que el planeta se está deteriorando… Muchas de esas ideas-fuerza de la edad contemporánea han surgido tras la aparición de algún hecho histórico de magnitudes colosales. El miedo a la destrucción total del planeta ha fomentado las actitudes ecologistas que ahora están en boga. Se podría elaborar una larga lista de los acontecimientos cósmicos que reorientan el pensamiento de los últimos cien años: las guerras mundiales, la caída del comunismo, el sida, la polución, etcétera. Los valores son producto de un tiempo determinado: no son los únicos en la

historia y nada prueba que sean los mejores. Eso da paso a cierto escepticismo gnoseológico. Nos obliga a tener en consideración la constelación de culturas y de ideas en el planeta que están en boga, y a poner constantemente en solfa los valores dominantes. 6. El lenguaje. Es la herramienta básica de comunicación, pero está sometida a un significado que dicta la costumbre o sus preferencias: en el País Vasco, si un periodista definía el terrorismo como “el conflicto”, ya se sabía de qué parte no estaba. Para muchos, la palabra “genética” todavía sigue teniendo una connotación preocupante porque significa el fin de la libertad, del libre albedrío y hasta de la igualdad humana. Para un republicano, la palabra “monarquía” no tiene el mismo sentido que para un amante de la realeza. Es una cuestión de interpretación que forma parte de los debates más profundos de la filosofía. Los periodistas son personas que ven, oyen y cuentan historias empleando determinadas palabras, pero el uso de las mismas ya les encuadra en un reino intelectual. Todo periodista debería reflexionar detenidamente sobre si su herramienta más cercana, el lenguaje, tiene tanta importancia como parece. Las palabras se transforman y evolucionan como los seres vivos. La palabra “energía” ha sido históricamente el fuego arcano de los alquimistas, el flogisto, la fuerza calórica inherente a la materia, el calor primordial de los estoicos o el fuego eternamente viviente de los heracliteos. Pero la mayor parte de los periodistas no ha reflexionado sobre el problema del lenguaje, porque es algo que encuentran sembrado en la sociedad desde que tienen uso de razón. En resumen, el conocimiento periodístico está contaminado por virus psicológicos, sociales, culturales y lingüísticos. Llegar a conocer la esencia de las cosas, de los hechos o de las personas requiere atravesar esos seis círculos. Una tarea que no tiene fin. En realidad, no debe tenerlo; es una búsqueda. Para llegar a conocer las cosas como son, el periodista debe quitarse muchas ligaduras. Quizá no llegue nunca a conocer la verdad. Por eso decía el filósofo alemán Gotthold Lessing que si le dieran a escoger entre la verdad y la búsqueda de la verdad, se inclinaría por esta última.

20. LA MEJOR PROFESIÓN DEL MUNDO

Debe ser una profesión maravillosa: te pasas toda la mañana leyendo periódicos, y luego sales a entrevistar a gente divertida. Y encima te pagan. ¿De qué nos quejamos? Cualquier persona que emplease dos horas por la mañana leyendo el periódico en la oficina acabaría de patitas en la calle. Los periodistas, encima, vamos a estrenos de cine, entramos en los circuitos de Fórmula 1, vemos en primera fila los goles de los equipos de fútbol estelares, escuchamos ópera y nos colamos en las exposiciones universales sin poner un solo euro de nuestro peculio, que suele ser más bien pequeño. El reportero vive como un millonario, pero nunca tiene ni un céntimo. Atraviesa todo el mundo con el dinero de los demás y se hospeda en los mejores hoteles para codearse con el mayor número posible de personas importantes. Sus obsesiones son la información, el reportaje, los medios de transmisión y… la nota de gastos. (Brincourt y Leblanc, Los reporteros, Noguer). Las anécdotas tragicómicas que envuelven a médicos y enfermeras en un hospital no son comparables en variedad y riqueza a las de cualquier periodista: pueden contar que una estrella de cine les invitó a tomar una copa a solas en la habitación del hotel y…, o relatar el encuentro con un explorador perdido en la selva, o describir aquella guerra llena de moscas y cadáveres sin un buen trago que meterse al cuerpo. Y eso sucede porque los periodistas metemos la nariz en todas las esquinas. Mostrando nuestro carné, abrimos todas las puertas, algunas dan a vivencias fantásticas, y otras a la habitación del espanto; y la verdad es que tenemos el mundo a nuestros pies, o por lo menos, tenemos la llave que abre las puertas de ese mundo. Baudelaire describía al pintor de la vida moderna como un flâneur: aquella persona que camina sin rumbo fijo por las calles de cualquier ciudad, con el simple lujo de dejarse encantar por experiencias y conocimientos. Los periodistas somos los flâneurs de la actualidad, lo cual nos da la oportunidad de tener vivencias inolvidables. Una mañana de Año Nuevo salí en coche hacia las minas de Asturias para cubrir un encierro de mineros. Llegué en el alba, y hablé con mineros que se calentaban echando al fuego unas tablas en medio de un frío insoportable. Y luego bajé a la

mina para hablar con trabajadores que llevaban treinta y cinco días bajo tierra para protestar por el cierre de su medio de sustento. Aquel día terminé codo con codo con los mineros, que disparaban bolas de acero y potentes cohetes caseros contra un enorme grupo de policías de la unidad antidisturbios. En un momento de la batalla, los periodistas quedamos en medio de los dos fuegos, concretamente, en un puente que nos servía para divisar la carga de la policía, que decidió arremeter contra sus agresores. Con sus chalecos, sus porras y sus escopetas de balas de goma, los antidisturbios subieron furiosamente las escaleras del puente para pasar al verdadero terreno de batalla, y en ese momento los periodistas y fotógrafos nos tiramos al suelo. “Saca tu carné y ponlo a la vista”, oí de un fotógrafo experimentado en las batallas de los mineros. Bastó ese gesto para que los musculosos policías pasaran de largo sin tocarnos. Nos habíamos hecho invisibles. Gracias a esta profesión he entrevistado a jefes de estado, presidentes de multinacionales, escritores de best-sellers, premios Nobel, alpinistas que han culminado hazañas portentosas, científicos, filósofos, diseñadoras de moda de fama mundial. Y también he hablado con estafadores y embaucadores. Y he tenido la oportunidad de trabajar con detectives privados, policías e inspectores de unidades contra el fraude mientras investigábamos a taimados delincuentes. Una de esas investigaciones me llevó a un pueblo perdido de Granada donde un pastor había sido víctima de una estafa organizada por una banda que ya había hecho lo mismo en Alemania. Para encontrarlo en medio del monte, tuve que seguir el rastro de los excrementos de las cabras, pisando los que todavía estaban calientes para no confundirme de camino. Tras tres horas de rastreo, pude hablar con él, y aportar pruebas para que la policía, que no contaba con ninguna denuncia y que no podía actuar, neutralizase a los delincuentes. Esto quiere decir que el periodismo es una ocupación llena de vivencias, y las vivencias son una forma de conocimiento. Creo que lo mejor que puede desear un periodista es que “le pasen cosas”. Quedarse encerrado en una oficina mirando el reloj y salir disparado al final de la jornada laboral me parece una prueba de desidia, de falta de curiosidad; de aburguesamiento. Por eso, en sus clases de periodismo, el maestro García Márquez sólo ofrece una consigna: “Salgan de las redacciones”. Los aspirantes a periodista deberían saber que quizá les parezca divertida esta profesión, pero es muy exigente. Como dice Ryszard Kapuscinski, maestro de periodistas:

El motivo es que nosotros convivimos con ella las veinticuatro horas del día. No podemos cerrar nuestra oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Éste es un trabajo que ocupa toda nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo… En el periodismo, la actualización y el estudio constantes son la conditio sine qua non. Nuestro trabajo consiste en investigar y describir el mundo contemporáneo, que está en cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario. Día tras día tenemos que estar pendientes de todo esto y en condiciones de prever el futuro. Por eso es necesario estudiar y aprender constantemente. Pero ese mismo mundo gira a un ritmo cada vez más endiablado, y para no perderse sus evoluciones hay que estar permanentemente en alerta. Ésta es la parte más angustiosa del quehacer: ver, aprender, archivar en la memoria. Es un monstruo insaciable al que se debe alimentar constantemente. Porque los periodistas son como aquel héroe de Pío Baroja, que decía que “era aprendiz de todo y maestro de nada”. Un periodista especializado en divulgación científica nunca será un científico, ni descubrirá una nueva fuerza electromagnética; pero está obligado a conocer las últimas innovaciones de esa rama del saber. Muchos profesionales sueñan con entrar en el olimpo de la fama con un artículo o una investigación de primera línea. Tom Wolfe confesaba que los reporteros de su tiempo no exigían demasiado: “¡Únicamente convertirse en estrellas!”. Pero realmente, los periodistas que han pasado a la eternidad han sido los que se convirtieron en avanzados literatos, esos que, llegado un momento de su vida profesional, dejaban el empleo sin vacilar. Decir adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte, trabajar día y noche durante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo final. El triunfo final se solía llamar La Novela. (Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo). Pero mientras tanto, hay que aguantar en este mundo, con los pies en la tierra. El problema es que ahora no sabemos hacia dónde se encamina nuestra tarea. Internet nos hace pensar que algún día el papel quizá será sustituido por los códigos alfanuméricos. Da igual. Siempre será una actividad llena de experiencias formidables y extravagantes, y por eso es la mejor profesión del

mundo.

21. CIEN ERRORES TÍPICOS Y CÓMO EVITARLOS

Existen muchos manuales de estilo y de uso correcto del idioma que enseñan cómo escribir bien. No deseo competir con ellos. He preferido concentrarme en los errores que se repiten a diario en la prensa española. Hay algunos ortográficos, pero la mayoría son de estilo o de concepto. 1. Claridad, orden, precisión LA POBREZA DEL PENSAMIENTO. La solidez de un reportaje depende de la potencia mental del periodista y de su destreza en presentar frases que representen ideas claras. Si decimos que los pintores españoles están arrasando en el mundo y nos limitamos a escribir que “así lo demuestran las diferentes exposiciones”, sólo estamos indicando nuestra pereza mental, porque no nos esforzamos en presentar las pruebas. La solución: aportar datos concretos o analogías comprensibles: En Berlín se ofrecen diez exposiciones de pintores españoles; en Nueva York las cinco mejores salas están abarrotadas de autores españoles. Hace diez años no había un solo español en la lista de los cien autores vanguardistas del planeta que elabora la revista ArtToday, hoy tenemos quince. Es como si, de repente, el espíritu de Velázquez y Goya se hubiera instalado en los atriles de las jóvenes promesas de la pintura. EL CALLEJÓN SIN SALIDA. Muchos dicen que Ignacio Santos es un hombre con grandes cualidades, aunque otros afirman que sólo está lleno de defectos. Tiene grandes amigos, y terribles enemigos. Algunos dicen que gracias a él la sociedad vive mejor, pero otros afirman que ha sido el enterrador de muchos proyectos. Con tal cantidad de contradicciones, el lector acaba metido en un callejón sin salida. Este esquema aparece periódicamente en reportajes escritos por periodistas que tienen miedo a las apuestas personales. Consecuencia de la pereza mental. El lector huye de esta clase de noticias porque teme que a lo largo de un montón de párrafos se encuentre sólo un panorama indefinido. Espera que

el reportero le diga si Ignacio Santos es alguna de esas dos cosas, pues para eso le pagan. THE BILLION DOLLAR MISTAKE. Es uno de los errores más repetidos en la prensa, la radio y la televisión. A la hora de traducir de la prensa anglosajona o de los teletipos la cifra “billion” piensan que están hablando de billones, cuando en realidad la traducción española es “miles de millones”. “One billion dollar” son mil millones de dólares. Y sus “trillion” son nuestros billones. Y no hay que olvidar que, en el mundo anglosajón, la coma equivale al punto, de modo que 1,500 significa, en realidad, mil quinientos, no uno coma cinco. LAS FECHAS DESFASADAS. A pesar de que todos los libros de estilo nos lo recuerdan, nadie hace caso a las fechas anuales. Se escriben sin punto a pesar de que ya estemos en el siglo veintiuno. Por ejemplo, 2003. Nunca 2.003. Ese punto es un incordio. LAS HORRIBLES COMPOSICIONES. Hay que eliminar frases hechas que no tienen corazón. Por ejemplo: “El futuro de Manuel Pérez pasa por…”. Es mejor decir que “en el futuro, Manuel Pérez requerirá o necesitará”, porque ese tiempo verbal no pasa por ningún sitio. Asimismo, “Manuel Pérez se decantó” tiene menos fuerza que decir “escogió” o “eligió”. PALABRAS QUE NO ABARCAN NADA. Hay que huir de las palabras genéricas y fantasmales que no denotan nada, porque abarcan mucho. Por ejemplo: “Con el nuevo régimen que han generalizado…”. Mejor: “Con el nuevo régimen que han puesto en marcha”. Son más palabras, pero es más claro. “Si se generaliza la apatía de los ciudadanos, los museos podrían desaparecer”. En este caso, se ha convertido el sustantivo “general” en el verbo “generalizar”, que es uno de los más vacíos que existen en nuestro firmamento lingüístico. En su lugar hay que poner “extender”. “La actitud más generalizada de los futbolistas”. Si es la más generalizada, no vale la pena utilizar dos palabras para decir lo obvio. Basta con decir “La actitud de los futbolistas”. ALAMBIQUES INDEFINIDOS. La falta de artículos definidos deja la información en estado catatónico: “En documento formal ante notario”. Quedaría mucho mejor si se dijera “en un documento formal ante un notario”. LA TOTALIDAD HAY QUE PARTIRLA. Muchos tienen la manía de decir “totalizar”, “con un total de” o “las ventas totales”. Se debe sustituir por “sumar”, “con” o “ventas”. Se supone que las ventas son totales, no parciales. LO CONCRETO NO ES MUY SÓLIDO. “Concretar”, precisamente, es una

palabra que no concreta nada. “Realizar”, “lograr”, incluso “hacer” tienen mejor acogida. TERRIBLE IMPRECISIÓN. “Numerosos”, “varios”, “algunos”, “bastantes”. Todo lo que describa una cantidad debe acompañarse de una cifra o un detalle. Exactitud, por favor. No debe decirse “la presentación de distintos modelos realzó el certamen”. Si son varios, son distintos. CHINO AL REVÉS. Los nombres chinos se escriben a revés que en Occidente. El apellido va delante del nombre de pila. Así, Han Li, no es el señor Li, sino el señor Han. Si decimos el señor Li, es como si los chinos dijeran el señor Pepe. EL ESLABÓN PERDIDO. Atados a nuestros parásitos mentales, solemos poner eslabones donde no hay una cadena de hechos. Humberto Martín fue un buen escritor de novelas policíacas antes de convertirse en el rey del póker. De hecho, Martín es el único jugador de este país que asiste al Congreso Anual de Detectives Privados. Ese “de hecho” no engancha con el párrafo anterior. Ese defecto se denomina non sequitur, es decir, que no se deduce una cosa de la otra. Debería interponerse una frase que sirviera de eslabón. Humberto Martín fue un buen escritor de novelas policíacas antes de convertirse en el rey del póker. Pero Martín no ha olvidado su vieja afición por los crímenes; de hecho, asiste todos los años al Congreso Anual de Detectives Privados. NO DIGAS DOS VECES NO. Cuidado con las dobles negaciones. “El consejo de Estado niega que el gobierno haya dicho no a la ley de adopciones”. El entendimiento humano digiere con dificultad tantos signos negativos. Eso se resuelve cambiando el polo magnético, es decir, pasándolo a positivo: “El consejo de Estado afirma que el Gobierno continúa apoyando la ley de adopciones”. Lo mismo sucede con verbos negadores como suspender, derogar, anular, rechazar. Por ejemplo: “Gonzalo Sanz niega que se haya anulado su permiso de conducir”. Es preferible exponer la idea en afirmativo: “Gonzalo Sanz afirma que su permiso de conducir sigue vigente”. PROBLEMA CON LAS ANFIBOLOGÍAS. Los lingüistas afirman que el cerebro humano no es capaz de memorizar todas las palabras, y que, por simple

economía de medios, damos varios significados a un mismo vocablo. Por ejemplo, “recto” se emplea como “persona con principios”, “serio”, “lo contrario de torcido” y además define una parte del cuerpo, no de las más nobles, por cierto. Cuantos más significados contenga una palabra, menos sólida; por eso hay que rebuscar en el diccionario de la lengua, que en nuestro caso tiene ochenta mil vocablos registrados, para encontrar la imagen perfecta. Ejemplo: “A lo largo de diez años, trabajaron juntos en su proyecto marítimo y ganaron mucho dinero. Uno de ellos ya se ha retirado”. ¿Adónde se ha retirado? ¿Se ha retirado porque estaba cansado? ¿Se ha jubilado? ¿Se ha ido a vivir de las rentas? ¿Ha tirado la toalla? La palabra “retirar” tiene varios sentidos: irse, abandonar, jubilarse, vivir de las rentas… El periodista debe tener cuidado con las anfibologías. Otro caso: “En 1097 los genoveses mandaron una flota para apoyar a los cruzados”. Mandar también significa ordenar, y aunque no es una frase confusa, ganará precisión si se dice “enviar”. Este verbo es más concreto, tiene menos acepciones y refresca la frase. Se manda a un pelotón de soldados. Mandar mensajes es menos bello que enviar mensajes. Y ello se debe a que enviar tiene menos significados. Las palabras con demasiados significados pierden su poder embrujador. “Poner” una hoja de reclamaciones es una expresión muy pobre; es mejor decir “rellenar una hoja” o “presentar una reclamación”. “El Rey sancionará la ley pese al criterio de los partidos”. He aquí otra anfibología. “Sancionar” puede interpretarse como “aprobar con su firma” o “reprobar”, es decir, “castigar”. Increíble: tiene dos significados opuestos. Para evitar la confusión hay que escribir “aprobar” en el caso del Rey, a pesar de lo que diga el Boletín Oficial del Estado. EL PORCENTAJE DEL PORCENTAJE. “El 26% de los niños de África muere de infección sanguínea”. Leído así, significa que la cuarta parte de los niños de África está condenada a morir. Pero lo que quiso decir el periodista es que “el 26% de las muertes de niños en África se deben a una infección sanguínea”. Eso reduce mucho la escandalosa cifra. LA REPETICIÓN DE CANTIDADES. “La mayoría de las hormigas del desierto soporta casi en su totalidad temperaturas de 50 grados centígrados”. Se supone que “la mayoría” es “casi en su totalidad”. No dupliquemos las hormigas, que ya hay muchas. ¿ALGUIEN REVISA LOS APELLIDOS EXTRANJEROS? Algunos dan por hecho que el lector no sabe inglés, sueco o swahili, de modo que a los

periodistas les da igual cometer erratas, especialmente si son nombres alemanes. Lo mismo escriben Schwarzeneger, que Swarzeneger, que Schuarzenneger. ¿A que parecen iguales? Un español no lo distingue, pero un alemán sí. Es Schwarzenegger. A un alemán le sienta tan mal ese descuido como si a nosotros nos escribieran en un diario teutón Zummalacaregi en lugar de Zumalacarregui. Y en España muchos periodistas ni siquiera saben redactar el nombre más común en Estados Unidos: escriben Jhon en vez de John, así como durante muchos años el canciller alemán fue denominado en España Khol, en vez del correcto Kohl. Y no sólo nombres: este error se extiende a cualquier vocablo extranjero, de modo que start-up (empresa naciente o nueva empresa) se escribe por estas tierras como star-up (estrella naciente o algo así, no sé cómo denominarlo porque no existe en inglés). NO LO PARES, DETENLO. Es una confusión muy sencilla. Los periodistas españoles dicen “parar” cuando se refieren a “detener”. Aparte de que se puede confundir con la preposición “para” (el piloto para su bólido), en muchas regiones de América Latina “pararse” también significa “levantarse”. Así que lo mejor es “detener” las cosas antes de que se desmadren. PROPIEDAD PRIVADA. Algunos genitivos son verdaderamente confusos, sobre todo cuando los periodistas económicos dicen: “El Gobierno adquirió las acciones de Japan Airlines”. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que el Gobierno ha comprado enteramente Japan Airlines, o que ha comprado las acciones de otra compañía que estaban en manos de Japan Airlines? LAS ENTIDADES ANÓNIMAS. «Racionalizar las comunicaciones, incrementar la disponibilidad, manejar de forma eficaz.» Frases vacías si no las sustituimos por otras llenas de ejemplos. LA SUBORDINADA CON VIRUS. “El grupo Rostok está formado por 350 empresas que fundó con unos ingresos de 8.100 millones de dólares”. Vamos a ver: ¿las fundó ya con ese dinero? ¿O pretenden decirnos que Rostok factura hoy 8.100 millones de dólares? Eso sucede porque la frase subordinada tiene un predicado que no le corresponde. Hay que ponerlo en su sitio: “El grupo Rostok tiene unos ingresos de 8.100 millones de dólares y está formado por 350 empresas”. Y hay que aclarar en otra parte que “fue fundado por Fulanito de Tal en 1980”. A mí me gusta más esta versión que sitúa la mayor potencia descriptiva al principio: “Con 8.100 millones de ingresos, el grupo Rostok está formado por 350 empresas, y fue fundado por Fulanito de Tal en 1980”. En realidad, el virus que inconscientemente ha inoculado el redactor tiene forma de “que fundó”. Si lo eliminamos, la frase inicial se entendería perfectamente:

“El grupo Rostok está formado por 350 empresas con unos ingresos de 8.100 millones de dólares”. LOS PIES SIN ZAPATO. Un pie de foto sin su calzado hace mucho daño. Supongamos que contemplamos una foto de un investigador mirando por su microscopio. Hemos elegido esa foto genérica para ilustrar un reportaje sobre el cáncer, y le hemos puesto el siguiente pie: “La lucha contra el cáncer sigue su curso”. Mejor que lo hubiéramos dejado en blanco, porque eso es matar una imagen. Hay que ser más precisos: “Un investigador del CSIC estudia un tumor en el laboratorio”. Las fotos se hacen a cosas reales o a personas de carne y hueso. En las secciones de cine y televisión nunca falta un fotograma con el siguiente pie: “Una escena de la película”. Ya lo sabíamos. ¿Es que no pueden informarnos de algo más? Las publicaciones sensacionalistas tienen licencia para escribir pies de foto llenos de insolencia. Pero incluso las publicaciones más serias se pueden permitir ese lujo, siempre que lo hagan con elegancia. Los pies de foto del semanario británico The Economist se han hecho famosos por su fino sentido del humor, su mordacidad o sus dobles sentidos. Para ilustrar un reportaje sobre las horrorosas canciones que ganan en el festival de Eurovisión, se mostraba la foto de un grupo musical desconocido, y el siguiente pie: “Voten por nosotros o la cantamos de nuevo”. HORROR: UNA CALCULADORA QUE HABLA. La imparable acumulación de datos acaba mareándonos: El número de CD’s legales per cápita en España ha crecido desde 1996. El año pasado, de media, cada español tenía dos CD’s. La media europea está en 3,5. También ha crecido la venta de música desde 1999 en España. En 1999, según la IFPI, se vendieron 79 millones de unidades más que en 1998, y en 2001, gracias a Operación Triunfo, 7 millones más. Y por ejemplo, en 1998, año en que la piratería aún no preocupaba a los productores, se vendieron 11 millones menos de unidades. EL DESORDEN DE TUS PALABRAS. Planteamiento, nudo y desenlace. Es el método del teatro desde tiempos de Sófocles. Pero como los periodistas ni siquiera tienen un esquema escrito de lo que van a escribir, corren de un lado para otro, de adelante hacia atrás, dando saltos. El lector acaba por abandonar el

reportaje. El truco más sencillo para resolver esa jungla de ideas es tan sencillo como preguntarse qué deseamos contar. Luego, encontrar un buen titular. A continuación, agrupar las ideas en un papel que nos sirva de brújula. Primero, según nos surgen. Luego, ordenarlas de lo más importante a lo menos relevante, sin olvidar que el reportaje debe responder al título. ¿DÓNDE ESTA EL SUJETO? “Asesina a su mujer y a su amante.” Menudo titular. El amante, ¿de quién? ¿De la mujer? ¿Del asesino? ¿Era “el” amante o “la” amante? Esto sucede porque hay dos objetos directos: la mujer y el amante, y el verbo actúa sobre los dos, gracias a la conjunción “y”. Está claro que, desde el principio, era una noticia difícil de redactar, porque si se usa la voz pasiva sale algo como esto: “Una mujer y su amante, son asesinadas por el marido celoso”. Pero aun así, no se sabe el sexo de la amante, ni tampoco si el marido era el marido de la amante. Creo que lo más lógico habría sido escribir: “Un hombre mata a su mujer y a la amante de ésta”. El final “de ésta”, no es muy correcto pero es lo más útil. La noticia se produjo cuando un hombre estrelló su coche contra el pilar de una autopista. Cuando llegó la policía, el accidentado informó de que había matado a dos mujeres. Una de ellas era su mujer y la otra… la amante de su mujer. Pero ningún medio fue capaz de resolver en los titulares ni el sexo de las víctimas, ni la relación exacta con el asesino. Era necesario leer toda la información para enterarse de esta trágica noticia. Las últimas juntas de franquiciados no han sido un camino de rosas para los responsables de McDonald’s. “Somos más de cien los que en España perdemos dinero”, se quejaba uno de ellos. Uno de quiénes, ¿de los franquiciados? ¿De los directivos? Esto sucede porque en la frase principal hay dos sujetos: los franquiciados y los directivos. Pero sólo el periodista sabe quién es el sujeto, aunque no tiene la delicadeza de aclararlo. Típico error de los que escriben para sí mismos. HORROR, UN ESPECIALISTA EN TRIBUNALES. Primer párrafo de una información sobre un caso jurídico. Mil euros a quien lo entienda: Garzón ha precisado ahora que cuando suspendió todas las actividades de Batasuna no se refería a su actuación en los procesos jurisdiccionales que le afecten, rectificación obligada después de que los dirigentes de la coalición se hayan escudado en la suspensión

cautelar del partido para rehusar la notificación de las demandas del Gobierno y del fiscal. Para solucionarlo, hay que escribir unas líneas más. El juez Garzón, que suspendió todas las actividades de Batasuna, ha descubierto un pequeño agujero en su decisión: que este grupo político ahora dice que, ya que está suspendido políticamente, no tiene por qué escuchar otras demandas que proceden del Gobierno y del fiscal. Por eso, Garzón ha tenido que aclarar que Batasuna debe afrontar los procesos judiciales pendientes. LA FILOSOFÍA, PARA LOS FILÓSOFOS. “El propio concepto de los contenidos que se independizarán de la tecnología de transmisión” es una frase del gusto de Aristóteles. La claridad de nuestro lenguaje radica en que cada palabra corresponde a un objeto físico. Casi se la puede tocar. Ventajas: tiene el mismo efecto que la tele. Produce imágenes. EL GRAN PROBLEMA DE LA CADENA DEL SER. Hasta hace un par de siglos se pensaba que los seres vivos estaban unidos por una cadena natural llamada la Gran Cadena del Ser, la cual explicaría las diferentes formas de vida, desde el protozoo al hombre. No había eslabones perdidos ni vacíos. Pues bien, en la narración debe existir también una cadena continua sin eslabones perdidos. Los párrafos deben contener ideas, y las ideas deben nacer, como las muñecas rusas, una de otra. Sin embargo, muchos reporteros introducen giros inexplicables en sus narraciones de modo que se rompe la gran cadena narrativa. Empiezan contando que en un colegio de un barrio pobre las maestras viven continuamente amenazadas, y cuando aparece la primera frase de una interpelada, ésta dice algo así como: “Y es que aquí gustan los bocadillos de salmón”. ¿Qué tiene que ver eso con lo anterior? Eso se soluciona leyendo nuestro texto como si fuéramos otra persona. El mejor método: que lo lea otra persona. 2. Trucos ingeniosos LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE… DE ESCRIBIR. Todo se puede humanizar. Cuando hablamos sólo de alcachofas, ordenadores o índices, produciremos una gran modorra en los lectores si no introducimos seres humanos en esas pequeñas obras de teatro. Es una técnica sencilla. Supongamos

que nos toca escribir sobre la caída del precio de la alcachofa. No es muy apasionante, desde luego, si nos conformamos con los índices del mercado de abastos. Pero, ¿qué pasaría si alguien nos lo cuenta en primera persona? Juan Díez se está arruinando. El kilo de alcachofas vale tres veces menos que el año pasado. De nada le ha valido a Juan haber obtenido la mejor cosecha de su vida, porque apenas tiene dinero para pagar a los peones, el abono y el combustible de los tractores. Para este campesino riojano, no queda otra salida que cambiar de cultivo: la próxima temporada se pasará la remolacha. EL AMIGO AUSENTE. Supongamos que un campeón del automóvil observa convaleciente, desde su cama, que su competidor llega a la meta en el primer puesto. Recitamos la conocida frase de que “A Rafael Fernández le produjo envidia no poder estar presente en esa carrera”. Las metáforas están para dar color a las expresiones, de modo que se debería escribir: “le produjo retortijones de envidia”. Añaden fuerza a la descripción. Los retortijones son dolores de estómago producidos por algo que nos sienta biológicamente mal. Perfecto para la envidia. SIN PUNTO DE COMPARACIÓN. No es lo mismo decir que un minero sudafricano ha encontrado un diamante a secas, que “un diamante del tamaño de una almendra”. Es una medida hermosa, y tan sugestiva que en vez de en el diamante, pensamos en la almendra, y nos sorprendemos de que sea tan valiosa. LOS FANTASMAS, PARA LOS CASTILLOS. Cuando se leen ciertos reportajes, da la impresión de que el mundo está movido por seres invisibles. “Ya no se invierte en máquinas…”; “En el ministerio se piensa que…”. No señor. Invierten los empresarios; piensan los ministros. Suprimir los reflexivos e impersonales debería ser una lección inolvidable porque los hechos sociales son producidos por personas, no por fantasmas. SUSTANTIVOS ENFERMOS. Para dar más fuerza a las frases hay que interponer verbos y suprimir las composiciones nominales o sustantivadas. “El ministro sigue recomendando la visita a los Museos.” Es mucho mejor invitar a la acción. “El ministro recomienda visitar los museos.” De la misma forma, hay que suprimir los sustantivos siempre que un verbo ofrezca mejores resultados. “El artista es un maestro en la utilización del óleo.” “El artista es un maestro usando el óleo.” La frase que dice: “Para la inscripción en la maratón sólo hace falta” gana impulso si escribimos “Para inscribirse en la carrera de maratón”.

LAS CONJUNCIONES TAMBIÉN SON PUNTOS. Un truco para acortar los artículos y darles ritmo: cuando nos encontremos demasiadas conjunciones, poner un punto y seguido. “Elena Ferré ha dirigido diez largometrajes y tres cortos, y en su larga carrera cinematográfica ha logrado tres premios internacionales, y uno nacional.” Poniendo un punto y seguido en la segunda “y” queda como sigue. “Elena Ferré ha dirigido diez largometrajes y tres cortos. En su larga carrera cinematográfica ha logrado tres premios internacionales y uno nacional.” “Estaba contratado en una empresa de trabajo temporal por lo que su empleo no era muy estable.” Mejor: “Estaba en una empresa de trabajo temporal. Su empleo no era muy estable”. LOS ÚLTIMOS SERÁN LOS PRIMEROS. Para aumentar el interés y la velocidad, podemos alterar el orden de la frase: lo último es lo primero. Lean este texto: “Sobre la banca de Lituania pesan fuertes sospechas de blanqueo de dinero”. Mejor así: “Fuertes sospechas de blanqueo de dinero pesan sobre la banca de Lituania”. Las primeras palabras son las que más impactan en las neuronas del lector; crean el suspense. No dejaremos de leer hasta que sepamos quién es el sospechoso. EL SUJETO PARLANTE, AL PRINCIPIO. El origen de la fuente no debería situarse antes sino después del predicado: “Los precios en algunos óleos del famoso pintor han subido un 15%, según la casa de subastas Durán”. Nunca hay que escribirlo al revés, es decir, “según la casa de subastas Durán, los precios de sus óleos han subido un 15% ”. Lo interesante está en lo dicho no en quien lo dice. CIFRAS SIN TON NI SON. Escribimos: “La energía eólica cuesta 11 pesetas por kilowatio-hora. La de carbón, seis pesetas”. Deberíamos escribir: “La de carbón, cinco pesetas menos”. El lector no tiene tiempo de comparar, ni de ir de delante hacia atrás en el texto. SIN PUNTO DE APOYO. Aportar cifras sin hacer comparaciones deja al lector en el limbo: si decimos que “el satélite recorrió cuatro millones de kilómetros”, el lector intuye que es mucho, pero ¿cuánto? Para fijar un punto de referencia hay que expresarlo así: “El satélite recorrió una distancia equivalente a 100 vueltas a la Tierra”. LA ENTRADA POR LA COCINA. Las entradillas y los primeros párrafos deben responder al titular. No valen entradillas que hablan de cosas diferentes a las prometidas en el titular y en la ilustración. Si lo hacemos así de mal, el lector no seguirá leyendo porque se desespera. Veamos este ejemplo

RECUPERA A SU HIJO DE UNA RIADA (Una foto muestra a una mujer sonriente con su hijo pequeño) Los meteorólogos habían pronosticado que una tormenta descargaría su furia en Álava durante toda esta semana. Así fue. Cayeron 150 centímetros cúbicos por metro cuadrado, algo que no se recordaba desde hace cincuenta años. Ayer algunos ríos se desbordaron y arrastraron todo lo que se les interpuso. Cerca de Labastida, un pequeño arroyo se convirtió en un torrente que pilló desprevenido a un niño que jugaba con sus amigos. Tras ver la imagen de la mujer con su hijo, y leer un titular apasionante, esperamos descubrir inmediatamente a los protagonistas de este suceso. Pero nada. Tendremos que aguantarnos hasta que al periodista le dé la gana de hincar el diente a lo más sabroso de la historia. CADA VEZ MÁS LEJOS. Las primeras líneas de un reportaje no sólo deben responder al espíritu del titular sino que, cuanto más complicado sea el asunto que tratamos, deben acercarse más a las costumbres cotidianas del lector. Si hablamos de acero inoxidable y no tenemos un personaje a mano, tenemos que recordar al lector que su grifo y su olla exprés y el escape están hechos de esa aleación. Si hablamos de toros, tenemos que hacer que esas líneas sean llamativas para un ginecólogo que odia los toros, y si se trata de un describir a un ginecólogo, el enganche debe arrastrar a un torero que detesta leer de cualquier cosa, incluido los ginecólogos. OTRA VEZ A LA ESCUELA. Prohibido emplear esa clase de primeros párrafos que nos recuerdan el diccionario Espasa: Los productos light son aquellos a los que se les disminuyen o sustituyen los ingredientes más calóricos. No adelgazan, pero sirven para engordar menos. Es decir, sus valores calóricos son inferiores a los convencionales, pero nunca nulos. Si un reportaje empieza así, el lector no se divierte. Prefiero escribir: Usted está en una cafetería y pide una Coca-Cola light. Fabuloso. ¿Sabe lo que toma? La palabra light (que no se emplea en inglés para

estos productos) sólo quiere decir que ese alimento contiene menos calorías. EL EJEMPLO MAL PUESTO. Los ejemplos que se dejan caer “porque nos suenan a algo”, incurren en un engaño intelectual. Supongamos que un político se niega tres veces a aceptar un puesto de ministro. Si escribimos que Fulanito de Tal se negó en tres ocasiones a aceptar el Ministerio de Vivienda “al igual que Pedro negó a Jesús frente a los romanos”, estamos confundiéndonos de ejemplo, porque la negación de Pedro en la Biblia fue una mentira, casi una traición. Pero el político del que hablamos no miente ni traiciona a nadie, simplemente no desea ser ministro por cualquier otro motivo. DOS PALABRITAS INCOMPLETAS. “Tras descubrir el origen de la enfermedad, el científico se centró en buscar una vacuna.” No está mal, pero aportaríamos unos grados más de belleza si lo obligamos a concentrarse. “Tras descubrir el origen de la enfermedad, el científico se concentró en buscar una vacuna.” Centrarse tiene menos valor que concentrarse, porque lo último indica un esfuerzo mental y físico. Lo mismo sucede con la palabra tener. “El frasco tenía cien pastillas de un compuesto mortal.” Suena mejor al decir: “El frasco contenía cien pastillas de un compuesto mortal”. A PASO DE TORTUGA. No hay peor manera de empezar un reportaje que así: “España es el país europeo más vibrante en materia futbolística, pues existen 2.500 clubes registrados oficialmente”. Hay que arrancar el automóvil pisando a fondo el acelerador, es decir, logrando que la segunda parte de la frase pase a primer lugar y eliminando el adverbio: “Con más de 2.500 clubes de fútbol, España es el país más vibrante de Europa en este deporte”. Las frases que comienzan con acciones o descripciones son más atractivas. Como dijo Goethe, “En el principio, fue la acción”. La escritora gallega presentó ayer su último libro, basado en la supervivencia de un grupo de náufragos en una isla del Pacífico asediada por tifones, piratas y nubes de mosquitos. Cambio de papeles: Tifones, piratas y nubes de mosquitos… La supervivencia de un grupo de náufragos en una isla del Pacífico es el tema del último libro que

ayer presentó la escritora gallega. La fuerza de la acción tiene que ir de más a menos. ESOS ACRÓNIMOS QUE SE ESTIRAN COMO CHICLES. Es muy aburrido leer que “Jan Roos, director general del departamento biológico del Instituto para la Preservación de la Fauna Animal en los Países Bajos (IPFAPB)”. Queda mejor así: “Jan Roos, jefe de Instituto que preserva los animales de Holanda”. Y ya está. TITULAR UNA ENTREVISTA. “Es necesario que…” Es la peor forma de titular una entrevista. Significa que no hemos sacado nada digno de publicar. Lo mismo que cuando se titula con “Hay que”. NO PASAR DE LA PRIMERA VELOCIDAD. En las tres primeras frases decimos lo mismo porque estamos calentando motores: “A primera vista parece un hombre sencillo. Cuando uno le da la mano da la impresión de ser una persona como cualquier otra. Porque este hombre parece estar hecho de la misma materia que el común de los mortales”. “A primera vista”, “da la impresión” y “parece” es lo mismo, de modo que esa primera impresión se alarga tanto que nos tememos que el autor no vaya a salir de su laberinto de percepciones; tiene puesta la primera velocidad y no logra pasar de ahí: un hombre sencillo, como cualquier otro, igual que el común de los mortales… 3. Cómo meter el hacha METER EL CUCHILLO A LOS VERBOS. He aquí varios ejemplos de frases repletas de verbos que sobran: “Siguen recomendado comprar.” Es mejor decir: “Recomiendan comprar”. “Se va a construir.” Es mejor decir: “Se construirá”. “Estamos asistiendo a…” Hay que decir “asistimos a…”. “Para poder seguir.” Mejor: “Para seguir”. BASURA ACUMULADA. No hay que acumular micropartículas, porque el reportaje se llena de polvo. “Lo que no se da por la caída del euro.” ¡Siete monosílabos! Visualmente, el ojo corre tan deprisa que pierde el hilo de la lectura. Hay que rehacer esa parte. COMIENZOS MOLESTOS. Esta vez no se trata de monosílabos sino de palabras o composiciones que suelen ponerse al principio de cada frase y que no aportan nada. “Para ello, el Gobierno dará luz verde…” Sobra “para ello”, “por

ello”, “en consecuencia”, “por lo tanto”, “asimismo”, “de este modo”, “por otro lado”, “no obstante”. Basta con decir que “el Gobierno dará luz verde”. Cuando un periodista no sabe cómo empezar un párrafo, suele recurrir con frecuencia a esos molestos piojos. MENOS PALABRAS PARA LO MISMO. Evitar la acumulación de partículas inútiles en medio de las frases, como cuando se dice “El Gobierno lo que hace es aplicar…”. Mucho mejor si se dice “El Gobierno aplica” (cuatro palabras menos). Lo primero es demasiado coloquial. “Son los encargados de…” Con lo sencillo que es decir “deben”. “Nosotros somos”, “nosotros tenemos…”. Recordemos que en español se pueden evitar los pronombres personales e ir directamente al verbo: somos, tenemos… “Con el objetivo de…”. Con lo sencillo que es decir “para”. Otro ejemplo: “El culto a un cuerpo sano ha originado que las ventas de este tipo de productos se disparen”. Nueva versión: “El culto al cuerpo ha disparado las ventas de estos productos”. De dieciocho palabras a once. Ese error se debe a que el lenguaje de los periodistas está contaminado por frases coloquiales que se repiten en la radio y en la televisión: “Ha originado que”, “ha hecho que”, “hace que”. Sobran. Para resolverlo basta con saltarse esa frase de relativo y concentrarse en el verbo siguiente. En el caso expuesto hemos pasado del “ha originado que las ventas de ese producto se disparen”, a un sencillo “ha disparado”. Y por supuesto, hay que eliminar la repetida frase “que pasa por” (conjunción+verbo+preposición) por “para” o “sobre” (preposiciones). “La UE y Turquía llegan a un acuerdo que pasa por la adhesión.” Se arregla escribiendo: “La UE y Turquía llegan a un acuerdo sobre la adhesión”. O bien: “Ángela Díez ha puesto en marcha un plan que pasa por la eliminación de basuras en los aeropuertos”. Y si lo cortamos con una navaja, nos quedaría así: “Ángela Díez ha puesto en marcha un plan para eliminar las basuras en los aeropuertos”. Como habrán notado los agudos lectores, además de reducir el número de entes, hemos sustituido el sustantivo “la eliminación” por el verbo “eliminar”, que tiene más fuerza. Más casos: “El zoólogo denunció haber sufrido una serie de ataques por parte de leones que entraban de noche en el campamento”. Solución: suprimir “una serie de” y sustituir “por parte”, por la partícula “de”. Veamos: “El zoólogo denunció haber sufrido ataques de leones que entraban por la noche en el campamento”. Hemos suprimido cuatro palabras. LOS AÑOS HABLAN POR SÍ MISMOS. Habría que prohibir frases como ésta:

“En el año de 1977”. ¡No! “En 1976” (de cinco palabras a dos). DEMASIADOS EPÍTETOS AGOTAN EL DICCIONARIO. No acumulemos adjetivos: “La espectacular y muy publicitada montaña rusa…”. Basta con uno: “La espectacular montaña rusa”. SI NO RESUMES, ABURRES. En las declaraciones entrecomilladas se puede constreñir la frase original sin que pierda su valor ni su sentido. “El número de aparatos necesarios disminuirá de manera importante porque se tratará de huir de múltiples cajas y mandos”, anticipa Alfonso Casado. Así quedó: “Habrá menos cajas y mandos”, anticipa Alfonso Casado. El español es un idioma que emplea una media de tres sílabas por palabra. El inglés, dos. Además, debido a la construcción obligada de nuestra lengua, empleamos demasiadas palabras para hacernos entender. Un buen editor debería ser como un indio reductor de cabezas. LA CONSTRUCCIÓN ALARGADA. En castellano se usa con frecuencia el giro “ser capaz de…” cuando se hace referencia a una potencia humana, animal o mecánica. Dado que detrás de esa construcción siempre hay uno o dos verbos (“era capaz de levantar y lanzar”), se ahorra mucho tiempo eliminando el principio. “La máquina era capaz de levantar y lanzar piedras.” Queda mucho mejor si se redacta así: “La máquina levantaba y lanzaba piedras”. Lo mismo sucede con “de cara a”. “El equipo de fútbol se entrena de cara al partido que le enfrentará con el rival italiano.” Se arregla diciendo: “El equipo de fútbol se entrena para el partido que le enfrentará con el rival italiano”. PONEMOS CITAS, NO VAMOS A LA CHARCUTERÍA. Las citas textuales tienen que ser cortas, a ser posible no pasar de tres líneas de texto medidas en las habituales columnas de un periódico. Más largas aburren, parecen longanizas; inacabables. EL PEOR COMIENZO. Parece que en las facultades de periodismo se ha olvidado recordar a sus pupilos que el peor comienzo que existe para un reportaje o una información es aquel que dice: “En la actualidad, estamos asistiendo a…”. Cualquier forma de comenzar una narración es válida, menos esa, por favor. PONER EL FRENO EN EL ARRANQUE. No se debe abusar de los adverbios terminados en mente, porque sólo disminuyen la velocidad de lectura. Y no empezar con esas palabrejas: “básicamente…”, “aproximadamente…”, “actualmente…”. La primera tiene cinco sílabas, la segunda, siete; la tercera, cuatro. Y todo lo que termine en “mente” hay que procurar sacarlo de la mente. Alargan las palabras.

LA CUESTIÓN NO ES SER NI NADA. Revienta un neumático durante una carrera de coches y el periodista deportivo analiza el accidente repitiendo a cada rato “el neumático en cuestión”. Lo único que hay que cuestionar aquí es esa costumbre tan singular: la propuesta en cuestión, la obra en cuestión, el avión en cuestión… se debería quedar en la propuesta, la obra o el avión. A secas. LO MÁS IMPROPIO. Parece como si las personas no pudiesen vivir sin sus propiedades. “La propia ministra de Cultura tuvo que intervenir en el diseño de la exposición.” ¿La propia? Ese adjetivo pretende recalcar que “incluso la ministra tuvo que intervenir”. Pues si ése era el objetivo, es mejor decir “incluso” o “hasta la ministra”, que se entiende mejor en castellano. LAS VIEJAS MANÍAS NO MUEREN. Se debe evitar la manía de los periodistas económicos de escribir lo siguiente: “Entrar, con un 49% del capital, en la empresa X”. Se dice "Comprar el 49% de X". Más corto, más claro. También hay que saltarse el defecto de escribir “hacerse con” en lugar del más perfecto “adquirir”. OJO CON HACER LA PELOTA. “Los clientes del diseñador Jordi Carreras, multinacionales y grandes empresas españolas, no tienen tiempo para largos procesos de estilismo, así que confían en su profesionalidad y experiencia.” Eso se llama hacer la pelota. Un reportero tiene que tomar distancia y ver la realidad sin dejarse influir por declaraciones altisonantes. “Las empresas no tienen tiempo para inmiscuirse en largos procesos de estilismo, y dejan esa tarea en manos de Pérez y Asociados.” Lo de la “profesionalidad” y “experiencia” es mejor que lo cuente otro. NO SOMOS TONTOS. La interrogaciones sirven para dar agilidad a la lectura, pero a veces pecan de ser muy evidentes, y de tomar al lector por tonto. “El ejército se detuvo a las puertas de Bagdad. ¿Por alguna razón en especial? Sí, porque la tormenta de arena impedía la visión a los soldados…” Mejor esto: “El Ejército se detuvo a las puertas de Bagdad. La tormenta de arena impedía la visión a los soldados”. Hablando de interrogaciones, es conveniente eliminar los “pues”. “¿No tiene dinero? Pues siempre le quedará…”. Escribamos: “Siempre le quedará…”. TIEMPO QUE NO PASA. “El actual precio de…” Es lógico. Si hablamos en tiempo presente ya se admite que es actual: todo lo que se salga del tiempo presente hay que especificarlo. Lo que no se salga, se sobreentiende. “Hoy por hoy…” es “hoy”, a secas. LA CANTIDAD REPETIDA. Otro ejercicio de resumen: “toda la programación” es lo mismo que decir “la programación”. El artículo define ya el

número. Y cuando digamos “en la mayoría de los casos” no hace falta ni mencionarlo, porque se sobreentiende. 4. Cuestiones de estilo LOS ADJETIVOS INADECUADOS. La empresa X invierte “cada vez más fuerte”… ¡Horror! Las inversiones no son fuertes ni débiles, sino grandes o pequeñas. PLURALES LEJANOS. Evitar la manía de poner el plural cuando se habla de una empresa singular. Por ejemplo, “en Seat invirtieron, apostaron, tomaron…”. ¡No! Seat invirtió, apostó o tomó. CLARA Y ROTUNDAMENTE NO. Siempre que alguien ofrece una declaración altisonante, el periodista, como el perrito de Pavlov, la recoge de la misma manera. Veamos. «“Ronaldo seguirá en el Real Madrid el año que viene.” Así de rotundo se expresó ayer el presidente del club…» O bien empieza así: “Lo tiene claro. El presidente del Real Madrid afirma que Ronaldo seguirá con el club el año que viene”. A mí me parece que estas frases son de una pereza atosigante. Es mejor resolverlas con el simple “dijo ayer”. ¿INTERESANTE? Debe de ser uno de los calificativos más usados en la prensa cuando no se sabe cómo adjetivar un sustantivo. Hay actuaciones interesantes, valores de Bolsa interesantes, actitudes interesantes, personalidades interesantes… Este comodín sólo debe reservarse para cosas que atraigan verdaderamente la atención física del público, como películas o exposiciones. Para el resto es mejor echar mano del diccionario de sinónimos. QUIEN ABOGA, NO FLOTA. “La escudería italiana abogó por eliminar del reglamento la obligación…” El verbo abogar es uno de los más desinflados de nuestro diccionario. Los hombres, las empresas y los gobiernos desean, proponen o quieren, que es una actitud más entusiasta que abogar. APUESTEN A QUE LO DICE. “Juan Quirón apuesta por el éxito de su último libro.” Creo que los periodistas usan este verbo con una soltura desmadejada: una apuesta, aparte de formar parte del mundo del juego, es una decisión acompañada de una acción. “El gobierno apuesta por las desaladoras.” Es decir, pone en marcha las desaladoras; no es una opinión o una previsión, sino una acción. Por eso, decir que “Elena Arnedo apuesta por resolver los problemas de

la vivienda”, es perder el tiempo. “Elena Arnedo desea resolver los problemas de la vivienda.” Eso es lo correcto. Que lo logre es otra cosa. ¿Apostamos? GRACIAS WATSON, PERO YA LO SABÍA. Cuando no hay tiempo para revisar lo que se escribe, aparecen cosas tan evidentes como estas: “La televisión que usted ve”. ¿Acaso la pateamos? Eso es lo que significa televisión: ver de lejos. “Lleva un chip incorporado…” Si lo lleva, se entiende que es incorporado, no colgando. Y ésta tiene un formato ontológico: “Daños a la economía palestina en sí”. Basta con decir “daños a la economía palestina”. Se supone que es “en sí”, no “fuera de sí”. Las cosas son lo que son. “Necesidades reales.” ¿Las hay irreales? “Las ventas totales.” ¿Es que las hay parciales? “Y desesperados, se lanzaron por las azoteas de los edificios.” Las azoteas están en los edificios. Al menos en Occidente. “El jugador dijo que volvía al club no guardando rencor alguno hacia ninguna persona.” El rencor siempre se guarda a las personas, no a las mesas de billar. Por último, una que merece un premio: “Una red comercial para vender el producto”. ¿Para qué es una red comercial? Es como decir “una rueda redonda que rueda sobre el pavimento”. Hay que tener más solidez intelectual. PARA TRABAR LA LENGUA. “Sólo es cuestión de que estos aparatitos se abaraten.” Esto es un retruécano y suena tan mal como escribir: “Aparatitos que se abaraten si los piratas abren su apetito por las patatas de Patagonia”. Las frases no sólo se leen sino que se escuchan. Los buenos literatos leen en voz alta sus textos antes de enviarlos a la imprenta. Así corrigen esas frases malsonantes. “Mando a distancia hasta para apagar la luz.” Aquí hay doce aes. Demasiadas. LENGUAJE DEL JURÁSICO. Los periódicos tienen que contar muchas cosas en poco espacio. No las dilatemos con un lenguaje de épocas pretéritas. Si a eso añadimos que su manejo es mucho más sencillo que el de un ordenador común, no es extraño que, en un futuro más o menos inmediato, la televisión arrebate a éste el negocio de internet. Es más: que acabe fagocitando al PC de uso doméstico. Y así debe quedar:

Más sencilla de manejar que un ordenador, no es extraño que la TV le arrebate el negocio de internet: la televisión será el PC familiar. Justo a la mitad de su tamaño: eso significa que escribimos el doble de lo necesario. ÉRASE UNA VEZ. Bueno, en realidad algunos reportajes no comienzan así, sino de este modo: “Corría el año 1945 cuando Fulanito de Tal comenzó su primer negocio de pasteles en Madrid, pero no tuvo mucha suerte…”. Es el típico comienzo de los chavales que acaban de salir de la facu y que son obligados a escribir la historia de alguien importante. Lo de “corría el año 1945” o “todo comenzó con” es horroroso, porque parece la voz en off de las películas antiguas. Lo más adecuado es comenzar con una anécdota curiosa y luego hacer un flash back para relatar la biografía de esa persona diciendo: “El negocio de los pasteles tuvo un comienzo atribulado”. LA CONTAMINACIÓN DE PAPEL. Los políticos “avanzan” su programa electoral, pero eso es como emplear un utilitario para hacer una carrera de Fórmula 1. Se mejora la expresión si decimos que “el Gobierno presenta su programa” o que el diseñador catalán “presenta sus nuevos modelos”. También se emplea el verbo “avanzar” como “decir”. “Oscar Rojas avanzó que su película va a ser un éxito.” Mejora si decimos: “Oscar Rojas dice que su película va a ser un éxito”. Y es que avanzar y adelantar son verbos de acción y de movimiento. Hay que reservarlos para recrear esas figuras en la imaginación del lector. LA QUINTA DIMENSIÓN. Los periodistas se han inventado la quinta dimensión. Ya conocíamos las tres tradicionales (alto, largo, ancho) y la cuarta (temporal). Pero un día apareció la quinta, cuando alguien empezó a hablar de “tiempo real”. ¿Y es que existe el tiempo irreal? En absoluto: suponemos que quieren decir “instantáneo”, que es un pequeño trozo de tiempo inmediato. LA REPETICIÓN DE GIROS. “Sólo con abrir cualquier libro que trate sobre el origen de las computadoras, basta para darse cuenta de lo injusta que ha sido la historia con el gallego que inventó la primera calculadora.” “Sólo con” es lo mismo que “basta con”. Sobra uno de los dos. Lo mejor es empezar diciendo: “Basta con leer cualquier libro sobre el origen de las computadoras, para darse cuenta de lo injusta que ha sido la historia…”. INUTILÍSIMO. Aunque el diccionario de la RAE lo admite, a mí me sigue disgustando leer “mismísimo”. Es inutilísimo. CESAR DE HABLAR. Siempre que se presenta una destitución, alguien comete la indelicadeza de escribir “Fulanito de Tal fue cesado”. El verbo cesar es

transitivo. Una persona cesa de trabajar por deseo propio, o cesa de correr, o de moverse. Nadie le puede cesar. Se le destituye. Pero como esta última palabra tiene cuatro sílabas, suele sustituirse por “cesar” para ganar espacio en los titulares. También se comete el error de decir “Fulanito de tal cesa como director del Museo”. Lo correcto es “cesa de trabajar”, pero, de nuevo, esa composición es tan larga que se resume inmisericordemente. MENOS PLOMO. El complemento directo, si no se coloca inmediatamente tras el verbo, encaja con torpeza. “Un pescador pidió a la mujer de otro pescador un plomo prestado para su red”. Puede mejorarse si decimos: “Un pescador pidió prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador”. Lo subrayado es el complemento directo. DOS ARRANQUES. “Aunque tanto los teléfonos como las tarjetas fueron adquiridos en los bazares de paquistaníes, sin embargo, no hay pruebas de que los dueños hayan sido los culpables.” Acumulación de conjunciones y adverbios de cantidad. “Aunque”, “sin embargo”, “tanto”, “como”. La sencillez nos obliga a decir: “Los teléfonos y las tarjetas fueron adquiridos en bazares paquistaníes, pero no hay pruebas de que los dueños sean los culpables”. O también: “Aunque los teléfonos y las tarjetas fueron adquiridos en bazares paquistaníes, no hay pruebas de que sus dueños sean culpables”. Más corto. Más claro. La conjunción “aunque” tiene dos valores: el adversativo, que equivale a “pero”, y el concesivo, que es casi lo contrario. De la mezcla de estos dos significados surge con frecuencia un enrevesado giro por culpa de un punto y seguido. “Por la tarde, la policía detuvo a un sospechoso. Aunque lo puso en libertad más tarde por falta de pruebas.” Hay que suprimir el punto y seguido: “Por la tarde, la policía detuvo a un sospechoso, aunque lo puso en libertad más tarde por falta de pruebas”. Si dejamos el punto y seguido tal como lo enunciamos en el primer ejemplo, echaremos en falta otra oración. “Por la tarde, la policía detuvo a un sospechoso. Aunque lo puso en libertad por falta de pruebas, lo volvió a detener horas después cuando supo que era el criminal.” Tanto el primer ejemplo como el segundo se trata de una conjunción adversativa, es decir, que la segunda parte de la oración se opone a la primera (impide la acción de la primera: detención o puesta en libertad). En caso de las concesivas, la segunda parte de la oración no se opone a la primera. “El concierto de música llegó a celebrarse aunque caía un chaparrón.” (El chaparrón no impidió la celebración del concierto.) EL DESEMPLEO DE LOS ADVERBIOS. “La aerolíneas bajan los precios de los billetes. Mientras, las agencias de viajes tratan de adaptarse.” Es una

composición confusa, porque se introduce “mientras” para decir “en consecuencia”. Queremos explicar que las agencias de viajes se adaptan a una situación creada por las aerolíneas; no lo hacen por deporte o por casualidad. En castellano, “mientras” significa “al mismo tiempo”, es decir, es una acción paralela a otra, pero no necesariamente su consecuencia. “María cosía mientras José bebía.” Si María deja de coser, José puede seguir bebiendo hasta emborracharse si le da la gana. También “mientras” quiere decir “pero”, en una frase adversativa, para contraponer dos actividades. “María hacía todo lo posible por no beber, mientras que José se entregaba sin freno al alcohol.” UNA CONDICIÓN SIN SENTIDO. “Si Madrid presenta un insultante dominio en el número de exposiciones, Barcelona se impone en la organización de ferias.” Es una frase muy española que no entendería un extranjero que viene a estudiar nuestra lengua porque la partícula “si” es generalmente un condicional, y el hecho de que haya muchas exposiciones en Madrid no condiciona que haya más ferias en Barcelona. Lo uno no es causa de lo otro, y desde el punto de vista lógico es una frase sin sentido. Como el redactor desea contar la competencia entre dos ciudades, es más adecuado emplear una adversativa: “Madrid presenta un insultante dominio en el número de exposiciones, pero Barcelona se impone en la organización de ferias”. También es un defecto emplear el condicional en una frase temporal: “Si en un principio se pensó que construir el parque costaría 290 millones de euros, al final la cifra alcanzó los 385 millones de euros”. Es mejor decirlo con una adversativa: “En un principio se pensó que …, pero al final…”. LA MALA COMPARACIÓN DE TIEMPO. “Cuando los niños no imitan sus hazañas, se pasan el día contando sus aventuras.” Es otra forma falsa de introducir una acción paralela del tipo “cuando no hacen esto, hacen lo otro”. Por meter un coloquialismo hemos complicado la frase. Los literatos que imitan el lenguaje de la calle escriben para que parezca de la calle, pero no lo copian tal cual, porque ese lenguaje es mucho más caótico, cosa que se comprueba cuando los periódicos reproducen grabaciones espontáneas. Hablamos sin orden ni lógica. En realidad ese “cuando” suena como un condicional y para ser correcto debería decir algo como: “Cuando los niños no imitan sus hazañas, se aburren”. Pero si no es lo que deseábamos decir, conviene exponerlo de otra forma: “Los niños imitan sus hazañas y al mismo tiempo se pasan el día contando sus aventuras”. HACER NO HACE NADA. La utilización perezosa del verbo “hacer” revela pobreza intelectual porque la frase se queda desmayada: “Los discos piratas

hacen que el grupo musical Los Asesinos del Ritmo venda hoy la mitad que hace dos años”. Lo siento. Los CD no hacen nada porque no tienen vida. No fabrican, no lloran, no aman. Es una construcción muy mala. Frase: “…y lo único que han hecho ha sido pintar muchos óleos” (11 palabras). Mejor: “Y sólo pintaron muchos óleos” (5 palabras). La fuerza intelectual del periodista no consiste en saber definir sus pensamientos sino en definir los pensamientos de sus lectores. Los guionistas de cine recomiendan eliminar de sus textos las conjugaciones de “ser”, “haber” y “estar”. Esos verbos dejan la pantalla en blanco. En su lugar hay que favorecer los verbos más específicos y activos, y los sustantivos más concretos posibles. “La buena descripción cinematográfica requiere una buena imaginación y un amplio vocabulario”, dice Robert McKee. CALEIDOSCOPIO DE NOMBRES. “Desde la muerte del patriarca José Paredes, el hombre que convenció a Sofía Loren de que anunciara sus pastas, el mayor de los hermanos Paredes, José, es quien preside el grupo.” ¿Quién es quién y hace qué? Aquí tenemos un problema. El fundador de la empresa se llama igual que su hijo. Para resolver este calidoscopio de nombres hay que reconfigurar la oración. “José Paredes preside el grupo desde la muerte de su padre. El patriarca, también llamado José Paredes, fundó la empresa, y convenció a Sofía Loren para anunciar sus famosas pastas.” EL PUNTO QUE NO DEBE EXISTIR. Error frecuente y que pasa desapercibido por todos, excepto para los buenos editores. Después de una interrogación no se pone punto. ¿Por qué repetir ese puntito? No hay razón, como acabo de demostrar con este ejemplo. LOS ADJETIVOS Y LOS SUSTANTIVOS, POR PAREJAS, COMO LA GUARDIA CIVIL. ¿Por qué los enemigos siempre son “acérrimos”? ¿Por qué los trabajadores siempre son “empedernidos”? ¿Y los combates “encarnizados”? Hay que evitar que los sustantivos vayan siempre acompañados de los mismos adjetivos porque huelen a vacío y a falta de esfuerzo, incluso ya han perdido su fuerza descriptiva. Peor todavía es cuando ese adjetivo va pegado al sustantivo de forma hiperbólica. “Tras perder este último partido, el primero en ocho encuentros, el entrenador se encuentra en caída libre.” ¿Caída libre por perder un solo partido? Eso se podría explicar si hubiera fracasado en siete de los ocho encuentros. La caída libre, una metáfora tomada del paracaidismo, es un largo descenso de una persona en el espacio, pero una caída “a secas” es un tropiezo inmediato, lo cual

pega mejor con la peripecia del entrenador. El periodista usó aquí incorrectamente la metáfora debido a que “le sonaba bien”. Típico de la prensa deportiva, que eleva a los deportistas a las alturas del Olimpo con la misma facilidad que los echa al foso de los leones. Desconcertante. NO SABER PONER PUNTOS. Es uno de los errores más comunes del periodista, veterano y novato. Cuando aparece más de un sujeto en una frase se corre el riesgo de no saber de cuál estamos hablando en las frases subsiguientes. Ejemplo: Pedro Esteve conoció hace más de veinte años a Mohamed Bin Laden, padre del terrorista más buscado de la historia, con quien participó en un concurso internacional para la reconstrucción del ferrocarril de Hedjaz (¿con quién, padre o hijo?), el que Lawrence de Arabia contribuyó a inutilizar durante la Primera Guerra Mundial, y al que rememora como una persona muy trabajadora, casi analfabeto (¿Pedro Esteve conoció a Lawrence?, ¿rememora a Bin Laden?, ¿al padre de Bin Laden? Además, las personas no son “analfabetos” sino “analfabetas”, cuestión de género), al que salía a saludar cada vez que abandonaba el despacho con varias decenas de hijos propios (¿quién abandonaba?, ¿quién tenía tantos hijos?, ¿los hijos son ajenos?), para besarle el dorso y la palma de la mano (el dorso, quiere decir ¿la espalda?), en aclamación general —quién sabe si uno de ellos sería el terrible líder de Al Qaeda—. (¿de los hijos?). Un ejemplo de lo que no se debe hacer. Llega un momento en que no sabemos quién es quién. Además, la oración tenía veintidós líneas de composición en el periódico en que fue publicado el artículo, lo que significa que al periodista le importaban un rábano los lectores. PALABRAS ASESINABLES. He aquí una serie de palabras que deben desaparecer del vocabulario, a pesar de que su valor ha sido admitido por nuestros ilustres académicos de la lengua. “La propuesta se sustanció en una ley.” La sustancia aristotélica no tiene que ver con nada de eso. Las propuestas se convierten en leyes. “El juez instó al acusado a confesar.” Instar debe ser uno de los verbos más anodinos de la historia del castellano. Los jueces presionan, recomiendan, obligan… “La policía verificó este extremo.” Debe de ser una cuerda muy larga con dos

extremos. La policía verifica datos, confesiones, informaciones… “El futbolista fichó por el club vasco.” Los clubes fichan a sus jugadores; y los jugadores se ofrecen a los clubes, se venden o se postulan. «“Creo que la fórmula es equivocada”, apuntó el matemático.» Se apunta con la escopeta o con el dedo, o se apunta en un cuaderno. Pero emplear el verbo “apuntar” en lugar de “decir” o “afirmar”, nos hace perder muchos puntos. HÉROE CON DEMASIADOS ATRIBUTOS. No entiendo por qué todavía se acentúa “heróico” cuando no tiene nada de valiente cometer ese error ortográfico. Sólo los “héroes” y las “heroínas” tienen acento. 5. Cuestiones de actitud LOS CRÍTICOS DE CINE SE OLVIDAN DE NOSOTROS. Típico de los periodistas endogámicos: olvidar de qué va la historia. En las páginas de televisión de un periódico siempre aparece esta clase de comentarios sobre una película de un director famoso. El crítico escribe que la película está hecha para ganar un Oscar. “Es un drama largo e impostado… basado en un hecho real… la música y la foto son deslumbrantes…” Y punto final. Pero ¿de qué demonios trataba la película? El crítico supone que todos los lectores habrán visto la película y no se toma la molestia de resumir el drama en unas cuantas líneas: “Al estallar la Segunda Guerra Mundial, un alpinista austríaco es detenido en el Himalaya por tropas inglesas. Escapa al Tibet. Conoce al pequeño Dalai Lama y se convierte en su tutor durante siete años”. DAR LAS PALABRAS POR ENTENDIDAS. Lo llamo “el periodismo del codazo”. El periodista piensa que todos los lectores saben lo mismo que él. Los periodistas científicos hablan para científicos, los económicos para economistas y los deportivos para cada una de las especialidades, pero no todo el mundo sabe lo que es un quasar, un cash flow o un hat trick. PENSAR QUE TODOS SABEMOS DE TODO. “Hartos de sufrir ataques de jabalíes a sus maizales, los granjeros de un pueblo de Cataluña regaron pelo humano alrededor de las plantas.” Fabuloso. ¿Y por qué no regaron dientes? El periodista no se ha molestado en explicar al lector que los jabalíes huyen cuando perciben el olor de los seres humanos. No es que los pelos humanos tengan un poder mágico contra los jabalíes, sino que estos animales rehúyen instintivamente nuestra especie. OLVIDAR LOS ANTECEDENTES. Es matemáticamente imposible que los lectores compren la prensa todos los días y lean todas las noticias. Por eso hay que recordarles de qué asunto estamos hablando. Si se trata de la Ley de Partidos

Políticos hay que explicar sus causas. Un lector australiano que provenga de Sidney y que compre prensa española de camino hacia Italia tiene que enterarse de lo que pasa en España sin necesidad de hacerse preguntas. Algunos medios lo resuelven con un párrafo explicativo. Se llama párrafo nuez. MASCULINO SINGULAR. Cuidado con los sexos: si hablamos a un lector, no tiene por qué ser necesariamente un hombre. A la hora de poner ejemplos, hay que buscar también al otro sexo. 6. Tres ejemplos de un olvido imperdonable EL ASESINATO SIN CADÁVER. Un periodista comenta la charla de un importante filósofo alemán recordando a los lectores que este pensador es famoso por haber desatado un escándalo, ya saben, el de su conferencia titulada “Normas para el parque humano”… Pero la mayor parte de los lectores se queda en ascuas, pues ni conocen al pensador, no han escuchado la conferencia ni saben nada del escándalo y lo peor: el periodista no se digna a contarles de qué iba el escándalo. EL LECTOR ES MUY SABIO. Lo encontré en una información sobre “enfermedades raras” que atacan a la civilización moderna. Y me detuve en “El síndrome de Hurler”. Ésta era la explicación del periodista especializado: “Síndrome de Hurler (gargolismo): su evolución lleva a la muerte en la segunda década de la vida. Presentan un aspecto normal al nacer y las manifestaciones clínicas aparecen después del primer año de vida”. Eso es todo. ¿Alguien nos puede explicar en qué consiste esa terrible enfermedad? EL “PROTA” NO APARECE EN LA PELÍCULA. Imaginen que ustedes ven un cartel de cine que anuncia una película con Antonio Banderas. Entran en la sala esperando ver una aventura más del célebre actor español, siempre metido en líos con pistolas y malos, pero termina la película y no han visto a Banderas ni en pintura. ¿Fraude? Ya lo creo. Y mayúsculo. Seguro que se irían a protestar al dueño de la sala y pedirían la devolución del billete. ¿Y por qué no hacen lo mismo cuando una noticia les engaña alevosamente? Pues casos parecidos suceden cada día en los periódicos. Leí una vez que el número de muertos en las carreteras francesas se había reducido un veinte por ciento gracias a la “mano dura”. Pues bien, tras leer de nuevo que la “mano dura” mitigó el número de accidentes en Francia, esperaba que el periodista me contase en qué consistía (supuestamente era una serie de leyes aprobadas por el gobierno), pero sólo encontré noticias sobre la disminución del número de accidentes y las vidas salvadas, y no llegué a conocer a “la mano dura”. ¿Qué era la mano dura? ¿En

qué consistía la dureza de las leyes? ¿Qué hacían los jueces franceses? Aquel día el infausto periodista se fue a casa tan contento después de haber dejado su labor a medio hacer.

22. LIBROS IMPRESCINDIBLES COMENTADOS

1. Para los que dicen “me gustaría ir a una guerra”. —Diario de la guerra. Alfonso Rojo. Planeta. Barcelona, 1991. Tras la estampida de los enviados especiales, temerosos de ser achicharrados por bombas atómicas americanas, el enviado especial de El Mundo sobrevive en Bagdad durante 51 días… que aprovechó para escribir este divertido y cáustico diario personal. —Los reporteros. Brincourt y Leblanch. Noguer. Barcelona, 1973. Las mejores anécdotas de cien reporteros mundiales de los años sesenta y principios de los setenta, y de su forma de superar las dificultades más tremebundas y divertidas. —Corresponsal en España. H. Edward Knoblaugh. Fermín Uriarte Editor. Madrid, 1967. Fascinante retrato de las peripecias del corresponsal de Associated Press en Madrid desde que estalló la Guerra Civil hasta que fue expulsado por el gobierno republicano debido a sus crónicas imparciales. Digno de ser reeditado y convertido en una película trepidante. —Diez días que estremecieron al mundo. John Reed. Akal. Madrid, 1974. Un periodista norteamericano asistió al levantamiento bolchevique de Petrogrado, que daría pie a la revolución comunista rusa. No es un libro muy ameno, pero tiene un enorme valor documental, pues se reproducen las proclamas y los debates de los comités revolucionarios día a día. El autor no oculta sus simpatías por el comunismo, lo cual no deja de ser honesto por su parte. —Reportero de guerra. Alfonso Rojo. Planeta. Barcelona, 1995. Si un estudiante desea ser corresponsal de guerra, no debe perderse este libro, donde se resume la historia de esta tribu, las mejores y peores anécdotas y la deliciosa vida bajo las bombas. El autor no necesita presentación. Yo fui su compañero durante años y hasta tuve la dicha de prestarle algún libro “inencontrable” para esta edición. —Hubo una vez una guerra. John Steinbeck. Plaza Janés. Barcelona, 1965. El famoso autor de Las uvas de la ira pasó varios meses en el frente de guerra europeo, desde donde envió sus crónicas muy personales, en las que resaltaba la vida del soldado anónimo, y los problemas que tenía para saltarse la censura. —Only the stars are neutral. Quentin Reynolds. Cassell and Company. London, 1944. No había terminado la Segunda Guerra Mundial cuando se escribió este libro de recuerdos de un periodista americano, acreditado corresponsal de un diario inglés. Gracias a ello pudo conocer casi todos los frentes, incluido el ruso, el bombardeo de Londres, la batalla del desierto… —Audaces tras la noticia. Varios. Doncel. Madrid, 1976. Diez corresponsales de

guerra españoles cuentan en primera persona sus vivencias más formidables: De la Quadra Salcedo, Talón, Carcedo, Pérez de Tudela… Sus relatos, como suele ser habitual, presentan partes graciosas junto con momentos terribles en los que arriesgaron verdaderamente el pellejo. Ideal para aprendices de este género… y para que sepan lo que podría sucederles si se embarcan en una de esas aventuras. —Batalla sin medalla. Julio Anguita Parrado. Edición de Stefano Albertini, Carlos Fresneda y Ana Alonso. Foca. Madrid, 2004. Los mejores reportajes de un periodista que se colgó del Séptimo de Caballería en la segunda guerra del Golfo y murió en acto de servicio. Incluye artículos en su recuerdo escritos por sus amigos, entre ellos quien escribe esto. —Madrid en Guerra, edición de J.M. Figueres. Destino. Madrid, 2004. Las crónicas de los enviados especiales españoles al frente de Madrid y sus alrededores. Todas las ideologías, todas las corrientes, todos los prejuicios… —War junkie. Jon Steele. Bantam Press. Gran Bretaña, 2002. De cómo la profesión llega a convertir a una persona normal y corriente en un adicto a la guerra. Todo se sacrifica por la exclusiva. Los sentimientos quedan anulados por la fama. Relato en primera persona de un corresponsal norteamericano que vivió las últimas guerras conocidas. —Territorio comanche, Arturo Pérez Reverte. Ollero&Ramos. Madrid, 1994. Con su estilo mordaz y a veces cruel, este enviado especial de Televisión Española al frente de guerra nos relata qué significa la primera línea para un reportero: no sólo balas y explosiones, sino camaradería, pero también vanidad y egolatría. —La caída de Bagdad. Jon Lee Anderson. Anagrama. Madrid, 2005. Ha sido calificada como una obra maestra del periodismo literario. Describe la vida de los iraquíes comunes y corrientes, antes durante y después de la intervención armada de Estados Unidos que supuso el fin del régimen de Sadam Hussein. —Ninguna guerra se parece a otra, Jon Sistiaga. Plaza Janés. Barcelona, 2004. Reportero de guerra para la cadena Telecinco, Sistiaga tuvo que sufrir el terrible desconsuelo de perder en la segunda guerra del Golfo a su compañero, el cámara José Couso. El reportero confiesa que las personas que hacen este trabajo son tan normales como cualquier otra. “No somos tan duros como cuenta la leyenda.” 2. Esas vidas tan extraordinarias —Escrito en carne. Enrique Meneses. Planeta. Barcelona, 1980. Desde encuentros con Fidel Castro en Sierra Maestra, hasta reportajes en Oriente Medio o Estados Unidos, este reportero español de Paris-Match fue uno de los

más destacados de su tiempo, y este libro es un delicioso recorrido por sus peripecias. —Mi vuelta al mundo. Augusto Assia. Editorial Mateu. Barcelona (sin fecha). Las impresiones de los viajes realizados por uno de los maestros del periodismo español, que con sus crónicas en La Vanguardia logró convencer a los servicios secretos japoneses de que la suya era la versión más exacta de lo que sucedía en los frentes de la Segunda Guerra Mundial. —La vida de un periodista. Ben Bradlee. Ediciones El País. Madrid, 2000. El director del Washington Post y testigo de primera mano de la publicación de los documentos que derrocaron a Nixon cuenta sus memorias en este voluminoso libro. Quizá peca de narcisismo, pero siempre resulta interesante conocer las poderosas relaciones de un periodista superpoderoso. —Diario de un reportero. Federico Volpini. Foca. Madrid, 2000. Corresponsal de televisión en numerosos países, narra las experiencias más dramáticas de las que fue testigo, escritas en un estilo simpático, a veces desgarrador, y del que se aprenden muchas lecciones. —El mundo en mis manos. Pedro J. Ramírez. Grijalbo. Barcelona, 1991. La autobiografía del periodista español más conocido del momento. Sus columnas en Abc, su nombramiento como director de Diario 16, su expulsión del mismo diario, la fundación de El Mundo, su filosofía de la vida, sus ideales. Prácticamente todo, excepto sus manías, las cuales podríamos describir los que trabajamos con él y aprendimos tanto. —La China de Mao. Charles Taylor. Aura. Barcelona, 1972. Fue el único corresponsal extranjero en la China comunista a principios de los años sesenta. Una evocación de cómo vivían y pensaban los chinos bajo la terrible influencia de Mao Zedong. No hace juicios morales, aunque, como corresponsal político, reconoce que “llego a ciertas conclusiones y hago determinadas predicciones”. Justo lo que debemos esperar de un periodista. 3. Para conocer la carpintería —El estilo del periodista. Alex Grijelmo. Taurus. Madrid, 1997. He aquí las seiscientas páginas más aprovechables del periodismo, escritas por un enamorado de la lengua española, ex periodista de El País y director de la Agencia Efe. Ha escrito muchos libros encariñados con el lenguaje, relatados con un enorme sentido práctico, a los que añade sus reflexiones sobre el origen de nuestros errores. —El periodista universal. David Randall. Siglo XXI Editores. Madrid, 1999. El

subdirector del Observer británico resume sus jugosas experiencias y da consejos prácticos para los que desean entrar en este fabuloso mundo (cómo entrevistar a las personas que se ponen nerviosas con los periodistas, o cómo hacer preguntas inteligentes)… consejos que vendría bien recordar a los veteranos. —El blanco móvil. Curso de periodismo. Miguel Ángel Bastenier. Ediciones El País. Madrid, 2001. Un manual de “carpintería fina” para titular, entrevistar, escribir leads, despieces, crónicas y reportajes. El autor, uno de los mejores analistas internacionales del momento, es también profesor de la Escuela de Periodismo del diario El País. Incluye ejemplos en las últimas páginas —La cocina de la escritura. Daniel Cassany. Anagrama. Barcelona, 1995. Cómo ordenar las ideas y escribirlas sin aburrir al lector. El tamaño de los párrafos, la arquitectura de las frases, defectos, reglas, trucos… El autor se gana la vida escribiendo sobre cómo hay que escribir, y aporta numerosos ejemplos que nos permiten cocinar un buen artículo. —Entrevistas con la historia. Oriana Fallaci. Noguer. Barcelona, 1975. Un clásico. Las mejores entrevistas realizadas por esta aguerrida reportera italiana, maestra en el dominio del cara a cara. Impertinente, arriesgada, punzante, incisiva… cualquier cosa menos mediocre. —El don de arder. Ima Sanchís. RBA. Barcelona, 2004. Periodista del diario La Vanguardia, fue una de las impulsoras de un formato de entrevistas que se publica diariamente en la última página de este estupendo periódico catalán. Sensible, alegre, llena de chispa y sobre todo, alguien que sabe llegar al corazón de sus entrevistadas: Isabel Allende, María Kodama, Teresa Berganza… —Los cinco sentidos del periodista. Ryszard Kapuscinski. Fondo de Cultura Económica. México, 2003. Un grupo de periodistas encabezado por Gabriel García Márquez creó la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, para recoger y trasmitir la experiencia de los mejores investigadores y reporteros. El maestro polaco Kapuscinski, que ha conducido varias charlas en el taller, expone sus reflexiones a corazón abierto y da consejos sabios y útiles a los que aman esta profesión. —Técnicas de investigación. Daniel Santoro. Fondo de Cultura Económica. México, 2004. Otro libro promovido por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano que nos abre las puertas al mundo de los periodistas sabuesos. Ilustrado con ejemplos reales, este experimentado periodista argentino expone las técnicas que le han servido a él y a otros profesionales para obtener grandes exclusivas. —Un día con Jon Lee Anderson. Fernando García Mongay. Se trata del resumen

de una visita que el periodista norteamericano, célebre por sus perfiles publicados en The New Yorker, hizo a un congreso de periodismo en Huesca en 2005. En realidad, el texto está en formato electrónico y se puede conseguir gratuitamente en la siguiente dirección de internet: www.congresoperiodismo.com/anderson/anderson.pdf 4. Para realizar buenos análisis —Las claves de la argumentación. Anthony Weston. Ariel. Barcelona, 1994. Ideal para presentar eficazmente argumentos de forma escrita, las reglas de la lógica, el uso de analogías, la exposición de causas, las deducciones, en fin, cómo componer un buen análisis, que es la parte más difícil del periodismo. Muy ameno y didáctico. —How to write an essay. Richard Aczel. Ernst Klett Sprachen. Stuttgart, 1998. No sólo es cuestión de tener razón, sino de saber exponerla. Un librito de 120 páginas repleto de consejos para planificar, exponer y retocar un ensayo, que es la misma fórmula que el análisis. Aunque está destinado a ensayos literarios, sirve igualmente para análisis políticos o científicos. Muy práctico. Está en inglés, a pesar de que la editorial sea alemana. 5. Para imitar estilos o por lo menos conocerlos —The Norton Reader. W.W. Norton & Company. Nueva York, 2000. Este hermoso manual con más de doscientos artículos escogidos entre las mejores plumas de Estados Unidos, es el libro de cabecera de los estudiantes de periodismo. Perfiles, descripciones, crítica cultural, opiniones, ensayos, política, ciencia… Para aprender a escribir hay que imitar. —El periodismo canalla y otros artículos. Tom Wolfe. Ediciones B. Barcelona, 2001. Se le califica como el padre del Nuevo Periodismo, una técnica nacida en los años sesenta en Estados Unidos, en la que el periodista emplea los recursos de la literatura de ficción aplicados al reportaje. Se compendian sus mejores artículos, siempre mordaces. Ahora parece que ha sido superado por el Nuevo Nuevo Periodismo, que acaba de nacer y que nadie sabe bien en qué consiste. —Enviado especial. Ernest Hemingway. Planeta. Barcelona, 1977. El mitificado literato comenzó como periodista en el Star de Kansas City y luego empezó a adquirir madurez en el Toronto Star. Ésta es una recopilación de alguno de sus mejores artículos donde ya se veía despuntar al novelista, pues algunos están escritos como relatos. —El nuevo periodismo. Tom Wolfe. Anagrama. Barcelona. Este libro, reeditado

muchas veces, descubre cómo se forjó en Estados Unidos una nueva forma de escribir basada en los principios de la novela realista y propulsada por el incandescente Wolfe, también novelista, por cierto. En la segunda parte se presentan textos ejemplares de los reporteros americanos que sacudieron a su época, los años sesenta. Sin embargo, el Nuevo Periodismo ya se practicaba en América Latina una década antes del descubrimiento de Wolfe. 6. Para aprender las claves de grandes periódicos y revistas —Un día en la vida de El Mundo. La esfera de los libros. Víctor Olmos. Madrid, 2003. Magnífica idea: reconstruir 24 horas en la vida del diario El Mundo. Las reuniones, las llamadas de los corresponsales, el diseño de las maquetas, más reuniones, el caos sempiterno de cualquier redacción, la elaboración de la portada, más reuniones… Me consta que es un retrato real, pues yo lo viví durante diez años. Perfecto para estudiantes de periodismo. —Una historia de El País. María Cruz Seoane, Susana Sueiro. Plaza Janés. Barcelona, 2004. Un encomiable trabajo de investigación sobre el origen, el desarrollo y el éxito del mayor diario nacional de España. Lástima que no esté escrito en estilo periodístico y que se meta demasiado en las batallas políticas e ideológicas, pasando por alto cómo se cocina un buen diario. —Memoria de El País, Juan Cruz. Plaza Janés. Barcelona, 1996. Al cumplir veinte años de vida, un periodista relata las vivencias, los problemas y las anécdotas del mayor diario de España, fundado en 1976. Entretenido gracias a su estilo puramente periodístico, también es un vivero de personajes y firmas que se han forjado en sus páginas. —Revistas que hacen e hicieron historia. Norberto Angeletti y Alberto Oliva. Editorial Sol 90 Media. Barcelona, 2002. Time, Hola, Paris-Match, Der Spiegel… Magnífico estudio del nacimiento y éxito de las principales revistas de Occidente. Los hombres que las crearon, sus estilos y diseños, sus mejores portadas y, en algunos casos, su terrible ocaso. Una estupenda lección para los que se sientan atraídos por estas cabeceras de inmenso prestigio. —Historia del ABC. Víctor Olmos. Plaza Janés. Barcelona, 2003. Los momentos estelares de un diario centenario. Anécdotas de sus corresponsales y de sus columnistas, la supervivencia bajo las bombas de la Guerra Civil, las claves de su estilo, las relaciones con el poder, los cambios necesarios para adaptarse a los nuevos tiempos… Muy ameno y extensamente documentado. —Una gran potencia mundial: The Wall Street Journal. Edward E. Scharf. Planeta. Barcelona, 1987. La historia de un modesto y aburrido diario de noticias

económico que se convirtió en el más vendido del planeta gracias a un revolucionario cambio de estilo. ¿La clave? Escribir con sencillez y convertir los artículos en cuentos cortos. Imprescindible para los periodistas económicos. —La identidad de The Economist. Ángel Arrese. Eunsa. Navarra, 1995. Un doctor en ciencias de la información de la Universidad de Navarra se tomó la molestia de radiografiar en mil páginas el nacimiento, el desarrollo y las claves del espíritu del semanario más famoso de Gran Bretaña que hace más de un siglo se enorgulleció de sus “very strong opinions” (sus profundas opiniones). ¿Será esa la clave de su éxito? 7. Para convencer a nuestros hijos de que no se dediquen a este oficio —Contra periodistas. Màrius Carol. Edhasa. Barcelona, 1997. Delicioso y cáustico compendio de frases sobre periodistas y sobre esta profesión tan extraña. «El periodismo consiste esencialmente en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo.» La cita es de Chesterton. —Los cínicos no sirven para este oficio. Ryszard Kapuscinski. Anagrama. Barcelona, 2002. Uno de los viejos maestros del oficio, que prefirió vivir en África, en los barrios más pobres, para captar la voz del pueblo, comenta en esta entrevista, recogida en forma de libro, las lecciones fundamentales de la profesión. «El verdadero periodismo es intencional. Está hecho por periodistas que “están luchando por algo”.» —Le journalisme en vingt un lections. René Fell. À la Baconière. Neuchatel (Suiza), 1947. Un periodista helvético relata sus lecciones fundamentales, desde la importancia de tener un estilo dinámico, hasta la de servir a los demás. —Un oficio de fracasados. Rodolfo Serrano. Berenice. Córdoba, 2006. Se subtitula Libelo pro y contra el periodismo, y resume las vivencias de un veterano periodista, entre las que surgen sus reflexiones sobre la vieja y la nueva forma de hacer periodismo. Por supuesto, gana la vieja. —Los periodistas hablan. Varios. Ágora. Buenos Aires, 1958. Pulitzer, Sulzberger, Brisbane, Hearst… Los criterios y normas de los periodistas más destacados de Estados Unidos desde finales del siglo xix hasta la primera mitad del siglo xx. El gran descubrimiento es que todos ellos prometieron defender la verdad, educar a país, ser honestos y dar ejemplo, pero sus diarios, desde el World hasta The New York Times, han metido la pata alguna vez, o han sido protagonistas de escándalos planetarios. Una buena moraleja para todos los que dicen defender la libertad.

8. Para dar un aire cinematográfico a nuestros reportajes —Cómo convertir un buen guión de cine en un guión excelente. Linda Seger. Rialp. Madrid, 2001. Asesora de guionistas, esta mujer ha escrito este librito con la imaginación de una buena película. “En la mayoría de las películas, el planteamiento comienza con una imagen”, dice. Eso es lo que deben aprovechar los aprendices de periodista: introducir imágenes escritas en sus reportajes para hacerlos más “vistosos”. Desde el punto de giro, hasta cómo crear personajes creíbles. —El guión. Robert McKee. Alba. Barcelona, 2003. Si un buen reportaje es lo más parecido a una buena película, ¿por qué no copiar la técnica de los guionistas para dar más vida a nuestras historias? El autor da clases a los futuros guionistas de Hollywood, y en este extenso libro nos regala los principios del diseño narrativo. Primera lección: hay que llegar al público. Segunda lección: el público sólo quiere que le cuenten una buena historia. 9. Para los que tengan ambiciones literarias —La práctica del relato. Ángel Zapata. Fuentetaja. Madrid, 1997. Uno de los mejores profesores de escritura creativa nos enseña a usar las palabras, la imaginación y la creatividad hablándonos en primera persona. Divertido, didáctico, nada aburrido y lleno de lecciones profundas sobre el arte de narrar y de conquistar a nuestros lectores. —El arte de la ficción. John Gardner. Fuentetaja. Este hippy que falleció en un accidente de moto, enseñó a muchos de los mejores cuentistas modernos en Estados Unidos, empezando por Raymond Carver. Denso en ideas, claro en sus explicaciones, profundo en sus sentimientos, puede leerse varias veces sin que agotemos nuestra capacidad de aprender cosas nuevas. —Para ser novelista. John Gardner. Fuentetaja. Una reflexión sobre los fundamentos de la creatividad aderezada con trucos para embellecer nuestra forma de escribir. Con tanta pasión por la literatura, uno acaba creyendo que se puede dar el salto del periodismo hacia algo más perfecto. —Creative Writing. Richard Aczel. Uni-Wissen. Hamburg. Pequeño pero muy práctico. El autor es un inglés que trabaja de profesor de Escritura Creativa en una universidad alemana. Va directamente al grano. —Cómo escribir un best-seller. Albert Zuckerman. Grijalbo. Barcelona, 1996. Esta vez un agente literario escribe sobre los escritores: las técnicas que convierten un libro en un libro superventas, los trucos más sencillos, el orden, la trama… Por lo menos, quien lo escribe sabe de lo que habla. Prólogo de Ken

Follet. Amenidad asegurada. —Cultiva tu talento literario. Thaisa Frank y Dorothy Wall. Urano. Barcelona, 1997. Para encontrar “la voz interior”. Aunque parezca sólo destinado a los aprendices de literato, está lleno de trucos y consejos prácticos para los que quieren convertir un reportaje en una pieza cuasi literaria. ¿Por qué no? Todo periodista debería aspirar a ser un literato. 10. Para recordar entrevistas cuando no se tiene un boli a mano —El libro de la supermemoria. Salomón Witty. Pirámide, 1992. Recomendado para estudiantes de derecho, es muy útil para los periodistas pues nos pasamos el día leyendo periódicos y documentos, o escuchando declaraciones que no llegamos a retener en la memoria. El autor es un abogado español que tuvo que enfrentarse a muchos exámenes hasta lograr un alto puesto en la Administración. Eso sí: no basta con leerlo. Hay que practicar varios días su método, basado en las imágenes encadenadas. —Desarrolla una mente prodigiosa. Ramón Campayo. Edaf. Madrid, 2005. Uno de los campeones mundiales en las competiciones mnemotécnicas nos cuenta sus trucos preferidos. Cómo encadenar imágenes para recordar largas series de palabras; cómo crear casilleros mentales para archivar información. Al igual que el anterior, con un poco de práctica se puede sacar mucho provecho de sus lecciones.

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Table of Contents Introducción: lo importante es que te lean 1. Cómo convertir las palabras en imágenes 2. Titulares: así se vende una noticia 3. La primera puerta 4. Frases: ¿cortas o largas? 5. Encadenar párrafos: técnicas del guión de cine 6. LAS CLAVES DEL PERIODISMO DE PRECISIÓN 7. Perfiles: fórmulas para dibujar una personalidad 8. Cómo escribir un buen análisis 9. Entrevistas: cómo vencer en un "cara a cara" 10. Búscate la vida 11. Las fuentes de la investigación 12. Kit de supervivencia 13. Cómo desarrollar el sentido de lo insólito 14. Fotógrafos: todo depende de un dedo 15. El conocimiento en estado puro: la guerra 16. La papelera, ese gran amigo 17. Manual para jefes 18. Esto no es una ONG 19. La verdad, esa cosa 20. La mejor profesión del mundo 21. CIEN ERRORES TÍPICOS Y CÓMO EVITARLOS 22. Libros imprescindibles comentados