Los Santos y Santas de Dios
 9788432137365

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LOS SANTOS Y SANTAS DE DIOS

JOSÉ MORALES

LOS SANTOS Y SANTAS DE DIOS

EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

© 2009 by }OSÉ MORALES © 2009 de la presente edición by EDICIONES Alcalá, 290. 28027 Madrid

RIALP, S.A.

Cubierta: Majestad, Duccio di Buoninsegna, Museo de la Ópera Metropolitana, Siena. © 1990. Photo Opera Metropolitana Siena/Scala. Aorence

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-3736-5 Depósito Legal: M.

Fotocomposición: MT Color Impreso en España

& Diseño,

S. L. Printed in Spain

Anzos, S.L., Fuenlabrada (Madrid)

ÍNDICE

PRÓLOGO...........................................................

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Capítulo l. DIOS Y LOS SANTOS ......................... l. Los santos, obra de Dios ......................... 2. La santidad, finitud abierta a lo infinito ... 3. La humanidad del hombre y de la mujer santos ......................................................

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Capítulo 11. LA IGLESIA Y LOS SANTOS .............. 65 l. La Iglesia, Madre de santos .................... 65 2. Los santos, renovadores de la Iglesia ...... 73 3. La declaración de santidad por la Iglesia . 83 4. El culto de los santos .............................. 102 Capítulo 111. LOS SANTOS Y LOS CRISTIANOS ..... l. Las vidas de santos ................................. 2. La variedad de los santos ........................ 3. Los santos en acción ...............................

119 119 133 146

Capítulo IV. Los SANTOS Y EL MUNDO .............. 169 l. Corazón del mundo ................................. 169 2. Los santos y el Reino de Dios que se incoa en la tierra ..................................... 189 ÍNDICE ONOMÁSTICO .......................................... 209

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PRÓLOGO

La religión cristiana significa la presencia de la eternidad en medio del tiempo, y se mueve en la historia con la fuerza y bajo los ojos de Dios, que la ha originado y la guía. N o es principalmente un depósito de energías éticas o sociales para la solución de problemas concretos del género humano. Su sentido último tampoco radica en actuar como factor decisivo de civilización, aunque su contribución en este campo resulta esencial para el desarrollo de la humanidad. El Evangelio hace del Cristianismo una tradición religiosa que no es una simple religión positiva entre otras muchas. El Evangelio es pura religión en sí misma. Su centro es el misterio de Dios, que se nos acerca a los hombres rodeado de sus ángeles y de sus santos. Ángeles y santos son en efecto dos categorías de seres que mantienen una relación diferente pero muy directa con el trono de Dios, es decir, con la Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Liturgia de la Iglesia los asocia y menciona juntos, cuando

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afirma que santos y ángeles proclaman sin cesar, una voce, las alabanzas de Dios. La secuencia de las dos palabras unidas por la conjunción «y» desborda lo simplemente gramatical, y nos habla poderosamente tanto de la realidad de los ángeles como de la excelencia de los santos, y sobre todo de su proximidad a Dios. El pensamiento creyente se traslada fácilmente a la magnífica escena del capítulo séptimo del Apocalipsis, donde al lector se le permite ver el cielo abierto y participar de la visión que el sobrecogido autor del libro describe con las siguientes palabras: «Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos. Y gritan con fuerte voz: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. Y todos los ángeles que estaban en pie alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén» 1• El texto se refiere literalmente a mártires, cuya condición viene indicada por las vestiduras blancas que llevan y las palmas que ostentan en sus manos. Pero el sentido de esa gran muchedumbre de toda nación, raza y lengua, que sigue al Cordero, se extiende al pacífico ejército de los santos y santas de Dios, que pueblan el cielo, y también la tierra hasta que sean 1

10

7,9-12.

llamados a la gloria de la Trinidad. Hasta entonces Dios vive en ellos, como ellos viven en Dios. «Este grupo de personas pertenece -de manera completa e irreversible- a Cristo y al Padre, ya que lleva su nombre inscrito en la frente. Se forma por tanto un contexto unitario de reciprocidad homogénea entre Cristo y el Padre por un lado y el grupo de los 144.000 por otro» 2• Estos hombres y mujeres pueden o no seguir en la tierra, pero ya han sido elegidos, adquiridos por Dios, y redimidos, al menos virtualmente, de todo lo negativo que contamina lo terreno. Llama la atención el hecho de que en este grupo, que podría considerarse incontable, se hallan todos contados, no sobra ni falta ninguno, son al mismo tiempo pocos y muchos, elite y pueblo, aristocracia y muchedumbre. Cada uno es irrepetible y diferente a los demás, y sin embargo se parecen unos a otros por su semejanza a Dios y a Cristo. He aquí los hombres y mujeres de carne y hueso, a quienes podemos y debemos denominar los héroes cristianos, que no han nacido sino de Dios. Los santos y santas de Dios son una realidad primaria en la Iglesia y en el mundo. El despliegue de sus vidas en la tierra nos obliga a pensar en la existencia de fuerzas misteriosas e incalculables que brotan en ocasiones de seres humanos y que confunden y desbordan la mera habilidad, el poder material y la experiencia común. Es como si la realidad adquiriera nuevas dimensiones, y posibilidades antes desconocidas. 2

U. VANNI. Apocalipsis, Estella, 1999, 164.

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Los santos desempeñan, sin pretenderlo necesariamente, la tarea vital de guiar a una humanidad que no se deja fácilmente conducir, pero que necesita energías sobrehumanas que la permitan sujetar y controlar la deriva que padece. Son hombres y mujeres que la Providencia suscita a modo de luces en las generaciones que se suceden a lo largo del tiempo. Llevan la antorcha iluminadora mientras caminan como viadores junto a sus iguales hacia la eternidad. Son y se sienten como los demás y, sin embargo, llevan sobre ellos, con esfuerzo muchas veces inadvertido por otros, el peso del mundo. Parecen en ocasiones gente enviada por Dios para contradecir con su vida y con sus palabras los errores y los gestos con que los hombres rinden culto al espíritu mundano que los aparta de su destino definitivo. Pero su misión de denuncia es menos importante que su función positiva de construir y levantar. Son verdadera conciencia de la sociedad en medio de la que viven y a la que pueden enjuiciar con un juicio que no es meramente estético ni desde la teoría, sino lleno de compasión y compromiso vital, y solidaridad. Desarrollan un cometido que no ha sido encomendado a literatos, filósofos, políticos, o a otro tipo de personajes públicos. Los santos son una especie única dentro del género hombre y mujer. Ellos y ellas constituyen la forma viviente y más humana posible de lo cristiano, según la pauta de Jesucristo, Verbo encarnado. El santo da forma y belleza en su humanidad a lo que de otro modo podría ser extraño, ambiguo e inhumano. El santo -como también le

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ocurre al verdadero artista- acepta los hechos de la vida, pero los transforma en formas de belleza y los convierte en vehículos de compasión o sobrecogimiento, muestra su capacidad de maravillar y de asombrar, su verdadero alcance ético, y construye con esos hechos un mundo más real aún que la misma realidad. Max Scheler llega a escribir que el «santo abarca todas las demás formas de la grandeza humana: tanto al genio, al héroe, al salvador en el sentido del bienestar y de la salud física. Todos los demás tipos de modelos dominantes se nutren de su tipo de modelo: por ejemplo, el antiguo ideal del genio, del sabio, del héroe y del ideal cristiano del genio, del sabio y del héroe; la tragedia antigua y la tragedia cristiana. Todas las 'profesiones' tienen su punto de arranque en él. De ahí que obre todos los valores de la vida y todos los dominios de la cultura. La historia universal se periodiza y se divide de acuerdo a su aparición, a su radio de influencia. Los santos por imitación imponen su firma religiosa esencial a generaciones enteras: san Benito, san Francisco, santo Domingo, san Ignacio» 3 • En el hombre santo se materializa efectivamente una presencia real de Dios en el mundo. Lo más importante no es lo que dice o hace, sino el simple hecho de su existencia entre sus semejantes. Cada santo, cada santa son seres personales únicos y siempre interesantes, aunque el tiempo parezca a veces haber borrado sus rasgos para quienes ya no son sus contemporáneos. 3

El Santo, el Genio, el Héroe. B. Aires, 1961, 55, n. 14.

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El santo rompe barreras ordinarias en todas las direcciones del espacio humano. Permite ver que lo ordinario es precisamente el lugar y el marco de lo extraordinario, y que la diferencia entre esas dos dimensiones de la realidad parece esfumarse. Su vida acumula belleza y puede ser apreciada y valorada como una obra existencial de arte, que ha sido llevada a cabo sin narcisismos ni autocontemplación. Puede decirse que realiza en sí mismo una peculiar integración de la realidad, porque es a la vez sujeto y objeto, divino y humano, espíritu y materia, acción y contemplación. Son amigos de Dios no en sentido pragmático o descriptivo, sino en sentido ontológico y axiológico. Al igual que la Eucaristía, el santo es conversión admirable de lo humano en algo todavía más humano, y por eso divino. Expresión real y visible de la gloria de Dios, el santo cruza fronteras y abate con la caridad los muros que construyen el odio, la indiferencia y la finitud humanas dejadas a sí mismas. Fuera de la vida de los hombres y mujeres santos, resulta muy difícil encontrarle sentido auténtico a la existencia humana. La Iglesia es para santos y pecadores, es la obra de Dios en la tierra para que los pecadores, hijos de Adán, puedan llegar a ser santos. Todos los santos y santas de Dios, que no han faltado en ningún tiempo de la Iglesia, tienen un alcance y una validez universales, aparte de la importancia que puedan revestir para un momento histórico concreto, una nación, una determinada localidad, una profesión o actividad humana. La variedad y multiplicidad de los santos traducen exactamente las de la misma humanidad. N o hay 14

raza, etnia, clase social, cultura, latitud geográfica, género, que no estén representados en el pacífico ejército de los santos cristianos. Se trata de una variedad y de un carácter polifacético que expresan los modos y caminos casi infinitos que existen para imitar el abismo insondable de la santidad de Jesucristo. Un recorrido sumario por la historia de la Iglesia nos permite apreciar las múltiples versiones que la santidad cristiana ha asumido a lo largo del tiempo. El hecho de la santidad encarnada en hombres y mujeres, que han sido testigos de Jesús de modo ininterrumpido en la secuencia de los siglos, es como un hilo de fuego que atraviesa sin solución de continuidad el camino eclesial a través del mundo hacia la patria definitiva. Son una luminosidad y un calor mucho más poderosos y decisivos que las manchas y debilidades humanas que afean ocasionalmente y parecen ennegrecer el rostro de la Esposa de Cristo. Los primeros santos cristianos se hallan canonizados, por así decirlo, con su presencia junto a Jesús en las páginas del Nuevo Testamento. Se trata de hombres y mujeres buenos que, enraizados en la piedad judía del segundo Templo, esperan la llegada del Reino de Dios y han abierto sus mentes y corazones al Mesías que viene. Le han reconocido en el Hijo de María y de José, en el que habita la plenitud del mismo Espíritu que ha llegado también a sus vidas. En el marco de este régimen de santidad inaugurado por el Reino de Dios, la corona del martirio será por un tiempo el emblema más característico de la santidad evangélica, y el culto a los mártires será la manifestación inicial de lo que pronto será el culto a los santos y santas de Dios.

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La paz social y pública de la Iglesia, que sucede al tiempo de las primeras persecuciones, produce en los ascetas nuevos tipos de testigos del Evangelio, que son considerados como los representantes públicos de la santidad. Ciertamente hay otra historia oculta, que corre paralela a ésta, en la que hombres y mujeres cristianos tratan de vivir y encarnar las enseñanzas de Jesús en la rutina creativa de sus vidas poco importantes a los ojos humanos. Desde entonces el río de la santidad fecunda y acompaña los avatares históricos de la Iglesia, lleno de nombres propios de hombres y mujeres que han devenido célebres, pero también de personas cristianas cuya existencia silenciosa vive y respira sobre todo para Dios. En la mente y en la imaginación del pueblo cristiano actúa la memoria de santos que, por motivos diversos, son como un resumen representativo de otros muchos que no exhiben un perfil tan acentuado y universal. A mártires que pueden considerarse emblemáticos, como el diácono Esteban, considerado el primer mártir cristiano, los apóstoles encabezados por San Pedro y San Pablo y los numerosos Papas mártires de los siglos primeros, se unen muy pronto en la experiencia y el sentir creyentes, personajes como Antonio de Egipto y Martín de Tours, que son percibidos como columnas fundantes del monaquismo oriental y occidental respectivamente. San Benito de Nursia (s. VI), San Francisco de Asís (s. xm) y San Ignacio de Loyola (s. XVI) son los impulsores y configuradores de un orden espiritual extenso y profundo, que ha dado a la Iglesia, en diferentes momentos críticos de su larga historia, una

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fisonomía bien definida y duradera en los ámbitos doctrinal, orante y de gobierno pastoral. La santidad femenina resulta capital para entender la dimensión carismática de la Iglesia, en acción a lo largo de los siglos. Los ricos registros de la psicología de la mujer aplicados a la búsqueda del mayor Amor abren horizontes nuevos a la relación de la persona con Dios, y descubren, por así decirlo, secretos escondidos e inéditos, de la santidad. Las mujeres cristianas han conocido y experimentado siempre, como por instinto, la obligación y el derecho que les incumbe de aspirar a la santidad. «María ha elegido la mejor parte, que no le será arrebatada» 4 • Estas palabras de Jesús, que proclaman el derecho de la mujer a la vida espiritual en su más alto grado, han resonado poderosas y su eco nunca se ha extinguido en el ámbito de la Iglesia. La respuesta son esas figuras femeninas de santidad, que admiran y encienden al pueblo cristiano de cualquier época. Corazones apasionados como María Magdalena, mártires ilustres como Perpetua de Cartago o la romana Inés, fundadoras como Escolástica y Clara en los tiempos antiguos y medievales, las místicas Gertrudis, Matilde, Hildegarda y Brígida y más tarde Teresa de Á vila, todas ellas significan cimas en la historia de la santidad, y son el complemento necesario de la santidad masculina. Debe mencionarse también aquí la legión de mujeres que con sus iniciativas fundacionales han expresado heroicamente el rostro compasivo de la Iglesia durante los siglos XIX y xx. 4

Luc 10, 42.

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Nunca ha faltado en la Iglesia la santidad del martirio. Pero el siglo xx ha sido denominado con razón el siglo de los mártires. Ha sido un tiempo de ideologías, de interpretaciones totalitarias del hombre y del mundo, que al proclamarse beligerantes con Dios y con la religión, han entrado en una inevitable colisión con la Iglesia. La Iglesia era para esas ideologías el principal enemigo que debía ser eliminado. Y era precisamente en los cristianos individuales que les plantaban cara y resistían sus desmanes donde los adversarios de Dios identificaban la religión y la Iglesia misma. En la destrucción física de los mártires pensaban locamente que estaban destruyendo la Iglesia y la memoria deJesús de N azaret en el mundo de los hombres y en la sociedad. La historia de la Iglesia en el pasado siglo es una historia de crecimiento espiritual, de Papas y obispos ejemplares, y de un pueblo cristiano cada vez más maduro eclesialmente. Y esa historia, llena de turbulencias, se encuentra rubricada por la sangre de mártires, gente pacífica, que fue perseguida y sufrió la muerte por el simple hecho de ser cristiana. Parece un mundo de vencidos y de perdedores. «Sin embargo, precisamente en condiciones de notable debilidad, estos cristianos demostraron una peculiar fuerza espiritual y moral. No renunciaron a la fe, a sus propias convicciones, al servicio de los demás ni al de la Iglesia para salvar su propia vida y asegurarse la supervivencia. Demostraron poseer una gran fuerza incluso en condiciones de extrema debilidad y de enorme riesgo. Ésta es una realidad del cristianismo, y es también una realidad que mueve a refle-

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xión a cuantos quieran comprender mejor la historia del siglo pasado» 5 • Se trata de una historia impresionante, que aún continúa en algunos lugares y que siempre tendrá episodios nuevos. Muestra una cara semioculta de la vida de la Iglesia contemporánea, que tiene mucho que ver con su misterio, hecho de amor y dolor. Podemos añadir que, junto a los mártires, los grandes santos del siglo veinte son probablemente el capuchino taumaturgo San Pío de Pietrelcina (1887-1968), el sacerdote San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) y la beata Teresa de Calcuta (1910-1997). Los gozos y penas del padre Pío se hallan muy bien expresados en los estigmas que recibió en su juventud, y que le asemejan a la figura mística del Pobrecito de Asís. Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei en 1928, popularizó y extendió la llamada a la santidad en el pueblo cristiano. Madre Teresa hizo llegar el consuelo y la cercanía de Dios a quienes nada eran y nada representaban para el mundo.

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A. RrccARDI. El siglo de los mártires, Barcelona. 2001, 11.

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1 DIOS Y LOS SANTOS CAPÍTULO

l. Los SANTOS,

OBRA DE DIOS

La santidad cristiana solamente se entiende, concibe y realiza a partir de Dios. La realidad de Dios es el único marco posible de comprensión de la santidad. Esta sólo deviene inteligible desde el Dios tres veces santo, cuya acción misericordiosa llena las Sagradas Escrituras y la vida humana. «He aquí que viene Dios, y con Él todos sus santos» 1• Estas palabras de la Liturgia de la Iglesia son como un eco directo de un pasaje del profeta Zacarías, donde leemos: «y vendrá Yahveh mi Dios y todos los santos con Él. Un día único será -conocido sólo de Yahveh- no habrá día y luego noche, sino que a la hora de la tarde habrá luz» 2• Dios ha querido acompañarse de sus santos y santas. Tanto en la tierra como en las alturas, ellos y ellas son puntos de luz que brillan con la luminosi1 2

Introito, feria 3.a, semana 2.a de Adviento. 14, 5. 7.

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dad que Dios les concede. La lejanía insalvable y la indisponibilidad divinas para el ser humano parecen romperse cuando pensamos que los santos materializan para el mundo el misterio de Dios, y lo hacen cercano y familiar. Los hombres y las mujeres somos buenos -cuando lo somos- porque Dios nos quiere. «¿Por qué me llamas bueno? -dice Jesús al joven rico-. Nadie es bueno sino sólo Dios» 3• Dios no nos ama porque seamos buenos o virtuosos. Si conseguimos serlo en alguna medida, se debe únicamente al hecho de que Dios nos ha amado primero, sin mérito alguno de nuestra parte. Los santos nacieron pecadores. Son hijos de Adán y llevan en su origen el estigma y la contaminación de un pecado de naturaleza. Por eso la Iglesia no celebra el nacimiento de los santos. Sólo celebra el nacimiento del Señor, el de la Virgen María, que fue eximida de la culpa original, y el de Juan el Bautista, el Precursor, santificado en el claustro materno antes de nacer. El hombre y la mujer santos son una obra de Dios. La obra de Dios que primero se impone a nuestra atención es el mundo creado, el mundo visible de cielos y tierra, del que formamos parte según nuestro ser material finito. Pero la acción divina no se limita al orden material. Por el contrario, las obras de Dios más importantes y ricas de contenido tienen lugar en el orden del espíritu, en estrecha unidad con las cosas visibles. «Sus obras son perfectas» 4 • El santo es una obra perfecta de Dios en el orden del espíritu, pero siem3

4

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Luc 18, 19. Deut 32, 4.

pre en la unidad de cuerpo y alma que distingue a todo lo humano. Es una obra divina de santidad que tiene lugar en un ser histórico, que ha sido creado libre por la misericordia y bondad divinas. El santo como obra de Dios no obedece a ninguna programación, a ningún automatismo. Es un ser humano que se desarrolla en el tiempo mediante la gracia y la propia libertad. No es un simple producto acabado e inerte del poder divino, como lo son en gran medida los seres sin alma que pueblan la creación material. La santidad humana es un resultado personal y libre de una iniciativa de Dios. En su ser y sus acciones, los santos son hechura divina. Son una obra perfecta y libre de Dios: libre por parte de Dios, que los eligió porque quiso, y libre por parte de ellos, que se han comportado en todo momento como seres humanos, seres de carne y hueso, con todas sus consecuencias. Nos dice la Sagrada Escritura que «el santo fue hallado perfecto, lo cual será para él motivo de gloria» 5 , y en otro lugar señala a Noé como ejemplo de santidad bíblica, cuando afirma: «Noé fue varón justo y perfecto»6. Pero la formación y el desarrollo biográfico de un santo son los de un ser vivo, con mente, corazón y sentimientos, que goza de libertad y la ha empleado, bajo la gracia, del mejor modo posible. Todo en él es de Dios, y todo en él es también de sí mismo. Son dos planos de causalidad que se fundan en una misteriosa unidad. El santo, como la persona humana, 5 6

Eccli 31, 10. Gen6, 9.

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se desarrolla en el tiempo. Es como una semilla que crece bendecida por Dios. Cuando Jesús invita a sus oyentes a imitar a su Padre del cielo, y encaminarse de ese modo hacia la perfección -«Sed perfectos como lo es vuestro padre celestial»- 7 , alude a la necesidad de recorrer paciente y confiadamente la senda donde se adquiere gradualmente un parecido con Jesús Hijo de Dios. La santidad, obra de Dios en el hombre y en la mujer, es un proceso, en el que se abandona el hombre viejo y se adopta, por así decirlo, un nuevo modo de ser. San Pablo lo expresa muy bien cuando, basado en su propia experiencia, urge el esfuerzo cristiano de los efesios «hasta que lleguemos -dice- al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» 8 • En otro lugar, donde estima necesario ponerse de ejemplo, afirma: «No es que ya sea perfecto sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo»9. Por encima de todo hemos de insistir en que el santo es una obra perfecta de Dios. Como obra divina, aventaja en perfección al sol y las estrellas, y al entero universo. Si «los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos»10, mucho más aún declara un santo con su vida la majestad divina y la misericordia infinita de Dios. «Al coronar sus méritos, coronas tu propia obra» 11 • 7 8 9 10

11

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Mt5, 48. 4, 13. Fil3, 12. Salmo 19, 2 Prefacio 1 de los Santos.

Los hombres y mujeres santos dejan traslucir la presencia y el amor divinos. Dios se transparenta en ellos, y es sin duda voluntad expresa de Dios que podamos verle y venerarle en sus santos y santas. Cristianos de toda condición han podido experimentarlo y se han comportado ante hombres y mujeres carismáticos como Moisés fue obligado a comportarse ante la zarza ardiente 12 • Numerosas fotografías del Padre Pío, donde aparece rodeado de visitantes, muestran a muchos de éstos arrodillados y con las manos juntas en presencia del santo capuchino. El periodista británico Malcolm Muggeridge pasea en Londres con Madre Teresa, junto a la Serpentine de Hyde Park, mientras la escucha como una voz de lo alto que le anuncia lo bueno que será para él hacerse católico a los ochenta años. Habitantes de la casa romana donde vivió y murió Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, se arrodillaban espontáneamente ante el paso de sus restos mortales, cuando éstos eran trasladados de un lugar a otro del edificio, para instalar la capilla ardiente el día de su defunción. La presencia física de los santos actualiza de algún modo para los buenos cristianos la presencia de Dios. En realidad, los santos no querían ser santos. Buscaban únicamente ser verdaderamente libres. Buscaban la libertad plena y no condicionada que les per12 En Éxodo 3, 20 leemos: «el ángel de Yahveh se apareció a Moisés en forma de llama de fuego, en medio de una zarza ... cuando vio Yahveh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: 'Moisés, Moisés'. Él respondió: 'Heme aquí'. Le dijo: 'No te acerques, y quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada'».

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mitiera amar y servir a Dios y a sus hermanos hasta el olvido de sí mismos. Si su objetivo hubiera sido ser santos no habrían pasado de ser unos meros perfeccionistas. Escribe San Agustín que «todos los santos son ángeles, son mensajeros de Dios» 13 • Se trata sin duda de una comparación con sentido metafórico, dado que también los santos difunden entre los hombres, con su palabra y sus acciones, mensajes divinos. Pero sin duda nos está permitido en este caso ir más allá de la metáfora, y advertir que la frecuente asociación de «ángeles y santos» que encontramos en la Liturgia de la Iglesia, parece aludir al hecho de que, en realidad, los ángeles y los santos se asemejan en la relación singular que guardan unos y otros, y solamente ellos, con Dios y con los seres humanos. Misión de los ángeles es adorar continuamente a Dios, postrados ante el trono divino, y sin dejar de hacerlo ni por un momento, desempeñan embajadas y misiones del cielo en la vida de los hombres que caminan hacia la eternidad. Lo mismo puede afirmarse de los santos. Dios es para ellos la vida de su vida, y el pensamiento divino ocupa su mente y su corazón el día y la noche. La condición terrena no les impide ocuparse de Dios, pensar en Él, sentir con Él, todos los momentos de su existencia, sin retrasos, pausas y olvidos. «Pienso en Ti sobre mi lecho, en Ti medito en mis vigilias» 14 • Cuando de Dios se trata, el hombre y la mujer santos apenas diferencian la noche del día y el 13 14

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In loannis Evangelium 1, 4. Salmo 63, 7.

día de la noche. De esa frecuentación incesante de Dios derivan las energías para ocuparse también sin cesar de sus semejantes. Viven al mismo tiempo en la tierra y en las alturas del cielo. Los santos son llamados amigos de Dios, y lo son realmente. La expresión nos sobrecoge y asusta. El pensamiento de la proximidad personal que la verdadera amistad supone nos puede resultar apenas tolerable, cuando lo aplicamos a la relación entre Dios y determinados seres humanos. Y sin embargo, es Dios mismo quien nos dice que los santos son amigos suyos. Los denomina amigos porque ha querido verdaderamente mantener esa relación con ellos, y que ellos sepan que la mantienen con Él. Lo ha dicho Jesús: «No os he llamado siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he llamado amigos» 15 • Y añade a continuación que esa condición de amigo es fruto de una elección. «N o me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» 16 • Dios elige a los santos y los elige como amigos. Se ha podido decir que la amistad es el más grande de los bienes terrenos y una de las mayores satisfacciones de la vida, y que, por lo tanto, «es feliz quien ha encontrado un amigo» 17• El Evangelio nos abre increíbles panoramas de amistad en torno a la figura misteriosa y cercana de Jesús. Parece como si la relación de amistad perfeccionase y llevara a su plenitud la relación de maestro y discípulo que man15 16

17

Jn 15, 15. Id. 15, 16. Eccli 25, 12.

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tiene con quienes le siguen. No es un exceso de imaginación pensar que los Apóstoles, así como Nicodemo, José de Arimatea, y Lázaro y sus hermanas Marta y María, son ante todo y sobre todo amigos de Jesús, y que esa relación de amistad ha coronado y plenificado la condición de discípulos. Ocurre así con frecuencia en el régimen y desarrollo de relaciones primarias como las de padres e hijos, hermanos, y cónyuges. La relación paternofilial, la fraternidad, y el vínculo conyugal solo se realizan plenamente en el orden del espíritu, cuando padres e hijos, hermanos, marido y mujer son además amigos. Se oye a veces decir a alguien, refiriéndose a otra persona: le quiero como a un hermano. Pero debería impresionar y conmover más aún oír decir a alguien de un hermano suyo: le quiero como a un amigo. De hecho, hay un proverbio bíblico que dice: «el amigo ama con más afecto que un hermano»18. Los santos patriarcas eran amigos de Dios. Su conversación, es decir, su modo de vida, se desarrollaba en contacto directo y frecuente con Dios, que era el centro y la razón de ser de su existencia. Los santos cristianos son para Dios hombres y mujeres de su confianza. Son confidentes de Dios. Se alegran y sufren con ÉL Están al tanto de lo que le ofende y le agrada. Puede decirse que comparten y sobrellevan con el Padre del cielo y con el Hijo único el peso del mundo ¿Quién puede aguantar la presión de tanta realidad? Ciertamente los santos, como íntimos de Dios. 18

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Prov 18, 24.

Viene aquí a la mente la amable leyenda de San Cristóbal, patrón cristiano de peregrinos y gente itinerante. La «Leyenda Aurea», compuesta en el siglo XIII, nos habla de Cristóbal como un mártir que vivió y murió en Licia durante el siglo m. Cristóbal era hombre de gran envergadura y notable fuerza física, que deseaba poner sus energías al servicio del más poderoso rey de la tierra. Un eremita que se cruzó en su camino le aconsejó que era mejor servir a Cristo y que haría bien en ayudar a peregrinos a atravesar un turbulento y peligroso río, llevándolos sobre sus anchas espaldas, dado que su alta estatura le permitía sortear con facilidad los vados de la corriente. Cristóbal abrazó con amor su nueva tarea y una noche se encontró con un niño que le pidió ser llevado por él a la otra orilla. Nuestro hombre aceptó con gusto, pero solo consiguió alcanzar su meta con enorme dificultad, porque el niño, que llevaba a su vez sobre sí el peso del mundo, se hacía cada vez más pesado con cada paso de Cristóbal. Fue a la mañana siguiente cuando éste se dio cuenta de quién había sido su pasajero. Vio con asombro que su bordón, que había plantado en el suelo por indicación del niño, había florecido en una exuberante palmera. Se trata de una piadosa leyenda, pero el fondo y la significación del relato se convierten en realidad en la vida de los santos. Nos lo atestigua, por ejemplo, un episodio de la vida de Padre Pío, narrado por un visitante que dejó constancia escrita de su experiencia. «Habíamos tenido con él-leemos- pocos encuentros, pero el más memorable fue el de septiembre de 1958. Un amable fraile capuchino nos advirtió

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que si queríamos ver a Padre Pío, nos apresurásemos a bajar a un pequeño huerto donde él solía salir a tomar un poco de aire. Se abrió la puerta y apareció ante nosotros sencillo y sonriente. Pero estaba tan roto y consumido que caminaba con dificultad. Le ofrecí el brazo para que se apoyase, y le dije: Padre Pío, le veo algo cansado. Se detuvo y nos miró un instante. ¿Solamente un poco? Después de dar algún otro paso, se detuvo de nuevo y haciendo peso con su brazo sobre el mío, se inclinó sobre mí con gesto confidencial y dijo despacio, como midiendo cada palabra: hermano mío, no puedo más. Junto a esta frase, noté en su rostro una expresión que no sabría describir. Me parecía haber visto ese semblante en algún vía crucis, donde Jesús se mueve con fatiga bajo el peso del madero. El momento fue muy breve. Enseguida se retiró con un largo gesto de bendición y despedida. Si alguien me hubiera dicho que Padre Pío viviría aún diez años, no le habría creído» 19 • La proximidad de Dios compromete y quema, y el pobre ser humano tiende instintivamente a defenderse y a luchar con Él, como le ocurre al patriarca Jacob (cfr. Gen 32, 23s), pero al final tiene que rendirse. La cercanía amistosa y confidencial que los santos mantienen con Dios les convierte en intercesores natos a favor de los hombres, sus hermanos. «N os estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión» 20 • 19 D. MüNDRONE, Ricordo di Padre Pio, Civilta Cattolica, 19 oct. 1968, 151. 20 Prefacio 11 de los Santos.

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Resulta muy expresiva en este sentido la historia de Abraham, amigo de Dios, a quien Yahveh nada oculta de sus decisiones. «¿Voy a encubrir a Abraham lo que voy a hacer, siendo así que Abraham ha de convertirse en una nación grande y poderosa, y que en él van a ser benditas todas las naciones de la tierra?» 21 • Consciente de su nada, el patriarca se atreve, con temblor y confianza, a importunar a Dios, que se dispone a aniquilar a las ciudades pecadoras. «Y marcharon desde allí aquellos individuos camino de Sodoma, en tanto que Abraham permanecía parado delante de Yahveh. Abordóle Abraham y dijo: '¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Es que vas a borrarlos, y no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejos el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra¿ va a fallar una injusticia?' Dijo Yahveh: 'Si encuentro en Sodoma a cincuenta justos en la ciudad perdonaré a todo el lugar por amor de aquéllos.' Replicó Abraham: '¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Supón que los cincuenta justos fallen por cinco. ¿Destruirías por los cinco a toda la ciudad?' Dijo: 'No la destruiré, si encuentro allí a cuarenta y cinco.' Insistió todavía: 'Supón que se encuentran allí cuarenta.' Respondió: 'Tampoco lo haría, en atención de esos cuarenta.' Insistió: 'No se enfade mi Señor si le digo: Tal vez se encuentren allí treinta.' Respon21

Genl8,17-18.

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dió: 'No lo haré si encuentro allí a esos treinta.' Díjole. '¡Cuidado que soy atrevido de interpelar a mi Señor! ¿Y si se hallaren allí veinte?' Respondió: 'Tampoco haría destrucción en gracia de los veinte.' Insistió: 'Vaya, no se enfade mi Señor, que ya sólo hablaré esta vez: ¿Y si se encuentran allí diez?' Dijo: 'Tampoco haría destrucción, en gracia de los diez.' Partió Yahveh así que hubo acabado de conversar con Abraham, y éste se volvió a su lugar» 22 • Este diálogo, que parece fantástico, no lo encontraremos igual en ninguna narración verídica sobre comunicación de lo divino con lo humano, de Dios con los hombres. La pauta de Abraham se repite innumerables veces en la economía de oración y de gracia que recorre toda la historia de la salvación. Parece incluso responder a una previsión y a un mandato divinos. El justo Job debía «orar por sus amigos», porque había sentido y hablado rectamente de Dios 23 • Al elevar sus manos hacia el cielo en gesto de plegaria, Moisés, el Siervo de Dios, decide la batalla contra Amalee a favor de IsraeF4 • El mismo Moisés logra que Dios «se arrepienta» y anule la decisión que había tomado de aniquilar al pueblo elegido, que se ha demostrado infiel. «Pero Moisés trató -leemos en el libro del Éxodo- de aplacar a Yahveh su Dios, diciendo: '¿Por qué, oh Yahveh, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con 22 23 24

32

Gen 18, 22-33. Job 42, 8. Éxodo 17, 8s.

gran poder y mano fuerte? ¿Van a poder decir los egipcios: Por malicia los ha sacado, para matarlos en las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra? Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre.' Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo» 25 • En la vida de Jesús nos encontramos con unos gentiles que en Jerusalén se acercan a Felipe, porque era un Apóstol, cuando desean acceder a Jesús, y Felipe a su vez se dirige a Andrés como más cercano aún a la confianza del Señor26 • El Apóstol Pedro se sirve también de la cercanía de San Juan a Jesús para averiguar en la Última Cena quién era el traidor27 • El papel intercesor de los santos tiene naturalmente como principal referente el que desempeña la Virgen María, Madre de Jesús, en la economía cristiana de salvación, donde se unen los cielos con la tierra. Se puede decir que lo que Dios puede y hace con su omnipotencia, lo puede y hace María con su intercesión. María es Virgen poderosa y compasiva a beneficio de justos y pecadores. Por la figura y la actuación de María, obra perfecta de Dios, y por las palabras de la Sagrada Escri25 26

27

Id. 32, 11-14. Jn 12, 20. ld.13, 24.

33

tura, sabemos también que «Dios no escucha a los pecadores, pero si uno le rinde culto y cumple su voluntad, a ése le oye» 28 , y que «la continua oración del justo es poderosa» 29 • Podemos imaginar que en cada plegaria de intercesión dirigida a Dios por un hombre y una mujer de fe se reitera un diálogo silencioso que es muy semejante al de Abraham con Yahveh, que se ha citado más arriba. Es una comunicación entre dos seres personales, que se desarrolla en un clima de libertad y confianza. El cristiano orante habla e insiste, consciente de que Dios no puede ser conjurado, pero que es sumamente sensible a la plegaria. Lo finito conecta asombrosamente con lo infinito. La oración de intercesión, cuyo culmen es el culto de los santos que rendimos a Dios en la Liturgia, es parte esencial del misterio de la Iglesia. La Santa Misa se celebra por vivos y difuntos. La comunión de los santos implica necesariamente una economía y un régimen espiritual de intercesión silenciosa y constante, que une las tres dimensiones de la Iglesia en un único latir escuchado por Dios. Santos y santas han aprendido a amar todo lo que de Dios proviene. Le ven y le aman en todas sus obras, y se sienten felizmente inmersos en el lugar de la Creación que por voluntad divina ocupan. Tienen sentidos para apreciar las perfecciones y la belleza de Dios en todos los seres creados. Viven y actúan en sintonía con el cosmos, lo cual les lleva a respetar y valorar tanto la naturaleza material como 28

Jn 9, 31.

29

Sant 5, 16.

34

los animales. Guardan con estos muchas veces una auténtica afinidad psicosomática, como también sucede a los niños y a personas muy sencillas 30 • En el llamativo episodio del feroz lobo de Gubbio amansado por Francisco de Asís, se puede apreciar una singular comunicación entre el santo y la bestia, como si ambos fueran sensibles a un estrato más profundo de realidad creada, que les permite entenderse. Para el santo se han derrumbado los muros artificiales o meramente naturales de la realidad, y existe ya sólo, como anticipada, la nueva creación. La santidad de los santos no es una santidad para ellos. No viven para sí mismos. De Santa Francisca Romana (tl440) se dice expresamente lo que es verdad para cualquier hombre o mujer santos. «Dios no la eligió -leemos en Acta Sanctorum, 2 de marzopara que fuera santa solamente para Él, sino para que usara los dones recibidos del cielo en provecho espiritual y material de su prójimo».

2.

LA SANTIDAD: FINITUD ABIERTA A LO INFINITO

La Biblia contiene la narración de la santidad como algo de Dios que tiene mucho que ver con este mundo. Nos encontramos allí frecuentemente con fragmentos hagiográficos que, puros y sencillos, nos permiten asomarnos a historias sorprendentes en las que se unen lo divino y lo humano. Una de ellas es 30

Cfr. G.

STEINER,

Pasión Intacta, 1997, 215.

35

sin duda la del niño Samuel que sería en su momento uno de los grandes profetas de Israel. Samuel ha sido llevado al Templo de Dios por su madre Ana, que había prometido consagrarlo al Señor como acción de gracias por haberlo dado a luz. Es en el Templo donde el niño va a recibir la llamada de Dios, que llega a su vida sin otra experiencia espiritual que la de su vida inocente. Es la misma inocencia y el mismo candor que rezuma la poderosa narración. «Servía el niño Samuel a Yahveh a las órdenes de Elí; en aquel tiempo era rara la palabra de Yahveh, y no eran corrientes las visiones. Cierto día, Samuel estaba acostado en el Santuario de Yahveh, donde se encontraba el arca de Dios. Llamó Yahveh: '¡ Samuel, Samuel!' El respondió: '¡Aquí estoy!', y corrió donde Elí diciendo: '¡Aquí estoy, porque me has llamado.' Pero Elí le contestó: 'Yo no te he llamado; vuélvete a acostar.' El se fue y se acostó. Volvió a llamar Yahveh: '¡Samuel!' Se levantó Samuel y se fue donde Elí diciendo: 'Aquí estoy, porque me has llamado.' Elí le respondió: 'Yo no te he llamado, hijo mío, vuélvete a acostar.' Por tercera vez llamó Yahveh a Samuel y él se levantó y se fue donde Elí diciendo: 'Aquí estoy, porque me has llamado'. Comprendió entonces Elí que era Yahveh quien llamaba al niño, y dijo a Samuel: 'Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Yahveh, que tu siervo escucha.' Samuel se fue y se acostó en su sitio. Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anteriores 'Samuel, Samuel!' Respondió Samuel: '¡Habla, que tu siervo escucha' Dijo Yahveh a Samuel: 'Voy a ejecutar una cosa tal en Israel, que a todo el que la oiga le zumbarán los oídos.'

36

Samuel crecía, Yahveh estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Berseba, supo que Samuel estaba acreditado como profeta de Yahveh. Yahveh continuó manifestándose en Silo, porque en Silo se revelaba a Samuella palabra de Yahveh. Y la palabra de Samuelllegaba a todo Israel» 31 • La santidad inocente y tierna de Samuel, que tendrá que usar todas sus energías de servidor maduro de Dios, para llevar a cabo su visión profética en el pueblo elegido, se diferencia un tanto de la santidad de quienes han sido llamados por Dios como gente adulta con experiencia de la vida. Así le ocurrió al Apóstol Pedro, cuyo camino de santidad y transformación en Cristo podemos seguir con cierto detalle en los relatos evangélicos. Llamado por Jesús cuando se ganaba la vida como pescador en el mar de Galilea, Pedro inicia un largo recorrido de conversión y de cambios sucesivos, que le llevarán en su momento a la configuración completa con su querido maestro. Es un curso vital de altibajos dramáticos y desconcertantes, dominados, sin embargo, y dirigidos por la atracción formidable de la gracia divina. La experiencia del monte Tabor, donde Pedro puede ver el cielo abierto y la gloria infinita de su Señor, y las dolorosas negaciones en casa de los pontífices no parecen pertenecer al mismo relato ni referirse a la misma persona. Y sin embargo, así es muchas veces el camino de la santidad que Dios construye sobre la debilidad humana. 31

1 Sam 3, 1 s.

37

Jesús se reserva y dice la última palabra, que explica el sentido de una vida y sella para siempre el destino de un hombre. Jesús lo comenzó y Jesús lo consuma. En el capítulo conclusivo del Cuarto Evangelio leemos: «Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a preguntarle por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: Apacienta mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: ¿Me quieres?, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras» 32• Dios comienza y Dios termina en el hombre y en la mujer la aventura de la santidad. El alfa y el omega divinos parecen reflejarse en la existencia del santo, donde unos comienzos que a la persona parecen inseguros terminan en un bien acabado final. Leemos en una biografía del Cardenal Newman (1801-1890) que después de fallecido, «el cuerpo fue colocado en la iglesia del Oratorio. U no de los muchos visitantes dejó por escrito algunas de las impresiones que le había provocado la escena: 'El Cardenal, como los restos de un santo, destacaba sobre 32

38

Jn 21, 15-18.

el túmulo, pálido, distante, consumido, con mitra, ricos guantes donde lucía el anillo, que besé, ricos zapatos, y el sombrero a los pies. Éste era el final del joven calvinista, el intelectual de Oxford, el austero párroco de Santa María. Parecía como si un entero ciclo de existencia y pensamiento humano se hubieran concentrado en aquel augusto reposo. Ésta fue la irresistible consideración que llenó mi mente. Una luz amable había conducido y guiado a N ewman hasta esta singular, brillante e incomparable consumación'» 33 • ¿Pero el hombre y la mujer, nacidos pecadores, pueden ser realmente santos? Hombre santo son duras palabras que han herido y hieren la sensibilidad y las convicciones religiosas de mucha gente, incluidas personas cristianas. Es una expresión -hombre santo, mujer santa- capaz de provocar en creyentes y no creyentes un desconcierto y un escándalo semejantes al de los discípulos de Jesús, que no sufren las palabras con las que el Maestro anuncia, de manera sencilla y literal, la conversión del pan y del vino en su cuerpo y su sangre. «Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? ... Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» 34 • La conversión que la santidad del hombre supone resulta ciertamente paradójica y difícil de entender si se tiene en cuenta la larga y constante secuencia de corrupción y pecado que acompaña desde el principio la historia de la humanidad. El pecado de los 33

J. MORALES. Newman (1801-1890), Madrid, 1990, 341.

34

Juan 6, 60.66.

39

progenitores del género humano viene seguido de modo inmediato por un rosario de narraciones de crimen y castigo. En estos episodios dramáticos y lamentables se manifiesta a lo vivo la deriva pecaminosa e imparable de los hombres. Son momentos simbólicos de apartamiento de Dios, como el asesinato de Abel por su hermano Caín, simplemente porque Abel era bueno y ofrecía a Dios lo mejor de sus rebaños 35 • «La maldad del hombre cunde en la tierra y todos los pensamientos que concibe su corazón son puro mal de continuo» 36 • El diluvio se desencadena entonces como un castigo universal, y debe interpretarse como una contracreación, porque Dios se ha arrepentido de haber creado al hombre y a la mujer. No es de extrañar que haya quien contenga el aliento y se altere su sensibilidad cuando oye hablar de santidad en el hombre. Así le ocurre a Martín Lutero, para quien la corrupción humana, radical e inevitable, es un principio antropológico que no se puede ni se debe soslayar. Se sigue de esto que el pecado no es una elección ni una acción momentánea, sino algo mucho más fundamental y duradero: es una pasión, un impulso y una concupiscencia, es decir, una inclinación permanente al mal y dificultad prácticamente insuperable para practicar el bien. Si el pecado es una enfermedad profunda de la afectividad, existe en el hombre una conciencia continua de pecado, de una acusación de sí mismo y de un combate incesante e ineficaz para obtener la curación37 • 35 36

37

40

Cfr. Gen 4, 4s. Gen 6, 5. Cfr. WA56, 274.

El hombre es así, para Lutero, pecador y santo al mismo tiempo: pecador porque se encuentra minado por el mal y es incapaz de servir a Dios con alegría; santo porque obra en él, al acusarse, el don incoado de la justicia, que al presente se halla oculto bajo apariencias contrarias. La curación del pecado es un logro puramente escatológico, incluido en las promesas de Dios 38 • Esta concepción luterana del hombre pecador y santo se formaliza filosóficamente en el sistema de Kant. La antropología kantiana habla en efecto de un ser humano en el que habitan en realidad dos hombres separados: el hombre inteligible de la libertad, atento a los valores y al bien, y el hombre fenoménico de la necesidad, condenado a compartir la suerte de lo material. Son la traducción especulativa del hombre espiritual y el hombre carnal, expresados por Lutero con terminología de San Pablo 39 • Pero resulta, a pesar de todo y de lo mucho que esta opinión luterana puede aducir a favor de sí misma, que el hombre no se encuentra del todo corrompido y que Dios tiene en la condición humana ontológica y existencial puntos de apoyo para construir una santidad que puede en verdad denominarse propia del hombre y de la mujer-4°. Cfr. WA56, 272. En 1 Co 3, 1 dice el Apóstol: «no pude hablaros como a hombres espirituales, sino como a hombres carnales». 40 «La única causa formal de nuestra justificación (santidad) es la justicia (santidad) de Dios, no aquella con que Él es justo (santo), sino aquella con que nos hace justos (santos) a nosotros>>. Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, 7. 38 39

41

El tránsito admirable, y de algún modo increíble, de la muerte espiritual a la vida, que Dios opera en el pecador, se halla expresado, por ejemplo, en el episodio de los huesos secos, que leemos en el profeta Ezequiel. «La mano de Yahveh fue sobre mí y, por su espíritu, Yahveh me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: 'Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?' Yo dije: 'Señor Yahveh, tú lo sabes.' Entonces me dijo: 'Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh.' Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. El me dijo: 'Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahveh: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan.' Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies: era un enorme, inmenso ejército» 41 • 41

42

37, 1-10.

Este texto optimista nos habla de una impensable restauración de la vida, obrada por las asombrosas posibilidades de Dios, que se extienden tanto a lo corporal como a lo espiritual. Se trata del marco interpretativo para la comprensión del cambio de pecador a santo. En términos todavía más concretos y directos se expresa el Salmo 51, donde se proclama la operación divina que produce la santidad en el pecador. El hombre penitente que ora en este Salmo se dirige a Dios con una petición y una esperanza que, siendo humanamente fantásticas e inalcanzables, confía en que serán respondidas. «Ten piedad, oh Dios, según tu amor/ por tu inmensa ternura borra mi delito/ lávame a fondo de mi culpa/ y de mi pecado purifícame». El reconocimiento humilde y sin pretextos de la propia culpa va a producir el milagro moral y casi físico de la regeneración. Dios no se limita a declarar que el pecador arrepentido y confiado en su misericordia se convierte en justo, sino que esa declaración divina efectúa lo que declara. El Salmista ha dejado de ser pecador y se ha hecho santo. «Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve». El pecado ha desaparecido y el pecador, que ya no quiere serlo, ha devenido santo. La transformación del pecador en justo obedece a una operación directa de Dios en el alma. No es un resultado de la contemplación espiritual, sino una consecuencia en el hombre y en la mujer creyentes de la Encarnación del Verbo. La santidad es un resultado de que el Verbo de Dios ha asumido la condición humana. Es un acto y un proceso de gracia.

43

El hombre es santificado porque su naturaleza ha sido restaurada y hecha conforme a la imagen de Dios, es decir, a la Palabra divina encarnada. Es un don de Dios al ser humano, y una condescendencia de la Palabra divina hacia nuestra naturaleza caída. La santidad cristiana contiene en su raíz una presencia y una fuerza del Espíritu divino, que son su dinámica creativa, como en la creación del mundo, la concepción del Verbo, o la conversión eucarística, todas ellas obras del Espíritu. Y el Lagos divino aporta, por así decirlo, la forma de criatura hecha santa por el amor y la compasión del Padre. También en el misterioso proceso de la santidad humana, el Hijo y el Espíritu Santo actúan al unísono como manos del Padre eterno, de quien nos vienen todos los dones espirituales y materiales. No hay dos hombres: el hombre santo es el mismo que antes era pecador, pero que ha renacido a una vida nueva en su misma condición de criatura. Cualquier hombre, cualquier mujer pueden llegar a la santidad. Ésta se presenta como una posibilidad universal, podríamos decir, democrática, al alcance de todos. No es una situación elitista, reservada para una clase o un tipo de personas. Los santos y las santas de Dios son muchedumbre. Todo pecador puede llegar a santo. Un gran pecador puede convertirse en un gran santo. Es un principio operativo que resulta fundante en la economía del Evangelio, porque se basa en las palabras de Jesús. «no he venido a llamar a justos sino a pecadores»42. Lo proclama continuamente la actuación del Señor a lo largo de su vida pública. Se acerca a los 42

44

Mt 9, 13.

pecadores para hacerlos santos, y en la cruz acepta in extremis el arrepentimiento y la súplica del buen ladrón, para conducirle al paraíso43 • Comprobamos en esta escena dramática la neutralidad del dolor en sí mismo para hacer buenos o malos a los hombres. Todo parece radicar en la mente y en el corazón libres de quien sufre. Podría afirmarse que, por lo general, el sufrimiento mejora a los que quieren ser buenos, mientras endurece a quienes, de momento al menos, se resisten a cambiar para bien. Al hombre crucificado junto a Cristo que no puede o no quiere reconocerle como inocente, el dolor no le ha servido para hacerse un hombre nuevo, por la gracia del Jesús que padece y muere junto a él. Que grandes pecadores han devenido grandes santos y santas es una afirmación que no pertenece a la teoría ni a la mera doctrina cristiana. Es un hecho empírico al que podemos tomar el pulso en las páginas mismas del Evangelio y en la vida de la Iglesia, que es, en algunos aspectos, la vida de sus santos. El contacto con Jesús, unido a la escucha atenta de su palabra, ha santificado a muchos y a muchas que nada sabían antes de la santidad o la veían con nostalgia, como un ideal que no había sido concebido para ellos. Ahí tenemos a María Magdalena, que inmersa en una vida de pecado y alejamiento de Dios, se veía despreciada hasta el punto de que incluso su proximidad era considerada una deshonra. Pero el encuentro con Jesús, aparentemente casual, cambió la vida de aquella mujer. «No parecía momento adecuado para semejante acción. Una mujer, 43

Cfr. Luc 23, 43.

45

que había entrado en la sala del banquete a un propósito festivo, iba a practicar de manera inesperada un acto de penitencia. Era un banquete formal, ofrecido por un rico fariseo, para honrar y de paso observar a Nuestro Señor. Magdalena entró joven y bella. Venía como a alegrar aquella fiesta, al estilo de las mujeres que solían animar tales ocasiones, provista de perfumes y ungüentos para la frente y el cabello de los invitados. El orgulloso fariseo sufría su presencia, con tal de no ser tocado por ella( ... ). »Pero he aquí que ocurre algo sorprendente. Lapobre criatura del pecado se aproxima a coronar con su rico perfume la cabeza de Aquel en cuyo honor se celebra la fiesta. Mas ved que su mano se detiene. Acaba de mirar, y sus ojos disciernen al Hijo de una Virgen. Ha reconocido al Anciano de los días (cfr. Daniel 7, 9), al Señor de la vida y de la muerte. Ha visto a su Juez. Insiste con la mirada, y ve en su semblante una belleza, una sobrecogedora dulzura, que hacen palidecer a los esplendores de aquella sala. Se mira a sí misma y observa con dolor lo vil y repulsiva que es, tan orgullosa, poco antes, de sus atractivos. »Él la mira. Ella se acerca. Sólo le ve a ÉL No le importan la burla de los orgullosos ni los comentarios de los libertinos. Se acerca sin saber si será o no será perdonada, si será o no será recibida, o qué ocurrirá. Sólo sabe que Él es la fuente de la santidad. Esas manos procaces, esos labios contaminados han tocado, han besado los pies del Eterno. Y Él no rechaza el homenaje» 44 • 44

46

JohnH. NEWMAN. Discursos sobre la Fe, Madrid, 1981,99-101.

Un mismo proceso de diálogo interior con tantas variantes como personas y caracteres se repite en el corazón de todos los hombres y mujeres que se han acercado a Dios, y se han decidido a amarle hasta el desprecio de sí mismos. Así ocurrió al publicano Levi, que llegó a ser Apóstol y evangelista, después de ejercer una profesión que en aquel momento era considerada despreciable y opresora. Tampoco los demás Apóstoles eran mejores que la gran mayoría de la descendencia de Adán. Eran vulgares e ignorantes, y dejados a sí mismos se habrían mirado en el polvo. Pero la gracia de Dios tuvo piedad de ellos, los colocó erguidos sobre sus pies, y les hizo mirar al cielo. La conversión del celoso y culto fariseo que era Saulo de Tarso es un ejemplo vivo de una crisis que le conduce de ofender seriamente a Dios en Jesús de N azaret a ser un decidido discípulo y un fiel Apóstol. Trasmutado en otro hombre por la aparición misericordiosa de Jesús en el camino de Damasco, Pablo da testimonio en sus cartas de la nueva fuerza espiritual que ha modificado el rumbo de su existencia y su existencia misma. El Apóstol de los gentiles descubre la clave de su admirable cambio interior cuando escribe: «Yo soy el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está en mí» 45 • 45

1 Co 15, 9-10.

47

En la historia interminable de pecadores que se hacen santos sobresale sin duda el caso de Agustín, que murió obispo de Hipona en el año 430. El joven Agustín constituye una ejemplar conquista de la gracia divina. Intelectual y orgulloso, el hijo de Santa Mónica, no sólo se sentía dominado por la sensualidad, sino que era víctima de una mente desorientada. El que iba a ser denominado más tarde doctor de la gracia, y venerado como tal por la Iglesia, experimentó antes, como pocos, la impotencia de la naturaleza abandonada a sí misma. Agustín se aplicó con la pasión que caracterizaba su abierto y generoso modo de ser a disfrutar del mundo mientras le duraban la juventud y las energías vitales, e hizo de su poderosa razón la medida de todas las cosas. Descubrió pronto, sin embargo, que en realidad no era ni se sentía un hombre libre, y que tampoco había descubierto la verdad que con tanto ahínco buscaba. Fue entonces cuando Dios comenzó a insinuarse en su camino, que más bien parecía una deriva existencial, y permitió que en el interior de Agustín se desencadenase un gran conflicto, una colisión de fuerzas anímicas, que le llevaron gradualmente hacia un nuevo horizonte vital, no sospechado antes. Sensible a las hipotecas del pasado, Agustín percibió también que la gracia y el llamamiento divinos le atraían con mayor fuerza, de modo que la voz de Dios le convenció y le venció, dejando intacto el misterio de su libertad. La historia de la Iglesia se halla jalonada de casos semejantes, que llegan hasta nuestros días. Vivimos un tiempo de incredulidad y secularismo. Pero Dios se ha reservado una legión, visible e invisible, de

48

hombres y mujeres que no han doblado su rodilla ante el poder, la sensualidad, la crueldad y el dinero, aunque algunos de ellos puedan haberlos servido por un tiempo. También ocurre a veces que hombres santos abandonan su camino de santidad, tal vez porque se sentían seguros o porque habían dejado libremente de escuchar las incesantes llamadas divinas. El salmista se lamenta por el ocaso espiritual y material del pueblo elegido, y pregunta a Dios con ánimo dolorido, acerca del enigma de la ruina de una nación que tanto prometía. «Una viña de Egipto arrancaste/ expulsaste naciones para plantarla a ella/ le preparaste el suelo/ y echó raíces y llenó la tierra/ ¿Por qué has hecho brecha en sus tapias/ para que todo el que pasa por el camino la vendimie/ y el jabalí salvaje la devaste, y la pele el ganado de los campos?» 46 • La crisis colectiva de Israel se multiplica y repite en numerosas vidas personales de hombres y mujeres que, después de comienzos de santidad cierta, parecen haber renunciado a la búsqueda de Dios. Un caso típico nos lo narra la Biblia en la vida de Salomón, hijo de David y rey de Israel. Cargado de bendiciones y dones, que eran consecuencia de promesas divinas hechas a su estirpe, Salomón se nos presenta inicialmente como un ideal de perfección realizado a lo vivo sobre el trono de Israel. Poder, fama y sabiduría le adornan por dentro como bienes divinos, y le exaltan por fuera. Constructor del Templo, Salomón parece un santo hecho desde el prin46

Salmo 80, 9-10.13-14.

49

cipio, que ha conseguido en su juventud todo lo que otros logran solamente en su madurez. «Pero Salomón, como las hermosas flores del campo que acaban, sin embargo, secas en el fuego, no acertó a retener la gloria, y se marchitó en su trono. El más sabio de los hombres se convirtió en el más brutal. El más devoto se hizo el más pervertido. El autor del Cantar de los cantares terminó esclavo y presa de afecciones viles. 'El rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras ... y se apegó a ellas con gran pasión. Cuando era anciano, sus mujeres inclinaron su corazón a otros dioses, como Astarté, diosa de los Sidonios, y Moloch, ídolo de los Amonitas; y siguió la conducta de sus mujeres extranjeras, que quemaban incienso y sacrificaban a sus propios dioses' (cfr. 1 Reyes 11, 1.4.8). ¡Qué contraste entre este apóstata de cabello gris, cargado de años y de pecados, inclinado ante mujeres e ídolos, y aquella figura juvenil y brillante que en la Dedicación del Templo que había construido aparecía como mediador entre Dios y su pueblo!» 47 • Los tiempos actuales son ricos en instancias de personas creyentes que, firmes al principio en caminos de santidad, han dejado vencer dentro de sí mismas opciones contrarias, y que ya no quieren llamarse cristianas. En realidad siguen siendo, en su infortunio espiritual y humano, queridas por Dios, que mantiene en ellas oportunidades para el ejercicio de su incondicional misericordia.

47

50

J. H. NEWMAN. Discursos sobre la Fe, Madrid 1981, 151.

3.

LA HUMANIDAD DEL HOMBRE Y DE LA MUJER SANTOS

¿Qué es lo cristiano sino la unión -no la confusión- de lo divino y lo humano? Se trata de una unión que no se opera en abstracto ni de modo simbólico, sino de modo real y tangible en la persona de Jesús, y en los hombres y mujeres que se consideran sus discípulos y comparten su vida. Lo divino y lo humano habitan en la persona cristiana sin mezcla ni separación, es decir, no se encuentran en ella de manera simplemente contigua (lo divino junto a lo humano), sino unidos, de modo que lo divino está en lo humano y lo humano en lo divino. Esta unión tiene lugar de modo perfecto y sin fisuras en la Persona única del Verbo encarnado, tal como la descubrimos en el Evangelio. Su divinidad impregna y santifica su humanidad. Podemos hablar literalmente de un rostro divino, de unas divinas manos, de unos gestos y ademanes divinos, de unas palabras divinas. Cuanto más humano es Jesús, más divino se nos aparece, y cuanto más divino es, resulta más humano. Esta asombrosa conjunción de humanidad y divinidad, que nos asusta y sobrecoge, es el núcleo del misterio de Jesús de N azare t. Este misterio repercute en el santo. Es como la condición de posibilidad de su santidad, que siguiendo la pauta de Jesús, es también una unión de lo humano y divino en un ser finito, imperfecto y contingente. Lo primario en el santo es una humanidad psicosomática, una humanidad de carne y hueso, que ha sido asumida y transformada por la gracia. El santo no es un superhombre sino un ser humano nor-

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mal, que ha sentido una poderosa llamada de lo alto para abrirse libremente a la vida de Dios. El hombre y la mujer santos nunca pueden ni desean desprenderse de la condición humana, con sus graves limitaciones y sus tremendas posibilidades. N os impresionan los contrastes en los que el hombre vive. La literatura de todos los tiempos se detiene sorprendida ante la fragilidad física de los mortales. Es algo bien conocido, ante lo que no nos acabamos de acostumbrar. En las escenas iniciales de la tragedia de Romeo y Julieta, escrita por Shakespeare, se asiste a un duelo, que deja en el suelo de la calle a un herido moribundo. Un pariente intenta levantarle el ánimo, mientras le asegura sin mucha convicción que la herida recibida no es grande. Y el moribundo responde con resignación y mayor realismo: «No, no es tan profunda como un pozo, ni tan ancha como el portal de una iglesia, pero basta para matar a un hombre» 48 • Ser carencial y no especializado, sin medios corporales eficaces para el ataque o la defensa, como tienen los animales, el hombre sólo puede valerse de su razón, para compensar con creces y vencer las limitaciones que le impone su naturaleza material. Pero siempre en un ser físicamente en peligro. A pesar de todo «somos la especie de la que surgieron (o se liberaron) Platón y Mozart» 49 • Más aún, existen hombres y mujeres de quienes se puede afirmar con palabras bíblicas que podían hacer mal y no Acto III, escena 1•. G. STEINER, Pasión Intacta. Ensayos /978-/995, Madrid 1997,329. 48

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lo hicieron50• Vemos, en resumen, que el ser humano, al igual que los ángeles de la escala misteriosa que discierne en sueños el patriarca Jacob 51 , está continuamente subiendo y bajando de la tierra al cielo, y del cielo a la tierra. Le viene bien recordar, sin embargo, que si Dios le ha coronado «de gloria y de esplendor» 52, le previene por San Pablo que lleva los grandes dones recibidos «en vasos de barro» 53 , que pueden quebrarse en cualquier momento. Suele afirmarse que la gracia no destruye ni elimina la naturaleza, sino que la eleva y perfecciona. Este es un principio capital de la antropología cristiana, y contiene aspectos y consecuencias que el pensamiento cristiano se esfuerza todavía en descubrir y formular. Pero lo cierto es que el dinamismo transformador que la gracia desencadena en el hombre acusa siempre el lastre y la resistencia de la naturaleza caída, que parece comportarse a veces como un peso nuestro ante las iniciativas de lo alto. Es como si Dios hubiere aceptado actuar, por respeto a la libertad y a la constitución humana, con un brazo atado a la espalda, cuando del hombre se trata. En la formación del santo, el pecado y la finitud están siempre al acecho. Las grandes tentaciones pueden ser contenidas y vencidas, pero las limitaciones intrínsecas a la naturaleza adámica no permiten ser olvidadas. Hacen acto de presencia y no acaban 50 51 52

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Eccli 31, 10. Cfr. Gen 28, 10. Salmo 8, 5. 2Cor4, 7.

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de desaparecer. Por eso nadie piensa seguramente que los santos y santas han sido o son todos ellos en este mundo personalidades humanamente perfectas. La relación (dialéctica) entre santidad y condición pecadora del hombre nunca deja de existir y manifestarse. La santidad es una realidad viva -y también una palabra- que hace referencia intrínseca a la situación caída del ser humano. Sin pecado actual y potencial no tendría sentido hablar de santidad. La santidad implica siempre un régimen de tensión entre las mociones de la gracia y las inclinaciones nunca extirpadas de la naturaleza, que apartan del bien. En el santo colisionan fuerzas poderosas, que parecen hacer de él un ser en llamas. Los santos y santas de Dios han sido -elocuentes o silenciosos- grandes apasionados. La primacía existencial absoluta adquirida en sus vidas por el amor a Dios y a los demás, no elimina en ellos todas las servidumbres, asonancias y sorpresas de la naturaleza. Manchas, defectos e imperfecciones se encuentran también, en mayor o menor medida, en la vida y en las acciones de los santos. Son el tributo rendido a la naturaleza humana, común a justos y pecadores. Sólo Dios conoce y respira el mal sin contaminarse por ello. «¿Cómo será justo un hombre ante Dios? ¿Cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna tiene brillo, ni son puras las estrellas a sus ojos, ¡Cuánto menos un hombre!» 54 • Una hagiografía suficientemente crítica y respetuosa con la historia, que no busca el escándalo ni la deformación de los personajes, nos informa, a veces 54

54

Job 25, 4-6.

con gran detalle, cómo los santos cristianos hubieron de sufrir y combatir toda la vida los defectos de su carácter. Acompañados de sus faltas, no dejaban en ningún momento de ser verdaderos amigos de Dios, porque trataban de conocerse y de corregirse. Los santos y santas de la Iglesia han sido hombres y mujeres de su tiempo. Muchas de sus palabras y reacciones trascienden sin duda las limitaciones, prejuicios y estrechos horizontes del ambiente social en el que vivían. Sabían entender y juzgar, desde la luz de Dios, contingencias históricas, cuyo peso e influencia debían ser superados. Pero su mentalidad no dejaba de estar sujeta -salvo ofensa consciente a Dios- a la cultura, sensibilidad y valores imperantes en el momento histórico que les correspondió vivir, y que fue el marco de su santidad. Sin presunción alguna de asomarnos a sus conciencias o de formular juicios, se aprecian a veces en la conducta de algunos santos destellos de intolerancia, severidad y excesos en el ejercicio de la autoridad, que no cuadrarían del todo en los hábitos de un hombre de Dios, y que resulta arriesgado valorar. Podemos observar a veces en ellos una inclinación polémica, que tropieza incluso y colisiona con la de otros servidores también sinceros del Evangelio. Ocurre tal vez que Dios oculta en ocasiones a unos la verdad de los otros. N o es infundado pensar hoy, cuando leemos sobre la actuación de santos inquisidores de la Iglesia durante los siglos medievales y renacentistas, que la praxis de eliminar físicamente al hereje relapso obedecía a una conciencia errónea, aunque pudiera ser recta. Tal conducta no puede ser concorde con los

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principios evangélicos en ningún momento de la historia humana. También ha habido santos que han pecado de intemperancia y brusquedad, y no han sido capaces en ocasiones de dominar manifestaciones de ira, que podían con razón ser consideradas impropias, por testigos ordinarios, en una persona digna y educada. Lo mismo podría afirmarse de hombres que están en los altares, y que han obrado presumiblemente con excesiva confianza en el propio juicio, al sentirse como la voz de Dios cuando dirimían asuntos humanos o divinos. Otros han buscado, consciente o inconscientemente, la aceptación de los demás para sus palabras y acciones, y pueden haberse dejado vencer por la vanidad o el amor propio. Una conciencia viva de la propia dignidad institucional es apta para provocar eventualmente cierta confusión entre la honra y la autoestima personales y los derechos y deberes del cargo. El egocentrismo no abandona necesariamente a los santos. ¿Por qué no puede ser un santo víctima de sus propios prejuicios sociales, culturales, familiares, locales? Caben también en él distanciamientos afectivos innecesarios e indebidos, que dificultan la relación con los demás. Hay asimismo posibles extravagancias, que extrañan, y no se explican suficientemente por las manifestaciones, a veces exuberantes del amor. En algunos hombres y mujeres de Dios pueden llamar la atención, con razón o sin ella, lo que parece acepción de personas, neurosis, taciturnidad, incontinencia verbal, carácter absorbente o pauperismo. Resulta difícil juzgar a un santo, como también es imprudente y temerario enjuiciar la conducta de

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cualquier ser humano. Al santo se aplican de modo particular las palabras de San Pablo acerca de la valoración espiritual y humana de vidas ajenas e incluso de la propia. «¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga es únicamente asunto de su ama>> 55 • «Lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo!» 56 • Conscientes de estos criterios de fondo y de la precariedad de las estimaciones y juicios humanos, nos es dado contemplar episodios de unas vidas transparentes, que no se preocupan de la malevolencia o de la admiración de quienes los observan. El Papa San Cornelio y el obispo de Cartago San Cipriano, de posturas muy diferentes, conducen en el siglo m una polémica, con motivo de los lapsos, cuyos términos y acentos han podido desedificar a contemporáneos y desconcertar a numerosos historiadores. Ambos hombres de Iglesia sellaron con el martirio su rectitud de intención y la sinceridad de sus palabras y escritos en el desarrollo del duro debate. San Jerónimo (siglo IV) era un profundo conocedor de la Biblia y ha legado a la Iglesia la versión latina que ha sido por muchos siglos el texto oficial de la liturgia católica. Hombre estudioso y asceta, se hizo también famoso por su rigidez, severidad y cierta misoginia, que le acompañaron hasta el final de sus días en Belén. Sus convicciones acerca del trabajo bíblico, no compartidas por otros cristianos, 55 56

Rom 14, 4. lCor 4, 3.

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le llevaron a serios enfrentamientos con San Agustín, obispo de Hipona, que era asimismo un hombre de fuertes opiniones, expresadas en este caso de modo contundente. San Bernardo de Claraval (1090-1153) figura entre los principales impulsores y predicadores oficiales de la segunda cruzada en el año 1146, bajo el Papa Eugenio 111. Su intervención, en la que se mezcla lo espiritual y lo temporal militar, se encuentra contaminada a los ojos de muchos por un entusiasmo que incita a la violencia y que no parece resultar muy compatible con el carácter pacífico y tolerante de la santidad. Se ha señalado el contraste que supone la actitud de Francisco de Asís hacia el Islam con el espíritu agresivo de las cruzadas. Francisco se presentó por su cuenta, mansa y valerosamente, ante el sultán Melik-el-Kamel en la ciudad de Damieta, llevado del afán de convertir al príncipe musulmán, que tenía fama de soberano generoso y digno 57 • Esto ocurría en el año 1219, y expresaba el deseo de una «cruzada» sin avaricia ni crueldades. El Papa San Pío V (1504-1572) hizo expulsar de Roma a un franciscano que en una audiencia a predicadores cuaresmales se atrevió a pedirle mayor misericordia hacia presuntos delincuentes, en lugar de las frecuentes ejecuciones de éstos, que tenían lugar en la Urbe. El Papa Pío IX (tl878), beatificado por Juan Pablo 11 el tres de septiembre del año 2000 Uunto con el Papa Juan XXIII, el obispo Tomás Reggio, Guillermo José Chaminade y el abad benedictino Co57

58

Cfr. P. BARGELLINI, San Francisco de Asís, Madrid 1959, 160 s.

lumba Marmión) era un hombre pastoral y afectuoso, que hubo de sostener con temple heroico, duras pruebas. No se puede descartar que la rigurosa defensa que hubo de hacer del papado en tiempos difíciles no estuviera teñida en ocasiones de un fuerte amor propio y de sentimientos de ofensa personal. Como todos los mortales, los santos cristianos se hallan en las manos de Dios, único conocedor verdadero de los corazones. Sometidos a un intenso escrutinio por sus contemporáneos y gente cercana, son objeto particular de análisis y debates, que pueden llevar fácilmente a lecturas y relecturas dispares de su significado y actuaciones en la Iglesia y en la sociedad. La misma tendencia historiográfica que lleva con frecuencia al intento de rehabilitar la conducta y la fama de cristianos sobre quienes pesaban opiniones y juicios negativos y condenatorios, puede provocar también, en sentido contrario, el ennegrecimiento de la imagen, o las dudas, sobre los hombres y mujeres de Iglesia cuyas vidas se tienen por ejemplares. Siempre resulta fácil criticar a un hombre santo, que actúa con criterios que escapan al común de los mortales, con un tipo de conducta cuyo sentido permanece velado a la gente mediocre. Algunos piensan que lo han sorprendido en un defecto o en una reacción que juzgan desafortunados, o criticables. Al santo le persigue el fanatismo, velado o abierto, de la ideología hostil al Evangelio, el conformismo burgués, y la vulgaridad y rutina espirituales. «La imitatio -escribe S. Steiner- demuestra ser demasiado ardua. Al contrario de lo que dijo el poeta, lo que la humanidad encuentra insoportable no es de-

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masiada realidad: es la luz deslumbrante de la perfección ejemplar. Nos rebelamos contra quienes no podemos emular» 58 . Al santo importa únicamente la Ley de Dios, cuyo resumen viene establecido por el mismo Jesús en el Evangelio. «El primer mandamiento es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos»59. El amor de Dios, efectivo y afectivo, domina la vida de los santos. Origina y desata en ellos una dinámica existencial y creativa, en la que se funden la luz divina, los afectos del corazón, y el temor que nunca deja de inspirar el Dios tres veces Santo. El amor efectúa una síntesis de valores y legalidades, y desborda todas las antinomias y tensiones que son propias de normativas finitas. El santo ha entendido por experiencia vital las palabras de San Pablo: «El que ama ha cumplido la ley» 60 , y penetra el sentido último de la sentencia de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras» 61 • El amor representa una síntesis en la vida de los santos. Preguntado en cierta ocasión sobre la virtud que juzgaba la más determinante y central en la vida y en la persona de San Josemaría, su sucesor 58 59 60 61

60

Pasión Intacta, Madrid 1997, 476. Me 12, 29-31. Rom 13, 8. In Epistulam Ioannis ad Parthos, Tractatus VII, 8.

Álvaro del Portillo respondió inmediatamente y sin vacilación alguna que esa virtud había sido el amor de Dios. Y añadió todavía: un amor intenso y ardiente. Los santos aman lo que Dios ama, y odian lo que Dios no quiere. «¿No odio, oh Yahveh, a quienes te odian? ¿No me asquean los que se alzan contra ti? Con odio perfecto los odio, son para mí enemigos» 62• Lo que el santo o los santos perciben como voluntad de Dios, aquí y ahora, se convierte en el objetivo principal de sus vidas, y no les preocupa el costo. «No se haga mi voluntad, sino la tuya» 63 • Las palabras de Jesús se aplican sin glosas, retrasos o disquisiciones. Cuando Teresa de Á vila percibe con claridad que el Señor desea que se ocupe en la reforma del Carmelo y se pone manos a la obra, tiene que sufrir críticas lacerantes. Unos le acusan de ser poco observante de la regla mitigada, mientras que otros denuncian su presunto deseo de convertirse vanidosamente en centro de atención. En el Libro de la vida escribe: «En algunas cosas bien veía yo me condenaban sin culpa, porque me decían lo había hecho porque me tuviesen en algo, y por ser nombrada, y otras semejantes; mas en otras claro entendía que decían verdad, en que era yo más ruin que otras, y que pues no había guardado la mucha religión que se llevaba en aquella casa, cómo pensaba guardarla en otra con más rigor, que escandalizaba el pueblo y levantaba cosas nuevas. Todo no me hacía ningún alboroto ni pena, aunque yo 62

63

Salmo 139, 21-22. Le 22, 42.

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mostraba tenerla, porque no pareciese tenía en poco lo que me decían» 64 • Su única pena verdadera hubiere sido no cumplir o retrasar indebidamente el cumplimiento de la voluntad divina. Si es cierto que todo rechazo tiene su grandeza, ésta se percibe poderosamente en la conducta de hombres y mujeres cristianos que se niegan absolutamente a renegar de sus creencias o a ofender a Dios de otras maneras. Ésta ha sido y es la actitud de mártires antiguos y modernos, dispuestos a perder la vida antes que apostatar de la fe cristiana o abandonar su vocación. En el relato del martirio de San Policarpo, obispo de Esmirna en el siglo 11, leemos: «el procónsulle dijo insistente: jura por la fortuna del César, y quedarás en libertad, y desprecia a Jesucristo. Entonces respondió Policarpo: voy a cumplir 86 años, y siempre he amado y servido a ese Nombre, jamás recibí daño de él, sino siempre afecto y salvación. ¿Cómo puedo renegar de Aquél al que he rendido culto y servido, que siempre fue bueno para mí, a mi verdadero emperador, a mi Salvador?»65. He aquí una constante en la conducta y sentimientos de los mártires de todos los tiempos. El amor y la lealtad a Jesús ha sido en ellos más fuerte que las amenazas de los hombres y el atractivo de posibles ventajas terrenas. Lo demuestran las innumerables narraciones de martirios ocurridos en el siglo xx. Asomándonos a la muerte de claretianos 64 65

272.

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Capítulo 13°. Actas de los mártires, ed. Daniel Ruiz Bueno, Madrid 1951,

de Barbastro, ocurrida en la madrugada del 15 de agosto de 1936, podemos contemplar una muestra de multitud de episodios semejantes. La ejecución de dos grupos de sacerdotes y seminaristas había tenido ya lugar en los días 12 y 13 de agosto. Quedaba aún un grupo de veinte detenidos, cuya muerte se retrasó al día 15. «Leída la lista, el dirigente les preguntó: Adónde queréis ir: ¿al frente, a luchar contra el fascismo, o a ser fusilados? Se hizo un sepulcral silencio. Ir al frente significaba, exactamente, renegar de su fe y de su condición religiosa. ¡Preferimos morir por Cristo, nuestro Dios y Señor! ... Los ataron fuertemente con cuerdas. Luego los ataron también de dos en dos por los codos. Ninguno de ellos se quejó. Atados como estaban por parejas, tropezaban al subir las escaleras y salir a la plaza. Allí se les unieron tres sacerdotes diocesanos de Barbastro, también atados. Mientras los misioneros eran conducidos hacia el camión, la gente de la plaza estaba sobrecogida al verlos tan jóvenes. El camión, enfiló hacia la carretera que llevaba al lugar de la ejecución. Nada más pasar el kilómetro tres, apareció el valle de San Miguel. Era el lugar de su inminente martirio. Los milicianos echaron a los misioneros al suelo como fardos. Los automóviles de los dirigentes iluminaban con los faros aquella escena dantesca. Los misioneros trataban de incorporarse, para abrir los brazos en cruz, arrodillados, repitiendo jaculatorias y palabras de perdón. Crepitaron los fusiles y el grupo de los ajusticiados se derrumbó ... Nuevas descargas 63

sofocaron los apagados gemidos agónicos de los mártires» 66 . La victoria de estos hombres jóvenes era mucho mayor en intensidad que la terrible derrota humana que sufrían sus ejecutores. Lo inhumano era vencido por una humanidad que se superaba a sí misma. La santidad vive también silenciosa y heroica en la existencia de cristianos sencillos que han vivido el seguimiento de Jesús en la vida cotidiana y, cuando Dios lo ha querido, también en el dolor y el infortunio. El fundador del Opus Dei se ha referido en este sentido a episodios de la vida de su padre cuyo comportamiento sereno en los avatares de la historia familiar, le ayudaron a entender por experiencia directa el sentido de la santidad cristiana. «Recuerdo, concretamente de mi padre -escribe-, cosas que me enorgullecen y que no se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años: anécdotas de caridad generosa y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido, siempre subrayados por una sonrisa»67.

66 G. CAMPO, Los 51 beatos mártires de Barbastro, Fátima, 2002, 23-25. 67 A. V ÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, 1, Madrid, 7." ed. 2003, 69.

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II LA IGLESIA Y LOS SANTOS CAPÍTULO

l.

LA IGLESIA, MADRE DE SANTOS

La memoria y presencia invisible de los santos y santas de Dios han sido vinculadas expresamente por el Papa Benedicto XVI a los días iniciales de su pontificado en la homilía del domingo 24 de abril del año 2005 1• Decía el Papa: «Por tres veces nos ha acompañado en esos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo 11; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro ( ... ). ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo 11! ( ... ). En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de 1 Es la homilía pronunciada en la Misa de Inicio del Ministerio Petrino.

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todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios ( ... ). Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todos vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo». Las palabras pronunciadas por Benedicto XVI en el comienzo de su ministerio papal van mucho más allá de la ocasión que las provoca, y nos recuerdan la íntima conexión -a la vez estable y también dinámica- que existe entre la Iglesia y sus santos. Los santos y santas de Dios son parte esencial de la Iglesia. La Iglesia santa es madre de santos, hombres y mujeres que expresan con sus vidas la santidad radical y desbordante de la Esposa de Jesucristo. Los santos deben su santidad a Dios a través de la Iglesia, y la anuncian y manifiestan de modo capilar en todos los rincones del mundo. El número de santos no aumenta la santidad de la Iglesia, pero la proclaman y hacen brillar ante los hombres. «Tus

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santos, Señor, te bendecirán, y dirán la gloria de tu reino» 2• La Iglesia es y permanece en el mundo como un signo de santidad3 • Tiene y recibe la santidad del Padre eterno, que es «fuente de toda santidad»\ del mismo Cristo, y del Espíritu Santo, que la inhabita como el alma en el cuerpo. La de la Iglesia es una santidad fontalmente trinitaria. Los santos hacen precisamente que la santidad no sea sólo para la Iglesia una cualidad o nota teológica, sino que la convierten también en un rasgo empírico, que puede ser captado mediante la experiencia ordinaria que los hombres hacemos de la realidad que nos rodea. Santos y santas hacen visible y cercana la santidad invisible y trascendente de la Iglesia. Dan un rostro a la santidad y le ponen nombres y apellidos. Materializan y hacen personal una dimensión que pertenece sobre todo al orden espiritual. La santidad adorna las tres partes que forman la Iglesia en el cielo, en estado de purificación, y en la tierra, que son denominadas tradicionalmente Iglesia triunfante o in patria, Iglesia purgante, e Iglesia militante o peregrina. En todas ellas se encuentran los santos y santas de Dios. «Hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor 15, 26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; 2

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4

Salmo 145, 10-11. Cfr. Misal Romano, Prefacio 11 de Apóstoles. Plegaria Eucarística 11.

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otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando 'claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es'; mas todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (cf. Eph 4, 16) 5• La Iglesia celebra el uno de noviembre la Fiesta de Todos los Santos, que está concebida como una celebración de la santidad. Los santos del cielo nos recuerdan nuestra vocación, y nos llaman a alcanzar las alturas de la vida espiritual. La fiesta nos invita asimismo a considerar el carácter asequible y, por así decirlo, democrático de la santidad cristiana, como don que Dios derrama generosa y misericordiosamente sobre sus hijos, sin hacer acepción de personas, razas, clases sociales, tiempos o lugares. La santidad aparece como un bien común al que todos pueden y deben aspirar. «En la vida de aquellos que, siendo como nosotros, se han transformado con mayor perfección en imagen de Cristo, Dios nos manifiesta al vivo su presencia y su rostro. En ellos, Él mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino» 6 • La solemnidad de Todos los Santos es como una gran celebración de la familia cristiana. Poderosos vínculos afectivos y de real solidez unen a los hombres y mujeres viadores con la Iglesia celestial, que es su destino último. 5 Concilio Vaticano 11, Constitución dogmática Lumen Gentium, n. 49. 6 Id, n. 50.

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La idea de honrar a Todos los Santos con una fiesta común, se remonta en Oriente al siglo IV. Entonces sólo eran venerados los mártires. La fiesta se celebraba en el primer domingo después de Pentecostés, como continúa observándose entre los griegos. En Roma, el Papa Bonifacio IV (608-615) convirtió en Iglesia el Panteón que Agripa, el año 27 antes de Jesucristo, había edificado a todos los dioses, en honor de Augusto. El Papa mandó trasladar allí gran cantidad de reliquias y el 13 de mayo de 61 O consagró aquel edificio en honor de la Madre de Dios y de todos los Santos Mártires. Gregario IV (827-844) trasladó la fiesta al1 de noviembre, que se hizo extensiva a todos los santos, y encontró al final del año litúrgico un lugar apropiado, porque daba a entender la consumación del reino de Cristo y la última venida del Señor. En estos fieles por excelencia que son ya habitantes del cielo, la perfecta santidad escatológica que será la de toda la Iglesia al acabar su existencia en este mundo, se halla como anticipada 7• Los hombres y mujeres que han pasado a la otra vida, y que se purifican en su camino hacia el cielo, son considerados por la Iglesia como dotados de una santidad virtual, que les hace acreedores a la devoción de los cristianos que siguen en la tierra. Agrupados bajo el título colectivo de «ánimas benditas del purgatorio», los difuntos de la Iglesia purgante son como santos y amigos de Dios que se preparan para ver al Santo y ser felices con Él para siempre. 7

Cfr. L. BoUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973, 657.

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San Francisco de Sales (1567-1622) ha propuesto una idea del estado de purificación, que se encuentra dominada por una visión consoladora de humanidad y de luz divina. El oratoriano F. William Faber (1814-1863) la describe del modo siguiente: «Desde el momento en que el alma es juzgada, ama a Dios muy tiernamente, y en retorno es por Él también amada con enorme ternura. En esta concepción aparece el alma llena toda de hermosura; porque, ciertamente, no puede menos de ser hermosa y agraciada, quien es esposa querida de Dios; y si bien es verdad que se encuentra sufriendo, está unida a Dios con lazos indisolubles ... No puede cometer la más ligera imperfección; no puede tener el más liviano movimiento de impaciencia; no puede, aunque quiera, desagradar a Dios en lo más mínimo; ama a Dios sobre todas las cosas, y le ama con un amor puro y desinteresado: constantemente la están consolando los ángeles, y tiene que regocijarse en la seguridad irrevocable de su propia salvación» 8• El Papa Benedicto XVI ha ofrecido recientemente una sugestiva y consoladora interpretación de la situación espiritual de quienes deben purificarse, antes de ver a Dios cara a cara, de los compromisos que durante su vida en el mundo hayan podido contraer con el mal. Siguiendo a teólogos recientes, el Papa acepta la opinión de que el fuego purificador que arde y que a la vez salva es Cristo mismo, el Juez y Salvador. Los golpes de Dios hieren y curan las heridas. «El encuentro con Él-leemos en la Encíclica Spe Salvi8

70

Todo por Jesús, Madrid 1876,254-255.

es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos( ... ). Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, 'como a través del fuego'. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios» 9• También los cristianos que forman la Iglesia en camino son llamados santos, por la gracia bautismal que los refuerza y hace de ellos una nueva criatura. «Todos nosotros somos la comunidad de los santos: nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» 10• Por el título de santos se puede comparar a los cristianos con la comunidad celestial de los ángeles y bienaventurados 11 • Se trata de una designación del cristiano que está orientada hacia el futuro, pero encierra también un sentido de presente, aplicable a quien ha recibido la gracia santificadora y trata de desarrollarla en su vida. Los hombres y mujeres denominados santos en las epístolas paulinas son santos imperfectos por su condición peregrinante, pero la santidad de Dios habita virtual y propiamente en ellos. Es un hecho es9

N.47.

10

BENEDicro

11

Cfr.

L.

XVI, HomiUa de la Misa de Inicio del Pontificado. La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1963, 121.

CERFAUX,

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piritual y una realidad innegable a los ojos de la fe. «El santuario de Dios es santo, vosotros sois ese santuario»12. «Sois santos por vocación» 13 • «¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si vosotros vais a juzgar al mundo, ¿no sois acaso dignos de juzgar esas naderías» 14. «Saludad a todos los santos» 15. La santidad del hombre y de la mujer es personal y se construye a lo largo de la existencia terrena, pero posee sobre todo un carácter eclesial y escatológico. El cristiano se hace santo en el seno de una comunidad, en unión con sus hermanos en la fe, y su santidad solamente se consuma y plenifica en el más allá de Dios. Cuando hablamos de santos en el mundo hacemos al lenguaje una cierta violencia, que no es, sin embargo, ilícita ni indebida. El santo recibe de Dios su santidad como miembro del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. La santidad personalizada en hombres y mujeres libres, presenta entonces necesariamente un sentido social, porque tiene que ver directamente con el destino común que Dios ha previsto para la humanidad. Es el Cristo total el que se hace santo y se salva con su cabeza. Aquí radica la profunda relación que existe entre los miembros de la Iglesia celeste, militante y purgante. «La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera 1 Cor3, 17. Rom 1, 7. 14 2 Cor6, 2. 15 Fil 4, 21; Rom 16, 15. Cfr. Rom 12, 13; 15, 25; 1 Cor 7, 14; Ef 3, 18; 5, 3; 1 Tm 5, 10. 12 13

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se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Cor 12, 12-27)» 16 • La santidad personal e intransferible de los santos es un misterio cristiano que vive dentro de otro gran misterio eclesial que apenas podemos escrutar.

2.

LOS SANTOS, RENOVADORES DE LA IGLESIA

La Iglesia se ha hecho siempre y se hace objeto a sí misma de una continua renovación, que nunca cesa a lo largo de los siglos. Reformata, semper reformanda. Purificada de los defectos de quienes la componen en un momento histórico determinado, la Iglesia se dispone de inmediato a dar un nuevo paso en el camino de una renovación que nunca termina y que nunca terminará mientras viva en la tierra. Puede decirse que en su impulso permanente de reforma, la Iglesia es incorregible. No vive sino reformándose continuamente, y la intensidad de su esfuerzo por reformarse señala la eficacia de su tono vital. «Este fenómeno ha sorprendido a todos los historiadores del Papado y de la Iglesia, tanto católicos como protestantes» 17• 16

17

Constitución Lumen Gentium, n. 49. Y. CoNGAR, Verdaderas y Falsas Reformas en la Iglesia, Ma-

drid, 2.• ed. 1973, 23.

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Ninguna otra institución conocida avanza en el tiempo con la seguridad y capacidad de autorreforma como lo hace la Iglesia. Es de hecho la comunidad más crítica y disconforme consigo misma. La autocrítica constante que manifiesta indica la preocupación de ser fiel a sí misma tal como Dios la quiere y la contempla siempre joven, sin mancha ni arruga 18 • La Iglesia no ha conocido un punto zenit de apogeo, que termina para dar lugar a una decadencia irremediable y definitiva, como les ocurre a todas las empresas creadas por los hombres. Instituciones temporales de carácter político, cultural, comercial, o militar han nacido, se han desarrollado en la sociedad, y han sufrido todas ellas un proceso de declive, previo a su desaparición. No le ocurre así a la Iglesia, que después de períodos de crisis más o menos profundas, recobra siempre su juventud y su vigor, gracias a las reformas que emprende sobre sí misma por la fuerza creativa del Espíritu Santo. La Iglesia experimenta también en el mundo un éxodo histórico y espiritual, siempre a la búsqueda de autenticidad evangélica. Máximamente sensible a las críticas justificadas de fuera y de dentro, no teme enfrentarse con su propia historia y rectificar y enderezar la conducta equivocada de sus hijos, siempre que resulta necesario. La historia nos habla de múltiples manifestaciones de este espíritu autoreformador. Son reformas de la Iglesia en la cabeza y en los miembros, emprendí18

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Cfr. Ef. 5, 27.

das por concilios desde tiempos muy tempranos, y especialmente desde el siglo xm; reformas del mismo Papado, o hechas por los Papas sobre el conjunto de la Iglesia; reformas de órdenes religiosas y del clero secular. A esto se suman los fermentos evangélicos de vario origen, que originan nuevas familias espirituales. Son interminables las actividades e iniciativas en el seno de la Iglesia que, sin considerarse o llamarse reformistas, han llevado a cabo verdaderas reformas eclesiales. Han surgido oportunamente movimientos de naturaleza pastoral, teológica, litúrgica, catequética, que llevan dentro una intención renovadora. Puede decirse que el Concilio de Trento (15451563), cuyos decretos han dominado la vida eclesial hasta el Concilio Vaticano 11 (1962-1965), fue un gran Concilio reformador, y lo mismo cabe afirmar de este último. El Concilio Vaticano 11 se convocó y realizó, en efecto, con un propósito cierto de reforma, no sólo en el ámbito litúrgico. Las reformas de la Iglesia no obedecen a un capricho ni a un simple deseo de cambiar las cosas. Responden a crisis reales que exigen remedios oportunos de mayor o menor alcance. Son crisis causadas por los pecados y debilidades de los cristianos, o por faltas y errores históricos de serias consecuencias. Los hombres de Iglesia reconocen su responsabilidad y su culpa. Así ocurre en la trágica escisión provocada por la revolución religiosa del siglo XVI. En este marco histórico, el Papa Adriano VI (1522-23) escribe a un legado Papal lo siguiente: «Debes decir que reconoces sin reparo alguno que Dios ha permitido esta crisis de la Iglesia por los pecados de los

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hombres, y de modo especial, de los sacerdotes y de los prelados» 19 • En esta misma línea el cardenal de N oailles respondía a Zinzendorf, en 1721: «Atribuís a esta Iglesia, que es esposa de Jesucristo, siempre pura, siempre santa por sí misma, las faltas de sus ministros: llora por ellas, las castiga, pero no es responsable de ellas. Condenad cuanto os plazca la mala conducta de los obispos, de los cardenales, de los papas, aun cuando sus actos no respondan a la santidad de su condición, mas respetad a la Iglesia que les ha dado unas reglas santas y a la que guía el Espíritu de santidad y de verdad ... » 20 • Han sido en efecto los pecados y omisiones de los hombres los que manchan a la Iglesia y hacen necesarias las reformas. Clérigos y laicos de todos los tiempos han sucumbido a los peligros del fariseísmo, y de la rutina, y abierto la puerta a la simonía, el nepotismo, los abusos de poder, procedimientos coercitivos, uso de armas espirituales para fines temporales ... Protestas, a veces vehementes, de fidelidad a la Iglesia y al Evangelio, han encubierto de hecho grandes infidelidades y traiciones. Las tragedias del cisma oriental en el siglo IX y la división de la Iglesia en el siglo XVI, por citar dos eventos de singular importancia histórica, derivan en gran medida de la soberbia y el empecinamiento de hombres cuyo 19 Instrucciones al Nuncio Chieregati, cit L. von Pastor, Storia dei Papi, vol4., Roma 1912, 87. 2° Cit. A. SALOMÓN. La catholicité du monde chrétien d'apres la correspondance du comte L. de Zinzendorf avec le cardinal de Noailles, Paris 1940, 21.

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ministerio eclesial les exigía un comportamiento de prudencia, paciencia y humildad. Los cristianos de todos los tiempos han sido y son muy conscientes de que, a pesar de todo, el mensaje evangélico nunca se encontrará por nadie fuera de la comunión de la Iglesia. La renovación oportuna es, por tanto, necesaria para que el rostro y la actuación de la Esposa de Jesucristo se hagan lo más transparentes posible al Evangelio de Jesús de Nazaret. Clérigos y laicos se ven urgidos a la reforma por los hombres del mundo, que se convierten con frecuencia en implacables denunciadores de faltas reales o presuntas, que mueven siempre, sin embargo, a un examen de conciencia. Pero es Dios quien parece urgir desde dentro, junto a los gemidos y lágrimas de la Iglesia misma, cambios a mejor. La gran dificultad estriba en que un dinamismo de reforma lleva consigo muchas veces el germen de una desviación o de un cisma, unido a la posibilidad de una renovación auténtica, profunda y necesaria. La historia de la Iglesia ofrece muchos ejemplos. El impulso ascético renovador de Tertuliano (t220) hace de éste un hereje rigorista. El deseo de redescubrir y vivir la pobreza evangélica se realiza admirablemente en Francisco de Asís, y se pervierte en grupos de frailes pauperistas que hacen frente al Papado. El afán sincero y seguramente bien intencionado de reformar la Iglesia origina, entre otros, las doctrinas y movimientos secesionistas del inglés Juan de Wyclef (1329-1384), Martín Lutero (1483-1546), Felicité de Lamennais (1782-1854 ), Marcel Lefebvre (1905-1991), etc. En todos estos casos, un atrevido espíritu reformista ha llevado a la ruptura

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de la comunión con el Sucesor de Pedro, y hecho estériles las energías espirituales que la experiencia de los iniciadores pudiera contener. Porque en toda iniciativa de verdadera reforma deben brillar la primacía de la caridad, el deseo creciente de permanecer en la comunión del todo, una paciencia probada que lleve a comprender defectos, retrasos y dilaciones, una honda sintonía con los principios católicos fundamentales, y una percepción viva de lo que la tradición significa en la Iglesia. Hombres y mujeres santos, aunque muchos de ellos y ellas no estén en los altares, han obrado de este modo y han sido los protagonistas, sin deseo de protagonismo, de múltiples iniciativas renovadoras. Excelentes realizadores, han demostrado ser genuinos restauradores del edificio eclesial, tanto en su arquitectura y organización, como en su trabazón interna. Lo mismo que le ocurrió a Francisco de Asís retrata la actividad de los santos. «La primera obra que emprendió el bienaventurado Francisco al sentirse libre de la mano de su padre camal fue la construcción de una casa al Señor; pero no pretende edificar una nueva; repara la antigua, remoza la vieja. No arranca el cimiento sino que edifica sobre él, dejando siempre, sin advertirlo, tal prerrogativa para Cristo: Nadie puede poner otro fundamento sino el que está puesto, que es Jesucristo. Como hubiese retomado al lugar donde, según se ha dicho, fue construida antiguamente la iglesia de San Damián, la restauró con sumo interés en poco tiempo, ayudado de la gracia del Altísimo» 21 • 21

78

Vida escrita por Tomás de Celano, capítulo 8°.

Este episodio real contiene mucho de simbólico. Francisco piensa que la voz interior que escucha le invita a reconstruir materialmente un templo abandonado y derruido. Pero Dios le está pidiendo la obra espiritual de apuntalar la santa Iglesia en su conjunto, inyectando en ella la savia nueva de su carisma evangélico, y enseguida lo comprende y se pone manos a la obra. Actúa en él un imperativo humilde pero insoslayable de reformador. Siendo testigos insobornables de la trascendencia, santos y santas han seguido no sólo los ritmos de la Iglesia, sino también los movimientos del mundo. Se han comportado como puente visible entre el cielo y la tierra, y todas sus acciones, incluidas las más extraordinarias, han sido percibidas por sus contemporáneos como razonables, verosímiles y nunca fantásticas o extravagantes. Todo lo han hecho por Dios y por los hombres, sus hermanos, de modo que han sido los seres más solidarios con la suerte terrena y el destino eterno de los hijos de Adán. Los santos son los mejores intérpretes de la Escritura; son el evangelio viviente, y los profetas del «tiempo de la Iglesia». Hacen una crítica que no es reivindicativa, ni se formula desde el resentimiento o la frustración personal. No buscan herir ni apagar sino edificar y construir. Hacen lo mismo que Jesús, al que se aplican en sentido propio las palabras del profeta Isaías: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto sobre él mi espíritu: dictará ley a las naciones. No gritará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. La

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caña quebrada no la partirá, y la mecha débil no la apagará» 22 • Santos y santas medían sus palabras, pero hablaban sin ambages cuando el bien de la Iglesia y de los cristianos lo requería. Se dirigían con la libertad y la soltura, no exentas de respeto, que han caracterizado, por ejemplo, a San Bernardo, Santa Catalina o Santa Brígida en sus conversaciones con Papas y altos personajes de la jerarquía eclesiástica. Los santos son los carismáticos por excelencia. Obra en ellos y a través de ellos una energía renovadora que rejuvenece continuamente a la Iglesia en las circunstancias históricas más variadas. «Mediante el testimonio admirable de tus santos -leemos en uno de los prefacios dedicados a ellos- fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva». La Iglesia expresa en gran medida su naturaleza carismática mediante la actividad de los santos, que como buenos hijos tratan de devolver a la madre la lozanía y el brillo espirituales que ellos mismos reciben de ella. Así obran los carismas, gracias a los cuales la Iglesia se mantiene siempre joven, sin correr la suerte de otros grupos cristianos que no gozan de la plenitud del Espíritu Santo, y a quienes amenazan declives fatales e irreversibles. Los carismas nacen, viven y se desarrollan en los hijos de la Iglesia, que les hace participar de su propio carácter carismático. Son dones del Espíritu Santo que se derraman de diverso modo y con diferente intensidad en todos los cristianos. Expresan la vitalidad perenne de la Igle22

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42, 1-3.

sia, y permiten a ésta estar siempre a la altura de las circunstancias a la hora de desempeñar su misión. El término carisma ha sido usado por la sociología moderna para referirse a cualidades que permiten a determinados individuos rectores de la sociedad un cierto liderato. Pero su sentido propio pertenece a la esfera religiosa y espiritual. El don carismático viene de arriba, y asume sin negarlas las cualidades naturales de excelencia que puede tener un cristiano. Pero el carisma evangélico eleva y perfecciona esos talentos humanos y los pone al servicio de un fin trascendente de servicio y de amor. Los carismas pueden ser investigados y valorados sub specie temporis, pero su sentido y alcance sólo pueden entenderse cuando se los contempla sub specie aeternitatis. El carisma es siempre un don del cielo. Origina en el hombre y en la mujer cristianos una cualidad personal que es reconocida por los demás y les confiere autoridad moral y espiritual. El hombre santo segrega una autoridad que no deriva directamente del ministerio y oficio que pudiera desempeñar en la Iglesia. Es ejercida a título personal, aunque siempre en comunión con la Iglesia y con quienes la representan ante el mundo. Muchos santos cristianos han ocupado lugares de alta responsabilidad en el gobierno de la Iglesia, mientras que otros, como San Benito y San Francisco de Asís, no han pasado de diáconos en el sacramento del orden. Y son, desde luego, numerosos los santos que no pertenecen al estado clerical. Los santos y santas son, en gran medida, la Iglesia que se reforma a sí misma. Demuestran con su modo

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de actuar que las auténticas renovaciones eclesiales no se hacen nunca contra la Iglesia sino desde la Iglesia. El reformador no coloca su experiencia en oposición a otras dimensiones institucionales del orden cristiano. No pone en entredicho la autoridad jerárquica, la doctrina, la disciplina, la norma o la moralidad. Reforma desde dentro, y ayuda a inyectar sabia nueva en organismos envejecidos. Todos los santos, también los menos conocidos y de ámbito más local, dejan una impronta y un sello perenne en la Iglesia y en la sociedad más o menos cristiana. La Iglesia que conocemos no sería la misma sin la actividad de San Benito, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, o Santa Teresa de Jesús. Unos nombres traen a otros, pero cada uno de ellos representa a muchos más que podrían mencionarse. Los santos han sido y son renovadores en la doctrina. Este es un hecho eclesial de gran alcance, que la Iglesia ha reconocido y solemnizado en la proclamación de los 33 doctores y doctoras, desde Ambrosio de Milán, Jerónimo, Agustín de Hipona y Gregario Magno en 1295 hasta Teresa del Niño Jesús en 1997. Muchos han sobresalido por sus iniciativas en la reforma del clero y del mismo orden episcopal. Todos se han distinguido por el culto a Dios «en espíritu y en verdad» 23 , a la vez que han sido maestros y maestras de oración. La santidad es también en la Iglesia un fenómeno democrático y popular, no siempre percibido por el mundo, que se encarna en cristianos de toda edad y condición. Los últimos pa23

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Jn 4, 24.

pas, especialmente Juan Pablo 11, han querido destacarlo. Las beatificaciones y canonizaciones que han tenido lugar en la segunda parte del siglo xx y comienzos del siglo presente, subrayan el carácter no elitista de la santidad cristiana. Vemos hoy en los altares a hombres y mujeres jóvenes que han dado sus vidas por el Evangelio, a madres de familia que se han santificado en el hogar, a misioneros y misioneras que han hecho misión de su trabajo y lugar en la sociedad, a servidores verdaderos de los pobres y marginados de este mundo, en los que nadie piensa. Estas figuras individuales no son casos aislados. Son parte de un ejército de confesores, a veces silenciosos, de la fe cristiana, y obligan a pensar en otros muchos como ellos y ellas que no llegaron a los altares, pero que son luz del mundo desde la Iglesia.

3.

LA DECLARACIÓN DE SANTIDAD POR LA IGLESIA

Los santos importan al pueblo cristiano, y la historia real de la Iglesia es en gran medida la historia de sus santos y santas. Estos hombres y mujeres, a la vez normales y extraordinarios, han hecho y hacen volver a sus raíces a una humanidad desorientada, que, sin embargo, se cree autosuficiente. Importa, por lo tanto, conocer algo de cómo los reconoce y declara la Iglesia, en alabanza a Dios y en servicio del pueblo cristiano y del mundo entero. Solamente la Iglesia católica posee un mecanismo formal y racionalizado para declarar santos, y sólo ella dispone de un grupo de profesionales dedicados

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a estudiar e investigar las vidas de los candidatos a la declaración de santidad. Son expertos que, sin ser santos ellos mismos, son considerados capaces de percibir y reconocer el hecho de la santidad en la vida de un cristiano que ya no se encuentra en este mundo. Pero la Iglesia no hace ni fabrica santos. Los santos son por entero y sin excepciones una obra de Dios y de su propia libertad humana bajo la operación de la gracia. La Iglesia trata únicamente de discernir si un hombre o una mujer cristianos pueden ser considerados santos, es decir, si han seguido particularmente de cerca el ejemplo de Cristo. Porque la santidad cristiana es siempre personalizada, y cada santo vive su propio tiempo, ocupa su propio lugar en el mundo, y desarrolla su biografía en unas circunstancias históricas determinadas y a veces irrepetibles. La fama de santidad precede necesariamente a la declaración de un cristiano como santo. «Según las leyes y la tradición de la Iglesia, toda causa ha de originarse entre el pueblo cristiano. En este sentido, la canonización puede ser considerada el proceso más democrático que existe dentro de la Iglesia: proceso por el que Dios mismo da a conocer a través de otros la identidad de los santos auténticos» 24 • La declaración pública y formal de la santidad nunca puede ser para la Iglesia un asunto urgente. Ninguno de los responsables de llevar adelante una causa de canonización ha de mostrar una prisa exce24 K. L. WooowARD, La fabricación de los santos, Barcelona 1991, 17.

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siva, que pueda disminuir el rigor y el orden de los pasos previstos por la Iglesia en orden a la declaración final de santidad. No conviene dejarse vencer por entusiasmos fáciles, por impulsos de afecto, o por presiones de la opinión pública. La aureola de santo creada en ocasiones por los medios de comunicación en torno a un cristiano cuyas actividades han devenido noticia, no siempre equivale a una verdadera reputación de santidad a los ojos escrutadores y respetuosos de la Iglesia. La experiencia ha enseñado a saber esperar y caminar con paso más bien lento en una cuestión tan importante para los cristianos y para el mundo, en la que deben resistirse presiones indebidas. Ciertamente la Iglesia no beatifica o canoniza a todos los que lo merecen y pueden ser un ejemplo a seguir por el pueblo cristiano. Pero no podría demostrarse que la mayoría de los cristianos más perfectos de cada época y lugar no hayan sido declarados santos. Es también verdad que el ideal de santidad y el tipo de santos más tenido en cuenta por la Iglesia se han visto sometidos a cambios significativos a lo largo de la historia. Pero lo cierto es que la Iglesia no ha canonizado a ningún cristiano y a ninguna cristiana que no hayan amado y servido a Dios sobre todas las cosas, y no se hayan gastado en la entrega por los demás. La santidad presenta variaciones temporales, pero mantiene unas constantes que permiten reconocerla, sin dudas razonables, en los cristianos que la viven y encarnan. En cualquier caso, la Iglesia asume en cada canonización una gran responsabilidad frente a sí misma y frente al mundo.

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La vida de la Iglesia es rica y compleja, y la historia de la santidad hace emerger figuras que parecen distantes unas de otras, y diferentes en el modo de entender el Cristianismo. Todo esto refleja la diversidad de situaciones, tiempos y lugares, la libertad cristiana, las opciones plurales en el marco único del Evangelio, la acción creativa del Espíritu Santo sobre mentes y corazones. Los santos no son necesariamente genios. Son hombres y mujeres normales a cuyas vidas ha dado una nota de heroicidad la imitación de Jesucristo sin condiciones y con un máximo de libertad. Cada persona santa es como una buena fotografía del rostro de Jesús. El interés por la santidad y los santos ha crecido en nuestros días, en llamativo contraste con el ambiente secularizado del mundo entorno. Pero ha existido siempre desde los inicios de la Iglesia. Las lágrimas y el estupor que provocaban en los cristianos la muerte de los mártires dieron paso enseguida a un contacto vivo con lo eterno y a una mayor comprensión del mensaje evangélico. Lo cual tenía expresión directa en las oraciones de los fieles y en la liturgia de la Iglesia. La declaración formal de santidad de un cristiano por la Iglesia es tardía. Predomina inicialmente la devoción espontánea del pueblo creyente, que celebraba la memoria de los mártires sin juicio previo expreso de las autoridades eclesiásticas. El culto y la veneración del cristiano mártir equivalía a una canonización, es decir, a declarar la convicción de que ese hombre o esa mujer gozaba de la presencia de Dios y podía interceder ante Él por los hermanos que vivían en el mundo.

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En los comienzos de la Iglesia solamente eran venerados los mártires cuyas sepulturas se marcaban e individuaban de entre las tumbas de los demás cristianos enterrados en las catacumbas. El martirio no se aislaba, sin embargo, del resto de la vida del mártir. «Policarpo -leemos- estaba ya antes del martirio adornado de todo bien, a causa de la vida excelente que llevaba» 25 • Sigue más tarde, en el siglo IV, la veneración de los confesores heroicos de la fe. Se piensa que han sufrido un martirio sin sangre, y sus cuerpos son asemejados a los cuerpos de los mártires. Así ocurre, por ejemplo, en las vidas de San Antonio de Egipto y de San Martín de Tours, escritas respectivamente por Atanasia de Alejandría y Sulpicio Severo. Clemente Alejandrino (t220) es el escritor cristiano que ha situado por vez primera el ideal ascético a un nivel semejante al ideal del martirio 26 • Muy pronto comienza la redacción de vidas de confesores, que son individuados de entre los obispos. Junto a las listas que recogen los días de inhumación de los restos de los mártires, aparecen también otras que enumeran las fechas de sepultura de obispos con fama de santidad (depositio martyrum, depositio episcoporum). Asistimos de este modo a los primeros pasos de confección por la Iglesia del calendario litúrgico. Las cualidades que se requerían para el culto, e implícita canonización, de un obispo como confesor de la fe eran una acendrada personalidad Martirio de Policarpo, 14, 2. Cfr. W. H. C. FREND, Martyrdom and Persecution in the Early Church, 1965, 355. 25 26

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espiritual, un demostrado celo en favor de su Iglesia, haber sufrido persecución a causa de la fe, doctrina ortodoxa, y resistencia, en su caso, a los abusos de la autoridad civil. Surge también en fecha temprana entre los cristianos el entusiasmo por los ascetas, unido al deseo de entrar en contacto con ellos, tanto durante su vida como después de morir. Se rinden honores semejantes a mártires y confesores: celebración del dies natalis (día de la muerte), veneración de sus reliquias, edificación de templos sobre sus tumbas, peregrinaciones a los lugares vinculados con su vida o su muerte. Biografías de confesores se unen, como género literario específico, a las pasiones de los mártires. La canonización de un confesor era, como es lógico, más complicada que la de un mártir. En el caso de los mártires bastaba con determinar y juzgar el solo hecho de la muerte a causa de la fe cristiana. Para los confesores era necesario determinar el modo en que habían vivido, y si eran realmente dignos de ser propuestos a la admiración y ejemplo de los cristianos con la veneración pública y la celebración litúrgica. Era entonces el pueblo cristiano el primero que daba testimonio de la vida santa del confesor, lo cual era refrendado por el clero, que se sumaba al testimonio popular. La veneración que un confesor de la fe había recibido en vida continuaba después de la muerte, y este hecho constituía la canonización, en la que participaba el obispo, junto con el clero y el pueblo. Así fue hasta el siglo VI. Desde entonces se instaura y generaliza la canonización episcopal. Los

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obispos toman la iniciativa de promover el culto de los cristianos fallecidos que eran particularmente venerados por el pueblo creyente. Les mueve principalmente el deseo de evitar abusos, exageraciones y desviaciones populares, que podían encerrar más de superstición que de culto. El alcance social de estos hechos provoca el interés y la intervención de la autoridad civil, y en el año 742 se promulga una capitular de Carlomagno que desea velar por el culto y protegerlo de excesos. El sínodo de Francfort legisla una normativa eclesiástica para que se venere sólo a los santos que realmente han existido y cuyas biografías puedan considerarse fidedignas. Un Concilio de Maguncia (Mainz), celebrado en el año 813, aborda el tráfico de reliquias, que llegaba a ser en ocasiones motivo de escándalos y fuente de superstición. Se aprecia en cualquier caso que la veneración de los santos y santas cristianos ha devenido crucial en la piedad cristiana de la alta Edad Media, y continuará siéndolo en siglos posteriores. La canonización es considerada un asunto mayor (res maior), y comprende un itinerario cada vez más definido de fases. Cuenta primero de todo la vox populi, que mueve a la composición oficial de una biografía. Siguen luego los testimonios de milagros, que prueban empíricamente la santidad y el poder intercesorio de la persona santa. El procedimiento, que obedece a la praxis desarrollada desde tiempos anteriores, termina con la elevación o traslación del cuerpo. En este acto, el obispo traslada las reliquias del santo desde su tumba a la Iglesia, las coloca junto al altar y celebra la misa en honor del nuevo santo,

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cuya fiesta litúrgica se instituye por este traslado. Esta traslación episcopal es durante siglos la forma ordinaria de establecer el culto de un santo, es decir, la forma de canonizado. Traslación y canonización se usan entonces como términos sinónimos, y las fuentes hablan de cuerpo canonizado. Las biografías que se componen durante la Edad Media en orden a la proclamación de la santidad de un cristiano hacen hincapié en un conjunto de virtudes que habrían adornado la vida del hombre o la mujer santos. Los relatos biográficos se estructuran por lo general en torno a un catálogo de hábitos virtuosos, entre los que figuran la perfecta humildad, la pronta misericordia, la simplicidad santa, la fortaleza en los ayunos ... La enumeración de virtudes se formula casi siempre de modo estereotipado y acusa fuertemente la dependencia, prácticamente mecánica, de textos anteriores cuyo estilo se ha hecho obligado. Se aprecia en esto la influencia de la Regla de San Benito. «Dado que la mayoría de los santos de comienzos de la Edad Media, así como sus biógrafos, eran benedictinos, podía decirse que el tipo de santo de este tiempo ha sido formulado según la Regla benedictina» 27 • El principal contingente de santos ha sido suministrado en estos siglos por las órdenes religiosas y por el clero, mientras que disminuye gradualmente el número de obispos canonizados. Existía también cierta preferencia por reyes, príncipes y abades. Las biografías antiguas manifiestan una gran inclinación 27 L. HERTLING, Canonisatión: Proces, Dictionnaire de Spiritualité, Paris, tomo 11, 1963, 82.

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a detenerse en lo sensacional y lo llamativo, hasta el punto de que hombres y mujeres que habían conducido una vida casi del todo escondida aparecen como sujetos de resonantes acciones, declaraciones extraordinarias, y carismas impresionantes. Por un largo tiempo coexisten las canonizaciones episcopales y las populares toleradas por las autoridades eclesiásticas. Pero unas y otras eran particulares a efectos del territorio. Sólo las del Papa eran consideradas con efectos universales. Las intervenciones papales en causas de canonización se hallan envueltas en la sombra. Parece que la primera canonización papal de que se tiene constancia fue la de San Ulrico de Ausburgo, realizada por Juan XV en el año 993. Supuso una innovación canónica, pero no fue entonces considerada como tal, y se apreció únicamente como una canonización más solemne que las demás. Crece, sin embargo, el deseo de superar los límites diocesanos o locales en la glorificación de un santo, y de hacer entrar a la Iglesia universal en el acto con la persona del Papa. Aumentan así las canonizaciones papales, realizadas mediante una sentencia solemne, que tiene con frecuencia un sínodo como marco eclesial. Dado que se mantienen las traslaciones o canonizaciones episcopales, ocurre que a lo largo de los siglos XI y XII existe un dualismo de procedimientos legítimos, con canonizaciones universales (papales) y particulares (episcopales). En el siglo XII se multiplican las canonizaciones papales, y se marca una tendencia a atribuir a los Papas una prerrogativa que sólo más tarde reivindica91

rían de modo formal. Se debilita gradualmente el uso de la traslación episcopal, que pierde su carácter decisivo, al dejar de ser considerada sentencia definitiva y equivalente a la canonización. La decretal Audivimus, promulgada por el Papa Alejandro III (tl181), exige la aprobación papal en las causas de canonización, pero la reserva papal sólo se establece de modo intencional y definitivo cuando Gregario IX (1227-1241) incluye esa decretal en la colección oficial de documentos papales, promulgada en el año 1234. «Sin autorización papal no es lícito venerar a nadie como santo» 28 • Creada por Sixto V (1585-1590) en el año 1588, la S. Congregación de Ritos es hecha el organismo competente en las causas de canonización29 • Urbano VIII (t1644), que es el Papa protagonista en el célebre caso Galileo, reitera en 1634la reserva papal en la proclamación de los santos, y establece para estas causas una fase diocesana y una segunda fase en la Congregación de Ritos. La longitud del proceso y la prolongada espera a que obliga a las partes legítimamente interesadas y a la misma Iglesia, se atenúa con la introducción de la beatificación, que es concebida como una canonización incoada, que autoriza para el beato un culto limitado, y puede entenderse como proclamación no definitiva de santidad. Alejandro VII (1655-1667) introdujo una celebración propia para la beatifica28 Cfr. S. KUTINER, La reserve Papale du Droit de Canonisation, Revue historique du Droit Fran~ais et étranger, 17, 1938, 174 s. 29 Cfr. S. PAPA, Le cause di canonizzazione nel Primo Periodo delta congregazione dei Riti ( 1588-1634 ), Roma 200 l.

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ción, que se empleó por vez primera para la proclamación de San Francisco de Sales como beato en el año 1662. Este acto es considerado por algunos como la primera beatificación formal, cuyo rito se ha mantenido sin variaciones hasta octubre de 1968, con la beatificación por Pablo VI de la fundadora italiana Clelia Barbieri (t1870). La fórmula de beatificación pronunciada por el Papa, o en su nombre por un legado pontificio, dice así: «A petición de nuestro hermano obispo ... y de muchos otros hermanos en el Episcopado, así como a petición de numerosos fieles, consultada la Congregación para las Causas de los Santos, autorizamos por nuestra autoridad apostólica que el Venerable Siervo de Dios ... sea llamado con el nombre de beato, y que su fiesta pueda ser celebrada anualmente en los lugares y modos establecidos por el derecho». Con estas palabras se indica que el Papa concede que un siervo de Dios pueda recibir el título de beato, y que sea lícito tributarle un culto público dentro de un ámbito determinado del pueblo de Dios. La beatificación aparece así como un acto de la suprema potestad legislativa de la Iglesia (no de la potestad judicial)30 • La fórmula de canonización dice: «En honor de la Santa e Individua Trinidad, para la exaltación de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, y la autoridad Nuestra, 3° Cfr. J. L. GUTIÉRREZ, La proclamazione delta santitá nella Chiesa, lus Ecclesiae, 12, 2000, 512.

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después de una madura deliberación, e implorada frecuentemente la ayuda divina, y con el consejo de muchos hermanos nuestros, discernimos y definimos santo al beato ... , y lo incluimos en el catálogo de los Santos, y establecemos que deba recibir culto entre los Santos en toda la Iglesia, con piadosa devoción». Este texto presenta de hecho la canonización como un acto papal complejo, porque la declaración de santidad del beato encierra un valor magisterial y dogmático, mientras que el establecimiento del culto público posee carácter legislativo. Que la canonización de un santo constituye un hecho dogmático ha sido recordado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en una Nota Illustrativa, publicada el dos de junio de 1998 31 • Próspero Lambertini, elegido Papa Benedicto XIV en 1740, es autor de una destacada e influyente obra sobre la beatificación y canonización de los Siervos de Dios. Lambertini introduce, junto a la vía ordinaria de beatificación, la beatificación equivalente (aequipollens) que permite elevar por decisión papal el culto local de un cristiano venerable al de santo con culto universal. Este procedimiento fue utilizado por Juan XXIII para la canonización de Gregario Barbarigo (1625-1697) en mayo de 1960. Gregario había sido obispo de Bérgamo, patria de Juan XXIII, y más 31 Cfr. P. V. AIMONE, Die Kanonish -Theologische Qualifikation piipstlicher Selig- uns Heiligsprechungen, Freiburger Z. Für Phil. U. Theol. 50, 2003, 480-511; E. PIACENTINI, L'infallibilitá papale nella canonizzazione dei santi, Monitor Eccl. 117, 1992, 91-132.

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tarde Patriarca de Venecia, antecesor por tanto en la sede veneciana del Papa Roncalli. El Código de Derecho Canónico, promulgado por Benedicto XV en 1917, se ocupa de las causas de santos en los cánones 1999-2194, y las sitúa en el libro IV, dentro por lo tanto de los procesos. Esta clasificación, y todo lo que implica de fondo para la comprensión de las causas, será superada en la reflexión teológica y en las posteriores iniciativas papales de reforma 32 • Pío XI crea en el año 1930 la sección histórica de la S. Congregación de Ritos, con la intención de introducir el método histórico-crítico en el discernimiento eclesial de la santidad. Esta iniciativa implica la superación de la mentalidad jurídica, y subraya la importancia de la documentación rectamente interpretada y valorada, no sólo de los testimonios. Se atribuye así gran importancia al contexto histórico, social, cultural y familiar en el que se había desarrollado la santidad del candidato; y se destacan las circunstancias concretas en las que éste habría vivido las virtudes heroicas. Todo esto suponía, además, ampliar el campo de posibles hombres y mujeres elegibles para la proclamación de santidad. Un paso adelante en la renovación y mejora del procedimiento tiene lugar con Pío XII, que en octubre de 1948 crea la comisión médica, que pasará a llamarse consulta médica, por disposición de Juan XXIII en julio de 1959. Se pretende que el he32 Cfr. E. APECITI, L'evaluazione storica delle procedure ecclesiastiche di canonizzazione, Quaderni di Diritto Ecclesiale 15, 2002, 57-90.

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cho del milagro, que es considerado por la Iglesia como el testimonio divino a favor de la santidad del candidato, pueda ser establecido con el máximo rigor posible, de modo que engendre suficiente certeza moral en el juicio final de la Iglesia. La creación de la consulta médica suponía distinguir el papel de los médicos de la función desempeñada por los teólogos en el estudio de los milagros. Las causas de canonización seguían sometidas, sin embargo, a un complicado proceso, caracterizado entre otras cosas por una notable lentitud. Durante la celebración del Concilio Vaticano 11 (19621965) se alzaron voces de prelados que pedían una reforma para aligerar el procedimiento de declarar santos. Una de las más destacadas fue la del Cardenal Suenens, arzobispo de Malinas (Bélgica). Suenens propuso que el derecho y la autoridad de beatificar fueran restituidos a los obispos locales y a las conferencias episcopales. Aducía el Cardenal que de este modo se evitaría la centralización existente, y sobre todo podría lograrse una selección más diversificada y amplia de hombres y mujeres cristianos mostrados como santos a los creyentes. Las propuestas de Suenens, que también apoyó inútilmente la proclamación de Juan XXIII como beato por el Concilio, no contaron con la adhesión de los padres conciliares ni con la voluntad papal. Pero Pablo VI instituyó una comisión de reforma cuyo resultado fue el motu proprio papal Sanctitas clarior, promulgado el 19 de marzo de 1969. Este documento establecía un único proceso, que era a la vez ordinario (propio del obispo diocesano) y apostólico (propio de la Congregación 96

para las Causas de los Santos, creada en mayo de 1969). En realidad la nueva legislación padecía de una seria incongruencia, porque reconocía al obispo competencia propia ordinaria en las causas, pero a la vez le delegaba competencia pontificia de forma vinculada, lo cual anulaba de hecho el ejercicio episcopal de la competencia ordinaria. Hacía falta por lo tanto una nueva reforma que superase semejante antinomia. La reforma tuvo lugar con la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magíster, del Papa Juan Pablo 11, publicada el 25 de enero de 1983. El objetivo de las nuevas normas era lograr un procedimiento de canonización más sencillo, rápido y coherente. Se conseguiría atribuyendo al obispo local la responsabilidad de reunir las pruebas sobre la santidad del candidato. En lugar de dos procesos canónicos (episcopal y papal) hay solamente uno, dirigido por el obispo diocesano. Se suprimen además los debates entre abogados defensores y el promotor de la fe. El promotor de la fe, llamado antes popularmente abogado del diablo, recibe ahora el nombre de prelado teólogo, y tiene asignada la tarea, que es sobre todo administrativa, de seleccionar los asesores teólogos para la causa y presidir sus reuniones. Un colegio de relatores recibe la responsabilidad de demostrar la santidad del candidato, y supervisa la confección de un informe (positio) sobre su vida, virtudes, y en su caso del martirio. Se cita a testigos, pero la fuente principal de información es de carácter histórico y se materializa en una biografía bien documentada. Solamente

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el relator de la causa es el responsable de comprobar martirios y virtudes heroicas, en un trabajo que los asesores teológicos aprobarán o rechazarán. El significado central de la reforma es que la Iglesia no considera que el aula de un tribunal sea el lugar más apropiado para buscar la verdad sobre la vida de un santo, y acude más bien a la investigación histórica y a una constructiva discusión de tipo académico. Los criterios de la historiografía crítica sustituyen a las argumentaciones más o menos elocuentes de abogados. Puede decirse que a lo largo de las últimas décadas, la Iglesia se ha manifestado particularmente sensible a la santidad de sus hijos, procedentes de todas las latitudes del planeta y representantes de toda raza, cultura, condición humana y clase social. Decía Juan Pablo 11: «la verdadera historia de la humanidad se halla constituida por la historia de la santidad: santos y beatos aparecen todos como 'testimonios', es decir, como personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado firmeza concreta y expresión creíble a una de las notas esenciales de la Iglesia, que es precisamente la santidad. Sin tal continuo testimonio, la doctrina religiosa y moral correría el riesgo de ser confundida con una ideología puramente humana»33. Junto a la canonización de particulares tipos de cristianos, resalta en los últimos años la de mártires, que han sido tan numerosos a lo largo del siglo xx. Basta pensar en los miles de hombres y mujeres que han padecido martirio a causa de su fe en las perse33

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Alocución de 15.2.1992: lnsegnamenti XIV, 1 (1992), 304.

cuciones del Tercer Reich y los países dominados por el comunismo en Rusia y las naciones del este de Europa, en el mundo asiático, África, España durante la guerra civil iniciada en 1936, y en México durante las primeras décadas del siglo xx. Han sido mártires de la caridad, de la justicia, víctimas de regímenes totalitarios o de las mafias y el terrorismo 34 • «Al término del segundo milenio -afirma Juan Pablo 11- la Iglesia ha devenido nuevamente Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes -sacerdotes, religiosos y laicos- han producido una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. Es un testimonio que no debe ser olvidado. Han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, como 'soldados ignorados' de la gran causa de Dios» 35 • El Papa habla asimismo, en la Encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995), del «testimonio valiente de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales que no se hallan en plena comunión con la Iglesia Católica». Este hecho es interpretado por Juan Pablo 11 como un nuevo y poderoso llamamiento a la unidad de los cristianos. «Unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos» 36 • Con el fin de mostrar la importancia que atribuía a estas convicciones, el Papa promovió una solemne conmemoración ecuménica de los testimonios de la 34

35

Cfr. A. RrccARDI, El siglo de los mártires, Barcelona 2001. Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente, 10.XI.1999,

n. 37. 36

N. 1.

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fe ocurridos en el siglo xx. Tuvo lugar el domingo siete de mayo del Año Santo 2000, con la presencia entre otras comunidades eclesiales, del Patriarcado Ecuménico, el Patriarcado de Moscú, el de Rumanía, la Comunión Anglicana, la Federación Mundial Luterana, el Consejo Mundial metodista, y el Consejo Ecuménico de las Iglesias. A lo largo del rito de la celebración se mencionaron nombres y testimonios concretos de cristianos que dieron testimonio de sus creencias bajo regímenes totalitarios, y en diversas partes del mundo. En las palabras papales que explicaban el sentido del acto se leía lo siguiente: «ante Dios y el Cordero inmolado y glorioso, en la gracia del Espíritu Santo, hacemos memoria, delante de la Iglesia y del mundo, de los testimonios de fe del siglo xx ... Acuérdate, Señor, de todos y de todas ... y acoge en tu misericordioso perdón infinito también a todos los perseguidores» 37• La conciencia adquirida por la Iglesia y los cristianos en los últimos tiempos acerca de la santidad laical se refleja lentamente en las causas de beatificación y canonización. En la promoción de las causas se aprecia sin duda el deseo de conceder una cierta prioridad a personajes del tercer mundo, laicos y miembros de grupos hasta ahora escasamente representados. El Cardenal Ratzinger declaraba en mayo de 1989lo siguiente: «Me parece legítimo preguntar si los criterios vigentes hasta ahora no debieran completarse hoy con unas nuevas prioridades, encaminados a colocar ante los ojos de la cristian37

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11 Regno, Documenti 45, 2000, 329 s.

dad a aquellos personajes que, más que nadie, nos hacen visible la Santa Iglesia» 38 • Impulsada por las enseñanzas conciliares acerca de la llamada universal a la santidad, la Iglesia desea hoy santos de lo ordinario. Se trata, por lo tanto, de llevar a los altares a hombres y mujeres corrientes, que han vivido tal vez en nuestro tiempo, y que han experimentado privaciones y sufrimientos comunes. Es por así decirlo el pueblo de Dios que irrumpe en la vida de la Iglesia, y ofrece a los cristianos de hoy santos fácilmente reconocibles y fácilmente imitables. Se percibe así con claridad que la santidad no es asunto de unos pocos elegidos, sino que ha devenido una senda común de quienes aceptan y quieren vivir el Evangelio. El proceso de reconocimiento de la santidad por la Iglesia en cristianos que han vivido y servido a Dios y a los demás en las últimas décadas abarca a estudiantes jóvenes, profesionales de todos los ámbitos del trabajo humano, madres de familia, matrimonios ... La Iglesia ha beatificado en octubre del año 2008 a los padres de Teresa del Niño Jesús, que se convierten en el primer matrimonio llevado simultáneamente a los altares. Hacen falta ciertamente santos y santas que iluminen el momento presente, de un modo que tal vez no pueden hacer ya algunos santos del pasado: santos que hablen a nuestro tiempo. Son hombres y mujeres que deben sorprendernos en algún sentido. Confirman nuestras convicciones morales y religiosas, a la vez que originan en noso38

Revista 30 Days, mayo 1989, 18-19.

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tros una fecunda insatisfacción con el modo en que vivimos. Sus historias nos recuerdan las excelencias de la vida virtuosa, pero sobre todo nos explican lo maravilloso que puede suceder cuando un cristiano se deja transformar por Dios. Son teología primaria encamada. Porque la santidad supone algo más que una vida completa. Los santos son impredecibles y sumamente creativos. Rompen nuestros esquemas convencionales acerca de lo que es real y lo que no lo es. Su atracción reside en su poder de atraemos, más allá de la virtud, a la fuente de la virtud. No sólo les hace interesantes lo que hallamos en ellos digno de imitación, sino también lo que les hace inimitables. Con cada nuevo santo o santa nace una terrible e incomparable belleza.

4.

EL CULTO DE LOS SANTOS

Se dice que el Cristianismo es imposible de pensar sin pecadores e imposible de vivir sin santos. Los amigos de Dios han estado siempre entre los cristianos y les han acompañado en su camino por la tierra hacia la eternidad. Renacidos a la vida con Dios, los santos no olvidaban, según el sentir de los cristianos, a quienes continuaban inmersos en los peligros y oportunidades del mundo. Adonde llegaba el Cristianismo en los primeros siglos de la Iglesia y sobre todo durante la baja Edad Media, llevaba consigo la presencia de los santos y santas de Dios. Tanto en los pueblos nórdicos, como en Roma, el Mediterráneo, las orillas del desierto

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arábigo, o los lugares de Irak, Persia y el Asia central, la Cristiandad de la antigüedad tardía venía asociada de modo inseparable a tumbas y reliquias de hombres y mujeres con fama de santidad. «Fue precisamente el culto a los santos el que transformó los cementerios en santuarios, los santuarios en ciudades, e impulsó aquella forma robusta de cohesión y aventura social que es la peregrinación. El culto de los santos ha sido lo que ensanchó las fronteras de la cristiandad e, incluso después de la Reforma, continuó mediando entre la fe y la moralidad en los países católicos» 39 • Todo comenzó con la veneración de los mártires en los albores del Cristianismo. El culto de los mártires nació con la Iglesia. El ejemplo más antiguo de atenciones reservadas a un mártir lo encontramos en la muerte de San Esteban40 . Las manifestaciones de culto se unen a los usos funerarios comunes. Pero en este caso asoma la conciencia de que el joven diácono no ha muerto de muerte natural sino de muerte violenta. No son, por lo tanto, sus parientes, sino sus hermanos cristianos quienes se ocupan de darle sepultura, porque Esteban pertenece ya a la comunidad41. Los cuerpos de los mártires, que estos habían despreciado por amor a Jesucristo, se habían hecho para los cristianos «más queridos que las piedras precio39 K. WooDWARD. La fabricación de los santos, Barcelona 1991, 19. 40 Hech 7, 2 s. 41 Cfr. A. AMORE, Culto e Canonizzazione dei Santi nell'Antichita cristiana, Antonianum. 52, 1977, 39.

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sas y más finos que el oro». Los hermanos en la fe estaban convencidos de que el espíritu del santo martirizado, que ya se encontraba en el cielo, permanecía presente de algún modo en sus despojos. Allí donde se veneraban los restos de un mártir se cruzaban el cielo y la tierra, y se interpenetraban de un modo que iba a constituir una gran novedad en las nacientes sociedades cristianas del Occidente. Los elementos del culto a los mártires aparecen así muy pronto en las comunidades cristianas. Son básicamente cuatro: el sepulcro como punto de convergencia; la reunión de la comunidad, pensativa pero alegre, en torno al sepulcro; carácter litúrgico de la asamblea, porque ese grupo de cristianos se halla dirigido por el clero; especial celebración del aniversario del día del martirio, que se considera y denomina «dies natalis». El culto cristiano a los mártires parecía desafiar y romper los límites usuales que en el mundo pagano separaban las esferas y los papeles de vivos y muertos. Era un fenómeno socio-religioso del todo nuevo, que impresionaba hondamente a los seguidores de otros cultos y religiones. A mediados del siglo m, el culto a los mártires se hallaba sólidamente establecido en toda la Iglesia con rasgos propios y bien definidos. El edicto de Milán del año 313 introduce la paz religiosa constantiniana y da comienzo a un régimen de tolerancia oficial hacia la religión cristiana. Las nuevas circunstancias históricas originan desarrollos importantes en la veneración de los mártires, y manifestaciones concretas que se extenderán poco después al culto de otros tipos de santos.

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El favor imperial y de las autoridades locales permiten adornar el sepulcro de los mártires con obras artísticas, así como la construcción de edificios más o menos grandiosos (martyria, basílicas). Allí acuden los fieles no solamente en el día de la fiesta del santo sino en cualquier momento del año. Lo hacen movidos por la confianza de obtener gracias y favores que alivien sus necesidades espirituales y materiales. Este comportamiento cultual no obedece a una mera deformación derivada de ignorancia popular, sino que se encuentra aprobado y sancionado oficialmente por la autoridad de la Iglesia, y viene recomendado por los grandes predicadores y escritores de aquel tiempo, como los Padres Capadocios, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín, entre otros. En este marco histórico-cultural nacen nuevos géneros de literatura hagiográfica, desconocidos hasta entonces, que se desarrollan con asombrosa velocidad. Destacan especialmente las passiones y las narraciones de milagros. Estas obras carecen por lo general de valor histórico, pero han influido en la idea de que los santos no pueden ser disociados de lo prodigioso y sobrenatural, que ha de acompañarles desde su nacimiento hasta su muerte. Si bien no aparece hasta el siglo IV, el culto de los confesores se prepara gradualmente durante el periodo anterior a la paz de Constantino. Se fundamenta en la equiparación de la vida cristiana altamente virtuosa a un martirio lento. Los cristianos ávidos de perfección evangélica que no pueden ya ser mártires, optan por un modo de existencia aseé-

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tico, que les convierte en figuras emblemáticas, medio históricas, medio legendarias, de la santidad. Los nuevos santos sujetos de culto son ascetas u obispos. La veneración de los ascetas va unida a su vida heroicamente penitente, transcurrida en la soledad, en medio de ayunos y plegarias. Es una vida que debía suscitar la admiración entusiasta de los contemporáneos, y encender en ellos el deseo ardiente de entrar en algún contacto con el santo, vivo o ya fallecido. Se trataba de participar de sus méritos y gozar de su protección. Así como la veneración de los mártires había provocado la redacción de passiones, el culto a los confesores origina la redacción de biografías o de breves episodios de su vida terrena. El papel atribuido a los héroes de esos relatos en la vida de la Iglesia es considerado siempre por sus autores a la luz de una intervención divina, y suelen descuidarse los factores naturales y ordinarios de los que se sirve la Providencia para actuar en el mundo de los mortales, incluidos los santos. Entre las biografías dedicadas a confesores obispos la que mayor influjo alcanzó en el orden doctrinal, espiritual y literario fue la Vida de San Martín de Tours, compuesta por Sulpicio Severo en vida del santo, aunque fue publicada después de la muerte de Martín. Éste unía en su persona al obispo, el misionero, el asceta y el taumaturgo, en una rica aureola de santidad. Esta biografía creó en la literatura hagiográfica posterior un estilo narrativo que fue seguido por los escritores de este género como si fuera una regla canónica. Sulpicio Severo narra las obras de caridad de su héroe, así como los combates esforzados de su vida

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espiritual, se detiene con detalle en sus virtudes y en sus numerosos milagros. De este colorido relato procede el famoso episodio en el que el joven militar Martín hace, sin saberlo, donación de su túnica a Cristo en la figura de un mendigo. Del siglo VI al x, el culto de los santos se extendió por toda la Cristiandad en una progresión geométrica, paralela a la difusión de la fe cristiana hasta los límites más lejanos del mundo conocido. Los fieles recién convertidos pedían el reconocimiento de sus santos y mártires locales, que eran frecuentemente los misioneros a quienes esos mismos fieles podrían haber dado muerte poco antes. La piedad cristiana de la alta Edad Media se convirtió en una piedad básicamente hagiocéntrica. Ciertamente las comunidades cristianas de la Edad Antigua habían establecido con claridad la distinción entre la adoración debida a Cristo y la veneración de los mártires como discípulos e imitadores del Señor. A partir del siglo v tanto los Padres de la Iglesia como diversos Concilios distinguen netamente entre el culto que la Iglesia tributa a Cristo (latría) y el que puede rendirse lícitamente a los santos (dulía). Pero esta diferenciación, que resultaba nítida en un sentido teológico, no siempre era fácil de mantener en la práctica. De hecho hubo una frecuente tensión ente la actitud y doctrina eclesiales sobre el culto a los santos y las costumbres y mentalidad populares en torno a la veneración de los que eran considerados como protectores celestiales de naciones, ciudades, profesiones, etc. La Iglesia trató en todo momento de eliminar abusos y costumbres que ten-

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dían muchas veces a la superstición y a comportamientos extravagantes. La devoción y la imaginación populares atribuían por lo general a los santos una presencia del todo poderosa en sus sepulcros y reliquias. Relicarios y tumbas de santos y santas, a quienes se consideraba especialmente milagrosos, se convertían fácilmente en lugares de prácticas de culto que en ocasiones no podían contar con la aprobación explícita de la Iglesia. Las reliquias ocupaban en efecto un lugar único en el universo religioso y en la piedad de los cristianos medievales. Las reliquias eran la vía principal a través de la que el poder sobrenatural se hacía aplicable a las necesidades múltiples de la vida cotidiana. Hombres y mujeres corrientes podían verlas, tocarlas y manejarlas, y sin embargo eran conscientes de que eras reliquias, restos sagrados, no pertenecían a este mundo pasajero sino a la eternidad. En el último Día serían, por así decirlo, reclamadas por los santos, y devendrían parte integrante del Reino de los cielos. Entre todos los objetos del mundo visible y caduco, solamente las reliquias de los santos y santas eran a la vez tangibles y se encontraban cargadas de sentido y de efectos benéficos. El poder taumatúrgico de las reliquias era, sin embargo, sólo una pequeña parte de su enorme poder. Mucho más importante para las comunidades que las poseían y veneraban era su capacidad de atraer la acción continua de la providencia y concentrarla a nivel local. Las reliquias aseguraban especial protección para la comunidad, defendían a sus miembros de enemigos espirituales y temporales, y garantizaban la prosperidad de todos.

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U no de los medios más destacados por los que un santo apoyaba esa prosperidad comunitaria eran los frecuentes milagros, que también recordaban a los incrédulos que ese mismo poder milagroso podía ser usado para castigar a quienes causasen daño a la comunidad protegida por el santo. Como restos materiales de los santos, las reliquias eran más fácilmente comprendidas y apreciadas por los hombres del Medievo que los demás elementos más abstractos de las creencias cristianas. Las reliquias eran el santo. Mantenían una conexión con la eternidad de Dios y la corte celeste que era mucho más que mística o espiritual. Eran la realidad que simbolizaban, dado que se referían no más allá de sí mismas, sino por sí mismas al santo que residía entre sus devotos 42 • El llamado renacimiento carolingio, de finales del siglo VIII y comienzos del IX, había consolidado las formas en las que iban a relacionarse las reliquias y la sociedad cristiana. Las reformas eclesiásticas de ese periodo establecieron el modo en que se usarían las reliquias durante los siglos siguientes. La fase primera del interés carolingio por las reliquias se manifiesta en un apoyo activo para su uso tanto en la vida eclesiástica como en la profana. Se invocó de nuevo el canon Item placuit del Concilio V de Cartago, que requería la inclusión de reliquias en todos los altares. La segunda y más duradera contribución del periodo carolingio al culto de las reliquias fue el aumento de su número al norte de los Alpes. A partir 42

Cfr. P. J. GEARY, Furta Sacra, Princeton 1978, 33-34.

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del siglo VIII fueron conseguidos abundantes restos de santos, que eran llevados desde Italia y España como adorno sagrado y protección de la Iglesia de los francos. En el sentir de la Iglesia y del pueblo cristiano, los santos preservaron todo lo que era necesario preservar en la civilización de Occidente en los difíciles siglos medievales, y tuvieron éxito allí donde otros esfuerzos habían fracasado. Las funciones políticas, económicas y sociales de las reliquias en la Europa posterior a Carlomagno sólo eran concebibles en relación con su significado fundamentalmente religioso. Suministraban el punto de contacto entre la existencia mundanal y el ámbito divino. Eran parte de lo sagrado que se encarnaba en el mundo, sin dejar su puesto en el más allá de Dios. Las reliquias de los santos proporcionaban en el sentir de los cristianos el principal recurso, por no decir el único, contra los innumerables males de orden físico y psíquico, padecidos por una población indefensa ante un universo hostil. El poder milagroso del santo era la base en la que descansaban sus otros poderes. Hacia el siglo x comenzaron a producirse nuevos desarrollos. Los santos habían desempeñado muy bien su función de favorecer la integración social, la protección política y la estabilidad económica en una Europa fragmentada y localista, y en muchos lugares no cambió la situación. Pero la necesidad de integración en un mundo más amplio y articulado se hizo sentir en comunidades monásticas, como Cluny y los Cartujos, y a través de ellos en casi todo el mundo cristiano occidental. En los siglos XII y XIII continuaba vigente el papel religioso y milagroso de las reliquias en la sociedad

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cristiana. Se producían, sin embargo, variaciones importantes. La más decisiva fue la difusión del culto a santos universales en toda la Cristiandad. La veneración de la Virgen María, los Apóstoles y algunos santos más destacados y conocidos experimentó una enorme expansión, gracias sobre todo a la actividad de los Cistercienses y luego de los frailes mendicantes. La insistencia papal en la dignidad del sucesor de San Pedro acentuó la reputación religiosa del Apóstol en toda Europa. Pero la importancia de las reliquias se vio principalmente afectada por la creciente difusión y consolidación del culto a Jesucristo. La persona de Jesús había sido y era obviamente el culmen de la devoción cristiana, aunque no siempre con la misma intensidad. Incluso en muchos monasterios, el culto de Jesús había entrado por etapas, y sólo gradualmente ocupó el puesto central en la devoción de los laicos. «El proceso avanzó desde el culto de una reliquia física de Cristo, la hostia consagrada, que era tratada de modo semejante a otras reliquias menores, hasta una fase última de reconocimiento popular en la que la Eucaristía alcanzó una posición única en el culto cristiano»43 • Los avatares del culto a los santos y las exageraciones populares a las que daba lugar no podían sino suscitar las críticas de quienes, por motivos diversos, sentían particular malestar respecto a éstas o parecidas devociones. Martín Lutero pensaba que el culto a los santos había devenido un culto pagano y una idolatría. Rechazaba su mediación ante Dios, 43

Ibídem, 25.

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y consideraba las auténticas Vidas de Santos -no las narraciones legendarias y fantásticas- sólo como relatos edificantes de buenos cristianos. El Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó el culto de los santos y de sus reliquias. Pero reconoció indirectamente los abusos y deformaciones que la veneración de los santos padecía, y empujó a la Iglesia y a los cristianos hacia la reforma de ese aspecto de la piedad creyente. El Concilio exhorta a que los fieles sean instruidos adecuadamente acerca del significado y alcance del culto a los santos. Los obispos y quienes ejercen en la Iglesia una responsabilidad docente y catequética han de enseñar a los cristianos «en primer lugar acerca de la intercesión de los santos, su invocación, el culto de sus reliquias y el uso legítimo de sus imágenes». Los santos -explica el Concilio- «reinan juntamente con Cristo, ofrecen sus oraciones a Dios a favor de los hombres, y es bueno y provechoso invocarlos con nuestras súplicas y recurrir a sus plegarias, ayuda y auxilio para impetrar beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador». Acerca de las reliquias enseña el Concilio que «deben ser venerados por los fieles los sagrados cuerpos de los Santos y mártires y de los otros que viven con Cristo, pues fueron miembros vivos de Cristo y Templos del Espíritu Santo, que por Él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna». El Concilio no se limita a prescribir normas, sino que enuncia los puntos básicos de una teología sobre el significado de los santos y el motivo legítimo por el que la Iglesia venera sus restos. En las sobrias pero

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puntualizadoras consideraciones conciliares gravita toda una concepción de Dios en sus relaciones con el universo material y sobre todo con la libertad humana, que se abre a la transformación por la gracia divina. La actitud y doctrina iconoclastas de los reformadores hacen necesarias las afirmaciones del Concilio tridentino sobre las imágenes, expresadas en los siguientes términos: «deben mantenerse y conservarse, especialmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de los demás santos, y tributárseles el honor y veneración debidos, no porque se crea que hay en ellas mismas divinidad o virtud, sino porque el honor que se les tributa se refiere a los originales que representan, de manera que por medio de las imágenes que besamos ... adoramos a Cristo y veneramos a sus Santos»44. Esta doctrina se inscribe, en el siglo XVI, dentro de una serie de intervenciones de la Iglesia acerca del valor religioso y cultual de las imágenes y el arte sacro. Las imágenes fueron ya en ocasiones medio de Revelación, como testimonia la Sagrada Escritura45 • Moisés el legislador tuvo necesidad de Beseleel el artista para perfeccionar su cometido de oráculo de Dios. La mediación de los artistas es consecuencia de que accedemos a lo invisible a través de lo visible. Lo vemos claramente también en el sistema sacramental cristiano y en los canales litúrgicos donde se expresa. 44

45

Sesión XXV, diciembre 1563. Cfr. Ex 25-30.

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El arte no es un simple adorno en el culto cristiano. Resulta indispensable, junto al libro, la homilía, o la clase, por su alcance didáctico y espiritual, y por su dignidad estética, que es creadora de formas donde lo finito sugiere la infinitud de Dios. El arte da forma visual al misterio eterno. Muchos fieles cristianos no han podido ser ni son hoy capaces de analizar la delicada enseñanza de formas artísticas, figurativas o modernas, usadas en el culto. «Sin embargo, el mensaje no es menos elocuente, aunque sea percibido sólo de modo inconsciente. El arte cristiano puede ser frecuentemente muy claro, pero si ha de ser fiel a su razón de ser debe a veces ser sutil, como son sutiles los inspiradores ritmos y cadencias del canto litúrgico. Porque el arte cristiano es esencialmente misterioso. Y es sobre todo aquí en el dominio de los misterios cristianos, donde el artista -pintor, escultor, poeta, músico, arquitecto- puede expresar algo más allá de la competencia de las más precisas y articuladas proposiciones del teólogo» 46 • El calendario cristiano establece la mención y las celebraciones de los santos que a lo largo del año litúrgico tienen lugar en la Iglesia. Es un documento de singular importancia eclesial, que ha sido también durante siglos el marco de la identidad cultural de un Occidente cristiano. El calendario actualmente vigente es fruto de las reformas emprendidas por el Concilio Vaticano 11, y fue promulgado por el Papa Pablo VI en el año 1969. Pero el calendario romano 46 T. R. O'coNNOR, The visual arts and the Teaching Church, Theological Studies 15, 1954, 457-8.

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ha recibido una configuración gradual desde los primeros tiempos de la Iglesia. Se afirma enseguida el culto de los Apóstoles Pedro y Pablo, que habían plantado con su sangre la Iglesia de Roma, y a ellos se unen pronto los nombres de los papas Calixto, Pontiano, Fabián, Cornelio y sobre todo Sixto 11, con sus diáconos, entre los que sobresale Lorenzo. Se añaden algo más tarde los mártires Inés, Sebastián, Nereo, Pancracio, Marcelino, y tantos otros compañeros cuyos nombres sólo Dios conoce. Heredera de la primacía de Pedro, la Iglesia romana debía ampliar sus horizontes y honrar también a los mártires de otras Iglesias, como la de Cartago. Este impulso amplificador no se detendrá y el calendario romano acogerá a numerosos mártires que habían devenido populares en los primeros siglos de la Edad Media. Junto a los mártires, reciben su lugar los confesores y doctores de Occidente, así como los grandes obispos y padres del monacato, como Agustín, Martín y Benito. Ocupan también su sitio la Madre de Dios, los Apóstoles y la celebración de Todos los Santos. El culto romano de los santos hunde sus raíces en la tradición, pero es ésta una tradición viva, lo cual la diferencia de los calendarios orientales. Mientras éstos -con excepción del calendario ruso- no han acogido a ningún santo posterior a sus tiempos fundacionales, el de Roma se ha enriquecido con la santidad de cada momento histórico. Desde los protomártires de la Iglesia Romana, en tiempos de Nerón, hasta Maximiliano Kolbe y Edith Stein hay una historia de santidad cristiana reflejada en el calendario, que no conoce solución de continuidad.

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Diversos factores han influido en el desarrollo y enriquecimiento del calendario romano. El primero ha sido el continuo e incesante florecimiento de la santidad en la Iglesia, que ha demostrado en todo tiempo ser Madre de Santos. Vemos así, fijando sólo nuestra atención en los últimos siglos, las fiestas de San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Á vila, San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales y San Felipe Neri en el siglo XVII; San Vicente de Paúl y San Camilo de Lelis en el siglo XVIII; San Pablo de la Cruz y San Alfonso María de Ligorio en el siglo XIX; San Juan María Vianney, San Juan Bosco, Santa Teresa del Niño Jesús en el siglo xx; San Josemaría Escrivá, San Pío de Pietrelcina, y la beata Teresa de Calcuta en el siglo XXI. El calendario tridentino recogía ya el recuerdo de sucesos importantes en la vida de la Iglesia. La fiesta de la Visitación fue instituida por Urbano VI en 1389 para lograr el fin del Gran Cisma de Occidente, y la de la Transfiguración fue extendida a toda la Iglesia por Calixto III en el año 1457, en acción de gracias por la victoria de Juan Hunyade sobre los turcos en 1456. Este aspecto conmemorativo del santoral se extendió a partir del siglo XVII, con la inclusión entre otras de la fiesta del Santo Nombre de María en recuerdo del rescate de Viena por Juan Sobieski en septiembre de 1683, y de la fiesta del Rosario, instituida por San Pío V, en acción de gracias por la victoria de Lepanto en 1571. Numerosas fiestas marianas han entrado en el calendario en tiempos modernos. En 1879 la Inmaculada Concepción fue elevada de rango litúrgico a los 25 años de la declaración del dogma. La Aparición

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de la Virgen María conmemoró en 1907 el cincuentenario de las apariciones de Lourdes. En 1931 la Maternidad divina de María señaló el XV centenario del Concilio de Éfeso (431); y la fiesta de María Reina clausura el centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Pío XII instituyó en 1944 la fiesta del Corazón Inmaculado de María en relación con las apariciones de Fátima. Algunos Años santos han dejado su huella en el calendario. Para coronar el celebrado en 1925, Pío XI creó la fiesta de Cristo Rey. El contexto político ha estado presente asimismo en el desarrollo del calendario. El siglo XVII ha visto entrar en el culto cristiano a unos diez personajes de sangre real, mientras que el calendario tridentino sólo incluía a San Luis, rey de Francia. Otras veces han sido iniciativas de soberanos ante la Santa Sede las que han ocasionado la institución de algunas celebraciones. Así por ejemplo la petición del Emperador Fernando 11 a favor de la fiesta de San Enrique, y las de Leopoldo I y Carlos VI para obtener la de Santa María Magdalena de Pazzi. Papas pertenecientes a familias religiosas han querido contribuir al prestigio de su orden. El dominico Pío V declaró doctor de la Iglesia a Santo Tomás de Aquino, y el franciscano Sixto V hizo lo propio con San Buenaventura. Algunas fiestas se hallan vinculadas a sucesos que han marcado un pontificado. Así Pablo V colocó a San Ubaldo en el calendario porque había sido elegido papa en el dies natalis del santo. Benedicto XV autorizó la celebración de tres misas el día de la conmemoración de los difuntos, atraído

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por este uso español, que había conocido durante su tiempo en la nunciatura de Madrid. San Gregario Barbarigo debe su canonización por Juan XXIII, fuera del procedimiento normal, al hecho de haber sido obispo de Bérgamo. Juan Pablo II hizo obligatoria la memoria de San Estanislao, obispo de Cracovia. Ningún Papa ha contribuido tanto al desarrollo y ampliación del calendario como León XIII. Le movía un intenso deseo de extenderlo más allá del mundo latino, lo cual respondía a un voto expresado por los padres del Concilio Vaticano l. Pío IX había establecido la fiesta de San Bonifacio, apóstol de Germanía. León XIII añadió las de San Agustín de Cantorbery, apóstol de Inglaterra, las de los santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos, y la de San Josafat, mártir de la unidad en Rusia. Quiso honrar también a Padres de la Iglesia, ausentes todavía del calendario occidental, como San Justino, San Cirilo de Jerusalén, San Cirilo de Alejandría y San Juan Damasceno. Benedicto XV añadió a San !reneo y San Efrén. El Concilio Vaticano II (1962-1965) ha llevado a término la obra emprendida hace varias décadas, para establecer un año litúrgico cada vez más abarcante y armónico. Las fiestas de los santos, que proclaman las maravillas obradas por Dios en sus servidores, se equilibran con las celebraciones de los misterios salvadores en sí mismos. Situado en la luz del misterio Pascual, el culto de los santos ha conocido una honda renovación y un nuevo impulso.

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CAPÍTULO 111

LOS SANTOS Y LOS CRISTIANOS

l.

LAS VIDAS DE SANTOS

Nacido casi a la vez que el culto a los santos, el interés por las vidas de estos nunca ha decaído en la Iglesia. Las vidas de los hombres y mujeres con fama de santidad ejercieron desde el principio sobre los cristianos la atracción poderosa de biografías que reflejaban un curso terreno personal que merecía ser conocido e imitado. Eran vidas que habían sido bien vividas cara a Dios y a los hombres, y dignas, por lo tanto, de una semblanza todo lo mejor escrita que el talento de sus autores permitiera. La composición de vidas de santos cristianos comienza de forma fragmentaria en los primeros siglos con la redacción de textos que recogen los procesos verbales de los mártires, con las passiones (como las de Perpetua y Felicidad), y con cartas de algunas Iglesias sobre episodios de martirio de particular resonancia. Se unen muy pronto a estos documentos biografías breves, como, por ejemplo, la vida de San Cipriano (t258), obispo de Cartago. Notable impar-

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tancia encierra la Vida de San Antonio de Egipto, padre del monaquismo oriental, que fue escrita por San Atanasia de Alejandría hacia el año 360. Este texto biográfico, que contiene una elaborada interpretación teológica de la vida y significado de Antonio, sirvió de modelo para colecciones biográficas posteriores, como la Historia de los monjes de Egipto y la Historia Lausiaca. El género biográfico fue inaugurado en Occidente por San Jerónimo (t420), que escribió las vidas de San Pablo de Tebas y de San Hilarión, y compuso, sobre todo, De viris illustribus, en el estilo de historia novelada. Las biografías occidentales se ocupan especialmente de narrar vidas de obispos célebres, como las de San Ambrosio y San Agustín, escritas por Paulina de Nola y Possidio, respectivamente. La hagiografía anglosajona y céltica es muy rica y variada. Junto a la importante Historia eclesiástica de San Beda (t735), abundan en ella las biografías de abades y misioneros ingleses e irlandeses. El renacimiento carolingio produjo obras muy significativas durante los siglos VIII y IX. Sobresalen las vidas de los primeros prelados de regiones que iban a ser muy señaladas en la actividad de la Iglesia en tiempos posteriores, así como biografías de fundadores de monasterios que se harán célebres en toda la Cristiandad occidental. En el siglo XIII la hagiografía adquiere aspectos nuevos por la contribución de las Órdenes mendicantes. La documentación sobre las vidas de Santo Domingo de Guzmán (1175-1221) y de San Francisco de Asís (1182-1226) constituye un núcleo de textos de primer valor biográfico.

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La mayoría de los santos del siglo XVI, santos de la Reforma católica, posee su biografía, escrita por contemporáneos que fueron testigos directos de su actividad. Destacan en este grupo San Ignacio de Loyola, San Carlos Borromeo, San Francisco Javier, San Felipe Neri, San Juan de la Cruz. De gran valor para el conocimiento de Santa Teresa de Jesús son sus propias obras, especialmente el Libro de la Vida, y las Fundaciones. El oratoriano César Baronio (1538-1607) compuso la Vida de San Gregorio Nacianceno y ediciones corregidas del Martirologio Romano. La composición de vidas de Santos experimenta en el siglo XVII un punto de inflexión con los llamados bolandistas. Se trata de hagiógrafos pertenecientes a la Compañía de Jesús, cuya actividad se origina con Heriberto Rosweyde (1569-1629). El innovador proyecto hagiográfico ideado por éste, busca ofrecer al público los documentos pertinentes en su forma original, sin retoques de estilo, sin mutilaciones. Se procura encontrar y publicar textos inéditos, explicar las dificultades y dudas que puedan existir, y resolver las dificultades planteadas por los documentos. Jean Bolland (1596-1665) continuó con algunas modificaciones metodológicas los planes de su antecesor. Algunos piensan que no debe exagerarse el significado innovador de los bolandistas. Porque los humanistas del Renacimiento fueron tal vez los primeros en criticar la hagiografía establecida sobre portentos y milagros, supuestos o reales, obrados por los santos; y porque también después de los bolandistas, los milagros continuaron como el indicio por 121

excelencia de la santidad, y eran mencionados en las controversias confesionales como el signo de la verdadera Iglesia. Los bolandistas crearon en 1882 una revista trimestral con el título de Analecta Bollandiana. La publicación tenía el cometido de dar a conocer trabajos previos y textos relativos a futuros volúmenes. Analecta Bollandiana continúa apareciendo en la actualidad y es una de las revistas más prestigiosas y dignas de crédito en el campo de la hagiografía crítica. La hagiografía contemporánea es una actividad de prestigio, cultivada no sólo por autores eclesiásticos, sino también por literatos de fama reconocida, como G. Chesterton, G. Bernanos, P. Claudel, T.S Eliot, G. von le Fort, F. Mauriac, E. Waugh ... A pesar del secularismo creciente, es indudable que también a las sociedades modernas interesan los santos como encarnación de valores que el mundo necesita para vivir. No se trata únicamente de la perenne atracción que ejerce lo sobrenatural sobre los hombres y las mujeres de sensibilidad y conciencia normales. Se trata de observar la vida de personas que han sido verdaderamente humanas, y que representan en cuanto tales lo mejor de la humanidad. Las imágenes literarias y visuales de los santos se convirtieron de hecho, en las últimas décadas del siglo xx, en un foco principal de atención dentro del ámbito católico 1• Es como si mucha gente percibiese que la santidad es una aventura, tal vez la única aventura digna de ser analizada, e imitada en algún 1

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Cfr. P. BURKE, ¿Qué es la historia cultural? Madrid 2006, 85.

sentido. El santo ejerce una indudable fascinación, menos razonada por el pueblo sencillo y más razonada y comprendida intelectualmente por los hombres cultos. Pero en cualquier caso, ese atractivo es eficaz y tiene un fundamento en la realidad. La realidad de la persona es tan objetiva como la de la naturaleza. Es un hecho del mundo en que vivimos, como lo son un monte, un río o una ciudad. Las vidas de los santos cristianos encierran un papel formativo esencial, y demuestran que un buen libro puede también ser un maestro. Son un testimonio en varias dimensiones de la vida de la Iglesia y de lo mejor del mundo. Equivalen a una exhortación elocuente y sencilla, que no se separa de la realidad de los hechos. En la segunda mitad del siglo xx ha tenido lugar una notable renovación de la literatura hagiográfica. Queda lejos el tiempo en que las vidas de los santos permanecían a mitad de camino entre libros doctos y obras de corte popular, con escaso interés histórico e irrelevantes incluso para el estudio del folklore y la cultura de una época determinada. Los últimos decenios del pasado siglo viven grandes momentos de la hagiografía, que suponen entre otras cosas la superación de viejos prejuicios, más o menos justificados, contra las semblanzas de los héroes cristianos. Ha aumentado hoy en este campo el interés por los estudios hagiográficos, y se han manifestado tendencias diversas, que indican la densidad y posibilidades de los materiales y fuentes estudiados con rigor y métodos adecuados. La hagiografía ha devenido una de las disciplinas principales en la investigación historiográfica. Esta

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situación coincide con el declive de la historiografía positivista y el paralelo desarrollo de la historia de las mentalidades, así como el de una historia global de la sociedad. Estos factores han contribuido eficazmente a eliminar barreras intelectuales que impedían explorar y analizar los ricos textos de las Acta Sanctorum. Con el precedente del trabajo crítico de los bolandistas, la hagiografía ha podido reivindicar su autonomía y ganar la batalla, de un lado, contra un modo estereotipado y convencional de narrar las vidas de los santos, y de otro lado opuesto, contra las posturas intransigentes hacia la consideración de lo sagrado como una dimensión crucial de la realidad humana. Asistimos desde el año 1960 a una renovación de los estudios y metodologías aplicados al trabajo hagiográfico. Se procura que impere el rigor, la comprobación de las fuentes, y la inserción del hecho de la santidad en la historia general de la sociedad. Se huye de lo meramente llamativo por sí mismo. Domina, por tanto, la interdisciplinariedad; y la investigación sobre los santos tiene en cuenta las circunstancias históricas y culturales, la psicología, la historia de las ideas, y desde luego el desarrollo de la piedad y sus formas variadas dentro del ámbito cristiano. El uso competente y riguroso de la historia se impone desde hace tiempo en el trabajo hagiográfico. Ciertamente las vidas de los santos y santas cristianos responden a unas constantes y criterios de fondo que, al ser semejantes, permiten encontrarles un común denominador. La vida de cualquier santo significa en realidad la entrada creciente en una persona

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cristiana de la santidad, que predomina gradualmente sobre todo lo que se opone a ella, hasta que desaparezca prácticamente el hombre carnal. Como experiencia individual vivida por un hombre o una mujer que buscan la perfección evangélica por impulso divino, la santidad cristiana parecería intemporal en su esencia, y por lo tanto siempre idéntica. Pero la santidad se desarrolla siempre dentro de unas coordenadas de tiempo y lugar, dado que el ser humano es un ser histórico. El hombre y la mujer no son únicamente una esencia. Son una esencia más una historia, que en este caso solemos denominar biografía. Los santos no son excepciones a este principio fundamental para la comprensión de lo humano. Hemos de considerarlos, para comprenderlos, sub specie aeternitatis, pero resulta crucial verlos también sub specie temporis. Las circunstancias y el marco histórico son esenciales para entender y narrar adecuadamente la vida de un santo. Junto a una cierta sintonía con el hecho de la santidad cristiana, éste es el primer principio metodológico que exige en un escritor la redacción de una semblanza hagiográfica solvente. Se requiere, por tanto, un uso de la historia real. Durante largos periodos de trabajo hagiográfico, especialmente en los siglos medievales, algunos autores han empleado la historia de un modo ficticio, es decir, de un modo no propiamente histórico. El trabajo redaccional y sus preparativos se adornaban con frecuencia de una apariencia histórica, pero resultaban en realidad históricamente vacíos. U na consecuencia de este modo de proceder era que en muchas vidas de santos medievales se repro-

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dudan textos que pertenecían a siglos anteriores, con lo cual se ofrecía de hecho a los lectores un escenario biográfico que era en realidad intemporal. Otras veces los autores confeccionaban verdaderos dossiers de textos convenientes en abstracto para redactar una vida, pero que nada tenían que ver con la auténtica documentación que se requería para esa semblanza individual. Predominaba la tendencia a borrar, o al menos difuminar, la frontera entre lo verdadero y lo imaginado. Se atendía sobre todo a lo probable o verosímil, muchas veces inventado con ingenio, y se incluía lo fantástico bajo la etiqueta flexible de lo sobrenatural. Dominaba, por encima de todo, el deseo de presentar tipos ideales, que no eran necesariamente modelos para imitar. Estas vidas de santos no solían reflejar realidades o hechos contemporáneos, sino imágenes sublimadas del presente, derivadas de una pretendida edad heroica de los comienzos cristianos. Se escribían relatos hagiográficos medievales encargados por obispos, con el fin de reforzar su poder episcopal, que resultaría más consolidado por los hechos e interpretaciones contenidas en esos relatos. Las vidas de santos eran usadas asimismo como armas dialécticas en la polémica entre reformadores eclesiásticos del siglo XI y sus adversarios. Mientras se aviva la polémica entre los partidarios del Papa y los del emperador, aparece una hagiografía de combate en ambos campos. Se redactaron, de un lado, vidas de abades y obispos gregorianos, ascéticos y castos, elegidos sin apoyo del poder civil, y reformadores del clero, y de otro, retratos de prelados filoimperiales.

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Las vidas noveladas de santos, que son un producto moderno y contemporáneo, también suelen condicionar y alterar la historia, por buscar la edificación del lector de un modo tan explícito que acomoda o deforma los hechos, o bien por un despliegue inadecuado de los talentos literarios del autor. Hay desde luego vidas noveladas que no contienen pretensión alguna de precisión histórica, como ocurre, por ejemplo, con el famoso Quo Vadis? (Henryk Sienkiewicz), o con los relatos Fabiola y Callista, escritos por Nicolás Wiseman y John H. N ewman, respectivamente, en el siglo XIX. Existen, sin embargo, vidas noveladas que narran hechos reales de la historia del santo, y lo hacen generalmente con cierto rigor. Pero llevado de la idea, en principio correcta, de que un biógrafo competente ha de ofrecer al lector alguna interpretación de los hechos narrados, el autor puede conceder un lugar excesivo a su fantasía, subjetividad y prejuicios. Estas vidas se inspiran sin duda en las mejores intenciones y en un sincero deseo de glorificar a los santos y fomentar su veneración. Pero una verdadera y saneada hagiografía puede y debe escribirse sin recurrir a este tipo de relato, porque toda ficción literaria, como toda arbitraria interpretación de una vida, son fácilmente presa de serias equivocaciones. La veneración de los santos no necesita esta clase de artificios literarios. La verdad histórica acerca de esas vidas, a la vez normales y excepcionales, es muy apta por su misma naturaleza, para instruir y edificar. La vida misma de la persona santa en su autenticidad histórica es mucho más rica y profunda de lo que pueda concebir la imaginación humana. Si

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este principio capital ha sido tenido en cuenta y aplicado en sus obras por grandes escritores (piénsese en Dostoievski), mucho más se aplica a las vidas de los santos que son del todo originales en y por sí mismas. Las personas que poseen una cultura e inteligencia normales encontrarán materia más rica de reflexión y estímulo en hechos históricos verdaderos que en ficciones literarias. Las vidas noveladas encierran además el serio peligro de contribuir al desprestigio de la hagiografía, porque generan en los lectores la sospecha de estar leyendo en cualquier vida un producto artificial de un autor mediocre. La información válida más directa para la composición de la vida de un santo deriva, para los santos antiguos, de fuentes litúrgicas, que son principalmente los calendarios y los martirologios. La consulta de estos documentos de la Iglesia resulta esencial para establecer no sólo la realidad histórica de la persona, sino también las coordenadas básicas de su actividad. Esta documentación eclesial no se encuentra contaminada por influjos legendarios o populares, y se caracteriza por su concisión y veracidad. Contiene un sobrio testimonio de la Iglesia misma y respira fiabilidad histórica, aunque los datos que incluye no suelen ser suficientes para redactar una semblanza relativamente completa. Las inscripciones epigráficas pueden suministrar datos y circunstancias personales de alguna importancia, pero ayudan más a confirmar y esclarecer otras informaciones, que a proveer a los escritores de contenidos biográficos.

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Las fuentes narrativas son las más determinantes para dar volumen, extensión suficiente, y detalles significativos al relato biográfico. Son estas fuentes las que sitúan al lector en presencia de la personalidad viva del santo y le hablan de su desarrollo y ambientación históricos. Estas fuentes incluyen textos varios sobre el santo biografiado, tales como opiniones, comentarios, valoraciones, panegíricos o críticas acerca de su carácter y actividad tanto eclesial como profana o civil. Atención especial exigen los escritos del santo, como son diarios, memorias, cuadernos de notas, textos publicados. Importa mucho al analizar y usar estos escritos personales hacerlo con suficiente sentido crítico, dado que los textos pueden en ocasiones haber sido sometidos a tratamientos editoriales, que esconden o alteran, con intención o sin ella, rasgos de la personalidad del hombre y de la mujer santos. El hagiógrafo ha de tener en cuenta asimismo los documentos e informaciones pertinentes acerca del contexto histórico y cultural que ha determinado experiencias, juicios, emociones y decisiones del santo. Crisis y momentos cruciales que han afectado a la vida de la Iglesia, de la sociedad y de los cristianos en un país, ofrecen criterios de interpretación que resultan imprescindibles para valorar los impulsos y las reacciones de un hombre sensible y comprometido con la suerte de sus semejantes. Un santo es hijo de la Iglesia y también del tiempo que le ha correspondido vivir. Las posiciones sobre la vida y virtudes, que se elaboran para presentar las figuras de los candidatos a la santidad, de los siervos de Dios, en los procesos

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de beatificación, son por lo general una fuente interesante de material biográfico. Posición (positio) es un término usado tradicionalmente en la curia romana. Indica una relación o informe oficial sobre asuntos que pueden ser muy variados. Aplicada a las causas de los santos, posición significa la documentación relativa al futuro santo, cuyo valor se estudia, a la vez que se formulan y se tratan de resolver las cuestiones que plantea. Desde el momento en que las beatificaciones y canonizaciones han sido sometidas, en el siglo XVI, a un procedimiento riguroso, se han redactado y presentado a la Santa Sede unas mil posiciones. Estos volúmenes no se difunden comercialmente, pero pueden consultarse una vez que la causa del santo se ha concluido de modo satisfactorio. Las posiciones recogen, con una aspiración a rigor filológico, la documentación básica relativa al siervo de Dios (partida de bautismo, etc.), a su familia, y a las diversas etapas de su vida, que se estima particularmente virtuosa. Un sumario inicial sintetiza la vida del candidato y destaca sus virtudes. Todos los documentos que se aportan van acompañados de introducciones explicativas, que suelen comentar datos históricos de importancia para el curso vital del personaje. El valor de estas introducciones es muy diverso. Junto a estudios competentes, que encierran verdadero interés histórico, se encuentran síntesis superficiales redactadas con ligereza y escaso rigor. En estos documentos puede apuntar a veces a una cierta tendencia apologética de los primeros redactores, pero esta nota, si existe, viene a ser suficiente-

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mente controlada y corregida por los consultores de la causa. El mero hecho de que los autores de las posiciones no estén siempre del todo al corriente de las cuestiones históricas que inciden en la vida del siervo de Dios y configuran su marco interpretativo, no ha sido obstáculo en muchas ocasiones para la positiva conclusión del proceso. Puede mencionarse al respecto la positio presentada para la beatificación de Pío IX, que tuvo lugar en el año 2000. Juzgada superficial e históricamente superada por algunos críticos del Pontificado (sobre todo por no abordar los problemas suscitados por la convocatoria y celebración del Concilio Vaticano 1, la obra de Antonio Rosmini, las Iglesias orientales ... ), la positio logró, sin embargo, el propósito de ver declarado beato al Papa que ocupó por más tiempo la Sede de Pedro, en circunstancias sumamente turbulentas. Las vidas de los santos no sólo se asocian a la historia, sino también a la geografía. Los lugares que sitúan al santo en el espacio terreno se hallan estrechamente vinculados en la génesis y en el desarrollo de cada hecho de santidad individual. Ésta es siempre circunstanciada, según coordenadas de tiempo y de lugar. La santidad contiene en efecto una dimensión espacial, lo cual hace de los lugares donde ha transcurrido la existencia del santo un observatorio privilegiado para entender y reconstruir la biografía. Los espacios en los que discurre su vida, crecen sus virtudes, y se manifiestan sus milagros construyen su fisonomía espiritual y humana, así como su papel en el marco histórico y social en el que ha vi-

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vido. En el desierto o la ciudad, se perciben a través de las acciones y reacciones del hombre o la mujer santos, la frágil e imprecisa frontera entre lo natural y lo sobrenatural. Son dos mundos que se unen en una existencia humana. Los múltiples lugares que pueden ser escenario de la santidad pertenecen a este mundo, pero se abren radicalmente al mundo invisible. El despacho, el laboratorio, la fábrica, las calles de una poblada urbe, la celda conventual, la naturaleza de horizontes ilimitados que sugieren la eternidad, el templo, o la biblioteca, son lugares terrenos que inspiran, cualifican y matizan los modos de la santidad, e indican los caminos temporales que se recorren para alcanzarla. Desde los siglos primeros de la Iglesia, las actas de los mártires y las leyendas y semblanzas de los santos eran universalmente leídas y releídas en todo el orbe cristiano. Puede decirse que la Iglesia ha sido la primera en darse cuenta de la importancia que esta clase de lecturas podía tener para el pueblo creyente. Los santos significan, entre otras cosas, la Sagrada Escritura que devenía viviente y concreta para cultos e ignorantes. La vida del santo se presentaba como regla de vida (vita sancti norma vivendi). Los santos no habían perdido el tiempo. La historia de cada uno era siempre interesante, a pesar de los defectos literarios que pudiera encerrar la narración que la contenía. Santos y santas eran gente poderosa, cuyas vidas eran una historia de amor: un Dios que ama y una persona amada que ha aprendido a corresponder. Pero el santo no era un amante solitario, sino un ser humano que entra en una comunión más pro-

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funda con todos los que existen, con todo lo que existe. Como instrumentos libres de la gracia y vehículos de energías de lo alto, estos hombres y mujeres ofrecen una visión de la existencia humana que acentúa -desde Dios- la apertura mutua y la solidaridad más honda que cabe imaginar. Dios ha llenado el cielo de santos, como antes lo llenó de ángeles. Ha llenado de ellos también la tierra, aunque no siempre sean reconocidos como tales en el mundo. Son precisamente los santos quienes conocen y revelan los planes de Dios. Las vidas de los santos proporcionan el patrón de una existencia plenamente vivida según el Cristianismo. Ellos mismos representan y son directamente la religión de Jesús, sin glosas ni comentarios. Ejercen así una fascinación mayor que cualquier palabra elocuente o que cualquier tratado erudito.

2.

LA VARIEDAD DE LOS SANTOS

La única santidad cristiana se realiza de múltiples modos en hombres y mujeres de carne y hueso según condiciones y situaciones humanas, tiempos y lugares. Cada santo es en su irrepetible individualidad distinto a cualquier otro. Puede afirmarse que al hacer un santo, Dios rompe el molde que le sirvió para plasmarlo. Cada persona santa es un original, de modo que en esta actividad divina de recrear al hombre y a la mujer no cabe hablar de copias ni de clones. La clonación espiritual no existe, y mucho menos en el terreno de la santidad.

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Cuando se habla de tipos de santos se alude convencionalmente a una descripción de orden histórico sobre las diferentes categorías de cristianos que han sido elevados a los altares por épocas determinadas. Estas categorías se definen por un común denominador, que se refiere a las circunstancias temporales, a la función eclesial o social, al modo de vivir el Evangelio, o a la dedicación preferente como hombres y mujeres cristianos en el mundo. Pero la riqueza de cada persona santa no permite nunca identificarla a todos los efectos con la descripción del tipo donde se le incluye. Aunque conozcamos con detalle las particularidades y los rasgos que definen un tipo o una clase de santo, no podemos afirmar en absoluto que ya conocemos a la persona individual o que nos hemos acercado realmente al misterio singular de su vida. La mención del tipo nos comunica algo verdadero y orientador acerca del santo, pero no nos ayuda demasiado a conocerlo como individuo. Bajo el título único de variedad de santos se podría incluir perfectamente una semblanza, breve o extensa, de todos y cada uno de los santos canonizados de modo diverso desde el origen de la Iglesia hasta nuestros días. Cualquiera de estas semblanzas supondría una vía de acercamiento al misterio de Dios tal como se refleja en el misterio del ser humano, con todo su dramatismo. La sucesión histórica de tipos de santos suministra sobre todo informaciones interesantes acerca del desarrollo de la Iglesia en relación con las sociedades en las que ha vivido y vive, y también acerca de las diferentes experiencias cristianas sobre Dios, los hombres y el mundo. Pero en los tipos o clases de

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santos no existe una sucesión estrictamente cronológica. Los modelos coexisten y se superponen con gran frecuencia. El mártir es la primera categoría en el tiempo del cristiano que se destaca de los demás y se individualiza, a efectos de recibir una veneración, tanto popular como oficial por parte de la Iglesia. El modelo martirial no se ciñe a los primeros siglos. En realidad nunca desaparece. Adopta formas nuevas en el curso del tiempo, y persiste, como bien sabemos, hasta nuestros días. La Iglesia ha tenido y tiene testigos de la fe hasta el derramamiento de sangre en todos los momentos de su historia. Puede decirse que en los tiempos antiguos, la transición del mártir al confesor es fluida y apenas inicialmente perceptible. El santo asceta sucede al mártir en la atención y culto de los cristianos. Su aparición se encuentra directamente vinculada a los orígenes del monaquismo en Siria y Egipto, una vez que se han terminado las persecuciones en los inicios del siglo IV. El monje asceta recibe su primer retrato literario en la vida de San Antonio de Egipto, escrita por San Atanasia de Alejandría (t373). Atanasia describe el cuerpo muerto de Antonio como los restos de un mártir, y da testimonio con ello de la continuidad en la idea del cristiano santo, que ha amado a Dios hasta el desprecio de sí mismo. Esta biografía no propone al santo monje como modelo a imitar, ni suministra detalle alguno sobre el modo de proceder de Antonio en la búsqueda de la unión con Dios y en el vencimiento de las dificultades. El libro es en realidad una apología de la vida monástica, que en esos momentos supone una novedad

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en la vida y muerte de los cristianos. El mensaje implícito es que Dios concede al asceta la misma fuerza espiritual que a un mártir, único modelo práctico de santidad entonces conocido. Contra Antonio nada pueden las potencias demoniacas, y brilla siempre su poder de hacer curaciones y milagros. La vida de San Martín de Tours (t400), escrita por el laico Sulpicio Severo en vida de Martín, encierra para el Occidente cristiano la misma importancia que la de Antonio para el Oriente. El hecho de estar escrita por un hombre culto e instruido, nada propenso a la credulidad, exalta la veracidad de todo lo ordinario y extraordinario contenido en la narración. Lo particular de esta semblanza es que los milagros del santo se vinculan a su actividad de obispo y cabeza de una comunidad cristiana. Se anuncia de este modo la importancia que muy pronto adquirirá en la tipología de la santidad la figura del prelado santo. Puede decirse que Martín deviene el santo más popular en Occidente hasta la llegada de Francisco de Asís. Es a finales del siglo IV cuando la veneración de los santos se convierte en un aspecto fundamental de la piedad cristiana. Su culto, confinado hasta el momento a los lugares donde había habido mártires numerosos (África, Roma, España) se difunde rápidamente por toda la Cristiandad. El tipo de santo abad se diseña en gran medida para santificar y prestigiar los orígenes de instituciones y fundaciones monásticas. El santo no se propone en este caso como modelo que deba ser imitado. Porque los monjes que escriben estas biografías esquemáticas están convencidos de que los laicos no pue-

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den ser santos si permanecen en su condición laical, dado que Dios sólo destina a la santidad a cristianos de noble origen. Esta clase de santos se desarrolla más en las Galias y en Inglaterra antes del siglo VII. En África y España sigue predominando un ideal martirial de la santidad. A la altura del siglo IX, Roma solamente venera a cuatro Papas que no sean mártires: Silvestre I, Marcos, León Magno y Gregario el Grande. El obispo observante y buen pastor de sus fieles encarna un tipo de santidad que deviene muy frecuente desde los últimos siglos de la edad antigua y se consolida en los tiempos siguientes. Es un tipo de santo que representa a la Iglesia institucional, en la que brilla también lo carismático. El obispo santo no lo es necesariamente por la función eclesial que desempeña al frente de la comunidad diocesana que gobierna. Su figura ha de conciliar la ejemplaridad con adecuadas manifestaciones de heroicidad, y ha de mostrar rasgos excepcionales de personalidad cristiana. El hecho de que los personajes episcopales entren a veces en alguna colisión con hombres de Iglesia de tipo profético no disminuye su capacidad de ser candidatos a ser venerados como santos. El tipo de santo aristócrata florece relativamente pronto en la alta Edad Media. Aparecen entonces los primeros reyes santos, procedentes de las dinastías de Carolingios, Otones, Capetas, Plantagenets ... El rey es considerado como un laico muy especial que destaca poderosamente sobre el resto de la aristocracia. La sacralización del poder real, que se configura por este tiempo, se hace visible en los ritos de la unción y coronación.

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Se elaboran la idea y doctrina del rey justo, con influjos directos de motivos típicos del Antiguo Testamento, y se consolidan tradiciones que establecen una cierta aureola carismática en quienes detentan el poder real. Existe, por ejemplo, la tradición francesa de los reyes taumaturgos, presuntamente capaces en ocasiones señaladas de obrar curaciones mediante la imposición de sus manos ungidas. Los reyes y nobles santos son más típicos y frecuentes en el norte de Europa. En la Europa meridional se abre paso el santo de extracción más humilde. Se trata de simples fieles, dedicados al comercio y actividades ciudadanas comunes. Es también frecuente el tipo de santo cristiano que abandona la familia y acepta vivir en oscuridad e ignorado de todos, por el Reino de los cielos. Éste es un motivo hagiográfico por excelencia desde el siglo IV al xv. A partir del siglo x surge el tipo de santo militar y guerrero, porque procede de la milicia. El precedente histórico de hombres como San Jorge, San Sebastián, o San Mauricio permite que la santidad y la milicia no se consideren incompatibles. De hecho la mayor parte de los santos merovingios sirvieron al rey en el campo de batalla antes de consagrarse plenamente a la religión. En las semblanzas y relatos acerca de estas figuras se asoma una leve insinuación de valores laicos frente a ideales monásticos. En este marco histórico se abre paso a la vez, desde el siglo XI, el santo pacificador y mediador en los conflictos de armas. Este tipo de santidad, que responde directamente a principios evangélicos, coexiste con el santo vinculado a los temas de la pere-

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grinación a Tierra Santa, y a la cruzada contra los infieles en Jerusalén y España. Ocurre sobre todo a partir del pontificado de Urbano 11 (tl099). El tipo de santidad representado en este asunto por San Bernardo de Claraval (1090-1153) no es exactamente el mismo que encarna San Francisco de Asís (1182-1226). El santo que practica el eremitismo no incluye sólo a cristianos de poca cultura o de origen popular. Existe también el eremita caballero, que exalta la nobleza campesina, muy diferente a la nobleza de las ciudades. Pero ante todo, la figura y la opción del santo eremita implican una crítica, al menos indirecta, de la vía clásica benedictina, y la búsqueda de nuevas experiencias espirituales. Bajo las mismas formas institucionales tiene lugar en los siglos XI y XII una verdadera mutación en el plano espiritual. Se diseña un nuevo tipo de monje que es casto y orante. Verdadero miles Christi, es distinto al clero secular relajado. Se le juzga semejante a los ángeles, como cristiano que anticipa en la tierra el Reino de Dios. El monasterio es considerado como el lugar por excelencia para alcanzar la santidad, y es relativamente frecuente que Papas y Prelados huyan de la mundanidad para refugiarse en el claustro. La santidad se concibe en este tiempo por el pueblo cristiano como asunto de «profesionales», es decir, de hombres formal y expresamente dedicados a conseguirla. La masa popular creyente se ve a sí misma como a priori descalificada para alcanzar un objetivo tan alto. U na consecuencia de esta visión de la santidad es que el tipo de santo laico apenas

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existe, o no sería considerado tal según la actual sensibilidad cristiana. Un ejemplo lo suministra el italiano Ramón Palmiero (tl200), artesano y padre de familia, exaltado como santo de la caridad. Ramón consideró siempre el trabajo como profundamente extraño a sus aspiraciones religiosas. Su afán de incesantes peregrinaciones, y la ruptura de vínculos familiares y socio-profesionales hacen de él una figura ajena a la sociedad urbana, y alejada completamente de sus tensiones y conflictos. Se ocupó, sin embargo, como «hombre de Dios» de procurar y fomentar la concordia en ciudades que eran presa de sangrientas luchas intestinas. La renovación monástica del siglo XII, en la que el Císter viene a asumir el lugar ocupado hasta entonces por la orden de Cluny, no se ciñe a lo disciplinar. Se quiere ahora acentuar y situar en primer plano la imitación de Cristo, antes que la contemplación del misterio infinito y trascendente de Dios. El ascetismo se concibe principalmente como vía hacia el amor, y prevalece el compromiso personal por encima de la pertenencia a una colectividad, ordo o estamento. Se presta mayor atención al trabajo y al apostolado que a lo litúrgico o escatológico. Nace un tipo de santidad apostólica y evangélica, encarnada de modo ejemplar en Francisco de Asís, tipo máximo de santo penitente y dedicado al amor divino. Francisco ama y padece con Cristo, y su figura recuerda al pueblo cristiano la del ecce horno. El pobrecito de Asís deviene en la iconografía cristiana de todo tiempo el santo más representado después de Jesús y de la Virgen María.

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Hasta el siglo xm prevalece numéricamente en la Iglesia la santidad masculina, al menos en el ámbito del reconocimiento oficial. La santidad femenina encuentra dificultades para ocupar un lugar parecido al del varón. Después del siglo xm esta situación se modifica un tanto a favor de la mujer. Pero desde el año 1000 a 1700 sólo un nuevo santo sobre cinco canonizados es una mujer (151 sobre 684 ). La santidad femenina oficial, que era infrecuente al comienzo de la Edad Media, crece lentamente y asciende a un máximo en los siglos XIV y xv. Desciende de nuevo en los siglos XVI y XVII. El periodo más favorable para el tipo de mujer santa son, por lo tanto, los años 1350-1550, es decir, el periodo del papado de Avignon y del cisma de Occidente hasta la crisis provocada por el protestantismo en el siglo XVI. Las mujeres se verán eliminadas más rápidamente que los varones en el curso de los procesos de canonización, como si en esos siglos se juzgara que su elegibilidad para los altares era más bien débil. Influía tal vez en esta situación la idea de que la santidad femenina subvertía en alguna medida un sistema religioso basado principalmente sobre el orden sacerdotal, y monopolio por tanto de los varones. Cabe también suponer la presencia de prejuicios culturales y religiosos acerca de una presunta fragilidad de la mujer y el impacto de estas ideas en la Iglesia. La promoción de la santidad femenina a partir del siglo xm obedece en gran medida a la actividad de las órdenes mendicantes, que organizan ramas femeninas, además de órdenes terceras, abiertas a mujeres. La mujer ocupa también un lugar de peso en el tipo de santa que practica y promueve obras de mi141

sericordia, como Isabel de Hungría (t1231). Florece asimismo el tipo de mujer penitente laica, que lleva una vida religiosa en el ámbito de la Iglesia, pero al margen de las instituciones eclesiales conocidas. Algunas de estas mujeres podían descuidar sus deberes domésticos y familiares, y ser por ello objeto de reproches por parte de padres y esposos. Mujeres célebres representan en el siglo XIV el tipo de mística santa, un tanto visionaria y típica en un momento de crisis en la Cristiandad. Su santidad encarna dones de profecía y de unión con Dios a través de diálogos directos con la divinidad. Puede decirse que figuras como Clara de Montefalco (t1308), Ángela de Foligno (t1309), Brígida de Suecia (t1373) y Catalina de Siena (t1380) se ganan un merecido puesto en las filas de la santidad reconocida, a pesar de una cierta resistencia por parte de eclesiásticos. Estas mujeres no gozan de poderes taumatúrgicos, a causa tal vez de la reclusión en la que viven y de que su público potencial es restringido. Las grandes figuras de la reforma católica que se desarrolla desde el siglo XVI dan lugar a un tipo de santidad hondamente relacionada con las estructuras de la Iglesia y sus propósitos de renovación en todos los órdenes: espirituales, doctrinales, litúrgicos y de gobierno pastoral. El santoral cristiano se puebla de santos obispos, fundadores de familias religiosas, reformadores de órdenes antiguas y misioneras. No falta el tipo de santo humilde, como San Isidro Labrador, canonizado por Gregario XV en marzo de 1622. Durante los siglos XVII y XVIII se acentúa el reconocimiento de Papas santos, y se inicia la canoniza-

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ción de sacerdotes. El siglo xx se caracteriza por el tipo de santo que difunde con su vida y a veces escritos un mensaje espiritual que abre nuevos caminos y experiencias espirituales a los cristianos. No es una santidad uniforme y destaca más bien por su variedad. Pueden mencionarse, por citar algunas, las figuras de Teresa de Lisieux, Carlos de Foucault, Padre Pío, Madre Teresa de Calcuta, Josemaría Escrivá de B alaguer. Pío XII (t 1958) es el primer papa del siglo xx que promueve de modo programático el reconocimiento de la santidad laical. Benedicto XV había beatificado en 1920 a la primera madre de familia llevada a los altares. Era la italiana Ana María Taigi, fallecida en 1837. Pero entonces no había sonado aún en la Iglesia la hora de los laicos, como ocurriría algunas décadas después. Un personaje emblemático de esta hora laical es, por ejemplo, el médico italiano Giuseppe Moscati. Nacido en Benevento en 1880, Moscati vivió en Nápoles desde 1883 hasta su muerte en el año 1927. Fue beatificado por Pablo VI en 1975, y canonizado por Juan Pablo 11 en 1986. Puede afirmarse que en el proceso de canonización de Moscati y en la misma decisión papal de llevarlo a los altares, la Iglesia ha salido expresamente al encuentro del mundo laico con el nivel de racionalización que su tratamiento exige, a la vez que integra el horizonte de lo sobrenatural. La biografía de Moscati se puede reconducir en sus líneas de fondo a modelos de santidad en cierto modo tradicionales, pero emergen en ella elementos nuevos que tienen que ver con nuevas percepciones del mundo y de la secularidad. 143

Moscati nace y se educa en el seno de una familia cristiana devota. Muy joven, se hace médico e inicia una excelente carrera profesional en el hospital de enfermos incurables donde trabaja. Sus enfermos pertenecen a las clases más humildes de N ápoles. Moscati se ocupa de ellos, muchas veces sin percibir honorarios. Se extiende pronto su fama por la ciudad, y se le considera por muchos «médico de las almas, además de los cuerpos». Mediante la práctica de la medicina, concebida y ejercida con un sentido de misión apostólica, el futuro santo vive en altísimo grado todas las virtudes cristianas. Dios le demuestra su favor concediéndole dones extraordinarios, como el de profecía, penetración de los corazones, y sobre todo el de curar cuerpos y mentes. Eventos llamativos que preceden su muerte y los numerosos milagros que la siguen subrayan una sólida fama de santidad. Moscati muere a los 47 años. La santidad de Moscati se distingue de otras muchas al menos por dos aspectos. El primero es la elección voluntaria y firme de mantenerse y vivir en el estado laical. Moscati es un laico en el más pleno sentido del término. No se encuentra adscrito a ninguna orden tercera ni es asimilable a modelo religioso alguno. El segundo aspecto es que Moscati no es un médico cualquiera. Los documentos biográficos lo describen como uno de los mejores y más logrados exponentes profesionales de la clase médica napolitana, donde reina, sin embargo, un cientifismo positivista y militante. Junto al fervor cristiano y espiritual que lo anima, Moscati destaca por sus publicaciones científi144

cas, su prestigio académico internacional, su docencia, y sus investigaciones de laboratorio. Es evidente que situar la figura de un médico -docente, clínico e investigador- en el marco de una construcción de la santidad, representa un desafío abierto y amable a la razón segura de sí misma. Mosca ti cultiva profesionalmente una ciencia que él mismo ha sabido vaciar de los falsos valores materialistas y prometeicos que a veces contiene. Las beatificaciones y canonizaciones de hombres y mujeres laicos que han tenido lugar en los últimos decenios, sirven de glosa adecuada a la doctrina del Concilio Vaticano 11 sobre la universal llamada a la santidad de todos los cristianos. Son también una invitación a todos los hijos de la Iglesia y hombres de buena voluntad, para que presten atención a esas vidas en su significado para ellos mismos y para el mundo entero. Importa mucho a la vez que la Iglesia canoniza no una laicidad que en algunos casos puede ser meramente jurídica o formal, y no siempre una laicidad real y verdadera, juzgada como tal por sus contemporáneos. Vivimos en unos comienzos, y las cosas habrán todavía de cambiar bastante. El cardenal Pietro Palazzini (t2000), que fue Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos desde el año 1980, anunció con optimismo la llegada de una hora de los laicos en las beatificaciones y canonizaciones, pero las muchas proclamaciones a veces masivas, de beatos y santos que se han producido desde entonces siguen llevando a los altares de modo casi exclusivo a mártires, religiosos y algunos sacerdotes diocesanos. Durante el pontificado de

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Juan Pablo 11 han prevalecido las canonizaciones de religiosos y fundadores de Congregaciones e institutos de perfección.

3.

LOS SANTOS EN ACCIÓN

La victoria del Cristianismo en la sociedad romana de los siglos m y IV fue desde luego la de un solo Dios sobre muchos dioses, pero fue también la victoria socio-religiosa de hombres santos sobre las instituciones y las débiles figuras del pasado inmediato. El hombre santo cristiano es uno de los personajes más atrayentes del nuevo escenario histórico y espiritual inaugurado en el mundo antiguo por la religión de Jesús. Existe una relación entre el triunfo del Evangelio y la crisis del Imperio Romano, pero el Cristianismo no se desarrolló en el extenso ámbito del Imperio como una fuerza destructora, sino como una verdadera e innovadora civitas Dei, como un nuevo sistema benéfico y creativo de relaciones entre el cielo y la tierra, y entre los seres humanos. El Cristianismo produjo un nuevo estilo de vida, creó nuevas lealtades, y dio a la sociedad nuevos horizontes vitales y nuevas satisfacciones, de carácter más humano que las conocidas hasta entonces. El santo cristiano aparece en Occidente con el mártir y el asceta, y algo después en Oriente con la figura del monje, que por el mismo hecho de serlo vive y actúa rodeado de una sólida e irrefutable fama de santidad. El monaquismo cristiano antiguo, nacido en el siglo IV después de las persecuciones,

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nada debe inicialmente a pensadores y teólogos de la Iglesia. Completamente popular por el suelo en el que nace, y completamente evangélico por sus impulsos y motivaciones, el monaquismo no es en sus comienzos un movimiento intelectual. Florece en el marco de una Iglesia que es todavía más bien ajena al mundo griego. Habrán de trascurrir aún algunas décadas para que el modo de vida monacal se provea de una enseñanza y de una base teológicas. Parece que los monjes eran ya una institución pública en Egipto hacia el año 320, y que los primeros cenobios existían en Palestina en el año 330. La Iglesia y los cristianos veían en los monjes a los cristianos que, por especial gracia de Dios, se habían situado en las condiciones mejores para que el común bautismo produjese en ellos los frutos más abundantes. Pero el monaquismo hacía visible, al mismo tiempo, la barrera invisible que existía entre la Iglesia y el mundo. Era una barrera reconocida desde el principio de la predicación cristiana, dado que el Cristianismo no compartía todos los valores de la sociedad y adoptaba necesariamente frente a ella una actitud de reserva. Pacomio es el primero que, con sus fundaciones cenobíticas, (comunitarias) hace del muro que circunda el monasterio un hecho físico y no sólo un hecho mental. Los monjes sirios y egipcios parecían llevar al límite algunos ideales de la vida filosófica pagana, si bien lo que practicaban suponía una mutación profunda de esos ideales. Su modo de ser y actuar espirituales no tenía como raíz la pura reflexión mental sino el Evangelio. La renuncia del filósofo a las ambiciones humanas se convertía para el monje cristiano en

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alejamiento del mundo en cuanto enemigo del Reino de los cielos. Las austeridades de la vida filosófica se transformaban para el cristiano en disciplina ascética abierta a la contemplación de los misterios divinos. Los ascetas del desierto, como más tarde san Basilio y San Benito, no entendían la vida monacal como un estado o modo específico de existencia cristiana junto a otros. No sentían por tanto la necesidad de definirlo. Tenían del monacato una idea dinámica, como vida vivida, que no obedecía a ninguna noción estática o canónica. Era simplemente para ellos la vida cristiana sin glosa ni comentario. Sus rasgos eran evangélicos y comunes, es decir, la fe, el amor, la confianza absoluta en Dios, la oración, las bienaventuranzas. La sociedad de ese tiempo advertía la objetividad y la visibilidad tangible de lo divino, que tanto creía necesitar, no en instituciones impersonales, sino en seres de carne y hueso en los que parecían unirse el cielo y la tierra. Aunque el hombre santo era percibido como alguien que trascendía los vínculos sociales y que se situaba más allá de la convivencia general, no perdía, sin embargo, su identidad personal ni se consideraba ajeno a las relaciones humanas. El hombre santo desempeñaba un papel social. Su peculiar estatus le confería un rol significativo como patrono de quienes acudían a él en asuntos de la vida cotidiana. Como figura independiente de la sociedad devenía un mediador ideal en pleitos, diferencias y disputas sobre deudas e intereses materiales, porque se le reconocía y aceptaba como hombre desinteresado y muerto a motivaciones puramente humanas. El cristiano santo, que había renunciado al mundo y se había apartado de la convivencia ordinaria con

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los demás, era percibido como un ser humano a través del cual se actualizaba lo sagrado. Los milagros que pudiera obrar eran algo secundario como motivo de atracción y de prestigio espiritual. Porque el milagro venía simplemente a resumir y validar una situación de aureola personal, que se había construido ya por medios más discretos, sencillos y ordinarios. Resultaba paradójico que ciudadanos comprometidos con el mundo, que habían sabido crear complejos sistemas culturales y organizar las bases económicas de una civilización próspera, tuvieran en la máxima estima a hombres que evitaban involucrarse en los asuntos mundanos, y parecían despreciar las ventajas del progreso, a la vez que se negaban a perpetuar su progenie. En el marco de este arranque histórico y humanamente visible de la santidad, puede decirse que los cristianos han percibido inicialmente a los santos como encarnación y testimonios vivos de los valores y bienes incoados en el mundo por la llegada del Reino de Dios en la persona y la predicación deJesús de N azare t. El Evangelio vive y se expresa en el hombre y la mujer santos. Los cristianos muertos por el poder romano en las persecuciones son para el pueblo los testigos de Cristo por excelencia, según el sentido propio y literal de la palabra mártir. Este término no hacía referencia inicialmente al sufrimiento o al derramamiento de sangre. El mártir era para la Iglesia un testigo privilegiado de Cristo porque le imitaba. Asociaba en su persona la confesión de fe hasta sus últimas consecuencias y una vida puesta del todo a disposición de Dios y de los hermanos.

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El mártir recibe toda su fuerza de Jesús, dado que imita y reproduce en su combate la victoria del Resucitado, vencedor de la muerte. Recibe por lo tanto una recompensa: la corona que indica al vencedor y otorga la inmortalidad. Resulta fácil de entender que estos motivos, que pasarían muy pronto a la iconografía martirial, impresionaran vivamente la imaginación devota del pueblo cristiano. La sensibilidad creyente recibía como un sello de identidad el testimonio de los mártires, que figuró en seguida como parte del patrimonio espiritual de los bautizados. Los santos comenzaban de modo tan silencioso como poderoso a desempeñar un papel y una función operativos de testimonio como iconos del Evangelio en la Iglesia. Hacían que los cristianos se sintieran urgidos por los valores que aceptaban y trataban de vivir como discípulos del Señor. El testimonio creyente de estos héroes cristianos debía sugerir la imitación espontánea por parte de quienes les consideraban modelos vivientes de existencia según el Evangelio. El santo se presentaba ante los ojos del pueblo cristiano, ante cultos e incultos, como modelo a seguir. Lo hacía de modo silencioso, pero elocuente y sumamente eficaz. El modelo representa un valor trascendente que se encarna en un ser humano. Es «una figura que se cierne frente a un individuo o frente al grupo, de tal modo que el espíritu adopta poco a poco sus rasgos en un proceso de trasformación interioD> 2• Los actos de la persona que sigue el modelo se rigen consciente o in2

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M.

SCHELER,

El Santo, el Genio, el Héroe, Buenos Aires 1961,

conscientemente por éste, y se elogia o se desaprueba a sí misma según su conducta esté en acuerdo o desacuerdo con la conducta que advierte en el modelo. La influencia misteriosa del modelo sobrepasa en hondura la que pueda ejercer un simple líder o un jefe. Los jefes solamente obran sobre nuestra voluntad3. La acción o la existencia del modelo actúan sobre nuestra conciencia de valores y sobre nuestro amor, e inciden directamente en nuestras disposiciones y actitudes vitales, que se encuentran siempre más allá de nuestra voluntad. El modelo es seguido y tenido en cuenta no sólo con nuestras ideas sino también con nuestros sentimientos, que son frecuentemente más poderosos que las ideas y se modifican con mayor lentitud que éstas. «Los modelos determinan el campo de acción de nuestro posible querer y obrar. Amándolos nos asemejamos a ellos en nuestro mismo ser» 4 • Si queremos descubrir los modos diferentes en que una persona puede ejercer sobre otra un influjo moral o espiritual, el papel principal, independiente de las circunstancias contingentes, no les pertenece al orden ni a la norma general, ni a la educación, sino exclusivamente a los modelos, a través de lo que denominamos buen o mal ejemplo. Las figuras históricas de un San Martín de Tours, un San Bernardo, un San Francisco de Asís, o una Teresa de Jesús no son reemplazables en la conciencia de los cristianos por ideas o palabras que representan valores sólo de modo abstracto. 3

4

Ibídem, 26. Ibídem.

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El santo modelo se hace presente en la conciencia de los cristianos más destacados de la iglesia antigua. Santos son imitados por otros santos en una cadena ininterrumpida de imitación que recorrerá la historia entera de la Iglesia. San Antonio de Egipto (251-356) configura su vida de asceta según una interpretación sencilla y casi literal de la Sagrada Escritura, y tiene sumamente en cuenta el ejemplo y la pauta de los santos antiguos, tal como los propone la Carta a los Hebreos5. Antonio se decide a imitar a los hombres santos del Antiguo Testamento, y se fija en los cristianos de Jerusalén, que han dado todo a la Iglesia a favor de los pobres 6 • La vida de los santos que la Iglesia venera hasta ese temprano momento de su joven historia, equivale para el abad Pacomio (287-346) y sus numerosos discípulos al camino de la perfección. San Juan Crisóstomo, San Basilio, San Gregario Nacianceno y San Jerónimo -escritores cristianos todos ellos de los siglos IV y v- proponen al profeta veterotestamentario Elías como modelo de plenitud religiosa. Discípulo aventajado de Pacomio, el monje Teadoro expone un día a su maestro algunas de sus inquietudes espirituales, y escucha de él la recomendación de que se haga hijo de los santos en su pobreza y renuncia. Teodoro se convence de que se trata en efecto de una vía segura, porque es como inCap. 11. Cfr. P. RESCH, La doctrine ascétique des premiers Maitres égyptiens du Jv.• siécle, París 1931, 184 s. 5 6

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tegrarse en una falange, de la que el mismo Cristo es el jefe. San Agustín (354-430) detiene su atención de modo especial en los mártires. Siguiendo ideas de San Cipriano de Cartago (210-258), Agustín enseña que el mártir imitador de Cristo, es modelo para todo cristiano, pero prolonga su pensamiento e insiste en que todos los fieles cristianos son también dignos de recibir una corona como la de los mártires, si han vivido ya en la tierra como hijos del Reino de Dios. Los santos no sólo pueden ser considerados ornato de la casa de Dios. La belleza singular que encarnan no se agota en una función estética de adornar el santuario donde habita el Altísimo. Los santos representan sobre todo lo más logrado de la vida humana abierta a la gracia. La consideración del santo como modelo recorre la vida de la Iglesia y se consolida en la tradición cristiana. Es un proceso de asentamiento espiritual en el que se unen la reflexión teológica, las iniciativas pastorales de la autoridad eclesial, y los instintos piadosos del pueblo cristiano. En medio a veces de exageraciones devotas bien intencionadas, se impone en los cristianos la convicción de que el mejor culto a los santos y santas de Dios es imitar su vida. La imitación de los santos recibe en realidad su significado, impulso y eficacia, de la imitación de Cristo, que es por definición inagotable, y no puede ser abarcada por ningún esfuerzo humano, ni siquiera por el más abnegado y puro. Puede decirse que el misterio de la infinita santidad y perfección del Verbo encarnado se refracta de mil modos y se manifiesta en la vida y acciones de los santos cristianos. 153

La santidad plena e indivisa de Jesús se hace divisible, por así decirlo, en las virtudes heroicas de los santos. El cristiano de todos los tiempos entiende que debe imitar al Hijo de Dios, que le habla en el Evangelio. Y sabe también que la reflexión sobre la vida de los santos le sirve de apoyo y estímulo para ir cada vez más lejos en la imitación de Jesús. Las virtudes de los santos hacen presentes y operativas a los cristianos las virtudes de Cristo. La mansedumbre y paciencia de Jesús, su inefable unión con el Padre, su vigor en cumplir la voluntad de quien le envió a la tierra, su pureza y su amor incondicional a los suyos: son perfecciones infinitas que brillan de manera finita y cercana en la vida de los auténticos discípulos, y piden a gritos ser incorporadas y tenidas en cuenta por quienes las contemplan en el marco de la Iglesia. Atraída por la gracia divina, la libertad humana no deja de mostrarse activa cuando piensa, siente y pone por obra el ejemplo de los santos. Porque cada cristiano reserva lícitamente un espacio para sus preferencias personales, que vienen dictadas por su edad, su carácter, su modo de ser, su raza, y las numerosas influencias, que consciente o inconscientemente habrá experimentado a lo largo de su vida joven o madura. La figura de los santos puede a veces crear en los cristianos una cierta tensión interior, porque les hacen pensar en la gran distancia que separa las alturas de la santidad de las realidades de la condición humana. Se impone a veces la tendencia de ver a los santos como hombres y mujeres admirables, pero no necesariamente imitables.

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Pero aquí se manifiesta también la libertad del cristiano, que puede elegir lo que desea imitar y lo que prefiere principalmente admirar. No se trata de una opción radical, porque no todo es admirable por todos y en todo tiempo en la vida de los santos. Y porque la vida de cualquier santo o santa de Dios contiene aspectos que son siempre imitables, dado que responden a constantes de la santidad cristiana que no son contingentes. La iconografía y su masiva difusión son un claro indicio que permite comprobar cómo los santos son tenidos en cuenta por los cristianos de todo tiempo y lugar. Los santos ofrecen a todos el ejemplo de una existencia vivida íntegramente según los ideales y los sentimientos cristianos. Ejercen por ello una fascinación mucho más intensa que la palabra oral o escrita. La figura de un ser humano que viviendo en la tierra como los demás hombres sus iguales, se ha entregado plenamente a Jesucristo y llevado una vida de intimidad e identificación con él, contiene en sí un máximo poder de atracción. Lo cual no debe extrañar cuando se piensa que precisamente con este fin suscita Dios sus santos en la Iglesia, para que arrastren a otros y los lleven a la fuente divina de toda santidad. El santo considerado protector de la nación, la ciudad, las profesiones, o las personas que llevan su nombre, es en gran medida el centro y el protagonista de la piedad de los hombres y mujeres cristianos durante los siglos medievales. Los santos, que son en su gran mayoría locales, desempeñan sobre todo en el medievo una decisiva

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función de cimiento social en las comunidades que los veneran y acuden a ellos como protectores celestes. Su culto resulta crucial para el reforzamiento de las estructuras de la autoridad episcopal y para las convicciones de unidad ciudadana en la población. El mundo medieval conoce ya la existencia, atenuada y dentro de un orden cristiano, de lo que más tarde se llamará religión civil. Ésta radica en la ciudad y es un fenómeno urbano que trata de consolidar el prestigio y el poder de la comunidad local. Busca principalmente potenciar la identidad ciudadana y un sentimiento cuasi religioso de pertenencia. Es en este contexto cómo la historia de la ciudad medieval deviene a veces, sin perder su carácter terreno, la historia de la salvación de la comunidad que la habita, y su espacio se hace afín a un espacio sagrado. Las ciudades establecen ritos cívicos, celebraciones y ceremonias públicas que en aniversarios o fechas determinadas enaltecen la ciudad y exaltan su pasado mítico o real, su presente y su glorioso futuro. El punto de conexión de este culto cívico con la religión cristiana son los santos protectores que forman parte inseparable de la existencia y del destino de la ciudad. Los santos no son únicamente objeto de la devoción individual de innumerables cristianos, su culto va unido estrechamente a la suerte de las ciudades que protegen y en las que reciben veneración pública. El santo protector es sobre todo el taumaturgo, el santo milagrero, que pertenece a la vida cotidiana de la ciudad donde vivió su vida o reposan sus reliquias.

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Los cristianos de cada lugar importante cultivan el orgullo de los santos propios, y la relación entre el santo y sus fieles es pensada y vivida según las ideas medievales de fidelidad y ayuda mutuas. Este culto es parte integrante de la vida religiosa y se diría que las relaciones con Dios parecen carecer en ocasiones de la intimidad y la confianza que une a muchos fieles con el santo locaF. El comportamiento piadoso -con frecuencia teñido de supersticiones- de los cristianos medievales respecto a los santos, no puede resistir en muchas ocasiones el impacto de una crítica ponderada y respetuosa con lo sagrado y las formas legítimas de devoción a lo largo del tiempo. Al margen de valoraciones y juicios anacrónicos, que ignoran las circunstancias y mentalidades de cada momento histórico, debe afirmarse que la veneración popular de los santos durante el medievo cuenta con lo legendario y lo fantástico, y se apoya no sólo en una visión de fe, sino también en una actitud bienintencionada de credulidad. La fe y la credulidad no siempre pueden separase en la conciencia de la persona creyente. Los textos hagiográficos medievales no pueden hacer frente a un análisis riguroso en cuanto a la facticidad de lo que narran, pero si los consideramos como monumentos de cultura, que reflejan la vida espiritual del ambiente que los ha producido, su valoración cambia o al menos se matiza de modo sustancial. 7 Cfr. J. MoRALES, El valor distinto de las religiones, Madrid 2003,61 S.

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La sociedad descrita en la hagiografía consistía en pueblo y santos: el pueblo se mantenía en estrecho contacto e interacción con los santos, y éstos participaban activamente en la vida de los fieles y se ocupaban de sus intereses. La práctica acostumbrada y casi rutinaria del santo era ser defensor y protector de su gente. U na poderosa conciencia colectiva se hallaba permanentemente en acción. Las emociones parecían dominar a la razón en muchos momentos. El santo es considerado propiedad de los habitantes del lugar donde reposan sus reliquias. Estuvo con ellos en vida y no se separaba de ellos después de morir. «Este hombre santo pertenece a nuestro pueblo. Tomó agua de nuestro río, y nuestra tierra lo trasladó al cielo» 8 • Existía una mutua asociación que era indisoluble. Los fieles se imaginaban un campo de fuerzas, dentro del cual actuaba especialmente la figura taumatúrgica del santo protector. Éste debía responder a la necesidad universal y perentoria de milagros, que eran parte esencial de la vida. Un piadoso relato popular ejemplifica muy bien esta mentalidad. Un devoto de San Julián acudió en una zona de Francia a la iglesia del santo en el día de su fiesta, dejando fuera su caballo. Cuando salió, el animal no estaba allí. Volviendo al templo, dirigió reproches al santo: no le había hecho nunca nada irrespetuoso y le había dedicado dones y limosnas. ¿Por qué he perdido mi propiedad? Te imploro que 8 Cfr. A. GUREVICH, Medieval Popular Culture, Cambridge 1988,40.

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me sea restituida. Con esas palabras y bañado en lágrimas salió afuera y allí estaba su caballo. Los santos, de su parte, exigían atención y veneración de sus devotos. Su figura estaba modelada frecuentemente a imagen y parecido humanos. Nada humano les era ajeno. Si Dios se encarnaba en la santidad a escala cósmica, el santo la reproducía en el microcosmos local. Los fieles de cada lugar consideraban a sus santos como patronos y amigos. Eran santos, por así decirlo, construidos para los otros, y modelados según las representaciones comunitarias. Los obispos y el clero trataban en cada momento y ocasión de encauzar las necesidades sociales y psicológicas de sus comunidades por caminos adecuados. Inculcaban habitualmente una recta comprensión y un correcto ejercicio de la fe. En realidad, si los santos recibían una veneración excepcional por parte de los fieles eran porque estos percibían en cada uno de ellos una sumisión plena a los principios religiosos establecidos y enseñados por la Iglesia. Los cristianos sabían que los santos auténticos nunca habían presumido ni se habían sentido orgullosos de su proximidad a Dios y a lo divino. De modo invariable se consideraban por el contrario, indignos de la gracia y del poder espiritual que obraba en ellos. Eran cuestiones sobre las que los santos no gustaban de hablar. Por sencilla que fuera, la gente no creía o aceptaba cualquier cosa o intervención como venida de lo alto, y no carecía de algún sentido crítico en asuntos de lo sobrenatural. Ocurría únicamente que

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la frontera entre lo probable y lo improbable, o entre lo natural y lo milagroso, no era exactamente la de hoy. Lo cual no impedía que con frecuencia se expresasen dudas justificadas sobre la realidad y autenticidad de supuestos milagros. Lo cierto es que en el siglo XIII los santos venerados por el pueblo cristiano se contaban por cientos en Europa. Pero entre 1185 y 1431 solamente hubo 70 procesos de canonización de los cuales únicamente la mitad fueron concluidos con la declaración de santidad. El hecho de la protección de los santos forma parte en cualquier caso de la fe cristiana y se encuentra legítimamente presente en la devoción habitual de los fieles. El espíritu de los santos vive en la Iglesia. Es uno de los modos en que Dios cuida de ella, la renueva y la protege hasta el fin de los tiempos. Los santos y santas de Dios han sido en todo momento para los cristianos como una parentela que han recibido con la fe. Son gente familiar con quienes pueden comunicarse sin gran esfuerzo en el recuerdo, la oración, la lectura de su vida y escritos, la visita a sus lugares. Después de la valoración de los santos como testigos y modelos se abre paso gradualmente en la conciencia y en la devoción de los cristianos la idea y la realidad de los santos como intercesores, que llevan ante el trono de Dios las necesidades de quienes caminan, como viadores, hacia la vida eterna. La intercesión es en efecto algo propio de los cristianos. Se apoya en la comunión de los santos, que implica precisamente una economía de intercesión, silenciosa y constante, que une las tres dimensiones

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de la Iglesia (en la tierra, en el cielo, en estado de purificación) en un único latido de oración. El Antiguo Testamento nos ofrece numerosos testimonios y episodios impresionantes y conmovedores acerca de la intercesión obrada ante Dios por hombres justos a favor de otros hombres, en peligro espiritual o material 9 • Los apóstoles insisten en las plegarias por los demás, por la Iglesia, por el mundo. La intercesión aparece en el Nuevo Testamento como algo especial del cristiano, porque solo éste se encuentra en situación de ofrecerla. Interceder es función reservada a los justificados y obedientes, y propia de los hijos de Dios. «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, más si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha» 10• La intercesión es desde los orígenes de la Iglesia una característica inseparable del culto cristiano. Es un privilegio concedido en la adopción celestial del hombre y la mujer bautizados; es el ejercicio de una mente y un corazón creyentes y solidarios 11 • No podía ser de otro modo, si la religión de Jesús es una religión comunitaria, como lo es de manera preeminente por voluntad divina. Si los cristianos han de vivir juntos en el cielo y en la tierra han de orar juntos, y la oración en unidad es necesariamente de carácter intercesorio. Porque es ofrecida en provecho mutuo, por uno mismo y por el conjunto de los fieles y por uno mismo como parte del todo. 9 10 11

Cfr. Gen 12, s; 2 Mac 12, 38 s. Jn 9, 31. Cfr. 1 Col4, 2; 1 Tim 2, 1; 1 Jn 3, 22.

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La celebración romana de la misa, tal como se refleja en la plegaria eucarística, coloca un acento especial, a la vez solemne y sencillo, en la intercesión de los santos, que son profusamente nombrados e invocados en los mementos de vivos y difuntos. Esta intercesión de santos y santas no sólo no usurpa ni ignora el único poder intercesor y mediador de Cristo, sino que se apoya en esa mediación y de ella recibe su fuerza y su sentido. Los santos toman a su cargo una parte del papel intercesor trascendente de Jesús, y lo hacen más próximo a los mortales. Los santos pueden interceder porque sus plegarias se dirigen en el cielo a Cristo Mediador y Cabeza de la Iglesia, de modo que la intercesión de los santos y la trascendencia del Lagos se proclaman simultáneamente. El santo puede además interceder, y se verá fácilmente inclinado a hacerlo, porque se halla próximo a las debilidades humanas, las conoce y las comprende porque las ha compartido en la tierra. Los santos parecen asumir así con los difuntos en la iglesia antigua funciones reservadas inicialmente a los ángeles, porque se piensa devotamente que esperan a las almas cuando éstas dejan el cuerpo, las acompañan y las reciben en el paraíso. Es en cualquier caso convicción de los cristianos que siempre pueden contar con la intercesión de los santos ante el Juez Supremo. El santo fundador de una familia espiritual en el seno de la Iglesia ejerce sobre sus hijos, e indirectamente sobre multitud de cristianos, una influencia de particular intensidad. El fundador vive en sus hijos e hijas espirituales, a quienes ha descubierto el sentido y las consecuencias que encierra para ellos el Evangelio predicado por Jesús. Ha actualizado

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para sus discípulos la vocación bautismal que un día recibieron, y les ha abierto horizontes ciertos de santidad en la vida religiosa o en el mundo. Puede comprobarse en la historia de la Iglesia que los fundadores han abierto páginas y capítulos nuevos en esa historia, que refleja en el mundo la operación de causas divinas. Reconocidos y aceptados como agentes de Dios en la historia humana, los fundadores han ejercido la máxima influencia espiritual, y también humana, sobre quienes han seguido de cerca y libremente su ejemplo y sus enseñanzas. Muchos de estos santos fundadores han recibido y merecido en la Iglesia, y desde luego en sus familias espirituales, la denominación de padre, porque el acontecimiento cristiano y evangélico que suponen sus vidas en la tierra, evoca directamente la acción divina que engendra hombres y mujeres a la vida del espíritu y los mantiene y protege en esa vida hasta su final terreno. El término padre recibe en la literatura y praxis cristianas antiguas un uso muy restringido. Este hecho refleja tal vez las palabras de Jesús, que dice en el evangelio de San Mateo: «No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro padre: el del cielo» 12• Pero San Pablo escribe lo siguiente en la Carta a los Romanos: «Abraham se convirtió en padre de todos los creyentes incircuncisos ... y también en padre de los circuncisos, que no se contentan con la circuncisión»13. Y el mismo Pablo exhorta audazmente a los 12 13

Mt 23, 9. Rm 4, 11-12.

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cristianos de Corinto con estas palabras ardientes: «Aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo, quien por el Evangelio os engendré en Cristo Jesús» 14• Puede parecer que existe una contradicción entre ambos textos, pertenecientes al Nuevo Testamento y pronunciándose los dos de modo diferente acerca del mismo asunto. Pero en realidad no hay en ellos oposición alguna. Los dos van en la misma dirección y podría decirse que se completan y refuerzan mutuamente. Porque Pablo ha afirmado en la epístola a los Efesios que de Dios Padre «toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» 15 • Esto significa que la paternidad invocada por Pablo para sí mismo, en relación con los cristianos que ha llevado a la Iglesia, es la misma paternidad que en su origen sólo puede predicarse de Dios, Padre de Jesucristo. Pablo puede ser considerado padre de sus hijos espirituales porque les hace participar por deseo de Dios en la única paternidad divina. Igual que los mediadores en la tierra y en el cielo, como son la Virgen María y los Santos, nada añaden ni sustraen a la única Mediación de Cristo, tampoco los que en la tierra llevan legítimamente el título de padres según el espíritu, nada añaden ni sustraen a la única paternidad de Dios. Son padres de sus hijos espirituales bajo Dios y en Dios. La paternidad espiritual ha sido una realidad en la Iglesia desde sus mismos orígenes. Ha sido encar14 15

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1Cor 4, 15. Ef 3, 15.

nada y vivida por los santos en una cadena ininterrumpida de fecundidad evangélica. Los textos y documentos cristianos de todas las épocas testimonian este hecho admirable que sitúa a los fundadores bajo una luz nueva. En la primera vida sahídica de San Pacomio se dice: «merece ser llamado padre porque nuestro Padre que está en el cielo habita en él». Cuando San Martín, obispo de Tours, se encuentra a punto de abandonar este mundo, rodeado de sus apenados discípulos, escucha de éstos palabras que suenan inevitables: «¿Por qué nos dejas, padre?» 16 • En el breve prólogo de la venerable Regla de San Benito leemos: «escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre amoroso y ponla en práctica». A Francisco de Asís sus frailes le llamaban padre de modo habitual, según se desprende de los episodios y diálogos recogidos en las Florecillas. Lo mismo puede afirmarse de Ignacio de Loyola y de cómo se dirigían a él los discípulos que compartían su vida. En el prólogo escrito por el jesuita Jerónimo N adal a la Autobiografía de San Ignacio se encuentra el siguiente texto: «Como sabía que había sido costumbre de los santos padres fundadores de alguna institución monástica dar a sus hijos a modo de testamento aquellos consejos que podrían ayudarles en la perfección de la virtud, buscaba yo el tiempo oportuno para pedirle lo mismo al padre Ignacio. Ocurrió en 1551 que estando los dos juntos, el padre 16

Epfstola 3 de Su/picio Severo, Sources Chrétiennes. N. 0 ' 133,

336.

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Ignacio dijo: 'ahora mismo estaba más alto que el cielo'. Según me parece, había tenido algún éxtasis o algún rapto, como le ocurría con frecuencia. Con sumo respeto le pregunto: 'A qué se refiere padre'. Pero él desvió la conversación a otros asuntos. Creyendo que aquel era el tiempo oportuno, pido y suplico al Padre que tenga a bien explicarnos cómo el Señor le había dirigido desde el comienzo de su conversión ... Porque -le digo- al haber conseguido, Padre, aquellas tres cosas que deseabais ver antes de la muerte, tememos que seáis llevado al cielo. El Padre se excusaba con sus ocupaciones, que no le permitían dedicar a este asunto ni atención ni tiempo» 17• Esta terminología que alude a la paternidad de los santos se refleja también en los textos litúrgicos. La encontramos, por ejemplo, en la colecta de la misa de San Juan Bosco, que es llamado «padre y maestro» de jóvenes. San Josemaría Escrivá vivió siempre su vocación con una clara conciencia de paternidad respecto a todos los hombres y mujeres que abrazaran el camino del Opus Dei para servir a Dios y a la Iglesia en medio del mundo. Se sentía convencido de estar en la tierra por deseo divino, solamente para realizar esa paternidad. Santos como los que hemos mencionado, y otros que podrían citarse, poseían absoluta certeza de que el Padre del cielo, avalaba el uso de ese título por ellos, y que llamarse padre no suponía una apropiación indebida, y mucho menos una usurpación. Porque el 17 El Peregrino. Autobiograjfa de San Ignacio de Loyola, Bilbao-Santander, 1983, 143.

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nombre de padre es aquí el emblema de una existencia hecha de grandes alegrías y grandes dolores. Los hombres y mujeres santos seguidores e imitadores de Jesús no sólo recuerdan a los buenos cristianos la existencia del Padre Eterno sino que lo reflejan en buena medida. Porque su santidad finita es un signo viviente e irresistible de la santidad infinita del Hijo único. El santo expresa el esplendor y la gloria de Dios mediante su parecido con Jesucristo. Cuando el pueblo cristiano ve a Dios en un santo, su percepción espontánea y sencilla manifiesta sin comentarios una gran verdad teológica de fondo. Esta verdad tiene que ver con la secuencia Dios Padre-Hijo único-hombre o mujer cristianos configurados en Cristo por obra del Espíritu Santo. La percepción vital y las intuiciones populares creyentes expresan en realidad altos misterios de la existencia cristiana según Dios. El santo es percibido como un icono de lo divino. Tanto es así, que en muchas ocasiones los santos han tenido que recordar a sus devotos -como Pedro al centurión Cornelio- 18 que son seres humanos normales como ellos y que solamente Dios es digno de adoración. Dios se muestra singularmente accesible en el hombre santo, que deviene un texto vivo de la divinidad. Al santo se le pueden aplicar en sentido débil las palabras de Jesús: «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» 19 • Hay una visibilidad de Dios en el hombre y la mujer santos. Sus vidas devienen reveladoras de Dios y en esto radica su principal identi18 19

Cfr. Hech 10, 26. Jn 14, 9.

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dad. Son como un locus de lo sagrado que altera para bien la monotonía y mediocridad de la vida mundana, que es plana y sin ventanas. El acceso a lo divino no es una cuestión de cómo sino de quién, es decir, se personaliza en un ser humano. El hombre de Dios, finito y visible, invita con su sola presencia humana y sus acciones, a discernir en él la presencia y la cercanía de Dios invisible e infinito. Es templo de Dios para los demás casi en sentido físico, en una mediación tangible. A través del santo Dios gobierna y Dios salva. Y parece hacer disponible la salvación. El mundo se reestructura de algún modo en torno a la persona santa. Al encarnar de manera concreta lo sobrenatural, el santo se convierte de hecho en una apología o demostración popular de la religión de Jesús. Recomienda silenciosamente la autenticidad y verdad del Evangelio, y se erige sin pretenderlo en prueba visible y empírica de que Dios existe. En los santos interseccionan y se cruzan el cielo y la tierra. Por eso -igual que la Cruz- suelen desatar el furor y el odio de las fuerzas del mal y de quienes en un momento dado las están representando. Estos tributan con su repulsa de los santos un peculiar homenaje al irresistible misterio divino que habita en ellos y que explica su vida. La existencia de un santo de carne y hueso equivale a un obstáculo insuperable para la incredulidad, supone un pacífico reproche al incrédulo, pero es sobre todo un llamamiento de lo alto a fin de que éste abra los ojos a la luz y cambie el rumbo de su vida.

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IV LOS SANTOS Y EL MUNDO CAPÍTULO

l.

CORAZÓN DEL MUNDO

Los santos y santas de Dios pueden ser llamados el corazón de un mundo sin corazón. El espíritu amoroso y caritativo de la Iglesia se manifiesta y difunde en la tierra de modo capilar por medio de los santos. Es el mismo amor del Padre del cielo, Dios de misericordia y de toda consolación. Quienes lo encarnan en el mundo son hombres y mujeres elegidos para dar ese testimonio, haciendo llegar a todos las bendiciones de lo alto. Los hombres y mujeres que se apartan de Dios y le niegan con sus palabras o sus acciones son severamente calificados por San Pablo, cuando en la Carta a los Romanos los presenta como «gente de mente réproba, enemigos de toda justicia, insensatos, sin amor, sin misericordia» 1• El Apóstol opone simétricamente los hombres compasivos, que han entendido y viven el Evangelio en su núcleo funda1

Rom. 1, 28 s.

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mental, a los que no tienen misericordia y no reflejan, por lo tanto, en sus vidas y sentimientos, el rostro compasivo de Dios tal como se hace transparente en las acciones y emociones de Jesús. Decía Séneca: «siempre que he ido a estar entre hombres, he vuelto peor» 2• Es una sentencia pesimista acerca de las capacidades fraternas y solidarias de gran parte del género humano. Pero expresa una experiencia correcta, de un mundo en el que con pocas excepciones no han brillado aún las luces y el calor del amor y la compasión humanos, reflejo del amor divino. El precepto evangélico del amor mutuo 3 nunca fue para los discípulos de Jesús una bella teoría, o un mero principio religioso. Fue desde el principio una verdad operativa, que hacía ver y sentir el Evangelio como una realidad nueva y activa en el mundo. «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» 4 • Se trata del Evangelio vivido, practicado y traducido a la única lengua que todos entienden, del sabio al inculto: la lengua de la caridad y del amor. El amor infundido por el Espíritu de Dios en las mentes y corazones de los discípulos rebosa hacia afuera, y se expresa necesariamente en actos y relaciones de comprensión, paciencia, perdón y auxilio espiritual y material a quien lo necesita. Son conductas normalmente ignoradas, y a veces despreciadas, 2

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Cartas a Lucilio, 1, 7. 1 Jn 4, 20. Hch 2, 44-45.

por el mundo entorno, que es sensible a valores muy diferentes, dictados por el egoísmo y la indiferencia hacia los demás. El comportamiento de los santos, y la novedad radical que suponía, solamente podía originar sorpresa, perplejidad, admiración y en muchos casos conversión. Se manifestaba ante todos un mundo nuevo. La caridad y la compasión cristianas revelaban al mundo caduco la belleza de Cristo en su piedad hacia el hombre. Cosas así sólo podían ser dichas una vez en la historia humana, pero su resonancia en los sentimientos y comportamientos de innumerables seres únicamente acabaría en la tierra con el fin de esa historia. Cuando los cristianos de la primera hora socorren a los pobres de sus comunidades, no lo hacen como crítica del mundo que los rodea o de las carencias y defectos de los paganos. No están censurando a nadie, sino desarrollando y poniendo por obra los impulsos irresistibles y espontáneos que brotan de sus convicciones y de su amor. Parecían resonar en sus vidas las palabras de Jesús, cuando después de narrar la parábola del buen samaritano dice como conclusión al escriba que le había preguntado a quién debía considerar su prójimo: «vete y haz tú lo mismo» 5 • En la descripción del Juicio final que hace San Mateo, leemos: «Entonces dirá el Rey a los de su derecha: venid benditos de mi padre ... Porque tuve hambre y me distéis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y 5

Le 10, 37.

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me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme. Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ... y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» 6• Estas palabras de Jesús han brillado de modo tan intenso durante generaciones en la Iglesia, y ejercido una influencia tan poderosa y directa, que se puede describir la predicación cristiana como una predicación del amor y de la caridad. Los cristianos aprendieron de primera mano de su propio Maestro lo más alto y santo que se puede aprender en una religión, es decir, el amor de Dios. El lenguaje nuevo en labios de los discípulos fue un lenguaje de amor. Pero fue más que un lenguaje. Fue una realidad poderosa de fuerza transformadora y de acción. Lo dice el testimonio del pagano Luciano de Samosata (120-180) que escribe de los cristianos: «su legislador les ha enseñado que son todos hermanos, y se han hecho increíblemente sensibles en lo que concierne a la ayuda común, en la que no ahorran ningún gasto». Tertuliano (t después del 220) observa: «Es nuestro cuidado por los necesitados, nuestra práctica del amor, lo que nos marca a los ojos de muchos de nuestros oponentes. Mirad -dicen- cómo se quieren (ellos se entregan a los odios mutuos). Mirad -dicen- cómo están dispuestos a morir unos por otros (ellos se hallan dispuestos a matarse mutuamente)» 7 • Se había hecho así realidad 6

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Mt 25, 34-40. Apologeticum, 39.

la frase de Jesús: «En esto conocerán los hombres que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros» 8• El Evangelio había saltado las barreras de lo individual y devenido un mensaje social. La predicación que separaba al hombre del mundo y lo unía a Dios, se convertía también en un anuncio efectivo de solidaridad y fraternidad. Este rasgo, lejos de ser accidental, demostraba ser algo inherente a su naturaleza. Espiritualizaba y elevaba la tendencia del hombre a la sociabilidad, y convertía aspectos convencionales de la convivencia humana en una obligación moral de primer orden. La actividad caritativa de los cristianos se expresaba en primer lugar mediante la limosna. La predicación habitual de la Iglesia les exhortaba a la liberalidad y a mostrarse generosos con los demás en la vida diaria. La limosna aparecía en muchas ocasiones asociada al culto divino, y como un espectáculo espiritual que se desarrollaba silenciosamente, y quasi in occulto, sólo ante el trono de Dios. El principio paulino, recogido del mismo Jesús, de que «los que predican el Evangelio vivan del Evangelio» 9, se aplicaba a misioneros y maestros, y era vivido sin vacilaciones en todas las Iglesias. Siempre que los documentos cristianos hablan de personas pobres que requieren ayuda, el primer lugar de atención lo ocupan las viudas y los huérfanos. Lo cual tiene que ver directamente con el particular desamparo de su situación en el mundo antiguo, y también con las indicaciones éticas llegadas a los 8 9

Jn 13, 35. 1Cor9,14.

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cristianos desde el Judaísmo. El papa Comelio (t 253) escribe que la Iglesia mantenía en Roma a unas mil quinientas viudas y personas pobres. Era una actividad que se desarrollaba también en medio de las persecuciones. La Iglesia cuidaba solícitamente a enfermos, pobres, discapacitados, a quien hacía llegar ayudas materiales y consuelo espiritual y humano. La calidad de este sistema caritativo, la honda impresión que causaba, y el número de personas que ganaba para la fe cristiana, encuentra un excelente testimonio en la acción de Juliano el Apóstata (331-363), que intentó reproducirlo sin éxito en el estado pagano que quiso crear. Julián no sólo se refiere a la eficacia de la organización cristiana de asistencia, sino también a su admirable extensión a los no cristianos. «Estos galileos -escribe- no sólo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros, que carecen de nuestros cuidados». Los cristianos atendían a los presos y a los muchos que consumían su vida en el trabajo de las minas, que eran visitados regularmente, y consolados en su infortunio. Esta tarea solía ser desempeñada por diáconos, que para llevarla a cabo se exponían a graves riesgos. La Iglesia se ocupaba asimismo de los esclavos. Los cristianos de aquel momento no miraban la esclavitud ni con simpatía ni con hostilidad. La veían como el estado, las leyes, o los vínculos legales. Nunca pensaron en abolir el estado ni tampoco en suprimir la esclavitud por razones humanitarias o de otro tipo. Pero la Iglesia no era indiferente a la condición de los esclavos, y de hecho les dirigió siem-

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pre su atención, y logró modificar su situación en numerosos aspectos. Los esclavos conversos al Evangelio, hombres y mujeres, eran plenamente considerados hermanos y hermanas en cuanto a la religión y la fe. Comparada con esta realidad última, su lugar en el mundo era tenido por un asunto indiferente. Los esclavos gozaban dentro de la Iglesia de los mismos derechos y posibilidades que cualquier otro fiel. Podían ser clérigos, presbíteros e incluso obispos. Como personas eran normalmente estimadas como los demás cristianos libres y se recordaba a los amos cristianos que los esclavos de su propiedad eran sus hermanos, especialmente si se trataba de hombres y mujeres que habían recibido el bautismo. La Iglesia extendía habitualmente su acción caritativa a gente afectada por epidemias, plagas, hambrunas, terremotos u otro tipo de catástrofes públicas, cuyas víctimas solían carecen de asistencia por parte del estado o de la autoridad. Ciertamente los cristianos, «los santos», establecen en el mundo un estilo nuevo de tener en cuenta al prójimo, que deja de ser un competidor, un adversario, o un simple conciudadano. Esta honda tradición, entendida como la trasmisión de vivencias evangélicas nunca se ha apagado ni deteriorado en la vida de la Iglesia. Algunos cristianos son considerados de modo particular encarnación viva de esta tradición caritativa, pero hemos de verlos como la parte visible de un mundo escondido, hecho de amor, que ha permanecido y permanece oculto en la existencia cotidiana de innumerables discípulos de Jesús.

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San Martín de Tours (335-400), que ya ha aparecido en estas páginas, ocupa un lugar muy importante en la historia de la piedad cristiana no sólo como impulsor del monaquismo en Occidente, sino también como icono de caridad y desprendimiento. Había entendido y practicado literalmente la necesidad de renuncia a lo propio para vestir al desnudo. Martín es el carismático que domestica las fuerzas de la disolución y la contaminación espiritual que amenazan, entonces como ahora, la existencia humana razonable y abierta al más allá de Dios. Martín está en contacto con energías trasformadoras que llegan desde el cielo, y son las únicas capaces de contener el caos del pecado y de la indiferencia humanos. Entre este mundo y el otro, el santo de Tours vive una vida realmente despierta, porque no vive para sí mismo. Vive para Dios, lo cual equivale a vivir para los otros. Un contagio afectivo, plenificado por la gracia, le permite sentir el sufrimiento ajeno como si fuera propio. Un salto en el tiempo nos pone en contacto -sin alterar nuestro discurso- con la figura atractiva de Isabel de Hungría (1207-1231), hija del rey Andrés, casada con Luis de Turingia. No ejerció su amor a los demás solamente con regalos ocasionales, concedidos desde su elevada situación real, o su cooperación en iniciativas de caridad. Lo suyo fue compartir literalmente la vida de los pobres. Atendía personalmente a los enfermos en sus necesidades más elementales, limpiándolos y descendiendo a servicios y atenciones de la más ínfima naturaleza. Daba a los pobres ropa que había preparado con sus manos. Puede decirse que se esforzó por ser uno de 176

ellos, y quiso acompañarlos tanto en su suerte que al final de su corta vida se mantenía a sí misma con el trabajo de sus manos 10• Santa Isabel es un prototipo de esos hombres y mujeres atrevidos con la realidad, y disconformes por ello con las injusticias del mundo. Buscan hacer en su microcosmos, y desde él, un mundo mejor sin utopías ni planteamientos fantásticos. Representan el realismo y al mismo tiempo el atrevimiento del amor cristiano. Los santos cristianos practican la caridad y logran, en su caso, milagros del cielo, en el marco de un orden social bien conocido y siempre respetado. En los famosos milagros del Medievo ocupaban un puesto muy importante los que podríamos llamar milagros sociales. Dentro de los temas de la hagiografía de los siglos medievales, la ayuda prestada por los santos a viudas, huérfanos y pobres, destaca sobre los demás asuntos. Muchas vidas de santos populares muestran con frecuencia un contraste de caracteres: el santo compasivo y el juez o el gobernante severo. La figura de autoridad no es presentada como injusta, y la justicia del veredicto no se cuestiona ni pone en duda. La desaprobación deriva de la inflexibilidad en la aplicación de la ley, que carece de la compasión y el perdón que llena la vida del santo. No hay un conflicto entre injusticia secular y justicia cristiana más alta y pura, sino una tensión entre potestad y caridad. El núcleo de los relatos no es la inocencia del hombre o la mujer condenados y luego li10 Cfr. J. RATZINGER, De la Mano de Cristo. Homilías sobre la Vir.gen y algunos santos, Pamplona 1998, 128.

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berados, sino la bondad y misericordia del santo liberador, que no parecen valores de este mundo. Las acciones compasivas y milagrosas del santo a beneficio de gente desgraciada abrazan sobre todo a pecadores y criminales, y son manifestaciones de un amor sin límites. Aunque el santo es un protector incondicional de quienes padecen infortunio, sin importar el motivo, nunca es un oponente o adversario de la autoridad civil, ni un luchador contra los que oprimen a los gobernados. El santo se encuentra más alto y por encima de esa autoridad, como la Iglesia es más justa que el estado, y la ciudad de Dios más armónica y verdadera que la ciudad terrena. Los santos no son descritos como enemigos activos y sociales de la esclavitud o la tiranía. Cuando alivian las consecuencias de estas disfunciones y lacras colectivas mediante acciones normales o milagrosas, su intervención no contiene valor público, y es considerada únicamente como un suceso de alcance privado. Si un rey o un señor despótico y corrompido recibe un castigo, lo recibe como una persona individual y concreta cuya conducta es mala, pero no como una institución de poder público. N a da hay que denote una oposición o contraste éticos entre clases altas y bajas. La falta de libertad y de igualdad era condición natural de la sociedad en la que el santo actuaba y consolaba a grandes y pequeños. La compasión práctica hacia el oprimido podía ser ya por sí misma una prueba de santidad. Es evidente que por encima de la mentalidad y los condicionamientos que se manifiestan en las semblanzas de los santos y santas medievales, destaca

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como factor constante el ejercicio de la misericordia en un mundo que carece de ella o que la oculta. El santo se encuentra siempre cercano al pueblo y responde a sus expectativas. Es el recurso último cuando no queda ningún recurso y ninguna esperanza humana. Las cambiantes circunstancias socio-políticas y económicas de los siglos XVI y xvn alumbran en la Cristiandad, ya en cierto declive, un tipo de santo que conecta afectivamente, desde principios evangélicos, con el ciudadano pobre y marginado, que es producto de las nuevas condiciones de la vida y de la cultura urbanas. En Europa nace, o al menos se insinúa, la modernidad, que al centrarse más que anteriormente en el hombre, hace descubrir a los buenos cristianos nuevos campos para el ejercicio de su amor. Situaciones de penuria e infortunio, que no podían ser del todo nuevas, son ahora percibidas con particular lucidez e intensidad por parte de hombres creyentes que buscan a Dios en el servicio a los demás. San Juan de Dios (1495-1550), fundador de la Orden Hospitalaria que lleva su nombre, es descrito en incontables grabados cargando sobre sus hombros a enfermos y tullidos. San Camilo de Lelis (15501614) aprendió a discernir a Cristo en los enfermos que atendía, y veía al Señor en ellos con tanta viveza y acabado realismo, que no podía evitar en muchas ocasiones dirigirse a ellos con gesto suplicante para pedirles que le perdonasen sus faltas y pecados. Camilo había sido un hombre de mundo, de temperamento aventurero y audaz, y esos rasgos de su pasado se reflejan purificados en sus escritos de fundador y 179

de santo. Conocía el mundo y sabía que los enfermos eran el símbolo de la humanidad doliente ante la que un discípulo de Jesús debía reaccionar. El mulato peruano Martín de Porres nació en Lima el8 de diciembre de 1579. Era hijo de un español y de una liberta de raza negra. Ingresó en la Orden dominicana, pero no llegó a ordenarse sacerdote. Murió en el año 1639. Fue beatificado por Gregario XVI en 1837, y canonizado por Juan XXIII en 1962. Fue como el reconocimiento público en los tiempos actuales de la obra del humilde mulato, que con el ejemplo de su vida parecía anunciar pacífica y calladamente la futura emancipación de los hombres de color, y la superación de las diferencias raciales y de clase. La mísera enfermería del convento donde vivía Martín era su cuartel general, donde ayudaba a los pobres, atendía y consolaba a los indios, y aconsejaba también a los poderosos. Su actividad llegó a ser tan extraordinaria que asombraba cómo podía hacer tantas cosas. Nunca abandonó su convento, pero el impulso de su mente y de su corazón le trasladaba -se dice que físicamente- a lugares lejanos de África, China y Japón, en los que socorría a misioneros e indígenas. La caridad le empujaba a ayudar a todo ser humano, sin distinción de clase o de color. Instruyó en la doctrina cristiana y en los caminos de Dios a campesinos, criados negros, y mulatos, a quienes se sentía especialmente vinculado. Se ocupó intensamente de sus hermanos dominicos, sirviéndoles de rodillas, y llegando a curar, con asistencia divina, a docenas de ellos durante la peste que asoló la ciudad de 180

Lima. Una explosión benéfica de amor divino parecía cubrirlo todo en aquellos lugares limeños, mediante la persona de Martín. Otra figura imponente de la santidad cristiana florecida en América es San Pedro Claver (15801654), de la Compañía de Jesús, que vivió y trabajó en Cartagena de Indias (Colombia) y se consideraba y llamaba a sí mismo «esclavo de los esclavos». Fue canonizado por León XIII el 15 de enero de 1888. Pedro Claver representa el consuelo cristiano en medio de las crueles circunstancias de los esclavos negros, que llevaban de África a Cartagena en un terrible y despiadado comercio los traficantes sin conciencia. «Los esclavos venían en las calas de los buques y en el bajo puente como rebaño de bestias, inferior en precio a algunas de ellas, pues un esclavo se compraba en África por 5 pesos; desnudos, sin higiene, en una promiscuidad lamentable, sobre todo en el aspecto de la salud: sanos con enfermos. Las epidemias hacían estragos, y se consideraba un viaje bueno si no perecía la tercera parte del cargamento humano. El olor era terrible, y un capitán negrero llega a afirmar que cualquier blanco no hubiera podido resistir un cuarto de hora dentro» 11 • Del barco a las negrerías había poca distancia. Allí eran arrojados hasta que llegara la hora de la venta. Tan pronto como los había acomodado con sus propias manos, Pedro Claver les daba regalos que traía: algunos bizcochos bañados en vivo tinto, dulces, 11 A. V ALTIERRA- R. M. DE HORNEDO, San Pedro Claver, Madrid 1985,79.

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conservas, que llevaba en una bolsa de piel cogida con una cuerda en la espalda y colocada debajo del manteo. Los testigos coinciden en la descripción del modo como Claver desarrollaba su actividad apostólica con los esclavos. Después de atender con exquisita caridad a los enfermos y de procurar regalarlos a todos con alimentos y bebidas, procedía a la instrucción doctrinal, lenta y paciente. San Vicente de Paúl (1581-1660), fundador de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, trabajaba en un marco social diferente al americano, pero también allí se hacía sentir el mismo desamparo. El mundo parisino conocido por Vicente exhibía, frente a unos pocos privilegiados, una muchedumbre apabullante de pobres e indigentes. Las guerras, la falta de una sana política financiera, la pésima y corrompida administración de los recursos, la ausencia absoluta de toda idea de asistencia social eran lacras del estado moderno, que contribuían a crear una miseria que alcanzaba con frecuencia aspectos increíbles. Era un escenario cuyos protagonistas se componían de niños abandonados que deambulan por las calles, mendigos a quienes el hambre obliga a salir de sus tugurios a la búsqueda de alimentos, desocupados que se entregaban a una especie de deriva vital, ancianos necesitados, y enfermos privados de la más elemental asistencia. He aquí la materia prima que la providencia ofrece a la experiencia de Vicente para que construya su vocación y su santidad a través de un trabajo imaginativo, incesante y sobre todo misericordioso. San Juan María Vianney (1786-1859), cura de Ars, entendía y vivía su agotadora actividad de con182

fesionario como una necesaria y urgente extensión de la caridad cristiana al terreno del espíritu. El sencillo párroco de Ars sabía hacer experimentar a sus innumerables penitentes la alegría de haberse encontrado con el perdón de Dios. Un testimonio cristiano de conducta evangélica ante el dolor propio y ajeno nos viene de un relato sobre un grupo de sacerdotes en el campo de concentración de Dachau durante los años 1942 y 1943. En contraste con el odio desatado contra los prisioneros, el amor fraterno que los unía se alzaba como una silenciosa y continua victoria cristiana contra la crueldad. La caridad que reinaba entre los presos del campo les permitía ver como gracia de Dios el hecho de haber padecido juntos, y de poderse consolar mutuamente en medio de tantas tribulaciones y tantos sufrimientos. Era así hasta el punto de que ninguno se lamentó nunca ante el Señor ni se quejó ante quienes los maltrataban. El amor operativo de estos sacerdotes y seminaristas no podía restringirse a su entorno cercano. Cuando, por ejemplo, comenzaron a llegarles paquetes de alimentos, destinaban regularmente una parte a los enfermos ingresados en el hospital del campo, a los inválidos que, aislados en un pabellón especial, esperaban la muerte y a los que -como los prisioneros rusos- nada recibían de sus casas. Después del agotador trabajo del día eran los más jóvenes quienes eludían la vigilancia y llevaban la comida a sus destinatarios 12• 12 Cfr. F. CAVALLI, Un Martirologio dei Sacerdoti Cattolici a Dachau, Civiltá Catt. 1965, 1, 254 s.

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Ocurría de este modo que en un lugar creado para extinguir la dignidad humana lograban los hombres cristianos su mayor victoria sobre el mundo, como afirmó Juan Pablo 11 hablando del martirio de Maximiliano Kolbe en ellager de Auschwitz. En este ejército de incontables creyentes que han vivido básicamente la compasión en las circunstancias y con ocasión de su propio martirio, se sitúa el sacerdote carmelita y periodista holandés Tito Brandsma. Detenido en enero de 1942 y acusado de actividades contra el régimen nacionalsocialista, Brandsma se ve sometido a crueles e interminables interrogatorios. Su actitud provoca el asombro de sus mismos torturadores. Uno de ellos dice en su informe a los superiores: «Es verdaderamente un hombre de carácter, en su firme convicción de proteger el Cristianismo contra el nacionalsocialismo. Ha escrito en contra de nuestra política respecto a los hebreos. Es un antinacionalsocialista por principio, y lo demuestra en todo. No lo niega. Al contrario, durante el interrogatorio lo ha confesado abiertamente. Es un hombre peligroso». La prisión del padre Tito deviene su celda en sentido carmelitano. Alejado en barracones del campo de concentración de Amersfoort y en pésimas condiciones de salud, se hace todo para todos, y no hay preso que no le considere el hombre más cercano del lager. Todos los días cuenta algunas cosas de la vida de un santo. Protestantes, ateos, comunistas, judíos le escuchan encantados y conmovidos, y no quieren que deje de hablar. Algunos se confiesan. En el mes de junio se encuentra en Dachau, auténtico locus tormentorum. Es la última estación del 184

calvario de Brandsma. Un día es llevado a la enfermería, antesala de la muerte. El26 de Julio de 1942 le es aplicada una inyección de ácido fénico y su corazón deja de latir. Una carreta transporta los restos al horno crematorio. Es el mismo fin que el de Edith Stein, otra gran alma carmelitana. Tito Brandsma fue beatificado el 3 de noviembre de 1985. Un pastor protestante ha escrito de él: «Es un misterio de la gracia». Un intelectual que le conoció dice que «su fuerza estaba en el amor». Un enfermero de las SS testimonia: «Sentía tanta compasión por mí, que no mostraba el mínimo odio. Una vez me tomó la mano y me dijo: ¡Qué pobre criatura es usted! Era un gran santo». Estos hombres anuncian que ciertamente la fe y el amor son lo que vence al mundo, a un mundo que ha sido ya juzgado. Un marco histórico muy diferente rodea la vida del italiano Pier Giorgio Frassati, muerto en Turín en el mes de Julio de 1925. Había nacido en 1901. De ilustre familia, Pier Giorgio se distinguió desde muy joven como un ejemplo de desenvoltura en profesar la fe y hacerla viva en la caridad y el amor. Su carácter fuerte e impetuoso se adornaba con un estilo de piedad profunda, nunca privado de un tono deportivo. La suya fue una vida breve, vivaz, pura, con la única meta de amar a Jesús y confortar a los que sufrían, y levantar el ánimo de quienes podían abandonarse a la desesperación. Se trataba para Frassati de conducirles a Dios mediante una entrega de sí mismo prodigada a manos llenas sin reserva alguna, y disimulada hábilmente bajo un velo de amable desenvoltura. Fue declarado beato el 20 de mayo de 1990. 185

A una persona conocida que se asombró al encontrar un día a Pier Giorgio en casa de una familia que vivía en condiciones miserables, comentó sonriendo: «Jesús me visita todos los días en la comunión, y yo se lo devuelvo en el modo que puedo visitando a sus pobres». No lejos de Turín, el sacerdote Felix Capello (1879-1962) hizo de su cátedra de derecho canónico y sobre todo de su confesonario romano lugares de ardiente caridad. El padre Capello ejerció durante años su actividad docente en la Universidad Gregoriana, y dedicaba a la vez largas horas del día a administrar el sacramento de la penitencia. Era bien conocida de los que le trataban su convicción de que en el confesonario, donde hombres y mujeres cuentan la verdadera historia de sus vidas, importaba ante todo tener en cuenta no el modo de actuar de doctores y sabios, sino el de los santos, y de hecho, en la figura de Capello, con el penitente no habla el hombre docto, el teólogo o el canonista: hablaba el hombre santo, con entrañas de compasión y de misericordia. La causa romana de beatificación fue introducida en febrero de 1990. Puede decirse que San Josemaría Escrivá (19021975) puso los cimientos de la fundación y extensión del Opus Dei asistiendo abnegadamente a los enfermos, muchos de ellos terminales, de los hospitales de Madrid. A finales de 1931 comenzó a trabajar en el Hospital provincial, situado en la glorieta de Atocha. Un biógrafo escribe: «En las largas horas pasadas cada día a la cabecera de los enfermos, hermanado con sus dolores, testigo de sus miserias, consolando con su presencia y borrando las miserias del alma en 186

el sacramento de la Penitencia, don Josemaría había acabado por ver la figura amable y sufriente de Cristo trasparentada en los enfermos. Cristo misericordioso, Cristo paciente, Cristo cargado con el peso y fealdad del pecado, Cristo conllevando nuestros dolores y padecimientos. Y el sacerdote, otro Cristo, se identificaba con los enfermos en el dolor y en la misericordia. Sentía ansias de ver y aliviar a Cristo en los enfermos. Ansias que llevaban el corazón de don Josemaría al hospital» 13 • Con la implantación de la segunda república el14 de abril de 1931, el ambiente humano del hospital se había vuelto incómodo y hasta hostil. Parecía dominar un clima anticatólico que lo llenaba todo. No faltaban enfermos que insultaban a don Josemaría y a los jóvenes que le acompañaban. «Nos ocupábamos de arreglarles el cabello, afeitarlos, cortarles las uñas, les lavábamos y les limpiábamos las escupideras ... »14. Josemaría visitaba también el Hospital del Rey, que había empezado a funcionar en enero de 1925. Sus visitas comenzaron siendo esporádicas, pero pronto se convirtieron en habituales. Los enfermos esperaban con vivo deseo la presencia del joven sacerdote. Una de las Hijas de la caridad que asistía a los enfermos ofrece el siguiente testimonio: «Cuando venía a confesar y ayudar, con su palabra y su orientación, a nuestros enfermos, les he visto esperarle con alegría y esperanza. Les he visto aceptar el dolor 13 A. V ÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. l. ¡Señor, que vea!, Madrid, 7." ed. 2003,426-7. 14 Ibídem, 427.

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y la muerte con un fervor y una entrega, que daban

devoción a quienes les rodeábamos» 15 . El Fundador del Opus Dei ha evocado, y de alguna manera resumido, la amorosa actividad de ese tiempo de su juventud en estas palabras: «Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta ... La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas»16. Corazón de un mundo sin corazón, los santos y santas de Dios, los que han llegado a los altares y muchos que nunca recibirán en la Iglesia veneración pública, son un verdadero don de Dios a la humanidad. Viven con frecuencia en los márgenes del espacio humano, pero son luz del mundo y sal de toda la tierra. Acuden a los lugares dolientes -a mil kilómetros o pocos metros-, adonde los demás no suelen ir. Su abnegación y su amor serán siempre necesarios a la sociedad humana. Porque aunque ésta progrese y llegue a cubrir, por justicia comunitaria, necesidades que en tiempos pasados o recientes sólo se cubrían por caridad cristiana, será imprescindible en todo momento de la historia de los hombres el cimiento social del amor. Los problemas humanos se resuelven ante todo mediante la virtud de hombres y mujeres entregados a la causa de los demás. 15

16

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Ibídem, 237. Ibídem, 443.

La organización, la técnica y la ciencia, que son tan importantes para el bienestar general y la calidad de vida, no pueden sustituir nunca al hombre bueno. La acción benéfica y capilar de los santos no entra en competencia ni colisiona con los factores del desarrollo y el progreso de la humanidad. Es una acción necesaria y silenciosa que opera, por así decirlo, desde dentro.

2. Los

SANTOS Y EL REINO DE DIOS QUE SE INCOA EN LA TIERRA

Los cristianos de la Iglesia militante desempeñan en el mundo la tarea de ser factores y agentes del Reino iniciado históricamente con la predicación de Jesús. Son los hombres y mujeres que por deseo de Dios han de ser luz del mundo y sal de la tierra 17 • Jesús de N azaret centra su actividad terrena en el anuncio del Reino de Dios que llega con él. Su predicación por ciudades y aldeas inaugura la presencia poderosa del Reino en el mundo. Este Reino supone para el entero universo de los hombres una nueva dimensión de realidad. Encierra una significación y un alcance planetarios, porque el mundo ya no es lo mismo que antes de la predicación de Jesús. La expresión Reino de Dios aparece en el Nuevo Testamento dentro de múltiples contextos, y su sentido último ha desafiado y resistido el esfuerzo de innumerables intérpretes de la Biblia por comprenderlo y definirlo satisfactoriamente. La verdad es 17

Cfr. Mt 5, 13.

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que todas las interpretaciones del Reino que existen no lograrán nunca explicar y abarcar del todo la mente de Jesús cuando habla de ese misterio polifacético y operante de modo radical en una historia humana, que deviene a la vez historia divina en la tierra. El Reino de Dios, núcleo del Evangelio, ha sido entendido por algunos como una realidad política y temporal. Otros lo consideran como algo realizado ya completamente en la obra de Jesús y en la consiguiente acción cristiana en el curso del tiempo. Ha sido también interpretado como un reino puramente escatológico. No faltan quienes lo ven únicamente como atemporal y meramente interno, es decir, como perteneciente sólo a la interioridad espiritual del hombre. Son todas ellas interpretaciones y visiones deficientes. Determinar con precisión la naturaleza total del Reino de Dios y su sentido pleno en la predicación de Jesús resulta una empresa bíblico-teológica imposible. Hay que conformarse con entender algo de lo que quiere decir el mensaje evangélico acerca del Reino, con la certeza de que será suficiente para usar y aplicar esa idea de modo satisfactorio e iluminador. Lo cierto y seguro es que con Jesús de Nazaret llega al mundo el Reino de Dios y una nueva economía de salvación y de santidad. Se cumple así lo anunciado por el profeta Daniel. Los reinos e imperios de la tierra, por muy poderosos e imponentes que puedan ser, son flor de un día. Están condenados a pasar y a ser sustituidos unos por otros, en un dis-

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currir del tiempo que se hace cada vez más acelerado. Pero el Reino implantado por Jesús es un reino perenne que no está sujeto a ninguna contingencia terrena. «El Dios del cielo hará surgir un reino quejamás será destruido» 18 • «Reino eterno es su reino, y todos los imperios le servirán y le obedecerán» 19 • Comienzan a hacerse realidad las palabras del arcángel Gabriel en su anunciación a María: «El Señor Dios le dará el trono de David, su Padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin» 20 • El Reino de Dios irrumpe en el mundo inesperadamente para los que duermen o están distraídos en los asuntos mundanos. Sólo lo reconocen quienes lo esperan fiados de la Palabra bíblica de Dios, que lo ha anunciado a una generación tras otra de hombres y mujeres virtuosos y expectantes. La eclosión e irrupción del Reino es un acontecimiento único e irrepetible, que supone una crisis del mundo. Es un punto de inflexión, un punto de llegada de los eventos que se desarrollan en la tierra, porque la historia se ha cargado definitivamente de sentido y entra ya en sus últimos días. Que el Reino llega con Jesús y por obra de supoder irresistible viene indicado dramáticamente por la derrota y expulsión de Satanás, que hasta la llegada de Jesús, se hallaba en posesión del mundo y de las mentes y voluntades de los hombres. 18 19 20

Dan 2, 44. Ibídem, 7, 27. Le 1, 32-33.

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Ahora un reino vence, desplaza y sustituye a otro reino. La nueva situación espiritual se manifiesta en los milagros narrados en los evangelios sinópticos, que son en gran medida expulsiones de demonios. La decisiva y apabullante acción de Jesús como exorcista demuestra que ha entrado en el mundo alguien más poderoso que Satanás. «Los demonios se nos someten en tu nombre» 21 , dicen con entusiasmo y asombro los discípulos, que han recibido del Maestro una parte de su mismo poder. «Si arrojo demonios por el Espíritu de Dios -afirma Jesús- es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» 22• En otro momento dice el Señor: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» 23 • El Maligno ha sido destronado aparatosamente, y aunque continúa en posesión del mundo a ciertos efectos 2\ su dominio es un dominio precario, herido de muerte, y dependiente del poder formidable de la gracia divina. La categoría bíblico-teológica Reino de Dios y la realidad que expresa contienen una importancia excepcional para entender el sentido de lo cristiano, así como el alcance espiritual e histórico de la religión de Jesús. Aunque el Reino de Dios no es de este mundo 25 , mantiene, sin embargo, una relación directa e inseparable con la historia humana. El Reino no pertenece a la historia, pero se incoa y realiza virtualmente dentro de ella. No es un reino 21 22

23 24 25

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Le 10, 17. Mt 12, 28.

Lcl017. Cfr Un. 5, 19. Jn 18, 36.

temporal, pero se hace visible en las acciones de los verdaderos discípulos de Jesús, que pueden ser denominados «hijos del Reino». El Reino puede discernirse y reconocerse en este mundo mediante los ojos y el instinto de la fe, pero su orientación es escatológica, dado que su plenitud corresponde al más allá de Dios. Connota asimismo el gobierno divino del mundo y el régimen de la adorable providencia de Dios, que rige los destinos y el curso de todo lo creado, especialmente del ser humano. Los poderes del Reino de Jesús apuntan inevitablemente a la restauración del hombre y la mujer caídos, y a su reinserción en el organismo de la gracia. Esta economía del Reino incluye la acción externa y la contribución libre del hombre, y necesita el ministerio de la Iglesia, que obra como un catalizador que actualiza en el mundo las energías del Reino de modo capilar a través de los cristianos. La identidad cristiana tiene que ver, por lo tanto, con la realidad del Reino que se desarrolla por la acción divina en la historia humana. La imagen de Dios en el hombre como resultado de la creación, y la filiación divina como fruto de la gracia, no pueden explicar por sí solas la identidad cristiana. Imagen y filiación son las raíces de esa identidad, pero ésta permanece incompleta sin el factor histórico, que es aportado a través del Reino y sus implicaciones espirituales y temporales. La identidad cristiana es en último término histórica. El Reino de Dios supone máximamente el cambio que el mundo y los hombres necesitan. El cambio o la mejora del mundo es el programa expreso o tácito

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de reformadores, educadores, revolucionarios, predicadores de utopías u otro tipo de visionarios que han discurseado y discursean a la humanidad. Pero esos hombres, incluso movidos por las más nobles intenciones, nada o casi nada pueden hacer. Es como si intentasen modificar el curso de los astros o cambiar el ritmo de las mareas con una palabra que se lleva el viento. El cambio transformador de la humanidad sólo puede ser una obra de Dios, y se inscribe en el número de las grandes obras divinas. El detonante es la voluntad eficaz de Dios, que impulsado una vez más por el amor, pone en marcha un silencioso pero arrollador proceso histórico de salvación. Las palabras inesperadas que Dios dirige a Moisés desde la zarza ardiente, son una de las claves para comprender e interpretar la historia humana. «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra que mana leche y miel» 26 • La teofanía de la zarza, que da inicio a la misión pública de Moisés, figura de Cristo, contiene un compromiso divino que culminará en la instauración del Reino de Dios en la tierra por la predicación y acción de Jesús. El Reino de Dios es así la respuesta de Dios al drama y la deriva de la humanidad, como la teofanía de la zarza ardiente fue la respuesta divina a los sufrimientos del cautivo pueblo judío, símbolo de una humanidad doliente. 26

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Ex. 3, 7-8.

El Reino de Dios supone por lo tanto, la presencia salvadora y operativa de Dios en el mundo de valores y bienes últimos, que el hombre y la mujer necesitan para vivir como verdaderos seres humanos. Se trata de valores públicos, de valores que deben impregnar la sociedad humana, y que ésta requiere para llegar a ser ella misma. Poseen igualmente una necesaria proyección individual porque transforman al mero individuo en persona, es decir, en un ser incomunicable que debe, bajo la gracia divina, conseguir libremente su destino temporal y eterno. Los bienes del reino duermen, por así decirlo, en lo íntimo del ser humano y de la especie humana. Habitan por la creación en un ser caído y sólo pueden ser despertados y desarrollados por la gracia del Reino. Son los valores de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz, de la concordia y de la compasión. Podría decirse entonces que, desde este punto de vista, el Reino de Dios es el lugar espiritual de los valores y de los bienes trascendentes, que adquieren necesariamente unas dimensiones humanas y temporales. En los valores del Reino se unen el cielo y la tierra, porque se dan cita en el hombre de carne y hueso, que debe ante todo desarrollarlos con esfuerzo dentro de sí mismo, para impregnar luego la sociedad en la que vive. Los valores del Reino son un don de Dios, y se alumbran y difunden desde el espíritu del hombre, en el que habitan por obra de la gracia. Esto quiere decir Jesús muy probablemente cuando en el evangelio de San Lucas afirma: «El

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Reino de Dios está dentro de vosotros» 27 • Es decir, no hay que buscarlo fuera según coordenadas temporales. Exteriormente sólo se le puede reconocer en la vida y comportamiento de los discípulos, y eventualmente en un orden social que consiguiera integrar sus valores, que son a la vez personales y públicos por naturaleza. «El Reino de Dios está dentro de vosotros». Es como decir: el Reino lo lleváis con vosotros y en vosotros, infundido por la gracia, que es siempre cristiana. Se difunde y actúa en el mundo desde vosotros y desde vuestras vidas creyentes. El cristiano por lo tanto no sólo es llamado y urgido por los valores y bienes del Reino, sino que participa en ellos, y los hace propios con la razón, la voluntad y los sentimientos. La persona finita se hace en el cristiano y en los hombres y mujeres justos portadora y difusora de bienes infinitos e inagotables, como son la justicia, el amor, la paz, la verdad, la compasión. Son bienes infinitos porque son aspectos del misterio y del mismo ser de Dios. Es precisamente en el marco de la realidad del Reino de Dios, traído por Jesús a la tierra donde el misterio de lo santo se hace más inteligible y transparente. El Reino no es otra cosa que la religión de Jesús, y los santos y santas de Dios son en este mundo, por llamamiento divino, sus agentes y gestores. El sentido paulino del nombre de santos, aplicado a los buenos cristianos de su tiempo, despliega aquí todas sus consecuencias. Hay santos en el cielo y santos en la tierra. 27

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Le. 17, 21.

Cuando nos preguntamos cómo se manifiesta la victoria de Cristo y la impotencia de los poderes del mal, la respuesta es la descripción de la vida según el Evangelio, comenzada por el bautismo y continuada por los dones de salvación, que permiten al cristiano perseverar y dar fruto en la tierra con la extensión del Reino. La situación real del mundo y la aparente hegemonía del mal y de los malos provoca el asombro y la queja a Dios de los compositores de los Salmos. Son también muchos los cristianos y personas normales de recto sentir, los que en nuestros días creen comprobar de modo empírico que los bienes últimos de la justicia, la paz y la compasión no tienen sitio en la tierra ni son los principios que rigen de hecho la convivencia humana. No hay justicia, no hay verdad en este mundo: esta triste consideración domina el corazón y la mente de numerosos hombres y mujeres. Pero es necesario responder, según las convicciones y sentimientos que la existencia del Reino de Dios nos obliga a tener en cuenta, que estando ciertamente ausentes del mundo la plena justicia y la plena verdad, existen, sin embargo, en la tierra alguna verdad y alguna justicia; y lo mismo cabe afirmar del resto de los bienes del Reino de Dios. Estos bienes existen en la tierra, encarnados precisamente en la vida y acciones de hombres y mujeres, que en su fragilidad humana, tratan de ser justos y de practicar la verdad por obra de la gracia. El resplandor de los bienes del Reino brilla también en la tierra, aunque lo haga a veces de modo intermitente y fragmentario, por los obstáculos de una mundanidad que desearía sofocarlos.

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Los hombres de buena voluntad de los que habla el mensaje evangélico, que anuncia el nuevo régimen espiritual del universo por el nacimiento del Mesías 28 , son los hombres y mujeres de la gracia y elección divinas, son aquellos a quienes se comunica la Buena Nueva del Reino de Dios. A través de ellos y de ellas estará presente el bien celeste de la paz. Ésta no nos viene por lo tanto por una feliz casualidad de la rueda de la fortuna o por un favor del cuerno de la abundancia sino del beneplácito, libérrimo y gracioso de Dios vinculado a la Encarnación del Hijo único. La entrada de Cristo en el linaje humano significa realmente la glorificación de Dios, en primer lugar, y significa también la paz para los hombres, que es el principio de la era de nuestra salvación. «Se puede afirmar que el canto de los ángeles no contiene un simple deseo, sino que es también la afirmación de una realidad: desde ahora en adelante se dará honra a Dios y paz a los hombres» 29 • Lo mismo se aplica a los demás bienes del Reino, que se hallan presentes temporalmente en la vida de seres humanos que llevan en este siglo la forma del hombre nuevo. La modificación de lo que suele llamarse estructuras económicas, políticas, culturales, etc. no es, por lo tanto, lo decisivo para mejorar el mundo de los hombres. La justicia, la verdad y la compasión no dependen de las estructuras que la humanidad ha construido y cimentado a lo largo de los siglos. Dependen de que en la tierra haya más hombres y mu28

Le. 2, 13-14. A JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa, Madrid, 1953, 452.

29 J.

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jeres justos, compasivos, pacíficos y amantes de la verdad. Son los hijos del Reino, luces que encienden a otras luces, y que hacen posible que el mundo sea mejor. El hombre en cuanto pecador ha arruinado y pervertido el mundo. El hombre en cuanto santo devuelve al mundo su bondad primera mediante el influjo de la gracia. Con mirada retrospectiva, el profeta Daniel contempla el presente como si fuera pasado, y escribe: «Llegó el tiempo en que los santos poseyeron el Reino», y luego añade: «El Reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo» 30 • Los santos son en este sentido los sujetos de todas las afirmaciones que se contienen en las bienaventuranzas. Ellos poseerán la tierra por su mansedumbre, serán los verdaderos hijos de Dios por su amor a la paz y su práctica de la justicia, serán consolados en sus penas ante la injusticia humana y el dolor propio y ajeno, alcanzarán misericordia por haberla tenido con sus hermanos ... El Reino de Dios no es la Iglesia, si bien guarda con ella una estrechísima relación como dimensiones de un único misterio global, la Iglesia es como la red barredera que contiene todo género de peces. Hay en ella buenos y malos. En el Reino, sin embargo, sólo hay hombres y mujeres que son buenos, porque sus mentes y corazones se encuentran abiertos a la gracia y pueden ser conocidos e identificados por sus frutos como hijos del Reino. 30

Dan 7, 22. 27.

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Pero la Iglesia es catalizadora indispensable del Reino porque es la que le engendra los hijos mediante la gracia, la oración y la celebración del culto litúrgico, centrado en la Eucaristía. El Reino es como una Iglesia de los corazones que garantiza la permanencia y estabilidad del mundo. «El Reino de Dios es la vida en plenitud, y lo es precisamente porque no se trata de una felicidad privada, de una alegría individual, sino del mundo en su forma más justa, la unidad de Dios y el mundo» 31 • El Reino de Dios ha sido y es combatido siempre a lo largo de la historia humana por las fuerzas del mal. Los poderes demoniacos hostigan sin cesar a Dios en las personas de sus santos. El mal absoluto, que querría revocar la creación entera, no existe. Porque el mal no tiene existencia por sí solo y vive como parásito del bien. La misteriosa oposición entre la luz y las tinieblas es, sin embargo, un aspecto central del acontecer cósmico y de la existencia del hombre. El mal despliega tanto poder y tanta fascinación en el espíritu humano, que a veces parece simétrico del bien y con recursos equivalentes. Parece también que el combate entre ambos, fuera y dentro del hombre, podría estar indeciso en cuanto a su resultado final. La fuerza y las estrategias del Maligno se presentan como irresistibles. Son muchos los que exclaman en voz alta o piensan en silencio: «¿Quién iguala a la Bestia, y puede luchar contra ella?» 32 • 31 32

200

J. RATZINGER, Jesús de Nazaret, Madrid, 2007,408. Apoc 13, 4.

Las fuerzas del mal actúan como una plaga que cubre en todo tiempo gran parte de la humanidad. Se manifiestan de modo múltiple, y adquieren numerosas e ingeniosas versiones, como si estuviesen dirigidas y hábilmente diseminadas, por obra de una inteligencia superior. La expresión más aparatosa y visible del mal ha tomado cuerpo en los sistemas socio-políticos totalitarios del siglo xx, entre los que sobresale de modo muy destacado el régimen comunista que ha dominado Rusia y otros países durante varias décadas. Calificado por hombres públicos bien informados como imperio del mal, el régimen comunista soviético reflejó gran parte de su esencia malvada en el llamado Gulag, o constelación casi infinita de campos de concentración regidos por la inhumanidad. Concebidos como basureros humanos, los campos del Gulag soviético, con sus réplicas en otros lugares de Europa y de Asia, han pasado a los anales de la historia humana como emblemas y símbolos del mal absoluto. En su impregnación por un espíritu radicalmente anticristiano han sido, y son allí donde todavía existen, beligerantes contra la dignidad humana y los derechos más elementales del hombre y de la mujer. Allí ha podido tomar cuerpo el mal y reinar a sus anchas. Pero también en ese universo de maldad y de dolor han brillado poderosamente destellos de humanidad, de abnegación y de perdón en medio del sufrimiento. Es como si un puñado de inocentes, a quienes la buena conciencia y la gracia de Dios había convertido en santos, redimieran con su

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bondad el pecado de sus hermanos agentes del sistema cruel. El mal se ha presentado asimismo en la sociedad pervirtiendo los valores y logros de la civilización, tal como se expresan en instituciones socio-políticas y económicas en la ciencia, la técnica y el arte. Son todos ellos caminos dignos de progreso, que se usan con mucha frecuencia para corromper al ser humano y dificultarle la consecución de lo que se ordena a su fin último. En el despliegue de muchos resultados podridos de la civilización y de la cultura comparece ante los hombres fascinados el pecado del mundo, que contamina el progreso humano y lo hace sospechoso y ambiguo. El espíritu del mal penetra las vidas individuales y el clima de la vida pública de las sociedades, mediante la exaltación de bienes finitos como si se tratara de bienes últimos. En lugares dominantes se exigen nuevos becerros de oro, que ocupan en las mentes y corazones el lugar de Dios, y se encarnan en el poder, el dinero, la sensualidad, concebidos como destino y fines del hombre. Ídolos que no son nada vienen a ser dotados por las energía del mal con la fuerza de atracción de un ser superior. Lo malvado y pecaminoso se las ingenia a veces para insinuarse con la veste y las apariencias de lo santo. Lo mundano imita a lo sagrado y logra engañar a hombres y mujeres crédulos de buena intención. El mal es así una fuerza multidimensional. Su variedad encierra, sin embargo, la constante de haber perseguido siempre al bien, y de hacerlo en cada época de la historia. Dado que el mal y el bien no

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existen de modo abstracto e impersonal, son los hombres que actúan mal quienes persiguen a quienes identifican como hombres buenos. No hacen falta razones ni motivos. Caín mató a Abel simplemente porque Abel era bueno y Caín se sentía celoso e irritado por la calidad moral de su hermano. Las fuerzas del mal concentran su enemiga y su persecución militante en contra de la Iglesia, cuya presencia y acción en el mundo concita siempre su ira y su furor. No pueden darse cuenta de que es precisamente al ennegrecer su rostro y al calumniada cuando le están rindiendo un singular homenaje y le están prestando la atención honda que merece. El mal persigue a la Iglesia en los hombres y mujeres justos, a los que trata de desterrar, eliminar, ridiculizar o hacer irrelevantes en el tejido social. Ha sido siempre así, y lo será hasta la consumación del mundo. Pero «el poder del mal, que invade por completo la estructura de nuestra sociedad como los tentáculos de un pulpo, y amenaza con ahogarla en un abrazo mortal, se enfrenta ahora a esta serena revolución de la auténtica vida como fuerza liberadora, en la que el Reino de Dios, aunque todavía no ha asumido todo, tal como dice el Señor, ya está en medio de nosotros (cfr. Le. 17, 21). Es por medio de esta revolución como se hace presente el Reino de Dios, porque la voluntad de Dios se realiza en la tierra como en el cielo» 33 • Resulta al final que el Cordero vence al dragón y lo hace en gran medida a través de los santos y san33

J. RATZINGER, La Eucaristfa centro de la vida, Valencia 2003,

162.

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tas que viven en el mundo en cada momento de la historia. Esos hombres y mujeres, discípulos verdaderos de Jesús, han sido hechos por Dios responsables de que las puertas del infierno no prevalezcan sobre la Iglesia34, ocurra lo que ocurra en las contingencias de la historia. También los santos de la tierra -no solamente los del cielo- interceden por el mundo y por todos los hombres que son sus hermanos y con quienes comparten el mismo destino. Es un privilegio y una obligación de los santos ejercer de intercesores entre Dios y los hombres. Todo proviene de que Cristo murió y resucitó para hacer del hombre y de la mujer regenerados por su gracia, verdaderos intermediarios espirituales entre el cielo y la tierra. La intercesión es una especial prerrogativa del cristiano. «Si no la ejercita, puede decirse que no se ha elevado a ocupar el lugar que le corresponde entre los seres creados» 35 • Considerados como pecadores, el hombre y la mujer cristianos necesitan orar por ellos mismos y pedir perdón por sus ofensas personales; pero vistos dentro del misterio de Cristo, que les ha redimido, se hallan cercanos como nadie a los bienes de la esperanza y de la gracia. Con su deuda original cancelada por el Bautismo, aceptado en la presencia divina, ungido con aceite consagrado, y heredero de la eternidad, el cristiano se encuentra en su lugar adecuado cuando intercede. Puede decirse que Cristo intercede en el cielo, mientras que él intercede en la tierra. 34

35

204

Cfr. Mt. 16, 18. J. H. NEWMAN, Sermones Parroquiales, Madrid 2009, 335.

La oración del cristiano tiene la capacidad de hacer cosas altas. Se dirige y apunta más arriba. El orante no solamente se contempla a sí mismo, sino que incluye a los demás. Ve los sucesos de la historia humana con una visión iluminada por Dios. Se da cuenta del combate titánico que se libra en el mundo y que enfrenta al bien y el mal. «Por eso, en cierto sentido es un profeta; no es un sirviente que obedece sin conocer los planes y propósitos de su Señor, sino un amigo y familiar que goza de la confianza del Único Hijo de Dios, tranquilo, reposado, sereno ante los desconciertos de este mundo infeliz» 36 • Este misterio pertenece a los santos de todo tiempo y lugar. El don y privilegio de la intercesión ha sido entregado por Dios a todos los cristianos que tienen una conciencia limpia y se hallan en comunión con la Iglesia, y viven a través de ella y desde ella una honda solidaridad con todos los hombres y mujeres de la tierra. El cristiano necesita, como factor y agente del Reino de Dios, ejercitar ese don y hacerse cada día más digno de él. Mediante las palabras y las acciones, el hijo del Reino puede enseñar y obtener influencia sobre unos pocos, pero a través de su oración beneficia a todos y cada uno de los hombres, según lo que Dios disponga. La intercesión del santo en la tierra se halla avalada en la tierra por el deseo de vivir su vida según el Evangelio. Aunque no confíe demasiado en sus 36

Ibídem, 3, 36.

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pobres y frágiles credenciales de virtud ante el Altísimo, procura hacer lo que está a su alcance. Es consciente de que Dios no niega su gracia al que hace lo que puede para servir y agradar a Dios. Su conducta supone entonces una revolución pacífica en el mundo, que trastoca los cimientos inseguros de un modo egoísta y cerrado de convivencia humana. El cristiano santo vive realmente ante Dios. Sabe que el Señor quiere reinar en corazones rectos y sinceros y aprende gradualmente a estar en el mundo para salvarlo, no para condenarlo. Se distancia de lo mundano, sin despreciar los logros temporales que son fruto del trabajo humano bendecido por Dios. Vive en el mundo sin ser del mundo. Introduce en lo terreno una nueva dinámica de relaciones humanas, porque no se estima mejor que los demás, y es consciente de no tener nada que no haya recibido de lo alto. Se esfuerza en perdonar y olvidar las ofensas, y disfruta con sabiduría de las cosas buenas y bellas de este mundo, mientras las agradece a Dios. No acepta una visión pesimista de los hombres, ni piensa mal de los demás, ni se atreve a juzgar las intenciones ajenas. Se compadece, sin humillar a nadie, de quienes ofenden a Dios, y usa la palabra y el ejemplo para mover los corazones y acercarlos a la vida según el Evangelio. Desprecia el desprecio, y soporta la incomprensión y las injurias. En esta clase de hombres y mujeres recibe figura humana el Reino de Dios en la tierra, como lo recibió en plenitud en la persona de Jesús de Nazaret. El buen cristiano es así en el mundo un verdadero signo de los tiempos, porque todos los tiempos son tiem-

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pos de Dios y se hacen visibles como tales a través de los santos. Los santos son entonces algo primario en el orden del mundo. Como todo lo que viene de Dios, su presencia es tremenda y a la vez sumamente amable. Nada hay en la tierra que de modo tan originario, inmediato y necesario haga buena a una persona como la simple experiencia de la bondad de un hombre bueno. Cuando en el Padrenuestro repetimos las palabras «venga a nosotros tu Reino», estamos reconociendo que la presencia del Reino en la tierra es un don divino, y estamos pidiendo también que en el mundo haya cada vez más hombres y mujeres buenos.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abel, 40, 203 Abraham, 31-34 Adán, 22 Adriano VI, 75 Agripa, 69 Aimone, P. V., 94 Alejandro III, 92 Alejandro VII, 92 Amalee, 32 Amore, A., 103 Apeciti, E., 95 Atanasia de Alejandría, 87 Augusto, 69 Bargellini, P., 58 Baronio, C., 121 Benedicto XIV, 94 Benedicto XV, 95, 117-118 Benedicto XVI, 65-66, 7071,100,177,200,203 Bernanos, G., 122 Beseleel, 113 Bolland, J., 121

Bonifacio IV, 69 Bouyer, L., 69 Burke, P., 122 Caín 40,203 Calixto III, 116 Callista, 127 Campo, G ., 64 Capello, F., 186 Carlomagno, 89 Carlos VI, 117 Carlos de Foucault, beato, 143 Cavalli, F., 183 Celano, T., 78 Cerfaux, L., 71 Chesterton, G., 122 Claudel, P., 122 Clelia Barbieri, 93 Clemente Alejandrino, 87 Columba Marmión, beato, 58 Concilio V de Cartago, 109

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Concilio de Éfeso, 117 Concilio de Francfort, 89 Concilio de Maguncia, 89 Concilio de Trento, 41, 75, 112-113 Concilio Vaticano I, 118, 131 Concilio Vaticano 11, 68, 73, 75, 96, 114, 118, 145 Congar, Y., 73 Constantino, 105 Comelio, 167 David, 49 Dostoievski, F., 128 Eliot, T. S., 122 Encíclica Spe Salvi, 70 Encíclica Ut Unum Sint, 99 Eugenio III, 58 Ezequiel, 42 Faber, F. W., 70 Fabiola, 127 Fernando 11, 117 Frassati, P. G., beato, 185 Frend, W. H. C., 87 Galileo Galilei, 92 Geary, P. J., 109 Gregorio IV, 69 Gregorio IX, 92 Gregorio XVI, 142, 180 Guillermo, J. Chaminade, beato, 58 Gurevich, A., 158 Gutiérrez, J. L., 93

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Hertling, L., 90 Homedo, R. M. de, 181 Isaac, 33 Jacob, 30, 53 Job,32 José de Arimatea, 28 Juan XV, 91 Juan XXIII, beato, 58, 94-96, 118, 180 Juan Pablo 11, 65, 83, 97-99, 118, 143, 146, 184 Juan Hunyade, 116 Juan Sobieski, 116 Juliano El Apóstata, 175 Jungmann, J. A., 198 Kant, E., 41 Kuttner, S., 92 Lamennais, F., 77 Lázaro, 28 Lefebvre, M., 77 Leví, 47 León XIII, 118, 181 Leopolo I, 117 Luciano de Samosata, 172 Luis de Turingia, 176 Lutero, M., 40-41,77, 111 María, hermana de Lázaro, 28 Mauriac, F., 122 Melik-El-Kamel, 58 Mondrone, D., 30

Moisés, 25, 32, 113, 194 Morales, J., 39, 157 Moscati, G., 143-144 Mozart, W. A., 52 Muggeridge, M., 25 Nadal, J., 165 Nerón, 115 Newman, J. H., 38-39, 46, 50,127,204 Nicodemo, 28 Noé, 23 O'Connor, T. R., 114 Pablo V, 117 Pablo VI, 93, 96, 114, 143 Palazzini, P., 145 Papa, S., 92 Piacentini, E., 94 Pío IX, beato, 58, 118, 131 Pío XI, 95, 117 Pío XII, 95, 143 Platón, 52 Portillo, Alvaro del, 61 Possidio, 120 Ratzinger, J. (v. Benedicto XVI) Resch, P., 152 Riccardi, A., 19, 99 Rosmini, A., 131 Rosweyde, H., 121 Ruiz Bueno, D., 62 Salomón, 49-50 Salomón, A., 76

Samuel, 36-37 San Agustín, 26, 48, 58, 60, 82, 105, 115, 120, 153 San Agustín de Cantorbery, 118 San Alfonso María de Ligorio, 116 San Ambrosio, 82, 105, 120 San Andrés, 33 San Antonio de Egipto, 16, 87, 120, 135, 152 San Atanasio de Alejandría, 120, 135 San Basilio, 148, 152 San Beda, 120 San Benito, 16,81-82,90, 115, 148, 165 San Bernardo, 58, 80, 139, 151 San Bonifacio, 118 San Buenaventura, 117 San Calixto, 115 San Camilo de Lelis, 116, 179 San Carlos Borromeo, 116, 121 San Cipriano, 57, 119, 153 San Cirilo de Alejandría, 118 San Cirilo de Jerusalén, 118 San Cornelio, 57, 115, 174 San Cristóbal, 29 San Efrén, 118 San Enrique, 117 San Estanislao, 118 San Esteban, 16, 103 San Fabián, 115

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San Felipe Apóstol, 33 San Felipe Neri, 116, 121 San Francisco de Asís, 16, 35, 58, 77,78-79,81-82, 120, 136, 139-140, 151, 165 San Francisco de Sales, 70, 93, 116 San Francisco Javier, 116, 121 San Gregorio Barbarigo, 94, 118 San Gregorio Magno, 82, 137 San Gregorio Nacianceno, 121, 152 San Hilarión, 120 San Ignacio de Loyola, 16, 82, 116, 121, 165 San Ireneo, 118 San Isidro Labrador, 142 San Jerónimo, 57, 120, 152 San Jorge, 138 San Josafat, 118 San Josemaría Escrivá, 19, 25, 60, 116, 143, 166, 186 San Juan Bautista, 22 San Juan Bosco, 116, 166 San Juan Crisóstomo, 105, 152 San Juan Damasceno, 118 San Juan de Dios, 179 San Juan de la Cruz, 121 San Juan María Vianney, 116, 182 San Julián, 158

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San Justino, 118 San León Magno, 137 San Luis, 117 San Martín, 16, 87, 106, 115, 136, 151, 165, 176 San Martín de Porres, 180 San Marcelino, 115 San Marcos, Papa, 137 San Mauricio, 138 San Maximiliano Kolbe, 115, 184 San Nereo, 115 San Pablo, 16, 24, 41, 47, 53, 60, 71, 115, 163, 169 San Pablo de la Cruz, 116 San Pablo de Tebas, 120 San Pacomio, 147, 152, 165 San Pancracio, 115 San Paulino de Nola, 120 San Pedro, 16, 33, 37, 38, 115 San Pedro Claver, 181-182 San Pío de Pietrelcina, 19, 29-30, 116, 143 San Pío V, 58, 116-117 San Policarpo, 62, 87 San Pontiano, 115 San Ramón Palmiero, 140 San Sebastián, 115, 138 San Silvestre, I 137 San Sixto 11, 115 San Vicente de Paúl, 116, 182 San Ubaldo, 117 San Ulrico, 91

Santa Ángela de Foligno, 142 Santa Brígida, 17, 80, 142 Santa Catalina de Siena, 80, 142 Santa Clara de Asís, 17 Santa Clara de Montefalco, 142 Santa Edith Stein, 115, 185 Santa Escolástica, 17 Santa Francisca Romana, 35 Santa Gertrudis, 17 Santa Hildegarda, 17 Santa Inés, 17, 115 Santa Isabel de Hungría, 142, 176-177 Santa María Magdalena, 17, 45-46 Santa María Magdalena de Pazzi, 117 Santa Marta, 28 Santa Matilde, 17 Santa Mónica, 48 Santa Perpetua de Cartago, 17 Santa Teresa de Jesús, 17, 61, 82, 116, 121, 151 Santa Teresa del Niño Jesús, 82, 101, 116, 143 Santo Domingo de Guzmán, 120 Santo Tomás de Aquino, 117 Santos Cirilo y Metodio, 118 Séneca, 170

Shakespeare, 52 Scheler, M., 13, 52, 150 Sienkiewicz, H., 127 Sixto V, 92, 11 7 Steiner, G., 35, 58 Suenens, L., J., 96 Sulpicio Severo, 87, 106, 136, 165 Taigi, Ana María, beata, 143 Teresa de Calcuta, beata, 19, 25, 116, 143 Tertuliano, 77, 172 Tito Brandsma, beato 184 Tomás Reggio, beato 58 Urbano 11, 139 Urbano VI, 116 Urbano VIII, 92 Val tierra, A., 181 Vanni, U., 11 Vázquez de Prada. A., 64, 186 Von Le Fort, G., 122 Von Pastor, L., 76 Waugh, E., 122 Wiseman, N., 127 Woodward, K. L., 84, 103 Wyclef, J., 77 Zacarías, 21 Zinzendorf, L., 76

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ESTE LIBRO, PUBLICADO POR EDICIONES RIALP, S. A., ALCALÁ, 290, 28027 MADRID, SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN ARTES GRÁFICAS ANZOS, S. A., FUENLABRADA (MADRID), EL DÍA 1 DE SEPTIEMBRE DE 2009.

Los santos y santas constituyen una realidad . en la Iglesia, y también en el mundo. Los promueve Dios para que, como ·antorchas en la oscuridad, brillen entre sus iguales y les indiquen el camino hacia la eternidad. Este libro trata sobre ellos: cómo se relacionan con Dios, con la Iglesia y con sus hermanos los hombres. Santos y santas tan variados como variadas son las razas, las clases sociales, la cultura o la latitud. El autor muestra también la diversidad de caminos recorridos: santos y santas mártires, ascetas, abades, fundadores, papas y obispos, reyes ... , santos y santas de hoy, en la vida corriente. JosÉ MoRALEs, sacerdote, es profesor de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Es autor de numerosos estudios de Teología, Historia, Literatura y cuestiones islámicas. Entre sus libros están: Introducción a la Teología; El Islam;jesús de Nazaret; El hombre nuevo; Madre de la Gracia; Fidelidad; La experiencia de Dios, y Newman (1801-1890).

ISBN 978-84-321-3736-5

1111 11111 111111111111111111111 9 788432 1 37365