Los orígenes de la comunicación humana

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Los orígenes de la comunicación humana

Del mismo autor ¿Por qué cooperamos?, Buenos Aires, Katz editores, 2010 Los orígenes culturales de la cognición humana, Buenos Aires, 2007 Primate cognition (en colab. con Josep Call), Nueva York, 1997

Michael Tomasello Los orígenes de la comunicación humana

Traducido por Elena Marengo

conocimiento

Primera edición, 2013 © Katz Editores Benjamín Matienzo 1831, 10º D 1426-Buenos Aires Calle del Barco 40, 3º D 28004-Madrid www.katzeditores.com Título de la edición original: Origins of human comunication © 2008 Massachusetts Institute of Technology ISBN Argentina: 978-987-1566-81-5 ISBN España: 978-84-15917-00-7 1. Comunicación. I. Elena Marengo, trad. II. Título CDD 302.2 Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholön kunst Impreso en España por Romanyà Valls S.A. 08786 Capellades Depósito legal: M-25066-2013

Índice

9 Prólogo de la colección 11 Prefacio y agradecimientos 13 1. reflexiones sobre la infraestructura 21 23 26 35 42 48

2. la comunicación intencional entre los primates 2.1. Exteriorizaciones vocales 2.2. Señales gestuales 2.3. Comunicación con los seres humanos 2.4. La intencionalidad en la comunicación de los grandes simios 2.5. Conclusión

51 53 60 79 84

3. la comunicación cooperativa de los seres humanos 3.1. Señalar y hacer mímica 3.2. El modelo de cooperación 3.3. Convenciones comunicativas 3.4. Conclusión

87 88 104 111 117 125

4. orígenes ontogenéticos 4.1. El acto de señalar en los infantes 4.2. Orígenes del acto de señalar en los infantes 4.3. La mímica temprana 4.4. Intencionalidad compartida y lenguaje temprano 4.5. Conclusión

127 5. orígenes filogenéticos 129 5.1. Surge la colaboración 142 5.2. Surge la comunicación cooperativa

160 5.3. Surgen las convenciones comunicativas 172 5.4. Conclusión 177 179 197 204 213 227

6. la dimensión gramatical 6.1. Gramática del pedir 6.2. Gramática del informar 6.3. Gramática del compartir y del narrar 6.4. Convencionalización de las construcciones lingüísticas 6.5. Conclusión

229 229 234 244

7. de los gestos de los simios al lenguaje humano 7.1. Resumen de la argumentación 7.2. Hipótesis y problemas 7.3. El lenguaje como intencionalidad compartida

247 Bibliografía 263 Índice de autores 267 Índice analítico

¡Señala un trozo de papel! ¡Y ahora señala su forma, ahora su color, ahora su número! […] Pues bien, ¿cómo lo has hecho? L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas*

* L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 49 y 51.

Prólogo de la colección

Las Conferencias Jean Nicod se llevan a cabo todos los años en París y están a cargo de algún eminente filósofo cuyo tema de interés sea la mente o de algún cognitivista con orientación filosófica. Las conferencias inaugurales de 1993 fueron un modo de conmemorar el centenario del nacimiento del filósofo y lógico francés Jean Nicod (1893-1931). Patrocinan estas reuniones el Centro Nacional de Investigaciones Científicas [Centre National de la Recherche Scientifique – cnrs], la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales [École des Hautes Études en Sciences Sociales – ehess] y la Escuela Normal Superior [École Normale Supérieure – ens]. Esta colección presenta el texto mismo de esas conferencias o las monografías inspiradas en ellas. Comisión Jean Nicod Jacques Bouveresse, presidente Jérôme Dokic y Elisabeth Pacherie, secretarios François Recanati, director de la colección Daniel Adler Stanislas Dehaene Jean-Gabriel Ganascia Philippe de Rouilhan

Jean-Pierre Changeux Emmanuel Dupoux Pierre Jacob Dan Sperber

Prefacio y agradecimientos

Las conferencias Jean Nicod que dicté en París en la primavera boreal de 2006 son el fundamento de este libro. Teniendo en cuenta la formación de quienes asistían al Instituto Jean Nicod, decidí centrarme en la cuestión de la comunicación. A modo de presentación diré que he realizado una respetable cantidad de trabajo empírico y teórico acerca de los siguientes temas: (i) la comunicación gestual en los grandes antropoides, (ii) la comunicación gestual en los infantes humanos y (iii) el lenguaje temprano de los niños. También he estudiado bastantes procesos cognitivos más generales y sociales que forman parte de la comunicación y el lenguaje humanos: (i) la cognición cultural y social, (ii) el aprendizaje cultural y social y (iii) la cooperación y la intencionalidad compartida. En este volumen, mi intención es reunir todas estas cuestiones y brindar una explicación coherente de cómo evolucionó la comunicación entre los seres humanos. Hay una idea directriz que inspira este intento: deben existir vínculos bastante específicos entre la estructura fundamentalmente cooperativa de la comunicación humana, según la definió por primera vez Grice, y la estructura esencialmente cooperativa de la interacción social humana y la cultura en general, en contraposición al resto de los primates. Las ideas que expongo en el libro provienen sobre todo de investigaciones realizadas con muchos colegas del Departamento de Psicología Comparativa y Psicología del Desarrollo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, y de los debates que surgieron en su curso. Buena parte de lo que diré aquí se originó en esos intercambios y en este momento desearía recordar con precisión el origen de cada uno de los aportes que he recibido. Sin embargo, no se me oculta la enorme deuda que tengo con algunas personas en particular. Lo más importante en el contexto de este libro es lo que debo a Malinda Carpenter, con quien mantuve conversaciones casi

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cotidianas sobre temas vinculados más o menos directamente con este volumen. Mi pensamiento se fue formando durante esas conversaciones hasta tal punto que, lamentablemente, me es imposible agradecerle comentarios específicos (o señalar todas las cuestiones en que ella discrepaba). También fueron muy importantes los numerosos intercambios que tuve a lo largo de los años con Josep Call, relativos a la comunicación gestual entre los grandes antropoides, y con Elena Lieven, acerca de la adquisición del lenguaje en los niños. Presenté una versión inicial de las ideas que expongo aquí ante los miembros de nuestro grupo de investigación sobre la cognición social (en las desdichadas “sesiones de septiembre”) y recibí comentarios sumamente útiles de Hannes Rakoczy, Tanya Behne, Henrike Moll, Ulf Liszkowski, Felix Warneken, Emily Wyman, Suse Grassman, Kristin Liebal, Maria Gräfenhein y Gerlin Hauser, entre otros. Incluso me sugirieron eliminar cierto número de diagramas aun más estrafalarios que los que dejé. Por otro lado, los propios asistentes a las conferencias Jean Nicod me hicieron sugerencias de utilidad, en especial Dan Sperber. Son varias las personas que leyeron casi todo el manuscrito y me ayudaron a mejorarlo mucho: Malinda Carpenter, Elena Lieven, Bill Croft, Adele Goldberg y Gina Conti-Ramsden, además de un revisor anónimo de mit Press. Hubo otros que leyeron determinados fragmentos y me hicieron comentarios muy valiosos: Hannes Rakoczy, Henrike Moll, Joe Henrich, Danielle Matthews, Nausicaa Pouscoulous, Felix Warneken, Colin Bannard, Emily Wyman y Kristin Liebal. Las meditadas críticas de todos ellos me permiten publicar ahora un libro mucho más preciso en el aspecto empírico, más coherente en el aspecto teórico y más fácil de leer. Debo agradecer también a Esteban Rivas la información que me brindó para la tabla 6.1. Por último, como siempre, debo mencionar a Henriette Zeidler, quien no sólo me ayudó con diversos aspectos específicos del texto sino que se hizo cargo del departamento con su habitual competencia y buen humor mientras yo me quedaba en casa para escribir. Quiero expresar mi agradecimiento también a Annette Witzmann, que me ayudó con la bibliografía, y a Tom Stone, de mit Press, que supervisó todo el proceso de publicación.

1 Reflexiones sobre la infraestructura

Eso que llamamos significado debe vincularse con el primitivo lenguaje de los gestos. L. Wittgenstein, Gran manuscrito [The big typescript] Acerquémonos a cualquier animal del zoológico e intentemos comunicarle algo sencillo. Indiquémosle a un león, a un tigre o a un oso que gire su cuerpo “de esta manera”, mostrándole lo que debe hacer con nuestros propios movimientos de la mano o del cuerpo y ofreciéndole alguna deliciosa recompensa como premio. O señalémosle dónde queremos que se pare o dónde está escondido un trozo de alimento. O bien informémosle que hay un temible predador oculto detrás de un matorral señalando su escondite e imitando las acciones del atacante. No entenderán. No se trata simplemente de que no estén interesados o motivados, tampoco de que no sean inteligentes a su modo, pero el hecho concreto es que no podemos, ni siquiera por medios no verbales, decirles nada a los animales y esperar que nos entiendan. Desde luego, para los seres humanos los actos de señalar y hacer mímica son totalmente naturales y transparentes: basta con que la otra persona mire el lugar que estamos señalando y verá lo que queremos decirle. De hecho, incluso los infantes que no saben hablar todavía usan y comprenden el gesto de señalar. Además, en muchas situaciones sociales en las cuales no es posible utilizar el lenguaje hablado o no es práctico hacerlo –por ejemplo, a través de una sala colmada de gente o en una fábrica ruidosa– los seres humanos nos comunicamos con toda naturalidad señalando y haciendo mímica. Precisamente, los turistas se las arreglan así para entenderse con los lugareños cuando están inmersos en culturas que les son extrañas en las que nadie comparte su lengua convencional, y lo hacen recurriendo a esas formas de significación naturales de la comunicación gestual.

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Mi tesis fundamental en estas conferencias es que, para comprender cómo se comunican los seres humanos usando un lenguaje e imaginar cómo pudo surgir esa competencia durante la evolución, debemos comprender antes que nada cómo nos comunicamos por medio de gestos naturales. En efecto, mi hipótesis evolutiva es que las primeras formas de comunicación específicamente humanas fueron el señalar y el hacer mímica. La infraestructura cognitivo-social y de móviles sociales que hizo posible esas nuevas formas de comunicación actuó luego como una suerte de plataforma psicológica sobre la cual se apoyaron los diversos sistemas de comunicación lingüística convencional (la totalidad de las 6.000 lenguas existentes). Así, el acto de señalar y la mímica fueron los puntos de inflexión decisivos en la evolución de la comunicación humana y ya entrañaban la mayor parte de las formas de cognición y motivación social exclusivas de nuestra especie que eran necesarias para la posterior creación de los lenguajes convencionales. El problema consiste en que, comparados con los lenguajes humanos convencionales (incluidos los lenguajes de signos convencionalizados), los gestos naturales parecen dispositivos de comunicación muy endebles puesto que hay mucha menos información “en” el signo comunicativo mismo. Pensemos en el acto de señalar que, para mí, fue la forma primordial de comunicación específicamente humana. Supongamos, por ejemplo, que tú y yo estamos caminando hacia la biblioteca y que, de repente, yo te señalo unas bicicletas apoyadas contra la pared del edificio. Muy probablemente, me dirás: “¿qué pasa?” porque no tienes idea de qué aspecto de la situación estoy indicando ni por qué lo estoy haciendo, dado que, por sí mismo, el acto de señalar no significa nada. Sin embargo, si algunos días antes te peleaste con tu novio de manera especialmente desagradable y los dos conocemos ese hecho y, además, una de las bicicletas es la del susodicho –cosa que también reconocemos los dos–, entonces el mismo gesto de señalar, en la mismísima situación física puede querer decir algo muy complejo como, por ejemplo, “tu ex novio está en la biblioteca (de modo que mejor no entremos)”. Por el contrario, si una de las bicicletas es la que te robaron no hace mucho y los dos conocemos ese hecho, el mismo gesto de señalar tendrá un significado totalmente diferente. También podría suceder que nos hayamos preguntado uno al otro si la biblioteca estaría abierta tan tarde, y entonces mi gesto de señalar la presencia de muchas bicicletas en el exterior indicaría que sí está abierta. Es muy fácil decir que en estos distintos ejemplos lo que determina el significado es el “contexto”, afirmación poco útil porque en nuestro caso todas las características físicas del contexto comunicativo inmediato eran

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idénticas en los diversos escenarios (así lo estipulamos). La única diferencia era la experiencia previa que compartíamos, que no constituía el contenido concreto de la comunicación sino su telón de fondo. La pregunta que debemos formular es la siguiente: ¿cómo es que algo tan simple como un dedo extendido puede comunicar cosas tan complejas y, además, hacerlo de manera tan distinta en ocasiones diferentes? Cualquier respuesta que imaginemos debe tener en cuenta superlativamente las aptitudes cognitivas que se ponen de manifiesto en eso que a veces llamamos lectura de la mente o lectura de las intenciones. Pues para interpretar el gesto de señalar tenemos que estar en condiciones de decidir cuál es la intención de la otra persona cuando guía nuestra atención de esa manera. En los casos prototípicos, para decidir esta cuestión con algún grado de confianza, debe existir alguna clase de atención conjunta o experiencia compartida entre nosotros (las formas de vida de Wittgenstein [1953]; los formatos atencionales conjuntos de Bruner [1983]; el terreno conceptual común de Clark [1996]). Por ejemplo, en el caso anterior de las bicicletas, si yo fuera un amigo tuyo que no vive en la misma ciudad y no hubiera manera de que conociese la bicicleta de tu ex novio, tú no supondrías que te la estoy señalando por ese motivo. Esta última aseveración sería verdad incluso si yo, por obra de algún milagro, conociera su bicicleta pero tú no supieras que la conozco. En general, para que haya una comunicación fluida, no basta con que tú y yo conozcamos cada uno por separado la bicicleta en cuestión y lo sepamos para nuestro coleto (ni siquiera si supiéramos que el otro tiene ese conocimiento): más bien ese hecho debe ser un terreno común del cual tenemos conocimiento mutuo. Y en el caso de que exista ese terreno común y los dos sepamos que ésa es su bicicleta pero tú no sepas que yo sé que ustedes se han separado (aunque los dos lo sepamos individualmente), es probable que pensaras que te estoy señalando la bicicleta de tu novio para invitarte a entrar a la biblioteca en lugar de hacerlo para desanimarte. La capacidad de crear un terreno conceptual común –atención conjunta, experiencia compartida, conocimiento cultural común– es un factor crítico para toda comunicación humana, incluso para la comunicación lingüística con todas sus formas explícitas: es él, es ella, etcétera. Desde una perspectiva evolutiva, el otro aspecto notable de este ejemplo cotidiano de señalamiento es su motivación prosocial. Te informo sobre la probable presencia de tu ex novio o sobre la aparición de tu bicicleta robada simplemente porque creo que querrás conocer esa información. La acción de comunicar información de esta manera servicial es algo extremadamente infrecuente en el reino animal, incluso entre nuestros pa-

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rientes primates más cercanos (en el capítulo 2 hablaremos de algunos ejemplos como los gritos de advertencia y las exclamaciones relativas a la presencia de alimento). Así, cuando un pequeño chimpancé gimotea en busca de su madre, casi con seguridad todos los otros congéneres que están en la zona inmediata se enteran de la situación. No obstante, si alguna hembra cercana sabe dónde está la madre, no transmitirá esa información a la cría aun cuando sea perfectamente capaz de extender el brazo y hacer así una suerte de gesto de señalamiento. Y no lo hará porque entre sus móviles comunicativos no está el principio de prestar servicio a otros brindándoles información. En contraposición, los móviles comunicativos de los seres humanos son a tal extremo cooperativos que no sólo prestamos servicio a otros brindándoles información sino que una de nuestras principales maneras de solicitarles cosas a otros consiste simplemente en darles a conocer nuestros deseos, con la expectativa de que así ofrecerán ayuda voluntariamente. De modo que puedo pedir un vaso de agua limitándome a manifestar que lo quiero (dando a conocer mi deseo al otro), sabiendo que, en la mayoría de los casos, ese otro actuará de manera servicial (y el hecho de que los dos sepamos que es así) transforma el mero acto de informar en un auténtico pedido. Por consiguiente, la comunicación humana es una empresa fundamentalmente cooperativa que funciona con naturalidad y fluidez en un contexto de: (1) un terreno conceptual común que cada una de las partes supone conocido por la otra y (2) móviles cooperativos de comunicación que cumplen la misma condición. Desde luego, la naturaleza intrínsecamente cooperativa de la comunicación humana fue la intuición fundamental de Grice (1957, 1975) y es algo que dan por sentado –en diversos grados y de distintas maneras– muchos otros científicos que se inscriben en la misma línea, como Clark (1992, 1996), Sperber y Wilson (1986), y Levinson (1995, 2006). Sin embargo, si pretendemos comprender los orígenes más remotos de la comunicación humana desde el punto de vista filo y ontogenético, tendremos que mirar más allá de la comunicación misma y estudiar la cooperación en general. Ocurre que la cooperación tal como se da en nuestra especie es, en muchos aspectos, única en el reino animal por su estructura y sus motivaciones. Específicamente, la cooperación humana se estructura en torno a algo que algunos filósofos de la acción modernos denominan intencionalidad compartida o intencionalidad colectiva, común a un “nosotros” [“we” intentionality] (Searle, 1995; Bratman, 1992; Gilbert, 1989). En general, la intencionalidad compartida es necesaria para participar en ciertas formas de colaboración exclusivamente humanas que implican un sujeto plural,

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un “nosotros”: intenciones conjuntas, conocimientos mutuamente compartidos, creencias también compartidas, que ocurren dentro de un contexto de móviles cooperativos diversos. El carácter conjunto es particularmente notable en las interacciones institucionales que entrañan entidades construidas por la cultura, como el dinero, el matrimonio y el gobierno, entidades que sólo existen dentro de una realidad institucional constituida colectivamente y en las cuales todos creemos al punto de que actuamos como si existieran realmente. Con todo, hay intencionalidad compartida en actividades de colaboración más simples y más concretas, por ejemplo, cuando nos proponemos construir juntos una herramienta, o dar juntos una caminata, o simplemente cuando admiramos juntos un paisaje o participamos de un ritual religioso. En consecuencia, nuestra tesis es que la comunicación cooperativa humana –sea que utilice gestos “naturales”, sea que recurra a convenciones “arbitrarias”– es sólo un ejemplo, aunque bastante especial, de la actividad cooperativa que nos caracteriza y que descansa en la intencionalidad compartida (Tomasello, Carpenter, Call, Behne y Moll, 2005). Las habilidades y los móviles propios de la intencionalidad compartida constituyen, entonces, la infraestructura cooperativa de la comunicación humana. Si la comunicación humana está estructurada cooperativamente de una manera que no se observa en los otros primates, se nos plantea naturalmente una pregunta: ¿cómo pudo surgir de la evolución? Porque para la teoría evolucionista moderna la aparición de la cooperación –o del altruismo al menos– es una cuestión problemática. Ahora bien, si la infraestructura de la comunicación cooperativa de nuestra especie es básicamente idéntica a la de otras actividades de colaboración, existe la posibilidad de que se haya desarrollado como parte de una adaptación humana más amplia para la cooperación y la vida cultural en general. En tal caso, por razones que desconocemos, en algún punto de la evolución humana los individuos que podían colaborar entre sí porque tenían intenciones conjuntas, atención conjunta y móviles cooperativos contaron con una ventaja adaptativa. La comunicación cooperativa surgió después para coordinar esas actividades de colaboración con mayor eficacia: primero fue heredada y luego contribuyó a afianzar aun más una infraestructura psicológica común de intencionalidad compartida. Casi con seguridad, todo ello comenzó con actividades mutualistas en las que un individuo que ayudaba a otro al mismo tiempo se ayudaba a sí mismo. Después, esa característica se propagó a situaciones más altruistas, en las que los individuos se limitaban a informar a otros o a compartir cosas con ellos sin recibir nada a cambio, posiblemente para cultivar la reciprocidad y ganar la reputación

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de serviciales dentro del grupo cultural. Sólo más tarde los seres humanos empezaron a comunicarse de este nuevo modo con fines superiores que no implicaban cooperación, y esa nueva situación abrió las puertas al engaño por medio de la mentira. Sin duda, en los pasos iniciales de ese proceso se utilizó la modalidad gestual. Este hecho se torna evidente cuando comparamos la comunicación vocal y la gestual de nuestros parientes más cercanos entre los primates, los grandes antropoides. Las vocalizaciones de esos grandes simios están determinadas genéticamente casi en su totalidad, casi no requieren aprendizaje, están rígidamente vinculadas con emociones específicas y son transmitidas a todos los que se hallan en la vecindad inmediata. Por el contrario, muchos gestos de los grandes antropoides son aprendidos y utilizados con bastante flexibilidad en distintas circunstancias sociales con fines diferentes. Además, los grandes simios a veces aprenden gestos nuevos para interactuar con seres humanos y en todas las circunstancias sus autores los dirigen a determinados individuos, teniendo en cuenta su estado atencional en ese momento. El aprendizaje, la flexibilidad y el hecho de prestar atención al compañero son, evidentemente, características fundamentales de la comunicación humana y debemos decir que los acontecimientos no pudieron haber avanzado en esa dirección mientras esas capacidades no estuvieran presentes. Como ya lo han señalado muchos teóricos con anterioridad, también es importante advertir que el señalamiento y la mímica –que sucedieron a los gestos de los simios cuando surgió la cooperación– son actividades “naturales” en un sentido en que las convenciones lingüísticas “arbitrarias” no lo son. Específicamente, el acto de señalar tiene su origen en la tendencia natural de los seres humanos a seguir la dirección de la mirada ajena hacia objetivos externos, y la mímica está emparentada con nuestra tendencia natural a interpretar que las acciones de otros son intencionales. Así, por ser naturales, los gestos son buenos candidatos a ocupar ese sitio intermedio entre la comunicación de los simios y las convenciones lingüísticas arbitrarias. ¿Qué podemos decir del lenguaje? La hipótesis aceptada en la actualidad es que las convenciones lingüísticas arbitrarias sólo pudieron surgir en el curso de la evolución en el contexto de actividades de colaboración en las cuales los participantes compartían las intenciones y la atención, actividades que estaban coordinadas por formas naturales de comunicación gestual. Así, los lenguajes convencionales (primero de signos y luego vocales) se fueron formando montados a cuestas, por así decirlo, de esos gestos que ya se comprendían, y luego reemplazaron el señalamiento y la mímica por una historia de aprendizaje social compartido (que todos los participantes sabían

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compartida). Desde luego, ese proceso fue posible gracias a las aptitudes exclusivamente humanas para el aprendizaje cultural y la imitación, que permitieron a los individuos aprender de otros y reconocer sus estados intencionales (Tomasello, 1999). En algún tramo de esa trayectoria evolutiva, los seres humanos también comenzaron a crear y transmitir a través de la cultura diversas convenciones gramaticales organizadas en complejas construcciones lingüísticas que codificaban tipos de mensajes complejos utilizables en situaciones comunicativas que se repetían. Por ende, para explicar el origen de la infraestructura psicológica subyacente a la comunicación cooperativa humana, necesitamos procesos evolutivos básicos que operaron de varias maneras distintas. Además, para explicar el origen de los 6.000 diferentes lenguajes convencionales que emplean los seres humanos, tenemos que postular también procesos histórico-culturales durante los cuales determinadas formas lingüísticas se convencionalizaron en ciertas comunidades de habla y suponer que secuencias de esas formas lingüísticas se gramaticalizaron luego como construcciones gramaticales y que todas esas convenciones y construcciones se transmitieron a las nuevas generaciones mediante el aprendizaje cultural. Vemos en esta explicación con claridad meridiana la dialéctica permanente entre los procesos evolutivos y los histórico-culturales que Vygotsky (1978) fue el primero en describir y que Richerson y Boyd (2005) formularon después con un marco evolutivo más moderno, dialéctica que me ha obsesionado a mí mismo durante algún tiempo (Tomasello, Kruger, y Ratner, 1993; Tomasello, 1999; Tomasello et al., 2005). En esencia, esta perspectiva sobre la comunicación humana y el lenguaje invierte la tesis chomskiana puesto que concibe los aspectos más fundamentales de la comunicación como adaptaciones biológicas para la cooperación y la interacción social en general, mientras que los aspectos más netamente lingüísticos del lenguaje, incluidos los gramaticales, aparecen en ella como construcciones culturales transmitidas por comunidades lingüísticas individuales. Globalmente, el camino que llevó a la comunicación humana moderna fue, sin duda, largo y sinuoso, lleno de curvas y meandros. Por consiguiente, para aportar una explicación teorética fundamentada sobre todo en datos empíricos, debemos tener en cuenta muchos aspectos distintos de la vida de los grandes simios y de los seres humanos, y por esa razón esta explicación también es larga y sinuosa. Sin embargo, pese a las circunstancias complejas que caracterizaron ese camino, nuestro objetivo final se puede formular con sencillez y absoluta claridad: identificar las características exclusivas de nuestra especie para la comunicación y sus raíces onto y filogenéticas. Con ese fin, evaluaré en las páginas que siguen tres hipótesis específicas:

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1. La comunicación cooperativa humana surgió por primera vez en la evolución (y surge por primera vez en la ontogenia) con la forma de los gestos naturales y espontáneos de señalar y hacer mímica. 2. El soporte decisivo de la comunicación cooperativa humana es una infraestructura psicológica de intencionalidad compartida, que se originó evolutivamente para respaldar las actividades de colaboración, cuyos rasgos más importantes son los siguientes: a) habilidades cognitivo-sociales para crear con otros intenciones conjuntas y generar atención conjunta (además de otras formas de terreno conceptual común) y b) móviles (e incluso normas) prosociales que favorecen el compartir cosas con otros y ayudarlos. 3. La comunicación convencional, tal como se encarna en todos los lenguajes humanos, sólo es posible cuando los participantes tienen previamente a su disposición: a) gestos naturales y una infraestructura de intencionalidad compartida vinculada con ellos y b) habilidades para el aprendizaje cultural y la imitación, aptas para crear y transmitir convenciones comunicativas que se comprenden colectivamente.

2 La comunicación intencional entre los primates

No tenemos que avergonzarnos de una lógica que es suficiente para un modo primitivo de comunicación. El lenguaje no ha surgido de un razonamiento. L. Wittgenstein, Sobre la certeza* La forma humana de comunicación –informar intencionalmente a otros sobre alguna cosa, movidos por el espíritu de cooperación– nos parece tan natural que apenas podemos concebir otra distinta. Pero puede suceder que en el mundo biológico la comunicación no sea intencional ni cooperativa. Para los biólogos, la comunicación abarca todas y cada una de las características físicas y comportamentales que influyen sobre el comportamiento de otros individuos –desde los colores que llaman la atención hasta las demostraciones de dominación–, ya sea que el individuo que emite la señal tenga control intencional sobre ella o no (incluso puede ignorar que está afectando a otros). Además, para los biólogos, no interesan los motivos inmediatos del individuo que comunica, sean éstos cooperativos o de algún otro tipo (Dawkins y Krebs 1978; Maynard-Smith y Harper, 2003). No obstante, desde un punto de vista psicológico todas estas cuestiones tienen su importancia. Por consiguiente, debemos comenzar por distinguir entre eso que podemos llamar exteriorizaciones comunicativas y las señales comunicativas. Las exteriorizaciones comunicativas tienen un prototipo: son características físicas que afectan de alguna manera al comportamiento de otros individuos, como ocurre con los grandes cuer-

* Nuestra traducción [N. de la T.]

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nos que ahuyentan a los competidores o los colores brillantes que atraen a las posibles parejas. Desde una perspectiva funcional, podemos agrupar también en esta categoría los comportamientos reflejos suscitados invariablemente por determinados estímulos o estados emocionales sobre los cuales el individuo no tiene control voluntario. Esas acciones físicas y comportamentales, creadas y controladas por procesos evolutivos, caracterizan la mayor parte de las comunicaciones en el mundo biológico. Hay un neto contraste entre ellas y las señales comunicativas, elegidas y producidas por organismos individuales de manera flexible con miras estratégicas orientadas hacia determinadas metas, y que se ajustan de modos diversos a las circunstancias particulares de cada caso. Tales señales son intencionales en el sentido de que el individuo controla su utilización con flexibilidad, con el objetivo de ejercer influencia sobre otros individuos. Las señales comunicativas son sumamente escasas en el mundo biológico y tal vez se limitan a los primates o, incluso, a los grandes antropoides. Vistas las cosas de este modo, el papel decisivo es el del individuo que comunica, el comunicador. Los receptores son simplemente individuos que están en lo suyo y tratan de evaluar la situación e imaginar qué deben hacer. Esos individuos receptores buscan información pertinente de cualquier origen, de modo que la exteriorización comunicativa de otro individuo no es más que otra fuente de información, ya sea que el “comunicador” sepa de su existencia [la del signo] o la ignore (por ejemplo, puede ignorar que él mismo tiene una cola roja). Por el contrario, cuando el comunicador intenta influir sobre el comportamiento o los estados psicológicos con toda intención estamos ante una forma incipiente de comunicación. Si existe esa intencionalidad y, además, los receptores la reconocen en algún grado, podemos hablar de todo el proceso diciendo que constituye una comunicación intencional. Para que el proceso pueda calificarse de comunicación cooperativa, la meta inmediata del comunicador, entre otras cosas, debe ser la de ayudar al receptor o compartir con él algo de algún modo aunque, desde luego, las leyes evolutivas imponen que haya algún beneficio para el comunicador por mostrarse tan servicial. Para comenzar a exponer esta perspectiva fundamentalmente psicológica sobre la comunicación, los mejores ejemplos para buscar las raíces evolutivas de la comunicación cooperativa humana son, desde ya, los primates no humanos y, especialmente, su comunicación gestual y no su comunicación vocal (expondré luego mis argumentos en este sentido).

LA COMUNICACIÓN INTENCIONAL ENTRE LOS PRIMATES

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2.1. exteriorizaciones vocales Cuando un mono “vervet”* oye un “grito que le advierte la presencia de una serpiente”, sabe que hay un ofidio en las cercanías; cuando oye “un grito que le advierte sobre la presencia de un águila”, sabe que no muy lejos ronda un águila. Así, los receptores vervet extraen de esos gritos de alarma información referencial específica. Este proceso ha quedado demostrado repetidas veces en experimentos en que se reproducía el grito de alarma a través de un altoparlante cuando no había predadores en el entorno: los receptores respondían en ese caso como lo hacían para eludir a los predadores reales (Cheney y Seyfarth, 1990a). Existe otro hecho impresionante en este sentido pues los individuos de algunas especies de monos pueden aprender en el curso de la ontogenia a usar los gritos de alarma de otras especies, incluso los de algunas aves, para obtener información acerca de predadores en las cercanías (Zuberbühler, 2000). Los grandes antropoides no producen gritos referenciales específicos (sólo gritan con distinta velocidad o de una manera ligeramente diferente para pedir otro tipo de alimento u otra cantidad; véanse Hauser y Wrangham, 1987; Crockford y Boesch, 2003). Sin embargo, también obtienen información a partir de las vocalizaciones e incluso pueden aprender en el curso de la ontogenia a responder a vocalizaciones nuevas (Seyfarth y Cheney, 2003). En franco contraste con este escenario de comprensión flexible, los monos y los grandes simios no aprenden a producir sus expresiones vocales y tienen muy poco control voluntario sobre ellas. He aquí algunos datos de suma importancia (véase una reseña al respecto en Tomasello y Zuberbühler, 2002): • en el seno de una misma especie de monos o grandes simios, todos los individuos tienen más o menos el mismo repertorio vocal, sin diferencias individuales esenciales; • los monos criados en aislamiento y los que han sido adoptados y criados por otras especies de monos (que producen gritos muy diferentes) siguen emitiendo las vocalizaciones típicas de su especie (y no las de la especie que los acogió); • el vínculo entre una emisión vocal y la emoción o situación que la causa en la mayoría de los casos es muy rígido: los primates que no son huma-

* Chlorocebus pygerythrus.

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nos carecen de flexibilidad vocal y no ajustan sus vocalizaciones a la situación comunicativa, y • los intentos humanos por enseñar vocalizaciones nuevas a los monos y a los grandes simios fracasan siempre. Además, los intentos de enseñarles a emitir sus propias vocalizaciones al recibir una orden también fracasan o llevan miles de ensayos para obtener un resultado muy insatisfactorio. La única flexibilidad registrada sistemáticamente es que los individuos no emiten ciertos gritos cuando están solos o no tienen parientes alrededor, pero otras especies tampoco lo hacen en esas circunstancias (por ejemplo, los “perritos llaneros”* o los pollos domésticos; véase al respecto Owings y Morton, 1998). Por ende, podríamos suponer que este comportamiento forma parte de una especialización adaptativa genéticamente determinada. La razón de esta falta de flexibilidad en las producciones vocales de los primates que no son humanos es que, entre ellos, las vocalizaciones están estrechamente ligadas a las emociones. Al respecto, dice Goodall (1986: p. 125): La producción de un sonido en ausencia del estado emocional vinculado con él parece una tarea casi imposible para un chimpancé. Desde el punto de vista evolutivo, esa imposibilidad se debe a que a menudo las emisiones vocales están vinculadas con funciones especialmente urgentes como huir de los predadores, sobrevivir en una lucha, mantener contacto con el grupo y así sucesivamente. En tales casos es imprescindible actuar con celeridad y hay muy poco tiempo para pensar. En todas estas situaciones, la evolución ha seleccionado cada uno de los gritos porque beneficia a su emisor de alguna manera. Así, en estudios recientes se ha subrayado que los monos vervet que producen el grito de alarma se benefician directamente porque, por ejemplo, el mismo sonido horrible disuade al predador o porque le informa que ha sido detectado (Owren y Rendell, 2001; véase también Bergstrom y Lachman, 2001). El hecho de que los otros monos vervet queden informados de la presencia del predador es un subproducto de la vocalización; no son ellos el objetivo del individuo que grita. En un experimento revelador se prueba que cuando las madres de macacos ven un “predador” que se aproxima a su cría no emiten un grito de alarma tan prolongado porque

* Cynomis spp.

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ellas mismas no están en riesgo (Cheney y Seyfarth, 1990b). Todo este proceso de comprensión flexible unida a una producción totalmente inflexible en el caso de las vocalizaciones de los primates fue resumido con suma elegancia por Seyfarth y Cheney (2003: 168) con estas palabras: Los individuos que escuchan adquieren información de emisores que no tienen la intención de proporcionarla, en el sentido humano de este término. Otra característica importante de las vocalizaciones de los primates, simple producto de la física del canal acústico, es que se propagan indiscriminadamente y llegan a todos los que se hallan cerca. Sin duda, este hecho es una ventaja en situaciones que entrañan emociones violentas y son urgentes desde el punto de vista evolutivo, pero psicológicamente implican que no es necesario que el emisor preste atención alguna al receptor (o a los receptores) y que, de hecho, no pueda dirigir sus vocalizaciones hacia determinados individuos excluyendo a otros. Se comprueba que el emisor no tiene en cuenta a su auditorio porque los monos vervet muy a menudo siguen emitiendo el grito de alarma aun cuando todos los individuos del grupo se encuentran ya a buen resguardo observando al predador (Cheney y Seyfarth, 1990a; véase también Gouzoules, Gouzoules y Ashley, 1995). Además, los chimpancés emiten su característico clamor jadeante [“pant-hoot”] cuando encuentran gran cantidad de alimento, aunque todo el grupo haya acudido ya al lugar y esté comiendo (Clark y Wrangham, 1994; pero véase también Mitani y Nishida, 1993). En líneas generales, parecería que las vocalizaciones de los primates son fundamentalmente expresiones individuales de emoción y no actos dirigidos a un receptor. Zuberbühler (2005: 126) dice al respecto: Los primates no humanos vocalizan en respuesta a sucesos importantes, sea cual fuere la perspectiva de los receptores potenciales con respecto a la situación. Teniendo en cuenta todos estos hechos, algunos teóricos (por ejemplo, Seyfarth y Cheney, 2003) han argumentado que la comunicación vocal de los primates fue un paso importante en el camino hacia el lenguaje humano, sobre todo en lo que respecta a la comprensión vocal. El problema radica en que tal “comprensión” no es algo especializado exclusivamente para la comunicación: forma parte de las aptitudes generales de evaluación cognitiva. Así, cuando un mono aprende que cierto grito de alarma de un ave determinada o, incluso, de un individuo de su propia especie anuncia la

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presencia de un leopardo, no queda claro si corresponde concebir ese proceso como comprensión de un acto de comunicación. Simplemente, ese mono ha aprendido que una cosa anuncia la otra –o, incluso, que la causa– como sucede con muchos otros fenómenos de su vida cotidiana. Por consiguiente, si queremos descubrir los pasos evolutivos que acabaron en las actividades comunicativas humanas, debemos indagar cómo funciona la producción de señales comunicativas, precisamente porque ellas están orientadas específicamente hacia la comunicación. Ocurre, empero, que desde la perspectiva de la producción, las vocalizaciones de los mamíferos en general, incluidas las de los primates –que tienen una estructura muy inflexible y están determinadas genéticamente–, parecen muy distantes del estilo de comunicación humano.

2.2. señales gestuales Los primates no humanos también se comunican entre ellos habitualmente con gestos, palabra con la que se designa un comportamiento comunicativo (no una característica física) perceptible en el canal visual: se trata, en general, de posturas corporales, expresiones faciales, ademanes con las manos. Aunque muchos de estos ademanes están determinados por la genética y son tan rígidos como las vocalizaciones –y por esa razón deberíamos llamarlos exteriorizaciones–, hay un subconjunto importante que los individuos aprenden y utilizan con flexibilidad, especialmente entre los grandes simios, de modo que deberíamos categorizarlos como señales intencionales. A menudo se trata de señales con menor carga emocional, relativas a actividades sociales que son menos imperiosas desde el punto de vista evolutivo, como el juego, cuidados de diverso tipo, pedidos varios y el acicalamiento. Una porción abrumadoramente grande de investigaciones sobre la comunicación gestual se ha dedicado a los grandes simios. Hay pruebas de que un subconjunto importante de sus gestos son aprendidos de manera individual y constituyen señales comunicativas producidas con intención y flexibilidad (véanse Tomasello et al., 1985, 1994, 1997, 1989; Call y Tomasello, 2007). He aquí un resumen de esas pruebas: • entre distintos individuos de la misma especie hay muchas y muy grandes diferencias en el repertorio gestual, incluso dentro de un mismo grupo, al punto que existen gestos idiosincrásicos propios de un único individuo;

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• a menudo los individuos emplean el mismo gesto con distintos fines comunicativos y también utilizan gestos diferentes con un mismo fin; • por lo general, los individuos hacen un gesto sólo cuando el receptor está atento y después de hacerlo observan su reacción y esperan una respuesta; • a veces, cuando el receptor potencial no reacciona como corresponde, los individuos utilizan secuencias o combinaciones de varios gestos, y • los individuos que han tenido contacto significativo con seres humanos suelen inventar o aprender con facilidad distintos tipos de gestos novedosos. Así, si bien la comunicación vocal de los primates comparte con la comunicación lingüística humana los canales de vocalización y de audición, la comunicación gestual de los grandes antropoides comparte con ella aspectos fundamentales de su funcionamiento, a saber, la intencionalidad y el uso flexible de señales comunicativas aprendidas.

2.2.1. Dos tipos de gestos Según la función que cumplen en la comunicación, hay dos tipos fundamentales de gestos entre los grandes antropoides: los movimientos de intención [intention-movements] y los llamados de atención [attention-getter]. Los movimientos de intención no aprendidos son muy comunes en el reino animal y fueron advertidos por primera vez de modo informal por Darwin (1872). Luego fueron bautizados y descritos sistemáticamente por Tinbergen (1951) en sus clásicos estudios sobre las gaviotas. Se dice que hay un movimiento de intención cuando un individuo lleva a cabo el primer paso de una secuencia comportamental normal, a menudo en forma abreviada, y ese primer paso basta para suscitar una respuesta del receptor (es decir, la misma respuesta que se produciría habitualmente ante la secuencia completa). Por ejemplo, los lobos gruñen y muestran los colmillos, forma ritualizada de las acciones preliminares para morder, y ante esa demostración el receptor se retira. Algunas aves hacen diversas demostraciones antes de copular, acciones todas que indican el inminente avance sexual. Lo normal es que esas exteriorizaciones estén “ritualizadas” filogenéticamente; por ejemplo, los lobos que se preparan para morder de manera conspicua descubriendo los colmillos y gruñendo tienen una ventaja adaptativa, al igual que sus congéneres que responden ante ese comportamiento preliminar retirándose del campo antes de ser atacados realmente. A lo largo de los tiempos evolutivos, ese proceso determina la inscripción genética

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de los movimientos de intención, que se llevan a cabo invariablemente en circunstancias emocionales y/o sociales específicas. En esta exposición, sin embargo, estamos más interesados en las señales de intención que se han ritualizado (aprendido) ontogenéticamente y que se utilizan, por consiguiente, con más flexibilidad. Entre los chimpancés –la especie más estudiada de los grandes simios– los gestos ritualizados ontogenéticamente que expresan intención son ademanes tales como levantar el brazo para iniciar un juego y tocar el lomo (los infantes tocan el lomo de la madre para pedir que los lleven a cuestas) (véase la tabla 2.1, donde se presenta una lista de ejemplos). Como los movimientos de intención estereotipados, estas señales de intención son fundamentalmente abreviaturas de acciones sociales completas y casi siempre son diádicas en el sentido de que el comunicador intenta influir directamente sobre el comportamiento del receptor (no intenta comunicar nada acerca de una tercera entidad). Ilustraremos el proceso que se desenvuelve en el caso de los gestos de intención aprendidos usando como ejemplo el acto de levantar el brazo. i. Cuando inicialmente una de las crías se acerca a otra con el plan de entablar algún juego brusco, levanta el brazo preparándose para pegarle en broma, luego da un golpe, salta y comienza a jugar. ii. Al cabo de varias situaciones similares repetidas, el receptor aprende a prever la secuencia cuando ve el brazo levantado y comienza a jugar apenas advierte ese paso inicial. iii. Por último, el comunicador a su vez aprende a prever esa anticipación del compañero, de modo que levanta el brazo, observa al receptor y espera que reaccione, es decir, espera que el mero acto de levantar el brazo dé comienzo al juego. Tenemos entonces un gesto ritualizado ontogenéticamente, levantar el brazo, que el comunicador realiza con una intención, con un plan, observando la respuesta del receptor para iniciar el juego (e intenta algo distinto si la respuesta deseada no aparece). El gesto de tocar el lomo se aprende de manera similar pues al principio el infante se aferra a la espalda de la madre y tira de ella hacia abajo para poder treparse. Luego, la madre se anticipa a todo el movimiento al sentir el primer contacto y baja el lomo precisamente cuando se inicia la secuencia. Por su parte, el infante aprende también a prever la respuesta materna y comienza a utilizar el gesto con intención, tocando apenas el lomo de la madre con la expectativa de que ella se agache tal como él lo esperaba.

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Tabla 2.1. Algunas señales gestuales intencionales que utilizan los chim-

pancés durante sus interacciones sociales espontáneas dentro de un grupo social (C = comunicador; R = receptor). Véase Call y Tomasello, 2007. Acción gestual Movimientos de intención Levantar el brazo

C levanta el brazo en dirección a R y comienza el golpeteo. Tocar el lomo C toca levemente el lomo de R y comienza a trepar. Mendigar con la mano C coloca su mano debajo de la boca de R y comienza a tomar alimento. Menear la cabeza C mueve la cabeza en sentido vertical y horizontal manteniéndose inclinado ante R para iniciar un juego. Poner el brazo sobre el otro C se acerca a R, coloca su brazo sobre la espalda de R y comienza a arrastrarlo. Llamados de atención Palmotear el suelo C palmotea el suelo (o un objeto) y mira a R. Dar un empellón C golpetea y empuja una parte del cuerpo de R. Lanzar un objeto C lanza un objeto hacia R. Aplaudir C palmotea su propia mano o muñeca a medida que se acerca a R. Dar la espalda Con insistencia, C le presenta su espalda a R.

Meta / Función

Iniciar el juego

Pedir que lo lleven a cuestas Pedir alimento

Iniciar un juego

Iniciar la marcha en tándem

A menudo, invitación a jugar Funciones diversas A menudo, invitación a jugar. A menudo, invitación a jugar.

Por lo general, pedido de acicalamiento

Entre todas las explicaciones en pugna para dar cuenta de cómo adquieren los simios esos movimientos de intención, la imitación ocupa el principal lugar. No obstante, no hay pruebas fehacientes a su favor y, en cambio, muchos argumentos en contra. A continuación, expondremos algunas pruebas de que los chimpancés y otros simios aprenden esos gestos flexibles de intención mediante la ritualización ontogenética y no por imitación (véanse Tomasello et al., 1994, 1997; Call y Tomasello, 2007).

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• Cuando se comparan distintos grupos en cautiverio, no se observan diferencias sistemáticas entre los grupos pero sí muchas diferencias individuales en el seno de cada uno de ellos. • En los grupos sociales naturales, los individuos adoptan gestos que no tuvieron ocasión de observar o que vieron muy pocas veces (por ejemplo, los gestos que usan para atender a las crías). Además, hay algunos gestos idiosincrásicos que sólo emplean los individuos solitarios (que, por supuesto, no pudieron observarlos en otros). • Los jóvenes criados en grupos de pares en cautiverio, que no tienen adultos a quienes observar, hacen muchos gestos de los jóvenes criados en su ambiente natural porque participan en muchas actividades idénticas (juego, cuidados mutuos, etc.), en las cuales esos gestos están ritualizados. • En un experimento llevado a cabo por Tomasello et al. (1997), se retiró a un individuo de un grupo en cautiverio y se lo entrenó para utilizar un gesto nuevo a fin de obtener una recompensa. Cuando se lo devolvió al grupo, ninguno de los otros individuos aprendió ese gesto (el experimento se realizó dos veces con distintos individuos y diferentes gestos). Por consiguiente, los movimientos de intención surgen cuando dos individuos en interacción prevén el comportamiento del otro de manera diádica a lo largo de instancias repetidas de la misma interacción, y de ese modo van dando forma a su comportamiento. Lo importante de todo este cuadro es que el “significado” o la significación comunicativa de esos movimientos es inherente a ellos, en el sentido de que forman parte de una interacción social preexistente y significativa. Precisamente, esa interacción es lo que los individuos prevén en primer lugar. Por esta razón, no es necesario que los individuos aprendan nada –sea por imitación, sea por otros medios– para vincular la señal con su “significado”: el “significado” es algo intrínseco. Por otra parte, en razón de cómo funciona la ritualización, esos gestos son dispositivos de comunicación “unidireccionales” (no bidireccionales), en el sentido de que el comunicador y el receptor los aprenden desde la perspectiva exclusiva del rol que cumple cada uno: ignoran el rol del otro individuo (de suerte que el comunicador no reconocería el gesto como “idéntico” al suyo propio si viera a alguien que lo ejecuta dirigiéndolo hacia él). Por último, algunos investigadores sostienen que ciertos movimientos de intención funcionan en realidad icónicamente, por ejemplo, cuando un gorila mueve los brazos en cierta dirección en un contexto sexual o de juego y el receptor responde desplazándose en esa dirección (Tanner y Byrne, 1996). No obstante, muy probablemente se trate de comportamientos ritualizados comunes y silvestres que a los seres humanos

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nos parecen icónicos porque provienen de intentos de mover concretamente el cuerpo del otro individuo en la dirección deseada: no funcionan icónicamente para los propios simios. El otro tipo de gestos que mencionamos antes son los llamados de atención, que sin lugar a duda no están muy difundidos en el reino animal y quizá sean algo exclusivo de los primates o, incluso, de los antropoides. Entre los llamados de atención podemos citar el palmotear el suelo, dar un empellón a otro individuo y lanzarle objetos, acciones todas que sirven para atraer la atención del receptor hacia el comunicador, casi siempre de manera diádica y sin referentes externos (véase la tabla 2.1, en la que figuran algunos ejemplos). En nuestra investigación los clasificamos al principio como gestos de invitación al juego porque los individuos juveniles los utilizaban a menudo en ese contexto. Pero más tarde los observamos en contextos diferentes y advertimos que funcionan de manera ligeramente distinta que los movimientos de intención. En la situación prototípica, el individuo juvenil tiene ganas de jugar –hecho que se hace patente con una exteriorización que incluye “expresión facial y actitud lúdicas”– y el llamado de atención sirve para que el compañero preste atención a esa demostración. Otro ejemplo es el de los chimpancés machos que quieren copular y cortan hojas con los dientes produciendo un sonido intenso y seco que atrae la atención de las hembras hacia su pene erecto (Sugiyama, 1981). Lo importante en ambos casos es que el “significado” o la función del acto comunicativo global no residen en el gesto mismo con el cual se llama la atención sino en la exteriorización involuntaria, que el individuo actuante sabe que el receptor debe advertir para reaccionar como corresponde. A favor de esta interpretación podemos alegar que en ciertas ocasiones los simios ocultan una exteriorización a otros individuos, por ejemplo, cubriéndose el rostro con las manos para esconder una expresión facial consistente en una mueca de temor (Tanner y Byrne, 1993; De Waal, 1986). Una ligera variante del mismo tema está constituida por un subconjunto de llamados de atención sumamente interesantes pues funcionan sin exteriorización alguna e incluso constituyen un avance hacia la comunicación triádica (referencial). En esos casos, el comunicador “ofrece” a otro individuo una parte del cuerpo –invitación al acicalamiento– o un objeto que luego retira apresuradamente para invitar al otro a jugar. Hay también algunas escasas observaciones sobre monos que “ofrecen” alimento a otros sin que éstos lo hayan pedido (Liebal, Pika y Tomasello, 2006). Aunque poco frecuente, el hecho de que haya individuos que llaman la atención de otros de su misma especie de este modo es sumamente importante desde el punto de vista teórico porque es el ejemplo más próximo que tenemos a la acción de dirigir inten-

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cionalmente la atención de otros a cosas externas de manera triádica, referencial, como ocurre prácticamente en toda forma de comunicación humana. Dado que funcionan de manera distinta que los movimientos de intención, los llamados de atención también se aprenden de manera diferente. No están ceñidos a ninguna actividad social en particular, de modo que no es posible ritualizarlos directamente a partir de la repetición de ciertos comportamientos (tampoco hay indicios de que sean imitados). Los individuos los aprenden, en cambio, cuando realizan, sin motivos comunicativos, actos como palmotear el suelo o lanzar objetos o empujar a sus congéneres, actos que naturalmente atraen la atención de ellos. Después, el individuo que lleva a cabo esas acciones advierte ese efecto secundario y lo explota en el futuro. Una vez aprendido, cualquier llamado de atención puede usarse con muchos objetivos diferentes, como jugar, acicalarse, prestar cuidados, etc. Precisamente, la auténtica novedad en este caso radica en esa utilización indirecta. El comunicador pretende que el receptor realice una acción determinada –podríamos decir que ésa es su intención social– y para lograr su meta intenta llamar la atención del receptor hacia alguna cosa –proceso que podríamos llamar su intención “referencial”–* con la expectativa de que si el receptor mira, en efecto, hacia el lugar que corresponde, hará lo que el comunicador desea. Esta estructura intencional de dos niveles es una auténtica novedad evolutiva –exclusiva, casi con seguridad, de los grandes simios y, tal vez, de otros primates– y se la puede ver como lo más parecido al “eslabón perdido” entre la comunicación de los primates no humanos y la comunicación referencial humana, caracterizada por actividades complejas como guiar la atención de otros y compartirla. Por último, es importante decir que los simios eslabonan con frecuencia secuencias de gestos que comprenden movimientos de intención y llamados de atención. No obstante, la investigación sistemática de esas secuencias no ha mostrado que en esos encadenamientos exista una “gramática”, en el sentido de combinaciones específicas que generan nuevas funciones comunicativas o “significados” (Liebal, Call y Tomasello, 2004). Aparentemente, lo que ocurre es que el comunicador hace un intento con un gesto, observa la reacción del receptor y, de ser necesario, repite el gesto o prueba con otro distinto. Este hecho aporta argumentos a favor de la naturaleza

* He escrito “referencial” entre comillas porque, como diré más adelante, lo que hacen los grandes simios preanuncia la referencialidad humana, aunque difiere de ella en algunos aspectos que sólo podré caracterizar cabalmente cuando haya descrito cómo funcionan las referencias entre los humanos en el próximo capítulo.

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intencional de la comunicación gestual entre los grandes antropoides. Indica perseverancia para obtener un objetivo ajustando los medios si es necesario –prototipo de la acción intencional– pero no demuestra que haya ningún tipo de capacidad combinatoria ni gramatical (véase el capítulo 6).

2.2.2. Atentos a la atención del otro Una diferencia de importancia fundamental entre la comunicación vocal y la gestual consiste en el modo en que los participantes están mutuamente pendientes de la atención del otro. En la comunicación vocal ese proceso prácticamente no existe. En la mayoría de los casos, el comunicador sólo expresa su emoción individual, de modo que su vocalización se difunde casi indiscriminadamente a través del entorno que lo rodea. Por el contrario, la mayor parte de la comunicación gestual tiene lugar dentro del canal visual y está dirigida en el espacio hacia un único individuo. Este hecho exige que el comunicador verifique si el receptor está atendiendo: de lo contrario, el gesto que ha hecho no cumplirá su fin. Por su parte, para saber si tiene que responder o no, el receptor necesita determinar si el gesto está dirigido hacia él o hacia otro individuo próximo. En el curso de los veinte años que llevamos investigando los gestos de los simios, hemos comprobado muchas veces que los individuos los realizan teniendo en cuenta el estado de atención del receptor; en este sentido: los gestos puramente visuales se llevan a cabo casi exclusivamente cuando el receptor ya está orientado visualmente hacia el comunicador (véase Call y Tomasello, 2007, donde se presenta una reseña de esos estudios). Hay algunos experimentos muy conocidos de Povinelli y Eddy (1996) que demuestran que cuando los chimpancés comunicadores deben optar entre dos receptores humanos potenciales –uno de los cuales no puede ver al comunicador porque, por ejemplo, tiene la cabeza cubierta con un cubo–, los animales hacen los gestos visuales de mendigar ante ambos, lo que sugiere de su parte muy poca sensibilidad para apreciar el estado atencional de otros. Pero optar entre dos personas para dirigir un gesto es una situación comunicativa poco natural; cuando el paradigma experimental se modifica de modo que el chimpancé no tiene que elegir, su comportamiento es mucho mejor (aunque no presta demasiada atención al papel que desempeñan los ojos, cosa que sí hacen los niños pequeños (Kaminski, Call y Tomasello, 2004). Por ejemplo, en un ensayo el chimpancé se halla frente a un ser humano que puede verlo, y en otro ensayo frente a una persona que no puede verlo (y los resultados de los ensayos se comparan). En otros estudios cuyos paradigmas no se refieren a la comunicación se

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ha demostrado de muchas maneras distintas que los simios comprenden lo que otros ven y lo que no ven, por ejemplo, cuando compiten entre sí o cuando ocultan objetos a un competidor humano (véase Tomasello y Call, 2006, donde se reseñan esos experimentos). Cuando se plantea toda esta cuestión de prestar atención al estado atencional de otro, surge un interrogante natural: ¿acaso los chimpancés y otros simios encadenan gestos en secuencias con un orden específico 1) llamado de atención (para atraer la atención del receptor) seguido por 2) movimiento de intención (de carácter visual, de modo que requiere la atención visual del receptor)? La respuesta es que no lo hacen. Mejor dicho, a veces producen esas secuencias, pero también producen todo tipo de secuencias distintas (incluso la secuencia inversa), de suerte que no se puede decir que ésa sea una secuencia predilecta (Liebal, Call y Tomasello, 2004). Parecería entonces que estos resultados refutan el hecho de que los simios son sensibles al estado atencional del otro. Pero la razón por lo cual los grandes monos no prefieren la secuencia “llamado de atención > movimiento de intención” es que cuentan con una estrategia alternativa. Cuando necesitan hacer un movimiento de intención de índole visual, muy a menudo caminan alrededor de su compañero para colocarse frente a él. Observamos este hecho inicialmente en la naturaleza pero luego lo comprobamos experimentalmente. Cuando una persona se ponía de frente ante el mono sosteniendo algún alimento a sus espaldas, el mono le hacía gestos de inmediato. Sin embargo, cuando la persona se daba vuelta, de espaldas al mono, éste daba toda una vuelta para gesticular frente a su cara, aun cuando tenía directamente frente a sus ojos el alimento (Liebal, Pika, Call y Tomasello, 2004). Las especies que realizaban este proceso con más facilidad eran nuestros dos parientes más cercanos: los chimpancés y los bonobos. Hasta el momento, se ignora por qué los chimpancés utilizan esta estrategia de “dar un rodeo” en lugar de emplear la secuencia “llamado de atención > movimiento de intención”. El hecho de fijarse en la atención del otro durante la comunicación no tiene precedentes fuera de los primates y, tal vez, ni siquiera fuera de los monos antropomorfos.

2.2.3. Resumen En consecuencia, desde una perspectiva funcional, comunicativa, en casi todas las dimensiones imaginables los grandes antropoides tienen habilidades comunicativas más complejas en la modalidad gestual que en la vocal (véase también Pollick y De Waal, 2007). En primer lugar, aprenden muchos de sus gestos individualmente y los utilizan con flexibilidad, incluso

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en combinación, pero no ocurre lo mismo con sus vocalizaciones. En segundo lugar, emplean muchos gestos prestando atención al estado atencional del receptor, que casi no desempeña papel alguno en su comunicación vocal. En la gestualidad de los grandes simios el acto global de comunicación abarca estos pasos: verificar la atención del otro > dar vuelta en torno a él si es necesario > hacer el gesto > observar la reacción del receptor > repetir el gesto o utilizar otro distinto. Toda la secuencia parecería un caso paradigmático de acción intencional dirigida hacia otros y con cierta comprensión del modo en que la reacción del receptor depende de sus habilidades para percibir cosas y proponérselas. Desde el punto de vista evolutivo, también es importante advertir que entre los grandes simios (los parientes más próximos de los seres humanos) la comunicación gestual es más compleja que en los monos de otras especies y en los mamíferos (Maestripieri, 1998), mientras que en el caso de la comunicación vocal ocurre prácticamente lo contrario. Todas estas características nos dan razones sólidas para pensar que son los gestos de los monos antropomorfos, antes que sus vocalizaciones, los que tienen más probabilidad de ser los precursores evolutivos de la comunicación humana.

2.3. comunicación con los seres humanos Para bien o para mal, muchos monos y grandes simios crecen en algún tipo de ámbito humano, sea un zoológico, un instituto de investigaciones o una casa. No hay datos sistemáticos que prueben que ningún mono adquiera naturalmente nuevas habilidades comunicativas por el hecho de estar en contacto con seres humanos. Además, como ya dijimos, los grandes monos no adquieren nada novedoso en el aspecto vocal cuando se crían entre seres humanos. Sin embargo, sí adquieren gestos nuevos que utilizan específicamente para su contacto con ellos. En el contexto de esta exposición es sumamente interesante advertir que muchos de los grandes simios aprenden –sin ningún entrenamiento específico– a hacer algo que cabría llamar “señalamiento”, una potente extensión de sus gestos naturales para llamar la atención.

2.3.1. El señalamiento y otras acciones imperativas Los chimpancés y otros grandes simios criados en cautiverio aprenden a indicarles a sus cuidadores humanos las cosas que quieren pero no pueden

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obtener por sus propios medios. El comportamiento más básico de este tipo, registrado en numerosas ocasiones por Leavens y sus colegas (por ejemplo, Leavens y Hopkins, 1998; Leavens, Hopkins y Bard, 2005) entre los chimpancés es el acto de “señalar” algún alimento que está fuera de su alcance para que un ser humano vaya a buscarlo y se lo traiga. Aproximadamente el 60% o el 70% de los chimpancés cautivos señalan de esta manera cuando se presenta la situación descrita, y lo hacen espontáneamente sin que haya existido un entrenamiento explícito anterior. El escenario característico es el de una jaula en la que el chimpancé orienta su cuerpo hacia el alimento en cuestión estirando los brazos y las manos a través de los barrotes. No es que intente alcanzar el alimento por sus propios medios, porque cuando no hay seres humanos presentes el chimpancé no tiene ese comportamiento. Ignoramos hasta ahora cómo adquieren los chimpancés esta capacidad de señalar. Los simios utilizan con relativa flexibilidad el acto de “señalar”. Por ejemplo, si hay varios tipos de alimentos a la vista, los monos señalan el más apetitoso y continúan haciéndolo con insistencia aun cuando se les dé concretamente un alimento menos sabroso (Leavens, Hopkins y Bard, 2005). Por otra parte, cuando estos grandes simios criados en ambientes humanos observan a una persona que esconde alimento en una zona externa a su jaula, muchas horas después de ocurrido ese hecho señalarán el escondite a un ser humano que ignora lo sucedido anteriormente (Menzel, 1999). Sucede también que cuando los monos observan que un ser humano necesita una herramienta para alcanzarles el alimento y luego alguien esconde el instrumento en ausencia del primer ser humano, cuando éste regresa, los simios le indicarán el lugar donde está escondido (Call y Tomasello, 1994). Esta situación se puede concebir mejor como un pedido de que el ser humano encuentre la herramienta (para poder luego alcanzarles el alimento) porque, en idéntica situación, los grandes monos no hacen gestos si la herramienta está destinada al uso exclusivo del ser humano (Haimerl et al., en preparación). Sin embargo, es notable el mero hecho de que los simios conciban este tipo de señalamiento indirecto. También es importante el hecho de que los grandes simios criados en ambientes humanos fecundos, de manera similar al modo en que se crían los niños de nuestra especie, suelen solicitar objetos imperativamente mediante otros recursos también. Por ejemplo, cuando quieren obtener acceso a un recinto que está detrás de una puerta, algunos monos criados entre seres humanos la señalan para que el ser humano la abra. En algunos casos, incluso tiran de su mano para llevarlo hasta la puerta o hasta un estante alto, y luego se detienen y aguardan con aire expectante (Gomez, 1990).

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Otra observación común que hice en mis interacciones personales con chimpancés jóvenes es que suelen llevarle a un ser humano un objeto problemático (por ejemplo, una caja cerrada con llave) para que los ayuden y que luego aferran la mano de ese ser humano y la llevan al bolsillo de la prenda que viste, esperando que aparezca la llave. Por otra parte, los monos de los zoológicos a menudo utilizan llamados de atención dirigidos a los visitantes humanos –palmotean las manos, por ejemplo– para que se fijen en ellos y les den alimento. También es posible enseñarles símbolos similares a los de los lenguajes de signos humanos o conseguir que toquen símbolos visuales para comunicarse con los seres humanos (Gardner y Gardner, 1969; Savage-Rumbaugh et al., 1986, 1993). Es evidente, entonces, que los monos criados entre seres humanos comprenden con bastante flexibilidad que sus cuidadores controlan muchos aspectos del mundo que los rodea y que ellos, los monos, pueden inducirlos mediante un llamado de atención a hacer cosas que los ayuden a obtener lo que quieren. El hecho de que, cuando hacen esos pedidos, los monos miren a menudo los ojos del ser humano en cuestión tal vez sea importante pues indica que los animales saben que la causalidad/intencionalidad emana de algún modo de algo que está detrás de los ojos y no simplemente de los miembros externos que llevan a cabo las acciones deseadas (Gomez, 1990, 2004). Por consiguiente, la interpretación más razonable del acto de señalamiento practicado por los grandes monos es que se trata de una extensión natural de sus gestos para llamar la atención. Así como llaman la atención sobre sí mismos palmoteando el suelo o incluso sobre una parte de su cuerpo, como el hombro, para invitar al acicalamiento, cuando están entre seres humanos en las circunstancias que así lo aconsejan, llaman la atención sobre el alimento que desean indicándolo de manera “referencial” pues tienen una intención social y creen que así lograrán conseguir lo que se proponen. En la totalidad de estos casos, a partir de experiencias anteriores en situaciones similares, los monos que se comunican de esta manera presumiblemente pueden prever qué hará el receptor humano si llegar a ver eso que el simio quiere que vea. No obstante, todo lo que hemos relatado sugiere de inmediato una pregunta: ¿por qué los grandes simios utilizan el señalamiento con los seres humanos pero no lo hacen entre sí? La respuesta obvia es que a los otros monos no los mueve el mismo afán de ayudar que tienen los seres humanos. Si un mono pretendiera pedirle a otro que le alcanzara un trozo de alimento señalándolo, no es demasiado probable que lo consiguiera, mientras que los monos cautivos cuentan con numerosas experiencias de que los seres humanos les ofrecen alimento sin pedir nada a cambio. La implicación evolutiva de este hecho evidente es

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que, si el medio ambiente social de los grandes simios se tornara súbitamente más cooperativo, entonces ellos podrían utilizar el señalamiento imperativo para pedirse ayuda mutuamente, sin que hiciera falta ninguna maquinaria cognitiva adicional. Con todo, hay un hecho de importancia crucial que debemos advertir: en ningún tipo de ambiente, ningún mono realiza –sea para sus congéneres o para seres humanos– actos de señalamiento que cumplan funciones distintas de la imperativa. En otras palabras, no practican el señalamiento declarativo para compartir simplemente con otro individuo algo que les interesa o despierta su atención (Gomez, 2004) ni tampoco utilizan el señalamiento informativo para brindar a otro individuo información acerca de algo que éste puede querer o que necesita saber, cosa que los niños sí hacen desde un momento muy temprano de la ontogenia (véase el capítulo 4). Tomasello y Carpenter (2005) incluso presentaron a tres chimpancés jóvenes criados entre seres humanos situaciones que muy probablemente provocarían un acto de señalamiento expresivo-declarativo en niños pequeños (por ejemplo, sucesos sorprendentes o interesantes), pero comprobaron que los monos no respondían con acciones declarativas. Incluso los signos que producen los grandes monos “lingüísticos” son casi todos imperativos: aproximadamente entre el 96 y el 98% en los dos estudios sistemáticos realizados sobre este tema (Rivas, 2005; Greenfield y Savage-Rumbaugh, 1990). El 2-4% restante no tiene una interpretación funcional inequívoca (no son signos netamente declarativos ni informativos sino que, más bien, tienen la función de reconocimiento o de clasificación pues el simio simplemente reconoce algo y, al hacerlo, produce el signo correspondiente). Esta limitación funcional probablemente explique en gran medida los sorprendentes problemas que tienen los grandes simios para comprender los gestos de señalamiento humanos, ideados para ayudarlos haciéndoles conocer determinadas circunstancias, como veremos de inmediato.

2.3.2. Comprender el acto de señalamiento Los grandes simios siguen la mirada de sus congéneres, incluso cuando éstos dirigen sus ojos hacia lugares ocultos ubicados detrás de barreras (Tomasello, Hare y Agnetta, 1999; Bräuer, Call y Tomasello, 2005). Si un ser humano mira y señala un trozo de alimento que un mono no puede ver y si, además, siguiendo la mirada o el gesto de señalamiento el mono llega a ver el manjar, irá a buscarlo y lo conseguirá. En este sentido, podríamos decir que el simio comprendió la intención que animaba al ser

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humano cuando hacía el gesto para orientar la atención del animal en esa situación simple. No obstante, una alteración aparentemente menor del procedimiento produce un resultado radicalmente diferente que podría hacernos apreciar de otra manera la situación anterior más simple. Tomasello, Call y Gluckman (1997) plantearon a un grupo de monos un juego en el que se utilizaban tres cubos o baldes. Un ser humano, el ocultador, por decirlo así, escondía alimento en uno de ellos y otra persona, el colaborador, ayudaba a los monos a encontrarlo, actividad que ha recibido el nombre de tarea de selección de objeto [object choice task]. Por experiencias anteriores, los monos sabían que había un único trozo de alimento escondido y que sólo contarían con una oportunidad para hallarlo. En las condiciones experimentales clave, la primera persona ocultaba el alimento mientras el colaborador espiaba y luego el ocultador señalaba el cubo donde se encontraba el alimento para ayudar al mono. Para sorpresa de todos, en esa situación los monos elegían los cubos al azar aun cuando su motivación para hallar la comida era muy alta en casi todos los ensayos. Muy a menudo, alguno de los simios prestaba atención a la mirada y el gesto del colaborador, que señalaban el cubo correcto, pero así y todo no lo elegía. Estos resultados implican que el problema no radicaba en el hecho de prestar atención a la dirección señalada sino que los monos no parecían comprender el significado de ese gesto, su pertinencia para que pudieran encontrar el alimento. Parecería que los monos se dijeran: “Muy bien. Hay un cubo, ¿y qué? ¿Dónde está la comida?”. Los niños, en cambio, se desempeñan muy bien en esta tarea aparentemente trivial cuando tienen apenas 14 meses de edad, en general, antes de que eclosione el lenguaje (Behne, Carpenter y Tomasello, 2005). Hay infinidad de explicaciones para el fracaso de los monos en estas tareas. Sin embargo, un estudio complementario restringió las posibilidades considerablemente. Hare y Tomasello (2004) idearon una versión competitiva de la situación básica de selección de objeto que abarcaba dos condiciones experimentales para los chimpancés participantes. Una de las condiciones, la cooperativa, era idéntica a la de la tarea básica anterior, de modo que los resultados fueron también idénticos: pese a advertir que alguien les señalaba el cubo correcto, los monos hacían luego su elección al azar. En la segunda situación, la competitiva, en la sesión de precalentamiento, una persona comenzaba a competir con el chimpancé por el trozo de alimento y luego, en la sesión experimental, intentaba proseguir la competencia. Específicamente, sin mirar al mono en ningún momento, intentaba alcanzar el cubo correcto, pero, debido a limitaciones físicas del contexto (no podía

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extender el brazo del todo porque el panel de acrílico era demasiado pequeño), se veía imposibilitada de hacerlo. Entonces, si una persona distinta empujaba los cubos hacia el mono, ¡éste sabía perfectamente en cuál de ellos estaba escondido el alimento! Aun cuando el comportamiento superficial en las dos condiciones experimentales era muy similar –el brazo se extendía en dirección al cubo correcto–, en apariencia los monos comprendían los dos comportamientos de manera muy distinta. En el segundo caso, estaban en condiciones de inferir: esa persona quiere meter la mano en el cubo por interés propio; por consiguiente, debe de haber algo bueno en su interior. Aun así, no eran capaces de inferir que la persona en cuestión quería hacerles saber que el alimento estaba dentro del cubo. ¿Cómo interpretar el comportamiento de los simios en esta tarea? Con toda naturalidad siguen el gesto que señala el cubo correcto pero después no parecen darse cuenta de qué significa. Si nos atenemos a la tarea de selección de objeto estándar, cabría suponer que no pueden ir más allá de lo que ven e inferir la ubicación del alimento escondido. Sin embargo, muchas otras investigaciones demuestran que pueden hacer inferencias en otras situaciones (Call, 2004), y en el estudio complementario de Hare y Tomasello (2004) las hicieron con toda facilidad (es decir, dedujeron algo así como “su afán por alcanzar el cubo indica que debe haber allí algo bueno”). Una hipótesis razonable, entonces, es que los monos no comprenden que el ser humano se comunica con ellos con intención altruista, a fin de ayudarlos a conseguir su objetivo. En otras palabras, ellos se comunican entre sí sólo para solicitar cosas imperativamente y, por ende, sólo comprenden los gestos de otros cuando son también indicaciones imperativas: de lo contrario se quedan perplejos porque no entienden cuál es el objeto de toda esa gesticulación.

2.3.3. Resumen En líneas generales, lo más importante acerca de la comunicación de los grandes simios con seres humanos puede sintetizarse en tres hechos: (i) una vez más, la modalidad gestual se lleva la palma; (ii) lo que más se parece a las actitudes humanas son los llamados de atención (o sea, el “señalar”), que entrañan una división entre la intención social y la referencial y (iii) aun en el caso de que los seres humanos les enseñen medios de comunicación relativamente complejos, los monos prosiguen comunicándose casi exclusivamente de modo imperativo, es decir, para conseguir que otros hagan algo y, de hecho, parece que ni siquiera comprenden los señalamientos informativos inspirados por la cooperación.

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Cuadro 2.1. Acerca de los perros y otros mamíferos Es interesante saber que los perros se desempeñan muy bien en la tarea de selección de objeto básica cuando un ser humano les señala con intención informativa la ubicación de un trozo de alimento oculto. Los lobos, en cambio, tienen un desempeño mediocre, mientras que los cachorros de perros domésticos son muy hábiles incluso antes de haber tenido demasiado contacto con seres humanos (Hare et al., 2002). Parecería entonces que cuando los seres humanos se dedicaron a domesticar perros a lo largo de los últimos 10.000 o 12.000 años, de algún modo seleccionaron individuos con características que les permitían comprender en algún sentido lo que un ser humano hace en esas situaciones. Ignoramos hasta el presente cómo hacen los perros para comportarse así –hay investigaciones en curso al respecto– pero una hipótesis es que en realidad no comprenden que el ser humano les está brindando información sobre el escondite del alimento con ánimo cooperativo: más bien interpretan el gesto de manera imperativa, como si la persona en cuestión les ordenara dirigirse a ese lugar. Esta hipótesis tiene sentido porque, en gran parte, los perros han sido seleccionados/domesticados para cumplir las órdenes que les dan los seres humanos. Otra interpretación posible tiene que ver con la colaboración: en razón de su particularísima historia evolutiva, los perros domésticos comprenden que el ser humano intenta concretamente ayudarlos, cosa que los monos no entienden. Esas dos interpretaciones se tornan más plausibles si tenemos en cuenta que casi todos los animales que se desempeñan bien en esta tarea son o bien animales domesticados, o bien animales criados por seres humanos y entrenados por ellos con intensidad: delfines, cabras domésticas y algunos grandes simios (véase una reseña de este tema en Call y Tomasello, 2005). En cualquier caso, a los fines de lo que nos interesa aquí podemos decir al menos que el excelente desempeño de los perros y de otros animales domésticos prueba que algunos animales responden como corresponde ante los señalamientos humanos en la tarea de selección de objeto. Se desconoce aún el mecanismo que les permite hacerlo. En términos de producción, hay observaciones sobre perros y otros animales domesticados que se comunican con seres humanos de maneras aparentemente tan complejas como las anteriores. No existen demasiados estudios sistemáticos al respecto (véase Hare, Call y Tomasello, 1998). Ahora bien, aun aceptando esas observaciones en cierta medida, es importante advertir que estos animales no se comunican con sus coespecíficos de modo tan complejo: sólo lo hacen con los seres humanos. Por consiguiente, es posible concebir esas habilidades comunicativas como algo “que no es natural” en algún sentido, pues son ejemplos de comunicación entre especies distintas y resultado, en parte, del proceso de domesticación.

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2.4. la intencionalidad en la comunicación de los grandes simios Para quienes sólo se han dedicado a estudiar seres humanos y jamás han observado en detalle la comunicación de los animales es difícil apreciar cuán excepcional es la flexibilidad que muestran los grandes monos en la comunicación gestual. En su inmensa mayoría, los casos de comunicación animal están determinados genéticamente. Incluso entre los monos y los grandes antropoides, la comunicación vocal está fijada en su mayor parte por la genética. Por otro lado, la comunicación gestual de los monos que no son antropoides tiene netas características estereotipadas, aunque no ha sido estudiada con demasiado detalle (véase Maestripieri, 1998). Por lo tanto, la flexibilidad de la comunicación gestual propia de los grandes antropoides es una auténtica novedad evolutiva. Por lo general, la flexibilidad en el comportamiento indica que hay algún tipo de aprendizaje y, de hecho, hemos expuesto pruebas de que muchos gestos de los monos antropomorfos son aprendidos. No obstante, en teoría, esta aptitud podría deberse a un aprendizaje asociativo relativamente simple –cuando se presenta determinada situación es probable que cierto gesto particular resulte eficaz– o podría también deberse a la comprensión de la intencionalidad del compañero. Por nuestra parte, creemos que en estas actividades intervienen procesos cognitivos complejos, opinión que respaldan algunos estudios en los que se prueba que los antropoides comprenden la intencionalidad en otras esferas de actividad.

2.4.1. Comprender la acción intencional Así como los animales pueden resolver problemas de física sin comprender los mecanismos causales subyacentes, también pueden comunicarse sin comprender del todo la intencionalidad que esos actos involucran… y eso es, precisamente, lo que hacen la mayoría de las veces. Saben que cuando ellos hacen X cosa, los receptores hacen Y, pero no comprenden cómo funciona ese mecanismo. Ahora bien, cuando se trata de una comunicación más flexible en la que, por ejemplo, se eligen distintas señales en ocasiones diferentes según cuál sea el estado atencional del receptor –como ocurre en la comunicación gestual de los grandes monos antropomorfos–, el comunicador tiene que tener algún tipo de modelo cognitivo de cómo percibe la señal el receptor y actúa en consecuencia. Investigaciones recientes han demostrado que los grandes simios comprenden buena parte de lo que hacen los otros individuos en su calidad de

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agentes intencionales que perciben señales. Específicamente, comprenden algo de las metas y las percepciones de los otros individuos y entienden también, de una manera similar a la de los niños pequeños, que esas metas y percepciones funcionan mancomunadamente en la acción intencional de los individuos (véase Povinelli y Vonk, 2006, donde se podrá hallar una opinión diferente). En primer lugar, los grandes simios (la mayoría de las investigaciones se hicieron con chimpancés) comprenden que otros individuos tienen metas u objetivos propios. Veamos las pruebas que confirman esta aseveración: • Cuando un ser humano alcanza alimento a un chimpancé y luego deja de hacerlo, el mono reacciona con frustración si la persona en cuestión interrumpe sus dádivas sin razones de peso (es decir, si la persona está mal dispuesta). Sin embargo, el animal aguarda pacientemente si esa persona intenta de buena fe entregarle el objeto y no consigue hacerlo o tiene algún accidente (es decir, si la persona está impedida de hacerlo) (Call et al., 2004; véase Behne et al., 2005, donde se presentan resultados similares con niños pequeños). • Cuando un ser humano o un miembro de su propia especie necesita ayuda para alcanzar un objeto o un lugar, los chimpancés lo ayudan de un modo semejante al de los niños, lo que exige comprender los objetivos o las metas del otro (Warneken y Tomasello, 2006; Warneken et al., 2007). • Cuando una persona realiza ante un chimpancé criado entre seres humanos una acción sobre un objeto, caracterizada de diversas maneras como un intento fallido de modificar el estado del objeto, el mono lleva a cabo a su vez la acción deseada (y no la acción que se le muestra concretamente, por ejemplo, que las manos resbalan sobre el objeto) (Tomasello y Carpenter, 2005; según el estudio realizado en 1995 por Meltzoff con niños pequeños). • Cuando una persona muestra a un chimpancé criado entre seres humanos una serie de dos acciones sobre un objeto, una de las cuales está caracterizada de varias maneras como meramente accidental, el mono por lo general sólo lleva a cabo la acción intencional (Tomasello y Carpenter, 2005; siguiendo el estudio realizado en 1998 por Carpenter, Akhtar y Tomasello con niños pequeños; véase también Call y Tomasello, 1998, donde se exponen otras pruebas). • Cuando un chimpancé criado entre seres humanos observa que una persona realiza acciones que son, o bien elegidas libremente, o bien impuestas por las circunstancias, el mono comprende la diferencia entre ambas: imita selectivamente los actos decididos libremente pero no los impuestos por las circunstancias (si las circunstancias no se le imponen

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también a él). Este hecho demuestra que el chimpancé comprende no sólo la intencionalidad de la acción sino también su racionalidad (Buttelmann et al., 2007, que siguió el modelo del estudio realizado en 2002 por Gergely, Bekkering y Király con niños pequeños). La conclusión, entonces, es que (en situaciones sencillas) tanto los antropoides como los niños muy pequeños comprenden cuando un individuo persigue una meta con persistencia hasta alcanzarla; y comprenden también que la meta no es el resultado que se produce en el medio externo sino la representación interna que tiene el actor sobre aquello que desea provocar. Además, comprenden que el actor opta por una acción para perseguir esa meta “racionalmente”, en el sentido de que tienen en cuenta las razones de ese actor para hacer lo que está haciendo. En segundo lugar, los grandes simios (la mayor parte de las investigaciones se han hecho con chimpancés) comprenden que otros individuos tienen percepciones. He aquí las pruebas (véase una reseña al respecto en Tomasello y Call, 2006): • Cuando un ser humano curiosea para ver qué hay detrás de una barrera, el mono se desplaza para lograr un ángulo de visión mejor de esa zona (Tomasello, Hare y Agnetta, 1999; Bräuer et al., 2006; véase también Moll y Tomasello, 2004, donde se consigna un estudio similar llevado a cabo con niños). • Cuando la mirada del ser humano se dirige a una barrera pero hay, además, un objeto ubicado más allá en la misma dirección, los monos sólo observan la barrera y no prestan atención al objeto a menos que la barrera misma tenga una ventana, en cuyo caso miran el objeto (Okamoto-Barth, Call y Tomasello, 2007; véase Caron et al., 2002, donde se presentan resultados similares en el caso de niños). • Cuando los grandes monos piden alimento a un ser humano, tienen en cuenta si esa persona puede ver el gesto que hacen (Kaminski, Call y Tomasello, 2004; Liebal, Pika, Call y Tomasello, 2004). • Cuando los chimpancés compiten entre sí para conseguir alimento, tienen en cuenta si el competidor puede ver o no el trozo en disputa (Hare et al., 2000; Hare, Call y Tomasello, 2001). Ocasionalmente, intentan que el competidor no advierta que se acercan (Hare, Call y Tomasello, 2006; Melis, Call y Tomasello, 2006). En conclusión: en situaciones sencillas, los grandes monos y los niños pequeños comprenden de la misma manera con que los individuos per-

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ciben los objetos del mundo y reaccionan ante ellos, y también comprenden que el contenido de la percepción del otro es algo distinto de la percepción propia. Los experimentos de competencia citados en último término son particularmente importantes porque demuestran que los chimpancés no se limitan a comprender las metas y las percepciones por separado, sino que comprenden cuál es su interrelación en la lógica de la acción intencional: los agentes quieren que se produzcan ciertos estados en el medio ambiente (tienen metas); los agentes ven el mundo y pueden, por ende, apreciar cada situación con respecto al estado que se han propuesto obtener y los agentes hacen cosas cuando advierten que el medio ambiente no está en el estado que se proponen. Sobre este tipo de comprensión de la acción intencional descansa una forma básica de razonamiento práctico que permite a los individuos entender y prever lo que otros están haciendo y harán, incluso en circunstancias totalmente novedosas. Así, en los experimentos llevados a cabo por Hare y sus colaboradores, los participantes entienden que si su competidor puede ver su objetivo (el alimento) intentará alcanzarlo, y que si no puede verlo no hará ese intento; a la inversa, si el competidor ve algo que no es su objetivo (por ejemplo, un trozo de roca), no intentará apropiarse de él. También pueden comprender cosas elementales acerca de las oportunidades y los obstáculos que se les presentan a los demás para alcanzar el objetivo en situaciones novedosas, y pueden entender de qué manera sus opciones comportamentales se ven afectadas en tal caso, por ejemplo, cuando el otro individuo tiene el camino despejado para alcanzar el alimento y cuando ese camino está bloqueado. Este tipo de razonamiento práctico acerca de otros individuos –en términos de los predicados psicológicos querer, ver y hacer– es el cimiento de todo tipo de interacción social en el mundo de los primates y el de los seres humanos, incluida la comunicación intencional contemplada como acción social en la que los individuos intentan que otros hagan lo que ellos quieren. La conclusión general es que los grandes simios comprenden los objetivos y las percepciones de los otros y entienden también que esos objetivos y percepciones determinan sus decisiones de comportamiento. En otras palabras, comprenden que los otros individuos son agentes intencionales e incluso, quizá, racionales. Apoyándose en esa comprensión, pueden desarrollar los razonamientos prácticos que subyacen a la interacción y la comunicación social flexible y estratégica. Por ejemplo, pueden determinar qué quiere el otro individuo, por qué lo quiere y qué es probable que haga a continuación. Puesto que los gestos de los grandes simios surgen directamente de interacciones sociales significativas tal como se expresan en el

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comportamiento manifiesto, mientras que las vocalizaciones son una expresión más individual de emociones con reducidas exteriorizaciones comportamentales manifiestas, parecería por demás natural que en el caso de la comunicación gestual se apliquen las habilidades para el razonamiento práctico acerca de la acción intencional.

2.4.2. Cómo funcionan los gestos de los grandes simios Es posible que entre los grandes simios no haya comprensión de la intencionalidad individual cuando emplean la comunicación gestual: puede ser que estos animales simplemente recurran al aprendizaje asociativo o a algún otro proceso similar. Pero es sumamente improbable. Si en los experimentos que citamos se dan cuenta de lo que otros ven, quieren y hacen, presumiblemente reconocen esas mismas circunstancias cuando ellos mismos hacen gestos y cuando observan los gestos que les hacen otros individuos. Así y todo debemos ser cautelosos y no darles a esas acciones una interpretación humana si no se justifica. Esta “tercera vía” teórica (cognitivista, pero no antropocéntrica; Call y Tomasello, 2005) nos lleva al siguiente análisis de los movimientos de intención y a los llamados de atención de los grandes simios, análisis que hacemos en términos de predicados psicológicos primitivos –querer, ver y hacer–, justificados por los experimentos que hemos descrito anteriormente. Los gestos que entrañan movimientos de intención emanan de la intención social del comunicador, que pretende que el receptor haga algo, como jugar, agachar el lomo o iniciar el acicalamiento. La expectativa del comunicador en todos esos casos es que si el receptor ve su gesto hará lo que el comunicador pretende, pues eso mismo es lo que ha sucedido en el pasado (fundamento del proceso de ritualización). Por su parte, cuando ve el movimiento de intención, el receptor sabe que el comunicador quiere que él haga algo determinado (y lo sabe porque tiene la capacidad de “leer” intenciones y porque ha tenido experiencias anteriores en circunstancias similares). En cambio, los gestos para llamar la atención surgen de otra intención social por parte del comunicador: que el receptor vea algo que –según espera de acuerdo con su comprensión de las intenciones (y sus experiencias anteriores)–, muy probablemente lo inducirá a hacer lo que el comunicador quiere. En tal situación, se crea una estructura intencional de dos niveles que comprende la intención social del comunicador, que es su meta fundamental, y su intención “referencial”, que es el medio para alcanzar esa meta. Por su parte, al observar el llamado de atención, el receptor sabe que el comunicador quiere que lo vea y que, posiblemente, lo

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que hace es un medio para conseguir que él, el receptor, haga algo. De modo que, por lo general, cuando hay un llamado de atención, el receptor observa y luego responde con naturalidad ante lo que ve, y posiblemente haga lo que el comunicador espera de él si está inclinado por sus propios motivos a hacerlo. A esta altura, nuestro análisis de los dos tipos de gestos de los grandes antropoides, desde el punto de vista del comunicador, podría representarse esquemáticamente como lo hacemos en la figura 2.1. La cuestión crítica es la siguiente: puesto que los movimientos de intención son simples ritualizaciones (abreviaturas) de los pasos iniciales de las acciones intencionales, su “significado” es intrínseco; simplemente se trata de lo que el comunicador pretende que el otro individuo haga en la interacción, algo que ya estaba presente en algún acto preexistente de la interacción social antes de que la señal quedara ritualizada.

QUIERE QUE

HAGA x

QUIERE QUE

VEA y

intención social

movimiento de intención

intención “referencial”

=>

HAGA x intención social

llamado de atención

Figura 2.1

En cambio, los llamados de atención introducen en el proceso un modesto eslabón intermedio. Su estructura intencional de dos niveles crea una “distancia” entre el medio comunicativo manifiesto (acto de “referencia”) y el objetivo comunicativo encubierto (intención social). Entonces, existe la posibilidad de que el receptor infiera lo que el comunicador quiere a partir de lo que ve (aunque también es posible que se limite a tener ante el hecho una reacción natural sin hacer ninguna inferencia).

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Pese a que este proceso es sorprendente desde el punto de vista de la comunicación animal en general, difiere de la comunicación humana en algunos aspectos fundamentales. Expondremos esas diferencias con mayor detalle en el próximo capítulo; por ahora, nos limitamos a señalar una diferencia clave desde el punto de vista del receptor. Cuando un ser humano señala algo para otro, el receptor se formula implícitamente una pregunta: ¿por qué? ¿Por qué cree él (o ella) que mirar en esa dirección será útil o interesante para mí? Esa pregunta descansa en el supuesto de que el comunicador realiza el acto de señalar en provecho del receptor (al menos en lo inmediato). Así, los niños saben que si un adulto les señala un cubo o un recipiente en el contexto de una actividad de búsqueda, ese acto probablemente sea pertinente para su meta conjunta de encontrar un juguete. Por el contrario, los grandes simios no pueden suponer que el otro individuo señala algo para favorecerlos de algún modo, y no lo suponen, de modo que no se preguntan “¿por qué piensa él (o ella) que tal cosa es importante para mí?” Quieren saber lo que el otro individuo quiere para sí mismo (pues cuando ellos mismos señalan algo, lo hacen en función de sus propias motivaciones) y no les interesa saber si el comunicador piensa que mirar en tal dirección será útil para ellos. Por esa razón, no ven el gesto de señalar de otro individuo como algo pertinente para sus propias metas u objetivos. (Por si sirve de algo decirlo, lo mismo vale entre los simios para la recepción de las vocalizaciones: si los monos oyen un grito de excitación o de temor se preguntan qué lo causó, pero no se preguntan si el emisor piensa que es algo pertinente para ellos, los receptores.) El tema de interés general es que cuando en la comunicación surgen móviles más cooperativos –no ya la intencionalidad individual sino la compartida– se genera todo un nuevo proceso inferencial, como veremos más pormenorizadamente en el capítulo que sigue.

2.5. conclusión En su enorme mayoría, las investigaciones sobre la comunicación entre los primates que no son humanos están dedicadas a las vocalizaciones de los simios, de suerte que casi todos los tratados con títulos como “La comunicación entre los primates y el lenguaje humano” y otros análogos se concentran en el canal vocal, a menudo sin mencionar siquiera los gestos (hay dos excepciones recientes: Corballis, 2002 y Burling, 2005). En mi opinión, se trata de un craso error. Las vocalizaciones de los primates no

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difieren demasiado de las de otros mamíferos; no hay diferencia en su grado de complejidad entre otros mamíferos y los primates y –dentro de los primates– entre los monos en general y los grandes antropoides. Para todos los mamíferos, incluidos los primates, las vocalizaciones son en su mayor parte expresiones fijas que no se aprenden y están determinadas genéticamente. Además, son respuestas emocionales urgentes, involuntarias e inflexibles ante sucesos importantes desde la perspectiva evolutiva, respuestas que pueden beneficiar al emisor de una manera más o menos directa. Por otra parte, los vocalizadores las propalan casi sin discriminación, sin prestar atención a los potenciales receptores. Cuando los grandes simios se crían en contacto con seres humanos no aprenden nuevas vocalizaciones y ni siquiera se les puede enseñar a vocalizar de otra manera. ¿Acaso es posible que semejantes reflejos mecánicos sean un precursor directo de las complejas vías de comunicación humana y del lenguaje, más allá de expresiones como “¡Ay!”? En contraposición, un número importante de gestos de los primates, especialmente de los grandes simios, son actos de comunicación aprendidos por cada individuo y producidos con flexibilidad, actos que implican comprender aspectos importantes de la intencionalidad individual. Los movimientos de intención de los grandes simios expresan que el emisor quiere que otro individuo haga algo, y son elegidos por él teniendo en cuenta el estado atencional del receptor. Por su parte, los llamados de atención de esos mismos grandes primates expresan una intención de dos niveles: el emisor quiere que el receptor vea algo para que luego haga algo. Hay, incluso, llamados de atención triádicos (por ejemplo, para “ofrecer” una parte del cuerpo o un objeto a otro individuo o para “señalar” alguna cosa a un ser humano). Los gestos que emplean los grandes simios para llamar la atención de otros individuos son una forma de comunicación sumamente escasa en la evolución (he dicho a menudo que son una suerte de “eslabón perdido” entre la comunicación humana, con todo lo que ésta tiene de guiar la atención del otro y compartir situaciones) porque introducen una división entre la intención referencial tendiente a que el receptor observe algo y la intención social de que el receptor haga algo a raíz de lo que vio. Personalmente, no entiendo cómo se puede dudar de que los gestos de los grandes simios, y no sus vocalizaciones, hayan sido el manantial del cual brotó la riqueza y la complejidad de la comunicación humana en general y del lenguaje en particular, pues esos gestos entrañan una enorme flexibilidad y una gran sensibilidad hacia la atención de otros, mientras que las vocalizaciones son inflexibles y no tienen en cuenta a los otros individuos.

3 La comunicación cooperativa de los seres humanos

No sabría qué debo señalar en la imagen como correlato de la palabra “beso” […] o de la expresión “más alto que” […] Pero hay allí un acto de “dirigir la atención al tamaño de las personas” o a sus acciones […] Lo que muestra cómo fue posible que surgiera el concepto general de significado. L. Wittgenstein, Gran manuscrito [The big typescript] Sería fácil pensar que nada de lo que hacen los grandes simios tiene demasiada importancia para la comunicación humana porque los seres humanos nos comunicamos mediante el lenguaje, y el lenguaje funciona de un modo singular y único: como una especie de código simbólico abstracto que transmite el significado directamente. No obstante, si estamos planteando la cuestión de los orígenes, esta manera de pensar presenta dos problemas fundamentales. El primero es que, si bien los lenguajes convencionales son en algún sentido códigos diferentes, la comunicación lingüística descansa en grado mucho mayor que el aparente sobre la comunicación no codificada y otras formas de sintonía mental. Veamos dos ejemplos muy sencillos: (1) la comunicación lingüística cotidiana está salpicada de expresiones como eso, ella, ellos, aquí, el tipo que encontramos, cuyos referentes no podemos determinar directamente a partir de ningún código y deben inferirse del terreno conceptual común; y (2) la conversación de todos los días está llena de intercambios como el que sigue: Ernie: “¿Quieres ir la cine?”; Bert: “Tengo un examen mañana por la mañana”, en el cual Ernie sólo puede comprender la respuesta de Bert recurriendo a muchos conocimientos que son el telón de fondo compartido por los dos y haciendo inferencias a partir de hechos que no están en ningún código (por ejemplo, saber que tener un

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examen a la mañana siguiente implica estudiar la noche anterior, lo que impide ir al cine). El “código” lingüístico se apoya en una infraestructura de comprensión intencional y en un terreno conceptual común que es, de hecho, primaria desde el punto de vista lógico (Wittgenstein, 1953). El segundo problema se relaciona directamente con los orígenes. La cuestión fundamental es que la comunicación humana no pudo haber surgido de ningún código pues esta afirmación presupone lo que intenta explicar (como lo hacen todas las teorías de un contrato social). Por consiguiente, la instauración de un código explícito exige alguna forma de comunicación preexistente que sea por lo menos tan rica como ese código. Por ejemplo, si dos empleados quieren acordar un código de dos golpecitos en la pared para advertirse mutuamente de que el jefe se acerca, ¿cómo pueden hacerlo sin recurrir a alguna otra forma de comunicación? Un código de comunicación simbólica supone otra forma de comunicación previa que se codifica, así como la existencia de dinero supone una práctica preexistente de trueque y comercio que, en un sentido, se codifica de ese modo. Por lo tanto, por su propia naturaleza, los códigos explícitos son derivados. Ahora bien, ¿qué podemos decir de “códigos” que brotan de manera más espontánea, como los lenguajes? No están formulados explícitamente de antemano, de modo que quizá no se plantee en su caso el mismo problema de cómo surgen. Pero, ¡ay!, no es así. Una de las intuiciones fundamentales del incisivo análisis de Wittgenstein (1953) sobre la comunicación lingüística es que los nuevos usuarios potenciales de un lenguaje –los niños, por ejemplo– pueden penetrar en el código sólo si tienen algún otro medio para comunicarse con los usuarios maduros o, al menos, de estar en comunión con ellos. De lo contrario, estarían en la misma situación de aquel viajero de Quine (1960) quien, recién arribado a una cultura foránea, oye que un habitante del lugar dice “Gavagai”* cuando ve pasar a un animal corriendo, pero carece totalmente de indicios para saber a qué aspecto de la situación quiere referirse el lugareño con esa expresión lingüística desconocida. Es posible que el lugareño le “muestre” al recién llegado lo que quiere decir, pero ese acto de mostrar no sería a fin de cuentas sino otra manera no codificada mediante la cual los dos ponen sus mentes en sintonía. En consecuencia, si queremos comprender la comunicación humana no podemos empezar por el lenguaje. Más bien tenemos que comenzar por la comunicación no codificada, no convencionalizada, y otras formas de sintonía mental. Los gestos naturales, como señalar y hacer mímica, cumplen

* Esta “palabra” corresponde a un célebre ejemplo de W. V. O. Quine. [N. de la T.]

LA COMUNICACIÓN COOPERATIVA DE LOS SERES HUMANOS

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las condiciones necesarias para esta función. Son simples y espontáneos pero, así y todo, los utilizamos para comunicarnos de una manera muy provechosa, exclusiva de nuestra especie. Entonces, antes de abordar el lenguaje y sus mil complejidades, la primera pregunta que debemos formular debe ser cómo funcionan los gestos. En la respuesta, nos concentraremos en la infraestructura psicológica de la intencionalidad compartida, que es exclusiva de nuestra especie, tiene una gran complejidad y permanece oculta en su mayor parte. Dentro de ese marco, los seres humanos empleamos los gestos naturales, que generan todo un mundo nuevo de cosas para comunicar. Especificar sistemáticamente los componentes de esa infraestructura –en términos de habilidades cognitivas y móviles sociales– equivale a construir un modelo de la comunicación humana que denominaremos modelo de cooperación.

3.1. señalar y hacer mímica Buena parte de las investigaciones sobre los gestos humanos se han centrado en los lenguajes de signos que utilizan los sordos (por ejemplo, Armstrong, Stokoe y Wilcox, 1995; Liddell, 2003). Sin embargo, como esos lenguajes son casi tan complejos como los modernos lenguajes vocales, presumiblemente no representan las etapas evolutivas primigenias de la comunicación gestual entre los seres humanos. Otras investigaciones se han dedicado a los gestos que acompañan el lenguaje vocal, que poseen una cantidad de cualidades específicas debidas a su mero papel de soporte en el proceso de comunicación (McNeil, 1992; Goldin-Meadow, 2003a). Ahora bien, si los gestos aparecieron primero durante la evolución humana, los gestos más antiguos debieron de utilizarse en ausencia de lenguajes convencionalizados, ya fueran vocales o de señas: debieron de emplearse por sí mismos. Por consiguiente, para esta indagación no nos interesan los gestos humanos que se emplean como sustitutos o complementos del lenguaje vocal, sino, más bien, los que se usan como actos comunicativos plenos por sí mismos pues en ellos podremos observar con más claridad los distintos componentes de la comunicación cooperativa actuando mancomunadamente, como ocurre en los infantes que no saben hablar aún y como sucedió, cabe presumir, entre los primitivos seres humanos que carecían todavía de un lenguaje. Queremos averiguar dos cosas: cómo las formas gestuales exclusivas de los seres humanos pudieron surgir evolutivamente a partir de los gestos de los grandes simios y cómo esos gestos pudieron después allanar el camino que acabó en los lenguajes naturales plenos y convencionales.

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Cuando se contemplan los gestos de los seres humanos desde un punto de visto psicológico, funcional –cuando se observa cómo los usamos para comunicar–, el consenso general indica que existen en el fondo dos tipos fundamentales, según su utilización para hacer referencia (véase Kendon, 2004: 107). Los seres humanos hacemos gestos para: • guiar en el espacio la atención de un receptor hacia algo ubicado en el entorno perceptual inmediato (gestos deícticos); • orientar la imaginación de un receptor hacia algo que, por lo general, no está en el entorno perceptual inmediato, lo que se consigue mediante ciertos comportamientos: simulación de una acción, relación u objeto (gestos icónicos). Orientando la atención del receptor o su imaginación hacia algo determinado, estos actos de referencia se proponen conseguir que el receptor infiera la intención social del comunicador: lo que éste quiere que el receptor haga, sepa o sienta. Estos dos tipos fundamentales de gestos humanos son, en un sentido muy general, paralelos a los dos grupos principales de gestos que utilizan los grandes simios. Los actos de señalamiento de los seres humanos se parecen a los llamados de atención de los grandes monos pues ambos procuran orientar la atención del receptor hacia algo que está en el entorno perceptual inmediato. En cambio, los gestos icónicos de los seres humanos son similares a los movimientos de intención de los simios pues en ambos casos se trata de acciones, pero no de acciones reales: los movimientos de intención son formas abreviadas de acciones reales y los gestos icónicos representan simbólicamente cosas reales, pero en su ausencia. No obstante, hay importantes diferencias entre los gestos humanos y los de los primates. Así, mientras los llamados de atención de los grandes simios se basan en que los receptores tienden naturalmente a prestar atención a las fuentes de ruidos y de contacto físico, el señalamiento propio de los seres humanos descansa en la tendencia natural de los receptores a seguir la dirección de la mirada de otros y, por lo tanto, la dirección en que señalan. Por otra parte, mientras los movimientos de intención de los simios se apoyan en la tendencia natural de los receptores a prever el próximo paso de una secuencia de acciones –temáticamente, por decirlo de algún modo–, los gestos icónicos humanos descansan en la tendencia natural de los receptores a comprender las acciones intencionales: en este caso, fuera de su contexto habitual, tal como se los usa simbólica y categóricamente para comunicar algo acerca de una situación “parecida a ésta”.

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3.1.1. Señalar Podría decirse que el tipo fundamental de gesto humano que cumple la función de acto comunicativo completo es el gesto para orientar la atención o gesto deíctico, cuyo prototipo es el acto de señalar. Si bien hay variaciones significativas de forma (por ejemplo, en algunas culturas se señala con el labio o con la barbilla en lugar de hacerlo con el dedo índice), la función básica interpersonal de orientar la atención del otro hacia algo está presente en todas las sociedades humanas que conocemos (Kita, 2003). Esos gestos orientan la atención del receptor en el espacio y la centran en algún lugar del entorno perceptual inmediato (incluso el gesto de levantar un objeto para mostrarlo a otros individuos). Para que sea posible inferir la intención social del gesto, es necesario llevar a cabo una labor cognitiva adicional: averiguar por qué se ha realizado ese acto referencial y qué pretende el comunicador del receptor. No se sabe exactamente cómo aprenden a señalar los seres humanos –si es que aprenden a hacerlo–, pero exponemos algunas alternativas al respecto en el capítulo 4, que trata de la ontogenia. Durante los últimos años he buscado de tanto en tanto ejemplos de personas que señalan en un contexto natural casi sin utilizar el lenguaje. Esos actos se llevan a cabo en situaciones en las cuales, por una u otra razón, el lenguaje no es práctico ni conveniente. Algunos de esos gestos son bastante simples, pero otros son como miniteleteatros que entrañan toda una historia. Es posible hacer una glosa de cada uno de ellos en términos de la intención referencial (“prestar atención a”) más la intención social. Presento a continuación algunos ejemplos. Ejemplo 1: En un bar, uno de los parroquianos quiere otra ronda de licor; espera que el camarero lo mire y entonces señala su copita vacía. Glosa: Mira que mi copita está vacía; por favor, llénala de licor. Ejemplo 2: Estamos trepando por la empinada margen de un río. Yo estoy ya en la cima, de modo que la persona que me sigue, a fin de liberarse las manos en el ascenso, me alcanza un libro y señala la punta de una estilográfica que asoma entre sus páginas. Glosa: Observa que la estilográfica está suelta; por favor, ten cuidado y evita que se caiga. Ejemplo 3: Una fila de personas que esperan. La fila ha avanzado unos pasos pero hay un hombre que no lo advirtió porque está dado vuelta, conversando con la persona que se halla detrás. Alguien ubicado aun más atrás en la fila le señala el espacio que acaba de producirse. Glosa: Observe el espacio vacío; por favor, avance para cubrirlo. Ejemplo 4: Formando fila en un aeropuerto hay un conocido atleta. Desde otro lugar no muy lejano, un hombre se lo señala a la persona

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que lo acompaña. Glosa: Mira a Charles Barkley; qué bueno verlo, ¿no te parece? Ejemplo 5: Para estirar un poco los músculos, me quedo de pie en la parte trasera de un avión, cerca del baño. Se acerca una mujer, me ve y señala la puerta del baño con una mirada interrogante. Glosa: Preste atención al baño; ¿está esperando para entrar? Lo más importante que hay que advertir en estas observaciones más que cotidianas es simplemente que el acto de señalar puede integrarse de maneras muy variadas y complejas a las diversas situaciones que se nos presentan en la vida de todos los días. En todas ellas hay una división entre lo referencial y la intención social pues por alguna razón el comunicador intenta dirigir la atención del receptor hacia algo por alguna razón y el receptor trata de atender al señalamiento e inferir esa razón, a veces salvando una gran “distancia” inferencial. Por ejemplo, cuando mi amiga me señala la estilográfica entre las páginas del cuaderno se supone que inferiré que ella pretende asegurarse de no perderla. Asimismo, si alguien señala un lugar vacío en una fila, se supone que el receptor entiende que se le solicita desplazarse hasta ese lugar. Cuando la mujer del ejemplo 5 me señala la puerta del baño, se supone que le diré si estoy esperando para entrar. Para que cada una de estas acciones tenga sentido son necesarios diversos tipos de conocimientos previos (y, como argumentaré más adelante, esos conocimientos deben constituir un terreno común compartido): así, para que yo comprenda la intención social de la mujer que señalaba la puerta del baño –cosa que entendí al instante– es necesario que exista un vasto terreno conceptual común entre ella y yo, terreno que comprende los aviones, sus baños, la biología humana, el tratamiento de los desperdicios, el hecho de formar fila, convenciones de cortesía y muchos etcéteras. Incluso en el sencillo primer ejemplo, es necesario comprender que los clientes están en el bar porque quieren beber; que es imposible hacerlo con una copa vacía; que si el cliente puede pagar, el camarero le traerá bebida y que, por lo general, en una copita se sirve licor y no cerveza ni vino. Cabría suponer que para usar el gesto de señalar para comunicar cosas tan complejas es necesario que el comunicador ya domine el lenguaje: que, de algún modo, la habilidad para comunicar cosas complejas mediante un simple señalamiento depende de las habilidades lingüísticas. No obstante, como veremos en el capítulo siguiente, antes de hablar mucho e incluso antes de hablar lisa y llanamente, los niños pueden utilizar el acto de señalar para que otras personas presten atención a todo tipo de referentes, y lo hacen con el fin de comunicar todo tipo de intenciones sociales complejas.

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3.1.2. Gestos icónicos (mímica) Los gestos icónicos o mímica constituyen el segundo tipo de gestos utilizados por los seres humanos como actos comunicativos completos (también se los denomina gestos descriptivos [depictive], figurativos [imagistic], caracterizadores [characterizing], representacionales [representational] y simbólicos [symbolic]). Presumiblemente, los gestos icónicos son, de una u otra forma, universales. Cuando recurre a un gesto icónico, el comunicador imita una acción con las manos y/o con el cuerpo (o quizá describe estáticamente un referente). Esa actuación tiene el propósito de hacer que el receptor imagine un referente ausente para la percepción (o algún aspecto ausente para la percepción de una situación referencial presente), por ejemplo, una acción que el comunicador quiere que el receptor lleve a cabo o un objeto que pretende que éste le alcance. En otras palabras, la persona que hace el gesto simboliza la situación referencial para el receptor. Una vez más, para que sea posible inferir la intención social, es imprescindible que el receptor realice un trabajo cognitivo adicional después de identificar el referente. Puesto que los gestos icónicos típicos simulan acciones que no están desenvolviéndose en ese momento (u objetos o relaciones que no están presentes), dependen de habilidades que entrañan algún tipo de imitación, simulación o simbolización –cosa que no sucede en el acto de señalar–, y este hecho explica en gran medida por qué los grandes simios no los utilizan. Aparentemente, estos gestos se utilizan en la mayoría de los casos para: (i) indicar que ésta es la acción que quiero que realices, o la que me propongo realizar yo, o la que pretendo comentar contigo, y (ii) solicitar o indicar un objeto que “hace esto”, o un objeto “con el cual uno hace esto”. Desde luego, hay una infinidad de contextos posibles. A continuación, enumero algunos ejemplos que hemos observado y hago de ellos una glosa tal que la intención referencial y la intención social queden nítidamente diferenciadas. Ejemplo 6: Estoy en una quesería de Italia y pido “parmigiano”. El dueño me pregunta algo que no entiendo pero adivino y, como ignoro la palabra italiana correspondiente, agito los dedos como si estuviera esparciendo queso rallado sobre un plato de tallarines. Glosa: Imagine con qué tipo de queso hago esto y déme una porción preparada de ese modo. Ejemplo 7: Me encuentro en el estrado de una sala de conferencias preparándome para comenzar a hablar. Un amigo que está entre los asistentes juguetea con el botón de su camisa como si la abotonara y me hace una mueca: desde luego, me miro la camisa y veo que está desabrochada. Glosa: Imagina el acto de abotonar algo y hazlo.

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Ejemplo 8: En un aeropuerto, un guardia de seguridad mueve la mano en círculos para indicarme que me dé vuelta, de modo que pueda inspeccionar mi espalda. Glosa: Imagine que hace este movimiento con el cuerpo y hágalo. Ejemplo 9: Escenario: un puesto de venta de verduras. Alejado unos metros del cliente, el vendedor está llenando una bolsa con papas. Se detiene y mira con un gesto de interrogación al cliente para preguntarle: “¿Ya está o agrego alguna más?”. El cliente responde moviendo la mano como una pala, tal como lo hacía el vendedor hace unos instantes. Glosa: Imagine que hace esta acción (que es la que estaba haciendo) y hágala (es decir, “Continúe”). Ejemplo 10: En un ruidoso edificio en construcción uno de los obreros hace mímica para otro que está alejado unos diez metros, simulando que usa una sierra mecánica. Glosa: Imagíname haciendo esto; alcánzame el objeto que necesito para hacerlo. Ejemplo 11: Transmisión de un partido de fútbol por televisión. Un jugador patea la pelota cerca de la meta y yerra por un pelo. La cámara de televisión enfoca al director técnico. Separa el índice y el pulgar unos cinco centímetros y se los muestra a su asistente. Glosa: Imagínate una distancia como ésta: “Le faltó apenas esto para entrar al arco”. El comportamiento básico en todos estos casos consiste en simular, actuando, una acción o una relación espacial, como en el último ejemplo, acción que está presente en ese momento para la percepción. El objetivo es conseguir que el receptor imagine la correspondiente acción o relación real (y, por consiguiente, en algunos casos, un objeto vinculado con ella), la cual –dado un terreno conceptual común– le permitirá inferir la intención social del comunicador. Así, mi gesto de esparcir algo con los dedos en la quesería indica lo que haré con el objeto que deseo: la comprensión del vendedor descansa sobre la premisa de un conocimiento compartido acerca de lo que se hace con el queso rallado. Es importante advertir que la comprensión de los gestos icónicos depende fundamentalmente de entender la intención de comunicar, que es el trasfondo del gesto: si no reconociera mi intención de comunicarle algo, el vendedor vería mi gesto con los dedos como algún tipo de acción instrumental fuera de lugar y no la contemplaría como una acción ideada para brindarle información sobre algo (véase la argumentación de Leslie en su artículo de 1987 acerca de la necesidad de “aislar” los actos de representación de los actos reales). Puesto que los gestos icónicos se refieren casi siempre a entidades ausentes (incluso a acciones que entidades presentes para la percepción podrían o deberían realizar), funcionan de manera diferente que los gestos

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de señalamiento: diferente, en este caso, en el sentido de lo que “hay” simbólicamente en el gesto y lo que se debe inferir de él. Por ejemplo, el cliente de un bar que ni siquiera tiene una copa vacía podría hacer otro gesto icónico para pedir al camarero una bebida: su mímica podría representar la acción de verter una bebida o llevar una copa a la boca; es decir, podría simular la fase inicial o final del acto de beber. Por el contrario, cuando el cliente señala la copa vacía que está presente para la percepción (como ocurre en el ejemplo 1), lo que indica es el hecho de que esté vacía y lo que solicita es que se la llenen, y con ese gesto consigue que el camarero lleve a cabo la acción deseada. Por lo que yo sé, no hay ninguna investigación sistemática acerca de qué aspectos de una situación se destacan con gestos diferentes en ocasiones también diferentes cuando no se puede utilizar el lenguaje, ni siquiera sé si hay algún estudio sobre las circunstancias en que una persona puede optar entre señalar o hacer un gesto icónico. Es plausible suponer que, como primera opción, señalamos objetos que están presentes para nuestra percepción cuando esa acción es factible y nos parece probable que sea suficiente desde el punto de vista comunicativo. En cambio, recurrimos a gestos icónicos si por cualquier motivo el acto de señalar no es práctico (por ejemplo, cuando la situación referencial que procuramos comunicar no está presente para nuestra percepción). Una vez más, se podría suponer que para comunicar algo de manera tan compleja mediante gestos icónicos una persona tendría ya que dominar el lenguaje. Vale la pena repetir que en este caso como en otros anteriores, aun antes de adquirir el habla seriamente, los infantes comienzan a utilizar gestos icónicos y/o convencionalizados de manera compleja, aunque no recurren a ellos en la misma medida en que utilizan el señalamiento (véase el capítulo 4). Además, los niños sordos que no han tenido experiencia alguna con ningún lenguaje vocal ni de signos inventan gestos icónicos para comunicarse de modo muy rico y complejo en etapas muy tempranas de su desarrollo (Goldin-Meadow, 2003b; véase también el capítulo 6). Por consiguiente, los gestos icónicos no dependen del lenguaje. Es importante insistir en que, si bien por lo general los gestos icónicos se emplean para simular acciones, la intención referencial que entrañan también puede involucrar un objeto: “el objeto que hace esto” o “el objeto con el cual uno hace esto” (mecanismo análogo al de las cláusulas relativas en el lenguaje), como sucede en el ejemplo 10, en el que un obrero pide una sierra mecánica simulando la manera en que se la usa. Por ende, tampoco es cierto que el gesto de señalar se utilice exclusivamente para los objetos, y los gestos icónicos para las acciones. De ahí que en los capítulos 4 y 5 no postulemos que en el desarrollo y evolución del lenguaje el acto de señalar

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sea un precursor de los sustantivos y los gestos icónicos sean precursores de los verbos en el desarrollo y evolución del lenguaje; más bien, vincularemos el acto de señalar con los demostrativos y otros deícticos (mostraciones en el espacio) y asociaremos los gestos icónicos con convenciones lingüísticas con contenido, tanto sustantivos como verbos.

3.1.3. Resumen Estos recursos de señalar y hacer mímica no nacieron de ningún código preestablecido entre los interactuantes, ni lingüístico ni de ningún otro tipo. De lo dicho, surge una pregunta inevitable: ¿cómo pueden, entonces, comunicar situaciones con tal riqueza de matices? ¿Cómo podemos explicar la enorme diversidad y complejidad de las funciones comunicativas involucradas en esos actos, entre las cuales hay, incluso, referencias que implican distintas perspectivas sobre entidades presentes y ausentes? ¿Cómo logra el receptor salvar las grandes distancias referenciales que separan al referente indicado de la intención social del comunicador? Para responder estas preguntas nos referiremos a un conjunto de procesos complejos que nos llevará algún tiempo desentrañar y que, en última instancia, se integran en lo que llamaremos el modelo cooperativo de la comunicación humana. De hecho, la respuesta completa exige además explicar los procesos ontogenéticos y filogenéticos involucrados en ella (temas que abordaremos en los dos capítulos que siguen). Por ahora, nos limitaremos a esbozar los elementos fundamentales de ese modelo, a fin de ver con claridad el punto final del camino que tuvieron que recorrer los seres humanos para pasar de los gestos de los grandes simios a los señalamientos y la mímica que venimos describiendo.

3.2. el modelo de cooperación La explicación más acabada de cómo hacen los seres humanos para comunicarse con gestos tan simples de maneras tan complejas es que, en general, poseen habilidades exclusivas para entablar relaciones sociales entre sí. Más específicamente, los seres humanos cooperan mutuamente de distintas maneras que son exclusivas de su especie y que entrañan procesos de intencionalidad compartida. Según algunos filósofos de la acción, la expresión “intencionalidad compartida” se refiere a fenómenos de comportamiento que son intencionales

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y, a la vez, irreductiblemente sociales, en el sentido de que el agente de las intenciones y de las acciones es el sujeto plural “nosotros”. Por ejemplo, Gilbert (1989) tiene en cuenta actividades de colaboración muy sencillas, como hacer una caminata juntos –en contraposición al hecho de caminar por la acera paralelamente a una persona desconocida– y llega a la conclusión de que, en tales casos, el agente de la actividad social es “nosotros”. En el ejemplo anterior, la diferencia se hace patente si una de las dos personas simplemente toma otro rumbo sin previo aviso. Si la marcha paralela anterior era mera casualidad, la desviación no significa nada; pero si esas dos personas estaban caminando juntas, el hecho de que una de ellas cambie de rumbo es una especie de infracción y la segunda persona puede hacerle un reproche a la primera (porque se han comprometido en conjunto a caminar una al lado de la otra y, a partir de ese momento, rigen para sus respectivas conductas ciertas normas sociales). Si ascendemos en la escala de complejidad, podemos llegar a fenómenos en los cuales “nosotros” nos proponemos hacer juntos algunas cosas de modo tal que ciertas entidades adquieren facultades nuevas dentro de una realidad institucional, como ocurre cuando unos trozos de papel se transforman en dinero, o cuando una persona común recibe la investidura de presidente (Searle, 1995). La tesis es que, puesto que los seres humanos pueden participar de actos de intencionalidad compartida –actos cualesquiera, desde una caminata en común hasta la participación conjunta para transformar a alguna persona en funcionario institucionalizado–, sus interacciones sociales adquieren cualidades nuevas. El fundamento psicológico de esa habilidad para participar con otros de actos de intencionalidad compartida –entre ellos, la de comunicarse al estilo humano– es la capacidad de actuar con otros individuos de manera cooperativa, capacidad que Searle caracteriza de este modo: La intencionalidad [compartida] presupone en el trasfondo una sensación de fondo de que el otro cumple los requisitos de agente cooperativo […] condición que es necesaria para todo comportamiento colectivo y, por consiguiente, para toda conversación (1990: 414-415). Para los fines que nos proponemos por ahora, podemos descomponer esa comprensión de los otros como agentes cooperativos en los siguientes elementos: (i) las aptitudes cognitivas para generar atención conjunta y formular intenciones conjuntas (y otras formas de terreno conceptual común) y (ii) las motivaciones sociales para ayudar a otros y compartir situaciones con ellos (y generar expectativas mutuas con respecto a esos móviles cooperativos).

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3.2.1. Habilidades cognitivas: creación de un terreno conceptual común Todos los ejemplos de actos de señalamiento o de mímica que hemos descrito involucran a una persona que intenta orientar la atención o la imaginación de otra hacia algún referente. En esos casos, el receptor observa el referente en cuestión o lo imagina, y a partir de él infiere lo que la primera persona intenta comunicar, que puede ser cualquier cosa desde “¿Está esperando para entrar al baño?” hasta “Quiero queso rallado”. ¿Cómo hacemos esa inferencia? ¿De dónde proviene semejante complejidad comunicativa si no está “en” el índice que señala ni “en” los dedos que simulan esparcir el queso? Desde luego la respuesta es: “proviene del contexto”, pero no aclara nada. Los grandes simios suelen manejarse en contextos sociales complejos sin que parezcan comunicarse tan floridamente. Es posible que los seres humanos adultos sean capaces de concebir contextos más complejos que los simios y que, entonces, la respuesta a nuestro interrogante sea precisamente esa complejidad. Sin embargo, como se verá en el próximo capítulo, incluso los infantes que no saben hablar todavía se comunican con gestos de un modo mucho más complejo que el de los grandes monos, aun cuando no está claro que sus habilidades de conceptualización sean mucho mayores. En cambio, según las opiniones actuales, buena parte de la explicación sobre esta complejidad comunicativa es que para los seres humanos el “contexto” es algo sumamente especial. No se trata meramente de todo lo que constituye el entorno inmediato –desde la temperatura del cuarto en que están hasta el canto de los pájaros que se oye a lo lejos– sino, más bien, de lo que es “pertinente” para esa interacción social, es decir, lo que cada participante considera pertinente y sabe que el otro también ve como tal, y así sucesivamente, en potencia hasta el infinito. A este tipo de contexto intersubjetivo compartido podemos llamarlo, siguiendo a Clark (1996), terreno común o marco atencional conjunto (si queremos subrayar el contexto perceptual compartido). El terreno conceptual común comprende todo lo que ambos interactuantes saben (y saben que los dos saben, etc.), desde meros hechos relativos al mundo y a la manera en que las personas racionales actúan en ciertas circunstancias, hasta qué es lo que resulta notable o interesante para la generalidad de las personas (Levinson, 1995). El terreno común es imprescindible para que el receptor pueda determinar a qué dirige su atención el comunicador (su intención referencial) y por qué lo hace (su intención social). Así, en el ejemplo relativamente trivial que dimos al principio (un cliente que señala su copa vacía para solicitar otra ronda de licor), si no existiera algún tipo de terreno común

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entre el cliente y el camarero este último no podría descifrar si el parroquiano señala la copa en su totalidad, si señala su color o le indica que tiene una rajadura. De hecho, en el ejemplo en cuestión el cliente no señala la copa misma sino el hecho de que está vacía (imaginemos la diferencia de interpretación si la copa estuviera llena: lo que el parroquiano estaría diciendo sería algo muy distinto). Incluso cuando el referente es exactamente el mismo, la intención social puede diferir según cuál sea el terreno común. Así, en la situación normal, el parroquiano señala la copita vacía para pedir que se la llenen de licor, cosa que el camarero comprende porque los dos saben, como dijimos antes, que los clientes van a un bar porque quieren beber, que es imposible beber si la copa está vacía, que el camarero puede brindar más licor si el parroquiano puede pagarlo, y muchos etcéteras más. Ahora bien, si el parroquiano y el camarero son en realidad compinches que ahora asisten juntos a reuniones de Alcohólicos Anónimos, el gesto del parroquiano podría significar algo muy distinto: que al cabo de toda una hora ha conseguido resistir y no tomar alcohol. La característica crítica del terreno común es que obliga a las personas a salir de su propia perspectiva egocéntrica acerca de las cosas. Modificando algo un ejemplo de Sperber y Wilson (1986), supongamos que una amiga y yo estamos en un parque y que le llamo la atención sobre un lugar que está a unos metros de distancia. Hay allí tres personas: un vendedor de helados, un desconocido que trota y William, que es su amante. Si mi amiga está con ánimo egocéntrico ese día, supondrá que le estoy llamando la atención sobre la presencia de William pues él es una persona muy importante para ella y los otros dos no lo son. En condiciones normales, sin embargo, la búsqueda de pertinencia no es egocéntrica sino que se desenvuelve en el ámbito de nuestro terreno común compartido desde el comienzo: por ejemplo, tiene en cuenta desde el primer momento si los dos sabemos que ambos conocemos la relación con William. Supongamos ahora que yo no sé nada de William y que mi amiga está segura de mi ignorancia (él es un amante secreto), y supongamos además que los dos conocemos nuestra común pasión por los helados (la hemos comentado explícitamente). Si, dadas estas condiciones, llamo la atención de mi amiga en la misma dirección, por muy importante que William sea para ella desde una perspectiva egocéntrica e incluso si me estuviera mintiendo acerca del helado (de modo que, en realidad, no es pertinente para ella en ese momento), aun así, ella supondría que le estoy indicando al heladero pues los dos “sabemos” por nuestras conversaciones anteriores que adoramos los helados y que yo no sé nada acerca de su relación con William. Puestos a

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competir entre sí, por decirlo de algún modo, el terreno común compartido siempre lleva las de ganar con respecto a la pertinencia individual.* Desde luego, ella podría suponer que, en realidad, conozco de algún modo su relación con William y continuar apoyándose en esa suposición. Pero si así lo hiciera, en esencia, estaría tanteando para adivinar el terreno común que llevaría el proceso a su forma canónica. En circunstancias normales, mi amiga querría saber desde el comienzo por qué creo que mirar en esa dirección es pertinente para ella, dando por sentado que los dos conocemos el referente potencial y su pertinencia para ella. Por consiguiente, lo que le vendrá a la mente más rápidamente como interpretación de mi gesto –como si estuviera en la parte superior de la pila (aunque ella pueda tener intereses personales propios)– será todo lo que compone nuestro terreno común. Hay variantes del mismo mecanismo en los casos en que no existe un terreno común personal entre los dos, pero, en cuanto miembros de una cultura o de un grupo social determinado, abrigamos suposiciones sobre lo que el otro debería saber (y también sobre lo que debería saber que yo sé, etc.). Así, podría suceder que yo le señalara a otra persona, aunque no la conociera, algo que se ve por la ventanilla de un avión pues supondría que esa persona puede identificar el referente recurriendo a presunciones (presumiblemente) compartidas acerca de lo que, por lo general, consideramos notable, bello y así sucesivamente. Adviértase, empero, que en estos dos últimos casos –el de adivinar y el de recurrir al terreno cultural común–, el receptor intenta de hecho comprender el acto comunicativo imaginando o suponiendo alguna forma de terreno conceptual que debe compartir con el comunicador para que la situación tenga sentido. La situación normal –con la cual comienzan los niños y que los adultos procesan sin vacilaciones– es, entonces, aquella en que ambas partes reconocen el terreno que les es común, dentro del cual el acto de comunicación resulta comprensible de inmediato. Todas estas consideraciones nos llevan a proponer una tipología para el terreno conceptual común que se fundamenta en tres distinciones (véase

* Si queremos rizar el rizo, siguiendo a Clark y Maxwell (1981) podríamos imaginar una situación en la cual yo me he enterado de que William es el amante de mi amiga, aunque ella no sabe de mi descubrimiento. En tal caso, los dos sabemos que él es una persona sumamente importante para ella pero, como ella ignora que yo lo sé, no supondrá que me refiero a él. Esta cadena recursiva podría continuar ad infinitum sin que fuera posible identificar la referencia en un número finito de iteraciones. Para que mi amiga se dé cuenta de que “me refiero” a William es imprescindible que entre nuestros conocimientos comunes esté el hecho de que William es especialmente importante para ella, que ése sea nuestro terreno conceptual común.

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Clark, 1996, que propone una tipología ligeramente distinta). En primer lugar es necesario distinguir si el terreno común se basa en el entorno perceptual inmediato, situación que denominaré de atención conjunta (copresencia perceptual, según la terminología de Clark, 1996) o si, en cambio, se basa en experiencias compartidas del pasado. En segundo lugar, podemos distinguir también entre un terreno común originado por procesos descendentes [top-down processes] –por ejemplo, cuando perseguimos un objetivo compartido y sabemos por lo tanto que los dos prestamos atención a cosas que son pertinentes para ese objetivo– y un terreno común generado por procesos ascendentes [bottom-up processes], por ejemplo cuando los dos oímos un ruido intenso y advertimos que lo hemos percibido ambos. Más adelante expondré mis razones para decir que el terreno común originado por procesos descendentes en un entorno perceptual de copresencia inmediata –específicamente, en el caso de la atención conjunta característica de las actividades en colaboración– es en algún sentido primario, pues constituye un terreno común especialmente sólido y perceptible. Por último, en tercer lugar, el terreno común puede fundamentarse en cosas tan generales como los conocimientos culturales comunes que nunca se han manifestado explícitamente entre las dos partes –señalados a menudo por marcadores culturales de diverso tipo– o puede apoyarse en elementos reconocidos explícitamente, por ejemplo, cuando dos personas se miran significativamente al ver que se acerca un amigo común. El terreno común explícito puede tener una importancia especial en ciertas situaciones comunicativas, y también para los novatos en comunicación, como son los niños. Es importante señalar que para todos los tipos de comunicación humana, incluido el lenguaje, la relación entre el acto comunicativo manifiesto y el terreno común –de cualquier tipo que sea– es complementaria. En otras palabras, cuanto más sea lo que se puede suponer compartido entre el comunicador y el receptor, menos es lo que tiene que expresarse de manera manifiesta. En efecto, si lo compartido en el terreno común es suficiente, se puede eliminar totalmente la expresión manifiesta del motivo o el referente sin que el mensaje se vea afectado. Por ejemplo, en el consultorio odontológico, la dentista puede a veces señalarle al asistente el instrumento que necesita sin expresar de manera manifiesta que pretende que se lo alcance pues ese deseo o necesidad es algo supuesto entre ella y el asistente en el contexto mutuamente reconocido (recordemos a los albañiles de Wittgenstein). A la inversa, puede ocurrir que la dentista se limite a extender la mano indicando que quiere un instrumento y el asistente, con el fundamento que le da el conocimiento compartido sobre el procedimiento

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en curso, le alcanza el que corresponde (de los muchos que hay sobre la mesa del instrumental) sin que el referente haya sido indicado específicamente en ningún momento. Doy a continuación un ejemplo real, producto de la observación, en el que el referente no se indica pues se sobreentiende dado el terreno conceptual compartido. Ejemplo 12: Viajo en un avión y ocupo un asiento junto al pasillo. En mi misma fila hay una mujer sentada junto a la ventanilla. En la fila de atrás, se sienta un hombre que habla con grosería en voz muy alta. Miro a la mujer y giro los ojos expresando algo así como: “¡Mi Dios! Se nos va a hacer largo el viaje”. No fue necesario que le indicara la causa de mi desesperación: estaba clara para los dos. Nótese que, si el hombre hubiera ocupado su lugar en silencio y yo quisiera referirme a él en algún intercambio con la mujer de mi fila, tendría que indicárselo de algún modo manifiesto pues no habría causa alguna para una situación de atención conjunta. Es interesante advertir que, si el terreno común o la atención conjunta son muy sólidos; por ejemplo, si se trata de situaciones rutinarias o institucionalizadas, también es muy fácil señalar referentes que están ausentes. Así por ejemplo, si muchas mañanas debo recordarle a mi hija que no olvide la mochila cuando la llevo a la escuela y, una vez más, hoy la ha olvidado, puedo limitarme a señalarle su espalda o la mía y ella sabrá a qué me refiero. Si no existiera esa rutina compartida, el mismo gesto de señalar no bastaría para indicar la mochila ausente. Aun cuando los gestos icónicos y el lenguaje expresan mucho más contenido referencial que el mero señalamiento “en” la señal misma, dependen de todos modos del terreno compartido. Así, cuando el guardia de seguridad del aeropuerto mueva la mano en círculos (ejemplo 8), por muy descriptivo que sea el gesto, sería imposible interpretarlo como corresponde si los dos no compartiéramos conocimientos comunes acerca de los procedimientos de seguridad en los aeropuertos. Si ese terreno común no existiera –imaginemos a un niño que se halla en un aeropuerto por primera vez en su vida–, no quedaría claro con ese movimiento qué es lo que gira o lo que se supone que gira. Además, desde ya, el lenguaje cotidiano está plagado de expresiones, como los pronombres, que dependen totalmente para su interpretación de un contexto compartido. En resumen, sólo porque los seres humanos somos capaces de crear con otros individuos diversas formas de terreno conceptual común y atención conjunta, el simple acto de señalar y los gestos icónicos pueden utilizarse para comunicar cosas complejas, mucho más complejas que las que pue-

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den comunicar los grandes simios con los movimientos de intención y los llamados de atención. De hecho, cuando el terreno común está definido muy nítidamente, los meros gestos pueden ser tan eficaces como el lenguaje para comunicarse. Como se puede apreciar claramente en los ejemplos en los que el referente del acto de señalar cambiaba según el terreno conceptual común de referencia, existe cierto desplazamiento de la perspectiva, por ejemplo, cuando señalar la copita podía indicar el objeto mismo, su color, el hecho de que estuviera vacía o su estado de desgaste. Es posible entonces que ese tipo de desplazamiento de la referencia en la gestualidad −producto de ponerse en contacto con el terreno conceptual del comunicador y el receptor de distintas maneras− allane el camino para las convenciones lingüísticas que implican una perspectiva, tanto en el aspecto filogenético como en el ontogenético. Es más, aunque tradicionalmente se ha contemplado la referencia a entidades desplazadas en el espacio y en el tiempo como un ámbito exclusivo del lenguaje –y no hay duda de que el lenguaje es el instrumento más productivo para lograr este fin–, dado un contexto compartido conveniente, los individuos pueden señalar o hacer gestos icónicos destinados a orientar la atención de otro hacia la “no presencia” de entidades esperadas (por ejemplo, la mochila que falta), o pueden hacer gestos concebidos, incluso, para indicar de manera directa entidades ausentes (por ejemplo, la sierra mecánica del ejemplo 10). Éste puede ser otro elemento que allane el camino hacia la referencia desplazada en el lenguaje. Todo lo dicho implica que muchas de las potentes propiedades que a menudo la gente atribuye al lenguaje –entre otras, la de indicarles a otros individuos a determinadas perspectivas sobre las cosas y hacer referencia a entidades ausentes– ya están presentes en la comunicación cooperativa humana por medio de gestos simples. Esos procesos son posibles porque existen –y sólo porque existen– diversos tipos de terrenos conceptuales comunes y situaciones de atención conjunta entre los comunicadores.

3.2.2. Motivaciones sociales: ayudar y compartir Este tema tiene otro aspecto importante: las motivaciones sociales de los seres humanos, proclives como somos a la cooperación. En su fundamental análisis al respecto, Grice (1975) subrayaba que los comunicadores y los receptores cooperan entre sí para que el mensaje se transmita efectivamente (es decir, para que el receptor reconozca la intención social del comunicador). Esta aseveración significa que el comunicador se esfuerza para comunicarse de modo comprensible para el receptor, quien, por su parte, se

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empeña en comprender aportando inferencias obvias, pidiendo aclaraciones cuando son necesarias, etc. (véase Clark, 1996, donde se hace una descripción de la referencia en cuanto actividad conjunta). No sabemos a ciencia cierta que en ninguna otra especie animal haya este tipo de colaboración para comunicarse; por ejemplo, no existen indicios de que otros animales se pidan mutuamente aclaraciones. Las razones que subyacen al espíritu de cooperación que ponen en juego los seres humanos para conseguir que el mensaje se transmita son, en primer lugar, el impulso cooperativo de comunicar, que es algo exclusivo de nuestra especie. Se trata de motivaciones que son producto de la evolución, de modo que debemos ofrecer una explicación filogenética –cosa que haremos en el capítulo 5– acerca de su aparición y estructuración, incluso de los beneficios que obtienen el comunicador y el receptor de las interacciones así motivadas. Por ahora, nos limitaremos a señalar que a menudo los comunicadores expresan esos móviles de manera manifiesta y emocional durante el acto de comunicación: además del acto de referencia, brindan al receptor información que le permite inferir su intención social específica. Por ejemplo, yo podría señalarle a otra persona una estilográfica con una expresión facial de exigencia o de ruego, a fin de solicitarle que me la alcance; también podría hacer lo mismo con un semblante sorprendido o entusiasmado para compartir mi alegría de haber encontrado una estilográfica que había perdido. Podría también señalarla con expresión interrogativa, para preguntarle a la otra persona si ésa es la lapicera que ha perdido, o mostrar una expresión neutral para limitarme a informar que hay allí una estilográfica. Si bien las intenciones sociales son innumerables, hay tres móviles comunicativos básicos entre los seres humanos: esta cantidad se justifica porque son los móviles que surgieron más tempranamente en la ontogenia (capítulo 4) y tienen, además, raíces evolutivas plausibles en las interacciones sociales humanas de carácter más general (capítulo 5). El primer móvil comunicativo, y el más evidente, es el pedir –conseguir que otras personas hagan lo que uno quiere que hagan–, acción característica en general de las señales comunicativas intencionales de todos los grandes simios. La diferencia estriba en que, en lugar de ordenar al otro qué debe hacer, los seres humanos a menudo recurren a un procedimiento más diplomático y piden ayuda (a alguien dispuesto a ayudar). Es decir, a diferencia de los actos imperativos de los simios, los de los seres humanos cubren todo un espectro que va desde las órdenes hasta los pedidos corteses pasando por las sugerencias y las insinuaciones, según el grado de actitud cooperativa que se pueda suponer en el receptor. Así, en el caso de

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que usted haya puesto sus pies en tierras de mi propiedad, puedo ordenarle que se retire o puedo decirle simplemente que me gustaría que se retire (o, incluso, limitarme a informarle que son tierras mías) si pienso que usted aceptará la indicación sin problemas. Al primer tipo de solicitudes podríamos llamarlas solicitudes o actos imperativos individuales –puesto que en ese caso yo indico al otro directamente qué tiene que hacer– y a las del segundo tipo podríamos llamarlas solicitudes o actos imperativos cooperativos, pues me limito a comunicar a la otra persona mi deseo y supongo que ella optará por satisfacerlo (o sea, si me limito a comunicar mi deseo de que el otro se retire, ese otro debe tenerlo en cuenta si es que la solicitud ha de funcionar).* Con toda probabilidad, el chimpancé que le señala a un ser humano un trozo de alimento no realiza un señalamiento cooperativo pues lo único que intenta es conseguir que la persona en cuestión haga algo directamente: no está comunicándole su deseo. Además, si así lo hiciera, el chimpancé no tendría ninguna expectativa de que el ser humano se ocupe de satisfacerlo (y, mucho menos, que otro chimpancé podía hacerlo). Ocurre, sin embargo, que los seres humanos a menudo se ocupan de responder a los pedidos de otros. Por razones propias, les gusta satisfacer los pedidos de otros si no son demasiado onerosos y, sabiendo que es así, en muchas situaciones los comunicadores humanos sólo necesitan dar a conocer sus deseos. El segundo móvil fundamental de la comunicación humana –aparentemente exclusivo de nuestra especie– consiste en que los individuos a menudo se complacen en ofrecer ayuda a otros, aun cuando no se haya formulado ningún pedido. Específicamente, brindan ayuda informando a otros congéneres sobre distintas cosas, incluso cuando no tienen interés personal alguno en esa información. Desde ya, informar es sin duda ofrecer ayuda puesto que en las circunstancias habituales yo le brindo información a usted acerca de cosas que pienso que usted (y no yo) hallará útiles o interesantes, según mi conocimiento acerca de sus objetivos e intereses (incluso cuando, en un nivel individual más elevado, yo abrigue otros motivos egoístas para hacerlo). Así, se supone que soy servicial o, al menos, que intento serlo, cuando le señalo el papel que acaba de caérsele o le digo que el jefe está hoy de mal humor. Socializando una conocida * Siguiendo a Searle (1969, 1999) y otros autores, es natural clasificar las preguntas como pedidos de información (información que se podría obtener mediante la tortura o la amenaza o manifestando simplemente que quiero formular una pregunta). Adviértase, además, que solicitar un objeto implica, de hecho, solicitar que alguien nos lo alcance.

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fórmula de Searle (1999), podríamos decir que los pedidos reflejan una dirección de ajuste del tipo Tú a-mí [mundo a mente] puesto que yo quiero que tú te avengas a mi deseo, mientras que las declaraciones informativas reflejan una dirección de ajuste del tipo Yo-a-ti [mente a mundo], puesto que en ese caso yo quiero avenirme a tus deseos e intereses. Desde luego, ayudar a otros brindándoles información sobre cosas que les resultarán útiles o interesantes –así como el satisfacer un pedido ayudando al solicitante– son actos que implican motivos altruistas de un tipo que exige una explicación evolutiva especial (véase el capítulo 5). Y esto es así, aun cuando a veces yo pueda brindar información (o satisfacer pedidos) movido por impulsos individuales de otra índole que pueden recibir cualquier calificativo menos el de altruistas. Además de estos dos móviles fundamentales, debemos postular un tercero, aunque las razones para decir que también es básico sólo quedarán en claro cuando hayamos considerado las cosas desde la perspectiva ontogenética y también desde la filogenética. A menudo sucede que la gente quiere compartir sentimientos y actitudes con otras personas, impulso que denominaré móvil expresivo o de compartir. Por ejemplo, es bastante común que en un día espléndido cualquiera que llega a la oficina le diga a sus compañeros: “¡Qué hermoso día!”, impulso que no responde a ningún móvil imperativo ni informativo que involucre un pedido de ayuda sino a un afán puramente social. Es un tipo de acto de comunicación que se limita a compartir actitudes y sentimientos a fin de ampliar nuestro terreno común con otras personas. Este impulso de compartir subyace a buena parte de la charla cotidiana, cuando conversamos sobre todo tipo de cosas, expresando opiniones y actitudes que esperamos compartir en alguna medida con los demás. Ocurre que ese móvil surge ontogenéticamente en una etapa bastante temprana cuando los infantes utilizan el señalamiento prelingüístico, por ejemplo, cuando le señalan a alguno de los padres un payaso de ropas coloridas y gritan de alegría. Aunque a veces los infantes señalan simplemente para informar a sus padres que hay un payaso presente, a menudo lo hacen y expresan su alegría aun cuando los padres ya hayan visto al payaso o lo estén mirando en ese preciso instante: es que los niños quieren que el adulto comparta su entusiasmo. Volveremos a hablar de este móvil más extensamente en el capítulo 4, relativo a la ontogenia, cuando presente pruebas experimentales de su índole esencialmente social, y también en el capítulo 5, relativo a la filogenia, en el que subrayo su importancia para que los individuos se identifiquen con una comunidad de personas afines (y excluyan a otras comunidades de personas con las cuales no conversan ni comparten cosas de esa manera). Por ende, es posible postular tres tipos generales de móviles comunicativos que son producto de la evolución. Están determinados por la clase

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de efecto que el comunicador intenta suscitar en el receptor, efecto que expresamos aquí en términos de intencionalidad compartida tendiente a ayudar a otros y compartir cosas con ellos: Pedir: Quiero que tú hagas algo para ayudarme (pedido de ayuda o de información); Informar: Quiero que tú sepas algo porque pienso que te ayudará o te interesará (ofrecimiento de ayuda, que incluye brindar información); Compartir: Quiero que tú sientas algo de modo que los dos podamos compartir actitudes / sentimientos (experimentar emociones o actitudes en común con otros). Esos tres móviles comunicativos tan básicos son el fundamento de una cantidad de intenciones sociales virtualmente infinita y desempeñan un papel medular en nuestra explicación ontogenética y filogenética de cómo surgió la comunicación cooperativa humana.*

3.2.3. Suposiciones recíprocas acerca de la voluntad de ayuda y el razonamiento cooperativo El hecho de que a los comunicadores los animen estos móviles cooperativos y el hecho adicional de que los receptores sean proclives a responder en consecuencia (si el resto de las condiciones son idénticas) forman parte del terreno común que compartimos los seres humanos al comunicarnos. En efecto, son precisamente esos hechos los que mueven a las personas involucradas a cooperar para que el mensaje llegue a feliz término: las dos partes suponen que cooperar será beneficioso para cada una individualmente y para las dos en conjunto. Puesto que el comunicador lo sabe, se asegura de que el receptor comprenda que está intentando comunicarse

* Hay en estas formulaciones cierta correspondencia con las funciones del acto de habla postuladas por teóricos como Searle (1999), aunque no se pueda aseverar que sea una correspondencia biunívoca sin más. También debemos prestar atención a cierto número de móviles específicos para situaciones especiales que surgen muy temprano en la ontogenia y son, muy probablemente, universales en todas las culturas: saludar / despedirse (“¡Hola! y “Adiós”); expresar gratitud (“Gracias”) y expresar pesar por algo (“Lo siento”). Son especiales porque no indican referencia de la manera habitual y funcionan, por lo tanto, de manera algo diferente: se aplican a circunstancias de importancia social sumamente restringidas que son fundamentales para la evolución social de los seres humanos (véase el capítulo 5).

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con él, como si le dijera: “Te interesará saber esto” (es decir, te interesará saber que tengo que hacerte un pedido; que quiero darte información acerca de algo; que hay en mí una actitud que quiero compartir). Esa capa adicional de intencionalidad –“Quiero que sepas que quiero algo de ti”– es el elemento crítico de todo el proceso que, por lo común, recibe el nombre de intención comunicativa (en el sentido de Grice). En una obra de 1957, Grice observó que los actos de comunicación humana entrañan una intención específica acerca de la comunicación misma. En otras palabras, si te señalo un árbol, no pretendo solamente que prestes atención al árbol: quiero además que prestes atención a mi deseo de que prestes atención al árbol (intención que a menudo se expresa mirando directamente a los ojos del interlocutor, etc., y que también está implícita con frecuencia en la expresión de lo que me mueve, como señal de que este acto que realizo lo hago “para ti”). Pues bien, esa capa adicional de intención es necesaria para impulsarte a hacer las inferencias pertinentes imprescindibles para que puedas identificar mi referente y mi intención social (Sperber y Wilson 1986). Así, cuando me ves señalando un árbol y observas que, evidentemente, quiero que adviertas que lo estoy señalando para ti, es natural que quieras saber por qué lo hago: qué quiero que hagas, pienses o sientas con respecto al árbol. Por tu parte, tú supones que cuando te señalo el árbol pienso que será interesante o pertinente para ti en algún sentido: tal vez porque se trata de tu árbol predilecto y quiero que adviertas su presencia en este lugar, o tal vez porque tengo que hacerte un pedido al respecto y creo que estarás dispuesto a satisfacerlo, o tal vez porque quiero que compartas conmigo el entusiasmo que me despierta. Para que este mecanismo quede claro como el agua, permítanme comparar casos en los cuales hay intención comunicativa con otros casos en los que no la hay (es una versión modificada de lo que se dice al respecto en Sperber y Wilson, 1986). Supongamos entonces que durante una excursión nos sentamos sobre una roca en medio del bosque y que luego me recuesto sobre ella porque estoy cansado, y que al hacerlo despejo tu línea de visión de modo que ves un gran árbol. En este caso, no hay inferencias. En cambio, si me recuesto y te señalo el árbol con insistencia, naturalmente intentarás averiguar por qué lo hago. Es decir, adviertes que me he tomado algún trabajo para señalarte el árbol y expresar mi insistencia, y este hecho genera en ti la búsqueda de una relación de pertinencia (por lo general dentro de nuestro terreno común): ¿por qué querrá que preste atención al árbol? Puesto que yo sé que ése es el proceso natural que todos seguimos, me aseguro de que sepas que mi señalamiento es intencional a fin de que procures descubrir la razón de ese acto intencional, lo que quiero que sepas

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o lo que quiero que hagas o sientas. El hecho de que este mecanismo forma naturalmente parte del grueso de las comunicaciones humanas queda demostrado porque, en la mayoría de los casos, eludirlo exige un esfuerzo concreto. Así, si un invitado quiere que le sirvan más vino pero cree que pedirlo directamente es una descortesía, puede colocar el vaso vacío en un lugar muy visible para que la anfitriona lo vea y (según espera) vuelva a llenarlo aunque no sepa que ésa era la intención del invitado desde un principio. En este ejemplo, el invitado quiere que la anfitriona advierta que el vaso está vacío, pero no quiere que ella se dé cuenta de que él quería que lo advirtiera. Casos como éste de “autor oculto” –o de simple indiferencia con respecto al hecho de que el receptor advierta que uno es el autor– indican a las claras una comprensión profunda de cómo funcionan las intenciones comunicativas dentro del acto comunicativo como totalidad. Lo principal es que ese proceso se lleva a cabo porque los dos participantes conocen ambos los móviles cooperativos involucrados y ambos confían en ellos. En otras palabras, si un ser humano se comunica para pedir ayuda (y si todas las otras circunstancias son iguales), el receptor estará dispuesto a ayudar, y los dos saben que es así y confían en ese mecanismo. Análogamente, si el comunicador ofrece información, los dos pueden suponer que cree que esa información será de utilidad o de interés para el receptor (lo que habitualmente significa también que es “verdadera”), de modo que éste la aceptará. Por último, si el comunicador quiere compartir actitudes, los dos a la vez dan por sentado el móvil prosocial de compartir, y el comunicador puede esperar que el receptor comparta lo que él quiere a menos que existan razones de peso para que no lo haga. Por consiguiente, el comunicador da señales manifiestas de su intención de comunicar y a partir de ese momento, los dos individuos involucrados en el acto de comunicación se empeñan en conjunto para garantizar que ese acto se lleve a término. Es importante advertir que la expresión manifiesta de la intención comunicativa, según Grice, sitúa el acto de comunicación mismo –el gesto de enunciación– en el terreno común de los participantes, específicamente, dentro del marco atencional conjunto que engloba la comunicación. Así, es más preciso no limitarnos a decir que “yo quiero que sepas que quiero que prestes atención a algo” sino que quiero que lo sepamos los dos a la vez: quiero que mi acto de comunicación forme parte de nuestra atención conjunta copresente perceptualmente (en los términos de Sperber y Wilson, 1986, quiero que ese acto sea mutuamente manifiesto o “totalmente ostensible”). Puesto que los seres humanos hacen que su intención comunicativa sea mutuamente manifiesta, en un sentido importante esa intención ad-

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quiere carácter público, situación que desencadena otra serie de procesos (Habermas, 1987). Específicamente, el hecho de que yo me haya comunicado contigo de manera ostensible, pública, no sólo crea expectativas de cooperación, sino normas sociales concretas cuya transgresión es inaceptable. En primer lugar, en el nivel de la comprensión del mensaje, si intento comunicarme contigo –y digo, por ejemplo, “¡Eh!, Ethel” y tú me miras– cuando luego haga un gesto o produzca un enunciado, no podrás ignorarme como si no hubiera intentado comunicarme. En alguna ocasión esporádica, actuar así puede destrozar amistades y actuar así sistemáticamente acabará en algún tipo de diagnóstico psiquiátrico y en el posible aislamiento de la sociedad. Por otra parte, tú también tendrás que intentar comunicarte con otros algunas veces, de lo contrario, correrás el riesgo de recibir un diagnóstico de catatonía que te llevará de inmediato a una internación. En segundo lugar, en el nivel de la deferencia posterior a la comprensión, si yo formulo en la mesa una sencilla petición como “Por favor, alcánzame la sal” (ya sea que hable o que haga un gesto), de hecho, no puedes contestar con un “No”, a menos que expliques por qué no puedes satisfacer mi pedido en esta ocasión (y, una vez enterado de tus razones, tendré que hacer pedidos razonables). Análogamente, si te doy a conocer un hecho que en mi opinión será interesante para ti –“¿Te enteraste de que Bob Dylan actúa aquí esta noche?”– no puedes responderme “No te creo”, a menos que tengas muy buenas razones para decir que soy un mentiroso. Por mi parte, si descubro algo que los dos sabemos que tú quieres saber (los dos sabemos que Bob Dylan es tu cantante predilecto, de modo que, sin duda, querrás saber que viene a nuestra ciudad), debo decírtelo: si no lo hago y después descubres que ha venido, nuestra amistad se verá gravemente afectada. Y si me cuentas que la religión es muy importante en tu vida y yo te respondo que en mi opinión es una estupidez, me arriesgo a sacrificar nuestra relación, construida sobre actitudes comunes acerca del mundo. Así, mirando el tema desde la perspectiva de la producción, los seres humanos debemos comunicarnos con otros pues de no hacerlo corremos el riesgo de que nos consideren patológicos; sólo debemos pedir cosas razonables, a riesgo de que los demás nos crean groseros y también debemos tratar de transmitir información a los demás y compartir con ellos distintas cosas de manera pertinente y adecuada, a riesgo de que nos crean torpes para las relaciones sociales y terminemos sin amigos. Ahora bien, mirando las cosas desde la perspectiva de la comprensión, también tendremos que participar para que no nos tilden de patológicos; y tendremos que ayudar y aceptar la ayuda y la información que nos ofrezcan, así como

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compartir sentimientos con otros seres humanos para no acabar en una suerte de ostracismo social. Como sucede en muchos ámbitos de la vida social, cuando pasan al dominio público las expectativas mutuas se transforman en normas y obligaciones sociales pasibles de control. En el capítulo 5, expondremos los fundamentos evolutivos de esta dimensión normativa de la comunicación humana, vinculándola con la reputación pública. Los móviles cooperativos que acabamos de describir y el reconocimiento mutuo de esos móviles e, incluso, de algunas normas significan que quienes participan en un acto de comunicación humana deben razonar no sólo de manera práctica sino de manera cooperativa. Por ejemplo, cuando los grandes simios observan que alguno de sus congéneres les hace señales, intentan discernir qué es lo que quiere haciendo razonamientos prácticos sobre sus objetivos y percepciones. Pero no intentan comprender por qué el otro pretende que ellos hagan lo que él quiere porque no comparten con el comunicador el supuesto de que intenta ser de ayuda. Entre ellos, el comunicador no da indicios específicos sobre su intención ni la “proclama” como hacen los seres humanos cuando dan señales de su intención comunicativa. Asimismo, cuando optan por una respuesta, los simios receptores no lo hacen porque el otro individuo pretenda o espere eso de ellos; más bien, intentan hacer lo que es mejor para ellos mismos en esas circunstancias, dado lo que el comunicador quiere aparentemente. Por el contrario, cuando los seres humanos vemos a alguien que intenta comunicarse con nosotros, queremos saber qué es lo que el otro individuo trata de comunicar al menos en parte porque ese otro pretende precisamente eso (y nosotros confiamos en sus móviles cooperativos). Además, optamos por una respuesta –por ejemplo, satisfacer una solicitud o aceptar información o compartir el entusiasmo del otro ante alguna cosa– al menos en parte porque ese otro pretende eso de nosotros. Puesto que los receptores humanos comprenden los actos comunicativos y responden ante ellos de cierta manera, en parte al menos porque el comunicador quiere precisamente que hagan eso (el comunicador confía en que ello suceda) –y porque, de hecho, esa manera de actuar constituye una norma aceptada cuando todo es público–, llamamos razonamiento cooperativo a este tipo de razonamiento práctico característico de la comunicación humana. Diré algunas palabras finales sobre la recursividad que entrañan todas estas acciones. En primer lugar, como venimos repitiendo desde el comienzo, la formación de un terreno común y/o de atención conjunta entre dos personas exige que cada una de ellas vea, conozca o preste atención a cosas que ella sabe que la otra persona ve, conoce o a las que les presta atención. Y también sabe que la otra persona sabe lo mismo acerca de ella,

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y así sucesivamente: esta recursividad puede llegar potencialmente al infinito. Por otra parte, la intención comunicativa en el sentido de Grice también es claramente recursiva, y su recursividad alcanza al menos varios niveles. Así, según Sperber y Wilson (1986), en un acto de habla declarativo yo quiero que sepas algo (por ejemplo, que se acerca un amigo tuyo), pero mi intención comunicativa es que sepas que eso es lo que quiero. Por consiguiente, según este análisis, las intenciones comunicativas son de tercero o cuarto orden (según cómo contemos): yo quiero1 que tú sepas2 que yo quiero3 que tú sepas4 que se acerca tu amigo. Por último, la estructura motivacional de la comunicación humana también es recursiva, en el sentido de que ambos sabemos que los dos queremos ayudar, de modo que tú esperas de mí que yo espere de ti que quieras ayudar (y así sucesivamente, con tantos bucles recursivos como sean necesarios). Es evidente que esa recursividad es indispensable en el caso de las normas de cooperación, por las cuales todos esperamos que todos los demás (y uno mismo) nos comportemos de modo cooperativo en la comunicación. Precisamente a causa de su naturaleza recursiva, hay mucha controversia acerca del terreno común y los conceptos afines, como el de conocimiento común y la cualidad de que algo sea mutuamente manifiesto. Puesto que la gente tiene que comunicarse en tiempo real, en la práctica concreta no son posibles infinitos cómputos de este tipo (Clark y Marshall, 1981). Por otra parte, la realidad psicológica concreta no se desenvuelve con estas idas y venidas acerca de saber lo que otros saben que yo sé: las cosas son más simples, los dos sabemos que los dos vemos o conocemos algo, o que le prestamos atención en conjunto: “compartimos” ese saber y todos contamos con diversos métodos heurísticos para determinar cuál es nuestro terreno conceptual común con otros. Sin embargo, los niveles recursivos subyacentes salen a luz cuando hay algún tipo de impedimento, por ejemplo, cuando creo que comparto alguna cosa con alguien y resulta que no es así. Ese impedimento puede producirse en cualquier nivel de la iteración. Por ejemplo, si te digo “¡Qué belleza!” no lograré comunicarte lo que pienso en casos como éstos: (1) si tú crees que estoy prestando atención a algo determinado y en realidad no lo estoy haciendo; (2) si yo pienso que tú crees que estoy prestando atención a algo, y no lo estoy haciendo; (3) si tú piensas que yo creo que tú piensas que estoy prestando atención a algo, y no lo estoy haciendo, y así sucesivamente. La posibilidad de que puedan existir obstáculos en niveles diferentes –y el hecho de que la gente consiga superarlos de distintas maneras en cada caso– es una prueba de que existen diversas iteraciones, implícitamente al menos, en el proceso de comprensión de los participantes.

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En general, una manera razonable de lidiar con estas situaciones –o al menos la que adoptaremos en este texto– es decir simplemente que la espiral recursiva no es infinita sino indefinida; la calculamos hasta donde es necesario o hasta donde podemos –por lo general unos pocos niveles–, y la mayor parte de las veces, desde luego, ni siquiera calculamos sino que advertimos mediante algún procedimiento heurístico si compartimos o no algo con nuestro compañero. Es posible también que tengamos una “vista a vuelo de pájaro” de la interacción, que nos permite conmutar las perspectivas indefinidamente según sea necesario (véase el capítulo 7, donde se exponen diversas alternativas algo más extensamente). Nos referiremos a esta capacidad –una aptitud decididamente crítica involucrada en muchos aspectos de la intencionalidad compartida– como lectura recursiva de la mente o de las intenciones.

3.2.4. Resumen La figura 3.1 presenta todos los componentes del modelo cooperativo de la comunicación humana y algunas de las relaciones que los vinculan entre sí. Analicémoslo muy someramente comenzando por el ángulo superior izquierdo y siguiendo el sentido de las flechas: en cuanto comunicador, tengo muchos objetivos y valores que rigen mi vida; son mis objetivos o metas individuales. Por algún motivo, cualquiera que sea, creo que en esta ocasión puedes colaborar conmigo para alcanzar uno o varios de esos objetivos, ya sea ayudándome directamente, aceptando mi ofrecimiento de información (que deseo formular por razones mías propias) o compartiendo actitudes conmigo: ésa es mi intención social. En tal situación, la comunicación es el mejor procedimiento a mi disposición para conseguir tu colaboración, o ayudarte, o compartir algo contigo. Por ese motivo, decido poner de manifiesto para ambos un acto de comunicación (dentro de nuestro actual marco atencional conjunto): ésa es mi intención comunicativa (que te hago conocer mediante señales que indican “esto es para ti”, como mirarte directamente a los ojos o expresarte de alguna manera mis motivos). Una vez producida la señal de mi intención comunicativa, te llamo la atención sobre alguna situación referencial del mundo externo –mi intención referencial–, ideada (junto con alguna expresión de mis motivos) para guiarte de modo que puedas inferir mi intención social mediante procesos de razonamiento cooperativo, pues entre tus móviles naturales está el de descubrir por qué quiero comunicarme contigo (cuyo fundamento son los supuestos mutuos o normas de cooperación). Entonces, tú intentas en primer lugar identificar mi referente, algo que está por lo ge-

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neral en el ámbito de nuestro terreno conceptual común, y luego procuras inferir mi intención social subyacente, que también buscarás por lo general dentro de nuestro terreno común. Después, suponiendo que has comprendido mi intención social, decidirás si has de cooperar tal como yo esperaba o no.

Figura 3.1. Resumen del modelo cooperativo de la comunicación humana

(C = comunicador; R = receptor) Terreno común/Atención conjunta: los dos sabemos:

Metas individuales - muchos niveles

………. ………. ………. ……….

Acción avenirse a lo que C quiere

Intención/Móvil social - quiero que R haga X - quiero que R sepa Y - quiero que R comparta Z

Intención comunicativa quiero que R conozca mi intención social

Intención referencial

- expresar queja - expresar Ø - expresar una sonrisa señales que indican “esto es para ti” (mirar directamente a los ojos, etc.) señalar §

Comprensión saber lo que C quiere (intención social)

Razonamiento cooperativo => Pertinencia Referencia identificar el referente de C

- quiero que R preste atención a §

R

C Normas de cooperación y Razonamiento cooperativo

Este proceso fundamentalmente cooperativo hace que la comunicación humana sea radicalmente distinta de las actividades comunicativas de todas las otras especies del planeta. La potencia comunicativa de los procesos esquematizados en este modelo –cuando funcionan en conjunto– puede apreciarse recordando una declaración célebre. Al subrayar el poder del lenguaje en contraposición a los gestos, Searle (1969: 38) dice: Algunos tipos muy sencillos de actos ilocutivos pueden, sin duda, llevarse a cabo sin utilizar ningún dispositivo convencional. […] En ciertas circunstancias especiales, uno puede “pedirle” a alguien que abandone el cuarto sin recurrir a convención alguna, pero, a menos que posea un lenguaje, nadie puede pedirle a otro, por ejemplo, que emprenda un proyecto de investigación sobre el diagnóstico y el tratamiento de la mononucleosis entre los estudiantes universitarios de los Estados Unidos.

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Pese a lo que dice Searle, de hecho, podemos hacer ese pedido sin recurrir al lenguaje. Es decir, si estamos entre individuos dotados de lenguaje que han venido discutiendo mediante ese lenguaje el hecho de que “necesitamos alguien que emprenda un proyecto de investigación sobre el diagnóstico y el tratamiento de la mononucleosis entre los estudiantes de las universidades de los Estados Unidos”, en determinado momento de la conversación yo podría señalar a alguien y el significado de ese acto de señalamiento sería: “tú debes emprender un proyecto de investigación sobre el diagnóstico y el tratamiento de la mononucleosis entre los estudiantes de las universidades de los Estados Unidos”. Desde luego, esa situación no podría ocurrir en ausencia de organismos dotados de lenguaje que establecieran el contexto previo lingüísticamente: eso está claro. Pero el punto clave para nuestra argumentación es simplemente que, cuando el contexto –el terreno conceptual compartido– está definido con suficiente detalle, comoquiera se haya llegado a esa situación, entonces un mero gesto de señalamiento puede referir a situaciones tan complejas como se nos ocurran.

3.3. convenciones comunicativas ¿Qué sucede con otros modos de comunicación que no son “naturales” sino “convencionales”? ¿Qué podemos decir acerca de los gestos convencionalizados (por ejemplo, para saludar y despedirse, para amenazar e insultar, para mostrar acuerdo o desacuerdo, gestos que existen en la mayoría de las culturas)? ¿Qué podemos decir acerca de los lenguajes vocales y de signos? ¿Son acaso “códigos” que permiten prescindir de toda esa complicada infraestructura psicológica? ¿Acaso la comunicación lingüística funciona de una manera totalmente diferente?

3.3.1. La comunicación lingüística y la infraestructura de intencionalidad compartida Podemos responder con una sola palabra: no. En primer lugar, y el más importante, como los gestos naturales, la comunicación lingüística y otras formas de comunicación convencional dependen fundamentalmente del terreno conceptual común y del marco atencional conjunto del comunicador y el receptor en ese momento (Clark, 1996). Así, la inmensa mayoría de los enunciados del habla cotidiana contienen pronombres (él, ella, ellos) y otras expresiones dependientes del contexto que exigen un terreno con-

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ceptual común para que su interpretación sea la que corresponde (ese otro individuo, ese lugar al que solíamos ir, etc.). Incluso las expresiones referenciales más simples como Bill o el gato demandan la existencia de un terreno común para determinar de qué Bill se habla o de qué gato se trata. Por consiguiente, los enunciados lingüísticos dependen, como los gestos naturales, de un terreno conceptual común y, de hecho, cuanto más “sólido” sea ese terreno, se necesitará “menos lenguaje”, como ocurre en la comunicación de los odontólogos con sus asistentes (en los ejemplos que citamos antes). Además, tanto en la modalidad gestual como en la lingüística, la intención comunicativa es básicamente la misma, y la búsqueda de pertinencia por parte del receptor está guiada en ambos casos por el supuesto mutuo de que hay voluntad de ayudar. Por ejemplo, si entro en tu oficina y digo de improviso “Cuba tiene el mejor clima del mundo”, sin duda comprenderás el enunciado sin dificultad, pero, aun así, te preguntarás por qué creo que esa información es útil o interesante para ti. Sin embargo, si acabamos de hablar sobre el lugar donde podemos pasar las vacaciones de verano, la razón de mi enunciado será evidente. Como sucede con el acto de señalar, la suposición de que intento informarte acerca de algo que creo útil o interesante para ti guía tu búsqueda de pertinencia comunicativa. Análogamente, los motivos generales para comunicarse son básicamente los mismos en el caso de la comunicación gestual y en el de la comunicación lingüística: pedir, informar y compartir (si bien es cierto que la comunicación lingüística permite canalizar otros motivos, menos básicos, como se indica en la teoría de los actos de habla). Así como ocurre en el caso de los gestos naturales, en la comunicación lingüística las dos partes colaboran entre sí para determinar referencias conjuntas y lograr que el mensaje se entienda (Clark, 1996). Por lo tanto, en general, la comunicación lingüística depende de la misma infraestructura de intencionalidad compartida que hemos utilizado para explicar el sorprendente poder comunicativo del acto de señalar y de la mímica. En el contexto de nuestra exposición, la única diferencia sustantiva entre los gestos naturales y las convenciones comunicativas radica en la intención referencial, en lo que ponemos “en” la señal para orientar la atención del otro. Aun así, en un nivel de generalidad muy grande, puede aplicarse la misma descripción a los dos casos. Así, tanto en la comunicación gestual como en la lingüística, la referencia puede subdividirse en dos partes, la porción conocida, ya dada y compartida –el tema [topic], a menudo supuesto o indicado someramente– y la porción nueva, digna de propalarse, el rema, por lo general expuesto con mayor detalle porque es

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la parte menos compartida. Por ejemplo, si tú y yo estamos mirando juntos una nube –nuestro tema– puedo señalártela o hacer un comentario verbal sobre ella cuando cambia de forma, a fin de destacar su nuevo aspecto. De todos modos, las convenciones lingüísticas pueden utilizarse para hacer referencia al mundo con una eficacia sin parangón, que supera con creces lo que se puede transmitir con los gestos naturales. Esa particular eficacia proviene de la “arbitrariedad” de los dispositivos de comunicación que ofrece un lenguaje, lo que implica que podemos crear un dispositivo específico para hace referencia a casi cualquier aspecto de la experiencia que podamos conceptualizar, siempre que los dos interlocutores sepamos que compartimos el uso de esa convención.

3.3.2. Las convenciones como dispositivos de comunicación compartidos Los seres humanos crean convenciones comunicativas puesto que todos empleamos el mismo dispositivo como medio para coordinar la atención y la acción aun cuando otros medios también serían posibles, siempre que todos los adoptaran (Lewis, 1969). Por ende, tales convenciones “arbitrarias” son posibles sólo si todos los individuos tienen aptitudes relativamente importantes para hacer algún tipo de aprendizaje cultural de carácter imitativo centrado en las acciones intencionales (Tomasello, 1999), aprendizaje que no es necesario para producir gestos naturales. Específicamente, en el caso de las convenciones comunicativas, es imprescindible la capacidad de imitación con inversión de roles, proceso en el cual un individuo comprende cómo un comunicador usa un determinado dispositivo de comunicación en su interacción con él y luego ese individuo receptor reproduce ese uso en sus propias comunicaciones con otros congéneres (Tomasello, 1999). De ese modo se genera lo que de Saussure (1916/1959) llamó la bidireccionalidad del signo, expresión que quiere decir que la forma concreta del dispositivo de comunicación es convencional o compartida por los usuarios, en el sentido de que todos están enterados de que todos saben cómo comprender y producir esos dispositivos con fines específicos de comunicación. Lo importante en este caso es que el compartir las convenciones lingüísticas o gestuales depende, una vez más, de cierto tipo de recursividad –todos sabemos que todos conocemos la convención–, en este caso en el nivel del vehículo o dispositivo de comunicación mismo (Lewis, 1969). Así, las convenciones lingüísticas codifican fundamentalmente los recursos que individuos anteriores de la comunidad han coincidido en usar

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a fin de manipular la atención y la imaginación de otros de diversas maneras específicas. En sí mismos, los sonidos o los gestos arbitrarios no transmiten “naturalmente” ningún mensaje, pero la observación de su uso revela –para los que tienen las habilidades y las motivaciones cognitivas pertinentes– cómo los utilizan quienes comparten la convención para guiar la atención y la imaginación de los demás. Desde luego, las habilidades y las motivaciones cognitivas pertinentes no son otras que: (i) la misma infraestructura de intencionalidad compartida que subyace a los actos de señalar y hacer mímica y (ii) una historia de aprendizaje compartido que, por convención, todos sabemos (implícitamente) que compartimos, hecho que puede ponerse de manifiesto mediante diversos tipos de indicios culturales (incluso la utilización de la convención misma de una manera adecuada). De modo que la creación y el uso de convenciones comunicativas compartidas por parte de los seres humanos implican que, en la actualidad, incluso las formas comunicativas mismas dependen de procesos de intencionalidad compartida. Hay mucho más para decir al respecto y así lo haremos en los capítulos 4, 5 y 6, en los que intentaré aportar explicaciones onto y filogenéticas de cómo pudieron haber surgido a partir de los gestos naturales las convenciones comunicativas de los seres humanos (incluso las construcciones gramaticales). Hay algo sumamente importante que ya adelanto: en el capítulo 5 expondré mis argumentos en el sentido de que, evolutivamente, habría sido imposible saltar de las vocalizaciones o los gestos de los grandes simios a las convenciones lingüísticas arbitrarias sin pasar por una etapa intermedia de gestos cooperativos no convencionales fundamentados en la acción que portaran naturalmente significado y que pudieran servir como una suerte de cimiento natural para el desarrollo posterior. En lo que concierne a los infantes durante la ontogenia, sostendré en el capítulo 4 que la adquisición del lenguaje sólo es posible cuando los niños tienen a su disposición algo similar a la plena infraestructura de intencionalidad compartida que se desenvolvió durante la evolución humana en calidad de apoyo para los gestos naturales.

3.3.3. Resumen La tabla 3.1 resume la explicación actual de los aspectos de la infraestructura psicológica implícita en la comunicación cooperativa humana –natural o convencional– que entrañan una intencionalidad compartida.

señales ritualizadas

convenciones comunicativas

razonamiento cooperativo

atención conjunta y terreno conceptual común

comprender percepciones razonamiento práctico

metas e intenciones comunicativas compartidas

imitación

normas de cooperación

colaborar; compartir

comprender metas

pedir

(3) recursividad => comunicación cooperativa plena

(2) primeros atisbos de comunicación cooperativa

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(c) Dispositivos de comunicación

(b) Intencionalidad en la comunicación

(a) Móviles comunicativos

(1) comunicación intencional

Tabla 3.1. Infraestructura psicológica de la comunicación cooperativa humana: (1) en la primera columna, aspectos que ya están presentes en los grandes simios; (2) en la segunda columna, los nuevos componentes humanos y (3) en la tercera columna, transformación de la versión humana por efecto de la recursividad.

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Los tres aspectos que figuran a la izquierda son los siguientes: (a) móviles comunicativos; (b) intencionalidad subyacente en el sentido de comprender intenciones, comprender la atención y realizar razonamientos prácticos y (c) forma del dispositivo de comunicación. Dentro de la primera columna, el número (1) indica la situación de los grandes simios en cada uno de esos tres aspectos: piden cosas usando señales ritualizadas, comprenden intenciones y percepciones, y hacen razonamientos prácticos acerca de ellas. En la segunda columna (2) figuran los dos nuevos componentes de la comunicación humana que hemos subrayado en los párrafos anteriores: los nuevos móviles de colaborar y compartir durante la comunicación y la novedosa capacidad de imitar acciones (con mucha mayor habilidad que los simios, capacidad que incluye la imitación con inversión de roles), que allana el camino para los gestos icónicos y, por último, para las convenciones comunicativas. En la tercera columna (3), se describe cómo la lectura recursiva de las intenciones modifica todo el cuadro: la aptitud para colaborar y compartir se transforma en expectativas mutuas e, incluso, en normas de cooperación; la comprensión de las metas y las intenciones se transforma en la concreción de metas conjuntas y la aparición de intenciones comunicativas en el sentido de Grice; la comprensión de las percepciones y la atención ajenas se transforma en atención conjunta y la creación de un terreno común; el razonamiento práctico deviene razonamiento cooperativo y las señales imitadas se transmutan en señales bidireccionales, convenciones compartidas. Esta transformación debida a la recursividad funciona de manera diferente en la ontogenia y en la filogenia, como no tardaremos en ver.

3.4. conclusión En este capítulo, mi objetivo fue poner de manifiesto la infraestructura psicológica oculta de la comunicación humana observando nuestros gestos naturales y cómo funcionan. En particular, en cuanto acción comunicativa acabada el acto de señalar es tan simple –un dedo extendido– que suscita el interrogante de cómo puede transmitir cosas tan complejas. En un contexto conveniente, el acto de señalar puede comunicar tanto como el lenguaje y puede incluso orientar la atención del receptor hacia determinadas perspectivas sobre las cosas y hacia referentes ausentes, capacidades éstas que a menudo se atribuyen exclusivamente al lenguaje. Los gestos icónicos se utilizan para hacer referencias más específicas a los re-

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ferentes −en especial los ausentes−, y también pueden emplearse para transmitir mensajes muy complejos. Todos los seres humanos, y sólo los seres humanos, utilizamos estos dos tipos de gestos naturales. Tanto en el señalamiento como en la mímica, el “valor agregado” proviene, de una manera u otra, de la infraestructura de intencionalidad compartida: por ese motivo hemos dado a nuestro modelo el nombre de modelo cooperativo de la comunicación humana. Repasemos ahora sus características: (i) los comunicadores y los receptores humanos generan una intención conjunta tendiente a una comunicación eficaz, adaptándose mutuamente según sea necesario; (ii) los actos de comunicación entre seres humanos se fundamentan en la atención conjunta y en la comprensión también conjunta de la situación; (iii) los actos de comunicación de los seres humanos tienen fundamentalmente móviles prosociales, como el de informar a otros acerca de algo para ayudarlos o el de compartir con ellos emociones y actitudes sin esperar nada a cambio; (iv) en todas estas circunstancias, los comunicadores humanos abrigan el supuesto de que hay cooperación entre los participantes (e incluso se guían por normas al respecto) y (v) las convenciones lingüísticas –cumbre de la comunicación humana– son, en esencia, normas compartidas en el sentido de que los dos participantes saben que ambos están utilizando una convención de la misma manera. En los otros primates la comunicación no tiene esas características: no hay intención ni atención conjunta, no existen móviles cooperativos que los dos participantes asuman en reciprocidad, tampoco hay convenciones de comunicación. Más bien, los individuos intentan simplemente prever o manipular directamente los objetivos, las percepciones y las acciones de los otros. Como veremos a partir de ahora, los infantes de nuestra especie comienzan a estructurar su comunicación gestual de manera cooperativa incluso antes de abordar el lenguaje y lo hacen en sincronía dentro de su desarrollo con la aparición de habilidades más generales que entrañan intencionalidad compartida y que se manifiestan en otras actividades de colaboración.

4 Orígenes ontogenéticos

No es el color rojo lo que ocupa el lugar de la palabra “rojo”, sino el gesto que apunta a un objeto rojo. L. Wittgenstein, Gran manuscrito [The big typescript] A menudo es más fácil observar los componentes de las habilidades complejas y ver cómo funcionan en conjunto si estudiamos cómo surgen durante el desarrollo temprano de los niños. Por consiguiente, el modo en que funcionan ontogenéticamente esos componentes es una importante fuente de indicios en favor del modelo cooperativo de la comunicación humana. Además, ocurre que los gestos, en su calidad de actos de comunicación plenos (sin lenguaje), se han investigado mucho más –en especial mediante experimentos– en el caso de infantes y niños pequeños que en el de los adultos. Hay experimentos llevados a cabo con infantes que son totalmente pertinentes en el caso de varios componentes clave de nuestro modelo del proceso comunicativo. Incluso hay algunos que pueden ayudarnos a dirimir difíciles cuestiones teóricas, por ejemplo, con respecto al papel de la atención conjunta y el terreno conceptual común. Además de este interés general por la ontogenia en cuanto método para someter a prueba nuestro modelos y sus diversos componentes, también queremos formular en este capítulo tres preguntas específicas que tienen que ver con las tres hipótesis globales expuestas en el capítulo 1. La primera de ellas es si hay en la comunicación gestual prelingüística de los infantes algo que se parezca a la estructura de comunicación cooperativa adulta tal como la hemos esbozado en el capítulo anterior. Si fuera así, quedaría demostrado que la comunicación cooperativa humana no depende del lenguaje de manera directa (hecho imposible de verificar observando ex-

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clusivamente a adultos normales), y la hipótesis evolutiva de que la comunicación cooperativa surgió en primer término como una modalidad gestual se tornaría más plausible. La segunda pregunta es si la aparición de la comunicación cooperativa en la ontogenia humana está vinculada de alguna manera con la aparición de habilidades y motivaciones más amplias que tienen que ver con la intencionalidad compartida tal como se manifiesta en otras actividades sociales y culturales, por ejemplo, las interacciones sociales de colaboración en general. Si se verificara esta hipótesis, constituiría un respaldo para nuestras aseveraciones del capítulo anterior, según las cuales las habilidades de tipo humano para la comunicación cooperativa se han hecho posibles porque existe una infraestructura más general cognitivo-social y de móviles sociales que habilita la intencionalidad compartida. También se volvería más plausible la hipótesis evolutiva de que la comunicación cooperativa humana fue parte de un proceso adaptativo más vasto que tendía a favorecer las actividades de colaboración y la vida cultural en general. La tercera pregunta concierne al lenguaje, específicamente a la naturaleza de la transición de la comunicación gestual prelingüística a la comunicación lingüística en la ontogenia humana. En particular, nos interesa saber si la adquisición de convenciones lingüísticas y su uso en etapas tempranas depende de la misma infraestructura de intencionalidad compartida que caracteriza la comunicación gestual de los infantes. Si así fuera, se corroboraría la idea de que la adquisición de convenciones lingüísticas depende de manera decisiva de habilidades cognitivas y motivaciones que originalmente se desplegaron en la comunicación gestual temprana. También querríamos averiguar si los dos tipos de gestos que hacen los niños –los señalamientos y los gestos icónicos– interactúan con el lenguaje precoz de distintas maneras, pues el saberlo nos proporcionaría indicios acerca de la transición evolutiva que va desde formas más naturales de comunicación a formas más convencionalizadas.

4.1. el acto de señalar en los infantes Alrededor de su primer cumpleaños y aun antes de que se inicie seriamente la adquisición del lenguaje, la mayoría de los infantes de la cultura occidental comienzan a señalar, y hay cierta evidencia de que este hecho, si no es universal, abarca una gran cantidad de culturas (Butterworth, 2003). Nuestro primer interrogante al respecto se refiere al grado y los modos en

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que el acto de señalar de los infantes comparte todas las complejas características cognitivo-sociales de su versión adulta tal como la hemos descrito. Desde luego, también nos interesan los gestos icónicos de los infantes, pero hay relativamente pocas investigaciones –especialmente pocas investigaciones experimentales– acerca de la adquisición y el uso de los gestos icónicos en el desarrollo precoz de los infantes. En consecuencia, analizaremos el modelo cooperativo –explícitamente en términos de sus distintos componentes– en el caso del acto de señalamiento, sobre el cual hay investigaciones importantes. Más tarde, sobre todo cuando hable de la transición hacia la comunicación lingüística, explicaré que es muy poco lo que se sabe sobre la adquisición y el uso de los gestos icónicos por parte de los infantes.

4.1.1. El acto de señalar entre los infantes, en contexto En las exposiciones clásicas sobre este tema, se dice que los infantes señalan con intención comunicativa por alguno de estos dos motivos: señalan para pedir cosas (señalamiento imperativo) y para compartir experiencias y emociones con otros (señalamiento declarativo), sin que haya diferencias en la edad en que surgen esos dos tipos de gestos (Bates, Camaioni y Volterra, 1975; Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998). Es sorprendente que nadie sepa cuál es el origen ontogenético del señalamiento. Específicamente, nadie sabe si el señalamiento es un gesto ritualizado por los infantes a partir de algún otro comportamiento o si se trata de algo que aprenden de otros seres humanos por imitación. Puesto que muchos de los grandes simios llegan a pedir cosas a los humanos “señalándolas” (casi con seguridad no lo hacen por imitación) y puesto que el señalamiento de algún tipo es un acto probablemente universal en las sociedades humanas, la hipótesis más plausible por el momento es que los infantes no adquieren este gesto imitando a otras personas; más bien es algo que les acaece naturalmente de alguna manera: tal vez proviene de una acción de orientación no social que se socializa en interacción con otros. Con todo, no hay en este campo investigaciones pertinentes y podría ser que incluso la versión plenamente socializada del gesto no exigiera aprendizaje. También puede suceder que, aunque no haya un aprendizaje inicial, la imitación desempeñe algún papel más tarde, cuando el niño advierte la correspondencia entre su acción de señalar y la de otras personas. Simplemente, no sabemos nada al respecto. Los debates teóricos actuales acerca del señalamiento en los infantes y la comunicación prelingüística se centran en decidir si la interpretación más ajustada a los hechos implica fenómenos cognitivos ricos o no. Específicamente, la cuestión radica en saber si en su comunicación prelingüís-

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tica los infantes intentan influir sobre los estados intencionales/mentales de otros (Golinkoff, 1986; Liszkowski, 2005; Tomasello, Carpenter y Liszkowski, 2007) o si, por el contrario, señalan simplemente para producir ciertos efectos comportamentales en los demás (Shatz y O’Reilly, 1990; Moore, 1996; Moore y D’Entremont, 2001). Hay otra cuestión vinculada con la que acabamos de exponer: si en su comunicación prelingüística los infantes intentan brindar información a otros con ánimo de colaboración y compartir con ellos sus emociones o si, otra vez, intentan simplemente conseguir que los demás hagan cosas que ellos desean. En lo que sigue, presentaré argumentos y evidencia a favor de la interpretación de que se trata de fenómenos ricos desde el punto de vista cognitivo y motivados por impulsos altruistas. Hay pocos estudios sistemáticos sobre el señalamiento de los infantes en su vida cotidiana. Las investigaciones existentes se ocupan primordialmente del desarrollo del lenguaje en los niños y, en consecuencia, contemplan el señalamiento y otros gestos a través de esa lente (por ejemplo, Bates, 1979) desatendiendo otros importantes aspectos de interés de ese proceso. Carpenter y sus colaboradores (Carpenter et al., en preparación) solicitaron a un grupo de padres que hicieran observaciones diarias de las actividades de señalamiento de ocho pequeños infantes en el curso de sus interacciones sociales cotidianas. De allí provienen algunos ejemplos especialmente interesantes e instructivos producidos en su mayoría antes de que los infantes en cuestión adquirieran seriamente el lenguaje (salvo, en algunos casos, unas pocas palabras como no y ahí): Ejemplo 13: A la edad de 11 meses, J señala la ventana cerrada cuando quiere que la abran. Glosa: presta atención a la ventana; ábrela. Ejemplo 14: A la edad de 11 meses y medio, J señala la puerta cuando su papá se prepara para irse. Glosa: presta atención a la puerta; papá pronto va a salir por allí. Ejemplo 15: A la edad de 11 meses y medio, después de que su mamá hubiera llenado de agua el vaso de J que estaba sobre la mesa, J lo señaló unos minutos después para pedir que le sirvieran más agua. Glosa: presta atención a mi vaso; llénalo. Ejemplo 16: A la edad de 12 meses, desde el interior de la casa, A señala la ventana, en dirección al ruido de un avión (que él no puede ver). Glosa: presta atención al (ruido del) avión; ¿no es interesante? Ejemplo 17: A la edad de 13 meses, J observa a su papá, que está arreglando el árbol de Navidad; cuando el abuelo entra en el cuarto, J le señala el árbol y vocaliza. Glosa: presta atención al árbol de Navidad; ¿no es fantástico?

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Ejemplo 18: A la edad de 13 meses y medio, después de terminar de comer, L señala el cuarto de baño previendo el acto de ir allí a lavarse las manos. Glosa: presta atención al baño; es hora de ir allí. Ejemplo 19: A la edad de 13 meses y medio, mientras la mamá busca un imán que se coloca en la heladera y no lo encuentra, L le señala una canasta de fruta donde éste se halla (oculto bajo la fruta). Glosa: presta atención a la canasta de fruta; está ahí. Ejemplo 20: A la edad de 14 meses, dos niños distintos, J y L, sufren un accidente cuando alguno de los padres no está observándolos; cuando el progenitor acude para saber qué ha sucedido, el infante señala el objeto que causó el problema (es decir, el objeto contra el cual se golpeó la cabeza o el objeto que se cayó). Glosa: presta atención a ese objeto; me lastimó/se cayó. Ejemplo 21: A la edad de 14 meses y medio, mientra la mamá acerca a la mesa la sillita alta, L señala el lugar donde ha de colocarla. Glosa: presta atención a ese lugar; pon la silla allí. Lo principal que debemos advertir en todas estas observaciones es que, si bien los detalles difieren mucho, el tipo de actividades o sucesos involucrados parecen muy similares a los que ocurren cuando un adulto señala. (Nótese en particular el hecho de que J señaló el vaso para que se lo llenaran, como ocurría en la escena del bar descrita en el Ejemplo 1 del capítulo anterior.) Además, como ocurría en los casos presentados en ese capítulo, la diversidad de las intenciones sociales subyacentes es grande. Resumiendo: en los ejemplos que implican pedidos, los infantes observados no sólo señalaban objetos que querían –clásico señalamiento imperativo– sino que también señalaban objetos cuando querían que los adultos hicieran algo con esos objetos, por ejemplo, abrir la ventana o llenar el vaso de agua. También señalaban un lugar cuando querían que la mamá pusiera allí la sillita alta. En todos los casos se trata netamente de pedidos, pero ninguno de ellos tiene que ver con obtener objetos, como ocurre en la situación clásica del señalamiento imperativo. Por otra parte, el mismo acto de señalamiento a veces indicaba el objeto en cuestión (la ventana) y suponía la acción que había de realizarse con ese objeto (abrirla), pero otras veces indicaba, en cambio, una ubicación (el lugar normal de la sillita en la mesa) y presuponía tanto el objeto como la acción que debía realizarse con él (la sillita y el acto de colocarla allí). Es más, esos infantes señalaban también para indicar todo un espectro de intenciones sociales diferentes cuyo móvil no era un pedido. Por ejemplo, señalaban la puerta por la cual pasaría el papá que estaba preparándose para partir o el cuarto de baño que se aprestaban a visitar; llamaban la

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atención sobre el ruido de un avión o una escena nueva e interesante para el abuelo (y no para el infante mismo); también indicaban el lugar donde se podía hallar un objeto perdido o el lugar donde acababa de producirse un acontecimiento de interés. Todos esos actos podrían clasificarse como señalamientos declarativos, en el sentido de que la intención del infante era orientar la atención del adulto hacia algo o compartirla con él, pero en las diversas observaciones registradas por los padres los infantes guían la atención del adulto o comparten con él aspectos muy distintos de los sucesos que les interesan –un ruido, el lugar donde algo está escondido, el sitio donde ocurrió algo con anterioridad– y lo hacen movidos por razones muy distintas que implican tanto prever como recordar sucesos que no están ocurriendo en el presente. Cabe repetir que estos actos son significativamente diferentes de los señalamientos declarativos clásicos, en los cuales el sujeto señala un objeto o suceso presente para su percepción. Las referencias a objetos o sucesos ausentes (el vaso vacío, el imán perdido, el avión que se oye pero no se ve, el suceso pasado) son tal vez especialmente notables como prueba de que la comunicación no se produce meramente en el nivel perceptual sino en el nivel mental de las entidades representadas cognitivamente (más adelante volveremos sobre este punto). Vale la pena subrayar que todas estas actividades ocurren en su mayoría antes de que haya comenzado la adquisición del lenguaje propiamente dicha. No obstante, pese a la similitud superficial de estos actos con los señalamientos adultos –en el sentido de que hay una distancia relativamente grande entre la intención social y la referencial en una diversidad de contextos que, tal vez, se fundamenten en un terreno conceptual común–, no podemos inferir a partir de observaciones naturales exclusivamente la índole de los procesos cognitivo-sociales involucrados en esos interesantes actos de comunicación. Por consiguiente, debemos complementar esas observaciones con experimentos destinados a indagar cuáles son los diversos procesos cognitivo-sociales y las motivaciones correspondientes. Y debemos hacerlo estudiando directamente actos de señalamiento o indirectamente analizando los fenómenos de desarrollo vinculados con ellos. Por esa razón, de ahora en adelante, buscaremos en los primeros gestos de señalamiento de los infantes pruebas, en su mayor parte experimentales, de cada uno de los principales componentes del acto de señalar tal como los describimos en el modelo cooperativo de la comunicación humana. 4.1.2. Móviles comunicativos Como ya hemos dicho, la interpretación clásica del acto de señalar en los infantes lo adscribió a dos móviles comunicativos: el móvil imperativo y

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el declarativo. No obstante, nosotros pensamos que la situación es algo más compleja. En particular, opinamos que el móvil declarativo se subdivide en dos importantes subtipos y que el móvil imperativo implica, en realidad, un continuo que va desde algo similar a ordenar (obligar a otro) a algo similar a sugerir (ejercer influencia sobre sus decisiones). Además, a fin de integrar la comunicación a las otras actividades cognitivas del infante, nos parece mejor conceptualizar los distintos móviles más ampliamente, en términos de intencionalidad compartida, específicamente en el caso de las habilidades y las motivaciones de los infantes para colaborar con otros y compartir cosas con ellos. En la formulación original que propusieron Bates, Camaioni y Volterra (1975), el señalamiento declarativo era algo análogo a una oración declarativa como “El gato está sobre el felpudo”. Los enunciados de este tipo tienen valores de verdad que indican en qué medida se ajustan al estado real de las cosas en el mundo. Con todo, en muchas investigaciones posteriores se decía que el prototipo de señalamiento declarativo ocurría cuando el infante señalaba, por ejemplo, a un animal interesante que veía a la distancia, cuando expresaba emociones y alternaba su mirada con la del adulto. En tal caso, el infante está interesado en ese nuevo animal o entusiasmado con él y aparentemente quiere compartir su entusiasmo con el adulto haciéndolo mirar el animal junto con él y compartiendo su reacción. Pues bien, esta descripción no se parece mucho a una proposición declarativa que pueda tener un valor de verdad puesto que el móvil que inspira el acto parece muy diferente. Por consiguiente, pensamos que debemos distinguir entre (i) señalamientos declarativos de carácter expresivo, en los cuales el infante procura compartir con el adulto una actitud acerca de un referente común, y (ii) señalamientos declarativos de carácter informativo, mediante los cuales el infante quiere proporcionar al adulto una información necesaria o deseable (que habitualmente el adulto no tiene) acerca de algún referente. Las investigaciones experimentales han permitido determinar que estos dos tipos de señalamiento entrañan móviles independientes en el caso de infantes de alrededor de 1 año de edad. En primer lugar, Liszkowski et al. (2004) provocaron actos de señalamiento en infantes de unos 12 meses de edad en una situación en la que era probable un móvil declarativo –del tipo expresivo– (por ejemplo, objetos nuevos e interesantes que aparecían súbitamente a cierta distancia). Luego manipularon experimentalmente la reacción del adulto con el objeto de verificar la hipótesis de que la intención social de los infantes en tales situaciones es, en realidad, compartir con el adulto su propia actitud con respecto al suceso novedoso y no solamente conseguir que el adulto los

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mire a ellos u observe el suceso. Específicamente, hicieron que el adulto reaccionara ante el señalamiento infantil de distintas maneras: (i) observando el suceso sin mirar al infante, basándose en la hipótesis de que el niño simplemente quiere guiar la atención del adulto hacia lo que ocurre pero no desea compartir con él su atención e interés (prueba para verificar el interés en el suceso); (ii) manifestando una reacción emocional positiva hacia el infante sin observar el suceso, situación que correspondería a la hipótesis de que el infante sólo quiere atraer la atención del adulto hacia sí mismo (Moore y Corkum, 1994; Moore y D’Entremont, 2001) (prueba para verificar el interés en el rostro); (iii) no haciendo nada, situación que correspondería a la hipótesis de que el infante señala para sí mismo, o que no intenta comunicarse (prueba para verificar el desinterés) y (iv) dirigiendo alternativamente la mirada hacia el infante y hacia el suceso y manifestando una reacción emocional positiva, situación que correspondería a la hipótesis de que el infante quiere compartir con el adulto la atención y el interés que experimenta por el suceso (prueba para verificar la atención conjunta / el afán de compartir). Luego se registraron las reacciones de los infantes ante esas reacciones de los adultos con la intención de establecer qué movía a los niños a señalar. Los resultados mostraron que cuando el adulto se limitaba a observar el referente indicado sin mirar al infante (condición que verifica el interés en el suceso), o cuando simplemente expresaba emociones positivas hacia el infante y no prestaba atención al referente (condición que verifica el interés en el rostro), los infantes no se mostraban satisfechos. Comparando esas situaciones con la condición que verificaba la existencia de atención conjunta –en la cual los infantes por lo general hacían un señalamiento único y prolongado–, en los dos primeros casos (así como en la situación que verifica el desinterés), los niños solían repetir el gesto de señalar con mayor frecuencia durante cada ensayo: aparentemente hacían intentos repetidos de crear una situación de atención e interés conjuntos. Además, los infantes sometidos a las dos primeras condiciones (y también a la de desinterés) solían señalar con menor frecuencia a lo largo de todos los ensayos que en la situación de atención conjunta: aparentemente esa reacción indicaba una creciente decepción con el adulto como compañero de comunicación porque no respondía compartiendo la actitud del infante hacia el referente. Utilizando el mismo esquema aunque más directamente, Liszkowski, Carpenter y Tomasello (2007a) hicieron que el adulto observara el referente indicado por el infante, pero ante condiciones diferentes el adulto respondía de distintas maneras: (i) expresaba su interés (“¡Qué interesante!”) o (ii) su desinterés (“Bah..”) en el

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referente. Cuando el adulto expresaba desinterés, los infantes no prolongaban ni repetían el gesto durante cada uno de los ensayos, presumiblemente porque comprendían que el adulto no compartía su entusiasmo. Además, en comparación con los casos en que el adulto expresaba interés, también disminuía la actividad de señalamiento dirigida a ese adulto a lo largo de sucesivos ensayos. Esos resultados permiten identificar el móvil específico de los infantes de compartir su actitud con un adulto en el caso del subtipo expresivo de señalamiento declarativo: la intención de que el adulto no se limite a observar el referente sino que también sintonice con el niño su actitud al respecto. En segundo lugar, el subtipo informativo de señalamiento declarativo se produce cuando la intención del infante es ayudar al adulto (sin apasionamiento) proporcionándole información que éste necesita o puede interesarle. Esta motivación está en realidad mucho más próxima a la que impulsa la mayor parte de los enunciados declarativos que se expresan con el lenguaje. Para que este móvil aparezca, en primer lugar, los infantes tienen que comprender que otras personas pueden saber algo o ignorarlo (véase la sección 4.2.2, donde se presentan pruebas al respecto) y, en segundo lugar, tienen que abrigar el móvil altruista de ayudar a otros aportándoles la información que necesitan o desean. Para comprobar que los infantes de 12 meses de edad señalan movidos por impulsos de esta índole, Liszkowski, Carpenter, Striano y Tomasello (2006) colocaron a infantes en diversas situaciones en las que observaban que un adulto ponía un objeto fuera de lugar u olvidaba su ubicación y entonces comenzaba a buscarlo. En tales situaciones, los infantes señalaban el objeto en cuestión (con mucha mayor frecuencia que otros objetos distractores colocados también fuera de lugar pero que el adulto no necesitaba); además, al señalar, no mostraban signos de querer el objeto para sí (no lloriqueaban ni extendían los brazos, etc.) ni de que querían compartir emociones o actitudes acerca de él. Estos últimos resultados sugieren que cuando señalan declarativamente los infantes a veces quieren hacer algo que no es compartir con un adulto su entusiasmo acerca de un referente, como ocurre en los casos clásicos: a veces simplemente quieren ayudar al adulto proporcionándole la información que necesita o desea. Nótese que esos dos móviles son diferentes. En cuanto al señalamiento imperativo, algunos investigadores han argumentado que la intención imperativa expresada mediante el señalamiento era, al menos en potencia, bastante simple pues se fundamentaba en la comprensión de que otros seres son agentes causales (y no intencionales ni mentales) que hacen que las cosas ocurran (por ejemplo, Bates, Camaioni y Volterra, 1975; Camaioni, 1993). Esa opinión se apoya, al menos

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en parte, en hechos más que conocidos acerca de los niños autistas, capaces de hacer señalamientos imperativos pero no declarativos, como algunos grandes simios cuando interactúan con seres humanos. Ocurre, empero, que los señalamientos imperativos abarcan un espectro continuo. Algunos tienen su origen en móviles individualistas que procuran inducir a otro, en cuanto agente causal, a hacer lo que el sujeto quiere o, incluso, obligarlo. Tal es el caso, por ejemplo, de un infante que señala un juguete con el objeto de que el adulto vaya a buscarlo y se lo alcance, situación en la que el adulto es concebido como una suerte de herramienta causal social. Pero otros señalamientos imperativos están más inspirados en móviles cooperativos para indicarle al otro lo que uno quiere, como sucede con los pedidos indirectos, con la expectativa de que ese otro, en cuanto agente intencional/cooperativo, decida ayudar. Desde luego, los infantes a veces producen más señalamientos imperativos de carácter individualista con el fin de conseguir que los adultos hagan cosas para ellos como si fueran herramientas sociales. Sin embargo, también producen a veces señalamientos imperativos más cooperativos mediante los cuales intentan aproximarse a los estados intencionales/mentales del receptor –su comprensión y sus motivaciones– de un modo totalmente distinto que en los señalamientos imperativos individualistas. Todavía no queda claro qué tipo de pruebas serían convincentes para demostrar que los infantes a veces utilizan ese tipo de señalamiento cooperativo. Un indicio indirecto es que, desde una edad muy tierna, los infantes señalan de manera claramente cooperativa y que sin duda recorren los estados intencionales/mentales del otro, es decir, usan señalamientos declarativos de índole expresiva e informativa (como acabamos de ver) tan precozmente como los señalamientos imperativos (Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998). Hay un indicio más directo –aunque corresponde a niños algo mayores, de unos 30 meses de edad– y es el siguiente: cuando los niños piden algo a un adulto y éste no interpreta correctamente el pedido pero luego, por mera suerte, los niños consiguen lo que querían, aun así intentan aclarar el malentendido (Shwe y Markma, 1997). Esa situación sugiere que en una etapa bastante temprana de su desarrollo, los niños comprenden que sus pedidos no funcionan obligando al adulto a realizar una acción específica sino que, más bien, le brindan información acerca de su deseo y que luego el adulto comprende esa información y se aviene a cooperar con el niño. No sabemos en qué momento del desarrollo infantil se comprende por primera vez este mecanismo. Sostenemos entonces que las últimas investigaciones acerca del señalamiento infantil revelan la existencia de tres clases generales de intenciones

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o móviles sociales, tal como ocurre en el caso de los adultos: (1) compartir (los infantes quieren compartir sus emociones y actitudes con otros); (2) informar (los infantes quieren ayudar a otros brindándoles información sobre cosas útiles o interesantes) y (3) pedir (los infantes quieren que otros los ayuden a conseguir sus objetivos). Como sucede con los adultos, las tres actitudes implican de una manera u otra los móviles cooperativos de ayudar y compartir, que son los tipos principales de motivación subyacente en la intencionalidad compartida. En el marco de cada uno de esos móviles, el acto de señalar se utiliza para cubrir innumerables intenciones sociales particulares, como se vio con toda claridad en los ejemplos de la cotidianeidad que citamos en la sección anterior.

4.1.3. La intención referencial Tenemos indicios sólidos de que, cuando señalan, los infantes se proponen que la otra persona preste atención a un referente que está en su terreno conceptual común. Esta aseveración no es una conclusión que arriesgamos sin un debido análisis y debate. De hecho, Moore y sus colaboradores han expresado sus dudas acerca de que los niños de 12 meses hagan gestos para guiar la atención de otras personas hacia entidades externas. Por su parte, Moore y Corkum (1994) sostienen que el señalamiento (declarativo) precoz tiene por objeto primordial causar en el adulto una emoción favorable al yo, y Moore y D’Entremont (2001) argumentan que es la reacción del adulto ante el infante, y no su reacción ante la entidad externa, la que refuerza el comportamiento de señalar. El fundamento principal de esta interpretación escéptica es que a veces los infantes señalan al adulto cosas que el adulto ya está mirando, de modo que el acto de señalar no puede ser un intento de orientar su atención hacia algo nuevo, pues ambos –el infante y el adulto– ya están prestando atención al objeto en cuestión. En un intento por determinar si los señalamientos declarativos de los infantes de 12 meses son intentos de guiar la atención del adulto a un referente, de modo que ambos puedan compartir su actitud hacia el objeto, Liszkowski et al. (2004) pusieron directamente a prueba la hipótesis de Moore y sus colaboradores. Como ya dijimos anteriormente, se provocó el señalamiento de los infantes en una situación en la que era probable un móvil declarativo y la reacción del adulto se manipuló experimentalmente. Con respecto a la referencia, el principal resultado de esa investigación fue que, cuando el adulto respondía al señalamiento con una mera reacción emocional hacia el infante y pasaba por alto el referente, los niños daban

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señales de insatisfacción y repetían el señalamiento intentando reparar el mensaje; que a lo largo de los sucesivos ensayos señalaban cada vez con menos frecuencia, hecho que indicaba otra vez su insatisfacción ante la respuesta del adulto que no prestaba atención al referente. Con un esquema aun más directo pero utilizando la misma metodología básica, Liszkowski, Carpenter y Tomasello (2007a) plantearon dos opciones experimentales: que el adulto identificara correctamente el referente señalado por el infante o que cometiera un error de identificación y depositara su atención en un objeto próximo pero diferente (en los dos casos expresando una emoción positiva e intercambiando miradas con el infante). Cuando el adulto identificaba el referente correctamente, los infantes proseguían compartiendo con él la atención y el interés comunes, pero si el adulto prestaba atención a un referente incorrecto, los infantes volvían a señalar el referente que les interesaba intentando guiar la atención de la otra persona hacia allí. No los conformaba compartir emociones sobre algo distinto del referente original que les había llamado la atención. Hay un hecho interesante de suma importancia: los infantes de 12 meses de edad también pueden usar el señalamiento para orientar la atención de otras personas hacia entidades ausentes. Este hecho resulta evidente en algunas de las observaciones cotidianas que consignamos con anterioridad, cuando infantes de 12 y 13 meses hacían referencia a sucesos que habían ocurrido en el pasado inmediato o que iban a ocurrir en el futuro próximo. Más sistemáticamente, Liszkowski, Carpenter y Tomasello (2007b) presentaron a un grupo de infantes objetos que probablemente suscitaran un señalamiento declarativo y al cabo de un tiempo hicieron desaparecer esos objetos. La mayoría de los niños –tanto los que habían señalado el objeto cuando estaba visible como los que no lo habían hecho– señalaron al adulto el lugar donde solía estar la entidad visible, especialmente en el caso de que el adulto no hubiera visto esa entidad antes. El hecho de señalar referentes ausentes es de suma importancia porque deja en claro que los infantes no están realizando actividades comportamentales de muy bajo nivel, como intentar que otra persona oriente su cuerpo hacia entidades perceptibles. Por el contrario, intentan conseguir que la otra persona se oriente mentalmente hacia alguna entidad no perceptible que ellos [los niños] tienen en mente (véase también Saylor, 2004). Por consiguiente, alrededor de los 12 o los 14 meses de edad, los infantes demuestran que comprenden los actos de referencia como actos intencionales cuya finalidad es lograr que la otra persona preste atención a alguna entidad externa particular o a un aspecto de una entidad –incluso una entidad ausente– y que entienden esa actividad como parte de un acto social

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más amplio. Semejante proceso entraña mucho más que seguir simplemente la mirada, seguir el señalamiento en sí o lograr que les presten atención a ellos. Implica la intención del comunicador de guiar la atención del receptor hacia un referente particular de modo que el receptor, una vez identificado ese referente (y el móvil subyacente) por medio del terreno conceptual común, haga las inferencias pertinentes y necesarias y así comprenda la intención social global del comunicador.

4.1.4. El terreno conceptual común Basándonos en nuestras observaciones diarias de muchos contextos diferentes que adjudican significados muy distintos para el gesto de señalar infantil, cabe suponer que el terreno común desempeña un papel decisivo desde el comienzo mismo de la actividad de señalar de los infantes. No obstante, demostrar que el terreno conceptual común desempeña un papel exige demostrar que el contexto realmente es “compartido” o reconocido mutuamente por ambas partes, y ese hecho se demuestra más fácilmente en el caso de la comprensión (al menos, ha sido demostrado más fácilmente en ese caso). Esta afirmación vale tanto para las intenciones sociales como para las intenciones referenciales involucradas en cada acto. Con respecto a las intenciones sociales, Liebal et al. (en prensa) idearon un experimento en el que un adulto y distintos infantes de edades comprendidas entre los 14 y los 18 meses ordenaban un lugar y recogían los juguetes dispersos guardándolos en una canasta. En un momento, el adulto se detenía y señalaba un juguete determinado que los infantes recogían entonces y colocaban en la canasta. Sin embargo, cuando el infante y el adulto estaban ordenando el recinto de igual manera y aparecía un segundo adulto que señalaba un juguete fuera de lugar de idéntica manera, los infantes no lo guardaban en la canasta presumiblemente porque el segundo adulto no compartía con ellos el juego de ordenar como terreno conceptual común para ambos. En esos casos, como no venían interactuando con el recién llegado, la mayoría de las veces los infantes parecían interpretar el señalamiento como una simple invitación para que prestaran atención al juguete (es decir, como un señalamiento declarativo expresivo). En los dos casos, se orientaba a los infantes hacia el mismo juguete referente –y en ambos casos comprendían la intención referencial de idéntica manera– pero su interpretación de la intención social subyacente difería. Más importante aun: esa interpretación no dependía de sus propios intereses egocéntricos del momento sino, más bien, de su reciente expe-

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riencia compartida (atención conjunta, terreno conceptual común) con cada uno de los adultos que señalaban objetos. En el caso de la intención referencial, Moll et al. (2008) hicieron que un adulto formulara un pedido ambiguo a infantes de 14 meses de edad señalando sin precisión con el gesto en dirección a tres objetos (el objeto diana y dos objetos distractores) y pidiendo luego a los niños que se “lo” alcanzaran. En las sucesivas condiciones experimentales planteadas, el infante había tenido experiencias anteriores distintas con el adulto en cuestión y, por consiguiente, el terreno conceptual común al cual podía recurrir para identificar el referente del pedido también era distinto. Específicamente, en la condición experimental, antes del pedido, el adulto y el infante habían compartido su interés por el objeto diana porque éste aparecía y desaparecía inesperadamente en diversos lugares de un salón (mientras que su relación con los otros dos objetos [los distractores] había sido más rutinaria). En esas condiciones, los infantes respondieron al pedido del adulto alcanzándole el objeto diana –ése que habían compartido– con más frecuencia que cualquiera de los distractores: su actitud se fundamentaba en el terreno conceptual común creado con anterioridad. Es importante advertir que no hicieron lo mismo en ninguna de las dos condiciones de control. En una de ellas, quien hacía el pedido era otra persona adulta, de modo que no había terreno conceptual común: los infantes elegían entonces el objeto al azar. En la otra condición de control, el adulto que hacía el pedido había manipulado los objetos individualmente (con idénticas exteriorizaciones) mientras el infante se limitaba a observarlo sin que el adulto lo viera: nuevamente, no había terreno común y los niños hacían su elección al azar. Por consiguiente, cuando debían responder al pedido de un objeto referente no especificado, los infantes no suponían que el solicitante pedía el objeto por el cual el niño había mostrado entusiasmo (de haber sido ésa la interpretación, los niños habrían alcanzado el objeto diana incluso cuando lo solicitaba un adulto diferente). Tampoco suponían que el solicitante pedía el objeto que a él mismo lo había entusiasmado (de haber sido ésa la interpretación, los niños habrían alcanzado el objeto diana incluso en el caso en que se limitaron a observar el solitario entusiasmo del solicitante con ese objeto). En cambio, los infantes suponían que el adulto pedía el objeto que había despertado el interés de los dos en su reciente terreno conceptual común. De modo que los niños utilizan el terreno conceptual común creado con un adulto –y no sus propios intereses egocéntricos– para interpretar tanto la intención referencial del adulto como su motivación e intención social subyacentes.

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4.1.5. Supuestos recíprocos con respecto a la voluntad de colaboración y el razonamiento cooperativo En general, parecería que incluso los niños de 1 año de edad esperan que las otras personas respondan a sus actos de comunicación intentando comprenderlos, y que también esperan que les brinden ayuda cuando la solicitan, que acepten información que los propios infantes les dan o que compartan con ellos actitudes y actividades cuando los invitan a hacerlo. Jamás se ha investigado de manera directa si estas expectativas son recíprocas. Sin embargo, según parece, los infantes hacen inferencias pertinentes fundamentadas en un razonamiento cooperativo y un terreno conceptual común, por ejemplo, en el experimento de selección de objeto llevado a cabo por Behne et al. (2005), en los que realizaron Liebal et al. (en prensa) y Moll et al. (2008) que hemos descrito anteriormente. Y decimos que hacen inferencias pertinentes en el sentido de que parecen hacer cosas con intención comunicativa, al menos en parte porque saben que el adulto con quien interactúan así lo quiere y espera. En los casos difíciles, los infantes cooperan con los adultos “negociando” el presunto mensaje mediante preguntas acerca del mensaje mismo y rectificaciones al respecto (Golinkoff, 1986). Esta interpretación adquiere mayor verosimilitud porque existen indicios de que infantes de 1 año de edad comprenden los elementos básicos de la intención comunicativa según Grice, el principio de que “las dos partes sabemos” o de que es “mutuamente manifiesto” que yo pretendo algo de ti, cuyo pilar fundamental son las expectativas recíprocas de que hay voluntad de colaboración. Ante todo, en sus interacciones sociales naturales, los niños de alrededor de 1 año llevan a cabo evidentes actos comunicativos “para” otra persona pues se aseguran de haber concitado su atención, dirigen el acto hacia ella, la miran a los ojos y así sucesivamente (Liszkowski et al., en prensa). Por otra parte, parecería que reconocen tales indicios ostensivos cuando los producen otros y los interpretan como relativos a actos que son “para” ellos (véase Csibra, 2003, acerca de que los infantes reconocen las intenciones comunicativas / pedagógicas de otros dirigidas hacia ellos). Con todo, los indicios más sólidos provienen de dos experimentos que describo a continuación. En primer lugar, en el experimento de selección de objeto ideado por Behne et al. (2005), que describimos en el capítulo 2, no sólo había una condición experimental en la cual los infantes inferían la ubicación de un juguete a partir de un gesto de señalamiento informativo: también había una condición de control en la cual el adulto señalaba con el índice extendido uno de los cubos en cuestión con aire distraído mientras observaba su propia muñeca. Por otra parte, el adulto miraba también al niño de modo que

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su comportamiento superficial era similar al de la condición experimental pues señalaba con el índice el cubo correcto y porque, además, miraba alternativamente al cubo en cuestión y al niño. Lo único que difería en este ensayo era que, a diferencia de la condición experimental, en la condición de control el adulto no miraba directamente a los ojos del niño con la intención específica de que éste supiera que se trataba de un acto comunicativo: en la condición de control, la mirada era más distraída, como si el adulto se limitara a comprobar el estado del niño, y esa mirada carente de intención se contraponía a la actitud de subrayar el señalamiento como un acto ostensivo. Los niños de 14 meses de edad no interpretaban ese dedo extendido y esa mirada distraída como un acto comunicativo “para” ellos y, por ende, no hacían la inferencia pertinente. En otras palabras, los infantes no interpretaban que el adulto les brindaba información acerca de la ubicación del juguete escondido y, por consiguiente, no lo encontraban como ocurría en las condiciones experimentales. Cualesquiera que fuesen los indicios específicos utilizados en ese experimento, el hecho general es que los niños muy pequeños interpretan un dedo extendido de manera totalmente distinta según que el adulto tenga la intención de que lo vean como un acto comunicativo intencional o no. En segundo lugar, nos referimos al estudio de Shwe y Markman (1997) que mencionamos antes, investigación que se llevó a cabo con niños algo mayores, de 30 meses de edad. En ese experimento, los infantes pedían al adulto un objeto. En las dos condiciones decisivas, los niños obtenían el objeto que querían pero en un caso el adulto daba señales de que había entendido todo el proceso correctamente mientras que en el otro caso el adulto daba señales de pensar que el niño quería otro objeto próximo y decía que no podía dárselo, de modo que le alcanzaba, en cambio, el objeto que en realidad el niño quería (como si fuera por accidente). Es decir, en estas condiciones especialmente interesantes, aunque su mensaje no había sido comprendido correctamente, el niño obtenía lo que quería. Aun así, los niños rectificaban el malentendido con el adulto. Lo sucedido en el experimento sugiere que los infantes tenían dos objetivos: obtener el objeto (intención social) y, con miras a ese fin, lograr comunicarse con el adulto, actividad que también querían llevar a buen puerto por ella misma. No obstante, debemos reconocer que la comprensión infantil de todos esos procesos no es idéntica a la de los adultos. Así, la comprensión plena de las intenciones comunicativas, según Grice, por parte de niños de más edad y de los adultos incluye algo de suma importancia: comprender que puede haber autores ocultos y disimulo, actos como el de colocar la copa de vino vacía en un lugar para que nuestro anfitrión la vea (y la llene) sin

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revelar que eso, precisamente, es lo que uno ha hecho. Los adultos suelen realizar con suma frecuencia actos de este tipo, en que el autor queda oculto, en situaciones que entrañan cortesía y otras formas de disimulo, mientras que los niños de 1 y 2 años aparentemente no lo hacen. Por consiguiente, pensamos que los infantes comprenden una versión primigenia de las intenciones comunicativas, en el sentido de que entienden cuando un comunicador realiza un acto “para” provecho de otra persona, pero que la comprensión cabal de la estructura intencional plena de la comunicación adulta –que abarca autores ocultos, disimulo y otros actos similares– no cuaja hasta los 3 o 4 años de edad aproximadamente. Presumiblemente, esa comprensión cabal se fundamenta en un proceso que permite comprender y controlar los medios más específicos que se utilizan para expresar y entender una intención comunicativa inicialmente indiferenciada. Ese proceso tal vez deba esperar la maduración de habilidades para diferenciar las diversas perspectivas implícitas en las interacciones que implican atención conjunta en general (Moll y Tomasello, 2007b). Tampoco sabemos si las expectativas de los infantes acerca de la voluntad de colaboración son realmente mutuas o compartidas, en el sentido de que el infante sepa que las personas con quienes se comunica esperan lo mismo de él [el niño] y sepan que él conoce también esas expectativas, y así sucesivamente. Una posibilidad es que, por su constitución, los infantes operen con lo que Sperber (1994) denomina optimismo ingenuo, que supongan simplemente un entorno cooperativo que se fundamente en sus inicios en alguna heurística sencilla y que también supongan que todos los demás hacen lo mismo. Sin embargo, en algún momento los infantes empiezan a comprender otros aspectos del proceso. Lo que es más importante aun, en algún momento comprenden que la otra persona debe interactuar comunicativamente y debe colaborar tal como se lo piden. Puede suceder entonces que se ofendan si la otra persona no actúa como se supone que debe hacerlo, y comenzarán a atenerse a las normas de cortesía destinadas a regular esos intercambios. Habitualmente, los niños no utilizan este tipo de normas en otras esferas de actividad hasta períodos más avanzados de la etapa preescolar (Kagan, 1981), de modo que al principio tal vez utilicen algo más rudimentario que las normas de los adultos. Con todo, nuestros conocimientos acerca de estos temas son aún muy elementales.

4.1.6. Resumen Los datos que acabamos de aportar respaldan con firmeza la hipótesis de que apenas comienzan a señalar los infantes comprenden los aspectos más

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importantes de la comunicación cooperativa característica de los seres humanos: se comunican en un nivel mental, en el contexto de un terreno conceptual común, con móviles cooperativos. Por consiguiente, despliegan una actividad que se aproxima a la infraestructura cognitivo-social plena de la comunicación cooperativa madura. En la mayoría de los casos, el señalamiento surge alrededor del primer año, antes que el lenguaje, y ese hecho indica que en la ontogenia humana la infraestructura de la comunicación cooperativa no funciona al principio como soporte del lenguaje sino como soporte del gesto de señalamiento. Puesto que, por lo común, desde que nacen los niños crecen en un ambiente en el que se usa el lenguaje profusamente, tal vez sea importante subrayar que los hijos sordos de padres normales –que no están expuestos a ningún lenguaje convencional (hablado o de signos) durante su primer año de vida o más– también comienzan a señalar habitualmente alrededor de la misma edad (Lederberg y Everhart, 1998; Spencer, 1993). Si bien los infantes parecen comprender algo acerca de cómo alcanzan su intención social los comunicadores haciendo que esa intención sea manifiesta para ambas partes, los niños no hacen cosas como ocultar la autoría de una acción o engañar, de modo que es muy probable que no comprendan la estructura interna de intenciones tan complejas de la misma manera en que lo hacen los adultos. Análogamente, no hay indicios de que comprendan desde el principio las normas que rigen esos procesos. Necesitamos investigar más estas dos cuestiones.

4.2. orígenes del acto de señalar en los infantes Una pregunta fundamental para todos los análisis del desarrollo es por qué determinada competencia surge en el momento de la ontogenia en que lo hace –en el caso del señalamiento, alrededor de los 11 o 12 meses de edad– pues la respuesta a menudo nos proporciona importantísima información acerca de las habilidades cognitivas y las motivaciones subyacentes, y acerca de las relaciones entre ellas. Por consiguiente, ahora intentaremos averiguar de dónde provienen ontogenéticamente las habilidades de los infantes para la comunicación cooperativa tal como la podemos observar en el gesto de señalar. Nuestra respuesta adoptará la forma de una suerte de modelo sistémico dinámico en el que los diversos componentes esbozados en el capítulo anterior se desarrollan con cierta independencia para confluir luego sinérgicamente en la nueva función de la comunicación cooperativa.

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Esta explicación sustenta la hipótesis de que las habilidades y los móviles involucrados en la intencionalidad compartida son decisivos dentro de este proceso pues se comprueba que la comunicación cooperativa no surge ontogenéticamente hasta que se hacen presentes esas habilidades y esos móviles, tal como se aprecia de manera más general en las actividades de colaboración de los infantes con otras personas.

4.2.1. ¿Por qué no señalan los bebés de tres meses? Quizá sorprenda saber que la forma comportamental manifiesta del señalamiento surge dentro del comportamiento sensorio-motor del infante a una edad muy temprana, alrededor de los 3 meses de edad (Hannan y Fogel, 1987). A esa edad tan tierna, los infantes suelen mantener la mano en una posición determinada con el dedo índice extendido, a veces durante períodos prolongados, y lo hacen de un modo distinto aparentemente del de los otros primates (Povinelli y Davis, 1994). Por ende, el desarrollo de la forma comportamental del señalamiento infantil está lista ya a los 3 meses de edad. No obstante, por lo que sabemos, los bebés de esa edad no utilizan esa posición de la mano con ninguna función social o comunicativa. Cabría argumentar que a esa edad, los infantes no tienen los móviles sociales necesarios para comunicarse. Pero eso no es verdad. En las explicaciones del capítulo anterior y del presente, postulamos tres móviles comunicativos fundamentales: pedir, compartir e informar. Son móviles que entrañan motivaciones humanas naturales para comunicarse, y cada uno de ellos tiene su propio origen evolutivo (véase el capítulo 5). Ocurre que cada uno de ellos tiene también su propio origen ontogenético y que, en dos de los tres casos por lo menos, ese origen es previo a cualquier comunicación intencional. En primer lugar, durante los primeros meses de vida, los infantes por lo general consiguen que los adultos hagan lo que ellos quieren. Cuando necesitan alimento o consuelo, lloran y habitualmente consiguen así una respuesta acorde por parte de los adultos. Pronto los infantes aprenden que apenas comienzan a llorar los adultos responden, de suerte que a menudo el llanto se ritualiza y se transforma en una especie de lloriqueo incipiente o gemido, una especie de movimiento de intención vocal. Ese tipo de lloriqueo constituye el germen de los pedidos imperativos aunque, desde ya, el infante no comprende su funcionamiento intencional (por ejemplo, que para actuar el adulto debe percibir el llanto y concebir un objetivo). En cuanto llanto incipiente, el lloriqueo es el fundamento de la

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entonación pedigüeña característica de los pedidos gestuales y lingüísticos de los niños pequeños. En segundo lugar, durante los primeros meses de vida los infantes también entablan relaciones sociales con otras personas y comparten emociones con ellas en intercambios cara a cara que algunos denominan protoconversaciones (Trevarthen, 1979; Rochat, 2001). Stern (1985) describe un proceso de sintonización afectiva durante el cual infantes y adultos ajustan la sintonía de sus emociones en diversas modalidades simultáneamente. Esos ricos intercambios emocionales son el origen de las declaraciones expresivas, pero debemos advertir una vez más que en esta etapa el infante no comprende su funcionamiento intencional. Las emociones manifestadas en tales intercambios –entusiasmo y sorpresa, por ejemplo– son, precisamente, las que los infantes expresan algunos meses más tarde cuando señalan algo con regocijo mediante un señalamiento declarativo de carácter expresivo. En tercer lugar, a diferencia de los móviles de pedir y compartir, el móvil de informar no se origina en la primera infancia. Si, como opinamos, la motivación fundamental de las declaraciones informativas es ayudar a otras personas proporcionándoles información que pueden necesitar o desear, entonces los requisitos previos más importantes son comprender las metas ajenas y entender en qué consiste el conocimiento o la información. Según las investigaciones realizadas hasta la fecha, los infantes cumplen con esos requisitos recién alrededor de los 12 meses de edad. Parece que los niños comprenden por primera vez en qué consiste la ayuda entre los 12 y los 14 meses porque a esa edad son capaces de discernir las metas de otras personas con las cuales ellos pueden colaborar (Kuhlmeier, Wynn y Bloom, 2003; Warneken y Tomasello, 2007). También a esa edad comprenden la diferencia entre saber algo e ignorarlo (Tomasello y Haberl, 2003). Por lo tanto, a diferencia de los otros dos móviles, el de informar se demora hasta que los infantes comprenden que las otras personas son agentes intencionales que brindan ayuda y también la necesitan, ayuda que puede tener la forma de información ofrecida a receptores ignorantes de algo. Habitualmente, el hecho de ofrecer ayuda no va acompañado por ninguna expresión emocional exuberante, y lo mismo ocurre en el caso del señalamiento y el lenguaje informativo. Ahora bien, si los infantes pueden hacer con la mano el movimiento adecuado a los 3 meses de edad y tienen a esa edad por lo menos dos móviles concurrentes, ¿por qué no señalan cosas a los demás con afán comunicativo? La respuesta es que, para comenzar a guiar la atención de otras personas hacia determinadas cosas movidos por alguna razón, los infantes

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tienen que tener algún elemento de toda la infraestructura cognitivo-social y motivacional característica de la comunicación humana madura, pero a esa tierna edad todavía carecen de las aptitudes necesarias para concebir la intencionalidad individual o la compartida.

4.2.2. La revolución de los 9 meses: proceso en dos etapas Alrededor de los 9 meses, los infantes comienzan a desplegar una serie de comportamientos sociales que descansan en su capacidad para comprender que los otros son agentes intencionales y racionales como el yo, y se apoyan también en su capacidad para interactuar con otros concibiendo metas e intenciones conjuntas y compartiendo con ellos la atención (intencionalidad compartida). Según los mejores datos a nuestra disposición, enumeramos a continuación algunos de los requisitos previos necesarios para comprender la intencionalidad individual. • Al menos a los 9 meses de edad los infantes comprenden que los otros tienen metas propias, es decir, que quieren determinadas cosas (véanse, por ejemplo, Csibra et al., 1999; Behne, Carpenter, Call y Tomasello, 2005). Es posible que niños menores también sean capaces de entenderlo (Woodward, 1998). • Alrededor de los 12 meses de edad por lo menos, los infantes comprenden que los actores eligen activamente los medios para lograr sus metas, es decir, que conciben intenciones. Incluso son capaces de discernir algunos de los motivos racionales que determinan que un actor elija un medio determinado en lugar de otro (Gergely, Bekkering y Király, 2002; Schwier et al., 2006). • Cumplidos los 12 meses de edad, si no antes (Woodward, 1999), los infantes comprenden que otras personas ven cosas (Moll y Tomasello, 2004), y alrededor de esa edad también comprenden que, por alguna razón, los actores deciden intencionalmente prestar atención a cierto subconjunto de las cosas que perciben (véanse, por ejemplo, Tomasello y Haberl, 2003; Moll et al., 2006). • Cuando tienen por lo menos entre 12 y 15 meses de edad, los infantes pueden inferir lo que otros saben, en el sentido de “estar familiarizados con” algo (véanse Tomasello y Haberl, 2003; Onishi y Baillargeon, 2005). Una vez que los niños comprenden a otras personas de estas diversas maneras, pueden hacer ciertos tipos de razonamientos prácticos acerca de las acciones de los otros. Específicamente, pueden comenzar a hacer inferen-

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cias acerca de por qué alguien hizo lo que hizo –en contraposición a alguna otra cosa que pudo haber hecho– y lo que eso implica acerca de lo que puede hacer en el futuro inmediato. Sin embargo, nada de esto es suficiente para la comunicación cooperativa. Como dijimos reiteradamente en el capítulo 3, para que la comunicación cooperativa funcione como suele hacerlo, es necesario que los infantes también puedan generar espacios conceptuales compartidos con otras personas, eso que llamamos terreno conceptual común y que es una habilidad fundamental dentro del campo de la intencionalidad compartida. En el caso normal se constituye así un dominio restringido de referentes posibles para la intención referencial y un dominio restringido de motivaciones posibles para la intención social: condiciones ambas necesarias para que el receptor haga las inferencias pertinentes (y para que el comunicador formule un acto comunicativo que facilite esas inferencias). Según los indicios más fiables a nuestro alcance, en esa etapa cuajan los requisitos previos imprescindibles para que exista intencionalidad –sea individual o compartida–, requisitos que consignamos a continuación. • Cuando tienen por lo menos 12 o 15 meses de edad aproximadamente, los infantes empiezan a compartir con otros ráfagas de atención compartida triádica. Así, se constituye el terreno conceptual común necesario para la comunicación cooperativa (Bakeman y Adamson, 1984; Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998). • Paralelamente, alrededor de los 12 o 14 meses por lo menos, los infantes pueden determinar cuáles son los objetos a los que inmediatamente antes han dedicado atención compartida con otra persona. Es decir, no sólo pueden determinar los que vemos juntos (atención conjunta) sino lo que conocemos los dos a partir de una experiencia previa (Tomasello y Haberl, 2003; Moll y Tomasello, 2007a; Moll et al., 2008). • Cuando tienen por lo menos 14 meses de edad aproximadamente, los niños pueden plantearse con otros metas e intenciones compartidas, por ejemplo, en el curso de actividades cooperativas para resolver problemas (Warneken, Chen y Tomasello, 2006; Warneken y Tomasello, 2007). Además, datos anteriores sobre interacciones intencionales conjuntas producidas a una edad más tierna podrían indicar que también conciben metas compartidas antes de cumplir 1 año (véanse Ross y Lollis, 1987; Ratner y Bruner, 1978; Bakeman y Adamson, 1984; Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998).

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Así, desde los primeros meses, los infantes cumplen ya los requisitos previos necesarios para señalar –incluso la posición adecuada de la mano– y tienen, además, dos motivos para hacerlo. Sin embargo, no comienzan a señalar con intención comunicativa hasta muchos meses después porque aún no comprenden que los otros son agentes racionales y todavía no han comenzado a construir los marcos atencionales conjuntos y los terrenos conceptuales comunes que les permiten, triádicamente, hacer referencia al mundo de manera comprensible para otras personas. Con todo, entre los 9 y los 12 meses más o menos, apenas empiezan a comprender a los demás e interactuar con ellos de esta manera empiezan a señalarles cosas con intención comunicativa. Sumada a las pruebas de que el señalamiento de tipo adulto surge a los 12 meses aproximadamente (según dijimos en la sección anterior), esta sincronía en el desarrollo sugiere que el señalamiento comunicativo temprano de los infantes descansa, precisamente, en las capacidades y motivaciones que caracterizan la intencionalidad individual y compartida, tal como postulamos aquí cuando bosquejamos el modelo cooperativo de la comunicación humana. Lamentablemente, tan sólo observando el desarrollo natural de los infantes no es posible saber si la aparición del señalamiento comunicativo alrededor del primer año de edad se debe a que han surgido habilidades nuevas vinculadas con la intencionalidad individual o con la compartida, pues ontogenéticamente aparecen al mismo tiempo. Con todo, los datos comparativos entre infantes humanos y crías de chimpancés sustentan de manera decisiva la hipótesis de que la comunicación cooperativa humana tiene características exclusivas de nuestra especie y nos permiten afirmar que, carentes de esas habilidades, los niños que comprendieran que los otros son agentes intencionales se comunicarían con ellos de manera intencional, pero no cooperativa. Los niños autistas proporcionan otra prueba en el mismo sentido porque señalan objetos a los demás de manera imperativa pero no declarativa y mucho menos de manera expresiva. Tal vez ni siquiera haya intención informativa en sus gestos (esta posibilidad jamás ha sido puesta a prueba). Sin embargo, es importante advertir que los niños autistas tienen cierta capacidad para entender los rudimentos de la acción intencional –comprenden que otras personas tienen objetivos y ven objetos–, capacidad que podría ser el fundamento del señalamiento imperativo, al menos el de tipo más individualista (Carpenter, Pennington y Rogers, 2001). En cambio, es muy exigua su capacidad para participar en un ámbito de atención conjunta (véase una reseña al respecto en Mundy y Sigman, 2006) y de colaboración (Liebal et al., 2008): es muy probable que ésa sea la causa de que no hagan señalamien-

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tos declarativos. De hecho, en los niños autistas hay una correlación muy grande entre su capacidad de atención conjunta y sus habilidades para comunicarse, de suerte que los niños autistas que pueden participar más fácilmente en actividades que impliquen atención conjunta –por lo general, coordinación de la atención visual– son los que adquieren posteriormente habilidades más complejas para la comunicación gestual y lingüística (véase Mundy y Burnette, 2005).

4.2.3. Resumen En la figura 4.1 ofrecemos un esquema muy simplificado del proceso de desarrollo, un modelo sistémico dinámico muy burdo. En este aspecto, nuestros conocimientos son aún muy rudimentarios y necesitamos más investigaciones para averiguar cómo incorporan los infantes sus diversas actividades comunicativas. Es necesario investigar con más precisión cuál es la secuencia temporal dentro de la ontogenia humana de las distintas habilidades y motivaciones involucradas en esas actividades mediante experimentos que determinen su causalidad. Por ahora, hay sólo dos cuestiones clave. En primer lugar, cada uno de los tres móviles fundamentales que tienen los infantes para señalar debe explicarse por separado, en sus propios términos ontogenéticos, pues cada uno de ellos representa un modo fundamental de interacción social que debe tener su propio fundamento evolutivo, con ventajas para el comunicador y para el receptor (véase el capítulo 5). En segundo lugar, pese a que muchos otros componentes del desarrollo ya están listos, los niños no comienzan a entablar comunicaciones cooperativas mediante el señalamiento hasta que surgen las habilidades exigidas por la intencionalidad conjunta, alrededor del primer año de vida (tales habilidades son, por lo tanto, el “parámetro de control” que restringe la edad en que se inicia la comunicación cooperativa). En este contexto, es importante advertir que en la presente explicación no atribuimos a los infantes de 12 meses la posesión de la plena estructura que permite una comunicación cooperativa madura. En particular, no parece que a esa edad los niños dominen todos los aspectos de la intención comunicativa según Grice o de las normas de cooperación. Son estas facetas de la intencionalidad compartida que tampoco se manifiestan en otros terrenos del desarrollo cognitivo infantil hasta los 3 o 4 años de edad, circunstancia que corrobora la hipótesis de que las habilidades de los niños para la comunicación cooperativa dependen de modo decisivo de su capacidad más general para compartir intenciones.

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Figura 4.1. Aparición de la comunicación cooperativa durante el desarrollo:

Nivel de la habilidad

Intencionalidad compartida

Comprensión de las intenciones

el gesto de señalar

Señalamiento para pedir ayuda: imperativo Señalamiento para compartir actitudes: expresivo Señalamiento para ofrecer ayuda: informativo

Demandar una acción Compartir emociones

0

3

6

Ofrecer ayuda

9

12

Edad en meses

4.3. la mímica temprana Hasta ahora, hemos evitado referirnos a otros gestos infantiles distintos del acto de señalar. Y lo hemos hecho porque las investigaciones al respecto son mucho menos concluyentes, de suerte que nuestros conocimientos acerca de su naturaleza y adquisición son mucho más exiguos. No obstante, son muy importantes para nuestra explicación de lo que sucede, en especial para dar cuenta de la transición al lenguaje. Desde luego, los gestos icónicos (mímica) tienen particular importancia pues se puede decir que, en algún sentido, tienen un carácter simbólico o representativo que no está presente en el acto de señalar. Además, los gestos icónicos son categóricos –el comunicador quiere que el receptor imagine algo “parecido a esto”–, característica que está ausente habitualmente en los señalamientos.

4.3.1. Gestos convencionales e icónicos Como dijimos en el capítulo anterior, además de guiar la atención de otros deícticamente hacia diversas cosas, señalándolas, por ejemplo, también podemos inducirlos a imaginar cosas haciendo gestos icónicos, es decir, mímica. Pero eso sólo ocurre cuando adoptamos una actitud creativa y muchos ges-

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tos de los seres humanos son simplemente convencionales. Por ejemplo, los gestos que utilizamos para decir que “sí”, los que empleamos para saludar y despedirnos, así como los que usamos para transmitir diversos mensajes obscenos no están vinculados icónicamente con sus referentes de una manera evidente (aunque puede ser que lo hayan estado en algún momento histórico). En los estudios acerca de los primeros gestos comunicativos de los infantes durante su segundo año de vida se comprueba que los gestos deícticos registrados son casi exclusivamente convencionales y se aprenden de los adultos por imitación. Por ejemplo, Iverson, Capirci y Caselli (1994) informan que los niños de esa edad mueven la cabeza lateralmente para decir “No”; que agitan la mano para decir “Adiós”, levantan las palmas para indicar “No está”, levantan los brazos para indicar que algo es “alto”; soplan para comunicar que algo está “demasiado caliente”; agitan los brazos como si volaran para referirse a un “pajarito” o jadean para referirse a un “perrito”. Acredolo y Goodwyn (1988) también han hecho un estudio sistemático de esos “signos infantiles” durante el segundo año de vida y han registrado en ellos una gran variabilidad individual. En general, el uso de tales gestos convencionalizados es mucho menos frecuente –en varios órdenes de magnitud – que el gesto de señalar (Iverson, Capirci y Caselli, 1994; Camaioni et al., 2003). Diversas líneas de razonamiento sugieren que los infantes adquieren y utilizan los gestos convencionalizados de una manera semejante en lo fundamental al modo en que adquieren y utilizan las convenciones lingüísticas. En primer lugar, incorporan los dos tipos de convenciones aproximadamente a la misma edad (Acredolo y Goodwyn, 1988), lo que sugiere que esas convenciones descansan sobre la misma infraestructura cognitivo-social. Por otra parte, los infantes que aprenden lenguajes de señas convencionalizados, como el que emplean los sordomudos, también incorporan los primeros signos convencionales aproximadamente a la misma edad (Schick, 2005). En segundo lugar, se ha comprobado experimentalmente que los gestos arbitrarios nuevos relativos a objetos se adquieren tan fácilmente como las palabras nuevas relativas a objetos (Namy y Waxman, 1998; Woodward y Hoyne, 1999). En tercer lugar, la frecuencia con que los niños ven y utilizan esos gestos y la manera en que los adultos los introducen en los juegos para nombrar objetos afecta su adquisición, tal como ocurre en la adquisición de las convenciones lingüísticas (Namy, Acredolo y Goodwyn, 2000; Namy y Waxman, 2000), lo que sugiere que en los dos casos los procesos de aprendizaje son similares. Un número importante de gestos convencionalizados tienen, de alguna manera, carácter icónico, pero no queda claro que los infantes adviertan ese hecho o lo aprovechen, circunstancia que, una vez más, los asemeja a

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las convenciones lingüísticas arbitrarias (Tomasello, Striano y Rochat, 1999). De suerte que los niños que aprenden lenguajes de signos convencionales están expuestos a gestos icónicos y a gestos arbitrarios (es decir, a signos) pero no hay una edad preferencial ni más ventajosa para aprender signos icónicos (Folven y Bonvillian, 1991; Orlansky y Bonvillian, 1984). Por otro lado, en los experimentos, los infantes de 18 meses de edad no demuestran preferencia alguna por los gestos icónicos en contraposición a los gestos arbitrarios (Namy, Campbell y Tomasello, 2004). Todavía no se ha demostrado de manera convincente que los niños muy pequeños comprendan el carácter icónico de los gestos ni de otros medios de comunicación. Ahora bien, ¿qué podemos decir de los gestos icónicos verdaderamente creativos a tan tierna edad? Casi no hay investigaciones sobre este tema, pero Carpenter y sus colaboradores (artículo en preparación) dan cuenta de observaciones diarias de gestos que tienen casi con seguridad carácter icónico y fueron creados espontáneamente por infantes de poco más de 1 año. Aunque poco frecuentes, uno o varios de esos gestos fueron observados en todos los niños en varias ocasiones diferentes. Ejemplo 22: A los 13 meses de edad, A hace la mímica de morder para indicar una acción que supuestamente no debía realizar con un objeto. Glosa: observa mi acción de morder: eso es lo que haré con ese objeto. Ejemplo 23: A los 14 meses, A inclina la cabeza hacia un costado para indicarle a su mamá qué debe hacer para librarse de un recipiente colocado en su cabeza. Glosa: mira lo que hago y hazlo tú. Ejemplo 24: A los 14 meses, A se toca el pecho con los dedos mirando sonriente a su mamá, cuya blusa tiene unas cintas con las que le gusta jugar. Glosa: mira lo que hago; me gustan esas cintas (o me gusta jugar con esas cintas). Ejemplo 25: A los 17 meses, A hace la mímica de estrujar una hoja de papel formando una pelota para pedir que alguien haga esa acción. Glosa: observa lo que hago y hazlo tú. Los niños sordos que no han sido expuestos a ningún lenguaje convencional, ya sea hablado o de signos, utilizan gestos icónicos de este tipo con bastante frecuencia pero no se han hecho estudios extensivos acerca de cómo los adquieren (es decir, no sabemos en qué medida son gestos aprendidos de modelos adultos) (Goldin-Meadow, 2003b). En cualquier caso, para producir gestos icónicos creativos como los descritos es necesario que los infantes tengan alguna capacidad para imitar, simular, representar simbólicamente o fingir, en el sentido de que deben representar una acción

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familiar ya no como algo real –para producir su efecto habitual– sino como ficción, para comunicar algo vinculado con esa acción ausente. Lo importante en este caso es que para hacer gestos icónicos los infantes también deben tener la capacidad de representar una acción fuera de su contexto habitual (simulación, ficción, representación) comprendiendo, por ende, la intención comunicativa en el sentido de Grice. Pues, como dijimos en el capítulo 3, si quien hace el gesto no vincula ese acto de simulación con algún indicio de intención comunicativa, entonces el receptor potencial podría pensar simplemente que el comunicador actúa de manera extravagante o que lo que hace es una ficción lúdica, y no que intenta comunicar algo sobre una situación que no está presente (véase la argumentación de Leslie en su artículo de 1987 acerca de la necesidad de “aislar” los actos de representación de los actos reales). Por consiguiente, los gestos icónicos creativos entrañan algún tipo de representación simbólica cuya finalidad es la comunicación interpersonal, mientras que el acto de señalar entidades presentes no tiene esa finalidad. Prácticamente no hay investigaciones sobre la comprensión de los gestos icónicos por parte de niños muy pequeños que comienzan a hablar pero, presumiblemente, esa comprensión exige, además de la capacidad para establecer algún tipo de correspondencia simbólica, diversos requisitos previos: toda la infraestructura utilizada para interpretar los gestos de señalamiento dentro de un marco de atención conjunta; las tres capas de intenciones y razonamiento práctico y el supuesto de que hay intención cooperativa e intención comunicativa en el sentido de Grice, etc. En las investigaciones que se están llevando a cabo en la actualidad, hemos comprobado que los niños tienen mucha dificultad para entender estos gestos icónicos creativos, no sólo cuando se los usa para solicitar objetos (como se dice en Tomasello, Striano y Rochat, 1999), sino cuando se los utiliza para simular ante los infantes la acción que deben realizar si quieren resolver un problema (Haimerl et al., en preparación). Los estudios de DeLoache (2004) sugieren que los infantes experimentan especial dificultad con las representaciones simbólicas cuando el medio es físico, por ejemplo, cuando se emplea un modelo a escala de la disposición espacial de un recinto real. En general y pese a la relativa ausencia de investigaciones al respecto, es evidente que los infantes que están en su segundo año de vida utilizan gestos convencionalizados mucho más raramente que los gestos de señalamiento, y que los gestos icónicos inventados espontáneamente son menos frecuentes aun. Todo ello significa que para estos niños de muy tierna edad el acto de señalar –llamar la atención de otro hacia una entidad perceptualmente presente – parece un medio mucho más simple y más natural

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de comunicarse que los gestos icónicos. De hecho, en muchos sentidos, los primeros gestos convencionalizados se parecen mucho más a las convenciones lingüísticas que a los gestos icónicos. Una consecuencia posible de todo lo dicho para la evolución humana es que la forma más primitiva de comunicación cooperativa –primitiva en sentido de previa u original– es el gesto de señalamiento, y que los gestos icónicos y convencionalizados exigen capacidades adicionales, en especial, habilidades para la imitación y la representación simbólica.

4.3.2. Gestos icónicos, simulación y lenguaje Un dato crítico del desarrollo es el siguiente: durante el segundo año de vida disminuye la frecuencia de los gestos no deícticos (convencionalizados e icónicos) en comparación con el señalamiento (Iverson, Capirci y Caselli, 1994; Acredolo y Goodwyin, 1988). La explicación más frecuente de este hecho es que, en ese mismo período, los niños aprenden a hablar, y los gestos convencionalizados e icónicos compiten con las convenciones lingüísticas, mientras que el señalamiento no lo hace en la misma medida. Tal vez esta situación se deba a que los gestos icónicos, los convencionalizados y el lenguaje entrañan algún tipo de representación simbólica e, incluso, de categorización de un referente, lo que no sucede con el señalamiento. Los indicios experimentales que respaldan esta conclusión provienen de varios estudios de laboratorio. En primer lugar, Bretherton et al. (1981) verificaron que a principios del segundo año de vida los infantes prefieren indicar objetos recurriendo a un gesto, mientras que más tarde durante ese año, una vez que han incorporado más elementos del lenguaje, se inclinan por una convención lingüística. En segundo lugar, Namy y Waxman (1998) comprobaron que a principios del segundo año de vida los infantes aprenden con igual facilidad gestos arbitrarios y palabras para referirse a objetos pero que cuando ya están próximos a su segundo cumpleaños, después de que el proceso de adquisición del lenguaje se ha encaminado con firmeza, aprenden con mucha mayor facilidad las palabras que los gestos arbitrarios. En contraposición a esta declinación de los gestos icónicos y convencionalizados, el señalamiento aumenta su frecuencia a lo largo del segundo año de vida. A medida que los infantes prosiguen su aprendizaje del lenguaje, integran el señalamiento al proceso: por ejemplo, muchas de las primeras comunicaciones complejas comprenden combinaciones de una palabra convencional y un gesto de señalamiento, cada uno de los cuales indica un aspecto distinto de la situación referencial (Ozcaliskan y Goldin-Meadow, 2005).

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Estos resultados implican que el gesto de señalamiento cumple una función básica distinta de la comunicación lingüística, mientras que los gestos icónicos y convencionalizados compiten con el lenguaje por el desempeño de una misma función. No obstante, es interesante observar que los infantes prosiguen haciendo algo similar a la gestualidad icónica sin propósitos comunicativos durante ese mismo período de desarrollo: comienzan a realizar con frecuencia cada vez mayor juegos de simulación o juegos simbólicos. Así, cuando un niño de esa edad simula beber de un recipiente vacío, en algún sentido está representando icónicamente el acto real: esa ficción no tiene una finalidad comunicativa. Podría suceder, entonces, que la predisposición biológica de los seres humanos para representar icónicamente entidades y acciones ausentes con un propósito comunicativo recurriendo a la modalidad gestual quede suplantada en la ontogenia normal por el lenguaje vocal, pero que esa habilidad se manifieste, en cambio, en los juegos de simulación de los niños, en los cuales representan simbólicamente entidades y acciones ausentes con una finalidad lúdica. En realidad, cuando un pequeño de esta edad simula beber de un recipiente vacío y mira con aire juguetón al adulto que lo acompaña, se podría decir que además de la simulación realizada para sí mismo hay allí un gesto icónico que invita al adulto a compartir esa representación. Los niños continúan haciendo simulaciones lúdicas durante toda su infancia y terminan en la edad adulta emprendiendo todo tipo de actividades artísticas, como el teatro y el arte representativo. No obstante, desde el punto de vista de la comunicación, los gestos no deícticos de los niños más grandes y de los adultos parecen funcionar de otro modo a medida que se adaptan a cumplir funciones complementarias del lenguaje. Así, McNeill (2005) y Goldin-Meadow (2003a) sostienen que en la comunicación lingüística cara a cara, el lenguaje se utiliza para los aspectos más proposicionales de los mensajes, mientras que los gestos que acompañan lo dicho están más vinculados con las imágenes involucradas y se emplean, por ejemplo, para esbozar la forma de algo que se nombra o para recorrer con la imaginación un camino del cual se habla. Es interesante advertir que los niños muy pequeños (menores de 3 años, más o menos) no usan por lo general ese tipo de gestos complementarios cuando hablan –al menos, no lo hacen como los adultos–, pero esta cuestión casi no ha sido investigada. Por consiguiente, podría ser que las habilidades humanas plenas para representar el mundo icónicamente por medio de gestos para comunicarse con otras personas se manifiesten actualmente en la ontogenia de diversas maneras, precisamente porque ha surgido el lenguaje vocal. A muy tierna

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edad, los infantes producen algunos gestos icónicos para comunicarse, pero cuando florece el lenguaje, esas habilidades “se desvían” y toman el rumbo de la simulación lúdica para solaz del propio infante actor, aunque a veces los destinatarios sean otros. El uso de gestos para complementar el lenguaje en la comunicación cara a cara experimenta un desarrollo gradual y bastante prolongado, durante el cual los niños aprenden a particionar su mensaje comunicativo entre el lenguaje vocal y los gestos de modo que se complementen (algunos de esos gestos pueden diferir en las diferentes lenguas; McNeill, 2005). Estas conclusiones son sumamente importantes desde la perspectiva evolutiva porque sugieren que, entre otras cosas, las convenciones vocales no sustituyeron el señalamiento sino a la mímica.

4.4. intencionalidad compartida y lenguaje temprano En el capítulo 3 dije que el uso cotidiano del lenguaje depende de la infraestructura de intencionalidad compartida, tal como dependen de ella el acto de señalar y otros gestos naturales. Tiene especial importancia cierto tipo de atención conjunta o terreno conceptual común entre el comunicador y el receptor, el cual es una suerte de telón de fondo de comprensión compartida, que permite seleccionar y comprender las convenciones lingüísticas. La necesidad de un terreno conceptual común es aun más evidente en el caso de la adquisición del lenguaje: ¿cómo podría entender un niño pequeño qué le quiere decir un adulto cuando pronuncia “Gavagai”* si no hiciera referencia a ese terreno conceptual compartido? El papel decisivo que desempeña la infraestructura de intencionalidad compartida –que incluye la atención conjunta y un terreno conceptual común– en el aprendizaje y el uso del lenguaje es la premisa fundamental de la teoría pragmático-social de la adquisición del lenguaje propugnada por Bruner (1983), Nelson (1985, 1996) y Tomasello (1992b, 2003).

4.4.1. La adquisición de las convenciones lingüísticas Alrededor de los 12 meses de edad, poco después de que comienzan a señalar y a emplear gestos icónicos y convencionalizados, los infantes también empiezan a comprender y usar las convenciones lingüísticas. Por sorpren-

* Ver N. de la T. de p. 52.

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dente que parezca, la mayor parte de las teorías existentes sobre la adquisición del lenguaje no aportan una explicación sistemática de por qué los infantes comienzan a adquirir el lenguaje precisamente a esa edad, situación que Bloom (2000: 45) describió con estas palabras: “Al fin y al cabo, nadie sabe por qué el aprendizaje de las palabras se inicia alrededor de los 12 meses y no a los 6 meses o a los 3 años”. Pero esa afirmación sólo vale para los teóricos que conciben la adquisición del lenguaje como un proceso en el que se asocian palabras con cosas o, tal vez, palabras con conceptos, y que no toman en cuenta la infraestructura cooperativa de la intencionalidad compartida (Tomasello, 2004). Si todo lo que los infantes tuvieran que hacer para aprender una palabra o una convención lingüística fuera asociar sólidamente un sonido con una experiencia (la metáfora habitual para esta actividad es la de “correspondencia” [mapping]), sin duda podrían empezar a adquirir el lenguaje a los 6 meses pues a esa edad son perfectamente capaces de establecer tales asociaciones (Haith y Benson, 1997). No obstante, según la teoría pragmático-social de la adquisición del lenguaje, se prevé en el desarrollo una estrecha sincronía entre la comunicación gestual y la lingüística, porque tanto los gestos como el lenguaje se aprenden y se emplean en el marco interpersonal de la intencionalidad compartida, la cual, según los datos registrados, surge entre los 9 y los 12 meses de edad aproximadamente. Quine (1960) captó este problema con gran penetración en su famosa parábola (aunque él mismo se proponía dilucidar una cuestión filosófica algo diferente): un viajero llega a una comarca de cultura desconocida. Pasa corriendo un conejo. Un lugareño pronuncia algo que, presumiblemente, es una expresión de su lenguaje: “Gavagai”. Aun cuando supongamos que el viajero sabe que se trata de un acto comunicativo, quedan todavía varios interrogantes por responder: ¿cómo puede saber el viajero si el lugareño intenta llamarle la atención sobre el conejo, sobre sus patas, su color o su piel, sobre el hecho de que el animal corre o sobre la posibilidad de comerlo, etc.? La respuesta es que no tiene manera de saberlo en ausencia de alguna forma de experiencia compartida o terreno conceptual común con el lugareño (que a los fines de esta parábola es una posibilidad excluida absolutamente). El propio Quine (1960: ix) dice al respecto: “El lenguaje es un arte social. Para asimilarlo no disponemos de más medios que unos indicios sugestivos, intersubjetivamente disponibles, que indican qué puede decirse y en qué circunstancias”.*

* W. V. O. Quine, Palabra y objeto, Barcelona, Labor, 1968. [N. de la T.]

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En el caso específico de la adquisición del lenguaje, los niños pueden establecer el terreno conceptual común imprescindible de dos maneras distintas. La primera es la participación en interacciones que implican colaboración con otros, las cuales entrañan metas conjuntas que generan procesos descendentes [top-down] de atención conjunta. Veamos un ejemplo: imaginemos una variante de la parábola de Quine. Supongamos que en la aldea del lugareño en cuestión existe la costumbre de pescar pequeños peces para la comida de una manera peculiar: primero uno tiene que agenciarse un balde (que habitualmente está en el interior de una determinada cabaña) y una larga vara (que por lo común se halla fuera de la misma cabaña), luego uno tiene que llevar esos elementos hasta el arroyo y cada uno debe colocarse en una de sus orillas sosteniendo un extremo de la vara mientras un compañero se sitúa en la orilla opuesta sosteniendo el otro extremo; como el balde cuelga de la parte media, los dos lo sumergen para que se llene de agua, y así sigue el procedimiento. Supongamos además que el viajero está incorporando esta costumbre a través de su participación repetida en estas actividades. De pronto, un atardecer cuando llega la hora de la pesca y comienzan los preparativos, el lugareño que lo instruye toma la vara que está fuera de la cabaña y señala el interior de ésta al extranjero… profiriendo tal vez la palabra “Gavagai”. Por lo que el viajero comprende de la costumbre en cuestión, inferirá que el lugareño quiere que busque el balde que está en el interior de la cabaña para que puedan salir de pesca; de modo que, casi con certeza, la palabra gavagai o bien significa “balde”, o bien, “tráelo”, o tal vez algo más general como “eso” o “ahí”. Ahora bien, si al llegar al arroyo el lugareño comienza a indicarle al viajero que debe traer otras cosas y usa también en esos casos la palabra gavagai, pero no la utiliza para señalar cosas que no es necesario traer, nuestro viajero comenzará a entender el lenguaje del lugar. Buena parte de las primeras etapas de adquisición del lenguaje por parte de los niños transcurren de manera similar. Bruner (1963) presentó pruebas de que los niños adquieren prácticamente todo su lenguaje inicial en el curso de interacciones rutinarias de colaboración con hablantes maduros de la lengua: en la cultura occidental, acciones tales como comer en la sillita alta, salir de paseo en auto, cambiarse los pañales, darles alimento a los patos de un estanque, armar una torre con bloques, darse un baño, guardar los juguetes, alimentar al perro, ir de compras al almacén, etc., etc. En cada una de esas situaciones, el infante –como el viajero de la parábola– aprende primero a participar y establecer metas conjuntas con el otro, y eso mismo le permite comprender lo que la otra persona está haciendo (en términos de sus metas e intenciones) y por qué lo está haciendo (en

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términos de por qué eligió un procedimiento y no otro en esa situación con sus contingencias particulares). Todo ello determina en gran medida el dominio de la atención conjunta y el foco de la atención de la otra persona en cada instante de la actividad común y, en consecuencia, también determina a qué se refiere esa otra persona cuando utiliza una palabra novedosa. Los usos de ese mismo término en el futuro y en otros contextos servirán para reducir aun más el espectro de referentes y mensajes posibles. Los niños no tardan mucho más en estar en condiciones de aprender palabras nuevas en todo tipo de interacciones de colaboración. Por ejemplo, Tomasello, Strosberg y Akhtar (1996) hicieron que un adulto y un niño de 18 meses participaran de un juego en el que había que buscar cosas. En cierto momento del juego, el adulto anunciaba su intención de “buscar el pufo”. A continuación, se ponía a buscar ese objeto en una fila de baldes que contenían todos ellos objetos nuevos (rechazando algunos con un gruñido y volviéndolos a poner en el mismo lugar) hasta que encontraba por fin el objeto que quería (hecho que indicaba con una sonrisa y el fin de la búsqueda). A partir de esa sonrisa, los niños aprendían la nueva palabra pufo, cualquiera fuera el número de objetos rechazados durante el proceso: este hecho permitía descartar cualquier proceso simple de asociación fundamentado en la contigüidad espacio-temporal. De hecho, Tomasello, Strosberg y Akhtar (1996) comprobaron que en el contexto de un juego de búsqueda similar, los infantes de 18 meses podían identificar el objeto al que hacía referencia el adulto aun cuando ellos mismos no lo vieran en ningún momento, y lo identificaban porque sabían que era un objeto que estaba en el interior del recipiente que el adulto intentaba revisar (pueden hallarse crónicas de estudios similares en Tomasello, 2001). Para aprender la palabra nueva en tales situaciones, básicamente, los niños tenían que comprender la estructura intencional del juego de búsqueda compartida y también tenían que razonar de manera práctica –de hecho, cooperativa– sobre las acciones del adulto. La segunda manera de establecer un ámbito de atención conjunta para aprender palabras es ascendente [bottom-up]: por ejemplo, un padre y su hijo caminan por el parque y se encuentran con un animal desconocido para el niño; el padre entonces puede nombrarlo. Cabría suponer que en situaciones semejantes, los infantes aprenderían el nombre del animal nuevo de manera egocéntrica, asociando el nombre con cualquier elemento que les llamara la atención a ellos mismos. Sin embargo, no es eso lo que ocurre. Desde etapas muy tempranas del desarrollo, los niños pequeños comprenden que al emplear una expresión novedosa del lenguaje, el adulto los invita a compartir su foco de atención [el del adulto]. Así, Baldwin (1991)

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esperó hasta que un niño de 18 meses prestara atención a un objeto determinado y sólo entonces desplazó la mirada hacia otro objeto y lo nombró. Los niños interpretaron que la palabra no se refería al objeto que ellos estaban mirando sino al otro objeto que el adulto los invitaba a observar. Algo más notable sucedió en otro experimento similar que Akhtar, Carpenter y Tomasello (1996) llevaron a cabo con un niño, su madre y un experimentador que jugaban con tres objetos nuevos. Algo después, la madre salía de la habitación. Entonces se introducía un cuarto objeto nuevo con el cual jugaban el experimentador y el niño. Cuando la madre regresaba a la habitación miraba los cuatro objetos y le decía al niño: “¡Vaya! ¡Un modi! ¡Un modi!”. Comprendiendo que muy probablemente la mamá mostraba tanto interés por el objeto que veía por primera vez, los niños aplicaron la nueva palabra a ese objeto (aun cuando ellos mismos conocieran los cuatro objetos). Para aprender esa palabra nueva en tales situaciones, los niños no podían limitarse a determinar qué llamaba la atención del adulto sino qué pensaba el adulto sobre lo que podría llamarles la atención a ellos mismos: de hecho, qué pensaba el adulto que ellos pensarían que él pensaría que podía llamarles la atención, y así sucesivamente. Era necesario que imaginaran el terreno conceptual común imprescindible. Cuando se mide la atención conjunta de modo muy general como el foco visual conjunto sobre potenciales objetos referentes, se comprueba que hay una correlación estrecha con los inicios del proceso de adquisición de palabras por parte de los infantes (Tomasello y Farrar, 1986; Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998; pueden hallarse reseñas de resultados similares en Tomasello, 1988, 2003). Específicamente, el modo en que las madres utilizan el lenguaje dentro de un marco atencional conjunto facilita la adquisición de palabras por parte de los niños, mientras que el modo en que utilizan el lenguaje fuera de ese marco no tiene efecto alguno. Podemos pensar entonces que los marcos de atención conjunta son “puntos calientes”* en el proceso de adquisición del lenguaje. Es interesante consignar, sin embargo, que esta correlación parece disminuir a lo largo del segundo año de vida (Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998), situación que puede deberse a dos causas. En primer lugar, en ese segundo período los infantes tal vez adquieran palabras nuevas de modo más flexible escuchando cómo usan el lenguaje otras personas cuando hablan entre sí (Akhtar, Jipson y Callanan, 2001), imaginando tal vez que ellos participan * El autor recurre aquí a una metáfora vinculada con la vulcanología. Los “puntos calientes” [hotspots] son zonas de actividad volcánica alta en comparación con su entorno. [N. de la T.]

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de esa interacción, que comprenden como a “vuelo de pájaro”, sea que participen de ella o no (Tomasello, 1999). En segundo lugar, la atención visual conjunta puede ir perdiendo importancia para la adquisición del lenguaje a medida que los niños son cada vez más capaces de emplear el lenguaje mismo para establecer la atención conjunta. Así, en algún momento, los niños ya no tienen que determinar sobre qué objeto se focaliza la atención visual de un adulto cuando les dice: “Dame ese modi con el que estás jugando” pues conocen el significado de los elementos el lenguaje que rodean a esa palabra desconocida y ese contexto determina el marco atencional conjunto a partir del cual se comprende el vocablo nuevo. En cualquier caso, estas apreciaciones teóricas y resultados empíricos sugieren todos la misma conclusión. Los niños pequeños no aprenden las convenciones lingüísticas iniciales asociando sonidos arbitrarios con experiencias repetidas de manera individual. Por el contrario, las aprenden tratando de comprender cómo utilizan otras personas determinados sonidos para guiar su atención dentro del espacio que constituye su terreno conceptual común. A veces los indicios para ese aprendizaje provienen de un proceso descendente [top-down] que forma parte de la actividad conjunta de colaboración, y otras veces provienen de otras formas de procesos ascendentes [bottom-up]. Desde luego, se trata del mismo proceso básico que sustenta la comprensión inicial por parte del infante de los gestos de señalamiento y de otro tipo. En ausencia de alguna clase de intercambio social significativo con el adulto que emplea la expresión nueva, los niños sólo oyen ruidos que provienen de la boca de otras personas: no sienten que esos otros estén guiando su atención de manera inteligible. En tal caso, deben aprender la convención por imitación, invirtiendo los roles, de suerte que ellos mismos utilizan la expresión adquirida con terceros de la misma manera en que otros adultos la emplearon cuando se dirigían a ellos.

4.4.2. Uso de las convenciones lingüísticas Lo habitual es que los infantes utilicen lenguaje referencial por primera vez entre los 14 y los 18 meses. En la inmensa mayoría de los casos han estado comunicándose por medio de gestos durante semanas o meses. En el estudio llevado a cabo por Carpenter, Nagell y Tomasello (1998), los veinticuatro infantes de la muestra habían utilizado algún tipo de gesto comunicativo –por lo general, señalamientos– antes de producir expresiones que implicaran lenguaje referencial. Si bien teóricamente es posible que los niños comiencen a emplear el lenguaje en el contexto de algún terreno conceptual común antes de hacer ningún gesto, el hecho signifi-

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cativo es que la inmensa mayoría hace gestos primero, consolidando así con gestos prelingüísticos la infraestructura de intencionalidad compartida propia del lenguaje. Los móviles iniciales que tienen los infantes para comunicarse lingüísticamente son los mismos que los impulsan a hacer gestos: brindar información, solicitar algo (incluso solicitar información) y compartir actitudes.* Con frecuencia, los niños usan fragmentos de lenguaje del mismo modo que los adultos, simplemente invirtiendo los roles con ellos en la misma situación o situaciones similares. Por ejemplo, Ratner y Bruner (1978) observaron a un niño que apenas sobrepasaba los 12 meses y que jugaba a “esconder un títere” con su madre. En repetidas ocasiones, la madre solía decir “No está” en un momento determinado del juego, justo cuando el títere había desaparecido. Previsiblemente, la primera vez que el bebé utilizó la expresión “No está” fue una repetición de lo que su mamá había hecho con anterioridad en la misma coyuntura. Por otra parte, los niños también nombran objetos para los adultos invirtiendo con ellos los roles en el juego de nombrar que al adulto había propuesto en algún momento. Pero, además, los niños también aprenden expresiones lingüísticas que los adultos utilizan para hacer referencias al mundo y las utilizan con finalidades distintas de las que tenían sus modelos. Por ejemplo, muchos padres les preguntan a sus hijos cuando están comiendo: “¿Quieres más?”, pero cuando los propios niños comienzan a emplear partes de esa expresión, lo hacen para pedir: “¡Más!”. Así, el niño aprende del adulto el dispositivo referencial, pero luego lo utiliza con una finalidad propia. En la utilización que hacen los niños pequeños de los gestos y del lenguaje se puede observar que lo que debe expresarse en el acto referencial mismo y lo que puede quedar implícito en el terreno conceptual común se complementa de idéntico modo. Es decir, el acto de señalar y los enunciados tienen la misma “estructura informativa”. Así, en la mayoría de los casos, el acto de señalar presupone un terreno común de atención conjunta como “tema” (información conocida o compartida), y el acto en sí es en realidad un predicado o rema que informa al receptor sobre algo nuevo, merecedor de atención. En otros casos, el señalamiento sirve para introducir un tema nuevo, acerca del cual se pueden comunicar más cosas. En la comunicación

* Hay otras tres funciones específicas que los niños a menudo incorporan en las primeras etapas de su desarrollo lingüístico y que no se presentan por lo general con el señalamiento. Nos referimos a expresiones de gratitud (“Gracias”), saludos (“Hola”, “Adiós”) y expresiones de disculpa (“Perdón”), por muy imperfecta que sea su compresión de tales funciones.

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lingüística, los enunciados [utterances] completos cumplen las dos funciones (véanse las nociones de construcción focal predicativa y construcción focal oracional en Lambrecht, 1994). Cuando los infantes comienzan a hablar –y están limitados aún a unidades de una o dos palabras–, optan por lo general por el término más “informativo” a su alcance para referirse a situaciones complejas. Por ejemplo, si aparece un objeto nuevo en la escena o un objeto que ya estaba presente toma parte en una actividad novedosa, los niños que apenas comienzan a hablar se refieren al elemento nuevo de la situación (Greenfield y Smith, 1976). Estudios más recientes demuestran que ya a los 2 años de edad, los niños optan por el elemento nuevo, pero no por su novedad para sí mismos sino para quien los escucha (Campbell, Brooks y Tomasello, 2000; Wittek y Tomasello, 2005; Matthews et al., 2006).* Además, muchos de los enunciados iniciales de los niños son en realidad mezclas de gestos (sobre todo el de señalar) y palabras que distribuyen de diversas maneras las funciones ya mencionadas de tema y rema (Tomasello, 1988; Ozcaliskan y Goldin-Meadow, 2005; Iverson y Goldin-Meadow, 2005). Esta circunstancia también sugiere una infraestructura común para los gestos y el lenguaje.

4.4.3. Resumen Muchos animales pueden asociar sonidos con experiencias y los infantes humanos también pueden hacerlo cuando tienen unos pocos meses de edad. Si la adquisición de una convención lingüística entrañara exclusivamente asociación o “correspondencia”, el lenguaje sería algo universal en el reino animal y los seres humanos comenzarían a utilizarlo a los 3 meses de edad. No obstante, de hecho, los animales y los infantes pequeños no adquieren ni utilizan convenciones lingüísticas. Hay una razón para ello: sólo es posible incorporar convenciones lingüísticas “arbitrarias” cuando existe algún tipo de terreno conceptual común con los hablantes adultos, terreno que se genera en el curso de actividades de colaboración que implican metas conjuntas y atención conjunta, situación que sólo se hace

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Es interesante observar que, cuando los niños eligen expresiones referenciales inadecuadas que producen malentendidos, lo más útil para ayudarlos a elegir expresiones más convenientes para la perspectiva del receptor es que el adulto manifieste de manera patente que no comprende, en lugar de limitarse a mostrar ejemplos de actos referenciales adecuados, que son menos útiles porque no están vinculados con los malentendidos del infante (Matthews, Lieven y Tomasello, 2007).

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posible en la ontogenia humana alrededor del año y se fundamenta en habilidades y móviles exclusivos de nuestra especie, proclive como es a la intencionalidad conjunta.

4.5. conclusión En este capítulo he intentado defender la tesis de que la comunicación gestual de los infantes, especialmente el acto de señalar, tiene algo que la aproxima a la estructura adulta plena, aunque tal vez carezca aún de cierta complejidad que se alcanzará después. En esta argumentación, aporté datos empíricos sobre muchos componentes del modelo cooperativo en general y también sobre tres hipótesis específicas. Primera hipótesis: la infraestructura de cooperación existe en su plenitud antes de que comience la adquisición del lenguaje propiamente dicha, tal como lo demuestran los diversos estudios experimentales realizados con niños de 12 meses que hemos reseñado aquí. Desde luego, los niños están inmersos en el lenguaje desde que nacen, y cabría suponer que ese hecho tiene alguna influencia sobre ellos aunque aún no produzcan unidades de habla. Con todo, los primeros actos de señalar de los niños sordos que no han estado expuestos a ningún lenguaje sistemático vocal ni de signos no se diferencian esencialmente de los señalamientos que hacen los infantes que oyen (Lederberg y Everhart, 1998; Spencer, 1993). Sostenemos pues que en la ontogenia, las primeras manifestaciones de formas exclusivamente humanas de comunicación cooperativa surgen con la comunicación gestual prelingüística –en especial con el gesto de señalar– y que no dependen de la comprensión ni de la producción de lenguaje. Segunda hipótesis: si bien el señalar y otros gestos surgen habitualmente antes de que se adquiera el lenguaje, sólo aparecen después de que se han desarrollado las habilidades constitutivas propias de la intencionalidad individual y compartida. De hecho, hemos advertido que los infantes tienen por lo menos dos motivos para señalar desde los primeros meses –pedir cosas a los adultos y compartir con ellos emociones– y que también puede dar a su mano la forma del señalamiento. Sin embargo, los primeros actos de señalar de los infantes sólo aparecen cuando comienzan a comprender que los otros son agentes intencionales y empiezan a participar con ellos de interacciones que implican atención conjunta. Este patrón ontogenético –asi como diversos estudios experimentales– dan fuerte sustento a muchos de los componentes del modelo cooperativo de comunicación que hemos

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postulado, entre ellos el papel decisivo que desempeñan los marcos atencionales conjuntos y otras formas de terreno conceptual común. Tercera hipótesis: la adquisición inicial de las convenciones lingüísticas por parte de los infantes y el uso que hacen de ellas también corroboran el modelo de cooperación. La indeterminación referencial surge precisamente cuando un acto de referencia se aísla del contexto de intencionalidad compartida dentro del cual se adquiere por lo general el lenguaje. Cuando se hallan ante un adulto que utiliza una convención lingüística fuera de tal contexto, los niños no adquieren nada. En cambio, cuando se hallan ante un adulto que utiliza una convención lingüística dentro de ese contexto intrínsecamente significativo, muy a menudo pueden comprender lo que se les comunica independientemente del lenguaje, y así incorporan el uso productivo de esa convención. A partir de entonces emplean la convención de un modo que no difiere radicalmente desde un punto de vista funcional del modo en que utilizan los gestos icónicos y de señalamiento; y, de hecho, usan el lenguaje temprano y los gestos al mismo tiempo. Las primeras convenciones lingüísticas no suelen sustituir al acto de señalar –que a menudo complementa el lenguaje– sino a los gestos icónicos, que funcionan de manera similar al lenguaje en el sentido de que son a la vez simbólicos y categóricos.

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Si quiero indicarle a una persona el rumbo que ha de seguir señalo esa dirección y no la opuesta con el índice […] Es parte de la naturaleza humana comprender el acto de señalar de esta manera. Por ende, el lenguaje humano de los gestos es primario en un sentido psicológico. L. Wittgenstein, Gran manuscrito [The big typescript] Si sostenemos que la comunicación humana es fundamentalmente cooperativa se nos plantea un problema. Específicamente, tendremos que explicar su evolución pues, como bien sabemos, en la biología moderna el desarrollo de la cooperación exige una explicación especial si se sugiere de alguna manera que el individuo subordina con altruismo sus intereses particulares en favor de otros, por ejemplo, cuando los ayuda. Por consiguiente, tendremos que explicar por qué los receptores humanos son tan proclives a satisfacer las demandas de los comunicadores que les solicitan ayuda y por qué los comunicadores están tan dispuestos a ofrecer ayuda concreta a los receptores brindándoles información útil sin pedir recompensa alguna. ¿Por qué los individuos que hacen estos actos altruistas dejan más descendencia? Sugerimos que en sus inicios la comunicación cooperativa propia de los seres humanos fue un rasgo adaptativo porque surgió en un contexto de actividades de colaboración mutua, en las cuales los individuos que beneficiaban a otros al mismo tiempo se beneficiaban ellos mismos. Esta hipótesis no es tan obvia como suena en un principio porque hoy la comunicación cooperativa puede utilizarse para todo tipo de finalidades egoístas, engañosas, competitivas o individualistas en cualquier otro sen-

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tido. Por lo tanto, teóricamente, esas actividades egoístas pudieron haber sido también los contextos en los que evolucionó la comunicación de estilo humano. Pero nuestra hipótesis actual es que las primeras aptitudes para la comunicación cooperativa surgieron y se utilizaron exclusivamente en actividades que implicaban colaboración en todos los niveles (y que, en consecuencia, estaban estructuradas por metas conjuntas y por el ejercicio conjunto de la atención, que constituían el terreno conceptual común). Sólo más tarde la comunicación cooperativa fue utilizada para otras actividades que no entrañaban colaboración y también para finalidades totalmente ajenas a la cooperación, como la mentira. La estrecha relación que existe entre las actividades de colaboración y la comunicación cooperativa se pone rápidamente de manifiesto en el hecho de que ambas descansan sobre una misma infraestructura subyacente: recursividad de las metas y atención conjunta, móviles e incluso normas para ayudar y compartir y otras manifestaciones de la intencionalidad conjunta. Esa infraestructura común se hace evidente en el hecho de que los grandes simios realizan actividades grupales y tienen formas de comunicación intencional que no son cooperativas, cuyo sustento son diversas habilidades para comprender la intencionalidad individual, mientras que los infantes humanos desarrollan formas cooperativas de colaboración y comunicación que se sustentan en aptitudes y móviles que les permiten compartir intenciones (aun antes de adquirir el lenguaje). Creemos por lo tanto que nuestra explicación evolutiva no es simplemente “otra explicación más”, pues la infraestructura común de intencionalidad compartida subyacente en todas las actividades de colaboración y comunicación de los seres humanos contemporáneos es una huella tangible de su origen evolutivo común. Para ir más allá de la comunicación cooperativa en contextos mutualistas necesitaremos postular en algún momento procesos de reciprocidad indirecta, caracterizados por que los individuos se preocupan por la reputación que tienen entre sus congéneres del mismo grupo social, pues la reputación de buen colaborador es un factor importante para el éxito social. Esta explicación será necesaria en especial para dar cuenta de la tendencia humana a brindar información acerca de cosas útiles para otros, incluso en circunstancias en que esa actitud no redunda en beneficio de quien informa. Posteriormente tendremos que postular procesos de identificación, pertenencia al grupo y afán de no desentonar para explicar ese móvil de compartir, cuya función –según esta hipótesis– consiste en ampliar el terreno conceptual común con los demás y el sentido de pertenencia social, cualidades todas que aportan a la homogeneidad interna del grupo,

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necesaria para que la selección natural opere en el nivel del grupo cultural. Tales procesos de identificación social también son necesarios para explicar el hecho de que la comunicación humana está regida por normas sociales que indican cómo deben hacerse las cosas (por ejemplo, que se deben conceder los pedidos racionales, que no se debe mentir, etc.) si el individuo pretende ser un miembro pleno del grupo social. Por último, en este capítulo y en el siguiente daremos una explicación de cómo las aptitudes humanas para la comunicación lingüística se apoyan en esa plataforma ya existente de comunicación cooperativa para terminar proporcionando a nuestra especie, al cabo de la evolución, la forma de comunicación más poderosa del planeta, la más flexible y más abierta a los cambios. Para completar esa explicación y dar cuenta de la aparición de convenciones comunicativas compartidas por un grupo, además de la infraestructura de intencionalidad compartida, necesitaremos también postular aptitudes para el aprendizaje cultural y la imitación, entre ellas la capacidad de imitación con inversión de roles. Sostendremos que las convenciones comunicativas arbitrarias –primero gestuales y luego vocales, con un período intermedio de superposición– sólo pudieron surgir a partir de gestos vinculados con la acción (es decir, señalar y hacer mímica) que eran ya significativos “naturalmente”.

5.1. surge la colaboración La hipótesis que sostenemos es que la comunicación cooperativa es una parte esencial de la evolución de las actividades de colaboración exclusivamente humanas. No podemos intentar aquí siquiera un esbozo de la evolución de la intensa cooperatividad humana en general (en Richerson y Boyd, 2005, puede hallarse una excelente reseña al respecto) pero sí podemos mostrar que la actividades humanas de colaboración difieren de la actividades grupales de los grandes simios precisamente de la misma manera en que la comunicación cooperativa humana difiere de la comunicación intencional de esos antropoides. Específicamente, en los seres humanos la actividad de colaboración y la comunicación cooperativa descansan sobre elementos tales como la lectura recursiva de las intenciones y la propensión a ofrecer ayuda e información sin retribución alguna, elementos totalmente ausentes de la actividad grupal y la comunicación intencional de los grandes simios.

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5.1.1. Actividades grupales de los chimpancés Los chimpancés, que son representativos de los grandes simios (y además son la especie sobre la que se han hecho la mayoría de las investigaciones), son criaturas sumamente sociales que participan de numerosas actividades grupales complejas, por ejemplo, la caza grupal. Sin embargo, la pregunta pertinente para nuestra exposición aquí es si también participan de actividades de colaboración, definidas de manera más específica como actividades en las que toman parte diversos individuos que tienen una meta conjunta, con roles complementarios relacionados entre sí, con el agregado de que todos ellos saben que están participando de ellas. Desde nuestra perspectiva, tal tipo de colaboración exige habilidades y móviles que favorecen la intencionalidad conjunta, entre ellos el requisito socio-cognitivo previo fundamental, que es la lectura recursiva de la mente. En su hábitat natural, los chimpancés cazan a veces en grupos reducidos con el fin de capturar animales pequeños como otros monos de menor porte. Un hecho impresionante es que los chimpancés machos del bosque Tai cazan en grupos pequeños a monos colobos (Boesch y Boesch, 1989; Boesch y Boesch-Acherman, 2000; Boesch, 2005). Según el relato de estos autores, los animales que integran el grupo tienen una meta común y desempeñan roles complementarios durante la caza. Uno de los individuos, que llamamos guía, persigue a la presa en cierta dirección mientras los otros, los bloqueadores, se trepan a los árboles e impiden que la presa cambie de dirección. Luego, otro individuo que está emboscado se planta frente a la presa y le cierra el paso. Desde luego, cuando describimos el procedimiento de caza con este vocabulario de roles complementarios, el proceso parece una verdadera actividad en colaboración: hablar de roles complementarios implica ya que existe una meta común compartida por todos los individuos que intercambian esos roles. No obstante, la cuestión reside en la pertinencia de este vocabulario. Desde nuestra perspectiva, esa actividad de caza puede caracterizarse de una manera más plausible (véase Tomasello et al., 2005). La caza se inicia cuando un chimpancé comienza a perseguir a un colobo entre los árboles, cuando merodean por la zona otros chimpancés (presencia que el primer chimpancé sabe necesaria para conseguir su objetivo). Entonces, cada uno de los otros chimpancés ocupa el lugar libre más conveniente en cada momento de la caza incipiente. Durante ese proceso, cada participante intenta optimizar sus probabilidades individuales de apropiarse de la presa, sin que exista ningún plan ni acuerdo previo acerca de una meta conjunta, ni asignación de roles. Evidentemente, ese tipo de caza es una actividad grupal de cierta complejidad pues cada individuo debe res-

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ponder según la posición de los demás a medida que acorralan a la presa. Pero los lobos y los leones hacen algo muy similar y casi ningún investigador les atribuye ningún tipo de meta común ni planes conjuntos (Cheney y Seyfarth, 1990a; Tomasello y Call, 1997). Hay otro dato pertinente: en otras comunidades de chimpancés, el grupo que caza parece mucho menos coordinado (por ejemplo, sobre los de Ngogo −Senegal−, véase Watts y Mitani, 2002; sobre los de Gombe −Nigeria−, véase Stanford,1998). Tal vez esa menor coordinación se deba a diferencias ecológicas que determinan si es fácil o no cazar o encontrar fuentes alternativas de alimento individualmente, etcétera. Corroboran esta interpretación menos teñida de cognitivismo algunas investigaciones que han analizado las aptitudes de colaboración de los chimpancés en ámbitos experimentales. Las conclusiones fundamentales son las siguientes: • en las clásicas investigaciones de Crawford (1937, 1941), que se invocan a veces diciendo que demuestran la colaboración entre estos monos, las parejas de chimpancés no sincronizaban sus acciones a menos que hubieran recibido un intenso entrenamiento previo por parte de seres humanos. El entrenamiento consistía en separar primero a los individuos y enseñarles a cada uno a jalar de una cuerda al recibir una orden, aprendizaje que luego desencadenaba la sincronización de acciones cuando se los volvía a reunir y se emitía la orden para que ambos jalaran simultáneamente, como si fuera por accidente. Cuando se asignaba posteriormente a los sujetos una tarea algo diferente, todas las parejas sin excepción retornaron al comportamiento no cooperativo (véase SavageRumbaugh, Rumbaugh y Boysen, 1978, donde se presenta un estudio que implica un entrenamiento humano aun más intenso); • en experimentos más fructíferos que entrañaban un entrenamiento menor o nulo, la mayor parte de la coordinación se reduce a que los chimpancés aprenden a abstenerse de actuar (es decir, aprenden a esperar) hasta que otro compañero se halla en el lugar asignado y está listo para actuar (Chalmeau, 1994; Chalmeau y Gallo, 1996; Melis, Hare y Tomasello, 2006a, b); • no hay estudios experimentales publicados sobre chimpancés que colaboren desempeñando roles diferentes y complementarios (en cambio, hay varios resultados negativos al respecto que no han sido publicados, dos de ellos realizados por mi equipo). Los únicos resultados positivos corresponden a tareas en las cuales los individuos tienen roles paralelos idénticos, como jalar al mismo tiempo de una cuerda;

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• en los estudios positivos que entrañan roles paralelos, no se observó prácticamente ninguna comunicación entre las partes (Povinelli y O’Neill, 2000; Meles, Hare y Tomasello, 2006a, b; Hirata y Fuwa, 2006), aunque se registró cierto forcejeo con un compañero recalcitrante en la investigación de Crawford (1937). Todos estos resultados sugieren que las actividades de colaboración de tipo humano –actividades que tienen una estructura intencional que comprende una meta conjunta y roles complementarios– son algo ajeno a los grandes simios. En general, es casi inimaginable que dos chimpancés hagan espontáneamente algo tan sencillo como llevar entre los dos un objeto pesado o construir juntos una herramienta. Una explicación posible de esta ausencia de colaboración de tipo humano entre los chimpancés y otros grandes simios es que no comprenden las metas y las percepciones del compañero en cuestión en cuanto actor individual en la situación dada (Povinelli y O’Neill, 2000). Puesto que las metas y las percepciones de otros individuos no son directamente observables y exigen, por lo tanto, inferencias, en algún momento nosotros mismos pensamos que sólo eran comprensibles para los seres humanos, así como su funcionamiento mancomunado en acciones que apuntan a una meta (Tomasello y Call, 1997). No obstante, investigaciones más recientes –citadas en buena parte en la sección 2.4.1– han modificado radicalmente esa idea. Los simios comprenden que otros individuos tienen metas y percepciones, y entienden también cuáles son las relaciones que las ligan en la acción intencional, tal vez incluso en la acción racional. No es por esta razón que no colaboran al estilo de los seres humanos. Más bien, como era de esperar, creemos que si bien los simios comprenden lo que otro mono hace en cuanto agente intencional individual, carecen de las aptitudes y las motivaciones necesarias para establecer metas conjuntas y sintonizar su atención con la de sus congéneres, o para participar de cualquier otra manera con ellos en actividades que impliquen intencionalidad compartida. Hay un experimento reciente que confirma esta interpretación. Warkenen, Chen y Tomasello (2006) (véase también Warkenen y Tomasello, 2007) plantearon cuatro tareas de colaboración a un grupo de niños que tenían entre 14 y 24 meses, y a tres chimpancés jóvenes criados entre seres humanos. Dos de esas tareas eran instrumentales y tenían una meta concreta y las otras dos eran juegos sociales sin objetivo alguno excepto el de jugar en colaboración (por ejemplo, dos compañeros tenían que usar una especie de trampolín para lanzar juntos una pelota al aire). Se programó el experimento para que el participante adulto dejara de actuar en algún

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momento con el fin de determinar el grado de interés de los sujetos en la actividad conjunta. Los resultados fueron claros y coherentes. En las tareas que implicaban resolver un problema, la destreza de los chimpancés fue similar a la de los niños y a menudo consiguieron el resultado previsto. No obstante, no demostraron interés por los juegos sociales y prácticamente se negaron a participar. Más importante aun: cuando su compañero humano dejó de participar, ninguno de los chimpancés intentó volver a incorporarlo al juego mediante un acto comunicativo, ni siquiera en los casos en que aparentemente estaban muy interesados en alcanzar la meta, hecho que sugiere que no habían concebido una meta conjunta con el adulto en cuestión. Por el contrario, los niños colaboraron en los juegos sociales con igual interés que en las tareas instrumentales. De hecho, a veces transformaban las tareas instrumentales en juegos sociales colocando de nuevo la recompensa obtenida en el aparato para reiniciar el ciclo: la actividad de colaboración misma era una recompensa mayor que la meta instrumental. Lo más destacable es que cuando el adulto cesaba de participar, los niños lo acicateaban para que se reincorporara, lo que sugiere que habían concebido una meta conjunta con ese adulto y querían que la volviera a reconocer. En términos generales, aparentemente los niños colaboraban por la colaboración misma, mientras que los chimpancés participaban de una manera más individualista. Esta interpretación se ve corroborada por un estudio longitudinal reciente en el cual se observó el comportamiento de los mismos tres chimpancés criados en un entorno humano para apreciar toda una serie de habilidades socio-cognitivas (Tomasello y Carpenter, 2005; véase también Tomonaga et al., 2004). Se comprobó así que el comportamiento de los chimpancés era muy similar al de los infantes humanos en lo que se refería a habilidades socio-cognitivas de índole individual que implicaban la comprensión de metas y percepciones. Sin embargo, en una serie de experimentos que implicaban tareas cooperativas en las cuales un ser humano desempeñaba un rol y el chimpancé el rol complementario (por ejemplo, la persona en cuestión extendía un plato y el chimpancé colocaba un juguete sobre él), cuando el participante humano imponía una inversión de roles, los chimpancés, o bien no los invertían, o bien realizaban la acción sin tener en cuenta el papel complementario del ser humano. En una serie de tareas similares, los infantes humanos no sólo invertían los roles sino que, al hacerlo, miraban expectantes al adulto previendo que desempeñaría su nuevo rol en la tarea compartida (Carpenter, Tomasello y Striano, 2005). Nuestra interpretación es que los niños comprenden la actividad conjunta viéndola, por así decir, “a vuelo de pájaro”, de suerte que la meta conjunta

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y los roles complementarios están inscritos en un único formato representacional, lo que les permite invertir los roles tal como se espera. En cambio, los chimpancés comprenden su propia acción desde una perspectiva de primera persona y la acción de su compañero desde una perspectiva de tercera persona, pero no tienen una visión “a vuelo de pájaro” de toda la interacción. Así, en su caso en realidad no existen roles y, por ende, no pueden invertirlos de ninguna manera durante la “misma” actividad. En cuanto a la atención conjunta, el estudio comparativo más sistemático es el de Carpenter, Tomasello y Savage-Rumbaugh (1995); pueden hallarse observaciones similares en Bard y Vauclair (1984). Estos investigadores observaron a niños de 18 meses, a chimpancés y a bonobos en interacción con una persona adulta y algunos objetos, con el fin de detectar perfiles de miradas definidos objetivamente. En tal situación, los individuos de las tres especies interactuaban con los objetos y al mismo tiempo observaban con frecuencia razonable el comportamiento del adulto. No obstante, los niños dedicaban mucho más tiempo que los simios a mirar alternativamente el objeto y al adulto y, en promedio, detenían la mirada en la cara de éste el doble de tiempo que los monos. Por otra parte, los infantes a menudo acompañaban la mirada con sonrisas, pero los monos no sonríen. Esas diferencias dan la impresión de que los simios miraban “para verificar” (su finalidad era ver lo que el adulto hacía o era probable que hiciera a continuación), mientras que los niños miraban “para compartir” (compartir su interés por algo). Los simios sabían que el adulto tenía metas y percepciones propias, pero carecían de la aptitud de compartirlas o no deseaban hacerlo. En suma, esos monos interactuaban con otros en cuanto a los objetos se refería, pero no participaban con ellos en empresas comunes que implicaran metas y experiencias compartidas. Tomasello y Carpenter (2005) obtuvieron resultados similares cuando plantearon otra situación: una persona adulta intentó de diversas maneras conseguir que tres chimpancés criados entre seres humanos compartieran su atención en un contexto de juego con distintos objetos. A veces, los chimpancés miraban a la persona en cuestión para verificar lo que estaba haciendo, pero no la miraban para compartir su interés por alguna entidad externa. Tampoco intentaron establecer un clima de atención conjunta comunicándose con el adulto por medio de gestos y en uno de los experimentos no aplicaron la experiencia compartida con el ser humano para determinar qué era novedoso, y por lo tanto sorprendente, para el adulto en cuestión (cosa que sí hacen los infantes, véase Moll et al., 2006). Según estos resultados y otros análogos (véase una reseña al respecto en Tomasello et al., 2005), parece evidente que en las actividades de cola-

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boración los infantes humanos establecen metas conjuntas y roles complementarios con otros de un modo en que no lo hacen nuestros parientes más cercanos entre los primates. La condición sine qua non para que haya colaboración es la existencia de una meta conjunta y un compromiso conjunto de los participantes para alcanzarla juntos, en el entendimiento de todos de que comparten la meta y el compromiso (Bratman, 1992; Gilbert, 1989). Las metas conjuntas determinan también la estructura de atención conjunta pues actuar mancomunadamente con un compañero para alcanzar un objetivo –sabiendo ambos que están comprometidos en esa acción– exige naturalmente que ambas partes verifiquen la atención mutua. Por consiguiente, una razón importante para que los primates que no son humanos no participen de actividades de colaboración ni de interacciones que impliquen atención conjunta como lo hacemos nosotros es que, si bien poseen aptitudes similares a las nuestras para comprender la intencionalidad individual, no tienen ni las aptitudes ni las motivaciones necesarias para la intencionalidad compartida. Para nuestra argumentación presente, es muy importante destacar el hecho de que cuando participan de una caza grupal los chimpancés no se comunican intencionalmente acerca de la actividad en curso de ninguna manera observable, sea para acordar una meta, sea para coordinar los respectivos roles. En otros contextos, los chimpancés emplean sus gestos intencionales para conseguir que otros hagan lo que ellos pretenden, también hacen señales imperativas a los seres humanos serviciales para que les alcancen cosas y en cierta medida entienden los pedidos de otros. Hacer pedidos e interpretarlos exige habilidad para comprender la intencionalidad individual, es decir, habilidad para hacer razonamientos prácticos acerca de un agente intencional que percibe objetos y tiene metas propias. Análogamente, cuando varios chimpancés intentan cazar un mono de otra especie, se conciben mutuamente como agentes intencionales y reaccionan entre sí como tales. No obstante, como en un sentido que no es despreciable están también compitiendo –o, al menos, comportándose con carácter individual–, no intentan ningún acto comunicativo intencional. Si mi objetivo más inmediato es capturar a un mono cuya presencia mi compañero no ha advertido, no intentaré comunicarme demasiado con él. El hecho fundamental es que la naturaleza competitiva de los chimpancés (y, presumiblemente, de otros simios) les impide en gran medida compartir el alimento una vez que la presa es capturada: ¿cómo se puede concebir la meta conjunta de capturar a un mono cuando todos los miembros del grupo saben que al final habrá una lucha? Es cierto que si un grupo de chimpancés captura y mata a otro mono, los individuos que

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participaron de la caza se quedan por lo general con casi toda la carne: obtienen mucho más que los recién llegados al lugar que no participaron de la caza (Boesch y Boesch-Achermann, 2000). Sin embargo, investigaciones más recientes de Gilby (2006) dilucidan los mecanismos individualistas predominantes en ese “compartir”. Gilby señala en primer lugar que los chimpancés que se han apropiado de una porción de carne después de la caza intentan de inmediato evitar a los otros y se escabullen del lugar, trepan al extremo de una rama para restringir el acceso de sus congéneres o los ahuyentan (véase también Goodall, 1986; Wrangham, 1975). En la mayoría de los casos, sin embargo, los que se apropian de la presa se ven rodeados de otros pedigüeños, que hacen cosas tales como tironear de la presa o taparle la boca a su poseedor con la mano. Por lo general, el que tiene la presa permite que los de alrededor coman algo, pero los investigadores han comprobado cuantitativamente que esa generosidad es una respuesta directa a los ruegos y el hostigamiento de los demás: cuanto más insiste el que pide, más carne consigue. Tal comportamiento tiene una lógica: si el poseedor de la carne lucha contra quien lo hostiga abiertamente, es muy probable que, en medio de la refriega, pierda toda la porción o parte de ella a manos de su contrincante o de otros individuos que se hallan cerca. De modo que la estrategia óptima para él es comer tan rápidamente como pueda y permitir que otros mordisqueen algo para mantenerlos conformes (éste es el modelo de hurto u hostigamiento tolerado para conseguir alimentos). Tomasello et al. (2005) sugieren que otra posibilidad es que los cazadores reciban más carne que los que acuden después al lugar porque son los primeros en acercarse al cadáver y mendigar su parte, mientras que los recién llegados quedan relegados a un segundo círculo más distante. Esta explicación de lo que ocurre cuando los chimpancés cazan en grupo se ve corroborada también por un estudio experimental reciente. Melis, Hare y Tomasello (2006a) presentaron a dos chimpancés una porción de alimento que estaba fuera de su alcance y que sólo podían obtener si los dos jalaban simultáneamente de un par de cuerdas (unidas a una plataforma sobre la cual estaba el botín). En ese caso, hubo dos resultados de importancia. En primer lugar, cuando había dos porciones, una frente a cada uno de los participantes, los chimpancés sincronizaban sus acciones en gran medida. No obstante, cuando había una única porción en el medio de la plataforma –circunstancia que dificultaba el reparto al terminar la tarea– la disposición para colaborar desaparecía casi por entero. En segundo lugar, Meles et al. identificaron parejas de individuos que eran especialmente tolerantes y se alimentaban juntos con relativa tranquilidad. En el

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caso de esas parejas, hubo mucha más sincronización que en el de las otras, menos tolerantes. Estos resultados demuestran con suma claridad que los chimpancés sólo pueden coordinar actividades sincronizadas cuando no hay probabilidad de disputa posterior por el botín. Tal vez sea pertinente destacar que, si bien los chimpancés a veces se ayudan entre sí o prestan ayuda a seres humanos (Warneken, Chen y Tomasello, 2006; Warneken et al., 2007), no lo hacen en situaciones en las que ellos mismos tienen alguna probabilidad de obtener alimento, aun cuando les sería fácil hacerlo sin costo alguno (Silk et al., 2005; Jensen et al., 2006). Se plantea por consiguiente la posibilidad de que los chimpancés puedan colaborar en actividades que no involucren la obtención de alimentos. No es fácil imaginar cuáles podrían ser esas actividades pues la colaboración sólo es útil cuando es difícil alcanzar en soledad un objetivo. Parecería que la situación más favorable serían las luchas internas del grupo que demandan coaliciones y alianzas, pero en la enorme mayoría de los casos lo que sucede concretamente es que comienza una lucha entre dos individuos y sus respectivos amigos se acercan para ayudarlos una vez producido el hecho (véase una reseña al respecto en Tomasello y Call, 1997). Así, la mejor descripción para este tipo de actividad sería decir que se trata de ayuda, y no de colaboración, pues no hay indicios de que los contrincantes de un mismo equipo hayan concebido una meta conjunta (aunque cada uno de ellos pueda tener “la misma” meta individualmente) ni de que hayan elaborado planes coordinados ni establecido roles con miras a esa meta. De suerte que la caza grupal de los chimpancés no parecería un contexto que favorezca demasiado el surgimiento de la comunicación cooperativa porque no se trata de una empresa auténtica de colaboración en el sentido estrecho que hemos dado a ese vocablo aquí: la concepción de metas conjuntas que entrañan planes/roles coordinados (véase, sin embargo, Boesch, 2005, donde se argumenta que sí es una actividad de colaboración). En efecto, si algún chimpancé ayudara a otro a desempeñar su “rol” durante la caza brindándole información –por ejemplo, avisándole que la presa se le está acercando–, sin duda el comunicador reduciría de hecho la probable porción de carne que obtendría al final pues el individuo que recibe la información muy probablemente la utilizaría para maximizar su propia ingesta. Quizá sea importante también el hecho de que los bonobos no cazan en grupos en estado silvestre, lo que sugiere que la versión humana de la caza grupal y la de los chimpancés pudieron evolucionar de manera independiente, apoyadas en procesos psicológicos diferentes (si el antepasado común a estas tres especies hubiera practicado la caza cooperativa

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–es decir, si la caza grupal fuera similar en las especies del género Pan* y en los seres humanos–, los bonobos también deberían cazar en grupo).

5.1.2. La colaboración entre los seres humanos En comparación con otros primates, los seres humanos colaboran entre sí en una gran diversidad de actividades, muchas veces con individuos que no son parientes, y regidos por normas sociales encarnadas en símbolos e instituciones formales. Además, distintos grupos culturales colaboran en actividades diferentes: algunos en la caza, otros en la pesca, otros aun en la construcción de viviendas, en la ejecución de música e incluso en el gobierno, hechos que dan testimonio de la flexibilidad de las habilidades cognitivas subyacentes. Así, mientras que la mayoría de los primates viven en grupos sociales y participan de actividades grupales, los seres humanos viven en ámbitos culturales que suponen que sus miembros participan de muchos tipos distintos de actividades colaborativas en las cuales hay metas compartidas y división del trabajo. Todos los participantes hacen su aporte a esas actividades y, al final, el botín se comparte entre los integrantes que lo merecen. Más aun, los seres humanos inventan prácticas e instituciones culturales cuya existencia equivale más o menos a un convenio entre todos los miembros del grupo, convenio que se rige por normas sociales que tienen fuerza punitiva. Daremos un único ejemplo: mientras que los primates comprenden en cierta medida las relaciones familiares de parentesco, los seres humanos asignan roles sociales como el de “cónyuge” y “progenitor”, que todos reconocen y que imponen la obligación social y jurídica de cooperar de determinada manera so pena de sufrir sanciones. Con respecto a la caza en particular, se han llevado a cabo muchas investigaciones sobre grupos de cazadores-recolectores que prueban cómo forrajean en busca de ciertas presas y/o plantas difíciles de conseguir para un individuo solitario (por ejemplo, presas grandes, algunos peces, plantas subterráneas, etc. Puede hallarse una reseña en Hill y Hurtado, 1996). Lo habitual es que un grupo pequeño elija la meta conjunta de capturar determinada presa o recoger determinada planta y que luego planifiquen los diversos roles que tendrán los individuos y cómo se hará para coordinarlos de antemano. También puede suceder que esos roles constituyan ya parte del acervo común de conocimientos, producto de una historia común.

* El nombre científico del chimpancé es Pan troglodytes y el del bonobo, Pan paniscus, es decir que se trata de dos especies del mismo género. [N. de la T.]

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Casi siempre los participantes comparten el botín con otros individuos, no sólo los de su familia más cercana sino también con otros del grupo social en su totalidad, y existen estrictas normas sociales que así lo dictaminan pues los que no comparten el botín son severamente sancionados. Esa inclinación por compartir los frutos del trabajo en colaboración de manera “justa” es muy intensa en los seres humanos: en casi todos los grupos culturales los individuos han internalizado normas que indican cómo compartir equitativamente algo (el lector puede consultar a Fehr y Fischbacher, 2003, donde hay una reseña sobre este tema). Por ejemplo, se ha hecho jugar en condiciones experimentales el “juego del ultimátum” a personas de sociedades industrializadas y de grupos de cazadores-recolectores (Véase Henrich et al., 2005), siempre en condiciones de anonimato y por una única vez. Se puede describir el juego del siguiente modo. Un individuo recibe una cantidad relativamente grande de dinero (en algunos estudios el equivalente de todo un salario mensual). Luego se le dice que puede ofrecer parte de esa suma a una persona anónima del mismo grupo y que esa persona tendrá la oportunidad de aceptar la oferta –en cuyo caso cada uno recibe su parte– o de rechazarla, en cuyo caso ninguno de los dos recibe nada. Lo que habitualmente hacen todos es ofrecer alrededor de la mitad de la suma recibida. Lo hacen al menos en parte para ser “justos” en algún sentido muy general, pero también porque suponen, correctamente, que la otra persona rechazará las ofertas inequitativas (por lo general, ofertas de menos del 30 o 40 por ciento). La explicación de este mecanismo varía de una cultura a otra, pero en todas hay al menos cierta obligación de compartir los bienes importantes con los otros (hay incluso algunas culturas en las que las ofertas superan ampliamente la mitad y, sin embargo, son rechazadas, presumiblemente porque crean para el receptor la obligación de retribuirlas en especie). En cambio, cuando a los participantes se les dice que están jugando con una computadora, no intentan compartir ni rechazan las ofertas inequitativas y tratan, por el contrario, de maximizar su propia parte. Con respecto a la coordinación social concreta que entrañan las actividades de colaboración, diversos pensadores, desde Schelling (1960) y Lewis (1969) en adelante, han hecho notar que la coordinación cooperativa humana depende muy a menudo de una manera crítica de un terreno conceptual común cuya comprensión es recursiva. Así, si tú y yo quedamos separados en alguna reunión populosa realizada al aire libre, es muy probable que terminemos reencontrándonos porque ambos podemos imaginar a qué lugar de reunión acudirá el otro, por ejemplo, el lugar donde hemos estacionado el auto. Para que este mecanismo funcione, yo tengo que imaginar adónde irás tú probablemente, pero tú también tienes que

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imaginar adónde iré yo; por consiguiente, yo tengo que pensar adónde imaginas tú que pienso ir, y así sucesivamente. En otras palabras, si queremos alcanzar nuestra meta conjunta de reunirnos nuevamente, los dos tendremos que saber que lo que piensa el otro depende de lo que pensamos los dos. Hay otra característica importante: en nuestro enfoque actual, cada vez que acordamos una meta conjunta, ese acuerdo implica una suerte de negociación cuyo rasgo inherente es ese tipo de coordinación mental pues yo sólo querré participar de la actividad de colaboración si tú también lo quieres (y tú sentirás lo mismo con respecto a mí), de modo que ambos debemos evaluar las inclinaciones del otro, las que también dependen de nuestras inclinaciones, etc., etc. Hay muchos otros tipos de interacciones sociales, incluso las competitivas, que involucran alguna forma de lectura de las intenciones o lectura de la mente, pero esas interacciones no tienen la estructura recursiva de la coordinación pura. Como dijimos antes, los infantes de nuestra especie comienzan a colaborar con otros planteándose metas conjuntas y planes coordinados alrededor del primer año de vida, casi al mismo tiempo en que empiezan a comunicarse de modo cooperativo. En el estudio realizado por Warneken y Tomasello (2007), niños de apenas 14 meses parecían establecer metas conjuntas (véase también Ross y Lollis, 1987), y en la investigación encabezada por Carpenter (Carpenter, Tomasello y Striano, 2005), niños de sólo 12 meses invertían a veces los papeles en el curso de una colaboración simple. Graefenhein, Behne, Carpenter y Tomasello (artículo presentado para su publicación) descubrieron asimismo que niños algo mayores (de alrededor de 3 años) sentían la dimensión normativa de ese proceso. Es decir, esos niños reaccionaban con mayor disgusto cuando el adulto dejaba de cooperar si ellos y el adulto en cuestión habían iniciado la colaboración mediante un compromiso explícito (“Vamos a jugar este juego, ¿de acuerdo?”). No ocurría lo mismo cuando el juego se había iniciado porque el adulto se sumó a la actividad del niño sin que éste lo convocara. En todos los estudios mencionados, los infantes y los niños pequeños intentaban regular la colaboración mediante la comunicación. ¿Qué podemos decir de la comunicación cooperativa, entonces? Si, como he venido argumentando, la comunicación cooperativa humana está “diseñada” para funcionar en el ámbito de actividades mutualistas de colaboración y, de hecho, para facilitarlas, ¿qué características debería tener? ¿Cuáles serían sus rasgos distintivos? Uno de ellos, sin duda, sería que esa comunicación cooperativa aprovecharía el hecho de que quienes colaboran entre sí ya están actuando juntos, tienen metas conjuntas y han sintonizado su atención en el espacio de un terreno conceptual común, cosa que, evi-

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dentemente, es lo que ocurre. Otro rasgo sería que la comunicación cooperativa se utilizara a menudo para ayudar a otros brindándoles información que podría resultarles interesante o útil (puesto que me ayuda a mí), que es precisamente lo que sucede. Además, de hecho, una vez sintonizada la atención conjunta y establecido el terreno conceptual común que surgen de las actividades de colaboración (y que implican la lectura recursiva de las mentes), los participantes deberían abrigar la expectativa de que su compañero tenga voluntad de ayudar, y deberían esperan que ese compañero abrigara idéntica expectativa con respecto a ellos mismos, y así sucesivamente. Eso también es lo que ocurre. Por el contrario, la comunicación intencional de los grandes simios comprende casi exclusivamente demandas que apuntan a metas de carácter individual, demandas en las cuales los otros cumplen la función de herramientas sociales, situación que se ajusta al predominio de móviles individualistas en sus actividades grupales, como la caza. Desde luego, todo lo dicho no implica que los seres humanos modernos no puedan utilizar sus aptitudes de la comunicación cooperativa con fines individualistas, competitivos y egoístas –pueden hacerlo y, concretamente, lo hacen–, pero incluso la mentira exige colaboración para que el mensaje engañoso cumpla su finalidad, y también exige confianza por parte del receptor (de lo contrario, la mentira jamás prosperaría), de modo que incluso en estos casos podemos advertir la infraestructura cooperativa. Es interesante e importante consignar que si bien los chimpancés pueden ocultarse de sus congéneres (Melis, Call y Tomasello, 2006), no hay pruebas experimentales de que puedan engañarlos, tal vez porque mentir exige un sustrato de comunicación cooperativa.

5.1.3. Resumen Por consiguiente, la hipótesis que presentamos aquí acerca de los orígenes de la comunicación cooperativa no es una mera “explicación más” de “para qué sirve” determinado comportamiento humano. Es más que eso porque la comunicación cooperativa participa de la infraestructura de intencionalidad compartida propia de las actividades de colaboración, y no es fácil imaginar cómo podrían haber surgido las metas conjuntas y la atención conjunta –por no hablar siquiera de los supuestos mutuos sobre la voluntad de ayuda y las intenciones comunicativas de los otros– en contextos en los que todos actuáramos exclusivamente para beneficio propio o compitiéramos con los demás. Si la comunicación cooperativa humana hubiera surgido para permitir formas más complejas de competencia y engaño, no cabría esperar la infraestructura cognitiva común que obser-

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vamos en las actividades de colaboración ni cabría esperar que el móvil primordial de la comunicación fuera el deseo de ayudar a los además brindándoles la información que necesitan (deseo que, lo repito, es el supuesto previo del mentir, si la mentira ha de engatusar al receptor).

5.2. surge la comunicación cooperativa No podemos hacer una crónica evolutiva específica y detallada sobre este tema, pero hay ciertas relaciones lógicas, o plausibles al menos, entre los diversos componentes de la comunicación humana tal como los hemos expuesto hasta ahora. En consecuencia, nuestra tarea ahora es proponer alguna sistematización de las cosas que pueda llevarnos de la comunicación intencional de los grandes simios –que se fundamenta en la comprensión de las intenciones individuales– a la comunicación cooperativa humana, que se fundamenta en las habilidades y los móviles propios de la intencionalidad compartida. Y esa sistematización tendrá que recurrir a los procesos evolutivos que, según sabemos, están involucrados en la evolución de la cooperación. La secuencia que proponemos está organizada según tres procesos fundamentales que intervienen en la evolución de la cooperación y que están ligados a los tres móviles fundamentales de la comunicación cooperativa humana: • para explicar el hecho de que concedamos lo que nos piden y dar cuenta de qué nos mueve a ayudar brindando información, invocaremos el mutualismo (concedo lo que me alguien me pide o le brindo información porque hacerlo nos ayuda a los dos); • para explicar el hecho de que brindemos ayuda en contextos que no son mutualistas, invocamos la reciprocidad directa e indirecta (ofrezco ayuda porque hacerlo aumenta mi reputación de individuo servicial, de suerte que otros podrán elegirme como compañero en una actividad cooperativa… y ayudarme a su vez); • para explicar el hecho de que compartamos emociones y actitudes, invocamos la selección grupal por obra de la cultura (compartimos emociones y actitudes como un medio de ampliar el terreno conceptual común y afianzar la pertenencia al grupo). Según nuestra explicación actual, la mayor parte de esos procesos se llevaron a cabo durante la evolución en un contexto de actividades de cola-

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boración –abonan esta aseveración todas las razones esbozadas en la sección anterior– y en el ámbito de la modalidad gestual, afirmación que se infiere de las explicaciones de los capítulos 2 y 3. De todos modos, en algún momento tendremos que explicar la comunicación cooperativa fuera de contextos de colaboración y comprender por qué se pasó luego a la modalidad vocal.

5.2.1. Colaboración mutualista y pedidos de ayuda Nuestro punto de partida son las actividades grupales de los grandes simios –las cuales, como acabo de argumentar, no son genuinamente colaborativas en el sentido de que impliquen metas conjuntas– y sus señales gestuales intencionales, utilizadas por lo general fuera de las actividades grupales, para conseguir que otros individuos realicen determinadas acciones. El modelo global que proponemos para el paso inicial en la dirección de la colaboración y la comunicación cooperativa humanas es el modelo de dos etapas expuesto en Hare y Tomasello (2005), que se basa en una analogía con los procesos de domesticación. En primer lugar, puesto que nuestros parientes más cercanos entre los simios no son tan proclives a compartir el botín de sus actividades grupales, ni siquiera a compartir alimentos en ninguna situación, el primer paso hacia la colaboración y la comunicación cooperativa de tipo humano es que los individuos se vuelvan más tolerantes, más generosos y menos competitivos, especialmente, tal vez, en lo que se refiere a los alimentos. Una posibilidad interesante es que ese primer paso se refleje en la interacción de simios de nuestros días con seres humanos que cooperan. Así, por ejemplo, en el estudio de Hirata y Fuwa (2006), los chimpancés que no pedían a otros congéneres su participación en actividades grupales rápidamente la solicitaban cuando interactuaban con un ser humano, más dispuesto a brindar ayuda. Recordemos, además, que los monos criados entre seres humanos aprenden a señalar espontáneamente (además de otras cosas) para pedirles imperativamente distintas cosas, cosa que no hacen frente a otros monos (véase la sección 2.3). Incluso dentro de su misma especie, los chimpancés prefieren como compañeros para las actividades grupales a individuos que han demostrado ser más serviciales y tolerantes (Melis, Hare y Tomasello, 2006a). Todos estos datos sugieren que en la evolución humana hubiera bastado que existiera mayor tolerancia entre los coespecíficos para emprender la senda de la genuina colaboración y del señalamiento imperativo, sin que fueran necesarias aptitudes cognitivas superiores a las de los grandes simios de la actualidad.

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El segundo paso es que esos individuos, que ya coordinan con más frecuencia y más tolerancia las acciones entre sí, estuvieran en una situación tal que permitiera –dadas las condiciones ecológicas apropiadas– que la selección natural favoreciera la maquinaria cognitiva y los móviles que sustentan una colaboración más compleja. Para decirlo con palabras de Bateson (1988: 12): Una vez estabilizado evolutivamente el comportamiento cooperativo […] las características que mantuvieran e incrementaran la coherencia de ese comportamiento cooperativo sumamente funcional tenderían a evolucionar. En tal caso, las señales que permitieran predecir lo que está por hacer un individuo y los mecanismos para responder convenientemente a esas señales habrían sido mutuamente provechosas. Entre esos individuos tolerantes que se alimentan juntos pacíficamente, la selección natural habría favorecido la capacidad de plantear metas conjuntas y sincronizar la atención. Así, si en algún momento los chimpancés que cazan en grupo se volvieran más tolerantes y menos competitivos con respecto a compartir el alimento cuando finaliza la caza, no importaría qué individuo captura la presa pues en cualquier caso todos compartirían al final el alimento. Si todos tenemos la expectativa de compartir el alimento al final y todo el grupo lo sabe, podríamos plantearnos la meta conjunta mutuamente reconocida de que “nosotros” capturamos la presa, siempre que se hubieran desarrollado las aptitudes cognitivas necesarias para hacerlo. Cuando los individuos persiguen una meta conjunta, cada uno de ellos sabe que lo que es pertinente para él también lo es para los demás en conjunto, al menos en potencia. La atención conjunta también podría surgir en forma ascendente, por así decirlo, como cuando aparece en el horizonte un animal desconocido, cada uno de nosotros lo ve y nos miramos mutuamente para confirmar nuestro común interés, situación que no provendría de una actividad de colaboración en curso (aunque en muchos casos provendría de alguna actividad o experiencia compartida pretérita). Pero la propuesta que planteamos aquí es que la atención conjunta se inició (y se inicia actualmente en los infantes humanos) en forma descendente [top-down], a partir de actividades de colaboración que entrañan metas conjuntas.* De modo que la colaboración mutualista es la *

No deja de ser interesante observar que parecería difícil llegar a cualquier tipo de proceso recursivo si sólo existiera el dominio auditivo, pues los estímulos auditivos se propalan simultáneamente a todos. En el dominio visual, en cambio,

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cuna del terreno conceptual común necesario para la comunicación cooperativa tan rica en inferencias que es propia del ser humano. Con respecto específicamente a la comunicación, puesto que estamos trabajando en colaboración mutualista para alcanzar nuestra meta conjunta, ayudarnos mutuamente será ventajoso para cada uno de nosotros. Así, es probable que comprendamos los intentos comunicativos para pedir y ofrecer ayuda pues compartimos el terreno conceptual común de la actividad de colaboración. En semejante contexto, la tendencia del comunicador a solicitar ayuda y la tendencia del receptor a brindarla sin más podrían surgir naturalmente como una manera de facilitar nuestro avance hacia la meta conjunta. Adviértase que en ciertas ocasiones, los chimpancés ofrecen ayuda a sus coespecíficos, lo que significa que el proceso evolutivo habría tenido material sobre el cual operar en la etapa inicial hacia la actitud de pedir ayuda en cuanto móvil comunicativo fundamental. No obstante, estos simios no ofrecen ayuda en la mayoría de sus actividades grupales ni brindan información a otros en ninguna actividad, lo que significa que el proceso evolutivo tenía aún mucho trabajo por delante. Debe advertirse también que en las actividades mutualistas de colaboración hay una diferencia mínima entre pedir ayuda y ofrecer información que pueda servir de ayuda. En otras palabras, si nosotros dos estamos trasladando un tronco con una meta conjunta y hay un obstáculo en el camino, puedo pedirte que lo retires para ayudarnos o puedo también informarte de su presencia en la presunción de que esa información hará que lo retires. Fuera de contextos mutualistas, es mucho mayor la diferencia entre pedir ayuda (quiero que saques esa piedra del camino porque me ayudará a conseguir mi objetivo) y brindar información para ayudar (quiero que veas esa piedra porque te impedirá llegar a tu objetivo). En este punto, puede ser ilustrativa una analogía. Hay un hecho morfológico interesante: entre todos los primates, sólo en los seres humanos la dirección de la mirada es claramente visible (porque la esclerótica tiene color blanco; Kobayashi y Koshima, 2001). De hecho, incluso los infantes suelen seguir la dirección de la mirada en lugar de seguir el movimiento de la cabeza, mientras que los grandes simios suelen seguir el movimiento de la cabeza y no la dirección de la mirada de otros individuos (véase

veo algo y para saber si tú también lo ves tengo que mirarte (lo que no ocurre con la audición). Además, también tengo que mirarte para saber si tú ves que te miro, y así sucesivamente. Siguiendo esta línea de pensamiento, la atención conjunta no se podría haber desarrollado evolutivamente entre los animales nocturnos que carecen de visión.

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también Tomasello et al., 2007). ¿Por qué razón las cosas son así? Debe de haber alguna ventaja para el individuo humano en el hecho de “revelar” a los demás la dirección de su mirada, hipótesis que supone un predominio de situaciones en las que el individuo puede confiar en que los otros utilizarán esa información para colaborar o ayudar, y no para competir ni aprovecharse de ella. Podemos pensar que ocurre algo similar en el caso de comportamientos comunicativos que revelan el estado interior de los individuos. Por ejemplo, podemos imaginar que, en situación de cooperación, los pedidos “revelan” mi estado interno de carencia, hecho que sólo puede ser adaptativo en situaciones en las que el conocimiento de mi carencia por parte de otros puede beneficiarme: precisamente cuando ellos tienen razones propias para satisfacer mis deseos, como ocurre en la colaboración mutualista. En contextos similares, entonces, los seres humanos podrían haber desarrollado la tendencia y la destreza necesarias para dar a conocer sus propios deseos a los demás o para brindarles información acerca de cosas que podrían serles útiles a ambas partes. En cuanto a los dispositivos mismos de comunicación, en el curso de actividades mutualistas de colaboración, el acto de señalar puede ser el mecanismo más idóneo para pedir ayuda e incluso, tal vez, para ofrecerla. Esas actividades se desenvuelven aquí y ahora, y están sumamente estructuradas, de una manera descendente [top-down] por las metas conjuntas y la atención conjunta. Por consiguiente, en la mayoría de los casos, el acto de señalar debería ser suficiente. Incluso podríamos comunicar con eficacia el hecho de que nos falta una herramienta señalando la dirección en la cual está probablemente en este momento. Es probable que en una etapa tan temprana no sean posibles los gestos icónicos, que exigen una intención comunicativa en el sentido de Grice para poder identificarlos como tales; de lo contrario parecen meras acciones huecas en un contexto que no les corresponde (véase más adelante). No obstante, si en esta etapa los individuos tuvieran ciertas aptitudes de imitación, podrían surgir entonces naturalmente movimientos de intención (por ejemplo, “empujar” a alguien hacia el lugar donde deberíamos estar para realizar una actividad) que no fueran producto exclusivo de la ritualización ontogenética, como ocurre entre los simios, sino también de la imitación. Por consiguiente, nuestra propuesta relativamente poco polémica es que la colaboración humana fue en sus comienzos mutualista y que el primer paso del mutualismo fue la participación de individuos más tolerantes y más generosos con el alimento. La parte más novedosa de nuestra hipótesis consiste en suponer que la colaboración mutualista es la cuna natural de la comunicación cooperativa. Específicamente, en sus inicios,

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la habilidad para la lectura recursiva de la mente surgió de la formación de metas conjuntas, que a su vez allanó el camino para la existencia de una atención conjunta apuntada a las cosas que eran pertinentes para dichas metas (proceso descendente) y, por fin, para otras formas de terreno conceptual común. El móvil de ayudar a otros –presente ya en alguna medida entre los grandes simios en ámbitos no vinculados con la comunicación– puede aflorar en el curso de la colaboración mutualista cuando el hecho de ayudar a otro individuo también es beneficioso para quien ayuda. De suerte que la comunicación en forma de pedidos de ayuda –pedidos de acción o de información– y la respuesta favorable a ellos nacieron muy probablemente de la colaboración mutualista, que tal vez también dio origen a la inclinación por brindar información para ayudar. Llegados a este punto de nuestro relato cuasi evolutivo, entonces, nos hallamos como mínimo con el acto de señalar para solicitar ayuda y una tendencia a satisfacer esas solicitudes. Tal vez, incluso, alguna ayuda en forma de información útil, todo ello sobre el terreno común inmediato de interacciones mutualistas de colaboración.

5.2.2. La reciprocidad indirecta y la información como ayuda Los seres humanos se ayudan entre sí (brindando incluso información) y solicitan la ayuda de otros en muchas situaciones que no entrañan una colaboración mutualista. De modo que tendremos que explicar esta generalización de la situación adaptativa original. Tanto el hecho de ofrecer ayuda como el de responder positivamente a los pedidos de ayuda fuera de un contexto mutualista implican que hay algo que se encamina ya hacia el altruismo pues un individuo subordina sus propios intereses a los de otro, y esa disposición exige una explicación especial. Repito que ni siquiera puedo esbozar una explicación de cómo evolucionó el altruismo, de modo que me limitaré a consignar algunas ideas acerca de qué pudo haber sucedido en el caso de la comunicación cooperativa. Es sabido que ya los chimpancés se ayudan en alguna medida (Warneken y Tomasello, 2006; Warneken et al., 2007). No tenemos claros los fundamentos de esa actitud aunque hay algunos datos sugerentes acerca de la reciprocidad directa en las interacciones naturales de los chimpancés: el individuo ayuda a quien lo ayudó (De Waal y Lutrell, 1988). No obstante, no es probable que ese tipo de reciprocidad tenga gran alcance ni solidez y es casi seguro que no se manifiesta cuando el alimento está en juego. En un estudio de campo, Gilby et al. (2006) comprobaron que el hecho de compartir carne después de la caza no implicaba que el receptor de la

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dádiva “devolviera” el favor al donante, ya fuera ofreciéndole sexo o apoyo en luchas posteriores (véase, sin embargo, el trabajo de Watts y Mitani, 2002). Si bien los estudios de Silk et al. (2005) y los de Jensen et al. (2006) no procuraban verificar la reciprocidad directa, comprobaron que los individuos no ayudaban a otros a obtener alimento, ni siquiera si el otro involucrado era un progenitor, un hijo o un aliado. De cualquier modo, la ayuda fuera de un contexto de interacciones de colaboración parece exigir algún tipo de reciprocidad. Dadas las limitaciones de la reciprocidad directa, cabría pensar en la reciprocidad indirecta, caracterizada porque los individuos deciden ayudar a otros u optan por cooperar con otros congéneres que tienen a su vez fama de ayudar y cooperar en general (Nowak y Sigmund, 1998; Panchanathan y Boyd, 2003). Por su parte, Melis, Hare y Tomasello (2006b) aportaron pruebas de que los chimpancés forman juicios con respecto a la reputación de otros congéneres. En ese estudio, los chimpancés necesitaban un socio que los ayudara a obtener alimento y tenían ante sí dos posibles compañeros (ambos desconocidos para ellos en el contexto del experimento). Uno de ellos resultó ser mezquino –era un macho dominante que habitualmente intentaba monopolizar la situación– y el otro resultó más generoso. Después de una breve experiencia con cada uno de ellos, los chimpancés testeados comenzaron a elegir al compañero más generoso casi exclusivamente. Estos datos demuestran que quienes no cooperan pagan un precio por su egoísmo y su competitividad pues quedan excluidos de interesantes oportunidades de colaboración mutualista (por otra parte, los individuos que los rechazan casi no tienen costo alguno al hacerlo: no se trata de un castigo gravoso, de modo que no entraña un problema de segundo orden con respecto al altruismo). El hecho de que los individuos elijan a sus compañeros para la colaboración mutualista teniendo en cuenta en algún sentido su reputación significa que quienes comprenden tal situación pueden a partir de allí tratar de mejorar su reputación realizando actos públicos de ayuda y cooperación, suponiendo que comprendan que los otros los observan y aquilatan sus acciones. En consecuencia, aun en el contexto de actividades que no son mutualistas y que no entrañan beneficio para el actor, éste puede sin embargo ofrecer ayuda a otros –incluso brindarles información que juzga útil o pertinente para ellos– a fin de mejorar su reputación de individuo servicial con el cual los demás querrán cooperar en el futuro. Otra posible causa de la disposición a ayudar brindando información es lo que suele llamarse alarde [showing off] (mediante una costosa señal de adaptación; Zhavi y Zhavi, 1997), comportamiento de un individuo en el contexto de

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la selección sexual que le permite mostrar su poder social ostentando su conocimiento de cosas útiles. En este aspecto, podría tener especial importancia el brindar información a otros sobre acontecimientos que afectan la reputación de terceros pertenecientes al grupo (el chismorreo, véase Desalles, 2006). Otro contexto adaptativo en el que la información pudo ser importante es el pedagógico (Gergely y Csibra, 2006), en especial cuando involucra a la progenie propia pues en ese caso favorece el éxito reproductivo en sentido amplio del actor (selección por parentesco). Así y todo, aun cuando todas las funciones expuestas pudieron haber sido importantes características derivadas, la infraestructura cooperativa que sustenta la colaboración y la comunicación humanas sugiere que las actividades de colaboración fueron el germen de la comunicación cooperativa. Una vez recorrido el trecho que va del pedir a brindar información, la comunicación acerca de cosas distantes en el espacio y en el tiempo se va transformando en una necesidad. Si bien el acto humano de señalar permite transmitir mensajes mucho más complejos que los llamados de atención de los simios, es evidente que está limitado en muchos aspectos. Lo más importante es que el terreno conceptual común –pilar fundamental de la potencia comunicativa del gesto de señalar– es también el origen de sus limitaciones. Así, si tú y yo hemos tenido mucha experiencia común en las inmediaciones de un abrevadero y algunas veces hemos avistado allí una gacela, y hoy me ves volver de ese lugar señalando entusiasmado hacia allí, probablemente supongas que en este momento hay una gacela en ese paraje: he conseguido hacer referencia a una entidad ausente mediante el señalamiento. Desde luego, si no compartimos esa experiencia previa, no puedo señalar al referente ausente. La acción de señalar es casi impotente cuando los participantes carecen de un terreno conceptual común o cuando éste es muy pobre, especialmente cuando es necesario hacer inferencias amplias. Por consiguiente, señalar no sería una manera eficaz de comunicarse para enseñar a los niños o a los novatos cómo tienen que hacer las cosas. Por ejemplo, si estoy dedicado a un complejo procedimiento para extraer tubérculos con una vara y necesito tu ayuda para que apartes la tierra, en el caso de que hayamos hecho esta misma tarea juntos podré limitarme a señalarte la tierra. Pero si nunca has participado de esta actividad, es sumamente improbable que un mero señalamiento te indique lo que espero de ti. Por esta misma razón, no es probable que señalar sea un medio de comunicación muy eficaz entre desconocidos. Así, el hecho de que el acto de señalar dependa de manera casi absoluta del terreno conceptual común entre el comunicador y el receptor constituye su fuerza y, a la vez, su debilidad.

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Los gestos icónicos descansan también en el terreno conceptual común, pero dependen algo menos de él pues el gesto mismo transmite en potencia más información. De suerte que en el caso anterior, puedo hacerte un gesto icónico que te indique cómo has de hacer para eliminar la tierra aunque nunca lo hayas hecho antes (de todos modos, es necesario que comprendas que mi gesto es comunicativo y que es pertinente para nuestra actividad presente). Análogamente, puedo describir para un amigo los movimientos de un antílope y los sonidos que emite para indicar la presencia de ese animal en el abrevadero (tal vez señalando además el lugar) aun cuando jamás hayamos visto otro individuo de esa especie en la zona. Por otra parte, los gestos icónicos deberían ser mucho más eficaces que el señalamiento en muchos contextos si las personas involucradas no se conocen. Con todo, hay una razón para que tales gestos surjan más tarde en la ontogenia humana y no existan entre los simios. Para poder emplear gestos icónicos, uno debe primero ser capaz de representar acciones simuladas, fuera de su contexto instrumental habitual, lo que parecería exigir al menos la habilidad de imitar, si no la de simular. Más importante aun: para comprender una acción icónica como gesto comunicativo, uno debe primero comprender en alguna medida la intención comunicativa en el sentido de Grice. De lo contrario, el receptor supondrá que el comunicador está actuando de manera extravagante, que trata de correr como un antílope o de cavar un pozo, en un contexto que evidentemente no es el que corresponde a esas actividades (es decir, es necesario “aislar” el acto del comunicador de su interpretación como acción real, en un sentido similar al que propuso Leslie en 1987 para la simulación). Por ende, cabe suponer que los gestos icónicos provienen de los movimientos de intención de los simios –que son acciones reales incipientes–, pero hay en ellos un rasgo agregado de carácter representacional que descansa en la simulación/imitación y en la comprensión de la intención comunicativa por parte del receptor. El rédito que se obtiene de dominar la gestualidad icónica es que uno puede comunicarse de manera más eficaz sobre un espectro más amplio de situaciones y hacerlo con gente con la cual comparte menos experiencias comunes (Donald, 1991). Desde una perspectiva funcional, las personas comienzan a brindar información sin exigir nada a cambio cuando empieza a obrar en ellas el móvil de ayudar para mejorar la reputación propia y pueden confiar así en que los demás también tratarán de ser serviciales. De hecho, hasta los imperativos individualistas pueden transformarse en imperativos cooperativos: no te digo lo que tienes que hacer, simplemente te hago conocer mi deseo porque sé que tratarás de satisfacerlo. Es importante subrayar

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que la intención comunicativa en el sentido de Grice surge en tales contextos de máxima voluntad de ayudar. La secuencia podría ser más o menos la siguiente (C = comunicador; R = receptor). • El objetivo de C es que R sepa algo: puede tratarse de información útil o interesante (en el caso de un acto informativo) o de sus propios estados internos (en el caso de un acto cooperativo); • R comprende que C pretende que se entere de algo; quiere cooperar y aceptar esa información porque confía en que será algo que puede serle útil directamente (en el caso de un acto informativo) o que puede darle la oportunidad de ser servicial (en el caso de un acto cooperativo) y, por lo tanto, mejorar su reputación concediendo lo que C pide; • C reconoce que R quiere comprender y que responde a su deseo [el de C] de que R se entere de algo, en parte al menos porque R confía en su voluntad de cooperación. De ahí que, a partir de ese momento, además de hacerle saber que quiere que se entere de algo, C pone el acento en su deseo de que R se entere de que C quiere hacerle saber algo pues tiene la expectativa de que –dada su actitud de ayuda– saber todo esto hará que R se esfuerce aun más por comprender y acceder al pedido. Este tipo de razonamiento –que he llamado razonamiento cooperativo– es radicalmente distinto del razonamiento práctico sobre las acciones propias o las de otros, individualmente. Para decirlo con palabras de Levinson (1995: 411): Hay un extraordinario cambio en nuestra manera de pensar cuando comenzamos a actuar con la intención de que nuestras acciones se coordinen [con las de otros] pues entonces tenemos que idear nuestras acciones para que sean manifiestamente perspicuas. No es difícil imaginar que las acciones comunicativas descritas en el primer paso de esta enumeración (que se enmarcan esencialmente en la definición de “intención informativa” que dieron Sperber y Wilson en 1986) comenzaron tempranamente en la evolución humana, desde luego, en contextos mutualistas. Quiero que veas ese alimento para que puedas obtenerlo pues al final vamos a compartirlo (y realmente no me importa que sepas que quiero que lo veas) y por eso, por ejemplo, sacudo una rama cargada de frambuesas frente a ti. Una vez que el comunicador advierte que el receptor se interesa por lo que él quiere, puede entonces explotar ese hecho asegurándose de que el receptor sepa que está intentando brindarle infor-

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mación sobre un hecho interesante o sobre sus estados internos. Por ejemplo, si no ves las frambuesas que están frente a ti, podría usar mi voz u otra cosa para llamar tu atención sobre mi persona y sobre el hecho de que he sacudido esa rama en tus narices con toda intención por algún motivo (motivo que los dos suponemos cooperativo, de modo que intentarás comprenderlo). Nada de esto sería posible mientras los dos participantes no reconozcan mutuamente que ambos quieren ofrecer ayuda. Es interesante advertir que es muy improbable, como dijimos antes, que esa secuencia de acciones se realizara en un comienzo con gestos icónicos. Puedo guiar fácilmente tu atención hacia algo que está en nuestro entorno inmediato sin subrayar tanto mi actitud, como lo hacen por ejemplo los simios cuando señalan y luego confían en que la naturaleza siga su curso: que tú veas y reacciones ante lo que ves como es previsible. Por el contrario, cuando gesticulo ante ti imitando a un antílope, por ejemplo, no puedo transmitirte la información sin hacerte saber al mismo tiempo que quiero transmitírtela –no hay intención informativa si no hay intención de comunicar– pues, a menos que reconozcas mi intención comunicativa, mi acción te parecerá extravagante y no comunicará nada. Así, es probable que responder positivamente a los pedidos de ayuda de los otros y ofrecerles ayuda sean acciones que comenzaron en el marco de la colaboración mutualista, dentro del cual responder positivamente es siempre una actitud adaptativa porque beneficia al actor. Luego, esa respuesta positiva se generalizó a situaciones que no eran mutualistas en razón de sus efectos positivos para la reputación de quien ayuda. Veamos ahora dos fenómenos interesantes. Primero, muy a menudo –y en ciertas situaciones casi siempre– los seres humanos expresan su gratitud a alguien que los ha ayudado. Esta función comunicativa especializada se desarrolló porque es beneficiosa para la reputación de ambos participantes. Cuando te agradezco un favor, pongo de manifiesto ante cualquiera que se halle en las inmediaciones que eres una persona servicial y también dejo en claro que cualquiera que me ayude puede esperar este tipo de publicidad favorable: la gente quiere ayudar a los receptores agradecidos que divulgan ante los demás su altruismo. Segundo, hay otra característica de la cortesía, la de no ordenar a los demás que hagan algo (como se hace en los actos imperativos individualistas) sino, más bien, limitarse a expresar el deseo (como se hace en los actos imperativos cooperativos), quizás incluso de manera muy indirecta, y dejar que los otros se ofrezcan voluntariamente a satisfacerlo, cumplido lo cual será posible agradecerles porque actuaron espontáneamente y no conminados por una orden (Brown y Levinson, 1978). Una interpretación de este comportamiento es que al pedirte un

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favor te ofrezco el incentivo de que podrás hacérmelo voluntariamente (de modo que se te reconocerá el mérito del acto voluntario) y de que yo te lo agradezca a mi vez públicamente. En algún sentido, al expresar gratitud y pedir favores de manera indirecta, uno garantiza que la persona que hace el favor aumente su reputación favorable por haberlo hecho. La combinación de estos procesos con las normas sociales entraña emociones tales como la culpa, que se expresa en público mediante disculpas, cuando una persona no ayuda a otro como debería haberlo hecho. En este relato cuasi evolutivo, nos hallamos ahora en el punto en que los seres humanos satisfacen un pedido y ofrecen ayuda o información de interés con relativa espontaneidad incluso en contextos que no son mutualistas, usando para ello el gesto de señalar y gestos icónicos. Surge ahora la cuestión crítica de cómo pudieron haberse generado normas sociales que entrañan sanciones y que gobiernan esas actitudes. Se trata de una cuestión sumamente difícil, que excede con creces el ámbito de mis conocimientos y competencia. Por el momento, puedo al menos destacar el hecho de que, en un grupo de individuos capaces de leer recursivamente la mente, y que también se preocupan por su propia reputación –de modo que todos en conjunto saben que cada uno está preocupado por su prestigio–, pudieron generarse con facilidad expectativas mutuas de que el otro será servicial. Las expectativas mutuas no son normas, pues no tienen vigor punitivo, pero son un paso en esa dirección. Podemos ahora postular la existencia de ese tipo de expectativas mutuas con respecto a la ayuda, expectativas que son cruciales para demostrar la intención comunicativa de cada uno y para que los otros la reconozcan mediante inferencias pertinentes, pero agregando una fuerza normativa que proviene de otros ámbitos, a los cuales nos dedicaremos a continuación.

5.2.3. Actitudes compartidas y selección grupal por obra de la cultura Todos los estudios acerca del aprendizaje social y la imitación entre los grandes simios que incluían también como elemento de comparación a infantes humanos comprobaron que, cuantitativamente, los niños aprendían de los demás de una manera mucho más pormenorizada (puede hallarse una reseña al respecto en Whiten et al., 2004). Una razón posible de este resultado es que los seres humanos prestan mucha más atención que los simios a las acciones concretas que se realizan (en contraposición a los resultados en el entorno, o los resultados deseados). Ese enfoque orientado hacia la acción podría ser producto de la necesidad humana de aprender imitando a los demás en situaciones específicamente humanas,

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tales como construir herramientas complejas, y presumiblemente pudo haber contribuido al desarrollo de gestos icónicos que simulan acontecimientos reales. No obstante, hay otra dimensión de la imitación que no suelen destacar los estudios experimentales: la llamada función social de la imitación (Uzgiris, 1981; Carpenter, 2006). Es tema conocido en la psicología social que, por ejemplo, una manera de expresar solidaridad con los demás integrantes de un grupo es comportarse, vestirse y hablar como ellos, expresar actitudes similares y parecérseles en general. La película ET ha captado muy acertadamente lo fundamental de esta idea en una escena en la que los niños se enfrentan al extraterrestre en su dormitorio: la niña lo mira atentamente y luego levanta el dedo índice. Cuando el pequeño y amistoso ser le devuelve la mirada y lentamente levanta también su dedo índice, los niños (y los espectadores) dan un suspiro de reconocimiento: se parece a nosotros (y, por lo tanto, ¡podría ser uno de nosotros!). La otra cara de esta moneda, desde ya, es que los grupos humanos discriminan a quienes no se les parecen y hacen enormes esfuerzos para idear maneras de señalar explícitamente quién forma parte del grupo y quién no. Citemos uno de los recursos más evidentes: cualquiera que no hable nuestra lengua no es parte del grupo, pero tampoco lo es alguien que no se viste como nosotros, o alguien que no come como nosotros, que no se pinta la cara como nosotros o que no venera las mismas cosas, etc. Los grupos humanos usan marcas para estar seguros de su pertenencia a un grupo e incluso tienen saludos específicos de un grupo –actos de habla singulares– que sirven en parte para afianzar los lazos grupales. En el ámbito psicológico, los infantes de nuestra especie se incorporan a esta manera de vivir distinguiendo lo interno al grupo de lo externo a él, y lo hacen imitando a quienes los rodean, allanándose a sus maneras para ser como ellos, actitud que alcanza incluso a los acentos regionales dentro de una misma lengua. Con todo, más que limitarse a ser como los otros, los seres humanos también quieren gustar a los demás. Una manera de cultivar la pertenencia y el agrado de los demás es compartir con ellos emociones y actitudes con respecto al mundo mediante diversos tipos de chismorreos, narraciones y actos de habla expresivos dentro del grupo social. Cuando queremos “ser como” los demás y también cuando deseamos “gustarles”, el fracaso entraña emociones negativas: vergüenza o culpa si me desvío de las normas sociales; soledad y aislamiento si no le gusto a nadie. Cabe suponer que esas emociones surgieron precisamente para garantizar que prestemos atención a las normas sociales de ayuda/reciprocidad y también a las de acatamiento/ solidaridad/pertenencia.

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El aspecto de imitación/acatamiento/solidaridad/pertenencia tiene dos consecuencias importantes para la evolución de la comunicación cooperativa que afectan facetas muy distintas de ese proceso. En primer lugar, el afán de cultivar la pertenencia al grupo es la base de uno de los tres móviles fundamentales del modelo cooperativo de la comunicación humana: el deseo de compartir con otros las propias emociones y/o actitudes. Aunque no parezca netamente distinto del afán de informar en general – podríamos decir que cuando te expreso mi entusiasmo por un cuadro, me limito a informarte sobre esa actitud mía–, los estudios realizados con infantes humanos (cuya reseña se hizo en el capítulo anterior) muestran que mi objetivo al expresar ese entusiasmo no es proporcionarte información que quieres o necesitas sino, más bien, suscitar en ti la expresión de una actitud similar a la mía. Cuando sentimos lo mismo acerca de alguna experiencia común, nos sentimos psicológicamente más cerca. Para apreciar la importancia de este proceso, imaginemos lo que ocurriría si un día nuestro cónyuge comienza a expresar desprecio por nuestros mejores amigos o por los objetos y las actividades que más amamos. Análogamente, cuando se le solicita a la gente que explique sus relaciones amorosas iniciadas por Internet sin contacto personal, la respuesta más frecuente suele ser: “es tanto lo que compartimos”, “nos gustan las mismas cosas”, etc. Una conclusión ya verificada de la psicología social es que la gente suele reunirse con otras personas que comparten sus perspectivas y actitudes (Schachter, 1959). Además, buena parte de lo que se evoca en las narraciones personales características de familias o amigos que se reúnen al cabo de una separación sirve para afianzar las relaciones, y una parte importante de esos recuerdos son las evaluaciones compartidas acerca de eventos del pasado a medida que alguien los narra (“Hacía tanto frío cuando nosotros […]”, o bien “Fue tan triste para nosotros que […]”; Bruner 1986). Es posible, entonces, que el compartir emociones y actitudes cumpla en nuestra especie una función vinculada con la identidad grupal y que ésa sea una función exclusivamente humana. Proponemos pues que los actos declarativo-expresivos, tan importantes para la comunicación inicial de los infantes y su sensación de pertenencia, reflejan la peculiar intención social de compartir emociones. De hecho, uno podría contemplar esos actos declarativo-expresivos como esfuerzos especialmente proactivos tendientes a ampliar el terreno conceptual común con los demás, como un modo de establecer una comunión con ellos de manera cada vez más profunda. La segunda consecuencia de esa tendencia a la imitación/acatamiento/ solidaridad/ pertenencia es la instauración de normas. La esencia de las normas sociales es la presión que ejerce el grupo sobre el individuo para

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que las acate; de lo contrario, pende sobre él la amenaza de aislamiento o, incluso, de expulsión física del grupo. Así, dijimos anteriormente que, dada la mutua comprensión en el grupo de que todos quieren ayudar y están preocupados por su reputación de seres serviciales, los seres humanos pudieron haber desarrollado expectativas mutuas con respecto a la voluntad de colaborar en situaciones comunicativas. Ahora bien, cuando sumamos la presión de ajustarse a las expectativas grupales (si me lo pides, debo alcanzarte la sal), nos hallamos con normas lisas y llanas –como las normas de ayudar en situaciones comunicativas– que van acompañadas de sanciones sociales para quienes las transgreden (por ejemplo, pérdida de la buena reputación, rechazo). Por consiguiente, la fórmula que proponemos para las normas, en el caso de la comunicación al menos, es una combinación de expectativas mutuas acerca del comportamiento y la preocupación por la propia reputación, sumadas a la presión de ajustarse a las expectativas del grupo. Es interesante advertir a este respecto que, si bien los seres humanos tenemos normas relativas a la voluntad de colaborar en la comunicación –que se hacen evidentes en la obligación de brindar información en ciertas situaciones (por ejemplo, avisarle a alguien que las luces de su automóvil están encendidas)–, esas normas no rigen en el caso de los actos declarativo-expresivos. No hay sanciones sociales si uno no expresa lo que siente o si no concuerda con lo que otro ha expresado: sólo hay pérdida personal porque se reducen las oportunidades de afianzar la amistad o la pertenencia a un grupo. El hecho curioso e importante que podemos comprobar es que estos comportamientos no existen entre los grandes simios. En otras palabras, no hay pruebas sólidas de que los simios imiten a sus congéneres solamente con el afán de no desentonar y/o de ser solidarios; no utilizan actos declarativo-expresivos en su comunicación (ni siquiera con seres humanos) y no parece que existan normas sociales que rijan esa comunicación (ni ningún otro aspecto de su vida). De suerte que, aun cuando los grandes simios comparten con nosotros la capacidad de aprender socialmente las acciones instrumentales de otros, incluso mediante la imitación en algunos casos, la función social de la imitación y la presión resultante para ajustarse a las normas grupales parecerían exclusivamente humanas. Sin duda, es posible que este estado de cosas haya evolucionado de manera normal, operando sobre los individuos. Por mi parte, por razones que me llevaría mucho tiempo explicar, estoy convencido de que los seres humanos desarrollaron este “deseo de ser como los demás” como una manera de maximizar el ajuste interno al grupo y su diferenciación externa cuando la selección opera en niveles múltiples sobre la totalidad del grupo, es decir,

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cuando existe la llamada selección grupal por obra de la cultura (Richerson y Boyd, 2005). Ese proceso tan polémico tal vez no sea fundamental para nuestra argumentación, pero si realmente los grupos son unidades sobre las que puede operar la selección natural –especialmente en el contexto de procesos culturales que apuntan al ajuste interno de los grupos y su diferenciación externa–, esa circunstancia contribuiría a explicar por qué los seres humanos, y sólo ellos, han desarrollado sistemas de comunicación lingüística que no son eficaces con todos los miembros de su especie, como ocurre con todos los demás organismos, sino solamente con los individuos que se han criado en el mismo grupo cultural. Volvamos por último a la intención comunicativa según Grice. Ya vimos que sólo es posible entenderla cuando existe inteligencia mutua y hay expectativas recíprocas entre los comunicadores, es decir, cuando todos saben en conjunto que cada uno espera que los demás tengan voluntad de ayudar y cooperar, y cuando cada uno sabe que todos están interesados en su propia reputación. Sin embargo, en ese proceso no sólo existen expectativas sino normas concretas. Una importante función de la intención comunicativa en el sentido de Grice es que todo se vuelve público o, como dicen algunos teóricos, “totalmente explícito o patente” [“wholly overt”], y eso significa que las normas tienen vigencia y no es posible eludirlas. Cuando de alguna manera sustraemos las cosas al espacio público dejando de expresar una intención comunicativa, las normas no se aplican. Volvamos por un instante a nuestro ejemplo del capítulo 3 acerca del “autor oculto”. Si coloco mi copa vacía en un lugar muy visible con la esperanza de que mi anfitriona la vea y la llene, pero me aseguro (por razones de cortesía) de que ella no me vea hacerlo y, por lo tanto, no considere que se trata de un pedido explícito, no se aplica ninguna norma. En este caso, si la anfitriona ve la copa vacía, aun cuando yo advierta que la ve (e incluso si ella observa en un espejo y se da cuenta de que yo advierto que ve la copa), aun en tal situación, no rige ninguna norma. En cambio, si le hago una señal explícita mostrándole la copa vacía, en la mayoría de las circunstancias ese gesto pondrá en acción una norma: los dos sabemos que ella ha visto la copa y que, presumiblemente, ha inferido de mi gesto que quiero la copa llena, de modo que ella debe responder de alguna manera o simular que no ha visto mi gesto. Veamos ahora un ejemplo análogo. Estoy conversando con una colega en un salón alrededor de las 5:30, y los dos sabemos que ella debe pasar a recoger a su hijo a esa hora todos los días. Disimuladamente, ella echa una mirada a su reloj pulsera. Yo veo ese gesto. Si el hecho de que lo yo la vea no se hace público, puedo seguir hablando con ella y pasarlo por alto. En cambio, si ella mira su reloj de manera os-

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tensible –con el objeto de que los dos veamos el gesto– ya no puedo pasarlo por alto y debo responder ante esa situación de algún modo. Una de las funciones principales de la intención comunicativa según la define Grice, entonces, es situar el acto de comunicación en el espacio público, de modo que todas las normas sean aplicables. Cuando me dirijo a ti y tú reconoces que lo hago, debes entablar conmigo una relación comunicativa. Por el contrario, si no me dirijo a ti y me limito a esperar que te des cuenta de algo y actúes de cierto modo, no es necesario que entables una comunicación conmigo. Si entablas una relación comunicativa conmigo y te pido un favor o te informo públicamente de algo, tendrás que concederme el favor o aceptar la información, o bien te verás obligado a explicar por qué no lo haces. Desde luego, podrías fingir que no has comprendido el mensaje, pero cuando la comprensión toma estado público, rigen las normas de cooperación. La faceta más positiva del intercambio es que cuando algo adquiere estado público resulta pertinente también para mi buena reputación. Así, cuando me dirijo a ti y tú lo reconoces, ratificas que estás empeñado en el mismo juego que yo. Análogamente, cuando te pido un favor y me lo concedes, tu reputación mejora. Y cuando te ofrezco información útil, la que mejora es mi reputación. De suerte que al hacer público el acto de comunicación la intención comunicativa de Grice estructura ese intercambio de modo que están vigentes en él todas las normas y sanciones. Cualquiera que dude de la complejidad que entraña esta forma de comunicación expresada públicamente sólo debe tener en cuenta las complicaciones resultantes de las pautas de cortesía en la comunicación cooperativa (véase, por ejemplo, Brown y Levinson, 1978). De más está decir y repetir que todas estas cuestiones son exclusivamente humanas. No hay indicio alguno de que los otros primates generen nada que se parezca a un espacio público en el que se pongan en juego la reputación individual y sanciones normativas. Otro aspecto interesante de esta dimensión normativa es que se la utiliza para sancionar los usos antisociales de esa nueva y poderosa herramienta que es la comunicación cooperativa. Expliquemos esto: las aptitudes que hacen posible la comunicación cooperativa –y todos los supuestos sobre la voluntad de cooperar subyacente– crean la posibilidad de mentir. La mentira cumple sus objetivos porque los receptores suponen que los comunicadores tienen un afán cooperativo, incluso que son veraces, a menos que haya alguna razón especial para creer lo contrario. El grupo social intenta reparar esta “consecuencia no prevista”, este defecto de una herramienta que sería espléndida si no fuera por él. Y lo hace imponiendo fuertes normas sociales

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públicas contra la mentira, de suerte que la reputación de cualquiera a quien se descubra mintiendo (sin una poderosa razón para hacerlo) se desmorona. Si bien los grandes simios pueden ocultar cosas a otros (Melis, Call y Tomasello, 2006), no hay indicios de que puedan engañarlos ni mentirles, precisamente porque no se comunican de manera cooperativa con la expectativa mutua de que las dos partes intenten cooperar e, incluso, ser veraces.

5.1.4. Resumen Hasta aquí hemos recurrido a los tres procesos fundamentales que los biólogos evolucionistas utilizan para explicar cómo surgió la cooperación (más allá de la selección por parentesco) y a aplicarlos a los tres móviles fundamentales de la comunicación cooperativa humana. Así, para explicar el hecho de que satisfacemos los pedidos ajenos invocamos el mutualismo; para explicar el hecho de que damos ayuda brindando información invocamos la reciprocidad indirecta, y para explicar el hecho de que compartimos nuestras emociones y actitudes invocamos la selección grupal por obra de la cultura. También intentamos explicar que la inclinación humana por ayudar y compartir durante la comunicación –móviles fundamentales de la intencionalidad compartida– pudo acompañar a una adaptación más general para las actividades de colaboración. Asimismo, propusimos que la habilidad cognitiva básica de la intencionalidad compartida –la lectura recursiva de la mente– nació como una adaptación específica para las actividades de colaboración (dada una adaptación inicial que favoreció la tolerancia y la generosidad con respecto al alimento), lo que a su vez allanó el camino hacia la atención conjunta y la creación de un terreno conceptual común. La combinación de la voluntad de ayudar y la lectura recursiva de la mente, por su parte, determinó que surgieran expectativas mutuas de colaboración y que la intención comunicativa en el sentido de Grice guiara las inferencias pertinentes. A su vez, a estas características se les pudieron imponer normas sociales, producto de otra propensión exclusivamente humana, la de parecerse a los demás y gustarles. El mecanismo comunicativo inicial en este escenario incipiente fue, casi con seguridad, el acto de señalar (y algunos movimientos de intención): los gestos icónicos sólo pudieron aparecer más tarde, una vez afianzada la intención comunicativa en el sentido de Grice, necesaria para “aislarlos” de su interpretación como acciones reales. Aún no sabemos en qué momento preciso de todo ese proceso los seres humanos comenzaron a convencionalizar los mecanismos comunicativos que utilizaban.

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5.3. surgen las convenciones comunicativas Toda esta explicación, bastante compleja aunque algo esquemática aún, se refiere principalmente a la infraestructura socio-cognitiva y de motivaciones sociales que sustenta la comunicación cooperativa y a cómo evolucionó. Parecería, sin embargo, que nos hallamos todavía muy lejos del modo en que se comunican hoy en día los seres humanos usando alguna de las seis mil lenguas (o más) que conocemos. En realidad, no tan lejos. El argumento fundamental de estas conferencias es que la mayor parte de la potencia intrínseca a la comunicación humana radica en una infraestructura psicológica que ya estaba presente en forma exclusiva en nuestra especie: la capacidad de señalar y hacer mímica, sobre la cual descansa el lenguaje. Si esa infraestructura no existiera, las convenciones de comunicación, como gavagai, serían meros ruidos, que no significan nada. Mientras que el gesto de señalar y la mímica pueden catalogarse como actos “naturales” de comunicación porque guían la atención y la imaginación del receptor de un modo que todos los seres humanos pueden comprender aun cuando no hayan tenido contacto previo, la comunicación “convencional” utiliza signos arbitrarios que exigen experiencias de aprendizaje social compartido entre todos los miembros del grupo (todos los cuales, en principio, saben que comparten dichas experiencias). Lo que acabamos de decir resalta una cuestión teórica clave. Las convenciones comunicativas están definidas por dos características que pueden separarse (Lewis, 1969). En primer lugar, una cuestión de importancia crítica: todos hacemos algo de la misma manera precisamente porque ésa es la manera en que todos lo hacen (y todos sin excepción lo sabemos): es algo compartido. En segundo lugar, si hubiéramos querido, lo podríamos haber hecho de otro modo; esa manera es en alguna medida arbitraria. Con todo, la arbitrariedad es una noción relativa que, de hecho, podría concebirse como un espectro continuo. ¿Son arbitrarios ciertos gestos obscenos o son representaciones icónicas de acciones reales? Muchos gestos fueron en algún momento icónicos y luego se fueron tornando más arbitrarios a lo largo de la historia, pero durante todo ese tiempo eran convencionales, en el sentido de que eran compartidos. De cualquier modo, nuestra tesis aquí es que primero aparecieron las convenciones compartidas y que luego hubo una suerte de “desplazamiento hacia lo arbitrario” a lo largo de los tiempos históricos. Desde esta perspectiva, las formas más arbitrarias de comunicación convencional –entre ellas, la comunicación lingüística en su modalidad vocal– no pudieron surgir de la nada: tuvieron que haber evolucionado a partir de convenciones gestuales naturalmente más expresivas o haberse superpuesto con ellas.

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5.3.1. El desplazamiento hacia lo arbitrario En este punto, antes de la aparición de convenciones comunicativas nuestro modelo podría asimilarse a la situación de un infante de nuestra época, de 12 o 14 meses de edad, que se comunica sistemáticamente señalando y, algunas veces, cuando no es posible señalar, mediante gestos icónicos. Quizás en algún momento hayan sido posibles combinaciones de los dos sistemas, como en el ejemplo en que yo imitaba a un antílope y al mismo tiempo señalaba el lugar donde presumiblemente estaba paciendo el animal fuera de nuestro campo visual. Para la evolución del lenguaje, los gestos icónicos son especialmente importantes pues implican una representación simbólica, en particular de los referentes desplazados. De hecho, en el capítulo anterior aportamos pruebas de que en los infantes el desarrollo de los símbolos lingüísticos no sustituye el acto de señalar sino los gestos icónicos. Así y todo, los gestos icónicos también tienen limitaciones comunicativas, como el señalamiento, en especial cuando se los compara con el lenguaje. Si hago la mímica del acto de cavar para sugerirte a ti, que eres novato en esta tarea, lo que deberías hacer a continuación (suponiendo siempre que comprendas mi imitación como un acto comunicativo), la comprensión depende en cierta medida de tu conocimiento de la actividad de cavar y tu apreciación sobre lo que es necesario en la situación actual. Si pudiera decirte lo que tienes que hacer utilizando un lenguaje convencional, también podría suceder que la comprensión dependiera de tu experiencia anterior y de tu apreciación de la situación actual, pero mucho menos. Desde luego, las convenciones comunicativas se apoyan en una historia previa de aprendizaje social; por lo tanto, corresponde decir que cuando no compartimos esa historia, los gestos icónicos son superiores a los mecanismos convencionales de comunicación, inútiles por ejemplo cuando intentan comunicarse dos personas que hablan idiomas diferentes. En cualquier caso, en algún momento los grupos humanos dieron un paso más allá de los gestos icónicos, que debían inventar desde cero en cada ocasión, y crearon convenciones comunicativas. Las convenciones son maneras algo arbitrarias de hacer las cosas –hay otros modos de hacerlas–, pero su ventaja para todos estriba precisamente en que todos hacen las cosas del mismo modo, de suerte que cada uno hace lo mismo que todos los demás (Lewis, 1969). Esa arbitrariedad significa que uno no puede inventar convenciones propias. Uno puede inventar gestos icónicos eficaces para la comunicación, pero las convenciones deben ser “compartidas” para que todos y cada uno puedan confiar en que los miembros restantes del grupo sepan cómo se las utiliza para comunicarse, situación que, evi-

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dentemente, es al menos en parte producto de la lectura recursiva de la mente. Ya hemos dicho que la forma de aprendizaje social necesaria en este caso no es la mera imitación, sino la imitación con inversión de roles, proceso en el cual cada uno de los iniciados en la convención comprende que puede usarla con otros de la misma manera en que otros la han usado con él, y viceversa. Así, los roles de quien produce el acto comunicativo y de quien lo comprende están presentes implícitamente tanto en su producción como en su comprensión (Tomasello, 1999). No obstante, no hemos resuelto el problema de cómo se iniciaron las convenciones por primera vez. Invocar un acuerdo explícito –como ocurre en diversas teorías del contrato social– no es una opción justificable porque para poder formular los acuerdos es necesario un medio de comunicación ya existente y más eficaz que el que se ha de inventar. Ahora bien, entre organismos que ya poseen la infraestructura de comunicación cooperativa que hemos esbozado y que también son capaces de colaborar entre sí y de imitar situaciones con inversión de roles, las convenciones pueden surgir “naturalmente” por combinación de las experiencias compartidas y las individuales. Tal es el tipo de situación que debe haber reinado cuando las convenciones comunicativas arbitrarias estaban en sus albores. Primero hubo algún tipo de gesto icónico cooperativo. Por ejemplo, tal vez una hembra del género Homo quería extraer tubérculos de la tierra. Para conseguir que otros individuos la acompañaran, exageró ante ellos la mímica de cavar señalando la dirección en la que habitualmente hallaban tubérculos. Sus compañeros de caverna comprendieron ese gesto naturalmente, es decir, comprendieron que el gesto de cavar tenía la intención de describir un acto instrumental real. Es posible que algunos de esos congéneres aprendieran de ella el gesto por imitación con inversión de roles, y así se creó un mecanismo comunicativo compartido que era convencional porque era compartido y que era arbitrario al menos en parte porque, sin duda, se podrían haber utilizado otros gestos que cumplieran la misma función. Supongamos ahora una ampliación de ese escenario. Algunos individuos del grupo que no están familiarizados con la tarea de cavar –niños, tal vez– observan ese gesto que significa “vamos a cavar” pero para ellos el vínculo entre el gesto ritualizado y el acto real de cavar es totalmente opaco (aunque perciben que la intención del gesto es comunicativa). Piensan quizá que es un gesto que invita en general a salir de la caverna. En tal caso, podrían imitarlo luego para invitar a los demás a salir (con otro propósito que el de cavar), de modo que el sustento icónico original del gesto quedaría totalmente borrado. (Un proceso similar ocurre con algunas formas lingüísticas que tuvieron una motivación concreta, como las metáforas, y

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en el curso de la historia se tornan opacas [“metáforas muertas”] porque quienes las usan después no tienen las mismas motivaciones.) Incluso podemos imaginar que hubo en algún momento posterior una suerte de intuición general de que la mayoría de los signos de comunicación tienen sólo una conexión arbitraria con los respectivos referentes e intenciones sociales y que entonces, voilà,* podemos crear nuevos signos arbitrarios si queremos y si es necesario. Otro resultado importante de todo ese proceso es una especie de estandarización de los signos. Es decir, cuando los gestos icónicos tienen una motivación concreta, es habitual que “la misma” acción o evento se represente de diversas maneras según el contexto. Por ejemplo, para el acto de abrir una puerta se utiliza una determinada mímica, pero para el acto de abrir un recipiente se emplea otra, situación característica de los signos hogareños creados individualmente (Goldin-Meadow, 2003b; véase el capítulo próximo). Sin embargo, a medida que el carácter icónico del gesto se torna opaco para quienes lo aprenden posteriormente, surge la posibilidad de hacer una imitación más estilizada del acto de abrir, una representación sumamente abstracta que no se parece a ningún acto particular utilizado para abrir objetos particulares. Es lo que ocurre con muchos signos de los lenguajes de señas convencionalizados, un proceso que, desde luego, allana el camino para los signos totalmente arbitrarios y abstractos propios de la modalidad vocal. Presumiblemente, las primeras convenciones comunicativas tuvieron la forma de holofrases. Este vocablo se ha utilizado con distintos significados (véase Wray, 1998), pero aquí lo empleamos simplemente para referirnos a un acto de comunicación integrado por una única unidad. Así y todo, desde el punto de vista comunicativo, incluso en este caso bastante sencillo, lo que ocurre es mucho más complejo. En primer lugar, como debería haber quedado claro después de la argumentación anterior, el significado que transmite una emisión unitaria puede ser tan complejo como se quiera según el contexto atencional conjunto dentro del cual se la emplea. Volvamos al ejemplo de la bicicleta expuesto en el capítulo 1: en ese contexto, yo podría comunicarte el mismo mensaje señalando y diciendo “¡Mira eso!” o usando una frase como “Ahí está la bicicleta de tu novio”. El hecho de que la señal comunicativa tenga una sola unidad no indica nada acerca de la complejidad de lo comunicado pues lo que se comunica no sólo depende de la señal explícita sino también del terreno conceptual común implícito. En segundo lugar, las holofrases en realidad tienen dos componentes. Como dijimos

* En francés en el original. [N. de la T.]

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sumariamente en el capítulo 3, el acto de comunicación comprende un aspecto referencial que procura guiar la atención del receptor y una expresión potencial del móvil del comunicador. Por consiguiente, si quiero que me des agua, podría decir “agua” con una entonación imperativa, pero si estamos caminando por la acera y quiero advertirte que hay un charco, también podría decir “¡agua!” con un tono de voz y/o una expresión facial de sorpresa y advertencia. Como el gesto de señalar, la holofrase tiene siempre esos dos componentes –referencia y móvil– aun cuando en algunos contextos se suponga el móvil y no se exprese con ningún tono de voz ni expresión facial. El hecho de que, desde la perspectiva funcional, incluso las holofrases sean intrínsecamente compuestas puede contemplarse como una suerte de cuña inicial en la gramática. Así, paradójicamente, el paso hacia las convenciones comunicativas es natural. Nadie se propone inventar una convención, menos aun en los albores de este tipo de comunicación. Las convenciones comunicativas surgen naturalmente a medida que ciertos organismos capaces ya de imitar invirtiendo los roles, que ya saben comunicarse mediante gestos cooperativos de manera bastante compleja, aprenden a imitar los gestos icónicos de sus congéneres. A partir de entonces, otros individuos que no conocen la relación icónica observan la eficacia comunicativa del gesto y lo utilizan a su vez por esa única razón, sin ninguna motivación icónica: en ese momento, para esos nuevos usuarios, el gesto se ha vuelto arbitrario. Se trata de un fenómeno que se inscribe dentro de los “procesos de tercer tipo”, que son el resultado sociológico de las acciones intencionales humanas, pero que nadie tuvo la intención concreta de generar (Keller, 1994; volveremos sobre este tema en el capítulo 6).

5.3.2. El viraje hacia la modalidad vocal Hasta ahora no nos hemos pronunciado sobre un tema de importancia: si las primeras convenciones comunicativas –posteriores al acto de señalar y a la mímica no convencionalizada– eran de modalidad gestual o vocal. De hecho, no es posible en absoluto que las primeras convenciones de comunicación hayan sido vocales, al menos no lo es si consideramos como punto de partida las vocalizaciones de los primates que no son humanos. Hay dos temas esenciales en este planteo. El primero es el que expusimos extensamente en el capítulo 2. Las vocalizaciones de los otros primates están estrechamente vinculadas con las emociones, de modo que su producción no es intencional. Como ocurre en todo el espectro de la comunicación animal, están “codificadas”, en el

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sentido de que apenas nacen los individuos producen vocalizaciones características de su especie y reaccionan ante ellas también de manera específica. La madre naturaleza no ha dejado lugar para la intencionalidad, la cooperación o las inferencias, salvo la posibilidad de que los receptores aprendan por asociación qué es lo que suele ocurrir junto con una vocalización (por ejemplo, suelen aparecer leopardos cuando se oyen ciertas gritos de alarma de un ave). De modo que para que las vocalizaciones formaran parte de una comunicación intencional y cooperativa en última instancia, los individuos tendrían primero que adquirir control sobre ellas. Desde luego, en algún momento los seres humanos adquirieron control sobre sus vocalizaciones. Y llegamos así al segundo problema. Para la comunicación referencial, las vocalizaciones no son una herramienta tan eficaz como los actos gestuales. Por consiguiente, para guiar la atención de otros individuos, ningún primate –ni siquiera el ser humano– emplea naturalmente vocalizaciones. De hecho, lo que hacen espontáneamente los primates cuando oyen la vocalización de otro individuo es ubicar dónde está el emisor y evaluar su estado emocional y, quizás, en ciertas circunstancias, mirar alrededor para identificar la causa de ese estado emocional. Lo que sí hacen naturalmente ciertos primates –a saber, los seres humanos– es dirigir la atención de los demás visualmente en el espacio mediante algún tipo de acción, como mirar o señalar, cuyo fundamento es la tendencia de todos los primates a seguir la dirección de la mirada de sus congéneres. En cuanto a su capacidad para orientar la imaginación hacia referentes ausentes, las vocalizaciones no convencionalizadas son muy limitadas. Podríamos imitar algunos sonidos ambientales asociados con referentes importantes y así referirnos a ellos de manera indirecta (por ejemplo, el sonido de un leopardo o un sonido que se asemeje a mi reacción emocional ante los leopardos), pero ese procedimiento sería mucho menos natural y productivo que la mímica, que opera en el canal visual. Como ejercicio, sería interesante imaginar a dos grupos de niños pequeños que jamás se han comunicado con nadie. Cada grupo está aislado en una isla desierta, como ocurría en la novela El señor de las moscas.* Los niños de un grupo tienen la boca tapada con cinta adhesiva, y los del otro grupo tienen las manos atadas a la espalda. (Mis disculpas a todas las instituciones de defensa de los derechos humanos: juro que los niños están * Famosa novela del escritor inglés William Golding, cuyo título original es Lord of the Flies (1954). Hay varias ediciones en español con el título El señor de las moscas, entre ellas la de Alianza Editorial (2006), traducción de Carmen Vergara. [N. de la T.]

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bien cuidados y que sus padres han dado su consentimiento informado antes del experimento.) ¿Qué tipo de comunicación podría surgir en cada uno de esos grupos? Pues bien, sabemos bastante sobre lo que podría ocurrir en el caso de los niños que no pueden emitir sonidos porque los niños sordos nacidos de padres que no conocen ningún lenguaje de señas desarrollan para comunicarse con ellos y con sus hermanos sistemas bastante complejos de gestos derivados de acciones que hacen uso del señalamiento y la mímica, sistemas que reciben el nombre de lenguajes de señas caseras (Goldin-Meadow, 2003b). Si esos niños se reúnen más tarde, desarrollan sistemas de signos gestuales convencionales aun más complejos que tienen propiedades gramaticales (como sucede en el Lenguaje de Señas Nicaragüense; véase el próximo capítulo). En el caso de los niños que no pueden utilizar las manos, por supuesto, no sabemos qué ocurriría. Con todo, es difícil imaginar que inventarían por su propia cuenta vocalizaciones para guiar la atención o la imaginación de los otros con intención de significar, a excepción tal vez de unas pocas vocalizaciones ligadas a situaciones emocionales y/o algunas imitaciones vocales. Y sería así porque no existe en los seres humanos una tendencia natural a utilizar como punto de partida la modalidad vocal, análoga a la tendencia a seguir la dirección de la mirada ajena en el espacio o a interpretar acciones como actos intencionales en la modalidad gestual/visual. Nunca surge el problema de convencionalizar actos comunicativos que ya son significativos. Dicho sea de paso, por mi parte creo que los niños que tuvieran las manos atadas probablemente acabarían por tratar de guiar la atención de los otros con movimientos de los ojos y/o la cabeza, y que intentarían hacer mímica con el cuerpo. El objetivo de este ejercicio imaginario y tal vez algo grotesco es subrayar que, dada la naturaleza del medio vocal y dadas las funciones que cumple en la vida de los primates en general, no es nada fácil imaginar la evolución de una comunicación cooperativa de tipo humano, dotada de significado, que sólo hubiera recurrido a la modalidad vocal y mucho menos concebir en ese contexto el desarrollo de convenciones comunicativas. Pero no es nada difícil imaginar esa evolución en el ámbito de la acción: de hecho, ni siquiera es necesario imaginarla porque a veces ocurre en el caso de niños sordos nacidos en determinadas circunstancias (también hay registro de casos de adultos que, en circunstancias especiales –como el trabajo en fábricas muy ruidosas– o para comunicarse con otras comunidades lingüísticas en actividades comerciales, por ejemplo, inventan sistemas de signos gestuales; Kendon, 2004). Quizá la razón fundamental que sustenta esta diferencia es que los primates en general y los seres humanos en particular seguimos automáticamente la dirección de la mirada ajena

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y, automáticamente también, contemplamos las acciones como algo intencional e intrínsecamente dotado de significado, incluso cuando no están dirigidas a nosotros. Si la esencia de la comunicación humana es la intencionalidad, entonces el origen primigenio de su significado es la acción. No es que no se pueda imaginar una evolución análoga en la modalidad vocal en otros organismos, no: lo que ocurre es que semejante evolución es prácticamente inconcebible en razón de cómo funcionan las vocalizaciones de los primates, en especial su estrechísimo vínculo con las emociones y la tendencia de los individuos a llamar la atención sobre sí mismos y no sobre referentes externos. De modo que si queremos llegar a la comunicación cooperativa humana con todas sus peculiaridades de colaboración debemos partir de una infraestructura fundamentada en la acción. En última instancia, esa infraestructura debe apoyarse en la propensión de nuestros congéneres a seguir la mirada de los demás, a señalar en una dirección para conseguir que otros miren hacia allí y a interpretar las acciones de los demás como algo intencional (también debe apoyarse en las acciones de colaboración en tanto principal fuente de la infraestructura cooperativa). Entonces, se plantea espontáneamente el interrogante que nos ocupa: ¿por qué los seres humanos acabaron virando hacia la modalidad vocal? Cuando nos comunicamos en la actualidad, en general recurrimos al lenguaje y a los gestos, pero dejamos al lenguaje la mayor parte de las funciones referenciales (en combinación tal vez con actos de señalar) y los gestos complementan esa labor mediante signos figurativos, que pueden transmitir información que no es fácilmente codificable en el lenguaje (McNeill, 2005; Goldin-Meadow, 2003a). De todos modos, no hay duda de que predomina el lenguaje vocal, el cual tiene, incluso, un aspecto gramatical (y a veces una versión escrita) ausente en los gestos espontáneos. ¿Por qué razón la modalidad vocal de comunicación adquirió tal preeminencia? Abundan las hipótesis en la historia del pensamiento sobre esta cuestión pues casi todos los teóricos clásicos que abordaron el tema del origen de los gestos tuvieron algo que decir al respecto. Cabe sostener, por ejemplo, que la superioridad de la modalidad vocal radica en que permite comunicarse a distancias más grandes; en que permite comunicarse en bosques de follaje muy tupido; en que deja libres las manos, de modo que uno puede comunicarse y manipular objetos a la vez; en que no ocupa los ojos, que así pueden estar atentos a los predadores y demás información de importancia mientras la comunicación prosigue en el canal auditivo; etc., etc. Cualquiera de estos factores pudo haber desempeñado un papel, o todos ellos en conjunto. Lo único que nos gustaría agregar aquí es una posibilidad

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más, que es coherente con la explicación expuesta en este capítulo: la comunicación vocal es más pública que la gestual. Al hablar de la comunicación entre los primates en el capítulo 2 hicimos notar que las vocalizaciones de estos simios se propalan de manera indiscriminada, de suerte que cualquiera que esté en las cercanías puede oírlas, y también dijimos que los gestos están dirigidos a individuos particulares. Al cabo de un período de uso de los gestos para orientar los actos comunicativos hacia los individuos, el viraje hacia la modalidad vocal pudo haber implicado que los actos de comunicación aún se orientaban hacia los individuos –de hecho, es posible concebir la intención comunicativa como una metaseñal para comunicar que esto es “para ti”– pero que, al mismo tiempo, el medio vocal permitía que todos los que estaban en las inmediaciones los oyeran (hecho que sólo podía evitarse mediante actos de habla especiales como el susurro). Toda esta disquisición implica que los actos vocales son públicos y, por lo tanto, pertinentes para la reputación y otras consideraciones sociales. Por último, nuestra tesis sobre cómo se produjo la transición más específicamente es que, al comienzo, las primeras convenciones vocales eran acompañamientos emocionales, o tal vez efectos sonoros añadidos a algunos gestos ya dotados de significado o, al menos, a ciertas acciones de colaboración que ya tenían significado. Por consiguiente, había cierta redundancia –desde el punto de vista del receptor, al menos– con respecto a lo que el comunicador intentaba transmitir. A medida que el control voluntario de las vocalizaciones aumentaba, los seres humanos también pudieron haber empleado algunos iconos vocales (por ejemplo, imitaciones de los sonidos que emite un leopardo), aunque esos iconos, como los visuales, sólo pudieron surgir después de afianzada la intención comunicativa en el sentido de Grice. Por otra parte, en algún momento y en ciertas circunstancias, la vocalización en sí misma pudo resultar funcional, tal vez cuando había urgencia de comunicar algo a grandes distancias o cuando era necesario que el mensaje tomara estado público. Daremos un ejemplo. Hay en todas las lenguas una clase sumamente interesante de palabras, que se llaman demostrativos, que incluso en la actualidad solemos acompañar con un señalamiento. En inglés, se trata de palabras como this (esto), that (eso) o here (aquí) y there (allá). La naturaleza especial de esas palabras se hace evidente (como ya lo señaló Wittgenstein en 1953) cuando pensamos cómo podrían aprenderlas los niños. Dado un marco atencional conjunto, cuando se trata de palabras como los nombres sustantivos y los verbos, podemos limitarnos a señalar algo y nombrarlo para que el niño aprenda su nombre. Ahora bien, ¿cómo usar el dedo que señala para enseñar a los niños palabras como esto, eso, aquí

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y allá? No podemos hacerlo. ¿Cómo enseñar las palabras eso y allá señalando? El problema es que, cuando señalamos algo intentando enseñar el significado de esas palabras especiales, el acto de señalar es parte del acto ostensible tendiente a mostrar (a orientar la atención del niño hacia el referente adecuado) pero también es el significado mismo de la palabra, situación peculiar que –por milagro– no parece confundir a los infantes. De algún modo, ellos entienden la redundancia implícita en ese acto. En cualquier caso, los demostrativos son evidentemente especiales porque están presentes en todas las lenguas conocidas; porque casi siempre entrañan un componente espacial que se refiere a la distancia con respecto al hablante (como ocurre en la contraposición de esto y eso); porque muy a menudo los acompañamos con un señalamiento y porque en todos los casos parecen ser primitivos pues no derivan de otros tipos de palabras (Diessel, 2006). Así, los demostrativos pueden ser los actos comunicativos básicos de la modalidad vocal –a menudo los infantes los usan en períodos tempranos de su desarrollo– presumiblemente porque hay redundancia entre ellos y el gesto de señalar.* Desde luego, los gestos icónicos son más específicos desde la perspectiva referencial del acto comunicativo que el gesto de señalar. Así, desprovisto de contexto, el hecho de señalar a un animal que pasa corriendo puede referirse a casi cualquier cosa, mientras que representar con mímica el acto de correr o imitar a un conejo reduce bastante el campo posible de interpretaciones aun cuando sean esencialmente indeterminados si no hay un terreno conceptual común. En circunstancias muy especiales, puedo utilizar el acto de señalar para referirme a un conejo que no es perceptible en este momento, pero sin duda imitar a un conejo ausente cumple la misma función con mucha facilidad. Como dijimos en el capítulo 3, los gestos icónicos se utilizan en general para cumplir dos funciones básicas: (i) indicar una acción e (ii) indicar un objeto vinculado con la acción representada (o, más raramente, el objeto descrito de manera estática). Podemos entonces postular que los elementos del lenguaje que * Interesa consignar que la distinción crucial entre los demostrativos y las palabras con contenido fue propuesta inicialmente por Bühler (1934-1990), cuya teoría del lenguaje hacía hincapié en la importancia crítica del contexto de interacción concreto que es el marco de nuestros actos de habla, el “centro deíctico”, y su relación con la escena referencial acerca de la cual hablamos en cada momento. En consecuencia, este autor sostuvo que, si bien son palabras breves, los demostrativos constituyen una clase diferente porque tienen que ver con ese centro deíctico de una manera radicalmente distinta que los elementos del lenguaje que tienen contenido.

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corresponden a los gestos icónicos son las palabras referenciales que tienen contenido, como los verbos (prototipo de las acciones) y los sustantivos (prototipo de los objetos). En casi todas las teorías, los verbos y los sustantivos son los tipos fundamentales de palabras con contenido de cualquier lenguaje porque son las únicas dos clases de vocablos presumiblemente universales. Es posible demostrar que la mayoría de los demás tipos de palabras de un lenguaje derivan históricamente de sustantivos o de verbos (o, de lo contrario, son demostrativos; Heine y Kuteva, 2002). Sugerimos entonces que en los comienzos los seres humanos utilizaban algunas vocalizaciones y al mismo tiempo imitaban acciones u objetos de una manera que naturalmente cobraba sentido. Posteriormente, a medida que otros individuos aprendían socialmente las vocalizaciones, las convencionalizaban de modo que la mímica se volvía innecesaria. Por otra parte, las vocalizaciones tenían algunas ventajas que ya enumeramos, como dejar libres las manos, permitir la comunicación a distancia, hacer pública la situación, etcétera. De modo que en nuestro relato cuasi evolutivo, podemos remontarnos a los llamados de atención y a los movimientos de intención de los simios, pasar luego a la utilización humana del gesto de señalar y la mímica en cuanto actos comunicativos naturales (basados en las nuevas habilidades y motivaciones propias de la intencionalidad compartida) y terminar por fin la historia con las convenciones comunicativas de nuestra especie, tendientes a orientar la atención de otros individuos (demostrativos) y a lograr que el receptor imaginara los referentes que el comunicador quería (palabras con contenido como los sustantivos, los verbos y sus derivados). Llamados de atención de los simios

Señalamiento cooperativo humano

Demostrativos y deícticos del lenguaje

Movimientos de intención de los simios

Gestos icónicos humanos

Palabras del lenguaje con contenido (sustantivos, verbos)

Estas correspondencias simplemente reflejan que, al menos naturalmente, con los gestos basados en acciones, los seres humanos sólo podemos hacer dos cosas para orientar la atención de otros: podemos guiar su atención visual en el espacio (como se indica en la fila superior) o podemos hacer algo para evocar en la imaginación del receptor objetos y sucesos que están ausentes (como se indica en la fila inferior). Las convenciones lingüísticas humanas se limitan a proporcionarnos maneras especiales de hacerlo, que

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no dependen tanto del terreno conceptual común del momento y mucho más de una historia compartida de aprendizaje social. En esta exposición hemos optado por no indagar cuándo ocurrió cada transición particular durante la evolución humana: decidimos en cambio hacer hincapié en la secuencia de los acontecimientos. Pero hay un dato especialmente digno de atención acerca de la competencia vocal humana. Investigaciones recientes en el campo de la genética han determinado que los genes clave para el lenguaje articulado (el gen foxp2) se fijaron en la población humana no hace más de 150.000 años (Enard et al., 2002). No es fácil imaginar ninguna función que no sea la del lenguaje articulado tal como aparece en las lenguas modernas que explique el control motor increíblemente fino que este gen parece habilitar. De modo que puede considerarse que esa fecha tan reciente de 150.000 años atrás (justo antes de que los seres humanos modernos comenzaran a dispersarse por todo el planeta) fue el momento en que los individuos que articulaban bien –a quienes presumiblemente el uso del lenguaje vocal les era más fácil– adquirieron una ventaja competitiva. No nos interesa aquí establecer una cronología para todos estos procesos y, por ese motivo, la información más importante para nosotros es que esos datos genéticos aportan pruebas adicionales de que los seres humanos comenzaron muy tarde a utilizar de manera predominante la modalidad vocal para comunicarse.

5.3.3. Resumen Simplemente, nuestro argumento es que no es posible saltar directamente a la comunicación convencional. Cuando visitamos un país extranjero que tiene una lengua muy distinta de la nuestra, podemos hacer muchísimas cosas recurriendo a los actos comunicativos “naturales” de señalar e imitar, en especial cuando se trata de actividades de colaboración como transportar algo en conjunto o de actividades institucionalizadas como las que se desenvuelven en las tiendas o en las estaciones de ferrocarril, en las que el terreno conceptual común es sólido. En esos casos, empero, casi no intentamos actos comunicativos vocales, como no sea para expresar reacciones emocionales, y jamás inventamos nuevas convenciones comunicativas vocales. Teóricamente, podríamos inventar convenciones comunicativas arbitrarias y novedosas para comunicarnos con nuestros interlocutores extranjeros mediante la modalidad vocal, pero sólo en el caso de que existiera un período de transición durante el cual esos artefactos arbitrarios se utilizaran en redundancia con otros mecanismos comunicativos dotados de significación más natural. Tal vez, si el período involucrado fuera suficientemente

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largo, podrían surgir implícitamente convenciones comunicativas arbitrarias con extranjeros, a través de una cadena de transmisión en la cual los usuarios originales emplearan naturalmente gestos con significado y los usuarios posteriores los reprodujeran sin comprender su vínculo natural (por lo general porque se habría perdido algún aspecto del terreno conceptual común). Son las únicas dos posibilidades para que nazcan convenciones comunicativas y las dos exigen un paso intermedio de comunicación natural. Por consiguiente, nuestra explicación consiste en una secuencia evolutiva en la que se pasa de (1) actividades de colaboración a (2) una comunicación cooperativa “natural” fundamentada en acciones (primero en el seno de actividades de colaboración y luego en otras) y luego se arriba a (3) la comunicación convencional. Tal vez haya algunos avances paralelos en las dos últimas etapas, a medida que las formas naturales de comunicación adquieren características convencionales (y, por lo tanto, parcialmente arbitrarias) y van constituyendo así el cimiento de las convenciones vocales totalmente arbitrarias.

5.4. conclusión Si se pinta el panorama con trazos muy gruesos, se podría afirmar que buena parte del comportamiento social de los animales es cooperativo pues incluso se podría decir que los integrantes de un rebaño cooperan entre sí manteniéndose juntos para desalentar a los predadores. No obstante, la versión humana de la cooperación tiene características singulares, que se ponen muy claramente de manifiesto en las instituciones culturales –como el matrimonio, el dinero y el gobierno– y que existen porque en los grupos humanos hay prácticas y creencias colectivas y sólo por esa razón (Searle, 1995). Esos tipos especiales de actividad cooperativa se fundamentan en las diversas habilidades y móviles propios de la intencionalidad compartida (Tomasello y Rakoczy, 2003). Nuestra tesis, entonces, es que la estructura cooperativa de la comunicación humana no es un accidente ni una característica aislada sino una manifestación más de la forma extrema que tiene el espíritu de cooperación entre nosotros. Con todo, no es sencillo saber por qué las cosas son así ni cómo llegaron a tener estas características. Hasta aquí, nuestra exposición ha sido compleja y, a la vez, especulativa. En la figura 5.1 ofrecemos un resumen gráfico que va desde los gestos de los simios hasta las convenciones lingüísticas humanas. Recapitulemos brevemente lo dicho hasta ahora. Los grandes simios de la actualidad –que

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son nuestro modelo del punto de partida de la evolución humana en este aspecto– poseen muchas de las características necesarias para la comunicación cooperativa propia de nuestra especie: gesticulan entre sí con flexibilidad para expresar móviles imperativos; comprenden las acciones intencionales y hacen razonamientos prácticos acerca de ellas; orientan su atención para sintonizarla con las intenciones sociales; abrigan algunos motivos para ayudar a sus congéneres en determinados contextos y participan de actividades grupales complejas. Sin embargo, no parece que tengan las habilidades ni las motivaciones que exige la intencionalidad compartida, de modo que su comunicación no es plenamente cooperativa ni inferencial, en el sentido de que el receptor no intenta inferir si el acto referencial del comunicador es pertinente con respecto a su intención social y, por ende, el comunicador no manifiesta ostensiblemente su intención comunicativa. Además, no hay un terreno conceptual común ni expectativas mutuas ni normas para gobernar el proceso de comunicación.

Figura 5.1. Fundamentos evolutivos de la comunicación cooperativa

humana

simios

Actividades grupales Comprender metas/ intenciones Comprender percepciones Razonamiento práctico

Pedir: Mutualismo

Informar: Reciprocidad indirecta

Compartir: Selección grupal por obra de la cultura

Homo

Primeros Homo sapiens

Homo sapiens más recientes

Actividades en colaboración Metas/intenciones conjuntas Atención conjunta/Terreno conceptual común Lectura recursiva de la mente

Imitación de acciones

Llamados de atención

Expectativas mutuas de cooperación Intenciones comunicativas

Imitación con inversión de roles

Razonamiento y normas cooperativos

Imitación social

Acto de señalar Convenciones vocales arbitrarias

Movimientos de intención

Mímica (convencional)

Las habilidades y motivaciones que hacen posible la intencionalidad compartida emergieron al principio en el curso de actividades de colaboración mutualista en criaturas que denominamos simplemente con el nombre del género: Homo (segunda columna de la figura 5.1). Pero esas actividades de colaboración no pudieron surgir mientras los seres humanos no se volvieron más tolerantes y demostraron más generosidad para compartir

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el botín de las actividades grupales (por ejemplo, la carne de la presa después de la caza) ni tampoco pudieron aparecen mientras no desarrollaron un mecanismo cognitivo nuevo: la lectura recursiva de la mente. Este mecanismo crítico determinó la formación de metas conjuntas, que generaron a su vez marcos atencionales conjuntos relativos a esa meta común, marcos que sirvieron después como terreno conceptual común que dotaba de significado a los actos de señalar y a otros actos de comunicación cooperativa. En el ámbito de la colaboración mutualista tendiente a una meta conjunta, la inclinación por pedir ayuda y brindarla en reciprocidad –motivo inicial de la comunicación cooperativa humana– pudo aflorar porque en ese contexto ayudar a los demás implicaba ayudarse a sí mismo. Llegado este punto del desarrollo, la ayuda se pudo extender a otros contextos en función de la reciprocidad indirecta, ese segundo móvil cooperativo de brindar información para mejorar la reputación propia, característica de las criaturas que denominamos Primeros Homo sapiens (tercera columna de la figura 5.1). La lectura recursiva de la mente, sumada a los dos móviles cooperativos de ayudar y brindar ayuda e información, tuvo como resultado la suposición mutua de que todos cooperan y la consiguiente intención comunicativa en el sentido de Grice, que sitúa el acto comunicativo en el espacio público. Es muy probable que el tercer móvil de importancia, el de compartir actitudes, tuviera un origen totalmente distinto: el afán de parecerse a los compañeros del grupo y de gustarles, que surgió en unas criaturas que llamamos Homo sapiens más recientes (cuarta columna de la figura 5.1). Combinado con las expectativas mutuas, ese mismo móvil determinó el surgimiento de normas para regir muchas actividades humanas, incluida la comunicación cooperativa. En el curso de este sendero evolutivo, los llamados de atención de los grandes simios se transformaron en el acto de señalar de los seres humanos (parte inferior de la figura 5.1). Una vez dado este primer paso, los movimientos de intención de los simios pudieron ir transformándose en los gestos icónicos de los seres humanos, utilizables en situaciones en que el terreno conceptual común de los comunicadores, o su marco atencional conjunto, hacían que el acto de señalar no fuera lo más conveniente, pues el gesto icónico podía entenderse como acto comunicativo cuando ya se comprendía la intención comunicativa según Grice. Las convenciones comunicativas que emergieron entonces marginalmente imitaban los gestos comunicativos en cuanto a sus objetivos perceptibles de comunicación, pero estaban desprovistas del terreno conceptual original. Así, con el paso del tiempo, hubo una suerte de “desplazamiento hacia lo arbitrario” que luego se generalizó en la creación de convenciones. El paso a la modalidad

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vocal se debió probablemente a muchas razones distintas, una de las cuales pudo haber sido que con la comunicación vocal las cosas adquieren rápidamente estado público. Pero ese paso tuvo que haberse apoyado en gestos basados en acciones que tenían significación natural, y que hicieron las veces de puente transitorio entre las dos modalidades pues las convenciones comunicativas “arbitrarias” no pueden surgir sino es a cuestas, por así decirlo, de actividades comunicativas que ya tienen significado.

6 La dimensión gramatical

E imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.* L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas Hemos organizado nuestra explicación evolutiva de la comunicación cooperativa humana en torno a la aparición de los tres móviles más importantes que le dieron origen: pedir, informar y compartir. También hemos hecho algunas conjeturas acerca de los procesos que pudieron transformar en algún momento gestos derivados de acciones, que eran naturalmente significativos, en convenciones comunicativas plenas, creadas y aprendidas a través de la cultura. Con todo, en cada paso de ese largo camino –incluso en el caso de los gestos espontáneos de los grandes simios–, los individuos también utilizan secuencias de gestos y/o convenciones para comunicarse, secuencias para las cuales no hemos dado ninguna explicación sistemática hasta ahora. Necesitamos una tesis que, en última instancia, nos permita explicar, no ya el nacimiento del Lenguaje (con L mayúscula) sino la aparición de 6.000 lenguas diferentes que entrañan 6.000 conjuntos distintos de convenciones comunicativas, entre ellas, convenciones gramaticales para construir enunciados de varias unidades de modo que sean mensajes coherentes. Desde luego, habrá universales; al fin y al cabo se trata de la misma especie en todas partes, provista de las mismas herramientas cognitivas, que intenta hacer muchas veces las mismas cosas. Pero también hay particularidades y una novedad evolutiva que exige explicación: el hecho de que la especie humana no tiene un único medio de comunicación para todos sus miembros.

* L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines, Barcelona, Crítica, 2002, p. 31.

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Una vez más, nuestro enfoque tendrá como eje los tres móviles principales de la comunicación cooperativa: pedir, informar y compartir. La idea básica es que el objetivo de la comunicación determina qué tipo y qué cantidad de información debe “contener” la señal comunicativa y, por consiguiente, de modo muy general, qué clase de estructuración gramatical es necesaria. Así como los pedidos por lo común sólo involucran a ti y a mí aquí y ahora y a la acción que quiero que realices, en una gramática cuyo objetivo es pedir, las combinaciones de gestos naturales y/o convenciones lingüísticas no exigen ninguna marcación sintáctica sino solamente algún tipo de “sintaxis simple”* (si bien es cierto que en los lenguajes modernos podemos formular pedidos sumamente complejos). En cambio, en una gramática cuyo objetivo es informar, con la cual pretendemos expresar enunciados ideados para brindar información útil a los demás, a menudo están involucrados en ellos todo tipo de eventos y participantes desplazados en el tiempo y en el espacio, lo que crea una presión funcional para marcar los roles participantes y las funciones del acto de habla mediante una “sintaxis cabal”. Por último, en una gramática cuyo objetivo es compartir y narrar, es decir, compartir con otros, con talante narrativo, una compleja serie de acontecimientos con múltiples participantes que desempeñan roles distintos en los diferentes eventos, necesitamos mecanismos sintácticos aun más complejos para relacionar los eventos entre sí y rastrear a los participantes en la serie, situación que lleva a la convencionalización de una “sintaxis elaborada”. Si bien los pasos fundamentales de esta secuencia de distintos tipos de organización gramatical deben haberse dado antes de que los seres humanos se propagaran por todo el planeta, después de la dispersión diferentes grupos humanos convencionalizaron distintas maneras de satisfacer las exigencias funcionales de la sintaxis simple, la más o menos compleja y la más elaborada. Esas operaciones se materializaron en construcciones gramaticales –estructuras complejas de enunciados compuestos por múltiples unidades– que se convencionalizaron en distintos grupos mediante la gramaticalización y otros procesos histórico-culturales. Todos esos procesos dependen de manera crucial de la intencionalidad compartida y de la comunicación cooperativa en combinación con otros procesos y restricciones cognitivos. Como sucedía con el origen de las convenciones * En estos párrafos Tomasello distingue tres tipos de sintaxis: simple syntax, que traducimos como “sintaxis simple”; serious syntax, que traducimos como “sintaxis compleja”, y fancy sintax, que traducimos como “sintaxis elaborada”. [N. de la T.]

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comunicativas en general, el origen de las convenciones gramaticales pone en evidencia la dialéctica permanente entre la evolución biológica y la cultural. Con respecto a la modalidad de la comunicación, la hipótesis evolutiva es que, aun cuando esté involucrada la gramática, la mayor parte de esa historia se desenvolvió con la modalidad gestual. Esta tesis se ve corroborada por el hecho de que los lenguajes de señas convencionales que tienen una gramática plena parecen surgir con rapidez y facilidad dadas ciertas condiciones sociológicas (por ejemplo, en el caso de personas sordas que interactúan en determinados tipos de comunidades). Los ejemplos más difundidos de tales procesos son el Lenguaje de Señas Nicaragüense (Senghas, Kita y Özyürek, 2004) y el Lenguaje de Señas Beduino (Sandler et al., 2005), en los que se desarrollaron estructuras gramaticales complejas en el curso de unas pocas generaciones. En consecuencia, si bien la mayoría de los lingüistas piensan que los lenguajes de señas son expresiones insólitas de la capacidad humana para el lenguaje vocal, también es posible que esa capacidad lingüística se haya desarrollado durante mucho tiempo al servicio exclusivo de la comunicación gestual y que la modalidad vocal sea, en realidad, algo muy reciente. Si, en efecto, los seres humanos ya estaban adaptados para comunicarse de modo muy complejo mediante gestos y si el habla articulada voluntariamente controlada fuera una modificación evolutiva reciente, habríamos avanzado bastante hacia una explicación de por qué la comunicación compleja de modalidad gestual surge con tal naturalidad.

6.1. gramática del pedir Según nuestra exposición del capítulo 5, en algún momento posterior al inicio del rumbo evolutivo que tomó el género humano –que aparece como Homo en la figura 5.1–, sus miembros comenzaron a colaborar en forma mutualista. Ese tipo de colaboración creó en cada caso marcos atencionales conjuntos y terrenos conceptuales comunes que permitían a los comunicadores hacer peticiones a sus congéneres de manera más elaborada que, por ejemplo, los señalamientos que hacen los simios, y que, probablemente, los receptores estaban dispuestos a satisfacer. También en ese momento los seres humanos tenían ya habilidad para imitar, de suerte que pudo haber un aprendizaje social de ciertos movimientos de intención. Sin embargo, según nuestra hipótesis, en ese momento de la evolución la comunicación

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humana no era totalmente cooperativa: los individuos pedían pero no informaban y no había por lo tanto pedidos indirectos con los cuales se solicitaba a otros seres humanos que hicieran cosas que implicaran desplazamientos en el tiempo y en el espacio (como pueden hacerlo las criaturas plenamente lingüísticas). Queremos imaginar ahora cuál pudo ser la estructura gramatical de la comunicación en esa etapa. Lo haremos observando diversas situaciones existentes que son comparables a las de ese Homo primigenio en varios aspectos: la de los simios “lingüísticos”, la de los niños sordos que usan lenguajes de señas caseras y la de los que empiezan a aprender a hablar. Debemos subrayar desde el comienzo que estas situaciones no son totalmente comparables entre sí en todas sus facetas. Nuestro objetivo es caracterizar una gramática del pedir provista de una sintaxis simple, adaptada para conseguir que otros individuos hagan cosas aquí y ahora. En su expresión máxima, esa gramática debería incluir combinaciones de gestos que crean significados nuevos, pero carentes de marcadores sintácticos que no cumplirían función alguna en una comunicación cuya referencialidad está limitada a ti y a mí aquí y ahora y a la acción que quiero que realices (repito: nos concentraremos exclusivamente en los pedidos inmediatos y no en los pedidos indirectos y otros pedidos que demandan más cooperación y que sólo son posibles cuando se ha desarrollado un lenguaje complejo). Antes que nada, comenzaremos por especificar muy someramente cuál es nuestro punto de partida en las secuencias gestuales naturales de los simios, que no tienen estructura gramatical alguna.

6.1.1. Las secuencias gestuales de los grandes simios En su comunicación natural, los chimpancés y otros grandes simios producen a menudo en un contexto único secuencias de gestos tendientes también a una única meta social. En el estudio sistemático que llevaron a cabo Liebal, Call y Tomasello (2004), más o menos un tercio de todos los actos comunicativos de los chimpancés contenían más de un gesto. Eran secuencias que incluían prácticamente todas las combinaciones posibles de movimientos de intención y llamados de atención en las tres modalidades: visual, auditiva y táctil (en Call y Tomasello, 2007 se consignan resultados similares en otras especies de grandes simios). Casi el 40% de esas secuencias estaban compuestas por simples repeticiones del mismo gesto. Las secuencias restantes incluían gestos distintos y planteaban así la posibilidad de algún tipo de estructura gramatical, en el sentido de crear significados nuevos que era imposible transmitir

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con gestos aislados o, incluso, en el sentido de que distintos gestos desempeñaran roles distintos en el acto comunicativo. No obstante, el análisis sistemático de esas secuencias no aportó pruebas de que existiera tal estructura gramatical. Según se infería de varios análisis distintos, parecía que el comunicador empleaba un gesto y luego, si el receptor no le respondía como deseaba, inmediatamente hacía otro gesto, en algunos casos tal vez antes de comprobar la falta de respuesta. En ninguno de los análisis los investigadores pudieron descubrir en las secuencias mensajes nuevos que fuera imposible comunicar mediante alguno de los gestos aislados. Como ya dijimos en el capítulo 2, tampoco había una estructura en el sentido de manipular la atención del otro; es decir, los chimpancés no utilizaban con preferencia un llamado de atención como primer gesto para captar la atención del receptor y luego seguir con un movimiento de intención (en otras palabras, tampoco había allí una estructura de tema y rema). Desde luego, es posible que los investigadores no hayan buscado como correspondía la estructura gramatical de las secuencias gestuales de los simios. Con todo, de acuerdo con los estudios a nuestra disposición, parece que las secuencias gestuales de los grandes simios no incluyen estructuras relacionales ni gramaticales de ningún tipo. Tampoco hay noticia de nada similar a una estructura gramatical en las comunicaciones vocales de ninguna especie de grandes simios. Por ese motivo, utilizamos el término “secuencia” y no el de “combinación”, palabra que reservamos para los mensajes de varias unidades provistos de alguna estructura que genera un significado nuevo.

6.1.2. El “lenguaje” que usan los grandes simios con los seres humanos Han surgido muchas polémicas acerca de la estructura gramatical o la falta de estructura gramatical de las emisiones significativas de los grandes simios que han recibido entrenamiento lingüístico. (Téngase de nuevo en cuenta que todos los intentos de enseñar a los simios vocalizaciones nuevas de cualquier tipo han fracasado.) Buena parte de la polémica se debe a la falta de datos cuantitativos sistemáticos. Sin embargo, existen actualmente dos estudios que presentan los datos necesarios sobre las producciones gestuales de esos animales especiales: uno se hizo con cinco chimpancés que utilizaban un lenguaje de señas y el otro con un bonobo llamado Kanzi que empleaba un sistema creado artificialmente. En las dos investigaciones se utilizaron muestras sistemáticas de interacciones comunicativas espontáneas, buena parte de ellas observadas por dos in-

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vestigadores independientes, lo que permitió hacer estimaciones cuantitativas de la fiabilidad del observador. En primer lugar, en un estudio reciente, Rivas (2005) analizó sistemáticamente cuatro corpora producidos a lo largo de siete años por cinco chimpancés; el grupo de simios estaba integrado por el célebre Washoe y sus compañeros. El matrimonio Gardner, Fouts y sus colaboradores habían entrenado a los animales para usar el Lenguaje de Señas Estadounidense (asl). Se recopilaron en total 22 horas de interacciones grabadas entre diversos chimpancés y uno o varios cuidadores humanos (se hicieron, además, varios tipos de estimaciones de la fiabilidad de los observadores con respecto a las distintas mediciones realizadas, estimaciones que resultaron todas razonablemente altas.) Excluyendo las imitaciones inmediatas y las secuencias ininteligibles, se registraron 2.839 actos comunicativos. Los simios “señalaban” (también utilizaban algunos otros gestos naturales como el de pedir) y además empleaban signos del asl, a veces en combinación. Como ya adelantamos en el capítulo 2, el primer resultado fue que de los actos que tenían una función comunicativa clara (excluidas las respuestas a pedidos) el 90% consistían en pedir objetos o acciones, el 2% restante fue clasificado como “nombrar”, acciones que ocurrían en su mayoría en el contexto de un juego que implicaba nombrar/reconocer algo en un libro de figuras. En un subconjunto de las producciones que se rotularon como “no inducidas” porque iniciaban la interacción, el 100% de los actos eran pedidos. Puesto que la mayor parte de los actos eran peticiones, las palabras que expresaban acción en los «enunciados»* de dos y tres unidades se referían casi con exclusividad a acciones físicas gratas a los animales, como comer, beber y jugar a perseguirse, y los objetos eran casi siempre cosas controladas por los seres humanos, que los simios codiciaban. Esas acciones y objetos aparecían en la primera seña de la secuencia, seguida luego por algún tipo de “comodín” o seña para pedir o por una indicación de la persona que debía satisfacer el pedido. Así se obtuvieron secuencias como estas: “flor ahí (acto de señalar)”, “cepillo

* Tanto Tomasello como el autor que cita (Rivas) utilizan la palabra inglesa utterance, cuyo significado habitual cuando se refiere al lenguaje humano es enunciado, aunque también puede significar emisión. Como en los ejemplos citados en este fragmento se habla de combinaciones de señales con cierta estructura y no de meras “secuencias”, he preferido usar el vocablo «enunciado» con comillas francesas pues en el relato evolutivo de Tomasello parecerían ser, precisamente, protoenunciados. [N. de la T.]

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de dientes dame (gesto de pedir)”, “pelota bien”, “chicle rápido”, entre otras que eran todas pedidos. La conclusión de Rivas (2005: 413) es que es mejor interpretar todas esas órdenes como “expresión de una motivación adquisitiva”: Las señas que corresponden a objetos y acciones se producen primero porque son los signos más importantes y destacados de los «enunciados» (por lo general, pedidos), los que especifican qué es lo que se pide. Los marcadores del pedido –eso/ahí/tú/bien/rápido– aparecen después porque son menos importantes (pues no especifican la cosa que se pide) y su función es añadir énfasis o acicatear al ser humano para que entre en acción. El segundo resultado de importancia de esa investigación fue que esos «enunciados» carecían de una auténtica estructura gramatical y, de hecho, eran sumamente breves: el 67 % eran unitarios; 20 % tenían dos unidades y 13 % contenían más de dos unidades. Como se analizaron todas las secuencias registradas durante el período que abarcó la muestra, se comprobó que había muchas “combinaciones que no guardaban relación entre sí”, como “beber chicle” y “ropa comer”. Con todo, había otras secuencias que parecían reflejar el tipo de relaciones semánticas propias de los pedidos de los niños pequeños, secuencias como “acción + objeto” (“comer queso”), “acción + lugar” (“pica ahí (acto de señalar)”, etcétera. Es posible que en esas secuencias los chimpancés se limitaran a indicar dos aspectos diferentes de una misma situación de pedido sin relacionarlos explícitamente entre sí. No obstante, parece razonable suponer que, como en el caso de los niños pequeños, los chimpancés indican como mínimo varios elementos de la situación y que, por consiguiente, expresan significados más ricos que los expresables mediante un único signo. Podríamos, entonces, atribuirles un mínimo de competencia gramatical, atisbos del camino que lleva a la sintaxis humana. Así y todo, en ningún momento se presentaron secuencias en las cuales ni el orden de las señales ni ningún otro dispositivo sintáctico marcara concretamente una diferencia sistemática de significado; tampoco se detectó ningún rol sintáctico particular en ninguna secuencia como totalidad. Y ésos son los criterios que adoptarían la mayor parte de los lingüistas para hablar de una verdadera estructura gramatical: si “comer queso” no significa algo distinto de “queso comer”, entonces el orden de las palabras no constituye un mecanismo sintáctico que construya significado. En el otro estudio cuantitativo sobre las secuencias gestuales de simios entrenados lingüísticamente, Greenfield y Savage-Rumbaugh (1990) ana-

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lizaron datos recogidos diariamente durante cinco meses observando al bonobo Kanzi cuando tenía 5 años de edad. En su totalidad, el corpus estaba compuesto por 13.691 «enunciados», de los cuales 1.422 (10,4 %) eran secuencias que estaban compuestas o bien por dos lexigramas (provenientes de un teclado donde había un conjunto de símbolos inventado), o bien por un lexigrama y un gesto. Una vez excluidos los actos comunicativos cuya interpretación no era clara (porque el segundo observador no estaba presente para tomar notas sobre el contexto) y eliminadas también las respuestas a las preguntas de prueba, el corpus final de secuencias contenía 723 «enunciados» de dos elementos (se excluyeron los «enunciados» más largos, de modo que no conocemos su estructura). Se verificó la fiabilidad de los observadores en el 5 % de los casos, resultado bastante bueno. Como en la investigación de Rivas (2005), la proporción de pedidos fue sumamente alta: ascendió aproximadamente al 96% de todos los «enunciados» de dos elementos (no se conoce la función del restante 4 %). También se repitió otro resultado del estudio de Rivas pues casi todas las acciones solicitadas por el bonobo eran acciones concretas y diádicas como morder, perseguir, llevar, agarrar, esconder, abrazar, cachetear, picar y sacar [algo] de adelante (en un juego). Al igual que Rivas, Greenfield y SavageRumbaugh comprobaron que casi el 25 % de las producciones de Kanzi carecían prácticamente de estructura y las clasificaron como “misceláneas”, “sin relación” o como “acciones, entidades o ubicaciones vinculadas”. Aproximadamente un tercio de las secuencias de dos unidades estaban integradas por actos de señalar y nombrar. Lo más interesante es que casi la mitad de los «enunciados» fueron clasificados, o bien como representaciones de dos de los tres elementos agente-acción-objeto, o bien como una entidad más un atributo o ubicación (adviértase que no se hizo un análisis de fiabilidad de tales clasificaciones). La mayoría de los «enunciados» así catalogados eran secuencias de un lexigrama y un gesto (predominantemente señalamientos o gestos que indicaban dirección). El orden predilecto de Kanzi –que no era un reflejo del comportamiento del cuidador– era indicar primero el lexigrama y luego hacer el gesto, por ejemplo, “sacar de adelanteeso (gesto)” y “jugotú (gesto)”. Ese orden parece muy semejante al de Washoe y sus compañeros, que indicaban primero el objeto o la acción que deseaban y luego hacían una señal para incitar a la persona que participaba del estudio. En las secuencias lexigrama-lexigrama no se observó preferencia por ningún orden en particular. De las siete palabras indicativas de acción que se utilizaron en esas secuencias, cinco se emplearon dando preferencia a un ordenamiento determinado:

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dos de ellas precedían al objeto involucrado y las otras tres se usaban después de él. Nótese, sin embargo, que, aun cuando podría existir un ordenamiento preferencial, ese hecho no implicaba que dos ordenamientos distintos significaran cosas diferentes. Interesa consignar que Kanzi demostró una competencia notable para comprender muchos tipos de oraciones inglesas que se usan para pedir (habitualmente, sus cuidadores le hablaban en inglés al mismo tiempo que gesticulaban y usaban los lexigramas). Esa comprensión implica la capacidad de reconocer que un orden diferente de los lexigramas indicaba que se le pedía hacer cosas distintas (todas las pruebas se hicieron en términos de su respuesta a los pedidos; Savage-Rumbaugh et al., 1993). No obstante, se ha verificado que los individuos de algunas otras especies que no son primates, como los delfines y los loros (Herman, 2005; Pepperberg, 2000) también tienen esencialmente la misma capacidad para reconocer correlaciones entre el orden de los signos y tipos particulares de acciones que se les piden. Por consiguiente, la capacidad de atribuir significación al ordenamiento de los signos aprendidos no es exclusiva de los simios. Con todo, en ninguno de esos animales se observa una competencia paralela con respecto al orden de los signos en su producción de actos comunicativos, de modo que su capacidad de comprensión podría basarse en muchos tipos distintos de habilidades cognitivas y/o de aprendizaje, algunas de las cuales no tendrían mucho que ver con la comunicación en particular. Las aptitudes comunicativas de estos simios “lingüísticos” son realmente sorprendentes pues los animales aprenden gestos y signos comunicativos novedosos y los emplean concretamente en sus contactos con otra especie. Tales experiencias son el ejemplo más claro y admirable, de esa flexibilidad, que se haya registrado. Incluso podría ser que estuvieran utilizando secuencias para comunicarse de modo más elaborado que el que permiten los actos comunicativos de una unidad única, es decir, podrían estar empleando una forma rudimentaria de gramática. Todo ello indica que esos simios tienen la capacidad concreta de analizar sintácticamente una situación conceptual descomponiéndola en dos elementos diferentes –evento y participante, por ejemplo–, lo que no es muy distinto de lo que hacemos los seres humanos. Es posible que la capacidad de distinguir los eventos de los participantes provenga de la habilidad para imitar (muy superior según se ha comprobado en los simios criados entre seres humanos que en los otros, y aun más desarrollada en los niños; véase Tomasello, 1996), habilidad que permite crear categorías de eventos porque yo quiero realizar “la misma” acción que acabo de ver (es decir, imitación = idéntica

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acción, distinto participante). No obstante, desde el punto de vista de la estructura sintáctica, es justo decir que no aparece demasiado en todo lo que relatamos. En ninguno de los dos estudios sistemáticos y cuantitativos hay indicios de que exista estructura gramatical alguna en el sentido de que un orden diferente de los signos (o cualquier otro mecanismo) sirva para indicar los roles participantes ni para modificar el significado de cualquier otra manera. La simple explicación de por qué los simios “lingüísticos” no emplean mecanismos sintácticos en su interacción con seres humanos es que la función de todos sus actos comunicativos es pedir (aun cuando puedan comprender el uso contrastivo del ordenamiento de los elementos cuando se les hacen señas o se les habla). Ese interés exclusivo en los pedidos hechos aquí y ahora, durante la interacción en curso, implica que la producción de estos simios no les imponga prácticamente ninguna exigencia funcional: no se ven obligados a marcar los roles que los distintos actores desempeñan en un evento (marcas sintácticas) ni a identificar más explícitamente a los diferentes actores involucrados (como en las frases nominales); tampoco tienen que indicar el tiempo en que sucedió algo (función de los marcadores de tiempo verbal); no necesitan marcar un tema (función de los marcadores temáticos) ni indicar la función de un acto de habla (función de la entonación o de construcciones especiales). En suma, no necesitan utilizar ninguno de los procedimientos que más adelante caracterizaremos como propios de la sintaxis compleja en la gramática del informar. Así, en este ámbito atípico para su especie, los simios han creado una suerte de gramática del pedir bastante eficaz para sus necesidades comunicativas: por lo general, utilizan una única señal para indicar lo que quieren, luego indican de alguna manera qué persona debe realizar la acción y cuál es el objeto sobre el que la acción debe recaer, o bien utilizan a veces una especie de marcador comodín del pedido que sirve de acicate para el receptor humano.

6.1.3. Niños sordos que utilizan lenguajes de señas caseras Greenfield y Savage-Rumbaugh (1990) sostienen que lo que hace Kanzi con sus gestos y lexigramas es comparable a lo que hacen los niños sordos que se desarrollan sin ningún modelo de lenguaje convencionalizado (por ejemplo, porque los padres decidieron no ponerlos en contacto con ningún lenguaje de señas convencional; Goldin-Meadow, 2003b). Esos niños utilizan con los adultos que los rodean un modo de comunicación que es una combinación de señalamientos (y otros gestos deícticos) y mímica.

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Aprenden algunos gestos mímicos de los padres, pero también inventan otros (curiosamente, no es posible hacer lo mismo en un lenguaje hablado, que emplea signos totalmente arbitrarios), siempre con la presión de que todo sea icónico, de modo que personas que no son del círculo familiar también puedan comprenderlos. Los enunciados constituidos por múltiples signos que reciben de los adultos son enunciados degenerados en muchos sentidos, sobre todo porque los padres hablan al mismo tiempo que gesticulan y sus palabras a menudo tienen prioridad sobre los gestos en el caso de ciertas funciones. Así y todo, los niños acaban produciendo enunciados de múltiples signos que parecen tener cierta estructura gramatical. Se puede demostrar que esa estructura es más compleja en su caso que en el de los respectivos progenitores y, como veremos en nuestra argumentación, también se puede demostrar que es más compleja que la de los simios “lingüísticos”. Como iniciamos esta exposición con los simios que utilizan señales y su gramática del pedir, lo primero que debemos subrayar es que buena parte del lenguaje de estos niños sordos está compuesta por comentarios sobre distintas cosas, que brindan a los demás información en la que presumiblemente están interesados y querrían conocer, comentarios que incluyen relatos con desplazamientos de tiempo y espacio. Aunque no hay datos acerca del porcentaje exacto de los distintos tipos de enunciados, en una codificación sistemática de todos los enunciados producidos por una muestra de diez de estos niños durante 30-60 minutos de juego (edad comprendida entre 1 y 4 años), los resultados fueron los siguientes. Aproximadamente un tercio de los enunciados múltiples parecían ser simples comentarios (y no pedidos) relativos a acciones que involucraban el traslado de objetos o personas (por ejemplo, mover o venir); otro 25 % se refería a transformar objetos (por ejemplo, retorcer o romper); muchos otros tenían que ver con transportar objetos (llevar) y sólo un pequeño porcentaje tenía relación con jugar o realizar acciones concretas (Goldin-Meadow y Mylander, 1984). Esos resultados contrastan notablemente con la dedicación exclusiva de los simios “lingüísticos” a pedir juegos y actividades diádicas concretas como perseguirse y abrazarse. La falta de correspondencia entre el tipo de acciones a las que hacen referencia los niños que usan un lenguaje de señas caseras y los simios se ve claramente en la tabla 6.1, en la cual sobre casi 100 palabras que remiten a acciones sólo dos (comer e ir) son utilizadas por individuos de las dos especies. Cabe atribuir esa diferencia a las distintas metas sociales que abrigan las dos especies cuando usan mecanismos comunicativos.

Balear (2)

Salir (1)

Subir (2)

Martillar (1)

Golpear (2)

Sostener (2)

Sostener/Rociar (1)

Saltar (1)

Salir a través [de algo] (1)

Lamer (1)

Levantar (1)

Levantar y poner adentro (1) Trasladar (1)

Levantar y sacar (1)

Actuar sobre (1)

Golpetear (3)

Soplar (3)

Rebotar (1)

Masticar (2)

Rodear (1)

Trepar (2)

Acunar (1)

Cortar (2)

Bailar (1)

Apretar (1)

Zambullirse (1)

Llorar (1)

Perseguir (4)

Llevar (1)

Morder (2)

Inclinar (1)

Atar (1)

Retirar (1)

Sacar (2)

Chupar (1)

No acercarse (1)

Abrazar (4)

Esconderse (1)

Acicalar (3)

Agarrar (1)

Ir tú (1)

Ir ahí (1)

Ver/mirar/anteojos (1)

Pintar/pintura (1)

Aceitar/aceite (2)

Iluminar/luz (1)

Oír/Escuchar (2)

Comida/Comer (4)

Flor/perfume (3)

Beber/bebida (4)

Ensuciar/sucio (2)

Peinar/Peine (2)

Cepillar/Cepillo (3)

Comer (2/4)

Ir (2/3)

Signos relativos Signos relativos Signos relativos a acciones utilizados a acciones utilizados a acciones/objetos utilizados por los simios por niños y simios por los simios

Rasguear instrumento (2) Ir (3)

Exprimir (1)

Rociar hacia arriba (1)

Tomar sorbos (1)

(Continuación)

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(Continuación) Signos relativos a acciones utilizados por los niños

1984), por simios y por ambos (entre paréntesis: cantidad de individuos sobre un total de 6). Agradecemos a Esteban Rivas su ayuda para compilar la lista correspondiente a los chimpancés

Tabla 6.1. Signos indicativos de acciones utilizados por niños que usan un lenguaje de señas caseras (Goldin-Meadow y Mylander

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Marchar (1)

Mover (6)

Moverse hacía atrás y adelante (1) Pedalear (1)

Acariciar (1)

Resoplar (1)

Tirar de, jalar (1)

Quitarse ropa (1)

Cabalgar (1)

Rugir (1)

Corretear (1)

Levantar en brazos (1)

Hacer (1)

Ponerse ropa (2)

Manejar vehículo (1)

Caerse (1)

Flotar (1)

Ascender volando (2)

Dar (6)

Ir (2)

Pasear (2)

Irse (1)

Bajar (1)

Retorcerse (1)

Aletear (1)

Lavar (1)

Caminar (2)

Desenroscar (1)

Retorcer (5)

(Continuación)

Picar (3)

Tragar (1)

Oler (2)

Esconderse y reaparecer (2) Esconderse y reaparecer/oler (1) Dar una palmada (1)

Abrir-cuarto (1)

Signos relativos Signos relativos Signos relativos a acciones utilizados a acciones utilizados a acciones/objetos utilizados por los simios por niños y simios por los simios

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N.B. La clasificación que presentamos de las señas de los simios es la de los investigadores originales (no la que hizo Rivas en 2005) y puede ser artificial para que haya una correspondencia con las señas de los seres humanos.

Comer (2)

(Continuación)

Signos relativos a acciones utilizados por los niños

Tabla 6.1 (continuación)

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Con todo, es innegable que los enunciados de estos niños sordos son relativamente cortos. En su mayoría están compuestos por un único gesto; aproximadamente el 85 % de los enunciados con varias unidades contienen un único signo icónico –por lo general combinado con el acto de señalar– y la media de gestos por cada enunciado está comprendida entre 1 y 1,4 en todos los niños menos uno (incluido el gesto de señalar). Además, hubo una evolución muy reducida de esos valores a lo largo de un período de varios años de observación. Goldin-Meadow (2003b) aporta pruebas de que esas producciones relativamente modestas se sustentan sobre lo que ella denomina marcos predicativos, pues en ocasiones diferentes los niños indican explícitamente objetos que desempeñan roles distintos en una acción o evento determinado. Por ejemplo, mediante el signo icónico correspondiente a “cortar”, en ocasiones diferentes el mismo niño indicará a la persona que corta, la cosa cortada o el instrumento utilizado para cortar. Parecería que esta multiplicidad es un indicio muy claro de un análisis sintáctico del evento y de los participantes muy productivo, que tal vez se apoye en la notable capacidad humana para imitar acciones e incluso hacer imitaciones con inversión de roles (y repito, imitación = idéntica acción, distinto participante). Los niños que utilizan estos lenguajes de señas caseras, como se los suele llamar, estructuran los enunciados de manera simple. Lo más importante es que a veces emplean un recurso bastante común en los lenguajes de señas convencionales para indicar al “paciente” de una acción, es decir, mientras hacen el signo icónico correspondiente a la acción, mueven la mano en dirección al paciente de la acción, gesto que es una especie de descripción icónica de la relación de “actuar sobre” para marcar así ese objeto o a esa persona. No conocemos con certeza la frecuencia con que usan ese recurso: la descripción de Goldin-Meadow (2003b: 111) se limita a decir: “algunas veces, los niños orientan sus gestos hacia determinados objetos del salón”. Desde ya, quienes usan lenguajes de señas convencionales hacen lo mismo obligatoriamente, así como muchos otros gestos que cumplen diferentes funciones (Padden, 1983). En cuanto al orden, sólo algunos pequeños ordenan los signos sistemáticamente. Por lo general, primero señalan un objeto y luego hacen el gesto icónico correspondiente a la acción, orden que es precisamente el inverso del preferido por los simios lingüísticos (el único niño que produjo gestos de acción transitivos suficientes por su cantidad para el análisis colocó con relativa coherencia a los pacientes después del gesto correspondiente a la acción). Sin embargo, hay pocos indicios de que esos diferentes ordenamientos tengan por objetivo indicar diferencias contrastivas de significado. Otra posible manifestación

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de la existencia de una estructura gramatical –que fue investigada sistemáticamente en el caso de un único niño– es que cuando un signo icónico se usa aparentemente para indicar un objeto, en contraposición a una acción (por ejemplo, para indicar el objeto cepillo en lugar de la acción cepillar), aparece en forma más abreviada, y aun así en una minoría de casos, lo que posiblemente sugiera cierta noción acerca de las categorías de palabras, orientada en la misma dirección que las nociones de sustantivo y verbo (Goldin-Meadow 2003b: 130). Hemos visto que tanto el bonobo Kanzi como los niñitos que emplean señas caseras producen muchos enunciados unitarios, una buena cantidad de enunciados de dos elementos y muy pocos más largos. En los dos casos, el prototipo de enunciado de varios elementos está compuestos por un signo (icónico o un lexigrama) y un gesto más o menos natural, por lo general el de señalar. Hay, empero, dos diferencias fundamentales. La primera es que Kanzi (y los otros simios) produce casi exclusivamente pedidos (los poquísimos ejemplos que no son pedidos son actos como nombrar o reconocer de alguna manera), mientras que los niños producen además muchos enunciados informativos, lo cual significa que “hablan” acerca de todo un espectro de temas –objetos, sus movimientos y sus propiedades– que no abordan por lo general los simios lingüísticos. Es posible que esta diferencia explique la diferencia de ordenamiento de las secuencias. En otras palabras, como están pidiendo algo, los simios indican primero el objeto o la acción que desean y luego señalan de alguna manera a la persona que debe hacer lo que piden, el objeto sobre el cual debe recaer la acción o producen algún tipo de marcador del pedido. En cambio, los niños que usan señas caseras suelen indicar en primer lugar de qué están hablando (por ejemplo, lo señalan) y luego predican algo interesante acerca de eso (lo que tal vez implique una incipiente estructura de tema y rema). La segunda diferencia es que puesto que los niños producen sus signos icónicos en el espacio tienen la posibilidad de usar el espacio para modular los significados de manera sistemática, y algunos de ellos comienzan a hacerlo. Con el sistema de lexigramas que tiene, Kanzi carece de esa posibilidad, y no queda claro si esas limitaciones están ya incorporadas en el lenguaje de signos de los simios o si el observador las busca cuando observa simios que utilizan signos similares al lenguaje de signos convencional. Con todo, vale la pena reiterar que si uno se limita a pedir, no tiene demasiada necesidad de indicar el sujeto ni el objeto directo de la acción. De modo que los niños que emplean señas caseras no se limitan a una gramática del pedir: muy a menudo procuran brindar información a los demás con espíritu de colaboración. Aun así, producen enunciados con

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una sintaxis muy simple, en su mayoría de carácter probabilístico y no normativo. Ahora bien, puesto que su capacidad cognitiva en otros aspectos es totalmente normal –tienen las aptitudes y los móviles que constituyen el fundamento de la intencionalidad compartida–, ¿por qué no utilizan una gramática más compleja? La respuesta evidente es que no están aprendiendo un lenguaje convencional con todas las de la ley, desarrollado en el seno de una comunidad de usuarios. Tampoco tienen a su alrededor a otras personas que también usen naturalmente el lenguaje de señas caseras sin recurrir a las palabras, personas con las cuales podrían convencionalizar algunas cosas. Como veremos en breve, cuando los niños sordos cuentan con una comunidad semejante, comienzan a producir enunciados con una estructura gramatical mucho más compleja.

6.1.4. El lenguaje temprano de los niños Habitualmente, antes de adquirir el lenguaje hablado, los niños señalan y utilizan otro tipo de gestos. Como ya dijimos en el capítulo 4, los niños que adquieren un lenguaje vocal de manera normal suelen incrementar sus actos de señalamiento durante su aprendizaje pero reducen el uso de gestos icónicos y convencionales, presumiblemente porque el lenguaje mismo reemplaza esas funciones. Este hecho significa que muchos de los enunciados unitarios tempranos de los infantes, las holofrases, son en realidad combinaciones de gestos para señalar y de lenguaje (además de marcar el motivo mediante la entonación). Parecería que esas combinaciones de gestos y palabras son precursoras de la sintaxis infantil temprana. Hay dos estudios recientes que explican los mecanismos de este proceso. Suponiendo que los primeros gestos para señalar que acompañan al lenguaje remiten a objetos, Iverson y Goldin-Meadow (2005) definieron dos tipos de combinaciones de gestos y lenguaje. En las combinaciones del primer tipo –que podríamos calificar de redundantes–, el niño señala un objeto y al mismo tiempo lo nombra; en las del segundo tipo –que llamaremos complementarias–, el niño señala un objeto y al mismo tiempo predica algo acerca de él: por ejemplo, señala una galletita y dice “Comer”. Se comprobó en la investigación una correlación sorprendentemente alta entre el uso de las combinaciones complementarias de gesto y palabra con sus primeras combinaciones de palabras (coeficiente de correlación = 0.94) mientras que no había correlación alguna con las combinaciones redundantes. Ozcaliskan y Goldin-Meadow (2005) ampliaron los experimentos para que abarcaran producciones lingüísticas aun más complejas (véase también Capirci et al., 1996). Lo interesante de estos resultados es que las

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combinaciones complementarias de gesto y palabra entrañan el mismo tipo de sintaxis simple que observamos en los simios lingüísticos y en los niños que usan lenguajes de gestos caseros: son enunciados compuestos por un gesto que señala un objeto y algún tipo de signo icónico o arbitrario para indicar la acción, propiedad o cualquier otro predicado que al niño le interese. No hay allí ningún otro mecanismo sintáctico (de hecho, el acto de señalar y las palabras son por lo general simultáneos, de modo que la cuestión de su ordenamiento no es pertinente). En los primeros enunciados que contienen varias palabras, los niños hacen muy a menudo algo ligeramente distinto, aunque no del todo. Alrededor de los 18 meses, la mayoría de los niños comienzan a producir combinaciones de palabras en las cuales un elemento es una constante y el otro, una variable. Por lo general, utilizan una palabra relacional o relativa a un evento con una diversidad de objetos (por ejemplo, “Más leche”, “Más uvas”, “Más jugo”, o bien, “Pelota no ‘tá”, “Perro no tá”). Siguiendo a Braine (1963), podríamos aplicarles el nombre de esquemas pivotales, que constituyen una estrategia muy difundida y productiva entre los niños para la adquisición de muchos de los lenguajes del planeta, y que a veces comprenden enunciados que jamás oyeron pronunciar a un adulto, como el célebre ejemplo de “Allgone sticky”.* Aunque no hay ni remotamente registros tan extensos al respecto, las combinaciones gramaticales tempranas de los niños sordos que aprenden un lenguaje de señas convencionales muestran muchas de esas características (Schick, 2005). Una manera de conceptualizar los esquemas pivotales tempranos y también los marcos predicativos de los niños que usan lenguajes de señas caseras es concebirlos como manifestaciones directas de una conceptualización creciente de la estructura evento-participante, de modo que cualquier participante concreto puede ocupar cualquiera de los distintos roles participantes. Tal conceptualización de los eventos puede descansar en algo parecido a la imitación con inversión de roles de las actividades en colaboración: en esas imitaciones, el niño concibe la actividad conjunta viéndola, por así decirlo, “a vuelo de pájaro”, de suerte que los roles participantes, incluso el suyo propio, tienen el mismo formato representacional. Por la misma razón, tal vez, los simios suelen referirse a acciones concretas y simples y lo hacen en * Célebre frase citada por Braine en 1971. Fue pronunciada por un niño después de que le lavaran las manos y podríamos traducirla literalmente así: “se fue pegajoso”, es decir, ya no quedaba nada de la sustancia pegajosa. Esa frase y otras similares han sido y siguen siendo tema de grandes polémicas entre lingüistas y cognitivistas de distintas tendencias (innatistas y no innatistas) [N. de la T.]

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forma de pedidos: en realidad, no conciben los eventos en una visión a vuelo de pájaro; por consiguiente, no pueden formar esquemas pivotales ni marcos predicativos que tengan lugares vacantes. Con todo, los esquemas pivotales de los infantes no son genuinamente sintácticos. En otras palabras: si bien en muchos de esos esquemas iniciales hay un ordenamiento sistemático de la palabra que corresponde al evento y la que corresponde al participante (por ejemplo, Más ___ o ___ no ‘tá), un ordenamiento sistemático, hay que repetirlo, no es lo mismo que un conjunto de marcas sintácticas productivas que se utilizan contrastivamente para indicar qué papel desempeña una palabra en una estructura combinatoria más grande. Las mismas observaciones valen para la primera etapa de adquisición de lenguas que tienen flexión de caso: los niños incorporan los primeros sustantivos en cualquiera de sus casos pero no tienen un control contrastivo sobre los distintos casos del mismo sustantivo. Este hecho significa que, si bien los infantes utilizan sus primeros esquemas pivotales para particionar conceptualmente las escenas con palabras diferentes, no utilizan en sus producciones recursos como el orden de las palabras ni el caso para indicar los roles que desempeñan los diversos participantes de esa escena (véase una reseña al respecto en Tomasello, 2003). Así, los niños que comienzan a hablar –y también los niños sordos que están aprendiendo un lenguaje de señas convencionales– no se limitan a una gramática del pedir, pero, de todos modos, carecen de una sintaxis en sentido estricto. En su caso, parecería que esa situación se debe a que lleva cierto tiempo discernir la estructura gramatical de los enunciados particulares que se oyen en una comunidad de habla normal. Este hecho es muy importante para cualquier debate acerca de los orígenes evolutivos de la gramática. Aun cuando posean todas las aptitudes cognitivas y sociocognitivas necesarias y aun cuando tengan las motivaciones para hacerlo y estén rodeados por una comunidad lingüística madura, los niños que están en proceso de adquirir un lenguaje hablado por vías naturales no producen enunciados estructurados sintácticamente: comienzan con una especie de sintaxis simple que no recurre todavía a mecanismos sintácticos productivos.

6.1.5. Resumen Si pensamos evolutivamente, aparte de la comunicación natural de los simios, las situaciones que hemos analizado aquí no representan ninguna de las primeras etapas de la evolución humana. Los simios “lingüísticos” se desarrollan en un entorno humano moderno y todos los niños tienen

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aptitudes cognitivas que muy probablemente no tuvieron los seres humanos en sus comienzos, en especial la capacidad de imitación con inversión de roles y de construir con otros un ámbito de intencionalidad conjunta. De modo que nuestro modelo de la evolución de la gramática en su mismo comienzo tendrá que ser una combinación de esas diversas situaciones (esbozadas sumariamente en la tabla 6.2). Los recursos comunicativos que pudo haber tenido en su momento nuestro Homo imaginario para crear combinaciones (véase el capítulo 5) habrán sido el acto de señalar y movimientos de intención convencionalizados (para la aparición de gestos icónicos plenos habría que esperar que surgiera la intención comunicativa: véase la sección 5.2.2). Lo que nos facilita en algo la tarea es que, aparte de las secuencias gestuales espontáneas de los grandes simios, en todas las otras situaciones los individuos producen combinaciones genuinas con un tipo similar de sintaxis simple en el sentido de que particionan la situación referencial en múltiples elementos, con frecuencia en eventos y participantes. Interesa observar que si bien el acto de señalar y la mímica pueden emplearse solos para hacer referencia a objetos o acciones, en las combinaciones analizadas aquí todos los individuos utilizaron el gesto de señalar para los objetos (participantes) y la mímica (o señas) para los eventos. Dada la ubicuidad de esa división en los lenguajes de señas y los vocales de todo el mundo, podemos postular que la organización evento-participantes (¿precursora en algún sentido de los verbos y sustantivos?) es natural para los simios y los seres humanos.* Por lo tanto, podríamos sugerir que nuestro antiguo Homo no sólo producía secuencias de gestos sino combinaciones gestuales que segmentaban la situación referencial en diferentes elementos –por lo general, eventos y participantes– pero carecían de marcas sintácticas que indicaran el rol de esos elementos en el enunciado total.

* Cuando se analizan los enunciados espontáneos de hablantes maduros en términos de las unidades de entonación –que a menudo son las secuencias de habla entre dos pausas, comprenden cuatro o cinco palabras y duran unos pocos segundos–, se comprueba que por lo general contienen frases simples (cláusulas) que se refieren a un único evento o estado y, además, un participante o unos pocos participantes (Chafe, 1994; Croft, 1995). Estos datos sugieren que la sencilla organización en evento y participantes es también natural en el uso de los hablantes maduros.







Niños que usan lenguajes de señas caseras

Niños pequeños



?

--------

Simios “lingüísticos”



Imitación



Atención conjunta









Señalar

Palabras + signos icónicos

Icónicos

asl / Lexigramas

Movimientos de intención

Otros signos

Todos

Todos

Pedir

Pedir

Motivos



-----------





Comunidad de hablantes

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Homo

Tabla 6.2

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6.2. gramática del informar Cuando ya existen individuos del género Homo que poseen lo necesario para combinar diversos gestos a fin de pedirse cosas entre sí en el contexto de actividades de colaboración que requieren atención conjunta, ¿qué sucede con esas combinaciones gestuales múltiples cuando ellos (los primeros Homo sapiens) superan la etapa de pedir y comienzan a brindar información a sus congéneres aunque no se trate de actividades de colaboración (como resultado de procesos de reciprocidad indirecta)? El prototipo del acto de informar involucra eventos y participantes que no son tú y yo, no están ni ocurren aquí y ahora pues se refiere a cosas que el receptor ignora en ese momento. La comunicación acerca de este espectro más amplio de eventos y objetos implica por lo menos tres problemas comunicativos nuevos: • Identificar: cuando ya no se trata sólo de pedir, el comunicador debe contar con procedimientos para referirse a objetos y eventos ausentes o desconocidos utilizando incluso varios elementos como si fueran un único constituyente coherente desde el punto de vista funcional pero, aun así, debe anclar el acto de referencia para el receptor en el terreno conceptual común. • Estructurar: cuando ya no se trata sólo de pedir, el comunicador debe contar con procedimientos para marcar sintácticamente datos tales como quién le hizo tal cosa a tal otro (incluso a terceros) en el evento o estado de cosas en cuestión. • Expresar: cuando son posibles otros móviles y no solamente los pedidos, el comunicador debe distinguirlos en beneficio del receptor, y quizá deba distinguir también para él otras actitudes del hablante.

6.2.1. Mecanismos sintácticos convencionales Hay muchas maneras distintas de resolver esos problemas, tanto en la modalidad gestual como en la vocal. En primer lugar, en los modernos lenguajes hablados y también en los de señas, hay muchos modos de identificar a los participantes y los eventos para el receptor cuando ellos son externos al comunicador y al receptor en el momento de la comunicación. Sin embargo, la clave del procedimiento es que el comunicador usa como eje la situación de él y del receptor en ese momento –es decir, el marco atencional conjunto de ese instante, el centro deíctico de Bühler (1934/1990)– para anclar sus actos de referencia con respecto a lo que

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ambos perciben o saben. Así, de ser posible, el comunicador señalará algo que está presente para la percepción o indicará una entidad mediante un signo ideado para cosas que ya están en el ámbito atencional conjunto (por ejemplo, usará vocablos como ella o él). En cambio, para las entidades y los eventos que no están presentes, la mayoría de las palabras/signos con contenido en las dos modalidades remiten a categorías y no pueden indicar referentes particulares por sí mismos: si digo “gato” o hago el signo que le corresponde, así como cuando digo “morder” y no especifico nada más, ninguno de los dos términos identifica ningún referente individual perteneciente a nuestro terreno conceptual común ni a cualquier otro. Por consiguiente, el comunicador debe proporcionar orientación para que el receptor encuentre los referentes individuales: por lo general, será necesario localizar los objetos en el espacio –incluso en el espacio conceptual– y ubicar los eventos en el tiempo, incluso en el tiempo imaginario (Langacker, 1991; Croft, 1991). Entonces, debo decir cosas como “el gato” (es decir, el que ocupa nuestra atención conjunta actual) o “mi gato” o “el gato que vive en la casa abandonada de la esquina” a fin de identificar un elemento entre los miembros de esa categoría: hay toda una jerarquía referencial que depende del grado en que el referente en cuestión se destaca dentro de nuestro terreno conceptual común en este momento (véanse Chafe, 1994; Gundel, Hedberg y Zacharski, 1993). Análogamente, digo “va a morder” o “mordió” para indicar a qué evento particular o a qué evento imaginario me refiero, ubicándolo en el tiempo con respecto al presente. El hecho de que muchos elementos funcionen en conjunto para cumplir una única función comunicativa coherente (por ejemplo, hacer referencia a un único objeto o evento) significa que forman un único constituyente dentro de construcciones más grandes, lo que crea una estructura jerárquica. En segundo lugar, en los lenguajes de señas modernos hay diversas maneras de dejar en claro quién hizo alguna cosa a otro. La más común es el orden simple (Liddell, 2003), que también es utilizado con frecuencia en los lenguajes hablados. En casi todas las lenguas del planeta –ya sean gestuales o vocales– en los enunciados se hace referencia al actor/sujeto antes que al paciente/objeto, presumiblemente porque en el mundo real las fuentes causales suelen moverse y accionar antes que las cosas sobre las que actúan o a las que afectan. Tal principio de ordenamiento tiene al menos cierto origen natural, pero para ser productivo es necesario convencionalizarlo en contraposición a otras alternativas. Además, en los lenguajes de señas a veces se hace uso del espacio para cumplir la misma función: por ejemplo, para indicar que yo te doy algo, desplazo el signo de dar desde mi

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persona hacia la tuya en forma icónica (y hago el movimiento contrario para indicar que tú me das algo a mí). Este dispositivo también tiene origen natural. Como ya dijimos, quienes utilizan señas identifican al paciente de una determinada acción haciendo la mímica de esa acción en la dirección de un objeto presente para la percepción, mecanismo que a veces recibe el nombre de concordancia (para subrayar su afinidad con recursos como la concordancia entre sujeto y verbo en los lenguajes hablados). Para indicar quién realiza la acción, las personas que hacen la seña correspondiente deben desplazar su propio cuerpo en el espacio a fin de actuar indicialmente desde la perspectiva espacial de alguien presente en la situación, acción que también es un procedimiento icónico. En los dos tipos de lenguaje se emplean a veces señas, palabras o marcadores convencionales (por ejemplo, preposiciones, marcadores de caso) para indicar el rol que desempeña un participante en un evento. En tercer lugar, en las dos modalidades el comunicador expresa de alguna manera sus motivaciones (y, a veces, otras actitudes) como información adicional para ayudar al receptor a inferir su intención social. También en ambas modalidades, esas expresiones suelen ser manifestaciones naturales de emoción, aunque para servir como marcadores contrastivos deban convencionalizarse. Así, las preguntas se formulan con cierto tipo de expresión facial en los lenguajes de señas y/o con cierta entonación en los lenguajes hablados, características que tal vez tengan su remota raíz en la historia de las expresiones naturales de desconcierto y/o sorpresa. Los pedidos que no son tan corteses pueden hacerse con una expresión facial o un tono de voz de demanda que posiblemente tenga que ver con la historia recóndita de las expresiones de enojo. Esas expresiones de las motivaciones –que se fundamentan en las reacciones emocionales humanas– se han convencionalizado contrastivamente, cada una a su manera, en la modalidad gestual y en la vocal. En el capítulo anterior, la comunicación que describimos estaba integrada por gestos derivados de acciones, que responden a la tendencia natural de los seres humanos a seguir la dirección de la mirada (de ahí el señalar) y a interpretar las acciones ajenas intencionalmente (de ahí la mímica). Los individuos son capaces de comprender esos gestos sin ningún aprendizaje especial previo, tal como cualquiera puede comprenderlos espontáneamente en una tienda o en una estación ferroviaria de un país extranjero (suponiendo siempre que posean la infraestructura cooperativa necesaria para comunicarse). La convencionalización elimina la espontaneidad y la reemplaza, por así decirlo, por una historia de aprendizaje compartido: cualquiera que se haya criado en nuestra comunidad sabe para qué se utiliza tal con-

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vención comunicativa arbitraria porque todos tuvimos experiencias de aprendizaje similares con ella (y todos sabemos que es así). Pese a los intentos de concebirlos como “reglas” algebraicas sin contenido (por ejemplo, Chomsky, 1965; Pinker, 1999), las construcciones y los mecanismos sintácticos funcionan de manera similar. Cada uno de los distintos lenguajes del planeta –sean lenguajes de señas o hablados– tiene convenciones sintácticas y gramaticales propias para armar los enunciados con el fin de resolver los diversos problemas que plantea la comunicación informativa. De hecho, cada una de las lenguas posee una diversidad de construcciones prefabricadas que combinan distintos tipos de signos/palabras y marcadores gramaticales listos para ser utilizados en situaciones comunicativas recurrentes. Por ejemplo, la construcción pasiva del inglés: “The dog was injured by de car”,* en la que el sujeto gramatical es el paciente de la acción, está formada por una disposición determinada de ciertos constituyentes (cada uno de los cuales tiene, a su vez, una construcción especial) a fin de cumplir una función comunicativa específica. Esta manera más funcional de contemplar la gramática no implica negar que puedan existir principios muy generales de procesamiento o cómputo que, de alguna manera, determinan o restringen los patrones gramaticales que los seres humanos pueden convencionalizar. Tampoco significa negar que las cosas pueden partir de principios “naturales”, como indicar en primer lugar al agente de una acción. No obstante, en lo más inmediato, la gramática es un conjunto de construcciones y mecanismos –que en cada lengua se convencionalizan de manera diferente– para facilitar la comunicación cuando necesitamos referirnos a situaciones complejas que no acontecen aquí y ahora.

6.2.2. El Lenguaje de Señas Nicaragüense Las sucesivas generaciones de usuarios del Lenguaje de Señas Nicaragüense nos brindan un ejemplo sumamente ilustrativo de la transición de una sintaxis simple a otra cabal, y de los comienzos de la convencionalización gramatical. En la situación inicial, se reunieron en una escuela un grupo de niños sordos, cada uno de los cuales había desarrollado ciertas habilidades con algún lenguaje de señas caseras. Espontáneamente, esos niños hallaron maneras de comunicarse entre sí utilizando un conjunto de señas comunes, y los compañeros que ingresaron a la escuela con posterioridad

* Literalmente: “el perro fue lesionado por el automóvil”. [N. de la T.]

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comenzaron también a aprender esas señas. Lo interesante de esa situación es que todo comenzó hace unos pocos decenios, de modo que los niños de la primera generación –ahora adultos– están vivos todavía y hay además dos generaciones más de niños y adultos para estudiar. El descubrimiento fundamental es que los más jóvenes parecen tener más fluidez en el uso de las señas y también parecen haberles añadido cierta estructura gramatical si se los compara con los creadores originales, representados por las primeras generaciones. Como ya dijimos, los niños que usan lenguajes de señas caseras están en gran medida limitados a lo que sus padres y ellos mismos pueden inventar, y la gran presión para que las señas sean “naturales” (icónicas) proviene de las otras personas que no participaron de la invención. En cambio, cuando nace un lenguaje nuevo como éste de Nicaragua, entra en escena un proceso distinto. A medida que diversos usuarios se comunican entre sí, van creando signos y construcciones nuevas que los aprendices posteriores adquieren por imitación (sin comprender muchas veces su sentido “natural”): en ese punto nos encontramos otra vez con un “desplazamiento hacia lo arbitrario”. A ese proceso, que abordaremos más extensamente después, podríamos darle el nombre de convencionalización de la gramática (o “gramaticalización”, aunque este último término tiene otras connotaciones). Lo importante por ahora es saber que el proceso de creación sumado al de transmisión da origen a una estructura gramatical que excede la inventada por los individuos que usaban un lenguaje de señas caseras idiosincrásico. En el caso del Lenguaje de Señas Nicaragüense, el análisis de las señas espontáneas y los experimentos realizados para que los individuos las produjeran y comprendieran han demostrado que se ha creado estructura gramatical en muy poco tiempo. Primero, las últimas generaciones de usuarios de este lenguaje saben utilizar el espacio de distintas maneras para estructurar gramaticalmente sus enunciados, de un modo similar al que se emplea en los lenguajes de señas convencionales (los usuarios de la primera generación, en cambio, no lo hacen). Por ejemplo, utilizan el espacio para identificar referentes ausentes que podrían exigir muchas señas que funcionen en conjunto (constituyentes). Así, utilizan un punto común de referencia espacial para indicar elementos que, de algún modo, van juntos en un constituyente –proceso denominado a veces concordancia, de modo que, por ejemplo, la seña correspondiente a un objeto y la expresión que lo modifica pueden asignarse a una misma ubicación, lo que indica una relación de modificación– y emplean idéntico procedimiento para un agente y una acción. Además, utilizan también mecanismos espa-

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ciales para hacer el seguimiento de los referentes a lo largo del tiempo: una vez que el individuo ha hecho referencia a un objeto con una seña, después puede limitarse a indicar el lugar en que produjo originalmente la seña en cuestión para referirse por segunda vez al mismo objeto, procedimiento muy similar al uso de los pronombres en los lenguajes orales. Esencialmente, se trata de utilizar un mecanismo espacial para indicar cosas aprovechando el marco atencional conjunto ya establecido. Otro uso interesante del espacio por parte de los individuos de la segunda generación consiste en indicar el punto de referencia de otra persona antes de hacer el gesto −por ejemplo, señalar un lugar del espacio vinculado con un objeto ya establecido−, pero desde el punto de vista de alguien que no es el comunicador (Senghas y Coppola, 2001; Senghas, 2003). Segundo, con respecto al orden de los signos o señas, en cuanto mecanismo estructurante, en experimentos en los cuales los sujetos narran lo que ocurre en una película, los individuos de la primera generación se refieren a un único participante para cada acción (como ocurre en la mayoría de los casos en los lenguajes de señas caseras), de modo que el ordenamiento de las narraciones, incluso las largas, es una alternancia de señas para los verbos y señas para los participantes. En cambio, los individuos de la segunda generación prefieren enunciados con los verbos al final, cualquiera sea el número de participantes, y así los actores/sujetos/ temas aparecen casi invariablemente antes que los pacientes/objetos/remas (Kegl, Senghas y Coppola, 1999). Se ha comprobado que el mismo orden se utiliza también en otro lenguaje de señas inventado no hace mucho, el Lenguaje de Señas Beduino, en el que los enunciados que tienen el verbo al final exceden otros tipos de ordenamiento en una proporción de seis a uno (Sandler et al., 2005). Además, al igual que las personas que emplean señas caseras, los usuarios de estos nuevos sistemas orientan las señas correspondientes a acciones hacia determinados objetos para indicar que esos objetos son los pacientes u objetos directos de la acción. Así, los miembros de la segunda generación de usuarios del Lenguaje de Signos Nicaragüense han comenzado a utilizar cierto número de mecanismos gramaticales que constituyen una sintaxis cabal, cosa que no hacen las personas que emplean señas caseras ni los usuarios de primera generación del mismo lenguaje. Puesto que los lenguajes de señas o signos surgen muchas veces espontáneamente, y todos los que ya tienen madurez incorporan muchas estructuras gramaticales, cabe suponer que esa convencionalización es el proceso normal de creación de un lenguaje de señas cabal por parte de una comunidad.

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6.2.3. La gramática temprana de los niños que hablan No mucho después de comenzar a utilizar enunciados de varias palabras –a menudo con la forma de esquemas pivotales, como ya hemos dicho–, los niños que se desarrollan normalmente empiezan también a estructurarlos gramaticalmente, tal como hacen los niños sordos con el lenguaje de señas. Desde bastante temprano, sus enunciados revelan una estructura jerárquica, en el sentido de que usan frases nominales de varios elementos y frases verbales identificadas por patrones constructivos particulares (véase una reseña al respecto en Tomasello, 2003). También utilizan recursos sintácticos de segundo orden para indicar los roles que los participantes desempeñan en los eventos: emplean el orden u otros tipos de marcadores sintácticos como el caso. En sus inicios, esos mecanismos son inseparables de determinados tipos de eventos. Por ejemplo, los niños suelen aprender un ordenamiento particular para indicar a los agentes y a los pacientes de ciertos tipos de eventos, como dar o empujar, pero no lo usan para otros tipos de eventos. Esas construcciones del tipo verbo-isla (Tomasello, 1992a, 2003) indican que las sintaxis inicial de los niños tiene alcance local y sólo gradualmente se vuelve más general y abstracta. La conclusión más importante para los fines de nuestra exposición aquí es que los recursos sintácticos –incluso los convencionales que pueden modificar el significado contrastivamente– pueden aplicarse localmente a palabras/signos específicos o, con mayor amplitud, a categorías enteras de palabras/signos. Por consiguiente, si pensamos en la evolución humana, es razonable suponer que en las primeras etapas de desarrollo de una sintaxis compleja en la gramática del informar, los individuos pudieron haber estructurado sus enunciados mediante dispositivos sintácticos que sólo operaban localmente y se aplicaban a palabras/signos particulares y que no se usaban para toda una categoría de palabras/signos.

6.2.4. Resumen Es preciso recordar que si pensamos en términos evolutivos ninguna de las situaciones descritas se ajusta a las condiciones de las primeras etapas de la evolución humana: ni la situación de los niños que aprenden el Lenguaje de Señas Nicaragüense ni la de aquellos que adquieren un lenguaje convencional de signos o palabras. La condición de los niños que crearon y aprendieron el Lenguaje de Signos Nicaragüense podrá parecerse a alguna de las primeras etapas evolutivas, pero esos niños tenían más aptitudes cognitivas y sociocognitivas que los seres humanos de la remota época que nos interesa (en especial, con respecto a temas como el compartir y la normatividad). Además, todos comenzaron aprendiendo señas caseras en interacción con adultos

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hablantes maduros y modernos. Lo que buscamos en nuestro caso es algo creado de novo, que vaya más allá de la gramática del pedir e incluya ciertas estructuras más complejas pero que, aun así, no haga uso de los mecanismos sintácticos necesarios para compartir experiencias en una narración y no abarque la dimensión normativa de la comunicación cooperativa humana. La innovación principal que buscamos en la gramática del informar es el uso por parte del comunicador de recursos sintácticos convencionales para: (i) anclar y por lo tanto identificar los referentes dentro del marco atencional conjunto de ese momento, incluido el uso de constituyentes de varios elementos; (ii) estructurar el enunciado en su totalidad en beneficio del receptor indicándole los diferentes roles que desempeñan los participantes del evento y (iii) expresar convencionalmente las motivaciones y las actitudes (a menudo acompañadas por la expresión facial y la voz). Todas esas innovaciones son producto de nuevas funciones comunicativas aunque, desde luego, ningún recurso en particular está determinado por ellas pues en distintas lenguas adoptan formas diferentes. Ninguno de esos recursos complejos es necesario en la gramática del pedir, amarrada a ti y a mí aquí y ahora; todos ellos son indispensables en la gramática del informar. Presumiblemente, los primeros recursos sintácticos convencionales utilizados en la evolución provenían de principios “naturales”, es decir, principios que utilizan todos los seres humanos espontáneamente según sus propensiones cognitivas y sociales, y sus móviles. Luego, el proceso de convencionalización los transformó en recursos sintácticos significativos para la comunicación cooperativa humana, por ejemplo, procedimientos como “colocar primero al actor” o “colocar primero el tema” o poner cara de desconcierto cuando se pide información.

6.3. gramática del compartir y del narrar Como dijimos al principio, compartir es en algún sentido brindar información. Tiene que ver con un móvil fundamental en los seres humanos, el de compartir con otros información y, más importante aun, compartir con ellos actitudes acerca de esa información. Hemos conjeturado que el compartir sirve para ampliar el terreno conceptual común que tenemos con otras personas y, por ende, funciona como una forma de identificación y cohesión social: quien comparte quiere parecerse a los demás integrantes del grupo y abriga la esperanza de agradarles y poder comunicarse con ellos más íntimamente. También dijimos que ese afán por compartir/identificarse llevaba en última instancia a la normatividad que rige muchos

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comportamientos sociales, es decir, la presión social implícita para hacer las cosas del mismo modo en que otros las hacen. Puesto que el lenguaje tiene una estructura normativa muy fuerte con respecto a la manera en que nos referimos a las cosas mediante convenciones lingüísticas específicas y con respecto a la forma en que juzgamos los enunciados como gramaticales o agramaticales, es posible que este móvil sea en parte responsable de juicios tales como “No se dice así”. Uno de los medios más importantes para compartir información y actitudes en todas las culturas del mundo es la narración. Casi todas las culturas tienen narraciones que contribuyen a definir al grupo como una entidad coherente a través del tiempo –mitos de creación, cuentos tradicionales, parábolas, etc.– que pasan de una generación a otra como parte de la matriz cultural. (Interesa destacar que incluso los usuarios de lenguajes de señas caseras que no dominan un lenguaje convencional parecen relatar con sus gestos icónicos narraciones simples –véase Goldin-Meadow, 2003b– y también lo hacen los niños que adquieren el Lenguaje de Señas Nicaragüense, como se consigna en Senghas, Kitra y Özyürek, 2004.) Desde un punto de vista lingüístico, las narraciones que cuentan una historia extensa plantean multitud de problemas para relacionar diversos eventos y a los distintos participantes de cada uno de ellos a lo largo del tiempo narrativo. Esos problemas se resuelven mediante los diferentes mecanismos sintácticos de algo que podríamos llamar sintaxis elaborada. De hecho, buena parte de las estructuras gramaticales modernas, aparentemente excesivas, provienen de mecanismos que, según nuestra hipótesis, se inventaron para lidiar con las dificultades creadas por las narraciones y otras formas más extensas de discurso. En realidad, incluso la gramática de las construcciones correspondientes a enunciados individuales ha quedado afectada pues la expresión lingüística de secuencias de eventos por medio de tales enunciados o, incluso, por medio de los turnos en la conversación puede comprimirse, gramaticalizarse, en una única construcción que abarca múltiples eventos y que se enuncia más o menos con la misma curva de entonación. Todos estos procedimientos pueden materializarse en los lenguajes hablados y los de señas, como ocurre de hecho, motivo por el cual postulamos la hipótesis de que constituyen una característica de los Homo sapiens más recientes.

6.3.1. Discurso y narración Para organizar un discurso narrativo, necesitamos mecanismos para hablar de muchos eventos y estados vinculados entre sí de manera compleja, y

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también medios para anclar nuestro discurso, no tanto en el contexto inmediato, que no es lingüístico, sino en el contexto lingüístico del discurso previo. Por consiguiente, un narrador diestro tiene que dominar un conjunto de mecanismos que proporcionan coherencia y cohesión a los acontecimientos narrados. El discurso narrativo plantea dos dificultades fundamentales: establecer la relación temporal que los eventos narrados tienen entre sí y seguir el rastro de los participantes, que a veces son los mismos y a veces son diferentes (y que, aun cuando sean los mismos, desempeñan papeles diferentes en los distintos eventos). En primer lugar, seguir el hilo de los eventos en el tiempo exige algunas estructuras gramaticales increíblemente complejas. Desde luego, la situación más simple es la de un suceso o evento referido al momento actual: Dormí durante una hora o Voy a dormir una hora. Pero la narración nos demanda también situar acontecimientos desplazados entre sí en el espacio y el tiempo, de modo que puedo decir cosas tales como: Mientras dormía, explotó una bomba (un evento pretérito que se produce en el transcurso de otro evento pretérito). Después de que hubiera dormido una hora, llegó mamá (un evento pretérito ocurre después de otro evento pretérito). Habré terminado el libro el mes próximo (momento del futuro respecto del cual otro evento futuro es pasado). Cuando haya terminado el libro, cumpliré diez años de residencia en Australia (momento del futuro en el cual finaliza otro evento que también abarca el futuro). Es difícil imaginar fuera del discurso narrativo otro contexto comunicativo que exija mantener una contabilidad tan compleja del tiempo, que se refleja en el tiempo y en el aspecto de los verbos. En segundo lugar, seguir el rastro de los referentes a través de los distintos sucesos también es bastante complicado. En algunos casos, ni siquiera necesitamos identificar explícitamente el referente en el segundo evento, como ocurre en el siguiente ejemplo: “Bill fue a la ciudad y ___ compró una camisa”. En otros casos, se identifica el referente con un pronombre, mecanismo que puede confundir si antes se han mencionado dos participantes que podrían ser su referente, como en este ejemplo: “Bill llevó a Sarah a la

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ciudad y ___ compró una camisa”, en el que la persona que compró la prenda (Bill) está más lejos de la palabra compró que el otro participante (Sarah). Este escollo se puede superar si se utiliza un pronombre marcado de algún modo, como en: “Bill llevó a Sarah a la ciudad y ella compró una camisa”. En este último ejemplo, el pronombre femenino ella tiene prioridad sobre el que se supondría por omisión. Las lenguas en las que todos los nombres tienen un género específico o pertenecen a una clase de nombres pueden usar este recurso con mucha mayor eficacia que el inglés. Estos ejemplos apenas son muestras superficiales de la complejidad que entraña el rastreo de las referencias del discurso pero al menos ilustran con sencillez algunas de las presiones comunicativas que determinan la forma de las gramáticas (por ejemplo, la presión para hallar maneras de seguir el rastro de los referentes a través de los distintos eventos). Esas presiones pueden ser el origen de recursos tales como una diversidad de formas pronominales, distintas clases de nombres o sustantivos, algunos tipos de concordancia, etc. Como ya dijimos, en los lenguajes de señas la misma función la realiza el comunicador cuando hace la seña correspondiente a una persona u objeto situado en un lugar determinado frente a él y luego se refiere de nuevo a esa persona u objeto señalando el lugar en cuestión. En el discurso en su forma más amplia, anclar los eventos en el tiempo y seguir el rastro de los referentes a través de esos sucesos es mucho más complejo de lo que indica la rudimentaria exposición que hemos hecho, y hay una enorme diversidad lingüística en la forma que adquieren esos procedimientos. Con todo, lo esencial es que todas las comunidades lingüísticas que quieren narrar y desarrollar otras formas de discurso complejo deben crear convenciones gramaticales del tipo general que acabamos de describir.

6.3.2. Construcciones complejas Este tipo de discurso, más amplio, exige las construcciones sintácticas más complejas de cualquier lenguaje, es decir, las que contienen más de un evento. A través de un proceso que describiremos después con más detalle, las secuencias prolongadas de discurso que hacen referencia a varios eventos –organizados flexiblemente y expresados mediante distintas unidades de entonación– “cuajan” en la comunidad hablante a lo largo de la historia formando construcciones gramaticales que tienen una organización más o menos rígida y que se expresan en una sola curva de entonación. Hay tres tipos fundamentales de construcciones que amplían las funciones de identificación, estructuración y expresión de manera aun más compleja.

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En cuanto a la identificación, hay millares de construcciones distintas que se utilizan para identificar los referentes empleando muchos elementos, como ocurre en el inglés* con las frases nominales (“el enorme auto verde”) y las expresiones verbales (“habrá estado durmiendo”). Las cláusulas relativas son las más complejas de todas pues identifican a un referente mediante un evento: El hombre que llevaba una chaqueta verde se fue temprano. Ahí está la mujer que vimos ayer en la tienda. En otras construcciones se cambian la perspectiva y el énfasis para facilitar al receptor la identificación de un participante clave: A quien robaron fue al hombre (no a la mujer, como tú supones). Fue la muchacha quien le robó (no el joven, como creías). Los pormenores de tales construcciones no deben distraernos pues lo único que necesitamos tener presente es que sirven para identificar referentes y aparecen en el discurso en sentido amplio de distintas maneras que explicaremos algo mejor a continuación. En cuanto a su capacidad de estructurar, todas las lenguas tienen construcciones complejas que permiten vincular eventos entre sí y con los participantes de manera nada sencilla, pero sistemática. Por ejemplo, en inglés** podemos producir enunciados como el siguiente, que abarcan dos eventos: María terminó1 la tarea y luego fue2 a la ciudad. Juana empujó1 la puerta, pero no se abría2. María fue1 en bicicleta porque necesitaba encontrarlo2 pronto. La existencia de eventos yuxtapuestos entre sí mediante una palabra clave que los vincula y especifica la relación entre ellos es algo rutinario en el discurso y en las narraciones. Hemos dado unos pocos ejemplos, pero hay

* Y en el español. [N. de la T.] ** También en español. [N. de la T.]

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muchos otros tipos y, además, la realización concreta de esa clase de construcciones complejas organizadas sin rigidez es muy diversa en las distintas lenguas. En cuanto a la expresión, hay construcciones especiales para indicar distintas funciones del acto de habla (móviles), tales como los enunciados interrogativos y los imperativos: ¡Cierra la puerta! (imperativo) ¿Cerraste la puerta? (interrogativo) Cerró la puerta (aseverativo) En otras construcciones que expresan la actitud del hablante se narra un evento dentro del marco del estado psicológico o la actitud de alguna persona. Algunas son expresión de deseos y voliciones, y muchas –las primeras en el proceso de adquisición infantil del lenguaje– manifiestan la actitud del comunicador hacia el evento aquí y ahora. Veamos algunos ejemplos simples: Quiero jugar a Batman. Tengo que hacer la tarea para el hogar. Intento ganar. Posteriormente, es posible generalizar esas construcciones y transformarlas en relatos sobre los estados psicológicos o las actitudes de otras personas hacia determinados eventos. Dentro de la misma categoría están las construcciones relativas a estados epistémicos. He aquí algunos ejemplos: Sé que puedo hacerlo. Pienso que se fue a su casa. Creo que ella vendrá a la fiesta. Desde luego, estas construcciones epistémicas también pueden desplazarse y hacer referencia a los estados psicológicos o a las actitudes de otros hacia determinados eventos.

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Es importante advertir que los niños contemporáneos no necesitan gramaticalizar sus primeras construcciones complejas a partir de secuencias porque oyen continuamente esas construcciones en boca de los adultos (Diessel y Tomasello, 2000, 2001; Diessel, 2005). Se trata de otra manifestación de la dialéctica cultural en general: los productos culturales inventados se vuelven cada vez más complejos a lo largo de la historia por obra de la interacción y la colaboración sociales, pero las nuevas generaciones se limitan a adquirir el producto por mera imitación o alguna otra forma de aprendizaje cultural (efecto de “trinquete” cultural; Tomasello, Kruger y Ratner, 1993). La cuestión crítica a este respecto es que muchas, si no la mayoría, de las construcciones gramaticales más complejas de una lengua se convencionalizan en el curso de la historia a partir de secuencias discursivas, a fin de lidiar con las dificultades planteadas por el discurso en sentido amplio y por las narraciones que entrañan muchos eventos. Esbozaremos ese proceso de inmediato.

6.3.3. La gramaticalidad como normativa ¿Por qué los seres humanos de todas las culturas cuentan historias? En el capítulo 5 expusimos la lógica subyacente al hecho de que los individuos comparten información, emociones y actitudes con sus congéneres. Esquemáticamente, compartir es una manera de ampliar el terreno conceptual común que tenemos con otros y aumentar así nuestras oportunidades de comunicación. En última instancia, es una manera de parecernos más a los otros y de incrementar la probabilidad de que nos acepten (el afán de no desentonar en un grupo desempeña un papel fundamental en los procesos de selección grupal por obra de la cultura). Narrar es un aporte a ese proceso pues sólo los integrantes de nuestro grupo conocen nuestras historias; además, la apreciación que hacemos de los personajes y de sus acciones al contar la historia es también un importante mecanismo de cohesión (véase Bruner, 1986, quien distingue en las narraciones el “paisaje de la acción” y el “paisaje de la evaluación”). Dijimos también en el capítulo 5 que este proceso se canaliza luego en normas sociales. Los seres humanos tienen una gran necesidad de pertenecer a algún grupo social y las normas de comportamiento internas de un grupo –debes tener espíritu de colaboración, debes vestirte, comer y actuar como nosotros– sólo pueden surgir cuando los individuos son sensibles al aprecio ajeno y a las sanciones sociales (de hecho, se anticipan al juicio del grupo cuando sienten incomodidad, culpa y vergüenza). Las normativas también abarcan muchas de las actividades cotidianas en el seno del grupo porque hay una presión general para que todos sean aquiescentes:

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nosotros –los miembros de este grupo– recogemos miel de esta manera (como lo hicieron nuestros antepasados desde los tiempos más remotos); nosotros usamos palillos para comer, etcétera. El respeto por la gramaticalidad –el hecho de que ciertos enunciados nos suenen agramaticales (“Eso no es inglés”)– parecería algo muy alejado de la aceptación de normas sociales para evitar la vergüenza o la culpa. Sostenemos, no obstante, que se trata de otro ejemplo de aplicación de normas sociales a la conducta cotidiana, como lo es el recoger miel de determinada manera o usar palillos para comer. Sí, se trata también de normas sociales pero reforzadas porque a los enunciados gramaticales comunes los oímos decenas o centenas de veces cada día, de modo que su estructura está muy arraigada en nuestras actividades de comunicación (adviértase que la transgresión de patrones gramaticales menos frecuentes no nos suena tan mal; Brooks et al., 1999). Interesa consignar también que los niños de la segunda generación usuaria del Lenguaje de Señas Nicaragüense detectan la gramaticalidad como no lo hacen los que usan señas caseras (es decir, esos niños advierten que los usuarios de la primera generación no siempre se expresan “bien”; Senghas, Kita y Özyürek, 2004). Este hecho sugiere que, cuando el proceso de convencionalización se desarrolla entre individuos que poseen las aptitudes cognitivas y sociales de los seres humanos modernos y que participan de una comunidad lingüística, crea la impresión de que las cosas deben hacerse de cierta manera y de que ciertas personas las hacen mal. La gramaticalidad ha desconcertado a muchos lingüistas y filósofos: si no se trata de reglas explícitas tal como las que se enseñan en la escuela (o sea, si no se trata de la gramática consciente y prescriptiva que es emblema del nivel educativo y de la posición social de cada individuo) sino de algo más fundamental, ¿qué es? Según las opiniones actuales, es otro ejemplo de la normatividad que se aplica a la conducta grupal, con el vigor añadido por la frecuencia, que nos produce extrañeza ante las transgresiones. Estamos frente a un efecto inesperado pero sumamente importante de esa tendencia a compartir/no desentonar/identificarse con el grupo en la evolución de la comunicación humana.

6.3.4. Resumen Puedo imaginar a los lingüistas estremecidos ante las simplificaciones excesivas que he hecho con respecto al discurso y a las construcciones complejas (y también con respecto a la sintaxis). Pero mis objetivos han sido muy simples y concretos. Sólo intenté mostrar que:

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• el discurso en sentido amplio y la narración crean demandas funcionales tales como vincular los eventos entre sí, hacer un seguimiento de los participantes y adoptar puntos de vista; • todas las lenguas conocidas hasta ahora cuentan con mecanismos gramaticales para cumplir esas funciones, pero hay muchas maneras de hacer las mismas cosas, de modo que los mecanismos concretos varían mucho de una lengua a otra; • las secuencias discursivas recurrentes que abarcan múltiples eventos son la fuente primordial de construcciones sintácticas complejas (tema sobre el cual volveremos más adelante). Los individuos que sólo se piden cosas entre sí aquí y ahora, e incluso los que brindan información relativa a eventos apenas distantes en el tiempo y el espacio, no necesitan en absoluto los mecanismos propios de la sintaxis elaborada que vemos en las lenguas modernas, cuyas funciones parecen vinculadas directamente con las exigencias funcionales del discurso narrativo acerca de series de eventos desplazados en el tiempo y el espacio. En cualquier caso, podemos resumir como lo hacemos en la figura 6.1 los pasos evolutivos que hemos descrito en términos de la gramática del pedir, la gramática del informar y la gramática del compartir en la narración. Con esa figura sólo pretendemos bosquejar de manera muy general las propiedades gramaticales características de la comunicación humana a medida que surgían durante la evolución los distintos móviles comunicativos. (Como en la figura 5.1, las expresiones Homo, Primeros Homo sapiens y Homo sapiens más recientes son sólo rótulos prácticos y sugerentes para las secuencias evolutivas involucradas, nada más.) Figura 6.1 Fundamentos evolutivos de la gramática en tres pasos simios

Gramática del pedir

Gramática del informar

Gramática del compartir

Homo

Primeros Homo sapiens

Homo sapiens más recientes

Sintaxis simple Analizar la experiencia discriminando eventos y participantes Combinar gestos orientados hacia una meta única

Sintaxis compleja Marcas sintácticamente los roles de los eventos Identificar los participantes dentro de un marco atencional conjunto Arraigada

Secuencias de gestos

Combinaciones de señalamientos y movimientos de intención

Mezcla de lenguaje vocal y de señas

Sintaxis elaborada Relaciones eventos en la narración Rastrear los participantes a través de los eventos Gramatical, regida por normas Primordialmente, lenguaje vocal

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No representamos en esta figura el proceso de convencionalización, que se desarrolla en el tiempo histórico-cultural: a ese tema nos dedicaremos ahora (después de un breve repaso de lo expuesto, pero en términos diferentes). Intentemos otra manera de resumir la totalidad de este proceso constituido por tres pasos estudiando la creación de lenguas pidgin y criollas por parte de individuos que son hablantes nativos de lenguas vocales distintas y se hallan en circunstancias sociales especiales. En este caso, la hipótesis sería que –si bien se trata de individuos que son muy diferentes de los primeros seres humanos desde el punto de vista cognitivo– si sólo interactuaran en situaciones de trabajo en las cuales toda la comunicación se reduce a pedirles a otros que hagan ciertas cosas en el contexto de la tarea en colaboración, si así fuera, la estructura gramatical resultante carecería de la mayoría de los mecanismos de las lenguas modernas. Para pedirle a alguien que cave en este lugar ahora no necesito el pretérito pluscuamperfecto ni las cláusulas relativas. De hecho, sabemos que en sus primeras etapas muchas lenguas pidgin tienen una estructura gramatical muy limitada (que también recibe el nombre de jargon; véase McWhorter, 2005). Sin embargo, en el segundo paso, si esos mismos individuos necesitaran después transmitir información sobre distintas cosas con ánimo de ayudarse entre sí –en especial, información sobre terceros o sobre objetos distantes en el espacio y el tiempo–, entonces esa nueva presión funcional los llevaría a convencionalizar algunos mecanismos sintácticos más complejos (por ejemplo, hacer que el orden de las palabras fuera contrastivo, introducir marcas sintácticas, usar frases nominales, etc.) y crearían así una lengua “pidgin”. En cuanto al tercer paso, una lengua pidgin recibe el nombre de lengua criolla o, incluso, de lengua natural lisa y llana cuando sus hablantes comienzan a identificarse como un grupo cultural coherente basándose al menos en parte en el uso de esa lengua común y tal vez en las narraciones que comparten y se transmiten con ella.

6.4. convencionalización de las construcciones lingüísticas Así, el funcionamiento de las lenguas modernas es una compleja combinación de principios “naturales” de comunicación y gramática –resultantes de la propia arquitectura interna que nos permite comprender el mundo e interactuar socialmente– más mecanismos comunicativos convencionalizados, creados y transmitidos en el seno de determinados grupos cultu-

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rales. Desde ya, los procesos de convencionalización de los mecanismos comunicativos no corresponden a la evolución biológica sino a la evolución histórico-cultural. La clave para comprenderlos es el fenómeno del cambio lingüístico. Para comprender con más claridad de qué se trata ese cambio en el caso de la gramática, debemos entender en primer lugar qué es lo que se crea y qué es lo que se transmite (respuesta: construcciones). Luego, tenemos que entender por qué las construcciones gramaticales cambian a lo largo del tiempo. Hay aquí una paradoja: parece razonable suponer que las convenciones comunicativas, incluidas las gramaticales, no deberían sufrir cambio alguno para que la comunicación entre todos los miembros de un grupo a través de generaciones fuera eficaz. De suerte que la pregunta es: quién las modifica, por qué lo hace y en qué modalidad se opera la modificación (respuestas: nadie las modifica a propósito; las modificaciones se producen tanto en la modalidad vocal como en la gestual).

6.4.1. Las construcciones Los comunicadores no necesitan improvisar creativamente enunciados de unidades múltiples en cada acto de habla y tampoco buscan “reglas” en los libros de gramática (sean esas reglas lo que fueren). Es decir, no cuentan con palabras por un lado y mecanismos gramaticales aislados por otro: por el contrario, en su comunidad lingüística existen convenciones comunicativas ya confeccionadas y complejas que denominamos construcciones lingüísticas. Se trata, esencialmente, de estructuras prefabricadas portadoras de sentido, listas para ser utilizadas en determinadas situaciones comunicativas que se repiten. Tales construcciones pueden incluir palabras y frases particulares –“¿Cómo estás?”, “Te veo después” y “Yo no”– o pueden estar constituidas por un patrón abstracto de tipos de palabras, como ocurre en inglés, por ejemplo, con la construcción pasiva (X was verbed by Y) o la del pretérito simple (verb + ed).* Uno de los grandes avances teóricos en la lingüística del siglo xx es la idea de que las construcciones gramaticales tienen propiedades gestálticas propias, independientes de los significados de las palabras individuales, lo que crea una suerte de autonomía en el nivel gramatical de análisis (Langacker, 1987; Fillmore, 1989; Goldberg, 1995, 2006; Croft, 2001). Así, si yo * En español ocurre algo similar aunque ligeramente más complejo en el caso de los verbos porque hay flexión de persona. Véanse estos ejemplos: X fue azotado por Y, y la construcción del futuro simple, amar + é/ás/á/emos/éis/án. [N. de la T.]

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digo “El grexor fue mibeado por el dit”, quien me escucha sabe –aunque no conoce el significado de ninguna de las palabras con contenido– que el dit hizo algo (que llamamos mibear) al grexor (y que he descrito ese evento desde la perspectiva del grexor, el paciente). De hecho, en muchos casos, las propiedades gestálticas de las construcciones pueden incluso “predominar” sobre el significado individual de las palabras. Por ejemplo, los textos de gramática inglesa dicen que el verbo sneeze [estornudar] es intransitivo, que se usa con un único actor, la persona que estornuda. No obstante, yo podría decir “John sneezed her the tennis ball” [John hizo que la pelota de tenis llegara hasta ella cuando estornudó]. Quien me oiga imaginará una escena en que el poderoso estornudo de John llevó la pelota de tenis hasta su compañera. No es el verbo sneeze el que sugiere ese movimiento sino la construcción en su totalidad (la construcción ditransitiva).* Por consiguiente, no es exagerado afirmar que la construcción misma –la estructura abstracta– es un símbolo lingüístico, complejo, eso sí, porque posee una estructura interna (Goldberg, 1995). Así como crean palabras y las transmiten a las generaciones futuras, las comunidades lingüísticas también crean y transmiten construcciones gramaticales. Las que están constituidas por palabras y frases específicas se transmiten por vía cultural mediante imitación. En cambio, las construcciones abstractas son en esencia patrones de uso y no pueden imitarse directamente: los niños deben (re)-construirlas a través de experiencias individuales de aprendizaje con diferentes ejemplos de la misma construcción. Con todo, ni las palabras ni las construcciones gramaticales se transmiten con total fidelidad. Para corroborarlo, basta con tomar alguna obra de Chaucer e intentar leerla, puesto que somos hablantes modernos de inglés. Buena parte de lo que vemos es incomprensible, aun cuando se trata de una obra que tiene unos pocos cientos de años. La lingüística moderna comenzó cuando se descubrió que casi todas las lenguas europeas y algunas de lugares tan lejanos como la India tienen un origen común, una lengua de la cual provienen (el protoindoeuropeo), y que la mayoría de las lenguas europeas de hoy se diferenciaron entre sí casi totalmente en el curso de unos pocos miles de años. Los cambios producidos no radican solamente en las palabras: las construcciones gramaticales de esas lenguas también fueron divergiendo. En el transcurso de unos pocos cientos de * La extrañeza que produce aun en inglés el ejemplo de Tomasello no proviene de la construcción ditransitiva en sí (por ejemplo, Sally baked her sister a cake), sino del objeto concreto mencionado, la pelota de tenis, que no parece fácil desplazar con un estornudo. [N. de la T.]

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años, por ejemplo, el inglés dejó de utilizar la flexión de caso para indicar quién hizo algo a otro y la sustituyó por el orden de las palabras (aunque hay vestigios del sistema de casos visibles todavía en los pronombres: I-me; he-him; she-her, etc.). Si queremos entender cómo se crean y transmiten las construcciones lingüísticas, tenemos que empezar por comprender los procesos involucrados en los cambios lingüísticos.

6.4.2. Creación y cambio en las lenguas En todas las especies sociales excepto una la totalidad de los individuos pueden comunicarse sin dificultades recurriendo a las demostraciones comunicativas que han desarrollado a lo largo de la evolución y, posiblemente, a señales (incluso aves que tienen dialectos diferentes reconocen cantos emitidos en otro dialecto y responden a ellos). Tales demostraciones y señales no cambian apreciablemente en el transcurso de las generaciones. La única excepción, por supuesto, es la especie humana. Hay en nuestra especie más de 6.000 lenguas diferentes cuyos hablantes no se comprenden entre sí. De hecho, incluso sucede que hablantes de una misma lengua en distintos momentos históricos tendrían mucha dificultad en comprenderse (por ejemplo, Chaucer y nosotros). La explicación de este hecho es simple: las comunidades lingüísticas humanas reinventan permanentemente sus respectivas lenguas, aunque no lo hacen intencionalmente. La creación de lenguas y sus cambios constituyen un fenómeno de “tercer tipo” (del que también se dice, imitando a Adam Smith, que es un fenómeno guiado por una mano invisible; véase Keller, 1994). Al igual que muchos otros fenómenos societales, como la inflación y el agotamiento de los recursos, es un producto de las actividades humanas intencionales, aun cuando ningún individuo ni grupo de individuos tenga la intención de que se produzca. La creación de lenguas y su constante cambio son el resultado del dinamismo propio de la comunicación humana, en la que los interlocutores se adaptan constantemente entre sí a fin de comunicarse con eficacia y cumplir otras metas sociales. Para comunicarnos, nos apoyamos en distinto grado y en circunstancias diferentes en terrenos conceptuales comunes de diferente tipo. Aunque no hay demasiadas investigaciones sobre las dimensiones cognitivas de ese proceso, una explicación de cómo funciona que no contradice los fenómenos observados en la historia de las lenguas es la siguiente (véanse Croft, 2000; Dahl, 2004; Deutscher, 2005). Cuando dos personas se comunican por medio de una lengua, el comunicador trata de maximizar la eficacia del proceso diciendo tan poco como sea posible para que su mensaje sea comprendido. Por supuesto, el receptor

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está interesado en obtener información suficiente para entender el mensaje recurriendo al mensaje mismo y al terreno conceptual común que comparte con el comunicador. Así, si pregunto por ejemplo “¿Dónde está Jeff?”, algunas respuestas aceptables serían enunciados tan breves como “En Nueva York” o “Durmiendo”, que sólo especifican la información necesaria y omiten la información compartida por los interlocutores (es decir, no es necesario que me contesten “Jeff está en Nueva York” o “Jeff está durmiendo”). Si me preguntan algo que no sé, mi respuesta en inglés será algo apenas inteligible para un hablante no nativo: “I dunno” [No sé].* Al contestar así supongo que mi interlocutor entenderá porque las respuestas posibles son pocas, de modo que mi compacto enunciado será con toda probabilidad suficiente para indicar lo que quiero decir. En contextos muy particulares en los que los interlocutores comparten un terreno conceptual común muy amplio –como el de un dentista y su asistente que han trabajado juntos durante años– surge una suerte de código abreviado mediante el cual los participantes se comunican rápidamente aprovechando la experiencia común y dejan mucho sin decir. En el habla cotidiana, las palabras con poco contenido informativo pronunciadas en contextos muy previsibles apenas se pronuncian; por ejemplo, la articulación concreta de un rechazo podría ser algo así como “toy ocupado” (“Estoy ocupado”). El principio general es que cuanto más abarque el terreno conceptual común y mayor sea la previsibilidad más reducidos serán los enunciados concretos emitidos. Así, los hablantes automatizan y comprimen ciertos enunciados, y ciertas frases dentro de ellos, con miras a optimizar la eficacia, respetando siempre las restricciones impuestas por la capacidad del receptor para comprender. Por consiguiente, los enunciados que se emiten en situaciones particulares de comunicación lingüística son producto de una transacción entre el deseo del comunicador de decir sólo lo que es necesario para transmitir el mensaje y el deseo del receptor de obtener toda la información necesaria para comprenderlo. Ese proceso tiene dos niveles. En primer lugar, las secuencias de habla largas que abarcan distintas curvas de entonación se reducen en el enunciado a construcciones emitidas con una única curva de entonación. A continuación, damos algunos ejemplos inspirados en Givón (1979) −aunque en muchos casos el registro histórico no basta para fiarse de los detalles−. * Tomasello intenta reproducir gráficamente el enunciado pragmático con las características de pronunciación dialectales propias del lenguaje informal. En su representación gráfica tradicional, la respuesta es “I don’t know” = No sé. [N. de la T.]

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• Secuencias discursivas sueltas como He pulled the door and it opened [Tiró de la puerta y ésta se abrió] se comprimen en expresiones como He pulled the door open (construcción resultativa). • Secuencias discursivas sueltas como My boyfriend… He plays the piano… He plays in a band [Mi novio… Toca el piano… Toca en una banda] pueden transformarse en My boyfriend plays the piano in a band [Mi novio toca el piano en una banda]. Análogamente, la secuencia My boyfriend… He rides horses… He bets on them [Mi novio… Monta caballos… Hace apuestas sobre ellos] podría transformarse en My boyfriend, who rides horses, bets on them [Mi novio, que monta caballos, hace apuestas sobre ellos (construcción de cláusula relativa). • Si alguien expresa su creencia de que Mary se casará con John, otra persona podría concordar diciendo I believe that [Lo creo] más una repetición de lo que el primer hablante expresó, Mary will wed John [Mary se casará con John], y esas dos secuencias se combinarían en una sola: I believe that Mary will wed John [Creo que Mary se casará con John] (complemento oracional). • Las construcciones complejas también pueden provenir de secuencias discursivas que yuxtaponen enunciados aislados, como podría ocurrir con I want this… I buy it [Quiero esto…Lo compro], que se transformaría en I want to buy it [Quiero comprarlo] (complemento de infinitivo). En el segundo nivel, cadenas de palabras polisilábicas se reducen a secuencias de menos palabras con menos sílabas. Un ejemplo sencillo del inglés es el marcador de futuro gonna, fusión de going y to. Según su uso original, going era un verbo de movimiento que a menudo se combinaba con la preposición to para indicar el destino (I’m going to the store [Voy a la tienda]) pero a veces también para indicar la intención de realizar una acción que sugería la secuencia “going to” (Why are you going to London? I’m going to see my bride [¿Por qué vas a Londres? Voy a ver a mi novia]). Este último uso se transformó en I’m gonna verbo, donde gonna ya no indica la intención de hacer algo en el futuro sino sólo el futuro (y no implica ningún movimiento ni intención; véase Bybee, 2002). Ese elemento adicional –la noción de intención que sólo era una implicación posible en la secuencia original– sólo puede ser consecuencia del terreno conceptual común compartido por los interlocutores. Hay otros ejemplos muy conocidos: • En inglés, el principal marcador de futuro proviene del verbo léxico pleno will [que expresa volición], como ocurre en I will it to happen [Quiero que ocurra]. En algún momento esa expresión se transformó

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en algo similar a It’ll happen [Ocurrirá], expresión en la que el componente volitivo de will se ha “borrado”. • Frases como on the top of [en la parte superior de] e in the side of [en el lado interno de] se transformaron en on top of [encima de] e inside of [dentro de] y, finalmente, en atop [encima de, sobre] e inside [adentro]. En algunas lenguas, las palabras que indican relaciones, como estas últimas preposiciones espaciales, también pueden adosarse a los sustantivos en calidad de marcadores de caso, en los ejemplos anteriores como marcadores de caso locativo. • En francés, la expresión negativa más importante es ne…pas, como en Je ne sais pas [No sé]. Sin embargo, en el francés coloquial actual la partícula ne se usa cada vez menos y pas se va transformando en el principal marcador de negación. Sin embargo, la palabra pas en algún momento sólo significaba “paso” y toda la expresión ne… pas equivalía a algo similar a “ni una pizca” o “ni un solo paso adelante”. Una parte fundamental de este proceso es la propagación y transmisión de tales cambios en la comunidad lingüística (por ejemplo, la difusión de una innovación porque es prestigiosa socialmente, etc.; Croft, 2000), pero para nosotros en esta exposición tiene especial importancia la transmisión a través de las generaciones. Recordemos que al explicar cómo surgieron las convenciones lingüísticas durante la evolución, postulamos una especie de “desplazamiento hacia lo arbitrario” pues las personas ajenas a la comunidad, que carecen del terreno conceptual común que concede su carácter “natural” a las señas comunicativas utilizadas, pueden hallarse en dificultades para analizarlas y comprenderlas. Parece que en el caso de la gramática sucede algo similar. Los niños oyen enunciados y lo único que quieren es hacer las cosas como los adultos: no conocen sus raíces “naturales” ni les importan. Así, cuando oyen enunciados cuyas partes constitutivas son difíciles de distinguir o están ausentes (o cuando ellos no las conocen), pueden entender el funcionamiento de esos enunciados de una manera distinta que el adulto que los produce (es decir, qué partes del enunciado cumplen determinadas funciones comunicativas). El origen de este proceso, denominado reanálisis funcional, es que quien comprende hace por lo general dos cosas simultáneamente. Por una parte, intenta comprender el significado global del enunciado: ¿qué pretende el comunicador que yo haga, sepa o sienta? Pero, además, se dedica a una suerte de “asignación de culpas”: dentro de ese significado global, ¿qué papel desempeña cada uno de los constituyentes del enunciado? De modo que si un niño oye decir a un adulto “I’d better go“ [Mejor que me vaya], es

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probable que no oiga bien la d de “I’d” y suponga simplemente que better es un verbo modal como must en “I must go” o should en “I should go” [Debo ir] o can en “I can go” [Puedo ir]. De modo que su “asignación de culpas” será distinta de la que hace el adulto. Si en algún momento histórico hay muchos niños que hagan lo mismo, better se transformará de hecho en un modal como must en toda la lengua inglesa. Este tipo de reanálisis ocurre permanentemente y a menudo se propaga por analogía a otras construcciones afines −el lector hallará en Croft (2000) una exposición exhaustiva de estos procesos−. Tal como lo hemos caracterizado, entonces, el ciclo es similar al que ilustramos en la figura 6.2. Cuando hay un sólido terreno conceptual común, la previsibilidad es alta y los hablantes automatizan y reducen las construcciones. Ese proceso dificulta a veces la comprensión de los nuevos hablantes (quienes en ese caso pueden analizarlas o reanalizarlas de otra manera), de modo que esas formas reducidas, reanalizadas, se incorporan al discurso, y todo el proceso comienza de nuevo. Análogamente, si los niños tienen que (re)construir las construcciones abstractas a partir de los perfiles de uso de los adultos, también pueden ocurrir “deslices” en la transmisión si los perfiles de uso adulto cambian mucho. En tal caso, los niños acaban por usar construcciones ligeramente distintas. Así, cuando los adultos anglófonos comienzan a usar con menos frecuencia un pretérito irregular (por ejemplo, sneak-snuck y dive-dove), los niños tienden a regularizarlo (usando sneaked y dived)* porque para que una forma irregular que difiere de la regla general arraigue se necesitan muchos ejemplos y muy frecuentes, circunstancia que acarrea cambios a lo largo del tiempo (Bybee, 1995). Figure 6.2 automatización > reducción

incorporación de las construcciones al discurso

nuevo análisis (reanálisis) en la transmisión

* El pretérito de los verbos regulares en inglés se forma agregando el sufijo ed a la raíz del infinitivo. [N. de la T.]

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Como ocurre con todos y cada uno de los aspectos de la explicación sobre la comunicación lingüística que presento aquí, he hecho simplificaciones excesivas y he omitido pormenores importantes. Y ha sido así porque, para cumplir mis objetivos en este libro, sólo es necesario comprender lo suficiente del proceso para señalar dos cuestiones clave relativas a esa explicación basada en la intencionalidad conjunta. En primer lugar, la convencionalización de la gramática sólo puede producirse si el comunicador y el receptor tienen como meta común una comunicación eficaz. En otras palabras, hemos caracterizado el resultado de los procesos de gramaticalización como una transacción entre las necesidades del comunicador y las del receptor. Esa transacción es posible si y sólo si los dos participantes hacen esfuerzos conjuntos para alcanzar la meta común de que el mensaje del comunicador sea entendido como corresponde por el receptor, y si cada uno de ellos hace un seguimiento de lo que el otro está haciendo en el curso de ese esfuerzo común. Así, por ejemplo, el receptor puede dar indicios de que comprende o no comprende, y el comunicador puede entonces ajustar la formulación del mensaje en respuesta. Semejante proceso es radicalmente diferente del que se desenvuelve entre los dos participantes en la comunicación de los grandes simios que describimos en el capítulo 2. En aquel caso, cada uno de los participantes tenía un objetivo individualista propio y pervivían las señas que prestaban servicio a esos dos objetivos individualistas. Hay datos sugestivos en apoyo de estas aseveraciones: por lo que sabemos, en ninguna especie fuera de la humana los individuos piden jamás una aclaración del mensaje comunicativo ni lo reformulan para el receptor. En segundo lugar, la creación de construcciones gramaticales y los cambios que éstas sufren –en especial, los procesos de reanálisis a través del tiempo– dependen vitalmente del terreno conceptual común y de la atención conjunta. Específicamente, los aspectos de la comunicación lingüística que son fácilmente previsibles porque existe un sólido terreno conceptual común (aspectos que pueden ser evidentemente icónicos o combinatorios) van adoptando una forma cada vez más reducida a medida que los interlocutores pueden remitirse a ese terreno común incluso mediante una señal lingüística endeble y aun así pueden hacer las inferencias adecuadas acerca del mensaje. Es un procedimiento excelente para los que están al tanto, pero para los extraños, entre ellos los niños, torna más opacas las formulaciones lingüísticas, de modo que ellos tienen que limitarse a aprender arbitraria (e imperfectamente) duplas de formas-funciones. Al hacerlo, su proceso de “asignación de culpas” o de identificación de qué partes de la construcción desempeñan determinadas funciones

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puede diferir del que hacen los hablantes maduros. En consecuencia, nuestra hipótesis específica es que la convencionalización de las construcciones gramaticales –la gramaticalización y procesos similares– sólo puede producirse en especies que tienen las aptitudes cognitivas necesarias para crear un terreno conceptual común cuando hay atención conjunta, y en comunidades que tienen una complejidad social suficiente para que distintos conjuntos de individuos construyan terrenos conceptuales comunes también diferentes (véase Croft, 2000). De esta formulación se infiere que si reuniéramos a diversos simios “lingüísticos”, aun cuando utilizaran algunos de sus signos “lingüísticos” para comunicarse entre sí, esos signos y sus combinaciones no tendrían desarrollo histórico porque los simios no construyen el tipo de terreno conceptual común propicio para semejante evolución. En líneas generales, se puede decir sin temor a contradicciones que las aptitudes lingüísticas humanas son multifacéticas y provienen de diversas fuentes. La comunicación cooperativa se fundamenta primordialmente en procesos evolutivos, pero la creación concreta de las convenciones y las construcciones lingüísticas que usan los individuos para estructurar sus intercambios lingüísticos en cada lengua es un producto de procesos histórico-culturales que trascienden a los individuos y de procesos psicológicos que tienen lugar durante la ontogenia del aprendizaje social, la atención conjunta, la analogía, etc. Sumada a diversas competencias humanas para procesar y automatizar información, la intencionalidad compartida inherente a la comunicación con una meta común en el contexto de un terreno conceptual también común hace posible la creación y el cambio lingüístico a lo largo del tiempo histórico en cada comunidad lingüística particular.

6.4.3. Universales lingüísticos y diversidad lingüística El hecho empírico es que distintos grupos culturales del planeta han adoptado conjuntos muy diversos de convenciones y construcciones, basadas en algunos casos en principios gramaticales muy diferentes. Desde luego, es posible agrupar forzadamente esas convenciones y construcciones tan diversas en categorías pertenecientes a la lingüística clásica o a la lingüística formal moderna, pero no queda claro si ese procedimiento es conveniente. En otras palabras, así como todos los lingüistas están de acuerdo en que no es útil forzar todas las lenguas europeas para que entren en el molde de la gramática latina, como alguna vez se hizo, tampoco es útil acomodar por la fuerza todas las lenguas “exóticas” recién descubiertas para que se

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ajusten a las categorías clásicas de las gramáticas europeas, como sujeto, objeto directo, cláusulas relativas, etcétera. Quienes hacen tipología en lingüística estudian la diversidad de las lenguas y los que no son proclives a prensar todas las lenguas para que quepan en el lecho de Procusto de las lenguas europeas nos informan que las distintas comunidades lingüísticas utilizan una colección inmensa de mecanismos extraños para estructurar gramaticalmente sus enunciados (Croft, 2003). En el nivel más general, algunas lenguas tienen breves desinencias morfológicas mientras que otras no tienen ninguna. Algunas lenguas desglosan ideas y eventos complejos en pequeñas unidades a cada una de las cuales corresponde una palabra mientras que otras expresan las ideas y los eventos complejos con una sola palabra compleja. En algunas lenguas se pueden distinguir las categorías de sujeto y objeto directo, mientras que en otras, no. En algunas lenguas existen categorías nítidamente separadas para los nombres y los verbos, mientras que otras tienen una única categoría cuyos elementos pueden desempeñar los dos roles (como ocurre en inglés con las palabras brush y kiss). Algunas lenguas cuentan con muchas estructuras que pueden incrustarse, como las cláusulas relativas, y otras tienen muy pocas. En algunas lenguas existen frases nominales cuyos elementos constitutivos se agrupan (como ocurre en inglés en la frase “the big green fish” [el gran pez verde]; pero en otras los elementos de esas frases se “reparten” por toda la oración. En algunas lenguas existen ciertas preposiciones, ciertos verbos auxiliares y modales, ciertas conjunciones, ciertos artículos, adverbios, ciertos complementantes y pronombres mientras que en otras, uno o varios de estos elementos faltan. En algunas lenguas los hablantes pueden omitir libremente los términos referenciales cuando el referente está implícito en el contexto (elipsis) mientras que en otras no es posible hacerlo. Y ésta es sólo una idea más que superficial de las maravillas propias de las distintas lenguas del planeta. No obstante, hay universales lingüísticos. Tal vez no sean tan sencillos como se creyó en alguna época pues no corresponden a construcciones o a mecanismos sintácticos específicos sino, más bien, a restricciones generales o a funciones. Por ejemplo, los universales existen por una primera razón: porque los individuos que hablan cualquier lengua conceptualizan el mundo de manera similar, en términos de agentes que actúan sobre objetos, objetos que se mueven desde o hacia un lugar, eventos que causan otros eventos, individuos que procesan cosas, individuos que interactúan y se comunican entre sí, nociones todas que implican una distinción básica entre eventos y participantes. La segunda razón es que los hablantes de cualquier lengua comparten un enorme conjunto de funciones comuni-

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cativas porque tienen intenciones y motivaciones sociales similares: pedir cosas a otros congéneres, brindarles información con afán de ayudar y compartir cosas con ellos. La tercera razón es que los hablantes de cualquier lengua manipulan la atención de los demás de manera similar: por ejemplo, tratan las cosas que ya están en el campo atencional (los temas) como algo distinto de las que son novedosas (los remas). Además, todos los seres humanos incorporan y procesan la información de una manera semejante que descansa en la percepción visual, la categorización, la analogía, la automatización, la memoria de trabajo y el aprendizaje cultural. La comunicación lingüística, las convenciones y la adquisición deben respetar las restricciones impuestas por ese marco. Por otra parte, todos los seres humanos tienen el mismo aparato vocal y auditivo y procesan la información que circula por ese canal de manera similar. Por último, y refiriéndonos ya al aspecto que nos interesa en esta exposición –las aptitudes y motivaciones que dan sustento a la intencionalidad compartida–, todos los seres humanos se parecen pues comparten una historia evolutiva común que partió del gesto de señalar y de la mímica que se utilizan en la comunicación cooperativa. Dado este contexto, surge otra pregunta: si también se desarrollaron en la especie humana principios específicamente lingüísticos y gramaticales que no estuvieran fundamentados en los procesos generales de cognición y comunicación. La hipótesis más conocida de este tipo es, desde luego, la gramática universal chomskiana. En sus orígenes, era una hipótesis bastante sencilla pues la gramática universal sólo contenía objetos puramente lingüísticos como nombres, verbos y las reglas fundamentales de la gramática europea. Sin embargo, como luego se hizo evidente que esos objetos no se acomodaban a muchas lenguas que no eran europeas, se modificó la hipótesis para incluir entidades lingüísticas muy abstractas que presuntamente representaban la estructura computacional universal del lenguaje: el principio de subyacencia, el de categoría vacía, el criterio-theta, el principio de proyección, etc. Con posterioridad, quedó claro que esos principios dependían totalmente de la teoría, que fue abandonada. La hipótesis actual es que hay un único principio computacional específicamente lingüístico, la recursividad, y podría ser, incluso, que no sea específicamente lingüístico (Hauser, Chomsky y Fitch, 2002). Por consiguiente, la hipótesis chomskiana de que existe una gramática universal innata carece en este momento de una formulación coherente (Tomasello, 2004). Es innegable que hay restricciones computacionales generales que se imponen a la creación, a la adquisición y a los cambios de las lenguas. También es cierto que hay implicaciones universales, como el hecho de

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que si una lengua realiza la función X de cierta manera, casi siempre realiza también la función Y de la misma manera (Greenberg, 1963). De todos modos, la pregunta es si necesitamos una gramática universal innata para explicar estos hechos. En investigaciones recientes, muchas de esas restricciones e implicaciones se han explicado por la forma general en que procesamos la información (Hawkins, 2004) o por la manera en que focalizamos la atención en distintas construcciones para obtener información (Goldberg, 2006). Desde esa perspectiva, las restricciones computacionales universales que se observan en todas las lenguas reflejan principios cognitivos, sociales y del aparato vocal y auditivo, además de limitaciones inherentes al funcionamiento psicológico de los seres humanos. Las lenguas naturales surgieron dentro del marco de limitaciones preexistentes de la cognición y la socialidad. Según la hipótesis actual, cuando las comprendamos cabalmente, esas limitaciones bastarán para explicar las cosas. No es que sea imposible la evolución de algún tipo de molde sintáctico innato como la gramática universal: lo que sucede es no hay indicios empíricos de su existencia, no se lo ha definido teóricamente con precisión y no hay ninguna necesidad de postularlo si comprendemos con propiedad en qué consiste el lenguaje. Por lo tanto, nuestra conclusión es que, si bien muchos aspectos de la competencia lingüística humana son producto realmente de la evolución biológica, las construcciones y los principios gramaticales no lo son. De modo que los rasgos gramaticales universales de las distintas lenguas se deben a procesos y restricciones más generales, limitaciones de la cognición y de la comunicación y del procesamiento vocal y auditivo que obraron durante la convencionalización y transmisión de determinadas construcciones gramaticales en comunidades lingüísticas particulares. Ahora bien, la pregunta de por qué cada grupo humano crea convenciones lingüísticas propias –incluidas las gramaticales– que cambian con tal velocidad no es tan fácil de contestar. Cabe suponer que este hecho refleja procesos más vastos de la cultura –los seres humanos son proclives desde el nacimiento a imitar a fin de parecerse a quienes los rodean–, una de cuyas manifestaciones es el lenguaje. La explicación más plausible de esta característica general estriba en la necesidad de diferenciarse que tienen los grupos humanos y, de hecho, la lengua es un obstáculo capital para que los extraños se conviertan en miembros plenos de un grupo cultural (es una suerte de mecanismo de aislamiento cultural). A la inversa, como ya dijimos, el uso de una lengua –para compartir experiencias y actitudes acerca de acontecimientos que se reflejan en la narración– es uno de los principales recursos para generar la identidad interna de un grupo cultural. Buena parte de

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los cambios que se producen en la estructura gramatical son consecuencia de la embrollada manera en que los niños se ven obligados a recrear construcciones abstractas a partir de ejemplos individuales de uso, pues cada niño tiene una experiencia lingüística ligeramente diferente de los demás (Croft, 2000).

6.4.4. Resumen En los textos modernos sobre ciencias cognitivas hay una ambigüedad de importancia acerca de qué queremos decir cuando usamos los términos “gramática” o “sintaxis”. De hecho, hay toda una línea de investigaciones recientes con infantes y primates de otras especies en las cuales los sujetos detectan perfiles repetidos en un flujo de sonidos sintetizados, y la mayor parte de las veces se aplica a este fenómeno la expresión “aprendizaje gramatical”, aun cuando los sonidos no tienen significado alguno ni importancia comunicativa (los investigadores más cautos hablan de “aprendizaje estadístico”). No es lo que yo quiero decir aquí cuando hablo de gramática. La gramática presupone por lo menos comunicación intencional y, además, los mecanismos y las construcciones gramaticales estructuran enunciados constituidos por varias unidades de manera que adquieren significado funcional. Al igual que las convenciones más simples –las palabras, por ejemplo–, los mecanismos y las construcciones gramaticales son productos histórico-culturales creados por determinados grupos culturales para satisfacer sus necesidades de comunicación. Los universales del lenguaje son producto de los rasgos comunes del material social, cognitivo, vocal y auditivo que hace posible el proceso de convencionalización y a la vez lo restringe. Con el mismo espíritu que Bates (1979), diremos que hay universales del lenguaje porque en todas partes del mundo los seres humanos tienen que emprender actividades comunicativas similares y cuentan con herramientas cognitivas y sociales también semejantes para llevarlas a cabo. Por consiguiente, la dificultad para reconstruir la evolución de la comunicación lingüística –que corona la comunicación cooperativa en general– es que en todos los grupos humanos modernos hallamos universales y también diversidad. Esta dualidad refleja presumiblemente una situación en la que algún grupo humano moderno de alguna región africana recorrió un largo trecho –no sabemos cuán largo– del camino que acabaría en los lenguajes vocales actuales. Luego, a medida que distintos desprendimientos de ese gran grupo original se dispersaban por todo el mundo, cada uno de ellos acuñó convenciones y construcciones lingüísticas propias. Desde luego, todos esos grupos humanos conservaban las

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mismas aptitudes cognitivas, sociocognitivas, comunicativas, vocales y auditivas que sus antecesores, de modo que el proceso de convencionalización estuvo sometido a restricciones similares en todas partes.

6.5. conclusión Si preguntamos de dónde proviene la gramática, la respuesta es una: de muchos lugares distintos. Ya los simios encadenan gestos formando secuencias para comunicarse con sus semejantes. Los simios “lingüísticos” incluso forman auténticas combinaciones que entrañan un análisis y desglose del mensaje en múltiples elementos, a menudo evento y participantes. Por lo tanto, la maquinaria cognitiva que permite hacerlo y que hemos llamado sintaxis simple tiene raíces evolutivas muy antiguas. Además, mientras el móvil de la comunicación sea simplemente pedir –quiero que tú hagas algo aquí y ahora– no será necesario que los enunciados tengan una estructura más compleja. Cuando apareció la comunicación cooperativa y la motivación para informar –fundamentadas en un terreno conceptual común y en las intenciones comunicativas–, la manera de comunicarse entre los seres humanos se hizo mucho más compleja. La gramática del informar exige otros mecanismos para indicar a qué eventos y participantes se refiere el hablante (tal vez mediante constituyentes complejos pero coherentes que se apoyan en el marco atencional conjunto) y para marcar los roles que desempeñan los participantes en el evento o situación en cuestión. Por último, cuando quiero relatar toda una secuencia de eventos –contar, por ejemplo, lo que ocurrió durante la caza de ayer–, necesito una gramática del compartir y el narrar, que incluye aun más mecanismos gramaticales que permiten relacionar los eventos entre sí y hacer un seguimiento de los participantes en la maraña de sucesos. Las gramáticas del informar y el compartir mediante la narración tienen sus raíces evolutivas en las competencias básicas para la comunicación cooperativa y la compleja infraestructura de intencionalidad compartida que la sustenta. Pero las convenciones gramaticales concretas, desde luego, no son producto de ningún proceso evolutivo; son producto de esos procesos histórico-culturales (recordemos la “mano invisible”) que denominamos convencionalización de las construcciones gramaticales. En consecuencia, las construcciones gramaticales de las lenguas modernas son producto de una larga y compleja serie de acontecimientos en la historia humana, acontecimientos que abarcan procesos evolutivos y también

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culturales, limitados a su vez por múltiples restricciones cognitivas y sociocognitivas más generales. Buena parte de esta historia transcurrió en la modalidad gestual, lo que explica por qué se crean con tal facilidad lenguajes de señas. Según nuestra explicación, la creación y la modificación de las construcciones gramaticales sólo son posibles porque para los seres humanos la comunicación es una actividad conjunta que tiene una meta común. También porque el comunicador calla mucho si se puede suponer que lo que no dice está en el terreno conceptual común y, por ende, el receptor puede inferirlo pragmáticamente. Así, los individuos que se hallan fuera de la cápsula de atención conjunta muy a menudo analizan de manera novedosa el enunciado y atribuyen otras funciones a sus partes. Incluso en las etapas más avanzadas de la evolución del lenguaje, los pilares de ese proceso siguen siendo las aptitudes y las motivaciones que dieron origen a la intencionalidad compartida en los albores de la comunicación cooperativa.

7 De los gestos de los simios al lenguaje humano

El significado de lo que hablamos proviene del resto de nuestras actividades. Wittgenstein, Sobre la certeza* Les anticipé que la historia era compleja, y sin duda lo es. Pero los resultados fenotípicos complejos y muy específicos, como la comunicación cooperativa humana, casi siempre tienen una historia evolutiva complicada y tortuosa. Además, los rasgos culturales complejos y muy específicos también tienen una historia cultural complicada y tortuosa que se suma a la anterior. Por esa razón, he decidido echarle la culpa de tanta complejidad a la realidad, aunque es posible, desde luego, que simplemente no comprendamos las cosas del todo y por eso no descubramos su oculta sencillez. En cualquier caso, haré un último esfuerzo por simplificar el planteo resumiendo la argumentación general en unas pocas páginas y volviendo sobre las tres hipótesis que expuse en el capítulo 1 para ver qué ha sido de ellas. Finalizaré con algunas reflexiones sobre el lenguaje en cuanto intencionalidad compartida.

7.1. resumen de la argumentación El resumen de la argumentación general que expuse en estas conferencias (organizado aproximadamente por capítulos) podría ser más o menos el siguiente:

* Nuestra traducción. [N. de la T.]

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El camino que llevó a la comunicación cooperativa humana comenzó con la comunicación intencional de los grandes simios tal como se manifiesta especialmente en los gestos. • Gran parte de los gestos de los simios son aprendidos (por medio de la ritualización ontogenética). Los individuos de esas especies los utilizan con gran flexibilidad, incluso con intención, prestando atención a la atención de congéneres específicos, circunstancia totalmente distinta de lo que ocurre con sus rígidas vocalizaciones emocionales, que no aprenden y propalan indiscriminadamente al mundo entero. • Los simios utilizan los gestos intencionales aprendidos para pedir / exigir acciones a otros individuos de su especie e incluso a seres humanos. Emplean los movimientos de intención para demandar directamente una acción y los llamados de atención para demandarla indirectamente, es decir, para orientar la atención del otro individuo de modo que vea algo y entonces haga algo determinado. Los llamados de atención aprendidos por los simios tal vez sean los únicos actos comunicativos intencionales fuera del ámbito humano que operan con dos niveles de intencionalidad: que el otro vea algo y que, en consecuencia, haga algo. • La comprensión y producción de esos gestos se sustentan en diversas aptitudes que permiten entender la intencionalidad individual –entender que otros individuos tienen metas y percepciones propias– y tienen como resultado un tipo de razonamiento práctico (que incluye inferencias) acerca de lo que otros hacen y, tal vez, de por qué lo hacen. En esta clase de proceso comunicativo, cada uno de los comunicadores y de los receptores tiene metas propias y no hay metas compartidas en común. La comunicación cooperativa humana es más compleja que la comunicación intencional de los simios porque su infraestructura socio-cognitiva no sólo comprende aptitudes para entender la intencionalidad individual sino también aptitudes y motivaciones para compartir intenciones con otros. • La capacidad cognitiva fundamental de la intencionalidad compartida es la lectura recursiva de la mente. Cuando se la utiliza en determinadas interacciones sociales, se traduce en atención conjunta y en metas conjuntas, que son el terreno conceptual común en el cual se desenvuelve naturalmente la comunicación humana. • Los móviles básicos de la intencionalidad compartida son ayudar y compartir. Cuando intervienen en las interacciones comunicativas, esos móviles dan origen a las tres motivaciones fundamentales de la comu-

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nicación cooperativa humana: pedir (pedir ayuda o colaboración), informar (ofrecer ayuda brindando información útil) y compartir emociones y actitudes (crear lazos sociales ampliando el terreno conceptual común). • Cuando la lectura recursiva de la mente está al servicio de móviles cooperativos, se generan supuestos (e incluso normas) de cooperación mutua y también surge la intención comunicativa en el sentido de Grice: las dos partes saben que cooperan (y que deben cooperar, desde el punto de vista del grupo social). En la interacción de los seres humanos, esta inclinación los empuja a esforzarse juntos por alcanzar la meta conjunta de comunicarse, los obliga a hacer razonamientos cooperativos y no meramente prácticos y, por ende, a hacer inferencias pertinentes para la comunicación. • Cuando no se comunican lingüísticamente, los seres humanos recurren al gesto de señalar para guiar la atención visual de sus congéneres y emplean gestos icónicos (mímica) para orientar su imaginación. Esos dos tipos de gestos pueden considerarse ejemplos de comunicación “natural” porque explotan, respectivamente, la tendencia natural del receptor a seguir la dirección de la mirada del otro y su tendencia natural a interpretar las acciones ajenas como algo intencional. Son gestos simples que permiten comunicarse de manera compleja porque los utilizamos en situaciones interpersonales en las cuales los participantes comparten el terreno conceptual como nexo interpretativo, y también comparten el supuesto mutuo de que hay cooperación. • Las convenciones comunicativas “arbitrarias” –entre ellas las lingüísticas– descansan en la misma plataforma cooperativa de los gestos “naturales”. De hecho, provienen en su origen de esos gestos, que sufren un “desplazamiento hacia lo arbitrario” cuando los neófitos adquieren un uso instrumental de los gestos icónicos sin comprender cabalmente cuál es su referencia icónica. La ontogenia de la comunicación gestual de los infantes humanos –en especial la del gesto de señalar– prueba que existen los diversos componentes supuestos en la hipótesis de una infraestructura cooperativa y que hay un vínculo entre esa infraestructura y la intencionalidad compartida, aun antes de que se inicie la adquisición del lenguaje. • Los experimentos que indagan cómo señalan los infantes demuestran el papel decisivo que desempeña la infraestructura de intencionalidad compartida: el marco atencional conjunto y el terreno conceptual común;

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los tres móviles fundamentales de pedir, informar y compartir y, con menos certeza, la intención comunicativa y las normas cooperativas. • En su desarrollo, los infantes sólo comienzan a señalar cuando aflora su capacidad para compartir intenciones en las acciones de colaboración y no antes, aunque muchos de los requisitos previos estén maduros previamente. La emergencia de esas capacidades es previa a cualquier aptitud efectiva tendiente a un lenguaje convencional. • Los gestos icónicos surgen inmediatamente después de los primeros gestos de señalar y exigen que haya una intención comunicativa efectiva (de lo contrario, son meras acciones vacías). Rápidamente son sustituidos por el lenguaje convencional porque tanto los gestos icónicos como las convenciones lingüísticas son maneras simbólicas de indicar los referentes (por el contrario, el lenguaje no reemplaza al acto de señalar). • Ontogenéticamente, la transición de los gestos a formas convencionales de comunicación, incluido el lenguaje, depende también de manera decisiva de la infraestructura de intencionalidad compartida –en especial de la atención conjunta en las actividades de colaboración– que permite crear el terreno conceptual común necesario para aprender convenciones comunicativas “arbitrarias”. • La transición ontogenética de los gestos al lenguaje demuestra la similitud de funciones entre: (i) por una parte, el gesto de señalar y los demostrativos (por ejemplo, esto y eso) y (ii) por otra parte, los gestos icónicos y las palabras con contenido (nombres y verbos). Filogenéticamente, la comunicación cooperativa humana fue parte de una adaptación más amplia para la actividad en colaboración y la vida cultural en general. • Las aptitudes y los móviles que dan sustento a la intencionalidad compartida surgieron inicialmente en el contexto de actividades mutualistas de colaboración. La lectura recursiva de la mente permitió la formación de metas conjuntas, la cual generó a su vez una atención conjunta concentrada en lo que era pertinente para esas metas. Los grandes simios no toman parte en actividades de colaboración y, por ende, no tienen esas aptitudes ni esos móviles. • El gesto de señalar primero y la mímica después surgieron para coordinar las actividades de colaboración con mayor eficacia, al principio para pedir que el otro individuo hiciera algo. En ese contexto, la respuesta positiva del compañero estaba garantizada porque era de ayuda para ambos participantes. En un comienzo, los actos de comunicación coo-

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perativa se utilizaron sólo en el contexto de actividades de colaboración, de modo que su estructura intencional era puramente cooperativa. Sólo más tarde las destrezas para comunicarse cooperativamente se emplearon en otros contextos (por ejemplo, para mentir). • En realidad, la capacidad de ayudar brindando información pudo desarrollarse mediante procesos de reciprocidad indirecta, en los cuales los individuos procuraban mejorar su reputación de buenos colaboradores. Se creó así un espacio público de expectativas mutuas acerca de cómo debía desenvolverse la comunicación cooperativa. • La capacidad de compartir emociones y actitudes con los demás pudo haber surgido como una forma de crear lazos sociales y ampliar el terreno conceptual común en el seno del grupo social (proceso vinculado con la selección grupal por obra de la cultura). En tal caso, las normas concretas que rigen la comunicación cooperativa pudieron tener su origen en las sanciones que el grupo imponía cuando un individuo no colaboraba. • La capacidad humana para imitar permitió que los individuos crearan o reprodujeran gestos icónicos utilizados como holofrases (que exigen una intención comunicativa desde sus inicios). Naturalmente, a lo largo del proceso de transmisión esos gestos icónicos sufren un “desplazamiento hacia lo arbitrario” cuando están involucrados individuos cuyo terreno conceptual común es más reducido: así surgen las convenciones comunicativas. • El paso final hacia convenciones vocales totalmente arbitrarias sólo fue posible porque esas convenciones se utilizaron primero junto con gestos derivados de acciones, que tenían un significado más natural. La dimensión gramatical de la comunicación lingüística humana consiste en la convencionalización y transmisión cultural de construcciones lingüísticas que se fundamentan en aptitudes cognitivas generales, en la capacidad para compartir intenciones y la de imitar. Todo ello para satisfacer las exigencias funcionales de los tres móviles comunicativos básicos. Así, se arribó a una gramática del pedir, una gramática del informar y una gramática del compartir y el narrar. • Los simios en general utilizan secuencias de gestos, y los simios “lingüísticos” combinan gestos con un único objetivo comunicativo. También desglosan su experiencia en eventos y participantes: por consiguiente, esas destrezas gramaticales básicas son algo “dado” y constituyen el punto de partida para la evolución de la competencia gramatical humana.

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• Cuando los simios “lingüísticos” producen enunciados de varias unidades –y tal vez haya sucedido lo mismo con los seres humanos más antiguos– casi siempre los emplean con la finalidad de pedir, que por lo general sólo involucra “a mí y a ti aquí y ahora”. No hay, por lo tanto, ninguna presión funcional para una marcación sintáctica más o menos compleja. Por consiguiente, esos simios y los seres humanos más antiguos sólo cuentan con la gramática del pedir. • Cuando se constituye la función de informar y aparecen referentes desplazados en el tiempo y el espacio, surge la necesidad de mecanismos gramaticales para: (i) identificar los referentes ausentes vinculándolos con el marco atencional conjunto del momento (usando tal vez constituyentes formados por varias unidades); (ii) señalar sintácticamente los roles de los participantes y (iii) diferenciar móviles comunicativos distintos como el de pedir y el de informar. Esas exigencias funcionales dan origen a una gramática del informar. • Cuando ya ha surgido el móvil de compartir y se producen enunciados destinados a narrar series complejas de eventos desplazados en el tiempo y el espacio, se impone la necesidad de mecanismos gramaticales para: (i) ubicar los eventos en el tiempo y relacionarlos entre sí y (ii) rastrear los participantes a lo largo de esos eventos. Tales demandas funcionales se resuelven en una gramática del compartir y el narrar. • Las construcciones gramaticales particulares de cada lengua se crean mediante un proceso de convencionalización (gramaticalización y demás) en el tiempo histórico-cultural y dependen de que existan metas conjuntas para comunicarse, de que haya un terreno conceptual común y de que funcionen ciertos procesos cognitivos fundamentales, así como la capacidad de procesar información. Los procesos de nivel grupal que entrañan estos fenómenos también dan origen a la normatividad “gramatical”.

7.2. hipótesis y problemas En el capítulo 1 propuse tres hipótesis acerca de los orígenes de la comunicación humana: (1) la comunicación cooperativa se desarrolló en sus comienzos en el dominio de los gestos (señalar y hacer mímica); (2) esa evolución se vio potenciada por aptitudes y motivaciones que favorecían la intencionalidad compartida, aptitudes y motivaciones que, a su vez, se desenvolvieron en el contexto de actividades de colaboración y (3) las convenciones lingüísticas totalmente arbitrarias sólo pudieron haber sur-

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gido en el ámbito de actividades de colaboración, que son intrínsecamente significativas, coordinadas mediante formas de comunicación “naturales” como el señalar y la mímica. Estamos ahora en condiciones de ver si esas hipótesis se han corroborado. Con respecto a los gestos, a lo largo de los siglos, diversos teóricos han sostenido que el primer paso evolutivo hacia el lenguaje humano fue dado en el ámbito gestual (por ejemplo, Hewes 1973; Corballis 2002; Kendon 2004; Armstrong y Wilcox 2007). Esos autores han respaldado sus teorías con diversos argumentos evolutivos que, en su mayoría, tenían que ver con las múltiples ventajas de la modalidad visual-manual. Otro argumento importante a favor de tal hipótesis es que los infantes se comunican con gestos antes de adquirir el lenguaje y que los niños sordos que no han estado en contacto con ningún lenguaje de señas comienzan a comunicarse de manera compleja utilizando gestos inventados. Por otro lado, a los seres humanos que no comparten ninguna convención comunicativa –desde los extranjeros que se hallan en tierras foráneas hasta los que crearon el Lenguaje de Señas Nicaragüense– les resulta bastante fácil comenzar a comunicarse por medio de gestos. Transcurridas unas cuantas generaciones y dadas las condiciones sociales apropiadas, esos gestos pueden convencionalizarse y acabar en algo que podríamos llamar un lenguaje humano pleno. Si los seres humanos estuvieran adaptados exclusivamente para usar un lenguaje vocal, esos inventos gestuales serían ampliaciones increíbles y casi inexplicables de su capacidad medular. En cambio, si los humanos se hubieran adaptado primero para algo similar a la comunicación gestual, reemplazada luego por la modalidad vocal, esos inventos gestuales se explicarían con mucha mayor facilidad. A todo lo dicho, añadí después otros dos argumentos, uno de carácter empírico y el otro, teórico. El argumento empírico es que las cuatro especies de grandes simios aprenden y utilizan gestos de manera muy flexible, pero no aprenden las vocalizaciones que emplean, que son sumamente rígidas. Además, en el uso de los gestos, los simios demuestran sensibilidad al estado atencional de receptores específicos e incluso emplean llamados de atención gestuales que ya entrañan dos niveles de intención, uno referencial y el otro social. Esa facultad preanuncia todos los complejos procesos para guiar la atención del otro que forman parte de la comunicación referencial humana. Por lo tanto, no es difícil imaginar que esa gestualidad inicial pudo evolucionar y dar origen al gesto de señalar y los gestos icónicos que, aun antes de que hubiera un lenguaje vocal, ya tenían las características fundamentales de la comunicación cooperativa humana. Debe subrayarse, empero, que no se han estudiado con igual profundidad las

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vocalizaciones de los grandes antropoides pues la inmensa mayoría de las investigaciones acerca de las vocalizaciones de los primates estuvieran circunscriptas a monos de otras especies. Sin duda, es éste un campo que demanda más investigación en el futuro. También es necesario hacer más investigaciones sobre los llamados de atención de los grandes primates, en especial los que involucran objetos externos (incluido el gesto de señalar en el caso de los seres humanos). El argumento teórico es que resulta por demás difícil imaginar cómo pudieron pasar los seres humanos de vocalizaciones similares a las de los simios –vinculadas sobre todo con la comunicación de emociones– a convenciones comunicativas creadas por ellos, aprendidas, conocidas y compartidas por todos los miembros de un grupo. Para teatralizar este argumento, recurrí a un experimento mental algo grotesco imaginando niños no lingüísticos que habitaban una isla desierta y que, o bien no podían vocalizar, o bien no podían hacer gestos. En tal situación, los niños que no pudieran vocalizar, no tendrían dificultad en comunicar con gestos la proximidad de una tormenta, pero cuesta imaginar que los impedidos de gestualizar podrían inventar con facilidad convenciones vocales pues las vocalizaciones suelen llamar la atención sobre el yo del emisor y su estado emocional, y no sobre referentes externos. Así, llegamos a la hipótesis de que el camino hacia las convenciones vocales de los seres humanos tuvo que atravesar una etapa intermedia de gestos derivados de acciones, cuyo significado fuera más natural y cuyo sustento fuera nuestra tendencia a seguir la dirección de la mirada de otros individuos e interpretar sus actos como algo intencional. Sostuve incluso que originalmente las convenciones vocales adquirieron significado comunicativo montándose a cuestas de gestos naturales que ya se comprendían, en otras palabras, que se utilizaron en forma redundante junto con esos gestos. Con respecto a la segunda hipótesis –que la intencionalidad compartida es el fundamento de la comunicación cooperativa humana– hay dos líneas de indicios empíricos y unos cuantos argumentos teóricos que la sustentan. La primera línea de indicios empíricos surge de la comparación de los grandes simios con los seres humanos. Las investigaciones experimentales, que en buena parte reseñamos en la sección 2.4, demuestran que los grandes simios comprenden la intencionalidad individual. Algunos investigadores creen que nuestra posición al respecto es demasiado generosa y que los simios y otros animales sólo cuentan con simples reglas de comportamiento para predecir lo que otros individuos harán en determinadas situaciones (Povinelli y Vonk 2006). Nuestra respuesta es que los resultados de los estudios realizados hablan por sí mismos porque la utilización de

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distintos métodos en todos los puntos clave de las investigaciones proporciona pruebas convergentes (puede hallarse una argumentación más sistemática en Tomasello y Call, en prensa). Por otra parte, el análisis que hicimos en este libro de la comunicación gestual entre los simios parecería confirmar que esos animales comprenden la intencionalidad individual. No obstante, en franco contraste con estas sólidas pruebas, no hay pruebas experimentales de que entre los grandes simios haya intencionalidad compartida puesto que sus actividades sincronizadas durante los experimentos no parecen tener la estructura de la colaboración humana y tampoco crean un ámbito de atención conjunta a la manera de nuestra especie. En este tema, hay investigadores que creen que mi apreciación es demasiado negativa. Por ejemplo, Boesch (2005) opina que las observaciones de chimpancés que cazan en su ambiente natural indican que se trata de una actividad de colaboración. Sin embargo, para demostrar la existencia de procesos cognitivos subyacentes, no bastan las observaciones en la naturaleza: es necesario corroborarlas mediante experimentos. Pero los experimentos realizados hasta ahora –a decir verdad, no muchos– han demostrado la capacidad de los simios para sincronizar sus acciones con las de otros individuos cuando tienen que resolver problemas pero no para plantearse metas y planes conjuntos ni para canalizar conjuntamente su atención al hacerlo. Desde luego, la interpretación de resultados experimentales negativos es engorrosa, de modo que el tema de la colaboración entre los grandes simios es otro campo que exige urgente atención. Así, según la hipótesis que venimos respaldando, el hecho de que los grandes simios no participen de actividades de colaboración implica que su comunicación en general es individualista, como la de otros mamíferos. Entre ellos, la comunicación intencional se limita a dar órdenes o hacer pedidos. Con todo, algunas observaciones sugieren que los grandes simios se comunican de un modo que no parece el de un pedido prototípico: por ejemplo, investigadores que han entrenado simios “lingüísticos” consignan algunos «enunciados» utilizados cuando el individuo aparentemente no desea nada. Sin embargo, sería necesario confirmar esta impresión con investigaciones experimentales pues esos hechos pueden interpretarse según una hipótesis alternativa: que en esos momentos los simios se limitan a ejercitar su habilidad para “nombrar” algo cuando lo ven sin que medie ningún deseo prosocial de informar a otros individuos con espíritu de colaboración ni de compartir con ellos emociones o actitudes. Otros ejemplos que suelen esgrimirse son los diversos experimentos en que los simios quieren alimento y hay un ser humano que debe hallar una herramienta oculta para poder alcanzárselo; dada esa situación,

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los simios señalan el lugar donde está la herramienta (véase la sección 2.3). Se podría decir que en este caso los simios brindan información al ser humano pero, dado que no señalan del mismo modo cuando el ser humano quiere algo para sí mismo (hay investigaciones en curso al respecto), ni hacen nada semejante con sus coespecíficos, también podría interpretarse este hecho como un ejemplo de “uso de herramientas sociales”: pedir que el ser humano consiga la herramienta y la utilice para lo que quiere el simio. Adviértase además que no hay ninguna prueba de que los simios recurran a un terreno conceptual común, ni de que conciban expectativas mutuas de recibir ayuda, ni de que comprendan la intención comunicativa en el sentido de Grice: en experimentos ideados para verificar su comprensión del gesto humano de señalar, se observa sistemáticamente que no hacen inferencias pertinentes (véase la sección 2.3). En cualquier caso, nuestra interpretación de estas dos series de datos experimentales acerca de la colaboración y la comunicación entre los simios es que no hay colaboración genuina en sus actividades ni una verdadera actitud cooperativa en su comunicación. Puesto que las actividades de colaboración y la comunicación cooperativa son muy frecuentes entre los seres humanos y puesto que, desde un punto de vista teórico, implican que hay motivaciones y aptitudes para cooperar, una hipótesis razonable es que esas características se apoyan en una infraestructura psicológica común de intencionalidad compartida. Esa infraestructura compartida sugiere que la colaboración y la comunicación cooperativa tuvieron un origen evolutivo común. La segunda línea de indicios empíricos acerca del papel medular que desempeña la intencionalidad compartida proviene de la ontogenia humana. Desde una etapa bastante temprana del desarrollo, los infantes de nuestra especie tienen la capacidad física de señalar y gesticular con las manos y el cuerpo. Parecería, además, que los mueven algunos impulsos que la comunicación cooperativa podría satisfacer, por ejemplo, el de conseguir que otros individuos hagan algo pidiéndolo (y quizá también el de compartir emociones). No obstante, no entablan intercambios comunicativos cooperativos hasta que están muy cerca de cumplir un año, edad en la que aparentemente también comienzan a mostrar sus aptitudes para compartir intenciones en las actividades de colaboración con otras personas. La sincronía en el tiempo no es tan nítida en su caso porque hay diversos avances que se producen todos alrededor del año de edad, pero esta coincidencia en el desarrollo es sin duda muy sugestiva. Cumplido el primer año, el modo de señalar y de gesticular de los niños ya indica que recurren a un terreno conceptual común, que abrigan móviles cooperati-

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vos y que, tal vez, hagan suposiciones acerca de la voluntad de cooperación y la intención comunicativa en el sentido de Grice en sus intercambios. De todos modos, se necesitan más investigaciones al respecto. Como ocurría en el caso de los simios, estos razonamientos han recibido críticas que provienen de posiciones opuestas. Aunque estos temas no sean su objetivo específico, algunos investigadores creen que es muy probable que los infantes, alrededor del año de edad, entablen relaciones de comunicación cooperativa mucho antes de señalar (por ejemplo, Trevarthen 1979). Por el contrario, hay otros teóricos que opinan que es demasiado optimista interpretar el gesto de señalamiento de los niños de un año como indicio de que ellos manipulan con espíritu altruista los estados mentales de los otros (por ejemplo, Carpendale y Lewis 2004). No obstante, se trata de opiniones de investigadores que hacen observaciones en estado natural y no mediante experimentos. Por nuestra parte, creemos que la investigación experimental que llevamos adelante actualmente, tal como la reseñamos en el capítulo 4, corrobora nuestra opinión de que la comunicación temprana descansa sobre una estructura de orden mental y altruista. Desde ya, no hay estudios experimentales que refuten esta conclusión. Los principales argumentos teóricos a favor de la tesis de que la intencionalidad compartida es el fundamento de la comunicación cooperativa propia de los seres humanos provienen de los análisis filosóficos sobre la comunicación que hicieron hace algunos años Wittgenstein (1953), Grice (1957, 1975) y Lewis (1969), y de otros más recientes, como los de Sperber y Wilson (1986), Clark (1996), Levinson (1995, 2006) y Searle (1969, 1995). Desde luego, no pretendo haber aportado ningún elemento teórico que supere las intuiciones de estos autores, pero he intentado extraer algo novedoso combinando sus originales ideas y aplicándolas a las actividades comunicativas de los grandes simios, los niños de nuestra especie y, quizá, nuestros antepasados humanos. Lo que resulta evidente después de hacerlo es que el concepto unificador fundamental es algo similar a la lectura recursiva de la mente (según nuestro resumen de la tabla 3.1, por ejemplo). Así, vemos que la comprensión de las intenciones y la atención por parte de los simios se transforma en los seres humanos en intenciones conjuntas, atención conjunta e intenciones comunicativas; que los móviles cooperativos de los seres humanos en la comunicación se transforman en suposiciones mutuas e incluso en normas de cooperación; y que los gestos comunicativos “naturales” de los seres humanos se transforman en convenciones comunicativas. Al menos, según una manera de contemplar los hechos, todas esas transformaciones son producto de una comprensión mutua estructurada recursivamente, una relación que se entabla entre dos seres

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humanos o más que saben cada uno individualmente que el otro sabe, y así sucesivamente hasta el infinito. La noción de conocimiento mutuo fue utilizada por primera vez en el contexto de la comunicación por Lewis (1969) en su análisis de las convenciones empleadas para coordinar. Sperber y Wilson (1986) no comulgan con las connotaciones de la frase “conocimiento mutuo” (porque implica certeza) y prefieren hablar de entornos cognitivos compartidos o recíprocos, y de intención mutuamente manifiesta para expresar algunas de sus concepciones. Clark (1996) opta por hablar de terreno conceptual común como una manera más neutra de describir el fenómeno y Searle (1995) habla simplemente de intencionalidad colectiva o del “nosotros” [we-intentionality]. Hay mucho debate sobre la necesidad de postular la noción de recursividad para explicar todos estos fenómenos o si es más razonable limitarse a caracterizar la “intencionalidad del nosotros” en sus diversas formas como una primitiva psicológica que no requiere tanto ir y venir. Según yo veo la cuestión, el hecho de que contemplemos teóricamente la “intencionalidad del nosotros” como lo primitivo o como algo derivado de un ir y venir entre los individuos depende de lo que intentamos explicar. Es posible que en los intercambios de seres humanos contemporáneos en tiempo real no intervenga recursividad alguna y que los individuos involucrados tengan simplemente una noción primitiva de la “intencionalidad del nosotros”. De hecho, creo que eso es precisamente lo que hacen los infantes: distinguen situaciones en las cuales “nosotros” compartimos la atención que prestamos a algo de otras situaciones en las cuales no compartimos la atención. Sin embargo, a medida que el desarrollo prosigue, se articulan las diversas perspectivas individuales que entraña el compartir (cabe presumir que a través de intercambios al azar en los cuales se suponen compartidas cosas que luego resultan no serlo), según la hipótesis propuesta por Barresi y Moore (1996). Con anterioridad, en apoyo de la recursividad, cité el hecho de que pueden producirse interrupciones en diversos niveles de ese ir y venir de un individuo al otro, y dije que los seres humanos detectan esos quiebres de diversas maneras y los resuelven también de distintos modos, pero los datos en respaldo de esta hipótesis son bastante escasos. Por otra parte, si retornamos a la evolución, me parece muy poco plausible que la “intencionalidad del nosotros” haya surgido de golpe hecha y derecha, en toda su plenitud. Por el contrario, casi con seguridad, hubo un momento en que los individuos comenzaron a comprender algo así como “él / ella me ve viéndolo” y que sólo más tarde se puso de manifiesto la recursividad de ese mecanismo de comprensión.

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Por último, con respecto a la tercera hipótesis acerca de las convenciones comunicativas, he sugerido que las convenciones totalmente arbitrarias, como las del lenguaje hablado, no pudieron haber surgido sin la intermediación de gestos más “naturales” derivados de acciones, en el contexto de interacciones de colaboración estructuradas por la atención conjunta, gestos que aprovechaban la tendencia espontánea de los seres humanos a seguir la dirección de la mirada de los otros e interpretar sus actos como algo intencional. Tal vez el indicio más claro que respalda esta hipótesis provenga del lenguaje temprano de los niños. Si bien los infantes son capaces de asociar sonidos con experiencias desde que cuentan unos pocos meses (e incluso son capaces de imitar vocalizaciones), no comienzan a incorporar convenciones lingüísticas hasta que están próximos al año de edad, cuando empiezan a participar con otros individuos de actividades en colaboración estructuradas en un marco de atención conjunta. De hecho, hay una correlación positiva estrecha entre la participación de los niños en ese tipo de actividades y su celeridad para incorporar las primeras convenciones comunicativas (véase una reseña de este tema en Tomasello 2003). Desde luego, para que la comunicación convencional se desarrolle es necesaria una gran destreza para imitar acciones –incluso para imitarlas con inversión de roles– a fin de garantizar que las convenciones pasen de una generación a otra y que todos los que participan de ese proceso histórico-cultural las reconozcan como algo compartido. Durante el proceso de transición del niño hacia la gramática, el señalar y otros gestos parecen constituir un puente necesario, aunque los niños modernos, por su afán de parecerse a los demás, están ávidos por adquirir las convenciones comunicativas y gramaticales directamente, de modo que pueden incorporarlas sin la intermediación de gestos naturales cuando el marco atencional conjunto es suficientemente sólido. En cambio, los niños sordos que inventan junto con sus padres esas convenciones comunicativas idiosincrásicas que son los lenguajes de señas caseras deben comenzar ineludiblemente por gestos naturales en interacciones que entrañan atención conjunta. De lo contrario, no los comprenderían. Además, cualquier desplazamiento hacia lo arbitrario en esos sistemas de señas exige la presencia de una comunidad en la cual pueda desarrollarse una historia de aprendizaje compartida y reconocida (como ocurrió con el Lenguaje de Señas Nicaragüense). Según la hipótesis que venimos exponiendo, el origen de la gramática dentro de la evolución humana fue parte de un único proceso durante el cual los seres humanos empezaron a convencionalizar medios de comunicación. En otros palabras, fue un proceso constituido por diversas etapas

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durante el cual los nuevos móviles comunicativos de informar y compartir / narrar impusieron presiones funcionales nuevas a individuos que ya se pedían cosas entre sí utilizando gestos “naturales” y, luego, holofrases convencionales. En respuesta a esas presiones, los seres humanos crearon mecanismos sintácticos convencionales para estructurar gramaticalmente enunciados formados por varias unidades –así satisficieron las nuevas necesidades comunicativas resultantes del informar y el compartir– que luego se convencionalizaron en construcciones lingüísticas gestálticas: patrones prefabricados de convenciones lingüísticas y mecanismos sintácticos aptos para cumplir funciones comunicativas recurrentes. Es importante tener en cuenta que el proceso de convencionalización (gramaticalización) de las construcciones lingüísticas depende vitalmente de que los interlocutores compartan una meta comunicativa y puedan “negociar” entre ellos la forma que debe tener el enunciado basándose en última instancia en su terreno conceptual común. Por consiguiente, es muy probable que la dimensión gramatical de la comunicación cooperativa haya surgido de combinar señalamientos y mímica en el curso de actividades de colaboración, y que luego haya excedido ese contexto restringido mediante un “desplazamiento hacia lo arbitrario”, como lo hicieron las convenciones que rigen las holofrases. El legado de construcciones gramaticales de una generación a otra no sólo exige aprendizaje cultural e imitación sino, además, la capacidad de (re)construir patrones de uso lingüístico a partir de actos de comunicación experimentados personalmente por los individuos. En general, entonces, el análisis que presentamos aquí sugiere también –siguiendo a Bates (1979)– que es más productivo contemplar el lenguaje como “una maquinaria nueva armada con piezas más antiguas”. Aunque sea difícil imaginarlo ahora, en el siglo xxi, el mismo proceso pudo haber producido una maquinaria diferente si alguna de sus piezas constitutivas hubiera evolucionado de otra manera puesto que esas piezas son numerosas y cada una de ellas ha tenido una historia evolutiva contingente. Así, según nuestra concepción, originalmente la capacidad de comprender la intencionalidad individual fue una ventaja adaptativa para los primates en un contexto competitivo; las habilidades para imitar se desarrollaron en un comienzo cuando los seres humanos tuvieron que usar y construir herramientas; las intenciones y la atención conjunta fueron producto de las actividades de colaboración; la intención comunicativa en el sentido de Grice surgió en un contexto de expectativas mutuas de cooperación; el móvil de brindar información a otros congéneres fue el resultado de la preocupación de los individuos por su reputación como colaboradores; la inclinación por compartir emociones y actitudes nació en un ámbito de procesos y normas

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grupales; las normas mismas surgieron para maximizar la homogeneidad intragrupal en el contexto de selección grupal por obra de la cultura. Además, los gestos humanos tienen una larga historia que se remonta a los grandes simios pero los gestos nuevos, como señalar y hacer mímica, se basaron en la tendencia natural de los primates a seguir la dirección de la mirada ajena e interpretar las acciones de otros individuos como producto de una intención. Las convenciones comunicativas, que se transmiten porque entre los seres humanos hay imitación social, se desarrollaron en situaciones en las que los individuos tenían metas conjuntas y se basaron en las aptitudes de los seres humanos para imitar invirtiendo los roles, así como en sus móviles cooperativos. Las aptitudes vocales humanas también se remontan a los grandes simios, pero han evolucionado y adquirido características exclusivas no hace mucho, presumiblemente para facilitar la comunicación convencional (y distinguir así, tal vez, a los miembros nativos del grupo de pertenencia). Nuestra capacidad gramatical tiene sus raíces en la tendencia de los primates a analizar la experiencia dividiéndola en eventos y participantes, y a combinar acciones tendientes a una meta única. Por último, la convencionalización de las construcciones gramaticales se produce por encima del nivel de los individuos y depende de la capacidad humana para compartir intenciones, imitar y procesar signos vocales y auditivos, entre otras cosas. Y así podríamos seguir. Simplemente, si cualquiera de estas “piezas” hubiera sido significativamente distinta –por cualquier razón entre millones de causas evolutivas posibles–, las lenguas humanas también podrían haber sido diferentes. Tal vez podríamos haber evolucionado de modo tal que sólo pudiéramos pedir cosas a los demás utilizando gestos naturales. Quizá podríamos haber desarrollado convenciones lingüísticas, pero sólo para pedir, de suerte que habríamos acabado con una sintaxis muy simple. O quizá podríamos haber inventado convenciones y construcciones lingüísticas para brindar información a otros pero no para narrar eventos desplazados en el espacio y el tiempo, de modo que no tendríamos una sintaxis elaborada con tiempos verbales complejos, aspecto o mecanismos para rastrear los referentes a través de los sucesos. Más fascinante aún es imaginar cómo sería el “lenguaje” humano –si es que en tal caso merecería el nombre de tal para nosotros– si se hubiera desarrollado en un contexto de competencia y no de cooperación. En esa situación imaginaria, no habría atención conjunta ni terreno conceptual común y los actos de referencia no se construirían como lo hacemos nosotros, en especial en el caso de los puntos de vista y los referentes ausentes. No existiría una intención comunicativa fundamentada en un supuesto mutuo de cooperación, de modo que tampoco

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habría razón para esforzarse en descubrir por qué alguien intenta comunicarse conmigo. Tampoco habría normas de comunicación. Y no existirían convenciones, que sólo pueden surgir cuando hay entendimiento entre los individuos y existen intereses comunes. Sin el afán de informar y compartir, esta hipotética forma competitiva de “lenguaje” sólo podría utilizarse para la coacción y el engaño… y, de hecho, ni siquiera para eso porque los comunicadores no podrían colaborar entre sí para transmitir el mensaje porque desconfiarían el uno del otro. Por ende, de hecho, no habría lenguaje tal como lo conocemos. Por otra parte, si la historia de la cooperación hubiera sido distinta, como en algunos de los escenarios que acabamos de esbozar, la forma del lenguaje también sería diferente. En síntesis: si la vida social humana hubiera tomado otro rumbo, nuestros medios de comunicación también habrían seguido otro derrotero. Como dice Wittgenstein, imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida.

7.3. el lenguaje como intencionalidad compartida Si preguntáramos a un panel constituido por científicos y legos qué es lo que explica la notable complejidad de nuestras aptitudes cognitivas, instituciones sociales y cultura, casi con seguridad la respuesta más frecuente sería: “el lenguaje”. Ahora bien, ¿qué es el lenguaje? Debido al menos en parte a la existencia de lenguaje escrito, de textos que es posible contemplar, analizar y volver a analizar para colocarlos luego en un estante, pensamos intuitivamente que el lenguaje es una especie de objeto (Olson 1994). Sin embargo, no es un objeto, no más que una universidad o un gobierno o una partida de ajedrez. Tal como dijo Searle (1995, p. 36), Pero en el caso de los objetos sociales […] el proceso prima sobre el producto. Los objetos sociales están siempre […] constituidos por hechos sociales; y en cierto sentido, el objeto no es sino la posibilidad continuada de la actividad.* Los actos lingüísticos son actos sociales que un enunciador dirige intencionalmente hacia otra persona (subrayando además que lo hace) a fin de

* La cita en español fue tomada de La construcción de la realidad social, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Paidós, 1997, p. 54. [N. de la T.]

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orientar la atención y la imaginación de esa segunda persona de manera particular, de modo que haga lo que el enunciador quiere, se entere de lo que quiere, o sienta lo que el enunciador pretende hacerle sentir. Esos actos sólo cumplen su función si los dos participantes poseen una infraestructura psicológica de aptitudes y motivaciones que se inscriben dentro de una intencionalidad compartida, desarrollada para facilitar los intercambios con otros individuos en las actividades de colaboración. Por consiguiente, el lenguaje o, mejor dicho, la comunicación lingüística, no es cualquier tipo de objeto –formal o de otra índole– sino, más bien, una forma de acción social constituida por convenciones sociales para lograr objetivos también sociales, una forma de acción que tiene como premisas cierto entendimiento entre los usuarios y algunos propósitos compartidos. Como muchos productos culturales, los lenguajes humanos pueden a su vez contribuir al desarrollo de las aptitudes que les dieron origen al menos en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, la cultura y los actos de colaboración entre seres humanos son tan complejos en la actualidad precisamente porque se organizan y se transmiten por medio de convenciones lingüísticas. Por ejemplo, la colaboración necesaria para construir rascacielos o fundar universidades es inimaginable en ausencia de formas convencionales de comunicación que permitan definir las metas compartidas y formular planes coordinados para alcanzarlas. La colaboración fue la cuna de la comunicación cooperativa pero, a su vez, esa nueva forma de comunicación favorece formas de colaboración cada vez más complejas y así se describe una espiral coevolutiva. En segundo lugar, algo que es menos evidente: tomar parte en una comunicación lingüística convencional y otras formas de intencionalidad compartida impulsa la cognición humana hacia rumbos imprevistos. Si bien los cognitivistas dan este hecho por sentado, nuestra especie es la única del reino animal que conceptualiza el mundo en términos de diferentes perspectivas potenciales, relativas todas a una misma entidad y construye, por ende, lo que hemos llamado representaciones cognitivas en perspectiva (Tomasello 1999). Lo esencial de esta idea es que esas formas exclusivamente humanas de conceptualizar dependen de la intencionalidad compartida en el sentido de que la noción misma de perspectiva presupone alguna entidad situada en el foco conjunto de varios individuos que saben que lo comparten, pero que lo ven desde distintos ángulos (Perner, Brandl y Garnham 2003; Moll y Tomasello 2007b). Es importante advertir que las representaciones cognitivas en perspectiva no son un formato innato sino que se construyen a medida que los niños participan en procesos de comunicación cooperativa: en el ir y venir de diversos tipos de discurso en los cuales se

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expresan distintas perspectivas de los participantes hacia los temas compartidos en el terreno conceptual común (Tomasello y Rakoczy 2003). En consecuencia, la infraestructura cooperativa de la comunicación humana no sólo surge de la manera cooperativa de vivir y pensar propia de nuestra especie sino que también contribuye a desarrollar ese modo de vida. Vemos así que los orígenes de la comunicación cooperativa son múltiples y que su culminación en la comunicación lingüística es un ejemplo más –tal vez el fundamental– del proceso de coevolución que permitió el desarrollo filogenético de nuestras aptitudes cognitivas básicas. De ese modo, fue posible en la historia la creación de productos culturales que a su vez proporcionan a los niños las herramientas biológicas y culturales necesarias para su desarrollo ontogenético.

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Índice de autores

Acredolo, L. P., 112, 115 Adamson, L., 108 Agnetta, B., 38, 44 Armstrong, D., 53, 235 Ashley, J., 25 Baillargeon, R., 107 Bakeman, R., 108 Baldwin, D., 120 Bard, K., 134 Bard, K. A., 36 Barresi, J., 240 Bates, E., 89, 90, 93, 95, 226, 242 Bateson, P., 144 Behne, T., 17, 39, 43, 101, 107, 140 Bekkering, H., 44, 107 Benson, J., 118 Bergstrom, C. T., 24 Bloom, P., 106, 118 Boesch, C., 23, 130, 136, 137, 237 Boesch, H., 130 Boesch-Achermann, H., 130, 136 Bonvillian, J., 113 Boyd, R., 19, 129, 148, 157, Boysen, S., 131 Braine, M., 193 Brandl, J., 245 Bratman, M., 16, 135, Bräuer, J., 38, 44 Bretherton, I., 115, Brooks, P., 124, 211 Brown, P., 152, 158, Bruner, J., 15, 108, 117, 119, 123, 155, 210 Bühler, K., 169, 197

Burling, R., 48 Burnette, C., 110 Buttelman, D., 44, Butterworth, G., 88 Bybee, J., 218, 220 Byrne, R. W., 30, 31 Call, J., 17, 26, 29, 32-34, 36, 38-41, 43, 44, 46, 107, 131, 132, 137, 141, 159, 180, 237 Callanan, M., 121 Camaioni, L., 89, 93, 95, 112 Campbell, A., 113 Campbell, A. L., 124 Caron, A. J., 44 Carpendale, J. E. M., 239 Carpenter, M., 17, 38, 39, 43, 89, 90, 94-96, 98, 107-109, 113, 121, 122, 133, 134, 140, 154 Caselli, M. C., 112, 115 Chafe, W., 195, 198 Chalmeau, R., 131, Chaucer, G., 215, 216 Chen, F., 108, 132, 137 Cheney, D. L., 23, 25, 131 Chomsky, N., 200, 224 Clark, A. P., 25 Clark, H., 15, 16, 62, 64n, 65, 68, 76, 79, 80, 239, 240 Coppola, M., 202 Corballis, M. C., 48, 235 Corkum, V., 94, 97 Crawford, M. P., 131, 132 Crockford, C., 23

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LOS ORÍGENES DE LA COMUNICACIÓN HUMANA

Croft, W., 195, 198, 214, 216, 219, 220, 222, 223, 226 Csibra, G., 101, 107, 149 Dahl, O., 216 Darwin, Charles, 27 Davis, D. R., 105 Dawkins, R., 21 DeLoache, J. S., 114 D’Entremont, B., 90, 94, 97 Desalles, J.-L., 149 Deutscher, G., 216 De Waal, F. B. M., 31, 34, 147 Diessel, H., 169, 210 Donald, M., 150, Everhart, V., 104, 125 Farrar, J., 121 Fehr, E., 139 Fillmore, C., 214 Fischbacher, U., 139 Fitch, W. T., 224 Fogel, A., 105 Folven, R., 113 Fuwa, K., 132, 143 Gallo, A., 131 Gardner, B. T., 37 Gardner, R. A., 37 Garnham, A., 245 Gergely, G., 44, 107, 149 Gilbert, M., 16, 61, 135 Gilby, G. C., 136, 147 Givón, T., 217 Gluckman, A., 39 Goldberg, A., 214, 215, 225 Goldin-Meadow, S., 53, 59, 113, 115, 116, 154, 163, 166, 167, 186-188, 190-192, 205 Golinkoff, R. M., 90, 101 Gomez, J. C., 36-38 Goodall, J., 24, 136, Goodwyn, S. W., 112 Gouzoules, H., 25 Gouzoules, S., 25 Graefenhein, M., 140 Greenberg, J., 225 Greenfield, P. M., 38, 124, 183, 184, 186 Grice, H. P., 16, 72

Grice, P., 67, 73, 76, 84, 101, 102, 110, 114, 146, 150, 151, 157-159, 168, 174, 231, 238, 239, 242 Gundel, J., 198 Haberl, K., 106-108 Habermas, J., 74 Haimerl, F., 36, 114 Haith, M., 118 Hannan, T., 105 Hare, B., 38-41, 44, 45, 131, 132, 136, 143, 148 Harper, D., 21 Hauser, M. D., 23, 224 Hawkins, J., 225 Hedberg, N., 198 Heine, B., 170 Henrich, J., 139 Herman, L., 185 Hewes, G. W., 235 Hill, K., 138 Hirata, S., 132, 143 Hopkins, W. D., 36 Hoyne, K. L., 112 Hurtado, A. M., 138 Iverson, J., 112, 115, 124, 192 Jensen, K., 137, 148 Jipson, J., 121, Kagan, J., 103 Kaminski, J., 33, 44 Kegl, J., 202 Keller, R., 164, 216 Kendon, A., 54, 166, 235 Király, I., 44, 107 Kita, S., 55, 179, 211 Kobayashi, H., 145 Koshima, S., 145 Krebs, J., 21 Kruger, A., 19, 210 Kuhlmeier, V., 106 Kuteva, T., 170 Lachman, M., 24 Lambrecht, K., 124 Langacker, R., 198, 214 Leavens, D. A., 36 Lederberg, A., 104, 125

ÍNDICE DE AUTORES

Leslie, A., 58, 114, 150 Levinson, S. 152, 158 Levinson, S. C. 16, 62, 151, 239 Lewis, C., 239 Lewis, D., 81, 139, 160, 161, 239, 240 Liddel, S. K., 53, 198 Liebal, K., 31, 32, 34, 44, 99, 101, 109, 180 Lieven, E., 124 Liszkowski, U., 90, 93-95, 97, 98, 101 Lollis, S. P., 108, 140 Lutrell, L. M., 147 Maestripieri, D., 35, 42 Markman, E. M., 102 Marshall, C. R., 76 Matthews, D., 124 Maynard-Smith, J., 21 McNeill, D., 53, 116, 117, 167 McWhorter, J., 213 Melis, A., 44, 131, 136, 141, 143, 148, 159 Meltzoff, A., 43 Menzel, C., 36 Mitani, J. C., 25, 131, 148 Moll, H., 17, 44, 100, 101, 103, 107, 108, 134, 245, Moore, C., 90, 94, 97, 240 Morton, C., 24 Mundy, P., 109, 110 Mylander, C., 187, 188 Nagell, K., 89, 96, 108, 121, 122 Namy, L. L., 112, 113, 115 Nelson, K., 117 Nishida, T., 25 Nowak, M. A., 148 Okamoto-Barth, S., 44 Olson, D., 244 O’Neill, D., 132 Onishi, K. H., 107 O’Reilly, A., 90 Orlansky, M., 113 Owings, D. H., 24 Owren, M. J., 24 Ozcaliskan, S., 115, 124, 192 Özyürek, A., 179, 205, 211 Padden, C. A., 190 Panchanathan, S., 148

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Pennington, B. F., 109 Pepperberg, I. M., 185 Perner, J., 245 Pika, S., 31, 34, 44 Pinker, S., 200 Pollick, A., 34 Povinelli, D. J., 33, 43, 105, 132, 236 Quine, W. V. O., 52, 118, 119 Rakoczy, H., 172, 246 Ratner, H., 19, 210 Ratner, N., 108, 123 Rendell, D., 24 Richerson, P., 19, 129, 157 Rivas, E., 38, 182-184, 188, 189 Rochat, P., 106, 113, 114 Rogers, S. J., 109 Ross, H. S., 108, 140 Rumbaugh, D. M., 131 Sandler, W., 179, 202 Savage-Rumbaugh, E. S., 38, 131, 134, 183-186 Savage-Rumbaugh, S., 37 Saylor, M., 98 Schachter, S., 155 Schelling, T. C., 139 Schwier, C., 107 Searle, J. R., 16, 61, 69, 70, 71, 78, 79, 172, 239, 240, 244, Senghas, A., 179, 202, 205, 211 Seyfarth, R. M., 23, 25, 131 Shatz, M., 90 Shwe, H. I., 96, 102 Sigman, M., 109 Sigmund, K., 148 Silk, J. B., 137, 148 Smith, A., 216 Smith, I. H., 124 Spencer, P., 104, 125 Sperber, D., 16, 63, 72, 73, 76, 103, 151, 239, 240 Stanford, C. B., 131 Stern, D. N., 106 Stokoe, W., 53 Striano, T., 95, 113, 114, 133, 140 Strosberg, R., 120 Sugiyama, Y., 31

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LOS ORÍGENES DE LA COMUNICACIÓN HUMANA

Tanner, J. E., 30, 31 Tinbergen, N., 27 Tomasello, M., 17, 19, 23, 26, 29-34, 36, 38-41, 43, 44, 46, 81, 89, 90, 94-96, 98, 103, 106-108, 113, 114, 117, 118, 120-122, 124, 130-134, 136, 137, 140, 141, 143, 146-148, 159, 162, 172, 178, 180, 182, 185, 194, 203, 210, 215, 217, 224, 237, 241, 245, 246 Tomonaga, M., 133 Trevarthen, C., 106, 239 Uzgiris, I. C., 154 Vauclair, J., 134 Volterra, V., 89, 93, 95 Vonk, J., 43, 236 Vygotsky, L., 19

Warneken, F., 43, 106, 108, 137, 140, 147 Watts, D., 131, 148 Waxman, S. R., 112, 115 Whiten, A., 153 Wilcox, S., 53, 235 Wilson, D., 16, 63, 72, 73, 76, 151, 239, 240 Wittek, A., 124 Wittgenstein, L. v., 7, 14, 15, 21, 51, 52, 65, 87, 127, 168, 177, 229, 239, 244 Woodward, A., 107, 112 Wrangham, R. W., 23, 25, 136 Wray, A., 163 Wynn, K., 106 Zacharski, R., 198 Zhavi, A., 148 Zuberbühler, K., 23, 25

Índice analítico

acción, la comunicación humana y la, 166-167 acto comunicativo, énfasis del, 71-72, 73-74, 101-102 acto de “ofrecer”, 31 adquisición del lenguaje: el gesto de señalar y la, 123-124; el uso de convenciones y la, 122-124; la incorporación de convenciones y la, 117-122; la intencionalidad compartida y la, 88-89, 117-124; la mímica y la, 115-11 alarde, 148 altruismo: en los infantes, 95; evolución y, 17-18, 127-128, 147 animales: comunicación humana con los, 13; su comportamiento social, 172 aprendizaje: de los llamados de atención, 31-32; de los movimientos de intención, 27-28, 29-30; la interacción entre simios y seres humanos y el, 35; ontogenético, 27-28, 29-30; por imitación, 29-30; simple y complejo, 42 aprendizaje cultural, 19, 81, 153-154. Véase también aprendizaje social aprendizaje social, 161. Véase también aprendizaje cultural aptitudes cognitivas, la comunicación cooperativa y las, 62-67, 245 asignación de culpas: en los procesos de comprensión, 219-220, 221 atención, seguimiento de la, 33-35 atención conjunta: definición, 62, 65; el gesto de señalar de los infantes y la,

93-94; en los seres humanos y los simios, 134-135; importancia de la, 15; la adquisición del lenguaje y la, 117, 120-122; las modalidades perceptuales y la, 144n; los infantes y la, 107, 109; surgimiento de la, 144-145. Véase también terreno conceptual común autismo, 96, 109-110 autor oculto, 73, 102-103, 157-158 ayuda: ayudar y agradecer, 152; como móvil fundamental, 69-70; el gesto de señalar de los infantes como acto de, 95-96; entre los chimpancés, 145, 147-148; y la reciprocidad indirecta, 148-153; y mutualismo, 143-147. Véase también enunciados informativos cambios lingüísticos, 214, 216-222; dimensión cognitiva de los, 216-218; el terreno conceptual común y los, 221-222; fuentes de los, 216-217, 222; la selección por grupos y los, 225-226; su transmisión de una generación a otra, 219-220, 220f caza: los chimpancés y la, 130-131, 135-138, 147-148; los seres humanos y la, 138-139 centro deíctico, 169n, 197 cláusulas relativas, 208 cognición social, 14 colaboración y cooperación: animal, 172; comparación entre la colaboración humana y la de los grandes simios, 132-135, 143-144; comunicación basada

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en la, 16-18; humana, 16-18, 127-128, 138-141, 172; infantil, 140; la comunicación cooperativa y la, 140-142, 232-233, 244-246; la comunicación de los grandes simios y la, 38, 48-49, 237-238; la intencionalidad compartida en cuanto fundamento de la, 16-17, 60-61, 128-129; los chimpancés y la, 130-138; mutualistas, 143-147; nacimiento de la, 129-142. Véase también modelo cooperativo de la comunicación humana; motivación social comentarios, 187 compartir: como motivación fundamental, 70-71; comunicación cooperativa y, 155; en los infantes, 70-71, 93-95, 123; gramática del, 177-179, 204-213; informar y, 154-155; las convenciones y el, 161; orígenes ontogenéticos del, 105; pertenencia a un grupo y afán de, 154-156 comportamiento icónico, 30 comprensión: cambio lingüístico y, 219-220; de la intencionalidad, 42-46; de las emisiones vocales, 22-24; de las percepciones de otros individuos por parte de los simios, 44-45, 132, 134; del gesto de señalar, 38-40 comunicación: biológica, 21-22; infraestructura cooperativa de la, 17; motivación social de la, 15-16; naturaleza cooperativa de la, 16-18; referencial, 32; transacción en la, 220-222. Véase también evolución de la comunicación humana; gestos; lenguaje; mímica, acto de señalar comunicación cooperativa, 51-69; aptitudes cognitivas necesarias para la, 62-67; características de la, 22; el acto de compartir y la, 154-155; el mutualismo y la, 143-147; el señalamiento y la, 55-56; infraestructura de la, 17, 140-142, 230-231; infraestructura psicológica de la, 68t; la colaboración y la, 140-142, 232-233, 244-246; la comunicación gestual de los infantes y la, 88, 104, 238;

la intencionalidad compartida como fundamento de la, 88, 107-109, 110, 141, 230-231, 236-240; la mímica y la, 57-60; la reciprocidad indirecta y la, 147-153; la selección grupal por obra de la cultura y la, 153-159; las convenciones y la, 79-82; los gestos y la, 53-54; modelo de la, 60-79; motivaciones sociales de la, 67-71; orígenes de la, 18, 104, 111f, 114, 125, 127, 142-159, 232-233; su uso para fines no cooperativos, 140, 158-159; supuestos mutuos en la, 71-77; ventajas evolutivas de la, 127. Véase también modelo cooperativo de la comunicación humana comunicación de los primates, comparada con la comunicación humana, 48-49 comunicación humana: el razonamiento práctico en la, 75; infraestructura psicológica de la, 68t; la acción como fundamento de la, 166-167; los gestos de los simios como precursores de la, 35, 49, 229-230; modelo cooperativo de la, 60-79; normas que rigen el aspecto productivo de la, 74-75; normas que rigen la comprensión de la, 74-75; normas sociales relativas a la, 74-75, 103-104; orígenes de la, 51-53; singularidad de la, 78; su comparación con la comunicación de los grandes simios, 54; su comparación con la comunicación de los primates, 25-26, 32, 48-49; terreno conceptual común, elemento complementario de la, 65-66. Véase también comunicación cooperativa; comunicación lingüística; evolución de la comunicación humana; lenguaje comunicación indirecta, 32, 36, 48. Véase también comunicación triádica; intenciones referenciales comunicación intencional: definición, 22; en el mundo biológico, 21-22; entre los grandes simios, 42-49, 237-238; entre primates y seres humanos, 35-40; gestos de, 26-35; y la tarea de selección de objeto, 39-40

ÍNDICE ANALÍTICO

comunicación lingüística: como acción social, 245; intenciones referenciales en la, 80; la intención comunicativa en la, 80; los infantes y la, 111-112, 115-116, 123-124, 192-194, 202-203; motivaciones para la, 80, 123; terreno conceptual común para la, 15, 51-52, 79. Véase también lenguaje comunicación natural: comunicación convencional y, 129, 160, 174, 200; cuando no hay una lengua en común, 171; definición, 199-200; los gestos derivados de acciones como, 129, 160, 170-171, 172, 175, 180 comunicación triádica, 31. Véase también intenciones referenciales conocimiento mutuo, 76, 240 construcciones del tipo verbo-isla, 203 construcciones lingüísticas, 214-216 contacto visual, 37 contexto: véase terreno conceptual común convenciones: véase convenciones comunicativas; convenciones lingüísticas convenciones comunicativas: características de las, 160; como mecanismos compartidos de comunicación, 81-82; comunicación natural y, 79-80; “desplazamiento hacia lo arbitrario” y, 160-164; la gramática y las, 200-201, 233-234; la intencionalidad compartida y las, 79-82; la modalidad vocal y las, 164-172; la sintaxis y las, 197-200; nacimiento de las, 160-172, 240-242; origen de las, 162-163, 164, 171-172; para las construcciones lingüísticas, 213-227 convenciones lingüísticas: adquisición de las, 117-122; uso de las, 122-124 cooperación: véase colaboración y cooperación; modelo cooperativo de la comunicación humana copresencia perceptual: véase atención conjunta cortesía, 73, 102-103, 152, 157-158 cultura: avances evolutivos que dependen de la, 19, 179, 214, 222, 227, 228; el

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terreno conceptual común en la, 65; la colaboración humana y la, 138 chimpancés: estudios sobre la colaboración en los, 132-135 ; señas gestuales de los, 28, 29t, 29-32; actividades grupales de los, 130-138, 145; comportamiento de ayuda en los, 145, 147-148; su comportamiento en la caza, 130-131, 135-138, 147-148, y el lenguaje de señas, 181; emisiones vocales de los, 25 chismorreo, 149 demostración sexual: cortar hojas con los dientes, 31 demostraciones comunicativas, 23 demostrativos, 168-169, 169n despedirse, 71n “desplazamiento hacia lo arbitrario”: nacimiento de la comunicación convencional y el, 160-164; y la gramática, 201, 219 dirección de la cabeza, 145 dirección de la mirada, 145-146. Véase también seguimiento de la mirada disculpas, 123n, 153 efecto de trinquete, 210 emociones: compartir, 155-156; las vocalizaciones de los primates y las, 24-26; motivaciones comunicadas mediante, 68 engaño: véase mentira entidades ausentes: el señalamiento en los infantes y las, 91-93, 97-99; la mímica y las, 57-58, 59, 67; la simulación y las, 116 enunciados declarativos: los gestos de señalar de los infantes como, 91-98; los grandes simios y los, 38 enunciados expresivos: ausencia de normas sociales para los, 156; el acto de señalar de los infantes y los, 93-95; la gramática y los, 199, 208-210; la pertenencia a un grupo y los, 155-156 enunciados imperativos: individualistas y cooperativos, 96-97; los gestos de señalar en los infantes como, 92-93, 95-96; significados de los, 68. Véase

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también el acto de señalar entre los grandes simios enunciados informativos: el gesto de señalar de los infantes como enunciado informativo, 93, 95-96; los grandes simios y los, 38; orígenes ontogenéticos de los, 105-106; y las personas que usan lenguajes de señas, 191. Véase también ayuda; informar equitatividad, 139-140 espacio, en el Lenguaje de Señas Nicaragüense, 201-202 espacio público: la intención comunicativa como fuente creadora del, 157-158; las vocalizaciones y el, 167 esquemas pivotales, 193-194 estrategia del rodeo, 34-35 estructura gramatical, 198-199, 201-203, 208 ET (título de una película), 154 evolución: la comunicación gestual de los grandes simios y la, 34-36; las emisiones vocales y la, 24-25; los movimientos de intención y la, 27. Véase también evolución de la comunicación humana; evolución humana evolución de la comunicación humana: aspectos histórico-culturales de la, 18, 179, 214, 222, 227, 228; el lenguaje y la, 18-19; hipótesis acerca de la, 19-20, 87-89, 234-242; la genética y la, 170-171; la gramática y la, 178-179, 212-213, 212f, 225, 227-228, 241-242; panorama general de la, 172-175, 229-234, 242-243; su carácter contingente, 243-244; su infraestructura psicológica, 68t; sus orígenes, 16, 17-20, 173f, 227 evolución humana: la cooperación en la, 17-18, 127-128, 142. Véase también evolución de la comunicación humana experimentos de competencia, 39-40, 44-45 expresión de pesar, 71n fenómenos de la “mano invisible”, 216, 227

formas de vida, 15, 244. Véase también terreno conceptual común genética, 170-171 gesto: de levantar el brazo, 28; de tocar el lomo, 28, 29 gesto de señalar de los infantes, 56, 88-111; comienzo del, 88, 105; como acto de compartir, 93-95; como acto de pedir, 91-92, 96; como elemento de ayuda, 95-96; como enunciado declarativo, 92-98; como enunciado imperativo, 92-93, 95-96; diversos significados del, 91-92; en el caso de personas sordas, 104, 125; intenciones referenciales y el, 97-99, 100-101; interpretaciones del, 89; investigaciones sobre el, 89- 90; la comunicación lingüística y el, 123-124, 192; la intención comunicativa del, 101-103; la intencionalidad compartida y el, 107-110, 231-233; las entidades ausentes y el, 91-93, 97-99; los supuestos mutuos y el, 101-103; motivaciones del, 89, 92-97; orígenes del, 89-90, 104-110, 111f; predominio del, 114-115; terreno conceptual común para el, 99-100 gestos, 26-35; convencionales, 111-115; de los grandes simios, 17-18, 26-33, 46-49, 180-186, 235; de reconocimiento, 38; eficacia comunicativa de los, 13-14; el razonamiento práctico y los, 45; imperativos, 35-38; investigaciones sobre los, 53; obscenos, 160; obscenos, 160; origen de los, 18; secuencia de, 32, 34-35, 180-186; seguimiento de la atención y, 32-33; sus deficiencias para la comunicación, 14; tipos de, 27-33, 29t, 53-54; vocalizaciones y, 164-169, 235-236; y el origen del lenguaje, 53, 66-67, 122-123, 159-160, 227, 235-236. Véase también acto de señalar; mímica gestos deícticos: véase acto de señalar; señalamiento gestos derivados de acciones: véase mímica, señalamiento gestos icónicos: véase mímica

ÍNDICE ANALÍTICO

gestos para guiar la atención: véase señalar gramática: ausente en la comunicación de los primates, 32; construcciones gramaticales complejas, 207-210; convenciones gramaticales, 199-201, 213-227, 233-235; definición, 226-227; del compartir, 177-178; del compartir y el narrar, 204-213; del informar, 177, 197-204; del Lenguaje de Señas Nicaragüense, 200-203; del pedir, 177, 179-195; desarrollo de la, 200-203; “desplazamiento hacia lo arbitrario” en la, 201, 219; diferenciación de la, 178; diversidad cultural en la gramática, 222-223; en el lenguaje temprano, 192-195, 202-203, 241; en la comunicación de los grandes simios, 180-181, 182-186, 227; evolución y, 178-179, 212-213, 212f, 225, 227-228, 241-242; holofrases y, 164; la estructura y la, 198-199, 201-203, 208; las normas gramaticales, 210-211; orígenes de la, 194-195, 196t, 227, 234-235; universal, 223-225; y expresión, 199; y las señas caseras, 186-187, 190-192; y lenguaje, diferenciación, 19 gramaticalidad, 210-211 grandes simios: actividades grupales de los, 143-144; ausencia de imitación social y ajuste al grupo, 157; carencia de comunicación cooperativa, 37, 48-49; comparación con la comunicación humana, 54; comparación con los seres humanos que usan señas caseras, 190-192; comprensión de las emisiones vocales por parte de los, 23; comunicación de seres humanos con los, 181-186; el gesto de señalar en los, 35-38; flexibilidad de su comunicación, 40-42, 235; gestos de los, 17-18, 26-33, 46-49, 180-186, 235; intenciones referenciales de los, 32, 37, 46; la comunicación humana que deriva de los, 35, 49, 229-230; la comunicación intencional en los, 40-49, 237-238; “lingüísticos”, 185-186, 237;

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reconocimiento de la racionalidad por parte de los, 44-45; seguimiento de la atención, 33-35; vocalizaciones de los, 18, 23-24; y el pedir, 182-186, 191-192; y la percepción de los otros, 44-45, 132, 134; y la tarea de selección de objeto, 39-40; y las metas ajenas, 43-44, 132, 135; y su comunicación con seres humanos, 35-41. Véase también chimpancés; primates gratitud, 71n, 123n, 152 gritos de alarma, 23-25 holofrases, 163-164 homo, etapa del, 173, 179-180, 195 identificación: de eventos, objetos y participantes, 197-199, 207-208; social, 129 imitación: destreza humana para la, 18, 81-82; función social de la, 154-157; inversión de roles, 81, 161-162; los simios no aprenden por, 29-30 imperativos cooperativos, 95-96 infantes: el razonamiento práctico en los, 107; gestos convencionales de los, 111-115; la colaboración en los, 140; la infraestructura comunicativa en los, 125-126; la voluntad de compartir entre los, 70-71; valor de los estudios acerca de la comunicación en los, 87; y el terreno conceptual común, 107-108; y la comunicación cooperativa, 87, 104, 238; y la comunicación lingüística, 112-113, 115-116, 192-194, 202-203, 241-242; y la intencionalidad compartida, 107-110, 125, 231-232, 238-239; y las metas de otros, 43-44; y las percepciones ajenas, 44-45. Véase también gesto de señalar en los infantes; mímica de los infantes inferencias, 41 informar: como móvil fundamental, 69-70; dificultades de comunicación relativas al, 197; en la comunicación lingüística de los infantes, 122; gramática del, 178, 197-204; y compartir, 154-155. Véase también ayuda; enunciados informativos

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TERRITORIO, AUTORIDAD Y DERECHOS

intención comunicativa: el acto de ayudar y la, 150-152; en la comunicación lingüística, 66; la comunicación cooperativa y la, 71-77; la mímica (gestos icónicos) y la, 150; los infantes y la, 101-103, 114; normas sociales que rigen la, 157-158 intención comunicativa en el sentido de Grice: véase intención comunicativa intención social: del señalamiento, 55-56; el gesto de señalar de los infantes y la, 99-100; en la comunicación humana, 77; su universalidad, 223 intencionalidad: acción e, 166-167; comprensión de la, 42-46; del “nosotros”, 239-240; en la comunicación de los simios, 42-49; orígenes ontogenéticos de la, 107-109. Véase también intención comunicativa; intencionalidad compartida; intencionalidad individual intencionalidad compartida: comunicación lingüística e, 79-81; condiciones psicológicas de la, 61; definición, 60; el lenguaje como, 244-245; importancia de la, 61; la adquisición del lenguaje y la, 88-89, 117-125; la comunicación cooperativa y la, 87, 107-109, 110, 141, 230-231, 236-240; la cooperación y la, 16-18, 60-61; la evolución humana y la, 17-18; los infantes y la, 107-110, 125, 231-233, 238-239; su ausencia en los simios, 132, 135, 237; su universalidad, 224 intencionalidad individual: los grandes simios y la, 132, 135, 236-237; los infantes y la, 107-108; su universalidad, 224 intenciones referenciales: el gesto de señalar en los infantes y la, 97-100; en el gesto de señalar, 55-56; en la comunicación humana, 77; en la comunicación lingüística, 80; en los simios, 32, 37, 47 jargon, 213 juego del ultimátum, 139-140

Kanzi, 181, 184-185, 191 lectura de la mente, 15. Véase también lectura recursiva de la mente lectura de las intenciones, 15 lectura recursiva de la mente, 77, 139-140, 147, 162, 231, 239-240 lenguaje: arbitrariedad del, 18; cambios lingüísticos, 214, 216-222; como actividad y no como objeto, 244-245; como intencionalidad compartida, 244-245; comunicación no codificada y, 51-52; convencionalización del, 213-226; diferenciación del, 19, 177-179, 215, 216, 222-223, 225-226; estructura normativa del, 204-205, 210-211; los universales del, 223-226; orígenes del, 18-19, 53, 66-67, 122-123, 159-160, 227, 235-242; sintonía mental y, 51-52. Véase también comunicación humana; comunicación lingüística lenguaje de señas: complejidad del, 53; desarrollo gramatical del, 178-179; es inadecuado para estudiar los gestos, 53; estructura de los eventos en el, 198-199, 202-203; los simios y el, 36, 181. Véase también Lenguaje de Señas Beduino; Lenguaje de Señas Nicaragüense; señas caseras Lenguaje de Señas Beduino, 179, 202 Lenguaje de Señas Estadounidense (asl), 182 Lenguaje de Señas Nicaragüense, 166, 179, 200-202, 203, 205, 211 lenguas: criollas, 213; pidgin, 213 lingüística, 215 llamados de atención, 27, 47f; aprendizaje de los, 31-32; carácter indirecto de los, 32; comparación con la comunicación humana, 32; definición, 30; ejemplos de, 29t, 30-32; el gesto de señalar y los, 55; interpretación de los, 46-48 macacos, 24 malentendidos, 124n marcadores de caso, 194, 215-216 mentira: fundamentos de la, 18, 141, 158; las normas sociales y la, 158-159

ÍNDICE ANALÍTICO

metáforas muertas, 163 metas: comprensión de las metas ajenas por parte de los grandes simios, 42-44, 132, 135; conjuntas, 132-135, 143-145; individuales, 77; individuales y colaborativas, 132-135 mímica: carácter espontáneo de la, 18; como complemento de la comunicación lingüística, 116; como comunicación prelingüística, 59; como modalidad original de comunicación humana, 13; comunicación por medio de la, 13-14; convencionalización de la, 161-164; el gesto de señalar y la, 58-59; entidades ausentes y, 57-58, 60, 67; exposición general sobre la, 57-60; función de la, 53, 169-170; interpretación de la, 57; la cognición social y la, 13; la motivación social y la, 13; limitaciones de la, 149, 161; los movimientos de intención y la, 54; los objetos como referentes de la, 59; terreno conceptual común para la, 149; usos de la, 57; ventajas de la, 149-150, 161; y las señas caseras, 186-192. Véase también mímica de los infantes mímica de los infantes, 59, 111-117; comunicación lingüística y, 115-116, 192; condiciones necesarias para la, 113-114; intención comunicativa de la, 114; la simulación y la, 116; uso de la, 114-115 modelo cooperativo de la comunicación humana, 60-79; aptitudes cognitivas subyacentes, 62-67; el señalamiento infantil y el, 88-111; infraestructura del, 124-126, 128-129; la adquisición del lenguaje y el, 117-125; la intencionalidad compartida y el, 60-61; la mímica de los infantes y el, 111-117; los supuestos mutuos en el, 71-77; motivaciones sociales subyacentes, 67-71; orígenes evolutivos del, 127-128; recursividad en el, 75-77; resumen del, 77-79, 78f, 82-85. Véase también comunicación cooperativa monos, y las vocalizaciones, 23-24

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monos vervet, 23-25 motivación: véase motivación social motivación social: comunicación emocional de la, 68; de la comunicación lingüística, 80; de la comunicación, 15-16, 67-71; el compartir como, 70-71; el gesto de señalar de los infantes y la, 92-97; el gesto de señalar y la, 14; el pedir como, 68-70; la ayuda como, 69-70; la mímica y la, 14; su universalidad, 224; tipos fundamentales de, 68-71. Véase también cooperación movimientos de intención, 47f; aprendizaje de los, 27-28, 29-30; definición, 27; ejemplos, 28, 29t, 30; interpretación de los, 46; la mímica y, 54; significado de los, 30, 47 mutualismo, 143-147 mutuamente manifiesto, 76, 240 narrativa: construcciones complejas en la, 207-210; gramática del narrar, 204-213; organización de los eventos y participantes en la, 205-210; uso cultural de la, 205; valor evolutivo de la, 210 nombres (sustantivos), 170 normas: véase normas sociales; normas sociales en la comunicación normas sociales: afianzan la cohesión grupal, 154, 156; la gramaticalidad y las, 210-211; nacimiento de las, 153, 210. Véase también normas sociales de la comunicación normas sociales de la comunicación: las expectativas mutuas y las, 74-75; los actos expresivos que no se rigen por las, 156; los infantes y las, 103-104; nacimiento de las, 156; y la intención comunicativa, 157-158 novedad: comunicación acerca de una, 123-124; razonamiento de los simios acerca de una, 44-46 orden de las palabras: de quienes usan señas caseras, 190-192; en el uso temprano del lenguaje, 194; en los lenguajes de señas, 198-199, 201-203;

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LOS ORÍGENES DE LA COMUNICACIÓN HUMANA

los simios y el, 183, 185; para la organización de los eventos y participantes, 215-216 organización de los eventos y participantes: carácter natural de la, 195, 195 n.; en el lenguaje infantil, 193-194, 203; en la comunicación de los grandes simios, 185; en la narrativa, 205-210; en los lenguajes de señas, 190, 201-202, 207; universalidad de la, 223-224 orígenes filogenéticos de la comunicación humana: colaboración, 129-142; comunicación convencional, 160-172; comunicación cooperativa, 142-159 orígenes ontogenéticos de la comunicación humana, 87-126; compartir, 105; gesto de señalar de los infantes, 88-111, 111f, 231-232; informar, 105-107; intencionalidad, 107-109, 231-233, 238-239; lenguaje temprano, 117-125; mímica de los infantes, 111-117; pedir, 105-106 palabras con contenido, 169n, 169 pedagogía, 149 pedido de aclaración, 68, 221 pedir: como motivación fundamental, 68-70; el gesto de señalar de los infantes como acto de, 91-92, 96; el mutualismo y el acto de, 143-147; gramática del, 177, 179-195; la comunicación lingüística de los infantes y el, 122; los grandes simios y el acto de, 181-186, 191; orígenes ontogenéticos del, 105-106 perros, y la tarea de selección de objeto, 41 personas sordas: comunicación gestual de las, 166; el gesto de señalar en los infantes sordos, 104, 125; la mímica en los infantes sordos, 59, 113. Véase también Lenguaje de Señas Nicaragüense; lenguajes de señas; señas caseras preguntas, 69n primates: ausencia de motivación social para comunicarse entre los, 15;

demostraciones vocales de los, 23-26, 48-49; gestos de los, 26-35, 49; y su comunicación con los seres humanos, 35-41. Véase también chimpancés; monos; simios procesos de tercer tipo, 164, 216 racionalidad, su comprensión por parte de los simios, 43-44 rastrear las referencias, 206-207 razonamiento cooperativo, 75, 150-151 razonamiento práctico: en la comunicación humana, 75; en los simios, 45-46; interacción social fundada en el, 45; los infantes y el, 107; y gestualidad, 46 reanálisis funcional, 219-220, 220 f. reciprocidad indirecta: la comunicación cooperativa y la, 128; la reputación y la, 148; los chimpancés y la, 148 recursividad, en la comunicación cooperativa, 75-76, 82 representaciones cognitivas en perspectiva, 245 reputación, 148-149, 152, 158 ritualización: filogenética, 27; ontogenética, 27-28, 29-30 saludar, 71n, 122 n. seguimiento de la mirada, 38-39, 54, 167. Véase también dirección de la mirada selección grupal, 153-159,225-226 selección grupal por obra de la cultura: véase selección grupal señalar: actos demostrativos y el acto de, 168-169; aprendizaje del gesto de señalar, 36; carácter natural del gesto de señalar, 18; complejidad de la comunicación por medio de señalamientos, 14-15, 55; comprensión del acto de, 38-40; comunicación mediante gestos de señalar, 13-14; diversidad comunicativa en el señalamiento, 56; ejemplos de señalamientos, 55-56; el mutualismo y el gesto de señalar, 146; el señalamiento como comunicación humana original, 13; el señalamiento como comunicación prelingüística,

ÍNDICE ANALÍTICO

56-57; exposición general sobre el gesto de señalar, 54-56; flexibilidad del señalamiento, 36; función del señalamiento, 54; intención social del gesto de señalar, 55-56; la cognición social y el señalamiento, 14; la intención referencial en el señalamiento, 55-56; la mímica y el señalamiento, 58-59; limitaciones del señalamiento, 149-150; los llamados de atención y el gesto de, 54; los simios y el gesto de, 35-38; motivación social del gesto de señalar, 14; señalamiento declarativo, 38; señalamiento informativo, 38; señalar reconociendo, 38; terreno conceptual común para, 15-16, 56, 149-150. Véase también gesto de señalar de los infantes señales comunicativas, 21-22 señas caseras, 166, 186-192, 201, 205 seres humanos: la colaboración y la cooperación de los, 138-141; su comportamiento en la caza, 138-139; y los animales como socios en el proceso de comunicación, 13; y los grandes simios como socios en el proceso de comunicación, 181-186 signos relativos a acciones, 188-189t simular, 116 sintaxis: compleja, 178, 202-203; elaborada, 178, 205-210; mecanismos convencionales de la, 197-200; simple, 178, 180, 194-195, 227 sintonía mental, 51-52 supuestos mutuos: el gesto de señalar de los infantes y los, 100-104; la comunicación cooperativa y los, 71-77 tarea de selección de objeto, 39-41, 101-102 teoría pragmático-social de la adquisición del lenguaje, 117-118

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terreno conceptual común: con miras a la comunicación cooperativa, 62-67; el cambio lingüístico y el, 221-222; el conocimiento cultural y el, 65; el entorno perceptual inmediato y el, 65; la adquisición del lenguaje y el, 117-119; la comunicación en cuanto complemento del, 65-66; los infantes y el, 99-100, 107-108; los procesos ascendentes [bottom-up] y el, 65; los procesos descendentes [top-down] y el, 64-65; para el gesto de señalar, 15-16, 56, 149-150; para la comunicación lingüística, 15, 51-53, 65; para la mímica, 149; sus fundamentos, 64-65 transacción comunicativa, 220-222 unidades de entonación, 195n universales del lenguaje, 223-226 verbos, 170 “vista a vuelo de pájaro”, 122, 133, 193 vocalizaciones: actos demostrativos y, 168-169; audiencia de las, 24-26; calidad pública de las, 168; comprensión flexible de las, 22-23, 24; comunicación referencial y, 164-165; convenciones comunicativas y, 164-171; emociones vinculadas con las, 24-25; falta de flexibilidad de las, 23-24, 48-49, 164; genes vinculados con las, 170-171; gestos y, 164-166, 168-169, 235-236; la mímica y las, 170; limitaciones de las, 164-165; selección evolutiva de las, 24-25, 170-171; su comparación con la comunicación humana, 25-26; transición de las, 167-168, 170-171, 179; ventajas de las, 167-168 Washoe, 182, 184

Este libro se terminó de imprimir en octubre de 2013 en Romanyà Valls S.A. 08786 Capellades