Manual De Historia Universal 04

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MANUAL DE HISTORIA UNIVERSAL VOL IV

ROMA ANGEL MONTENEGRO DUQUE, Universidad de Valladolid

FEDERICO LARA PEINADO, Universidad Complutense de Madrid

GUILLERMO FATAS, Universidad de Zaragoza

RAQUEL LOPEZ MELERO, Universidad Nacional de Educación a Distancia

MAURICIO PASTOR, Universidad de Granada

JUAN FRANCISCO RODRIGUEZ NEILA, Universidad de Córdoba

ARCADIO DEL CASTILLO, Universidad de León

FRANCISCO MARCO, Universidad de Zaragoza

EDICIONES NAJERA

MANUAL DE HISTORIA UNIVERSAL VOL. IV

ROMA La colosal labor emprendida por Roma, su conquista del mundo, la pretendida hermandad universal bajo una única autoridad suprema, la garantía de la ciudadanía que alcanzaba todo el que vivía bajo su amparo, la paz, casi siempre conseguida a base de muchas vidas, pero que permutaba la espada por el arado y permitía el progreso, así como el desarrollo de una legislación justa y equitativa como base de su política de gobierno, con un valor absoluto de modernidad, son las mejores aportaciones de esta cultura que supo convertirse en’ cimiento del mundo occidental. He aquí la continua sugerencia de su legado que participaba tanto de los logros orientales como del mismo helenismo enriquecido con la perseverante laboriosidad de su original hacer. Desde el reconocimiento de la innegable importancia de Roma para el estudio de la evolución histórica mundial un grupo de especialistas en el tema ha elaborado esta obra que aporta rigor, precisión y calidad. Han conseguido superar el encasillamiento en cualquier tipo de "ism o" en el que con frecuencia caen muchos historiadores, herederos de aquellos escritores paganos y cristianos de fines del Imperio, cuando todavía persisten en disputas ideológicas que facultan el profundizar en determinados temas, pero parcializan demasiado los conceptos. Y como Roma continúa interesando a las nuevas generaciones han elaborado una Historia objetiva, más centrada en la información que en la polémica, que introduce a los lectores en el conocimiento de las grandes realizaciones romanas con una visión actualizada, de modo genérico, sin personalizar. Este magnífico conjunto de profesores nos va presentando a lo largo de la obra todos aquellos avances que Roma fue alcanzando, sus concepciones filosóficas, tanto las nuevas como aquellas venidas del mundo griego y que alcanzaron plena originalidad en sus manos, sus progresos en el campo de las ciencias naturales y positivas, así como su magnífica producción literaria, entre otras. El resultado ha sido este excelente Manual que, más que dar respuesta a problemas concretos que pueden empañar la visión integradora y el verdadero significado histórico del Imperio Romano, pretende introducir al lector y encaminarle en todos aquellos puntos de partida que le instruyan en tales objetivos y que son imprescindibles en el planteamiento de ulteriores profundizaciones.

\NGEL MONTENEGRO DUQUE

Es el Coordinador y D irector de esta colección y en la actualidad Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de V a lla d o lid . Se in ic ió como Becario del Consejo Superior de Investigaciones en donde term inó como Colaborador C ientífico del Instituto Antonio de N ebrija, entre 1951 y 1 9 54. A continuación daría comienzo una labor docente que le llevaría por diferentes Universidades españolas. En 1970 fundaría la revista «H ispania A ntiqua» de la que es D irector y en la que colaboran hum anistas del mundo entero. Cuenta con num erosos artícu lo s y libros publicados y y algunos por publicar. FEDERICO LARA PEINADO

Doctor en H istoria trabaja como Profesor T itular de Historia Antigua de la Universidad Complutense de M adrid. Inició sus estudios universitarios en Barcelona, de donde partió, para am pliarlos, a centros universitarios de Francia e Ita lia . Sus primeras investigaciones las centró en la H istoria de la Cataluña Romana, para pasar a ocuparse de la H istoria del Antiguo Oriente, habiendo publicado entre otras muchas obras: «Poema de Gilgamesh» (1984), 3.a ed. y «El Libro de los M uertos» (1 9 8 4 ), en colaboración con otros especialistas. GUILLERMO FATAS CABEZAS

Es Catedrático de H istoria Antigua de la Universidad de Zaragoza. Paralelam ente a su labor docente ha desarrollado un tipo de trabajo investigador que se concreta en numerosas publicaciones com o: «La Sedetania», «D iccionario de térm inos de Arte y Arqueología», con G. Borrás, «Fábula Contrebiensis», «Aspectos Históricos del problem a vasco» y «Romanos y celtíberos citeriores», entre otras muchas. RAQUEL LOPEZ MELERO

Es Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma, Catedrático de I.N .B . en excedencia y Profesora T itular de Historia Antigua de la U.N.E.D., cargo que desempeña en la actualidad. Entre sus numerosas publicaciones podríam os destacar: «D iccionario de la M ito lo g ía Clásica», del que es coautora, sus trabajos sobre Belona y Ataegina, temas religiosos romanos. En Hispania Romana ha trabajado sobre Lusitan¡a: con investigaciones sobre los comienzos de la ocupación romana en la zona y en el estudio de docum entos epigráficos inéditos.

MAURICIO PASTOR

Licenciado en F ilo lo g ía C lásica y D octor en H istoria A ntigua, es Profesor T itu la r de esta m ateria en la Universidad de Granada y tam bién Profesor Encargado de la Cátedra de Arqueología, Epigrafía y N um ism ática en la m ism a. Director de las excavaciones arqueológicas del yacim iento del «Cerro de la M ora», de M oraleda de Zafayona (Granada), desde 1 979, ha publicado sus resultados en el N oticia rio Arqueológico Hispánico, 12 y 13. Son innum erables los artículos y libros que, de su mano, han visto la luz, entre los que destacaremos el ú ltim o: «Epigrafía Latina de Granada y su provincia», todavía en prensa. JUAN FRANCISCO RODRIGUEZ NEILA

En la actualidad es Catedrático Numerario de Historia Antigua de la Universidad de Córdoba, pero además cuenta con otros cargos relevantes com o: Presidente de la D elegación en Córdoba de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, M iem bro del Consejo de D irección del Departamento de Estudios Históricos Andaluces del Instituto de Cultura Andaluza (Junta de A ndalucía), además de M iem bro Num erario de la Cátedra «Adolfo de Castro» de la Fundación M u n icip a l de Cultura del Ayuntam iento de Cádiz. Paralelam ente ha publicado diversos libros y artículos. ARCADIO DEL CASTILLO ALVAREZ

Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de León, ha trabajado en otras Universidades como M adrid, Granada y M álaga. Fue M iem bro del «Institute of Classical Studies» de la Universidad de Londres y en la actualidad lo es de la «Society for the Prom otion of Roman Studies». Adem ás de sus numerosas publicaciones de investigación sociológica, publicadas en España y en el extranjero, pertenece al Consejo de redacción de la revista «Hispania Antiqua» y es D irector de la revista «Estudios Humanísticos, Geografía, Historia, Arte». FRANCISCO MARCO SIMON

En la actualidad es Profesor Titular y Encargado de Cátedra en la Universidad de Zaragoza. M iem bro de la Sociedad de Estudios Clásicos es, además, Director de las diferentes excavaciones en el yacim iento íberoromano de El Palao (Alcañiz-Teruel). Asistente a numerosos congresos en España y en el extranjero ha publicado incontables trabajos de los que señalamos: «Textos para la Historia del Próximo Oriente Antiguo» (2 vols, con N. Santos) y la últim a obra todavía en prensa, «El poblam iento prerromano» y «La rom anización, I: La conquista romana», en «Historia de Aragón» de Ed. Guara.

AUTORES A n g e l M o n t e n e g r o D u q u e , Universidad de Valladolid F e d e r i c o L a r a P e i n a d o , Universidad Complutense de Madrid G u i l l e r m o F a t á s , Universidad de Zaragoza R a q u e l L ó p e z M e l e r o , Univ. Nacional de Educación a Distancia M a u r i c i o P a s t o r , Universidad de Granada J u a n F r a n c i s c o R o d r í g u e z N e i l a , Universidad de Córdoba A r c a d i o d e l C a s t i l l o , Universidad de León F r a n c i s c o M a r c o , Universidad de Zaragoza

MANUAL DE HISTORIA UNIVERSAL VOL. IV

ROMA

EDICIONES NAJERA

MADRID 19 8 3

ES PROPIEDAD © Angel Montenegro Duque Federico Lara Peinado Guillermo Fatás Raquel López Melero Mauricio Pastor Juan Francisco Rodriguez Neila Arcadio del Castillo Francisco Marco © Ediciones Nájera Angela M.a Sanz de Moretón Edición exclusiva para: Carlos Moretón e Hijos Editores, S. A. Cartagena, 43 - Madrid-28 Teléf. 255 95 68 Depósito legal: M. 2.002-1983 ISBN: 84-85432-06-1 Impreso por GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid)

IN D IC E GENERAL

C apítulos

Paginas

Introducción, por AngeI Montenegro D u q u e ......................................................................

ιχ

Bibliografía general................................................................................................................... χ χ ι ι ι 1 Italia, los etruscos y Roma hasta el final de la Monarquía (509 a. de C.), por Federico Lara P einado............................................................................................................................. I.

L o s pueblos de la Italia p r im itiv a ....................................................................................................... 1. P o b lacio n es p re h istó ric a s italian as. 2. Pueblos c o lo n iz ad o res en Ita lia : a) F enicios en Ita lia ; b) G riegos en Ita lia y Sicilia.

II.

L a civilización e tr u s c a ............................................................................................................................

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1. Las fuentes. 2. T eo rías so b re el origen de los etruscos: a) T eo ría o rie n ta l; b) T e o ría s ep te n trio n al: c) T eo ría de la a u to c to n ía : el) N uevos e nfoques sobre el origen de los etru sco s. 3. La e x p an sió n etru sca p o r Italia. 4. In stitu c io n e s, sociedad y econom ía. 5. C iv ilización: a) A rte: b) L etras y m úsica; c) R eligión; d ) V ida científica: e) V ida c o tid ia n a. 6. L a lengua y la e sc ritu ra etruscas. III.

2

Los orígenes de Rom a (753-510 a. de C . ) ..................................................................................... 1. P reh isto ria del Lacio. 2. L a R o m a p rim itiv a. 3. La leyenda de los orígenes de R o m a. 4. La fecha fu n d a c io n a l de R o m a. 5. D a to s arqueológicos. 6 . La M o n arq u ía ro m a n a : a) M o n a rq u ía la tin o -sa b in a; b) M o n a rq u ía e tru sca . 7. In stitu c io n e s ro m a n a s de la ép o ca m o n á rq u ic a : a) A spectos sociales: b) El senado; c) El ejército; d ) El rey; (or esta zona (423). Hacia el norte la expansión etrusca se inicia en el siglo vi, llegándose a la llanura del Po y a las costas adriáticas. También se realizan fundaciones de ciudades (Felsina, Mantua, Melpum, Rávena) que se coaligan en otra liga dodecárquica; pero esta expansión queda detenida definitivamente por la reacción de vénetos y ligmes. Más tarde, ante la invasión de los galos (396) — que poco después se presentarían en la propia Roma— y otras hordas célticas (insubios, boyos, cenómanos, sénones, lingones) los etruscos deberán abando­ nar estos riquísimos territorios. Con la anexión al territorio central primitivo, salpicado de importantes ciudades (Veyes, Tarquinia, Volsinii, Populonia, Vetulonia, Arretium, Vulci, Caere, Perugia, etc.) de estas dos «provincias» o dodecarquías —la Campania y la «Galia cisalpina»— puede hablarse, por la serie de inmensos recursos que penetran en Etruria, de un verdadero imperio. Junto a esta amplicación de territorios, los etruscos, gracias a sus conoci­ mientos marítimos, dominaron el Mediterráneo occidental, con audaces incursiones no sólo por estas zonas, sino incluso hacia el oriente (robo de la estatua de Hera en la isla de Samos, saqueo de Atenas, rapto de mujeres en Braurón). Se está de acuerdo con la tradición en reconocer la importancia que tuvo la talasocracia tirrena, hablándose de una colonización etrusca de Córcega, Cerdeña, Baleares y costas española e incluso de determinadas islas atlánticas, que la Arqueología —aparte de las fuentes— va confirmando plenamente. Dada su superioridad marítima (inventaron los rostra navales, el áncora, dieron nombres a los mares Adriático y Tirreno, acciones piráticas, comercio marítimo a gran escala) que les habían llevado a ser aliados de los cartagineses para luchar contra el enemigo común, los griegos, no nos es de extrañar que fuesen en este campo los maestros de los romanos. En el desarrollo histórico de Etruria se pueden considerar los siguientes períodos. Uno de formación, desarrollo y apogeo, comprendido entre Iossiglos X y vi, en el que destacan la gestación del imperio, la expansión territorial y marítima que acabamos de examinar, diferentes pactos con los cartagineses (las láminas de oro de Pyrgi, con textos religiosos, serían un fiel reflejo de esta alianzas) y luchas contra los focenses (batalla de Alalia en 540). Otro segundo período, con síntomas de debilitamiento y de decadencia, que abarcó el final del siglo vi y todo el v, significado por la expulsión de los Tarquinios de Roma en el 509, por el debilitamiento marítimo (derrota etrusca en el 474 ante Cumas) y por la invasión de grupos celtas en Italia del norte y central; y finalmente, otro tercero, ya de absoluta decadencia, en el siglo iv e inicios del m, en que Roma inicia sucesivamente la conquista de diferentes ciudades etruscas (Veyes en 396, Sutri en 395, Caere en 351, Tarquinia en 308, etc.) e incorpora a sus estructuras políticas el antiguo imperio etrusco. Con ello se pone fin a la Etruria independiente y se da paso a la Etruria romana.

LA C IV ILIZAC IO N ETRUSCA

4.

In s titu c io n e s , sociedad y

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e c o n o m ía

La célula política etrusca era la ciudad (spur) y su entorno territorial, a semejanza de las poleis griegas. Se agruparon, sin perder su autonomía y con tines básicamente religiosos y económicos, en ligas o confederaciones de doce ciudades (duodecim populi Etruriae) que en época de dominio romano pasaron a quince, imitando la confederación jónica de Mileto. Conocemos tres de esas ligas: las de Etruria, Campania y valle del Po, cuyos representan­ tes anualmente se reunían en el santuario nacional etrusco, situado cerca de la actual Bolsena, el fanum Voltumnae, para discutir temas de alta política, de economía o de religión y elegir el jefe anual absoluto investido de la máxima autoridad religiosa. Al frente de cada ciudad se hallaba un rey ( lucumón), pero excepto los atributos de su realeza (corona, cetro, toga palmata, sella curulis, aurea bulla y fasces) y su jefatura en el ejército, religión y poderes judiciales, se desconocen prácticamente muchos aspectos de todo el mecanismo monárquico etrusco. Tras unas dictaduras militaristas el régimen político de las ciudades evolucio­ nó en el siglo vi hacia repúblicas oligárquicas con su senado, magistraturas colegiadas y asambleas populares. Entre los cargos administrativos e institucionales conocidos, la documen­ tación epigráfica nos habla del zilath, especie de pretor romano; el purthe, cargo acaso equivalente al prítano griego; el camthi, magistratura todavía no definida; el macstereuc o jefe de la milicia, próximo al magister romano; y el maru, con toda probabilidad una especie de edil romano con connotaciones religiosas. La organización social etrusca era gentilicia, a deducir de su sistema onomástico, formado por cinco componentes (praenomen, gentilicio, patroní­ mico, matronímico y cognomen), conociéndose por la Epigrafía numerosas de esta familias o gentes. Según se puede concluir de los restos arqueológicos las gentes se hallaban divididas por su fortuna y status personal en clases sociales, en las que se dibujaban con todo detalle patricios y plebeyos y una gran masa de esclavos (lethi), libertos (lautni), clientes (eteri) y extranjeros. Los esclavos, procedentes fundamentalmente de los prisioneros de guerra y de la población autóctona umbra, fueron empleados en la agricultura y en los servicios domésticos, según testimonian las pinturas murales. Pero deducir la situación exacta de toda la masa de la población y analizar sus características escapa hoy por hoy a los investigadores, aun cuando algunos hechos aislados, transmitidos por la tradición histórica —revolución proletaria en Arretium y Bolsena en el siglo iii— nos evidencian la real situación de esta masa de desheredados. La economía etrusca, conocida muy deficientemente, descansaba en la explotación racional de la agricultura y la ganadería, a las cuales aplicaron, para su mayor rendimiento, nuevas técnicas dados sus conocimientos hidráu­ licos, de agrimensura y zootécnicos. El trigo, el olivo, la vid y la madera eran los productos básicos, mientras que la ganadería se especializaba en la cría y selección de caballos y ovejas. Asimismo la riqueza minera (hierro, cobre y aun estaño) de determinadas zonas (isla de Elba, Populonia, Vetulonia) fue muy explotada, lo mismo que la actividad industrial, sobresaliendo en trabajos de orfebrería, bronces, tejidos, cerámicas, cuero y alimentarios. La actividad comercial, muchas veces pirática, y tanto la de importación como la de exportación —sostenida con fenicios, cartagineses, griegos y

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celtas— contribuyó a la prosperidad económica de las ciudades etruscas, algunas de las cuales se hallaban especializadas en determinados productos, según se deduce de un pasaje de T ito L ivio , referido ya a una época tardía: Caere, en productos alimentarios; Populonia, en hierro; Tarquinia, en telas para velámenes; Volterra, en cordelería, pez y trigo; Arretium, en armas y manufacturas variadas; Chiusi, Perugia y Ruselas, en granos y madera (también en bronces). El área de dispersión de los productos etruscos (España, Francia, Suiza, Alemania, Grecia, Mar Negro, Chipre, Siria) ponen de manifiesto la gran expansión comercial de este pueblo, no estudiada todavía en detalle. La actividad económica funcionó en base a trueques de productos o presupuestos piráticos, ya que la moneda en Etruria no fue muy utilizada. Se pasó, en el siglo v, del aes rude, o trozos de bronce que se pesaban en cada operación, al aes signatum, lingote en forma de barra o pan ornamentado con motivos geométricos. También utilizaron monedas griegas, acuñadas desde el siglo vu, para finalizar con moneda propia, en oro y plata, siguiendo patrones euboicos y persas. A partir del siglo m todo este numerario desapareció de los mercados absorbido por las emisiones romanas.

5.

C iv iliza ció n

La civilización etrusca se debe estudiar en función de sus actividades artísticas, religiosas, científicas y de su vida cotidiana. Tuvo muchísimos rasgos originales, pero en gran medida quedaron difuminados ante la acusada presencia de préstamos orientales y griegos. a) Arte. Respecto a su actividad artística, sobre cuya personalidad y calidad se ha discutido mucho, en el campo de la Arquitectura se deben señalar la diversidad técnica utilizada y el empleo de variados materiales; sus construcciones se caracterizan por el uso del arco, la bóveda y la falsa cúpula. Sus ciudades se hallaban fortificadas con potentes murallas en las que se abrían magníficas puertas monumentales (del «Arco», en Volterra; «Marzia» y de «Augusto», en Perugia). La arquitectura funeraria evoluciona desde simples pozos y túmulos —sobresalen por su magnificencia los de Caere (Cerveteri) y Vulci— a estructuras tipo hipogeo, excavados en la roca y de considerables dimensiones, que van estructurándose a modo de una vivienda normal, articulada en varias estancias (hipogeo de los Volumnii, en Perugia; tumba François, en Vulci). El templo etrusco, descrito por Vitrubio, levantado sobre un podium con un único acceso frontal, era casi tan largo como ancho, hallándose dividido en tres cellae para cada una de las divinidades de la tríada, capillas a las que se accedía desde un pórtico sostenido por columnas. De material perecedero (ladrillo y madera decorados con estucos), excepto en sus cimientos, no nos han llegado más que débiles restos de estos monumentos. La escultura etrusca, que no utiliza el mármol como materia básica, conoce en su evolución plástica tres fases: orientalizante, arcaica (la más importante) y decadente. Aparte de los relieves en barro para los altares —de Chiusi, por ejemplo—, las estelas —de Aules Feluskes— y los sarcófagos en terracota policromada (algunos de indudables aciertos estéticos, como el de los «esposos» de Cerveteri) la estatuaria tiene su mayor representante en Vulca, artista oriundo de Veyes y. que trabajó en Roma en el siglo vi. Su obra

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cumbre es el grupo de «Apolo y Hércules disputándose la cierva sagrada». Aparte de toda la coroplastia etrusca debemos citar también unas pocas esculturas en piedra, de indudable belleza (el «Centauro», el «Caballero marino»). En bronce la plástica etrusca alcanzó su máxima expresión, bastando enumerar conocidísimas obras, como la «Loba capitalina»; la «Quimera» y la «Minerva», de Arezzo (la Arretium etrusca); el «Marte», de Todi; «l’Arringatore» (el arengador), del Trasimeno, o el retrato de «Junio Bruto», para hacerse idea de su gran calidad. La pintura, tanto sobre cerámica y losas como sobre muros y sarcófagos, destaca por su interés compositivo e histórico. Estilísticamente P a l l o t t in o ha visto cuatro grandes ciclos: los primitivos, el estilo «severo», el de las influencias clásicas y el helenístico, los cuales, dentro de su variedad estética, recogen infinidad de manifestaciones para el estudio de la vida cotidiana etrusca. Tumbas con ricas decoraciones murales han sido localizadas sobre todo en Tarquinia (tumbas de los Toros, Augures, De la caza y de la pesca, Bacantes, Triclinio, etc.), en Orvieto (Tumba de Golino), en Vulci (Tumba François) y en otros muchos puntos del ámbito geográfico etrusco. Por su importancia estética y singularidad debemos reseñar el magnífico «Sarcófago de las Amazonas», ornado con bellísimas pinturas que constituyen la expre­ sión artística más elevada del mundo greco-itálico de la época clásica. La cerámica está representada por recipientes de arcilla roja o negruzca ( impasto) o negra brillante (bucchero ñero), lisa ésta o con relieves y que, tras rivalizar con la cerámica oriental, acabará por ceder ante la calidad de la griega, a la que intentará imitar para recuperar mercados. Aparte de trabajar formas típicamente griegas (skyphos, oenochoe, amphore) modelan piezas de aspectos zoomórficos en las que se reflejan su gran originalidad creadora. Típica producción de Chiusi fueron unos vasos canopes o urnas de arcilla destinadas a guardar las cenizas del difunto y decoradas con rasgos antropo­ morfos (brazos, senos) y tapaderas en forma de cabeza. En cuanto a las artes menores, señalamos la gran cantidad y calidad de los marfiles (diosa de Marsiliana), bronces (candelabro de Cortona), espejos (de Helena y Menelao), cistas (de Ficorini), situlas (Certosa); así como el preciosismo y los conocimientos técnicos manifestados en la o rfe b re ría (fíbulas, diademas, collares, anillos, brazaletes, pendientes, etc.). b) Letras y música. Por lo que se refiere a las letras, aun cuando no nos ha llegado ninguna manifestación literaria concreta, se sabe que tuvieron una importante literatura religiosa, popular e histórica. V a r r ó n habla de las Tuscae historiae y también de Volnio, autor etrusco de obras teatrales ya en época tardía. Esta cita, junto al hallazgo de máscaras cómicas, nos testimo­ nian la existencia de obras destinadas a ser representadas. Otra manifestación muy cultivada fue la de la música, que alcanzó gran brillantez, a deducir de las pinturas murales de las tumbas, las cuales reproducen gran variedad de instrumentos musicales (de cuerda, viento y percusión) con los que acompañaban a los danzarines en sus festividades y banquetes, himnos y plegarias religiosas. c) Religión. La religión es una de las m an ifestaciones m ás con ocid as de la vida etrusca. A u nq u e no está totalm ente resuelto su con ocim ien to, sí se está en con d icio n es de delinear prácticam ente to d o su con ten id o, ritos y alcan ce. L os etruscos, al decir de T it o L iv io y otros autores, fueron u n p ueblo muy religioso, con creencias en diferentes p an teones de variado núm ero de divini-

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IT ALIA, LOS ETRUSCOS Y R O M A

dades. A todos ellos tributaban un culto muy escrupuloso con rituales formulistas. Aparte de textos etruscos directamente relacionados con la religión (Liber linteus, de Zagreb; teja, de Capua; «hígado», de Piacenza; lámina, de Magliano, etc.) y otros indirectos proporcionados por autores latinos, sabemos que en el siglo i se fijó por escrito la religión etrusca, transmitida hasta esa época tardía por vía oral. Los libros sagrados, que constituyeron la etrusca disciplina (normas de relación entre dioses y hombres) se dividieron en tres series: los Li­ bri Haruspicini, con reglas para el examen de las entrañas de las víctimas; los Librí Fulgurales, relativos a la interpretación de rayos y relámpagos, y los Libri Ri­ tuales, preceptos sobre la vida de hombres y pueblos, que a su vez comprendían los Acherontici (libro de los muertos) y los Ostentaría (libro de los prodigios). En la creencia etrusca su religión fue revelada por el niño Tages («Voz salida de la tierra») y la ninfa Begoé o Vegoia, según refieren C icerón y otros autores antiguos. Conocemos su cosmogonía etrusca que nos hallegado por S u id a s , así como su teología; en ellas se mezclan creencias autóctonas junto a fuertes contaminaciones de origen oriental. Desde antiguo es una tríada —Tinia (Júpiter), Uni (Juno) y Menerva (Minerva)— la que preside el panteón religioso, a la que le siguen gran cantidad de dioses, agrupados en número variable —doce, dos, tres y nueve— y en los que es fácil asociar su paralelo griego. Citamos, entre otros, a Fufluns (Dioniso), Sethlans (Vulcano), Turmus (Hermes) y Aplu (Apolo). Entre las divinidades femeninas recogemos los nombres de Turan (Venus), Tiur (Luna), Artmes (Artemisa) y Nortia (Fortuna). Divinidad muy importante, aunque de época tardía, fue Veltumna (el Vertumnus romano) convertido en Deus Etruriae princeps, según indica V a r r ó n , al adquirir individualidad específica por influencias griegas. Además de estos dioses superiores, respresentados antropomórficamente, los etruscos creyeron en un sinfín de dioses menores o secundarios (dii principes, involuti, opertanei), así como en divinidades infernales, Eíta (Ha­ des); Phersiphai (Pcrséfone); Athrpa (Parca); Tuchulcha, enarbolador de ser­ pientes; Charun, eí- deno^íhq >de la muerte, y Culsu o Vanth (las Furias). Poblaban el panteón celeste un número elevado de espíritus de ambos sexos, representados con diferentes atributos o con alas (caso de las Lasas, asociadas a Turan y, a veces, a Tinia y Menerva) y que vivían normalmente para proteger al hombre. Carácter de semidivinidades tuvieron los Lares y los Penates, ligados al hogar y la familia. Creyeron en una vida de ultratumba, que fue valorada muy distintamente según las fases de su historia, y que se desenvolvía en una grandiosa caverna del centro de la Tierra, y con la cual se podían comunicar mediante un foso abovedado o mundus (munthu). Su obsesión por el destino de los muertos y por la vida del más allá fue constante, según podemos deducir de su producción artística. A pesar de no conocer con todo detalle las formas rituales, con muchas influencias orientales (caso del famoso «hígado» de Piacenza, instrumento para practicar la aruspicina), se sabe de la existencia de un clero muy instruido y especializado, organizado en colegios y hermandades, que tuvo una gran preeminencia social. Se conocen algunos títulos sacerdotales (cepen, celu, santi, cejase) los cargos de arúspices (netsuis), fulgurales (trutnut ?), encargados de un templo (maru cepen ?), responsables de las funciones sagradas (zilij cejaneri), etc. Un reciente estudio de A. J. P fiffig , da una visión muy completa de toda la problemática religiosa etrusca.

LA C IV ILIZ A C IO N ETRUSCA

F ig . 5.

El Imperio etrusco y la Magna Grecia, siglos νιι-ν a. de C.

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IT A LIA , LOS ETRUSCOS Y R O M A

d) Vida científica. Sobre la vida científica etrusca es todavía poco lo que se sabe; las fuentes indican que en este aspecto gozaron de justa fama en todo el Mediterráneo. Aparte de sus conocimientos técnicos relacionados con la agricultura, las obras hidráulicas y la ingeniería (Tagliata etrusca, por ejemplo) sobresalieron por sus conocimientos médicos, especialmente en el campo de la odontología, y farmacológicos, según alusiones, entre otros, de E squilo , T eofrasto y H esíodo . e) Vida cotidiana. La vida cotidiana ha podido reconstruirse casi en su totalidad, gracias a los numerosos testimonios arqueológicos que han llegado hasta nosotros. El tipo de vida urbano (se conocen numerosísimas ciudades que tuvieron sus viviendas estructuradas en torno a dos avenidas principales cruzadas y orientadas según los puntos cardinales) nos pone de manifiesto, aparte de influencias orientales y griegas, un gran desarrollo económico, social y cultural. Las tumbas nos reproducen con toda minuciosidad o nos han proporcionado infinidad de objetos domésticos, mobiliario y otros enseres que utilizaron para su actividad cotidiana; por las pinturas de sus tumbas conocemos, tanto su forma de vestir, muy influenciada por modas orientalizantes y griegas, como sus distracciones predilectas (espectáculo del Phersu, juegos gladiatorios, banquetes, deportes). Todas estas manifestaciones materiales nos hablan de una civilización urbana, muy refinada, amante de los placeres y del lujo, en la cual la presencia de la mujer juega socialmente un destacadísimo papel, que no fue juzgado objetivamente por los autores clásicos. Gracias a una sítula de bronce del siglo v a. de C., hallada en la tumba de la Certosa (Bolonia), conocemos diferentes aspectos externos de la vida militar. En dicha sítula, en una serie de franjas horizontales, se recoge un desfile: caballeros armados con hachas, infantería de diferentes especialidades y un cuerpo de zapadores. Las armas, que conocemos por diversas fuentes, fueron tanto ofensivas (astas, espadas, sables a modo de machairas griegas, puñales, hachas) como defensivas (yelmos, escudos, grebas, corazas). Cono­ cieron el carro de combate, así como los barcos de guerra, según puede verse, por ejemplo, en un vaso cerámico del siglo vi, procedente de Caere, que representa en su decoración una batalla naval. 6.

La lengua y la e s c ritu ra etruscas

La lengua etrusca todavía no ha sido descifrada, a pesar de haberse fijado la comprensión de unas 300 palabras y de intuir los significados de otras. Según buena parte de los lingüistas el etrusco no pertenece al grupo de lenguas indo­ europeas, pero últimamente está en revisión este punto de vísta. Ni es cierta­ mente semita. Se duda, por lo tanto, a qué grupo pueda adscribirse, a pesar de todos los esfuerzos que se siguen haciendo para esclarecer su tronco idiomático. Conocemos la lengua etrusca, que es perfectamente legible por un número reducido de «glosas» (una treintena) transmitidas por los autores clásicos, por términos onomásticos y toponímicos, por supuestas traducciones al latín y por la existencia de unas diez mil inscripciones, casi todas funerarias y votivas, de breve contenido y de época tardía. Unas pocas inscripciones brindan un mayor número de vocablos de lo que suele ser usual en los textos etruscos, tales como las del Líber linteus, de Zagreb (Yugoslavia), formado por unas 1.300 palabras sobre las ven­

LA C IV ILIZAC IO N ETRUSCA

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das de lino que recubrieron una momia egipcia de época ptolemaica tardía, y que se refieren a un calendario litúrgico; la teja de Capua (mu­ seo de Berlín) con 300 palabras, que nos habla de un ritual funerario en honor de los dioses infernales; la lámina lenticular de plomo de Magliano, con 70 palabras, de contenido religioso y con nombre de divinidades y ofrendas funerarias; el mojón de Perugia con 130 palabras y que nos transmite un texto jurídico sobre contratos y límites de propiedades; la inscripción de Laris Pulena sobre la tapadera de un sarcófago, con 59palabras, en donde se recoge el elogio fúnebre de este magistrado, y las láminas de oro de Pyrgi —las dos etruscas (no interesa una tercera redactada en púnico)—, que suman 50 palabras, y en donde se alude a la dedicatoria de un templo en dicha localidad ,a la diosa fenicia Astarté. El resto de las inscripciones suele ser de breve contenido y casi siempre en relación con el mundo funerario. Todos los textos, a falta de una inscripción bilingüe de largo contenido, han sido abordados para su estudio y comprensión mediante tres métodos: el etimológico, que intentaba interpretar el etrusco por medio del griego, finés, hitita, vasco, dravídico y otras lenguas, y que ha sido abandonado; el combinatorio, que por análisis comparativos dentro del propio texto etrusco y las pocas inscripciones bilingües existentes va obteniendo positivos resultados; y el paralelo, que se fundamente en la comprobación de las posibles igualda­ des entre los formularios religiosos o jurídicos de etruscos, umbros y latinos. De todos modos la clave todavía no ha sido hallada a pesar de conocerse el sentido general de cada uno de los textos. Es interesante observar el proceso de adquisición y difusión del alfabeto etrusco. Es conocido por la existencia de unos cuantos abecedarios tipo: el grabado en los bordes de una tablilla de marfil, del siglo vil, localizada en Marsilina d’Albegna y que tiene 26 letras; el alfabeto grafitado sobre un vaso de bucchero en forma de gallo, del siglo vn-vi, localizado en Viterbo; y el de Formelo (siglos v-iv). Además de éstos, se conocen otros de modo fragmentario, como los de la piedra de Vetulonia y el de la crátera de Vix, ambos del siglo m a. de C. El alfabeto etrusco de 26 letras, que fue tomado de uno griego arcaico occidental, les fue suministrado tal vez por los calcidicos de Cumas, o acaso por la mediación de mercaderes fenicios. De estas 6 letras retuvieron en tre los siglos v ii - v a. de C. un alfabeto de 23 letras y otro posterior de 20. El etrusco se escribe de derecha a izquierda, no faltando tex to s escrito s en doble dirección o «bustrófedon», separándose ya en época tardía las p a la b ra s mediante puntos. Hay esbozada una sucinta morfología con dos declinaciones (en -s y en -1), unos cuantos casos gramaticales, formas verbales y n o m in ales, partículas, algunos numerales y poco más. Los etruscos propagaron su alfabeto entre los latinos, oscos, umbros y vénetos, difundiéndose así la escritura por la mitad norte de Italia.

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III. 1.

LOS O R IG E N E S DE R O M A (753-510

a.

de C .)

P reh is to ria del Lacio

La zona del Lacio, en la que se ubica Roma, encerrada entre Etruria, al norte; los montes Prenestinos y Lepinos, al Este; los moites Albanos y el río Incastro, al Sur, y cortada al oeste por el mar, se hallaba poblada ya en el Neolítico y en el Calcolítico, a pesar de sus precarias condiciones naturales (paludismo, inundaciones, erupciones volcánicas). No hay casi vestigios de la Edad del Bronce (tal vez una erupción volcánica desalojó a los habitantes) y sí muchos de la Edad del Hierro (urnas bicónicas, urnas cabaña, fíbulas, armas y otros materiales). Esta civilización lacial, formada sobre un sustrato apenínico en la que se mezclan influencias villanovianas y de la cultura de fosas y cuyas numerosas necrópolis de incineración e inhumación se han agrupado para su estudio sistemático en tres grupos (Boscheto, Albano y de la Campiaña), puede fecharse entre el 850 y el 600. Según V arrón los habitantes del Lacio vivían en sus primeros tiempos en chozas y cabañas desperdigadas. En caso de peligro se reunían en aldeasrefugio (oppida, vici) levantadas en lugares fácilmente defendibles. Con posterioridad, estos primitivos latinos —los prisci latini— conocerán la federación, motivada esta situación política primero por razones religiosas y más tarde por las militares y económicas. Esas federaciones llegaron a unificarse en una liga nacional, compuesta por 30 pueblos —Liga latina— cuya capitalidad, aun cuando no pasaba de ser una pobre aldea, la ostentaba Alba Longa (cerca de Castelgandolfo). Alba Lohga y sus aldeas federadas tributaron culto a Júpiter Latiar, cuya sede estaba en el monte Cavo, el más alto de los Albanos. Más tarde, tras el ocaso de Alba Longa, la capital de la liga radicó en Lavinium (Pratica di Mare), en donde se llegó a venerar a Eneas como Pater Indiges, ya que en tal localidad se dice que había desembarcado el héroe troyano. Sobre el Lacio pronto se dejaron sentir las influencias primero de Etruria, y luego de la Magna Grecia, con lo cual el aislamiento —de hecho gentes orientales ya habían arribado a la zona en épocas remotas— desaparece, estableciéndose importantes relaciones comerciales. 2.

La R om a p rim itiv a

La tradición hace de Roma una ciudad latina dependiente de Alba Longa, de donde habían llegado colonos; pero los últimos estudios arqueológicos han demostrado que esa dependencia es discutible, toda vez que los materiales hallados revelan el nacimiento simultáneo de ambos enclaves. Roma estuvo habitada ininterrumpidamente desde la Edad del Bronce, pues su situación a orillas del Tiber, en un cruce de caminos, con terrenos ricos en pastos y con colinas que ofrecían lugares de fácil defensa, la hicieron prontamente atractiva. Además, la topografía jugó un gran papel estratégico y militar, pues la siete colinas clásicas (Palatino, Aventino, Capitolio, Quirinal, Viminal, Esquilmo y Celio) tenían otros cabezos secundarios (Germai, Velia, Fagutal, Cispio, Oppio); pronto se vieron pobladas de cabañas, verdaderas vanguardias defensivas del Lacio, y que se extendieron incluso por las

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depresiones del terreno y las zonas bajas de la accidentada orografía de la futura Roma; allí, efectivamente han encontrado los arqueólogos restos de cabañas, pozos, fortificaciones y diferentes necrópolis. Se desconoce cuál de las colinas tuvo supremacía, pero la Arqueología y algunas citas clásicas hacen pensar que fue el Palatino (colonia del Germai) la que alcanzó mayor importancia (tesis defendida entre otros por M üller K a r pe y P allottino ). La tesis contraria (G jerstad ) propone un sinecismo de montes y colles, sin que hubiese ninguna colina prioritaria a las demás. La serie de aldeas dispersadas por estas colin as se asociaron bajo ad v o ca ­ cion es religiosas com u nes, según se dijo; prim ero, h u b o una federación palatina de 30 p u eb lo s, al decir de la tradición, y lu ego, otra m ucho más am plia que en g lo b ó a una buena parte de las colin as — la llam ada liga de los Septimontium (siglo v iii)— cuya festividad (Septimontiale sacrum ) tod avía se celebraba en ép oca clásica. E sta liga n o era de las siete colin as (septem montem ) tal co m o la etim o lo g ía de V a r r ó n daba a entender — pues los textos siem pre enum eran o ch o m o n tes— y co m o querían los estudios tradicionales (L eón H om o), sin o la liga de los saepti montes, (de saeptum-i = vallado) según la crítica reciente ( H o l l a n d , P o u c e t), esto es, la liga de las aldeas que co n sus vallad os de em palizadas o tapiales en sus m on tes p o d ían hacer frente a los ataques exteriores, singularm ente de los etruscos.

Debe indicarse que esta Liga septimontial no significó la identificación de todas las aldeas en un solo pueblo. No figuraron en ella ni el Quirinal, Viminal, Capitolio, ni Aventino, colinas que según indica la tradición —la Arqueología por ahora no lo comprueba— fueron colonizadas por los sabinos. En la sucesiva ocupación de estas colinas debe verse ante todo unas necesidades puramente militares frente al peligro etrusco, según antes hemos recogido, pueblo cuyo progreso conquistador en el siglo viii era evidente. Los factores que pudieron concurrir en la fundación de Roma, elaborados a posteriori (C icer ó n , T ito L ivio , por ejemplo) cuando la Urbs era el gran centro rector de Italia deben ser arrinconados. El papel económico del Tiber sólo jugó importancia en la época clásica, no así en los primeros momentos de una pobre vida pastoril en q u e in te re sa b a , ante todo, la vigilancia de esta vía fluvial de fácil vadeo (isla tiberina). La salubridad de las alturas pudo ser tenida en cuenta para la o cu p a c ió n de las colinas a resguardo de pantanos y enfermedades endémicas; el e m p la z a m ie n to a bastante distancia del mar para quedar a salvo de piratas y c o lo n iz a d o re s pudo ser otro factor de peso; la riqueza de la zona en bosques posibilitaba u n a pujante ganadería y con ello la subsistencia, pero estos factores n o hubieron de ser en el siglo v iii tan condicionantes para el desarrollo de estas exiguas comunidades de latinos y sabinos hasta el extremo de reforzar la escarpada topografía de las colinas con obras artificiales (empalizadas, murallas) refuer­ zos tendentes a remarcar la eficacia defensiva de esta vanguardia del Lacio y no a conservar unas muy discutibles ventajas económicas. Como quiera que fuese Roma pronto estuvo en condiciones de adueñarse de la única vía militar y comercial que conectaba Etruria con la Campania por la zona del bajo Tiber y este hecho, como señala De Sa n c t is , explica el rápido y próspero florecimiento de Roma,

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3.

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La leyenda de los orígenes de Rom a

La carencia de fuentes fidedignas y la serie de leyendas desperdigadas en las obras de los historiadores clásicos hacen adoptar una natural prudencia a la hora de estudiar los orígenes de Roma. Hoy se está de acuerdo en admitir que, sin creer todo lo que las leyendas y tradiciones dicen, muchos de sus puntos pueden contener fundamentos históricos, que van encontrando, aun­ que lentamente, su confirmación en los hallazgos arqueológicos. La más antigua tradición, recogida por D ionisio de H alicarnaso , nos habla de la presencia de aqueos con prisioneras troyanas en el Lacio, que fundan la ciudad de Roma. Otras dos tradiciones creen que Roma fue una fundación aquea o bien troyana. En época republicana la tradición originó otras leyendas: una tomada de los mitógrafos griegos, que hacían a Eneas su fundador, y otra, de sentido nacionalista, que la creía fundada por los gemelos Rómulo y Remo, descendientes de aquél. La leyenda troyana, recogida magistralmente en la Eneida, contribuyó a perfilar los orígenes míticos de Roma. Eneas.,- hijo de Anquises y de Afrodita, tras escapar de Ilion, logra llegar al Lacio, ^empañado en su duro peregrinar por su hijo Ascanio, que adopta el nombre deTÍus (Ilion) o Iulus (antecesor de la gens Iulia a la que pertenecían César y Octavio). El héroe troyano casa con la hija del rey Latino; se alia con el arcadio Evandro, que fundará en el Palatino la urbe de Palantea, y logrará reprimir a los rútulos que al frente de su caudillo Turno presionan a los troyanos. Por su parte Eneas fundará Lavinium, no lejos de las bocas del Tiber y su hijo Ascanio la ciudad de Alba Longa. Sus descendientes que han formado una dinastía de hasta doce monarcas en dicha ciudad se enzarzan en luchas dinásticas. La hija de uno de estos reyes, Numitor, llamada Rhea Sylvia, fue obligada por su tío y usurpador, Amulio, que también había asesinado al hermano de Rhea, a hacerse vestal, para evitar descendencia y poder ser por ella derrocado. Pero, amada por el dios Marte, tuvo dos hijos gemelos, Rómulo y Remo, a los que hubo de abandonar en una cesta en el río Tiber. Esta leyenda, a falta de datos arqueológicos coetáneos, refleja los lejanos contactos que debieron existir a finales del segundo milenio entre el mundo egeo y la península itálica. Sin poder ahondar en la formación de este relato mítico, sí se dispone en la actualidad de unos pocos documentos arqueológicos que detectan el momento eh que aparece constituida esta leyenda. Consisten en unas terracotas, localizadas en Veyes, que representan a Eneas llevando a sus espaldas a su padre Anquises. Este tema plástico, detectado ya en el siglo vi a. de C. era muy querido en el mundo etrusco y aun latino, pues personificaba el símbolo de la pietas, esto es, la devoción debida a los padres y luego a los dioses. También la presencia de Eneas en Italia, y en calidad de progenitor de Rómulo por su enlace con la etrusca Tyrrhenia, queda recogida en A lkimos , discípulo de P l a t ó n . De esta época (siglo iv a. de C.) data una dedicatoria de Lavinium en la que aparece el nombre de Eneas con un praenomen etrusco, Lare Aineia. Ello quiere decir que la figura de Eneas y su leyenda fue recibida por la propia Roma, siendo la Urbs la encargada de desarrollar y difundir, como señala un autor, el mito del héroe fundador. El segundo momento de esta leyenda tiene un planteamiento diferente, claramente nacionalista. Salvados Rómulo y Remo de las aguas y am amanta­ dos por un loba en la gruta del Lupercal fueron finalmente recogidos por unos

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F ig. 6.

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Roma durante la República.

pastores. Tras descubrir el secreto de su nacimiento, Rómulo y Remo mataron a Amulio y devolvieron el reino a su abuelo Numitor. Este les entregó territorios al noroeste del Lacio y allí Rómulo fundó Roma según el rito etrusco en el año 753, delimitando el recinto de la ciudad (pomoerium) con un arado que sería la supuesta Roma quadrata del Palatino (Germai). Más tarde Rómulo dio muerte a su hermano al burlarse de él tras la ceremonia fundacional. Este mito de los hermanos gemelos, unidos hasta el momento en que se fun­ da Roma, es de claro origen latino, no siendo posible precisar la fecha exacta en

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que pudo formarse la leyenda. Tuvo su sanción oficial, según T ito L ivio , en el año 296 a. de C , cuando los ediles curules Cneo y Quinto Ogulnii, de ascendencia etrusca, levantaron una estatua en la que se veía una loba amamantando a dos niños; en el 269 este mismo tema se recogía en el reverso de una de las primeras emisiones de didracmas romanos. Los elementos que informan el segundo momento de la leyenda sobre los orígenes de Roma son complejos según indica H e u r g o n : un culto totémico del lobo (propio de las civilizaciones pastoriles); presencia de temas mitológi­ cos grecoetruscos (cierva de Telefo, loba de Bolonia); dualidad étnica (roma­ nos-sabinos) o política (patricios-plebeyos) a través de dos etimologías (una griega «Rhomos» y otra latina «Romulus») para el éponimo fundador de la ciudad, ambientado todo ello en una escenografía local: gruta del Palatino (Lupercal), higuera sagrada (Ruminai). Pero Rómulo, prescindiendo de la figura de su hermano Remo —que para algunos autores sería un jefe del Aventino que tras haberse enfrentado a Rómulo habría sido eliminado— aparecerá en los Am ales de E n n io como único fundador de Roma, centrándose en su figura el interés de la historiogra­ fía romana, llegando ésta a perfilar, elaborar y completar, sin escrúpulos a la verdad histórica, toda una actuación militar, política y social necesaria para establecer una verdadera mística romúlea. Expuesto todo lo anterior se evidencia que el concepto Urbs condita, tan querido a algunos historiadores de pasados siglos y aun del actual, debe ser rechazado.Rómulo presenta pocos visos de historicidad y en base a esta afirmación podemos señalar que Roma no tuvo un comienzo instantáneo, sino que conoció sucesivas fases de formación, evolución y engrandecimiento urbano, que la tradición recoge y la Arqueología evidencia. 4.

La

fe c h a

fu n d a c io n a l de Rom a

La fecha de la fundación de Roma ya intentó ser datada por los autores antiguos. E n n io la fijó en el 880; T imeo, en el 814; F abio P ictor creyó probable la del 748-747; C incio A limento la rebajó al 729-728; Polibio y P isón la fijaron entre el 752-750, y V a r r ó n , en el 754-753, fecha ésta que ha prevalecido definitivamente en la historiografía. En todas estas cronologías jugaron diferentes factores, no ofreciendo en consecuencia, ninguna de ellas garantía absoluta. Para arbitrar la fecha fundacional partieron, por lo común, de la fecha de la instauración de la República romana y a partir de la misma rellenaron hacia atrás (hasta el siglo viii a. de C .) el espacio temporal con determinado número de reyes (siete según los analistas, ocho según la tradición, tal vez más en la realidad) buscando la conexión con el mítico Rómulo. Las dataciones por radiocarbono han dado fechas del 835 ± 70 a. de C. que con las correcciones de G o d w in se retraen al 918 ± 70. Estas fechas son acordes con los restos arqueológicos encontrados. En efecto, parece ser que a finales del siglo ix fue cuando ya existieron cabañas y habitaciones en el Palatino en una fase claramente preurbana. A partir de entonces, en una larga y compleja fase de urbanización se irá perfilando lo que sería Roma. Parece totalmente inadmisible la fecha dada por G jerstad quien propone el siglo viii para los más antiguos materiales hallados en Roma, rebajando la fecha de la fundación al 575.

Italia Central (Adaptado de Salmon y Piganiol.)

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£

d

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5.

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D a to s arq u eo ló g ico s

A dem ás de las fuentes históricas, que van sien d o rehabilitadas en su justa valoración, la d ocu m en tación arqu eológica corrobora m uchas de las afirm a­ ciones que las leyendas y tradiciones recogían sobre los orígenes de Rom a. Los estudios de B ér a r d , A lfo ld i , G jerstad , M üller -K a r pe , R iem ann , P eroni , R omanelli , P allottino y otros han sid o básicos, a pesar de algunos aspectos discutibles, para progresar en el co n o cim ien to acerca de los prim eros m om en ­ tos de R om a.

Fragmentos cerámicos de la Edad del Bronce hallados en el Forum Boarium, numerosísimas tumbas de incineración (latinos) y de inhumación (sabinos), fondos de cabañas y restos de santuarios, que van del Bronce final a la Edad del Hierro con ajuares y materiales diversos demuestran la instala­ ción, densidad y continuidad de población en la zona que llegaría a ser Roma. Ya de época totalmente histórica hay restos de tipo urbano, como el pavimento del foro romano, a partir del cual G jerstad ha elaborado una nueva cronología para la etapa monárquica de Roma (575-450) en vez de la tradicional (753-509); otros claros indicios de fortificaciones, edificios religio­ sos, tumbas o testimonios epigráficos en etrusco y latín demuestran, por la amplitud del área geográfica en que han sido hallados, la existencia de una gran ciudad con orígenes muy antiguos y que pronto alcanzaría extraordina­ rio desarrollo económico y cultural. 6.

La m o n a rq u ía rom ana

La existencia de los reyes, puesta en duda por diferentes autores, y objeto de nuevos planteamientos por parte de G. D um ézil , quien con tesis brillantes ha creído demostrar que la monarquía romana era un trasunto mitológico de origen indoeuropeo, cuenta con defensores que ven en la misma unas líneas generales de veracidad histórica, aun cuando el número y la actuación de los reyes no sean aceptados en su totalidad. El periodo regio en Roma, siguiendo a los analistas, se extendió cronológi­ camente desde el 753 al 509, y estuvo constituido por siete reyes: cuatro de origen latino-sabino (Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio, Anco Marcio) y tres de origen etrusco (Tarquinio el Antiguo, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio). a) Monarquía latino-sabina. Rómulo, el supuesto fundador epónimo de Roma, presenta pocos elementos que resistan la crítica histórica. Su leyenda refleja muchos aspectos mitológicos (problema de su nacimiento, su onomás­ tica, su muerte, etc.) presentes en otros personajes míticos de la historia antigua. Este personaje, que inicia la fase monárquica romana, tras fundar la ciudad, procedió a su organización. Para ello y a fin de engrandecerla acogió a nuevas gentes (asylum), creó el senado, compuesto de cien miembros (paires) cuyos descendientes fueron llamados patricios y dividió la población en 30 curias. Según C icerón las estructuró en tres tribus (Ramnes, Tities y Luceres), nombres que son aplicados por Τίτο Livio a tres centurias de caballeros que también había organizado Rómulo. Asimismo, el rey se rodeó de una guardia personal de 300 miembros ( celeres).

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En conexión con estos primeros momentos de Roma debe recogerse la leyenda del rapto de las sabinas, planeado por Rómulo con el fin de proporcionar esposas a sus compañeros (episodio que quizá refleje los primeros choques entre latinos y sabinos). Tras una dura guerra entre los dos pueblos, Rómulo y Tito Tacio, rey de los sabinos, acuerdan realizar un pacto por el cual gobernarán conjuntamente, creándose así la Roma latino-sabina con templos, viviendas y edificios públicos. Muerto Tito Tacio, Rómulo quedó como único rey, realizando diferentes y victoriosas empresas bélicas. Tras morir en el 717 (para unos arrebatado a los cielos en el curso de una tempestad, para otros asesinado por los senadores que él mismo había creado) fue divinizado y adorado bajo la advocación de Quirino. Luego de la muerte de Rómulo —y siempre según la leyenda— tras un año de interregno el senado eligió por rey a Numa Pompilio (717-673 a. de C.) de origen sabino y hombre de probada justicia y piedad. Su esposa y consejera, la ninfa Egeria, le alentó a la creación de la religión romana, organizando en consecuencia el sacerdocio y creando los flamines, los augures y los fetiales. Introdujo el culto a Vesta, de origen albano, y a Marte Gradivus, creando un colegio de doce sacerdotes (los Salii). Para la supervisión del culto instituyó un Gran Pontífice. Dedicó un templo a Jano, reformó el calendario y dictó diferentes leyes. Tras un segundo interregno el pueblo romano, reunido por curias, designó rey a Tulo Hostilio (672-641). Estableció que el colegio de los fetiales debía sancionar los tratados. En su reinado estalla la guerra contra Alba Longa, la metrópoli, en el transcurso de la cual se sitúa el famoso duelo entre los tres hermanos Horacio contra los tres Curiacio para poner fin a la guerra. Vencedor un Horacio y destruida Alba Longa, Tulo Hostilio amplía el perímetro urbano de Roma con la colina Coelia. Tras guerrear nuevamente contra los sabinos cayó enfermo, dedicándose a prácticas religiosas y mágicas. Murió herido por un rayo. Al cabo de un tercer interregno de dos años fue elegido rey el sabino Anco Marcio (639-616), nieto de Numa. Fijó las formalidades del derecho de guerra y venció a los latinos que se habían coaligado contra Roma, asentándolos en diferentes puntos de la ciudad (Aventino). Fundó la colonia y el puerto de Ostia y procedió a la fortificación total de la ciudad. En el Aventino estableció almacenes de sal, producto obtenido en la desembocadura del Tiber y objeto de activo comercio. En medio de esta artificiosa trama de relatos, la crítica moderna cree encontrar ciertas realidades de la historia primitiva de Roma, sobre todo, en lo que afecta a su entorno socioeconómico. Tal, el hecho cierto de que Roma no cuenta todavía con los suficientes medios económicos y políticos para iniciar su expansión. Su abastecimiento depende fuertemente de los productos importados de etruscos y griegos. Otro hecho debe destacarse: la introducción de la escritura bajo formas de un alfabeto calcidio hacia fines de siglo vm o en el siglo vn (fíbula de Preneste, considerada hoy falsa, vaso de Dueños). En el orden religioso de la primitiva Roma, es evidente que debemos aceptar con D umézil la fuerte influencia indoeuropea que, dentro de su mitología, se representaba el mundo jerarquizado en tres órdenes: soberanía religiosa, poder militar y fecun­ didad. ¿No responden a esta tripartición las figuras de Numa Pompilio, caracte­ rizado por su actuación en el campo religioso, Tulo Hostilio, por su actividad guerrera, y Anco Marcio por sus tareas colonizadoras y comerciales? ¿No serían estos reyes un trasunto de las funciones usuales del pueblo latino indoeuropeo? Las concordancias de los hechos atribuidos a estos reyes con la

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jerarquización funcional indoeuropea son evidentes y por tanto la hipótesis muy atractiva. b) Monarquía etrusca. En la época de Anco Marcio, un etrusco llama­ do Lucumón, originario de Tarquinia, se había establecido en Roma. Adoptó el nombre de Lucio Tarquinio y llegó a colaborar estrechamente con el rey Anco Marcio. A la muerte de éste, el pueblo romano elige como sucesor al mencionado Tarquinio, llamado el Antiguo (Priscus) (616-579). Este persona­ je, al que la tradición considera un tirano, nombró cien nuevos senadores, instituyó los primeros Juegos Romanos e inició numerosos trabajos en Roma (fundamentos del circo Máximo, del templo Capitolino, de la Cloaca Máxima) aparte de proceder al drenaje de amplias zonas insalubres. Implanta así la magnificencia de las obras urbanas propias de la civilización etrusca. Guerreó Tarquinio contra los sabinos con éxito y fue asesinado por un hijo de Anco Marcio. La esposa viuda de Tarquinio el Antiguo, Tanaquil, que había jugado un gran papel político junto a su esposo, elevó al trono a Servio Tulio (578-535), originario tal vez de Vulci, y que había prestado servicios a Tarquinio. Presentado por la tradición como hijo de una sierva (de ahí Servius) y de un etrusco (o de un dios como quieren otros) su actuación iba a ser importante por la serie de reformas que realizaría. En efecto, la tradición anacrónicamente le asigna unas reformas, la «Constitución serviana», que significaron a un tiempo una nueva distribución de los derechos políticos, basados en la fortuna personal y no en el nacimien­ to, y una nueva reorganización militar. Dividió la ciudad y el ager Romanus, al parecer con vistas a los impuestos, en varias tribus: cuatro urbanas (Succusana, Palatina, Esquilma y Collina, quedando así parcelada la ciudad en cuatro partes, la verdadera Roma quaclrata) y dieciséis rústicas. Los analistas fijan diferente número, que llevaban nombres toponímicos y también de las gentes mayores: Galería, Cornelia, Aemilia, Claudia, Lemonia, Fabia, etc. En su Constitución dividió la población de las tribus en cinco clases (aspecto económico) y 193 centurias (aspecto militar). En la primera clase se incluyeron a los ciudadanos con un capital no inferior a 100.000 ases; en la segunda a los que poseían 75.000; en la tercera, 50.000; en la cuarta, 25.000, y en la quinta, 11.000. Los que no alcanzaban esta última cifra formaban la infra classem, denominándoseles proletarios (de proles), esto es, personas que sólo tenían hijos y a los que se clasificaba no sólo por su fortuna, sino por su número (capite censi). Todas las clases sociales debían prestar servicio militar y se distribuían entre las distintas centurias según su censo económico. La primera clase constaba de 18 centurias de caballeros y 80 de infantes (en total 98); La segunda, tercera y cuarta clases tenían 20 centurias cada una, y la quinta, únicamente 30. Los no propietarios de tierras estaban englobados en cuatro centurias auxiliares (especialidades y músicos) y los proletarios se agrupaban en una centuria infra classem. En cada una de estas clases las centurias estaban estructuradas por mitades en fuerzas de choque (júniores) y en fuerzas de contención y retaguardia (seniores). Como quiera que cada centuria tenía un voto, en los comitia centuriata al votar primero la primera clase (caballeros y terrateniéntes) siempre alcanzaban la mayoría (98 contra 95), copando así todas las votaciones y teniendo a su merced este tipo de comicios. Servio Tulio ensanchó Roma con el Quirinal y el Viminal y la protegió con fosos y un muro (muro serviano), cuyos restos llegados a nuestros días

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sólo en algunos puntos pueden ser de esta época. Edificó, asimismo, sobre el Aventino un templo a Diana, donde centró el culto federal de la Liga latina. Acabó asesinado por sus propios parientes (Tulia, Tarquinio), viéndose en ello la reacción de la nobleza de sangre que no aceptó sus reformas censitarias, basadas en la riqueza. Nuevos estudios, especialmente de A . A lfo ldi , han demostrado que Servio Tulio, el Macs tama etrusco, había sometido a Roma a mediados del siglo vi con un ejército procedente de Vulci y logrado expulsar a Tarquinio. Hay muchos puntos oscuros en la figura de este rey, que van desde su patria originaria a su onomástica, pasando por su discutible reforma o Constitución. De hecho, parece ser que fue un guerrero (su nombre etrusco es una traducción del término latino magister), un aventurero que ayudó a los príncipes de Vulci, Celio y Aulo Vibenna a combatir a Tarquinio, terminando por reinar él en Roma. Un hijo de Tarquinio el Antiguo, yerno a la vez de Servio Tulio, llamado Tarquinio el Soberbio ocupó a continuación el trono (534-510). Su realeza se caracterizó por una total tiranía, al decir de la tradición. Hizo descansar su poder en la fuerza, diezmó al senado para rebajar su influencia, renovó el tratado con los latinos, guerreó contra los volscos y creó manípulos mixtos de romanos y latinos. Su actividad constructora reactivó las obras iniciadas por su padre: edificación del templo de Júpiter Capitolino y terminación de la Clocaca Máxima o alcantarilla colectora de la ciudad. Su actuación tiránica —respuesta a una reacción en contra suya de los patricios— y el episodio de la violación de la noble matrona romana Lucrecia por parte del hijo de Tarquinio, Sexto, incidieron para que un noble romano, Lucio Junio Bruto (interpolado aquí erróneamente por los analistas) al frente de un movimiento revolucionario provocara la caída de Tarquinio el Soberbio en el 510-509, teniendo que huir a la localidad etrusca de Caere. Pese a este movimiento revolucionario y acontecimientos subsiguientes que significaron el fin de la monarquía romana y el inicio de una nueva etapa histórica, los etruscos no abandonaron la ciudad, pues, tanto las excavaciones arqueológicas, como los fastos consulares, que recogen los nombres de influyentes familias etruscas, atestiguan la presencia continuada de los mis­ mos después del 509. Aunque los tres reinados que hemos sintetizado puedan hallarse fo rz a d o s en algunos aspectos por la analística romana —pudieron ser más los reyes etruscos de Roma, a deducir de un pasaje de C atón que recoge al rey de Caere, Mecencio, como dueño de Roma— los Tarquinios (algunos opinan que hubo uno solo desdoblado en dos por necesidades cronológicas) y Servio Tulio vendrían a significar sucesivas oleadas invasoras de etruscos c o n tra Roma. Con la presencia etrusca en Roma el panorama cambia totalmente, pues a ellos les debió el que fuera una urbs en el término amplio de esta palabra. Los documentos de esta etapa monárquica son más sólidos, pues, aparte de los restos arqueológicos y epigráficos etruscos encontrados en Roma (grafito del siglo vil, dos inscripciones sobre vasos de bucchero del siglo vi, restos de la Cloaca, templos y murallas, cerámicas, etc.) y las citas de historiadores que consideraban a Roma una ciudad etrusca debemos contar con la propia historia etrusca figurada en sus pinturas (especialmente la Tumba François, en Vulci), en sus obras de arte que recogen episodios históricos y sobre todo con la historiografía etrusca, que si bien no nos es conocida hubo de ser aprovechada por los escritores romanos.

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7.

In s titu c io n e s rom anas de la época m o n árq u ica

Roma debió a la presencia etrusca y a las influencias griegas su entrada en la civilización. De un viejo grupo de comunidades pastoriles, a nivel de tribu y de federación, pasará a ser una ciudad con intereses comerciales y perspecti­ vas de expansión política.

a) A sp ecto s sociales. Socialmente la etapa monárquica tuvo una organi­ zación gentilicia decimal. La gens, esto es, el grupo que reconocía a un antepasado común estaba formada por miembros ligados por parentesco o por lazos de clientela (c lie n te s) mediante los cuales se establecían de modo vitalicio mutos deberes y derechos. Esta clientela que podrá usar el nomen gen tis (recordemos que los patricios usaban tres elementos en su onomástica: praenom en, nomen y cognom en ) y participar en· la vida familiar había tenido su origen, al parecer, en la emancipación de antiguos esclavos ( clientes libertini) o en la adscripción de un hombre libre ( app lica tio ) a una de las gentes. Sobre esta gran familia patriarcal se fue imponiendo la familia autónoma, que era una subdivisión de la g en s , y que llegaría a ser la célula básica de la estructura social. El p a ter fam ilias tenía pleno dominio sobre esta estructura en todos los órdenes y bienes consiguientes, incluso el ius vitae necisque. Junto a las g en tes, los individuos que no tenían estirpe o antepasado común constituían la plebe (p le b s) cuyos orígenes son muy discutidos. Serían hombres sin hogar, pobres, procedentes de las poblaciones indígenas someti­ das, conquistadas o transplantadas y que constituirían la gran masa cam: pesina. Numerosos indicios recogidos en un estudio, ya clásico, de H. L ast , parecen demostrar que en los primeros momentos de la monarquía romana, todos los habitantes de Roma gozaron de los mismos derechos privados y públicos, con las particulares diferencias de rangos y fortunas. Este cuerpo político uniforme (el dualismo patricio-plebeyo sólo se dará a partir del siglo v) de los primeros momentos entró en crisis en la fase final de la monarquía, pues el patriciado fue adquiriendo conciencia de clase al monopolizar dere­ chos políticos y religiosos que con la caída de la monarquía pudieron ya retener totalmente. El pueblo (populus romunus Q u irites) fue dividido por Rómulo en tres tribus y 30 curias. Las tribus (Ramnes, Tities y Luceres) parecían obedecer a la tripartición de los elementos étnicos originarios (latinos, sabinos y etruscos) fusionados por el supuesto Rómulo. Para D um ézil obedecían a las tres funciones sociales propias de los pueblos indoeuropeos (Ramnes, sacerdotes; Tities, productores; Luceres, guerreros). Para D evoto estas tribus reflejan tres estratos lingüísticos indoeuropeos (Ramnes, protolatinos; Tities, protosabinos; Luceres, protoitálicos). Lo cierto es que dichos nombres son una transcripción etrusquizada, efectuada en la reforma serviana, de nombres latinos anteriores y que reflejan un agrupamiento parcial de las aldeas de los septim ontium .

Las 30 curias (de corivia = conjunto de hombres) de las tres tribus, cuya existencia se prolongó hasta inicios del Imperio tenían como finalidad debatir problemas comunitarios y celebrar culto religioso. Formaban la asamblea popular de los patricios (c o m itia cu riata) y entendía en asuntos legales y religiosos, pero sin competencias, a los que daba o no su aprobación por votaciones individuales, tales como la presentación del rex, que se votaba por

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aclamación (le x cuariata de im p erio ), la asistencia a las declaraciones de guerra (le x de bello in d icen d o ) , testamentos ( te s ta m e n ti) , admisión de nuevas gen tes en la ciudad (c o o p ta tio ) , arrogación o entrada de una familia en el seno de otra (a d ro g a tio ), renuncia o expulsión del arrogado de su culto familiar ( d e te sta tio sacrorum ) , etc. Anteriores a estos comicios curiados fueron los com itia calata (de calare = llamar) o reunión mensual de los agricultores y ganaderos que acudían a oír los edictos del rey acerca del calendario, en donde se fijaban los días fastos o nefastos para la administración de justicia. Con la Constitución de Servio Tulio, en la que se rompe el principio gentilicio, la población romana quedó dividida en clases económicas y centurias militares. Los comicios, cuando eran por centurias ( com itia centu­ ria ta ) se reunían fuera del pom oeriu m de la ciudad. Allí se debatían cuestiones de paz o de guerra, elecciones de magistrados, ratificación de algunas leyes, administración de justicia, etc. Esta asamblea, timocrática y conservadora, y que venía a ser el pueblo en armas, llegó a alcanzar la forma más alta de asamblea popular. b) E l senado. El senado jugaba un destacadísimo papel. Surgido de la reunión o asambleas de los p a tre s fam iliaru m , representantes más notorios de las principales aldeas, entendían en los asuntos superiores de la comunidad. La tradición hace creador del mismo a Rómulo, quien nombró cien miembros, número que fue aumentado hasta 500 al final de la monarquía. El senado era en esta etapa histórica la asamblea de la ciudad que con su au ctoritas intervenía en el nombramiento del rex, ocupaba el interregnum o vacante del trono y decidía la validez de los acuerdos adoptados en los comicios. c) E l ejército. Todo el pueblo romano (incluso hasta la gente más pobre — infra claàsi^eh — en casos extremos) formaba parte del ejército. Sin embar­ go, la leva, que se realizaba entre hombres de diecisiete a cuarenta y cinco años, tenía lugar exclusivamente en el marco de las curias. Cada curia proporcionaba cien soldados de infantería (h a sta ti Q u irites ) mandado por los tribuni m ilitum y cada tribu cien caballeros (é q u ité s) conducidos por los tribuni celerum . En total el ejército de la mmonarquía ascendía a 3.000 infantes y 300 jinetes. Con Servio Tulio se asiste a una transformación estructural del ejército, aparte de la creación de nuevas unidades militares. La milicia no fue en la época monárquica profesional. Al final de cada campaña los soldados, que debían costearse su propio equipo militar, volvían a sus hogares sin haber percibido ningún tipo de sueldo y a la espera de ser nuevamente llamados para sucesivas campañas. d) E l rey. Sobre la sociedad romana el rey (r e x ) tenía el más alto poder. Los especialistas discuten el origen de esta institución y el espectro de sus poderes. La realeza, que contenía en buena parte elementos religiosos y militares, no fue hereditaria, si bien el parentesco podía ser un elemento importante (caso de los Tarquinios). La realeza fue teóricamente electiva, siendo el pueblo quien elegía al rey, ratificándolo a continuación el senado. En caso de vacante se producía el interregnum . El rey con los símbolos de su cargo, heredados de los etruscos, adquiría amplios poderes políticos, judicia­ les, militares y religiosos. e) A sp ecto s legislativos. Los reyes dictaron normas jurídicas en tanto que sacerdotes, asignándoles la tradición diferentes leyes (leg es regiae) de

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elaboración mucho más tardía evidentemente. Existió un derecho consuetudi­ nario (m o s m aiorum ) y otro registrado en textos, del cual sería buen ejemplo la famosa piedra negra del Foro ( L a p is n iger) fechada en el siglo vi a. de C. El rey en los primeros tiempos respetó ciertas prerrogativas jurídicas de los p a tre s fa m ilia ru m , pero era el depositario del grueso de la ley (derecho público y aun privado en casos excepcionales). Se conocen las figuras jurídicas del perduellio (alta traición) y del p a rricidiu m (homicidio). Contra una sentencia se podía apelar al pueblo (p r o v o c a tio ) . De todos modos el Derecho romano primitivo estuvo rodeado de ritos y fórmulas mágicas (nexum , sponsio, stip u la tio ) teniendo unos presupuestos totalmente sacrales. La administración de justicia se realizó a dos niveles: al de la gens, en el que se juzgaban aspectos de las relaciones internas familiares y en el que el p a te r fa m ilia s actuaba como juez, y a nivel de urbs, que juzgaba los crímenes religiosos y los actos delictivos que caían fuera de la esfera de las gentes. Se inicia ahora también, aunque tímidamente, un esbozo del ius gentium o futuro Derecho internacional. f) A rte y literatu ra. No podemos hablar con propiedad de un arte específico de la primera etapa monárquica de Roma. Los restos arquitectóni­ cos y escultóricos hallados, pertenecientes a dicho periodo histórico, están tan penetrados del espíritu etrusco que obligan a excluirlos de la Historia del Arte romano. Literariamente hablando sólo se conocen fragmentos de cantos religiosos (carm in a ) recogidos ya muy tardíamente por escrito (de los danzarines salios y de los hermanos Arvales). Los a m a le s , titu li y elogia, también muy tardíos no tienen nada de literario. Asimismo, los textos más antiguos de la lengua latina (fíbula de oro de Preneste, cipo mutilado del Foro ( L apis n ig e r ) , vaso de Dueños) tampoco pueden ser admitidos dentro del campo de la literatura debido a su brevedad y al carácter de su contenido. No se descarta la posibilidad de que hubiese existido una elaboración preliteraria durante esta fase arcaica de Roma, transmitida por vía oral, con temas épicos, históricos o dramáticos. De todos modos no puede considerarse la existencia de una literatura romana antes del siglo iii a. de C. g) Econom ía. La economía de la etapa monárquica descansó primera­ mente en la ganadería y, más tarde, en una rudimentaria agricultura de simple subsistencia. Con la dominación etrusca los latinos aprendieron nuevas técnicas agrícolas, hasta el extremo que esta actividad se convertirá en la básica, desplazando a la ganadería. La tierra fue de propiedad comunal, sobre la que recaían circunstancias religiosas; pero bajo la influencia etrusca se tendió a la propiedad privada. A fines de la monarquía ya existían el saltus (pastos y bosques de propiedad colectiva), el fu n du s (explotación de fundos agrícolas que, sin ser propiedad privada, en virtud de la usucapió tiende a ella) y el heredium (pequeña propiedad privada que se transmitía por herencia), así como los latifundios, en manos de las grandes familias. En la ciudad la actividad económica fue doble: industrial (cerámicas, armas, tejidos y cueros), con agrupaciones de trabajadores bajo la protección de una divinidad, y comercial, tanto de exportación (sal, cereales, ganado, armas) como de importación (cerámicas perfumes, objetos de adorno), pero ambas de escasa importancia, aunque reglamentadas en mercados de celebra­ ción periódica (n un dinae). Como vehículo de comercio, aparte del trueque primitivo, se utilizó como

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unidad monetaria el ganado (pecas) y luego el cobre bruto (aes rude) que se pesaba en cada operación mercantil. Más tarde Roma crearía una moneda oficial. h) R eligión. La religión romana arranca en sus orígenes de una clara herencia indoeuropea, según ha demostrado un documentado estudio de D umézil sobre la religión romana arcaica. El estrato originario indoeuropeo quedó modificado a finales del segundo milenio por las formas religiosas de los pueblos autóctonos itálicos (las Tabulae Eugubinae constituyen una preciosa fuente de información sobre ritos y cultos umbros), estrato sobre el cual se fueron perfilando los rasgos religiosos propiamente romanos, caracte­ rizados sobre todo por sus numerosas formas rituales y que, de estadios pragmáticos y poco abstractos en sus comienzos, evolucionarán al ser conta­ minados muy prontamente por las religiones etruscas y griegas. En un principio Roma venera divinidades comunes a todo el Lacio: Júpiter Latiar del monte Cavo, Diana de Nemi, Juno Sospitas, etc. Pronto conoció una tríada de grandes dioses, Júpiter, Marte y Quirino, que luego fue sustituida por la de Júpiter, Juno y Minerva. Otros dioses de esta época primitiva fueron: Jano, numen de las puertas; Consus, dios protector de los graneros; Flora, vigilante de las flores; Pomona, protectora de los frutos; Liber Pater, dios de la viticultura: Terminus, dios de las fronteras y límites; Vesta, diosa protectora del hogar del Estado; Saturno, dios de las simientes y de la Tierra; etc. La influencia de las religiones extranjeras motivó que el Panteón romano ya de por sí complejo y multiforme, sufriera incesantes aumentos cuantitati­ vos, así como que las nuevas divinidades, mediante la in terpretatio romana, se fuesen asimilando a la mentalidad local. De los griegos adoptarán, entre otras divinidades, a Diana, Hércules, Esculapio, etc. De los etruscos tomarán múltiples préstamos para su actividad religiosa, tanto en sus formas rituales (augurios, aruspicina) como en las cultuales (templos) o incorporación de dioses (Vulcano, Minerva). Muy pronto Roma coordinó sus ritos y fiestas religiosas gracias a la organización dada por Numa Pompilio (calendario para reglamentar y regir el año religioso; estructuración de los diferentes sacerdocios). De unas primitivas prácticas materialistas, totémicas y fetichistas se pasará a un verdadero culto, con vistas a obtener la necesaria y fundamental p a x deorum , tributado a dos niveles: el privado y el oficial o público, lo que demuestra la vinculación de la religión a todos los actos de la vida de los romanos. En el culto privado, menos ritualista, y en el cual el p a te r fa m ilia s era el verdadero sacerdote, se veneraba al Genius familiar, a los L ares y Penates, dioses protectores de la riqueza familiar, así como a los M anes o espíritus de los antepasados. A nivel familiar tuvieron otros seres divinos (num ina) de inferior rango y que estaban presentes en los diversos momentos de la vida y a los que también tributaban diferentes ceremonias. La religión pública, sometida a minuciosas reglamentaciones y dispensada en los templos, se tributaba a los grandes dioses antes citados por el R ex sacrorum y los miembros de los diferentes colegios sacerdotales: P on tífices, a cuyo frente se hallará el p o n tife x m axim us; Flam ines, divididos en tres m aiores (dialis para Júpiter, quirinalis para Rómulo, m a rtialis para Marte) y doce m inores (para divinidades de segundo rango); A ugures, que examinaban los diferentes signos para adivinar la voluntad de los dioses; y Vestales, sacerdo­ cio femenino encargado del fuego sagrado. Con la dominación etrusca nace

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un nuevo colegio, al principio de dos miembros, después de diez y finalmente de quince (decemviri sacris fadunáis) encargados de consultar los Libros sibilinos, o colección sagrada de textos que contenían los secretos de los que dependía la propia supervivencia de Roma. Asimismo, diferentes colegios y confradías religiosas entendían en otros asuntos religiosos de interés público (Luperci, Saliares, Arvales, Fetiales). Debemos decir, para concluir, que de una primera religion de «sentimien­ to», tributada en bosques, grutas o cavernas, paulatinamente se irá pasando a una religión oficializada, en la que el do ut des se impondrá más allá de cualquier otra consideración religiosa, revistiendo aspectos claramente con­ tractuales que obligaban por igual a dioses y hombres.

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B IB LIO G R A FIA

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CAPITULO

2

LA RE PUBL IC A R O M A N A H A S T A LA I G U E R R A P U N I C A (509 -2 64 a. de C.) Guillermo Fatás

I. 1.

LOS IN IC IO S DE LA R E P U B LIC A

La « rev o lu c ió n » del 509

No es posible reconstruir fehacientemente la caída de la monarquía; ni, por otra parte, repugna a muchos estudiosos actuales admitir que Tarquinio el Soberbio huyó en el 509, intentando luego recuperar el trono, inútilmente. Recurriría, entonces, a la ayuda de Porsenna de Clusium, obteniendo lo deseado. La tradición romana rechaza esta recuperación del trono y sitúa aquí las gestas heroicas de Horacio Cocles, Mucio Scévola y Clelia, coetáneos de la supuesta derrota de Porsenna. Pero resulta más verosímil lo contrario: Roma se transformó en un anejo de Clusium; e incluso puede sospecharse que fue Porsenna quien expulsó a Tarquino, que iría a refugiarse a la corte griega de Aristodemo de Cumas, muriendo allí en 495. La crisis romana dio lugar a sublevaciones locales en su área de influencia: los latinos domeñados, las gentes de Aricia —que reciben ayuda de Cumas—, cuyas causas son oscuras y pueden ir desde la lealtad a la dinastía derrocada hasta el simple deseo de liberarse del yugo romano. Lingüistas y arqueólogos de nota han sostenido, con razonamientos atractivos, que la presencia etrusca (si bien es difícil precisar en cuáles intensidad y niveles) se mantuvo en Roma tras el 509. En torno a esta fecha cristaliza, no obstante, la creencia del cambio de régimen, bajo la fórmula de «tras la expulsión de los reyes» (post reges exactos). Investigadores como A lfóldi prefieren situar el cambio en 504 (batalla de Aricia) y los arqueólogos que siguen a G jerstad llevan el cambio en torno al 475. Sea como fuere, no hay argumentos de entidad suficiente como para zanjar la cuestión. Probablemente nos encontramos ante un proceso complejo, en donde actuaron numerosas concausas encadenadas entre sí. El año 509 es, sospechosa­ mente, el del advenimiento de la primera democracia en Atenas; el de la creación del consulado; el del inicio de un nuevo tipo de calendario; el de la expulsión de los reyes «extranjeros»... Fue llamado annus mirabilis o maravilloso, y no hay necesidad ninguna de crear la obligación artificiosa de explicar todo el proceso en torno a esta fecha. Sí es cierto que, al poco tiempo, el poder político y económico de la ciudad está en manos de unas pocas familias que, a posteriori, se autoincluyeron como protagonistas de la gesta o magnificaron de tal modo su intervención que llegaron a merecer la abierta repulsa de C icerón , quien, cuatro siglos y medio después, no se privaba de atribuir a la ambición familiar y al deseo de poder la

LOS IN IC IO S DE LA R EPU BLIC A

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pura invención de muchos sucesos primitivos. De estas consideraciones algunos han deducido que el tipo de monarquía «populista» y antipatricia simbolizada en Tarquino fue derrotada por las grandes familias de los terratenientes agropecuarios, y que ése es el verdadero sentido del proceso, en cierta manera antiurbano, enemigo de una economía relativamente abierta y receloso en extremo ante las «nuevas clases» artesanas y manufactureras potenciadas por la cultura etrusca, que iba poniendo los cimientos incluso de una entidad «prenacional», con cultos propios y, por ello, ajenos al monopolio de lo sacro mantenido hasta entonces por el patriciado. 2.

Los prim eros c o n flic to s externos

En los comienzos republicanos coinciden las guerras con los vecinos y el enfrentamiento social entre romanos. La necesidad que Roma tiene de-sus plebeyos para el ejército, dará a éstos la posibilidad de ir imponiendo condiciones que mejoren su existencia. Las guerras, por otra parte, están en función del retroceso general de los etruscos en Italia central, lo que animará a los latinos a afirmarse colectivamente y a los montañeses apenínicos a descender hacia las atractivas llanuras del litoral occidental. Probablemente, la expulsión de la dinastía no supuso la de los etruscos en general, pues, en los Fasti consulares primeros no faltan nombres etruscos; un vicus Tuscus o barrio etrusco existió en Roma durante bastante tiempo tras el 509; y los arqueólogos no detectan alteraciones significativas hasta el 475 más o menos: por ello proponen fechar en él la evicción de Tarquino, quizás olvidando que su destierro pudo no ser el de todos los etruscos. Puede aceptarse que, tras el 509, Roma actuase como una gestora lacial del etrusco Porsenna, dinasta de Clusium, que se habría hecho con la capital tiberina (y no pactado con ella, como aseveran las fuentes). Durante esta fase, los vecinos griegos de Cumas y las aristocracias latinas —entre cuyos miembros habría muchos amigos de Tarqui­ no— mostraron su hostilidad al nuevo régimen. Las ciudades de la Liga Latina fueron vencidas cerca de Tusculum, en el lago Regilo (499 ó 496), gracias a un milagro de los Dióscuros, que combatieron junto a los jinetes romanos. El magistrado Spurio Cassio impuso un pacto a los vencidos, el foedus Cassianum, por el que Roma trataba de igual a igual con el conjunto de la Liga; lo que, de hecho, suponía una posición hegemónica respecto de cualquier ciudad latina considerada aisladamente. Entre tanto, habían surgido ya los primeros graves conflictos sociales. 3.

P atric io s y plebeyos

Las fuentes aseguran que éstos fueron los grupos larga y violentamente enfrentados. Pero ello no significa forzosamente que todas las contradicciones se diesen entre ambos, sino que a los historiadores antiguos les pareció así. La lucha patricio-plebeya no fue un calco de la que luego opondría a la burguesía y el proletariado modernos. En la antigüedad hubo, sí, lucha de clases entre propietarios y no propietarios de los medios de producción. Pero sus manifesta­ ciones son mucho más complejas que en el capitalismo, ya que en la sociedad antigua hubo numerosas contradicciones que no pueden definirse primariamen­ te en función de esa circunstancia. Así, a los conflictos entre propietarios y no propietarios se añaden las oposiciones libre-esclavo, ciudadano-no ciudadano,

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LA R E PU B LIC A R O M A N A H ASTA LA I GUERRA P U NICA

hombre rural-hombre urbano e, incluso, propietarios de tierras y ganado frente a propietarios de fort^ias muebles. Todas estas oposicppes son operativas y, a veces, muy activamente. Los antiguos no se interesaron demasiado por ellas, de manera que el científicio debe indagar en qué medida y momento pudo alguna ser preponderante, atisbando la realidad a través de pequeños detalles e informaciones fragmentarias, lo que no es siempre posible ni gratificador. Pero ha de intentarse. La distinción entre patricios y plebeyos nunca desapareció en la historia romana; pero en los siglos v y iv fue especialmente neta. Patricio era, en principio, todo descendiente de los 100 primeros p a tre s con que Rómulo formó su senado. La p le b s (voz emparentada con el indoeuropeo pledh w y el griego pléth os, como plu res, «pletórico», «multitudinario») es, para algunos, la población sometida por los invasores de la Edad del Hierro; o los sabinos del Quirinal vencidos por los latinos. Frente a la explicación étnica caben otras, económicas, derivadas del monopolio conseguido por algunos grupos sobre la tierra de grano y pasto, frente a jornaleros y pequeños campesinos; o de la división del trabajo entre agropecuarios, por un lado, y artesanos y comercian­ tes, por otro (es decir: unpoco,la oposición campo-ciudad). Otros autores creen que, siendo agropecuaria toda la riqueza estable, la oposición se generó entre ganaderos (patricios) y agricultores. A través de escuetas definiciones tardías que señalan como plebeyos a «los que no tienen gen tes » (p le b e i sunt qui gen tes non habent) hay quien piensa que el dominio ejercido por un poderoso de cualquier tipo o patronus (palabra emparentada con p a ter) sobre un débil o cliens se tradujo en un intercambio de prestaciones: el cliente se encomienda, se entrega a la fieles del patrono y se somete a él, a cambio de integrarse en su grupo social o gens, grupo estable,' reconocido y que ejercita la solidaridad entre sus miembros. Esta fid es mutua es vitalicia; y tan capaz que otorga al cliente el uso del nomen gen tis , la participación en el culto,N etc. Es decir: sin ser un patricio, apoya a y es apoyado por los patricios. Su relación con el patron us es paralela a la de un hijo con el p a te r fa m ilia s. Esta institución, de origen económico, no permite presentar la lucha social como lucha entre dos «clases» económicas, simplemente; y explica por qué, a veces, la plebe —compuesta en parte por ciudadanos de las g en tes — actúa aparentemente en contradicción con sus intereses: una parte de la misma es prolongación de los p a tre s y p a tro n i, de quienes dependen su fortuna y bienestar. Esta institución, esencial en la vida romana, se extendió incluso a las comunidades: algunas ciudades se entregaban ( cleditio in fid e m ) a la voluntad de Roma, que actuaba patronalmente con ellas. En todo caso, la separación patricio-plebeya, así entendida, fue tan total que hasta 445 ( lex C anuleia) estuvo prohibido el matrimonio interestamental. Otros creen que la plebe la forman, sencillamente, los pobres, los infra classem , incapaces de costearse siquiera un mínimo equipo militar. Es claro que todas estas situaciones, imposibles de rastrear en sus detalles, influyeron en la génesis de la distinción patricio-plebeyo, en diverso grado e intensidad, según momentos que apenas es posible discernir. Lo importante es que la oposición era muy visible en el siglo v (obedeciera a las causas que fuesen, sin duda, muy varias); y que, desde luego, es observable la oposición entre los romanos encuadrados en gen tes (sólida y patriarcalmente estructuradas y con cultos comunes, un Derecho específico desarrollado —el quiritario— y gran capacidad de presión sobre el conjunto social), sean o no patricios, y los romanos «masificados», con aspecto de mera multitud. Las gentes parecen controlar la mayor parte del ager R om anus , la tierra «estatal». Puede pensarse que Servio

LOS IN IC IO S DE LA REPUBLICA

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Tulio introdujo criterios timocráticos, que favorecerían a la masa de hoplitas o propietarios medios; pero no sabemos ni hasta qué punto ni a qué velocidad operaron las reformas «constitucionales» sobre la realidad social. La reforma hubo de debilitar la estructura gentilicia, se hiciera en una o más veces; pero ello sólo significa que el embrión de Estado ya no fue únicamente una segregación de las gentes, y no que éstas perdieran ni todo su papel ni su preponderancia y, menos, de un solo golpe. En tal contexto, la expulsión del rex sería impulsada por los jefes de las grandes g en tes, sujetas al molesto poder arbitral del rey. La figura sagrada de éste se conservaría en un sacerdote ( rex sacro ru m ); pero el poder eminente del soberano como defensor de la comunidad entera sufriría un grave quebranto. El im perium regio pasó a un cargo supremo o m agistratu s, posiblemente un jefe patricio a cargo dei ejército (p ra eto r m a x im u s) , antecedente de los futuros cónsules. El poder debió de quedar en seguida en manos patricias, pues, muchos años más tarde, si morían los cónsules antes de expirar su mandato, el poder y el derecho a consultar a los dioses (ius auspicii ) «regresaban» no al senado (patres et conscripti ), sino sólo a sus miembros patricios, según la fórmula auspicia a d p a tres redeunt (los auspicios vuelven a los p a tre s). Estos elegían de entre sí a un interrex, renovado cada cinco días, que encabezaba el Estado hasta nuevas elecciones. Si ello era así en el siglo i a. de C., cuando el patriciado ya no dominaba Roma, con más razón hubo de serlo en los primeros tiempos republicanos. 4.

La reacción plebeya

Coincidiendo con las dificultades bélicas, en 494 la plebe abandonó Roma, retirándose a un monte cercano (el m ons Sacrum o el Aventino) para formar una comunidad política ( civitas ) separada, llevando al extremo la discriminatoria política patricia. Esta secessio p leb is conllevó la erección de un santuario específico, opuesto al capitolino, y dedicado a Ceres, Líber y Libera, dioses ancestrales del grano y la fertilidad biológica. El templo (a ed es) quedó bajo custodia de dos aediles, encargados también de los archivos de la nueva comunidad. Los patricios negociaron, aceptando la existencia de unos tribuni p leb is (que ya eran diez a mitad de siglo v), sacrosantos e inviolables, investidos de un terrible poder religioso que hacía sacer (execrable y reo de muerte) a quien ejerciera violencia sobre ellos, tal como confirman las leges Valeriae H oratiae de 449. Tomó cuerpo en seguida una asamblea privativa, el concilium p leb is, para elegir estos cargos, cuyas decisiones, llamadas «plebiscitos» (plebis sc ita ) eran vinculantes para la comunidad plebeya: era el comienzo de una fuerte y organizada resistencia de un grupo numeroso y activo, pero desposeído de derechos, ajeno a la comunidad quintaría7de los g en tiles monopolizadores de la ley, la religión, el gobierno, la tierra y la dirección de la milicia. El patriciado cedió por lo peligroso de la situación exterior: los pueblos de Italia central, a quienes los romanos llamaban «sabélicos» (hablaban todos oseo o lenguas emparentadas), se pusieromen movimiento en busca de tierras. Sus problemas de subsistencia debieron ser muy graves, hasta el punto de que crearon el ver sacrum o «primavera consagrada a los dioses», en que sacrifica­ ban todas las primicias vegetales y animales obligando —una vez en edad nu­ bil— a los niños nacidos aquel año a abandonar el territorio. Ecuos, volseos, sa­ binos y, sobre todo, los samnitas, buscaban desesperadamente tierras, sintién-

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dose atraídos por el Lacio y la Campania. Los ectios, en marcha hacia los mon­ tes Albanos, y los volscos, camino de Antium, saquearon los territorios urbanos intermedios. Los primeros héroes semilegendarios de la república (Coriolano, Cincinnato) se fraguan en estas luchas de mitad del siglo y en el intermitente enfrentamiento con Veyes (Veii), a 18 km aguas arriba de Roma, en la orilla derecha o etrusca, deseosa de controlar el vado de Fidenae y el comercio de la sal, de que se beneficia Roma, entre el mar y las montañas interiores pobladas por ganaderos. El germen de Estado, aún no desarrollado, encomendó este caso a una gens, la Fabia, instalada en la frontera con Veyes; la gens protagonizó la campaña del 477, pereciendo todos sus miembros a excepción de un adolescente dejado en Roma, como magnificó legendariamente su descendiente, Fabio Píctor. Ello nos da idea de cuál era el papel preponderante de las gentes en la joven república patricia, llegando a sustituir las funciones que hoy son propias del Estado. Pero, a la vez, el fracaso Fabio deja ver que la organización gentilicia demostraba no ser suficiente ante tal esfuerzo militar. El recurso a la plebe hubo de poner a ésta en mejores condiciones para negociar un nuevo status. 5.

Las X II ta b la s y la lucha p o r las m a g is tra tu ra s

El Derecho —cuyo concepto nuclear, ius, se integra en el ámbito de lo sagrado— es monopolio patricio, como la aplicación de la justicia. Su transmisión es oral y sólo los jefes de las gen tes y de las grandes familias (fa m iliae ) que las integran conocen las «fórmulas», fuera de las cuales no es posible actuar con licitud y eficacia. La nueva presión plebeya obtuvo que los principios básicos del Derecho fueran recogidos y publicados, detrayéndolos así en parte del insufrible monopolio del grupo dominante. En 451/450, dos comi­ siones sucesivas de diez hombres (decem viri legibus scribundis) compilaron y die­ ron a conocer en doce tabulae lo que sería llamado «fuente de todo el Derecho público y privado». Las XII tablas consagraban el poder prácticamente omní­ modo del p a te r fa m ilia s, en un modelo gentilicio que los plebeyos seguían ya o adoptaron entonces; la propiedad privada de la tierra, muestra de la gradual descomposición de la fuerza colectiviza dora de la gens, en beneficio de la familia y de su jefe; la prohibición del matrimonio legal ( conubium ) mixto; y la posibili­ dad de esclavizar o matar a un deudor insolvente, que quedaba sujeto a una vinculación (nexum ) respectó de su acreedor. Inmediatamente se desarrolla un germen de aparato administrativo. Desde 447, dos quaestores (cuatro, en 421) ayudan a la magistratura en la administra­ ción judicial, para especializarse en seguida en tareas financieras. Para la elaboración del «censo» (fundamental en la leva de tropas o dilectus y en el cobro de impuestos) se designa, cada cuatro años, y luego cada cinco, a dos censores, de gran prestigio ciudadano y moral, que se mantienen en función durante dieciocho meses, a cuyo término, revisados el buen ordenamiento de la comunidad y la condición de cada ciudadano, efectúan una ceremonia de purificación del Estado ( lustrum , lu stra tio ) . Los intentos de la plebe más rica por acceder a los cargos, parece que originan, en 444, la sustitución de los ma­ gistrados (m agistratu s ) usuales por un colegio, en principio accesible a la plebe, de tribuni m ilitum consulari p o te s ta te ; son jefes de la milicia con la potestad gubernativa de los cónsules, en número variable, que acaban suplan­ tando, en 426, a la magistratura, por más de cincuenta años. Pero los cargos habituales tardan mucho en abrirse a la plebe: hasta 407, la cuestura; ha pasado

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un siglo desde la «instauración de la libertad» (in stitu tio lib e r ta tis ) , como llamó T ácito al cambio de régimen, seiscientos años después. Entre tanto, se logran otras victorias. Las dos comunidades, gravemente escindidas, según comenta Livio, llegan con típico pragmatismo romano a diversos acuerdos, que acaban estabilizándose en un«modus vivendi» aceptable. Inmediatamente de publicadas las XII tablas, los p a tre s y sus gentes aceptan acatar los «plebiscitos», siempre que estén sancionados por la au ctoritas patru m : ello da a los tribunos de la plebe parte de la iniciativa legisladora y a los acuerdos plebeyos la fuerza religiosa y jurídica que emana de los fundadores de Roma, con tal de que éstos participen en el final del proceso, una vez formulada la voluntad popular; en consecuencia, los concilia p leb is se amplían, incluyendo en su seno no ya a la p le b s, sino a todo el populus, pues añora puede empezar a hablarse de un populu s R om anus y de una civitas integrada. Pueblo, además, no organizado según su fortuna, como en las centuras militares que sirven de base a los com itia centuriata, o por su estirpe, como en los com itia curiata, sino por el domicilio (por tribus). Así nacen los com itia tributa, que pronto pasarán a ostentar la fuerza legislativa principal en la historia republicana. No obstante, sigue reuniéndose el concilium p le b is como tal para elegir a sus ediles y tribunos, por y de entre plebeyos. La preponderancia de los comicios por tribus será tal que, un tiempo más tarde, tan sólo los teóricos del Derecho distinguirán entre lex (dada por un magistrado cum im perio o votada por las centurias) y p leb iscitu m , que recibirá ordinariamente el nombre de lex también, con el nombre de su proponente, al igual que las restantes.

II. 1.

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La g u e rra de Veyes. El incendio gálico

Roma tenía, en la vecina Etruria, una cabeza de puente para protegerse del norte por el fácil acceso de la isla Tiberina: el monte Janiculo ; era su atalaya frente a los etruscos y, particularmente, frente a Veyes, con la que surgirá una última y larga guerra. Desde la reforma «serviana», se hiciera de vez o por partes', en las legiones predominaron los hoplitas, divididos según su fortuna y edad (de diecisiete a cuarenta y cinco y de cuarenta y seis a sesenta años). La promoción social y política de la plebe debe mucho a esta circunstancia que igualaba, ante el enemigo, a patricios y plebeyos. A fines del siglo v hay ya jefes militares plebeyos que llegan al «tribunado con potestad consular» y se integran después en el Senado, adquiriendo condición de nobiles, de «reconocidos» o notorios como prohombres. Son senadores pero no p a tre s; simplemente están inscritos ( conscripti ) en la lista senatoria ( album senatus) . La campaña militar que consolidó el aparato militar romano pudo ser la guerra veyentana, por su larga duración (406-396, sospechosamente idéntica a la guerra de Troya). Exigió algo más que esporádicas «razzias» de temporada y hubo que pensar en que la res pu blica atendiese de modo permanente a quienes de modo permanente estaban en filas y a sus familias desvalidas, instituyéndose un estipendio (aunque no en moneda, a pesar de lo que dicen los antiguos, pues ésta no existía aún). El nuevo ejército había hecho sus pruebas con los reyes últimos y, en la república, rechazando a los ecuos y domeñando a los volscos:

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Antium se había aliado a Roma y Terracina, asimismo costera, fue tomada mientras se instalaban colonias latinas permanentes para vigilar los territorios amenazados. Integradas por campesinos inmediatamente movilizables, ofrecían a éstos la posibilidad de desahogarse económicamente. Frente a Veyes, en la orilla izquierda, Roma tomó Fidenae, la manzana de la discordia entre ambas ciudades, en 426. La guerra era inevitable. Tras largos avatares, M. Furio Camilo cercó Veyes durante el verano y el invierno, tras asegurarse la protección de las divinidades enemigas por el procedimiento de la evocatio, que «sustrajo» a Veyes a su propia diosa, Uni (Juno R egina) . Conquistada la ciudad, la diosa fue solemnemente instalada en el Aventino. La campaña pudo llegar a exigir la movilización de 6.000 hombres. Los territorios ganados fueron asignados a campesinos, encuadrados en cuatro nuevas tribus administrativas, que se formalizaron en 387. Roma había puesto sólidamente el pie en Etruria, en la orilla derecha del Tiber o ripa Tusca. Los analistas cuentan que, con el diezmo del botín, Camilo envió un vaso de oro a Apolo Délfico, por intermedio de los marselleses, que actuaron así de pro x en o i de Roma ante el gran santuario panhelénico: buena muestra, primero, de que entre Marsella y Roma había relaciones amistosas; y, segundo, de las crecientes fama e influencia de lo griego entre los romanos, así como de que aquéllos sabían dar la bienvenida y el apoyo al nuevo rival de sus persistentes enemigos, los etruscos, con quienes se habían enfrentado enconadamente en los siglos vi y V . Las victorias sobre los vecinos (ecuos, volscos, sabinos, veyenses) daban a Roma el predominio en Italia central, lo que se traducía en ventajosas alianzas con latinos y hérnicos. Pero una grave amenaza estuvo a punto de destruirlo todo: las invasiones celtas. 2.

La am enaza gálica

Desde el 500, oleadas de celtas (G alli ) se asentaban en Italia del norte. Poco después llegaba su vanguardia a Etruria, atacando a Clusium. Una presunta embajada romana —formada por miembros de los Fabios— no sólo no consi­ guió mediar, sino que irritó a los galos, que se encaminaron al sur deshaciendo al ejército romano en el río Allia, en el verano de 390 (ó 387), cerca de Fidenae. Roma fue tomada, saqueada e incendiada, mientras parte de la población se acogía, con sus dioses, al amparo de Caere y algún grupo resistía en la acrópolis del Capitolio. El dies A llien sis fue desde entonces un punto negro en el calendario romano,. La crisis general agudizó todos los conflictos: los externos, por el renacimien­ to de las amenazas sabélicas, e incluso hérnicas y latinas; los internos, por la situación de catástrofe y la necesidad del esfuerzo reconstructor, del acondicio­ namiento defensivo y la reforma legionaria. En cincuenta años no habrá sucesos militares de esta envergadura, pero la conflictividad social, la stasis, será elevada. Roma hará tenazmente frente a todas las amenazas, pactando nuevas bases de entendimiento en su interior, multiplicando la presencia militar, otorgando privilegios a las civita tes no romanas de su interés e intensificando la fundación (deductio ) de nuevas colonias.

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3.

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Las leyes Licinias

El héroe antigalo, M. Manlio Capitolino, primer patricio que tomó partido por la plebe, según los textos, encabezó un movimiento de excombatientes arruinados que, en virtud de la Ley, se hallaban n exi y en expectativa de venta o esclavitud. Asesinado «legalmente», el movimiento, descabezado, se aplacó; pero poco más tarde los ricos plebeyos C. Licinio Stolo y L. Sextio Laterano presentaron diversos proyectos de ley ( rogation es) a los que el senado se opuso empecinadamente. Uno regulaba el pago de deudas, instituyendo plazos y condiciones más razonables de amortización; otro reducía el usufructo de ager publicus por un particular, limitando a 500 iugera (según las fuentes; unas 125 ha) cada concesión; y el tercero reclamaba la «restauración» del consulado y la posibilidad plebeya de alcanzarlo. Tan enconado fue el enfrentamiento que los historiadores dicen no haberse celebrado elecciones en un quinquenio, como en un permanente estado de excepción, reeligiéndose, contra costumbre, a Licinio y Sextio como tribunos de la plebe para que pudieran culminar su intento. Finalmente, en 367, se aprobaron las propuestas y en 366 hubo elecciones regulares: Lucio Sextio Laterano fue uno de los dos cónsules. En la negociación, para evitar el acceso directo de la plebe a la iu stitia y su administración, se acordó crear una nueva magistratura, patricia y cum im perio, sólo sujeta al cónsul y que se especializaría en esa función: la pra etu ra , servida por un p ra e to r al que pronto se añadió otro más. Se crearon dos aediles curules, esto es, patricios, que compartieron con sus homónimos el cuidado de la policía y buen estado de la ciudad. Entre ambos colegios se borraron pronto las diferencias funcionales, aunque no tanto las de sta tu s social. Las leges L icin iae S e x tia e marcan el comienzo de una etapa de mayor normalización. Los dirigentes plebeyos obtienen en 364 la edilidad curul; en 356, un plebeyo es nombrado d icta to r en un ambiente de lucha con latinos y celtas; en 351, llegan a la censura; en 342, obtienen la posibilidad legal de ocupar ambos puestos consulares (lo que no sucede realmente hasta 172 a. de C ); en 339, parece que un puesto de censor se les reserva en adelante; en 337, conocemos al primer pretor plebeyo, y en 326 se logra la obligatoriedad —no sólo la posibilidad— de que un cónsul sea siempre plebeyo. H a dado, pues, comienzo, la crisis profunda del predominio exclusivo del sistema gentilicio, obligado a pactar incesantemente ante las amenazas bélicas de la Liga Latina y de la confederación samnita. Poco a poco, nacerá una nueva clase política dirigente, compuesta por los p a tre s y por los ricos y ahora ennoblecidos jefes plebeyos: la nobilitas, que se consolidará a modo de nueva oligarquía en el siglo siguiente. Roma efectúa sus primeros escarceos marinos. La aliada Caere, dotada de un importante puerto (Pyrgi), es honrada en 354 con el trato de civitas sine s u f fra g io (los caerites tienen en Roma todos los derechos, excepto el de voto) y en 348 se firma un tratado con Cartago, aliada antigua de Caere, acaso ampliando y mejorando el hipotético de 509 (raro y admirable año en que todo coincide: la «revolución», el tratado con Cartago, la creación del consulado, la dedicatoria del templo capitolino, etc. Precisamente el año de la reforma de Clístenes...) Las legiones —con 4.200 hombres cada una— son ya cuatro, a dos por cónsul, pero fácilmente se movilizan diez. La pérdida etrusca de poder en el Adriático, por obra gala, y la amenaza samnita sobre Campania y el sur del Lacio son aprovechadas por Roma cuando, en 340, se alza la Liga Latina, reserva de hombres para el ejército romano que no recibe nada a cambio. Roma

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trata con el Samnioy,por el acrisolado procedimiento del divide et im pera, Roma somete a los sublevados (338), acabando con el antiguo uso de administrar la Liga por decisiones comunitarias ( com m uni consilio ). Los latinos más refracta­ rios fueron borrados del mapa, deportados; otros fueron tratados como simples socii; a unos terceros se concedió la civitas sine suffragio; y, a ,los más dúctiles, la civitas R om ana. Era todo un aviso cara al futuro. Capua, amenazada por los samnitas —aliados de Roma— recurrió, de acuerdo con ésta, a efectuar la deditio in fid e m para «obligar» a la gustosa Roma a defenderla de los montañeses. La mayor ciudad de Italia en extensión urbana y territorial, dueña del lacio, se dispuso a conquistar Campania, en cuyo norte pronto poseyó el riquísimo ager Falernus, detraído, precisamente, a Capua. También la nobleza de Neapolis, como la capuana, pactó alianza con Roma, capaz de movilizar impresionantes efectivos, pero carente de una fuerza naval que mereciera ese nombre. 4.

Las guerras sam nitas

Con ocasión del tema capuano Roma se había enfrentado a los .samnitas, al preferir atender el compromiso de una deditio (acaso inventada por las fuentes) que el de su tratado de amistad. Entre 326-304 y 298-290, las II y III guerras samnitas (la I tuvo como breve fondo el asunto de Capua, entre 343 y 341) harán de Roma el primer poder itálico. Peritísimos en la guerra de montaña, armados con el pilu m y el scutum que copiarán las legiones, feroces por su primitivismo y exasperados por la permanente necesidad, se organizaron de modo vagamente federal sobre un vasto territorio, llevando la guerra a lugares muy distantes. Los

MARSOS

Aliados de Roma

LUCANOS Aliados del Samnio

Ayuda a Neapolis y ataques al Samnio desde Apulia (327) Expedicidn al Samnio, Horcas Caudinas (321' Ataques etruscos. Victoria ro­ mana (Perusia, 309). Expedicio'n a Bovianum (305).

F i g . 8.

L a s e g u n d a g u e r ra s a m n ita .

LA C O N Q U IS TA DE ITA LIA POR R O M A

F i g . 9.

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L a te rc e ra g u e rra s a m n ita .

romanos querrán atacarles en su propio terreno. Y, entre Capua y Benevento, en el desfiladero de las Horcas Caudinas, los cónsules y las legiones hubieron de rendirse, desarmarse y desfilar desnudos bajo un yugo sin llegar a combatir, dicen las fuentes (321). El senado repudió a los generales, que parecían haber condenado a Roma a ser una capital comarcana, acosada en el Lacio e incomunicada con el sur. Pero la imperturbable tenacidad romana va a poder con todo. Tras una notable victoria en 314 —con la que podría haberse conclui­ do la guerra—, Roma deseará el aniquilamiento samnita, comenzando por to­ mar una de sus capitales federales, Bovianum. Tras una tregua de cinco años se reanudará la lucha. Pero, entre tanto, la obsesión Fabia, la Etruria meridional y del Tiber medio, va cayendo en manos romanas gracias a Q. Fabio Máximo Rulliano, que fue cinco veces cónsul en veintisiete años. La lección, como cada vez, ha sido bien aprendida; y entre la victoria de 314 y la toma de Bovianum (304) se crean nuevas colonias latinas que guarnezcan el sur y la costa, con dos duumviri navales que activan la incipiente flota. Es preciso regularizar las comunicaciones entre el Lacio y la Campania, el nuevo granero: y en 312 nace la idea de la Vía Appia, la «reina de las vías romanas». Cuantos han flaqueado frente a los samnitas o los han ayudado, encuentran ahora su castigo implacable: el territorio hérnico es anexionado, el pueblo ecuo desaparece prácticamente, y Roma se acrece con las tierras del río Liris, foso natural del Lacio frente a los samnitas. Pero si el interés Fabio está al norte, los Decios, los Cornelios, los Claudios lo tienen en el'sur. Y son ellos quienes mandan en Roma, a pesar de algunas brillantes biografías plebeyas (que, no nos engañemos, representan los antiguos intereses de dominio tras el pacto con el patriciado. El mismo Licinio Stolo

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depende, por matrimonio, de una gens patricia). La guerra del 299, conducida por Decio Mus, tiene su punto crítico en 295. Los romanos han logrado desplazar del Samnium al enemigo, rechazándolo hacia el norte. Los umbros y los etruscos se confabulan con ellos y con los galos senones frente a la «intolerable tiranía» romana, en pluma de L ivio . Un Decio y un Fabio se enfrentan en Sentinum (Umbría) a la coalición mientras otras tropas impiden el refuerzo etrusco. La victoria obtenida alcanzó en ese tiempo reputación extraitálica y aparece, por ejemplo, en historiadores samios; se habla de 100.000 muertos, de 25.000. Las colonias de Sena Gallica (289) y de Ariminum (268) mostraron al poco que el ager G alücus, como la Umbría, ya tenían dueño definitivo. Luego, hemos de ver cómo las operaciones en Etruria no cesaron, durando largo tiempo: todo el que fue preciso para que las viejas ciudades fueran cayendo en manos de Roma, una por una. 5.

El fin a l de los grandes c o n flic to s internos

Aunque las fuentes son confusas, a fines del siglo m se refuerza la importan­ cia de los plebiscitos, a la vez que se ataca fuertemente la esclavitud por deudas (ilex P o etelia P apiria, del 326 ó 313). Pero el personaje que mejor simboliza las nuevas contradicciones es Appio Claudio, helenizante, patricio descendiente de una gens sabina acogida en Roma con sus 5.000 miembros al poco de instituirse la libertas. Censor antes que cónsul, cónsul por dos veces y d icta to r, tratado de demagogo por las fuentes a causa de su apoyo a los humiles (libertos, plebe desprotegida), se resistió a la hegemonía de la nueva nobilitas e intentó cerrar a los hom ines novi de la plebe rica el acceso a las magistraturas y a los sacerdocios mayores, apoyando una política más igualitaria para con las capas bajas de Roma; autor del proyecto de la Vía Appia y del primer acueducto urbano, el aqua Appia, favoreció la política de empleo, siendo el primer censor que revisó el album senatus, inscribiendo en él incluso a hijos hijos de libertos y autorizando a los plebeyos a inscribirse en la tribu de su residencia y no sólo en las cuatro «urbanas», reservadas a los miserables con objeto de desvanecer su influencia comicial. Un protegido suyo, edil curul, publicaba al tiempo el calendario, para que todo el mundo supiera en qué días era lícito ver una causa, y las legis actiones, o procedimientos de actuación judicial, para que se supiese no sólo cuándo, sino cómo había que actuar. Claudio, censor entre 312 y 308, tenido como padre de la literatura latina, no fue bien tratado por la tradición; acaso porque los Fabio se hallaban al frente de la política «centrista» de la nobilitas: dos de ellos serán cónsules en los cuatro años de la censura de Claudio. Esta política de «conservadurismo liberal» se evidencia en acciones como la de Q. Fabio Rulliano, que en 308 reclasificó a todos los humiles en las tribus urbanas (y así estarán por más de un siglo), o en las consecuencias de la lex Ogulnia (300), que creaba nuevos puestos de pontífices y augures, ampliando sus venerables colegios, para dar entrada a los hom ines novi de la rica plebe afecta al sistema. Se ratificó el derecho de apelación a los comicios en caso de pena grave (provocatio a d populum ) que, como tantas otras cosas, se tenía por creación del 509, nuevamente sancionada en 449 y que ahora parece cobrar virtualidad bajo el impulso de una mentalidad nueva que iba amparándose de Roma. El conjunto legal más significativo es, en 287, el que regula los plebiscitos (lex H ortensia, 287), dictado tras un fuerte alzamiento plebeyo motivado acaso por el injusto reparto de la Sabina central, al final de la III guerra samnita. La ley ordenó que c/nod plebs iussisset om nes Q uirites ten eret, según P l in io : «Que lo

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que la plebe mandase, obligara a todos los Q u irites » (en el sentido, ya, de roma­ nos). El mismo Hortensio logró que los días de mercado o nundinales (aprove­ chados por el campesinado pobre para ir a la ciudad) fuesen f a s ti: aptos para la vista de juicios, poniendo así más al alcance de los humildes el acceso a la justi­ cia, tan celosamente monopolizada por los p a tres y sus nuevos aliados. 6.

El fin a l de la co nquista de Ita lia

Hemos perdido los libros correspondientes de ab Urbe condita para la conquista de Etruria; pero los F asti nos dicen que se venció a Volsinia en 280, lo mismo que a Vulci. Y que, alzada de nuevo aquélla, Fulvio Flacco la tomó en 265, reduciéndola a civitas fo e d e ra ta y poniendo a su frente, como en todas las demás, a las aristocracias locales. Con la reciente conquista de la Sabina por Curio Dentato (290) y la conclusión de las guerras samnitas, las fundaciones de Venusia y Hadria abrían a Roma, respectivamente, las vías de Magna Grecia y del mar Adriático. La espléndida Tarento comenzaba a tener que compartir su zona tradicional de hegemonía con la recién llegada. Al asumir Roma las responsabilidades campanienses y sus excedentes demográficos, se encontró metida en la política del Estrecho, donde los campanienses Mamertinos, mercenarios de los griegos, se establecieron a la fuerza en Mesina (288) mientras que en la otra orilla una legio Cam pana, actuando por cuenta de Roma, ocupaba desaforadamente Rhegion. A pesar de las zonas de influencia pactadas con Tarento, en 302 —con límite en el cabo Lacinio— Roma intervino, a petición griega, en ayuda de Locris, Hipponium, Thurii y otras poleis, reforzándolas frente a los indígenas ítalos y exhibiendo imprudentemente su primaria flota en la misma Tarento, que la derrotó, tomó Thurii para mostrar su preeminencia (282) y, por enésima vez —ya lo había hecho con mercenarios lacedemonios y con otros—, solicitó el apoyo de los griegos de la Madre Patria. Un gran general helenístico, Pirro, rey de Epiro, se puso en marcha. Deseoso de consolidar un poder griego, monárquico, en Africa y Magna Grecia, intervino en Italia y en el avispero siciliano avalado por su falange y sus imponentes elefantes de combate. Roma y Cartago sellaron, una vez más, alianza. Pirro ganó batalla tras batalla (Heraclea, Ausculum) en las más verdaderas victorias «pírricas», por la insolidaridad de las poleis —que limitaban su apoyo una vez pasado el peligro— y la imposibilidad de reponer bajas y recursos. Dos años de victorias en Sicilia (278-276) lo devuelven a Italia, aunque perdiendo en el camino la flota siracusana. Saquea el tesoro de Locris, para allegar recursos, y es hostigado por los campanienses de ambos lados del Estrecho, a quienes difícilmente puede combatir. Curio Dentato, el héroe frente a galos y sabinos, acertó a enfrentarse a Pirro del modo más adecuado, de forma que la estrategia.helenística no pudiera desarrollarse bien. En Malevento (Beneventum , desde ese día) Pirro comprendió que, ganando todas las batallas, había perdido la guerra (275) y volvió a Epiro, aunque dejando a su hijo y a su hombre de confianza al frente de Tarento, que resistió tres años más, acabando por ser una simple civitas fo e d e ra ta , con su propia administración, pero sin posibilidad de una política propia en el exterior y obligada a subvenir a las necesidades navales de Roma, vencedora ya de un rey helenístico. La tradición afirma que Ptolomeo Filadelfo de Egipto envió presentes a la nueva potencia mediterránea. Era todo un síntoma. Por lo demás, el contacto de Roma con el mundo griego no era, naturalmente

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nuevo. Ostia es puerto abierto desde mediados del siglo iv. Diversos historiado­ res griegos mencionan la llegada de romanos a la corte de Alejandro en 323; a fines de siglo, Rodas y Roma oficializan su amistad republicana; y en el 306, un nuevo tratado amistoso con Cartago confirma el rango «internacional» conseguido por Roma incluso antes de Sentinum. Pero la victoria sobre Pirro y Tarento auguraba un futuro tan claro que un contemporáneo, infortunadamen­ te perdido, el siciliano Timeo, vaticinó el enfrentamiento entre Roma y Cartago por el dominio de Sicilia y el control del Mediterráneo occidental y central. Como han observado los estudiosos, estos años son, un poco, los del eclipse de los Fabio; los nombres consulares más frecuentes son de otras gentes y, sobre todo, de la Atilia, que da siete cónsules en un veintenio; su estirpe procede de Campania: los intereses meridionales van a privar durante un tiempo en la política romana. Efecto asimismo de la proximidad con lo griego es la introducción de la moneda, surgida hacia 289 como institución más o menos regular, al crearse trium viri que dirigen el taller en el templo de Juno Moneta y que pronto facilitan el numerario preciso para la guerra pirro-tarentina. La vida interna­ cional exige enseguida medios importantes de pago, y se usarán monedas de plata, con patrón greco-egipcio y acuñadas en Tarento. Roma acuña didracmas, con tipos púnicos y helenos: un caballo, una cabeza de Ares-Marte, enseguida sustituidas por otras con la Loba y los gemelos y con Hércules (269) y por piezas en que aparece la misma Roma coronada por la Victoria, hacia 264; es la afirmación de una personalidad ética y política, una visión oficial que la R e s p u b lica desea dar de sí misma al mundo la que aparece, diáfanamente, en su tipología numismática, factor inapreciable de propagan­ da tanto como señal de identidad. No obstante, hay que esperar a las guerras con la gran rival histórica, Cartago, para ver aparecer en las monedas de Roma las proas o rostra de las naves de guerra. Hasta ese momento, está claro que Roma no se considera especialmente relevante en el mar. El esfuerzo más duro, largo y grave de la historia republicana, el de la II Guerra Púnica, será el que desarrolle en el espíritu romano toda la virtualidad que ahora se apunta modestamente en las piezas de plata acuñadas en el sur. Es, precisamente, el paso del sitema de la dracma, prestado por el mundo griego, al del denarius, creación propia y futura moneda dominante en el mundo mediterráneo.

III.

1.

LA O R G A N IZ A C IO N P O LITIC A DE LA R O M A R E P U B L IC A N A

La o rg a n izac ió n de las conquistas

Tras la toma de Tarento y Volsinia, Roma controla Italia desde Mesina hasta el Arno y el Aesis. El territorio propiamente romano (a g er R om anus) es de 1/5 del total: Lacio, Campania, Sabina, ager G allicus (con el Piceno, cara al Adriático) y Etruria meridional. Distribuido en 35 «tribus» administrativas (cuatro urbanas y 31 «rústicas» desde 341), pertenece a una sola civitas, la romana. En su seno, las ciudades son simples m unicipia con entidad meramen­ te administrativa, o ni aun eso, como en la Sabina: se les considera simples

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aglomeraciones. Sus dueños, los cives R om ani, poseen plenitud jurídica (icivitas optim o iuré), con derecho a matrimonio legal {conubium ), a la enaje­ nación y adquisición de propiedades (com m ercium ) y al voto (suffragium ). Sólo ellos —aunque de hecho, no todos— pueden optar a los cargos de go­ bierno {honores). Otros ciudadanos, como los de Caere, poseen estatuto me­ nos completo, aunque lo alcanzarán a lo largo de los siglos m y n. En el ager publicus R om anus se crean coloniae civium R o m an oru m , casi todas cos­ teras y con misión de vigilancia, como Ostia, Terracina, Minturno, Antium y, en el Adriático, Pisaurum. Son no tanto a modo de pequeñas Romas, cuanto pedazos de Roma misma trasplantados a otros lugares de Italia: todos sus ciudadanos son, en efecto, cives R om ani. El territorio de los aliados (so c ii) es cuatro veces mayor. Son, técnicamen­ te, extranjeros (p ereg rin i ), aunque favorecidos; guardan sus propias leyes y administración, reconociendo la superior entidad y supremacía real y moral ( m aiestas ) de Roma; aceptan su tutela militar y política, sus guarniciones y sus relaciones exteriores. A veces, parte de su a ger se ha convertido en ager Rom anus: depende de la resistencia que en su día ofrecieron a las legiones. En situación jurídica intermedia se hallan los cives L atin i, con estatuto semejante al inicial de los latinos étnicos. Básicamente, gozan del ius com m er­ cii y del ius conubii, estando discriminados en los derechos políticos y en la capacidad de apelar a los comicios. L a tin i son los habitantes de unas pocas ciudades latinas y, sobre todo, miembros de la baja plebe romana instalados como cultivadores en la parte pública del territorio aliado, pobladores de las coloniae L atin a e que acceden a la propiedad a cambio de sacrificar sus derechos políticos en Roma. Estas coloniae L a tin a e van sustituyendo a las coloniae civium Rom anorum , por ser, políticamente hablando, menos costosas. Entre 338 y 265 se verifica la fundación (d e d u c tio ) de 23 colonias latinas, con más de 80.000 colonos de origen romano; examínese el estratégico reparto de las principales en relación con las vías: Fregellae, Beneventum, Venusia, Hadria, Ariminum, Spoletum, Alba Fucens. Pero los L a tin i recuperan el suffragium si regresan a Roma, a la madre patria. Coyunturas de escasez llevarán a una legislación restrictiva, que les dificultará la residencia en la ciudad y que llegará a anular el ius canubii para impedir la recuperación de las civitas mediante matrimonio. La población propiamente romana, en 265 a. de C., era de unas 900.000 personas (292.000 movilizables) y los aliados sobrepasaban los dos millones. Los ingresos regulares más estimables eran el tributum (impuesto ciudadano para la guerra), el vectig a l (canon por el usufructo de ager publicus) y los p o rto ria , impuestos indirectos sobre el tráfico mercantil. 2.

El e jé rc ito en el siglo III

Instrumento principal del poder romano sobre Italia, las legiones ciudada­ nas se caracterizan precisamente por estar compuestas exclusivamente de cives R om ani que defienden su tierra con armas propias, a excepción de los más pobres {infra classem , pro leta rii, que sólo son prole y padres de romanos, capite censi, censados como simples cabezas a efectos de control), convocados sólo en casos de extrema gravedad ( tum ultus , como el de 390). Las 18 primeras centurias son la caballería ciudadana; seis de ellas son las antiguas de Tities, Ramnes y Luceres, p rio re s y p o sterio res, que votan en primer lugar en los comicios (s e x su ffragia ). Las tres primeras clases por la fortuna forman la

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infantería pesada; y las dos últimas, y más numerosas, la ligera (v e lite s ), las tropas de hostigamiento. Con el asedio de Veyes se regulariza el apoyo económico de la comunidad al combatiente y su familia. Normalmente la movilización es de temporada, entre primavera y otoño. La república puede exigir del ciudadano hasta 16 campañas, entre sus diecisiete y cuarenta y cinco años; diez sólo, si sirve en caballería; pero la cifra puede extenderse a veinte, lo que no será tan raro. A los cuarenta y seis años se pasa a la reserva, generalmente a cargo de la defensa de la ciudad; a los sesenta se alcanza la exención total. La leva (d ile c tu s ) la verifica el cónsul, con permiso del senado, al inicio del año político (marzo) y el licénciamiento se hace en otoño. El ejército normal consta de cuatro legiones, a dos por cónsul, que han pasado de 3.000 infantes (m ilite s ) a 4.200, más 300 jinetes (eq u ite s) por legión. Las tropas de los so cii (a u x ilia ) son más o menos en igual número, aunque con más jinetes. Cada legión incluye 60 centuriones procedentes de la tropa, auténticos profesionales, como los decuriones (que mandan las unida­ des menores de a caballo). Los oficiales superiores son los tribuni m ilitu m , a razón de seis por legión, elegidos por el pueblo y con alta consideración pública. Las cuatro legiones iniciales, o legiones urbanae, mantuvieron a estos tribuni m ilitum a pop u lo ; pero las extraordinarias, cada vez más usuales, fueron enseguida provistas de tribunos elegidos por los generales (tribuni m ilitum ru fu li). Al frente de la legión, naturalmente, hay un general (magistra­ do o exmagistrado) dotado de im perium . Por definición, el consul, el p ra e to r o el d ictador y su segundo. La táctica legionaria es muy flexible, no falangística, servida por los manípulos, de dos centurias cada uno —hay 60 centurias por legión—; los manípulos se disponen al tresbolillo (qu in cu n x ), en tres líneas, dejando huecos de maniobra y para que se inserten los velites. En cada dilectus, tras la jura, el m iles es asignado a un centurión y según su edad forma con los h astati (reclutas), p rin cip es (antiguos combatientes, de primera línea) o triarii (vetera­ nos, tercera línea, que forman en centurias de sólo 30 hombres). La legión acampó enseguida por el sistema de castra, o campamentos fijos, con dos calles perpendiculares que se cruzaban en el centro (praetoriu m ), en que se situaba la tienda del alto mando. Rodeado de foso y empalizada, cuyas estacas transportaban en su equipo los soldados, un campamento alojaba usualmente a un ejército consular completo —dos legiones, auxilia, animales e impedi­ menta— y asemejaba una ciudad poblada por miles de habitantes sujetos a estrictísima disciplina. El ordenamiento manipular aparece ya a fines del siglo iv, seguramente como reacción ante el tipo específico de la guerra samnita. Entonces parece que se sustituye el hasta por el pilu m , jabalina de casi 1,5 m, con un cuerpo perfectamente contrapesado y un estudiado encaje de la punta de hierro en el vástago de madera. La espada se modifica para hacerla más apta al cuerpo a cuerpo, antes de que, en el siglo ii, se adopte el gladius H ispaniensis. El peso del reclutamiento (dilectu s ) cae básicamente sobre el pequeño propietario campesino, lo que acabará siendo un grave inconveniente; como lo es el del alto mando variable anualmente y, a veces, dentro del mismo año por rotación entre los cónsules; ello resulta ocasionalmente pernicioso, sobre todo en campañas de larga duración que han de de obedecer a una sola estrategia; de ahí que, en una de ellas se recurra, tras finalizar el año consular, a renovar al general el im perium —no el consulado—: esta prórroga (p roroga­ tio im perii) consiente al general actuar a modo de cónsul (p ro consule); así nacen, en 327, las «promagistraturas». Roma carece prácticamente de flota

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que merezca tal nombre: una veintena de naves, ni muy buenas, ni experta­ mente mandadas. 3.

La relig ión

Impregna no ya la vida ciudadana, sino la del Estado mismo, a causa de la necesidad de consultar los auspicios en cada acción que se ejecuta en nombre de Roma. De ahí que el Derecho público romano se halle transido por los ritos sacros. Los dioses fueron tantos como las necesidades concretas exigieron. Jove, Marte y Quirino son enseguida sustituidos por la tríada etrusca del Capitolio, Jove, Juno y Minerva, que coexiste con dioses itálicos más populares (la tríada plebeya; Vesta, Jano, Diana, Flora) y helenos o etruscos (Venus, Apolo, Hércules, Neptuno, Esculapio, Mercurio, etc.). Determinadas abstracciones se personalizan, como la Fides, la Fortuna, la L ibertas o la Virtus, mientras persisten atávicos ritos agrarios (A nna Perenna o el renaci­ miento anual, Consus, guardián de los silos, etc.). La necesidad de encomen­ darse a un numen para cualquier cosa hace surgir —es sólo un ejemplo— a Abeona y Adeona, o a Iterduca y Domiduca, que custodian al niño que va y viene de casa. Los mismos grandes dioses no se libran de la especialización y surge un M arte patrono de la venganza ( U lto r ) , o un Jove que paraliza al fugitivo (S ta to r ) o trae la lluvia (E licius ) como amo de la atmósfera. El temor romano a cada fuerza o actividad preternatural, llevó incluso al «rapto» ritual de dioses enemigos, mediante la mágica evocatio, que ya vimos en Veyes y que aplicó también a Vetumno de Volsinia. La religión es enormemente rígida en su ritual (lo que no hay que interpretar despectivamente como mero formalismo). Se codifican al detalle lugares, gestos, palabras exactas, características minuciosas de la ofrenda, etc. Era esencial conocer la disposición divina, lo que se intentaba mediante interpretación de signos augurales («ominosos»), de acuerdo con la Etrusca disciplina, la adivinatoria, que adquirió carácter jurídico-público. Toda activi­ dad de magistrados y comicios en nombre de Roma exigía la consulta celeste, frecuentemente por la contemplación de las aves (vuelo, canto, comida, etc.: avispicum , auspicium ). No se trata de averiguar el futuro, sino de conocer si los dioses no consideran ilegítimo lo que va a emprenderse. Los secretos antiquísimos guardados por el colegio pontifical (p en etralia pontificum ) invadieron el Derecho público, también pendiente de los procedimientos, de las form u la e. En principio, la justicia (que incluye la noción de ius, Derecho) exige el cumplimiento escrupuloso de las obligaciones con lo sagrado, cuya inobservancia, sobre hacer ineficaz cuanto se actuara (fuera o no inadvertida­ mente), podía ser catastrófica. Ya el rey había de auspicare, y de ésta su capacidad de comunicación con los numina se derivaba, precisamente, su auctoritas (voz pariente de augere y a u g u r) , su sacralidad; la fuente, en suma, del im perium sobre la comunidad y de la capacidad para regularla. Los sacerdotes no eran profesionales, sino ciudadanos distinguidos, ini­ cialmente patricios, designados a tal fin por un tiempo usualmente fijo. Los fla m in es (de la misma raíz indoeuropea que el sánscrito brahm an) eran 15, presididos por los de Jove (flam en d ia lis), M arte y Quirino; Fueron poco a poco relegados por los p o n tifices, cuyo presidente (P o n tife x M a x im u s) era vitalicio y el mayor experto oficial en materia sacra, responsable del calenda­ rio, de la disciplina cultual pública y privada y custodio de los archivos del pueblo romano. Dos augures consultaban a la divinidad y su respuesta (tras la

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hepatoscopia, el avispicio, etc.) era vinculante. Un mal augurio impedía una actuación; el augurado, compatible con las magistraturas, podía ser una importante arma política. Muchos colegios especializados acompañaban a éstos: las vírgenes Vesta­ les guardaban el fuego sagrado de Roma, inextinguible; los fe tia le s ejecutaban los ritos del inicio de una guerra asegurando que fuese guerra justa (bellum iustum ); los quindecem viri sacris faciu n d is consultaban los misteriosos Libros Sibilinos, procedentes de Grecia y comprados por Tarquino, que contenían fórmulas conjuratorias y expiatorias que helenizaron la religión. Las supervi­ vencias de los cultos gentilicios más notables se refugiaron en colegios de tipo semipúblico, como los L u p erci (de las gen tes Fabia y Quinctia) y otros. Todo magistrado, como cada p a te r fa m ilia s, tiene competencia religiosa. El p a te r fa m ilia s es el jefe del culto doméstico a Vesta, a su propio genius, a los Penates, Lares y Manes familiares, a la Juno del ama de casa, etc. A lo largo de los siglos iv y m es clara la influencia griega, que antropomorfiza a los numina, individualizándolos y dándoles un aspecto preciso. Se hizo entonces inevitable el paralelo identificatorio entre los viejos dioses romanos y los de la Grecia clásica: Hermes-Mercurio, Venus-Afrodita, Poseidón-Neptuno, etc. 4.

E conom ía y sociedad

Poco podemos decir de la primera, excepto que parecen predominar las tierras de pasto junto a la pequeña explotación cerealística; las arbustáceas (vid, olivo) son aún secundarias. La producción se destina al autoconsumo. Hay manufacturas de cerámica (Campania) y metal (Etruria) de alguna envergadura. El comercio exterior es muy reducido y la moneda lenticular de plata, tardía (aunque no tanto como la de bronce, que en lingotes signados o rodajas fundidas acuñadas aparece antes), de imitación griega. El bronce signado facilita las operaciones p e r aes e t libram (mediante bronce y balanza), objeto inicial del ius com m ercii. El predominio social es, en estos siglos de la República, de los terratenien­ tes, sobre todo desde que los grandes propietarios plebeyos se integran en la nobilitas, comenzando a desvanecerse a estos efectos las distinciones de estirpe. La plebe rural conoce dos malestares graves: las deudas, que acaban en esclavitud (lo mismo para la plebe urbana) y la injusta asignación del ager publicus, acaparado por patricios y nobiles: conseguir tierra es el triunfo y más, lograrla sin perder derechos ciudadanos (así, el ager Gallicus en 232). La plebe urbana crece con muchos libertos, esclavos manumitidos griegos e ítalos, procedentes de guerra o compra, que poseen derechos ciudadanos (teóricamente mayores que los de cualquier aristócrata que no sea civis Rom anus en Italia), pero a menudo menesterosos, por lo que prestan su voto a los grupos dominantes para conseguir la subsistencia, voto que se da a cambio de un pagó, del ingreso en la clientela, etc. La dependencia de muchos plebeyos respecto de los p a tro n i o los ricos influyentes se transparenta en los votos comiciales, muy controlados por los poderosos. El desarrollo de la necesidad estatal abre el camino al sistema de impuestos —ya mencionado— y a los contratistas de suministros para el ejército, las obras públicas y el abastecimiento urbano (annona). Estos publicani suplen con su organización la que no posee el Estado, actuando en algún modo como sus representantes y lucrándose con la intermediación; en el futuro participarán en estos contratos algunos equites R om ani, con cuyo

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nombre se acabará designando a los n egotiatores importantes, a quienes sean ricos por el manejo del dinero y las mercancías. Pero, de momento, los equites R om ani equo p u blico, incluidos en las 18 centurias ecuestres por el censor, forman un ordo o estamento oficialmente distinguido (como el ordo sen a to ­ rius, aunque de rango inferior, pero contando en sus filas con muchos senadores y patricios). Los nuevos negociantes irán alcanzando poco a poco su nivel económico y aspirarán a su rango, como más asequible que el senatorio. El ordo equester, con el tiempo, será un buen exponente de la ,nobilitas terrateniente y negociante, directamente vinculada al senado, aun­ que distinta de él, si bien comenzase siendo la lista de los 1.800 romanos más ricos. De los ricos no senatoriales saldrán algunos hom ines novi, sin antepasados curules, pero a los que la n obilitas acepta en una actitud más realista que la de Appio Claudio. El ordo equester es un buen acceso, limitado (1.800 hombres), pero no tanto como el senado (300). No han de confundirse estos equites equo pu blico (a quienes el Estado concede la honra pública de un caballo oficial­ mente) con los simples equites legionarios o soldados de caballería. En tal sociedad no es razonable esperar grandes creaciones filosóficas o literarias. La primera obra latina de envergadura no llega hasta fines del siglo m y es una traducción: la Odisea es vertida al latín por un griego, Livio Adrónico. Appio Claudio ya dio forma literaria a sus discursos y escribió algo de gramática y leyes, mientras se desarrollaban las semillas del teatro en las fiestas populares, pero poco más. El arte plástico era aún tributario de Etruria: templos sobre podio, ornamentación escultórica en terracota, buena capacidad retratística, aunque ya se abría paso la influencia griega directa, visible en obras singulares, como la cista Ficorini.

5.

Las m a g is tra tu ra s

Nunca hubo en Roma constitución escrita, sino un conjunto de usos y reglas, acordes con la costumbre ancestral (m o s m aioru m ) y obedeciendo al principio genérico de que el poder soberano estaba en el populus Rom anus articulado en sus dos representaciones más selectivas y eminentes: los magis­ trados elegidos en comicios y el senado. Los magistrados, en general, son colegiados, anuales, electivos y jerarqui­ zados. Los dos cónsules dirigen el ejército y la vida pública. Al principio quizás hubo un p ra e to r (de prcie-ire?) , jefe militar, sobre el que pudo actuar un m agister p opu li (el futuro d icta to r, precedido de 24 lictores con fa sc e s y segures; no de 12, como los cónsules posteriores). El d icta to r nombraba a un m agister equitum o jefe de la caballería. Tras 361, este cargo excepcional recayó en ex cónsules, a propuesta del senado y mediante designación por el cónsul para un máximo de seis meses, en los que su im perium era técnicamen­ te ilimitado, no obstante la rendición de cuentas que —como a los demás— podía exigírsele a su término. Todos los altos magistrados poseen im perium , derecho por antonomasia militar y civil: im perium dom i (en Roma), con limitaciones al uso de tropas y al poder de condenar a muerte, e im perium m ilitia e (fuera de ella), con escasas limitaciones. La naturaleza sacra de este poder se infunde al magistrado tras su creatio por otro, una vez terminada la elección comicial. Convierte a quien :lo ostenta en algo más que un simple representante del pueblo, el cual permane-

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ce en pie ante él, hallándose éste sentado (al revés que en Atenas, donde el magistrado es un representante electo y revocable). En la creatio coinciden la voluntad popular, la au ctoritas p a tru m , la lex curiata de im perio (arcaísmo por el que el pueblo de los Quirites sanciona la magistratura); gracias a ello puede el creatus convocar al pueblo y obrar lícitamente con él ( ius agendi cum popu lo ) y con el senado, que no puede autoconvocarse; y con la legión, en que es juez inapelable. Puede legislar con potestad delegada en su ámbito de competencia (su p rovin cia, que sólo luego restringirá su sentido a lo geográfi­ co). Además de los cónsules, dictadores y m ag istri lo poseen los pretores, cuya función característica es juzgar y «edictar» el Derecho ( ius edicendi). La inexistencia de códigos exige que el pretor inicie su ejercicio con un edictum en que sienta normas de actuación y procedimiento a que deben atenerse los tribunales (q u a estio n es). Estos edictos formarán, por acumulación, una juríspridencia enrevesada y casuística que no será ordenada hasta Adriano (E dictum p e r p e tu u m ) . Hay un p ra e to r urbanus para litigios entre cives y otro peregrinus, para casos en que intervienen extranjeros (241). Es, además, el sustituto natural del cónsul en actividades que exigen im perium . Ediles y cuestores n o lo poseen; tienen la p o te sta s, facultad simple de mando que les otorgan su elección y nombramiento. Aunque la edilidad no se considera imprescindible para la carrera política superior ( cursus honorum) , su relación con los juegos y festejos era un buen trampolín para la populari­ dad; el cargo confería, una vez ejercido, la entrada en el senado y el ius imaginum o derecho a la posesión y exhibición cultual de las efigies ancestrales. Las calles, el tráfico, la policía de mercados y transacciones, el orden ciudadano y la annona eran sus cometidos principales, junto con la guarda de los edificios públicos. Los cuestores (en principio, uno por cónsul), elegidos desde, 447 por las tribus, eran magistrados financieros; ocho, en 267. Se alcanzaba la cuestura entre los 27 y 30 años, y aunque la p rovin cia qu aestoria se les asignaba por sorteo, pronto se facultó a los altos magistrados para elegir entre los cuestores, fuera del sorteo (e x tr a s o r te m ), a quien deseasen. En casos graves llegaban a actuar temporalmente como quaestores p ro p ra eto re, incluso con competencia militar. La censura, posiblemente creada en 416, sin im perium , alcanzó enorme utoridad moral por lo delicado de su misión : clasificar a los ciudadanos a efectos militares y fiscales (una clasificación desajustada podía resultar desas­ trosa para un particular), revisar la propia condición de ciudadano, alterar el album senatus para proveer vacantes, así como el ordo equester, con capacidad de infamar (n o ta censoria) a los indignos, privándoles de su condición. El primer censor plebeyo surge en 351 (los dos, no llega a verse hasta 131 a. de C.), más de doscientos años después. La regulación de este cursus honorum comienza efectivamente en 342, con la prohibición de acumular magistraturas el mismo año y la necesidad de un lapso decenal para desempeñar de nuevo el cargo — ite ra tio —; en 275 se prohíbe la itera tio en la censura. Fuera de este cursus, aunque asimilados luego a él al nivel de los ediles, están los tribuni p le b is, «revolución institucio­ nalizada» en los primeros tiempos, que defienden a los plebeyos (ius au xilii) pudiendo vetar ( ius in tercession is) la decisión de cualquier magistrado (excep­ to en caso de dictadura y acaso al in terrex ) y obligar a cualquiera p o r'la fuerza a cumplir los plebiscitos (ius c o e rc itio n is) . Sin otra protección que su sacrosan ctitas y sin poder actuar más allá de una milla (1,5 km) fuera del recinto urbano (e x tr a p o m o e riu m ) , en su mismo número estaba su enemigo,

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pues el veto de un tribuno paralizaba la actuación de los otros nueve, lo que hizo que la oligarquía manipulase enseguida el colegio, cuyo crecimiento apoyó. Líderes natos de la plebe, presidentes de sus concilia, fueron admitidos a escuchar los debates senatorios y luego, incluso, a convocarlos. En el siglo n el ejercicio del tribunado ya daba acceso al senado. 6.

Las asam bleas

Son de tres tipos: las reuniones informales para debate, información, etc. ( con tion es); los concilia p le b is y los comicios (com itia), asambleas oficiales del pueblo, presididas por un magistrado. Es preciso celebrar com itia en un día apto (d ies c o m itia lis) y precederlos de auspicios favorables.

Tienen tres fines principales: aprobar leyes, elegir magistrados y dictar sentencias en apelación (casos graves, en los centuriados; de menor cuantía, en los tribuales). La iniciativa legislativa es exclusiva de los magistrados, que proponen proyectos de ley (ro g a tio n es) a aprobación o rechazo, pero no a discusión ni enmienda. Las decisiones dependen, según épocas, de la sanción previa o posterior por la auctoritas patru m . De acuerdo con los marcos oficiales los comicios son centuriata (según el encuadramiento militar), tributa (por el domiciliario) o curiata (según el decaído esquema gentilicio). Los ancestrales com itia k a la ta (de kalare, cf. kalendarius) pudieron ser la asamblea primitiva en que el rex comunicaba el ordenamiento de la actividad anual a la comunidad, y habían desaparecido. Los comicios curiados datan de época real, y se vacían pronto en favor de los centuriados; desde las leyes Licinias son una supervivencia que vota formulariamente la lex curiata de im perio que perfecciona la creatio de magistrados. Otras misiones secundarias eran atestiguar ritualmente en nom­ bre del populus R om anus Q uiritium y la herencia calendaria de los com itia ka la ta , presididos en este caso por el pontífice. Los comicios centuriados son, en principio, las legiones; por ello se reúnen ex tra p o m o eriu m , en el Campo de Marte, mientras un gallardete rojo ondea en el Janiculo (si el magistrado manda arriarlo, el comicio queda suspenso). Votan las leges rogatae, respondiendo al magistrado que las presenta uti rogas («sea como pides») o antiquo («que se siga como antes»). El voto es oral y muy sometido por ello a coacciones, hasta que en el siglo II se introdujo el voto por tablilla. En caso de juicios o apelaciones se dice «absuelvo» o «condeno» (lib ero , dam no o absolvo, con dem n o). Los comicios centuriados eligen a cónsules, pretores y censores, ratifican la guerra y la paz y entienden en los casos de condena contra lo que es capital (caput ) en un cives, si éste recurre a la p ro v o c a tio a d populum : su vida, su ciudadanía, el exilio, etc. Entre la convocatoria y los comicios han de transcurrir tres ferias o mercados (nundinae), veinticuatro días en que se discute qué se ha de hacer. En todos los comicios es imprescindible obrar en persona, siendo imposible la delega­ ción de voto, de modo que el no residente en la Ciudad —de no ser rico— se ve, de hecho, incapacitado para actuar (se calculan en más de cien los días anuales en que hay comicios por una u otra razón). Ello otorgará gran relieve a la plebe urbana limitando las posiblidades del campesinado autónomo. En ningún comicio es el ciudadano unidad de voto. La unidad es la curia, la tribu o la centuria. Ello significa el predominio de los ricos (98 centurias, sobre 193, son suyas), incluso en los comicios por tribus (de 31 tribus, sólo 4 son urbanas; todos los ricos están en las rústicas y la inmensa mayoría de la

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plebe urbana, en las 4 citadas). En ambas asambleas actúan, naturalmente, los mecanismos clientelares, acentuando tal tendencia, máxime siendo el voto de cada cual, en el seno de su unidad, oral y público. Los comicios tribuales absorben al concilio plebeyo desde 287 (hay quien los llama concilia p le b is trib u ta ). La tendencia general a relegar a los pobres en 4 tribus no pudo ser rota por A. Claudio. Las tribus cobraron pronto personalidad jurídica y capacidad para recibir legados, lo que tuvo importan­ cia a la hora de negociar los votos. Elegían a los ediles y a los tribuni m ilitum ; fueron la asamblea legislativa por excelencia, quitando terreno a las centurias. Como concilium p le b is actuaban sin patricios, eligiendo a los tribunos de la plebe y a los dos ediles específicos, siendo presididos por el colegio tribunicio. El predominio de las tribus rústicas fue siempre visible, como se ha dicho. En general, el crecimiento del ager R om anus dificultó hasta el extremo el contacto directo de la mayoría ciudadana con estas instituciones. Los acomo­ dados y los residentes en Roma fueron por ello los grandes protagonistas de la responsabilidad política. 7.

El senado

La tradición atribuye a Rómulo la creación de 100 senadores. Histórica­ mente se atestiguan 300 (seguramente en relación con las tribus y las curias originarias). Los senadores patricios (p a tre s) no se confunden qon los plebeyos (a d le c ti o conscripti, añadidos o inscritos). Teóricamente asesoran a los cónsules mediante consejos (sen atu scon sulta) no vinculantes; ejercen la auctoritas en la forma que se ha visto y custodian el tesoro de Roma en el templo de Saturno (aerariu m S a tu rn i). El senado dirige la política exterior, nombra y recibe embajadas, resuelve sobre las p ro vin cia e de los magistrados, la amplitud del reclutamiento ( dilectu s) , la emisión de moneda y supervisa los colegios sacerdotales. Es el depositario eminente de la tradición (m o s m aio­ rum ) y del ser de Roma, del saber atávico y de la herencia de Rómulo, Numa, Servio Tulio y los fundadores de la Urbs. Deliberaba —generalmente en la C uria —, si era convocado, entre el alba y el ocaso, no pudiendo hacerlo por la noche en virtud de antiguos interdictos. El prin ceps senatus (vitalicio) solía ser un excónsul y excensor, patricio y de una de las tenidas por primeras gen tes romúleas (o gen tes m a io res). Los excensores precedían en dignidad y uso de la palabra a los excónsules (co n su la res) , éstos a los expretores (p ra eto ria n i) y así sucesivamente. Dentro de cada grupo, los p a tr ic ii a los p leb eii. Quienes no habían ostentado magistratura, raramente intervenían: eran los llamados p ed a rii, que emitían opinión yendo a pie junto al senador de mayor rango cuyo juicio compartie­ sen (in senten tiam ire ). Las sesiones, a puerta cerrada y con las ventanas simbólicamente abiertas, se iniciaban por el presidente (magistrado convocan­ te) que, tras su exposición {relatio), escuchaba al princeps y a los demás. El senado daba un decretum o un senatusconsultum , registrado en el erario por los quaestores urbani. Grandes terratenientes, miembros de los tribunales ordinarios {quaestiones) y, por lo tanto, casi irresponsables, apenas admitieron hom ines novi e hicieron de su rango algo hereditario, además de vitalicio, lo que les dio enorme prepotencia. Los magistrados les estuvieron sujetos, naturalmente. Las dificultades vinieron de la plebe o de sus propias divisiones internas.

B IB LIO G R A FIA

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CAPITULO

3

LAS G U E R R A S P U N I C A S Y LOS IN IC IO S DE UN I M P E R I O (264-133 a. de C.) Guillermo Fatás

I. L U C H A S C O N T R A C A R T A G IN E S E S Y G R IE G O S POR EL D O M IN IO DEL M E D IT E R R A N E O O C C ID E N T A L

Tras controlar el centro y el sur de Italia, Roma avizora el mundo insular que la circunda, en donde cartagineses y griegos se disputan el dominio político y comercial. La intervención romana, sustentada en la solidez inquebrantable de su ejército cívico, logrará las islas tirrénicas y siciliana y, al poco, importantes enclaves en tierras de Africa, Hispania, Grecia e Iliria. En poco más de un siglo, sobre el que versa este capítulo, Roma se transforma en un imperio mediterráneo: empresa fabulosa, que ya sorprendió a los historiadores clásicos; tanto más cuanto que no se trataba de una conquista premeditada y sistemática, como pudieran haberse entendido las campañas de Alejandro, que obedecían a una sola voluntad. Roma apareció como actuando de algún modo a rastras de los propios acontecimientos, apoyando a sus aliados, estableciendo «glacis» defensivos; pero en una política de expansión que llevaba, inextricablemente unida, la obligación (no por escasamente percibida menos real) de convertir a las legiones en una verdadera policía imperial. P olibio mismo señala cómo Roma pretextó a menudo razones morales y de alianza con el fin evidente de acrecer su ámbito imperial. Los resultados de las conquistas fueron de enorme trascendencia para la Historia Universal. Y, claro es, para la historia romana: aflujo de inmensas riquezas, helenización de la arcaica sociedad romana, agudizamiento de las distancias sociales y crecimiento —hasta los límites mismos del estallido— de las nuevas tensiones internas aparecidas forzosamente en el tránsito de un mundo rústico y riguroso a otro ecuménico, culturalmente más inervado y en donde la conciencia del poder (practicable ya en escala continental) se instituye como factor indispensable en el análisis de los grupos sociales dominantes en Roma. 1.

Los m o tiv o s de las guerras

Discrepan hoy los estudiosos a la hora del diagnóstico. Defienden, unos, la tesis de la simple reacción defensiva ante amenazas exógenas, la falta de una voluntad imperial neta y, en consecuencia, la actitud vacilante de los órganos institucionales ante el fenómeno. Otros piensan que la política

LU C H AS CONTRA CARTAGINESES Y GRIEGOS

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expansiva fue conscientemente asumida, como hecho agresivo y propiamente imperial, al menos desde la II Guerra Macedónica; el senado, por un lado, y los intereses meramente económicos, por otro, habrían sido sus motores. En tal o cual momento, determinadas grandes familias, deseosas de prestigio y del poder que otorgaban las ámplias clientelas extranjeras, serían una excelente personificación de esta actitud de Roma. La tradición destaca el escrúpulo con que la República velaba para que un conflicto fuera bellum iustum pium que; la honesta rectitud (fid es) que se presuponía congénita a Roma en sus acciones y compromisos era la base doctrinal de las relaciones exteriores y aun internas. Livio se refiere al minucioso rito de la declaración de guerra por los fe tia le s romanos, mediante el que se proclamaba solemnemente que la ciudad obraba en su defensa y obligada por la perfidia ajena. La compleja ceremonia, destinada a hombres y dioses, buscaba retóricamente conseguir satisfacción por medios pacíficos y mágico-religiosos; y, en caso negativo, el p a te r p a tra tu s o primer fecial arrojaba una lanza enrojecida contra la tierra enemiga, en las lindes romanas. Cumplida la fo rm u la jurídico-religiosa, la comunidad de los Quirites —que por esta razón atávica y tranquilizadora de su posible mala conciencia mantenía una liturgia característica de sus tiempos de potencia meramente local— se consideraba exenta de toda responsabilidad por los graves daños que, inevitablemente, habían de derivarse de una guerra. Roma dominaba, sin contemplaciones, con la conciencia tranquila. Las prescripciones del ius fe tia le fueron devaluándose a medida que la extensión del imperio generaba una auténtica capacidad diplomática. Con la difusión de los sistemas de alianzas, el pretexto más usual en las guerras era la defensa de un Estado aliado —socius — o protegido — in fid e m — de la Re­ pública. El que una ciudad se entregase a Roma —d ed itio — justificaba a menudo la intervención legionaria, ordenada por un senado cuyos aristocráti­ cos miembros eran centro de una vasta trama de compromisos de hospitalidad e incluso de clientela con las aristocracias colaboracionistas de otras civitates, lo que obligará a menudo a los p a tre s e t conscripti a asumir los conflictos de otras colectividades. 2.

La P rim era G u erra Púnica (264-241 a. de C .)

Desde fines del siglo iv, la momentánea comunidad de interés entre Cartago y Roma cristalizó en un pacto político (306), evolución de los de 348 y 323 que, aunque ignorado por P olibio , explica bien la acción de ambas repúblicas frente a Pirro. La retirada de éste dejó manos libres a Roma en el Tirreno y un aparato militar perfeccionado, sin contar con novedades tan enriquecedoras como el botín tarentino. Aun así, la mera proximidad rom a­ no-púnica en el Estrecho no explica la guerra del 264: la política cartaginesa, basada en el control comercial del occidente mediterráneo, no se oponía, en principio, a una dominación romana de Italia, de carácter eminentemente terrestre. Ciertos incidentes, localizados en el Estrecho de Mesina, serían los que hicieran chocar los presupuestos tradicionales de Roma con las miras mercantiles y navales de Cartago. A pesar de algunas alianzas, como la rodia, Roma no contaba con una auténtica política oriental, lo que explica la confianza con que las potencias helenísticas observaban la expansión romana; los acuerdos con Cartago vetaban el comercio latino en Cerdeña, Africa y el sur de Hispania. En

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cambio, accedía libremente a Sicilia, donde Siracusa (regida por Hierón II) se había visto libre del acoso púnico, por las tropas de Pirro. Los mamertinos, mercenarios campanos hasta entonces al servicio de Siracusa, capturaron Mesina, atacando Sicilia oriental y molestando, con la venia de Cartago, a Hierón. Ya vimos cómo la legio C am pana de Rhegion creó, paralelamente, problemas semejantes a Roma, resueltos con la ocupación de la ciudad (270). Cansados del control cartaginés, los mamertinos operaron la deditio in fid e m con Roma (264), reclamando su ayuda. P olibio dice que el senado, en principio, se negó a responder a la llamada, recién salida Roma como estaba de la guerra de Yolsinia. Pero los cónsules M. Fulvio Flacco y A. Claudio Caudex consiguieron la aquiescencia comicial. (Los Fulvii, junto a familias de raíz samnita y campaniense, como las A tilia y O tacilia, dominaron en Roma durante la I Guerra Púnica.) En suma: parece que entraron en juego intereses privados, pues, la presencia púnica en Mesina podía amenazar las comunica­ ciones entre el Tirreno y los puertos del mar Jónico y el golfo tarentino. La guerra por Sicilia duró veintitrés años y supuso ingentes esfuerzos financieros para los contendientes. Roma pudo justificar su ataque por la obligación de observar la f id e s a que apelaba Mesina. Pero, una vez obtenida la alianza de Hierón (que situó a Roma como defensora del helenismo), su ataque contra Akragas (Agrigento) es un caso típico de la perfidia (fraus, fid e s Punica) que las fuentes grecorromanas quisieron hacer típica de Cartago, abocada ahora a la lucha (262). Roma no podía afrontar la situación sin flota. En 261, con el concurso valioso de los marinos greco-itálicos, construyó una importante armada de 100 quinquerremes y 20 trirremes. Pero la impericia naval romana apeló al ingenio legionario: pronto se emplearon unos ganchos (c o rv i) con platafor­ mas que convertían el combate naval en una lucha de infantes al abordaje, evitando la temible embestida de los espolones enemigos sobre las naves propias; el cónsul Duilio logró así la primera victoria de la flota, en Mylae (260), solemnemente conmemorada con la erección de una columna ornada con los espolones metálicos (ro stra ) de los barcos de Cartago. Cuatro años después, la victoria de Ecnomos permitía a Atilio Régulo desembarcar en Africa para atacar al enemigo en su propia sede. Pero, al año siguiente, vencido por los espartanos de Jantipo a sueldo de Cartago, acababa su iniciativa en un completo desastre: sólo quedaron 2.000 supervivientes de la expedición. En 254, casi toda la escuadra naufragaba en Camarina, al sur de la isla. Todo el esfuerzo parecía perdido sin remedio. Los años siguientes fueron para Roma los más largos y penosos del ya dilatado enfrentamiento. Las ofensivas sobre la Sicilia púnica se quebraron en los fracasos de Lilibeo y Drépano (249): la consternación en Roma fue grande y el clan «pacifista» de los Fabii, apoyado ahora por el senado, obtuvo tres consulados seguidos. Cartago, al preferir consolidar su sta tu s africano que no estimular a Amílcar Barca y sus tropas en Sicilia, no explotó el éxito: así aparecía el predominio del grupo encabezado por Hannón y partidario de la expansión por Libia ante las complicaciones mediterráneas. Esta pugna interna perdurará más allá de las hazañas de Aníbal, descendiente del general ahora inmovilizado en Sicilia. El respiro, no sin exigir un nuevo y colosal esfuerzo humano y económico, consintió a Roma reconstruir la flota y comenzar las operaciones. C. Lutacio deshizo al enemigo en las islas Egadas (241), obteniendo el bloqueo de las plazas púnicas de la isla. Sin posibilidad de contraataque y expuesta a una nueva invasión, Cartago se avino a una multa enorme (3.200 talentos, en diez

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años) y a ceder las posesiones sicilianas, las Egadas y las Lípari. Se le prohibía la recluta, tan necesaria para su ejército habitual, de mercenarios ítalos y veía surgir frente a su costa la primera provincia romana: la Sicilia no siracusana, gobernada por un magistrado naval (quaestor classicus) hasta que, en 227, recibiese su estatuto definitivo y un gobernador de rango pretoriano. 3.

El p erio d o e n tre g u erra s

En los años que siguieron, tanto Roma cuanto Cartago, intentaron nuevas expansiones de interés económico y militar. Entre 241 y 238 Cartago padeció una atroz guerra con sus mercenarios, sublevados por falta de pago. Mandados por Matho y Spendio y ayudados por los libios, perecieron ferozmente. Roma aprovechó para ocupar Cerdeña, tras de que el senado aceptase la deditio de los mercenarios alzados en ella; la isla fue ocupada y Cartago, sofísticamente acusada del desorden, padeció una nueva multa de 1.200 talentos en concepto de gastos de guerra. La inmediata ocupación de la costa corsa hizo del Tirreno un lago romano. Cartago hubo de buscar su desahogo en la única tierra occidental libre de la mirada de Roma: Hispania. Pese a las reticencias de la facción «africanis­ ta», los Bárquidas, partidarios del resurgir naval y mercantil de Cartago, protagonizaron la iniciativa estatal en esos años. Por otro lado, la experiencia romana en el mar condujo a la ciudad a operaciones marinas de policía contra los piratas ligures, muy enojosos para Massalia, e ilirios, peligrosos para los establecimientos adriáticos (229). Esta limpieza del mar oriental permitió a Roma establecer contacto con las federaciones etolia y aquea, beneficiadas por la labor de limpieza de la armada republicana, surgiendo desde entonces clientelas romans en la península griega. La alteración de las relaciones de poder en toda la zona estuvo entre las causas que llevaron a los galos del Po a invadir Etruria, amenazando a Roma desde Vulci (226-225). La república recurrió a la movilización general ( tumul­ tus) y las legiones vencieron al enemigo en el cabo Telamón, acabando con toda resistencia en la acción de Clastidium (222). El control del área se realizó mediante el establecimiento de colonias permanentes, como Cremona y Plasencia (219). Entre tanto, reorganizadas las nuevas provincias pretorianas de Sicilia y Cerdeña (227), aparecieron de nuevo los problemas conexos con los repartos de ager publicus. Fue notable la actividad de C. Flaminio, tribuno (232), cónsul (223 y 217) y censor (220), autor de la primera lex agraria documenta­ da con certeza, la lex Flaminia de agro Piceno et Gallico viritim dividendo, que procuraba tierras a los pobres en las zonas nuevas, a pesar de la oposición nobiliar. Como censor, programó la via Flaminia, que facilitaba la expansión hacia Ariminum (Rimini), en el Adriático. Flaminio optó por una política favorecedora de la pequeña propiedad rústica, mejor que por el apoyo neto a los nacientes intereses mercantiles. Ello le causó dificultades con algunas familias nobles, sobre todo a partir del plebiscito de 218 (lex Claudia) que limitaba la participación senatorial en el comercio por mar. Estos sectores irritados coincidían en su enemistad con otros grupos agrarios a quienes tampoco contentaba Flaminio al desarrollar, con su vía, posibilidades mer­ cantiles que abrían los negocios a grupos medios y no aristocráticos; de ahí que ciertos sectores de negocios y la baja plebe apoyaran a Flaminio frente a los grandes tradicionalistas como los Fabii.

60

4.

LAS GUERRAS PU NICAS Y LOS IN IC IO S DE UN IMPERIO

La g u e rra de A n íb a l (218-201 a. de C.)

La guerra del 264 debilitó grandemente la posición de Cartago, y sus secuelas (la guerra mercenaria y la enemistad de los súbditos libios) aún empeoraron la situación. Cartago precisaba, imperiosamente, resarcirse de las notables pérdidas en el Tirreno y Amílcar Barca fue el hombre de la recuperación en Hispania, frente al parecer de Hannón el Grande, portavoz de los «agraristas» africanos. La historiografía prorromana, al tratar del estallido de la guerra, impuso unilateralmente la tesis de la fraus Púnica; y P o l ib io , la más sólida fuente, ya destacó la idea de desquite que habría movido a Amílcar. Empero, también Roma tenía su facción belicista, destacando en ella los Aemilii y los Cornelii Scipiones, que dirigieron la política del momento. La invasión púnica de Hispania (237) buscaba una base territorial amplia (abandonando la política de factorías aisladas), la explotación de sus ricos recursos metálicos y la reconstrucción de un fuerte ejército asalariado: todo ello era necesario para la recuperación de las aguas tirrenas (Γρπα marici, hasta hacía poco) y del antiguo «status quo» en el Mediterráneo occidental. Pese a la oposición de los notables, el pueblo encargó a Amílcar la exploración peninsular con los últimos mercenarios. Operando desde Gadir, sometió la Andalucía occidental y murió en la costa mediterránea en 229. Su yerno y heredero político, Asdrúbal, fundó Qart Hadasht (luego Carthago Nova) y usó de inteligente diplomacia, emparentando con la aristocracia nativa como luego haría su sobrino y sucesor, Aníbal, que estaba en Hispania desde los nueve años; educado simultáneamente en los saberes helenísticos y en la dura vida campamental, será desde los dieciocho años lugarteniente de su tío y único comandante de Cartago en la Península tras su muerte en 221. La decisión de Aníbal de intervenir en la guerra saguntina (219) provocó la declaración romana de guerra. El asunto, jurídicamente, es oscuro y entre los estudiosos ambas posturas tienen defensores. Sagunto era aliada de Roma, verosímilmente, pero el tratado de 226 (firmado por Asdrúbal) situaba en el río Hiberus el límite norte de la expansión púnica, tal y como dice P o l ib io . No sabemos si hubo pacto formal entre Roma y Sagunto o si ésta era, simplemente, aliada de Massalia, protegida de Roma. Sí parece claro que, por ambas partes, existía un deseo de concluir definitivamente tan larga y enconada rivalidad. En todo caso, no puede descartarse que la letra de los convenios recibiese interpretaciones distintas de dos mentalidades jurídica­ mente tan diferentes como la latina y la semita. En 218, según los censos transmitidos por Livio, Roma contaba con 273.000 ciudadanos movilizables. La cifra era más alta si se incluía a los reservistas, adulescentes de más edad y mucho mayor contando con los socii. Cartago no podía ni soñar con tal dispositivo y, además, no controlaba el mar. La iniciativa romana fue audaz: un cónsul (Sempronio Longo) debía pasar al Africa y el otro (Cornelio Escipión) a Hispania, para atacar directamente a Aníbal. Pero el genio de éste realizó un imposible: cruzó los Pirineos y los Alpes con un contingente inicial de 70.000 hombres que serían por último 26.000, a causa de las deserciones, las muertes y los destacamentos dejados para asegurar la libre comunicación con Hispania y su hermano Asdrúbal. Muchos galos padanos se le unieron. Aníbal alimentaba la creencia de que los socii itálicos, oprimidos por Roma, podrían acogerlo como a un liberador y probablemente deseaba no tanto destruir cuanto empequeñecer a Roma, frente a lo que afirma P o l ib io . Venció a Escipión en el Tesino —lo que

F ig . 10.

La conquista del Mediterráneo occidental.

Tesino 218

LU C H AS CO N TR A CARTAGINESES Y GRIEGOS 61

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LAS GUERRAS PU N IC A S Y LOS IN IC IO S DE UN IM PERIO

determinó el apoyo de numerosos galos, excelentes propagandistas suyos— y Sempronio hubo de dejar Sicilia a toda prisa, aunque para ser derrotado en Trebia, a fines del 218: Aníbal era dueño de toda la Cisalpina. Las reservas legionarias, movilizadas con urgencia, se enfrentaron a Aníbal en el lago Trasimeno (junio del 217), perdiendo Roma un cónsul y 15.000 soldados. El desastre final parecía inminente e insoslayable. Aníbal se dirigió al sur, mientras el senado despachaba a Escipión a Hispania para que actuase en su litoral. La política favorable a un enfrenta­ miento decisivo había recibido tres crueles golpes, pero aún tuvo fuerza, anidada en las facciones más populistas, para defender un último intento: Cannae (Cannas), el más horroroso desastre militar de la historia republicana, en que perecieron, arrollados por la pericia incomparable de Aníbal, un cónsul y 45.000 hombres, cayendo prisioneros otros 20.000. Gran número de senadores y nobles figuraban entre ellos. Roma fue presa del terror: se hicieron sacrificios humanos, volviendo a bárbaras prácticas extinguidas. Los ápulos, lucanos y bruttios se aliaron a Aníbal, y hasta Capua, rompiendo su deditio, le abrió las puertas en 216 para que montase sus cuarteles en Campania. La otra alternativa política, la de la resistencia a través de acciones de desgaste, se personificó en Q. Fabio Máximo Cunctator («contemporizador»), nombrado dictator tras la muerte del cónsul Flaminio en Trasimeno. La situación era límite; y, tras el desastre, Filipo V de Macedonia pactaba con Aníbal la creación de un frente antirromano en el Adriático; el leal Hierón II, muerto en 215, ya no podía impedir que Siracusa tratase con Aníbal; y éste, en 213, ocupó también Tarento. No extrañará, pues, que los romanos pasasen por un momento de helenofobia. Todos los historiadores, de ayer y de hoy, expresan su unánime asombro ante la reacción romana iniciada en 212, y que ya no se detendrá. El senado, conducido por Cunctator, actuó sabiamente jugando a fondo la baza de la lealtad fundamental de la mayor parte de los socii itálicos. Aníbal tenía dificultades logísticas y la política de tierra quemada que caracterizó a esta guerra llegó al extremo de obligarle a pedir trigo a la metrópoli. La falta de refuerzos no era menos grave, así como la pertinacia romana en crear un frente en la retaguardia hispana para inmovilizar a los efectivos de Asdrúbal. Frente a Filipo V se emplearon la flota adriática y la diplomacia: los etolios y el reino de Pérgamo, vecinos y enemigos del expansionismo macedonio, pactaron con Roma amenazando al sucesor de Alejandro por el este y por el sur. En 205, Filipo prefirió firmar por su cuenta la paz con Roma, abando­ nando a Aníbal. Entre tanto, las legiones recuperaron Siracusa (212), castigaron duramente a la infiel Capua (210) y entraron en Tarento en el mismo año en que Escipión, el futuro Africano, muertos su padre y su tío en Hispania, tomaba Carthago Nova con tropas semiprivadas (209); inmediatamente Escipión se adentra en la Península, vence a los cartagineses en Baecula y en 205 los expulsa de Gadir. Entre tanto, la única posibilidad púnica consistía en transferir a Italia el ejército hispano-africano. La expedición fue deshecha en Metauro (207), muriendo el general cartaginés, cuya cabeza sirvió de advertencia a su hermano, que hubo de acantonarse en el Bruttium (los Abruzzos), mientras las ricas tierras hispanas, pronto convertidas en provincias, le procuran dinero y metales. Roma, entre la paz o el último esfuerzo por el exterminio enemigo, decidió esto último. Una vez más, los romanos pasaron al Africa al mando de Publio Cornelio Escipión (204), apoyado en seguida por Massinissa de Numidia

LA H E G EM O N IA SOBRE EL M U N D O HELENISTICO

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y su excepcional caballería. Aníbal regresó inmediatamente a su país, así como Magón y los destacamentos procedentes 4e Hispania que aún quedaban en Liguria. Pero, en 202, la llanura de Zama vio la derrota de Aníbal, enfrentado con un general, asimismo, de excepción y con muy superior caballería, decisiva en los combates de tipo helenístico con movimientos envolventes por las alas. En 201 quedaba firmada la paz, que reproducía y agravaba las condiciones impuestas cuarenta años antes. Cartago hubo de entregar sus elefantes, abandonar toda tierra no africana, renunciar a cualquier política exterior que no fuera la consentida por el senado, reconocer a Massinissa, príncipe cliente de Roma, como rey de Numidia, comprometerse al pago durante un lapso de cincuenta años de la astronómica cifra de 10.000 talentos y, sobre todo, entregar la totalidad de su flota de guerra, a excepción de diez simbólicos navios para protección de su puerto. Roma era ya dueña indiscutible de todos los litorales del occidente mediterráneo.

II. LA H E G E M O N IA SO B R E EL M U N D O HELENISTICO Y LA C O N S O L ID A C IO N DEL IM P E R IO EN O C C ID E N T E P o lib io atribuye la victoria al superior equilibrio institucional romano, pero sólo un año tras la misma, y a pesar de la oposición comicial (relatada por L iv io como efecto del tremendo esfuerzo y de la tradicional repugnancia por territorios tan alejados del Tirreno), Roma inicia el desquite sobre Filipo (II Guerra Macedónica). El problema de los soldados desmovilizados no debió de ser insuperable, pues la tierra tomada a las ciudades que ayudaron a Aníbal pudo paliarlo suficientemente. Una tesis muy difundida ve un tono defensivo en la actitud de Roma, alarmada ante el posible pacto de Macedo­ nia y Seleucia. Pero el curso de los hechos es lo más explícito: Roma, potencia naval de primer orden y con una flota que operaba en el Egeo desde 210, formaba ya parte, de por sí, del delicadamente equilibrado mundo helenístico, aunque no tuviera consciencia plena de ello ni estuviese aún en condiciones de valorar perfectamente la sutileza de ese equilibrio mismo. En todo caso, se distinguen dos fases principales en su acción. La primera, hasta cerca de la mitad del siglo ii , se caracteriza por guerras sin anexiones, para imponer un predominio fundamentalmente político y bajo los muy directos auspicios del senado. Su escenario es, sobre todo, el mundo helenófono. En la segunda, que cerramos convencionalmente en 133 a. de C., se realizan grandes incorporaciones territoriales, a la par que crece el protagonis­ mo político de los sectores de negocios. El marco de actuación abarca ya, francamente, también a Hispania y Africa.

1.

G uerras c o n tra M a c e d o n ia , S eleucia y la Liga e to lia

En 201, el aliado pergameno, Atalo I, de acuerdo con la república de Rodas, enteró a Roma de que Filipo V y Antíoco III pactaban en secreto to­ mar y repartirse las posesiones no africanas de Egipto, aprovechando la minoridad de Ptolomeo V. El senado defendió la intervención armada contra

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LAS GUERRAS PU NICAS Y LOS IN IC IO S DE UN IM PERIO

la opinión de los comicios, que cambió cuando a rodios y pergamenos se unieron en la petición los etolios y, sobre todo, la respetada y admirada Atenas (200). Roma, en la II Guerra Macedónica (200-197), quiso obligar a Filipo a retirarse del Acrocorinto, Calcis (Eubea) y Demetrias (en el golfo de Pagasae), tres puntos de insuperable interés estratégico fuera de Macedonia. Con el apoyo de las federaciones etolia y aquea, de Pérgamo y de Rodas, el cónsul T. Quinctio Flaminino, culto y helenizado, culminó las operaciones, emprendidas desde el Adriático y Tesalia, en Cinoscéfalos (junio, 197), mostrando la superioridad de la legión sobre la falange. Filipo se vio privado de sus elefantes y sus barcos e impedido de declarar guerra alguna sin la venia romana. En los importantes Juegos Istmicos, Flaminino proclamó solemne­ mente la libertas Graeca (196) y concertó alianzas con las aristocracias locales para derrotar al espartano Nabis, caudillo antioligárquico e iluminado; el objetivo se logró y mostró que, lo mismo en Grecia que en Campania o Etruria, Roma era capaz de asumir un papel de policía «internacional» garantizando su predominio y la ausencia de guerras mediante la colabora­ ción clientelar de las minorías dominantes. En 194, los soldados romanos regresaban a casa. De las dos grandes potencias helenísticas, Seleucia y Egipto, ésta estaba paralizada por sus crisis internas: minoridad del rey y rivalidad entre los indígenas y el grupo dirigente greco-macedonio. Antíoco 111 de Seleucia poseía enclaves en el lado europeo del Helesponto y, aprovechando el vacío que creaba la derrota de Filipo, ocupó ambas márgenes de los Estrechos: así entorpecía el comercio rodio y amenazaba indirectamente a Pérgamo. Puede que no yerren quienes piensan que los consejos de Aníbal, refugiado en la corte de Antíoco, perfeccionaron este depurado plan. Las rudas advertencias romanas y la conminación para el abandono de las orillas occidentales determinaron la guerra seléucida (192), que se inició con el decidido desembarco sirio en Grecia, en ayuda de los etolios, molestados por la injerencia romana que les impedía controlar algunas plazas tesabas con las que contaban tras su participación en la derrota de Filipo. Con la ayuda, más o menos forzada, de éste y de la Liga aquea, Acilio Glabrio venció a Antíoco en las Termopilas (191), obligándole a reembarcar. Al año siguiente, la eficaz armada rodia acababa con la flota siria del Egeo; y en 189, los Escipión —oficialmente Lucio; en realidad, el Africano, que por causa de ley no podía ostentar un nuevo m andato—, terminaron el conflicto en la batalla de Magnesia. La subsiguiente paz de Apamea respondía al modelo inveterado: abandono de las zonas conflictivas de Asia Menor (un respiro para Pérgamo y la garantía para Rodas de la libertad de paso por los Estrechos), indemnización de guerra, entrega de los elefantes y de buena parte de la flota, quedando el resto de las naves ceñido a la vigilancia de las costas sirias. Inmediatamente —en el mismo 189— la Liga etolia hubo de pactar en condiciones humillantes, renunciando a Delfos y a las islas jónicas, y adqui­ riendo, a la fuerza, el status de aliada de Roma y sujeta a la República. Roma era ya parte integrante del enjambre helenístico. Cada vez era más difícil ignorar esa realidad; y las tentaciones de gloria y fortuna se hacían muy fuertes para los generales. En 189, Manlio Vulso, siguiendo el consejo del rey de Pérgamo, atacó sin autorización del senado a los gálatas vecinos: era un antecedente peligroso el que un general dispusiese por su cuenta del ejército de Roma. Durante esta etapa, al hilo de las circunstancias cambiantes, Roma puede

LA H E G EM O N IA SOBRE EL M U N D O HELENISTICO

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aparecer, más o menos impremeditadamente, como la liberadora de Grecia (II Guerra Macedónica) o como su esclavizadora (al entregar ciudades griegas minorasiáticas a Pérgamo y Rodas, sus aliadas, sin contar con la libre voluntad de las ciudades cedidas). La ambigüedad de esta actitud es una de las características más salientes de este proceso. 2.

El « p ro te c to ra d o » sobre G recia

La conducta de Filipo frente a Antíoco valió al macedonio que Roma le devolviese a su hijo Demetrio, rehén en Italia. Pero la recompensa no llegó a tanto que le diesen las plazas tesalias tomadas en 191 ni las antiguas posesiones tracias que, de Antíoco, pasaron a manos de Pérgamo. Aún peor: Roma se mezcló en un intento de dividir a la casa real de Pella apoyando al romanizado Demetrio frente a su padre y su hermano mayor, Perseo. Este, una vez rey (179), buscó la reconciliación con los griegos —para preocupa­ ción de Pérgamo y, por ende, de Roma—, viéndose de nuevo la República arrastrada a intervenir militarmente (III Guerra Macedónica, 172). Perseo tenía superioridad numérica inicial y suya fue la primera victoria (171), en Tesalia. Rechazada su oferta de paz, obtuvo la colaboración del jefe ilirio Gentío y, al parecer, negoció secretamente con el atemorizado Eumenes de Pérgamo. Pero, en junio del 168, L. Emilio Paulo consiguió la brillante y decisiva victoria de Pidna, que supuso el fin del reino de Macedonia. Fue éste dividido en cuatro distritos, técnicamente autónomos y tributarios, mientras que Uiria, tras la expulsión de Gentío y la venta de 150.000 de sus hombres como esclavos, se fragmentaba en otros tres semejantes. Las consecuencias del éxito fueron decisivas: Rodas y la Liga aquea, prudentemente neutrales ante los éxitos iniciales de Perseo, recibieron castigos inolvidables. Rodas perdió sus plazas en Asia Menor, debiendo abandonar las costas de Caria y Licia; Roma, además, declaró puerto franco a la islita de Délos: a sus mismas puertas nacía una competidora económica invencible; Rodas perdió del orden de los 6/7 de sus ingresos ordinarios. Los aqueos, ya sospechosos para Roma, hubieron de entregar a mil de sus jóvenes nobles — entre ellos a Polibio— como rehenes. Eumenes II, en Pérgamo, y Antíoco IV, en Seleucia, resultaron inmovilizados, renunciando el primero a su prevista expansión por Bitinia, Ponto y Galatia y el segundo, contundentemente advertido por Roma, a la invasión del reino lágida de Egipto. Roma, visiblemente, era ya la potencia hegemónica entre los grandes colosos helenís­ ticos; pero aún no había necesitado de una política de ocupaciones territoria­ les, que no tardaría en llegar. De momento, tan sólo ocupó sólo Cefalenia y Zakynthos, en la entrada adriática; Grecia no era como Hispania o el Po, necesitados de una explota­ ción directa para ser rentables y de guarniciones permanentes para prevenir alzamientos o proseguir la conquista a los bárbaros. De momento, el control sobre Oriente y Cartago podía ser indirecto y basado en los tratados posbélicos y en la prepotencia naval: ello bastaba para que el mundo culto diera fe de la maiestas romana y para que las cantidades previstas entrasen en el tesoro. En caso de urgencia, Roma ya había probado que, con eficacia y rapidez suma, las legiones podían resolver inapelablemente cualquier inopor­ tuna discrepancia.

F ig. 11.

El mundo helenístico (siglos π ι-ii a. de C.).

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LA H E G EM O N IA SOBRE EL M U N D O HELEN/STîCO

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3.

LAS GUERRAS PUNICAS Y LOS IN IC IO S DE UN IM PERIO

A fric a , p ro vin cia rom ana

En seguida fue preocupación romana que Egipto y Seleucia mantuviesen sus posiciones relativas, que se contrarrestaban entre sí; cualquier predomi­ nio hubiera significado el nacimiento de un gigante. Por ello, Roma fue inflexible a la hora de detener a Antíoco en sus planes. Pero ni Cartago, ni Macedonia, ni la Liga aquea habían dejado de existir. Cartago reconstruyó su economía sobre una base de agricultura intensiva y una amplia flota mercante. Su escrupuloso cumplimiento del tratado del 201 no impidió que Massinissa realizara constantes ataques al territorio púnico, ante la imposibilidad —cuando no hostilidad apenas velada— de las comisio­ nes romanas encargadas de arbitrar en los conflictos. En 151, colmada la paciencia, Cartago declaró la guerra a su insoportable vecino. Mientras Escipión Násica recomendaba tolerancia, la tendencia más irreductible, acaudi­ llada por Catón, consiguió que la guerra se iniciase en 146. Aparte el «nacionalismo» superficial, pudo contar el temor romano a que Cartago contagiase su nuevo democratismo, pues la voz popular preponderaba ya en sus asambleas (P o l ib io ), o la prevención frente a una gran Numidia, dueña de toda la costa Tunecina; incluso pudo jugar la rivalidad en la producción agraria, mejorada y multiplicada, como lo estaba, la de Cartago. Más probable es que interviniera —entre otras concausas— el deseo de los armadores y negotiatores de asegurarse de una vez el monopolio mercantil en el área, amenazado de nuevo por la pacífica pujanza cartaginesa. Cartago, así y todo, no deseaba la guerra, tan desigual; aceptó, una tras otra, las drásticas condiciones romanas de entregar 300 rehenes nobles y abandonar las armas. Pero Roma quería la guerra, y exigió un imposible: el abandono puro y simple de la ciudad y su traslado a 15 kilómetros tierra adentro. Cartago debía, sencillamente, autodestruirse, negarse a sí misma y desaparecer del horizonte romano. El asedio fue dramático y tajante la resolución de los defensores. En 146, el hijo de Emilio Paulo, nieto adoptivo del Africano, Publio Cornelio Escipión Emiliano, tomó Cartago, la arrasó y roció simbólicamente su solar con sal para maldecir y esterilizar su tierra. El territorio de la vieja ciudad tiria se convirtió en la provincia de Africa. 4.

M a c e d o n ia , provincia rom ana y la anexión de Pérgam o

Un supuesto hijo de Perseo, Andrisco, que predicó según parece un igualitarismo exaltado, se alzó en Macedonia con el propósito de recobrar la independencia. La aventura acabó a manos de Q. Cecilio Metelo (Macedoni­ cus), en 148. Acto seguido nacía la provincia Macedonia, incluyendo Epiro y Tesalia, que se unió con Roma por la importante vía Egnatia, entre Dirrachium y Tesalónica. Esparta, vencida en tiempos de Nabis y obligada a integrarse en la Liga aquea, se separó de ésta, controlada por Di eo y Critolao, acérrimos enemigos de Roma tras la muerte del filorromano Calícrates. Roma exigió de Argos y Corinto igual proceder (lo que suponía la inanidad de la Liga). Comenzó la guerra, ante este ultimátum inaceptable. Metelo y Memmio vencieron a la Liga y los griegos, atónitos, vieron a las legiones incendiar Corinto, presa de igual suerte que Cartago y en el mismo año, en un brutal castigo que quiso ser

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ejemplar y en el que acaso influyesen los competidores campanos de los afa­ mados metalúrgicos corintios. Todo tipo de liga o symmachia quedó prohibi­ do. La Hélade pasó a ser un conjunto de diminutas poleis, regidas por aristocracias dóciles e interesadas en la cooperación con los cada día más atrevidos y poderosos negotiatores romanos. Era, propiamente, la Graecia capta. El enorme y abigarrado imperio seléucida sufrió, por el este, la am puta­ ción del Irán, mientras las intrigas dinásticas ejercían el mismo efecto debilitador que en Egipto. Y el pequeño reino de Pérgamo acabó su historia cuando, en 133, Atalo III legó la monarquía «al pueblo romano». La negativa de algunos sectores populares y contagiados por el fervor antioligárquico, mal conocidos y encabezados por Aristónico, fue pronto aplastada. En 129, el viejo reino se convertía en la provincia Asia. La panorámica del periodo se completa, en occidente, con las conquistas de Hispania y del valle del Po. En la Cisalpina se fundó, sobre la etrusca Felsina, Bononia (Bolonia), en 189, comunicada dos años después por la vía Aemilia. La acción romana se extendió al este y al oeste, a Liguria y al Adriático (con la colonia, también latina, de Aquileia, 181). 5.

Las v ic to ria s sobre lusitanos y c eltíb e ro s y la a m p lia c ió n de la H ispania rom ana

En Hispania, des^l197, el territorio se había dividido en dos provinciae: provincia Hispania Citerior y provincia Hispania Ulterior. Hubo que aumentar el colegio pretoriano y duplicar el esfuerzo militar en una serie de guerras cruentas, pero provechosas. La situación fue tan alarmante como para que, por vez primera, se enviase un cónsul a una provincia (Catón, en 195), comenzando la larga serie de luchas con las poblaciones interiores (genérica­ mente llamadas «celtibéricas»), asegurando el control del noreste y la unión de ambas provincias por la interesante zona minera de Cástulo, antes de intervenir en la Meseta. Tras el gobierno del padre de los Graco, Tiberio Sempronio (179), la situación, sin ser pacífica, fue menos virulenta hasta 155, garantizada por fuertes contingentes permanentes. Los escandalosos abusos gubernativos, notorios y reiterados, generaban una mortífera espiral de alzamientos y represiones. Uno de ellos, el del lusitano Viriato, duró ocho años (147-139), mientras que las diversas guerras «celtibéricas» ocasionaron notables reveses a las legiones, compensadas por el expolio agropecuario y minero y por las fortísimas exacciones que cualquier victoria romana compor­ taba. Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano, el destructor de Cartago, designado cónsul —irregularmente— para 134, fue el único capaz de tomar, tras una acerada campaña perfectamente montada y en buena parte a sus expensas, el oppidum de Numancia, ante cuyos muros habían sufrido vergon­ zosas humillaciones los cónsules y las legiones. Con esa fecha —133: muerte de Atalo III, tribunado de Cayo Graco y caída de Numancia— se cerraban las grandes guerras del ciclo hispano que habían originado en Roma profun­ dos malestares, fricciones entre las facciones políticas y alteraciones en el complejo institucional republicano, modificaciones técnicas en el ejército (armamento, vestuario) y un sinfín de efectos más. Lo más granado del ejército —Mario, Graco el Mayor, Lucilio, el númida Yugurta, sin contar con Polibio— estuvo en el estado mayor de

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LAS GUERRAS PU N IC A S Y LOS IN IC IO S DE UN IM PER IO

Escipión, formando en su cohors amicorum, contemplando el final de Numancia. La victoria sobre la ciudad arévaca dio al Africano enorme popularidad, por haber acabado con la pesadilla de un decenio, acrecida con la solemne celebración de su triumphus en Roma y con la concesión de un segundo cognomen honorífico que unir al ya glorioso de Africanus: Numantinus.

III. 1.

LOS EFECTO S DE LAS CONQUISTAS

La re p ú b lic a o lig á rq u ic a

El imperialismo romano refleja durante esta época actitudes distintas hacia griegos y bárbaros. Estos no son sino tributarios o esclavos en potencia: todo acuerdo con ellos es provisional; ocupantes de ricos y vastos territorios, son objeto de explotación inflexible. Hacia los griegos, Roma se siente culturalmente obligada, ancílar en cierto modo. Su diplomacia griega posee contenidos reales aunque siempre basados, claro es, en relaciones de fuerza. Cada victoria romana crea, en el plano jurídico-religioso, una situación irreversible. Incluso si Roma restituye o abandona parte de sus conquistas, aparece como propietaria eminente, titular de un derecho imprescriptible. Esta mentalidad, específicamente romana, convierte las modificaciones unila­ terales de estatutos otorgados en actos de justicia. Y esa irrenunciable maiestas (este «ser mayor» o «ser más») subyace a cuantos vínculos políticos y económicos se establecen entre los nobles romanos, o el Estado mismo, y sus clientes extranjeros. Algunos estudiosos señalan la paradoja política de que prosiga ilimitada­ mente el expansionismo mientras las magistraturas varían cada año; el problema puede ser elucidado atendiendo a cómo se relacionan el impulso conquistador del Mediterráneo (y las formas que adoptó en cada fase) y las instituciones de la res publica, responsables de esa orientación y de los medios escogidos para acometerla. 2.

Los c o m ien zo s del g o b ie rn o pro vin cial

A la vez que crecía el imperio, Roma asumía, —a menudo muy incomple­ tamente— sus nuevas responsabilidades de gobierno. Pero no hubo, en momento alguno, ningún intento «constituyente» para adaptar el viejo siste­ ma de la polis a una república con necesidades imperiales. Fueron declaradas provinciae Sicilia (241), Sardinia, Corsica (238), Hispania Citerior y Ulterior (197), Illyricum (167), Macedonia-Achaia (146) y Asia (133). Cada provincia recibe una «constitución» propia, la lex provinciae, con normas detalladas por el general gobernador asociado con diez comisionados senadores (decem legati) . Esta lex determina el régimen general del territorio y las categorías jurídico-políticas que se asignan a sus diferentes populi y civitates: éstas son liberae, foederatae, stipendiariae, etc. Se norma también el tipo de fiscalidad directa (stipendium) o indirecta, en forma de diezmos (decumae) sobre la producción agraria (Sicilia y Cerdeña), tantos sobre el ganado, etc. A excepción del tributo básico (stipendiumJ, y no siempre, el resto de los

LOS EFECTOS DE LAS CONQU ISTAS

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cobros, imposibles de recaudar por la exigua administración republicana, se encomienda por subasta a las societates de publicanos, que adelantan al erario la cantidad fijada y la cobran luego, con abusivas creces y apoyo oficial, a los provinciales, en forma de vectigalia (rentas por explotación de bienes públicos e impuestos indirectos, como los portoria o peajes, etc.). A la cabeza de la administración provincial se halla el gobernador, nombrado anualmente, ayu­ dado por un secretario financiero —uno de los quaestores del año—. Los pretores aumentaron de número (cratro, en 227; seis, en 197) para atender estas funciones. Mandaban la guarnición y encabezaban la administración judicial. La función gubernatoria se configuró en se­ guida como muy específica y se convirtió en escalón usual del cursas honorum, entre la pretura y el consulado. La insuficiencia de magistrados se suplió con las prorogationes imperii, ya estudiadas, a la vez que las clientelas privadas sustituían a una administración oficial inexistente como funcionariado. En casos de gravedad, nada impedía que la provincia fuera encomendada a un cónsul, como ocurrió en la Citerior (diez veces) y en la Ulterior (cuatro) entre 153 y 134 y en Sicilia, tras los alzamientos serviles del 135. La conciencia de una responsabilidad imperial recayente sobre el senado se desarrolló muy despacio y acaso no fue nunca asumida de modo pleno, excepto en casos como el de Catón o el del padre de los Graco. En realidad, las provincias, subadministradas y explotadas escandalosamente, eran prueba cierta de la impotencia republicana ante la magnitud de la tarea. En 149, los insoportables abusos de Sulpicio Galba en Hispania obligaron a establecer un tribunal permanente (quaestio perpetua) sobre venalidades administrativas (de repetundis). La L ex Calpurnia de repetundis estatuía que los jueces fueran senadores (esto es, colegas de los encausados), ante quienes podían apelar los provinciales quejosos por las extorsiones de los propretores. Las formidables dimensiones de las conquistas plantearon pronto la necesidad de suplir los efectivos exclusivamente ciudadanos de la legión. El censo republicano se complementó en seguida rebajando la edad para el dilectus a los diecisiete años y con el aumento de los auxilia solicitados a los socii. Tras Cannas, el censo exigido a la quinta classis (11.000) se rebajó a 4.000 ases con objeto de acrecer los efectivos propiamente romanos (214). Con la toma de Tarento y en busca de figuras públicas que infudiesen confianza a la colectividad ante los desastres anibálicos, Roma conoció diversas formas de heroización de sus grandes hombres. Surge un auténtico culto al jefe; Escipión y Flaminino llegaron a acuñar moneda de oro con su efigie, como los reyes helenísticos o los Barca en Hispania y, al igual que Emilio Paulo, ostentaron oficialmente el título de imperator, de carácter aclamatorio y numinoso. Las relaciones clientelares permitieron a los jefes aumentar por su cuenta los efectivos asignados oficialmente por el senado (asi obró, en 205, Escipión; y, en 134, su nieto por adopción, ambos para combatir en Hispania). El ejército iba, pues, alcanzando una nueva fisonomía, definitiva a falta de la gran reforma de Mario, a fines de siglo, que incorporó a los proletarii infra classem, lo que, con la reforma del equipo, dio lugar a un ejército profesionalizado y con tropas muv vinculadas personalmente al general, auténtico especialista guerrero. Desde comienzos del siglo ii a. de C., las leges Porciae dieron a los legionarios el ius provocationis, para apelar ante los comicios en caso de pena capital; algunos autores creen que no se trata de una medida humanitaria, sino de un intento para mermar el creciente y peligroso poder de los generales que actuaban alejados de Roma. La política romana con los socii lleva a situaciones de agravio de las que

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surgirá, a comienzos del siglo i a. de C., el bellum sociale; la prosecución de las conquistas va acompañada de una celosa guarda del ius civitatis; los socii, parte ya básica y más barata del ejército, apenas participan en el botín, ni poseen el ius provocationis, sufriendo los abusos de los magistrados y un trato peyorativo a la hora de partir la tierra, cuya propiedad se reserva Roma, concediéndoles un usufructo limitado, y no siempre. La creación de coloniae sigue siendo fundamental para el control de los territorios, pero no sin ciertos cambios. Antes del 218, las colonias romanas costeras (maritimae), con pocos coloni ciudadanos, eran menos numerosas que las latinas. Pero, tras el 201, la relación se invierte y, además, las colonias romanas creadas después de 184 tendrán igual número de habitantes que las latinas. Estas dejan de crearse en 179. Tales cambios se explican por las nuevas necesidades militares y por las preocupaciones electorales, puesto que quienes defendían la creación de colonias romanas hallaban pronto apoyo y clientes entre los beneficiarios. En cuanto a las colonias latinas y su fase de fuerte crecimiento, acaso influyese en ella la necesidad de no seguir dispersan­ do los efectivos ciudadanos, y más en un territorio tan vasto, pero que seguía rigiéndose por la democracia directa ejercida en una sola ciudad, como en los tiempos de la modesta polis de los orígenes. Las repercusiones de las inacabables guerras exteriores se hicieron notar fuertemente. Especialmente temido fue el servicio militar en Hispania desde 154, hasta el punto de que hubo tribuno que se atrevió a encarcelar a los cónsules (151, 138) para detener el dilectus, precedente que actuaría luego en la conciencia colectiva en ocasiones dramáticas como la de los Graco.

3.

El e s ta n c a m ie n to d e m o g rá fic o y el c re c im ie n to econó m ico

La duración y acritud de la guerra anibálica perturbó visiblemente el nivel de vida, modificó la escala social y las relaciones individuales. Se asiste, por otro lado, a una movilización universal de todos los efectivos de la res publica en todos los ámbitos, lo que modifica profundamente la economía social sobre la que hasta entonces reposara el equilibrio tradicional de la colectivi­ dad. No es fácil evaluar la evolución demográfica; los datos antiguos tienden a indicar que se mantuvo más bien estabilizada: los 300.000 censados de hacia 251 no se superan hasta 169, tras la batalla de Pidna, según Livio. El estancamiento depende, seguramente, de la guerra del 218, pero pueden observarse dos fases: una, de enorme pérdida, que cubre el final del siglo m (270.000 hombres en 233 frente a 214.000 en 204) y otra, de crecimiento, que culmina en los 337.000 de 164. En el siglo n, Roma controla un millón de hombres movilizables entre romanos, socii latinos y socii itálicos. La capital tiene entre 100 y 200 mil habitantes. La larga permanencia de la guerra en el sur devastó gran parte de éste, provocando la despoblación rural y la incultura de la tierra, incluso alejada la guerra, por ser necesaria una inversión mínima para la reimplantación de los cultivos. Tras 202 se recurre al barato trigo siciliano, con cuyo precio no podía competir el del «Mezzogiorno». Las arbustáceas —olivo, vid— tendie­ ron a crecer,/como la cabaña ganadera, pero ya en manos de los ricos, pues necesitaban entre diez y treinta años de carencia antes de ser realmente productivas. A ello se añadió un drástico talado de bosques en Italia central,

LOS EFECTOS DE LAS CONQUISTAS

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por exigencias bélicas, con las negativas consecuencias ecológicas y edafológicas típicas de tales acciones. Fue, por lo tanto, frecuente que las pequeñas propiedades se vendiesen a negociantes y terratenientes, que acabaron constituyendo latifundia privados (saltus, pascua) de persistencia multisecular. Las grandes dimensiones de algunas haciendas —muy lejos de las 100 yugadas (25 ha) recomendadas por Catón— y el uso de esclavos en la explotación extensiva y a gran escala, eran soluciones para disminuir costos y, quizá, para que la producción creciera un tanto en los primeros momentos. Se originaba, pues, una economía de tipo esclavista, no universalmente difundida (porque no siempre hay esclavismo donde hay esclavos), pero cualitativa y cuantitativamente muy importante, que concedía atención especial a los productos más aptos para la especulación comercial y basada en la existencia de una amplísima oferta de esclavos, procedentes en buena parte de la guerra. En el norte —sobre todo en el Po— la situación consintió la persistencia de las explotaciones tradicionales y, en general, la guerra propició las manufacturas textiles y metálicas y las activida­ des navieras y de construcción. Uno de los más llamativos aspectos generados por la conquista fue el del gran movimiento de capitales en metálico. Según cálculos recientes, basados en datos sueltos de Livio y P o l ib io , tan sólo entre 200 y 157 llegarían a Roma más de 150.000.000 de denarios por el solo concepto de multas de guerra; otros 100, como mínimo, de botín y no menos de 130 como recaudaciones provinciales; parece que no sería imprudente pensar para esos años en un total de 560.000.000 de denarios. Tras la devaluación del bronce y la acuñación momentánea de oro durante la II Guerra Púnica, estas entradas facilitaron la acuñación masiva de denarios, lo que tuvo efectos de tipo inflacionario, en general, aumentando el coste de la vida en perjuicio del pequeño cultivador cuya producción —con escasos excedentes— no variaba de precio. La ampliación de intercambios, el crecimiento demográfico, las posibilida­ des de un mayor consumo en las clases altas y los ingresos extraordinarios dieron al dinero un nuevo e importante papel en la sociedad romana, aunque es exagerado hablar de una economía plenamente monetaria, más aún de la existencia de un «capitalismo incipiente» —que necesita de algo más que de la existencia de capitales— y completamente disparatado pensar en términos de economía de mercado. El aflujo de metal precioso consintió la supresión en Italia del tributum o impuesto directo, desde 167. Los impuestos se centraron en el tráfico mercantil (aduanas y puertos, pontazgos, peajes) y capítulos importantes de los ingresos públicos fueron las rentas del nuevo ager publicus y explotaciones mineras como las de Carthago Nova, cuyos 40.000 obreros producían 25.000 denarios al día. Se multiplicaron los negotiatores y los publicani; la primera societas, documentada en Livio, surgió en 215 para participar en los suministros a las legiones de Hispania. Estos negotii específicamente vinculados al dinero excluyeron pronto, por plebiscito (lex Claudia de senatoribus, del 218) a los senadores, incapacitados para poseer barcos de algún tonelaje. El veloz crecimiento de las importaciones de productos suntuarios y de servi orientó a los negociantes hacia el este y, particularmente, al puerto franco de Délos, el gran mercado intermediterráno de esclavos. Pero, aunque de menor fuste, también en occidente existieron fundaciones y establecimientos que daban fe de la pujanza económica y vital de la república, como —aparte Itálica, creación de Escipión en tiempos anibálicos—, Carteia, la primera colonia latina que surgió fuera de Italia, en territorio hispano.

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4.

LAS GUERRAS PU N IC A S Y LOS INICIOS DE UN IM PERIO

N ueva e s tru c tu ra social

a) Grupos inferiores. La duración de los conflictos y la movilización masiva rarefactaron la base social republicana típica: el pequeño campesinado padeció mermas constantemente y su endeudamiento progresivo —facilitado por la abundancia de dinero, que simplificaba préstamos y créditos— condu­ jo a la pérdida de propiedad y, en consecuencia, al trabajo aparcero — politores— o bracero —mercenarii—. La desertización rural y la emigración campesina a las grandes ciudades —y, sobre todo, a Roma, donde podía ejercerse el voto, que se transformó en un medio de presión y subsistencia—, son rasgos típicos de la primera mitad del siglo II, y a su corrección intentarán aplicarse algunos tribunos, entre los que descollarán los Graco. Con el aumento de la plebe urbana, Roma es la mayor ciudad de occidente y una de las grandes del Mediterráneo, llena de problemas de todo tipo, mal urbaniza­ da, expuesta siempre a terribles incendios, que sólo con Julio César comenza­ rán a tener solución sistemática. Los inmigrantes son, sobre todo, romanos y latinos, jurídicamente hablan­ do. Los sectores más míseros, entre los que ya se incluye el artesanal (ante la fuerte competencia de los servi) son manipulados políticamente: al peso de las clientelas de las grandes casas se unen los halagos en forma de frumentationes (repartos de trigo), de vestidos o dinero (largitiones de vario tipo), banquetes electorales callejeros (epulae), admisión en una clientela (que supone la recepción diaria de la sportula o su importe en casa del patrono, a quien se acompaña y protege), celebración de juegos (ludi), oficiales o privados, pero siempre sufragados por un poderoso... Todo revela una tendencia a la demagogia y al caciquismo electoral y político y, en el fondo, la preferencia de los sectores dirigentes por acomodarse mediante estos expedientes a una situación no deseada, mejor que por arbitrar cambios en profundidad, pero a costa de los privilegios adquiridos. El nivel de vida de los trabajadores ingenui o libres debió de ser muy bajo: los ingresos anuales medios de un ingenuus sin especializar estarían en los 200250 denarios. La comida y el vestido para una familia de tres miembros no costarían menos de 180-200. Con el resto habría que atender al alojamiento y a todas las necesidades restantes. Conocemos mal el artesanado italiano; trabaja para compradores en los nuevos mercados provinciales: cerámicas de Arezzo, lanas tarentinas y armas campanas figuran entre los productos más frecuentemente cómercializados por los negotiatores en el Mediterráneo. El número de esclavos es enorme: tras la III Guerra Macedónica se consiguen 150.000 y 50.000 en la III Guerra Púnica, por citar dos casos representativos. Los más afortunados trabajan en la casa o el taller. Los peor tratados están en los latifundia, a menudo encadenados para el trabajo y alojados en células sórdidas (ergastulae) sin esperanza de manumisión otor­ gada o de un peculio para comprarla. Otros trabajan en grandes compañías de publicani o del Estado, que los alquilan o los hacen trabajar en canteras, minas, construcciones y obras públicas. Entre los más explotados o los más arriscados —como los pastores, a menudo armados para defender los reba­ ños— se gestan revueltas que culminan en la más notable de todas: la siciliana del 135. El recuerdo de la intervención de oprimidos en las campañas de Nabis, las doctrinas igualitarias acuñadas en Heliopolis y otros lugares, actuaron, junto a

LOS EFECTOS DE LAS C ONQUISTAS

O

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Fig. 13.

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Colonias da

c iudada nos rom anos.

C etonias de dírec h o

Jolino.

Colonias romanas anteriores al 150 a. de C. (según M a r q u a r d t , K o r n e m a n n y E. País).

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LAS GUERRAS PU NICAS Y LOS INICIOS DE UN IM PERIO

las condiciones de explotación, en Sicilia. Un hábil sirio, Euno o Eunoos, bien dotado para la magia y la oratoria, se proclamó rey; otro servus, Cleón, llegó a tomar Agrigento y se unió a él. Taormina, Catania y Mesina cayeron en sus manos. Las poblaciones urbanas se les enfrentaron —servi domestici inclui­ dos— mucho más decididamente que las rurales. La guerra duró nada menos que tres años y exigió la sucesiva intervención de otros tantos cónsules, la toma de Mesina y el asedio de la capital de Euno, Enna (hoy Castrogiovanni), tomada por Rupilio, que mató a Cleón y cogió a Euno en una cueva con sus domésticos y cortesanos. Tan sólo la revuelta de Espartaco adquirió caracte­ res comparables en toda la historia romana. Pero en una y otra no se aprecia claramente la existencia de una conciencia de clase asumida, ni, menos, la de programas revolucionarios destinados a cambiar la estructura social. Se trata, simplemente, de conseguir la libertad del grupo, y no de abolir la institución esclavista. Difícil es precisar el lugar ocupado entonces por los liberti. La guerra del 218 obligó a manumitir esclavos para incorporarlos a la lucha; pero, a pesar de esta participación y de su presencia en la flota, la manumissio fue siempre un acto privado. La fase de gran actividad de negocios impulsó, sin duda, a las societates y a los nuevos ricos plebeyos a aumentar las manumisiones para formar con los liberti, ya ciudadanos, nuevas clientelas, muy útiles a pesar de ciertas restricciones impuestas en el ius suffragii. El liberto, que adquiere la condición jurídica de su amo (y, a menudo, su nomen, conservando el suyo de servus como cognomen), es cliente de su dueño y desarrolla los negocios de éste; suponemos que su principal actividad es urbana; por ello en la ciudad debió de dominar la mano de obra libre. La legislación, paradójicamente, hará más fácil que un esclavo doméstico llegue a ciudadano (si su dueño lo es) que no un socius latino o itálico, nacido libre y combatiente del ejército. No será uno de los agravios menores de los socii frente a Roma. b) Grupos superiores. El siglo π ve la gran afirmación del ordo equester que supone, al desarrollarse, una nueva categoría entre la nobilitas senatoria y la masa plebeya. Se dan en él enormes fortunas, a menudo originadas desde los negocios. Entre los «caballeros» están quienes controlan a comerciantes intermediarios —los negotiatores propiamente dichos— monopolizando áreas clave, como la del grano al por mayor, los esclavos, el vino y los productos suntuarios. No debieron de ser ajenos a las destrucciones brutales de Cartago y Corinto, potentes rivales sectoriales en sus actividades. Los negocios dinerarios (créditos, préstamos, seguros, cambios) son su fuerte, a pesar de las restricciones legales (vigentes sólo en Italia) que limitan el interés al 12 por 100. Controlan también las publica, las contratas estatales: suministros masi­ vos militares, arriendo de impuestos, obras públicas, etc. Del mundo de estos publicani saldrán muchos de los nuevos «caballeros» y con él tratarán algunos de los antiguos equites equo publico. Su actividad se realiza en societates llevadas por un gerente o magister, de las que poseen los títulos, negociables. Es un grupo muy interesado en la expansión militar y aspira pronto al logro de un espacio de poder político propio y al acercamiento estatutario a la nobilitas. La lex Claudia del 218 les favoreció, aunque puede, asimismo, pensarse que con ella se intentaba cerrarles el acceso al senado, sabiendo que los nobiles, a pesar de la ley, participaban en todos los negocios mediante sus clientes y personas interpues­ tas. En todo caso, «caballeros» y nobiles son dos aspectos de la misma clase social, complementarios pero coincidentes básicamente, lo que no impidió, es

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claro, que ocasionalmente se enfrentaran, incluso de modo acre, por el logro de objetivos concretos; así sucedió cuando el senado, por ejemplo, prefirió cerrar las minas de Macedonia, riquísimas, a entregarlas en explotación a estos rivales en la cumbre. El movimiento reaccionario de la aristocracia, desde mitad del 200, es otro hecho destacable. Nobilis es quien tiene un antepasado curul, por oposición al homo no vus, en cuya familia no hubo cónsules. (Entre 200 y 146 tan sólo cuatro de los 108 cónsules fueron homines novi). Grupo centrípeto y tendente al «numerus clausus», su base económica fue la tierra, única fuente de ingresos relativamente independiente de las oscilaciones mercantiles y los avatares del expansionismo y atávica raíz del prestigio social. Los nobiles compran tierra al campesinado endeudado y manipulan el vastísimo ager publicus, disfrutando de enormes parcelas a cambio de rentas simbólicas. Su resistencia económica les permite acumular tierra para cultivos extensivos y de rendimiento aplazado —arbustáceas, ganado— para los que necesitan mercados nuevos. Aun sin poder precisar mucho, su régimen más típico de explotación es el latifundio, por más que ignoremos hasta qué punto esta voz no se confunde con un gran patrimonio (que puede no estar basado en latifundios, sino en numerosas explotaciones intensivas). El nobilis accede al senado en la censura inmediatamente posterior a su elección para edil, pero los iuvenes nobiles asistían como oyentes. El factor de estirpe es aún relevante: entre 233 y 133, 52 de los 200 cónsules proceden de tan sólo cinco familias: Cornelia, Aemilia, Fulvia, Claudia Marcella y Postumia. Por el contrario, se borra la distinción patricios-plebeyos, sólo vigente para el flamen Dialis o de Júpiter, para la edilidad y el tribunado plebeyos y para resolver la prelación entre magistrados de igual rango político. Los nobiles, patricios o plebeyos, poseen el ius imaginum (exhibición de las efigies de los antepasados ilustres) y el derecho a funerales públicos, siendo por antonomasia los depositarios de los mores maiorum, del espíritu permanente de lo mejor de la ciudadanía romana. Su lugar colectivo es el senado, que está en su época áurea y en su mayor y mejor acumulación de competencias financieras, diplomáticas, judiciales y religiosas. El poder nobiliar se apoya sólidamente en las clientelas, cuyos vínculos refuerzan la jerarquización general de la sociedad romana y la fuerte persona­ lización de las magistraturas y funciones públicas. La expansión por Hispania y Oriente las hará imprescindibles, por la eficacia de que dotan a la organización administrativa, ya que los magistrados pueden reunir en seguida en su torno todo un comité de amigos y leales, a menudo excelentes expertos, y una red propia de información, insustituible por actuar en territorios muy dispersos. Pero estas ventajas coexisten con peligros graves: el Derecho público tiende, por estas causas, a confundirse con el nobiliar, y la extensión y potencia de algunas grandes clientelas puede originar auténticas facciones, proclives a asumir el control de la vida pública, en las que el cliente como tal se sobrepone al ciudadano llegándose, incluso, a perturbaciones diplomáticas. La conquista hizo más apetecibles las magistraturas por los beneficios anejos a su desempeño; la nobilitas quedó en una oligarquía senatoria que, sin abandonar los beneficios de la actividad económica directa, conservó para sí el aparato de poder y la disponibilidad de los medios adscritos al mismo. El aislamiento respecto del cuerpo ciudadano se plasmó formalmente en 194, cuando los censores Aelio Peto y Cornelio Cetego concedieron a los senadores lugares especiales en las fiestas públicas.

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5.

LAS GUERRAS PU N IC A S Y LOS IN IC IO S DE UN IM PERIO

El g o b ie rn o de la «res publica»

a) Los magistrados. P o l ib io estaba muy impresionado por la manera en que los tres elementos del gobierno de Roma —la monarquía (cónsules), la aristocracia (senado) y la democracia (comicios)— mantenían un sistema de contrarrestos que garantizaba el equilibrio estable y la eficacia. Esta atractiva teoría, con todo, no responde a la realidad, al exagerar la importancia e independencia del consulado. Para responder a las necesidades surgidas con la expansión, Roma adecuó las magistraturas para especializar técnicamente sus funciones. Así, la prórro­ ga de magistraturas curules cum imperio, en su mando militar únicamente, permitió remediar graves inconvenientes sin renunciar al principio de anuali­ dad. El promagistrado carecía, por otro lado, de posibilidad de intervenir en la Urbs, pues su imperium cesaba ante el pomoerium de Roma, precaución que sería violada más tarde por los ambiciosos. Ya vimos que en 242 surgió un praetor peregrinus, dos praetores para Sicilia y Córcega-Cerdeña en 227 y otros dos para las Hispanias en 197. El número no crecerá ya, hasta época de Sila, En esta época, sólo el praetor urbanus está propiamente especializado, mientras los restantes reciben una misión («provincia») distinta cada año. El carácter técnico de la quaestura facilita su crecimiento numérico: en 267 son ya ocho los quaestores y a comienzos del siglo π debían de ser diez, al menos, con lo que se garantizaba una puerta de acceso suficiente al cursus honorum; el cargo era, política y económicamente, más importante de lo que deja entrever su falta de impe­ rium. Un buen desempeño cuestorio era un paso de gigante hacia la pretura. Asimismo, se realzaron las funciones de la edilidad y de los censores, sin que su número se alterara, pero la evolución de estos cargos fue muy distinta. Desde 283, la censura es el culmen de la carrera política; pocos censores vuelven a aparecer en los Fasti (tan sólo los más prestigiosos de la época: Cunctator, su rival Flaminio, los dos Africanos, su primo Násica y el padre de los Graco). Por el contrarío, la edilidad, trampolín inicial para la carrera, accesible tras la cuestura, casi garantiza el rango pretoriano: entre 217 y 187 todos los ediles curules llegaron a pretores; y, entre 210 y 191, todos los ediles plebeyos, excepto dos, consiguieron lo mismo. La organización del cursus concluyó seguramente con la lex Villia annalis de 180, que estipula el certus ordo magistratuum. Mal conocida, parece que sólo afectó a los cargos patricio-plebeyos y que fijó la edad mínima para el inicio del cursus: tras diez años de disponibilidad militar (entre los diecisiete y veintisiete), el nobilis puede aspirar a cuestor, guardando intervalos bienales entre un cargo y otro, y sin poder aspirar al consulado antes de los treinta y seis. La iteración del cargo era dificultada y la del consulado se prohibió en 151 por la lex de consulatu non iterando, quizá por haberse elegido ilegalmente a Claudio Marcelo en 152, siendo ya su tercer consulado (a causa de la guerra hispana). El año político, que comenzaba el 1 de marzo, se adelantó para los cónsules al 1 de enero, de modo que dispusieran de un trimestre antes del inicio de las campañas militares. b) El Senado. Fue reorganizado a fines del siglo m. Fabio Buteo, dicta­ dor, hubo de suplir las vacantes de la guerra anibálica (216), reclutando senadores entre ex magistrados que no lo eran y acudiendo a estamentos que no habían logrado nunca magistraturas curules. Esta medida excepcional pudo

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servir de precedente a casos posteriores; en todo caso, es difícil establecer una relación matemática entre el número total de magistrados anuales y la probabilidad de promoción dentro de una asamblea formada, por naturaleza, a base de personas de edad. El control senatorial sobre la política exterior se ejerce mediante legati, inspectores adjuntos al mando y mediante la propia influencia del senado sobre cualquier carrera individual: él es quien, por ejemplo, otorga o no el triumphus o la ovatio a los generales, determina qué provincia corresponde a cada candidato electo y juzga —a través de la quaestio perpetua repetundarum— a los magistrados presuntamente venales. En la alarma causada por el descubrimiento de una conspiración, en las Ba­ canales del 186, nadie objetó la conducta senatoria que dio poderes a los cónsu­ les para condenar a muerte a ciudadanos, aun cuando, según la ley, ningún ro­ mano era ejecutable sin juicio ni posterior apelación al pueblo. Los prupos polí­ ticos se aglutinaban en torno a los consulares de las grandes familias, ligadas entre sí a menudo por fuertes lazos (como los Cornelii Scipiones y los Aemilii, o los Claudii y los Fulvii), en una amicitia política que influía en la vida estatal, lo mismo que la inimicitia cuando existía. Estos grupos, obviamente, no eran rígi­ dos ni fijos, sino cambiantes en función de muchas variables. Así, las hostilida­ des personales trascendían délo privado, como ocurría cuando, por ejemplo,un general prefería una paz condescendiente que no el triunfo indiscutido de un sucesor ya electo y que fuera su rival político. c) Los comicios. Después de 241, cuando las tribus llegaron finalmente a 35, los comitia centuriata se remodelaron. En adelante, la primera classis tuvo 70, y no 80 centurias (dos por tribu; la de iuniores y la de seniores); el total de centurias no varió (193), de modo que caballeros y ricos (88 votos) no formaban mayoría; se consultaba, pues, a la segunda clase —lo que no fue un progreso muy notable, ya que en ella se integraron electoralmente 1.200 equites; los otros 600 (Tities, Ramnes y Luceres priores y posteriores, los sex suffragia), siguieron en la primera, y de la primera se sorteaba la centuria praerogativa, que votaba en primer lugar y cuyo voto tenía un fuerte valor premonitorio y gran influencia psicológica por su carácter ominoso. El censo fue seguramente reformado (en 220 por Flaminio o acaso en 240), quizás a causa de una reforma monetaria (aunque Livio aduzca motivos militares). La revisión de rentas —que establecería un mínimo de 250.000 denarios para la prima classis— no es, empero, mencionada por P o l ib io , que escribió después de esas fechas. Un notable progreso lo constituyó la conquis­ ta del voto secreto, por escrito, en una tabella, obtenido por la lex Gabinia tabellaria del 139 para las elecciones de magistrados y por la lex Papiria tabellaria para las votaciones de proyectos de ley. Si bien ello no pudo impedir las manipulaciones y las coacciones, supuso un notable paso adelante, como se encargan de atestiguar las monedas que conmemoran estos hechos. Junto a esta mejora, hay quien parece creer en la mayor democraticidad de los comitia tributa, cuyas unidades se formaban según el domicilio y no la renta lo que, unido al voto secreto, podía parecer un procedimiento muy democrático. Pero en el siglo m pocos de los miembros de las tribus rústicas —aparte de los ricos— podían ir a votar a Roma. Y, más tarde, la distribución tribual dependerá, sobre todo, de la voluntad de los censores, mucho más que del domicilio legal o real. Los pobres se concentran en las cuatro tribus «urbanas» —especialmente tras el masivo éxodo rural a partir de Cannas y el 212— y los ricos, vivan o no en Roma, en las restantes. Así, el

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voto menesteroso se disuelve notablemente, si es que no estaba suficientemen­ te controlado por las clientelas. 6.

El im p a c to del helenism o

Hacia 217 los griegos recelan visiblemente de «la nube del oeste» —el vencedor, fuera quien fuese, de la II Guerra Púnica—, y con toda razón. Ambos beligerantes eran barbaroi, técnicamente. Esta Hélade recelosa va, empero, poco a poco penetrando todas las células de la sociedad romana, produciendo auténticos entusiasmos y rechazos violentos. Porque los romanos —sus clases cultas, sobre todo— fueron conscientes del fenómeno de osmosis que se estaba produciendo. La potencia lingüística del griego, mucho más delicado y flexible que el latín de entonces, determinó el bilingüismo de los romanos cultos desde el 200, estudiándose ya en los años infantiles y en las casas ricas. A Andrónico, ya mencionado, sucedió Gneo Nevio, que compuso una epopeya sobre la guerra púnica de Sicilia y el meridional Quinto Ennio construyó unos Annales de Roma hasta 171. El teatro, adaptado de las formas griegas, dio dram atur­ gos —Nevio, Pacuvio—, satíricos —Ennio, Lucilio— y comediógrafos genia­ les como Plauto y Terencio. Las obras, escritas para los festivales, se representaban en tablados primitivos, hechos para la ocasión (el primer teatro de piedra lo construyó Pompeyo, en 55 a. de C.). Frente a esta verdadera invasión pacífica se alzaron genios tradicionalistas como el de Catón, que denostaba de los Graeculi y de su literatura (no obstante hablar griego y escribirlo bien), de sus médicos y su modo de ser. Su perdida obra Origines se constituyó como el punto de arranque del orgullo cultural latino, que ya estaba irremisiblemente vinculado a la luminosidad helénica. La religión griega sorprendió, de alguna forma, a los romanos; el escepti­ cismo helénico chocaba con su profunda y primitiva religiosidad, al igual que el antropomorfismo olímpico lo hacía con su concepto de lo divino. En 205204, en los epígonos de los terrores de Aníbal, fue llevada solemnemente a Roma la Gran Diosa Madre, personificada en la piedra negra de Pesinonte, que tuvo sus propios sacerdotes orientales. El siglo ii es el siglo de la gran apertura oriental: junto al orfismo, las doctrinas pitagóricas, el estoicismo —a quien espera un enorme futuro— y el epicureismo, se desarrollan los cultos de Isis y Serapis. Otros, más populares y hasta con cierto aire subversivo, dado el carácter conservador y estático de muchos grandes romanos «a lo Catón», fueron perseguidos, como el culto más o menos orgiástico tributado a Baco, que hizo temer por una acción conspiratoria de envergadura en el 186. El culto a Baco (versión un tanto degradada de Dionysos) fue objeto de un rígido control que lo transformó en algo perfectamente respetable. Pero no sólo los cultos orgiásticos y el lujo cada vez más refinado de las casas ricas hacían peligrar la firme y simple estabilidad del viejo mundo romano, sino también la penetrante habilidad de los retores y sofistas griegos, a cuyas disertaciones asistían los jóvenes romanos en un auténtico vértigo ante la magia de sus palabras. La oratoria de la Edad de Oro ciceroniana empieza a echar ahora sus raíces, con grave y enojado escándalo de quienes pensaban que el mos maiorum no consentía usos tales, ni la sustitución de la espada o el arado por la palabra y el volumen de blanco papiro. A cambio, la ética de estirpe estoica sí se adaptó cabalmente al núcleo de los mores maiorum, lo que no impidió que, políticamente, se produjeran

B IB LIO G R A FIA

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reacciones que endurecían esta convivencia, como intentando poner vallas al pensamiento del ecúmene mediterráneo; así, fueron expulsados de Roma algunos filósofos en 161 y 154 y, en 139, gentes judías y mesopotámicas («caldeas») sospechosas de intoxicar a Roma, aún no habituada a ser la cosmópolis imperial en que llegaría a transformarse. Políticamente, Roma conoció cómo, en el antiguo y sabio Oriente, los Estados imperiales se gobernaban monárquicamente y eran la única alternati­ va habitual a las pequeñas poleis. El soberano ejercía un «evergetismo», una providencia sobre todos los súbditos y poseía el carisma de Niké, de la Victoria, como hombre dispuesto para tal destino por la divinidad. Los caudillos romanos surgidos de las luchas a partir de 218 tomarán prestado algo más que meras anécdotas externas de estos grandes soberanos semidivinos del Oriente, hijos de los milenarios faraones o de semidioses como Alejandro. Es un camino evidentemente preñado de augurios. Desde muy pronto, el influjo helenístico ocasionó, según hemos dicho, posturas antagónicas. Pero salvo la resistencia catoniana a la contaminación del viejo tronco republicano y la brillante originalidad del Derecho romano, basado en las XII tablas y ampliado por los edictos de los magistrados pretores (ius honorarium), los dictámenes senatorios (ius civile) y las sabias opiniones de los expertos (de donde vienen la iuris prudentia y la iuris peritia), el futuri estaba mucho más a favor de gentes como los Cornelii Scipiones, epicentro de un «círculo» que patrocinaba a los nuevos escritores y que contaba entre sus habituales a ingenios de la talla de Polibio de Megalopolis o de Panecio de Rodas. Mental y culturalmente, en suma, concluida la conquista de la riberas septentrionales del Mediterráneo, Roma estaba a punto de convertirse en el centro motor y digestivo de un ecúmene que reunía las creaciones más complejas de los hombres desde la «revolución» neolítica.

B IB L IO G R A F IA

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CAPITULO

4

LA CRISIS SO CIAL DE LA REPUBLICA R O M A N A : I. LOS GRACOS (133-121 a. de C.) Raquel López Melero

I.

TIB E R IO S E M P R O N IO GR A C O Y EL M O V IM IE N T O P O PULAR

1.

El e m p o b re c im ie n to de los pequeños p ro p ie ta rio s y el p ro b le m a del «ager publicus»

Como consecuencia de las grandes conquistas la nobilitas había salido fuertemente enriquecida, aparte de que se había prestigiado con las victorias. También la clase de los caballeros había obtenido su compensación, sobre todo, de orden económico con la incorporación a Roma de ricas provincias en Hispania, Africa y Oriente. El abastecimiento del ejército, la administración de minas y tierras provinciales reservados para Roma, la recaudación de tributos, el comercio de metales, alimentos y toda clase de productos permitie­ ron al orden ecuestre amasar fotunas enormes. Prácticamente todo el oro de los países sometidos o vencidos había ido a parar a sus manos. Pero de este reparto de beneficios habían quedado excluidas las clases humildes. En efecto, a los simples combatientes, los que con su sangre y sus virtudes cívicas habían forjado el Imperio,sólo les había tocada un pequeño reparto en el botín, pero nada del oro o de las tierras que el Senado guardaba teóricamente para el pueblo romano. Por el contrario, el humilde fue víctim a de esta acumulación de oro, afluencia de productos de las provincias y de mano de obra esclava barata, mientras abandonaba su pequeña propiedad durante sus mejores años para entregarse al servicio obligatorio en la milicia lejos de su patria y de su familia. El problema venía acentuándose durante el siglo II con las constantes guerras en Oriente y Occidente. El trigo afluido a Roma en cantidades ingentes desde Sicilia, España y Africa suponía una dura competencia para los agricultores de las tierras vecinas, sobre todo, cuando la abundancia de dinero hizo subir notablemente el precio de todos los produc­ tos y los ricos propietarios de tierras obtenían buenos rendimientos a bajo costo con cargo a la mano de obra esclava. Así, muchos ciudadanos acudieron a Roma en busca de mejor suerte tras haber enajenado sus pequeñas propiedades que no podían mantener. La política senatorial no ampliaba el cuadro de ciudadanos, estancado cuando no decrecido por las guerras, lo que hubiera permitido diluir la carga del servicio militar; ni les mejoraba la condición económica dándoles acceso a las tierras que el Estado romano poseía. Al problema de producción se unía el de la posesión y ocupación del ager publicus. Eran inmensos los campos que Roma poseía en Italia y en el exterior y de 83

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LA CRISIS SO C IA L R O M A N A : LOS GRACOS

los cuales sólo se beneficiaba el erario público y la nobleza que se había asignado las mejores tierras de cultivo y pastizales. Los había en Campania, en Cartago, o en Sicilia, donde los ciudadanos romanos se habrían desplazado gustosamente, siempre que se les hubiera ofrecido una superficie rentable. La nobleza se había quedado con lo mejor y más próximo de este ager publicus. Poseían por baja renta inmensas tierras de bosque, pastizal o cultivo (ager scripturarius), en los que obtenían madera, resina, ganado, viñedos; eran atendidos especialmente por esclavos. Otros campos fueron simplemente ocu­ pados por los nobles y explotados sin pagar renta. El senado creó muy escasas colonias durante el siglo n; veinte solamente entre 197 y 157. Parece que en 145 hubo una tentativa de reparto de tierras propugnada por Lelio, amigo de Escipión, que el senado hizo abortar. Veremos a los Graco luchar denodadamente en su intento por resolver estos problemas. No lo consiguieron, y la verdad es que sólo los poderes dictatoria­ les de que gozaron Sila, Pompeyo, César o Augusto, les permitieron ahondar en esta política colonizadora de repartos de tierras. 2.

Las ideas re fo rm a d o ra s de T ib e rio G raco

Tiberio Graco pertenecía a una familia noble. Su padre, Tiberio Sempro­ nio Graco, fue una persona de gran prestigio que supo granjearse las voluntades de los provinciales, como ocurrió con los hispanos. Fue educado en los ideales de vida romanos, pero con la influencia de diversas tendencias filosóficas como la del estoico Blosio de Cumas y la del retórico Diófanes de Mitilene. Teniendo en cuenta esta formación, podría pensarse que la política de Tiberio le fue inspirada por estos maestros, pero también se afirma que la motivación de su reforma fue el triste espectáculo de una Etruria despobla­ da de ciudadanos y cultivada por esclavos. Resulta inútil en realidad tratar de encontrar y aislar una causa única o más importante. El caso es que cristalizaron en él una serie de sensaciones inquietantes procedentes de fenómenos paralelos característicos de su época: desarrollo del sistema de explotación de la tierra con mano de obra esclava, decadencia de la pequeña propiedad, deterioro del poder militar y rechazo de las costumbres tradiciona­ les. Es vana toda discusión para determinar si prevalecieron los motivos de índole político-militar o de orden económico-social. La verdad es que en la época de los Graco los dos aspectos se encontraban íntimamente unidos. En esos momentos el ejército lo componían los ciudadanos, y un ejército con moral necesitaba de un cuerpo de ciudadanos que gozasen de una situación económica estable y no tan deteriorada como la de aquellos momentos; por lo tanto, solucionando la mala situación económica de muchos ciudadanos con una reforma agraria se imprimiría también un nuevo vigor al ejército. Naturalmente la política de Graco tenía que chocar con los intereses de la aristocracia conservadora, que no gustaba de respirar los aires de la renova­ ción democrática, que amenazaban, aunque sólo fuera en parte, con cercenar­ los. El movimiento no era revolucionario sino reformista, y no pretendía más que corregir los aspectos desestabilizadores que se habían introducido en el sis­ tema de producción antiguo —que podrían resumirse en el desarrollo del lati­ fundio y de la fuerza de trabajo esclava — para restaurar el viejo sistema de mano de obra libre y de pequeña propiedad en manos de los ciudadanos. En suma, este movimiento trata de restaurar el predominio de la pequeña propiedad. La

14.

EÎ Mediterráneo hacia 133 a. de C.

85

F ig .

TIBERIO SEM PR O N IO GRACO Y EL M O V IM IE N T O POPULAR

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LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : LOS GRACOS

rebelión de los esclavos en Sicilia durante el año 135 mostró el peligro de tales acumulaciones y persuadió a no pocos patres de la necesidad de proceder al establecimiento de colonias romanas. 3.

La lex S em p ro n ia

El 10 de diciembre del año 134 a. de C. Tiberio fue elegido tribuno de la plebe, lo que hacía posible que su plan de reforma política cristalizara en una propuesta legal. Es probable, desde luego, que la campaña electoral no se centrase en torno a un programa definido de reforma agrario, pero lo cierto es que, una vez conseguido el tribunado, Tiberio pudo presentar un proyecto legislativo que, insistimos, no tenía nada de revolucionario; era poner en vigor, con las enmiendas pertinentes, la antigua lex Licinia. La lex Sempronia reactualizaba las disposiciones anteriores, en virtud de las cuales nadie podía tener más de 500 iugera (unas 125 hectáreas) del ager publicus, pudiéndose añadir 250 iugera suplementarios por cada hijo; parece, aunque no es seguro, que no se podían rebasar en todo caso los 1.000 iugera —es decir, que este suplemento sólo alcanzaba a dos hijos— para evitar que se produjera una eclosión demográfica. Se cree que el derecho de ocupación de estas tierras del ager publicus se transformaría a través de este proyecto de ley en derecho de propiedad, exento, además, de impuestos. Se intentaba confiscar las tierras que constituyeran excedente sobre los límites establecidos para proceder con ellas a la constitución de lotes de 30 iugera (7,50 hectáreas), que se repartirían entre los ciudadanos pobres. De todas estas operaciones se ocuparía una comisión formada por tres personas, los triumviri iudicandis adsignandis agris, que deberían de contar con poderes judiciales para poder atender a las demandas presentadas. Hay que tener presente que la casuística de las tierras del ager publicus ocupadas era muy diversa y que la comisión se tenía que encontrar con grandes dificultades para poder alcanzar los objetivos señalados. En los planes de Tiberio de reparto del ager publicus quedaban también implicados los itálicos, lo que da pie para pensar que sus intenciones no se circunscribían a los ciudadanos romanos pobres, sino que pretenda reactivar y reformar la agricultura de toda la península itálica, para lo que pudo tener la intención de conceder la ciudada­ nía a todos sus habitantes. 4.

R eacciones a n te el p ro y e c to de ley y asesiato de T ib e rio

El proyecto de ley de Tiberio, pese a que no era excesivamente reforma¡dor, alarmó mucho a los que detentaban tierras del ager publicus. Los senadores caldearon y contaminaron el ambiente político propalando a los cuatro vientos que se les iba a arrebatar el fruto de su trabajo, las vides que habían plantado, las casas que habían construido, las tumbas de sus antepasa­ dos, las tierras, en fin, que muchos de ellos habían recibido por herencia o que algunos habían obtenido mediante compra, por más que en épocas anteriores hubieran podido pertenecer al ager publicus. La reforma agraria perjudicaba profundamente a sus intereses. 1 En cambio, la masa del pueblo campesino, que había contemplado cómo se les iba despojando de sus tierras y de las posibilidades que les brindaban las tierras comunales, se enaltecieron antes las nuevas perspectivas. El día de la

TIBER IO S EM PR O N IO GRACO Y EL M O V IM IE N T O POPULAR

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votación el proletariado rural acudió a apoyarla con ardor inusitado. La ciudad entera estaba viviendo una confrontación latente pronta a aflorar a la superficie, estimulada por la oratoria inflamada del tribuno, capaz de arras­ trar también a la plebe urbana. Pero, a pesar del entusiasmo y del masivo apoyo del pueblo, los aconteci­ mientos no se iban a desarrollar como Tiberio había pensado. Tan pronto como el secretario comenzó la lectura del texto, el otro tribuno contraatacó, interponiendo el veto constitucional (intercessio), que impedía continuar. La áspera discusión entablada entre los dos tribunos quiso zanjarla Tiberio, prometiendo a Octavio indemnizarle a sus expensas del perjuicio que le pudiera causar la aprobación de la ley, a lo que Octavio se negó. El arbitraje propuesto por el senado fue negativo para Tiberio. Es posible que Tiberio haya intentado paralizar la vida administrativa del Estado suspendiendo todos los asuntos públicos y cerrando con su sello las puertas del tesoro de la ciudad. De todas formas esta eventual paralización de la vida administrativa no llevaba a ninguna solución y perjudicaba los intereses del movimiento graquiano al atraer las críticas de aquellos que no veían con buenos ojos esta paralización. Quedaba una posibilidad, aunque tampoco podía ser de la conveniencia de Tiberio, y era aguardar a las próximas elecciones. Pero, tanto Octavio como Tiberio, deberían haber dejado los cargos. Otro camino, en fin, aunque constitucionalmente no muy claro, era que los comitia tributa destituyesen a Octavio de su cargo de tribuno. No había precedentes históricos en este sentido, pero Tiberio puso e n marcha esta solución porque contaba con el pueblo entusiasmado. Octavio fue depuesto y se nombró a otro tribuno en su lugar, lo que daba vía libre no sólo a la aprobación de la ley, sino al nombramiento de la comisión, que fue integrada por el mismo Tiberio, su suegro, Apio Claudio, y su hermano, Cayo. En este contexto la ley agraria había pasado a ser un elemento más del nuevo talante democrático. Para sacar adelante la reforma agraria se tuvo la suer­ te de que en el 133 a. de C. murió el rey de Pérgamo, dejando sus bie­ nes a Roma. Tiberio hizo votar que correspondía al pueblo romano el dar destino a estos bienes, pensando que servirían para que los nue­ vos colonos contasen con un capital de explotación. Pero todo esto alarmó a los ricos propietarios y a los senadores que antes eran partidarios de Tiberio, los cuales aguardaban impacientes a que llegase el mes de diciembre en que tuviese que abandonar su cargo para poder tomar represalias. Pendiente sobre su cabeza esta amenaza, Tiberio tuvo que arriesgarse a protagonizar de nuevo otro hecho insólito, como era la petición al pueblo de que le otorgara un segundo mandato, algo en lo que sus enemigos difícilmente podían consentir por considerarlo como un nuevo atropello constitucional. La masa de sus partidarios, que era el sector del campesinado, se encontraba en los campos entregada a las tareas de siega, y la plebe urbana no estaba ya tan fanatizada, debido a la labor de zapa que habían realizado los enemigos de Tiberio. Así, el día de la votación se encuentra sin grandes apoyos. El senado, que se encontraba reunido en un templo próximo, quiso conceder a Mucio Escévola los poderes excepcionales, a lo que el cónsul se negó. El Sumo Pontífice, Cornelio Escipión Nasica, abandonando el lugar, arrastró tras de sí a los enemigos de Tiberio, que mataron en medio de una asamblea popular a cuantos partidarios del tribuno lograron alcanzar. El propio Tiberio fue asesinado y su cadáver arrojado al Tiber.

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5.

LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : LOS GRACOS

La supuesta ileg alid ad de T ib e rio

Se ha sostenido que Tiberio cometió varias ilegalidades, tales como la destitución del tribuno Octavio, su propuesta para un segundo año en el tribunado y su elección para la comisión que repartiría la tierra. Respecto al primer punto, se ha discutido largamente entre los antiguos y los modernos la cuestión de si un asamblea de la plebe tenía el poder de deponer a un magistrado plebeyo. Hay que tener presente que el tribunado plebeyo había surgido como magistratura de clase y que en cierto sentido no podía estar sometido a las mismas normas de las otras magistraturas constitucionales, al menos en sus comienzos, cuando se daba la confrontación entre patricios y plebeyos. Por eso, el acto de Tiberio, aunque contrastaba con la costumbre usual, no tenía en su contra claros impedimentos legales; de hecho, reafirma­ ba la adecuación y la fidelidad del tribuno a los intereses populares y su subordinación a la Asamblea. Las líneas maestras del programa de presentación de Tiberio a la reelec­ ción del cargo eran democráticas, como lo era la reducción del servicio militar, la concesión del derecho de apelación al pueblo reunido en los comicios contras las decisiones tomadas por los tribunales de justicia, la ruptura del monopolio judicial que tenían los senadores al añadirse igual número de jueces caballeros, y la presentación de una ley para conceder los derechos políticos a los aliados latinos y a los itálicos. Este programa es considerado por la crítica moderna como espúreo e introducido en la tradición por la corriente antigraquiana, que habría tratado de hacer pasar a Tiberio como el sustentador de un programa demagógico y anticonstitucional para justificar con ello la matanza de que fueron objeto sus partidarios y él mismo. Pero parece excesivo considerar todos estos puntos como espúreos, ya que algunos presentan una gran coherencia con la política afianzadora de la economía agraria, por cuanto que toda reducción de los años establecidos para el servicio militar ofrece una mayor disponibilidad de mano de obra libre para trabajar en la agricultura, lo mismo que la inclusión en los jurados de los caballeros obedecería a un intento de buscar apoyo en ellos, lo que cae dentro de la lógica de los proyectos del tribuno. Indudablemente pretendía que el Estado alcanzase una mayor democratización, con cierto predominio de la soberanía popular, que tendría de nuevo en el tribunado de la plebe el instrumento idóneo, como lo tuviera en épocas anteriores en su lucha contra los optimates. La actuación de Tiberio tuvo como consecuencia el que se hiciesen luego posibles los cambios constitucionales. El acuerdo más o menos tácito que existía con anterioridad a él entre el pueblo y el Senado, que era lo que hacía funcionar a la máquina estatal, se había roto. Tiberio había hecho recordar que en Roma había dos entidades que podían disputarse el poder: el Senado, que era en rialidad quien hasta entonces lo había tenido, y el pueblo.

CAYO GRACO Y SUS REFORMAS SOCIALES

II. 1.

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C A Y O G R A C O Y S U S R E F O R M A S S O C IA LE S

La reacción a la p o lític a de los « o p tim a te s »

A la muerte de Tiberio el movimiento democrático no fue objeto de represión: los vencedores evitaron cebarse en los cabecillas del movimiento, quienes continuaron atendiendo los asuntos de la reforma agraria, que fue alcanzando poco a poco los frutos apetecidos. La comisión la siguieron componiendo Cayo Graco y Apio Claudio, incorporándose, como sustituto de Tiberio, Licinio Craso; más tarde, a la muerte de los dos últimos, estuvo compuesta por Cayo Graco, Fulvio Flaco y Papirio Carbo. Los optimates no ejercieron represalias contra ellos, quizá porque su intención era sugerir que no habían atacada la reforma, sino al tribuno que tenía aspiraciones tiránicas o monárquicas. Además, con un hábil pretexto alejaron a Nasica de Roma. El movimiento graquiano siguió teniendo cabecillas que presentaron álgunos proyectos de ley. Papirio Carbo pretendió que fuese aprobada una disposición que pedía a los tribunos pudiesen ser reelegidos año tras año, pero el proyecto fue rechazado, y su espíritu progresista se enfrió. Fulvio Flaco llegó en el 125 a presentar un proyecto de ley en el que se solicitaba la concesión de la ciudadanía romana a los aliados y latinos, un hecho que tenía sus conexiones con la reforma agraria. La Comisión se planteó el problema de si la confiscación de las tierras debía de detenerse ante las tierras poseídas por los confederados, cuestión muy importante porque, si se decidían por la confiscación sin la contrapartida de la concesión de la ciudadanía romana, se exponían a una sublevación en masa de los aliados. El proyecto de ley presentado por Flaco era sincero, pero contempló cómo se le oponía el veto tribunicio, ante lo cual su autor encontró más rentable alcanzar éxitos militares en las Galias que hacer una defensa a ultranza del mismo. La sublevación de la ciudad confederada de Fregelas, con la represión subsiguien­ te de que fue objeto, dejó un amargo sabor que presagia las futuras guerras civiles y puso sobre el tapete la cuestión de los aliados, que se abordará más tarde de una manera más radical. 2.

El trib u n a d o y las leyes de Cayo G raco

Cayo Graco fue cuestor y estuvo prestando sus servicios militares en Cerdeña, donde alcanzó una gran reputación por su integridad. A su regreso a Roma en él 124, cuando tenía veintinueve años, presentó su candidatura al tribunado para continuar la obra de su hermano y vengarle, sin recibir por el momento el ataque de la aristocracia. Una vez elegido, Cayo Graco puso al servicio de su causa su ardiente elocuencia y su infatigable fanatismo. Una serie de leyes, que en su conjunto y atendiendo a su promotor se conocen como leges 'Semproniae, recogen su-programa de acción. La sed de venganza contra los asesinos de su hermano se aprecia en las primeras leyes que propuso Cayo. Así, contra Popilio, que había tenido parte activa en los tumultos que causaron la muerte de Tiberio, propuso la puesta en vigor de la norma de que todo magistrado que en el periodo de su cargo condenase sin juicio previo al destierro o a la muerte a un ciudadano romano tuviese que rendir cuentas de su actuación ante los comicios. Previendo cuál

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sería el resultado, Popilio tomó voluntariamente el camino del destierro. Por el contrario, retiró el proyecto de ley dirigido contra Octavio, por el cual todo magistrado depuesto por el pueblo por cualquier causa no podría ocupar en el futuro cargo alguno. La persecución contra un tribuno que se había limitado a ejercer el derecho constitucional de veto, por más que hubiese paralizado la actividad de Tiberio, era en realidad muy burda, y el mismo Cayo retiró el proyecto. a) Ley frumentaria. La tradición oligárquica ha juzgado con dureza la lex frumentaria, como exponente de una política demagógica muy útil para consolidar la figura de Cayo ante la plebe al quitar a los senadores la popularidad que alcanzaban con las distribuciones de trigo. A consecuencia de la aprobación de esta ley, el Estado vendía trigo a los ciudadanos a unos precios al parecer inferiores a los del mercado libre, o al menos parecidos, en época de abudancia, ya que los precios que establecen los historiadores modernos para esa época fluctuaban sensiblemente. El Estado vendía el trigo a razón de 6, 1/3 asses por modius (el modius equivalía peo más o menos a 8 litros, 3/4). El precio pudo no ser político, sino un precio estable equivalente a los costos y no sometido a las fluctuaciones de mercado, inspirado tal vez en modelos helenísticos. Pero esa política, que aliviaba la situación de la clase pobre, tenía, sin embargo, sus inconvenientes, ya que ésta comenzó a sentir la necesidad de que el Estado le concediera el trigo a precios artificiales, lo que fue el punto de arranque para las posteriores distribuciones gratuitas; además, económica­ mente era una medida desastrosa para la agricultura itálica, desde el momento que el Estado entraba en competencia con ella, hipotecando con ello el éxito de la reforma agraria. Conectadas con la lex frumentaria pueden estar la construcción de graneros y la ley de construcción de vías (lexde viis. muniendis), que permitía contar con unos caminos de comunicación cómodos para el transporte del trigo a Roma y adecuados a las nuevas necesidades surgidas de la reforma agraria. b) Ley agraria. Cayo Graco sintió la necesidad de proponer otra vez al pueblo un nuevo proyecto de reforma agraria cuando la anterior ley estaba todavía vigente, quizá con la intención de introducir algunas novedades. En cuanto al límite de posesión permitido, resulta difícil saber si seguía siendo de 500 iugera —e igualmente si las asignaciones eran de 30 iugera— porque las fuentes discrepan o se refieren a ello de un modo ambiguo, y, consecuente­ mente, hacen lo mismo los autores modernos que las interpretan. Pero, en el caso de que se mantuviese el límite de los 500 iugera, ha debido de haber otro tipo de modificaciones, pues de otro modo no se explicaría que Cayo decidiera plebiscitar de nuevo una ley agraria todavía vigente. Alguna de éstas pudo ser la de restituir a la Comisión los poderes judiciales, que se hacían muy necesarios para sacar adelante la reforma agraria. Pudo haber también modificaciones respecto a las normas seguidas en la elección de los beneficia­ rios y en la determinación de las asignaciones. Con todo, estos retoques parecen haber sido formales, ya que sustancialmente su ley es la de Tiberio. Quizás sean, pues, razones políticas las que le han empujado a presentarla de nuevo como ley. e) Ley de fundación de colonias. Intimamente relacionada con la reforma agraria se encuentra el establecimiento de colonias ( lex Sempronia de coloniis deducendis). Esta política fundacional se había sentido como muy

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F ig . 15.

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Los reinos helenísticos en 129 a. de C.

necesaria, debido a que el grueso de las divisiones de las tierras estatales ya se habían realizado y la reforma agraria estaba todavía sobre el tapete. Por lo tanto, la creación de nuevas colonias era un medio válido y eficaz de aliviar la calamitosa situación del proletariado urbano y de dar facilidades de trabajo a todas aquellas personas que no quisiesen vivir de la venta del trigo estatal. En virtud de la lex Sempronia se fundaron en Italia las colonias de Tarento y Capua, cuyas posibilidades de tierras libres para distribuir entre los colonos eran en verdad pocas, aunque también es cierto qüe los nuevos colonos no tenían porqué vivir exclusivamente de la agricultura. Se trataba de dos centros importantes comerciales e industriales del pasado, que con la llegada de un nuevo contingente humano podrían reactivarse. Las fundaciones de estas colonias serían aceptadas, sin duda, a regañadientes por los optimates porque rompían el domino exclusivo que tenían hasta entonces sobre el territorio de Campania (ager Campanus), uno de los más feraces de Italia. Por la lex Rubria, presentada por Rubrio, se decidió fundar una colonia en Cartago, lo que suponía romper los anteriores esquemas, ya que por primera vez se decidían a fundar una colonia ultramarina lejos del territorio itálico. La intención era asentar allí unos 6.000 ciudadanos. Pese a que después de la destrucción de Cartago el territorio estaba maldito, no se amedrentaron los tribunos y llevaron adelante el proyecto. El tiempo les daría la razón, pues Cartago se consolidó como una de las ciudades más importantes del Imperio. Una colonización coherente en las provincias podría ser uno de los elementos

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más activos de la romanización, pero también suponía mermar el poder en las provincias a los aristócratas. d) Ley de Asia. Testimonios no muy seguros señalan que Cayo Graco propuso mediante la lex de Provincia Asia censoribus locanda para su aproba­ ción una organización de la provincia de Asia. Desde la anexión de esta provincia en el 133 a. de C , o más justamente cuando en el 219 desapareció de la escena el rebelde Aristónico, las organizaciones urbanas sometidas a tributo —no las exentas— venían pagando al Estado romano un tributo fijo moderado. Quizá las necesidades de recursos para sacar adelante estas diferen­ tes reformas llevaran a Cayo Graco a intentar someter a la provincia de Asia al pago de los diezmos y a imponer el sistema de arriendo de las con­ tribuciones. Todo esto existía ya en otros lugares; lo peculiar en este caso residía en el hecho de que la subasta necesaria para que se pudie­ se otorgar debía realizarse en Roma ante los censores y no en la pro­ vincia. Además, era también una novedad que el estatuto de Asia se diese por un plesbicito, puesto que antes el poder de fijar el estatuto de una provincia residía en el Senado. El cumplimiento de estas condiciones suprimía de hecho la competencia que podían presentar los provinciales. Además, el arriendo de la recaudación de impuestos debía hacerse en bloque bajo un sólo contrato y se necesitaba una gran concentración de capital con el que podían fácilmente contar los caballeros romanos. A las sustanciosas entradas que por este concepto obtenía el Estado romano, hay que unir la captación de los caballeros hacia el bando de Cayo, que debía lograrse también con esta política. Con la lex de provinciis consularibus Cayo pretendía que el Senado actuase de una manera objetiva a la hora de proceder a la adjudicación de las provincias, sin atender a la índole personal de los cónsules. Antes, en efecto, las provincias eran repartidas entre los cónsules con posterioridad a la elección de estos, lo que se prestaba a forcejeos y presiones; ahora, con la ley de Cayo, la asignación de las provincias se hacía con anterioridad a la elección de los cónsules, con lo que se cerraba el camino a las intrigas. e) Ley judicial. Objetivo del movimiento de Cayo Graco será el romper el entendimiento entre los caballeros y el senado, y esto es lo que parece pretenderse con la lex iudiciaria. Hasta entonces sólo los senadores eran aceptados para formar parte de los jurados, y un jurado formado exclusivamente por senadores difícilmente podía ser ecuánime en la exigencia de responsabilidades a los gobernadores protagonistas de malversaciones. La nueva ley se preocuparía de la composición de los tribunales que habrían de juzgar los casos de corrupción de los gobernadores. Ahora bien, las informa­ ciones con que contamos sobre la ley judicial de Cayo son contradictorias. Para Livio, según el Epitome que se redactó sobre su obra, lo que hizo el tribuno fue mantener a los senadores como miembros de los jurados, pero aumentan­ do el Senado con 600 nuevos miembros sacados de las filas de los caballeros; por el contrario, Plutarco afirma que Cayo añadió a los 300 senadores un número equivalente de 300 caballeros, constituyendo así un tribunal mixto de senadores y caballeros de 600 miembros; Apiano, en fin, supone que la mayoría de las plazas del tribunal fueron sustraídas a los senadores para cedérselas a los caballeros. Tratando de dar una explicación coherente se sugiere que hubo dos propuestas de ley, una para añadir a los senadores jueces del orden de los caballeros, que daría lugar a un tribunal mixto, y la otra para otorgar el poder judicial sólo a los caballeros, lo que no pasa de ser una

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hipótesis, ya que no se tiene noticia de la existencia de dos propuestas de ley. Por lo tanto, sabemos muy poco sobre el número y la composición de los jurados y si éstos entendían sobre todas las cuestiones o solamente sobre ios asuntos relativos a acusaciones de corrupción contra la actuación de los gobernadores. De cualquier manera, la participación o el control por los caballeros de los poderes judiciales supuso un duro golpe para los intereses de los senadores. / ) Leyes militares. Otras disposiciones respecto al ejército se hacían ya muy necesaris y ello dio lugar al nacimiento de la lex militaris. En etapas anteriores, cuando el soldado permanecía pocos meses en campaña, muy cerca de Roma y suspendiendo las operaciones en invierno, el que un soldado se equipase a su costa era aceptable, pero ahora que el ejército romano había estado implicado en conflictos ultramarinos resultaba ya improcedente este sistema y parecía razonable que del equipamiento de los soldados se hiciese cargo el Estado con su propio dinero. Pero, no sólo se regularon los aspectos económicos del ejército, sino que los soldados se vieron favorecidos también por otras disposiciones. Las tropelías que se cometían en las levas con algunas personas que eran movilizadas antes de la edad se suprimían ahora, ya que se prohibía que alguien pudiese ser reclutado antes de la edad legal. Mommsen atribuye además a esta ley graquiana la concesión a los soldados durante periodo de combates de la posibilidad de apelar contra cualquier sentencia de muerte que dictaran sus jefes. Esto último, que tendía a la defensa del soldado, tenía la contrapartida de que podía debilitar la disciplina del ejército, al carcomer la autoridad de los generales. El posterior desarrollo de los acontecimientos manifiesta la inoportunidad de esta medida y el poco caso que hicieron de ella los generales.

3.

La cu estión ita lia n a

Uno de los más grandiosos proyectos de Graco fue el de llevar la concesión de la ciudadanía romana a todos los aliados itálicos. Ya con anterioridad el cónsul Flaco había abordado este problema en el 125, presentando una ley que concediese la ciudadanía romana a los aliados itálicos, pero el proyecto fue rechazado por la plebe y por los optimates, aunque por razones diversas. La sublevación de la ciudad de Fregelas muestra que el problema de la concesión de la ciudadanía a los socii itálicos era un problema pendiente que no desapareció con la represión de esta ciudad sublevada. Durante el segundo tribunado se le presentaban a Cayo circuns­ tancias más favorables para abordar el problema, y las informaciones sobre el contenido de su proyecto de ley son diversas. Apiano indica que dio a los latinos un estatus semejante al de los romanos, mientras que a los otros aliados les otorgó el derecho al voto. Plutarco, por su parte, afirma que una vez otorgó la ciudadanía, y otra, el voto. Ante esta falta de coherencia en las fuentes, se han intentado varias explicaciones formales, que se centran en la posibilidad de que Cayo haya podido presentar dos proyectos de ley distintos, o que, presentando solamente uno, se regulara en él de modo diverso el estatus de los aliados itálicos y el de los aliados latinos. Pero estos aspectos formales son secundarios: el contenido de este proyecto o proyectos de ley es lo que debe interesar en realidad. En el texto de Apiano se da a entender con claridad que la intención de

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LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : LOS GRACOS

Cayo Graco era conceder la ciudadanía a los latinos, y los derechos que estos últimos tenían, al resto de los socii, es decir, a los itálicos, lo que concuerda con una de las afirmaciones de Plutarco, aunque no con la otra. Ahora bien, se sugiere que esta duplicidad no debería constituir ninguna dificultad, teniendo en cuenta que, cuando escribe Plutarco, toda Italia estaba ya latinizada y podía usar el término en el sentido general de itálicos. Los latinos estaban representados en aquel tiempo, no solamente por las treinta ciudades que componín la Liga Latina, sino por todas aquellas ciudades diseminadas por Italia que tenían estatuto jurídico de derecho latino, es decir, con el ius connubii y el ius commercii, y que ahora sólo necesitaban para su inclusión en el cuerpo de ciudadanos la concesión del derecho a votar en los comicios. Si la propuesta de ley adoptaba la distinción entre el estatus a conceder a los latinos y el estatus a conceder a los itálicos, el plan era moderado y miraba al futuro. No intentaba forzar los hechos, sino que contemplaba una incorporación gradual al cuerpo de ciudadanos: a través del uso y disfrute de los derechos latinos, los itálicos alcanzarían la experiencia suficiente para su incorporación en el cuerpo de ciudadanos con plenos derechos. Era una política de altos vuelos, aunque planteada en términos moderados, que no provocaría el entusiasmo entre los componentes del movimiento graquiano, pero tampoco una irritación desmesurada. Sin embar­ go, el ciudadano actúa más de cara a lo inmediato que con prospecciones de futuro. A pesar de que el problema no resuelto de los aliados no podía sino llevar a guerras fraticidas, a destrucciones y sangre, el ciudadano sólo veía que saldría perjudicado si se aumentaba el número de los ciudadanos, puesto que los sobornos a repartir en las elecciones de magistrados serían inferiores, al ser mayor el número de los sobornables, y el reparto de alimentos sería también inferior. El propio cónsul Fannio, que había salido elegido con el apoyo que le prestara Cayo, increpaba a la muchedumbre de un modo bastante burdo, preguntándoles si estaban dispuestos a que se comiesen su trigo los latinos y les desplazasen del teatro y del circo gracias a la aprobación de esa ley. La lucha arreció, por tanto, y la nobleza senatorial se dio cuenta de que Cayo sólo podría sacar adelante esa ley con la presión que hiciese la masa de los aliados. Un Senado consulto ordenó entonces la expulsión de Roma y su contorno de 5.000 peregrinos. Sin el apoyo de las personas más interesadas en que este proyecto de ley saliera adelante, Cayo se encontró muy aislado y con una plebe hostil, inquieta por el temor a perder sus ventajas de ciudada­ nos; además, fue víctima de un cerco político bien montado por la nobleza con la ayuda del otro tribuno, Marco Livio Druso. Este no presentó a Cayo una oposición directa, en razón probablemente de que con Tiberio no habría dado resultado, sino que recurrió a la argucia de avanzar un programa más audaz en las propuestas de innovación, lo cual venía a ser una oposición al programa de Cayo. Druso elaboró un proyecto de colonización interior, en el que contemplaba la fundación de doce colonias al menos con 3.000 ciudada­ nos cada una. El proyecto era demagógico y en su mayor parte in viable, dada la situación en la que se encontraba la agricultura romana, pero suponía implícitamente un rechazo a la colonización ultramarina. También atacó de un modo indirecto la reforma agraria. Ya el hermano de Cayo Graco, Tiberio, había creído conveniente gravar las tierras entrega­ das con una renta, que era un recordatorio permanente de que se trataba de tierras estatales. Además, se estableció en la reforma que esas tierras fueran inalienables, para evitar que pasasen, mediante venta, a engrosar los latifun­ dios. La sutil propuesta de Druso de que se suprimiese la renta que había

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impuesto la reforma de Tiberio y de que la tierra fuese alienable, suponía, de aceptarse, un sensible debilitamiento del movimiento graquiano y la imposibi­ lidad de alcanzar los objetivos que pretendía la reforma agraria. Ante cualquier contingencia económica se venderían las tierras, se engrosarían las filas de la plebe urbana desocupada y se ampliarían los latifundios romanos. Indudablemente, para el concesionario que desde la reforma de Tiberio hubiese estado padeciendo una serie de reveses económicos, el poder vender la tierra y resarcirse con ello tenía un atractivo más inmediato, sin atender a los beneficios globales y generales de la reforma. Por otra parte, con estas reformas tan demagógicas de Druso, se manipulaba sociológicamente la conciencia del pueblo, inculcándole el sentimiento de que la política favorece­ dora de sus intereses no procedía exclusivamente del movimiento graquiano, sino que había otros que se preocupaban también de velar por los intereses del pueblo. Pero, aunque lentamente, las propias bases del movimiento de G ra­ co se vieron minadas, de tal modo que, cuando presentó la ley de_ con­ cesión de la ciudadanía a los latinos, se apreció ya su falta de pujanza. Druso señalo que se opondría. Contando ahora con un pueblo apático, no podía pedirle, como hiciera anteriormente su hermano, que se pronunciase sobre la destitución de Druso, por lo que Cayo no quiso presentar batalla y se marchó a Africa al objeto de efectuar la deductio de la colonia de Cartago. Para ello realizó una gran concentración de ciudadanos y parece ser que aceptó también a los latinos en igualdad de condiciones con los romanos. 4.

La c o lon ización de C artag o y la m u e rte de Cayo G raco

Precisamente fue en torno a su programa de colonización en Cartago donde sus enemigos iban a presentar batalla a Cayo. Se declaró que el lugar estaba maldito, aduciendo la leyenda de que Escipión había lanzado su maldición contra aquel terreno, cuyos mojones habían desenterrado los lobos. En este clima de superstición religiosa el Senado se hizo con un decreto de los Augures que declaraba impío construir allí una colonia. El tribuno de la plebe, Minucio, presentó una propuesta de supresión de la Lex Rubria sobre Cartago. Cayo y Fulvio Flaco dijeron al pueblo que todos esos augurios eran supercherías del Senado y manifestaron que se opondrían, comenzando a movilizar a las masas; era lo que estaban esperando sus enemigos. Por su parte, la nobleza aristocrática fue armando secretamente a sus partidarios, clientes y esclavos; también los populares, llegados de todas las partes, acudieron el día en que se iba a revocar la ley, siendo conscientes ambos bandos de que no se solucionaría la cuestión por medios pacíficos. No quedaba más incógnita que saber quién comenzaría el primero. Cuando Antulio, lictor del cónsul Opimio, los insultó, fue apuñalado por un partidario de Graco. Este incidente se magnificó y, aunque la violencia podría haber sur­ gido de todos modos porque la tensión era muy grande, con este crimen se brin­ dó a los optimates el pretexto para comenzar las hostilidades y adoptar medidas de emergencia. El cónsul tomó el mando de un cuerpo de mercenarios cretenses y dispuso que los. senadores y caballeros, con sus clientes, servidores y amigos, se armaran. También algunos partidarios de Graco habían sido armados por Fulvio Flaco. El Senado se reunió al día siguiente, y ante lo peligroso de la situación, tomó medidas excepcionales hasta entonces sin precedentes, y decretó el Senatus consultum ultimum, que proclamaba la ley marcial.

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LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : LOS GRACOS

Los graquianos ocuparon el Aventino, la colina de las antiguas luchas plebeyas, y se prepararon para la defensa, mientras a la muchedumbre se le hacían llamadas a las armas. Ante la solicitud del Senado de que Cayo y Fulvio acudiesen a justificarse de las acusaciones, enviaron a Quinto, hijo de Flaco, con el ofrecimiento de que entregarían las armas y se marcharían a sus casas si los dejaban tranquilos. Pero no hubo una respuesta que conviniera a muchos de los partidarios de Graco y se decidieron a resistir. La lucha fue desigual, entre una gente desorganizada y un grupo ordenado senatorial apoyado por tropas cretenses: la resistencia de los populares fue aplastada. Flaco y su hijo se ocultaron en casa de un cliente, pero fueron denunciados y asesinados. Mientras huía hacia el Tiber, Cayo fue visto por sus enemigos, que quisieron darle alcance. Sus dos partidarios, Pomponio y Letonio, trataron de entretener a los perseguido­ res con el holocausto de sus vidas, para que él pudiese cruzar e'1 río, pero, viendo imposible la huida, Graco pidió al esclavo que le acompañaba que le diese muerte; cumplida la voluntad de su señor, el esclavo volvió el arma contra sí. Las cabezas de Cayo y de Fulvio fueron entregadas al cónsul Opimio, mientras los cuerpos eran arrojados al Tiber.

BIBLIOGRAFIA

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abba,

CAPITULO

5

LA CRISIS SO C IA L DE LA RE PUBLIC A R O M A N A : II. M A R I O Y SI LA (121-79 a. de C.) Mauricio Pastor

I. 1,

P ELIG RO S EXTERIO RES EN A F R IC A Y LA G A LIA

L iquidación de la obra de los G raco. La re stau ra c ió n n o b ilia r

A la muerte de Cayo Graco (121), la aristocracia antirreformista del Senado volvió a gobernar Roma sin oposición. De cuantas medidas instaura­ ron los Graco en beneficio de los romanos más desposeídos, sólo sobrevivi­ rían las más perjudiciales a largo plazo, como ocurrió con el subsidio para cereal, tan popular, que la clase gobernante no osó abolirlo, pero que se convirtió —en ausencia de otras medidas rectificadoras— no en un arbitrio momentáneo, sino en una tara permanente, juguete de demagogias, que depauperaba y desmoralizaba a la multitud urbana, a la vez que arruinaba a muchos sectores agrícolas de Italia. Los tribunales de jurados, en manos ya de los «caballeros», venalizaron de tal modo la justicia, durante una generación que hicieron añorar a muchos como época feliz aquélla en la que eran los senadores los encargados de tal labor. Asimismo, no se abolió el sistema de arriendo de los diezmos fiscales de la provincia de Asia lo que, poco a poco, fue minando la prosperidad de aquella rica zona. En cambio, las medidas coloniarias y de extensión de la ciudadanía no alcanzaron vigor, perdiéndose así lo mejor de la herencia graquiana: la colonia Junonia no se constituyó (aunque se hicieron asentamientos particula­ res en Cartago) y se obturaron las vías por las que hasta entonces había sido posible obtener la ciudadanía, fuera de la manumisión o el nacimiento de matrimonio ciudadano. No se derogó, empero, la ley agraria, ni se procedió a la restitución de las confiscaciones graquianas: bastó con suprimir, por vía de hecho, las rectificaciones pensada por Cayo para las tendencias inertes de la economía de su tiempo y con dejar abandonados a su suerte a los nuevos agricultores (por ejemplo: ya en 121 consintió la ley que los nuevos lotes fueran enajenados, lo que ocurrió en muchos casos ante la falta de capitaliza­ ción con que necesariamente se enfrentaban los nuevos modestos propietarios, cuyo número disminuyó otra vez, en favor de los grandes propietarios, capaces de adquirir esas parcelas). En 119 fue disuelta la comisión agraria sin la cual no podía legalmente procederse a redistribuciones de tierra. Finalmen­ te, en 111, se abolió la totalidad de lo legislado por los Graco, declarándose en adelante como de propiedad privada y exentas de impuestos y ulteriores limitaciones todas las tierras no pertenecientes al Estado. 98

PELIGROS EXTERIORES EN AFR IC A Y LA G A L IA

99

El arriendo del ager publicus siguió bajo la férula de la nobilitas lo que, lógicamente, aceleró el proceso de la concentración de propiedades fundiarias. 2.

El ascenso de M a rio

La cabeza visible de la nobilitas, en estos años, fue la familia de los Cecilio Metelo, que se perpetuaba en las altas magistraturas, junto a hombres de la antigua aristocracia, como Emilio Escauro, capaces de combinar las ideas antiguas con las formas nuevas. No obstante, parte de la obra de los Graco se había consolidado, como se ha dicho, especialmente el control ecuestre de las quaestiones o tribunales, en los que acontecieron escándalos de envergadura, que fueron tolerados a regañadientes por el senado, temeroso del surgimiento de nuevo Graco si se alteraba el statu quo. No obstante, la insatisfacción en el seno de la facción popularis latía con fuerza, esperando la coagulación de un programa político y una figura de relieve capaz de ponerlo en práctica,. El personaje será Cayo Mario, homo novus (sin ascendientes nobiliares), oriundo de una familia ecuestre de Arpino (Lacio). Su promoción social se verifició, enteramente, a través de la milicia, para la que estaba notablemente dotado, y con el apoyo de los Caecilius Metellus, a cuya clientela pertenecía. Destacó en la guerra numantina e inició la carrera política urbana obteniendo el tribunado plebeyo en 119 y siendo elegido pretor cuatro años después. Sus actuaciones políticas y sus siempre victoriosas intervenciones militares en esos años lo convirtieron, poco a poco, en un personaje imprescindible en el panorama republicano y, finalmente, en el hombre más importante de Roma. Coadyuvó a ello el poco recelo político que levantaba entre los nobles y la falta de generales dotados que, ocasionalmente, se dio entre los miembros de la nobilitas senatoria. Mario comenzó siendo un instrumento capaz en manos de los partidarios del expansionismo imperial, favorecedor de los grandes intereses del dinero y de los grandes propietarios, que se lucraron de los territorios galos y africanos comprometidos en estas guerras, a la vez que, con tales acciones exteriores, aliviaban la tensión existente en la política interior. 3.

A n exió n de la G alia N arbonense

En los años veinte de este siglo, Roma iba a poner firmemente el pie en el litoral galo, remediando así, entre otras cosas, la necesidad de una comunica­ ción exclusivamente marítima con Hispania y Marsella. En 125, Flacco anexionaba parte de la Galia y Sextio Calvino, meses después, fundaba Aquae Sextiae, en tierras salias vecinas de Marsella. La dificultad mayor estribaba en domeñar a los pueblos hegemónicos de avernos y alóbroges, que fueron vencidos, sucesivamente, en 122 y 121, gracias a los planes de Cneo Domicio Aenobarbo, a cuya iniciativa se debió una arteria fundamental desde entonces en la logística romana: la vía Domicia, entre el Ródano y el Pirineo, vigilada por la primera colonia romana fundada fuera de Italia (con excepción de la intentada por Graco): Narbona, de la que iba a tom ar su nombre toda la zona (Gallia Narbonensis). Gracias a tales actuaciones la romanización avanzaría velozmente, transformando el sur de la Transalpina en la «provincia» romana por antonomasia (a lo que alude su nombre histórico de «Provenza»).

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4.

LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : M A R IO Y S ILA

La g uerra de Y u g u rta (117-105 a. de C.)

Masinisa había sido un fiel aliado de Roma en los conflictos contra Cartago, y lo mismo sucedió con su hijo y sucesor, Micipsa. Por el testamento de éste, Numidia quedaba repartida entre sus hijos, Aderbal y Hiempsal, y su sobrino e hijo adoptivo, Yugurta; todo ello con la autorización de la República. Yugurta, buen conocedor de Roma, con influencias entre sus senadores y avezado militar (cooperó en la toma de Numancia, en el estado mayor de Escipión), mandó asesinar a Hiempsal. Adherbal pudo huir al Africa romana (la antigua Cartago) y pasar a Roma para solicitar la intervención senatoria en su favor. Esta le fue dada en forma de una comisión que, presidida por Lucio Opimio, redistribuyó los territorios, adjudicando a Yugurta la parte occidental y menos rica de Numidia. A los tres años escasos. Yugurta asediaba en Cirta a su primo (113). Un nuevo recurso de éste al Senado logró el envío de dos legiones como fuerza de disuasión. Pero Yugurta decidió ignorarlas: entró en Cirta, prendió y ejecutó a Adherbal y sometió la plaza al saqueo acabando con muchos de sus habitantes y con la numerosa comunidad itálica, que había ayudado a Adherbal en su legítima resistencia. Sin entusiasmo, pero obligado por las cinscunstancias y por la ira popular, el Senado declaró la guerra al monarca númida. El desarrollo de las operaciones fue irregular y poco honroso para la dirección romana. Tras las primeras victorias, el cónsul Calpurnio Bestia impuso levísimas penalizaciones a Yugurta (111), lo que irritó fuertemente a la opinión: el tribuno Memmio logró del Senado que el númida fuera citado a declarar en Roma. Cuando éste llegó, Memmio no pudo proceder ante el veto interpuesto por uno de sus colegas, asimismo, sobornado por Yugurta. La corrupción romana llevó al monarca a actuaciones atrevidas, una de las cuales fue la de mandar asesinar, en la propia Roma, a uno de los posibles candidatos a la corona númida, de nombre Massiva. El escándalo obligó al Senado a expulsar a Yugurta de la ciudad y a reanudar la política por las armas, no sin que el africano echase en cara a los romanos la indigna venalidad de sus políticos. El año siguiente transcurrió sin éxitos romanos hasta el momento en que el cónsul Postumio hubo de regresar a Roma para presidir los comicios: su hermano, puesto al frente de las tropas, no supo resistir a Yugurta, quien lo derrotó en Sutula (110), obligando a los legionarios y a sus jefes a desfilar bajo el yugo y a suscribir una paz humillante, que el Senado rechazó. La indignación popular subió de tono, alcanzando tonos alarmantes y exigiendo acciones radicales y la anulación de toda sospecha de connivencia entre Yugurta y determinados miembros de la nobilitas. Una comisión especial, controlada por los caballeros, sentenció en contra de Bestia, Postumio y Opimio, sin pruebas sólidas, pero a manera de seria advertencia política. Y en el año 109 se encomendaron el consulado y la guerra a Quinto Cecilio Metelo quien, ayudado por uno de sus lugartenientes (Cayo Mario), actuó eficazmen­ te, derrotando al propio Yugurta en Mutula, aunque sin poder capturarlo ni reducirlo a la inoperancia, lo que fue interpretado en Roma, por los «populares» y sus aliados, como una contemporización voluntaria, destinada a prolongar la guerra y el mando de Metelo (prorrogado por el Senado para el 107). En consecuencia, propugnaron la candidatura consular de Mario, que tuvo grandes problemas con su jefe y con el poder de la nobleza. Pero su

Oriente en el año

117 d. de C.

101

IG. 16.

PELIGROS EXTERIORES EN AFR IC A Y LA G A LIA

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LA CRISIS SO C IA L R O M A N A : M A R IO Y SILA

candidatura (y, con ella, el mando de la guerra númida para Mario) triunfó en los comicios. 5.

M a rio , cónsul de Rom a. El nuevo e jé rc ito

La necesidad de tropas y las dificultades para conseguirlas en los términos tradicionales, así como la excepcionalidad del mando entregado a Mario (mediante ley especial), llevaron a éste a la formación de un contingente en el que se dio cabida a los proletarii (esto es, a quienes según el censo no podían integrar las legiones) y a otros elementos. Con ello se dieron los primeros pasos para la formación de ejércitos clientelares, que tan importante papel iban a desempeñar en el futuro romano. Acometió inteligentes reformas de carácter técnico (ordenanazas, equipo, entrenamientos y tácticas, creación de unidades especiales, crecimiento de la caballería aliada como contingente básico, etc.), entre los que destaca el empleo de la táctica de cohortes (de a tres manípulos cada una), unidades muy flexibles que dieron gran versatilidad y potencia a la legión, sentando las bases de la milicia romana durante mucho tiempo. El nuevo soldado {miles Romanus a quien, por lo completo y pesado de su impedimenta se llamó, irónicamente, mulus Marianus) fue encuadrado en una unidad dotada de nombre y culto propios, enseñas venerandas (las águilas de plata) y una serie de elementos que crearon un contexto nuevo de cara a la profesionalización legionaria y a conseguir la absoluta fidelidad al mando y a la persona individuada del general. No obstante, la campaña militar fue igualmente inútil. Yugurta fue vencido, pero no por las armas, sino por la astucia diplomática de un cuestor de Mario, el aristocrático Lucio Cornelio Sila, que consiguió la traición de Bocco, rey de Mauretania, mediante la cual fue apresado Yugurta (105), pudiendo Mario obtener el triunfo en Roma el 1 de enero del 104. Bocco, según lo convenido, recibió el occidente de Numidia; el oriente se entregó a Gauda, hermanastro de Yugurta. y Roma se apropió de algunas ciudades de Tripolitania y de la importante plaza de Leptis Magna. En el Tuliano, la lóbrega prisión del Estado para los condenados a muerte, fue ejecutado Yugurta al poco del paseo triunfal de su vencedor. Como dice Salustio, esta guerra marca claramente el declive de lo que hoy llamamos la República oligárquica y la irrupción, en la esfera política romana, del ejército como actor principal. 6.

La am enaza de c im b rio s y te u to n e s

Reelegido cónsul (en el umbral de una carrera en la que el consulado reiterado iba a ser habitual), recibió el mando de la Galia, en donde era precisa una fuerte acción bélica para detener a cimbrios y teutones. En 113, aquéllos habían derrotado a las legiones en Noreia, aunque sin decidirse a entrar en Italia; en 109, coaligados con los teutones, deshicieron otra vez el dispositivo romano. En 105, regresaban camino de Italia, desde Bélgica, por la cuenca del Ródano. Roma, decidida a detenerlos, envió dos fuerzas consulares: la mandada por Manlio Máximo y una segunda a cuyo frente iba Servilio Cepión. Por tercera vez, y ésta en Arausium (Orange), las legiones sufrían un estrepitoso y amenazador quebranto, que dejaba abiertas las puertas de Italia. Sólo la peculiar concepción de la guerra de estos pueblos

PR O BLEM AS SOCIALES EN R O M A E ITA LIA

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germanos dio un respiro a Roma: parte de ellos entró en Hispania, donde sería rechazada por los celtíberos, mientras otra permanecía en la Transalpi­ na. Los generales fueron enjuiciados y condenados, mientras que la alarma llevaba a continuadas reeleciones de Mario (tres veces, entre 104 y 102), lo que no tenía precedentes en seis siglos y medio de historia romana. Reforzando sus primeras disposiciones militares, tomadas para la guerra númida, se dispuso a hacer frente a la triple amenaza teutona (por la Provenza), cimbria (por el Adigio, camino de Verona) y tigurina (por los Alpes, camino del Véneto). Aquae Sextiae (Aix en Provence) vio la derrota teutona, en 102, conseguida meritoriamente por Mario mientras su colega, Lutacio Catulo, no podía contener a los cimbrios por sí solo. Unidas ambas fuerzas bajo el mando mariano, los cimbrios eran aplastados en Vercellae (Galia Cisalpina, en el 101. L. Cornelio Sila pudo, en solitario, deshacer a los tigurinos en los Alpes orientales. Mario, con un prestigio ciudadano y moral de enorme envergadura, fue llevado al consulado por quinta vez, mientras que un ejército seguramente superior a los cien mil esclavos invadía el mercado romano de mano de obra humana.

II. 1.

P R O B L E M A S S O CIALES EN R O M A E ITALIA

La re b elió n servil de S icilia (104-101 a. de C .)

El control ejercido por la República en las provincias, aun en las más cercanas, era muy relativo. Y ha de entenderse que no existía correlato necesario entre el dominio militar y político y una hipotética romanización. Así, Sicilia seguía siendo una isla fundamentalmente helenística y grecoparlante (excepción hecha de su occidente, más semitizado por la presencia secular de los púnicos), que gozaba de muy distintos regímenes politanos y que se regía por notables peculiaridades fiscales y de otro tipo, básicamente iguales a las de tiempos de Hierón. No obstante, su condición cerealística y la necesidad permanente de grano en grandes cantidades para la población urbana de Roma, siempre creciente, introdujeron deformaciones en su régi­ men de cultivo, en el que destacaba, para amplias zonas, el empleo de abundantes esclavos, bien pastores (que hacían vida aislada y que solían ir armados), bien agricultores (concentrados en las explotaciones y sometidos a un trato personal tremendamente cruel). Coincidiendo con las dificultades exteriores que se acaban de señalar y aprovechando la falta de cualquier contingente romano regular en la isla (que estaba servida, usualmente, por milicias locales de escaso valor militar), tanto los esclavos legales cuanto otros que habían sido vendidos por piratas, aun siendo súbditos de soberanos orientales vasallos de Roma, fraguaron una sublevación violenta, que puso en peligro la estabilidad romana y que despertó pánico entre los ciudadanos. Al mando del cilicio Athenión y del sirio Salvio (autoproclamado rey con el nombre de Trifón y reconocido por monarca por Athenión), los esclavos pusieron en pie un dispositivo semejante al que Euno y Cleón emplearon pocos años antes en la isla(c. 136-132). Sicilia se convirtió en un territorio peligroso, pues, a la revuelta parece que se sumaron numerosos elementos del campesinado. Durante tres años no fue posible atender debidamente el

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LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : M A R IO Y S ILA

problema que, ante la falta de remedios militares suficientemente violentos, se tornó grave. Unicamente las tropas marianas, mandadas por el lugarteniente de Cayo Mario, Manlio Aquilio, pusieron fin a la rebelión, del mismo modo que ocurrió, contemporáneamente, con otras de menor envergadura registra­ das en las minas áticas de Laurion y en el reino del Bosforo, y acerca de cuya coincidencia no existen hipótesis bien probadas en ninguna dirección. Con la excepción importante de Espartaco, treinta años después, iba ésta a ser la última de las grandes revueltas serviles romanas durante siglos.

2.

P roblem as in tern o s. El g o b ie rn o de los

ulares

Durante estos años, como puede suponerse, la política exterior y su carácter militar tenían en Roma el primado de la atención; y gracias a ello y a su competencia como general, Mario se había convertido en el primer personaje romano y en el símbolo buscado, desde la muerte de Cayo Graco, por las tendencias «populares» de la política de la ciudad: con las victorias de Mario no sólo triunfaba Roma, sino que cosechaba prestigio una manera de entender la dirección de los asuntos de la Urbe, a la vez que reverdecía el aura de los Graco. Dos tribunos plebeyos se colocaron en la cresta de esta nueva ola: Cneo Servilio Glaucia y Lucio Apuleyo Saturnino, de los cuales la historiografía senatoria (única llegada hasta nosotros) pinta una imagen perfectamente torva y demagógica. Glaucia se opuso a Cepión cuando éste pretendió abolir la legislación graquiana judicial, logrando una lex Servilia iudiciaria favorable a los caballeros y siguiendo con disposiciones de control severo en las causas judiciales sobre corrupción administrativa (de pecuniis repetundis o de rerum repetundarum). Saturnino, por su parte, fue elegido tribuno en 103 y en 100 a. de C. Actuó en el área frumentaria (con un proyecto en el que hizo caso omiso al veto de un colega, lo que provocó la disolución violenta de la asamblea por los optimates), buscando precios políticos al grano y recurrió a la violencia cuando fracasó su plebiscito para otorgar lotes en Africa a los veteranos de Mario. De su mano se introdujo un procedente, enormemente peligroso, y que iba a dar lugar a actuaciones tremendas en años futuros: la legislación de maiestate. La lex Apuleia de maiestate, en particular, estaba pensada para hacer reo de traición al pueblo romano a cualquier sospechoso político (y, claro es, especialmente a los enemigos de la facción de los populares). La proclividad de Saturnino a los procedimientos expeditivos está fuera de toda duda, así como su inteligente deseo de vincular indisolublemente el prestigio de Mario a la causa política capitaneada por él en los comicios. Cuando, en 102, accedió Mario a su cuarto consulado y deseó presentarse de nuevo a las elecciones siguientes, necesitado de los votos controlados por Saturnino y de las tierras para sus veteranos que éste le ofrecía, se consolidó la alianza, a la que inmediatamente iba a sumarse Glaucia. En efecto: a cambio de un sexto consulado para Mario, Glaucia sería apoyado por éste y Saturnino en la pretura y Saturnino obtendría un segundo (e infrecuente) tribunado de la plebe. No pudo, empero, evadirse la violencia en la puesta en práctica del programa. Si la caída de los Graco había dado lugar a un repliegue de sus partidarios, ante la absoluta prepotencia de la aristocracia, la guerra de Yugurta y los fracasos de la política optimate frente a los cimbrios y teutones habían liberado a los populares de su temor. El retroceso conservador y el poder de Mario

PR O BLEM AS SOCIALES EN R O M A E ITA LIA

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constituían una base real de fuerza como para imponer las cosas violentamen­ te, y tomarse el desquite largamente esperado. El programa del año 100 —centrado en la consecución de tierras para los veteranos— obtuvo, bajo amenazas de todo tipo, la concesión de lotes en Galia meridional y el permiso para fundaciones coloniales en Sicilia, Acaya y Macedonia. Pero entre los soldados de Mario figuraban muchos itálicos, sin ciudadanía romana; de manera que los medios aristocráticos y financieros supieron encontrar apoyo político en la plebe urbana, que se sentía perjudica­ da por la atribución de lotes públicos a no ciudadanos. Así, aun aprobándose la norma legal, no pudo ser llevada a la práctica. El periodo electoral del 99 comenzó de manera muy alterada: Saturnino concurría por tercera vez al colegio tribunicio y Glaucia, sin esperar el transcurso del intervalo legal, quería ser elegido cónsul, recurriendo al asesinato de Memmio, su rival, para lograrlo. El Senado declaró, ante tales circunstancias, el estado de excepción mediante el voto de un senatusconsultum ultimum, poniendo a Mario frente a sus responsabilidades de primr magistrado y obligándole a elegir entre sumarse a los revoltosos o defender la legalidad republicana. Mario, asustado ante el giro de los acontecimientos, accedió a restaurar el orden y se encargó, con sus tropas, de eliminar a sus recientes aliados: tras diversos combates en la ciudad y aun antes de que el senado deliberara formamente acerca de la suerte que iba a depararse a Glaucia y Saturnino, ambos fueron ejecutados por un grupo de enemigos políticos. Por un momento, pareció que las cosas tornaban al equilibrio tradicional: senadores y caballeros habían actuado de consuno frente al enemigo común; y el ejército, entregado a Mario, apoyaba la restauración conservadora. Pero, una vez conseguida la eliminación de los caudillos populares, surgieron de nuevo las contradicciones que enfrentaban a los dos órdenes dominantes. Pues estaba encargado el primero de la gobernación de las provincias y el Estado; y de enjuiciar las conductas gubernativas el segundo, especialmente a través de los tribunales permanentes contra la conclusión o quaestiones de repetundis que, desde la legislación de Glaucia en 104, estaba en manos de los caballeros. Con fuertes intereses en el arriendo de los impuestos provinciales, el orden ecuestre tomaba venganza en los procesos que controlaba resp ec to de los gobernadores senatoriales que se oponían a sus abusos en las provincias. Una sentencia del 92 (condenando al consular Rutilio Rufo por su gobierno en Asia) rompió el equilibrio: Rutilio era un hombre prestigioso y honrado, amigo —además de Mario— y protector de los provinciales frente a los excesos de los publicanos; acaso por ello los caballeros lo eligieron como objetivo, para mostrar su poder y exhibirlo sin contemplaciones, condenándo­ lo pese a lo sólido de su defensa y a los elogios que de él proferían los supuestos extorsionados de Asia. Rota de esta manera, definitivamente, la concordia ordinum o armonía entre los grupos sociales rectores de Roma, una cuestión de igualdad jurídica, pendiente desde la muerte de los Graco, iba a poner, de nuevo, a la República en grave riesgo. 3.

El trib u n a d o re fo rm is ta de Druso el Joven

Tras el proceso de Rutilio (92), el tribuno Livio Druso el Joven planteó otra vez el problema de los abusos en las quaestiones y, de manera dramática, la situación de los aliados itálicos de Roma (socii) que, desde hacía una

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generación al menos, reclamaban la ciudadanía romana, encontrando una cerrada hostilidad en el Senado y en buena parte de la plebe. Con los Graco, primero, con la legislación de Saturnino, después, sus esperanzas se encendían intermitentemente; pero la negativa de la República se producía cada vez, y cada vez era más fuerte la reacción de descontento. Druso (hijo del homóni­ mo y antagonista de Cayo Graco) presentó en el 91 un plan de reforma, característico de la nobleza moderada senatorial, cuyo fin principal era la restitución de las quaestiones de repetundis al orden senatorio, lo que precisaba apoyo popular en los comicios. Para consegurilo, legisló sobre los precios del trigo y propuso la creación de asentamientos en las tierras estatales de Sicilia y Campania que aún estaban disponibles, ideando sufragar estos costos con la emisión de denarios conteniendo una octava parte de cobre. Sugirió, también, un compromiso para desdramatizar el litigio sobre los tribunales para la conclusión: o bien su composición se repartiría entre caballeros y senadores, o bien retornaría su control al Senado, pero aceptando el ingreso en éste de 300 nuevos miembros procedentes del ordo ecuestre. El conjunto de las propuestas, obviamente, no satisfacía por entero a ninguna de las facciones en litigio: senadores, caballeros y «populares», introduciendo nuevos elementos de disensión, que se manifestaron en seguida. La oposición que se hizo al plan de Druso fue violenta, y violentos los medios que éste empleó para conseguir la aprobación de sus tres proyectos, lo que obtuvo finalmente. Tras su consecución, inició un cuarto designio: resolver de una vez el grave problema de los aliados peninsulares mediante la concesión de la ciudadanía romana. El objetivo pareció desmesurado incluso a buena parte de sus sostenedores políticos, que comenzaron a abandonarlo, especialmente ante la precipitación con la que algunos itálicos concurrieron a Roma dispuestos a emplear las armas en apoyo de Druso. El Senado, aprovechando la momentá­ nea coincidencia de intereses entre romanos, declaró nula la legislación de Druso, sobre la base de la existencia de violentas irregularidades en su aprobación, según se dijo: con ello quedaba fuera de combate el proyecto de ciudadanía para los socii, incluso antes de ser sometido a los comicios. Druso, fracasado, prefirió plegarse a la voluntad del Senado, lo que no impidió que, poco después, fuera asesinado. La actuación senatorial incluía, como se ha visto, la derogación de medidas populistas, circunstancia que fue aprovechada por los caballeros para un momentáneo pacto con los tribunos de la plebe, quienes apoyaron una lex Varia nombrando jueces ecuestres para el enjuiciamiento de cualesquiera sospechosos de colaboración con los itálicos. Estos, desmoralizados una vez más y exaltados por el asesinato de Druso y la persecución de que Vario hacía objeto a sus seguidores, decidieron actuar organizadamente y por la fuerza contra esa Roma a la que, tan generosamente, habían estado pagando un elevado impuesto de sangre, al menos desde tiempos de Aníbal, sin haber recibido nunca una compensación mínimamente suficiente. 4.

La g uerra de los A liad os o «b ellu m sociale»

Los itálicos, entre los que figuraban muchos veteranos de los auxilia o tropas auxiliares de las legiones marianas, formaron una confederación de pueblos, con sede y cultos federales en Corfinio (a la que se cambió el nombre por el de Itálica), se dieron un senado de 500 miembros, un mando militar

F ig . 17.

Oriente en tiempo

de M itriades. 90 a. de C.

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coordinado e, incluso, acuñaron moneda común (en la que se veía a un toro poderoso, símbolo de Italia, corneando fieramente a la loba romana). No obstante, lo dispar de sus objetivos (los pueblos del Apenino central aspiraban a la ciudadanía, mientras que muchos meridionales deseaban la mera emanci­ pación), fueron capaces de montar un dispositivo militar eficaz, tras cuya preparación declararon la guerra a Roma, disponiendo de unos 100.000 hombres divididos en dos contingentes principales: el mársico, Pompedio Silón, en el norte, dirigía a los pueblos mársico, sabélicos, vestigno, piceno, marrucino y peligno. En el sur, los oscos, lucanos, samnitas y frentanos operaban bajo la autoridad del samnita Papio Mutilo. En el 91, en Ascoli del Piceno (al noreste de Italia) fue asesinado el pretor romano Servilio. Comenzó la guerra del norte (o «guerra mársica»), que el Senado orientó mal, cosechan­ do derrotas iniciales, que no tuvieron más graves consecuencias por la debilidad estructural del enemigo y las ventajas de experiencia, asentamiento y logística que operaban a favor de Roma. No obstante ello, el mando encomendado a los cónsules (Lucio Julio César y Publio Rutilio Lupo, a quienes asistían siete legados militares, entre los que figuraba el mismo Mario) se mostró como de escasa altura, y únicamente la incapacidad enemiga para la explotación del éxito salvó a la Urbe de un desastre seguro, pues, cayeron en manos confederadas Pompeya, Ñola y otras plazas campa­ nas, así como lugares meridionales y otros del norte, de modo que incluso umbros y etruscos comenzaron a agitarse. El senado comprendió que se hallaba ante una crisis que ponía en peligro real la situación y existencia mismas de la república imperial. Mediante una ley encomendada al cónsul César (lex Iulia) se votó la concesión de la ciudadanía en condiciones que no conocemos en detalle, pero que incluirían a los aliados fieles y a quienes depusieran inmediatamente las armas, con probabilidad. La medida política decidió la causa etrusca y umbra del lado romano y aglutinó a numerosos aliados de Derecho latino y sus buenos resultados estimularon las iniciativas de esa índole: una lex Plautia Papiria, debida a esos tribunos de la plebe (89), garantizaba la plena ciudadanía a quienes manifestasen, depuestas las armas, ante el magistrado su deseo de figurar en el çenso ciudadano. Cneo Pompeyo Estrabón (padre de Pompeyo el Grande), general en el año 90 y vencedor en Ascoli, promovía a la ciudadanía latina a las ciudades de la Galia Transpadana (el norte de la Cisalpina). Las acciones militares, entre tanto, no se detuvieron y, como en todas las guerras fratricidas, tuvieron características notables de ferocidad. La resisten­ cia itálica fue tenaz, pero la mezcla de medidas políticas y acciones bélicas bien dirigidas (por Pompeyo Estrabón, en el norte; por Lucio Cornelio Sila, en el sur, frente a samnitas y aliados de éstos) la victoria a Roma, en uno de los más tristes conflictos nunca mantenidos por la República. Sus resultados dieron un saldo favorable hacia el futuro, salvando a las tierras circunmediterráneas de caer en el caos y acelerando muy visiblemente el proceso de integración de Italia en la Urbe, no obstante, la cicatería con que, en muchos casos, se aplicó a los nuevos ciudadanos su inclusión en el censo (tendiendo a concentrarlos en unas pocas tribus administrativas, con objeto de restar valor de conjunto a sus votos). La base demográfica de la ciudadanía se amplió notablemente. En otro aspecto, deben señalarse las pérdidas tremendas en hombres y en riquezas a que el conflicto dio lugar y, naturalmente, el protagonismo indiscutible del ejército y de sus jefes que, tras las experiencias yugurtina y címbrica, aparecía ahora como verdadero sustento del poder.

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5.

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El c o n flic to e n tre M a rio y Sila

Coincidiendo cronológicamente, el problema de la absorción de los nuevos ciudadanos y la guerra que Mitrídates inició contra Roma en Oriente van a constituir los ejes de la política republicana en los años ochenta. Como problemas internos destacan, sobre todo, la situación de abundante endeuda­ miento de las clases bajas (facilitada por los sucesos bélicos ítalos) y el intento gubernamental de minimizar los efectos políticos de la asunción de tantos nuevos ciudadanos, concentrando la inscripción censual de los mismos en unas pocas tribus administrativas, y no dispersándolos en las treinta y cinco existentes. En las elecciones del 88 llegaron al consulado dos personajes muy distintos, pero eventualmente partidarios de reformas moderadas: Quinto Pompeyo Estrabón y Lucio Cornelio Sila, con quienes actuará uno de los tribunos plebeyos, Sulpicio Rufo, inicialmente partidario de una línea política semejante. Sulpicio, en cierto modo heredero de Druso y que compareció en las elecciones como dependiente del Senado y de sus candidaturas moderadas, adoptó en seguida puntos de vista marionistas y, en consecuencia, llevó a los comicios un bloque legislativo bastante más radical de lo esperado: distribu­ ción de los nuevos ciudadanos (incluyendo a los libertos) en las 35 tribus romanas, cese fulminante de los senadores con deudas superiores a 2.000 denarios (cuando la dignidad era, de hecho, tradicionalmente vitalicia) —en lo que halló interesado apoyo ecuestre—, amnistía para exiliados por conde­ nas de carácter político y transferencia de la jefatura de guerra contra Mitrídates de Sila (hombre de confianza del Senado) a Cayo Mario (lo que era una maniobra meramente política para atraerse a los veteranos marionis­ tas y los numerosos apoyos ecuestres de que gozaba el general), reintroduciendo, de esta manera, a Mario en el primer plano del poder. Esta última propuesta fue juzgada, con razón, por el Senado especialmente peligrosa y, además, fuera de todo procedimiento aceptable según los usos de la legalidad republicana convencional, por lo que concedió a los cónsules facultades para coartar las iniciativas del tribuno. No obstante ello, el recurso a la violencia de las facciones, ya arraigado en Roma, consiguió la aprobación de las medidas de Sulpicio. En consecuencia, dos oficiales superiores fueron enviados urgentemente a Ñola, en donde Sila se hallaba preparando su partida, con la notificación de su deposición y la orden de transferencia del mando para la campaña en favor de Mario. Sila reaccionó violentamente, y de manera imprevista, poniéndose en marcha contra Roma misma, seguido por la tropa cuasiprofesional (tentada por los botines orientales), pero no por la oficialidad superior (con una sola excepción, la de Licinio Lúculo) y sin que el Senado diera su aprobación a semejante tentativa. Esta marcha armada sobre Roma —no sólo ilegal, sino sacrilega— obligó a Mario a huir al Africa, mientras Sulpicio moría intentando resistir a las legiones romanas que asaltaban, por vez primera en la historia de la república, la misma Roma. Ya no cabía duda ninguna acerca de dónde residía la ultima vatio del poder ciudadano en las tropas legionarias (cosa que Sila, naturalmente, recordará muy bien en el futuro, ya dueño del poder). Amo de la ciudad aterrorizada e impotente, el general abolió inmediata­ mente la legislación de Rufo, introdujo en el Senado a trescientos partidarios suyos, exigió la previa aprobación senatorial sobre cualquier proyecto de ley comicial (restauración de la arcaica auctoritas patrum en su sentido origina­

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rio), modificó el mecanismo electoral en los comicios por centurias (reforzan­ do a las clases altas y a los nuevos ciudadanos) y dictó una ley que favorecía a los deudores disminuyendo notablemente las tasas de interés por préstamo. Sila, por su procedencia personal, era un aristócrata, aunque de situación familiar económicamente ruinosa; odiaba a los caballeros, como conjunto, y pretendía volver a la antigua severidad patricia, sin descuidar el remedio, de tipo populista, de las clases más bajas, sin cuyo concurso tampoco cabía una política estable en la ciudad. No obstante, no consiguió triunfar en los comicios del 87, en los que' fueron elegidos cónsules el «popular» Lucio Cornelio Cinna y el aristócrata moderado Cneo Octavio. Ninguno de ellos pudo evadirse de jurar solemne­ mente, en público y hasta con exceso de ademanes, respetar la situación legislativa y política hasta el regreso de Sila, lo que, en el caso de Cinna, era una simple actuación destinada a facilitar la salida de las legiones hacia Oriente para tener el terreno despejado. Sin sus tropas y ausente él mismo de Roma, Sila temía un cambio radical y rápido que, en efecto, ocurrió acto seguido, máxime cuando el mando de los contingentes estacionados en Italia, recién terminada como estaba la guerra de los aliados, tampoco era de su confianza (y, en particular, el que ostentaba Pompeyo Estrabón). 6.

El g o b ie rn o de C inna. La guerra civil

Con cinco legiones y sus correspondientes tropas auxiliares, embarcó Sila hacia Oriente, para cortar la rápida y grave amenaza desencadenada por el activo e inteligente Mitídates VI Eupator, rey del Ponto, tarea en la que Roma iba a invertir muchos años, hombres, esfuerzos y recursos de toda clase antes de lograr un éxito definitivo. Cinna inicio, inmediatamente, una política de reformas radicales, de acuerdo con los planteamientos más avanzados de la facción «popular», ante la oposición victoriosa de los partidarios de Octavio. La lucha de las facciones dirimió, de nuevo, la contienda, ante la impotencia del Senado, que quiso deponer a ambos magistrados. Cinna decidió emplearse a fondo y, bien aprendida la lección silana, reunió tropas, recurrió a samnitas y lucanos, cuyo apoyo obtuvo a cambio de promesas de concesión de ciudadanía, y convocó a los marionistas huidos tras la irrupción de Sila, haciendo regresar a Mario del Africa, para que se pusiera al frente de un heterogéneo contingente, en el que figuraban, incluso, los numerosos grupos semiserviles característicos de la Etruria central y meridional. Cualquier intento moderador era, ya, casi imposible; y, en muchos de los coaligados, se palpaba la existencia de un poderoso deseo de venganza, cuando no de puro odio, hacia Roma, que tan injusta había sido con tantos de ellos y durante tanto tiempo. Fracasados los consejos moderados de algunos «populares» (como Serto­ rio), Cinna y el viejo Mario entraron en la ciudad, haciendo una auténtica matanza. Octavio, incapaz de organizar la defensa de la aterrorizada pobla­ ción, revestido de sus insignias consulares subió al Janiculo. Los marionistas no lo respetaron, y su cabeza fue la primera de un cónsul romano exhibida en los «rostra» del Foro. En el otoño del 87, pues, se instauraba en la República un régimen antiaristocrático, que se caracterizó inmediatamente por su recurso regular al terror. Las elecciones del 86 dieron el consulado a Mario (por séptima vez) y a

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Cinna. Mario, cuya sed de desquite había sido uno de los motores principales de las atrocidades cometidas, murió al poco, enfermo y degenerado, lo que supuso un breve respiro y la oportunidad de hacer prevalecer algunos factores de moderación. Cinna, que actuó a modo de dictator, gobernó colegialmente con Valerio Flacco, de familia muy vinculada a los medios «populares». Para aliviar la situación económica de los más menesterosos (o de los aliados políticos endeudados), condenó en un 75 por 100 las deudas pendientes, bajó las tasas de interés y mejoró el control sobre el numerario circulante, muy alterado, medida esta última que fue bien acogida por los medios dinerarios, muy afectados por las variaciones irregulares y repentinas de las acuñaciones de plata, en estado caótico. Dos censores extraordinarios fueron designados (86) para redistribuir la ciudadanía, según la legislación de Sulpicio Rufo, aunque no se advirtieron, al parecer, grandes cambios de hecho; de lo que algunos deducen cómo estas medidas las llevó el gobierno a cabo más para satisfacción momentánea de sus aliados neociudadanos y para cubrir las apariencias, que no con el fin de darles verdadera satisfacción, en una conducta perfectamente típica de las oligarquías políticas romanas, fueran del signo que fuesen. Cinna continuó en el consulado en 85 y 84, imponiendo como colega a Papirio Carbón, dotados ambos de poderes especiales y dirigiendo un Senado impotente al cual, no obstante, iba remitiéndose asuntos del despacho ordinario. El régimen hubiera parecido asentado, con la colaboración de los sectores senatoriales y ecuestres más operativos, si no hubieran existido, como una amenaza remota, pero cierta, Lucio Cornelio Sila y las legiones bajo su mando. Un día u otro, habían de regresar. Sila fue declarado enemigo de la República, lo que no impidió que, durante el bienio, actuara como procónsul en el teatro griego de las operaciones, y que se intentasen varias veces contactos y transacciones que no dieron fruto. Las fuentes clásicas (Apiano, sobre todo) siguen con algún detalle la correspondencia intercambiada, las posturas alternativamente amenazadoras o conciliadoras de ambas partes, los puntos de inflexión, etc. Y parece advertirse, inicialmente, en Sila un cierto deseo contemporizador que, finalmente, se frustaría, originándose una nueva fase armada de la guerra civil, que no parecía poder ya solventarse, sino con el aniquilamiento de uno de los dos bandos enfrentados. Entre tanto, Sila, aunque con enorme esfuerzo, había conseguido notables éxitos en Grecia, alentada por Mitrídates a la rebelión (por razones que luego se verán). Firmada una paz apresurada con el póntico, el general deseaba regresar prontamente a Roma, en donde Cinna y Carbón reclutaron tropas que oponerle, a ser posible, en el mismo frente oriental. Esta inédita campaña invernal, en la que se reclutaban legiones para aniquilar legiones, provocó numerosos descontentos. El plan —partir de los puertos adriáticos hacia Grecia— fue parcialmente desbaratado por un motín que, en Ancona, acabó con la vida de Cinna (84), mientras que otro contingente enviado contra Sila, al mando de Fimbria, se pasaba con armas y bagages al general conservador. Carbón, mucho más radical que Cinna, acabó de decidir a la nobleza hacia el apoyo a Sila, lo que no hizo cejar al cónsul en sus levas de tropas, que acabaron por llevar a la ruptura de cualquier negociación y la guerra civil, de nuevo (83).

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7.

LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : M A R IO Y SILA

V u e lta de S ila a Ita lia y fin de la g uerra civil

Cuando Sila desembarcó en Brindisi, en la primavera del 83. las tropas de Carbón no podían aún oponerle resistencia seria. En cuanto se tuvo noticia de su arribo, todos los enemigos poderosos de los marionistas (Licinio Craso, Metelo Pío) y quienes dieron de antemano la guerra como ya ganada (Pompeyo, entre ellos) ofrecieron a Sila su apoyo. Comenzó su segunda marcha sobre Roma, previniendo la situación de retaguardia mediante la confirmación a las poblaciones itálicas de los derechos obtenidos bajo el régimen anterior (con la notable excepción de los samnitas); así, su viaje desde Brindisi hasta Campania se hizo sin contratiempos. La Campania, «hinterland» natural del Lacio por el sur y, por sus ricas tierras, centro de innumerables intereses, fue el escenario en donde Sila hubo de enfrentarse a las tropas consulares, mandadas por un Cornelio Escipión y por Norbano. Fracasado un intento de negociación, el encuentro con Norbano apenas resultó tal y las tropas del otro cónsul se pasaron a Sila, acogiéndose a la promesa de perdón publicada por éste. Entre tanto, los comicios urbanos designaban cónsules para el 82 al joven Mario (adoptado por Cayo antes de morir) y a Carbón. La guerra había prendido en el noroeste adriático y los marionistas pactaban con samnitas y lucanos. Sila derrotó a Mario en Preneste y se encaminó a Roma, deseoso de tomarla, pero sin poder impedir la matanza de aristócratas que realizaron los «populares» como último resarcimiento a sus derrotas. La campaña subsi­ guiente fue dura y compleja, llevándose en varios frentes a la vez. No todo fueron victorias silanas (pues, Carbón triunfó momentáneamente en Clusium, hoy Chiusi, en Etruria, precisamente cuando lucanos y samnitas se dirigían a ayudar a Mario, en Preneste); pero Metelo y Pompeyo pudieron acabar con Carbón, reuniéndose inmediatamente en el Lacio con Sila, para hacer frente a la amenaza más grave. Los marionistas sufrieron un descalabro irreversible en la famosa batalla de la Puerta Colina (82), en las inmediaciones de Roma. Mario el Joven no pudo escapar del asedio prenestino, sus tropas capitularon y él se dio la muerte. En Italia el conflicto podía darse por terminado y Sila comenzó a actuar como amo de Roma. Se produjeron resistencias marginales (sobre todo en los territorios occidentales), entre las que destacó la más inteligente y duradera, protagonizada por Quinto Sertorio en Hispania, que no fue reducida, sino tras diez años de combates; Sicilia y Africa volvieron al orden por la actividad pompeyana; y los efectivos de Etruria, último recurso de Carbón, se disolvieron al huir su jefe al Africa. Carbón tuvo el dudoso honor de encabezar las listas de proscritos por el nuevo régimen y, capturado por Pompeyo, fue ignominiosamente ejecutado. Lo confuso de la situación política, la heterogeneidad de las fuerzas coligadas en torno suyo y la diversidad de planos en que era necesaria una actuación urgente, decidieron a Sila por la forma de gobierno dictatorial, garantizada por el apoyo de de las legiones. Si hemos de hacer caso a Cornelio Sisenna (que sería pretor en el 78, y algunos de cuyos fragmentos históricos conservamos), la acogida popular a esta decisión no fue inicialmente desfavo­ rable.

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La g uerra c o n tra M itríd a te s y los asuntos de O rie n te

¿Cómo había resuelto Sila los graves problemas de oriente? Mitrídates VI Eupátor Diónisos, llamado el Grande, hijo de Mitrídates V Evergetes y sexto monarca de su nombre en el reino del Ponto, vivió entre 120 y 63 a. de C. Fue uno de los más tenaces y peligrosos enemigos con que el Estado romano se enfrentó en su larga historia. Huido de su casa y fugitivo durante años, se hizo con el poder, recluyendo a su madre, asesinando a su hermano y casando con su hermana Laodicea. Expandió su poder, militarmente, por la costa del Mar Negro, parte de Armenia, la Cólquide y el Ponto oriental, reverdeciendo los laureles de su padre. Roma pudo obstaculizar su expansionismo impidiéndole el control sobre Paflagonia y Capadocia, así como apoyando a Nicomedes IV de Bitinia, su vecino, para proteger —mediante la ayuda a príncipes vasa­ llos·— la cabeza de puente romana en Anatolia, que no era sino el extinto reino de Pérgamo, recibido como herencia por el pueblo romano a la muerte de Atalo III (133), y convertido en la provincia de Asia. Las numerosas exacciones romanas en Asia Menor y la escasa capacidad de los dinastas bitinios hicieron que Mitrídates fuera acogido en muchos lugares como un liberador, lo que le estimuló en su propósito de construir una vasta monarquía en el subcontinente anatólico. La alianza romano-bitinia, inicialmente, no cosechó sino fracasos (a cargo de M. Atilio y de Nicomedes, que fueron derrotados sucesiva y separadamente), mientras la flota póntica se trasladaba al Egeo, bloqueando por mar y tierra el dispositivo romano en Asia, Cilicia y el Egeo. La mayor parte de las comunidades helénicas se plegaron a su control y otras muchas, en el continente, se sumaron a su causa a cambio de una promesa de exenciones fiscales por un quinquenio, aclamán­ dolo como a libertador del yugo romano. Fueron pocas las excepciones y, entre ellas, debe anotarse la de la república de Rodas, tradicionalmente amistada con Roma. Las comunidades itálicas (incluyendo los elementos romanos) del área oriental fueron pasadas a cuchillo, sin excepciones, llegan­ do las fuentes romanas a cifrar la cantidad de muertos en el enorme número de 80.000. Mitrídates organizó un vasto plan de guerra expansiva: mientras enviaba su hijo a Macedonia, para controlar el territorio greco-europeo desde el norte, la flota, al mando de Arquelao, desarticuló la resistencia de la comunidad itálica de Délos y ocupó el Pireo, a la vez que los atenienses se sublevaban contra la oligarquía fílorromana y proclamaban en la polis un sistema democrático. Aqueos, beocios y lacedemonios se unían a la insurrección, mientras en Roma se desarrollaba la tormenta civil. Los contingentes legiona­ rios de Macedonia hubieron de limitarse a defender el territorio tesaliota frente a la doble amenaza por tierra y mar. Hubo de esperarse a que, en el 87, pudiera Sila abandonar Italia —dejando Roma en manos de sus rivales— para que la reacción romana cobrara consistencia. Sila, cuyos recursos militares no eran muchos —y los navales prácticamen­ te inexistentes— propuso negociaciones a Mtrídates, que éste rechazó, plan­ teándose una serie de acciones limitadas, por tierra, que tuvieron como primer objetivo (estratégico y psicológico) la recuperación de Atenas, lo que obtuvo el general tras larguísimo asedio, ya entrado el 86. No resolvía ello, desde luego, la cuestión, ni siquiera en la península balcánica: Mitrídates entró en ella desde Macedonia, y pudo ser detenido en Queronea. Pero Sila no tenía las manos libres: Lucio Valerio Flacco llegaba, como cónsul, con la destitución

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firmada por el Senado. La acción de éste —que, tras varias peripecias, entró en Bizancio y pasó al Asia, siendo entonces asesinado por su segundo, Fimbria— no tuvo consecuencias relevantes, mientras que Sila volvía a cosechar éxitos en Orcómenos de Beocia y Fimbria en Asia menor, estando a punto de capturar aMitrídates (lo que fue impedido por Lúculo, el fiel cuestor silano encargado de las relaciones diplomáticas de Sila en la zona y de la creación de un fondo financiero para sostener la campaña, misiones todas en la que resultó muy eficaz). Cuando la flota organizada por Lúculo apareció en el Egeo, la situación de Mitrídates, amenazado por una triple tenaza, le obligó a solicitar la firma de la paz. Se signó ésta en Bárdanos (85), en términos muy benévolos para el monarca, que Sila aceptó dada la situación de sus intereses romanos y de la República en general. Mitrídates, desde luego, se comprome­ tía a la vuelta al statu quo en Asia Menor, a la entrega de su flota y al pago de moderadas indemnizaciones, a cambio del fin de las hostilidades y del reconocimiento formal de su soberanía sobre el Ponto, por parte de Roma. Conseguido, de este modo, un respiro, Sila acorraló a las tropas de Fimbria, acosando a éste hasta obligarle al suicido, desmoralizado ante las derrotas y las deserciones masivas de sus soldados. Procedió, inmediatamente, a la ocupación del Asia romana y a los primeros castigos hacia quienes habían preferido a Mitrídates que no a la República y se dispuso a negociar su regreso, según hemos visto ya, lo que hizo desde Grecia, a la vez que reorganizaba su nutrido y victorioso ejército. La muerte de Cinna le decidió a dar el paso definitivo, abandonando toda diplomacia: en Brindisi, como se dijo, desembarcaron sus cuarenta mil soldados (83), dispuestos a la conquista de la Urbe misma. 9.

El g o b ie rn o de Sila (8 2 -7 9 a. de C.)

Al triunfo de Silla le acompañaron, como era inevitable, medidas puniti­ vas contra sus adversarios y un programa de recompensas para sus veteranos. Tras las crueldades de Mario y sus seguidores (en el 87) las proscripciones no representaron ninguna novedad, y es probable que la idea de preparar listas de aquellos adversarios que debían ser eliminados tuvieran la finalidad de evitar represalias indiscriminadas. Ciertamente, sobre esta trágica e inevitable consecuencia de la victoria insistió mucho la propaganda y la historiografía adversa a Sila, en especial la cesariana y, lamentablemente, el mito de su crueldad se convirtió y transformó en dato permanente. Sin embargo, aunque todos juzgaran las proscripcioes con horror, durante las épocas posteriores se seguían excluyendo de las magistraturas a los hijos y nietos de los proscritos. Solamente con César se acabaría con esta norma. Para recompensar a sus fieles tropas al licenciarse también llevó a cabo una dura política de expropiaciones y de confiscaciones de tierra en Italia, sobre todo, en Etruria, el Sammio y el norte de Italia, donde asentó a sus veteranos. Esta política hay que interpretarla como una medida dirigida a perpetuar las disponibilidades del ejército. Estos preludios sólo eran una fase preliminar y necesaria para llevar a cabo su plan de reformas y de reconstrucción del Estado. Para ello decidió reorganizar toda la constitución, con el fin de transferir la sobernaía del Estado al Senado en vez de al pueblo. Su legislación buscó el aumento de la autoridad del Senado. Sus leyes, realizadas en virtud de sus poderes dictatoriales, se dirigieron fundamental­

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mente contra los tres enemigos tradicionales de los aristócratas: la asamblea popular, las magistraturas y el orden ecuestre. Su acción contra la Asamblea popular fue ingeniosa. No trató de aboliría ni de quitar omnipotencia a los proyectos de ley. Sólo determinó que todas las dispociones que se presentaran a ella debía recibir previamente el reconoci­ miento del Senado (auctoritas patrum). En adelante, el Senado no aceptaría ninguna disposición que le perjudicase. Con esta medida dio un golpe decisivo a los tribunos de la plebe, quienes en lo sucesivo perdieron su poder ante la asamblea popular. Además, recortó sus privilegios: les quitó el derecho al veto y los privó de cualquier otro cargo posterior, con lo que hizo del tribunado un final de carrera política. En lo sucesivo, nadie querría ser tribuno de la plebe. También otorgó al Senado la facultad de poder multar a los tribunos por cualquier conducta ilegal o indecorosa. Las magistraturas fueron igualmente reformadas. Para proveer al Senado aumentó el número de magistrados (los pretores serían ocho y los cuestores veinte). Por otra medida regulaba el cursus honorum. Los magistrados debían ser nombrados en extricta rotación (quaestores, pretores, consules), y no se podían desempeñar dos cargos en años sucesivos. Renovó la vieja ley que prescribía un intervalo de diez años entre dos consulados. También reglamen­ tó extríctamente la edad mínima de cada magistratura (veintinueve años para cuestor, treinta y nueve para pretor y cuarenta y dos para cónsul). Además, suprimió la censura, puesto que ahora se cubría automáticamente con los excuestores, y sus miembros fueron considerados inamovibles. También decidió que los gobiernos provinciales ya no se confiaran a los magistrados en ejercicio, sino a los antiguos magistrados (propretores y procónsules) después de su año en el cargo y solamente por un año. El Senado se reservaba el derecho a decidir la provincia a la que serían enviados. Con ello, en cierto modo, podía controlar a estos promagistrados. Para regular las actividades de los promagistrados en las provincias presentó otra ley sobre la traición ( lex de maiestate) por la que se les prohibía abandonar sus provincias o llevar la guerra más allá de los límites fronterizos sin autorización del Senado. Con otras leyes incrementaba el número de pontífices y de augures a 15 cada uno, a la vez que devolvía a cada colegio religioso el derecho a la coptación de sus miembros. Paralelamente a la disminución de los poderes de los tribunos y al control de las magistraturas reforzó la autoridad del Senado. Este fue ampliado con la inserción de 300 nuevos caballeros y nuevos ciudadanos de las clases altas, aunque hubo también una inclusión de elementos italianos que se habían promocionado en el ejército. Dicho aumento tenía como finalidad proporcio­ nar los jueces en los tribunales permanentes (quaestiones perpetuae) que también fueron aumentados y restituidos al Senado por Sila. Esta reforma estaba en la línea del proyecto de M. Livio Druso. Por otra serie de medidas trataba de acabar con la influencia del orden ecuestre. En el terreno jurisdicional transfirió el control total de los tribunales a los senadores. Otra ley ponía fin al sistema de arrendar la recaudación de contribuciones en Asia e impuso a cada una de las ciudades un canon fijo en vez de los diezmos, privando así a los caballeros de obtener riquezas. Otra ley les quitaba sus privilegios honoríficos, especialmente sus asientos en el circo. Con otras medidas trataba de poner fin a los abusos, a la intriga y a la corrupción electoral. La lex Cornelia de ambitu condenaba a la incapacidad política a cualquier convicto de maniobras fraudulentas. La lex de repetundis castigaba los delitos de los gobernantes provinciales. Otra ley abolía los

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LA CRISIS S O C IA L R O M A N A : M A R IO Y SILA

repartos de trigo a los ciudadanos, con lo que se destruían las reformas de los Graco. Todos los delitos iban a los tribunales permanentes, elevados ahora a siete, y cuya competencia se extendía a todos los crímenes importantes. En cuanto a la organización administrativa de Italia mantuvo las anterio­ res concesiones de ciudadanía romana a los italianos, salvo a algunas ciudades que se habían mantenido de forma continua contra él. Es probable que procediera a la integración de los nuevos ciudadanos aliados en las 35 tribus con más rapidez que en tiempos de Cinna; este hecho confirma que su dictadura constituyente poseía seguramente poderes censoriales. Por otra parte, al haber privado de su poder a la asamblea popular, los nuevos ciudadanos no suponían peligro alguno para el Senado. Aunque Sila no había adquirido ninguna provincia en Oriente, probable­ mente sí constituyó una en Italia, separando la Galia Cisalpina de la Galia peninsular. Así convirtió el norte de Italia en una provincia romana. En ella colocó un gobernador y una guarnición para defenderla. El número de provincias quedó así elevado a diez. Por lo que respecta a la liertad concedida a los esclavos de sus adversarios, con los que formó su guardia personal (los 10.000 Cornelios), esta medida estaba claramente relacionada con una política de clientela normal. Finalmente, hizo votar una verdadera legislación de orden moral contra el adulterio, el lujo, los juegos de azar, etc. Sila, que actuaba con nuevos métodos en el ámbito de la política reformadora senatorial abdicó de la dictadura, probablemente a finales del 81 a. de C., tras haber concluido sus principales reformas. En el 80 ocuparía el consulado, juntamente con Metelo Pío, y este año debe considerarse como el primero de la renovación del Estado. En el 79, inexplicablemente, renuncia a un nuevo consulado que le confería el pueblo y al gobierno de la Gallia Cisalpina. Finalmente, en el mismo año, se retira a una finca que poseía en Campania, como un ciudadano más y deja así funcionar el sistema político que había ideado. Al año siguiente moría sin que se hubieran cumplido sus deseos. Es difícil juzgar la obra política de Sila. De sus reformas, la República había salido reforzada en su apariencia constitucional, pero había quedado mortalmente herida en sus principios. Con sus reformas todas las institucio­ nes, todas las clases quedaron disminuidas, exceptuado el propio Sila. El poder ya no pertenecía a nadie: magistrados, senadores, simples ciudadanos, no eran más que los engranajes de una máquina que debía recibir sus impulsos de fuerzas exteriores a ella. Sus contemporáneos y, a menudo, los historiadores modernos sólo han visto en él al restaurador de los privilegios arcaicos de una nobleza incapaz. Una nobleza que, en definitiva, será la que apoye a Augusto y la que acabe con el dominio del pueblo. Mérito grande fue, después de la «guerra social», transformar la constitución romana en una constitución italiana. Sus reformas completaron, en consecuencia, la unidad italiana. Su imprevista renuncia al poder ha planteado a los investigadores innume­ rables hipótesis que aún están sin resolver. Se indican motivos de todo tipo que van desde los psicológicos hasta los futuristas, pero que no es preciso señalar aquí. La obra de reforma, en sentido filosenatorial, moderada y alejada de extremismos es lo que debemos juzgar como más importante; y en relación con esta obra de reforma se debe evaluar su acción política. Insistir en el

B IB LIO G R A FIA

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hecho de que de la reacción silana surgieron aventureros políticos dispuestos a no desperdiciar ninguna ocasión, en que el ejército pudo ser usado como instrumento de la reacción, en que el régimen silano estuviera corrompido y ver en todo esto una contradicción con la tradición «aristocrática» parece un completo error. Sin embargo, hoy no posible considerar aristocrático a un régimen que favoreció a los caballeros y a las clases itálicas, aunque sin menoscabo de la tradicional nobleza romana. Ciertamente no fue un reformador social y es injusto achacarle la respon­ sabilidad de la crisis social del Estado romano. La obra política de Sila debe ser considerada como una continuación y complemento de la «guerra social». Dicha guerra representó la definitiva inserción de toda Italia en la ciudadanía romana y, tal vez, el paso decisivo en el proceso de romanización de Italia. De la misma forma, la formación de una mentalidad común en las varias clases sociales y en el ejército con la superación de las antiguas formas tribales, son consecuencia al mismo tiempo de la guerra itálica y de Sila y son la premisa del estado augústeo, preconizado previamente por César.

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55, págs.

764-805,

215-223,

29, págs.

CAPITULO 6

LA LU CHA POR EL PODER PERSONAL: EL PRINC IPADO DE POM PEYO (79-60 a. de C.) Angel Montenegro

I. 1.

LA ERA DE P O M P E Y O

Los pro b lem as heredados de S ila en el año 79

Sila en su testamento —contrariamente a las costumbres romanas vigen­ tes— dispuso incinerar su cadáver a fin de evitar que su cuerpo fuera profanado; más de uno lo hubiera deseado. Por lo demás, la estructura política legada a Roma por el dictador encerraba en sí misma gérmenes de odio y descomposición: se apoyaba sólo en la aristocracia, había demasiada sangre derramada y muchas fortunas arrebatadas, los puestos senatoriales y magistraturas eran asignadas a dedo. Además, el ejercito había sido utilizado contra el poder civil y las masas populares estaban violentamente oprimidas. Tan sólo sus veteranos le guardaban fiel recuerdo, ya que recibieron generosa compensación a sus servicios. La propia aristocracia, sumisa al dictador, no lo era tanto en virtud del mantenimiento de su libertad tradicional y sus prerrogativas, cuanto silenciada por el temor, el servilismo o la adulación hacia el omnipotente, al que odiaba o al menos utilizaba egoístamente. Así, sobre la hoguera misma que consumía las cenizas del tirano, en el 78, se enciende la rebelión del cónsul M. Aemilio Lépido; Sertorio reaviva en Hispania la oposición de los populares; a poco Espartaco subleva a los esclavos; los piratas que infectan el Mediterráneo hacen precario el abasteci­ miento de Roma; y, en Oriente, Mitrídates resucita una guerra interminable. Pompeyo acabará con estos cinco problemas: será la nueva estrella. 2.

La reb elió n de Lépido

Para el año 78 habían sido elegidos consules Q. Lutacio Catulo, apoyado por los optimates, y M. Aemilio Lépido. Este era un hombre sin escrúpulos, inmensamente rico y no menos ambicioso; del partido de Mario en 105, cuando peligraba la suerte de los populares se pasó a la causa de Sila y entonces se apoderó de cuantiosos bienes de los proscritos e incrementó su fortuna a costa de las gentes de Sicilia, cuya provincia saqueó auténticamente durante su gobierno del año 81 ; a continuación y para librarse de un juicio por concusión se puso de nuevo al lado de los populares, hostiles a Sila y, con su apoyo y el de Pompeyo, había obtenido el consulado del año 78. Aún en vida de Sila, para ganarse el favor de las masas, propició una ley

LA ERA DE POMPEYO

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frumentaria con gran distribución de trigo pagado en parte con el dinero de la República y con aportación importante de su propia fortuna. Inmediatamente después de morir el dictador, Lépido proclama a voces el deseo de abolir sus actos más atentatorios a los derechos tradicionales de la plebe: restablecimien­ to de los poderes tribunicios, llamamiento de los proscritos y devolución de los bienes confiscados. Pronto las palabras de Lépido tienen eco en Etruria; así, en Faesulae, antiguos propietarios despojados de sus tierras en favor de los veteranos ocupan sus antiguas posesiones, muchas veces asesinando a los veteranos. Entonces el Senado opta por cortar el mal que puede extenderse peligrosa­ mente por toda Italia, llena de colonias de silanos, y para ello no encontró otra solución que permitir a los cónsules el reclutamiento de tropas con las que imponer respeto a la propiedad. Luego, bajo pretexto de mantener el orden, Lépido conserva estas tropas; aún más, las incrementa con gentes etruscas aduciendo el derecho de reclutar el ejército que le correspondía como procónsul designado para la Cisalpina, al término de su consulado. En él figuran muchos marianistas proscritos, expropiados y gentes de la Cisalpina. Secundado por los hijos de Cinna, Perperna y Bruto, conminó al Senado para que procediera a otorgarle el segundo consulado y anular los actos de Sila El Senado se decidió a reprimir esta auténtica rebelión y acto de fuerza; en un senatus consultum ultimun declaró a Lépido enemigo público. Fueron encarga­ dos de combatirle, Catulo, en calidad de procónsul con veteranos de Sila y Pompeyo, investido de nuevo como imperator, con sus propios veteranos. Partidarios de Lépido fueron deshechos en Módena y Liguria, mientras el propio Lépido fue derrotado en Puente Milvio, cuando intentó apoderarse de Roma. Entonces huyó a Cerdeña y allí murió de enfermedad. Perperna llevaría los restos de su ejército, unos 20.000 infantes y 1.500 caballeros, a Hispania con lo que la guerra que allí mantenía Sertorio cobraría nuevos bríos y señalaría un nuevo peligro para Roma; tanto más cuanto que Mitrídates también se había puesto del lado de Lépido y Sertorio. 3.

La gu erra de S e rto rio

Hispania va a jugar papel muy importante en las luchas por el poder personal que, con diversa suerte, habían sostenido Mario y Sila y que serian proseguidas por Pompeyo, César, Antonio y Octavio; ahora con el protago­ nismo de Sertorio al que terminarán por eliminar en acción conjunta Metelo y Pompeyo. La política de Sertorio en lo que respecta a los propios hispanos no pasó de ser puramente episódica, aunque el historiador Salustio, del partido popular, le califique de héroe. Ni era portadora de un espíritu secesionista o antirromano, aunque Sertorio, buen conocedor de las gentes y los pueblos, alentase cierto aire de libertad entre sus principales aliados, los lusitanos y celtíberos, recientemente sometidos a Roma y poco romanizados. Eso sí, cristalizó el espíritu de revancha de estas poblaciones que aún no habían resuelto sus problemas económicos compensatorios de la independencia que Roma les había arrebatado. Por el contrario, la actuación de Sertorio en su política hispana estuvo cuajada de romanidad, pues tenía por meta su dominio personal en Roma y el triunfo del partido popular sobre el que sustentaba su fuerza y aspiraciones. Fue Sertorio un característico sabino: recio, austero, animoso, hábil y

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LA LU C H A POR EL PODER PERSONAL: POMPEYO

lleno de astucia; nacido el año 124 a. de C. , había sido educado en la retórica griega y latina. Tuvo una amarga experiencia combatiendo con el ejército de Manlio y Cepión, cuando fueron derrotados el año 105, en Arausio, por nim bríos y teutones; luego, a las órdenes de Mario, conoció la victoria sobre estos mismos enemigos en Aix de Provenza, el año 102. Sus virtudes militares le permitieron pronto escalar puestos de responsabilidad: entre 98 y 94 es tribuno de los soldados a las órdenes de Dídio que luchaba en Hispania contra los celtíberos; en 91 es cuestor de la Cisalpina y encargado de reclutar un ejército para participar en la Guerra Social contra los itálicos. Cuando el año 88 presentó su candidatura al tribunado de la plebe fracasó por la oposición de Sila y esto le llevó a una abierta adscripción al partido popular de Mario, interviniendo de modo directo, desde este momento, en las peripecias de la guerra civil entre ambos caudillos. Consiguientemente, el año 83, cuando desapareció Mario y Sila vuelve a Italia, Sertorio se hace nombrar pretor de Hispania Citerior. En efecto, Sertorio figuraría en la primera lista entre 80 proscritos del partido popular; pero se puso al abrigo de todo peligro al desplazarse rápidamente a la Península. Aquí consiguió aumen­ tar el ejército que había reclutado en el camino: en total unos 9.000 hombres y una pequeña flota. Su ayudante, Salinator, vigilaría con 6.000 de ellos el Pirineo, mientras él, con la flota y los 3.000 restantes, trataría de impedir posibles desembarcos de los silanos. Pero Salinator fracasó en el intento de oponerse al experimentado cónsul C. Annio que con unos 20.000 hombres le deshizo y obligó a Sertorio a retirarse a Cartagena. De aquí hubo de emigrar a Huelva. Entonces una extraña aventura cambió el rumbo adverso de los negocios de Sertorio en Hispania; pues, desde Huelva paso a Mauritania al objeto de combatir a Ascalis, amigo de Sila. Le venció y el éxito no sólo levantó el ánimo de sus seguidores, sino que también le permitió incrementar su ejército con los vencidos, pues muchos de ellos, hispanos, se pasaron a sus filas. Además, se apoderó de Tingis y allí recibió una embajada de los lusitanos que se mostraron dispuestos a tomarle como jefe. En la primavera del año 80 desembarca con 3.300 hombres en Baelo, donde se le unen 4.000 infantes y 700 jinetes lusitanos. Con ellos se enfrenta al legado de Sila, Fugidio, al que infringe severa derrota. Quedaba libre para organizar un sólido ejército en Lusitania y Celtiberia. Durante unos años será la pesadilla de Roma. La recuperación de Hispania exigiría la presencia de sólidos ejércitos y un general cualificado: Q. Cecilio Metelo; contarían a su vez, con el apoyo de los ricos itálicos aquí afincados y de la nobleza hispana más rica y romanizada de la Bética y la costa mediterránea. El ejército reclutado por Metelo comprendía unos 40.000 legionarios, más otros tantos auxiliares hispanos. Durante los años 79 al 77, Metelo, en la Hispania Ulterior, y Domicio, en la Citerior, tratarían de anular a Sertorio; fracasaron, pues los sertorianos les vencieron sobre el Guadiana. Metelo hubo de limitarse a situar una serie de campamentos frente a los lusitanos: Metellinum, Castra Caecilia, Vicus Caecilius, Caeciliana; sin poder impedir a Sertorio que se moviera libremente y aun atacara alguna de sus ciudades campamentales. Incluso, Hirtuleyo, general de Sertorio, alcanzó notables victorias sobre el Ebro. Además, en el invierno del 77/76, Sertorio incrementó su ejército con los 20.000 legionarios y 1.500 jinetes que le aportó Perperna, procedentes de Cerdeña y también se le unieron muchos romanos proscritos. Pactó por otra parte con Mitrídates del que recibió 40 naves y 3.000 talentos y se alió con los piratas. Por otra parte, la adhesión de los hombres de la meseta hispana a Sertorio fue total, pues

LA ERA DE POMPEYO

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supo halagarles creando un Senado, que copiaba al de Roma, y estableciendo un centro de estudios en Osea donde los hijos de los nobles recibían educación, con lo que facilitaba su inserción en las clases dirigentes; las monedas de Bolsean,que acuñara en gran número, se extendieron por toda el área hispana de influencia sertoriana que en estos momentos comprendía la mayor parte de la Península, con la casi sola excepción del valle del Betis. Narbonenses y aquitanos le eran igualmente afectos y aliados. A la vista, pues, de la preponderancia de Sertorio en la Península y sus vinculaciones con la Galia, el Senado decidió enviar para combatirle a un experto general, pues podía repetirse una segunda marcha de Aníbal sobre Italia: fue Pompeyo el Magno. Aunque la verdad es que en Italia nada positivo hacía el partido popular que pudiera secundar la causa de Sertorio; quizá porque desconocían su valía y propósitos auténticos. El joven Pompeyo tenía ya una amplia carta de servicios militares en diversas campañas contra Mario y últimamente contra Lépido. Recibió, para el año 76, el proconsulado de Hispania de modo irregular, pues aún no había detentado los cargos intermedios. Traía el mismo ejército con que venciera a Lépido: 30.000 legionarios y 1.000 jinetes. Pasó Pompeyo a Emporión por el Coli de Perthus. Perperna, con unos 21.500 hombres, no osó enfrentársele y se retiró a Valencia; sólo cuando se le unió el ejército de Sertorio lograron infringir serias derrotas a Pompeyo en Lauron y frente a Carthago Nova, que estaba del lado pompeyano. Pero entretanto Metelo deshizo junto a Itálica el ejército de Hirtuleyo, a quien Sertorio había encomendado la defensa de Lusitania. Hubieron de reclutar otro ejército de unos 20.000 lusitanos. Por su parte Pompeyo recibió enton­ ces nuevos soldados y dinero que le envió el Senado, con lo que venían a equipararse de nuevo las fuerzas, con la ventaja para Pompeyo de contar con tropas más homogéneas y disciplinadas. En suma, en el año 75 hubo victorias y derrotas alternativas para ambos bandos: derrota y muerte de Hirtuleyo por Metelo, victoria incompleta de Sertorio sobre Pompeyo, cerca de Sagunto. Además, Pompeyo volvió a reforzar su ejército a comienzos del año 74 y desde entonces tomó la iniciativa de la guerra y se dedicó a hostigar las ciudades celtibéricas y vacceas partidarias de Sertorio; durante el año 73 la decepción de Celtiberia y el Duero se hizo general. Pompeyo y Metelo cercaban una tras otra las ciudades, sin que Sertorio intentara salvarlas: Pallantia logró resistir, pero no así Cauca, ni Bilbilis, ni Segóbriga; consiguió defender Calagurris, apoyada por el propio Sertorio en persona. Ante la decepción de la Meseta, Sertorio hubo de hacerse fuerte en el Valle del Ebro, sobre todo en Osea. Aquí el ambicioso Perperna consumó el asesinato de su jefe Sertorio a comienzos del 72. A poco quedaría eliminada la resistencia que seguía ofreciendo Perperna y algunas ciudades, como Calagurris, émula de la heroicidad numantina frente a las tropas de Pompeyo, el cual casi siempre actuaría con gran moderación frente a los vencidos hispanos. Entonces terminó de someter para Roma el valle del Duero, de modo que sólo quedó insumisa Cantabria y Asturias; a sus amigos vascones les premió fundando la ciudad de Pompaelo; a otros celtíberos desposeídos les situó en Lugdunum Convenarum, en la Narbonen­ se; y por doquier otorgó generosamente la ciudadanía con lo que creció la clientela de Pompeyo en Hispania; ello explica la gran adhesión y apoyo que aquí recibiera años más tarde en su lucha civil contra César. De vuelta a Roma, Pompeyo erigió un monumento en el Coll de Perthus, en el que, según Plinio, hizo constar que había sometido 876 ciudades hispanas.

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4.

LA LU C H A POR EL PODER PERSONAL: POMPEYO

Espartaco con duce la re b elió n de los esclavos

Pompeyo acabaría también con otro temible enemigo de Roma: la rebelión de los esclavos. Se inicia el año 73 cuando Espartaco se puso al frente de un grupo de colegas suyos gladiadores; mantendría durante casi dos años la lucha; aunque sus victorias se debieron más a las circunstancias que a su propia capacidad de mando. La rebeldía de los esclavos no era la primera vez que se hacía sentir en Italia; pero ahora, creció rápidamente en número y virulencia hasta constituir varios ejercitos capaces de hacer temblar a Roma. Tanto más que aún no se había olvidado la experiencia del año 134 en Sicilia. Convergían problemas especialmente peligrosos; absoluta inestabilidad políti­ ca y social apenas mitigada con la eliminación de Lépido ; la lucha contra Sertorio que podía reavivar la lucha de las clases humildes ciudadanas o latinas en cualquier momento; acoso de los piratas a las costas y puertos comerciales italianos; nueva amenaza de Mitrídates. Se añadía una grave circunstancia: ahora la revuelta de los esclavos contaba con un jefe en la persona de Espartaco. La agrupación de elementos rebeldes se veía facilitada por el hecho de que los numerosos asentamientos de soldados practicados por Sila había incrementado el número de trabajadores libres y sobre las mejores tierras; con ello los esclavos se habían concentrado sobre tierras de pasto de Apulia, Bruttio y Lucania, precisamente donde Espartaco hiciera sus mejores reclutamientos. Además, Roma e Italia estaban indefensas frente a grupos armados hostiles por pequeños que fuesen después de que la dictadura desmili­ tarizase Italia, pues los cónsules ya no tenían poder de reclutar legiones. Mientras, entre los esclavos la proliferación de las luchas de gladiadores había concentrado a muchos y bien preparados en el centro de Italia; y eran hombres a quienes no les importaba jugarse la vida en pro de su libertad cuando estaban habituados a hacerlo ante un público embrutecido e inmisericorde. La rebeldía declarada empezó cuando en el año 73 un grupo de 70 gladiadores de la escuela que Lentulo Baliato dirigía en Capua decidieron luchar por su libertad guiados por Espartaco. Se refugiaron en las pendientes del Vesubio y, tras rechazar el ataque del propretor Glaber, aumentó su número en varios centenares; pronto se añadieron otros grupos de gladiadores y pastoi'es tracios, galos y germanos con sus jefes Crixos y Oinomaos, hasta alcanzar los 7.000 combatientes. Entonces fue el pretor P. Varinius el que se propuso reducirlos, pero fue vencido entre Pompeya y Herculanum. Envalen­ tonadas las gentes de Espartaco, crece su ejército que saquea y mata sin piedad en ciudades de Campania durante el otoño del año 73 a. de C. Pero entonces, cuando mejores eran sus perspectivas, durante el 72, estos ejércitos incontrolados se dividen, y mientras Crixos con 10.000 hombres se dirige a Apulia para continuar el saqueo, Espartaco al frente de 30.000 trata de dirigirse al norte, pues en realidad buscan su libertad en tierras galas. Crixos y su ejército fueron deshechos, mientras Espartaco obtenía resonantes victorias sobre los ejércitos de los cónsules L. Gellio Publicola y Cn. Cornelio Léntulo Clodiano. Tras estas ventajas, Espartaco inicia su marcha hacia el norte con un ejército que Apiano llegó a estimar en 120.000 hombres; allí, cerca de Mutina (Modena) vence al procónsul C. Cassio Longino, que gobernaba la Cisalpina. Pero entonces, cuando tenían el camino libre hacia la Galia, el ejército de esclavos, inexplicablemente y sin duda sobrevalorando sus fuerzas, obligaría

LA ERA DE POMPEYO

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a Espartaco a volver sobre Roma: pospusieron su salvación a sus ansias de saqueo y venganza y su jefe no supo adueñarse de la situación. En Roma, que temblaba por su suerte, el Senado despojó del Imperium a los cónsules y en otoño del 72 se lo otorgó al pretor Crasso con el título de procónsul; juntó diez legiones. Cuando los ejércitos rebeldes pasaron al sur sin osar sitiar Roma, Crasso decidió emprender una acción enérgica y decisiva; así cuando su legado Nummio fracasó ante Espartaco y se produjo la huida de sus legionarios, ordenó diezmar a los fugitivos al objeto de restablecer la disciplina. Luego persiguió a Espartaco que trataba de huir a Sicilia con un ejército. Le encerró en tierras meridionales del Bruttio mediante una gran línea defensiva que iba desde el golfo de Terina al de Silatio; Espartaco logró romperla con la tercera parte de sus hombres. Crasso entonces hubo de pedir al Senado la colaboración de las legiones que Pompeyo, triunfante de Sertorio, traía de Hispania. También Licinio Lúculo desembarcaría en Brindis las legiones de Macedonia. Con esta acción combinada, en marzo del 71, serían aniquiladas todas las bandas rebeldes; y con ellos su jefe Espartaco, el hombre idealizado por no pocos desde Appiano a Marx como héroe y caudillo sin par, a quien un ejército heterogéneo e indisciplinado le puso siempre difícil la victoria. Roma, por su parte, hubo de sacar una dura lección con su economía malparada por las devastaciones y la pérdida de mano de obra en número no inferior a los 100.000 hombres. La aristocracia acusó el golpe más duro en beneficio del partido popular. 5.

El consu lado de Pom peyo y Crasso

Pompeyo, que había exterminado a los últimos fugitivos esclavos en Etruria, unos 5.000, se asignó sin escrúpulos el papel de vencedor auténtico por encima de la meritoria labor de Crasso; y algunos, como Cicerón, así lo admitieron y le consideraron como el genio militar del momento. En todo caso, Crasso y Pompeyo, representantes significativos del poder del dinero y del prestigio militar, reclamaron cargos políticos y obtuvieron conjuntamente el consulado para el año 70, apoyados por el partido popular; y sin que ninguno de los dos cumpliera las condiciones necesarias para tal cargo, ya que Crasso sólo llevaba seis meses de pretor y Pompeyo ni siquiera había sido pretor. El entendimiento de ambos reintegraría el sistema democrático, pues abolieron las leyes de Sila y a poco un tercer personaje, César, entraría en el juego político. 6.

Las re fo rm a s d e m o crá tic as

Crasso y Pompeyo, apenas llegados al consulado, se apresuraron a cumplir la promesa que habían hecho al tribuno M. Lollio del año 71, restituyendo sus antiguos poderes de veto (intercessio) sobre cualquier acto de los magistrados y la iniciativa para proponer leyes a votación ante el pueblo. Luego nombraron censores, suprimidos desde hacía 19 años, y que procedieron a depurar el Senado, destituyendo a 64 senadores designados arbitrariamente por Sila. Por igual procedieron a un nuevo censo del orden ecuestre, al que dotarían de atribuciones judiciales y ensalzarían al punto de convertir al ordo equitum en el verdadero rival de la aristocracia; así, se les

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LA LU C H A POR EL PODER PERSONAL: POMPEYO

confirmó en su atribución de recaudadores de los impuestos. La creación de las provincias de Asia, tras las campañas contra Mitridates, abrirían nuevas posibilidades a esta clase, ya ampliamente enriquecida. También los censores redactaron una nueva lista de ciudadanos que permitió duplicar, hasta 900.000, el número anterior. Los cónsules despojarían a los patricios de los poderes judiciales; se acabaría con los abusos que la oligarquía pasaba por alto y que pondría de relieve el notorio y escandaloso proceso de Verres, el prototipo de la corrupción.

7.

El escándalo de V erre s

Para humillar a los capitalistas y hacer prosperar sus reivindicaciones, el partido popular necesitaba un escándalo público: lo procuraría la acusación de los sicilianos expoliados ignominiosamente por su gobernador Lucio Verres. Viejo seguidor de Mario, más tarde lo fue de Sila; había desempeña­ do la propretura de Sicilia durante los años 73 al 71. So pretexto de abastecer de víveres y dinero a Roma, entonces en angustiosa situación a causa de la rebelión de los esclavos y las amenazas de los piratas y de Mitridates, era reo de toda clase de delitos: especulación con el trigo, expolio de objetos de plata y de obras de arte, exacciones tributarias, crueldades contra ciudadanos romanos y notables sicilianos. Parte de la aristocracia creyó necesario solida­ rizarse con Verres, en cuya persona se juzgaba la tradicional usura, falta de escrúpulos y concusiones de muchos gobernadores salidos del dictamen del Senado. Defendería a Verres el famoso orador Hortensio Hortalo. Pero otra parte honesta de la nobleza, representada por Cicerón, que haría famoso en sus escritos este proceso, pretendía acabar con abusos semejantes que beneficiaba a unos pocos e irritaba a todos los ciudadanos de cualquier clase y condición. Los sicilianos informaron ampliamente a Cicerón como defensor de sus intereses; conocían su integridad por su gestión como cuestor en Lilybea, el año 75. También en Roma tenía Cicerón merecida fama de hombre honesto pues, no sin riesgo, ya que aún se mantenía en el poder Sila, defendió a Roscio Amerino contra el liberto Crisógono, favorito del dictador; Cicerón no había dudado atacar directamente los abusos de la tiranía personificada en Crisógono que había despojado de sus bienes a Roscio. Ahora en el proceso contra Verres, del año 70, volvía sobre sus antiguos fueros de hombre insobornable. Fue a Sicilia, donde acumuló infinitas pruebas de los desmanes de Verres, recogió confidencias particulares que le dejaban al descubierto y preparó un alegato acusatorio tal que el abogado de Verres y los patres hubieron de aceptar la condena. Verres debía reembolsar a los sicilianos 40 millones de sestercios y se le desterró. El proceso tuvo las más amplias consecuencias, porque Cicerón, al tiempo que absolvía a los publicanos, desacreditaba la administración senatorial y su falta de imparcialidad en la labor judicial que tradicionalmente le correspon­ día ejercer en exclusiva; para remediarlo, el pretor L. Aurelio Cotta, con el apoyo de Crasso y Pompeyo, hizo aprobar la lex Aurelia, según la cual los jurados estarían compuestos en adelante por tres tercios iguales en número: senadores, caballeros, plebeyos ricos; los patres estarían en evidente minoría e imposibilitados de ignorar las denuncias contra abusos de los magistrados provinciales. Y a partir de entonces, Cicerón, que había conseguido con el

LA ERA DE POMPEYO

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apoyo de Pompeyo hacerse elegir edil para el año 69, sería un hombre a tener en cuenta en la política de Roma. 8.

A m enaza de la p ira te ría en el M e d ite rrá n e o

Por diversas causas, la piratería en el mar Mediterráneo venía siendo otro mal inveterado, reiteradamente combatido, pero nunca con éxito suficiente y definitivo. Las recientes luchas civiles no sólo impedían atajarlo, sino que lo habían patrocinado, directa o indirectamente, pues Sertorio se entendió con ellos en Hispania; y muchos proscritos o perseguidos rehicieron su vida como piratas. Además, practicaban un comercio, como el de los esclavos, en el que los latifundistas y ricos romanos estaban interesados: alrededor de una tercera parte de la mano de obra esclava llegaba por este comercio pirata. Sobre el mar o sobre las costas, naves piratas, a veces verdaderas escuadras, practica­ ban golpes casi siempre impunes. Por otra parte, no era nada fácil deshacerse de ellos, pues constituían fuerzas huidizas y dispersas; hábiles marinos, no tenían sobre el mar rival capaz de reducirlos, a no ser con fuerzas muy superiores y con tácticas bien organizadas. Los más peligrosos campaban por sus respetos en las costas de Cilicia, en el Bosforo y Ponto Euxino, donde entre poblaciones bárbaras o semisalvajes tenían reductos inexpugnables que habían convertido en auténticas fortalezas. A partir del año 78 hasta el 71 a. de C. les habían combatido sucesivamente Appio Claudio, C. Scribonio y M. Terentio Varrón, poniendo orden en tierras de las antiguas colonias griegas de la desembocadura del Danubio hasta el Bosforo y cerrando el paso a la posible proyección de Mitrídates sobre las costas europeas del Ponto Euxino. También desde el 78 el gobernador P. Servilio consiguió limpiar las costas de Cilicia, Pamphilia y Lycia, donde algunos aventureros se habían erigido pequeños principados; como Zenicetes, dueño de varias islas y tierras costeras de Lycia. Entonces los combatientes piratas se rehicieron sobre la isla de Rodas o la Cilicia oriental; les combatió desde el año 75 M. Antonio, padre del Triunviro. Había sido investido de un imperium para tres años y con autoridad sobre todas las costas mediterráneas; con poco éxito y menos ecuanimidad, comenzó por limpiar las costas de Liguria e Hispania; luego fracasó en Creta el año 71 y el Senado hubo de retirarle los poderes. El azote pirata seguía haciendo extremadamente peligro­ sa la navegación por el Mediterráneo, como le hubiera acaecido a Julio César el año 74, en aquella célebre aventura de Rodas, que nos cuentan Suetonio y Plutarco. Suponía, además, grandes inconvenientes militares y elevado coste económico, pues incrementaba los costes del comercio de productos que llegaban a Italia, especialmente del trigo. Era, pues, preciso acabar de una vez con el mal: sería la gran obra de Pompeyo en los años sesenta. 9.

T e rce ra y ú ltim a guerra c o n tra M itríd a te s : el é x ito parcial de Lúculo

La paz de Dárdano que Sila había suscrito con Mitrídates el año 85, no era otra cosa que un armisticio impuesto por las circunstancias. Las posteriores intervenciones de Murena y Sabino no habían detenido las intrigas de Mitrídates. Es así que, cuando en el año 75 Nicomedes, rey de Bitinia, legó su reino al pueblo romano, Mitrídates ocupó sus tierras, aprovechando las

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deficultades de Roma con Sertorio y los piratas y, el apoyo de su yerno Tigranes, que había por entonces consolidado un poderoso estado en Armenia y Asia Menor y se había adueñado de la Capadocia romana. Era, pues, necesario conjurar el peligro minorasiático que amenazaba los avances romanos en los Balcanes y el Egeo ante las intrigas y conquistas de Mitridates. En consecuencia, se encargó la campaña del año 74 a los cónsules Cotta y Lúculo. En un primer ataque, Mitridates consiguió encerrar a Cotta en Calcedonia, pero acudió enseguida Lúculo y entre ambos consiguieron hacerle retirar de Bítinia después de matarle 10.000 hombres. Durante el verano del 73, Lúculo ocupó Bítinia y deshizo una parte importante de la flota que tenía sobre el Bosforo en labores de asedio. En suscesivas campañas de los años 72 al 70, Lúculo penetra en el Ponto y Armenia y le obliga a refugiarse junto a su yerno Tigranes. Este se niega a entregarle a Mitridates. Lúculo se propone conquistar Armenia y ataca en la primavera del 69, temerariamente, pues sólo lleva 18.000 legionarios y 3.000 caballeros; con ellos deshace un fuerte ejército de Tigranes y se apodera de la capital de su reino, Tigranocerte, de la que todo su ejército obtiene un riquísimo botín de 3.200 sestercios para cada uno; por otra parte, se ganó no pocas simpatías de los países recién incorporados por Tigranes, liberando a la población griega. Lúculo había triunfado en toda la línea, pero, ebrio de sus victorias, pretendió llevar más allá sus conquistas, sin medir bien sus posibilidades ni calcular las dificultades que entrañaba una nueva penetración en Armenia. Desde comienzos del año 68 desplegó su ejército hacia el norte montuoso, persiguiendo la toma de Artaxata, donde Tigranes guardaba su harem y grandes tesoros. Al principio realizó con éxito su avance, pero un invierno prematuro dificultó la marcha y los soldados, hartos de sufrimientos, le pidieron la vuelta. Entonces decide saquear Nisibis después de repasar el Tigris. Entretanto, en invierno del 67, recibe la noticia de que el Senado le ha sustituido por Pompeyo en el mando de las tropas de Oriente y ya, lógicamen­ te sin autoridad entre sus soldados, emprende la retirada. Es la ocasión que espera Mitridates para recuperar a marchas forzadas las tierras del Ponto y, siguiéndole los pasos, Tigranes reocupa Capadocia. En unos meses, M itrida­ tes anuló las conquistas de seis años. Sin duda, la ambición de Pompeyo provocó la frustración de una meritoria actuación estratégica y administrativa de Lúculo en Priente; se confabuló el descontento de los soldados cansados de soportar su férrea disciplina, la enemiga de los caballeros, a quienes, el buen administrador Lúculo no había permitido saquear aquellas provincias y el malestar de la plebe, que contemplaba el triunfo de un antiguo partidario de Sila. Todo fue explotado por Pompeyo. con la ayuda de César, para dar un giro en favor de los nuevos hombres que debían dirigir los destinos de Roma. 10.

El tr iu n fo de P om peyo sobre los p iratas y M itrid a te s

Durante varios años, 69, 68 y 67, el partido aristocrático había conseguido situar en el consulado a hombres de su confianza. El éxito de las campañas de Lúculo había contribuido a mantener su prestigio no menos que el hecho de que las legiones estuvieron en manos de uno de los optimates. Pompeyo se había sentido humillado porque no le habían dado el mando de Oriente que estimaba propicio para cubrirse de gloria; pero nada había podido hacer porque esta negativa le había llegado de sus propios medios y no podía esperar que en su favor actuara el partido popular. Las cosas cambian desde

F ig .

18.

Oriente con Lúculo y Pompeyo.

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el año 67, cuando Julio César vuelve de Hispania y está dispuesto a ganarse a la plebe y a los caballeros iniciando una desiva campaña contra los patres y su política. La primera ocasión de actuar contra los patres ocurre por el problema de los piratas. Pues, con la penetración de las legiones de Lúculo en Armenia dejó libre el campo de Asia Menor y se recrudecieron los ataques de los piratas alentados por Mitrídates; contaban con 1.000 naves bien equipadas y dominaban el Mare Nostrum, de modo que en el 67 se había producido en Roma el alza brusca de los precios y todos temían el hambre. Es el momento en que el tribuno Gabino introduce una rogatio por la que se le pide la institución de un mando único con poderes extraordinarios para acabar con los piratas en las islas mediterráneas y sus regiones costeras. Hizo que se otorgara el encargo a Pompeyo y que se pusiera a su disposición 130.000 hombres con 500 naves de guerra. Hubo enconada oposición del Senado que rehusaba poner en manos de uno sólo tales poderes; pero triunfó la propuesta que apoyaban el pueblo y los comerciantes del orden ecuestre que querían ver restituidos sus negocios. La simple confirmación del mando a Pompeyo hizo bajar el precio del trigo. Julio César había sido hombre clave en la asignación de este mando, pese a que auguraba una monarquía de Pompeyo. Las esperanzas puestas en Pompeyo no fallaron. En tres meses puso de nuevo orden en el mar y lo limpió de piratas. En poco más de un mes acabó con ellos en el Mediterráneo occidental, desde Gibraltar al estrecho de Mesina. Luego se dirigió a las auténticas fortalezas que mantenían en Cilicia: desembarcó sus tropas, deshizo con máquinas sus fortificaciones y lanzó la infantería al asalto. En total les capturó 846 barcos, dio muerte a 100.000 corsarios, arrasó 120 plazas fuertes e hizo 20.000 prisioneros; lejos de maltra­ tarles les situó en Asia e Italia, donde mostraron su gratitud convirtiéndose en honorables trabajadores. Luego Pompeyo, que tenia prisa por sustituir a Lúculo, emprendió rápida­ mente la campaña contra Mitrídates. Poseía el mando de las provincias de Cilicia, Asia, Bitinia y Ponto y poder absoluto de alianzas, paz o guerra; bajo su sola responsabilidad. En Cilicia reunió su ejército y el de Lúculo e inició conversaciones con los parthos: obtuvo de su rey Tigranes la promesa de no dar hospitalidad a Mitrídates; a cambio Tigranes ampliaría sus dominios en Mesopotamia. Pompeyo disponía de 60.000 legionarios y 4.000 caballeros; justamente el doble que Mitrídates. Ante la presión de Pompeyo. en el verano del 66, hubo de retirarse del Ponto; luego le alcanzó en Armenia y en sucesivos encuentros deshizo prácticamente todo su ejército. Con muy pocos seguidores buscó refugio junto a su yerno Tigranes quien, en virtud de sus pactos con Pompeyo, rehusó darle asilo o protección, por lo que se dirigió al norte. Entonces Pompeyo marchó hacia Artaxata capital de Armenia con objeto de poner límites al expansionismo de Tigranes. Le confirmó en sus dominios, pero le obligó a renunciar a sus recientes conquistas en Capadocia, Siria, Fenicia y Sofene. En este último territorio situó a uno de sus hijos; regularía la situación de las tierras restantes desde Armenia hasta Egipto. Además, Pompeyo impuso una contribución de 6.000 talentos a los que el propio Ti­ granes, temeroso de su suerte, añadió un donativo importante para cada legionario y mandos del ejército pompeyano. En el invierno del año 66 penetró en el Caucaso y venció a los albanos e iberos, obligando a Mitrídates a escapar del puerto de Dioscurias en dirección a Crimea. En el verano del 65 recorre el valle del río Cyrus hacia el Caspio, explorando la ruta

LA ERA DE POMPEYO

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comercial que podía conducir hasta la India. Al llegar el invierno vuelve cargado de despojos. Pompeyo se dirige a Amisos, donde termina de regular, la suerte de aquellos reinos del sur del Cáucaso y prepara su expedición a Siria y Palestina. Durante el año 64 y comienzos del 63 quiere poner orden en los anárquicos reinos sirios; recorre con su ejército las ciudades del Orontes, mientras la escuadra viene desde el Ponto Euxino y bordea las costas en acción paralela a la del ejército de tierra. Aquí, más que combatir, se dedica a operaciones de limpieza; ordena la situación; quita y pone reyes; da cartas de libertad a ciudades: Seleucia, Piera, Antioquía, Apamea, Trípoli, Calcis (Andjar), cuyo filarca le debe pagar 1.000 talentos, y Damasco. En otoño del 63 hubo de tom ar al asalto Jerusalem y luego se apodera de la ciudad de Jericó; entonces recibió la noticia de que Mitrídates se había suicidado, tras la rebelión de uno de sus hijos. Pompeyo decidió dar por finalizadas sus operaciones y, dejando a M. Aemilio Scauro dos legiones para proteger Siria, emprende camino hacia Amisos. Después de algún tiempo volverá a Italia y con sus legiones desembarca en Brindis. 11.

La g lo ria de Pom peyo

Es difícil juzgar el valor militar de Pompeyo porque luchó en general contra gentes poco organizadas. Desde luego, supo planificar y logró éxitos induda­ bles. Pero no parece que pueda parangonársele con los grandes genios antiguos de la guerra que fueron Alejandro y César, que supieron añadir la audacia precisa y el premeditado cálculo del menor riesgo. Pompeyo triunfó por su probidad profesional, por saber exigir de sus tropas sólo lo necesario no dejando nada al azar. En todo caso, fue un gran organizador y administra­ dor que arregló de una vez para siempre la difícil anexión de las tierras de Asia y sirio-palestinas, dando secuencia a los límites orientales del imperio romano desde el Ponto Euxino hasta el Sinaí. A las dos provincias anteriores de Asia Menor —Asia y Cilicia— añadió las más vastas tierras que hasta entonces hubiera conquistado un general. Agrandó la provincia de Cilicia con las tierras de Phrygia, Lycaonia y Pisidia y preparó la inmediata incorporación de Chipre al Imperio. Creó la provincia de Bithynia que incluía también algunas tierras del antiguo reino mitridático del Ponto; a su vez la provincia Siria se prolongaba hasta las tierras de Judea. previa una labor de limpieza en diversas ciudades del río Orontes (contra los itureos, el tirano de Biblos, Lysiade o Apamea). A continuación de estas provincias establecía un limes de protectorados a los que Roma defendería en caso necesario. Así lo hizo con Judea, que llevaba un siglo de pactos de neutralidad con los romanos y quedó como protectorado bajo la autoridad del Sumo Sacerdote; y cón la Armenia de Tigranes. Sobre todo, la organización de Asia Menor trataba de consolidarse frente al peligro del reino partho. Por lo demás otorgó carta de libertad a diversas ciudades griegas y fundó nuevas ciudades: Pompeyópolis, Magnópolis, Neápolis, Dióspolis, Nicópolis, cual otro Alejan­ dro con el que compartía el apodo de «Magno». Su actuación, en definitiva, fue la propia de un soberano, pues, contaba con poderes delegados por el pueblo, por encima de la intervención del Senado, A través de estas conquistas, además, Pompeyo acumuló inmensas rique­ zas: repartió a sus soldados 384 millones de sestercios y aportó a Roma otros 480 millones, más las rentas anuales que fijó a las ciudades libres y a

F ig . 19.

Asia Menor después de la organización de Pompeyo, 63 a. de C.

Phanagona

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CESAR Y EL CONTRAPESO POPULAR A L PODER DE POMPEYO

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territorios incorporados y que suponían alrededor de 300 millones de sester­ cios; los publicanos tenían, pues, nuevos fructíferos negocios en perspectiva y los ciudadanos nuevas tierras de ocupación.

II.

1.

CESAR Y EL CONTRAPESO P O PU LA R AL PO DER DE P O M P E Y O

El d e se q u ilib rio social de Rom a en los años 64-60 a. de C. y el papel p re p o n d e ra n te de César

En Jericó la gloria militar de Pompeyo había llegado a su zenit; pero, después de licenciar a sus tropas en Brindis, no volvería a recobrar el mando del ejército, sino para resistir el ímpetu de César, catorce años después. Y, para entonces, César ya se habría mostrado como no menos experto general. Sin duda, tras su victoria sobre Mitrídates, Pompeyo pudo aspirar a la monarquía: el Imperio conquistado clamaba unidad de mando y buena parte del pueblo veía en el poder monárquico la solución al desequilibrio institucio­ nal; se había vuelto incapaz o nefasta una administración creada para gobernar una ciudad, Roma, y no eran suficientes las innovaciones introduci­ das en las estructuras políticas, económicas y sociales frente a la acción retardataria de la aristocracia aferrada a las ventajas tradicionales de que gozaba. César, diez años más joven que Pompeyo, le empujó hacia este poder personal, pues sólo con su decisiva ayuda se le otorgó el mando contra los piratas y contra Mitrídates, consciente como era César de que ponía en manos de Pompeyo posibilidades ilimitadas de gloria y un ejército extraordinario. Pero Pompeyo no se había propuesto la aventura monárquica y no contaba para ello ni con el ejército, ni con la nobleza, ni con el pueblo. En efecto, la aristocracia senatorial era aún muy poderosa y se resistía desesperadamente a ceder sus prerrogativas tradicionales que chocaban cada vez más con las clases populares y las apiraciones de los itálicos y aún de tantos ciudadanos romanos como se integraban en las colonias y municipios de todo el Imperio. Después de la monarquía de Sila, la oligarquía senatorial luchaba desesperadamente por reconquistar sus viejas posiciones; aunque apenas si lo consgiuió y por muy poco tiempo; Crasso, Pompeyo y César asestarán los últimos y definitivos golpes a esta oligarquía. Pues el descrédito había menguado su peso político anterior; el lujo era generalizado: ni Pompeyo, ni Cicerón, ni siquiera los austeros Catón o Bruto se inhibían de participar en frecuentes derroches frente a una masa de población romana que no siempre lograba saciar el hambre; la disolución moral era paralela; los más probos se divorciaban una sola vez: César, Pompeyo, Cicerón, Catón; casi todos sostenían escandalosas y múltiples relaciones con mujeres perfecta­ mente desacreditadas y conocidas prostitutas: la ilustre Sempronia estaba envuelta en las andanzas criminales de Catilina; y de la ilustre Fulvia obtuvo Cicerón altos secretos de los conjurados, conocidos en lances amorosos que todos encontraban normales. También entre la plebe cundía la degeneración cívica y moral que, para mayores males, engendraba una corrupción política. En efecto, buena parte de los adjudicatarios de tierras en Italia abandonaban sus tareas para llevar en Roma una vida frívola; querían imitar la suntuosidad y vicios de la nobleza y

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con frecuencia se veían arruinados. A ellos hay que añadir multitud de desposeídos a los que los repartos de trigo no lograban paliar sus necesidades. Entre ellos era fácil reclutar partidarios. Mediante donativos {portulae) se vinculaban a los más ricos y contribuían a incrementar su clientela. Estos adictos o clientes se convirtieron en poderosas fuerzas políticas en el seno de Roma y con frecuencia fueron factor decisivo en las luchas de partidos y facciones. Y, lo que fue aún peor, tanto entre los nobles como entre la plebe viciosa y arruinada hubo fáciles partidarios de la revuelta. También en Italia abundaban los empobrecidos por las guerras civiles y menudeaban los descontentos entre los veteranos que no se acomodaban al trabajo campesino. Para ellos la ostentación y riqueza de la nobleza gobernante constituía un reto constante; y no es extraño que, abierta o solapadamente, buscasen su ruina y sustitución a través de un hombre que resolviera sus problemas. Los más extremistas verían su salvación en Catilina, los más moderados en los meditados programas de César: éste, ante la debilidad de Pompeyo, buscaría soluciones eficaces a los males de la plebe, a la vez que constituía con ella un poderoso partido que apoyara sus pretensiones. 2.

C iceró n , C a tilin a y César p ro ta g o n is ta s en las luchas de partid o s

En efecto, mientras Pompeyo ultimaba sus gloriosas campañas de Oriente, entre los años 64-62, Cicerón, César y Catilina van a protagonizar un enfrentamiento personal, pero detrás del cual actúan las fuerzas encontradas de los «optimates» y los «populares». Fue en sí mismo importante, pero sobre todo expresivo de esta situación social, de esta degeneración de ciertas actitudes .políticas y partidismos, de la decadencia en la aplicación de las instituciones oligárquicas tradicionales y del intento de poner remedio con una revolución social practicada por elementos incontrolados y sin auténticas miras políticas o sociales, ya que buscaban más satisfacer mezquinas reivindicaciones que resolver problemas de fondo. La importancia de esta lucha entre los aristócratas y el partido popular abocó directamente al aniquilamiento del sistema republicano y a la implantación de la monarquía con el apoyo del partido popular. Previo al análisis de los episodios corres­ pondientes hemos de presentar a los protagonistas del momento: Cicerón, Catilina y César. Cicerón fue más un hombre empujado por la nobilitas que un hombre convencido o adicto a los ideales egoístas de este grupo; en ocasiones múltiples estuvo, igual que César, por encima de la política de partidos y de las mezquindades de facciones o grupos. Así le vemos atacando sin piedad a Verres, o reacio a sumarse a los asesinos de César. Incluso buscó en Pompeyo el princeps ideal, aún a despecho de los recelos de la nobilitas. A su vez, la figura de Catilina, salido de la nobleza, se vio desprestigiada, entre otros por Salustio. Estaba lleno de valor, habilidad e iniciativa. Ambicioso sin escrúpulos, había acumulado inmensas riquezas en las confis­ caciones de Sila y llevaba una vida de crápula como tantos de sus colegas nobles. Su cursus honorum había pasado por cuestor, edil y pretor de Africa con rapacidad similar a la de Verres. Ahora aspiraba al consulado en pugna con Cicerón, apoyado en los grupos populares, partido al que se había adscrito sin mayores preocupaciones por sus anteriores vinculaciones al partido aristocrá­ tico de la nobilitas.

CESAR Y EL CONTRAPESO POPULAR A L PODER DE POMPEYO

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Era, sin duda, César el político más completo que haya dado la historia y que supo labrar su propia suerte con su propia iniciativa, sin otro sólido punto de partida que su extraordinario talento político, los méritos que fue adquiriendo paso a paso y su servicio a la clase popular. Pero, sobre todo, tuvo un programa político realista, servido por sus innatas virtudes de mando; trataba de dar nuevos y definitivos rumbos al Imperio. Nacido hacia el año 100, era de la antigua estirpe patricia Julia. Su padre había desempeñado el consulado. Tenía entera vinculación al partido popular, pues su tía Julia había sido esposa de Mario y él mismo casó con Cornelia, hija de Cinna, después de Mario el hombre más notable entre la oposición a la aristocracia senatorial; con motivo de este matrimonio César hubo de desterrarse de Roma, ya que Sila quería obligarle al divorcio; ante su negativa, sentenció el dictador que en César había «muchos Marios». La juventud de César fue bastante disipada y consumió fortunas en una vida nada ejemplar. Precisa­ mente a partir de los años setenta antes de Cristo se lanza abiertamente a la participación en los asuntos públicos y aspira a cumplir su programa ocupando las sucesivas magistraturas o haciéndolas ocupar por sus amigos del partido popular. Consciente de lo que se proponía, consiguió la votación de una serie de leyes que van minando el poder senatorial. Fue gran amigo de ,Crasso, hombre inmensamente rico y por entonces jefe del partido popular; Crasso apoyó política y económicamente a César, hasta que éste se convirtió en el auténtico dirigente de los «populares» y consiguió arrastrar consigo y en favor de su programa a todo el orden ecuestre y a buena parte de la nobilitas más sensata y comprensiva de los problemas de fondo existentes en Roma que César quería remediar. La disputa de estos tres personajes, Cicerón, César y Catilina, respaldados por poderosas facciones políticas, resultó compleja y llena de intrigas. La primera fricción seria surgió en el año 66, con motivo de la elección de los cónsules para el 65. En ellas el triunfo de la oposición a los oligarcas fue rotundo: Crasso, el jefe de los populares, fue elegido censor; César, obligado a Crasso por las enormes sumas que le hubiera prestado, fue designado edil curul; para el consulado fueron elegidos P. Autronio Paeto y P. Cornelio Sulla, dos incondicionales de César. Lógicamente entonces, una parte del Senado temió justamente por el porvenir de la República y apoyándose en la lex Calpurnia de ambitu obtuvieron la condena y la anulación de estas designaciones para cónsules: fueron elegidos en su lugar L. Manlio Torquato y L. Aurelio Cotta, fieles al partido de la nobilitas. Entonces Crasso, César, Catilina, Calpurnio Pisón y otros muchos trataron de responder a este procedimiento revolucionario con otro aún más revolucionario y tramaron lo que se ha dado en llamar la primera Conjuración de Catilina. Se proponían abolir las deudas, hacer nuevos repartos de tierras en la línea de los Graco y asesinar a los dos cónsules, Cotta y Manlio, el primero de enero del 65, restableciendo a los depuestos Autronio Paeto y Cornelio Sulla. Entonces, según sus planes, se nombraría dictador a Crasso; a César, jefe de la caballería y encargado de anexionar Egipto. Se daría a Pisón el mando extraordinario de las dos Hispanias, y Catalina sería cónsul para el año siguiente. El complot fracasó porque César, enemigo de métodos criminales, no dio la señal convenida para el asesinato de los cónsules optimates en el momento de su entrada en ejercicio. Parece, por lo demás, que estos cónsules conocían el plan. Luego, Pisón fue enviado a Hispania, en apariencia con una misión informati­ va y más probablemente, según S alustio , para entregarle en manos de los clientes hispanos de Pompeyo: en circunstancias confusas fue asesinado. Sin

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LA LU C H A POR EL PODER PERSONAL: POMPEYO

embargo, César, aprovechando su edilidad, hizo procesar a algunos nobles que se habían distinguido por su crueldad en tiempo de las proscripciones; también se ganó al pueblo celebrando grandiosos espectáculos públicos en los que gastó inmensas cantidades que le obligaron a endeudarse más con su jefe y amigo Crasso. Por todo ello la nobleza desde entonces empezó a temer los ataques de César, que venían respaldados por su gran popularidad; pues, aunque sin conseguirlo, había tratado de anexionar Egipto y convertir a todos los latinos traspadanos en ciudadanos romanos, y ello le había granjeado nuevas simpatías en toda Italia. El año 64, el enfrentamiento del partido popular con la nobleza fue particularmente virulento: Crasso y César apoyaron la candidatura de Catili­ na y C. Antonio para desempeñar el consulado del 63. Intervino Cicerón, que consiguió en última instancia el triunfo en los comicios y con él salió designado el popular C. Antonio, mientras era derrotado por poco Catilina. Era la tercera vez que Catilina se veía postergado y humillado. César aprovecharía este año para ganarse adeptos entre las clases popula­ res haciendo presentar por su fiel seguidor, el tribuno P. Servilio Rulío, con la complacencia del cónsul electo C. Antonio, una rogatio que exigía nueva parcelación del ager publicus en Italia, Sicilia, Africa, provincias de Asia, Hispania y Grecia; de ella serían beneficiarios en primer luar todos los ciudadanos pobres, empezando por la plebe de Roma, la que más podía decidir en las votaciones de los comicios; la rogatio Servilia no prosperó por el veto de otro tribuno, pero las intenciones de César quedaron patentes y la adhesión del pueblo a su programa fue firme. Otros dos hechos pusieron a César en primer plano : obtiene el título de Sumo Pontífice y en el curso del año 63 hace procesar al senador Rabirio, que en virtud de un senatus consultum ultimum en el año 100 había actuado personalmente en la sangrien­ ta represión de los populares Saturnino y Glaucia. El pontificado le dio prestigio sacrosanto sobre todo el pueblo romano. El segundo acontecimien­ to, el proceso de Rabirio, que sólo por decisión intencionada de César no llegó a ser condenado, dejó suspensa sobre la nobleza, y especialmente sobre Cicerón, la amenaza contra procedimientos arbitrarios practicados criminal­ mente por la aristocracia ya desde los Graco.

3.

La C o n ju ra ció n de C a tilin a

Pero el principal acontecimiento del año 63 fue la llamada Conjuración de Catilina. En el verano surgieron las cada vez más enconadas disputas entre los partidos políticos de nobles y populares con motivo de la designación de magistrados para el año 62. Catilina insistió por cuarta vez en aspirar al consulado; le apoyan Crasso y César al frente del partido de la plebe. Pero, a medida que avanzaba la campaña electoral los propios César y Crasso debieron de meditar sobre la calaña del personaje a quien protegían, pues, en sus discursos de propaganda Catilina mostraba su odio, no sólo contra el partido de los nobles, sino por igual contra todos los ricos; sin distinguir su ideología. Y, al decir de Salustio, Cicerón y Plutarco, hablaba sin ambages de la existencia de dos bloques en Roma: el aristócrata, preponderante en la política, y la plebe, a la que, faltándole la cabeza dirigente, él sabría dársela; amenazaba públicamente en sus discursos con proceder a repartos, reducir Roma a escombros, anular deudas. Luego, pasando del dicho a los hechos,

CESAR Y EL CONTRAPESO POPULAR A L PODER DE POMPEYO

13 5

sus secuaces preparaban sus armas. Cicerón hubo de presidir los comicios protegido por una coraza bajo la toga. Esta demagogia y planteamiento revolucionario y criminal de Catilina le ganó la adhesión de muchos desposeí­ dos y aún de no pocos nobles endeudados, pero le malquistó la voluntad de los populares más sensatos y moderados, entre ellos César y Crasso, que no le apoyaron en última instancia. Catilina fue de nuevo derrotado en los comicios de septiembre, mientras unos días después César era designado pretor para el año 62. Entonces Catilina, lleno de ira, sólo pensó en lograr sus propósitos mediante la lucha armada, para la que buscó toda clase de apoyos e hizo planes bien meditados. Recabó prosélitos entre nobles arruinados, veteranos inadaptados a la vida campesina, gladiadores y esclavos. Los catilinarios prepararon escrupulosamente sus planes de acción en Roma y en Italia. Cicerón, que figuraba como la primera víctima de la conjura, se decidió a actuar. Descubrió la conjura a finales de septiembre por Fulvia, a quien su amante, catílinario, le prometía pagar espléndidamente cuando se consumase la planeada revuelta. Cicerón no pudo actuar entonces por falta de pruebas: se limitó a dar cuenta al Senado. Podría ofrecerlas cuando los propios populares, Crasso, M. Metelo y Q. Arrio, éste incondicional de César, le llevaron cartas de los conjurados que les invitaban a abandonar Roma en vista de los acontecimientos que se avecinaban. Al día siguiente el Senado invistió a los cónsules de los poderes que les otorgaba el senatus consultum ultimun para salvar la República. Con rapidez Cicerón procede a la leva de soldados y protege la Campania, donde el peligro de los gladiadores podía ser grave. Tenía atribuciones para arrestar y ejecutar a los sediciosos; pero, ante los juicios a que César había sometido a los esbirros de los proscriptores, Cicerón no se atrevió a adoptar tales medidas extremas y Catilina proseguía actuando en Roma con tono desafiante. Incluso tramó el asesinato de Cicerón para el día 8 de noviembre que, conocido de antemano, fue abortado y apresados los presuntos asesinos. Es entonces cuando Cicerón pronuncia su primera Catilinaria y desenmas­ cara al revolucionario que, haciendo alarde de cinismo, ha asistido a la sesión del Senado. Catilina abandona la ciudad y se reúne en Etruria con Manlio, que ya había reclutado un nutrido ejército, principalmente con antiguos veteranos de Sila, y se proponía asaltar Roma con la complicidad de otros muchos agrupados en torno a Léntulo, Cethego, Calpurnio Bestia. La primera medida tomada por Cicerón, a primeros de diciembre, fue la de hacer abortar la sedición dentro de Roma, donde fueron apresados los principales cabecillas: Léntulo, Cethego, Gabinio, Estatilio; se habían comprometido por escrito en unas cartas entregadas a los embajadores de los allóbroges, que por entonces se hallaban negociando en Roma. Fueron procesados y ejecutados, contra la opinión de César que sugería remitir el juicio a la asamblea popular y un trato de clemencia con los conjurados. La noticia del fracaso de la conjura en Roma, provocó la huida de no pocos de sus partidarios. En todo caso faltaba reducir a las tropas de Manlio y Catilina. El cónsul C. Antonio fue encargado de esta tarea. A fines de enero del año 62 el ejército del entonces ya procónsul C. Antonio les persiguió cuando trataban de retirarse y alcanzar las tierras más allá de los Alpes. El ejército de Catilina, que incialmente no llegaba a veinte mil hombres, y mal armados, se redujo con las defecciones a unos tres mil. El procónsul les dio alcance en Pistoia y cedió el mando a M. Petreio que aniquiló fácilmente a los rebeldes, aunque lucharon encarnizadamente. Catili-

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LA L U C H A POR EL PODER PERSONAL: POMPEYO

na pereció en la refriega; fue encontrado todavía con vida en la línea más avanzada y entre cadáveres de sus enemigos. Cicerón celebraría el éxito; pero el único hombre que salió engrandecido de la terrible lucha entre los extremistas, populares o aristócratas, fue César. Había constatado el temor de los aristócratas a una revolución y el deseo de todos los moderados, los mejores y más numerosos ciudadanos de Roma, a una justa solución del problema social en cuya vía estaba, por supuesto, eliminar el protagonismo y abusos de la aristocracia. Ciertamente el movi­ miento de Catilina se había mostrado como la auténtica expresión de un régimen y una moral decadentes, pero no como solución razonable de los problemas existentes.

4.

La v u e lta de P om peyo y los p re p ara tiv o s de César para el asalto al poder

Mientras tenían, lugar las peripecias de Catilina, en Roma se conoció la desaparición de Mitrídates y la inminente vuelta de Pompeyo con todo su prestigio y el poder de sus legiones. Esta circunstancia pesó fuertemente en la evolución de los acontecimientos y, por supuesto, había precipitado la intentona de Catilina. Pues muchos, entre ellos César, esperaban y aún deseaban que Pompeyo se perpetuase como imperator al frente de la República y restableciese el orden y la autoridad quebrantadas. Y en este sentido había actuado el tribuno Metello Nepote, sostenido por el prestigio de César, en la jornada del 3 de enero del 62, antes de que hubiera sido derrotado Catilina. Esta perspectiva de apoyo en amplios sectores de la nobleza, del orden ecuestre y de gran parte del partido popular en pro de una monarquía de Pompeyo, incluso había provocado el temor de su enemigo Crasso que se alejó de Roma dejando el camino expedito a César como auténtico jefe del partido popular. El propio Pompeyo conocía estos avatares de la política en Roma por su fiel amigo Metello Nepote. Sin embargo, no parece que por entonces el gran general tuviera una real tentación de convertirse en monarca. Por de pronto, para no levantar suspicacias, inicia su vuelta a Italia sin ninguna precipitación y se detuvo sin causa razonable en Amisos, Lesbos, Rhodas, Efeso y Atenas. En Efeso colmó de dones a sus tropas: 6.000 sestercios por soldado, 12.000 por centurión, 1 millón por tribuno, 5 millones a sus cuestores y a sus dieciocho legados de legión. Al Estado entregó 20.000 talentos; con ello sentaba el precedente de las grandiosas donaciones de César y de muchos emperadores. Mientras, mantenía este enorme ejército de veteranos a su entera disposición. Al comienzo del invernó del 62 desembarca en Brindis. Pero, entretanto, el aún fuerte partido aristocrático —que preveía una repetición de los actos de Sila con su ejército de Oriente— tomó sus precauciones y votó a Cicerón semejantes honores a los de Pompeyo; y, difiriendo su triunfo sobre Oriente, le puso en el dilema de licenciar sus tropas hasta el día de tal triunfo o, desobedeciendo las normas, llevar a Roma el ejército para anular el poder senatorial de los patres, según sugería amenazador Metello Nepote. Pompeyo optó por licenciar a sus tropas en Brindis. No sin cierto estupor y regocijo de César, pues, esperaba su oportunicad de demostrar sus dotes militares para completar aquel gran ascendiente que ya poseía sobre las masas populares de

C ESAR 'Y EL CONTRAPESO POPULAR A L PODER DE POMPEYO

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Roma: Pompeyo había perdido la oportunidad que le deseaba César, pero que en definitiva prefería para sí mismo. En efecto, César se haría designar propretor para Hispania ulterior jurante el año 60, tras superar hábilmente y como siempre, engrandecido, el aireado escándalo de la Domus pública, en que se viera envuelto por culpa de su mujer. Por su parte Pompeyo licenció a sus gentes sin que el Senado hubiera confirmado sus disposiciones en Oriente, ni hubiera consentido premiar a los veteranos con el reparto de tierras. Añádase que Pompeyo repudió a su esposa Mucia a quien acusaban de no pocos adulterios, entre otros con el irresistible César. Con ello, pues, al descrédito al que Pompeyo había llegado por circunstancias personales o por el temor de la nobilitas a sus poderes dictatoriales, se añadía el triunfo de sus adversarios y rivales políti­ cos. Contra el prestigio de Pompeyo estaba la no confirmación de su política en Oriente, lo que le acarreó la decepción de los caballeros, los veteranos y el pueblo; el prestigioso Catón se había negado a dar alguna de sus hijas en matrimonio para Pompeyo o para su hijo. Los familiares de Mucia le volvieron la espalda, pues, con el repudio aún más pública su deshonestidad; Crasso, su acendrado enemigo, podía volver a Roma sin temor al gran Pompeyo. Así ante el fracaso de los planes monárquicos para Pompeyo, César buscó su propia oportunidad. Durante el año 60 llevó a efecto en Hispania una fulgurante y lucrativa campaña contra los galaicos que le permitió volver rápidamente a Roma en plan de gran triunfador; en Hispania logró una poderosa clientela, entre ellos Balbo el Mayor, una milicia orgullosa de haber conquistado grandes riquezas y tierras lejanas y ricas, sin apenas pérdidas humanas gracias al genio militar y generosidad de César; el propio César volvería cargado de tesoros, que le permitían saldar sus grandes deudas y aún reservarse un fuerte remanente para sí y para el tesoro público. César añadía así el prestigio militar a su ya excelente imagen de político. César se presentó en Roma en julio del año 60, precedido de una fama impresionante, bien aireada por sus partidarios. Ante sí tenía entonóes la doble perspectiva de celebrar el triunfo, tal como acaban de hacerlo Cicerón y Pompeyo colmando sus vanidosos deseos, o renunciar al triunfo para poder entrar en Roma y participar en la campaña electoral en apoyo de su aspiración al consulado para el año 59. En efecto, la celebración del triunfo le habría obligado a permanecer fuera de Roma; prefirió optar al consulado. Así, cuando ya se aproximaba a la ciudad estableció contacto con Crasso y Pompeyo y les persuadió del interés que para ambos ofrecía la mejora de sus relaciones mutuas. En este mismo sentido hizo sugerencias a Cicerón, pero este no aceptó. Así pues, cumpliría César sus planes con Crasso, que unía el dinero a la aristocracia y era el jefe del partido popular; Pompeyo añadía el prestigio militar y el respaldo de un sólido núcleo de veteranos. A uno y otro les persuadió César para que depusieran sus viejos rencores. Por su parte aportaba César la auctoritas que le daba el Sumo Pontificado y su entronque, aceptado por la creencia generalizada entre los ciudadanos, de su vinculación a los divinos fundadores de Roma; era por lo demás, un auténtico conductor de masas y el verdadero ídolo del partido popular; se había añadido el prestigio como militar y organizador de Hispania, y todos admiraban el genio y la altura del programa político de César, pues, sin duda, era un hombre práctico en ideas y en realidades. César, pues, coordinó a estos hombres prestigiosos para asestar el golpe decisivo al envejecido sistema de la Repúbli­ ca: se convertiría en el alma de lo que se dio en llamar «Primer Triunvirato».

B IB LIO G R A FIA

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C a r c o p in o ,

CAPITULO

7

EL P R IM E R T R IU N V I R A T O Y LA M O N A R Q U I A DE CESAR (60-44 a. de C.)

Angel Montenegro

I.

EL P R IM E R T R IU N V IR A T O

En el acuerdo de julio del año 60 a. de C. entre Crasso, Pompeyo y César se conjugaba la influencia de tres de los hombres más prestigiosos del momen­ to en Roma. En él había actuado como principal coordinador el hispano Balbo el Mayor, amigo personal de Pompeyo, César y Cicerón. Quedaba voluntaria­ mente excluido del acuerdo Cicerón, aunque César intentó lograrlo; en rea­ lidad mantenía vínculos indisolubles con la aristocracia tradicional y aspi­ raba a perpetuar sus viejos y ya inservibles métodos. Mientras César tenía como meta primordial acabar con sus privilegios y proteger a la clase popular, especialmente a esa masa desposeída de romanos que con su sangre habían forjado la grandeza de Roma. Recibirían tierras de las que el Estado poseía cantidades ingentes en Italia y en las provincias sometidas. Ejecutor de tales proyectos —más concretamente el de asignar las tierras prometidas a los vetera­ nos de Pompeyo— sería César durante el desempeño del cargo de cónsul durante el año 59. Todo un programa revolucionario de actuación política y social surgiría, pues, del acuerdo del año 60. 1.

César, cónsul del año 59 a. de C.

Efectivamente, hubo acuerdo secreto y Cicerón no se percataría de ello hasta enero del año siguiente. En consecuencia, César aspiraría al consulado; Crasso tendría opción a nuevas posibilidades en la política y en los negocios; Pompeyo, cuyo prestigio se desdibujaba ante la oposición de los populares y el recelo de los optimates y se encontraba solo y aún olvidado a la vuelta de Oriente, se vería reinstalado en la política. El pacto implicaba el apoyo mutuo para la distribución de cargos y la realización de un programa político beneficioso y eficaz, pactando y discutido en cada momento. Tito Livio le califica de conspiración permanente. Así, en agosto del 60, César obtuvo el consulado con el apoyo velado de Crasso y Pompeyo y la sorpresa de todos, pues, estaba en el límite mismo de la edad requerida: cuarenta y un años. La sorpresa se convertiría en estupor cuando César, ya en el ejercicio de su consulado, fingiera guardar las apariencias de un poder tradicional para convertirse en realidad en un dictador en nombre y representación del acuerdo de los triunviros. Pues, de ahora en adelante y masivamente, los equites seguirán las consignas de Crasso y la masa del partido popular las de César, mientras los veteranos de Pompeyo apoyarán fielmente a su antiguo jefe. La confabulada actuación de César durante su consulado tendrá aires revolucionarios y autócratas por 139

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encima de todas las apariencias proclamadas de respeto a la tradición. Eso si, legislará y actuará en beneficio de la mayoría ciudadana y pondrá el máximo de cortapisas a los viejos privilegios y abusos de la nobilitas: el puebo verá claramente quiénes son sus amigos. En este sentido, según Suetonio, una de sus primeras medidas fue la de hacer públicas y dar gran difusión a las Actas del Senado y a las discusiones en todo tipo de asambleas. Una amplia tarea legislativa concretó su programa. Las provincias —Hispania era un buen ejemplo— pesaban cada vez más en la política general de Roma y necesitaban otro trato. En una de las primeras medidas de su consulado César trató de remediar viejos abusos de los gobernadores provinciales que antes el Senado toleraba en provecho de unos pocos, con gran irritación y escándalo de todos; como fueran los aireados casos de Yerres y Catilina. Se votó la lex Iulia de repetundis por la que se anulaba toda donación a los magistrados superior a los 10.000 sestercios; previamente, en una orden expuesta al público en Roma y en dos ciudades de la provincia, figuraría el montante de los impuestos; las víctimas de exacciones abusivas pueden entablar demanda judicial; los condenados por concusión pagarán el cuádruple de multa y podrán ser expulsados del Senado. La lex Iulia agraria implicaba aún mayor trascendencia e impulsaba al máximo la adhesión popular; en marzo del año 59 César introdujo la correspondiente rogatio que repetía la fracasada rogatio Servilia del año 62; pretendía la parcelación total del ager publicus de toda Italia, Sicilia, Hispa­ nia, Macedonia, Acaya, Cyrenaica y Africa; en esta primera lex Iulia agraria, de momento, se excluía de las asignaciones el ager Campanus, predio en el que la nobilitas poseía sus grandes y lucrativas asignaciones. Al mes siguiente una segunda ley agraria terminaría por abolir esta excepción del ager Campanus, Ahora César estaba dispuesto a llevar adelante el proyecto de reparto de tierras en beneficio de todos los antiguos soldados, mayormente veteranos de Pompeyo, y de toda la plebe urbana; los asignatarios no podían enajenar sus lotes correspondientes hasta después de transcurridos veinte años; serían efectuadas por una comisión de veinte miembros, entre los que figuraba Pompeyo y el cuñado de Cicerón, M. Attio. Ante esta revolucionaria propuesta de ley, el partido de la nobleza estaba dispuesto a boicotearla de nuevo o diferirla. Catón en su turno de explicación del voto negativo se decidió a hablar hasta el fin de la sesión; pero César le hizo encarcelar por obstrucción intolerable, mientras remitía el proyecto a plebiscito. De nuevo ante la asamblea del pueblo trataron de oponerse; entonces Catón fue expulsado de la tribuna cuando empezaba a hablar; y el otro cónsul, Bíbulo, que había sido elegido con el apoyo aristócrata y hacía causa con ellos e intentó vetar la ley, fue vejado y puesto en fuga por la violencia del pueblo; pues Pompeyo y Crasso habían lanzado todo el peso de sus partidarios en apoyo de la propuesta de César, que finalmente fue votada. Y César estaba dispuesto a todo con tal de hacer justicia al pueblo y beneficiar a los veteranos de Pompeyo. Aún Cesar tomó otras medidas que garantizaban su futuro político y el apoyo de Pompeyo y Crasso: en favor de los caballeros rebaja la tasa de las sociedades de los publícanos, confirma las disposiciones de Pompeyo en Oriente y con ello borra una antigua afrenta a sus gloriosas campañas, casa a su hija Julia con Pompeyo con lo que garantiza las buenas relaciones entre ambos y, sobre todo, se hace otorgar para cinco años el gobierno de las Galias e Iliria, en calidad de procónsul con cuatro legiones a sus órdenes y atribuciones para establecer colonias de ciudadanos. Completaría estas previ-

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siones haciendo que el impetuoso y falto de escrúpulos Clodio, de antigua gente patricia, fuera adoptado por un plebeyo, pues así podría optar aï tribunado en el año 58. Para este mismo año eran elegidos cónsules dos hombres de la plena confianza de los triunviros: Gabinio y Pisón. Efectiva­ mente, estos hombres de su confianza actuarían mientras César estaba en la Galia; se encargarían de alejar de Roma a los siempre peligrosos Cicerón y Catón. Este fue enviado a arreglar los asuntos deChipre, incorporada como provincia al Imperio. Cicerón sería condenado a instancias de Clodio por haber dado muerte sin juicio previo a ciudadanos romanos, algunos adictos a Catilina, durante su consulado; fue obligado a desterrarse y le fueron confiscados los bienes. Aún Clodio haría votar, como cabeza visible de César en Roma, otra serie de disposiciones del programa popular: distribución gratuita de trigo y reparto de los libertos entre las tribus rústicas con lo que favorecería el poder decisorio de la plebe urbana. Sin duda, César y los suyos eran omnipotentes; Pompeyo hubo de actuar en favor de Cicerón para ganarse la adhesión de este hombre influyente y con ello de un sector senatorial que le permitiera contrapesar el creciente poder de César; Cicerón volvería del destierro en agosto del 57, tan lleno de vanidad y pretensiones sobre su futuro político como ignorante de la realidad que se le escapaba por las intrigas de los triunviros. 2.

La co n qu ista de las G alias por César

Entre tanto, César, sin descuidar la marcha general de la política de Roma, cumplía en las Galias sus apetencias de gloria y dinero, al tiempo que incrementaba el poder de Roma y daba nuevas opciones de pingües negocios a comerciantes y recaudadores sobre tierras que se hallaban en la vecindad misma de Italia. La guerra de las Galias le va a confirmar como el político, administrador y estratega que ya se perfilara con su audacia en las campañas de la Gallaecia hispana. λ En la Galia, los dominios romanos hasta entonces —la Narbonense conquistada en el último cuarto del siglo n— se limitaban a territorios del sureste y buscaban ante todo garantizar la seguridad de Italia, frente a los celtas y la comodidad de comunicaciones con las ricas provincias hispanas. En el ideal senatorial de lograr un imperio mediterráneo estaba sobrepasar estos límites narbonenses. César cumpliría esta meta, pero implicando una más amplia concepción política en la que no cabía la conquista en base a una mera explotación económica del mundo, sino propiciando la progresiva incorpora­ ción de las gentes a todos los derechos y deberes ciudadanos, hasta lograr su plena participación en los destinos universales de Roma. César, en su De Bello Gallico —modelo de narrativa histórica, pero también, según ha demostrado R a m b a u d , modelo de interpretación partidis­ ta— nos hace ver que su intervención trata de contener las correrías de los helvecios, empujados a su vez por las poblaciones germanas de los confines del Rhin. Pero la opinión de los contemporáneos, compartida por T it o L iv io y D io n C a s s io , es que tales campañas responden verdaderamente a una iniciativa personal de conquista; iniciativa, ciertamente, que mereció el refrendo del Senado, con Cicerón a la cabeza, cuando en el año 57 otorgan a César las alabanzas y honores que tacañamente habían rehusado a Pompeyo. En opinión de H att las cam pañas de César se suceden en tres periodos bien definidos por sü intencionalidad: comienza con el ataque a los helvecios

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en el año 58 a. de C. para defender la periferia de los dominios narbonenses romanos; del 57 al 54 busca convertir la Galia en protectorado, tratando de convencer a los galos de que el sometimiento a Roma es la única manera de defenderse contra los germanos; una tercera etapa se define ante el fracaso del protectorado y la sublevación general del 54-52 y entonces César aplasta la resistencia general, sitúa estratégicamente sus legiones y reduce la Galia entera a provincia romana. El cumplimiento de estas etapas se realiza con la prudente audacia y rapidez que caracterizaron las intervenciones militares de César. En marzo del año 58, los helvecios, presionados por el rey suevo Ariovisto, hubieron de abandonar sus tierras de la actual Suiza y trataban de establecer­ se en el occidente galo junto a los santones. César les veda el paso por entre los allóbroges, alegando que estas gentes se integran en la provincia romana Narbonense. Pero, cuando cambian su ruta para dirigirse a su destino por la orilla derecha del Rhódano y se encuentran en territorio de los aeduos, so pretexto de que su rey Diviciaco les ha pedido ayuda, persigue y aplasta a los helvecios en la batalla de M ontmort y les obliga a volver a sus antiguas fronteras suizas. Hubo entonces una reacción general de los pueblos galos, pues, aunque no existía organización política unitaria, tenían conciencia de su hermandad étnica y era realidad la unidad de lengua y cultura; en una asamblea de todas las Galias, celebrada en Bibracte, recaban la intervención de César contra la amenaza de Ariovisto. En septiembre del 58 César le vence en Mühlhausen, le expulsa de Alsacia e instala sus cuarteles de invierno entre los secuanos, dejando allí como jefe a Labieno. Las campañas de los años 57 al 52 muestran que las intenciones de César eran más que crear un simple limes defensivo de la Narbonense e Italia. Ante una coalición de los pueblos de la Galia Bélgica, César se asegura la adhesión de los remos, aeduos, carnutos y lingones; luego ataca a los bellovacos, nervios y otros pueblos belgas, y en septiembre del 57 alcanza Namur, sometiendo toda la costa atlántica entre el Sena y el Rhin. Mientras, Crasso, hijo del triunviro, somete a los pueblos costeros entre el Sena y el Loira: venetos, unellos, curiosolites, osismianos, aulercios, etc. La fama de las empresas victoriosas de César es tal, que muchos pueblos germanos del otro lado del Rhin le ofrecen su sumisión y en Roma se le brindan honores y súplicas de gracias a los dioses. Esta merecida y bien orquestada fama de César en Roma despierta no pocas envidias y recelos entre sus adversarios. Tanto más cuanto que el prestigio de Pompeyo no goza de ascenso paralelo. Cicerón proseguía sus intrigas, con una parte del partido optimate senatorial, tratando de desarticu­ lar la entente de los omnipontes. César cree oportuno reforzar la posición de los triunviros y les convoca a una reunión en Luca, en abril del 56, a donde acuden también múltiples magistrados y exmagistrados de Roma, como Appio Claudio y Metello Nepote. Allí, de común acuerdo, proceden a un verdadero reparto del mundo y de los poderes en Roma: Pompeyo y Crasso serán cónsules para el año 55 y, luego, Crasso irá a Siria para someter a los parthos y alcanzar gloria igual a la de Pompeyo; a éste se le asignarán las provincias hispanas; César vería prorrogado su mando en la Galia llegado el momento oportuno, pues, deseaba someterla totalmente y aún medita campa­ ñas nuevas en Germania y Britannia. En efecto, durante el 56 César y Décimo Bruto reducen a los sublevados venetos y deshacen sus navios en Morbihan. Mientras P. Crasso penetra en las tierras de los aquitanos. Durante el 55 pasa el Rhin y efectúa una breve

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F ig .

20.

Los pueblos de la Galia en tiempo de César,

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expedición a Germania para inmediatamente hacer una campaña de reconoci­ miento sobre las tierras meridionales de la Gran Bretaña; no son más que el comienzo de sus planes. Establece sus campamentos de invierno entre los belgas, previendo nuevas empresas y también en razón a que no pocas tribus de aquella zona, como los carnutos, comenzaban a inquietarse. Todo parecía indicar que el sistema de protectorado iba a fracasar ante la resistencia cada vez más generalizada de los galos; y que aquellos triunfos proclamados por César y que habían merecido el reconocimiento oficial del Senado no iban a ser duraderos. Así ocurrió que César, al comienzo del 54, para aniquilar el refugio celta que entendía se encontraba en las islas del océano, inicia una nueva campaña a Britannia, como consecuencia de la cual se le sometieron algunos pueblos del sur de la isla. Pero cuando volvió al continente en el otoño del 54 se encontró con graves sublevaciones de varios pueblos y con que los eburones le habían destruidos 15 cohortes. César tuvo que restablecer penosamente la situación y seguir combatiendo durante el invierno del 54-53. Además, la pacificación que impone a los pueblos galos se basa en el terror, lo que estaba muy lejos de los propósitos iniciales del general. Hubo de reclutar tres nuevas legiones. Tuvo que proceder a reprimir una nueva coalición de nervios, senones, menapios y treviros y pasó de nuevo el Rhin para castigar a los suevos. En el invierno del 53-52 sitúa cinco legiones en Agedincum, dos en territorio lingón y dos entre los treviros. La pérdida de la libertad y las cargas e impuestos venían irritando a los galos. En el año 52 se produce la gran rebelión general de la Galia que, unida, lucha por su independencia. Ante la noticia de que César es retenido en Italia por dificultades políticas —han muerto Clodio, Julia y Crasso que suponían el equilibrio de los triunviros— se despierta el espíritu de colaboración en contra del conquistador romano. Vercingetorix había asumido el mando supremo en una asamblea de las ciudades; y trata de impedir los movimientos de César cortándole los abastecimientos. Este reacciona en gran estratega y toma sucesivamente Agedincum (Sens), Genabum (Orleans) y Avaricum (Bourges). Luego decide dividir su ejército: cuatro legiones van con Labieno a combatir en el valle del Sena a los parisii y senones, con lo que impide la conjunción de las fuerzas galas del norte con las del sur; mientras él trata de ocupar el país de los arvernos y su bien fortificada capital. Aquí sufrió César su más resonante revés y grandes pérdidas, ante Vercingetorix, con lo que se elevó la moral de casi todos los pueblos galos. Incluso los hasta ahora fieles aeduos abandonaron la causa de Roma. Sólo el genio de César salvó la situación batiéndose en retirada hacia el norte para reunirse con Labieno. Entonces, en el verano del 52, después de reunir un fuerte contingente de caballeros germanos, emprende marcha hacia el mediodía con sus diez legiones. Trata astutamente de atraer a Vercingetorix que le persigue con su caballería y en la llanura de Dijón se enfrentan ambos cuerpos de a caballo. La ventaja es de César que obliga a Vercingetorix a encerrarse en Alesia. Era lo que deseaba el romano, pues, sus tropas cuentan en este campo de la estrategia con mayores experiencias y preparación. César realiza enormes trabajos para cerrar el cerco de. la ciudad, mientras construye también un segundo recinto que le proteja del grueso del ejército galo que se estaba concentrando en número de 8.000 caballeros y 200.000 infantes y cuyos ataques presume que no se harían esperar. Hay, en efecto, ataques simultá­ neos de las fuerzas de Vercingetorix encerradas en Alesia, que estaban muy escasas de víveres, y de las tropas de socorro. Pero éstas no sólo no consiguie­

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ron romper las defensas romanas, sino que sufren tales pérdidas que se dispersaron amedrentados. Vercingetorix hubo de rendirse en septiembre del 52; fue aherrojado y sus seguidores entregados como esclavos a los romanos. El resto del año 52 y el 51 César lo ocupó en pequeñas tareas pacificadoras y de organización de las inmensas tierras sometidas. El trato en general benigno y las medidas precautorias eliminaron toda posibilidad de nuevo levantamiento para el futuro. Y el prestigio de César como general se situaba muy por encima de cualquier otro romano, incluido Pompeyo. La lucha, en efecto, había costado a la Galia 100.000 muertos y otros tantos prisioneros, según cuenta Plutarco. El botín logrado enriqueció sobremanera a César y a sus colaboradores; los soldados también habían logrado pingüe botín y donativos de su general. En lo sucesivo la Galia se convertiría en provincia romana, aunque la tarea de organización administra­ tiva se completaría bajo el gran administrador Augusto. La contribución global que César impuso a los galos fue de 40 millones de sestercios. No era excesiva, dada su extensión. Además, practicó una inteligente reestructuración administrativa de las tierras que incluía una masiva incorporación de nobles galos a esta administración e incluso la promoción de los más influyentes que le eran fieles a cargos públicos y honores senatoriales. Por lo demás, constituyó numerosos cuerpos militares integrados exclusivamente por galos y que funcionaban como unidades especiales con sus propios cuadros de mando, armas y vestidos; serían el precedente de las alae y cohortes a las que Augusto dio carácter y organización definitiva con vigencia durante cinco siglos del Imperio Romano. Todos estos servidores políticos y militares de César se le vincularon personalmente en la condición de clientes; le serían totalmente fieles y adictos y César les otorgaría la ciudadanía romana y en su caso tierras. La antigua provincia romana Narbonense recibiría múltiples deducciones de veteranos de entre todas las legiones que habían combatido en las Galias; recibieron tierras en las nuevas colonias, como Narbona, Baeterra, Forum Iulii, Vienna. Sólo una colonia fue fundada fuera de la Galia Narbonense, en Lugdunum (Lyon), sobre territorio de los helvecios.

3.

El d is ta n c ia m ie n to e n tre César y Pom peyo: m u e rte de J u lia , desastre de Crasso y asesin ato de C lodio

El feliz término de la guerra de la Galiallegaba en un momento oportuno para César, ya que la marcha de la política en Roma venía tomando un cariz para él nada favorable, bajo las intrigas de los oligarcas y su entendimiento cada vez más estrecho con Pompeyo. Cicerón situándose a sí mismo en gran político y reagrupando a los optimates buscó darles un jefe de prestigio y trataba de acercarle al Senado; fraguó para Pompeyo el ideal del princeps, aunque Pompeyo no terminó de asimilar este ideal político. Frente a ellos César contaba con el apoyo del consolidado partido popular, con un gran prestigio en Italia y, sobre todo, con el sólido ejército de la Galia, incondicio­ nal y presto a caer sobre Italia o Hispania, donde y cuando fuera precisa su actuación. El propio César había acumulado ingentes cantidades de dinero que le independizaban de todas las mediatizaciones senatoriales. En Luca (año 56), el entendimiento reiterando a César la Galia, a Crasso Oriente, y a Pompeyo Hispania, había sido perfecto y satisfactorio para los

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F ig . 21.

La Galia de las campañas de César y Augusto.

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triunviros. Pero, después de esta fecha se habían sucedido hechos y actuacio­ nes que habían deteriorado la situación. Después del consulado conjunto de Crasso y Pompeyo en el año 55, Crasso había partido para Oriente con más ambición de gloria militar que capacidad para tan difícil empresa. Se trasladó a Siria y, como quería a toda costa enriquecerse y emular la gloria militar de sus colegas triunviros, inició la guerra en el año 54, sin que para ello hubiera razón justificada, ni previa ruptura de los pactos de Pompeyo. Al principio los parthos fueron sorprendi­ dos por lo inesperado del ataque; Crasso pasó el Eufrates y las colonias griegas allí asentadas después de Alejandro recibieron con alegría su presen­ cia. Dejó una guarnición de 7.000 hombres y volvió a Siria; aquí procedió a la confiscación de tesoros de diversos templos, incluido el judío de Jerusalem. Pero esta prematura retirada permito a los parthos organizarse adecuadamen­ te. Así, cuando en la primavera del año 53 vuelve a repasar el Eufrates por Zeugma con no más de 40.000 hombres, penetrando en el penoso desierto en lugar de descender por el Eufrates, fue atacado a unos 30 km al sur de Carrhae por un ejército imponente que aterrorizó al ejército romano, teniendo que apretar sus filas a la defensiva. En vano luchó y murió heroicamente P. Crasso, hijo del triunviro, al frente de 1.000 escogidos caballeros. Los romanos supervivientes se retiraron a resguardarse, momentáneamen­ te, en Carrhae; luego, Crasso trató de seguir la retirada y cuando, ante el temor de un general exterminio, acudió a negociar con los parthos fue asesinado junto con su escolta. Poco después todo el ejército fue exterminado, salvo un escuadrón de 500 equites, que conducidos por Cassio Longino repasó el Eufrates por Zeugma; 10.000 romanos prisioneros fueron enviados a la región de Merv. Afortunadamente para Roma el desastre no se extendió a Siria, a la que el partho Orodes atacó tardíamente, cuando Cassio había organizado la defensa. Por otra parte, Pompeyo no se incorporó al gobierno de las provincias hispanas, sino que se contentó con enviar allí a sus legados. Prefirió quedarse en Roma; ello fue bien visto por César al principio, pues convenía que alguno del Trinvirato vigilase la marcha de los asuntos políticos. Pero luego no dejó de preocuparle. Efectivamente, la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, en septiembre del 54, había anulado una de las mejores garantías de entendimiento, pues ambos amaban entrañablemente a la virtuosa Julia. Ahora, la desaparición de Crasso eliminaba otro fuerte contrapeso entre estas dos grandes personalidades. Y cuando César deseoso de tener las manos libres en la Galia propuso a Pompeyo un nuevo pacto de familia, ofreciéndole el matrimonio con su nieta Octavia al mismo tiempo que el propio César casaría con una hija de Pompeyo, no prestó oídos a tal sugerencia; aunque, a decir verdad, tampoco obstaculizó su empresa en la Galia. Por su parte César se sentía confiado con la actuación en Roma de su hombre de confianza, Clodio. Así transcurrió el año 53 sin mayores fricciones en este dualismo político en Roma. Pero el apoyo y garantía que César encontraba en Roma con Clodio iba a desaparecer también por enfrentamien­ tos personales entre éste y Milón; se agudizaron durante el año 53 y acabarían con el asesinato de Clodio a manos de las bandas de Milón en enero del año 52. La verdad es que Pompeyo no había hecho nada por evitar el caos que aquellos grupos rivales habían sembrado en Roma; y César estaba demasiado preocupado por sofocar la última rebelión general de la Galia, con lo que no pudo desplegar su clásica habilidad mediadora y evitar una situación para él desfavorable.

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4.

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H acia la g u e rra c iv il

En definitiva, las muertes de Crasso, Julia y Clodio significaron un rudo golpe al equilibrio entre los poderes de César y Pompeyo. Mientras las intrigas de Cicerón en Roma habían quebrantado su prestigio e influencia. Por suerte para César, guardaba en sus manos las solidad legiones galas. Luego de la muerte de Clodio, los acontecimientos se precipitaron, pues Pompeyo se dejó apoyar abiertamente por el partido senatorial, que creía ver en él el último asidero de la tradición republicana. Para el 52 fue nombrado cónsul sin colega, lo que le convertiría en auténtico dictador; restableció la paz y, queriendo cubrir las apariencias, condenó a Milón, que optó por desterrarse a Marsella. Durante su mandato en solitario Pompeyo mantenía el poder proconsular de Hispania y lo hizo prolongar por otros cinco años. Al mismo tiempo, en Roma, con el beneplácito de Pompeyo, trataban de poner término al poder de César. Durante el 51 el cónsul M. Claudio Marcelo, enemigo de César, le fustigaba por diversos modos, trataba de darle un sucesor en la Galia y aún el Senado por medio de Pompeyo reclamaba a César una legión que éste le había prestado. Durante el año 50 asistimos a una clara hostilidad entre César y el Senado hacia cuyo bando se ha inclinado ya decididamente Pompeyo. César deseaba ser cónsul para el año 48 y conservar hasta entonces el mando proconsular y el ejército de la Galia que legalmente debía abandonar el 1 de marzo del 49; lógicamente no quería pasar diez meses sin ejército ni cargo de cónsul frente a su rival Pompeyo que detentaba el poder proconsular de Hispania con siete legiones en manos de sus legados. Por otra parte, el Senado exigía de César que optase personalmente al consulado según era norma general y no presentando su candidatura ausente de Roma. Hubo largas deliberaciones sin llegar a un acuerdo. En septiembre del 50 César ofreció renunciar a su provincia siempre que Pompeyo hicera otro tanto con Hispania. Accedió el Senado de momento, pero pronto volvió de su decisión porque conocían la gran devoción que el pueblo de Italia y de Roma tenía por César y que se adueñaría fácilmente de la situación. Aún más, decidió que César debía renunciar a sus poderes el 1 de marzo del 49 al tiempo que aceptó que Pompeyo mantuviera los suyos. Incluso, el cónsul Marcelo propuso que se entregaran a Pompeyo dos legiones que se preparaban para la guerra de Oriente; y sólo el veto del tribuno Curión, antiguo amigo de Clodio y fiel servidor de César impidió que se llevase a efecto; entonces Marcelo ordenó a Pompeyo que procediese a una leva de tropas contra César y el alistamiento comenzó en diciembre del año 50: en Roma se respiraba aire de guerra civil y de un momento a otro se esperaba el ataque de César, que en estos momentos se había desplazado a Rávena, el límite de su provincia Cisalpina, con parte de sus tropas. Aún el primero de enero del 49, César, en un nuevo intento de entenderse con Pompeyo, volvió a ofrecer por carta la renuncia mutua y simultánea al mando proconsular, pero la nobilitas impidió el acuerdo. Ante la descarada hostilidad de Pompeyo y el Senado con respecto a César —fue declarado enemigo público— hacia el 11 de enero ordenó a sus tropas pasar el río Rubicón, que señalaba el límite entre su provincia e Italia: el reto de la guerra civil había sido aceptado por César, quien no la había deseado, pero tampoco la temía, pues se sabía dueño de un ejército muy preparado y con la adhesión de la plebe de Roma e Italia.

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II.

1.

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Los episodios de la g uerra civil

Italia. Las legiones iban a dilucidar la prioridad entre aquellos dos prestigiosos generales Pompeyo y César. Este, ayudado por Cassio y Antonio, penetró en Italia al frente de la legión XIII y un escogido cuerpo auxiliar galo. Su primera previsión fue ocupar las ciudades italianas al norte de Roma, al objeto de no verse aislado del grueso de su ejército en la Galia y que en parte se movió hacia Roma. Así ocupó rápidamente Ariminium, Pisaurum, Fanum, Ancona, Arretium, Pisa y Luna. Ante la proximidad de César decidieron huir de Roma sus enemigos: Pompeyo, los cónsules C. Marcelo y Léntulo, que le eran también hostiles y la mayoría de los senadores. En su precipitada huida dejaron la mayor parte del tesoro que guardaba el Senado; buscaban refugio en el sur donde se habían reclutado las dos legiones. Pero estaban mal preparadas, y por ello Pompeyo se limitó a reunir las fuerzas disponibles y se retiró a Brindis, desde donde se embarcó para Grecia ante el asedio a que César sometió a la ciudad. El fuerte apoyo que Pompeyo tenía en Oriente e Hispania harían prolongar cinco años la lucha por el poder. César no persiguió a Pompeyo, aún a riesgo de que allí consiguiera reclutar un fuerte ejército, porque quería completar previamente su dominio en Occidente, pues en Hispania los pompeyanos disponían de siete legiones a las órdenes de sus legados Afranio, Petreyo y Varrón. De paso por Roma se apoderó del tesoro estatal e inició una política de generosidad rehuyendo tomar cualquier represalia sobre sus enemigos: liberó a los prisioneros que había hecho en el norte de Italia. Pronto empezaron a regresar a Roma muchos de los que habían huido y, entre ellos, algunos senadores. Al propio tiempo ordenó traer trigo de las islas y para garantizar el sucesivo abastecimiento procedió a la ocupación de Sicilia y Cerdeña; con este mismo fin destacó a Africa a Curión, pero fracasó ante Juba I que se proclamó por los pompeyanos. Hispania. Ilerda. De camino hacia Hispania, donde Pompeyo disponía de siete legiones, se detuvo en Marsella que se proclamó adicta al Senado y a Pompeyo. Pero, no queriendo detenerse demasiado tiempo dejó tres legiones sitiando la ciudad, mientras él acudía en ayuda de su legado C. Fabio que se enfrentaba en Ilerda a cinco legiones al mando de los pompeyanos Afranio y Petreyo. Después de unos días difíciles, a primeros de agosto del 49 César consiguió hacer prisionero a todo el ejército enemigo sin necesidad de combatir. Luego, emprendiendo una rápida marcha con sólo 600 caballeros, obtuvo la rendición de las otras dos legiones que a las órdenes de Terencio Varrón guardaban la Bética: se limitó a disolver casi todas estas unidades pompeyanas sin tomar la menor represalia. Por doquier muchos pueblos y ciudades hispanas le prestaron su adhesión recordando aquel excelente administrador que se mostrara siendo cuestor de la Bética. De vuelta a Roma recibió la rendición de Marsella y la noticia de que su legado en Roma, Lépido, le había proclamado dictador. Salvo Africa, todo el Occidente estaba ya con César. Farsalia. En noviembre del 49 César estaba en Roma. Allí entre otras medidas se hace elegir cónsul para el año 48. De ahora en adelante él será el Imperator y defensor de la legalidad frente a Pompeyo, que pasará a la condición de rebelde y enemigo del pueblo romano. Pero César debía emprender pronto la

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ofensiva para impedir que siguera creciendo el ejército de Pompeyo en Grecia. Tanto más que allí contaba con grandes apoyos de amigos y clientes el vencedor de Mitrídates. El ejército allí reclutado era, en efecto, muy poderoso y superior numéricamente al de Césàr. A las cinco legiones que había llevado de Italia Pompeyo añadía la legión Gemella que había extraído de las tropas de Cilicia, otra compuesta de veteranos de Creta y Macedonia, y dos legiones que el cónsul Léntulo reclutó en la provincia de Asia; un total de nueve legiones a las que se sumaban grupos voluntarios llevados por Afranio de Hispania, quince cohortes llevadas de la islailiria de Curicta, 1.200 honderos, 3.000 arqueros y 7.000 de caballería. Sin embargo, el hecho de que el aprovisionamiento de tales masas hubiera de hacerse sobre el terreno y de que prodecieran a requisar hasta medio millar de navios a los puertos de Oriente facilitó la adhesión de no pocas ciudades a la causa de César, quien, además, después del nombramiento como cónsul, representaba la legalidad. Pompeyo situó su ejército y parte de su escuadra en torno a Dyrrachium (Durazzo). César, con audacia y habilidad inigualable, pues la escuadra enemiga dominaba el Adriático, embarcó en Brindis siete legiones en dirección al Epiro y por sorpresa se adueñó de las ciudades de Palaeste, Oricum, Appollonia y Amantia; poco después se le une Marco Antonio con otras cinco legiones y consiguen encerrar a Pompeyo en Dyrrachium. César le persigue cuando logra burlar el cerco y se enfrentan en Farsalia (Tesalia). En el enfrentamiento que tuvo lugar el 9 de agosto del 48, César consiguió destruir la sólida caballería pompeyana que pretendía envolverle con su ataque; luego fue más fácil cargar con sus legiones mucho más aguerridas y preparadas que las pompeyanas. Al medio día los cesarianos habían dado buena cuenta de sus enemigos y atacaban el campamento de Pompeyo, que, indeciso como

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siempre, terminó por buscar el camino de Egipto. César con su generosidad habitual —habían perecido 15.000 pompeyanos y 24.000 habían caído prisione­ ros, mientras entre las tropas cesarianas apenas se habían producido pérdidas— admitió en sus filas a los soldados que lo desearan y dejó libres a los senadores y caballeros. En Egipto, Pompeyo buscó refugio junto a Ptolomeo que le debía el trono. César fue tras él recorriendo Asia, donde pueblos y ciudades se apresuraban a ofrecerle sumisión y ayuda. Con una pequeña flota que le facilitaron los rodios alcanzó las costas egipcias y comprobó que en Pelusio habían dado muerte a Pompeyo algunos esbirros del rey egipcio, que pretendían ganarse el favor de César. Este, que soñaba aún entenderse con Pompeyo, lloró sobre su cadáver, pues, el crimen no tuvo cabida en su política habitual. La derrota y muerte de Pompeyo dejó a César dueño de todo Oriente, cuyas ciudades se apresuraban a mostrarle su adhesión. No ocurrió lo mismo en Egipto, donde César hubo de tomar partido en la lucha dinástica que enfrentaba a Ptolomeo XII con su hermana la ambiciosa Cleopatra, a la sazón desterrada en Siria. César, que deseaba reforzar la autoridad de Roma sobre Egipto, comenzó por exigir grandes tributos. Luego tomó partido por Cleopatra, terminando de exasperar a la corte de Ptolomeo. Fue asediado junto con Cleopatra en el palacio real y pasó grandes apuros de los que se salvó momentáneamente haciendo incendiar la flota e instalaciones del puerto ; también sucumbiría entonces la famosa biblioteca de Alejandría. Lue­ go, a principios del año 47, recibió los esperados refuerzos e inmediatamente dio batalla a los sitiadores que fueron materialmente barridos. Pereció en ella Ptolomeo y César estableció en el trono a Cleopatra, su amante, a la que hizo casar con otro hermano más joven, con el nombre de Ptolomeo XIII. Aún siguió César en Egipto algún tiempo, unido a Cleopatra, quizá abrigando secretamente la idea de que un futuro matrimonio con esta heredera de Alejandro Magno legitimara sus aspiraciones a verse coronado rey de la nación egipcia y de todos los pueblos de Oriente a los que aspiraba a ver integrados en un nuevo Estado Universal, heredero del Imperio de Alejandro. No interrumpiría su bello sueño y vida placentera hasta julio del 47 para realizar una fulgurante campaña contra Farnaces, sucesor de Mitrídates, al que venció en la batalla de Zela y le obligó a retirarse de las tierras que había usurpado en el Ponto. Luego, emprendió camino de Roma, donde reclamaban su presencia; tanto más que las últimas fuerzas republicanas, reagrupadas en Africa, amenazaban convertirse en serio peligro para Roma. Africa. César hizo su entrada en Roma en septiembre del 47. Su primera medida fue la de restituir la disciplina entre sus tropas que exigían los repartos prometidos. Con su clásica habilidad mantuvo una adhesión incondicional, con la promesa de que les repartiría tierras. Entonces dispuso su campaña en Africa, donde se habían reunido un importante ejército republicano y un grupo de senadores, ayudados por el rey Juba I. Por suerte para César, remaba entre los republicanos la más completa indecisión, pues, desaparecido Pompeyo, no había hombre capaz de asumir el mando y organizar la lucha. Rehusaron Catón y Cicerón. Este decidió volver a Italia y solicitar el perdón de César. Al fin, el mando recayó en Metelo Escipión, el último cónsul legal, cuyo cargo^ venía siendo automáticamente renovada en ausencia de Roma. César se decidió a dar batalla a este último rescoldo de oposición que no terminaba de desintegrarse y que había, incluso, acrecido su moral, después de que hubieran logrado vencer y dar muerte a Curión, enviado por César, en agosto del 47. En diciembre, César desembarcaba en Africa su experimentado ejército y, a comienzos del año 46, sin

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apenas pérdidas en su tropa, aniquiló en Thapso a las tropas de Metelo Escipión y Juba. Los soldados de César persiguieron con ahínco a los vencidos. Catón y Juba se suicidaron y sólo algunos senadores y un cuerpo de ejército, gracias a la protección de la noche y conducidos por Sexto Pompeyo, sobrevivieron y embarcaron en Utica, camino de Hispania. Entonces Numidia fue proclamada provincia. De vuelta a Roma, César reformaría el calendario —calendario Juliano— y en ese año 46 celebró su cuádruple triunfo sobre Galia, Egipto, Ponto y Numidia. Munda ( Hispania). En la Bética diversas circunstancias habían contribuido a reactivar la oposición a César: la dudosa fidelidad de las dos legiones del ejér­ cito Pompeyano de Varrón que había heredado su legado Cassio; la pésima administración de éste y de su sucesor Trebonio, que habían provocado con sus exacciones la animosidad de los nobles hispanorromanos en las ricas ciudades de la Bética; en fin, la presencia de los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, cuyos partidarios y clientes eran numerosos. Así pudieron levantar un poderoso ejército de unos 70.000 hombres que, aunque inconsistente, indisciplinado y sin moral de victoria ni cuadros de mando preparados, se hizo fuerte en algunas ciudades bien fortificadas, como Corduba. Los partidarios de César y su ejército reclamaban, pues, su pronta presencia. Efectivamente, no pocas ciudades béticas sufrían una angustiosa presión de los pompeyanos. A fines del 46, César decide acabar con este último rescoldo de la resistencia y en una fulgurante marcha llega de Roma a Obulco en veinte jornadas con 40.000 hombres; su ejército, aunque inferior en número, estaba bien preparado y, sobre todo, tenía una gran moral después de tantas batallas genialmente concebidas por César. Atrajo a Munda (Montiel), lejos de las murallas de Córdoba, a los inexpertos hijos de Pompeyo y allí, en marzo del 45, exterminó a 30.000 hombres de su ejército. Tomó luego al asalto las ciudades de Munda, Urso, Hispalis y Corduba, donde los soldados de César hicieron crueles matanzas y saqueos, rabiosos ya de semejante resistencia pompeyana. Pero, aún cuando Cneo Pompeyo fue muerto poco después, su hermano Sexto logró sobrevivir y alentaría durante algunos años en Occidente la resistencia a César y luego a los hombres del Segundo Triunvirato, apoyado, sobre todo, en su poderosa escuadra. César, sin embargo, confiaba haber acabado con sus enemigos. Así, en septiembre del 45 se hallaba de nuevo en Roma, donde celebraría su quinto triunfo; esta vez, significativamente, en calidad de vencedor de hombres romanos. Antes no había querido celebrar sus triunfos de Farsalia y Thapso, donde venciera a Pompeyo o Catón, porque les estimaba portadores de algún tipo de magistratura legal. Pero los hijos de Pompeyo no habían sido investidos de mando alguno, ni siquiera sus tropas estaban integradas más que por rebeldes, esclavos y gentes sin la ciudadanía romana. Además, en Munda, según la versión cesariana, era la subsistencia misma del Estado romano lo que se había defendido; no la prioridad de un magistrado dentro de ese Estado. 2.

Las inn ovacio nes de César: su ideario p o lític o y sus poderes m onárquicos

César llevará a cabo una labor revolucionaria sobre las instituciones republicanas, no tanto suprimiéndolas cuanto poniéndolas a su servicio y bajo su autoridad: unas veces detentando los cargos personalmente, otras asignándo­

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los a personas de su confianza y siempre ejerciendo un control directo en los de máxima responsabilidad. a) El ideario político. Es evidente que la actuación monárquica de César viene determinada por un ideario político, por un programa que hizo realidad en los breves descansos que le dejaron los azares de la guerra civil. Lo realizó con esa prudente audacia política que presidió su actuación. Por supuesto, el propio César se situó por encima del princeps ciceroniano que la aristocracia, como mal menor, pretendía que fuese ostentado por Pompeyo. Y siempre fue decidido adversario del Senado, al que atacó y cercenó sus poderes en cuantas ocasiones se le presentaron. César, más sinceramente debido a las clases populares es más dictador o rey, y en modo alguno mandatario de la oligarquía. Es un convencido de la necesidad de una monarquía para Roma, que César, primeramente, deseó para Pompeyo y que, ante la indecisión de éste, buscó luego para sí. Entonces se apoyó en la auctoritas que le dieron sus victorias militares, en su poder sacrosanto de pontifex maximus, en su mandato tribunicio y en la ascendencia divina de la gens Iulia que para su familia proclama César por doquier; porque entiende que esta monarquía es necesaria para restablecer la justicia frente a los abusos de la nobilitas, para una mejor gestión de los asuntos de Estado y, sobre todo, para la eficacia de los ejércitos y la administración de las provincias. César entiende, contra la tradicional oposición de las clases senatorial y aristocrática, que la participación popular debe ser amplia y que la clase de los cives romani debe ampliarse al máximo no sólo en Italia, sino en ¡as provincias. Hasta lograr una integración total de los súbditos del Imperio en una auténtica comunidad universal. Así pues, poder monárquico de origen divino y amplia base popular serán ideales del cesarismo en el camino de un Imperio universal y eterno. Será el ideal proclamado por V irgilio en la Egloga IV y especialmente desarrollado en la Eneida; para V irgilio en la Roma primitiva —con su mezcla de troyanos, griegos, latinos y gentes de Oriente y Occidente— ya se preconiza la Roma imperial, en cuyas tareas participan todos los pueblos. Este Imperio, nacido según el poeta del providente destino de los dioses, será universal y eterno bajo el cetro de la divina raza de los emperadores de la estirpe del divino César, descendientes de Venus y Aeneas; ellos, la gens lula, recibirán culto entre los dioses, que les será tributado por todos los pueblos, augurando el Culto Imperial que se extenderá en todas las provincias como principio sustentador básico de la auctoritas imperial; tal como se iniciará y se hará realidad ya desde Augusto. Una serie de medidas concretas traducen el programa político de César consecuente con este ideario político. b) Sus poderes monárquicos. Los poderes de César se apoyaban en la solidez de un ejército incondicional; en el respaldo de la clase popular a la que electrizaba con su elocuencia y a la que favoreció con una serie de disposiciones legales; en la fidelidad de los miles de veteranos que recibieron asentamientos con reparto de tierras en Italia o en las provincias; en el inmenso caudal de riquezas que logró acaparar y con el que era capaz de financiar proyectos o vencer mayores resistencias; finalmente, en los poderes constitucionales que concentró en sus manos o en las de sus más adictos. En su calidad de Dictador desde el año 49, disponía del ejército y tomaba decisiones de guerra o paz sin previa consulta al «Senado» o al «Pueblo». Además, recibió el título de Imperator perpetuo, pues, desde la constitución del Primer Triunvirato nunca César consintió ser despojado de alguna magistratura superior que llevase inherente el imperium y del mando efectivo de un ejército. En 46 fue autorizado a llevar pemanentemente el manto perpetuo y la corona de

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laurel como «triunfador»; en las monedas del 49 y 44 figura la leyenda Caesar lmp. Un hombre de su confianza, Marco Antonio, con el título de magister equitum manda un cuerpo de ejército sólido estacionado en Italia; en ausencia de César, Marco Antonio administraba Roma e Italia. El Dictador, que maquina­ ba nuevas empresas de conquista en Oriente, concentró 16 legiones y 10.000 jinetes en Apollonia con los que atacaría primero a los dacios y luego a los parthos, al decir de P lutarco y Su eto nio . En total disponía, en el año 44, de 39 legiones bien entrenadas, pues se añadían: cuatro, en Hispania; cinco, en las Galias; una, en Cerdeña; dos, en la Cisalpina; cuatro, en Egipto; cuatro, en Iliria, y tres, en Africa. El Senado incrementó su número de 300 a 900 y, suprimida la censura desde el año 50, César los designó libremente en su condición de praefectus morum desde el 46 y en virtud de la lex Cassia del año 45 que le autorizaba a recomponer los cuadros del patriciado. Escogió para el Senado a oficiales del ejército, banqueros, industriales, notables galos e hispanos (Titio, Decidio Saxa, Balbo el Joven) y aún libertos (Ventidio, Basso). Perdió sus atribuciones financieras y administrativas de las provincias y el control de las emisiones monetarias que pasaron a César, quien, además, nombraba personalmente a los gobernadores provinciales. El Senado quedaba como mero órgano consultivo. Defensor de la soberanía del pueblo, César, respeta, al menos en apariencia, sus poderes. Incluso inició la construcción de un recinto suntuoso para los comicios tributos y se hizo investir tribuno de por vida, tras las expediciones de Oriente del año 47; el tribunado del pueblo le otorga el título de sacrosanctus a la vez que le hace inviolable y le confiere la iniciativa de la convocatoria, la proposición de leyes y dirección de las sesiones de los comicios. Análogamente fueron domesticados los comicios centuriados; desde el año 49 en que fue nombrado Dictador, presidía las elecciones para magistrados, que se hacían partiendo de las candidaturas presentadas por César; en su ausencia no elegieron cónsules, pretores ni cuestores. Y solamente en estos casos se designaban los cargos plebeyos. Es así que en 47 no hubo cónsules, pretores o cuestores designados, y solamente se procedió a su designación para el año 46 en la reunión presidida por César a finales del 47, en razón a que el Dictador estaba fuera de Roma. Por lo demás, un plebiscito del 45, después de Munda, le facultó para designar a todos los magistrados.Él mismo deseaba ejercer el consulado de modo casi permanente y sin colega: Dictador en 49, cónsul en el 48, de nuevo dictador por un año en el 47, dictador y cónsul por diez años en el 46; en las monedas del año 44 aparece la efigie de César con el título de Dictator perpetuus. César aumentó el número de casi todas las restantes magistraturas: de ocho pretores se pasó a diez en el año 46 y a 16 en el año siguiente; los ediles serían seis en vez de los cuatro anteriores; duplica de 20 a 40 los cuestores. Además, en las designaciones de César para estos cargos olvidó con frecuencia la tradicional escala del cursus honorum. Por supuesto, nadie accederá a estos cargos sin el beneplácito y aún la insinuación de César; ello dará paso al derecho de recomendatio para la mitad de los candidatos, que se institucionalizaría a partir de Octavio Augusto, según consta en la Tabula Hebana redactada hacia el año 19 d. de C. bajo Tiberio, y que refunde una ley augústea del año 5 d. de C. De este modo César acaparó de hecho y de derecho todas las principales prerrogativas, autoridad y mando efectivo y directo délos poderes vigentes en la Roma republicana y que heredarán sus sucesores del periodo imperial de Roma; así se hizo titular con los nombres familiares ennoblecidos por la tradición legendaria Imperator Caius Iulius Caesar a los que añade el de Pontifex Maximus, en su calidad de sacerdote supremo, y asumió el título honorífico de Pater Patriae. Las

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monedas que reproducen la efigie de César incluyen estas titulaturas expresivas de su potestas y auctoritas, según ha precisado M. G r a n t . El aumento del número de cargos secundarios, cuestores, ediles y pretores supuso el primer intento de establecer un cuadro burocrático adecuado a la amplitud de los territorios sometidos a Roma, en la línea de eficacia que luego será sistematizada por Augusto. Todas estas medidas realistas fueron acompañadas de una fuerte propagan­ da y de la adopción de una serie de signos externos encaminados a ensalzar su poder monárquico y revestirlo de adecuado boato: adornaba habitualmente su cabeza con la corona de laurel como símbolo del vencedor, le acompañaban 72 lictores, ocupaba entre los cónsules la silla curul, vestía permanentemente el manto rojo imperial y los zapatos rojos que se decía patrimonio de los reyes de Alba y situó sus estatuas en los templos y plazas de Roma, junto a las de los dioses. Y, aunque por entonces César no recibiera el culto de dios, habituaba a las gentes a ver a su Imperator ocupar un sitio entre los dioses. César, contra el consejo de Hircio, llegó a desprenderse de la guardia hispana que durante años le había acompañado y servido en virtud de su característico juramente de la fides ibérica . Y quiso vincular con este juramento de fidelidad a todo el Senado y Pueblo romano, recibiéndoles en la condición de clientela y en la línea del tradicional patronazgo y clientela romanos. Los senadores aceptaron prestar este juramento ante el genio tutelar de la gens Iulia que se condensaba en el título de Pater Patriae y le erigía en benefactor de todos, Senado y Pueblo romano. La hábil propaganda de César, tratando de deshacer la de sus principales enemigos, Cicerón y los admiradores deCatón, buscó restablecer su prestigio entre la vieja aristocracia romana y a la vez inculcar al pueblo sus antecedentes divinos y el apoyo de los dioses romanos a su estirpe Iulia. Propaganda que no fue inútil, pues permitió a Augusto erigirse en sucesor predestinado, como hijo adoptivo y heredero de César. Esta pretendida divinización es cierto que aunó las adversas voluntades de los más reticentes entre la aristocracia romana, pero le invistió de una aureola popular que se definiría como decisiva desde Augusto en la vinculación de las provincias a Roma y a su emperador conjuntamente divinizados. Algo de lo que no parece se preocupó en serio César fue de su sucesión; de modo que quedara garantizada la permanencia de su obra revolucionaria. Es cierto que en su testamento del año 45 designaba heredero e hijo adoptivo a su sobrino Octavio; pero heredero de sus propiedades privadas, no de los cargos públicos, en razón a que el propio César los detentaba en virtud de sus atribuciones de «Dictador» y «Tribuno». Así la obra de César hubiera podido desmoronarse de no ser porque las circunstancias ayudaron a la gran capacidad de intriga de Octavio y Marco Antonio. Ellos supieron conjugar en su provecho y aspiraciones monárquicas la descomposición irremediable de los grupos de la nobilitas que sustentaban la tradición y sistema de gobierno de la República de Roma. 3.

O bra social y a d m in is tra tiv a en Ita lia y en las provincias

Obra primordial de César fue reorganizar la administración de las provin­ cias, en las que, además, impulsó la romanización. El asentamiento de romanos, itálicos y veteranos de origen vario en Campania (20.000 familias), Corinto, Carthago, la Galia e Hispania fue importante (unos 80.000 fuera de Italia), con los consiguientes repartos de tierras. Con ello descendió de 320.000 a 150.000 el

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número de habitantes de Roma que participaban en los repartos gratuitos de trigo; pues, acompañó los repartos de tierras con el impulso dado a grandes obras en Roma e Italia y la obligación de emplear al menos 1/3 de hombres libres y no esclavos en las grandes haciendas; con ello absorvió mucha mano de obra entre aquellos que no deseaban expatriarse. Sólo en Hispania no menos de 20 ciudades (entre ellas Urso, Emporiae, Gades, Olisipo, Tarraco, Hispalis), muchas de ellas con asentamientos, recibieron por entonces derecho de ciudadanía romana o latina; también toda la Galia traspadana recibió el derecho de ciudadanía latina. Por otra parte, César sistematizó la vida ciudadana de las colonias y municipios del mundo romano mediante una ley postuma, reflejada en la lex coloniae Iuliae Genetivae (Urso)que, a imitación de Roma, definía los cuadros de mando local mediante la elección de duumviri, aediles y senado u ordo decurionum; supuso una definitiva regulación del régimen municipal que poco a poco se extendió por las provincias. También se beneficiaron las provincias concentrando en manos de los gobernadores provinciales (propraetores) tareas exclusivamente civiles, mientras el mando de las tropas se asignó a los legados de César (legati Augusti) y que dependían personalmente del Dictador. Y cuidado especial puso en la aplicación de la ley aprobada el año 59, lex Iulia cie repetundis, que trataba de atajar toda clase de exacciones y abusos sobre los provincianos por parte de los gobernadores o recaudadores de tributos. La posibilidad de pa­ gar los impuestos directos en dinero o en especie y el nombramiento de funcio­ narios estatales para esta tarea supuso otro paso importante en la buena admi­ nistración provincial y en la línea de aliviar los tributos que venían pagando; y, en todo caso, esta tributación pasó a ser regular y fija frente a la arbitrariedad tradicional de los procónsules. Saneó con estas medidas la economía romana, de modo que César pudo legar al tesoro en el momento de su muerte 700 millones de sestercios, Añadió al denario de plata, tradicionalmente acuñado por el Senado, el aureus de 8,21 gramos (equivalente a 25 denarios de plata o 100 sestercios). El incremento del numerario y de las vías de comunicación, junto a otras medidas, dio un fuerte impulso a la economía en todo el Imperio. En fin, entre otras importantes medidas administrativas, cabe resaltar su reforma del calendario en el año 46, adaptando el calendario oficial y adecuándolo al astronómico y que comportaba anteriormente un retraso de tres meses en las estaciones con respecto a la realidad climática. Bajo la dirección del astrónomo alejandrino Sosigenes estructuró el calendario según el modelo egipcio. Intercaló tres meses con noventa días y reguló el año solar de trescientos sesenta y cinco días y cuarto, creando el año bisiesto de trescientos sesenta y seis días, teniendo así un día más en febrero que repetía el 24 de febrero o sexto día antes de las calendas de marzo (bis sextus). Dos de los meses añadidos recibirían luego, en su honor y el de Octavio, los nombres de Iulius y Augustus. La corrección gregoriana de 1582 arreglaría un pequeño error astronómico del calendario juliano, suprimiendo tres años bisiestos cada cuatro cientos años (aquellos cuyas dos primeras cifras no son divisibles por 4). Se aplicó a los años finales del siglo y, por ejemplo, 1.700, 1.800 y 1.900 no fueron bisiestos. 4.

La m u e rte de César

La obtención por César en el año 44 del título de Dictator perpetuus le malquistó no pocas voluntades de la alta aristocracia, pues la Dictadura, clara

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EL PRIMER TR IU N V IR A TO Y LA M O N A R Q U IA DE CESAR

demostración de sus aspiraciones monárquicas, había sido siempre, entre las muchas decenas de dictadores que había tenido Roma, de carácter temporal y para situaciones de excepción, César en este punto tan importante se mostraba iconoclasta con la tradición republicana. Incluso, parece que algunos de sus colaboradores le alentaban a que tomase el título de Rex. Y, aunque César manifestó expresamente no tener tal propósito y en febrero del año 44 rechazó públicamente la simbólica diadema que le ofrecía Marco Antonio, entonces cónsul, la realidad es que instauró no sólo las apariencias, sino, aún más, las realidades monárquicas. En este orden de ideas tampoco era bien vista la proclividad y simpatías que César mostraba hacia Cleopatra, cuya astucia y dotes físicas y morales de persuasión eran pésimamente interpretadas en Roma. Quizá César pensó en la posibilidad de verse un día investido de este título de Rex. habida cuenta de su firme propósito de extender los dominios de Roma en Oriente. Pues, ciertamente el inquieto y soñador César, al que seducía la vida militar, había preparado una campaña espectacular que preveía la sumisión definitiva de los parthos, entre otras razones para vengar la muerte de Crasso, que pendía aún sobre el orgullo romano. Pensaba volver por la Dacia e Iliria para someter aquellas tierras del sur del Danubio hasta la Galia. Estas aspiraciones a reconstruir para Roma los dominios de Alejandro Magno, son las que posiblemente alentaban su aspiración a la realeza de origen divino, tan del gusto de las gentes de Oriente. Tal estado de cosas cuajó en una abierta oposición entre ciertos sectores de la aristocracia romana, que había sido reducida, pero no convencida ni aniquilada. Muchos de estos conspiradores estaban honradamente persuadidos de que debían acabar con las pretensiones del tirano, que, a su juicio, había ido demasiado lejos en su propósito de.desterrar la vieja corrupción del Senado y la aristocracia. Querían actuar antes de que César añadiese nuevas glorias en Oriente y volviera convertido en soberano real, al estilo oriental, ya sin trabas de ninguna clase, y meditaron su muerte. Importante coordinador del grupo de unos 60 conjurados contra César fue Cassio, casado con una hermana de Bruto. Estos eran hijos de Servilia, amante de César y con la que siempre mantuvo estrecha amistad, lo cual había inclinado el ánimo del dictador en favor de Bruto y Cassio. Pero también pesaba en ellos la fidelidad a su tío, Catón. Había entre ellos también muchos antiguos pompeyanos, perdonados y aún protegidos por la tolerante clemencia de César y otros resentidos de no haber recibido las prebendas que ansiaban, como Trebonio, Casca y un lejano pariente M. Iunio Bruto, Décimo lunio Bruto Albino, declarado en el testamento heredero sustituto de César y para el que se preconizaba de inmediato el gobierno de la Cisalpina y el consulado por dos años. Cicerón no quiso comprometerse, sin duda, porque tenía mucho que agradecer a César y no era propicio a los métodos violentos. En los idus de marzo, el 15, tres días antes del señalado para la partida hacia la bien preparada guerra de Oriente, se debía celebrar la última sesión del Senado. César fue avisado de los planes de sus asesinos, incluso al parecer por su propia esposa Calpurnia; pero desdeñó tales presagios. Ya en la Curia, cuando Tillio Cimber intercedía por su hermano desterrado, Casca y luego Bruto seguidos por todos los conjurados se abalanzaron sobre César que cayó muerto a los pies de la estatua de Pompeyo, atravesado por 23 puñaladas. Pocos tiranicidios fueron tan trágicamente inútiles. Pues no hicieron otra cosa que renovar el ciclo de guerras civiles que terminarían instaurando un nuevo César en la sucesión del Imperio. Pues, a la desorientación de los asesinos y falta de apoyo popular se contrapuso la actuación de Marco Antonio, Lépido,

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luego de Octavio. Ellos supieron utilizar el prestigio y poder heredados de César en pro de una instauración definitiva del poder monárquico en Roma: estaba inexorablemente abierto el camino del Imperium y definitivamente cerrado el ciclo de la Respublica.

B IB L IO G R A F IA

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CAPITULO

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E C O N O M IA Y SOCIEDAD DURANTE LA EPOCA R E P U B L IC A N A Juan Francisco Rodríguez Neila

I. 1.

E C O N O M IA

La a g ric u ltu ra ita lia n a

a) Caracteres de la propiedad rural. Desde fines del siglo vi a. de C. la economía romana había sido esencialmente agrícola, con una técnica primiti­ va, aunque bastante racional, en la que no se desconocía ni la práctica del abono ni el drenaje de los campos entre otras innovaciones. Aunque la propiedad particular existía, de hecho la mayor parte de la tierra cultivable, los bosques y los pastos pertenecían al Estado (ager publicus), quien vio ampliados tales dominios con la progresiva conquista de Italia. Esa tierra pública, no obstante, podía ser explotada en la medida de lo necesario a título de posesión, pagando los usufructuarios una tasa a modo de alquiler ( vecti­ gal), la cual era establecida por los censores. Tal régimen de ocupación del ager publicus dio lugar a numerosos abusos, ya que los propietarios más ricos y, por tanto, con disponibilidad de mayores recursos técnicos, solían ocupar las parcelas mayores, existiendo incluso una tendencia, ya patente en el siglo III, a borrar toda diferencia entre tierras estatales ocupadas y tierras privadas. Al crecer gradualmente el territorio expropiado a los pueblos itálicos por conquista, las posibilidades de desarrollo de la gran propiedad rural se incrementaron, sobre todo porque muchos pequeños propietarios, a quienes sólo se habían adjudicado limitados lotes como assignationes, se vieron obligados a venderlos a los más ricos empujados por diversas circunstancias. Una gran parte de los mayores propietarios de tierras eran senadores. Se conoce una lex Claudia del 218 a. de C., que les había limitado sus posibilidades de concentrarse en otras actividades económicas que no fuesen las tradicionalmente agrícolas. Sin embargo, las circunstancias habían ido cambiando desde finales de la segunda guerra púnica, pues el aumento de la riqueza mobiliaria, fruto de las nuevas conquistas en Oriente, significaba una gran competencia para la agricultura,amenazando con romper una larga estabilidad económica, lo cual preocupaba profundamente a los sectores más conservadores de la sociedad romana. Aunque las nuevas actividades comer­ ciales, impulsadas durante el siglo ii a. de C. de modo notable, quedaron fundamentalmente en manos de la clase social de los equites, para quienes no existían trabas legales al respecto, es un craso error pensar que los caballeros estuvieron totalmente desligados de la propiedad territorial. Hay notables testimonios que prueban la vocación agrícola, total o parcial, de muchos 160

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F ig . 24.

Principales vías de Italia.

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E C O N O M IA Y SO C IEDAD DU R AN TE LA EPOCA R EPU B LIC A N A

equites Romani. Así D i o d o r o , cuando narra las revueltas de esclavos iniciadas en Sicilia en el 136 a. de C., señala que entre los grandes propietarios de tierras y siervos en dicha provincia había un gran número de caballeros romanos. El fenómeno se observa también en la propia Italia, donde los equites acabaron siempre por unirse a los senadores en la lucha contra las reformas de los Gracos, y los grandes propietarios amenazados por las leyes agrarias son descritos como «los ricos», y no sólo como senadores ( N ic o l e t ). Un ejemplo patente al respecto es el poeta Lucilius. Y ello es aún más visible en época de Cicerón, pues tras la «Guerra Social» (91-88) un gran número de italianos, procedentes de las clases acomodadas municipales, fue admitido a la ciudadanía y al orden ecuestre. Las nuevas orientaciones económicas surgidas en el siglo π con el auge del comercio, que causan inquietud en los sectores sociales más conservadores, la experiencia agrícola acumulada desde siglos atrás, y el gradual desarrollo del modo de explotación esclavista, favorecido por las guerras y conquistas, son circunstancias que explican la aparición en dicha centuria de los primeros irados agronómicos de los Saserna y Catón. Tales obras constituyen la mejor fuente para estudiar los nuevos horizontes abiertos por entonces a la agricul­ tura romana. El tratado de los Saserna, como el anterior del cartaginés Magón, lo conocemos por las escasas referencias contenidas en la posterior obra de Columela. Más interés tienen los escritos de Catón que, preocupado por una previsible crisis agrícola, trata de mostrar cómo, en el nuevo orden económico, la agricultura podía seguir teniendo la rentabilidad y estabilidad de siglos atrás. b) Las orientaciones agronómicas de Catón. Catón empieza por insis­ tir en que la mano de obra sea servil. Esclavos no faltaban entonces. Con ellos se podía explotar la tierra a buen precio, no sólo para el consumo particular, sino con vistas al mercado. Poco importaba a los ricos senadores que esa tendencia entrañara la gradual desaparición de la tradicional estructura de pequeños propietarios, impotentes ante el más barato recurso humano que proporcionaba la esclavitud. Para Catón, un personal servil relativamente numeroso, trabajando intensamente y consumiendo sólo lo estrictamente necesario, podía explotar fácilmente una propiedad de 200 a 250 iugera, unas 50-60 ha., permitiendo comercializar una buena parte de la producción, con los beneficios consiguientes. Además, ello posibilitaba romper el ciclo del policultivo tradicional, no especializándose del todo, sino dando preeminencia a los cultivos más rentables. Por otra parte, la obra catoniana insistía en que la economía agrícola radicaba, ante todo, en lograr los más altos beneficios con los gastos imprescindibles. Para ello preconizaba una utilización intensiva del suelo, de los instrumentos de trabajo y de la mano de obra servil. No le preocupaban ni el absentismo de los propietarios, ni las desgracias inherentes al sistema esclavista, a diferencia de lo que vemos en otros tratadistas del género como Varrón, Plinio o Columela. Su pensamiento se resume en que la agricultura es el medio más seguro de enriquecerse. En su obra la utilidad lo domina todo, y para ello no duda en propugnar un tipo de explotación que, en realidad, más que romano es helenístico. Tampoco es Catón un escritor agrícola que, ciertamente, haya idealizado la vida del campo, como puede ser el caso del mismo Columela. Cabe preguntarse, sin embargo, si las soluciones preconizadas por Catón eran realmente factibles, y, sobre todo, sí perseguían remediar una crisis

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verdadera o hipotética de la agricultura italiana. Es indudable que el pequeño y medio campesinado, a cuyas expensas se había realizado la política conquistadora de Roma, no tenía favorables perspectivas a mediados del siglo ii a. de C. Pero hay que distinguir esto de una radical crisis en la economía rural, sólo perceptible hacia la mitad del último siglo republicano. Aunque la producción cerealista descendiera (el trigo se importaba cada vez más de Sicilia), la arboricultura en todas sus formas, y, especialmente, la viticultura, conoció una gran expansión, y enriqueció a numerosos propietarios. Estos no tenían, en realidad, que ser latifundistas en el sentido estricto del término, ni disponer de 100 ha. de tierra juntas. Las posibilidades al respecto variaban según las circunstancias, y quizás sea sintomático el que raramente en las deducciones coloniales efectuadas a lo largo del siglo π fuesen repartidos lotes de tierra similares al modelo catoniano. El dominus de Catón podía tener en la práctica varias explotaciones, de 25 a 50 ha. cada una, más o menos alejadas entre sí, y dedicadas a cultivos diferentes, viña u olivar en especial. Sobre cada una de ellas podía trabajar una media de quince personas, bajo las órdenes de un intendente o vilicus, limitándose el dueño a efectuar revisiones periódicas del estado dé sus propiedades. Ahora bien, ¿era éste el panoram a general en Italia dentro del periodo que nos ocupa? c) Actitudes frente a la vida agrícola. Hay que partir de un hecho cierto: la posesión de tierras fue considerada en Roma como signo de nobilitas, pero las actitudes ante el trabajo agrícola variaban según los casos. Se ha puesto de relieve ( M a r t i n ) cómo un pasaje de Cicerón parece indicar que era opinión extendida entre los mismos domini locupletes a los que pertenecía el orador, qué el oficio agrícola no exigía ningunos conocimientos especiales que no fuesen los de la tradicional experiencia. Cabe preguntarse, entonces, si los tratados agronómicos eran realmente leídos. Pero es que, además, entre algunos autores cuyas obras nos interesan para el mejor conocimiento de los decenios iniciales del siglo i a. de C., tal es el caso de propio Cicerón oí del historiador Salustio, se llega a estimar a la agricultura como un oficio servil. ¿Puede compaginarse esta opinión con la relativa prosperidad que tuvo la economía rural italiana, al menos hasta el periodo de las guerras civiles entre César y Pompeyo? No hay que pensar radicalmente que el sistema de explotación esclavista implicase entre los domini italianos un desinterés por las cosas de la tierra, no viéndose en e llajiad a más que una vía de enriquecimiento y negocio. El panorama que parece reflejarse en un discurso de Cicerón, como es el Pro Roscio Amerino, presenta una Italia, en una época como la primera mitad del siglo i a. de C., donde se encuentra un tipo de explotaciones agrícolas cuyos dueños se distinguen por su amor al trabajo rústico y un apreciable dinamis­ mo económico. Quizás sea aún más significativa una carta del mismo Cicerón a Atico, en la que muestra su decepción por el hecho de que los propietarios rurales no llegaran a defender los intereses de Pompeyo frente a la acometida cesariana tras el paso del Rubicón (49 a. de C.). De todo ello puede deducirse que, a mediados del último siglo republicano, la campiña italiana no estaba abandonada, sino todo lo contrario, explotada activa y diligentemente por una clase rural que anteponía su vocación económica a sus miras políticas, unos propietarios organizados con vistas al mercado, y conscientes del progreso que, sobre todo en el orden técnico, había experimentado la agricultura italiana. A tal respecto, resulta ilustrativa una frase del escritor Varrón, también ocupado en temas agronómicos: «Nuestros antepasados, sobre una

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Reinos diadocos en el periodo

de su incorporación

a R om a.

Reino

de

tos

P to lo m e os

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tierra de iguales dimensiones, pero mal sembrada, obtenían, tanto en cereales como en vino, rendimientos inferiores en cantidad y calidad.» En el libro primero de su obra, el citado polígrafo presenta a Italia como un país en el que, a mitad de siglo, ninguna parcela estaba abandonada, cultivándose el trigo, la vid y el olivo entre otros productos. A ello puede añadirse el testimonio ciceroniano, que habla de medidas proteccionistas (prohibición a las poblaciones galas de aumentar las superficies dedicadas al viñedo). Aunque sabemos que se importaba trigo de Sicilia, ello obedeció a una política económica deliberada de apoyo a cultivos como la vid y el olivo. Sin embargo, a partir de las guerras civiles, el trasvase frumentario obedeció a una imperiosa necesidad, producto del hambre. Fueron tales conflictos, y muchas de sus derivaciones (asignaciones coloniales, confiscaciones de tie­ rras), los que, en definitiva, acabaron por provocar la rápida ruina de la agricultura italiana. 2.

Las a c tiv id a d e s in d u s tria le s

Según cuenta el historiador Plutarco, los artesanos de Roma habían sido antiguamente organizados en corporaciones por el rey Numa. Una de ellas agrupaba a quienes participaban en la construcción de edificios públicos y privados, no debiéndose olvidar que en este periodo (siglo n a. de C.) la proliferación de obras públicas y construcciones de todo orden debió dar trabajo a obreros más o menos especializados en el oficio. Es también sorprendente encontrar en la clasificación de Plutarco a un grupo integrado por tintoreros, máxime en una época en que las plantas y sustancias coloran­ tes, luego importadas en cantidad de Africa y Oriente, eran aún desconocidas en Roma. Sin embargo, desde el siglo π parece ser que la industria de la lana se desarrolló en centros como Luceria, Tarento y Brindisi en el sur, así éomo Parma, Padua, Módena y Aquileya en el norte. El algodón no apareció hasta más tarde, pero la seda de Cos gozaba ya del favor de los ricos desde la segunda centuria. Otra industria con gran arraigo fue la del cuero, que servía para fabricar prendas de vestir, calzados, escudos y cascos. Quizás la producción italiana no llegara a ser suficiente, pues sabemos que en los años 58-55 a. de C., L. Calpurnio Pisón, investido de poderes extraordinarios, fue enviado a Macedonia para requisar ganado y pieles con destino al ejército. Cicerón menciona también los cueros de Cilicia. Por otra parte, las frecuentes guerras de los dos últimos siglos de la República exigieron una gran cantidad de armas para el ejército, necesidades que probablemente debían ser cubiertas casi por entero con la producción artesana local, pues no es seguro que tales objetos pudieran ser importados en un amplio nivel. Sin embargo, la clasificación de Plutarco sólo da una idea aproximada de la actividad industrial romana. En el siglo n, por ejemplo, la especialización de las explotaciones agrícolas generó el desarrollo de un artesanado rural que aseguró las necesidades de muchas aglomeraciones urbanas. Precisamente un rasgo dominante de este periodo fue la migración desde el campo a las ciudades más favorecidas. La inseguridad de los ámbitos rurales, inermes ante una guerra o invasión, jugó a favor de ello. En 178-177 los delegados samnitas se quejaban ante el Senado de que 4.000 familias hubiesen abandonado sus tierras para ir a poblar la colonia latina de Fregellae, convertida en floreciente centro industrial, y luego Narnia. Etruria, el más antiguo núcleo industrial de Italia peninsular, no perdió su importancia gracias a las minas de hierro de la

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isla de Elba. Una muestra evidente de la riqueza de la región, tanto en materias primas como en objetos manufacturados, nos la da Tito Livio cuando relaciona las diversas contribuciones de las ciudades etruscas para equipar el cuerpo expedicionario de Escipión en vísperas de su partida para Africa en el 204 a. de C. También en la Campania, entre Capua y Roma, se impulsaron en aquellos años una serie de pequeños talleres que abrieron nuevas perspectivas. Un reflejo de esta proliferación artesanal lo tenemos en Catón quien, en un pasaje de su tratado agronómico, y al hablar del equipo agrícola necesario para cultivar un dominio plantado de olivares y viñedos, da una lista de los instrumentos y aperos necesarios, aconsejando dirigirse a los artesanos especializados, de los que ofrece una relación. En ella se encuentra Roma para telas, calzado, rejas de arado y llaves; Cales y Minturnae, para objetos de hierro; Venafro, para las azadas y tejas; Suessa y Lucania, para carros e instrumentos de batanear; Pompeya, para los lagares; Capua, para herramientas de bronce, cuerdas y artículos de esparto, etc. Por lo que respecta a otras técnicas artesanales, los textos literarios y los documentos epigráficos añaden alguna información complementaria, pero puede concluirse que no hubo en ninguna parte una superproducción de tipo industrial. Tampoco la mano de obra servil fue utilizada con la misma amplitud que en las tareas agrícolas, prevaleciendo en el artesanado el trabajo libre.

3.

Los p ro g re s o s d e l c o m e r c io y la b an c a

a) Los nuevos intereses mercantiles. Mucho más alto nivel y compleji­ dad tuvo el comercio entre Italia, las demás provincias e incluso otros estados y zonas adyacentes. En su desarrollo tuvo una importancia decisiva la expansión imperialista romana, e incluso la destrucción en el 146 de dos centros económicos de la categoría de Corinto y Cartago, lo que repercutió favorablemente en una mayor actividad de los puertos italianos, especialmen­ te el conjunto Roma-Ostia por un lado, y Pouzzuoli (Campania) por otro. Asimismo, fueron factores coadyuvantes en gran medida la construcción progresiva de vías terrestres (Cassici, 154-125; Flaminia, 148, prolongada por el Adriático hacia Brindisi; Egnatia, haciaGrecia ; Domitia, 129, del Ródano a los Pirineos, etc.) y un mejor conocimiento de las rutas más adecuadas para la navegación. Las nuevas circunstancias económicas hicieron de los comerciantes un sector con cada vez mayor peso específico dentro de la vida del Estado en general, y de la sociedad romana en particular. Bien es verdad que el Senado se había mostrado en ciertos momentos reticente ante el progreso de las actividades mercantiles, y el consiguiente enriqueciminto que suponían para algunos, y a tales preocupaciones obedeció la lex Claudia del 218, que limitó considerablemente la capacidad e iniciativa comercial de los senadores. Pero tampoco deja de ser cierto que, cuando el Senado quiso encauzar las empresas mercantiles, se vio ampliamente limitado, a la hora de tomar medidas restrictivas, por el hecho de que algunos senadores habían llegado a tener intereses muy directos en aquellas. Así, Plutarco cuenta cómo el mismo Catón se había visto atraído por el comercio marítimo, estimulando la formación de una sociedad que debía armar cincuenta embarcaciones, y encargando a un liberto la continuación de las operaciones colectivas. Este empleo de los

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Principales vías de Italia.

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libertos en el mundo de los negocios no dejó de ser relativamente frecuente. Para muchos domini era realmente provechoso dar la libertad a un esclavo y utilizar su probada competencia haciendo de él un agente comercial, encargado de la marcha de los capitales invertidos en cualquier empresa (Treggiari). No hay que olvidar tampoco que, gracias a contactos de diverso tipo (relaciones políticas, de familia o clientela), el Senado estaba frecuentemente dispuesto a atender los problemas que afectaban a los comerciantes. A fin de cuentas, tales alternativas no debían extrañar en aquella época. Además, era el propio Estado el que, en definitiva, tampoco podía prescindir tajantemente del potencial económico que poseían en sus manos quienes negociaban continuamente con el dinero. Cuando el ejército tenía que vender el botín tras una campaña, allí estaban los comerciantes para comprar­ lo. Y también había que recurrir a ellos si las necesidades de equipamiento del ejército superaban las capacidades oficiales. Además, todo un sector de tales gentes de dinero se fue organizando en societates, para poder hacerse cargo como publicani de las adjudicaciones del cobro de impuestos estatales, o bien otros buscaban mejores beneficios agrupándose en sociedades de banqueros (argentarii). La formación de las primeras compañías mercantiles aparece descrita en un conocido pasaje de P o l ib io , datable hacia mediados del siglo π a. de C. Admirando el sistema por el cual simples particulares (privati) podían concurrir ocasionalmente con su fortuna para satisfacer las necesidades del Estado, el historiador describe un conjunto de procedimientos en los que podemos reconocer a grandes rasgos algunas modalidades actuales de partici­ pación en los negocios: los principales subscriptores; junto a ellos los asociados, quienes asumen personalmente su responsabilidad financiera to­ mando participaciones (particulae) grandes o pequeñas de la empresa; los fiadores que asisten a unos y otros, quienes intervienen en virtud del viejo principio de garantías ya conocido en la Ley de las XII Tablas; y, en fin, los simples prestamistas anónimos, que depositan sus fondos a fin de hacer fructificar sus bienes mediante un interés, pero sin pertenecer realmente a las sociedades. Por su parte, la primera misión de las agrupaciones de banqueros fue el cambio de moneda, dedicándose pronto a otras operaciones como el préstamo a interés, estableciendo sucursales en diversas provincias. Los banqueros actuaban en este terreno no sólo con su propio dinero, sino también con el que les era confiado y, a veces, con los depósitos que se hacían en sus bancos. Dada la creciente movilidad que fueron alcanzando las operaciones y empresas tanto mercantiles como bancarias, así como las actividades de las societates publicanorum, frecuentemente los intereses de uno y otro tipo se entrecruzaban y afêctaban a personas que buscaban ávidamente mayores ganancias en diversos campos. b) Expansión oriental y asociaciones comerciales. Es indudable que las posibilidades de quienes se encargaban de gestiones oficiales por cuenta del Estado, así la percepción de sus rentas, como de aquellos que actuaban en el terreno del comercio o la banca, aumentaron de modo considerable con la expansión romana en el Mediterráneo. En Oriente, los comerciantes italianos se fueron instalando gradualmente en Zakynthos, luego en Tesalia, Beocia, Lócrida, etc. Su presencia en las listas de proxenos délficos durante la segunda mitad del siglo π no es solamente honorífica, pues atestigua su influencia e intervención bienhechora en favor de la ciudad. Pero, sin embargo, fue en la isla de Délos, por su posición geográfica, el prestigio de su santuario y la

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Italia C entral.

neutralidad política mantenida en medio de diversos conflictos, donde los negociantes italianos hicieron más acto de presencia. Roma favoreció a Délos para socavar el prestigio de Rodas, y su ascenso mercantil se vio favorecido por el fin de la competencia corintia a partir del 146. Ya desde el 167 se había abierto allí un puerto franco. Acudían campanianos, sicilianos y gentes de Apulia y Lucania, si bien los romanos no arribaron antes de la época de los Gracos. Los comerciantes extranjeros se agrupaban en la isla por cofradías: los sirios formaban las sociedades de Heracleistas de Tiro (desde el 152) y Poseidonistas de Beyrouth (antes del 140); el colegio de los italianos se dividía

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en tres secciones bajo la protección de Hermes, Apolo y Poseidón; los esclavos y libertos de los italianos se agrupaban para celebrar el culto de los Lares Compítales. Las nuevas necesidades obligaron a agrandar el puerto en 126-125, y los italianos crearon en el 110 un ágora como lugar de reunión. El principal tráfico era el de esclavos, y la isla actuaba en este aspecto en correlación con Sidé, centro de expedición en la costa de Panfilia (Westermann). También Teños, isla al norte de Délos, acogió durante el siglo π a comerciantes sicilianos e italianos. La fuerza de los hombres de negocios, siempre creciente durante el siglo n, se reveló a plena luz en el año 123, el primero del doble tribunado de Gayo Graco. Dos leyes esenciales fueron tomadas a su favor. Una modificaba el reclutamiento de los jurados (quaestiones) que debían actuar en los procesos criminales (en los que podían estar implicados hombres de negocios o gobernadores prevaricadores). En adelante podían ser sus miembros escogidos en las listas donde los caballeros estaban incluidos junto a los senadores en doble proporción. La otra medida reservaba solamente a los caballeros el derecho a pujar en las adjudicaciones de la percepción del diezmo de Asia. Esta provincia había sido creada en el 133 sobre la base del reino legado por Atalo III, y permitió a los romanos incrementar su actividad bancaria, ya que habían sido excluidos del arriendo de los diezmos sicilianos. La importancia de los impuestos de Asia, la más rica de las provincias, permitía la realización de pingües beneficios, pues el peso de la tributación obligaba a particulares y ciudades a adquirir préstamos para pagarlos. A pesar de los intentos de prohibición, los préstamos de este tipo se multiplicaron en el siglo i a. de C. La correspondencia de Cicerón durante su proconsulado en Cilicia (51 a. de C.) muestra cómo incluso aristócratas tan rigoristas como los Brutos, no dudaron en interesarse por este tráfico de dinero. c) Los caballeros y los negocios. Aunque, en principio, no todos los hombres de negocios procedían necesariamente de la clase de los caballeros, es indudable que el peso de los equites en el mundo de las finanzas fue muy notable. Los textos literarios y jurídicos, así como las inscripciones, que son las fuentes de información sobre la banca y el comercio del siglo que tratamos, engloban a muchos de ellos dentro del sector de los negotiatores. El término lo encontramos en Sicilia, donde constituían una parte de los residentes romanos, y con mayor profusión en Oriente, tanto en Délos como en otros lugares. A diferencia del mercator, el negotiator, como ha demostrado H a t z f e l d , era el gran comerciante, el que destacaba por la categoría y volumen de sus productos, como aquel C. Rabirio Postumo que nos presenta Cicerón, quien lo mismo desembarcaba en Pouzzuoli mercancías selectas y caras de Alejandría, como exportaba a Sicilia o Germania el vino producido en sus propiedades de Campania. Tales equites, no sólo invertían en los negocios, sino también en la compra de importantes propiedades, en contra de lo que se ha creído habitualmente. Y no lo hacían por imperativos de orden económico, sino social (el prestigio tradicional de poseer tierras), o incluso ante incertidumbres monetarias o políticas ( N i c o l e t ). N o obstante, la mayoría de los negotiatores italianos o romanos de Délos o del ámbito griego eran esencialmente banqueros, que practicaban el cambio o la banca de depósito, y en ocasiones también la usura, a expensas de ciudades o monarcas entrampados, sobre todo en el periodo de las guerras de Mitrídates, la Guerra Social y luego las guerras civiles, llenas de crisis financieras y monetarias. La cuestión de las deudas fue

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uno de los aspectos esenciales del problema social a fines de la República. Sin embargo, inicialmente los caballeros no se incluyeron entre los pioneros del tráfico comercial en Oriente, llevado en un primer momento por los italianos. No conviene olvidar que, hasta los años 180-175 el orden senatorial estuvo relativamente abierto aún a los equites, quienes debieron estar más preocupados entonces por progresar en la carrera de los honores. A fines del siglo n el Senado se cerró a nuevas admisiones, siendo más difícil para un caballero acceder a altas funciones. Quizás esta causa pudo jugar en favor de la nueva orientación económica adoptada ( N ic o l e t ). Sí parece incuestionable que, en una etapa inicial, los caballeros no fueron más que una minoría, aunque la de más prestigio social, en un mundo, como el del dinero y las operaciones mercantiles, que estaba en buena parte en manos de plebeyos, aliados e incluso libertos. Pero, aún así, su participación debió estar segura­ mente comprometida en negocios de primera fila, lo cual les situaba a la altura de las mayores fortunas senatoriales. No conviene olvidar que uno de ellos, según V a l e r i o M á x i m o (IV , 8, 3), pudo intervenir en el año 63 a. de C , cuando la conjuración de Catilina, para evitar la bancarrota del Estado romano.

II.

1.

S O C IE D A D Y C U L T U R A

S itu a c ió n d e los e s c la v o s y lib e rto s en el m u n d o ro m a n o

a) Condiciones del estamento servil. Aunque la esclavitud era conocida en Roma antes de las guerras púnicas, fue a partir de las campañas victoriosas en Grecia y Oriente cuando el número de esclavos aumentó considerablemen­ te, reclutándose ahora la mayoría entre los cautivos de la guerra, y elevándose progresivamente su papel económico. Si ya la expedición de Escipión a Africa había aportado más de veinte mil, desembarcados en Sicilia para ser allí vendidos, algunos decenios más tarde, cuando el saqueo de Corinto por Mummio en el 146, y antes la toma de Cartago con unos meses de intervalo, su número se acrecentó considerablemente. No todos los esclavos procedían de las guerras. Algunos eran producto de la piratería ejercida sucesivamente por ilirios, etolios y cilicios. Tampoco todos necesariamente arribaban a Italia, pues la epigrafía atestigua la presencia de muchos de ellos en el extranjero, incluso a veces cerca de sus localidades de procedencia. Su empleo fue notable, por lo pronto, en una agricultura que se hallaba en vías de transformación, con el desarrollo de los grandes dominios señoriales. Apiano hace referencia a la necesidad que se había suscitado en Sicilia de mano de obra servil a raíz de la revolución agraria. Por lo que concierne al artesanado, hubo una activa demanda de esclavos especializados de origen griego, procedentes fundamentalmente de Asia Menor. A tal efecto, son ilustrativas varias inscripciones de Minturnae, fechadas entre 90 y 64 a. de C., que nos dan nombres de magistri y magistrae, situados al frente de colegios religiosos, y que aparecen honrando a divinidades, tales como Venus, Spes, Ceres o Mercurius. Se trataría probablemente de esclavos con nombres griegos, oriundos de Asia Menor en amplia proporción, dedicados en dicha ciudad a trabajos industriales. Sin embargo, y a pesar de que la industria italiana pudo

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impulsarse desde el siglo II, según cánones helenísticos, gracias a tal mano de obra servil llegada de Oriente, lo cierto es que donde la esclavitud tuvo una verdadera incidencia fue en el trabajo rural, hasta el punto de haber sido los ambientes agrícolas, y no los urbanos, el foco generador de posteriores revueltas serviles. La situación jurídica y social del esclavo era, en principio, bastante deprimente. La condición servil era hereditaria, y el esclavo, al no ser sujeto, sino objeto de derecho, no estaba capacitado para contraer matrimonio jurídico válido, sino contubernium, ni para disponer de una familia legal. Quedaba, igualmente, excluido de los derechos patrimoniales, no pudiendo ser propietario, acreedor o deudor, ni comparecer en juicio por cualquier causa. Tampoco tenía facultades para testar, ni dejar herederos de ningún tipo. Su dueño podía hacer de él lo que deseara, venderlo, donarlo, castigarlo e incluso matarlo. Sin embargo, con el tiempo, al principio jurídico que convertía al servus en una simple cosa, se opusieron las doctrinas filosóficas que preconiza­ ban un mayor humanitarismo, lo cual tampoco dejó de tener consecuencias notables entre los juristas. La filosofía estoica, afirmando la libertad natural de todo hombre, consiguió atraer a sus postulados a todo un sector de la intelectualidad romana, si bien este proceso se acentuaría fundamentalmente durante el Imperio. b) Revueltas y represiones. En época republicana, sin embargo, la situa­ ción desembocó en ciertas ocasiones en grandes revueltas serviles, especial­ mente en la época que nos ocupa. Tales movimientos se originaron en zonas donde la concentración de esclavos era mayor, influyendo también en ello los malos tratos de los que frecuentemente eran objeto. La iniciativa de las revueltas solía partir de los esclavos empleados en el laboreo de los campos, a quienes acababan secundando quienes estaban al cuidado del ganado. Tras una previa rebelión ocurrida en Apulia en el 185, la primera gran insurrección tuvo lugar en Sicilia el año 135 a. de C., y fue encabezada por Euno, oriundo de Siria, quien, con una tropa inicial de 400 hombres, tomó Enna. Es interesante el proceso que siguió posteriormente la rebelión, que quiso organizarse a imitación de los estados helenísticos: fue elegido Euno rey por una asamblea reunida en Enna, tomando el nombre de Antíoco y revistiendo los ornamentos reales. Se rodeó de un consejo en el que hizo entrar a un esclavo aqueo, Achaeo, reclutó un ejército de 6.000 hombres, pronto aumen­ tados a 10.000, y montó con sus consejeros un aparato económico, en el que se puso de relieve la competencia y experiencia que algunos de tales esclavos habían adquirido en las explotaciones agrarias donde habían trabajado. Tras diversas vicisitudes, como la adhesión de otra banda rebelde, la del cilicio Cleón, el movimiento fue sofocado por Publio Rupilio, tras la toma de Tauromenio y Enna, las dos ciudades donde se habían hecho fuertes los insurrectos. Sin embargo, los acontecimientos volvieron a reproducirse en el 104, inicialmente en Italia, donde grupos de esclavos campanianos organizaron complots en Nuceria y Capua. Algo después, el teatro de la agitación se trasladó a Sicilia, y los rebeldes eligieron allí de nuevo un rey, Salvio, quien, con unos efectivos de hasta 10.000 hombres, invadió la llanura de Leontinos, la más fértil de Sicilia, tras haber intentado vanamente ocupar Lilybea. Salvio cambió su nombre por el de Tryphon, usurpador sirio de los años 142-138, tomó las insignias de cónsul, se hizo rodear de lictores, y formó un senado y un consejo. Tres generales romanos fueron infructuosamente enviados contra

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él, acabando finalmente la insurrección con el triunfo de Manlio Aquillio, uno de los cónsules del año 101 a. de C. El tercer movimiento servil de la época, más importante que los anteriores, y hasta cierto punto peligroso para la estabilidad del Estado romano, fue el que encabezó Espartaco en el 73 a. de C. Oriundo de Tracia, Espartaco al parecer había sido reducido a esclavitud por deserción, convirtiéndose luego en gladiador. En tal situación se hallaba en Capua cuando organizó su insurrección. Numerosos esclavos se fueron añadiendo, y la rebelión se extendió rápidamente a muchas zonas del sur de Italia. El gobierno romano, que inicialmente no había dado ninguna importancia a la revuelta servil, envió contra Espartaco a los cónsules del 72, quienes fueron derrotados. Finalmente, tras numerosas alternativas, el senado optó por llamar apresuradamente a Pompeyo, que estaba en España, y a Lúculo, que se hallaba en Macedonia, y en la primavera del 71 el ejército de Espartaco, que había llegado a englobar 60.000 hombres, fue derrotado definitivamente en Apulia. Pese a la desgraciada situación que los esclavos tuvieron en Roma, sobre todo en época republicana, no hay que olvidar, sin embargo, las posibilidades que existían de salir de tal estado mediante la manumisión, adquiriéndose una personalidad jurídica propia. La manumissio podía efectuarse de diversas formas: la vindicta se limitaba a una manifestación del dominus, que ratificaba la concesión de libertad al esclavo ante el magistrado; la variedad manumissio censu consistía en la inscripción del siervo en el censo de ciudadanos, previa petición al censor, hecha con el consentimiento del dueño; la manumissio testamento era la otorgación de la libertad al esclavo hecha por el amo en su testamento. Quienes eran manumitidos por cualquiera de los anteriores procedimientos pasaban a ser ciudadanos romanos y se llamaban liberti. Sin embargo, el libertus no quedaba equiparado al nacido libre, el ingenuus, ni en el Derecho público ni en el privado. Tenían prohibido el acceso a las magistraturas y al Senado, ciertas incapacidades recaían sobre ellos y, además, no rompían del todo su vinculación con los antiguos dueños, a quienes quedaban obligados por la relación del patronato. Así, por ejemplo, no podían demandar a sus patronos sin autorización del magistrado, debían prestarles ciertos servicios, al mismo tiempo que el patronus disponía de un derecho de tutela sobre los libertos impúberes y las libertas. No obstante, la ley hacía recaer sobre los antiguos dixeños ciertas obligaciones (así, la alimenta­ ción) respecto a sus liberti. Estos, aunque la sociedad romana, al menos en época republicana, sólo los asimiló lentamente, llegaron en ocasiones a alcanzar un cierto nivel de fortuna, y se dedicaron con preferencia a las actividades comerciales.

2.

El H e le n is m o y su in c id e n c ia en R o m a

a) La corriente asimiladora. El siglo il a. de C. significa para el Estado romano un periodo de transición, en el que va abandonando gradualmente su carácter continental e itálico, para adquirir una verdadera vocación imperial. Los diversos teatros de operaciones en los que actúan tropas romanas van eliminando competidores peligrosos, al mismo tiempo que contribuyen a sentar las bases de un sustancial cambio material y espiritual. Los años que basculan a mitad de la centuria están marcados por tres verdaderos actos de «terrorismo» político, que patentizan las mismas contradicciones en que se

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debate la clase dirigente romana, pues no están justificados por las propias necesidades de la guerra. En Africa, el arrasamiento de Cartago significa el ocaso del estado púnico, y con él desaparece el mayor enemigo de la causa romana. En la Península Ibérica, el sitio y destrucción de Numancia es un episodio desgraciado, un escarmiento atroz para todos aquellos pueblos hispanos que se resisten concienzudamente a ser explotados y dominados en provecho de las sociedades mercantiles y publicanas y, en definitiva, del propio Estado romano. Pero quizás sea el tercer acto represivo, el saqueo de Corinto, el más difícil de explicar a primera vista, porque se halla en abierta oposición con la política que Roma había llevado hasta ese momento en Grecia, cuya principal consecuencia había sido trasplantar al suelo italiano los múltiples fermentos del Helenismo. El historiador griego Polibio, enorme­ mente asombrado por el rápido ascenso de Roma, llegó a escribir: «Casi toda la Tierra está sometida a la dominación de los romanos, y su poder ha llegado hasta un punto... más allá del cual no parece que jamás ningún pueblo pueda ir.» Estas palabras, certeras desde el punto de vista de la política exterior, no lo son tanto en el campo de la cultura, pues Roma, desde el momento en que hizo acto de presencia en Grecia y Oriente, comenzó a asimilar progresiva­ mente herencias culturales externas, con la misma velocidad con que fue perdiendo un poco de sí misma. La proyección cultural del Helenismo fue abarcando gradualmente todos los órdenes de la vida romana a lo largo del siglo n. Ese proceso de asimilación fue, si cabe, relativamente rápido, y esta circunstancia explica hasta cierto punto las convulsiones internas que produjo en el seno de una sociedad, como la romana, que si por algo se caracterizaba era por ser tremendamente conservadurista y sobria. A primera vista, el mundo griego, sus costumbres, modas, usos, etc., chocaban abiertamente a ojos romanos. Si bien es verdad que toda una tradición legendaria vinculaba a Grecia con Roma, y que tampoco habían faltado desde siglos atrás los préstamos económicos, religiosos o culturales de la primera a la segunda, no es menos cierto que, sólo tras las Guerras Púnicas y la conquista de Grecia, el pueblo romano se encontró ante una herencia cultural que, por obra y gracia de los avatares políticos, tuvo que asimilar en poco tiempo. En aquellos decenios, los resortes del Estado republicano se encontraban en manos de unas pocas familias, dentro de las cuales destacaba con luz propia la de los Cornelii Scipiones. Fuertemente consolidados en la palestra política por sus alianzas y clientelas tejidas desde Roma hasta las ciudades de Italia o España, aglutinando en torno a sí un grupo de hombres con intereses comunes y una nueva visión del mundo, los Escipiones encarnaban el sector más progresista y abierto de la sociedad romana, el que hacía más abierta profesión de fe filohelenista. Para estos hombres el pasado de Roma no era un legado estático, sino un momento superable. Roma podía y debía reconocer ahora la herencia de la civilización helénica, podía a partir de ella y merced a su destino imperial transformar el mundo, máxime cuando ese ideal de dominio no se hallaba limitado a la mortalidad de un sólo hombre, como había ocurrido con Alejandro. Para los Escipiones era mayor la capacidad del héroe griego, encarnada en un Flaminino o en Paulo Emilio, que la del propio pueblo romano, tradicionalista y anónimo. b) La inútil reacción tradicionalista. La postura contraria estaba repre­ sentada por Catón, fiel exponente del sentir de los propietarios rurales italianos y de las clases urbanas que tanto habían sufrido en los años del

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conflicto con Aníbal. En Catón se perpetuaba el retraimiento nacionalista de aquellos años, las posiciones reaccionarias mantenidas por un amplio sector de la sociedad romana hasta el advenimiento del Imperio. Tal como lo señala en sus «Orígenes», Catón confiaba en los méritos y virtudes de su pueblo, en el respeto a la «Fides», como base de las relaciones humanas. Para el sector que le respaldaba, cualquier empresa exterior iba contra un principio básico, el respeto a la libertad de los pueblos. En realidad, lo que estos romanos de viejo cuño podían temer de los contactos con Grecia, no era sólo el refinamiento de las costumbres, o el simple atentado a la política que preconizaban de no intervención. Catón y quienes le secundaban sabían perfectamente qué legado podía recibirse de un mundo, como el helenístico, en el que la economía se regía por modelos muy diferentes, y en el que surgían con relativa frecuencia fermentos de revolución social. Los años difíciles de las reformas de los Gracos darían con el tiempo una cumplida respuesta a tales interrogantes. En realidad, desde el mismo momento en que Roma había saltado de las fronteras italianas, cualquier postura no progresista estaba condenada al fracaso. Hay que tener en cuenta que en el siglo ii el Helenismo estaba ya lejos de ser una realidad meramente «griega», pues había afirmado hondamente sus raíces en toda la cuenca oriental del Mediterráneo. Por otra parte, no podía olvidarse el sustrato heleno que latía en el fondo del alma romana, si tenemos en cuenta los pasados contactos con pueblos de tradición orientalizante como los etruscos, o propiamente griega, como las colonias meridionales de Italia y Sicilia. Es más, desde el momento en que el Helenismo había sintetizado en su contenido aportes indoeuropeos (los mismos del mundo itálico), orientales y un substrato cultural mediterráneo, Grecia y Roma estaban en cierto modo «condenadas» a encontrarse. La tradición atribuía la fundación de Roma a colonos venidos del ámbito helénico tras la caída de Troya, y es posible que la noción de ciudad cuajara en el naciente Estado romano bajo influencia griega. No hay que olvidar que las excavaciones del Foro republicano han dado muestras de cerámica griega del siglo vu a. de C., y también cabría añadir otros testimonios arqueológicos. Asimismo, podríamos preguntarnos hasta qué punto la presencia romana en Grecia, y con ella la asunción de los frutos del Helenismo, no hizo más que desvelar posibilidades latentes y herencias íntimas de aquella síntesis étnica y cultural, que había ido cuajando durante varios siglos en esa entidad que denominamos Roma. Lo notable del caso es que, a lo largo del siglo n, y al margen de los lazos ancestrales que pudieran existir, para muchos romanos que pensaban como Catón, Grecia era un peligro más que un factor de progreso. Y, por el contrario, muchos griegos llegaron a preguntarse si la ascendente Roma no era una nueva reencarnación de la bárbara Persia, sobre todo cuando hechos lamentables como el saqueo de Corinto parecían darles la razón. Sin embargo, fue el mayor peso específico de la cultura griega el que acabó imponiéndose, pese a que la diversidad de confederaciones o ligas surgidas en el solar heleno original ofreciese un terreno abonado a la conquista romana. Para las comunidades griegas de la Magna Grecia, o para soberanos como Ata­ lo III de Pérgamo o Ptolomeo de Cirene, que legaron sus reinos a Roma, el asunto estaba mucho más claro: el fortalecimiento político y el desarrollo del Estado republicano era, tal como lo había creído el historiador Polibio, un proceso irreversible. Ya no se trataba tampoco para Roma de asumir el Helenismo itálico que, de modo consciente e instintivo, se había infiltrado en Italia por la Campania, Lucania y Etruria. El proceso de

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expansionismo exterior que había sucedido al retraimiento de la época anibálica exigía adaptar la estructura política, económica y social del Estado a un diferente orden de cosas. El Helenismo ofrecía nuevas posi­ bilidades, un horizonte más amplio, una mentalidad más abierta. Para quienes, lejos de posturas nostálgicas, sabían leer los designios del futuro, sólo cabía una actitud intelectual y consciente ante los problemas derivados del contacto entre dos culturas, personalísimas ambas, aunque con ciertas raíces comunes. 3.

Las n u ev as o rie n ta c io n e s re lig io s a s y filo s ó fic a s

a) Premisas v factores para un cambio. La religión romana, tal como evoluciona durante los decenios que siguen a la Segunda Guerra Púnica y al comienzo de la intervención en Grecia, está caracterizada esencialmente por tres factores: el influjo creciente del Helenismo, la introducción de algunos cultos orientales, y el decaimiento del legado religioso tradicional. Las nuevas corrientes culturales procedentes del este, con toda una secuela de fenómenos de diverso tipo, hacen bascular, a veces violentamente, el alma romana entre el apego a los moldes conservaduristas y la adopción de nuevos ritos y creencias. El punto de partida de tal evolución hay que buscarlo en los años ciertamente difíciles del conflicto con Aníbal. En aquellos momentos adver­ sos, en los que Roma llegó a creerse abandonada de la mano de los dioses, fue corriente tanto a nivel estatal como popular buscar nuevos recursos que, en el orden religioso, abrieran el camino a la esperanza o garantizaran la seguridad individual. Las consultas al Apolo délfico, lo mismo que la introducción del culto a la Magna M ater de Pessinonte (205-4), por citar sólo dos ejemplos, no son más que sendos aspectos de un problema, en el que también cabe integrar toda la proliferación de prodigios, venta de oráculos o fórmulas .mágicas, devociones improvisadas y supersticiones a que alude Tito Livio para tales años. La sociedad romana, necesitada de seguridades con las que conjurar toda suerte de guerras, epidemias, hambres o catástrofes naturales, y al margen de una religión estatal rígidamente marcada por el Calendario, el orden pontifical y las observaciones litúrgicas, buscó afanosamente una alternativa a su inquietud por las más diversas vías. A fin de cuentas, una mentalidad religiosa como la romana, de base indoeuropea, se mostraba mucho más propensa a asimilar las divinidades de pueblos vencidos, de modo totalmente diferente a la concepción semita. Si bien es verdad que no existió en aquellos momentos una patente hostilidad del Estado frente a los cultos extranjeros, siempre que permaneciesen privados, lo cierto es que no tardaron en aparecer los primeros síntomas de la oposición entre los espíritus conserva­ dores, que miraban todo producto del Helenismo con recelo, y los adeptos a las nuevas creencias. Tal enfrentamiento estalló en el 186 a. de C., cuando el Senado reprimió violentamente las ceremonias orgiásticas de los creyentes dionisíacos (Bacana­ les). Conocemos el asunto, tanto por el relato que nos da Tito Livio, como por el texto del senadoconsulto condenatorio incluido en una carta enviada por los cónsules a los foederati. Si bien es verdad que el Senado se limitó a controlar en adelante tales manifestaciones, dando una reglamentación al respecto; si conocemos también que el verdadero crimen de los inculpados había sido reunirse ilícitamente, lo que se estimaba peligroso para la seguri-

F ig . 28.

Reinos diadocos en el periodo

de su incorporación

a R om a,

Reino

de

los

Ptolom eos

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dad del Estado, lo cierto es que, a estas y otras motivaciones de orden político (oposición al filohelenismo del clan de los Escipiones, temor a propagandas subversivas extranjeras), no dejaban de añadirse implicaciones religiosas. De hecho, la creciente helenización de la vida romana, que ya no cesaría a lo largo del siglo II , estaba produciendo grandes mutaciones en la religión, lo cual provocaba reacciones en los sectores conservadores. Ello volvería a ponerse pocos años después de manifiesto, cuando en el 181, y por orden de los magistrados, fueron inmediatamente destruidos unos libros pitagóricos atri­ buidos al rey Numa, que habían sido encontrados recientemente. El pitagoris­ mo era una de las muchas creencias que. desde tiempos atrás, habían llegado al Lacio procedentes de la Italia meridional. La penetración de la religión griega en los ambientes romanos se operó por diversos cauces. En realidad no era una novedad, pues ya la dominación etrusca del siglo vi había familiarizado a la Urbs con algunos de los dioses. El culto de varios de ellos se había establecido en otras ciudades latinas por mediación etrusca, o bajo influjo directo de las colonias griegas de Campania o Magna Grecia. No obstante, durante el siglo II el fenómeno fue impulsado por varios factores: llegada de esclavos griegos, instalación de traficantes, o las mismas oportunidades de contacto surgidas de la presencia romana en Grecia por las alianzas o guerras. La evolución religiosa fue desarrollándose por diversas vías. b) Los elementos de la renovación espiritual. En primer lugar tenemos el culto a Apolo, cuya figura se iría definiendo gradualmente en Roma durante los dos últimos siglos republicanos por influencias venidas de Delfos y Tarento. Los etruscos ya lo habían conocido en Yeyes y Caere como dios curador, y también bajo esta capa fue introducido en Roma, asumiendo las virtudes médicas del antiguo Veiovis. Los juegos y otras fiestas con que fue organizado su culto en Roma introdujeron algo que hasta entonces había sido ajeno a los arcaicos y severos rituales pontificales: la participación popular en una atmósfera de bondad y generosidad comunes. Por otra parte, la progresiva helenización mitológica de la religión romana tuvo consecuencias más amplias. El antropomorfismo de las divinidades se había ido introduciendo ya desde antes, pero sin ir acompañado paralelamen­ te de la adopción de leyendas griegas. En este periodo que analizamos, la integración de los mitos griegos, aunque muy desigual, se verá acelerada en Roma por la cultura helenizante y el mayor conocimiento de la lengua griega en muchos sectores de la sociedad romana. Otro aspecto que la religión romana asumió del mundo griego fue el sentido cósmico, facilitado por la penetración en Roma de las complejas y contradictorias corrientes filosóficas del mundo helenístico. Hay que tener en cuenta que la sociedad romana de estos decenios se vio afectada por muchos elementos de disgregación que actuaron sobre ella: la oposición entre ricos y pobres, el aumento del número de indigentes, muchos de ellos itálicos, la presencia cada vez más numerosa de esclavos y libertos, las crisis espirituales surgidas de las revueltas internas o las sucesivas guerras en el exterior. Muchas almas atormentadas eran terreno abonado para nuevas creencias o actitudes. Unos se entregaban dolorosa o resignadamente al azar irracional, divinizado bajo el nombre de Tyché (Fortuna), o a las soluciones propuestas por el Epicureismo. Para otros privaba la concepción de un encadenamiento fatal de los fenómenos, tal como lo mantenía el Estoicismo. Este movimiento filosófico fue, si cabe, el que tuvo una mayor aceptación en Roma a lo largo de tales decenios. Su presencia

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inicial se debe a la persona de Panecio, filósofo rodio amigo de Escipión Emiliano, quien supo apreciar en él no sólo sus conocimientos filosóficos, sino también su asesoramiento en cuestiones orientales. Panecio hacía de la virtud de la justicia la base de toda la vida social, idea que no podía más que seducir a gentes, como los romanos, muy sensibles a la noción del ius. Pero también aquéllos, convulsionada ya muchas veces su fe y su seguridad en el porvenir, se hallaron desde entonces ante nuevas inquietudes: los misterios del tiempo, el problema del fin del mundo, la sucesión de los ciclos históricos. Los desórdenes políticos y las guerras habían creado en la sociedad romana unas condiciones psicológicas especialmente receptivas a diferentes novedades, con gran provecho para algunos oportunistas. Fue así como, a partir del siglo n, y por influjo del culto de Apolo, aumentó el recurso a los oráculos. Al mismo tiempo se multiplicaron las consultas populares en el templo de la Fortuna de Preneste, y se revitalizaron las antiguas doctrinas etruscas de la adivinación con C. Fonteio Capito y Nigidio Figulo. Lo mismo ocurrió con muchas supersticiones mágicas. Los filósofos, los «caldeos» astrólogos y quienes buscaban sacar partido de la nueva situación, proliferaron pordoquier. En el 139 a. de C., y a pesar de las denuncias de Catón, los «Chaldaei» debían tener una gran aceptación, pues en dicho año el pretor peregrino les obligó a abandonar Roma e Italia en diez días. Valerio Máximo nos dice que, con su interpretación mesiánica de los astros, engañaban a las gentes ignorantes y débiles, y hacían mucho dinero. Tal impregnación «cósmica» de la religiosidad romana llegó a ser uno de los factores más determinantes de la evolución espiritual, y son indicativos de su gran aceptación los decretos de expulsión de filósofos y retores griegos que el Senado fue publicando sucesivamente en los años 173, 161 y 92. Tales medidas estaban de antemano destinadas al fracaso, pues en realidad el Estado no presentaba ante el deterioro general una política religiosa coheren­ te. Los sacerdocios perdieron categoría desde el momento en que Sila elevó a quince el número de pontífices, augures y decenviros sacris fa ciundis. Los colegios religiosos de los Sodales Titii, Arvales y Salios estaban abandonados. Las divinidades de la antigua Roma, en definitiva, o bien caían en el olvido, o sobrevivían en limitadas devociones particulares. Lógicamente, tal descomposición de la herencia religiosa romana dejaba el terreno libre a nuevas creencias importadas de Asia Menor y Egipto. Allí las conocían soldados y comerciantes y acababan llegando a Italia por los principales puertos, así Pouzzuoli. Por tal vía llegó la diosa Má de Capadocia, cuyos sacerdotes daban crueles y emotivas exhibiciones, y a la que se identificó con Bellona, diosa latina de la guerra. Respecto a la Magna Mater, la diosa Cibeles, aunque presente sólo de modo ocasional en la vida religiosa de Roma durante sus helenizadas fiestas (Megalensia), conoció un gradual aumento de sus creyentes. En cuanto a las divinidades egipcias, introducidas desde Alejandría, hay que destacar sobre todo a Ssis y a Serapis. La Cam­ pania los acogió en el siglo n, pero en la Urbs no se conocieron hasta tiempos de Sila. Su culto se desarrolló inicialmente en círculos privados, cada vez más atrevidos, hasta el punto de tener el Senado que ordenar la destrucción de sus altares sobre el Capitolio. La medida tuvo que renovarse en los años 58, 53, 50 y 48, lo que señala su creciente aceptación, pero los triunviros acabaron por autorizar la construcción de un templo a Isis en el año 43 a. de C. También el dios Mitra terminaría por entrar en Italia, traído por antiguos piratas cilicios y por soldados que habían combatido en las campañas orientales de Pompeyo.

F ig . 29.

Asia Menor después de la paz de Apamea

(188 a. de C.).

D ioscurias

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Hay un aspecto que conviene finalmente destacar: cómo la evolución religiosa de Roma en este periodo se imbricó en determinados momentos con la trayectoria política de algunos individuos destacados. Las tendencias partidistas o las necesidades de algunos ambiciosos pusieron muchas veces la religión al servicio de la política. No se trataba de asociar a un dios a la teología de la victoria del Estado romano, como había hecho Mummio con Hércules, tras el saqueo de Corinto en el 146. consagrándole el diezmo del botín. Lo que se buscaba era utilizar a ésta o aquella divinidad en pro de la propaganda personal, lo que no podía más que favorecer las convulsiones y contradicciones religiosas, debilitando la tradición y las creencias es­ pirituales. Así se evolucionó hacia un panorama muy diferente a la época de exacerbación religiosa y nacionalista de la guerra de Aníbal, situación decadente que sólo finalizaría con la reforma religiosa de Augusto. La vinculación de los personajes del momento con los cultos extranjeros es notable y significativa. Mario confiará en las profecías de la Magna Mater de Pessinonte. Sila atenderá ciegamente los consejos del Apolo délfico y encarnará su fortuna personal en la diosa Venus, contribuyendo asimismo a la introducción del culto a Má. En cuanto a César, siempre dispuesto a creer en premoniciones y oráculos, y confiado en su buena estrella, colaboró para dar a Venus su personalidad de diosa de la fortuna y la victoria, que la diferenciaba de la Afrodita griega. Haciendo proceder de tal diosa y de Marte toda su ascendencia familiar, abrió a la religión romana un nuevo camino, el del culto personal, el de la divinización imperial. No obstante, todas estas actitudes, a veces meramente teatrales, se nos muestran en la documentación literaria y epigráfica muy lejos de la indiferencia, escepticismo o ateísmo que, en materia religiosa, acabaron por imponerse entre la juventud romana o algunos sectores sociales cultivados, cuyas tendencias materialistas encuentran eco en la obra literaria de Lucrecio (987-55 a. de C.).

4.

E v o lu c ió n d e la lite r a t u r a ro m a n a

a) Los orígenes de ¡as letras latinas. Para el conocimiento de la más antigua historia de Roma, y de sus orígenes literarios en general, no dispone­ mos de testimonios tan preciosos como en el mismo sentido lo fueron para Grecia los poemas homéricos. A fin de paliar esta deficiente información debemos recurrir a obras históricas relativamente tardías con respecto a esas etapas iniciales, las cuales empiezan a aparecer en el siglo i a. de C. Sin embargo, los autores de tales escritos no hacen mención directa de los documentos en que se basan, limitándose a utilizar las obras de sus anteceso­ res, quienes constituyen así la primera tradición historiográfica romana. Es precisamente la formación y evolución de dicha tradición uno de los problemas más arduos que tienen planteados los filólogos latinos. A veces sabemos que la transmisión de las fuentes documentales se hizo con cierta exactitud. Así ocurre con la Ley de las Doce Tablas, fechada a mediados del siglo V a. de C., de la que nos han llegado algunas prescripciones reelaboradas, y que sabemos era aprendida en las escuelas romanas. O bien con algunos discursos del censor Apio Claudio (fines del siglo iv a. de C.), que eran leídos aún por Cicerón. Prácticamente a este escueto legado puede reducirse el contenido oficial de la literatura latina, antes de la aparición de la primera obra de Livio Andrónico, hacia el 240. Pero permanece problemático el

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estudio de una paralela tradición oral, posiblemente fijada por escrito, como ocurre entre otros pueblos de la Antigüedad. Respecto a qué tipos de documentos subyacen en el fondo de dicha tradición, tenemos algunos indicios relacionados con la vida oficial romana. Puesto que sabemos con certeza que en Roma se conocía ya la escritura en el siglo vi a. de C., es probable que hacia entonces se iniciara una corriente analística que no ha dejado huellas. Documentos públicos primitivos fueron el calendario, confeccionado por los pontífices, el cómputo del tiempo, contán­ dose en época republicana los años por los nombres de los cónsules (en listas llamadas fasti consulares), también el registro de los triunfos milita­ res (fasti triumphales). Conocemos una lista consular, reconstruida parcial­ mente a partir de referencias históricas y material epigráfico, que remonta al primer año de la República, el 510-509 a. de C., pero que es objeto de discusiones. Por otra parte, la tradición de los amales fue iniciada por los antiguos pontífices, que recogieron en ellos los sucesos más notables. También incluyeron noticias sobre la época arcaica de los reyes, en parte fabuladas, aunque quizás demostrativas de que existió una vetusta épica romana, que pudo estar relacionada con la leyenda de Eneas y su llegada a Italia. Tampoco conviene olvidar que dicha tradición antigua pudo estar influida por documentos de carácter privado, aunque correspondientes a la alta sociedad romana: tituli y elogia, que eran breves inscripciones en honor de personalida­ des conocidas, compuestas tras su muerte. La más antigua conservada está en el sarcófago de L. Cornelius Scipio Barbatus, general que luchó en la tercera guerra samnita y cónsul el año 298 a. de C. Tiene el mismo tono retórico y lleno de ostentación de aquellas laudationes que se leían en los cortejos fúnebres, o de los primitivos cantos heroicos sobre los antepasados que, según Plutarco, se recitaban en los banquetes. Esta literatura convencional y falta de objetividad desfiguró notablemente la historiografía romana, como señalaron en su momento autores serios de la talla de Cicerón o Tito Livio. En realidad, los primeros en ocuparse auténticamente de la más antigua historia de Roma fueron los escritores griegos, ya desde el siglo v a. de C. Pero de todo este variopinto legado historiográfico que hemos señalado nada debió quedar en Roma tras el incendio de la ciudad por los galos hacia el 390 a. de C. b) Entre la poesía y el teatro. Son los dos géneros en que se desenvuelve la creatividad literaria a partir del siglo ni a. de C. Fue un acontecimiento histórico, la victoria romana en la Primera Guerra Púnica, el revulsivo que despertó en ciertos autores el interés en narrar tal conflicto, en el que la clase aristocrática senatorial se había destacado con tintes épicos. Así lo hizo Cn. Naevius (274-206 a. de C.), un campaniano autor, entre otras obras, de un poema épico en versos saturninos titulado Poenicum bellum, desarrollando el tema de la primera lucha contra Cartago. Algún tiempo después fue Q. Ennius (239-169 a. de C.), nacido cerca de Tarento, quien siguió los mismos derroteros, relatando la historia romana en un vasto poema de 18 libros, en versos hexámetros, los Annales, de los que sólo quedan unos 600 versos. Su obra causó un fuerte impacto, pues supo conciliar en ella la tendencia general a idealizar el pasado con la visión objetiva y directa de la realidad oficial romana, facilitada por sus importantes amistades en Roma. Tanto Ennio como Nevio recurrieron al verso para componer sus escritos. Por su parte, la primera obra en prosa consagrada a la historia antigua romana la escribió en lengua griega Q. Fabius Pictor (fines del siglo m a. de C.), quien la tituló Annales, pues narraba los acontecimientos por años. Se iniciaba con el re­

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lato de la venida de Eneas a Italia, cerrándose con la Segunda Guerra Púnica. Q. Fabio usó tanto las fuentes griegas como las latinas (fastos, anales, tradicio­ nes orales). También forma parte de esta primera generación analística, honda­ mente influida por la cultura griega, un hombre que, paradójicamente, se mostró acendrado adversario de las corrientes helenizantes, M. Porcius Cato Maior (234-149 a. de C.), el primero en narrar la historia romana en prosa latina. Sus Orígenes, partiendo de la fundación de la Urbs, describían tanto el pasado de Roma, como el de otras ciudades itálicas, ampliando así el horizonte geográfico de los primeros historiógrafos. Otra obra catoniana es el De Agricultura, muy valiosa para el conocimiento de la historia agraria romana. Si la primera analística romana fue fiel exponente de las preocupaciones y éxitos, tanto políticos como militares, de la alta sociedad romana, que asume el papel de protagonista en el desarrollo épico de la antigua historia romana, la otra cara de la moneda, la de las inquietudes, pasiones y sentimientos populares, halló su más cumplida expresión en la escena, en ese escaparate de la realidad humana que siempre ha sido el teatro. Dos nombres ocupan el primer plano de la creatividad dramática en este periodo, Plauto y Terencio. En una época, como la suya, en la que los fermentos culturales del helenismo se dejaron sentir con fuerza inusitada sobre los diferentes estratos de la población romana, sabemos que el teatro desempeñó una notable acción educativa. No sirvieron las obras de ambos autores como manifestación de altos ideales morales e intelectuales, tal como vemos en el teatro griego. En el campo de la comedia, que fue el que cultivaron, calaba más en la multitud plantear casos de moral práctica, o los rasgos más picantes de la psicología humana, aspectos que reflejaban fielmente las actitudes más corrientes de la vida diaria. Así, Plauto (hacia 254-184 a. de C.), oriundo de la Umbría y residente desde muy joven en Roma, se nos muestra tremendamente realista al presentarnos una época en la que una serie de valores ancestrales estaban en abierta decadencia: desdén hacia la vida agrícola, concentración urbana generadora de un gran desempleo, aparición de un artesanado al servicio del lujo ciudadano, etc. De las 130 obras que se le atribuyen, sólo 21 lo eran auténticamente. Entre tonos novelescos y una simple expresividad, Plau­ to se hizo portavoz en ellas de una generación inquieta, cuya problemática moral se buscaba remediar apelando a las virtudes nacionales, amenazadas por las innovaciones foráneas, el escepticismo filosófico o las dudas religiosas. Su perspectiva es, en general, conservadora, y muchos de sus personajes, en especial los parásitos, son representados como agentes de la molicie y depravación griegas, buscándose en última instancia desacreditar el discutido influjo helenístico. Entre sus más conocidos títulos figuran verdaderos roman­ ces del estilo de Menaechmi, Casina o Amphitryon, dramas como Los Cautivos, o comedias de intriga, como la Mostellaria o el Pseudolus, o de interés psicológico, así la Aulularia. Por su parte, Terencio (hacia 190-185 a. de C. -159 a. de C.), antiguo esclavo, probablemente oriundo de Cartago, relacionado luego en Roma con las conocidas familias de los Escipiones y los Emilios, tenía una visión del momento algo distinta. Más sensible y reflexivo que Plauto, de espíritu cosmopolita, estuvo muy imbuido del influjo helenizante y, aunque con otros tonos, en muchas de sus obras late también un cierto afán educativo, un deseo de dar respuesta a candentes problemas sociales, una sincera intención de modificar la posición romana ante la vida griega. Su visión de la sociedad que quería, su mentalidad abierta y humanizante, aparecen tamizadas por actitu­

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des éticas, buscando siempre ofrecer una caracterización psicológica exacta de sus personajes (hereda en buena parte el «reparto» de Plauto), con delicadeza y sinceridad. El alto contenido moral de sus obras les resta parcialmente comicidad y, aunque en su tiempo fueron comprendidas menos, por estar más cerca de los límites del drama que de la farsa, de hecho la perfección y el clasicismo de Los Adelfas, la Hecyra, Heautontimoroúmenos o El Eunuco brillan por encima de la simple genialidad plautina. c) La generación escipiónica. La literatura romana de la segunda mitad del siglo ii a. de C. se polariza esencialmente en cuatro géneros: la tragedia, con lo que se continúa una tradición emprendida ya por Ennio y Nevio, en el momento de formación de una literatura nacional; la sátira, cuyo creador es Lucilio; la tradición analística, que se perpetúa en algunos autores de secundaria importancia, y la oratoria, cuyos principales exponentes son los Gracos. Por lo que respecta a la tragedia latina, se caracteriza durante este periodo por su tendencia a la erudición y por el creciente influjo del Helenismo. Sus dos representantes más destacados son Pacuvio (220-hacia 130 a. de C.) y Accio (170-86 a. de C.). El primero de ambos era sobrino de Ennio, y frecuentó en Roma el círculo de los Escipiones. Sabemos que escribió por lo menos doce tragedias y una praetexta, pero de todo ello sólo nos han llegado fragmentos dispersos. En cuanto a Accio, tenemos en él al más destacado autor de la tragedia romana. Era hijo de un liberto, y compuso numerosas obras, escribiendo también unos «Anales» y algunos trabajos didácticos. Llegó a alcanzar un notable prestigio, hasta el punto de formar parte del «Colegio de los Poetas». Su principal fuente de inspiración fue Eurípides, aportando a sus creaciones dramáticas un sentimiento nacional muy querido a ojos romanos. Lucilio era una personalidad distinta, oriundo de una rica familia ecuestre de la Campania, y atraído en su juventud por la filosofía. Su gran aportación fue crear un género enteramente romano, la sátira, vehículo del espíritu crítico de su pueblo, al que dotó de un ritmo narrativo, de una contextura a menudo dramática y de una finalidad moral. En su obra se patentizan los mismos sentimientos humanitarios que emanan de Terencio, y al mismo tiempo también muchas de las aspiraciones de la nueva sociedad romana, que se había ido curtiendo con los progresos espirituales e intelectuales del Helenis­ mo: el gusto por la libertad, el derecho al otium como réplica de las obligaciones cívicas impuestas a la aristocracia, la atracción por los estudios literarios, etc. De carácter muy independiente, Lucilio rehusó ocupar cualquier tipo de función o cargo, aunque gozó de la amistad de Escipión Emiliano. Su producción literaria alcanzó los treinta libros de sátiras (de los que quedan unos 1.400 versos), en los que dejó asentado el género más identificado con el carácter latino, el mejor vehículo de las inquietudes del momento, tal como lo vemos en escritores posteriores de la categoría de Horacio, Persio o Juvenal. De entre los analistas que escribieron en latín conocemos en primer lugar a L. Cassius Hemina y M. Calpurnius Piso Frugi. Hemina redactó a grandes rasgos, e introduciendo observaciones arqueológicas, toda la historia romana desde Eneas. Calpurnio Pisón compuso unos «Anales» en siete libros, en un estilo sencillo y anecdótico. A ellos podrían sumarse P. Mucio Escévola, cónsul en el 133 a. de C., quien reunió todas las actas oficiales del pasado en ochenta libros, y otros autores de segunda importancia. Los analistas pertene­ cían por lo general a los ámbitos aristocráticos, carecían de capacidad crítica,

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y exponían los episodios de la historia romana análogamente a otros de la historia griega. A partir de los años 130-120 a. de C. se iniciaría en Roma el periodo de la «nueva analística», caracterizado por la tendencia de sus representantes a dramatizar los acontecimientos e insistir en los detalles de los mismos. Continúan la inclinación patriótica de sus predecesores y gustan de trasladar los problemas políticos y sociales de su época, llena de reformas sociales y conflictos civiles, a otras etapas más antiguas. Muchas de las narraciones dramáticas de la historia de las luchas entre patricios y plebeyos, que se hallan en las obras de otros historiadores, proceden de los escritos de tales analistas. Entre ellos pueden citarse Q. Claudio Quadrigario (primera mitad del siglo i a. de C.), que inició su relato en la invasión gala de Roma, y lo continuó en, al menos, 23 libros; C. Valerio Antias, contemporáneo de Sila, que elaboró una historia de Roma en 75 libros como mínimo; L. Cornelio Sisenna (hacia 120-67), que narró en 12 libros la «Guerra Social» y el enfrentamiento entre Mario y Sila, etc. Aunque escribiese en lengua griega y procediese del solar heleno, por haber vivido en Roma y componer una gran obra historiográfica en la que el estado republicano es protagonista principal, creemos que Polibio debe incorporarse a esta panorámica.Nacido en la ciudad arcadia de Megalopolis, participó activamente en las vicisitudes políticas de la Liga Aquea, siendo llevado finalmente a Roma como rehén. Entró en la casa de los Escipiones, y sus vinculaciones con ellos le permitieron conocer directamente a todos los grandes políticos de la época. Viajó a numerosos teatros bélicos de su azaroso tiempo, tanto Grecia como Cartago e Hispania. Su «Gran Historia», en 40 libros, sólo nos ha llegado parcialmente y constituye el primer intento serio de acometer un nuevo tipo de historia, la de carácter universal. Desde el momento en que Roma hace su aparición como gran potencia mediterránea, todas las historias particulares de los demás pueblos se van imbricando con la trayectoria de la República, y los hechos políticos, sucedan donde sucedan, pueden alcanzar amplias repercusiones. Sin embargo, priva en la concepción historiográfica de Polibio una perspectiva estatal, que pone de relieve la idea de la predestinación de Roma como eje capital de la política mundial, dentro de un proceso en el que el Estado romano, como un gran organismo viviente, ha de experimentar una mutación desde sus etapas de alza y apogeo hasta la ulterior decadencia. En el campo de la oratoria fue Ser. Sulpicio Galba, uno de los últimos adversarios de Catón, el primero en trasladar los procedimientos retóricos griegos a la elocuencia latina, rodeándola de patetismo y variados recursos. El género progresaría notablemente con D. Papirio Carbón (cónsul en el 120), para culminar con Tiberio y Gayo Graco, los dos reformadores sociales. Ambos se habían educado en un ambiente culto, y por su cargo de tribunos de la plebe tuvieron frecuentemente que dirigirse a las masas acerca de los más graves problemas del momento. Tiberio destacaba por su elegancia y emotivi­ dad, mientras que Gayo era más patético y dramático, pero más atrayente y con más capacidad de captación. No obstante, lo que conocemos de sus discursos son contados fragmentos, algunos incorporados en la obra de Plutarco. d) La postrera aportación republicana. La primera mitad del último siglo republicano significa para las letras latinas un mayor enriquecimiento, más variedad y, sobre todo, la presencia de autores de un destacado nivel. La activa vida política de tales decenios asiste a un progresivo desarrollo del arte

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de la oratoria, dentro de unos moldes cada vez más latinos, aunque sin abandonarse el estudio de los modelos griegos. Destacan la apertura en el año 94 de la primera escuela de retórica latina, y los primeros tratados sistemáti­ cos que, apareciendo por entonces, contribuyeron a la mejor difusión de tales enseñanzas. En la nueva generación de oradores cabe señalar a M. Antonio (143-87) y L. Licinio Craso (140-91), reconocidos por Cicerón como sus maestros, y Q. Hortensio Hortalo (114-50), educado en la brillantez de las escuelas griegas de Asia Menor, y destacado por sus actitudes y gestos elegantes. Pero todos ellos quedan muy lejos de la altura alcanzada por Marco Tulio Cicerón (106-43 a. de C.). Cicerón procedía de una familia ecuestre de Arpino, y había estudiado filosofía, derecho y elocuencia. En Grecia fue formado por el retórico Molón en los nuevos procedimientos estilísticos de la «escuela rodia», mucho más clásicos. De vuelta a Roma en el 77, alcanzó una gran consideración como abogado, pero tuvo también una activa participación política, logrando hacer abortar, siendo cónsul (63 a. de C.), la conjuración de Catilina. Su posterior trayectoria política, indecisa y agitada, sufriría las variadas alternativas de la época de las Guerras Civiles. De su obra interesan especialmente sus cartas y discursos para el mejor conocimiento de la historia romana en tal periodo. Cicerón no escribió ninguna obra histórica propiamente dicha, pero, siendo un activo político y un hábil narrador, nos da una importante visión de los acontecimientos del momento, la de un protagonista directo de los hechos. Aunque su perspectiva está directamente condicionada por las ideas y posiciones políticas que defendía, su obra constituye un valioso testimonio histórico. Al mismo tiempos, sus discursos, especialmente los judiciales, significan una destacada aportación al campo de la Retórica. Escribió un tratado inacabado sobre la materia, el De inventione, y numerosas piezas que se caracterizan por su complejidad, su cuidada elaboración, su sensibilidad y vitalidad. Se muestra diestro en el arte de convencer con los medios más variados, que van desde la anécdota al énfasis patético. Muchas de estas cualidades se encuentran también en sus discursos políticos, especialmente las «Catilinarias» y las «Filípicas». La obra literaria ciceroniana abarcó también otros campos. Escribió tratados de Retórica, como el De oratore, en tres libros, o el Brutus, y tratados de carácter filosófico, como el De república, donde trató de perfilar su modelo de gobierno ideal, y el De Legibus, sobre temas religiosos y políticos. También el género histórico alcanzó durante este periodo tan complejo cotas muy altas. Dentro de él, Gayo Julio César (100-44 a. de C.) representa un tipo de historiografía de gran valor, la escrita por el mismo protagonista de los hechos. Sus Commentarii de bello Gcillico y sus Commentarii de bello civili recogen acontecimientos bien documentados, en los que César tuvo participa­ ción directa, o de los que se informó a través de sus lugartenientes. En sus libros no faltan detalles que manifiestan su interés hacia los aspectos etnográ­ ficos o geográficos. Cuestión diferente es la veracidad de lo narrado, que, si bien se reconoce generalmente en el Bellum Gallicum, donde relata objetiva­ mente sus campañas en la Galia, parece más problemática en el Bellum Civile, donde busca justificar sus iniciativas y realzar su personalidad, comprometida en la lucha contra el partido pompeyano. Aunque su prosa es sobria, sus narraciones se caracterizan por el dramatismo y la vivacidad que sabe imprimirles su autor. La obra cesariana fue continuada por un directo colaborador, Hircio, quien añadió un octavo libro a los comentarios gálicos,

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y que tal vez escribió el De bello Alexandrino. Un redactor desconocido, aunque sí intimo del dictador, pudo ser el autor de dos libros que tratan de las campañas cesarianas del 46-45 a. de C. en Africa y España (De bello Africano y De bello Hispaniense). También C. Salustio Crispo (86-35 a. de C.) intervino activamente en política como tribuno de la plebe frente a la aristocracia a partir del 52 a. de C. Su obra está marcada directamente por tales actividades, e influida de modo notable por dos modelos, Tucídides y Polibio. Escribió el De coniuratione Catilinae, sobre un acontecimiento contemporáneo del que pudo tener información personal, y el De bello Iugurthino, sobre el conflicto entre Roma y el rey númida Yugurtha. Salustio escribió también unas Historiae en cinco libros, que abarcan el periodo comprendido entre el 79 y 66 a. de C. En dicha obra se nos muestra como un ferviente cesariano, fustigando a la nobleza como culpable de las desgracias y corrupción del Estado romano. Con él tenemos la historia personalista y, al mismo tiempo, la evocación nostálgica de épocas pasadas, aspectos que le constituyen en claro precedente de Tácito. De mucha menor importancia historiográfica es la obra de Cornelio Nepote (hacia 99-hacia 24 a. de C.), un simple vulgarizador de estilo monótono, si bien incluyó en sus escritos algunas nuevas formas de la literatura histórica: la biografía, la recopilación anecdótica, etc. Conservamos muchas de sus «Vidas de los grandes caudillos de los pueblos extranjeros» (al menos compuso 16 libros), y otros escritos de menor importancia. Finalmente, en el terreno de la poesía cabe destacar a Catulo, cuyas composiciones aúnan la forma griega y el sentimiento romano. Por su parte, Lucrecio escribió un poema «Sobre la naturaleza», de honda influencia epicúrea. En cuanto a Varrón, es el mejor exponente de la ciencia y erudición latinas de la época, con un amplio caudal de 74 obras, que englobaban libros de los temas más diversos: filosofía, biografía, compilaciones arqueológicas, gramática, agricultura, etc.

5.

T ra d ició n e innovación en el a rte

a) Una meditada política monumental. El arte romano durante este periodo, como ya hemos visto en otras manifestaciones culturales, estuvo también marcado por la huella del Helenismo. No hay que olvidar que, tras el expolio de buena parte del patrimonio artístico griego a causa de las sucesivas guerras, muchas obras de arte llegaron a Roma, y con ellas buena cantidad de artistas que aportaron nuevas ideas y usos. Como una parte importante del botín no era incautado por los generales victoriosos a título personal, el pueblo romano tenía así la oportunidad de contemplar tesoros artísticos de toda índole distribuidos por los santuarios, calles y pórticos de la capital. Pero no fueron sólo los objetos, sino también los hombres, quienes contribuyeron eficazmente a sensibilizar a la sociedad romana respecto a los logros artísticos del Helenismo. La conquista de Grecia dio origen a una constante inmigración hacia la Urbs de maestros, rétores, filósofos, literatos y artistas, algunos llegados también como cautivos de guerra. Buscaban trabajo seguro y grandes ganancias en sus actividades profesionales, todo lo cual era posible en una capital ávida de novedades, y en pleno proceso de desarrollo y embellecimiento. Paralelamente, y tras una etapa de relativa pobreza, a causa de las necesidades provocadas por la Segunda Guerra Púnica, un lujo material

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cada vez mayor hizo acto de presencia en los, hasta entonces, austeros y sobrios estratos de la sociedad romana. Las victoriosas campañas en Oriente y la explotación de las minas de España favorecieron el aflujo de riquezas, la revalorización de muchas tierras italianas, el desarrollo comercial y artesanal, etc. Al mismo tiempo, los ingresos del tesoro aumentaron considerablemente con las numerosas indemnizaciones de guerra pagadas por los estados vencidos, y los botines vendidos tras cada campaña en provecho del erario público. Todos estos factores repercutieron profundamente en la vida roma­ na. Productos de lujo eran acaparados por los particulares, así los tapices, telas, joyas. En la casa de Paulo Emilio, escultores, pintores y otros artistas rodeaban al joven Escipión. La sociedad, especialmente sus sectores más acomodados y cultos, iba helenizando progresivamente su mentalidad, pen­ sándose que la entrega a las tareas públicas no era óbice, en definitiva, para disfrutar de una vida privada llena de comodidades y refinamientos. En cierto modo, Roma no hacía más que trasplantar para sí la vida lujosa de los reinos que había ido liquidando. Es sintomático que Horacio, como ya antes lo había hecho Plauto, emplease el término reges para designar a la nueva clase de magnates romanos. Con ellos iba a desarrollarse un arte, en el que las nuevas aportaciones exteriores vinieron a yuxtaponerse al legado cultural del pasado. Con los recientes recursos puestos a su servicio en hombres y dinero, el Estado romano pudo acometer por primera vez una política monumental amplia, al mismo tiempo que numerosas obras públicas. Con las sucesivas victorias exteriores llega a Roma la moda de los arcos triunfales, todavía de un sólo vano, cuyo prototipo parece ser greco-oriental. Mayor interés tiene, desde un punto de vista técnico, la construcción de acueductos como el Anio Vetus o el Aqua Marcia. Al mismo tiempo, en Roma, el aumento del tráfico entre ambas orillas del Tiber exigió pronto la erección de algunos puentes de piedra, firmes y sólidos, que pusieron a prueba la capacidad de los ingenieros romanos. El primero que conocemos es el llamado Pons Aemilius, acabado en el 142, al que siguió el Pons Mulvius, en el 109. En cuanto a los templos, permanecieron más largo tiempo fieles a la tradición, conservando hasta inicios del siglo π el estilo heredado de Etruria. Poco a poco, sin embargo, los arquitrabes de madera fueron sustituidos por los de piedra, aunque se mantuvieron los ornamentos de terracota y los revestimientos de estuco. El mármol sólo se introdujo en pequeña escala. Fue en el 146 cuando Q. Caecilio Metello Macedónico construyó en Roma, por primera vez en mármol, sendos templos a Iuppiter Stator y Iuno Regina, al sur del Campo de Marte. El trabajo lo hizo un arquitecto chipriota, pero se siguió usando primordialmente el tufo hasta la apertura, a mediados del siglo II, de las canteras de travertino. También en Roma fue levantado en el 138 un templo a Marte costeado por Iunio Bruto Gallaico, triunfador en España sobre callaeci y lusitani. No obstante, de los monumentos citados, como de la Roma anterior a la gran reforma edilicia de Augusto, apenas nos han llegado restos. Constituye una excepción el conjunto de templos del área de Largo Argentina, que han planteado numerosos problemas en cuanto a su identifica­ ción y datación. Un tipo de construcción introducido en la Urbs desde el mundo griego por tales fechas es la basílica. El primer edificio de esta clase fue levantado durante la censura de Catón, pero no ha dejado huellas. Las basílicas eran grandes salas rodeadas de pórticos, que podían acoger en todo momento a los paseantes o a gentes enfrascadas en discusiones judiciales, negocios

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comerciales, etc. Las dos primeras en importancia fueron la Aemilia, construi­ da por los censores del 179 en la vecindad del Comitium, y la Sempronia, del 169, dispuestas ambas simétricamente en el Foro, dejando en el centro un área tradicional de sacella arcaicos, como el lacus Curtius, con lo cual se conjuga­ ban el presente y el pasado en el centro vital de la ciudad. Otra novedad helénica es el teatro. Los primeros fueron simples construcciones provisiona­ les de madera, y Roma no contaría con uno estable de piedra hasta el erigido por Pompeyo, en el año 55 a. de C. Durante la dictadura de Sila la arquitectura romana realizó notables progresos. Un exponente de ello es el Tabularium, cuya fachada posterior cerraba el Foro. Fue construido en tufo para servir de archivo de documentos oficiales. Introdujo importantes novedades en el empleo de la bóveda, la orde­ nación de arcos y columnas y el uso especializado del orden dórico toscano y del jónico. Importante fue también el santuario de la Fortuna Primigenia, levantado en Praeneste, impresionante construcción a base de terrazas y galerías, que significa el triunfo pleno de las corrientes helenísticas. De menor variedad fueron las actividades edilicias de Pompeyo en Roma, aunque son destacables su Teatro y Pórtico. Muy diferentes son los años de César, que es cuando se empieza a realizar una verdadera planificación urbana de la ciudad del Tiber, enriquecida entonces con notables monumentos. Los proyectos del dictador fueron importantes, pero algunos de ellos quedaron truncados con su muerte. Además de las reformas efectuadas en el Foro republicano (basílica, curia), levantó otro Foro presidido por el templo de Venus Genetrix. Ya para entonces el antiguo foro había quedado insuficiente, a causa de las necesida­ des surgidas por el desarrollo de Roma y el crecimiento de la población y la vida económica. Fuera de la Urbs sobresale fundamentalmente el gran conjunto monumen­ tal de Pompeya, en el que son destacables sus templos de Apolo e Isis, y la basílica, construcciones todas con gran influjo helénico, y ya en el siglo i a. de C. los teatros, el anfiteatro y las termas. Mención especial merecen las casas privadas pompeyanas, que nos permiten conocer cómo eran las mansiones romanas republicanas. Nos han llegado algunas casas de tufo de la denomina­ da «segunda época samnita» (200-80 a. de C ), siendo la más célebre la «Casa del Fauno». En ella se yuxtaponen elementos itálicos y griegos, estos últimos probablemente originarios de Délos, isla muy frecuentada por los negociantes campanianos. La presencia del peristilo implica ciertamente una transforma­ ción en las costumbres, un tiempo dedicado al otium, que se reserva a conversaciones, discusiones filosóficas o literarias (André). Estas ocupaciones, que en Grecia tenían generalmente por marco lugares públicos (el ágora, el gimnasio), se refugian en Roma en los jardines y casas particulares. El desarrollo de la cultura y el pensamiento, hecho colectivo en la Grecia de los siglos v-iv, fue un fenómeno que en Roma se desarrolló durante este periodo en ambientes más restringidos. b) Escultura y artes decorativas. En el campo de la escultura se va a mantener en Roma la larga tradición de las imagines maiorum en cera, barro o madera, pero el hecho más notable en el siglo ii es la introducción de una fuerte corriente retratística griega, correspondiente a la última fase helenística, que va a modificar sustancialmente el concepto del retrato romano tradicio­ nal, y que alcanzárá un mayor nivel en los años de Sila. La influencia griega actuó profundamente para aminorar los rasgos sobrios del retrato romano,

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dotándolo de una mayor vitalidad. Al mismo tiempo, el mármol y el bronce fueron sustituyendo paulatinamente a la cera, madera o terracota. No obstante, y pese al sello helénico, el retrato romano tuvo entidad propia, conservando su realismo y objetividad por encima de todo, así como su carácter popular y personalista. Esto se patentiza no sólo en las esculturas exentas, sino también en las estelas funerarias. Por lo que respecta al gran relieve monumental, frisos históricos conmemorativos de acontecimientos destacados, los dos principales ejemplos para este periodo son el altar de Domitius Ahenobarbus, y los fragmentos que han quedado del que ornaba la basílica Aemilia. Fenómeno distinto lo constituyó la corriente denominada «neoática», que buscó en épocas anteriores la fuente de inspiración, inundando el mundo romano de copias extraídas de los originales del pasado, demandadas sin cesar por las ricas familias atraídas afanosamente por el legado artístico del Helenismo. Los principales talleres de copistas estuvieron en Atenas, y nos han llegado algunos de sus nombres. Produjeron también en gran cantidad relieves, de escasa originalidad, aunque a veces de gran belleza, siendo el tema de las Ménades uno de los más repetidos. Con vistas a la decoración de las mansiones particulares se elaboró en serie el vaso marmóreo con escenas en relieve. Con la misma finalidad decorativa, y con un notable influjo helenísti­ co, se trabajaron también la pintura y el mosaico. El empleo de materiales pobres (hormigón, adobes, ladrillo, etc.) en la construcción de ciertos edificios públicos y viviendas particulares, obligaba a revestir las paredes con capas de estuco, decoradas pictóricamente para realzar la suntuosidad de los interiores. En este caso nos hallamos, no ante verdaderos artistas de primera fila, sino ante simples artesanos que, normalmente, copiaban temas de la gran pintura griega clásica y helenística. En Pompeya se han podido determinar hasta cuatro estilos pictóricos, de los que corresponden a la época que estudiamos los dos primeros, que se caracterizan respectivamente por la simulación arquiectónica y el empleo de la perspectiva. En cuanto al mosaico, los más antiguos proceden también de Pompeya, patentizándose en ellos las diversas corrientes griegas imperantes entonces. El más famoso de todos, el de Alejandro, decoraba uno de los suelos de la ya citada «Casa del Fauno». Dentro del género, hubo un gusto especial por los mosaicos de temas nilóticos introducidos desde Alejan­ dría, caracterizados por las representaciones de animales y plantas exóticos.

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CAPITULO

9

A U G U S T O Y SU T IE M P O (44 a. de C.-14 d. de C.) Angel Montenegro

I. LA A G O N IA DE LA R E P U B LIC A Y EL P O D ER PERSONAL DE O C T A V IO 1.

R eacción re p u b lic a n a a la m u e rte de C ésar

La muerte de César fue seguida de momentos de absoluta confusión. Pues los conjurados carecían de un plan de acción y, sobre todo, de medios para adueñarse del poder. Marco Antonio, que era cónsul aquel año y dueño del tesoro, se entendió con Lépido, jefe del cuerpo de caballería situado en Italia; sólo ellos tenían en sus manos la posibilidad de superar la crisis. Además, ambos, llegado el caso, contaban con el apoyo de los veteranos asentados en Italia y no les sería difícil arrastrar en su favor al pueblo beneficiado por las disposiciones de César. Así, nadie quiso oír el discurso que Bruto había preparado para el Senado, ni nadie siguió a los conjurados cuando con sus puñales ensangrentados recorrían las calles reclamando del pueblo que les siguiera para borrar la memoria de César. Por el contrario, Marco Antonio y Lépido impidieron que el Senado le declarara tirano. La intervención de los más moderados, con Cicerón a la cabeza, trató de evitar la lucha civil y todos propiciaron el entendimiento entre los bandos cesariano y republicano. Marco Antonio y Lépido aceptaron la tregua, entre otras razones porque, sorprendi­ dos e indecisos, querían ganar tiempo. Pero los acontecimientos empezaron a tomar otro cariz el día de los funerales de César, cuando Marco Antonio ante el cadáver ensangrentado leyó el testamento que hacía heredero de sus bienes a Octavio y al propio pueblo romano. Entonces empezó a producirse un movimiento de la multitud que, airada, clamaba venganza sobre los asesinos e intentando tomar la justicia por sus manos obligó a huir a los asesinos. 2.

La g uerra de M ó d e n a . O ctav io en escena

Comprobada y alentada la reacción del pueblo hacia todo lo que César había representado, Marco Antonio y Lépido se fueron adueñando rápida­ mente de la situación. En el mes de mayo, cambiaría el curso de los acontecimientos al hacer Octavio su aparición en Roma reclamando la herencia de César. Venía de Apollonia donde por orden de su tío vigilaba los preparativos del ejército allí destinado para la campaña de Oriente. A sus 192

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dieciocho años, su intervención prudente y mesurada no despertó mayores susceptibilidades en ninguno de los dos bandos, optimates y populares. Pero el partido de los viejos republicanos, aconsejados por Cicerón, trató de utilizar en su provecho la simpatía que por doquier despertaba Octavio con su sola presencia y por el solo hecho de ser hijo y heredero de César. Octavio se limitaba por entonces a restituir la memoria y el reconocimiento público hacia la obra de su padre adoptivo y recordar los antecedentes divinos de la gens Iulia; y no dejó de proclamarse reiteradamente «hijo del divino César». Los optimates deseosos de restituir la vieja tradición republicana prestaron apoyo a la reivindicación deOctavio porque veían en él el único posible contrapeso a las ambiciones de M. Antonio, de cuyos designios y métodos, por otra parte, dudaban y no sin razón. Pensaban que Octavio podía arrastrar tras sí al ejército del que carecía en absoluto este partido republicano y que por su juventud no sería elemento peligroso. En todo caso no podían jugar otra carta. Tras los momentos primeros de confusión resultó que Décimo Bruto, uno de los asesinos de César, se hizo fuerte en la Cisalpina sobre la que ejercía el mando proconsular: se refugió en Módena. Antonio decidió expulsarle de esta posición peligrosa y marchó a su encuentro. Pero entre tanto los nuevos cónsules del 43, Hircio y Pansa, amigos de César, reclutaron otro ejército al que se les unió Octavio, que en calidad de propretor reunió también un ejército entre los veteranos de César. En consecuencia, el ejército de los cónsules, unido al de Octavio, contratacan al de M. Antonio y Lépido que asedian en Módena a Décimo Bruto: se había llegado, de la intriga en Roma, a la guerra civil declarada. En abril del 43, ante Módena luchan y vencen los ejércitos consulares a los de Antonio y Lépido que hubieron de huir. Pero en la refriega murieron los dos cónsules, Hircio y Pansa, con lo que Octavio quedaba como jefe único vencedor. Hizo patentes entonces sus verdaderas pretensiones: solicitó uno de los puestos vacantes de cónsul; pero, como el Senado no estaba dispuesto a instaurar un nuevo dictador, se opuso a ello resueltamente. Sin dudarlo, Octavio ocupó Roma con sus tropas victoriosas y por la fuerza se hizo proclamar cónsul; e inmediatamente después, rompiendo con sus aliados republicanos, buscó el entendimiento con Marco Antonio y Lépido. Entre tanto reunió un tribunal en Roma que condenaba abiertamente a los asesinos de César, lo que dará a Octavio arma legal para combatir a Bruto y Cassio que en Oriente se dedicaban a reclutar un ejército. 3.

El Segundo T riu n v ira to y el re p a rto del m undo

A partir de este momento el joven Octavio actuará de hombre fuerte en la hasta entonces confusa situación de Roma. Se reúne con M. Antonio y Lépido en la isla de Reno, cerca de Bolonia, donde llegan al acuerdo de constituir un nuevo Triunvirato, el segundo, para un reparto de poderes. Dan carácter legal a su asociación, que sanciona la lex Titia votada por los comicios. Serán Triumviri Rei Publicae constituendae con potestad individuali­ zada de dictar leyes; ostentarán el imperium por cinco años y la facultad de nombrar a todos los magistrados. Al mismo tiempo se distribuyen las provincias disponibles que eran las de Occidente: Africa, Sicilia y Cerdeña para Octavio; Hispania y la Narbonense para Lépido; Galia Cisalpina y Transalpina para M. Antonio. Al dirigirse a Roma redactan unas listas de proscritos en las que cada triunviro incluye a sus más directos y personales

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enemigos y de los que no se libraron algunos de sus propios familiares y amigos; perecieron trescientos senadores y tres mil del orden ecuestre, entre ellos un tío de Antonio, un hermano de Lépido, un tutor de Octavio. Cicerón figuraba como predilecta víctima del odio de Antonio; fue alcanzado y de­ capitado cuando intentaba embarcarse en Gaeta. Paralelamente se procedió a la confiscación de sus bienes, pues los triunviros necesitaban amasar dinero para las futuras campañas. En efecto, tenían que combatir en un doble frente. Sobre el mar, a Sexto Pompeyo, a quien el Senado tras la victoria de Módena había entregado el mando de la flota, lo que le había permitido adueñarse de Córcega y Cerdeña e incrementar su ejército con esclavos y proscritos que habían logrado escapar a la persecución de los esbirros de los triunviros. También debían combatir a Bruto y Cassio en las provincias de Oriente, que habían recibido del Senado inmediatamente después de Módena; allí iban a reforzar su ejército con proscritos y las flotas locales. Además, con fuertes exacciones practicadas en Iliria, Macedonia y Siria recaudaron grandes sumas de dinero, con lo que añadieron a las legiones allí existentes nuevos contingentes de tropas.

4.

La v ic to ria de Filippos

Así, Bruto y Cassio pudieron reunir en Macedonia 80.000 infantes y 20.000 jinetes, a la vez que su flota dominaba el mar Jonio y dificultaba la intervención de los triunviros desde Italia. La verdad es que era un ejército sólo teóricamente fuerte, pues estaba integrado por contingentes poco identi­ ficados con la moral de los republicanos y muy desunidos en sus cuadros de mando. Para no desintegrarse necesitaban, pues, enfrentarse rápidamente a los triunviros. Octavio y Marco Antonio, tras salvar graves dificultades en la travesía del mar Jonio caminaron a su encuentro. En otoño del año 42 a. de C. se enfrentarían en las llanuras de Filippos. En una primera batalla, Bruto consiguió desbordar a las tropas del ala que mandaba Octavio, pero, por su parte, M. Antonio deshizo materialmente el cuerpo del ejército de Cassio, quien se suicidó para no caer prisionero. Días después la conjunción de los ejércitos de los triunviros dio fácil cuenta de las tropas de Bruto, muchos de cuyos soldados se pasaron a las filas enemigas. Bruto también acabaría suicidándose. El verdadero artífice de la victoria había sido el experto militar Marco Antonio; pero ambos por igual se entregaron a una matanza cruel de los vencidos republicanos y sólo la escuadra consiguió huir, pasando a engrosar en Occidente las filas de Sexto Pompeyo, que quedaba como único defensor de las reducidas fuerzas republicanas. Después de Filippos se procede a un nuevo reparto del Imperio, ahora en detrimento de Lépido a quien se le presuponía un entendimiento con Sexto Pompeyo. Así pues, Antonio recibía la Galia Transalpina (la Cisalpina se incorporaba a Italia que quedaba exceptuada de una atribución personal) y Africa; para Octavio serían todas las provincias hispanas y Numidia. Por otra parte. Octavio afrontaría la tarea de dar las tierras prometidas a los veteranos, mientras Antonio reforzaría el degradado prestigio de Roma en Oriente y allegaría dinero para la adquisición de tierras que exigían estos repartos a los soldados licenciados. Poco después, eliminadas las sospechas, Lépido recibiría Africa a la vez que la Narbonense pasaba a Octavio, lo que suponía vía libre desde Roma a Hispania donde iba a actuar en años sucesivos. Mientras,

F ig .

30.

Oriente en tiempo de Marco Antonio (42-31 a. de C.).

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Antonio creía poder fraguarse su futuro en Oriente y precisamente en Egipto junto a Cleopatra.

5.

O c ta v io d ueñ o único de O cc id e n te

La situación de Octavio en Occidente no se presentaba nada halagüeña, pues se enfrentaba a graves dificultades: el reparto de tierras a 170.000 veteranos que reclamaban con insistencia el precio de su participación en la guerra civil; la presencia de Sexto Pompeyo que, dueño del mar, bloqueaba Italia; y, finalmente, las intrigas de los parientes y partidarios de M. Antonio en Roma que maniataban la política de Octavio y no desaprovechaban ninguna ocasión de minar su poder. Veremos cómo Octavio las supera, y en pocos años se convierte en dueño único de Occidente. Roma padecía escasez de víveres debido a que su normal abastecimiento era impedido por la escuadra de Sexto Pompeyo. que ocupaba Córcega, Cerdeña, Sicilia y algunas regiones del sur de Italia; bloqueaba prácticamente toda Italia. Además, el malestar se generalizó con las abundantes confiscacio­ nes que afectaron incluso a ilustres personajes como Propercio y Virgilio. Esta circunstancia fue aprovechada por Lucio Antonio, hermano de Marco Anto­ nio, y Fulvia, su mujer, que deseaba ver a su esposo libre de los encantos de Cleopatra en Alejandría: quisieron provocar su vuelta y explotaron el males­ tar de Italia haciendo grandes promesas de restituir la República; reunieron un ejército de 100.000 hombres y se adueñaron de Roma. Octavio reaccionó y les obligó a refugiarse en Perusa y luego a capitular; con ello se convirtió en dueño único de Italia (año 41 a. de C.). Entonces acudió Marco Antonio con un sólido ejército y desembarcó en Brindis. Pero, como ni los soldados ni los triunviros deseaban combatir, pactaron. Octavio añadiría la Galia y Marco Antonio recibía oficialmente todas las provincias de Oriente (año 40 a. de C.). La nueva etapa hacia el poder la cumpliría Octavio logrando el señorío de los mares de Occidente. Aquí tenía Octavio otro grave problema con Sexto Pompeyo a quien los triunviros por el pacto de Misena hubieron de reconocer oficialmente sus poderes sobre las islas italianas. Pero, eliminado de Occiden­ te Marco Antonio, Octavio optó por deshacerse también de Sexto Pompeyo y le atacó por medio de su experto general Agrippa: le deshizo en dos batallas navales. Sexto Pompeyo hubo de huir a Oriente, donde fue apresado y condenado a muerte. Octavio completaba su dominio añadiendo Córcega y Cerdeña (año 36) y con ello toda Italia respiró en paz, se vio libre del hambre y bajaron los precios del pan. Mas, como Lépido, que le había ayudado y ocupado Sicilia, quisiera quedarse con ella, además de Africa, Octavio le desposeyó sin que sus tropas intentaran siquiera defender sus intereses. Hasta el año 12 en que murió conservaría Lépido tan sólo el título de Sumo Pontífice.

6.

O c ta v io d u eñ o único del Im perio: b a ta lla de A c tiu m (31 a. de C.)

Entre tanto se afianzaba Octavio en Occidente y solucionaba uno tras otro sus problemas, la actuación de Marco Antonio en Oriente no despertaba ninguna simpatía entre los romanos. Entregado al amor de Cleopatra de la que

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31.

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Batalla de Actium, año 31 a. de C.

tuvo varios hijos, se había malquistado la opinión de su esposa Fulvia. Fracasó estrepitosamente en el año 36 frente a los parthos, pues hubo de batirse en retirada y perdió 20.000 soldados. La campaña que efectuó dos años después en Armenia fue de escasos resultados. Por el contrario, Octavio conseguía asegurar en Pannonia la posición romana y pacificaba la región iliria del Adriático. Las relaciones entre Octavio y Antonio, que nunca fueron sinceras, habían cubierto al menos las apariencias. El matrimonio de Marco Antonio con Octavia, hermana de Octavio, que realizó a la muerte de Fulvia, apenas suavizó las tiranteces. Se agravaron desde que, sintomáticamente, Marco Antonio la repudió. A continuación Octavio publicó el testamento de Marco Antonio que confirmaba sus arbitrarias donaciones hechas a Cleopatra y sus hijos; con ello se reconocía la realeza egipcia sobre algunos territorios romanos de Asia. Una hábil propaganda sistemáticamente difundida en Roma por Octavio y los adversarios de Marco Antonio acentuó las diferen­ cias entre Oriente-Occidente y presentaba a Cleopatra como la auténtica enemiga de Roma, donde eran bien conocida su ambición y desenfado. La opinión de Occidente se inclinó abiertamente por Octavio. Logró que las provincias le jurasen fidelidad personal y se le vinculasen en la condición de clientes. Por otra parte, frente a las pretensiones monárquicas de Antonio y su apoyo a Cleopatra para restituir el reino de los Ptolomeo, Octavio logró del Senado una explícita y concreta declaración de guerra a Cleopatra. Fue un modo de reprobar la política de Marco Antonio: fracaso real frente a los parthos, pública ostentación de una extranjera con desprecio de Fulvia y Octavia, sus sucesivas esposas, celebración de un triunfo pretendido sobre los

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parthos y precisamente en Alejandría, reparto entre los hijos de Cleopatra de Chipre, Creta, Cilicia, Fenicia y Judea. No fue difícil para Octavio hacer ver a los romanos, italianos y pueblos de Occidente en general, que él representaba la tradición y la defensa del Imperio frente a la amenaza de barbarie y esclavitud encarnada en Oriente. Antonio disponía de un fuerte ejército de 100.000 infantes, 15.000 jinetes y 500 navios sobre las costas jónicas de Grecia. Octavio, por su parte, aunque contaba con un ejército menor, 80.000 hombres y 400 naves, era mucho más sólido y estaba dirigido por su excelente general Agrippa. Además, en el ejército de Antonio había muchos emigrados cuyas simpatías se inclinaban por Octavio y Occi­ dente a la vez que la flota egipcia aportada por Cleopatra no guardaba suficiente coherencia. En septiembre del año 31 frente a Actium, en el golfo de Ambracia (Grecia), se enfrentaron las escuadras y en el curso de la batalla la nave de Cleopatra emprendió la huida y fue seguida por toda la escuadra egipcia y también por Antonio. El resto de la flota, sin dirección ni moral, fue fácilmente derrotada. El ejército de tierra tampoco tardó en rendirse. Más tarde, en el verano del año 30, cuando Antonio, que se había refugiado en Alejandría con Cleopatra, trató de detener el ataque de Octavio, su ya escaso ejército apenas resistía y se pasaba en masa a las filas enemigas. Antonio acabó suicidándose; poco después Cleopatra, hecha prisionera y tras intentar vanamente seducir a Octavio, seguiría su ejemplo. Los dos hijos mayores de Cleopatra fueron muertos y el Estado egipcio pasó de protectora­ do a provincia romana, directamente administrada por Augusto, aunque manteniendo su propio sistema administrativo. También se apropió del inmenso tesoro de los reyes de Egipto e impuso un fuerte tributo. Al fin era dueño único del acrecentado Imperio Romano: de ahora en adelante se entregaría a la tarea de completar la desarticulación del sistema político de la República y a sentar las bases del nuevo régimen con la reorganización de la administración en la que el ejército y la burocracia serán piezas clave. Su largo reinado consolidaría unas reformas realistas y sistemáti­ camente calculadas; y que todos, convencidos del necesario e irremediable cambio, aceptaron. Por igual amplió las fronteras del Imperio en una tarea ininterrumpida durante toda su vida. Así, en suma, culmina un período de crisis y convulsiones políticas y sociales que sentencia la desaparición de la Respublica Romana y nace para otros cinco siglos el Imperium Romanum, que recibirá de manos de Octavio Augusto las líneas maestras de su estructura polí­ tica y social.

II.

LA P O LITIC A EXTERIO R DE A U G U S T O

Son patentes y bien conocidas de antiguos y modernos historiadores tánto las dotes y obra singular de Augmto en cuanto organizador del Imperio como su escasa condición de estrategíá)^ hombre de vida militar. Sin embargo, una vez logrado el mando único y restablecida la paz interior, impulsó y alcanzó grandes resultados en política exterior. De hecho, en su tiempo, el Imperio romano aumentó sus fronteras como no lo hiciera ningún otro general romano. Contó para ello con grandes estrategas/ como Agrippa, Tiberio, Drusso, Mesalla, Lollio o Sulpicio Quirino, qúienes, bajo su inspiración fueron desarrollando su sistemática política de expansión. Sus planes fueron

LA POLITIC A EXTERIOR DE A U G U STO

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ciertamente ambiciosos. Aunque renunció a los atrevidos ideales de César para someter la Britannia y a parthos y thracios, sus metas no dejaron de ser también audaces; pero siempre estuvieron presididas por el sentido de realismo y de eficacia que caracterizó la obra de Augusto. De ahí que el éxito fuera coronando prácticamente todas sus empresas. Buscó en primer término rematar la conquista de tierras que sólo las interminables guerras civiles del siglo i a. de C. habían retardado: Cantabria en la Hispania Citerior, los bordes alpinos de Italia, Egipto y Galatia en el centro de Asia Menor. Eran anexiones que, o no exigían esfuerzo militar o se esperaba al menos que no necesitarían largas campañas. Luego se propondría, mediante el sistema de protectorados o conquista, fijar unos límites cómodos al Imperio sobre el Rhin, el Danubio, Oriente y Africa. Sólo fracasaría su propósito en el Rhin, donde, al fin casi de su vida, presenciaría un auténtico desastre en Germania con el abandono del límite del Imperio que Augusto buscaba sobre la línea Elba-Danubio y que suponía la doble ventaja de acortar el limes defensivo e incorporar al Imperio a unos pueblos tan valerosos como temibles; en consecuencia hubo de contentarse con afianzar la línea Rhin-Danubio frente a la amenaza germana. Inmediatamente después de Actium, Octavio se empeñó en esta tarea de política exterior que exigía la recuperación de su prestigio personal y la gloria de Roma. Porque hasta ahora Octavio había mostrado su habilidad y logrado grandes triunfos, pero sobre enemigos personales y que, al fin y al cabo, eran prohombres romanos y en campañas que habían exigido cuantiosas vidas y dinero sin acrecentar el poder de Roma. Se hacían, pues, precisas nuevas empresas contra auténticos enemigos de Roma y que dieran gloria a los generales, ingresos al erario, tierras a los ciudadanos y negocios a los comerciantes. 1.

El re m a te de la c o n q u ista en la G alia e H ispania

Como dueño único del Imperio, la primera empresa planificada por Octavio fue la conquista de Cantabria que se prometía fácil y de consecuen­ cias importantes: eliminación de los sistemáticos saqueos y depredaciones que venían practicando los cántabros sobre las poblaciones limítrofes del valle del Duero, reducción de los contingentes militares desplazados a las provincias hispanas, explotación de las ricas minas de oro y otros metales en el noroteste de cuya existencia se tenían noticias claras y de los que entonces escaseaba el Imperio. Ya en el año 29 a. de C., Stalilio, legado de Augusto, ocupó las tierras de los vacceos y expulsó de ellas a los cántabros y astures, de los que se habían hecho aliados; idéntica labor de limpieza sobre tierras del Duero practica Calvisio Sabino, el año 28 a. de C., y se afianza en las ciudades de Astúrica y Bergidum, en los bordes mismos del sistema montañoso. En el año 27 a. de C. cumple idéntica misión Sexto Apuleyo. A finales del año 27, o comienzos del 26 a. de C., Octavio en persona se desplaza a Tarraco para dirigir la guerra de Hispania. Viene por la Galia, donde también se dedica a rematar la tarea pacificadora, tras la sumisión de Aquitania llevada a cabo por Agrippa en el año 38 a. de C. Sucesivamente habían tenido que intervenir también en las tierras vecinas, para sofocar ciertas revueltas, M. Mario Gallo el año 30 sobre los treviros, Carrinas el año 29 sobre los morinos y. Messala el año 28 sobre los aquitanos. Octavio dedicó el año 26 a preparar meticulosamente sus campañas contra los cántabros.

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Reúne siete legiones y auxiliares con un total que quizá alcanzaron los 70.000 combatientes. Dispuso la ayuda de una flota con la que, además, allega trigo de Aquitania y que se encargará de completar la presión por mar a los puertos de Cantabria y desde la que se secundan los ataques principales. Le ayudarían Antistio Veto en calidad de legado de la Hispania Citerior y P. Carisio como legado de la recién creada provincia Lusitania y que había sido desgajada de la Hispania Ulterior Bética. El ataque simultáneo se hace en la primavera de 1 año 25: por mar con la escuadra y probablemente la legio XI hispana; las dos legiones de Carisio desde Astúrica y las cuatro de Antistio desde Segisama. Penetran en las montañas y, como la resistencia es feroz y las condiciones del suelo y el clima se hacen extremadamente duros, Octavio, enfermo, vuelve a Tarraco y deja a sus legados proseguir la lucha. Al fin ocupan las tierras que van de los límites galaicos en Lugo hasta las tierras vascongadas actuales. A finales del año 25 Octavio, desde Tarraco, da la sumisión de los cántabros por realizada y con parte de sus veteranos licenciados funda Emérita y vuelve a Roma. Con todo, la tarea de pacificación hubo de seguirse en los años siguientes con la principal misión de destruir los poblados cántabros y astures de la montaña y obligar a la población a descender al llano; buen número de estos indígenas reacios a las exigencias de Roma eran vendidos como esclavos en la Galia. En el año 19 a. de C. hubo de volver Agrippa al norte de Hispania, pues habían retornado no pocos de los cántabros que servían como esclavos en la Galia, tras asesinar a sus dueños. La lucha, en este año fue feroz y Agrippa practicó un auténtico genocidio frente a la desesperada resistencia cántabra. Desde entonces, y salvo escasos e intrascendentes momentos de rebeldía, la pax romana sería una auténtica realidad en las tres provincias hispanas: Hispania Ulterior Baética, Hispania Ulterior Lusitania, Hispania Citerior o Tarraconense. Pronto veremos que sólo quedan de guarnición en Hispania tres legiones: VI Victrix, X Gemina y IV Macedónica. Mientras, las tierras hispanas se llenan de vías y las mismas gentes del noroeste empiezan a nutrir las tropas reclutadas por Augusto, integradas en las unidades auxiliares, alae y cohortes. Y de las ciudades más romanizadas salen para Roma hispanos que participan en los negocios, las letras y la política con carácter de protagonistas durante largos años. También por entonces sería fundada con veteranos licenciados la ciudad de Caesarau­ gusta sobre los bordes del río Ebro. 2.

La protección de las fro n te ra s alpinas de Italia

y el A lto Danubio Augusto presintió el peligro bárbaro que podía desencadenarse sobre Italia no sólo desde la Galia, sino también desde los bordes nortes de los Alpes, partiendo de las tierras del alto Rhin y el alto Danubio, donde existían pueblos fuertes aún sin conquistar. Su plan era llevar la frontera romana a la línea Elba-Danubio, sometiendo a los germanos más allá del Rhin y a todos los pueblos del margen derecho del Danubio. Con ello protegería la frontera norte de Italia y garantizaría la defensa de Dalmacia y Macedonia expuestas a idéntica amenaza por los pueblos del medio y bajo Danubio; también permitiría desarrollar y afianzar las comunicaciones terrestres Oriente-Occidente de gran interés económico y militar. Ya Octavio en persona había intervenido en la franja de Dalmatia donde

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el poco firme dominio de Roma había naufragado a la muerte de César. Combatió allí durante tres años. 35-33 a. de C.; fortificó Trieste (Tergeste) y consolidó el dominio romano incluso hacia el interior. También por enton­ ces, año 34, Valerio Messala sometió a los salasios en los Alpes occidentales. Más tarde, A. Terencio Varrón, en el año 25, acabó la conquista y fundó la colonia Augusta (Aosta); el año 14 a, de C. sería el turno de sumisión de los ligures de los Alpes marítimos con lo que se completaba el dominio del arco montañoso que rodea Italia. Por igual, durante el año 15 a. de C., la acción combinada de Drusso y Tiberio concluyó con una victoria sobre el lago Constanza con la subsiguiente anexión de Rhaetia y Vindelicia. La anexión de Norica y Pannonia fue obra de Agrippa el año 19 a. de C.. y rematada sucesivamente por P. Silio Nerva el año 16, Tiberio, entre los años 12 y 9 a. de C. y Sexto Apuleyo. el año 8 d. de C. Consiguientemente fueron convertidas en provincias romanas: Alpes marítimos (14 a. de C ), Rhaetia y Vindelicia (15 a. de C.), Noricum (16 a. de C.), Pannonia (10 d. de C.). 3.

La co n q u ista de G erm an ia y el fracaso de la línea del Elba

Tras la pacificación de la Galia con las sucesivas intervenciones de Agrippa, Nonio Gallo, Carrinas y Messala y el afianzamiento romano en las provincias de Rhaetia, Noricum y Pannonia, Octavio planificó prudente y meticulosa­ mente la progresión sobre los bárbaros de más allá del Rhin y del alto Danubio, habida cuenta de que el curso superior de ambos ríos, en el triángulo de los agri Decumates, no ofrecía una buena frontera natural para el Impero, pues no hay línea natural defensiva y es escaso el caudal de agua;

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tanto menos frente a una población numerosa y organizada como eran los germanos. Ya habían demostrado su peligrosidad y M. Lollio tuvo un serio revés el año 16 a. de C. frente a los sygambros y tencteros, mientras rhetios y pannonios hacían peligroso el norte de Italia. La invasión de Germania se haría por Druso entre los años 12 al 9 a. de C.; ayudado por una flota hizo penetrar sus legiones curso arriba de los ríos Meine y Lippe. Sometió a los bátavos, frisones, chaucos, bructerios, angrivarios, cheruscos, sygambros, tencteros y cheruscos. Ya, en el año 9 a. de C., Druso había alcanzado prácticamente toda la orilla izquierda del Elba. En el alto Elba, Marbod con los marcomanos y cuados formó un reino que alcanzaba el Danubio medio. Mas, cuando todo auguraba un éxito final de la empresa de Druso, sufrió un accidente y murió. Tiberio afianzaría la sumisión germana en los años 8 y 7 a. de C., y la proclamaba provincia romana. Tocaba ahora el turno a la sumisión del poderoso reino de Marbod con los marcomanos. Ya en los años 8 y 7 a. de C., se había iniciado el cerco de Marbod, partiendo, como era lógico, desde el Danubio. Entonces Domicio Ahenobarbo traspasó el Rhin y penetró en el alto Elba. Pero la conquista efectiva de Bohemia no se intentaría hasta el año 6 d. de C., a cargo de Tiberio, desde el Danubio, con un imponente ejército de doce legiones apoyadas por otras cinco que actuarían desde el Rhin. Mas, entonces, el año 6 d. de C., una insurrección de dálmatas y pannonios ocupó durante tres años la actividad militar en la zona. Al fin, el año 9 d. de C., Tiberio pudo celebrar su triunfo sobre los rebeldes ilirios y todo estaba dispuesto para reemprender la acción decisiva sobre los germanos. Inútil presagio porque, a poco, en ese mismo año 9 d. de C., Varo, jefe de las legiones del Rhin, sufrió un tremendo descalabro. Varo era homre presuntuoso y confiado y, ante la aparente calma de los germanos, fue víctima de la traición de un príncipe de los cheruscos, Arminio, que estaba al frente de un cuerpo auxiliar de Roma y gozaba de la amistad de Varo. Tres legiones, tres alas y seis cohortes fueron sorprendidos en los bosques de Teutoburgo cuando se dirigían a los cuarteles de invierno: resultaron totalmente aniquilados. Los generales de Augusto tomaron algunas venganzas con posterioridad a esta fecha, pero creyeron más oportuno proceder a una consolidación de la línea del Rhin-Danubio. El fracaso de Varo supuso un rudo golpe a la calculada estrategia de Augusto y se produjo en los últimos años de su vida, cuando ya no había posibilidad de rectificar la política de anexión, que, por lo demás, se presentaba más difícil de lo que se había previsto. Con Tiberio se establecería un ejército fijo sobre el Rhin: ocho legiones, más una serie de unidades auxiliares hasta un total de unos 80.000 hombres; se reforzaba la serie de construcciones defensivas que se añadían a la ya natural dificultad estratégica de salvar el medio y bajo Rhin. Pero, a pesar de ello, los pueblos germanos se convertirían desde entonces en la pesadilla constante de la subsistencia misma del Imperio Romano, por su relativa facilidad de amenaza directa a Italia y a las fronteras del Imperio de Occidente en general.

4.

El avan ce g en eral de la fro n te ra hacia el D anubio

La expansión sobre el Danubio se fue desarrollando en lógica conexión con la política germana. El desastre de Varo determinaría la línea danubiana. Salvo en una pequeña zona de protectorado en Thracia donde había un rey

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cliente de Roma (la actual Bulgaria menos la franja danubiana), las fronteras del Imperio buscaron el ancho y seguro cauce del Danubio medio y bajo. En los años 30 y 29 a. de C., el gobernador de Macedonia, M. Licinio Crasso, había vencido a los getas y bastarnos que habían invadido la zona y los expulsó al otro lado del Danubio. Luego, en diversos arreglos de años sucesivos Aelio Cato situó a cincuenta mil getas como colonos en la orilla derecha del Danubio. La paz se generalizó y sobre la región Thracia se mantuvo un reino cliente de Roma; al final del gobierno de Augusto se definen las provincias de Moesia Superior y Moesia Inferior. Poco después de Augusto, en el año 46 d. de C., Thracia se incorporará también como provincia romana. La defensa del Danubio se estructura con unidades auxiliares en el alto Danubio, tres legiones para Pannonia, dos en Moesia Superior; mientras la Moesia Inferior será defendida por el propio rey vasallo de Thracia; dos legiones de reserva se sitúan en Dalmacia. En total unos 70.000 hombres. Finalmente sobre la península de Crimea y las tierras costeras del Bosforo surgirá en tiempos de Augusto (14 a. de C.) un reino vasallo. El hecho se produjo cuando Agrippa envió a Polemón para regular la sucesión del rey. Polemón desposó con la viuda del rey muerto, Dynamis, y Augusto le reconoció como rey vasallo. 5.

La reg u lació n de los problem as fro n te riz o s en O rie n te

El mantenimiento de reyes vasallos amigos de Roma sobre la región del Ponto Euxino, Thracia y Bosforo, era importante para la estabilidad en el Próximo Oriente y con la mira puesta en los siempre peligrosos parthos. Augusto va a ampliar esta política de amistad, al tiempo que establece en Asia Menor un ejército fijo de tres legiones más unos contingentes de tropas auxiliares, hasta un total de unos 30.000 hombres. Por lo demás se mantuvo en los límites tradicionales desde Pompeyo; y Augusto actuó allí más con la diplomacia que con las legiones. Tendió a convertir los protectorados en provincias romanas: Galatia, en 25 a. de C.; Judea, Samaria e Idumea, el año 6 d. de C. Una intervención de Tiberio en el año 25 puso a Tigranes III al frente de Armenia en calidad de protectorado; más adelante se puso al frente del reino armenio Vardanés, surgido de la dinastía de los reyes parthos. Pero el intento augústeo de colocar a los parthos bajo el protectorado romano fracasó definitivamente el año 11 d. de C. Solamente se combatió de verdad en Arabia en este intento de arreglar los problemas de Oriente; hubo una expedición sobre Arabia a cargo de Aelio Gallo, prefecto de Egipto, que, aunque no se tradujo en anexiones efectivas, provocó una corriente del comercio hacia los puertos egipcios del Mar Rojo. También a favor de las buenas relaciones romanas en las fronteras de Mesopotamia se inició una época de prosperidad para las ciudades caraveneras: Damasco, Petra, Palmyra. El camino hacia el comercio con la India se vio favorecido y acorde con el interés que habían mostrado las embajadas que desde el Pendjab había recibido Augusto en Tarragona, el año 25, y en Samos el año 20 a. de C.

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6.

H acia la e s ta b ilid a d de las fro n te ra s de A fric a

El mismo sistema de anexiones o protectorados cerró por el norte de Africa el Mare Nostrum, con toda una serie de territorios y países entrados en la esfera de Roma. Tras la anexión de Egipto como provincia después de Actium, el prefecto disponía de tres legiones y tropas auxiliares hasta unos 25.000 hombres. Pues había que garantizar la paz de este granero de Roma e impedir los peligrosos ataques de los etiopes, siempre dispuestos a ocupar la rica franja del Nilo. Augusto optó por ocupar la Dodekaskene (baja Nubia) y levantar una barrera de fortificaciones por el único sitio de invasión posible: el valle del Nilo. Fijó allí tropas auxiliares de vigilancia y dos legiones; una tercera legión se situó en Alejandría. El resto de la franja romana de Africa apenas si recibió modificaciones de carácter militar; salvo en Mauritania, donde, en el año 15 a. de C., Juba ocupó la titularidad del reino en calidad de protectorado. Una legión en la provincia de Africa y una serie de colonias militares garantizaba la paz contra las irrupciones posibles de las gentes del desierto. La estrechez de la franja útil cultivable que iba del desierto al litoral Mediterráneo, entre Libia y las tierras del Rif, y la inconxistencia de sus poblaciones nómadas no podían permitir a Roma mayores dispendios en su acción defensiva; de momento Roma se limitó a proteger las zonas más ricas y colonizadas por gentes italianas.

III. 1.

LA REO R G ANIZAC IO N DEL IM P E R IO

Bases id eo lóg icas y poderes reales de A u g u sto

El sistema constitucional de la República Romana venía demostrando su total incapacidad para gobernar el vasto y pluriforme conjunto de tierras y pueblos. Roma, según observara el clarividente historiador Polibio, había logrado su imperio gracias a la perfecta conjunción de dos factores básicos: la inteligente planificación de la aristocracia senatorial y las sólidas virtudes cívicas del pueblo romano. Pero el mantenimiento de ese Imperio exigía nuevas estructuras en los órganos de gobierno y un cambio radical en las bases populares de sustentación. Porque ni los cuadros de mando eran adecuados para después de la etapa inicial de simple explotación de los pueblos, ni podía recaer eternamente sobre el reducido número de ciudadanos de Roma —aunque ya en estos momentos estaba notoriamente ampliado en Italia y provincias— la pesada carga de defender tan amplios límites territo­ riales. La colegialidad y anualidad de los altos cargos comportaba actuaciones desconcertantes, contradictorias e injustas para los sometidos. Hispania padeció muy especialmente aquellos dos últimos siglos de la República Romana con su aprendizaje de Imperio. Por otra parte, era necesario un ejército numeroso y profesionalizado para la defensa permanente de las fronteras. Faltaba una política provinciana de impulso a las empresas públi­ cas y privadas que generalizasen la productividad en los campos, en la industria o la artesanía. Todo ello conllevaba un más justo y razonable régimen de impuestos y de programación de gastos; una dotación de personal profesional y permanente para el ejercicio de la justicia y la administración,

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arrancando a las manos de los publicanos sus tradicionales métodos opresivos y sin escrúpulos. No es que el régimen imperial consolidado por Augusto resolviese esos múltiples problemas de las provincias, pero era evidente que la unidad de mando podía ayudar a resolverlos y al menos poner coto a desmanes llamativos e irritantes tan habituales en los dirigentes de la aristo­ cracia y el orden ecuestre de la época republicana. A su vez, una política generosa de otorgamiento de estatuto municipal y de ciudadanía romana, junto con una mayor flexibilidad de las condiciones de reclutamiento, sobre todo, para integrarse en unidades auxiliares, permitiría ampliar el número de partícipes en las tareas ciudadanas y militares del Imperio; y lo harían con conciencia de que colaboraban en algo propio y por un mundo en el que se sentirían integrados. Ya hemos visto a César asestar serios golpes al sistema tradicional de la República Romana; Augusto consumará este desmantelamiento de las instituciones para configurar la nueva etapa del Imperio Romano. En efecto, Augusto será el verdadero artífice, al menos el sistematizador, de estas reformas institucionales y del nuevo orden jurídico destinado a pervivir con escasas variantes durante casi cinco siglos; buen testimonio del sentido de honradez y de eficacia con que fueron concebidas. Cierto que buena parte de estas reformas venían ya preconizadas de tiempos atrás, particularmente desde César. Pero una serie de circunstancias permitieron consolidar las innovaciones de Octavio: los cincuenta y siete años de gobierno con cuarenta y cuatro de poder monárquico y personal; el indiscutible prestigio alcanzado ante su pueblo; la paz dentro de las fronteras; la elevación generalizada del nivel de vida y cultura que harían de la Roma augústea el ideal de todos los tiempos del Imperio. Ideal que, sustentado por la hábil propaganda de Augusto, enraizaba con la más antigua tradición y los orígenes mismos de Roma. Además, desde Augusto desaparecería prácticamente la tradicional oposición del Senado y la aristocracia a estas reformas. Pues la nobleza, que, asesinándole, había conseguido dar su última réplica a César, había ido desapareciendo golpe tras golpe en el curso de las guerra civiles del siglo i a. de C. Y ya no estaba en disposición de oponerse a un común sentimiento del pueblo romano, más identificado con los métodos de Augusto que con esa nobilitas egoísta y retardataria. Las reformas de Augusto no supondrían, pues, una imposición violenta cuanto una actuación acorde con el sentir de las masas populares. Aún más, la base popular de la romanidad, constituida esencialmente por los cives Romcmi, fue ampliada. El ideal de Augusto, bien significado por la concepción del mundo romano en Virgilio, propugnaba una auténtica comunidad de los pueblos integrantes del Imperio, con la sola condición de que aceptaran la paz y el derecho romano y se integra­ sen en la nueva civilización extendida por Roma. Centro y fuente del poder que encauzará los destinos eternos en el nuevo orden será el omnipotente y divino Augusto. La omnipotencia de Octavio emanaba legalmente desde el año 43 a. de C., de su condición de triunviro. Los triunviros se otorgaron el imperium con mando en determinadas provincias y la capacidad de nombrar directamente magistra­ dos. Y, en virtud de estos poderes, había ejercido personalmente el consulado, el tribunado, el imperium y la censura. Cuando, después de la batalla de Actio en el año 31 a. de C. se convierte en dueño único y sin colega del Imperio, Octavio, cuyos poderes de triunviro ya habían expirado legalmente, simula querer entrar en la legalidad tradicional y devolver los poderes al pueblo y al Senado. El nuevo apoyo legal de su gobierno monárquico estará en su

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condición de Princeps que el pueblo y el Senado le otorgan en el año 27 a. de C. Analizaremos las concreciones que en la práctica tradujo este ideario político de Augusto. 2.

El p rin c ip a d o

Hasta la batalla de Actio, Octavio ejercerá funciones de Triunviro; después será ante todo el Princeps. El principado supone una concentración en su sola persona de los poderes reales y efectivos por encima de toda eventualidad y de todos los colegas del mando: poderes supremos en el orden militar, legislativo, económico y judicial. Tal centralización del poder quería respetar, al menos en apariencia, los poderes y competencias tradicionales de los cónsules, cuestores, ediles, poder tribunicio, poderes del Senado. El principado, como observa L. Homo, es un compromiso necesario entre la idea monárquica y la constitución tradicional republicana. Como Princeps podrá ejercer una magistratura concreta, si lo estima oportuno, o designar o recomendar su ejercicio por otra persona. Von Premerstein, G ran t, Gagé, Syme y M agd elain , entre otros, justifican estos poderes por la auctoritas de que está revestido y que hace que su prestigio, su condición sobrehumana, sus atribuciones de todo tipo, sobrepasen a los de todos los demás. En último término esta condición de Octavio surge de su origen divino heredado de César y que —unido a su condición de tribuno y protector del pueblo— le hace acreedor al sacrosanto título de Augustus. En el fondo de la realidad política nada, pues, ha cambiado antes y después de Actio; pero ha surgido una nueva concepción del poder: la monarquía con capacidad de ostentar personalmente las magistraturas o designarlas por medio de la recomendatio. Expresamente así se consigna en la «Tabula Hebana», redactada el año 5 d. de C., y reproducida en una rogatio que se ha descubierto recientemente en la redacción que le diera Tiberio en el año 19 d. de C., así como en la «Tabula Ilicitana». En este documento se consignan los honores divinos que se deben otorgar a los que en vida fueran presuntos herederos del divino Octavio Augusto: Caio, Lucio y Germánico, para a continuación fijar los procedi­ mientos de votación en la designación de magistrados sobre una serie de candidatos «recomendados» por Augusto.

La magistratura especial de Princeps cumple satisfactoriamente su deseo de respetar las apariencias de la tradicional constitución republicana. Pues tiene sus antecedentes en el Princeps que Cicerón quería ver encarnado en la persona de Pompeyo como primer ciudadano y magistrado de Roma, pero que rehuía toda analogía con la aspiración a la realeza que era precisamente lo que la clase senatorial tradicíonalista había criticado como aspiración última de César y M. Antonio. Por su parte, Octavio cuida bien este detalle y se autodefine «me principe» en las «Res gestae», el testamento político de Augusto destinado a figurar escrito en su mausoleo. Allí insiste en su respeto a la legalidad: «yo no he aceptado ninguna función contraria a la constitución tradicional». Ya Augusto venía insistiendo en su condición de Princeps. Pues si la aceptación oficial del título parte del año 27 a. de C. para una duración de diez años, previamente en el año 32 a. de C. el pueblo de Italia y luego todo el Occidente le habían prestado juramento de fidelidad con lo que se convertía en patronus por excelencia y Princeps, «primer ciudadano» y representante y defensor de todo el pueblo romano. Y también, cuando en el año 28, en

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calidad de censor, redacta la lista del Senado, se inscribe el primero o Princeps senatum. Luego irá compartiendo o delegando el título de «príncipe» en sus presuntos herederos: Agrippa desde el 18, como corregente, y después del año 8 a. de C. los sucesivos candidatos a la herencia imperial, Cayo, Lucio y Tiberio. 3.

T ítu lo s y poderes de A u g u s to

Subsiguiente a esta magistratura especial son la serie de nombres que ostenta y los poderes reales que Octavio se atribuye. Mostró su preferencia por algunas denominaciones que consagrarán especialmente las acuñaciones monetarias y las inscripciones y que se mantendrán en sus sucesores: Impera­ tor, Caesar y Augustus. De sus nombres personales C. Octavius y por adopción C. Iulius Caesar sólo conservó el cognomen Caesar porque garanti­ zaba a la vez su origen divino y la razón de su poder hereditario y transmisible. César había sido proclamado oficialmente dios el año 42 a. de C., y V irgilio , en la Eneida, se había hecho portavoz glorioso del eco popular de este carácter divino de la gens Iulia, cuyo último antecesor se remontaba a Eneas, el fundador de Roma y padre de Ilus (epónimo de Ilion y de lulas). Por otro lado, consecuente con la permanente posesión del imperium, adoptó como praenomen el título clásico de Imperator. Aceptaría, en fin, el nombre de Augustus por sugerencia de L. Munatio Plancto después de Actio y con preferencia al de «Romulus» que también por entonces le fue insinuado, pero que rechazó por cuanto implicaba restitución de la realeza y podía desagradar al pueblo romano. Por el contrario, era especialmente significativo el de Augusto, epíteto sacrosanto aplicado a los dioses y específicamente vinculado a la condición invulnerable del poder tribunicio; y era expresivo de que en su persona se concentraban poderes mágicos y la «iniciativa» en toda acción, que conllevaba los mejores auspicios y garantizaba el éxito de toda empresa emanada de esta su iniciativa. En la «Res Gestae» también gustó hacerse designar con el título de Pater patriae que no implicaba ninguna prerrogativa concreta especial, pero las envolvía y las sintetizaba en su conjun­ to y en su calidad de benefactor del pueblo romano. Una serie de cargos, las tradicionales magistraturas de rango superior, concretaban su poder: consul, tribunus, pontifex maximus, excepcionalmente, censor. Las inscripciones recogen fielmente el hecho de que Octavio ostentase estos cargos y el número de años que en ellos se había reiterado. Le vemos como cónsul el año 43, el 33 y desde el 31 por ocho años con el imperium consular o proconsular que en lo sucesivo prácticamente no abandona nunca. Fue tribuno de la plebe con carácter permanente al menos desde el 38 a. de C. Aparte del carácter sagrado que le otorgó la tribunicia potestas, Octavio quiso mantener en su persona el formidable poder que tradicionalmente contenía: veto al Senado o cualquier otro magistrado, convocatoria y presi­ dencia ante el Senado y los comicios, facultad de arrestar a los enemigos del pueblo romano, iniciativa en la propuesta de leyes o resoluciones; además, actuó como tribuno sin las trabas tradicionales, esto es, sin los límites de anualidad y colegialidad, pues, en la práctica sería tribuno único y permanen­ te. Y añadiría la provocatio ad principem en lugar de la vieja provocatio ad populum —pues él era el defensor del pueblo— con lo que se convertiría en juez supremo y de última instancia. Por otra parte, la práctica supresión del cargo de censor desde los tiempos de Síla, le convirtió en su calidad de Prin­ ceps Senatus en el único romano que asigna los honores senatoriales.

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Mas, el gran resorte de poder se lo proporciona el imperium que en Octavio será imperium maius, con lo que se situó por encima de cualquier colega y por supuesto de los legati que él designa y actúan por delegación en las provincias imperiales. Por lo demás, el «imperio proconsular» que recibe después del año 23 a. de C., incluye explícitamente el mando sobre las guarniciones de Roma e Italia y se extiende por igual a las provincias senatoriales. Tal imperium maius lleva anejo no sólo el reclutamiento y financiación de los ejércitos, sino la administración y justicia en toda la extensión de las provincias, la paz y la guerra, la fijación de la cuantía de los ejércitos y la programación de campañas. En efecto, el año 27 había recibido el proconsulado de aquellas provincias más conflictivas, declaradas «imperia­ les», y que exigían la presencia de tropas: Lusitania, Tarraconense, Narbonen­ se, Galia, Siria, Chipre, Cilicia, Egipto. Serán gobernadas por legados de Augusto, por él nombrados y sólo ante él responsables. De estos y otros cargos o títulos asumidos por Octavio derivarían poderes también importantes; así, el Sumo Pontificado que ostentó desde la muerte de Lépido, el año 12 a. de C., única prerrogativa de la que el antiguo triunviro no había sido desposeído, le convierte en garante de la religiosidad romana, al igual que lo era de las buenas costumbres. Los asentamientos de miles de veteranos en amplios sectores del Imperio y la fundación de colonias le convirtió en patronus al que se vinculaba una numerosísima clientela; a la que se unió masivamente todo el Occidente romano que antes de Actium le juró fidelidad y se situó en esa condición de clientes. También poseyó el derecho de confeccionar o recomendar listas de candida­ tos a los cargos públicos para su elección legal por los comicios o el de cambiar la condición dé provincias senatoriales: caso del Illyricum en el 11 a. de C. Por igual, con motivo de ciertas dificultades de abastecimiento en Roma, Augusto asumió accidentalmente el servicio de la annona. Así, en definitiva, Octavio, por uno u otro medio, se convirtió en el gran patrono, protector, juez y defensor del pueblo romano. 4.

A n tig u o s y nuevos órganos de gob iern o

Paralelo al crecimiento de la autocracia de Augusto fue lógicamente la limitación de poderes en los órganos de gobierno tradicionales; aparte de que introdujo nuevos órganos administrativos, que restaron no pocas competen­ cias a las que ostentaban los más altos magistrados y órganos de gobierno. El Senado subsiste como conjunto de exmagistrados, pero deja de ser baluarte y receptáculo de la nobilitas oligárquica a la vez que ve limitadas sus funciones y, sobre todo, su campo de acción. Le competen sólo las provincias enteramente pacificadas, las que desde el 27 se clasificaran como «senatoria­ les», por lo que pierde la iniciativa en política exterior y la preponderancia en la asignación de cargos proconsulares con mando de ejército; cesa, pues, su influencia al perder la capacidad de elegir a personas de su clan que aspiran a conseguir dinero, poder y honores. Octavio sitúa al frente de los ejércitos y provincias imperiales a familiares e incondicionales suyos: Agrippa, Tiberio, Varo, Druso, Germánico. En todo caso Octavio reduce el número de se­ nadores a seiscientos de los mil a que se elevaba el año 28 a. de C. El acceso al Senado se normaliza y se impone como límite la edad de veinticinco años para el desempeño previo por un año de la cuestura. Celebran al menos dos sesiones por mes, salvo en el periodo vacante de septiembre y octubre.

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Mantiene alto valor como órgano consultivo y en el orden legislativo sus decisiones tienen validez pareja a las constituciones imperiales. Administra sus provincias y el aerarium senatorial, aunque ha perdido gran parte de sus fondos en favor del fiscus imperial. Él Senado acuña monedas de bronce, mientras las de oro y plata pasan a exclusiva competencia del Emperador. También en el orden judicial mantiene el Senado las más altas decisiones que comparte con el emperador. Y conservaría la alta responsabilidad de investir a los emperadores; aunque no la de elegirles. Los comicios conservaron sus antiguas competencias electorales y legislati­ vas; pierden las judiciales. Pero la introducción del derecho de recomendatio de candidatos, reservada al princeps, según consta en la «Tabula Hebana», hace que pierdan su auténtico poder y preconizan su real desaparición bajo Tiberio. El número de quaestores, comienzo del cursus honorum, de 40 se redujo a 20: dos como secretarios del emperador y portavoces ante el Senado; los demás para servicios financieros en las provincias senatoriales o para regiones de Italia dependientes del Senado. Pierden la dirección del tesoro público y la administración de las provincias imperiales que antes tuvieran y que ahora ejercen legados de Augusto. Octavio asumió todas las prerrogativas del tribunus plebis, sin las antiguas limitaciones, pues él sería tribuno a título viajero, en toda la extensión del Imperio y con derecho de veto superior al de cualquier otro colega, si lo hubiera; sólo compartió el tribunado en contadas ocasiones y con personas de su absoluta confianza: Agrippa. Tiberio. También resultaron muy disminuidas las antiguas atribuciones de los aediles; Augusto asigna a los pretores la organización de los juegos públicos, mientras el orden público desde el año 17 a. de C. pasa al prefecto de la ciudad y la supervisión del abastecimiento de la ciudad incumbe en el futuro a un nuevo funcionario imperial, el prefecto de la «annona»; les queda, pues, a los ediles la vigilancia de baños, termas y lugares públicos. Para los praetores, que han sido reducidos a diez y han perdido la administración de las provincias, les reserva tareas judiciales con la presiden­ cia de los tribunales y participan con algún otro edil o tribuno en la administración de los catorce distritos en que fue dividida Roma. Los cónsules conservan su prestigio y atribuciones, presidencia del Senado y Comicios y datan los años. Pero la realidad es que Octavio ocupó en persona el consulado y normalmente sin colega o con un Consul Suffectus que ejerce sus funciones sólo por algunos meses; fue más frecuente este nuevo tipo de cónsules en los últimos años de la vida de Octavio. Desde Augusto se perfila la existencia de un órgano consultivo que actúa paralelamente con el Senado. Es el Consilium Principis que, sin carácter oficial, aún, reúne a amigos del emperador: Agrippa, Mecenas, Tiberio, Druso, Germánico y altos funcionarios. Augusto escucha sus informes, avisos y consejos. También reunía una comisión de quince senadores sacados a suerte y que al final de su reinado elevó a viente, pero directamente escogidos por él. En ocasiones los acuerdos de estos consejos adquieren rango de ley. El nuevo cargo destinado a tener más relieve y poder político decisorio es el de «Prefecto del Pretorio». Inicialmente las tropas pretorianas son el cuerpo del ejército que rodea al Imperator por excelencia, Augusto, y que mantiene en Roma donde reside habitualmente, ya que los ejércitos de provincias son dirigidos por sus legados. Desde el año 2 a. de C. este cuerpo de ejército toma carácter regular y tiene su mando concreto, un jefe del orden ecuestre, el

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Prefecto del Pretorio. Disponía de sólidas tropas muy superiores a las cohortes urbanas, forma parte del Consejo Imperial y suple al emperador en las apelaciones supremas y justamente cuando se halla impedido de hacerlo; ello convertiría al Prefecto del Pretorio en árbitro sin competencia de los destinos del Imperio y siempre en el hombre de más poder después del emperador. Augusto organizó servicios burocráticos para la administración de toda la variada gama de competencias que había asumido. Hecho mano de esclavos y libertos de su propiedad particular, pero sin que todavía las misiones que les encomendaba revistieran carácter oficial. Y tanto todos estos cuadros admi­ nistrativos como las designaciones de legados y prefectos que se encontraban en la escala superior de la administración de las provincias empezaron a ser puestos retribuidos. 5.

El g o b ie rn o de R om a, Ita lia y las provincias

La gran población de Roma, siempre peligrosa por sus convulsiones, fue cuidada y vigilada especialmente por Augusto. Actuaban allí hombres de su confianza en los aspectos básicos de la vida cotidiana: juegos y embellecimien­ to, abastecimiento, labor policial y judicial. Hasta 200.000 ciudadanos de Roma se benefician de las distribuciones gratuitas de alimentos que practican los praefecti frumenti, elegidos entre los senadores; el abastecimiento corría a cargo de aediles, pero, desde el año 8 d. de C., se encomienda a un Praefectus annonae, extraído del orden ecuestre. Numerosas curatelae de nueva creación, en detrimento de atribuciones antiguas del Senado, se encargaron de atender los servicios de aguas, vías públicas de Roma e Italia, así como templos y edificios públicos. La seguridad del Estado y el orden público se encomendó a una serie de cuerpos de ejército. Había nueve «cohortes pretorianas», tres en Roma y seis repartidas por Italia, dirigidas por el Praefectus praetorii. Hay otras tres «cohortes urbanas» con especial misión de policía, mandadas por el propio Augusto o, en su ausencia, por el Praefectus urbis. Y siete «cohortes de vigiles», cuya misión primordial son los incendios y la policía nocturna; están manda­ das por el Praefectus vigilum. Había también varios centenares de hombres, principalmente españoles o batavos, dedicados a garantizar la seguridad personal de Octavio y su familia. La autonomía administrativa de Italia, tras la lex Iulia municipalis de César, quedó garantizada por Augusto. Los órganos de gobierno locales sólo teóricamente eran controlados por los magistrados de Roma. Y, tanto en Italia —dividida en regiones administrativas regidas por delegados— como en las provincias, los gobernadores fueron estrechamente vigilados en evitación del antiguo expolio de los vencidos y de que los senadores utilizasen las provincias como fuente de arbitrarios enriquecimientos. Por otra parte su política de concesión de ciudadanía y de otorgamiento del régimen de colonias y municipios a numerosas ciudades —más de 20 colonias nuevas fundadas en Hispania— acreditan que Augusto, en la línea de César, buscaba una progresiva integración de los provincianos al régimen de ciudadanía romana. El derecho de apelación de los provinciales ante el Senado, y en última instancia al Emperador, garantizaba la justa actuación de los magistrados en provincias; mientras trata de impulsar la economía, a la que la paz generaliza­

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da y una cuidada ampliación de carreteras y seguridad en las rutas marítimas servirá de marco eficaz. Como venimos señalando, las provincias fueron divididas, después del año 27 a. de C., en senatoriales e imperiales. Las senatoriales son gobernadas por procónsules, sacados a suerte entre los senadores y ante el Senado responsa­ bles de su gestión. Deben transcurrir cinco años entre la magistratura en Roma y el gobierno en la provincia; durará un año y tiene funciones meramente civiles. Cuentan a su servicio con uno a varios legados y un cuestor, también por sorteo, para asuntos financieros. Las provincias senato­ riales más importantes, Africa y Asia, se asignan a antiguos cónsules; las menos importantes a antiguos pretores: Bética, Córcega, Cerdeña, Sicilia, Narbonense, Illyricum, Macedonia, Achaia, Creta-Cyrenaica, Chipre, Bytinia-Ponto. La regla no fue absoluta, pues, en el 11 a. de C., el Illyricum pasó a Augusto y Africa, en 37 d. de C., a Claudio. Pero, en realidad, la necesidad de mantener ejército determinó su paso temporal o definitivo a imperial. Y, en todo caso, el emperador, en virtud de su imperium maius se reserva el derecho de intervención y de modo asiduo envía un procurador que recauda los tributos o beneficios correspondientes a los bienes de Augusto. Son imperiales las provincias que mantienen cuerpos de ejército o se presume que lo pueden precisar: Lusitania, Tarraconense, Aquitania, Lugdu­ nense, Bélgica, Rhaetia, Noricum, Pannonia, Moesia, Galatia, Cilicia, Lycia, Pamphylia, Syria, Judea. Al igual que para las senatoriales, las más grandes provincias o con varias legiones, reciben un legado designado por Augusto de entre antiguos cónsules, como la Tarraconense, Syria, Pannonia; las restantes tienen como legados a antiguos pretores. Egipto, considerado propiedad personal de Augusto, tiene un régimen especial, tanto en la administración, que es propia, como en el cargo de gobernador, que se otorga a un prefecto, especie de virrey. También la frontera del Rhin fue habitualmente confiada a un pariente del Emperador, dada su importancia militar: Agrippa, Tiberio, Druso, Germánico, Varo. Todos los gobernadores de provincias imperiales responden personalmente ante el Emperador de su actuación y no tienen plazo fijo de duración. El alcance de su poder es análogo al de los antiguos magistrados cum imperio: militar, civil, judical, financiero. El servicio de correos y mansiones complementó adecuadamente la impor­ tante red de vías con que Augusto dotó al Imperio. Un gran mural en Roma, en el Pórtico de Agrippa, ilustraría tanto a los interesados en conocer la geografía del Imperio, como a los servicios centrales de la burocracia. 6.

El e jé rc ito

Aparte de los 20.000 hombres que sirven directamente a la seguridad de Roma e Italia, Octavio mantuvo un ejército provinciano de unos 300.000 hombres. A partir de Augusto se consuma la reconversión de aquel ejército tradicional, cívico y obligatorio, que había forjado el poderío de Roma, en un ejército permanente, de voluntariado y profesional y, por tanto, pagado en los componentes de la base y cuadros de mando intermedios. Augusto reguló las bases de esta profesionalización de la milicia. El año 5 d. de C. se estipulan veinte años de servicio, aunque no faltan excepciones de prolongación, de grado o por fuerza, hasta treinta años. En estos tiempos la paga oscila con la categoría del servicio: en las legiones pretorianas 750 denarios al año, 375 en las cohortes urbanas, en el resto de las legiones 225, en las unidades auxiliares

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75 denarios. Añaden varias prebendas: repartos extraordinarios de dinero según los precedentes ya inveterados (a cada soldado Augusto da 2.500 denarios el año 43 a. de C.; 500, en el año 42; 500, en el 36; 250, en el 30), primas de licénciamiento que suelen ser en dinero y en tierras, amén de inmunidades fiscales. Todo ello le permiten una vejez acomodada. El alistamiento en las legiones es voluntario, pero reservado a cives romani; aunque, de hecho, y dada la imposibilidad de llenar los cuadros ante la falta de interés por la milicia, se admite a peregrini de las provincias más romanizadas; entonces reciben el título de ciudadanos, con la plenitud de derechos que sólo disfrutarán a partir de su licénciamiento. Así, por ahora nutrirán las legiones, especialmente, Italia del norte, Hispania, Galia, Mace­ donia, Asia Menor. Las guarniciones de Roma, pretorianas y urbanas, se integran, especialmente, con italianos. Las unidades auxiliares, alas y cohor­ tes, serán reclutadas en las regiones menos romanizadas del Imperio: noroeste de Hispania, galos fronterizos, danubianos, gálatas. Cada ala o cohorte se forma con nativos de un mismo grupo étnico (astures, lusitanos, celtíberos, vascones), pero visten, se arman y combaten a la romana y tienen mando romano; peregrinos de origen, los hombres de las unidades auxiliares recibi­ rán también ciudadanía al licenciarse. Legionarios y auxiliares tienen prohibi­ do el matrimonio durante su periodo de milicia. Los mandos inferiores (centuriones y decuriones) son designados por méritos, pero teniendo muy en cuenta el grado de romanización de su tierra nativa. Los oficiales superiores (tribunos, prefectos y legados) saldrán de las clases ecuestre y senatorial. Augusto mantuvo el ejército que creía necesitar y podía sostener: 28 legiones, que después del desastre deVaro se redujeron a 25, con un total de unos 140.000 hombres. Cada legión se integra con 5.500 infantes y 120 caballeros. Otros 150.000 soldados, aproximadamente, integraban las unida­ des auxiliares: aloe, caballería, y cohortes, de infantería sólo o mixtas de infantería y caballería. Alas y cohortes podían ser de 500 o de 1.000 soldados. La distribución anteriormente precisada de estas tropas buscaba una lógica y eficaz movilidad en la defensa de las fronteras y el posibilitar auxilio rápido a los focos de peligro. La necesidad de proteger el comercio, particularmente el que abastecía a Roma, inclinó a Augusto a crear una marina permanente, de la que hasta entonces carecía. U na escuadra en Misena y otra en Rávena protegía Italia; una flotilla defendía las costas levantinas, catalana y balear; otras diversas se situaron en Forum Iulii, Siria y Egipto. Unidades fluviales vigilan el Rhin y el Danubio. El reclutamiento de la tropa marinera se hacía entre esclavos y libertos; libertos son también los mandos inferiores; los cuadros superiores (prefectos y subprefectos) pertenecían al orden ecuestre. 7.

La sucesión

Augusto, protagonista de los terribles males que acarreaba al Imperio la lucha por el poder, trató de resolver el problema de la sucesión. Aplicó el sistema de la herencia dinástica que funcionaría con diversas variantes a lo largo del Imperio, principalmente aplicando el principio de adopción; el emperador designaba a un hijo natural o adoptivo y le asociaba en vida al mando al objeto de que el candidato, en el momento de la sucesión, tuviera un grado de aceptación, máxima experiencia, poderes efectivos y prestigio; y así

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se produjera el traspaso del poder sin mayores estridencias ni luchas entre aspirantes. Su programa se cumplió con Tiberio y funcionaría hasta Nerón, no sin intrigas, recelos y crímenes palaciegos para situar a herederos indiscuti­ bles. Las ideas de Augusto se fueron precisando y personalizando durante su largo reinado. Pero tuvo una dirección precisa al respecto: asignar la herencia del poder a un miembro de su propia sangre. Así pensó, sucesivamente, en C. Marcelo, Agrippa, sus nietos Cayo y Lucio, sus hijos adoptivos Druso y Tiberio. De su segundo matrimonio con Escribonia tendría el año 39 a. de C. a su hija Julia, la única de su sangre. El año 38 casó con Livia que le aportaba dos hijastros: Tiberio y Druso. De Augusto no tuvo hijos Livia. Augusto inicialmente no se inclinaba por Tiberio ni Druso, aunque les otorgó altos puestos de responsabilidad. Casó a Julia con su sobrino Claudio Marcelo y le adoptó como sucesor, pero murió casi inmediatamente, en el año 23 a. de C. Optó entonces por casar a su fiel general Agrippa con Julia; tuvieron dos hijos a los que Augusto adoptó, Cayo y Lucio, a la espera de que cuajase esta previsión, Agrippa fue situado en la posición de corregente y recibió poderes extraordinarios proconsulares y tribunicios en el año 18 a. de C. Y, cuando murió Agrippa en el año 12 a. de C., Octavio impuso a Tiberio el repudio de su esposa y le hizo casar con Julia. Tiberio fue asociado al trono con el imperio proconsular el año 9 y el poder tribunicio el año 6 a. de C. El papel de corregente asignado a Tiberio tendía también a garantizar la herencia de Cayo y Lucio mientras crecían. Sin embargo, murieron prematuramente los dos: Lucio en el año 2 d. de C., y Cayo dos años después. A Octavio le quedaba la opción única de Tiberio, por el que no tenía la menor simpatía. Pero no dejarían de influir las intrigas de su esposa Livia en la adopción de su propio hijo, Tiberio; se había mostrado, además, hombre inteligente y buen militar. Augusto obligó a Tiberio a adoptar a Druso Germánico, hijo de su hermano Druso, muerto en Germania, y se insinuaba en la corte que Augusto pensaba en Druso Germánico como sucesor. Tiberio era ya hombre maduro, pues contaba cincuenta y un años a la muerte de Augusto. 8.

La e co n o m ía en los tie m p o s augusteos

Augusto no tuvo ciertamente un plan económico, ni contaba,por supuesto, con medios o equipos adecuados para realizarlo. Pero diversas circunstancias, creadas por la excelente administración de Augusto,trabajaron por sí mismas en favor de una eclosión económica que inicia un periodo de gran prosperidad en todos los confines del Imperio: la paz generalizada en el interior con la pacificación sistemática de todas las regiones conflictivas; la extensa red de vías que al servicio de las legiones enlazaron de norte a sur y de este a oeste todos los países del Mediterráneo; un mar sin piratas y ya convertido en ruta segura; una serie de planes locales; la orientación del dinero de Roma e Italia en busca de nuevos negocios; el desarrollo del lujo contagiado de Oriente a Roma y desde ésta a todos los confines del Imperio. Todo contribuyó y facilitó el decisivo despertar económico con la apertura de nuevas y producti­ vas explotaciones agrícolas, mineras, artesanas y comerciales. La paz había rescatado para la producción innumerables hombres y tierras del noroeste hispano, de toda la Galia hasta el Rhin y había abierto nuevos y ricos centros mineros, que como los del noroeste Hispano atraían, en expresión de Diodoro Siculo, a verdaderas enjambres de italianos en busca de pingües negocios.

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También ofrece buenas perspectivas Grecia y Oriente, donde las continuadas guerras de los últimos decenios y las vejaciones de los publicanos se han cebado en aquellos, en otros tiempos, prósperos territorios, y que ahora se recobran lentamente. En todo caso la escasez de datos epigráficos para estos tiempos nos permiten conocer mejor el sistema financiero y fiscal de Augusto que el desarrollo económico real producido en sus tiempos. Ciertamente fue extraor­ dinario, pues la burguesía de Roma, Italia y las provincias ya romanizadas con su inmenso caudal de dinero encontró infinitas posibilidades de nuevas empresas en las extensas regiones incorporadas por Augusto al Imperio, así como en el abastecimiento de las numerosas tropas que guardaban las fronteras. La arqueología confirma, por otra parte, el lujo generalizado que invadió a las ciudades en época augústea. Particular peso económico tuvieron entonces Egipto, la Narbonense, el Africa proconsular e Hispania. Africa e Hispania con su ya fuerte romaniza­ ción y la presencia de numerosísimos inmigrantes italianos han conseguido técnicas agrícolas avanzadas y son especialmente ricas en aceite, vino y trigo. Egipto con una antiquísima explotación intensiva de sus feracísimas tierras se convirtió en el granero de Roma e Italia. Pero, sin duda, el peso específico de la economía imperial correspondió por entonces a Italia e Hispania. Italia venia acaparando el oro y el dinero de todo el mundo mediterráneo que últimamente Augusto había vuelto a repartir a manos llenas entre vetera­ nos y oficiales de la milicia, a la vez que había situado a muchos en ricas tierras; las 28 colonias fundadas en Italia por Augusto se añadían a los innumerables asentamientos que se sucedían desde los Graco y que habían convertido a Italia en un país de la más alta productividad agícola y ganadera con calidades selectas y competitivas, abaratadas por la abundante mano de obra esclava. Las conquistas augústeas abrieron infinitos mercados a su comercio; las mismas tierras de la Cisalpina irrumpen ahora con fuerza en la economía general de Italia, pues ha visto incorporadas las provincias del Danubio sobre las que sus productos tienen acceso directo. Campania y Sicilia eran tierras feracísimas según atestiguan los textos de Estrabón. Etruria añadía sus ricas minas e industrias que abastecían mercados de herramientas y armas. Vinos, aceites y cerámicas de varias partes de Italia gozaban de aceptación única entre los cientos de miles de emigrantes y soldados y también entre las poblaciones indígenas. Y, mientras Roma e Italia reciben cantidades de trigo siciliano o egipcio y minerales hispanos, exportan manu­ facturas, productos de calidad y objetos de lujo y arte que requiere cada vez con más insistencia una sociedad de gustos refinados. Precisamente con Augusto se acusa en todas las ciudades mediterráneas, particularmente en las hispanas, ese cambio hacia un nivel de vida más elevado y a menudo suntuoso que se aprovisiona de Italia en mármoles, bronces y cerámicas. Italia es la gran consumidora de materias primas y productos de todo el mundo sometido, pues tiene una gran concentración humana en Roma y no son menos de cuatro millones los ciudadanos con que cuenta Italia. Además, con exención de impuestos. Tienen buenos ingresos en general, ya sea en los negocios de explotación agrícola, industrial y comercio, que se constituye en sociedades. Otros buscan porvenir en la burocracia, en las legiones pretoria­ nas, en los cuadros de mando del ejército, en los servicios estatales de administración y recaudación de tributos. Ya que los italianos son preferidos en los infinitos cargos de responsabilidad y encuentran fácil opción a estos puestos oficiales o a empresas privadas.

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Sin alcanzar el alto grado de enriquecimiento y nivel de vida generalizados de Italia, Hispania cuenta con una buena parte de sus territorios —Bética, Levante y Cataluña, Aragón y parte meridional de Lusitania— que ya gozan también de elevado nivel de vida y de producción, donde la fuerte inversión de capitales ha conducido a la formación de poderosas empresas. Pues se añaden los riquísimos yacimientos mineros que prácticamente acaparan en exclusiva el abastecimiento de oro, plata, hierro y toda clase de minerales en toda la geografía del Imperio. Y sus no menos importantes producciones en trigo, vino y aceite, más las rentables industrias pesqueras. El comercio y la industria desarrollados en la Hispania de la vertiente mediterránea ha creado grandes capitales que, junto a los latifundistas, constituyen una alta sociedad en Gades, Hispalis, Córduba, Emérita, Caesaraugusta, Tarraco, Carthago Nova y tantas otras ciudades hispanas. Sobre ellas empiezan a surgir otros poderosos centros de riqueza en Olisipo, Conimbriga, Bracara, Astúrica, Lucus, Clunia, Bilbilis. Crece el nivel de vida a favor de un comercio y unas nuevas explotaciones mineras en Lusitania y región del noroeste, especialmen­ te. En efecto, entonces Augusto inicia la explotación de las minas de oro de Asturias y Galicia de las que afirma Plinio se obtendrían 20.000 libras anuales; venían a sumarse a los antiguos yacimientos y placeres auríferos de Turdetania y de los ríos Tajo, Duero y Miño; y a las minas de Sierra Morena, Carthago Nova, Moncayo y el Pirineo. También las tierras definitivamente pacificadas en la cuenca del Duero se incorporan plenamente a la producción triguera, pues se roturan bosques y se expanden avanzadas técnicas e instrumental romano; crecen las forjas de Bilbilis y empiezan a exportarse los vinos de Tarraco y Ampurias por toda la Galia. Célebres eran entonces, según Plinio, las minas de plata de la Bética : Mariana, Samariense, o la Antoniana, cuya producción cifraban los antiguos en 400.000 libras anuales. El trigo, aceite, vinos, cera y miel de la Bética, según Estrabón, llegan en abundancia a los puertos de Ostia y Puteoli; también las salazones de Malaca, Sexi, y Carthago Nova. La buena administración de Augusto cuidó especial­ mente de poner en marcha dos fuertes motores de la economía hispana: amplia red de vías y acuñaciones de monedas en talleres hispánicos; buscaba dar especial impulso al cuadrante noroeste. Desde el 34 a. de C. funcionan las cecas de Calagurris, Segobriga, Tole; desdel 28 a. de C., las de Bilbilis, Celsa, Ercavica, Ilerda, Osca, Turiaso. Amplían la circulación de numerario entre las legiones y las gentes de los valles del Duero y Ebro, que ya había iniciado Carisio. Es también patente la especial atención dedicada a toda la red viaria hispana: consolidó o construyó de nueva obra, sobre el Duero, los enlaces que llevaban hasta Brigantium, Tuy y Bracara empalmando los valles del Duero con el Ebro; terminó la unión de Astúrica con Hispalis en la que sería «Vía de la Plata»; y penetró con su red de comunicaciones hasta las tierras recién incorporadas, como la que conducía de Astorga a Gijón. Remató la Vía Hercúlea o vía Augusta que recorría la costa mediterránea hispana, que ya en tiempos de César estaba en muy avanzada construcción. Paralelas o radiales a este enlace triangular de las tierras de la península surgieron entonces otras muchas vías hasta un total de más de 2.000 km debidos a Augusto; mientras una vía enlazó Caesaraugusta con Emerita, atravesando el centro por Com­ plutum y Toletum. La prosperidad de las ciudades de la Hispania augústea, según han puesto de relieve recientes estudios de B l á z q u e z , Beltrán y otros, es especialmente patente en el urbanismo, los monumentos y útiles de todo tipo que delatan un alto nivel de vida. Aunque Augusto había recibido una inmensa fortuna de César y la

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incrementó con los cuantiosos despojos de sus enemigos vencidos, tuvo necesidad de disponer de grandes recursos para sus liberalidades con los veteranos, el sostenimiento del ejército, las obras públicas y el pago a los funcionarios, incluidos los gobernadores. Censos de personas y catastros de tierras públicas o privadas (constatados en los años 28, 12 al 8 a. de C. y 12 al 14 d. de C.) le permitieron una más justa aplicación de los impuestos. Los ciudadanos romanos varones —4.063.000 como cifra del comienzo y 4.937.000 al final de su reinado— pagarían el 5 por 100 sobre las herencias, el 1 por 100 sobre la venta de esclavos y el 1 por 100 de las ventas de productos. Para no menguar los tributos, un decreto descubierto en Cyrene precisa que los nuevos ciudadanos deben seguir tributando. Augusto no sólo añadió inmensas regiones al régimen de tributación, sino que incrementó las tasas de las antiguas provincias. Así la Galia, cuyo montante había sido establecido por César en 40.000 sestercios, fue duplicado; pagaban los propietarios correlativamente a la extensión de sus tierras y el resto no propietario pagaba la capitatio. En Egipto mantuvo el sistema de tributación de los reyes lagidas que se basaba en un sistema de declaraciones de cosecha rigurosamente controladas. La recaudación de tributos se hace en los municipios por las autoridades locales. Pero allí donde no existe vida urbana, o en regiones atrasadas, Augusto confía esta tarea a recaudadores o a procuradores que son normal­ mente libertos del emperador. A los antiguos publicanos reservó solamente ciertos impuestos indirectos como aduanas, monopolios, salinas y ciertas minas. Sobre todos ellos ejerció un severo control. El aumento del comercio y de la productividad de la tierra hizo que el régimen tributario no resultase duro ni perturbador del general despliegue a lo largo y ancho de todo el Imperio Romano; tanto más que por doquier hubo una fuerte corriente inversora y de comercio, sobre todo alentada por colonos o integrantes del ejército y la administración. El Senado y el emperador poseen cajas propias de recaudación. Los quaestores de las provincias senatoriales aportan sus ingresos al aerarium, los procuratores de las provincias imperiales fis cus. Al frente del aerarium fi­ gura un praefectus de rango senatorial, al frente del fiscus hay dos praetores elegidos por sorteo. Son frecuentes las transferencias de fondos de u n aao tra caja. Augusto vigila y controla el que se hagan en ambas cajas adecuadamente los gastos. En el año 6 d. de C., Augusto creó el aerarium militare, caja regida por tres prefectos y que se nutre con fondos procedentes del impuesto de sucesiones y ventas; se inició con una fundación augústea de 170 millones de sestercios y estaba destinada a dotar a los licenciados. Augusto acumuló mucho oro de Egipto, de sus extensas conquistas y sobre todo de la explotación de las minas hispanas. Puso en circulación gran cantidad de monedas de oro, plata y bronce. Entre ellas hubo numerosas emisiones en cecas provinciales que, como las hispanas, facilitaron la promoción económi­ ca. Hasta el año 12 a. de C. el Senado mantuvo su tradicional poder de emisión; pero desde el momento Augusto se reserva las emisiones de monedas de oro (aureus de 7,80 g), plata (denarius de 3,40 g); mientras las de bronce son atribuidas al Senado.

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9.

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S ociedad y c u ltu ra del siglo de A ugusto

Bajo Augusto mantiene su prestigio la antigua aristocracia, rica e influyen­ te en política. Pero pierde parte de su poder político y se ve incrementada con gentes nuevas, procedentes de Italia y en menor grado de las provincias. Estas familias italianas serán las que hereden a los emperadores Julio-Claudio en las personas de Othon, Vitelio, o Vespasiano y las que, a su vez, abrirán el camino a la aristocracia provincial hispana y gala. El orden ecuestre, aunque perdió parte de sus tradicionales e impopulares prebendas en la recaudación de tributos, hemos visto que conservó algunas de ellas; y particularmente se vio beneficiado por la apertura de infinitos negocios a partir de la fijación de los ejércitos fronterizos, la apertura de minas, el comercio en las inmensas regiones incorporadas al Imperio, la paz generalizada y la enorme ampliación de vías. El censo del orden ecuestre se reestructuró a partir de un capital de 400.000 sestercios; la inscripción en este orden no era hereditaria, sino personal. Entre ellos se nutren los cuerpos judiciales y los mandos intermedios del ejército: prefectos de unidades auxiliares y tribunos de las legiones. A la clásica burguesía italiana se añaden ahora los ricos terratenientes y comerciantes de provincias; la sola ciudad de Gades cuenta con 500 caballeros. La clase ciudadana, que ha perdido de hecho su intervención en política, mantiene sus tradicionales privilegios judiciales y fiscales. Por sus exenciones fiscales y su capacidad legal para el ejército siguen siendo privilegiados sobre el resto de las gentes no ciudadanas que habitan el Imperio. Su número se incrementa progresivamente en las provincias, aunque no con la generosidad que caracterizó la política de César. Los peregrini se benefician del posible acceso a la milicia en unidades auxiliares y en general y sobre todo por la paz generalizada en el interior de las fronteras, con lo que se ven libres de la tri­ butación extraordinaria que Roma les exigía en tiempos de guerra. Respecto a los esclavos Augusto no sólo no modifica, sino que refuerza su mantenimiento, según los viejos métodos esclavistas de la sociedad romana; múltiples esclavos y libertos desde ahora desempeñan cargos importantes en la administración y en la gerencia de negocios o grandes ex p lo tac io n es agrícolas e industriales. Los más favorecidos y privilegiados son los esclavos y libertos del emperador, entre los que empiezan a abundar las manumisiones. Estaba harto corrompida la moral en la sociedad augústea. La abundancia de oro y mano de obra esclava había generalizado en Roma y en Italia el lujo y el ocio. Los privilegiados ciudadanos romanos se habían beneficiado durante el siglo i a. de C. de los frecuentes repartos de dinero entre los veteranos y de las distribuciones de alimentos. La inestabilidad de las constantes guerras civiles había creado un ambiente de inseguridad ciudadana y había sido un campo propicio hacia un olvido nefasto de las virtudes cívicas tradicionales. La moral familiar se había deteriorado al máximo y, mientras los divorcios eran múltiples y escandalosos, no pocas mujeres hacían alarde de su desenfado y arbitraria conducta y, como afirma Séneca, algunas matronas romanas no contarían sus años por los consulados, sino por los maridos que habían tenido. Las leyes de Augusto trataron, sin duda, de corregir aquellos excesos de lujo y carencia de moral. Poetas como Horacio y Virgilio o historiadores como Tito Livio apoyaron ampliamente en sus escritos la vuelta a las virtudes tradicionales que Augusto trataba de restituir. No lo consiguió, porque la

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verdad es que las clases superiores no dieron buen ejemplo. Los divorcios y escándalos fueron normales en Pompeyo. César, o Marco Antonio. El propio Augusto, por encima de sus normas, era conocido por sus lances amorosos, aunque ciertamente mostró afecto constante hacia su tercera esposa, Livia. Y su hija Julia fue el prototipo del escarnio de la moral familiar buscada por Augusto. Por doquier hizo restaurar templos y cultos tradicionales. Y aunque el Panthéon de Agrippa hacía honor a todos los dioses antiguos o nuevos, ya fusionados muchos en su simbolismo y significación con los dioses helenísti­ cos, prestó especial atención a las dobles parejas Apollo-Artemisa y MarteVenus. En Apollo, el dios que le protegiera especialmente en Actium, se iniciaba aquella teología solar que encarnará más tarde toda la fuerza de la luz y de la vida, mientras en los atributos de M arte se entendería la suma de virtudes patrióticas que había guiado los destinos de Roma. El mismo, según reclamaba la propaganda oficial, descendía de aquella raza divina de Venus y Eneas. El culto imperial, iniciado en Pérgamo y seguido en Tarragona (año 25 a. de C.) y luego por todos los confines del Imperio, augura el vínculo sagrado de los provincianos con la divina domus Augusta y la Dea Roma que les aseguraba la paz y el bienestar. Así, tanto el culto imperial como la vuelta a las virtudes tradicionales encajaban en la filosofía política con que Augusto quería sustentar sus reformas. La Eneida, de Virgilio, sería el grandioso trasfondo épico de este ideal augústeo. En efecto, para Virgilio una divina providencia ha prefigurado enLel Lacio primitivo los destinos eternos del Imperio de Roma: sobre la desembocadura del Tiber se había producido la síntesis de las poblaciones itálica, de Eneas y sus troyanos y de todo un cúmulo de pueblos y gentes —íberas, galas, orientales, danubianas— que en germen preconizan la comunidad lograda en el Imperio Universal de Roma; sus destinos de paz y bienestar serán regidos por una raza de dioses que, iniciada en la descendencia deVenus y Eneas, encarna ahora la gens Iulia a la que Augusto pertenece. Augusto no sólo trató de regular las instituciones creando el modelo político que con pocas variantes animarían siglos de Imperio; también el arte y la literatura de su tiempo configurarían el justamente denominado siglo de Augusto con resultados no superados en tiempos anteriores o posteriores. Varios ilustres e influyentes hombres de su época participaron, con su protección, en esta tarea: Agrippa, Mecenas, Messala, Cornelio Gallo. Y, sobre ellos, la influencia personal de Augusto que alentó y favoreció personal­ mente los movimientos artísticos y literarios. Conviven plenamente con Augus­ to las primeras figuras de la poesía o la historia: Horacio, Virgilio, Propercio, Tibulo, Tito Livio, Ovidio, Asinio Pollión. Otros ilustres escritores representan el alto nivel de erudición de la época: el galo Trogo Pompeyo, el hispano Hyginus, Dionisio de Halicarnaso, Estrabón, Diodoro de Sicilia. Los estudios proliferaron en todos los campos, como en el de la jurisprudencia o el enciclopedismo. En arte surge la figura del teórico Vitrubio, autor de un «Tratado de Arquitectura». El impulso de Augusto en este campo es también patente: innumerables templos nuevos o reconstruidos, altares, teatros, foros, arcos conmemorativos y bellas esculturas del emperador pueblan Roma, Italia y aún las provincias del Imperio. El Ara Pacis es, sin duda, la obra maestra del arte escultórico augústeo que pretende rivalizar en monumentalidad con el Altar de Zeus en Pérgamo, en el que se inspira. A su lado figura como muy importante el Foro Augústeo en Roma, en el que se alojaba el templo

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dedicado a Mars Ultor; amplió el teatro iniciado por César, y se lo dedicó a Marcelo. Embelleció Roma por doquier y no en vano se vanagloriaba de haber encontrado una Roma de ladrillos y haberla convertido en una ciudad de mármoles. Así, en consecuencia, durante el largo reinado de Augusto se consolidaron para cinco siglos las instituciones y se inicia una época que va a generalizar por todo el Imperio un elevado nivel de vida, un amplio desarrollo del urbanismo y del lujo monumental. El espíritu práctico de los romanos, perfectamente asumido por el realismo de Augusto, se tradujo en un sólido sistema de administración de las provincias, destinado a tener cinco siglos de vigencia con escasas variantes.

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B IB LIO G R A FIA

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S ir a g o ,

CAPITULO

10

EL I M P E R I O R O M A N O DE TIBERIO A V E S P A S I A N O (14-69 d. de C.) Arcadio del Castillo

I. LA D IN A S T IA J U L IO -C L A U D IA . LOS S U C E S O R E S DE A U G U S T O

Los cincuenta y cuatro años que siguen a la muerte de Augusto fueron un periodo de transición, durante los cuales el sistema creado por éste se va asentando gradualmente. Los cuatro emperadores que llenan este periodo de tiempo formaron una dinastía que se ha llamado Julio-Claudia, en base a que todos ellos eran descendientes de Augusto o su última esposa, Livia. La transmisión hereditaria fue debida a la relación de sus miembros con la persona de Augusto, así como a los lazos que unían al ejército con él y con su familia. Con la extinción de la línea de Augusto en el 68 d. de C. el carácter electivo prevaleció y ninguna dinastía posterior duró más de dos generaciones. 1.

T ib e rio (14-37 d. de C.)

La m uerte sorprendió a Augusto el 19 de agosto del año 14 d. de C., en la ciudad de Ñola. Tiberio (Tiberio Claudio N erón, hijo de Livia, de su prim er m atrim onio y adoptado por Augusto) que había sido enviado a reorganizar las tropas en el Illyrico, vuelve precipitadam ente llam ado por una carta de su m adre en la que le daba inform ación sobre los hechos que estaban ocurriendo. N o podemos asegurar si Tiberio llegó junto al em perador antes de su muerte. Las fuentes antiguas m antienen una dualidad de opciones que nos hace imposible tener seguridad en cuanto a este hecho ; así, m ientras que Suetonio y V eleyo P atérculo aseguran que Tiberio encontró vivo y consciente a Augusto, D ion C assio expresa que la m ayoría de los autores aceptaban que Augusto había muerto ya cuando Tiberio se presentó, y T ácito presenta las dos posibilidades, aunque rehusando tom ar partido. Este hecho tiene importancia por lo que se refiere a la sucesión y tam bién a la posterior ejecución del nieto de Augusto, A grippa Postum o.

a) La sucesión de Augusto. Fracasado el intento de verse heredado por sus nieto, Cayo y Lucio, hijos de Julia, la única posibilidad familiar de herencia la encontró en Germánico (hijo del hermano de Tiberio, Druso) que había sido casado a su vez con la nieta de Augusto, Agrippina. Pero era demasiado joven, por lo que en contra de su propia voluntad (rei publicae causa, según V e l e y o P a t é r c u l o ) Augusto se vió obligado a elegir a Tiberio, 221

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única persona con la suficiente habilidad y experiencia para gobernar el Imperio hasta que Germánico tuviese edad para hacerlo por sí mismo. Debido a ello, el 26 de junio del año 4 d. de C., Tiberio fue adoptado, como Ti. Julio Caesar, por Augusto, junto con el nieto de éste, Agrippa Postumo, siendo al mismo tiempo obligado Tiberio a adoptar a su vez a Germánico, el cual, por ello, se convertía así en su primogénito y su inmediato sucesor. Ello resulta perceptible con mayor claridad si se tienen en cuenta las condiciones mentales que las fuentes presentan con respecto a Agrippa Postumo, así como su exilio definitivo en la isla de Planasia donde se encontraba cuando sobrevino la muerte de Augusto. Es así que, como plantea R. Seager , Tiberio había accedido al poder en el Imperio como una especie de regente que, debido a la diferencia de edad, sería pronto sucedido por Germánico. b) Agrippa Postumo. «El primer acto del nuevo principado fue la muerte de Postumo Agrippa.» Estas son las significativas palabras del historiador T á c i t o , a principios de sus Anales. Agripa Postumo no era ciertamente un serio candidato para el principado, aunque en interés de la seguridad del Estado era imprescindible que desapare­ ciese. Algunos intentos de liberación del joven desde su exilio para ser puesto al frente de los ejércitos de Germania dan a entender la posible existencia de un partido más o menos fuerte que pretendía llevar al poder a un representan­ te de los julios, lo que era Agrippa. Desde este punto de vista el joven podía ser un elemento perturbador que a toda costa debía ser aniquilado. Las fuentes no logran ponerse de acuerdo en lo referente a su ejecución en la isla de Planasia, donde estaba confinado, de forma que en su muerte se implica por algunos a Augusto que habría dado la orden antes de morir, al propio Tiberio o a su madre Livia. T ác ito mantiene firmemente que Augusto no dio la orden, asegurando a su vez que Tiberio mentía cuando posibilitaba a Augusto como el causante; Suetonio se muestra indeciso con referencia a que fuese Augusto, Livia con conocimiento de Tiberio o sin el conocimiento de éste, y Dion Cassio culpa sin dudar a Tiberio. Son varios los investigadores que han teorizado sobre esta muerte, así como las anteriores de Gayo y Lucio Caesares, que tan propicias habían sido para llevar a Tiberio al poder, insinuando la posibilidad de unas intrigas bien urdidas por Livia, que a toda costa intentaba que su hijo, un claudio, un representante de la vieja nobleza vencida y masacrada en las guerras civiles, fuese el sucesor de Augusto. R. Syme mantiene la existencia de un partido organizado para la defensa de la línea claudia, y a cuya cabeza se encontraba la madre de Tiberio. El posterior asesinato de Germánico, que muere en Antioquía el 10 de octubre del 19 d. de C., por parte del gobernador de Siria, Cn. Calpurnio Pisón, va a apuntar nuevamente hacia otro complot de Tiberio o su madre para acabar con el último obstáculo. De cualquier forma no deseamos entrar en un problema que nos llevaría a complejas discusiones que excederían con mucho lo que nos hemos propuesto para estas páginas. Baste saber que cabe la posibilidad de que Tiberio haya estado preparando su sucesión con sumo cuidado y, por ello, deshaciéndose de cuantos candidatos a ésta le fueran interpuestos, aunque también es posible que nada de ello haya sucedido y que el mero azar hubiese jugado a su favor. c) Tiberio y Tácito. Tiberio era un hombre maduro en el momento en que sucedió a Augusto; tenía entonces cincuenta y cinco años y había acumulado una gran experiencia a lo largo del mandato de su predecesor, habiendo sido protagonista en muchos de los acontecimientos más sobresa-

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lientes, dem ostrado sobradam ente su capacidad, especialmente en el terreno militar, cuyos servicios le habían convertido en el más grande general de su época. Su capacidad como diplom ático había sido tam bién probada y su experiencia adm inistrativa constituía, como afirma A. G arzetti, «la mejor garantía para la continuación del elemento central del régimen augústeo, la nueva adm inistración». Ciertamente, aunque su carácter no le ayudaba en exceso, las cualidades antes apuntadas hacían prever de su actividad como em perador una plena y satisfactoria continuación de la que fue la de su predecesor. Realm ente así fue. Pero, pese a ello, su figura ha pasado hasta nosotros como el prototipo de un cruel tirano, básicamente porque las fuentes ponen énfasis en las relaciones que este em perador tuvo con el Senado y los personajes pertenecientes a él. La principal fuente en este sentido es T ácito , y se ve apoyada por Suetonio y D ion Cassio. D urante m ucho tiem po la opinión de T ácito no había sido puesta en duda, pero pese a la asex*ción de este historiador de que escribiría sine ira et studio la m oderna crítica, concretam ente partiendo del trabajo realizado por T. S. J erome sobre el Tiberio retratado por Tácito, ha m ostrado cómo por una parte, como reconoce M. P. Charlesworth , el historiador latino ha usado principalmente fuentes propias del partido julio, y por otra, según m antiene R. T. Bruére , se hace eco de la tiranía de época de Dom iciano con un Senado dem asiado servil que Tácito, como decidido partidario de las formas republicanas, no puede soportar. M odernam ente se ha puesto una mayor atención en las grandes cualidades de Tiberio como gobernador del Imperio, buen adm inistrador del sistema provincial, así como en su próspera y clara política financiera; m ediante este sistema han sido limados y explicados bastantes de sus errores con respecto al trato de algunos miembros senatoriales, m ostrando al mismo tiempo el carácter partidista de las fuentes, con lo que la concepción de Tiberio como un tirano casi ha desparecido, emergiendo así su gran faceta de excelente gobernante del Imperio.

d) El gobierno de Tiberio. Tiberio había sido un buen colaborador de Augusto, que había obedecido todas las órdenes y realizado las tareas que le habían sido encomendadas. Gracias a su habilidad y a sus dotes se había conseguido acabar con el levantamiento de Panonia y, con posterioridad al fracaso de Varo, fue Tiberio quien mantuvo el prestigio de las armas romanas frente a los germanos. Su habilidad era patente y supo inmediatamente aceptar y llevar a cabo la política de Augusto desde los primeros años de su mandato; en este sentido se puede decir que no hay diferencia alguna entre el programa de su predecesor y el suyo propio. Desde el comienzo supo buscar el apoyo del ejército, manteniendo ante el Senado una política de disimulo que sostuviese la ficción de gobierno de este viejo organismo. Los problemas con el ejército, que se rebela en parte en el momento de su ascensión, no pretendían derribar al nuevo emperador y buscaban únicamente la consecución de mejores condiciones; de cualquier forma, Germánico y el hijo del propio emperador, Druso, consiguieron reprimir los movimientos revolucionarios de las legiones de Germania y Panonia, volviendo todo al orden anterior. Su política de entendimiento con el Senado fue plena e incluso supo ampliar algunas de las funciones de este organismo sin merma alguna en las facultades de su poder personal. De esta forma, arrancó a los comicios la capacidad electoral que tenían con respecto a las magistraturas y la transfirió al Senado, dándole, asimismo, parte de la capacidad legislativa que aquellos tenían y reservándose otra parte para sí mismo. Desde entonces el Senado

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podía legislar mediante los senadoconsultos. En el terreno judicial dio al Senado la capacidad de juzgar en los asuntos de mayor gravedad, especial­ mente en lo referente a los delitos de traición, con lo que de hecho convierte este organismo en una alta corte de justicia. e) La lex maiestatis. Una de las notas más oscuras durante el mandato de Tiberio son los juicios por traición. Según el propio T ácito, este empera­ dor había introducido de nuevo estos juicios y había hecho uso de ellos hasta la saciedad; pero la opinión del historiador latino no representa la verdad en su totalidad, la legislación por traición existía con anterioridad a la ascensión de Tiberio, habiendo sido introducida por el tribuno L. Appuleyo Saturnino, alrededor del año 103 a. de C., mediante la lex Appuleia de maiestate minuta, aunque la vaguedad de sus términos había obligado a la clarificación de algunos hechos con lo que se hizo necesaria una nueva legislación en el mismo sentido por parte de Sila, la lex Cornelia de maiestate, del 81 a. de C., y de Julio César, la lex Iulia de maiestate, del 46 a. de C., y, finalmente, Augusto, según el mismo T ácito, extendió esta legislación incluyendo en ella los libelos difamatorios. La acusación del autor latino de que Tiberio hubiese puesto en vigor dicha ley obligaría necesariamente a mantener la existencia de una derogación previa por parte de Augusto, cosa que nunca ocurrió. R. S. R ogers es definitivo en mantener que Tácito comete un error asegurando la puesta en vigor de esta legislación por Tiberio, demostrando, además con claridad, cómo la afirmación de D ion Cassio de que Tiberio desarrolla una política de persecución de todos los casos que atenían contra su persona, la de su madre o la del propio Augusto, hay que rechazarla categóricamente. Las fuentes, hostiles por lo general a Tiberio, han tratado de presentar con mayor prodigalidad los casos de maiestas, obviando los demás, particularmente porque casi toda nuestra información tiene que ver exclusivamente con los casos llevados ante el Senado (donde eran celebrados los juicios por traición); si conociésemos sobre otros juicios de este periodo la proporción de los casos de maiestas probablemente quedaría minimizada. Como prueba de que el gobierno de Tiberio no representa una excesiva dureza en este terreno, recordemos los cargos de perduellio, formalmente atentado contra el propio Estado, incluidos dentro del término maiestas, cuya pena era la muerte, y que en un variado número de casos tal sentencia no fue impuesta en esta época. Otro punto que ha sido usado dentro de esta legislación es el referente a los delatores. D ion C assio está generalizando excesivamente cuando afirma que Tiberio aceptaba indiscriminadamente cualquier clase de acusadores, incluso los esclavos contra sus amos o los hijos contra los padres. De hecho los casos analizados por R. S. R ogers prueban que no era así. Y por lo que se refiere a la acusación de D ion Cassio de que los delatores eran premiados con la propiedad de los acusados, así como con determinados cargos y honores, el mismo autor se contradice después, diciendo que, de las propiedades confisca­ das a los reos de muerte, únicamente un poco e incluso a veces nada iba a parar a los acusadores. De cualquier forma, la propia ley prescribía un premio mínimo a los delatores, de una cuarta parte de la propiedad del convicto que podía ser aumentada a discreción del tribunal, por lo que no se puede acusar a Tiberio de algo que se encontraba comprendido en el sistema establecido por la legislación existente. f) Sejano y la sucesión de Tiberio. Muy probablemente la principal acusación que ha sido levantada contra la figura de Tiberio tiene que ver con

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la terrible desgracia que se cernió sobre la familia imperial. Ya hemos apuntado anteriormente las muchas acusaciones que existen sobre su influen­ cia y participación en cierto número de muertes de miembros de la familia con anterioridad a su ascesnión al poder. Cumpliendo lo prescrito por Augusto había adoptado a Germánico que fue inmediatamente designado como su sucesor. Pero el mismo Tiberio tenía un hijo: Druso. Germánico fue siempre mimado por las masas y muy especialmente por el ejército, en recuerdo de su padre, Druso, hermano de Tiberio. Después de algunos servicios con el ejército de Germania, Germánico fue enviado por Tiberio para ejecutar una misión en Oriente (para entonces todo un partido contra Tiberio se había decantado de su lado) como consecuencia de la cual se vio enfrentado al gobernador de Siria, Cn. Calpurnio Pisón (el enfrentamiento nace en parte de las mujeres de ambos, Agrippina y Plancina); su muerte en Antioquía levanta graves rumores de envenenamiento por parte de Pisón, que fue llamado a Roma, juzgado por ello y terminando por suicidarse. La muerte de Germánico dejaba abierta ia sucesión para el hijo del emperador, Druso, que fue elevado al consulado el año 21 d. de C., compartiéndolo con Tiberio y que recibió al año siguiente el poder tribunicio. Por otra parte, la esposa de Druso, Livilla, había dado a luz dos gemelos, lo que aseguraba aún más la sucesión. Pero es por entonces cuando aparece en escena un nuevo personaje, L. Aelio Sejano, que usa de su habilidad y abusa de la confianza que el propio Tiberio había depositado en él para asegurarse un puesto en el poder. Así, pues, se procuró una fuerza que resultase poderosa y que le ayudase en sus fines: nombrado prefecto del pretorio, reunió las nueve cohortes pretorianas que estaban dispersas por la península y las asentó a las puertas de la ciudad (a ello se debe la gran influencia que después tendrán los pretorianos con respecto a los propios emperadores); con esta fuerza como apoyo aspirará secretamente al Imperio. Sejano será el causante de la muerte de Druso en 23 d. de C., del enfrentamiento de la familia de Germánico con Tiberio y promocionó grandemente la muerte de los dos hijos mayores de aquél cuando fueron declarados herederos en la sucesión. El retiro de Tiberio en la isla de Capri hizo que, dueño de la ciudad de Roma, se atreviese a preparar una conspira­ ción contra el mismo emperador. La serenidad y astucia de Tiberio y el apoyo del prefecto de los vigiles, Macrón, permitieron al emperador acabar con Sejano. g) Retiro ci Capri y muerte de Tiberio. La conspiración de Sejano sumió los últimos años de Tiberio en la más profunda tristeza; retirado a Capri, permaneció allí hasta el fin de sus días. Su reclusión en esta isla ha dado pie a toda una serie de historias que le han presentado en sus últimos años como un verdadero monstruo, aunque hoy en día se tiende a desdeñar todos estos aspec­ tos adversos como rotundamente falsos. Muertos la mayoría de los candidatos a la sucesión la elección había de caer en Gayo, el más joven de los hijos de Germánico, y en su propio nieto Tiberio Gemello, los cuales fueron nombra­ dos herederos a partes iguales.

2.

C alig u la (37-41 d. de C.)

La insegura sucesión de Tiberio fue rápidamente resuelta a su muerte. Gayo con el apoyo del nuevo prefecto del pretorio, Macrón, fue propuesto ante el Senado que aceptó su nominación sin demora. La popularidad de su

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padre, Germánico, conquistó para Gayo, de apodo Caligula (pues, de pequeño, en los campamentos del ejército, con su padre, usaba el calzado de los soldados, las caligae), el afecto del pueblo y el ejército. Su gobierno comienza con una marcada política de reacción frente al régimen de su predecesor: desaparición de impuestos, perdones, abolición de la lex maiestatis, desarrollo de los poderes tradicionales (comicios y magistraturas), atencio­ nes al pueblo y al Senado. Pero rápidamente cambió. Se ha presentado como razón de este cambio los efectos que le produjo una grave enfermedad que padeció, sin embargo, es más factible inclinarse a pensar que el hecho se produjo en el momento en que terminó de dilapidar la fortuna amasada a lo largo de su reinado por su frugal antecesor. Sobre la base de una locura emanada de su enfermedad ha sido presentado como un ejemplo de maníaco sin sentido, particularmente por su intento de introducir en Roma un despotismo de tipo teocrático orientalizante que le hizo pretender ser adorado como a un dios, presentar al propio Júpiter como su colega e intentar una especie de matrimonio con una de sus hermanas, Drusilla. Sin embargo, existe una explicación de esta experiencia que podía parecer maniática para los romanos, pero que hoy día puede ser fácilmente aclarada. Si Caligula era preso de una locura no era otra que la de su bisabuelo Marco Antonio, el triunviro: intentó introducir en Roma un sistema copiado de los faraones de Egipto que también eran considerados dioses y se casaban con sus hermanas. Ciertamente que Roma no era un lugar demasiado propicio para las costum­ bres orientales. Su conducta y, sobre todo, en lo que se refiere a las muchas ejecuciones de ciudadanos prominentes (por lo general para confiscar sus riquezas) provocó toda una serie de conspiraciones a lo largo de su gobierno. La represión de cada una de ellas provocaba otras nuevas, hasta que, finalmente, la deslealtad llegó incluso hasta las filas de la guardia pretoriana, de forma que en el año 41 d. de C., un tribuno de ésta, Cassio Chaerea, molesto por una afrenta del emperador, le dio muerte en el mismo palacio.

3.

C laud io (41-54 d. de C.)

Caligula había mandado matar a Tiberio Gemello, con lo que nadie de la familia imperial quedaba que fuese considerado capaz para tomar a su cargo el gobierno. Pero algunos de los pretorianos que habían entrado a palacio a robar encontraron escondido tras de una cortina, temiendo por su vida, a Tiberio Claudio Druso, tío de Caligula, y en lugar de matarle también le saludaron como hermano de Germánico, le llevaron a sus cuarteles y le obligaron a aceptar el poder imperial. Esta elección consolidó el poder de los pretorianos y el nuevo emperador se encargó de no olvidar nunca a quienes debía su gobierno. El Senado planteó alguna oposición, pero, finalmente, hubo de doblegarse a la elección de los soldados. Claudio va a inaugurar la costumbre de hacer una donación material a los soldados de la guardia pretoriana al ascender al poder; retendrá su posición mediante el favor de estos soldados. a) El gobierno de Claudio. Pese a la poca capacidad del nuevo empera­ dor, su gobierno se ve marcado por una gran energía e iniciativa. Su ampliación del puerto de Ostia se puede decir que fue la base para que Roma tuviese desde entonces un lugar seguro y próximo donde atracar sus barcos; consigue nuevas tierras de cultivo mediante la desecación del lago Fucino,

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aunque el trabajo tuvo solamente un éxito parcial; desarrolla la concesión del derecho de ciudadanía entre los habitantes de las provincias, abriendo el Senado a los provinciales de la Galia; amplía la administración mediante la creación de oficinas, al frente de las cuales pone a sus más eficientes libertos: Callisto, Narcisso, Pallas... Con el Senado tratará de mantener una política de colaboración en la línea de Augusto. Su dedicación máxima se encuentra en la administración de la justicia, igual que en el plano legislativo que vio un desarrollo muy amplio. Finalmente su época contempla la anexión de cinco nuevas provincias dentro del Imperio: Bretaña, M auritania (dos provincias), Thracia y Lycia. b) El papel de sus libertos y mujeres en el gobierno. Gran parte de las medidas de gobierno anteriormente enumeradas no deben de ser atribuidas al propio emperador, sino a sus famosos libertos, los cuales actuaron como sus ministros llevando a buen término la administración del Estado. Aunque en gran medida estos libertos se preocuparon de salvaguardar sus propios intereses, haciéndose inmensamente ricos a expensas del Estado, es necesario reconocer su competencia en la labor realizada. Los predecesores de Claudio, especialmente Augusto y Tiberio, se habían servido de los libertos imperiales para las funciones administrativas, sin permitirles que pasasen de ser lo que realmente eran: unos simples instrumentos. La razón del ensalzamiento de estos personajes durante el gobierno de Claudio se debe más a la debilidad de éste que a los méritos propios de aquellos. Se ha dicho, no sin absoluta razón, que el gobierno de este emperador está regido por el papel de sus mujeres y libertos que gobiernan por él. Antes de su elevación al gobierno del Imperio, Claudio se encontraba casado con Valeria Messalina, su tercera esposa; aparte de la fama de voluptuosidad con que esta mujer ha pasado a la historia, ella es la principal causante, por su insaciable sed de dinero, de la muerte de muchos notorios personajes de la época, lo que en definitiva levantó contra el emperador un cierto número de conspiraciones que provocaron tanta alarma en Claudio, que al final de su mandato la inseguridad de los romanos de alto rango era incluso superior a la de los gobiernos de Tiberio o Caligula. La unión de Messalina con C. Silio y el intento de derrocar al emperador provocaron la caída y muerte de esta mujer por orden de uno de los libertos del emperador: Narcisso. Un nuevo matrimonio es efectuado con su sobrina, Agrippina, cuya ambición de poder hará que prepare meticulosamente la subida de su hijo Nerón al poder imperial, mediante su matrimonio con la hija de Claudio, Octavia, la adopción como hijo del emperador y la colocación de sus fieles aliados (L. Anneo Séneca y Afranio Burro) en los puestos claves, para terminar finalmen­ te con el envenenamiento del mismo Claudio. c) La anexión de Mauritania y la conquista de Britannia. Los sucesores de Augusto fueron fieles al consejo dado por éste de no extender las fronteras del Imperio más allá de los límites fijados. Y en esto Claudio fue la solitaria excepción, en primer lugar, por la anexión de M auritania, y, después por la sumisión de Britannia. La anexión de M auritania se vio propiciada por una revuelta iniciada en esta zona a fines del gobierno de Caligula, como consecuencia del asesinato de su rey, ordenado por este emperador. Los rebeldes fueron subyugados por Suetonio Paulino, el futuro gobernador de Britannia, tras buscar refugio en los confines del Sahara, en el monte Atlas. De esta manera, Claudio pudo convertir el reino en dos provincias, a saber, Mauritania Caesariensis, con

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capital en Cesarea, y Mauritania Tingitana. con capital en Tingis, para cuyo gobierno se recurrió a los servicios de procuradores ecuestres, mientras que en ambas capitales fueron introducidas colonias de veteranos romanos. La conquista de Britannia, tras el desastre del intento en tiempos de Caligula, estuvo posiblemente motivada por el deseo de Claudio de obtener una reputación militar que él consideraba muy necesaria para su persona, en orden a promocional* su prestigio entre las guarniciones romanas. El pretexto para la invasión fueron las llamadas de varios jefes de la isla para poner fin al creciente poderío de Cunobelino, que había desarrollado un reino poderoso en la parte sur de Britannia. En el año 43 un ejército, bajo el mando de A. Plauto, puso sus pies en la isla, y tras derrotar a Carataco, el sucesor de Cunobelino, esperó la llegada del emperador. Ya con Claudio al frente, el ejército romano derrotó nuevamente al rey y capturó su capital Camulodu­ num. Tras el regreso del emperador a Roma para celebrar su triunfo, los generales continuaron la sumisión del territorio, llegándose a organizar un limes que corría desde Isca (Exeter) hasta Lindum (Lincoln). P. Ostorio intervino finalmente contra los brigantes en la zona norte y contra los silures de Gales. Carataco, que se había refugiado con estos últimos, intentó escapar hacia el norte, pero fue capturado y enviado a Roma, donde Claudio le trató con gran amabilidad. 4.

N erón (54-68 d. de C .)

a) Séneca y los primeros años de gobierno. Agrippina había atado todos los cabos en lo referente a la sucesión de Claudio para su hijo Nerón; el Senado apoyó el cambio para acabar así con el gobierno de los libertos, y los pretorianos fueron decantados también hacia su lado por la influencia de Afranio Burro que hizo que los soldados prestasen juram ento de fidelidad al nuevo emperador. La creación de un gobierno impulsado por Agrippina en perfecta colaboración con Burro y Séneca dio al régimen de los primeros años de Nerón un sello de completo buen gobierno, en el que se presenta una clara política de colaboración con el Senado, cuya autoridad fue en aumento; se desarrolló la administración y fueron suprimidos los abusos. Fue probable­ mente uno de los mejores gobiernos que tuvo el Imperio. Sin embargo, la unión duró poco; la ambición de Agrippina obligó a los otros dos colaborado­ res a crear una facción hostil a sus pretensiones, buscando el apoyo del joven príncipe. Las tensiones provocan el apoyo de Agrippina a Británico, el hijo de Claudio, por lo que Nerón se ve obligado a ejecutarlo. Finalmente la crisis toma cuerpo con la entrada en escena de Poppaea Sabina, esposa de M. Salvio Otón, que se convierte en la amante del emperador. Ella es la instigadora para que Nerón mande al exilio a su esposa Octavia que le había otorgado el Imperio como dote (posteriormente, ejecutada), así como de la muerte de Agrippina. Todavía sus dos consejeros intentaron por todos los medios de enderezar la situación, pero la muerte de Afranio Burro, en el año 62 d. de C., produce el cambio definitivo en el gobierno, con la entrada al mando de la prefectura del pretorio de Ofonio Tigellino y el paso de Séneca a la vida privada, logrando una débil reconciliación con el emperador mediante el ofrecimiento de todas sus riquezas. b) El gobierno de Nerón. Bajo la influencia de Tigellino el gobierno tiende a convertirse en un despotismo al estilo de Caligula. Los intereses del

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estado son sacrificados en base a la pasión de Nerón por los espectáculos. Su prodigalidad en los excesos llevan a las finanzas estatales a un lamentable estado de bancarrota, lo que inicia toda una política de confiscaciones con la reaparición de los delatores y el nuevo impulso de la ley de maiestas. El incendio de Roma (con seguridad, un simple accidente) vendrá a agravar el problema financiero y aumentará el terror ciudadano al culpar a los cristianos del hecho en un intento de acabar con el insistente rumor entre el pueblo de que el incendio era obra del propio emperador (en parte de la zona siniestrada el emperador hizo que se construyese un nuevo palacio, la Domus Aurea). Las calamidades existentes, la ruina de las finanzas, la mala administración del Imperio y los crímenes que se suceden a lo largo del gobierno, provocan la definitiva deteriorización de la relación con el Senado; y la participación de varios de sus miembros en la gran conspiración del año 65 d. de C. prueba su completo encuadramiento en contra de la catastrófica política imperial. c) La conspiración de Pisón. El objeto de esta conspiración era el asesinato del emperador y su suplantación por un personaje de la nobleza: C. Calpurnio Pisón. Su ascendencia republicana y su popularidad entre las masas le hacían digno para tom ar el lugar de Nerón, pero, aunque era la cabeza visible, no fue el que originó la conspiración; la fuerza real de este movimien­ to estaba en una serie de personajes que, como Faenio Rufo, colega de Tigellino en el mando de la guardia pretoriana, el cónsul designado, Plauto Laterano, y algunos tribunos y centuriones de la guardia, no podían de ninguana forma soportar la situación creada. En este sentido B. H. W arming ton mantiene que «el disgusto por los crímenes del emperador, y aún más por su degradación en la autoridad del Imperio, inspiraron indudablemente a la mayoría de los conspiradores». La conspiración es conocida en abril del 65 d. de C., cuando una liberta de nombre Epicharis intenta atraer hacia los conspiradores al prefecto de la flota de Miseno que inmediatamente descubre el complot ante el emperador. Epicharis es detenida, pero ningún detalle sale de sus labios y la conjura se mantiene, aunque ahora precisará de rapidez en las acciones. El asesinato es planeado para realizarse durante los juegos circenses en Roma: Pisón, inmediatamente al asesinato de Nerón, sería llevado por Faenio Rufo ante los pretorianos, se uniría a Antonia, hija de Claudio, y ambos serían jurados sucesores en el Imperio. Pero evidentemente la entereza de ánimo de la nobleza romana ya no era la de antes y cuando el día anterior al proyectado asesinato un liberto denuncia al senador Scaevino como miembro del com­ plot, en unión de otro personaje, Natalis, ambos ante la tortura denuncian todos los detalles, así como a un cierto número de implicados como Pisón, Séneca, Lucano, Afranio Quintiano y Claudio Senecio, que, a su vez, denuncian a todos los demás. Las inmediatas medidas tomadas por el emperador doblando la guardia y enviando a arrestar a todo sospechoso precipitan la caída de la conjura; Pisón rehúsa pedir el apoyo del pueblo y el ejército, como le aconsejaban sus colaboradores, y es obligado a suicidarse. Igual suerte corren Séneca, Lucano y gran parte de los más importantes conspiradores. Las sucesivas ejecuciones de miembros senatoriales con posteridad a la muerte de Poppaea Sabina convertirán los últimos años del gobierno de Nerón en un auténtico reinado de terror que creará una decisiva hostilidad hacia el régimen, que finaliza con el inicio de la rebelión de Vindex en Galia, el enfrentamiento de los propios pretorianos y el suicidio del emperador.

F ig . 33.

EI Imperio

Romano

(68 d. de C.) (según

A. G a r z e t t i ) .

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E C O N O M IA Y SOCIEDAD EN EL PERIODO J U L IO -C L A U D IO

II. 1.

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E C O N O M IA Y S O C IE D A D EN EL P E R IO D O J U L IO -C L A U D IO Poder im perial

La ficción de gobierno creada por Augusto sobre la base constitucional del apoyo en el Senado y el pueblo de Roma teñí i como soporte real dos factores que serán claves a lo largo de todo el periodo Julio-Claudio: La nueva aristocracia salida de las guerras civiles que se había encumbrado a la sombra del nuevo régimen y el ejército romano (no hay que olvidar, en este sentido, que el principado recoge en alguna medida la tradición heredada de Alejandro a través de los reinos helenísticos, cuyo poder también descansaba apreciablemente en el ejército). Este hecho será el que mantendrá decisivamente la continuidad hasta la caída de Nerón; el parentesco de sangre con la persona del viejo creador del régimen aseguraba en cierta medida, como ha demostra­ do J. G a g é , el soporte de los soldados. La guardia pretoriana asentada en Roma será a la postre la sustentadora de este poder y en sus manos quedará poco a poco la posibilidad de un cambio, de ahí la solícita e inquebrantable actitud condescendiente de todos los emperadores hacia ella, de ahí también el apoyo hacia la población de la ciudad a la que se mima y se divierte regularmente. Los intentos de consolidación de los emperadores de la dinastía les llevarán, junto a esta solicitud hacia el pueblo que es alimentado y divertido por el propio gobierno, mientras permite que sus derechos políticos sean obviados (Tiberio suprimió la asamblea popular) y más particularmente hacia la guardia pretoriana, a agotar todos los posibles caminos existentes para asegurar su dominio, por un lado, la absoluta sujección de los senadores entre los cuales estaban los posibles rivales de los emperadores, y, por otro, el afianzamiento del carácter divino e inviolable de la persona del emperador. Todos estos recursos de afianzamiento en el poder se completan mediante un proceso lento, pero continuo, por el cual fue pasando la administración del Estado a manos del emperador, asestando así un golpe definitivo al órgano senatorial que había sido hasta entonces el portador de estas funciones; se dividen las provincias entre el emperador y el Senado, e incluso se permite al Senado recaudar únicamente los tributos directos de sus provincias, reservan­ do los indirectos también para el emperador. Por otra parte, la riqueza propia de los emperadores de la dinastía era lo suficientemente amplia como para ser, en definitiva, los únicos capaces de llevar a efecto la empresa de la administración pública, en base a los enormes gastos que ella exigía, razón por la que, como asegura M. R o s t o v t z e f f , el Senado no protestó nunca (los recursos senatoriales, reducidos a los tributos aportados por las provincias que le habían sido encomendadas, no permitían sufragar los gastos que la administración estatal exigía) por semejante arbitrariedad en lo referente a la asunción por el emperador de funciones que hasta entonces habían sido propias de este organismo. Con tales medidas, el Senado, al mismo tiempo que dejaba al emperador las cargas del Estado, veíase obligado por igual razón a otorgarle también la autoridad sobre el mismo. La absoluta ingerencia del poder imperial en las provincias administradas por el Senado, mediante procuradores imperiales que intervienen en nombre del emperador, recaudan­ do los impuestos indirectos en estas provincias y vigilando a los administrado­ res enviados por el Senado, se verá finalmente completada mediante las cribas efectuadas por los emperadores en el mismo Senado que asegurarán en este

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organismo a sus partidarios, por lo que tanto las provincias propiamente imperiales como las que no lo eran estaban de hecho sujetas al poder del emperador. Los funcionarios que ayudan al emperador en esta complicada administración son reclutados hábilmente entre personas muy próximas a él, especialmente esclavos y libertos de la casa imperial, con lo que se aseguraba así su absoluta fidelidad, sobre la base de convertir la administración del Estado romano en una especie de gran propiedad del emperador explotada mediante sus más fieles allegados y colaboradores, los que aseguran sin ningún género de dudas el éxito final de las operaciones. 2.

S istem a fin a n c ie ro

El desarrollo del sistema financiero con la dinastía Julio-Claudia tiende hacia una constante centralización en manos de los emperadores. La política financiera de Tiberio busca aumentar los ingresos imperiales (patrimonium) mediante la financiación del sistema de concesiones mineras a compañías privadas, transfiriendo éstas al cuidado de procuradores imperiales. Con respecto al aerarium procuró un sistema cuidadoso de gastos para impedir su dilapidación y rehusó de gastar grandes sumas de dinero en espectáculos públicos. Unicamente su excesiva preocupación en no forzar el aerarium militare (creación de Augusto en 6 d. de C. para pagar los gastos de los soldados retirados del ejército) le llevó a alargar el tiempo de servicio, lo que promocionó los levantamientos del ejército en el Rhin y el Danubio justo a su ascensión al poder. Con semejante política su gobierno finalizará con un amplio superavit, que fue rápidamente dilapidado por su sucesor, Caligula, lo que le obligó a agravar los impuestos con varios de nueva creación, aunque fueron retirados por Claudio. Este emperador centraliza el sistema financiero dentro de todo el sistema administrativo desarrollado en su tiempo, a base de oficinas llevadas por sus libertos, particularmente mediante la organización de los tesoros provinciales (fisci) en una oficina de a rationibus y el manteni­ miento de un procurator a patrimonio para la organización del tesoro del emperador. Por lo demás, mantiene una gran influencia en las finanzas de las provincias senatoriales y aumenta su poder con respecto al aerarium con el derecho a colocar cuestores. La primera parte del gobierno de Nerón tiene en lo financiero el sello de una política prudente que sigue la tradición de la época de Tiberio. Hay un intento, que no prosperó, de terminar definitiva­ mente con todos los impuestos indirectos del Estado. La segunda parte de su gobierno lleva las finanzas a un total colapso; su salida no se inclinó a la política de Caligula de ampliar impuestos, sino al terreno monetario con la aleación de la plata y la reducción de la cantidad de metal noble, a lo que se une toda una política de confiscaciones a los personajes más ricos del Imperio. El sistema terminó en un absoluto fracaso que, pese a todo, mantuvo las arcas vacías hasta el punto de producir atrasos en la paga de los soldados, lo que fue causa importante en la deslealtad de éstos al final de su gobierno. 3.

A g ric u ltu ra

La característica propia del momento es la concentración de la propie­ dad territorial en unas pocas manos, el sistema de los latifundia (la ley obligaba a los senadores a tener los dos tercios de sus bienes en tierras

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itálicas); el paso de la pequeña y mediana a la gran propiedad alcanzará su apogeo durante esta época. De esta concentración de la propiedad participa­ ron notablemente los emperadores que llegan a ser los grandes propietarios del Imperio, sumando a sus ya de por sí amplias posesiones todas aquellas procedentes de considerables confiscaciones a los condenados por delito de traición, herencias testamentarias a los mismos emperadores (muchas veces forzadas), los caduca o bienes de personas sin herederos, de gente muerta sin testar o privadas de este derecho por la propia ley... Por lo demás, la dinastía Julio-Claudia representará el progresivo encumbramiento de las provincias con respecto a Italia. El impulso creciente de las ciudades en las provincias creará las nuevas condiciones que, en definitiva, proporcionarán el cambio; el nacimiento de una pujante burguesía que afianza su actividad económica en las nuevas ciudades comerciales va a inclinarse hacia un sistema de grandes explotaciones territoriales sobre cultivos de alto rendimiento, especialmente vid y olivo. El desarrollo de estos cultivos en las provincias creará, por un lado, el abandono en gran medida de las actividades cerealísticas que sustentaban el abastecimiento de estos productos, y por otro, la creciente competitividad de los productos provinciales frente a los de la península italiana. Precisamente por todo esto, M. R o s t o v t z e f f piensa que Italia se vuelve hacia explotaciones de tipo cerealista; este autor defiende la idea de que con el creciente desarrollo de la vid y el olivo en ciertas provincias, los mercados para estos productos italianos desaparecen casi plenamente (excepto para la Italia del Norte, que conserva intacto el mercado de las regiones del Danubio), en parte porque estos mercados son ahora grandes productores o porque la mayoría de ellos son captados por las mercancías provinciales en la mayoría de las ocasiones de muy superior calidad y más bajo precio, con lo que sumado a la baja en la producción de cereales empujarán a Italia hacia este cultivo y que ni siquiera ciertas medidas proteccionistas de algunos emperadores, concretamente en el terreno de la vid, lograron que la península itálica recuperara plenamente los lugares donde colocar sus mercancías, siendo que en el terreno del olivo la no existencia de protección y la competencia de ciertas provincias como Hispania o Africa hicieron claro el retroceso en suelo italiano; la vuelta de Italia a la economía de tipo cerealístico trajo aparejado otro hecho de gran importancia: la extensión del sistema arrendatario dentro del régimen de la gran propiedad. Bien porque, como se ha mantenido, los esclavos eran mucho menos numerosos o porque la gran propiedad cultivada por esclavos a las órdenes de un encargado (villicus) no permitía una verdadera vigilancia del dueño que vivía en la ciudad, lo cierto es que los grandes propietarios tienden al cultivo de cereales sobre una economía de pequeños campesinos, aunque en el seno de la gran propiedad territorial Pensamos que, en general, la teoría de M. R o s t o v t z e f f está bastante bien enfocada, aunque peca en cierta medida de excesivamente generalizadora, ya que las medidas proteccionistas a las que hace referencia con respecto al cultivo de la vid en la peníncula itálica son, hasta cierto punto, discutibles en extensión. Efectivamente parece de todo punto admisible que el edicto del año 92 d. de C. dictado por Domiciano, al que hace referencia M. R o s t o v t ­ z e f f , y que aparece expuesto por S u e t o n i o , es consecuencia de la escasez de grano y va encaminado a promocionar la extensión del cereal especialmente en las provincias; sin embargo, creemos que ésta es la idea fundamental, por lo que no es necesario constatar el hecho como medidas proteccionistas de Domiciano hacia el cultivo de la vid en Italia, ya que el que sea también

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limitado el aumento de este cultivo en la península itálica empuja a pensar que lo que se intentaba no era proteger a la vid italiana en particular, sino al cultivo de cereales en general que había disminuido peligrosamente, incluso en la misma Italia, sobre la base del crecimiento de la vid. Es, por todo ello, presumible un gran aumento de la vid y el olivo en las provincias que contribuye a un encumbramiento de éstas, todo ello en detrimento del cultivo de cereales, que sumado a la gran competitividad provincial y a la caída de los cultivos en propiedades científicamente utilizadas, con el desarrollo de latifun­ dios en sistema de arrendamiento, promocionarán la crisis de finales del siglo 1 d. de C. en la economía de la península itálica. Esta es la razón de la frase de Plinio de que latifundia perdidere Italiam. La época Julio-Claudia, es, pues, un periodo en el que se desarrollará el cambio que aparece ya perfectamente constitucionalizado en la época inmediatamente siguiente, sobre la base del paso de fincas organizadas y explotadas con medios científicos hacia un sistema latifundista de grandes rentistas que dan sus tierras en arriendo a colonos. Las posesiones son divididas en pequeñas parcelas que son confiadas a estos coloni con los que la fiscalización de los beneficios se facilitaba ampliamente mediante la fijación en un contrato de un determinado importe por el arriendo de la parcela con la concreta precisión de las prestaciones y servicios eventuales, así como el consiguiente establecimiento de un inventa­ rio. Sin embargo, en honor a la verdad hemos de reconocer que autores como K. D. W hite son más bien partidarios de la existencia en Italia, aunque sola­ mente, de fincas de pequeños o medianos propietarios.

4.

In d u stria

El fenómeno que se detecta en las provincias de un desarrollo económico con respecto a Italia se repite, en cierta medida, en el terreno industrial; realmente la competencia industrial de las provincias, aunque no en cuanto a calidad, es un hecho que se constata con mayor amplitud durante la etapa que sigue, pero no es de extrañar que los hechos se vean ya iniciados en el momento que estamos tratando. Las provincias, que venían siendo aprovi­ sionadas en cuanto a los productos industriales por la propia Italia, tienden a crear industrias locales que pronto van a competir ampliamente con sus modelos italianos. En un principio se trata únicamente de cubrir las necesida­ des propias, pero rápidamente estarán en condiciones de vender parte de su producción. La mano de obra esclava facilita el trabajo y por lo demás no necesitan ser demasiado originales a la hora de producir sus productos, copiando en la mayoría de las ocasiones los tipos existentes, de manera tosca, aunque no importa demasiado. Así los mercados provinciales se ven cerrados a los productos industriales itálicos y griegos, hasta entonces monopolizadores de este comercio, por los propios existentes en estas provincias, de inferior nivel de calidad, pero indudablemente más baratos. La inexistencia de una política general y planificada para todo el Imperio impedirá para siempre el nacimiento de talleres de gran importancia con un sistema de producción masiva, y en su lugar se establece un sistema de producción local que se extiende a cualquier rincón del Estado romano.

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5.

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C om ercio

El comercio se verá intensificado como consecuencia de la seguridad del Imperio y el desarrollo de las comunicaciones. Son especialemnte utilizables por su costo las rutas marítimas y fluviales. Con estas favorables condiciones el volumen comercial tom ará un notable incremento que, a su vez, contribuirá al desarrollo de algunas ramas de la industria, especialmente exportables. Desde un punto de vista económico, el Imperio romano se va a transformar, desde una serie de pequeñas unidades conectadas, en un organismo único. El comercio exterior llega a su máxima extensión durante este primer siglo de existencia del Imperio. Es un comercio de tipo mundial con extensión incluso a pueblos con los que no existen contactos fronterizos. En Bretaña los comerciantes inician una penetración pacífica bastante antes de la ocupación militar por las legiones romanas y en las regiones del Rhin y el Danubio la política de los emperadores, en su intento de asegurar las fronteras del~ Imperio, desarrolla el comercio en las zonas fronterizas. En época de Nerón una nueva ruta comercial hacia el Báltico fue inaugurada y por lo demás, la explotación del mar del Norte por las flotas romanas abre un nuevo camino desde el Rhin hacia Germania y Escandinavia, hacia donde penetran los productos de la industria romana. Poco después del gobierno de Augusto las más importantes rutas a través del continente asiático por el Eufrates a Seleucia y desde aquí hacia el Noroeste de la India y al golfo Pérsico son usadas por los comerciantes del Mediterráneo y, según opinión de Μ. P. C h a r l e s w o r t h sirvieron para un comercio regular entre Asia, incluso en sus partes más remotas, y la costa de Siria. Por lo demás, existían toda una serie de rutas marítimas hacia la India, sobre todo, desde el establecimiento de un camino directo al estuario del río Indo en tiempos del emperador Augusto por el alejandrino Hippalo. Y así, se aseguran rutas hacia la India meridional y central e incluso hasta Ceylán y el golfo de Bengala en tiempos de Claudio y Nerón, que permiten un tráfico regular de mercancías entre el Mediterráneo y las tierras de la India, importándose especialmente objetos de lujo como perfumes, joyas, especias y muselina. En le continente africano existía una ruta comercial en la costa Este hacia Somalia y es posible que incluso llegase hasta la isla de Zanzíbar, que proveía fundamentalmente un amplio comercio de especias. Ahora bien, tan importante como el comercio exterior es el creciente intercambio de mercancías entre las partes que componían el mismo Imperio romano. Se potenciará el comercio con las provincias, sobre todo en base a la política de desarrollo de la vida urbana que es una de las características de la época. El comercio dentro del Imperio estaba cesando de ser predominante­ mente local, creciendo hacia un intercambio regular de los productos necesa­ rios para la vida, sin concentrarse exclusivamente en simples objetos de lujo. 6.

Relaciones sociales

Las transformaciones que acompañan la entronización de los JulioClaudios, así como las variaciones en el terreno económico promocionan sensibles alteraciones en la sociedad de la época, especialmente mediante la introducción de los novi homines que de una forma u otra van a sustituir a la antigua nobilitas que ha desaparecido casi completamente como consecuencia de los conflictos civiles anteriores. Estos hombres nuevos, sustentadores de la

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recién creada dinastía, proceden fundamentalmente de los altos estratos municipales tanto de la misma península itálica, como de las provincias. Concretamente el orden ecuestre va a verse invadido por estos amigos de los emperadores, grandes latifundistas provinciales, funcionarios y oficiales del ejército que han conseguido hacer carrera al lado de los emperadores mediante su dinero y servicios prestados. Junto a ellos la naciente prosperidad económica de las provincias dará pie a la creación de una influyente masa de burgueses acomodados que copan los cargos dentro del sistema provincial y que, en definitiva, son el más firme apoyo para el nuevo régimen imperial. Dentro del amplio sistema burocrático creado por el principado se van a revelar como una nueva fuerza los esclavos y libertos de la casa imperial que desempeñarán un extenso servicio dentro de la administración imperial y que, en ciertas épocas como la de Claudio, representan un papel de capital importancia en el sistema estatal, llegando algunos de ellos a tener una influencia muy superior a cualquiera de los miembros de los distintos ordines. El desarrollo del sistema latifundista va a traer la caída de la forma de explotación esclavista en gran escala y la creación de un proletariado amplio que trabaja como colono en pequeñas explotaciones arrendadas a los terrate­ nientes. En las ciudades, junto a la existencia de una gran variedad de gentes desempleadas que viven mantenidos por el Estado, habitan también comer­ ciantes e industriales que viven de su trabajo y que en su mayoría son libertos, algunos incluso muy ricos (la mayor proporción de personas dedicadas a manufacturas y al comercio eran precisamente libertos y el número de ricos burgueses se ve aumentado por gentes que han partido de la esclavitud), que usan para su trabajo de la ayuda de los esclavos, los cuales son usados también en gran número de trabajos, así como en el servicio doméstico.

III. LA C A ID A DE N E R O N Y LA C R IS IS D EL 68-69 d. de C.

Los precedentes de la caída de Nerón se producen con la rebelión de Julio Vindex, gobernador de la Galia Lugdunensis, al que se unen, acuciados por los excesivos impuestos, un gran número de tribus de la Galia. La escasez y el mal aprovisionamiento de su ejército hicieron que tratase de conseguir el apoyo de S. Sulpicio Galba, gobernador de Hispania Tarraconensis, que se levanta contra Nerón y es proclamado emperador. Mientras tanto, dos hechos importantes estaban ocurriendo. Por un lado, el enfrentamiento del ejército de Germania Superior al levantamiento de Vindex y la consiguiente derrota de éste; este ejército de Germania intenta proclamar emperador a su comandan­ te, Verginio Rufo, aunque su renuncia arregla la situación. Por otro lado, la rebelión contra Nerón se enciende en la misma Roma cuando el nuevo colega de Tigellino en la prefectura del pretorio, Nymphidio Sabino, induce a los pretorianos a unirse a la causa de Galba con la promesa de una donación cuando éste fuese nombrado emperador en Roma; como consecuencia de ello, el Senado proclama la sentencia de muerte contra Nerón que después de un intento de fuga termina suicidándose. Galba entra en Roma y es proclamado nuevo emperador. Sin embargo, los sucesos se van a desarrollar rápida y desastrosamente para él, y la situación tomará un giro que llevará al Imperio

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a una auténtica guerra civil con el enfrentamiento entre sí de los ejércitos imperiales. Cuando Galba llega a Roma, es un hombre viejo y excesivamente domina­ do por sus ambiciosos consejeros. Las finanzas estaban totalmente arruinadas y el nuevo emperador intenta resolver la situación económica; se enfrenta a los pretorianos a los que no paga las gratificaciones prometidas por Sabino y junto a ello se atrae el odio de los ejércitos de Germania al favorecer en exceso a los partidarios de Yindex, a los que estos ejércitos habían derrotado. De estas dos facciones enfrentadas al emperador saldrán los nuevos candidatos al Imperio: los ejércitos del Rhin nombran, después de negarse a prestar juramento a Galba, al comandante de las tropas de la Germania Inferior, Aulo Vitelio, y en Roma los pretorianos encuentran un nuevo candidato en la persona de M, Salvio Otón, que era gobernador de Lusitania y había acom­ pañado a Galba, pero al que tenía descontento la elección por éste de L. Cal­ purnio Pisón como sucesor. Otón es nombrado emperador por los preto­ rianos en el Foro y Galba es asesinado junto con sus aliados. Las negociaciones de Otón con Vitelio, que éste aceptaba, son rotas por los sol­ dados de Germania que estaban deseosos de obtener su recompensa. El enfrentamiento se hacía necesario y las tropas del Rhin se lanzan contra Roma; Otón presenta batalla sin esperar los refuerzos del Danubio que se habían mostrado partidarios suyos, igual que el ejército de Orienté, y es derrotado en Bedriaco. Aunque la derrota no es decisiva, los nervios traicio­ nan a Otón que decide suicidarse, con lo que deja el Imperio en manos de su oponente. Vitelio es nombrado emperador en Roma y las tropas del Danubio se ven obligadas a reconocerle. Pero entonces se produce el levantamiento del ejército oriental; éste había visto como cada ejército nombraba sucesivamente su propio emperador y la provocativa arrogancia de los ejércitos del Rhin produce en sus mandos la necesidad de imitar la situación y proclamar su propio candidato. Después de un intento con el gobernador de Siria, Licinio Muciano, que rehusó el nombramiento, escogieron al comandante de las tropas en Judea, T. Flavio Vespasiano (el levantamiento de los judíos a la muerte de Herodes el Grande había obligado a los romanos a intervenir y Nerón había nombrado a Vespasiano jefe de las operaciones en Judea). Aunque en principio no aceptó, después, ante las presiones de Muciano y de su hijo Tito, se decide. Vespasiano permanece en Egipto, mientras Muciano inicia el ataque contra Vitelio, cuando el ejército danubiano que había sido partidario de Otón y solamente había aceptado a Vitelio a la fuerza, se pasa a Vespasiano y al mando de su comandante Antonio Primo se lanza contra Roma sin esperar al ejército de Oriente y derrota a las tropas de Vitelio en Cremona. Los intentos de negociación del hermano de Vespasiano, Flavio Sabino, con Vitelio fallan por la presión de los pretorianos y finalmente Antonio Primo entra en Roma y toma venganza contra Vitelio y los pretorianos. Entonces Vespasiano, dejando a su hijo Tito al frente de las operaciones en Judea, parte hacia Roma; su entrada en la ciudad acaba con una crisis que, aunque corta de duración, había sido grandemente sangrienta y, según algunos autores, había puesto en peligro la continuación del régimen. M. R o s t o v t z e f f ha mantenido que «el movimiento revolucionario del ejérci­ to en el año 69-70 fue una protesta de los ejércitos provinciales y de la población del Imperio en general contra el régimen degenerado de los suceso­ res de Augusto», oponiéndose a la idea de la mayoría de los investigadores de que la causa de la revolución fue una especie de movimiento separatista por parte de las provincias y de los ejércitos provinciales mediante el cual se pone

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de manifiesto el estado de ánimo en que se encontraba la población de las provincias del Imperio. Por nuestra parte, creemos bastante verosímil la matización hecha por G. M a n f r é que aparece a su vez presentada por A. G a r z e t t i en el sentido de expresión de un espíritu de libertad de las provincias por vía de las legiones; espíritu de libertad pero no separatismo. Lo que induda­ blemente es cierto es que no hubo serios intentos de terminar con el régimen imperial para volver al sistema republicano y que en todo momento se pro­ curó mantener intacta la unidad del Imperio.

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CAPITULO Ί 1

EL IM PERIO R O M A N O DU RANTE LAS DINASTIAS FLAVIA Y A N T O N IN A (69-192 d. de C.) Arcadio del Castillo

I.

FLA V IO S Y A N T O N IN O S

La crisis del 68-69 d. de C. había tenido la gran virtud de revelar a los habitantes del mundo romano dos hechos de importancia capital: por un lado, que el gobierno del Imperio no estaba reservado permanentemente a los miem­ bros de la aristocracia romana, y, por otro, que, según la acertada frase del historiador T ácito , «un emperador podía ser nombrado en otro lugar además de Roma». Con la ascensión de la dinastía Flavia la burguesía de Italia llega al poder en el Imperio y, tras la muerte de Domiciano, con la entrada de otra nueva dinastía (en la que el sistema de adopción prevaleció, con excepción del último de sus miembros) se va a dar un paso más en el proceso, ya que con los Antoninos el poder imperial pasará a manos del elemento más desarrollado de las provincias. La época a que hacemos referencia resultó, en general, un periodo de amplio bienestar para el mundo romano, el de su máxima grandeza; el Imperio nunca estuvo más alto en lo económico, ni más seguro en lo político, e incluso en la época de Marco Aurelio, en que se podría hablar de un debilitamiento, la verdad es que las fronteras estaban más seguras que lo habían estado nunca. 1.

V espasiano (69-79 d. de C .)

El enfrentamiento de los ejércitos imperiales durante la guerra civil que siguió a la muerte de Nerón colocó en el gobierno al candidato (T. Flavio Vespasiano) que menos podía pensarse, pero por fortuna el tipo de hombre que el Imperio necesitaba en ese momento. Un hombre honesto de origen humilde que pone todas sus fuerzas en el servicio del Estado: igual que Augusto, restauró la confianza en el futuro de Roma que había sido minada por la contienda civil. La rebelión de Judea no había podido ser concluida, ya que Vespasiano se vio obligado a concentrar todos sus esfuerzos en la conquista del poder imperial. Tito había quedado al mando de las operaciones. Los romanos habían comprendido que únicamente terminando con la ciudad de Jerusalén se podría dar término al conflicto. La ciudad fue tomada después de cinco meses de asedio, siendo pasto de las llamas y su templo completamente destrui­ do; el tributo que los judíos pagaban a este templo fue desde entonces asignado a Júpiter Capitolino. La resistencia del pueblo judío se prolongó aún a orillas del mar Muerto, en Masada, y cuando ésta fue imposible por más tiempo, las tropas judías recurrieron al suicidio en masa. Pero no acabaron aquí los 240

FLAVIOS Y A N TO N IN O S

241

conflictos del gobierno de Vespasiano; en el Rhin las tropas de Vitelio en su avance hacia Roma habían dejado la frontera desguarnecida y los bátavos del delta se levantaron al mando de Julio Civilis, personaje de sangre real que había servido con éxito en las legiones romanas. La unión a la insurrección de parte de las tropas de Vitelio, así como el levantamiento de los germanos, extendieron la rebelión a la Galia, donde se intentó la creación de un imperium Galliarum, proclamándose por ello la independencia de esta provincia con respecto a Roma. Un congreso de las ciudades galas, celebrado en la ciudad de Reims, se proclamó leal al Imperio y se negó a la separación, lo que unido al envío de un gran ejército romano al mando de Q. Petillio Cerealis acabó con las dificultades en la Galia. Julio Civilis terminó por capitular y el Estado romano firmó un tratado en el cual este principal cabecilla de la insurrección fue perdonado. Junto al restablecimiento de la paz en el Imperio, la política de Vespasiano de apoyo al Senado, la reorganización de la administración estatal y de las finanzas imperiales, así como de las legiones, fueron los siguientes pasos dados por el emperador en su tarea de restablecimiento de la autoridad imperial. A su muerte, el 23 de junio del 79 d. de C., Vespasiano había puesto fin a todos los problemas existentes a su subida al poder. El emperador había sabido mantener con energía la sucesión en las personas de sus hijos, de forma que la sucesión hereditaria se había así establecido. M. P. C h a r l e s w o r t h entiende que la frase atribuida a Vespasiano por las fuentes, Suetonio y Dion Cassio, en el sentido de que le sucederían sus hijos o nadie, era una declaración para escoger «entre el gobierno de su familia o la anarquía». De cualquier forma, no existían dudas sobre las dotes de su hijo Tito para el gobierno del Imperio, y, por ello, habiendo sido asociado previamente al gobieno de su padre, pudo éste sucederle sin problemas.

2.

T ito (79-81 d. de C.)

El nuevo emperador supo a su ascensión cambiar radicalmente su tempera­ mento, poniendo todas sus apreciables cualidades al servicio del Estado. Las relaciones que había mantenido con la princesa judía Berenice le habían atraído un cierto recelo, por lo que él mismo rápidamente la envió lejos de su lado, y cuando, ya emperador, ésta volvió a Roma, de nuevo la obligó a alejarse. Su gran popularidad con el pueblo fue, en gran parte, debida a los juegos que dio por la inauguración del Coliseo; la admiración del Senado tiene la base en su política de deferencia hacia sus miembros, a su legislación previniendo contra los delatores y a su renuncia al consulado que hasta entonces había desempeña­ do. Sin embargo, su gobierno no puede ser juzgado plenamente, ya que se mantuvo únicamente dos años en el poder. Durante este corto espacio de tiempo ocurrieron varios desastres que lo ensombrecieron grandemente: una peste que asoló el Imperio, un nuevo incendio de Roma y la erupción del Vesubio que terminó con las florecientes ciudades de Pompeya, Herculano y Estabias. El emperador tuvo así abundantes oportunidades de mostrar la liberalidad que la tradición ha tendido a imputarle, trabajando intensamente para remediar los daños producidos, pero la muerte le sorprendió demasiado pronto.

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3.

EL IM PER IO R O M A N O D URANTE LAS D IN A STIA S FLAV IA Y A N T O N IN A

D o m ic ia n o (81-96 d. de C .)

a) El gobierno de Domiciano. La figura de este emperador ha sido presentada por la fuentes como un claro ejemplo de tirano sin escrúpulos. Su personalidad ha sido comparada a la de Tiberio y en parte ambos se parecen. Su gusto por vertir la púrpura, la obligación a sus súbditos de que le llamasen Dominus et Deus, su enfrentamiento con el Senado que trataba de mantener celosamente sus privilegios, su mantenimiento de la censura a perpetuidad que le daba derecho para determinar la composición senatorial, su implacable persecución de aquellos que se oponían a sus deseos, crearon toda una atmósfera de resentimiento por parte del estamento senatorial, resentimiento que nos ha sido transmitido por las fuentes. Conocedor de esta oposición senatorial, el emperador tuvo que buscar apoyo en los soldados, lo que consiguió mediante el aumento de sus pagas. Lo cierto es que Domiciano estaba plenamente convencido de su facultad de gobierno y tomó la dirección del Estado en sus solas manos. La administración fue decididamente centralizada, renunció a toda influencia de libertos o favoritos y mantuvo una estrecha vigilancia de los gobernadores provinciales a los que obligó a cumplir con sus deberes de una forma honesta, impuso severidad e imparcialidad en los tribunales de justicia y castigó a los delatores (aunque al final de su gobierno aumentaron por su misma iniciativa). Su regulación y supervisión de todas las tareas estatales fue absoluta, y su administración de las finanzas imperiales resultó un modelo, consiguiendo un amplio superávit e incluso terminó con la depreciación de la moneda. Junto a todo ello, Domiciano se reveló como un gran constructor y embellecedor de Roma, ayudó a escritores como Estacio y Marcial, y desarrolló el derecho de ciudadanía en las provincias. Sin embargo, su incansable ansia de poder hizo que su gobierno se deteriorase rápidamente tendiendo hacia un sistema despótico donde menudearon las conspiraciones y los golpes de mano; las represiones fueron severas y ello convirtió los últimos años de su gobierno en un auténtico periodo de terror en el que cayeron muchos de sus oponentes y finalmente él mismo. b) Política exterior. La política exterior de este emperador que ha sido extremadamente criticada es, sin embargo, digna de tenerse en cuenta. La finalización por parte de Domiciano de las campañas que Agrícola mantenía en Bretaña, que se ha atribuido a sus celos por los triunfos de éste, puede explicarse en base a los enormes gastos que acarreaban al Estado frente a unas ganancias insignificantes. Sus planes de defensa de la frontera germana fueron notables; y la conclusión de la guerra contra el rey Decébalo de Dacia, mediante un tratado que otorgaba a éste una subvención anual, conocesiones comerciales y tierras de labor, pretendía evitar una costosa y prolongada lucha que habría minado las reservas estatales. Con ello, pese a que la medida no haya sido muy bien vista, pretendía conseguir un vasallo que pudiese representar un auténtico tapón en la zona danubiana. c) Las conspiraciones y el terror. La tendencia del gobierno de Domiciano hacia un fuerte despotismo va a promocionar la creación de todo un grupo en su contra, grupo que está formado por gran parte de los seguidores de la filosofía griega (estoicos y cínicos), los judíos, y muy especialmente los senadores, descontentos con la política elaborada por el emperador. Las conspiraciones no intentaban el restablecimiento del poder republicano, sino más bien el cambio de Domiciano por otro emperador menos despótico. Al principio los intentos no

F i g . 34.

Rutas comerciales entre Oriente y Occidente a partir del siglo l d. de C.

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revistieron excesiva importancia, pero la rebelión en el 88 d. de C. del gobernador de Germania Superior, L. Antonio Saturnino que fue rápidamente ejecutado, trajo como consecuencia el miedo del emperador y la inmediata apertura de los juicios por traición, junto al aumento consiguiente de los delatores. El Senado fue llamado nuevamente para condenar a sus mismos miembros por cargos de maiestas. Así, las ejecuciones de muchos importantes personajes crearon todo un clima de personal inseguridad entre los senadores, y el terror dio pie a la creación de nuevas conjuras y más graves represiones. Junto a los senadores (el Senado fue diezmado casi totalmente), varios filósofos cayeron también víctimas de la represión, así como los judíos; y es posible que el cristianismo estuviese también en contra de Domiciano (aunque la diferencia con los judíos no era entonces excesivamente clara para el Estado romano) si hemos de atenernos a condenas como las de Acilio Glabrio, Flavio Clemens y su esposa Flavia Domitilla. La ejecución de Flavio Clemens, así como la anterior de Flavio Sabino, parientes del emperador, infundieron un gran terror en la esposa de Domiciano, Domitia Longina. Esta, después de haber sido divorciada bajo sospecha de infidelidad, fue llamada de nuevo junto a su esposo, y las referidas ejecuciones le hicieron temer que no había sido perdonada y que caería también víctima del verdugo; bajo sus órdenes un sirviente del palacio imperial apuñaló al emperador cuando éste se encontraba leyendo un aviso sobre el descubrimiento de un ημενο complot. Después de su muerte, el Senado decretó la condena de su memoria y la destrucción de sus imágenes, siendo borrado su nombre de todos los monumentos públicos. 4.

N erva (96-98 d. de C .)

Domiciano había acabado con todos los posibles sucesores dentro de su propia familia, no dejaba pues un heredero propio ni tampoco había adoptado a ninguno; por ello, no es de extrañar que a su muerte su principal oposición, los senadores, impusiesen corporativamente a su candidato M. Cocceio Nerva, que fue así reconocido. Su elección por el Senado fijó su política de reacción frente al sistema implantado por su antecesor en el gobierno: restauración del poder del Senado. Ello le planteó algunos problemas con las legiones, así como con la guardia pretoriana a la que pudo calmar mediante un generoso donativo y la entrega a ésta de los asesinos de Domiciano. Con los soldados, el miedo ante una posible insurrección le forzó a elegir un heredero, un sucesor de su satisfacción que recayó en la persona del gobernador de Germania Superior, M. Ulpio Trajano, con lo que consiguió la tranquilidad deseada, puesto que el elegido era aceptado a la vez por las legiones y por el Senado. Por ello, a su muerte el Imperio se encontraba seguro y en las mejores manos. 5.

T ra ja n o (98-117 d. de C.)

Natural de Itálica, ciudad de la Bética, Trajano era un ejemplo de esa aristocracia municipal de las provincias que la apertura de la dinastía Flavia había conseguido llevar a los más altos cargos de la administración del Imperio. Representa, por lo demás, la prueba del creciente desarrollo de las provincias en esta época, ya que es el primer emperador salido de fuera de Italia. Junto a sus cualidades como soldado unía un talante de buen administrador y era severo en el mantenimiento del orden y la disciplina; además, su gran popularidad con el

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ejército y el apoyo del Senado hacían de él el hombre ideal para el momento. Se encontraba en Colonia cuando recibió la noticia de la muerte de su padre adoptivo, pero no por ello se apresuró a marchar hacia Roma para tomar posesión del poder imperial; durante todo un año se mantivo en el Rhin y el Danubio ocupado en establecer negociaciones con los germanos, en organizar las legiones y en asegurar las fronteras. Mientras esto ocurría, el gobierno había quedado en manos del Senado, lo que ya dice mucho de lo que será después el entendimiento entre emperador y Senado. Este entendimiento entre poderes no recortó, sin embargo, en nada los privilegios imperiales. a) El gobierno de Trajano. En política interior desarrolla Trajano una gran energía, embelleciendo la ciudad de Roma, construyendo un nuevo puerto en Ostia, desarrollando una buena administración de las finanzas, una justicia severa, pero equilibrada y un absoluto control de los gobiernos provinciales. Durante su mandato fue muy dulcificada la ley de maiestas y se castigó con dureza a los delatores. Por lo demás, reglamentó el cristianismo como delito, aunque especificó que debía existir una denuncia firmada antes de iniciar la persecución. Uno de los aspectos más importantes es el nuevo impulso dado por este emperador a las instituciones alimentarias creadas por Nerva (aunque varios autores mantienen que fueron creación del mismo Trajano); para el funcionamiento de estas instituciones el emperador, sacando dinero del tesoro público, hacía préstamos de capital a los propietarios de tierras en Italia a condición de que pagasen un interés del 5 por 100 que sería ingresado en una caja especial de sus municipios para emplearlo en dar asistencia a los niños de fa­ milias necesitadas de estos municipios. b) Política exterior: la conquista de Dacia y el problema parto. La última gran extensión territorial, en lo que se refiere al Imperio romano, sobrepasando ampliamente los límites que fijara el emperador Augusto, se dio precisamente durante el gobierno de Trajano, siendo así que ya con sus sucesores las fronteras fueron escasamente cambiadas y las adiciones territoriales insignificantes. El acuerdo que Domiciano había efectuado con Decébalo no fue obstáculo para que Trajano hiciese inmediatos preparativos para un nuevo ataque a Da­ cia. La invasión de este territorio presenta una especial dificultad para el ejército romano debido a la naturaleza del terreno, abundante en bosques y montañas, así como la extrema dificultad de movimiento que para los romanos represen­ taban las comunicaciones a lo largo del Danubio. Ello obligó al emperador a un desarrollo previo de las comunicaciones entre Panonia y Mesia. Las sucesivas campañas a lo largo de los años 101 y 102 llevaron a Trajano a la victoria final cerca de Sarmizegethusa, capital de Dacia: por lo pronto se contentaba con desmantelar las fortificaciones de los dacios, mantener guarniciones romanas y la promesa de ayuda al Estado romano, dejando a Decébalo en posesión de su reino. Por todo ello, a su regreso a Roma, recibiría el título de Dácico. Pero la paz no era definitiva. No se había conseguido reducir a Decébalo a la impotencia y las medidas tomadas sólo habían logrado herir el orgullo del rey de los dacios, de forma que en el año 105, después de un periodo de secretos preparativos militares, habiendo destruido las guarniciones romanas, invadió la Mesia; con ello daba comienzo la llamada Segunda Guerra Dácica. La importancia de este nuevo enfrentamiento se calibra por el extraordinario número de tropas romanas que se vieron obligadas a tomar parte, ya que Trajano comandaba una fuerza no inferior a doce legiones. Este poderoso ejército, tras una ardua lucha en defensa de Mesia, atravesó el Danubio y se introdujo en Dacia, donde dos durísimas campañas culminaron con una segunda batalla en las proximidades

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EL IM PER IO R O M A N O DU R AN TE LAS D IN A STIA S FLAV IA Y A N T O N IN A

de la capital dacia. La derrota de Decébalo fue ahora total: él mismo recurrió al suicidio y su reino fue anexionado al Imperio romano como una nueva provincia. Casi al final de su gobierno, Trajano entró en un nuevo conflicto, ahora con el reino de los partos. Nuevamente, como en todos los anteriores enfrentamientos entre romanos y partos, la interferencia del rey parto en los asuntos de Armenia era causa para la iniciación de la guerra. Las conquistas de Trajano en Asia fueron importantes. Algunos autores mantienen que tras la conquista de Babilonia, el emperador tenía en mente la penetración hasta la India, aunque ello no es previsible, ya que las fuentes aseguran que su edad le impedía intentar la reconquista del Imperio de Alejandro. Ciertos problemas en su retaguardia, un levantamiento de varios pueblos, junto con los judíos de las ciudades de Oriente, le obligaron a volver atrás y una repentina enfermedad hizo que tuviese que regresar a Roma, después de dejar el mando del ejército al entonces gobernador de Siria,P. Aelio Adriano (que será su sucesor), pero murió en Cilicia durante el viaje de regreso el 8 de agosto del 117 d. de C. 6.

A driano ( 117 -13 8 d. de C.)

a) La sucesión de Trajano. El primer problema que plantea el gobierno de Adriano viene dado por las extrañas circunstancias de su nominación como sucesor de Trajano, el cual no había advertido sobre sus intenciones (únicamente se ha dicho que se proponía dejar el poder a un personaje consular que podría ser L. Neratio Prisco) y que es probable que sólo tomase la decisión poco antes de su muerte. Parece ser que el favor de la emperatriz Plotina ( D i o n C a ssio mantiene que estaba enamorada de Adriano), esposa de Trajano, fue la base de su adopción y su nominación como sucesor en el poder imperial. S. P e r o w n e mantiene que, puesto que Trajano en el momento de su muerte no podía escribir, ya que la enfermedad le había paralizado, los documentos de la adopción de Adriano fueron firmados por la misma Plotina; y,según nos informa D io n C a s s io , la muerte de Trajano fue mantenida en secreto durante algunos días para que, de esta manera, la adopción de Adriano fuese anunciada antes que la muerte del emperador. Por lo demás, resulta altamente significativo que el único testigo imparcial de lo que realmente pudo suceder durante la agonía del emperador, su sirviente personal, murió cuatro días después; ello ampuja aún más a pensar en lo extraña de esta adopción en los momentos finales de la vida de Trajano. Adriano era por aquel entonces gobernador de Siria (ello también era obra de Plotina que se lo había pedido a su esposo). Se encontraba en Antioquía y aquí estuvo su gran ventaja: estaba muy próximo a Trajano en el momento de su muerte y tenía bajo su mando el ejército oriental, y como las demás legiones estaban distribuidas en las fronteras, esto representaba lo mismo que decir que estaba al mando del mayor ejército existente en ese momento dentro del Imperio. Inmediatamente comunicó al Senado la muerte del emperador, su elección por las legiones y la promesa de que respetaría todos los privilegios senatoriales, por lo que este organismo le confirió el gobierno del Imperio. Las particulares circunstancias en que Adriano llegaba al poder es natural que sorprendiesen a muchos y contrariasen en extremo a algunos, especialmente a aquellos que estaban próximos a Trajano y gozaban de la confianza de éste, sus principales generales, en parte porque ellos mismos aspiraban a la sucesión y también porque la primera medida del nuevo emperador había sido cambiar la política exterior de su antecesor en el sentido de abandonar las conquistas de Oriente. Probablemente esta mediada de Adriano, aunque humillase a las armas

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romanas (las fuentes censuran esta actitud), era necesaria, ya que la política activa de Trajano había minado en exceso los recursos del Imperio. De cualquier forma, estos generales de Trajano formaron una conspiración contra el emperador, aunque fue descubierta y liquidada antes de que Adriano llegase a Roma: fueron ejecutados por ello A. Cornelio Palma, C. Avidio Nigrino, Lusio Quieto y L. Publilio Celso. b) El gobierno de Adriano. La actividad gubernativa del emperador Adriano no se inclinó como la de Trajano a la ampliación del Imperio, sino a su conservación y su organización interna. Trata de arreglar los conflictos mediante negociaciones y sólo recurre a la lucha armada cuando se ve absolutamente obligado a ello, como ocurrió en el caso del conflicto con los judíos: sus medidas fueron severas, pero permitieron que el problema judío desapareciese casi por completo. Su genio se centró concretamente en la organización del Estado: reorganización y reforma del ejército, ampliación del sistema de correos, perfeccionamiento de la justicia y equilibrio de las finanzas que se encontraban muy mal paradas a su llegada al poder. Asimismo dio un nuevo impulso a las instituciones alimentarias, creando incluso la figura de un praefectus alimentorum encargado de supervisar la repartición de los préstamos efectuados sobre esta base por el tesoro estatal. Pero lo que reviste mayor importancia en su gobierno fue la captación del papel preponderante de las provincias en el conjunto del Imperio y la caída de Italia. Como afirma M. R ostovtzeff , «no fue una mera curiosidad lo que le impulsó a visitar reiteradamente los más remotos rincones del Imperio; sus intereses intelectuales le ayudaron a soportar, e incluso le hicieron grata, esta vida de constantes viajes, pero no le impulsó a ella la pasión de ver nuevas tierras». Sus viajes van directamente encaminados a conocer la auténtica realidad del Imperio que gobernaba y a promocionar la vida urbana en todas sus partes para mejorar así el nivel de vida de las provincias sobre las que se asentaba la prosperidad del Estado y la fuerza de su ejército. Su política con el Senado tendió al mantenimiento de buenas relaciones con éste, respetando la inviolabilidad de sus miembros y manteniendo sus privilegios, pero en el plano de gobierno comprendió perfectamente la absoluta inoperancia de este organismo. El desarrollo de la administración en manos de personajes pertenecientes al orden ecuestre y el nuevo impulso al Consejo imperial como órgano de apoyo en su labor de gobierno hicieron comprender a los senadores la realidad de que no contaba con ellos para nada, por lo que se ganó su odio y después de su muerte les habría gustado anular todos sus actos tal y como habían ya hecho con el gobierno de Domiciano. c) La sucesión de Adriano. En el año 136 d. de C., Adriano, que había estado siempre ocupado por su futura sucesión, adoptó a L. Ceionio Commodo. Es difícil precisar la razón que empujó al emperador a tom ar una decisión de este estilo. El enfrentamiento, por esta cuestión, de su cuñado L. Julio Urso Serviano y el nieto de éste, Pedanio Fusco, le obligó a decretar la ejecución de ambos. La súbita muerte de Ceionio Commodo reparó el terrible problema que planteaba la elección de un sucesor totalmente incapaz para gobernar el Imperio, ya que en ese momento Adriano adoptó a un senador, T. Aurelio Antonino, el cual fue a su vez obligado a adoptar al sobrino de su propia esposa, M. Annio Vero (Marco Aurelio) y al hijo de Ceionio Commodo, Lucio Vero. En el año 138 d. de C. murió Adriano, sucediéndole, como ya se había establecido, Antonino.

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7.

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A n to n in o Pío (138-161 d. de C.)

La época de Antonino Pío (el título Pius le fue conferido por el Senado) se caracteriza por la tranquilidad y el orden de su gobierno. Unicamente al principio se vio envuelto en algunos problemas con el Senado, aunque fueron derivados de la enemistad que este organismo mantenía hacia su antecesor; el Senado pretendió la anulación de todos los actos del gobierno de Adriano, negándose igualmente a la divinización de este emperador. Antonino se mantuvo firme y no permitió que las medidas senatoriales pudieran imponerse. A partir de este momento sus relaciones con el Senado fueron cordiales y la armonía entre ambos poderes fue restarurada (mantiene la promesa de inviolabilidad para con los senadores y deja a este órgano su potestad de juzgar en los casos de traición como Supremo Organo de Justicia), aunque sin merma en absoluto del poder imperial que siguió manteniendo la administración estatal centralizada y en manos del orden ecuestre, así como el creciente desarrollo del consilium principis como apoyo consultivo del emperador, especialmente en el campo legislativo. En este sentido, como expresa A. G arzetti , «de hecho Antonino gobernó con absoluta independencia, con la misma ilimitada autoridad de sus predecesores e incluso demostrándolo exteriormente de igual menera». Sus relaciones con la nobleza fueron buenas y tuvo mucho ciudado de no contrariar o herir a esta clase; e,igual que hizo Tiberio, mantuvo a los gobernadores provinciales durante amplios periodos de tiempo en sus cargos para permitir de esta manera una mayor eficacia en el desempeño de sus funcio­ nes. Sus finanzas están regidas por una total vigilancia de los gastos, lo que se apoyó también en una perfecta organización en el gobierno de las provincias y en un gran cuidado en lo referente a sus gastos personales; incluso usaba parte de su propio dinero para paliar los gastos estatales. Gracias a su modélico uso de las finanzas consiguió llenar las arcas del Estado como no lo habían estado nun­ ca anteriormente. Por lo demás, dio un nuevo impulso a las instituciones alimentarias y se mostró generoso en la concesión de la ciudadanía. En lo que hace referencia a su política exterior, el gobierno de este emperador se presenta fundamentalmente preocupado por el mantenimiento de la paz en el Imperio, por lo que, aunque se tienen noticias de algunas campañas, su época resulta ser un periodo de paz en el que la defensa y el crecimiento de sus sistemas es la característica más apreciablé. Algunos autores han señalado, por ello, que la falta de energía de Antonio Pío en su política con respecto a los pueblos vecinos del Imperio contribuyó largamente a la explosión de violencia que asoló, en este terreno, el gobierno de su sucesor. 8.

M a rc o A u re lio (1 61-180 d. de C .)

a) La sucesión de Antonio Pío. Adriano había dejado perfectamente establecida la sucesión de Antonino, sin embargo, a éste le quedaba aún la posibilidad de elegir entre sus dos posibles sucesores: su elección fue Marco Aurelio. El Senado así lo ratificó. Pero el nuevo emperador tomó como participe en las tareas imperiales y en igual rango a su hermano de adopción Lucio Vero. Realmente la asociación al gobierno no era enteramente extraña al Imperio, ya que tanto Vespasiano como Nerva así lo habían hecho. Pero este caso era muy diferente, puesto que no se trataba aquí de la asociación de un posible heredero de menor edad que el mismo emperador, sino de una dualidad, de la existencia

FLAVIOS Y A N TO N IN O S

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de dos emperadores compartiendo al mismo tiempo las tareas del gobierno, un hecho que inaugura un sistema que se implantará de forma definitiva en años posteriores. De esta manera, por primera vez el gobierno del Imperio era colegiado con la participación dual en todos los cargos imperiales, con excepión del pontificado máximo que, por ser indivisible, quedó únicamente para Marco Aurelio. Este sistema se mantendrá hasta el año 169 d. de C. en que murió Lucio Yero, aunque, pese a ello, en la realidad el gobierno estuvo siempre en las manos únicas de Marco Aurelio. b) El gobierno de Marco Aurelio. En el interior, el gobierno de Marco Aurelio mantiene excelentes relaciones con el Senado y con la nobleza. El emperador asistía asiduamente a las sesiones del Senado e igualmente confir­ mó la política seguida por todos los representantes de la dinastía en el sentido de no sentenciar a muerte a ningún senador sobre la base de que únicamente el mismo Senado tenía la potestad de juzgar a sus miembros. Se preocupó de la entrada de nuevos senadores escogidos por él mismo entre los personajes de probada lealtad de Italia y las provincias, incluso las más remotas del Imperio. Continuó la tendencia de la dinastía en el sentido de desarrollar la presencia del orden ecuestre en la administración estatal, sobre la que mantuvo siempre una estrecha vigilancia, y se caracterizó por una gran atención de la justicia que desarrolló ampliamente e incluso se sabe que sentía predilección por administrarla directamente apoyado por sus jurisconsultos. Trató de mejorar la condición de los elementos más pobres de la sociedad; intensificó la política de sus predecesores con respecto a las instituciones alimentarias y cuidó de equilibrar las finanzas del Estado. Su preocupación por las provincias fue constante y puso gran cuidado en el trato hacia éstas, ampliando el número de curatores urbanos para regularizar los presupuestos de los municipios. e) Política exterior. Desgraciadamente, su gobierno se vio desde sus comienzos dominado por los conflictos externos. Los problemas en Bretaña y en la frontra danubiana fueron rápidamente resueltos por S. Calpurnio Agrícola y C. Aufidio Victorino respectivamente (en este último caso hasta la posterior invasión germana). Pero el enfrentamiento más importante, que llena una buena parte de los primeros años de su gobierno, es la guerra que tendrá que sostener en Oriente contra los partos y que nuevamente estalló como consecuencia de las pretensiones del reino parto sobre Armenia. Posible­ mente el cambio de gobernante en Roma fuese la señal para que los partos ini­ ciasen la ofensiva. Las derrotas de los gobernadores de Cappadocia, M. Sedato Severiano, y de Siria, L. Attidio Corneliano, permitieron a los partos una clara ventaja en principio: un príncipe parto fue coronado en Armenia. La reacción de los romanos no se hizo esperar y un poderoso ejército fue enviado al frente bajo el mando del emperador Lucio Yero. Las fuentes muestran, sin embargo, que las operaciones fueron en realidad dirigidas por Marco Aurelio, y A. G arzetti asegura su veracidad sobre la base de que los mejores generales que participaron en la contienda fueron enviados por el mismo Marco Aurelio. De cualquier forma, las operaciones en Armenia al mando de Estacio Prisco terminaron en una victoria total, por lo que este territorio fue recuperado por los romanos. Y el ejército de Siria, con Avidio Cassio, cruzó el Eufrates dominando Mesopotamia, que pasó a ser un protectorado romano (la capital del reino parto, Ctesiphon, fue destruida); las operaciones conti­ nuaron aún en Media, y en el año 166 d. de C. fue concluida la paz. Con ello el prestigio y la superioridad de las armas romanas habían sido confirmados

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en la parte oriental del Imperio. Lo único negativo fue que la peste que había atacado a las tropas en Oriente fue introducida por éstas en la misma Italia. En el mismo año en que finalizó la lucha en Oriente, las tribus germanas invadieron el Imperio, llegando incluso al norte de Italia, como nos testimo­ nia Dion Cassio. Solamente gracias a la energía desplegada por el ejército romano se pudo salvar tan crítica situación y la península fue liberada. En el 169 d. de C , el emperador Lucio Vero murió repentinamente, dejando solo a Marco Aurelio para enfrentarse contra las tribus invasoras. Desde 170 a 174 d. de C., el emperador luchó victoriosamente contra los cuados y los marcomanos, y, durante el año 175 d. de C. (o posiblemente desde finales del anterior), contra los sármatas jaziges. Hacia el mes de mayo de este mismo año, cuando ya Marco Aurelio había controlado casi completamente la situación en la frontera danubiana (su plan era la anexión de Marcomannia y de Sarmatia como provincias dentro del imperio), le llegaron noticias de que Avidio Cassio se había sublevado en Oriente y había sido proclamado emperador en Siria y Egipto, aunque fue prontamente ejecutado por los mismos soldados. El emperador viose, sin embargo, obligado a abandonar las operaciones militares para marchar a Oriente y con su presencia poner definitiva solución al problema; después pasó a Roma para celebrar su triunfo sobre germanos y sármatas. Hacia el 177 d. de C., nuevos ataques germanos obligaron al emperador a volver, junto con su hijo Commodo que había sido asociado al gobierno imperial, al campo de operaciones. Cuando ya había conquistado el territorio de cuados y marcomanos le sorprendió la muerte el 17 de marzo del 180 d. de C. Commodo, que deseaba regresar a Roma para disfrutar del poder, abandonó rápidamente la lucha concluyendo una paz que anulaba casi todo lo realizado por su padre. 9.

C o m m o d o (18 0 -19 2 d. de C .)

A la muerte de Marco Aurelio no existía el más mínimo problema en lo referente a la sucesión, puesto que su hijo Commodo había sido asociado al gobierno imperial desde el año 176 d. de C. Por primera y única vez el sistema hereditario se imponía sobre el adoptivo dentro de la dinastía Antonina. Commodo, en cuanto a carácter, no había sacado parecido alguno con su padre (se piensa incluso que no era hijo de Marco Aurelio y que su madre lo había tenido en adulterio con un gladiador); sus preocupaciones principales eran las orgías, las carreras y los combates gladiatorios. En un principio mantivo como consejeros en su gobierno a aquellos que lo habían sido con su padre, pero pronto cambió su actitud para dar entrada a favoritos sin ninguna preparación. El descubrimiento de una conspiración en el año 182 d. de C., en la que participaban varios personajes prominentes y que estaba promovida por su hermana Lucilla, viuda de Lucio Vero, y por M. Ummidio Quadrato hizo que el emperador promoviese una verdadera masacre entre los senadores y que diese nuevo impulso a las delaciones. Las relaciones con el Senado se hicieron francamente hostiles y el gobierno, que pasa a manos de sus favoritos, se mantuvo únicamente con el apoyo de los soldados. Desde 182 a 185 d. de C., Tigidio Perennis, prefecto del pretorio, gobernó en lugar del emperador y cuando un motín de los soldados produjo su caída, fue sustituido por un liberto, su cubicularius, M. Aurelio Cleander, hasta el año 189 d. de C. Durante este tiempo la nobleza fue masacrada y la corrupción sobrepasó todos los límites: amplias confiscaciones y ventas de todos los cargos estatales

E C O N O M IA Y SO CIEDAD EN EL PERIODO FLAVIO Y A N TO N IN O

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incluso a los libertos (en el año 189 d. de C. fueron establecidos simultánea­ mente 25 cónsules). Tras Cleander, la posición influyente sobre el emperador paso a manos de su concubina Marcia, su esposo Eclecto y el prefecto del pretorio Q. Aemilio Laeto. Las ejecuciones entre los personajes de la nobleza se suceden sin interrupción y el Senado aparece incapaz de poner fin a las locuras del emperador: obliga al Senado a que le reconozca como un dios, se hace llamar Hercules Romanus y cambia el nombre de la ciudad de Roma por el de Colonia Lucia Aurelia Nova Commodiana. Su final se produce como consecuencia de una conjura palaciega; Marcia y sus dos compañeros que habían caído en desgracia decidieron anticiparse al emperador al que adminis­ traron un veneno, pero como éste lo devolviese mandaron a un atleta, Narcisso, que lo estranguló mientras tomaba un baño. El Senado votó entonces la damnatio memoriae, la anulación de todos sus actos de gobierno, la supresión de sus títulos y la destrucción de sus estatuas.

II.

1.

E C O N O M IA Y S O C IE D A D EN EL P E R IO D O FLAVIO Y A N T O N IN O

P oder im p erial

a) Relaciones con el Senado. Después de la crisis que había llevado a Vespasiano al poder era necesario volver al entendimiento con el Senado para intentar prevenir el dominio del ejército; en este sentido, la política de los Flavíos fue, en principio, encaminada a conseguir el apoyo de este organismo y mantener con él las mejores relaciones. Durante el mandato de los últimos emperadores de la dinastía Julio-Claudia habían entrado a formar parte del Senado algunas personas que resultaban más que sospechosas y se hacía necesa­ ria una limpieza del mismo. Por ello, mediante la utilización de la censura y el derecho de adlectio que ésta confería se intentó la creación de un cuerpo de nuevos senadores por el sistema de la nominación directa. De esta manera, los Flavios pretendieron dar entrada al órgano senatorial a personajes del orden ecuestre de Italia y de las provincias, a los principales de los municipios, hombres honrados que pertenecían a la misma clase y mantenían las mismas ideas que los miembros de la dinastía gobernante. La época de los Flavios marca así un importante hito en el proceso por el cual se dio entrada en el Senado al elemento provincial, pasando por ello a ser un organismo represen­ tativo de prácticamente todo el Imperio. Pero, pese a estas medidas para conseguir una representación senatorial más real, los Flavios no hicieron nada por dar al Senado un claro papel en el Estado, siendo para ellos únicamente una reserva de donde poder escoger, siempre que hiciese falta, a los individuos adecuados para la administración imperial sin establecer funciones como órgano colectivo. En este sentido, Vespasiano y Tito tuvieron la preocupación de mantener algunas funciones consultivas que procurasen a este organismo la ficción de una función gubernativa, pero la política centralizadora de Domi ­ ciano tenía que producir el choque de una forma u otra, pues mostró a los senadores con toda claridad su calidad de sirvientes más que de compañeros en las tareas del Estado; con ello, Domiciano se atrajo el odio del Senado como no lo había teñido antes ningún otro emperador. Con él la ficción

El Imperio

y las provincias en el siglo

ii

d. de C.

EL IM PER IO ROMANO DU R AN TE LAS D IN A STIA S FLAV ÍA Y A N T O N IN A

F ig . 35.

252

E C O N O M IA Y SO CIEDAD EN EL PERIODO FLAVIO Y A N TO N IN O

253

creada por Augusto de la cooperación entre emperador y Senado, que había tenido visos de realidad, quedaba definitivamente desenmascarada, mostrán­ dose así la triste verdad de la real magnitud del poder imperial. La habilidad de los emperadores de la dinastía Antonina supo reparar el mal y con ella se produce un claro entendimiento con el Senado, al cual los emperadores convocaron habitualmente para la aprobación de casi todas las decisiones imperiales. Junto a ello, se aseguró a los senadores su inviolabili­ dad y se alimentó su orgullo de clase superior otorgando a cada uno de ellos el título de vir clarissimus. Los Antoninos supieron mantener la ficción de la representatividad del Senado, teniendo especial cuidado en que todos los poderes imperiales quedasen también completamente intactos, tal como los habían tenido los Flavios, de forma que aún sin necesidad del uso de la censura supieron conservar su derecho para introducir nuevos elementos provinciales en el Senado, incluso más ampliamente que sus antecesores, y utilizándolo igualmente como vivero de donde obtener los mejores elementos para la administración del Estado. b) La administración imperial. La centralización iniciada por los JulioClaudios en el terreno de la administración fue seguida por la dinastía Flavia que igualmente continuó la política de aquéllos de supervisar ésta mediante el uso de buenos funcionarios seleccionados por los mismos empera­ dores; sin embargo, aunque mantuvieron el servicio con algunos de entre los libertos imperiales, igual que sus antecesores, hay en ellos una tendencia a reemplazarlos por individuos pertenecientes al orden ecuestre. Esta tendencia llega a su cénit con los Antoninos y el aumento en la centralización de la administración imperial es igualmente palpable. Desde el gobierno de Trajano los libertos imperiales desaparecen de la administración del Estado, de forma que todos sus puestos, excepto los reservados a personas de rango senatorial, fueron asignados a miembros del orden ecuestre; así, los caballeros, que venían ya con los Flavios sustituyendo a los libertos como jefes de los departamentos administrativos, llegan ahora a coparlos totalmente. Además, los cargos fueron definidos exactamente, estableciéndose por ello una carrera perfectamente reglamentada, en la que se dio una clara distinción entre puestos civiles y militares. Por lo demás, los emperadores de la dinastía Antonina usan de una especie de consilium principis como apoyo consultivo en sus decisiones de gobierno, especialmente en lo que se refiere al compo legislativo ya que con la supresión absoluta de los comicios había quedado esta tarea a cargo de los emperadores que legislaban mediante edictos imperiales, a veces con la confirmación del Senado y otras sin ella.

2.

R égim en p ro v in cia l

En las provincias, el gobierno de los Flavios está caracterizado por la buena administración provincial de que hicieron gala, así como cierto tipo de concesiones de lo que es claro ejemplo la concesión del derecho latino a la península ibérica, aunque es posible que fuese únicamente a la provincia Bética. Con ello se pretendía un reconocimiento al desarrollo de la romani­ zación en esta parte del Imperio, al mismo tiempo que se preparaba el terreno donde escoger a los individuos idóneos para el servicio de la administración imperial. Esta política de concesión del derecho latino iniciada por los Flavios

254

EL IM PER IO R O M A N O DU R AN TE LAS D IN A STIA S FLAVIA Y A N T O N IN A

fue intensificada ampliamente por sus sucesores, los emperadores Antoninos, de modo que la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, efectuada por Caracalla, resulta ser un producto necesario motivado por la política de liberalización seguida por los Antoninos. Es esta época un periodo de gran urbanización en las provincias; existe una tendencia a concentrar el poder político de las ciudades provinciales en manos de las aristocracias municipales, que monopolizan los órganos de gobierno, forman los consejos y nombran a los magistrados. Los emperadores promocionan el sistema para así evitar los excesivos costos de salarios a los funcionarios. Unicamente cuando alguna municipalidad provincial se veía en dificultades financieras el gobierno imperial se sentía obligado a intervenir; excepto en estos casos, la tendencia hacia la libertad de los provinciales para regirse a sí mismos es clara. 3.

S istem a fin a n c ie ro

Los excesos de Nerón y los consiguientes gastos que se habían producido como consecuencia de la guerra civil del 68-69 d. de C., habían dejado el tesoro imperial completamente vacío, por lo que Vespasiano al subir al poder se vió obligado a tom ar drásticas medidas que paliasen la situación. Para ello fue necesario aumentar los impuestos e· incluso crear algunos nuevos, revocar los privilegios otorgados a las ciudades griegas en el terreno de los impuestos por parte de Nerón, así como restituir al Estado los territorios públicos que habían pasado indebidamente a manos particulares, para lo que Vespasiano creó comisiones encargadas de delimitar perfectamente estos territorios y proponer nuevas ordenaciones para el arriendo de los latifuncios y minas imperiales. Unió a todas estas mediadas una gran frugalidad en sus gastos personales, así como en los del Estado. Gracias a todo ello pudo sanear ampliamente las finanzas imperiales, hasta el punto de permitirle una extensa política de grandes y bellas construcciones. Pero esta inteligente política de gastos no fue seguida por s î i sucesor Tito que puso el tesoro imperial en algunos aprietos, los cuales pasaron a ser serios con la medida tomada por Domiciano de aumentar el sueldo de las legiones. Aunque este emperador pronto pudo hacer frente a la situación mediante reducciones del ejército y rehusando pagar donativos especiales, hasta el punto de que su tiempo contempla un aumento en la calidad de las monedas que habían sido depreciadas en tiempos de Nerón. Los emperadores de la dinastía Antonina continuaron la política de Vespasiano de no dar en exceso donativos especiales a sus allegados, mante­ niendo al mismo tiempo los gastos personales y de la corte en un nivel que se puede calificar de modesto. Pese a los gastos en obras públicas realizados con Nerva, Trajano y Adriano, que fueron importantes, lo que contribuyó al establecimiento de una política restrictiva en este terreno por parte de sus sucesores Antonio Pío y Marco Aurelio, pese a la creación con cargo al tesoro público, en época de Trajano, de las famosas instituciones alimentarias que fueron aumentadas por Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, y pese a que se desarrolló, también con cargo al Estado, la política creada por Vespasiano en lo referente a la educación, los impuestos no solamente no fueron aumentados, sino que, por el contrario, se promovieron pequeñas reducciones. Aunque es posible que las riquezas acumuladas en el tesoro público como consecuencia de la victoria en Dacia por Trajano contribuyesen

F i g . 36.

El comercio

del Imperio

Romano

en el siglo

ii

d. de C. (Según

J. P. V. D. B a l s d o n .)

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256

EL IM PER IO R O M A N O D U RANTE LAS D IN A STIA S FLAV IA Y A N T O N IN A

en parte a esta saneada y excelente fiscalidad, no hay que dejarse engañar y parece más admisible que la buena disposición de las finanzas imperiales durante el periodo cubierto por los Antoninos se debiese principalmente a la paz interna del Estado durante esta época, así como a la existencia de una sana y controlada administración estatal cuidada de impedir todo gasto inútil. Los impuestos directos, desde el gobierno de Trajano, son encomendados para su recolección a un cuerpo especial de decemprimi seleccionados entre los senadores y entre la aristocracia de los municipios; para los impuestos indirectos se mantienen el sistema de dejar que sean cobradas por particula­ res encargados de esta tarea, pero el sistema anterior de encomendarlo a compañías de publicani es desterrado, para pasarlo a manos de personas individuales residentes en cada distrito, las cuales eran luego requeridas para pagar el total de estos impuestos, de forma que con ello se logran rebajar los porcentajes por el trabajo realizado, y al mismo tiempo, estableciendo supervisores imperiales, se logran prevenir los abusos de estos cobradores. Junto a todo ello, con Nerva se creará un tribunal, presidido por un praetor fiscalis, especialmente dedicado a contender con todos los problemas relaciona­ dos con el pago de los impuestos, aunque durante el gobierno de Adriano se cambia el sistema con la creación de unos advocati fisci encargados de defender ante los tribunales los intereses de la finanzas estatales. Con este sistema, pese a algunas dificultades, especialmente en periodos conflictivos (enfrentamientos bélicos en los gobiernos de Trajano y Marco Aurelio), el tesoro público se mantuvo en unos buenos límites e incluso en tiempos de Antonio Pío el superávit fue realmente excepcional. 4.

A g ric u ltu ra

Durante el siglo il d. de C. se va a intensificar en gran medida la caída de la burguesía urbana de la península itálica que había sido el sostén principal de su gran desarrollo agrícola; debido a ello, la concentración de la propiedad territorial en manos de grandes capitalistas es ahora un hecho consolidado. Las tierras itálicas van siendo acumuladas por los nuevos aristócratas, funcionarios en su mayoría que trabajaban en la administración del Estado. Aunque algunos de los miembros de esta aristocracia eran procedentes de la misma Italia, muchos de entre ellos eran provinciales enriquecidos que habían saltado a los más importantes cargos en el gobierno del Imperio; su preocupa­ ción principal era invertir su dinero en tierras, pero no para cultivarlas de un modo científico, sino con el deseo unánime de recibir unas rentas seguras (por lo demás, los senadores, como ya hemos explicado anteriormente, estaban obligados a invertir en tierras de Italia). La presión de estos latifundistas rentistas va a producir la casi total extinción de la pequeña y mediana propiedad, y por ello, hará desaparecer un modo de cultivo que, hasta entonces, había sido capital para el desarrollo económico de la península itálica. De esta manera, junto a la ruina de la industria italiana, así como de su comercio, por la presión incesante de la competencia provincial, es necesario resaltar también la caída de Italia en el terreno agrícola, como consecuencia del abandono de los cultivos científicos, el desarrollo del sistema latifundista y el aumento del poder económico de las provincias. El desarrollo de éstas producirá la separación de sus propios mercados de la esfera italiana, además de la captación de otros mercados nuevos en justa compe­ tencia con los productos itálicos. El gran desarrollo de la vid y el olivo en las

E C O N O M IA Y SO C IEDAD EN EL PERIODO FLAVIO Y A N TO N IN O

257

provincias no sólo produjo, según asegura M . R ostovtzeff , la ruina económi­ ca de Italia, sino que también era un constante y serio peligro para el Estado, ya que «podía traer consigo la escasez de trigo y el hambre en todo el Imperio»; Roma y las provincias occidentales se salvaban de esta contingen­ cia, pero en la parte oriental, donde los ejércitos imperiales agotaban gran parte de las cosechas, la falta de cereales representaba un gran problema. Es probable que por todo ello existiese una política de los emperadores a proteger el cultivo de cereales y su desarrollo, aunque no como acepta el citado autor para proteger la vid italiana, sino para desarrollar el cultivo cerealístico en todas las partes del Imperio, como ya hemos precisado con anterioridad. De cualquier forma, el declive económico de la península itálica se hace patente durante este siglo y, junto al desarrollo de los cultivos en las zonas provinciales, el creciente poder del comercio y la industria en estas mismas zonas va a representar el golpe de gracia para la economía de la península. La caída de la agricultura en fincas de mediana extensión con cultivos científica­ mente elaborados por medio de esclavos y la presencia de grandes terratenien­ tes que quieren gozar de una renta segura sin molestarse demasiado en el cuidado y atención de sus propiedades, trae consigo el progresivo aumento del sistema arrendatario con base en los colonos, sistema que si ya había comenzado a desarrollarse en la etapa anterior, llega ahora a sus últimas consecuencias. Así pues, resulta que durante el siglo ii d. de C. la península itálica había vuelto a un régimen de pequeños campesinos libres, abandonan­ do así el tipo de finca rústica de extensión mediana e incluso la propiedad de gran extensión con incidencia predominante en la mano de obra esclava, aunque con la notable diferencia de que ahora estos pequeños campesinos cultivarán unas tierras que son propiedad de grandes terratenientes y de los que ellos serán simples arrendatarios. Sin embargo, como reconoce M. R ostovtzeff , ello no quiere decir que las propiedades cultivadas a base de esclavos desaparecieran por completo, sino que se hicieron raras «y sin ser representación del carácter general de la agricultura itálica, como lo fueron en tiempos de Varrón y aún de Columela, y como el sistema del campesino propietario libre lo había sido en los siglos iv y m a. de J.C.». Junto a la gran propiedad latifundista privada hay que hacer notar también que la propiedad imperial, esto.es las tierras en manos de los mismos emperadores, representaba igualmente un tipo de latifuncio que fue acrecen­ tándose visiblemente como consecuencia de las grandes confiscaciones impe­ riales. Estos dominios del emperador eran explotados mediante un sistema mixto en el que una parte era encomendada a un conductor que usaba de esclavos imperiales para su explotación, así como de las servidumbres obliga­ torias de los colonos, mientras la parte principal de estos dominios era dada en arriendo a estos mismos colonos. Según manifiesta P. P etit , «el gran dominio, presente en todas partes, dio una cierta unidad a la vida rural durante el Imperio». Sin embargo, la amenaza, que el desarrollo de la gran propiedad y la desaparición casi total de los pequeños propietarios representaba, fue vislumbrada por los mismos emperadores que intentaron por todos los medios (especialmente con Vespa­ siano, mediante la lex Manciana y con Adriano por la lex de rudibus agris) el mantenimiento de estos pequeños propietarios agrícolas, pero las medidas tomadas tuvieron por lo general poca incidencia, por lo que resultaron inútiles para acabar con el problema.

258

5.

EL IM PER IO R O M A N O D URANTE LAS D IN A STIA S FLAVIA Y A N T O N IN A

In d u stria

Durante esta época los procesos técnicos industriales sufren muy pocos cambios, de forma que su organización se mantiene igual que en la etapa anterior. La caída de la península itálica patente en el terreno agrícola tiene una mayor nitidez en lo que se refiere al plano industrial; la competencia de los productos provinciales está acabando con los mercados de la industria italiana. Especialmente notable es el desarrollo alcanzado por la industria gala que, en gran parte, reemplazará a Italia como potencia industrial hegemónica en el occidente romano; sus condiciones naturales, así como su excelente red fluvial operaron el gran cambio. La cerámica gala y germana acaparó los mercados de esta industria itálica copiando los mismos modelos. La industria del vidrio que hasta entonces había sido dominada por Capua y Alejandría ve una nueva competidora en la zona gala de Lugdunum y más tarde al N orte en Colonia; los productos de vidrio alemanes no eran tan artísticos como los italianos, pero su tranparencia resultaba única y terminó por imponerse en todos los mercados. Igual ocurrió, en lo que a acaparación de mercados se refiere, con las vasijas de bronce de la Galia. Y junto a ello, todas las demás provincias intentaban imitaciones locales de los productos que recibían, consiguiendo por ello un notable abaratamiento del producto así fabricado. En fin, la competencia provincial o la simple pérdida de los mercados por implantación de industrias locales acabó con el poderío de las manufacturas italianas. Por lo demás, la producción industrial se extendió a todas las partes del Imperio mediante la implantación de pequeñas industrias locales e incluso en las grandes propiedades rústicas se montaron talleres que, sirviendo en un principio para cubrir sus propias necesidades de consumo, pasaron después a vender fuera parte de su producción. Por otra parte, la excesiva extensión de la industria a todos los rincones y la imitación de los tipos conocidos acabaron con los deseos de crear otros nuevos, se copiaron los existentes hasta la saciedad, se tendió hacia una producción en gran escala con tendencia continuada hacia el abaratamiento del producto: la gente quería productos baratos sin importarles demasiado su calidad artística, por lo que la producción industrial se vio empujada hacia la monotonía y la falta de calidad. En este sentido, como mantiene M. R ostovtzeff , los talleres más importantes se vieron obligados a rebajar la calidad de su producción para poder competir con los baratos productos de la artesanía local. La inexisten­ cia de una política industrial que prohibiese las imitaciones amplió la producción en todos los lugares y acabó con la posibilidad de creación de una potente industria en el mundo romano. 6.

C o m ercio

Existe una íntima relación entre el desarrollo comercial y la pacificación del mundo romano, que produjo la consiguiente elaboración de un buen sistema de comunicaciones. Los intercambios de mercancías llegan ahora a alcanzar su cota máxima. Las relaciones comerciales con aquellos países que se encontraban alejados de las propias fronteras del Imperio alcanzan límites insospechados durante el siglo π d. de C. Un comercio regular asistía las regiones del Imperio con Germania y Escandinavia. Se intensifica el tráfico comercial a través del continente asiático, cruzando el territorio de los partos,

Colonias fundadas en el Alto

Im perio,

259

F ig . 37.

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EL IM PERIO R O M A N O D URANTE LAS D IN A STIA S FLAV IA Y A N T O N IN A

para llegar a establecer relaciones de intercambio con la China de la dinastía Han. Cabe la posibilidad de que en los tratados de Trajano y Adriano con el reino parto se estipulase de alguna forma la libre circulación de mercancías hacia el Lejano Oriente. Por lo demás, las rutas marítimas hacia la India desarrollan ahora su mayor actividad y es posible que los mercaderes pudiesen alcanzar por ruta marítima hasta la misma China. En la costa Este de Africa los mercaderes del Imperio sobrepasan la isla de Zanzíbar, y por la ruta terrestre llegan, atravesando el desierto, hasta el Sudán. Los intercambios entre las mismas provincias del Imperio aumentan extraordinariamente y el puerto de Ostia se convierte en uno de los de mayor volumen de mercancías. El Rhin se transforma en la principal arteria para el comercio del Mediterrá­ neo con las zonas del Atlántico y el Báltico, y Colonia pasa a ser el centro de este activo comercio. De cualquier forma, en el comercio interprovincial Italia ha de dejar paso a la presión de los mercaderes galos que imponen su ley en la parte occidental del Imperio, mientras que en Oriente queda en manos de griegos y sirios. 7.

Relaciones sociales

El orden senatorial, primero en la escala, no es una aristocracia de nacimiento, sino un estrato social en el que la base se encontraba restringida a la posesión de una determinada fortuna (1.000.000 de sestercios); gran parte de sus miembros eran elegidos por los mismos emperadores, los cuales al mismo tiempo garantizaban a sus buenos servidores la posesión del nivel de vida exigido. Junto a éste, el orden ecuestre también venía registrado por la posesión de un nivel monetario determinado (400.000 sestercios). Este orden era muy numeroso y sus miembros era extraídos, por lo general, de las clases urbanas más acomodadas de las ciudades de Italia y de las provincias. Su entrada masiva en la administración estatal había aumentado sensiblemente su importancia. En las provincias existía un amplio grupo de grandes burgueses, algunos de cuyos miembros habían entrado a pertenenecer a alguno de los órdenes anteriores; junto a los ricos terratenientes estaban también aquellos individuos que se habían hecho ricos con el comercio y la industria en las provincias, muchos de los cuales ni tan siquiera eran libres de nacimiento, sino libertos o cuando menos hijos de ellos. Esta clase burguesa creció constantemente a lo largo de los dos primeros siglos del Imperio, aunque, como reconocen la mayoría de los autores, ello se debe en gran parte a incorporaciones sucesivas de personas procedentes de clases inferiores. De esta clase se nutría el funcionariado provincial sobre el que descansaba el poder del Imperio. Se añaden a todos ellos, un cierto número de pequeños propietarios de tiendas, artesanos y profesionales prósperos, aunque habría que situarlos en un nivel de categoría algo inferior. Por debajo se encontra­ ban, además de los esclavos que trabajaban en la industria, los pequeños comercios y el servicio doméstico, una creciente cantidad de proletarios urbanos y trabajadores libres en el campo; social y económicamente consti­ tuían una clase inferior, muy inferior a los terratenientes que vivían en las ciudades disfrutando de sus rentas. Este fenómeno de los grandes propietarios rentistas va a producir una división real de la sociedad del Imperio en dos únicas clases sobre la base de denominadores y dominados, y que andando el tiempo terminará por establecer de forma definitiva un sistema de dos grupos cerrados que se conocerán como honestiores y humiliores.

B IB LIO G R A FIA

261

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B e r s a n e t t i,

CAPITULO

12

CRISIS Y R E S T A U R A C IO N DEL IM P E R IO : LOS SEVER O S Y D IO C L E C IA N O (193-306 d. de C.) Mauricio Pastor

I.

LA M O N A R Q U IA M IL IT A R Y LOS SEVERO (193-235 d. de C .)

El reinado de Septimio Severo marca el punto de partida de una evolución que cien años más tarde se plasmará en la organización definitiva del Bajo Imperio. Septimio Severo acabó con la guerra civil que siguió a la muerte de Commodo y fundó una nueva dinastía, los Severos, con ellos Roma se orienta claramente hacia el absolutismo monárquico, que se fundamenta en el poder de sus armas. Va a ser con los Severos cuando el papel del ejército en las transformaciones políticas llegó a ser decisivo; al mismo tiempo, las influen­ cias orientales, en el conjunto deí imperio, se imponen cada vez más. Por ambas razones, el periodo de los Severos adquiere una fisionomía propia. 1.

La g u e rra

civl del 19 3 al 197

Tras el asesinato de Cómmodo (1 de enero del 193) los pretorianos aclamaron al nuevo emperador, P. Helvio Pertinax, de sesenta y seis años de edad, que fue aceptado por el Senado y la soldadesca. Italiano procedente del pueblo y de origen modesto, había ascendido por propios méritos todos los peldaños de la jerarquía militar y del cursus honorum. El nuevo emperador era devoto del Senado y, apoyado en él, comenzó a resolver la tarea más urgente del momento: restaurar la prosperidad económica. Suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer la disciplina entre los soldados. En su breve reinado intentó una política de colonización y de asignación de tierras, puesto que pensaba que sólo un retorno a la tierra podía resolver la crisis económica. Del mismo modo, procuró mantener sus buenas relaciones con el Senado y reforzar su autoridad frente a los desórdenes de la soldadesca. Pero los pretorianos no estaban de acuerdo con tales reformas al verse privados de sus donativos imperiales y obligados a mantener una disciplina demasiado severa. Por estas razones, el prefecto del pretorio, Laeto, provocó una revuelta de pretorianos que terminó con el asesinato de Pertinax (28 de marzo del 193) después de haber reinado poco menos de tres meses. Los pretorianos pensaron entonces que podían entregar el Imperio a quien quisieran y para conseguir más dinero lo pusieron en venta, entregándoselo al mejor postor. Pronto aparecieron dos compradores del trono vacante: Flavio Sulpiciano, praefectus Urbis y suegro de Pertinax, y Didio Juliano, un rico aristócrata, que fue el vencedor tras prometer a los doldados un donativum 262

LA M O N A R Q U IA M ILITA R Y LOS SEVEROS

263

monstruoso de más de 25.000 sestercios por cabeza. El nuevo emperador fue conducido militarmente al Senado que se vio obligado a ratificar la elección de los pretorianos. Designando en tales condiciones, máxime cuando había prometido más de lo que podía pagar, la autoridad de Didio Juliano era muy débil. Surgió entonces la reacción de las provincias donde las tropas fronterizas no aprobaban el modo arbitrario de obrar de las tropas pretorianas a las que envidiaban y despreciaban a la vez. Por ello enfrentaron a Didio Juliano con tres candidatos rivales: C. Pescennio Niger, legado de Siria, que fue proclama­ do por el ejército de Oriente; L. Septimio Severo, legado en Pannonia superior, aclamado por el ejército del Danubio, y D. Clodio Albino, jefe de las legiones de Britannia. De estos tres pretendientes, Septimio Severo era el que estaba estacionado más cerca de Roma (en Carnuntum) y sería el primero en entrar en escena. Con el apoyo de todas las legiones rhenanas y danubianas se lanzó contra Italia anunciando que iba a vengar a Pertinax. Por su parte, Juliano, que intentó detenerlo mediante negociaciones e incluso con la pretensión de compartir el trono, fue abandonado por el Senado y por los pretorianos quienes lo asesinaron (1 de junio del 193). Algunos días más tarde Severo entraba triunfalmente en Roma a la cabeza de sus legiones. Sus primeros actos fueron el licénciamiento de las cohortes pretorianas a las que sustituyó por soldados legionarios, el castigo de los principales partidarios de Didio Juliano y la deificación de Pertinax. Una vez aceptado por el Senado, comenzó a consolidar su posición sobre los otros pretendientes, aunque para ello necesitó aún cuatro años. Para no tener que enfrentarse con dos enemigos a la vez Severo se entendió con Clodio Albino a quien adoptó e hizo su presunto sucesor con el título de Caesar. Asegurada así su retaguardia en Occidente, avanzó con sus ejércitos danubianos contra Pescennio Niger que había sido, enntre tanto, proclamado emperador por las legiones sirias y se había asegurado todo el Asia. En tres encuentros sucesivos, en Cyzico, Nicea y, finalmente, en Isso, las legiones del Danubio mostraron su superioridad sobre las del Eúfrates. Niger alcanzado en su huida desde Antioquía al Eufrates fue condenado a muerte. La derrota de Niger provocó una serie de castigos sobre sus partidarios y sobre las ciudades que le habían apoyado. Antioquía y Bizancio perdieron su estatuto municipal y se les concedió a las ciudades cercanas: Laodicea y Perintho. Eliminado Niger, Septimio Severo y Clodio Albino quedaban frente a frente: el conflicto era inevitable. Albino, descontento de suposición subordi­ nada, tomó el título de Augusto y fue a desembarcar a la Galia instalándose con sus legiones en Lyon. Entonces Severo hizo proclamar a Albino enemigo ' público y nombró heredero presunto, con el título de Caesar, a su propio hijo, Caracalla, con lo que cerraba el paso a cualquier aspiración posterior. Los ejércitos se encontraron cerca de Lyón, donde Albino fue vencido y muerto. Al igual que había ocurrido con Byzancio, que apoyaba a Niger, Lyón fue destruida y saqueada por los soldados: Septimio Severo había conseguido restablecer la unidad del Imperio. 2.

P o lític a e x te rio r de S e p tim io Severo

Septimio severo, nacido en el 146 en Leptis Magna, procedía de una familia africana indígena romanizada que había llegado a los honores después de más de una generación. Como consecuencia de su origen prestó especial

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CRISIS Y RESTAURACION DEL IM PERIO

atención a las provincias periféricas romanas. Llegado a Roma tras la derrota de Clodio Albino (junio del 197), rápidamente la abandonó para ocuparse personalmente de las guerras exteriores del Imperio. La primera empresa que afrontó fue contra los partos. Su rey. Vologese IV , aprovechándose de la guerra civil, quería arrebatar a los romanos los territorios que recientemente habían conquistado al este del Eufrates y se dispuso a sitiar Nisibe. Por su parte, el jefe nativo de Osroes, en la Mesopotamia occidental, también había aprovechado esta oportunidad para romper su reciente alianza con Roma. Tras la derrota de Niger, Severo se había contentado con una expedición punitiva al otro lado del Eufrates y con el establecimiento de la provincia romana de Osroes con capital en Nisibe. Se invadió también Adiabene y se firmó una paz con los partos (195). Pero dos años despues, de nuevo Vologese IV entró en escena intentando recobrar las provincias perdidas en Mesopotamia. Severo entonces, a fines del 197, expulsó a los partos de Osroes y Adiabene y conquistó Ctesifonte, la capital parta a la que redujo a ruinas. El resultado de la campaña fue la constitución de la provincia de Mesopotamia. No obstante, Severo retiró sus tropas de Babilonia y fracasó en la toma de Atra en Mesopotamia. También se garantizó la condición de colonia a Palmvra que. desde entonces, entraría en un periodo de gran prosperidad. A partir del 198 las operaciones militares en el Oriente habían terminado: se inaguraba una época de relaciones diplomáti­ cas con los partos. Severo recibió los títulos de Parthicus Maximus y se ocupó de inspeccionar las provincias orientales, especialmente, Egipto y Siria, la tierra natal de su esposa. En el 202 marchó a Roma por la frontera danubiana para celebrar su decennalia. El otro escenario de guerras exteriores tuvo lugar en Britannia. En la primavera del 208 Severo abandonó de nuevo Roma para no volver nunca más. Fue a combatir a los Caledonios que atacaban frecuentemente la frontera romana. Acompañaron a Severo en esta ocasión sus dos hijos, Caracalla y Geta. Allí emprendieron una guerra difícil, con frecuentes éxitos militares, pero nunca de carácter decisivo. A partir del 210 los tres Augustos tomaron el título de Britannicus Maximus, aunque no se había logrado la pacificación total. En febrero del 211, a los sesenta y cinco años, moría de enfermedad en su cuartel general de Eburacum (York), después de haber asociado al Imperio a sus dos hijos. Por otro lado, Severo se había ocupado también de vigilar las fronteras y consolidar las defensas en el Norte europeo y en Africa. El reinado de Severo marca la última extensión y la consolidación final de las fronteras romanas. Severo puso su principal interés en su nativa Tripolitania: siguiendo un trabajo comenzado por Commodo dio al sistema de vías y fortalezas romanas la extensión mayor que tuvieron en todo el Imperio. 3.

R eform as m ilita re s

Septimio Severo fue un emperador esencialmente militar e hizo del ejército la base efectiva de su gobierno. La frase que le atribuye uno de sus biógrafos: «enriqueced a los soldados y burlaos de lo demás» que, según aquél, dijo a sus hijos, no parece ser histórica pero sí es significativa. El ejército era más numeroso en sus efectivos que el de sus predecesores. Con la ocasión de la guerra contra los partos, creó tres nuevas legiones: I, II y III Parthicae, elevándose así a 33 el número total de legiones; dos de ellas estaban

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estacionadas en Mesopotamia y la otra en Italia, en Albano, donde quedó como reserva general y como posible oponente a los cuerpos pretorianos. En las fronteras hay que notar también, al lado de las legiones, alae y cohortes, la presencia de los numeri: tropas reclutadas entre las poblaciones menos romani­ zadas que conservaban su lengua y sus costumbres. Aunque Severo no era el primero que empleaba este tipo de tropas, parece que generalizó su uso. Fundamentalmente se reclutaban de las provincias orientales, de Palmyra, Osrhoes, Emesa. A pesar de que las cohortes urbanas se reclutaban entre los italianos, el ejército fue considerablemente democratizado. Pero, aunque las tropas pretorianas fueron provincializadas, el ejército en su conjunto no fue «barbarizado» como han señalado algunos historiadores. Severo no excluyó totalmente a los oficiales italianos del ejército, sino que continuaron sirviendo tanto en las legiones como en las tropas auxiliares. Septimio Severo se preocupó también de mejorar la situación de los soldados. Les concedió el derecho de llevar el «anillo dorado», aspiración antaño de la pequeña burguesía; eliminó la prohibición, al menos para los soldados que eran ciudadanos romanos, de contraer matrimonio y les permi­ tió convivir con sus mujeres: así se eliminaba la barrera entre lo castrense y lo civil. Dicha prohibición, razonable cuando el ejército romano era una fuerza de campaña, se hizo ahora impopular e impracticable, puesto que el ejército vivía en campamentos permanentes para la defensa de las fronteras. Las uniones entre los soldados y las mujeres indígenas venían ya siendo toleradas desde hacía tiempo en forma de contubernalia; por lo que Severo no hizo otra cosa que reconocer un hecho ya consumado cuando le dio la validez legal. La conversión del ejército romano en una milicia de fronteras fue llevada mucho más allá por Severo al ofrecer arrendamientos hereditarios a ciertas unidades auxiliares. También autorizó a los militares a agruparse en collegia y a obtener de ellos las mismas ventajas materiales y morales que, cada vez más, obtenía la población civil. La historiografía antigua criticó de Severo su gran tendencia a favorecer a los soldados, pero el gran emperador no hacía más que constatar una necesidad: el Estado romano se sostendría sólo con el bienestar de los soldados. Finalmente, Severo aumentó el sueldo a los soldados, esto era también una necesidad; intentaba compensarles, al menos en parte, del aumento de los precios y la caída del poder adquisitivo de la moneda. En cualquier caso, las concesiones de Severo al ejército no supusie­ ron en modo alguno una pérdida de la eficacia militar. 4.

A spectos sociales, económ icos y religiosos bajo S e p tim io Severo

Septimio Severo llevó a cabo importantes cambios en la administración general del Imperio. En los primeros años de su reinado había manifestado su intención de fundar una dinastía. Al proclamarse hijo de Marco Aurelio y hermano de Commodo, legitimaba su advenimiento y preparaba el de sus hijos. En lo sucesivo era el princeps hereditario el que debía reglamentar el acceso al trono. Asociando a sus hijos Caracalla y Geta al Imperio y al designar al primero como presunto heredero de la corona, parecía haber asegurado el futuro del Imperio. En un primer momento procuró mantener buenas relaciones con el Senado y así, al entrar por primera vez en Roma, repitió la promesa de Adriano de no ejecutar a ningún senador sin un juicio previo; pero, después

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de su victoria sobre Clodio Albino, Severo cambió su actitud y comenzó una fuerte represión contra los senadores que habían seguido la causa de aquél: 64 fueron perseguidos por crímenes de alta traición y 29 fueron condenados a muerte y ejecutados. Tras estos abandonó su propia pretensión de mantener buenas relaciones con el Senado: en lo sucesivo intentó demostrar que la autoridad del emperador estaba basada en última instancia en el apoyo del ejército. El Senado dejó de ser el representante supremo del elemento civil y sería el Consejo Imperial ( Consilium principis) el elemento más influyente de la administración estatal. Severo comenzó a dar puestos administrativos a personas del orden ecuestre, cuya preparación había sido enteramente militar. Aunque no cambió el mando senatorial de las legiones existentes, sin embargo, como señalamos anteriormente, puso al frente de sus tres nuevas legiones a prefectos ecuestres en lugar de los legados senatoriales; con ello, comenzaba a separar la administración civil y la militar, como ocurriría en tiempos de Galieno. También abolió los tribunales jurados que seguían existiendo para los crímenes más importantes (quaestiones perpetuae) y transfirió sus competen­ cias al praefectus Urbis, para los casos originados en torno a Roma, y al praefectus praetorii para los casos originados en Italia y las provincias. Los praefecti praetorii alcanzaron una gran importancia en el Imperio como consecuencia del gran peso que adquirió el ejército, éste cambio de procedi­ miento daba un especial significado a los diferentes niveles sociales de los delincuentes : —honestiores (que incluían miembros del orden senatorial y ecuestre, magistrados municipales y soldados de todos los rangos) y humiliores (los individuos que no pertenecían a estos estamentos)—, pudiendo ser castigados, de acuerdo con la nueva jurisdicción criminal, con idferentes penas para los mismos delitos, según se tratase de delincuentes de uno u otro estamento. Sin embargo, en la práctica real, el modelo de la jursidicción probable­ mente permanecía igual que el de cualquier otro período de la historia romana. El consilium principis se convirtió en el elemento más influyente de la administración y estaba integrado por los mejores juristas del periodo (Papiniano, Ulpiano, Paulo, Modestino, etc.). Fue ante todo una asamblea de juristas, una emanación de la autoridad imperial que legisló a base de rescriptos y orientó todo el gobierno en el sentido de la monarquía absoluta. Severo continuó la política iniciada por Augusto y secundada por Adriano y Trajano de convertir las provincias en unidades administrativas separadas: Numidia, que fue separada de Africa, Siria y Britania. Esta medida de seguridad contra la guerra civil sólo era efectiva cuando el emperador personalmente estaba al frente de los ejércitos. Como consecuencia de su origen africano y de su casamiento con una siria, favoreció la promoción de los provinciales a un estatuto de igualdad con los italianos, tanto en lo que respecta al servicio militar, como en el funcionariado administrativo. Con Severo también se produjeron importantes transformaciones en la administra­ ción financiera. Consiguió salvar al fisco de las deficientes condiciones de solvencia en las que había quedado tras el gobierno de Commodo y las guerras civiles. Impuso, por otro lado, un enormes gravamen tributario a los contribuyentes al elevar la soldada de los legionarios a 500 denarios y emprender importantes obras arquitectónicas en Roma y en las provincias. El dinero que obtenía de las recaudaciones lo empleaba en diferentes donaciones al pueblo. En Italia puso de nuevo en marcha las instituciones de los alimenta. En las provincias gastó sumas enormes en la reparación de vías y calzadas y

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liberó a los municipios de los costes del servicio de correos. No obstante, a pesar de estos dispendios acumuló grandes reservas de dinero en el fisco y grandes cantidades de grano en los almacenes públicos; procedía de las múltiples confiscaciones que practicó con los bienes de los senadores partida­ rios de Albino, no menos que de su saneada recaudación. Por otro lado, Septimio Severo, dada la confusión existente entre los fondos públicos y los del emperador, constituyó la res privata principis llamada también ratio privata. Bajo este nombre se comprendía el conjunto de propiedades territoriales administradas por procuradores especiales; su jefe, «el procurador de la fortuna privada» era uno de los más altos funcionarios del Imperio. Esta caja ponía a disposición del emperador y de su familia las enormes sumas que exigía la vida de la corte. En lo sucesivo, las dos administraciones financieras serían la res privata y el fiscus, que acabó absorbiendo al antiguo patrimonium principis. Asimismo, el emperador disminuyó el valor de la moneda, cuyo contenido de plata redujo a menos del 50 por 100 del valor real. Con esta medida quería salvar la institución más delicada: la Banca; de hecho, los banqueros pagaban siempre el aureus con 25 malos denarios, mientras que en el mercado negro incluso se pagaba a 30. El gran problema de la inflación estaba, por tanto, en el cambio del denario por el áureo. Si Severo tuvo un éxito relativo en el aspecto financiero fue porque consiguió un aumento de los fondos proceden­ tes de los impuestos, precisamente en un periodo de renovada prosperidad material. Durante su reinado el estancamiento económico debido a la peste de la época de Marco Aurelio y del mal gobierno de Commodo fue altamente superado y la prosperidad de las rentas pudo mantener un cargo adicional de impuestos que le permitía asegurar el apoyo militar al Imperio. En su política religiosa, Severo, hombre muy supersticioso, se preocupó en gran manera, tanto de los cultos estatales, como de los extranjeros. Durante los primeros años de su reinado toleró el Cristianismo y no mostró hacia él ningún tipo de hostilidad. Pero entre el Cristianismo y el Imperio pagano no era posible un compromiso. Estaba por medio el culto imperial y el estilo de vida de la ciudad antigua. Los cristianos no sacrificaban al numen del emperador, ni aceptaban los juegos de la ciudad. Por eso, en el 202, Severo dio un edicto contra el proselitismo cristiano y judaico, y los cristianos fueron perseguidos. Precisamente entonces los cristianos habían logrado una gran vida espiritual: es la época de Tertuliano, Orígenes, Hipólito y Calixto. A partir de entonces, en el Imperio pagano se tiende a un sincretismo religioso en el que tienen gran importancia los cultos orientales. Así, la emperatriz, Julia Domna, reúne en su entorno un círculo de intelectuales, cuyos ideales llegaron a ser clásicos. 5.

C aracalla (211-217). P roblem as econó m icos y derech o de ciu d ad an ía

La muerte de Severo dejaba el poder a sus dos hijos, M. Aurelio Severo Antonino (Caracalla) y el joven P. Antonio Geta, cuyo odio mutuo amenazaba con llevar a una nueva guerra civil. El asesinato de éste abrió, sin embargo, a Caracalla el camino hacia el control exclusivo del gobierno, que se manifestó como continuación del sistema político de su padre, favoreciendo al ejército y conservando la importancia del Consejo Imperial. (En éste continuaron los juristas del reinado anterior, a excepción de Papiniano, asesinado por apoyar

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la causa de Geta una vez que sucediera a Plautiano en la prefectura del Pretorio.) Caracalla, que exageraba en crueldad la feroz energía de su padre, elevó a su más alto grado el carácter militar del reinado de éste. Sin razón alguna aparente, excepto el conseguir el favor de las tropas, aumentó el sueldo de los soldados de 500 a 700 denarios (lo que, entre otras cosas, llevaría el déficit del sistema financiero). Por otro lado, y aunque apenas si tenía gastos en construcciones públicas o privadas, se las agenció para aumentar las tasas de los impuestos de un 5 a un 10 por 100. En el 215, el emperador llevó a cabo una reforma monetaria manifestada a través de dos medidas fundamentales. Por un lado, el aureus fue fijado en 6,55 g, lo que representaba una disminución de, aproximadmaente, el 1 por 100 respecto del augusteo. Y, como el denario de plata estaba muy desacreditado bajo Septimio Severo, Caracalla emitió una nueva pieza de plata: el antoninianus, con valor de dos denarios. Este paso fue dado con la intención de provocar un aumento de la confianza en la moneda fraccionaria. En realidad, respondía a la necesidad de dinero que tenía el estado (y, consecuentemente, al deseo de aumentar el volumen de la moneda en circulación). Para lograrlo, Caracalla prefirió llevar a cabo una reducción del peso en una nueva moneda, antes que rebajar la ley o el peso de la moneda argéntea ya peligrosamente devaluada (con la pérdida de confianza subsiguiente en la misma). La solución fue acertada, pero insuficiente para resolver la crisis financiera. La promulgación en el año 212 de la C onstitutio Antoniniana es un hecho capital en el reinado; mediante este edicto se concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes del imperio, excepción hecha de os ded iticii (término éste bastante debatido entre los estudiosos; habría que pensar que se refiere no sólo a los bárbaros, sino a aquellos individuos de zonas poco romanizadas que no estaban inscritos en comunidad alguna). Sea como fuere, lo cierto es que con la C on stitu tio Antoniniana se extendía el derecho de ciudadanía a todos los habitantes libres del imperio: era el colofón de una política tendente a ampliar la base social de éste, que iniciara César y que desarrollaran luego Claudio, Vaspasiano, Adriano y Septimio Severo. Dion Cassio considera las exigencias financieras de Caracalla como el motivo principal de la emisión del edicto (con ello aumentaría el impuesto sobre las sucesiones, que sólo gravaba a los ciudadanos romanos). Esta explicación concuerda bien con el resto de la política económica del emperador, pero no hay que olvidar que fue la clase dominante la que más afectada se vio por la política tributaria de Caracalla (y a esta clase pertenecía Dion). Junto a las razones fiscales, el edicto del 212 no hacía sino reconocer en el plano jurídico las exigencias de la realidad del momento, hacia una unificación y simplificación administrativa del Imperio. Se ha señalado, además, que el derecho de ciudadanía —en el que se podría ver una protección contra la esclavitud, en definitiva— había perdido mucho de su sentido con la crisis del sistema basado en la mano de obra servil. Y no serían los factores religiosos ajenos a las intenciones del emperador, tendentes a la unificación de todos los habitantes del imperio bajo un solo culto y una sola realeza: diversos autores han destacado el «monarquianismo» y la identificación con Alejandro Magno (unificador de pueblos diversos) en Caracalla. En política exterior, el emperador se ocupó de defender la frontera del Danubio contra las incursiones de los alamanes y los godos; consiguió establecer la paz gracias, en parte, a los subsidios distribuidos a los germanos, tras haber sufrido dos derrotas sucesivas. En la frontera del Eufrates reasumió 1

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la política de Trajano, abiertamente intervencionista. Depuso en Armenia, que había dejado pacificada su padre, al rey vasallo Vologeses V e instituyó una provincia romana (216). Ante la negativa del rey parto Artabano V de concederle a su hija por esposa, respondió con la guerra e hizo una incursión a través de Adiabene hacia Media, intentando incluso llevar las armas romanas más allá de lo que lo hiciera Trajano. El intento fue, no obstante, abortado por un grupo de oficiales, cuyo complot acabó con el asesinato, cerca de Carrhae, del emperador (217). 6.

M a c rin o (217-218) y H e lio g áb a lo (2 1 8-22 2 ). P o lític a g en eral de am bos reinados

El líder principal de los conspiradores fue el prefecto del pretorio, M. Opelio Macrino. Este era un africano de origen modesto que había sido designado para el cargo por sus títulos civiles y por sus conocimientos jurídicos, y no por sus cargos militares. Por primera vez, el emperador no era elegido del orden senatorial, sino de la clase ecuestre: un caballero había subido al Imperio. Macrino quería hacer una política deflacionista: reducir las tasas y disminuir los sueldos de los soldados; ello provocó el descontento de éstos, pero también los senadores estaban escandalizados de que un caballero fuera emperador. Su reinado, a pesar de que se esforzó por consolidar su poder emparentándose con la dinastía de los Antoninos y de los Severos, estaba condenado a ser breve. En política exterior, Macrino no deseaba continuar la guerra contra los partos. Después de sufrir una derrota en Mesopotamia y entablar largas negociaciones, concluyó una paz que no modificaba la frontera entre el Imperio y el reino parto y que confirmaba la soberanía nominal de Roma sobre Armenia. Por su parte, Macrino pagaba una vergonzosa indemnización al rey parto Artabano, con la única garantía de que éste no inquietaría el territorio romano. Pero la paz, firmada en tales términos, sólo dio a Macrino un respiro temporal: los soldados, descontentos con esta paz poco gloriosa y, sobre todo, porque Macrino había reducido sus sueldos, se sublevaron en Siria y proclamaron como emperador rival a un sobrino nieto de Julia Domna, esposa de Septimio Severo, llamado Vario Avito Bassiano, que era sumo sacerdote, en Emesa. del dios solar local, el Gabal. En seguida se le consideró como hijo de Caracalla y asumió el nombre de Marco Aurelio Antonino, adueñándose de todas las provincias orientales en virtud de su parentesco adoptivo. Macrino trató de resistir, pero, falto del apoyo del ejército, fue vencido cerca de Antioquía (junio del 218). Tanto él, como su hijo, Diadumenio, que había tomado el título de Augusto, fueron asesinados. Al año siguiente el nuevo emperador entró en Roma y fue aceptado por el Senado y el pueblo romano. La única importancia del breve y azaroso reinado de Macrino es que fue el primer emperador que había surgido del rango de los caballeros. Su reinado puede considerarse como la primera fase de la sacudida del mundo clásico, puesto que estuvo dominado por un trágico contraste entre la tradición y los tiempos nuevos. M. Aurelio Antonino, conocido por el apodo de Heliogábalo (nombre tomado del dios del que era sacerdote en Emesa) era muy joven, cuando llegó al trono, en el 218 (en realidad, las dueñas del Imperio eran, su madre Soemia

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y su abuela J. Maesa). Sus ideas eran revolucionarias, pero inmaduras y confusas, y su principal empeño extender el culto del dios-sol de Emesa a Roma y, de aquí, a todo el Imperio. Roma no estaba preparada para semejante cambio, debido a la pompa y el servilismo de la corte oriental. No obstante, los antiguos dioses estatales debieron resignarse a la compañía del nuevo dios, del cual el emperador-niño fue su más alto sacerdote. Soemia no apreciaba demasiado la tradición guerrera del Imperio y parece ser que influyó en Heliogábalo para que dijera ante el Senado: «no quiero apelativos que vengan de la guerra y de la sangre». Tal vez por ello, el emperador sólo se contentó con llamarse P ius y F elix. También debió ser inspiración de Soemia la distinción entre la carrera ecuestre y senatorial. Se introdujo en la corte romana un ceremonial centrado completamente en la adoración del empera­ dor. Tanto Soemia como Julia Maesa tomaron parte en los debates del Senado, llegando incluso a crear una especie de «senado de mujeres» en el que se despreciaba a los senadores varones, criticándolos duramente. Consiguie­ ron la expulsión de muchos de ellos y colocaron en sus puestos a sus amantes, libertos o esclavos. De este modo, la clase de los libertos imperiales alcanzó en este siglo un predominio tan grande como lo tuvieran en época de Claudio. Contra el creciente auge de los libertos imperiales protestaron los oficiales de las cohortes pretorianas. Está claro que no podían ver con agrado a un joven que no tenía ambiciones militares y que despreciaba los cognom ina ex virtute. En estas condiciones se produjo la intervención de su abuela Julia Maesa, que trató de reparar los errores de Soemia convenciendo a Heliogábalo para que adoptara a su primo M. Aurelio Severo Alejandro, hijo de otra de sus hijas (Julia Mammaea), y lo nombrara C aesar. La adopción de Severo Alejandro podía aún salvar el vacilante trono de Heliogábalo, puesto que las cohortes pretorianas eran fieles a su C aesar, al «nuevo Alejandro» que había restaura­ do las grandes tradiciones del Imperio y había acabado con el gobierno de las mujeres y de los libertos. Heliogábalo, influenciado por su madre Soemia, trató de revocar su anterior decisión y provocó un conflicto con Severo Alejandro que terminó con el asesinato de Heliogábalo y de Soemia por los pretorianos, en el 222. El cadáver de Heliogábalo fue arrojado al Tiber. El dios-sol fue devuelto a Emesa y se condenó la memoria ( dam natio m em oriae) del emperador. 7.

S evero A le ja n d ro (2 2 2 -2 3 5 ). P o lític a in te rio r y e x te rio r

Muy diferente a Heliogábalo, tal vez por ello ha gozado de una simpatía general entre los historiadores. En política interior rompió con las tendencias absolutistas de sus predecesores al asociar al Senado a su gobierno y al realizar numerosas reformas. En el exterior defendió las fronteras con éxito y vigor. Ahora bien, queda por saber hasta qué punto Severo Alejandro influyó en todo esto. A su llegada al trono sólo contaba con catorce años, por lo que el gobierno quedó en manos de su abuela Julia Maesa (hasta su muerte en el 226) y de su madre Julia Mammaea. Esta última recibió el título de Augusta y aparece n las inscripciones como m a ter A ugu sti e t castrorum et senatus et p a tria e, y era, en realidad, la que llevaba las riendas del gobierno. Julia Mammaea, con la intención de reforzar la autoridad imperial y de apoyarse más en los civiles que en los militares, hizo una aproximación al Senado para aumentar su prestigio. De esta forma y a fin de elevar la dignidad senatorial reorganizó el consilium p rin cipis. Una comisión de 16

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senadores formó una especie de consejo de regencia encargado de asistir al emperador y a su madre. Antes de designar a los principales funcionarios y a los gobernadores de las provincias, el emperador pedía su parecer al Senado. Sin embargo, tales medidas en beneficio del Senado fueron pronto abandona­ da. Por otro lado, también elevó al prefecto del pretorio al rango senatorial y le confirió la potestad de presidir los juicios senatoriales. Por eso, aunque los senadores aumentaron su prestigio y dignidad, la principal autoridad civil residía en el prefecto del pretorio y en Is burocracia imperial ecuestre, integrada por los eminentes juristas de la época (Papiniano, Ulpiano, Modes­ tino, Paulo, etc.). En última instancia, era el ejército el que mantenía el control. Bajo su gobierno y el de su madre, el Imperio disfrutó de un largo periodo de relativa estabilidad. Severo Alejandro mantuvo una política pacífica evitando todo conflicto fronterizo serio en los primeros años. Su objetivo principal era ganarse el apoyo de la población civil concediéndoles juiciosas generosidades y llevando a cabo beneficiosas reformas para la población. Según la tradición, renunció a las «tasas sobre los ingresos» de los comercian­ tes industriales que proveían de las necesidades a la capital, pero en compen­ sación exigían el pago del arrendamiento de los lugares públicos, ocupados por los collegia artesanales de Roma. Los collegia resistieron tenazmente. Esto iba en contra de la economía de las ciudades y produjo malestar y descontento en la población urbana de Roma. La experiencia marcó un nuevo punto de partida en la política económica del gobierno romano que había evitado, hasta entonces, la interferencia del comercio y de las manufacturas en el terreno político, pero que, de ahora en adelante, se encontró obligado a un profundo control. Severo Alejandro, siguiendo la política de los emperadores del siglo II, extendió las instituciones de los alimenta a toda Italia. Otorgó subvenciones a los gramáticos, retores, médicos, auríspices, arquitectos, etc., y concedió préstamos a los campesinos pobres a un interés muy bajo para que pudieran comprar tierras, también redujo notablemente los impuestos e intentó mantener la distinción entre el aerarium y el fiscus, así como sanear la moneda, dado que la crisis monetaria era cada vez más importante. Según su biógrafo, distribuyó tierras a los soldados de las fronteras otorgándoles incluso ganado y esclavos para ponerlas en explotación, con la condición de que sus hijos ingresaran en el ejército. Finalmente, llevó una rígida p o lític a económica en la corte suprimiendo los gastos superfluos y evitando desembol­ sos adicionales. El emperador tuvo muy pronto ocasión de comprobar cómo el equilibrio de sus instituciones estaba amenazado por los soldados; éstos no admitían que se discutieran sus exigencias, ni que se restringieran sus beneficios. Desconten­ tos del prefecto Ulpiano, los pretorianos se sublevaron y lo asesinaron delante del emperador sin que éste osara defenderle (223). Igual suerte habría corrido el historiador Dion Cassio si no se hubiera retirado a sus propiedades de Bítinia. Los motines militares se extendieron a todas las regiones del Imperio. La política exterior se va a desarrollar principalmente en dos frentes: en la frontera del Eufrates y en el Rhin. Hacia el 227 la monarquía parta, debido como siempre a sus disensiones internas, se deshizo; Artabano V fue vencido y muerto por el rey persa Ardashir (Artaxerxes), lo que dio lugar al Estado neopersa. La nueva dinastía sasánida derivaba su poder de un renacimiento del patriotismo nacional y de la religión de Zoroastro. Al resucitar el título i «rey de reyes» se presentaban ante los romanos como unos terribles adversa­ rios. En el 230 el rey persa Ardashir invadió toda la Mesopotamia poniendo

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sitio a Nisibis. Al año siguiente, Severo Alejandro y su madre, Mammaea, se pusieron al frente de las tropas romanas y en conjunción con el rey armenio Chosroes intentaron una triple invasión a través de Armenia, Mesopotamia y Babilonia en la que se consiguió un éxito relativo. Las pérdidas sufridas en el combate y la indisciplina de las tropas no le permitieron conseguir una victoria decisiva, no obstante, volvió a Roma, donde paseó majestuosamente su triunfo. Después de celebrar esta victoria, Severo Alejandro, tuvo que partir para la frontera del Rhin, donde presionaban unas bandas germanas, aprovechán­ dose de que el emperador estaba ocupado en la guerra persa. Severo Alejandro y su madre se instalaron en Mogontiacum con su ejército, donde pasaron el tiempo en pequeñas operaciones y en negociaciones con los bárbaros (234-235). La falta de energía ante éstos provocó el malestar de las tropas del Rhin, cuya sublevación no pudo ser dominada. Los soldados aclamaron como emperador a uno de los oficiales de severo, C. Julio Vero Maximiano, de origen tracio. El doble asesinato de Severo Alejandro y de Mammaea (marzo del 235) inauguraba medio siglo de anarquía militar. 8.

La situ ac ió n a n te la crisis: el Im p erio en la época de los S evero

En el papel preponderante que juega el ejército en el Estado hemos de ver una característica fundamental del reinado de Septimio Severo. En esta monarquía militar hereditaria, el emperador ya no se considera como un siervo del Estado, sino como su cabeza dominante. El Senado ya no era imprescindible, y los emperadores no siempre requerían el reconocimiento oficial de éste para el ejercicio de su poder, limitándose —como en el caso de Macrino y Heliogábalo— a notificarle su proclamación y aceptación por las tropas. Pese a aumentar su número a 900 miembros, el Senado perdió toda libertad de discusión y se sometió a la iniciativa del emperador, viendo, además, que el absentismo en la asamblea se manifestaba de forma creciente entre sus miembros. El emperador se fue convirtiendo en la única fuente de leyes nuevas (limitado el Senado a aprobar por aclamación los decretos y órdenes que de él emanaban y que eran leídas por su quaestor) y estaba exento del cumplimiento de las leyes. Al mismo tiempo, se convirtió en el tribunal judicial de última instancia, previa apelación del interesado. El Consilium Principis, en el que destacaban los más importantes juristas de la época (Papiniano, Ulpiano, etc.), pasó a ser la principal institución política. La importancia del ejército —aunque no tuviera gran influencia directa en el desarrollo constitucional— va a anular a la autoridad civil, una vez que se hubieran cumplido sus exigencias. Pronto comenzó a diferenciarse la carrera civil de la militar, y los caballeros desplazaron a los senadores en el mando del ejército y de las provincias: la nueva de Mesopotamia será ahora gobernada por un praefectus ecuestre como en Egipto. Las provincias adquirieron cada vez más relieve respecto de la posición de Italia, tradicionalmente privilegiada, fueron las ciudades más florecientes de cada zona (a las que, como antaño, se concedían muchos más privilegios que al campo) los instrumentos de la administración. Se hicieron numerosas concesiones de estatutos coloniales y se ayudó a los campesinos en la urbanización de sus zonas rurales, como muestran las inscripciones de, sobre todo, Africa y Siria. A pesar de tales medidas, la población era cada vez más

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pobre, y ello resultaba, en parte, de la creciente política fiscal. En algunas regiones del Imperio los frecuentes abusos de los recaudadores provocaron reacciones inmediatas entre la población, que se manifestaron, por ejemplo, en una huida de la tierra en Egipto. Tales acciones obligaron a Septimio Severo a conceder una amnistía general y a aconsejar la vuelta a sus hogares a los campesinos egipcios. A pesar de tales abusos, el ejército se encargaba de mantener la paz en el Imperio. Pero se veía obligado a conseguir ingresos de cualquier parte, incluso recurriendo a veces a la depreciación de la moneda. Otro sistema consistía en conceder muñera a los decuriones por hacerse cargo de los municipios; pero los gastos que se les presentaban eran ahora tan enormes que difícilmente se encontraban candidatos para ocupar dichos puestos, por lo que muchos de ellos eran obligados a presentarse a los mismos. Se les hizo responsables de recoger los impuestos de los municipios y de enviarlos al gobierno imperial. El municipio nombraba una comisión de diez miembros encargados de recolec­ tar los impuestos, con la responsabilidad de compensar ellos mismos cual­ quier falta económica. Dicha comisión, ocasional al principio, tuvo después carácter permanente. Las obligaciones municipales tuvieron tres formas: los impuestos sobre la propiedad, los impuestos en especie o en dinero y los impuestos personales. Esto obligaba a los municipios a oprimir duramente a los campesinos, que, a su vez, intentaban escapar del peso tributario. La situación se agrava, además, con la concesión de numerosas exenciones a individuos que ayudaban al Estado de otras formas (miembros de la nobleza imperial, funcionarios estatales, cobradores de impuestos, ancianos de más de setenta años, padres de cinco hijos, veteranos del ejército, profesores, etc.); de aquí que el resto de la población sintiera aún con más dureza el peso tributario. Finalmente, también se elevó considerablemente el impuesto exigi­ do a las comunidades con ocasioñ de la adopción o aniversarios de los emperadores. Todo ello como sonsecuencia de la creciente demanda de pagos en especie para tropas y oficiales y del descenso del tributo en metálico. Es preciso destacar, por otra parte, la importancia que jugaron las corporaciones (collegia) en la vida romana de esta época. Su funión era principalmente social, más que económica. Gran consideración recibieron las asociaciones funerarias: su carácter de corporaciones profesionales atrajo la atención de los emperadores. Bajo Septimio Severo, el Estado tomó a su cargo la distribución de aceite, y los gremios profesionales (pastores, porqueros, constructores de barcos, etc.) eran protegidos oficialmente, siendo exentos de algunos impuestos municipales. A fines de la época severiana, los gremios fueron supervisados por el propio Estado. En definitiva, estos elementos aludidos como característicos de este periodo, reflejan un cambio profundo que se está operando en la estructura de la producción y de la sociedad imperial, cambio sin el que no puede explicarse en sus correctos términos la profunca crisis que seguirá a la dinastía severa, agudizando un proceso que se iniciara ya a mediados del siglo n. El crecimiento del sistema basado en la mano de obra esclava vinculaba estrechamente la producción al comercio; de ahí la importancia del de­ sarrollo de la circulación monetaria, tanto en la distribución de la produc­ ción a través del comercio como en la redistribución del beneficio: en ambos procesos la ciudad era un elemento de importancia primordial. Ahora bien, el aumento de la capacidad productiva del sistema dependía —a la vista de las escasas posibilidades de evolución tecnológica— del aumento de los trabaja­ dores, con la ampliación subsiguiente de las inversiones. Los pequeños propie­

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tarios eran incapaces de soportar el proceso y engrosaron en parte una masa proletaria urbana depauperada. Pero, por otro lado, dentro de la gran propiedad agraria cada vez tenía más importancia la pequeña explotación confiada a colonos dependientes del gran propietario. De ahí que el interés de la clase dominante esté cada vez más en la vuelta del hombre libre a la tierra; el sistema del colonato, que trataba de estimular la productividad, iba a constituir una nueva forma de producción, que sustituirá a la esclavista y caracterizará la época del Bajo Imperio. La crisis del sistema tradicional se tradujo en la depauperación de la vida urbana y en la concentración de tierras, y ello motivó revueltas en la ciudad y en el campo. Para hacerles frente, el gobierno —acosado, además por los pe­ ligros exteriores— acentuó la represión (elevación de los gastos militares y de la tasación). Es así como se inició la dinastía militar de los Severos. Como ha sido señalado por algún que otro estudioso, las tierras incultas o abandonadas se añadirán a las productivas para garantizar la tasación, en lugar de ser distribuidas entre colonos libres (lo que acentuó la dependencia y el empeora­ miento de éstos). Al mismo tiempo, la agudización de'la crisis agraria vino acompañada por la inflación monetaria; los emperadores se vieron obligados a devaluar el denario con el ánimo de estimular la demanda y la productivi­ dad; ello explica la rígida y centralista política económica de los Severos. Junto al aumento de las cargas fiscales, que afecta sobre todo a las curias municipales y a la economía urbana, a partir de Septimio Severo se extienden los impuestos extraordinarios en especie, elemento cada vez más fundamental del presupuesto del Estado, que trata así, en parte, de evitar la davaluación. Con ello se inicia un proceso de división de la economía en dos sectores, de carácter natural y monetario, siendo el segundo de éstos el que sufre de manera más aguda los efectos inflacionísticos. Tal es el Estado de la economía imperial al abocar la crisis del siglo m. Por lo que se refiere a la vida intelectual, la época de los Severos se vio sujeta a fuertes influencias orientales y se hizo más cosmopolita. Aumentó el interés por la filosoña y la religión. El relieve alcanzado por la literatura y las artes (es esta una época de gran actividad constructiva) se manifiesta clara­ mente en el círculo de Julia Domma, integrado por gran número de filósofos, legisladores, historiadores, poetas, arquitectos, médicos, etc. Las contribucio­ nes en la vida literaria, tanto pagana como cristiana, fueron muy notables. La religión derivaba fundamentalemente de sus orígenes orientales. Se construyeron templos a los nuevos dioses: Baco, Hércules, Serapis, etc. Ya vimos cómo Heliogábalo trasladó a Roma la piedra cónica negra de su dios solar'de Emessa y la entronizó en el Palatino, convirtiéndola en el símbolo de la primera deidad del mundo romano. El culto al Sol había alcanzado una gran difusión bajo el reinado de Septimio Severo, pero sus seguidores no deseaban identificar el objeto de su adoración con el dios de Heliogábalo: de ahí que Alejandro Severo devolviera el dios sirio a Emessa. Este emperador mostró una gran tolerancia hacia todos los cultos, el Cristianismo incluido. Los testimonios contemporáneos aluden al gran número de cristianos en todas partes del Imperio y en todas clases sociales, en los consejos municipales, el ejército, las funciones públicas, etc. El sincretismo religioso de Severo Alejan­ dro llegaba hasta el punto de aceptar él mismo el Cristianismo (de él se ha dicho que en una especie de oratorio había colocado las imágenes de Abraham y Cristo junto a las de —entre otros— Orfeo y Apolonio de Tyana).. La política imperial en materia religiosa atraería, en definitiva la simpatía de numerosos romanos hacia el Cristianismo.Todo ello respondía a

LA CRISIS DEL IM PERIO EN EL SIGLO III

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las características de una sociedad cosmopolita, con interés más marcado muchas veces hacia los asuntos espirituales que hacia los políticos.

II.

LA C R IS IS DEL IM P E R IO EN EL SIG LO III (235-285)

Los cincuenta años que siguieron a la muerte de Severo Alejandro constituyen un periodo de crisis muy grave para el Imperio. Es consecuencia a la vez del poder de invasión de los pueblos exteriores y de las vicisitudes internas por las que atravesaba el Estado y la sociedad, así como también de la transformación del ejército imperial. En Italia y en las provincias van a surgir por todas partes poderes efímeros sin fundamento legal. La vida económica está profundamente afectada por la incertidumbre de la produc­ ción, la dificultad de los transportes, la ruina de la moneda, etc. El hombre tradicional con el que se conoce a la primera época de ésta crisis, el de «Anarquía militar», designa muy bien este periodo. Por un lado, señala la ausencia casi constante de una autoridad regular, central y duradera y, por otro, la importancia creciente de los soldados que nombraban y suprimían emperadores a su voluntad. Ante esta carencia de autoridad, las provincias galas en Occidente y el reino de Palmira en Oriente se separan de Roma, incapaz de hacer frente por sus propios medios a los peligros exteriores que amenzan el Imperio.

1.

La A n a rq u ía m ilita r: el reinado de los soldados (235-253)

El emperador que suplantó a Severo Alejandro, C. Julio Maximino, era en campesino tracio de origen oscuro. Había comenzado su carrera saliendo de las filas del ejército y había servido en cuerpos estrictamente militares. En su persona era el oficial de tropa el que había llegado al supremo poder. El Senado no puso dificultades para reconocerle y condenar la memoria de Severo Alejandro y la de Ma.mma.ea. Pero los habitantes de Roma y los senadores debieron sentirse contrariados al constatar que Maximino no pensaba en ningún momento acudir a Roma. Su sede estuvo en Germania y, a partir del invierno 237-238, en Panonia. En la mente del emperador toda la vida del Imperio debía moverse en la guerra contra los germanos. Maximino franqueó el Rhin y le dio un severo correctivo (235). A continuación fue a la frontera del Danubio donde batió a los sármatas yázigos y a las tribus dacias independientes. Maximino intentó, por primera vez en la historia de Roma, un plan sistemático de persecución contra el Cristianismo. Pensaba así acabar con la comunidad cristiana, pero ello era una pretensión absurda: el clero cristiano era ya demasiado fuerte (sobre todo, en Oriente y Africa) como para dejarse austar por un edicto imperial. Para conservar el favor de sus soldados empleaba en su provecho la mayor parte de las rentas públicas, y para ello, tuvo que realizar una dura política de persecución fiscal. Por eso también emitió nuevas cantidades de modeda áurea creyendo así defender la moneda fraccionaria, o sea, la moneda de los

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soldados. Pero como esto no fue suficiente, tuvo además, la necesidad de hacer fuertes requisas que afectaban, sobre todo, a los latifundios. La clase senatorial no lo soportó. El movimiento de protesta partió de Africa procon­ sular (238) que estaba indignada por la fiscalidad de Maximino y por sus excesos en los gastos militares. La revuelta africana, que se extendió por toda la provincia, llevó al trono imperial a dos senadores: M. Antonio Gordiano, procónsul de Africa y miembro de la antigua nobleza, y a su hijo del mismo nombre. La revuelta se extendió también a Italia, donde el Senado y la plebe romana se pusieron de parte de aquel, asesinando a los partidarios de Maximino. El senado reconoció oficialmente a los dos Gordianos y ordenó que las provincias hicieran lo mismo. Es significativo que el emperador fuera proclamado esta vez en una provincia senatorial; hecho semejante no se había producido jamás. Poco después, el legado de Numidia, que apoyaba a Maximino, consiguió derrotar al ejército improvisado de los Gordianos, pareciendo ambos en la batalla. Sin embargo, el alma de la revuelta ya no estaba en Africa, sino en Roma, donde el Senado designó a una comisión de 20 de sus miembros «para el cuidado del Estado», con la misión principal de reclutar tropas en Italia y organizar la defensa de la Península. Dos senadores de esta comisión, Pupieno y Balbino, fueron elegidos por el Senado como co-Augustos con derechos rigurosamente iguales. Entre tanto, Maximino, que había ignorado hasta entonces al Senado, marchó sobre Italia desde Panonia, pero se encontró con una fuerte resistencia. Los italianos salieron en defensa del Senado contra las tropas fronterizas al mando de Maximino. Mientras que el invasor estaba intentando reducir la ciudad fronteriza de Aquileia mediante un asedio, sus columnas de abastecimientos fueron cortadas y sus soldados, hambrientos y desesperados por los primeros fracasos, se amotinaron y asesinaron a Maxi­ mino y a su hijo Máximo que había sido nombrado Caesar tres años antes (junio del 238). A partir de entonces se agravaron aún más los desórdenes en Roma. Pupieno y Balbino, que habían dejado a un lado al joven Gordiano III, fueron muertos por los pretorianos y el joven Gordiano (de trece años) quedó como único Augusto. Su elevación al trono puede considerarse como un compromi­ so entre el tradicionalismo de los órganos senatoriales y las tropas pretoria­ nas. Este hecho señaló en su gobierno un periodo posterior de gran autoridad de las cohortes prefectos del pretorio. Era preciso mantener en este puesto a los caballeros y no a los senadores, como habían querido Pupieno y Balbino. De hecho, dos caballeros administraron el gobierno bajo Gordiano III: Timesiteo y Filipo, que se convirtieron en los árbitros del Imperio. En el 242, Gordiano III, con Timesiteo al frente de las tropas, marchó al Oriente para rechazar una invasión del hijo de Ardashir, Sapur I, que se había apoderado de Carrae y Nisibis y estaba sitiando Antioquía. Los persas fueron vencidos, y la Mesopotamia romana reconquistada (242-243). Timesiteo se disponía a aprovecharse de estos éxitos cuando murió, bien de muerte natural o por instigación de su sucesor en la prefectura del pretorio, M. Julio Filipo, un oficial de raza árabe. Este consiguió amotinar a los soldados contra el joven emperador que resultó asesinado (244). Filipo el Arabe (244-249) fue entonces proclamado emperador por los soldados. El usurpador, que había desempeñado una carrera solamente militar, negoció una paz con el rey persa Shapur. Mediante ella se aseguró la frontera del Eufrates por el pago de un tributo. Luego volvió al norte, donde derrotó a las tribus germanas (246) y a los carpos en Dacia. Tales éxitos le valieron los títulos de Germanicus y

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Carpicus (248). Elevó a su hijo del mismo nombre, primero al rango de Caesar y luego de Augusto. Con estas medidas mostraba claramente que esperaba establecer una dinastía. Mantuvo buenas relaciones con el Senado y celebró con magníficas fiestas el milenario de la fundación de Roma (248): tales actos sirvieron naturalmente para reforzar su prestigio. No obstante, la autoridad de Filipo no era aceptada en todas partes. En las provincias aparecieron diferentes pretendientes que fueron proclamados Augustos por sus tropas. Los puntos más importantes de estos movimientos estaban en Mesia y Oriente. Hacia el 248-249 se sublevó en Siria un tal Jotapiano y en Emesa, Uranio; ambos se emparentaron con los Severos, pero fueron reducidos rápidamente. En Mesia se sublevó el ejército al mando de Pacatiano, contra el cual Filipo el Arabe envió un senador de origen panonio, C. Mesio Decio. Este derrotó al usurpador, pero sus tropas le forzaron a proclamarse emperador y a marchar hacia Italia contra Filipo. En septiembre del 249, Decio derrotó a Filipo en Yerona. Filipo fue asesinado y luego lo sería su hijo en Roma por los pretorianos (249). Un senador eliminaba a un miembro de la carrera ecuestre; un pagano eliminaba a un emperador grato a los cristianos. Bajo Décio (249-251) la situación del Imperio se fue haciendo cada vez más difícil. Con él, que asoció al imperio a sus hijos Etrusco y Hostiliano, vuelve de nuevo el poder al Senado y aparece una radical política anticristia­ na. El Estado romano había llegado a una gran intolerancia. Su corto mandato viene señalado por un edicto de persecución contra los cristianos. Su éxito, sin embargo, fue bastante limitado: los nuevos mártires, la Iglesia, impulsaron el proselitismo de ésta. Por otra parte, Decio tuvo que hacer frente a un gravísimo problema militar: la resistencia contra los godos que presionaban las fronteras del Danubio. Los godos, guiados ahora por un jefe valeroso y capaz, Chiva, pasaron de nuevo el Danubio Inferior e invadieron Mesia. Detenidos en el asedio de Nicópolis, Decio pudo infringirles una gran derrota, pero la guerra se extendía hacia la costa del mar Negro. La victoria decisiva se dio junto a Abrittus (251), donde Decio y su hijo Etrusco encontraron la muerte. El desastre fue probablemente debido a la traición del legado de Mesia, C. Treboniano Galo, que posteriormente fue proclamado emperador por sus propias tropas (251). Este, para legitimar su elección, adoptó a Hostiliano, hijo de Decio. Luego nombró como Caesar a su hijo Volusiano que más tarde recibiría el título de Augusto. Galo concedió a los godos una vergonzosa paz: retendrían el botín y los prisioneros y se les concedía un año de paga. A su llegada a Roma recibió el reconocimiento del Senado. Dos años después, los godos de nuevo pasaron el Danubio, pero fue­ ron derrotados por el gobernador de Mesia Inferior, M. Emiliano, quien, a su vez, fue proclamado emperador por sus soldados. Otra nueva guerra civil comenzaba en Italia durante la cual Galo y Volusiano perecie­ ron (253). El nuevo emperador, Emiliano, trató de acercarse al Senado, pero sus soldados se lo impidieron, asesinándole a los pocos meses de su subida al trono. Su lugar fue ocupado por otro senador descendiente de la vieja nobleza, P. Licinio Valeriano, que había ocupado el cargo de censor durante el gobierno de Decio. Una vez llegado a Roma, desde Raetia, donde había sido proclamado emperador, asoció al trono a su hijo Galieno (253).

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2.

CRISIS Y RESTAURACION DEL IM PERIO

La invasión b árb ara y las am enazas a la unidad del Im p erio

Valeriano (235-260) era de origen ilustre, tal vez italiano, casado con una noble peninsular. Naturalmente, su política estuvo a favor de la tradición y de los senadores. Por tanto, también su política económica favorecía los ideales económicos de éstos. Pero en aquellas circunstancias ello perjudicaba al Imperio, sobre todo porque la completa desorganización de la defensa de las fronteras romanas no pasó desapercibida a los pueblos bárbaros fronterizos. Los godos y alemanes se lanzaron sobre la frontera danubiana y los francos sobre la del Rhin. Otra tribu germana —los sajones— instalada en el litoral del mar Negro saqueó las costas del Canal de la Mancha y amenazó las comunicaciones entre Galia y Britannia. Las tribus bereberes de la Mauritania Caesariense también atacaron las fronteras romanas. Y, en Oriente, en la frontera del Eufrates, Sapur ocupó Armenia, invadió Mesopotamia y penetró en Siria donde se apoderó de Antioquía (256). Por todas partes el Imperio romano estaba amenazado. Valeriano encargó a Galieno defender el frente del Rhin y él se puso al mando de las tropas contra los persas. Galieno derrotó con éxito a los alamanes y, al partir su padre contra Oriente, fue nombrado gobernante del Imperio occidental. Pero la situación cada vez se hacía más desastrosa. Los francos se asentaron en la Galia central y occidental y en el Este de Hispania, mientras que los alamanes penetraron en la misma Italia. Galieno derrotó a los invasores cerca de Milán (258), pero tuvo que acudir de nuevo a la frontera danubiana para suprimir al gobernador de Panonia, Ingenuo, que se había proclamado emperador; poco después surgió otro pretendiente, Regaliano, que también fue rápidamente eliminado (260). Parecía inevitable que cada región fuera ocupada por un peligro local que lo amenzaba y que en cada una el comandante del ejército fuera saludado «como emperador». Es la época que señala la Historia Augusta con el nombre de los «treinta tiranos», utilizando una comparación arbitraria y anacrónica con la historia ateniense. La mayoría de ellos fueron fácilmente suprimidos, pero eran síntomas evidentes de la debilidad romana frente a los continuos ataques bárbaros. Los únicos usurpadores que consiguieron un relativo éxito fueron los de Galia y Asia. Al alejarse del Rhin, Galieno había dejado en Colonia a su hijo Salonino en calidad de Caesar, pero pronto éste entró en conflicto con el jefe de las tropas, Postumo, quien, tras ser proclamado emperador por sus tropas, lo asesinó (260). Durante nueve años, Postumo fue, de hecho, emperador de las provincias germánicas y galas. Su autoridad fue reconocida en Britania e Hispania. Consiguió mantener la frontera sur del Rhin, aunque perdió el control de los Campos Decumates. Trató de construir un Imperium Galliarum a imitación del propio Imperio romano. Entre tanto, en Oriente, los godos y los persas seguían atacando. En el 254, los primeros atacaron Mesia y Tracia y, más tarde, capturaron Calcedo­ nia e hicieron un avance por Asia Menor. Valeriano, que había llegado al Oriente, pudo entrar en Antioquía y trató de liberar Mesopotamia. Tras un revés sufrido en Emessa y unas infructuosas negociaciones, el rey persa, Shapur I, lo derrotó y lo mantuvo en cautividad hasta su muerte. Esto era un hecho insólito en la historia del Imperio (la versión persa de los hechos dice que Shapur derrotó y capturó personalmente a Valeriano). La caída de éste

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permitió a los persas tom ar de nuevo Antioquia e invadir Cilicia y Capadocia; pero su avance fue detenido por las fuerzas que Macriano había logrado reunir. Cuando Shapur se retiraba hacia Persia fue atacado por el jefe árabe de Palmira, S. Odenato, que le ocasionó grandes pérdidas. Macriano, por su parte, se consideró demasiado viejo para vestir la púrpura imperial y procla­ mó Augustos a sus dos hijos, Macriano y Quieto, que fueron reconocidos en toda Asia Menor, Siria y Egipto. Galieno quedaba solo frente a una situación desesperada: sólo podía contar con Italia, Africa y las provincias danubianas. La unidad del Imperio se veía en peligro. Como único emperador oficial, Galieno (260-268) se dispuso a intervenir contra Macriano, que, no contento con el Oriente, se dirigía a Europa. Su marcha fue cortada pro Aureolo. Macrino y su hijo, Quieto, que conservaba su poder en Asia, fue eliminado por Odenato que se había proclamado rey independiente de Palmira. Galieno tuvo que reconocerle y garantizarle el discutido título de dux et corrector totius Orientis. Se le confiaba la misión, delicada y difícil, de eliminar la amenaza persa y de alejar la incursión de los godos. Pero, junto a ésto, el título se nos presenta como una total autonomía respecto al poder central. La ciudad de Palmira había permanecido desde Trajano unida al Impe­ rio. Situada en un extenso oasis en el desierto del noroeste de Arabia, era la principal estación de las rutas caravaneras desde el Danubio a Seleucia. Muy próspera gracias a su papel de puerto franco, vivía una vida muy activa y brillante y con el crecimiento del comercio transcontinental, en el siglo n, alcanzó la cúspide de su prosperidad y fue muy bien tratada por los sucesivos emperadores: Septimio Severo la elevó al status de colonia, como ya vimos, y se le autorizó a cobrar peajes por el tránsito de su territorio. Ello a cambio de que sus tropas militares —cuerpos de arqueros a caballo— protegieran el comercio. Odenato, rey de Palmira y, ahora nominalmente, agente de Galieno en Oriente, se dirigió contra los persas arrebatándoles Mesopotamia y capturando Ctsifonte. Pero tras su muerte (268), por asesinato dinástico, el poderío creciente de Palmira se hizo cada vez más amenazante para Roma. Fue sustituido por S. Vaballato Atenodoro, pero en realidad, bajo su nombre, reinaba la viuda de Odenato, Zenobia. En adelante, ya no hubo ningún lazo efectivo de subordinación de Palmira a Roma. Todas las provincias asiáticas gravitaron en torno a Palmira. Entre tanto, Postumo estaba construyendo su Imperium Galliantm. Este fue institucionalizado a semejanza de Roma: creó un ejército, legados y una guardia pretoriana; emitió su propia moneda, constituyó un Senado y m antu­ vo una administración tan regular como le fue posible. Galieno intentó desposeer a Postumo repetidas veces, pero no lo consiguió. En el 268, Postumo tuvo que vérselas con un rebelde llamado Laeliano al que consiguió derrotar, pero poco después fue asesinado. Su sucesor fue un tal M. Mario y a éste siguió M. Victoriano. La usurpación de Postumo, aunque había debilitado la autoridad central de Galieno, sin embargo, mantuvo el limes del Rhin contra los germanos, salvando así las fronteras occidentales. Por su parte, las tribus bárbaras siguieron presionando las fronteras roma­ nas. Los godos y los hérulos invadieron los Balcanes e incluso asedia­ ron Atenas. El propio Galieno tuvo que acudir a la defensa de estas re­ giones, derrotando en Nesso a los invasores (262). Pero de nuevo tuvo que volver a Italia donde Aureolo, que estaba al frente de las operaciones contra Postumo, se había proclamado emperador. Galieno marchó contra él y lo derrotó en Milán, pero mientras esperaba la capitulación de la ciudad,

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algunos oficiales ilirios (entre los que posiblemente se incluían los futuros emperadores Claudio II y Aureliano) formaron un complot contra él y lo asesinaron (268). En política interior, Galieno puede considerarse como un gran reforma­ dor. La tradición literaria le es hostil por su supuesta enemistad con el Senado, cuya manifestación más significativa es la exclusión de los senadores de los mandos militares. Trató de solucionar la crisis monetaria y para ello realizó una verdadera revolución. Quería defender la moneda de la pequeña burgue­ sía y para ello creyó necesario eliminar la emisión senatorial de la moneda de cobre, competencia del Senado. Al arrebatar al Senado esta prerrogativa, al alejar a los senadores de los mandos militares y del control del ejército, renunciaba a las preferencias aristocráticas y a la clase de donde él provenía. Por tales razones fue considerado por la tradición literaria como un desertor de su rango senatorial. Con Galieno se restituyó la libertad de culto a los cristianos y se les devolvieron las propiedades arrebatadas en la persecución de Valeriano. Su edicto de tolerancia abría un periodo de paz para la Iglesia cristiana. Las reformas administrativas y militares del emperador continúan las de los Severos y apuntan hacia las de Diocleciano. Fue más allá que Septimio Severo transfiriendo el mando de las legiones de los senadores a los caballe­ ros. El legatus legionis de rango senatorial fue sustituido por el p ra efectu s legionis de rango ecuestre. Los senadores no perdonaron a Galieno esta reforma. Dio un gran impulso al desarrollo de la caballería: creó regimientos completamente autónomos y un cuerpo central (los equites D alm atae, al mando de Aureolo). Ello se debía a la exigencia de la centralización, como también la innovación de los p ro te c to re s divini lateris, bajo la tutela del praefectu s legionum : eran una especie de estado mayor imperial formado por centuriones y oficiales cualificados, defensores de la persona del emperador durante el combate. Con estas reformas, Galieno preparaba el terreno para las de Diocleciano y Constantino, que tendrían un carácter más radical. 3.

Los em p era d o re s ilirios: hacia la re stau ra c ió n del Im p erio (268-285)

El mundo romano había llegado en tiempos de Valeriano y Galieno a un grado extraordinario de desorganización. Treinta y tres años de anarquía militar habían comprometido la seguridad de las fronteras y la unidad del Imperio. Los nuevos emperadores, originarios de las provincias ilíricas y danubianas, van a lograr restablecer la situación y dar un respiro a la decadencia del Imperio. Los emperadores ilirios no pertenecían ni a una misma familia ni a una misma dinastía. Pero dentro de su diversidad presentan unos rasgos comunes: su carrera anterior (todos ellos procedían del ejército), su país de origen (Iliricum o Panonia). Todos tendrán por programa el restablecimiento del Imperio y de la consolidación del poder imperial. El régimen tenía un doble aspecto: por un lado se respetaba la aclamación militar y, por otro, una consagración religiosa hacía del emperador el deus e t dom inus natus. El sucesor de Galieno, Claudio II el Gótico (268-270), fue reconocido por el Senado y aceptado por éste con alegría, debido a la política antisenatorial que había seguido Galieno. En realidad, su breve reinado se inspiró en una

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clara intuición de la necesidad militar. En su afán de restaurar la unidad militar, su primera empresa fue acabar con Aureolo; luego hizo votar por el Senado la deificación de Galieno, probablemente para que se le creyera inocente de su muerte. Al comienzo de su reinado no tuvo dificultad en rechazar una invasión de los alamanes, que habían atravesado la Retia. Pero en el 269 fue sometido a una dura prueba por una nueva invasión gótica, la más peligrosa de todas las invasiones germanas en el siglo ra. Los godos, hérulos y otras tribus atravesa­ ron el Danubio y se lanzaron sobre el Imperio con un gran despliegue de tropas y familias (se dice que eran más de 300.000). Se dispersaron a la vez por Grecia y Mesia, llegando incluso a Chipre. Claudio los derrotó primero en el valle del Margo (Moravia) y posteriormente en Nesso. Como resultado de estas victorias recibió el título de G othicus M axim u s. Al comienzo del 270 volvió a Sirm ium para enfrentarse contra los vándalos que amenazaban Panonia, pero murió en el camino. Las tropas de Italia proclamaron empera­ dor a su hermano, Quintilo, pero el ejército del Danubio prefirió a Aureliano, que había tomado el mando a la muerte de Claudio. Quintilo fue abandonado por sus soldados y se suicidó en A quileia (270). Para conseguir tales éxitos Claudio el Gótico tuvo que aceptar la existen­ cia de los imperios separatistas de Occidente y de Oriente. En Occidente, el im perium G alliarum había caído en una serie de revueltas internas tras la muerte de Postumo. A la de Victorino las tropas permitieron al Senado galo nombrar un emperador civil, Tétrico (271), cuyos intentos por restablecer el orden en el ejército no triunfaron. En Oriente, Zenobia se dedicó a extender el Estado palmirano ocupando Antioquía y Egipto, y más tarde Capadocia y Bitinia, pero fracasó en la toma de Bizancio. Con esta herencia negativa para su imperio, comenzó el gobierno de Aureliano (270-275). Pronto intentaría quitarse esta espina. Su primer acto fue expulsar a los vándalos de Panonia y completar la reconquista de la frontera danubiana. En el 270 arrojó a los alamanes y a los yutungos al norte del Danubio e impuso la paz a los vándalos admitidos como federados. En el 271, alamanes y yutungos renovaron sus intentos, pero Aureliano los derrotó de nuevo (tras un breve revés) en Fano y en Pavía. No obstante, para hacer más fácil la defensa de la frontera danubiana renunció a Dacia y fundó una nueva al sur del Danubio. Apenas se había asegurado el nuevo frente balcánico cuando los alamanes y yutungos hicieron otra incursión en Italia, llegando hasta A rim inium . Aureliano los derrotó completamente. Tras estas victorias Aureliano podía enfrentarse con el principal problema de su remado: restaurar la unidad del Imperio. Primero se dirigió hacia Palmira, en Oriente, cuya autonomía había tolerado mientras estaba ocupado con los bárbaros. En una primera campaña derrotó a los palmireños en Asia Menor y en Antioquía. Luego, tras una victoria en Emessa, sitió Palmira, donde se había refugiado Zenobia. Con la captura de Zenobia, mientras intentaba conseguir refuerzos persas, terminó su esforzada campaña en Oriente (272). Cuando se retiraba, una nueva revuelta en Palmira le hizo volver de nuevo y la ciudad sería ahora totalmente destruida. De aquí marchó a Egipto, donde un comerciante griego, Firmo, encabezaba otra revuelta. Esta fue reprimida y Firmo ejecutado. Así, Aurelia­ no daba un primer paso hacia la restauración definitiva del Imperio: por ello recibió el título de R estitu to r O rientis. Posteriormente, se dirigió contra el Im perium G alliarum , en Occidente, donde continuas disensiones internas le llevaban a su ruina. El viejo empera-

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dor Tétrico estaba en desacuerdo con los movimientos de la población gala no romanizada, por lo que pensó entenderse con Aureliano mediante unas negociaciones secretas. Tétrico se entregó a Aureliano antes del combate y sus tropas, que no aceptaron esta rendición, fueron derrotadas (273). Aureliano lograba así reunificar estas provincias con el Imperio. Tétrico recibió un buen trato y el cargo de corrector en Italia. Aureliano, por su incansable energía, había logrado reunificar las diferentes partes del Imperio y recibió con orgullo el título de R estitu to r O rbis. Se encontraba preparando una expedición contra los partos cuando fue asesinado mediante un complot de algunos de sus oficiales (275). En política interior Aureliano llevó a cabo numerosas reformas. Una de sus primeras empresas fue la construcción de una muralla que rodeara la ciudad y la protegiera de los posibles ataques bárbaros (la obra sería terminada en el reinado de Probo). A continuación tuvo que enfrentarse con una revuelta de los trabajadores de la casa de la moneda. Mediante severas medidas Aurelia­ no consiguió suprimirla. Tras esta rebelión despojó al Senado de su privilegio tradicional de acuñar moneda y la centralizó en sus manos. Como consecuencia del colapso de la acuñación, los precios se dispararon, el comercio se vio amenazado y los individuos e incluso el Estado se enfrentaron a la bancarrota. Por este motivo, Aureliano retiró de la circulación la vieja moneda, emitió un nuevo Antoninianus e introdujo dos monedas de poco valor: un sestercio simple y otro doble. De este modo, consiguió un alivio temporal, pero la inflacción no se detuvo. No obstante, la caída de Palmira y la restauración del Oriente hicieron afluir gran cantidad de riquezas a Roma, de modo que la política tributaria de Aureliano puede considerarse como benefactora para la plebe romana (canceló los intereses de pagos atrasados del tesoro y emprendió una política de distribuciones gratuitas a la plebe romana). Probablemente con este emperador se transformaron los collegia de instituciones de carácter económico en instituciones de carácter obligatorio. La falta de documenta­ ción al respecto hace que los historiadores discrepen en este punto, pero no hay duda de que al incremento de las entregas gratuitas a la plebe urbana debía corresponder una obligatoriedad de los collegia. Aureliano actuó con respeto frente al Senado, pero no por eso dio marcha atrás en la sustitución de los senadores por los caballeros en el ejército y en el gobierno civil. El nombramiento de Tétrico como corrector Lucaniae o Italiae, aunque aún no conocemos bien sus atribuciones, presagiaba la división de Italia en provincias. Intentó también eliminar la anarquía moral y religiosa de la crisis del siglo m. El politeísmo romano evolucionaba desde hacía tiempo hacia el monoteís­ mo solar. En este sentido, hizo del Sol la gran divinidad del Imperio (274) para devolverle su unidad moral y religiosa. Pero el emperador no había contado con el Cristianismo. Intentó eliminarlo mediante un edicto de persecución, pero sin conseguirlo. Aureliano, aunque aún no había cumplido su programa de reformas, no dejaba al Imperio en una situación caótica: los bárbaros rechazados, la unidad del Imperio restablecida, Roma fortificada, Italia y las provincias bien administradas y el paganismo renovado por el culto solar. Jamás el Imperio había estado tan fuerte durante todo el siglo iii . A su muerte, las tropas no tenían preparado un sucesor. El ejército estaba indeciso y devolvió al Senado la elección del nuevo emperador. Tras algunas vacilaciones se designó a un viejo consular, Tácito (275-276). Así se cumplía el gran sueño del Senado de quitar el ejército la iniciativa de nombrar empera-

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dor. Por entonces, los godos invadieron Asia Menor y llegaron hasta Cilicia. Tras una victoria, el emperador volvió a Europa, dejando a su prefecto del pretorio, A. Floriano, encargado de concluir la campaña. Pero durante el camino fue asesinado en Capadocia (276). Ya no se volvió a pedir ayuda al Senado; las tropas de Asia Menor aclamaron a Floriano. Pero, al mismo tiempo, el ejército de Siria y Egipto aclamó a su jefe, Probo, uno de los mejores oficiales de Aureliano y también ilirico. Floriano abandonó la guerra contra los godos y se retiró a Tarso (Cilicia), donde su ejército se encontró con el de Probo: fue abandonado y muerto por sus propias tropas. 4.

El Im p erio R om ano d u ra n te la crisis del siglo III

El estado actual de nuestra documentación —dada la escasez de datos literarios, documentales y arqueológicos de este periodo— dificulta la relación precisa y pormenorizada de los cambios y transformaciones que se sucedie­ ron, así como los hitos concretos en el desarrollo del proceso. No obstante, estamos en condiciones de dar una visión general y válida del mismo. Salta a la vista, en primer lugar, la regresión que sufrieron las fronteras romanas. En el norte y el oeste se perdieron muchos territorios durante este siglo; se renunció a la Dacia y a las tierras situadas al este del Rhin, así como a las que se extendían entre el curso superior de éste y el Danubio. También en Asia y en Africa retrocedieron las fronteras. Tales renuncias fueron graves, pero más por la extensión de las pérdidas que por la significación de este movimiento. En ellas influyeron decisivamente las invasiones bárbaras y persas sasánidas, que, producidas simultáneamente, expusieron seriamente al Imperio en el Rhin, el Danubio y Oriente. Las consecuencias inmediatas de tales invasiones fueron diversas según las regiones; en muchas provincias como Galia, Hispania o Retia las ciudades redujeron su perímetro y se fortificaron. Otras zonas —Egipto y Africa, por ejemplo— sufrieron conflic­ tos fronterizos, pero no invasiones propiamente dichas. También las guerras civiles influyeron decisivamente en el deterioro de la situación, expuestos como estaban los emperadores —continuamente en cam paña— a que otros generales salidos de las tropas, o al frente de otros ejércitos, los atacaran. La aparición de estados independientes en la Galia y en Palmira refleja la incapaci­ dad del poder central de imponerse de una manera efectiva en todo lo ancho del Imperio. Pero lo que debilitaba a éste no era tanto las pérdidas territoriales cuanto la crisis interna que atormentaba a la sociedad romana, cuyos factores fueron ya aludidos en la época severa. En realidad, el siglo m vio cómo había desaparecido la fuerza de expansión que animaba a Roma desde sus primeros tiempos. La crisis se nota en la figura misma del emperador, y la inestabilidad del trono típica de la época no hace sino reflejar, en parte, la política militarista de éste: los soldados intervendrán en la elección de la más alta magistratura, que, intentando ser hereditaria y estable, se hará de hecho electiva y precaria. Todos los emperadores desde Caracalla murieron violenta­ mente, y su reinado fue, la mayoría de las veces, muy corto. Diversos estudiosos han aludido al término «militarización» para referirse a algunos de los aspectos más significativos del siglo m e, indudablemente, la época está dominada por la presencia del elemento militar. Dicha presencia comprende dos fenómenos, convergentes, pero de distinto signo. Por un lado, se aprecia una cierta burocratización de la estructura administrativa imperial,

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con la penetración de elementos militares en las magistraturas civiles superio­ res; por otro, tiene lugar una intervención creciente del elemento militar en los procesos sociales, en realidad solicitada por los intereses de las clases en el poder. En este orden de cosas se inscribe la desaparición de muchas de las antiguas instituciones romanas (vigintivirato, triunviros monetales, tribunales de los centumviratos y decemvirato, ediles y tribunos de la plebe) y la disminución del papel de otras (cuestura y pretura: su única función consistió en preparar y dirigir los juegos). La carrera senatorial perdió importancia, en definitiva. De igual modo desaparecieron las decurias de los jueces, la prefectura de los obreros, las fundaciones de los alimenta, etc. Por el contrario, destaca el papel creciente del prefecto del pretorio, que controla la annona militar de la que, en esta época, depende cada vez más la economía del Estado. El cargo es, así, un medio de control de la vida económica y política. Paralelamente hubo transformaciones en el ejército: incorporación de bárba­ ros, fuerte incremento de la caballería, etc. Se produjo, en suma, un cambio profundo en las instituciones y en las costumbres romanas. A la hora de valorar las transformaciones económicas y sociales que tuvieron lugar en el siglo ni, se ha dicho que el problema de fondo reside én la real incidencia de los gastos militares sobre la balanza general del Estado. Una opinión tradicional relativamente extendida ve en el continuo incremento de los gastos destinados al ejército, determinado por la presión bárbara en las fronteras y por la política imperial de favorecer a la casta militar, el origen de la inflación y del desajuste de las finanzas y del sistema monetario del Impe­ rio. Sin embargo, más parece que la política filomilitar de los emperadores —traducida en el aumento del estipendio a las tropas, donativos, etc.— no fue sino la consecuencia de una inflación, cuyas causas reales estaban en la crisis del aparato productivo, como ya se indicara al hablar de la época severa. En todo caso, las necesidades militares —defensivas y represivas— se tradujeron en una fuerte presión fiscal, que dio lugar a reacciones violentas por parte de la población, especialmente características en el caso de los bagaudas. Incluso llegaron a producirse movimientos de solidaridad con los bárbaros por parte de los pueblos de las zonas más conflictivas, o uniones de elementos antitéticos frente al poder central (como sucediera el 238 en Africa contra Maximino). Cada vez se apreciará de forma más acusada cómo los intereses unitarios del Imperio van siendo superados por los particulares de las distintas zonas de éste. La devaluación de la moneda y la inflación son fenómenos característicos del siglo ni. La devaluación afectó, sobre todo, al denario, cuya proporción de plata disminuyó considerablemente durante el periodo. Aureliano emitido dos series de monedas de cobre plateado, cuyo valor aún hoy se discute. Mientras tanto, el sestercio (1/4 de denario) siguió utilizándose más que ninguna otra moneda hasta su desaparición en el 270 ante la gran inflación de precios. Diversos autores han estudiado el aumento impresionante de precios en productos básicos: entre el siglo i y el reinado de Diocleciano, el aumento del precio del grano es de ca. 150 por 100; el del vino, 240 por 100; el del vestuario, 550 por 100; el del aceite, al menos un 25 por 100. De tales datos se deduce el claro empobrecimiento de la clase trabajadora: los cálculos sobre el nivel de vida de un obrero no especializado permiten pensar que bajó en un 80 por 100 respecto de mediados del siglo i. Pero, por otro lado, pese a la política imperial de crear para el ejército una situación privilegiada, las capas bajas de éste —como todas las inferiores de la población— sufren de forma aguda los efectos de la crisis económica y de la inflación, manifestando su reacción en

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diversas ocasiones. Los emperadores tratarán de solucionar el problema aumentando el número de mercenarios bárbaros (godos sobre todo); pero, para aplacar el descontento en las legiones por tales medidas, fue necesario otorgar indemnizaciones. En cualquier caso, tanto éstas como el reclutamien­ to de tropas mercenarias serán dos factores que repercutirán en la política fiscal y en la depreciación de la moneda. Un elemento señalado de la crisis es la despoblación, motivada por causas diversas (guerras civiles, expediciones contra los bárbaros, enfermedades, peste, etc.). La despoblación produjo el abandono de muchas tierras fértiles y cierta incapacidad para mantener al ejército. Para repoblar estos espacios vacíos y poner de nuevo en cultivo las tierras abandonadas, los emperadores asentaron a los bárbaros como foederati o laeti en diversas provincias (Galia, Tracia, etc.). Esta solución se iba a revelar peligrosa a la larga, pues, la presencia de bárbaros suponía un elemento de desunión para el mundo romano. Otra medida tendente a procurar al Imperio cultivadores y soldados fue el aumento de la colonización militar, iniciada por Septimio Severo, especialmente en tiempos de Galieno y Aureliano: la transformación del solda­ do en colono abrirá nuevas formas militares, que caracterizarán al Bajo Im­ perio. Más difícil de remediar era la escasez de productos y las dificultades financieras. Durante muchos años no hubo siembra ni recolección, por falta de mano de obra y por efecto de las invasiones y de la guerra. La crisis era, según se ha apuntado, más sensible en la circulación que en la producción: durante el siglo m cada país estaba condenado a vivir de él mismo por las dificultades en las comunicaciones y por el bandidaje y la piratería, conse­ cuencia del estado de inseguridad general. El declive de las manufacturas y del comercio queda reflejado en la disminución de la superficie de las ciudades y en el estancamiento de la actividad ciudadana. (Por el contrario, es esta la época de formación de los grandes latifundios, cuyo cultivo lo realizaban los arrendatarios convertidos en colonos; el proceso fue incluso favorecido por el Estado, que no podía permitir que las tierras desérticas siguieran improducti­ vas.) La crisis del aparato productivo afecta, sobre todo, a las clases populares, cada vez más agobiadas. La reforma monetaria de Aureliano, en 274, supone un reconocimiento de la realidad de la inflación, que se alimenta a sí misma; sin embargo, este emperador del ejército ayudó a salvar de la inflación no a las clases inferiores, sino a la burocracia y a la clase militar, subordinando a ésta últimas toda la estructura económica del estado. El resultado fue que se agudizó el proceso de expansión de la economía natural, ayudado por el propio Estado. Los sueldos perdieron en el siglo iii su carácter estrictamente monetario, y los pagos a los oficiales y cuerpos escogidos del ejército, así como a la burocracia, se libraban en natura. Se trata de uno de los elementos más significativos de la polarización típica de la sociedad tardorromana sobre dos tipos de moneda. Este proceso general obliga a los emperadores a adoptar una serie de medidas en el ámbito social urbano. Por un lado, la distribución gratuita de alimentos a la plebe de Roma constituyó un esfuerzo imponente e improrro­ gable por parte del Estado para evitar su muerte por hambre. Esta política asistencial, iniciada por Aureliano, daría a Roma la estructura económica parasitaria que parece caracterizarla en el Bajo Imperio, ajena a la circulación monetaria y a la inflación Pero, por otra parte, se hace necesaria la coacción para garantizar la distribución de alimentos y un mínimo de circulación

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monetaria. De ahí que los cargos curiales en los municipios —que sufren de forma especialmente dramática los efectos de la crisis— se hagan obligatorios, al igual que los collegia profesionales. Los miembros de las corporaciones y de los organismos productivos-contribuyentes quedaron ligados a su origo: esta situación afectó a Roma, al parecer, con Aureliano, y es previsible que se extendiera a otras ciudades, como Alejandría o Çartago. En cualquier caso, se trata de una medida que anticipa la dureza represiva característica del dominado. Se ha señalado respecto del siglo ni la decadencia de la cultura intelectual clásicas. El Occidente sólo produjo algunos fragmentos de literatura latina pagana; no obstante, el mundo griego cuenta con algunas individualidades notables: el historiador ateniense Dexipo, el filósofo y retórico Longino, el neoplatónico Plotino y sus discípulos Porfirio de Tiro y Yámblico de Calcis, etc. Se produjeron también transformaciones significativas en el arte, motiva­ das por el despertar de las culturas locales. La Galia vio la aparición de estilos no clásicos en la cerámica y la decoración; en Egipto nacen las primeras obras en copto, aunque son casi siempre traducciones de textos cristianos griegos. Surgen en el arte oficial los primeros indicios del abandono de las formas artísticas clásicas tradicionales y la difusión de las diferentes formas de las artes locales. En definitiva, mientras se transforma la estructura socioeconó­ mica sobre la que se fundara, la cultura clásica, típica de las clases superiores helenístico-romanas, va cediendo paso a nuevas energía espirituales. Se ha hablado de la democratización de la cultura que comienza entonces, cuando las masas populares empiezan a dejar oír su voz. El siglo m ve la emersión de las «culturas provinciales» en el interior del Imperio, como fruto de la oposición de las clases dependientes a la hegemónica: estilos de vida, lenguas, instituciones, formas artísticas anteriores a la conquista romana comienzan a salir a la superficie, rompiendo la delgada capa uniformadora de la cultura clásica. Asimismo, uno de los cambios sociales más importantes del período fue el desarrollo del cristianismo, aunque lo más significativo no fue su difusión geográfica, sino los progresos de la organización de la Iglesia, que era ya una organización importante a mediados del siglo m, pese a las persecuciones de muchos emperadores. Los principales centros se encontraban en Roma, Cartago y Antioquía; desde ellos el Cristianismo se extendió por todas las regiones del Imperio. En resumen, el siglo ni presenció una prolongada crisis que se manifestó en todos los campos; pero, al mismo tiempo, puede verse en él un período de transformación y aún de vitalidad, puesto que aparecieron nuevas formas culturales y artísticas, interpretaciones místicas monoteístas de la religión tradicional. Para la Iglesia fue el período de los primeros conflictos importan­ tes con el Estado, a los que logró sobrevivir para consolidarse como una organización social dispuesta a intervenir con autoridad en los asuntos del mundo.

D IO C LEC IAN O Y EL RESTABLECIMIENTO DEL IM PERIO

III.

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D IO C LE C IA N O Y EL R E S T A B L E C IM IE N T O DEL IM P E R IO (285-312)

Con Diocleciano las tendencias absolutistas y las influencias orientales superan definitivamente las tradiciones del principado y los gérmenes de transformación política y social, sembrados a lo largo del siglo m, producen su total efecto. Con él se establece el orden de cosas que se conoce normalmente con el nombre de «Bajo Imperio». La obra de Diocleciano fue muy notable. Consistió en una reforma sistemática y voluntaria del Estado, tan duramente castigado en el siglo m. Con sus medidas, Diocleciano lo modificó en muchos aspectos y, aunque no consiguió un éxito total, sin embargo, puso las bases para ello. Su obra no ha sido muy apreciada por los escritores cristianos de su tiempo, que le censuran su persecución anticristia­ na. Por el contrarío, los historiadores modernos alaban, en general, la dirección firme y prudente con que dirige la política exterior y la mayor parte de las medidas administrativas y de reorganización que toma. Se puede decir, sin exageración, que Diocleciano ha renovado al Imperio Romano y ha prolongado su existencia en dos siglos más. 1.

D io c lec ian o y la te tra rq u ía : com ien zos y p o lític a e x te rio r

Diocleciano era un oficial de fortuna. Como los anteriores emperadores, también era del área danubiana, aunque menos dotado como general que aquellos. Parece que a su llegada al poder ya llevaba un plan de reorganiza­ ción del Estado. Dándose cuenta de que la autoridad imperial no podía mantenerse a la vez en el tiempo (como pusieron de manifiesto la brevedad de los reinados del siglo m) y en el espacio (debido a la amplitud del Imperio), Diocleciano imaginó un sistema .de gobierno descentralizado en el cual cuatro emperadores se repartirían las tareas del gobierno y, de este modo, se impediría atentar contra la unidad imperial. Llevando a la práctica este sistema, en el 285 nombró a un compatriota danubiano, Maximiano, como Caesar, y en tanto que él asumía el título de Jovius aquél recibía el de Herculeus. Al año siguiente Maximiano fue elevado al rango de Augusto como recompensa a su victoria sobre los campesinos galos y los bagaudas. Maxi­ miano se encargó entonces del Occidente donde tuvo que luchar contra los germanos. A continuación tuvo que hacer frente a la insurrección de un oficial bátavo romano, llamado Carausio, que se había proclamado Augusto y había ocupado Britania, donde había construido un imperio local a semejan­ za del Imperium Galliarum. Pero sus intentos por someterlo no dieron ningún resultado positivo. Por su parte, Diocleciano, que se había instalado en Nicomedia (Bitinia) derrotó a los sármatas en el Danubio, a los beduinos y sarracenos en Siria y Arabia, a los blemios en Egipto y confirmó el protecto­ rado romano sobre Armenia sin entrar en conflicto con los persas. Esta diarquía se mantuvo durante siete años; en el 293 el sistema se completó con otros dos emperadores, Constancio Cloro y Galerio, también oficiales ilirios. Ambos recibieron el título de Césares y se convirtieron en herederos automáticos de los dos Augüstos. Constancio Cloro, en Occidente, recibió la Galia y Britannia. Galerio, en Oriente, se hizo cargo de la península

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balcánica. El objetivo primario de esta tetrarquía era, sin duda, militar, pero también el de asegurar la sucesión y conservar intacta la unidad del Imperio. Para reforzar aún más el sistema, Diocleciano planeó una prudente política de alianzas familiares que ligaba estrechamente a los cuatro emperadores. En virtud de su autoridad personal Diocleciano seguía siendo en realidad el jefe de todos ellos y el único Augusto. Constancio Cloro tuvo que enfrentarse, en Occidente, a un tal Allecto, sustituto de Carausio en Britannia, al que consiguió derrotar en el 293 y restaurar así la unidad del Imperio. Por su parte, Galerio puso orden en el Danubio y luego se hizo cargo de la guerra contra los persas. Obtuvo dos victorias consecutivas, en Carrae y en Ctesifonte, sobre los ejércitos del persa N arses (298). A raíz de estas derrotas los persas reconocieron el protectorado romano sobre Armenia, donde se estableció como rey al filorromano Tirida­ tes III. Con estas operaciones las fronteras romanas quedaron seguras durante los años siguientes. El sistema de Diocleciano parecía muy bueno por los resultados obteni­ dos: los cuatro emperadores habían cumplido bien su oficio; habían asegura­ do la unidad del Imperio y la integridad de las fronteras. Pero el sistema no era perfecto. El éxito se debía, en parte, al ascendiente personal de Dioclecia­ no, ¿qué pasaría cuando éste desapareciera? Se suponía, puesto que el sistema había sido creado en abstracto, que los Césares serían capaces de esperar a que los Augustos dimitieran en el plazo fijado y que todos preferían el interés público y de Estado a su interés personal. Pero, como más adelante veremos, el proceso no iba a desarrollarse de esta manera, sino que la tretarquía va a deshacerse con sus inmediatos sucesores. El edificio tetrárquico, como ense­ ñan sus resultados, era más ingenioso que realista. 2.

Las re fo rm a s de D io c lec ian o

Durante su gobierno Diocleciano realizó una serie de reformas, tanto en el terreno administrativo y militar, como en el fiscal y económico, que pueden considerarse fundamentales para la comprensión de la historia romana bajoimperial. En el nuevo cuadro del gobierno tetrárquico el Imperio se convirtió en una monarquía absoluta, con las características propias de las monarquías orien­ tales. El emperador recibió el título de clominus noster: de aquí que también se conozca su periodo con el nombre de «dominado». Introduce una etiqueta en la corte a semejanza de las monarquías helenísticas: los súbditos debían inclinarse ante los emperadores y besar la punta de su manto (adoratio), la autoridad de los Augustos o de los Césares absoluta; el papel del Senado es insignificante; sólo intervenía en la administración de algunos casos de justicia. Toda la actividad legislativa y administrativa corresponde a los emperadores y a sus Consejos (consilia sacra). Subsisten también los cinco despachos palatinos de época Claudia, pero ahora se reparten entre las cuatro residencias imperiales: Nicomedia, (Diocleciano), Sirmio (Galerio), Milán (Maximiano) y Treveris (Constancio Cloro). Al frente de cada uno de estos despachos están los «vicarios encargados de los consejos imperiales» que se añaden ahora a los prefectos del pretorio. Por debajo de ellos están los «jefes de los despachos» (magistri scriniorum) que van adquiriendo cada vez mayor relieve en las asambleas. Por otro lado, Diocleciano elevó el número de provincias a cien para

F ig . 38.

Divisiones adm inistrativas de Imperio

con D iocleciano.

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facilitar la tarea del gobierno en su administración. Al frente de las mismas estaban los gobernadores, que podían tener el rango senatorial (consulares) o equestre (p ra e sid e s). También los co rrecto res , encargados de los distritos de Italia, tenían rango senatorial. Todas las provincias fueron, a su vez, agrupadas en divisiones administrativas más amplias llamadas diócesis y éstas últimas quedaron integradas, a lo largo del siglo iv, en unidades superiores llamadas prefecturas. Las diócesis eran gobernadas por los vicarios de los prefectos del pretorio, salvo los gobernadores de Asia, Africa y Acaya (procónsules directamente dependientes del emperador). Otra clara innovación fue la de que los gobernadores de las provincias perdieran su mando militar y conserva­ ran tan sólo funciones de tipo civil. La división de Italia en distritos, el aumento de las provincias, la institución de las diócesis, eran innovaciones importantes, realizadas para facilitar el control estatal sobre el Imperio. Pero el fallo de este sistema administrativo (que sería perfeccionado por Constantino) fue el de toda burocracia: una excesiva lentitud en la marcha de los asuntos y un puro formalismo en su desarrollo. Llevó a cabo también importantes reformas en el plano militar. A partir de Diocleciano quedaron separadas rigurosamente las funciones civiles y las militares. El mando de las fuerzas armadas fue confiado a los generales (d u ce s), cuyos jefes directos eran los prefectos del pretorio y los emperadores. Se hizo un gran esfuerzo para aumentar los efectivos militares, incremen­ tando el número de legiones y de tropas auxiliares. (Se cifran en unos quinientos mil hombres el total del ejército en época de Diocleciano.) El reclutamiento se hacía principalmente de los hijos de los soldados (a raíz de esto el servicio militar se convirtió en hereditario), de los colonos de los grandes terratenientes (a excepción de que pagaba el impuesto exigido por los colonos (aurum tiron icum ) y de los bárbaros asentados en el Imperio cuyo número iba en aumento creciente. Siguiendo en parte las reformas de Galieno, Diocleciano dio una gran importancia a las tropas fronterizas (lim itanei ), acantonadas en los lim es y que asumían la defensa permanente del Imperio. Las restantes tropas, repartidas por el interior del Imperio, formaban, cuando era preciso, el ejército de campaña (c o m ita tu s); tenían mucha menos importancia, al igual que la escolta imperial (p a la tin i). Esta descentralización de las tropas militares que componían el ejército se explica por el temor a las frecuentes usurpaciones y por las propias necesidades de los tetrarcas: cada uno de estos debía sostener su propio ejército en su territorio. Las nuevas reformas administrativas y militares que acabamos de ver llevaban consigo un enorme incremento en los gastos para el mantenimiento del ejército y de los funcionarios, cuyo número había aumentado considera­ blemente. La crisis del siglo m había llevado a la economía del imperio a la decadencia. Por ello, para hacer frente a las necesidades crecientes del Estado, era preciso llevar a cabo una reorganización de todo el sistema fiscal. Durante los siglos anteriores la complicación del sistema tributario romano hacía muy difícil la recaudación fiscal. Diocleciano lo va a unificar con el fin de obtener ingresos más importantes. Comienza realizando un censo general del Estado, tanto de las propiedades como de las personas. La unidad básica del impuesto personal era el caput (la persona) y la unidad básica del impuesto de la tierra el iugum (porción de tierra cultivable). Las dimensiones de los iugera podían variar según la calidad de la tierra y el carácter de los cultivos. Tomando como base tales unidades, Diocleciano va a combinar los antiguos impuestos:

D IO C LE C IA N O Y EL RESTABLECIMIENTO DEL IM PER IO

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la enmona militar y la capitación y, de este modo, crea la ccipitatio-iugatio. Sobre este impuesto la interpretación de los historiadores es muy divergente y, aún hoy, existen muchos puntos oscuros, pero el hecho fundamental es simple: se basa en la equivalencia del caput y el iugum. Es decir, para Diocleciano una unidad de trabajo es equivalente a un tributo junto a una unidad imponible por los fundos y un colono (caput) es equivalente a una «unidad de superficie laborable por un trabajador-colono (iugum). Partiendo de esto podemos entender el sistema tributario. Como ya vimos, Diocleciano dividió el Imperio en diócesis y de cada una de ellas calcula el número de colonos y el terreno imponible. Diviendo el terreno por el número de hombres se obtiene el tributo que cada individuo tenía que pagar al Estado. El tributo era diferente para cada diócesis, dependiente de su diversidad demográfica. Este nuevo sistema tributario tenía ventajas sobre el anterior, puesto que al ser más racional y más movible el Estado podía obtener mayores ingresos. Pero tenía algunos inconvenientes para los contribuyentes, sobre todo porque los censos se hacían cada cinco años y durante este lustro podía haber habido modificaciones en la situación económica de cada diócesis y cada individuo en particular (invasiones de bárbaros, inclemencias del tiempo, etc.) y, sin embargo, su impuesto seguía siendo el mismo. Además, el propietario debía permanecer fijo en su sitio para poder pagar al Estado los tributos exigidos, con lo que se estaba allanando el camino hacia la vinculación de los colonos a la tierra y a los «siervos de la gleba» medievales. Relacionada con la reforma fiscal está la monetaria. Los intentos de Aureliano por sanear la moneda fracasaron y la devaluación continuaba. Diocleciano pretende, por un lado, dar un curso elevado a la vil moneda fraccionaria emitiendo denarios de plata (denarius argenteus) que reemplaza­ rían al antoninianus, y, por otro, fundar un sólido sistema monetario con la emisión de una moneda de oro (aureus). Paralelamente, acuñó también moneda de cobre (nummus) y de bronce (folies). Los propósitos deflacionistas eran claros. Pero sus medidas fracasaron; Diocleciano, como antes Aureliano, cometió un error que se iba a repetir luego: el de tratar a la moneda como una entidad independiente, considerándola en sí misma y no como un factor del sistema económico global. Se trataba de restaurar la moneda, pero no de reformar y potenciar el aparato productivo. Surgía, así, una contradicción entre los efectos de la reforma y las intenciones que la inspiraran, en una época en la que se tendía a una economía de tipo natural. Para luchar contra el alza de los precios en los artículos de primera necesidad, Diocleciano, publicó un edicto que regulaba a éstos y a los salarios. Por este edictum de pretiis rerum venalium («edicto de precios sobre la mercancías») promulgado en 301, el emperador fijaba para cada producto agrícola, artesanal, clase de trabajo, etc., un precio máximo que no podía superarse, con serveras multas y castigos para quienes lo infringieran. Piensan algunos estudiosos que el propósito fundamental de Diocleciano era salva­ guardar el poder adquisitivo de los soldados, lo que, aún inscribiéndose perfectamente en la política imperial desde los restutores ilirios, están lejos de ser comprobado. Parece claro, al menos, que con el edicto los soldados — también en la parte oriental del Imperio, donde la medida debió tener aplicación efectiva— retomaron su función de distribuidores del circulante. Los asentamientos militares en el Danubio ( Carnuntum, Brigetium, Vindobo­ na) como en el Rhin, fueron acompañados de una floración de la economía local. Pero, a pçsar de ello, el edicto no tuvo a la larga resultados positivos, fracasando la desesperada e inútil defensa de la moneda fraccionaria. Sólo

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con Constantino las reformas financiera y económica alcanzarán en parte los objetivos deseados. 3.

D io c le c ia n o y el C r is t ia n is m o

Si en los aspectos económicos y financieros el fracaso de Diocleciano fue parcial, éste fue completo en su esfuerzo por abolir el Cristianismo y conseguir la unidad religiosa del mundo romano con el paganismo. La religión cristiana, gracias a la tolerancia de que disfrutaba desde el edicto de Galieno, había hecho grandes progresos, los cristianos se habían extendido por toda la sociedad del imperio ocupando puestos importantes, tanto en la administración como en el ejército. Tales progresos provocaban, a veces, conflictos en el normal desempeño de las obligaciones cívicas, de carácter pagano. Estos conflictos molestaban a Diocleciano que intentaban rehacer la unidad moral del Imperio de la misma manera que había cimenta­ do la unidad territorial, política y administrativa. Además, la mayor parte de los altos funcionarios, fieles al paganismo, inducían al emperador contra los cristianos. El César Galerio era uno de sus más hostiles adversarios. Al principio Dicoleciano no se lanza a una lucha abierta contra el Cristianismo. Primero se dirige contra el maniqueísmo (296). Mediante un edicto muy severo condena a los maniqueos como enemigos de la religión romana y de sus tradiciones. Contra el Cristianismo sólo se decide a actuar en los últimos años de su gobierno, influenciado por las presiones de Galerio y animado por algunos escritos de los hombres ilustres de su época hostiles a los cristianos, como Porfirio. En un principio la persecución sólo se centró en el ejército. Los cristianos recibían la orden de renegar de su religión o de abandonar el servicio (302). Al año siguiente, Diocleciano, por medio de cuatro edictos consecutivos, desencadenó la «Gran Persecución» contra los cristianos que tuvo ahora un carácter general y sistemático. Por el primero se prohibía el culto cristiano y se ordenaba también la destrucción de las iglesias, libros y objetos de culto; los cristianos perdieron sus derechos públicos y sus dignidades, por el segundo se condenaba a prisión a todos los clérigos y se les obligaba al sacrificio. El tercero concedía la libertad a todo aquel que realizase sacrificios a los dioses romanos. El cuarto y último obligaba a todo el mundo romano al sacrificio bajo la pena de muerte al que se negara. Ante tales edictos hubo numerosísimos mártires por todo el imperio oriental, concretamente en Asia Menor, Palestina y Egipto. Los edictos de persecución afectaban a todo el Imperio. Sin embargo, en Occidente, sobre todo, en la parte de Constancio Cloro, la Galia y Britannia, no se aplicaron más que formamente: se destruyeron iglesias, pero no se condenó a muertre a ningún cristiano. Para la Iglesia cristiana esta persecución fue un duro golpe, no sólo por el gran número de mártires, sino también por la gran masa de apóstalas que, tanto en el clero como en los fieles, renegaron de la fe por miedo al castigo. No obstante, a pesar de los muertos y de las renuncias individuales, los edictos persecutorios de Diocleciano, como era de esperar e incluso el propio Diocleciano debía preverlo, no tuvieron grandes éxitos. La Iglesia no sucum­ bió. Los crisitanos, obligados a esconderse y a dispersarse, permanecían fieles a su fe católica en espera de que la «Gran Persecución» concluyera como lo habrán hecho las anteriores. La persecución de Diocleciano fue la más radical de todas, tanto más

B IB LIO G R A FIA

293

cuanto más difundida y victoriosa estaba la religión perseguida. En modo alguno podía justificarse una persecución cuyos resultados obtenidos fueron insignificantes. Su principal efecto fue fortalecer aún más la religión que el poder imperial quería aniquilar. Diocleciano fracasó rotundamente en su política religiosa. El Cristianismo había triunfado sobre el paganismo. A partir de entonces, los progresos de los cristianos irán en aumento. Finalmente, en el 311, Galerio mediante un edicto de tolerancia permitía a los cristianos el libre ejercicio de su culto y, dos años más tarde, el Edicto de Milán inaurguraba una nueva política religiosa en el Imperio Romano. 4,

El fin a l d e la t e t r a r q u í a

Cuando Diocleciano fue con Maximiano a Roma a celebrar su veinte aniversario en el poder decidió que ambos se retiraran a comienzos del 305. Diocleciano lo hizo en Nicomedia y Maximiano en Milán. Sus cesares, Galerio y Constancio Cloro les sucedieron como Augustos, pero el nombra­ miento de los nuevos césares iba a crear problemas, puesto que Diocleciano prefirió no aplicar el sistema dinástico en la sucesión. Los nuevos Césares fueron: Severo en Occidente y Maximino Daia en Oriente, ambos emparenta­ dos con Galerio. Quedaron excluidos los otros dos aspirantes: Majencio, hijo de Maximiano y Constantino, hijo natural de Constancio Cloro. Los proble­ mas comenzaron pronto a presentarse y la paulatina desintegración del sistema tetrárquico va a ser contemplada por el propio Diocleciano desde su retiro en el palacio de Spoleto. La abdicación de ambos emperadores ponía a prueba la estabilidad del sistema tetrárquico. El sistema no funcionó tan perfectamente como Diocle­ ciano lo había concebido. Existían dos razones para ello. La primera era la antipatía y el recelo entre Constancio Cloro (teóricamente el mayor de los dos Augustos) y Galerio (sucesor directo de Diocleciano). La segunda, la ambi­ ción de Majencio y de Constantino, que se habían emparentado con Galerio y Maximiano, respectivamente. Ambas razones se unieron para desbaratar el sistema de diocleciano.

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CAPITULO

13

LA C O N S T IT U C IO N DEL « IM P E R IU M C H R IS T IA N U M » (306-379 d. de C.) Francisco Marco

Tras la restauración del Estado llevada a cabo por Diocleciano, el hecho histórico más importante del Imperio en el siglo iv es el triunfo del cristianis­ mo, convertido en la religión sociológicamente dominante del mundo medite­ rráneo. Si, a principios de siglo, era sólo una de tantas religiones de salvación de origen oriental, mediado el mismo, se había convertido en una de las fuerzas vivas de la época, con extraordinaria influencia en la sociedad, la política y el ámbito cultural. El cambio, naturalmente, no se produjo sin una profunda crisis bien reflejada en el pensamiento histórico y literario de la época.

I.

1.

EL R E I N A D O D E C O N S T A N T I N O (3 0 6 - 3 3 7 )

Crisis d e la T e t r a r q u í a

Con la abdicación de Diocleciano, el 1 de mayo de 305, se ponía fin a la Primera Tetrarquía. La retirada de los dos Augustos afirmaba implícitamente la trascendencia del poder imperial, no inherente a quien lo ejerciera. Los dos Césares pasaron a ser Augustos (Constancio y Galerio, aquél teniendo teóricamente la preeeminencia moral —el titulum primi nominis—) y nombra­ ron nuevos Césares: Maximino para Oriente y Severo para Occidente. La precariedad del equilibrio oficial y del sistema se iba a revelar rápidamente, debido a la heterogeneidad de sus principios. El fallo del mecanismo, mal fundamentado por Diocleciano, mezclaba dos reglas incompatibles: la coop­ tación (elección subjetiva y arbitraria del aspirante, derecho de éste en la sucesión de su Augusto) y el automatismo propio del sistema monárquico, sobre la base de la transmisión hereditaria y la primogeniture. Ya hubo problemas en Oriente cuando Maximino Daia se proclamó Augusto en 308, tres años antes de la muerte de Galerio. Y más aún cuando los hijos de Constancio y Maximiano —excluidos del sistema en 305—, se alzaron contra el sucesor «adoptado» en 306. Constantino, hijo de Constancio, controló la Galia e Hispania y consiguió ser nombrado César por Severo, quien murió asesinado por los preteríanos, que proclamaron Augusto a Majencio, hijo de Maximiano. Diocleciano, aún en vida, intentó arreglarlo todo nombrando un 295

Hércules

Júpiter

EL REINADO DE CO N STAN TIN O

297

Augusto occidental por su cuenta —Licinio, en 308—. La confusión era enorme: nada menos que siete emperadores tenían, o pretendían tener, en 308, el título de Augusto (Maximiano, Galerio, Constantino, Majencio, Maximino Daia y Licinio, e incluso en Africa el usurpador Domicio Alejandro se vistió de púrpura). La situación se clarificó a base de eliminaciones sucesivas. En 310, tras numerosas intrigas, el viejo Maximiano fue asesinado por su yerno Constanti­ no, y al año siguiente un prefecto de Majencio eliminó a Alejandro. En 311, Galerio murió de enfermedad, tras haber admitido el fracaso de su política de persecución a los cristianos, publicando un edicto de tolerancia. Quedaban como Augustos, en el oeste, Constantino y Majencio y, en el este, Licinio y Maximino Daia. Es difícil juzgar la figura de Majencio, considerado por todas las fuentes como un usurpador, y por las favorables a Constantino como un tirano y persecutor de los cristianos. Su situación precaria hizo que gobernara al día, apoyado sobre todo en los pretorianos y en la plebe romana, y las necesidades monetarias le empujaron a imponer una físcalidad opresiva a los ricos elementos senatoriales. En cuanto a los cristianos, practicó una tolerancia de hecho. Pero la pérdida de Hispania, en manos de Constantino, y los disturbios africanos tras la usurpación de Alejandro —que supusieron un golpe terrible para el avituallamiento de Roma— dañaron su popularidad. El hambre motivó una sublevación, cuya represión por los pretorianos costó la vida a 6.000 personas. Fue Constantino el mejor general de los cuatro existentes y quien tomó la iniciativa que abocaría al restablecimiento de la unidad imperial. Asegurada la neutralidad de Licinio —que, dueño de la península balcánica, había llegado a una suerte de entendimiento con Maximino—, invadió Italia por los Alpes y derrotó en el Puente Milvio a Majencio el 28 de octubre de 312; la tradición cristiana entendería su victoria como resultado milagroso por la adopción de la cruz como emblema de las legiones, in hoc signo vinces. Majencio pereció ahogado. Constantino llegó entonces a un acuerdo con Licinio, y ambos ganaron a su causa a los cristianos orientales al garantizarles tolerancia religiosa mediante el «edicto» de Milán (313). La situación dejaba a Maximino Daia, aislado y considerado acérrimo enemigo de los cristianos, en una débil posición; atacado por Licinio cerca de Adrianópolis, fue derrotado y murió poco después (313). El Imperio volvía a tener los Augustos precisos, aliados en apariencia y cuñados tras el enlace de Licinio con una hermana de Constantino. Sin embargo, los dos Augustos se enemistaron rápidamente, entre otras causas por el filocristianismo de Constantino. Este atacó a su adversario en 316, arrancándole las diócesis de Panonia y Mesia. U na tregua se acordó entonces por diez años, mientras moría en Salona Diocleciano, testigo impotente de la ruina de su sistema político. Los Augustos volvieron al principio de la sucesión hereditaria, designando tres Césares potenciales entre sus hijos —dos, Constantino y uno, Licinio—; el concepto dinástico, no obstante, requería en rigor un sólo emperador que impusiera a su propia descendencia. La guerra, pues, estalló en 324 (la tradición cristiana la presenta como una cruzada, lo que es inexacto; la figura de Licinio es tan difícil de juzgar como la del resto de las víctimas de Constantino y, en cualquier caso, es excesivo considerarlo como el último perseguidor de los cristianos). Derrotado primero en Adrianópolis y luego en Asia Menor, Licinio fue obligado a rendirse, siendo ejecutado con su hijo. Se restablecía,

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LA C O N S TITUC IO N DEL «IM P E R IU M C H R IS T IA N U M »

así, la vieja concentración de poder en una sola mano: la Tetrarquía no había resistido a la segunda generación, y se fundaba la segunda dinastía «flavia» (Constantino sostenía que su padre era descendiente de Claudio II el Gótico). 2.

C o n s t a n t in o y el C r is t ia n is m o

Entre el 312 y 324 estas continuas guerras tienen casi todas como motivo de fondo la tensión religiosa. La conversión de Constantino fue un lento progreso acompañando a su obra política. De hecho, duró aproximadamente de 312 a 324, y se distinguen diversos periodos en su itinerario espiritual. Como su padre, era un fiel adepto al culto solar, y la aparición divina del 312 no fue la única en su vida: también se le apareció un Apolo solar durante su estancia en los Vosgos. Era, claramente, si no un monoteísta, un hombre dispuesto a serlo y, hasta el 312, Sol Invictus fue su patrón exclusivo. La política religiosa de Constantino prueba la complejidad de su persona­ lidad, tratada de forma enormemente benévola por la tradición cristiana (Lactancío y Eusebio de Cesarea). Su conversión es la de un hombre ambicioso, inculto, supersticioso y apasionado, sinceramente entregado a la religión de un dios pujante, cuya doctrina nunca comprendió en el fondo. Hasta el 320, el Cristianismo fue tolerado y favorecido, pero nunca convertido en la religión oficial del Estado. Es la época de compromiso con la antigua religión —Constantino seguía siendo pontifex maximus— y de balance equili­ brado entre cristianos y paganos, en virtud de las influencias contradictorias que se ejercían sobre el emperador (es fundamental la de Osio de Córdoba por el lado cristiano). Hay aspectos relevantes, con todo, en la política cons­ tan tiniana de este periodo. En 313 interviene —inaugurando una línea de conducta «césaropapista»— en los asuntos internos de la Iglesia contra los donatistas. U na carta escrita al procónsul de Africa, Anulino, incluía dos puntos notables para conocer la men­ te del emperador: el concepto de la catholica ecclesia —es decir, universalmente reconocida— y la exención de sus clerici de las cargas (numera) curiales; la concesión de la inmunidad eclesiástica, nunca seguida antes por el Estado respecto de comunidades sacerdotales no estrictamente romanas, es uno de los aspectos más originales de la revolucionaria política cristiana de Constantino. Este envió, además, apoyo económico a la «única iglesia católica», personifi­ cada en el obispo Ceciliano de Cartago, violentamente contestado por los donatistas, que le reprochaban haber sido consagrado por un traditor, un obispo traidor que había entregado los libros santos en los tiempos de la gran persecución de Diocleciano, Surgió así el cisma donatista (de Donato, uno de sus jefes), movimiento puritano y rigorista de fuerte carga social, englobando a coloni y braceros estacionales —circumcelliones—, que se consideraban soldados de Cristo —agonistici. A partir de 313, los símbolos cristianos se multiplicaron en las monedas y las menciones de los dioses paganos desaparecieron poco a poco (a excepción de Sol Invictus, noción moral que el Cristianismo podía tolerar). Y en 319 fue extendida la exención de los munera, hasta entonces restringida a los clérigos africanos, a Italia. Entre 320 y 324, Constantino manifiesta ya una inclinación decidida hacia el cristianismo, determinada ante todo por la rivalidad que lo enfrenta a Licinio (política que le iba a ganar el apoyo de las amplias comunidades cristianas de Oriente). La defensa que Constantino llevó a cabo de la Iglesia católica implicó, como contrapartida, un fuerte intervencionismo

EL REIN AD O DE C O N STAN TIN O

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tendente a lograr la unidad de la misma: el «brazo secular» se aplicó al servicio de una ortodoxia cambiante, revelando el escaso conocimiento impe­ rial en el terreno teológico (desconocimiento del que el propio Constantino era consciente: le gustaba —si hemos de creer a Eusebio— llamarse «el obispo de los de afuera», de los ajenos a la Iglesia). A los problemas planteados por el cisma donatista —que en vano trató de cortar el concilio de Arles en 314— se unieron las dificultades más graves que creó la herejía arriana. Arrio, sacerdote de Alejandría, cuestionaba el dogma trinitario, al afirmar que el Logos se había encarnado, pero no hecho hombre; con ello se negaba el alma humana de Cristo, poniendo en su lugar al Logos que había sufrido y percibido; era, así, una criatura del Padre, no coeterna con él. El ascetismo y la agudeza dialéctica de Arrio hicieron que su doctrina tuviera muchos seguidores en Oriente. Constantino, solicitado por ambas partes y deseoso de implantar un credo universal, convocó en 325 el concilio general de Nicea, primero de los católicos ecuménicos. En realidad, el concilio se proponía dilucidar una gran cuestión que había marcado la historia del Cristianismo desde sus comienzos: ¿hasta qué punto podía concillarse la exigencia de una mentalidad racional helénica con la tradición bíblico-apostólica? El punto crucial, como revelaba la herejía arriana, radicaba en el problema cristológico. En Nicea se afirmó el dogma trinitario (Logos hecho hombre, no generado, coeterno y consubstancial con el Padre), y la tradición «eclesiástica» venció al helenismo especulativo de Arrio, que fue condenado. Constantino manifestó después de Nicea una parcialidad cada vez más clara en favor de los cristianos «católicos» con la concesión de asignaciones anuales a clérigos, colegios de vírgenes y viudas, no del presupuesto del Estado, sino de los ingresos de las ciudades (concesión abusiva, que Juliano abolirá y que Joviano no osará restablecer sino en un tercio del volumen fijado por Constantino). En estos últimos años, la política religiosa del emperador se resumirá en dos ideas claves: el debilitamiento del paganismo y la reconciliación con los arríanos (es posible que, como algún estudioso ha apuntado, Constantino haya juzgado al final de su vida al arrianismo más acorde con su concepto de monarquía divina, con el Hijo subordinado al Padre, al igual que el César al Augusto). En 327 reintegra en su sede al arriano Eusebio de Nicomedia, y en el 335 hace exiliar de Alejandría al intransigente ortodoxo Anastasio: son los inicios del conflicto Iglesia-Estado. El mismo fue bautizado, poco antes de morir, por Eusebio. No hay duda de que, si hubiera vivido más años, habría perseguido a la religión de su juventud: en 331, ante las necesidades de los talleres monetarios y los arsenales, se inventariaron los bienes de los templos paganos y se recuperaron sus metales preciosos. Al mismo tiempo, se clausuraron todos los templos de ritos tenidos por inmora­ les y, probablemente, se prohibieron también los sacrificios nocturnos.

3.

La o b ra d e C o n s t a n t in o

La obra revolucionaria del creador del Imperio cristiano transformó profundamente el mundo romano, que ya no volvería a ser lo que fuera antes del siglo IV , y sus propios contemporáneos calificaron a Constantino corno novator turbatorque rerum (Amiano Marcelino). a) El poder imperial. Frente al retroceso diocleciáneo respecto de la

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LA C O N S TITUC IO N DEL «IM P E R IU M C H R IS T IA N U M »

tendencia a conceder carácter sagrado al poder imperial (Severos, Anarquía Militar, Galieno, Aureliano), Constantino representa la asunción oficial y sin rebozo de la doctrina —con tantísimo futuro— del origen divino del poder. No se trata ya de divinizar al emperador, sino de algo mucho más sutil y con mayor porvenir: lo divino es el poder, no quien lo ejerce; el que lo posee legítimamente —como representante de la divinidad— tiene cierto carácter sacro, sacerdotal (de ahí el empleo de la diadema, en realidad emblema sacro, de consagración). No pudiendo ser emperador-dios, ni tener filiación divina, es emperador «por la gracia de Dios» —como ostentan la monedas en 330—. Si el politeísmo convenía particularmente a la Tetrarquía, el monoteísmo es el fundamento ideológico de la monarquía constantiniana; su obra política se funda, así, sobre un principio unitario: el Imperio, reunificado por la eliminación de los competidores, está sometido a la autoridad de un único emperador, elegido por Dios. El reino terrestre de Constantino es la imagen del reino celeste. Naturalmente, la transmisión del poder imperial sólo podía realizarse sobre la base de la sucesión hereditaria por orden de primogenitura; es necesario que los elegidos sean dignos: de ahí la importancia de una férrea edicación (desde esta perspectiva explican algunos estudiosos la eliminación de Crispo, el primogénito, y de su esposa Fausta). b) La administración. El desarrollo de la corte y de la administración central es uno de los rasgos esenciales del reinado. La casa de Constantino es el sacrum palatium, donde se acentúa el ritual de corte —con influencias helenísticas y sasánidas— hasta dar un aire bizantino a la misma. El cubiculum —servicio personal del emperador y de su familia, al estilo oriental— tiene a su frente a un funcionario todopoderoso que reglamenta minuciosamente el protocolo: el praepositus sacri cubiculi. El sistema adminis­ trativo —cuidadosamente reglamentado desde Adriano— cambia sustancial­ mente, pero sólo en los cargos superiores. Surgen el cuestor de palacio (quaestor sacri palatii), que actúa como portavoz imperial; el jefe de la cancille­ ría imperial (magister officiorum) controla la alta administración a través del cuerpo de encargados de misiones (la escuela de los agentes in rebus, a la vez estafetas y policías, «ojos y oídos» del emperador en las provincias), vigila a los jefes de las secretarías (scrinia), dirige los monopolios o fabricae de armas, las scholae de la guardia palatina y los asuntos exteriores; el «primice­ rio» de la escuela de notarii (aquellos que toman notas en escritura abreviada) dirige el officium donde consta la lista de todos los funcionarios imperiales. El resto de los supremos cargos está en el consistorium principis, consejo imperial formado por miembros permanentes, los «condes» o «compañeros» de consistorio ( comites consistorii), juristas, altos funcionarios y los jefes de la administración central. Dos grandes servicios corresponden a la dirección de las finanzas: el comes rerum privatarum —conde de los bienes p riv a d o s administra los bienes de la corona (patrimonium), los personajes del empera­ dor (la res privata) y los confiscados. Su gestión se centra, sobre todo, en la administración de las rentas de las tierras imperiales en alquiler. Por otra parte, el conde de las «liberalidades sagradas» ( comes sacrarum largitionum) se encarga de los gastos imperiales (distribuciones al pueblo, donativos a las tropas, construcciones, juegos y espectáculos, etc.). La transformación clave en la administración provincial se opera en la reforma de la prefectura del pretorio, que pierde su carácter militar y central para devenir un cargo regional y civil: desde 320 aparecen las prefecturas de Oriente, Italia, Galia y Africa —ésta desaparecerá bajo los hijos de Constanti-

EL REINADO DE C O N STANTINO

301

no—. Los prefectos son considerados como cuerpo colegial. Desprovistos de poder militar, son ante todo iudices superiores de apelación. De ellos depen­ den los gobernadores de las diócesis ( vicarii) y los de las provincias (consula­ res, correctores, praesides). La reforma de la prefectura del pretorio culmina la separación entre las carreras civil y militar, y respondería a un intento imperial de paliar los inconvenientes de la centralización política con una descentralización administrativa. c) El ejército y la defensa del Imperio. Diocleciano había creado un embrión de tropas de maniobra —el comitatus—, pero fue Constantino quien lo desarrolló. Surgió, así, una potente fuerza de intervención, reforzada por destacamentos de ejércitos fronterizos y por la disolución de las cohortes pretorianas tras Puente Milvio (312). Estas tropas, legionarias y auxiliares, estaban bajo la dirección de un magister peditum y un magister equitum, a las órdenes directas del emperador, y tenían mejor remuneración y consideración que las de cobertura. Estas guardaban las fortificaciones y las aldeas del limes: eran los limitanei, cuyo mando, arrebatado a los praesides (gobernadores de provincias), recaía en los duques (duces), subordinados a los dos magistri. Así, radicalmente separados los poderes civil y militar, concentrado éste en los dos magistri de infantería y caballería, se llegó a una unificación militar que era la del Imperio. Los efectivos globales totalizarían 500.000 hombres. La tradición anticonstantiniana ha atacado (a partir de Zósimo, quien elogia a Diocleciano por asegurar la defensa del imperio escogiendo una defensa estática) la política militar del emperador, que abrió el Imperio a los bárbaros al retirar de la frontera a la mayoría de los soldados, haciendo la distinción entre limitanei y comitatenses (el reforzamiento de éstos últimos sería, quizás, un hecho decisivo para restablecer la unidad imperial en provecho de Constantino). La política de absorber a los bárbaros en el Imperio y utilizarlos como auxilia para reforzar el limes no era nueva; pero aquél la aplica en gran escala (por ejemplo, en 334, al acoger a 300.000 sármatas, según las fuentes), lo que podría revelarse peligroso. Las medidas, sin embargo, no eran gratuitas, y hablan de la dificultad de reclutar buenos soldados entre los campesinos, para quienes la «tasa de sangre» constituía una auténtica ruina, al alejarlos de sus tierras por veinte o veinticuatro años. Como medida aliviadora, Constantino estableció que el soldado legionario —comitatenses y limitáneos— quedara exento durante el servicio del impuesto personal, al igual que sus padres y su esposa. d) Novedades económicas y su impacto social. El gasto público, fuerte­ mente incrementado con Diocleciano, no había cesado de aumentar: mante­ nimiento de un ejército de 500.000 hombres, privilegios fiscales a los vetera­ nos, inmunidades eclesiásticas a partir de 313; las construcciones en Roma, Tréveris, Arlés, Palestina y, sobre todo, Constantinopla, revelan la concep­ ción munificiente de su monarquía. La insuficiencia de los ingresos hizo que Constantino creara nuevos impuestos; el más importante fue el crisárgiro, aplicado a los comerciantes y artesanos de las ciudades cada cinco años (de ahí su otro nombre: la lustralis collatio). A los curiales se les impuso el pago regular del oro coronario (aurum coronarium), y los senadores fueron objeto de un doble impuesto: el aurum oblaticium y el follis senatorius, impuesto de clase llamado también collatio glebalis o gleba senatoria, cuyo importe variaba de acuerdo con la fortuna del contribuyente. Todas estas tasas se pagaban en moneda, oro sobre todo. La política monetaria de Constantino es absolutamente revolucionaria, al

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romper con la tradicional economía del Principado, que se basaba en la defensa del denario de plata, siempre moneda divisoria de curso forzoso. Constantino acuñará a partir de 311 —y sistemáticamente desde 324— una bella pieza de oro, el solidus (con un peso de 4,55 g, es decir, 1/72 de libra, en lugar de 1/60 de aureus dioclecianeo). Queriendo fundar el sistema monetario sobre la base de este metal precioso, de valor muy estable, abandonó la moneda divisoria de cobre o plata de baja ley (el follis y el nummus o denarius) a su suerte y valor reales, que eran modestísimos. Aquí radica la auténtica novedad de la política constantiniana: en adelante, la vida económica será dominada por la relación efectiva entre el solidus y la moneda divisoria. La flotación de ésta tendrá enormes efectos traducidos en la caída del poder adquisitivo del denario (se ha calculado que a fines del reinado sería unas cuarenta veces menor que en tiempos de Diocleciano). Las consecuencias son tremendas en el orden social: ruina de los elementos más pobres —proletaria­ do, artesanos y comerciantes en las ciudades—; estamos en camino de una nueva estructura social, en la que sólo los poseedores del oro podrán controlar efectivamente la vida del Estado. La historia del Bajo Imperio no se entiende sin esta innovación constantiniana: se agranda el foso entre ricos y pobres, y los esfuerzos de los emperadores tenderán a disminuir los efectos de la revolución económica constantiniana, aunque conservando siempre el sólidus como moneda estable. Pero el humilis, que cobra y vende sus pequeñeces en moneda fraccionaria, no podrá reponerse de la incesante devaluación de ésta. e) La «Nea Roma». La fundación de Constantinopla es una de las novedades esenciales de la política imperial. Iniciados los trabajos en 324 — poco después de su victoria sobre Licinio—, la consecratio tuvo lugar en 330. Se han esgrimido razones de índole religiosa, estratégica, económica y política para explicar la creación de la ciudad de Constantino, que fue concebida como una segunda Roma. Se hizo todo lo posible para que se pareciera a la antigua, y su territorio recibió el ius Italicum siendo, por lo tanto, terreno no provincial y libre de impuestos; se le dotó de un foro, un Capitolio y un Senado, y el pueblo se benefició, como el romano, de distribuciones de trigo. La fundación de la Nea Roma responde a que ya no existen razones políticas para residir en la antigua capital, a la vista de las necesidades de defensa y del mantenimiento de un Imperio unificado. Desde el siglo m la residencia de los emperadores está en el lugar donde más fácil resulte conjurar la amenaza bárbara: Tréveris, Milán o Aquileya, Sirmio, Sárdica, Nicome­ dia... La excelente situación de Roma ha perdido su importancia en un momento en que ha declinado el eje mediterráneo en favor de la gran vía estratégica que enlazaba la desembocadura del Rhin con el mar Negro y Asia Menor (incluso la vida literariá había abandonado la capital: el núcleo de la producción latina es ahora africano). La defensa de un Imperio unificado exigía que la nueva capital no ocupara una posición excéntrica en dicha vía: es así como razones estratégicas y de abastecimiento decidieron el emplazamiento bizantino. El emperador, con todo, le dio un rango inferior (en teoría, al menos: no tiene un praefectus Urbi, sino un procónsul, y sus senadores no son clarissimi, tan sólo clari). f) Valoración de la obra de Constantino. No se ponen de acuerdo los estudiosos al enjuiciar la política y la figura constantinianas, y ello se debe a que la información de que se dispone para este periodo deja con mucho de ser óptima (incluso se cuestiona la autenticidad de una de las fuentes fundamen-

LOS SUCESORES DE C O N STAN TIN O

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tales desde el lado cristiano, la Vita Constantini de Eusebio de Cesarea). Su legislación es moralizante y humanitaria, afirmándose el principio de la igualdad ante la ley con el abandono de la doctrina de la distinción pro qualitate personarum; sin embargo, en una sociedad piramidal como la creada sobre la base del solidus, era imposible una aplicación coherente de tal principio teórico. Renovador y violador de las antiguas leyes y costumbres — como dirá de él Juliano— decide en 318 que sus rescriptos tengan valor absoluto, pudiendo, por tanto, anular una ley (en opinión de algunos juristas, si las tendencias constantinianas hubieran prevalecido tras él, muy poco de la jurisprudencia romana hubiera pasado a la posteridad). Su política religiosa — y el papel en el triunfo del cristianismo— es discutible, pero en cualquier caso es superior a las concepciones intransigentes de un Atanasio. Constantino creyó encontrar en el cristianismo la más alta expresión del culto monoteísta y de raíces neoplatónicas que marcaba la evolución del paganis­ mo, y es seguro que sin su concurso la nueva religión no hubiera triunfado tan rápidamente. El juicio es duro desde el lado de la Roma tradicional; los paganos del siglo IV lo vieron como un traidor a ésta (reforzamiento de la servidumbre, quema de libros de los filósofos, germanos en los más altos puestos). Su obra queda, en conclusión, como la del creador de un Imperio, el bizantino. Dando al helenismo una capital y una fortaleza posibilitaba sin saberlo su supervi­ vencia frente al Occidente latino, en oposición que iba a ser secular y que iba a afectar también al plano de lo religioso.

II.

LOS S U C E S O R E S DE C O N S T A N T I N O (3 3 7 -3 6 3 )

Durante el periodo que va desde la muerte de Constantino hasta la de Juliano —en 363— la seguridad del Imperio no fue total, pero los peligros exteriores no tuvieron la gravedad del siglo m o después de 363. Así, las mayores dificultades son internas, nacidas de los problemas o incertidumbres planteados por la obra constantiniana. 1.

El i m p e r i o c o le g ia l (3 3 7 -3 5 0 )

A la muerte de su madre, Elena, debió de producirse una mutación en la política familiar de Constantino, con el favorecimiento de la ram a colateral (los fasti presentan desde 333 a sus hermanastros Delmacio, Julio Constancio y Nepociano, nacidos del matrimonio de su padre con Teodora, como cónsules nobilissimi). El emperador pensó en la repartición del Imperio entre sus tres hijos y sus sobrinos Delmacio, que recibiría Iliria, y Anibaliano —no­ bilissimus, instalado en el trono de Armenia como rex regum—. A la muerte del emperador, los problemas familiares se arreglaron en la más pura tradición constantiniana; habiendo el ejército aparentemente rehusado su confianza a los sobrinos, los tres hijos, aclamados por las tropas, se reserva ron el poder, llevando a cabo la eliminación de toda la rama colateral de la familia (sólo se salvaron Galo y Juliano —el futuro emperador—, hijos dn Julio Constancio). Reunidos los hermanos en Viminacium —septiembre ele 337—, el primogénito Constantino II recibió la prefectura de las Galias y la

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tutela sobre Constante, el menor, que obtuvo Italia, Africa y la diócesis macedónica. A Constancio correspondió Oriente y la diócesis de Tracia. La unidad del poder se mantenía por el orden jerárquico de los Augustos, que pronto sería fuente de querellas. En 340 Constantino (que había heredado de su padre la voluntad de poder, pero no su capacidad resolutiva) atacó a Constante, con la intención de llevar a cabo la unificación de la parte oc­ cidental o, quizás, de hacer efectiva su tutela. Después de haber ganado la Italia del norte, cayó en una emboscada cerca de Aquileya: el Imperio no tenía sino dos dueños. A partir de entonces, los dos Augustos gobernaron unánimemente, y la dualidad —que prefigura a Graciano y Valentiniano II, a Arcadio y Honorio— no alteró la unidad estatal, ni introdujo diferencias jurídicas o legales. Constante se mostró más decidido que su hermano, al que impuso su política religiosa de intransigencia nicena. Cruel con los donatistas, mostró también su intolerancia hacia los paganos: en 341 prohibió la celebración de sacrificios, lo que, aunado a la concesión de la Prefectura de la ciudad a orientales, le granjeó conflictos con la aristocracia romana. Tuvo dificultades interiores, consecuencia de su política monetaria, acorde con la de su hermano (de su impopularidad dan idea los duros juicios de Aurelio Víctor y Eutropio). En 348 llevó a cabo una reforma monetaria, mejorando la moneda de cobre en un intento de darle mayor poder de adquisición. Los inconvenientes se iban a revelar en seguida: con la acuñación de la nueva moneda, los provinciales la tesaurizaron haciendo circular la vieja; Constante hubo de retirar la pecunia vetita de la circulación, lo que acarreó consecuencias desastrosas para los provinciales poseedores de ahorros en moneda de cobre. Era el primer grave fracaso de la política monetaria constantiniana y de su organización burocrá­ tica; era general el descontento hacia los recaudadores (exactores) de los officia imperiales, especialmente en Galia, donde los precios eran altísimos. En 350, Constante sucumbió a una conspiración de su estado mayor, siendo asesinado en su huida a España. Constancio quedaba como único emperador legal, con la pesada tarea de suprimir la sublevación de Magnencio, surgida en Galia sobre el fondo de descontento general y en la línea de los pronunciamientos del siglo iii. Magnencio (350-353) fue reconocido sin dificultad en Galia, Africa y la Cirenaica, y supo eliminar en Roma a otro usurpador, Nepotiano. Para salvar la dinastía en Occidente, Constanza, hermana de Constante, hizo proclamar en Iliria al viejo general Vetrenio, que sería despuesto por Constancio posteriormente. El emperador nombró César a Galo, con la intención de guardar la parte de Oriente del peligro persa. En la guerra por el poder se enfrentaron los ejércitos de Iliria y Oriente contra las tropas del Rhin, y Constancio no dudó en suscitar en Galia —a espaldas de Magnencio— la invasión de los alamanes, medida desastrosa que tendría consecuencias graves para Roma. El triunfo de Constancio en Mursa (Panonia), en 351, fue el inicio de la retirada de Magnencio, que acabó por sucumbir en Gap (353). La figura de Magencio, como la de todos los usurpadores fallidos, ha sido muy maltratada por las fuentes. De origen dediticio, tenía con él a los humiliores y su fiscalidad fue pesada contra los ricos. La política religiosa de este semibarbarus audaz —que insiste en las monedas en el restablecimiento de la libertas y la res publica— ha sido objeto de controversia: si en su numismática aparece el crismón, el lábaro o la cruz entre el alfa y la omega, suprime la prohibición de sacrificios nocturnos de Constante.

LOS SUCESORES DE C O N STAN TIN O

2,

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C on stan cio , único e m p era d o r (353-361 )

Amiano Marcelino nos ha legado un severo retrato del emperador. Aunque de esmerada instrucción, tenía una inteligencia mediocre y su religiosidad llega a ser comparada con una superstición senil. Tras la victoria de Mursa se siente eterno, lo que explica la actitud hierática y ya «bizantina» que adopta en público y el despotismo de su conducta. Carente, en principio, de un sistema articulado de ideas políticas, se muestra muy influenciado por su entorno íntimo (notarios intrigantes, eunucos) y desconfía, por el contra­ rio, de los militares y de los grandes funcionarios. Constancio, sin sucesión, nombró césares a sus primos supervivientes de la matanza de 337. En 351 confió el Oriente —que abandonaba para luchar contra Magnencio— a Galo, que se instaló en Antioquía. El César —aunque, según todos los indicios, no era considerado más que como un funcionario (apparitor)— encontró allí muchas dificultades, derivadas de la oposición que entre la burguesía hallaba su política económica en favor de los humiliores; la grave sedición que estalló en 354 y la consiguiente represión que Galo desencadenó —especialmente sobre los curiales— provocaron su deposición, juicio y condena. En 355, el emperador, ante la gravedad de la situación en la Galia, nombró César a Juliano, hermanastro del anterior; con ello se producía la entrada en escena de la segunda gran figura del siglo. A las dificultades causadas por la sublevación del magister peditum Silvano, se unieron las matanzas llevadas a cabo por los alamanes, que imprudentemente llamara el emperador en su auxilio. Juliano revelará en seguida sus grandes dotes militares, venciendo a francos y alamanes en diversas campañas entre 356 y 361 —especialmente en Estrasburgo, 357— y restaurando no menos de 70 ciudades saqueadas. Constancio dedicó continuos esfuerzos a la contención de la amenaza exterior. En 359 derrotó a los godos y a los cuados en el frente danubiano, lo que permitió garantizar la momentánea estabilidad de éste. Pero su mayor empresa fue la guerra contra Persia, gobernada por el enérgico Sapor (Shapur) II. Casi todos los años, desde la muerte de Constantino, los sasánidas saqueaban el territorio romano; de todas las ciudades mesopotámicas sitiadas, tan sólo Nisibis resistió. Hubo una tregua entre 350 y 357, ocupado como estaba Sapor en atajar las dificultades de las regiones orienta­ les de su Imperio. La guerra se reavivó, no obstante, y se perdió para Roma la mayor parte de Mesopotamia. Constancio reclamó el apoyo de las tropas galas, pero éstas proclamaron Augusto a Juliano en Lutecia, reconociendo su inteligencia y su preocupación por los provinciales (360). Constancio inició la marcha hacia Occidente y, cuando parecía que la guerra civil era inevitable, le sobrevino la muerte (361), no sin haber dado muestras de magnanimidad confirmando a Juliano como sucesor, a pesar de su animadversión. La política interior de Constancio presenta algunos r a s g o s notables. Su legislación refleja las mismas intenciones moralizadoras que tuviera su padre: leyes contra el rapto y el adulterio, separación de sexos en las prisiones, idéntica primacía de la equidad sobre el derecho estricto. En materia adminis­ trativa multiplicó los órganos de control, en especial los temibles agentes in rebus, tan odiados por los provinciales, y, en general, el número de burócratas aumentó sensiblemente (a pesar, sin embargo, de sus necesidades monetarias, tuvo la honestidad de restituir a las ciudades una cuarta parte de los ingresos de sus antiguos biens comunales, confiscados por Constantino). Su política

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económica de deflación, tendente —como la de su hermano— a paliar la gravedad de la reforma constantiniana, condujo a la acuñación de nuevas piezas de cobre, rápidamente tesaurizadas, lo que limitó enormemente los efectos benefactores del intento. Su actitud hacia Roma fue radicalmente distinta a la de su padre, y el reinado supuso una exaltación de la ciudad, oscurecida tras la creación de Constantinopla. En 357 le donó un obelisco egipcio; la renovación de los juegos, así como la distribución del pan y de la caro porcina (que contrastaba con la simultánea merma en la distribución anonaria para Constantinopla) enorgulleció a la plebe de los cives Romani domo Roma. Naturalmente, no faltaron favores hacia Constantinopla: el procónsul recibió el título de praefectus Urbi, como en Roma, y se aumentó el número de senadores —cuyas tierras tenían categoría especial— de 300 a 2.000. 3.

El p ro b lem a re lig io s o y la lucha por la o rto d o x ia

Constancio no parece haber tenido una verdadera política religiosa antes de 353. Durante el periodo del Imperio colegial se impuso la de Constante, más determinado que él y ardiente defensor de la ortodoxia de Nicea. Tras la victoria de Mursa, sin embargo, Constancio se iba a mostrar cada vez más decididamente arriano y «césaropapista» en sus intervenciones. En Africa, el donatismo —tolerado en los últimos tiempos de Constanti­ no— había ganado a numerosos obispos y a una parte de la población local, favorecido por factores nacionalistas y sociales (las clases inferiores —coloni, circumcelliones— veían en el movimiento una forma de revolverse contra la explotación de los grandes propietarios). Constante intentó restablecer la unidad de la fe, al principio utilizando la corrupción cerca de Donato de Cartago, luego la fuerza cuando aquella se reveló fallida. La resistencia fue encarnizada en Numidia, donde Donato de Bagai y sus agonistici sufrieron numerosas víctimas, consideradas como mártires. Donato de Cartago, depor­ tado, murió en el exilio, y el concilio cartaginés de 348 pareció restablecer la unidad, que no llegaría hasta el reinado de Juliano, catorce años más tarde. La querella del arrianismo, extendido ya por todo Oriente y numerosas diócesis occidentales, es el fenómeno religioso y político capital de la época. En una primera etapa, Constante impone el triunfo de la ortodoxia nicea. El concilio de Roma (341) rehabilita al intransigente Atanasio de Alejandría y afirma la supremacía de la sede romana. Después, con los concilios de Sárdica y Filipópolis, que se excomulgan recíprocamente, parece iniciarse el camino de un cisma y de una guerra civil, evitados por la prudencia de Constancio: en 346 Atanasio y otros niceanos son reintegrados a sus sedes. El arrianismo, que había tratado, de afinar sus experiencias teoréticas con una llamada al examen más directo de las escrituras (en una línea que algún estudioso ha comparado con la experiencia protestante del siglo xvi), iba a reaccionar poderosamente tras la muerte de Constante y la unificación imperial. Recalcitrantes nicenos —Atanasio, Hilario de Poitiers— fueron substituidos en sus sedes por arríanos. El concilio de Sirmio (357-359) fue convocado para definir una dogmática que restableciera la unidad de la fe y reveló la anarquía teológica existente: aparte de los nicenos, que defendían la consubstancialidad del Padre y el Hijo, los arríanos se habían escindido en diversas corrientes; los «homoeusianos» (similitud substancial) y los «homeos» (similitud no substancial) representaban las tendencias moderadas,

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frente al radicalismo de los «anomeos», que establecían una radical diferencia entre las dos personas. Constancio hizo adoptar la fórmula homeana en Occidente (concilio de Rímíni) y Oriente (concilio de Seleucia), presíguiendo a los recalcictrantes y dejando, a su muerte, una Iglesia dividida. La importan­ cia del problema cristológico, manifestado en estas controversias religiosas, queda demostrado por los argumentos que utilizará Juliano contra el cristia­ nismo: rechazada la divinidad del Hijo, el Padre se confunde con Yahveh y el Cristianismo se reduce a otro gnosticismo; y, por otro lado, en el interior de aquél, la relación entre Padre-Hijo define la existente entre Dios y los hombres, así como la noción misma de salvación. La Iglesia obtuvo de Constancio concesiones enormes en el terreno jurídico y administrativo: los obispos fueron dispensados de comparecer ante los tribunales del Estado, no pudiendo ser juzgados sino por tribunales episcopales (355); en 356, una ley confirmó todas las inmunidades acordadas al clero desde 343. Por lo que respecta al paganismo, la política de los dos hermanos revisitó el carácter de lucha enérgica —frente a la mayor prudencia constantiniana—. Las órdenes de clausurar los templos y confiscar los bienes (356), la prohibi­ ción de celebrar sacrificios (341), fueron suprimidas por Magnencio, pero restablecidas luego. Las relaciones fueron, por lo tanto, muy tensas con la nobleza senatorial romana. Sin embargo, la visita de Constancio a la capital en 357, y la impresión que la grandeza de ésta le produjo, supusieron un giro clarísimo en su política: aproximación al Senado y tolerancia religiosa en los últimos años del reinado, elementos que favorecerán la reacción pagana bajo el siguiente. 4.

La reacción: J u lia n o (361 -363)

Hijo de Julio Constancio —en lugar del cual los soldados prefirieron en 306 a su hermano menor Constantino— nunca olvidará el drama de 337 (llamará a Constancio, en 361, «el asesino de mi familia»). Pasó su infancia y su adolescencia entre Homero y la Biblia, en Macellum (Capadocia), donde era lector de una comunidad cristiana (allí se forman dos de sus grandes pasiones: el interés por los colonos y humiliores y la cultura helenística), en Constantinopla, Nicomedia y los círculos intelectuales de Asia Menor y Atenas. Juliano descubrió el mundo espiritual de los griegos —en él influye­ ron especialmente Pitágoras, Platón y Jámblico— y abandonó, todavía no oficialmente, la religión cristiana por la helénica en la interpretación neoplatónica. Con el apoyo de Eusebia, esposa de Constancio, fue nombrado César en 355, y pronto reveló sus extraordinarias dotes militares, venciendo a francos y alamanes, y su interés por los humildes: para mejorar la condición de los campesinos redujo la capitatio de 25 a 7 solidi, y en la Belgica II sustrajo la exacciones tributarias a los burócratas para pasarlas a manos de los curiales de cada localidad. En su reinado, no por breve menos apasionante, Juliano rompió con la política de la casa de Constantino. Su ideal de gobierno es el Imperio de Augusto, Trajano y, sobre todo, Marco Aurelio. Como princeps restaurador de la res publica se sienta entre los senadores; y, sin embargo, Juliano es también un hombre de su tiempo, lo que explica las contradicciones de su obra. Unico emperador, pudo dedicarse a la reconstrucción del Estado. Una comisión de elementos que consideraba «puros» (entre ellos Mamertino,

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prefecto del pretorio de Iliria y luego de Italia y Africa) depuró en Calcedonia a los burócratas comprometidos con el anterior régimen. a) Política religiosa. En 361, se declaró manifiestamenge pagano — conversión que le valió el calificativo de «apóstata» en la tradición cristiana— y se esforzó por dar prestigio a la vieja religión del Estado. La restauración del paganismo —contra corriente de lo sucedido en los últimos ocho lustros— no era un simple retorno a un pasado imposible, sino que servía a su idea de restablecer el ideal romano y de aprovechar el misticismo, tanto cristiano cuanto oriental. La teología de Juliano estaba más cerca del cristianismo que del paganismo clásico. En su «Himno al Rey Sol» se preocupa de la relación entre Zeus y Helios —el mismo problema que atormenta a los cristianos respecto de la relación Padre-Hijo— : Zeus ha producido de su propia substan­ cia al Sol, que es absolutamente similar a él, y que juega el papel de mediador entre la idea del Bien y la Creación; él mismo, hijo de su tiempo, se considera descendiente de Helios, lo que explicará la audacia y la confianza de sus actos. La restauración del paganismo es completa: reapertura de los templos y orden de sacrificar a los dioses, que vuelven a aparecer en las monedas; substitución de los cristianos por los paganos en los puestos claves y privilegios a éstos. Sin embargo, se realiza de una forma nueva, respondiendo al ideal benefactor que informa la obra imperial. El clero es reorganizado y jerarquizado —con él como Pontifex maximus—, con sacerdotes y arzobispos en cada provincia, que deben ser exponentes de una moral de vida irreprocha­ ble y de amor al prójimo. Intenta crear una Iglesia no cristiana, en suma. Juliano se muestra hacia los cristianos tolerante al principio, absteniéndo­ se de intervenir en sus disputas internas, ante las cuales el Estado se manifiesta neutral —de esta tolerancia se benefician los donatistas, nicenos, homeusianos y anomeos—. En julio de 362, no obstante, lleva a cabo una reforma de la enseñanza muy ambiciosa: la prohibición a los cristianos de enseñar en las escuelas supone una paganización del cuerpo de profesores —estando la enseñanza del trivium basada en los clásicos—; a la juventud cristiana se le impone una doble elección igualmente peligrosa: frecuentar la escuela pagana (lo que, a la larga, implicará la desaparición del cristianismo) o abstenerse de la instrucción (y de toda influencia política o contacto con la cultura antigua: reducción a la categoría de esclavos). La ley era terrible, suscitando las dudas de los propios paganos, y no podría mantenerse mucho tiempo. El cristianismo, independientemente de la doctrina de Juliano, seguía su marcha. La doctrina apolinarista (de Apolinario, obispo de Laodicea) trataba de concilar el pensamiento helenista-cristiano con los resultados de las recientes disputas en torno al arrianismo, defendiendo la encarnación del Logos sin asumir la naturaleza humana y conservando sólo la divina; es el germen de la herejía monofisita, que triunfará más tarde en Egipto. El círculo antioqueno —con Diodoro al frente— insistía, por el contrario, en la humanidad de Cristo. Si se quiere entender realmente la experiencia espiritual de Juliano durante su larga permanencia en Antioquía (362-363) hay que tener presentes estas disputas teológicas, que no hicieron sino aumentar su aversión hacia los «galileos». Sin embargo, los esfuerzos de Juliano (econo­ mía «de caridad», ideales religiosos expuestos apasionadamente en Contra los cristianos, obra que reelabora los motivos polémicos de Celso y Porfirio) fueron vanos. Su política fracasó porque operaba sobre unas masas ya profundamente cristianas. b)

Política interior.

Juliano culpó a Constantino de destruir las leyes

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antiguas. Pero no cambió en lo esencial las instituciones constantinianas, salvo en el considerable debilitamiento de dos de los instrumentos de centralización y terror: agentes in rebus y notarios. Asimismo, en la corte disminuyó considerablemente el boato y el lujo. Su legislación, como la de Constantino, defiende la equidad por encima de la letra de la ley, y es notable por su estilo breve y directo, que contrasta con las fórmulas oscuras de Constancio. En un intento de reanimar la vida municipal y de devolver a las ciudades su independencia y autonomía financiera, lleva a cabo una política coherente y original: ,en 362 se les devuelven sus possessiones confiscadas por Constantino, y se impuso el cuidado de las vías (de itinere muniendo) a los possessores, en lugar de a los curiales. Por otro lado, se suprimió la inmunidad concedida por Constantino a los curiales cristianos. En el terreno monetario lleva a cabo una política de deflación como nunca antes nadie había intentado —salvo, quizás, Tiberio y Marco Aurelio—. Para asegurarla y revalorizar la moneda acuña piezas más pesadas (majorina y centenionalis, de 9 y 3 g, respectivamente). En realidad, las medidas de Juliano no implican una política de clase (ayuda a la «burguesía» ciudadana contra los possessores más ricos), sino que trataba de conciliar, en interés común del Estado, los intereses contrapuestos de clase. Curiales y humiliores eran considerados sin distinción de clase, y Juliano no dudó en sacrificar los intereses de aquéllos en algún momento de su política deflacionista: así, en los intentos de reducción del precio del grano en Antioquía, que provocaron grave descontento entre los curiales y pequeños propietarios. Los hombres del equipo de Juliano fueron excelentes administradores, y su política económica tuvo gran transcendencia, pues hombres como Secundo Salucio —su conseje­ ro económico— o Mamertino continuarán ejerciendo la prefectura pretoriana bajo los emperadores cristianos de la casa valentiniana, sus sucesores. c) La empresa persa. Se han señalado repetidamente las implicaciones demográficas, religiosas y sociales de la guerra contra Persia. Juliano, en un Imperio cristianizado, pensaba poder restaurar a sus dioses si éstos le consentían conquistar el Estado iranio, antiguo sueño romano. Para sufragar la empresa no podía ahorrar medios y dinero (la expedición gravó terrible­ mente la balanza del Estado, según A miano); pero, no queriendo emplear a muchos federados bárbaros, debía ahorrar hombres: su heroica entrega debía ser ejemplo para sus soldados, cristianos en su mayor parte. En marzo de 363 partió de Antioquía con sólo 65.000 hombres, en dos cuerpos de ejército: Procopio se dirigió a Armenia, para volver luego hacia el sur, y él mismo bajó por el Eufrates. La moral de las tropas logró ser mantenida gracias a donativos —130 silicuas de plata a cada soldado— y a la marcha triunfal de las operaciones. T rasja toma de Peroz Shapur y de Mahoz Malka se encontraba a las puertas de fctesifonte. No tomó la capital, sin embargo; ante las noticias de la presencia del grueso del ejército enemigo en el norte, se dedicó a su búsqueda en campo abierto para aniquilarlo (después de destruir la mayor parte de sus naves para impedir su aprovechamiento por el enemigo). Pero la búsqueda resultó la persecución de un fantasma, que hostilizaba a los romanos a base de guerrillas; en una de ellas murió este último epígono de Alejandro Magno (junio de 363). Con el fracaso de la empresa persa, también era fallida su política religiosa: los dioses paganos se habían mostrado incapaces de vencer, y la propia muerte de Juliano fue interpretada por los cristianos como un castigo divino. De Juliano queda la polaridad de su personalidad: aristocrático en el

LOS V ALEN TIN IA N O S

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retorno a la religion y cultura helenistas, es consciente de la importancia de las gentes minores. Junto a Constantino, es la figura más destacada del siglo IV, y la antítesis entre ambos es una clave para entender la historia del mismo.

III.

LOS V A L E N T IN IA N O S (3 6 3-37 9 )

La muerte de Juliano había dejado al Imperio sin heredero dinástico o designado. La elección recaía en el ejército, lo que implicaba una situación similar a la del 284, cuando el advenimiento de Diocleciano. Los grandes jefes se reunieron y eligieron emperador a Joviano (363-364), lo que, para algún autor, fue un compromiso entre Oriente y Occidente. Preocupado por la restauración y la solución de los problemas internos —promulgó un edicto de tolerancia general, bien acogido por cristianos y paganos—, firmó una paz humillante con Persia mediante la que se renunciaba a Nisibis y a cinco regiones transtigrinas. Murió inesperadamente en febrero de 364. Nuevamente reunido el estado mayor, proclamó sin dificultades al ilirio Valentiniano, cristiano moderado, y le impuso la designación de un colega. Valentiniano cooptó como Augusto a su hermano Valente, a quien confió Oriente, quedándose él con Galia, Africa, Italia e Iliria. La partición del Imperio —según el texto de Amiano Marcelino— venía determinada por los peligros exteriores, agudizados en esta época (la misma necesidad se había impuesto a Diocleciano). Pero Valentiniano fue más lejos: dividió también los ejércitos, las finanzas y la administración, lo que era una novedad disgregadora. Por primera vez, una pars Orientis se distinguía netamente de otra Occidentis. Es el propio poder el que se regionaliza. Cada Augusto se verá limitado, por sus medios y objetivos, a su respectiva jurisdicción. El peligro aparecerá en 367: durante una enfermedad de Valentiniano, el ejército de las Galias le designa sucesor, como si Valente no fuera segundo Augusto; en agosto de ese mismo año, Valentiniano proclama a su hijo Graciano tercer Augusto, destinado a sucederle en Occidente. 1. V a le n tin ia n o y la d efensa del Im p erio (3 6 4-37 5 )

El emperador tenía una cultura superficial y un carácter de rasgos bárbaros, pero reveló un sentimiento profundo de sus deberes hacia el Estado. Sus primeras medidas, a través de las leyes promulgadas en Milán, fueron prometedoras: consideración hacia el Senado y el pueblo de Roma, intento de acabar con el bandidaje en el sur de Italia y de limitar el incremento del aparato burocrático (vicarios con no más de 300 funcionarios a su servicio), primeras leyes contra los desertores (proditores) del ejército, así como privilegios a los veteranos. Pero, en general, las leyes muestran tras 364 un irremediable progreso hacia la estatalización. La defensa de las fronteras fue la preocupación esencial de Valentiniano (en el siglo v se le compara con Adriano) y de Valente. Disminuyó la talla exigida en el reclutamiento —de 1,69 a 1,62 m—, amplió éste a bárbaros renanos y campesinos galos, confirmó los privilegios de los veteranos e inventó nuevas armas (Amiano Marcelino). Si Constantino había acentuado el carácter comitatense del ejército, Valentiniano volvió conscientemente a

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una intensa cura limitum, y creó un sabio sistema defensivo de castra, castella y turres (¿a cargo más de las municipalidades que de los possessores?), auténtica «línea Maginot», que Amiano estima capaz de crear una mentalidad defensiva y estática, peligrosa para la moral de las tropas. El emperador contó con la ayuda inestimable del hispano Teodosio —padre del futuro emperador—, que defendió el litus Saxonicum contra los piratas, venció en Britania a pictos y escotos, rehaciendo el muro de Adriano, y combatió en Retia y Panonia contra los alamanes y sármatas. En Africa (373-375) suprimió la revuelta originada por la administración opresiva de Draconcio, al igual que el donatismo —renacido con la tolerancia de Juliano—, obligando a Firmo a sucumbir. La política económica de Valentiniano continúa, con notoria moderación, la tendencia julianea de preocupación hacia los intereses de las ciudades y los provinciales (provincialium commoda) y de limitación de los abusos de los gobernadores. En 368 se creó la institución del defensor plebis, representante de ésta frente a las ofensas de los poderosos. La implantación de un baremo fijo —certa taxatio— para limitar los abusos de los burócratas milita­ res en el precio de la adaeratio (pago en dinero de los impuestos en especie) es una de las medidas más importantes de Valentiniano y Valente en política económica. A la certa taxatio se acompaña una cierta tendencia a disminuir el valor del suelo — imminutio solidi— con el fin de mejorar el de la moneda de cobre. Pero, por otro lado, la política de Valentiniano hará más rígida la jerarquización estatal. Ya en 364 el edicto de Adrianópolis —promulgado con Constante— fijaba la hereditariedad de los empleos y oficios, y el régimen corporativo hereditario será reforzado por el emperador. En 371 se extiende a lliria la institución del colonato, a la par que surge una militarización de las funciones: toda función pública es concebida como militia (372). A la realización de este ideal de Estado jerarquizado (Zósimo le acusará de incumplimiento de sus promesas iniciales y de dureza en la percepción de los tributos en la segunda parte de su reinado) se oponía la clase de los poderosos, que defiende sus riquezas y su tradición cultural. Esto explicará el conflicto con el Senado y la represión de los últimos tiempos sobre los hombres cultivados, los ricos y los nobles, según Amiano. 2.

V a le n te (364-378)

Valente fue mucho más brutal que su hermano, sin poseer su capacidad militar, y los juicios de sus contemporáneos son extraordinariamente duros. Pese a las pruebas iniciales de buena voluntad (impuestos que no suben hasta 367, alivio de la condición de los decuriones), el emperador agravó la situación de los colonos y promulgó mçdidas para sujetar a cada uno a su condición (369, caza a los mineros fugitivos; 371, a los curiales). Según Temistio, el descontento de los pobres era tal, que no hacían distinción entre el amo romano y el invasor bárbaro. Se caracterizó especialmente por su violento desprecio a los intelectuales, y fue un feroz quemador de libros, llenando las prisiones de mathematici y de filósofos neoplatónicos. Su intolerancia hornea contrastó con el niceísmo liberal de Valentiniano en Occidente, y desencadenó una persecución —desarrollada más libremente a la muerte de éste— contra niceanos y homeusianos, sin poder impedir los progresos de aquéllos en el este. Antes de abandonar Antioquía para el frente danubiano, a fines de 377, Valente publicó un edicto que revocaba las

LOS V ALEN TIN IA N O S

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sentencias de exilio: era el reconocimiento de hasta qué punto la guerra de religión había afectado peligrosamente a la propia estructura del Estado, en un momento en que la unión era necesaria para salvar al Imperio. El reinado iba a acabar en desastre. Valente había tenido que combatir duramente contra los godos desde 364, y la paz de 369 exigió de éstos la promesa de no pasar el Danubio. La gran crisis se iba a desencadenar en 377. Los hunos, pasando el Volga, vencieron a los ostrogodos y empujaron a los visigodos al Danubio. Valente intuyó el peligro. Para disponer del mayor número posible de hombres en la tasa de reclutamiento ( tironum praebitio), promulgó,en junio de 375, una constitución que abolía todas las inmunidades y privilegios, incluso los eclesiásticos. Pero un año más tarde cambió de idea, ante las dificultades de una movilización general. La solución concebida fue la adaeratio (pago de dinero) de la tasa de leva y el empleo en masa de los visigodos, lo que constituía un grandioso experimento, que fracasó entre otras causas por el desprecio romano hacia los godos enrolados. Tracia fue devastada, y la alianza de ostrogodos, hunos y alanos con los visigodos motivó el desastre de Adrianópolis (9 de agosto de 378), en el que el propio Valente perdió la vida. La derrota, que Amiano compara a Cannas, fue seguida de la mayor crisis del siglo iv. Proditores y transfugae romanos se pasaron a los godos, que llegaron a Constantinopla y saquearon luego el Ilírico. Sin posibilidad de sacarlos de los Balcanes, los bárbaros constituirían un problema para el Imperio que no se aliviará hasta unos años más tarde (382), cuando Teodosio los haga foederati de Roma. 3.

Los p rim ero s años de G racian o (375-378)

Hijo del primer matrimonio de Valentiniano, Augusto desde 367 y enlazado con la casa constantiniana por su matrimonio con Constanza (hija postuma de Constancio), Graciano recibió una esmerada educación bajo los auspicios del famoso Ausonio de Burdeos. Sin embargo, tenía un carácter débil, y los textos contemporáneos son casi unánimes condenando su incapa­ cidad. A la muerte imprevista de Valentiniano (375), un golpe urdido por los generales Merobaudo y Equicio —tras el cual estaba probablemente el prefecto de] pretorio, Petronio Probo— creó Augusto al joven Valentiniano II —cuatro años— en Aquincum. Este fue reconocido por su hermano y su tío Valente (aunque no como igual emperador, según se desprende de las monedas), y parece que Graciano le cedió Iliria (momentáneamente, pues la ocupó a fines de 376). Los primeros tiempos del reinado de Graciano vieron una política radicalmente distinta a la de su padre respecto del Senado. La visita a Roma del emperador inauguró un periodo de relaciones más cordiales con éste. Se fijaron los privilegia personarum y se iniciaron trabajos públicos y de recons­ trucción. En materia militar, Graciano tuvo ideas nuevas y discutibles (por ejemplo, la exigencia de un armamento más ligero para facilitar la táctica). Su política religiosa no debió diferir mucho de la de su padre; en 376 confirmó la decisión de éste en materia de jurisdicción eclesiástica: los asuntos religiosos serían juzgados por sínodos, pero los clérigos implicados en asuntos crimina les debían pasar a la disposición de jueces ordinarios. En el concilio de Roma (378) el papa Dámaso obtuvo de Graciano el concurso del brazo secular pata hacer cumplir los acuerdos sinodales. Pero más tarde promulgó un edicto de

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tolerancia en Sirmio, que tranquilizaba a los heréticos con respecto al concilio anterior. Esta política cambiará con Teodosio, a quien el emperador llama para que le ayude a hacer frente a los graves problemas del Imperio: en enero de 379 lo proclama Augusto y le adjudica el gobierno de la pars Orientis.

IV.

A S P E C T O S E C O N O M IC O S Y S O C IA LE S

Tras los grandes movimientos políticos y religiosos se produjo una general transformación de la estructura social del Imperio, con una sociedad extraor­ dinariamente estratificada y una economía estatal centralizada, en cuyo marco aumenta constantemente la propiedad latifundista. Este proceso de transformación no obra al mismo ritmo en las diversas regiones del Imperio o en los diversos sectores sociales, pero ahora se consolidan como formas universales lo que antes habían sido vagas tendencias o manifestaciones aisladas. 1.

El dirigisme» e co n ó m ico

La intervención creciente del Estado no hace sino aumentar desde princi­ pios de siglo, hasta el punto de que algunos estudiosos hablan de un «Estado totalitario» por contraposición al Principado, relativamente liberal en el terreno económico en particular. Según una doctrina económica sostenida por diversos autores, toda la historia del Bajo Imperio puede resumirse por la polaridad de una «economía natural» —con pagos en especie que afectan especialmente a los burócratas y al ejército— y una «economía monetaria» en interés de los contribuyentes. Esta polaridad era ya típica del siglo ni, pero en el iv hay que tener presentes algunas innovaciones. Evidentemente, existe una economía natural de Estado: éste controla el suministro de provisiones a Roma (annona civica) y a Constantinopla, pero también al ejército (annona militaris). Los servicios annonarios se hacen omnipresentes, hasta convertirse en el núcleo básico del fisco. Ya en el siglo m el impuesto pagado en especie tendía a reemplazar al pago amonedado, y lo que era práctica sobre todo de la annona militaris se va extendiendo a todas las actividades. Se hablará, simplemente, de annona para designar pagos en especie que se hacen al Estado o a los funcionarios y servicios: el mismo impuesto básico, la iugatio-capitatio dioclecianea, es paga­ ble en especie. Se ha intentado explicar el desarrollo de esta economía natural por las exigencias de los funcionarios, que preferirían ser pagados en natura mejor que en dinero devaluado. Sin embargo, en el siglo iv hay que tener en cuenta otro fenómeno muy importante, reflejo sin duda de la revolución monetaria constantiniana sobre la base del solidus: la adaeratio, es decir, la facultad de reemplazar todo pago en especie por una suma de dinero de valor equivalente, trátese de impuestos al Estado, de los pagos a éste o de las tasas de reclutamiento (aurum tironicum). La adaeratio de la armónica species en solidi va a desarrollarse progresivamente en el transcurso del siglo, y ello será prueba evidente de los progresos de la economía monetaria. Durante mucho tiempo, la tasa de la adaeratio —fijada, en lo que al impuesto básico respecta el menos, por los prefectos del pretorio en sus respectivas jurisdicciones— fue

Treverorum

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anárquica, dando lugar a muchos abusos. Ya se vio cómo Valentiniano trató de cortarlos fijando un baremo oficial (la certa taxatio : medida valiente y —como se ha señalado por algún autor— peligrosa para el propio emperador por la posibilidad de crear reacciones de infidelidad en parte del funcionariado). La fiscalidad, en relación con la productividad y el nivel de vida, no deja de crecer entre Diocleciano y Teodosio. Al impuesto de base (la iugatiocapitatio) se añaden otros: el equipamiento de las tropas (susceptio vestium), la tasa de reclutamiento (aurum tironi cum), el crisárgiro (collatio lustralis) sobre los comerciantes y la collatio glebalis senatorial. Incluso los curiales eran sometidos al pago del aurum coronarium, prestación voluntaria en principio y luego convertida en impuesto permanente (aunque Juliano volverá a precisar su carácter voluntario, y Valentiniano no lo exigirá sino en casos de extrema necesidad). Ya se vieron las consecuencias de la revolución monetaria constantiniana, con un aumento de precios y salarios, el agrava­ miento de la desigualdad social y, en el terreno económico, la aparición de tendencias «primitivistas». Sin embargo, el cambio en especie, el puro trueque, no se instaura nunca: los emperadores tratarán de luchar contra la inflación y serán fíeles a la política monetaria, que defenderán siempre. 2.

Los e fe c to s de la p o lític a econó m ica

El dirigismo económico se justifica por la necesidad de asegurar el avituallamiento normal y los ingresos fiscales regulares para la supervivencia del conjunto y se traduce socialmente en la fijación de las condiciones. Todas las actividades van a ser literalmente invadidas por la competencia estatal; no sólo los ejércitos profesionales, sino el establecimiento de responsabilidades colectivas indiscriminadas, la pérdida de libertad de residencia o la transfor­ mación en hereditarias por ley de las condiciones de trabajo. Los afectados por los servicios más imprescindibles —necesidades básicas, transporte y avituallamiento ordinario— son obligados a constituirse en corporaciones y colegios cuyas estructuras aseguran el control de los individuos y de su actividad, se les compensa con ventajas honoríficas y jurídicas a cambio de la imposición de obligaciones laborales y de precios políticos, como ocurre con los pescadores, navicularios y panaderos de Roma. Desde comienzos del siglo IV algunas corporaciones obligan a los hijos de sus miembros a seguir el oficio paterno —para salvaguardar un mínimo necesario de producción—, declarán­ dose incluso la necesidad de que los bienes de los asociados no vayan a parar nunca a personas ajenas al oficio: que se instituya en una caja gremial o consortium, que se hace cargo, por ejemplo, de los bienes de los fallecidos sin hijos. El problema es más grave en el sector agrario. La vida económica estaba basada en la propiedad de la tierra, y el número de campesinos libres y de propietarios medios se encontraba en disminución, pues ambos grupos esta­ ban sometidos a pesados impuestos y amenazados por el expansionismo de los dueños de los grandes dominios, senadores y altos funcionarios. Algunas ciudades libres (metrocomiae) seguían subsistiendo, notablemente en Siria, con una propiedad municipal todavía importante y administrada por los cu­ riales, pero de la que Constantino confiscó una gran parte. Mas, en general, la gran propiedad fundiaria alcanza en el siglo iv su apogeo, especial­ mente en Occidente y en Egipto —donde se desarrolló a expensas del do­ minio público—.

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La necesidad de disciplina fiscal para el suministro al ejército de anonas y reclutas y para la percepción de los impuestos exigía evitar en lo posible el abandono de la tierra. Esto lo intentó el Estado de dos maneras; los campesinos libres se vieron incitados a ligarse entre sí con la creación de cajas colectivas (consortia), responsables del rendimientos fiscal. Pero la solución a gran escala se llevó a cabo en los dominios imperiales —dada la enorme impor­ tancia de éstos-— mediante la sujeción a la gleba del colonato. Ya desde el siglo i se ven en los dominios imperiales y privados aparceros libres trabajando una parcela a cambio de una parte de la cosecha. Estos coloni en el siglo iv están ads­ critos a la tierra (en 332 una constitutio ordena reintegrar y castigar a quien se evada de su origo). Los hijos de los coloni serán colonos, y en la segunda mitad de siglo no podran enjenarse bienes sin permiso del amo de la tierra — Teodosio proclamará que los colonos son jurídicamente libres, pero esclavos de la tierra a la que por su nacimiento están destinados—. En algunas constituciones aparecen los términos adscriptitius y tributarius asociados al colono, y se ha pensado que el primero aluda al colono fijado a la tierra por su nacimiento (origo: de originales los califican las leyes) y el censo, con la obligación de prestar corveas (obsequia servilia) al dominus; y el tributarius sería, para algún autor, un poseedor libre acogido al patronato de un poderoso, cuya tierra cultivaba, dependiendo su suerte de la costumbre (consuetudo). Sin embargo, ambas menciones son posteriores a la fijación legal de 332 y no implican diferencia cualitativa alguna, sino que indican el doble condiciona­ miento del colono, fijado a la tierra por su nacimiento y censado al lado de su dueño (adscriptitius) y tributarius de la tierra en la que ha sido censado. De cara al colono el patrono asume la misma responsabilidad que el consortium respecto a cada uno de sus miembros, pero con recursos más eficaces: el Estado se vio obligado a legalizar la dependencia colono-dueño. Surgieron así dos fenómenos conplementarios, que sellaban una alianza contra natura. Pero si el colonato va en favor del Estado, el patronato va en su contra: atracción de los campesinos libres y consiguiente abandono de tierras; absorción de curiales y destrucción de la función administrativa de las ciudades: amenaza a la soberanía del Estado al prescindir de los órganos intermedios entre la burocracia imperial y los administrados (los patronos tienden a concentrar en sus manos los poderes económicos, administrarivos, policiales y jurídicos). Los emperadres tomaron conciencia de los peligros del fenómeno y lucharon contra él (leyes que prohíben el patronato, creación del defensor plebis, medidas en favor de los curiales...) con escasos resultados, al menos en Occidente. Durante el siglo iv mejora la economía romana, aunque no estamos en condiciones sino de averiguar causas parciales. Sin duda, una fue —a pesar de sus efectos negativos— la actitud dirigista del Estado, aunque no debe imagi­ narse un proceso totalmente intervenido en todas las regiones del Imperio. El descenso demográfico se vio compensado por la instalación de los bárbaros y éstos ingresaron en el ejército no sólo por razones políticas o militares, sino porque liberaban de las armas a una mano de obra campesina más cualificada —que, en cambio, se vio adscrita a la tierra—. Normalmente se interpreta la abundancia anterior de la mano de obra esclava como la causa fundamental de la falta de progreso tecnológico: en el siglo iv debería, pues, registrarse un avance en este sentido. Las opiniones esán divididas: se suele citar un tipo de segadora utilizada en el norte galo y una rueda con paletas que aprovecha la energía hidráulica, pero no parece existir mejora a nivel global en grado suficiente.

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Oriente y Occidente presentan en el siglo iv un marcado contraste en su actividad productiva. El oeste estaba en declive, con amenaza germánica permanente, despoblación y decadencia urbana muy fuerte en algunas regio­ nes. Aumentan las grandes propiedades mal explotadas y las tierras abandona­ das, y se crean dominios autónomos en Galia (con la relativa prosperidad de Britania), Africa, Italia (la Suburbicaria sufre una marcada decadencia) y los países danubianos. La gran ruta oeste-este del Alto Imperio (del Canal de la Mancha a Bizancio por el Rhin y el Danubio) ha sido desplazada hacia el sur por la amenaza bárbara, por Lyon, Milán y Aquileya. La parte oriental se sostiene, por el contrario, mucho más holgadamente, menos afectada por las invasiones, con una vida urbana más fuerte y un campesinado libre que ha resistido de forma más efectiva el colonato y el patronato. Existen tres grandes rutas comerciales: la «triguera» (de Alejandría a Constantinopla por Antioquía), la del lejano Oriente (por Osroene o Capadocia a Antioquía y Constantinopla) y la marítima que unía Seleucia, el puerto de Antioquía, con Roma). La provincia más rica es Siria, grancias a una agricultura equilibrada, una población elevada y estable. Las industrias de Antioquía y las telas de Apamea o Damasco; pero, especialmente, gracias al comercio. 3.

Los grupos su periores de la sociedad

La sociedad en el siglo iv tiene una estructura piramidal, con los colonos en la base —siempre golpeados por la nueva economía del solidus y los ricos possessores en el culmen. Ya desde época antonina tiende a asentarse la diferencia entre honestiores y humiliores, agrupando a todos los habitantes del Imperio en dos categorías que van a legalizarse pronto, habiendo perdido gran parte de su valor el primitivo sistema de status jurídicos (ciudadanos-no ciudadanos, provinciales-itálicos, etc.) a favor de la distinción neta entre ricos y pobres. En el siglo iv, los curiales «gentes acomodadas de los municipios del Imperio» se hallan excluidos de aquéllos. El ordo ecuestre ha desapare­ cido casi enteramente: perfectissimi son sólo los jefes de los oficios pala­ tinos, los praesides y los duces constantinianos. La clase dirigente está cons­ tituida básicamente por dos categorías: los senadores y la burocracia de los altos funcionarios; no hay distinción entre ambas y la mayor parte de los clarissimi viri es de origen no senatorial, lo que implica una colosal generaliza­ ción de la adlectio in amplissimum ordinem, ya típica del Principado. La nobleza senatorial posee fuerza social, pero no política, y las magistraturas tradicionales de Roma no son sino meras «liturgias»; tienen en común el orgullo de su casta, el amor por la cultura y las tradiciones paganas — con algunas excepciones cristianas— y una clara hostilidad hacia los altos funcio­ narios, cuya competencia ha arruinado su papel político. La pertenencia a una clase ya no confiere el derecho a un cargoí sino que es la propia función (administratio) la que da el título (clarissimus, perfectissimus) que en el Princi­ pado caracterizaba respectivamente a senadores y caballeros. Valentiniano creará (372) una jerarquía nueva de funcionarios; una, superior al clarissima­ tus, formada por los spectabiles (procónsules y condes del consistorio impe­ rial) y, aún por encima, los illustres (prefectos del Pretorio y de Roma y los magistri militiae). En esta sociedad cristalizada se encuentran todavía los oficios altoimperiales, pero fijados en una forma más rígida y jerárquica. El gran ideal es llegar a ser amicus del emperador: de ahí la importancia de los comites constantinia-

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nos, en la tradición helenística de los philoi de Filipo II y Alejandro. La burocracia es despreciada y odiada a menudo por los contribuyentes («ruina» del Estado romano, la llamará Aurelio Víctor), y el servicio de la burocracia es un indignum servitium, lo que no podía pensarse en el Principado, cuando el officium era una verdadera militici. Una tercera categoría de potentiores cobra importancia en el siglo iv: son los jefes militares; la separación de las carreras militar y civil ha ayudado a ello, y son raros los romanos «puros» que ocupan estos cargos: ha desaparecido la vieja tradición romana de la polivalencia del hombre honesto y capacitado. Junto a esta clase dirigente surge otra, no menos importante que la administratio estatal: el clero. Los mejores hombres del nuevo Estado cristiano que no amaban el indignum servitium optan por la carrera eclesiástica, más «democrática» que la civil y con mayores posibilidades de ascenso social. En su cúspide está el obispado, que da relativo bienestar y gran prestigio. Es así como, a través de estas dos vías principales —la religiosa y la militar— existe en el siglo iv una cierta «movilidad social», impensable a primera vista. 4.

D ecad en cia m u n icip al

La «burguesía» municipal fue tremendamente afectada en el siglo iv, sobre todo a causa de la presión fiscal sobre las provincias y de su responsabilidad colectiva ante el fisco, del que se convierte en enemiga y colaboradora a la vez, siendo tan indispensable al Estado como los coloni o los oficios anonarios. Desde 320 los cargos son hereditarios y se le obliga a un consortium que responde a los impuestos de toda la colectividad. Todo habitante poseedor de nada más que 25 iugera (6,25 has) es incluido en el consortium (a menos que sea clarissimus, militar, funcionario —officialis—, obispo o miembro de un collegium mercantil). Ya no hace falta ser decurio para entrar en el consortium curiale: de ahí que se llame al conjunto «curiales» y no ordo decurionum, que propiamente forman sólo los decuriones efectivos. Los intentos curiales de evasión por la Iglesia —haciéndose sacerdote— se castigan con la exigencia, previa a la consagración, de la renuncia a los bienes. 5.

Las «g entes m inores»

Constituyen la base de la estructura piramidal de la sociedad. En las ciudades vive una plebe miserable, trabajando penosamente, aunque las condiciones son algo mejores que en el campo (ya en el edicto de Diocleciano un obrero ganaba 50 denarios o más al día, frente a los sólo 25 del operarius rusticus). En Roma y Constantinopla el Estado suministra distribuciones de trigo, harina o pan, aceite, cerdo y, ocasionalmente, vino. La actividad libre de los artesanos y pequeños comerciantes subsiste, gravada por el crisárgiro, pero ya se ha visto la acentuación del carácter coactivo de collegia y corporaciones. La situación es más grave en el campo, donde las dificultades económicas de los campesinos (innocens et quieta rusticitas) son enormes. La gran mayoría de los ricos romanos del siglo iv son propietarios de vastos dominios agrarios, pues la tierra da, además de prestigio social, la garantía más firme contra una inflación desatada y continua. Las lujosas villas rurales son a veces complejos pequeños que comienzan incluso a acastillarse para ponerse a salvo

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de asaltos imprevisibles de bandidos (bacaudae) o de bárbaros incontrolados. En la posesión (dominium), el amo reserva para sí una parte y divide las restantes en lotes trabajados por coloni, unidos a la gleba por su origo desde 332. Se ha visto cómo el colonato y el patronato son dos fenómenos paralelos. Valentiniano encarga al amo la percepción de los impuestos en sus dominios —para simplificar al Estado la gestión fiscal— y, con el tiempo, el dominus comenzará a ejercer funciones judiciales e incluso llegará a contar con una pequeña fuerza armada. A finales de siglo, los campesinos libres que viven en aldeas ( vici) unidos por el consortium tratarán de escapar al atosigamiento de los recaudadores (susceptores) poniéndose bajo la protec­ ción de un cercano señor que posea una villa fortificada. Los emperadores tratarán de luchar contra el peligroso fenómeno condenando estos patrocinia vicorum, con muy desigual resultado. A juzgar por los textos, el emperador experimenta una sincera conmiseración hacia estos grupos desvalidos; pero la supervivencia del Estado impone una política en la que el autoritarismo, inevitablemente, pesa cada vez más sobre las gentes minores, sin que en ello deba verse una voluntad positiva de explotación. 6.

La Iglesia

Desde los tiempos de Constantino, la Iglesia no dejó de perfeccionar su organización, que se modeló sobre la del Estado. Cada ciudad tendrá su obispo —episcopus— y el de la capital provincial —el metropolitanus— será superior a los otros. Las provincias acabarán por caer bajo la influencia de las grandes ciudades: Antioquía, Alejandría, Constantinopla, Roma, Milán, Cartago. Roma actuará decididamente sobre Occidente desde 385, pero el título de «papa» no se usa para designar al obispo romano sino en el siglo v. En el campo, ausentes los episcopi, los grandes propietarios crean capillas en sus do­ minios, reclamando para sus clérigos la misma independencia eclesial de que ellos gozaban ante los funcionarios. La Iglesia tiende a crear un Estado dentro del Estado, con sus propios ciudadanos —los clérigos— y unos bienes que no cesan de aumentar; esto inquieta a algunos emperadores, pues las tierras de la Iglesia —incrementadas con donaciones y legaciones testamentarias— tienden a la autarquía, en la línea de los latifundia civiles; es probable, por otro lado, que fuesen exentas de impuestos (aunque sobre este punto la controversia es aguda). Algunas de las ventajas de que goza el clero en el siglo iv (exención de capitación personal, de munera sordida vel extraordinaria, etc.) quedarán reducidas en el siguiente. El Oriente —por tradición, más complejo y teorizante, más especulativo— vio florecer las sectas y las herejías, pero también las disputas religiosas occidentales tuvieron gran importancia: el dpnatismo, por ejemplo, o el priscilianismo hispano (movimiento que se desarrollará en el último cuarto de siglo, con un ascetismo que arraigó entre humiliores y nobiles, en particular mujeres). Con todo, el cristianismo ortodoxo de Nicea acabó por encontrar en este siglo el apoyo oficial y la ocasión de su fortalecimiento, tanto doctrinal cuanto organizativo. En el primer aspecto fueron sus artífices los Padres de la Iglesia, en apoyo del episcopado de Roma. Los padres alejandrinos — Atanasio— o capadocios —Gregorio de Nacianzo, Basilio de Cesarea, Grego­ rio de Nisa— se correspondieron con los occidentales —Hilario de Poitiers, Ambrosio de M ilán—. En Oriente se proclama la primacía de Constantinopla (a pesar de las protestas de Alejandría y Antioquía), con lo que parece

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irreversible la solidaridad forzosa de la Iglesia con el Estado y su monarca, que trata (Constantino II, Constancio, Valente) de trasladar al Imperio su visión teológica: así como Cristo, Hijo del Padre pero no igual a El, es un intermediario entre éste y la humanidad, el emperador lo es entre Cristo y los fieles. En Occidente, por el contrario, el obispo romano se lucra del inmenso prestigio de la ciudad, y todas las sedes tienden —excepto Cartago, y por breve tiempo— a reconocer su supremacía; también los emperadores más católicos (Constante, Valentiniano, Graciano) experimentaron gran respeto por la sede romana. Se va asentando, pues, la diferencia entre ésta y las restantes, entre el cristianismo de occidente (más disciplinario, menos dado a la elucubración por falta de una tradición cultural densa) y el de Oriente (más autonomista, con una tradición local muy poderosa en cada sede, teólogos y doctrinarios que se nutren de un pasado secularmente civilizado). Se trata de dos versiones distintas que, a la larga, iban a separarse inevitablemente. El mundo cristiano oriental habla griego y estará sometido a la tutela imperial mil años más; el occidental, latino, sufrirá en seguida la invasión de lso pueblos germánicos. La expansión del cristianismo es el hecho capital del siglo iv, y sus progresos son de tal naturaleza que se ha podido decir que los cristianos de este tiempo tienen el sentimiento de ir en el sentido de la historia. En Occidente las conquistas son más notables (antes de la conversión de Constan­ tino, el Oriente estaba ya profundamente cristianizado): en un siglo, la Italia del norte pasa de tener 5 a más de 50 episcopi, La Galia de 22 —en 314— a 70; se multiplican las inscripciones cristianas, como en Roma las conversiones en el seno de la aristocracia senatorial. Fuera del Imperio el cristianismo resiste los ataques de Sapor II en Persia; se crea una iglesia nacional en Armenia y la nueva religión llega al Cáucaso y a Etiopía. En Egipto, los progresos del copto permiten la floración de numerosas comunidades en el campo. Los godos fueron convertidos al arrianismo homeano: la obra esencial fue emprendida por Ulfilas, consagrado obispo en 337 por Eusebio de Nicomedia. El cristianismo —gracias a la adopción de las lenguas locales, promovidas por él a nivel de cultura— se expande también fuera del Imperio sirviendo a la civilización más que a la Romanitas. La vitalidad de la religión se muestra en el culto mismo y en los esfuerzos realizados para luchar contra las herejías (las propias disputas teológicas tendrán un efecto positivo al democratizar la teología misma), pero también en los progresos del monacato, cuyo trasfondo social ha sido puesto de manifiesto repetidamente: contituiría un refugio para quienes huyen del totalitarismo estatal, en la línea de la anacoresis helenística. Como entonces, el fenómeno se centra en Egipto inicialmente. A finales del siglo iii Antonio había creado la ascesis eremítica y poco más tarde Pacomio funda el primer cenobio cristiano, que tendrá su primera regla importante en la que redacte Basilio de Cesarea. Los progresos llegan a Occidente, donde Martín de Tours y Ambrosio de Milán crean sus propias comunidades. 7.

La vida c u ltu ra l

La cultura (paideia, humanitas) es aún, como en la época helenística, «el bien más bello y preciado que poseemos en esta vida». En el siglo iv elementos de la cultura popular penetran en la superior cultura aristocrática que, en compensación, deberá renunciar en algún caso a aquella absoluta unidad

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helenistico-romana que había caracterizado al Imperio humanístico. Se reco­ noce la superioridad del helenismo y sobre esta base tiene lugar el renacimiento espiritual que revela la obra de Juliano. Este contrapone el concepto de hellenismos al de cristianismo ( Galilei), pero ya Gregorio de Nacianzo negará a los paganos el dereco a considerarse ellos solos hellenes. Surge en esta época una nueva religiosidad, manifestada en el paganismo por el triunfo de las corrientes neoplatónicas y los esfuerzos de asimilación, sintetismo y jerarquización. El cristianismo aporta las nociones de un dios personal y una vida eterna, y es expresión de la trascendencia: la cruz simboliza el triunfo sobre la muerte, más que el sufrimiento. Frente a los sacrificios sangrientos se impone un culto en espíritu y en la verdad (para los filósofos paganos sólo el culto a la divinidad es auténticamente «racional»: logiké latreia). La nueva religiosidad cristiana es una religiosidad mistérica — culto reservado a una comunidad de creyentes, necesidades iniciáticas— y el cuadro material de la liturgia se alimentará de los préstamos de las religiones orientales y del judaismo. Al mismo tiempo, el mundo invisible es pefectamente sentido por los hombres de la época, y se desarrolla el ocultismo en todas sus manifestaciones; contra ellas se alzarán los esfuerzos cristianos (Constantino, Constancio) para erradicar de las masas esta mentalidad común. Junto a la democratización de la cultura se va a producir en el siglo iv una caracterización regional de la misma. Oriente y Occidente se van extrañando también en el plano lingüístico: si el abuelo de Libanio escribía en latín, éste lo escribe muy mediocremente; mientras que Ambrosio conoce el griego, Agustín de Hipona, al final de siglo, no se preocupará demasiado de su estudio. Comienza a elaborarse una distinta experiencia cultural en dos de las grandes zonas del Imperio —Siria y Egipto—, desgajadas de éste con la expansión islámica; al lado del griego y del latín, el siriaco —el hebreo como lengua bíblica— y el copto son consideradas «lenguas del Imperio». Al despertar sirio y copto se añaden el armenio y el árabe, y la importancia de la predicación cristiana en ese despertar regional es evidente. La consecuencia de la decadencia de los antiguos valores constituye un motivo típico del pensamiento tradicionalista pagano o paganizante, como muestran el anónimo autor de De rebus bellicis y los escritores de la Historia Augusta, hostiles a Constantino; las críticas de Aurelio Víctor al Imperio burocrático de Constancio, o la propia obra del emperador Juliano. El mismo sentido se aprecia en la obra de Amiano Marcelino, último de los grandes historiadores de Roma, con su exaltación de los cuidados de Juliano hacia la res publica que vacila, sus críticas a la burocracia, a la vida urbana de Roma y a las violentas luchas por su trono episcopal. En el siglo iv hay escritores no cristianos de importancia por su gran valor intrínseco, con obras de excelente calidad en la oratoria (Símaco), la poesía (Ausonio) o la retórica (Temistio y, sobre todo, Libanio). La literatura en el campo cristiano es notable y, aparte de los Padres de la Iglesia, tiene en Eusebio de Cesárea su máximo exponente, cuya creación de una «teología política» selló la unión entre el emperador cristiano y la Iglesia. La poesía cristiana nace con Prudencio. Si la arquitectura oficial continúa rindiendo homenaje a las grandes obras del Pincipado —arco de Constantino, por ejemplo— el relieve sufre una mayor evolución: la técnica de ejecución es menos sabia y la inspiración se nutre en modelos provinciales o bien en corrientes místicas, con lo que las obras ganan a menudo en vigor lo que pierden en gracia. El cristianismo vencedor edifica sus primeros templos, pero no lo hace siguiendo el ejemplo de los templos clásicos, sino el modelo de un edificio civil de carácter público:

B IB LIO G R A FIA

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la basílica romana adornada con mosaicos, perfecta para una religión mistéri­ ca por su aislamiento del exterior y por la creación interna de un «espaciotensión» ordenado a un solo punto jerarquizado, no concéntrico (lo que exige preferentemente plantas rectangulares mejor que centrales). La propaganda imperial ha pasado a querer manifestar el papel de «ungido» del emperador a través de una estatutaria inmensa, que marca la distancia casi metafísica entre éste —dominus noster— y el resto de los hombres. Los colosos constantinianos o el Valentiniano de Berletta, hieráticos y terribles, de proporciones desmesu­ radas, son todo un resumen de la idea del Imperio en el siglo iv.

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A llard,

CAPITULO

14

TEODOSIO Y LA SO CIEDAD DE SU T IE M P O (379-395 d. de C.) Raquel López Melero

I. 1,

H E C H O S POLITICOS Y M IL IT A R E S

La persona de Teodosio

Teodosio es el último emperador de importancia con que cuenta el Imperio Romano en su fase final. Flavio Theodosio nació quizá el 11 de junio del 347 d. de C., en Cauca, donde su padre, de igual nombre y un importante militar, tenía sus posesiones. No resulta extraño, pues, que surgiera la leyenda de su procedencia directa de la familia de Trajano. Parece ser que su niñez y juventud las pasó en Hispania, donde indudablemente recibiría una educación adecuada a su condición social, sobre la que no tenemos detalles, excepto que después Teodosio manifestó un gran interés por la historia romana. Sabemos que a partir del 368 está incorporado a la comitiva de su padre, que conduce el ejército contra las tribus británicas, contra los alamanes y contra los sármatas. El padre de Teodosio fue enviado luego al Africa a reprimir la sublevación del usurpador Firmo y allí fue decapitado en el 376 por orden de Graciano. Ello supuso una interrupción en la carrera del hijo, a la sazón duque de Moesia, que se retiró a las posesiones familiares de Hispania, donde casó en el 376 con Elia Fiadla, una española que procedía de familia aristocrática. Y aquí, en Hispania, desde donde mantenía muy pocos contactos con la corte, vio nacer a sus hijos Arcadio y Pulcheria. y le sorprendieron los acontecimien­ tos del 9 de agosto del 378, con la derrota sufrida por las tropas de Valente en Adrianópolis a manos de los bárbaros conducidos por el godo Fritigerno. En esta situación tan desesperada, Graciano, que sólo contaba diecinueve años, tomó una decisión que a primera vista no deja de sorprender: designar como magister equitum al hijo de la persona a quien él mismo había mandado decapitar. Todavía en ese año del 378 tuvo tiempo Teodosio de obtener una victoria contra los sármatas, que, movidos por la necesidad y aprovechando las dificultades por las que atravesaba Roma, pasaron de nuevo el Danubio. Se ha supuesto que esta decisión de Graciano de elegir a Teodosio, a pesar de la acción emprendida poco antes contra su padre, ha podido obedecer a una determinada influencia procedente del sector religioso, concretamente la del papa español Dámaso, que, a través quizá de Antonio, prefecto del pre­ torio y padre de Fiadla, habría tratado de introducir en los órganos del poder a un español que era ferviente cristiano; o bien a un deseo de acallar a la oposi­ ción, que esgrimía el nombre de Teodosio el Viejo como candidato al poder ya 324

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con anterioridad a su marcha al Africa, pudiendo ahora Graciano realizar en el hijo lo que la oposición había pretendido para el padre. De todas formas, hay que tener presente que Teodosio era un militar muy experto cyiç había cosechado grandes éxitos, y que el Imperio vivía en una situación ágíjstiosa desde el punto de vista militar. 2.

Teodosio, A ug usto

El 19 de enero del 379, en Sirmium, Graciano proclamó Augusto a Teodosio siguiendo en parte un ritual antiguo en el que el nuevo Augusto era presentado a las tropas antes de recibir las insignias del poder, lo que se notificaba luego a los senados de Roma y Constantinopla para que diesen su aprobación. Recordemos que el principio teórico que sustentaba a la monar­ quía no estaba vinculado a la contingencia hereditaria; aunque de forma más teórica que práctica, el cargo de emperador se adjudicaba mendiante una elección en la que el pueblo apenas desempeñaba papel alguno. Durante el Bajo Imperio la legitimación descansaba en la conjunción de dos actos necesarios y sucesivos. El primero de ellos consistía en la presentación del futuro emperador a las tropas y era, en realidad, el promordial; el segundo, era la declaratio del emperador por parte del Senado. Por lo tanto, el derecho del emperador a elegir a su colega era sólo relativo, ya que el designado necesitaba, además, en teoría, la aclamación del ejército y la aprobación del Senado. La elección de Teodosio exigía la distribución entre los tres emperadores de las distintas partes del Imperio. A Teodosio no sólo le correspondieron las partes que había dejado vacantes Valente a su muerte, sino que se le entregaron también las diócesis de Dacia y Macedonia; Graciano, por su parte, se quedaba con Britania, Galia e Hispania, y, además, incorporaba la diócesis de Panonia. De esta forma, el Ilírico, que antes de esta distribución pertenecía quizá a Valentiniano II, fue distribuido entre Teodosio (diócesis de Dacia y Macedonia) y Graciano (diócesis de Panonia). Valentiniano II controlaba el resto. Dentro de la serie de problemas que azotaban al Imperio, tanto en la parte occidental como en la parte oriental, el problema religioso ocupaba un lugar importante. Ya en ese mismo año del 379 Teodosio renunció al título de Pontifex Maximus, que le correspondía en calidad de sumo sacerdote de la religion estatal pagana, decisión que luego seguirá Graciano. 3.

El p ro b lem a religioso

a) El arrianismo. Desde la época de Constantino la Iglesia estaba padeciendo una situación conflictiva a causa de la herejía arriana, sustentado­ ra de la teoría de que el Logos no es de la misma esencia que el Padre, sino, en todo caso, de esencia «semejante» (homoios), oponiéndose así a los ortodoxos, que sostenían que el Logos y el Hijo son de la «misma» esencia que el Padre (homousioi). Lo que comenzó siendo una disputa religiosa corría, sin embargo, el peligro de convertirse en un problema político serio, desde el momento en que la lealtad debida al Imperio podía debilitarse si uno de sus sectores, al sentirse perjudicado, se mostraba indiferente ante los graves problemas políticos a que había que hacer frente.

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TEODOSIO Y LA SO C IEDAD DE SU TIEM PO

b) El Concilio de Nicea. El Concilio de Nicea, al consagrar la ortodoxia del homousios, lejos de solucionar el problema, radicalizó todavía más la situación, debido a que los problemas políticos y sucesorios posteriores se mezclaron con esta cuestión religiosa, que se enquistó como un cáncer en la política interior del Imperio. Los intereses y vinculaciones entre los emperado­ res y la alta jerarquía eclesiástica aumentaban de vez en cuando la virulencia de la disputa. Esta fue la herencia política que encontró Teodosio cuando fue elevado a la categoría de Augusto. Por tradición y por formación, —en Hispania los obispos fueron mayoritariamente partidarios de la doctrina ortodoxa— las inclinaciones del emperador escoraban del lado de los niceanos, que siempre habían predominado en la parte occidental del Imperio. c) El Edicto de Tesalónica. En el 380 y después de los acuerdos concluidos por los ortodoxos de Oriente y por el papa Dámaso, el emperador promulgó en Tesalónica el edicto que hacía del catolicismo la religión del Estado: «Está de acuerdo con nuestra voluntad que todos los pueblos sometidos a nuestra benevolencia se vinculen a la fe que ha sido transmitida a los romanos por el apóstol Pedro, la que profesan el pontífice Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría, hombres de santidad apostólica. Creemos, de acuerdo con la instrucción aspostólica y la doctrina evangélica, en la Santa Trinidad del padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El que siga este mandamien­ to deberá reclamar el título de cristiano católico. Todos los demás son heréticos y tachados de infamia, y sus lugares de reunión no tienen el derecho de llamarse iglesias. Dios se vengará de ellos y habrán de enfrentarse a las represalias que judicialmente vamos a establecer.» Sobre las motivaciones que han podido influir en la decisión tomada por Teodosio, que, en parte, careció de eficacia, se ha hablado de una enfermedad del emperador; otros, sin embargo, viendo que en el edicto aparece el nombre del papa Dámaso claramente destacado, creen que en la decisión pesó mucho la influencia de este hombre, que era español como Teodosio. El emperador pone como ejemplos de la santidad apostólica y de la enseñanza evangélica a Dámaso de Roma y a Pedro de Alejandría, que se convierten así en el prisma que permite distinguir a los que son católicos de los que pueden ser conceptuados como herejes. d) El Concilio de Constantinopla. Pero los problemas religiosos estaban tan agudizados entre los súbditos del imperio que ya no podía resolverse con simples edictos imperiales sin contar con el apoyo de una parte importante del obispado. Se reunió el Concilio de Constantinopla (el segundo ecuménico, aunque sólo tuvo participantes orientales) y en él se consagró el triunfo de la ortodoxia, al decidirse los participantes por la fórmula de la homoiousia, es decir, de las «tres personas en una sola sustancia». Además de estas tareas definidoras de la fe católica, intentó el concilio establecer y modelar una organización jurisdicional de la Iglesia oriental que asegurase su independencia frente a la supremacía del obispado de Roma. Se intentó aplicar a la organización eclesial las divisiones civiles en diócesis. La planificación iba en el sentido de que los obispos de las capitales de provincia tuvieran preeminencia sobre los de otras ciudades de sus respectivas provin­ cias, y que los obispos de las capitales de las diócesis —otra categoría superior de la administración civil— tuviesen primacía sobre los metropolitanos, es decir, sobre los obispos de las sedes de capitales de provincia. El papel que

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debía desempeñar el obispado de Constantinopla era la única pieza que no encajaba en el sistema. El obispado de Heraclea era la sede de la diócesis de Tracia: ¿iba a tener el obispado de Constantinopla una jurisdicción inferior? Lógicamente el obispo constantinopolitano no podía depender del de Hera­ clea, sino que de algún modo su rango debía ser proporcional al que correspondía a su ciudad dentro del Imperio; por tanto, pese a las aspiracio­ nes de Antioquía y Alejandría, el patriarcado de Constantinopla quedó constituido en el concilio en la segunda sede eclesiástica, es decir, inmediata­ mente después de Roma. e) Urfilas. La superficial unidad de creencia, conseguida con detrimen­ to de la doctrina arriana, no pudo contrarrestar las tendencias centrífugas que iban distanciando entre sí a las partes oriental y occidental del Imperio y que están entroncadas en un proceso general que afecta a la sociedad, a la economía y al arte. Además, cuando ya el arrianismo iba perdiendo fuerza como problema interior, alcanzó otra dimensión en el momento en que Urfilas, un obispo arriano consagrado por el obispo Eusebio de Nicomedia, que era también arriano, llevó su acción evangelizadora a los visigodos, pasando de éstos la fe arriana a los vándalos, burgundios, hérulos y ostrogodos. Así, el Occidente, que en cierta medida había mantenido vigente en todo momento la fe de Nicea, se encontró más tarde este problema religioso unido al odio que sentían estos bárbaros hacia la población romana cuando invadieron el territorio imperial. Los visigodos no abandonaron su creencia religiosa hasta el 589. f) La política religiosa de Graciano y el Concilio de Aquilea. También la parte Occidental del Imperio, controlada por Graciano, estuvo inmersa en la problemática que afectó a la parte gobernada por Teodosio, y el emperador se sumó a la línea de intolerancia religiosa impuesta por su colega, suspendiendo el edicto de tolerancia que había dado en Sirmium en el 378. En el Concilio que se reunió en Aquilea, en el 381, se condenó, ante otras herejías, el arrianismo; con esto, la parte occidental del imperio manifestaba también la unidad de doctrina, aunque sus intentos por establecer la supremacía del papado de Roma resultaron fallidos. No sólo fue desatendida la petición de Graciano de que los obispos orientales enviasen representantes al Con­ cilio de Roma del 382, sino que estos obispos convocaron en Constanti­ nopla un Concilio al mismo tiempo, lo que puede dar idea de hasta qué punto era ya un hecho la separación entre las iglesias oriental y occidental. En este Concilio romano se decretó la supremacía del papado de Roma. g) Humillación de Teodosio ante el obispo de Milán. Un hecho sobresa­ liente en materia religiosa del reinado de Teodosio es el de su humillación ante el obispo de Milán, que pone el punto final a una prolongada situación de tensión entre Ambrosio y el emperador. Ya en el 388, cuando Teodosio ordenara a los monjes de Calínico (Mesopotamia) reconstruir la sinagoga que habían incenciado, Ambrosio había censurado públicamente su conduc­ ta, llegando hasta amenazarlo de excomunión. Poco después, en el 390, Teodosio daba una ley condenando el pecado contra natura, que, al ser apli­ cada por Buterico, Magister militiae, en la persona de un famoso auriga de Tesalónica, provocó el amotinamiento del pueblo y la muerte de Buterico a manos de éste. En realidad se había utilizado el caso como un pretexto para dar rienda suelta al odio sentido contra la guarnición germánica; por ello, el emperador, temeroso, sin duda, de la posible trascendencia del in ci-

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dente, encerró al pueblo en el circo y realizó una matanza que produjo unos tres mil muertos y muchísimos heridos. Ambrosio lanzó entonces la exco­ munión contra Teodosio, quien, por su parte, reaccionó nombrando pre­ fecto del pretorio de Italia a un pagano famoso, Nicómaco Flavio. Sin embargo, el día de Navidad de este mismo año se humilló a los pies de Ambrosio. Este acto de sumisión del emperador ante el obispo ha sido interpretado de maneras muy diversas. Para algunos no pasa de ser una simple anécdota justificada por el carácter enérgico y fanático de ambos personajes; otros magnifican el episodio, considerándolo como una resolución de la dialéctica de poder entre la Iglesia y el Estado a favor de la primera. No resulta fácil desde luego, esclarecer los factores psicológicos que hayan podido operar por ambas partes, y especialmente por la del emperador, que debía conciliar su doble condición de súbdito, desde el punto de vista religioso, y señor, desde el punto de vista político; lo que sí parece claro, sin embargo, es que la iglesia postulaba su independencia frente al príncipe y la necesidad de que éste se sometiera a la jerarquía eclesiástica ratione pecati. Parece deducirse de ello que, al imponer la penitencia al emperador, Ambrosio se atreve a llevar a la práctica lo que hasta entonces no había sido más que elaboración doctrinal con aportaciones de Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo. Con ello se refuerza en Occidente la tendencia a evitar las intromisiones del poder secular en los asuntos eclesiásticos. h) Teodosio y e¡paganismo. El establecimiento de la unidad de creencia se vio reforzado con medidas punitivas contra los herejes, tal y como se había anunciado en el edicto de Tesalónica. Por otra parte, sucesivas disposiciones del Código Teodosiano intentan de un modo u otro hacer desaparecer la herejía. Por ejemplo, los maniqueos se vieron privados de los derechos de hacer testamento y de recibir herencias, y con otro tipo de sectas las medidas fueron mucho más rigurosas, ya que sus miembros fueron perseguidos y ajusticiados. Respecto de los judíos, Teodosio mantuvo una actitud mucho más benevolente. Prohibió los saqueos de las sinagogas judías y qué se impidiese a los adeptos cumplir con sus obligaciones de culto. Además, se permitía a los jefes religiosos judíos entender en las disputas de su propia comunidad. Con el paganismo, en fin, la política seguida por Teodosio sufrió una serie de altibajos. Se vieron afectados los paganos por las disposiciones que prohibían los sacrificios diurnos y nocturnos; sin embargo, Teodosio dictami­ na que sean paganos quiendes desempeñen los cargos sacerdotales paganos, que, según el testimonio del Concilio de Elvira de comienzos del siglo iv, podía ser ostentados anteriormente por católicos. Por otra parte, aunque no hubo órdenes expresas de destrucción de templos paganos, tampoco se dictaron medidas que paralizaran la tendencia a cerrarlos y a transformarlos en iglesias, ni se castigó la destrucción de los mismos debida a la iniciativa particular. A partir del 391 se recrudecen las medidas contra el paganismo con prohibición de los sacrificios paganos y cierre al público de los templos; estas disposiciones, que afectaban en general a todo el Imperio, fueron acompaña­ das de otras relativas al culto doméstico de alcance más limitado, ya que la parte occidental del Imperio está bajo el control del usurpador Eugenio. Además, a nivel práctico las medidas antipaganas no tuvieron la misma fuerza en todas las partes; había todavía en los altos cargos del Imperio fervientes paganos, y en muchos lugares los paganos eran numerosos, circunstancias éstas que influyeron negativamente en la efectividad de dichas medidas.

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4.

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La p o lític a e x te rio r

a) Reacción de los emperadores ante el problema bárbaro. La derrota de Adrianópolis caló profundamente en el ánimo de las gentes y crecieron las dudas sobre la solidez del Imperio Romano, dudas que en algunos secto­ res cristianos se asociaban a sentimientos de tipo escatológico, según sugiere la expresión de Ambrosio: «Vivimos el fin del mundo.» Para muchos de los contemporáneos, sin embargo, esta situación límite quedó paliada con la llamada a Teodosio para compartir el poder. Da la impresión de que Graciano no hizo o no pudo hacer gran cosa por defender el limes renano-danubiano. Parece haber confiado a los Francos la defensa del bajo Rin, lo que equivalía a perder virtualmente para el Imperio la provincia Germania II. En cuanto al frente del Danubio, tras una campaña en Retia en el año 379 y una serie de circunstancias que desconocemos en sus detalles, vándalos y godos son instalados en Panonia, lo cual no sirve siquiera para devolver la tranquilidad al Ilírico. Por su parte, Teodosio intentó dar al problema de los bárbaros una solución militar, para lo que empredió la tarea de reorganizar el ejército, que tan maltrecho había quedado con la derrota del 378. El Código Teodosiano muestra las disposiciones adoptadas en este sentido con una aplicación rigurosa de las medidas de leva. Pero estas medidas no fueron suficientes para completar el ejército, por lo cual se recurrió al reclutamiento de elementos bárbaros en condiciones ventajosas. b) Macedonia. La tarea no se había concluido todavía cuando los visigodos de Fritigerno invadieron la diócesis de Macedonia en el 380. Como los godos incorporados al ejército parecían manifestar poca fidelidad, se solicitó la ayuda de Graciano, que envió a los generales francos Bauto y Arbogasto. De todos modos, Teodosio seguía necesitando de los bárbaros para engrosar las filas de un ejército y, por ello, acogió benévola y amistosa­ mente en Constantinopla a Atanarico, el jefe de los godos paganos, que, hallándose en apuros por la hostilidad de Fritigerno, el jefe de los godos arríanos, buscó refugio junto al emperador. Con todo, los problemas de fo n d o permanecían y, en este sentido, Teodosio va a seguir el camino que trazara Graciano, cuando en el 380 estableció a gentes bárbaras en la Panonia. e) El tratado del 382 con los godos. Quizá el precedente de Graciano llevó a Teodosio a pactar con los bárbaros, gestión encomendada al ge­ neral Saturnino, que debía llevar a cabo las conversaciones con Fritigerno; dicha paz se concluyó en octubre del 382, lo que valió a Saturnino el consulado del año 383. Los términos generales de este tratado se conocen a través del discurso XVI de Temistio y pueden concretarse en los puntos si­ guientes: los godos se establecían en la diócesis de Tracia, entre el Danubio y los Balcanes, con un régimen autónomo y libre de impuestos; aunque el territorio no dejaba de estar bajo la administración romana, eran considera­ dos como federados en el ejército romano, pero no se les concedía el ius connubii, es decir, el derecho a contraer matrimonio con ciudadanos. Puede decirse en general que hay un cambio respecto de las políticas seguidas con los bárbaros en épocas anteriores. Con esta política no sólo aumenta el Imperio su potencial militar, sino que deja de estar en una situación de beligerancia con todos los bárbaros, al pasar algunos de ellos a ser federados; la asimilación de los bárbaros suponía un alivio en la presión fiscal, por cuanto

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que el emperador, para hacer frente a sus incursiones, se veía forzado a recabar cada vez más recursos, lo que suponía una continua sangría económi­ ca y humana. Temistio, que defiende abiertamente la política bárbara seguida por Teodosio, pone de manifiesto hasta qué punto los problemas de la defensa exterior desencadenan la crisis interna al elevar considerablmente el gasto público y disminuir el potencial humano, de tal manera que la solución de aquellos debe llevar pareja una recuperación del Imperio. Por lo que respecta al potencial humano, no sólo se recuperaban para la producción los elementos ocupados en mantener el limes y reparar las brechas producidas por los enemigos a cada paso, sino que, además, los bárbaros asimilados eran nuevos trabajadores, nuevos contribuyentes y nuevos solda­ dos. De ahí que muchos escritores contemporáneos insistan en las ventajas que reportaba esta nueva política frente a la anterior, que sólo buscaba vencer a cualquier precio, aunque la victoria militar o política comportara una verdadera derrota por razones económicas. d) La paz con los persas. Aunque no suponían un peligro inmediato ni tan importante como el de los bárbaros, Teodosio firmó también la paz con los persas. La iniciativa partió del rey Sapor III, que ocupaba el trono de Persia desde el 383, y entre los negociadores de la paz por parte romana se hallaba el vándalo Estilicón. Como consecuencia de esta paz, los persas y los romanos se repartieron la Armenia, quedándose estos últimos con un quinto del reino, que tenía, sin embargo, importancia estratégica. e) Balance de la política exterior de Teodosio. Esta política, que mereció las alabanzas de algunos contemporáneos, tuvo en cambio una mala acogida por parte de otros, como Sinesio, que veía gran peligro en la infiltración bárbara. Sin embargo, el emperador pudo tener presente a la hora de decidir su política, la experiencia de los bárbaros que en su tiempo se encontraban en los puestos militares más importantes siempre inmersos en las numerosas crisis políticas; pudo tener la esperanza de que personajes bárbaros en altos cargos, como Arbogasto, Bauto, Modares o Ricomeres, y personajes romanos como Libanio, Nicómaco o Símaco, fueran exponentes de la posibilidad de interesar a bárbaros y romanos conjuntamente en la recuperación del Imperio, si el reconocimiento de una igualdad política llevaba a todos ellos a considerarlo como algo propio. La política bárbara de Teodosio no fue en realidad una política de capitulación, desde el momento en que no se perdió ninguna de las provincias y, llegada la ocasión, no se dejó de manifestar la superioridad romana. Así, cuando los ostrogodos penetraron en el Imperio en el 386 el general Promoto los derrotó, enrolando a unos prisioneros en el ejército y deportando a otros a Frigia; o, cuando Geroncio quiso desalojar a los godos que habían entrado pacíficamente en la Escitia Menor, causando cuantiosas pérdidas a los bár­ baros. f) Efectivos militares. La «Notitia Dignitatum», que es de una época inmediatamente posterior, nos ofrece la organización del ejército. Sus efecti­ vos estacionados en la frontera (limitanei) pueden cifrarse en torno a los 250.000 hombres de infantería y 25.000 de caballería, repartidos entre 317 unidades de infantería y 258 de caballería. Se contaba, además, con diez flotillas fluviales. Los efectivos de campaña ( comitatenses) pueden cifrarse en 180.000 soldados de infantería y 44.000 de caballería, distribuidos en 140.000

HECHOS POLITICOS Y M ILITAR ES

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unidades de infantería y 88 de caballería. Estas unidades comitantenses se distribuyen en 135 legiones y 108 auxilia.

5.

La usurpación de M á x im o

a) Su llegada al poder. El respiro que dio a Teodosio la firma de la paz con los godos y los persas fue aprovechado convenientemente para resolver un problema interior que se estaba agravando cada vez más, el de la usurpación de Máximo, un militar que procedía de Hispania y había estado relacionado con la familia de Teodosio. A comienzos del 383 las tropas de Britania se sublevaron y entregaron el poder a Máximo. Cuando, en junio de ese año, Máximo desembarcó en las Galias, Graciano huyó y fue perseguido hasta Lyon, donde, abandonado por sus propios soldados, fue muerto por el usurpador, que conseguía de este modo el dominio sobre Britania, Galia e Hispania. Pero probablemente fueron razones de tipo carismático las que movieron a las tropas de Britania a reconocer como emperador a su comes, y Máximo, que se había curtido en muchas batallas, sabía que el apoyo del ejército fundado en este tipo de sentimientos y sin ninguna base ideológica no tenía garantías de permanencia.Se ha especulado mucho sobre la intervención de Teodosio en la usurpación de Máximo, pues las fuentes son confusas en este punto. La tradición alude al parentesco de Máximo con Teodosio y a un posible enfriamiento en las relaciones entre Graciano y Teodosio en el 381 y 382 por cuestiones de política religiosa, de donde podría suponerse quizá que Máximo actuó con conocimiento de Teodosio. Pero también pudo ocurrir que Teodosio conociese los hechos consumados y no tuviera tiempo de reaccionar, ante el rápido eclipse del poder de Graciano. Cabe tener presente, asimismo, que estaba todavía muy reciente el tratado con los godos y no era conveniente distraer tropas de ese lugar. b) El pacto de Verona. Máximo pidió a Teodosio reiteradamente el reconocimiento, proponiéndole, además, una federación, pero éste fue dando largas al asunto. Ahora bien, si Máximo controlaba Britania, Galia e Hispania y había dado a su actividad política una orientación social y a su gestión de los asuntos religiosos una dimensión católica, buscando una amplia base de apoyo, era indudable que en esos momentos se imponía un entendi­ miento táctico con él. En el pacto de Verona se daba de hecho el reconoci­ miento de Máximo como emperador para la prefectura de las Galias, mientras que Oriente quedaba en manos de Teodosio y la prefectura del Ilírico e Italia en las de Valentiniano II. En el fondo se trataba de un com­ promiso débil, de modo que cualquier contingencia podía romper la corre­ lación de fuerzas, como, en efecto, ocurrió por causa de Justina, la madre de Valentiniano, que era partidaria de las ideas arrianas y seguía una política filoarriana en medio del descontento de la población ortodoxa itálica. En el 387 las tropas de Máximo, que iban destinadas aparentemente a combatir en Panonia, pasaron los Alpes y penetraron profundamente en Italia: Valentiniano y su familia se embarcaron hacia Thesalónica. Pero, pese a que ahora controlaba además Italia, Máximo comprendió que su posición sólo podía consolidarse contando con la neutralidad de Teodosio, a quien enviaba continuas embajadas. Este, que había considerado la pérdida del poder de Valentiniano II como un justo castigo del cielo por haber atacado a la ortodoxia, hubo de cambiar de idea cuando Justina abandonó la fe arriana.

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TEODOSIO Y LA SO CIEDAD DE SU TIEM PO

Por otra parte, Teodosio, que había enviudado de Flacila, deseaba como esposa a Gala, hermana de Valentiniano II, y se encontró con que Justina ponía como condición para este matrimonio el castigo del asesino de Gracia­ no, es decir, de Máximo. c) La derrota de Máximo. En el 388 se iniciaron, al fin, las hostilidades. Hubo una serie de escaramuzas navales, tendentes a provocar el desembarco de Valentiniano en Ostia, mientras que Teodosio se acercaba por tierra con un ejército de tropas bárbaras, compuestas por hunos, alanos y godos, y con altos cargos bárbaros. El ejército de Máximo, vencido en Petovio, buscó refugio en Aquilea, a donde sé dirigió Teodosio en su persecución. Desertaron muchos soldados de Máximo, que quiso entregarse a Teodosio, pero éste no aceptó: dejó que muriera a manos de la soldadesca y que su cabeza fuera paseada por todas las provincias del Imperio. Valentiniano II fue restablecido en sus dominios y obtuvo también los de Graciano, pasando a controlar todo el Occidente, aunque ello fuera de un modo más teórico que práctico. De hecho, Teodosio permaneció en Italia hasta el 391, teniendo bajo su control todo el Imperio. 6.

El fin de Teo do sio y la división del Im p erio

Bajo la tutela de Arbogasto quedaba en Occidente Valentiniano II. Pronto surgieron problemas entre ambos y el emperador quiso solucionarlos con el cese de Arbogasto, a lo que éste se negó. Al poco tiempo, el emperador apareció muerto. Arbogasto no retuvo el poder para sí, sino que colocó en él a Eugenio, que pidió a Teodosio su reconocimiento. Teodosio rehusó y inició la ofensiva en el 394; en Flavio Frigido, después de un combate que duró dos días, obtuvo la victoria que lo dejaba como único emperador de todo el Imperio. Sin embargo, al año siguiente, después de haber viajado a Roma por segunda vez, cayó enfermo en Milán, donde expiró, según se cuenta, con la bíblica palabra dilexi en los labios (395 d. de C.).

II.

1.

A D M IN IS T R A C IO N

D ivisiones del Im p e rio

El aumento de los prefectos del pretorio que había llevado a cabo Constan­ tino daba pie a una nueva reorganización administrativa, desde el momento en que se les asignaban circunscripciones territoriales muy amplias, que agrupaban una serie de diócesis y que se conocían con el nombre de prefecturas. Estas no tuvieron nunca el mismo número ni fueron creadas a la vez, pero generalmen­ te funcionaron tres: la de «Oriente» (con las diócesis de Egipto, Oriente, Ponto, Asia y Tracia), la de las «Galias» (con las diócesis de Britania, Galia, las siete provincias de Hispania) y la de «Italia» (con las diócesis de Mace­ donia, Dacia, Ilírico-Panonia, Italia Annonaria, Italia Suburbicaria y Africa). Los límites de estas tres prefecturas parecen no haber sufrido modificaciones durante el reinado de Teodosio; más tarde, sin embargo, a la muere te Teo-

333 A D M IN IS T R A C IO N

Fici. 41.

El Im perio

R om ano

en el 395.