Los magos de la guerra

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Índice Portada Dedicatoria Introducción 1. Adolf Hitler, el anticristo del siglo XX 2. Hitler y Churchill: la guerra total 3. Hanussen, el profeta del nazismo 4. La odisea británica de Rudolf Hess 5. Operación «cazar al viceFührer»: el complot ocultista 6. La guerra mágica 7. El mago negro del Tercer Reich 8. Profecías y visiones: la guerra de las estrellas 9. Jasper Maskelyne, el ilusionismo como arma bélica 10. El astrólogo de Heinrich Himmler Epílogo mágico Bibliografía Agradecimientos Notas Créditos

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A la memoria de mi tío Hugo

INTRODUCCIÓN Subía los peldaños lentamente; a pesar de su apariencia impasible y de su rostro impenetrable, por dentro hervía de nervios. Una pequeña gota de sudor le surcaba la frente. Temía manchar el impecable uniforme que lo delataba como miembro del ejército británico. Sacar el pañuelo, no obstante, sería claudicar. El alto mando esperaba. La habitación, poco iluminada, de un edificio perdido en un lugar sin nombre servía de cuartel general a los servicios de Inteligencia. Numerosas operaciones secretas se habían gestado con ese enclave como centro neurálgico. La guerra también se libraba lejos del frente, con informaciones encriptadas, agentes dobles, propaganda negra, mentiras sabiamente meditadas, operaciones de bandera falsa, secuestros, atentados… La edad de oro del espionaje internacional tenía como telón de fondo el peor conflicto que había conocido la humanidad. Cualquier recurso, por excéntrico que fuera, se usaba en la lucha total contra Adolf Hitler, el demonio alemán. Todas las noches, Londres sufría el asedio de toneladas de bombas incendiarias, miles de ellas, lanzadas por la Luftwaffe, pero Reino Unido no podía claudicar, no quería claudicar. Entre los generales de solapa orlada con las más altas condecoraciones, bajo la luz de un foco amarillento que no hacía honor a la dignidad de su personaje y dando grandes caladas a un habano, se hallaba sentado el orondo e implacable primer ministro, el mismísimo Winston S. Churchill. Sobre una enorme mesa rectangular, a la izquierda, podían apreciarse numerosos mapas extendidos, señalados en distintos puntos y marcados por claves

que el recién llegado, poco ducho en las artes bélicas, no acertaba a comprender a primera vista. No era lo que se dice un soldado, pero su patriotismo estaba fuera de toda duda. Tras las presentaciones formales de rigor, el oficial habló, manteniendo el porte caballeresco típicamente británico, con voz pausada y contundente: «¿Se imaginan ustedes, caballeros, proyectar una imagen del Führer en la taza de un váter a miles de metros de altura?». La incredulidad y sorpresa de los presentes no impidió que una tímida sonrisa se dibujase en el rostro de algunos de ellos. Nada les llenaba más de gozo que ridiculizar al pequeño gran hombre del Tercer Reich. Con el empuje que le había dado captar la atención de los militares, continuó: «¿Quieren ejércitos con centenares de tanques, baterías antiaéreas, ametralladoras…? Yo se los proporcionaré y no necesitarán siquiera movilizar armamento pesado alguno». Aquel hombre alto, delgado, pulcramente vestido y cuyas facciones quedaban remarcadas por un arreglado bigote que le dotaba de un porte aristocrático, era Jasper Maskelyne, uno de los magos e ilusionistas más célebres de toda Inglaterra. Había triunfado sobre los escenarios del West End londinense y de medio mundo, pero éste era su gran momento, el que había estado esperando toda su vida, el que le permitiría poner sus habilidades y trucos al servicio de Su Majestad en una guerra de proporciones colosales. Para algunos de los generales presentes, Maskelyne no era más que un entregado novato en cuestiones bélicas, cargado de honor, pero sin técnica militar alguna. Sin embargo, a pesar de los muchos recelos con los que se topó, no fue el único conocedor del mundo mágico que se puso a las órdenes del ejército aliado. Con el objetivo de derrocar a Hitler, un grueso y elegante húngaro de maneras afeminadas, llamado Louis de Wohl, quien lucía unas espesas gafas de pasta y un cabello rizado y un poco largo con grandes entradas, que le confería un aspecto extraño entre los hombres de uniformes almidonados, confeccionaba

horóscopos de los cabecillas de la Wehrmacht, con la intención de adelantarse a sus movimientos en el campo de batalla, e interpretaba la posición de los astros para poder contrarrestar la nefasta influencia de Hitler. En un rincón aún más oscuro de la estancia, que negaba la posibilidad de confirmar su identidad a través de sus facciones, arrugadas por la edad y los excesos, se encontraba, quizá y sólo quizá (permitámonos dar rienda suelta a la fantasía por un momento), el temible, y poco apreciado por la flor y nata de los militares ingleses, Aleister Crowley, el último gran ocultista, el brujo negro que se entregaba a todo tipo de excesos y rituales satánicos en la abadía de Thelema, en las proximidades de Cefalú, en Sicilia. Aquel individuo envuelto en leyenda también había ofrecido sus servicios para derrocar al Führer. Y es posible que trabajase mano con mano con un célebre escritor reconvertido en espía, al igual que el personaje que le encumbraría a la fama: sir Ian Fleming. También el Agente 007 tendría algo que decir en el conflicto… Aquélla «división ocultista», el llamado Black Team de Churchill, tenía una misión tanto o más importante que el resto de ejecutivas especiales que formaban el servicio de espionaje de los aliados: debía contrarrestar los ataques de toda una serie de ocultistas, astrólogos y «magos» que, a su vez a las órdenes de Hitler, Himmler y Goebbels, participaban en una batalla feroz por conquistar el mundo en la que todo valía, incluso las supuestas fuerzas etéreas de esos otros mundos que no percibían los ojos de cualquiera, y en los que pocos, o casi ninguno, creían. Aquella fue la «guerra de los magos», una batalla mística librada en el más absoluto de los sigilos en un tiempo de profunda oscuridad, por medio de operaciones de Inteligencia que llevaban el marchamo de «alto secreto» y de las que muy poca gente ha tenido conocimiento hasta tiempos recientes. Una lucha mágica en la que se emplearon todo tipo de medios para derrotar al ángel del apocalipsis en que se había convertido el «mesías» de la esvástica.

Haría falta mucho más que magia para acabar con el Tercer Reich, con ese monstruo gestado por el odio y el fanatismo, pero era necesario lograrlo, costara lo que costase. Como dijo Churchill ante la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940, cuando las bombas nazis llovían sobre Londres: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor (…) Victoria, victoria a toda costa; victoria a pesar de todo el terror; victoria por largo y duro que pueda ser su camino; victoria, porque sin victoria no hay supervivencia».

1 ADOLF HITLER, EL ANTICRISTO DEL SIGLO XX De las cenizas de la Gran Guerra se alzó un personaje que hasta entonces había sido insignificante. Apenas un desconocido a principio de los años veinte, una década después se había convertido por caprichos incomprensibles del destino, en el hombre más poderoso de Alemania, y puso en jaque a las democracias de toda Europa. Su solo nombre inspira terror: Adolf Hitler. A punto de conquistar el mundo, sus delirios megalómanos fueron frenados por las potencias aliadas en una guerra total, pero su rastro de sangre y destrucción sigue siendo visible aún hoy. Un sendero de locura y muerte que, para muchos, ya había sido vaticinado siglos antes del ascenso del Führer al poder. Pero antes hagamos un pequeño esbozo de la existencia de un auténtico desconocido, que, en su juventud, se vio obligado a vivir algún tiempo de la beneficencia, pero que acabó convirtiéndose en el dueño de medio mundo en tan sólo doce años y unos meses. Unos años que fueron, no obstante, los más devastadores de la historia humana, y que él, con sus delirios místicos y su concepción dualista de la historia, pensaba que se prolongarían un milenio en un Reich de hombres arios y puros. Una utopía sanguinaria que causó millones de muertos bajo los brazos quebrados de la cruz gamada. Un nacimiento que cambiaría el mundo

Adolf Hitler vino al mundo el 20 de abril de 1889 en la localidad austríaca de Braunau am Inn, en una zona fronteriza cerca de Linz. Con los años, el dictador vería el hecho de haber nacido en un lugar muy cercano a Alemania como algo providencial, conforme a su ideario mesiánico. En aquel entonces, Braunau era célebre por ser el lugar de nacimiento de un número importante de médiums; es más, se dice que Hitler tuvo la misma nodriza que dos famosos «canalizadores» de esos días: Rudi y Willi Schneider.* El pequeño Adolf pertenecía a una familia de clase media baja. Su padre, que marcó fuerte y negativamente su personalidad, era un funcionario de aduanas llamado Alois Hitler, y su madre, Klara Pölzl, por la que siempre sintió una devoción especial, era, al parecer, prima segunda de éste, lo que les obligó a pedir una dispensa papal para contraer matrimonio. La vida de Alois estuvo marcada por los desencuentros familiares y amorosos. Su apellido original era Schicklgruber, el de soltera de su madre, Maria Anna, pero en 1876, siendo ya suboficial de aduanas, quiso adoptar el de su padrastro, Johann Georg Hiedler. Así, se presentó ante un sacerdote en Döllersheim para solicitar el cambio, y las autoridades civiles admitieron la modificación de los registros. El cambio oficial, registrado en la oficina gubernamental de Mistelbach en 1877, lo convirtió en Alois Hiedler, apellido que no tardó en germanizar como Hitler. Como tantas otras veces en la historia, esa variación nominal se convirtió en una auténtica transformación que influyó en el futuro no sólo de su familia sino en el del mundo entero. No obstante, existe bastante consenso en considerar que Johann Georg Hiedler no fue el padrastro de Alois sino su verdadero padre biológico, pero esas confusiones sobre sus orígenes y la transformación del apellido dieron pie a afirmar que los ancestros de Adolf, además de inciertos, tenían un origen judío. El mayor antisemita de la historia habría perseguido, por tanto, a su propio pueblo. No parece demasiado probable que eso sea cierto, aunque a día de hoy la pregunta sigue en el aire.

Cuando Hitler ya se había convertido en una amenaza para las potencias democráticas, los servicios de Inteligencia de países como Francia o Inglaterra comenzaron a indagar los ascendientes familiares del líder germano en busca de un pasado hebreo, con la intención de desprestigiarle ante un pueblo al que vendía una Alemania sin judíos. La contrapropaganda, la desinformación y la propaganda negra fueron algunas de las armas más eficaces que se emplearon en la guerra, y contribuyeron a generar una gran confusión que, a día de hoy, complica mucho el trabajo a los investigadores. El apellido original de su padre, Schicklgruber, fue la fuente de numerosos rumores cuando Hitler llegó al poder en 1933, una propaganda que partía de sus enemigos políticos; éstos afirmaban que la madre de Alois, la abuela paterna de Adolf, Maria Schicklgruber, había concebido a aquél tras mantener relaciones con un judío en cuyo domicilio había trabajado como sirvienta (al parecer, un muchacho de tan sólo diecinueve años apellidado Frankenberger). Es una tesis tentadora que suele cobrar fuerza cada cierto tiempo, aunque no está definitivamente probada. En 2010, los medios de comunicación se hicieron eco de un estudio que arrojaba datos interesantes, aunque no concluyentes, sobre la ascendencia de Hitler. Según recogía el diario The Daily Telegraph, tras una ardua búsqueda, el periodista belga Jean-Paul Murders y el historiador Marc Vermeeren habían encontrado a treinta y nueve familiares del líder nazi, incluyendo a uno de sus primos, un campesino austríaco, y les habían tomado muestras de saliva, a las que se les hizo un análisis de ADN. Los datos que arrojaron estos análisis fueron muy interesantes, ya que las muestras contenían un cromosoma muy poco frecuente en Europa Occidental, pero sí común entre los habitantes originarios de Marruecos, Argelia y Túnez, así como entre la comunidad judía.

Aunque esto no implica que Hitler tuviese sangre hebrea o que compartiera la ascendencia de aquellos a los que consideraba miembros de «razas inferiores», lo cierto es que la noticia causó revuelo en los medios, que publicaron titulares como: «Hitler tenía raíces judías y africanas». Jean-Paul Mulders, en la revista belga Knack, que publicó los resultados de la investigación, escribió que: «A partir de ese supuesto, se puede concluir que Hitler estaba relacionado con personas a la que despreciaba». Por su parte, Ronny Decorte, un especialista en genética de la Universidad de Lovaina, apuntó que «se trata de un resultado sorprendente» y añadió que: «La preocupación de Hitler por sus orígenes estaba justificada. Los análisis demuestran que él tampoco era un ario puro». La mayoría de los investigadores continúa sosteniendo, no obstante, que Hitler parece descender de una estirpe claramente germánica, a pesar de tener un aspecto diametralmente opuesto al ideal «ario», rubio, alto y de ojos azules, que postularía más tarde la propaganda nazi. Sin embargo, esto no era tan extraño, a diferencia de en otros lugares, en el Imperio austrohúngaro, donde abundaban las diferentes nacionalidades y se hacía una clara distinción entre ellas. La moral de entonces rara vez permitía la mezcla racial. No olvidemos que, aunque más tarde fuera azote de la Iglesia, Hitler fue educado en la fe católica, y su madre, a la que veneraba, era una devota practicante. Existen, además, pruebas del temprano antisemitismo de Hitler, probablemente heredado de su padre, un oficial prusiano de marcado nacionalismo. El odio hacia los diferentes y los judíos era, por tanto, casi una herencia familiar. Aunque por su autobiografía parece deducirse que era hijo único (tras la muerte de sus progenitores, la relación con el resto de su familia fue prácticamente nula), lo cierto es que en los años inmediatamente anteriores a que él viniera al mundo nacieron Gustav, Ida y Otto, aunque todos ellos murieron durante la infancia. Más tarde nacieron Edmund y Paula. Además, Adolf tenía dos

hermanos de un matrimonio anterior de su padre, Alois y Angela. Sin embargo, parece indudable que su madre, Klara, lo consideró su hijo predilecto y le consintió todos los caprichos. A pesar de no padecer dificultades económicas gracias al trabajo de su padre como funcionario de aduanas, la infancia de Adolf transcurrió en un ambiente inestable, con continuos cambios de domicilio y frecuentes palizas, que su padre alcohólico propinaba a su madre y al pequeño. Hechos traumáticos que algunos investigadores han esgrimido como causa de su ira, pero que no son suficientes para justificar en qué acabaría convirtiéndose aquel joven de mirada desconfiada. En 1897, con ocho años, Adolf asistió a la escuela de Lambach, donde obtuvo, gracias a su voz «clara y bella», que más tarde se convertiría en combativa y estridente, un puesto en el coro infantil del Convento de los Benedictinos de este edificio sacro. Fue en aquel monasterio, alejado del mundanal ruido que más adelante le atronaría los oídos en Viena y después en Berlín, donde el joven austríaco se encontró por vez primera con el que acabaría por ser el símbolo mágico de su ideario: la esvástica. Se hallaba en el blasón de la Fundación, tallada en las paredes de la sacristía sobre un fondo claro, y al verla, Adolf se quedó «hipnotizado» por su magnetismo. Alois, tras el infierno que había hecho pasar a su familia, murió, posiblemente de un derrame pleural, la mañana del 3 de enero de 1903, a los sesenta y cinco años, mientras se encontraba, como solía, en la cafetería Gasthaus Wiesinger, que aún conserva el sillón sobre el que colocaron su cuerpo mientras esperaban a los sanitarios. Aquel hombre de bigotes al estilo «imperial», duras facciones y mirada que parecía odiar todo lo que le rodeaba, según se desprende de las pocas instantáneas que de él se conservan, habría pasado sin pena ni gloria al desván de la historia de no haber engendrado a uno de los personajes más temibles de la humanidad. Que no es poco.

Contrariamente a lo que se encargaría de divulgar la propaganda nazi, a la muerte de Alois, el resto de la familia no vivió en la miseria, y Hitler recibió especial atención y cariño de su progenitora. Según uno de los mejores biógrafos del Führer, Ian Kershaw, que, como la mayoría de los historiadores ortodoxos, ha pasado de puntillas por los muchos aspectos esotéricos del Tercer Reich, Klara adquirió por aquel entonces un confortable piso en la Humboldstrasse de Linz, adonde se mudó, con Adolf y Paula, junto a su hermana Johanna. Edmund había fallecido en 1900, antes de cumplir los seis años de edad, a causa del sarampión. Hitler contaba trece años cuando cayó enfermo de neumonía, lo que le obligó a abandonar los estudios durante un año. Después decidió no volver a estudiar, y deambuló por Linz, la ciudad a orillas del Danubio, en compañía de su amigo August Kubizek, quien, en 1951 y tras rechazar varias ofertas anteriores, escribió unas reveladoras memorias sobre esos desconocidos años de Hitler, para la editorial austríaca Leopold Stocker Verlag. En ellas explicó que acudían juntos al teatro de la ópera, en Viena, donde, de pie, ya que no podían costearse un asiento, caían rendidos ante las epopeyas heroicas de Richard Wagner. Sigfrido, Tristán e Isolda, Parsifal o la tetralogía El anillo del nibelungo marcaron profundamente el carácter del joven Hitler, pero fue tras ver Rienzi, también de Wagner (una de las óperas más largas del compositor y más tarde denostada por éste), cuando sufrió una especie de transformación mística; desde aquel día no volvería a ser el mismo. La obra, tercera de la creación operística del autor, es una adaptación de la novela homónima y narra la historia de Cola di Rienzi, un líder popular (cuyo verdadero nombre era Niccolo Gabrini, a menudo llamado «el último de los romanos») que vivió en la Italia del medievo y que se enfrentó abiertamente y con gran valentía a la tiranía de los mandatarios de Roma para entregar el poder al pueblo. Así, Hitler comenzó ya desde temprana edad a creer que también él podía erigirse en un héroe que llevase al pueblo oprimido hacia la salvación, como le espetaría a un asombrado Kubizek. Éste

recuerda en sus Memorias las extrañas poses y la absorta mirada de Hitler; los ensayos de discursos, que continuaría realizando toda su vida, y sus palabras siniestramente proféticas. Precisamente, años más tarde, el propio Adolf confesó a sus allegados, hablando de aquella ópera, que «allí empezó todo». Paradójicamente, parece que el «visionario» Rienzi y el «visionario» Hitler compartieron un destino común: primero un héroe para el pueblo, Cola di Rienzi acabó abrazando la tiranía que tanto denostaba, y su final, sepultado entre los cimientos de un Capitolio reducido a cenizas por el pueblo, recuerda no poco al del propio Hitler en las postrimerías del régimen nazi, en su búnker berlinés. Curiosamente, la nuera de Wagner, Winifred Wagner, ferviente nazi, le regaló a Hitler el manuscrito original de Rienzi, que acabó quemándose también en el Führerbunker. Hasta sus últimos momentos, el dictador alemán mostró una devoción rayana en la locura hacia el responsable de hacer cabalgar a las valquirias a un ritmo triunfalista. Otra anécdota relacionada con el entorno «ocultista» de Hitler es que el libreto de Rienzi estaba basado en una novela histórica sobre la Roma medieval escrita por el célebre ocultista y autor inglés lord Edward Bulwer-Lytton, conocido principalmente por la obra Los últimos días de Pompeya, y autor de populares novelas de tintes ocultistas, como Zanoni y Vril: la raza venidera, esta última inspiradora de una sociedad secreta del mismo nombre, a medio camino entre la realidad y la leyenda, que volverá a aparecer más adelante. Pero volviendo a Linz, en aquellos tiempos, según el mismo Hitler recordaría, además de impregnarse de las óperas barrocas, devoró textos sobre historia y mitología germánicas, que le convirtieron, ya en la adolescencia, en un ardiente nacionalista, junto con textos antisemitas y numerosas obras sobre religión y ocultismo.

Sería poco acertado, casi una ofensa para el lector, narrar con detalle la historia de un personaje del que existen minuciosas y documentadas biografías, traducidas prácticamente a todos los idiomas, y en cuya composición los más reputados investigadores, tanto del campo de la historia como de la sociología o la psiquiatría, muchos de ellos citados en este trabajo, han invertido casi toda su trayectoria profesional, pasando incontables horas entre montañas de documentos. Sólo me centraré, por tanto, en aquellos episodios que tienen especial relevancia en la forja de la mentalidad de Hitler y en aquellos claramente relacionados con lo oculto o lo místico, que no son pocos, decisivos para la historia que sólo estamos comenzando a narrar. Volvamos, pues, a los episodios fundamentales de su devenir vital. En septiembre de 1907 viajó a Viena, empeñado en labrarse una carrera artística en pintura o arquitectura, tarea en la que, como es harto conocido, fracasó. De este fracaso culpó a una supuesta conspiración judía, con la que se había familiarizado a través de la lectura de opúsculos antisemitas y ocultistas. Por aquel entonces, Hitler se enteró de que su madre se hallaba gravemente enferma de cáncer y regresó a Linz para estar a su lado. A Klara la estaba tratando el médico judío de la familia, el doctor Eduard Bloch, quien les comunicó que ésta tenía escasas posibilidades de sobrevivir. Adolf quedó muy afectado, y hay quien ha querido ver en este episodio el origen de su antisemitismo, ya que culpó al facultativo de no haber hecho todo lo posible por salvar a su madre. No parece probable que ése fuera el origen de su postura, aunque quizá contribuyera a radicalizarla aún más. Por ejemplo, el historiador Rudolph Binion sostenía que el origen del antisemitismo de Hitler se hallaba en el descubrimiento de las notas en código del propio Bloch, una hipótesis que no ha tenido demasiado apoyo y que, aunque nadie ponga en tela de juicio la profesionalidad de Binion, roza lo esperpéntico.

Así, inevitablemente, el 21 de diciembre de 1908 fallecía Klara Pölzl. Aquél fue un duro golpe para Hitler. Repuesto de la pérdida, viajó de nuevo a la capital imperial, y allí comenzó a leer con avidez publicaciones antisemitas, muchas de ellas elaboradas por los círculos pseudoesotéricos que vivieron un gran auge en la época de entreguerras y marcaron la mentalidad de algunos de los futuros nazis. Estos círculos distribuían panfletos y publicaciones que combinaban un pasado mítico con el ocultismo y un fuerte antisemitismo, conceptos que se mezclaron en la mente de Hitler para desembocar en una peligrosa ideología. A mediados de 1909, la escasez de dinero le obligó prácticamente a mendigar y tuvo que recurrir al asilo nocturno de Meidling y a los comedores sociales. A diferencia de aquellos que frecuentaban los mismos lugares marginales y asilos nocturnos que él, Hitler no bebía, no jugaba, ya no fumaba y parece que evitaba el contacto con mujeres. Prefería pasar la noche devorando libros, como en los tiempos de Linz. Levenda señala que fue en la capital imperial, en una fecha imprecisa de 1909, cuando Hitler se entrevistó con Lanz von Liebenfels, líder de la Orden de los Nuevos Templarios, místico, ocultista y antisemita, en la oficina del fundador de la feroz publicación racista y nacionalista Ostara. El líder de la ONT recordaría más tarde que el joven Hitler parecía tan perturbado y pobre que el neotemplario le regaló unos números atrasados de su publicación (de la que, al parecer, Hitler era lector asiduo) y algo de dinero en metálico para que cogiera el autobús de regreso. Este episodio, al margen del testimonio en primera persona del propio escritor völkisch, no se ha podido corroborar por ninguna otra fuente y nunca fue mencionado, al menos públicamente, por el propio líder nazi. Si vamos unos años atrás, una historia, que bien podría ser apócrifa, narra que durante la estancia de un Hitler aún niño en Lambach, visitó la importante biblioteca de ese convento nada menos que Liebenfels, y se produjo el primer encuentro entre ambos

personajes. Es poco probable que el místico realizase aquella «excursión», y menos precisamente cuando Adolf se hallaba allí. Sería demasiada coincidencia. Y es aún menos probable que un niño de sólo ocho años mantuviese algún tipo de conversación de corte místico con un iluminado en cuyo castillo austríaco, Burg Werfenstein, ondeó, eso si, a partir de 1907, una bandera que lucía una esvástica solar, emblema de la ONT y otros grupos nacionalistas. Con los años, fue precisamente Liebenfels quien alabó la ascensión al poder de Hitler en Alemania, calificándola como una señal del gran poder oculto «que se extendía por el mundo bajo el signo de la esvástica»; elogios que duraron hasta que Liebenfels, como les sucedió a otros entusiastas de los primeros tiempos del régimen nacionalsocialista, fue silenciado por los propios nazis en 1938, tras la anexión de Austria. El 1 de enero de 1910, a punto de cumplir los veintiún años, Adolf debía presentarse en un centro de reclutamiento para realizar el servicio militar obligatorio. No lo hizo, según él mismo explicaría más tarde, «por su negativa a servir con las armas al Estado de los Habsburgo», a quienes consideraba, como a los judíos o al Vaticano, enemigos de Alemania. En los años anteriores a la primera guerra mundial y tras la muerte de su madre, Hitler vivió en la pobreza en Viena y fue dando evasivas al mando austríaco, que le conminaba a cumplir con el obligado servicio militar. El mismo hombre que pondría en jaque a media Europa con su «guerra relámpago», pretendía eludir su responsabilidad patriótica. A la larga, tendría su propio espacio en un albergue para hombres, donde, después de ser despiojado, se le dio un cuarto pequeño y limpio para él solo. Luego se las arregló, según Peter Levenda, para comprar algunas pinturas de agua, y haciendo gala de su «creatividad», pintó escenas de iglesias y paisajes locales, creaciones que un amigo le vendía por las calles, paradójicamente, en su mayor parte a clientes judíos.

Alrededor de 1911, Hitler conoció a un residente del albergue masculino llamado Josef Greiner, un farolero desempleado, con quien el austríaco pasaría horas discutiendo conocimientos arcanos de temas como la astrología, la religión o las ciencias ocultas, según recoge el historiador John Toland. Greiner, en sus memorias, publicadas en Zúrich en 1947, muy poco después del final de la guerra, bajo el título de Das Ende der Hitler-Mythos («El fin del mito de Hitler», no traducidas al español), apunta que: «Hitler estaba fascinado con las historias de yoga y los resultados mágicos de los faquires hindúes. Leyó con entusiasmo los libros de viajes del explorador sueco Sven Hedin,* quien abrió rutas a través del Himalaya en busca de los Shangri-La tibetanos». Hay pruebas de que Hitler también mostró un cierto interés por teorías heterodoxas como la del hielo cósmico, de Hans Hörbiger, que intentarían demostrar algunos guardias negros de las SS en un misterioso viaje al Tíbet en 1939, o la teoría de la tierra hueca, hipótesis que hoy están consideradas como meras extravagancias pseudocientíficas. Pero, al margen del ocultismo, volvamos al ambiente político y social que se respiraba por aquel entonces en Centroeuropa y que sería también decisivo en la forja de la mentalidad de Hitler. En aquellos tiempos, el comunismo y los movimientos sindicales iban ganando poder, y Hitler llegó a afirmar que tenía miedo del futuro y que veía enemigos por todas partes. La capital imperial era un núcleo heterogéneo de razas y nacionalidades en el que abundaban los judíos y en el que la opulencia de las clases altas contrastaba marcadamente con la pobreza de una gran parte de la población. En tal ambiente no fue extraño que el antisemitismo que llevaba siglos latente en Europa, y principalmente en Austria y Alemania, resurgiera hasta tal punto que muchos sectores de la población comenzaron a ver en el pueblo hebreo una amenaza en forma de asesinatos y violaciones, lo que recuerda a los sinsentidos del medievo, cuando se les culpó de propagar la peste negra al envenenar los pozos de la cristiandad.

Tales mentiras quizá se pudieran justificar por la mentalidad arcaica de los siglos oscuros, pero parecía imposible que se dieran en pleno siglo XX. Esos miedos raciales que convertían a los judíos en el objetivo de todas las iras, acabaron convirtiéndose en una peligrosa ideología, plasmada en escritos, panfletos políticos y esotéricos que dejarían una impronta terrible en el carácter de muchos fanáticos, entre ellos nuestro protagonista. La forja de un carácter inestable y vengativo El 5 de enero de 1914, Hitler fue declarado «inútil para el servicio militar», poco antes de que el Viejo Continente se sumiera en la primera gran sangría del siglo XX. El 28 de junio de ese año fue asesinado, en Sarajevo, el heredero al trono del imperio austrohúngaro, Francisco Fernando de Austria, a manos, al parecer, de un miembro de una sociedad secreta conocida como La Mano Negra. Ése fue el detonante de la primera guerra mundial, que pronto se conocería como la Gran Guerra, pues nadie pensaba que un conflicto de aún mayores proporciones pudiera volver a desencadenarse. Una fotografía para la historia muestra a un jovencísimo Adolf Hitler, que ya lucía su característico bigote, en medio de una gran multitud, entusiasmado en la Plaza de la Ópera de Múnich tras la declaración de guerra. Todos entonaban La guardia del Rin, sin sospechar que lo que le esperaba al otrora grandioso imperio era la derrota. Esa guerra sirvió a Adolf Hitler para realizar el primer acto relevante de su vida: cuando formaba parte del decimosexto Regimiento de Reserva o List, obtuvo la cruz de hierro de primera y segunda clase por su actuación en combate (aunque esto quizá fuera fruto, décadas después, de la eficiente maquinaria propagandística nazi, que posiblemente manipulara su expediente

militar). Entre sus compañeros se mostró como un joven reservado, de hábitos casi monacales, pero, como recordarían algunos de ellos más tarde, ya estaba convencido de que el destino le tenía reservada una importante misión que cumplir. En esa conflagración, Hitler, que en Mein Kampf vería la paz como algo nocivo para la humanidad y glorificaría la guerra, encontró la oportunidad anhelada de convertirse en un hombre y salir del estado de abandono en el que se hallaba. Tenía veinticinco años, y el 3 de agosto envió una súplica al rey de Baviera para enrolarse como voluntario, ya que aún no poseía la nacionalidad alemana. Según John Toland, Hitler, obsesionado por algunas de sus ideas ocultistas, escribió un poema en el otoño de 1915, mientras se hallaba en las trincheras, aterido de frío y atenazado por el hambre, como el resto de sus compañeros de batallón. En esos versos cantaba alabanzas a Wotan, el dios padre de la mitología teutona, y a las letras rúnicas, con sus conjuros y fórmulas mágicas. No obstante, con los años, Adi (como le conocían en el ejército) mostró una mayor devoción por las culturas mediterráneas de la Antigüedad clásica, griega y romana, y la fascinación por las runas, la «escritura mágica» del Tercer Reich, quedaría como campo prácticamente exclusivo de las SS de Himmler y de los místicos cercanos al Movimiento. El 5 de octubre de 1916, durante la larga y sangrienta batalla del Somme, Hitler fue herido en un muslo e internado en el hospital de Beelitz, cerca de Potsdam. El 2 de diciembre fue dado de alta, ascendido a de cabo y destinado a un batallón de reserva. De nuevo en el frente, tomó parte en las terribles batallas del Chemin-desDames y Soissons. En mayo de 1918 recibió el diploma al «valor excepcional», y el 4 de agosto de ese año le condecoraron con la Gran Cruz de Hierro de primera clase, al parecer por utilizar su propio cuerpo como escudo para proteger la vida de su coronel. No obstante, nunca ascendió más en la filas del ejército, porque sus superiores le consideraban «incapaz de hacerse respetar».

Tres semanas antes del fin de la guerra, el 16 de octubre de 1918, la artillería inglesa bombardeó las líneas alemanas con proyectiles de gas venenoso, y Adolf Hitler fue herido en los ojos e ingresado en el hospital de Pasewalk, en Pomerania, con ceguera transitoria. El 10 de noviembre llegó al hospital la noticia de que, tras la huida del káiser a Holanda, se había proclamado en Berlín la república de Weimar y, un día después, sus dirigentes habían firmado el armisticio que reconocía la derrota de Alemania en la guerra. Cuando Hitler, que ya había mejorado de sus heridas, lo supo, quedó ciego de nuevo por el shock, y durante el tiempo de convalecencia experimentó una visión «profética» que cambiaría su vida y la de millones de personas tiempo después; él mismo diría que, al quitarse la venda que le cubría los ojos, se dio cuenta de que debía dedicarse por completo a la política para frenar a los «enemigos de Alemania». Un episodio sobre el que volveremos más adelante por su importancia capital en lo que sucedió después. Las exigentes reparaciones de guerra a las que los aliados sometieron a Alemania por el Tratado de Versalles, convirtieron el país en un polvorín de fuerzas ideológicas enfrentadas. Grupos de radicales, tanto de izquierdas como de derechas, aprovechaban el descontento y la miseria para ganar seguidores y crear doctrina, haciendo de Centroeuropa un campo de batalla. Los cimientos del Partido Nazi Múnich. 5 de enero de 1919. Dos meses después de la capitulación alemana. Aquel día, el periodista deportivo Karl Harrer y el cerrajero ferroviario Anton Drexler fundaban en Múnich un pequeño partido político bajo el nombre de Deutsche Arbeiterpartei o Partido Obrero Alemán (DAP), germen del futuro Partido Nazi. El DAP contaba con una treintena de miembros de la extrema derecha, entre ellos el

capitán del ejército Ernst Röhm, jefe de los Freikorps, y el futuro editor del Völkischer Beobachter, Hermann Esser. Este grupo se reunía una vez por semana en los salones de la cervecería bávara Sternecker. Hoy sabemos que el DAP surgió de una escisión de la sociedad secreta Germanenorden, la Sociedad Thule, el más célebre grupo ocultista relacionado con el nazismo, comandada por el barón Rudolf von Sebottendorf. Está demostrado que Karl Harrer y más tarde Rudolf Hess formaron parte de ese grupo ocultista völkisch, racista y de extrema derecha,* que organizaba reuniones en el selecto hotel Vier Jahreszeiten, con la intención de derrocar el recién estrenado régimen comunista de Baviera. Es evidente que la camarilla de los primeros nazis no era un grupo de nigromantes que se reunían en torno a un grimorio para trazar un siniestro plan de conquista del mundo (una imagen similar, por cierto, a la de los judíos en los inefables Protocolos de los sabios de Sión, texto de cabecera del nacionalsocialismo), pero el peso que en su ideario tuvieron diversos grupos semisecretos de los que pululaban entonces por el descompuesto Imperio austrohúngaro ya está también más que demostrado, por mucho que les pese a los investigadores más ortodoxos. A su regreso en Múnich, Hitler entró a formar parte del servicio del comando de Inteligencia del Ejército alemán, en calidad de espía (V-Mann), con la misión de infiltrarse en algunos de los numerosos grupos políticos radicales de izquierdas que estaban surgiendo con fuerza debido a las durísimas condiciones de vida. Al excabo le tocó investigar, precisamente, el DAP, que, contrariamente a lo que creía el Ejército, era un grupo de exaltados nacionalistas y antisemitas de derechas que, no obstante, tenían una fuerte base social, lo que años más tarde provocaría escisiones en el seno del Partido. Adolf fue enviado a uno de los mítines de la organización por el capitán Mayr, miembro del departamento político de asuntos de prensa del Ejército en un distrito muniqués, quien se hallaba bajo las órdenes de una camarilla de industriales acaudalados y oficiales,

preocupados por el avance de las ideas de izquierda. Hitler no tardó en caer cautivado por la ideología del DAP, surgido del Círculo Político de los Trabajadores, organizado por Sebottendorf. El 16 de octubre de 1919, el cabo licenciado ofreció su primer discurso durante un acto público del Partido, celebrado en la cervecería Hofbräukeller. Su oratoria era visceral, implacable, retórica y cautivadora para un público entregado y fanatizado por las circunstancias. Con los años, el austríaco se convirtió en un maestro del arte de la oratoria, capaz de realizar discursos de horas de duración, que previamente había ensayado frente al espejo con una enorme paciencia; soflamas que todavía hoy ponen los pelos de punta. Sus objetivos no cambiaron mucho con el paso de los años, y en sus actos clamaba contra las medidas abusivas del tratado de Versalles, contra los Habsburgo, contra la burguesía (que finalmente acabaría siendo una de las grandes financiadoras de su régimen) y contra los judíos, siguiendo la falsa teoría de la «puñalada por la espalda» (Dolchstosslegende), según la cual éstos, los socialistas y los demócratas de Weimar habían sido los responsables de una derrota que no se había decidido en el frente de batalla sino en los despachos de los burócratas. Cada vez eran más los que acudían a inscribirse en el Partido, un pequeño grupo de exaltados, incómodos con la democracia, que comenzaban a degustar las mieles de un pequeño poder que más tarde se transformaría en absoluto. Una vez en las filas del DAP, donde ingresó con el número 555 (a la primera tarjeta, para dar una impresión de militancia nutrida, se le asignó el número 501), Hitler tuvo como compañeros de ideología al orondo as de la aviación Hermann Göring; a los hermanos farmacéuticos de Landshut, Otto y Gregor Strasser; al arquitecto balticoalemán Alfred Rosenberg, uno de los ideólogos del Movimiento; al violento paramilitar Ernst Röhm, y poco después, al fiel y hermético Rudolf Hess, uno de los personajes clave de esta historia fatídica.

Se había abierto la caja de Pandora, y ya nadie fue capaz de cerrarla hasta que apareció en el horizonte la figura impertérrita de Winston S. Churchill, quien ya en aquellos tiempos era un hombre muy conocido en Reino Unido. Pronto, el antiguo residente del pensionado para hombres, que había rozado la miseria en Viena, inició una nueva vida y empezó a relacionarse con un círculo de pintorescos personajes, cuyo denominador común era el amor hacia todo lo alemán y el temor al marxismo. Según John Toland, entre ellos se hallaba un médico de Múnich que se hacía llamar Maestro del Péndulo Sideral, un iluminado que afirmaba que dicho artilugio, utilizado por muchos paragnostas, le confería «el poder de detectar la presencia de un judío en cualquier grupo de personas». Cuando, en diciembre, el DAP alcanzó los treinta mil afiliados, Hitler le cambió el nombre por el de Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei), NSDAP, en sus siglas en alemán, ya con la esvástica como emblema. El 7 de diciembre de 1921, el Partido compró una publicación bisemanal antisemita, el Völkischer Beobachter («El observador popular»), gracias a la ayuda proporcionada por los representantes de las clases dirigentes conservadoras, temerosas del avance del movimiento obrero. Después vendría la creación de las «tropas de asalto», las SA (Sturmabteilung), comandadas por Röhm; los mítines continuos; la extorsión… El Partido Nazi había comenzado su discreta andadura en la historia… para acabar convirtiéndose en una fuerza implacable en pocos años. Un dulce encierro Uno de los episodios fundamentales que dio forma al nazismo, y que es necesario recordar aunque sea tangencialmente, fue el llamado Putsch (golpe de estado) de la Cervecería, ocurrido en

Múnich entre el 8 y el 9 de noviembre de 1923. Un grupo de exaltados liderado por Hitler (quien pretendía emular la marcha de Mussolini sobre Roma de tan sólo un año antes) intentó tomar el poder bávaro por la fuerza. Durante este episodio, harto conocido y que fracasó, Hitler y Göring fueron heridos y murieron dieciséis miembros del Partido Nazi, que más tarde serían convertidos en los Mártires del Movimiento, dentro del marcado carácter religioso del Reich. Tras el fracaso de la intentona golpista, Hitler logró huir y refugiarse en la casa que su amigo Ernst Hanfstaengl y su esposa tenían en Uffing. Allí, desesperado, el excabo valoraría la posibilidad del suicidio como única vía de escape, por el temor no sólo a la reacción de las autoridades, sino a la de los familiares de los dieciséis nazis caídos en la Feldherrnhalle bajo los disparos de la policía, que también perdió a varios agentes en el fuego cruzado. Parece ser que fue Helene Hanfstaengl quien entonces convenció a Hitler, que la adoraba, de que siguiera adelante. Dos días después, fue detenido, tras confiar la dirección del Partido Nazi, que enseguida sería prohibido, al místico y racista Alfred Rosenberg, un obseso de la arqueología mítica, que años después sería el líder de la RuSHA, la temible Oficina de Raza y Reasentamiento. El proceso contra Hitler se desarrolló en el tribunal popular de un cuartel de infantería bávaro, en medio de una gran expectación pública y entre grandes medidas de seguridad (alambradas y tropas armadas que custodiaban a los reos), el 26 de febrero de 1924. Aunque se le acusó de alta traición, cuya pena, según el código penal alemán, era la reclusión perpetua, en el juicio, Hitler, que reconoció su culpabilidad, se erigió en acusador, defendiendo su actuación y ganándose la simpatía de gran parte de la opinión pública. Jugó en su favor el hecho de que el tribunal estuviera presidido por el doctor Georg Neidhart, un nazi ferviente, al igual que lo eran dos jueces togados y los tres jurados (un comerciante y dos empleados de seguros).

Así, el 1 de abril, su sentencia fue la pena mínima: cinco años de reclusión, con la posibilidad de solicitar la libertad condicional a los seis meses. De haber sido condenado a la pena máxima, el mundo no habría conocido el terror que se avecinaba; pero el destino es así de caprichoso y de impredecible, a pesar de las «profecías» que vaticinaban, según algunos exégetas, la llegada de Hitler siglos antes de su nacimiento. En la fortaleza-prisión de la población de Landsberg am Lech, a sesenta y cinco kilómetros al Oeste de Múnich, Hitler permaneció recluido apenas ocho meses, en medio de todo tipo de comodidades. Ocupaba la celda número siete, una estancia en la que no faltaban flores frescas, periódicos diarios, té y chocolate. Una confortable prisión que, hasta aquel momento, tenía un único ocupante: el recluso Anton Graf von Arco auf Valley, quien había asesinado a sangre fría al escritor judío Kurt Eisner, de un tiro en la espalda, el 21 de febrero de 1919, en Múnich. Valley, al igual que Hitler, era un austríaco que había decidido adoptar a Alemania como nación. Era un aristócrata, monárquico, nacionalista y antisemita, enojado por la derrota y las reparaciones de guerra; a pesar de tener ascendencia judía, odiaba a los izquierdistas y particularmente a Eisner, líder judío de los socialistas y primer ministro de la República Socialista de Baviera, al que acusaba de no sentirse alemán y de ser «un traidor a esta tierra». Trato brevemente la figura de Valley no sólo por ser el único recluso de Landsberg, sino porque decidió matar a Eisner precisamente porque la Sociedad Thule había rechazado su solicitud de ingreso debido a su ascendencia hebrea. De este modo quería demostrar a sus integrantes, viscerales antisemitas, que él era digno de pertenecer a esa organización secreta. Precisamente, el asesinato de Kurt Eisner provocó numerosas represalias por parte de los movimientos de izquierda, que acabaron con la vida de, entre otros, el príncipe Gustav von Thurn und Taxis, también miembro de la Sociedad Thule.

Aunque, en un principio, Valley fue condenado a muerte, un juez conservador redujo su pena a sólo cinco años de prisión. Tras su sangrienta acción se convirtió en un héroe para los nacionalistas y antisemitas de derechas alemanes, y en una fuente de inspiración incluso para un joven Joseph Goebbels. Era un orgullo, por tanto, para Hitler ocupar la prisión de un «héroe nacional» entre los derechistas, a pesar de que ideológicamente divergieran en varios puntos. Junto a Hitler se hallaban en Landsberg dos ayudantes voluntarios: Rudolf Hess, en calidad de secretario, y Emil Maurice, comandante de las escuadras nazis. En su reclusión le visitaron personalidades procedentes de Múnich; numerosas mujeres de la alta sociedad, que sentían una gran admiración y atracción por el excabo, y varios políticos, entre ellos el profesor Karl Haushofer, que fue un personaje fundamental en el entramado nacionalsocialista y uno de los protagonistas del episodio más enigmático de aquel tiempo, un misterio que intentaré desvelar en estas páginas. Con las teorías sobre la expansión alemana (la Lebensraum); los postulados antisemitas y antimarxistas heredados de organizaciones pseudosecretas, como la Sociedad Thule, la Armanenschaft o la ONT, y la reinterpretación del darwinismo social y de la filosofía de Friedrich Nietzsche, Adolf Hitler comenzó a dictar su testamento político, Mein Kampf (Mi lucha), primero a Maurice y luego a Hess, que se encargaron de mecanografiarlo. En su «Biblia Nazi», de 782 densísimas páginas, Hitler estableció los fundamentos de su peligrosa ideología; un libro en el que ya se hacía evidente que los judíos eran, a sus ojos, la encarnación del mal absoluto, los responsables de la decadencia de Occidente y de la derrota de Alemania. La conquista de nuevos territorios para el país, por medio de la guerra, era un objetivo que Hitler ya remarcaba en su libro y que finalmente pondrían en práctica en 1939. A nadie debieron de sorprenderle las decisiones que tomó más tarde. Por desgracia, no le prestaron la debida atención para frenar sus delirantes aspiraciones.

Aquel libro infame se convirtió en un auténtico bestseller,* de cuyas rentas Adolf Hitler, que había conocido los rigores de la miseria en su juventud, viviría holgadamente (eso sin tener en cuenta el dinero que amasó gracias a su preeminente papel en la futura sociedad alemana). Durante su encierro, sus aliados racistas seguían confiando en la victoria final y continuaron reorganizando sus filas bajo nombres tan aparentemente inocuos como Sociedad Völkischer de Exploradores y Liga Alemana de Cazadores y Excursionistas. A pesar de su apariencia filantrópica, en dichos grupos germinaba la semilla del fanatismo, esperando la liberación de su Salvador. En otro frente, también se restableció la vieja Liga de Batalla, con otro nombre, Frontring, bajo la dirección del capitán Ernst Röhm, líder de las SA, que a su vez cumplía condena en la cárcel de Stadelheim con otro grupo de golpistas. Las SA eran una organización concebida para aglutinar a todos los grupos paramilitares que reconocían el liderazgo de Hitler en el movimiento racista, algo que se hizo por iniciativa de Röhm a pesar de las reticencias del propio Hitler. Adolf pasó sólo nueve meses en prisión, junto a Hess y recibiendo las habituales visitas del profesor Haushofer. Sabemos más de aquel período gracias a una serie de documentos desclasificados en 2010, unos quinientos en total, analizados por el experto del Archivo de Estado Bávaro en Múnich, Robert Bierschneider, y que contienen sellos y anotaciones que corroboran su autenticidad. Los documentos, que fueron subastados con un precio de salida de veinticinco mil euros, contenían entre trescientas y cuatrocientas tarjetas de visita, lo que demuestra que Hitler contaba con numerosos amigos, tanto en el interior como en el exterior del castillo-prisión, un ingente apoyo para su causa política. Hitler recibió incluso la visita del laureado militar Erich Ludendorff, un devoto del ocultismo, quien intercedió por él ante las autoridades de Berlín y entró varias veces a visitar al cabo sin autorización. Hitler cumplió treinta y cinco años el 20 de abril de

1924, recién recluido en Landsberg. Con motivo de esa fecha, organizó una fiesta con cuarenta invitados, apenas diecinueve días después de ser encerrado. Aquello, como diríamos hoy, era «un cachondeo». Y es que el hombrecillo (que no era tan bajito como suele decirse), de bigote recortado y mirada entre esquizoide y melancólica, ya tenía muchos acólitos en Alemania, y contaba con el beneplácito de grandes empresarios, policías e incluso jueces. A pesar de que el efectivo aparato propagandístico del NSDAP pintó su estancia en la cárcel como un martirio necesario para crear al Gran Líder, lo cierto es que siempre se supo que Hitler no había sufrido calvario alguno en Landsberg. Los documentos que recientemente se han encontrado avalan que su estancia fue más bien como pasar unas confortables vacaciones en un parador. Dichos informes señalan que el cabo incluso se encargó de elegir el automóvil que luciría al salir de prisión, ya que hay una carta que Hitler dirigió a la casa Benz (hoy Mercedes-Benz), donde consta que se interesó por un coche de color gris que valía dieciocho mil Reichsmarks, para el que pedía un descuento aduciendo que no había recibido todavía el adelanto por la publicación de Mein Kampf: «La dificultad para mí está en el hecho de que no espero los ingresos de mi trabajo antes de mediados de diciembre. Por supuesto, el margen de unos pocos miles de marcos por su parte, jugaría un papel importante». Un margen amplio, sin duda… El NSDAP, aunque legalmente disuelto, inició, durante el encierro de Hitler, operaciones políticas clandestinas encabezadas por Rosenberg, y con Múnich como centro neurálgico. Cuando Hitler quedó en libertad, en apenas ocho meses, el Partido Nazi estaba en la clandestinidad; sus dirigentes, como Ernst Röhm o Hermann Göring, habían huido al extranjero o se hallaban en la cárcel, y se habían embargado sus plataformas propagandísticas, como el Völkischer Beobachter. A Adolf se le prohibió celebrar mítines

públicos, a la vez que la policía intentaba hallar alguna argucia legal para expulsarle de Baviera y hacerle regresar a Austria, su patria natal. Max von Gruber, científico en nómina de la Universidad de Múnich, describiría en estos términos al excabo, en una misiva dirigida a un amigo, el 30 de diciembre de 1924: «He visto por primera vez de cerca a Hitler. Rostro y cabeza denotan mala raza, un mestizo. Frente baja y huidiza, nariz de escasa belleza, pómulos anchos, ojos pequeños, cabellos oscuros. Expresión facial que no corresponde a un hombre con pleno dominio de sí mismo, sino a un exaltado frenético. Un hombre acabado». Curiosamente, se parece a la descripción que, de los judíos, hacían libros como Los protocolos de los sabios de Sión, o publicaciones como Ostara o el propio Völkischer Beobachter, y que Hitler empleó en sus discursos. Para su desaliento, a ojos de la flor y nata de la sociedad alemana, el antiguo cabo se diferenciaba poco de los enemigos a los que pretendía combatir. De estas palabras se desprende el carácter racista y elitista de la burguesía alemana; un racismo que, en manos de los nazis, tomaría una dirección incontrolable. Sin embargo, Gruber se equivocaba de pleno, igual que se equivocaron otros ciudadanos de renombre, entre ellos el primer ministro bávaro, el católico Heinrich Held, cuando afirmó, en referencia también a Hitler, que: «La fiera está bajo control; podemos permitirnos aflojar las cadenas», y cometió el irreparable error de levantar el veto al NSDAP y a la circulación de sus periódicos. Tras el fracaso golpista, el diario The New York Times publicó en primera plana de su sección política lo siguiente: «El Putsch de Múnich elimina definitivamente a Hitler y sus seguidores nacionalsocialistas». El periodista que firmaba la crónica no se habría ganado la vida como profeta. No obstante, aquél fue un duro golpe para el austríaco, quien no soportaba las burlas y dejó incluso de comer durante las primeras semanas de encierro. Anton Drexler recordaba más tarde: «Lo encontré sentado como una cosa desangelada junto a la

ventana de su celda». El mismo personaje que un día había llegado a disputarle la dirección del Partido, estaba ya convencido plenamente de que sólo Hitler podía llevarles hasta el poder. Con su semblante impertérrito y su mirada dura, Drexler se presentó en la celda que ocupaba el golpista y le espetó que «no tenía derecho a darlo todo por perdido, por más desfavorables que parecieran las cosas. El Partido confiaría en él para volver a empezar desde cero algún día»; y añadía tiempo después acerca de esa conversación: «Pero no logré causarle ninguna impresión, y yo mismo estuve a punto de caer en la desesperación, pero al final le dije que preferiríamos morir a seguir sin él». Las palabras del antiguo cerrajero, que había pertenecido también a la Sociedad Thule y compartía, con otros correligionarios como Hess, la creencia en un inminente nuevo Orden, con la esvástica como emblema y un Gran Líder como «mesías» germano, durante la hora y cuarenta y cinco minutos que duró la visita, parece que removieron algo en el interior del excabo, pues a partir de entonces, como si experimentara una nueva «revelación», volvió a mostrarse decidido a cambiar Alemania y comenzó a dictar su Mein Kampf. También pudo haber influido en él la carta que recibió de Helene Hanfstaengl, recordándole que no había evitado su suicidio en Uffing para que se dejara morir de hambre en Landsberg, lo que realmente sus enemigos ansiaban que sucediera. Las palabras de Helene, por quien Hitler sentía deseos reprimidos, según confesiones de Ernst, el marido de ésta, oculto entonces en Austria, fueron decisivas para su nueva determinación. A su vez, Frau Wagner le envió un libro de poesía y llegó a afirmar: «Créame: Hitler, pese a todo, va camino de conquistar el poder, y por eso arrancará la espada del roble alemán». Una acertada «profecía» más que añadir a la extensa lista acerca del ascenso al poder del nacionalsocialismo. No pasó mucho tiempo desde su salida de prisión hasta que el NSDAP fue nuevamente legalizado, al igual que sus periódicos. En ese momento, el antiguo cabo aprovechó las ventajas del sistema

democrático para alzarse con el esquivo poder; aunque ganó las elecciones, siempre planeará sobre su triunfo la sombra del fraude y la coerción. Gracias a una serie de argucias, entre las que se cuentan donaciones al Partido que no pasaban por caja y que, al parecer, iban directamente al bolsillo de Hitler, éste consiguió una posición acomodada, y el NSDAP, cada vez más ingresos, tanto de industriales alemanes como del extranjero, probablemente incluso de Henry Ford, traicionando así el programa primigenio del Movimiento, basado en el ataque al capitalismo y a la burguesía. Hitler volvía a tener nutridos seguidores y no tardó en recaudar un dinero que le permitió comenzar a vivir cómodamente. Los métodos empleados han sido objeto de controversia. La senda hacia el poder absoluto Pero el ascenso vertiginoso del nacionalsocialismo no habría sido posible de no haberse dado una circunstancia concreta, que en los últimos años el mundo ha vuelto a experimentar, con las diferencias evidentes que marca el paso del tiempo: el jueves negro de la bolsa de Wall Street, el 24 de octubre de 1929, que llevó al tristemente célebre crack y provocó una crisis sin precedentes. Alemania se vio sumida de nuevo en una debacle económica. No sólo las clases más bajas, sino también la burguesía e incluso la aristocracia se vieron condenadas prácticamente a la miseria. Ese clima lo aprovecharía Hitler y su camarilla para acumular los votos de los millones de descontentos deseosos de que el rumbo de los acontecimientos fuera muy diferente. Reducida a la mitad la producción, miles de empresas y millones de obreros y empleados alemanes, azotados por el desastre, otorgaron su confianza al NSDAP. A pesar de los éxitos en política, seguidos uno tras otro, en aquella época, la vida privada de Adolf Hitler, objeto también de intensos debates, no era lo que se dice un modelo a imitar. Se rodeó

de bellas mujeres, pero se obsesionó con su sobrina de diecisiete años, Geli Raubal, una joven hermosa e inquieta, de quien el austríaco llegó a decir: «Fue la única mujer a la que he amado». Geli era hija de Angela, la hermanastra del futuro Führer, nacida del matrimonio de Alois con Franziska Matzelberger, cocinera en Braunau am Inn. Casada en 1906 con Leo Raubal, un funcionario de Linz, pronto se quedó viuda y con tres hijos, Leo, Elfriede (Frield) y Angela Greta, a la que todos llamaban Geli. Para mantenerlos, tuvo que aceptar un empleo de sirvienta en un instituto judío. En 1926, Hitler hizo ir a su sobrina predilecta a Múnich, y le ofreció la administración de su lujosa vivienda de nueve habitaciones en la Prinzregentenstrasse, 16, y también del chalet de montaña conocido como Haus Wachenfeld, que adquirió al industrial Winter de Beauxtehude, por un buen precio, sin duda, y que estaba situado en Berchtesgaden, al pie del Obersalzberg; casa que cambiará después su nombre por el de Berghof. Trágicamente, Geli acabaría suicidándose debido a la actitud autoritaria (y también, al parecer, a la obsesión sexual) de su tío; se descerrajó un tiro con la pistola del propio Hitler, una pistola walther calibre 6,35, la mañana del 17 de septiembre de 1931. Al parecer, justo antes del suceso, tío y sobrina habían discutido acaloradamente. Hitler, conocedor del galanteo del relojero Maurice, su ayudante, con la joven, y de las cartas que intercambiaba ésta con un tenor y un violinista de Linz, le prohibió viajar a Viena para estudiar canto. El suicidio de su sobrina fue el más duro golpe que recibió Hitler en su vida, al menos hasta la derrota final. Hundido, obsesionado por un sentimiento de culpabilidad que apenas podía soportar, parece que Hitler volvió a sopesar la posibilidad del suicidio, lo que es extraño en un hombre que pretendía cambiar el mundo y se sentía llamado por la Providencia para llevar a Alemania a cotas inimaginables de poder y gloria. Pero así fue.

De nuevo volvió a recibir el aliento de sus allegados y de personas cuya opinión respetaba por encima de todo, como Helene Hanfstaengl. Tras una dura batalla consigo mismo y un tiempo de encierro en el que ni siquiera se ocupó de los asuntos del Partido, volvió a ponerse al frente de éste y poco después se alzó con la gloria política. Hitler obtuvo la nacionalidad alemana mediante una argucia legal: fue «contratado» como funcionario en el ayuntamiento de Braunschweig, cuyo alcalde era un ferviente nazi. Tras una dura batalla electoral (su nueva estrategia consistía en utilizar las «armas» que le brindaba la democracia para después acabar con ella) contra el anciano presidente Von Hindenburg, y numerosas artimañas políticas entre bambalinas, además del uso de la fuerza y las amenazas de los camisas pardas para coaccionar a los votantes, Hitler logró una victoria aplastante, que lo convirtió nada menos que en canciller alemán el 30 de enero de 1933. A ello contribuyó una campaña propagandística sin precedentes en el país, a través de un organismo que ya controlaba el maestro de la palabra Joseph Goebbels: tres mil mítines diarios, millones de carteles distribuidos, películas, discos… Adolf Hitler, que estaba convencido de que tenía que cumplir una «misión» providencial, presentó su movimiento valiéndose de las ancestrales armas de la religión, y alcanzó, mediante ellas y otros elementos que convergieron entonces, un poder casi absoluto. Comenzó la época de la limitación de las libertades, de la persecución de los diferentes, de la carrera armamentística y de la política de la tortura y el miedo. A partir de entonces, los miembros de la Policía Secreta del Estado, la temible Gestapo, podían llamar a la puerta (solían hacerlo ya entrada la noche) y detener a cualquiera acusándole de conspirar contra el Reich o de judaísmo. Podían acusar, impunemente, de cualquier cosa. Mientras el horror tomaba forma en numerosos territorios del Viejo Continente, algunos de los acólitos de Hitler se entregaban a prácticas ocultistas, investigaban un supuesto pasado «ario» acorde

con sus fantasías místicas y pensaban en utilizar las profecías y la magia como nuevas armas en la guerra total que se avecinaba. Los aliados, que al igual que los nazis disponían de espías en todas partes, pronto dispondrían de sus propios expertos en cuestiones místicas. Se avecinaba la guerra «mágica» más sangrienta que había conocido el hombre.

2 HITLER Y CHURCHILL: LA GUERRA TOTAL El mesías de la esvástica

«Sigo, con la precisión de un sonámbulo, el camino que me marca la Providencia.» Adolf Hitler Como le sucedería a Churchill, aunque en un sentido marcadamente más místico y grandilocuente, Adolf Hitler tenía una visión romántica de su propio futuro y se veía a sí mismo como un Salvador de Alemania. Su mesianismo fue lo que en un principio embaucó a las masas enfervorecidas de nuevos nazis, pero también su perdición, pues confiaba ciegamente en su propia intuición, por encima de cualquier consejo que le dieran hombres más instruidos que él, como sus propios generales. Si nos adentramos en las voluminosas y fanáticas páginas de su autobiografía, Mein Kampf (Mi lucha), ya en ellas se advierte esa cualidad «visionaria» del líder del Partido Nazi. Durante su estancia en el hospital de Pasewalk, donde se encontraba con los ojos vendados, temporalmente ciego a causa del gas mostaza, como explicamos en el capítulo precedente, dijo ver una cruz gamada en la pared de su habitación y saber que estaba predestinado a entrar en política. Precisamente, la esvástica sería el «símbolo mágico»

del Tercer Reich, símbolo del mal por antonomasia hasta el día de hoy, a pesar de representar, en culturas como la budista, la paz y la prosperidad. Está claro que el mesianismo de Hitler, cuando ya el NSDAP gozaba de un poder desmesurado e inesperado por todos sus enemigos políticos, fue impulsado con maestría por el enorme aparato propagandístico del régimen, pero no es menos cierto que el Führer consideraba que estaba llevando a cabo una misión providencial; él mismo se retroalimentó con esa creencia, que le convertiría, más que en un líder político, en un fanático, pues sólo un fanático o un iluminado (en el peor sentido) pudo realizar las atrocidades que él llevó a cabo. Recordemos que ya desde los tiempos de Linz, en compañía de su amigo August Kubizek, tras ver la wagneriana Rienzi, creía que el Destino le tenía reservada una misión. Ese mesianismo tomó forma en Pasewalk, donde experimentó la «revelación» a la que haría referencia en Mein Kampf, similar a la que tuviera Guido von List* antes de fundar el ariosofismo o, si nos remitimos a los Hechos de los Apóstoles, a la que experimentaría Saulo (Pablo de Tarso) en su camino a Damasco, donde quedó ciego temporalmente por la resplandeciente «gloria de la luz celestial», lo que provocó su conversión al cristianismo. Las palabras que, por tanto, dictó Hitler a Hess en Landsberg con respecto a aquel episodio estaban cargadas de un fuerte componente simbólico y pseudoreligioso. Así, el Movimiento nazi se rodeó de un aura mística que no sólo era simbólica y estética, sino que servía a un cometido mayor; era prácticamente una religión con millones de fieles, que rendían culto a su dios reencarnado: un hombre de bigotillo recortado, flequillo y voz chillona, pero un «dios», al fin y al cabo, ante sus ojos. Cuando todo un pueblo sigue ciegamente una causa o a un hombre que afirma que su raza es la única perfecta y que el mundo está ante él para conquistarlo, pisoteando al resto, el resultado final sólo puede ser catastrófico para todos. Esto fue algo habitual en los fascismos, y de otra forma, más estética que mística, también en los

regímenes totalitarios comunistas; sólo hay que ver hoy, en pleno siglo XXI, el culto a la personalidad que se rinde al «líder supremo» Kim Jong-un en Corea del Norte, un régimen que se diferencia en prácticamente nada del creado por George Orwell en su distópica novela 1984, y que también evoca en muchos de sus aspectos no sólo a la China de Mao sino también a la Alemania de Hitler. Los norcoreanos, acorralados por sus enemigos del Sur con la ayuda estadounidense, sienten un fervor rayano en el delirio por su jefe (o al menos saben fingirlo muy bien), hasta el punto de poner su vida al servicio de su causa, algo que no difiere en prácticamente nada del juramento de obediencia «ciega hasta la muerte» que los nuevos SS rendían al Führer. El padre del actual mandatario, el temido Kim Jong-il, fue conocido como el Querido Líder o el Gran Dirigente, algo no muy lejano al Gran Hermano orwelliano. El culto a su persona fue en aumento, como ya sucediera con su padre, en forma de monumentos, desfiles, retratos o insignias de todo tipo. Cada uno de sus cumpleaños, conocidos como Días del Sol, era motivo de celebraciones fastuosas en la que decenas de miles de jóvenes se reunían para rendirle honores, como antaño hacían las huestes que formaban las juventudes hitlerianas en días tan señalados como el 20 de abril, el cumpleaños del Führer, durante el cual se organizaban ornamentales desfiles de ecos medievales y paganismo nórdico. El éxito de estos desfiles entre el pueblo alemán era arrollador. En verano de 1933, recién llegado Hitler al poder, el Obersalzberg, donde todavía sigue en pie la casa conocida como Berghof (lugar de descanso y segunda residencia gubernamental de Hitler en los Alpes Bávaros), se convirtió en un lugar de peregrinación para muchos alemanes. Según Ian Kershaw: «Eran tantos los admiradores que querían ver, siquiera a distancia, al canciller del Reich, que Himmler, en calidad de jefe de la policía política de

Baviera, tuvo que prescribir normas de tráfico especiales en la zona de Berchtesgaden y prohibir el uso de prismáticos a todo aquel que intentara observar los movimientos del canciller del pueblo». El interés por su persona, ya casi divinizada en el país, era tal que durante sus paseos vespertinos se acordonaba la zona para mantener a distancia a los miles de curiosos cuya devoción por él les llevaba a esperar horas para verlo, tras subir los escarpados senderos que conducían al Obersalzberg. Según dijo uno de los ayudantes personales de Hitler, Fritz Wiedemann,* dicha devoción: «Tenía matices pseudo-religiosos, y sin duda contribuyó a que el propio Hitler se creyera en posesión de facultades sobrehumanas». No debemos olvidar que contemporáneos del líder alemán, como Benito Mussolini y su colega español, el dictador Francisco Franco, también se rodearon de un aura mesiánica y providencial, por una parte puramente propagandística, pero por otra basada en un firme creencia religioso-política: el que habría de autodenominarse Generalísimo, aliado bajo cuerda del Führer, convirtió en su máxima la frase: «Caudillo de España por la gracia de Dios», como si el Todopoderoso le hubiese hecho una llamada para sembrar de sangre los campos de la Península. Con la Providencia de su parte, cualquier atrocidad estaba justificada. Era, en el fondo, una visión milenarista como la del NSDAP y los cimientos ideológicos sobre los que se asentó: los socialistas, los republicanos y los masones representaban las fuerzas de la oscuridad, a las que había que combatir con la luz, una luz que emitía destellos de fanatismo bajo símbolos como el águila imperial, el yugo y las flechas o la cruz cristiana, (algo en lo que sí difería el franquismo de sus «amigos» alemanes, azote, aunque con matices, del catolicismo). Fue un tiempo de totalitarismos en el que todos creían tener la razón, y escudaban su lucha en la exclusividad de la época que les tocó vivir, una concepción atávica y dualista de la historia que costaría casi setenta millones de muertos, si no más.

El «espíritu de la bondad» En mayo de 2012, el diario español ABC* publicaba una noticia en la que se hacía alusión a la desclasificación de un informe que señalaba que Adolf Hitler se veía a sí mismo como el «espíritu de la bondad». Sí, cuesta creerlo de un hombre que acabaría gestando la mayor masacre de la historia, pero dicho testimonio sirve para corroborar el mesianismo del líder alemán, que ya desde su juventud aspiraba a «salvar el mundo». Esos delirios de grandeza son más habituales de lo que parece en los seres humanos, pero en su caso, y para desgracia del mundo, se convertiría en una realidad por muchísimos factores, entre ellos la propia parafernalia religiosa del Movimiento, que cautivó a los alemanes cual si fueran fieles de un credo. Y ya se sabe que «la fe mueve montañas»… A veces también apila cadáveres. Precisamente, aquel informe, que, como tantos otros que sólo hoy empiezan a hacerse públicos, arroja algo de luz sobre numerosos interrogantes de uno de los períodos más convulsos del siglo XX, había sido realizado por la Inteligencia británica, lo que no hace sino ratificar aún más el eje vertebrador de este trabajo: la importancia de las operaciones clandestinas en las que se utilizaron las «fuerzas de lo oculto» para neutralizar al Führer y a su cúpula. Si él se creía protegido por la Providencia, no es extraño que Churchill y sus hombres echaran mano también de los astros y de lo oculto para librar su propia guerra contra Alemania, aunque sólo fuera para confundir al dictador germano o para inculcarle un miedo muy en consonancia con la visión del mundo que le rodeaba. Acudir a astrólogos y ocultistas no fue, por tanto, una mera extravagancia, ya que también los nazis se rodearon de ellos, y muchos de sus mandamases, incluido su líder supremo, estaban convencidos de la existencia de fuerzas sobrenaturales que decidirían el conflicto más allá de la fuerza de la maquinaria bélica.

Ese informe, del que se desprende, según ha desvelado la BBC, que, durante la segunda guerra mundial, Hitler desarrolló «un complejo de mesías», fue realizado en 1942, cuando la guerra empezaba a ponérsele en contra al líder nazi. Según avanzaba el conflicto, reza el documento, hasta ahora secreto, el Führer cayó en una red de delirios religiosos: su antisemitismo se incrementaba con el paso de los meses, lo que provocó que centralizara sus esfuerzos en el exterminio de los judíos, puesto que, para él, «Éstos eran la encarnación del mal, mientras que él representaba el espíritu de la bondad». Precisamente ese año, el 20 de enero, se dio vía libre al plan de exterminio, camuflado bajo un lenguaje burocrático y eufemístico, conocido como Solución Final, tras una reunión a puerta cerrada que mantuvieron los SS Reinhard Heydrich y Adolf Eichmann con los responsables de los distintos departamentos nazis, en la villa de Wannsee. Esto prácticamente echa por tierra las numerosas teorías acerca de que Hitler, que ya en Mein Kampf hablaba de aplastar a los judíos cual parásitos para devolver al ario a su esencia primigenia, no tenía conocimiento del Holocausto o no lo autorizó. Todo parece indicar que sí, pues él sería hasta el último momento, y a pesar de las traiciones entre sus subordinados, el jefe supremo del nacionalsocialismo, el personaje que daba las órdenes que había que acatar. El expediente, perteneciente a la Inteligencia británica, está rubricado por el académico de la Universidad de Cambridge Joseph MacCurdy, que lo concluyó afirmando acerca de Hitler: «Él es un dios encargado de lograr la victoria contra el mal. No explica esto en palabras literales, pero una serie de palabras llevan a la conclusión de que lo dijo de manera críptica». Sin embargo, lo que desvelaba MacCurdy a sus superiores en el Servicio de Inteligencia británico, ya podemos encontrarlo en la figura de Hitler desde los primeros años al frente del NSDAP, cuando se rodeó de toda una verdadera parafernalia religiosa, con

sus fechas sagradas y sus símbolos de culto; el principal de ellos, la tan recurrente esvástica, que pretendía sustituir en todo el Reich a la cruz cristiana. Toda su biografía, desde sus primeros años en Linz, luego en Viena leyendo la revista Ostara, y después con su intervención en la Gran Guerra o los primeros discursos políticos en Múnich, está salpicada de episodios en los que se reafirma en la idea de que es una especie de Salvador de una Alemania cada vez más sumida en la vergüenza y en la «degeneración de la mezcla de razas», según sus propias palabras. Esto apunta de nuevo a que el asesinato en masa de los judíos no fue una mera limpieza étnica con objetivos políticos y militares, sino que, según indica Norman Cohn,* se trataba de una auténtica lucha mesiánica en la que sólo el exterminio de los responsables de todo el mal durante siglos permitiría al pueblo alemán erigirse en «libre» y todopoderoso. Evidentemente, la política, primero, de segregación y exilio, luego de esterilización, y más tarde de exterminio, permitió a muchísimos acólitos del Tercer Reich amasar auténticas fortunas, ya que primero expoliaron al pueblo hebreo de su arte, sus joyas y sus residencias; más tarde, en los campos de la muerte, se quedaron con todas las pertenencias de millones de inocentes que marcharon hacia los hornos crematorios, incluso el pelo, los dientes, la grasa… Todo se utilizaba en pos de esa Gran Germania, que ya se estaba viniendo abajo antes de erigirse. Pero esto no impidió que en esa misma política existiera un sustrato que entroncaba con una manera atávica de ver el mundo, en la que el judío era el «cabeza de turco» responsable de todo lo malo; sólo extirpando el mal de raíz podía acabarse con él, pensaba Hitler, y lo hacían también Himmler, Rosenberg y muchos otros nazis imbuidos en temas místicos. Esta lucha milenaria contra el hombre judío que impedía prosperar al héroe ario de las óperas wagnerianas, ya estaba en el discurso de aquellas sociedades secretas anteriores a la creación del Partido Nazi, que aunaron simpatizantes en Austria y Alemania.

El propio Jörg Lanz von Liebenfels, quien, como sabemos, influyó notablemente en la cosmovisión de Hitler, ya en una fecha tan temprana como 1908 afirmaba desde las páginas de Ostara que la única forma de regresar a la gloria del pasado era el exterminio del pueblo judío. Aunque hay autores que sostienen que es falso que Hitler conociese los postulados de los grupos ocultistas völkisch, lo cierto es que investigadores tan alejados de la historia heterodoxa y el esoterismo como John Toland, ganador del premio Pulitzer y uno de sus mejores y más documentados biógrafos, apuntan que hay pruebas de que Hitler leía con asiduidad «revistas como Ostara, creación de Lanz von Liebenfels, el místico teórico que compartió muchas de las ideas y actitudes de Hitler». Refiriéndose a la revista, Richard Hauser* decía que la publicación en sí, cuya cabecera hacía alusión a una antigua divinidad germánica de la primavera, era una combinación de ocultismo y erotismo, y su línea editorial se basaba en «la aplicación práctica de la investigación antropológica con el propósito de […] preservar de la destrucción la raza superior europea por medio de la conservación de la pureza racial». La teoría recurrente de Liebenfels, que se jactaba de ser un neotemplario, guardián de la «sangre pura», al igual que la de la mayoría de escritores völkisch, era que los arios debían dominar la Tierra mediante la destrucción de sus enemigos oscuros y racialmente mezclados, a los que llamaba despectivamente los «dalias (parias) castrados», frente a los Gottsmenchen («hombres dioses») de raza aria, una filosofía racista y combativa a la que se daría el nombre de teozoología. A estos hombres de piel oscura, el fundador de la ONT los consideraba inferiores, y por ello las páginas de su publicación, sensacionalista y ocultista, estaban profusamente ilustradas con imágenes espeluznantes de mujeres arias que sucumbían al poder y atractivo sexuales de esas «criaturas simiescas e hirsutas».

La combativa revista apelaba simultáneamente a los sentimientos de superioridad y de temor con titulares que calaron profundamente en lectores entregados como Hitler, del tono de los siguientes: «¿Es usted rubio? ¡Entonces es un creador de la cultura! ¿Es usted rubio? ¡Si lo es, varios peligros se ciernen sobre usted!». Lo curioso es que muchos de los futuros mandamases nazis, incluido su líder supremo, tenían más de morenos que de rubios. Ostara alimentaba en sus lectores el temor primitivo al ilimitado poder de los judíos, insistía en la «conspiración judeomasónica», su influencia en el mundo del arte y el teatro (que Hitler creyó experimentar en propia carne al no superar las pruebas de acceso a la Academia) y la extraña atracción que ejercían sobre las mujeres. En Mein Kampf, Hitler haría una declaración de intenciones no sólo sobre la guerra o la política de expansión de Alemania, sino también sobre el destino de los judíos que cayeran en sus manos. El Führer llegó a decirle a su confidente, Helena Hanfstaengl, que su odio hacia los judíos era «un asunto personal», y a su hermana Paula, que estaba convencido de que «su fracaso como pintor se debió solamente al hecho de que el comercio de obras de arte estaba en manos de judíos». Quizá debieron haber prestado más atención a dichas premisas los servicios de Inteligencia de países como Francia, Inglaterra o la URSS, cuando el austríaco subió al poder. Su proceder no varió demasiado del que postuló en Landsberg: él quería la guerra, súmmum a sus ojos de toda la gloria del hombre, y desató la guerra en Europa; quería recuperar la raza aria ancestral (una quimera que sólo formaba parte de la imaginación de los germanófilos, algunos lingüistas y los teósofos) y para ello se pusieron en marcha políticas como la Lebensborn* y los experimentos médicos; quería exterminar, cual «bacilos tóxicos», a los enemigos de Alemania, a los judíos, los masones y los bolcheviques, y su política de los campos de exterminio (la suya o la de Himmler, que lo mismo es, pues él le otorgó el poder supremo al frente de la Gestapo, la SD y las SS) estaba encaminada también a ello. Nadie puede dudar ya

del mesianismo de Hitler, de que estaba convencido de ser el salvador, aunque ello no le exima de culpa alguna por desencadenar el abismo al que se precipitó gran parte de la humanidad hace no tanto tiempo. Veremos enseguida que si Winston Churchill creía estar protegido del peligro por una «mano invisible», su gran antagonista, Hitler, poseía una fe aún más inquebrantable en su propia estrella: tenía la certeza de que poseía la capacidad de «guiar el Destino». Él creía que precisamente el Destino había querido que naciera en Braunau am Inn, muy cerca de la frontera alemana, y que nada menos que la Divina Providencia lo había enviado a Viena para que compartiera los sufrimientos de las masas; y, por supuesto, al igual que creía el primer ministro británico, Hitler estaba convencido de que había sido una «fuerza invisible» la que lo había protegido en las trincheras de la primera guerra mundial, mientras realizaba un trabajo tan arriesgado como el de Meldegänger, ciclista portaórdenes del mando del regimiento, y tenía que desplazarse por la primera línea del frente para transmitir los mensajes de sus superiores. Para el Führer, todo ello respondía a un propósito superior. El historiador Andrew Roberts apunta que, en el verano de 1937, Hitler ya se creía infalible al declarar: «Cuando recuerdo los últimos cinco años, puedo decir: esto no ha sido obra de la mano del hombre únicamente». Quizá fuera obra de la mano del diablo… Hitler apelaba a su Schiksal (Destino) y a la Vorsehung (Providencia) con frecuencia, principalmente cuando se sentía acorralado o quería evitar tomar una decisión. Pero sólo un hombre convencido de ser «el Elegido» podría dirigirse a los ciudadanos con estas palabras: «Ése es el milagro de nuestra época, que me hayáis encontrado entre tantos millones. Y yo os he encontrado a vosotros. Ésa es la buena suerte de Alemania». Muchos le consideraban no sólo el mesías del pueblo alemán, sino que ponían su figura por delante de la del propio Jesucristo (personaje al que también intentarían «arianizar» los estudiosos del Partido). Así, por ejemplo

Schulz, de las SS de Pomerania, despreciaba toda comparación de Adolf Hitler con Cristo porque «mientras que éste había tenido tan sólo doce discípulos, Hitler tenía setenta millones». Vemos que Hitler ya tenía desde su adolescencia una visión romántica de su propio futuro y una inclinación natural (posiblemente heredada de su educación católica) a creer que el futuro estaba en manos de la Providencia, por lo que no sorprende que creyera en vaticinios y horóscopos. Pero ¿cómo llegó un personaje tan insignificante, que ni siquiera había recibido una esmerada educación, como Churchill o Roosevelt, a confiar de tal modo en su propio Destino que logró vencer todos los obstáculos, que no eran pocos, que se le interpusieron en su camino hacia poder? En el imaginario de Hitler, en su visión atávica y milenarista de la historia, es indudable que influyeron personajes como los líderes de las sectas völkisch, Liebenfels, List, Sebottendorf o Rudolf John Gorsleben, el fundador de la Sociedad de los Eddas.* También contribuyeron a moldear su cosmovisión los ciclos griálicos y las epopeyas germánicas de las óperas de Wagner, los postulados filosóficos (manipulados) de Friedrich Nietzsche y su Superhombre, Schopenhauer (cuyo nombre escribía mal) y Fichte, o el darwinismo social, además de los textos virulentos del antisemitismo; pero hubo un hombre cuyo nombre aparece grabado con letras de oro en la transformación casi iniciática de Hitler de un personaje cargado de frustración e ira en una suerte de iluminado capaz de erigirse en guía de los «arios», con un poder inconmensurable. Ese hombre no fue otro que Dietrich Eckart, un personaje sobre el que la historiografía de aquel período suele pasar casi de puntillas. ¿Y quién era este individuo? Junto a Gottfried Feder,* fue uno de los primeros y principales ideólogos del nazismo. Dietrich Eckart nació en Neumarkt, Alto Palatinado, el 23 de marzo de 1868; era hijo de un notario evangélico y cursó estudios de Medicina. Después trabajó como periodista, viajó a Leipzig para recibir una herencia

familiar y más tarde a Ratisbona. En 1899 se trasladó a Berlín, donde comenzó su carrera como poeta y dramaturgo, y obtuvo pingües beneficios por la adaptación de la obra Peer Gynt, de Henrik Ibsen. Después se trasladó a Múnich y en 1913 entró a formar parte de la Sociedad Thule. Ya entonces era marcado su nacionalismo y antisemitismo, y publicó artículos en medios afines de extrema derecha. En 1918 fundó una publicación periódica a la que dio el nombre de Auf gut deutsch («En buen alemán»), con una línea editorial similar a la de la revista Ostara y el Münchner Beobachter de Sebottendorf, donde atacaba el sistema republicano de Weimar, planteaba posturas nacionalistas y pangermanistas y, cómo no, arremetía con virulencia contra los judíos; la revista tuvo una primera tirada de treinta mil ejemplares. Pues bien, este genio excéntrico, como lo define el referente de la historia heterodoxa nazi, Peter Levenda, alentado por sus colegas de la Thule, acudió a uno de los mítines del recién nacido Partido de los Trabajadores Alemanes (DAP), y quedó cautivado, como le pasó a Anton Drexler, por la mirada salvaje e hipnótica del fanático Adolf Hitler. Eckart, al que Levenda describe como «ocultista drogadicto, racista, antisemita, ubicado en los límites de la psicopatología (…)», fue más fundamental en los primeros años del NSDAP de lo que pueda parecer. Está demostrado que, si bien Hitler no se adentró tanto en los temas ocultos como el Reichsführer-SS, el coronel Ludendorff o Rudolf Hess, lo cierto es que sí mostró un evidente interés por el ocultismo. Como ávido lector que era (lo que le había dado gran parte de su formación cultural, que no era ni uniforme ni rigurosa), su biblioteca de Berchtesgaden, descubierta en una mina de sal después de la guerra y confiscada por los aliados, contenía muchos volúmenes sobre dicha materia; más de 130 títulos de temas espirituales y religiosos, que iban desde el ocultismo occidental al misticismo oriental, pasando por las enseñanzas de Jesús. Libros

con títulos tan significativos como Meditaciones dominicales, Sobre la oración o El mundo y Dios, donde se hace evidente que Hitler, a pesar de que su régimen enviaría a no pocos cristianos a los campos de concentración, no podía obviar la influencia que sobre su visión del mundo había tenido su educación católica a cargo de Klara Pölzl. La biblioteca quedó dispersa tras el suicidio del dictador. Los soldados soviéticos confiscaron unos diez mil volúmenes, mientras que una parte más pequeña fue requisada por fuerzas norteamericanas. Se calcula que su colección pudo superar los dieciséis mil volúmenes, curioso en un personaje que, nada más tomar el poder, mandó encender hogueras en las universidades alemanas para quemar centenares de libros de autores proscritos por el régimen. No obstante, según Ian Kershaw: «Leer no era algo que Hitler hiciese para ilustrarse o para aprender, sino para confirmar prejuicios», como en el caso de algunos textos de su colección, tales como el citado El judío internacional, de Ford (financiador de sus primeras campañas) o La amoralidad en el Talmud. A estos volúmenes y legajos se unen centenares de libros de su colección privada, descubiertos hace pocos años en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por el investigador Timothy Ryback, que los ha rescatado del olvido.* Entre ellos, se halla un manuscrito que parece la copia exacta de la visión teológica del Führer: un tratado de 230 páginas cuyo título es La ley del mundo: la religión venidera, escrito por un tal Maximilian Riedel.** Durante la primera semana de agosto de 1939, dicho manuscrito se le entregó a la antigua ama de llaves de Hitler en Múnich, Anni Winter, con la petición de que se lo diera personalmente junto con una carta manuscrita en la que se leía: «Mein Führer! Basado en un nuevo descubrimiento, he sido capaz de demostrar, con pruebas científicas incuestionables, el concepto de la Trinidad de Dios como una ley natural. Uno de los resultados de este descubrimiento es, entre otras cosas, la firme relación entre

los términos Verdad-Ley-Deber-Honor. En esencia, los orígenes de toda ciencia, filosofía y religión». Ni más ni menos… La misiva estaba rubricada, tras la despedida de rigor: «Heil, mein Führer!», por el citado Max Riedel, en Grünwald, Oberhachinger Weg. Que Hitler guardara esa especie de tesis mística y la carta que la acompañaba, además de haber realizado anotaciones en algunos párrafos del texto, indica que estaba abierto a visiones novedosas sobre cuestiones místicas y teológicas. Es más, un par de años después, en 1941, utilizó parte de lo escrito en dicha tesis en uno de sus discursos. El Tercer Reich fue un campo abonado para investigaciones heterodoxas y pseudocientíficas de todo tipo, y un laboratorio para multitud de pruebas, algunas de ellas verdaderas atrocidades sin sentido, llevadas a cabo por los llamados «doctores de la muerte» nazis. Otro libro de ocultismo que se hallaba en su biblioteca era Magia: historia, teoría y práctica, de Ernst Schretel, que Hitler subrayó profusamente y que probablemente le sirviera de inspiración para sus tácticas menos ortodoxas en esa guerra que se libró lejos de las trincheras y que ocupará los capítulos sucesivos de este trabajo. Volviendo a Dietrich Eckart, Peter Levenda apunta que éste era un ocultista familiarizado con los postulados de la Sociedad Thule y con la teoría de la Cosmogonía Glacial del excéntrico profesor Hans Hörbiger, que presentó a Hitler y por la que Heinrich Himmler mostró gran interés. De ingenio punzante y elocuente sarcasmo, antisemita rabioso, Eckart había sido drogadicto y también, como Karl Maria Wiligut, paciente en un hospital mental. Hay autores que han llegado a afirmar que Hitler y Eckart asistieron a sesiones en las cuales se observaron «formas ectoplásmicas fantasmales», en un tiempo en el que gozaba de gran popularidad el espiritismo. Como es de esperar, no existen pruebas de esas reuniones, por lo que parecen ser, una vez más, fantasías de escritores como Trevor Ravenscroft.

El autor de Alianza maléfica incide en que muchas historias populares del fenómeno del ocultismo nazi «sugieren desafortunadamente que Hitler fue de todo, desde satanista practicante hasta médium en trance, y estuvo asociado a ThuleGesellschaft con toda clase de adoración al demonio». El escritor americano sostiene, no obstante, que un enfoque más cuerdo sugiere que el líder nazi sí fue producto de las influencias de leyendas ocultistas como las de Guido von List y Lanz von Liebenfels, y que «adoptó mucho de su cosmología, incluyendo su plataforma relacionada con la raza, no de políticos sino de ocultistas, como aquellos de Thule (sociedad de la que Hitler no formó parte), incluidos Eckart y Rosenberg, quienes tenían mucho en común». Comparto, con reservas, esta afirmación del autor neoyorquino, cuya obra, magnética y muy documentada, fue prologada, antes de su muerte, por el mismísimo escritor Norman Mailer, ganador de dos premios Pulitzer y considerado, junto a Truman Capote, el gran innovador del periodismo literario. En el citado texto se apunta también a que hay pruebas de que Dietrich Eckart recibió la visita del eminente filósofo y ocultista Rudolf Steiner, fundador de la Antroposofía, de la que era adepto el propio Rudolf Hess; esto ocurrió en 1919, cuando Steiner pretendía lanzar su idea de la Triarticulación Social, lo que hizo a través de las páginas de Auf Gut Deutsch, aunque con escaso éxito. Según una información recogida por James Webb en su obra The Occult Establishment, publicada en 1976, Eckart se consideraba como un «místico cristiano» (al contrario que Rosenberg, que abrazaba el paganismo, y más tarde, Himmler, que odiaba al cristianismo), y atacó a Steiner por pertenecer a la OTO,* arremetiendo contra él en artículos publicados en su periódico, en julio y diciembre de 1919, en los que afirmaba que Steiner era «un mago sexual demente, miembro de la conspiración judeomasónica». No sabemos hasta qué punto Rudolf Steiner estaba vinculado a las sociedades secretas o si era realmente un ocultista. Se sabe que fue pionero de la teosofía en Alemania, pero que acabó

abandonándola por problemas con Annie Besant, discípula de Blavatsky, y fundó su propia escuela, la citada Antroposofía. No obstante, a pesar de que varios de sus postulados influyeron en algunos de los primeros nazis, como Rudolf Hess, Steiner fue abiertamente condenado por el régimen de la esvástica; los nazis quemaron sus obras y, al parecer, fueron los responsables del incendio de su Goetheanum,* la noche de fin de año de 1922. Volviendo a Eckart, en un artículo publicado apenas un año después de su muerte, Alfred Rosenberg señalaba que el maestro había profundizado en el conocimiento de la antigua India y estaba versado en los conceptos de Maya y Atman, así como en la poesía de Goethe (como Steiner) y en la filosofía de Schopenhauer y Angelus Silesius, uno de los más importantes poetas místicos germanos del siglo XVII. Peter Levenda asegura que el mentor de Hitler creía en una Conciencia Cósmica (Atman) y en que el mundo tangible, visible, es una ilusión (Maya), aunque es difícil aseverar en qué creía realmente un fanático de su especie. Sí es cierto que los teósofos y, más tarde, algunos nazis pondrían sus ojos en la India y en el Tíbet, como cunas del hombre ario primordial, y que algunos de los estudiosos que formarían parte del Instituto de Investigación mística de Himmler eran expertos en sánscrito y en hinduismo. Pero lo más importante de Eckart es que estaba convencido de la inminente llegada de un Nuevo Orden Mundial, bajo el gobierno de un gran líder; confiaba en una especie de Advenimiento y creyó ver en el joven y fanático Adolf Hitler la figura del Elegido. En los últimos tres años de su vida, pues fallecería en 1923, fue una compañía constante del antiguo cabo y, probablemente, la persona que le presentó en los círculos apropiados, preparando a su discípulo para el papel que más tarde desempeñaría, allanando su camino hacia el poder. Existen pruebas de que fue este poeta racista quien contribuyó a facilitar la financiación del Partido Nazi por parte de industriales europeos y estadounidenses, e influyó en la composición del

programa de veinticinco puntos del NSDAP, que después Hitler esgrimiría como su bandera política. Entre los años 1920 y 1921, Eckart mantuvo entrevistas con representantes del magnate norteamericano Henry Ford. El poeta alemán y el empresario americano tenían algo en común: su ferviente antisemitismo. Ford había escrito el libro El judío internacional, que se hizo muy popular en Alemania en una versión titulada El judío eterno, y que Hitler había leído con atención antes de dictar Mein Kampf; era uno de sus libros de cabecera y, al parecer, el Führer tenía incluso una foto del empresario colgada en su oficina en la central del Partido Nazi, junto con varios ejemplares de dicho libro amontonados en su escritorio. La influencia de Ford sobre la cosmovisión nazi, en cuanto a su odio a los judíos, no es baladí, e incluso el que sería líder de las Juventudes Hitlerianas, el fanático Baldur von Schirach, animaba a leer los escritos del americano por haberlo «convertido al antisemitismo». Precisamente, el editor alemán de El judío eterno, así como de una edición anterior de Los protocolos de los sabios de Sión, fue Theodor Fritsch, el mismo personaje que fundó la sociedad secreta Germanenorden (Orden de los Germanos), en la que, en 1912, ocuparían puestos clave los ariosofistas discípulos de Guido von List, cuyo símbolo era una esvástica superpuesta a una cruz, y una de cuyas escisiones fue precisamente la Sociedad Thule. Como se ve, todo el entramado esotérico, ocultista y antisemita estaba condensado en un círculo relativamente pequeño de fanáticos racistas y místicos, cuya influencia sería capital en la forja del nacionalsocialismo. Tan orgulloso estaba Hitler del apoyo de Henry Ford a su causa, que, en 1938, premió al industrial americano con la más alta condecoración con la que se podía honrar a un extranjero: la Gran Cruz de la Suprema Orden del Águila Germana, que habían concedido poco tiempo antes al dictador italiano Benito Mussolini.

Dietrich Eckart se convirtió en el primer redactor jefe del Völkischer Beobachter, cargo que mantuvo hasta su muerte, a causa de complicaciones cardíacas, el 26 de diciembre de 1923, tras haber estado en prisión preventiva por apoyar el Putsch de Múnich, ciudad en la que fue enterrado. La influencia de este personaje sobre Hitler quizá se haya minimizado debido a la escasa documentación que existe sobre la relación que mantuvieron. No obstante, teniendo en cuenta que el líder nazi no se casaba con nadie y no pecaba precisamente de humilde, esa relación debió de ser notable cuando decidió dedicarle la frase final de su testamento político, Mi lucha: «Quiero citar también al hombre que, como uno de los mejores, consagró su vida a la poesía, a la idea y por último a la acción, al resurgimiento del pueblo suyo y nuestro: Dietrich Eckart». Por su parte, el mentor ideológico del Führer, se refirió a su pupilo, antes de su muerte, con unas palabras cuasi visionarias que han sido objeto de todo tipo de hipótesis: «Seguid a Hitler. Él bailará, pero yo he compuesto la música. Le hemos dados los medios de comunicarse con ellos… No me lloréis: yo habré influido en la Historia más que ningún alemán…». En diciembre de 1923 se publicaba póstumamente un ensayo inacabado de Eckart en forma de diálogo en el que se atisban claras reminiscencias de Los protocolos de los sabios de Sión o de El judío internacional. Lo había estado preparando en Berchtesgaden, durante el tiempo de su exilio forzoso tras haber publicado un artículo injurioso contra el primer presidente de la República de Weimar, el dirigente obrero Friedrich Ebert. El título de su obra inconclusa era El bolchevismo de Moisés a Lenin. Un diálogo entre Hitler y yo. Además, Eckart fue el autor de la canción de asalto de las SA, el himno Sturm Lied, y el primero en utilizar la expresión «Deutschland Erwache!» («¡Alemania, despierta!), que se convertiría en grito de guerra del Partido Nazi durante la segunda mitad de los años veinte.

Un nuevo gran Orden Mundial En una ocasión, en el inmenso estadio erigido en Núremberg por Albert Speer para los Congresos del Partido, el Führer dirigió a su público un discurso, con esa energía electrizante tan habitual en él, en el que resumía, con alusiones heroicas, toda la trayectoria de la lucha que el NSDAP había mantenido durante los quince años anteriores bajo su mando y voluntad. En tono épico, sentenció: «El Partido será, en lo sucesivo, la cantera en la que se seleccione a los jefes políticos del pueblo alemán». Acto seguido, Hitler se refirió al Estado como «apóstol político y luchador». Pretendía crear un nuevo Orden Mundial: «El fin del partido nacionalsocialista debe ser éste: convertir en nacionalsocialistas a todos los ciudadanos alemanes honrados y conservar como compañeros de partido solamente a los mejores nacionalsocialistas». El antiguo cabo austríaco quería una Alemania de alemanes puros y arios, algo que él nunca había sido. Pretendía formar un Reich de ecos milenarios que emulara las gestas de sus héroes, Barbarroja o Federico el Grande. Todos sus discursos, en los que no se le puede negar un magnetismo que embaucaba a un fervoroso público, estaban envueltos de un aura mística y heroica, sabiamente reforzada por el implacable aparato propagandístico de su inseparable Goebbels. Años antes, el 9 de septiembre de 1934, el Führer se dirigía en Luitpoldhain a sus fieles esbirros de las SA y las SS en estos términos: «Os entrego el nuevo estandarte con el convencimiento de que lo deposito en las manos más fieles que pueda haber en Alemania. A lo largo de varios años me habéis probado vuestra lealtad de mil maneras. Estoy seguro de que, en el porvenir, mantendréis esta línea de conducta». Decenas de miles de voces respondieron vibrantes, al unísono, a su Führer: «Sieg-Heil» («Victoria-Salud» textualmente, aunque debería traducirse como «Salud a la victoria»). De nuevo, los camaradas del Partido prometían a su jefe fidelidad hasta la muerte.

Se trataba más de un acto de fe, de un credo, que de un ideario político, aunque la política estaba en la base de todo y era inseparable de la devoción. Como toda «nueva religión», el nazismo contaba con sus propios mártires, los caídos durante el Putsch de la Cervecería muniquesa en 1923; con sus reliquias, como la llamada «Bandera de la Sangre» (Blutfahne), con la que se consagraba, en un acto casi mágico de traspaso de poderes por contacto, toda nueva bandera y emblema del Movimiento. Tenía, por supuesto, su «mesías», en este caso Hitler, jefe de todo y de todos, y su propio libro sagrado, su Biblia nazi: Mein Kampf. Y cómo no, el símbolo supremo de la nueva religión del Reich, la cruz gamada, que acabaría sustituyendo al crucifijo en las iglesias y evidentemente borraría de toda Alemania la estrella de David o la menorá judías. Y Hitler no eligió un símbolo cualquiera, un emblema político al uso, sino uno ancestral, ampliamente extendido, pero que bajo su cetro se convertiría en el símbolo del mal por antonomasia:* la esvástica. Winston Churchill, el guía de la libertad

«Hitler sabe que ha de destruirnos aquí, en nuestra isla, o perderá la guerra.» Winston S. Churchill El gran antagonista de Hitler no fue Stalin, sino Churchill. Sin la perseverancia del premier británico, sin su vehemencia a la hora de pedir sacrificio al pueblo inglés, sin su negativa absoluta a claudicar ante la Alemania nazi, Inglaterra habría sido, sin duda, absorbida

por el inmenso aparato conquistador del Tercer Reich, como lo habría sido, más tarde, todo el mundo libre y después, quizá, todo el mundo habitado. Es cierto que, además de la feroz lucha del inglés, se dieron muchos más factores que contribuyeron a acabar con las ambiciones del Führer, como el invierno ruso y el contraataque «a vida o muerte» de los soviéticos, la entrada de Estados Unidos en la guerra tras el bombardeo japonés de Pearl Harbor y victorias épicas en el Viejo Continente y en el Norte de África; además de cientos de operaciones secretas, muchas de ellas aún clasificadas, llevadas a cabo por los servicios de Inteligencia aliados, junto a la resistencia interna contra Hitler. Pero no es menos cierto que cuando se piensa en un personaje capaz de echarle un pulso al dictador alemán hasta partirle el brazo, ése es sin duda Winston S. Churchill, siempre «armado» de su inseparable puro y esbozando, en el número 10 de Downing Street, una sonrisa acompañada de un símbolo, la «V» de la victoria, formada con los dedos de la mano; un gesto nada arbitrario sino lleno de significado. Hubo numerosos británicos partidarios de firmar la paz e incluso de establecer una alianza con el Tercer Reich, como el propio duque de Windsor, germanófilo declarado, lo que, en un principio, contribuyó a frenar las aspiraciones nazis. Incluso Neville Chamberlain, que fue primer ministro a finales de los años treinta, cuando Hitler comenzó a reclamar territorios, promulgó su célebre «política de apaciguamiento», que consistía en mantener la paz con Alemania, lo que a larga resultó ser un terrible error, pues permitió que el régimen nazi se colocara en una posición muy ventajosa en el contexto internacional. No obstante, tras la invasión alemana de Checoslovaquia, Chamberlain modificó su posición, y a partir de entonces impulsó la industria armamentística de su país, para prepararse para un más que posible conflicto. Tras ello, el 31 de marzo de 1939, acordó con

Francia garantizar la integridad de Polonia, y ante el avance de las tropas nazis, el 3 de septiembre de ese año, declaró la guerra a Alemania. Sin embargo, tras el fracaso de la expedición británica a Noruega el año siguiente, no tardaron en cuestionarle; ello, unido a una salud cada vez más débil debido a un cáncer, hizo que dimitiera; fue sustituido por Churchill, a quien siempre había apoyado desde la presidencia del Consejo de Estado. Neville no vería el triunfo de su país, pero tampoco sufriría, en su plenitud, los desastres de la guerra y los costes que ésta supuso para Inglaterra; murió seis meses después de su renuncia, en noviembre de 1940, a causa de la enfermedad que padecía. El propio Rudolf Hess emprendió su famoso vuelo convencido de que firmar la paz era la posición oficial de la monarquía inglesa tras dos años de conflicto, pero contrariamente a lo que creía el viceFührer, a Churchill jamás se le había pasado por la cabeza claudicar, lo que le granjeó no pocos enemigos entre la élite británica, que quería evitar a toda costa la devastación y el derramamiento de sangre inherentes a una guerra de tales proporciones. Para Churchill, a pesar de ser también un ferviente anticomunista, el nazismo era la mayor amenaza que jamás se había cernido sobre el mundo libre, y en vista de las devastadoras imágenes de los campos de exterminio, al ser liberados en 1945, está claro que tenía toda la razón. Stalin también tuvo un papel destacado en la contienda, así como los servicios secretos soviéticos, y más tarde Roosevelt. Pero lo cierto es que nadie se implicó personalmente tanto en la empresa de aniquilar a Hitler como Churchill; no olvidemos el pacto germanosoviético para repartirse Polonia del 23 de agosto de 1939, poco antes del inicio de la segunda guerra mundial, algo que jamás hubiese consentido el premier británico. Personaje controvertido, amado y odiado a partes iguales por su pueblo, conservador y tradicionalista (hay estudios que inciden en su antisemitismo, su anticomunismo y su homofobia), lo cierto es

que la historia, al igual que con Hitler, nos ha ocultado, o al menos ha descuidado, no pocos aspectos fascinantes de la personalidad del primer ministro, que presenciaba desde una azotea, ya caída la noche, ataviado con un casco y su inseparable puro, los bombardeos nazis sobre Londres, sin miedo a perecer en el intento. Eso no impide que una larga sombra se cierna sobre el personaje, al que se achaca una mala gestión en la masacre de Galípoli, cuando era primer lord del Almirantazgo; el «holocausto» de los bengalíes, o el bombardeo masivo sobre la población civil alemana hacia el final de la contienda, que redujo ciudades como Dresde prácticamente a cenizas, así como el apoyo del uso de armas químicas en la guerra. Todo ello, que sería objeto de un debate mucho más amplio del que nos ocupa aquí, no es óbice para considerarle el principal azote del nazismo. A diferencia de su antagonista Adolf Hitler, quien sólo legó su testamento político en los dos volúmenes del deleznable Mein Kampf y numerosos y grandilocuentes discursos llenos de euforia e ira, y quien no tenía, ni por asomo, una formación intelectual comparable a la de Churchill, el líder inglés, además de político «hasta la tumba», fue ensayista, crítico literario e historiador, y realizó un compendio de los hechos acaecidos en la segunda guerra mundial, eso sí, desde su punto de vista y del de los vencedores, por tanto, sesgado por la subjetividad y la ocultación de determinada información, pues nada es blanco o negro en la historia. Y sí, él sí nos legó sus memorias (claro que tuvo más tiempo para redactarlas que su antagonista). Es cierto que en ellas, un ejercicio literario tan vasto como fascinante, sir Winston apenas se detiene en eso que llamamos ocultismo y que tanto nos apasiona, pero la realidad es que tanto él como su equipo también se sintieron atraídos por lo esotérico como un «arma» más que utilizar en el conflicto, aunque de una manera más pragmática, incluso se podría decir que escéptica, que el uso que de ella hicieron nazis como Heinrich Himmler o Rudolf Hess.

Ese aspecto de la biografía de Churchill y del desarrollo de la guerra, tan decisivo como desconocido, se ha ocultado deliberadamente al gran público, primero porque aquellas operaciones en las que se echó mano de la astrología, el ilusionismo y la magia durante la conflagración estaban clasificadas como material de alto secreto; más tarde, cuando muchos de aquellos sorprendentes informes se desclasificaron, pasadas las décadas, a la desinformación se unió el desinterés de los historiadores, que consideraron aquellos hechos meras anécdotas, y muchos de ellos como simples leyendas, de una convulsa época. No voy a ser yo quien asegure en estas páginas que una carta astral, un ritual mágico o una operación de corte místico decidieron el final del conflicto, pues no es cierto, pero sí es cierto que aquellos departamentos «ocultistas» existieron en ambos bandos; que quedan registros de sus actividades, aunque sean escasos, y que éstas no son meras fantasías de escritores de ciencia ficción; y eso que fantasías en torno a la guerra ha habido muchas y de lo más variado. El papel que estas operaciones desempeñaron en el desarrollo del conflicto, su calado, quizá nunca salga a la luz, pero la verdad es que, junto a la diplomacia, la acción bélica y un largo etcétera de acciones, fueron un elemento más a tener en cuenta en aquella historia, un elemento fundamental para el amante del misterio y la historia oculta. Aquélla fue «la guerra de los magos». Tanto si se le admira como si se le odia, nadie puede negar que Churchill fue un gran estadista: un hombre enérgico de gran talla moral e inteligencia, un caballero que, en otros tiempos, bien podría haber llevado la Orden de la Jarretera oculta bajo una reluciente armadura, en el campo de batalla al servicio de un gran rey. Muchas luchas ha librado la historia, mucha sangre se ha derramado a lo largo de los siglos sobre la tierra del Viejo Continente, pero lo cierto es que Winston S. Churchill debió enfrentarse a la batalla más dura,

a la guerra más abominable que había conocido la humanidad, bajo la acción de las armas más mortíferas diseñadas hasta entonces, muchas, eso sí, por sus propios departamentos bélicos. En términos escatológicos podríamos hablar de aquella guerra como una lucha entre la luz y la oscuridad, el bien contra el mal, o, sumergiéndonos de lleno en el universo esotérico, la pugna de la «magia blanca» contra la «magia negra», términos a los que harían alusión personajes como Hermann Rauschning, Jasper Maskelyne o el astrólogo húngaro Louis de Wohl. Personalmente, no creo que Churchill poseyera un sexto sentido, como se han atrevido a aventurar autores como Colin Bloy o el demasiado imaginativo autor británico Trevor Ravenscroft,* pero lo cierto es que sí parecía tener una notable intuición, que según él mismo confesaría, le había salvado incluso de un atentado, algo que, por otro lado, sabemos que también le sucedió a Hitler, o al menos, así lo vendió el magistral aparato propagandístico nazi. Al igual que el Führer, aunque con mayor responsabilidad y lucidez, Churchill también tenía una visión romántica, cuasi mesiánica, de su papel en la vida y concretamente en la guerra. Por ejemplo, en su libro Líderes,* Richard Nixon, el controvertido expresidente de Estados Unidos, hundido por el caso Watergate y reconvertido aquí en historiador gracias a sus conocimientos de la trastienda política, afirma que: «Toda su vida, Churchill albergó un sentido inquebrantable de su propio destino. Eso exasperaba a algunos, pero inspiraba a muchos». El propio mandatario británico dijo en una ocasión, en su juventud, a un amigo, que «todos somos gusanos, pero creo que yo soy una luciérnaga», como si se viera a sí mismo, no sin cierta pretensión más tarde justificada, como una luz que podía guiar a los demás hombres en su camino hacia la libertad. Librar al mundo de Adolf Hitler no es, sin duda, algo a menospreciar. En sus Memorias, Churchill escribió, sobre el día que el rey Jorge VI le llamó para recibirle ceremonialmente tras ser elegido primer ministro, lo siguiente: «Sentía como si toda mi vida

hubiese sido una preparación para este momento». No olvidemos que Hitler, tras conocer la derrota de Alemania en la Gran Guerra, durante su convalecencia en Pasewalk, experimentó algo parecido, que le llevó a iniciar su carrera en la política. Dos hombres elegidos por el destino, uno, para llevar a la humanidad al borde del abismo; el otro, para salvarla. Según Colin Bloy: «Churchill se consideraba a sí mismo un individuo cuya misión era iluminar al mundo y salvar a Gran Bretaña», apunte interesante, aunque el citado autor se pierda más adelante en consideraciones cósmicas que empañan sus opiniones, un tanto iluminadas. Unos años antes, tras su forzada dimisión del Ministerio del Ducado de Lancaster, como consecuencia de la fracasada campaña de Gallipoli durante la primera guerra mundial, Churchill asumió el mando del VI Batallón de Fusileros Reales de Escocia, que combatía en Francia. Parecía que la suerte estuviera siempre de su parte o, si seguimos su propia convicción, que le favoreciera la Providencia, como si le estuviese reservado algo mucho más importante. El historiador británico Andrew Roberts* apunta que ya durante la Gran Guerra «ocurría a menudo que, cuando [Churchill] iba a inspeccionar una trinchera o un refugio subterráneo, los alemanes lo destrozaban con un obús de gran calibre justo antes de que él llegara o justo después de que se fuera». Aunque, al contrario de Adolf Hitler o Francisco Franco, nunca fue objetivo claro de un atentado (el Führer sufrió, que se sepa, hasta 42 intentos de acabar con su vida, de los cuales seis casi culminan con éxito), al menos oficialmente, Churchill se expuso al peligro en numerosas ocasiones durante el Blitz (como se conoció el bombardeo de Londres), al subir al tejado del Almirantazgo para observar la caída de las bombas, los disparos y las explosiones que asolaban la capital inglesa. En ese mismo tejado se hallaba cuando, en septiembre de 1940, el patio del palacio de Buckingham, al otro lado del Mall, recibió un fuerte impacto. También entonces salió ileso.

Siguiendo el trabajo de Roberts, el premier llevó una vida «que pudo truncarse en infinidad de ocasiones antes de obtener la victoria en la segunda guerra mundial». Churchill, pues, tenía fe en su propia estrella, en lo que él mismo llamaba su «ángel de la guarda», y en la mano, invisible, que le guiaba. Existe una gran ambigüedad respecto a sus verdaderas convicciones religiosas; por ejemplo, en 1950, durante una reunión del gabinete en la sombra, habló del «Anciano» que acudiría en su ayuda, y más tarde tuvo que explicar que se refería a Dios. Sin embargo, tres años después, tras un ataque de apoplejía, dijo a sus médicos que no creía en la inmortalidad del alma y que la muerte era «un terciopelo negro, el sueño eterno», lo que no impidió que en varias misivas y escritos diera por sentado que el Cielo existía. Como, según él mismo afirmó, tenía «carencia en el aspecto religioso», en torno a los veintitrés años perdió cualquier tipo de fe en la religión anglicana, y desarrolló, en palabras de Roberts «una creencia elemental y casi pagana de la Fatalidad y el Destino, que guardaba reminiscencias con la de Napoleón». Hitler, sin embargo, se fue creyendo cada vez más el Ser Supremo que podía controlar la Providencia. Aunque Mary Soanes, una de las hijas de Winston, dijo de su padre que «no era religioso en un sentido convencional y desde luego no acudía a la iglesia con frecuencia», también señaló que el premier «poseía una profunda y soterrada fe en un Dios Providencial». Sus desafíos a la muerte fueron constantes: era sietemesino, debido a que su madre se cayó en la finca de Blenheim cuando portaba las armas de una partida de caza. Ni el tocólogo londinense ni el ayudante de éste llegaron a tiempo para asistir al parto. La venida al mundo de Winston, el 30 de noviembre de 1874, estuvo ya marcada por el riesgo. En 1886, a los once años, estuvo a punto de morir de una neumonía en un colegio de Brighton (durante y después de la segunda guerra mundial sufriría recaídas de dicha enfermedad). Con dieciocho años, y en un irresponsable arrebato de temeridad,

saltó de un puente mientras jugaba con su hermano y su primo cerca de Bournemouth, en una propiedad familiar; cayó de casi diez metros y aterrizó sobre una superficie dura; se reventó un riñón y permaneció inconsciente durante tres días. Él mismo recordaría sobre esta etapa: «Por espacio de un año contemplé la vida desde un rincón». Más tarde estuvo a punto de ahogarse en el lago de Ginebra. Se expuso al peligro en numerosas ocasiones hasta que cumplió la treintena: a pesar de ser hijo de un ilustre diputado de la Cámara de los Comunes, como corresponsal de guerra ya había sido testigo de los enfrentamientos en Cuba con las tropas españolas en 1895, presenció la rebelión pastún en la India en 1897 y cubrió los conflictos de la rebelión mahdista de Sudán en 1898, donde presenció la carga del XXI Regimiento de Lanceros en la batalla de Omdurmán, el 2 de septiembre de ese año, en la que la fuerza anglo-egipcia se enfrentó a los derviches, un pueblo lleno de misterio y muy vinculado al misticismo. Pero el británico lo pasó peor durante la Guerra de los Bóeres. Un joven Winston Churchill, de tan sólo veinticinco años, era, en 1899, corresponsal del diario The Morning Post en Sudáfrica. Allí vivió una auténtica odisea digna de la mejor de las novelas: cuando se dirigía en tren blindado hacia Estcourt, acompañando a la expedición de Aylmer Haldane, la locomotora en la que viajaba descarriló tras un ataque de los Bóeres, los colonos de origen neerlandés de Sudáfrica, que luchaban contra el Imperio británico. Pero Churchill, ya conocedor del peligro, no se amilanó y llegó, a pesar de no ser combatiente, a tomar el mando de un ejército amedrentado (momento en el que el futuro antagonista de Hitler empezaría a hacer historia). Según contó La ilustración artística el 27 de noviembre de 1899 (información recogida por el diario ABC):* «Llovían sobre el tren las balas como granizo; Churchill, con el teniente Frankland, se abalanzó sobre la vía descubierta, dando con ello ejemplo a los soldados que iban en la expedición, los cuales trabaron combate con el enemigo. Cuando la locomotora estuvo

libre, el maquinista, que estaba herido, quería abandonar la máquina, pero exhortado por Churchill, volvió a ocupar su puesto y ambos partieron hacia Frere». Una vez allí, el futuro primer ministro tomó el fusil de un soldado herido en el descarrilamiento y regresó al lugar donde se libraba el combate. Fue capturado. Los trasladaron al campo de prisioneros en el que se había convertido las Escuelas Modelo del Estado de Pretoria. Junto a otros dos prisioneros, Churchill escapó del campo. El 2 de enero de 1900, cuando poco se sabía de su destino, el joven Winston sorprendió a la opinión pública con un telegrama donde relataba su épica huida: aprovechando el descuido de dos centinelas, había saltado las vallas de la prisión y se había ocultado en un convoy de mercancías, del que también había saltado para ocultarse en un bosque. En total fueron seis largos días con sus noches las que duró su fuga hasta llegar a Lourenço Marques, a unos quinientos kilómetros del campo de prisioneros. Durante ese tiempo sólo comió chocolate duro y perdió hasta diez kilos de peso. Esta experiencia, que le dio una gran notoriedad en la Inglaterra que un día debería defender del ataque más feroz que conocería en su historia, le llevó a publicar, en 1930, My Early Life, que gozó de un considerable éxito y fue una especie de prólogo a unas memorias que estarían formadas por algunos de los acontecimientos más relevantes del siglo XX. Fuera como fuese, parecía realmente que una estrella o un «ángel de la guarda» le salvaran in extremis del peligro. El ritual del Minuto Silencioso Es evidente, pues, que aunque Winston Churchill fue un hombre pragmático, también fue un hombre de fe. En 1940, al ser elegido para encabezar un gobierno de coalición, uno de sus primeros actos oficiales, al parecer, fue declarar un día nacional de oración. Junto a ello, y frente a la amenaza de los fascismos, pidió un minuto de

silencio diario, que se guardaría a las nueve en punto de la noche, antes de la emisión de las noticias nacionales, y que se celebraría ininterrumpidamente durante el resto de la contienda, cinco largos años. Al parecer, en una ocasión, Adolf Hitler, conocedor de ello, llegó a afirmar que «ésta es el arma secreta más potente de Churchill». No sabemos con certeza de dónde partió la idea de que toda la nación meditara conjuntamente, como una suerte de sortilegio, una forma de contrarrestar el ataque del Eje; quizá partiera del propio Churchill, aunque la corriente mayoritaria de opinión sostiene que quien instó a ello al premier fue el escritor y místico Weslley Tudor Pole, mayor del Ejército inglés y fundador del Chalice Well Trust, en Glastonbury, lugar que la tradición asocia con el ciclo artúrico y el Santo Grial, el mismo objeto de poder que obsesionaría a Himmler (quien llegó a buscarlo en la barcelonesa abadía de Montserrat) y al medievalista de las SS Otto Rahn. Muchos miembros de la familia Pole habían llegado a ser, en el pasado, consejeros espirituales, una suerte de «magos personales», de varios reyes y reinas de Inglaterra, de forma similar a como lo fueron John Dee para Isabel I o Tycho Brahe para Rodolfo II de Habsburgo, por poner sólo dos ejemplos. En cuanto al Minuto Silencioso, con el apoyo de Churchill, el domingo 10 de noviembre de 1940, la BBC comenzó a hacer sonar los carillones del célebre Big Ben en la radio como una señal para meditar. Durante la guerra, en toda Gran Bretaña, en la Commonwealth, en los campos de batalla, en los refugios antiaéreos y en los hospitales británicos, todos los días a las nueve de la noche, se guardaba un riguroso minuto de silencio. El mayor W. T. Pole llegó a decir: «No hay poder en la Tierra que pueda resistir a la cooperación unida de la espiritualidad de hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo. Es por esta razón que la común y general práctica del Minuto Silencioso es de importancia tan esencial para el interés del bienestar humano».

Curiosamente, en 1994, Dorothy H. Foster revitalizó, con ecos de new age, un casi olvidado Minuto Silencioso, y lo registró con el nombre de «Organización Caridad del Minuto Silencioso del Big Ben», con la intención de congregar a miles de personas para orar a la misma hora, las nueve de la noche, y crear un movimiento (para sus artífices, «muy poderoso») a favor de la paz mundial. El misticismo, como antaño, volvía a cobrar fuerza, aunque ante el desarrollo de los acontecimientos mundiales parece evidente que dichas oraciones no sirven de mucho, a pesar de su carácter altruista y solidario. Parece ser que, durante años, Churchill frecuentó selectos grupos aristocráticos de los que eran asiduos algunos renombrados ocultistas, descendientes del poeta Wilfrid Scawen Blunt o de lord Edward Bulwer Lytton (quien habló por primera vez del Vril que daría lugar a una esquiva, y quizá apócrifa, sociedad secreta), este último amigo del reputado mago francés Eliphas Lévi y Gran Prior de la Orden Rosacruz de Inglaterra. En una ocasión Bulwer Lytton invocó junto a éste, en el transcurso de una ceremonia mágica celebrada en Londres, al espíritu de Apolonio de Tiana, gran iniciado del siglo I, nacido en la Capadocia y destacado místico neopitagórico. Las ideas de Blunt habrían calado entre algunos contemporáneos de Churchill y no sería raro que lo hubieran hecho en su propio imaginario. Se sabe que Blunt era gran amigo del padre del político inglés, lord Randolph Churchill, y en 1903, también el primer ministro conocería al controvertido poeta y aventurero, que llegaría a promover un movimiento islámico antiimperialista en Egipto, lo que le granjearía no pocos enemigos entre la élite británica. Cuentan que, en 1908, durante la boda de Churchill con Clementine Hozier, Wilfred Blunt se hallaba en primera fila, en una posición más destacada que otros invitados de renombre. Su máxima era: «By your light, I live» («Por tu luz, yo vivo»), y parece que Winston acabaría finalmente convirtiéndose en algo similar a una luminaria en tiempos de una profunda oscuridad. Pero al

margen de conjeturas sobre sus auténticas creencias, está documentado que el primer ministro formó un departamento en el que investigadores que podríamos definir, sin miedo a equivocarnos, de heterodoxos, tuvieron un papel muy destacado. Aunque los autores más arriesgados indican que, durante la guerra, el primer ministro había sido iniciado en los conocimientos ocultos, todo parece apuntar a que Churchill se interesó tangencialmente por dichos temas, como un elemento más que enriqueciera su ingente cultura; de lo que no cabe duda es de que se rodeó de algunos relevantes astrólogos y ocultistas para su lucha propagandística, su «guerra mágica» contra Hitler. Sabemos que varios departamentos de Inteligencia nazis y las propias SS del pseudomístico Heinrich Himmler hicieron uso de determinadas fuerzas ocultas durante el conflicto, técnicas esotéricas que, gracias al trabajo de los espías infiltrados en el gobierno nazi, conocían plenamente ciertos mandatarios ingleses, entre ellos el propio Churchill, quien, curiosamente, después de la guerra, intentaría ocultar cualquier referencia a este tema. Pronto llegó la hora de contrarrestar dichas técnicas secretas con el uso de las mismas «armas», paralelas y complementarias, aunque algo inciertas, a las usadas en el frente. T. S. Eliot dijo, en su poema Little Gidding, de 1941, cuando las bombas llovían sobre un Londres lleno de sangre y cenizas: «La historia es ahora y es Inglaterra». No se equivocaba.

3 HANUSSEN, EL PROFETA DEL NAZISMO 27 de febrero de 1933. 21.14 horas. Las sirenas de la policía, los bomberos y las ambulancias se entrelazan en una amalgama de sonidos que, por inesperados, alarman a los ciudadanos de Berlín. La noche invernal de la capital alemana se ilumina por una gran hoguera que parece presagiar el fuego que, no muchos años después, reducirá a cenizas media Europa. El Reichstag, el Parlamento alemán, símbolo de una democracia que está siendo asaltada sin contemplaciones, se halla en llamas. Esa noche será clave para el ascenso nazi al poder absoluto. Mientras la incertidumbre se apodera de la ciudad que está llamada a convertirse en capital del «imperio ario», comienzan a sonar los teléfonos, el caos colapsa las centralitas, los políticos claman a los cielos por tal atentado a la «libertad». El propio Adolf Hitler recibe una llamada y parece sorprenderse de un suceso tan vil, mientras representa a la perfección el papel de político responsable, que se ha labrado en los últimos años, dejando atrás las movilizaciones callejeras, los intentos de golpe de Estado y la verborrea más fanatizada, que no tardará en retomar. Como la mayoría, pone el grito en el cielo, se encoleriza: «Los culpables pagarán con su vida». Pero… ¿quiénes son esos culpables? El plan sigue su curso. Todo funciona a la perfección. No cabía duda de que el fuego había sido intencionado: se había iniciado en varios puntos diferentes y había provocado una llamarada imparable. Cuando la primera dotación de bomberos llegó a la entrada del Reichstag, se desató un enorme incendio en la

Cámara de los Diputados. Mientras intentaban, por todos los medios, extinguir las llamas, la policía no tardó en personarse también en el lugar de los hechos, donde encontró, en los alrededores, a un hombre semidesnudo que vagaba como si estuviera borracho, y que probablemente habría sido drogado por los que habían orquestado el complot. Su nombre: Marinus van der Lubbe, un excomunista holandés, albañil desempleado, que cargaría con la culpa del incidente durante décadas. Hitler, recientemente nombrado Canciller alemán tras un juego de artimañas políticas y coacciones que acabarían vendiéndose al mundo como un ascenso «democrático» al poder, se enteró de la noticia cuando se hallaba en casa de su íntimo amigo Joseph Goebbels. Les llamó Ernst Hanfstaengl, desde cuyo domicilio en Berlín podían verse las llamas. No tardaron en personarse en el lugar el propio Hitler y Hermann Göring, que, aprovechando los medios de comunicación afines al Partido Nazi, declararon sin contemplaciones que los responsables del fuego eran los comunistas alemanes. Junto a Hitler y Göring se hallaban el príncipe de los Hollenzollern, Augusto Guillermo de Prusia, y el vicecanciller Franz von Papen, sin cuyo apoyo habría sido imposible el ascenso del NSDAP al poder efectivo. Göring ordenó arrestar a los líderes del Partido Comunista en Berlín, mientras Hitler, aprovechando el escenario para doblegar a los demócratas, declaró el Estado de emergencia y convenció al ya envejecido presidente Paul von Hindenburg, quien mostraba síntomas de demencia senil, de que firmase el Decreto del Incendio del Reichstag. La Internacional Comunista fue perseguida y varios de sus miembros, los búlgaros Georgi Dimitrov, Vasil Tanev y Blagoi Popov, juzgados por el fuego en el llamado juicio del incendio del Reichstag, que tuvo lugar en Leipzig poco después. Un complot que, ya en su tiempo, pero sobre todo a día de hoy, casi nadie duda de que fue pergeñado por los propios nazis para deshacerse de

algunos de sus más enconados enemigos y lograr el estado de excepción. Aquella conjura tuvo como cabeza de turco a Van der Lubbe. Poco después de que lo encontraran entre las cenizas del imponente edificio de piedra negra del Reichstag, el joven fue trasladado hasta una comisaría sita en la puerta de Brandeburgo. No tardaría en confesar, probablemente tras someterle a tortura, que únicamente él era el responsable del incendio. Durante el juicio, considerado por muchos de los corresponsales que asistieron como una auténtica farsa, el jurado exculpó a los otros acusados, Dimitrov, Tanev y Popov, mientras que el desdichado holandés fue hallado culpable de los delitos de alta traición e incendio insurreccional. Su pena: la pérdida de los derechos civiles y asumir las costas del proceso, algo que no debió de preocuparle demasiado cuando la misma sentencia concluía con la pena de muerte mediante guillotina. Una vez dictada la sentencia, Lubbe, que aún no había cumplido los veinticinco años, pasó siete meses encadenado en su celda, y de poco le sirvió emprender una huelga de hambre, pues le obligaron a alimentarse. El 10 de enero de 1934 fue guillotinado en la prisión de Leipzig, mancillado no sólo por los nazis sino también por los que habían compartido su ideología, los miembros del KPD, el Partido Comunista Alemán, que le acusaban de ser un instrumento de las SA. El cuerpo decapitado del «pirómano» fue enterrado en una tumba sin nombre en el Cementerio Sur de Leipzig y su memoria no sería rehabilitada hasta muchas décadas después, en 1981, cuando un tribunal del Berlín Occidental revocó la sentencia de 1933 y le declaró no culpable del incendio, argumentando que se había tratado de una «operación de bandera falsa» de los propios nazis. Un cadáver a la luz de la luna

Lubbe fue vejado y asesinado, pero no sería la única víctima de aquel misterioso suceso que iluminó con fuego la noche berlinesa. El 7 de abril de 1933, poco tiempo después del incendio del Parlamento alemán, y casi un año antes de que se ejecutara la sentencia contra el holandés, un granjero llamado Mathias Hummel, que paseaba por el bosque de Staakower, a las afueras de Berlín, se topó con un cadáver en descomposición, sin documentación y con el cráneo destrozado, un lamentable estado acentuado por los depredadores. El cadáver iba ataviado con lo que parecían vestimentas lujosas. Tras personarse allí las autoridades, trasladaron el cuerpo al depósito de cadáveres de Zossen, en Brandeburgo. Días antes, la mañana del 25 de marzo, había desaparecido un singular y célebre personaje de la vida nocturna de la capital. Un individuo que hoy parece olvidado en los textos sobre el Tercer Reich, pero que tuvo no poca importancia en la época de entreguerras y en los días del ascenso de Hitler al poder. Su nombre era Erik Jan Hanussen, un ilusionista de gran celebridad. No fue difícil suponer, teniendo en cuenta el traje que vestía el cuerpo encontrado y el hecho de que la estrella nocturna no hubiera dado señales de vida durante días y hubiera faltado a su célebre espectáculo, que se trataba de él. Y así era. Dos conocidos del mago y su propio chófer, Heine, lo identificaron. Los interrogantes comenzaron a brotar, y todo apuntaba a que los responsables de su muerte eran los propios nazis. Pero ¿por qué, si precisamente el mago había mostrado en más de una ocasión su apoyo al partido hitleriano e incluso se había entrevistado personalmente con el Führer? ¿Qué relación tenía con el incendio del Reichstag? ¿Había estado realmente dotado de poderes sobrenaturales? Muchas preguntas que enseguida contestaremos. Una infancia miserable

Para seguir los pasos de Hanussen por este mundo, no nos queda más remedio que recurrir, en parte, a su autobiografía, que, teniendo en cuenta que nos hallamos ante un personaje profundamente orgulloso, algo fanfarrón, y de mente prodigiosa, pero dado a la fantasía, y en ocasiones, a la mentira pura y simple, es casi seguro que no se ajusta por completo a la realidad. El periodista y escritor español Jesús Palacios, en su magnífica biografía de Hanussen,* que ha aportado luz sobre un personaje que, en este país, era prácticamente desconocido (la mayor parte de la bibliografía está publicada en inglés y alemán), afirma que el mago «es un caso único de personalidad múltiple». Por ello, puede que muchos de los hechos narrados por Erik Hanussen no ocurrieran realmente de esa forma, al menos, los que atañen a su infancia y juventud. Hanussen publicó su autobiografía en Berlín, bajo el título de Meine Lebenslinie, en 1930, ya en la cima de su éxito, por lo que es de suponer que adornaría su paso por este mundo con trucos de prestidigitador, en este caso literarios; sobre todo, teniendo en cuenta que no debía trascender su origen judío, en tiempos de azote de este pueblo por los nazis. Aun así, no es difícil dejarse cautivar por la historia de este singular personaje. El que sería conocido como «el mago de Hitler» o «el profeta del Tercer Reich», nació el 2 de junio de 1889 en una desangelada cárcel de Ottakring, en Viena. Su padre era Siegfried Steinschneider, un comediante frustrado, y su madre Julie Cohen. Julie dio a luz a nuestro protagonista en prisión debido a una acusación del padre de ésta, el judío ortodoxo Sami Cohen, que no aprobaba su relación con un actor de variedades. Siegfried y Julie se habían conocido durante un servicio religioso del Año Nuevo judío, el Rosh Hashaná. Poco después, tras quedarse ella embarazada, huyeron a Moravia y, al no tener dinero, hubieron de regresar a Viena, donde Sami Cohen, encolerizado, los acusó falsamente de robo y los hizo detener. Así, Erik vino al mundo entre los fríos barrotes de una celda.

Su partida de nacimiento fue el único documento en el que figuró, por primera y última vez, el verdadero nombre de nuestro protagonista, un experto prestidigitador de la identidad que se la cambió en numerosas ocasiones hasta convertirse en Hanussen, «el adivino», como la película homónima de István Szabó, de 1988, en la que su actor fetiche, Karl Maria Brandauer, se ponía en la piel del ilusionista. En la partida de nacimiento, documento que tantos quebraderos de cabeza daría a millones de judíos una vez instalado Hitler en el poder, podía leerse: «Herschmann-Clainz Steinschneider. Varón hebreo». Su suerte parecía estar echada: vivir entre las gentes del circo y los espectáculos de varietés, casi en la miseria, sin alcanzar jamás el éxito reservado a unos pocos. Sin embargo, Herschmann estaba llamado a hacer grandes cosas; gozaría de un éxito sin precedentes, y ese mismo afán de notoriedad le llevaría prematuramente a la tumba. Jesús Palacios ha indagado en las raíces «ocultistas» de sus antepasados, personajes vinculados al esoterismo judío. Escribe: «La familia Steinschneider, aunque procedente de Presburgo, se había instalado en la ciudad bohemia de Prossnitz, a mediados del siglo XVIII. Daniel Prosnitz, el Joven, nacido aproximadamente en 1750 y muerto alrededor de 1800, y su hijo Aaron Daniel Prosnitz (1769-1809), fueron ambos rabinos hasídicos, conocidos en el lugar por sus poderes mágicos y curativos». A principios del siglo XIX, la magia en Centroeuropa estaba muy arraigada, principalmente entre los místicos hebreos, y esa zona era campo abonado para ocultistas, médiums, espiritistas y magos de toda índole. Siguiendo el excelente trabajo del periodista español, a quien tuve la ocasión de entrevistar en su domicilio (verdadero sanctasanctórum del amante del terror, el cine y la ciencia ficción) en 2006, con motivo del lanzamiento de la mencionada biografía de Hanussen (entrevista que fue publicada en mi querida revista Enigmas), Aaron Prosnitz adoptaría más tarde el apellido Steinschneider (cuyo significado es «cortapiedras») debido

precisamente a que fabricaba y vendía amuletos cabalísticos litografiados. Como si hubiese olvidado sus raíces, Siegfried Steinschneider se dedicó a otro tipo de «magia» más mundana y degradada: fue actor de variedades en el Theater am Wien y en otras compañías. Pero parece que aquel contacto con el misticismo, aquella capacidad innata para adentrarse en lo oculto, se hubiera transmitido consanguíneamente hasta culminar en la figura de Hanussen, sin duda el más dotado de todos ellos para lo «sobrenatural», aunque sería tildado de farsante en varias ocasiones a lo largo de su carrera. Durante los primeros años del pequeño Erik, la familia, desheredada, vivió una existencia miserable en una ruta por los teatros de variedades, casi todos ellos en los bajos fondos, a lo largo de las costas del Adriático y del Mediterráneo. Tan precaria era su existencia que Julie no tardó en contraer tuberculosis. En el transcurso de aquel tiempo, el nombre de Erik pasó por las primeras transformaciones, ya que sus progenitores, intencionadamente, lo germanizaron para ocultar su condición de judíos, algo que ya empezaba a ser peligroso fuera del gueto, como había sucedido siglos atrás; una persecución y marginación que fue a más hasta culminar en la barbarie nazi y en un genocidio de proporciones apocalípticas. Así, el pequeño Herschmann pasó a llamarse Heinrich y finalmente Hermann. Su metamorfosis comenzaba a tomar forma hasta convertirse más adelante en parte de él, del judío «amigo» de los guardianes de la esvástica. Pero aún habían de tener lugar muchos acontecimientos para que eso sucediera. Después de vagar durante un tiempo, los Steinschneider se instalaron en Hermannstadt, la actual Nagyzeben, entonces en la parte rumana del Imperio austrohúngaro, y vivieron en una cochambrosa pensión situada en la Leichengasse, el Callejón de los Cadáveres, llamado así porque se hallaba contiguo al cementerio municipal, lo que despertaría tempranamente la imaginación del pequeño Hermann.

En su autobiografía, a la que no nos queda más remedio que acudir para conocer sus primeros años de vida, Hanussen afirma que ya a la temprana edad de tres años, cuando muchos niños apenas han comenzado a hablar, se manifestaron sus dotes clarividentes. Sus primeras experiencias visionarias, si hemos de creer lo narrado, tuvieron lugar cuando, gracias a sus pálpitos premonitorios, salva a la hija de su casero de un incendio y a uno de sus vecinos del impacto de un rayo. Debido al empeoramiento de salud de Julie, la familia regresó a Viena, donde Siegfried consiguió colocarse como vendedor a domicilio. La misma capital en la que casi en las mismas fechas llevaba una existencia también miserable un joven llamado Adolf Hitler. Erik fue enviado entonces a la Volkschulle (escuela) local, donde conocería de primera mano el antisemitismo latente entre la gente, del que hacían gala numerosas sociedades secretas vienesas, como la Orden de los Nuevos Templarios o la Sociedad Thule, entre otras, e incluso uno de sus profesores, Anton Karl Seitz. El estigma de ser judío calaría pronto en su personalidad. A pesar de sus supuestas habilidades, Erik no pudo salvar la vida de su madre. Tras aquella irreparable pérdida, padre e hijo se trasladaron a Moravia, a la ciudad de Boskowitz, lugar en el que Siegfried, abandonando su sueño actoral, encontró trabajo en una fábrica textil. Dos años después lo despidieron y con Hermann se trasladaron de nuevo al distrito de Ottakring, en Viena, el lugar que había visto nacer al mago. Aquel barrio era un núcleo de delincuencia y desempleo, plagado de rateros y buscavidas, pero en el que también destacaban los espectáculos de vodevil, que invitaban a una existencia bohemia, y donde Siegfried conoció a la que acabaría por convertirse en su segunda esposa, Bertha Rieder, madre de dos hijos; a partir de ahí comenzaron los problemas entre el actor frustrado y su vástago.

Primeros pasos en el mundo del espectáculo Con catorce años, Hermann se sumergió por completo en el mundo del espectáculo, con la cabeza llena de sueños. Entabló contacto con actores y cantantes de baja estofa. A pesar de algún que otro altercado dentro de aquel submundo, más peligroso de lo que aparentaba a simple vista, Hermann ya había sido cautivado por el mundo de la escena y su magia, y tras empeñar varios objetos y desobedeciendo a su progenitor (ya vivía solo en una habitación), que no quería que siguiera sus pasos, se presentó en el centro de Viena, tras leer un anuncio del periódico, para convencer al prestigioso editor de música austríaco Josef Blaha de que tenía en su poder un libreto del popular cantante Carl Lorens, repleto de excelentes números inéditos. Evidentemente, era mentira, y él mismo se encargó de realizar la falsificación durante toda una noche, pero consiguió el dinero gracias a su innato talento. Con las monedas en la mano, se presentó en la compañía teatral de la ciudad de Sternberg, la Fink Star-Players, que buscaba actores, y fue contratado como ayudante de escena. Nadie podía imaginar entonces que aquel muchacho moreno, de mirada hipnótica, que se encargaba de montar escenarios, acabaría siendo conocido como el mismísimo mago de Hitler. Tampoco nadie imaginaba entonces que este último, cuya mayor hazaña por aquellos tiempos fue convertirse en cabo en la Gran Guerra, lo cual no es mucho, alcanzaría la cancillería alemana y gozaría de un poder que casi ningún hombre había conocido. De espíritu inquieto, Hanussen pronto dejaría la Fink StarPlayers para entrar a formar parte de una compañía teatral de Neustadt, de la que no tardó en ser despedido, lo que le obligó a deambular en la miseria más absoluta durante un tiempo, según él mismo cuenta. Tras otro desengaño, decidió aventurarse en el mundo del circo, un ambiente en el que descubrió, de primera mano, el universo de la magia y lo oculto combinado con el mundo del espectáculo.

Ya entonces no se presentaba como Hermann sino como Harry Steinschneider, y mostraba una personalidad extraña y algo esquizoide: por un lado, estaba plenamente convencido de sus dotes sobrenaturales y afirmaba la existencia de los fenómenos paranormales, y por el otro, una especie de orgullo racionalista le llevaba a explicar constantemente las claves de sus propios trucos y los de otros mentalistas, lo que le granjearía enconados enemigos; algo similar a lo que su contemporáneo, el gran ilusionista Harry Houdini, haría para mostrar que los sorprendentes poderes paranormales de médiums y espiritistas no eran sino elaborados trucos de ilusionismo. A pesar de haber sufrido ya varias experiencias que podríamos catalogar de sobrenaturales, Hanussen desconfiaba de los logros de los mentalistas, los telépatas y los espiritistas. En una ocasión, él mismo escribió: «Yo era, en realidad, un antiocultista al cien por cien, que aceptaba la vida día a día, tal como se me presentaba, sin perderme en fantasías. Pero cuanto más me manifestaba en contra del ocultismo por medio de las publicaciones que tenía a mi disposición, más debía rendirme a la importancia que estaba asumiendo para mí». Más tarde, consiguió un empleo en el Gran Circo Oriental de Frank Joseph Pichler. Allí, además de aprender numerosos trucos de prestidigitación y malabarismo, forjó una estrecha amistad con el hermano del dueño, el forzudo y mujeriego Heinrich Pichler, conocido como «el Hércules judío», para quien hizo numerosas veces de alcahuete a cambio de protección. Hanussen no aguantaba demasiado tiempo la presión de un mismo lugar, así que abandonó también el circo de los Pichler y entró a formar parte del espectacular Circo H, donde acabó por convertirse en nada menos que en domador de fieras, demostrando una vez más que era un personaje polifacético y sorprendente, y lo sería durante toda su vida.

En 1908, y tras regresar a Viena para visitar a su padre, fue reclutado a la fuerza por el ejército y enviado en condición de oficial a Sarajevo. Los Balcanes eran ya un polvorín que anunciaba el futuro estallido de la Gran Guerra, con un nacionalismo cada vez más en auge. Hanussen, que no mostró ni un ápice de patriotismo (nunca tendría tampoco un interés verdadero por la política), abandonó el ejército tras enfermar de hidrocefalia, aunque durante su estancia en la capital de Bosnia había hecho sus primeros pinitos como periodista en el diario Der Drau, y, según afirma en sus Memorias, había tenido sus primeros contactos importantes con el mundo de lo sobrenatural, al dejarse hipnotizar por el profesor E. K. Hermann para un reportaje. De nuevo en Viena, una capital clave para la futura historia europea, Hanussen malvive como cantante y poeta bohemio, un habitual de la vida nocturna formada por cabarets, vividores, prostitutas y artistas decadentes que se dan cita en el Café Louvre, sito en la Praterstrasse, un lugar no sólo de amantes del espectáculo y gigolós, sino también centro neurálgico de la recién nacida parapsicología,* una pseudociencia cada vez más en boga. En esa calle coinciden frenólogos, adivinos, astrólogos, grafólogos…, personajes que aun pudiendo parecer simples extravagantes, un día tendrán una importancia capital en el desarrollo de las operaciones secretas de la segunda guerra mundial. En este ambiente, Hanussen se empapó de todas esas nuevas disciplinas, y las combinó con el arte del engaño aprendido durante su periplo circense. Al mismo tiempo, trabajó también en el curioso periódico Himnos. Diario de bodas de Viena, gracias a la intercesión de su buen amigo Max Moritz. Poco después, su padre, Siegfried, muy enfermo, se arrojó desde el segundo piso de su apartamento de Ottakring y murió en el acto. Contaba tan sólo cincuenta años, más, eso sí, de los que habría de vivir su primogénito.

Fueron años de gran actividad para Hanussen, que cambiaría cada cierto tiempo de nombre y de trabajo. Se casó el 19 de mayo de 1912 con Herta Samter, tres años mayor que él, a la que había dejado embarazada; la boda se celebró por el rito judío en el ayuntamiento de la comunidad hebrea de Viena. Poco después, no obstante, la abandonó a ella y a su retoño, y no volvió a mencionarla en sus escritos. Un acto sin duda deleznable del ecléctico y mujeriego mago. Inquieto, pronto abandonaría, aunque temporalmente, esa maravillosa y dura profesión que es el periodismo para reconvertirse en ¡cantante de ópera! Haciendo uso de sus múltiples identidades y de falsas recomendaciones, entró a formar parte nada menos que de la Ópera de Viena de Polensky, con el nuevo nombre de Aloys Beyerl, lo que le permitió embarcarse hacia Constantinopla. Allí conoció al amor de su vida: la actriz y cantante Betty Schostak, una rusa que pertenecía al partido blanco y que había tenido que exiliarse de su país tras la revolución de 1905. Durante su regreso a Viena a bordo del crucero Baron Beck (que años más tarde sería reconvertido por los nazis en el Aventino SS), junto a Betty, tuvo lugar una serie de singulares hechos: Hanussen adoptó otra falsa identidad para convencer al capitán del barco de que le alojara en primera clase, y se hizo pasar por el popular cantante italiano Titta Ruffo, con quien tenía cierto parecido físico. Parece increíble que consiguiera engañar al capitán, pues, como afirma otro de sus biógrafos, Arthur J. Magida, en el mundo de la ópera de principios del siglo XX sólo Enrico Carusso era tan conocido como Ruffo. Pero así fue. Hanussen prometió al capitán dar un recital por la noche, promesa que después se encargó de no cumplir, postergándolo hasta el quinto día de crucero. Durante la romántica travesía tuvo lugar un curioso episodio: Hanussen delató a dos farsantes, los hermanos Pirelli, unos estafadores de baja estofa que robaban los

objetos de valor de los camarotes del pasaje haciéndose pasar uno por faquir y encantador de serpientes, y el otro por conde, un tal Montegazza, nada menos. Hanussen descubrió que ambos personajes eran hermanos cuando vio que tenían el mismo tatuaje circense en un brazo: en realidad eran acróbatas muniqueses que pretendían estafar a toda la embarcación. Tras descubrir el timo y, evidentemente, tener que reconocer que él no era tampoco Titta Ruffo, recibió el agradecimiento del capitán y del resto de los pasajeros, entre ellos el empresario de Broadway H. B. Marinelli, quien recomendó al aprendiz de mago que se aventurase en el mundo del mentalismo dentro de los espectáculos de variedades. La jugada había sido una obra maestra. Hanussen abandonó el crucero convertido casi en un héroe, lo que cautivó aún más a su joven esposa. Ésta le dio un hijo varón, que desgraciadamente murió poco después de nacer; además, Betty contrajo tuberculosis y la felicidad de la pareja duró poco. De nuevo en Viena, en 1913, Hanussen, que no tardaría en hacerse llamar Erick en vez de Harry, colaboró en un espectáculo musical y volvió a hacer sus pinitos en el periodismo. Trabajó en la publicación sensacionalista Der Blitz, que se dedicaba más al chantaje para hacer caja que a la comunicación. Mientras tanto, Betty se hallaba cada vez más enferma del mismo mal que se había llevado a la madre de Erik prematuramente a la tumba, por lo que el matrimonio se trasladó a Berlín, donde, a falta de recursos, la joven fue ingresada en el Hospital de la Caridad. La metamorfosis del futuro mago no se detuvo: sirviéndose una vez más de sus artimañas, pasó a llamarse Iván y obtuvo un trabajo como mujik (cantante tradicional ruso) y camarero en un local conocido como Nachtasyl Cafe (Café Asilo Nocturno), regentado por Jacob Schlesinger y situado en la Friedrichstrasse. Por las noches, según cuentan Magida y Palacios en sendas biografías del mago, el café se convertía en algo similar a un Gabinete de las Curiosidades*, donde los clientes podían hallar todo

tipo de raras excentricidades, desde un viejo guante que al parecer había pertenecido a Schiller hasta la almohada sobre la que el genial autor alemán Goethe había soñado su obra cumbre, Fausto, cuyo pacto con las fuerzas del mal sería muy similar al que firmaría Hanussen con el nazismo, con consecuencias también nefastas. En el transcurso de una noche en el Asilo Nocturno, mientras se hallaba ante los objetos que componían el grotesco museo, en el que un gato disecado acompañaba a la supuesta manzana del Paraíso, Hanussen cayó en trance y tuvo una de sus primeras y más fuertes experiencias visionarias; al tocar algunos de los extravagantes objetos, dijo sentirse poseído por el espíritu de sus antiguos dueños; adivinó, según él, su verdadera procedencia y atemorizó a la clientela mientras narraba con voz sepulcral, cual si se tratara de un endemoniado, lo que les había sucedido realmente en el pasado. Aquellos supuestos trances los experimentaría ya durante el resto de su vida, unas veces sugestionándose para ello y otras de la forma más inesperada: al tocar un objeto o escuchar una melodía. Hanussen comenzó a realizar espectáculos en los que ponía a prueba sus supuestas dotes de clarividente. En ellos, el artista, que ya comenzaba a modelarse como mago, hacía uso de las habilidades y los trucos de los ilusionistas: por ejemplo, para adivinar la carta que había cogido un cliente, contaba con un cómplice y un pequeño espejo bien escondido. Sin embargo, no parecía tratarse de un cuentista más que engrosara el amplio universo de la farándula; en su interior parecía estar despertándose un verdadero sexto sentido, o lo que comúnmente se entiende por esto en parapsicología. Fue durante uno de los espectáculos de adivinación que le hicieron célebre en gran parte de Europa cuando, según su autobiografía, sufrió una horrible visión, y vio con nitidez la cama del hospital en el que su amada Betty acababa de morir. Berlín sería la tumba de ambos… Hanussen cayó en una especie de terrible trance durante el cual, sin dar por acabado el espectáculo, fue tocando a

cada uno de los clientes y desvelando, ante la impotencia y asombro de éstos, sus más terribles secretos, sus enfermedades inconfesables, sus miserias, sus líos de faldas… Cual enajenado, arrojó su baraja del Tarot sobre los espectadores, que no daban crédito a sus ojos. El dueño acabó propinándole un puñetazo y echándolo a patadas del local. Entonces, Erik se dirigió, como una suerte de zombie, al Hospital de la Caridad, donde, efectivamente, yacía el cuerpo sin vida de su amada Betty. Su experiencia en Berlín, la misma ciudad en la que le esperaban el éxito y la muerte, fue tan terrible que decidió regresar a Viena, donde, inquieto como era, trabajó una vez más como periodista sensacionalista en Der Blitz; en esta ocasión publicó una serie de reportajes sobre la vida gay de la ciudad ¡hace cien años! Cada vez más convencido de sus capacidades psíquicas, se sumergió en el universo nocturno de los mentalistas e hipnotizadores que trabajaban en los espectáculos. Hanussen se movía en un decadente imperio austrohúngaro, donde surgió la fascinación por el ocultismo, el paganismo y la magia como forma de reivindicar el pasado frente al avance inexorable de la modernidad, tema del que ya hemos hablado al referirnos a las sectas völkisch, que surgieron principalmente en Austria y fueron parte de la base ideológica del NSDAP. Además de los visionarios y los místicos racistas, también la parapsicología gozaba de un gran empuje, mientras que el espiritismo se había convertido en una de las mayores aficiones de selectos grupos de la población. A la fascinación por el mundo de los espíritus no quisieron escapar personajes tan célebres como el escritor inglés Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, o Gustav Meyrink (otro de los escritores incluidos en las listas negras de los nazis, años después), autor de la célebre novela El Golem, un viaje iniciático a través del misticismo judío con el gueto de Praga como telón de fondo. Todo estaba impregnado de la huella indetectable de lo etéreo.

Corría ya el año 1914, el año del inicio de la primera guerra mundial, llamada entonces Gran Guerra, que será decisivo no sólo en la vida de Hanussen sino también en la de millones de personas y en la de una serie de personajes que, entonces auténticos desconocidos, acabarían escribiendo con sangre el futuro de Europa entera: los propios nazis. Antes de ser llamado a filas, Hanussen regentó el Café Louvre, en el que se presentó el célebre clarividente Eugen de Rubini. Éste utilizaba una suerte de telepatía, denominada hellstorming (algo así como «tormenta del infierno»), que le permitía encontrar objetos, que habían sido previamente escondidos por los asistentes a sus espectáculos, por medio de lo que el mentalista denominaba «transmisión de pensamientos», mediante la cual, al colocar la mano sobre el hombro del cliente que había escondido el objeto, le leía los pensamientos y averiguaba así dónde se hallaba éste; con los ojos tapados, Rubini, conseguía sumergir al sujeto en una especie de trance y hacía que le condujera hasta el lugar donde se encontraba el correspondiente pendiente, collar, tabaquera, etcétera. Evidentemente, no parece que Rubini poseyera ningún tipo de don sobrenatural, solamente era un formidable ilusionista. Que Rubini no era sino un farsante era lo que pretendía demostrar, en el mismo Café Louvre, el experto en la denominada «psicología experimental» Joe Labéro, originario de Múnich, y ducho en telepatía y mentalismo. Hanussen, siempre por delante del resto, no dejó escapar la oportunidad y, como entonces trabajaba de coeditor de la renacida Der Blitz, propuso a Labéro escribir una carta abierta a la revista, firmando como Joe Sabeo, en la que explicase todos y cada uno de los «trucos de feria» que Rubini utilizaba en sus espectáculos. Al parecer, éste no utilizaba sino una técnica en boga entonces en Estados Unidos llamada «lectura de músculos», una denominación acuñada en 1874 por el doctor George Beard para explicar los supuestos poderes del médium Jacob Randall Brown, de gran éxito entonces al otro lado del Atlántico. La técnica de la

lectura de músculos no se basaba en ningún poder telepático sino en la lectura de los más mínimos gestos y estímulos nerviosos, los tics, la dirección de la mirada de los voluntarios… Lo que pretendía Hanussen mediante la artimaña de la carta, era conocer de primera mano todos y cada uno de los trucos de Rubini, que él, que todavía se sentía inseguro con sus «experiencias visionarias», no tardaría en aplicar en su propio beneficio. Es más, Hanussen recibió de Joe Labéro diversas lecciones de esas técnicas, después de que este último le hiciera prometer que jamás revelaría sus trucos secretos, promesa que, evidentemente, Hanussen no tardaría en romper. Palacios señala que Labéro reveló al mago una de las técnicas mágicas del mentalismo, la «pseudotelepatía o ecolalia: la repetición automática de las vocalizaciones realizadas por otra persona». Pasado el tiempo, Hanussen superaría con creces a sus antecesores en la técnica, y creó complejos sistemas numéricos y varios conjuntos de señas que le permitían realizar auténticas proezas ante un público que pronto se dejó cautivar por su magnética personalidad y sus inauditas habilidades. En el campo de batalla En el frente, Hanussen se mostró temerario, hasta el punto de recibir varias heridas. Durante el tiempo que permaneció convaleciente en el hospital de campaña, sorprendía a sus compañeros con sus trucos de ilusionismo. Esas escenas se pueden ver en la película de István Szabó, aunque el director húngaro muestra la Gran Guerra como el despertar del «gran mago», cuando en realidad sus facultades y habilidades se habían desarrollado mucho antes. Pero la primera guerra mundial quedó grabada a fuego en la mente de Hanussen: ese terrible escenario de trincheras en las que escaseaban los alimentos, la higiene y la salubridad brillaban por su

ausencia, los hombres se hallaban hacinados y junto al silbido de las balas de las primeras ametralladoras se usaban armas químicas que tendrían consecuencias devastadoras. Fue un tiempo de horror para nuestro protagonista. El peor de su vida, y eso que su infancia y adolescencia no fueron lo que se dice un camino de rosas. Tuvo que presenciar, incluso, cómo su amigo, el judío Doidel Zwilinger, caía ante él por un disparo en la cabeza. Los acontecimientos se precipitaron hasta que, en febrero de 1915, el ilusionista sufrió un ataque de nervios. Permaneció ingresado, aturdido, en el hospital de Olmütz, hasta mayo de ese año, y luego fue enviado, ya recuperado, a Gorlice, en Polonia, donde, tras una brutal batalla entre las fuerzas del Imperio austrohúngaro y los rusos, le ordenaron dar sepultura a los miles de cadáveres de los imperiales caídos, al frente de un escuadrón de enterradores; una escena grotesca que nunca olvidaría. Acabado el trabajo, volvió a organizar ante las tropas espectáculos de telepatía y adivinación para recaudar fondos en ayuda de los prisioneros de guerra. Gracias a sus éxitos, fue nombrado cabo, al igual que lo fue en el mismo conflicto Adolf Hitler. Según Palacios, gracias a sus habilidades, «la fama del cabo Steinschneider como vidente y místico empieza a crecer a su alrededor hasta transformarlo, en poco tiempo, en una suerte de asesor mágico del ejército imperial». Durante la guerra, Hanussen se convirtió en una auténtica celebridad entre las tropas y los mandos superiores del imperio, y alternó tareas tan extrañas como la de realizar experimentos telepáticos en la clínica para enfermedades nerviosas de Cracovia, en mayo de 1917, por orden del alto mando, con demostraciones prácticas de rabdomancia, una técnica zahorí considerada milenaria y «sobrenatural», y que se emplearía, años más tarde, en el Instituto de Investigación Naval de la Marina alemana durante la segunda guerra mundial. El periodista y escritor húngaro Paul Tabori, en su libro Hanussen: The Devil’s Prophet (Hanussen: el profeta del diablo), refiere que varios testigos le aseguraron que, gracias a la

radiestesia, Hanussen encontró agua mientras su unidad se encontraba aislada y sedienta en Flandes, y que llegó a actuar, gracias a su habilidad, delante del mismísimo káiser, lo que no ha sido corroborado por ninguna fuente fidedigna. A partir de entonces, Hanussen se convirtió en el «zahorí» particular del ejército imperial; empleaba una varilla de metal en forma de herradura, a la que llamó bagetta mágica (varita mágica), cual «Harry Potter» de la Gran Guerra. Dentro del universo de la magia, el austríaco, que dominaba prácticamente todas las técnicas y trucos, también parecía poseer todo tipo de facultades: la clarividencia, la telepatía, la rabdomancia, el contacto con los «espíritus»… Sólo le faltaba levitar o volar sobre una alfombra mágica al estilo narrado en los cuentos persas. Sin duda, Hanussen, estuviese o no dotado de alguna habilidad sobrenatural, algo que cuesta creer, tenía tal capacidad de asimilación, tal magnetismo y personalidad, que no había público, por escéptico que fuera, que se le resistiese. Después de varias misiones, Hanussen obtuvo unos días de permiso y se fue a Viena, ya un auténtico polvorín de ideologías contrapuestas. Durante el trayecto en tren, tendría lugar la transmutación más importante de su vida artística: en su convoy viajaba también el actor y empresario teatral vienés Josef Peppi Koller, quien, durante una larga conversación, informó a Hanussen de que en cuatro días iba a estrenar un espectáculo en el colosal auditorio vienés del Konzerthaus, que tenía ya alquilado y donde actuaría la bailarina erótica danesa Romy Johannson. Con su gran capacidad de persuasión, el ilusionista no tardó en convencer a su compañero de viaje de que incluyese en su espectáculo un número realizado por él, en el que combinaría la telepatía, la clarividencia y la rabdomancia con trucos de ilusionismo. Fue así como el último de los Steinschneider no tardó en actuar ante un gran público en la capital de un imperio presto a

desmembrarse, mientras se saltaba sus obligaciones militares y se convertía en desertor, que sería juzgado en un consejo de guerra, si le cogían, claro. Koller, también de origen judío y experto en espectáculos teatrales, era plenamente consciente de la importancia de adoptar un nombre artístico adecuado y de que Steinschneider era un apellido que delataba sus orígenes hebreos en un tiempo en el que el antisemitismo ya era una lacra en Centroeuropa. Tomando como modelo el apellido danés de la bella bailarina Romy Johannson, Koller rebautizó a su nuevo fichaje con un nombre artístico que también parecía provenir de la alta sociedad danesa, un origen que adoptaría nuestro protagonista a partir de ese momento. Por fin la historia tenía ante sí al célebre Erik Jan Hanussen, el futuro profeta del Tercer Reich. Un largo camino hacia el éxito A punto de perder la Gran Guerra, los vieneses buscaban consuelo en los espectáculos de todo tipo, y evidentemente, también en la magia, el espiritismo y la adivinación. El Konzerthaus vienés estaba abarrotado y brindó al renacido Hanussen la oportunidad de convertirse en una estrella en un imperio que se descomponía a una velocidad de vértigo. Cuando le llegó el turno a Erik, éste saltó al escenario dispuesto no sólo a ganarse el favor del público, sino a hacer historia en el campo de la magia. Lo consiguió con un elaborado número en el que combinó a la perfección demostraciones de transmisión de pensamientos y supuestos poderes parapsicológicos, que se debían, probablemente, a un minucioso ensayo de técnicas y trucos aprendidos años atrás. Tres mil espectadores, entre los cuales se hallaban incluso miembros de la realeza, aclamaron sus «dones» y su habilidad como médium y detective psíquico. Hanussen se había metido al

público en el bolsillo, y al día siguiente copó los titulares de prensa, algo que sería habitual a partir de entonces y hasta su muerte. Sin embargo, tras el éxito no le quedó otra opción que regresar al frente; pudo librarse de un consejo de guerra gracias a su popularidad y a su magnética personalidad, fundamental para ganarse las simpatías de los altos mandos. Pero Koller, que sabía que Hanussen era la «gallina de los huevos de oro», no estaba dispuesto a dejarle marchar, y mucho menos al frente, donde una bala perdida o el estallido de un obús podían poner fin rápidamente a su prometedora carrera. El empresario llamó a todas las puertas posibles para recabar apoyos, y así, el 24 de mayo de 1918, a sólo dos días de la celebración de un nuevo espectáculo en el colosal Konzerthaus, Erik regresó a la capital imperial, sin haber realizado ni un solo disparo. Cautivó de nuevo a los miembros de la realeza con sus trucos y volvió a ser el centro de la sección de espectáculos de los rotativos. No obstante, la pesadilla de la guerra no había terminado para él, y ya en los estertores de ésta, fue enviado de nuevo a Sarajevo, con el grado de cabo, para recaudar fondos con sus actuaciones en beneficio de la Fundación de Caridad del emperador. Claro que no era lo mismo deslomarse en las trincheras que preparar entre bambalinas números de ilusionismo, lo que fue su principal cometido por aquel entonces. En la capital bosnia, Hanussen fue el invitado de honor de las personalidades más destacadas de la ciudad, y frecuentó los salones y los clubes más elegantes. Fue entonces cuando, aunque suene inverosímil, fue nombrado nada menos que «zahorí real de la Bosnia-Herzegovina», por obra y gracia de un tal coronel Sarkotisch. A pesar de su éxito cada vez más apabullante, su marcada vanidad y soberbia le granjearon numerosas enemistades entre las autoridades y las administraciones locales de los lugares en los que realizaba sus números de magia.

Nuevamente enfermo (o al menos eso afirmó), ingresó en un hospital militar hasta que el 11 de noviembre de 1918, como muchos temían, se firmó, en Compiègne,* el armisticio que declaraba la derrota del bando austrohúngaro. Curiosamente, también Hitler se hallaba en un hospital cuando recibió la noticia de la derrota. Como Hanussen, también había ascendido a cabo. Parece que, en cierto modo, las vidas de ambos convergieron en varios puntos; un particular capricho del destino. Sin embargo, Hanussen ya acariciaba las mieles del éxito cuando el desconocido cabo Adolf Hitler ni siquiera podía imaginar, a pesar de su “revelación” y de sus sueños megalómanos, que pasaría de ser un desconocido espía del Ejército a tomar las riendas de una Alemania presta a doblegar el mundo. Hanussen regresó a Viena mientras Hitler lo hizo a Múnich, ciudades ambas asediadas por la miseria, y llenas de los heridos de guerra y los soldados licenciados, desamparados y descontentos, presas fáciles de las ideologías extremas. Fue en ese mismo ambiente decadente, en el que el desamparo y la frustración se mezclaban con el anhelo de una vida mejor y de un imperio renacido frente a sus enemigos atávicos, donde la magia y el ilusionismo, junto al mesmerismo, el hipnotismo o la telepatía, sirvieron de refugio y vía de escape, junto con los cabarets, los clubes y los espectáculos de varietés. La noche era un caldo de cultivo idóneo para que la carrera de nuestro protagonista fructificase. El «zahorí de la guerra» pasó a ser el vidente de la antigua y carcomida capital imperial, donde los enfrentamientos políticos eran continuos. Durante los años posteriores a 1919, Hanussen obtuvo innumerables éxitos, y se granjeó nuevas amistades y nuevos enemigos. Mientras tanto, sin tener apenas ya dudas de que poseía una especie de sexto sentido, se dedicó a la hipnosis clínica y se sumergió en el estudio del ocultismo, que entonces cautivaba a personajes como el citado Meyrink; el director de cine Robert Wiese, que estrenaba ese mismo año su película clave, El gabinete del

doctor Caligari, o Hans Heinz Ewers, un apasionante personaje, escritor, guionista y también espía, quien llegaría a ser amigo de Hanussen y con el que volverá a toparse el lector más adelante. No es de extrañar que, en aquel ambiente en el que las ciencias ocultas estaban en boga, Adolf Hitler y otros futuros nazis también se sintieran atraídos por esas fuerzas sobrenaturales de las que hablaban los manuales, los registros de astrología, las publicaciones antisemitas e incluso los periódicos de gran tirada. Tal era el éxito de Erik en aquellos momentos que volvió a ejercer como detective psíquico, esta vez para conducir a la policía hasta el ladrón de bancos Joseph Prokesch. Eso le cosecharía nuevos titulares en los diarios, pero también le costaría la animadversión de las autoridades, que veían en el mago un obstáculo para la obtención de sus propios éxitos. Harto del acecho policial, a finales de 1919, el mago se mudó a Praga, centro mágico y esotérico por antonomasia de Europa, que en ese momento pertenecía a la nueva República de Checoslovaquia. Paradojas del destino: Hanussen, que un día se sentiría cautivado por la esvástica, no ocultó sus orígenes judíos en la capital checa, donde la comunidad hebrea tenía una gran importancia. Durante una actuación en el Club Sionista de Praga, llegó a presumir de ser el descendiente de un importante rabino hasídico de Prossnitz. Con lo que no contó nuestro protagonista fue con que entre el público se hallara el periodista de izquierdas Bruno Frei, que seguiría, años después, en Berlín, los pasos del que para él no era sino un impostor, causándole no pocos quebraderos de cabeza. En Praga, Hanussen se casó con su tercera esposa, la joven actriz Risa Lux (cuyo nombre auténtico era Theresia Luksch), con quien tendría una hija. Curiosamente, Risa, que era católica, se convertiría al judaísmo y ambos contrajeron matrimonio por el rito judío en la Sinagoga de Viena. A Hanussen parecía importarle poco mantener a salvo su falsa identidad danesa, algo que acabaría costándole muy caro.

Durante 1920 alternaría los espectáculos de magia e hipnotismo, campos en los que ya era un verdadero genio, con su faceta de zahorí y detective psíquico, y publicó también el ensayo Das Gedankenlessen/Telepathic (Lectura de la mente/Telepatía), un compendio de los poderes de la mente y el arte de la lectura del pensamiento. Cansado de la monotonía de la vida familiar, y gracias al apoyo del millonario Hans Hauser, a quien Erik había curado de una dolencia somática mediante el hipnotismo, triunfando allí donde habían fracasado innumerables médicos y psicólogos, el ilusionista se embarcó hacia Oriente, la tierra prometida de la magia, que cautivó también a otros ocultistas y místicos como Madame Blavatsky o George Gurdjieff, y donde correría mil y una aventuras, metiéndose en la boca del lobo más de una vez, algo consecuente con su personalidad temeraria. Entre otras exóticas prácticas, muchas de tipo sexual, se entregó a los efluvios del hachís, la sustancia psicotrópica que en el siglo XIX había cautivado a escritores como Thomas de Quincey, Charles Baudelaire o Théophile Gautier. Con mayor o menor éxito, dependiendo del lugar, Hanussen actuó en Atenas, en Salónica y en el Teatro Lehman, situado en la parte asiática de Constantinopla. También en Esmirna, donde creó un espectáculo en el que, una vez más, cambió de identidad y adoptó el nombre árabe, más pomposo, de El Sah’r, el Brujo. En Alejandría, el empresario judío Maki Backson ofreció al mago la oportunidad de realizar una gira por Oriente Próximo, donde no obtuvo, sin embargo, el éxito esperado. Hanussen viajó también a Tel Aviv, donde, por aquel entonces, unos cincuenta mil judíos, procedentes de todos los rincones del mundo, intentaban colonizar el país para volver a la tierra de sus ancestros, un sueño que sólo se haría realidad tras la limpieza étnica que llevó a cabo el nazismo durante la segunda guerra mundial, tras la que, algo impensable entonces, el Estado de Israel acabaría convirtiéndose en uno de los países militarmente más poderosos del planeta.

En Tel Aviv, Hanussen dejó de lado su «nacionalidad» danesa, e hizo honor a unas raíces semitas que no tenía reparos en ocultar cuando le resultaba conveniente. Tras la región hebrea fue a El Cairo y luego a la isla de Cos. Su travesía para sumergirse en los misterios de Oriente fue tan fascinante como imposible de narrar en estas páginas por cuestiones de espacio, por lo que invito a todo lector interesado en la vida de Hanussen a que se acerque a los excelentes trabajos sobre el mago que citamos. Dejemos pues la vibrante y apasionada existencia del mago en Oriente y dirijámonos hacia los años en los que se acercó peligrosamente al Berlín nacionalsocialista, cuando se convirtió en uno de los más grandes ilusionistas y «profetas» de su tiempo. Mientras tanto, creó su propia productora, continuó publicando libros y revistas astrológicas, editó sus propios periódicos y alternó muchas actuaciones con las orgías a las que se entregaba con numerosas amantes. Incluso tuvo que hacer frente a un juicio, muy mediatizado debido a su celebridad, donde hizo gala, una vez más, de su ingenio y su habilidad como prestidigitador, y logró salir impune y aún más famoso. Tras una gira por EE.UU., llegaron tiempos convulsos: moría su gran amigo Segismund Zishe Breitbart, debido a una herida recibida durante uno de sus espectáculos, y Hanussen provocó numerosos escándalos con nuevos espectáculos en los que utilizaba, como en la película homónima de Tod Browning, auténticos freaks, seres deformes con los que hacer más llamativos sus espectáculos. Hanussen fue, sin lugar a dudas, un personaje fundamental en el universo de la magia y las profecías en el primer tercio del siglo XX, y aunque su final estuvo vinculado a su peligrosa relación con los nazis, lo cierto es que algunos autores le atribuyen una influencia sobre el Führer mucho mayor de la que el ilusionista tuvo en la realidad, y convierten la verdad histórica en una fábula de intereses ocultos y magos negros, que, no obstante, es poderosamente

atractiva y puede confundir al lector profano en el universo esotérico nazi. Pero veamos primero cómo fue que Hanussen se acercó a los temibles esbirros de la esvástica. Un ilusionista de renombre A pesar de las discrepancias sobre cuándo conoció a Hitler, que enseguida analizaremos, de lo que no hay duda es de que Hanussen regresó a Berlín a comienzos de los años treinta, cuando la capital alemana y todo el país se hallaban sumidos en una fuerte crisis política y económica, y en un tiempo en el que el ocultismo, la magia y las paraciencias causaban furor entre un público harto de la cruda realidad. En la noche berlinesa, en los espectáculos de musichall, los cabarets y los clubes se mezclaba la magia tántrica, que habían contribuido a popularizar algunos personajes célebres como el mago inglés Aleister Crowley, con los más innombrables «vicios» de la clase alta alemana. Así que no fue extraño que Berlín acogiera con entusiasmo los espectáculos de Hanussen. Sin embargo, la capital alemana ya contaba con un célebre ocultista en su vida nocturna, que, según Jesús Palacios, se hacía llamar «el Vidente de Berlín», un tal Max Moecke, editor de libros sobre poderes paranormales y quien se encontraba al frente de la organización ocultista conocida como «Federación Mundial para la Promoción de la Cultura». Temeroso de que el austríaco le arrebatase el cetro y a su nutrida clientela, Moecke ya se había preparado para recibir a Hanussen, haciendo declaraciones en contra del ilusionista en algunos periódicos y publicaciones especializadas y saboteando sus números. Erik supo sobrellevar esa situación con elegancia e intuición, y dejó a su contrincante, como se dice coloquialmente, «en pañales». Por aquellos tiempos, Hanussen fue sufrió la venganza de su antiguo socio y amigo, Eric Juhn. A Hanussen le pesaba no haber tratado mejor a su antiguo secretario, quien, como otros tantos,

había padecido la tiranía del mago. Todo comenzó en junio de 1930, cuando Juhn publicó, en la editorial Saturn-Verlag, la novela La vida y carrera del clarividente Henrik Magnus, que no era sino una «novela en clave» basada en la vida de Hanussen, donde narraba con todo lujo de detalle los escándalos, falsos trucos y supuestos excesos sexuales en los que éste se había visto involucrado, y utilizaba, sin amilanarse, fragmentos de artículos publicados anteriormente por ilusionista, disimulados bajo un estilo literario poco cuidado. Pero la jugada, lejos de salirle bien a Juhn, enojó a Hanussen, ya muy poderoso, y sus abogados consiguieron secuestrar la tirada de la novela por plagio y exigieron al antiguo socio el pago de diez mil marcos más las costas del juicio; tres meses después, en abril de 1931, la sentencia fue favorable al mago, lo que llevó a Juhn y al editor de éste a la quiebra. Fue por aquel entonces cuando el ilusionista de las estrellas publicó su citada autobiografía, Mein Lebenslinie, de donde la mayoría de sus biógrafos, incluidos Mel Gordon y Arthur J. Magida, han sacado los datos más importantes sobre sus primeros años. Aún a día de hoy, y a pesar de la tendencia a la fantasía y la grandilocuencia de Hanussen, ésa es la única fuente directa para conocer su andadura. El libro no tardó en convertirse en un bestseller, dadas la capacidad del mago para cautivar a la prensa y al público y su más que conocida fama de estar siempre en el centro del escándalo. Berlín era una ciudad en la que cada vez tenían mayor representación los nazis, que contaban con el apoyo de la clase adinerada y de gran parte de los conservadores, temerosos del avance del bolchevismo. Aquella ciudad no sólo era el centro del espectáculo, era también un polvorín. Para no dejar escapar esa notoriedad y como buen experto en marketing que era, Hanussen organizó una multitudinaria rueda de prensa a la que acudieron más de cien periodistas, y que tuvo lugar el 19 de septiembre de 1930; en ella, además de anunciar su

contrato con el prestigioso teatro Scala, el más célebre de la ciudad, el mago, haciendo gala de su cautivador don de gentes, «profetizó» que el país pronto remontaría la crisis económica, social y política en la que estaba inmerso gracias a la reincorporación «pacífica» de la parte de Polonia que le pertenecía antes de la primera guerra mundial y a una enorme disminución del número de parados. Aunque aquellas palabras parecieron vaticinar episodios que se cumplirían más adelante, como la invasión de Polonia o la política de generación de empleo del Tercer Reich gracias a una acción de rearme secreta y prohibida por el Tratado de Versalles, en esa ocasión, Hanussen apuntó que veía la formación de un nuevo gobierno de corte nacionalista de derechas, en el que, sin embargo, no tenía representación alguna el NSDAP de Adolf Hitler. Entonces todavía no había tenido ocasión de aproximarse a la todopoderosa cúpula nazi, aun cuando favoreciese su política con sus «vaticinios», lo que no impide que sus palabras estremezcan incluso al más escéptico. ¿Estaba Hanussen realmente dotado de algún tipo de don clarividente, o todo se debía a una gran intuición y a un perfecto análisis de las circunstancias políticas y sociales de su tiempo? Lo más sencillo es afirmar que no estaba dotado de nada parecido a una habilidad sobrenatural, pero lo cierto es que muchas de sus palabras, recogidas en periódicos y revistas, se hicieron más tarde realidad, con mayor o menor precisión, y es difícil creer que todo se debiera a la tan recurrida casualidad. Evidentemente, tras aquella demostración pública de sus habilidades, aparecieron artículos y columnas de opinión en prácticamente todos los rotativos berlineses. Fueron momentos de gran celebridad para Erik, quien se estaba convirtiendo en la estrella del ocultismo de Berlín, durante los cuales, en el Scala hizo gala de sus capacidades clarividentes incluso ante importantes personalidades de la política y las finanzas, que llegaron a considerarlo un verdadero médium.

El número de testigos que afirmaron haber presenciado auténticas proezas, si no milagros, realizadas por Hanussen, en aquel tiempo, no fue pequeño, aunque Berlín estaba dividido entre los que no dudaban de sus capacidades sobrenaturales y los escépticos, que le acusaban de ser un farsante. Mientras tanto, su cuenta corriente no dejaba de crecer, junto con su fama. Fue en aquellos días, en los que todavía no se podía adivinar el crepúsculo de los dioses, cuando Hanussen conoció a quien sería su nuevo confidente y un testigo de excepción de los últimos días del mago. Su nombre era Ismet Aga Dzino, un aventurero bosnio de origen turco o libanés, dependiendo de la versión, con quien Erik se topó por capricho del destino en el bar del Hotel Adlon, en Berlín. Sería precisamente a través de este singular personaje que Hanussen entraría en contacto con la política, y concretamente con los nazis, cada vez más votados y, paradójicamente, temidos. Berlín era una ciudad en la que los nazis cada vez tenían mayor representación, además de contar con el apoyo de la clase adinerada y de gran parte de los conservadores, temerosos del avance del bolchevismo. Aquella ciudad no sólo era el centro del espectáculo, era también un polvorín. Dzino, que trabajaba de crupier, era una figura exótica que conocía a la perfección la noche berlinesa; hijo del único (que se sepa) oficial musulmán del ejército imperial, se había curtido también, como Hanussen, Hitler o Rudolf Hess, en la primera guerra mundial. Tras la derrota, había abandonado la vida militar y se había dedicado a recorrer los casinos, los cabarets y las salas de apuestas, granjeándose poderosos amigos y, por supuesto, enemigos, y perdiendo ingentes cantidades de dinero en el juego. Cuando conoció a Hanussen, debía unos cuatro mil marcos, lo que hacía peligrar su cabeza, y Erik, que pronto se convertiría en una especie de selecto prestamista en el círculos de las SA nazis a cambio de protección, le propuso saldarle la deuda si se convertía

en su secretario a todos los efectos. Habían llegado para Hanussen los tiempos de convertirse en la estrella del ocultismo de Berlín, el momento más importante de nuestro relato. Flirteando con las SA Durante una apoteósica semana de actuaciones en el cabaret Scala, el más célebre de los escenarios del vodevil berlinés hasta 1941, año en el que Goebbels arremetió contra las funciones que allí se representaban (lo que no le impidió acosar a todas las actrices que despertaran su famosa lujuria, a la que llegaría a hacer alusión incluso el propio Führer), Hanussen entraría en contacto por primera vez con los camisas pardas que sembraban el terror en las calles alemanas. Dzino contaba con importantes contactos en el Berlín previo al ascenso del nazismo, entre ellos, el conde Wolf-Heinrich Graf von Helldorf, el mismo que había intercedido por Hitler para su liberación de Landsberg y un gran aficionado al ocultismo. El conde no tardó en conocer a Erik, poco después de la llegada de éste a la capital alemana, cuando el mago gozaba de un enorme éxito y vivía más que cómodamente, rodeado de un pequeño círculo de intelectuales, artistas y políticos, entre los que se contaban célebres ocultistas y algunos afiliados al NSDAP de Adolf Hitler. Helldorf había sido uno de los primeros miembros del Partido, y por aquel entonces era uno de los más destacados miembros de las SA, el ejército privado de Hitler, comandado por el controvertido y violento Ernst Röhm. Palacios apunta que Helldorf, que al menos había estado en dos de las actuaciones de Hanussen en el Scala, tenía un particular interés tanto por la magia y el ocultismo como por el erotismo, en unos tiempos en los que gozaban de gran éxito la denominada magia sexual y el tantra.

Poco después, según narra Arthur J. Magida,* el nazi fue invitado a una de las extravagantes fiestas en el yate del ilusionista, el Ursel. Eran unas celebraciones estrambóticas a las que los invitados solían acudir vestidos de las formas más extravagantes, y donde corrían el champán y otras sustancias exóticas entonces de boga en Europa, como el hachís o el opio. En una ocasión, Hanussen celebró una fiesta privada en cuyas invitaciones figuraba el encabezamiento: «Una fiesta en Oriente». En ella, Erik Jan recibía a sus invitados, provenientes de lo más granado del arte, las finanzas y la política, y a la que también acudió Helldorf, ataviado con turbante y túnica. Aunque la excusa era una celebración ritual en loor de la diosa del amor hindú, Sarawasti, esposa de Brahma, se trataba más bien de una bacanal más cercana a los ritos tántricos puestos de moda por Crowley y la OTO. Según Magida, Hanussen y Helldorf pasaron parte de la velada hablando de forma entusiasta sobre el concepto de una raza superior, destinada a dominar el mundo, siguiendo la teoría del superhombre de Nietzsche; era un tema que, al parecer, apasionaba a Erik, a pesar de su ascendencia hebrea. No olvidemos su capacidad de mimetización y su interés en ocultar todo lo relacionado con su pasado, y a pesar de que durante una entrevista en la que varios periodistas le preguntaron acerca de sus tendencias políticas respondió sin tapujos que a él «no le interesaba la política». Puesto que Helldorf sólo conocía a su amigo ilusionista por su sonoro nombre danés, llegó a espetarle en una ocasión: «Como miembro de la clase alta danesa, apreciarás el porte de nuestra raza nórdica». «Por supuesto – contestó el mago –. Por supuesto», ocultando sabiamente, no sólo su sangre judía sino también sus orígenes humildes, casi miserables, muy alejados de la aristocracia a la que decía pertenecer. La vibrante biografía escrita por Arthur J. Magida también indica que Hanussen proporcionaba al empedernido jugador algo más que dinero para saldar sus numerosas deudas: drogas y mujeres. Además, el mago y el aristócrata cautivado por el nazismo parecían

tener otras pretensiones más oscuras en mente: después de presenciar cómo Erik hipnotizaba a una joven hasta llevarla al borde del orgasmo, Helldorf le sugirió la posibilidad de mantener relaciones sexuales con algún joven; así, el mago, curtido en el mundo de los bajos fondos y las depravaciones, puso al conde en contacto con un joven de catorce años llamado Kabir, cuyos padres, amigos de Hanussen, lo habían dejado a su cargo para que realizase un crucero a bordo del Ursel. Al parecer, Erik le dijo al muchacho: «Kabir, el conde dice que debes ser castigado porque tocas a las damas en lugares donde no debes hacerlo». Acto seguido ordenó atar al joven, y Helldorf le golpeó repetidas veces con la fusta. Cuantos más alaridos daba Kabir, más fuerte le golpeaba el conde, que no se detuvo hasta que su imberbe víctima se desmayó. Parece que el sadismo, como si se tratara del guión de una película erótica de los setenta, comenzaba a formar parte de la intimidad de algunos mandamases nazis. Hanussen, que en ocasiones no sabía separar el mundo del ilusionismo y el espectáculo de la realidad, estaba convencido de poder manipular a su antojo no sólo a sus más devotos admiradores, sino también a las personalidades más incendiarias de su tiempo. Pretendía convertirse en «el más grande de los profetas desde Nostradamus». Su extraño carácter se puede adivinar en las declaraciones que concedió a un reportero de Viena una década antes de que su fama alcanzase su cénit. Afirmó que él seleccionaba cuidadosamente a sus clientes, convencido de que los que le iban a pagar no cuestionaban sus habilidades. Cuando el periodista le preguntó quiénes formaban su audiencia, él, desafiante, contestó que su público estaba formado por «idiotas, imbéciles, histéricos y locos adictos a lo maravilloso»; «gente infeliz y desafortunada». Y sin amilanarse, continuó: «¿Por qué esa gente viene a mí? Porque soy más fuerte que ellos, más audaz, más enérgico. Porque yo tengo la

fuerza que les falta. Porque ellos son unos niños y yo soy un hombre (…) Con coraje, poder, energía e impertinencia, puedes meterte a dos mil personas sentadas frente a ti en el bolsillo». A pesar de su arrogancia, y sin temor a perder la clientela por sus ofensivas afirmaciones, Hanussen gozaba de un éxito cada vez mayor, y mucha gente, particularmente del género femenino, lo encontraba irresistible. Para Magida, Hanussen fue realmente inocente en lo que a política se refiere, y su fáustico pacto con Hitler, el mayor de sus errores. Su ideología no era política. Su credo estaba basado exclusivamente en la autoconservación, en el hambre de fama y de riqueza. Su interés en la política estaba determinado por el poder y la influencia que ésta podía brindarle. Y en su momento de mayor éxito, en Berlín eran los nazis quienes parecían estar reuniendo las mayores simpatías entre la población alemana (no judía, claro). Así, Hanussen se estaba acercando cada vez más, con el peligro que ello conllevaba, a la élite nacionalsocialista. El mismo Helldorf se inquietó al darse cuenta de que a las selectas reuniones y las fiestas privadas del mago acudían invitados judíos como los actores Peter Lorre (que tras huir de Alemania, en 1933, después del ascenso nazi al poder, viajó primero a París y después a Londres, donde le dirigió Hitchcock), Siegfried Arno (quien también se marchó de Alemania en 1933) o Paul Morgan.* El mago aseguró a su nuevo amigo de las SA, para no comprometer su situación, que muchos judíos eran buenas personas (lo cual ya era un desafío) que se mantenían al margen del capitalismo y del comunismo, y que algunos eran firmes defensores del nacionalismo alemán. Teniendo en cuenta el destino de casi todos ellos, ésa era una afirmación más que dudosa… para salir del paso. Para no desvelar sus orígenes, Hanussen también le dijo a Helldorf, reiterando lo afirmado en las entrevistas a los medios, que «un vidente no tiene creencias políticas»; aunque, aprovechando la coyuntura, concluía diciendo que «sólo tiene la habilidad de leer las estrellas, y éstas son favorables para el Partido Nacionalsocialista.

Está muy cerca la victoria, conde. Mis profecías siempre se cumplen». Por desgracia se cumplieron, y el futuro que esperaba al mago no sería muy esperanzador, aunque en ese momento saborease las mieles del éxito absoluto. Ésa fue una de las primeras ocasiones en las que Erik vaticinó la victoria de Hitler, algo que haría en más ocasiones en sus publicaciones astrológicas. Fuera o no simplemente un ilusionista, un farsante sin poderes sobrenaturales y sin capacidad para penetrar los secretos de la magia, lo cierto es que algunas predicciones de Hanussen no pueden dejar indiferente a quien, incluso con la objetividad que aporta siempre la distancia de los hechos, se adentra en sus logros «visionarios». No es de extrañar que su estrella refulgiese en los cielos de la noche berlinesa, cautivando a un público entregado a sus éxtasis místicos. Como buen apasionado del esoterismo, a Helldorf no le costó demasiado creer que Hanussen estaba dotado de verdaderos poderes psíquicos. Éste lo sabía, y también sabía el considerable riesgo que suponía entonces en Alemania tener ascendencia judía, por tanto reforzó su asociación con el conde en vista de lo beneficiosa que podría llegar a ser para él. Hanussen era un hombre de mundo. Desde la más absoluta miseria y aprovechado sus numerosas dotes había subido, escalón tras escalón, hasta lo más alto, a lo que él más anhelaba y que su padre nunca había podido conseguir. Era famoso, tenía amantes por doquier y le sobraba el dinero. No estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a perder dicha posición. Y a pesar del evidente riesgo que conllevaba, creyó que apoyar al Partido Nazi le catapultaría aún más. Eso sería su perdición. En su autobiografía, Arthur Koestler, otro apasionante personaje que vivió en Berlín en 1931, ingresó en el Partido Comunista y conoció personalmente a Hanussen, explicaba, en un capítulo cuyo título, «Sobre charlatanes e impostores», no dejaba en muy buen lugar al mago, que: «… en la propiedad del conde Helldorf, junto al Wannsee, Hanussen servía de maestro de ceremonias en las orgías

nocturnas, en cuyo curso hipnotizaba a hermosas actrices y les hacía exhibir las emociones provocadas por el abrazo de un amante ficticio». El mago de origen austríaco no tardó en convertirse en un elemento importante para la financiación del NSDAP, en una fuente de ingresos, realizando donaciones y favores personales a varios de sus dirigentes, entre ellos a Helldorf, al que pagó una deuda de juego de trecientos mil marcos. Palacios escribe que incluso el mismo Hermann Göring, al que le encantaba la vida opulenta y el lujo, y era un habitual de los espectáculos de variedades de la noche berlinesa, recibió sustanciosos préstamos del mago. Sin embargo, el Reichsmarschall, líder de la Luftwaffe, se encolerizaría con Hanussen durante una séance privada en la que éste «vaticinó», quizá como un desafío muy en consonancia con su inestable personalidad, adicta al riesgo, que después de varios años victoriosos, el Partido Nazi sufriría «una inevitable destrucción final». No es de extrañar que el orondo lugarteniente nazi rompiera relaciones con el vidente, pero de ser cierta tal afirmación, está claro que acertó en su vaticinio. En doce años y unos meses el NSDAP vería su vertiginoso ascenso y su autodestrucción, eso sí, arrastrando con ella a media Europa. Sus mayores donaciones serían, no obstante, para la organización de la que formaba parte su amigo Helldorf: las tropas de asalto; se sabe que prestó dinero también a Karl Ernst, uno de los más importantes miembros de las SA, incluso a Ernst Röhm, supuesto amante de este último; éstos, por su parte, como agradecimiento, le brindaron una protección digna de un líder del Partido: veinticinco camisas pardas le hacían de guardaespaldas y le protegían en sus apariciones públicas. No tardaría mucho en acercarse al hombre más importante de Alemania, al «mesías» del nacionalsocialismo: Adolf Hitler. El «chamán» de Hitler

Las circunstancias en las que entablaron contacto Hanussen y Hitler permanecen envueltas en tal aura de misterio que tantos años después no han podido ser completamente clarificadas. Lo que se cree más probable es que mantuvieran su primer encuentro hacia finales de 1932 o principios de 1933, en la habitación reservada para el inminente canciller alemán en el Hotel Kaiserhof berlinés, situado en la Wilhelmstrasse, donde Hitler tenía por aquel entonces su cuartel general; el mismo establecimiento que, en 1936, sería el hotel oficial de la Olimpiadas. Por su parte, John Toland apunta que Hitler y Hanussen se habían conocido en Berlín hacia el año 1925, en casa de un acaudalado personaje de alta sociedad, y que las primeras palabras que el mago le espetó al líder nazi fueron: «Si usted piensa dedicarse en serio a la política, Herr Hitler, ¿por qué no aprende a hablar?». Cuesta creer que, a pesar de la vanidad y el descaro del ilusionista, se atreviera a hablar así a un hombre al que costaba poco enfurecer y que ya entonces tenía a su servicio a miles de hombres dispuestos a sacrificarse a un solo gesto suyo. A pesar de ello, Toland está convencido de que el Führer había adoptado ademanes que eran, siguiendo al doctor Johannes von Müllern-Schönhausen: «El resultado de lecciones impartidas por uno de los astrólogos y videntes más renombrados de Europa, Erik Jan Hanussen». El historiador escribe que, maestro del lenguaje corporal, Hanussen le había explicado a Hitler que podía sacar mayor partido de los movimientos del cuerpo para dar más fuerza a las palabras. Müllern-Schönhausen mantiene que, tras conocerse en la citada cena de gala, tuvieron lugar otros encuentros breves entre ambos personajes, y que Hanussen «no sólo le enseñaba los trucos de la elocuencia, sino que también lo asesoraba en la elección de sus colaboradores». Y añade a continuación que: «Empero, no fue hasta 1932 cuando trazó el horóscopo de Hitler y se condenó a sí mismo».

Lo cierto es que fuera o no su maestro, Hitler se convertiría en artista de la palabra, la gesticulación y la teatralidad en sus discursos envenenados. Pero ya en los primeros años del NSDAP, antes incluso del Putsch de Múnich, el futuro Führer se defendía sobradamente bien sobre la tarima de la cervecería Sternecker, cautivando a sus pequeñas audiencias con sus arengas contra el Tratado de Versalles y la democracia de Weimar. En su monumental biografía sobre Hitler, Toland se hace eco de una historia sobre un extraño ritual mágico realizado por el ilusionista. En 1932, con la inestabilidad que le caracterizaba, Hitler, que había estado a punto de matarse tras el fracaso del Putsch de Múnich y la trágica muerte de Geli Raubal, valoró de nuevo la posibilidad del suicidio. Aunque el NSDAP era más fuerte que nunca y ya tenía la capacidad de hacer frente al anciano Hindenburg en las elecciones, los acólitos de Hitler dividían el Partido en facciones enfrentadas y, lo más crucial, su nueva amante, Eva Braun, también había intentado suicidarse de un disparo, como Geli, y no se trataba de su primer intento. Aunque Eva sobrevivió a lo que los médicos calificaron más tarde de un intento serio de quitarse la vida, Adolf pensó de nuevo que estaba acabado en política. Según Peter Levenda: «Comenzó a hablar cada vez más de su muerte. Entró en la campaña política como un líder distraído, deprimido, que parecía incapaz de mantener unido a su fraccionado Partido». Cinco días después, el NSDAP sufrió una derrota en el Reichstag, a pesar de los numerosos votos. La prensa, como en los tiempos del fracasado Putsch, comenzó a publicar el obituario del Partido Nazi. Lo que más nos interesa de este crucial momento es que, según Toland, Hitler solicitó ayuda a Erik Jan Hanussen. Éste le trazó la carta natal al líder nazi y quizá también una carta de tránsito o progreso. Su diagnóstico: que la constelación de Hitler le auguraba buenos tiempos en el futuro, pero que había unos cuantos «obstáculos» que éste debía eliminar. En una escena que roza el surrealismo, el mago le dijo al líder nazi que los obstáculos no eran

«gente real o circunstancias», sino que era víctima de una especie de hechizo o encantamiento mágico. Esta historia fue recogida por el premio Pulitzer y no por un investigador de lo esotérico, de ésos que tantos ataques suelen recibir por parte de la ortodoxia al narrar episodios similares. Con el fin de deshacerse de la influencia maligna del hechizo, Hanussen insistió a Hitler en que debía trasladarse hasta la población que le había visto nacer, Braunau am Inn, cuando hubiese luna llena; a media noche, en el patio trasero de un carnicero, debía arrancar una raíz de mandrágora del suelo, un poderoso amuleto de protección. El lugar escogido debía ser el «patio de un carnicero» porque, en palabras de Levenda, tal lugar «había dado a la tierra circundante la cualidad peculiar de una verdadera orgía de sangre teutona, desmembramientos y dolor, que habían sido absorbidos de forma mística por la raíz». Puesto que Hitler se mostró reticente a seguir las directrices del adivino, Hanussen se ofreció voluntario para cumplir la misión «mágica». Se dice que se presentó en la Haus Wachenfeld, en el Obersalzberg, el día de Año Nuevo de 1933, cercano ya su final, que no pudo predecir o no quiso evitar. Según el citado testimonio de Müllern-Schönhausen, recogido por Toland, esa misma mañana le entregó la raíz de mandrágora a Hitler, con el ceremonial apropiado, junto con una predicción en verso que decía que el ascenso del NSDAP al poder comenzaría el 30 de enero. Toland recoge íntegramente dicho escrito: «El camino a la meta sigue bloqueado, aún no se ha conseguido la ayuda adecuada, pero dentro de tres días, desde tres países, ¡todo cambiará a través del banco! ¡Y luego, el penúltimo día del mes, te encontrarás ante la meta y en un momento crucial! Ningún águila pudo apartarte de tu senda. ¡Las termitas tuvieron que carcomer tu camino! Lo que estaba putrefacto y marchito se desploma, ¡ya están crujiendo las vigas!».

Si Hitler dio crédito a esta predicción, a la que sus enemigos dieron publicidad para ridiculizarle, no habría sido el primer europeo célebre, como sabemos, en tomarse en serio esa clase de cosas. Toland apunta que el astrólogo renacentista Luca Gaurico informó al Papa León X de que alcanzaría el pontificado; el célebre Nostradamus predijo correctamente la muerte de Enrique II de Valois durante un torneo, y se dice que Pierre Le Clerc convenció a Napoleón de que sería emperador. Los casos de mandatarios que se han dejado guiar por las estrellas o han seguido el consejo de los astrólogos son muy numerosos. En cualquier caso, apunta el historiador americano, a Hitler le sorprendieron los versos tercero y cuarto del poema de Hanussen, porque hacía poco que había aceptado una invitación para reunirse en secreto, tres días después, como reza el «vaticinio», con el excanciller Franz von Papen en casa de un banquero, el barón Kurt von Schröder, uno de los hombres acaudalados que anteriormente habían pedido formalmente a Hindenburg que lo nombrase canciller. Una explicación lógica de la concreción de esa profecía es que el mago, como creían sus contemporáneos más escépticos, era un farsante inteligente que basaba sus predicciones en datos que le transmitían fuentes de confianza. ¿Acaso pudo ser ésa la razón de su trágica y temprana muerte? Es muy posible. Toland escribe: «Cabe señalar que “a través del banco” es una traducción literal de “Durch die Bank”, a su vez una expresión idiomática según la cual la línea podría traducirse como “todo cambiará radicalmente”». Quizás Hanussen, en un arrebato de la prudencia que no acostumbraba utilizar, usara deliberadamente tan ambigua terminología para cubrir varias posibilidades. Lo seguro es que tras el vaticinio, Hitler se hallaba de un humor estupendo, según recogerían sus allegados. Esa misma noche asistió a una representación en Múnich de Die Meistersinger (Los maestros cantores de Núremberg), de su admirado Wagner, con los Hess y Eva Braun. Luego, fueron todos a tomar un café a casa de los Hanfstaengl y, en un determinado momento, el Führer continuó

con sus reminiscencias sobre los viejos tiempos de manera encantadora y más tarde, antes de marcharse, firmó con su nombre en el libro de visitas, donde añadió la fecha enfáticamente. Acto seguido, dirigió su mirada hasta Hanfstaengl y, con entusiasmo contenido, le dijo: «Este año nos pertenece. Te lo garantizaré por escrito». Acertó, y sin duda había dado crédito a las palabras de Hanussen. Jesús Palacios, por su parte, apunta que es prácticamente imposible que Hitler y el mago se conocieran en los años veinte, cuando el segundo se hallaba (durante toda la década) de gira por Centroeuropa y cuando tuvo lugar además su juicio en Leitmeritz, y el político estaba organizando el golpe de Múnich, luego fue un acomodado preso en Landsberg y en los años siguientes estuvo dando la forma definitiva a su organización. El mismo Otto Strasser, hermano de Gregor Strasser y uno de los líderes de la rama «izquierdista» del NSDAP, dentro de las SA, en su autobiografía, Hitler y yo, publicada en 1940, situaba el encuentro entre ambos personajes a comienzos de la década de los treinta, lo que parece casar mejor con los acontecimientos. Que John Toland y otros autores señalen una fecha tan temprana como 1925 para el primer encuentro entre ambos, puede deberse, en opinión del periodista y escritor español, a una confusión entre Hanussen y el astrólogo e ideólogo nacionalsocialista Louis Christian Hausser (conocido como «El Precursor»), quien conoció a Hitler en Múnich a mediados de los años veinte y con el que mantendría posteriores encuentros hasta su temprana muerte, en 1928; un personaje que, como tantos otros, parece que vaticinó el ascenso de Hitler al poder. No sería tan extraño ese error si se tiene en cuenta que ambos eran astrólogos, y tanto Hanussen como Hausser, cuya grafía es muy similar y puede dar lugar a confusión entre los copistas, eran conocidos personales del escritor y espía Hans Heinz Ewers, propagandista del Partido en un principio, y quien pudo haber hecho de anfitrión en la primera reunión entre el Führer y Hanussen.*

Dejando a un lado el momento en el que realmente se conocieran, de lo que no cabe duda es de que a partir de 1933, tras su supuesta reunión en el hotel Kaiserhof, las publicaciones especializadas editadas por el mago, entre ellas el Berliner Wochenschau, darían un giro de ciento ochenta grados hacia un apoyo incondicional al Partido Nazi. Según el propio Hanussen, a partir de entonces tendrían lugar, además de varios encuentros, una cierta cantidad de llamadas telefónicas en las que Hitler le habría consultado el momento más propicio para emprender una determinada acción o las decisiones electorales más cruciales (algo que coincide con lo narrado por Louis de Wohl tras la guerra), mientras que, por su parte, el Führer le hacía, en palabras de Palacios, «recomendaciones acerca de lo que debía publicarse o no, en sus revistas astrológicas y de sociedad». El contenido de las conversaciones que mantuvieron nunca se conocerá en su totalidad, aunque es casi seguro que, gracias a su carisma y a sus habilidades, de sobra conocidas, Hanussen convenció a Hitler para crear nada menos que una universidad ocultista, y pudiera ser que incluso un Ministerio encargado de dichos asuntos, algo que, en palabras de Hanussen, sería decisivo en la forja de la Nueva Alemania y que casa con los intereses de juventud del líder nazi. Eso, no obstante, parece que no gustó demasiado a Goebbels (a pesar de que el futuro ministro de Propaganda utilizaría la astrología en el marco de la guerra como una útil «arma» de confusión), que veía en Hanussen un personaje incómodo que podía hacerle sombra en el entramado nazi. El fanático nazi, escuchimizado y de marcada cojera (lo que no le impedía arremeter contra todo aquel con taras físicas y psíquicas y clamar por una raza aria perfecta, rubia, alta, fuerte y de ojos azules), enojado y desconfiado a la vez, comenzó a reunir un dossier sobre el mago, recopilando información sobre cada uno de sus movimientos, y es presumible que también sobre sus orígenes judíos y sus problemas con la justicia.

De que Hanussen se había dejado cautivar por el Movimiento nazi ya no quedaba duda alguna: el 8 de julio de 1932 publicaba en la portada del Berliner Wochenschau una fotografía de Hitler. A partir de entonces, comenzó a publicar predicciones, cartas astrales y horóscopos de éste y otros líderes del Partido, como Ernst Röhm o Gregor Strasser (todas ellas por lo general positivas, como era de esperar), así como de los deportistas alemanes que representaban a su país en las Olimpiadas de Los Ángeles de 1932, cantando alabanzas al régimen nacionalsocialista y adoptando la tipografía gótica, tan querida por los nazis. El Palacio del Ocultismo En poco tiempo, el ilusionista se había convertido en la principal atracción nocturna de los círculos selectos de Berlín, frecuentados por muchos aristócratas de marcadas convicciones filonazis. El centro de operaciones «mágicas» de Hanussen se hallaba en el número 16 de la Lietzenburgstrasse de la capital alemana. Se trataba de un antiguo palacete versallesco, que el mago había reconvertido en una especie de templo neopagano y había dotado con lo último en tecnología para grabar todo lo que ocurría en su interior a través de unas cámaras en miniatura, ocultas en el interior de las columnas. A la entrada del palacete había una enorme estatua del mago haciendo el saludo nazi, flanqueada por dos estatuas de menor tamaño, que representaban respectivamente al Oráculo de Delfos y a la Sibila de Cumas e indicaban la verdadera finalidad del lujoso edificio: la profecía. Un antiguo gabinete de las maravillas moderno, con relieves mitológicos y astrológicos, símbolos esotéricos y estatuas de dioses clásicos, que custodiaban innumerables estancias, ente ellas, el

Salón del Silencio, donde, mediante un mecanismo secreto, el mago era capaz de elevarse por encima de su selecto público, cual si levitase. Pero el verdadero sanctasanctórum del palacio era la llamada Habitación de Cristal, donde Hanussen, convertido en el visionario del Reich, concedía sus lecturas privadas a un grupo reducido de espectadores a cambio de una suculenta cantidad de dinero. La estancia estaba decorada con estatuas de Buda y dioses hindúes, además de jaulas que contenían serpientes y otros reptiles. No debemos olvidar la fascinación que los ocultistas de finales del siglo XIX y principios del XX, mostraron hacia Oriente, un viaje que sabemos realizó también Hanussen en una suerte de travesía catártica. En el centro de la estancia se hallaba una mesa de cristal de forma circular decorada con los doce signos del Zodíaco, donde tenían lugar las sesiones de espiritismo; Hanussen se colocaba en el centro, sentado en el interior de la mesa. Gracias a un complejo mecanismo, hacía girar la superficie de la mesa y, cual ruleta, los símbolos zodiacales y esotéricos rodaban, proyectando formas sinuosas en toda la estancia. Una vez se detenía la mesa, el mago procedía a interpretar los signos dependiendo de su situación con respecto a los invitados sentados a la mesa. Aquél fue el célebre «Oráculo de Hanussen», y todavía hoy se conservan fotografías del ilusionista presidiendo esas seánces ante sus selectos invitados, auténticos tesoros gráficos de aquel tiempo de magia y sangre.* Pero el ilusionista pudo disfrutar poco tiempo de su templo sagrado, en el que recibía a sus invitados con el saludo nazi, el mismo que patentaron quienes ordenarían su ejecución. Un trágico destino

La noche del 26 de febrero de 1933, apenas un mes después de la toma del poder por los nazis, Hanussen organizó una reunión para la alta sociedad berlinesa en su Palacio del Ocultismo. Las grabadoras ocultas registraban todas las conversaciones de los invitados, relajados mientras tomaban champán y degustaban los más exquisitos canapés, sin sospechar que estaban siendo espiados. Es muy probable que, gracias a aquellos registros sonoros, Hanussen supiera de los inminentes planes de Hitler y sus más estrechos colaboradores. Justo a las doce de la noche, Hanussen pidió a Dzino Ismet que condujese a un selecto grupo de unos veinte invitados a la enigmática Habitación de Cristal, donde el mago los recibiría para una séance privada. Doce de ellos se sentaron en torno a la mesa circular orlada por los signos astrológicos y esotéricos, mientras el resto observaba la exótica estancia. En medio de un juego de luces y sombras, que Hanussen y sus hombres manejaban a la perfección para atraer la atención del público, el ilusionista sacaba a relucir sus sorprendentes dotes como vidente mientras respondía a las preguntas que le realizaban sus invitados, todos ellos de la alta sociedad del orbe nacionalsocialista, algunos de ellos, como Helldorf, habituales en sus sesiones. Entre los afortunados se encontraba la célebre actriz Maria Paudler, de origen checo, quien sería seleccionada por el propio Hanussen para desempeñar el papel de médium en aquella noche especial, el momento cumbre del espectáculo mágico, y la última gran actuación del profeta del Tercer Reich. Dzino sentó a Maria en una silla preparada para la ocasión, sobre un pequeño escenario que se elevaba unos cuantos centímetros por encima del suelo. Hanussen se situó tras ella y comenzó a masajearle suavemente los hombros y el cuello, mientras susurraba palabras incomprensibles con el objetivo de hipnotizar a la joven. Pronto, ésta entró en un estado de profundo trance. Mientras los complejos mecanismo de la mesa astrológica

proyectaban sombras espectrales combinadas con símbolos esotéricos, Hanussen, solemne, preguntó a Maria qué estaba viendo. La joven actriz comenzó a balbucear unas palabras que acabaron por ser comprendidas por su auditorio: «Veo Rojo», dijo. El mago le preguntó a continuación: «¿Puede ser el rojo de las llamas?»; los asistentes contuvieron la respiración mientras alguno de ellos, concretamente Helldorf, comenzaba a inquietarse y a echar miradas reprobatorias al mago. Con los ojos cerrados, la médium continuó con su vaticinio: «Sí, pueden ser llamas… Es un incendio, veo una gran casa ardiendo… Es una seña para la revuelta». Su profecía estaba tomando un cariz peligroso. Continuó: «Es un desastre… Los enemigos de Alemania atacan. Quieren destruir el Movimiento…». De repente, sobresaltada, gritó: «Pero ¡Hitler saldrá triunfante!». Tras esta revelación (muy posiblemente preparada previamente por Hanussen gracias a la información arrojada por las escuchas ilegales a los asistentes), Maria se dejó caer, desmayada, sobre los hombros del mago. Otra versión de aquel episodio no menciona a Maria Paudler: durante esa seánce, Hanussen decidió «autohipnotizarse». Tras entrar en trance, comenzó a gritar y a gesticular para a continuación exclamar: «Veo quemarse una gran casa. Una multitud camina; hay un gran gentío en las calles; es una noche desgarrada por el fuego. Veo antorchas encendidas, hogueras de alegría, y la cruz gamada se mueve como un gran remolino de fuego. Es, sin duda, la llama de la liberación alemana, y las llamas salen por la ventana; una gran cúpula se viene abajo, y se hundirá todo el edificio. Es la cúpula del Reichstag que arde en la noche». Fueran pronunciadas o no de esta forma, por Paudler o por el propio Hanussen, lo cierto es que aquellas palabras «proféticas» dejaron estupefactos a los asistentes y no tardaron en llegar a oídos de Goebbels, que tenía al adivino en su lista negra. Entonces saltó la alarma: al parecer hacía varios días que el ministro de propaganda nazi, junto con Göring y con el conocimiento de Hitler,

estaban planeando en secreto incendiar precisamente el Reichstag. Y así sucedió apenas dos noches después del vaticinio de Hanussen: el 28 de febrero, el imponente edificio berlinés refulgía en la noche asediado por las llamas. La profecía de Hanussen parecía cumplirse y, lamentablemente, sus horas estaban contadas. Que un incómodo personaje como el ilusionista austríaco diera la voz de alarma, aunque fuera en una sesión de espiritismo, no dejaba de preocupar a los nazis, que pretendían que aquel incendio, como comentamos al comienzo de este capítulo, sirviese para acusar a sus enemigos políticos. Lo que querían era precisamente alejar toda sospecha, no que todos los ojos estuvieran puestos en el NSDAP por culpa de la indiscreción de un visionario, por muy célebre que fuera. Hanussen había pasado de pagar sus facturas a convertirse en un personaje incómodo para los nazis. Había que hacerle callar. Existen numerosos puntos oscuros acerca del episodio que pondría fin a la existencia del «Nostradamus» de Hitler. La mayoría de los expertos dudan acerca de su capacidad profética, aunque es muy probable que, dada su estrecha relación con algunos miembros de la cúpula nazi y su gran conocimiento de los bajos fondos y la noche berlinesa (donde, al igual que los nazis, tenía informadores en cada esquina), tuviese conocimiento previo de los planes de Hitler y sus secuaces. Sea como fuere, y aunque no quedó claro si el complot había sido filtrado al vidente o no (si no había habido filtración y podía predecir cualquier movimiento de los nazis, aún sería en un elemento más peligroso e incontrolable), tras aquellas sensacionalistas declaraciones, Hitler le retiró el apoyo y confianza que le había otorgado anteriormente mientras vaticinaba el imparable ascenso de su régimen, y el célebre Palacio del Ocultismo fue clausurado. Sabemos que Hanussen no era un personaje fácil de intimidar, así que, con la imprudencia que le caracterizó siempre, escribió una dura crítica en su nueva revista Hanussen Wochenschau. Esa

misma noche, varios agentes de la temida Gestapo se presentaron en su casa y le obligaron a acompañarles. No es necesario comentar cómo se las gastaban aquellos personajes… Le taparon los ojos y le metieron en un coche, que puso rumbo a las inmediaciones del bosque de Staakower, a las afueras de Berlín. Tras declarar que era judío, fue asesinado la noche del 24 o la madrugada del 25 de marzo de 1933. Al no asistir a su espectáculo, y sin que se supiera aún qué había sucedido, los rumores sobre su desaparición comenzaron a correr: unos apuntaban a que había cogido un vuelo a Praga o a Zúrich para salir de Berlín; otros, que se hallaba enfermo, y algunos más, que había sido visto conduciendo con los ojos vendados por la ciudad. No era extraño, en relación a un personaje cuyas hazañas mágicas estaban en boca de todo el mundo y al que algunos atribuían poderes sobrehumanos, que la leyenda se mezclara con la realidad, como ya lo hacía el propio Hanussen en sus escritos. Uno de los rumores más melodramáticos que circulaban por Berlín, quizá difundido por los círculos nazis para crear confusión y que recuperó del olvido Arthur J. Magida, decía que la última sesión en la que había sido visto en su Palacio del Ocultismo había derivado en una de aquellas desmesuradas bacanales que tanto gustaban a Hanussen y a Helldorf, en la que se habían tomado fotos del líder de las SA y de otros nazis en posiciones tan comprometidas que el NSDAP había tenido que desembolsar una ingente cantidad de dinero para mantener a los periodistas callados. Inmediatamente, Hitler pidió al conde que se reuniera con él y le exigió que saliera de la ciudad o que rompiera todo tipo de relación con el vidente. Parece ser que Helldorf, que muy probablemente estuviera involucrado en el final del mago, eligió la segunda de las opciones. Otras fuentes apuntan a que fue Karl Ernst, directamente involucrado en el incendio del Reichstag, quien ordenó la ejecución de Hanussen.

Mientras corría todo tipo de fábulas por la capital alemana acerca de la suerte del ilusionista, su cuerpo se pudría en el bosque. No fue encontrado, completamente desfigurado, hasta varios días más tarde por el granjero Mathias Hummel. El Volkischer Beobachter, el periódico oficial del NSDAP, publicó la siguiente noticia: «En un bosquecillo de pinos entre las localidades de Nehuof y Baruth, unos leñadores han descubierto entre unas zarzas y medio devorado por los animales salvajes de la zona el cadáver de un desconocido. No se ha encontrado sobre su cuerpo ningún papel o documento que ayude a su identificación. Los servicios de la policía criminal de Berlín han podido establecer que el cadáver ha debido de permanecer entre estas zarzas varios días. Se sospecha, de todos modos, que puede tratarse del cadáver de Erik Hanussen, famoso por sus experiencias de videncia y telepatía». Bien sabían los nazis que ese cuerpo putrefacto era el del vidente. Pero ¿por qué habían acabado con la vida del que un día fuera recibido por el propio Hitler como el más célebre ocultista de aquellos tiempos? Es muy probable que por culpa de su habitual indiscreción y por el poder que comenzaba a acumular en el Berlín de aquellos años. Empero, Hanussen se llevó consigo no sólo los secretos de su supuesta clarividencia, sino muchos otros relacionados con un régimen que no tardaría en sembrar el terror a su paso. Steinschneider no pudo ser uno de los «magos de la guerra», no puso sus habilidades al servicio de los departamentos de Inteligencia de uno u otro bando, ni fue tampoco capaz de predecir su propio final, ni el final de tantos y tantos millones de almas que perecerían a causa del fanatismo del mismo hombre que un día se había reunido con él en el hotel Kaiserhof, su cuartel general en Berlín.

4 LA ODISEA BRITÁNICA DE RUDOLF HESS El 10 de mayo de 1941, uno de los hombres más poderosos del régimen nazi, el viceFührer Rudolf Hess, mano derecha de Hitler, emprendió un enigmático vuelo de Alemania a Gran Bretaña. Durante más de setenta años, la verdad oficial sobre lo sucedido apunta a que Hess simplemente estaba loco, como aseguró el régimen nazi, pero detrás de aquel extraño periplo se dieron cita todo un entramado de conversaciones secretas, operaciones de espionaje y propaganda negra, reuniones al más alto nivel y elementos ocultistas, con un objetivo bien definido y muy distinto al que nos ha vendido, durante décadas, la historia oficial. Hess, que compartió con Hitler el destino de los primeros años del nacionalsocialismo como su hombre de confianza, nació en Alejandría, Egipto, el 26 de abril de 1894. Era hijo del estricto y disciplinado marchante bávaro Fritz Hess y de Clara Hess, una inglesa de origen griego, y tenía dos hermanos menores, Alfred y Margarette. La familia, adinerada, vivía en una villa alejandrina, donde, al principio, el joven Rudolf fue instruido por tutores privados. Más tarde, entre 1900 y 1908, asistió a una escuela protestante alemana en Alejandría; luego lo enviaron a Bonn, ya en Alemania, a un internado juvenil en Bad Godesberg. Allí demostró una gran aptitud para las ciencias y las matemáticas; no obstante, en 1911, su padre, que pretendía que siguiera sus pasos y administrase el negocio familiar, Hess & Co., le

envió a estudiar a la Escuela Superior de Comercio en Neuchâtel, en Suiza. Tras un año allí, Hess entró como aprendiz en una compañía comercial en Hamburgo. Pronto rechazó el plan que para él tenía su progenitor, y cuando estalló la Gran Guerra, en 1914, episodio que marcó la vida de todos los personajes que hemos recordado y sin el que el fantasma del nazismo, casi con seguridad, jamás hubiera surgido, el joven Rudolf Hess se escapó para alistarse en el XVI Regimiento de Infantería; formó parte de un escuadrón que sufrió grandes pérdidas y en el que coincidió, como si se tratara de un guiño del destino, con Adolf Hitler, aunque entonces no se cruzasen ni una sola palabra. En abril de 1915 le condecoraban con la Cruz de Hierro de segunda clase, y más tarde recibió la Cruz bávara del Mérito Militar. Tras participar en varias batallas, fue herido el 23 de julio y de nuevo el 8 de agosto de 1917, en Rumanía, mientras dirigía un pelotón. Un proyectil se le astilló en el brazo izquierdo y otro le entró cerca de la axila y le salió rozando la columna vertebral, causándole importantes daños; esas heridas le dejarían unas cicatrices que causarían polémica décadas después, cuando comenzó a hablarse de un «doble» de Hess, sobre lo que volveremos más adelante. El día 20, cuando ya se encontraba mejor para viajar, lo trasladaron primero a un hospital en Hungría y después, finalmente, a Alemania. En octubre recibió el honor de ser nombrado «teniente de reserva» y le recomendaron para la gran Cruz de Hierro de primera clase. El día 25 lo trasladaron a un hospital cerca de su familia. Durante su convalecencia comenzó a recibir clases de vuelo y llegó a convertirse en un avezado piloto antes de finalizar el conflicto. La familia Haushofer, un enigma histórico

En otoño de 1919, Hess se matriculó en la Universidad de Múnich, donde comenzó a estudiar historia y economía. Aquél sería un momento clave en su vida, ya que tuvo como profesor de geopolítica, una nueva disciplina en boga por aquel entonces, a un personaje que influiría no sólo en su mentalidad sino en la forja del Partido Nacionalsocialista. Su nombre: Karl Haushofer. Este político, militar y geógrafo alemán, nacido en Múnich en 1869, fue uno de los principales ideólogos del expansionismo nazi. Pero ¿quién era este singular personaje? ¿Por qué es tan desconocido para el gran público cuando tuvo un papel muy importante en los primeros años del nazismo? ¿Cómo influyó en Hitler? Fue precisamente a través de Hess que Haushofer entró en contacto con el líder nazi. Sin embargo, muchos años antes, en 1887, cuando Hitler apenas contaba dos años de edad, un joven Karl Haushofer inició su carrera militar en la Escuela de Guerra de Baviera, y tres años después ingresó como oficial de artillería en el regimiento Príncipe Regente Luitpold. El 8 de julio de 1896 se casó con Martha Mayer-Doss, una joven de ascendencia hebrea, hija de un funcionario bávaro de alto rango. Esto ha generado amplios debates entre aquellos que postulan que Haushofer era un defensor a ultranza del Tercer Reich y los que lo niegan; sería, no obstante, complicado que participara del feroz antisemitismo de los esbirros de la esvástica, teniendo en cuenta la ascendencia de su esposa. Está claro que Haushofer fue decisivo en la forja de la política expansionista de la Alemania nazi, pero ya en una fecha tan temprana como 1933 había caído en desgracia ante Hitler. Sin embargo, en los años cuarenta, conocedores del linaje de Mayer-Doss, y con Hess ya detenido, la Inteligencia británica aventuraba que «eso explicaba que Haushofer no ocupara posiciones oficiales en la dirección del Estado nacionalsocialista». Sin embargo, la importancia de su teoría política para los nazis le protegió a él y a su familia de la suerte que conocieron otros alemanes con ascendencia judía.

De hecho, la preeminencia de Haushofer hacía que el propio Hitler le recibiera junto a su esposa, aun sabiendo todo sobre su vida, en Berchtesgaden, lo que indica que las cuestiones raciales, eje de la política nazi, se dejaban a un lado cuando intereses mayores lo requerían. Sin que lo supiera el pueblo alemán, al que tenía cautivado con su fanatizada verborrea racista y su parafernalia mística, el Führer, según Martin Allen,* siempre besaba la mano de Martha Mayer-Doss al encontrarse con ella, y la trataba con la máxima cortesía y respeto. Sin duda, en la Alemania nazi era frecuente que en privado ocurrieran cosas muy diferentes de las que se mostraban en público. Como diría Hermann Göring en una ocasión: «Soy yo quien decide quién es judío y quién no lo es». Dos años después de su matrimonio, Karl Haushofer fue ascendido a oficial del Estado Mayor, y en 1903 se convirtió en profesor en la Academia de Guerra de Baviera, donde comenzó a dar las primeras pinceladas a la que sería su teoría política. En 1908 tuvo lugar uno de los momentos más fascinantes y misteriosos de su vida: fue enviado a Japón para reorganizar el aparato militar del país. Realizó viajes a China, India y Corea, periplos durante los cuales, según las más atrevidas teorías, entró en contacto con diversos gurús,* incluso entabló contacto con lamas tibetanos, y fue iniciado en distintas corrientes herméticas, entre ellas el budismo zen. Sin embargo, esto ha sido negado por varios historiadores, que no han hallado referencia alguna a dichos encuentros. Siguiendo el aspecto más heterodoxo de su historia, probablemente apócrifo, allí entablaría contacto con los miembros de la Sociedad Vril, y según los más atrevidos, con enviados de Shambhala o Agartha. Una vez más, el mito y la realidad se dieron la mano. No es de extrañar que se atribuyeran dichas peripecias a Haushofer en un tiempo en el que la teosofía tenía grandes adeptos y en el que los viajes de ese tipo eran considerados, cuanto menos, exóticos y arriesgados. Pero volvamos un momento a esa misteriosa

sociedad secreta que hemos nombrado antes, por la relación que supuestamente tuvo con Haushofer y la influencia que habría tenido a su vez en la cosmovisión de Hess. La Logia Luminosa o Sociedad Vril La supuesta existencia de la Sociedad Vril es uno de los temas más extravagantes y curiosos relacionados con el ocultismo en el Tercer Reich. Lo cierto es que no se puede realizar un trabajo dedicado a los secretos de la segunda guerra mundial sin abordar, aunque sea en unas pocas pinceladas y casi como mera curiosidad, el tema de la supuesta influencia de esta organización en la forja de las ideas nacionalsocialistas. Debemos la mayor parte de las referencias a la que también fue conocida como Logia Luminosa al relevante, aunque demasiado quimérico, trabajo de Louis Pauwels y Jacques Bergier, El retorno de los brujos, publicado en 1960, cuando el recuerdo de las atrocidades del nazismo todavía estaba muy presente en todo el mundo y en el momento de mayor tensión de la llamada Guerra Fría. Lo que sabemos de dicha organización secreta es que, si realmente existió, fue fundada por un grupo de rosacruces berlineses tras escuchar una conferencia de Louis Jacolliot, un abogado que ejerció como juez en la India y Tahití, y que a mediados del siglo XIX, quedó tan cautivado por la cultura oriental que acabó escribiendo numerosos libros acerca de la cultura india, además de la leyenda sobre la Sociedad Secreta de los Nueve Desconocidos. Jacolliot era otro de esos eruditos cuasi iluminados al estilo de Blavatsky, que sirvieron de inspiración a las organizaciones secretas europeas y cuyas teorías sobre continentes perdidos serían muy similares a las esgrimidas por nazis como Alfred Rosenberg o Heinrich Himmler. En su célebre Historia de las vírgenes, personas y continentes desaparecidos, publicada en 1874, Jacolliot recopiló

numerosos mitos sánscritos, y dio pábulo a una historia según la cual existían unas «tablillas sánscritas» que narraban la historia de un continente perdido, de nombre Rutas, que se había hundido en el océano Índico. Más tarde, lo reubicó en el Pacífico, y lo relacionó con el mito de la Atlántida y de Mu, temas que fascinaron a la Sociedad Herencia Ancestral Alemana fundada por el Himmler en 1935. Otra versión en relación con la denominada Logia Luminosa apunta a que sus miembros eran personajes que habían sido directamente iluminados por los brahmanes de la India. Según Joscelyn Godwin, en su documentado libro, El mito polar, la única fuente primaria sobre la Vril, que después serviría para dar pie a todo tipo de descabelladas teorías conspirativas, es un artículo de Willy Ley,* un ingeniero de cohetes alemán que se marchó a Estados Unidos en 1933 y se convirtió en autor de libros científicos que gozaron de gran popularidad. Ley, en un artículo de 1947, cuyo título lo dice todo, «Pseudociencia en Nazilandia», publicado en la revista de ciencia ficción Astounding Science Fiction, intentaba explicar cómo Alemania había investigado varias teorías pseudocientíficas y esotéricas durante el gobierno nazi, y en referencia a la Logia Luminosa, escribía: El siguiente grupo [después de la ariosofía de Lanz] se fundó literalmente a partir de una novela. El grupo en el que estoy pensando se autodenominó Wahrheitsgesellschaft (Sociedad de la Verdad), estaba más o menos localizado en Berlín y dedicaba su tiempo libre a la búsqueda de la Vril. Pero sus convicciones se fundamentaban en La raza venidera, de Edward BulwerLytton (autor, como sabemos, del libreto de Rienzi que cautivó a un joven Hitler…). ¿Casualidad?

Ley continuaba: Sabían que era un libro de ficción: Bulwer-Lytton había utilizado ese recurso para poder contar la verdad sobre ese «poder». La humanidad subterránea era un absurdo, pero Vril no. Quizá había permitido a los británicos, que lo mantenían bajo secreto de Estado, amasar su imperio colonial. Sin duda los

romanos lo habían tenido, encerrado en pequeñas bolas metálicas que custodiaban sus casas y a las que se referían como lares. Por motivos que no logré discernir, el secreto de la Vril podía hallarse contemplando la estructura de una manzana partida por la mitad. No, no estoy bromeando, eso es lo que me dijeron con gran solemnidad y secretismo. Ese grupo existió realmente, hasta sacó el primer número de una revista que debía proclamar su credo.

Fuera cierto o no que existió tal organización en la sombra (todo parece indicar que sí existió un grupo de «iluminados» que la utilizó quizá para confundir en un tiempo en el que florecían las logias de todo tipo en Alemania), lo cierto es que la búsqueda de esa «Vril», esa supuesta energía, sí que casa con la ambición de algunos nazis que, como Himmler, buscaron diversas reliquias, entre ellas el Grial, por medio mundo, con la intención, algo inocente, pero coherente con su concepción mística de la historia, de doblegar a sus numerosos enemigos: judíos, comunistas, pacifistas, cristianos… De la búsqueda del Grial en el Languedoc francés por parte del SS Otto Rahn existen numerosos datos, incluso las obras del propio medievalista experto en catarismo; de la búsqueda de «Vril» por los nazis o por la Ahnenerbe, no se conserva documento alguno, lo cual da que pensar. El artículo de Ley y un par de panfletos son las únicas referencias «históricas» acerca de esa Vril, una especie de sistema de movimiento perpetuo, una energía vital que probablemente esté relacionada con las especulaciones acerca de las denominadas «armas maravillosas» (Wunderwaffe) que los nazis intentaron desarrollar, al parecer, sin éxito, y que conforman otro epígrafe apasionante de los secretos que envuelven el período histórico que estamos tratando. Lo que más nos interesa acerca de dicha sociedad es que algunos autores afirman que Karl Haushofer había pertenecido a ella, y llegan a afirmar que había sido él quien la había instaurado en Berlín, en 1918, tras su largo viaje por Asia. Todo parece indicar, no obstante, que Haushofer, quien sí sería una pieza clave de la diplomacia en tiempos de guerra, no fue ningún iluminado.

De nuevo son Pauwels y Bergier quienes lo afirman, citando el trabajo de Jack Fishman Los siete hombres de Spandau. Sin embargo, según ha comprobado Godwin, en ese libro no figura dicha información, que, por lo tanto, debe de ser de la propia cosecha de los demasiado imaginativos autores galos, a los que debemos agradecer, eso sí, ser pioneros en el estudio del esoterismo nazi, que, al margen de leyendas y ficciones, fue mucho más relevante para el desarrollo del Tercer Reich y de la segunda guerra mundial de lo que en un principio pudiera parecer. No obstante, en el mismo relato los autores franceses afirman que Haushofer se suicidó haciéndose el haraquiri en 1946, algo que, como después explicaré, tampoco tiene nada que ver con la realidad. La imaginación de ambos escritores casa mejor con la novela de ciencia ficción que con el ensayo historiográfico. Nada parece indicar que dicha sociedad urdiera siniestras conspiraciones protonazis. El interés por la Vril era típico entre los teósofos, en auge en Alemania por aquellos tiempos, que conocían perfectamente la obra de Bulwer-Lytton. En cuanto a la curiosa referencia a la manzana partida por la mitad en horizontal para mostrar una estrella de cinco puntas, sólo apunta a que la «Sociedad de la Verdad» se había apoderado de la idea de Rudolf Steiner, de cuya Antroposofía era seguidor Rudolf Hess, que recomienda meditaciones de este tipo en su trabajo Cómo conocer los mundos superiores: un sendero moderno de iniciación, publicado en 1904. El mentor de Rudolf Hess Pero volvamos a la historia verificada de Karl Haushofer. Durante sus múltiples viajes por Asia, comenzó a desarrollar sus teorías sobre una Eurasia dominante. Aquella idea, pensó, podría servir de

fundamento para un imperio territorial alemán capaz de equipararse e incluso superar al británico, que se basaba en la supremacía naval. En unos años, Karl pasó a ser catedrático de geografía en la Universidad de Múnich, y sus estudios sobre los aspectos políticos de la escena internacional le convirtieron en el artífice de lo que hoy conocemos como geopolítica, a la que daría forma definitiva tras el estallido de la primera guerra mundial. Precisamente tras el inicio de la conflagración, Haushofer fue movilizado como Mayor General y Comandante Brigadier del ejército alemán en el frente francés, aunque tres años después, desencantado con las derrotas en primera línea de combate, abandonaría la carrera militar para centrarse, en Múnich, en el estudio de la geografía política. La derrota en la Gran Guerra y la consiguiente vergüenza a la que Alemania fue sometida por los aliados, hizo que Haushofer, otro más, se considerase ultrajado y comenzase a postular la expansión del territorio alemán que, supuestamente, les correspondía por nacimiento y que la derrota les había arrebatado. Volvemos ahora al momento en el que un joven Rudolf Hess conoció al profesor y quedó cautivado con sus teorías, que no mucho tiempo después transmitiría al que acabaría siendo líder del nacionalsocialismo. Uno de los últimos días de la primavera de 1921, el joven Hess, ya convertido en alumno aventajado de Karl, convenció a su mentor para que le acompañara a un barrio de Múnich a escuchar a alguien cuyo nombre, desconocido para todos, era Adolf Hitler. Fueron juntos a la cervecería Sternecker. Cuando aquel hombre de bigotito recortado y flequillo subió a la tarima, según anotaría más tarde Karl Haushofer, Hess pareció quedarse hipnotizado con la voz áspera del austríaco, que comenzó a arengar a la audiencia contra las bochornosas medidas del Tratado de Versalles, y a anunciar los peligros del comunismo y el judaísmo en medio de gesticulaciones casi teatrales.

El 8 de noviembre de 1923 tenía lugar el ya citado Putsch de la Cervecería. Rudolf se hallaba en Baviera con varios rehenes, miembros del Gabinete gubernamental, cuando le llegó la noticia del fracaso golpista; entonces se refugió durante varias semanas en la residencia que el profesor Haushofer tenía en Múnich, y después éste le ayudó a huir a Austria, algo que el joven nazi jamás olvidaría, y que lo hizo convertirse en valedor de Karl, y proteger a su esposa medio judía en los duros años de la política racial nacionalsocialista. Cuando Hitler ingresó en la prisión de Landsberg tras ser juzgado con levedad, lo hizo también Rudolf Hess, por propia voluntad y en calidad de secretario personal, tras regresar de su exilio. Durante ese tiempo, sabemos que el régimen abierto del que disfrutaba el austríaco le permitió recibir todo tipo de visitas, y entre los habituales en esas reuniones se encontraba precisamente Karl Haushofer, su instructor en geopolítica, quien durante esos meses le explicó la idea de la Lebensraum o «Espacio Vital» que el Führer haría suya en Mein Kampf. La contribución de Hess (quien había rechazado el puesto de ayudante en la Universidad de Múnich que le había ofrecido Karl para servir a quien creía el Elegido) al evangelio hitleriano no fue insustancial. Durante el interrogatorio a Haushofer que realizó la Inteligencia norteamericana en 1945, se le preguntó si no era cierto que el viceFührer había colaborado con Hitler para dar forma a su monumental autobiografía, y el ya anciano profesor respondió sin titubeos: «Por lo que yo sé, elaboró muchos capítulos de este libro». Sería una razón más por la que el lugarteniente de Hitler nunca saldría en libertad a pesar de no haber colaborado directamente en la Solución Final que, oficialmente, se inició en 1942, cuando éste ya estaba recluido en Reino Unido (aunque ya se habían realizado numerosos exterminios a manos de los Einsatzgruppen).* La geopolítica, tal y como la entendía Haushofer, era básicamente la teoría de que, en el futuro, el mundo se reestructuraría en una era de grandes imperios continentales,

dominados por la «zona central», un área «invulnerable frente a las potencias marítimas en Europa Central y Asia». Eso, afirmaba el profesor, revolucionaría el equilibrio de poder a escala mundial, y sería el comienzo de una «nueva era» (para Hitler, el llamado Reich de los Mil Años) de estabilidad, paz y prosperidad para todos. Karl se equivocó profundamente respecto a la aplicación práctica de su teoría política, al menos como la entendieron los mandamases del NSDAP. No obstante, el futuro Führer aplicaría punto por punto dicha teoría, al esforzarse, a finales de la década de los treinta, por expandir Alemania más allá de sus fronteras, preludio de su devastadora guerra. Pero ¿además de la geopolítica, le impartió Haushofer a Hitler algún otro tipo de conocimiento? Los autores más atrevidos afirman, como he dicho, que Haushofer había sido iniciado en diversas sectas místicas orientales durante sus viajes por Asia, y que inició al futuro canciller en el conocimiento de los «mundos superiores». Es cierto que Haushofer tuvo contacto de primera mano con movimientos e ideas prácticamente desconocidos entonces en Occidente, pero cuesta creer que fuera realmente un iniciado en la sociedad secreta conocida como el Dragón Verde* y cuesta más todavía imaginar las estancias de Landsberg reconvertidas en una especie de templo iluminado por velas en el que se realizaban rituales místicos, cuando su ambiente, como podemos ver en las imágenes de archivo, conducía más a la comodidad burguesa que a la meditación mística. Sí es cierto, no obstante, que la figura de Karl Haushofer, así como la de su hijo Albrecht, están rodeadas de numerosas sombras e involucradas en aspectos turbios de aquella época que todavía no han sido completamente aclarados, aunque esas sombras están más relacionados con el mundo del espionaje que con el del ocultismo. Quizá por la influencia del profesor de geopolítica, Hitler puso sus ojos en los extensos terrenos del Este, donde llevaría a cabo su sanguinaria cruzada de conquista y colonización, para hacer suyo

ese «espacio vital» que necesitaba la Gran Alemania, y que se iniciaría primero con la anexión de Austria y continuaría con la invasión de la Unión Soviética. El ascenso en las filas del Partido Hess pronto se convirtió en la mano derecha de Adolf Hitler, quien, el 15 de diciembre de 1932, ya muy lejos de los años de prisión y con el camino abonado hacia un poder que tan sólo una década antes era impensable, ordenó a su lacayo hacerse cargo de su Comisión Nacional. Cuatro meses más tarde le nombraba «mi delegado, con plenos poderes para tomar decisiones en mi nombre». Según la declaración de muchos de los que le conocieron, Hess daba la imagen del «nazi bueno». A diferencia de otros miembros del Partido, como el virulento antisemita Julius Streicher, el alcohólico Robert Ley u otras figuras antipáticas y violentas, como Ernst Röhm o Alfred Rosenberg, Hess carecía de vicios, era un hombre educado, respetado y amable; era vegetariano como su jefe, y promulgaba una vida sana que le llevó a acercarse a la homeopatía, la medicina alternativa y la meditación, con puntos en común con diversos grupos englobados en lo que décadas más tarde pasaría a denominarse el movimiento new age. En 1933, cuando llegó a la cancillería, Hitler decidió nombrar viceFührer a su viejo amigo «con la función de representar su punto de vista frente a las instituciones del Estado y los órganos del Partido». Hess demostró ser un administrador tan eficaz que al cabo de ocho meses el anciano presidente Von Hindenburg (que veía con impotencia el desastre que se avecinaba sobre Alemania y que, confundido, había contribuido a hacerlo realidad) nombró a Hess, por petición expresa de Hitler, ministro sin cartera del Reich.

Además, el político nacido en Alejandría se responsabilizó de la aplicación de la ideología nazi (a la que jamás renunciaría, ni siquiera décadas después de la caída del Tercer Reich), en la educación, la legislación, los impuestos, el fisco, el empleo, el arte y la cultura, la sanidad y «todas las cuestiones de tecnología y organización». Y lo que es más importante, pues desembocaría finalmente en el insólito episodio que estamos analizando en este capítulo, Rudolf Hess era responsable de la aplicación de la teoría geopolítica nazi a la política exterior. Estamos hablando, pues, de una de las figuras más relevantes del régimen hitleriano, responsable de uno de los secretos mejor guardados del amplio abanico de enigmas que conforman aquel convulso período. Para llevar a cabo la importante y complicada tarea de controlar los asuntos internacionales, Rudolf Hess puso en pie una sofisticada estructura diplomática que le permitió entrar en contacto con personajes fundamentales para sus futuros planes. Creó tres departamentos encargados de diferentes aspectos de la política exterior nazi: El primero de ellos era la NSDAP-Auslandorganisation o AO (Organización del Partido en el Extranjero), dirigida por Ernst Bohle. En los años veinte y treinta, los nazis habían dividido Alemania en varios distritos políticos, conocidos como Gau, que eran dirigidos por el correspondiente Gauleiter o dirigente regional; y esa idea se aplicaría desde ese momento también a los alemanes de nacimiento residentes en el extranjero, que nombrarían a su vez otros dirigentes regionales que respondían ante Bohle. Una estructura similar en algunos aspectos a los servicios de espionaje integrados en el NSDAP, cuyos miembros debían confeccionar mensualmente informes sobre los acontecimientos e incidentes que tenían lugar en los países donde residían. Los tentáculos de la red de informantes nazi se extendían cada vez más lejos.

En segundo lugar, y bajo la supervisión de Hess, se encontraba el Servicio de Política Exterior (Aussenpolitisches Amt), a cargo de Alfred Rosenberg (por lo que también se conocía como la Amt Rosenberg), uno de los nazis más feroces e ideólogo místico del Partido, artífice de la teoría de la «sangre y la tierra». Este departamento estaba controlado por la maquinaria política nazi con el fin de defender los intereses nacionalsocialistas en el extranjero. Realizaba un servicio de espionaje, que funcionaba de manera completamente independiente al Ministerio de Asuntos de Exteriores, dirigido por Joachim von Ribbentrop, y que tuvo diversos altercados con el Servicio de Inteligencia de la Marina, el Abwer, liderado por el almirante Wilhelm Canaris. En tercer y último lugar, a las órdenes del viceFührer se hallaba el VDA (Volksbund für das Deutschtum im Ausland), creado, siguiendo el trabajo de Martin Allen, con el objetivo de hacer más fuertes y afines a la ideología nazi a los grupos de origen germánico en países vecinos como Austria, los Sudetes o el corredor polaco, que los nazis pretendían integrar algún día, no muy lejano, al nuevo Reich. ¿Agente doble? Durante mucho tiempo, Rudolf Hess mantuvo un estrecho contacto con Karl Haushofer, y fue así como conoció al hijo mayor de éste, Albrecht, un estudioso de la política exterior muy bien relacionado entre los diplomáticos. Albrecht, una de las personalidades más fascinantes y misteriosas del Reich, en palabras de J. Douglas Hamilton, ejerció una enorme influencia sobre el lugarteniente de Hitler y en los futuros y extraños planes que acabaría trazando. Albrecht consideraba a Francia la enemiga declarada de su país y sentía, por el contrario, una gran atracción hacia Inglaterra, con la que deseaba que el Reich mantuviera una estrecha colaboración.

Como forma de agradecerle todo lo que había hecho por él, Hess nombró a su viejo profesor de geopolítica, Karl Haushofer, presidente honorario de la AO y del VDA, momento en el que Albrecht comenzó a implicarse cada vez más en la política exterior del propio Hitler, y llegó a convertirse en una especie de asesor privado de alto rango de la dirección nazi, con capacidad para influir directamente en las decisiones del Führer en asuntos internacionales; con el valor de contradecir, en ocasiones, las opiniones de otros importantes nazis, lo que le granjeó numerosas enemistades en el seno del Partido, entre ellas la del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, que le odiaba y le tenía constantemente vigilado, como también vigiló a Erik Jan Hanussen, entre muchos otros. Las maneras suaves de Albrecht y que tuviera antepasados judíos era algo que no gustaba a muchos, y todavía hoy sigue siendo un interrogante para los historiadores el verdadero papel que desempeñó en el entramado nazi. Cuando, en 1931, Rudolf Hess le llamó a su lado para que le asesorase en cuestiones de política exterior, Albrecht llevaba quince años viajando por todo el mundo y haciendo importantes amistades entre los grupos más selectos de países relevantes, principalmente en Gran Bretaña, de la que era el principal experto alemán. Era un personaje de primera línea en las negociaciones del régimen, hasta el punto de que, en 1936, sería enviado junto al conde austríaco Josef Hieronymus Trauttmansdorff (que en el año 1945 sería fusilado junto a su esposa por los propios nazis) a Checoslovaquia, con órdenes secretas de Hitler para iniciar conversaciones privadas sobre los Sudetes. Tanto Karl como Albrecht se mantuvieron muy activos en el seno de la política nazi. El mismo Karl contactó con los nacionalistas italianos y colaboró con la resistencia de los atamanes (la denominada organización Hetman), que pretendía liberar Ucrania del dominio soviético.

Albrecht Haushofer deseaba convertirse en una especie de conspirador en la sombra, y en público mostraba una forma de pensar abiertamente acorde con Hess y los nazis para obtener de ellos información que podría ser muy valiosa en el futuro. Con la influencia de Hess, pudo realizar importantes viajes al extranjero, que le sirvieron como primera toma de contacto para los «planes» de paz que finalmente adoptaría el viceFührer: viajó a Japón, a Estados Unidos y varias veces a su admirado Reino Unido. Acabó convirtiéndose en el consejero personal de Hess, y en 1934, éste lo introdujo en el llamado Dienststelle Ribbentrop, una oficina «extraoficial» de Asuntos Exteriores nazi, donde trabajó a las órdenes del Ministro Joachim von Ribbentrop y del propio viceFührer, realizando misiones diplomáticas secretas, por lo que muchos llegaron a considerar a Albrecht la «eminencia gris» del Partido. No obstante, él iba a ser involuntariamente la clave que permitiría a la Inteligencia británica desencadenar una oleada de desastres sobre toda la estrategia bélica de Hitler. Un secreto que ha permanecido oculto desde la segunda guerra mundial hasta tiempos recientes. Albrecht no tardó en iniciar un peligroso doble juego de espionaje al entrar en contacto con agentes de la resistencia alemana que pretendía derrocar al Führer, y, entre otras, con una organización en la sombra conocida como Sociedad de los Miércoles, un grupo que llevaba el mismo nombre que el círculo de intelectuales que, a principios de siglo, se habían reunido en torno a Sigmund Freud, y en el que Albrecht había sido introducido por el que fuera ministro de Finanzas de Prusia y acabaría convirtiéndose en miembro de la Resistencia, Johannes Popitz. Aquello acabaría costándole muy caro al hijo de Karl Haushofer, como a otros conspiradores contra Hitler. Su misión más importante, claro está, estuvo relacionada con Inglaterra, cuyas costumbres tan bien conocía, y con las negociaciones de paz. A finales de los años treinta, cuando ya se avecinaba un conflicto mundial, tuvieron lugar varios intentos de

entendimiento entre Alemania e Inglaterra, conversaciones que durante décadas han permanecido archivadas como «alto secreto», y que no darían resultado debido a varios altercados y a la oposición rotunda de algunos miembros del gobierno inglés, principalmente Winston Churchill. Fue Albrecht quien más involucrado estuvo en esas negociaciones al más alto nivel, debido a las amistades con las que contaba entre los círculos más selectos de Londres. Los primeros contactos tuvieron lugar en agosto de 1936, cuando un grupo de miembros del Parlamento británico viajó a Berlín con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos (un verdadero triunfo de las autoridades nazis), entre ellos lord Clydesdale, más tarde conocido como Duque de Hamilton y, curiosamente, el personaje con el que, al parecer, pretendía entrevistarse Hess tras volar misteriosamente a Inglaterra. Lord Clydesdale era uno de los miembros de la nobleza escocesa que mantuvieron contacto con la Alemania nacionalsocialista y que después destacaría luchando contra los señores de la esvástica. Más tarde, su segundo hijo, J. Douglas Hamilton, escribió una obra sobre dicho asunto, titulada Hess, misión sin retorno, quizá para acallar la sospecha de colaboracionismo que recayó sobre su padre; un documento valiosísimo, teniendo en cuenta la información de primera mano a la que pudo acceder el autor. Aunque el duque de Hamilton negó haber formado parte de la Hermandad Anglo-Germana antes de la guerra, al igual que negó haber conocido a Hess durante los Juegos de 1936, según el trabajo de investigación de James Hayward, sus propios archivos le delatan como miembro de esa Hermandad en el año de las Olimpiadas, y existen pruebas de su encuentro en Berlín con Hess. Además, Hitler quería acabar cuanto antes la guerra en el Oeste con los ingleses, según se desprende de su «última llamada a la razón», del 19 de julio de 1940, pues la ocupación y administración de Gran Bretaña y su vasto imperio resultarían sumamente complicadas y mermarían los recursos necesarios para emprender su campaña más

ambiciosa: la invasión de la Unión Soviética, que ya contemplaba desde principios de los años veinte. Durante los juegos, Rudolf Hess se reunió con uno de los parlamentarios ingleses, el laborista Kenneth Lindsay, que quería saber lo que el nazi había querido decir al afirmar que «el rey Eduardo VIII era el único capaz de mantener la paz en Europa». Esta importante figura inglesa, que había abdicado de la corona, y ostentaba, desde 1937, el título de duque de Windsor, también estaba involucrada en las negociaciones secretas de paz, aunque su influencia no era ni mucho menos la que le atribuyeron Hess y Haushofer, pues todo parece indicar que fue un títere en manos de los servicios secretos británicos, que seguían cada uno de sus movimientos. Pero vayamos por pasos. ¿Qué relación tenían el duque de Hamilton y el de Windsor con Hess? ¿Cuál fue el papel de Albrecht Haushofer en las conversaciones de paz? ¿Y el de su padre, Karl, responsable de la geopolítica y, durante los primeros años del NSDAP, íntimo de Adolf Hitler? Demasiadas preguntas sobre las que intentaré arrojar algo de luz en las próximas páginas, a pesar de que muchos de los documentos acerca de aquellos sucesos se han perdido, han sido destruidos o no se han desclasificado. Éste es un asunto que, al formar parte de una operación de Inteligencia, evidentemente, fue deliberadamente ocultado y mezclado con elementos, reales y ficticios, que llevaran a la confusión a los alemanes, y que hoy continúan confundiendo también a los investigadores. El 23 de enero de 1937, lord Clydesdale se encontró con Albrecht Haushofer en Múnich, y éste le condujo a casa de su padre, Karl, quien impresionó al lord inglés. Poco tiempo después de su regreso a Londres, Clydesdale escribió a Albrecht Haushofer, señalando que había dado su nombre al Real Instituto de Asuntos Internacionales para que le invitaran a discutir sobre la posición económica de Alemania. El acercamiento de Albrecht a las instituciones y dirigentes británicos era cada vez más efectivo.

Tanto Karl como su hijo Albrecht sabían que un asunto de tal envergadura, quizá el más delicado tratado por los servicios de Inteligencia alemanes, debía ser llevado en el más absoluto de los secretos. La continuidad de la guerra y, por tanto, la muerte de miles de personas, estaba en juego, pero su ambiguo papel nunca dejó claro cuáles eran las verdaderas intenciones de los Haushofer. Por la complejidad y el riesgo del asunto, la correspondencia entre ambos estaba cifrada por un código privado que sólo ellos comprendían. No resulta sencillo descifrarla, ya que padre e hijo pusieron sumo cuidado tras darse cuenta de que en la Alemania nazi, que no tanto tiempo atrás celebraban, un comentario inoportuno que fuera detectado por los censores postales o por la Gestapo podía llegar a tener consecuencias muy graves e incluso costarles la vida. A ello se añadía el riesgo del pasado judío de Martha MayerDoss, lo que hacía que estuviesen en el punto de mira de agencias como la RuSHA, comandada por Rosenberg, o del Ministerio de Propaganda de Goebbels, que no soportaba el talante más británico que alemán y la desenvoltura de Albrecht en Asuntos Internacionales, cual si fuese un pequeño rey alemán que hacía sombra al cojo y chillón nazi, que, eso sí, sería fiel a Hitler hasta el final. Mucho se ha especulado sobre las verdaderas intenciones de Rudolf Hess a la hora de realizar una hazaña que permanece entre los grandes «sinsentidos» de la segunda guerra mundial. Todavía hoy existen posturas enfrentadas entre los historiadores sobre su papel en las negociaciones de paz y el del propio Hitler en todo este entramado conspiratorio. A pesar de que el Führer se apresurara a afirmar que su lugarteniente estaba loco, puede que todo formara parte de un plan, algo en lo que después nos detendremos. Aunque muchos estudiosos han dado por hecho que Hitler no tenía conocimiento del viaje de Hess, pues de otro modo se lo habría impedido, lo cierto es que hay muchos indicios que apuntan en la otra dirección, y que enseguida plantearé.

Es más, parece casi incomprensible que Gran Bretaña no diera ni un paso para explotar como propaganda el asunto de la detención de uno de los hombres más importantes del Tercer Reich, y no anunciara al mundo que Hitler, el conquistador y guerrero alemán que pedía espacio vital para una nación humillada, solicitaba la paz. Además, Rudolf Hess fue mantenido fuera del alcance de los medios de comunicación durante los siguientes cinco años, hasta su primera aparición pública desde su detención, en los juicios de Núremberg, unos de los más mediatizados y decisivos de la historia del siglo XX. No debemos olvidar que entre un importante sector de lo más selecto de la política británica había partidarios de entablar negociaciones de paz con los nazis, ya que consideraban que, a largo plazo, la mayor amenaza para las democracias era el comunismo soviético y no los gerifaltes de la esvástica. Entre éstos se hallaban personajes como los citados lord Clydesdale (duque de Hamilton) y el duque de Windsor, pero también lord Halifax, Lloyd George, Rab Butler, lord Beaverbrook, sir Nevile Henderson o sir Samuel Hoare. Incluso personajes de alto rango del MI6, como su propio jefe, sir Stewart Menzies, eran partidarios de firmar la paz con Alemania. Orquestando una operación de espionaje La operación secreta fue orquestada por el SO1 (Special Operations 1) británico, un Departamento del Servicio de Inteligencia (MI6) cuya existencia era alto secreto y que se dedicaba al arte de la propaganda negra y la guerra psicológica. Esta operación fue denominada Operación Señores HHHH, de Hitler, Hess, Karl y Albrecht Haushofer, y la planearon y llevaron a cabo un grupo de hombres muy selecto. Muy poca gente estaba al corriente de ella, incluso dentro del gobierno británico y el Foreign Office, y tenía como objetivo forzar a Hitler a atacar Rusia, haciéndole creer que en

Inglaterra y Estados Unidos existían importantes sectores que preferían una paz con Alemania, una alianza para destruir al enemigo común: el comunismo. La auténtica idea de Winston Churchill era, por el contrario, buscar aliados, cuanto más poderosos mejor, para derrotar al nazismo. La opción de la paz, en parte por su intercesión, se había descartado, pero eso ni Albrecht Haushofer ni Rudolf Hess lo sabían cuando el segundo emprendió su controvertido vuelo. Ese engaño era una forma de ganar tiempo mientras Hitler ya estaba dando la forma definitiva a la Operación Barbarroja. El SO1 utilizó a los Haushofer para llegar hasta la cúpula del nazismo. James Hayward apunta que está bastante claro que en el momento de su vuelo, la misión de Hess estaba vinculada a la inminente invasión de la Unión Soviética, que comenzó justo seis semanas después, el 22 de junio de 1941. Algo que fue confirmado por lord Beaverbrook en varias ocasiones después de la guerra. El factor ruso, en palabras del escritor inglés, podría explicar que Hitler negara cualquier conocimiento sobre la misión después de su fracaso, pues si Stalin hubiese descubierto que Alemania quería firmar la paz con Inglaterra, habría deducido fácilmente que su país estaba a punto de ser atacado, una operación mantenida en el más estricto de los secretos por la Inteligencia alemana. Por el contrario, y como si se tratase de una gran partida de ajedrez en la que las fichas fueran los embustes y los complots, Alemania hacía creer a sus inesperados aliados soviéticos (Hitler y Stalin habían firmado el reparto de Polonia el 23 de agosto de 1939, tan sólo nueve días antes del inicio de la segunda guerra mundial) que estaban ultimando los preparativos de la denominada Operación León Marino, la invasión por mar de Gran Bretaña, dándoles así una falsa seguridad. Es más, es muy posible que el propio Führer no quisiera que sus aliados del Eje, principalmente Mussolini, pensaran que estaba negociando a sus espaldas con los enemigos. Un complejo puzle.

Volando hacia la boca del lobo Sea como fuere, Hess llevaba tiempo orquestando su plan. En octubre de 1940, le explicó a Ernst Bohle, director de la Auslandorganisation, que quería discutir una «misión de alto secreto» de la que nadie, ni siquiera su familia, podía saber nada. Entre 1940 y la primavera de 1941 realizó varios vuelos que a día de hoy nadie sabe a ciencia cierta adónde le llevaron (investigadores como Martin Allen creen que voló a Suiza para reunirse en secreto con Samuel Hoare, embajador británico en España y uno de los hombres fuertes de la conspiración de los servicios secretos). Por otra parte, la influencia de Hess sobre Hitler había sufrido un importante declive en los últimos años, y quizá aquel vuelo fuera también un último intento del viceFührer de mostrar su lealtad incondicional y su espíritu de sacrificio al dictador alemán. Personajes como Himmler, Göring, Bormann o Goebbels parecían estar por encima de él en la cadena de mando, si no nominalmente, al menos sí en la práctica. Así, el sábado 10 de mayo de 1941, Hess se puso el uniforme de la Luftwaffe y se dirigió a Augsburgo, donde se hizo con un avión modelo Messerschmitt Bf-110, entregó a su ayudante una carta sellada dirigida a Hitler y emprendió su hazaña. Voló sobre el norte de Alemania. Aunque existen numerosas contradicciones sobre su ruta de vuelo, al parecer voló en línea recta hacia el Mar del Norte, en dirección a Dungavel House, la residencia del duque de Hamilton en Lanarkshire. Mientras volaba en dirección al oeste, los informes apuntan a que fue interceptado por dos Hurricanes ingleses, pero gracias a su habilidad como piloto consiguió esquivarlos. Más tarde, identificó lo que él creía que era la mansión citada, y aunque un avión modelo Defiant de la Royal Airforce fue enviado en su busca, el viceFührer, que pilotaba uno de los aviones más rápidos del mundo, escapó.

El Messerschmitt Bf-110E era un cazabombardero de gran potencia adaptado a todo tipo de clima. Iba equipado con dos potentes motores Daimler Benz DB-601N de 1.395 caballos cada uno; un aparato de alta gama capaz de alcanzar una velocidad punta cercana a los seiscientos kilómetros por hora. Lo curioso es que el avión iba desarmado, lo que indica que Hess estaba convencido de ir hacia los británicos en «misión de paz». Entonces se lanzó en paracaídas, pero no donde pretendía: cayó sobre una granja en Eaglesham, Escocia, y se torció un tobillo. Algo sin importancia teniendo en cuenta lo que el destino le tenía reservado. Curiosamente, Hess se había entrenado para volar, pero era un novato en el paracaidismo, lo que refuerza aún más la teoría de que pretendía aterrizar en algún punto concreto con conocimiento de los británicos. Lo encontró un granjero llamado David McLean, quien le llevó a su casa, extrañado ante el extranjero que desconocía el inglés. No tardaron en personarse en el lugar las autoridades británicas, quienes lo consideraron prisionero de guerra y lo condujeron a los cuarteles de Maryhill, en Glasgow. Se identificó a sus captores bajo el nombre falso de Hauptmann (Capitán) Alfred Horn, y pidió ver al duque de Hamilton. Más tarde, éste afirmaría no tener conocimiento alguno de la misión de Hess, ni de su inminente llegada a su propiedad, algo extraño si tenemos en cuenta que Dungavel House poseía una pista de aterrizaje privada que, según varios testigos, entre ellos una sirvienta de la mansión, estuvo misteriosamente iluminada aquella noche* y que en sus hangares se hallaban cajas de repuestos y dos tanques de combustible para el mismo tipo de avión en el que el nazi volaba, que no era de los que utilizaba la RAF. Las luces se apagaron a las 22.30 horas, lo que probablemente provocó la desorientación de Hess. Eso apunta una vez más al engaño de los servicios secretos, para los que seguramente Hamilton trabajaba en la sombra. A pesar del ambiguo papel de Hamilton, su hijo, J. Douglas Hamilton, realizó un brillante trabajo de investigación sobre aquel episodio, con bastante objetividad a pesar de los estrechos vínculos

familiares, aunque pasando de alto los aspectos ocultistas que fueron no poco relevantes en el Asunto Hess. Fuera cual fuera el papel que desempeñó el duque escocés en toda esta trama, lo cierto es que el Asunto Hess le causó no pocas molestias y le llevó incluso a interponer varias demandas contra periodistas e historiadores, hasta su muerte, en 1973. No obstante, el propio duque de Hamilton dejaba clara su postura antibelicista, incluso después de declararla en una carta publicada en The Times, el 6 de octubre de 1939. Aunque entonces servía como comandante de Ala en la base de la Royal Air Force de Turnhouse, cerca de Edimburgo, y luego continuó siendo miembro del Consejo privado del Rey y de la Casa Real, como antiguo miembro de la Hermandad Angloalemana quiso evitar la guerra, y está documentado que fue amigo y valedor de Albrecht Haushofer, quien conocía todos los detalles del asunto desde el principio y quien parece ser que tuvo mucho más que ver en el complot de lo que se ha dicho hasta ahora. En Double Standards: The Rudolf Hess Cover-up, Lynn Picknett y Clive Prince afirman que existen razones para creer que un comité estaba esperando a Hess en Dungavel House, entre ellos el duque de Kent y un contingente polaco, y que la «misión» fracasó cuando el hasta entonces viceFührer se desvió y, finalmente, aterrizó en paracaídas sobre Eaglesham. Por su parte, Hayward añade que tras el aterrizaje, cuando Hess pidió que le llevaran junto al duque de Hamilton, aunque la versión oficial señala que el lord inglés no fue a ver a «Alfred Horn» a los cuarteles de Maryhill hasta las diez de la mañana, su viuda declaró que el duque se había levantado de la cama y había ido a encontrarse con el nazi cuando se lo llevaban escoltado, antes de llegar a los cuarteles. Esta versión concuerda con la información publicada el 16 de mayo de 1941 en el Glasgow Herald, que señalaba que «representantes del Servicio de Inteligencia y del Foreign Office estaban allí».

Dejando a un lado la hora exacta en la que el duque de Hamilton se presentó ante el prisionero, el propio Hamilton llegó a insinuar que dudaba de si se trataba realmente del lugarteniente de Hitler o de un doble, algo bastante habitual en una época de mentiras orquestadas por los servicios de espionaje. Precisamente, la hipótesis del doble sería la que mantendrían algunos autores décadas después, una de las teorías más descabelladas sobre todo este asunto. Pero vayamos por partes. Tras la llegada del aristócrata, el pupilo de Karl Haushofer manifestó que tenía la intención de firmar la paz con Inglaterra, que era precisamente lo que pretendía el Führer. Churchill, que probablemente fue el instigador del engaño, se negó rotundamente a aceptar dicha propuesta, y el nazi fue trasladado a la Torre de Londres, donde el lugarteniente de Hitler permanecería hasta el final de la guerra. El enigma Windsor Otro personaje que parece que estuvo involucrado en el misterioso Asunto Hess fue el duque de Windsor, quien había sido coronado el 20 de enero de 1936 como Eduardo VIII y había abdicado del trono apenas 325 días después por su relación con la norteamericana, y plebeya, Wallis Simpson. Durante los años treinta, el matrimonio no había ocultado sus simpatías hacia el régimen nazi, y había llegado a visitar Alemania en contra del consejo del gobierno británico, siendo recibidos por el mismísimo Adolf Hitler en el Obersalzberg. Una visita a la que los medios afines al nacionalsocialismo habían dado una gran publicidad y cobertura. Existen fotografías y grabaciones donde se ve al duque realizando el saludo fascista, o pasando revista a una división de las temibles SS junto al fanático Robert Ley, Jefe de Organización del Partido Nazi.

Precisamente, los servicios de Inteligencia nazis creyeron ver en el duque de Windsor al personaje clave para firmar la paz con Inglaterra. Además de su germanofilia, su experiencia en la primera guerra mundial, donde había contemplado «escenas de horror sin fin», llevaron a Eduardo VIII a apoyar la política de apaciguamiento de Chamberlain e incluso una alianza con Alemania frente a la amenaza del comunismo. El Führer le consideraba una pieza clave para un pacto, y estaba convencido de que las relaciones anglogermanas hubieran mejorado sustancialmente si Eduardo VIII no hubiera renunciado al trono. Después de abdicar, el duque y la duquesa se establecieron en Francia. Tras el estallido de la guerra, en septiembre de 1939, lord Mountbatten trasladó a la pareja de nuevo a Gran Bretaña a bordo del HMS Kelly, y Windsor fue nombrado mayor general adscrito a la misión militar británica en Francia. Muchos le consideraban nada menos que un espía al servicio de la esvástica. En febrero de 1940, el ministro alemán en La Haya, el conde Julius von ZechBurkersroda, afirmó que el duque había filtrado los planes de guerra de los Aliados para la defensa de Bélgica, aunque puede haberse tratado de una operación de contrapropaganda para desprestigiarle y sembrar la delación y la sospecha entre los británicos. Cuando la Wehrmacht invadió Francia, adonde habían regresado, los Windsor huyeron hacia el sur, primero a Biarritz y más tarde a España. Sus relaciones con Churchill no eran amistosas. Eduardo continuaba siendo una pieza muy valiosa y Hitler solicitó al general franquista Juan Vigón que entretuviera a la pareja en España el mayor tiempo posible, mientras el gobierno británico les instaba a trasladarse a Portugal para, desde allí, poner rumbo a Inglaterra. El duque contestaba al primer ministro con evasivas, temeroso de ser detenido al pisar suelo inglés, lo que sus amigos germanófilos le habían hecho creer a instancias del Ministerio de Exteriores nazi, con la intención de postergar su viaje todo lo posible. A pesar de que Franco se mantenía neutral en el conflicto,

sus simpatías hacia el régimen nazi eran manifiestas y lo fueron aún más cuando se dio luz verde a la misión de la División Azul en la Unión Soviética. Durante una entrevista con el ministro español de Asuntos Exteriores, Juan Beigbeder, Eduardo se lamentó del trato que recibía por parte de su familia, principalmente del rey Jorge VI, de su cuñada y de la reina madre, María; también desaprobó la política bélica de Churchill, algo que, evidentemente, no gustó al servicio de Inteligencia inglés, que controlaba, como los nazis, cada uno de sus movimientos. Semanas después, y en contra de la voluntad de Hitler, los duques abandonaban Madrid, donde unos respiraban aliviados por el triunfo del Movimiento en la aún muy reciente Guerra Civil, y otros, los más, vivían bajo el yugo de una sangrienta dictadura que no estaba dispuesta a ser clemente con ningún tipo de disidencia, un régimen que no distaba demasiado del nacionalsocialista, donde los partidos políticos estaban prohibidos, los periódicos comprados y los agentes de la Brigada Político-Social (creada en 1941) no eran menos virulentos que sus homónimos de la Gestapo. La siguiente parada de Eduardo y Wallis fue Lisboa, en un Portugal con un régimen abiertamente similar al español y el alemán, donde los Windsor vivieron rodeados de comodidades, pero también de espías y agentes de la policía secreta del general Antonio de Oliveira Salazar, y donde en varias ocasiones recibieron la visita del embajador español Nicolás Franco. Durante la estancia de los Windsor en el país luso, Churchill envió un telegrama al duque ordenándole el regreso inmediato a Londres, y advirtiéndole que, aunque hubiese sido rey de Inglaterra, podía verse sometido «a una corte marcial» en caso de desoír tal disposición. La solución que se le ocurrió al Gobierno británico fue nombrarle Gobernador General de las Bahamas. A pesar de que Eduardo consideraba las Bahamas una colonia de tercera clase, no le quedó más remedio que aceptar el nombramiento. Pero Joachim von Ribbentrop, gran amigo de Wallis

Simpson desde los tiempos en que ambos residieron en Estados Unidos (hay autores que apuntan incluso a la existencia de un romance entre ambos), tenía otra idea en mente: no quería perder un as tan valioso en la guerra diplomática contra los ingleses y pidió a las autoridades españolas que persuadieran al duque de que regresase a España. El pretexto, falso por supuesto, era que los británicos pretendían asesinarlo tan pronto pusiera un pie en la colonia. De ello se encargó uno de los amigos franquistas de Eduardo, Miguel Primo de Rivera, líder de Falange, quien le comunicó al duque de Windsor que la Casa del Rey Moro de Ronda se hallaba a su entera disposición para pasar un tiempo rodeado de lujos, si decidía fijar su residencia en España. El plan, sin embargo, no prosperó. Fue entonces cuando Hitler encargó al oficial de la SD (el servicio de Inteligencia de las SS) Walter Schellenberg (que poco después sustituyó a Reinhard Heydrich al frente de esa organización, tras el atentado que éste sufrió en Praga a manos de la Resistencia) que realizase una operación para convencer a los Windsor de que corrían peligro entre sus compatriotas. Schellenberg, que sería uno de los testigos de excepción de los últimos días del Reich, al lado de Himmler, realizó pequeños asaltos a la villa lisboeta donde residían los aristócratas, en los que rompió las ventanas y causó pequeñas explosiones mientras hacía correr el rumor de que se trataba de actos de sabotaje de los ingleses. Aquello tampoco fructificó. Cuando recaló en Lisboa sir Walter Monckton, amigo de Eduardo, al que Churchill había enviado personalmente para embarcar rumbo a las Bahamas a los Windsor, el Führer ordenó el secuestro directo de la pareja; un plan secreto que recibiría el nombre en clave de Operación David: el automóvil que trasladaba el equipaje de la pareja hasta el puerto fue saboteado y se difundió la noticia de que existía una bomba a bordo del crucero que debía trasladarles hasta la colonia, el Excalibur.

Aquello provocó que se retrasara notablemente la partida, pero la Inteligencia nazi no pudo evitar que finalmente Eduardo viajara a las Bahamas. El gobierno británico respiró tranquilo, pero quedó para la posteridad la numerosa correspondencia comprometedora, que Londres se vio obligado a rescatar, aunque no toda. En 1996, el diario español El País se hacía eco de la desclasificación de varios informes, hasta entonces secretos, que hacía públicos la Administración inglesa y que confirmaban las sospechas sobre las abiertas simpatías nazis de Eduardo VIII. Se sabe que, en su visita a Berlín, los Windsor trataron con Rudolf Hess. ¿Fueron acaso quienes sembraron el terreno para que éste realizase su vuelo apenas cuatro años después? ¿Qué relación tuvo realmente el nazi con Eduardo VIII? ¿Ambos fueron meros títeres de los servicios de Inteligencia tanto aliados como del Eje? Más y más preguntas que no dejan de acumularse. Lo que está claro es que una gran parte de la élite británica, entre ella los duques de Windsor, estaba claramente a favor de una alianza con el Tercer Reich. Unas simpatías que, más tarde, el Gobierno británico intentó borrar de su historia. Sin éxito. Al parecer, el duque de Windsor albergó secretamente la esperanza de que un triunfo del nacionalsocialismo pudiera restituirle la Corona perdida tras su matrimonio con la divorciada norteamericana. Telegramas cifrados, cartas y notas secretas enviadas desde el Foreign Office a diversos embajadores británicos demuestran hasta qué punto el matrimonio representó una fuente de inquietud para el gabinete de Churchill. De los archivos sobre aquellos tiempos que el Gobierno británico ha desclasificado, se desprende que incluso el Primer Ministro inglés negó a los Windsor realizar un viaje a Estados Unidos en un yate prestado, en marzo de 1941. La razón: el propietario de la embarcación no era otro que Axel WennerGren, un individuo de abiertas simpatías hacia el régimen de Hitler; eso, y las

indiscretas declaraciones que Eduardo solía hacer a la prensa, favorables, claro, a Alemania, el enemigo público número uno de Downing Street. Hemos visto que Hess era, junto a Himmler, el personaje nazi más vinculado al ocultismo, las sociedades secretas y las terapias alternativas; también, su estrecha relación con los Haushofer, padre e hijo, dos de las figuras más interesantes y sepultadas en el olvido del régimen nazi; la importancia de los servicios secretos en el Asunto Hess, y las muchas sombras que aún rodean a la «odisea» británica del viceFührer. La cosa se complica aún más cuando se penetra en este enrevesado asunto donde los documentos desclasificados se apilan, los informes se contradicen y las versiones de los protagonistas de los hechos apenas coinciden en algunos puntos; todo esto no sería de extrañar si el asunto fue pergeñado por los Servicios de Inteligencia británicos, y todo parece apuntar a que así fue, incluso la llamada «trama oculta», un epígrafe impresionante dentro de todo este embrollo, que, por la importancia capital que tuvo en la decisión del nazi y las consecuencias que conllevó para todos aquellos que estaban relacionados con la magia, la astrología y el ocultismo, se merece un capítulo aparte. Un capítulo en el que nos adentraremos de lleno en los aspectos más ocultos de la trama Hess y las teorías de conspiración que surgieron tras su muerte.

5 OPERACIÓN «CAZAR AL VICEFÜHRER»: EL COMPLOT OCULTISTA He decidido dividir el denominado Asunto Hess en dos capítulos por dos razones. En primer lugar, por la importancia capital que la astrología y el esoterismo tuvieron en toda esta enrevesada trama, y, en segundo lugar, porque existe una cantidad tan abrumadora de información, han salido a la luz tantos nuevos datos y se han esgrimido tantas teorías, que es prácticamente imposible intentar explicar la «guerra mágica» sin abordar los numerosos aspectos que no podía incluir en el número de páginas que he dedicado a personajes como Hanussen, Maskelyne o incluso Himmler. Hess fue sinónimo de misterio desde el día de su captura, cuando salió a la luz que había pertenecido a sociedades secretas como la Thule, y que era un habitual consultor de astrólogos y gurús; luego, el misterio se acrecentó aún más con su extraña actitud en Núremberg. Sin embargo, seguiría siendo un enigma después de su muerte. Su muerte misma sería un enigma… Volvamos al momento en el que nos quedamos en el capítulo anterior, cuando el segundo hombre más fuerte del Reich alemán realizaba una hazaña que ponía en peligro no sólo a su persona sino a todo el Movimiento, lo que en un principio podría haber supuesto un auténtico varapalo para la Alemania nazi, pero no tardó en volverse en contra de los propios británicos. Pronto, los rumores de la confabulación de Hess con importantes miembros de la

aristocracia y del Gabinete gubernamental, del que Hamilton y el duque de Windsor eran colaboradores, empezaron a correr por Reino Unido. Aunque la prensa británica apenas mencionó el asunto (sin duda por la presión del servicio secreto y de las organizaciones de Inteligencia), y de que Churchill no mencionó el vuelo en la Cámara de los Comunes hasta enero de 1942, el premier, que minimizó la misión del viceFührer definiéndola como una «aventura», sabía que se hallaba ante un momento crucial en el desarrollo de la guerra: en mayo de 1941, la derrota de la Alemania hitleriana dependía básicamente de que Estados Unidos entrase en la guerra del lado de los aliados y de que el Führer invadiese la URSS y abriera dos frentes, lo que provocaría, como finalmente sucedió, que Stalin, indeciso, se pusiese del lado de los británicos, con los que no tenía demasiado en común. Sigue siendo extraño, insisto, que los ingleses no sacaran más rendimiento de lo que era, sin duda, un golpe maestro: haber apresado al hombre de confianza del enemigo público número uno de las democracias occidentales. Aunque parezca sorprendente, la primera noticia sobre la captura de Rudolf Hess no la dieron los británicos, sino los alemanes. En un boletín radiofónico en Berlín, el 12 de mayo a las 20.00 horas, pudo oírse lo siguiente: Una carta que dejó [Hess] demuestra, por desgracia, un trastorno mental y se teme que era víctima de alucinaciones. El Führer ordenó de inmediato el arresto de los ayudantes del miembro del Partido Hess, que sólo tenían un escaso conocimiento de estos vuelos y que, contrariamente a las órdenes del Führer, que conocían perfectamente, ni previnieron ni avisaron de ese vuelo. En estas circunstancias, se puede decir que el miembro del Partido Hess saltó de su avión o tuvo un accidente.

Efectivamente, la reacción oficial de Hitler y el Partido Nazi fue declarar que Rudolf Hess se hallaba en un estado de enajenación, y que había partido a tal aventura influido por un círculo de personajes extravagantes entre los que se incluían visionarios y astrólogos. Los días siguientes a ser conocida la noticia, la Gestapo detuvo al chófer

de Hess, a su guardaespaldas y a dos de sus ayudantes. Asimismo, fueron detenidos Karl y Albrecht Haushofer, pero no se les maltrató en ningún momento y se les puso pronto en libertad sin cargos, lo que no deja de ser bastante extraño, pues si Hess hubiese actuado por su cuenta y en contra de los intereses del NSDAP, probablemente las consecuencias para sus allegados y consejeros políticos habrían sido muy diferentes. El diseñador de aviones Willy Messerschmitt (quien dio nombre al modelo de caza pilotado por Hess), que permitió al viceFührer despegar de su aeropuerto privado, apenas fue reprendido por Göring, el líder de la Luftwaffe; tampoco se tomaron represalias contra el jefe de los instructores de los pilotos de pruebas, Helmut Kaden, que había instruido a Hess, o contra Ernst Bohle, al frente de la oficina de Inteligencia del propio Hess, la Ausland Organisation, que por supuesto debía de estar al corriente de todos y cada uno de los planes de su jefe, cargo que continuaría ocupando hasta el final de la guerra. Tanto la mujer de Hess, Ilse, como su hijo, Wolf-Rüdiger (nacido en 1937), permanecieron en su casa de Harlaching, en las afueras de Múnich, y no sólo no fueron castigados por el régimen, sino que se les otorgó una pensión. Cuesta creer que algo así pasara con la familia de un traidor, sobre todo si tenemos en cuenta la forma de actuar de la policía secreta del Estado. Según Albert Speer, cuando Hitler abrió la carta de Hess montó en cólera; sin embargo hay otros relatos (entre ellos el del ayudante de Hess, Karlheinz Pintsch), que cuentan que recibió la noticia totalmente calmado. La misiva decía: «Mi Führer, cuando reciba usted esta carta, yo ya estaré en Inglaterra. Ya puede usted imaginarse que la decisión de dar este paso no me ha resultado fácil (…)». Afirmaba también que estaba convencido de que Hitler deseaba un arreglo anglo-germano y también le decía al líder del nacionalsocialismo que si algo salía mal «diga usted que estoy loco». Fue precisamente lo que hizo éste ante el pueblo.

El ocultismo en jaque Supiera o no Hitler los planes de su lugarteniente, y hay nuevos datos que parecen corroborar que sí los conocía, lo cierto es que, quizá para desviar la atención, dictó un decreto por el que fueron detenidos todos los allegados al viceFührer, entre ellos numerosos astrólogos y ocultistas. Los servicios de Inteligencia nazis creían que Hess, que sentía una poderosa atracción por todo lo esotérico, había recibido asesoramiento astrológico antes de su partida como «salvador» de Alemania para firmar la paz. El nazi había estado consultando también a médicos naturistas (a los que también solía visitar el Reichsführer-SS) y a antroposofistas. La versión oficial era que Hess, eterno idealista y enfermo, había sufrido una visión de tipo mesiánico y había tratado de salvar al Imperio británico de la inevitable destrucción que le aguardaba bajo el yugo nacionalsocialista. Goebbels también declaró que Hess había visitado a astrólogos y místicos, y que había ingerido extrañas pociones antes del nacimiento de su hijo varón. Tras el nacimiento, había danzado en una suerte de ceremonia mágica, celebrando el natalicio de forma similar a la de los indios norteamericanos, y todo Gauleiter (jefe de zona) había tenido que enviarle un receptáculo que contuviese tierra alemana, que se colocó debajo de la cuna del pequeño, de modo que su hijo empezara su vida, en sentido simbólico, sobre su patria. David Fischer apunta que «Rudolf Hess era todavía más creyente en las teorías ocultistas que Himmler», y que «antes de dormir en una habitación cualquiera tenía que saber que bajo ella no corrían aguas subterráneas, y una vez que se le demostraba que no tenía de qué preocuparse, colocaba imanes sobre su lecho y bajo él, para evitar que cualquier sustancia dañina impidiese que su cuerpo descansase correctamente».

Tras decretarse la persecución de los esoteristas, la Gestapo recibió la misión de hallar al astrólogo que el viceFührer, supuestamente, había consultado; un misterioso personaje que hace cobrar aún más fuerza a la teoría de que todo se debió a un ardid de los servicios de Inteligencia ingleses para confundir a los nazis. Tras aquel fatídico vuelo, que abonó el terreno para que se gestase uno de los mayores misterios de la segunda guerra mundial, todavía hoy no resuelto, se resolvió lanzar una caza despiadada que, de cara a la galería, el régimen de la esvástica llevó a cabo contra las sectas dedicadas a la parapsicología o a la «ciencia límite» (fringe en inglés), contra algunas sociedades secretas como la propia Thule, contra la masonería y contra otras disciplinas relacionadas con lo oculto. El 9 de junio, Hitler, con la colaboración de Martin Bormann, decretaba la Acción Hess (Aktion Hess), instando a los agentes de la policía secreta del Estado a un arresto en masa de astrólogos, echadores de cartas, ocultistas, hipnólogos, videntes y nigromantes, que pasaron a ser declarados «enemigos del Reich», aunque quizá más por las predicciones que algunos de ellos estaban haciendo de la caída del nazismo que por su influencia en la cosmovisión de Rudolf Hess. Lejos quedaron los años en los que el propio Führer felicitaba personalmente a Erik Jan Hanussen por los pronósticos favorables a su ascenso… Junto a las detenciones y el traslado a campos de concentración de muchos de estos heterodoxos personajes, se prohibió realizar pronósticos y otra serie de «trabajos» relacionados con las estrellas. También, se condenó a los antroposofistas, cuyo líder fue perseguido con ahínco por los primeros nazis hasta su muerte, en 1925. El régimen que se había valido del misticismo y el ocultismo para dar forma a su imaginario, el mismo Partido que fijó sus bases en el pasado germánico y el ariosofismo, el mismo Movimiento que hacía de los símbolos rúnicos su estandarte y de su Gran Líder un

elegido de la Providencia, perseguía a los «iluminados». Esto es lo que ha llevado a muchos historiadores a cuestionar la influencia del esoterismo en el Tercer Reich, pero lo cierto es que, al margen de las leyendas, las exageraciones varias y las fantochadas, no podríamos concebir el nazismo tal cual fue sin tener en cuenta sus raíces místicas, algo a estas alturas de sobra demostrado. Puede que Hitler condenara a los ocultistas y los astrólogos tras el extraño viaje de Hess, pero lo cierto es que si penetramos en su biografía, él mismo estaba más cerca de ser un místico que un simple político. Si no, no se explica su concepción mesiánica de la historia y su convicción de que había sido la Providencia la que le había elevado al poder. El caso es que, a pesar de aquellas detenciones, algunos astrólogos, como Karl Ernst Krafft o Wilhelm Wulff, que presentaré al lector más adelante, siguieron trabajando para el régimen, en los servicios de Inteligencia. Pero ¿qué papel desempeñaron realmente estos individuos en la «misión» de Hess y cuál fue la estrategia de los servicios de Inteligencia británicos? A principios de 1941, el astrólogo aficionado Ernst Schulte-Strathaus, que formaba parte del círculo íntimo del viceFührer, le dijo a éste que el 10 de mayo de ese año habría una conjunción planetaria que sería propicia para realizar su mesiánico vuelo: el Sol, Mercurio, Venus, Júpiter, Saturno y Urano ocuparían un arco de sólo ocho grados en Tauro. Esto puede sonarnos ininteligible a la mayoría, pero para los «expertos» en las estrellas, se trataba de una alineación poco común y beneficiosa para realizar una tarea de envergadura, o al menos, eso le hicieron creer. Al parecer, también la astróloga muniquesa Maria Nagengast informó a Rudolf de que precisamente ése sería un día propicio para viajar al extranjero, aunque es posible que fuera un astrólogo de mayor relevancia, hasta hoy desconocido, quien le convenció para llevar a cabo esa misión. ¿Fue acaso un espía el que asumió el rol de agorero? Es más que posible. Se sabe, no obstante, que Hess también se relacionó con el astrólogo que trabajaría para Goebbels

en las Centurias de Nostradamus, el citado Karl Ernst Krafft. ¿Pudo tener éste algo que ver?… No se puede dar una respuesta concluyente a día de hoy. Los servicios de espionaje británicos seguían los pasos de muchos mandamases nazis, y Rudolf Hess era fácil de sugestionar, teniendo en cuenta su pasión por lo oculto y lo esotérico. Sea como fuere, el caso es que el escritor Richard Deacon, alias Donald McCormick, un espía reconvertido en autor de bestsellers que llegó a trabajar mano a mano con Ian Fleming y sirvió en la Inteligencia naval durante la segunda guerra mundial, desarrolló la idea de que el MI6 había presentado una cuadratura astrológica falsa para engañar a Hess. En sus libros A History of the British Secret Service y 17F: The Life of Ian Fleming, Deacon apunta que el llamado Asunto Hess fue un «golpe brillante» de la Inteligencia británica, lo que refuerza aún más lo que venimos narrando. Deacon cuenta que, por aquel tiempo, trabajaba para los servicios secretos nada menos que sir Ian Fleming, el creador de James Bond. Cual si de un personaje de sus novelas se tratara, se las ingenió para engañar al viceFührer. Al parecer, Vanessa Hoffman convenció a Fleming de que el almirante Wilhelm Canaris, en quien habían pensado en un principio, no podría «ser eliminado» con un horóscopo falso, pero que sí se podía manipular a Hess con facilidad por estos medios. Fleming había descubierto, por medio de varios de sus amigos ocultistas como el mago británico Aleister Crowley y Ellic Howe,* que Rudolf Hess consultaba asiduamente a los astrólogos. Aunque investigadores como J. Hayward no creen en dicha hipótesis, otros estudiosos están convencidos de que dicho complot «ocultista» existió y fue orquestado hábilmente por los servicios de espionaje aliados. En el libro Super Agent 666, Richard B. Spence afirma, por su parte, que el mago británico Crowley trabajó, aunque conociendo su vanidad probablemente a regañadientes, al servicio de Churchill y junto a Fleming para dar forma a una operación de

alto secreto, que consistía precisamente en sembrar la discordia entre las filas nazis por medio de la propaganda negra y en preparar una de las mayores conspiraciones de la guerra. En cuanto a la participación de Crowley en la trama, y más aún la de Fleming, existen numerosos puntos oscuros, y no se sabe con certeza hasta qué punto su papel fue destacado. De nuevo, hay que recordar que todo lo que planeaba en torno a una operación de espionaje llevaba el marchamo de alto secreto, y durante la guerra se utilizó mucho la contrainformación; las agencias de Inteligencia, tanto las aliadas como las del Eje, inventaban historias que hacían circular entre la población o entre las tropas en el frente, historias que acababan convirtiéndose en verdad de tanto repetirlas. Antes de adentrarnos en la importancia que el mago inglés y otros ocultistas pudieron tener en el Asunto Hess, veamos rápidamente cómo estaba configurada la Inteligencia británica en aquellos primeros años de la segunda guerra mundial, una organización fundamental para entender la «guerra mágica», puesto que en sus complejos departamentos llevaron a cabo su tarea muchos de los protagonistas de este libro. Los servicios de Inteligencia británicos Según se desprende de varios archivos desclasificados hace pocos años, el 22 de julio de 1940, unos meses después del inicio de la guerra, el recién nombrado primer ministro Winston Churchill, junto a lord Hankey y el Ministro de Economía de Guerra, Hugh Dalton, crearon una organización bajo las siglas SOE, que significan Special Operations Executive (en español, Ejecutivo de Operaciones Especiales), cuya finalidad era llevar a cabo tareas de espionaje, sabotaje y reconocimiento militar y especial contra Hitler y sus aliados en la Europa ocupada por el nazismo.

En ocasiones, los ingleses se referían al SOE como los Irregulares de Baker Street, en alusión al grupo de espías que aparece en la novela Estudio en escarlata, de 1886, perteneciente a la saga de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, o también como el Ejército Secreto de Churchill (Churchill’s Secret Army). Algunos autores se refieren a ellos como el Black Team (Equipo Negro) de Churchill. Aunque cueste creer en cifras tan elevadas, el SOE estaba formado por unos trece mil agentes, de los que unos tres mil doscientos eran mujeres. Realizaban todo tipo de trabajos, desde los más sencillos a las más elaboradas operaciones de Inteligencia, y dieron apoyo a alrededor de un millón de agentes secretos en todo el mundo, según datos recogidos por el experto en las dos guerras mundiales David A. T. Stafford. La organización formaba parte de la sección D del MI6 británico, o lo que es lo mismo, del servicio secreto británico. La sección D, fundada en 1938, era la responsable de las operaciones clandestinas y de sabotaje en los países ocupados. Mientras que el MI5 era, y sigue siendo, el Servicio de Seguridad que opera principalmente dentro del país, el MI6, llamado también SIS (abreviatura de Secret Intelligence Service), era el responsable de las actividades de espionaje del Reino Unido en el exterior. Ambas organizaciones fueron fundadas en 1909 y comenzaron a trabajar sobre el terreno principalmente tras el estallido de la Gran Guerra. Inmediatamente después de la anexión de Austria (Anchluss) por los nazis, el 12 de marzo de 1938, el Foreign Office, preocupado por el avance de Hitler, creó una organización de propaganda conocida como Departamento EH, puesto que sus oficinas se encontraban en la conocida como Electra House, bajo la batuta del magnate canadiense de la prensa sir Campbell Stuart. Después, el SIS formó la citada sección D, bajo la supervisión del mayor Lawrence Grand, de la que surgiría el SOE, cuya función eran las operaciones de sabotaje, propaganda negra y otros métodos de «guerra psicológica» para debilitar al enemigo.

El SOE se formó a partir de tres departamentos secretos ya existentes. El mencionado Departamento EH, la sección D y finalmente el Departamento creado por la Oficina de Guerra con la intención de realizar operaciones de guerrilla, controlado por el mayor J. C. Holland y conocido inicialmente como GS (R), que sería renombrado como MI R en 1939. Durante la conflagración, era muy poca la gente que sabía de la existencia del SOE, pues su principal arma era que sus agentes pasaran desapercibidos, bajo identidad falsa. La segunda guerra mundial fue, junto a la Guerra Fría, la edad de oro del espionaje internacional, un apasionante y poco conocido episodio en el que también las «fuerzas ocultas» se utilizaron como arma. El SOE operó en todos los países ocupados o atacados por las fuerzas de las Potencias del Eje, excepto en aquellas demarcaciones en las que existían disputas con los principales aliados de Inglaterra: la Unión Soviética y Estados Unidos, y se disolvió oficialmente el 15 de enero de 1946, una vez finalizada la guerra en todos los frentes. En los primeros meses tras el inicio de la contienda, la Sección D tenía su base en el Hotel Metrópolis de Londres, y su labor principal era el sabotaje. Por su parte, el MI R producía panfletos y libros técnicos para los líderes de la resistencia, a la vez que era el responsable de realizar operaciones de guerrilla tras las líneas enemigas, de donde más tarde surgirían los Comandos Británicos. Curiosamente, Hugh Dalton tomó como modelo para el SOE las estrategias del IRA (el Ejército Republicano Irlandés, sus enemigos más acérrimos durante décadas). Todo valía a la hora de enfrentarse a Adolf Hitler. El primer director del Ejecutivo de Operaciones Especiales fue sir Frank Nelson, antiguo jefe de una empresa comercial en la India, miembro conservador del Parlamento y cónsul en Basilea, Suiza, quien hubo de retirarse en 1942 a causa de problemas cardíacos. Le reemplazó en el cargo sir Charles Jocelyn Hambro, gran amigo de Churchill, quien había obtenido la cruz militar en la Gran Guerra y había sido nada menos,

que director del Banco de Inglaterra. En un estilo muy inglés, parecía que sólo aquellos que habían formado parte de selectos grupos de la sociedad antes de la guerra podían ocupar altos cargos en el Gobierno y en los servicios de Inteligencia. Curiosamente, uno de los departamentos del MI R, conocido como MI R (C) y encargado del desarrollo de armas para la guerra irregular (un eufemismo para referirse a las operaciones de sabotaje, la guerra de guerrillas o, como hoy se llama, la «guerra sucia»), no fue integrado dentro del SOE, sino que se convirtió en un cuerpo independiente bajo el nombre en clave MD1, apodado «la tienda de juguetes de Churchill», debido a que el premier era un entusiasta de los inventos que se desarrollaban en este departamento ultrasecreto. En muchas películas de espías de aquel tiempo hemos visto artilugios que todos dábamos por hecho que eran inventos surgidos de la imaginación del escritor o del guionista, pero lo cierto es que la tienda de juguetes de Churchill diseñó algunos artefactos sorprendentes, nacidos durante las incontables sesiones de brainstorming (tormenta de ideas) de sus investigadores. Aunque muchos de esos diseños no prosperaron y sus resultados no fueron tan efectivos como se esperaba, algunos de ellos llegaron a estar operativos, como el «lápiz detonador», que, con la misma forma y tamaño de un lapicero, consistía realmente en un detonador químico que servía como temporizador; también se utilizó en combate la llamada «bomba pegajosa», una granada antitanque fabricada con una sustancia que se adhería al blindaje de los tanques de la Wehrmacht. Otros inventos con mucho éxito fueron la denominada «bomba lapa», una mina magnética que se colocaba en los cascos de los barcos, bajo la línea de flotación, y que fue la causa del hundimiento de no pocos navíos nazis, y el PIAT (que significa Proyector Antitanque de Infantería, en sus siglas en inglés). Evidentemente, los nazis también desarrollaron sus

propios «juguetitos», que podían hacer mucho daño en el frente, y ya en los últimos años de la guerra diseñaron las llamadas «armas maravillosas» (Wunderwaffe). Si a los extravagantes inventos que se diseñaron para combatir al enemigo se les añade un grupo de personajes vinculados al ocultismo, la magia y la astrología, el resultado parece fruto de la imaginación de un autor de novelas pulp, pero fue real; al menos, en muchos aspectos. Fue de aquí que Mike Mignola, el creador de Hellboy, sacó la inspiración para crear su AIDP o Agencia de Investigación y Defensa Paranormal. Aunque esta última, eso sí, es mucho más fantástica, como corresponde al mundo de la ficción; igual que ocurre con la saga de Indiana Jones creada por George Lucas y Steven Spielberg. Aquel equipo de hombres no contaba con demonios rojos ni con chicas con capacidades piroquinésicas; probablemente, ni siquiera sus conocimientos de lo oculto sirvieran para nada más allá de la estrategia de la propaganda negra y la desinformación, pero es una historia que debe ser conocida, pues aquellas personas sirvieron a su país con la misma devoción que los expertos en otros campos o los soldados que empuñaban un fusil en las trincheras (aunque arriesgando menos sus vidas, por lo general), y tuvieron que realizar informes para los altos mandos igual que cualquier otra división de Inteligencia. Amor por el espionaje Churchill había extraído una lección del fracaso de la campaña de Noruega que le costó el puesto a Chamberlain, y una de sus primeras medidas como primer ministro fue, precisamente, asegurarse de que le mantuvieran informado de todas las novedades relacionadas con los servicios de Inteligencia. Leía

sumarios y valoraciones con detenimiento, y exigía examinar personalmente los mensajes más importantes descifrados a los alemanes. Según el historiador británico Andrew Roberts, casi todos los días, «C», nombre en clave del director del servicio de Inteligencia, enviaba a Downing Street una caja color beige con una selección de los asuntos de mayor relevancia relacionados con el espionaje de guerra. Los informes que contenía, conocidos como Ultra, se debían, en última instancia, al éxito de la resistencia polaca, que había capturado una máquina Enigma de cifrado de mensajes, el más importante artilugio de espionaje nazi, y a los especialistas que trabajaban con ahínco en las secciones de criptografía en Bletchley Park, y que lograron descifrar el código secreto de la Wehrmacht, otro paso fundamental para ganar la batalla al nazismo. Personalmente, Churchill se aseguró de que sólo 31 personas supieran que los aliados habían descubierto el código Enigma, un grupo al que se le dio el nombre en clave de «Bonifacio» para hacer creer a los alemanes que se trataba de un único agente secreto de gran relevancia. A tal punto llegó el secretismo impulsado por el primer ministro inglés, que ni siquiera Hugh Dalton, el director del Departamento de Operaciones Especiales, conocía la existencia de los informes Ultra. Hugh Dalton era un personaje de gran calado, al que el propio primer ministro había llegado a ordenar sin contemplaciones: «¡Prende fuego a Europa!». Churchill tenía una mente abierta a iniciativas muy poco convencionales, por ello no es de extrañar que también recurriera a astrólogos, ilusionistas y al consejo de místicos para llevar a cabo su guerra contra Hitler. Siempre le habían fascinado los agentes secretos, el espionaje y los códigos indescifrables. Desde los tiempos en que trabajó como informador para el Ministerio de Asuntos Exteriores, actuando casi como espía, primero como suboficial en la India, después como corresponsal de guerra en la Guerra de Cuba y más tarde en la de los Bóeres, Churchill se cuidó

mucho de impulsar sus relaciones con la Inteligencia británica, un paso fundamental para alcanzar el primer puesto en el escalafón político décadas después. En 1909, el futuro premier desempeñó un papel fundamental en la creación del MI5, y a comienzos de la primera guerra mundial, preparó los estatutos para el servicio de descodificación del Almirantazgo, que llevaba el nombre en clave de «Sala 40». Todo ello sería un magnífico aprendizaje para su labor como primer ministro y su ataque a la Alemania nazi, al dominar un campo fundamental para la resolución del conflicto. Había llegado a ser un experto en operaciones clandestinas, y ya había utilizado hábilmente el servicio secreto durante la guerra civil rusa, en la guerra submarina durante la Gran Guerra, e incluso durante la huelga general de 1926. Es más, incluso en los tiempos en los que permaneció marginado de la política, tras la victoria aliada en la primera guerra mundial sus estrechos vínculos con la Inteligencia británica le permitieron mantener una red privada de espionaje, que le resultó muy útil. Según Roberts, su influencia era tal que, durante la guerra, por medio de un agente secreto llamado Alan Hillgarth, llegó a sobornar a varios generales del ejército franquista a fin de garantizar la neutralidad española en el conflicto, pues su entrada en la guerra a favor del Eje habría complicado mucho las cosas. En una ocasión, Churchill llegaría a decir que «en tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debe protegerse con un escudo de mentiras»; esas mentiras, minuciosamente orquestadas, se difundirían a través del PWE o Policital Warfare Executive (Mando de Guerra Política), un cuerpo clandestino responsable de la creación de propaganda blanca y negra, muchos de cuyos documentos secretos se hallaron hace apenas unos años, en una vivienda de Cambridgeshire, olvidados por el tiempo. Esos documentos, recuperados por Roberts, pertenecían a David Garnett, exdirector del departamento de Formación del PWE, quien, en 1945, recibió del entonces secretario de Exteriores inglés, Ernest Bevin, el

encargo de escribir una historia secreta de la contribución del organismo que él había dirigido al esfuerzo de guerra, todo ello en el marco del espionaje que volvía a renacer en plena Guerra Fría. Mucha de la correspondencia que Garnett intercambió con altos oficiales del Mando de guerra no las incluyó en su dossier, debido a que el código de omertá de dicho departamento (al igual que sus filiales como el MI5, el MI6, Bletchley Park o el SOE…) era tan estricto que, para muchos de sus oficiales, el deber de guardar silencio sobre sus actividades no terminó con el final de la segunda guerra mundial. Otra guerra se avecinaba en el horizonte, aunque fuera una conflagración no declarada y no librada en los campos de batalla, al menos en el territorio de los dos principales países enfrentados. Los comunistas, aliados del Reino Unido frente al nazismo, sustituyeron a los seguidores de Hitler como máxima amenaza para el Occidente «libre». Falsos informes, propaganda negra y desinformación A la complejidad de intentar acercarnos lo más posible a la verdad histórica en este asunto se añade el hecho de que muchos de los informes que no fueron destruidos por los nazis o los aliados, para no dejar pistas de la llamada guerra mágica, han estado clasificados durante décadas. Sólo ahora empiezan a salir a la luz, con cuentagotas, algunos de ellos, y habrá que esperar unas cuantas décadas más para que tanto los ingleses como los norteamericanos y los rusos desclasifiquen mucha de la información que poseen sus servicios secretos. Precisamente mientras me documentaba para este trabajo, salió a la luz una noticia que hizo saltar chispas respecto a la «verdad histórica» que se nos ha contado hasta el momento sobre al enrevesado Asunto Hess.

Uno de los más prestigiosos historiadores actuales especializados en la segunda guerra mundial, Peter Padfield, cuya voluminosa biografía de Himmler recomiendo a todo interesado en el jefe de las SS, afirma en su último trabajo, aún no publicado en español,* que Adolf Hitler tenía perfecto conocimiento del vuelo de su segundo en el mando. Este hecho ya había sido apuntado, aunque nunca confirmado, por otros estudiosos, y echaría por tierra la versión oficial contada hasta ahora, la misma en la que incidió el régimen nazi cuando «supo» de la arriesgada aventura del viceführer. Es más, según recogió el diario ABC el 2 de octubre de 2013,** Padfield asevera que tiene pruebas de que Hess llevaba un detallado tratado de paz a los británicos de parte de Hitler, en el que ofrecía a Churchill retirarse de Europa occidental a cambio de que Gran Bretaña se declarase neutral ante el inminente ataque a la Unión Soviética. Esta información vuelve a dar pábulo (que no consistencia) a la teoría conspirativa acerca del «asesinato» del viceFührer en prisión (quizá por todo lo que sabía), del que me ocuparé para finalizar uno de los capítulos más enigmáticos de la «guerra mágica». Una vez más, siguen saliendo a la luz, aunque con cuentagotas, informaciones de peso que nos obligan a reescribir la historia. Algo que complica el trabajo del investigador, pero que lo hace, sin duda, más apasionante. En su nuevo trabajo, Padfield revela un documento de aquellos días en el que un informante asegura que él y otros germanoparlantes residentes en Inglaterra fueron llamados por los servicios de Inteligencia británicos para traducirle a Churchill el tratado de paz de Hitler que portaba el prisionero que en un principio respondió al nombre falso de Alfred Horn. Según el historiador británico, que, sin embargo, no especifica el nombre del informante, éste era un académico que trabajó en una de las universidades más importantes de Gran Bretaña y que, antes de fallecer, dictó dicho documento donde explicaba que el grupo de traductores se había

reunido en la sede que la BBC tenía en Londres. De corroborarse la veracidad del documento, se pondría punto y final a uno de los mayores misterios de la segunda guerra mundial. El profesor Haushofer planteaba, dentro de su teoría geopolítica, que la paz con Gran Bretaña era fundamental para garantizar la expansión de Alemania hacia el Este. Hitler siempre fue consciente de esto, y lo era también cuando planteó la invasión de la Unión Soviética. De hecho, hasta que Hess realizó su vuelo, se conocen hasta dos propuestas de paz del Führer a los británicos, presentadas por del ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Ribbentrop, y ambas rechazadas. Hitler topó con la férrea oposición de su antagonista, Churchill, quien no quería ni oír hablar de la paz con los nazis. Esa inflexible postura del primer ministro británico sería finalmente decisiva para el desenlace del conflicto. Es casi seguro que habrá que esperar aún varios años para que se desclasifiquen los archivos secretos de la Inteligencia británica sobre Hess, y podamos conocer qué había realmente detrás de su viaje y si el Führer estaba al corriente de su plan. De momento, sólo se añaden más misterios a la ya de por sí enigmática biografía del que fuera mano derecha de Hitler desde los comienzos del Partido hasta ser detenido, misterios en los que se incluye su extraña muerte. El final de la familia Haushofer Además de Hess, el cabeza de turco de toda esta trama no sería otro que Albrecht Haushofer. El experto en asuntos exteriores no tardaría en caer en desgracia; se le consideró el artífice del vuelo del viceFührer, semijudío y traidor tras conocerse sus vínculos, unos años después, con grupos de la resistencia. Tras la odisea británica fue encerrado en la prisión que la Gestapo tenía en Prinz-Albrecht-Strasse, en Berlín, donde fue interrogado por el Gruppenführer de las SS Heinrich Gestapo Müller,

mano derecha de Himmler, y un personaje que recientemente ha vuelto a estar de actualidad, porque se han descubierto sus restos en un cementerio judío,* lo cual constituye un indescriptible sacrilegio para el pueblo que fue víctima de estos verdugos. Heydrich también estaba convencido de que Albrecht era un traidor potencial, y Ribbentrop le odiaba todavía más, quizá por los éxitos que aquél había cosechado entre la élite británica y sus avances en las negociaciones de paz, mucho más efectivos que los del ministerio de Asuntos Exteriores. Es extraño que no fuera ejecutado al instante, pero lo cierto es que la madeja de la conspiración estaba todavía más enredada de lo que parecía… Según recogió J. Douglas-Hamilton, si algo evitó que Albrecht Haushofer fuera ejecutado de inmediato por las SS fue el interés que, hacia el final de la guerra, tenía Heinrich Himmler en mantenerlo vivo para lograr sus pretensiones de firmar la paz con Inglaterra a espaldas del Führer, e incluso, al parecer, para desbancar a éste del poder. Fuera cual fuese la verdad, que quizá nunca sepamos, lo cierto es que, tras varias operaciones encubiertas, este «plan» secreto tampoco pudo llevarse a cabo, episodio que dejaré como broche final de esta «guerra mágica». Cuando Albrecht dejó de ser útil al Reichsführer, en septiembre de 1944, lo liberaron y el hijo de Karl Haushofer intentó escapar, refugiándose en los Alpes bávaros, en casa de una tal señora Zahler. El 7 de diciembre, tres agentes de la Gestapo lo localizaron y lo condujeron a la prisión de Moabit, en Berlín, desde donde fue trasladado al cuartel general de las SS. Había sido detenido de nuevo no por lo que sabía acerca del vuelo de Hess, sino porque Albrecht era uno de los implicados en la denominada Operación Valkiria, el último de los complots, y quizá el más importante, para acabar con la vida de Hitler, organizado por miembros de la Resistencia alemana, algunos de ellos aristócratas y generales, como los Stauffenberg o el almirante Wilhelm Canaris, que también pagaron con la vida el frustrado atentado contra el Führer en la Guarida del Lobo.*

A mediados de abril de 1945, cuando los rusos habían cercado Berlín y estaba clara la derrota alemana, agentes de la policía secreta del Estado y de la RSHA destruyeron todos los archivos que comprometían a Müller, entre ellos las notas tomadas durante los interrogatorios a Albrecht Haushofer. La noche del 21 de abril, el experto en relaciones internacionales, junto a otros quince prisioneros, fue sacado de la prisión, trasladado hasta el derruido Centro de Exposiciones ULAP y fusilado. En prisión, Albrecht escribió Sonetos de Moabit, unos hermosos versos que se han conservado y en los que algunos creen adivinar distintas claves que apuntan a su intervención en el complot Valkiria y a su pertenencia al estrecho círculo de personajes que rodeaban al coronel Claus von Stauffenberg. Meses después, el 11 de marzo de 1946, con una Alemania en ruinas y mucho más hundida que aquella que tuvo que aceptar las presiones del Tratado de Versalles, el profesor Karl Haushofer y su esposa, Martha Mayer-Doss, se internaron en el bosque, a un kilómetro de su cabaña, y tomaron veneno. La mujer se ahorcó, pero el profesor, incapaz de hacer lo mismo, soportó hasta morir los terribles dolores causados por el cianuro; de ninguna manera se sacrificó mediante el rito japonés del harakiri como apuntaron, una vez más sin prueba alguna, Pauwels y Bergier. Karl Haushofer era un hombre derrotado que había contribuido, probablemente sin pretenderlo, a que Adolf Hitler sembrara la desolación y la muerte como nunca antes se había hecho en la historia. Además, había perdido a su amado hijo mayor, Albrecht, a manos de los mismos a los que había aclamado unos años atrás como los «salvadores» de su amada Alemania. Sus cuerpos fueron hallados al día siguiente por Heinz, el hijo menor, que sabía que, unos días antes, su padre había sido interrogado por agentes de la Inteligencia norteamericana, la OSS (Office of Strategic Services), antecesora de la CIA, que pretendían saber toda la verdad acerca del vuelo de Rudolf Hess a Inglaterra y las supuestas negociaciones de paz que estaban teniendo lugar

cuando Estados Unidos estaban planteándose la posibilidad de entrar en la guerra del lado de los Aliados. Informaciones que podrían haber sido ser decisivas a la hora de tomar una decisión tan trascendental para el desarrollo de los acontecimientos. El extraño inquilino de Spandau Tras su detención, y sin haber podido llevar a cabo su misión, Rudolf Hess, que ya no podía hacer nada por salvar la vida de sus antiguos amigos, fue conducido primero al ático de Buchanan Castle, y después lo trasladaron en ambulancia, para burlar a la numerosa prensa, al llamado Campo Z de la Torre de Londres, situado en Mytchett Place, donde permaneció hasta que tuvieron lugar los juicios de Núremberg. Durante las sesiones del proceso, Hess intentó aparentar amnesia, por lo que recibió duras críticas de los otros condenados, y su actitud parecía la de un enajenado. Al parecer, mientras se desarrollaba el largo proceso, Hess le contó al doctor M. Kelley por qué había volado a Reino Unido, y le dijo que «había recibido mensajes de los espíritus», mensajes que, a finales de 1940, se habían hecho cada vez más imperiosos. Aseguró: «Los dioses me pedían que tomara una decisión, porque yo era el Elegido, el Nuevo Mesías, y únicamente yo podía aportar una nueva era de paz al mundo. Yo era Balder (dios benéfico de la mitología germánica) y Hitler, el demonio maléfico Loki». Aquellas palabras hicieron dudar al tribunal de la salud mental de Hess, pero lo cierto es que éste se mantendría fiel a su Führer y a la ideología nazi hasta el final, y cuesta creer que considerase a Hitler un demonio cuando para él, desde el principio, era éste precisamente el Elegido. Entonces hizo unas declaraciones que, muy posiblemente, provocaron que jamás se ganase la libertad:

He tenido el privilegio de trabajar durante muchos años de mi vida con el hijo más grandioso que mi nación ha engendrado en sus miles de años de historia. Incluso si pudiera, no borraría este tiempo de mi vida. Estoy orgulloso, porque sé que he cumplido con mi deber hacia mi pueblo, mi deber como alemán, mi deber como nacionalsocialista, como un seguidor leal de mi Führer. No lamento nada. Si pudiera comenzar todo de nuevo, haría lo mismo, incluso sabiendo que al final me esperaría una feroz muerte. No importa lo que la gente haga, un día estaré frente al juicio del dios eterno, a él responderé, y sé que él me absolverá.

Tras el proceso, Hess pasaría el resto de su vida en la prisión berlinesa de Spandau, un verdadero tablero de ajedrez, donde el otrora viceFührer sería una pieza simbólica en el complejo juego de la Guerra Fría; durante muchos años mantuvo una actitud extraña, que rozaba lo extravagante, y una personalidad hipocondríaca que sería la pesadilla de sus guardianes. No obstante, sus extravagancias y su actitud en los juicios, así como una evidente decadencia física en pocos años, hicieron surgir las sospechas y las teorías conspirativas. Una de las que más fuerza cobró, aunque ha sido desmentida en varias ocasiones, fue la de que el hombre que se había identificado como Alfred Horn no era el verdadero Rudolf Hess, sino un doble de éste. La hipótesis del Doppelgänger (doble) del viceFührer partió del doctor Hugh Thomas, antiguo médico militar que examinó al nazi en septiembre de 1973, mientras estaba destinado en el Hospital Militar Británico de Berlín. Thomas sabía que Rudolf Hess había sido herido dos veces durante la primera guerra mundial, la primera por metralla, en junio de 1916, y la segunda, de mayor gravedad, causada por un disparo de bala en el frente de Rumanía, en julio de 1917. La teoría de Thomas era que dichas cicatrices, en pecho y espalda, deberían ser visibles incluso sesenta años después de producirse; sin embargo, no habían sido registradas por ninguno de los nada menos que 58 médicos que le habían visitado desde 1941.

El doctor también hacía alusión a que Hess no hubiera querido ver a su mujer y a su hijo hasta 1969, como prueba de su teoría, que esgrimiría en el libro El asesinato de Rudolf Hess, publicado en 1979, el cual levantó una polvareda en la Cámara de los Comunes y en el Bundestag. En 1988, apenas unos meses después de la muerte del viceFührer, el libro se revisó y se volvió a editar con el título de Hess: A Tale of Two Murders (Hess: historia de dos asesinatos), lo que volvió a poner de moda el asunto. Tras concluir que el hombre que visitó en Spandau en 1973 no era realmente el viceFührer, Hugh Thomas exponía un complot realmente pintoresco y enrevesado, y hoy muy poco creído, según el cual, el verdadero Hess había partido de Augsburgo en un Bf 110 en dirección a Suecia, pero había sido derribado siguiendo órdenes de los altos mandos nazis, que se oponían a su plan de paz. Un segundo Bf 110, con un impostor como piloto, había partido desde Aalborg, en Dinamarca, aunque Thomas no aclaraba cuál había sido la razón de esta increíble «sustitución». Thomas afirmaba que el avión del impostor llevaba el código NJ+OQ, pero James Hayward echa por tierra dicha teoría, entre otras cosas, porque todavía hoy se pueden ver en el Imperial War Museum los restos del avión estrellado de Hess, que llevan grabado el código VJ-OQ, el mismo que aparece en todo el material fotográfico de la época. Sin embargo, la mayor prueba que desmonta la teoría del doble surgió en 1989, cuando el periodista de la BBC Roy McHardy halló una copia del historial médico de Hess en los archivos del Estado de Baviera, en el que se hacía referencia a su herida de bala de 1917, describiéndola de esta forma: Tres dedos más arriba de la axila izquierda, hay una cicatriz del tamaño de un guisante, de color azulado, resultado de una herida de entrada de bala. En la espalda, a la altura de la cuarta vértebra dorsal, del tórax, y a dos dedos de la columna vertebral, una herida de salida de bala del tamaño de una cereza.

Según Hayward, no había sido necesaria la intervención quirúrgica; la herida había sido limpia, producida por un fusil de poco calibre; apenas había dejado cicatriz y por tanto no había sido señalada en los informes de los reconocimientos médicos posteriores. Al parecer, Thomas había basado toda su hipótesis en información incorrecta, pues no la había contrastado con ningún informe de la época en el que se aludiera a importantes heridas en el cuerpo del antiguo lugarteniente de Hitler. A pesar de todo, el cirujano, presto a reescribir la historia (y a ganarse su particular hueco dentro de ella) alegó que poseía la copia de una carta de lord Willington a Willian Mackenzie, el primer ministro canadiense, donde se hablaba del viceFührer y «del problema que tenemos con el doble», sin embargo, ningún investigador ha podido verificar dicha información, puesto que el médico alegaba, curiosamente, que el Acta de Secretos Oficiales le impedía publicarla… A pesar del comportamiento extravagante de Hess durante las sesiones judiciales de Núremberg, su esposa, Ilse, calificó de ridícula la cuestión del doble, y Albert Speer, que compartió prisión con él durante veinte años, la rechazó rotundamente por «no tener ningún sentido». ¿Qué sentido tendría que esa persona, ese supuesto doble, aceptase una condena de por vida? La teoría se cae por su propio peso. Aun así, en las últimas décadas se han esgrimido otras hipótesis no menos enrevesadas y fantasiosas sobre el enigmático vuelo. En 1987, el historiador alemán Werner Maser planteó la teoría de que Hess había sido liberado temporalmente la noche del 17 al 18 de marzo de 1952, durante el turno del servicio ruso en Spandau. Sin que lo supieran las potencias occidentales, unos agentes lo trasladaron a un lugar secreto donde se reunió con oficiales de alto rango de la República Democrática Alemana, controlada con mano de hierro por la Stasi.

Según Maser, siguiendo instrucciones del propio Stalin, se le ofreció la libertad y un cargo importante en Alemania Oriental, con la condición de que se declarara socialista. Sin embargo, Hess siguió manteniéndose leal a la ideología nacionalsocialista y rechazó la propuesta. Cabe preguntarse qué ganaban los soviéticos con aquello… La teoría no tiene ni pies ni cabeza. No es de extrañar, por tanto, que los estudios de Maser sobre Hitler y el nazismo fueran calificados por otros historiadores como «los trabajos de un aficionado», lo que no impidió que levantasen cierto revuelo mediático, como todo lo que estaba relacionado con el último de los hombres fuertes del Tercer Reich que seguía con vida. En 2001 volvía a salir a la palestra una nueva teoría conspirativa de mano de Pincknett, Prince y Prior, quienes, en su libro Double Standards, afirmaron que, en Dungavel House, entre un grupo de ingleses partidarios de la paz, que esperaba a Hess, se encontraba nada menos que el duque de Kent, hermano del rey Jorge VI. Así, los autores plantearon que el accidente de avión que le costó la vida al duque, en 1942, no fue tal accidente, sino un asesinato, en el que falleció también el verdadero Rudolf Hess, para rizar aún más el rizo. En el informe del accidente se recoge que había quince hombres a bordo del hidroavión Short Sunderland que se dirigía a Islandia y en el que viajaba el duque de Kent. Los autores de Double Standards, sin embargo, aseguran que iban dieciséis hombres, y que el que no aparece en la lista era, cómo no, el propio Hess. La mayoría de los autores, como es obvio, consideran que este planteamiento también cae por su propio peso. En cuanto a la muerte del nazi más célebre después Hitler, y el único prisionero de Spandau desde 1966, la versión oficial señala que el 17 de agosto de 1989, a los noventa y tres años de edad, se ahorcó en un cobertizo de los jardines de la prisión, ayudándose del cable de una lamparita de noche atado al cerrojo de un ventana.

Tras intentar reanimarle sin éxito, fue trasladado al Hospital Militar británico, donde los médicos volvieron a probar la reanimación sin resultados. Murió a las 16.10 horas. En un bolsillo se le encontró una nota dirigida a su familia, y la primera autopsia al cuerpo, del 19 de agosto, determinó que la muerte se había producido por asfixia. Thomas, en la segunda versión de su libro, ya citada, asegura no sólo que Hess era un doble sino que este doble fue eliminado porque podía contar toda la verdad, y aventura que las lesiones del cuello fueron provocadas, que la nota era falsa y que agentes del Special Air Service (SAS), un regimiento de las fuerzas especiales británicas, lo asesinaron siguiendo instrucciones del gobierno británico, para el que el nazi era un personaje muy molesto. Esa teoría la retomó el hijo del propio Hess, Wolf Rüdiger Hess, quien también escribió un libro sobre el tema, titulado ¿Quién asesinó a mi padre, Rudolf Hess? No es de extrañar, no obstante, que el hijo de uno de los más importantes gerifaltes del Tercer Reich, filonazi declarado, apoyara la hipótesis de la conspiración, que sin duda podía beneficiarle y limpiar el nombre de su progenitor. En 1989, la teoría del asesinato en prisión ganó terreno con el testimonio de un celador de origen tunecino llamado Abdallah Melaouhi, que publicó el libro Rudolf Hess: His Betrayal and Murder. Melaouhi había sido el enfermero del antiguo nazi desde 1982 hasta su muerte, y aseguraba en su libro que el día que sucedieron los hechos, los guardianes de Hess lo entretuvieron, y cuando llegó al cobertizo del jardín, halló en la escena del «suicidio» a dos hombres que no conocía, vestidos con uniformes militares de Estados Unidos; también afirmaba que había muebles tirados por el suelo, como resultado de lo que parecía un forcejeo; que no había ningún cable alrededor del cuello de Hess y que la lámpara contigua estaba enchufada en su sitio. Además, señaló que Hess estaba tan enfermo que ni siquiera era capaz de atarse los zapatos por sí mismo y mucho menos ahorcarse.

Tras el suceso, asegura, en el Hospital Militar Británico, los directores francés y americano celebraron la muerte del antiguo viceFührer con champán. Todo esto lo desmintió el teniente coronel Tony Le Tissier, el último gobernador británico de la prisión, en su libro Farewell to Spandau, donde aseguró que el retraso de Melaouhi se debió a los problemas por encontrarle en medio del caos; que había cuatro lamparitas y por tanto más de un cable; que los estadounidenses de uniforme eran médicos que pretendían reanimar a Hess, y que continuaron con dicha tarea precisamente con la ayuda de Melaouhi, mientras que los muebles se apartaron en los esfuerzos por salvarle la vida. Además, aunque Hess llevaba un braguero y probablemente tenía problemas para atarse los zapatos, todavía escribía bien y por tanto era capaz de hacer un nudo. Todo parece indicar que el tunecino pretendía sacar tajada económica del turbio asunto. Además, muchas piezas no encajan en el puzle conspirativo. ¿Para qué esperar más de cuarenta años para acabar con la vida de alguien que «sabía toda la verdad»? ¿Qué ganaba el gobierno británico con ello? De ser cierto, ¿por qué los soviéticos no tomaron cartas en el asunto, acusando a los ingleses del crimen? ¿Cuánto tiempo más podría haber vivido Hess, teniendo en cuenta que falleció a los noventa y tres años? ¿Por qué no habló hasta entonces…? Hayward recuerda también que Rudolf Hess había intentado quitarse la vida en varias ocasiones. En junio de 1941, apenas un mes después de su viaje, se tiró por un balcón de Mytchett Place, cerca de Aldershot, donde permanecía retenido, y se rompió la pierna izquierda. Luego se apuñaló en el pecho con un cuchillo en febrero de 1945, antes de que el Reich claudicara. Ya con ochenta y tres años, en 1977, trató de cortarse las venas con un cuchillo de mesa, por lo que el ahorcamiento que finalmente acabó con su vida

entre barrotes no sería algo tan raro. Hoy todo parece apuntar a que Hess simplemente se suicidó, aunque es posible que supiera mucho más de lo que nunca hizo público. En julio de 2011, su nombre volvió a ocupar la primera plana de los medios de comunicación de todo el mundo cuando se publicó la noticia de que su tumba en Wunsiedel, Baviera, iba a ser desmantelada por haberse convertido en lugar de peregrinación de neonazis y nostálgicos del Tercer Reich. Más tarde, sus despojos fueron quemados y esparcidos en alta mar, «después de que la comunidad cristiana evangélica de aquella localidad denegara a sus descendientes la prolongación del arrendamiento del sepulcro», según rezaba la edición del 21 de julio de ese año del diario El País. En la actualidad se ha conseguido arrojar no poca luz acerca del Asunto Hess, sin embargo, y a pesar de la desclasificación de informes, de los numerosos estudios que tienen dicho episodio como eje central y de los más de setenta años transcurridos desde que tuvieron lugar los hechos, continúa siendo uno de los misterios sin resolver más complejos, y probablemente el más relevante, de la segunda guerra mundial.

6 LA GUERRA MÁGICA En relación con el denominado Asunto Hess, uno de los mayores misterios de la segunda guerra mundial, ha aparecido una figura fundamental del ocultismo del siglo XX, fundamental también en lo que en Inglaterra dio en llamarse entre los círculos herméticos la «guerra mágica»: Aleister Crowley. Tanto éste como otros ocultistas británicos que también tendrán su hueco en este capítulo, entre ellos Dion Fortune, o los escritores-espía Ian Fleming o Ellic Howe, trabajaron juntos para derrotar a Hitler y a sus numerosos ejércitos. Veamos qué técnicas heterodoxas se emplearon en toda Inglaterra para contrarrestar la nefasta influencia de los astrólogos y médiums del Führer y su política de aniquilación. Aleister Crowley, Superagente 666 No podemos hablar de los magos de la guerra y de la importancia de los espías en la contienda más devastadora de la historia de la humanidad sin pasar, aunque sea casi de puntillas, debido a la falta de información fidedigna y contrastada, por la biografía de uno de los grandes ocultistas de todos los tiempos, sin duda el místico más carismático y controvertido del siglo XX: Aleister Crowley, quien se autoproclamaría como La Bestia 666 y sería persona non grata incluso en su propio país, Inglaterra, al que, sin embargo, serviría entre bambalinas en el seno de los servicios secretos.

No obstante, existen muy pocos datos acerca de la supuesta participación de Crowley en la segunda guerra mundial y cuál fue el verdadero papel que desempeñó en el seno del SOE. Aun así, gracias a las minuciosas investigaciones realizadas en los polvorientos archivos del MI5 y el MI6, al menos sobre aquellos documentos que ya han sido desclasificados, de investigadores como Peter Levenda o, más concretamente, Richard B. Spence, autor de Secret Agent 666: Aleister Crowley, British Intelligence and the Occult, hemos podido descubrir una faceta casi desconocida de uno de los hombres más polémicos del siglo pasado, el mismo al que incluirían los Beatles entre la maraña de personajes célebres de su álbum Sgt. Peppers and the Lonely Hearts Club Band o por el que sentiría una auténtica veneración, rayana en lo obsesivo, Jimmy Page, el guitarrista de la legendaria banda de rock Led Zeppelin, que llegaría a comprar la mansión que tenía el ocultista en Escocia, The Boleskine House, muy cerca del lago Ness. Y es que Aleister Crowley fue un personaje fascinante y multifacético, un provocador adelantado a su tiempo, pero también un gran conocedor del mundo de lo oculto, no sólo como el investigador que ahonda en los polvorientos manuales de invocación, en los grimorios de otro tiempo para arañar alguna pequeña revelación a los insondables secretos de la historia, sino como alguien que vivió de primera mano los entresijos de las sociedades secretas, experimentó con todo tipo de sustancias psicotrópicas cuando éstas eran algo tabú o desconocido en Occidente, y llegó a participar en invocaciones al demonio y misas negras, mientras se entregaba con pasión a la práctica de la llamada «magia sexual» en un tiempo en el que términos como tantrismo eran algo que ni siquiera se sabía pronunciar por estas latitudes. Pero ¿es posible que una persona de la talla moral de Winston Churchill, miembro del Partido Conservador y de los Lores de la Gran Bretaña, aceptara en su equipo de espías a un mago «negro»

que en más de una ocasión se había jactado de ser un enemigo del Imperio? Ya hemos hablado de cómo el premier británico no dudó ni un momento a la hora de aprovechar cualquier recurso, por extravagante que fuera, en la guerra contra Adolf Hitler. A un apasionado del espionaje como él, no sería de extrañar que también le hubiese cautivado una figura como Crowley, que, a pesar de los numerosos enemigos que se granjeó y de su afán de individualismo, también gustaba de codearse con la crème de la crème de la élite británica. Teniendo en cuenta la importancia de Churchill ya durante la Gran Guerra, y sus contactos, muy anteriores, con los servicios de Inteligencia de su país, sin duda estaría al corriente del trabajo de espionaje que el mago inglés había llevado a cabo durante la primera guerra mundial, y que durante décadas, incluso hoy en día, está rodeado de interrogantes, como todo lo relacionado con un mundo de mentiras fabricadas y de medias verdades. Haré un rápido repaso por la cautivadora existencia de Crowley para centrarme a continuación en su faceta de «magoespía» en la segunda guerra mundial. Para profundizar en su laberíntica vida, llena de excesos, recomiendo la voluminosa y documentada biografía La gran bestia, del biógrafo inglés John Symonds, quien, sin embargo, apenas se detiene en su faceta de «mago de la guerra». Edward Alexander Crowley nació el 12 de octubre de 1875 en Hastings, East Sussex (Inglaterra), hijo del millonario galés Edward Crowley. Se quedó huérfano muy joven, y en 1886 heredó una gran fortuna y fue criado por dos tías solteras que pertenecían al mismo grupo religioso que sus progenitores, los Hermanos de Plymouth, una corriente evangélica puritana muy conservadora. Debido a su posición, pudo estudiar en Cambridge, donde comenzó a escribir sus primeros ensayos, novelas y poemas eróticos, que serían abundantes; pronto se decantó por el ocultismo

y las ciencias herméticas, y adoptó el nombre mágico de Baphomet, como sería conocido en los círculos esotéricos que abundaban en aquellos años en la Vieja Europa. Con el tiempo sería cabeza de la Hermandad conocida como la Golden Dawn, y se enfrentó a otros miembros de ésta, como William Butler Yeats y S. L. McGregor Mathers; también comandó la citada Ordo Templi Orientis (OTO). Fue, además, miembro de otras sociedades secretas y autor de obras tan importantes como Magia en teoría y práctica y El libro de la ley, escrito en el exótico ambiente de El Cairo, en 1904. Desde el otoño de 1914 hasta el de 1919, Crowley realizó un errático recorrido por gran parte de Estados Unidos; comenzó su periplo en Nueva York para continuar en Los Ángeles, San Diego, San Francisco, Nueva Orleans, Boston, Detroit, Washington y otras ciudades. Aquel viaje le ocupó todo el tiempo que duró la Gran Guerra en el Viejo Continente, lo que ha llevado a conjeturar que en realidad realizaba tareas de espionaje. Durante muchas décadas, la opinión mayoritaria ha sido que Crowley trabajó como propagandista del Eje durante la primera guerra mundial, pero, en la actualidad, diversos documentos desclasificados apuntan a que, muy probablemente, realizaba tareas de espionaje para la Inteligencia británica, adoptando ese falso antipatriotismo como brillante tapadera. El mismo John Symonds señala que Crowley escribió propaganda para las Potencias Centrales durante su gira por EE.UU., al menos hasta que éste entró en guerra al lado de los Aliados, pero no hay que olvidar que esta biografía fue escrita por primera vez (aunque más tarde revisada) en 1951, cuando prácticamente todos los informes de los servicios secretos continuaban llevando el marchamo de confidenciales, y lo llevarían durante décadas. Por aquel entonces también se hallaba en Estados Unidos otro personaje esencial del ocultismo de principios del siglo XX, Hanns Einz Ewers, autor de obras que combinaban el terror con el

misticismo, guionista para la UFA, amigo íntimo del «profeta del Tercer Reich» Erik Jan Hanussen y también espía. Al igual que Aleister, de quien también era amigo y con quien mantuvo un nutrido intercambio epistolar, Ewers se sintió fascinado por el nacionalsocialismo en sus inicios, y llegó a escribir una biografía por encargo del propio Hitler del mártir del Movimiento Horst Wessel,* aunque más tarde sería víctima del mismo régimen que le había cautivado. No compartía su antisemitismo (uno de sus personajes principales, el patriótico alemán Frank Braun, tenía una amante judía, Lotte Levi) y su reconocida homosexualidad molestaba a muchos miembros del Partido, como molestaban también las inclinaciones homoeróticas de Ernst Röhm, líder de las SA hasta la Noche de los Cuchillos Largos. El principal enemigo de Ewers en las filas del NSDAP era el místico y fanático Alfred Rosenberg, quien intentó por todos los medios provocar su caída. Ewers fue autor de libros tan célebres como Vampyr, La mandrágora o El estudiante de Praga, una adaptación de la leyenda del Fausto de Goethe, cuyo texto también adaptaría como guión para el al cine, e incluso llegó a interpretar un papel en la película, ya que fue uno de los primeros críticos en reconocer este medio como forma de arte legítima. Murió, olvidado por todos, en 1943, apenas dos años antes de la caída del Tercer Reich, y sus obras, de gran calidad literaria, pasaron a un olvido inmerecido por su temprana simpatía hacia Hitler. En cuanto a su contemporáneo Aleister Crowley, quien más nos interesa aquí y que bien podría haber sido el protagonista de uno de sus cuentos místicos y de horror, hoy las cosas parecen apuntar en la dirección opuesta: que no fue propagandista en contra de su país ni seguidor de Hitler, aunque refiriéndose a un personaje tan ambiguo y extravagante, quizá nunca se pueda probar con seguridad. La historia de los pasos de Crowley por las Américas se basa en los propios escritos de éste, recogidos en The Confessions (más bien una autohagiografía), y en las informaciones recogidas en los

periódicos cuando el ocultista celebraba alguna conferencia o publicaba algún artículo. Pero cada vez quedan menos dudas acerca de que, en realidad, Crowley, cuyo lema, «Haz lo que quieras», incidía en que él no debía rendir cuentas a nadie, no dejó de mostrar una actitud patriótica para con Inglaterra. Sea como fuere, y como apunta Richard B. Spence, el mago dejó escritos en sus diarios varios «sueños», proféticos (o eso creía él) sobre Hitler, sin duda el hombre del momento en la Europa de entreguerras.* Siguiendo el monumental trabajo de John Symonds, durante la segunda guerra mundial, Crowley, «más entrado en años y más sensible, ya que el asunto le tocaba de cerca, escribió poesía propagandística para los Aliados». Su tarea en este sentido comenzó con un simple pliego doblado en dos e impreso por todas las caras, que el propio mago tituló «England, Stand Fast!» («¡Inglaterra, mantente firme!») y publicó el 23 de septiembre de 1939: unos versos de fuerte carga patriótica para ayudar a la lucha de su pueblo contra Hitler, cuyo Movimiento hubo un día en que le llamó la atención, sin duda debido a su habitual actitud contraria a los convencionalismos: «¡Inglaterra, mantente firme! ¡Mantente firme ante al adversario! Ellos han dado el primer golpe: Nosotros daremos el último. ¿Paz al precio de la libertad? Nosotros decimos ¡NO! ¡Inglaterra, mantente firme!»

Es curioso apreciar en estos versos la misma idea que Churchill, que aún no era primer ministro, tenía acerca de claudicar ante el Tercer Reich, en un tiempo en el que había muchos germanófilos entre los ingleses y no pocos miembros del Parlamento británico abogaban por mantener la paz con Alemania.

No es por tanto de extrañar, teniendo en cuenta la firmeza de Churchill a la hora de declarar la guerra a Hitler, que sintiera simpatía hacia la postura de Crowley. En el verano de 1941, cuando Londres estaba siendo asediado constantemente por la Luftwaffe, el ocultista incorporó «England, Stand Fast!» a una extensa obra en verso titulada Thumbs Up!, de la que publicaría una corta tirada cuando se hallaba residiendo en su apartamento del número 10 de Hanover Square. En esta obra se ve la marca de la Bestia: el pene con los testículos (lo que, imagino, no entusiasmaría demasiado a la aristocracia política británica), superpuesto a una estrella de siete puntas* y debajo el número 666, todo inserto en una circunferencia. Aparte de este símbolo, aparecían escritas las palabras In hoc signo Vinces (Bajo este signo vencerás), que, según contaba la leyenda, se le habían aparecido a Constantino, junto a una cruz luminosa, el lábaro, antes de la batalla de puente Milvio, y que habían supuesto un positivo augurio en su conquista del poder imperial. Los sueños proféticos (como los que decían haber experimentado también el barón Sebottendorff, Hitler o el propio Crowley en relación con el líder nazi), principalmente ligados al triunfo y al poder, podrían rastrearse desde los albores de la historia humana. Crowley estaba convencido del poder que ese símbolo podía ejercer sobre el Führer. Según apunta John Symonds** en su voluminosa biografía del mago británico, sería precisamente Aleister Crowley, y no Victor de Lavaleye (uno de los miembros del Gobierno belga en el exilio), quien «inventó» la V de la victoria que se forma con los dedos índice y medio de la mano, gesto que se vio realizar, en numerosas ocasiones durante el conflicto, a las puertas de Downing Street y tras sus discursos patrióticos, al mismísimo Winston S. Churchill. Otro indicio más de que el premier y el ocultista mantuvieron una cierta cercanía. La confusión sobre este origen parte de que Lavaleye, durante una retransmisión de la BBC dirigida a Bélgica, propuso que la letra V, la inicial de victoria en todas las lenguas de Europa, sustituyera a

las de la Real Fuerza Aérea británica, la RAF, que aparecían pintadas con tiza en numerosas paredes de su país, dibujadas por los miembros de la resistencia. Su propuesta fue aceptada al momento y la V de Victoria, o su transmisión en código Morse, fue emitida en todos los programas de la BBC dirigidos al continente, seguida por los acordes iniciales del primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Según Symonds, que el inventor de la letra V como símbolo de la victoria de los Aliados fue Aleister Crowley se puede probar por varios detalles relevantes de su vida y hazañas. El primero de ellos serían las iniciales del nombre mágico que éste adoptó al alcanzar el grado de Magister Templi: V.V.V.V.V. Además, se conserva una fotografía suya, publicada en el frontispicio de su obra Eight Lectures on Yoga (Ocho lecciones de yoga), en la temprana fecha de 1939, donde aparece tocado con un turbante, y en la que puede apreciarse cómo la mano con que se sostiene el mentón forma, con los dedos índice y medio, la misma V que Churchill hizo popular durante la guerra. El símbolo que forma Crowley, que representa a un hombre con los brazos abiertos en signo de amistad, es muy similar al que aparece en numerosos grabados rupestres del Bronce Nórdico Medio (que fascinaría a los investigadores de la Ahnenerbe nazi), en figurillas de bronce de la Europa protocéltica y en terracotas de la región del Egeo. Curiosamente, este símbolo, que significa también el resurgir de la vida y de la vegetación, tiene paralelismos con la runa germánica algiz, que posee el valor fonético de z y que fue adoptada durante los años treinta del siglo XX por el Grupo de Ur (más tarde conocido como Krur), dedicado a los estudios esotéricos de tipo tradicional, al que pertenecieron Julius Evola y René Guénon. No debemos olvidar que algunos ariosofistas, deudores de las teorías de Guido von List y Lanz von Liebenfels, se dedicaron a realizar ejercicios gimnásticos en los que, al igual que Crowley, realizaban con el cuerpo movimientos que representaban símbolos,

en este caso rúnicos. De hecho, durante los años de la República de Weimar, el ocultista y reivindicador del pasado germánico Friedrich Bernhard Marby fundó una escuela mística de ocultismo rúnico que todavía tiene muchos seguidores entre grupos new age. Por su parte, el místico germano Siegfried Adolf Kummer fundó una «escuela rúnica», llamada Runa, en la que se realizaban ejercicios gimnásticos «rúnicos» muy similares, con la intención de canalizar la energía invisible y de que los practicantes entraran en una especie de consonancia con «las fuerzas cósmicas». Según Kummer, sólo los racialmente puros podían regular ese influjo de olas cósmicas etéreas e invisibles. Pero volvamos a Crowley. En otra versión de Thumbs Up!, en la que el mago se hacía eco del Minuto de Oración de Churchill, aparecía insertada una posdata en la fe de erratas con el siguiente texto: 15 de agosto. Ha sido anunciado para el 7 de septiembre el Cuarto Día de Oración Nacional. Confío en que la publicación del Himno de la página 9 y la Invocación mediante el signo V de Apofis y Tifón consigan conjurar las calamidades que este postrer borborigmo del «estruendoso final» del culto caduco pueda acarrearnos.

Lo firmaba como 666, el consabido número de la Bestia. Además, según Crowley, era posible hacer signos y símbolos con el propio cuerpo. Precisamente, el noveno signo de los referidos a los Grados Iniciáticos significa que el mago, revestido de su túnica ceremonial, hace con los brazos levantados el signo de la V, «V Tifón-El Tridente», según se comenta en su obra Magia en teoría y práctica. Las restantes referencias a las divinidades egipcias se explican, según Symonds, fácilmente, ya que Tifón, asociado a Set, es el enemigo de Osiris. Por lo tanto, el «culto caduco», en la filosofía de Crowley, era el de Osiris, que equivalía en su ideario al del cristianismo. Es quizá este lenguaje semicríptico el que llevó a algunos exégetas a afirmar que la V que el ocultista habría

enseñado a Winston Churchill no era sino un antiguo símbolo satánico egipcio de destrucción. Cuesta creerlo, teniendo en cuenta la rectitud del primer ministro, aunque nunca se sabe. Una ceremonia mágica en el bosque Existe una versión aún más apasionante sobre la participación de Aleister en la guerra contra Hitler, contada por un escritor ducho en magia y ocultismo, que afirmaba ser uno de los hijos ilegítimos secretos del mismísimo mago: Amado Crowley, fallecido en el año 2000 y autor de numerosos libros y artículos sobre esoterismo, como A Beginners Guide to Occultism o The Secrets of Aleister Crowley. Según éste, el ritual mágico que cambió la historia de la humanidad «tuvo lugar una noche invernal de 1940 en el bosque de Ashdown», en el condado de Sussex, en Inglaterra, y formaba parte de la denominada Operación Muérdago (Mistletoe Operation). El objetivo de esa celebración pagana: la derrota del pérfido Tercer Reich, que, a partir de esa fatídica fecha, inició su lento pero definitivo hundimiento; aunque cuesta creer que fuese a causa de una invocación mágica, por muy poderosa que fuera. José León Cano apunta, en un artículo publicado en la revista Enigmas, que se desconoce exactamente el lugar donde tuvo lugar el gran ritual orquestado por Crowley, quien había sido contratado por el Gobierno de Su Majestad en la lucha «mágica» contra el Führer. El propio Amado Crowley murió sin revelarlo. Al parecer, fue una ceremonia compleja y de larga duración. El «hijo» ilegítimo contaba entonces tan sólo diez años, y acompañó a su padre durante la ceremonia. Aunque debido a su corta edad había olvidado muchos detalles, decía recordar con claridad la presencia de un maniquí vestido con uniforme nazi, sentado en una silla en forma de trono.

Al pequeño lo sentaron frente a un gran espejo, donde se reflejaba también el maniquí. La mayor parte de los participantes (algunos de ellos, miembros del servicio de Inteligencia británico, pues el ritual contaba con la aquiescencia del primer ministro, y otros, soldados canadienses) vestían hábitos ocultistas de diferentes formas que se habían puesto sobre sus uniformes de combate a una orden del propio Crowley (la simbología bélica y ocultista era fundamental para que el ceremonial fructificase). Cada uno de los hábitos lucía un símbolo rúnico, hecho de fieltro y colores muy vivos, cosido a la altura del pecho de los participantes, que comenzaron en un momento dado a girar alrededor del pequeño y del maniquí, formando dos círculos concéntricos: «El exterior se mueve de izquierda a derecha y el interior, en sentido inverso; uno siguiendo la trayectoria del Sol y el otro la contraria». Unos movimientos que para nada eran arbitrarios, sino que las dos filas se entrelazaban siguiendo el ritmo que marcaban las indicaciones del ocultista. Según la colación en la que quedaban cada vez que realizaban una parada, mirando al interior del círculo, las runas de los trajes formaban diferentes mensajes que iban dirigidos al maniquí, una suerte de avatar, quizá, del propio Hitler (aunque hay quien sugiere que simbolizaba a Hess y que fue nada menos que el ritual mágico el que impulsó al viceFührer a realizar su vuelo). El caso es que Crowley explicó entonces a su hijo que dichos mensajes estaban relacionados con otro que Amado debía decir en forma de invocación a cada parada de los danzantes, en un idioma que para él era entonces ininteligible, pero que con los años y su estudio constante de las ciencias ocultas, creyó, o quiso creer, que significaba: «Tú eres el Elegido, tú eres el héroe engalanado de oro». En el clímax del ritual, Aleister ordenó fijar una suerte de alas, como de un gran pájaro, a la espalda del maniquí. Luego, la comitiva se dirigió a una iglesia cercana; allí, subieron hasta el campanario con el muñeco a cuestas; acto seguido lo rociaron de

gasolina y lo hicieron descender desde lo alto envuelto en llamas a lo largo de un cable que estaba tendido siguiendo la orientación de un lugar concreto de Alemania, que aunque nunca ha sido precisado, quizá se tratara del edificio de la Cancillería del Reich. León Cano apunta: «Su recorrido a lo largo del cable no se prolonga más allá de algunos centenares de metros, y trozos ardientes del muñeco se esparcen a lo largo de esa distancia». Un pequeño incendio es rápidamente sofocado por un equipo de bomberos conocedores del ritual y obligados por las altas instancias a permanecer de guardia. Según Crowley, que pareció no quedar muy satisfecho con el resultado de su oscura ceremonia, el cable era «demasiado corto y demasiado pendiente». Una escena digna de las películas de la productora británica Hammer, que suena apócrifa, pero que bien pudo haberse producido si tenemos en cuenta la excentricidad del mago y su confianza ciega en los poderes sobrenaturales. ¿Sería aquel ritual a la luz de la luna la causa de los reveses que sufriría a partir de entonces el Tercer Reich? Cuesta creerlo. No obstante, no mucho tiempo después Hess aterrizaba en Escocia. En la Operación Muérdago parece que Churchill era conocido con el nombre en clave de «Johann Sebastian», y Amado Crowley afirmó que el propio primer ministro hizo llegar a su padre su «gratitud personal» y «el agradecimiento de la nación». Es difícil dar por cierto que Churchill atribuyera a las letanías a medianoche de un ocultista la victoria sobre la esvástica, pero no deja de ser un episodio poderosamente atractivo, poco conocido y de relevancia para la historia que estoy narrando. La increíble historia de Aleister Crowley está contada con detalle en la citada biografía, monumental, que le dedicó Symonds; desde sus excentricidades en magia sexual, sus invocaciones y coqueteos con el mundo espiritual, su pertenencia a sociedades secretas como la Ordo Templi Orientis o la Golden Dawn, hasta sus años en la abadía de Cefalú o sus reiteradas provocaciones, que se ajustaban a su dogma personal de «Haz lo que quieras».

Incluso, Symonds, albacea y editor de la obra literaria del mago, hace alusión tangencialmente a su faceta como espía. No obstante, el papel que el ocultista británico tuvo en el Asunto Hess continúa siendo confidencial, y su supuesto asesoramiento tanto a Churchill como a Fleming para engañar al «segundo hombre más fuerte del Reich» sigue rodeado de brumas, al igual que la eficacia de sus poco ortodoxos métodos en la contienda. La Fraternidad de la Luz Interior Aleister Crowley no sería el único de los ocultistas ingleses que pusieron sus conocimientos de lo intangible al servicio de los departamentos de Inteligencia del Gobierno del país y que desplegaron sus armas «mágicas» para frenar al cabo chillón que estaba sembrando la destrucción en el viejo mundo. En relación con esta corriente de misticismo en las Islas Británicas durante la guerra que impulsó prácticas como el Minuto Silencioso, un personaje brilla por encima del resto. Y es que además de W.T. Pole, Louis de Wohl (que presentaré a su debido tiempo) o el propio Crowley, tuvo un papel esencial en la llamada guerra mágica (dieran o no resultado efectivo sus acciones), una mujer, la mística y escritora de lo oculto Dione Fortune. Aunque a lo largo de este trabajo veremos que las llamadas artes negras de la desinformación, el engaño y la propaganda pueden ser consideradas como un tipo de «magia», la magia del engaño, ni más ni menos, lo cierto es que diversos ocultistas británicos (al igual que alemanes y de otras nacionalidades), estaban convencidos de que en el conflicto operaban también una serie de fuerzas intangibles, invisibles, pero decisivas para el desarrollo de los acontecimientos, lo que no es de extrañar si los propios líderes de aquella batalla no dudaban de que en su desarrollo y desenlace final tenía mucho que ver la Providencia.

Pues bien, lejos de que el lector de hoy en día tenga que dar por buenas, sin discusión, o incluso apropiadas dichas creencias y aceptar que el poder de lo etéreo causaba más daño que los morteros, los tanques, los bombardeos o la mismísima bomba atómica, que también los nazis estuvieron a punto de diseñar, diversos místicos como Fortune estuvieron entregados cual auténticos soldados a la llamada Batalla Mágica de Inglaterra. Violet Mary Firth, más conocida como Dion Fortune, nació el 6 de diciembre de 1890, apenas un año y medio después que Hitler, en Bryn-y-Bia (Llandudno, Gales), en el seno de una familia que practicaba con rigor la llamada Ciencia Cristiana*. Impregnada desde niña por esta fuerte espiritualidad y acostumbrada a considerar, al igual que su familia, muchos de los hechos que la rodeaban como milagros y diversas curaciones como fruto de su inquebrantable fe, no es raro que acabara convirtiéndose en una auténtica mística. Hoy día, a la luz de los hechos, podríamos considerar a Fortune poco menos que una excéntrica, siendo benevolentes, o una auténtica loca si pecamos de un marcado escepticismo, pero lo cierto es que llevó a cabo sus acciones, no poco relevantes, en un tiempo en el que, como sabemos, estaba en boga el espiritismo y el esoterismo en Occidente, y los propios mentores ideológicos de Hitler creían poder contactar con un pasado mítico, algo que por otra parte impulsaron Madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, al afirmar que aquellos que le dictaban sus obras en una suerte de telepatía atemporal eran Maestros Ascendidos del Tíbet. Nada menos. Esas creencias cosecharán numerosos adeptos y no precisamente entre las clases bajas, e influyeron en la cosmovisión nazi. Dion Fortune contaba que a los cuatro años experimentó visiones de la Atlántida, y llegó a creerse la reencarnación de una sacerdotisa atlante y a establecer canales psíquicos que le permitían contactar, nada menos, que con Sócrates y Merlín; que a los veinte años desarrolló otras habilidades psíquicas, capacidades que años después le servirían en su lucha contra Hitler.

Violet eligió el nombre de Dion Fortune inspirándose en el lema de su familia: «Deo, non fortuna» («Dios, no el Destino»). Cuando comenzó a desarrollar habilidades psíquicas, según su testimonio, sufrió una crisis nerviosa que le afectó sobremanera y, ya recuperada, al menos en parte, sintió una poderosa atracción por el ocultismo y el misticismo, lo que la llevó a unirse, como tantos otros de sus contemporáneos, a la Sociedad Teosófica. Tras asistir a clases de psicología y del recién nacido psicoanálisis en la Universidad de Londres, se convirtió en aprendiz de psicoterapeuta en la Clínica Médico-Psicológica de Brunswick Square. En aquel tiempo escribió numerosos libros, novelas y artículos para revistas que entonces tenían gran influencia, como Occult Review. En muchos de sus trabajos, Dione daba forma a un sistema sincrético que combinaba sus intereses místicos y psicológicos, exploraba la conciencia colectiva, incluía nociones jungianas, la protección psíquica y los métodos esotéricos de meditación, sin duda influida por su educación. Una amalgama que tomaba elementos de muchas religiones, culturas y disciplinas: la cosmología egipcia, la Teosofía, la astrología, la numerología, la cábala e incluso la técnica oriental de cómo acceder a la «librería psíquica de todas las cosas», los llamados Archivos Akáshicos, donde estarían almacenados todos los conocimientos del Universo, un concepto que apareció por primera vez en el libro de la ocultista y teósofa británica Annie Bésant, La sabiduría antigua (1898). Además, Fortune realizó autohipnosis, utilizó métodos ascéticos de oración y meditación, e intentó desarrollar habilidades psíquicas por medio de herramientas de adivinación como el Tarot, las bolas de cristal o los espejos negros; practicó ejercicios de respiración importados de técnicas orientales, como el yoga, e incluso la «visión remota» y el desarrollo de contactos psíquicos con «maestros ascendidos», los guías espirituales de los llamados «planos internos» y los «Jefes Secretos» de las Órdenes ocultas, que, a sus ojos, controlaban el mundo, con claras reminiscencias de Blavatsky y sus seguidores.

En muchos sentidos, fue pionera en algunas de las técnicas que hoy, desvirtuadas de su contexto original, utilizan numerosos personajes que se hacen pasar por adivinos o por seres dotados de no sé qué cualidad, para amasar billetes. No era su caso. Al parecer, según su biógrafo, Alan Richardson*, su primer mentor en el universo de la magia fue el ocultista y francmasón irlandés Theodore Moriarty, quien le facilitó el terreno para que, en 1919, fuese iniciada en el Templo de Londres de la Alpha & Omega, para pasar después a la Orden Estrella Matutina (The Stella Matutina), que se basaba en las enseñanzas de la Golden Dawn, a la que sabemos que perteneció (y moldeó) Aleister Crowley, con quien Fortune mantuvo un contacto epistolar. No obstante, con el tiempo daría una gran importancia al cristianismo esotérico, lo que la alejó de las filas del Amanecer Dorado. En 1935, el mismo año en que Louis de Wohl recalaba en Inglaterra huyendo de un régimen que comenzaba a ser una amenaza muy real para Europa, Dion publicaba su obra maestra: The Mystical Qabalah (La cábala mística), considerado uno de los mejores libros de magia jamás escritos. Pero tras estas pinceladas biográficas, vayamos a lo que nos interesa aquí: su participación directa en la segunda guerra mundial. En esta ocasión, es la propia ocultista quien describió su labor, en The Magical Battle of Britain, compendio de una serie de cartas que Fortune escribió en esa época. Aquella «batalla mágica» fue un intento de los ocultistas británicos, encabezados por ella, de ayudar con la magia, la «visualización» y la oración al esfuerzo de guerra y a aquellos que, en el frente, esperaban impedir una inminente invasión alemana de las islas en los días más oscuros de la conflagración. En ese tiempo, Dion aseguró que el ocultismo era «una noble meta para el alma, una verdadera cruzada contra los Poderes de las Tinieblas». Convencida de ello, tras el inicio de la guerra en 1939, su Sociedad de la Luz Interior (The Fraternity of the Inner-Light) se centró en realizar experimentos mágicos y de meditación

relacionados con los mitos del Grial que rodeaban Glastonbury, y trabajaron en este sentido con el arqueólogo «visionario» y místico Frederick Bligh Bond, un singular personaje que fue francmasón, teósofo y miembro de la Society for Physical Research (SPR).** En unos tiempos en los que, para el esfuerzo de guerra, se distribuía todo tipo de material: películas, carteles, propaganda y se realizaban infinitos discursos, la fraternidad mágica de Dion Fortune pretendía hallar un nuevo modo de ayudar. La Fraternidad de la Luz hizo una llamada invitando a todos los que formaban parte de la Orden a que meditaran conjuntamente a favor de la victoria y la consecuente paz. La organización mística tenía su cuartel general en Queensborough Terrace, Bayswater (aunque poseía también una propiedad en Glastonbury) y dirigirían su esfuerzo «mágico» desde allí. Durante un período de tres años (desde octubre de 1939 a octubre de 1942), Dion envió una serie de cartas semanales (más tarde, cuando en Inglaterra había pasado el peligro de una invasión, mensualmente) a sus numerosos seguidores, describiendo con gran detalle un creciente número de ejercicios de meditación que debían realizarse a una hora concreta todos los domingos, ejercicios que se basaban en las técnicas de protección y visualización de la Golden Dawn, centrados en construir una especie de barrera de protección psíquica de lo que dieron en llamar el «Espíritu Nacional», que, según Fortune, se hallaba en Glastonbury, materializado en la espada del rey Arturo, Excalibur, lo que fue visto por numerosos miembros de la sociedad inglesa como una excentricidad. En medio de su habitual extravagancia y marcada fe, visualizaron también a Jesucristo (según Fortune, el efecto mántrico del uso del «Sagrado Nombre de Jesús» podía ser de gran ayuda para los pilotos de la RAF), a la cruz de los Rosacruces, al mago Merlín, el Santo Grial (que también cautivaba a los ocultistas nazis), incluso al Arcángel Miguel; todos ellos «unidos a Arturo en su férrea

posición para proteger a la nación», un movimiento con ecos de Nueva Era, que contribuía, a su manera, a la lucha mágica en el gran teatro de la guerra. Antes de que Fortune enviara la primera misiva, los miembros de su grupo recibieron de ella una serie de «instrucciones para la meditación» sobre cómo prepararse para la inminente «batalla mágica». La propia ocultista escribía que «los miembros de la Fraternidad de la Luz han sido cuidadosamente entrenados en la teoría y la práctica de la meditación», y señalaba que «todos los domingos por la mañana, de 12.15 a 12.30, ciertos miembros crearán un círculo de meditación en el Santuario a las Tres de Queensborough Terrace». Mientras esto sucedía, otros miembros, en toda Inglaterra, debían sentarse al mismo tiempo a meditar. De esta forma se crearía una especie de «conciencia nacional en la lucha contra los nazis». El periodista británico, experto en espionaje y durante años editor de The Guardian Richard Norton Taylor apunta que «el trabajo de este ejército mágico era a la vez crear un poderoso escudo formado por imágenes arquetípicas específicas, una fuerza mágica que podría ser utilizada contra el enemigo, y tratar de curar una conciencia nacional que estaba sometida a un gran estrés en tiempos de guerra». En cada misiva, Fortune instaba a sus seguidores a emplear con ahínco sus facultades psíquicas. El 29 de enero de 1940, en la carta número 15 de su serie, instaba a los miembros de la Orden a meditar visualizando presencias angelicales ataviadas de rojo y armadas, «patrullando a lo largo y ancho de nuestra tierra». Pedía a sus acólitos que visualizaran un mapa de Gran Bretaña y a dichas presencias espirituales vigilando el territorio y en guardia, para que nada ajeno «pudiese moverse sin ser visto». Las patrullas angélicas más fuertes debían no sólo realizar visualizaciones sino incluso influir en el clima, provocando tormentas que entorpecieran el avance de los ejércitos de Hitler.

Mientras me documentaba sobre aquella insólita «batalla mágica» y escribía estas líneas, no pude evitar que una sonrisa se me dibujase en el rostro ante la inocencia, la credulidad y las benévolas intenciones de Dion Fortune y compañía, pero lo cierto es que en la creencia de que se podía realizar una lucha mágica y ritual en el llamado «plano astral», millares de personas, imbuidas de patriotismo y fe, «lucharon» a su manera contra Hitler. No empuñaron un fusil en las trincheras, algo mucho más duro y arriesgado, claro, pero emplearon muchas horas en ejercicios de meditación que, aunque a nosotros puedan parecernos incluso irrisorios, para esas personas de buena fe tenían una importancia capital, eran en lo que más creían. ¿Qué les diferencia de aquellos que profesan con pasión cualquier tipo de religión «oficial», socialmente aceptada e incluso exigida, dependiendo del país? Aunque probablemente sus acciones no sirvieran o de mucho, o de nada, sus intenciones eran honestas y valerosas, y sólo por ello merece la pena recordarlas. Mientras otros magos de la guerra como Aleister Crowley, Louis de Wohl o Jasper Maskelyne contribuían al esfuerzo bélico de una forma más eficaz, trabajando mano a mano con los servicios secretos, que seguían las directrices de Downing Street, Dion Fortune, con la misma entrega que éstos, realizaba su cruzada particular de meditación mágica contra los enemigos de la democracia. Durante los momentos más duros del bombardeo nazi sobre Londres, la sede de la organización sufrió importantes destrozos, lo que no amilanó a sus miembros a la hora de seguir adelante con su particular lucha. Entonces, y a pesar de su heterodoxia, el grupo ocultista había alcanzado notoriedad en el país y se podían oír referencias a sus esfuerzos meditativos y a sus visualizaciones en los discursos de figuras prominentes de la sociedad inglesa, desde el Arzobispo de York hasta el propio Winston Churchill.

Hay quien quiso ver en su actuación el éxito de la evacuación de Dunkerque, «cuando la tormenta y la calma llegaron cuando se necesitaba, e incluso las autoridades militares hablaron de un milagro», según escribía Fortune en su carta número 34, un documento revelador de aquel tiempo. A medida que la guerra se ponía en contra de Hitler y el Blitz (el bombardeo sobre suelo inglés) pasaba, Dion dirigió sus esfuerzos más hacia las secuelas del conflicto y al esfuerzo de paz, hablando de un período de reconstrucción no sólo física sino también espiritual y moral, a la que denominó la Era de Acuario, para cuya consecución trabajarían sus discípulos. La mística, que no por iluminada deja de ser un personaje fascinante dentro del ocultismo del siglo XX, escribió un episodio fundamental del uso de las fuerzas mágicas en la segunda guerra mundial. Algunos de los seguidores de la mujer mago creyeron ver en el enorme esfuerzo físico y psíquico que le supuso aquel tormentoso período la causa de que Fortune enfermase de leucemia y muriese no mucho después del final de la guerra, el 8 de enero de 1946, justo antes de cumplir los cincuenta y seis años. Al menos, vio con sus propios ojos la victoria de su pueblo contra los nazis, a los que consideraba, y esta vez no sin razón, enviados de las tinieblas. Es más que seguro que, gracias a ello, pudiera descansar en paz.

7 EL MAGO NEGRO DEL TERCER REICH Al norte de Westfalia, en Renania del Norte, se erige un castillo que alberga tras sus silenciosos muros una de las historias más extrañas del siglo XX. Imponente y aparentemente infranqueable, la majestuosa edificación se erige sobre una colina haciendo sombra a la pequeña población que allí se asienta desde tiempos inmemoriales. Es Wewelsburg, la fortaleza que un día fue bastión de las SS y centro místico del poder del Tercer Reich. Hoy, restaurado de sus propias cenizas, para unos es símbolo del esplendor del Reich de los Mil Años, mientras que para otros (los más, por suerte) es el reflejo de un tiempo de oscuridad y muerte que nunca debió existir. Por ello, en su interior, el curioso puede visitar en la actualidad un museo, inaugurado en 2010, dedicado a la Orden Negra y a sus esbirros, y seguir la estela de sangre dejada por los SS. El que sería líder de las Escuadras de Protección (SS), de la Gestapo, de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), de toda la policía alemana, y el responsable principal de los campos de concentración, Heinrich Himmler, uno de los hombres más temibles de la historia humana, comenzó su singladura política de una forma más bien discreta. En su adolescencia y primera juventud nadie hubiera dicho que estaba destinado a convertirse en uno de los criminales más sanguinarios de todos los tiempos. Había nacido en el seno de una familia de clase media alta en Múnich, con el comienzo del nuevo siglo, el 7 de octubre de 1900. Por influencia de su padre, el profesor Gebhard Himmler, el pequeño

Heinrich desarrolló, desde temprana edad, una visión romántica del pasado alemán. Viajaba con éste a distintos yacimientos, donde, cual aprendiz de arqueólogo, realizaba pequeñas excavaciones, y coleccionaba monedas y otras piezas antiguas, que un día serían, junto a los objetos de poder, las reliquias y la exaltación de la raza aria, una de sus principales obsesiones. Gebhard le inculcaría férreos valores morales y un afán por el orden y la disciplina, que años después aplicaría meticulosamente al frente del organigrama nazi. Quiso el destino, a veces tan caprichoso, poner en contacto a personajes infames que, si por separado hubieran sido inofensivos, en grupo llegaron a convertirse en una especie de Bestia del Apocalipsis. Eso pasó con los primeros nazis. Impregnado de los valores ultraconservadores de su progenitor, desde pequeño, Himmler se mostró obsesionado con convertirse en soldado, aunque su constitución débil y enfermiza no era la más indicada para tal menester. Tras el inicio de la primera guerra mundial intentó por todos los medios alistarse, siguiendo los pasos de su hermano mayor, llamado Gebhard, como su padre, para defender a la Gran Alemania de los enemigos de su cómodo modo de vida. No logró su objetivo, ya que sólo contaba dieciséis años, lo que le impidió estar en el frente y entrar en batalla. La derrota de su país y las drásticas medidas del Tratado de Versalles, uno de los filones propagandísticos de Hitler, como sabemos, provocaron en él un odio visceral a los demócratas de Weimar, lo que agudizó su marcado nacionalismo. Su familia no escapó de las calamidades que sufrieron la mayoría de los ciudadanos alemanes a causa de la gigantesca inflación provocada por las reparaciones de guerra impuestas al país por los aliados. Poco después sufrió una enfermedad que le mantuvo varios meses en cama. En ese tiempo leyó abundante literatura nacionalista y ultraderechista, además de leyendas de la mitología celta y germánica, que influirían sobremanera en su concepción de

la historia. Se sumergió en literatura antijudía, como ya mencionados, Los protocolos de los sabios de Sión entre otros textos que configurarían su cosmovisión del mundo. Para disgusto de sus padres, que esperaban un futuro diferente para él, el joven Heinrich, ya recuperado, decidió matricularse como estudiante de agronomía en la Universidad Técnica de Múnich, donde se mostraría como un joven meticuloso en los estudios, pero con dificultad para mantener relaciones sociales, lo que le granjeó la desconfianza de los miembros del club Bund Apollo, dedicado a la esgrima, del que formaba parte. Ya en aquellos primeros tiempos hacía gala de un marcado antisemitismo, y se convirtió en asiduo de los Freikorps, que se nutrían de soldados desmovilizados, anticomunistas y jóvenes desempleados. En aquel tiempo, Alemania registró un paro que pasó de los novecientos mil desempleados en 1928, a nada menos que 5.575.492 en 1932, una cifra similar, incluso algo inferior, que la que tienen ahora países como España, Grecia o Portugal, lo que da que pensar. Licenciado en 1922, poco después ya formaba parte del entramado nazi, aunque de forma muy discreta, y participó en el citado Putsch muniqués. En aquel golpe fallido, Himmler ocupó el puesto de portaestandarte, e hizo ondear la bandera orlada con la cruz gamada. Su papel, no obstante, se limitó a eso. Tras ser interrogado y reprendido por su actitud por la policía, le enviaron de nuevo a casa, pero el odio contra los demócratas y el orgullo «ario» ya habían germinado en su interior. Tan sólo unos meses después, el tímido muchacho que lucía quevedos y un incipiente bigotillo recortado al estilo de su ídolo, entraba a formar parte de la red de informantes de Gregor Strasser, ascendía a Gauleiter (jefe de zona) del Partido y conocía a Joseph Goebbels, futuro Ministro de Propaganda del Tercer Reich, a quien dejaría impresionado por su meticulosidad y capacidad de organización.

Muchos de sus compañeros criticaron su servilismo y apariencia desagradable, desconocedores del tremendo poder que llegaría a ostentar apenas una década después. Físicamente, era un joven débil y enfermizo, con el pecho en quilla, manos afeminadas (y sudorosas, según sus detractores) y ojos de aspecto mongólico, rasgos muy alejados del ideal ario que pregonaría a los cuatro vientos y que exigiría a los aspirantes a entrar en su organización, pues Himmler, junto a Walter Darré, sería uno de los nazis más obsesionados con la pureza racial, pensamiento que llevaría hasta el límite en la organización de sus SS. Al igual que Hitler (e incluso Churchill, salvando las distancias), Himmler tenía una percepción romántica de su propio destino, cual si su vida fuera la epopeya de uno de los héroes de la mitología nórdica. En palabras de Bradley Smith, autor de una biografía de los primeros años de este personaje, publicada en 1971, creía que le estaba reservado algo especial, un momento de grandeza «cuando un día fuera llamado a cumplir un deber trascendental para con su país». No tardaría muchos años en creerse nada menos que la reencarnación de un emperador alemán del Medievo. Pero en aquel momento, estando al servicio de Strasser, todavía se estaba formando política e ideológicamente; el monstruo que acabaría siendo comenzaba a tomar forma. Un monstruo que, además, se dejaba llevar por sus delirios místicos, lo que lo hacía aún más peligroso. En 1928 se casó con Marga Siegroth, nacida Boden, una mujer divorciada y ocho años mayor que él, enfermera y directora de una clínica en Berlín, que vendió para comprar una granja y unas tierras en Waldtrudering, a unas diez millas de Múnich, donde Heinrich, utilizando sus conocimientos de agronomía, criaría pollos y gallinas, y realizaría con ellos pruebas de selección para obtener los ejemplares más fuertes; un estremecedor ensayo de las terribles

pruebas que, años después, llevarían a cabo los médicos de la muerte en los campos de concentración, esta vez con seres humanos. Mientras tanto comenzaba a formarse la temible organización que acabaría dirigiendo, una de las fuerzas más siniestras que hayan existido: las Schutzstaffel (Escuadras de Protección), más conocidas como las SS (por sus dos runas sieg), se crearon en 1925 como una guardia personal de Hitler. Entre 1925 y 1929, las SS ocuparon un segundo plano, y simplemente eran una especie de batallón «de élite» de las SA, compuesto por unas 280 personas. En su creación, se les llamó Stabswche, pero pronto se les cambió el nombre al de Shutzstaffel. En un principio se encargó su dirección a Julius Schreck, y después a Emil Maurice, pero el 6 de enero de 1929, aquel que había pasado prácticamente desapercibido tras el afán de notoriedad de personajes como Göring, Goebbels, Bormann o Röhm…, Heinrich Himmler, el otrora tímido estudiante fascinado con el pasado germánico, que había ido subiendo casi de forma vertiginosa en las filas del NSDAP, fue nombrado Reichsführer de las SS por el propio líder nazi. Comenzaba una nueva etapa para el Partido, se gestaba la que acabaría siendo conocida extraoficialmente como Orden Negra, un nombre que estremece con sólo oírlo y que hacía alusión tanto al color de los trajes de sus integrantes como a las sombras que rodeaban a sus extraños cultos. A partir de entonces, el que había hecho ondear la bandera del todavía incipiente Partido Nazi en 1923, el que pasaba desapercibido entre los Gauleiter de la organización y solía mostrarse tímido con las chicas y ser criticado por los chicos, de voz atiplada y débil constitución, se convirtió, por obra y gracia de su héroe, en uno de los hombres más fuertes del Tercer Reich, hasta el punto de que, hacia 1935, algunos le consideraban el segundo personaje más poderoso del orbe nacionalsocialista, por encima de Goebbels, Göring o Hess.

Era el momento para dar rienda suelta a una imaginación que mezclaba la visión romántica del pasado alemán con las revisiones del ariosofismo y el darwinismo social; todo eso unido a una pasión por el ocultismo que en las filas nazis pocos compartían con él, a excepción de Hess, Rosenberg y otros de menor rango. Un explosivo cóctel que llevó a Himmler a forjar la fuerza más siniestra que haya desfilado nunca sobre la Vieja Europa. Apenas unos años después de su nombramiento, en 1931, Himmler recibió en su casa a un joven de gran envergadura, alto y rubio, de ojos azules, que parecía responder con creces al ideal ario que él propugnaba, a pesar de un oscuro pasado en el que planeaba una posible mácula judía, que investigaron los servicios de Inteligencia de la Abwehr, dirigida por Wilhelm Canaris; una ascendencia hebrea que conocía el propio Himmler y también Hitler. Ese personaje respondía al nombre de Reinhard Heydrich, un oficial expulsado de la Marina por un lío de faldas, que acabaría convirtiéndose en el hombre fuerte de Himmler y en el responsable directo de la Solución Final. En muy poco tiempo, Himmler se pondría también al frente de la Gestapo, la policía secreta del Estado, que en un principio había comandado Göring, y que sería una de las organizaciones más letales de todos los tiempos. El 20 de abril de 1934, el Reichsführer pasaba formalmente a situarse al frente de las fuerzas de policía secreta nacional; se trasladó al cuartel general de la Prinz-Albrecht Strasse berlinesa, que estaba decorado, además de con el retrato del Führer, de obligatoria presencia en todo edificio oficial, con runas y cuadros del «glorioso pasado germánico» que tanto le obsesionaba y que distorsionó a su gusto por medio de historiadores afines a su causa. Aunque las Escuadras de Protección seguían siendo una fuerza subordinada a las SA, las Tropas de Asalto, no tardarían en convertirse en la mayor organización armada del régimen, cuando, entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934, en la llamada «Noche de los Cuchillos Largos», un complot denominado Operación Colibrí,

orquestado por Göring, Himmler y Heydrich para acabar con algunos personajes incómodos para el Partido, una especie de purga interna, se eliminó a los responsables de los «camisas pardas», entre ellos al propio Ernst Röhm, uno de los más fieles compañeros de Hitler en los primeros años. Tras ser asaltado en su cama (donde al parecer yacía con un hombre joven, pues era bien conocida su homosexualidad), lo llevaron a las dependencias de la Gestapo y lo asesinaron en una celda (tras rechazar el suicidio honroso que le brindaba el propio Hitler) los agentes de la SD Theodor Eicke, más tarde uno de los más eficaces y brutales administradores de los campos de concentración, y Michael Lippert.* El terreno estaba abonado para que la Orden Negra se irguiera sobre todas las demás fuerzas nacionalsocialistas. La Orden de los Caballeros Teutónicos El conglomerado de ideas ocultistas, paganas y racistas que se había ido forjado Himmler con sus lecturas y al estar rodeado de los ideólogos del NSDAP, le llevaron a dar forma a una organización que, lejos de considerarse simplemente policial o militar, como se refieren a ella muchos historiadores, tenía una finalidad no sólo burocrática, de defensa y control, sino también trascendental, mística y esotérica. Himmler consideraba a Hitler poco menos que un mesías, un elegido de la Providencia, lo que también creían fervientemente otros nazis, como Rudolf Hess; así, su cuerpo de élite también serviría a un fin más trascendental que el de proteger un régimen: salvaguardar el «régimen» por antonomasia, el Reich de los Mil Años, al que según los visionarios nazis estaba llamada a convertirse la Gran Alemania, y a su Gran Líder. Un aspecto místico mucho más relevante de lo que la gran mayoría de los estudiosos e

historiadores suele reconocer, y que, sobre todo, convirtió a estos hombres en algo mucho más peligroso de lo que correspondería a simples políticos y militares. De ahí los terribles resultados. Para dar forma definitiva a su cuerpo de élite, a sus Shutzstaffel o Escuadras de Protección, el Reichsführer tuvo unas curiosas influencias: puso sus ojos en las antiguas órdenes militares y religiosas, y en especial en la Orden de los Jesuitas.* Y como era de esperar, la orden militar en la que Himmler puso sus ojos no fue ni la de los templarios ni la de los hospitalarios, sino una orden puramente germánica, a pesar de ser también cristiana: la de los Caballeros Teutónicos, cuyas normas de ingreso, basadas en la pureza racial, se aplicaron también en la selección de los miembros de las SS. La Orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén (Deutscher Ritterorden, en alemán) fue una orden medieval de carácter religioso que se fundó en Palestina en el año 1190, durante el asedio de la fortaleza de San Juan de Acre. Unos años después, en 1198, se convirtió en una orden militar. Seguía el modelo de otras órdenes religioso-militares, como la Orden del Temple o la de San Juan de Jerusalén, aunque estaba integrada por nobles de sangre alemana. Mientras las primeras fueron creadas en la ciudad de Jerusalén, el llamado Reino de los Cielos, poco después de concluir la Primera Cruzada (1096-1099), los Caballeros Teutónicos nacieron casi un siglo después, en el marco de la Tercera Cruzada, que se organizó para lanzar una contraofensiva contra el sultán Saladino, que se había hecho con gran parte de los Santos Lugares. Los nuevos caballeros eligieron como primer gran maestre de la organización a Heinrich Walpot von Bassenheim, y aunque éste murió al año siguiente, en el 1200, fue el artífice de los estatutos de la Orden Teutónica, los mismos que inspirarían a Himmler para crear sus SS. En ellos, los caballeros se comprometían a cumplir con los votos de pobreza, castidad y obediencia, a ayudar a los más necesitados (auténtico ideal caballeresco) y combatir a los infieles.

La única salvedad: mientras que el resto de órdenes aceptaban en sus filas a caballeros de distintos países, la Orden de los Caballeros Teutónicos sólo aceptaba a caballeros alemanes, marcando un precedente que serviría de inspiración a la Orden Negra. Es más, únicamente los alemanes que podían demostrar su nobleza podían convertirse en Caballeros de la Orden; los que no cumplían dichos requisitos, debían conformarse con ingresar en las filas de los monjes o los sargentos que acompañaban en el campo de batalla a los caballeros. Su hábito: una túnica blanca sobre la que se bordaba una gran cruz negra, muy similar a la Cruz de Hierro, el distintivo de honor del Ejército alemán siglos después. Bajo el mandato de otros grandes maestres como Otto von Kerpen y Herman Bart, la orden no tuvo demasiada relevancia, hasta que en manos de Herman von Salza (1179-1239), su cuarto gran maestre, gozaría de una gran influencia. Bajo la dirección de este caballero proveniente de Turingia, que poseía grandes dotes políticas y diplomáticas, la Orden emprendió un programa de expansión alemana (antecedente histórico de la futura Lebensraum o «espacio vital» que postulaba el nacionalsocialismo), hasta llegar a extender sus dominios sobre Prusia y los países bálticos, en una conquista del Este considerada épica por los nacionalistas germanos y que querían emular en la segunda guerra mundial. Von Salza fue consejero imperial del emperador alemán Federico II de Hohenstaufen durante la Sexta Cruzada, en la que el soberano, conocido como Stupor Mundi (Asombro del Mundo), consiguió recuperar Jerusalén para la cristiandad sin derramar ni una sola gota de sangre, gracias a sus dotes diplomáticas y al apoyo de Von Salza, lo que hizo que éste fuese premiado con el cargo hereditario de Príncipe del Imperio, que le otorgaba el derecho de lucir el águila imperial en su escudo de armas. Además, se otorgaron nuevas concesiones y privilegios fiscales a la Orden teutónica, y lo más importante para nosotros, pues sirvió de influencia al nazismo siglos después: Salza obtuvo apoyo del imperio para lanzar una auténtica cruzada hacia el Este de Europa,

hacia la conquista del Báltico donde, a diferencia de Tierra Santa, explotada por los templarios y otras Órdenes con las que los Caballeros Teutones se habían enemistado por su apoyo incondicional al emperador frente a Roma, podían conquistar mayores riquezas y hacerse con tierras de cultivo fértiles en amplios territorios. Sus gestas serían cantadas por los nacionalistas alemanes durante siglos y también en los años previos al ascenso del Partido Nazi al poder efectivo. Es curioso que Himmler, a la hora de inspirarse en los Caballeros Teutónicos para consolidar su nueva y siniestra Orden de guerreros «nórdicos», olvidara que éstos habían impuesto el cristianismo en el Este, y habían combatido el mismo paganismo que él acabaría reivindicando. Pero, claro, por medio de un instituto de pseudoinvestigación, la Ahnenerbe, y de toda una sarta de historiadores, lingüistas, folcloristas y arqueólogos al servicio de las SS, escarbarían en la historia para seleccionar sólo aquello que les interesaba. Lo demás lo ocultaron deliberadamente y, lo que no casaba con su ideario, que era casi todo, no dudaban en falsearlo. Las SS: una organización mística y pagana Así que Himmler, apasionado de la «gloriosa» historia germánica, no tuvo duda alguna a la hora de inspirarse en la Orden de los Caballeros Teutónicos para dar un aura medievalista a sus SS. El requisito de la organización de sólo permitir entrar en sus filas a los alemanes de sangre noble también sirvió al Reichsführer a la hora de seleccionar a sus guardias negros: sólo los alemanes que demostrasen su ascendencia inmaculada en tres generaciones podrían formar parte de sus filas. Según el trabajo del historiador Christopher Hale, el líder de las SS, fascinado también con las religiones orientales, no sólo se inspiró en los Caballeros Teutónicos para modelar su Orden Negra, sino también en la casta guerrera hindú. Al parecer, siempre llevaba

consigo un ejemplar del Bhadavad Gîta, la Canción del Señor hindú, y hay historiadores que apuntan incluso a que solía leer El Corán, admirando la abnegación de los musulmanes por su fe y por su raza, aunque según la tipología racial nazi, marcada por los «estudiosos» de la RuSHA, los considerase «inferiores» a los nórdicos. La fascinación por Asia, en la que los teósofos y algunos lingüistas del siglo XIX situaban la cuna de los arios primigenios, llevaría a Himmler a enviar una expedición al mismísimo Tíbet, comandada por el SS Ernst Schäfer, según los más atrevidos, en busca de ciudades míticas como Shambhala o Agartha, pero casi con seguridad no sólo para obtener aliados en aquella zona tan inhóspita y alejada del planeta sino también para comprobar el origen de lo que él llamaba «la raza aria ancestral». Inspirado, por tanto, en el sistema de castas, en las normas de ingreso de los Caballeros Teutónicos y en los Ejercicios espirituales de Loyola, Himmler llevó a cabo una tarea de selección de sus guardias negros rayana en la locura. Como si hubiera regresado a la España del siglo XVI, en la que era necesario mostrar certificados de limpieza de sangre para aspirar a un puesto en la corte o en el ejército (práctica que se ha demostrado que fue estudiada por orden del Reichsführer), exigía a los candidatos a las SS un documento que acreditara su ascendencia alemana, «sin mácula de judaísmo u otras razas inferiores». Una cita de Nicholas Goodrick-Clarke lo dice todo. Este brillante historiador galés, tristemente fallecido en 2012, nos legó las obras más serias y documentadas sobre las raíces ocultistas del nacionalsocialismo, libres de demasiadas interpretaciones personales y de la tendencia a la fabulación de otros autores, como Miguel Serrano, un filonazi chileno al que, no obstante, debemos los primeros estudios sobre el esoterismo del Tercer Reich; Louis Pauwels y Jacques Bergier, o Trevor Ravenscroft, quien tomó el testigo de los autores franceses del bestseller El retorno de los

brujos, una agradable lectura, rompedora en la época de su publicación, pero llena de inexactitudes históricas y aderezada con mucha imaginación. Pues bien, en referencia a la pasión ocultista del Reichsführer, Goodrick-Clarke escribió: «Fue la imaginación idealista de Himmler la que condujo a una concepción visionaria de las SS y de su rol futuro: sus tropas de uniformes negros proveerían tanto las reservas de sangre de la futura raza aria dominante como la élite ideológica del Gran Imperio Alemán en continua expansión». Para el estudioso, Himmler era, de entre los principales líderes del Tercer Reich, el de personalidad más ambigua, casi contradictoria, a la que le animaba una gran capacidad tanto para la planificación racional como para las fantasías irreales. Su escrupulosidad, pasión por el orden y la puntualidad así como su capacidad para los trabajos burocráticos («virtudes» inculcadas por su padre), hacían que pareciera, como diría más adelante uno de sus allegados: «Un maestro ciruela de escuela primaria». Pero sus creencias místicas y el inmenso poder que reunió en sus manos, le llevaron a convertirse en uno de los hombres más peligrosos de Europa.* Karl Maria Wiligut, el Rasputín del Tercer Reich Grigori Yefímovich, más conocido como Rasputín, fue una especie de místico y visionario que cautivó al zar Nicolás II y a su familia, hasta el punto de controlar no pocas decisiones políticas en una Rusia llena de desigualdades, que estaba sembrando el camino hacia la revolución bolchevique. Experto en hipnosis y sanación «espiritual», su capacidad para cautivar, principalmente a las féminas, con sus supuestos poderes sobrenaturales sigue aún hoy sorprendiendo al curioso. La curación, según él mediante una suerte de magia, del hijo de los zares (un episodio en el que, sin duda, tuvo más importancia la sugestión y el uso de las técnicas hipnóticas que cualquier tipo de don de Rasputín) le permitió el acceso a palacio, y

luego, gracias a su enorme carisma, fue ascendiendo peldaños en el escalafón del poder. A pesar de su aspecto tosco y poco elegante, y su brutalidad en medio de una aristocracia que en otras circunstancias le habría considerado un mero campesino con aspecto de vagabundo, Grigori cautivó a la familia real rusa hasta límites inimaginables, en un tiempo en el que también San Petersburgo acogió con los brazos abiertos el ocultismo y la parapsicología. Su macabro final, lleno de sombras, en 1916, cuando personajes como Hitler, Hess o Hanussen combatían en la primera guerra mundial, no ha impedido, sin embargo, que fuera la encarnación del místico moderno por antonomasia, que, combinando a la perfección sus supuestos conocimientos de lo oculto con una destacable capacidad para la manipulación, lograba tener a muchos al servicio de sus ideas y caprichos. Karl Maria Wiligut no tuvo ni por asomo la celebridad del gigante ruso; ni su paso por la historia ha sido tan decisivo, al menos oficialmente; ni ha originado tantos ensayos y especulaciones como la fascinante vida del que fue llamado «el Monje Loco» de los Romanov, pero lo cierto es que, en la época histórica que nos atañe, este viejo militar del ejército prusiano, que también combatía cuando el místico ruso se ahogaba en su propia sangre, mereció el sobrenombre de «el Rasputín nazi», y teniendo en cuenta la influencia que ejerció sobre Heinrich Himmler, no es una definición exagerada, a pesar de que sus ideas «iluminadas» y sus descabelladas teorías no le granjearon demasiados amigos fuera del círculo de los pensadores völkisch y de los íntimos, y no menos estrafalarios, ocultistas que aconsejaban al Reichsführer. Sin embargo, no debemos menospreciar su papel en el seno de las SS, pues alguien que apenas aparece en los libros de historia diseñó los emblemas utilizados por los guardias negros, como los «anillos de la muerte» o las dagas; los rituales de la orden, y las runas sieg, y contribuyó a expandir la mente, ya de por sí inclinada a lo grandilocuente y fantasioso, de su jefe. Su pretensión era

restaurar, derramando la sangre que hiciera falta, el paganismo en una Europa que, según él, había estado durante siglos bajo el yugo de la Iglesia católica, que nada tenía que ver con los antiguos cultos germánicos. Esa visión apocalíptica y mística de la historia llevaría a Himmler a cometer verdaderas atrocidades en el Este, en loor no sólo de la política que Hitler promulgó en Mein Kampf sino también con el fin de poner en práctica las estrambóticas ideas de Wiligut y otros feroces nacionalistas, que vieron en la cruz gamada el símbolo de la pureza de los arios. Karl Maria Wiligut, a pesar de sus numerosos detractores en el seno del partido y de la propia Orden Negra, fue fundamental en el organigrama de las SS y en el imaginario de un hombre que, a la vez que daba rienda suelta a sus sueños de encontrar la patria primigenia de los arios –motivo por el que enviaría expediciones a medio mundo–, redescubrir el Grial a modo de un nuevo Parsifal o reconquistar Europa cual homenaje a las viejas tribus nórdicas, se había hecho a su vez con un poder que muy pocos hombres habían logrado hasta entonces en el seno del Tercer Reich o en cualquier otro sistema político-militar. Aquello era una auténtica bomba de relojería que no tardaría en estallar. Por ello, considerar los postulados de sociedades «discretas» como la Thule o la Orden de los Nuevos Templarios, o los delirios místicos de Himmler, fomentados por Wiligut, como meras patochadas que contribuían simplemente a ornamentar el régimen, es un verdadero error, pues esas mismas ideas místicas, racistas y conspirativas degenerarían en el mayor genocidio conocido hasta entonces. No puede entenderse el odio visceral de Hitler hacia los judíos simplemente como resultado de la derrota en la Gran Guerra; hay que verlo como una tradición que se remontaba muchos siglos atrás y a la que contribuyeron farsas «ocultas», como Los protocolos de los sabios de Sión y otras fábulas antisemitas; sin esos precedentes, el nazismo probablemente nunca habría surgido. Pero hay aún

quien se atreve a aseverar que todo partió del radicalismo y la mente enajenada de un fanático con bigotillo… Él, que se creía un enviado de la Providencia para restaurar el orden y la grandiosidad de la vieja Alemania, fue realmente el vehículo a través del cual toda una amalgama de ideas fanatizadas y realidades desdibujadas sobre el pasado fueron tomando forma hasta convertirse en la ideología más peligrosa que ha conocido la humanidad. Él fue la mano que enarboló la bandera del radicalismo; la figura, impulsada por un efectivo aparato propagandístico, que sirvió de eje central de toda una ideología, al aparecer ante el pueblo como un nuevo «mesías» ario, pero ni sus ideas eran originales, aunque sí las redibujó a su manera, ni Adolf Hitler fue un ario elegido por las alturas para llevar a su pueblo hacia la gloria. Más bien lo contrario, visto el resultado final para su entregado y fanatizado pueblo. Durante décadas, Austria y Alemania habían sido el caldo de cultivo de figuras radicalizadas y antisemitas, fruto de una visión romántica, y falsa, de su propia historia en pugna con la modernidad galopante; personajes muy vinculados con lo oculto, cuyo ideario, unido a la desmoralización causada por la derrota en la primera guerra mundial, fue la verdadera semilla del NSDAP. Hitler, a quien no hay que restar ni agudeza política, ni brillantez oratoria, ni responsabilidad alguna, pues él fue el principal causante de la masacre que vivió Europa en los años cuarenta, fue el punto en el que convergieron todos los extremismos de derecha de un pueblo herido en su orgullo. El Führer no era un mago; ni me atrevo a pensar que estuviera poseído, como creía Pío XII;* ni era un vehículo físico de esos etéreos «superiores desconocidos» de los que hablan algunos escritores y que parecen sacados de una película de terror con ecos de ciencia ficción y elogios al espiritismo, pero que nada tienen que ver con la realidad histórica, incluso con esa realidad histórica más secreta, sepultada por la ignorancia o la desinformación. Pese a quien le pese, el Führer era simplemente un hombre lleno de ira que

aunó, gracias a los caprichos del destino y a una serie de jugadas maestras en el terreno político de su círculo íntimo, un poder sin parangón. Sin embargo, no habría existido de no haberlo hecho antes que él toda una serie de individuos que fueron gestando, en la sombra, un imaginario que hablaba de una guerra de ecos apocalípticos entre los arios de sangre pura y los «inferiores» de sangre corrupta: los judíos, los bolcheviques, los masones, los homosexuales… Era inevitable que, al final, esos grupos no fuesen considerados simplemente enemigos, sino la reencarnación del mal por los que juraron obediencia ciega a su Führer «hasta la muerte». El fanatismo es lo que engendra a los demonios, y no los rituales a medianoche a la luz de las antorchas o las grandes hogueras que encendían los nazis la noche del solsticio de invierno, evocando a sus ancestros. Aunque esa imaginería ejerce un fuerte poder de seducción sobre la masa enfervorecida. Todavía hoy impresiona ver ese juego de luces y sombras bajo el que cientos de miembros de las SA desfilaban con paso marcial y creaban con su formación una esvástica en llamas. Eso, los nazis supieron hacerlo como nadie. Pero volvamos a la figura que nos ocupa en estos momentos, y que, a pesar de su rango en las SS, poco o nada tuvo que ver con Hitler; Karl Maria Wiligut. Sin sus delirantes teorías, herederas de los grupos secretos völkisch de principios de siglo, las SS nunca habrían sido lo que acabaron siendo. Pero vayamos por pasos; ¿quién fue ese singular individuo que suelen pasar por alto los libros «serios» de historia? ¿Cuál fue su papel en el inmenso aparato político del nacionalsocialismo? Porque, aunque les pese a los autores que desestiman la importancia de lo «oculto» en la forja de la Alemania nazi, los postulados de Wiligut se convirtieron en una ideología política. Mientras que List, Liebenfels o Gorsleben contribuyeron con sus ideas a configurar en gran medida la mitología nazi, no influyeron directamente (la única excepción podrían ser Sebottendorff y su Thule) en las acciones de los personajes que se hallaban en los

diferentes puestos de poder y tenían responsabilidades políticas. Es más, sabemos que la Thule sería perseguida por orden de Hitler. La influencia que ejerció Wiligut fue diferente. Karl Maria Wiligut nació en Viena el 10 de diciembre de 1866, hijo de un oficial del ejército con problemas mentales. Siguiendo los pasos de su padre y su abuelo, que habían servido como oficiales en el ejército, a la edad de catorce años, Wiligut ingresó en la Escuela Imperial de Cadetes de Viena-Breitensee. Ya entonces, sus padres le habían inculcado fuertes valores tradicionales y nacionalistas. Conocemos prácticamente todos los datos de sus primeros años de vida gracias a la minuciosa labor de documentación del citado Goodrick-Clarke, y el resto, desde sus años junto al aparato nazi, gracias a distintas investigaciones, como la de Heather Pringle o la de Michael H. Kater en el marco de la Sociedad Herencia de los Ancestros. Karl Maria Wiligut destacó notablemente en su carrera en el ejército. En diciembre de 1884 se incorporó al 99.º Regimiento de Infantería en Mostar, Herzegovina. En noviembre de 1888 fue ascendido a subteniente. En 1892 a teniente, y alcanzó el grado de capitán en 1903. Ya en época tan temprana se había despertado en él una singular pasión por los mitos y el folclore germánico, sin duda influido por las sociedades völkisch formadas a finales de siglo en Viena, como la Sociedad List, la ONT de Liebenfels y, posteriormente, la Germanenorden y su escisión, la Sociedad Thule; de todos modos, él forjaría su propia visión romántica de la historia, una visión que, más adelante, tendría mucha importancia para parte del organigrama nazi. A comienzos del siglo, Wiligut dio sus primeros pasos en la literatura, al publicar versos en alabanza de la naturaleza, un tema reiterativo entre la comunidad völkisch, y más tarde entre algunas organizaciones nazis, como las Juventudes Hitlerianas. También trató temas mitológicos y la exaltación del ejército, narrando la historia de su división. Esos poemas de marcado corte nacionalista

se publicaron bajo del título de Seyfrieds Runen (Runas de Sigfrido), en 1903, con alusiones legendarias a Rabenstein en Znaim, un lugar en la frontera entre Austria y Moravia relacionado con el héroe de la mitología nórdica. El texto fue editado por Friedrich Schalk, responsable también de la publicación de algunos trabajos de Guido von List, en quien más se inspiraría Wiligut y al que veía como un verdadero profeta völk. Sus buenas relaciones sociales dentro del ejército le permitieron integrarse, en 1889, en una logia cuasi masónica de Görz, conocida como Schlarraffia. Allí adoptó el nombre simbólico de Lobesam, nombre que aparece también en la portada de su libro. Antes de su renuncia en 1909, había alcanzado en ella el grado de caballero y el cargo de canciller. En 1907 se casó con Malwine Leuts von Treuenringen, de Bozen, con quien tuvo dos hijas, Gertrud y Lotte. Puede suponérsele una existencia feliz en el matrimonio, al menos hasta el inicio de la guerra, pues en la década de los veinte, su inestabilidad mental le pasaría factura, como veremos. En mayo de 1912, fue ascendido a mayor. Cuando estalló la primera guerra mundial servía en el batallón de infantería 47, y llegó a ser oficial del Estado Mayor en el regimiento de infantería 30, luchando contra el ejército ruso en los montes Cárpatos. Sus logros en la contienda resultaron notables: fue ascendido a teniente coronel y lo trasladaron a la ciudad austríaca de Graz. Más tarde lo enviaron al frente italiano al mando de varios comandos. Según su expediente militar, en junio de 1916, se le nombró oficial al mando de los reservistas de Salzburgo y al año siguiente alcanzó el grado de coronel. Recibió el reconocimiento de los oficiales superiores, y le condecoraron por su valentía en el frente. En mayo de 1918, ya cercana la derrota, lo trasladaron de nuevo al frente sur del Tirol, y trabajó en Ucrania, en un comando de los campos para soldados veteranos y heridos de guerra. Ni qué decir tiene que la firma del armisticio el 11 de noviembre de 1918 fue tan gran varapalo para él como para el resto de veteranos, lo que

agudizó su nacionalismo recalcitrante. Tras cuarenta años de servicio en el ejército se retiró el 1 de enero de 1919, y se trasladó a Salzburgo. A comienzos de la década de los veinte, cuando en Múnich daba sus primeros pasos el Partido Nazi, Alemania vivía sumida en la miseria a causa de la enorme inflación provocada por las reparaciones de guerra y las grandes capitales eran un polvorín de ideologías extremas, Wiligut comenzó a mostrar los primeros síntomas de trastornos mentales y a vivir la peor época de su vida. Goodrick-Clarke apunta que «estaba convencido de que era víctima de una persecución secular emprendida contra su tribu y la religión irminista», encabezada por una fuerza formada por la Iglesia católica, los francmasones y, cómo no, los judíos, a los que, muy en consonancia con la teoría de la «puñalada por la espalda» que esgrimirían los primeros nazis y ultraderechistas, culpaba de la derrota en la Gran Guerra y de la decadencia del imperio de los Habsburgo. En ese tiempo, fundó una liga antisemita en Salzburgo y editó un periódico bajo el significativo título de La escoba de hierro, con la que pretendía «barrer» a los judíos y a los francmasones, a los que atacaba con tanta violencia como Liebenfels desde las páginas de Ostara o, poco después, el virulento nazi Julius Streicher en el periódico Der Stürmer.* Por aquellos tiempos, Wiligut se había convertido en un hombre violento con un marcado alcoholismo, que iba armado de una pistola y maltrataba continuamente a su esposa; sobre él planeaba también la sospecha del abuso sexual a sus dos hijas pequeñas, lo que llevaría a cerrar con llave la habitación de las niñas. Su relación con su mujer se distanció cuando el matrimonio perdió a un niño, mellizo de una de las niñas, que murió en la infancia, frustrando así la transmisión de la «herencia tradicional del conocimiento secreto» de la tribu a la que decía pertenecer Wiligut, que correspondía únicamente al hijo varón.

Su peligroso comportamiento y sus costumbres extravagantes hicieron que, finalmente, en noviembre de 1924, fuese internado en una institución mental en Salzburgo, donde le fue diagnosticado un cuadro de esquizofrenia que incluía megalomanía y delirios paranoides e hizo que un tribunal médico lo declarase «incapaz de manejar sus propios asuntos». Wiligut permaneció recluido hasta principios de 1927. Durante ese tiempo hacía honor a su diagnóstico, y se jactaba ante sus compañeros y los celadores de que él por sí solo había sido capaz de evitar un golpe de Estado comunista en Alemania y de que los miembros del KuKlux-Klan, organización racista a la que admiraba, le sacarían pronto de su reclusión. Más extravagante, sin embargo, era su obsesión de recoger piedras de una cantera cercana al edificio, guijarros que pulía y cuidaba como si fueran diamantes; tantos pedruscos recopiló, cerca de un millar, que le ocupaban casi toda la habitación. Según uno de los psiquiatras que lo trataron, Wiligut consideraba cada pieza un amuleto y creía hallar en sus formas figuras diversas. Un linaje secreto A pesar de su evidente distorsión de la realidad, cuando salió del hospital se convirtió en una especie de místico, un visionario muy respetado entre los estrechos círculos de los ultranacionalistas alemanes. Afirmaba que su linaje se remontaba al dios nórdico Thor, y que entre sus antepasados se contaba Arminio, el caudillo germánico que había vencido a las legiones romanas en Teutoburgo. El abuelo de Wiligut, según él mismo decía, le había enseñado los antiguos símbolos rúnicos, y su padre le había narrado la historia de la familia «cuando cumplí los veinticuatro años», algo innecesario si tenemos en cuenta que decía tener «capacidades» precognitivas. Su saga familiar, en la que había una mezcolanza de conceptos

teosóficos, ocultistas y mitológicos, cautivó a numerosos seguidores dentro de las sectas völkisch y a aficionados a las runas. Precisamente, Wiligut escribió, en torno a 1908, una serie de nueve mandamientos paganos con una transliteración rúnica. Según sus propias declaraciones, recogidas por Nicholas Goodrick-Clarke a partir de los escritos de Ernst Rüdiger, un discípulo de Wiligut, sus antepasados habían conservado «el sagrado conocimiento de las tribus germánicas» durante milenios, por lo que les atribuía una antigüedad mucho mayor de la que generalmente admitían los estudiosos de la prehistoria por aquel entonces; también afirmaba ser el último descendiente de un antiguo linaje de sabios alemanes cuyas raíces se perdían en la Historia, los Uiligotis, del clan de Asa-Uana. Creía, además, poseer poderes extraordinarios y decía ser clarividente. Gracias a sus supuestas dotes visionarias, su «memoria ancestral» le permitía recordar las experiencias vividas con su tribu en torno al 228 000 a.C. Afirmaba que, en aquel período, brillaban tres soles en el cielo y la Tierra estaba poblada por seres mitológicos, gigantes y enanos; «visiones» que recordaban a los escritos de Madame Blavatsky. Hablaba de luchas entre diferentes razas y de una reconciliación promovida por sus antepasados, los Adler-Wiligoten. En el año 9600 a.C., había estallado una guerra entre irministas y wotanistas, quienes obligaron a los primeros a exiliarse a Asia, donde se hallarían los vestigios de los últimos arios. Habían sido sus ancestros los que habrían ayudado a restablecer la paz, inaugurando así la «segunda cultura Boso», durante la que tendría lugar la fundación de la ciudad Arual-Jöruvallas (Goslar), en el 78 000 a.C. Wiligut enumeraba toda una serie de conflictos y migraciones en masa a continentes fabulosos de tradición teosófica que tuvieron lugar durante los milenios siguientes. Evidentemente ninguno de estos acontecimientos habían tenido lugar sino en la perturbada imaginación del veterano de guerra.

Según Wiligut, hacia el 9 600 a.C. se llegó a un clímax en las continuas guerras entre irministas, fe a la que pertenecía el linaje de Wiligut, y los wotanistas, cuando un profeta sagrado del irminismo, Baldur-Chrestos, fue crucificado por los wotanistas en la ciudad de Goslar, adelantándose así a la cronología cristiana, que se habría apropiado del dios germano Krist (Cristo), como si se tratara de su propio salvador. Precisamente, el centro sagrado de los irministas, Goslar, sería destruido en el 1 200 a.C. por los wotanistas, lo que llevaría a los primeros a fundar un nuevo templo sacro en las majestuosas rocas de Externsteine, más tarde centro de peregrinaje de los nazis y actualmente de la ultraderecha alemana, un recinto pétreo que sería tomado de nuevo por los wotanistas en el 460, antes de que, en el 800, fuera conquistado por Carlomagno en su campaña contra los sajones paganos. El rey de los francos era una de las figuras más odiadas de Wiligut, como lo sería también de Himmler, por haber contribuido a convertir el cristianismo en la religión oficial de los germanos y acabar a golpe de espada con el paganismo, «la verdadera fe» para los grupos völkisch. Por el contrario, entre los irministas que habían hecho historia, señalaba a Arminio y a Viduquindo, héroes de la historia germana. Sus anales siguen y siguen con sagas, nombres, lugares a medio camino entre la leyenda y la realidad, el sincretismo religioso… Y llegó a afirmar que los wiligotis, o sea, sus ancestros, habían sido Ueiskuinigs (reyes sabios), y, en palabras de Goodrick-Clarke, «su linaje podía trazarse desde la unión de los Asen (dioses del aire) y los Wanen (dioses del agua), en un tiempo en el que la Tierra todavía estaba poblada por seres míticos». Las incongruencias históricas y religiosas de Wiligut eran numerosas, y mezclaba veleidades propias con hechos reales, pero ello no impidió que aglutinara a su alrededor a numerosos seguidores, cautivados por su supuesto linaje germánico y su conocimiento mesiánico del pasado.

Aunque cueste creerlo, con toda esta sarta de locuras Wiligut se convirtió para los grupos völkisch en el último descendiente de un largo linaje de sabios germánicos. Eran habituales, entre los adeptos a esta subcultura, los rumores acerca de su «reino germánico secreto». En torno a 1908, Wiligut conoció, a través de su primo Willy Thaler y durante las reuniones de un círculo ocultista vienés, a Theodor Czepl, quien pertenecía a la Orden de los Nuevos Templarios. Sobre la base de esta relación, después de la guerra, el propio Lanz von Liebenfels encargó a Czepl ponerse de nuevo en contacto con Wiligut; aquél lo visitó hasta en tres ocasiones, y recogió sus experiencias al lado del visionario en un extenso memorando que preparó escrupulosamente para la ONT. Según este informe, fechado en 1921, Karl Maria Wiligut le había contado que «era el portador de un linaje secreto de la realeza germana y le mostró documentos sobre heráldica, y su propio escudo de armas y el sello familiar como pruebas de su afirmación». Goodrick-Clark apunta que Wiligut declaró que «su corona yace en el palacio imperial de Goslar y su espada en una tumba de piedra en Steinamanger», revelaciones muy similares a las que había tenido Guido von List. Las publicaciones de Wiligut eran célebres entre grupos pseudoocultistas antes de su encierro en el pabellón psiquiátrico, y lo serían aún más después. Durante su confinamiento, Karl Maria Wiligut no dejó de mantener correspondencia con las asociaciones que le eran leales y creían sin titubeos en sus tradiciones y en su memoria ancestral. Entre sus discípulos austríacos destacaban Ernst Rüdiger y Friedrich Telscher, y en Alemania, varios miembros de la Sociedad de los Eddas, como Werner von Bülow, y varios otros de la ONT, como Friedrich Schiller y Richard Anders. Del psiquiátrico a gurú del nazismo

Una vez fuera del pabellón psiquiátrico, cambió su apellido Wiligut por el de Weisthor, según él, derivado del alemán Weise (sabio) y de Thor, el célebre dios nórdico del trueno, al que tanto admiraba también el Reichsführer. En ocasiones entraba en trance, en medio de convulsiones, y otras veces recitaba dichos primitivos que afirmaba haber recibido de sus ancestros. Cuesta creer que a un personaje de estas características, claramente enajenado, se le tuviera en cuenta, pero lo cierto es que poseía fervientes seguidores, que lo consideraban un maestro en las tradiciones de las tribus germánicas desde su pasado más remoto. En 1932, Wiligut abandonó Salzburgo y a su familia, y viajó a Alemania. Allí se estableció en un suburbio de Múnich conocido como Bogenhausen, donde prosiguió con sus estudios ancestrales y se convirtió en una celebridad entre los ocultistas adictos a las runas; incluso fue invitado a la casa de Käthe Schaefer-Gerdau, donde un círculo casi secreto, que se hacía llamar «Los Hijos Libres de los Mares del Norte y del Báltico», se reunía para escuchar sus historias ancestrales, fruto de su original clarividencia. Era una especie de gurú para la Sociedad de los Eddas de Gorsleben, la cual, al comienzo de 1933, con Hitler ya acariciando la cima de su poder, hizo imprimir una larga descripción e interpretación del sello de la familia de Wiligut, como ejemplo «de una herencia armanista runológica». Apenas un año después, esta sociedad comenzó a publicar textos de un tal Jarl Widar, que no era sino un nuevo pseudónimo literario de Weisthor: rimas con runas, sabiduría numerológica* y versos de corte mitológico. No era de extrañar, con dichas «habilidades», que pronto llamara la atención de Himmler, tan obsesionado como él, o más, con las sagas germánicas y el pasado mítico. El líder de la Orden Negra conoció a Weisthor en el transcurso de un congreso de la Sociedad Nórdica (al parecer a través de su viejo amigo Richard Anders, entonces oficial de la Orden Negra) y se sintió rápidamente

fascinado por su elocuencia y su «conocimiento» del pasado. Weisthor era un hombre mayor, ya contaba sesenta y siete años, pero con un gran entusiasmo y no menos carisma. El aprecio que le mostraba Himmler puede deducirse de la correspondencia que mantuvieron a partir de ese año y en la que se demuestra una relación más que cordial entre ambos; las misivas de Weisthor contenían poesía sobre la sabiduría de las runas, versos mitológicos, ensayo sobre cosmología y las diferentes etapas del mundo prehistórico según su «memoria ancestral», así como una copia rúnica de sus nueve mandamientos paganos y un padrenuestro irminista en lengua gótica; esas cartas fueron cuidadosamente conservadas por Himmler entre sus papeles personales. En abril de 1934, Himmler lo nombró SS-Standartenführer (coronel), y en octubre le ofreció un puesto en la RuSHA de Walter Darré, con el cargo de jefe de la Sección de Prehistoria e Historia Antigua. Un mes después lo ascendió a SS-Oberführer (tenientebrigadier). En agosto de ese año, Weisthor le había presentado al Reichsführer-SS a Günther Kirchhoff (1892-1975), quien vivía en Gaggenau, en la Selva Negra, y era un entusiasta también de la prehistoria germana. Kirchhoff era miembro de la Sociedad List de posguerra y estaba seguro de que las leyendas no eran sino reflejos de hechos verídicos acaecidos durante la prehistoria; precisamente una de las labores del instituto impulsado por Himmler, la Ahnenerbe, sería demostrar que dichas «leyendas» eran hechos reales y conformaban el auténtico pasado histórico de la raza aria. Al igual que Weisthor, Kirchhoff tenía su propia cosmovisión; afirmaba que la vieja Europa había estado regida por tres grandes mandatarios: el Uiskunig de Goslar, el centro sagrado irminista; el rey Arturo de Stonehenge, y Ermanrich de Vineta o Vilna. Subordinados a ellos habrían estado el Gran Rey de Turingia, Günther Barbarroja, y su tribu, quienes migraron a Escocia en el 800 a.C. y fueron conocidos como el clan Kirkpatrick.

Ni qué decir tiene que Kirchhoff aseguraba que su linaje tenía una mezcla de sangre de la tribu Günther con de la de los Kirkpatrick, algo habitual entre estos visionarios nacionalistas, que debían de sentirse muy infravalorados entre la sociedad para tener que arrogarse una noble ascendencia mitológica. Entre 1936 y 1944, Kirchhoff entregó alrededor de cincuenta manuscritos tanto a Himmler como a la Ahnenerbe, sobre temas que iban desde los nibelungos a los rosacruces, pasando por la magia de las runas y los lugares de poder en la Selva Negra, como Schloss Eberstein, que visitó con el propio Wiligut y que éste consideraba un gigantesco complejo irminista que representaba nada menos que «el ojo de Dios en el triángulo». No obstante, Kirchhoff y sus delirantes teorías agotarían la paciencia de los estudiosos de la Sociedad Herencia Ancestral, a pesar de que Himmler había dado orden expresa de estudiar sus ensayos. También había muchos que consideraban a Wiligut un charlatán, pero no es menos cierto que una gran parte de los SS veían también a Himmler como un iluminado de creencias extravagantes, pero aun así debían someterse a sus órdenes sin contemplaciones. No hacerlo implicaba la muerte. Wewelsburg, la fortaleza del terror de las SS Basándose en una antigua leyenda germánica que preveía una gran lucha entre el Este «infrahumano» y los arios, Wiligut convenció a Himmler, que era implacable en cuestiones de seguridad e «higiene racial», pero fácilmente manipulable en todo lo referente a los mitos, lo místico o lo oculto, de que aquella batalla era inminente y de que las SS debían encontrar una especie de santuario en el que prepararse para ella y protegerse. Es posible que el Rasputín nazi se inspirase en la antigua leyenda germánica de la Batalla del Abedul (Schlacht am Birkenbaum), una saga profética que contaba

que, de la última batalla que se libraría en el futuro contra un «gran ejército eslavo del Este», lo único que saldría indemne sería un castillo en Westfalia. Así, tras barajar varias opciones, se eligió el castillo de un solitario pueblo de aquella zona de Alemania, Wewelsburg, la fortaleza que acabaría siendo el cuartel de operaciones de la Orden Negra y una especie de Vaticano de las SS. Himmler, que miraba tras sus quevedos, con «ojos de basilisco» (como le calificaría su colega Walter Schellenberg en sus memorias), las extensas llanuras del Este que debían conquistar, preveía que tal enfrentamiento tendría lugar a unos doscientos años vista, lo que no era problema, teniendo en cuenta que su Reich, como proclamaba su líder, duraría al menos los próximos «y gloriosos» mil años. El grandioso proyecto para Wewelsburg, que el Reichsführer pretendía tener finalizado para mediados de la década de los sesenta, fue uno de los más costosos y colosales de los llevados a cabo por las SS. En 1934, cuando comenzaron todos estos delirantes planes de Himmler y Wiligut, aún faltaban varios años para que Hitler emprendiera su política expansionista por Europa, aunque Himmler, que ya se hallaba en uno de los escalafones más altos del organigrama del Tercer Reich y contaba con numerosos fondos (muchos de ellos provenientes del expolio llevado a cabo por los nazis a los judíos), pudo dar rienda suelta a sus delirios megalómanos. Y no sería dos siglos más tarde, sino apenas unos años, cuando, tras el pistoletazo de salida de la Operación Barbarroja para conquistar Rusia, el jefe de la Gestapo y sus hombres comenzarían a librar esa lucha contra el Este, llevando a cabo una indiscriminada limpieza étnica a su paso. Pero volvamos a 1934, año en que Wiligut, mano derecha de Himmler para asuntos históricos, buscaba el enclave adecuado para que la Orden inspirada en los antiguos caballeros teutónicos pudiera realizar sus «rituales secretos» y sus ejercicios de meditación, que,

aunque muchos consideran una auténtica excentricidad sin valor, Himmler se tomaba muy en serio, como lo hiciera Ignacio de Loyola con sus «guerreros de Dios», siglos atrás. Después de que los «expertos» en antigüedad germánica de las SS recorrieran gran parte de Westfalia y visitaran diversas fortalezas, Wiligut y Himmler se decantaron finalmente, como hemos dicho, por las ruinas de Wewelsburg, situadas en unas montañas cerca de Paderborn, en Westfalia. Según el Reichsführer, ésa era la tierra de Enrique I el Pajarero y de Viduquindo, y además, el lugar donde se erige el castillo se halla cerca del emplazamiento en el que las fuentes históricas sitúan la batalla del bosque de Teutoburgo, que los nacionalistas alemanes consideraban una gesta épica. El sugerente nombre del lugar le había sido dado en honor del caballero Wewell von Büren, al parecer un hombre de armas bastante despiadado que se había erigido en centro de la resistencia sajona contra los hunos en la Edad Media. La fortaleza había sido reconstruida durante el Renacimiento, entre 1603 y 1609, con su actual forma triangular, para servir como residencia temporal del príncipe-obispo de Paderborn, Dietrich von Fürstenberg, aunque ya en los siglos ix y x se tienen datos de una fortificación que se utilizó como defensa ante las invasiones de los hunos y que se conocía como Wifilisburg. En 1123, el conde Friedrich von Arnsberg erigió una nueva fortificación, que fue demolida en 1124, a su muerte, por los campesinos, que alegaban que habían sido oprimidos por el señor alemán. En el año 1301, el conde von Waldeck vendió el terreno que ocupaba la fortificación al entonces príncipe-obispo de Paderborn; desde ese año hasta 1588, los Fürstenberg correspondientes cederían el castillo a diversos señores feudales vasallos suyos. En el siglo XVII, después de ser destruido varias veces, adquirió la planta actual, de forma triangular y con tres torreones de cúpulas barrocas. Cuentan que Himmler, obsesionado como estaba por los objetos de poder y el misticismo, creyó ver en aquella disposición

una alusión a la Lanza del Destino, con la que el centurión Longinos alanceó el costado de Cristo en el monte del calvario durante la Pasión. Al parecer, aquella reliquia se consideraba un objeto de poder que, como el Grial o el Arca de la Alianza, había sido codiciado a lo largo de la historia, y por supuesto también por los nazis. Es curioso que Himmler se sintiera atraído por reliquias del cristianismo, al que tanto odiaba, como lo eran todas las anteriores, pero es que los eruditos de la Ahnenerbe también intentaron arianizar la figura de Cristo, para que casara mejor con su ideario, alejándolo de la tradición judeocristiana sin la que, paradójicamente, Cristo no habría existido. Trevor Ravenscroft, autor ya citado y veterano de la segunda guerra mundial, señala, en Spears of Destiny, que en su juventud, Adolf Hitler mostraba una atracción casi obsesiva por la Lanza del Destino (una de cuyas réplicas se hallaba en el Museo Arqueológico de Viena), y tras la anexión de Austria (el Anschluss), varios SS recibieron como misión robar esa réplica para su jefe; pero las fuentes que maneja Ravenscroft, que afirma sin titubeos que Hitler había sido iniciado en el mundo de lo oculto por Walter Johannes Stein, un personaje real, discípulo de Rudolf Stein en la Antroposofía, no son muy fiables, y esa historia parece más bien sacada de la mente de los creadores de Indiana Jones que de la realidad histórica rigurosa. Pero volvamos a Wewelsburg, castillo que, con el tiempo, albergaría también una sala que, a modo de museo místico, recogería todo tipo de reliquias y objetos de poder; hay quien asegura que hasta el mismísimo Grial, que el medievalista de la Orden Negra, Otto Rahn, habría obtenido en sus periplos por el Languedoc, otra leyenda más en torno al ocultismo nazi. De 1589 a 1821, el castillo que acabó siendo el bastión de Himmler, fue la residencia habitual de un agente financiero, pero, curiosamente, en 1631 también acogió dos juicios por brujería, y en los sótanos cercanos a la torre Este se halla una antigua cámara

usada por la Inquisición. No es de extrañar que aquello también llamara la atención del Reichsführer, que utilizaría los juicios por brujería para atacar a la Iglesia. Cuentan antiguos relatos que, en el siglo XVII, la fortaleza sirvió de prisión para miles de mujeres acusadas de brujería, desdichadas que serían torturadas y ejecutadas tras sus muros. Lo que olvidan muchos historiadores, y evidentemente también los «pseudohistoriadores» en nómina de las SS, es que la caza de brujas en aquel siglo fue mucho más brutal en países como Alemania o Suiza precisamente porque fue llevada a cabo por acólitos de la fe protestante, y que la Inquisición y la Santa Sede, que ya comenzaban a ser más escépticas sobre el tema de la brujomanía, no tuvieron nada que ver. No obstante, esa historia era otro elemento más que atrajo la atención del jefe de la Orden Negra. 1934 fue el año en que Heinrich Himmler, convencido de la guerra atávica que se avecinaba y cautivado por el enclave, firmó con el distrito de Paderborn un contrato de arrendamiento del castillo y la zona colindante por cien años. Su intención no sólo era remodelar y rehabilitar la fortaleza sino que albergaba para ella un plan mucho más ambicioso: sería el centro de formación mística de los soldados de más alto rango de las SS, cuyos secretos se llevarían los elegidos a la tumba. En el interior del castillo, que fue conocido como «el Vaticano de las SS», Himmler dio rienda suelta a sus ambiciones místicas y a su pasión ocultista. En él albergó los objetos de poder que servirían para la lucha final contra los enemigos del Reich, y en su interior tuvieron lugar rituales secretos y mágicos, quizá incluso sacrificios destinados a los doce generales de División que formaban parte de la Orden, ritos de corte pagano diseñados por Wiligut por medio de retazos de su «memoria ancestral» de los germanos primigenios.* El poder de las runas

Las runas fueron uno de los símbolos por antonomasia del nazismo y concretamente de la Orden Negra, que pretendía recuperar del olvido este sistema de escritura para que sustituyera al existente y se convirtiera en el signo de identidad de la nueva religión pagana del Reich. Precisamente las Schutzstaffel utilizarían como símbolos dos runas sieg, SS, que representaban el elitismo y la camaradería de la organización, y que pronto fueron elevadas a una condición cuasi sagrada. Himmler y su mano derecha en asuntos ocultistas, Wiligut, se basaron en lo escrito por Tácito en Germania, donde describió cómo las antiguas tribus realizaban ritos de adivinación mediante las runas; su supuesto poder mágico era lo que atraía a los místicos del nazismo. Fue precisamente Wiligut quien realizó una clasificación particular de las runas que debían utilizar los guardias negros, basándose libremente en el citado texto Das Geheimnis der Runen (El secreto de las runas), de List. A todos los Antwärter de la organización SS que hubieran entrado en ella antes de 1939 se les impartían clases de simbolismo rúnico como parte de su formación, y en 1945, en los estertores del Reich, la Orden Negra había llegado a tener hasta catorce variedades principales de runas, que incluso añadieron con teclas especiales a las máquinas de escribir que se utilizaban en sus oficinas centrales. Las runas se convirtieron así en la «escritura mágica del Tercer Reich». La Sociedad Herencia Ancestral y otros proyectos delirantes Wewelsburg fue, por tanto, el «Vaticano de las SS», el centro neurálgico y místico de la Orden Negra, pero Heinrich Himmler no dio rienda suelta a sus obsesiones megalómanas y ocultistas únicamente en él. Utilizó los numerosos fondos que recibía su organización para financiar empresas realmente pintorescas, que llegarían a rozar el paroxismo durante los últimos años del Reich.

En 1935 fue el impulsor de la creación de la Sociedad para la investigación y la enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana (Deutsches Ahnenerbe e.V., en alemán), más conocida como Ahnenerbe a secas, un instituto de investigación cuyo cometido era encontrar los vestigios de las antiguas glorias de la raza aria, una visión utópica que finalmente consistió en la falsificación descarada de la ciencia, la arqueología y la historia germánicas y de otros pueblos. Sus principales dirigentes, comandados por Himmler, serían Walter Darré, líder de la RuSHA; Walter Wüst; Hermann Wirth*, y Wolfram von Sievers, un fanático antisemita que fue su director administrativo y el responsable directo de algunas de las atrocidades llevadas a cabo en los campos de concentración. En un principio, la Ahnenerbe tenía la finalidad, más bien filantrópica, de financiar estudios que indagaran en el pasado de los pueblos germánicos, pero con el tiempo sus acciones acabarían por ir destinadas a sostener y justificar un régimen movido por el odio al diferente y en el que había una sola voz. A través de los fondos de la Sociedad, que Himmler filtraba a través de los numerosos engranajes de las SS, la Gestapo y la SD, un auténtico imperio sobre el que tenía prácticamente un control absoluto, se patrocinaron distintas expediciones en busca de las raíces de la raza aria, entre ellas a Tiahuanaco, en Bolivia, a Carelia en Finlandia, a Islandia, a Damasco (Wüst estaba convencido de que los persas eran descendientes de los antiguos arios), a las cuevas prehistóricas de Francia y España, e incluso al Tíbet, donde un grupo de investigadores y SS, comandados por el zoólogo y explorador Ernst Schäfer, intentaron demostrar (por orden del Reichsführer), teorías tan poco realistas como la Cosmogonía Glacial o la de la Tierra Hueca, así como la existencia de reinos míticos como Shambhala o Agartha, que creían que podían estar relacionados con el origen de los arios. La Atlántida, el Grial (que el medievalista Otto Rahn buscó por el Languedoc francés, y el propio Himmler, en la abadía barcelonesa de Montserrat), las runas mágicas, la astrología… Todo ello fue estudiado por los cientos de

pseudoinvestigadores que trabajaron para el instituto hasta el final de la guerra. Finalmente, también muchos médicos, si es que se merecen tal nombre, trabajaron siguiendo los dictámenes de Sievers y Himmler, y dieron rienda suelta a su propio sadismo en terribles experimentos realizados en los campos de concentración nazis, donde utilizaron a miles de seres humanos como cobayas. Con el visto bueno de Himmler y la RuSHA se crearon las denominadas escuelas Lebensborn, que ya hemos citado y cuya intención era juntar a las mujeres de «sangre pura» con los impolutos guardias negros que formaban las SS. Cientos, y cientos de proyectos, a cuál más enrevesado y absurdo, que iban encaminados a moldear un Reich milenario que bien podría haber salido de una novela de ciencia ficción, pero que, por desgracia, y a pesar de su corta duración, existió y derramó sangre por todos los campos de Europa. La Orden Negra, la Ahnenerbe, la RuSHA, las guarderías Lebensborn…, todo formaba parte del ambicioso y místico plan del «mago negro» del Tercer Reich: quería que alemanes puros, racialmente mejorados con el paso de las generaciones, conquistaran el Este de Europa y más tarde el mundo, gestando una nueva era que tenía más de mitología que de realidad. A pesar de ello, los terribles experimentos llevados a cabo por hombres sin escrúpulos en pos de su retorcida utopía sí fueron reales, como lo fue también la manipulación del pasado, de la ciencia y la arqueología, en aras de que la historia comulgara con las teorías de los «investigadores» de la Sociedad Herencia Ancestral, que no eran otras, claro, que los postulados del Partido. Junto a Rosenberg y Bormann, Himmler sería uno de los principales impulsores de una paganización del Reich alemán; su intención: acabar con las raíces cristianas y judías de Europa y crear una nueva religión de ecos nórdicos, con base en las leyendas de la mitología germánica, en la que la cruz cristiana fuese sustituida por la esvástica y la Biblia por el Mein Kampf.

El futuro, no obstante, se tornaría bastante oscuro para las ambiciones de estos verdugos, y aunque millones de personas sufrirían lo indecible en sus manos, ese mismo Destino por el que abogaban para defender su «misión» no tardaría en volverse en su contra. Ni la fortaleza de Wewelsburg en Westfalia, ni el complejo entramado de espías y delatores que formaban la RSHA y la Gestapo, ni siquiera los dioses del panteón nórdico coronado por Wotan podrían proteger a Himmler y sus secuaces de la tragedia wagneriana final; como tampoco aquellos astrólogos que, como veremos, acompañaron al Reichsführer en sus últimos momentos, ni las «armas maravillosas» que los científicos de los departamentos más secretos del Reich intentaban fabricar con el tiempo en su contra. ¿Y qué pasó con Karl Maria Wiligut, el visionario de las SS? Existen pocos datos acerca del final del responsable de crear los emblemas de la Orden Negra, como el Anillo de la Muerte; el lenguaje mágico, basado en el sistema rúnico, que se empleaba desde tiempos pretéritos para la adivinación; de elegir el centro simbólico de la organización y de introducir las ceremonias místicas que los miembros de más alto rango llevaban a cabo en la cripta del castillo de Wewelsburg, donde en sus sueños megalómanos Himmler creía que un día sería enterrado Adolf Hitler, el mesías del nacionalsocialismo al que no tardaría en traicionar. El más fiable de los biógrafos del místico germano, Nicholas Goodrick-Clarke, apunta que Wiligut renunció a permanecer en las Schutzstaffel. Los motivos exactos que le llevaron a ello se desconocen. Diversas fuentes inciden en que la salud del anciano visionario, que ya había dado sobradas muestras de enfermedad física y psíquica, iba en rápido declive, a pesar de que le suministraban un fortísimo tratamiento para mantener su vitalidad y para que no se sumergiera de nuevo en sus episodios psicóticos. Es posible que la fuerte medicación, en un tiempo en el que los psicotrópicos se hallaban muy lejos de conseguir la efectividad actual e iban acompañados de fuertes y desagradables efectos

secundarios, hiciera más mella aún en su maltrecho cuerpo. Unos fármacos que combinaba con el tabaquismo crónico y el alcoholismo. Una mezcla letal para su estabilidad mental, ya de por sí trastornada. Sin embargo, apunta Clarke: «La historia psiquiátrica de Wiligut sigue siendo un secreto muy bien guardado, ya que su currículum vítae de mayo de 1937 fue sellado después de un escrutinio confidencial». No obstante, en noviembre de 1938, Karl Wolff, uno de los generales de división y hombre fuerte de las SS, visitó a Malwine Wiligut en Salzburgo, y ésta hizo pública la historia de los trastornos mentales anteriores de su esposo, algo que fue muy molesto para Heinrich Himmler, porque restaba credibilidad a su imagen, ya de por sí muy castigada por sus delirios místicos. En febrero de 1939, Wolff informó al equipo de Wiligut en la RuSHA de que el oficial que mantenía «contacto directo» con sus ancestros solicitaba su renuncia por su avanzada edad y por su delicada salud, y que la oficina que comandaba se disolvía. Por su parte, el Reichsführer solicitó del artífice de los símbolos y rituales de la Orden Negra la devolución de su Anillo de la Muerte (Totenkopfring), su daga-SS y su espada, objetos que conservó bajo llave debido al valor sentimental que tenían. Wiligut, al fin y al cabo, había sido el artífice místico de la Orden. No obstante, no todos guardaban un buen recuerdo del «visionario nazi». Herman Wirth, primer director de la Ahnenerbe, antes de caer en desgracia ante Himmler y Wolfram von Sievers, escribió una misiva a Rudolf J. Mund, un guardia negro miembro de diversos grupos esotéricos y uno de los artífices de la revitalización del «Sol Negro» de los pueblos nórdicos, en la que incluía su impresión sobre Wiligut y le calificaba de «alcohólico senil» que había «plagiado a Guido von List». Parece increíble, a la luz de los años transcurridos, que un personaje de estas características fuese tenido en cuenta por uno de los líderes más importantes del nacionalsocialismo, que lo

convirtió prácticamente en su mentor espiritual y en su mago personal, con el poder de tomar decisiones que finalmente afectarían a millones de personas. El cese oficial de Wiligut de la Orden Negra fue fechado el 28 de agosto de 1939. Aunque las SS siguieron cuidando del anciano obsesionado con el paganismo nórdico en su retiro, los últimos años de Karl Maria Wiligut fueron un penoso vagabundeo por Alemania mientras duró la guerra. Himmler nombró a Elsa Baltrusch, que formaba parte del equipo personal del Reichsführer, ama de llaves de Wiligut y le encomendó su cuidado. Primero los trasladaron a un alojamiento en Aufkirchen, pero Wiligut, acostumbrado al trasiego de Berlín, en mayo de 1940 quiso mudarse a su antigua residencia de Goslar, en la Baja Sajonia, aunque en 1943, el lugar en el que se alojaban, situado en el casco urbano de Werderhof, fue requerido por las autoridades nazis para albergar un centro de investigación médica, si es que a las barbaridades que los hijos del Tercer Reich perpetraron en el campo de la «medicina» pueden tildarse de investigación. Así, Wiligut y su ama de llaves hubieron de mudarse a una modesta casa de huéspedes de las SS en Wörthersee, en la provincia austríaca de Carintia, hasta el cese de las hostilidades. Las fuerzas de ocupación inglesas, que sabían que Wiligut era un guardia negro, y no precisamente uno cualquiera, lo sacaron de la casa de huéspedes a pesar de su avanzada edad y lo enviaron a un campo de refugiados en St. Joan, cerca de Velden, en Baviera, donde el místico sufriría una apoplejía que le provocó una parálisis parcial y lo dejó sin habla. Nicholas Goodrick-Clarke finaliza el recorrido por la vida de Wiligut señalando que, tiempo después, permitieron a Elsa Baltrusch y al místico regresar a la casa familiar en Salzburgo, pero debido al oscuro pasado que rodeaba a ésta, decidieron no hacerlo. No obstante, Wiligut quería regresar a su patria de adopción, Alemania,

el país que consideraba núcleo del hombre ario primigenio y que en ese momento estaba devastado por culpa de hombres con sus mismas ideas. Así, la pareja decidió trasladarse a Bad Arolsen, al lugar en que se hallaba la familia de Elsa. Corría el mes de diciembre de 1945. El viaje fue una prueba demasiado dura para el anciano y a su llegada tuvo que ser hospitalizado. Karl Maria Wiligut murió el 3 de enero de 1946 y se convertía así en el último representante de un supuesto linaje secreto, conocedor del glorioso pasado germánico que sólo existía en los sueños megalómanos y delirantes de fanáticos como él. Su sueño de una patria aria renacida jamás se haría realidad, por muchos «vaticinios» que le hubiesen indicado lo contrario. El «Rasputín» de Himmler, eso sí, sobrevivió un tiempo al hombre que, sorprendentemente, le concedió un poder inusitado cuando ya era un individuo prematuramente avejentado, alcohólico y con un trastorno mental: un puesto en el organigrama nacionalsocialista que sembró el pánico en los corazones de medio mundo.

8 PROFECÍAS Y VISIONES: LA GUERRA DE LAS ESTRELLAS Hemos visto hasta aquí cómo Hitler se dejó guiar por las recomendaciones astrológicas de Erik Jan Hanussen, el «Nostradamus» del Tercer Reich, pero lo cierto es que existe todo un abanico de supuestas profecías que se relacionan con el tema que venimos tratando. Hablar de profecías es hacerlo de un tema controvertido, abierto a la libre interpretación (normalmente debido a la poca claridad de los supuestos vaticinios) y considerado por muchos, principalmente los más escépticos, mera charlatanería, algo de lo que ya fue acusado el propio Hanussen por algunos de sus contemporáneos. Pero es también un asunto apasionante que ha levantado acalorados y reveladores debates desde que el mundo se encaminó a eso que se dio en llamar modernidad, un tiempo que trajo consigo, como en el caso que nos ocupa, algunas de las mayores atrocidades orquestadas por el hombre. Ya en tiempos ancestrales, el ser humano consideraba la profecía no sólo como un don, sino como una realidad que formaba parte del mundo que le rodeaba. Nadie dudaba de las capacidades de ciertas personas, u objetos, para la clarividencia, ni siquiera en civilizaciones importantes y con notables avances en numerosos campos, como la egipcia, la griega o la romana, donde las

«respuestas» de los oráculos no sólo eran escuchadas sino decisivas a la hora de emprender una campaña militar o tomar cualquier otra delicada decisión política. Todo cambió con la llegada de la ciencia empírica, que daba por sentado que todo aquello que no podían verificar nuestros sentidos era, simplemente, fábula o leyenda. No voy a abrir en estas líneas un debate acerca de la realidad, o no, de las profecías, pues no es el asunto que nos ocupa, pero sí he de señalar que existen supuestos vaticinios que aventuraban, siglos antes incluso de su llegada, el ascenso de los nazis al poder. Quizá sólo sea una interpretación (interesada, dirán algunos) de ciertos estudiosos, que han contribuido a su expansión con ensayos que han sido calificados de «realismo mágico» o «pseudohistoria», que no es sino una forma sutil de definir a dichas obras como de ficción. Quizá, pero sólo quizá, porque lo cierto es que lo afirmado por los exégetas de dichos textos no deja de ser inquietante y atractivo en un trabajo de estas características. ¿Pudo alguien haber vaticinado, siglos atrás, la fuerza devastadora que se cerniría sobre Europa en la figura de Adolf Hitler? ¿Lo hizo el célebre Nostradamus, tan manipulado y reinterpretado, en sus controvertidas Cuartetas? ¿Se puede, acaso, predecir el futuro, o sólo forma parte de nuestros más inalcanzables y anhelados sueños? Aunque sólo se trate de eso, de un sueño, muchos de los personajes que protagonizan estas páginas, incluido Hitler, estaban convencidos de la capacidad de ciertas personas para predecir el futuro. Singulares individuos que ya hemos conocido, como Erik Jan Hanussen o el visionario paganista Karl Maria Wiligut, deudor de List, Liebenfels y Gorsleben, estaban convencidos de ello, y sus «proféticas palabras» tuvieron no poca repercusión entre los años treinta y cuarenta del siglo pasado, en el marco de la más feroz de las batallas que habría de librar el hombre.

Numerosos astrólogos que sirvieron como oficiales de los servicios de Inteligencia en ambos bandos, esos «magos de la guerra» que están dando forma, entre invocaciones y trucos de prestidigitación, a este libro, tampoco tenían duda alguna de que en las estrellas, en los horóscopos de los líderes y generales, se hallaban escritos los acontecimientos que habrían de desarrollarse en el conflicto. Conocerlos era básico para contrarrestar los avances del enemigo, y ése fue su cometido en el teatro de la guerra, una tarea misteriosa y apasionante que, como hemos visto, desempeñaron «magos» como Aleister Crowley o Dion Fortune, además de muchos otros personajes que pronto presentaré. Pero centrémonos un momento, aunque sólo sea como aperitivo «heterodoxo» de aquel episodio clave de la historia, en las supuestas profecías que, años antes de que tuviera lugar, parecían aventurar el ascenso al poder del Partido Nazi y el estallido de la segunda guerra mundial. Historiadores de corte heterodoxo afirman que las primeras profecías que aventuran el ascenso del nazismo se hallan ya en el Antiguo Testamento, concretamente en los libros de Ester y Daniel, aunque parece tratarse únicamente de interpretaciones sui géneris de exégetas de las Escrituras que parecen alejarse bastante de la realidad. Cuando se habla de «profecías nazis», sin embargo, sale a la palestra el nombre de un singular personaje, Matthias Stormberger, un místico bávaro de finales del siglo XIX, del que se conservan muy pocos datos y cuya obra fue destruida en gran parte por los nazis en su purga de los autores que consideraban enemigos del nacionalsocialismo y una ofensa a ese Reich implacable para el que la cultura suponía un desafío. Aunque no hay unanimidad, se asumen como probables las fechas de 1753 para su nacimiento y 1805 para su muerte, aunque otros estudios apuntan a que sus profecías datan de 1830, lo que invalidaría las fechas anteriores.

Sea cual sea la fecha la correcta, el caso es que, además de otros acontecimientos fundamentales de la historia posterior a su muerte, varios autores sugieren que en los versos que dejó escritos, Stormberger predijo nada menos que el estallido de la primera y la segunda guerras mundiales. En referencia a lo que parece ser la Gran Guerra, Stormberger escribió: «Cuando en las afueras del bosque la ruta de hierro se termine y el caballo de hierro se verá, una guerra empezará y durará el doble de dos años»; añadía también que «se lucharía con fortalezas de hierro que se moverán sin caballos»… ¿Se estaba refiriendo acaso a los carros de combate? Precisamente el 1 de agosto de 1914, el día en que Alemania declaraba la guerra a Rusia, desencadenando la primera guerra mundial, el escenario en el que comenzaron las hostilidades fue la nueva línea de ferrocarril entre Kalteneck y Deggendorf, que se acababa de inaugurar y que rodeaba el bosque en el que precisamente había vivido Stormberger. ¿Sería la ruta de hierro a la que aludía? Además, el conflicto duró cuatro años, dos más dos, como aventuraba el visionario. Sus palabras, ciertamente, resultan bastante ambiguas y es posible que sus intérpretes hayan querido encontrar en cada una de ellas una referencia a acontecimientos que se relacionaban directamente con la Gran Guerra. Es difícil saberlo. Sus «vaticinios» respecto a la época de entreguerras y al conflicto que nos ocupa, parecen más ajustados, aunque necesitaríamos disponer de los escritos originales del bávaro, sin manipulación alguna y con el mejor de los grafistas y traductores para saber con certeza que lo escrito fue así y que no se alteró. Aun en ese caso, podría no tratarse más que de una coincidencia, aunque sorprendente, eso sí. No obstante, sus palabras no dejan de ser inquietantes: …Inmediatamente después de esta horrible guerra, llegará un momento en que el dinero no tendrá ningún valor. Por doscientos florines ni siquiera un pan estará disponible.

Recuerdan demasiado a lo que sucedió en Alemania y Austria tras la derrota y en el resto de Occidente durante la Gran Depresión. Pero son más desconcertantes todavía sus palabras acerca de un conflicto posterior, que la mayoría no duda en identificar como la segunda guerra mundial: Dos o tres décadas después de la primera guerra, vendrá una segunda guerra, aún más grande. Casi todas las naciones del mundo participarán. Millones de hombres morirán, sin ser soldados. El fuego caerá del cielo y un gran número de sus ciudades serán destruidas.

Lo que desencadenaron los nazis comenzó algo más de dos décadas después, veintiún años exactamente, del final de la Gran Guerra. Lo más estremecedor de sus escritos es que en ellos Stormberger hacía alusión a una Tercera Guerra Mundial: …Y después de una segunda gran guerra, una tercera conflagración universal vendrá, lo que determinará todo. Habrá armas totalmente nuevas. En un día, más hombres morirán que en todas las guerras anteriores. Las batallas se llevarán a cabo con armas artificiales, catástrofes gigantescas van a suceder. (…) Todo será diferente de lo anterior, y muchos lugares de la Tierra serán un gran cementerio. La tercera guerra será el final de muchas naciones (…).

Esperemos, por nuestro bien, que sus «vaticinios» errasen en este punto, pues parece aventurar una hecatombe nuclear. Lo que está claro es que los nazis temían sus palabras, y las silenciaron, quemándolas en las hogueras que encendían también para celebrar el solsticio de invierno en ceremonias de ecos paganos. No obstante, Stormberger no fue la única figura del siglo XIX a la que los exégetas atribuyen haber formulado una certera predicción de la toma del poder por parte de Adolf Hitler. El suizo Jacob Burckhardt (1818-1897), uno de los más prestigiosos historiadores de su tiempo, en cartas escritas de su puño y letra cien años antes del ascenso de Hitler al poder, parecía anunciar con asombrosa precisión esta terrible etapa histórica que condujo inexorablemente a

la devastación de la segunda guerra mundial. Burckhardt fue profesor en la Universidad de Basilea e impartió clases también en el Instituto Politécnico Federal de Zúrich, y tiene en su haber obras tan importantes para la historiografía como La cultura del Renacimiento en Italia o Historia de la cultura griega; no parece que fuera una suerte de vidente, sino que gracias a su concienzudo análisis de la sociedad, y a sus amplios conocimientos de la historia humana, supo trazar un retrato «clarividente» de lo que se avecinaría un siglo después. En una de sus misivas escribió una frase que pone los pelos de punta al más escéptico: Veo una Europa gobernada por tergiversadores que harán que el pueblo marche en ejércitos industrializados, en campos, al son de los tambores.

Poco después que Burckhardt, y noventa años antes del ascenso del nazismo, el poeta y ensayista alemán Heinrich Heine escribió en su tragedia Almansor (1821): «Aquellos que comienzan quemando libros, acaban quemando hombres». Un auténtico vaticinio de lo que harían las fuerzas nacionalsocialistas en sus menos de trece años en el poder.* El 10 de mayo de 1933, en la Bebelplatz de Berlín, ya caída la noche, una muchedumbre enfervorecida asistía a un acto de gran simbolismo: cientos de nacionalsocialistas, la mayoría pertenecientes a las SA, pero también miembros de la cada vez más poderosa SS, comandada por Himmler, procedían a la quema de unos cuarenta mil volúmenes de autores considerados malditos por el régimen de la esvástica. Como si los tiempos de la Inquisición regresaran, las llamas redujeron a cenizas obras de autores como Karl Marx, Gustav Meyrink, Bertolt Brecht, Sigmund Freud, Upton Sinclair o Stefan Zweig, entre otros muchos. Precisamente este último, el brillante escritor austríaco, huyó a Persépolis (Brasil) junto a su esposa para escapar de las garras del Tercer Reich. Allí, el 22 de febrero de 1942, tras la caída de Singapur, convencidos de que el nazismo se extendería a todo el mundo de forma inexorable, se suicidaron. Una trágica noticia para

la cultura que tanto odiaban algunos de los esbirros de Hitler. Zweig dejó escrito como nota de despedida: «Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado de la Tierra». El encargado de realizar las denominadas «listas negras» de obras que se debían quemar, que evocaban al inefable Índice de libros prohibidos inquisitorial, fue el bibliotecario berlinés doctor Wolfgang Herrmann. Mientras gran parte de la historia cultural europea ardía, los nazis desfilaban con ritmo marcial a la luz de las hogueras y de las antorchas, entonando sus siniestros cánticos patrióticos. Una jornada para la ignominia. Parecía como si en las estrellas o en los polvorientos anales de la historia estuviera escrito desde hacía siglos que un hombre, esbozando en un papel una cruz gamada inserta en un círculo blanco sobre un fondo rojo, causaría la muerte de millones de personas que apenas unos años antes no podían ni siquiera figurarse algo parecido, a pesar de haber experimentado los horrores de la primera guerra mundial. Los nazis, temerosos de dichas «profecías» oscuras, que podían ser utilizadas por los aparatos de propaganda de los países potencialmente enemigos del nacionalsocialismo, o malinterpretadas por los propios alemanes, al encontrar en ellas atisbos del desastre que se avecinaba con ellos al poder, decidieron incluir los libros y publicaciones en las que se citaban dichos vaticinios en las listas de obras prohibidas por el régimen. Los libros de Heinrich Heine, Stormberger, Burckhardt y otros, ardieron al son de los tambores de las Tropas de Asalto, y de las Juventudes Hitlerianas, cuyos integrantes, a ritmo marcial, entonaban canciones patrióticas o himnos nazis, sabedores de que se habían hecho con el poder absoluto. Los horóscopos del Führer

El 30 de septiembre de 1923, Hitler recibió una carta de una de sus miles de admiradoras, de nombre Maria Heiden, quien se hacía eco de la publicación de un horóscopo que de él había realizado Frau Elsbeth (Elizabeth) Ebertin, quien pertenecía a una importante estirpe de astrólogos alemanes y, según Levenda, utilizaba innovadoras técnicas astrológicas que todavía hoy emplean los profesionales de los astros tanto en Europa como en Estados Unidos. La carta, a la que durante años no se prestó atención y que hoy supone un valioso documento que corrobora la importancia que en la época de Entreguerras se otorgaba a la astrología y a los vaticinios de corte político, voy a reproducirla en su totalidad, por su relevancia en el tema que estamos tratando: Múnich, 30 de septiembre de 1923 Muy honorable señor Hitler: Permítame, como una antigua miembro y admiradora fanática de su Movimiento, presentarle un asunto que, con toda seguridad, le interesará. Tengo frente a mí la obra de una experta de la astrología científica, famosa y popular en toda Alemania, Elisabeth Ebertin, de 1914. Lo siguiente es un extracto del artículo en cuestión. No se menciona ningún nombre en el artículo, pero sólo podría ser su estimada persona a quien se refiere en éste: «Un combatiente nació el 20 de abril de 1889 y en su nacimiento el Sol se encontraba a 29 grados de Aries y, quizá por todas sus acciones atrevidas, esto lo pone en peligro, y es posible que pronto contribuya al ímpetu que pondrá la piedra a rodar. De acuerdo con las constelaciones estelares, en definitiva, el hombre debe ser considerado con seriedad, y está destinado para el papel de un líder en futuros conflictos. Casi parece que, quien yo tengo en mente, fue escogido por el destino bajo esta fuerte influencia de Aries, para sacrificarse él mismo por el pueblo alemán y soportar todo con valentía y bravura; incluso si esto pudiera no ser un asunto de vida y muerte; pero al menos dará el ímpetu a un movimiento de liberación alemán, que entonces irrumpirá de repente de una manera elemental.

Sin embargo, no deseo adelantarme al destino. El tiempo lo dirá, pero ¡la situación como va en el momento que escribo esto, no puede continuar! El pueblo alemán sólo puede regresar a ser él mismo de nuevo en los campos políticos y religiosos mediante algunos líderes espirituales enviados por Dios, en especial por el grupo de individuos que creen en Dios y tienen una sensibilidad cosmológica, y quienes se encuentran por encima de los partidos políticos, varios de los cuales están entre los nativos de abril, según he descubierto (lo cual sólo es para decir si las constelaciones son favorables). Una vez que el momento correcto en el tiempo llegue, por ejemplo, una vez que se demuestre que el tratado de paz de Versalles es imposible de cumplir y sea desechado, entonces las estrellas, que ahora brillan en lugares ocultos, aparecerán como meteoros brillantes de gran belleza, similares a los cuerpos celestes que se han descubierto recientemente o que se han vuelto visibles (…)». Deberá disculparme si no puedo ayudarlo sino informarle de lo anterior. Con todo respeto, Heil und Sieg! Con todo afecto, Maria Heiden, Múnich.

Elsbeth Ebertin nació en 1880 en Görlitz y destacó no sólo como astróloga sino también como grafóloga y escritora, bajo el pseudónimo de Elsa Gorlizia. Desde principios del siglo XX, se interesó por la grafología y comenzó a publicar artículos para varias revistas; fue la primera mujer que trabajó como astróloga profesional en Alemania y tras la primera guerra mundial llegó a tener entre sus clientes al exrey de Bulgaria. Pero pasaría a la historia, además de por ser madre del célebre médico y astrólogo Reinhold Ebertin, precisamente por trazar el horóscopo de Hitler en una fecha tan temprana como 1923, cuando ni siquiera Hanussen había oído hablar del excabo austríaco. La suerte que correría la astróloga, no obstante, no sería mucho mejor que la que corrieron muchos nazis: moría el 27 de noviembre de 1944 durante un bombardeo aéreo aliado sobre Friburgo.

Aquel supuesto vaticinio, en el que le fue imposible ocultar una simpatía hacia el movimiento nacionalsocialista en un tiempo, eso sí, en el que nadie podía imaginar en lo que acabaría deviniendo, causó un auténtico revuelo y fue de la satisfacción del futuro Führer, a pesar de que en alguna ocasión afirmaría creer ser el dueño de su propio Destino, sin dar pábulo, según recogen algunos de sus biógrafos, a que su futuro estuviera escrito en las estrellas. Hitler supo de la carta astral precisamente a través de la misiva que le envió su admiradora Maria Heiden, pero el Movimiento no tardaría en utilizar dicho horóscopo de forma propagandística, como más tarde haría el Ministerio comandado por Goebbels con las profecías de Nostradamus y sus supuestas referencias al Führer, lo cual era bastante pretencioso, pero en algunos casos, efectivo. Un episodio apasionante que ahora abordamos… Karl E. Krafft, el intérprete de los astros Aunque el mismo Adolf Hitler llegó a decir que guiarse por el consejo de los astros era «una estupidez propia de mentes infantiles», lo cierto es que, según varios autores, como Robert Ambelain,* en la sombra utilizaba esas predicciones, de las que se guiaba incluso a la hora de escoger una fecha concreta para una batalla o una operación de Inteligencia. En el período de entreguerras y durante los primeros años del nazismo, comenzó a alcanzar cierta popularidad en Alemania un astrólogo y matemático suizo de nombre Karl Ernst Krafft, quien tras graduarse en la universidad había dedicado varios años a la monumental obra Tratado de Astrobiología, donde recogía una peculiar y extravagante teoría, a la que dio el nombre de «tipocosmia» (typocosmy), según la cual era posible realizar predicciones del futuro basándose en el estudio de la personalidad de cada individuo y su tipología.

A comienzos de los años treinta, con el ascenso del Partido Nazi al poder como telón de fondo, Krafft adquirió una enorme popularidad, y se convirtió en uno de los más destacados ocultistas y astrólogos (casi un profeta para algunos) del Tercer Reich. Aunque los nazis persiguieron casi desde el principio a los astrólogos, los adivinos y los embaucadores, y lo harían con más inquina a partir de 1941, lo cierto es que distintos mandamases nazis los consultaban, como Rudolf Hess, cuya odisea «astrológica» ya conoce el lector, o, claro, el ocultista por antonomasia del régimen, Heinrich Himmler. Este último, vulnerando la Aktion Hess (él sí podía permitirse saltarse la normativa) se guió por los vaticinios de otro de los «magos de la guerra» hasta los últimos días del conflicto: Wilhelm Wulff, el personaje con el que pondré el broche final a este trabajo. Sería uno de los vaticinios de Karl Ernst Krafft, quizá el más trascendental de su vida, el que lo acercaría al estrecho círculo de la élite nazi. Corría el año 1939 cuando el suizo, el dos de noviembre, escribió a su amigo el doctor Heinrich Fesel, un experto en logias masónicas y sociedades secretas, y también astrólogo que había trabajado para Himmler, para advertirle de que entre los días 7 y 10 de aquel mes la vida de Hitler correría serio peligro en un atentado. Fesel archivó la misiva por lo que pudiera pasar y, efectivamente, el 8 de noviembre una bomba explotaba en el hall de la cervecería muniquesa Bürgerbräukeller de la que el Führer, como si de antemano intuyera el peligro, acababa de salir sin acabar de pronunciar su habitual discurso envenenado. Aquél fue uno de los atentados contra Hitler que más cerca estuvo de acabar con su vida. El artefacto explosivo había sido fabricado por un relojero y carpintero alemán de nombre George Elser, quien lo instaló en una de las columnas del estrado colocado en la cervecería ex profeso para el discurso del líder nazi. Curiosamente, el Führer se presentó media hora antes de lo previsto, algo poco usual; el discurso debía terminar alrededor de

las 22.00 horas, pero Hitler, abruptamente, y ante las miradas de desconcierto de su fanático público, finalizó a las 21.07 horas, y se marchó del lugar. Trece minutos después la bomba explotaba, matando a siete personas. Elser fue detenido y ejecutado cinco años después, el 9 de abril de 1945, en el campo de concentración de Dachau. Ni qué decir tiene que la propaganda del Partido no tardó en atribuir la supervivencia de Hitler a un hecho milagroso, a la Providencia y a su cualidad de Elegido. Como en otras ocasiones, en el fallido atentado, el dictador creyó ver la mano de la Providencia en lo que probablemente no era más que un golpe de suerte. ¿Conocía acaso de antemano la predicción del astrólogo suizo? Cuando, al día siguiente del suceso, la noticia se publicó en los periódicos, Heinrich Fesel, consternado, envió un telegrama a Hess narrándole lo ocurrido y remarcándole la extraña «precisión» del vaticinio de Ernst Krafft. El astrólogo fue detenido y encerrado en los cuarteles de la Gestapo en Berlín bajo la sospecha de estar involucrado en el complot para acabar con la vida de Hitler. Tras ser interrogado y al ver que no tenía ninguna relación con grupos disidentes o de la Resistencia y sí una sorprendente «capacidad» para adelantar acontecimientos futuros, no tardó en pasar a formar parte del Ministerio de Propaganda del Reich, dirigido por Joseph Goebbels. En uno de los departamentos más secretos del ministerio, Krafft se dedicó durante un tiempo a realizar labores de propaganda negra y desinformación, métodos de la guerra psicológica, utilizando sus vaticinios astrológicos a favor del nacionalsocialismo. Es curioso que Goebbels, uno de los hombres más temibles del entramado nazi, le encargara al astrólogo que interpretara las Centurias de Michelle de Nostradamus, sabedor de que el célebre mago francés citaba en las mismas a un tal Hister (que tanto para

Hitler como para el ministro de propaganda no podía ser otro que el propio Führer), desde una perspectiva pro alemana con la finalidad de utilizarlas como arma propagandística. Goebbels se basaba en el trabajo del empleado de correos y escritor aficionado C. Loog que, en 1921, mediante una compleja Centuria del visionario galo, había, al parecer, vaticinado (o eso creían los dirigentes nazis) el estallido de la segunda guerra mundial. Pero a principios de la década de los veinte, recién finalizada la Gran Guerra, nadie había dado crédito a las palabras del visionario, cuyo nombre de pila no ha trascendido hasta el momento y del que sólo conocemos su apellido, con el que firmaba sus «visiones». Krafft creyó que en algunos de los versos del mago renacentista se pronosticaba la victoria del nazismo. En la actualidad, algunos expertos opinan que en la Centuria II, 24, el galo alude al atentado que tuvo lugar el 20 de julio de 1944 en la llamada «Guarida del Lobo», el cuartel general del Führer, cuando una maleta colocada por el conde Claus von Stauffenberg estalló en la sala de operaciones, de lo que Hitler salió prácticamente ileso: «Bestias por el hambre vadearán ríos gran parte del campamento en contra de Hister en caja de hierro al grande hará arrastrar cuando nada observe ningún hijo de Germania.»

De todas maneras, en muchos casos las interpretaciones fueron realmente alucinadas, como aquella que afirmaba que los dos últimos versos señalaban el traslado de Hitler a Sudamérica en un submarino durante la noche y después de la guerra, lo que daría pábulo a numerosas leyendas y fantasías sobre el Tercer Reich. Tras el «acierto» de C. Loog (la invasión de Polonia se produjo en 1939), Goebbels aprovecharía la obra de Nostradamus como arma psicológica contra el enemigo. El ministro de propaganda nazi, claramente menos crédulo que Himmler, Rudolf Hess o el propio Hitler, utilizó las ciencias ocultas con fines exclusivamente

propagandísticos, como forma de minar la moral del enemigo por medio de la manipulación y la mentira, campos en los que el nazi era un auténtico maestro y para el que dispondría de numerosos agentes de Inteligencia. En poco tiempo se imprimieron miles de octavillas con las interpretaciones manipuladas del visionario francés y se repartieron por toda Francia, lanzándolas desde el aire, mientras se advertía a sus ciudadanos y al Gobierno galo de que si no se rendían, su país sería destruido. Aunque el efecto parece que estuvo lejos de ser el deseado, Goebbels decidió utilizar el mismo método con las tropas alemanas para elevar la moral en el frente. Todo cambiaría con el vuelo de Rudolf Hess a Escocia en 1941. La suerte de muchos astrólogos estaba echada; también la del propio Ernst Krafft, por mucho que hubiera servido a las órdenes de Goebbels. Ya sabemos que, en aquel momento, Hitler, quien también creía en el poder de los astros y al que le atraían desde su juventud las ciencias ocultas, para desviar la atención y calmar su sed de venganza (una venganza probablemente fingida, si aceptamos la posibilidad de que estaba plenamente al corriente de los planes de su subordinado), decretó la orden de arresto de todos los allegados a Hess y de numerosos devotos del esoterismo con ellos. El 9 de junio, Krafft fue uno de los detenidos por la Gestapo. Tras pasar un año en prisión, fue excarcelado y se dedicó a trazar horóscopos de generales y almirantes aliados, tarea a la que también se dedicó Wilhelm Wulff y ocuparía el tiempo, en el bando aliado, del astrólogo Louis de Wohl, otro de nuestros «magos de la guerra». Un buen día, en uno de sus escritos, Krafft señaló que las bombas británicas podrían destruir pronto el Ministerio de Propaganda en Berlín. Aquello no gustó nada a los nazis, y mucho menos al orgulloso y todopoderoso ministro Goebbels, que comenzó a ver en Krafft a un personaje incómodo para sus planes.

Otra vez en el punto de mira por sus afirmaciones, la policía secreta volvió a encarcelarlo. En esta ocasión corrió peor suerte, y Krafft, que había puesto, quizá porque no le quedó más remedio, sus conocimientos de las estrellas al servicio de la maquinaria nacionalsocialista, moría el 8 de enero de 1945, tras contraer tifus, en el campo de concentración de Buchenwald, en la colina de Ettersberg, cerca de Weimar, donde tuvieron lugar algunas de las mayores aberraciones de los guardias de las SS y de los médicos de la muerte nazis. Como legado, Krafft dejaba, además de sus vaticinios y su interpretación sui géneris de Nostradamus, más de sesenta mil horóscopos de personajes célebres de la época. Así, el testimonio de primera mano de uno de los que formaron parte de la «guerra mágica» que libraron los servicios de Inteligencia en la segunda guerra mundial desaparecía también para siempre, dejando numerosos interrogantes acerca de su verdadero cometido en aquel tiempo de oscuridad. Sin embargo, tenemos la suerte de contar con el testimonio en primera persona de otros de los «magos» que participaron en la contienda. Louis de Wohl, novelista, espía y astrólogo Ya sabemos que Goebbels utilizó las profecías de Nostradamus con fines propagandísticos, porque parecían vaticinar, como otros textos «visionarios», el ascenso del nazismo al poder. También conoce el lector que Winston Churchill intentó contrarrestar dicha influencia «mágica» con su propio equipo de profesionales de lo oculto: Maskelyne, Howe, probablemente Crowley… Y en el campo específico de la astrología, con otro de los grandes nombres de los años de la guerra: el húngaro Louis de Wohl. Cuando el primer ministro británico tuvo conocimiento de que Hitler tenía a su servicio a astrólogos y «magos», hizo lo propio para contrarrestar aquella influencia, sobrenatural para unos y, para

otros, simplemente excéntrica. En mayo de 2008, el Gobierno británico desclasificó varios documentos hasta entonces secretos que confirmaban precisamente esto: que el MI5 había reclutado astrólogos y adivinos en la lucha contra el nazismo. Uno de ellos fue el astrólogo y escritor alemán de origen húngaro Louis de Wohl, quien ya era célebre, y lo seguiría siendo durante muchas décadas, por la publicación de novelas históricas. Su misión: interpretar el horóscopo y las cartas astrales de los líderes nazis para «anticiparse» a las acciones de Adolf Hitler y adivinar su estrategia a seguir en las operaciones militares. Este polifacético y orgulloso personaje, no menos extraño que Hanussen o Ernst Krafft, e igual de extravagante que el primero, era un aristócrata algo charlatán, aficionado a los habanos y a las fiestas de la alta sociedad londinense. Su verdadero nombre era Ludwig von Wohl, aunque utilizaba el nombre de Louis de Wohl para todas sus publicaciones; había nacido en Berlín, hijo de padre húngaro y madre austríaca, el 24 de enero de 1903, y por lo tanto había sido testigo de primera mano de los enfrentamientos callejeros, el radicalismo político y las penalidades que experimentaría Alemania tras la Gran Guerra. Vivió también en primera línea la creación del Partido Nazi, el odio acumulado por aquellos que formaban parte de sus filas y cómo el NSDAP, al que en un principio nadie tomaba demasiado en serio, obtenía con los años un éxito sin precedentes, con las consecuencias que ello acarrearía. Tras el ascenso nazi al poder efectivo, en 1933, al ver que los perros de presa de Hitler comenzaban a mostrarse interesados en reclutarle para que trabajase a su servicio en algún departamento sin nombre de Inteligencia, De Wohl se embarcó rumbo a Inglaterra. Corría el año 1935, y no le costó asentarse cómodamente entre la clase alta londinense, y convertirse en asiduo a reuniones privadas y a fiestas que solían acabar derivando en auténticas bacanales, como las organizadas no mucho tiempo antes por Hanussen en Viena y Berlín.

Tras el estallido de la guerra, puso todo su empeño en convencer al almirante John Godfrey (director de la Inteligencia naval) y a otros miembros de su círculo de amigos (Charles Hambro, cabeza del SOE o Lord Halifax, secretario del Foreign Office) de la necesidad de descubrir, tras trazar su horóscopo, si Hitler se encontraba «eufórico o pesimista» a la hora de emprender una determinada acción bélica o una ofensiva contra los ejércitos aliados. Una información que, pensaba De Wohl, podía ser vital para neutralizarle. En los informes desclasificados se indica que algunos agentes del MI5 consideraron aquella decisión como una «supina estupidez» e intentaron desprestigiar la figura del astrólogo describiéndole como «un hombre afeminado de vanidad desmesurada; un propagandista nato cuya afición a los uniformes nazis sólo es superada por su afición a disfrazarse de travesti». Pero precisamente propagandistas natos eran lo que necesitaba la Inteligencia británica, y por tanto De Wohl jugaría un importante papel en el ya mentado Equipo o Grupo Negro (Black Team) de Churchill, una unidad secreta de la SOE especializada en propaganda negra y que también se valía del ilusionismo en el campo de batalla (del que se ocupaba otro de los protagonistas de este libro, el mago Jasper Maskelyne) para sembrar la confusión y el desconcierto en el enemigo. La principal misión del astrólogo húngaro, además de trazar horóscopos, fue similar a la de Krafft en Alemania: producir espurios panfletos manipulando las profecías de Nostradamus para lanzarlos sobre Alemania. Pese a las advertencias de los servicios secretos británicos del interior, el MI5, de que De Wohl era un «charlatán», su plan de descubrir el asesoramiento astrológico que Hitler estaba recibiendo y así saber, como recogía una noticia publicada en la edición digital de ABC,* cuál sería su próximo movimiento estratégico fue bien recibido por el director de Inteligencia Naval, John Godfrey, «a quien le resultaba difícil entender las estrategias del Führer».

En 1940, Louis de Wohl pasó a dirigir el Departamento de Investigación Psicológica de Londres y más tarde trabajó con el maestro en falsificaciones de documentos Eric Hall. Su principal cometido fue crear una versión falsa de la popular revista alemana de astrología Zenit, bajo la supervisión del jefe de la PWE (Political Warfare Executive) Sefton Delmer. Su intención era minar la moral de los alemanes con sus falsos pronósticos. En abril de 1943, De Wohl y Hall trabajaron en una edición especial de Zenit, esperando astutamente hasta junio para distribuirla con fecha del mes de abril. De esta forma, como apunta el periodista José Lesta,* podían «predecir» sucesos que de antemano ya sabían que eran ciertos. Aunque algo ingenuo, el plan podría servir para confundir a los alemanes, muchos de ellos seguidores incondicionales de los astros. Hall y De Wohl se informaron de las fechas en que los submarinos nazis habían sido hundidos para «adelantarse» a esos funestos acontecimientos. Quizá de esta forma, los oficiales de los submarinos alemanes llegaran a sublevarse. Sin embargo, los «espías» de las estrellas cometieron un error fatal e imperdonable a la hora de falsificar la revista: la titularon Der Zenit, cuando su verdadero nombre en alemán era Zenit, sin artículo. El plan, como era de esperar, fracasó estrepitosamente. De Wohl, que vivía un retiro dorado en Londres en tiempos de guerra (en 1940 ocupaba una exclusiva suite en el hotel Grosvenor House, en Park Lane), fue enviado (antes de su fracaso con Zenit) por Churchill a EE.UU. con la intención de impulsar la entrada de este país en el conflicto. Allí realizó una larga gira de conferencias con la astrología como eje central, en las que insistía a su nutrido auditorio sobre el peligro que suponía Hitler para las democracias occidentales, y protagonizó los titulares de importantes rotativos que se hacían eco de la presencia del «mago» en el país de las barras y estrellas. Periódicos como The New York Sun, New York Sunday

News o Los Angeles Times se hicieron eco en sus páginas del tour del astrólogo, financiado en secreto por los servicios de Inteligencia británicos. Louis de Wohl gozaba de renombrada fama, y algunos le atribuían, por ejemplo, haber predicho, ante el escepticismo general de los militares aliados, la mismísima batalla de las Ardenas. De Wohl, no obstante, no aclararía estos hechos totalmente, a pesar de escribir un libro astrológico con una extensa introducción sobre la labor que había desempeñado en la guerra; libro que publicó en 1951, bajo el título de Usted y las estrellas,* del que ahora mismo tengo en mis manos en una edición tan manida que parece tenga dos siglos y que es un verdadero incunable, obsequio de un buen amigo, profundo conocedor del mundo de lo oculto. Wohl no era muy bien visto por los oficiales de Inteligencia, y en 2008 también se publicó un expediente del MI5 en el que se hacía alusión a su incapacidad para la «discreción que su puesto requiere», y lo calificaba poco menos que de un «bocazas» que ponía en peligro las operaciones secretas en curso. Tras la guerra, el alemán de origen húngaro retomó su labor como novelista, cosechando no poco éxito con la ficción histórica y la biografía novelada, con libros como El mensajero del rey o Atila. El azote de Dios, la misma literatura que más de medio siglo después sigue cautivando al gran público. También se acercó a la Iglesia católica, azote en otro tiempo de los «oteadores» de las estrellas, asunto sobre el que escribiría varios libros, especialmente tras entrevistarse con el pontífice Pío XII en 1950, un papa al que se acusa de haber sido demasiado indulgente con el régimen nazi, e incluso de «colaboracionista», según los autores anticatólicos más radicales. Precisamente, la obra de Louis de Wohl Fundada sobre roca, de gran éxito, parece que fue un encargo del propio vicario de Cristo. Sus novelas han sido traducidas a más de doce idiomas y algunas de ellas llevadas al cine. En I Follow My Stars: An Autobiography (Yo sigo mis estrellas: una autobiografía), publicada

en 1937, antes de servir contra los ejércitos de Hitler, De Wohl señalaba que durante un viaje que había realizado a la India a comienzos de los años treinta, un psíquico yogui predijo que moriría a los sesenta y un años. El maestro oriental falló por poco, pues el astrólogo falleció en Suiza en 1961, a los cincuenta y ocho años. Hemos visto que los servicios secretos británicos también emplearon las predicciones astrológicas realizadas en sus despachos secretos. Pero también en primera línea del frente, en este caso en el Norte de África, otro «mago de la guerra» sirvió a los aliados en la lucha contra Hitler, haciendo uso no de un profundo conocimiento de las estrellas o de lo intangible, sino de la magia del espectáculo, mucho más mundana y efectiva.

9 JASPER MASKELYNE, EL ILUSIONISMO COMO ARMA BÉLICA Si en el Berlín de comienzos de los años treinta destacó el ilusionista y «vidente» Erik Jan Hanussen, que llegó a convertirse en una especie de profeta del nuevo Reich, su homólogo en el bando aliado podríamos decir que fue el pulcro y refinado británico Jasper Maskelyne, quien fue bautizado como el Mago de la Guerra por hacer uso de sus amplios conocimientos del mundo del espectáculo y del ilusionismo para combatir a Hitler. Eso sí, Jasper no se jactaba de poseer ningún tipo de don sobrenatural o de experimentar arrebatos visionarios, a diferencia del austríaco, y la suerte le sonrió más y durante más años que a este último. Su testimonio, recogido en unas memorias que, ¡cómo no!, también han sido objeto de debate (no sería de extrañar que, al igual que Hanussen, Maskelyne hubiese echado mano de la imaginación que, como mago, tenía de sobra), es una fuente indispensable para conocer lo que sucedió entre bambalinas durante la segunda guerra mundial, esa lucha «oculta» que llevaron a cabo los servicios secretos a espaldas de los ciudadanos, los soldados e incluso de muchos políticos prominentes. La magia como tradición familiar

Cuenta el propio Jasper Maskelyne que su familia se había dedicado a la magia y al ilusionismo desde hacía siglos. El célebre mago se remonta al siglo XVI, y nos habla de la curiosa historia de uno de sus antepasados, un corpulento granjero llamado John Maskelyne, encargado de administrar justicia como juez de paz de la zona donde vivía, en Cheltenham. Hacía un tiempo que los campos labrados no daban fruto y la economía de la región era cada vez más paupérrima. Al parecer, había sido visto por los alrededores un misterioso hombre negro, de baja estatura, ataviado con un extraño traje de seda oscura, que pronto despertó los recelos de los supersticiosos pobladores, quienes achacaban a su presencia los males que padecían. No pasó mucho tiempo hasta que empezó a ser conocido como el Tamborilero de Tedworth. La comunidad, sobresaltada, hizo un llamamiento al granjero John y éste juzgó que el individuo era culpable de brujería, por lo que le obligaron a marcharse de las plantaciones. Alrededor de un mes después de dictar sentencia, sus reses rojas enfermaron y murieron, un incendio avivado por un viento repentino calcinó en su establo el maíz tras la escasa cosecha, mientras una pequeña figura oscura era vista bailando entre las llamas. El granjero, tras apostar lo poco que le quedaba en el juego, perdió todo su dinero. Y sin embargo, poco tiempo después, los terrenos de Maskelyne comenzaron a prosperar de forma espectacular; mientras sus vecinos no obtenían apenas nada de la tierra, él se hacía cada vez más rico. Durante una hambruna que provocó estragos en la región, su ganado engordó gracias a la leche y su maíz crecía como la mala hierba. Fue entonces cuando surgió la leyenda (¿real?) de que John había hecho un pacto con el misterioso «brujo»; que había vendido su alma al diablo; que había adquirido los poderes de la magia negra a cambio de su alma inmortal, para él y sus descendientes durante diez generaciones. Fue el primer contacto de la saga

Maskelyne con el mundo de lo oculto, y en verdad parece que sus herederos estuvieran marcados por el fino hilo de lo sobrenatural, dotados de «poderes» extraordinarios. La historia de John es más curiosa que creíble, pero lo cierto es que era habitual en la Inglaterra del siglo XVI considerar culpable de brujería o de coquetear con las fuerzas del mal a cualquiera; en Inglaterra, en toda Europa e incluso al otro lado del Atlántico. Jasper cuenta esa historia, que halló escarbando en los anales de sus antepasados, a modo de anécdota al comienzo de su libro, para hacer hincapié, en un pequeño alarde de vanidad, en que su familia nunca ha sido como las demás, que durante diez generaciones sus miembros habían estado marcados por algo especial. Eso sí, Jasper incide en que siempre se habían dedicado a la llamada «magia blanca», y no a aquella que invocaba, con artes oscuras, el inconmensurable poder de las tinieblas. Lo cierto es que, antes que Jasper, muchos miembros prominentes de los Maskelyne habían hecho cosas asombrosas. En la tercera generación familiar, Nevil Maskelyne se convirtió nada menos que en astrónomo real en la corte de Jorge III (fue el quinto en ocupar el puesto oficial de Astrónomo Real).* Además, graduado en el Trinity College, Nevil fue director del Observatorio Astronómico de Greenwich. Gracias a sus conocimientos, en 1761 fue comisionado por la Royal Society para realizar observaciones del tránsito del planeta Venus alrededor del Sol, para lo que se trasladó a la isla de Santa Helena. Nevil Maskelyne pasó también a engrosar los anales de la astronomía gracias a un experimento para determinar la densidad de la Tierra de un modo práctico, que fue conocido como experimento de Schiehallion debido a que lo realizó sobre el monte de ese nombre en Escocia. Sus resultados fueron tan sorprendentes que disiparon las dudas sobre la veracidad de la ley de gravitación universal postulada por Newton en 1687. Ciencia y magia estuvieron siempre ligadas a la familia Maskelyne.

Es más, muchos astrólogos acabaron practicando la alquimia,* y precisamente de Peter Maskelyne, de la quinta generación familiar, se decía que había intentado transmutar los metales impuros en oro; ello provocó que, tras su muerte, los escritos sobre sus trabajos en busca de la piedra filosofal fueran quemados en la hoguera pública, momento en que surgió de nuevo la leyenda, que afirmaba que de las llamas brotaron los más increíbles colores, atemorizando a los presentes. Quizá el último truco mágico o alquímico que Peter preparó antes de su muerte… El abuelo de nuestro protagonista fue el célebre ilusionista e inventor John Nevil Maskelyne, de la octava generación, nacido en Cheltenham, Gloucestershire (Inglaterra), el 22 de diciembre de 1839, y considerado nada menos que el padre de la magia moderna. Conocido en Inglaterra principalmente por haber sido el inventor de los baños de pago (en los que había que introducir un penique), era un hombre multifacético que se hizo célebre por desenmascarar médiums durante la era victoriana, y demostrar al público que éstos no utilizaban sino trucos de ilusionismo, para impresionar a sus crédulas audiencias y hacerse con su dinero. Ni que decir tiene que no era bien visto por los colectivos de espiritistas, en un tiempo en el que esta práctica estaba muy extendida a ambos lados del Atlántico. Su interés por destapar los fraudes de algunos espiritistas surgió cuando asistió a una representación de unos médiums americanos que se hacían llamar los Hermanos Davenport. Fueron éstos quienes, apartándose de las tradicionales séances espiritistas, convirtieron el «contacto» con los espíritus en un auténtico espectáculo teatral. Su éxito fue tal que les llevó a realizar giras por Estados Unidos durante diez años e incluso a viajar hasta Inglaterra, donde a mediados del siglo XIX el espiritismo gozaba también de gran aceptación, y a ser objeto de estudio del Ghost Club, una organización de estudio de los fenómenos paranormales, la primera que fue creada en la historia con este propósito.

Gran conocedor de los trucos de ilusionismo que un día su hijo y su nieto utilizarían, John, tras asistir a uno de los espectáculos de los hermanos Davenport, se quedó consternado al descubrir que éstos y su supuesto «gabinete de los espíritus» no eran sino una farsa; al parecer, utilizaban la magia del espectáculo para hacer creer que contactaban con el mundo de los muertos y así embolsarse una gran suma de dinero. A partir de ese momento, Maskelyne se dedicó a desenmascarar a los impostores. Sabía que los Hermanos no utilizaban ningún tipo de método sobrenatural, como ellos aseguraban, y con la ayuda de su amigo George Alfred Cooke, ebanista, construyó un gabinete exacto al de éstos y reveló al público el engaño de los célebres «médiums» en un espectáculo en Cheltenham, en junio de 1865. Maskelyne, animado por el enorme éxito de su desenmascaramiento, decidió dedicarse a la magia profesional, una magia sin corte sobrenatural alguno; su carrera fue impulsada por el agente teatral William Morton, que le vio actuar en Liverpool y se ofreció a financiarle una gira; también se convirtió en su director y mano derecha durante veinte largos años. Maskelyne y su amigo Cooke inventaron numerosos trucos que aún hoy utilizan muchos ilusionistas, y realizaron auténticas proezas antes incluso que el propio Houdini; también formaron parte del club The Magic Circle (El Círculo Mágico), mediante el cual intentaron desmentir cualquier tipo de poder paranormal, para lo que crearon el denominado Comité Oculto. John Neville Maskelyne fue un maestro en el arte de la prestidigitación. En 1875 presentó al público europeo su autómata Psycho, una maravilla mecánica que era como la mitad superior de un cuerpo humano sentado en un pedestal transparente. Fischer escribe que «Psycho no estaba conectado a ninguna fuente de energía exterior y, con todo, podía mover la cabeza, dar un apretón de manos masónico, solucionar ecuaciones difíciles, lograr

pequeñas proezas, deletrear, fumarse un cigarrillo y jugar extraordinariamente bien al whist». Su especialidad era, no obstante, jugar a las cartas. Un par de años más tarde, Maskelyne diseñó otro autómata, al que bautizó con el nombre de Zoe, un ingenio mecánico capaz de bosquejar perfiles con su habilidosa mano (una auténtica proeza tecnológica en aquel tiempo); también se les unieron Fangair y Labial, una pareja de músicos mecánicos que, a petición del entregado y ensimismado público, tocaban cualquier canción popular con la corneta y el euphonium (bombardino). A pesar de que los autómatas fueron examinados cuidadosamente por miles de personas, ninguna sospechó jamás que unos pequeños hombres cupiesen en estos antecedentes rudimentarios de los robots, ocultos a ojos del público y manipulando a voluntad sus increíbles acciones. John, además, había creado la llamada «caja falsa», en la que dos personas cambiaban, aparentemente, sus posiciones en un instante; aprendió a simular que se elevaba del suelo en una suerte de levitación y a encaramarse en la lámpara de araña de cristal que solía decorar el escenario, e incluso era capaz de «materializar» a los espíritus en su propio cuerpo para conversar con ellos sobre las más variadas temáticas. Todo ello, claro, trucos muy elaborados de ilusionismo, que otros hacían pasar por habilidades sobrehumanas. Además de mago e inventor, John Neville escribió también varios libros sobre espiritismo, trucos e incluso teosofía. El más célebre de sus ensayos fue publicado en 1894, y en él desarrollaba todos y cada uno de los trucos de magia y fraudes utilizados sobre el escenario. Otro de sus trabajos más relevantes fue El fraude de la moderna Teosofía al descubierto, publicado en 1912, en unos años en los que esta doctrina triunfaba incluso entre muchos futuros simpatizantes del Partido Nazi, y cuando se habían fundado sociedades teosóficas en gran parte del mundo. Con antepasados así no es raro que Jasper pronto mostrase habilidades increíbles sobre las tablas. Pero no sólo su abuelo se sumergió en el mundo del espectáculo y la magia, sino también su

padre. Nevil Maskelyne, nacido en 1863, siguió los pasos de su progenitor y trabajó como él en el célebre espectáculo del Salón Egipcio (Egyptian Hall) del Picadilly Circus londinense; también se dedicó al campo de los avances tecnológicos, y llegó a ser un serio competidor e incluso detractor de Marconi en la telegrafía sin cables, en los primeros años de la radio. Al igual que su padre, Nevil también fue autor de varios libros, entre ellos Our Magic: The Art in Magic, The Theory of Magic, The Practice of Magic. Los Maskelyne eran la más célebre familia de ilusionistas del Viejo Continente. Llevaban la magia en las venas. Nevil trasladó el próspero negocio familiar al célebre St. George Hall, situado en Regent Street, en el West End londinense, donde su apellido ya era una leyenda. La influencia de éste en Jasper no sólo sería patente en su dominio de la magia, sino también en utilizarla como arma bélica. Durante la primera guerra mundial, Nevil sirvió en el Ejército británico, y se dedicó a preparar curiosos artilugios que podían usar las tropas y trampas que engañasen al enemigo en el frente. Inventó, entre otras cosas, un engrudo que protegía las manos de los artilleros de las abrasiones causadas por los fogonazos de los cañones. De ser cierto todo lo que cuenta Jasper Maskelyne en sus memorias, durante la conflagración, su padre llegó a adiestrar a magos-espía que servirían al mismísimo Lawrence de Arabia en su guerra en el desierto, un escenario que también vería décadas después las proezas mágicas del hijo. Un singular encuentro en Londres Nevil murió en 1926 y le pasó el testigo a Jasper; éste aprendió pronto a metamorfosearse y a realizar trucos de escapismo, a fabricar todo tipo de artilugios y a crear ilusiones que pasaban por verdadera magia para los asombrados y crédulos espectadores. Según apunta David Fischer, quien supo novelar con atractiva prosa las experiencias vividas por Jasper a partir de sus memorias, éste

aprendió que con las herramientas adecuadas, cualquier cosa era posible; que incluso la fantasía podía hacerse, aunque sólo fuera por unos instantes, realidad. Jasper no tardó en convertirse en uno de los más famosos magos de espectáculo de todo Londres. Era un hombre elegante, pulcramente vestido, de pelo negro encerado y peinado hacia atrás, con un bigote cuidadosamente recortado; tenía la imagen de un aristócrata inglés de los de antes, a lo que contribuía su porte: medía 1,93 metros. Esto, a lo que se sumaban unos profundos ojos verdes y unos hoyuelos que le conferían una singular belleza, le llevó a ser un habitual de las películas sonoras, hasta el punto de protagonizar una serie en la que interpretaba a un detective que resolvía crímenes haciendo uso de la magia, algo que hicieron en realidad, o al menos lo intentaron, otros «magos de la guerra» como Aleister Crowley o Wilhelm Wulff. Sin embargo, por muy fascinantes que fueran sus hazañas sobre el escenario, lo que nos interesa aquí es que Maskelyne tendría un papel muy destacado en el conflicto que nos ocupa. Cuando el 3 de septiembre de 1939, Gran Bretaña declaró oficialmente la guerra a la Alemania de Hitler, a causa de la invasión de Polonia, donde arrasaron todo a su paso, Jasper era un hombre ya entrado en la treintena al que siempre rechazaban en el Centro de Alistamiento de Oficiales de Reserva de Hobart House, donde se presentaba con la extraña ambición no de empuñar un fusil o pilotar un caza, sino de utilizar el mundo de la magia contra el propio Führer. Ante los oficiales de reclutamiento, Jasper admitió que era demasiado mayor para marchar a las trincheras y que había padecido, en ocasiones, problemas de movilidad, pero insistió en que su arte podría servir para mucho más de lo que cualquier superior podía creer. Evidentemente, en las difíciles condiciones de la primavera de 1940, cuando Hitler lanzaba su guerra relámpago, y se hacía con medio mundo, nadie estaba dispuesto a creer en la magia. A pesar de asediar la citada Oficina, los oficiales de

reclutamiento no querían dar una oportunidad a una vieja gloria de los escenarios. Mientras tanto, los nazis conquistaron los Países Bajos; Chamberlain, que no tardaría en fallecer, caía en desgracia y era sustituido por el implacable Churchill, y poco después, claudicaba Bélgica y se producía el desastre de Dunkerque. En septiembre, mientras un millar de aviones de la Luftwaffe, comandada por Göring, sobrevolaban el Canal de la Mancha y acosaban Londres sin descanso, Jasper, harto de esperar, tomó la decisión de alistarse en la Home Guard. Antes de eso, según explica Fischer, el mago inglés se puso en contacto con un amigo de la familia, H. Hendley Lenton, para que hablara con el primer ministro. Hemos visto que Churchill estaba dispuesto a cualquier cosa para vencer a Hitler, y también que era un apasionado del espionaje y los «juguetitos» diseñados por los servicios secretos. Sabemos asimismo que conocía a varios místicos y que se dejó guiar por sus sugerencias en más de una ocasión; así que no fue tan extraño que escuchase la propuesta del señor Maskelyne. No obstante, Jasper no era un místico, como Crowley o W. T. Pole; ni un médium; ni un «profeta», como Hanussen; ni tan siquiera un astrólogo, como Karl Ernst Krafft o Wilhelm Wulff; sino un ilusionista de la vieja escuela, un hombre pragmático que usaba la magia como un arte del espectáculo, empleando trucos y reglas minuciosamente ensayados, y la ocultación y el disimulo. A pesar de tratarse de uno de los personajes clave de la «guerra mágica», Jasper nunca fue un ocultista ni le atrajo, salvo teóricamente, el universo de lo etéreo y lo numinoso; fue más un arquitecto de la ilusión que alguien dotado de algún tipo de don sobrenatural. Cuando Maskelyne habló con Hendley Lenton, éste contactó finalmente con Churchill y le escribió lo siguiente: «He tenido conversaciones con el señor Jasper Maskelyne y me ha convencido de que hay grandes posibilidades (él dice certezas) de que algunos de sus trucos, si se aparejan con grandes poderes o se utilizan de

otro modo, puedan convertirse en activos muy valiosos en las presentes circunstancias bélicas y en particular en los ataques aéreos». Si hemos de creer al propio Maskelyne y a Fischer, y no tenemos motivos para dudar de su palabra, Churchill consultó esta singular propuesta con su ayudante personal, el profesor Frederick Alexander Lindemann.* Poco después, concertó un encuentro con el ilusionista, momento en que tuvo lugar una escena no muy diferente a la que he narrado en la introducción, donde me he permitido la licencia de incluir algún elemento de ficción que hiciese el decisivo encuentro más atractivo. Maskelyne se reunió con Lindemann en un despacho del Whitehall y le explicó su plan «mágico». El profesor, entre fascinado e incrédulo, le preguntó qué clase de opciones proponía, y Jasper le contestó algo parecido a lo siguiente: Denme libertad, no hay límites para los efectos que puedo crear en el campo de batalla. Puedo crear cañones donde no los hay y hacer que disparos fantasmas crucen el mar. Puedo colocar un ejército entero en el terreno si eso es lo que quiere, o aviones invisibles; incluso puedo proyectar en el cielo una imagen de Hitler sentado en el váter a miles de pies de altura.

Aquello rozaba lo esperpéntico, pero lo cierto es que los esbirros de Hitler habían vulnerado todo concepto de la guerra tradicional y los servicios de Inteligencia sabían que había departamentos nazis experimentando con las fuerzas ocultas y la astrología como posibles «armas» de guerra que complementaran las ya existentes. Por aquel tiempo ya se estaba formando el «círculo mágico» de Churchill, del que sin duda Maskelyne hubiera entrado a formar parte, porque contar con ayuda mágica adicional no iría nada mal. Si la estrella del West End no trabajó codo con codo con Louis de Wohl y quizá con el mismísimo Aleister Crowley, fue porque su destino en la contienda sería más lejano y si cabe más peligroso: África.

Días de entrenamiento Jasper abandonó Whitehall al amanecer, cuando Londres se preparaba para un nuevo ataque, implacable, de la aviación alemana. Con cuidado, por las vías más seguras, como los túneles del metro, donde millares de personas se refugiaban de los bombardeos, se dirigió a su acogedora casa, que tampoco era ya segura, en Albany Street, y se despidió de su esposa y compañera inseparable tanto en la vida como sobre el escenario, Mary. Al día siguiente, como muchos de sus compatriotas, puso rumbo al pueblo de Farnham, en el Condado de Surrey, en cuyo castillo se adiestraba a los nuevos reclutas, y comenzó a asistir a clases en el Centro de Desarrollo y Camuflaje de Trenes de la Compañía Real de Ingenieros. El 14 de octubre se reunió por primera vez con sus compañeros. Era el destino que más se ajustaba a las «habilidades» de Jasper, aunque ni siquiera él estaba convencido entonces de que aquel fuera el lugar apropiado para desarrollar sus planes. Trece hombres uniformados, entre ellos Maskelyne, juraron defender la Corona, la Constitución y la Patria y pasaron a recibir las órdenes del jefe instructor, el mayor Richard Buckley, quien se había destacado en la Gran Guerra en la unidad de camuflaje, en la que participó también el célebre pintor Solomon J. Solomon, uno de los primeros en utilizar el color y la pintura como forma de ocultación en el campo de batalla. No obstante, sus «inventos», ideas y aplicaciones, eran un juego de niños comparados con lo que Maskelyne pretendía crear en el frente. El grupo estaba formado por un ecléctico elenco de hombres que, antes de alistarse, se habían dedicado a las más diversas tareas: un modisto de cierta fama, pintores, escultores, el director de un circo, un zoólogo y un diseñador de escenarios del West End, un editor de revistas y un poeta surrealista, entre otros. Nada menos.

De todos ellos, sólo uno seguiría el mismo destino de Maskelyne: el catedrático de Oxford Francis Knox, el más veterano, de cuarenta y dos años. El curso, que duraría todo el invierno, incluía instrucción militar general, teoría y práctica del camuflaje y entrenamiento físico. Jasper tuvo que aprender, entre otras cosas, «a interpretar las fotografías de reconocimiento aéreo, cómo engañar a las cámaras aéreas enemigas y cómo determinar si el enemigo tenía posibilidad de despistar la vigilancia británica». Fischer apunta por su parte que «llegó a ser capaz de determinar el calibre de un arma pesada por el resplandor en el cañón, o el tipo y tamaño de un vehículo por la profundidad de los surcos que dejaban los neumáticos. Podía hacer una estimación de la fuerza del enemigo por la basura que quedaba abandonada en el área del campamento o descubrir a una unidad encubierta por la distorsión de las sombras». Todo esto sería de vital importancia tiempo después, y, combinado con su habilidad con los trucos de magia, una herramienta fundamental en la lucha contra los ejércitos de Hitler en el desierto. Como le espetó un día a Knox, que no tardaría en convertirse en su gran amigo: «Ahora soy capaz de ocultar a un batallón entero en el desierto». No exageraba. Mientras tanto, el momento histórico era crucial y no podía ser más delicado; los nazis habían ocupado prácticamente todo el continente europeo en su guerra total por el «hombre ario», y la mitad del ejército del Führer tomaba posiciones en las playas francesas. París ya había caído, y el líder alemán se paseaba pletórico por los Campos Elíseos y se fotografiaba ante la torre Eiffel junto al arquitecto y, a partir de febrero de 1942, Ministro de Armamento y Guerra, Albert Speer, una instantánea para la historia. Los cruzados de la esvástica ya estaban preparados para lanzar la primera invasión de Gran Bretaña en nueve siglos. Ni siquiera el español Felipe II, el rey más poderoso de su tiempo, había sido capaz de culminar tamaño desafío en el siglo XVI.

Tampoco Hitler lo conseguiría, pero en aquel momento, ni los propios ingleses se sentían seguros. Todo podía pasar, y el Destino parecía estar del lado de los correligionarios de la esvástica. Mientras el pequeño grupo de oficiales especialistas en camuflaje se entrenaba en Farnham, las noticias no eran buenas para los Aliados, y mucho menos para los británicos: la Luftwaffe del mariscal Göring hacía a diario unas mil quinientas salidas en el marco de la Operación León Marino, en las que se enfrentaba a los mal armados pilotos de la Royal Air Force (RAF). A partir de septiembre, el objetivo ya no fueron las bases militares británicas sino las propias ciudades, bastantes, además de Londres. El 14 de noviembre, en represalia por los daños causados por una bomba de la aviación inglesa a la cervecería de Múnich donde Hitler había empezado su Putsch en 1923, un verdadero santuario para el nazismo, quinientos bombarderos nazis atacaron durante diez horas la ciudad de Coventry; murieron 554 personas y la devastación fue tal que una semana después del ataque la ciudad seguía ardiendo. Mientras el Duce, con una fuerza de trescientos mil hombres al mando del mariscal Rodolfo Graziani, pretendía echar a los ingleses de Egipto, y se encontraba con la oposición de una fuerza, mucho menor pero implacable, de treinta mil soldados británicos comandados por el general Archibald Percival Wavell, que formaban las Fuerzas del Desierto Oriental, Jasper Maskelyne comenzaba a perder la paciencia. Quería que lo destinaran a El Cairo, pero durante meses, tanto él como sus compañeros tuvieron que continuar con su adiestramiento, viviendo en la incertidumbre. Nadie les informaba de su inminente destino, algo que cobra sentido si tenemos en cuenta que había espías del Eje por todos los rincones y cualquier plan de despliegue o evacuación debía permanecer en el más absoluto de los secretos para poder llegar a buen término. A mediados de diciembre, el grupo iba a ser sometido al examen de John Standish S. P. Vereker, sexto vizconde de Gort. Debía mostrar sus habilidades, y a partir de ahí se decidiría su destino. Mientras los demás fracasaban en el intento, Maskelyne y

Knox ocultaban con éxito un búnker con un nido de ametralladoras ficticias. Después, Jasper simuló la existencia de un acorazado nazi de bolsillo que surcaba placenteramente el Támesis mientras lord Gort observaba el terreno con unos prismáticos. Para crear aquella ilusión, el mago utilizó un viejo truco patentado por su abuelo, John Neville, en el que se utilizaba un juego de espejos. El general quedó impresionado con las habilidades de nuestro protagonista, y éste le transmitió, aprovechando la situación, su anhelo de ser movilizado con las tropas a Egipto. Mientras tanto, el Ejército inglés intentaba convencer desesperadamente a Hitler de que estaba preparado para resistir una invasión de la isla. Puesto que había perdido cien mil hombres, ciento veinte mil vehículos y dos mil trescientas piezas de artillería en Dunkerque, para reemplazarlos, se confió en muchos de los consejos que Maskelyne le había dado al general Gort; las fábricas de toda Inglaterra trabajaron día y noche para crear un enorme Ejército simulado: soldados de cartón, ametralladoras hechas con panel que creaban sombras reales que confundían a la Inteligencia nazi durante los reconocimientos aéreos… La invasión jamás se produjo, pero más por la mala gestión del Estado Mayor alemán y los errores fatales de Göring, que gracias a los trucos de prestidigitación, pero éstos también ayudaron. Finalmente llegó a Farnham la orden de embarco, y Maskelyne, junto a Knox, puso rumbo, por fin, a la guerra en la que anhelaba participar. Rumbo al desierto Ni siquiera el propio Jasper sospechaba el destacado papel que habría de desempeñar en la contienda. Él y Knox se embarcaron en Liverpool el 19 de enero de 1941, en el transatlántico Sumaria. Por razones de seguridad, su destino era la desconocida «Área J», se

les habían prohibido las llamadas telefónicas y las cartas se guardaron para ser enviadas cuando el convoy se encontrase a salvo en el océano. Aunque el Sumaria se había construido para acomodar a 1.700 pasajeros con todo tipo de lujos, en tiempos de la guerra se embarcaron en él a seis mil militares con sus pertrechos. Para evitar el acecho de los numerosos submarinos alemanes, la Armada Real decidió enviar el transatlántico por una larga ruta, en la que establecía su rumbo diariamente. Primero viajaron hacia Islandia y después navegaron durante semanas mientras, para combatir el aburrimiento a bordo, se ofrecieron a los soldados diversos cursos esotéricos, y Maskelyne les enseñó cómo construir réplicas de barcos. Un día, el Sumaria ancló en el puerto de Freetown (Sierra Leona), y allí, a pesar de que el destino del convoy era secreto, les esperaban grandes sacas de correo. Jasper recibió, junto a las cartas de su mujer, una caja de bombones con el remite tachado. Cometió la imprudencia de comérselos, y unas horas más tarde, cuando ya habían zarpado con rumbo a las islas Malvinas, unas fuertes fiebres se apoderaron de él, y estuvo al borde la muerte. Tiempo después, la Inteligencia británica supo que algún espía al servicio del Eje había tratado de envenenarlo, lo que prueba que temían que sus habilidades fueran efectivas en el frente. Acertaron. Sin embargo, Jasper sobrevivió y pudo ver con sus propios ojos cómo, tras las Malvinas, el convoy viraba hacia Durban, en Sudáfrica. Cada vez más tensos por el largo y precario viaje, durante el cual tuvieron lugar incluso algunos suicidios a bordo, pasaron a Madagascar y después subieron por el Mar Rojo hasta el canal de Suez. El sueño de Maskelyne parecía cumplirse: su destino, la misteriosa Área J, era finalmente el Oriente Próximo. Cuando llegaron a las aguas del disputado canal, Suez era una ciudad sumida en el caos. Maskelyne recuerda en sus memorias que soldados de todos los Ejércitos de la Commonwealth, de todas las divisiones y unidades, habían abarrotado la pequeña urbe. El

puerto estaba tan lleno de barcos de carga, fletadores y pequeños acorazados que parecía un atasco en pleno océano. No había suficiente comida ni agua, y los servicios sanitarios apenas existían. Las conocidas como Fuerzas del Desierto, que apenas unos meses atrás habían frenado con heroísmo el avance italiano, bajo el mando de Wavell, se descomponían. Se habían destruido las instalaciones de comunicaciones, las unidades se dispersaban sin orden ni concierto por el Bajo Nilo… Un verdadero desastre que recordaba a Dunkerque. El culpable de todo ello tenía nombre y apellido: Erwin Johannes Eugen Rommel, uno de los más brillantes generales de la Wehrmacht y un héroe nacional. Tras su llegada en avión a Trípoli, en Libia, el 12 de febrero de 1941, para ponerse al frente del Sperrverband, los fracasos británicos eran continuos. También él era un experto en el camuflaje y la ocultación en el campo de batalla. Fischer apunta: «En su primera y brillante artimaña llevada a cabo en el norte de África, se las había arreglado para transformar dos batallones en un ejército completo mediante el simple método de hacer que cada uno de los batallones desfilara mientras él pasaba revista y luego desapareciese para colocarse al final del otro batallón y volver a desfilar». Aunque parezca una idea demasiado inocente, el caso es que funcionó, como lo harían también los trucos de prestidigitación de Jasper un tiempo después. En pocas horas, la argucia de Rommel hizo que Wavell fuese informado de la existencia de un gigantesco batallón alemán, algo que se dio por cierto a pesar de que los aparatos de vigilancia británica no pudieron dar prueba alguna de su existencia. Pronto, entre los lugareños y las desmoralizadas tropas, comenzó a correr el rumor de que Rommel estaba dotado de una suerte de don especial. Un capitán australiano les contó a Maskelyne y a Knox: «Tiene ese poder especial. Los jerries* lo llaman Fingerspitzengefühl, es como una especie de sexto sentido que le permite saber cosas antes de que sucedan».

Bien sabía Jasper que el general alemán no poseía ningún tipo de poder sobrenatural, pero también era consciente de que la credulidad se intensificaba en tiempos de guerra y que podría usarla en beneficio de los aliados, del mismo modo que Rommel aprovechaba esos rumores en beneficio de la Wehrmacht. A principios de los años treinta, Maskelyne ya había descubierto los rigores del desierto, cuando realizó un viaje por Egipto, y había aprendido que allí todo estaba condicionado por el clima: su aparente bondad escondía unas condiciones inclementes que habían provocado la desaparición de muchos hombres que simplemente habían salido a dar un paseo por sus dunas, e incluso de grandes caravanas, de las que nada se volvía a saber. Conocerlo no implicaba que no le afectase: el calor asfixiante, las inmundicias, las moscas que no dejaban de morder; todo era tan distinto a lo vivido sobre los escenarios en las largas giras de sus espectáculos que, como le sucedía al resto de hombres, su frustración no hacía sino aumentar. Sin embargo, pronto se dirigieron a El Cairo, y Maskelyne y Knox se instalaron en las afueras, en un desmoronado edificio de apartamentos. A la mañana siguiente se presentó en el Cuartel General para Oriente Medio del Ejército Británico con la intención de que las autoridades le prestasen atención. Se sorprendió al saber que un tal coronel Beasley le estaba esperando con una misión especial. Aunque Jasper insistió que era un soldado, el alto mando necesitaba precisamente los servicios de un mago. Con diversos mapas extendidos sobre una mesa, Beasley le explicó cuál era la situación: en caso de que una retirada se hiciera inevitable, algo más que probable ante los continuos éxitos del Afrika Korps,* a las tropas británicas no les quedaba más remedio que adentrarse en territorios árabes. Al parecer, el imán de la tribu de los derviches, un líder de avanzada edad considerado sagrado, había amenazado con declarar la guerra santa, la yihad, si uno solo de los soldados ingleses ponía un pie en el territorio controlado por él.

Ya que el imán aseguraba poseer poderes mágicos, sólo las habilidades de Maskelyne podían lograr que se mantuviese neutral. Aquello era un desafío, puesto que el mago inglés era consciente de que la magia de los ancestros espirituales de Medio Oriente tenía miles de años de antigüedad y que gracias a ella habían controlado civilizaciones enteras. Él sólo conocía trucos de ilusionista, muchos y a la perfección, sí, pero no suficientes para enfrentarse a «fuerzas intemporales». No obstante, el sueño de Jasper era participar en la guerra, y ésa no dejaba de ser su primera misión. Si la completaba con éxito, podrían requerir sus servicios para otras de mayor envergadura. Y así fue, tras vivir una aventura que bien podría ser el guión de una cinta de Indiana Jones. Al día siguiente, 26 de abril, mientras el Afrika Korps tomaba posiciones para tratar de hacerse con Tobruk y en el Cuartel General se daban órdenes a los oficiales destacados en El Cairo de que se destruyeran todos los documentos comprometedores (algo que sería habitual en la guerra y dejaría numerosas lagunas a la historiografía posterior sobre las operaciones secretas clave de ambos contendientes), Maskelyne partió rumbo a Damasco, en Siria, donde le condujeron al palacio del príncipe Hassan. Allí, el británico se identificó como «Teniente Maskelyne, del Cuerpo de Ingenieros de Su Majestad la Reina de Inglaterra». En ese palacio residía, en una estancia semioculta, el temido imán. Tras ser recibido, no sin desconfianza, por el anciano, tuvo lugar una pintoresca escena en la que el inglés y el líder espiritual de los derviches mantuvieron una dura pugna «mágica» en la que cada uno utilizó sus artimañas para desprestigiar al otro. Finalmente, Jasper descubrió, como sospechaba, que el imán se valía de trucos de ilusionismo y prestidigitación para hacer creer a su tribu que estaba dotado de facultades sobrehumanas, y Maskelyne supo que poder desvelar su secreto se había convertido

en su arma más efectiva. Así, a pesar de la evidente ira de éste, logró obtener la palabra del anciano de que no declararían la guerra a los británicos. Jasper había triunfado en su primera misión. Tanques camuflados El 2 de mayo, agentes de la Inteligencia británica en Siria informaron de que el imán de los derviches había retirado su amenaza, y, curiosamente, había ofrecido su colaboración, sin duda gracias a la acción de Maskelyne. El terreno estaba libre para una posible evacuación. Por aquellos días, el Afrika Korps lanzó un feroz ataque, y en El Cairo se preparaba la evacuación aliada de Egipto. Durante cinco largos días con sus noches tuvo lugar una feroz lucha por Tobruk, cuyo puerto de aguas profundas era imprescindible para la victoria. En el llamado sitio de Tobruk, los ejércitos aliados frenaron por primera vez al implacable Rommel, cuyos poderes «sobrenaturales» parecían volver a formar parte del mismo universo del que provenían, el de la leyenda. Mientras Churchill apremiaba desde Londres para que se lanzase un ataque contra los alemanes, se gestó la denominada Operación Brevedad, por medio de la cual los ingleses pretendían asegurar un área no poco relevante del desierto lanzando un ataque limitado, un área desde la que estaba previsto que, más tarde, se lanzara la ofensiva final. Aunque Beasley estaba fascinado con los éxitos que la magia podía cosechar en la guerra, sabía que el resto de militares nunca tomaría en serio al grupo de camuflaje si no se le revestía de autoridad militar, así que obtuvo el consentimiento del propio Jasper para que formaran parte de su unidad. Así, la unidad se llamó Sección Experimental de Camuflaje, bajo el mando del mayor Geoffrey Barkas, jefe de camuflaje en Oriente Medio.

De forma extraoficial, se encargó a Maskelyne que preparase algunos de los trucos de ilusionismo que había propuesto para utilizarlos en la contienda. La primera semana de mayo de 1941, Jasper y su inseparable Knox se establecieron en el suburbio de Abbasia, en El Cairo. Para dar forma definitiva a su equipo, el mago trató de atraer a su unidad a hombres a los que, en el ejército, no se les había permitido desarrollar sus habilidades y profesiones por no considerarlas de utilidad para la guerra. Así, tras entrevistar a varios candidatos, entre ellos a un sargento que aseguraba que podía leer la mente (y al que descartó rápidamente por charlatán), fueron cinco los elegidos para formar parte del equipo mágico del desierto. El guía de infantería Michael Hill, corpulento y de gran valentía, a pesar de no tener una habilidad concreta, mostraba una audacia y osadía que cautivaron a Maskelyne. Su labor a partir de entonces fue, entre otras, obtener con ingenio todas las materias primas que la unidad requiriese en cada momento, tarea nada fácil en el desierto en los tiempos de escasez de suministros y para la que el inglés demostró estar sobradamente preparado. El segundo fue el carpintero Theodore Albert Graham, un tipo al que pronto apodaron «Clavos», también corpulento y que sobrepasaba el metro ochenta de estatura. Su labor consistía en la producción y el perfecto acabado a los artefactos ideados por el grupo. Para diseñar los planos de sus inventos, eligieron al artista y caricaturista William Robson, que también medía cerca del metro noventa, era delgado y lucía unas gruesas lentes debido a una deficiente visión. El cuarto fue el orgulloso e individualista cabo Philip Townsend, el único artista verdadero, que había cosechado un relativo éxito con sus pinturas al óleo. A pesar de su narcisismo y su marcada vanidad, Jasper sabía que era el único con el conocimiento necesario sobre pintura y perspectiva, algo fundamental a la hora de diseñar las sombras de los objetos que se colocarían en el desierto.

El último fue el sargento Jack Fuller; a pesar de que no poseía ninguna destreza especial, su respeto por las normas y procedimientos militares, y su licencia para conducir vehículos militares, lo convirtieron en alguien muy valioso para el grupo. Además, Fuller tenía un profundo conocimiento de la ciudad de El Cairo, sus recovecos, sus gentes y los dialectos locales, además de dominar perfectamente los entresijos del ejército, en los que el resto eran auténticos novatos. Una vez seleccionados sus integrantes, la Sección de Camuflaje se trasladó al campamento de Abbasia y comenzaron a poner sobre el papel sus ideas. Jasper no dejaba de asediar las oficinas de los «Columnas Grises», intentando, en vano, que le asignaran alguna tarea a su unidad. Una y otra vez volvía a comprobar que nadie tomaba en serio a un mago en la guerra. Pero esa actitud cambiaría muy pronto… El 10 de mayo tuvo lugar el misterioso vuelo de Rudolf Hess; puesto que la Aktion Hess decretada después por Hitler puso en el punto de mira a los ocultistas y astrólogos, y el asunto, por supuesto, trascendió, hasta llegar a los oídos de los aliados y después hasta El Cairo, todos comenzaron a asediar a Jasper con preguntas acerca de la relación del Führer con los horóscopos y los vaticinios, y por el ocultismo en general. Pero en realidad, nadie sabía entonces la importancia real que los nazis daban al misticismo. Habrían de pasar varias décadas desde la segunda guerra mundial para que los historiadores tomaran en serio aquel asunto, no tan poco relevante como parecía a simple vista. Todavía hoy, muchos ni siquiera lo tienen en cuenta. Tan sólo los servicios secretos tenían conocimiento de las consultas del líder nazi a los astrólogos y de los trabajos realizados por Karl Ernst Krafft y otros. Pero aquello era, y lo sería durante años, alto secreto, como lo era la existencia del Black Team. En relación al ocultismo nazi, David Fischer, en su biografía novelada sobre Maskelyne, apunta:

Después de que el ejército alemán invadiera Austria, en 1938, el Führer se pasó muchas horas a solas en una habitación con la Lanza del Destino, la lanza que supuestamente utilizó el soldado romano Longinus para atravesar el costado de Jesucristo y poner fin a su sufrimiento. Era evidentemente consciente de la leyenda, que aseguraba que el hombre que poseyese la Lanza regiría los destinos del mundo, y decidió trasladarla en secreto del Palacio Hofburg para ponerla en una cámara acorazada ubicada bajo las calles de Núremberg.

Sabemos ya que Himmler era el nazi más obsesionado con los objetos de poder, como el Grial o la propia Lanza, y no Hitler, y la importancia que autores como Trevor Ravenscroft otorgan a ese objeto de poder en relación con el Führer es tan desproporcionada como fantasiosa. No obstante, conocedor del «glorioso pasado germánico», no es de extrañar que Hitler supiese que la Lanza* había estado en manos de personajes históricos tan relevantes como Federico Barbarroja, al que admiraba, pero cuesta creer que siquiera él pensase que la que se guardaba con celo en el museo de Viena fuese la original. Aunque, efectivamente, tras el Anschluss, la Lanza fue requisada por oficiales de las SS, que la llevaron a un lugar secreto, posiblemente Wewelsburg y no Núremberg, y casi con seguridad por orden del Reichsführer, que se creía la reencarnación de un emperador alemán del Medievo, y no de Hitler, demasiado ocupado con su inminente Guerra Relámpago (Blitzkrieg) para pasarse las horas muertas contemplando una antigualla, por muchos poderes que a ésta le atribuyera. Poco después de la llegada de Jasper a El Cairo, la Inteligencia británica le mostró un ejemplar de un periódico turco donde se veía una ofensiva viñeta en la que el mago inglés aparecía ataviado con los ropajes de un brujo ancestral, y un titular apuntaba que el ilusionista estaba a bordo del Sumaria y daba la fecha en que estaba programada su llegada a Egipto. El texto concluía que el único mago real que había en aquella guerra era Adolf Hitler, «porque había hecho desaparecer de Europa a los ejércitos inglés y

francés». Era evidente que el enemigo estaba siguiendo sus movimientos, lo que indicaba que le preocupaban sus acciones más de lo que quería hacer creer. El 11 de mayo llegó la primera misión para la Sección Experimental de Camuflaje: debían dar un color adecuado a los tanques ingleses que llegaban a Egipto provenientes de otros frentes cubiertos con camuflaje de bosque, lo que los convertía en un blanco fácil; una enorme desventaja frente a los carros de combate del Afrika Korps, convenientemente adaptados al desierto. La misión consistía en camuflarlos de forma adecuada y todo ello sin disponer de una sola gota de pintura. Difícil, sin duda, pero lo consiguieron. Tras devanarse los sesos y realizar una gran cantidad de pruebas y descartes, hallaron lo necesario en un enorme vertedero que Townsend había descubierto al norte de la ciudad y que se extendía por kilómetros y kilómetros cuadrados del desierto: cientos de litros de salsa Worcester caducada, que servirían de base para la pintura. Prepararon una mezcla de harina, cemento y salsa. Aún faltaba, no obstante, lograr que la pasta obtenida tuviera el color de la arena; la solución la hallaron en las heces de camello, que, según Knox, se habían usado desde tiempos inmemoriales para construir cabañas o monedas, entre otras cosas. A pesar de las burlas de los oficiales, las pruebas fueron muy fructíferas. Mientras tanto, la Operación Brevedad no obtuvo el éxito esperado: el día 16, el Afrika Korps ya había recuperado Fort Capuzzo y había detenido a la 7.ª División Acorazada a lo largo de la costa egipcia. El general Archibald Wavell pretendía continuar la ofensiva en junio, en el marco de la denominada Operación Hacha de Guerra. Para entonces, necesitaba que sus unidades estuvieran camufladas. Tras un arduo trabajo, que sería habitual en una sección mirada desde el principio con escepticismo por el resto de militares, se pudo comenzar a pintar los carros de combate. La pasta obtenida con salsa Worcester y estiércol de camello se mezclaba en grandes

cubos que previamente había utilizado la Unidad de Lavandería. Nada se desaprovechaba en el desierto. Según Fischer: «Una vez que se puso en marcha la producción, se conseguían algo más de nueve mil litros de pintura cada semana. El producto final se introducía en latas de gasolina y se entregaba a la compañía de transportes (…) Después de unos cuantos días al sol, su infecto aroma, el mayor inconveniente, desaparecía». El éxito de la Sección de Camuflaje fue celebrado con una alborotada fiesta en El Cairo, en la que Jasper tocó el ukelele, con el que era un verdadero artista, interpretando números de music-hall acompañado por Frank Knox a la armónica. Durante unas horas olvidaron que aquello no era un espectáculo; el desierto era un gigantesco escenario donde se podía morir, y morir muy rápido. Pero aquel fue sólo el comienzo de su labor en las áridas extensiones del desierto. Maskelyne dijo a sus hombres que, a partir de ese momento, informaran de que eran capaces de realizar cualquier trabajo, por difícil que fuera. Entonces, le encargaron realizar números de ilusionismo para subir la moral de las tropas y los destacamentos destinados en la capital egipcia. Jasper necesitaba una ayudante para sus elaborados números, una que hiciera el trabajo que en el St. George’s Hall había realizado su amada esposa; Mike Hill encontró a la cabo Kathy Lewis, destinada en la Fuerza A, que controlaba el brigadier Dudley Clarke, un grupo de contraespionaje dedicado a la creación de confusión entre las tropas enemigas, creado por Wavell. El tiempo apremiaba y la guerra seguía su terrible curso cuando Churchill instó a Wavell a que reanudara enseguida la ofensiva con sus tanques Matilda, nuevamente equipados, pero el general sabía que sus hombres no estaban preparados para el ataque. Finalmente, el éxito de la Operación Hacha de Guerra descansaría en gran medida en los logros de la Sección de Camuflaje: en su capacidad para transformar un tanque en lo que parecía ser un camión de transporte.

El mayor Barkas pidió a Maskelyne que hiciese pasar los tanques por camiones y bautizó al grupo, en el que mostraba una gran confianza, como la Cuadrilla Mágica (Magic Gang), nombre con el que serían conocidos aquellos singulares personajes a partir de entonces. Tras muchos diseños y utilizando los trucos de magia de sus años sobre el escenario junto a las habilidades de cada uno de sus hombres, la Cuadrilla lo consiguió una vez más. Es de nuevo David Fischer quien describe, siguiendo las memorias del mago británico, el proceso: El aparataje para transformar un tanque en un camión, apodado el «escudo solar», estaría hecho con lienzo pintado y extendido sobre las dos estructuras plegables de madera. Cada una de las estructuras cubriría la mitad del tanque, de delante atrás. Cuando se alzara, un escudo solar vagamente parecido a tres cajas rectangulares de diferentes alturas y anchuras puestas juntas, formarían una escalera de tres peldaños desiguales. El primero, una caja rectangular que representaba el capó del camión, el segundo más alto y estrecho hacía de cabina del conductor, y el más alto y grande de todos vendría a ser el remolque del vehículo. Las estructuras estarían enganchadas con clavijas a los lados de los tanques y hacían bisagra sobre la torre de comando. Cuando se desenganchaba el pestillo, las dos partes de la coraza debían caer una a cada lado, como una patata cortada longitudinalmente.

Aunque el escudo solar podía dejar al descubierto unos pocos centímetros del tanque, normalmente las ondulaciones del terreno desértico impedirían que se viera. Entonces, Knox diseñó también un mecanismo capaz de borrar las huellas que los carros de combate dejaban sobre la arena (y que desde el aire ponían en serio peligro el truco de prestidigitación a gran escala). El prototipo del escudo solar no pesaba demasiado. Las pruebas que el grupo realizó con un viejo tanque Matilda demostraron que se podía colocar rápidamente de un golpe seco por dos hombres, y se desmontaba igual de rápido tirando del pestillo. Una simple camioneta podía transportar una veintena de ellos plegados, lo que hacía fácil su traslado en el frente.

En el momento en que el boceto cobró vida y se comprobó que no sólo era factible sino sorprendentemente convincente, Wavell ordenó que el escudo solar de la Cuadrilla Mágica entrase en producción masiva. Los ingenieros mecánicos trabajaron en una cadena de montaje en un depósito abandonado, aunque todo el trabajo se hizo bajo la supervisión de los hombres de Maskelyne. El escudo solar fue clasificado como «alto secreto» para que no fuera descubierto por los enemigos. Debido a que, como ya he subrayado varias veces, aquélla fue la época dorada del espionaje, junto a la de la Guerra Fría, para asegurar la absoluta confidencialidad del programa, todo el trabajo de producción lo realizó personal especializado, y cada uno de los operarios del proyecto estaba confinado en las cercanías de la factoría. Alejandría, la ciudad y el espejismo Mientras tanto, los ejércitos del Eje no descansaban. Esta vez, los aviones de la Luftwaffe la emprendieron contra el puerto de Alejandría, en un ataque que tuvo lugar el 4 de junio de 1941 y dejó 170 muertos, 200 heridos y numerosos destrozos en las instalaciones de un enclave fundamental para el reabastecimiento de las fuerzas aliadas, algo que bien sabía el brillante mariscal Rommel, acertadamente apodado el Zorro del Desierto. La nueva misión de la Sección de Camuflaje sería precisamente proteger el puerto y la ciudad egipcia. Aunque Archibald Wavell había intentado retrasar el ataque lo máximo posible, tuvo que ceder a las demandas cada vez más feroces de Winston Churchill. Así, tomó forma definitiva la Operación Hacha de Guerra, pero Rommel no fue cogido por sorpresa, y las fuerzas aliadas sufrieron un ataque feroz del Afrika Korps, que se saldó con numerosas víctimas e incalculables destrozos en el paso de Halfaya. La mayoría de los tanques que formaban el escuadrón

del mayor C. G. Miles fueron presa de las llamas. Gigantes de hierro al rojo vivo en el desierto. Entonces nació la leyenda del paso de Hellfire. La mañana del 16 de junio, Rommel se enteraba a través de transmisiones de radio interceptadas que Wavell había lanzado prácticamente todas las fuerzas de que disponía durante el primer día y que casi la mitad de los doscientos tanques de la Fuerza Occidental del Desierto había sido destruida o estaba averiada. A primeras horas del día 17, el cuarto comandante hindú, el general mayor Frank Walter Messervy, incapaz de entrar en contacto con el cuartel general, se retiró de Fort Capuzzo. Hacha de Guerra había sido un completo fracaso que costó a los británicos 99 tanques, 33 aviones y más de mil soldados muertos. Según cuenta Maskelyne en sus memorias, tras aquel nuevo éxito, arrollador, del Afrika Korps, volvió a hablarse del «sexto sentido» de Erwin Rommel, de su Fingerspitzengefühl, por todo Egipto. Ya que las tropas inglesas creían enfrentarse a un enemigo dotado de poderes sobrehumanos, los departamentos de propaganda negra lanzaron una intensa campaña para desprestigiar la figura del Zorro del Desierto, en su mayor parte formada por invenciones absolutas y rumores basados vagamente en hechos reales. De nuevo, la mentira, que elogiara Churchill en aquellos tiempos de lucha, se convirtió en el mejor de los trucos de magia, era la mejor arma para enfrentarse a un adversario que parecía invencible. Al día siguiente, Jasper escribió una carta a su esposa en la que le refería que «resulta imposible describir el terror que los hombres de aquí le tienen a ese Rommel»; y continuaba: «Creen que es una especie de superhombre, capaz de increíbles hazañas mágicas». Su opinión, sin embargo, sobre el mariscal de la Wehrmacht era la siguiente: «Creo que es, sin duda, un genio de la táctica, probablemente superior a nuestros mejores generales, pero nuestra familia ha desacreditado ya a demasiados charlatanes que se engrandecían a sí mismos como para que yo me crea que hay

alguien que tiene auténticos poderes mágicos». La magia de Maskelyne era, desde luego, muy diferente a la de Crowley o Hanussen. Mientras las secuelas del desastre de la Operación Hacha de Guerra eran más que palpables, el mayor Barkas encargó a la Sección de Camuflaje de Jasper su misión más complicada hasta la fecha. Puesto que el puerto de Alejandría estaba siendo bombardeado con cierta regularidad por la Luftwaffe, los chicos de la Cuadrilla debían intentar camuflarlo. No sería fácil esconder de los pilotos germanos una zona de tamañas dimensiones y con una gran actividad: en el puerto se amontonaban cargueros, transportes, barcos patrulla y barcazas, buques nodriza y gigantescos pesqueros; y en tierra, camiones y equipos de transporte de todos los tamaños y colores. Tras visitar la zona, el equipo levantó su cuartel de operaciones en una choza prefabricada Nissen y comenzaron a esbozar ideas, algunas de lo más extravagantes. Finalmente, y contra el escepticismo general, la Sección de Camuflaje se puso a trabajar en la ocultación del emblemático puerto de Alejandría; puesto que ocultar la ciudad era imposible, decidieron hacer creer a los aviones enemigos, que bombardeaban de noche para no ser derribados por las baterías antiaéreas, que disparaban sobre su objetivo cuando en realidad lo hacían sobre un gigantesco decorado. A Maskelyne se le ocurrió levantar una segunda Alejandría a algo más de kilómetro y medio costa abajo, en la bahía de Maryut, cuyo terreno era muy similar al del puerto que debían proteger. Maskelyne dijo a sus hombres que debían «colocar una red de luces y estructuras terrestres en aquella bahía, parecidas a las de Alejandría. Cuando sepamos que Jerry está de camino, apagamos las luces del puerto, encendemos las de la bahía de Maryut y accionamos algunos de los explosivos que hemos colocado. El fuego lo atraerá como abejas a la miel».

Además de utilizar su habilidad con los trucos de ilusionismo, tantos años ensayados y puestos a prueba sobre el escenario, Maskelyne se inspiró en los éxitos cosechados por sir John F. Turner, de la RAF, que había creado unos blancos trampa similares, llamados Q Sites, para engañar a los bombarderos alemanes y así alejarlos de los campos de aviación ingleses. Los equipos de Turner habían colocado filas paralelas de lámparas a kilómetros de las pistas de aterrizaje reales para reproducir las luces de las pistas. Ya más avanzado el conflicto, Turner desarrolló también los K Sites, mucho más elaborados, para proteger fábricas y campos de aviación mayores durante incursiones a la luz del día. Pero nada comparado con la magnitud de lo planteado por Maskelyne. Por razones de espacio es imposible narrar aquí cada uno de los numerosos pasos que el mago y sus compañeros siguieron para dar forma a su ciudad simulada, un episodio que David Fischer narra con todo lujo de detalles y una exquisita prosa en su citado trabajo, en el que noveliza con habilidad los hechos narrados por el propio Maskelyne una vez finalizada la guerra. Sólo apuntaré que «comenzaron la construcción de un puerto simulado; usando fotografías de reconocimiento nocturno como modelo, los ingenieros reprodujeron el patrón de las luces de tierra del puerto de Alejandría clavando centenares de linternas eléctricas en la arena y el fango, que después conectaron con cables (…) se construyeron barracas de contrachapado de diferentes formas y tamaños, y algunas de ellas contenían grandes cargas explosivas que emitían ráfagas y humo similares a los que producían las bombas alemanas cuando estallaban». Por su parte, Robson y Fuller crearon un faro en perfecto servicio «instalando reflectores de vehículos en una madera de contrachapado apoyada sobre seis palos (…)». Como sucedía con el verdadero faro de Pharos, gracias a un temporizador, se encendían y apagaban las luces a intervalos regulares, lo que hacía que pareciera que la plataforma rotaba; el llamado Poste de Robson

se apagaría cuando se acercaran los bombarderos enemigos, pero no hasta que los pilotos hubieran tenido el tiempo suficiente para tomarlo como punto de referencia. Todas las luces y los detonadores estaban conectados a una consola central que Maskelyne y Knox controlaban desde lo alto del verdadero faro de Pharos. A pesar de la incredulidad general, la operación fue el primer gran éxito de la Cuadrilla Mágica en la segunda guerra mundial, y una de las grandes proezas por las que sería recordado (aunque no con el reconocimiento que merece) Jasper Maskelyne en su paso por la guerra. Mientras tanto, Churchill había destituido a Wavell por sus fracasos frente a Rommel y nombrado en su lugar al comandante Claude Auchinleck, que le relevaba al frente de los ejércitos de Oriente Medio. Durante ocho noches consecutivas, los aviones de la Luftwaffe atacaron la bahía de Maryut creyendo que se trataba de Alejandría. Los destrozos, que los hombres de Maskelyne se encargaban de incrementar con explosiones propias, hicieron perder paulatinamente a los atacantes el interés sobre el «puerto», creyendo que uno de los bastiones de los aliados había sido neutralizado. El concepto de transposición de Maskelyne fue un gran éxito, y a raíz de ello, los principios de la luz, las sombras y las estructuras simuladas confeccionadas por sus hombres se emplearían por todo el mundo con la intención de proteger blancos estratégicos. Fischer indica que gracias a ello se construyeron en la mayoría de los teatros y en las ciudades importantes en estado de guerra ejércitos enteros simulados además de bases navales y campos de aviación falsos, «haciendo que la Luftwaffe perdiera innumerables toneladas de bombas en playas, prados, lagos y pastos. Pronto, los altos mandos susurraban altos secretos sobre las hazañas de Maskelyne y su pequeño y extraño grupo». Mientras tanto, otros camufladores estaban realizando grandes proezas en beneficio de la victoria aliada: el pintor Stephen Sykes, al sur de El Cairo, construía una vía muerta de ferrocarril completa, que incluía campamentos, cantinas, trincheras de refugio y un tren

de nada menos que cincuenta y dos vagones, todo ello falso; un grupo pintaba murales gigantes que mostraban una vista aérea de casas, calles e incluso callejones, rematada con sus sombras apropiadas. Aunque el lector pueda pensar que dichas maquetas son algo inocente que no podría engañar a un adiestrado piloto, lo cierto es que montado en un caza Messerschmitt, a una velocidad enorme e intentado burlar el fuego enemigo proveniente de las baterías antiaéreas, estos gigantescos paneles podían confundirse fácilmente con escenarios reales, y fueron de una efectividad a la que no se daría crédito sin verlo directamente. Evidentemente, la guerra en el Norte de África no se ganó con maquetas, simulaciones y trucos de magia, pero gracias a los técnicos de camuflaje, se evitaron numerosas pérdidas que podrían haber sido desastrosas, y se mantuvo al enemigo confundido en momentos cruciales de la campaña. Después de eso, la Cuadrilla Mágica estableció su cuartel de operaciones en el que pronto sería bautizado como el Valle Mágico, una idea del mayor Barkas. En un amplio valle en Abbassia, a las afueras de El Cairo, construyeron una fábrica mágica gigante; el lugar estaba fuertemente blindado para que ningún espía pudiese acercarse a los alrededores: Maskelyne construyó trampas mortales, se colocaron explosivos y alambrada cercando el complejo, y debido al secretismo que lo embargaba, pronto comenzaron a circular leyendas y extraños rumores sobre lo que allí sucedía. Entre los campesinos egipcios, muy supersticiosos, fue conocido como el Valle del Djinn, o del «genio que sacude la tierra». Mientras se construía, Maskelyne reanudó su espectáculo de variedades, e incluso ayudó a la Inteligencia británica a encontrar un transmisor de radio que había sido interceptado en el palacio del rey Faruq I de Egipto, una operación combinada de espionaje y magia que se coronó con éxito, pero en la que el británico corrió un considerable peligro. Aquello le dio aún mayor notoriedad entre las tropas, y entre los enemigos, que comenzaban a considerarlo una amenaza importante para sus planes. Maskelyne se sumergió de

lleno en las labores de espionaje de la mano del general Dudley Clarke, comandante de la Fuerza A en el desierto, un grupo de contraespionaje dedicado a la creación de confusión entre las tropas enemigas, que había creado Wavell. Clark se había quedado fascinado con los trucos del ilusionista sobre el escenario. A Maskelyne, en aquel momento, le vinieron a la mente los recuerdos de su padre y su trabajo con T. E. Lawrence y los «magos» de la primera guerra mundial. El canal de Suez… invisible La siguiente tarea que encomendaron al grupo de Jasper, que no dejaba de trabajar en extraños artilugios y en nuevas formas de camuflaje bélico, fue aún más compleja que la de hacer pasar tanques por camiones e incluso que ocultar Alejandría de los visores enemigos: Barkas les pidió, nada menos, que ocultar el canal de Suez, otro punto estratégico en el Norte de África y fundamental para el desarrollo del conflicto. Maskelyne y Knox se trasladaron hasta el Canal para examinar su sistema de defensa, que no consistía más que en una fina línea de baterías antiaéreas colocadas en los puntos más vulnerables del enclave. Tras varias inspecciones en la zona y diversas pruebas, llegaron a la conclusión de que aquel estrecho y largo canal no se podía «mover» como habían hecho con Alejandría. Debieron idear otra táctica, que la mayoría, salvo Jasper, consideró imposible. Tras días y días de agotador trabajo, Maskelyne y su Magic Gang llegaron a la conclusión de que sólo había una manera de evitar que el enemigo bombardease el Canal: impedir que los aviones se acercaran a él. ¿Y cómo? Pues la solución que planteó la Sección de Camuflaje fue colocar potentes focos de luz que, adecuadamente manipulados y unidos unos con otros, crearían una barrera óptica que cegara a los aviones enemigos.

Como recogió en sus memorias, en aquel momento Jasper le dijo a Frank: «Si pudiéramos conseguir los suficientes reflectores por todo el canal, podríamos crear una cortina de luz. Si las luces fueran lo bastante brillantes, intentar ver a través de esa cortina para distinguir el Canal sería como intentar ver el filamento en una bombilla encendida». Tras numerosas pruebas, en las que a punto estuvieron de perder la vida Maskelyne y Knox al probar el efecto de la barrera luminosa a bordo de un aeroplano, el nuevo plan maestro de la Cuadrilla Mágica estaba listo y, una vez más, cumplió a la perfección su cometido: el canal de Suez se mantuvo a salvo de los bombardeos. Aquella cortina de luz en remolinos sobre más de cien millas de cielo egipcio, evitó que las incursiones aéreas alemanas e italianas dieran en el blanco. Dicha barrera luminosa fue bautizada como el Spray de Maskelyne, y su incorporación a la Fuerza de Defensa del Canal fue sólo el principio de su servicio en la campaña del Norte de África: hacia finales de 1941, los bombarderos enemigos comenzaron a realizar frecuentes ataques a los tanques de petróleo que almacenaban las vitales reservas de combustible del VIII Ejército. El general de brigada Selby, a cargo de la protección de los tanques, pidió ayuda a Maskelyne para que instalara un sistema de luz deslumbrante alrededor del depósito. Lo que hizo el Magic Gang fue proponer una nueva versión del ocultamiento del puerto de Alejandría. Según Fischer: «Con papel maché, escombros, lona pintada, paños esparcidos y fuegos con petróleo, sería relativamente simple hacer que los tanques parecieran estar fuera de servicio después de un bombardeo». Se apuntaron un nuevo éxito. Maskelyne era un experto en las propiedades de la luz y su manipulación, que había aprendido durante su largo periplo por los escenarios londinenses. Muchos de los trucos más populares que llevó a cabo, primero en el Teatro Egipcio y más tarde en el St. George’s Hall, consistían en ilusiones ópticas sofisticadas. Era un experto en óptica y gracias a ella pudo hacer que numerosos

«fantasmas» se materializaran ante los atónitos espectadores y se disolvieran, y pudo «decapitar» a sus ayudantes; todo eso le permitió también ocultar el canal de Suez. Su fama se extendía como la pólvora, y aunque sus ilusiones, su magia, eran fruto de su gran conocimiento en amplias materias y nada tenía que ver con lo sobrenatural, por todo el valle del Nilo corría el rumor de que el mago británico podía curar a los enfermos y aliviar a los atormentados, que era capaz de hacer verdaderos milagros; pronto la leyenda se confundió con la realidad, hasta el punto de que todas las mañanas, centenares de egipcios se reunían frente a la entrada acordonada del Valle Mágico, anhelantes de que el mago de la guerra les impusiese las manos, una suerte de taumaturgia por contacto, capacidad que se atribuyó durante siglos a reyes y curanderos, pero de la que Maskelyne carecía totalmente, como probablemente también los monarcas «sagrados». Aun así, el ilusionista era una ficha clave en el tablero bélico en que se había convertido el desierto. Además de sus ya célebres éxitos en el terreno del camuflaje, Maskelyne, haciendo honor a su abuelo, se convirtió en uno de los grandes inventores del Ejército inglés, y diseñó curiosos artefactos que después se fabricaban en serie y que bien podrían haber salido de la «Tienda de Juguetes» de Churchill. En el extremo de plástico de los cordones, o en las etiquetas de las botas militares, colocó minúsculas agujas de brújula (los soldados tenían que ser capaces de ocultar sus herramientas de escape en el cuerpos o en el interior del equipo, que sus enemigos examinarían minuciosamente); también diseñó un mapa escondido en la lengüeta de una bota aparentemente ordinaria, y bajo los laterales, ocultó una lima y una sierra para metales. Una maquinilla de afeitar ideada por el inglés se convertía rápidamente en un cortador de alambre, y el cepillo de dientes servía también para encubrir un mapa, una brújula y una sierra para metales. Incluso los sujetadores de calcetines ocultaban cúteres, mapas y brújulas. Jasper diseñaba estos artefactos para el MI9. Siguiendo nuevamente a Fischer: «Decenas de miles de soldados

británicos recibieron las herramientas de escape de Maskelyne, pero no hay una manera exacta de medir su relevancia en los intentos de fuga». Aunque su contribución fue vital, no hay que dejar de apuntar que el mago inglés hizo bastante dinero durante la guerra: por cada herramienta espía, Maskelyne recibía del Ministerio de la Guerra la prima habitual de cinco libras. Sus inventos eran incontables: lo que parecía ser una boquilla común para cigarros era un telescopio en miniatura de importante alcance. Su pluma estilográfica antigoteo permitía escribir, pero también lanzaba una bomba de gas lacrimógeno de no poca densidad. Sus mapas de papel de arroz se rociaban con aceite de ensalada para protegerlos contra la lluvia y el sudor… La guerra en el Norte de África fue un pulso constante entre las fuerzas aliadas y los logros y fracasos del Afrika Korps de Rommel. Cuando no trabajaban en el taller, los chicos de la Sección de Camuflaje asistían a conferencias que daba el ejército, impartían las suyas propias ya como verdaderos expertos en su curiosa tarea, y hacían sus trucos de magia y sus espectáculos… Pero el horror de la guerra continuaba, y aún quedaba un largo camino para asestar el golpe mortal a Adolf Hitler. Pasados los meses, la Cuadrilla ayudó con éxito al almirante Andrew Browne Cunningham, que debía confiar en sus submarinos para bloquear la ruta de abastecimiento alemana a Libia. Sin embargo, las labores de rastreo de los aviones de la Luftwaffe complicaban soberanamente sus planes. Maskelyne y sus hombres construyeron submarinos falsos para confundir a la Inteligencia de Rommel; una ardua tarea donde se dieron la mano el ingenio y el trabajo duro. El primero de aquellos submarinos de pega fue bautizado como Hopeful, y aunque cumplió con éxito su función, fue destruido por fuego enemigo siete meses después de que la sección de Camuflaje lo botara.

Mientras tanto, el Zorro del Desierto echaba mano de sus propios trucos: hizo creer a las fuentes de Inteligencia aliadas que la División Panzer programaba su retirada de Libia, prendiendo fuego a docenas de edificios en Mersa Brega y hundiendo numerosos barcos de abastecimiento en el puerto de la ciudad. Era un señuelo, un truco de prestidigitación militar alemán: en realidad quemaron casas abandonadas, estructuras inhabilitadas y cascos de barcos viejos. Su objetivo era precisamente el contrario a la retirada: atacar. Así, cogieron por sorpresa al VIII Ejército, y se hicieron, entre otras, con las ciudades de Agedabia y Bengasi, ambas en Libia. El nuevo reto del Magic Gang fue crear un acorazado para Cunningham, un reto mayor que el de los submarinos, un gigantesco señuelo que fue bautizado con el nombre de H.M.S. Houdin en honor del célebre prestidigitador francés Jean Eugène Robert-Houdin, considerado el padre de la magia moderna. Aunque cada petición de las fuerzas armadas y de la Inteligencia británica era un nuevo desafío, los hombres de Maskelyne no dejaban de apuntarse victorias. Pero no todo fueron éxitos para el grupo «mágico». El conflicto, el más terrible que conocería la humanidad, también se cobró su factura con el grupo: Frank Knox, el profesor, el amigo íntimo de Jasper, perdió la vida en el aeropuerto de Heliópolis (que años después sería sustituido por el actual de El Cairo) mientras su avión intentaba aterrizar tras ser atacado por dos cazas alemanes. Regresaba de impartir una conferencia sobre camuflaje e ilusionismo como sustituto de Jasper, que estaba ocupado en otros asuntos. Fue el golpe más duro para el ilusionista inglés. Unas semanas más tarde, mientras intentaba probar unas agujas de brújula que había diseñado para los agentes del MI6, el camión, en el que viajaba junto a Mike Hill, fue sorprendido por el jamsin, la feroz tormenta del desierto. Las brújulas no funcionaron, y los dos soldados se perdieron entre las dunas; permanecieron

varios días sin apenas comida ni agua en unas de las condiciones climáticas más extremas a las que puede verse sometido un ser humano. Sólo la suerte, o el destino, como creería Jasper, permitieron que, a punto de exhalar su último aliento, fuesen encontrados por un comando de australianos, que desviaron de su destino uno de los viejos carros de combate Matilda. Tras recuperarse en el Hospital General n.º 4 de El Cairo, Hill y Maskelyne debieron afrontar, junto al resto de hombres, el mayor desafío de la guerra, que otorgaría la victoria a los ejércitos aliados en el desierto: la batalla de El Alamein. El Alamein y el truco final Mientras el conflicto se desarrollaba en el desierto entre ofensivas, retiradas, operaciones de Inteligencia y traiciones, que constituyen un episodio decisivo y apasionante del campo de la historia militar, pero cuya narración no es el cometido de este libro, Churchill sustituyó a Claude Auchinleck al frente del VIII Ejército, mientras el Afrika Korps, no mucho tiempo antes de claudicar, volvía a cosechar éxitos sin precedentes, gracias a la Operación Hércules, dirigida por Rommel, por la que el propio Hitler le recompensaría nombrándolo Amado de la Nación, lo que, a sus cuarenta y nueve años, lo convirtió en el más joven mariscal de campo de la historia de Alemania. En ese momento nada le hacía sospechar el funesto destino que le esperaba precisamente a manos del propio Führer. Auchinleck fue reemplazado por el brillante militar Bernard Law Montgomery, apodado Monty. Éste, en palabras de David Fischer: «Era un misterio para los veteranos del Ejército. Había estado entrenando soldados en Inglaterra desde el desastre de Dunkerque, y todo lo que se sabía acerca de su carácter era que no necesitaba

ni fumar ni beber, que era un devoto evangelista y un fanático de la preparación física». Cuando las fuerzas aliadas estaban preparando la retirada, sentenció: «Nos quedaremos aquí vivos o muertos». Sus éxitos demostraron que era el único comandante al frente de la Fuerza Occidental del Desierto que estaba tácticamente a la altura de Erwin Rommel. Y ese éxito tuvo mucho que ver con la Cuadrilla Mágica. En la lucha por dominar Egipto, el Zorro del Desierto había conquistado Tobruk, donde se hizo con el control de una gran reserva de combustible, y había rechazado a las tropas británicas hasta El Alamein, a cien kilómetros al oeste de Alejandría. Allí tendría lugar una de las más sabias decisiones de Montgomery y luciría el ingenio del Magic Gang: se les encomendó la denominada Operación Bertram, previa a la que sería conocida como Segunda Batalla de El Alamein. Puesto que el ataque al Afrika Korps partiría del Norte, a manos del general Montgomery, la tarea de Maskelyne radicaba en crear una nueva y gigantesca ilusión: un ejército falso que condujese a la Inteligencia alemana a creer que el ataque definitivo procedería del Sur, una trampa en la que no fue fácil hacer caer al Zorro del Desierto, pero que resultó ser efectiva. Una vez más, la Cuadrilla Mágica llevó a cabo numerosos trucos y desplegó todo tipo de ingenios: falsos barracones y carros de combate, depósitos de agua, armas, falsos tanques hinchables que desde el aire parecían reales…, incluso, como hiciera el pintor Stephen Sykes, el equipo construyó una falsa vía férrea y un oleoducto construido con bidones de combustible vacíos. Todo ello fue acompañado por sutiles campañas de propaganda negra y contraespionaje, campos en los que Jasper ya era un auténtico genio gracias a su trabajo para el MI9. Se realizaron emisiones de radio falsas, sin un auténtico destinatario, para que fuesen interceptadas por los alemanes; grabaciones donde el mago había incluido sonidos de fondo típicos de una base militar en plena

actividad. Esos sonidos, cual verdaderos prestidigitadores, los realizaba la Sección de Camuflaje, entre cuyos miembros aún se palpaba el gran vacío dejado por Frank Knox. Evidentemente, muy por encima de los trucos de Maskelyne y su grupo se hallaban los brillantes trabajos de los servicios de Inteligencia y el dominio de las artes bélicas del general Montgomery, que pudo hacer sombra a su antagonista Rommel. Pero también es cierto que los decorados y trucos del Magic Gang contribuyeron, y no en poca medida, al éxito de la ofensiva en el desierto, que supuso el fin de los éxitos alemanes en el Norte de África. A pesar de que muchos otros episodios fascinantes jalonan el trabajo de Maskelyne en Egipto, debemos poner punto y final a su andadura por razón de espacio, y porque ni Jasper fue el único «mago de la guerra» ni ésta es una biografía del personaje, así que invito al lector al que le haya fascinado la intervención de Maskelyne en la segunda guerra mundial tanto como a mí, a que acuda al mencionado trabajo de David Fischer o a las memorias (en inglés) del propio mago. Tras su labor al frente de la Cuadrilla Mágica, que tantos éxitos había obtenido, Jasper Maskelyne volvió junto a su familia, a Inglaterra, un país donde la magia ya no interesaba como en los tiempos de sus grandes espectáculos en el Teatro Egipcio y donde no recibió el reconocimiento que merecía por sus hazañas, verdaderas proezas mágicas contra Hitler. La Cuadrilla Mágica se dispersó. Paradójicamente, el objetivo de sus trucos mágicos en el desierto, su gran enemigo, Erwin Rommel, fue obligado a «suicidarse» por los propios nazis, supuestamente por estar involucrado en el complot del 20 de julio de 1944 contra el Führer, lo que aún es motivo de controversia entre los historiadores. Hoy, el Zorro del Desierto es el único miembro del Tercer Reich que tiene un museo dedicado a su persona.

Por su parte, Maskelyne, lejanos ya los tiempos de sus proezas sobre los escenarios londinenses y casi olvidado por sus compatriotas, decidió retirarse a vivir a una granja en Kenia, en África, el continente en el que más sufrimientos había padecido, pero en el que sus artes habían servido para el más alto cometido. Falleció allí en 1973. Su labor en la segunda guerra mundial, no obstante, está rodeada de controversia, pues no son pocos los que le niegan tal relevancia en el desarrollo de la contienda en el desierto, y se le acusa de que en sus memorias, publicadas en 1949 con el nombre de Magic: Top Secret, mintió o exageró sus méritos. Por desgracia, los informes sobre sus actuaciones no serán desclasificados hasta el año 2046. Sus hazañas resultan hipnóticas (o al menos lo han sido para el que esto suscribe), pero, de ser falsas, éstas habrían sido, sin duda, el último gran truco de prestidigitación de un maestro de la magia, al mantener engañadas a millones de personas durante décadas. Tan sólo queda esperar, aunque la espera todavía será larga…

10 EL ASTRÓLOGO DE HEINRICH HIMMLER El último de los magos de la guerra que conforman este libro fue un astrólogo alemán que trabajó junto a Heinrich Himmler en el cénit del Reich de los Mil Años, en los días finales de una lucha atávica en la que también el intangible poder de las estrellas fue invocado para contrarrestar el avance aliado. Su nombre es Wilhelm Theodor H. Wulff y nació en Hamburgo el 27 de marzo de 1892. Su contacto de primera mano con las operaciones secretas de las SS y el final de la contienda quedó registrado de su puño y letra en su libro autobiográfico Zodiac and Swastika (El zodíaco y la esvástica), publicado en 1973, un trabajo revelador que sacó a la luz aspectos desconocidos de la guerra «mágica» que se libró en los años cuarenta del siglo pasado. Este personaje llegó a ser conocido como «el astrólogo de Heinrich Himmler», y vivió en primera persona la desesperación del Reichsführer, poco antes todopoderoso, por no dejar hundirse el gigantesco barco que había creado con el mimo de un fanático. El propio Wulff narra en sus memorias cómo llegó a decantarse por el mundo de la astrología. Era apenas un muchacho al que no atraía lo más mínimo la forma en que estaba establecido el sistema educativo de su localidad natal, cuando, en 1912, un tío suyo le invitó a acompañarle en un viaje que le llevaría a los Alpes, Lucerna, Génova y otras zonas de Italia. Durante aquella epopeya conoció a un singular personaje, un sacerdote llamado monseñor Von Berlichingen, quien le instó a visitar el Palazzo di Brera y la biblioteca de Milán, donde podría estudiar los dibujos originales del

genio renacentista Leonardo da Vinci, por quien sentía una gran admiración. El joven decidió seguir su consejo, y durante su estancia en Milán se dejó cautivar por numerosos manuales y tratados medievales y renacentistas que versaban sobre astrología. En la antigüedad y bastantes siglos después, la astronomía y la astrología iban de la mano, y no se consideraba a la segunda una ciencia ni hermética ni ocultista. La astrología fue la base de las creencias de numerosos pueblos, que supieron «leer» en las estrellas y trazar la posición de los astros con una precisión que hoy parece increíble. Para ellos, esos astros tenían una influencia evidente en los acontecimientos terrestres y en las propias personas; convenientemente interpretadas sus alineaciones, podían arrojar valiosa información sobre el futuro. Wulff se quedó fascinado al descubrir que antiguas civilizaciones como la babilónica o la egipcia, y otras posteriores y lejanas como los mayas, basaran gran parte de su cosmogonía en la esfera celeste y la observación del firmamento, de donde provenían muchas de sus supuestas profecías. A su regreso en Múnich tras recorrer Italia, Wulff se sumergió también en los numerosos volúmenes sobre la materia que encontró en la biblioteca más importante de la ciudad, y se interesó especialmente por los horóscopos, que también utilizaron como «arma» los servicios secretos durante la segunda guerra mundial. Wulff estudió detenidamente, por ejemplo, los horóscopos que el astrónomo Johannes Kepler había trazado de Albrecht von Wallenstein, el importante general alemán de la Guerra de los Treinta Años, en 1608 y en 1625. Le fascinaron los «aciertos» del científico acerca de los acontecimientos históricos en los que participó Wallenstein. Tras dicha «revelación», Wulff no volvió a ser el mismo: dedicó su vida al estudio de las estrellas y a intentar pronosticar, por medio de los astros, lo que se avecinaba en un futuro cercano.

No es de extrañar el interés de Kepler por las cartas astrales ya que desarrolló gran parte de su trabajo en la Praga de Rodolfo II, cabeza entonces del Sacro Imperio romano germánico y conocido como «el emperador de los alquimistas» por sus aficiones herméticas. Allí Kepler coincidió con otro gran astrónomo pretelescópico, Tycho Brahe, que, a la sazón, era como una especie de mago personal del soberano bohemio y llegó a realizar diversos vaticinios con más o menos precisión. Es más, en varios momentos, Kepler llegó a ganarse la vida trazando, precisamente, horóscopos. Y curiosamente, en mayo de 1999, según recogió el diario El País,* se halló en la biblioteca de la universidad de Santa Cruz, en California (EE. UU.), olvidado entre montones de legajos, un horóscopo realizado por el astrónomo. Y es que Kepler siempre se sintió atraído por lo trascendente. De hecho, comenzó los estudios en teología, aunque después se dedicaría a la disciplina que le haría célebre. No obstante, y a pesar de su cientifismo, quiso hallar en la astronomía un sentido espiritual y místico, y llegó a publicar, en 1596, la obra Mysterium Cosmographicum, un intento de geometría mística que el descubridor de las tres famosas leyes que llevan su nombre decía ver «escrita en los astros». Volvamos a Wulff. Su juventud, pues, estuvo marcada por sus estudios astrológicos en una sociedad, la del Hamburgo de principios del siglo pasado, en la que proliferaban los echadores de cartas, los clarividentes y los médiums, que también marcarían la infancia de personajes como Hanussen, Ewers o Maskelyne, entre otros, como ya hemos visto. El padre de Wulff, no obstante, quería que éste se convirtiera en un hombre de negocios y no en un «adivino de tres al cuarto». Sin embargo, el joven pronto decidió abandonar el puesto de aprendiz comercial no remunerado que había conseguido, para viajar hasta un recóndito pueblo donde había una colonia de

pintores, guiados por el profesor Paul Licktwack, que instó a Wulff, en el que vio sobradas muestras de talento, a dedicarse al mundo de la creación artística como forma de vida. Siguiendo sus fascinantes memorias, fue en 1913 cuando, tras mostrar sus dibujos, acuarelas, esculturas y máscaras al director de la Escuela de Arte de Hamburgo, éste le sugirió asistir a una de las célebres clases que allí se impartían. Poco después entró a estudiar bajo la supervisión de Johannes Bossard, quien le enseñó múltiples y útiles técnicas escultóricas. Después estalló la Gran Guerra, que marcaría su destino como el del resto de sus contemporáneos. Gracias a la insistencia y a las buenas relaciones de Bossard, Wulff pudo continuar sus estudios sin enrolarse y no fue enviado a trincheras, donde muchos de sus compañeros correrían peor suerte que él. Quizá había leído en las estrellas la forma de burlar al destino… Aun así, acabaron por reclutarle, pero a comienzos del año 1917 contrajo el tifus y lo licenciaron. Fue a trabajar en una fábrica de lentes, contribuyendo lejos del frente al esfuerzo de guerra. Durante el tiempo libre que le dejaba su trabajo retomó sus estudios de astrología, aunque no fue hasta que conoció a un tal Heinrich Franck, propietario de un restaurante y antiguo artista, que Wulff se sumergió de lleno en el perfeccionamiento de esta disciplina. Gracias a Franck aprendió a calcular efemérides y a realizar cuadraturas de los movimientos de los planetas. Franck, además, poseía una extensa biblioteca, con antiguos libros astrológicos y místicos. Con los años, Wulff estudiaría incluso sánscrito, con la intención de leer los antiguos textos astrológicos de la India. Además, pronto pudo realizar horóscopos tomando como referencia las más famosas efemérides inglesas, las cuales eran muy conocidas y utilizadas entonces en Alemania para tal menester. Su conocimiento de las estrellas no dejó de ampliarse, hasta que un día llegó a utilizar la posición de esas mismas estrellas para adelantarse a los movimientos de los aliados o aventurar el

desenlace de diversos acontecimientos de la guerra, al servicio nada menos que de Heinrich Himmler, el todopoderoso «mago negro» del Tercer Reich; una labor que desempeñó en unos años en los que el resto de astrólogos de la Alemania nazi, incluido Karl Ernst Krafft, habían caído en desgracia y habían sido perseguidos por el régimen Pero ¿cómo llegó este desconocido estudioso de las estrellas a formar parte del equipo de «ocultistas» que reclutó el ReichsführerSS en los años finales de la segunda guerra mundial? ¿Cuál fue realmente su labor en el entramado nacionalsocialista? Danzando con los Cuerpos Libres Cuando terminó la guerra, la derrota llevó a muchos alemanes a la desesperación; mucha gente se arruinó y los suicidios estaban a la orden del día, algo que el «mundo civilizado» ha vuelto a vivir, con estupefacción, en tiempos recientes. En aquellos años, las luchas callejeras entre los pocos trabajadores que aún conservaban su puesto y la policía, tomaban las calles, y se podían oír las revueltas al lado del estudio de Wulff. Los enfrentamientos entre los grupos radicales derechistas e izquierdistas tampoco sorprendían a nadie. Durante un tiempo, Wulff empleó sus habilidades tanto artísticas como astrológicas, para trazar horóscopos e incluso para hacer las veces de «detective psíquico», como había hecho poco antes Hanussen, intentando encontrar a personas desaparecidas trazando su carta astral o descifrando la forma en que habían fallecido. Siguiendo con el relato de Wulff, el astrólogo afirma que un día, recién finalizada la primera guerra mundial, en los primeros días de la República de Weimar, se presentó en su despacho un veterano de guerra llamado Herbert Volck, quien le pidió que le leyera el futuro. Wulff señala que le había conocido en 1915, en Ucrania. Volck, como muchos otros excombatientes, era un fanático nacionalista que, desesperado por la derrota, se acercó a los grupos

de extrema derecha, que se hacían cada vez más fuertes en Austria y Alemania, y acabó alistándose a los Freikorps para combatir el avance del comunismo y la socialdemocracia por medio de la fuerza bruta, como harían más tarde las SA. Por medio de este personaje, Wulff entró en contacto con los círculos völkisch que tanto influirían en la forja del ideario nazi, entre ellos las diversas sociedades secretas que pululaban entonces por las ciudades más importantes, como la Thule de Sebottendorf. A principios de los años veinte, Volck trabajó como detective y escritor y llegó a realizar un viaje a Estados Unidos, donde se declaró radicalmente en contra de las medidas tomadas en el Tratado de Versalles. Volck viajó allí a pesar de que el pronóstico astrológico del viaje, realizado por Wulff, era sombrío, lo que acabó por confirmarse cuando Volck fue prácticamente expulsado de suelo norteamericano al hacer circular el rumor de que la Casa Blanca mantenía estrechas relaciones con una conspiración judeomasónica que, al igual que otros futuros nazis, estaba convencido de que permeaba todos los órdenes de la sociedad. Fue en 1923 cuando Volck tuvo los primeros contactos con el Partido Nazi, y poco después visitaba a Wulff. Ese año, meses después, Volck le llevó a su amigo astrólogo las fechas de nacimiento de Hitler, Göring y Röhm, y le pidió que trazase sus horóscopos. Al parecer, las conjunciones planetarias, le indicaron al «visionario» que se hallaba ante malos presagios; vio una conjunción maléfica de Saturno y Marte, que indicaba, siempre según su interpretación, que el ascenso al poder de Hitler se veía comprometido en otoño de ese año; supuestamente su «acierto» resultó ser el fracaso del Putsch de Múnich. Por tanto, Wulff trazó el horóscopo de Hitler en 1923, el mismo año en el que lo hizo Elizabeth Ebertin, cuando la astrología estaba en auge en Austria y Alemania y aún no era perseguida, lo que no tardaría en suceder.

Wulff señala también que la interpretación del natalicio de Hitler que trazó fue descubierta e incautada años después por los agentes de la Gestapo que registraron su casa. Y añade que, en torno a 1941, el propio Reinhard Heydrich le preguntó si estaba dispuesto a realizar una interpretación más detallada de dicho horóscopo, quizá con una finalidad bélica o porque se estaba gestado, entre bambalinas, una conspiración de los propios nazis contra su Gran Líder. Pero no adelantemos acontecimientos. Ya sabemos por medio de quién Wilhelm Wulff se acercó al NSDAP, aunque sus días de «gloria» al servicio de la maquinaria bélica nazi llegaron más tarde, hacia el final del conflicto. Wulff trató de aconsejar a su amigo sobre el peligro que conllevaba acercarse al Partido Nazi (o al menos, eso afirma, quizá para exculparse, como harían tras la guerra muchos antiguos simpatizantes e incluso miembros del régimen, como Albert Speer), pero en aquella ocasión el veterano tampoco quiso escucharle. Wulff tampoco tardaría en acercarse peligrosamente al círculo nacionalsocialista, dentro del que había no pocos devotos de la astrología, como el conde Helldorf, Himmler o Rudolf Hess. Ya indiqué en el capítulo sobre el extraño vuelo de este último a Inglaterra, que el viceFührer posiblemente se basó en una cuadratura astrológica falsa, un engaño urdido por los servicios de Inteligencia británicos. A raíz de aquella odisea, sabemos que se dictó la Aktion Hess, que implicó una persecución sin cuartel de astrólogos, ocultistas y esoteristas en toda Alemania y parte de los territorios conquistados, y el encarcelamiento de célebres personajes como el propio Wulff, que debido a su profesión, se vio atrapado en las garras de la Gestapo. En noviembre de 1928, Volck regresó al despacho de Wulff acompañado de un fornido granjero llamado Claus Heim. Ambos pretendían que el astrólogo les leyera el futuro antes de iniciar una serie de atentados en nombre de una organización extrema de granjeros, que pretendía denunciar la subida de los impuestos y las duras condiciones de las hipotecas impuestas por las autoridades

locales de Schleswig-Holstein. A pesar de las advertencias del vidente, el radical veterano y su lugarteniente emprendieron una serie de acciones violentas que llevaron a su detención. Cuando Volck y otros terroristas fueron finalmente arrestados por la policía, la prensa comenzó a centrar su atención en las actividades de Wulff, lo que para éste fue extremadamente incómodo. Los diarios publicaban titulares como los siguientes: «Los terroristas consultan a un astrólogo» o «Parece evidente que quienes atentaron, se basaron en cálculos astrológicos y horóscopos». Volck y su compañero fueron sentenciados a siete años de trabajos forzados. La figura del exmilitar y terrorista es controvertida y apasionante; según Wulff, un día éste le dijo que había sido precisamente él quien le había dado la idea a Göring de crear la policía secreta del Estado, la temible Gestapo, que un día sería azote no sólo de judíos, comunistas y demócratas, sino también de astrólogos y ocultistas. Volck se estaba quejando de que ya no había lugar para él en una organización que había pasado a estar controlada por Heydrich. Tras la purga de Röhm y otros dirigentes de las SA, parece ser que Volck, que ya había salido de prisión tras sus acciones terroristas, empezó a realizar misiones secretas para las SS y la propia Gestapo. Mientras tanto, la situación económica era cada vez más delicada y el negocio de importaciones y exportaciones de la familia Wulff se había visto, como la gran mayoría de las empresas, seriamente afectado; a ello se sumaba el que en Berlín estaba prohibido ejercer como astrólogo profesional. No obstante, aquellos profesionales que habían obtenido el certificado oficial del Centro Astrológico de Düsseldorf, pusieron seguir ejerciendo su labor sin problemas en los distritos administrativos de aquella ciudad, y también de Colonia y Hamburgo.

La persecución a la que los agentes de la policía secreta nazi sometía a unos individuos que, sin embargo, eran asiduamente consultados por miembros del Partido, hizo que Wulff apenas tuviera clientes con los que ganarse la vida, y cada vez le resultaba más problemático mantenerse, algo que no pareció importarle a su antiguo amigo Volck, cuya intención era acercarse al entorno personal del Führer, como antes lo había hecho, infructuosamente, con el del fallecido Röhm. Su ambición no tenía límites, a pesar de las advertencias del astrólogo, que le remarcó el peligro que un acercamiento al jefe del nazismo entrañaba. Durante una de sus reuniones con Wulff, Volck, imbuido de un nacionalsocialismo militante y fanático, que le hacía pronunciar frases del estilo de: «Estamos investigando el alma de la Nación alemana», le espetó al astrólogo: «¡Ahora debes trabajar para nosotros!». Aunque Wilhelm dijo que no, las palabras del veterano fueron una amenaza declarada: «Tenemos nuestros propios métodos para hacer que las personas trabajen para nosotros. Si te niegas, puedo forzarte a hacerlo. Lo único que puede salvarte es la sumisión total a la doctrina nacionalsocialista», y añadió: «Los que se nieguen a aceptar el nacionalsocialismo y su ideología, morirán». Por aquel entonces, ya se cometían asesinatos políticos secretos y se habían creado los primeros campos de concentración, por orden de Göring, contra los enemigos ideológicos. Volck y sus secuaces formaban parte de los escuadrones encargados de perseguir a los personajes incómodos. El virulento nacionalista no sospechaba ni por asomo que el mismo régimen que elogiaba y que le daba de comer sería su verdugo, como lo fue también de Hanussen y muchos otros que habían abrazado con entusiasmo la perorata fanática de Hitler. Si Volck era un personaje peligroso, su mujer, Edda Volck, en palabras de Wulff, era una histérica iluminada que afirmaba ser médium y clarividente. De clase media y ambición casi patológica, como su esposo, animó a éste en sus fanáticos planes, en lugar de disuadirlo. Por aquel entonces estaba embarazada, y afirmaba de

que daría a luz a «un niño de ascendencia pura y noble», en concordancia con el discurso del Ministerio de Propaganda, que había creado las escuelas Lebensborn, por medio de las SS, para engendrar niños «arios y racialmente puros» en un siniestro ensayo de ecos genéticos y genocidas. A pesar de las amenazas de Volck, Wulff volvió a reunirse con él para cenar, en compañía del doctor Henry Goberts, editor. Aquella misma noche se oyó un fuerte frenazo en la calle. De un coche, inconfundible a pesar de la oscuridad, descendieron dos agentes de la Gestapo que tenían la orden de detener al antiguo Freikorp, que había llegado a creerse todopoderoso. También se llevaron a su esposa, Edda. Además, Goberts y Wulff fueron detenidos y trasladados a las dependencias de la policía secreta, en la PrinzAlbrecht Strasse del centro de Berlín, y encerrados en habitaciones separadas. El propio Heydrich se encargó de interrogar al astrólogo que había realizado los horóscopos de Hitler y otros mandamases nazis. Al parecer, todo se debía a que se había descubierto un complot. Como no sabía nada, Wulff fue liberado, pero peor suerte corrió su antiguo compañero de armas. Según descubrió años más tarde el astrólogo, Volck estaba asociado con una elegante señorita llamada Gräfin von der Schulenberg, que según habían averiguado los servicios secretos formaba parte de un entramado de espías al servicio de Moscú. Quizá se tratara de uno más de los muchos trucos del maquiavélico Heydrich para librarse de un personaje que se había vuelto incómodo para él. No obstante, haber trabajado para los servicios de Inteligencia del Reich volvió a salvar a Volck de una muerte segura. Aunque sería la última vez que el destino se apiadase de él.* Regresando a la historia que nos ocupa, ya en 1933, la Gestapo comenzó a seguir los pasos de Wulff. En Hamburgo, la ciudad en la que trabajaba, muchos clientes, recelosos de convertirse en objetivo de la policía secreta, dejaron de acudir a consultar sus natalicios y muchos «adivinos» perdieron su trabajo.

Aunque la creó Göring, la Gestapo pronto pasó a manos de Himmler y Heydrich, quienes fueron los artífices de un gigantesco y minucioso archivo de información sobre aquellos que, en un futuro, pudieran resultar peligrosos para sus intereses o los del Reich. Nadie estaba a salvo de los agentes de la policía secreta, del acecho de sus espías, en cualquier pueblo alemán, en cualquier esquina. Con los años nadie estaría seguro de uno a otro extremo del Viejo Continente. Esa situación acarreó dificultades económicas al experto en las estrellas, porque redujo su clientela prácticamente a consultores judíos, que pronto serían también objeto de una feroz persecución por parte del gobierno, mucho más virulenta que la que sufrían los astrólogos. Sólo la consulta del príncipe Georg zu SachsenMeiningen, suegro de Otto de Habsburgo, el hijo mayor del último emperador de Austria y rey de Hungría, que gracias a su relevancia y a su relación con los nazis tenía ese privilegio, permitía a Wulff disponer de algunos ingresos. Por aquel entonces pertenecía al círculo de colaboradores del doctor Hubert Korsch, uno de los más célebres astrólogos de toda Alemania, editor de la famosa revista astrológica de enfoque científico Zenit, iniciada en 1930, la misma que intentó falsificar infructuosamente Louis de Wohl cuando ya estaba al servicio de Churchill. A pesar de haber estado siempre vigilado desde antes, sería con el citado vuelo de Rudolf Hess a Escocia cuando, al igual que el resto de esoteristas, Wulff se enfrentaría cara a cara al peligro nazi: en junio, apenas un mes después de la detención del viceFührer, la Gestapo llamó a su puerta a las 3.04 de la madrugada. Cuatro agentes entraron en su apartamento, lo registraron sin miramientos y saquearon todo a su paso, rompiéndole los libros, al azar y, tras confiscar sus ficheros y archivos, lo tiraron todo por el suelo. Muchos millones de personas habrían de sufrir el mismo acoso en los tiempos del terror nazi.

Acto seguido, aquellos misteriosos agentes a las órdenes de Himmler le ordenaron vestirse y le condujeron a Fuhlsbüttel, a un centro de detención preventiva reconvertido en campo de concentración, que había sido utilizado desde el ascenso de Hitler al poder, en enero de 1933, para encerrar a comunistas, socialdemócratas y otros enemigos políticos; después a judíos, testigos de Jehová y homosexuales, y finalmente también a adivinos y echadores de cartas. Fuhlsbüttel,* símbolo de la opresión y la muerte a base de trabajos forzados, se convirtió más tarde en un punto de partida para los reclusos que después eran desplazados a otros campos, y fue sinónimos del terror de la esvástica, como Buchenwald, Esterwegen, Ravensbrück o Sachsenhausen. En su testimonio, Wulff cuenta que fue sometido a numerosas sesiones de interrogatorio, largas y angustiosas: los oscuros agentes de la Gestapo querían saber si conocía a ciertos personajes, si había frecuentado determinados círculos (muchos de los personajes con los que se había codeado el astrólogo acabarían siendo asesinados) y para quién había trazado horóscopos (parece que les interesaban más bien los vaticinios referidos a las naciones, grupos o movimientos que los de individuos concretos), lo que indica que se dio el pistoletazo de salida a la Aktion Hess por el temor a lo que pudieran conllevar aquellas «profecías» que, si un día contribuyeron a ensalzar el régimen, finalmente podían hundirlo. Algunos lectores pensarán (como también creía yo tiempo atrás) que una carta astral, un natalicio o una profecía «casera» no pudieron tener importancia alguna en un conflicto en el que se movilizó la mayor cantidad de armamento de última tecnología de la historia, donde los hombres morían por millares en los campos de batalla de medio mundo, y millones lo hacían de frío, de inanición o asesinados en los campos de concentración. Efectivamente, un horóscopo no puede causar el mismo daño que el gas mostaza o un cohete V1 in situ, al menos un daño físico real; pero sabemos que

en el período de entreguerras, una crisis brutal causada por la Gran Guerra y más tarde por el crac del 29, había empujado a la gente a buscar una vía de escape en lo esotérico y lo oculto. Muchos grupos de la población, incluso la aristocracia, eran asiduos de las sesiones espíritas, consultaban a astrólogos y pagaban dinero para que les leyeran el futuro en una consulta. En una época como los años cuarenta, donde la moral de la población alemana comenzaba a declinar tras las grandes y efímeras victorias de Hitler, una profecía o una carta astral, por muy falsa o poco ajustada a la realidad que fuera, podía volverse en contra de los gerifaltes del Partido, algo que sabían muy bien los servicios de Inteligencia aliados, la propia Gestapo y el Ministerio de Propaganda de Goebbels. Acabar con los astrólogos, los místicos, los masones o cualquier otro personaje heterodoxo era, por tanto, una prioridad para un régimen temeroso del poder de lo intangible, hábil maestro de la contrainformación, aunque objetivo de ella también. Por esto, los astrólogos, que hoy no nos parecen más que una amenaza para el bolsillo, entonces podían ser una pieza importante en el complejo juego de ajedrez de la conflagración. Al menos, los de brillante formación, como Krafft, Wohl o el mismo Wulff. Este último, por su parte, pasaría un verdadero calvario en el campo de concentración, ya que no tenía medio alguno de mantener a su familia: su mujer, su hija y el más joven de sus hijos varones apenas tenían qué comer, y su hijo mayor estaba sirviendo en el frente, destino inexorable de toda una generación que hubo de sufrir las letales consecuencias del fanatismo. Al menos, eso es lo que Wulff pensaba, porque lo cierto es que su familia estaba recibiendo donaciones de dinero de varias fuentes. A alguien le interesaba que el «mago» de las estrellas y los suyos estuvieran protegidos… Corrió mejor suerte que muchos de sus antiguos amigos y colegas de profesión,* y fue liberado apenas cuatro meses después de su detención, aunque tuvo que jurar que no volvería a ejercer

como astrólogo. Curioso, cuando el destino que le aguardaba era precisamente saltarse su juramento para servir a los mismos que le habían encerrado… prácticamente en el epílogo de la guerra. En las intrincadas redes de la Orden Negra Poco tiempo después de ser liberado, se presentó en su despacho un antiguo cliente: un químico y fabricante de apellido Zimmermann, que estaba entonces experimentando con lácteos, intentando obtener una leche que combatiera el raquitismo, en un tiempo de experimentos de todo tipo, algunos de ellos realmente atroces. Este misterioso personaje le ofreció a Wulff la posibilidad de trabajar con él por un modesto salario; al astrólogo le extrañó ese interés, teniendo en cuenta los campos tan diferentes a los que se dedicaban. Pronto descubrió que, en realidad, Zimmermann mantenía un estrecho contacto con las SS, lo que le daba una gran influencia. Por aquel entonces no era raro que los empresarios cautivaran a los mandamases nazis para que sus negocios prosperasen en tiempos de guerra; sólo hay que recordar el caso de Oskar Schindler, llevado a la gran pantalla por Steven Spielberg, en 1992. Sin embargo, la mayoría de los fabricantes no tuvieron la conciencia de este último para con los inocentes y las víctimas del régimen; su único objetivo fue amasar una fortuna, aunque ello conllevase utilizar en sus fábricas a prisioneros o a judíos como esclavos que trabajaban hasta morir de extenuación. Casi con toda seguridad, era la Gestapo la que estaba detrás de aquella proposición. Sus agentes sabían que mientras Wulff se hallara bajo las órdenes de Zimmermann estaría continuamente vigilado. En su libro, Wulff señala que «una fase totalmente nueva y extraordinaria de mi vida estaba a punto de comenzar». Las memorias del astrólogo de Hamburgo han sido denostadas por los historiadores más ortodoxos e incluso tildadas de fábula por algunos. No obstante, y a pesar de que probablemente, al igual que

harían todos los que formaron parte de los servicios de Inteligencia y, concretamente, de los departamentos más secretos y «ocultistas» de ambos bandos, debió de echar mano de la imaginación para rellenar algunas lagunas sobre aquellos tiempos (y también para hacer su relato más atractivo), cuando uno se sumerge de lleno en El zodíaco y la esvástica no tiene la sensación de hallarse ante un fraude. No parece que su escrito sea un engaño, como el supuestamente urdido por Hermann Rauschning en sus Conversaciones de sobremesa, donde afirmaba haberse reunido con el Führer más de cien veces, cuando consta que sólo lo hizo en cuatro ocasiones. Las palabras de Wulff parecen ser las de alguien que realmente experimentó lo que narra. Además, lo cierto es que ya en una fecha tan cercana al fin del conflicto como 1947, el historiador británico Hugh Trevor-Roper, en su fundamental libro Los últimos días de Hitler, hizo alusión a este astrólogo, aunque según el propio Wulff, lo hizo «con demasiada fantasía». El libro de Trevor-Roper fue uno de los primeros en intentar postular que la muerte del Führer ocurrió en el búnker de Berlín, hipótesis ya aceptada por la mayoría de los investigadores a pesar de no haberse encontrado su cuerpo. Sin embargo, desde el principio dicha aseveración estuvo rodeada de polémica; una controversia que avivaría el propio Stalin por interés político frente a unos aliados que pronto se convertirían en sus principales enemigos, y unas sospechas impulsadas precisamente porque Trevor-Roper perteneció a la Inteligencia Militar Británica durante la segunda guerra mundial y por tanto seguramente conocía numerosos secretos y operaciones en la sombra que no trascendieron al público. Es más, en ningún momento Wulff afirma que hubiese sido Hitler quien requirió sus servicios, sino Heinrich Himmler por medio de su masajista y confidente, Felix Kersten y del SS Walter Schellenberg, lo que resulta verosímil, no sólo por la declarada afición de Himmler a todo lo que tuviera que ver con lo oculto, sino

también porque, tanto el masajista en sus memorias como el agente de la SD en las suyas, hacen alusión al tema y a la obsesión del Reichsführer, hacia el final de la contienda, por rodearse de las medidas más extravagantes. Es más, Schellenberg alude directamente a que el Reichsführer requirió los servicios del astrólogo alemán al final de la contienda. Armas «maravillosas», objetos de poder, astrólogos e incluso alquimistas rodearon al segundo hombre más fuerte del Reich en los últimos días. Así, el testimonio de Wulff, como el de Louis de Wohl o el de Maskelyne, y a comienzos de los años treinta, el de Hanussen, a pesar de haber sido todos ellos cuestionados, son de incalculable valor para comprender lo que realmente sucedió en esa «guerra mágica» que ocupa la parte central de este trabajo y que ha sido descuidada o deliberadamente olvidada en los manuales de historia. Una guerra «mágica» de espías y contraespías, mentiras y medias verdades, propaganda y sabotaje, ilusionistas y místicos, dioses y monstruos. El Departamento de Inteligencia de la Marina En marzo de 1942, apenas seis meses después de su liberación de Fuhlsbüttel, y tras pasar un tiempo con Zimmermann, nuestro protagonista fue contratado como asistente de investigación científica en un instituto de Berlín: el Instituto de Investigación Naval, perteneciente a la Marina. Había sido recomendado para el puesto por su amigo, el astrónomo y astrólogo de Núremberg, doctor Wilhelm Hartmann, director del observatorio astronómico de esa ciudad alemana en 1929, claro simpatizante, entonces, del régimen nazi. Desde el inicio de la guerra en 1939 se establecieron diversos departamentos de investigación dentro del Ejército y de la Marina que, al igual que los departamentos secretos de Churchill en el

SOE, se encargaban de desarrollar para los nazis experimentos increíbles, tanto en armamento como en otras áreas, incluso en el campo de lo paranormal. Las investigaciones de la Marina eran de alto secreto. Wulff fue llamado a la oficina de Arthur Nebe, jefe de la Kriminalpolizei. Por aquel entonces, afirmaba que no tenía conocimiento alguno acerca del Instituto al que había sido asignado en Berlín. Si hemos de creer sus palabras, todos los campos del saber, incluso el sobrenatural, se aplicaban a la tecnología en aras de la victoria final, desde la magia del medievo (grimorios) y las enseñanzas pitagóricas, al pentagrama como forma de invocación (lo que sin duda suena excéntrico pero no es inverosímil, teniendo en cuenta lo ya hemos visto hasta ahora). El astrólogo fue asignado a un departamento ultrasecreto, dirigido por el capitán Hans A. Roeder, que incluía a médiums, espiritistas, sensitivos y profesionales del péndulo, una especie de zahoríes que utilizaban dicho artefacto para localizar objetivos;* algunos de ellos eran estudiantes de la Tattva (una teoría sobre el uso del péndulo procedente de la India), y trabajaban mano a mano con astrónomos, astrólogos como Wulff, y también matemáticos y expertos en balística. Aquel grupo no tenía nada que envidiar al Black Team que trabajaba para Churchill en instalaciones secretas en Inglaterra. La intención era utilizar el supuesto «poder» del péndulo para localizar objetivos enemigos en el océano, que luego los submarinos alemanes se encargarían de destruir. La guerra submarina más feroz que habría de conocer el hombre también hacía uso de las fuerzas de lo intangible. Siempre según el astrólogo, pues pocos son los informes que se conservan sobre unas actividades desarrolladas en el más absoluto de los secretos, día tras día, los expertos en la técnica del péndulo trabajaban en cuclillas con sus artilugios colgando sobre cartas náuticas.

No era la primera vez que la Marina alemana hacía uso del péndulo para localizar objetivos enemigos, su máxima prioridad en plena segunda guerra mundial. Había tenido la extravagante idea de hacer uso de los psíquicos que utilizaban tan curioso artilugio después de una experiencia satisfactoria con un arquitecto de edad avanzada llamado Ludwig Straniak, quien, en palabras de Peter Levenda, vivía en Salzburgo y era, además de un experto constructor, un gran conocedor del ocultismo que había escrito, que se sepa, al menos un trabajo sobre lo sobrenatural, titulado La octava fuerza de la naturaleza, y quien afirmaba ser capaz de localizar cualquier cosa mediante un péndulo, incluso un buque en un mapa, si se le mostraba una fotografía de éste. Al parecer, la Marina puso a su disposición la fotografía de dos buques que eran el orgullo de la nación: el Bismarck (cuya destrucción se convertiría en una prioridad para el Almirantazgo británico) y el Prinz Eugen. Es de nuevo Levenda quien asegura, en Alianza maléfica, que «de forma sorprendente, Straniak hizo lo que la Marina británica no pudo hacer: indicó la localización exacta de ambos buques». No resulta extraño que, de ser cierto que Straniak con un simple péndulo consiguió localizar los buques, levantase las sospechas de los oficiales de Inteligencia naval, algunos de ellos convencidos de que el éxito del Almirantazgo británico a la hora de destruir los UBoots alemanes, que habían sufrido enormes pérdidas a pesar de su técnica de vanguardia y poderoso armamento, estaba relacionado con una explicación «ocultista». No descubrirían hasta el final de la guerra que los ingleses habían logrado descifrar el sistema de codificación alemán, la aparentemente infalible máquina Enigma. Puesto que Straniak levantó recelos (sobre él planeaba la sospecha de una posible colaboración con el espionaje enemigo), fue sometido a todo tipo de pruebas para demostrar su habilidad o «don». Las primeras parece que las superó con éxito, pero conforme le fueron aumentando la presión, comenzó a fallar

estrepitosamente y enfermó. No obstante, la Marina alemana volvería a hacer uso del péndulo tiempo después, en el año del que precisamente estamos hablando: 1943. En ese momento, el uso del péndulo sobre mapas, como recalca el astrólogo y como era de esperar, no dio resultado fructífero alguno. El propio Wulff asegura que «era simplemente ridículo esperar que un mundo desconocido se abriese ante ellos como una fuerza que pudiera ser explotada con fines militares». Y aunque hubo algún que otro resultado satisfactorio, quizá fruto del mismo azar en un tiempo donde centenares de submarinos surcaban el océano en busca de un objetivo enemigo, el departamento no hizo intento alguno «de evaluar los resultados con procedimientos científicos sistemáticos». Operación Roble: encontrar al Duce Sigamos con las reveladoras memorias de Wulff, que a pesar de la relevante información que arrojan sobre la denominada «guerra astrológica y mágica», ni siquiera han sido traducidas al castellano. Wulff fue llamado para poner sus dotes al servicio del operativo encargado de buscar a Mussolini, que había sido encarcelado por el Consejo Fascista siguiendo las órdenes del rey Víctor Manuel III, el 25 de julio de 1943. En esa búsqueda, que llevó el nombre en clave de Operación Roble, estuvo involucrado el servicio de Inteligencia de Hitler; entre otros agentes, Otto Skorzeny (cuya fuga tras la guerra le llevaría, entre otros países, hasta España) y el sustituto de Heydrich al frente del SD y mano derecha de Himmler en los últimos años, Walter Schellenberg, quien también recoge en sus memorias este episodio, en el que se hizo uso una vez más del magnetismo del péndulo para hallar al Duce. ¿Qué sucedió cuando se supo la noticia en Alemania? Es de nuevo Schellenberg quien apunta, en sus jugosos escritos, que no tenían ni idea, ni él ni sus generales, de dónde se hallaba el líder del

fascismo italiano. La relación del jefe de la SD con Hitler no era buena en esos momentos, porque Schellenberg había cuestionado unas órdenes militares del Führer en Italia, lo que el líder nazi consideró derrotista. Es muy probable que Schellenberg hubiera sido arrestado, o incluso ejecutado por traición, de no haber mediado la influencia de Himmler, quien había convertido al SS en su segundo tras la muerte de Heydrich.* El Reichsführer, además, estaba siendo cuestionado continuamente por las enormes cantidades de dinero gastado en sus proyectos de la Ahnenerbe y la falta de resultados de éstos. Tanto él como su subordinado, por tanto, tenían enorme interés en dar con el Duce. Se jugaban mucho en esa misión. Localizar al líder italiano no era asunto baladí, pues se trataba del principal aliado de Hitler en el Mediterráneo y su ausencia generaba peligro en otros frentes del Ejército italiano, en especial en los Balcanes, donde las tropas se rendían en masa y dejaban vastos territorios a la disposición del mariscal yugoslavo Tito. Schellenberg indica: «Por lo tanto, Himmler reunió a algunos de los practicantes de las “ciencias ocultas” arrestados después del vuelo de Hess a Gran Bretaña, y los encerró en una casa de campo en Wannsee. A estos brujos se les dieron órdenes de encontrar el paradero de Mussolini». Aunque las expectativas de encontrar al Duce mediante poderes psíquicos no parecían muy optimistas, según el hombre de confianza de Himmler, esos heterodoxos métodos dieron cierto resultado. En Al servicio de Hitler escribe: «Un maestro del “Péndulo Sideral” tuvo éxito finalmente al localizar a Mussolini en una isla al oeste de Nápoles. Para ser justos con este vidente, debe recordarse que, en ese tiempo, Mussolini no tenía contacto aparente con el exterior. Se encontraba en la isla de Ponza, donde había sido trasladado desde un principio». Sería más lógico pensar que fueron los servicios de Inteligencia de Himmler** y no los psíquicos alojados en Wannsee, los que dieron con el paradero del italiano, aunque es cierto que Wilhelm Wulff también apunta, en El zodíaco y la esvástica, que él mismo

diseñó una carta astrológica hindú y gracias a ella señaló la localización de Mussolini en la misma isla de Ponza, identificada por el Maestro del Péndulo Sideral. Al parecer, ninguno de los «magos de la guerra» que protagonizan esta historia pecaba de humilde, y todos se arrogaron proezas en el desarrollo del conflicto que no pueden ser corroboradas por otras fuentes o por testigos directos. Schellenberg no aclara si ese Maestro del Péndulo Sideral era el mismo que frecuentaba el estrecho círculo de Hitler en los primeros años del Partido Nazi, cuando éste se hallaba bajo la tutela del místico Dietrich Eckart, pues con dicho apodo es como fue conocido entre los oficiales de la SD y la Gestapo, y su verdadero nombre no figura en ningún documento oficial, al menos desclasificado. Una guerra mágica en los últimos días del Reich Cuando ya la Alemania nazi se veía abocada al desastre, y caía por tierra la teoría del Reich de los Mil Años por la que abogaban los teóricos del régimen, cuando era prácticamente evidente que la guerra estaba perdida, algunos de los que más fieles se habían mostrado para con el Führer desde el principio, Himmler y Göring, y que habían sido generosamente recompensados por ello, acabaron por traicionar a aquel que un día habían considerado un nuevo mesías. Y en aquella traición también tuvieron mucho que decir los servicios de Inteligencia, los movimientos de Resistencia contra Hitler e incluso los astrólogos, que como Wulff la vivieron de cerca, al pertenecer a la estrecha camarilla del Reichsführer de las SS en los últimos días, en ese crepúsculo de los dioses que precedió a la derrota total. La Operación Valkiria, el complot urdido por el coronel Stauffenberg y otros generales alemanes (varias veces mencionado por su relevancia), a pesar de fracasar, constituyó un punto de

inflexión en los acontecimientos: implicó el principio del fin de Hitler y el Tercer Reich. Aunque de nuevo la Propaganda del NSDAP vendería a la opinión pública que había sido la Providencia, y no un golpe de suerte, lo que había salvado al Führer de la explosión el 20 de julio de 1944, y él mismo, que iba experimentado un incremento de su megalomanía y mesianismo conforme se acercaba la derrota (quizá a causa de la enfermedad y de los muchos fármacos que ingería), así lo afirmó, lo cierto es que la conspiración estaba rodeada de numerosas sombras y delicados indicios que apuntaban a que todo había cambiado y a que incluso algunos de los hombres fuertes de Hitler comenzaban a dudar de su capacidad. Y así era. Desde entonces corrió el rumor de que la Gestapo y la RSHA no habían hecho bien su trabajo para detener a los conjurados e incluso sigue planeando la duda de si el propio Reichsführer tenía pleno conocimiento del plan que se estaba gestando entre bambalinas para eliminar al Führer. ¿Era acaso Valkiria una operación clandestina de ecos místicos que pretendía, además de acabar con el hombre más fuerte de Alemania, sembrar la delación y la cizaña entre el resto de nazis prominentes, provocando así la caída del Reich, como apuntan distintos autores? Wulff señala en su libro que tanto Himmler como Schellenberg habían sido informados por agentes de Inteligencia acerca del atentado que se estaba preparando contra Hitler para el 20 de julio, una conspiración que llegaba en un momento en el que el líder de la Orden Negra y su segundo en el mando estaban preparando un golpe de Estado para desbancar al Führer del poder. Cuesta creer que Himmler estuviera orquestando un complot contra aquel que esperaba que un día fuera enterrado con grandes honores en su castillo de Wewelsburg, pero lo cierto es que distintos movimientos realizados por éste en los últimos años de la guerra refuerzan tal suposición, como las negociaciones con miembros de la Cruz Roja Internacional a espaldas de Hitler.

Desde el atentado en la Guarida del Lobo, Himmler se hacía cada vez más impopular entre los nazis, y comenzaron a acusarle, en distintos círculos, de haber hecho la vista gorda y no evitar el atentado, momento en el que Martin Bormann, que había sustituido a Hess como hombre de confianza de Hitler, se convirtió en una amenaza para el Reichsführer. Tanto, que el propio «mago negro» pidió a Wilhelm Wulff que trazara el horóscopo del rollizo nazi, secretario personal de Hitler, para conocer por medio de las estrellas si éste suponía una amenaza real para su integridad física. En un principio, las relaciones entre ambos habían sido amables, pero en 1943, cuando Himmler se convertía por gracia del Führer en Ministro del Interior del Reich, Bormann le consideró un rival en la cadena de mando, y la tensión entre ambos aumentó hasta hacerse prácticamente insostenible. Debido a la enorme influencia de Bormann sobre Hitler, Himmler, con la cobardía del hombre que pide a otros que hagan por él el trabajo sucio, tenía un enorme miedo al secretario del canciller alemán, por lo que incrementó su ya de por sí ingente cuerpo de guardaespaldas de las SS, por temor a ser, incluso, detenido. Quizá como justa ironía del destino, el Reichsführer comenzaba a experimentar en propia carne lo que tantos y tantos «enemigos» del Reich milenario habían sufrido por orden suya muy poco tiempo atrás. Su delicada posición le condujo a reforzar una idea que llevaba tiempo barajando: arrestar a la camarilla más cercana a Hitler y negociar un armisticio con los aliados a espaldas de su jefe…, ¡el mismo hombre que pretendía crear una raza de superhombres arios para conquistar el mundo estaba dispuesto a negociar con su enemigo atávico! Wilhelm Wulff afirma que 1944 había sido para él un año angustioso, puesto que muchos de sus amigos y colegas de profesión habían muerto, algunos a manos de los nazis en los campos de concentración y otros en el frente; además, se veía obligado a cumplir las exigencias de Heinrich Himmler, quizá el hombre más peligroso de su tiempo. He de señalar que en la

mayoría de las memorias de los antiguos nazis o colaboracionistas, publicadas en los años posteriores a la segunda guerra mundial, sus autores adoptan el papel de inocentes víctimas de las circunstancias, y hacen suyas frases del estilo de «No me quedó más remedio» o «si no lo hacía, sería yo quien muriese»… Fue el caso de Albert Speer, que intentó mostrar al mundo la imagen del «nazi bueno» en sus memorias redactadas durante su encierro en Spandau, o del citado Felix Kersten, que en sus escritos afirmaba haber sido poco menos que un salvador de numerosos judíos, o el mismo Wulff. No obstante, en el caso de este último, que sin medias tintas no duda en poner en tela de juicio las verdaderas intenciones del masajista y confidente de Himmler, con quien trabajó estrechamente en aquellos angustiosos últimos meses del conflicto, resulta bastante patente su desprecio por el régimen nazi y que trabajó coaccionado por el Reichsführer, porque lo cierto es que el astrólogo de Hamburgo sí que había sufrido la persecución del NSDAP desde 1933, y fue, como sabemos, prisionero de un campo de concentración, del que se salvó únicamente por sus supuestas «habilidades» y porque Himmler creía firmemente en ellas. A pesar de los recelos que había despertado entre los altos mandos nazis y entre los militares profesionales, para sorpresa de muchos, en marzo de 1945, Hitler nombró al Reichsführer, que le estaba traicionando a sus espaldas, nada menos que jefe de los Ejércitos del Vístula, para contener el avance soviético. Mientras se hacía cargo de la cartera de Interior y de los ejércitos prusianos, Himmler, quien ya se sentía acorralado, pero que todavía poseía un enorme poder, había pasado a comandar la Volkssturm, la milicia nacional alemana creada en los últimos meses del Reich, para la que habían reclutado a ancianos e incluso a niños. Pronto se hizo evidente que Himmler, que había sido un hábil administrador del complejo aparato burocrático del régimen, tenía escasísimo valor como militar: cometió errores fatales e indecisiones que provocaron la pérdida de todo el territorio costero de Prusia, y

de forma indirecta, la muerte de unos veinte mil civiles y militares, que fallecieron ahogados con el hundimiento de buques y cruceros como el Wilhelm Gustloff, el Steuben y el Goya. Ello provocó, a instancias de Heinz Guderian, célebre por comandar las divisiones Panzer y quien ya había avisado a Hitler sobre el error de su elección, que el jefe de las SS fuese reemplazado por el general de la Wehrmacht Gotthard Heinrici, encargado de la defensa de Berlín ante el avance de los soviéticos. En su residencia privada de Hohenlynchen, completamente destrozado y quejumbroso ante sus fracasos y el avance aliado, Himmler hizo llamar a su lado a Kersten, que estaba negociando en Estocolmo la liberación de numerosos judíos (a cambio, claro, de su propia salvación), como más tarde narraría en sus notorias memorias Yo fui confidente de Himmler, publicadas en 1948, apenas tres años después de la guerra. Al parecer, Himmler también consultaba asiduamente a Wulff para que le asesorara en sus planes desesperados. En los últimos meses del conflicto, el astrólogo fue obligado a trasladar un importante número de sus instrumentos y libros astrológicos a lo que la Gestapo decidió llamar sus «cuarteles temporales» en Hartzwalde, la residencia rural de Kersten. Sus efemérides, tablas y mediciones astrales, imprescindibles para su trabajo, fueron almacenadas en una habitación vacía de la mujer del masajista, que entonces acompañaba a su marido en Estocolmo, donde negociaba con miembros de la Cruz Roja Internacional. En aquel despacho, Wulff disponía de una centralita telefónica con línea directa al propio Himmler y a otros importantes departamentos, uno de los mayores privilegios concedidos al masajista por el Reichsführer en agradecimiento a sus atenciones. A su regreso, Kersten se trasladó hasta el hospital de Hohenlychen, al norte de Berlín, donde se hallaban los nuevos cuarteles generales de la Orden Negra, en un coche conducido por el doctor Karl Gebhardt, pues Himmler estaba tan derrotado que necesitaba

urgentemente los servicios de su confidente, el único que lograba aliviarle con sus masajes sus distintas dolencias, muchas de ellas, casi con seguridad, de carácter somático. Siguiendo el testimonio del último astrólogo del Reich, Heinrich Himmler recibía puntualmente informes del equipo «ocultista» que había reclutado, así como de la inmensa red de espías que controlaba al frente de la Gestapo y la SD. Wulff asegura que, según los experimentos astrológicos que llevó a cabo para el jefe de las SS, lo que a éste más le preocupaba eran cuestiones como «¿Cuánto tiempo viviría el Führer?» y «¿Cómo iba a morir?». Resultaba cada vez más evidente que su ambición era sustituirle en el cargo de hombre todopoderoso del Reich. Realmente, en aquellos momentos, el Reichsführer prácticamente era más poderoso que Hitler, pues tenía a su disposición un ejército de soldados sádicos y fanáticos que guardaban una fidelidad aún mayor al «mago negro» que al comandante en jefe del nacionalsocialismo. Por su parte, en medio del caos, Göring no tardaría mucho en realizar sus propios movimientos estratégicos para hacerse con el poder. Sólo Goebbels y Martin Bormann se mantendrían fieles a su Führer hasta el final. Era fácil seguir las directrices de Hitler y rendirle un culto cuasi divino, exagerado, cuando el Movimiento de la esvástica conquistaba a grandes zancadas el mundo, pero cuando las cosas se torcieron y en el horizonte se divisaba el oscuro destino del Reich, cuando la guerra se volvió en su contra, muchos de los nacionalsocialistas antes fieles pensaron únicamente en su propia salvación. Ni las «armas maravillosas», ni los avances hacia la obtención de la bomba atómica, ni la magia o la astrología podían hacer ya nada para darle la victoria a los nazis. Aun así Himmler no estaba dispuesto a claudicar tan fácilmente. «Armas maravillosas» y otros ensayos «mágicos»

Ya inminente el final de la guerra, Himmler se negaba a aceptar la evidencia de la derrota alemana. Fascinado desde la infancia por las antiguas leyendas nórdicas, estaba convencido de que los Eddas, los antiguos cantos nórdicos recopilados en Islandia en el siglo XIII (aquellos que John Gorsleben consideraba «una síntesis de la religión aria», y que sirvieron de base y nomenclatura para su sociedad secreta de corte völkisch), eran valiosos documentos con un fundamento histórico escrupulosamente real, en medio de su deliberada y algo alucinada reinterpretación de los mitos y el pasado alemán. No resulta extraño en un personaje que creía a pies juntillas en la transmigración de las almas y en la reencarnación, se convenciera, en otro de sus delirios megalómanos (que no sólo tenía su jefe), de que era nada menos que la reencarnación del emperador alemán Enrique I el Pajarero, considerado el primer rey del Estado alemán medieval (conocido hasta aquel momento como Francia Orientalis), al que honraba cada 2 de julio, año tras año, escoltado por su siniestra guardia de uniformados SS, en la catedral de Quedlisburg, donde se halla enterrado. El escritor David Fischer apunta que «Himmler creía en la visualización. Durante el juicio del general Werner von Fritsch, acusado de homosexualidad (un grave delito en el Reich), el Reichsführer reunió a doce miembros de las SS (probablemente sus doce generales de división entregados a excéntricos rituales paganos diseñados por Wiligut en Wewelsburg), para que éste, influido por el poder de la mente de los guardias negros, en una suerte de poderosa telepatía, contase toda la verdad sobre sus auténticas prácticas, episodio con visos de ser apócrifo, pero que casa con la mentalidad ocultista y paranoica del líder de la Orden Negra. Un personaje así, rayano en lo obsesivo, lo grandilocuente y lo místico, no podía aceptar la realidad tal y como era: que el Reich de los Mil Años y el imperio SS que pretendía crear con su castillo de

ecos góticos como centro neurálgico en Westfalia eran meras quimeras que, por suerte, se estaban evaporando con rapidez ante sus ojos miopes. Siguiendo al pie de la letra lo que cantaban las sagas de la mitología nórdica, estaba obsesionado con el martillo de Thor (Mjolnir) y se sabe que ordenó a miembros de las SS que lo buscaran, lo que prueba una carta que aún se conserva y que está rubricada por el propio Himmler. Pero cuando fue evidente que el frente del Este acabaría finalmente con el poderío nazi en Europa, Himmler se reafirmó, en consonancia con la distorsión de la realidad que sufría, en la idea de que el arma mágica del Dios del trueno nórdico, el martillo letal que fulminaba a sus enemigos en los gloriosos cánticos de los Eddas, era en realidad un complejo artilugio basado en la electricidad, que habrían desarrollado los antiguos arios y que podía tener su versión en la realidad. Entonces destinó todos sus esfuerzos a desarrollar una máquina que utilizara ingeniería eléctrica, una versión moderna del Martillo de Thor, que sirviera para asestar un último golpe mortal a la amenaza del «bolchevismo judío», al que tanto temían los primeros nazis que se habían empapado de venenosos textos antisemitas. Como una de sus últimas extravagancias, a las que tan acostumbrados tenía a sus subordinados, transmitió a la Oficina Técnica de las SS una propuesta descabellada para la construcción de un arma eléctrica «maravillosa» que salvaría a la gran Alemania de las garras de sus adversarios «subhumanos», utilizando, de ser necesario, los últimos avances en fisión nuclear que, en 1942, debatían los miembros del Consejo de Investigación del Reich como una posible vía para la construcción de la bomba atómica nazi, un proyecto que nunca fructificó debido a su alto coste y a la dificultad para llevarlo a la práctica.* Por su parte, Himmler recurrió a varias empresas para que realizaran un diseño del artefacto eléctrico que anhelaba, y fue la compañía Elemag la que presentó un proyecto para su construcción, en noviembre de 1944. Según sus expertos, se podía emplear

tecnología puntera para construir un arma capaz, nada menos, que de transformar «el material aislante de la atmósfera en un conductor eléctrico»; mediante un complejo proceso, los ingenieros de Elemag pretendían lograr esto con la intención de bloquear la señal de todos los aparatos eléctricos de los aliados, desde frecuencias de radio a controles remotos.* El Reichsführer se mostraba eufórico con el proyecto de su arma definitiva, sobre la que llegó a hablarle incluso a Felix Kersten, durante sus sesiones de masaje. Cuando los técnicos de los departamentos correspondientes de las SS, tras analizar minuciosamente los bocetos del conductor eléctrico, comunicaron a Himmler que aquello era inviable, y aunque Himmler se negaba a aceptar la realidad, comenzó a plantearse seriamente la idea de una negociación con los enemigos a espaldas del Führer. A pesar de haber sido un excelente burócrata, un nazi ferviente y un fiel y eficaz administrador de la muerte, la delación y la tortura al frente de la Gestapo, la Orden Negra, la RSHA y los campos de concentración, sus ideas extravagantes, su marcada personalidad ocultista y su fe en lo intangible y lo sobrenatural se hicieron mucho más fuertes en los momentos finales; sus extravagancias no tenían límites y, acorralado cual roedor en un laboratorio, parecía no saber diferenciar entre la cordura y la locura, entre la realidad y la ficción. Sus consultas a Wilhelm Wulff se hicieron cada vez más frecuentes, según el astrólogo que compartió con él sus últimos momentos, hasta un punto rayano en lo delirante: el Reichsführer quería saber qué le deparaban las estrellas a Hitler, a los líderes aliados y, por supuesto, a él mismo. El astrólogo apunta también, corroborando lo recogido por Richard Rhodes y otros investigadores, que Himmler estaba cada vez más obsesionado con las Wunderwaffe o «armas maravillosas». Además del Martillo de Thor, le dijo a Wulff que las SS contaban con los poderosos misiles V1 y V2 y también hizo referencia a un misil muy diferente, cuya potencia podía «borrar de la faz de la Tierra ciudades como Nueva York y Londres». Pero el astrólogo ya había

oído hablar de esas armas y de su enorme poder de destrucción a Göring en febrero de 1944, tiempo en el que aún se estaba trabajando en el diseño, más tarde desestimado, de la bomba atómica. El último aliento Adolf Hitler había ordenado, a través de Martin Bormann, que todos los prisioneros fueran ejecutados y los campos de concentración volados con dinamita, algo que por suerte no se pudo llevar a la práctica, al menos en su totalidad, debido a la delicada situación militar y a la escasez de explosivos. Mientras tanto, Kersten y la Cruz Roja sueca intentaban convencer a Himmler de que soltase a los prisioneros. Pero en aquel momento, temeroso de que aquello llegara a oídos del Führer, el antiguo estudiante de agronomía que soñó con hallar el continente perdido de los arios, no estaba preparado para librar a un gran número de ellos. Finalmente, decidió aceptar la propuesta de liberar a 1.800. El ejército alemán, que apenas unos años atrás parecía invencible, sufría derrota tras derrota, a pesar de la temeridad de las divisiones Waffen-SS en el frente del Este. Había una grave escasez de armas y municiones, y los suministros de gasolina eran insuficientes. Las grandes reservas que se habían guardado en Francia, enormes arsenales que se extendían por todo el camino hasta el Somme, habían caído en manos de los aliados, que en noviembre de 1944 habían duplicado sus fuerzas aéreas y que hacía tiempo que controlaban todo el Norte de África, el campo de batalla de Jasper Maskelyne y su «Cuadrilla Mágica». Uno de aquellos días finales, Schellenberg y Himmler se reunieron con Wulff para que éste les pusiese al corriente de los horóscopos de Churchill, Eisenhower y Montgomery, que, según sus confesiones, él ya había trazado y con los que ambos pretendían

realizar negocios a espaldas del Führer. Después, el doctor Rudolf Brandt, uno de los más despiadados «médicos de la muerte» de las SS, le entregó al «mago» una lista de personajes de importancia en el orbe nacionalsocialista que podrían ser recomendados para formar un nuevo gobierno y con ello hacer sombra a Himmler y sus SS. La lista, donde también figuraban la fecha y hora del nacimiento, necesarios para trazar la carta astral, incluía en primer lugar a Martin Bormann, y el resto eran Albert Speer, el Reichsminister doctor Arthur Seyss-Inquart, el Reichsminister conde Schwein von Krosigk y el Generalfeldmarschall Ferdinand Schörner. Como colofón a estos horóscopos, Himmler insistía mucho en saber cuándo era más probable que Hitler muriera, y si podría sucederle para firmar un armisticio. El otrora más fiel de los nacionalsocialistas, el «mago negro» del Tercer Reich, que creía ver en los judíos y en los enemigos de Alemania los representantes de las fuerzas de la oscuridad (la misma que él sembró en Europa) estaba dispuesto a traicionar al hombre al que consideraba el mesías germano, a firmar la paz con los aliados y a soltar de sus prisiones, en las que había permitido actos deleznables, a sus enemigos ancestrales. Fue difícil para Wulff trabajar con tanta presión, pocos medios y llamadas constantes de las oficinas de Himmler. Entonces conoció los planes de éste y otros líderes de las SS de llevar la lucha hasta el final, en el marco de una operación secreta que tampoco fructificaría. La única opción era la negociación, aunque los grandes mandatarios aliados, como Churchill o Eisenhower, se negaban tajantemente a ella. Norbert Masur fue autorizado para tratar con Himmler siguiendo las directrices del Congreso Mundial Judío; en las negociaciones emplearon a Kersten y a Schellenberg, que ya habían persuadido al Reichsführer de que aquella era su única posibilidad, si quería sobrevivir a la derrota. Ni sus delirios místicos podían ya inclinar la balanza a su favor.

Cada vez más nervioso y sabedor de su fatal destino, Himmler incrementaba las consultas al astrólogo y seguía guiándose por sus vaticinios, quizá pensando que sólo las estrellas podían acudir en su ayuda. Wulff señala que, para entonces, la situación era tan confusa que el Reichsführer ya no era capaz de usar sus propias líneas telefónicas secretas, infalibles hasta el momento teniendo en cuenta que las administraban los mejores hombres de la Gestapo. Aunque parezca increíble, en la fase final de la guerra, a Himmler se le ocurrió unirse a los ejércitos del general Schörner, que acababa de llegar a Checoslovaquia desde el Este; le preguntó a Wulff sobre dicha empresa; los cálculos astrológicos de éste no animaban al Reichsführer a emprender tan arriesgada empresa. Aquélla fue la última conversación que mantuvieron el Reichsführer y el astrólogo al servicio de la Orden Negra. Gracias a sus servicios, Wilhelm Wulff se ganó su libertad y fue conducido por carretera hacia su añorado y ya desolado Hamburgo. Como era de esperar, por la responsabilidad de Himmler en el Holocausto, el 27 de abril, las potencias occidentales informaban al Estado SS, por medio de Bernadotte, de que no podía haber negociación alguna. Hitler, cada vez más enfermo y delirante en el búnker de Berlín, sabía ya de la traición de Himmler y de Göring, sobre los que había decretado, profundamente dolido y enfurecido, una orden de arresto. Apenas tres días después de la negativa de los aliados, el Führer se suicidaba junto a su amante (y esposa sólo por unas horas) Eva Braun, en un episodio que sigue rodeado de claroscuros aún setenta años después. El final del Reich milenario era inexorable: Berlín se hallaba en ruinas y otra serie de ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas por la aviación aliada sin contemplaciones y sin hacer distinción alguna entre objetivos civiles y militares, lo que constituyó otra de las barbaries de la segunda guerra mundial, esta vez no a manos de los nazis, sino de los británicos y los norteamericanos: Colonia, Bochumm, Stuttgart… estaban siendo arrasadas por los bombardeos aéreos.

El Gran Imperio alemán se componía de ruinas humeantes y ni siquiera el poder «mágico» de la esvástica podía hacer nada para remediarlo. Las memorias de Wulff son reveladoras de estos últimos momentos de la guerra en el Oeste. Himmler ya no podía controlarse y no le quedó más opción que la huida, una huida dramática con algunos de sus hombres más fieles. Todos adoptaron una falsa identidad, pero la arriesgada empresa acabaría con la detención del líder de las SS por fuerzas aliadas, que lo confinaron en Lüneburg, donde el Reichsführer, en los últimos momentos de su vida, se pondría como justo castigo en la piel de aquellos que por orden suya o de cualquier otro gerifalte del Partido Nazi fueron conducidos a las prisiones de la Gestapo para ser interrogados por agentes que ni siquiera pestañeaban ante el sufrimiento ajeno.* Mientras le sometían a un reconocimiento médico, Himmler mordió una cápsula de cianuro que llevaba oculta en un hueco de las muelas. A pesar de los intentos por reanimarle, murió a los pocos minutos, burlando el juicio de los hombres. Heather Pringle** escribe que «durante dos días, el cuerpo de Himmler permaneció en el suelo de Lüneburg. Diversos funcionarios rusos y norteamericanos deambularon a su alrededor observándolo para confirmar su identidad; después apareció un médico que sacó varios moldes de yeso de la cabeza de Himmler, luego le quitó el cerebro y se lo llevó. Finalmente, un oficial británico envolvió su cuerpo en una red de camuflaje, lo ató con cable telefónico del ejército y lo arrastró hasta un camión con la ayuda de varios soldados». Los soldados trasladaron el cuerpo y lo enterraron en un lugar desconocido de un páramo, en la cercana landa de Lüneburg, sin indicación alguna. Para entonces, Kersten se hallaba a salvo en su casa de Estocolmo. Wulff mostró su inquina hacia él al escribir en El zodíaco y la esvástica que «probablemente estaba sentado delante de su escritorio jugando con los billetes que había adquirido recientemente», gracias a las negociaciones para la liberación de presos judíos***.

Por su parte, Walter Schellenberg, cuyas relevantes memorias coinciden en muchos puntos con lo narrado por Wulff, correría mejor suerte que la mayoría de los SS y los mandamases del NSDAP, sentenciados a la pena capital. Fue, como ellos, juzgado en Núremberg; fue uno de los acusados del Caso Wilhelmstrasse, pero se le condenó únicamente a siete años de prisión, a pesar de haber sido la mano derecha de Himmler en el SD, lo que indica que, probablemente, ofreció importante información a los servicios de Inteligencia aliados. Sin embargo, salió de prisión poco tiempo después, debido a un cáncer que padecía, y se retiró a vivir a Turín (Italia), donde falleció el 31 de marzo de 1952. A Wilhelm Wulff aún le esperaban bastantes años de vida. Como colofón a sus memorias, escribió: «La lucha entre la Esvástica y el Zodíaco había decidido: el nacionalsocialismo fue aplastado y desapareció de la escena. La astrología en Alemania, como en décadas atrás, permanecía».

12 EPÍLOGO MÁGICO En el año 2005, hace menos de una década, y por presiones del Gobierno estadounidense, al que la opinión pública pedía una transparencia negada durante largas décadas, la CIA sacó a la luz algunos documentos sobre su relación con los nazis tras la segunda guerra mundial. No obstante, la Agencia de Inteligencia americana sigue guardando con celo numerosos informes sobre el estrecho contacto entre los acólitos de Hitler y la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS por sus siglas en inglés), predecesora de la CIA y responsable de diversas operaciones que aún permanecen clasificadas como Secreto de Estado. Al parecer, el argumento de los agentes de Inteligencia es que la divulgación de dichos documentos «podría comprometer las fuentes y los métodos» de trabajo, e indican que los individuos a los que se hace alusión no entrarían dentro de la definición de «criminales de guerra», lo que está abierto a controversia si tenemos en cuenta cuál fue la política de Hitler y sus millones de seguidores. Tras la caída del Tercer Reich, muchos prominentes científicos nazis pasaron a trabajar para Estados Unidos, algunos de ellos miembros de las SS de Himmler e incluso de la oscura Ahnenerbe, en un escenario en el que la hipocresía se disfrazaba con la nomenclatura de «intereses políticos y técnicos»: la OSS se encargó de localizar y «reclutar» a esos valiosos cerebros que habían servido a la maquinaria bélica del enemigo.

Sin ir más lejos, Wernher von Braun, que hoy es considerado un auténtico héroe de la NASA y el responsable del lanzamiento de los primeros cohetes espaciales, había sido miembro de la Wehrmacht y había pasado a engrosar las filas de las SS en 1940, para los que elaboró, en la localidad alemana de Peenemünde, a partir de 1941, el proyecto de los cohetes V2, responsables de cuantiosos daños y numerosas bajas entre los aliados, los mismos que años más tarde se encargarían de pagarle la nómina. El científico, graduado en ingeniería mecánica en el Instituto Politécnico de Berlín en 1930, apenas tres años antes de la toma de Hitler del poder absoluto, trabajó posteriormente en el programa nuclear estadounidense y acabó por convertirse nada menos que en jefe de la propia NASA. ¡Alguien que había seguido las directrices de Hitler en su lucha contra las democracias occidentales! Fue el principal diseñador del cohete Saturno V, que, en los años 1969 y 1972, llevaría a los estadounidenses a la Luna, lo que dio pábulo a que los teóricos de la conspiración más iluminados hablaran sobre una base secreta nazi en la cara oculta del satélite. Como señalaba el diario español El Mundo, en su edición digital del 8 de febrero de 2005*: «La CIA haría bien en investigar su propio pasado». En la actualidad, no sólo los conspiracionistas sino también numerosos investigadores de probada reputación, igual que la gran mayoría de la opinión pública, acusan a la agencia de provocar guerras sucias; desencadenar conflictos; blanquear dinero en paraísos fiscales, que después utilizaba en la lucha contra el «terrorismo»; de haber entrenado al enemigo público número uno de su historia, Bin Laden, y a sus talibanes durante la ocupación soviética de Afganistán, allanando el terreno para que su entonces aliado se volviera contra EE. UU. y acabase cometiendo en el centro neurálgico del mundo occidental el mayor atentado que haya conocido la historia. También se acusa a la agencia de instigar golpes de Estado en Sudamérica con el dinero de la droga, y de espiar no sólo a países potencialmente peligrosos para la seguridad de sus fronteras, sino

también a los aliados y a su propio Gobierno, planeando sobre sus agentes la sombra de la misma muerte de alguno de sus presidentes, como John Fitzgerald Kennedy. Wikileaks o el caso Snowden, que ha destapado las escuchas ilegales de un organismo hermano como es la Agencia de Seguridad Nacional (NSA en sus siglas en inglés), no han hecho sino avivar aún más en los últimos tiempos las llamas de la polémica sobre la actuación al límite de la legalidad de los servicios de Inteligencia. Es evidente que la CIA está de barro hasta el cuello, pero, volviendo al tema que nos ocupa, también habría sido la responsable de emplear la ayuda de antiguos nazis y sus conocimientos en diversos campos para luchar contra la Unión Soviética, en la longeva Guerra Fría, que prácticamente comenzó con la capitulación de Berlín. Sus enemigos se convertían entonces en los mismos que temían los nazis, los «demonios del Este», olvidando que habían sido una pieza clave en la victoria aliada en la segunda guerra mundial, conteniendo a Hitler en su avance hacia Stalingrado. Después de la guerra, la política fue combatirlos a cualquier precio. La política internacional era una compleja partida de ajedrez en el que las piezas cambiaban continuamente. Precisamente poco antes de que Peenemünde, la localidad en la que trabajaba Von Braun, pasara a formar parte de la zona ocupada por los soviéticos, los norteamericanos se llevaron cuatrocientas toneladas de cohetes, material técnico y a 118 científicos alemanes con sus familias (entre ellas la del héroe de la inminente odisea espacial), a suelo estadounidense. La operación, a cargo de agentes de la OSS, llevaba por nombre Overcast, y su objetivo era localizar y reclutar para la industria americana a los más prominentes científicos de Adolf Hitler, que no eran pocos: los especialistas en aeronáutica, en la guerra biológica y química, en la investigación nuclear y el tratamiento de uranio.

Poco después, el programa Overcast se convirtió en el entonces secreto Proyecto Paperclip, por el que entre mayo de 1945 y diciembre de 1952, que se sepa, al menos unos 692 científicos, técnicos y otros «especialistas» que trabajaban para el régimen de la esvástica fueron trasladados a Estados Unidos y por supuesto no se les juzgó por ningún delito relacionado con crímenes de guerra, ni entraron a formar parte de lista negra alguna y su marcado anticomunismo se vio con buenos ojos en una sociedad que comenzaba a hacer gala de una histeria sin parangón hacia todo lo soviético, lo que llevó a la temible Caza de Brujas del senador McCarthy, que recordaba en algunos casos a los métodos de la misma Gestapo. La lucha contra el fantasma soviético, aquel que tanto temía Hitler y contra el que clamó desde sus primeros años en la política activa, había pasado a ser la prioridad de las potencias occidentales, que hacían gala de un capitalismo feroz. Había que neutralizar al régimen de la hoz y el martillo por mucho que hubiera sido un aliado fundamental en la reciente contienda, la de dimensiones más colosales que había conocido el ser humano, de la ideología que fuera. En cierta manera, Heinrich Himmler no estaba tan alejado de la realidad en medio de sus sueños megalómanos (mezclados con su propia cobardía a ser capturado y ejecutado) cuando ofreció a los aliados a través de la Cruz Roja suiza, a espaldas del Führer, su apoyo para, tras un armisticio, convertir sus SS en la fuerza que neutralizara el avance del comunismo en Europa. Es muy probable que de no haber sido el máximo responsable de las atrocidades del régimen y de no ser Churchill entonces el primer ministro británico (quien consideraba a Himmler uno de los monstruos más temibles de la historia, y no le faltaba razón) se hubiera tenido algo más en cuenta la propuesta, para unos descabellada y a la luz de los hechos posteriores, coherente, del Reichsführer.

La realidad es que muchos nazis pasaron a vivir un exilio dorado no sólo en EE. UU., sino también en la España de Franco, en el Portugal de Salazar, en algunos países árabes que consideraban como principal amenaza el poder del judaísmo y la fundación del Estado de Israel (poco después una de las primeras potencias militares mundiales) y, principalmente, en Sudamérica, en países como Chile, donde se levantaría la llamada Colonia Dignidad (o Villa Baviera) o en la Argentina de Perón, principales destinos de la intrincada red ODESSA, que permitió la fuga a numerosos integrantes de las SS, despiadados asesinos, como el doctor Josef Mengele, responsable de una verdadera masacre en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau; el burócrata y principal aliado de Himmler y Heydrich en la Solución Final, Adolf Eichmann; o el despiadado capitán del Servicio de Seguridad (RSHA) de las SS, Erich Priebke, entre otros. El busto del Führer, a pesar de que su Reich de los Mil Años sucumbía entre las cenizas del búnker de Berlín, tras la caída del nacionalsocialismo lucía en el despacho (secreto, claro) de muchos mandamases y empresarios en distintos países, y la esvástica ondeaba en los bastiones ultravigilados y recónditos del régimen cuyo mayor anhelo era ver erigirse un Cuarto Reich, que volviera a «poner orden» en el caos y libertinaje en que se había convertido el mundo a ojos de estos fanáticos; un emblema, la esvástica, que todavía hoy lucen numerosos grupos neonazis que a raíz de la terrible crisis que estamos viviendo desde hace ya varios años han renovado sus fuerzas, como en el caso de Grecia, donde el grupo extremista y ultranacionalista de ecos esotéricos Amanecer Dorado (el cual toma el mismo nombre de la sociedad secreta que comandara Crowley, la Golden Dawn), ha obtenido escaños nada menos que en el Parlamento, con un preocupante avance de su influencia. Sólo la CIA y otras agencias de Inteligencia americanas, rusas, inglesas… saben toda la verdad, o gran parte de ella, sobre la fuga de los nazis, y los teóricos de la conspiración especulan con la

posibilidad (no tan alocada como pueda parecer a priori) de que los mejores científicos nazis estuvieran involucrados en algunos de los más siniestros y ambiciosos programas de control mental de la Agencia Central de Inteligencia, como el MK-Ultra y proyectos hermanos, utilizando, quién sabe, a aquellos expertos en el péndulo que trabajaron al servicio de Inteligencia de la Marina alemana en plena guerra. Hará falta esperar a la desclasificación de esos supuestos expedientes ultrasecretos (si es que no han sido destruidos ya) para saber hasta qué punto el régimen de la esvástica se prolongó más allá del año 1945, en el que países que pronto se convertirían en enemigos, unieron sus fuerzas para combatir al ángel del Apocalipsis, un Armagedón que tendría su reflejo a pequeña escala en Hiroshima y Nagasaki, antes de la capitulación de Japón, y no precisamente a manos de los nazis. Quizá, y sólo quizá (volvemos, como al comienzo, al escurridizo terreno de la especulación), alguno de los «magos de la guerra» que hemos presentado en estas páginas y cuyos actos casi desconocidos fueron más que relevantes en la contienda más atroz que vivió en sus carnes la historia, fueran también reclutados, se erigieran en trozos de esa enorme y peligrosa tarta que se repartieron los vencedores. Sobre el papel que algunos de estos «magos» desempeñaron al lado de Hitler o contra él, tenemos ya importantes informaciones que arrojan luz sobre dicho período; al menos, ésa es la intención de este libro. Sobre su trabajo a partir de entonces se extiende una larga sombra, como se extendía sobre sus acciones en los departamentos de Inteligencia cuando el Tercer Reich puso en jaque al mundo y estuvo a punto de conquistarlo. Si la CIA, los desaparecidos KGB y Stasi o el MI5 fueron los escenarios en los que aquellos sorprendentes personajes, finalizada la guerra, desarrollaron su labor y emplearon sus habilidades, es posible que jamás obtengamos información alguna. Como por arte de magia, sus secretos desaparecieron; los protagonistas, quizá

obligados, se los llevaron para siempre a la tumba, donde duermen el sueño del olvido, como tantos otros episodios fascinantes de la Historia con mayúscula. Tan sólo las estrellas, las mismas que guiaron a los astrólogos de Churchill, aquellas que iluminaron el desierto las noches en que Jasper Maskelyne se enfrentaba al Afrika Korps, los mismos testigos mudos que todas las noches salpican el firmamento y hacia los que todos los hombres, de distintas épocas, en momentos cruciales y en los ordinarios que jalonan la vida cotidiana, levantan la mirada, saben toda la verdad acerca de lo que sucedió realmente en aquel tiempo de magia, fuego, sangre y terror.

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AGRADECIMIENTOS A Teresa Nieto, una brillante luz en mi vida y una fuente constante de ilusión. A mis padres, por su amor e inagotable paciencia. A Patricia y Fran, y al pequeño Marcos. A Laura Falcó, que apostó por este libro desde el primer momento. A Lorenzo Fernández, Nacho Docampo y Javier Martín, compañeros del día a día en la redacción de la revista Enigmas, más que un trabajo, un sueño. A Enrique de Vicente que, una vez más, volvió a brindarme una valiosa información sobre el ocultismo nazi. A Alberto de Frutos, Bruno Cardeñosa y Miguel Pedrero, compañeros de «armas» de esta apasionante profesión.

Notas

* Esta información se encuentra en el libro Alianza maléfica, del autor

norteamericano Peter Levenda. Este autor indica que el hecho de que el mismo Hitler pudiera haber sido un médium: «Es una afirmación hecha por muchos de sus amigos personales y otros observadores, quienes describieron al Führer en términos que van desde “hipnótico” y “poseído por el demonio”, hasta “Príncipe de la Oscuridad”, todos ellos términos incluidos, no obstante, en trabajos demasiado aventurados».

* Uno de los más célebres exploradores suecos. Además de ser elogiado por

Hitler y Himmler, cautivó al Ernst Schäffer, SS que dirigió la expedición alemana al Tíbet ordenada por el Reichsführer. A pesar de sus hazañas y su popularidad, y de ser judío (su bisabuelo había sido rabino), sobre Hedin planea la sombra de haber apoyado el nazismo, por situarse junto a Hitler en el podio de las Olimpiadas de 1936 y, principalmente, por haber estado directamente relacionado con la Ahnenerbe, una de las organizaciones nazis más temibles.

* El mismo órgano oficial del nuevo Partido, el Völkischer Beobachter, tenía su

origen en un periódico editado por el místico Sebottendorf y que entonces se llamaba Münchner Beobachter.

* Curiosamente, a comienzos de 2014, cuando este trabajo estaba a punto de ser

concluido, Mein Kampf superaba en plataformas como Amazon y iTunes a la edición digital de 50 sombras de Grey en número de descargas, lo que apunta a que, tantos años después, el libro de Hitler continúa siendo un éxito de ventas, cosa que estremece más que sorprende.

* Guido Karl Anton List, más conocido como Guido von List (18481919), fue un

escritor, periodista y empresario vienés que se convirtió en uno de los principales impulsores de la cultura völkisch (nacionalista alemana). Publicó obras de ocultismo en las que reivindicaba un regreso a los orígenes paganos de los arios y creó un sistema de escritura mágico por medio de las denominadas runas Armanen. Además de su marcado nacionalismo, era un feroz antisemita, mentor de, entre otros, Lanz von Liebenfels y Karl Maria Wiligut. Su imaginario influyó poderosamente en la forja de la ideología nazi y concretamente en la cosmovisión de Alfred Rosenberg y Heinrich Himmler.

* La opinión de Wiedemann no es baladí, pues mantuvo una estrecha relación con

Hitler: había luchado con el cabo Adi en la Gran Guerra (conocía, por tanto, sus aspiraciones mesiánicas desde el principio), y posteriormente sería su ayudante personal. A partir de 1939 se convirtió en un detractor del régimen, y acabó ofreciendo información a los servicios de espionaje enemigos.

* «Un informe de 1942 revela que Hitler se veía como el espíritu de la bondad.»

ABC (Internacional), 4 de mayo de 2012.

* COHN, Norman. El mito de la conspiración judía mundial. Alianza Editorial, 2005.

* HAUSER, Richard. Putsch! Peter H. Wyden, Nueva York, 1970.

* Hogares de maternidad gratuitos para los miembros de las SS creados para

alentar la concepción entre los «arios puros». Era supervisada por la RuSHA dentro de la política racial del Tercer Reich. Todo ello para crear una Gran Alemania poblada por individuos sin mácula racial, objetivo al que se encaminaron también los experimentos realizados por Joseph Mengele, el terrible Ángel de la Muerte, en el campo de concentración de Auschwitz, donde pretendía crear gemelos para duplicar la población, a base, eso sí, de cometer auténticas atrocidades con bebés y niños judíos y gitanos.

* Todo aquel lector que quiera profundizar en las raíces de las sectas völkisch y en

las sociedades secretas y ocultistas austríacas y alemanas de los siglos XIX y principios del XIX, puede consultar mi anterior trabajo, La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich (Edaf, 2011), Invisible Eagle. The history of nazi occultism, de Alan Baker (Virgin Books, 2000), o principalmente el más exhaustivo ensayo dedicado al tema, Las oscuras raíces del nazismo, de Nicholas GoodrickClarke (Ediciones Sudamericana, 2005).

* Este ingeniero y político alemán, nacido en Wurzburgo en 1883, se unió al

Partido antes que Hitler y fue el precursor del principio de «romper la esclavitud de los intereses del dinero». Ejerció una fuerte influencia sobre el programa de veinticinco puntos del Partido Nazi. Feder fue uno de los ideólogos del NSDAP que más criticó el capitalismo, hasta el punto de pedir que fuera abolido; eso provocó que su influencia decayera a partir de 1932, después de la caída en desgracia de Gregor Strasser y la rama más izquierdista del Movimiento. Su carrera política acabó en 1936, cuando se dedicó a tiempo completo a impartir clases en el Colegio Técnico de Berlín. Dejó escrito El programa del Partido Nazi y su base ideológica, publicado en 1927, un documento relevante para el estudio histórico del nacionalsocialismo.

* RYBACK, Tymothy. Los libros del Gran Dictador: las lecturas que moldearon la

vida y la ideología de Hitler. Destino, 2010.

** «Un lector llamado Adolf Hitler», Jacinto Antón. El País, 16 de febrero de 2009.

* La Ordo Templi Orientis (OTO) u Orden del Templo de Oriente, es una

fraternidad internacional de carácter religioso fundada a comienzos del siglo XX, en un período de auge de este tipo de sociedades en toda Europa. Su padre espiritual fue Carl Kellner (1851-1905), un acaudalado químico austríaco de la industria papelera y reputado ocultista experto en la francmasonería, los rosacruces y el misticismo oriental. Como hiciera Blavatsky, dijo haber estado en contacto durante sus viajes a Asia con tres maestros iluminados –un sufí y dos tántricos hindúes– y con una misteriosa organización llamada la Hermandad Hermética de la Luz. Otros miembros prominentes de la OTO fueron Franz Hartmann (1838-1912), teósofo y rosacruz, y Theodor Reuss (1855-1923), un esoterista anglo-germano interesado principalmente en el tantrismo; aunque el miembro más célebre fue el ocultista inglés Aleister Crowley, uno de los protagonistas de nuestra historia. Como en el caso de otras organizaciones secretas, la pertenencia a la Orden del Templo Oriental estaba basada en un sistema de iniciación formado por diversas ceremonias de grado a las que debía someterse el aspirante.

* Este edificio era la sede de su Movimiento y se llamó así en honor al poeta

alemán Goethe, del que Steiner era uno de los mayores expertos. Fue concebido también como un gran espacio para las representaciones teatrales y musicales promovidas por la antroposofía. Su aspecto era singular: lleno de formas angulosas en las que no existía ningún ángulo recto, como lo concibió Steiner en su faceta de arquitecto. Según éste, «el peculiar aspecto del edificio le había sido inspirado desde el mundo espiritual».

* Todo aquel que quiera profundizar en el significado y el simbolismo de la

esvástica, puede consultar los trabajos El mito polar, de Jocelyn Godwin; Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose; los libros de Nicholas Goodrich-Clarke, citados en la bibliografía, y mi anterior ensayo sobre el nazismo, La Orden Negra. El Ejército pagano del Tercer Reich, Edaf, 2011.

* A pesar de su evidente tendencia a la inventiva, Ravenscroft sí conoció la

segunda guerra mundial de cerca, ya que combatió como oficial, y fue hecho prisionero por los nazis en 1941, al parecer, en una incursión en el norte de África para acabar con la vida del mariscal Rommel, según él mismo confesaría.

* NIXON, Richard. Líderes. Perfiles y recuerdos de los hombres que han forjado el

mundo moderno. Editorial Planeta México, 1983.

* ROBERTS, Andrew. Hitler y Churchill. Los secretos del liderazgo. Taurus, 2003.

* VIANA, Israel. «La increíble fuga del corresponsal Winston Churchill». ABC, 27

de septiembre de 2013.

* PALACIOS, Jesús. Hanussen. La vida y los tiempos del mago de Hitler. Oberón,

2005

* Ese término fue acuñado precisamente por un alemán, el psicólogo Max Dessoir,

en un artículo publicado en la revista Sphinx en junio de 1889.

* Los llamados Gabinetes de las Curiosidades, o Cuartos de Maravillas,

antecedentes históricos de los museos modernos, fueron muy célebres durante siglos en Centroeuropa. El mismo Rodolfo II de Habsburgo, personaje fascinado por la alquimia y el ocultismo, sobrino del español Felipe II, poseía uno de los más célebres de su tiempo en su palacio del Hradschin, en Praga, la ciudad de las mil chimeneas y centro mágico por antonomasia del Viejo Continente.

* Un segundo armisticio se firmó allí el 22 de junio de 1940, al capitular las tropas

francesas del nuevo gobierno formado por el mariscal Pétain ante la Alemania de Hitler, en el mismo vagón de tren en el que se había firmado la derrota en la Gran Guerra, en Rethondes, adonde el Führer hizo trasladarlo como venganza por la vieja humillación.

* MAGIDA, Arthur. J, The Nazi Séance: the strange story of the jewish psychic in

Hitler’s Circle. Palgrave Macmillan, 2013.

* Paul Morgan (1886-1938), fue un célebre artista de cabaret y actor que moriría

en el campo de concentración de Buchenwald, uno de los más terribles, a manos de los nazis.

* Hay autores que señalan, no obstante, que no fue Ewers sino el fotógrafo

personal del Führer, Heinrich Hoffmann, quien los presentó.

* En la película Invencible, del año 2001, dirigida por el alemán Werner Herzog,

podemos ver a Hanussen, interpretado con acierto por el actor Tim Roth, sentado en su «Oráculo», sugerente imagen que serviría para el cartel promocional de la cinta en todo el mundo.

* ALLEN, Martin. El enigma Hess. El último secreto de la Segunda Guerra Mundial

al descubierto. Planeta, 2004.

* Louis Pauwels, en su libro Monsieur Gurdjieff, describe a Haushofer como un

discípulo de éste, una información cuyo origen parece difícil, por no decir imposible, de rastrear.

* Ley, al igual que haría más tarde Werner von Braun, por medio de la

denominada Operación Paperclip de la CIA, trabajó para la NASA en el desarrollo de la carrera espacial durante la Guerra Fría, episodio que dejaré para el final de esta increíble historia.

* Nombre alemán que puede traducirse como «grupos de operaciones», un

eufemismo para definir lo que eran realmente escuadrones de ejecución que operaban a medida que el ejército alemán conquistaba tierras con su guerra relámpago (Blitzkrieg). Sus miembros eran oficiales de las SS.

* Esta hipótesis la esgrimieron los ya citados autores franceses Pauwels y Bergier

en El retorno de los brujos, y la retomó Trevor Ravenscroft en su trabajo The Spear of Destiny (traducido al español como Hitler: la conspiración de las tinieblas), un ensayo más cercano a la ficción que a la investigación histórica.

* Algo prácticamente inusual, y peligroso, en tiempos de guerra, pues convertía la

mansión en un objetivo más claro para la aviación enemiga.

* Este escritor británico, experto en ocultismo y en historia militar, es uno de los

principales responsables de la divulgación de la «guerra mágica» que es el tema central de este libro, con obras como Urania’s Children: the strange world of the astrologers (1967) o Astrology and psychological warfare during World War II (1972). A diferencia de otros «expertos» en espionaje, Howe vivió en primera persona aquellas operaciones «mágicas» de los servicios secretos, pues durante la lucha contra los nazis fue empleado por la PWE (Political Warfare Executive), un cuerpo clandestino creado para divulgar propaganda negra entre las filas enemigas.

* PADFIELD, Peter. Hess, Hitler and Churchill: The Real Turning Point of the

Second World War-A Secret History. Icon Books Ltd, 2013.

** «Hitler ofreció la paz a Churchill en 1941». ABC, 2 de octubre de 2013.

* Durante años se creyó que Müller había escapado de los aliados, e incluso que

había pasado a trabajar para la NKVD soviética, y que después lo había capturado la CIA, en 1947.

* Hay investigaciones que apuntan a que Albrecht era uno más de los miembros

de un grupo de ecos esotéricos que respondía a la llamada de «Alemania Secreta», del que probablemente también formaban parte los hermanos Stauffenberg, y que se formó en torno al poeta y místico Stefan George, por lo que la Operación Valkiria hubiera sido realmente un complot ocultista. A pesar de lo fascinante de la propuesta, no ha podido ser plenamente contrastada.

* Este estudiante de Derecho nacido en la población alemana de Bielefeld, en el

corazón del bosque de Teutoburgo, en 1907, perdió a su padre durante la Gran Guerra y desde muy joven frecuentó los grupos nacionalistas alemanes. Acabó ingresando en las filas del NSDAP en Berlín, y pasó a actuar para las SA, de las que se convirtió en Jefe de Sección. El 14 de enero de 1930 recibió los disparos de un grupo de comunistas de los bajos fondos berlineses, el Frente Rojo de Combate, que recibieron información de su casera comunista. Wessel, amigo del propio Goebbels, murió unos días después de septicemia, y se convirtió en un símbolo para el Movimiento nazi y en un héroe de la esvástica. Fue el autor del himno nacionalsocialista Die Fahne Hoch («La bandera en alto»), también conocido como Canción de Horst Wessel.

* Tal era la celebridad de Hitler en los años de entreguerras, incluso fuera de

Alemania, que la misma revista Time llegaría a dedicarle una portada y el líder nazi fue considerado, incluso, para recibir el Nobel de la Paz, un verdadero sinsentido.

* El número siete, desde tiempos inmemoriales, aquel que representaba a los

planetas, simbolizaba el estadio más elevado del proceso de transformación y la meta de la Gran Obra, algo que bien sabía Crowley.

** SYMONDS, John. La Gran Bestia. Vida de Aleister Crowley. Siruela, 2008.

* Sistema de curación espiritual y creencias religiosas establecido en el siglo XIX

por la escritora y religiosa norteamericana Mary Baker Eddy, cuyos miembros se agruparon en torno a la denominada Iglesia de Cristo, Científico. Sus adeptos sostienen que su sistema religioso es una ciencia en el sentido de que «interpreta y demuestra las leyes de Dios».

* RICHARDSON, Alan. The Magical Life of Dion Fortune. Acquarian Press, 1991.

** La Sociedad para la Investigación Psíquica, es una organización inglesa sin

ánimo de lucro, fundada en 1882, cuyo propósito es «entender los acontecimientos y las habilidades comúnmente descritas como psíquicas o paranormales mediante la promoción de importantes investigaciones en esta área», y examinar los fenómenos paranormales «de una manera científica y objetiva».

* Algunas versiones del suceso apuntan a que fue el propio Heydrich quien le

disparó un tiro en la cabeza.

* A pesar de que Himmler los odiaba al considerarlos espías al servicio del

catolicismo, ello no impidió que los Ejercicios espirituales de su fundador, Ignacio de Loyola, fueran, previamente modificados, parte de la base de los entrenamientos de sus guardias negros.

* Precisamente, cuando estaba realizando las últimas revisiones de este trabajo,

los medios de comunicación de todo el mundo se hacían eco de una noticia que tenía como protagonista a Himmler, pues en Tel Aviv, Israel, se han encontrado numerosas misivas enviadas por el Reichsführer, entre 1927 y 1945, el año de su muerte, a su esposa, Marga, en las que se hacía patente su contradictoria personalidad. En ellas se mostraba cariñoso con su cónyuge y su hija Gudrun, a la vez que realizaba terribles afirmaciones sobre los judíos. Una de las misivas la concluía así: «Me voy a Auschwitz. Tu Heini». Las cartas, cuyo paradero se desconocía hasta ahora, han sido publicadas conjuntamente por el diario alemán Die Welt y el israelí Yediot Aharonot. Unos valiosos documentos, acompañados de material gráfico, que han sido autentificados por el jefe de los Archivos Federales Alemanes, Michael Hollmann y que tras un largo peregrinaje, fueron hallados en una caja fuerte de un banco en Tel Aviv.

* Hace unos meses saltaba la noticia de que papa Pío XII, al que rodea la

controversia por su papel algo «neutral» hacia la Alemania nazi, parece que realizó exorcismos a «distancia» a Hitler, a quien consideraba «poseído por las fuerzas del mal», según revelaba el diario Il Messaggero. Peter Gumpel, teólogo jesuita que ocupó el puesto de relator en el frustrado proceso de beatificación del pontífice (obstaculizada precisamente por acusaciones de que no denunció con dureza los actos del nazismo), asegura que, desde 1929, cuatro años antes de que el dictador alemán alcanzase la cancillería, Pío XII ya lo consideraba un ser «endemoniado», víctima de una posesión satánica. Debido a ello, el jesuita afirma que el vicario de Cristo realizó varios exorcismos a distancia a Hitler. En los ritos, «el papa invocaba a Dios para que liberase a esa persona de los influjos diabólicos que sufría y en base a los cuales actuaba», comentó el religioso.

* Este rotativo, más bien un combativo panfleto antisemita, se editó desde el año

del Putsch de Múnich, 1923, hasta la caída del Tercer Reich, en 1945.

* Precisamente la numerología era otra de las disciplinas que fascinaba a los

grupos völkisch y a muchos ocultistas con pretensiones oraculares.

* Para una información más exhaustiva sobre Wewelsburg y todo el entramado

esotérico de las SS, pueden consultar mi anterior trabajo, La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich, Edaf, 2011; Historia secreta de las SS, de Robin Lumsden, La Esfera de los Libros, 2005, y el trabajo, no traducido al castellano, Heinrich Himmler’s Camelot: the Wewelsburg Ideological Center of the SS, 19341945, de Stuart Russell y Stephen Cook, Kressmann-Backmeyer, 1999.

* Hermann Wirth (1885-1981), primer presidente de la Ahnenerbe, fue un

estudioso de las religiones y la simbología obsesionado por las runas que realizaría numerosas expediciones arqueológicas con el fin de corroborar sus «iluminadas» teorías, entre ellas una a Tiahuanaco, en Bolivia.

* Existe una cita de Heine que también ha sido objeto de diversas hipótesis, en la

que algunos han pretendido atisbar un anuncio del ascenso de Hitler al poder: «Un día Thor surgirá sacudiéndose el polvo de los ojos y blandiendo su martillo hará pedazos las grandes catedrales góticas». Una posible metáfora de los bombardeos aéreos de la segunda guerra mundial.

*AMBELAIN, Robert, Los Arcanos Negros de Hitler. El ocultismo en el Tercer

Reich. Ediciones Robinbook, 2005.

* VIANA, Israel, «La batalla astrológica de la segunda guerra mundial». ABC, 3 de

diciembre de 2013.

* LESTA, José. El Enigma Nazi. El secreto esotérico del Tercer Reich. Edaf, 2003.

* DE WOHL, Louis. Usted y la astrología. Editorial AHR, 1953.

* No debemos olvidar que en siglos pasados, la astronomía y la astrología iban

irremediablemente ligadas y que esta última tenía un contacto más que directo con el mundo de lo mágico. Ya sabemos de la afición de muchos reyes por tener a su lado a un astrólogo que hiciera las veces de mago particular y consejero espiritual, al margen de la labor del confesor real. Sin embargo, esto no fue sólo costumbre de tiempos remotos, sino que en pleno siglo XX, mucho después de que terminase la segunda guerra mundial, el presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989, Ronald Reagan, entre otros, también consultaba asiduamente a los astrólogos, a instancias de su esposa, Nancy.

* También los nazis, tan apasionados de lo oculto, parece que mostraron interés

por la conocida como Gran Obra. Es de nuevo Himmler, cómo no, el líder nazi más interesado en dicho asunto. El escritor alemán Helmut Warner sostiene, en su libro Los alquimistas de Hitler: el secreto de los intentos de fabricación de oro en Dachau, que, en 1939, el Reichsführer fue persuadido por un grupo de ocultistas liderados por un tal Karl Malco (casi con seguridad un agente doble) de la posibilidad de transmutar diversos metales impuros en oro, lo que serviría para sufragar los enormes costes de la guerra que se avecinaba. En el campo de concentración de Dachau se construyó un laboratorio ex profeso para dicha tarea.

* Primer vizconde de Cherwell, célebre físico y consejero científico del Gobierno, y

uno de los partidarios del polémico bombardeo de las ciudades alemanas durante la segunda guerra mundial.

* Como se conocía coloquialmente al enemigo alemán entre las tropas británicas.

* El Deutsches Afrika Korps (DAK) era una fuerza militar alemana de élite que fue

enviada al norte de África en 1941 como refuerzo de las tropas italianas, que estaban siendo derrotadas por los británicos durante la segunda guerra mundial, con Rommel al frente, desarrollando un arte de la guerra de vanguardia.

* O al menos una de las réplicas de la misma, pues son varias las que existen, la

más importante la custodiada en Roma bajo el domo de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. No obstante, la Lanza Hofburg era la utilizada por los emperadores del Sacro Imperio romano germánico y la codiciada por los nazis al estar relacionada directamente con la historia de Alemania.

* RUIZ DE ELVIRA, Malen. «Un horóscopo realizado por Kepler, encontrado en

EE UU.». El País, 10 de marzo de 1999.

* Durante la segunda guerra mundial, el espía al servicio de los nazis desempeñó

la labor de corresponsal de guerra, aunque en 1942 acabaría por ser marginado definitivamente por el régimen, y sus libros prohibidos; murió en 1944, en el campo de concentración de Buchenwald, a manos de los mismos a los que un día había ayudado a alcanzar el poder, como les sucedió a muchos de sus compatriotas.

* El campo sería liberado el 3 de mayo de 1945, cuando más de 250 personas

habían ya sido asesinadas en dicho recinto; aunque terrible, pocas en comparación a las que fallecerían en otros «campos de la muerte» nacionalsocialistas.

* Hubert Korsch, por ejemplo, la gran eminencia de la Astrología, con mayúscula,

en Alemania, murió en un campo de concentración en abril de 1942, de un disparo en el cuello.

* El lector recordará que un tal Maestro del Péndulo Sideral era uno de los que

frecuentaban el círculo íntimo de Hitler en los primeros tiempos del NSDAP.

* Reinhard Heydrich, conocido como la Bestia Rubia y el Carnicero de Praga por

sus métodos brutales, segundo hombre más importante de las SS y mano derecha de Himmler en la Gestapo y el SD, además de ser uno de los responsables de la Solución Final, falleció a consecuencia de un atentado llevado a cabo por la Inteligencia británica y la resistencia checa en Praga, el 4 de junio de 1942.

** Fue finalmente el héroe de guerra nazi Otto Skorzeny, tras una larga búsqueda

durante la que su avión llegó a ser derribado, y él sufrió diversas heridas de relativa gravedad, quien dio finalmente con el paradero del Duce: el Gran Sasso, en el hotel Campo Imperatore, en el pico más alto de los Apeninos. Skorzeny, al frente de varios comandos de paracaidistas alemanes, logró culminar la operación con éxito: aterrizó en planeadores sobre el objetivo, el 12 de septiembre de 1943, obligó a rendirse a los carabinieri que custodiaban a Mussolini y se convirtió en un héroe para los nazis y para los fascistas italianos.

* El mismo Albert Speer, entonces ministro de Armamento del Reich, llegó a

plantear la propuesta de construir la bomba atómica a Hitler unos meses después, pero éste desechó la idea al no encontrarle provecho alguno, lo que dejó a EE. UU. el camino libre para llevar a cabo su siniestro Proyecto Manhattan.

* El lector encontrará más información sobre este surrealista proyecto y sobre las

llamadas «armas maravillosas», así como sobre los últimos días de Himmler, en mi trabajo La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich, y en el libro Armas Secretas. Tecnología bélica, experimentos y avances científicos para ganar la II Guerra Mundial, de Brian J. Ford.

* La odisea final de Himmler y sus más estrechos colaboradores para huir del

acecho de las fuerzas aliadas se narra con detalle en las numerosas y extensas biografías que existen sobre el personaje. Recomiendo: Himmler, el líder de las SS y de la Gestapo, de Peter Padfield (La Esfera de los Libros, 2003), y Heinrich Himmler, de Peter Longerich (RBA, 2009).

** PRINGLE, Heather. El Plan Maestro. Arqueología fantástica al servicio del

régimen nazi. Debate, 2007.

*** En sus memorias, el astrólogo da una imagen nefasta del masajista erigido en

«salvador» de los judíos, acusándole de lucrarse con la liberación de los presos y tildándolo de hipócrita.

* GONZÁLEZ, Gabriel. «La CIA abre sus archivos nazis». El Mundo, 8 de febrero

de 2005.

Los magos de la guerra Ocultismo y espionaje en el Tercer Reich Óscar Herradón

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