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Spanish Pages 125 [127] Year 1995
COLECCION FORJADORES DEL PERU
MANCO INCA Juan José Vega
VOLUMEN 1
COLECCION FORJADORES DEL PERU Volumen 1: Maco Inca Director de la colección: Dr. José Antonio del Busto Duthurburu
Carátula: Oscar López Aliaga
1.5. 1.5.
B. N. 84-8389-600-1 (Obra completa) B. N. 84-8389-601-X (Este volumen)
Fue en unos "aposentos de los reyes Incas", ubicados cerca de los soberbios templos y palacios de Tiahuanacu, donde nació Manco Inca, quien con el correr de los años habría de convertirse, gracias a sus hazañas, en el americano más importante de su época, al lograr contener por un tiempo el proceso de expansión europea sobre el continente, cual ninguno de los demás caudillos indígenas americanos. El nacimiento de Manco debió de suceder hacia 1515, si nos atenemos a diversos testimonios. Por aquel entonces, su padre, el Inca Emperador Huaina Cápac acampaba en Tiahuanacu encaminándose hacia el sur, a fin de culminar la conquista de Chile. El feliz acontecimiento dinástico bien pudo ocurrir en abril, puesto que en el Cuzco se habría tenido que aguardar el término de la temporada de lluvias para la salida del numeroso ejército incaico y de su cortejo imperial. Este, como era costumbre en aquellos tiempos, comprendía un vasto séquito dentro del cual figuraban las mujeres escogidas del Inca y de sus capitanes. Una de las damas cuzqueñas era "Mama Runtu"; y fue ella la que alumbró a Manco algo más allá de la ribera sur del Titijaja, cuna remota de la nación de los cuzcos según ciertas leyendas, parajes donde se yergue -en medio del lago- la Isla del Sol. Imperio en marcha, la capital prácticamente tenía sede donde el Inca Emperador hacía tender en cada jornada su vistosa carpa de banderas y plumas multicolores. Desde allí, en cualquier sitio que se hallare, gobernaba "las cuatro partes del mundo": el Tahuantinsuyu. Un trono itinerante y diversas sedes del poder constituían usos necesarios en una sociedad en veloz expansión política y militar, fruto del impulso de los
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cuzcos, que sentíanse llamados a sojuzgar el mundo por designio del dios supremo Viracocha. Por todas partes esta nación se expandía fundando ciudades y con mitimaes de paz y de guarnición. Por eso, tras saber del parto, el propio Huaina Cápac al estrechar al crío tal vez meditó, una vez más, en la vastedad del Imperio, recordando que él mismo había nacido en la lejana Tumebamba, en el norte, lugar muy distante del Cuzco; aunque en circunstancias similares, esto es, dentro del más puro linaje imperial, al igual que aquel niño que venía al mundo con su abolengo Hanancuzco en las punas aimaras de la nación de los pacajes. Todos conocían en la sociedad incaica que el ancestro y la sangre eran los factores que determinaban la patria: no el suelo. Y la venida al mundo de un príncipe real, allí donde naciese, constituía todo un suceso. Por ello habría festejos. Pero únicamente las pallas cuzqueñas, entre ellas las demás mujeres de Huaina Cápac, habrían podido ingresar al recinto donde había dado a luz Mama Runtu, a fin de participar en los ritos festivos; porque las demás esposas y concubinas, las "extranjeras", tuvieron que conformarse con conocer desde fuera el acontecimiento, con excepción -tal vez- de alguna dama de honor. Entre ceremonias propiciatorias se le perforarían entonces al recién nacido los lóbulos de las orejas con fina aguja, como a todos los crios de la aristocracia imperial. Luego, en el regazo de su madre, muy arropado, cual era la costumbre, iría en litera hasta Cochabamba, donde se quedarían miles de mitimaes cuzcos. Después, todos los demás del ejército y del cortejo seguirían la marcha hacia el Maulé; y quizá, por las sendas de las cumbres nevadas, tocarían Biobío, acompañando Mama Runtu al Inca, su esposo, rey y señor. De la madre de Manco no se sabe mucho, aunque sí que era "hermosísima" y más blanca de lo común, de donde vino aquello de llamarla Mama Runtu (runtu es huevo), porque su verdadero nombre era Shihui Chimpu. Pertenecía a un encumbrado linaje de los cuzcos, al de Anta, lugar de donde fue también oriunda la madre de Ninan Cuichi, joven designado más tarde por Huaina Cápac para la sucesión en el trono (tiana). En suma, era magna la prosapia del recién nacido. Por algo lo llamarían Manco, nombre del fundador del Cuzco, rarísimamente usado, lo cual nos induce a suponer que las calpas (augurios) debieron serle en extremo favorables en su cuna y tales vaticinios se
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reiterarían durante las jornadas en el Collasuyu. Ninguno de sus hermanos (y tendría ya más de cien para entonces) había alcanzado semejante privilegio. De regreso de la triunfal expedición al sur de Chile, Huaina Cápac y Mama Runtu retomaron a tierras cuzqueñas, región de la cual su vás- tago nunca saldría. Algún tiempo después el Emperador partió a Tumebamba llevándose a varios de sus hijos, entre ellos a Atao Huallpa, a la sazón ya de unos veinte años. La formación de Manco la dejó confiada a poderosos deudos maternos de su retoño, así como a sabios (amautas), a maestros (yachachic) y a expertos servidores, yanas de variados oficios importantes. Desde niño Manco tendría que concurrir a ceremonias religiosas, reverenciando a numerosos dioses, pues eran cerca de dos mil. Esta infancia fue inquietada por cierto desasosiego de los suyos. Debió percibir preocupación en sus mayores. Oiría hablar de que lejos, muy lejos y desde poco antes de que naciese, habían aparecido unos seres misteriosos, como salidos del mar. Lo afirmaban balseros que venían de remotas comarcas litorales de más allá de la frontera imperial. Ellos los consideraban dioses. En el Cuzco se preguntaban si los extraños personajes no serían los del cortejo de Viracocha, el máximo dios, o el mismo dios con sus hijos, que muchos tuvo. Todos ellos se habían ido por las aguas, justo hacia esos parajes, cuando la creación del mundo. Estos rumores se fueron acentuando conforme crecía. Cuando llegó a los diez años las versiones se habían vuelto insistentes. No eran -claro está- sino exploradores y descubridores españoles en pos de nuevos reinos: Vasco Núñez de Balboa, Pascual de Andagoya, Francisco Pizarro y Diego de Almagro merodeando por costas distantes del océano Pacífico. Pero en el Incario, donde se desconocía Europa y el resto del mundo, nadie, obviamente, podía entender lo que ocurría. Aun más, en las diversas naciones del Imperio de los Incas, imbuidas de religiosidad y de magia, entre mitos y leyendas, a todo se tendía a dar una explicación divina. Precisamente, los primeros maestros de Manco fueron sin duda umos (sacerdotes), pero éstos nada pudieron esclarecer sobre un posible retorno de Viracocha y de sus hijos; aunque sí, le enseñarían las com
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plejidades de los dogmas y de los ritos del Incario, destacando siempre la diferencia entre los dioses tutelares del Cuzco y los de las demás naciones del Imperio, de nivel inferior y, en ocasiones, enemigos. Pronto acudirían ante el principito otros personajes de la Corte para darle mayores enseñanzas, las que correspondían a un niño de pura sangre cuzco, respecto a los roles que podría desempeñar en el futuro como hijo de Huaina Cápac, habido en palla de panaca, esto es, en dama de linaje cuzco.
LA JUVENTUD El niño llegó a la adolescencia escuchando a diario las proezas de su padre en el extremo norte del Imperio. Alcanzada la virilidad participaría, con otros jóvenes de la nobleza cuzco, en la ceremonia del Huarachicu; ese día ancianos de abolengo, tras cortarle sus muchas trencillas, le dieron las huaras (bragas) y le colocaron en las orejas los discos de oro que eran la mayor prueba de su linaje. Durante aquella misma celebración le raparían el cabello; lo cual era otro símbolo, esta vez de la rama incaica de los Hanancuzco, la más señalada y mayoritaria. Actos todos cumplidos entre admoniciones de sus mayores y un complicado ritual. Al final, él con los demás jóvenes -conforme a la costumbre de la festividad-, partirían en veloz carrera hacia el Huanacaure, la más elevada de las cumbres en el camino del Collasuyu, montaña que representaba al dios Ayar Cachi, uno de los fundadores míticos del Cuzco. Desde entonces, en los santuarios de Anta y en los palacios del Cuzco, recibió Manco una instrucción más intensa, la que le permitiera entender poco a poco ese enorme Estado Imperial de tantísimas naciones; porque dada su prosapia comentarían sus maestros- hasta parecía destinado a gobernar algún día cualquiera de las comarcas del Imperio. Al joven Manco le sorprendería saber cuán numerosos eran sus hermanos; centenares, quizá quinientos, como lo aseveraría el cronista quechua Guarnan Poma; pero de diversos estratos. La Coya Imperial solamente había alumbrado dos hijas y carecían, por tanto, de acceso al trono (tiana). Decenas eran, como él, hijos de damas cuzqueñas (pallas). Los demás hermanos venían a ser semicuzcos, hijos de su padre
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Huaina Cápac en infinidad de princesas provincianas, esto es, "extranjeras", como la caranqui, madre de Atao Huallpa. Notaría que los hermanos todavía no se diferenciaban mucho entre sí, pero que los mayores, de la vieja aristocracia de los cuzcos, sí eran celosos de los rangos, fueros y privilegios. Aun más, despreciaban a los semicuzcos en su fuero íntimo, como toda casta que al pregonar su origen divino remarca insalvables distancias sociales. Por entonces se iría compenetrando más con la capital imperial: el Cuzco, en la cual había crecido; sólo entonces se daría cuenta cabal de que era una ciudad de templos y palacios, asiento de los linajes incaicos de más abolengo. Pero era una urbe donde las momias de los antiguos reyes constituían el eje del poder político y económico, a través de su cuantiosa descendencia (panacas), en medio de complejas ceremonias. Asimismo, Manco se hallaba ya en condiciones de observar que la mayor parte de los residentes del Cuzco eran "extranjeros", vale decir hombres de las más distintas partes del Imperio fijados allí para siempre como mitimaes. Otros desempeñaban servicios temporales como mitayos (trabajadores rotativos). Y no faltaban los adscritos de por vida a un gran señor, en cuyo caso se les conocía como yanas. La familia de Mama Runtu, su madre, contaba por cierto de unos y de otros, a quienes se encomendaba las labores manuales y los trabajos físicos en general. Tales servidores, yanas, que eran muchos miles en el Cuzco, procedían esencialmente de las provincias, aunque también los había de la nación cuzco. Los de guarnición eran esencialmente yana-guerreros cañaris y chachapoyas. Vería que en su entorno había también yanas de alto nivel, con servicios calificados, maestros inclusive; estos últimos eran, en lo esencial, hijos de grandes caciques de naciones rivales del Cuzco. Repararía también en que todos los nobles de jerarquía contaban con yanas y mitayos. A causa de su línea materna, que no era de la más elevada nobleza cuzqueña, Manco carecía por entonces de toda opción para ocupar el trono imperial. No se hallaba, pues, en la línea inmediata de sucesión, pero los sabios amautas que rodeaban a los príncipes debieron notar en él las condiciones que más tarde mostraría a plenitud. Se esmerarían entonces en adiestrarlo en la administración y en el conocimiento del manejo del Estado. Si así fue, no le ocultarían, por tanto, las graves dificultades que enfrentaba el Imperio: dificultades propias de la expan
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sión, cierto, pero no por ello menos agudas. La más delicada de las situaciones, que probablemente le mencionaron, bien pudo haber sido "que la nación del Cuzco estaba derramada por todas las provincias en la administración", como señalaría Miguel de Estete; dispersión que cubría de Pasto al Maulé y desde el mar hasta las selvas altas. El eje, que era el Cuzco, se había debilitado. Una treintena de ciudades habían nacido por obra de los cuzcos en las más distintas comarcas, pero ello no remediaba el mal principal, el debilitamiento demográfico de la metrópoli imperial y de su región base y matriz. Manco entendería que una periferia más vigorosa no había redundado siempre en beneficio de la sede central del poder. Aun más, Tumebamba, la metrópoli del norte, fundada por Túpac Inca Yupanqui, su abuelo, y Cochabamba en el sur, mostraban -según le contaban- síntomas de creciente autonomía. Tumebamba, además, poseía una mayor modernidad, a la par que notable riqueza, como asiento de representantes de todas las panacas y congregación de mitimaes cuzcos. Parecía urgente, a raíz de estas presiones, reforzar al Cuzco mismo, ciudad que, sin embargo, mantenía su prestancia, sobre todo en lo religioso. Así era todavía, a pesar que los dos últimos Incas, su padre y su abuelo, habían preferido residir en la espléndida Tumebamba. Y Huaina Cápac no daba muestras de querer retomar al Cuzco. Se le explicaría a Manco que la dispersión de los cuzcos era fruto de la política expansiva de la aristocracia. Y que tantas guarniciones y tantos mitimaes se habían tornado imprescindibles a causa del tamaño adquirido por el Imperio. Era necesario controlar -le argüirían- a unas trescientas noblezas provincianas vencidas. Estas, en numerosos casos guardaban rencores al Cuzco Imperial; aliadas a la fuerza, no eran de confiar plenamente. De todas maneras, si semejante expansión antes había resultado factible gracias a la alta densidad demótica de las poblaciones ubicadas entre los ríos Urubamba y Paucartambo, asiento de los clanes cuzqueños en general, el Cuzco ya se hallaba agotado demográficamente. Los más calificados de los sabios orejones y de los yanas fieles que rodeaban a Manco, le advertirían también que existían otros peligros sociales. Uno de ellos era el ascenso en fuerza de los semicuzcos, esos mestizos hijos de cuzqueños en mujeres "extranjeras". Si bien la poligamia había sido inicialmente positiva, al cimentar el poder en las pro
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vincias mediante matrimonios múltiples de los "orejones" con mujeres del lugar, la práctica se había multiplicado de tal manera que tomábase en riesgo político, por el alto número de la descendencia de esos nobles. Le advertirían a Manco que los semicuzcos de prosapia, que eran hijos y nietos de los cuzcos conquistadores, resultaban ya de un número muy superior a la aristocracia de pura sangre cuzco, esto es, la de las panacas en general. A la vez, aquellos semicuzcos eran requeridos por el Estado Imperial a fin de cubrir las necesidades administrativas en tantísimas provincias y naciones. Se le indicaría a Manco que por ello la influencia de esos "mestizos" se había desarrollado tanto, pero tal vez por igual las secretas ambiciones que guardaban en sus pechos. Todo esto constituía un nuevo riesgo para la antigua nobleza cuzco, creadora del Imperio, dado que por diversas partes se veía a los integrantes de aquel estamento ejerciendo mandos estatales medios y aun altos, mostrando sus crecientes anhelos, a veces con gran favor del rey Inca, que los necesitaba. De todo aquel grueso sector nobiliario semicuzco, el más vigoroso era el de los príncipes, por ser hijos del monarca. Quizá los maestros que rodeaban a Manco no se atrevieron a expresárselo con nitidez, pero le dejarían entender que esa prole de Huaina Cápac y en general los nietos de Túpac Inca Yupanqui constituían el sector más inestable del Estado Inca, a causa de una ambigua situación. Por un lado poseían una alta investidura paterna, pero esta condición se hallaba menoscabada por su exclusión del sistema de panacas del Cuzco, segregación que provocaba naturales resentimientos y la cual se derivaba, en forma insalvable, del origen materno provinciano y "extranjero", de distinta nación. Para mayor complicación social, aquellos príncipes semicuzcos contaban con el respaldo de sus madres, princesas ricas todas -pero no cuzqueñas- oriundas de los más diversos lugares del Imperio. Y no era asunto de poco vuelo el de los semicuzcos, dados los cientos de príncipes que en tal condición habían nacido, que eran la mayoría de sus propios hermanos. Además, algunos de ellos tenían madres de mucha presunción, como Atao Huallpa y Paullo Topa. A los palacios de Anta -donde quizá pasó Manco la mayor parte de su infancia y juventud- llegarían también maestros para advertirle
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de otros riesgos que cerníanse sobre el aparentemente vigoroso Imperio. Le hablarían de los yanas, esos servidores que Manco estaba acostumbrado a ver desde su más tierna infancia. Nunca por ello había reparado en las características sociales de este grupo, cuyos servicios plenos y vitalicios le parecían naturales. Jamás le habían dicho, sin embargo, que su número aumentaba sin cesar en todo el reino, por exigencias de una aristocracia cada vez más encumbrada y por el mismo progreso de la sociedad, que requería de servidores a tiempo completo, en artes y tecnologías. Maestros experimentados le indicarían a Manco que el número de los yanas de alto rango había crecido peligrosamente en la administración, a causa de la multiplicación de los yana-curacas. Estos caciques plebeyos y muy dependientes eran hombres rodeados de privilegios que, como pertenecían de por vida al Inca o a algún o rejón, traslucían a veces cierto descontento. Muchos constituían un peligro potencial. Pero, a la vez, la presencia de esos funcionarios plebeyos devenía inevitablen por el crecimiento desmesurado del Estado Imperial, tema del cual había oído hablar a otros maestros. No había ya orejones en número suficiente para asumir tareas en tantísimas y tan distantes y lejanas provincias: los yana-curacas se habían vuelto un mal necesario; y a veces, incluso, abusaban de la confianza concedida. Simultáneamente iba brotando una situación aun más enrevesada. Los amautas se sintieron-sin duda- en la obligación de comunicársela al joven príncipe, cuya educación les había sido encomendada. Al fin y al cabo Manco -como ellos lo reconocían- estaba llamado para altos cargos gracias a su condición social y a su inteligencia. Debía, por tanto, estudiar hasta las más adversas realidades. El punto en cuestión se relacionaba con las aspiraciones mayores de los jefes militares de origen plebeyo. Porque esos yanas, los yana-guerreros, sentíanse cada vez más poderosos. Algunos provenían de pequeñas noblezas vencidas; otros eran de extracción popular y habían ascendido exclusivamente con propios méritos. Pero en todos los casos eran absolutamente dependientes de los grandes señores. No va demás incidir en que su rol (al igual que con los yana-curacas) había aumentado rápidamente en los últimos decenios a causa de la expansión gigantesca y veloz del Imperio. Pues bien, estos yana-guerreros
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tenían en sus manos gran proporción de las armas. Eran los especialistas de la guerra, los auca camayos de los nuevos tiempos. Manco debió preguntar por las causas de tal realidad; al inquieto príncipe se le respondería con palabras sencillas que los aristócratas veían su poderío en peligro; porque ya no podían tener en sus manos, como antes, todos los mandos castrenses, sencillamente porque faltaba gente de alcurnia para tantas campañas y guarniciones, más si se piensa que muchos orejones morían durante las guerras. A la postre había resultado inevitable recurrir a guerreros cuzcos experimentados, aunque fuesen plebeyos y aun esclavos, que tal era el status de los yanas. Pero lo que al principio fue de excepción, pronto se hizo común. De esta suerte -según la explicación dada-, esos "yanas de guerra" (ex campesinos, ex caciques de bajo nivel, etc. ) eran quienes en la práctica, tras años de contiendas, habían pasado a controlar el ejército en varias regiones. Los maestros terminarían mencionándole a Manco ejemplos concretos y cercanos: Rumiñahui, de Paruro; Quizquiz y Challcochiina, de Anta; Yucra Huallpa, del Cuzco. Eran todos yana-Generales. Mas a pesar del boato que mostraban, no eran hombres de linaje sino gente encumbrada gracias a su coraje y su inteligencia. Vivían bien, pero seguían siendo yanas. Dependían del Inca. Eran pertenencia del Inca, pero mandaban directamente miles y miles de yana-soldados de múltiple origen étnico. Por encargo de sus señores, claro está ¿pero hasta cuándo resistiría esta subordinación? En verdad formaban un cuerpo como en Turquía el de los jenízaros o los mamelucos iniciales. A Manco le aclararían que lo más grave para el Estado Imperial partía del hecho que esos plebeyos a veces dejaban sentir su deseo de obtener mayores privilegios y hasta de lograr la ruptura de los lazos de dependencia que los ataban al Inca o a cualquier gran señor orejón. Esa servidumbre de por vida que los agobiaba.
LOS DIOSES Y LAS CATASTROFES Tenía Manco trece años cuando llegaron de la costa noticias sorprendentes; chasquis informaron a Huáscar, a la sazón gobernador del Cuzco, que los posibles dioses habían reaparecido, esta vez frente a Tumbes y avanzaban al sur por el mar.
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Era Pizarro. Fueron fugaces sus desembarcos en ese 1528; con algunos de los trece del Gallo y el carabelín de Bartolomé Ruiz, consumó el descubrimiento de tierras ricas y pobladas que la soldadesca española ya había bautizado como Perú. Por la brevedad de esos contactos marinos, Huaina Cápac no tuvo modo de informarse adecuadamente de la condición divina o humana de los raros seres ultramarinos. Manco, con la curiosidad de su edad, escucharía los relatos de quienes repetían el mensaje tallán de las costas del norte. Las hipótesis eran muchas. Que habían retornado los hijos de Viracocha. Que eran sus emisarios o criados. Que era el propio Viracocha con su cortejo. La desbordada imaginación daba cien versiones, porque la ciencia inca nada podía frente a semejante desafío. Sin duda los extraños visitantes tenían poderes divinos o quizá mágicos. Traían consigo abundante alimento para dioses: ese mullu rojizo del norte, y hasta en varios colores (lo cual no era sino la vulgar chaquira española de vidrio); uno de ellos esgrimía el rayotrueno-relámpago (el arcabuz); viajaban en algo que unos calificaban como ''torre flotante" y otros como "isla que se mueve" (el carabelín); navegaban increíblemente contra los vientos, las mareas y las corrientes (gracias a la vela latina); tenían un hacha y otras herramientas y armas muy cortantes (con el hierro). Además, habían aparecido por el mar de Manta, paraje por donde, precisamente, se marchó Viracocha con su gran séquito en tiempos inmemoriales de la creación del mundo. Todo parecía indicar la divinidad de los visitantes. Interrogados los mensajeros sobre el trato que daban a la gente, decían que se mostraban generosos. Aseverábase que podían ser dioses. Dioses buenos. Viracocha y su corte. Informes complementarios aludirían a animales extraños (el gallo, el cerdo); a que vestían muy cubiertos, como momias (las calzas y otras ropas europeas); que tenían corazas y armas de plata (confusión con el hierro ligero). Mostraban raras barbas largas. Huaina Cápac dispuso que se les siguiera el rastro, para reverenciarlos. Pero nunca los alcanzaron. Ellos bajaron en Tangarará, en Sechura, en Chérrepe, en Santa y en algunos puntos más. A causa de la movilidad que mostraban, los funcionarios, jamás lograron ubicarlos. Y finalmente los supuestos dioses desaparecieron. Por donde habían venido. Por la ruta marítima de Viracocha. Gran alboroto se produjo en
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las cortes del Cuzco y de Tumebamba. Pero los amautas, los umus y los laicas (sabios, sacerdotes y hechiceros) fracasaron al intentar respuestas coherentes. Manco escuchó así, alelado, que Viracocha había retornado otra vez al mundo. Todavía reinaba la incertidumbre cuando empezó un suceso terrible: la peste. Era a mediados de 1528. Los españoles habían traído los virus incubados de la viruela; o llegó por vía de balseros. El mal empezó a causar estragos horrorosos en la población incásica del norte. Todos carecían de inmunidad biológica para esa enfermedad nueva, que en estos casos aparece como una maligna lepra que destroza la cara y partes del cuerpo y mata casi sin remedio entre calenturas torturantes. Perecieron cientos de miles. Tal vez más. Muchos se preguntarían en vano si sería castigo de los dioses. Pero nadie podía responder nada; nadie sabía nada. En medio de tal incertidumbre creció aun más la religiosidad. Manco asistiría por entonces a innumerables preces, rogativas y ofrendas. Entretanto iban cayendo en el norte personajes visibles de la aristocracia, tratados por la peste igual que los pobres campesinos y pescadores. Manco fue oyendo cómo, aterrados, contaban su madre y sus deudos, la muerte del gobernador de Quito y del jefe del ejército Hanancuzco. Rogaría a Viracocha junto con todos los suyos- que el mal no llegara hasta el sur. Finalmente, el propio Huaina Cápac, encerrado entre murallas impenetrables de piedra, cayó con el mal. Fue en Tumebamba. Pero el Cuzco se salvó. La peste contuvo su marcha. A la muerte del Inca Emperador, los Hanancuzcos tumebambinos fueron a buscar al heredero del trono, Ninan Cuichi, pero éste había también fallecido en la peste, no lejos. Los estragos habían sido tremendos. Como consecuencia de los dramáticos acontecimientos, el Imperio afrontó días acéfalos durante el tercer trimestre de 1528. La imprevista crisis sucesoria creó más de un conflicto, puesto que varios príncipes cuzcos, hijos de Huaina Cápac, poseían un alto linaje materno y aspiraron a ceñirse la mascapaicha. Ocurría que el único vástago vivo de Huaina Cápac en la Coya Imperial era Asa Pacsi, quien por ser mujer no tenía derecho a la sucesión, a causa de las leyes patriarcales vigentes en el Incario. Por cierto que
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Manco carecía de mayor opción para el incazgo por cuestión de ancestros, como sabemos. Otros hermanos, hijos también en pallas cuzqueñas, eran de mayor linaje, como Huáscar, Cusi Atauchi, Tilca Yupanqui, Túpac Huallpa, Sayri y Atoc Xopa. Por entonces escucharía en Anta lo que comentaban su madre Mama Runtu y otros deudos sobre la crisis interna. Al final, la fugaz acefalía se resolvió cuando los sacerdotes solares del Cuzco se inclinaron por Huáscar, al fin y al cabo gobernador de la capital del Imperio puesto por Huaina Cápac. Era un Hanancuzco e hijo de Rahua Ocllo, una de las principales pallas del difunto emperador. El abolengo de Rahua Ocllo había roto las incertidumbres. Pero no fue un paso fácil el dado por el clero helíaco en esta grave coyuntura. Así, el joven príncipe Manco, atribulado, tuvo que asistir en aquellos días a una sucesión de acontecimientos. Contempló sin duda las ceremonias del arribo de la momia de su padre, traída en andas desde Tumebamba y tal vez al desconcertante matrimonio de ese ilustre cuerpo con Rahua Ocllo, la antigua favorita, a fin de "legitimar" y favorecer al hijo de ambos: Huáscar, que seguía ejerciendo como gobernador del Cuzco. Las exequias al difunto emperador, rodeadas de la pompa imperial, tendrían a Manco entre los concurrentes más señalados, ocasión en la que pudo conocer a muchísimos de sus hermanos, cuzcos y semicuzcos. Luego se sucederían episodios como la victimación por Huáscar de importantes sacerdotes y de otros personajes, y el deterioro de la relación del nuevo rey Inca con su hermano paterno Atao Huallpa, quien por entonces solamente pedía que se le dejase al frente de la reducida zona de Quito, una hilacha del Imperio; príncipe, aquél, hacia quien muchos del Cuzco ya manifestaban recelos, principalmente a causa de que -por una u otra razón- no se había presentado jamás en la capital desde su partida; ni siquiera había venido acompañando la momia de Huaina Cápac, su padre, que tanto lo había amado. Manco supo luego que, incitado por gente acantonada en el norte, Atao Huallpa actuaba cada vez con mayor independencia y que hasta ordenó construirse allí unos espléndidos palacios. Y que mandándoselo el Inca se negó a concurrir al Cuzco, Huáscar entonces ordenó castigar
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a ese su medio hermano, a quien veía muy inferior a causa de ser la madre una princesa carangui, de las vecindades de Quito, mediana urbe norteña de los confines imperiales. Aprovechando el gran desconcierto reinante, los yana-guerreros del norte del Imperio decidieron actuar. Hartos de las altas jerarquías aristocráticas de las panacas, incitaron al príncipe semicuzco Atao Huallpa hacia una revolución regional, que rompiese lazos con el Cuzco a fin de crear una sociedad que diese un mayor espacio a estamentos postergados, lo cual sólo podría alcanzarse a expensas de los inmensos privilegios de la aristocracia imperial. Promotores de este alzamiento fueron los yana-Generales de la nación cuzco, ya enaltecidos por Huaina Cápac, a pesar de la baja posición que ocupaban en la sociedad. Manco oyó de nuevo algunos de los nombres: Quizquiz, Challcochima, Rumiñahui, Yucra Huallpa, Maila y Chaicari. Cuzqueños pero plebeyos, todos habían decidido romper el férreo dominio de las panacas imperiales. Sentimientos también sediciosos, aunque de otra naturaleza, anidaban en el corazón de muchos nobles medios. A los jefes militares no les resultó complicado convencer al príncipe semicuzco Atao Huallpa de que tomase una decisión; al fin y al cabo con él habían sido compañeros de varias campañas. Todo marchó con presteza. La relativa autonomía que Atao Huallpa forzó a fines de 1528 habría de ser rechazada por Huáscar, quien finalmente recurrió al uso de las armas; el usurpador llegó al extremo de ceñirse en Tumebamba una falsa mascapaicha, proclamándose rey Inca regional, a lo cual no tenía ningún derecho, ni constituía tradición, según le explicarían a Manco al pormenorizarle los sorprendentes acontecimientos del extremo norte. Porque aquel Atao Huallpa -tal como se lo recalcarían sus tíos- no era sino un cuzco a medias, un hijo de extranjera, ajeno por completo a cualquier línea dinástica de sucesión; privilegio que solamente las panacas poseían por intransferible derecho de sangre. Manco vio salir en 1529 al ejército del príncipe imperial Atoc, quien con sus orejones venció a Atao Huallpa en la región de Tumebamba y llegó a capturarlo. Pero luego supo que el insurgente había huido con apoyo local y que, con sus yanaGenerales, preparaba una ofensiva; y que, de inmediato, el rebelde cobró la revancha, radicalizando luego sus posiciones en Tumebamba, tras matar a Atoc.
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Era la primera vez que un orejón de panaca moría condenado por orden de un hombre que, como Atao Huallpa, era noble de nivel social mucho menor. Probablemente el joven Manco no comprendió lo que acaecía: una verdadera revolución se había iniciado. Luego Manco oyó a sus mayores que los alzados aspiraban a la formación de un reino autónomo y distinto en el norte, dentro de un sistema que iría concediendo mayores libertades a los y anas de alto nivel, bajo el predominio de los príncipes semicuzcos. Pero esta pretensión, que se reiteró, acabó rechazada del todo en la capital imperial, pues constituía una auténtica sedición social y la destrucción de la base de las panacas imperiales; mas, no debieron faltar en el Cuzco numerosos semicuzcos y sus servidores que secretamente simpatizarían con Atao Huallpa. Huáscar, sintiéndose amenazado, rodeado, y tal vez víctima de una paranoia, viendo enemigos por todas partes, exageró la represión y probablemente contribuyó, sin querer, a desintegrar su poder, atacando y persiguiendo a muchos de su entorno, incluso a deudos cercanos. Pero también era cierto que la revolución había empezado a propagarse. El problema regional segregacionista de Quito amenazaba cubrir todo el imperio, merced a la actitud esquiva frente a Huáscar de muchos caciques no cuzqueños de diversas comarcas. Tras la paz de Cusibamba, que duró tres meses, se reiniciaron las hostilidades. Fue una sucesión de catastróficas derrotas para el ejército imperial, no obstante el heroísmo de la élite orejona; todas aquellas batallas fueron muy sangrientas y la de Yanamarca resultó una matanza que duró tres días. Manco asistiría en el Cuzco a los honores rendidos a los capitanes caídos en las renovadas campañas. Seguramente el príncipe preguntó sobre la causa de la serie de triunfos casi ininterrumpidos de las huestes de Atao Huallpa; porque le resultaría inexplicable que las poderosas huestes imperiales fuesen continuamente derrotadas en una decena de batallas por una tropa regional, sin comando de orejones cuzcos y dirigida más bien por despreciados plebeyos levantiscos. Pues bien, se le respondería a los amautas que era obra de los yana-guerreros. Porque si, en general, sólo en algunas áreas los yanas habían roto con sus señores, constituía un hecho innegable que en el norte el sector de los yana-guerreros había dejado del todo la obediencia. Rebelándose contra el Cuzco -tras matar a los aristócratas de panaca- pasaron ellos a tomar los cargos importantes
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del ejército rebelde. Y esos ex esclavos de guerra eran, por razón de trabajo, los mejores expertos en pelear, los encargados del oficio de la guerra, los "oficiales" de las artes bélicas. Ellos eran pues, los autores de las victorias ataohualpistas. Y expresarían también a Manco que si algunos orejones rapados de Tumebamba, por ambiciones bastardas, despecho o frustración, habían apoyado inicialmente la rebelión en 1529, éstos ya se estaban apartando de Atao Huallpa. Poquísimos de ellos quedaban en el entorno del audaz semicuzco sublevado. Pero tal vez no se atrevieron todavía a decirle que era demasiado tarde para frenar la revolución; que la sedición cubría casi todo el Chin chaysuyu, la más importante región. Pero sí tuvieron que explicarle que el gesto de Atao Huallpa de coronarse, era el símbolo de una guerra iniciada contra todos los linajes cuzqueños puros, los de las panacas, cuyo exterminio regional proclamaba Atao Huallpa, insinuando un reparto de los cuantiosos bienes acumulados. Se le diría, asimismo, que la sublevación iba siendo un éxito a causa de la insurgencia de diversas tierras del Imperio al amparo de muchos de los cientos de hermanos semicuzcos de Atao Huallpa, y también por la colaboración de otros "mestizos" semicuzcos (hijos de Apus, de Tocricocs, de Hunus, en princesas provincianas). Quizá algún consejero más allegado al joven príncipe pudo hablarle de otro problema igualmente delicado: varias naciones del norte habían proclamado su autonomía (huancahuilcas, chachapoyas, agua- runas, etc. ), aprovechando la sublevación ataohualpista y la subsiguiente guerra civil provocada por la revolución. Precisarían que lo más grave era el sesgo antipanaca y anticuzqueño que en varias áreas venía cobrando el alzamiento, convertido ya en una revolución social; y que podría propagarse a otras regiones. En sus proclamas Atao Huallpa hablaba de "arrasar el Cuzco", conforme anotaría Juan de Betanzos. El príncipe semicuzco rebelado ordenó por entonces nuevos ataques militares. En este trance (1531) fue que se supo de la sorpresiva reaparición de los extraños seres (¿dioses? ) que habían llegado a las costas del Imperio en 1528. El Cuzco se estremeció de esperanza, pero Atao Huallpa no se inmutó; siguió adelante con la guerra, y empezó una nueva ofensiva. Nunca, además, había sido hombre muy creyente.
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La ofensiva dio sus frutos y así Atao Huallpa alcanzó renovados triunfos. Siguió perdiendo la contienda el ejército que Miguel Cabello Valboa llama "de los orejones", esto es, de la nobleza cuzqueña. Entre tanto, precautoriamente, el Inca semicuzco alzado envió sus espías a la costa "a ver que gente era" la que otra vez venía. Ellos le garantizaron que los indefinibles visitantes eran humanos, que no eran dioses. Además de datos sueltos, más o menos probatorios, los habían oído gritar de dolor con unas verrugas en Coaque y también los habían visto morir. Entonces, despectivamente, los ataohualpistas los calificaron de "sungasapas", vale decir barbudos, en quechua, nombre que, entre bromas, se impuso en la Corte de Tumebamba. Pero hubo más información: los espías llegaron a decir que los intrusos eran una partida de ladrones y de ociosos, quizá fragmento de alguna bárbara tribu nómada; que asimismo carecían de mujeres y que no poseían arcos ni flechas; pero que los caballos eran sí, de temer. En todo caso lo que les daba confianza era el número escaso de "barbudos" y de las raras bestias. Maltrechos, los españoles de Pizarro avanzaron ocupando la isla de Lapuná, frente a Guayaquil. Luego Tumbes y Piura. Entre tanto en el Cuzco se propagaba otra vez, y muy fervorosamente, la versión de que los nuevamente aparecidos visitantes del norte lejano eran enviados de Viracocha. Y que por ello tendrían que favorecer a la dinastía Hanancuzco. Hay que advertir que, con las distancias, carecían de noticias directas. Huáscar incluso llegó a enviar una misión secreta a Tangarará, según varios informantes (Zárate, Guamán Poma, etc. ), la que habría retornado deslumbrada por los sedicentes "viracochas". Y el hecho fue, efectivamente, que Pizarro partió hacia Cajamarca anunciando que iba a apoyar a Huáscar "el señor natural de estos reinos". Manco vibraría de fe, junto a todos los suyos. La creencia en la divinidad de los siempre extraños visitantes se acrecentó esta vez con otros factores tan aparentemente inexplicables, como los de 1528: traían nuevos animales (caballos y perros, grandes y bravos); por otro lado, no se contagiaban de viruelas, leían el pensamiento (la lectura) y no dormían (las rondas nocturnas). Por estas razones varios huascaristas del norte (sobrevivientes de las matanzas ordenadas por Atao Huallpa) apoyaron a "los viracochas", así como también lo hicieron caciques de etnias vencidas por los Incas
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pocos decenios atrás, o rencorosos con Atao Huallpa a causa de recientes levas y confiscaciones castrenses. Por su lado, las panacas del Cuzco defendían sus fueros; profundizando la actitud de amparar con las armas sus privilegios, pidieron al propio Huáscar que asumiese la conducción de las operaciones. Lo hizo, alentado por las gratas noticias de Piura. Triunfó en Chontacaxas, pero pronto acabó vencido y capturado; fue el golpe final a la nobleza cuzqueña. El Cuzco terminó ocupado por las tropas ataohualpistas. Los jefes revolucionarios vencedores eran -como sabemos- de la etnia cuzco: Quizquiz, Challcochima, Yucra Huallpa y otros. Manco recordaba a algunos, porque eran de Jaquijaguana, junto a Anta, lar materno; sabía que eran hombres del pueblo, plebeyos, yanas, ex esclavos; esos yanas también solían ser hijos de caciques doblegados. Percibía que la situación política se había alterado radicalmente. Manco oiría las acongojadas opiniones de sus mayores, que temían lo peor, porque se sabía que las intenciones de esos jefes militares sublevados eran las de acabar con las panacas, fuesen de los Hanan o de los minoritarios Hurin. Preces y rogativas a Viracocha se elevaron entonces, desesperadamente, pidiendo libertad para Huáscar y justicia para la causa de la dinastía Hanancuzco. Y como si realmente los dioses se hubieran confabulado para engañar del todo a los cuzcos, se produjo en esos días un aparente "milagro". Atao Huallpa, el omnipotente vencedor, el que parecía el dueño del mundo, el invencible Inca autocoronado, cayó prisionero fácilmente en Cajamarca el 16 de noviembre de 1532. Lo consiguieron aquellos de quienes se sospechaba que eran emisarios de Viracocha. Desde aquel momento se afianzó, por cierto, tal creencia en el Cuzco, aun más que antes. Aquel mismo día el ejército norteño del falso Inca también quedó deshecho. Manco y los suyos, muy en reserva festejarían el suceso, ai igual que los demás Hanan, aprovechando el momentáneo desconcierto de los yanaGenerales ataohualpistas ocupantes del Cuzco, para quienes el goce de la victoria en la guerra civil había durado apenas unos cuantos días. Pero el respiro de los Hanancuzco duró poco. A fines de diciembre llegaba Cuxi Yupanqui a la capital imperial enviado especialmente por
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Atao Huallpa, con encargo de eliminar a las panacas. Ordenó a Challcochima y a Quizquiz el exterminio; primero, de más de mil descendientes de Túpac Inca Yupanqui, el más odiado de todos los linajes incaicos, junto con incontable número de sus servidores yanas. A Huáscar se le mató los casi noventa hijos que se logró ubicar en el Cuzco y los alrededores, así como a sus favoritas; se liquidó luego a todas las que habían sido sus mujeres, abriéndoles el vientre. No se perdonó ni a los niños ni a los ancianos. Muchísimos Hanan se suicidaron para evitar la humillación de verse ajusticiados por sus ex esclavos y sus ex siervos. Y la represión cubrió por igual a losHurin. En verdad, lo que buscaba Atao Huallpa era "la destrucción de toda la sangre real", como apuntó Garcilaso. Guarnan Poma no vaciló en registrar que Atao Huallpa "mató en el Cuzco a todos sus linajes incas, auquiconas y ñustaconas, hasta las preñadas". Pero algunos nobles alcanzaron a evadirse y entre ellos se halló Manco, quien, sin embargo, había sufrido ya vejámenes a manos de los yanas, aunque no sabemos de qué tipo. Entre las víctimas femeninas de la masacre dispuesta por Cuxi Yupanqui cientos de pallas y ñustas- estuvo al parecer Mama Runtu, la madre de nuestro protagonista, pues jamás se volvió a tener de ella ninguna referencia. Manco fue a guarecerse al Antisuyu por la vía de Huayllabamba. Desde algún refugio en las selvas altas de Vilcabamba, se enteraría luego de la cruel eliminación de Huáscar Inca y de toda la familia imperial por orden del apresado Atao Huallpa, suceso ocurrido en la lejana Andamarca, dos meses después de las masacres del Cuzco. Pero también trascendería la desazón del Sumo Sacerdote Solar, Vila Orna ante todos estos acontecimientos, que lo alejaron definitivamente de la causa de Atao Huallpa. Porque éste resultaba responsable, por cuanto seguía mandando desde su cautiverio en Cajamarca, con hábil tolerancia española, ya que sus órdenes dividían más a "los indios". Luego se supo en el Cuzco la ejecución de Atao Huallpa, ocurrida el 26 de julio de 1533; hecho que se vio como un fausto suceso entre los sobrevivientes de los raleados linajes cuzqueños perseguidos; y hubo secreto júbilo, aunque en la misma capital nadie pudo expresar sus sentimientos, por cuanto ella seguía bajo la ocupación militar de los
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yana-guerreros enemigos: chachapoyas, caranguis, y de otras naciones, por cierto entre ellos cuzcos sublevados contra su propia aristocracia; plebeyos todos éstos a quienes nada de lo ocurrido conmovía, comandados siempre por Quizquiz, quien en el caos se había convertido en Sinchi, amparado en sus tropas. En sus mismos reductos, aguardando la hora de la venganza, Manco debió informarse luego de cómo un sector de la nobleza cuzqueña había coronado en Cajamarca a un hermano de padre, Túpac Huallpa; era casi un niño, pero tras las masacres atahualpistas había quedado como el príncipe de mayor alcurnia (coronación que, obvio es señalarlo, se vio con alborozo por los españoles porque consolidaba la escisión indígena). Y también a los dos meses se informaría de la muerte de este Inca en Jauja, envenenado al parecer por el yana-General Challcochima, quien venía cautivo en el séquito de los viracochas. Los supuestos emisarios del dios continuaron su marcha al Cuzco, siempre proclamando la restauración de la legítima dinastía de los Hanan. No sin orgullo Manco se enteraría por esos días de un hecho trascendental: el influyente hermano de Huaina Cápac, el orejón Tísoc Inca, consultando a los restos de la nobleza de panacas, lo había escogido para el incazgo por encima de los pocos príncipes cuzqueños que sobrevivían. Las matanzas dispuestas por Atao Huallpa, eliminando a los jóvenes de mayor linaje, lo habían colocado a la cabeza de la aristocracia imperial, al perecer Túpac Huallpa. Así lo había expresado Tísoc Inca en la asamblea nobiliaria de los cuzcos en Jauja, en los inicios de octubre de 1533, respaldándolo en esto los demás orejones presentes y ante "los emisarios de Viracocha". Manco era, pues, el auqui a quien los Hanancuzcos y los cuzcos en general debían acatar en la línea de sucesión de Huáscar, dado el mayor linaje que, sin pretenderlo, había llegado a ostentar. Conseguida la aquiescencia de los "mensajeros divinales", Tísoc fue a buscar al príncipe en su refugio adentro de Huayllabamba. Mientras se trataba el caso, Manco, Tísoc y otros nobles cuzcos se informaron de que los yana-guerreros sublevados, esta vez bajo Maila, habían peleado bien en Vilcashuamán contra "los emisarios de Viracocha" y que, por su lado, el bravo Quizquiz se aprestaba a defender el Cuzco, tanto de los odiados Hanancuzco como de sus barbados favo
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recedores. Sin duda esos yanas rebeldes ya conocían mejor las nuevas armas que esgrimían los sedicentes interventores divinos, a los que los yana-Generales seguían viendo como un tropel de raros y poderosos bandidos de barbas. Los yanas se hallaban, pues, lejos de retomar al acatamiento de las panacas. La muerte de Atao Huallpa no había menguado sus ímpetus ni sus odios sociales; tampoco se habían desalentado por el repliegue de casi todos los príncipes semicuzcos, promotores y cómplices del alzamiento de 1529, ya reincorporados a la obediencia a las panacas cuzqueñas; y menos había deprimido a tales yanas rebeldes la irrupción y avance de los negados mensajeros de Viracocha, a quienes despectivamente seguían llamando sungasapas. Radicalmente opuesta seguía siendo la convicción de los Hanancuzco. Estos loaban la divina violencia de los "emisarios de Viracocha" desatada sobre los yanas insurrectos. Por ello, sopesando los acontecimientos, Manco, Tísoc, y demás Hanancuzco sobrevivientes salieron de Huayllabamba con rumbo a Jaquijaguana. Aproximándose, se noticiaron de que "el desvergonzado" Quizquiz acababa de dar una cruda batalla en Vilcaconga, matando a cinco de los de Viracocha e hiriendo a muchos. Entre tanto, habían desertado del bando de Quizquiz los yana-guerreros cañaris y chachapoyas de la región. Todo esto apresuró los pasos de los Hanancuzco. Y fue en Jaquijaguana que su conductor, el joven Manco (engañado por su propia religión y por la ficción española), rindió pleitesía como todos los cuzcos de la nobleza, al máximo dios Viracocha en las personas de sus fingidos hijos y emisarios. Era su agradecimiento al auxilio, supuestamente divino, que la deidad más alta otorgaba a la legítima dinastía imperial. Las oraciones a Viracocha y las impetraciones habían sido escuchadas: El Cuzco se salvaría: los nobles semicuzqueños y los esclavos no llegarían al poder, gracias a los designios del dios máximo. Y así, en medio de la esperanza de las panacas cuzqueñas -de sus sobrevivientes mejor dicho-, Manco creyó confirmar la buena voluntad del dios y de sus enviados. Tan asombrado de los "viracochas" como Moctezuma estuvo de los "teúles" (dioses) entre los aztecas, Manco reiteraría su adoración a la máxima divinidad, que (así creía; todos los cuzcos lo creían) tanta ayuda le había otorgado enviando a sus emisarios a fin de eliminar al usur
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pador Atao Huallpa, y que le seguía dando auxilio para aplastar a los yanas rebeldes, a esos ex esclavos de guerra que bajo su yana-General Quizquiz seguían negándose a acatar a la verdadera nobleza; no obstante estar ya muerto al conductor de los semicuzcos, Atao Huallpa, y pese a hallarse dispersos o vueltos al orden casi todos los nobles semicuzcos, que habían sido de los que dieron inicio a la revuelta social que acababa de destruir gran parte de los basamentos de la aristocracia y del Imperio mismo. Pizarro captó bien el momento. Perfeccionando su rol de divino interventor, le dijo al joven príncipe ese mismo día "señor Manco Inca. Os traigo preso a vuestro enemigo capital Challcochima. Véis lo que mandáis que se haga de él". "Mi padre como lo vio, mandó que fuese quemado", contaría más tarde Titu Cusi Yupanqui. Así ocurrió, en efecto, al no poder contener Manco la ira de ver ante sí a un causante de la muerte de su madre, la princesa Mama Runtu, masacrada al lado de tantos aristócratas tras la toma del Cuzco un año atrás apenas; acción en la cual habían tenido rol tan protagónico hombres como el que tenía en sus manos. Debió recordar en aquel momento la masacre de sus hermanos y de sus tíos y la destrucción de las momias más venerables; él mismo había sido objeto de humillaciones por parte de los entonces triunfantes yana-guerreros, que por unos días parecieron dueños del mundo. Muy profundo era el odio que separaba a los principales bandos incaicos en pugna, esto es, a los aristócratas imperiales de los yana-guerreros. Y así Challcochima, notable soldado por otra parte, murió sin clamar perdón ni buscar reconciliación con la nobleza a la cual Manco representaba; al contrario, invocó a gritos a Quizquiz, gran caudillo de yana-guerreros, a que siguiera en la brega, sabiendo que esa noche algunos de ellos andaban cerca de Jaquijaguana, observando cautelosamente cuanto acaecía. A ojos de Manco, la decisión de Pizarro de entregar a Challcochima pareció confirmar la voluntad de Viracocha de apoyar a los Hanancuzco. Juntos entonces, Manco y Pizarro prosiguieron su avance hacia el sur. La acogida al Inca resultó multitudinaria. "Fue tanta la gente que salía a vemos que los campos estaban cubiertos", recordaría Pedro Pizarro de aquella jornada. Cristóbal de Molina habría de anotar que toda la gente de la tierra salía de paz a los españoles y les favorecían
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contra aquella gente de guerra de Atao Huallpa, porque los tenían en gran odio”. Para entonces habíanse juntado ya todas las fuerzas españolas (los presuntos emisarios de Viracocha) con los pequeños contingentes aportados por Manco y los numerosos pero heterogéneos grupos de guerreros indígenas de naciones enemigas de los Incas, que obedecían directamente a Pizarro, huancas sobre todo. Quizquiz salió a enfrentarlos en Anta, junto a Paucarpata, donde se libraría una furiosa batalla; luego de ella, Manco vio cómo se incendiaba parte del Cuzco. Poco después él y todos los de su séquito entraron a la capital en medio de las aclamaciones de la multitud de cuzcos y de otras naciones que veían en Quizquiz un enemigo. Manco, desde su litera, contemplaría gozoso lo que creía el restablecimiento pleno y eterno del dominio de la legítima dinastía imperial, que él representaba. Pizarro, cabalgando a su lado, disimularía una sonrisa. Al llegar al Coricancha, Manco se descalzó. Luego, ya solo, se prosternaría ante el Sol. La ciudad se llenó de preces y de cánticos. El Cuzco en esas horas resultaba a la vez liberado y conquistado; pero en este doble escenario político-religioso solamente los españoles sabían lo que realmente estaba sucediendo. Los demás, poco o nada podían entender del proceso que se desenvolvía. A los pocos días Manco partió en campaña contra Quizquiz llevando algunos miles de guerreros cuzcos escogidos. También fueron con él dos de los supuestos emisarios de Viracocha, Almagro y Soto, con unos setenta hombres; el joven monarca alcanzó las victorias de Capi y Tambobamba sobre aquel sublevado yana-General que, a pesar de toda la crisis que agobiaba al Imperio, continuaba negándose a reconocer la autoridad de las panacas y de los Hanancuzco; más bien trató él, aunque inútilmente, de pactar otra vez con un príncipe semicuzco, Paullo Topa. Pero éste carecía de la fibra de Atao Huallpa. Manco decidió luego retomar al Cuzco. En ese mismo diciembre, seguramente cuando el sagrado solsticio, al recibir el "plumaje blanco" fue coronado por toda la nobleza Hanancuzco sobreviviente, en presencia de Pizarro y de los demás españoles, en compañía de las momias ilustres que habían salvado de las hogueras subversivas de Cuxi Yu- panqui, Quizquiz y Challcochima. Hubo entonces prolongados festejos de los cuzco, inacabables ce
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remonias en la plaza de Haucaypata. Finalizadas estas fiestas y sus ritos, Manco, aguijoneado por los remanentes de la vieja nobleza cuzqueña, no se dio por satisfecho con las derrotas recientes de los yana-Generales enemigos. Decidió, así, perseguir a "aquel traidor del Quizquiz", como lo llamaban los príncipes imperiales incaicos. Juró no detenerse hasta matarlo. Para ello convocó a cinco mil guerreros cuzcos. En esta nueva campaña Manco, hostilizando a sus enemigos, llegaría hasta el río Pampas, desde donde dio la vuelta, encomendando al "viracocha" Hernando de Soto la continuación de la campaña, para lo cual le dejó varios miles de soldados dirigidos por Paullo Topa. Soto y Paullo habrían de infligir en Mariacaya una seria derrota a Quizquiz quien se encontraba debilitado por la guerra de los huancas en las batallas de Yacusmayo y Jauja y la de los táramas, amén de encuentros menores. Al tiempo que Quizquiz se replegaba más al norte, hacia la región de los conchucos y los huambos, Manco, en la antigua capital imperial, asistía a una ceremonia que se le explicaría poco y mal: la fundación española de la ciudad de Santiago del Cuzco, el 23 de marzo de 1534. Aquel día el joven rey actuó con la misma ingenuidad aborigen que había mostrado el 25 de diciembre cuando, a pedido de Pizarro, al levantar dos veces una hermosa bandera multicolor, incorporó formalmente su Imperio al de Carlos V, sin sospechar siquiera la significación del acto ni la existencia de aquel emperador europeo. Manco se ocuparía desde entonces en restaurar el destrozado Imperio, nombrando a orejones Hanancuzcos en los cargos más importantes. Aún no sospechaba el doble juego que se venía desarrollando a sus espaldas. Estaba seguro, como todos los de su casta, que los emisarios de Viracocha se retirarían del país apenas culminada la "misión divinal" de ayudarlo a destruir a los renegados yanas de guerra y a etnias sublevadas, que todavía resistían en el norte del Imperio, bajo los estandartes de Quizquiz y de Rumiñahui. En tal entendimiento, marchó con Pizarro al valle del Mantaro; pero lo que el jefe español deseaba era proceder a la fundación de una ciudad que fuese la capital del Perú; y no sabemos qué versión se le daría al monarca indio de este nuevo acto poblacional, que contradecía en principio las suposiciones sobre la pronta partida de "los viracochas".
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Quizá, por entonces, empezaron ya algunos recelos entre los Hanancuzco. Algo se debieron deteriorar las relaciones entre los capitanes españoles y el Inca, porque cuando éste preparó en Jauja una gran partida de caza en homenaje a sus huéspedes, Pizarro y sus hombres asistieron armados, temiendo que "la cacería no fuese con ellos", como habría de narrarlo uno de los que allí estuvieron. Un poco antes, el 25 de abril, se había realizado la fundación española de Jauja, no sabemos si en el mismo sitio del asentamiento del año anterior; debió ser acto muy concurrido gracias a los numerosos caciques huanca proespañoles de la comarca, los que sin embargo no verían con buenos ojos tener muy cerca a tan ávidos aliados o tan depredadores semidioses. Por aquellos días ya todos los indicios conducían a la conclusión de que "los viracochas" podrían quedarse; y entre cuzcos de la nobleza baja empezaban a multiplicarse las quejas, por ciertos abusos que les resultaban incomprensibles. Quizá surgió por esos meses la idea de que Pizarro y los suyos pudiesen haber sido enviados por Taguapica, el hijo malo de Viracocha, el hijo destructor. Mas si así era, igualmente gozaban de un mandato divino. Y eran de temer. Pero lo que más apegaba a Manco a la creencia en la misión divina de Pizarro y los suyos era que continuaban respetando a los Hanancuzco de la más elevada jerarquía. A Manco poco le importaban los ataques españoles a las noblezas indígenas que eran enemigas; o contra pueblos o sectores que siempre habían sido contendores de la aristocracia imperial cuzqueña. Sin embargo, por entonces, empezaron algunos desmanes contra los Hanancuzco. En la propia capital imperial varios españoles, desacatando ordenanzas de Pizarro, procedieron a saquear a ciertos indios nobles y, como Villa Oma protestase, se le apresó, a pesar de su jerarquía de Sumo Sacerdote. Manco debió asombrarse de lo ocurrido y quizá fue entonces que empezó a dudar de la identidad divina de los supuestos emisarios de Viracocha. Pero sus vacilaciones se habrían disipado pronto porque Pizarro, con sagacidad política, ordenó que se restituyera lo robado y se liberara al pontífice; todo lo cual no fue sencillo pero se logró. Por ese tiempo Manco retornaría al Cuzco para contribuir a la solución de los proble
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mas surgidos por obra de españoles torpes, que no reparaban en que la vinculación sólida con Manco y la nobleza cuzqueña era fundamental para su propia supervivencia en el Perú; por lo menos mientras subsistiesen los restos del ejército que había sido de Átao Huallpa y que empecinados yanas de guerra se empeñaban en sostener en pie, combatiendo. Precisamente, cuando Pedro de Alvarado desembarcó en el norte del desgarrado Imperio con sus quinientos españoles, más doscientos negros y cuatro mil auxiliares guatemalas, seguramente se le dio al Inca la versión de que todos ellos venían para reconquistarle Tumebamba y Quito, donde otro valeroso esclavo de guerra, el yana-General cuzqueño Rumiñahui, se había atrincherado, proclamándose Sinchi, al igual que Quizquiz en el sur. Pero a Manco debió de acrecentársele la incertidumbre dada la magnitud de esa incursión. Luego las dudas y los desencantos fueron acentuándose y el Sumo Sacerdote contribuiría seguramente a un esclarecimiento de cuanto sucedía. Mas el criterio de Manco empezó a variar con rapidez recién con el retomo al Cuzco de un hombre que regresaba de las guerras del norte: Felipe Guancavilca, más conocido por los españoles como Felipillo. Acabadas las negociaciones con el intruso español Pedro de Alvarado (que tuvo que vender flota y ejército), se produjo la fundación de Lima el 18 de enero de 1535; el hecho debió mortificar al joven monarca aborigen, quien no hallaría explicación para el afincamiento de lo que algunos cuzcos ya empezaban a ver como una nueva llacta (ciudad) poblada con raros mitimaes de ultramar, que se estaban comportando como aucas (enemigos), porque así se lo dirían algunos indios a Manco. Hombres comunes debían ser en realidad los seres de las barbas que cada vez aumentaban más en número y en abusos. ¿Podía acaso haber tantos "hijos" o "emisarios" de Viracocha?, se preguntarían otros orejones, también desconfiando. ¿O eran en realidad sajras (demonios)?¿0 tal vez -como se rumoreaba- serían descendientes de Taguapica, el hijo malvado de Viracocha, famoso por destructor? Gran confusión reinaba en los ambientes indígenas. En cualquier forma, al subir Almagro de Lima al Cuzco, llevó consigo su grueso ejército y entre sus servidores al intérprete Felipillo. Fue entonces, en febrero, que creció la vinculación entre el monarca y
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el traductor; la cual hasta entonces sólo superficialmente habían trabado. Aquel Felipe, hombre que conocía como nadie a los españoles -estuvo en España inclusive- sería el primero en abrirle los ojos al Inca. Y obraría con cautela, porque un bajo plebeyo provinciano no podría tampoco, de improviso, revelar a un rey sagrado todo el engaño en que se hallaba. Este acercamiento fue de la más alta trascendencia. Felipe Guancavilca ya había dejado atrás su irracional odio general a las noblezas incaicas (nacido del hecho que, al fin y al cabo, Atao Huallpa había sojuzgado y maltratado a los guancavilcas, patria del intérprete, al parecer). Manco empezaba por su lado, a abandonar su cerrada altivez aristocrática. Empezaba a escuchar con interés -quizá sin demostrarlo mucho- a ese hombre, que en su juventud fuera apenas un modesto remero de balsas en lejana provincia litoral de los límites tropicales y norteños del Imperio, pero que le llevaba harta ventaja en el conocimiento del extraño mundo de los que hasta entonces se creía gente enviada por Viracocha. Felipe Guancavilca, como tantos plebeyos y campesinos triturados por la agresión europea, había llegado a concluir que un dominio incaico morigerado resultaría mucho mejor que aquello que ya se veía venir bajo los nuevos dueños de la tierra. El Cuzco de aquellos meses de mediados de 1535 era una metrópoli llena de tensiones, con un Manco progresivamente disminuido, buscando en vano el asentamiento de su poder real, haciendo crecer en su pecho el odio a los conquistadores y enfrentando, a la par, ambiciones de uno que otro príncipe de panaca dispuesto a ganarse la simpatía de los vencedores. En éstos igualmente bullía la división, entre quienes alineaban con los Pizarro y los que preferían sostener a Almagro, que solía ser pródigo, lo cual le atraía amigos o por lo menos partidarios en cualquier ambiente. Manco prefirió una vinculación con el almagrismo, porque percibía que el clan Pizarro constituía el enemigo principal, por gozar, como grupo, de la mayor parte de las encomiendas y, además, las mejores. También por el trato poco amistoso que solían darle los Pizarro, desde que fueron eliminados los ejércitos de Quizquiz y de Rumiñahui. Los Pizarro, según parece, se inclinaban por la destitución o eliminación de Manco, para colocar la mascapaicha a otro hijo de Huaina Cápac, un
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joven príncipe cuzco, hijo también de palla cuzqueña, llamado Atoc Xopa. Esta situación, entre reyertas y amenazas, llevó al Inca más cerca de Almagro. Pensemos que carecía hasta de una insignificante escolta. Ya en las vísperas de lo que pudo ser su asesinato, una noche tuvo que irse "secretamente a la posada del Adelantado" y allí, el rival de los Pizarro le dio su respaldo, concediéndole como virtual guardaespaldas a Martincote, que era uno de los más valientes españoles del Perú, según unánime criterio. Al final, desarrollándose el plan pizarrista para la liquidación de Manco (o creyéndolo éste así), prefirió adelantarse y mediante algún acuerdo con Almagro consiguió que dos o tres españoles mataran a puñaladas a su rival (solución común en infinidad de pueblos del mundo en estado histórico similar al incaico). En la victimación del posible contendor indígena actuó también, según afirman algunos, el príncipe semicuzco Paullo Topa, por entonces todavía muy partidario de Manco, su hermano de padre. Desde entonces los lazos de Manco y el almagrismo se fortalecieron, al amparo de varios españoles de este bando. El Inca, en el entretanto, fue comprobando, cada vez más, que los Pizarro representaban el poder imperial español y una autoridad plena. Por su lado, Felipe Guancavilca le seguiría dando cuenta cabal de lo que sabía y Manco oiría, maravillado, la versión de todo lo que ese faraute había visto al lado de los conquistadores desde 1528, en las costas del Imperio de los Incas, en Panamá y en la misma España. Poco a poco Felipe Guancavilca se volvió el más valioso consultor del Inca; porque éste comprendió que nadie como él conocía la sociedad española y, además, no se podía dudar de su alineación contra los invasores. Era un patriota y un conspirador, por lo menos desde mediados del año anterior (1534), cuando intrigó para que se enfrentaran Almagro y Pedro de Alvarado; batalla que se evitó gracias a la sagacidad del primero en los campos de Liribamba (Riobamba). Finalmente, su conocimiento del castellano lo volvía insustituible y le hacía alternar entre el palacio de Manco y las residencias de los almagristas más visibles. Felipe Guancavilca era todo un personaje, aunque no ostentase posición en ningún sitio, salvo el puesto menor de intérprete, a través del cual, sin embargo, se hallaba al tanto de todo. Pronto nació la conspiración Hanancuzco. La idea sustancial era la
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de dividir a los españoles, que eran muchos, considerando el nivel del armamento incaico. Los conjurados, entonces, empezaron a difundir la especie de que al extremo sur del Imperio (Chile) abundaban tesoros y riquezas: Almagro mordería este anzuelo. Pero el desencanto del Inca sobre los españoles (no eran enviados del dios Viracocha, sino de Supay, el demonio) se había producido en medio de tensiones entre los bandos ibéricos; pizarristas y almagristas estuvieron así al filo de una guerra civil en aquel 1535. Para calmar los ánimos subió desde Lima el propio gobernador Pizarro, quien hizo las paces con su antiguo socio Almagro. El 12 de junio se prometieron amistad eterna y hasta comulgaron de una misma hostia. Como Almagro se comprometía a partir rumbo a Chile, Pizarro optó por dejar el Cuzco y retornar a Lima, lo cual hizo en jomadas espaciosas. A fin de apoderarse de los supuestos tesoros chilenos, Almagro solicitó entonces a Manco dos hombres de plena confianza para que lo acompañasen en la expedición. Como tal solicitud encuadraba en el proyecto insurreccional, el Inca accedió. Incluso le dio tres. Fueron sus hermanos de padre Villa Orna y Paullo Topa; y Felipe Guancaviica. Avanzando los preparativos para la incursión sobre Chile, Villa Orna y Paullo Topa ratificaron sin duda el compromiso de alzarse. Sabemos que "Villa Orna dejó concertado con Manco, a quien mucho amaban y respetaban los indios, el levantamiento para cobrar la libertad de aquel Imperio que ya no mantenía sino una pequeña figura de su antigua grandeza". Los tres personajes indios se hallaban concertados en la conjura. Aún no se habían fijado fechas (e iba a transcurrir todavía un año para que se desencadenara el vendaval indígena), por lo que Manco fijaría un servicio de chasquis secretos permanente, sobre todo para informar de la decisiva reunión que debía efectuar con la gente de la mayor alcurnia de los cuzco, los orejones Hanancuzco. En estas condiciones partieron aquellos tres confabulados, como avanzada almagrista, a fin de preparar el desplazamiento de las numerosas columnas españolas, que marcharían escalonadamente. Así, espaciadas, dada la pobreza general del Collasuyo que en sus tramos iniciales era todo puna y páramo. La partida de Villa Orna debió verificarse promediando junio de aquel mismo año de 1535.
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Almagro habría de salir el 3 de julio, siguiendo a una gruesa vanguardia que lo precedió. Todo indica que en los días anteriores dialogó con Manco; éste quizá vio poco segura su vida y prefirió organizar fuera del Cuzco la planeada reunión con la nobleza Hanancuzco, para lo que pidió astutamente a Almagro que le permitiera acompañarlo. Pero no está claro si se tomó tal decisión, para lo cual Manco le habría ofrecido un tesoro. En todo caso, Almagro aguardaba el desarrollo de los acontecimientos en los palacetes de Muina, lugar cercano al sur de la capital incaica.
MANCO Y LA NOBLEZA "Pasados algunos días de la partida (de Almagro), Manco envió a llamar a muchos de los señores de las provincias de Condesuyo, Colla- suyo y Chinchaysuyo, y después de haber llegado con disimulación y hecho muchos sacrificios y fiestas, Manco les dijo: Que los había mandado llamar para representarlos delante de sus parientes y criados lo que a todos convenía acerca de aquellos extranjeros, para que (pues cada día iban acrecentando de número, antes que más llegasen) se pusiese algún remedio en salir de sujeción y que se acordasen que los Incas, sus padres y abuelos que en el cielo descansaban con el sol, reinaron desde el Quito hasta Chile, tratando a sus vasallos como a hijos salidos de sus entrañas, no robando ni matando, sino manteniéndolos en justicia y paz, teniendo en las provincias la orden y razón que sabían, porque los ricos no tenían soberbia ni los pobres padecían necesidad". El cronista Cieza de León y, siguiéndolo, Antonio de Herrera, nos han transmitido los diálogos de aquella reunión. Prosiguió Manco su arenga señalando que los dioses habían ido más allá al castigarlos por sus faltas, pues "permitieron que entrasen en el reino aquellos hombres de tierras tan remotas, predicando uno y obrando otro, tratándolos como a perros, robando los templos y cosas sagradas, sin hartar jamás su codicia ni su lujuria, pues tenían por mancebas sus hijas y sus hermanas, y para tenerlos en mayor sujeción se repartían las provincias haciéndose señores para que ellos no entendiesen sino en buscarles metales y todo lo que hubiese menester". Manco expresó también otra queja de suma importancia social: Que los españoles, además, "habían allegado a sí los yana (conas), que como
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antes eran esclavos y sujetos sin poder vestir ropa fina, y ahora se habían hecho tan soberbios que trataban a todos con poco respeto, pues ni aún de él hacían caso ni le hablaban cuando le veían; y que lo mismo hacían muchos mitimaes, que aprendiendo de los extranjeros, era tanta su soberbia y libertad que ya no faltaba sino quitarle la borla, y que por tanto, les rogaba que le dijesen qué razón y justicia había para recibir tales agravios... Por lo cual le parecía que no lo debían más tiempo sufrir, sino acabar sus vidas, procurando la libertad y matar a tan crueles hombres". Seguramente algunos de los orejones presentes preguntarían por la gente que había partido con Almagro, a lo cual el Inca respondió "que de los que iban a Chile no hiciesen caso, porque Paulo y Vila Uma iban encargados de mover contra ellos toda la tierra y hacer lo mismo que allí se pretendía".
LA APROBACION ARISTOCRATICA Respondieron los orejones: "Que hijo era de Guayna Cápac, que el sol y los dioses fuesen a su favor para que los sacase de tan dura servidumbre, y que por él todos morirían, y finalmente, que para mejor ejecutar su intento, procurarse de salir del Cuzco con la mayor disimulación que pudiese para que todos en lugar seguro se pudiesen juntar". Con sensatez, la aristocracia -que era casi toda de Hanancuzcos- solicitó al Inca que saliese de la ciudad a fin de desenvolver los planes que tejía. Manco, buen conspirador, temiendo infidencias, se guardó ese día de comunicar en público los enlaces positivos que, al respecto, tenía con Almagro.
LA DELACION DE LOS YANAS Pero la confabulación de los Hanancuzco habría de ser delatada por los "esclavos" incaicos, esa clase social a la cual Manco no pudo ganarse jamás; hombres a los cuales los españoles habíanles dado insolente libertad y goyerías a fin de que facilitasen la dominación sobre la nobleza y el campesinado a la vez. La crónica nos cuenta, así, que en aquellos días "entre ellos (los nobles) andaban yana (conas), cuyo interés era grande". Ellos temían
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el restablecimiento del poder incaico, pues cuando los aristócratas cuzcos "consiguiesen su intento, habrían de volver a la antigua esclavitud (y) habiéndolo entendido, avisaron a Juan Pizarro y a otros castellanos". Los jefes españoles no creyeron esas versiones "enteramente", porque podían ser exageraciones, dado que conocían la animadversión existente entre nobles y esclavos, pero como precaución "mandaron a los yana (conas) que con mucho secreto anduviesen sobre el Inca y por momentos diesen de sus pasos cuenta a Juan Pizarro... y como ellos conocían su interés y su peligro lo hacían diligentemente". Fue así como los jefes españoles alcanzaron a estar al tanto de los actos de Manco en aquellos días, aunque no a saberlo todo, porque en bastantes casos el Inca conocía quiénes eran los espías y los eludía.
EL PLAN DE EVASION Manco no echó en saco roto el consejo y pedido de la nobleza para que se evadiera del Cuzco, lugar donde podía ser apresado y aun asesinado en cualquier momento. En esta coyuntura reforzaría sus planes con Almagro, que ya había partido, como sabemos. Los lazos serían con algunos pocos almagristas que se habían quedado en la ciudad para organizar columnas españolas de refuerzo que marchasen hacia Chile tras el Mariscal. Las relaciones secretas entre el joven rey Inca y Almagro se habían enlazado tanto por entonces que Hernando Pizarro, años más tarde, acusaría al caudillo español de haber sido cómplice del alzamiento que se tramaba; pero esto fue a todas luces una apasionada exageración. Lo cierto fue, sí, que, tras salir del Cuzco, le envió desde los palacetes de Muina a un tal Vásquez, hombre de total confianza "para que secreta e ocultamente sacase al dicho Inca de la ciudad y lo llevase donde el Mariscal estaba". Desde luego, Almagro anhelaba fortalecer su situación utilizando al monarca indígena; en aquel momento o después. Entre tanto, deseoso de agitar el ambiente, Almagro sospechosamente seguiría aguardando novedades algo más allá del abra de Muina, sobre el camino al Collao. Por su lado, Manco jugaba las cartas de estimular al tope la odiosidad reinante entre Almagro y Pizarro; pasiones que emponzoñaban el bando español.
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Ahora bien, el rey Inca al salir del Cuzco optó por seguir un camino falso a fin de desorientar a los Pizarro: En efecto, "para ejecutar lo acordado, salió de la ciudad en sus andas de noche, acompañado de sus mujeres y criados y de algunos orejones, dejando en su casa alguna gente y caminando por donde se va al Chinchaysuyo". Pero no faltaron traidores o enemigos que corrieron a informar de la nocturna evasión a Juan Pizarro, el jefe del Cuzco español. "Luego se lo avisaron a Juan Pizarro, el cual fue a casa del Inga, y sin que lo pudiesen estorbar fue tanto el atrevimiento, la confusión y alboroto, que saquearon el palacio, despojándole de mucha riqueza, y la mayor parte se llevaron los yanaconas; Juan Pizarro, vuelto a su casa, rogó a Gonzalo Pizarro, su hermano, que por muy oscura que fuese la noche siguiese al Inga, pues veía cuánto importaba; fueron con él Alonso de Toro, Alonso de Mesa, Pedro Alonso Carrasco, Beltrán del Conde, Francisco de Solar, Francisco Pérez, Diego Rodríguez Hidalgo y Francisco de Villafuerte, Tomás Vásquez y Joaquín de Florencia, y caminando de trote con los caballos, en las salinas, media legua del Cuzco, alcanzaron la gente que iba con el Inga; preguntaron por él y respondían que iba por otro camino. Estaban ya por el abra de Muina, a unas tres leguas del Cuzco. "El Inga, que oyó el ruido y conoció que eran los castellanos, muy congojado maldecía a quien descubrió su partida; Gonzalo Pizarro echó mano a un orejón que iba cerca del Inga, apretóle para que declarase a dónde iba, y negando constantemente, le ataron un cordel a los genitales y atormentándole astutamente daba grandes voces diciendo que Inga no iba por allí". "Cuatro de a caballo prosiguieron su camino preguntando siempre por el Inga, que fueron Alonso de Mesa, Tomás Vásquez de Acuña, Joaquín de Florencia y Alonso de Toro". "Y llegando muy cerca de él se salió de las andas y se escondió en unos juncales, y preguntando porfiadamente los castellanos por el señor, y volviendo y revolviendo por donde estaba escondido, pensando que le habían conocido, salió y dijo, que no le matasen, que si había salido de la ciudad iba en seguimiento de don Diego Almagro, que le había enviado mensajero para que lo hiciese... Dieron voces a Gonzalo Pizarro, y llegando con mucha cortesía y sin decirle mala palabra, le pusieron en sus andas y volvieron al Cuzco".
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Al parecer, Almagro estaba dispuesto a ir bastante lejos en su proyecto de relación con Manco. Veamos lo que sucedió al informarse de la detención del monarca indio: "Como Almagro lo supo hizo detener la gente y envióle a hacer un Requerimiento a Hernando de Soto, que era Corregidor (y que se quería ir a España y dejar la vara a Hernando del Pozo, su compañero)". Y cuando "Juan Pizarro lo supo, despachó por la posta al gobernador su hermano le enviase el cargo de Corregidor porque no llevasen el Inca a Almagro a Chile". Francisco Pizarro, que estaba en el camino hacia Lima, accedió ciertamente, a la demanda de su hermano y "despachó a Verdugo... con el mandamiento de Corregidor del Cuzco", desplazando del puesto a Hernando dé Soto, quien poco o nada había actuado en el caso porque seguía resentido con Almagros y Pizarros. La cabalgata de Verdugo cerró toda opinión de que Manco pudiese salir legalmente del Cuzco; más bien, empezaron las amenazas y los insultos, que se harían más graves cada día.
UNA SEGUNDA EVASION Cuando Manco retomó al Cuzco, llegó como cautivo de Gonzalo Pizarro, aunque todavía con algunas preeminencias de monarca. Mas, pronto se dio cuenta del derrumbe de su posición al contemplar su palacete completamente saqueado y ausentes sus mujeres y yanas. Inquiriendo por los autores del delito supo que eran yanas enemigos, que cada día servían mejor a los Pizarro; ellos, y algunos españoles pobres, se lo habían llevado todo. Su reclamo fue inútil. Percibió además que los españoles azuzaban más que antes a los yanas contra sus antiguos amos Hanancuzco. Su propia vida corría peligro; la insurrección, además, podía abortar. Movido por tan adversas circunstancias organizó, entonces, una segunda evasión; se había propuesto alcanzar una región de montañas nevadas, donde contaba con gente adicta. No sabemos si ello era por Limatambo, al pie del Salcantay, o en las inmediaciones del Ausangate, o por Calca. Llegó a partir subrepticiamente, o al menos esto creía, pero fue cogido por los españoles a corta distancia del Cuzco: Los yanas lo habían denunciado otra vez. Entonces empezó lo peor para el Inca, que pasó a la condición de preso.
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Esta vez la situación fue de pesadilla para Manco. Juan Pizarro lo condujo preso a la fortaleza de Sacsahuamán, le hizo poner cadenas y lo sujetaron a una pared. Allí, casi inmóvil, en su cautiverio, recibió terribles vejámenes con los brazos engrillados: Insultos, cachetadas, empellones; alguna vez hasta lo orinaron, aunque también lo liberaron un tiempo mientras le exigían el pago de un supuesto rescate en oro y plata. En realidad era una coacción: Tesoros a cambio de su vida; en tanto, robaban los últimos restos de su residencia y seducían a las mujeres de su serrallo, que eran unas veinte. No se sabe cómo pudo Manco salvar a Cura Ocllo, la joven favorita, pero tuvo que entregar a Inguill, que era también muy hermosa. En la demanda a Manco, Juan Pizarro consiguió, entre muchas joyas y cantarería de oro, doce columnas de plata del alto de una lanza. Hacia mediados de noviembre se produjo un serio incidente, cuando marchaban unos mil jóvenes nobles que iban a la ceremonia viril del Huarachicu; portando muchos de ellos ciertas varas de plata fueron atacados por un grupo de jinetes españoles que les arrebataron aquel adorno simbólico. Algunos de ellos fueron a quejarse donde Manco, que no andaba muy lejos, y éste increpó a los conquistadores. De los diversos vejámenes y del deterioro general de la situación conspirativa, Manco informaba a Villa Orna, Paullo Topa y Felipe Guancavilca, mediante chasquis secretos; ellos también habían recibido los informes en tomo a la aprobación de la nobleza para un alzamiento general; por entonces, estos tres personajes, con Almagro, acampaban en Tupiza, muy al sur de la actual Bolivia, región colla. Villa Orna trataría de las novedades con Paullo Topa, pero en éste encontraría cierta frialdad. Los hechos posteriores muestran que el influyente príncipe semicuzco, sin que nadie lo sospechara, había ido madurando un plan propio a lo largo de las marchas por el altiplano. Tal viraje lo deducimos por su conducta. Mientras el Sumo Sacerdote Solar, vistas las emergencias en el Cuzco, optó por un retorno inmediato junto con Apolarico, a fin de contribuir directamente al éxito del movimiento, en cambio, el joven príncipe semicuzco decidió permanecer en el campamento español de Tupiza, gesto con el cual selló su vida para siempre con un destino hispánico, dejando atrás cualquier motivación incaísta de resistencia al lado de Manco, su hermano paterno.
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Pero no sabemos qué falsos argumentos dio a Villa Oma para quedarse, porque inició desde entonces una actitud dual. Felipe Guancavilca también se quedó, pero reafirmando que seguiría en la confabulación; lo que probó después en Arauco al costo de su vida. En cuanto a Paullo Topa, no era que estuviese contra el incazgo; sucedía que ambicionaba ejercerlo bajo la cómoda égida de los españoles y no en guerra contra ellos, cuyo número y cuyas armas cada día admiraba y temía más. Por eso allí, en Tupiza, decidió ligar su destino a Almagro. Era a expensas de los invasores que deseaba alcanzar privilegios. Acercándose Villa Oma al Cuzco se enteró de que Hernando Pizarro había retomado de España. Aguardó prudentemente novedades de Manco. Recibidas noticias positivas, avanzó hacia la capital. El Inca le habría contado que su situación varió desde el arribo al Cuzco de aquel influyente capitán español, principal hermano del gobernador del Perú. Esto ya fue en los inicios de 1536. Llegaba desde España. En efecto, los ultrajes a Manco casi desaparecieron cuando Hernando Pizarro llegó a la antigua ciudad, ávido de riquezas, tanto para él como para remitirlos a Carlos V. Soltó al Inca y trató de establecer con él una relación fructífera; lo cual logró en gran parte porque al monarca quechua así le convenía. Manco tuvo que efectuar algunas salidas para traer los tesoros exigidos. Fue en esas oportunidades que la conspiración adelantó subrepticiamente. En la primera ocasión, aprovechando una cacería, reunió a lo más graneado de la nobleza que en ella participaba y les reiteró lo ya establecido en julio del año anterior, convocando a la revuelta contra los españoles, sus numerosos esclavos africanos y los auxiliares indígenas que los respaldaban: "Yo estoy determinado de no dejar cristiano a vida en toda la tierra y para esto quiero primero poner cerco en el Cuzco; quien de vosotros pensare servirme en esto, ha de poner sobre tal caso la vida; beba por estos vasos y no con otra condición". "Y con esto, Manco Ynga acordó de despachar y embió mensajeros por todas las provincias de Quito a Chile, mandando a los indios que en un día señalado dentro de quatro meses se alcacen todos contra los españoles y que los matasen sin perdonar a ninguno, y con ellos a los negros y a los indios de Nicaragua q[ue] auían pasado a estas partes en compañía de los espa
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ñoles, que eran muchos". La cita acabó en un brindis sagrado. Luego Manco retornó al Cuzco, aparentando fidelidad, a fin de ganar tiempo. Regresó el Inca con un pesado ídolo de oro que encandiló a Hernando Pizarro. Luego le consiguió otro. Como era de esperarse, el jefe hispánico le pidió mayores tesoros. Manco se los ofreció, advirtiéndole que para ello tendría que ir hasta Yucay. La autorización fue concedida y Manco salió para no volver más. Muy poco después salieron subrepticiamente varios orejones y pallas, así como un grupo de yana-guerreros cañaris.
LOS PROBLEMAS POLITICOS Al inicio de la acción Manco tuvo que enfrentar la complejidad de las estructuras sociales del Imperio; de un Imperio destrozado y en desintegración. Así, las divisiones de las casas nobiliarias incaicas (panacas) seguían vivas, en un grado que se hace difícil de entender en la actualidad (salvo mediante el uso de referencias paralelas en la Historia Universal); y lo mismo ocurría con los linajes semicuzcos. Por ejemplo, Pascac, tío del Inca, primo hermano de Huaina Cápac, decidió quedarse en el bando español. Bajo su mando habrían de permanecer diversos aristócratas de varias naciones aborígenes y otros del oficio castrense. Para Manco el asunto se tomaba más arduo respecto a ciertos hermanos y primos de influencia política, como Apochalco, que en el Collao anunciaba respaldo abierto al dominio hispánico; deudos a quienes tuvo, a veces, que matar para consolidar el movimiento insurreccional. Manco, igualmente, sabía que la oposición de los yanas continuaba, especialmente los de nivel alto, plebeyos de jerarquía ascendente y ansiosos de igualarse con los orejones; hombres que en muchos casos hallaron, bajo las banderas españolas, una oportunidad de alcanzar esa meta, usando incluso el "llauto rico", gesto que él en el Cuzco les había censurado en vano. Reproches similares habían recibido ciertos grupos de mitimaes plebeyos deseosos también de romper las hasta entonces rígidas jerarquías del Imperio. Pero Manco debía sobre todo cuidar su vinculación con los mentados príncipes semicuzcos, que eran la enorme mayoría de la nobleza.
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Supo que tendría que ganarse o neutralizar a esos hombres, enemigos muchos de ellos de la aristocracia imperial en la reciente guerra social de Atao Huallpa contra Huáscar. Por otra parte, las tropas cañaris eran de consideración, al igual que las chachapoyas y huancas, tanto en el Cuzco mismo como en lugares próximos; aún más, la capital imperial era "una ciudad llena de naciones extranjeras" a causa del nutrido número de mitimaes de diversas etnias indígenas, entre las cuales había algunos grupos muy opuestos al sistema incaico. Probablemente con ánimo de reforzar el frente aristocrático fue que Manco optó por entregar el mando militar del ataque al Cuzco a un príncipe semicuzco, que además era su hermano, Inguill. Presentaba éste una ventaja; por lo menos así lo parecía: La de ser hijo de madre cañari. Porque era factible que esta filiación materna influyera a la hora de las decisiones finales, coadyuvando a atraer a los bien organizados contingentes de yana-guerreros cañaris, que estaban acantonados en el Cuzco, como mitimaes en la comarca. Este Inguill tendría así la representación personal de Manco en el ataque; a su lado se hallarían Villa Orna y Paucar Guaman. El primero era también un semicuzco, hombre de una fogosidad a toda prueba, calidad guerrera que reforzaba con su jerarquía de Pontífice Solar. Mostraba una fidelidad probada desde 1533. El segundo era un cuzco de la alta nobleza, que representaba a los sobrevivientes de las antiguas panacas imperiales. Ambos llevaban la orden de matar a todos los españoles, salvo a Gabriel de Rojas y a las mujeres. La virtual condena a muerte de los invasores del Imperio también cubría a ios "negros de guerra", a los moriscos y a los numerosos "indios amigos", esos que "eran de su banda", que en bastantes casos "habían venido desde Cajamarca". Entre estos militaba un cierto número de yana-guerreros procedentes de las tierras de Quito y que se habían quedado en la capital imperial. Al parecer, Manco, también quiso vivo a Hernando Pizarro "para hartarlo de oro", pero todo indica que deseaba echarle oro fundido en la boca, tal como se habría de hacer más tarde en La Puná con el primer obispo del Cuzco. Asimismo, indicó Manco que dejaran vivos los caballos, porque pensaba usarlos en el futuro.
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LOGISTICA Manco tuvo también que abocarse a los problemas logísticos, sobre todo de agua, víveres y leña; asunto más complejo si pensamos que la mitad de cargueros de guerra había tenido que recoger un alto número de campesinos en los ayllus, que había que sostener. Pero, lo que más le preocupaba era la carencia de flecheros. Sin embargo, el esfuerzo de reclutamiento dio algunos frutos. Llegaron al campamento grupos del Antisuyo cuzqueño: Yanasimi (piros), pilcosunis (campas ashaninkas), antis (machigüengas) y tal vez chunchos de algo más allá. Eran pocos, teniendo en cuenta la vastedad del movimiento proyectado por Manco. Quizás increpó por ello a sus lugartenientes, pero éstos le recordarían que no se podía traer más, puesto que pertenecían a sociedades en gran medida nómadas. Además, sin aristocracia ordenante y aun sin jefes permanentes. Y, por supuesto, eran tribus sin ejército, tenían guerreros y cazadores, pero no soldados. Manco sería también informado de que en otras regiones del Imperio la conspiración no avanzaba como para restablecer contactos con otras etnias flecheras de las junglas, o con los lejanos huancavilcas o los aun más distantes punaeños costeros, eximios arqueros todos éstos, pero que se habían apartado del Imperio a raíz de la crisis de 1529. De tal suerte que hubo que resignarse a que las unidades de arqueros fuesen escasas en la guerra a iniciarse, lo cual se compensó con grandes masas de honderos y de galgueros. De todos modos, aunque lamentando su bajo número, la presencia del contingente tropical le resultaba igualmente harto positiva. De la selva, además, traían, aparte de sus arcos, cargamento de otras armas que no requerían de mayor entrenamiento y que pasaron a manos de capitanes distinguidos, especialmente los huinos o macanas; esos mandobles de palo, muy filosos, ligeros y duros, de madera chonta. Otro panorama presentaron los armeros del ejército, a quienes desde hacía tiempo se les había demandado mejoras que permitiesen enfrentar a los caballos españoles en condiciones superiores. Trajeron ellos novedades: unos garfios con sogas para derribar jinetes; boleadoras de metal, mucho más pesadas, no con cuerdas sino con nervios de llama; e ideas sobre modos de contener o dificultar las cargas
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al galope: Como abrir hoyos, clavar estacas agudas o cactus y empantanar el suelo. Pero lo más importante habrían de ser las galgas. El 29 de abril, "en las vísperas de la Pascua Florida", Hernando Pizarro tuvo ya la certeza de la inminencia de un ataque incaico masivo, por lo cual partió al día siguiente con unos cien españoles escogidos llevando como meta el río Urubamba, conocido como Vilcanota aguas arriba. Llegado allí supo que Manco se hallaba en Calca, consultando a los dioses. Envió entonces un destacamento de treinta de los más ágiles peones, a causa de la fragosidad del sendero, a los cuales hicieron compañía refuerzos de yana-guerreros fieles y le remitió luego treinta peones más, con ánimo de que capturasen al Inca en un golpe de mano. Pero lo que sucedió fue al revés, puesto que los españoles y sus auxiliares fueron atacados por los cuzcos. Resultaron tan recias las cargas que les dieron que tuvieron que replegarse de prisa, dejando sus muertos en el campo. Luego, ya todos reunidos esos españoles bajo la guía de Hernando Pizarro retomaron al Cuzco rápidamente. Tal fue la inicial victoria de Calca, seguida de otro triunfo incaico en Yucay, cuando el 2 de mayo Juan Pizarro, el jefe militar de la plaza del Cuzco, y su hermano Gonzalo, fueron rechazados al tratar de cruzar el río Urubamba. Fracasado este ataque no tuvieron más que replegarse hincando espuelas, puesto que se divisaba considerables masas de guerreros cuzcos y de otras naciones del Imperio Incaico. Tuvieron suerte en el fondo, pues esa misma noche, en que empezaba el sagrado plenilunio de guerra, acabaron de juntarse los contingentes de los cuatro grandes suyos imperiales. Así lo percibieron con las primeras luces de la aurora del día 3. Las dos jomadas que siguieron fueron de no poco temor para los españoles, porque la gente incaica era tanta "que de día parecía un paño negro que tenía tapados todos (los campos) media legua alrededor" y "de noche eran tantos los fuegos que no parecía sino un cielo lleno de estrellas" según el relato de uno de los que ese día se aprestaba a combatir, el futuro cronista Pedro Pizarro. Mientras las heterogéneas huestres imperiales terminaban de juntares en sus últimos escalones bélicos, los más altos jefes militares trataban con Manco los asuntos más urgentes en Calca. En especial, la alternancia de ideas con el joven monarca giraría sobre la persona llamada a conducir el ataque. Manco insistiría en su idea de que debía ser un
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príncipe semicuzco, disponiendo al final que, tal como lo tenía pensado, fuese Inguill, decisión que revela hasta que extremos había madurado su pensamiento en aras de lograr la unidad aborigen. Los otros dos jefes del ataque serían los previstos: Villa Oma y Páucar Guarnan. Manco mandó luego que se soltara el agua de los riachuelos que pasan por el Cuzco, a fin de enlodar el suelo y dificultar las cargas de los jinetes. Esta orden no sólo respondía a un plan de ataque. Manco no excluía que los españoles -todos o algunos- quisieran huir y entonces se atollarían los caballos en la tierra anegada. Ese mismo día, en las vísperas del gran ataque, retomaban Hernando, Juan y Gonzalo Pizarro al Cuzco. Regresaron perseguidos, cada uno por diferente camino, resistiendo en lo posible a nuevos batallones que avanzaban para formar filas y preparar el asalto de la ciudad. Para entonces Inguill ya había cumplido la orden de Manco de quemar todos los pueblos y las sementeras aledañas al Cuzco, a fin de agregar el hambre a la ofensiva. Era sólo el comienzo.
EL ATAQUE AL CUZCO El ataque de los cuzcos se desencadenó el cinco de mayo. En la noche luce el plenilunio más brillante, lo cual, según creencias, aseguraba la protección de los dioses. Inguill, Villa Oma y Páucar Guaman comandaban una verdadera muchedumbre de combatientes, tal vez quince mil soldados, a los cuales respaldaba un número mucho mayor de auxiliares y servidores. Avanzaron enarbolando sus banderas "como turcos" y cantando himnos triunfales que alternaban con gritos de combate entrecortados por el bronco ulular de los pututos. Un combatiente español recordaría aquel momento diciendo que "empezaron a poner fuego por todas partes del pueblo, haciendo palizadas en las calles". Titu CUSÍ Yupanqui, el hijo de Manco, que escuchó varias veces el relato de estos hechos, contaría que en el ataque participaron, por el cerro Carmenca -que es hacia Chinchaysuyu-, además de Villa Oma, Cori Atao, Cuillas y Taipi; por el lado de Condesuyu, Huamán Quilcana y Suri Guallpa, quienes fueron los últimos en llegar. Por el Collasuyu,
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Llicllic. Hacia el Andesuyu, Rampa Yupanqui y Anta Allca. La mayor cantidad de gente llegó de esta provincia. Estas huestes de Manco eran, por cierto, numerosas. Pero el temor español hizo subir las cifras (conforme ocurrió en toda América). Así, se habla o deduce cien mil y hasta quinientos mil, recordándonos, por la exageración, el "millón de persas" atribuido a las huestes de Jerjes por célebres historiadores griegos. Pero el hecho es que ceros más o menos, los incaicos esa vez fueron muchísimos, "infinidad" y que superaban abiertamente a los sitiados. Probablemente, los cuzcos mismos no eran más de unos diez mil guerreros, secundados por unos cinco mil de otras naciones, seguidos, eso sí, de un número bastante mayor de servidores, especialmente cargueros. Entre los soldados auxiliares destacaban siempre los campas, los machigüengas y los piros, porque aun cuando sólo constituían pequeños contingentes peleaban con arco y flecha. Aunque sufriendo todavía los efectos de la altura cordillerana ya se habían reincorporado a las filas del ejército incaico. En cuanto a los españoles, éstos eran a lo sumo doscientos cincuenta "con clérigos, frailes y mozos y muchachos y enfermos", razón por la cual casi siempre se da una cifra inferior a doscientos. De éstos, unos cien acababan de llegar: Estaban de paso para juntarse con las columnas de Almagro en el lejano Chile. Tuvieron la mala suerte de que la sublevación los sorprendiera durante su escala en el Cuzco. Pero la cortedad del número de españoles se compensaba enormemente con los "indios amigos", que en esos días serían unos tres mil. También estaban los famosos "negros de guerra" esclavos, que tal vez sumaban algunas decenas, y unos que otros moriscos igualmente esclavos. El ataque, masivo, violento, empezó capturando las calles y los andenes de las partes altas del Cuzco, a precio altísimo de sangre. Al parecer el Inca se hallaba muy optimista, porque desde los primeros días interrogaba a los mensajeros que llegaban con noticias: "¿habéislos ya muerto a todos?", pero seguramente le reiterarían lo difícil que era combatir contra jinetes, reforzados abundantemente por experimentados yana-guerreros; jinetes que por su altura eran casi inalcanzables para las porras y macanas y otras armas mesolíticas. Con todo, los cuzcos, tras tomar Sacsahuamán a los cañaris, fueron
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empujando a los conquistadores y a sus aliados hacia la plaza mayor, la Haucaypata. Fue el peor momento para los defensores, puesto que carecían de suficiente agua y el espacio era estrecho. La ciudad incendiada por barrios en cada avance incaico provocaba mucho humo, daño que se mezclaba con la intensa pedrea ("parecía que granizaba") y con la grita constante y perturbadora de los soldados incaicos. Estos peleaban tan confiados en la victoria que no faltaron burlas a los españoles. Pero el hecho que inexplicablemente el fuego no devorara la iglesia cristiana en el incendio, sirvió para mantener la fe de Hernando Pizarro y los suyos, así como para desalentar un tanto a los atacantes. Otros conquistadores, en sus grandes miedos, creyeron ver hasta descender a la Virgen y caracolear el caballo blanco de Santiago Apóstol y no faltó español que se escondió en un pajar, ni otro que se fugó al bando de Manco. En lo peor de la liza, Hernando Pizarro señaló a Pascac, el capitán general de los "indios amigos", la necesidad de recuperar Sacsahuamán para contener las constantes ofensivas cuzqueñas. Para entonces ya había muerto el Alcalde del Cuzco y una multitud de los "amigos" y sumaban los heridos un gran número. Una relación del fraile Murúa se explaya en diversas acciones, dirigidas por Pascac, el jefe militar indio proespañol y no deja de lado las acometidas de los "negros de guerra" y ni siquiera a los llamados "indios de Nicaragua" (los remanentes que aún quedaban de los traídos de Centroamérica); y registra cómo Hernando Pizarro "empezó en tomar Sacsahuamán y echar de allí a Villa Oma". Los cuzcos combatieron como leones. Pero sus aliados no guardaban mayor adhesión a la causa del Inca. Además, Hernando Pizarro usó escalas de palo, desconocidas por la tecnología incaica, las cuales anularon totalmente la defensa. Para empezar, Inguill desertó con el grueso de sus contingentes, no sin antes ordenar la evacuación de Sacsahuamán, orden que fue cumplida por Villa Oma, que tal vez pudo contradecirla, mas no lo hizo. Para entonces millares de defensores habían caído; igualmente un crecidísimo número de los "indios amigos". Los torreones mayores soportaron un asedio de algunos días más; los tomaron por sed. Algunos defensores se suicidaron. El más destacado de ellos fue Cahuide, que luchaba equipado a la espa
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ñola, con casco y espada. Los propios cronistas dijeron que murió como "un romano", por su coraje. Su verdadero nombre fue Titu Cusi Huallpa. La situación para los españoles mejoraría notoriamente con esta captura de Sacsahuamán, pero la guerra seguiría; no tenía respiro. El alivio les llegó recién, conforme lo preveían, a los veintiún días de asedio. Desde aquel momento, de acuerdo con la ley religiosa, los guerreros cuzcos no combatirían hasta un nuevo plenilunio, esto es, por espacio de siete días. Quizá ningún español entendió tal costumbre, tal vez porque no comprendían que Manco no podía violar principios sagrados; porque la religión era la base del Imperio, de su corona. Esto ocurrió de la misma manera cómo la valerosa Esparta -modelo de guerreros- contra los persas sólo envió, por causa religiosa similar, apenas el batallón simbólico de trescientos. Estos se inmortalizaron en las Termopilas, mientras veinte mil de sus compatriotas oraban todo aquel mes a sus dioses, no obstante hallarse Grecia invadida por los persas y ser ellos, los espartanos, los mejores soldados del mundo. Y esta crisis se registró en el período clásico; ni siquiera en la era griega arcaica. Manco y sus jefes militares estarían también en Calca y Yucay entre oraciones, ayunos y abluciones; interpelando a los arúspices en tomo al destino de la guerra. No debieron ser contrarias las respuestas dadas por los dioses incas a través de los augures. Porque los cuzcos se lanzaron con mayor furia a la guerra, iniciando el segundo mes del asedio. Mas, para entonces los españoles ya habían aprovechado muy bien la semana, fortaleciéndose y pactando alianzas nuevas con caudillos quechuas vacilantes. Acabado el novilunio, Manco, según parece, asumió el comando directo de las operaciones. No deja de intrigar la causa por la cual no lo hizo desde el primer momento. Hemos sostenido que así actuó para fortalecer la alianza con los semicuzcos, dejándoles la dirección de las acciones; pero ésta es apenas una hipótesis, acaso la más probable. Caben otras opciones: por ejemplo la voluntad de la nobleza de no arriesgar la vida del Inca, porque su muerte o captura crearía un caos de sucesión, dificilísimo de desanudar y de repente hasta imposible de arreglar, dadas las ásperas pugnas de los linajes. Otra explicación podría fluir del hecho que tal vez los reyes Incas se
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habían sacralizado o solemnizado con exceso en el reciente esplendor, porque no deja de llamar la atención que tampoco Atao Huallpa comandase sus huestes. Ni Huáscar, salvo muy al final, por presión de la nobleza o llevado por uno de sus frecuentes arrebatos de ira. Cualquiera que fuese la verdad, tras la traición de Inguill, Manco tuvo que pasar a conducir directamente la guerra. Mucho más si había censurado a Villa Oma por su vacilación en Sacsahuamán. Pasada pues la semana de luna nueva, que fue de enorme auxilio para los sitiados, empezó un segundo cerco del Cuzco, en el cual el valiente Villa Oma no apareció, quizá castigado por Manco. El Inca mandó recapturar la fortaleza, pero esto ya no fue factible a causa de la guarnición de Tomás Ortiz y sus cincuenta españoles, además del infaltable concurso de los yana-guerreros cañaris y de otras etnias. Numerosas escaramuzas se produjeron entonces en los alrededores de la ciudad; recrudeciendo la presión de los cuzcos sitiadores, Hernando Pizarro dispuso la matanza general de las mujeres porque ellas servían como habrían de hacerlo las "rabonas" de tiempos posteriores (de las cuales, además, aquellas fueron predecesoras). Así, "no dejaron mujer a vida"; allí donde los jinetes llegaban todas perecían a cuchillo, lo cual se efectuaba con el concurso de los "iridios amigos", esos yanas anti-incas cada día más sanguinarios. Quizá desde esta época se empezó a cercenar la mano derecha de los cuzcos prisioneros, a fin de infundir más terror en el enemigo, práctica que luego se generalizó; en cierta ocasión se cortó la mano a doscientos de los cuzcos capturados. Pero ni aun así los atacantes aflojaron, lo que obligó a los defensores de la ciudad a efectuar salidas a fin de traer abastecimientos. Las más importantes fueron las de Gonzalo Pizarro a Jaquijaguana y la de Hernando Pizarro a Calca, donde también fracasó un plan pizarrista de capturar sorpresivamente a Manco. El novilunio volvió a interrumpir las acciones ofensivas de los cuzcos. Iniciado el tercer asedio, ya en el mes de julio, los españoles intensificaron la matanza de mujeres. Fue esta, época de numerosos encuentros, de los cuales el mejor narrador habría de ser Pedro Pizarro, por entonces el más joven de los jinetes.
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EN LIMA La presión sobre el Cuzco resultó atenuada al poco tiempo a causa de que Pizarro, desde Lima, había decidido socorrer a la antigua capital incaica. Los caminos habían quedado misteriosamente cerrados desde mayo. Los primeros informes que indicaban un vasto levantamiento se habían confirmado con creces. El hecho adquiría gravedad por carecerse de noticias tanto de Hernando Pizarro como de Almagro, quien había partido hacia Chile un año atrás. Muchos en Lima daban por muertos a los dos caudillos y pensaban abandonar la capital. Pizarro, como gobernador del Perú, tuvo que apelar a toda su energía para calmar las flaquezas e inquietudes. Y con firmeza propia de las difíciles épocas del descubrimiento del Perú, decidió organizar la resistencia. Pidió refuerzos a otras gobernaciones de América, inclusive socorro a España, y formó las primeras capitanías que habrían de marchar hacia el Cuzco a fin de dar auxilio a los sitiados. Por su lado, en el cuartel general de Calca, Manco estimó de necesidad liquidar a la guarnición costeña de Lima y las columnas que Pizarro se aprestaba a enviar; "hizo junta de muchos millares de indios de todas partes, pareciéndole que si tomaba Lima y destruía al marqués Francisco Pizarro que en ella estaba con mucha gente, el Cuzco le vendría luego a las manos, faltándole el aliento que de soldados le subía de allí". El Inca decidió concentrar sus fuerzas en el aniquilamiento de aquellos ejércitos, juzgando además, con razón, que le sería más fácil vencerlos que a la gente española del Cuzco, que estaba siempre atrincherada tras las murallas de los templos y palacios de la ciudad. Manco hizo traer más yana-guerreros de otras áreas y de las unidades destinadas al asedio del Cuzco trasladaría varias al nuevo ejército, cuyo mando entregó a uno de sus hermanos, el afamado Quisu Yupanqui, príncipe semicuzco de enorme valía. Relata el cronista Martín de Murúa que, en efecto, Manco "determinó de acometer primero a Lima y así envió a ello a Quisu Yupanqui y a Illa Túpac y a Puyu Huillca. Y Quisu Yupanqui era capitán general a quien los otros obedecían y llevó orden de Manco Inca para que toda
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la gente de Chinchaysuyu le siguiese y con ella y con la que llevaba, cercase Lima y matase al marqués Pizarro y a todos los españoles que con él estaban". Esta determinación del Inca alteró de modo total la estrategia de la insurrección. A partir de este momento los esfuerzos militares se concentraron fundamentalmente en los caminos que conducían hacia el mar. Para cumplir este empeño partió Quisu Yupanqui, en medio del entusiasmo de los cuzcos, escoltado por las mejores legiones que conservaba el Inca, y los yana-guerreros más decididos. Por su parte, Pizarro ultimó detalles para organizar la defensa de Lima. Contrariamente a lo que muchos debieron esperar, el Gobernador no asumió el comando militar de las operaciones. Las expediciones quedaron encomendadas a los capitanes Diego Pizarro y Gonzalo de Tapia. Se recogió a los más esforzados castellanos y con varios españoles nuevos que habían en aquel momento en la capital, así como con buen número de indios amigos y esclavos negros, decidieron emprender todos la jomada que -nadie podía suponerlo- los habría de conducir a la muerte en manos de Quisu Yupanqui. Porque para entonces ya este brillante jefe militar marchaba sobre Lima. Una primera victoria, todavía menor, la alcanzó en Chulcomayo. Quisu Yupanqui, tal vez el mejor guerrero incaico, había ideado el perfeccionamiento de las galgas, método de lucha sólo usado en pequeña escala antes del inicio de la conquista española. Con tales galgas que eran "unas piedras grandes que dejan rodar de lo alto, que vienen con gran furia y todo lo que toman por delante hacen pedazos", según la descripción de Pedro Pizarro, que las sufrió, se podía compensar la escasez y a veces la inexistencia de arcos. Por tanto, resultaba más fácil enfrentarse a la temida caballería. Quisu Yupanqui no dejaría de considerar que fue con galgas como Quizquiz obtuvo, tras muchas sangrientas derrotas, una victoria en Cusibamba sobre Almagro y Pedro de Alvarado coaligados y que el último casi había muerto arrastrado por un pedrón. Quisu Yupanqui había mejorado el sistema de guerra inca, arcaizándolo. La panoplia incaica poseía veintitrés armas diferentes, pero él, posponiéndolas en parte, la hizo más lítica al perfeccionar el uso de las galgas. Debió trabajar activamente en la sierra central con mitas, para
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subir las enormes piedras hacia los cerros en lo alto de los desfiladeros por donde había caminos que tendrían que ser forzosamente recorridos por los conquistadores. Recia disciplina tuvo que haber sido impuesta a los lucanas, a los ancaraes, a los pocras y a los de otras etnias preparando estas emboscadas, puesto que fue menester subir esas piedras a las cumbres y sujetarlas con fuertes bastidores. Y luego, aplicó el más severo control para evitar que algún cacique anti-inca pudiera enviar mensajeros denunciando el emplazamiento de tales galgas.
VICTORIA DE PAMPAS Ignorante del acelerado avance de Quisu Yupanqui y de los nuevos métodos de guerra, el capitán Gonzalo de Tapia salió de Lima con ochenta jinetes escogidos y gente de a pie, rodeados todos de numerosa tropa adicta de indios amigos y negros de guerra. Tomaron primero el camino de la costa, para ascender desde Pisco hasta Huaitará, con rumbo provisional hacia Vilcashuamán. Una vez en esta famosa ciudadela incaica debían informarse sobre los sucesos acaecidos en el sur del Perú. Tomando esas noticias, tras informar a Lima, debían proseguir la marcha al Cuzco. Avistadas las huestes de Gonzalo de Tapia por las avanzadas de Quisu Yupanqui, éste preparó el encuentro cerca del río Pampas. Con criterio táctico, el jefe inca esperó pacientemente a que los españoles y sus aliados cruzaran un puente y empezasen a subir la cuesta principal. De esta manera, fatigados los caballos, neutralizaría los efectos de las arremetidas de los jinetes; y las galgas iniciarían el aniquilamiento. Conforme lo calculado por Quisu Yupanqui, Tapia tomó por ese camino. Luego, estando ya los conquistadores a mitad del ascenso, el comando cuzqueño ordenó disparar a todos los honderos, mientras se soltaban las galgas especialmente dispuestas para ese efecto. Entre tanto se producía el ataque, una de las unidades incaicas procedía a destruir el puente, única posibilidad de salvación para los emboscados. Producida la carga de los cuzcos "los españoles quedaron encerrados entre el río y la sierra de modo que unos con otros se embarazaron. El capitán y personas particulares pelearon muy bien, mas ¿qué les
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aprovechaba? que de los caballos no se podían aprovechar, y a pie como los indios tenían lo alto, era tanta la multitud de piedras que caía sobre ellos que no dejaba ninguno a vida". Así lo contó en 1539 Diego de Silva y Guzmán. Los cuzqueños apretaron y llegó la derrota para las armas ibéricas. Los españoles "murieron todos peleando, que ninguno escapó, si no fueron algunos esclavos que tomaron a vida para presentar al Inca". Veloces chasquis corrieron a Calca con la noticia. Grandes fiestas y sacrificios se celebraron ante el trono del Inca rebelde, quien empezaba a ver recompensados sus esfuerzos con la dulzura de la victoria.
VICTORIA EN PARCOS El triunfo alcanzado por Quisu Yupanqui en el Pampas entusiasmó a los cuzcos, pues demostró que los "viracochas" no eran invencibles. Los soldados incaicos exigían ahora a su capitán general marchar de inmediato sobre Lima y decapitar al gobernador Pizarro. Con fervorosas preces a sus divinidades, el ejército incaico se puso en marcha. Un nuevo triunfo parecía asegurado: Otro contingente español avanzaba descuidadamente por las serranías centrales. Quisu Yupanqui aún no sabía que se trataba de Diego Pizarro. Este, a su vez, ignoraba que Gonzalo de Tapia estaba vencido y muerto. Más bien, tenía indicaciones de juntarse con él. Para ello comandaba una fuerte expedición de ciento cincuenta españoles y varios miles de indios aliados; amén de esclavos negros que en esos apurados momentos seguían sirviendo como eficaces soldados cuando era menester, al igual que los yanas. Pero Quisu Yupanqui "lo mató a él y a todos los que iban con él". La derrota española se produjo en Parcos (Huancavelica), empinada cuesta hábilmente escogida por el comando incásico. Para ello aguardó Quisu Yupanqui a que los conquistadores descendieran el Mantaro (Angoyacu) hasta llegar a ese punto donde el camino sube bruscamente, partiendo de la vera del río. Anulados los corceles por la cuesta, rodaron las galgas y, tras ellas, bajaron sobre los españoles las huestes de los cuzcos. El choque fue sangriento. Tanto que "no quedó hombre, y les robaron cuanto lleva
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ban". Sólo salvó "un español que tomaron a vida para presentar al Inca". Parecida matanza hicieron los incaicos en los indios aliados de los españoles. Luego los sobrevivientes de la batalla debieron ser exterminados. Manco había dispuesto la pena capital para todos los nativos que colaborasen con los castellanos, especialmente a los yanas por su pertinacia en la rebeldía contra el sistema incaico. En documentos pizarristas consta la gravedad de esa derrota hispánica y las cifras de los caídos.
VICTORIA DE ANGOYACU Una nueva batalla se avecinaba entre cuzcos y castellanos, pues a la cabeza de treinta jinetes harto buenos y bien pertrechados, y con socorro de indios aliados, partió de Lima por esos días el capitán Juan Mogrovejo de Quiñones, con ánimo de llegar a la ciudadela de Vilcashuamán, desde donde trazaría un plan de operaciones. Llevaba consigo un fuerte contingente de "negros de guerra" cada uno con su amo, gente dispuesta a matar sin reparos y saquear para comprar su libertad. Sabiendo que pronto sería seguido de Alonso de Gaete, Mogrovejo escogió la ruta de Jauja. De allí siguió el curso del Angoyacu o Mantaro, sin advertir que los indios lugareños, a lo largo del Camino Real le fueron dando una falsa adhesión: "estaban ya tan hechos y encarnizados en cristianos que desde los primeros pueblos los servían hasta meterlos y dejarlos entrar en la ensenada y valle de la puente de Angoyacu, que es entre Acos y Picoy, y allí les tenían aparejadas muchas galgas en los altos de él y grandes guazabaras". Otros curacas de las comarcas andinas, como los huancas, indecisos esta vez en una lucha entre cuzqueños y españoles, se limitaron a facilitar discretamente el paso de las huestes castellanas, deseosos ellos de no comprometerse con uno u otro bando, conociendo la gente que Quisu Yupanqui traía. Ni sus "muchos indios amigos" habrían de salvar a Mogrovejo del desastre. Quisu Yupanqui, ganada la batalla del Pampas a Gonzalo de Tapia, y vencido Diego Pizarro en Parcos, iba ya "en busca de Mogrovejo, el cual a la sazón había llegado a un pueblo adonde le salieron muchos de paz, que lo tuvieron por buena señal". Allí descansaron, sin
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sospechar que se encontraban al píe de la cuesta donde había sido aniquilada la expedición de Diego Pizarro. No imaginaba el capitán Mogrovejo que los rebeldes desfilaban por las alturas para cercarlos mientras él tomaba provisiones para acampar en aquel sitio. Los salvó, en ese momento, un "indio amigo". En efecto, un yana, esto es un ex esclavo incaico, llegó de pronto al campamento a dar una noticia. Contó de la celada incaica: "a su amo le habló en un aparte de manera que los indios no miraron en ello, el cual dijo que toda la tierra estaba en guerra". El indígena que tan valiosa información proporcionaba precisó también que el "cacique de un pueblo que llama Gamara había muerto cinco españoles y a todos los indios de paz que llevaban y que estaban esperando a ellos para matarlos". Mogrovejo no era hombre que se amilanase con facilidad. Siguiendo antiguas prácticas españolas en la conquista de las Indias, trató de imponerse por el terror: "Mandó juntar a todos los principales de aquel pueblo donde estaban con un hermano del cacique que estaba allí, a los cuales hizo meter en una casa, y hecha la pesquisa, y sabido como era verdad lo que el yana (cona) decía, y que ellos mismos estaban confederados con los otros para ser en la traición, hizo quemar vivos veintitrés principales". Como medidas colaterales, conservó en rehenes al hermano del cacique Gamara, "lo puso en una cadena"; mientras, enviaba "mensajeros a Jauja". Despachados estos correos, Mogrovejo cometió el error de considerar que la represión efectuada sería suficiente para detener el ímpetu de los rebeldes. Partió entonces de Parcos "en buena orden, llevando al hermano del cacique preso". No obstante estas precauciones, pronto habrían de sufrir una desagradable sorpresa, y al ser atacados bajaron al río, escudándose en un islote. Luego, aprovechando la noche, fugaron. En numerosas escaramuzas fueron gastándose los efectivos, combate tras combate; el grupo principal fue cercado nuevamente, alcanzando a fugar por una senda secreta que reveló un indio amigo. Sucedieron luego muchas escaramuzas entre los cristianos y los cuzcos. Al final, Mogrovejo murió peleando y de todos apenas si salvaron cinco o seis, que huyeron a la costa, conforme lo relataría uno de estos sobrevivientes, el citado Diego de Silva en la valiosa relación ya mencionada que escribió en 1539.
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FIESTAS Y ARMAS Las repercusiones de estas victorias remecieron todo el Perú, tanto en el bando español como en el indígena. Más que en ningún sitio, los triunfos cuzqueños fueron festejados por Manco en la fortaleza de Ollantaytambo, que se engalanó para recibir a los emisarios de Quisu Yupanqui, portadores de la noticia de la nueva derrota española. Los orejones enviados al Inca desde Angoyacu por los vencedores "trajeron... muchas cabezas de españoles y dos españoles vivos y un negro y cuatro caballos, los cuales llegaron con gran regocijo de la victoria habida". Manco "los recibió muy honradamente y animó a todos los demás a pelear de aquella suerte". Parte del botín de los vencedores fueron también "muchas mercaderías que llevaban de acá de España de brocados y sedas y granas y otros paños ricos y mucho vino y conservas y puercos de Castilla y espadas, lanzas... y tenían pellejos de caballos y caballos vivos más de ciento y les habían tomado mucha artillería de versos y arcabuces y los españoles que tenían consigo le refinaban la pólvora...". El problema militar fundamental para los cuzqueños era, sin embargo, conseguir los secretos de las armas de fuego y la equitación. Manco no vaciló en obligar a los españoles prisioneros a "refinar pólvora y aderezar las armas", presionándolos para que revelasen las técnicas básicas de los arcabuces. Dispuso, asimismo, que un grupo de sus orejones se adiestrase en el manejo del armamento occidental. El temible dios Illapa -el rayo personificado-, que llegó en las manos de los supuestos emisarios del dios Viracocha, se fue convirtiendo lentamente en un instrumento bélico que los indios ya no miraban alelados. Los cautivos castellanos terminaron revelando las artes de la caballería. A la verdad, el Inca "se servía de ellos" como de esclavos-yanas. Manco, desde aquel momento no sólo montó corcel, sino que sentía ya un especial aprecio por todo el armamento europeo. Se revistió de hierro, al igual que sus enemigos. Ciñó espada, gustando también, seguramente, del casco de acero bruñido, con cimera de vistoso penacho. Supo también de las ventajas de la adarga y de la pica. Rol especial jugó un tal Santillana, que desertó de filas de Hernando Pizarro para ir a dar apoyo a Manco.
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Deshecha la expedición de Mogrovejo de Quiñones quedaba abierta la ruta hacia los huancas. La reconquista del Tahuantisuyu parecía una realidad. Entre tanto, mientras se aproximaba a Jauja, Quisu Yupanqui meditaba en las dificultades que habrían pronto de surgir en esa pujante comarca cuya belicosidad conocían los del Cuzco. No ignoraba que los huancas estaban divididos en varias facciones y que sólo unas pocas deseaban unirse al Cuzco. La mayor parte de los caciques huancas prefería el restablecimiento de su autonomía, ofrecida reiteradamente por los españoles. Promesas que supieron acompañar con prebendas para los sectores aristocráticos indígenas. Manco bien sabía que los huancas se habían batido valientemente contra las fuerzas incaicas de los yana-Generaíes de Atao Huallpa, cuando la ocupación militar del valle por las tropas del general Challcochima. Una terrible represión ataohualpista había seguido al intento subversivo. Luego lucharon al lado de los cristianos contra Yucra Huallpa en 1533 y, más tarde, contándose ya por miles sus voluntarios de guerra, alinearon al lado de los españoles contra las huestes de Quizquis durante 1534. Más tarde habrían de adoptar posiciones indecisas cuando el estallido de la insurrección cuzqueña. La política que debía seguir el comando incaico era pues difícil. Demás estaba recalcar que de la alianza con los huancas dependía en buena medida el triunfo o el fracaso del avance sobre Lima. Manco supo también que, mientras estas preocupaciones embargaban el ánimo de Quisu Yupanqui, sus avanzadas fueron haciendo los primeros contactos con los lugareños, algunos de los cuales resultaron positivos y otros no. Asimismo, embajadores despachados hacia otros curacazgos tampoco lograron una adhesión plena. Los lazos con el Cuzco no eran fuertes en estas comarcas, dado que se encontraban muy poco incaizadas. Subsistía un profundo regionalismo y creían ilusamente-, que roto el marco imperial cuzqueño podrían vivir en autonomía bajo la égida de los "viracochas". Por lo menos, así lo aseguraban muchos curacas ganados a la causa hispánica.
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CORONACION DE CUSI RIMAC Entre tanto, supo Manco que Pizarro tratando de organizar una resistencia más eficaz, continuaba pidiendo refuerzos a todas partes. Más todavía, Pizarro, en tan difícil trance, recordaría la utilidad de la vieja máxima "divide et impera", que preciados frutos le habían rendido siempre en el Imperio Incaico. Pensó seguramente que no bastaba con escindir a los indios aquí y allá para lanzarlos unos contra otros. La mejor solución parecía ser coronar a un nuevo rey Inca, para que acaudillase a los indígenas leales y confundiera a los adversarios. Entre los hijos de Huaina Cápac que se hallaban en la costa, escogió a CUSI Rímac, por las muestras de adhesión que había manifestado siempre. Fue así coronado con la mascapaicha en una ceremonia que los indios yungas, rivales del Cuzco, debieron contemplar con recelo. Ignoraban los castellanos, que Cusi Rímac era ya, según parece, un conspirador y que, de secreto, se entendía desde tiempo atrás con los agentes de su hermano Manco. Sin saberlo, Pizarro lo había colocado al frente de las huestes de "indios amigos" que subirían desde Lima a Jauja con la expedición española comandada por el capitán Alonso de Gaete y reforzada con "negros de guerra". Llegados todos ellos a las vecindades de la semidestruida gran ciudad inca del centro del Imperio, Cusi Rímac -que en realidad simpatizaba secretamente con Manco- despachó sigilosos chasquis con rumbo al sur, hacia donde acampaba el ejército cuzqueño de Quisu Yupanqui, advirtiéndole de la presencia de la nueva expedición. De inmediato los incaicos se pusieron en marcha hacia Jauja con ánimo de ganar una nueva victoria.
VICTORIA DE JAUJA Manco supo en detalle este nuevo triunfo. Atacados los conquistadores por los cuzqueños "se empezaron a defender con ánimo español, y más en tal trance, donde no les iba menos que la vida". "Pero al fin durando la pelea desde la mañana que llegaron los indios hasta hora de vísperas, hubieron los pocos de caer a las manos de los muchachos, y así los indios los mataron a todos y a sus caballos y negros de su servicio que allí tenían, sin que de la furia de la muerte pudiese
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escapar más que sólo un español, viendo ya el negocio de la suerte que iba y que era locura esperar, habiendo muerto todos sus compañeros, puso el remedio de su vida en la huida, ya que no podía con sus brazos. Y así en un caballo salió huyendo". "Quisu Yupanqui, concluido con el desbarate, hizo recoger todo lo más precioso de los vestidos y armas de los españoles, y junto lo envió a Manco Inca.. dándole aviso de la victoria... que había alcanzado muy fácilmente con muerte de todos los españoles. Recibió Manco Inca el presente con gran regocijo y placer, prometiéndose ya al fin conforme los principios y que había de acabar de destruir a cuantos españoles había en el reino, y quedar pacífico y quieto señor del. Y por agradecimiento de lo que había hecho Quisu Yupanqui le envió una mujer coya de su linaje para él, que era hermosísima y unas andas en que anduviese con más autoridad y le envió a decir que se fuese luego a Lima y la destruyese, no dejando cosa en pie en ella y matase cuantos españoles hallase donde quiera, y que solamente al Marqués lo dejase vivo y preso se lo trajese". Consolidada, al parecer, la dominación sobre el Mantaro, Quisu Yupanqui ordenó la marcha a Lima. El ala izquierda, integrada principalmente por los huancas era mandada por Puyu Huillca y la derecha, por Illa Túpac, con los contingentes chupadlos, yaros, cantas y otros, que chocaron con escalones de los soldados remitidos a Pizarro por su suegra, Contarhuacho, cacica entre Huailas y Atavillos.
PARIAJAJA Con la intención de reforzar al capitán Gaete, quien, como vimos, había partido hacia Jauja, salió de Lima una quinta columna española al mando de Francisco de Godoy, experimentado militar que ejercía, además, el Tenientazgo de la Gobernación del Perú. Era el segundo de Pizarro, para decirlo con otras palabras, y lo seguían varios esforzados conquistadores y otros que eran nuevos en la tierra. En total eran unos sesenta, a quienes acompañaban los infaltables "indios amigos", los de carga más atrás y, desde luego, los "negros de guerra", amén de los perros bravos cebados en carne de indio. Todo indica que marchaban muy confiados. Pero, según el cronista
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Diego de Silva (1539), al llegar a Pariajaja (Pariacaca), estando en medio de un desfiladero entre las nieves y a sólo una jornada de marcha de Jauja, las huestes españolas se encontraron con el conquistador Caravantes, que huía luego de haber salvado la vida. En el gélido paraje contó como Gaete había sido vencido por Quisu Yupanqui y que luego los sobrevivientes, caballos incluidos, iban siendo sacrificados al dios Sol día a día. Informado del trágico fin de la guarnición comandada por Gaete, Godoy se atolondró y no aguardó más para dar una censurable orden de fuga, porque de retirada no fue. Por eso, en los mismos escritos de aquel tiempo se diría que "volvió, como dicen, con el rabo entre las piernas, trayendo consigo a dos españoles de Gaete que habían escapado". Uno, el que le dio aviso; y otro más, que a poco se juntó con ellos. Lo grave fue que "perdió mucha parte del hato (...) huyendo con harto riesgo dejando el hato que llevaba y las cabalgaduras". La huida fue tan de prisa que Godoy también abandonó a sus aliados indígenas y el servicio, según el conquistador Mancio Serra. Propició la vergonzosa fuga el hecho de contar con muy buen caballo. No sabemos si llegó a consultar el repliegue con otros importantes españoles que con él iban, como el Alguacil Mayor de Lima Martín Pizarro y el ardoroso Juan de Acosta. Lo único seguro es que la decisión fue muy rápida. En su precipitada huida Godoy dejó más parte de los indios auxiliares, incapaces de seguir el paso rápido de los corceles. No mucho después los rebeldes cayeron al lugar. Capturaron a los jefes indios españolados y cogieron el cuantioso botín dejado por los cristianos. Se debió proceder entonces a las ejecuciones de rigor, mientras Godoy "considerando más su vida que su honor" -como remarcaba el cronista Girolamo Benzoni- proseguía su fuga hacia la capital. Quisu Yupanqui, deseoso de capturarlo, envió a los más ligeros de sus hombres, pero no consiguieron cortar camino, limitándose a perseguirlos "dándoles grande guerra". Apresuradamente, pues, aquel Godoy hizo su ingreso a Lima. Irrumpiendo en el recinto donde se hallaba el Gobernador. Debió informarlo con urgencia de cuanto había ocurrido y de la gravedad de la situación. Le diría que miles de rebeldes avanzaban sobre la ciudad. Con semejante aviso Francisco Pizarro confirmó lo que ya le habían anunciado -pero no con esta premura- los jefes de otras expediciones que habían
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incursionado en las sierras adyacentes a Lima. Diego de Agüero, que llegaría al día siguiente, confirmaría el avance de "indios de guerra" por Lunahuaná. Gran presión hubo entonces en la ciudad para que se la abandonase a su suerte, pero el Gobernador se negó a ceder ante la debilidad de quienes veían en la retirada la única posibilidad de salvación. Se jugaba su pasado y su porvenir. Quizá titubeó por un momento, como algunos dicen, mas luego ordenó que todos se aprestaran a la defensa. El mismo se vistió con su armadura, dando ejemplo a los remisos, "animando mucho a los soldados". Para entonces había recibido ya refuerzos de varias partes, los que sumados a la guarnición de Lima a los aliados indios y a los negros de guerra, significaban una fuerza capaz de sostener un sitio por algún tiempo.
COMBATE DE PURUCHUCO Las vanguardias de Quisu Yupanqui avanzaron hacia la capital, bajando a las partes llanas del valle, para luego desviar el agua del río de su lecho. En efecto, "tuvieron un ardid de guerra que sacaron el agua del río Rímac, y la echaron por una acequia grande por toda la ciudad". Se inundaron varias zonas y el río dejó de discurrir por su cauce. El agua empezó a escasear en la ciudad y, además, podría ser obstáculo para la caballería si enfangaba los alrededores. Ante esta situación, Pizarro dispuso que se juntase lo mejor de la caballería y que el lado de unos peones, reforzados con los huailas y yungas, atacasen a los rebeldes, hacia Puruchuco, lugar cercano, al este de Lima. Así marchó sobre los cuzqueños el capitán Pedro de Lerma "con más de setenta caballos y con muchos indios amigos, que salieron al reencuentro a la gente del Inca, con los cuales pelearon gran parte del día". Los rebeldes, con infundado optimismo, no repararon en la desventaja que ofrecían sus huestes que sólo combatían como infantería ligera frente a las cargas de la caballería en sitios planos, sobre todo si, como allí ocurrió, ella iba protegida "con muchos indios amigos y cristianos".
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Los peor para Quisu Yupanqui era que carecía totalmente de flecheros. Lo cuzcos hicieron lo que sus posibilidades permitieron, pero al fin cedieron ante la impetuosidad de los jinetes y superioridad efectiva del enemigo. Combatiendo los españoles y sus aliados "los cercaron por todas partes". Aun así, rodeados, soportaron con arrojo las cargas de la caballería, hasta que alcanzaron unos cerros vecinos para guarecerse. Cuenta el cronista Alonso de Borregán que, confiado, adelantóse un sobrino de Juan de Panes, vecino de Panamá que iba en buen caballo y los indios "le ataron las manos y los pies y le tomaron de la silla y se lo llevaron. Socorrió Pedro de Lerma el capitán con gente, para lo defender, y con él un Diego de Agüero, como los indios fuesen muchos y tiraban tantas piedras con las hondas y las manos desde arriba de lo alto... dieron a Pedro de Lerma capitán una pedrada en los dientes que le quebraron los dientes y la boca... y a Juan de Panes y a su caballo delante de todos los hicieron pedazos". Asimismo, el capitán Per Alvarez Holguín fue enganchado con garfios y casi muere; lo salvaron cortando las cuerdas en medio del combate. Benzoni describe así tal choque: "Encontrados los enemigos, encarnizadamente se combatió tanto de una como de otra parte, hasta que los indios, no pudiendo resistir el ímpetu de los cristianos, volvieron las espaldas y se retrajeron a una colina que está cerca de Lima. Murieron en este encuentro muchos indios y de los españoles sólo dos, pero muchos quedaron heridos". Pizarro salió de Lima tras Lerma -dice otro cronista- y lo hizo con ánimo de reforzarlo; pero a lo que se sabe no llegó. Lerma salvó ese día a Lima. Entre otros testimonios está el de su hijo: "si el dicho, mi padre no actuara los indios tuvieran lugar de entrar en la dicha ciudad y matar todos los españoles". Pero el campo de batalla quedó en manos de Quisu Yupanqui y por esto puede considerárselo vencedor. "Esa noche se hizo mucha guarda, rondando la gente de a caballo la ciudad"... "guardias y centinelas".
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EL CERCO DE LIMA Vencedores en Puruchuco, Quisu Yupanqui y Cusi Rímac optaron por iniciar el cerco de la capital, a fin de lograr el anhelo de matar o capturar a Pizarro, con lo cual se cumpliría plenamente la orden de Manco de exterminar a la guarnición extranjera. El desplazamiento hacia la ciudad de Lima se había iniciado al momento de perseguirse a las huestes de Pedro de Lerma, quien, herido y todo, no perdió el control de la situación y se retiró en buen orden. Es nuevamente Diego de Silva y Guzmán quien en su Relación nos proporciona las mejores informaciones en tomo a este momento decisivo e inicia su descripción anotando que viendo el gobernador Pizarro (seguramente desde algún cerro) "como venían tan grande cantidad de indios a dar en la ciudad... salió gente de refresco a dar en ellos y marcharon muchos". Los lanceros de a caballo hicieron esa vez bastante daño entre los incaicos, por darse el encuentro en tierra llana, hacia lo que ahora se llama Yerbateros; asimismo, las fuerzas incas y de sus aliados pagaron caro el no contar con flechas, única arma que podría contener la caballería española. Quizá los dos máximos jefes indios, Cusi Rímac, el imperial y Quisu Yupanqui, el semicuzco, debatieron en lo tocante a lo que correspondía hacer en tal contingencia, acordándose en todo caso posesionarse de los cerros aledaños a la capital. La situación fue tomándose difícil para los españoles porque los jefes cuzcos recurrieron a la táctica de "quitar el agua del río y la echaron por junto al cerro de San Cristóbal y para ir por agua era menester gente de guerra". Lo cual no resultaba siempre fácil porque, siendo el sitio del río pedregoso, "los caballos se mancaban muchos", como lo recordaría fray Vicente de Valverde en su famosa carta de 1539. La Relación de Silva nos indica que luego "los indios se pusieron en unos cerros; en lo más alto de ellos se puso Quisu Yupanqui, con la gente principal, que venía por capitán general de toda esta gente. Los españoles arremetieron al cerro más bajo, adonde cayeron dos de caballo, y al uno dellos mataron y el otro se salvó por gran milagro más que por su posibilidad. El Gobernador, viendo tanta multitud de gente, creía sin duda ninguna que ya lo de acá era todo despachado; los españoles anduvieron escaramuzando con ellos, matando muchos, especialmen
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te una vez que los enemigos se determinaron de acercarse a la ciudad, poniéndose en unos edificios caídos. La gente de a caballo estuvo en celada, y habiendo tiempo, salieron matando y alanceando mucho número de ellos hasta que se subieron en unos cerros. Al Gobernador jamás este día le dejaron salir a pelear, pero estaba con veinte de a caballo a punto para socorrer a donde hubiese necesidad. Esa noche se hizo mucha guarda, rondando la gente de caballo la ciudad". "Otro día amanecieron los indios más cerca, en una sierra grande, que estaba dellos cubierta que cosa della al parecer no se divisaba, de donde quitaron e hicieron pedazos una cruz grande de madera que estaba puesta en lo alto, a la parte del camino que van a la mar y al puerto; y en otro cerro algo más lejos pareció muy gran cantidad de gente, toda de la provincia de los Atavillos". "En estos cerros los enemigos peleaban muy a su salvo, abajando a lo llano a pelear un escuadrón y aquel retirado bajaba otro; en la ciudad había algunos indios amigos, los cuales, haciéndoles espaldas los españoles, peleaban muy bien y era causa de reservarse de grandísimo trabajo los caballos, porque de otra manera no lo pudiera sufrir". "Algunos de los indios que se tomaban a vida se atormentaban cruelmente, para saber nuevas desta ciudad (el Cuzco); unos decían uno y otros decían otro, y jamás concordaban, porque así estaban prevenidos de sus capitanes". "Viendo el Gobernador que los contrarios estaban tan cerca de la ciudad y que no les podía hacer ofensa ninguna, trataba cercarlos y para esto hallaba poca posibilidad. Otras veces decían que sería bien subir de noche y tomalles lo alto; también esto les pareció muy dificultoso, así por ser pocos y el número de los indios tan grande, como por la fragosidad del cerro en que estaban: Pero al fin acordóse ser esto lo mejor... En esto pasaron cinco días, y acordaron de hacer un reparo de tablas para resistir las piedras; pero después de hecho les pareció imposible poderlo llevar". Así transcurrieron seis días de incesantes combates, con muertos en ambos bandos. Quisu Yupanqui aguardaría el auxilio de una parte de los contingentes de los curacas de los huancas, para ejecutar el ataque final, que se presumía muy caro en vidas; merced, sobre todo, a la fuerte potencialidad de fuego de los numerosos arcabuces de los españoles.
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Pero los caciques huancas jamás llegaron, pese a las órdenes de los jefes incas que los buscaron. Estos seguramente acabaron asesinados. No obstante la enemistad de los caciques huancas y de otras naciones aborígenes, los incaicos habían entrado a la lucha con excepcional vigor. De allí la cantidad de heridos graves en esos días, a pesar de que fueron rarísimos los flecheros, si es que hubo alguno. Por aquellos días, Diego de Aliaga "estuvo a punto de morir por haberle aprisionado el equipo sus enemigos con boleadoras, pero auxiliado por sus compañeros logró encaramarse en la grupa de otra cabalgadura y regresar salvo a Lima", según registra José Antonio del Busto. Quisu Yupanqui proyectaría un asedio largo, que rindiese por hambre a Pizarro y los suyos. Pero la situación de los cuzcos pronto se deterioró a causa de las noticias de que Alonso de Alvarado avanzaba a marchas forzadas desde la costa norte a fin de auxiliar Lima cercada; con los españoles bajo su mando venían -según se decía- varios miles de chachapoyas, sus aliados, entre ellos numerosos yanaguerreros, enemigos tenaces del Cuzco. Convenía pues tomar la ciudad antes que a su defensa concurrieran aquellos contingentes. Pero fue aun peor lo sucedido con los batallones huancas. Sencillamente los caciques de esta comarca traicionaron a Quisu Yupanqui y fueron a dar apoyo a Pizarro. Veamos los hechos.
LA TRAICION DE LOS CACIQUES HUANCAS Como habíamos dicho, el ala izquierda del ejército incaico había sido encargada al jefe cuzco Puyu Huillca. Estas fuerzas, a lo que se deduce, no partieron completas. Quienes lo hicieron habían venido comandados por sus propios caciques, Guacrapáucar y Paullo Runa y tal vez Apoalaya, como lo registra Waldemar Espinoza en "Los Huancas aliados de la Conquista". A la hora del ataque no sólo no concurrieron los grupos que faltaban llegar como Martín de Murúa menciona- sino que, subrepticiamente, Guacrapáucar fugó de los campamentos incaicos, deslizándose con los suyos hacia las líneas españolas, donde proclamó su adhesión al "apu machu" (señor viejo), nombre con el que conocían a Pizarro. En total serían unos mil trescientos huancas. Muchos murieron y nu
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merosos testigos declararon que en Lima vieron a Guacrapáucar sirviendo esos días "con su persona y con otros muchos naturales que consigo tenía".
EL ATAQUE A LIMA Acabada la esperanza de romper las alianzas indo-españolas, y tras varios encuentros menores en los alrededores de Lima, Quisu Yupanqui dispuso el ataque a la ciudad. Para entonces todos los cerros circundantes estaban ocupados y la cruz del San Cristóbal seguía derribada. El gobernador Pizarro contaba para defender la joven capital con unos "quinientos hombres de caballo y de a pie", según informe al Consejo de Indias de un español que alcanzó a salir de Lima, en agosto de 1536, poco antes de iniciarse el asedio; pero según el cronista Benzoni, Pizarro sólo contaba con unos cuatrocientos españoles "y un poco más de doscientos caballos". A sus castellanos, Pizarro sumaba "varios miles" de guerreros nativos aliados y buen número de "negros de guerra", así como de moriscos experimentados en artes bélicas. Los sitiadores fueron unos cien mil -según gran parte de las relacionesconsiderando a toda la gente de servicio; los guerreros probablemente no pasaban de veinte mil, como se haría constar años más tarde, en un juicio protagonizado por Hernando Pizarro. Y solamente una parte de ellos era de la nación cuzco. En esta etapa, los incas del Cuzco iban reestructurando su imperio en los Andes Centrales, reincorporando mediante su ejército a varias naciones indígenas que vacilaban en luchar a favor de los reyes incas o se habían unido ingenuamente al español. Es digno de mencionarse que por esos días habían llegado a Lima algunos refuerzos. Dice la crónica de Diego de Silva y Guzmán que Quisu Yupanqui determinó entrar a Lima y tomarla por fuerza o morir en la demanda y habló primero a todas sus gentes, diciéndoles: "Yo quiero entrar hoy en el pueblo y matar todos los españoles que están en él y tomaremos sus mujeres, con quienes nosotros nos casaremos y haremos generación fuerte para la guerra". Lo juró ante el Sol.
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Fue entonces cuando enardecidos por las palabras del adalid Inca, "los capitanes y personas principales respondieron que lo prometían de hacerlo así y con esto movieron todo el ejército con grandísimo número de banderas, por donde los españoles conocieron la determinación y voluntad con que venían". Descendieron entonces de los cerros circundantes de la ciudad. Abajo, en batallones cerrados los aguardaban españoles, yungas, huailas, cañaris, huancas, chimúes, así como "negros de guerra" y algunos grupos de guerreros nicaraguas y guatemalas. La principal fuerza de choque la formaban los cañaris, ansiosos de medirse otra vez con los cuzqueños. Muy especial empeño pondrían en aquella jornada los cuatro mil hombres de Huaylas, enviados por la citada "suegra india de Pizarro", Contarguacho. Una línea de arcabuceros y unos cuantos cañoncillos protegían con su fuego a los defensores de la plaza. Con gran estruendo, al son de pututos y trompetas, y alentados por los huáncares, esos grandes tambores de guerra, los cuzqueños empezaron a acercarse a la ciudad. Los jefes, en sus andas se aproximaron al río, animando a sus huestes, que respondían con estruendoso vocerío. Ya se oían en Lima los alaridos de triunfo de los soldados incaicos cuando "el gobernador mandó que con toda la gente de a caballo se hiciesen dos escuadrones: el se puso con uno en celada en una calle y un capitán con él y otros en otra". Llegó el momento en que -según un paje de Pizarro que se lo narró al cronista Femando de Montesinos- varios de la vanguardia inca avanzaron por los paredones que están hacia el camino que sale a Huarochirí; y salió el Gobernador hasta media legua pero "los enemigos ya venían por el llano del río, muy lucida gente, porque toda era escogida, el general venía adelante, con una lanza, el cual pasó en sus andas ambos los dos brazos del río". Sus gritos se escuchaban claramente y los indios aliados traducían a los españoles una inquietante amenaza: "A la mar, barbudos, a la mar, barbudos". Diego de Silva y Juan de Betanzos, precisan que les gritaban: "a enfardelar, a enfardelar". Todos, entonces, castellanos, nativos, "indios amigos" y negros esclavos se aprestaron a recibir la carga definitiva de los cuzcos atacantes y de sus aliados indígenas. Corrían mediados de agosto. Quisu Yu
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panqui y Cusi Rímac, aunque careciendo totalmente de flecheros, lograron tomar parte de la ciudad, con sus avanzadas, pero cuando se desplegaban en lo llano junto al río, ambos cayeron bajo el efecto del armamento occidental; el gran Quisu Yupanqui, por el hierro dé un lanzazo, durante una carga de jinetes; Cusi Rímac, de un disparo de arcabuz. Al lado de esos grandes capitanes perecieron también otros jefes incaicos. Cuatro mil cuzcos y aliados sucumbieron esos días. De los españoles, treintidós, según Garcilaso y ocho de sus caballos. Muchísimos, varios centenares, quizás más de mil indios amigos murieron también defendiendo Lima de los cuzcos. Entre esas tropas militaba el contingente huanca dirigido por Guacra Páucar; y sin duda yungas de Taulichusco y Guachinamo, curacas de Lima; y diversos sectores más. Otros jefes indios costeños en quienes no se tenía confianza permanecieron encerrados durante aquellas jornadas. El 26 de agosto ya se encontraba suspendido el ataque a la urbe; aunque los sitiadores siguieron dueños de los cerros circundantes. Setiembre y octubre habrían de ser, para Pizarro, meses de diversas expediciones a provincias limeñas a fin de obtener alimentos; múltiples refriegas y escaramuzas se libraron entonces. Hasta que llegó Alonso de Alvarado, de Chachapoyas y Trujillo, con setenta españoles y cantidad de "indios amigos"; Sandoval arribaría con gente hispánica y unos cinco mil cañaris. LA CAMPAÑA DE ALONSO DE ALVARADO El asedio a Lima aún sé mantenía cuando llegaron unos chasquis a Vitcos noticiando a Manco que con los gruesos refuerzos recibidos por Pizarro en octubre, éste había decidido enviar nuevas expediciones a la sierra; la más importante había sido confiada al capitán Alonso de Alvarado, hombre con fama de cruel. Partió Alvarado el 8 de noviembre del mismo 1536, nucleando unos trescientos españoles, los miles de guerreros chachapoyas que había traído, así como centenares de soldados huancas conducidos por Guacra Páucar y unos cien "negros de guerra". En Pachacámac se quemó vivos a varios sacerdotes. En el combate
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de Olleros los conquistadores y sus aliados triunfaron con dificultad, pues los incaicos "peleaban como vencedores", por lo cual murieron once de los españoles y numerosos de los "indios amigos". Pero las bajas de los indígenas "proespañoles" se cubrían fácilmente porque hombres como el caciquillo Martín el tallán, siempre conseguían refuerzos para lo cual iban en la vanguardia con gente escogida. En cuanto a los prisioneros incaicos, se los mutilaba, castraba o mataba, no faltando ocasión en que hasta los cañonearon. Por cierto que en todos estos actos punitivos anti-incas destacaban los caciques huancas, que se enorgullecían de quemar vivos a los orejones cuzcos capturados. Ante el avance alvaradista Manco recomendó a Illa Túpac reforzar al máximo las alianzas con las naciones de la comarca andina limeña; pero fue inútil. Los huarochiris se comportaron bien, pero algunos caciques de los yauyos abandonaron el bando incaico y con ellos otros. De todos modos, superando adversidades, el jefe cuzqueño Allin Sonco luchó con bravura en el Ayaviri de las nieves limeñas, tras lo cual -como lo supo el Inca en Vitcos- Illa Túpac se replegó hacia la región de Chinchaycocha una vez que Páucar Huaman se hizo cargo del área central andina. Pronto Pedro de Lerma, capitán a órdenes de Alvarado, cruzó las cumbres de Pariajaja, recapturando Jauja a sangre y fuego. Una vez reunidos allí todos los españoles, se acordó "pacificar" los alrededores mientras se aguardaba a las columnas de refuerzo que ya habían partido de Lima, consistentes en unos doscientos cincuenta españoles. Aquella "pacificación", según supo Manco, empezó por el oriente, por donde se decía que podrían arribar refuerzos incaicos desde Vilcabamba. Hacia allí marcharon los caciques Guacra Páucar y Cusichaca, librándose entonces el combate de Comas, que perdió el incaico Páucar Poma, quien fue llevado a Jauja y ejecutado allí. Con perfiles menos claros aparece la batalla de Yuracmayo. Según muchas fuentes, perecieron en este encuentro unos cincuenta españoles, acorralados por Páucar Huaman y Yunco Cayo, quienes contaban con flecheros pilcosunis. El combate de Angoyacu fue luego ganado por Garcilaso de la Vega, un lugarteniente de Alvarado, bien al sur; después quemó a varios de los sobrevivientes. Pero hacia el norte las cosas no resultaron fáciles
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para los españoles merced a la infatigable labor de Illa Túpac, a quien Manco le ordenara reagrupar a los orejones dispersos y promover la resistencia mediante alianzas con chupachos, yaros y pombos. Consiguió cercar a los españoles del capitán Diego de los Ríos, matándole gente, hasta que llegaron refuerzos de Gómez de Tordoya y el propio Alvarado tuvo luego que marchar a la región con sus aliados huancas y yauyos. En el valle mantarino los españoles, sus aliados y los negros, cometieron tropelías sin cuento, entre saqueos y asesinatos y violaciones. Esclavizaron a unos tres mil de los campesinos plebeyos, mientras los caciques huancas, felones, indiferentes al dolor de su pueblo, mantenían -como tantos otros- su adhesión a los conquistadores, a fin de afianzar sus antiguos privilegios. Seguían entre tanto las escaramuzas de los españoles con grupos cuzqueños aislados en las cercanías del valle. Al fin, cuatro meses después de permanecer en Jauja, Alvarado se animó a avanzar hacia el Cuzco. Los del Inca lo aguardaban en Rumichaca, en la actual Tayacaja. Allí Páucar Huaman los cercó, utilizando un buen paso donde la caballería no podía actuar, correspondiendo, entonces, a los arcabuceros el ataque principal. De todas maneras, veintiocho españoles y nueve caballos quedaron tendidos para siempre, al igual que un número incierto de "negros de guerra" y seguramente miles de "indios amigos". Manco tuvo que saber que aquel día Páucar Huaman estuvo a punto de ganar la batalla; mas, al parecer, fue a costa de su vida. El escarmiento en Rumichaca fue terrible, mataron sin distinción de edad ni sexo, con la colaboración de caciques ancaras enemigos de los reyes Incas. Luego Alvarado asoló Guamanga, vasta provincia en la margen izquierda del río Apurímac, ayudado por los curacas de los pocras. Mayor fue aun el apoyo brindado por la aristocracia chanca al momento del avance español por Chincheros, la cual proseguiría en Oripa y Andahuilas. De todo esta avance fue informado Manco y de cómo los guerreros incas combatían, resistiendo la desestructuración del Imperio. Supo también el rey Inca que su enemigo, el cacique Guasco de los chancas, había sido afianzado por Alvarado y que fue con la ayuda que aquel le brindó que el jefe español había partido, cautelosamente, hacia el sur,
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por el camino del Cuzco. Pero el empeño de ingresar como vencedor a la capital imperial habría de verse frustrado en Abancay a causa de un acontecimiento impensado: la reaparición de Almagro, a quien se suponía perdido en los hielos de Chile, o muerto a consecuencia de la gran rebelión incaica: Pero hagamos aquí un alto para retornar al Cuzco, al cual dejamos a mediados de 1536.
EL LARGO ASEDIO DEL CUZCO El relato de los pormenores del ataque a Lima por Quisu Yupanqui y luego la trayectoria lenta de la campaña andina de Alonso de Alvarado nos apartaron de los sucesos del cerco del Cuzco, que Manco mantuvo en pie a lo largo de todos aquellos meses. Es hora, pues, de ver lo que allí sucedía al iniciarse una nueva ofensiva al amparo del plenilunio de setiembre de 1536. Conviene señalar que para entonces se había atenuado la presión cuzqueña, a causa de la merma de yana-guerreros enviados a los antedichos sucesos; pero la agresividad se mantuvo. Por esta razón no decayó tampoco la acción represiva española, en especial cuando se empezó a anotar, conforme lo habían predicho "indios amigos" como Pascac, que la escasez de subsistencias haría que el ejército inca disminuyese en número. En esos mismos días Manco, a fin de humillar a los españoles sitiados, hizo arrojar seis cabezas con barbas y varias cartas rasgadas. Esto lo dispuso porque uno de sus prisioneros españoles, mañosamente, le sugirió que romper esos mensajes era una forma de humillar en España. Así, a través de las epístolas, aunque rotas, algo llegaron a saber los sitiados sobre Lima y las expediciones de socorro; y hasta de triunfos hispánicos en Africa. Otro día se produjo un reto, batiéndose un guerrero inca contra un cañari, venciendo este último. Corriendo el tiempo, otra vez faltó alimento en el Cuzco, donde se apiñaban muchos miles de hombres, especialmente indios aliados y yanas. Se organizó entonces una expedición al sur, hacia Pomacanchis, poniéndose al frente de ella al capitán Gabriel de Rojas. Fueron setenta jinetes y gran cantidad de los amigos, por lo cual Manco remitió parte
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selecta de sus huestes para tratar de impedir que los expedicionarios regresasen. Confiaba en el uso de armas tomadas como botín por Quisu Yupanqui, aunque aún sin suficiente entrenamiento. Fue lo más señalable de las escaramuzas que Rojas tuviese que enfrentar a "muchos indios con espadas y rodelas y alabardas y algunos a caballo con sus lanzas, haciendo grandes demostraciones y bravezas y algunos embistiendo con los castellanos hicieron hechos con que mostraron ánimo más que de bárbaros y la industria aprendida de los nuestros". Pero esto no fue todo. Los guerreros cuzcos más avanzados también lograron dominar en parte los secretos de la pólvora y así se vio "mosquetes encabalgados que se dispararon cuatro o cinco veces en esta facción". Sin dejar de combatir un momento, Rojas cumplió su cometido, retomando al Cuzco con bastante maíz y llamas. Sin embargo, lo más negativo para la causa incaica fue el brote de nuevas alianzas aborígenes, lo cual volvía a romper el equilibrio de fuerzas, en detrimento de los Hanancuzco y de la nación cuzqueña. En efecto, en ese diciembre, quizás al tiempo del solsticio, se produjo la deserción de un nutrido grupo de la aristocracia que había venido respaldando al Inca. Gualpa Roca, Cayo Túpac, Pácac Inga y Cari Topa fueron los principales conductores de la felonía que culminó con el pase al Cuzco de varios miles de los vasallos directos de los tránsfugas, de guerreros cuzcos y de yanas, obedientes todos del mandato de sus respectivos caudillos aborígenes. Estos condujeron también una masiva cantidad de maíz, miles de llamas y otros abastecimientos. Gualpa Roca era el señor de los alcahuisas, antiguos pobladores de una parte del valle del Huatanay cuzqueño, vencidos por los Hermanos Ayar en tiempos míticos, siglos atrás, hombres que habían ocultado sus rencores generación tras generación; pasiones que en la incertidumbre del asedio se sumaron al temor que infundían las armas hispánicas, cuya efectividad veían y sufrían. Así se iba desmoronando el cerco del Cuzco. Fue esta defección, posiblemente, el factor que forzó el traslado de Manco de Calca a la fortaleza de Ollantaytambo, algo más al norte y bien guarnecida. Pero a la presión de las mencionadas alianzas se sumaban los informes en tomo al avance simultáneo aunque lento, de
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dos numerosos ejércitos españoles, el de Alvarado desde el norte -que iba por Guamanga- y el de Almagro, que por el sur regresaba desde Chile en pos del Cuzco y que a la sazón cruzaba por Tarapacá. Con Almagro retornaba Paullo Topa. Hernando Pizarro, que sitiado en el Cuzco nada sabía del avance de Almagro y Alvarado, decidió por esos días una solución desesperada: Un ataque sorpresivo a Ollantaytambo.
BATALLA DE OLLANTAYTAMBO Este choque bélico es relevante por constituir una de las victorias personales de Manco, siendo señalable que en esta ocasión -enero de 1537- se le vio a caballo por primera vez. Hernando Pizarro se animó a lanzar la ofensiva sobre el principal centro militar de Manco a raíz de la ya citada rendición de poderosos elementos de la nobleza incaica, seguidos de sus vasallos. Pero Manco por su lado había conseguido mejorar sus lazos con mitimaes de diversas naciones asentadas en toda la enorme provincia de Vilcabamba, con los chachapoyas en especial. Asimismo, había aprendido algunas técnicas occidentales, no sólo a montar a caballo, sino también a disparar arcabuz, sin duda por la enseñanza brindada voluntariamente por Santillana, el español que fugó del Cuzco, y por otros prisioneros que guardaba consigo. Manco -informado por sus espías de cuanto pasaba- habría de aguardar a los españoles listo, a punto de guerra. Sabiendo que quizá se jugaba el todo por el todo con esa audaz incursión sobre Ollantaytambo, Hernando Pizarro ordenó que se alistase lo más graneado de las huestes indo-españolas acantonadas en el Cuzco. Los indios aliados a los españoles ya sumaban treinta mil en aquel período; se escogería a los mejores yana-guerreros para la expedición. Habrían de partir bajo las capitanías de Hernando y Gonzalo Pizarro, "dejando a Gabriel de Rojas con la gente más flaca" en la capital. Esos dos caudillos marcharon "escogiendo la mejor gente y caballos que había en la ciudad, que fueron hasta sesenta, y obra de treinta peones". Con los noventa expedicionarios españoles fue también el núcleo
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principal de las fuerzas auxiliares indígenas, constituidas fundamentalmente por los bravos soldados y cargueros cañaris, chachapoyas y huancas, así como no pocos elementos de la nobleza incaica. Por eso dicen las crónicas que Hernando Pizarro se dirigió sobre Ollantaytambo "levando cantidad de indios amigos". Una relación escrita por un actor de estos hechos precisa con claridad que el capitán español llevó consigo "sesenta de a caballo y treinta mil indios amigos y algunos peones españoles". El objetivo de los castellanos era tomar de sorpresa a Manco Inca; y, por ello, Hernando Pizarro ordenó a su hermano Gonzalo que se adelantase con veinte jinetes para liquidar los puestos de centinelas antes de que pudiesen dar aviso a los guardas de la fortaleza. Pronto este destacamento tuvo que enfrentarse con un batallón de arqueros incaicos, a los cuales obligaron a replegarse en las partes altas, desde donde otros contraatacaron a los jinetes con armas arrojadizas. Confiados "los peones fueron a escaramuzar con ellos", cruzando por un vado... pero "como los indios tenían en poco a la gente de a pie, cerraron con ellos con tanta presteza que, como eran pocos, fueron desbaratados, volviendo las espaldas. Los indios los siguieron de manera que mataron uno de ellos". Al día siguiente los españoles partieron, siguiendo el rumbo del camino imperial. Pero llegando "Hernando Pizarro al amanecer sobre Tambo halló las cosas muy diferentemente de lo que pensaba, porque había puestas muchas centinelas en el campo y por los muros, y muchos cuerpos de guardas, y tocando el arma, con una grita, como los indios suelen, y con estruendo de sus bocinas y a tambores, se juntaron más de treinta mil hombres, sin desmandarse, aguardando ocasión para ofender a los castellanos, y estando muy recatados para no ser alanceados ni atropellados...". "Era cosa notable ver salir algunos ferozmente con espadas castellanas, rodelas y morriones, y tal indio hubo que, armado de esta manera, se atrevió a embestir con un caballo, estimando en mucho la suerte de la lanza, por ganar nombre de valiente...". "Aparecía el Inca a caballo entre su gente, con su lanza en la mano, teniendo el ejército recogido, y arrimado al lugar que estaba muy bien fortificado de muralla, y de un río, con buenas trincheras y
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fuertes terraplenados a trechos, y por buena orden". Pero "queriendo acometer la entrada fueron tantas las galgas que nos echaron y piedras que tiraron y flechas, que aunque fueran muchos españoles más de los que éramos, a todos nos mataran"; cuenta un cronista que participó en el asalto. Once andenes escalonados permitían a Manco Inca una defensa cerrada. En todos ellos "había gente de guerra, flecheros". Manco, en efecto, había conseguido refuerzos "chunchos" y mucho temían los españoles a las flechas para avanzar sin precauciones. Hubo orden de tomar la plaza fuerte, pero "los españoles con temor de las flechas no osaban llegar a las murallas". Cundió el desaliento entre la mesnada conquistadora y desconcertados se hallaban también los indios cañaris y chachapoyas que combatían contra los incaicos. Manco los quiso atraer a los andenes (donde los caballos no podían galopar), pero Hernando Pizarro no cayó en la trampa. Mas algunos chachapoyas pro-incas avanzaron temerariamente y con grandes piedras tiradas a mano rompieron las patas a un caballo que, en su dolor y corcoveo, causó gran desorden. Fue el principio de la derrota en las filas castallenas. Bajo una lluvia de flechas y de piedras, amagados por tres puntos, los indios auxiliares en desbande y aterrorizados los esclavos negros, los españoles "aquel día pensaron ser muertos". En medio del caos producido por el caballo medio enloquecido de dolor cargaron los soldados de Manco; retrocediendo las huestes de Hernando Pizarro, sumidas en el desorden, al llano que se encontraba al pie del fuerte y luego saltaron el río fuera del lecho "lo cual visto por los indios que retraímos rehácese tanta gente sobre nosotros que pensamos aquel día ser desbaratados y perdidos, porque nos echaron en el río llamado el Yucay". En algunas partes, precisa nuestro informante, "los caballos hasta las cinchas, y era tanta la gente que venía sobre nosotros que no habían en las sierras ni campos y dárannos las batallas con artillería de versos (cañoncillos) y arcabuces". Confírmase así lo que otras crónicas apuntan: el uso de armas de fuego por parte de algunos contingentes pequeños de Manco, esta vez en la pluma de Diego de Silva (1539). Mientras los mosquetes se disparaban, Manco Inca, en su afán de
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capturar a Hernando Pizarro, ordenó la carga definitiva. "De improviso apareció tanta gente por todas partes que no se divisaba cosa en aquel circuito que no estuviese cubierta de indios. Viendo Hernando Pizarro el atrevimiento de los contrarios que, por ser la tierra mala, era grande, traba con ellos una escaramuza tan reñida que nunca se vio por ambas partes". Se reanudó el combate cuerpo a cuerpo. Los pechos de los caballos detuvieron la audacia cuzqueña. Lancearon y acuchillaron los españoles a diestra y siniestra, mas el campo de batalla les fue quedando estrecho y a los corceles les era cada vez más difícil galopar en las cargas. Luego formaron cuadros colocando en el centro los batallones de indios auxiliares que combatían con tanto denuedo contra los cuzqueños. En todo aquel día se batieron ejemplarmente "los indios caribes", esto es los chunchos del Antisuyu y así hubo "gran mortandad entre ellos y los amigos" (los indios pro-españoles). Ellos completaron el apremio sobre Hernando Pizarro y entonces no tuvo más que disponer la retirada, aprovechando la noche. Cuando a la mañana siguiente los incaicos "no hallaron ninguno de los españoles les dio gran risa, diciendo que habían huido de miedo", según el relato de Titu Cusi Yupanqui. Manco había ganado. Pero con sus más linajudos capitanes no dejaría de reflexionar otra vez sobre las excelencias del hierro. Esas armas defensivas españolas habían salvado, nuevamente, a sus enemigos porque, de los españoles, todos regresaron menos uno. Vencidos y con heridas, pero vivos. Los más diestros flecheros no lograron sino clavar uno que otro proyectil en las partes descubiertas de los cuerpos españoles. Los "indios amigos" fueron los que, como resultaba usual en estas lizas, pagaron una enorme cuota de sangre. Pero era una victoria. Un gran triunfo. Manco entonces siendo "tan animoso" como era, pasó a la ofensiva.
NUEVO ASEDIO AL CUZCO La victoria de Manco en Ollantaytambo fue seguida de un nuevo asedio pasado el novilunio; Gabriel de Rojas con sus jinetes contuvo a multitud de guerreros incas, por lo cual se le envió todo el socorro posible, que si no "este día entraran los indios a la ciudad".
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En este cerco mataron varios caballos. Por entonces, cuando Manco había logrado reclutar, otra vez, huestes de cierta consideración, reapareció Almagro. Este quería quitar el Cuzco a los Pizarro; recuperar lo que creía que le pertenecía. Se iniciaron comunicaciones entre los valles de Arequipa y Ollantaytambo. Subió luego ese jefe español a las cordilleras de Kanas con su gran ejército (cerca de quinientos españoles, cien negros, miles de "indios amigos" y cargueros). Se produjo durante aquellas jomadas un acercamiento Manco-Almagro, con intercambio de embajadores entre los dos caudillos; gestiones que estuvieron a punto de culminar en una alianza anti-pizarrista. Esta se frustró en su desarrollo a raíz de un mensaje en que Hernando Pizarro, doblemente cercado en el Cuzco, denunció con falsía ante el monarca indio que Almagro jugaba doble y que no se confiase en él, porque en un descuido lo apresaría para remitirlo a España. Lo real era que los Pizarro del Cuzco se habían enterado, poco antes, del regreso del temido rival español e intrigaron de aquel modo ante el Inca para salvar sus vidas. Temían que el pacto se consumase. Manco dudaría, pero supo apreciar que los españoles, mediando una insurrección indígena, no pelearían entre sí, aun siendo de distintos bandos. Por ello, a pesar de la oferta de Almagro, desencantado, atacó a todos los almagristas en Yucay los empujó sobre el río Urubamba, donde pudo haber ahogado a muchos de no mediar una buena cantidad de balsas que allí estaban; por este descuido o traición Manco mató en el acto a su yana-General Rampa Yupanqui. Luego Almagro y Rodrigo Orgóñez, su lugarteniente, lograron reagrupar huestes y se fueron a cercar el Cuzco pizarrista, cuya rendición exigieron inútilmente al Cabildo. Fue entonces que atacaron la ciudad durante la noche que corrió entre el 17 y el 18 de abril de aquel 1537 y la tomaron sin que la mayoría de los atacados la defendiera, porque había sido ganada previamente por secretas ofertas de Almagro: oro, cargos y encomiendas. Este resultado fue una desilución para Manco, puesto que creía posible la guerra civil española para luego atacar al debilitado vencedor de una contienda que parecía inevitable. Después de reconquistar el Cuzco, Almagro volvió sus armas contra el ejército de Alonso de Alvarado, que había venido avanzando desde Lima en campaña sanguinaria contra el ejército de Manco. El mariscal
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Orgóñez lo aplastó en el encuentro de Cochacaxas, junto a Abancay, entre el 12 y 13 de julio de ese mismo año. Y más que batalla fue un desbande. De inmediato, gracias a la descomunal energía de Orgóñez, el almagrismo se aprestó a abrir campaña contra Manco, quien se hallaba acantonado en Vitcos, que quizá sea la hoy llamada ciudadela de Machu Picchu.
VITCOS A mediados de 1537, Almagro contaba en el Cuzco con más de mil españoles adictos, cientos de fieles esclavos negros de guerra y unos quince mil guerreros y auxiliares indígenas aliados; acaudillados estos últimos por Paullo Topa, el príncipe traidor. Fue con estas huestes (españolas, indias y negras) que el mariscal Orgóñez -el mejor soldado de su tiempo en el Perú- emprendió campaña sobre Manco, quien se hallaba muy seguro de sí mismo, a causa de numerosas victorias alcanzadas sobre las tropas españolas. En su corte Manco tenía esclavos españoles, concubinas negras y moriscas, "doscientas cabezas de cristianos y ciento cincuenta cueros de caballos"; mucho vino; sedas y ropajes europeos. Y contaba con una pequeña caballería. En fin, era un rey vencedor de numerosos combates, y, si bien había sufrido más contrastes que triunfos, la suerte de las armas también le había sonreído. Pero Manco no contó con que Almagro -haciendo gala de artes muy políticas- agigantara su poderío al unir bajo su mando a casi todos los españoles del sur del Perú, hasta esa fecha enconadamente divididos. Fue entonces cuando el Inca, tras abandonar Ollantaytambo -fortaleza al alcance de Almagro- pasó a ocupar su red de ciudadelas de Vilcabamba. Tras cruzar el Urubamba, Manco se sintió absolutamente seguro en Amaybamba y más todavía trepando los escarpados senderos hacia Vitcos. El puente sobre el caudaloso Urubamba quedaba roto y asimismo Manco debió pensar que para Orgóñez sería difícil hallar guía en tan intrincados caminos. Creyó que varios días serían necesarios para reparar el puente, y muchos más para avanzar hacia el reducto de Vitcos. Al camino le salieron caciques de los Antis, que con razón tenían a honor que el Inca se aposentara en sus comarcas; y decidieron preparar
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una gran fiesta, la cual Manco -en su mala hora- aceptó gustoso. La aceptó porque bien convenía honrar a esa gente del Antisuyu, que con tanta lealtad lo seguía. Había allí indios pilcosunis, machigüengas y manaríes, con sus vistosos plumajes, armados siempre con certeras flechas y rudas macanas de chonta. Lo que el rey quechua ignoraba era que mientras se hacían los preparativos para el convite, Orgóñez, "cuya virtud era no descansar", reparaba de prisa el puente del Urubamba, en Chaullay, gracias al aporte brindado por los indios de Paullo Inca y los mitimaes chachapoyas rebeldes. Mientras en Vitcos de Vilcabamba las momias más veneradas del Incairo salían en procesión para el festín, Orgóñez, con lo mejor de su gente, espoleaba a la cabalgadura para subir las empinadas cuestas; lo seguían lo más graneado de sus huestes: españoles, indios y negros. Los mitimaes chachapoyas le mostrarían los más convenientes atajos, tras degollar a los vigías incaicos capturados. Avanzaba Orgóñez "no parando de correr... ya tan cansados los caballos que no podían pasar adelante". No cesaba de repetir aquel joven aventurero que si había capturado a Francisco I de Francia en Pavia, bien podía coger al Inca del Perú. Guerrero fogueado en las campañas de Italia, sabía que no existían sitios inexpugnables, por más que así se lo dijeron; habíale entusiasmado además la noticia de la fiesta que le harían al Inca. Conocía por experiencia que ningún momento mejor para atacar a los indios que en medio del delirio de sus festividades. Relajado todo control, aun más -suponemos- por el apetecido vino español cogido en botín de guerra, en medio de las alegrías, factible sería penetrar de sorpresa en los bastiones incaicos. Quizá le disgustaba atacar en esa forma, pero Almagro le había ordenado que a Manco "le hiciere la más cruel guerra que pudiere, porque así convenía a Su Majestad, por los grandes daños que en los españoles había hecho". Acordado el ataque, se planeó que fuese en la noche, sabiendo que los incas no acostumbraban combatir a oscuras. Orgóñez, "muy valeroso y diestro soldado y de gran experiencia, como prudente capitán, trasnochó y dio de sobresalto una madrugada en los enemigos y rompió tres escuadrones". Esta pequeña guardia de vigilancia fue arrasada por
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el número de atacantes y la sorpresa. El propio hijo de Manco -un niño en aquellos tiempos- habría de contar más tarde esa noche funesta de Vitcos. "Mi padre estaba quieto y sosegado, descuidado de que nadie habría de entrar en esta tierra, quiso hacer una fiesta muy solemne convidado por los Antis y al mejor tiempo que estaban en ella, desacordados de lo que sucedió, halláronse cercados de españoles, y como estaban pesados los indios por lo mucho que habían bebido tenían las armas en sus casas, no tuvieron lugar de poderse defender, porque los tomaron de sobresalto". Era una fiesta con los excesos usuales en los pueblos clásicos; una de aquellas festividades incas en que se entremezclaban las momias y las favoritas; los brindis y los himnos triunfales; las danzas y las loas. Lo que siguió al asalto fue una masacre de incaicos y de antis de la selva, pues se cuenta que los españoles "pelearon bravamente, matándole muchos indios" y "a Manco Inca le desbarataron". En la sorpresa las venerables momias fueron derribadas de andas y altares, varios sitios incendiados, las mujeres huían a desbandadas, mientras algunos hacían lo imposible tratando de reunir a los dispersos. El mariscal Orgóñez, a gritos, precipitando su corcel de un extremo a otro del campo, daba vivas voces de buscar a Manco, a cualquier precio; irrumpía en todos los recintos buscándolo; se revolvía de aquí a allá, degollando al paso con su toledana a quienes se le cruzaban. Pero fue en vano; el Inca parecía haberse esfumado. Venturosamente Manco, en medio de la batalla, logró deslizarse, arrastrando de una mano a Cura Ocllo, su esposa principal, que en ese momento lo acompañaba. Con él estuvo también el Sumo Sacerdote Villa Oma. Escoltados por un puñado de leales, alcanzaron a huir por un apartado sendero: cargueros veloces, fieles hasta la muerte, se presentaron para llevarlos raudamente en tan precarias circunstancias, a vuelapié. No hubo tiempo de pensar en nada; luego, en la azarosa retirada, atrás quedarían las esperanzas de restaurar pronto su imperio destrozado. Por mucho tiempo se acordaría el Inca del desastre de "Vitcos donde fueron presos, heridos y muertos muchos caciques y principales e indios". Aun cuando exagerando la situación, bastante de cierto hubo en la
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declaración de Jerónimo Costilla, capitán español en Vitcos, sobre que allí Orgóñez y los almagristas "desbarataron al dicho Manco Inca y le tomaron todos sus capitanes y señores y principales que consigo tenía, le dieron tan recio alcance que él se escapó con sola su persona y su mujer escondido". Y en aquel día trágico para el Cuzco cayó la noche con el Inca perseguido, sin tregua, por lo mejor de la caballería almagrista, comandada por el propio mariscal Rodrigo Orgóñez, ansioso de capturar al principal enemigo de España en todas las Indias. En efecto, mientras los indígenas aliados masacraban a los cuzqueños, Orgóñez, entre juramentos y maldiciones, buscaba a Manco Inca sin hallarlo. Negros esclavos le llevarían arrastrando a varios nobles jóvenes, ricamente ataviados, en quienes ellos creerían reconocer al Inca. En medio de esa confusión, una vez enterado de la ruta de evasión, se lanzó tras el fugitivo. Para ello, sabiendo que Manco era conducido por gente muy ágil, formó un grupo ligero para perseguirlo: Cuatro jinetes de los más veloces, esclavos negros muy prontos y yanaconas fieles que a todo cerro trepaban. Todo el día avanzó Orgóñez tras Manco, olvidando las fatigas del combate y tantas marchas; pero el Inca conocía mejor esos tortuosos senderos entre las malezas, que tenían muchos atajos en medio de los abismos; además, lo portaban los mejores cargueros del Imperio, los indios Lucanas, que tras buscar a su rey en medio de la hecatombe lo habían sacado más que de prisa para luego llevarlo ágilmente a la carrera como sabían hacerlo en emergencias. Manco sentía que se jugaba la vida si era cogido; y Orgóñez, que alcanzaría el mayor de los lauros si capturaba al Inca. Así, aguijando a los suyos, Orgóñez siguió al joven rey rumbo a la cordillera más alta, hasta "al pie de un puerto (paso) muy alto y de mucha nieve". Allí Manco, a fin de retirarse con mayor celeridad, había dejado "las andas y llevaba consigo no más de veinte indios Lucanas, que es la más suelta gente que hay en estas partes, los cuales a ratos le llevaban del brazo, porque de cortado y cansado no se podía valer; Villa Oma iba allí esforzándole todo lo que podía". Iba así el joven rey, a pie, en las más empinadas laderas "fatigado, desamparado de los suyos", pero sin flaquear en semejante adver
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sidad; e iba el mariscal pisándole los talones y cuando llegó al pie de ese paso nevado "con cuatro de a caballo, mandó los dos que subiesen porque tenían los caballos mejores y él se quedó esperando gente; a medianoche, poco más se juntaron hasta veinte de a caballo y con ellos subió al puerto y caminó toda la noche y otro día anduvo". Pero Manco logró eludir a su rival; éste sin detenerse llegó "hasta un pueblo donde, estaban los indios tan descuidados que conocieron claramente haber errado el camino que el Inca llevaba; desde allí se volvieron (a Vitcos) porque no podían pasar adelante". Despechado, lanzando improperios, regresaría el mariscal a Vitcos, y no era para menos: había galopado "veinte leguas" y hacía una semana que casi ni dormía; sus últimas fatigas habían sido inútiles; habían vencido; pero, en vano, había trepado luego desde la selva hasta las nieves. Manco había logrado fugar; más tarde se reconoció que "por la aspereza de la tierra no se lo pudo seguir". En efecto, en algún lugar de esas inmensas soledades, "sólo con el Villa Oma... ambos se escondieron en unas sierras donde no los pudieron hallar"; haría allí un alto con esos fieles seguidores, miserable resto de sobrevivientes de lo que había sido la espléndida corte de Vitcos. Gran pesadumbre lo abrumó; parece que intentó matarse. Debió sentirse abandonado de todos los dioses, hasta de su "padre el sol". Nada quedaba de su ejército. Se había convertido en un fugitivo dentro de su propio reino arrebatado. Aún no sabía de la muerte de varias de sus más queridas mujeres. Regresando a Vitcos, el mariscal Orgóñez se enteró -en efecto- de un hecho que parecía increíble: Las principales mujeres de Manco se habían arrojado por el abismo; otras se habían ahorcado y precisamente se mataron "las principales, a quien él más quería, sin que se pudiese excusar ni remediar". UNA GRAVE RUPTURA A los pocos días de la debacle de Vitcos, ocurrió algo inesperado: la ruptura entre el rey Inca y el Sumo Pontífice Solar. En efecto, ambos personajes prófugos se distanciaron, movidos por divergencias aún no precisadas, pero profundas sin duda. No fue un altercado, sino una i
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separación para siempre, lo cual implica la existencia de causas nada pasajeras. Ambos habían venido actuando de consuno desde los finales de 1533. La separación hubo de revestir consecuencias para la monarquía inca, porque el pontífice había actuado, a menudo, como consejero del joven monarca, a quien duplicaba en edad. El rompimiento dejó así un vacío que al parecer nunca se llenó. Pero esto se verá después. Señalemos por el momento que pertenece al terreno de las conjeturas la causa de tan honda escisión incaica. ¿Qué pudo llevar a separarse a los dos hombres más importantes del todavía vivo Imperio de los Incas? No lo sabemos, pero algo ayudará contemplar antecedentes. Ateniéndonos a lo que ambos eran o habían sido y hecho hasta el desastre de Vitcos, diremos que Manco, el Inca, era un aristócrata cuzco de limpia sangre nobiliaria, no así Villa Oma, el Sumo Sacerdote, que aun siendo su hermano era hijo de Huaina Cápac en una princesa provinciana, quizá norteña: en suma, fue un semicuzco. Al respecto, convendría recordar que, como tal, Villa Oma fue de quienes apoyaron decididamente la revolución anti-panacas de Atao Huallpa, quien era hermano paterno de ambos. Eso fue -como sabemos- en 1529, posición que Villa Oma dejó sólo en los finales de 1533, ejecutado ya en Cajamarca quien había sido su caudillo; y lo hizo a fin de apoyar a Manco en el Cuzco. Quizá el fragor de la lucha contra España atizó rescoldos de estas diferencias de los dos estamentos nobiliarios; pugnas aparentemente superadas. Porque, de todos modos, el alejamiento de Villa Oma fue en la práctica un desacato, dada la estructura verticalísima del Incario. También las diferencias pudieron ser agravadas por recriminaciones del Inca al Sumo Pontífice en torno a los inconvenientes de celebrar en Vitcos una fiesta religiosa de semejante magnitud, con tantas libaciones, en plena guerra, a lo cual el sacerdote bien pudo responder opinando que tales festejos eran lo usual en el Incario y hasta sustento de las victorias, porque con ellos se obtenía la gracia de los dioses; y hasta pudo deslizar alguna crítica por la carencia de eficaz vigilancia en los alrededores de esa ciudad. Pero tal vez la desavenencia principal surgió de cuando el monarca se empeñó en marchar a baluartes lejanos donde organizar la brega con pequeñas unidades.
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El pontífice podría haber propuesto defender a cualquier costo los lugares sacrosantos del destrozado Imperio. Porque tras la discordia, se dirigió a la región de Pacaritambo, cuna de los Hermanos Ayar, conduciendo desde entonces y desde allí la lucha en todo el Condesuyu, de donde jamás saldría hasta su captura por los españoles. En todo caso, Manco y Villa Oma nunca más se volverían a ver. Cada uno siguió su propia trayectoria heroica hasta la muerte; pero en forma separada y de algún modo opuesta. El nevado del Salcantay fue testigo de la más grave desavenencia entre los principales protagonistas de la guerra de los cuzcos contra España. Manco optó por replegarse hacia las tierras de Andahuaylas, por senderos apartados, esquivando a los caciques chancas, sempiternos enemigos del Cuzco.
LA GUERRA HUANCA Deambulando por las breñas de Vilcabamba, Manco pasó pobreza con los suyos y hasta hambre por días enteros. Se desplazaba continuamente a fin de evitar un cerco español, o ser vendido a ellos por traición de algún cacique enemigo o de un yana felón. Desde luego, semejante emergencia no le hizo perder de vista los objetivos que como rey tenía; y se preocupó de ir reuniedo a los sobrevivientes de la matanza de Vitcos. Recorrió así algunas áreas muy abruptas del Chinchaysuyu. Logró restaurar una parte de sus huestes, gracias a que los Pizarro y los Almagro se vieron enfrentados, durante aquel segundo semestre de 1537, en una pugna que iba a terminar en guerra civil. Por entonces Manco amagó Andahuaylas, sede de sus enemigos chancas; de allí pasó a Viñaca, lo que ahora son las ruinas de Huari (junto al actual Ayacucho), donde parece que acampó un tiempo retomando enlaces. El mejor apoyo que recibió como Inca en aquellas jornadas fue el del jefe militar Chirimanchi, de quien no sabemos si era noble o plebeyo. Con él y con otros se debatiría el futuro de la guerra. Parece que la mayoría coincidió en trasladarse al norte, a un lugar ubicado a medio camino entre Cuzco y Quito. Se trataba de la vasta comarca de los chachapoyas, donde había una pequeña ciudad inca, pero lo que atraía
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a todos era la existencia de dos antiguas y enorme urbes bien fortificadas: Ravantu o Llavantu y Kuélap, las que le darían acceso, inclusive, a las selvas de moyos, cholones y mayos, donde podría conseguir los arcos que tanto necesitaba para matar caballos. Mientras instalaba provisionalmente algunas fuerzas sobre el Apurímac medio, Manco recibió dos noticias. Una de ellas era el resurgimiento de su capitán Illa Túpac en tierras andinas centrales, donde se enfrentaba con relativo éxito a la expedición limeña de Hernando de Montenegro. La otra fue la del reconocimiento de su hermano Paullo como rey por Almagro; tras su actuación en Abancay y Vitcos. Fue -le dijeron- una fastuosa ceremonia con la cual se habría pretendido apagar la incapacidad legal de ese traidor para el cargo de Inca puesto que sólo era un semicuzco. Pero el rival de Manco había contado con el apoyo de muchos príncipes semicuzcos como él, dispuestos todos a batirse por España a cambio de conservar algunos restos del antiguo señorío incaico. Lo que, por cierto, Almagro concedió. Manco se instaló luego en Acostambo, quizás a finales de 1537. Desde aquí habría de conducir sus ofensivas sobre el valle del Mantaro (llamado de Jauja en el siglo XVI) en pos de víveres, mujeres y yanas. Alternó esta residencia con otros sitios cercanos, como Azángaro (el de Huanta) y Roaguiri, mientras seguía reuniendo a los dispersos de la campaña sobre Lima y pedía a sus capitanes fe en la victoria final, o, llegado el caso, obediencia plena conforme a las leyes incaicas. Invocaciones y exigencias que tenían que ser compatibles, eso sí, con un sostén alimenticio mínimo para las mermadas huestes con que contaba, lo cual le resultaba complicado. Precisamente, el proyecto de realizar incursiones en el Mantaro derivó de esta necesidad logística. El bien sabía que desde tiempo atrás aquel enorme valle era la despensa de varias regiones cercanas. La presa más propicia para sus fogueados capitanes. Pero la nobleza huanca estaba dispuesta a sostener sus fueros y mantener la alianza con Pizarro. Esa aristocracia -muy cruel con sus vasallos, los pobres campesinos huancas- estaba lista a defender lo que consideraban su patria. Y a vengar a sus abuelos vencidos por Túpac Inca Yupanqui, quien además había arrasado su capital Siquillapucara. El primer ataque a los huancas lo ejecutó Llanqui Yupanqui, partiendo de Viñaca. Iba en pos de bastimentos. La lucha lo llevó hasta la aldea
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de Huancayo, donde cayó peleando contra las huestes de los caciques Guacra Páucar y Surichaqui. Pero los del Cuzco alcanzaron a llevarse más de cien mujeres y buen número de varones para servicio, aparte de botín abundante. Desde Acostambo, mientras tanto, en esos mismos días, el Inca ampliaba lazos con los mitimaes cuzcos en distintos lugares, marcadamente en el Collasuyu, siempre a través de aristócratas de alta estirpe. Escaseando nuevamente los víveres, Manco despachó a otros capitanes, entre ellos Anco y Colla Túpac. Avanzaron hasta Sicaya, pero en Pututo fueron contenidos, cayendo en la refriega los jefes señalados, a quienes los vencedores ultimaron rodeados. Dejando trescientos huancas muertos e infinidad de heridos, los demás capitanes procedieron a llevarsé el botín que era, esencialmente, "mucha cantidad de ganado", así como harto maíz; todo lo cual fue distribuido por el monarca incaico entre sus famélicas guarniciones de punas y cordilleras peladas. Satisfecho con el resultado de estas incursiones, Manco dispuso que desde el norte avanzara sobre el Mantaro el famoso general Illa Túpac, que también pasaba penurias por los abastecimientos. Este destacado guerrero, al invadir el valle, venció al huanca Cusichaca, pero se coligaron contra él todos los demás caciques lugareños; la batalla final se dio en Huaripampa, perdiéndola el capitán cuzco, pero después que hubo quemado unas mil casas en Jauja y retirado cuantioso botín, destruyendo sembríos y las cosechas que no pudo cargar rumbo a las alturas de Huánuco. Por entonces Manco supo que un cacique huanca se plegaba a la guerra contra los invasores: Carhualaya. Era un curaca menor y como tal probablemente un enemigo de los reyezuelos del valle mantarino. Aquel líder indio regional supo sopesar la situación y saber quién era el enemigo principal. Con sus fuerzas puramente huancas se sostuvo en pie de lucha por varios años, en la cordillera, actuando también en Cajatambo. Variando su estrategia, Manco dispuso por este tiempo un ataque al Mantaro desde la ceja de selva, el cual encomendó a Puyu Huillca. Pero sus huestes sufrieron excesivamente en el trópico y tras asolar Pariahuanca acabaron vencidas en Comas por Quiquin Canchaya. Aprovechando la experiencia, Manco reunió entonces un pequeño ejército de jefes cuzcos y soldados "chunchos", posiblemente pilcosu
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nis, y con todos ellos atacó Andamarca, donde, al decir de los caciques huancas, "robó la tierra, quemó los pueblos y mato muchos indios, los más valientes de dicho valle"; llevándose finalmente mujeres del lugar y rebaños de las cercanías. Alentado por el relativo éxito de las incursiones, Manco volvió a pensar en el plan de meses atrás: Marchar a las grandes fortalezas chachapoyanas. Su principal delegado de aquella región, Cayo Túpac, había informado recientemente del deterioro local de la causa incaica, motivado por la presión de los caciques del lugar, pero esto pudo haber encendido su ira y empujado la decisión, que significaba cruzar el valle mantarino de Sur a Norte. Terminaría la campaña entre los mismos chachapoyas castigando al traidor cacique Guamán, que tan proclive a los Pizarro continuaba mostrándose. Una vez aprestadas sus fuerzas en Acostambo y Huanta, Manco Inca dio orden de avanzar sobre Jauja. Los caciques huancas se habían negado a todo entendimiento y, por el contrario, demandaron ayuda española a Lima; bien merecían una severa sanción ejemplarizadora. Para escarmentarlos, Manco arrolló cuanto hallaba a su paso, matando a diestra y siniestra, quemando, talando, pues había "determinado hacerles un castigo, el cual fuese sonado por toda aquella tierra, diciendo que los había de quemar a ellos y a sus casas, sin dejar ninguno a vida y esto porque habían dado la obediencia a los españoles sujetándose a ellos". Las huestes cuzqueñas pasaron por sobre las cenizas de pueblos destruidos en campañas anteriores, como Huancayo y Sicaya, arremetiendo hasta el extremo norte, en pos de la gran Jauja. Alertados los huancas, incluso los vacilantes debieron ver en la unión bajo el comando de Guacra Páucar la única opción de sobrevivir; el pánico empujó a todos los caciques lugareños a un frente contra Manco. Además, era sólo cuestión de resistir un poco más, pues andaban cerca los refuerzos españoles; se decía que unos cien soldados castellanos marchaban a Jauja. Sabiéndolo, Manco apresuró los ataques, contando -de seguro- con el apoyo de algunos pocos caciques menores -como Carhua Alaya- opuestos a la alta aristocracia huanca proespañola. Gracias al empuje de las tropas incas marchó Manco triunfalmente de extremo a extremo del valle: había entrado por Sapallanga y sólo se detuvo junto al destruido ushnu o gran estrado imperial de Jauja.
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Tanto avanzó Manco al aplastar la resistencia local que según declararon al cacique Cusichaca y otros llegó a levantar su campamento "junto a los tambos reales"; lo cual implica que el rey cuzqueño quedó dueño del valle, pues lo cruzó y se instaló en el sitio principal: los palacetes de la antigua ciudad inca de Jauja. Los huancas se retiraron en desorden por el camino de Tarma. La batalla principal iba a librarse en Aixiuvilca. Las huestes huancas debieron acantonarse en los cerros, aguardando la oportunidad, por Acolla y Yanamarca. Luego, "juntándose todos los caciques del dicho valle con la gente que pudieron recoger le dieron batalla en el cerro que llaman Aixiuvilca, junto a los dichos tambos, la cual fue la más reñida y porfiada que los indios de Xauxa tuvieron con los dichos Incas". Este encuentro (que tal vez fueron dos o tres sucesivos) es conocido también como la cuarta batalla de Jauja: fue una neta victoria de Manco y de sus cuzcos. Luego de ella Manco sentíase dueño total del valle, como Inca. Su padre y su abuelo había señoreado en el Mantaro, aplastando sin contemplaciones las revueltas que promovió la nobleza local. Esta convicción de superioridad y su desagrado por la actitud de los caciques más ricos dificultó, como en otros sitios, que pudiera entenderse siquiera con niveles menores de la nobleza local, en el seno de la cual pudo haber hallado más hombres como Carhualaya, que le era fiel. Avanzando Manco contra otros huancas, es probable que la caballería española de refuerzo llegase durante estos días en que se libraban nuevas escaramuzas y combates en todo el valle. Las versiones más antiguas son confusas: la crónica del hijo de Manco, Titu Cusi Yupanqui, relata que "tuvo una gran refriega con los españoles": "La refriega duró dos días y al fin por la mucha gente que mi padre llevaba y por darse buena maña los venció y mataron cincuenta españoles y los demás escaparon a uña de caballo; y algunos de los nuestros siguieron el alcance algún rato, y como vieron que se daban tanta prisa se volvieron a donde mi padre estaba encima de su caballo blandiendo su lanza, sobre el cual había peleado fuertemente con los españoles". Victoria la hubo, pero lo grave para Manco era el fracaso de la conspiración en Chachapoyas. Supo que las cosas no acontecieron allí como Manco esperaba. Cayo Túpac -su emisario- no logró vencer la coali
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ción anti-cuzqueña del poderoso cacique Guaman. Este, en dos combates, venció a los jefes locales que apoyaban a Manco, entre ellos al héroe Guayamulus. Cayo Túpac acabó en la hoguera. Los chachapoyas habían sido capitaneados en estas campañas por un jinete español que subió desde Trujillo. La estrategia incaica estaba, pues, rota. Ir hacia el norte carecía ya de sentido. No había más que retornar a los reductos de Vilcabamba, cruzando medio país, puesto que resultaba imposible permanecer mucho tiempo más en el Mantaro, daba la hostilidad de sus caciques, que siempre habían sido enemigos. La crónica cuzqueña de Titu Cusi nos dice que los combatientes cuzcos empezaron a marchar hacia el sur, seguidos o no, de lejos, por la caballería española que por allí estaba con Illán Suárez de Carbajal; hombre para quien muy poco tiempo después se pediría premio en vista de que "estuvo en la defensa de los caciques d e Jauja", que enviaron a pedir socorro contra el Inca, y los amparó muy bien". Luego -siempre sin prisa-, Manco, a caballo, dirigió sus huestes hacia el sur, llevándose un cuantioso botín de cosechas, rebaños y mujeres de los huancas. Marcharía no sin congoja. Aunque victorioso, había ganado un triunfo pírrico, sufriendo severas pérdidas; y para colmo se veía obligado a retornar, arrasando el valle en venganza. El propio Guacra Páucar, escudo de los caciques huancas, reconocía que todo cuanto hallaban se lo llevaron "los incas", desde Sapallanga hasta Xauxa "no dejando cosa que no mataban de hombres y de mujeres el cual dicho Inca robó mucha suma de ganado". No sólo se llevó ganado, sino, a la par, hombres sobrevivientes para esclavos yanas y nada menos que ciento cuarenta y tres mujeres. Corrían ya los inicios de 1538. En efecto, arreando prisioneros, y con los cargueros que portaban el botín, Manco prosiguió su marcha precedido de su pequeño ejército. Pasando por Huayucachi entró a Huarivilca donde, tras derribar los muros del templo, arrancó de su altar el principal ídolo de los huancas, extrajo los tesoros y mató a cuanto servidor de la deidad pudo hallar. Luego "echándole una soga al pescuezo lo trajeron arrastrando por todo el camino, con gran denuesto". El hijo de Manco, el cronista quechua
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Titu CUSÍ Yupanqui, habría de contar todos estos sucesos, en obra que concuerda con otras fuentes. El Inca pasó a Paucarbamba y de allí a Cocha, cerca de Huanta y, luego, a un sitio que por entonces se llamaba Ruaguiri, donde dio muerte a un cacique de los angaraes y a un orejón cuzco, seguramente por complicidad con los españoles. Luego ejecutó a un señor de Acostambo. Finalmente, arrojó al Mantaro al ídolo Huarivilca. Esta política punitiva quizá le enajenó simpatías en la comarca. Al volver a Paucarbamba habría de ser batido por una coalición de huancas y otras naciones vecinas auxiliados todos por un morisco y un negro, jinetes ambos, que Pizarro había enviado desde Lima. Con todo, logró salvar unos dos mil hombres y -usando los senderos perdidos que muy bien conocían sus yanaguerreros- se replegó a Vitcos, su sede preferida, a la cual retomaba después de medio año. Al mismo Vitcos habían marchado también varios capitanes cuzcos vencidos en distintos lugares; eran los sobrevivientes del gran ejército imperial. Entre tanto, los españoles -que proseguían en guerra civil- se aprestaban para librar batalla definitiva. Pizarristas y almagristas en pugna abierta desde mediados del año anterior, alistaban sus armas para decidir el destino del sistema que habían erigido. El encuentro español final sería la culminación de numerosos incidentes y de los combates de Cuzco, Abancay y Huaytará. Se preveía muy sangriento. Uno y otro bando ibérico reservaba fuerzas para ese momento decisivo, razón por la cual ni Pizarro ni Almagro había podido combatir eficazmente a Manco desde el desastre de Vitcos, hacia medio año; ni enviar mucha ayuda a los caciques enemigos de los Incas. Por su lado, Manco no dejaba de alentar esperanzas de que como resultado de ese choque el poderío hispánico quedase tan deteriorado que él pudiera sacar ventaja. No solamente porque se derramaría abundante sangre española, sino también la de sus enemigos indígenas, que combatían en uno u otro bando de los conquistadores. Paullo Topa, convertido en Paullo Inca, era figura visible del bando almagrista donde conducía miles de cuzcos y gente de otras etnias. En el campo de los Pizarro, los belicosos chachapoyas hacían la principal figura de los colaboradores aborígenes.
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LA GUERRA A MUERTE Ya de regreso en Vitcos, Manco proyectó un avance hacia el sur, a la tierra de los chuis del Collasuyo, a fin de atrincherarse en una fortaleza llamada Urocoto; pero tal proyecto fracasó. Reanudó entonces las acciones entre el río Pampas y las cercanías del Cuzco; la guerra se tomó más sanguinaria, especialmente contra los yanas, así como contra caciques proespañoles. Desde la selva alta, Manco dirigía incursiones sobre diversas áreas surandinas del Perú. Cieza de León narra que como "los contratantes de Los Reyes (Lima) é de otras partes iban con sus mercaderías al Cuzco, salían a ellos, é después de haber robado su hacienda los mataban, llevando vivos á algunos si les parecía, é hechas las cabalgadas se volvían á Viticos, principal asiento, é á los cristianos que llevaban vivos, en presencia de sus mujeres les daban grandes tormentos, vengando en ellos su injuria como si su fortuna pudiera ser mayor, é los mandaba empalar metiéndoles por las partes inferiores agudas estacas que les salían por las bocas; é causó tanto miedo saber estas nuevas, que muchos que tenían negocios privados é aún que tocaban á la gobernación no osaban ir al Cuzco, si no fuesen acompañados y bien armados". El mismo informante nos habría de proporcionar la mejor relación sobre el final del enfrentamiento entre pizarristas y almagristas en la batalla de Las Salinas, el 6 de abril de 1538; perdedor Almagro sería ejecutado ilegalmente un tiempo después. GUAMANGA Y ORONGOY Corría el segundo semestre de 1538. Mientras Tísoc Inca se batía en el Collasuyo, Manco decidió dirigir personalmente una ofensiva en las cordilleras centrales del siempre disputado Chinchaysuyo. Fue así como partió con unas pocas unidades hacia el norte, amagando el valle del Chumbao. Desde allí se trasladó -atacando caravanas- a la zona desde la cual había dirigido las incursiones contra los huancas el año anterior. Pero esta vez, con más recursos, prefirió atacar a los españoles, aunque no dejaba de hostilizar a los caciques de los anearas y de los pocras que poblaban aquellas comarcas. No había así seguridad ni para los con
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quistadores cuando iban en grupos pequeños ni para sus "indios amigos" y menos para los mercaderes. Muchos españoles murieron; caravanas íntegras fueron tomadas. Lo más grave para Pizarro era que el Inca solía aparecer a caballo y con él un grupo de sus guerreros cuzcos. La situación llegó a tal extremo que el propio gobernador Pizarro pasó a comandar una expedición. Pero Manco, apelando a tácticas que hoy denominaríamos guerrilleras, siempre lograba escabullirse cuando la relación de fuerzas le era adversa. La última vez, el rastro del Inca fue perdido adentro de Oripa. Fatigado, Pizarro optó por retornar al Cuzco, encargando a Illán Suárez de Carbajal la prosecución de la campaña. Este jefe español fracasó igualmente y lo peor para la causa que representaban fue que delegó el mando. Un capitán llamado Villadiego pasó entonces a cercar al Inca, tal vez conociendo que había acondicionado una antigua ciudadela inca en Orongoy, cerca de la confluencia de los ríos Pampas y Apurímac. Guiado por los infaltables "indios amigos" y dejando atrás el Pampas, el capitán español empezó a subir las laderas que conducían a los altos de Orongoy. Y tal vez habría cogido de sorpresa al Inca -pues se victimó a los centinelas- pero su mujer principal, Cura Ocllo, alcanzó, de modo casual, a darse cuenta de lo que sucedía y dio la voz de alarma en el campamento rebelde. Manco, que bien cebado estaba en españoles, vio una ocasión más para cobrar una nueva victoria. Como no tenía allí muchos guerreros, envió por delante, a lugar seguro, pequeñas fuerzas de infantería, quedándose él en la retaguardia, preparando el ataque. Menos de doscientos hombres lo acompañaban, entre ellos varios de los más arrojados orejones y yana-guerreros de mérito. Divisó el avance de las tropas hispano-indias, muy superiores en número, pero no se arredró por eso. La escolta montada que lo acompañaba era de toda su confianza: Se trataba de veteranos probados. Desde lo alto el Inca contempló cómo seguían ascendiendo las laderas las huestes atacantes; y reparó en un factor de suma importancia: "venían sin caballos". Fue entonces cuando -según cuenta Cieza de León, entre otros-, "cabalgando en uno de cuatro que allí tenía, teniendo en la mano una lanza jineta, dijo a los bárbaros que con él estaban que se animasen
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y aderezasen. Y diciendo esto, mandó a tres principales de su linaje que cabalgasen en los otros caballos que dijo tenían y se apercibiesen para ir contra los españoles". Mientras el Inca ultimaba sigilosamente los preparativos para una sorpresiva carga, Villadiego, exhausto por la ascensión, hizo un alto en la cuesta para descansar. Allí empezó la catástrofe de los conquistadores. Dice la crónica: "ya que habían andado un poco de trecho, oyeron el ruido que Manco Inca traía con los caballos e indios con que ya venían a dar en ellos y como los vieron volvieron las espaldas sin sentir ninguna sed ni cansancio, a dar aviso a sus compañeros". Para colmo, el haylli triunfal de guerra de los cuzqueños atemorizó a esa vanguardia hispánica que por ser "gente recién venida de Castilla y no acostumbrada a oir gritos de indios, luego huyeron". El pánico se contagió y Villadiego apenas sí pudo contener la fuga de los suyos, pero mostrando gran serenidad en tan adversas circunstancias y "oyendo que los indios estaban tan cerca, a gran prisa, con el pedernal sacó lumbre que bastó a encender las mechas y mostrando buen ánimo cargó el arcabuz". Manco vio entonces cómo alineaban los arcabuceros, bala en boca, mientras los indios -seguramente huancas y chancas- lanzaban hondazos; pero no fue suficiente esta vez el apoyo nativo. El desaliento cundió en los de España: "no les pareció que eran poderosos a defenderse y decían que por tener Villadiego poca experiencia de la guerra habían de ser todos muertos; mas, aunque esto platicaban no dejó de haber en ellos algún ser y denuedo del que suelen tener y mostrar los españoles, porque luego tomaron sus armas". Para esto, el pelotón cuzqueño de caballería ya estaba encima. "Manco Inca venía ya junto a ellos y echó un ala de sus indios para con ella cercar a los cristianos, teniéndolos en muy poco por verlos sin caballos y por traerles gran ventaja por estar en lo alto desde donde luego comenzaron a arrojarles muchos tiros de dardos y flechas". Los castellanos confiaban en la pólvora. Por ello, sin inmutarse, el capitán -buen tirador- dando ejemplo a los suyos, encaró el arma y "soltó el arcabuz y con la pelota mató a un indio". Pero "aunque los cristianos con los otros arcabuces y ballestas mataron algunos, no pudieron hacer huir a los demás, antes con súbito arremetimiento y con gran grita arremetieron a Villadiego".
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"Manco Inca con el caballo abajó a los cristianos y anduvieron peleando unos con otros dos horas y por estar los cristianos tan cansados y calurosos no pelearon como en otros tiempos semejantes". El combate se generalizó. Los indios aliados se batieron con brío contra los cuzqueños. No se quedó atrás el jefe español, pero le salió al frente un orejón y le quebró un brazo de un macanazo. De los conquistadores "muy cruelmente fueron por los indios veinticuatro muertos... y entre ellos Villadiego". Fue rotunda la victoria de Manco. Sólo dos españoles consiguieron escapar, gracias al sacrificado auxilio qué les prestaron los indígenas aliados, quienes protegieron la retirada hacia tierras de Oripa. Entre tanto el Inca, inflexible con los indígenas rivales, exterminó a la mayor parte de los "indios de Nicaragua y yanaconas", aliados de los cristianos. También "mató muchos negros", esclavos fogueados en campañas. Luego pasó a las represalias de rigor en esa guerra a muerte, puesto que conforme a los usos incaicos "a muchos de los indios amigos que andaban con ellos mandaban cortar las manos y a otros las narices y por consiguiente a otros hizo sacar los ojos". Decían los de España que "se había vuelto muy cruel" y que ya no estaba con él Villa Oma para moderarlo. Sea como fuere, satisfecho con la venganza, "con las cabezas de los cristianos se retiró a su asiento de Vitcos", las cuales, como trofeos de guerra -así lo meditaríadebían pasar a ornar las murallas de la fortaleza que le servía de cuartel general. Debió pensar que si doscientas calaveras españolas habían ornado la fortaleza de Ollantaytambo en 1537, ahora adornaría Vitcos con las que llevaba, que se sumarían a otras más que ya tenía. Los dos sobrevivientes españoles no demoraron en llegar donde el factor Illán Suárez de Carbajal, a quien Pizarro había encomendado la pacificación de Guamanga; enfurecido, maldiciendo por la derrota que tan mal parado lo dejaba, "quiso ahorcar a los que quedaron". Una vez calmado, perdonó a sus dos compatriotas y pidió urgentes refuerzos a fin de enfrentar la emergencia creada por el desastre y muerte de su lugarteniente Villadiego. Pero mientras los españoles desplegaban una nueva ofensiva, Manco se replegaría por la ruta de Guamanga, "porque supo que ya el factor Illán Suárez, por la otra parte, le tenía ganado lo alto".
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Tras burlarlos, iba radiante el Inca con el nuevo triunfo; "le acudían muchos indios, orgullosos por la victoria". Y proclamaba a todos que "pues sus dioses le habían comenzado a favorecer, esperaba que lo habían de continuar". De esta victoria cuzqueña también se tiene descripción inca en la crónica de Titu Cusi Yupanqui: "Mandó que le echasen la silla al caballo porque estaban ya cerca los enemigos, a la vista de los cuales puso en un cerro muchas mujeres en renglera, todas con lanza en las manos para que pensasen que eran hombres; y hecho esto, con gran ligereza salió encima de su caballo con su lanza en la mano; cercaba él solo toda la gente, porque no pudiesen ser empecida de sus enemigos..." "dieron de tropel sobre ellos con sus lanzas y adargas, de tal arte que les hicieron retirar la cuesta abajo más que de paso; los desbarataron y desbarrancaron por unas barrancas y peñas abajo sin poder ser señores de sí más antes ellos mismos se desbarataron a sí mimos, por no ser señores de sí en cuesta tan áspera por la mucha fatiga que las armas les daban y el gran calor que les ahogaba que todo junto le causó la muerte a todos ellos sin escapar caballo ni hombre vivo, sino fueron dos, los cuales el uno pasó el río y el otro se salvó por una crisneja de la puente". Manco habría de perderse en los caminos de las montañas selváticas huamanguinas (Viscatán), rumbo a Vilcabamba, por las vías del Apurímac. La campaña había fracasado; Pizarro no se resignó a una derrota completa y procedió a fundar una villa en ese paraje, entonces tan apartado, a medio camino entre el Cuzco y Lima: "E mirando la mucha distancia que había desde la gran ciudad del Cuzco hasta Los Reyes, como la contratación de aquellas dos ciudades era mucha, é que estando el Inga rebelado del imperial servicio, é habiéndose apartado de la amistad de los cristianos, que á los caminantes españoles haría gran daño y muchos serían á sus manos muertos, como lo habían sido, é que para tirar aquel inconveniente el remedio más cierto era fundar una ciudad en el comedio de las dos que decimos, tomando sobre esto su parecer con el Fator é con el padre García Díaz é con otros, determinó de fundarla en las provincias de Guamanga, é darle por términos desde Xauxa hasta pasada la puente de Vilcas, con más las provincias que se extienden á entrambos lados de esta región: Todo lo cual estaba repartido á vecinos del Cuzco é de Los Reyes".
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Le puso como nombre San Juan de la Frontera, "frontera" con el Inca, por cierto. La asentó "porque así convenía a la tierra, por el alzamiento del cacique Mango Inga Yupangui señor natural de los yndios destos Reynos", tal como se lee en el documento hallado por Guillermo Lohmann Villena, donde por primera vez consta con certeza la fecha del surgimiento del nuevo núcleo urbano: 29 de enero de 1539. Quedó como lugarteniente de Pizarro el capitán Francisco de Cárdenas, quien al poco tiempo trasladó la villa a un sitio próximo. LAS LUCHAS EN EL COLLASUYO La más importante campaña dispuesta por Manco en 1538 fue la del Collasuyo. Gracias a lugartenientes cuzcos de enorme valía, como Tísoc Inca, las luchas allí libradas se convirtieron en una guerra defensiva de características verdaderamente épicas. Para entender bien sus alcances debemos señalar que, hacia el año en cuestión, los españoles solamente controlaban el Chinchaysuyo. Las otras tres grandes provincias del incario seguían inconquistadas, a pesar de seis años de lucha. Cierto que Almagro había entrado al Collasuyo a mediados de 1535, pero sólo para retirarse en los finales del año siguiente, decepcionado de Chile, extremo sur de aquella inmensa comarca sureña del Imperio Incaico. Manco deducía, sin embargo, que toda ofensiva pizarrista estaría frenada mientras Hernando Pizarro no matase a Almagro; en efecto, ejecutado el viejo líder el 8 de julio, el paso quedó libre para la sujeción del Collasuyo. Pero no iba a ser asunto sencillo. Conociendo Manco la voluntad de Hernando Pizarro, había dispuesto que su tío Tísoc Inca se trasladara al Collasuyo. Era hombre con fama de "grandísimo enemigo de los cristianos". Debía iniciar la tarea de unir y sublevar, con la jerarquía de "segunda persona del Inca". La ofensiva incaica la inició Cari Apaza, curaca de los lupacas, quien atacó a los jefes indígenas proespañoles desde Chucuito. Entre tanto, Hernando Pizarro se vio obligado a adelantar la conquista que, entre otras metas tenía el saqueo de las huacas ocultas del lago Titijaja. Partió con ochenta jinetes, más de cien peones y miles de indios
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aliados proporcionados por Paullo Topa, que se había cambiado al pizarrismo. El primer combate lo libró su hermano Gonzalo Pizarro, arrollando a los incaicos con la caballería. Pero los de Tísoc hicieron sus sacrificios al Sol, victimando a un español que habían capturado, con lo cual se sintieron protegidos. Hernando Pizarro, no obstante, siguió avanzando, produciéndose entonces la batalla de Desaguadero o Kasaraca al querer cruzar ese río donde Quinti Raura había cortado el puente flotante de totora. Con ayuda de Paullo Topa y de sus cinco mil hombres se hizo balsas, pero a hondazos y flechazos fueron rechazados desde la otra orilla, muriendo doce españoles y numerosos "indios amigos". Vencidos los indo-hispanos, alistaron un nuevo ataque, antes del alba. Fue encuentro muy reñido este que se libró por segunda vez en el Desaguadero. Hernando Pizarro combatió por un momento con el agua al pecho, pero el resultado final quizá lo decidió el siempre amigo de los españoles, Paullo Topa al "echar al río tantas balsas que repartidos los enemigos a defender por todas partes la tierra, no pudieron resistir que ganasen la ribera", llegando allí Gonzalo Pizarro con los jinetes, sobre las balsas mayores. Pero Quinti Raura era hombre de mucho coraje y se posesionó de un paso, desde donde dio nueva batalla, acabando preso tras gran mortandad entre sus huestes. Se inició luego la campaña sobre Charcas, que tuvo como protagonista principal al propio Tísoc Inca. Reunió fuerzas de los charcas, de los chuis, de los caracaras y de otras naciones del Collasuyo; pero los demás caciques dieron respaldo a los invasores. Con todo, el jefe incaico decidió dar batalla en Tapacari, donde tal vez la mayoría numérica estuvo del lado indo-hispánico. Sin embargo, la guerra se encendió aún más, librándose entonces la batalla de Cochabamba, que habría de ser dura a causa de que el sitio era de mitimaes cuzcos, deseosos de matar. Pareció que llegaba el fin de la campaña. Pero no era así. Aun más, Manco dio orden a Tísoc de que apresara y matara a Chalco Yupanqui, que era el principal colaborador de los españoles en el Collasuyo. Por esos días entró en acción Tiori Nasco, quien pidió la cabeza de Gonzalo Pizarro. Como caudillo de los chichas quería forrar en oro ese cráneo y convertirlo en vaso.
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La ciudad fue entonces completamente cercada y se libró la segunda batalla por el control de Cochabamba. Allí destacó Garcilaso, el padre del futuro cronista, pero más que nadie Paullo Topa y sus guerreros indígenas, como lo reconoció hasta el propio Gonzalo Pizarro. Murieron esta vez cuatro españoles, ochocientos "indios amigos" y, sin duda, algunos esclavos negros. Al término de la batalla todos elogiaron el raro coraje de Paullo Topa, que ese largo día peleó con espada a caballo. Pero a ratos a pie, con ballesta y hasta con escopeta. La derrota no desmoralizó a Tísoc Inca. Hizo un nuevo esfuerzo, manteniendo el asedio pero a la distancia, dándose entonces varias escaramuzas. Más tarde se libraría el combate de Pocona, terrible derrota donde perecieron la mitad de los incaicos. Entre tanto, Hernando Pizarro llegó a la zona con una nueva expedición de cerca de cincuenta jinetes y hombres de infantería. Fue por esta época que Manco obtuvo su resonante victoria en Orongoy, en la lejana Guamanga. Pero el brillo de este triunfo no bastó para compensar lo que sucedía en el Collasuyo, donde la dispersión amenazaba a las fuerzas federadas de los cuzcos y naciones collavinas. Coisara, el importantísimo curaca de los charcas, había decidido retirarse de la coalición anti-española, así como otros curacas. Decisiones en las que jugó no escaso rol la dificultad para enfrentar los refuerzos continuos que los Pizarro recibían y la carencia -otra vez- de arcos y de flechas para contener a los caballos. Pronto se produjo la rendición del poderoso Coisara, en Auquimarca; fue negociada por Paullo Topa. La entrega de los principales caciques dio origen al fabuloso botín de Chuquisaca, que se calculó en un millón de pesos de oro, cantidad que hacía recordar la del rescate de Atao Huallpa. Tísoc Inca, entre tanto, resistía con tenacidad más al sur, en Humahuaca (actual Argentina), pero ya no contaba casi con gente de guerra y poco podía hacer dado que en aquella región la influencia inca era escasa. Sería marzo de 1539 cuando, cercado, Tísoc Inca, fue tomado preso por las avanzadas españolas; luego, en las negociaciones, volvió a jugar un papel destacado el infaltable Paullo Topa. Pero la guerra seguía en diversas zonas del desangrado Imperio y habría de reiniciarse a las pocas semanas en comarcas vecinas al Cuzco.
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VILCABAMBA La campaña de Vilcabamba (1539-1540) fue una de las más importantes en las guerras destinadas a la sujeción del Imperio de los Incas. Pizarro, que la iba a conducir personalmente, declinó para encomendársela a su hermano Gonzalo, pidiéndole, en su grueso lenguaje "fuese sobre Manco Inca y le prendiese si pudiese y deshiciese aquella ladronera que estaba allí". Para cumplir con la tarea, Gonzalo Pizarro tenía la incontrastable ventaja de ser el hermano del Gobernador y, sin duda, juventud. Debía andar por los treinta años, edad ideal para ser un eximio lancero de a caballo. El propio Garcilaso aseguraba de él que fue "la mejor lanza que pasó a las Indias". Como la campaña se presentaba riesgosa, alistó una bien pertrechada expedición, integrada por unos quinientos españoles, dando orden a Paullo Topa -su aliado indio- para que recogiese toda la gente aborigen que pudiese. Este reunió con rapidez cerca de seis mil guerreros y auxiliares, y cumplió con el encargo tan a satisfacción que hasta consiguió la adhesión de varios orejones enemigos del monarca alzado. Claro que se llevaría también los infaltables esclavos negros: cerca de cien, pero el esfuerzo principal recaería, como siempre, en los aborígenes aliados. Por estas y otras causas Gonzalo Pizarro aseguró la concurrencia de Paullo, a quien quiso también llevar el gobernador Pizarro en su proyectada visita al recién pacificado Collasuyo. "GRAN PILAR DEL REINO" Razones abundaban para atraer a Paullo, ese príncipe medio incaico, a quien muchos se empeñaban todavía en seguir llamando Paullo Inca, recordando cómo Almagro lo había reconocido así. En realidad ¿quién no lo había visto combatiendo como el mejor español contra los indios alzados? Además, todos sabían los hábiles esfuerzos que desplegaba continuamente para atraer a los curacas que insistían en seguir guerreando a favor de Manco. Harto conocidos eran los pactos que arregló tantas veces con caudillos indígenas enemigos.
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Era Paullo un príncipe semicuzco, hijo de Huaina Cápac en la princesa Añas Colqui de los poderosos huailas. Como tal, pertenecía a un sector aristocrático sometido a los orejones de las panacas, por entonces casi completamente desechas. Lo que en él más atraía a los cristianos era que hacía gala de indudables habilidades militares: "alancea indios como si él fuera cristiano", afirmaban unos. "Es habilidoso en la guerra", sostenían otros. Los auxiliares indios "le tienen en mucho", precisaban quienes lo conocían de cerca. "Entiende en las cosas de la guerra", recalcaban los más. Y era un gran organizador, a pesar de su juventud. Sin duda, aquel personaje venía siendo el hombre decisivo en la guerra contra Manco; múltiples testimonios lo acreditaban fehacientemente. Y Paullo no sólo era ardoroso en matar adversarios, también sabía cómo manejar a los dudosos: "Obligaba a pelear a los indios, hiriendo a los que huían". Forzaba, pues, a entrar en combate a sus subordinados cuando éstos vacilaban ante las huestes de Manco. Su presencia resultaba imprescindible en cualquier guerra puesto que era "muy brioso", tanto como su hermano el Inca sublevado, de quien era su sombra. Ya lo había reconocido el propio Vicente Valverde, obispo del Cuzco: "tenemos mucha necesidad de un hijo de Huaina Cápac, que se dice Paullo, con el cual se acaudillan los indios de esta tierra que están a nuestro favor". Hecho que era de trascendencia si se consideraba, como lo hacía Valverde, que "como la tierra es tan áspera, no basta toda la gente española del mundo para tomar al indio alzado". Por ello, el flamante Obispo aconsejaba estrechar la unión con aquel "Inca" que, si bien había sido coronado por Diego de Almagro, servía con toda decisión y sin escrúpulos a los nuevos dueños del Perú, a todos los Pizarro. Ese Paullo llevaba y organizaba a los príncipes semicuzcos aliados, auquis de la talla de Inguill y Guáipar, traidores ambos a Manco; también concatenaba la colaboración de los caciques de etnias enemigas del Cuzco y organizaba a los yanas y mitayos de servicio y de carga, empezando por los eficaces yanaguerreros. Por último, conduciría en la inminente campaña a catorce valiosos prisioneros de guerra, como Villa Oma y Tísoc Inca, que servirían como medio de presión sobre el Inca, bajo amenaza de darles muerte.
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LAS FUERZAS DE MANCO Partida la expedición de Pizarro y Paullo (Topa) Inca, los chasquis rebeldes volaron con la noticia. Enterado Manco de la aproximación del ejército enemigo, se adelantó algunas leguas a fin de preparar una emboscada. Podía pensar en un triunfo puesto que había logrado reconstituir unidades de flecheros, con vasallos de la selva alta, machigüengas y campas en su mayoría, Pero no contaba ni con tres mil soldados y sus enemigos indios -Paullo, Inguill y Guáipar-* venían con seis mil yana-guerreros nativos y cargueros, al lado de unos quinientos castellanos y bastantes negros. Tendría de este modo que batirse en notoria inferioridad numérica. VICTORIA DE CHUQUILLUSHCA En esas condiciones, sólo una sorpresa estratégica podía restablecer un equilibrio. Manco se ubicó entonces en un paso muy angosto, el de Chuquillushca, sobre el río Vilcabamba, que en corto trecho desciende de la nieve a la jungla. Allí aguardó la llegada de los indo-españoles. Colocó galgas muy bien puestas en las cumbres. Hileras de honderos y flecheros se ocultaron entre rocas y arbustos. Pronto su paciencia se vio recompensada, al hacer señas los vigías de la proximidad de las columnas indo-españolas. Es el soldado cronista Pedro Pizarro quien mejor informa del suceso: "Iba delante de las huestes el capitán Pedro del Barco: Pues yendo el Pedro del Barco y toda la gente tras él, hallaron dos puentes hechas nuevas para pasar dos ríos pequeños que atravesaban el camino, y no recatándose de que estaban hechas aposta para que pasasen los españoles y entrasen en una emboscada que los indios tenían hecha. El Pedro del Barco y toda la más gente que con él pasó y luego adelante dieron en una media ladera rasa sin monte que bajaba de una sierra muy alta: sería este raso sin monte como hasta cien pasos, y luego al fin de esto tomaba el monte a hacerse muy espeso; y por él un camino muy angosto que no cabía más de un solo hombre, y junto a este monte y barranca iban estos dos puentes. Pues caminando como digo el Pedro del Barco con la gente, no viendo ningún indio porque todos estaban emboscados y escondidos, en empezando a entrar que entraron por esta ladera rasa
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que digo para entrar por el camino angosto del monte, ya que había pasado como veinte españoles, echaron por esta ladera abajo desde lo alto de la sierra muchas galgas los indios que estaban encubiertos. Son estas galgas unas piedras grandes que arrojan de lo alto que vienen rodando con gran furia. Pues echadas como digo estas galgas, arrebataron tres españoles y los hicieron pedazos echándolos en el río. Pues los españoles que habían pasado adelante y entrando en el monte, hallaron muchos indios flecheros que los empezaron a flechar y á herir; y si no hallaran una senda angosta por donde se echaron al río; los mata a todos, porque no podían aprovecharse de los indios por estar metidos en el monte". Lo más peligroso para los españoles fue que en el ataque Manco había logrado dividir a los expedicionarios. Como se ignoraba el verdadero volumen de las huestes de los rebeldes, Gonzalo Pizarro, confuso, dio orden de emprender retirada. Sin duda con la huida sacrificaba a la vanguardia, pero podría cubrir a los de atrás y salvarse él mismo. Paullo Inca se opuso a esa decisión, con serenidad. Arguyó que no era tanto el peligro en el desfiladero. En medio del desconcierto, se discutió con ardor la solución más adecuada. El capitán Villegas, exaltándose, llegó a acusar de traidor a Paullo Inca, diciendo que era cómplice de su hermano y que en realidad lo que quería era retener allí a los españoles para que Manco los matase a todos. Paullo repuso invocando que él también se estaba jugando la vida y recordó asimismo la alianza pactada por él con "indios amigos e incas de paz". Los españoles siguieron vacilando. Paullo Inca, finalmente, para convencer a los temerosos, pidió cadenas y guardia. Así, con grillos -debió pensar- por lo menos le creerían. Y en efecto, la oferta terminó de convencer a Gonzalo Pizarro y se aprestaron todos a respaldar la vanguardia. Entre tanto, el grupo de avanzada luchaba contra los de Manco, en espera del refuerzo de los que venían con Gonzalo Pizarro. Se batieron bien los indios aliados contra sus enemigos cuzqueños, pero no era suficiente ese respaldo para contener a los rebeldes. Cuando llegó la retaguardia, con Paullo y Gonzalo Pizarro, descubrieron treinta y seis cadáveres de españoles y gran cantidad de indios amigos muertos. Doce
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castellanos estaban malheridos. Seis caballos yacían destrozados sobre el campo de batalla. El triunfo de Chuquillushca había sido total. Doble mérito de Manco el haberlo conseguido sobre tan poderoso ejército indo-español. En vista de las circunstancias, habiéndose acobardado la gente, Gonzalo Pizarro decidió esperar refuerzos. Una vez conseguidos, que no fueron muchos, inició una ofensiva hacia el interior, más adentro de Vilcabamba todavía. Sin embargo, prefirió delegar el mando de esta avanzada y quedarse en la retaguardia. Habría de ser el capitán Francisco de Villacastín quien tomase la conducción en aquella oportunidad. Para avanzar en la abrupta y semitropical comarca escogió la gente más joven y ligera, que tendría que afrontar a un enemigo adaptado a la región.
OTRA VICTORIA Dirigía la expedición el mentado capitán Villacastín, "con mucho número de soldados españoles y también llevó consigo gran cantidad de indios, cuyos capitanes era Inguill Inca y Huaipar Inca"... "Manco Inca, juntando la gente que pudo, dio de repente sobre los indios y matolos a todos y prendió a Huaipar que lo hubo a las manos e Inguill yendo huyendo que se había escapado se despeñó". Logró así Manco una de sus más caras ambiciones: vengarse de dos de sus hermanos que lo habían traicionado: Inguill Inca y Guáipar Inca. Gente amiga de los cristianos casi desde la iniciación del levantamiento; hombres que venían luchando por España, hermanos suyos, hijos como él del gran Huaina Cápac; pero hermanos que prefirieron cultivar el rencor hacia el Cuzco inculcado por madres "extranjeras", antes que identificarse con el aliento del Cuzco Imperial. Mientras Manco festejaba la captura de Guáipar Inca, el capitán Villacastín, viéndose sin auxiliares, emprendió la retirada a fin de juntarse con Gonzalo Pizarro, quien se había quedado cerca de Chuquillushca, reorganizando las tropas. En esa campaña, todavía Manco Inca se anotó una victoria más sobre sus enemigos, pues en algún punto de esas montañas "los desbarató y mató dos cristianos y hirieron catorce, los cuales todos venían huyendo".
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Cuenta un sobreviviente que también murieron algunos de los incaicos, cuando rehaciéndose el grupo conquistador, contraatacó a los emboscados. Para esta victoria contamos también con algunos datos indígenas. Nos referimos a los recuerdos infantiles de Titu Cusi Yupanqui, el hijo de Manco. A tres leguas de esta ciudad inca se hallaba "una fortaleza que allí tenía". El marco geográfico era de "montes espesos", una forma de pintar a la selva alta. Precisa el rey-cronista que allí su padre "peleó fuertemente con ellos los españoles a la orilla de un río, unos de una parte otros de otra". Y la lucha fue larga porque "en diez días no se acabó la pelea, porque peleaban a remuda los españoles y siempre les iba mal por el fuerte que teníamos".
LA JUSTICIA DEL INCA Entre tanto los españoles se retiraban, el Inca dispuso inmediata ejecución de los capturados. No los salvaron ni los ruegos de Cura Ocllo, esposa principal de Manco Inca, dolida de la inminente muerte de su hermano Guáipar Inca. Ajeno a tales súplicas, Manco ordenó la decapitación, diciendo: "Más justo es que corte yo sus cabezas que no lleven ellos la mía". Se decapitó entonces el cadáver de Inguill, en una época su mayor lugarteniente cuando el ataque al Cuzco en abril y mayo de 1536. Luego se procedió a degollar a Guáipar, el otro hermano desleal. Y mientras corría la sangre de Guáipar, capitanes quechuas voceaban desde los cerros a los españoles que Manco "pensaba matarlos a todos y quedarse con la tierra que había sido suya y lo había sido de sus abuelos". Gonzalo Pizarro y Paullo Inca debieron escuchar no sin temor esas proclamas que revelaban la disposición de ánimo del Inca, mientras buscaban inútilmente a los incaicos en las tupidas malezas. LA RETIRADA ESPAÑOLA La lucha continuó por varios días. El Inca optó por la defensiva frente a los indo-españoles.
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La furia de Manco se cebaba en los indígenas aliados de los castellanos: "Acaeció muchas veces matar cantidades de indios con pura ira que tomaba"., "temíanle los indios más a él que a los españoles". No perdonaba traición ni deserciones. Algunos decían que era "muy cruel", pero estas críticas no reparaban en las adversas condiciones en que estaba obligado a defenderse en Vilcabamba. Impuso una rigurosa disciplina a sus mermadas huestes. Manco insistía en la pena capital para todos los nativos que hubieran colaborado con los conquistadores. Política equivocada, pero que sostuvo hasta sus últimas consecuencias. La animadversión de Manco fue particularmente dura contra los yana-guerreros chachapoyas, cañaris y huancas, que emanaban de naciones muy enemigas del Cuzco Imperial. Por otro lado, en esas regiones de Vilcabamba los indios seguían respetando al Inca como "universal señor". Eran áreas quechuas en sus partes altas, donde siempre sus jefes otorgaron respaldo a una insurrección que buscaba la reconquista del reino perdido y la restauración del Tahuantinsuyu. En las zonas bajas vivían varias tribus selváticas que mostraron singular lealtad. Por ello, a pesar de lo exiguo de sus efectivos, el rey rebelde consiguió la retirada del enemigo tras varios días de combate. Cuenta uno de los conquistadores que Gonzalo Pizarro "acordó retirarse porque había muchos heridos y muchos acobardados, y también porque entendiendo que pues los indios allí aguardaban estaban seguros; y marcando esta tierra y pasos malos por donde se podían desechar y pasar, aguardo aquí hasta la media noche, y echando todos los heridos por delante quedándose Gonzalo Pizarro a la postre, mandó a Pedro Pizarro fuese a sus espaldas; y así nos fuimos retirando y volvimos a donde habíamos dejado el Real y los caballos, y donde aquí hizo mensajero al Marqués D. Francisco Pizarro dándole relación de lo sucedido, y que le enviase más gente". LA ARCABUCERIA DE VILCABAMBA Pasó un tiempo, durante el cual Gonzalo Pizarro pidió auxilios a su hermano el Gobernador. Paullo Inca, por su parte, lo hizo a los principales indígenas renegados. Ambos socorros llegaron. Apoyado en las nuevas columnas, Gonzalo Pizarro "tornó sobre
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aquel paso donde el Manco Inca estaba como hombre muy seguro". Este ataque cogió de sorpresa a los cuzcos, quienes no obstante resistieron. Además, allí aguardaba una novedad a los indo-españoles: Manco utilizaba un conjunto de arcabuces, al igual que en 1536. "Había hecho una albarrada de piedra con unas troneras por donde tiraba con cuatro o cinco arcabuces que tenía, que había tomado a españoles"; eran pues botín de guerra de los tiempos de los triunfos masivos de Quisu Yupanqui. Estas armas de fuego, sin embargo, carecían de efectividad, dado que los cuzcos no sabían colocar los proyectiles en el fondo del cañón. De todos modos, atemorizaron a muchos de los contricantes, en especial a los indios que seguían a Paullo. Por otra parte, los guerreros incas, aunque de escaso número, luchaban mejor porque ya tenían experiencia frente a las armas europeas; a los españoles, en cambio, en esas escaramuzas "siempre les iba mal por el fuerte" que Manco tenía en buen sitio, alto, rodeado de maleza. Sin embargo los españoles se dieron cuenta de la explicable falta de pericia de los guerreros cuzcos en el manejo de las armas de pólvora, lo cual los aliviaría bastante.
TRIUNFO ESPAÑOL Viendo esto, y que Manco tenía pocos yana-guerreros, Gonzalo Pizarro decidió rodearlo; y así, mientras él se le enfrentaba, mandó a la mitad del ejército que con Villacastín subiera al fuerte por la parte posterior. La trampa casi surtió efectos, pues Manco salvó ajustadamente. Rodeado el fortín sobrevino una encarnizada lucha en la cual se lucieron los incaicos que no eran muchos. Desbaratados los defensores, a Manco "tomáronle tres por los brazos y a vuelapié le pasaron el río... y lo llevaron por el río abajo un trecho y lo metieron en los montes y los demás indios que allí estaban se desaparecieron". A quienes trataron de seguirlo, les gritó desafiante mientras se hundía en la espesura: "Yo soy Manco Inca". En el desorden, sin embargo, Cura Ocllo se quedó retrasada, en medio del desbande, que fue completo. Muchos de los mejores capitanes incaicos cayeron en el combate. Asimismo, cogieron a varios de los guerreros incas. También
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fue capturado o muerto Cusi Rímac, capitán general del pequeño ejército incaico. Algunos otros deudos del Inca fueron también apresados. Manco tuvo todavía aliento para resistir a salto de mata y prosiguió por un tiempo la guerra por lo cual "el capitán don Gonzalo Pizarro le dio grandes alcances y le deshizo muchas albarradas, ganándole algunos puentes"; aunque en vano. Dos meses más pasó todavía este hermano del Gobernador buscándolo. Fue inútil. Con todo, fueron bajando las aguas nacientes del río Cosireni y del Pampaconas. Pero Manco no se dejó amilanar. Se mantuvo en la brega con ejemplar tenacidad. A gritos estentóreos lanzados por su gente desde un cerro, el monarca aborigen hizo escuchar a los españoles "que había muerto a dos mil cristianos y pensaba matarlos a todos y quedarse con su tierra". Así lo recordaría después el conquistador Mando Serra en las informaciones de Servicios de Francisco Pizarro. Era la misma cifra de bajas que reconocían otras fuentes almagristas y pizarristas.
LA PENA DE MANCO Cuando Pizarro organizaba la expedición a Vilcabamba en 1539, afirmaba que con ella el Inca saldría "muerto o preso". Pero no fue así. Aun más, Manco armó una treta para capturar y matar al Gobernador. La cual falló, pero abrió en el pecho del jefe español el anhelo de la venganza. Porque decidió matar a Cura Ocllo, "la mujer que el Inca más quería". Como vimos, había sido capturada por Gonzalo Pizarro en uno de los últimos encuentros de la reciente campaña. Estaba encinta; a pesar de eso, fue violada por varios españoles, o lo intentaron, porque ella se defendió. Uno de ellos fue Gonzalo Pizarro. En Ollantaytambo, ya de retomo, la expedición se juntó con el gobernador Pizarro; éste dispuso allí que indios cañaris matasen a garrotazos y flechazos a esa emperatriz. La Coya supo morir con ejemplar valor: "¿En una mujer vengáis vuestros enojos?", apostrofó a los conquistadores allí presentes. Un último deseo transitido a sus mamaconas fue que colocaran su cuerpo en una balsilla sobre el río Urubamba, a fin de que las aguas la llevasen hacia la comarca donde Manco estaba.
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En Yucay luego se procedió al exterminio de todos los prisioneros, empezando por Villa Oma y Tísoc Inca, dos de los héroes máximos de la resistencia; una decena más de adalides fueron ajusticiados en esas siniestras jornadas. Todos fueron quemados vivos. Corría la cuaresma de 1540. Manco lloró mucho la muerte de Cura Ocllo; la joven y hermosa Coya lo había acompañado durante los cuatro años de sublevación, comportándose varias veces como una luchadora, tal como sucedió en la victoria de Orongoy. Debió de sufrir tremendamente con la muerte de tantos proceres de la resistencia. Al inicio de la campaña de Vilcabamba había tenido también que lamentar la inevitable ejecución de Chuquillásac; era éste el curaca de los mitimaes chachapoyas de la región, quien sorpresivamente decidiera dar respaldo a los españoles. A pesar de su valerosa colaboración a lo largo de varios años, Manco no tuvo otro remedio que degollarlo y arrojar su cabeza a las aguas del río desde el puente de Chuquichaca.
AREQUIPA Un plan de los rebeldes incaicos para capturar a Pizarro frustró la fundación de la Villa Hermosa por el propio Gobernador, pues lo alejó de los valles arequipeños. Según Pedro Pizarro partió aquél hacia el Cuzco al frente de doce jinetes. Quienes se quedaron siguieron la cabalgata hasta ubicarse en el asiento de Camaná, donde se estableció la proyectada Villa, junto al océano. Es Cieza de León quien mejor lo cuenta: "Pues como el Marqués don Francisco Pizarro determinase volver a la ciudad del Cuzco, mandó al bachiller García Díaz Arias, Obispo que es agora del Quito que mirase en el entretanto que iba al Cuzco el sitio más convenible que hubiese en aquella comarca, para que se pudiese fundar la ciudad que se había de situar en ella y acompañado de algunas personas (Pizarro) se partió para el valle de Yucay, desde donde envió sus mensajeros al rey Mancó Inca Yupanqui". No eran mensajes cordiales los remitidos; en uno dijo Pizarro que si no salía de Vilcabamba a tratar la paz no cejaría "la guerra hasta tomarlo o echarlo del mundo". Pero Manco se burlaba siempre de las bravatas españolas y se dispuso a ejecutar el audaz proyecto, que fracasó. Mas
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Pizarro casi cayó en la trampa. En venganza, tras sumarse a la expedición de su hermano Gonzalo, hizo dar muerte a Cura Ocllo en Ollantaytambo, como vimos.
OTRAS LUCHAS Reponiéndose del dolor causado por la muerte de Cura Ocllo y del desgaste de la prolongada campaña de Vilcabamba contra los Pizarro, el Inca reinició sus ofensivas, apoyado en etnias de la selva y gente escogida de los cuzcos. Atacó tierras de Guamanga, tan exitosamente que el Cabildo tuvo que ponerse en pie de guerra y llamar "dos mil amigos indios para resistir al Inca". Hubo por entonces acciones en Acostambo y en Andahuaylas. Los "fieles caciques de Jauja" estaban otra vez alarmados.
ALMAGRO EL JOVEN En 1541 la recuperación de Manco era de tal magnitud que Pizarro dispuso una virtual cruzada para acabar con el monarca autóctono y solicitó cuotas especiales a los cabildos para emprender una guerra definitiva. Pero no llegó a ver ejecutado tal proyecto pues fue víctima de la conspiración almagrista de Lima el 26 de junio del año mencionado. La sublevación almagrista contra Pizarro se extendió rápidamente a causa de existir centenares de antiguos partidarios del difunto Almagro, a quien se conoce en la Historia como "el Viejo", ejecutado por Hernando Pizarro en 1538. Y por supuesto había también unos dos mil españoles descontentos, sin mayor oficio ni beneficio. Sin embargo, lo más interesante, desde una perspectiva cuzqueña, fue que el nuevo caudillo, el mestizo Almagro el joven abrió relaciones con Manco Inca, las que llegaron al extremo que ambos personajes intercambiaron embajadores y promesas de mutuo auxilio. En el caso de Manco, éste proporcionó abundantes armas y equipos europeos producto de sus triunfos en 1536. Pero Manco recelaba del vínculo vigoroso que existía entre el almagrismo y Paullo Inca, su hermano, el ambicioso semicuzco. Por otra parte, Almagro el joven jamás se animó a liquidar el sistema de
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encomiendas (ni podía hacerlo), ni a garantizar al Inca siquiera una relativa restitución de una parte de su antiguo Imperio. Más bien, al final, en Vilcashuamán, el líder mestizo reiteró la vigencia de las encomiendas, pero en manos -claro está- de los almagristas que triunfasen en la definitiva contienda que se avecinaba contra el pizarrismo. Este choque se libró el 16 de setiembre de 1542 en Chupas y constituyó una sangrienta victoria de Vaca de Castro, a quien respaldaban casi todos los pizarristas. Almagro el Mozo habría de ser ejecutado algo después. Poco antes gente de Illa Túpac se había enfrentado a los realistas de Per Alvarez Holguín en Taco. Luego, posiblemente en Pillcosuni, tras la debacle de Chupas, fue liquidada la gruesa columna de Juan Balsa, en circunstancias aún no esclarecidas, al replegarse. Días más tarde, el arrojado capitán Diego Méndez y otros almagristas llegaron a Vitcos a demandar asilo y refugio, que el Inca les concedió generosamente. Para entonces Manco ya había conseguido rescatar a su amado hijo Titu Cusi Yupanqui, niño que había pasado largo cautiverio en el Cuzco.
OTRAS REBELIONES El año de 1541 vio también la sublevación de la gran isla de La Puná. Tan feroz que esos isleños tropicales acabaron comiéndose al obispo Valverde. Pero los lapunaeños jamás acataron a Manco. En general, fue una constante de todo aquel período histórico que numerosas naciones indígenas se sublevasen autónomamente sin buscar un restablecimiento del Incario. Querían independencia tanto de los españoles como de los cuzcos. Así fue como se enfrentaron a España por su cuenta y riesgo. Naturalmente, esas etnias, aunque actuaron con heroísmo, terminaron vencidas con relativa facilidad. Entre las que se levantaron en esta forma de 1536 a 1544, tendríamos que mencionar a los conchucos, que llegaron a doblegar por un tiempo a Gonzalo Pizarro; a los chimúes, recuperados de su pasividad inicial; al sector de los tallanes que rompió anteriores alianzas hispánicas; a los chupanos; a los chachapoyas que pelearon por años, al igual que los moyobambas; a los huarcos y yauyos, varias veces levantados; entre otros.
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Los más destacados fueron los "chunchos" de diversas zonas de la selva. Ellos aniquilaron, contuvieron o vencieron a una veintena de expediciones españolas, apoyados en sus flechas y en los bosques tropicales. En verdad, las entradas hispánicas a la selva rara vez tuvieron éxito, siquiera relativo* Y estos hombres de las junglas fueron los más activos defensores del trono de Manco en las horas tardías de su reinado en Vitcos y Vilcabamba.
MANCO Y VACA DE CASTRO Lograda así la "pacificación" con la derrota del almagrismo y las ejecuciones que siguieron, Cristóbal Vaca de Castro procedió a efectuar un nuevo reparto del Perú, recogiendo los mejores beneficios para sí mismo, pues pronto se hizo comentario general de que el juez "robaba la tierra y la cohechaba". Imposibilitado de premiar con encomiendas a todos sus seguidores, otorgó el licenciado permisos para nuevas conquistas, volviendo a ser los nativos objeto de explotación y exterminio. Escudándose, el propio conductor de la maquinaria destructiva escribiría que andaban soldados por todo el país "hechos vagabundos y rancheando los indios y tomándoles lo que tienen". Buscó luego la sumisión de los incas. Con Paullo y su grupo no tuvo problemas, porque el líder de los renegados, mostrando una vez más cortesanía y absoluta sumisión, hasta consintió ser bautizado con el nombre del nuevo amo del Perú, llamándose desde entonces Cristóbal Paullo Inca. Por entonces un grupo de quipucamayos, encabezados por Supno, dictaron las bases de una Relación que se haría famosa; es de sumo interés porque, destinada a ensalzar la vida de Paullo, sin quererlo exaltan las proezas de Manco, cuyo nombre -aunque atacado- aparece en numerosas páginas de la obra. La negociación con Manco fue difícil; Vaca de Castro le comunicó que era portador de cartas del emperador español, que prometía al rebelde un trato conforme a su alta calidad a cambio de que se sometiera. El 24 de noviembre de 1542, el juez daba cuenta de estos afanes: "Los tratos que... traigo con el Inca andan con mucho calor, aunque él me envía papagayos y yo a él brocados"; con esta comparación quizá quería significar que el Inca manifestaba poco caso a las promesas de perdón
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y consideraciones. Finalmente, cesaron bruscamente las conversaciones. Todavía varios capitanes (como Illa Túpac en Huánuco) proseguían peleando en pequeñas zonas; no obstante representaban resistencias inconexas y sin mando central. Manco, por otro lado, se dio cuenta de que a nada podía aspirar con Vaca de Castro. Principalmente porque éste jamás perdonaría haber refugiado a varios almagristas. Entre esos refugiados, no lo olvidemos, se hallaba nada menos que Diego Méndez, capitán que además de victimario de Pizarro, era hermano del mariscal Orgóñez, difunto jefe militar máximo de Almagro el Viejo, y quien fuera asesinado traición en Las Salinas; pese a todo lo cual Méndez militaba bajo las banderas de Manco, como un distinguido yana-capitán en Vilcabamba, al igual que otros guerreros de naciones no-cuzqueñas, indígenas para el caso. Asimismo, el Inca, que ya carecía de mayores tesoros, debió reparar en que ninguna negociación podría prosperar con Vaca de Castro por ser éste un personaje corrupto y de dobleces. Se asombraría más bien de la venalidad del gobernante español, de su indisimulada forma de enriquecerse en el ejercicio de un cargo público, algo absolutamente desconocido en la sociedad incásica. Por último, el acercamiento de este Gobernador al pizarrismo (aunque no a Gonzalo Pizarro) cancelaba cualquier opción de trato; por todo esto quizá fue en 1543 que Manco empezó a pensar en crear un reino separado en la región de Vilcabamba, dejando de lado la esperanza de recuperar su perdido Imperio.
EL FRACASO Tal vez Manco trató de entender las causas del fracaso de la sublevación, hablándolo con personas de su máxima confianza. Si tal ocurrió, llegarían a la conclusión de que el debilitamiento del Imperio y sobre todo de la cúspide directriz a consecuencia de la guerra civil era un factor inicial y quizá el más vigoroso, porque Cusi Yupanqui, en nombre de Atao Huallpa, había sido en la práctica, y sin que ambos se lo propusieran, una verdadera vanguardia de Pizarro y de Almagro, al exterminar a la enorme mayoría de los integrantes de las panacas Hanan
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y Hurin del Cuzco en diciembre de 1532. Ese vacío en la dirección central jamás se llenó. Luego, cabía señalar que los yanas se habían sublevado en casi todo el Imperio, pasando a dar sus servicios a los españoles, en una mala entendida reivindicación social que llegó a convertirlos no sólo en verdugos de sus antiguos amos, los nobles, sino en cuchillo de su propio pueblo, al cual robaban y masacraban con igual codicia y crueldad. Paralelamente, estuvo el factor del alzamiento de los caciques de las etnias conquistadas por los Incas en medio siglo de constante batallar; eran unas trescientas y los jefes nativos de esas colectividades pasaron con frecuencia a respaldar a los conquistadores, estimando ilusamente que los habrían de retornar a su antigua autonomía pre-inca. Aunque más tarde actuaron ya abiertamente a cambio de prebendas hispánicas y hasta rastreramente a fin de mantener sus mermados privilegios. Más grave pudo ser la inercia del campesinado. La gente de los ayllus (dividida además en cientos de naciones o etnias) como masas mediatizadas e inermes, prohibidas por los reyes Incas de usar armas, poco pudieron hacer. Nunca habían visto con beneplácito a los orejones incaicos y no tuvieron interés en defender el Estado Inca que se sustentaba de mitas y tributos. Fue un error por lo que advendría luego, pero la prolongada verticalidad de las sociedades andinas (perceptible desde Sechín, precisaríamos hoy) volvía imposible una actitud de rebeldía contra el nuevo sistema que los españoles iban imponiendo a sangre y fuego. La aristocracia imperial carecía de respuestas para estas realidades. No la tenía ni para los yanas. Ni para los caciques étnicos. Ni para los mitimaes. Ni para los campesinos comunitarios. Efectuar concesiones habrían significado el derrumbe de su propio poder social menguado ya por la agresión externa y el avance de las contradicciones que estallaban doquiera. El Imperio se hundía más si cedía. Por eso apenas si tuvo respuesta y entendimiento con los aristócratas semicuzqueños, rebelados con Atao Huallpa en 1528, con los cuales se hizo, frecuentemente, frente común contra el invasor español. Por supuesto que todo lo dicho no constituye sino un análisis desde las perspectivas de la Corte de Vilcabamba. Porque la guerra estaba perdida de antemano por otra razón fundamental, superior a las otras:
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La disparidad en la evolución tecnológica. Era el enfrentamiento de una sociedad que, aunque brillante, pertenecía al calcolítico (piedra y cobre) frente a otra del Renacimiento europeo, dueña del hierro desde dos milenios atrás (quipu contra alfabeto; balsa contra carabela; etc.), y con avances decisivos en tecnología bélica (honda contra arcabuz; venablo contra ballesta y sobre todo el caballo con el perro bravo amaestrado). Manco podía ganar victorias, como las obtuvo, pero los invasores siempre podrían traer más y más gente con más y mejores armas. Los Incas estaban limitados por toda clase de factores, que los españoles utilizaban a la perfección. Por otro lado, una mentalidad casi completamente lógica tenía las de ganar frente a otra mágico-religiosa, dentro de lo cual un jefe militar hasta podía suspender una batalla, aun con posibilidades de victoria, si los vaticinios de las entrañas de las llamas o del vuelo de los cóndores no eran favorables. Obviamente, las contradicciones y limitaciones del estadio histórico propio de los Incas no atenúa el heroico esfuerzo de sus defensores; al contrario, lo amerita, porque también tratando de vencerlas lucharon hasta el fin. Pero retomemos a los sucesos mismos de esa Vilcabamba, porque en el nuevo Perú se produjeron acontecimientos que permitieron un destello de esperanza para el tenaz monarca andino.
MANCO Y EL PRIMER VIRREY En los principios de 1544, Manco, al igual que todo el Perú, supo que llegaba un mandatario nombrado por Carlos V. Desde luego, el soberano cuzqueño pediría a los almagristas de Vitcos algunas explicaciones sobre lo que aquel hecho significaba; Diego Méndez, que poseía alguna experiencia política, se las daría. Aun más, le comunicaría que lo que se sospechaba era que el nuevo gobernante, un virrey, trataría de aplicar las Nuevas Leyes, unos dispositivos que favorecían a las poblaciones indígenas de todo el continente. De todo el Perú, para el caso. Pronto reparó Manco que las intenciones de Blasco Núñez Vela no eran otras que las de refrenar los abusos cometidos por los conquistadores del Perú y de modo particular las tropelías de los encomenderos, señores de la guerra. Las propias encomiendas serían abolidas, poco a
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poco; y el servicio personal disminuiría. Concretamente, el virrey venía contra los hombres vinculados al poderoso clan Pizarro, quienes se resistían a aceptar las leyes de Carlos V. Gente ligada al dos veces vencido almagrismo integraba, en parte, el séquito de Núñez Vela. El virrey resultaba así un aliado natural del Inca, pues ambos se hallaban en contra de los señores neo-feudales pizarristas del Perú. Tanto Carlos V como Manco compartían intereses en tal punto tan crucial. Por otro lado, el virrey había demostrado un gran espíritu humanitario hacia los indios peruanos, desde que liberó a varios cientos de ellos, esclavos en Panamá. Luego, a lo largo de sus viajes por la costa se había mostrado favorable a los aborígenes del país y deseoso de un entendimiento con los rebeldes cuzqueños. Aun más, en las reuniones de Manco con sus capitanes se discutía sobre si sería cierto que el emperador Carlos V había aconsejado a su representante en el Perú, anciano de coraje indiscutido, que buscase la paz con Manco y castigara a los causantes de los abusos contra los indios plebeyos peruanos y los despojos y vejámenes inferidos a la realeza imperial del Cuzco. Esto era cierto, pero los alzados incaicos no tenían seguridad. De todas maneras, las condiciones eran muy favorables para un acercamiento. Corrían ya rumores de que Gonzalo Pizarro, el último de los hermanos, podría alistar fuerzas de los señores neofeudales para luchar a muerte contra el representante de Carlos V. La elección era clara: los de Vitcos -que constituían el rezago de las panacas imperiales- debían estar a favor de aquel hombre venido desde España para aplicar las Nuevas Leyes, un código inspirado por Bartolomé de Las Casas, personaje del cual, quizás, habían oído hablar alguna vez, años atrás, en el Cuzco. Los rumores que llegaban a través de indios amigos indicaban además que el virrey veía con malos ojos a toda la gente que militó bajo las banderas del difunto gobernador Pizarro y que hasta sentía recelos del ex gobernador Vaca de Castro. También alegre con las noticias, Méndez trató el caso con el Inca, proponiendo un acuerdo con el virrey. Manco aceptó, pero oponiéndose a que ese Méndez, su yana-capitán español, partiese con tal misión, a causa de sus antecedentes de victimario del gobernador Pizarro. Y ordenó que Gómez Pérez, que había sido hombre muy cercano a Al
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magro el Joven partiese en pos del virrey. Usando caminos desviados, que aconsejó su comitiva incaica, Gómez Pérez alcanzó al virrey en la provincia de los huauras, antes de que entrase a Lima. Cedemos sitio al cronista mestizo Pedro Gutiérrez de Santa Clara, hombre de esos tiempos, para que nos relate el suceso: "Estando en este pueblo de la Barranca vino a él por mensajero Gómez Pérez, criado que había sido de don Diego de Almagro el Mozo, a besalle las manos de parte del rey Mango Inga Yupangue, señor de todas estas provincias y reinos del Perú. Este Magno Inga Yupangue estaba apartado y fuera del camino real, en unas sierras muy ásperas y confragosas, con el capitán Diego Méndez de Sotomayor y seis hombres que habían seguido siempre la opinión de don Diego de Almagro el Mozo, los cuales escaparon de la batalla de Chupas y se metieron en las sierras de los Andes. A lo que este mensajero vino fue que el rey Magno Inga Yupangue y el capitán Diego Méndez de Sotomayor, con los demás españoles, le enviaban a pedir licencia y salvoconducto para parecer ante su señoría y salir de la sierra a servir a Su Majestad con el rey Inga y con muchísimos indios vasallos suyos, y que el virrey los asegurase de Vaca de Castro y de los pizarristas, que los querían mal y eran perseguidos dellos. El virrey se holgó con esta embajada y tuvo entendido que estando este poderoso rey de paz, que también lo estarían luego los demás caciques y principales indios que también estaban alzados con él, que se abajarían a poblar la tierra de los llanos, porque en ello se haría gran servicio a Dios y a su Majestad, y por tanto los envió a llamar, dándoles todas las seguridades que pidieron por escrito y firmadas de su nombre Gómez Pérez se fue y llevó los recaudos que pidió, muy a su voluntad, de lo cual se holgaron mucho Mango Ynga y Diego Méndez y sus compañeros". Como se ve, el emisario español de Manco y su comitiva cuzqueña fueron muy bien recibidos por Núñez Vela. En realidad, la Corona había expedido una Real Cédula donde se expresaba que "conviene al servicio de Dios Nuestro Señor e nuestro e bien de aquella tierra, que se preocupe de traer de paz (al Inca)", porque "estando el Inga de paz, será gran parte para que toda aquella tierra esté en quietud". El virrey, a no dudarlo, sabía que así ganaba posiciones frente a los hoscos encomenderos pizarristas, que ya habían empezado a hostilizarlo. Atrayendo a Manco "se sosegaría la tierra", por lo menos en lo tocante
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a la sublevación incaica, que tenía ya ocho años; y también podría mirar al Inca como un futuro aliado contra los pizarristas, si llegaba a abrirse conflicto. Además de ser los indios útiles para todo, conocíase que siempre se había contado en el Perú con miles de auxiliares de carga y de batalla (para empezar, los miles que portaban a lomo humano la artillería). Por otra parte, Vaca de Castro, enemigo potencial, tenía gente aborigen adicta, "indios armados", entre los chachapoyas y, por último, que cada encomendero pizarrista de importancia acostumbraba a poseer gente propia para diversos usos, sin excluir la guerra, principal actividad española en el país. En suma, Gómez Pérez había emprendido el camino de regreso llevando a Manco ofrecimientos de que si salía de su reductos vilcabambinos alcanzaría los privilegios sociales propios a sus condición de rey y, seguramente, los honores que le incumbían. En cuanto a los que habían militado bajo los estandartes de los Almagro, un perdón parecía asegurado de labios del propio representante del "Emperador del Universo Mundo". No podían, por tanto, ser mejores los frutos de la entrevista de Barranca. En Vitcos, el monarca indio, al escuchar a su yana-embajador Gómez Pérez, reiteraría su criterio de que "Núñez Vela venía favorable a los caciques indios", tal cual sus espías se lo habían comunicado desde un inicio. Así como lo sostiene Garcilaso, tomaría Manco una línea de acercamiento al virrey "persuadido de ellos, que le decían que se abría camino para restituirle todo su Imperio o muy buena parte de él", en lo cual los yanas almagristas mentían en parte, pero en algo decían verdad. Los almagristas resolverían convencer al Inca de que no había tiempo que perder, lo que se consiguió; y así "acordaron de salir (de la comarca de Vilcabamba) y dijéronlo a Mango Inga y el Mango Inga mandó a sus capitanes que le proveyesen de lo que hubiesen menester y que se saliesen con ellos". Allí mismo encargó "al Diego Méndez que de su parte hablase al visorrey y que para ello fuesen con él ciertos orejones suyos para que volviesen con el recaudo y respuesta de lo que el visorrey proveyese y él con él negociase y esto así proveído tomaron los del Inga al Diego Méndez y a los demás en ciertas hamacas y lleváronlos". Entre los varios caminos para salir de Vitcos escogieron el de Gua
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manga, por ser más corto y bien conocido por los soldados de Manco que varias veces habían incursionado por esa vía; la ruta satisfaría a Méndez también, que vería en ella una oportunidad para retomar a esa ciudad como triunfador, tras la catástrofe almagrista en la vecina Chupas dos años antes. Pero ni él ni Manco supusieron que en Guamanga las posiciones pizarristas se habían fortalecido durante las últimas semanas, a raíz de la gradual insurgencia de Gonzalo Pizarro en Charcas y el Collao; aun más, es probable que, para aquel momento, los españoles de la ciudad tuviesen ya conocimiento del exitoso ingreso gonzalista al Cuzco (la cronología no esta clara). Por todo lo cual, la oposición a todo trato con los del Inca y con los almagristas -de suyo siempre vigorosase endureció al máximo; mucho más si probablemente conocían lo ofrecido por el virrey a Manco en el tambo de Barranca, el mes anterior, en torno al buen tratamiento que debía darse a los indios. Algunas columnas del ejército imperial cuzqueño, y los yana-guerreros españoles capitaneados todos por Méndez, avanzaron así sobre una Guamanga a la que no sabían tan hostil; en ataque sorpresivo. Pero caciques pizarristas, como el fiel Huasco de los chancas de Andahuaylas, alertarían a los de la ciudad. Quizá luego llegaron informes más precisos, obligando al Cabildo a tratar el asunto del avance incaico el 26 de mayo. El caso aparecía tanto más riesgoso oyendo que un indio mejor informado apuntaba que gente con barbas y buenas armas aparecía codo a codo con las huestes del Inca. "Preguntado qué españoles son" aquel mensajero respondía que era gente que había luchado por Almagro el Joven "y traen caballos y arcabuces". Por su lado, Manco, con diligencia, había levado una mita con el fin de construir un puente en Laco, lugar donde un curaca pizarrista resistía el avance de los inca-hispanos. Por todo esto decíase en Guamanga que "el Inca trae mucha gente de indios", pero las versiones eran confusas en tomo al número de milites cuzcos y antis. Resultó así que la ofensiva se suspendió por razones desconocidas; quizá por informes sobre el avance de Gonzalo Pizarro desde la lejana Charcas sobre el Cuzco, avance que habría alarmado a los yana- guerreros almagristas; o tal vez porque se sopesó la situación, considerándose que la campaña podía hacer daño a la causa del virrey, que las pasaba mal en Lima. O quizá se trató sólo de una marcha que tenía como finalidad doblegar pacíficamente al Cabildo de Guamanga con
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los salvoconductos virreinales y luego pasar de allí a la capital a fin de perfeccionar un acuerdo entre la Corte de Vilcabamba y la Corte de Lima. Pero la situación política del flamante virreinato se descompuso velozmente; y no por culpa del Inca ni de los impacientes refugiados almagristas. Sucedía que desde que ingresó Nuñez Vela a Lima (15 de mayo de 1544) fueron aumentando las tensiones del nuevo gobernante con los poderosos encomenderos y hasta con los españoles pobres, que con ellos se solidarizaron. Los mismos oidores de la Audiencia y otros funcionarios -ligados ya el gran poderío de los encomenderosdistaron de otorgar al virrey el apoyo enérgico que le debían. Nada de esto fue un secreto, al contrario, y por tanto debió trascender hasta la misma comarca de Vilcabamba. Junio, julio y agosto fueron así meses de dudas y vacilaciones en la Corte Incaica de Vitcos, donde Manco seguía rondando el proyecto de vengarse de los Pizarro con la colaboración del atrabiliario virrey, venido allende los mares. Los que vacilaban respecto al plan de algunos meses atrás eran precisamente los que lo habían urdido, los almagristas, que sopesaban el poder creciente de Gonzalo Pizarro y conocían cuán difícil les sería alcanzar perdón si llegaba a tomar el poder en el Perú; y esto lo suponían porque mientras se deterioraba la autoridad virreinal, a ojos vistas crecía la fuerza de aquel hermano del difunto gobernador Pizarro. Como se había pronunciado en contra de las Nuevas Leyes y, por tanto, a favor de las encomiendas, el Cuzco español lo había acogido con alborozo en junio y allí estaba el nuevo caudillo levando gente y reforzando los pertrechos de sus huestes. Ante estos acontecimientos, los almagristas refugiados en Vitcos habrían preferido permanecer "a la mira", mientras se resolvía el conflicto. Tres meses más tarde llegarían presurosos chasquis a tierras vilcabambinas. Quizá hasta trayendo cartas para los almagristas, indicando que el 17 de setiembre el virrey había sido capturado por la Audiencia de Lima. Era un golpe de Estado de los encomenderos. Pero aquel mismo 17 de setiembre se producía otro acontecimiento: el Cabildo de Guamanga reconocía a Gonzalo Pizarro como su procurador. El suceso no tendría mayor importancia para nuestra narración si no fuese porque en esos mismos días el yana-capitán Diego Méndez
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avanzaba otra vez por regiones guamanguinas al frente de sus seguidores españoles y de un batallón de cuzcos, probablemente para proceder a un ataque a la mencionada ciudad. ¿Qué había sucedido? Pues, que pasando los días en la incertidumbre, el yanaguerrero Diego Méndez había decidido tomar la iniciativa. Era temible como soldado. El que aceptase su condición de yanaguerrero de lujo a órdenes de Manco debió sentirlo siempre como una situación temporal, hasta el día en que se le abriera una opción de retomo al mundo hispánico. Con el ascenso del gonzalismo, aquella opción se le estaba cerrando. Al igual que a Manco la factibilidad de negociar con el virrey, que era todo un solo asunto, se bloqueaba. Quizás ambos creyeron, en especial el capitán español, que podrían contribuir decisivamente en lo militar a la lucha que se venía, ayudando al anti-pizarrismo en cualquiera de sus formas, porque en Vitcos se conocía el aumento de fuerzas de Gonzalo Pizarro en el Cuzco. La Audiencia de Lima urgía de guerreros eficientes. Por estas causas Manco había organizado, al mando de Méndez, esta nueva expedición sobre Guamanga, ciudad en donde predominaban abiertamente los pizarristas; también debió ver con buenos ojos la campaña porque su pequeño ejército sufría escasez, agotado el botín de anteriores incursiones. Vilcabamba, provincia pobre, siempre lo había empujado a la guerra. Era la hora de un nuevo raid. Méndez, pues, había partido a tomar Guamanga, teniendo a Lima como eventual destino para fortalecer a la Audiencia frente al gonzalismo. Lo hizo con los demás yana-guerreros españoles y la gente cuzqueña escogida, comandada al parecer por Pumasupa. Pero lo que Méndez ignoraba del todo es que casi simultáneamente partía Gonzalo Pizarro del Cuzco hacia el mismo objetivo: Guamanga. Separados por nevados y selvas marcharon paralelamente por caminos distintos, usando Méndez los senderos de la selva alta. Cruzaría luego el caudal del río Apurímac y el río Pampas. Por cierto, los pizarristas de la ciudad no se hallaban desprevenidos y alertados por "indios amigos" decidieron la defensa de la plaza frente a los incaicos. El Cabildo así lo acordó el 23 de setiembre, tomando nuevo capitán "encargándole tenga especial cuidado de que si Manco Inca a esta ciudad viniese pueda acaudillar gentes para la defensa de ella".
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Pero el yana-guerrero español y los jefes incas se llevaron la gran sorpresa: "como llegaron a las cabezadas de Guamanga tuvieron noticia que allí estaba Gonzalo Pizarro, que venía con los del Cuzco contra el virrey". Semejante novedad cambiaba totalmente lo proyectado en Vitcos. Por ello "el Diego Méndez y los demás -según cuenta Juan de Betanzos- acordaron de se volver de allí, hasta ver en que paraba aquello". Aprovecharon sin embargo la ocasión para proceder a recoger el botín que Manco había ordenado que se tomase en todos los pueblos enemigos (chancas, pocras, asháninkas, españoles, etc.). Y así los del Inca asaltaron "todos aquellos pueblos como ellos lo solían hacer y llevaron de allí todo lo que pudieron así indios y indias como llamas, ropa y todo lo demás que pudieron haber, en la cual vuelta el Diego Méndez adoleció y volvió doliente". Manco los recibió a todos con alegría, mirando los trofeos que traían de la campaña. Y olvidando los problemas surgidos en Guamanga y Lima, procedió al reparto de bienes conforme las tradiciones bélicas del Imperio, otorgando preferencia a sus yanas más destacados, en este caso los del grupo español, que tan briosamente lo servían. En efecto, "como llegaron donde Mango Ynga y llevasen aquella presa el Ynga mandó que todo lo que ansí traían de aquel asalto que habían hecho que lo pusiesen en la plaza y mandó a los cristianos que escogiesen lo que de allí les pareciese bien y así lo hicieron y lo demás que restó mandó que lo guardasen en las casas que para ello tenían señaladas y mandó curar al Diego Méndez". Hubo fiesta en Vitcos, en la gran explanada. Manco se hallaba feliz porque percibía que con el creciente deterioro de la situación política española, aumentaban las posibilidades de reabrir hostilidades en gran escala; quizás creía que con la exterminadora explotación de todos sus vasallos reflexionarían los caciques de diversas naciones indígenas rivales y se animarían a volcarse a su favor. Una vez repuesto con las medicinas de los hampicamayocs lugareños, esperaba a Méndez una sorpresa mayor. Siempre los yanas españoles habían gozado, como los demás, de alta jerarquía, de una o más concubinas plebeyas o de nobleza secundaria. Pero esta vez el Inca quiso distinguir a su yana-capitán con "dos mozas doncellas de su nación, pallas", esto es aristócratas cuzqueñas, privilegio que pocos
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alcanzaban en el Imperio. "Y a los demás españoles les mandó que les hiciesen todo servicio y ansí se hacía siempre con mucho cuidado. Y después holgábase el Manco Ynga con el Diego Méndez y los demás y ellos con él...". Mas no todo fue fiestas y entrega de trofeos. Recuperado del todo de sus males -tal vez una fiebre tropical- Méndez conversaría con sus compatriotas en tomo a la gravedad que para ellos revestían los nuevos sucesos. Méndez, especialmente, sabía que el pizarrismo jamás lo perdonaría. Parecían condenados a lo que quizá mirarían como una prisión en los enormes y desiertos parajes vilcabambinos. Fue en esta coyuntura que llegó a Méndez un mensaje aleve de Alonso de Toro, hombre de Gonzalo Pizarro en el Cuzco. Lo llevó un mestizo hasta la misma Vitcos, visita a la cual el Inca no concedió mayor importancia porque no era la primera vez que se producían contactos similares; además, sus huéspedes engañaron al monarca sobre las razones de la llegada del nuevo personaje a tan remoto lugar; porque hasta ropa española fin a acabó obsequiándole. Por entonces Gonzalo Pizarro ingresaba triunfalmente a Lima (28 de octubre de 1544). Mientras el virrey preso y desterrado navegaba lejos, rumbo a la distante Panamá. En medio año la situación había variado completamente.
EL CRIMEN Lo que Toro y otros gonzalistas del Cuzco propoponían a Méndez era que los almagristas refugiados buscasen la reconciliación con el grupo Pizarro, mediante la muerte de Manco. El crimen fue urdido sin escrúpulos. Cierta negra, esclava de uno de los almagristas, alcanzó a reparar en algo de lo que sucedía y denunció discretamente el asunto, pero Manco no creyó en la advertencia. Hasta que un buen día, jugando a los bolos, se ejecutó lo tan arteramente urdido; y fue victimado a traición en una forma alrededor de la cual existen varias versiones; pero en la cual, sabemos con certeza, mediaron puñaladas. Los asesinos emprendieron la huida, pero fueron alcanzados por la escolta del Inca, que los exterminó. Manco, agónico, gozó por lo menos la satisfacción de alcanzar a conocer el fin que tuvieron. Corrían los días
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postreros de 1544. El monarca tenía a la sazón unos veintinueve años de edad. Fue; mientras vivió; el americano más importante de su tiempo Testimonios indígenas y españoles recogieron la epopeya. "Toda la tierra, desde Pasto hasta Chile, estaba alzada", podemos leer en la información de servicios de Francisco Pizarro. Por su lado los quipucamayos Collapiña y Supño, en la Relación que empezaron a componer en 1542 habrían de expresar que a causa de la insurrección "hubo que conquistar toda la tierra de nuevo, como se conquistó, a fuerza de sangre que de nuevo se derramó, así como de indios, infinitos indios". Manco merece la celebridad no sólo gracias a la prolongada resistencia que dirigió; también brilla con particular fulgor, porque fue el primero en el continente en montar caballo de guerra> blandir espada y disparar armas de fuego. La prole de aquel Inca asentó la dinastía de Vilcabamba, que a su muerte habría de reinar entre 1545 y 1572, dirigiendo el Estado que más resistió a España en América. Uno de sus descendientes, Túpac Amaru el Grande, habría de conducir en 1780 la más vasta insurrección anticolonial de América. Llamó para ello a todos los nacidos en el Perú y también a los americanos de otras tierras, sin distingos étnicos, en pos de la independencia y de la justicia social.
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INDICE Manco Inca .................. . ........................................................................................ 5 La juventud . ................................... .. ...................................................................... 8 Los dioses y las catástrofes ................................................................................... 13 Manco y la nobleza ..................................................... . ....................................... 33 La aprobación aristocrática ................................................................................ 34 La delación de los Yanas ..................................................................................... 34 Plan de evasión .................................................................................................... 35 Una segunda evasión ......................................................................................... . 37 Los problemas políticos .................................................................................. 40 Logística ................................................................................................................ 42 El ataque al Cuzco ............................................................................................... 44 En Lima .............................................................................................................. 49 Victoria de Pampas ........................................................................................... 51 Victoria en Parcos .......................................................................................... 52 Victoria de Angoyacu ......................................................................................... 53 Fiesta y arias ............................... ...... ................................................................... 55 Coronación de Cusi Rimac ................................................................................... 57 Victoria de Jauja ................................................................................................. 57 Pariajaja ............................................................................................................ 58 Combate de Puruchuco .................................... . ................................................. 60 El cerco de Lima ................................................................................................. 62 La traición de los caciques Huancas ................................................................... 64 El ataque a Lima .................................................................................................. 65 La campaña de Alonso de Alvarado .................................................................. 67 El largo asedio del Cuzco .................................. .................................................. 70 Batalla de Ollantaytambo ..................................................................................... 72 Nuevo asedio al Cuzco ..................................................................................... 75
Vitcos . ................................................................................................................... 77 Una grave ruptura........................................................................................................ 81 La guerra Huanca ......................................................................................................... 83 La guerra a muerte ................................................................................................. 90 Guamanga y Orongoy ............................................................................................ 90 Las luchas en el Collasuyo . ........................................................................................ 95 Vilcabamba ......................... .......................................................................................... 98 "Gran Pilar del Reino" ............................................................................................... 98 Las fuerzas de Manco ................................................................................................ 100 Victoria de Chuquillushca. .. ................................................................................ 100 Otra victoria ........................................................................................................... 102 La justicia de Lima ..................................................................................................... 103 La retirada española.................................................. .................. . ............................ 103 La arcabucería de Vilcabamba............................................................................... 104 Triunfo español ..................................................................................................... 105 La pena de Manco : .............................................................................................. 106 Arequipa ...................................................................................................................... 107 Otras luchas ................................................................................................................. 108 Almagro el joven .................................................................................................... 108 Otras rebeliones ........................................................................................................... 109 Manco y Vaca de Castro .......................................................................................... 110 El fracaso ..................................................................................................................... 111 Manco y el primer virrey ......................................... ............................................. 113 El crimen.... ......................................................................................................... 121 Indice ........................................ . ......................................................... . .......... 123
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