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Spanish; Castilian Pages 444 [370] Year 2013
LO QUE DICE LA CIENCIA SOBRE DIETAS, ALIMENTACIÓN Y SALUD 70 preguntas y respuestas para apasionados y profesionales de la nutrición
L. Jiménez
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© 2013 L. Jiménez Este libro se editó por primera vez en marzo 2013 Ed 1.04 (diciembre 2013) A mis hijas
ÍNDICE 1. Introducción (pag. 7) 2. Dietas (pag. 21) ¿Cómo han cambiado las recomendaciones dietéticas oficiales? ¿Qué es una “alimentación saludable”? ¿Qué ciencia hay detrás del concepto “dieta equilibrada”? ¿Cuáles son las cantidades recomendables de proteínas? ¿Comer más proteínas ayuda a adelgazar? ¿La reducción de grasas disminuye el riesgo cardiovascular? ¿Qué dice la ciencia sobre los carbohidratos y su cantidad recomendada? ¿Son poco saludables las dietas bajas en carbohidratos? ¿Es necesario desayunar carbohidratos para tener energía todo el día? ¿Qué evidencias soportan las dietas bajas en grasas y calorías? ¿Se puede adelgazar sin pasar hambre? ¿La variedad de la dieta es buena o mala para la obesidad? ¿Concienciación y objetivos alcanzables aumentan el éxito de una dieta? ¿Tienen soporte científico las dietas disociadas? ¿Las dietas cetogénicas o muy bajas en carbohidratos son peligrosas? ¿Se puede mantener el rendimiento deportivo con las dietas cetogénicas? ¿Hay pruebas científicas de que la Dieta Dukan funcione? ¿Tiene soporte científico la dieta alcalina o del pH? ¿Qué es una “dieta milagro”? 2. Alimentos (pag. 123) ¿Son los carbohidratos de rápida absorción y refinados buenos o malos? ¿Qué ventajas demostradas para la salud tiene comer vegetales y frutas? ¿Hasta qué punto son peligrosas las grasas saturadas? ¿Todas las grasas trans son malas para la salud? ¿Comer muchos huevos es peligroso para la salud? ¿Es malo comer mucha carne? ¿Cuál es la forma más saludable de cocinar la carne? ¿Freír alimentos es poco saludable? ¿El pan engorda? ¿Hay pruebas científicas de que el azúcar engorde? ¿La leche y los lácteos engordan? ¿Deben tomar los niños leche desnatada para prevenir la obesidad? ¿La leche y los lácteos provocan cáncer? ¿Y otras enfermedades? ¿Engorda comer muchas nueces u otros frutos secos? ¿El aguacate engorda? ¿La cerveza engorda? ¿Qué aceite vegetal es el más recomendable? ¿Son las legumbres saludables? ¿Por qué es mejor comer la fruta que tomar su zumo? ¿Cuál es el nivel de evidencia científica de los beneficios de alimentos integrales?
¿Todos los alimentos integrales son iguales? ¿La fibra alivia el estreñimiento? ¿Es la sal realmente mala para la salud? 3. Energía y metabolismo (pag. 293) ¿Cuánto aprovechamos de los alimentos? ¿Cuál es la relación entre la saciedad y las calorías? ¿Cómo influyen las hormonas en el sobrepeso? ¿Hay alimentos que necesitan más energía para ser metabolizados? ¿Tenemos un punto de ajuste para la regulación de la energía? ¿Comer con más frecuencia acelera el metabolismo y ayuda a adelgazar? ¿Qué es exactamente la medida de colesterol de los análisis de sangre? ¿Cómo se relacionan el colesterol y el riesgo cardiovascular? ¿Qué puedo hacer para minimizar el riesgo cardiovascular del colesterol? ¿El colesterol es mejor cuanto más bajo se tenga? 4. Suplementos y tratamientos (pag 347) ¿Los suplementos de ácidos grasos omega-3 son beneficiosos? ¿Los suplementos antioxidantes previenen enfermedades o el envejecimiento? ¿Los alimentos funcionales aportan valor nutricional añadido? ¿Funcionan los suplementos para aumentar el rendimiento deportivo? ¿Los edulcorantes son tóxicos o cancerígenos? ¿Los edulcorantes ayudan a adelgazar o engordan? ¿La mesoterapia es eficaz? ¿Sirven los test sanguíneos de intolerancias alimentarias para definir dietas? ¿Funcionan los destructores de células grasas? 5. Cuerpo y ejercicio (pag. 383) ¿Qué relación hay entre obesidad y mortalidad? ¿Se puede estar obeso y saludable? ¿Hacer ejercicio adelgaza? ¿Cuál es la cantidad mínima de ejercicio que aporta beneficios? ¿Qué es peor para la salud, no hacer ejercicio o la obesidad? ¿Por qué es tan difícil quitar la grasa localizada? ¿Cómo se queman más calorías, en bici, andando o corriendo? ¿Hasta qué punto es negativo para la salud trabajar sentado? ¿Hasta qué punto es saludable el andar?
INTRODUCCIÓN
Tras la publicación de mi primer libro “Lo que dice la ciencia para adelgazar”, me dí cuenta de que mi prejuicio respecto a la falta de interés por aprender sobre alimentación no era más que eso: un prejuicio. A la misma velocidad a la que pude ser testigo de su inesperado éxito y su importante presencia en internet pocos meses después, fui consciente de la fascinación que en muchas personas suscita cualquier cuestión relacionada con la nutrición. Para mi sorpresa, descubrí una gran cantidad de gente ávida por aprender y aclarar las ideas y principios que aplican al decidir qué y cómo comen. Por otro lado, veo cómo cada vez más profesionales relacionados con la salud son conscientes de que la dieta es una de las terapias más eficaces para dar respuesta a una gran parte de los males y enfermedades de la sociedad moderna. Pero siendo una de las herramientas con más potencial para la medicina ambulatoria y del día a día, sigue sin dársele la relevancia que se merece. La falta de reconocimiento de los profesionales de la nutrición en nuestro país y la escasa formación sobre el tema que suelen recibir los médicos son buena prueba de ello. Además, el consenso científico que relacionan la nutrición y la salud está sufriendo cambios importantes durante las últimas décadas. A pesar de que la termodinámica, la física y las matemáticas que se enseñan hoy en día a los niños fueron desarrolladas hace más de un siglo, los resultados de los estudios epidemiológicos más importantes que nos dan información sobre cómo conseguir una vida más longeva y saludable están publicándose en la actualidad, a diario, en función de la realidad alimentaria que nos ofrece el entorno y teniendo en cuenta investigaciones y descubrimientos muy recientes. Teniendo en cuenta todos estos factores, es evidente que se requiere de una importante labor de difusión, seria y rigurosa, entre los profesionales sanitarios y la población en general. Pero ¿cuántas horas dedicamos a aprender sobre el tema? ¿Cuántas asignaturas específicas tienen nuestros hijos en el colegio?
La epidemiología, una herramienta fundamental en investigación nutricional Si usted leyó “Lo que dice la ciencia para adelgazar” o si está familiarizado con los conceptos básicos de la epidemiología, puede saltarse esta parte, aunque le recomiendo dedicarle unos minutos para refrescar un poco la memoria y comprender mejor los criterios que utilizaré a lo largo del libro. La nutrición puede abordarse desde una perspectiva bioquímica, estudiando las complejas y numerosísimas reacciones que se producen en nuestro sistema homeostático. O también desde una perspectiva epidemiológica, observando los resultados que diferentes alimentos producen en nuestro organismo. Este es un libro basado en la segunda opción, los estudios epidemiológicos, un campo apasionante y por el que cada día más gente muestra atracción. Las bases de datos de bibliografía científica accesibles gracias a la red han transformado en casi best-sellers algunos documentos antes exclusivamente limitados al ámbito científico. Como define la Wikipedia, “La epidemiología es una disciplina científica que estudia la distribución, la frecuencia, los determinantes, las relaciones, las predicciones y el control de los factores relacionados con la salud y con las distintas enfermedades existentes en poblaciones humanas específicas”. Por lo tanto, desde la ciencia de la nutrición, la epidemiología se utiliza para investigar cómo pueden influir diferentes alimentos, comportamientos y costumbres alimentarias en la salud de las personas, buscando posibles relaciones con enfermedades e índices de mortalidad o supervivencia. Aunque utiliza de forma sistemática la estadística y las matemáticas, la epidemiologia no es una ciencia exacta que dé resultados irrebatibles. Su objetivo es analizar si existe correlación entre diversas variables, pero las correlaciones pueden ser de naturaleza compleja y no necesariamente implican causalidad. Por ejemplo, es conocida la correlación entre el consumo de chocolate per cápita y el número de Premios Nobel de un país. Sin embargo, sería un error pensar que el hecho de comer chocolate pueda aumentar las probabilidades de obtener tan preciado reconocimiento.
Para evaluar el nivel de fiabilidad de los estudios epidemiológicos y ser conscientes de hasta qué punto nos dan información valiosa o no, es necesario entender al menos someramente los diferentes tipos que suelen utilizarse. En este libro los trataremos divididos en dos grupos: Los observacionales y los de intervención. Los primeros son aquellos en los que los investigadores se limitan a recopilar datos, tanto de variables como de resultados, y posteriormente los analizan para comprobar si existe asociación entre ellos. Los segundos van más allá e incluyen la modificación proactiva de una o varias de estas variables, observando posteriormente los resultados que se obtienen en los sujetos sometidos a observación. Por lo tanto, en los primeros, los estudios observacionales, es poco riguroso deducir directamente la causalidad. Aunque la metodología más actual durante el análisis incluye ajustes en función de las llamadas “variables de confusión” (que son aquellas que pueden influir en la correlación de otras dos), es complicado asegurar que se consiguen aislar sus efectos totalmente. Por ejemplo, se sabe que el estrés y el ejercicio físico influyen poderosamente en la salud, pero en muchos estudios no se realizan ajustes respecto al primero, el estrés. Por lo tanto, si por ejemplo en un estudio se concluye que el café y las enfermedades cardiovasculares están relacionadas (que no es el caso, es solo un ejemplo), podría ocurrir que lo que realmente estuviera aumentando la prevalencia de dichas enfermedades fuera el estrés, un mal habitual entre las personas que también toman café con más frecuencia. Para llegar a conclusiones de cierta trascendencia en este tipo de estudios son necesarias muestras de gran tamaño (miles de personas), observación durante largo periodos de tiempo (años), ajuste por numerosas variables de confusión y la obtención de resultados similares en otros estudios parecidos. Se utilizan preferentemente para estudiar el efecto de variables a largo plazo. Por su parte, los estudios de intervención permiten sacar conclusiones de causalidad con mayor fiabilidad. Si se modifica una variable de forma intencionada (por ejemplo, empezar a comer un nuevo alimento) pero el resto se dejan inalteradas, es más probable que las consecuencias posteriores se deban a dicha modificación. Un estudio de este tipo correctamente diseñado debería de cumplir una serie de condiciones para poder ser considerado
riguroso. En primer lugar debe ser aleatorio, es decir, la intervención se realizará entre un grupo de sujetos representativo de lo que queremos estudiar, pero elegidos dentro de ese grupo al azar, sin ningún tipo de criterio concreto, para evitar que sus predisposiciones previas puedan afectar al resultado. Del mismo grupo debe seleccionarse un número igual de sujetos que harán de control o contraste, en los que no se realizará ninguna intervención (o, mejor aún, se realizará una intervención “falsa”) y con los que se comparará el anterior. Y en tercer lugar, el ensayo se llevará a cabo en “doble ciego”, es decir, los sujetos no sabrán a cuál de los dos grupos pertenecen (intervención real o falsa), pero tampoco los investigadores cuando lleven a cabo las medidas pertinentes. No siempre se cumplen todas las condiciones, pero cuantas más se cumplan, más poderoso se considera el estudio. Además, cuanto más largo sea el periodo de estudio y más sujetos se sometan a observación, también más fiables serán los resultados. Otro concepto que es importante entender al utilizar este tipo de estudios es el “riesgo relativo”, que es precisamente el tipo de riesgo que se suele calcular y que es bastante menor de lo que se suele pensar. La forma más sencilla de comprenderlo es mediante un ejemplo, así que supongamos las siguientes características para un trabajo de este tipo: - Se hace seguimiento a dos grupos de 1000 personas. Ambos grupos tienen los mismos comportamientos alimentarios, excepto en una variable (por ejemplo, en uno de ellos comen más carne). Se observa que tras un periodo de tiempo, en uno mueren 100 personas y en otro 150. - Si hacemos el análisis considerando toda la muestra (la cantidad de personas totales), en el primer grupo han fallecido un 10% (100 personas de cada 1000). Y en el otro, un 15% (150 personas de cada 1000). Por lo tanto, la diferencia del riesgo total o riesgo absoluto entre ambos grupos es de un 5% (10% vs 15%) Por otro lado, si únicamente comparamos las dos cantidades de fallecidos (100 vs 150), vemos que la segunda es un 50% mayor que
la primera, por lo que se dice que en el segundo grupo hay un riesgo relativo aproximadamente un 50% mayor que en el primero. Como puede observar, es importante conocer ambas dimensiones, la del riesgo total y la del relativo, para evaluar la importancia de un resultado. Sin embargo, únicamente se suele difundir el riesgo relativo, transmitiendo a menudo el concepto real de lo que significa “riesgo” bastante sobredimensionado y que puede ser engañoso, porque no nos habla del riesgo total. No nos dice que entre el 85-90% de las personas de ambos grupos no tienen ningún tipo de riesgo. Hay un tercer tipo de herramienta a la que recurriré a menudo y que es precisamente la que más solidez tiene. Se trata de la revisión sistemática o meta-análisis, trabajos que realmente pueden considerarse “estudios de los estudios”. En este caso, investigadores independientes seleccionan los mejores estudios (observacionales o de intervención) en base a criterios definidos (tamaño de la muestra, periodo de tiempo, diseño del estudio, heterogeneidad de resultados, posibilidad de sesgo…) y analizan de forma estructurada los resultados, incluso de forma cuantitativa. Aunque pueden ser realizados por cualquier experto, la iniciativa Cochrane, creada a nivel mundial para obtener directrices de aplicación clínica de la investigación científica, es la más prestigiosa y reconocida haciendo revisiones de este tipo. Basándose en todos estos tipos de estudios, la evidencia científica puede clasificarse por niveles, en función de su solidez y capacidad para deducir causalidad. Aunque ya existen escalas bien definidas y consensuadas y son utilizadas a menudo por los expertos, para nuestro caso podría serle útil una más sencilla y fácil de recordar: 1. Revisiones sistemáticas de estudios de intervención 2. Estudios de intervención 3. Revisiones sistemáticas de estudios observacionales 4. Estudios observacionales Evidentemente, este orden de prioridad es orientativo y puede tener excepciones, ya que en cada caso hay que valorar la cantidad y calidad de
evidencias disponibles en cada nivel. Una rigurosa revisión sistemática de gran cantidad de estudios observacionales puede tener más peso que un único estudio de intervención de baja calidad. Por lo tanto, aunque para responder a las más de cincuenta cuestiones sobre nutrición que encontrará en el libro me he basado en los resultados de estudios epidemiológicos, las respuestas no deben ser consideradas como “una verdad absoluta”, ya que éstas no existen en este área de la ciencia, tanto por su propia filosofía como por su continua actualización. Debido a la impresionante cuantía de estudios que se publica a diario, para poder valorar su vigencia he incluido la fecha de publicación en los citados en el libro. Todos ellos son fácilmente localizables en internet, gran cantidad de ellos completos, y en cualquier caso los resúmenes en bases de datos como Pubmed. Si desea profundizar en cualquiera, puede buscarlo en tan solo unos segundos mediante el título, utilizando cualquier buscador. De cualquier forma, tenga el rigor que tenga el estudio o revisión, piense que el aislamiento total y absoluto de una variable es imposible y que a menudo una intervención concreta puede ser “compensada” (en sentido negativo o positivo) por otro cambio de comportamiento asociado que impida conocer realmente el efecto concreto del factor que se estudia. Por ejemplo, podría ocurrir que una parte importante de un grupo de personas en el que se ha aumentado la ingesta de vegetales decida también aumentar la cantidad de carne procesada que come, porque se sienten “protegidas” contra sus posibles efectos negativos al comer más frutas y hortalizas. O que aumenten simultaneamente la cantidad de aceite de oliva, debido a la frecuente preparación de ensaladas que suele suponer el comer más vegetales, y que sea éste un factor añadido que modifique sustancialmente el resultado. Por eso, al contrario que en los estudios, en la actividad clínica real para conseguir cambios realmente importantes hay que hacer intervenciones globales, modificando a menudo una buena cantidad de comportamientos. Los estudios nos sirven para obtener información más o menos rigurosa de cada uno de ellos, pero normalmente hay que actuar sobre un conjunto amplio de variables de forma simultanea (no siempre exclusivamente alimentarias, sino
también psicológicas y sociales), sin dejar flecos sueltos. El consenso científico actual Evidentemente, todo lo que les estoy contando no es nuevo, ni mucho menos. Los expertos en nutrición de todo el mundo utilizan estos criterios para llegar a decisiones y consensos de aplicación clínica a partir de la evidencia científica. En España, el documento de referencia se considera el denominado “Consenso FESNAD-SEEDO”, elaborado por las sociedades integradas en la Federación Española de Sociedades de Nutrición, Alimentación y Dietética (FESNAD) y la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO) y publicado en 2011. Es un material imprescindible para cualquier profesional y también disponible libremente en la red. A nivel Europeo, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria - EFSA ofrece en internet una gran cantidad de contenidos desarrollados por sus numerosos comités de expertos internacionales, con un enfoque similar al anterior, y que incluyen revisiones sistemáticas, que son actualizadas con bastante frecuencia. Para los interesados y profesionales es una buena costumbre hacer una visita periódica a su web o suscribirse a sus boletines de noticias. Además, en cada país pueden encontrarse directrices nutricionales de otras grandes organizaciones, muy representativas en el mundo científico. La universalmente conocida Organización Mundial de la Salud – OMS (WHO en inglés) es probablemente la más relevante. Y en Estados Unidos, La Asociación Americana de Dietistas (ADA) y la Asociación Americana del Corazón (American Heart Asociation-AHA) siempre son fuentes de información muy visitadas. Aunque, como comprobará según avance en al lectura del libro, en algunos casos no coincido totalmente con sus consejos y advertencias. Uno de los aspectos que más me ha sorprendido al profundizar en la evidencia científica sobre la que se soportan las recomendaciones para la alimentación humana de estas entidades, es que hay notables diferencias en matices y detalles, en función de cuál sea la fuente elegida. Aunque las discrepancias no son radicales, algunas directrices consideradas generalmente sólidas, otros no
las ven tan claras. Y cuando uno se propone buscar los estudios de origen que aporten las pruebas, las referencias brillan por su ausencia o son muy escasas. No ocurre a menudo ni de forma generalizada, pero si en algunos casos significativos, como podrá comprobar. Debo dejar claro que, a pesar del título del libro, no pretendo hacer un resumen ni una recopilación del consenso científico oficial. Este es un libro de divulgación y opinión (intentaré separar claramente ambos conceptos), pero escrito desde un enfoque personal, que no siempre coincide con dicho consenso. Y aunque utilice los estudios epidemiológicos más rigurosos como hilo conductor, debe ser consciente de que la busqueda y selección de los mismos tal vez sea parcial debido al sesgo y a ideas anteriores que haya podido tener (el llamado “cherry picking”). Aunque he procurado ser lo más objetivo posible (no tengo ningún interés particular por ninguna corriente o “escuela” concreta), la influencia de los conocimientos previos es inevitable. Quien le diga lo contrario, le estará engañando. Le recomiendo que se alimente de diversas fuentes, que no divida el mundo en buenos y malos, que mantenga su espíritu crítico (pero constructivo) y que tenga en cuenta toda la información, considerando su rigor, sobre todo en función de las pruebas concretas y de la fiabilidad que le aporte cada una de ellas. Y siempre respetando el trabajo previo que hayan hecho los expertos y científicos, sea cual sea el resultado. Un libro para “locos” y profesionales de la nutrición y la salud He preparado este el libro teniendo en mente a diferentes grupos de lectores. En primer lugar, he pensado en quienes leyeron mi anterior obra “Lo que dice la ciencia para adelgazar” y se quedaron con ganas de más información y de conocer detalladamente los “porqués” que había detrás de cada idea. Por eso éste es mucho más técnico y se detiene a analizar cada una de las referencias. También he considerado a quienes viven la alimentación como una pasión y disfrutan conociendo y compartiendo las últimas investigaciones. Y, de forma muy especial, en aquellos que son sistemáticos e insistentes a la hora de construir sus ideas y opiniones, queriendo llegar hasta el último dato, también en todo lo relacionado con la dieta.
Es decir, que si usted es una persona curiosa, interesada por la ciencia, le encanta descubrir cosas nuevas, metódica a la hora de informarse, crítica, escéptica, rigurosa, a quien le gusta contrastar diferentes opiniones y, además, le atraen especialmente la nutrición y los alimentos como herramienta para mantenerse en forma y tener buena salud, todo ello sin obsesionarse, con la mente abierta y espíritu constructivo, este es su libro. También si su trabajo tiene alguna relación con la nutrición o le exige dar recomendaciones dietéticas (médico, nutricionista, preparador físico, etc.) la información que encontrará le permitirá hacerlo con más conocimiento de causa. Aunque le confieso que, en lugar de descubrir las respuestas que busca, tal vez se encuentre con más preguntas de las que tenía. ¡Pero es que la realidad científica es esa! Si lo que usted busca es aprender a definir y organizar su alimentación diaria para mantener el peso y una buena salud, es mejor que se incline por mi anterior libro, “Lo que dice la ciencia para adelgazar”, ya que está más orientado a ese objetivo. Incluye explicaciones más sencillas, menos profundas y más prácticas, dirigidas a la aplicación de una alimentación saludable por parte de cualquier persona, tenga la formación previa que tenga. Cada apartado del libro está encabezado por una pregunta, que pretende ser fiel reflejo de las dudas más habituales y que con mayor frecuencia me plantean, organizadas en cinco grandes temas: dietas, alimentos, energíametabolismo, suplementos-tratamientos y cuerpo-ejercicio. Confío en que esta distribución le facilite la lectura y convierta el viaje a través de cientos y cientos de estudios epidemiólogicos en algo ameno y entretenido. Espero sinceramente que lo disfrute tanto como yo lo he hecho al escribirlo.
DIETAS
Dieta. (Del lat. diaeta, régimen de vida). 1. f. Régimen que se manda observar a los enfermos o convalecientes en el comer y beber, y, por ext., esta comida y bebida. 2. f. Coloq. Privación completa de comer. 3. f. Biol. Conjunto de sustancias que regularmente se ingieren como alimento. (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española)
¿Cómo han cambiado las recomendaciones dietéticas oficiales? He pensado que una buena forma de empezar es conociendo cuáles son las recomendaciones dietéticas oficiales, con las que los diferentes organismos sanitarios pretenden prevenir las enfermedades crónicas y promover una buena salud entre sus ciudadanos. Después de todo, son la parte más visible de la nutrición, la información que se dirige a mayor número de gente y el punto de conexión entre esta ciencia y la población en general. Así que podemos considerarlo como un buen punto de partida desde el que comenzar este apasionante recorrido. Aunque en un primer momento había planificado hablar de las directrices españolas, lo cierto es que hay pocas diferencias entre las recomendaciones de diferentes países; y como me apetecía añadir algo de historia, finalmente me he decidido por las que podrían considerarse como la madre de todas las recomendaciones dietéticas, las norteamericanas “Dietary Guidelines for Americans”. Lo que hace especialmente interesantes a estas recomendaciones es que se publicaron por primera vez en 1977 años y desde entonces han visto la luz nuevas revisiones aproximadamente cada cinco años, para adaptarlas, al menos en la teoría, a la evidencia científica más solida y reciente que iba apareciendo. Evidentemente, debido a la notoriedad que tiene todo lo que se hace desde la superpotencia norteamericana, han sido replicadas, imitadas o directamente copiadas por todo el mundo, especialmente en entornos en los que se identificaban los mismos problemas nutricionales y de sobrepeso. Por ello se puede afirmar sin ninguna duda que han tenido y siguen teniendo una enorme trascendencia y repercusión a nivel mundial. Y cuando uno las recopila y se analiza su evolución a lo largo de los años, lo cierto es que se encuentra una evolución muy interesante y que da que pensar. Vayamos al principio, a 1977, cuando en España se estaba derogando la
censura o legalizando el partido comunista. En EEUU el Comitte on Nutrition and Human Needs, creado por el senado de EEUU, aprobó las primeras recomendaciones, que se redactaron y difundieron dando directrices desde dos puntos de vista diferentes: Desde el punto de vista de los nutrientes 1. Aumentar el consumo de carbohidratos complejos y azúcares desde alimentos naturales. 2. Reducir el consumo de azúcares refinados y procesados, grasas totales, grasas saturadas, colesterol y sodio (sal). Desde el punto de vista de los alimentos 1. Aumentar el consumo de frutas, vegetales y cereales integrales. 2. Reducir el consumo de azúcares refinados y procesados y de alimentos con mucho azúcar. 3. Reducir el consumo de alimentos con muchas grasas y grasas animales y sustituir parcialmente las grasas saturadas por grasas poliinsaturadas. 4. Reducir los huevos, mantequilla y otros alimentos con mucho colesterol. 5. Reducir la sal y los alimentos con mucha sal. 6. Elegir preferiblemente lácteos bajos en grasas o sin grasas (excepto entre niños) Estoy seguro que, a pesar de que fueron redactadas hace años, le son muy familiares, porque incluyen muchas ideas que han perdurado en el tiempo. Pero es mejor que no me adelante; le ruego que las repase varias veces antes de seguir leyendo y conocer cómo fueron evolucionando.
Poco después, en 1980, se produjo la primera revisión, dando comienzo una serie que ya se ha convertido en un clásico. En concreto, las revisiones de 1980, 1985 y 1990, fueron difundidas entre la población con coloridos folletos, con un diseño pop muy acorde con la época, y presentaron muy pocas diferencias entre ellas, con siete recomendaciones casi invariables que podrían resumirse de la siguiente forma: 1. Seguir una dieta variada. Se justifica por el objetivo de asegurar los aproximadamente 40 nutrientes importantes que necesita el organismo. 2. Mantener el peso. Con un mensaje centrado en comer alimentos menos calóricos, reducir las porciones y “quemar” más. 3. Minimizar las grasas totales, las grasas saturadas y el colesterol. En las versiones de 1980 y 1985 se demoniza especialmente el colesterol y en 1990 también se cargan las tintas sobre las grasas saturadas. 4. Comer alimentos con adecuada fibra y almidón. Se insta a priorizar los carbohidratos (sobre todo complejos) sobre las grasas, con el argumento de que tienen menos calorías. En 1990 esta recomendación cambia a "Seguir una dieta con abundantes vegetales, frutas y productos de cereales" y se justifica con los argumentos de aportar menos grasas y más fibra. De vez en cuando aparecen referenciados los cereales integrales, aunque de forma un poco confusa y dispersa, cuando se habla de la fibra. 5. Evitar el exceso de azúcar. En las ediciones de 1980 y 1985 se hace sobre todo hincapié en el riesgo de caries. En 1990 se da más relevancia al exceso de calorías por este alimento. En todas se niega con especial énfasis que el exceso de azúcar provoque diabetes. 6. Evitar el exceso de sal. Basándose sobre todo en que se come más de la que se necesita. 7. Si se toman bebidas alcohólicas, hacerlo con moderación. ¿Las ve muy parecidas a las pioneras de 1977? Permítame ayudarle a resaltar
las principales diferencias: - Se introduce la variedad de la dieta como algo positivo. - Se hace hincapié en el mantenimiento del peso mediante el control calórico. - Se incluye el control del alcohol. - Se les quita protagonismo a los lácteos desnatados. Como ya he comentado, durante esta trilogía de la década de los 80 la cosa se mantuvo bastante invariable. La única directriz que sufrió algún cambio significativo fue la cuarta, en la que se pasó de recomendar cantidades adecuadas de fibra y almidón en 1980 y 1985, a sugerir abundancia de vegetales, frutas y cereales en 1990. Probablemente el objetivo era hacerla más comprensible entre el colectivo al que iba dirigida, la gente normal, utilizando un lenguaje basado en grupos de alimentos familiares en lugar de componentes de los mismos. Sigamos adentrándonos en la década de los 90, en cuya mitad se publicó la siguiente revisión, la de 1995. La verdad es que esta versión también podría considerarse como una continuación de las tres anteriores. Sin embargo, la he separado del grupo porque creo que en ella se introdujo un cambio importante. Aunque sin modificaciones de fondo y con también siete recomendaciones, el contenido fue redactado desde cero y renovado en su totalidad. Lo que más llama la atención de estos nuevos textos es su forma de posicionar como protagonistas a los cereales refinados y sus derivados, en primera línea en todas las referencias. No, no es imaginación mía, el folleto de 1995, en los apartados correspondientes (sobre todo en la recomendación número 4) estaba repleto de comentarios favorables, y siempre que se mencionaba a los cereales refinados junto con los vegetales y frutas, aparecían mencionados por delante de éstos. Para rematar la faena, solo se mencionaban los cereales integrales de forma muy anecdótica, al hablar de la fibra. Para formalizar a lo grande este evidente favoritismo, se incluyó entre sus páginas la famosa Food Pyramid, que lucía en su base los mencionados
cereales y sus derivados, dejando claro que se consideraba el grupo de alimentos primordial, con una recomendación de nada más y nada menos que de 6 a 11 raciones diarias. Sin ninguna duda, esta revisión de 1995 fue, en mi opinión, la coronación de los carbohidratos de rápida absorción como los reyes de la alimentación occidental.
La Food Pyramid
Cambiamos de siglo y milenio y llegamos al año 2000, que vino acompañado de su versión de las guidelines correspondiente. Parece que se pretendió dar un lavado de cara más profundo a la iniciativa, al menos externamente. Y respecto a sus contenidos, estas fueron las recomendaciones principales, que en este caso se decidió que fueran diez: 1. Mantener un peso saludable. 2. Ser físicamente activo. 3. Elegir los alimentos basándose en la pirámide.
4. Cereales variados a diario, preferiblemente integrales. 5. Frutas y vegetales variados a diario. 6. Comida sanitaria e higiénicamente segura. 7. Una dieta baja en grasas saturadas y colesterol y moderada en grasas totales. 8. Bebidas y comida con pocos azúcares. 9. Menos sal. 10 Si se bebe alcohol, hacerlo con moderación En efecto, aunque se modificara su número, hubo menos cambios de los que podrían parecer en una primera impresión. De hecho, se le dio más protagonismo todavía a la Food Pyramid creada en la revisión anterior de 1995, incluyéndola de nuevo en la guía y convirtiéndola en la referencia fundamental mediante una recomendación específica (la tercera). En concreto, estas podrían considerarse las novedades respecto a la revisión publicada cinco años antes: - Se elimina la variedad como recomendación para la globalidad de alimentos - Nuevas recomendaciones sobre temas higiénico-sanitarios. - Aunque se siguen considerando los cereales como la base de la dieta, se da preferencia a los integrales. - Se modera el mensaje sobre la restricción de grasas totales. Y seguimos nuestro periplo histórico. Respetando rigurosamente la cadencia, en 2005 se publicó una nueva edición, otra vez redactada desde cero y con una nueva imagen. Su sencilla portada no reflejaba lo que ofrecía en su interior; esta versión fue larga, con más de 80 páginas de contenido en el folleto de difusión. Era menos evidente la lista básica de recomendaciones agrupadas, había que leerse todo el documento con sus numerosos apartados y gran cantidad de información para ir identificándolas.
Para que entiendan a lo que me refiero, creo que es suficiente con que lean las recomendaciones principales, que he intentado extraer del voluminoso y denso original: 1. Consumir alimentos y bebidas densos en nutrientes y limitando las grasas saturadas, grasas trans, colesterol, azúcares añadidos sal y alcohol. 2. Seguir un patrón dietético equilibrado y que cubra las necesidades energéticas. 3. Mantener un equilibro entre calorías ingeridas y consumidas. 4. Realizar pequeñas reducciones de calorías en alimentos y bebidas y aumentar la actividad física. 5. Actividad física regular y reducir actividades sedentarias. 6. Consumir 4-5 raciones diarias de frutas y vegetales. 7. Tomar vegetales y frutas variadas, eligiéndolos de los diferentes grupos (verde oscuro, color naranja, legumbres, feculentos y otros). 8. Tres o más raciones diarias de cereales integrales, con un total de unas seis raciones diarias de cereales. 9. Tres raciones diarias de lácteos desnatados. 10. Reducir las grasas trans al máximo, las grasas saturadas a menos del 10% del total de calorías y el colesterol menos de 300 mg diarios. 11. Mantener las grasas entre el 20 y el 35% de las calorías totales, preferentemente poliinsaturadas y monooinsaturadas. 12. Al seleccionar y preparar carnes, aves, legumbres y lácteos, inclinarse por partes magras, bajos en grasas o desnatados.
13. Limitar la ingesta de grasas saturadas y grasas trans. 14. Elegir frutas, vegetales y cereales integrales ricos en fibra. 15. Elegir y preparar alimentos y bebidas con pocos azúcares añadidos. 16. Tener una buena higiene bucal y comer con menor frecuencia alimentos con azúcares y almidones. 17. Consumir menos de 2300 mg de sodio diarios. 18. Comer alimentos con poca sal y aumentar la ingesta de alimentos con potasio, como frutas y vegetales. 19. No consumir más de dos copas (hombres) o una copa (mujeres) de alcohol diarias. 20. Seguir recomendaciones higiénico-sanitarias con los alimentos. ¿Qué, cómo se le ha quedado el cuerpo? ¿Sería usted capaz de recordar esta veintena de consejos y aplicarlos fácilmente en su día a día? Desde luego, no podemos acusar a los expertos que trabajaron en esta versión de no haber metido horas. Y texto, mucho texto. Que no sé si algún ciudadano norteamericano se leyó en su totalidad Volviendo a las comparaciones, yo identificaría las siguientes diferencias respecto a la edición anterior del año 2000: - Desaparece la Food Pyramid como referencia. - Se mantiene la prioridad de los cereales integrales y se reduce la cantidad de cereales totales. - Se concretan las raciones de lácteos (tres) y se insiste en que sean desnatados. - Se define un rango recomendable de grasas totales, en lugar de su reducción global.
Y llegamos al final de nuestro viaje, terminamos nuestro recorrido histórico con las últimas recomendaciones, las publicadas en 2010, las que están en vigor en el momento de escribir estas líneas. Son bastante populares porque Michelle Obama se ha implicado de forma especial en darlas a conocer. Si nos adentramos en los contenidos, podemos ver que las recomendaciones principales incluidas en su resumen ejecutivo son también bastante numerosas: 1. Controlar las calorías y aumentar la actividad física. 2. Aumentar el consumo de vegetales y frutas, especialmente los de hoja verde, color rojo y naranja y legumbres. 3. Consumir al menos la mitad de los cereales integrales. Sustituir refinados por integrales 4. Aumentar el consumo de lácteos bajos en grasas o desnatados. 5. Variedad de alimentos proteicos, pescados, carnes magras, aves, huevos, legumbres, frutos secos y productos de soja 6. Aumentar la cantidad y variedad de pescado, y usarlo a veces como sustituto de carnes y aves. 7. Sustituir alimentos proteicos con muchas grasas sólidas por otros con pocas o con menos calorías. 8. Procurar sustituir las grasas por aceites vegetales. 9. Tomar alimentos con más potasio, vitamina D, calcio y fibra, es decir, más vegetales, frutas, cereales integrales y lácteos. 10. Reducir el sodio a menos de 2300 mg 11. Menos del 10% de calorías de grasa saturadas, reemplazándolas por
poliinsaturadas o monoinsaturadas. 12. Menos de 300 mg diarios de colesterol. 13. Reducir al máximo las grasas trans . 14. Reducir las calorías provenientes de grasas sólidas y azúcares añadidos. 15. Limitar el consumo de alimentos con cereales refinados, especialmente los que contengan grasas sólidas, sal y azúcares añadidos. 16. No consumir más de dos copas (hombres) o una copa (mujeres) de alcohol diarias Aunque algo más ordenadas y claras que las de la edición anterior, de nuevo la cantidad es importante. Quizás por eso también se creó en junio de 2011 una nueva herramienta de difusión más simplificada, el llamado MyPlate (Mi plato):
Con MyPlate se establecen cuatro mensajes principales (que contendrían en sus explicaciones de detalle todas las recomendaciones indicadas en la lista superior): 1. La mitad del plato que sean vegetales y frutas. 2. La mitad de los cereales que sean integrales. 3. Fuentes de proteínas variadas. 4. Lácteos desnatados.
Y las diferencias fundamentales con la versión anterior de 2005 serían estas: - Limitación por primera vez y de forma clara de los cereales refinados. - Se da alguna directriz más concreta sobre alimentos que son fuentes de proteínas, haciendo hincapié en legumbres y pescado.
- No se limita de forma tan categórica la cantidad total de grasas. Las críticas se centran en las grasas sólidas y se recomienda priorizar los aceites vegetales. Bien, este ha sido nuestro breve recorrido por la historia de las “Dietary Guidelines for Americans”, las recomendaciones dietéticas por excelencia. A modo de epílogo, este podría ser un resumen de los cambios (y no cambios) que han ido ocurriendo a lo largo de los 35 años: Lo que ha cambiado - Aparece primero y desaparece después la variedad como recomendación para la globalidad de alimentos. - Los cereales refinados pasan de ser el alimento principal, a un alimento a minimizar. - Se reduce la cantidad total de cereales recomendada y los cereales integrales van tomado relevancia en sucesivas revisiones. - Se moderan las restricciones sobre las grasas totales y se recomiendan de forma específica las consideradas más saludables. - Pierden relevancia las referencias a la cantidad o porcentaje de macronutrientres. Los carbohidratos dejan de describirse continuamente como el combustible principal y los límites a las grasas totales pierden relevancia. - Se reduce primero y aumenta después la visibilidad de los lácteos, especialmente los desnatados. - Se destaca el valor de algunas fuentes de proteínas como las legumbres y el pescado. - Se concretan los vegetales y frutas más recomendables. - Se hace hincapié en restringir alimentos que solo aportan "calorías vacías".
Y lo que se ha mantenido prácticamente invariable - Control de calorías y aumento de la actividad física. - Cantidad y variedad de frutas y vegetales. - Minimización de las grasas saturadas, grasas trans, sal y colesterol - Asegurar la ingesta de fibra. - Alcohol con moderación. Los resultados Pero si lo dejáramos aquí, el análisis quedaría incompleto, ¿no cree? Ha pasado suficiente tiempo desde aquellas primeras recomendaciones dietéticas de 1977 como para poder hacer balance observando los datos. Así que vamos a ello. Por ejemplo, esta es la evolución de la prevalencia de la obesidad en adultos en EEUU (segmentada en personas con sobrepeso, obesas o extremadamente obesas), según las estadísticas oficiales del Centre for Disease Control and Prevention (CDC), hasta 2010 (datos publicados en 2012).
Y esta es la evolución de los nuevos casos de diabetes diagnosticados, de acuerdo a los datos oficiales de la misma fuente, el CDC:
Que, segmentado por edades, quedaría así:
Sin entrar ahora a debatir sobre el porqué de esta evolución, es evidente que solo queda seguir trabajando y mejorando las políticas al respecto. Está más que claro.
¿Qué es una alimentación saludable? Si quiere curarse en salud dando consejos genéricos de nutrición, lo tiene fácil. Diga "lo que hay que hacer es seguir una dieta saludable" y ya está. Nadie le podrá rebatir eso. Pero ¿qué es una dieta saludable? ¿Hay una definición científica y precisa? En mi opinión, una alimentación saludable debería ser aquella que nos ayude a minimizar los riesgos de sufrir enfermedades y otras dolencias, en equilibrio con una aportación de calidad de vida y bienestar. Por lo tanto, debería basarse en las investigaciones médicas y epidemiológicas más rigurosas y contrastadas disponibles. ¿Es eso lo que dice el consenso científico? En nuestro país, en 2013, el Grupo de Revisión, Estudio y Posicionamiento de la Asociación Española de Dietistas-Nutricionistas (GREP-AEDN) - lo que podría considerarse el consenso científico español sobre nutrición - publicó el ultimo documento en el que se presenta su definición de una alimentación saludable. Una interesante iniciativa que tiene como objetivo, según el propio documento, "mejorar o promocionar la salud pública mediante una propuesta que refleje las evidencias científicas disponibles sobre la relación entre alimentación y salud". Según este grupo de expertos, estas son las premisas que debería cumplir una dieta para ser considerada saludable: 1. Satisfactoria: agradable y sensorialmente placentera. 2. Suficiente: que cubra las necesidades de energía, en función de las necesidades de las diferentes etapas o circunstancias de la vida. 3. Completa: que contenga todos los nutrientes que necesita el organismo y en cantidades adecuadas. 4. Equilibrada: con una mayor presencia de una amplia variedad de alimentos frescos y de origen principalmente vegetal, y con una escasa o nula presencia tanto de bebidas alcohólicas como de alimentos con baja calidad nutricional. 5. Armónica: con un equilibrio proporcional de los macronutrientes
que la integran. 6. Segura: sin dosis de contaminantes biológicos o químicos que superen los límites de seguridad establecidos por las autoridades competentes, o exenta de tóxicos o contaminantes físicos, químicos o biológicos que puedan resultar nocivos para individuos sensibles. 7. Adaptada: que se adapte a las características individuales (situación fisiológica y/o fisiopatológica), sociales, culturales y del entorno del individuo. 8. Sostenible: que su contribución al cambio climático sea la menor posible y que priorice los productos autóctonos. 9. Asequible: que permita la interacción social y la convivencia y que sea económicamente viable para el individuo Como entiendo que estas definiciones están dirigidas a la población en general, yo, como miembro de la misma, me voy a permitir transmitir mi opinión personal a sus autores. Como punto de partida, coincido con gran parte de las propuestas, pero hay algunas que me parecen que van más allá de la definición de "saludable". No digo que esté a favor o en contra, pero creo que en este tipo de definiciones hay que ser riguroso y no mezclar churras con merinas. Si hablamos de saludable, hablemos de saludable; y si queremos hablar de recomendable, de deseable o de exigible, mejor que lo llamemos así, recomendable, deseable y exigible. Por ejemplo, creo que la dieta sea sostenible es un objetivo muy loable, pero que no me parece que tenga relación directa con la salud. Es más, el debate de la sostenibilidad de los alimentos es muy complejo, en el que se mezclan aspectos enfrentados y muy polémicos. Y algo similar podría decir sobre que el hecho de que sea asequible. Entiendo que si no lo es, se estará dificultando su acceso universal (al que todos deberíamos tener derecho), pero yo diría que esa es una variable política o económica, no de salud. En la cuarta definición se habla de evitar los alimentos con baja calidad nutricional. ¿A cuáles se refieren? ¿A los que tienen poca variedad de nutrientes? ¿Cuándo se considera que un alimento tiene baja calidad
nutricional? Por otro lado, la quinta cualidad, "armónica", es la que me genera mayor confusión. ¿Qué significa un "equilibrio proporcional de los macronutrientes"? ¿De qué proporcionalidad hablamos? Me parece que, o se explica mejor, o esta armonía no hay quien la entienda. Que, todo sea dicho, es un término que suena bastante poco científico. Desde otra perspectiva, la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición - AESAN, mediante su estrategia NAOS difunde conceptos para una alimentación saludable. En el apartado específico de su web, en 2012 incluía su propio listado de características que la definen: 1. Suficiente para cubrir las exigencias y mantener el equilibrio del organismo 2. Completa y variada en su composición con inclusión diaria de todos los nutrientes y en ciertas cantidades y proporciones, según la edad y circunstancias de vida. 3. Adecuada a las diferentes finalidades en el organismo según el caso: conservar la salud, cooperar en curar las enfermedades, asegurar el crecimiento y desarrollo de los niños. 4. Adaptada a las necesidades y gasto energético de cada individuo. En este caso se centra en aspectos más relacionados con la salud, pero lo hace de una forma tan genérica y teórica que tengo mis dudas de su utilidad práctica. No tengo pegas en lo de variada, pero me cuesta creer que una persona normal sepa interpretar el resto para su caso particular. Me voy a permitir hacer una pregunta a aquellos que han redactado todas estas definiciones: Estoy convencido de su buena intención, pero ¿han contrastado con algunas personas normales (no expertas) si son entendidas para su caso particular? ¿Se las han dado a una muestra representativa de la ciudadanía y han preguntado sobre su interpretación y aplicación? Porque si no es así, quizás se esté trabajando en balde. Y tal vez en lugar de ayudar a resolver la ignorancia nutricional se esté colaborando a aumentar la confusión.
Bien, hasta aquí lo que hay en nuestro país. Veamos ahora lo que se ha desarrollado en EEUU para valorar lo saludable que es un tipo de dieta. Como hemos visto en el apartado anterior, el departamento de agricultura norteamericano (USDA) y el de salud (HHS) revisan sus recomendaciones nutricionales cada 5 años, que son consideradas como las oficiales en EEUU. Unas recomendaciones que han sido criticadas por parte de muchos expertos y que a menudo están bajo sospecha por venir de una entidad (USDA) cuya principal objetivo es defender y representar a los agricultores norteamericanos. Supongo que tratando de minimizar estas críticas, hace un tiempo se creó A Center for Nutrition Policy and Promotion - CNPP, que tiene la misión de "mejorar la nutrición y bienestar de los americanos". Una de las iniciativas del CNPP es el desarrollo y actualización del llamado Healthy Eating Index (HEI) o Índice de Alimentación Saludable, un indicador diseñado para poder hacer una medición cuantitativa de lo saludable que se supone que es un tipo de alimentación o dieta. Este índice se revisa después de cada actualización de las recomendaciones nutricionales (definidas en 1995, 2005 y 2010), por lo que ya está por su tercera revisión (1995, 2006 y 2012 respectivamente). Concretamente, el HEI se basa en evaluar la cantidad que se ingiere de algunas familias de alimentos, asignando diferentes puntuaciones a diversos rangos. Si los alimentos se consideran saludables, a mayor cantidad, más puntos. Y si no, pues al contrario, más puntos con menos cantidad. De esa forma, cuanto más alta sea la puntuación final, más saludable se considerará la alimentación. Como todo método para simplificar variables complejas, tiene importantes limitaciones, pero también algo bastante interesante: permite resumir en un solo resultado numérico "lo saludable" de unos hábitos alimentarios. La primera descripción que se hizo del HEI, allá por 1995 (“The Healthy Eating Index”), incluía las siguientes diez variables y hasta un máximo de diez puntos por variable, en función de lo que se ajustaran a las recomendaciones (las seis primeras con una política de “comer más” y las
cuatro últimas de “comer menos”): 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
Frutas (10) Vegetales (10) Cereales (10) Leche (10) Carne y legumbres (10) Variedad (10) Sodio (sal) (10) Grasas saturadas (10) Grasas totales (10) Colesterol (10)
Tras las revisión de 2006 (“Development and Evaluation of the Healthy Eating Index-2005”), las variables y sus puntuaciones máximas (entre paréntesis) se modificaron de la siguiente forma (teniendo las tres últimas una política de “comer menos”): 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.
Frutas (5) Fruta completa (5) Vegetales (5) Vegetales verdes, rojos y legumbres (5) Cereales (5) Cereales integrales (5) Leche (10) Carne y legumbres (10) Aceites (10) Grasas saturadas (10) Sodio (sal) (10) Calorías de grasas sólidas y refrescos-dulces (20)
Y en 2012 se publicó la última revisión (“Update of the Healthy Eating Index: HEI-2010”), con los siguientes cambios: 1. 2.
Frutas (5) Fruta completa (5)
3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.
Vegetales (5) Vegetales verdes y legumbres (5) Cereales integrales (5) Lácteos (10) Proteínas totales (10) Marisco y proteínas vegetales (5) Ácidos grasos (5) Cereales refinados (10) Sodio (sal) (10) Calorías de grasas sólidas, alcohol y refrescos-dulces (20)
Podemos repetir el ejercicio que hicimos en el apartado anterior y comparar detenidamente las tres listas, para identificar los cambios que se han producido en 15 años. Y también son significativos: - La variedad deja de puntuarse positivamente a partir de 2006. - La puntuación positiva de los cereales baja de 10 a 5 puntos, y se contabilizan solo los integrales. - Los derivados de cereales refinados han pasado de puntuar positivamente hasta 2005, a puntuar negativamente en 2012. - Las grasas se dejan de puntuar negativamente en 2006 y el impacto negativo de las saturadas se va mitigando. - El colesterol dejó de puntuarse negativamente en 2006. - La carne prácticamente desaparece de la valoración de 2012, centrándose en las proteínas y dando más importancia a las vegetales y el marisco. - En 2012 empiezan a valorarse positivamente los ácidos grasos monoinsaturados y poliinsaturados. - En 2006 aparecen los alimentos que aportan calorías vacías, grasas sólidas, refrescos, dulces y alcohol, como aspecto que puntúa negativamente.
No voy a entrar a comentar y valorar cada una de las variables, pero la evolución es evidente. Y sin duda siguientes ediciones aclararán todavía más alguna de ellas, espero que utilizando definiciones más claras y comprometidas. Y, a la vista de recientes estudios, también afinando y corrigiendo alguna, espero. Bien, estas son dos aproximaciones diferentes de dos países - también diferentes - para definir lo que es una “alimentación saludable”, la de España y la de Estados Unidos, así como los cambios que han sufrido en relativamente poco tiempo. Dejo en su mano la reflexión sobre su idoneidad y utilidad para la población en general. Y a partir de ahora, cuando alguien le recomiende seguir “una alimentación saludable”, podrá preguntarle por la versión en la que está pensando. Si es que realmente conoce alguna…
¿Qué ciencia hay detrás del concepto “dieta equilibrada”? Además del de “dieta saludable”, otro de los términos populares y sobreutilizados en nutrición es el de “dieta equilibrada”. No sé si calificarlo como dogma, principio o regla, pero lo cierto es que este concepto, definido como una distribución concreta de macronutrientes, es todo un tótem de la nutrición. Según el documento de consenso científico español FESNADSEEDO sobre obesidad y nutrición, una dieta equilibrada es la que presenta la siguiente distribución de macronutrientes: 45-55% de Carbohidratos, 1525% de proteínas y 25-35% grasas totales. Es la referencia fundamental (con pequeños cambios) que se lleva utilizando hace décadas por parte de los expertos y profesionales, dando a entender por lo tanto que todo lo que se salga de esos rangos es "no equilibrado" y, en general "menos bueno". No es una directriz exclusiva española, la mayoría de organismos internacionales hacen las mismas recomendaciones. Por fortuna, durante los últimos años la investigación epidemiológica está obteniendo gran cantidad de resultados relacionados con las estrategias para luchar contra la obesidad y las enfermedades crónicas, lo cual está permitiendo actualizar y completar muchos de los principios que se han estado utilizando y comprobar su eficacia real. Centrándonos en los tres macronutrientes principales y con la perspectiva de buscar datos que nos permitan definir lo que es una dieta equilibrada en los términos de porcentajes comentados, intentaré hacer un resumen de lo que dicen las más recientes evidencias científicas y contrastándolo con lo que concluyen y recomiendan las referencias más cercanas, sobre todo el consenso español FESNADSEEDO y la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria EFSA. Proteínas Las proteínas suelen ser la referencia de la referencia, el punto de partida de la definición del equilibrio nutricional. Y el documento maestro sobre la determinación de la cantidad necesaria de proteínas suele considerarse el estudio publicado en 2003, "Meta-analysis of nitrogen balance studies for estimating protein requirements in healthy adults". Este trabajo es un meta-
análisis que analiza los resultados de los estudios más importantes realizados sobre la cantidad de proteínas necesaria para mantener el equilibrio de nitrógeno y es en el que se suelen basar casi todos para hacer recomendaciones. El resultado, después de diversas correcciones estadísticas dirigidas a asegurar que prácticamente el 100% de la población tenga seguro dicho equilibrio, es de unos 0,83 gramos por kilo corporal y por día. Y este suele ser el valor del que se parte para estructurar la composición de una dieta. Sin embargo, conviene recordar lo que es el equilibrio de nitrógeno antes de seguir con la reflexión. Este concepto se utiliza para cuantificar y medir si se excreta más nitrógeno del que se consume. Debido a las reacciones bioquímicas que suceden durante su metabolización, en caso positivo, significaría que el cuerpo quema más proteínas de las que recibe y en consecuencia estaría perdiendo masa magra o músculo, algo poco recomendable para la salud. Por lo tanto, el valor de 0,83 gramos/kilo pretende establecer un mínimo de seguridad, con muy amplio margen, pero un mínimo. Sin embargo, lo habitual es tomar este valor no como mínimo, sino como "el valor correcto", la cantidad de proteínas adecuada para la media de la población. Pero ¿cuál es el valor realmente correcto, el mejor de todos? ¿Y qué pasa si se comen más? ¿Dicen algo los estudios sobre máximos? La realidad es que no hay datos científicos que permitan establecer un máximo recomendado de proteínas ni algo parecido a un valor correcto en términos sanitarios o de salud. Como podrá leer en próximos apartados con más detalle, por muchos supuestos peligros sobre los que haya podido leer por comer muchas proteínas, no están soportados por investigaciones concluyentes. El consenso español FESNAD-SEEDO lo reconoce, al igual que la propia Agencia de Seguridad Alimentaria EFSA en su documento sobre proteínas, por eso ninguno de los dos fijan ningún máximo para este macronutriente. Por cierto, la EFSA también indica que se considera seguro (vamos, que no hace daño) comer el doble de la cantidad recomendada para el equilibrio de nitrógeno.
Grasas En el pasado reciente, diversos estudios epidemiológicos observacionales relacionaron la cantidad total de grasas con la mortalidad y diversas enfermedades, sobre todo cardiovasculares. Son los que se fueron utilizando para fijar porcentajes más bien reducidos de este macronutriente en las dietas recomendadas por los diferentes organismos internacionales. Sin embargo, los últimos estudios más sistemáticos, utilizando metodologías más avanzadas y eficaces, ponen en duda e incluso contradicen estos resultados. Ya que es arriesgado deducir causalidad de estudios epidemiológicos observacionales, una gran parte de los estudios recientes de este tipo han utilizado un enfoque más riguroso y que aporta más información. Se han centrado en analizar el efecto de la sustitución de las grasas (totales y por tipos) por otros macronutrientes. Y los resultados han sido mucho menos concluyentes. En la mayor parte de los casos no se identifican ventajas reduciendo las grasas mediante su reemplazo por carbohidratos, así que es difícil seguir manteniendo la culpabilidad de las mismas en los supuestos efectos negativos. Como lectura didáctica, recomiendo leer el artículo liderado por el prestigioso epidemiólogo Walter Willett “The role of reducing intakes of saturated fat in the prevention of cardiovascular disease: where does the evidence stand in 2010?”, que colaboró aportando información para el consenso danés sobre las grasas. Por otro lado, en 2012 se publicó la impresionante revisión Cochrane realizada sobre las grasas y las enfermedades cardiovasculares, "Reduced or modified dietary fat for preventing cardiovascular disease", llegando a unas conclusiones que están alineadas con lo ya comentado: No hay pruebas claras de que la reducción de las grasas sea una estrategia que aporte beneficios para la salud. Incluso cada vez son más frecuentes estudios observacionales que encuentran todo lo contrario, una relación negativa entre la ingesta de grasas y la mortalidad, como ocurrió en el estudio de 2012 “Total fat intake is associated with decreased mortality in Japanese men but not in women”.
¿Y qué dicen los documentos de referencia? En coherencia con todo ello, en el documento español FESNAD-SEEDO se reconoce que no existe evidencia suficiente para fijar un máximo de grasas. Respecto al mínimo, las directrices internacionales son diversas; por ejemplo, la EFSA lo fija en el 20% y FESNAD SEEDO de nuevo se inclina por pensar que no hay evidencias claras para fijar un valor. Así que nos quedamos sin criterio científico para establecer los porcentajes ideales de grasas en la dieta. Carbohidratos ¿Cómo se fija el porcentaje de carbohidratos equilibrado que debería tener una dieta? Como se explica en el documento específico sobre carbohidratos de la EFSA, durante las últimas décadas este valor se ha deducido por diferencia, es decir, otorgando a los carbohidratos las calorías “libres” que quedaban tras fijar los máximos de grasas y las proteínas, en base a los criterios que hemos visto anteriormente. Pero si a la luz de los nuevos estudios ya no hay criterios para fijar porcentajes máximos de grasas y proteínas, ¿puede haberlos para fijar el de carbohidratos por diferencia? Evidentemente, no. Aunque se ha hecho repetidamente en el pasado, no podemos considerar aceptable establecer su porcentaje de esa forma. Desde algunas fuentes se suele defender la necesidad de una ingesta mínima de carbohidratos bastante elevada aludiendo a algunos estudios observacionales que relacionan un menor porcentaje de carbohidratos con una mayor mortalidad y enfermedades cardiovasculares. Pero la realidad científica es bastante menos concluyente, ya que la media docena de grandes estudios realizados al respecto obtienen resultados contradictorios y en ambos sentidos, como explicaré en otro apartado. Así que realmente no existe una base científica clara que nos aporte directrices concretas sobre la cantidad de carbohidratos totales más recomendable. La representación científica internacional también es consciente de esta situación; por ejemplo, la EFSA, aunque recomienda en su documento un rango
concreto de carbohidratos, reconoce sorprendentemente que lo hace por consideraciones prácticas pero sin datos científicos suficientes. Por otro lado, la revisión más reciente y sistemática que creo que se ha realizado nunca, de mano de la Asociación Alemana de Nutrición en 2012, considera que no hay evidencia científica para concretar ningún tipo de porcentaje recomendado para los carbohidratos y se inclinan por hacer unas pocas pero importantes recomendaciones cualitativas. En definitiva... 1. Tenemos evidencia científica para fijar un mínimo de proteínas recomendado, pero no un máximo. 2. No tenemos evidencia científica (o muy poca) para establecer mínimos ni máximos de grasas. 3. No tenemos evidencia científica para establecer mínimos ni máximos de carbohidratos. Visto lo visto, ¿realmente es científico y riguroso considerar la proporción aproximada de 50/30/20 para los tres macronutrientes como la característica fundamental de una dieta equilibrada? Demasiados agujeros, me parece. Por otro lado, creo que esta forma de aconsejar nutricionalmente aporta más bien poco a un usuario normal. Porque mete en el mismo saco a todo tipo de grasas, todo tipo de proteínas y todo tipo de carbohidratos y eso es un gran error. Un 50% de carbohidratos provenientes de patatas fritas, pastelería y azúcar no tienen nada que ver con un 50% de carbohidratos provenientes de hortalizas, frutas y legumbres. O un 20% de grasas trans no pueden compararse a un 20% de grasas provenientes del pescado, nueces y del aceite de oliva. Para rematar el tema, en 2013 el estudio “Genome-wide meta-analysis of observational studies shows common genetic variants associated with macronutrient intake” comprobó que existe relación entre la ingesta de diferentes macronutrientes y genes específicos asociados a su metabolización, es decir, que el “porcentaje ideal” de cada uno de ellos podría variar de forma significativa en cada persona.
Tras ver lo que dice la ciencia, creo que es momento de valorar si se debe reducir de forma considerable la relevancia que se le suele dar al porcentaje de macronutrientes y establecer como base principal de una alimentación saludable el tipo de alimentos, más que su composición.
¿Cuáles son las cantidades recomendables de proteínas? Una gran parte de nuestro cuerpo está formado por proteínas: Músculos, piel, órganos, sangre... Casi podríamos decir que somos mayormente agua, huesos y proteínas. Las comemos, las separamos en aminoácidos que utilizamos para crear nuevas proteínas (que sirven para la creación de nuevos tejidos, piel, pelo, órganos, etc,), pero también las consumimos en procesos metabólicos, por ejemplo, para la obtención de energía. Por lo tanto, las proteínas son fundamentales y absolutamente imprescindibles, así que es necesario al menos equilibrar las que comemos con las que gastamos en todos estos procesos, ya que en caso contrario estaríamos en una situación de déficit poco recomendable. Como ya he mencionado, para calcular las cantidades necesarias de proteínas, se utiliza el llamado equilibrio de nitrógeno. Como casi la totalidad del nitrógeno que consumimos proviene de las proteínas y como es posible medir el nitrógeno que expulsamos, se puede utilizar este flujo para saber si hay un desequilibrio. Si expulsamos menos de lo que ingerimos, estaremos quemando menos proteínas de las que comemos; y si al contrario, expulsamos más nitrógeno de lo que comemos, estaremos comiendo menos proteínas de las que nuestro cuerpo necesita, por lo que estaremos perdiendo masa magra y músculo. Los expertos han calculado cual es el valor medio mínimo a ingerir para llegar a este equilibrio: 0,66 gramos de proteína por kilo de peso corporal (en todo momento hablaré de gramos de proteínas pura, no del alimento que la contiene). Ese es el valor medio mínimo, pero para que no ocurra eso de "yo me como un pollo y tú ninguno, entre los dos nos comemos medio pollo" y para que más del 97% de la población tenga esa cantidad mínima asegurada (es decir, que la mayor parte del área por debajo de la campana de distribución estadística quede cubierta), se ha hecho la corrección correspondiente y se toma como cantidad recomendada 0,83 gramos por kilo corporal.
Como ya saben, siempre sugiero ir a las fuentes para poder entender este tipo de recomendaciones, así que es conveniente que sepan que estos valores parten de las recomendaciones que hace la OMS sobre el tema, que a su vez se basó en la siguiente revisión científica para hacerlas: Meta-analysis of nitrogen balance studies for estimating protein requirements in healthy adults (2003). Es especialmente interesante para los más expertos, porque explica cómo se hacen todos estos cálculos, de dónde provienen, etc. En definitiva, la recomendación oficial dice que si usted pesa 100 kilos, debería comer alimentos que le aporten unos 83 gramos de proteínas de calidad puras al día. Pero es importante hacer una matización: eso no es más que una recomendación de mínimos, ya que si lee detenidamente el estudio original, verá que este número está calculado pensando que si usted come menos de esa cantidad, serán mayores sus probabilidades de tener un equilibrio de nitrógeno negativo, es decir, una carencia de proteínas. Como suele ocurrir en estos casos, aunque el valor anterior está pensado para llegar a una gran cantidad de población, la ciencia reconoce que hay excepciones. Existen situaciones en las que los requerimientos de proteínas son mayores y en los que es recomendable aumentar su cantidad: En caso de embarazo, se recomienda aumentar la ingesta diaria entre 9 (2º trimestre) y 28 gramos (3er trimestre) totales más, en función del grado de avance de la gestación. En caso de tener bebés lactantes, se recomienda un aumento de entre 13 y 19 gramos totales diarios en el primer y segundo semestre. En caso de estar en un proceso de adelgazamiento, es decir, de balance energético negativo, el cuerpo tiene más tendencia a quemar masa magra y músculo. El documento de referencia científica español, el consenso FESNAD-SEEDO, basándose en estudios existentes al respecto, recomienda en esos casos aumentar la referencia a 1,05 gramos por kilo de masa corporal para evitar pérdidas. Según algunos autores, en épocas de crecimiento o de envejecimiento podría
ser positivo aumentar ligeramente esta cantidad para asegurar la adecuada creación de músculo y tejidos (en el primer caso) o evitar la sarcopenia o pérdida de masa muscular (en el segundo caso), pero no hay todavía suficientes estudios que soporten estas ideas. Sin embargo, es un área en la que se sigue investigando. Si hace ejercicio de forma intensa o es deportista y desea aumentar la masa muscular, también es recomendable aumentar la ingesta a valores todavía mayores, que podrían andar sobre 1,5 gramos por kilo, como se concluye en revisiones tales como Necesidades proteicas de los deportistas y pautas diétetico-nutricionales para la ganancia de masa muscular (2012). Tras esta necesaria introducción, vayamos a la controversia. En primer lugar, estas cantidades (recuerde, son de mínimos) han sido cuestionadas por algunos autores, que consideran que están subestimadas. Por ejemplo, en el estudio de 2010 “Evidence that protein requirements have been significantly underestimated” científicos canadienses explicaron que el método del equilibro de nitrógeno utilizado en el pasado no es el mejor para conocer las necesidades dietéticas de este macronutriente y propusieron mejoras en el cálculo estadístico y en la sistemática de análisis (mediante la técnica del indicador de oxidación de amino ácidos). Calcularon que de esa forma la cantidad mínima de proteínas era de entre 0,93 - 1,2 gramos por kilo de peso y día en adultos y de entre 1,3 - 1,55 gramos por kilo y día en niños. Y ahora, vayamos al tema de mayor debate: Comer muchas proteínas tiene muy mala prensa. Las razones pueden ser diversas y darían para un tratado, pero en mi opinión sobre todo son dos. La primera es ideológica y proviene de algunos influyentes médicos y nutricionistas vegetarianos (y que también se autoproclaman ecologistas), que queriendo convencer a todo el mundo de la bondad de sus ideas y de lo poco sostenible de comer carne, suelen criticar todo lo que tenga algo que ver con la ingesta de animales, incluída la de proteínas. La segunda razón es más científica y tiene su origen en estudios que han asociado comer proteínas con diversos tipos de enfermedades o dolencias. No voy a entrar a en la primera, ya que ese debate está fuera del objeto de este
libro. Así que me centraré en la segunda, los estudios que supuestamente encuentran efectos negativos la elevada ingesta de proteínas: Aumento de las enfermedades cardiovasculares, problemas renales, fragilidad ósea o hipertensión. La verdad es que muchos de ellos no son más que prejuicios, mitos y errores, porque nunca han sido comprobados con una cantidad suficiente de estudios. Es más, los resultados más recientes parecen incluso indicar lo contrario, como puede observarse en los siguientes estudios: - Protein intake and bone health (2011). Se observó mayor densidad ósea entre los que más proteínas comían. - Dietary protein intake and risk of osteoporotic hip fracture in elderly residents of Utah (2004). La mayor cantidad de proteínas no se asoció a un mayor riesgo de fractura de cadera. - Comparative Effects of Low-Carbohydrate High-Protein Versus Low-Fat Diets on the Kidney. (2012) y “Renal Function Following Three Distinct Weight Loss Dietary Strategies During 2 Years of Randomized Controlled Trial” (2013). No se identificaron problemas renales entre aquellos con mayor ingesta de proteínas. - “Dietary protein intake and blood pressure: a meta-analysis of randomized controlled trials”. (2012). En este meta-análisis se comprobó que sustituyendo los carbohidratos por proteínas la tensión arterial mejoraba. Y el meta-análisis de 2013 “Intake of total protein, plant protein and animal protein in relation to blood pressure: a meta-analysis of observational and intervention studies” no encontró relación entre su consumo y la hipertensión, independientemente de que fueran de origen animal o vegetal. Las críticas que tienen algún tipo de base, como la relación entre las enfermedades cardiovasculares y algunos tipos de proteínas, se obtienen de estudios observacionales en los que la causalidad es muy difícil de probar (dispone de más información en un próximo apartado) y dan como resultado riesgos pequeños o moderados, por lo que es muy difícil asegurar que las responsables sean realmente las proteínas. De hecho, haciendo un balance de los diferentes estudios, los indicios apuntan a que es probable que la relación sea provocada por el exceso de carne roja o el cocinado a altas temperaturas,
por lo que podría prevenirse con acciones concretas al respecto. Teniendo en cuenta todo ello, tanto la referencia científica europea EFSA como el consenso español FESNAD-SEEDO llegan a similar conclusión: no hay evidencia científica suficiente para fijar un máximo de proteínas. Lo repito, para que quede claro: El consenso científico dice que no hay pruebas científicas para afirmar que comer más de no-se-cuantas proteínas sea malo. De hecho, incluso la EFSA dice en su documento que no se han documentado efectos adversos consumiendo hasta 3 y 4 veces estos valores. Y ahora, le invito a responder a esta pregunta: Si usted come más proteínas de las necesarias para que el equilibrio de nitrógeno no sea negativo, es decir, más de 0,83 gramos por kilo, ¿qué cree que le pasará? Pues así es, nada malo. O al menos, la ciencia dice que no hay pruebas de ello. De cualquier forma, y teniendo claro que no hay pruebas de que hagan ningún daño, yendo un poco más allá en la reflexión se me ocurren un par de argumentos para sugerir (y digo sugerir, no exigir ni asustar) con cierta base no comer muchas más proteínas de los mínimos comentados: 1. La proteína, especialmente la animal, es energéticamente muy cara para la sostenibilidad medioambiental. Es necesaria mucha más energía para crear la proteína de un filete que de la de una nuez. Así que si queremos aportar nuestro granito de arena a la sostenibilidad de planeta, es mejor comer menos proteínas animales. 2. Si se comen muchos alimentos esencialmente proteicos, podría descuidarse la ingesta de otros alimentos muy importantes (vegetales, frutas, lácteos, etc) en sus cantidades recomendables, porque son sustituidos por los primeros. Evidentemente, todo esto no significa que sea razonable comer proteínas a destajo, sin límite, o que sea recomendable que todo el mundo coma más proteínas. ¿Para qué tendría que hacerlo? Tras analizar todos estos datos, desde mi punto de vista personal creo que en el marco de una dieta completa y saludable, con suficientes raciones de
hortalizas y frutas, grasas saludables, huevos, legumbres, lácteos y alimentos integrales, creo que podemos comer carnes y pescados sin preocuparnos demasiado por las cantidades máximas, porque si comemos todo lo demás, poco "espacio" quedará para excesos. Pero también creo que se debería volver a centrar el debate en lo que considero realmente importante, la calidad nutricional de los alimentos, ya que en mi opinión lo crítico no es la cantidad de proteínas que comemos (si aseguramos el mínimo), sino su calidad. Por lo tanto, pienso que en lugar de darle tantas vueltas a las cantidades, lo que deberíamos debatir es cómo minimizar las proteínas provenientes de los alimentos altamente procesados (salchichas, preparados cárnicos, precocinados, rebozados de pescado y pollo, etc.) y conseguir que la gente coma proteínas a partir de comida de verdad y de calidad: Animales frescos (pescado y carnes blancas preferiblemente sobre las rojas), huevos, leche y vegetales ricos en proteínas (legumbres, frutos secos, etc).
¿Comer más proteínas ayuda a adelgazar? Las dietas hiperproteicas son muy populares entre pacientes y profesionales de la nutrición. Por un lado cada poco tiempo podemos ser testigos del éxito etéreo de algún bestseller oportunista basado en las mismas y por otro de la respuesta iracunda de expertos sanitarios del ámbito nutricional. Pero ¿realmente funcionan? ¿Comiendo más proteínas se adelgaza? Recientemente se han publicado sobre media docena de grandes estudios epidemiológicos observacionales en los que se analiza la correlación entre el sobrepeso y las proteínas. En este caso las evidencias se inclinan precisamente por el efecto contrario, ya que la mayor parte de ellos (aunque no todos) asocian un mayor consumo de proteínas con un mayor sobrepeso. Pero como ya sabe el lector, asegurar la causalidad en estos estudios es poco sólido, sobre todo si no son demasiados y se obtienen valores de riesgo más bien pequeños. En este caso la cantidad de estudios de intervención realizados es verdaderamente importante, especialmente analizando el corto-medio plazo, así que podemos recurrir a ellos para nuestro análisis. Afortunadamente, existen revisiones sistemáticas y meta-análisis sobre estudios que han tratado este tema, por lo que me he inclinado por utilizarlos para nuestra pequeña y particular revisión. Puede conocerlos a continuación, incluyendo sus características generales y resultados principales: “The Effects of High Protein Diets on Thermogenesis, Satiety and Weight Loss: A Critical Review” (2004), analizando la pérdida de peso en 15 estudios con una duración de siete días a un año. Mayores pérdidas para dietas altas en proteínas en 7 de los 15 estudios, 5 de ellos de los más largos, de 6 meses o más. “Systematic review of randomized controlled trials of low-carbohydrate vs. low-fat/low-calorie diets in the management of obesity and its comorbidities” (2009) analizando 13 estudios de entre 6 y 36 meses de duración. Mayor pérdida de peso para las dietas altas en proteínas (aunque
este estudio realmente estaba más centrado en dietas bajas en carbohidratos). “High protein diets decrease total and abdominal fat and improve CVD risk profile in overweight and obese men and women with elevated triacylglycerol” (2009), pequeña review analizando 3 estudios de 3 meses de duración. Pérdidas de peso un poco mayores solo en caso de pacientes con mayor riesgo cardiovascular. “Long-term efficacy of high-protein diets: a systematic review” (2011), analizando 8 estudios de entre 6 y 17 meses. Mayor pérdida de peso (aunque pequeña) para las dietas altas en proteínas, que casi desaparece cuando los plazos son más largos. “The obese patient: clinical effectiveness of a high-protein low-calorie diet and its usefulness in the field of surgery” (2010), analizando casi 40 estudios de muy diversa duración (hasta 2 años), llegando a la conclusión de que pueden ser útiles para mantener el peso y aumentar la saciedad. Por su parte, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria EFSA hizo su propia revisión en 2010, disponible en su documento descargable oficial sobre este macronutriente, a partir de la página 7. Si usted lee dicho documento, comprobará que llegó a la sorprendente conclusión de que todos los estudios preseleccionados, más de medio centenar, estaban mal diseñados y no permitían hacer ninguna recomendación porque no aislaban totalmente el efecto de las proteínas. Y digo sorprendente porque considerando cómo funciona la epidemiología nutricional, si esta idea se aplica estrictamente sería extrapolable a absolutamente cualquier estudio que analizara cualquier macronutriente, micronutriente y alimento, por lo que no podría hacerse ningún tipo de recomendación en ningún sentido. Y los miles de estudios nutricionales de todo tipo que se han hecho durante todos estos años no servirían para nada. Por otro lado, me parece que la EFSA no sigue el mismo criterio con todos los nutrientes o tiene doble vara de medir, porque en su documento sobre las grasas recomienda disminuir al máximo la ingesta de grasas saturadas, aunque en ningún momento hace referencia a los estudios que prueban con absoluta fiabilidad que las grasas saturadas es mejor eliminarlas de la dieta. Desde
luego, como veremos en próximos apartados, la última evidencia científica no parece ir por esa dirección. Tras leer y analizar todas las revisiones, yo resumiría los resultados de todas ellas con esta frase: No se pueden sacar conclusiones muy taxativas, pero las dietas altas en proteínas obtienen a corto y medio plazo al menos los mismos resultados de pérdida de peso que otras de menos proteínas con las que se comparan y, en bastantes casos, incluso algo mejores. De nuevo y como ocurre en la mayoría de los estudios sobre obesidad y dietas, el largo plazo hace que estas diferencias se minimicen. Sin embargo, es cierto que la mayoría de los estudios de intervención han trabajado comparando dietas fijadas e isocalóricas (de igual contenido energético), por lo que no dan información de cómo influye la mayor ingesta de proteínas en el comportamiento de las personas, especialmente al comer libremente (ad-libitum). Para ello, otro enfoque de nuestro análisis podría centrarse en investigaciones de intervención sobre la capacidad saciante de las proteínas en estas condiciones. También hay estudios que han abordado este punto de vista y la mayoría han comprobado que, aunque los resultados no sean espectaculares, las proteínas pueden favorecer de forma significativa la sensación de plenitud, la reducción de apetito o la saciedad. Estos son algunos de ellos: Low, moderate, or high protein yogurt snacks on appetite control and subsequent eating in healthy women (2013) Effects of fat, protein, and carbohydrate and protein load on appetite, plasma cholecystokinin, peptide YY, and ghrelin, and energy intake in lean and obese men (2012) The influence of higher protein intake and greater eating frequency on appetite control in overweight and obese men (2010). The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men (2011). Consuming pork proteins at breakfast reduces the feeling of hunger before lunch (2011) Gluconeogenesis and protein-induced satiety (2012)
A protein-rich beverage consumed as a breakfast meal leads to weaker appetitive and dietary responses v. a protein-rich solid breakfast meal in adolescents (2011) A solid high-protein meal evokes stronger hunger suppression than a liquefied high-protein meal (2011) The acute effects of four protein meals on insulin, glucose, appetite and energy intake in lean men (2010) Lack of effect of high-protein vs. high-carbohydrate meal intake on stress-related mood and eating behavior (2011) The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men (2007) Higher protein intake preserves lean mass and satiety with weight loss in pre-obese and obese women (2007) Inadequate dietary protein increases hunger and desire to eat in younger and older men (2007) A high-protein diet induces sustained reductions in appetite, ad libitum caloric intake, and body weight despite compensatory changes in diurnal plasma leptin and ghrelin concentrations (2005) Conclusiones Basándome en todas las referencias incluidas y reconociendo que la controversia no está cerrada, creo que en caso de necesitar aumentar la sensación de saciedad y controlar el apetito, un moderado aumento de las proteínas (que podría oscilar entre 1 y 1,5 gramos por kilo, dependiendo de la actividad física) puede ser útil para algunas personas. Sin ser la panacea, puede ser una herramienta más para una planificación alimentaria. Y si se recurre a ella, no tiene por qué hacer ningún daño ni aportar efectos no deseados si se siguen comiendo el resto de alimentos de una dieta completa. Por cierto, el consenso español FESNAD-SEEDO de 2011 en este caso no coincide con mis conclusiones y piensa que no existe evidencia para utilizar la cantidad de proteínas como un elemento de apoyo al adelgazamiento.
¿La reducción de grasas disminuye el riesgo cardiovascular? Además de su constante asociación con la obesidad y el sobrepeso, las grasas presentes en los alimentos siguen siendo la oveja negra de los macronutrientes. Las campañas en su contra durante décadas y la poderosa influencia del marketing de la industria alimentaria light o baja en calorías parecen haber fijado con tinta indeleble un rechazo por casi cualquier tipo de grasa alimentaria, relacionándolas con todo tipo de enfermedades y dolencias, con muy contadas excepciones. Como bien sabrán muchos de los lectores, es incorrecto meter en el mismo saco a todas, dada la gran cantidad de ácidos grasos diferentes existentes. Y, de cualquier forma, muchos de ellos son componentes esenciales y necesarios en una dieta saludable, ya que incluso aportan nutrientes que nuestro cuerpo solo puede conseguir mediante su ingesta. Independientemente de estos principios fisiológicos, durante los últimos años se han desarrollado gran cantidad de estudios y revisiones sobre el tema, así que en la actualidad tenemos una situación privilegiada para conocer su impacto en la salud. Una de las acusaciones más populares se basa en su asociación con las enfermedades cardiovasculares, así que vamos a conocer qué dice la ciencia epidemiológica sobre los ácidos grasos y este tipo de enfermedades. La revisión más importante y sistemática realizada sobre la reducción de las grasas y las enfermedades cardiovasculares es la realizada desde la iniciativa Cochrane “Reduced or modified dietary fat for preventing cardiovascular disease” (2012). Incluye el análisis de 48 de los más rigurosos estudios realizados durante los últimos años, haciendo seguimiento a decenas de miles de personas, por lo que puede considerarse la mejor referencia mundial para disponer de información sobre las grasas en la dieta. El denso y detallado informe llega a las siguientes conclusiones, en función de las diferentes estrategias o intervenciones posibles que suelen realizarse con
este macronutriente en la dieta: Reducción de las grasas - No hay evidencias claras de menores índices de mortalidad en enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas bajas en grasas. - Las dietas bajas en grasas se asocian a una modesta reducción del peso, IMC (indice de masa corporal), colesterol total y LDL. Sin embargo, no varían los valores de presión arterial, HDL y triglicéridos. - No hay evidencias claras de una menor cantidad de incidentes cardiovasculares en las dietas bajas en grasas. Sustitución de las grasas saturadas por otras "más saludables" - No hay evidencias claras de una menor mortalidad en las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras. - Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a una modesta reducción del colesterol total y triglicéridos. No presentan cambios en los niveles de peso, IMC, LDL y HDL.. - Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a un mayor riesgo de muerte por cáncer. Reducción de las grasas saturadas + sustitución por otras "más saludables" - No hay evidencias claras de mejores índices de mortalidad en enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la sustitución de las mismas por otro tipo de grasas. - Las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la sustitución de las mismas por otro tipo de grasas, se asocian a una modesta reducción colesterol total, LDL y triglicéridos. Por contra, no se observan cambios en valores de HDL e IMC. Además, de forma general… - Las dietas con reducción y/o sustitución de grasas saturadas presentan una
pequeña reducción del número total de eventos cardiovasculares, pero no de ningún tipo de evento en concreto. Sin embargo, no presentan ninguna mejora en la mortalidad. Creo que las conclusiones no precisan más comentarios. En mi opinión, los autores de la revisión incluso son demasiado conservadores en sus propias conclusiones finales, recomendando la reducción de grasas saturadas “por el pequeño pero potencialmente importante efecto a largo plazo”. A mí me suena a un exceso de prudencia después de haber escrito los párrafos anteriores. Pues bien, no es la primera revisión sistemática que llega a esta conclusión. En 2010 investigadores norteamericanos realizaron el estudio “Meta-analysis of prospective cohort studies evaluating the association of saturated fat with cardiovascular disease”, analizando los estudios observacionales de cohorte que relacionaban la enfermedad cardiovascular con las grasas saturadas. Y concluyeron que tampoco en este tipo de estudio epidemiológicos había evidencia científica suficiente para asociarlas. Lo cierto es que cada poco tiempo aparece algún importante estudio observacional con resultados en la misma línea. Uno de los últimos nos llega de Japón, "Total Fat Intake Is Associated with Decreased Mortality in Japanese Men but Not in Women" (2012), en el que se hizo seguimiento a casi 30.000 personas durante 16 años. Los autores concluyeron que en el caso de los hombres, el riesgo de mortalidad se relacionó de forma inversa (es decir, es menor) al aumentar la ingesta de todos los tipos de grasa: Total, saturada, monoinsaturada, poliinsaturada y poliinsaturada omega-3. Curiosamente, en la que menos se reduce el riesgo es en la que mejor fama tiene, la última de la lista. Y en el caso de las mujeres, el riesgo fue ligeramente mayor sobre todo en el caso de las grasas saturadas, pero con un valor máximo muy moderado, cercano al 20%. Seguramente afectado por este valor, también aumenta el riesgo al consumir más grasas totales, sobre un 10% en el peor de los casos. En los otros tres tipos de grasas no se aprecia un aumento estadísticamente significativo del riesgo (aunque tampoco una reducción, como en el caso de los hombres). Poca cosa, vamos.
Parece bastante claro que las grasas, incluso las saturadas, no son el demonio dietético que nos han contado durante años. Las evidencias científicas tienen bastante poco que decir en su contra, como ha podido comprobar. Así que su erradicación general e indiscriminada de la dieta simplemente no parece tener justificación.
¿Qué dice la ciencia sobre los carbohidratos y su cantidad recomendada? Aunque hemos visto que no hay evidencia científica clara para recomendar unos porcentajes concretos de macronutrientres, quería pararme a hablar un poco más de otro de ellos, ya que ha sido y sigue siendo el que se recomienda comer en mayor proporción. Me refiero, evidentemente, a los carbohidratos. Más adelante hablaremos de las dietas bajas en carbohidratos, pero como introducción previa me parece interesante evaluar una práctica muy habitual, cuando se juzga una estrategia dietética en función del porcentaje de calorías proveniente de los carbohidratos que incluye. En gran cantidad de ocasiones se suele utilizar éste como el primero y principal criterio, considerando que si es menor del 50%, casi de forma automática la dieta suele ser clasificada como “desequilibrada”. Veamos lo que dice la ciencia sobre esta práctica. La revisión científica probablemente más rigurosa y sistemática sobre los carbohidratos la realizó la Sociedad de Nutrición Alemana en 2012, publicada bajo el título “Evidence-based guideline of the German Nutrition Society: carbohydrate intake and prevention of nutrition-related diseases. Su objetivo era formalizar las recomendaciones nutricionales sobre carbohidratos en el país germano. El impresionante documento analiza los estudios y revisiones más relevantes en los que se ha estudiado la ingesta de carbohidratos de diferentes tipos y desde diferentes perspectivas (composición química, índice glucémico, porcentaje calórico, contenido en fibra, etc.) y su relación con diferentes enfermedades (obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, cáncer, etc.). Aunque es largo y denso, la información que contiene es muy importante y debería ser de obligada lectura para todo profesional de la nutrición. En su última página incluye las conclusiones finales en forma de recomendaciones alimentarias para la población, que son breves y muy concisas:
1. Lo que importa no es la cantidad de carbohidratos, sino su calidad. 2. Aumentar la fibra con más vegetales, frutas y alimentos integrales 3. Reducir los refrescos azucarados. Esas son, no hay más. La ciencia rigurosa, según la asociación alemana, solo llega hasta ahí. Y, tal y como he comentado en páginas anteriores, la Agencia de Seguridad Alimentaria Europea EFSA reconoce en su documento específico sobre los carbohidratos que no hay evidencia científica para recomendar un mínimo, pero que “por consideraciones prácticas”, se inclina por establecerlo. No sé a qué se refiere la EFSA con el término “consideraciones prácticas”, pero a mí no me parece un criterio muy científico y riguroso para tomar una decisión. No sé a usted qué le parece, pero yo creo que quedan fuera de juego muchas de las que hasta ahora eran ideas muy aceptadas y repetidas hasta la saciedad, incluido el porcentaje de calorías mínimo que debe provenir de este macronutriente.
¿Son poco saludables las dietas bajas en carbohidratos? Aunque hemos tratado de forma genérica varias veces el tema de los carbohidratos en la dieta, hay un caso específico que genera una gran controversia y del que se habla a menudo desde posiciones bastante enfrentadas: Las dietas bajas en carbohidratos. En lugar de ponernos demasiado vehementes en su favor o en su contra, seguiremos la filosofía habitual, analizando con el máximo de objetividad la información epidemiológica disponible, desde dos puntos de vista: A corto-medio plazo y a largo plazo. Empezando por el corto-medio plazo, aunque hay una cantidad destacable de estudios de intervención aleatorios, en lugar de pararme en cada uno de ellos de nuevo voy a centrarme en los trabajos en los que ya han sido seleccionados, analizados e interpretados. Es decir, voy a referirme a las revisiones sistemáticas realizadas. Estas serían las más destacadas: - Effects of Low-Carbohydrate Diets Versus Low-Fat Diets on Metabolic Risk Factors: A Meta-Analysis of Randomized Controlled Clinical Trials (2012) - Systematic review and meta-analysis of clinical trials of the effects of low carbohydrate diets on cardiovascular risk factors (2012) - Systematic review of randomized controlled trials of low-carbohydrate vs. low-fat/low-calorie diets in the management of obesity and its comorbidities (2009). - Effects of Low-Carbohydrate vs Low-Fat Diets on Weight Loss and Cardiovascular Risk Factors; A Meta-analysis of Randomized Controlled Trials (2006) Y ¿cuáles son sus resultados? Cuando hablamos de este tipo de plazos
relativamente cortos, la única forma de analizar los posibles efectos es mediante indicadores indirectos de enfermedades cardiovasculares, tales como el colesterol, los triglicéridos u otros relacionados con la inflamación asociada a la obesidad o la sensibilidad a la insulina. Porque, digan lo que digan algunos, no hay ni un caso documentado en el mundo en el que se haya probado que este tipo de dietas hacen algún tipo de daño en periodos de tiempo breves. Las conclusiones de todas estas revisiones es similar y podría decirse que es claramente positivo para las dietas bajas en carbohidratos. Concluyen que éstas mejoran significativamente los valores de triglicéridos, HDL (colesterol bueno), sensibilidad a la insulina e indicadores de inflamación. Por el contrario, en ocasiones (aunque no siempre) tienen como consecuencia un aumento del colesterol total y el LDL (colesterol malo). Veamos ahora las investigaciones epidemológicas más importantes realizadas a largo plazo y los resultados que nos ofrecen los estudios observacionales. Como siempre en este caso, quiero recordar que las conclusiones relacionadas con la causalidad son difíciles de asegurar. Estos son los más importantes realizados y sus resultados principales: 1. “Low-Carbohydrate-Diet Score and the Risk of Coronary Heart Disease in Women” (2006), se hizo seguimiento a más de 80.000 mujeres durante 20 años. Concluyó que las dietas bajas en carbohidratos y altas en proteínas y grasas no estaban asociadas a enfermedades cardiovasculares. Añadir que en el mismo estudio se relacionó la ingesta de alimentos de elevado índice glucémico (con carbohidratos de rápida absorción) con un aumento del 90% del riesgo de enfermedad cardiovascular. 2. “Low-carbohydrate–high-protein diet and long-term survival in a general population cohort” (2007), se hizo seguimiento a más de 20.000 personas durante diez años. Observaron que el riesgo de mortalidad aumentaba un 70% en casos de dietas altas en carbohidratos. Destacar que en este estudio también se analizó una versión de la dieta mediterránea y se correlacionó con una reducción del riesgo.
3. “Mediterranean and carbohydrate-restricted diets and mortality among elderly men: a cohort study in Sweden” (2010), se hizo seguimiento a cerca de 1000 hombres durante diez años. Concluyó que la mortalidad aumentaba un 19% en caso de dietas bajas en carbohidratos y el riesgo de muerte por enfermedad cardiovascular aumentaba un 44%. 4. Low carbohydrate-high protein diet and incidence of cardiovascular diseases in Swedish women: prospective cohort study (2012), con un seguimiento a más de 40.000 mujeres durante más de 15 años, por lo que es una muestra muy importante. Los autores del estudio concluyen que con este tipo de dietas aumenta el riesgo de enfermedad cardiovascular, en concreto un 4% por cada 20 gramos menos de carbohidratos que se comen, o unos 7 gramos más de proteínas. 5. Low carbohydrate, high-protein score and mortality in a northern Swedish population-based cohort (2012), con más de 80.000 personas analizadas y comparando los resultados entre los que más carbohidratos comían y los que menos, no se identificó una diferencia significativa de riesgos en ninguno de estos aspectos: mortalidad, cáncer ni enfermedad cardiovascular. 6. Low-carbohydrate, high-protein diet score and risk of incident cancer; a prospective cohort study (2013), con seguimiento a más de 60.000 personas durante más de 17 años, analizando la relación entre la cantidad de carbohidratos (entre el 40 y 60% de la dieta) y la incidencia de cáncer. No se encontró relación significativa entre ambos factores. Como colofón a este repaso de estudios observacionales, en 2013 se publicó el meta-análisis "Low-Carbohydrate Diets and All-Cause Mortality: A Systematic Review and Meta-Analysis of Observational Studies". Sus autores analizaron la mortalidad global, la mortalidad por enfermedad cardiovacascular y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en 17 estudios. Y concluyeron que no había un aumento de riesgo estadísticamente significativo de enfermedad cardiovascular ni de mortalidad por esta enfermedad, pero sí de la mortalidad por cualquier causa, con un aumento del
30%. Por lo tanto, podría parecer que en el largo plazo la reducción de carbohidratos en la dieta no sale totalmente indemne, ya que tres de los cinco grandes estudios encuentran efectos negativos y el meta-análisis identifica un aumento del riesgo de mortalidad global. Así que, de momento, parece que el solo hecho de reducir los carbohidratos totales no es especialmente saludable. Sin embargo, el punto débil de todos estos estudios es que no segmentan la información respecto a "la calidad" de los carbohidratos, es decir, que meten en el mismo saco 100 gramos de carbohidratos procedentes de la fruta y 100 gramos procedentes de la bollería, como bien señalan los propios autores en las conclusiones específicas de cada uno de ellos. Y no es lo mismo, ni mucho menos, como irá viendo más adelante. Así que estamos muy limitados para deducir directrices o conclusiones realmente útiles y fiables a partir de todos estos resultados. En mi opinión, la cuestión no está nada clara. Y como hemos visto en apartados anteriores, las revisiones más recientes sobre el tema realizadas por las entidades de expertos (como la de la Asociación Alemana de Dietistas) llegan a conclusiones parecidas, considerando que no hay pruebas suficientes para afirmar con seguridad que la cantidad total de carbohidratos sea algo relevante para la salud.
¿Es necesario desayunar carbohidratos para tener energía todo el día? Los vendedores de cereales, galletas, bollos y pastelitos, es decir, de derivados de cereales altamente procesados y repletos de carbohidratos de rápida absorción, suelen utilizar como argumento la carga de energía matutina para que desayunemos sus productos. Nos insisten en que comiéndolos, uno consigue una maravillosa energía para todo el día y, como consecuencia, rinde mejor. Bueno, todos conocemos el marketing. Estamos acostumbrados a las exageraciones y los falsos miedos con los que nos quieren convencer. Lo que me sorprende más es cuando los expertos en nutrición utilizan el mismo argumento, sobre todo porque el razonamiento está lleno de falacias. En primer lugar, nuestro metabolismo, si es necesario, es perfectamente capaz de obtener toda la energía que necesita para una actividad normal de las proteínas y, evidentemente, de las grasas. En segundo lugar, hay carbohidratos de lenta absorción que pueden aportarnos energía de forma mucho más constante, regular y además proporcionando valiosos nutrientes. Me refiero a las frutas, a los alimentos integrales y los lácteos, por ejemplo. Y en tercer lugar, la afirmación no tiene evidencia científica que la soporte y se basa en la típica simplificación metabólica: Bastantes carbohidratos refinados es igual a bastante glucosa corriendo por nuestra sangre, que es igual a energía a mansalva. Pero como ya hemos visto con anterioridad, la realidad no es tan sencilla, ya que con un estilo de vida predominantemente sedentario (como es el de la mayoría de las personas), los carbohidratos de rápida absorción provocan importantes y poco deseables efectos secundarios, como comprobará en posteriores páginas. Es cierto que ese bajón de energía de media mañana es algo bastante popular, pero habría que analizarlo científicamente para ver si es real, a qué se debe (fisiológico, psicológico, etc.), qué niveles tienen los diferentes indicadores, etc. Y no se ha hecho, que yo sepa. Pero es que algunos expertos aportan otras interpretaciones bastante plausibles, como la siguiente: las personas con cierta resistencia a la insulina (buena parte de las que tienen obesidad) sufre ese tipo
de bajones de energía, pero el origen es bien distinto. En estos casos, tras un desayuno cargado de carbohidratos refinados, el páncreas reaccionaría de forma exagerada e inundaría de insulina el torrente sanguíneo, "llevándose por delante" casi toda la glucosa en muy poco tiempo. Al reducirse tan brúscamente la glucosa, esa escasez temporal podría afectar al cerebro y dar lugar al inoportuno amodorramiento. Conocidas las diversas hipótesis, ¿qué dice la ciencia epidemiológica sobre el tema? Las investigaciones que han analizado el efecto de diversos tipos de desayunos y comidas con diversos índices glucémicos obtienen resultados diversos y contradictorios. Algunos de los más recientes incluso concluyen precisamente lo contrario, que se rinde mejor y que se mejora la atención y el rendimiento intelectual si por la mañana tomamos alimentos de bajo índice glucémico, es decir, que contengan carbohidratos de lenta absorción. Estos son algunos de ellos, que hacen especial hincapié en el efecto en niños: - Ingesting breakfast meals of different glycaemic load does not alter cognition and satiety in children (2013) - Breakfast glycaemic index and cognitive function in adolescent school children (2012). - Glycaemic index and glycaemic load of breakfast predict cognitive function and mood in school children: a randomised controlled trial (2011) - A low glycaemic index breakfast cereal preferentially prevents children's cognitive performance from declining throughout the morning (2007) Así que, en mi opinión, es que mejor que incluya en su desayuno (y el de sus hijos) proteínas y grasas de buena calidad, lácteos y frutas o alimentos integrales. Tampoco pasará nada si de vez en cuando añade alguna tostada, claro. Pero no necesitarán ningún tipo de galleta ni de comida basura (sí, me refiero a los cereales de desayuno, especialmente a los infantiles) para correr y estar llenos de energía. Y mucho menos para conducir un coche y trabajar sentado ante un ordenador.
¿Qué evidencias soportan las dietas bajas en grasas y calorías? El enfoque más tradicional de la intervención dietética ha sido considerar el comer demasiada comida (o más bien excesivas calorías, normalmente en forma de grasas) como el origen del problema de la obesidad, por lo que la solución más habitual se considera clara y diáfana: Para no engordar o adelgazar, lo que hay que hacer es ingerir menos grasas y menos calorías. Suena lógico, ¿verdad? Pero ¿estas recomendaciones tienen soporte científico? ¿Se ha comprobado que comiendo menos calorías y grasas se consigue adelgazar a largo plazo? De nuevo como punto de partida voy a utilizar las referencias científicas que el consenso de expertos españoles presenta para esta recomendación, que se detalla en el ya conocido documento de referencia español FESNAD-SEEDO. La densidad energética La densidad energética es un factor que indica las calorías que aporta un alimento por unidad de peso. Es lógico pensar que al comer alimentos con más densidad energética, se ingieren más calorías y se engorda. Para evidenciar este razonamiento, en el documento FESNAD-SEEDO se presentan cuatro estudios. Los dos primeros son observacionales y los otros dos de intervención. Veamos todos con más detalle: En el primero de ellos, "Prospective study of dietary energy density and weight gain in women"(2008), basado en los datos del Nurse's Health Study II y haciendo seguimiento a más de 50.000 mujeres, como resumen de sus conclusiones se incluye una tabla con una larga lista de alimentos, ordenados en función de su correlación con el sobrepeso y mostrándose de forma simultánea su densidad energética. Analizándola con detalle, se observa cómo la densidad energética y la obesidad están asociados, pero con claras excepciones. Algunos muestran una elevada densidad energética, pero poca correlación con el sobrepeso: Pollo, aceite de aliño, frutos secos, mantequilla, mermelada, pan integral, aguacate, licor. Y por el contrario, hay también unos cuantos que a pesar de tener baja densidad energética, están altamente
relacionados con el sobrepeso: Coca cola, coca cola sin cafeína, otros refrescos, sopa. Observando la tabla con detenimiento a mí me parece que, además de la densidad energética, hay un factor que los alimentos que se asocian con el sobrepeso también tienen en común: Están altamente procesados o contienen muchos carbohidratos de rápida absorción o azúcar. En el segundo estudio, "Dietary energy density predicts women's weight change over 6 years (2008), se observan los mismos aspectos. En este caso la muestra es menor, unas doscientas mujeres, a las que se hizo seguimiento durante 6 años (tras recibir algún consejo nutricional basado en la criticada y ya retirada food pyramid de la USDA). Se encontró correlación entre mayor densidad energética y mayor sobrepeso, pero si miramos las tablas y resultados del estudio completo, observamos que los alimentos están muy poco segmentados. Es decir, que se mete en el mismo saco a todas las grasas y todas las carnes, por ejemplo, por lo que es muy difícil poder sacar conclusiones o hacer recomendaciones detalladas. Sólo los carbohidratos y los vegetales presentan cierta segmentación y se observa que las mujeres que más engordaron también comían más carbohidratos de rápida absorción (pan, bollería) y patatas fritas. ¿Hay más estudios similares no incluidos en el documento FESNAD-SEEDO? Pues sí y las conclusiones son parecidas, observándose el mismo fenómeno: que el criterio de correlacionar la alta densidad energética con el sobrepeso a veces funciona, pero otras no, porque tiene bastantes excepciones. Aunque no está especificamente diseñado para analizar la densidad energética, en el estudio de 2010 "Changes in Diet and Lifestyle and Long-Term Weight Gain in Women and Men " en el que se hicieron seguimiento a 120.000 personas durante 20 años (se utilizaron los mismos datos que para el primer estudio visto con anterioridad, tomados del NHS II) y así quedaron clasificados algunos alimentos según su correlación con la obesidad (cuanto más arriba, más correlación con la obesidad):
Como puede observar, hay algunos de alta o destacable densidad energética que aparecen en posiciones muy cercanas al centro (con poca relación con la obesidad) e incluso bajas: Queso, mantequilla, nueces, comida frita. El yogur, que tiene una densidad energética media, salta a la posición más baja ya que presenta una correlación muy negativa con la obesidad. Y las primeras posiciones, las de los que más engordan, las copan alimentos con carbohidratos de rápida absorción (sobre todo patatas fritas), carnes y cárnicos procesados... junto con los refrescos, que tienen baja densidad energética. Volvamos a las evidencias del documento FESNAD-SEEDO, en este caso a los estudios de intervención. El trabajo "Reductions in dietary energy density are associated with weight loss in overweight and obese participants in the PREMIER trial” (2007), tiene 6 meses de duración y realmente es parte de la iniciativa PREMIER, dirigida a reducir la presión arterial. Se dividió en tres a un grupo de unas 650 personas a las que se les asignaron diferentes tipos de alimentos. Y en efecto, se observó correlación entre la densidad energética y el sobrepeso. Pero es una pena que no podamos analizar el efecto de los diferentes tipos de alimentos porque las publicaciones originales no aportan detalles. Al leer las tablas que se incluyen se observa que adelgazaron más aquellos que redujeron de forma importante sobre todo la ingesta de
carbohidratos refinados, dulces, carnes y grasas y los que aumentaron la de frutas y vegetales y lácteos. Me parece correcto, aunque aporta poquísima información para evaluar la causalidad de la densidad energética al haber metido en el mismo grupo a todas las grasas y todas las carnes. Y de nuevo las nueces son la excepción (y con las grasas tampoco está tan claro): a pesar de su alta densidad energética, su correlación con el sobrepeso es muy pequeña o se obtienen resultados dudosos. El cuarto estudio, “Energy intake and body weight effects of six months reduced or full fat diets, as a function of dietary restraint” (1998), también analizó la intervención sobre un grupo de unas 200 personas que se subdividió en subgrupos en función de su fuerza de voluntad y a los que se les aplicó una investigación orientada a evaluar sus comportamientos en la compra e ingesta de alimentos, dándoles opción a adquirir alimentos normales o sus versiones "light" (sin grasa) en un supermercado preparado. Se concluyó que los que más adelgazaron fueron los que más productos light comieron y más fuerza de voluntad tenían. Y los que más engordaron fueron los que más productos con grasa eligieron y más libremente comieron. Un estudio con bastantes limitaciones, ya que por su metodología tan especial es muy difícil aislar el efecto de cualquier variable. No se hizo ningún análisis de otros factores o segmentación de alimentos que pudieran influir en el resultado. Además, el plazo fue bastante modesto: 6 meses. Recomendaciones de otras asociaciones y entidades La segunda perspectiva con la que el documento FESNAD-SEEDO justifica la estrategia de reducción de calorías y grasas es mencionando y recopilando las recomendaciones de una buena cantidad de asociaciones internacionales relacionadas con la nutrición y organismos oficiales. La mayoría de ellas, efectivamente, así lo hacen. Aunque el documento no detalla en base a qué estudios o investigaciones se sustentan todas esas recomendaciones. Otros estudios Bien, este ha sido el soporte científico que propone el consenso de expertos español. Pero si usted intenta buscar por su cuenta grandes estudios o
revisiones sistemáticas que puedan evidenciar la efectividad a largo plazo de la reducción de grasas o calorías para combatir la obesidad, no lo tiene fácil. Un servidor ha estado un tiempo haciéndolo y me gustaría destacar otros estudios y revisiones muy relevantes y relacionados con el tema, con los que uno se encuentra irremediablemente en esta búsqueda. El primero que quiero mencionar se realizó en 2002 y se hizo mediante la iniciativa Cochrane, que como ya sabe es la referencia mundial para revisar estudios científicos y sacar conclusiones médicas. Se titula "Advice on low-fat diets for obesity" e hizo una revisión sistemática y detallada de los estudios de intervención más rigurosos que se habían basado en dietas bajas en grasas y reducción de calorías. Su conclusión se traduciría de la siguiente forma: “Las dietas bajas en grasas no son mejores que otras dietas en la consecución de pérdidas de peso a largo plazo”. Es una forma "suave" de explicar lo que se ve en los datos que presenta, que son bastante desalentadores: Este tipo de dietas tras los primeros 6 meses permiten adelgazar unos 5 kilos, a los 12 meses la reducción se queda en 2,3 kilos y a los 18 meses deja de ser eficaz por completo para perder peso. Otra importante revisión sistemática de dietas de intervención más reciente, sobre todo de aquellas centradas en el control calórico, "The clinical effectiveness and cost effectiveness of long-term weight management schemes for adults: a systematic review"(2011) llega a similares conclusiones: Al pasar los meses, en unos pocos años los kilos perdidos se recuperan y las pérdidas de peso prácticamente desaparecen. Incluso las versiones más extremas de las dietas bajas en calorías, las que aportan menos de 800 Kcal al día y que se suelen aplicar en situaciones médicas o de salud también especiales, consiguen resultados mediocres a largo plazo. En el meta-análisis "The evolution of very-low-calorie diets: an update and meta-analysis" (2006) se concluyó que las dietas muy bajas en calorías consiguen pérdidas de unos seis kilos al final de los estudios más largos. Entre las más recientes, en el año 2012, se realizó el meta-análisis “Effect of reducing total fat intake on body weight: systematic review and meta-
analysis of randomised controlled trials and cohort studies”, con relativo impacto mediático. El trabajo fue bastante exhaustivo, seleccionando 33 estudios de intervención que siguieron la estrategia de reducir la cantidad de grasas ingeridas con una duración interesante por lo amplia: Desde 6 meses hasta cinco años. Y los resultados no difirieron demasiado de la tónica general. La pérdida de peso media que se obtuvo fue de unos escasos 1,6 kilos. Sorprendentemente, los autores concluyeron que "La reducción de la grasas totales conlleva una pequeña pero estadística y clínicamente significativa reducción de peso en adultos (...)". Espero que me perdonen los autores, pero a mí poco más de un kilo de adelgazamiento en intervenciones de tanta duración me parece un valor muy pequeño y muy lejano a poder considerar la reducción de grasas como algo clínicamente eficaz en la lucha contra la obesidad. Centrándonos en estudios concretos, la intervención más espectacular realizada nunca para reducir la ingesta calórica, sobre todo sustituyendo las grasas y reduciendo calorías – y que tampoco está en el consenso FESNADSEEDO - se realizó en el impresionante y carísimo estudio “Women’s Heath Initiative Dietary Modification Trial”, cuyos resultados se publicaron en el año 2006, controlando y asesorando a casi 50.000 personas divididas en dos grupos, a lo largo de siete años y medio. Durante el primer año los resultados fueron prometedores, con interesantes pérdidas de peso. Pero a largo plazo, cuando los años pasaron y a pesar de que las mujeres participantes sobre las que se estaba actuando seguían a dieta y bajo control, intentando comer menos grasas y más carbohidratos, recuperaron el poco peso perdido. Los resultados fueron concluyentes: La media de adelgazamiento fue mínima, de aproximadamente medio kilo al final del estudio. Sí, ha leído bien. Tras siete años a dieta únicamente consiguieron medio kilo menos. Conclusiones Respecto a la densidad energética, como era de esperar es un factor correlacionado con la obesidad. Pero su soporte científico como herramienta terapéutica para combatir la obesidad es irregular, probablemente porque sea un factor más a tener en cuenta entre unos cuantos en la dieta y la alimentación: velocidad de digestión, capacidad saciante, nutrientes, efecto sobre las
hormonas, etc. Además, puede crear confusión entre las personas con sobrepeso, al tener bastantes excepciones. Centrándonos en lo que nos interesa y respondiendo a la pregunta inicial, viendo los estudios existentes yo me atrevería a decir que la evidencia científica que hay sobre la efectividad clínica de la reducción de las grasas y las calorías para combatir la obesidad a largo plazo es más bien escasa. Lo que he presentado en este artículo creo que es lo más relevante que hay al respecto. Aunque la termodinámica es indiscutible, las personas no somos capaces de mantener las exigencias que se piden con este tipo de estrategias. Nos guste o no, parece que es así.
¿Se puede adelgazar sin pasar hambre? Basta con dejar de comer y se adelgaza. Es tan obvio... como inefectivo. En efecto, dejando de comer se pierde peso, pero entonces comienza la lucha contra el hambre. Una lucha terrible, desigual, en la que tenemos todas las que perder. Porque el hambre es una de las grandes fuerzas de la naturaleza, íntimamente unida a la supervivencia y por la que seríamos capaces de cualquier cosa. Hasta de matar. Afortunadamente, la sensación de hambre que podemos sentir al seguir una dieta de adelgazamiento que nos obliga a comer menos de lo que nuestro apetito nos dicta, no nos empujará a matar. Pero con mucha probabilidad acabará siendo insoportable a largo plazo, como se ha demostrado una y otra vez durante décadas y como hemos visto en el apartado anterior. A pesar de que estemos ingiriendo más calorías de las que realmente necesitamos, si nuestro punto de ajuste está marcando reserva continuamente, tarde o temprano acabaremos llenando el depósito hasta que deje de atormentarnos. Por eso una estrategia de adelgazamiento a largo plazo no debe basarse en comer menos, sino en comer mejor. Como veremos en el apartado “Energía y Metabolismo”, al comer alimentos para los que nuestro cuerpo está diseñado conseguiremos que nuestro punto de ajuste vuelva a su ser y nos avise de forma más eficaz, haciéndonos sentirnos saciados cuando realmente hayamos ingerido lo que nuestro cuerpo necesita. Y el metabolismo gestionará de forma eficiente, racional y equilibrada toda esa energía por nuestro organismo. Si además cambiamos unos cuantos hábitos, entre los que deberíamos priorizar el hacer ejercicio, estaremos muy cerca de la solución. Un ejemplo didáctico de este planteamiento lo podemos observar en el estudio "Body composition, dietary composition, and components of metabolic syndrome in overweight and obese adults after a 12-week trial on dietary treatments focused on portion control, energy density, or glycemic index" (2012), publicado en Nutrition Journal. Los investigadores americanos dividieron a 150 pacientes en tres grupos de forma aleatoria, aplicando una estrategia diferente a cada uno. Al primero se le aplicó una dieta controlando
las porciones y las calorías, siguiendo las directrices habituales y recomendadas por asociaciones de dietistas y organismos oficiales. En el segundo los esfuerzos se centraron en evitar los alimentos de mayor densidad energética. Y en el tercero se promovió el consumo de alimentos de bajo índice glucémico. Lo más interesante es que, a diferencia de en el primero, en el segundo y tercer grupo no se limitaron las cantidades en las comidas, se les dejó a los sujetos comer lo que consideraran oportuno (únicamente se les dieron recomendaciones para aprender a dejar de comer un poco antes de sentirse repletos). Tras casi tres meses, los resultados de pérdida de peso, otros indicadores relacionados con la salud y el síndrome metabólico fueron muy similares para las tres propuestas. En 2013, el los investigadores del estudio “Effects of a low-carbohydrate diet on weight loss and cardiometabolic profile in Chinese women: a randomised controlled feeding trial” vivieron una experiencia similar. Tras poner a dieta a 50 mujeres durante 12 semanas, la mitad de ellas (aleatoriamente) bajo una propuesta baja en calorías y cantidades limitadas y la otra mitad con una dieta muy baja en carbohidratos en la que podían comer a voluntad el resto de los alimentos. Los resultados de perdida de peso fueron los mismos y los indicadores del perfil lipídico incluso fue mejor entre el segundo grupo. Estos resultados, en mi opinión, pueden extrapolarse a la vida real. Si las personas consiguen saber qué alimentos son los más adecuados para que su metabolismo funcione con normalidad, y por qué, no tendrán que pasar hambre y su organismo podrá auto-regularse con eficacia.
¿Quiere decir que la dieta de bajo índice glucémico o baja en carbohidratos es la mejor? No siempre, dependerá de su cuerpo, sus costumbres, su metabolismo… Pero los estudios mencionados creo que sirven para mostrar que es posible adelgazar sin pasar hambre.
Podrá aprender cómo hacerlo con el apoyo de expertos profesionales en dietética y nutrición, y también con la ayuda de la información que leerá en posteriores apartados. Y, por supuesto, en el libro “Lo que dice la ciencia para adelagazar”.
¿La variedad de la dieta es buena o mala para la obesidad? ¿Una dieta debe ser variada? ¿Cuánto de variada, mucho, lo suficiente, no demasiado...? Aunque no es algo muy conocido, la variedad de la alimentación ha pasado por diferentes etapas de valoración, que han modificado sustancialmente las recomendaciones relacionadas con la diversidad de los alimentos que se deberían comer. Probablemente la tendencia más extendida y aceptada es la más antigua, la que considera la variedad como una cualidad positiva. Es una idea muy arraigada, ya que el sentido común nos empuja a pensar que ayuda a conseguir una mayor diversidad de nutrientes y también a prevenir una alimentación monótona, aburrida y poco satisfactoria. La frase "comer de todo un poco", uno de los tópicos más populares en nutrición, probablemente provenga de esta época y de esta presunción. Y su popularidad puede que también tenga que ver con lo agradable que resulta aceptarla, ya que comparada con otras recomendaciones nutricionales, normalmente restrictivas y bastante antipáticas, es casi un placer seguirla. Como indicación de la aceptación de este planteamiento, en la primera versión del Healthy Eating Index de 1995 - el índice que se utiliza para calcular lo saludable que es una dieta - se incluyó la variedad como factor positivo, que podía llegar a aportar hasta un 10% de la puntuación total del índice. Sin embargo, poco después las cosas empezaron a cambiar, ya que se publicaron diversas investigaciones que hacían pensar que una dieta variada se asociaba con un mayor sobrepeso. Por ejemplo, las revisiones "Dietary variety, energy regulation, and obesity" (2001) y "Effect of sensory perception of foods on appetite and food intake: a review of studies on humans" (2003) sugirieron en sus conclusiones que había estudios que confirmaban esta relación. Posteriores trabajos, tales como "Volume and variety: relative effects on food intake" (2006) , "Understanding variety: tasting different foods delays satiation" (2006) o “Associations between food variety and body fatness in Hong Kong Chinese adults” (2004) también parecían asociar un riesgo de comer más en dietas más variadas.
Así que la revisión de las “Dietary Guidelines” norteamericanas y el Healthy Eating Index de 2006 eliminaron de su lista de factores positivos la variedad. Y entre los profesionales de la nutrición que estuvieran al tanto de la investigación más reciente se extendió la idea de que una dieta demasiado variada podía ser contraproducente en la lucha contra la obesidad. Algunos estudios complementarios remataron la faena, como por ejemplo el publicado en 2008, "Dietary variety impairs habituation in children", en el que se observó que el exceso de variedad dificultaba que los niños se acostumbraran a los alimentos. Sin embargo, hay aspectos en estos razonamientos que presentan algunas sombras. Si usted lee los diferentes estudios y trabajos originales, comprobará cómo en casi todos ellos se destaca que el concepto de variedad está muy poco definido y estandarizado, y que cada uno evalúa con diferencias importantes. Por otro lado, a menudo se observa que este factor aparece mezclado con la palatabilidad, es decir, el placer o recompensa que sentimos al comer algo. Ambos están relacionados, y como comentaré más adelante, parece bastante comprobado que una elevada palatabilidad genera complejas reacciones cerebrales, favorece el sobrepeso e incluso podría desembocar en una especie de adicción a algunos alimentos. Pero conceptualmente la palatabilidad y la variedad son diferentes, se puede seguir una dieta muy variada sin exceso de alimentos muy palatables, y viceversa. Así que se debería tener especial cuidado en no confundirlos a la hora de hacer recomendaciones. Con ánimo de aportar algo de luz sobre el tema, se publicó en 2013 en British Journal of Nutrition una excelente revisión sistemática sobre esta interesante cuestión, "Associations between dietary variety and measures of body adiposity: a systematic review of epidemiological studies". Los autores analizaron los estudios observacionales y de intervención más importantes, tanto de forma global como de forma segmentada. En concreto, estudiaron de forma separada el efecto de la variedad de la dieta entre alimentos más saludables o recomendables y entre alimentos menos saludables. La principal conclusión de los investigadores americanos se refleja en el
siguiente gráfico, en el que he representado el número de estudios que obtienen una asociación o relación entre la grasa abdominal (directa, inversa o no existente) y el tipo de alimento (global, recomendado o no recomendado):
Relación entre la variedad de la dieta y la grasa abdominal
Para una mejor interpretación, he representado de color gris el efecto positivo (o relación inversa) y en negro el efecto negativo (o relación directa). Como pueden observar, la heterogeneidad es muy elevada y los resultados diversos y a veces contradictorios, así que es un poco arriesgado sacar conclusiones tajantes. Pero, puestos a hacerlo - que para eso se hacen los estudios -, yo haría las siguientes (que coinciden con las de los autores): Para la globalidad de los alimentos (barra de la izquierda), los estudios que encuentran una relación inversa (gris) o los que no encuentran relación (blanco) entre la variedad y la grasa abdominal son bastante más que los que encuentran una relación directa (negro), así que en principio, la variedad parece una característica global buena o aceptable. En la segmentación de alimentos no recomendados (barra central), la relación directa (negro) es claramente mayor que la inversa (gris), así que cuando se ingieran este tipo de alimentos, conviene que la variedad se minimice para controlar su ingesta.
Y en la segmentación de alimentos recomendados (barra de la derecha), la relación es sobre todo inversa (gris) o no significativa (blanco), así que en este caso la variedad es algo bueno y que debería promoverse. Bueno si lo piensa un poco, es de sentido común. Mucha variedad en lo bueno pero poca en lo menos bueno. Por ejemplo, llevando estas ideas a la práctica, si usted quiere ofrecer un desayuno saludable, incluya varias frutas pero solo un tipo de galletas. Tiene su lógica y está soportado por la ciencia. Y parece que esta directriz mantiene margen para seguir disfrutando con la comida variada. Aunque el debate sobre qué es lo bueno y lo menos bueno sigue abierto, claro.
¿Concienciación y objetivos alcanzables aumentan el éxito de una dieta? Algunas de las recomendaciones de algunos profesionales de la nutrición suelen estar relacionadas con la sistematicidad y detalle con la que debe abordarse el proceso de adelgazamiento. En concreto, se suele hacer especial hincapié en tres aspectos: 1. Estar suficientemente concienciado: Para empezar una dieta en la que probablemente habrá que restringir cosas o cambiar comportamientos, hay que tener una motivación suficiente y estar dispuesto a hacer el esfuerzo que sea necesario. Por lo tanto, la preparación previa es fundamental para asegurar que se llega a dicho momento estando “maduro” y concienciado. 2. Ponerse objetivos accesibles: Fijarse objetivos alcanzables, pequeños y progresivos, permite ir obteniendo pequeños resultados que motivarán más en las fases siguientes y ayudarán a tener fuerzas y ánimos para continuar. 3. Evitar pérdidas de peso rápidas: Si se sigue una dieta que nos hace adelgazar demasiado rápido, hay más probabilidad de que tengamos “efecto rebote” y será más difícil mantener el peso perdido a largo plazo. La dieta eficaz no parece ser compatible con la prisa. Le suenan ¿verdad?. Y además parecen totalmente razonables, lógicas y con sentido. Pero, ¿estas recomendaciones están soportadas por la ciencia? En 2013 la reconocida publicación New England Journal of Medicine publicó el trabajo “Myths, Presumptions, and Facts about Obesity", en el que una buena cantidad de expertos analizaron la bibliografía científica relacionada más de una docena de mitos y presunciones muy aceptadas y repetidas por médicos y nutricionistas. Y estos tres aspectos estuvieron entre los “elegidos”, con resultados bastante sorprendentes. El mito de “estar preparado” parece que no se pudo confirmar ya en 1999, cuando se publicó el estudio “Dieting readiness test fails to predict enrollment in a weight loss program”, en el que se comprobó que aquellas personas que habían sido clasificadas como más preparadas para hacer dieta no consiguieron mejores resultados. Igualmente, en el estudio de 2008
“Motivational interviewing fails to improve outcomes of a behavioral weight loss program for obese African American women: a pilot randomized trial”, las mujeres que acudieron a varias sesiones de motivación previas no consiguieron mejores resultados que las que simplemente siguieron la dieta, sin preparación previa. Respecto a la accesibilidad de los objetivos, diversos estudios no han podido comprobar su eficacia o han obtenido resultados confusos y diversos, sin ventajas en el mantenimiento del peso a largo plazo o con resultados igual de buenos (o mejores) cuando se ponen objetivos muy ambiciosos y poco realistas. Estos son unos cuantos: Weight loss goals and treatment outcomes among overweight men and women enrolled in a weight loss trial (2005) The role of patients' expectations and goals in the behavioral and pharmacological treatment of obesity (2007) Are unrealistic weight loss goals associated with outcomes for overweight women? (2004) Changing weight-loss expectations: A randomized pilot study (2005) Para finalizar, la pérdida de peso rápida muy a menudo se asocia a una recuperación del peso igual de rápida. Suena un poco a castigo divino, ya que tendemos a pensar que algo muy satisfactorio, debe de tener su contrapartida negativa. Así que se suele aceptar con resignación y muchos profesionales suelen utilizarlo como amenaza cuando les toca criticar la dieta de moda de turno (de hecho, la promesa de pérdida de peso rápida está incluida entre las características de las llamadas dietas milagro contra las que alertan los organismo oficiales). Sin embargo, los estudios indican que la velocidad de adelgazamiento no es un factor especialmente relevante para el éxito de una intervención dietética de este tipo, porque los que adelgazan más despacio tampoco consiguen mejores resultados. De hecho, algún estudio concluye que las pérdidas de peso rápidas pueden ser un factor de éxito, más que de fracaso, como por ejemplo el realizado en 2010 “The association between rate of initial weight loss and
long-term success in obesity treatment: does slow and steady win the race?” y el publicado en el año 2000 “Lessons from obesity management programmes: greater initial weight loss improves long-term maintenance”. Por lo tanto, en mi opinión, basarse en este tipo de mitos y presunciones para conseguir que alguien pierda peso es arriesgado; si el proceso fracasa es probable que lo achaquemos erróneamente a alguno de los factores comentados. Personalmente creo que la forma más natural y de sentido común para que una persona adulta cambie de vida y pierda peso es mediante la educación y formación a fondo sobre lo que es una alimentación saludable y cómo incorporarla a su día a día. Todo lo demás son adornos con poca o ninguna base. E incluso así será complicado.
¿Tienen soporte científico las dietas disociadas? Las dietas disociadas son todavía bastante populares y sus seguidores y “gurús” aseguran que comiendo ciertos grupos de alimentos de forma separada se pierde peso. Por ejemplo, sin mezclar carbohidratos y proteínas en la misma comida. Hay decenas de libros basados en esta teoría, siendo La Antidietas una de las más populares. Hasta Rafaella Carrá tiene su método disociado. Los que catapultaron definitivamente estas ideas al gran público hace ya un tiempo fueron el matrimonio Diamond, los autores del libro Fit for Life (en España traducida como La Antidieta). Esta obra, escrita al más puro estilo "autoayuda yanki", está repleta de falsedades. Los Diamond se basan en extravagantes principios establecidos hace más de cien años por médicos alternativos que pensaban que todos los medicamentos son un veneno. Para justificar sus recomendaciones de comer los alimentos separados, aportan argumentos en los que mezclan chapuceramente conceptos diversos: El supuesto entorno ácido o básico de la digestión, los “ciclos naturales” y horarios preferentes de nuestro organismo para transformar los alimentos… Evidentemente, ninguno de estos conceptos está en ningún manual moderno de fisiología, endocrinología o metabolismo sencillamente porque son falacias, es decir, afirmaciones que parecen verdaderas pero que son barbaridades científicas. Porque nadie las ha demostrado nunca. Las explicaciones que dan suelen estar plagadas de errores y a menudo incluyen la verborrea habitual del lenguaje pseudocientífico, para dar cierto caché a lo que dicen y aprovechar también la eficacia que siempre produce meter un poco de miedo: energías, esencias, tóxicos que nos engordan, comida que se pudre en el cuerpo en lugar de digerirse... Por no hablar de los ridículos ejemplos y analogías: Animales que en la naturaleza comen mucho más sano que nosotros (claro, por eso se mueren a patadas por parásitos, infecciones digestivas y malnutrición), supuestas civilizaciones ancestrales que viven más de cien años... Como es de esperar, las referencias científicas que incluyen todos estos libros son escasísimas, por no decir nulas. Y las que hay dan pena. La mayoría son
muy antiguas, de hace muchas décadas e imposibles de encontrar por ningún lado. Suelen ser de temas periféricos (comer vegetales, comer carne), nunca incluyen ninguna referencia rigurosa y contrastada que demuestre que comer los alimentos de forma disociada sirva para perder peso. Un estudio de ese tipo sería bien sencillo de hacer. Bastaría dividir personas en dos grupos y darles a comer los mismos alimentos a ambos, pero a uno de ellos de forma disociada y al otro no. Es lo que se hizo en este estudio que se publicó en el International Journal of Obesity en el año 2000 “Similar weight loss with low-energy food combining or balanced diets”, que yo sepa, el único estudio medianamente serio al respecto, y el resultado fue el esperado: Los que comieron disociado no obtuvieron ninguna ventaja significativa respecto a los que no lo hicieron. Los Diamond, a pesar de haber ganado millones, no han promovido ningún estudio para dar solidez a su método. Ni lo harán nunca, claro. Como ocurre con la mayoría de los métodos milagrosos, hay gente que lo prueba y pierde peso a corto plazo. El famoso "a mi me funciona". En este caso, ese adelgazamiento inicial es perfectamente lógico, ya que además de disociar, los autores exigen la restricción de bastantes alimentos: Carnes, dulces, harinas, grasas... Y claro, así sí que funcionan, al menos por un tiempo. Pero no por disociar, claro. Esta es una dieta que yo no calificaría como "dieta milagro". Simplemente es una "dieta estafa".
¿Las dietas cetogénicas o muy bajas en carbohidratos son peligrosas? Las dietas cetogénicas son aquellas en las que la cantidad de carbohidratos se reduce casi hasta desaparecer, de forma que nuestro organismo obtiene la energía que necesita dando prioridad a otras rutas y procesos metabólicos diferentes a los de la glucosa: a partir de grasas y proteínas. Estos nuevos “caminos” incluyen reacciones que tienen como resultado la generación de unos compuestos llamados “cuerpos cetónicos” (de ahí su nombre): Acetona, ácido acetoacético y ácido beta-hidroxibutírico. Son bastante populares porque las famosas dietas Atkins o Dukan utilizan diferentes tipos de dietas cetogénicas en las primeras fases de sus métodos. Para que nuestro metabolismo utilice estas rutas metabólicas en la obtención de la energía y decida “entrar en cetosis” la dieta debe ser muy restrictiva en carbohidratos, por lo que la reducción de alimentos que aporten este nutriente es muy importante. En esas condiciones, con muchos alimentos descartados, puede ser más complicado diseñar un programa alimenticio completo y que incluya todos los nutrientes necesarios, con gran cantidad de vegetales bajos en carbohidratos y de carnes y pescados de alta calidad. Pero más complicado no significa imposible. Por parte de sus detractores se suele decir que este otro camino de obtención de la energía es “anormal” e incluso “patológico” y los más extremistas le han achacado gran cantidad de problemas y peligros. Sin embargo, como ha ocurrido en otros casos, no han sido más que exageraciones sin soporte científico. Nuestro metabolismo ha evolucionado para tener numerosos recursos que le permitan conseguir la energía que necesita, especialmente para que nuestro cerebro no deje de funcionar ni un solo minuto, algo que sería fatal. En el pasado, durante cientos de miles de años, cuando la obtención de alimentos no era algo tan fácil, sin duda el ser humano pasaba largos periodos de tiempo con muy poca diversidad alimentos. Una buena temporada de caza podía permitir estar un tiempo alimentándose casi exclusivamente de carne y una mala época les obligaría a tener que conformarse durante meses con bayas,
frutas, raíces y otros vegetales. Y es muy probable que estas variaciones se intercalaran con importantes periodos de carencias y necesidad, sin mucho que llevarse a la boca. Y el cuerpo de nuestros antepasados (igual que el nuestro ahora) era capaz de obtener lo que necesitaba de cada situación. En base a estas hipótesis no tiene demasiado sentido definir como “patológico” alguno de estos mecanismos fisiológicos y metabólicos y mucho menos si tampoco existen evidencias sólidas que soporten esa definición. Lo cierto es que, a pesar de su popularidad, epidemiológicamente no se sabe demasiado sobre las dietas cetogénicas. Existen bastantes estudios analizando sus efectos a corto plazo y hay que reconocer que en general suelen ser bastante favorables para circunstancias concretas. Los estudios y revisiones como Ketogenic diets and weight loss: basis and effectiveness (2008), The ketogenic diet: an underappreciated therapeutic option (2011) han concluido que provocan pérdidas de peso iniciales muy rápidas, que mejoran algunos indicadores importantes como los triglicéridos, los niveles de glucosa y colesterol bueno, que pueden generar algún efecto secundario menor al principio (mal aliento, mareos, náuseas, menor rendimiento deportivo, calambres, estreñimiento). Además, la revisión realizada por Cochrane en 2012 Ketogenic diet and other dietary treatments for epilepsy y también la titulada “The effects of the ketogenic diet on behavior and cognition” (2012) confirman que son eficaces como terapia en enfermedades tales como la epilepsia y otros transtornos neurodegenerativos. Incluso se han hecho algunos ensayos para probar su eficacia como apoyo a personas con cáncer maligno, con resultados bastante prometedores, como se explica en el trabajo de 2012 “Is the restricted ketogenic diet a viable alternative to the standard of care for managing malignant brain cancer?”. En 2013, investigadores brasileños publicaron un interesante meta-análisis, “Very-low-carbohydrate ketogenic diet v. low-fat diet for long-term weight loss: a meta-analysis of randomised controlled trials”, recopilando los resultados de estudios que hubiesen comparado dietas cetogénicas y dietas bajas en grasas, en plazos relativamente largos, entre uno y dos años. Las conclusiones tampoco hacen pensar que este tipo de dietas sean especialmente dañinas, ya que las cetogénicas superaron a las dietas en grasas en la mayoría
de los indicadores de salud: Pérdida de peso, HDL, presión arterial y triglicéridos. Eso sí, las diferencias fueron más bien pequeñas. Sin embargo, poco o nada se sabe sobre sus posibles efectos a largo plazo: Efectividad, seguridad, etc., no hay estudios epidemiológicos que las hayan testado. Los estudios que han analizado las dietas bajas en carbohidratos no han llegado, ni mucho nenos, a niveles lo suficientemente bajos de este macronutriente como para explorar los efectos de la cetosis en largos periodos de tiempo. Así que si se decide por este tipo de dietas, por el momento será por su cuenta y riesgo. Habrá que seguir esperando a que nuevas investigaciones aporten luz sobre el tema.
¿Se puede mantener el rendimiento deportivo con las dietas cetogénicas? Una de las cuestiones que se reprocha a las dietas cetogénicas es su efecto negativo en la capacidad física y deportiva. Sus detractores, basándose en estudios previos, afirman que este mecanismo energético no es tan eficiente ni obtiene los mismos resultados que el basado principalmente en carbohidratos. En el otro extremo, algunos de los expertos que las defienden sostienen entre otras cosas - que esos resultados negativos se deben a que el cuerpo necesita tiempo para adaptarse totalmente a la nueva alimentación, por lo que hay que darle varias semanas. Un estudio reciente parece darles algo de razón, al menos en el tema del tiempo. En "Ketogenic diet does not affect strength performance in elite artistic gymnasts” (2012), se explica cómo científicos italianos administraron una dieta cetogénica modificada a un pequeño grupo de gimnastas de élite durante un meses, comprobando posteriormente que, además de servirles para perder kilo y medio de grasa pura, no existieron diferencias significativas en el rendimiento deportivo. La verdad es que hay muy pocas investigaciones sobre el tema. Hace bastantes años se publicaron un par de trabajos realizados por investigadores conocidos defensores de este tipo de dietas, que parecían obtener conclusiones bastante prometedoras, sin grandes diferencias en el rendimiento: Capacity for moderate exercise in obese subjects after adaptation to a hypocaloric, ketogenic diet. (1980) The human metabolic response to chronic ketosis without caloric restriction: preservation of submaximal exercise capability with reduced carbohydrate oxidation (1983) Aunque también otros pocos estudios posteriores realizados por otros autores llegaron precisamente a las conclusiones contrarias: Comparison of carbohydrate-containing and carbohydraterestricted hypocaloric diets in the treatment of obesity. Endurance
and metabolic fuel homeostasis during strenuous exercise (1981) Adaptation to a fat-rich diet: effects on endurance performance in humans (2000) El hecho de que ese tipo de dietas no se utilicen en el deporte profesional, que es un área muy dinámica y cambiante, no dice mucho en su favor. Pero tampoco significa que en una situación mucho menos exigente respecto al rendimiento físico no puedan ser una opción a evaluar. Por lo tanto, aunque el resultado del último estudio es interesante, es evidente que habrá que esperar resultados de futuros trabajos de investigación.
¿Hay pruebas científicas que demuestren que la Dieta Dukan funciona? Hay que reconocer que la Dieta Dukan funciona. Claro que funciona, podría decirse que es el pelotazo de las dietas. Como he comentado en apartados anteriores, al menos a corto-medio plazo las dietas cetogénicas suelen ser efectivas para la pérdida de peso. Y como la Dieta Dukan en sus primeras fases es de este tipo de dieta, consigue resultados rápidos y espectaculares. Y, siendo honestos, hay pocas evidencias científicas que demuestren que por seguirla durante un tiempo limitado vaya a haber algún problema de salud en personas sanas. Es probable que los beneficios por el peso perdido, si éste es importante, sean mayores, así que tampoco se trata de asustar a nadie con exageraciones y amenazas apocalípticas. Pero que quede claro: La dieta Dukan en las fases en las que más adelgaza (las dos primeras) es muy restrictiva, elimina casi todos los carbohidratos pero también reduce de forma muy importante los vegetales y las grasas, algo que no hacen otras dietas cetogénicas. Comer durante un montón de semanas únicamente carne, pescado y unos pocos vegetales es un suplicio. La supresión de los carbohidratos refinados me preocupa menos (por las razones que veremos en próximos apartados), pero la restricción de los vegetales y las grasas es más relevante, sobre todo si se aplica durante demasiado tiempo, ya que puede dar lugar a carencias nutricionales. Pero todo esto es casi secundario porque lo más destacable de este método es que, llegados a un punto, las recomendaciones de Dukan dejan de funcionar. En lo que falla es precisamente en el momento más difícil, su última fase, la que el francés llama estabilización, la que hay que seguir durante el resto de nuestras vidas para mantener el peso. En un principio podría parecer que en esta última parte se puede comer con normalidad, cumpliendo solo tres reglas: Comer un día a la semana proteínas, tomar un poco de salvado cada día y no utilizar el ascensor. Y digo "parecer", porque Dukan es meditadamente impreciso en esta fase. Por un lado afirma que se puede comer con normalidad si se respetan esas tres reglas, pero por otro recomienda tener en cuenta todo lo que se ha aprendido durante el resto de fases. ¿Qué significa esto? Que cada uno lo interprete, pero lo habitual es que se entienda de dos formas
1. Volver a comer como antes, pero siguiendo las tres reglas. 2. Seguir una dieta bastante restrictiva y parecida a las fases anteriores, además de las tres reglas. ¿Y cual suele ser el resultado? Los de la primera opción acaban recuperando el peso perdido (muchos). Y los de la segunda, si son capaces de mantener una dieta restrictiva, pueden mantener el peso perdido (los menos) y si no, acaban abandonándola por aburrimiento o monotonía o porque pasan hambre (la mayoría). Vamos, que en la cuarta fase el castillo de naipes se viene abajo. Dicho de otra forma, lo peor de esta dieta es que los principios en los que se basa no son sostenibles a largo plazo. A la mayoría de la gente no le enseña a cambiar de hábitos (alimenticios y del resto) para comer lo correcto y nutrirse bien, consiguiendo que su metabolismo se autorregule adecuadamente y sintiéndose satisfecho. Así que cuando el sistema falla, no son capaces de encontrar una solución. Dejando mi opinión a un lado y volviendo a la perspectiva científica, la realidad es que aunque hay muchos estudios que demuestran que las dietas muy bajas en carbohidratos sirven para adelgazar a corto-medio plazo, no hay ninguno que pruebe que las directrices del francés para su última fase funcionen igualmente. Ni uno solo. Y sería muy sencillo, comparando dos grupos aleatorios que sigan sus dietas normales, pero uno de ellos con sus tres reglas añadidas. No creo que sea cuestión de imposibilidad de hacerlos, con todo el dinero que ya debe haber amasado podría hacer unos cuantos (la fundación Atkins al menos en esto ha sido más coherente, financiando una buena cantidad de ellos). Como guinda del pastel en sus libros también incurre en afirmaciones y errores difícilmente explicables, que dan mucho que pensar respecto a su rigor. Por ejemplo, limitar la sal en una dieta cetogénica da como resultado casi seguro mareos y náuseas, ya que el metabolismo consume mucho más sodio. O recomendar lácteos bajos en grasa para no engordar en una afirmación poco basada en la ciencia, como veremos en un apartado posterior. Vale, puede usted pensar "comprendido, pero prefiero estar los próximos
meses delgado y el resto de mi vida gordo, que gordo desde hoy mismo". Le entiendo, sobre todo si, como la mayoría, ha probado de todo con resultados insatisfactorios. O si se ha cruzado con malos profesionales de la nutrición, que también los hay, como en cualquier otra profesión. Pero, créame, hay soluciones mucho mejores y con resultados superiores a largo plazo, aunque sean más progresivas.
¿Tiene soporte científico la dieta alcalina o del pH? Imagine que le digo que he descubierto que en el interior de algunos alimentos, en concreto de los vegetales, las verduras, las frutas y el pescado, hay un aura vital supradimensional positiva y que al comerlos se transmite a nuestro cuerpo y lo llenan de vitalidad y salud. Y que hay otros que la tienen negativa, por lo que hay que evitarlos, tales como las carnes y los alimentos industriales y procesados. Supongo que usted pensaría que o estoy muy despistado o soy un estafador, asignando a alimentos saludables por otras razones nutricionales propiedades extraordinarias o inventadas. Pues le adelanto que algo así es lo que han hecho los inventores de la dieta alcalina o del pH. Aunque existen diferentes formas de interpretarla, en este artículo me voy a referir a aquellos planteamientos que piensan que seguir una dieta basada en reducir la supuesta acidez que los alimentos producen en nuestro organismo, tiene como consecuencia una enorme cantidad de beneficios para la salud. Uno de los más claros promotores de esta idea es Robert O Young (que previamente fue misionero en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días), conocido practicante de la medicina alternativa en EEUU (rama en la que ha obtenido sus títulos clínicos, ninguno en medicina de verdad) y que ha publicado una buena cantidad de libros sobre el tema. El título de uno de los más populares, The pH miracle (El milagro del pH), lo dice todo. Este señor ha sido acusado de practicar la medicina sin licencia y recomendar a enfermos de cáncer sustituir la quimioterapia por sus productos de herboristeria, entre otras cosas. También suele promover el "live blood analysis", con el que, según su opinión, observando detenidamente la sangre al microscopio pueden identificarse muchas enfermedades relacionadas con el sistema inmunológico. Unas ideas en contra de la opinión científica seria, como se contaba en el artículo de 1995 "Unproven (questionable) cancer therapies". Young y otros extremistas defensores de esta forma de comer se han basado en algunas hipótesis y estudios sobre la capacidad alcalinizante de los vegetales
en la dieta, y han desarrollado toda una completa teoría que incluye los tópicos más habituales en este tipo de iniciativas pseudocientíficas: enfermedades, peligros... y, por supuesto, como contrapartida, resultados milagrosos y salud para muchos años si se siguen sus consejos. Le bastará con darse una vuelta por Amazon para comprobar que la iniciativa ha tenido bastante éxito. La enorme cantidad de libros existentes con los términos "dieta alcalina" o "dieta del pH" es espectacular, por no hablar de los cientos de webs y blogs que nos aseguran que siguiéndola libraremos nuestro cuerpo de las malísimas toxinas que nos inyecta el agresivo entorno de la sociedad moderna. Por supuesto, como suele ser habitual, muchos de los que defienden estas teorías también venden los productos paralelos que ayudan a seguir este tipo de dietas: Suplementos, agua alcalina o aparatos para aumentar su pH, hierbas... No voy a entrar a valorar en profundidad si las propuestas dietéticas (que tienen versiones y matices) son buenas o malas, porque no es ese el asunto. Como he dicho al empezar este apartado, están sobre todo basadas en alimentos vegetales y reducen drásticamente las proteínas animales, los alimentos procesados y los lácteos, así que sus efectos suelen ser los mismos que siempre han tenido este tipo de dietas. Pero el mérito no está en la gestión del pH o en alcalinizar nuestro organismo, sino en que se trata de una dieta muy restrictiva, baja en grasas y calorías, especialmente vegetariana, con poca proteína animal y sin lácteos. ¿Les suena? Lo que desmonta todos sus planteamientos es que no hay pruebas de que sus principios sean verdaderos. Por ejemplo, el más importante, que la dieta occidental acidifica nuestro cuerpo, sigue sin demostrarse. Nuestro organismo se mantiene en unos márgenes de pH muy ajustados, los alimentos únicamente puede llegar a acidificar la orina, sin que se hayan probado mayores consecuencias directas. Otro tropezón importante es afirmar que la ingesta de leche está asociada con la acidez de nuestro cuerpo, cuando es algo que no parece tener demasiado respaldo científico, según se ha visto en estudios como "Milk and acid-base balance: proposed hypothesis versus scientific evidence" (2011), en el que se concluía que no existe relación entre ambos factores.
Respecto a los supuestos beneficios, van más allá de los que podrían asociarse a una dieta prudente como esta, y eso ya es grave. Una de las promesas más destacadas es la prevención de la osteoporosis. De nuevo, los estudios llegan a conclusiones bien diferentes. En el estudio de 2010 "Low urine pH and acid excretion do not predict bone fractures or the loss of bone mineral density: a prospective cohort study" se observó que la acidez de la dieta no está asociada a más fracturas ni pérdida de densidad ósea. En el meta-análisis de 2011 "Causal assessment of dietary acid load and bone disease: a systematic review & meta-analysis applying Hill's epidemiologic criteria for causality", tampoco se encontró ninguna correlación entre la acidez de la dieta y la osteoporosis, ni ninguna prueba de la eficacia de la dieta alcalina para su prevención. Y en 2013, la revisión “Does a High Dietary Acid Content Cause Bone Loss, and Can Bone Loss Be Prevented With an Alkaline Diet?” realizada por expertos canadienses, no solo llegó a similares conclusions, sino que además puntualizó que una carencia de proteínas podría ser un problema para la salud ósea. Otro de los supuestos milagros de la dieta alcalina es la prevención y curación del cáncer, basándose en unos modelos bioquímicos mal interpretados sobre la acidez del entorno y las células cancerosas. Evidentemente, quienes defienden esto no presentan ni un solo estudio epidemiológico riguroso que lo demuestre y, por lo que se ha publicado recientemente en el Washington Post, en breve podremos ver alguno que precisamente llega a la conclusión más predecible: que la dieta alcalina no sirve para prevenir ni tratar el cáncer. En 2012 un médico canadiense hizo una revisión científica de la dieta alcalina, "The Alkaline Diet: Is There Evidence That an Alkaline pH Diet Benefits Health?", intentando hacer una aproximación con algo de sentido común y más moderada. Y aunque el autor en sus conclusiones es bastante condescendiente (pero tampoco se moja demasiado), reconoce que no hay pruebas sobre su eficacia contra la osteoporosis y el cáncer. Sugiere que podría tener algunas ventajas en otros temas, pero basta leerlo detalladamente para comprobar que las referencias y evidencias son muy circunstanciales, basadas en estudios aislados y bastante preliminares. Además, mezcla con bastante frecuencia el concepto de "dieta alcalina" con "comer más frutas y verduras", algo que
nadie discutiría. En resumen, la mayoría de los principios y beneficios de la dieta alcalina están por demostrar y sus enfoques más radicales tienen todos los ingredientes que utilizan de los vendedores de milagros. Y ninguna prueba. Yo no le dedicaría ni un minuto más.
¿Qué es una dieta milagro? La lucha contra los milagros y las estafas es difícil, sean de la naturaleza que sean. Nuestro cerebro funciona enormemente influenciado por las ideas preconcebidas y las presunciones que tengamos. Además, en lo más profundo, aunque nos consideramos seres muy racionales, a todos nos gustan las creencias y la fantasía, las cosas excepcionales y extraordinarias. Es normal, es humano. Nuestra naturaleza combate continuamente con esa dualidad, la lógica versus la intuición, creer lo que nos dice nuestro corazón o lo que nos dicen los datos. Llevamos décadas viendo en las teletiendas, publirreportajes y otros mecanismos de venta, la publicidad sobre productos absurdos que hacen promesas imposibles. No es algo nuevo, los charlatanes y vendedores de crecepelo, los que prometen lo que nadie puede conseguir excepto ellos, han existido siempre y, mientras haya ignorancia, seguirán intentando hacer negocio aprovechándose de los más incautos. Bastará hacerles creer de que existe la posibilidad de que cumplan sus deseos respecto a los temas que normalmente preocupan a personas: Salud, belleza, amor, sexo, dinero... El adelgazamiento no es excepción. La importancia social que tiene el sobrepeso, tanto desde el punto de vista estético como desde la preocupación por sus consecuencias para la salud y la dificultad para combatirlo, lo han convertido en un objetivo-milagro perfecto. Pero insisto, no es el único, ni mucho menos. Basta darse una vuelta por las librerías o hacer un par de búsquedas con Google para comprobar que hay otros muchos temas sobre los que se hacen promesas imposibles y se ofrecen sus correspondientes productos milagro: Ser más atractivos, parecer más jóvenes, conocer el futuro, conseguir la felicidad, evitar la enfermedad, triunfar, tener sexo fácil y placentero, ganar más dinero... Por lo que he observado, existen unos patrones repetitivos y sencillos de identificar entre este tipo de charlatanes y vendedores de milagros. No importa cuál sea el producto en concreto, lo cierto es que su oferta tiene casi siempre estas dos características:
1. Explicar un problema complejo de forma enormente simplificada. 2. Proponer la solución, única y milagrosa, con resultados mucho mejores de lo normal, sin aportar pruebas independientes y rigurosas. Además, para reforzar el mensaje y conseguir un marketing más convincente, se suelen utilizar algunas de las siguientes estratagemas o engaños: 3. Utilizar términos y mecanismos pseudocientíficos, sin demostrar o inventados para explicar la solución o el problema y dar rigurosidad a la propuesta. 4. Hacer comparaciones con la competencia, mediante mentiras y acusaciones falsas. 5. Utilizar testimonios falsos, no representativos o exagerados. Prácticamente todos los casos, productos y métodos siguen estos cinco sencillos principios. Cremas anti-arrugas, aparatos de gimnasia, pulseras, sistemas de ahorro, complementos alimenticios, tratamientos del cabello, anticelulíticos, utensilios de cocina, alargadores de pene... y métodos de adelgazamiento, claro. Definición de dietas milagro: Qué es y para qué sirve Bien, tras es estas reflexiones previas, voy a centrarme en la cuestión de las dietas milagro. En España tenemos dos fuentes que podemos considerar como "la definición oficial" de las dietas milagro. La primera es la de GREP-AEDN, el "Grupo de Revisión, Estudio y Posicionamiento de la Asociación Española de Dietistas-Nutricionista", que elaboró el documento "¿Cómo identificar un producto, un método o una dieta milagro?" en 2012. Según los expertos de GREP-AEDN, "El objetivo (...) es ayudar a los/as
Dietistas-Nutricionistas, a otros profesionales sanitarios e incluso a la población general, a identificar de una forma rápida cuándo se está ante un producto, método o dieta “milagro”, potencialmente fraudulento y peligroso para la salud, para la calidad de vida o para la economía familiar o comunitaria". Me parece perfecto y comparto el objetivo. En el mundo de la nutrición, al igual que en otros muchos (o mejor dicho probablemente más que en ningún otro), existen estafadores y caraduras, que prometen cosas que son falsas e incluso peligrosas. El documento incluye el siguiente extenso listado de características de las dietas fraudulentas o de los métodos o productos fraudulentos, y puntualiza que "todas las dietas fraudulentas y todos los métodos o productos fraudulentos cumplen, en cualquier caso, al menos uno de los puntos detallados". 1. Prometen resultados rápidos. 2. Prometen resultados asombrosos o "mágicos” (Ej.: “cura milagrosa”, "ingrediente secreto", "antiguo remedio”, "punto de estimulación del hambre", "termogénesis" etc.). 3. Prohíben el consumo de un alimento o grupo de alimentos. 4. Contienen afirmaciones que contradicen a colectivos sanitarios de reputación reconocida. 5. Incluyen relatos, historias o testimonios, sin documentar, para aportar credibilidad. 6. Se pueden auto-administrar o implementar sin la participación de profesionales sanitarios cualificados (“hágalo usted mismo”). 7. Contienen listados de alimentos buenos y malos. 8. Exageran o distorsionan la realidad científica de un nutriente o alimento. 9. Incluyen o se basan en el consumo de preparados que vende quien promueve el tratamiento dietético. 10. Los preparados a consumir (productos dietéticos o similares) tienen un coste muy elevado si los comparamos con el valor económico de obtener los mismos resultados comiendo alimentos comunes. 11. Garantizan los resultados o prometen “devolver el dinero” si no funciona.
12. Afirmaciones que sugieren que el producto es seguro, ya que es "natural". 13. Suelen desligarse de los posibles efectos adversos de su uso con frases parecidas a: “el autor o el fabricante no se responsabiliza de...”. 14. Conclusiones simplistas extraídas de un estudio científico complejo. 15. Recomendaciones basadas en un único estudio, o en estudios realizados con pocas personas (muestra no representativa), seguidas durante un breve espacio de tiempo (suelen acompañarse de frases como "descubrimiento científico"). 16. Recomendaciones basadas en varios estudios realizados en animales o en modelos celulares (in vitro) 17. Recomendaciones basadas en estudios sin revisión por pares (peer reviewed). 18. Recomendaciones a partir de estudios que ignoran diferencias entre individuos o grupos. La segunda referencia importante sobre las dietas milagro es la establecida por la Agencia Española se seguridad Alimentaria - AESAN, que en este enlace detalla los criterios para identificarlas y que se resumiría en lo siguiente: "Los signos que permiten reconocer una “dieta milagro” son: 1. La promesa de pérdida de peso rápida: más de 5 kg por mes. 2. Se puede llevar sin esfuerzo. 3. Anunciar que son completamente seguras, sin riesgos para la salud. (...) De forma general, las llamadas “dietas milagro” se pueden clasificar en tres grandes grupos: Dietas hipocalóricas desequilibradas: (...). Estas dietas provocan un efecto rebote, caracterizado por una rápida ganancia de peso, que se traduce en un aumento de masa grasa y pérdida de masa muscular. Esto
obedece a que el metabolismo se adapta a la disminución drástica de la ingestión de energía mediante una disminución del gasto energético. Estos regímenes suelen ser monótonos, además de presentar numerosas deficiencias en nutrientes, sobre todo si se prolongan por largos períodos de tiempo. Dietas disociativas: (...). Se basan en el fundamento de que los alimentos no contribuyen al aumento de peso por sí mismos, sino al consumirse según determinadas combinaciones. No limitan la ingestión de alimentos energéticos sino que pretenden impedir su aprovechamiento como fuente de energía con la disociación. Esta teoría carece de fundamento científico y los resultados obtenidos sólo obedecen a un menor consumo de energía. Además, este tipo de consumo es casi imposible porque no existen alimentos que solamente contengan proteínas o hidratos de carbono. Dietas excluyentes: se basan en eliminar de la dieta algún nutriente. Estas dietas pueden ser: i) ricas en hidratos de carbono y sin lípidos y proteínas, (...); ii) ricas en proteínas y sin hidratos de carbono:(...) Producen una sobrecarga renal y hepática muy importante; iii) ricas en grasa: (...). Se conocen como dietas cetogénicas. Pueden ser muy peligrosas para la salud, produciendo graves alteraciones en el metabolismo." Por su parte, la Academy of Nutrition and Dietetics americana, la que puede considerarse la referencia en ese país, ha formalizado su definición de las dietas milagro (fad diets) diciendo que son aquellas que hacen las siguientes afirmaciones y promesas: 1. Pérdidas de peso muy rápidas. 2. Promueven comer mucho de un solo alimento o eliminan o restringen severamente un grupo de alimentos entero. 3. Promueven combinaciones específicas de alimentos. 4. Ofrecen menús muy rígidos. 5. Afirman que no hace falta hacer ejercicio. Muchas definiciones, muchos matices... y muchas pegas.
Tras leer detenidamente las definiciones, tengo que confesarles que me sorprende bastante las diferencias de criterios, especialmente que los dos organismos oficiales más relevantes de España presenten versiones bastante diferentes. Y por otro lado encuentro unos cuantos "peros" a muchas de las pistas o características que se aportan para su identificación. Por ejemplo, estas: "Prohíben alimentos (GREP-AEDN)" y Dietas excluyentes (AESAN) En las definiciones de ambas entidades se habla de la prohibición de alimentos concretos o de su restricción muy importante. Pero esto se hace desde bastantes enfoques, por ejemplo: Los vegetarianos. Las recomendaciones dietéticas de Harvard limitan de forma muy importante los carbohidratos refinados y la carne procesada. Casi cualquier recomendación oficial recomienda reducir al máximo la ingesta de dulces y bollería industrial. Seamos honestos, prácticamente todas las recomendaciones tienen restricciones muy importantes de los alimentos que se consideran poco saludables. Por lo tanto, el error no está en restringir algunos alimentos, sino en hacerlo sin justificación, es decir, sin soporte científico. "Afirmaciones contrarias a las de los colectivos sanitarios" (GREP-AEDN) Esta característica es bastante razonable, y aunque en general es una buena referencia, hay excepciones con las que hay que tener cuidado. Sobre todo porque a ver quién es el valiente que define los colectivos sanitarios de referencia, que hay unos cuantos. Además, estos colectivos también han ido cambiando sus recomendaciones, como hemos visto anteriormente. Por ejemplo, durante años los carbohidratos refinados han sido la base dietética de todos los organismos oficiales, algo que en la actualidad está cambiando radicalmente. O las tres raciones diarias de lácteos mayoritariamente recomendadas, se están poniendo en duda por parte de algunos expertos, como por ejemplo los de Harvard. O la asociación británica de dietistas ha sido
especialmente benevolente con el consumo de azúcares añadidos durante muchos años, al contrario que otros organismos oficiales. En definitiva, a no ser que se indique claramente la referencia, en algunos casos puede ser complejo identificar "lo que dicen los colectivos sanitarios" para temas concretos. Incluyen relatos, testimonios... (GREP-AEDN) Sin duda, este es un recurso muy utilizado por los vendedores de milagros, unos minutos de teletienda sirven para comprobarlo. Pero el uso de testimonios en sí mismo no es una prueba de nada negativo, el mal uso de los mismos es lo que realmente es un buen indicio para sospechar. En concreto, los testimonios falsos (mucho más frecuentes de lo que creemos) es la práctica más habitual, así que lo ideal sería aprender a identificarlos. También hay que estar alerta con la selección sesgada de testimonios, eligiendo los positivos y obviando los negativos. "Se puede auto-administrar sin ayuda de un sanitario" (GREP-AEDN) Lo siento, aquí discrepo abiertamente. ¿Necesariamente hace falta un dietistanutricionista para saber comer bien? Las recomendaciones dietéticas oficiales están dirigidas a la población en general, así que también se les aplicaría esta característica. Personalmente no creo que todos necesitamos la ayuda de un sanitario para poder sentarnos tranquilos a la nuestra mesa. "Alimentos buenos y malos" (GREP-AEDN) Vuelvo a lo comentado en el apartado de las prohibiciones y exclusiones. Las recomendaciones oficiales de todo el mundo también clasifican los alimentos en buenos y malos, recomendando minimizar algunos y poniéndolos en lo alto de la pirámide correspondiente y promoviendo la ingesta de otros. Y es que realmente hay alimentos más y menos saludables, o buenos malos, llámese como se quiera, que deberían comerse con más y menos frecuencia, respectivamente.
"Se puede llevar sin esfuerzo" y "Son completamente seguras, sin riesgos para la salud" (AESAN) ¿De verdad piensan los expertos que esta afirmación es una pista fiable de que estamos ante una dieta milagro? Es cierto que los productos milagro utilizan este gancho para todo, pero en este caso no es demasiado útil como pista. Una alimentación saludable y que permita perder peso puede ser satisfactoria y agradable. Además, parece que estamos transmitiendo que para llevar una buena alimentación hay que sufrir o esforzarse mucho. Ni coincido, ni me gusta. ¿Una definición o demasiadas ideas mezcladas? La primera impresión que me queda tras leer los documentos completos es que hay demasiadas ideas mezcladas que pretendían desbaratar demasiadas propuestas dietéticas al mismo tiempo. En mi opinión, hay demasiadas imprecisiones y pegas en varias de esas definiciones. Pruebe a contrastar la lista con una dieta vegetariana, comprobará que se le aplican unas cuantas. ¡Alguna de ellas incluso encaja en las recomendaciones dietéticas de las entidades oficiales! En mi opinión, hay dos motivos para este pequeño batiburrillo de ideas. En primer lugar creo que es un error meter en el mismo saco una estrategia dietética sobre la que hay controversia pero también una cierta cantidad de estudios científicos que le dan cierto soporte (como por ejemplo las dietas bajas en carbohidratos o de bajo índice glucémico) y una dieta basada en principios falsos y absurdos, sobre la que no hay ni una sola evidencia de nada (como la disociada, la del pH o la del grupo sanguíneo). La idoneidad y eficacia de las primeras puede ser discutible, pero no es correcto que las consideremos fraudulentas, cuando ni los propios expertos han dilucidado el alcance de su utilidad. Por el contrario, las otras, las que recurren a mecanismos y propiedades inexistentes, son simplemente un timo. En segundo lugar, se está mezclando "la dieta" con "la forma de vender la dieta". Por ejemplo, los defensores de las dietas del pH o alcalinas proponen una dieta baja en grasas y semi-vegetariana, un planteamiento que no creo que
sea el mejor pero que desde el punto de vista de la salud no tiene demasiados reproches por parte de los expertos. El problema está en cómo la justifican y la venden, basándose en teorías falsas y prometiendo cosas imposibles, haciendo creer que siguiéndola se curan multitud de dolencias y no se enfermará nunca. En este caso la dieta es un problema menor, el engaño está en el vendedor, que le asigna propiedades falsas. Bien, recordemos el objetivo de la definición de las dietas milagro: "... ayudar a los/as Dietistas-Nutricionistas, a otros profesionales sanitarios e incluso a la población general, a identificar de una forma rápida cuándo se está ante un producto, método o dieta “milagro”, potencialmente fraudulento y peligroso para la salud, para la calidad de vida o para la economía familiar o comunitaria". Como vemos, aunque también se incluye a la población en general, parece que las instrucciones están sobre todo dirigidas a profesionales. ¿Y les son útiles? Pues habría que preguntárselo a ellos, pero a mí me parece que no demasiado, porque como ya he dicho, algunas son confusas o poco concretas y otras son aplicables a casi cualquier estrategia nutricional diferente a la de "contratar a un nutricionista que me diseñe algo personalizado". En alguna ocasión he encontrado a profesionales de la nutrición calificando una dieta como "milagro" simplemente porque cumplía alguna de las 18 características de la lista de GREP-AEDN, y sus argumentaciones finalizaban ahí, sin más explicaciones. Algo claramente insuficiente. Respecto a las definiciones de AESAN, me parecen aún más genéricas y poco centradas, me cuesta ver cómo podrían ser útiles para identificar dietas poco recomendables. Su clasificación en tres grupos (hipocaloricasdesequilibradas, disociativas y excluyentes) tampoco me parece que ayude demasiado y tampoco entiendo muy bien el por qué de esta clasificación. En mi opinión para ayudar a identificar y desmontar las dietas fraudulentas o promesas exageradas (insisto, creo que son cosas diferentes) es importante centrarse en educar en los principios del engaño, es decir, en esas 2+3 características que he comentado al principio (que también están identificadas
en la larga lista de GREP-AEDN) y que les vuelvo a recordar: 1. Explicar un problema complejo de forma enormemente simplificada. 2. Proponer "la solución", única y milagrosa, sin aportar pruebas independientes y rigurosas. 3. Utilizar términos y mecanismos pseudocientíficos, sin demostrar o inventados. 4. Hacer comparaciones mediante mentiras y acusaciones falsas. 5. Utilizar testimonios falsos, no representativos o exagerados. Y habría que trabajarse las argumentaciones debidamente, utilizando estos cinco principios (o similares) como guía para desmontarlas. Sobre todo los dos primeros, los principales, que están siempre. Pero también los otros tres, esas tácticas de venta que suelen ser más opcionales y variables. No es algo fácil, es cierto. Pero creo que es la única forma de lograr un mínimo de éxito. Y es importante hacerlo con rigor, respetando unos principios básicos y fundamentales a la hora de hacer divulgación y educación científica: 1. Hacerlo de forma sencilla, pero ojo, no más simple de lo necesario. Explicar las cosas con la profundidad que haga falta para conseguir hacer entender los porqués. Es importante que sea "entendible", pero hay que tener cuidado porque si se simplifica demasiado, se pueden llegar a desvirtuar los principios sobre los que se soportan los razonamientos. 2. Ser honesto y riguroso, hablando del conocimiento actual, pero también reconociendo lo que no se sabe. La humildad es un valor en ciencia. 3. Aportar siempre las pruebas, de primera mano y las fuentes originales. 4. No utilizar presunciones, dogmas, mandamiento", decálogos generalizaciones que no hayan sido demostrados rigurosamente.
o
5. No intentar adoctrinar basándose en el miedo injustificado, ya que las exageraciones acaban descubriéndose y haciendo perder credibilidad.
Mi opinión es que convendría sentarse a analizar con datos objetivos si las definiciones de dietas milagro están logrando su objetivo y si no fuera así, proceder a revisarlas y mejorarlas, e incluso reflexionar sobre la validez de su planteamiento. Es lo que debería hacerse con cualquier planteamiento de este tipo, proponer, probar, revisar y mejorar. ¿No creen?
ALIMENTOS
Deja que tus alimentos sean tu medicina, y que tu medicina sean tus alimentos (Hipócrates)
Carbohidratos de rápida absorción y refinados, ¿son buenos o malos? Aquellos que conocen mis opiniones a través de mis artículos publicados en la red o han leído mi anterior libro, saben que una de las recomendaciones dietéticas que defiendo con más vehemencia es la de intentar evitar los carbohidratos de rápida absorción (o carbohidratos refinados, como los llamaré a menudo, para abreviar), principalmente alimentos fabricados con gran cantidad de cereales refinados y azúcares. Este tipo de alimentos se incorporaron a la dieta humana con el inicio de la agricultura, hace unos 10.000 años, y hay que reconocer que sirvieron para “democratizar” la alimentación, ya que permitieron que prácticamente todo el mundo tuviera acceso a alimentos baratos y energéticamente eficientes, especialmente en épocas y situaciones en las que la escasez y la falta de recursos naturales era la tónica general. Sin embargo, en la actualidad están saliendo a la luz una gran cantidad de indicios y pruebas que nos impulsan a pensar que cuando las condiciones son otras, tal vez los derivados refinados de cereales no sean una solución, sino que incluso estén siendo parte del problema. Ha llegado la hora de conocer lo que dice la ciencia sobre ellos. Cuáles son Antes de empezar, quiero dejar claro a qué alimentos me voy a referir. Al hablar de carbohidratos, se entiende que químicamente nos referimos a los glúcidos, es decir, derivados (por polimerización y pérdida de agua) de moléculas de glucosa. O dicho de otra forma, compuestos cuya unidad básica es la molécula de glucosa. Y el calificativo "de rápida absorción" describe su comportamiento en nuestro organismo con bastante fidelidad, ya que pretende describir que son digeridos y absorbidos con rapidez y eficacia. Aunque estos carbohidratos están presentes en una gran cantidad de alimentos en diferentes proporciones, en este caso hablaremos especialmente de
aquellos que los contienen en elevadas cantidades: Alimentos que han sido fabricados utilizando los cereales y sus harinas como materia prima (pan, bollería, galletas, cereales, pasteles), aquellos compuestos principalmente de almidón (arroz, patatas, pasta) y los ricos en azúcar (dulces y refrescos azucarados). Los primeros de ellos, los derivados de cereales, se producen utilizando harinas blancas, purificadas y refinadas, a las que se les ha eliminado todo tipo de impurezas y otros componentes, sobre todo fibra y minerales, quedando únicamente largas cadenas de moléculas de glucosa, normalmente en forma de almidón. Un proceso que da lugar a productos sabrosos y muy atractivos, especialmente si además se les añade gran cantidad de azúcar; pero que también les confiere una mencionada cualidad que los hace muy especiales, de la que hablaremos largo y tendido durante las próximas páginas: La mencionada facilidad y rapidez de absorción. La teoría Los principios teóricos por los que los carbohidratos refinados se suelen relacionar con la obesidad parten de dos ideas clave: Que, como ya he dicho, son cadenas formadas por moléculas de glucosa (un elemento que nos aporta energía, pero que también es tóxico en altas concentraciones en sangre) y que son gestionados metabólicamente principalmente por la insulina, una poderosa y conocida hormona. Considerando este punto de partida, voy a exponer breve y esquemáticamente su paso por nuestro organismo con un sencillo modelo: 1. Nuestro sistema digestivo divide los carbohidratos de rápida absorción en sus unidades más simples, la glucosa, y las absorbe rápidamente hasta el torrente sanguíneo. 2. Esta rápida absorción hace que la concentración de glucosa en sangre se eleve bruscamente. El páncreas, para evitar que esta glucosa llegue a alcanzar una concentración tóxica (y muy dañina), segrega insulina, que es la hormona que se encarga de regular la retirada de la glucosa de la sangre y su almacenamiento.
3. Como efecto de la gran cantidad de insulina segregada, rápidamente el nivel de glucosa desciende de forma brusca y la sangre queda libre de esas altas concentraciones de azúcar. 4. Por razones todavía desconocidas y parece que bajo la influencia de que este proceso se repite a menudo, en cada comida, cada día, cada mes, durante años, en gran cantidad de personas se desarrolla una falta de sensibilidad a la insulina, la llamada "resistencia a la insulina". Es decir, el proceso pierde eficiencia cuando los receptores específicos de esta hormona pierden sensibilidad y es necesaria más insulina para gestionar la misma cantidad de glucosa. Así que el páncreas tiene que generar todavía más cantidad de la hormona, creando una especie de círculo vicioso que se repite y crece a largo plazo. 5. Se ha demostrado científicamente que la concentración muy elevada de insulina tiene importantes efectos secundarios. Uno de ellos es que nos volvemos almacenadores de grasa super-eficientes, ya que se inhibe el funcionamiento de las enzimas que favorecen la utilización de las grasas almacenadas en las células. 6. Además, otro efecto secundario de estas elevadas concentraciones podría ser el funcionamiento ineficaz de otras hormonas, que controlan la saciedad y el apetito, entre otras cosas. Evidentemente, esta explicación es una simplificación de los innumerables procesos que ocurren simultáneamente al digerir estos alimentos, pero quiero dejar claro que esta propuesta, en general, no es razón de controversia, está aceptada desde hace décadas por el consenso médico y científico y si consulta cualquier libro avanzado sobre metabolismo humano, casi con seguridad la encontará. Metabólicamente la rapidez de absorción se describe mediante el índice glucémico (IG) o carga glucémica (CG) de los alimentos. Cuantos más altos sean sus valores, más facilidad y rapidez de absorción tiene el alimento. Ambos indicadores reflejan su capacidad de elevar la concentración de glucosa en sangre tras su ingesta, comparado con el de una referencia (que
pueden ser la glucosa líquida o el pan blanco). El primero de ellos, el IG, coteja la variación de concentración de glucosa en un tiempo dado entre una cantidad de carbohidratos del alimento analizado comparado con la misma cantidad de carbohidratos de una referencia (que se considera que tiene un valor de 100). Para los más curiosos, les diré que se calcula midiendo el área coloreada de debajo de las curvas que ven en el gráfico de ejemplo inferior. Si las concentraciones son mayores que las de la referencia, su valor será mayor que 100, y si son menores, el valor será menor de 100. El segundo indicador, la CG, además de lo anterior, tiene también en cuenta la cantidad de carbohidratos que tiene el alimento.
A modo de resumen, podría decirse que los alimentos que se absorben con más rapidez y generan una elevación importante de glucosa tendrán en general mayor valor de IG o CG. ¿Tiene sentido? La fisiología es muy compleja y en ocasiones este tipo de planteamientos teóricos son demasiado simplistas o tienden a obviar complicadas interacciones y sinergias por parte de otros procesos o reacciones que pueden modificar de forma significativa las consecuencias finales. Para saber si el modelo comentado anteriormente refleja lo que realmente ocurre, podemos analizar si las investigaciones a nivel metabólico y fisiológico no las contradicen. Revisando la literatura, encontramos con relativa facilidad diversos estudios
realizados con animales que han obtenido resultados coherentes con estos planteamientos: Por ejemplo, en los siguientes tres estudios los animales que se alimentaron con una dieta de mayor índice glucémico (IG) terminaron con más grasa corporal (volumen de adipocito): "Effects of long-term low-glycaemic index starchy food on plasma glucose and lipid concentrations and adipose tissue cellularity in normal and diabetic rats" (1996). "Dietary Amylose-Amylopectin Starch Content Affects Glucose and Lipid Metabolism in Adipocytes of Normal and Diabetic Rats" (1998). "Consumption of a high glycemic index diet increases abdominal adiposity but does not influence adipose tissue pro-oxidant and antioxidant gene expression in C57BL/6 mice" (2010). En el estudio de 1998 "A high glycemic index starch diet affects lipid storage-related enzymes in normal and to a lesser extent in diabetic rats" se observó que una dieta con carbohidratos refinados aumentó la presencia de algunas enzimas relacionadas con el almacenamiento de grasas. En la investigación del año 2009 "Dietary starch type affects body weight and glycemic control in freely fed but not energy-restricted obese rats" las ratas que se alimentaron con alimentos de menor IG tuvieron menor peso. Así mismo, en la del año 2000 "Long term feeding with high glycemic index starch leads to obesity in mature rats" aquellas que se alimentaron con alimentos de mayor IG ganaron más peso que las del grupo de menor IG (a pesar de tratarse de dietas isocalóricas, es decir, que aportaban las mismas calorías). Los resultados pueden verse en el siguiente gráfico:
También en el interesante, polémico y reciente estudio de 2012 "Hyperinsulinemia Drives Diet-Induced Obesity Independently of Brain Insulin Production" se observó que un tipo de ratas que tienen una falla genética que les impide generar demasiada insulina (pero que por lo demás son totalmente normales) no ganaron peso a pesar de alimentarlas con una dieta muy calórica, al contrario que el grupo de ratas de control, que sí sufrió obesidad. Y en el estudio del mismo año “Acute and sustained inflammation and metabolic dysfunction induced by high refined carbohydrate-containing diet in mice”, los ratones a los que se les alimentó con una dieta elevada en carbohidratos refinados presentaron significativas alteraciones en los indicadres de inflamación y en los niveles lipídicos, así como una mayor adiposidad, intolerancia a la glucosa y baja sensibilidad a la insulina Centrándonos en personas, algunos estudios también parecen dar pistas en este sentido. Estos son unos cuantos ejemplos: En el estudio del año 2000 "Dietary composition and physiologic adaptations to energy restriction" se comprobó que aquellos que siguieron una dieta rica en carbohidratos refinados redujeron significativamente su consumo energético en reposo, volviéndose más “ahorradores energéticos”. En el estudio de 2012 "Effects of Dietary Composition on Energy Expenditure During Weight-Loss Maintenance" aquellos que siguieron una dieta alta en carbohidratos refinados y baja en grasa mostraron un consumo energético en reposo bastante menor (eran más ahorradores de energía) que
los que siguieron una dieta isocalórica pero con menos carbohidratos refinados (mediterránea). También en el estudio de 2004 "Effects of a lowglycemic load diet on resting energy expenditure and heart disease risk factors during weight loss" se observó el mismo fenómeno, un menor consumo energético en reposo en casos de dietas con más carbohidratos refinados. En el estudio de 2010 "Whole and refined grain intakes are related to inflammatory protein concentrations in human plasma" se encontraron mayores concentraciones de ciertos indicadores inflamatorios entre las personas que comieron cereales refinados. En la investigación realizada en 2007 "A high glycemic meal suppresses the postprandial leptin response in normal healthy adults" se comprobó que al comer alimentos de elevado IG, se reducía de forma importante la presencia de la hormona leptina, encargada de regular la saciedad. Estudios y evidencias concretas Tras presentar algunas hipótesis previas y estudios que las hacen probables, a continuación vamos a comprobar lo que dicen los estudios epidemiológicos realizados sobre seres humanos intentando observar el efecto de este tipo de alimentos. Sin olvidar que los factores que afectan a una dieta son muchos y variados y que el efecto que produce un comportamiento dietético puede verse "compensado" o anulado por otro diferente. A diferencia de lo que ocurre con otros tipos de alimentos o de macronutrientes, lo cierto es que no se han realizado demasiados estudios prospectivos relevantes sobre el efecto de esta clase de carbohidratos. Uno de los más significativos - y que seguramente marcó un antes y un después en la forma en la que los vemos - fue publicado en 2003, "Relation between changes in intakes of dietary fiber and grain products and changes in weight and development of obesity among middle-aged women", realizado con los datos del enorme estudio Nurses's Health Study. Se hizo seguimiento a casi 75.000 mujeres durante 12 años y uno de los aspectos que se analizó fue la diferencia en la evolución del peso entre las mujeres que comían más cereales
refinados y las que menos. Se concluyó que las que los comían en mayor cantidad, engordaron también significativamente más. Otro de los más importantes y masivos estudios epidemiológicos realizados recientemente (2011) es “Changes in Diet and Lifestyle and Long-Term Weight Gain in Women and Men”, con datos de 120.000 personas (recopilados en los estudios NHS, NHS II y HPFS) durante casi 20 años. Los cereales refinados, los dulces, los refrescos y las patatas, alimentos de elevado índice glucémico o carga glucémica (IG o CG), estaban entre los que más se asociaron con el aumento de peso. Y, aunque centrado en el consumo de azúcar, también es una referencia fundamental “Dietary sugars and body weight: systematic review and metaanalyses of randomised controlled trials and cohort studies” (2012), la revisión más completa de estudios observacionales y de intervención sobre este alimento y su relación con el sobrepeso, promovido y financiado por la Organización mundial de la Salud (entre otros) para disponer de información en la actualización de sus recomendaciones. Y sus autores dedujeron que el consumo de azúcares y refrescos azucarados es determinante para el control del peso. Una gran parte de otros estudios de menor relevancia y tamaño también han llegado a conclusiones similares, con mayor o menor intensidad, para una alimentación o para alimentos concretos de elevado IG: “Associations of dietary glycaemic index and glycaemic load with food and nutrient intake and general and central obesity in British adults” (2013). Los investigadores encontraron en los 1500 británicos observados una clara relación entre la obesidad central, el IG y la CG. “Dietary glycemic index and glycemic load in relation to risk of overweight in Japanese children and adolescents: the Ryukyus Child Health Study” (2012). Se analizaron datos de 15.000 niños y se encontró correlación entre la CG y la obesidad, aunque no con el IG. "Association between dietary carbohydrate, glycemic index, glycemic load,
and the prevalence of obesity in Korean men and women" (2012). Entre las casi 1000 personas observadas se encontró correlación entre mayor peso y alimentos con mayor IG en las mujeres, pero no en los hombres (entre los que incluso se encontró relación inversa con la CG). “Glycaemic index and body fat distribution in children: the results of the ARCA project” (2012). Se analizó la correlación entre el índice glucémico de la dieta y la obesidad en más de 3000 niños y se encontró el doble de riesgo de obesidad entre aquellos con una dieta de mayor IG. “A rice-based traditional dietary pattern is associated with obesity in Korean adults” (2012). Analizando los datos de más de 10.000 personas durante cuatro años, se correlacionó un alto consumo de arroz (elevado IG) con más obesidad. “Glycemic load, glycemic index, and body mass index in Spanish adults” (2010) . En este estudio español de más de 8000 personas, no se encontró relación entre el IG y el IMC (índice de masa corporal). “Glycemic index and glycemic load in relation to body mass index and waist to hip ratio” (2010). En este caso al analizar los datos de unas 8000 personas, la relación que se encontró entre IG, CG y IMC fue inversa. “Dietary fiber intake, dietary glycemic index and load, and body mass index: a cross-sectional study of 3931 Japanese women aged 18-20 years” (2007). Se encontró una relación positiva entre el IG, la CG y el índice de masa corporal IMC entre los casi 4000 jóvenes analizados. “Association between dietary glycemic index, glycemic load, and body mass index in the Inter99 study: is underreporting a problem?” (2006). Se analizaron los resultados de más de 6000 personas y tras diversos ajustes con variables de confusión, se encontró correlación (aunque algo irregular) entre IG, CG y IMC. Como puede observar, la mayor parte de los estudios observacionales recientes (y los más importantes) que han analizado la influencia entre el IG
elevado y el sobrepeso, han identificado correlación positiva entre ambos factores. Pero, como suele ocurrir con este tipo de estudios, es arriesgado deducir a partirde ellos algo de forma muy taxativa, ya que la asociación no es muy fuerte y la propia naturaleza de estos estudios impide tener demasiada seguridad en la causa-efecto de un resultado. Estudios de intervención Como ya saben, los estudios de intervención son más fiables para deducir la causalidad de un comportamiento dietético. En este caso he decidido dividirlos en dos grupos, por un lado los que se basan en la restricción calórica (controlando cantidades hasta una aportación energética concreta), y por otro los que permiten comer líbremente o ad-libium. He obtenido la mayor parte de las referencias de la excelente revisión realizada en 2011 “The Application of the Glycemic Index and Glycemic Load in Weight Loss: A Review of the Clinical Evidence”. Para los que prefieren no entrar en los detalles, les adelanto que en el primer grupo, en los que se ha controlado la cantidad de calorías, he identificado 14 estudios, todos ellos comparando dos dietas (de alto y bajo IG), ambas hipocalóricas (con déficit calórico) y también isocalóricas (que aportan las mismas calorías), es decir, con la variable energética fijada y controlada. La mayoría concluyen con diferencias de pérdida de peso a favor de la dieta de bajo IG (pocos carbohidratos refinados). Son los siguientes, incluidos sus resultados: “Effects of diet macronutrient composition on body composition and fat distribution during weight maintenance and weight loss” (2012). 69 participantes obesos se dividieron en dos grupos, uno con dieta de alto IG y el otro con bajo. Tras someterese a dos fases de dieta, de 8 semanas cada una,ambos grupos perdieron el mismo peso, pero los de menor IG terminaron con menos porcentaje de masa grasa. “Whole grain compared with refined wheat decreases the percentage of body fat following a 12-week, energy-restricted dietary intervention in postmenopausal women” (2012). 79 mujeres durante 12 semanas, las que
siguieron dieta con alimentos integrales perdieron un kilo más que las de la dieta de alto IG y más grasa corporal. “The consumption of low glycemic meals reduces abdominal obesity in subjects with excess body weight” (2012). 17 sujetos durante 4 semanas, obtuvieron pequeña pero significativa reducción en peso y grasa corporal en la dieta de bajo IG, mejor que la de alto IG. “Effects of Weight Loss and Long-Term Weight Maintenance With Diets Varying in Protein and Glycemic Index on Cardiovascular Risk Factors-The Diet, Obesity, and Genes (DiOGenes) Study: A Randomized, Controlled Trial” (2011). Casi 200 personas a las que se hizo seguimiento durante 26 semanas, las que siguieron dieta de menor IG no aumentaron de peso, en comparación con las de alto IG, que sí engordaron un kilo. “Energy-restricted diets based on a distinct food selection affecting the glycemic index induce different weight loss and oxidative response” (2008). En este estudio con 32 sujetos y 8 semanas de duración, los que siguieron la dieta de bajo IG adelgazaron dos kilos más. “Five-week, low-glycemic index diet decreases total fat mass and improves plasma lipid profile in moderately overweight nondiabetic men” (2002). 11 hombres durante 5 semanas, con 0,8 kilos de diferencia a favor de la dieta de bajo IG y menos cantidad de grasa corporal. “Long-term effects of 2 energy-restricted diets differing in glycemic load on dietary adherence, body composition, and metabolism in CALERIE:a 1-y randomized controlled trial” (2007). 34 personas durante un año, pequeña diferencia a favor de la dieta baja en IG de 1,4 kilos. “Comparison of 4 diets of varying glycemic load on weight loss and cardiovascular risk reduction in overweight and obese young adults: a randomized controlled trial” (2006) De las 60 personas que se asignaron a una dieta de alto o bajo IG durante 12 semanas, las de bajo IG perdieron algo más de peso y bastante más grasa corporal.
“Motivational effects of 12-week moderately restrictive diets with or without special attention to the Glycaemic Index of foods” (2007). Tras 12 semanas en un programa de adelgazamiento, las 96 personas participantes perdieron casi 10 kilos de media, sin diferencias entre la dieta de alto IG y la de bajo IG. “Beneficial effects of a 5-week low-glycaemic index regimen on weight control and cardiovascular risk factors in overweight non-diabetic subjects” (2007). 38 personas durante cinco semanas, con una pequeña diferencia de casi un kilo menos, a favor de la dieta de bajo IG. “The effects of the dietary glycemic load on type 2 diabetes risk factors during weight loss” (2006). 32 personas durante 6 meses, con la de bajo IG adelgazaron medio kilo más. “Improved plasma lipids and body weight in overweight/obese patients with type III hyperlipoproteinemia after 4 weeks on a low glycemic diet” (2009). 16 hombres durante 4 semanas, la de bajo IG consiguió adelgazar 2,4 kilos menos. “An 18-mo randomized trial of a low-glycemic-index diet and weight change in Brazilian women” (2007). 203 mujeres durante 18 meses. Sin diferencias ni pérdidas de peso significativas al final del estudio (los autores sospechan que la mayoría habían abandonado la dieta). “Effects of a low-insulin-response, energy-restricted diet on weight loss and plasma insulin concentrations in hyperinsulinemic obese females” (1994). 30 mujeres durante 12 semanas, entre 2 y 3 kilos de menos a favor de la dieta de bajo IG. Pasemos ahora al segundo grupo de estudios, a aquellos que comparan también dietas de alto y bajo IG o CG, pero en condiciones más parecidas a la vida real, dejando comer libremente (ad-libitum) a los participantes, en función de su apetito. He encontrado ocho estudios y les adelanto que en la mayoría se obtienen pequeñas diferencias a favor de la de bajo IG (pocos carbohidratos refinados), aunque con resultados algo irregulares (circunstancia bastante habitual en estudios de este tipo).
Son los siguientes: “A reduced-glycemic load diet in the treatment of adolescent obesity” (2003). Tras 12 meses (6 de intervención y 6 de vida real) realizada en un grupo de 14 adolescentes, los que siguieron la dieta de baja CG adelgazaron medio kilo más y perdieron kilo y medio más de grasa corporal. “Low glycemic diet for weight loss in hypertriglyceridemic patients attending a lipid clinic” (2010). Durante tres años se recomendó una dieta tradicional de alto IG a 56 pacientes, sin cambios en el peso. Posteriormente, durante 4 años se les cambió a una dieta de bajo IG y adelgazaron una media de unos 2 kilos del peso inicial. “Reduced glycemic index and glycemic load diets do not increase the effects of energy restriction on weight loss and insulin sensitivity in obese men and women” (2005). Sin diferencias significativas (o muy pequeñas) entre los 29 sujetos sometidos a análisis, tras 12 semanas de intervención más otras 24 de seguimiento. “Effects of a low-glycemic load vs low-fat diet in obese young adults: a randomized trial” (2007). 73 personas se sometieron 6 meses a dieta y posteriormente se les hizo seguimiento durante 12 meses más. Los que siguieron la dieta de bajo IG lograron un poco más de pérdida de peso (un kilo) que los de siguieron la de pocas grasas y alto IG. “Effects of a reduced-glycemic-load diet on body weight, body composition, and cardiovascular disease risk markers in overweight and obese adults” (2007). 86 personas divididas en dos grupos siguieron una dieta de baja CG o alta CG durante 12 semanas y luego se les hizo seguimiento comiendo adlibitum durante 24 semanas más. La diferencia de CG entre ambas dietas era pequeña (cinco unidades). Aunque los autores no vieron diferencias entre ambos grupos, en el gráfico que incluyen se observan 2 kilos de diferencia en la primera parte del experimento, que se mantiene después:
“Effects of an ad libitum low-glycemic load diet on cardiovascular disease risk factors in obese young adults” (2005). Se hizo seguimiento a 23 personas durante doce meses, comiendo ad-libitum. Tras 6 meses la diferencia entre la dieta de bajo IG y la tradicional fue de algo más de medio kilo a favor de la de bajo IG, y aumentó hasta más de kilo y medio al final de los 12 meses. “No effect of a diet with a reduced glycaemic index on satiety, energy intake and body weight in overweight and obese women” (2008). 26 personas durante 12 semanas, sin diferencias en el resultados final. Sin embargo, la diferencia de IG entre las dos dietas era muy pequeño (55,5 vs 63,9) ya que realmente la de bajo IG no lo era tanto e incluía carbohidratos de bastante rápida absorción. “No difference in body weight decrease between a low-glycemic-index and a high-glycemic- index diet but reduced LDL cholesterol after 10-wk ad libitum intake of the low-glycemic-index diet” (2004). 45 mujeres durante 10 semanas, obteniendo solo una pequeña diferencia a favor de la de bajo IG de algo más de medio kilo. Aunque los autores concluían que no había diferencias significativas, analizando el gráfico del estudio y su tendencia yo no estoy muy de acuerdo:
Otras revisiones sistemáticas Además de todos los estudios comentados, se han hecho algunas revisiones sistemáticas explorando la relación entre el sobrepeso y alimentos o dietas de elevado IG: Siguiendo con los estudios que permiten comer libremente, en 2008 se realizó el meta-análisis “Glycemic response and health—a systematic review and meta-analysis: relations between dietary glycemic properties and health outcomes” y concluyó precisamente que las dietas de baja carga glucémica eran especialmente eficaces para la perdida de peso en intervenciones en las que se permitía comer ad-libitum. Por otro lado desde la iniciativa Cochrane en 2007 también se realizó un meta-análisis y se publicó en el documento "Low glycaemic index or low glycaemic load diets for overweight and obesity". En este caso se compararon las dietas de bajo IG con otros tipos de dietas (alto IG o bajas en grasas, incluyendo algunos de los estudios anteriormente mencionados) y se concluyó que era una estrategia dietética con buenos resultados para pérdida de peso y para los indicadores de salud, además de eficaz y sencilla de implementar. Investigadores españoles revisaron los estudios realizados sobre el pan en “Relationship between bread consumption, body weight, and abdominal fat distribution: evidence from epidemiological studies”. (2012) y concluyeron que el pan blanco, un alimento de elevado IG, estaba probablemente
relacionado con un mayor aumento de peso. Salud y enfermedades Es momento de analizar cómo afecta la ingesta de carbohidratos de rápida absorción a diferentes indicadores de salud. Después de todo, lo que buscamos es una dieta que nos ayude a perder peso, pero con el objetivo final de mejorar nuestro bienestar. En este caso la cantidad de estudios es importante, así que, si es posible, es más práctico y útil recurrir a las últimas y más rigurosas revisiones sistemáticas que se han hecho para diferentes tipos de enfermedades. Veamos cada caso de forma detallada: Cáncer En 2012 el meta-análisis "Glycaemic index and glycaemic load in relation to risk of diabetes-related cancers: a meta-analysis" analizó la correlación entre el IG y la CG y los cánceres relacionados con la diabetes. Se concluyó que existe dicha correlación, aunque no es muy grande. En 2011 se publicó el meta-análisis "Dietary glycemic index, glycemic load, and risk of breast cancer: meta-analysis of prospective cohort studies", en el que se encontró correlación entre una dieta de elevado IG y el cáncer de mama. En 2012 en el meta-análisis "Carbohydrates, glycemic index, glycemic load, and colorectal cancer risk: a systematic review and meta-analysis of cohort studies” se analizó la relación entre el IG y el cancer colorectal, sin que se pudiera encontrar ninguna asociación. De forma similar, en 2008 en el metaanálisis "Glycemic index, glycemic load, and risk of digestive tract neoplasms: a systematic review and meta-analysis" tampoco se encontró correlación con el cáncer colorectal ni con el de páncreas. También en 2008 se publicó el meta-análisis "Dietary glycaemic index, glycaemic load and endometrial and ovarian cancer risk: a systematic
review and meta-analysis" que encontró relación entre el cáncer de ovarios y la CG, pero no con el IG. Enfermedades cardiovasculares En 2013 se realizó la revisión “Effect of diets differing in glycemic index and glycemic load on cardiovascular risk factors: review of randomized controlled-feeding trials” de estudios de intervención aleatorios, investigando la relación entre indicadores de enfermedad cardiovascular y el IG y CG. Los autores dedujeron que los resultados obtenidos eran diversos y heterogéneos, sin conclusiones claras. En 2012 se publicó el meta-análisis analizando estudios observacionales "Meta-analysis of dietary glycemic load and glycemic index in relation to risk of coronary heart disease", y se encontró un aumento del riesgo cardiovascular en mujeres (pero no en hombres) que tenían una dieta de alto IG o CG, y que era más acusado entre mujeres con sobrepeso. En 2009 la iniciativa Cochrane realizó la revisión “Low glycaemic index diets for coronary heart disease”, y encontraron una pequeña asociación entre las dietas de bajo IG y la mejora de varios indicadores de riesgo cardiovascular. En 2012 se publicó el meta-análisis de estudios de intervención "Low glycaemic index diets and blood lipids: A systematic review and metaanalysis of randomised controlled trials", concluyendo que una dieta de bajo IG es más eficaz que una de alto IG para reducir el colesterol LDL y el colesterol total. Diabetes Se han realizado unos cuantos meta-análisis que han estudiado la relación entre la diabetes y el índice glucémico y, aunque los resultados no son todos unánimes, la mayoría de ellos concluyen que existe correlación. En el meta-análisis de estudios observacionales de 2013 “Is there a doseresponse relation of dietary glycemic load to risk of type 2 diabetes? Meta-
analysis of prospective cohort studies” se concluyó que existe una clara relación entre las personas que consumen alimentos de baja CG y una menor incidencia de diabetes tipo 2. El estudio identificó una evidente respuesta a la dosis, es decir, que cuanto menor era la CG, también era menor es el riesgo de contraer esa enfermedad, un factor que aumenta las posibilidades de que exista causalidad entre ambas variables. El meta-análisis de 2011, “Dietary glycaemic index and glycaemic load in relation to the risk of type 2 diabetes: a meta-analysis of prospective cohort studies” y el de 2008 “Glycemic index, glycemic load, and chronic disease risk--a meta-analysis of observational studies” llegaron a similares conclusiones. Por el contrario, en 2013 el meta-análisis “Dietary glycemic index, glycemic load, and digestible carbohydrate intake are not associated with risk of type 2 diabetes in eight European countries” no encontró relación entre el IG y la CG y la diabetes. Aunque los autores reconocieron que los cuestionarios utilizados, basados en alimentos autralianos y americanos, quizás no fueran los mejores para este estudio europeo. En 2012 se realizó el meta-análisis “White rice consumption and risk of type 2 diabetes: meta-analysis and systematic review”, analizando los estudios que investigaban la correlación entre el consumo de arroz blanco (elevado IG) y la diabetes. Los autores concluyeron que existía una asociación significativa entre ambos factores. A similares conclusiones llegó la revisión de 2004 “Meta-analysis of the health effects of using the glycaemic index in mealplanning”. En la revisión sistemática "Effects of low carbohydrate diets on weight and glycemic control among type 2 diabetes individuals: a systemic review of RCT greater than 12 weeks" se comprobó que una dieta de bajo IG era tan eficaz como una baja en grasas o baja en carbohidratos para controlar indicadores relacionados con la diabetes. En 2009 la iniciativa Cochrane realizó la revisión sistemática de estudios de intervención "Low glycaemic index or low glycaemic load diets for diabetes mellitus", concluyendo que una dieta de bajo IG ayuda a controlar el control glucémico y de otros indicadores relacionados con la salud de este tipo de
enfermos. Las revisiónes de 2011 "Glycemic index and glycemic load of carbohydrates in the diabetes diet" y de 2008 “Role of glycemic index and glycemic load in the healthy state, in prediabetes, and in diabetes” llegaron a parecidas conclusiones. En el meta-análisis de “2004 Meta-analysis of the health effects of using the glycaemic index in meal-planning” se concluyó que una dieta de bajo IG era una herramienta útil para controlar el colesterol y variables metabólicas de la diabetes. Otras enfermedades y estudios La revisión de 2013 “Dietary fiber and the glycemic index: a background paper for the Nordic Nutrition Recommendations 2012” analizó los estudios realizados por países nórdicos y concluyó que aunque no se podían sacar conclusiones definitivas porque las evidencias no eran suficientemente abundantes y sólidas, una dieta de bajo IG podría ser útil especialmente para algunos grupos específicos, especialmente para el de personas obesas. En 2012 el estudio “Dietary fiber, carbohydrate quality and quantity, and mortality risk of individuals with diabetes mellitus” concluyó que entre los diabéticos sin sobrepeso la mortalidad total aumentaba significativamente con la CG. En 2008 se publicó la revisión sistemática de estudios observacionales "Glycemic index, glycemic load, and chronic disease risk--a meta-analysis of observational studies", analizando la correlación entre una dieta con pocos carbohidratos refinados y varias enfermedades crónicas. Se concluyó que una dieta de bajo IG tiene una significativa reducción del riesgo, especialmente en el caso de enfermedades cardiovasculares, hepáticas y diabetes. También en 2008 el meta-análisis "Glycemic response and health--a systematic review and meta-analysis: relations between dietary glycemic properties and health outcomes" concluyó que una dieta de bajo IG mejoraba varios indicadores sobre la salud.
En 2010 en estudio prospectivo "Dietary glycemic index, glycemic load, and intake of carbohydrate and rice in relation to risk of mortality from stroke and its subtypes in Japanese men and women" encontró una clara asociación entre el elevado IG y la muerte por ictus entre las mujeres. También en 2010 en el estudio "Carbohydrate nutrition and inflammatory disease mortality in older adults" se encontró una clara asociación entre la ingesta de carbohidratos de elevado IG y la muerte por enfermedades inflamatorias. Los estudios "Carbohydrate nutrition, glycemic index, and the 10-y incidence of cataract" (2007) y "Dietary glycemic index and the risk of agerelated macular degeneration" (2008), relacionaron una dieta con mayor IG con una mayor incidencia de enfermedades oculares, en concreto cataratas y degeneración macular, respectivamente. Conclusiones finales Y estas son mis conclusiones personales respecto a los carbohidratos de rápida aborción o refinados, basadas en toda la información resumida anteriormente: 1. Muy buenos no parecen ser. La mayor parte de los estudios, tanto los relacionados con la obesidad como con diversas enfermedades y salud, encuentran aspectos negativos a su ingesta elevada. No es una asociación muy fuerte ni ocurre en el 100% de los casos, pero es evidente y parece crecer en cantidad e intensidad según se publican más estudios. 2. Los hay mejores. La ventaja de los alimentos de bajo índice glucémico sobre los que lo tienen alto es clara, en todos los aspectos, control del peso, salud y prevención de enfermedades. Desde el punto de vista del adelgazamiento, las dietas de bajo IG son efectivas, probablemente más que las de alto IG o tradicionales, ya que la mayoría de los estudios (observacionales y de intervención) encuentran diferencias a su favor. 3. No tienen soporte. Los argumentos que suelen utilizarse para recomendar su
ingesta no tienen respaldo científico. En concreto: 3.1 Sirven para llegar al 50-60% de las calorías diarias en forma de carbohidratos, una cantidad necesaria para que la dieta sea equilibrada. Esta directriz increíblemente extendida parte de una falacia, ya que, como ya hemos visto, no hay evidencia científica suficiente que justifique ese porcentaje de carbohidratos. Así lo reconoce en la última revisión sobre el tema de la asociación de dietistas alemanes y también el documento específico de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria - EFSA. 3.2 Aportan la energía necesaria para la actividad diaria. Otra gran falacia, ya que nuestro cuerpo es perfectamente capaz de obtener energía de otros nutrientes sin ningún problema. Además, los carbohidratos pueden obtenerse de otras fuentes de menor IG y mucho más saludables como frutas, hortalizas, frutos secos, legumbres, lácteos, etc. 4. Prácticamente solo aportan lo que más nos sobra, energía. La mayoría de los alimentos ricos en carbohidratos refinados aportan poco más que energía, ya que al refinarse se les elimina la mayor parte de sus componentes más valiosos: micronutrientes, minerales y fibra. 5. Son un mediocre sustituto. Debido a nuestras costumbres alimentarias y a la forma de distribuir y diseñar las diferentes comidas, los carbohidratos refinados (arroz, pasta, patatas, masas, precocinados, pan, bollería, galletas) suelen sustituir a los vegetales (verduras, ensaladas, legumbres, fruta) especialmente en primeros platos, acompañamientos y postres. Un cambio muy poco acertado. Pues bien, por todos estos argumentos, si todavía no está convencido de que sean poco recomendables, mírelo desde otra perspectiva: No parece haber ni una sola razón para recomendar comerlos y sí muchas para comer sus posibles sustitutos. Así que, en mi opinión, es totalmente incomprensible que todavía sigan existiendo pirámides alimentarias que los coloquen en su base, como lo hizo la Food Pyramid de la USDA en la década de los noventa.
Para terminar, unos consejos para investigadores y científicos: Sería importante que próximos estudios reforzaran su enfoque y metodología para detallar las hipótesis planteadas, aumentando las muestras y la duración, ampliando las diferencias entre el IG o CG de las dietas comparadas y analizando la influencia de diferentes tipos de alimentos, especialmente los altamente procesados y los naturales.
¿Qué ventajas demostradas para la salud tiene el comer frutas y vegetales? Aunque existan diversos matices respecto al tipo y la cantidad, no hay estrategia dietética medianamente seria que no tenga entre sus directrices la ingesta de frutas y vegetales Todos los expertos en nutrición defienden vehementemente convertirlos en uno de los pilares de nuestras comidas y, como consecuencia, también los gobiernos han desplegado poderosas campañas para promocionar su consumo. Con resultados irregulares, todo sea dicho. Pero, como ya sabrá a estas alturas del libro, lo que aquí nos gusta es rebuscar en la bibliografía epidemiológica y poner sobre la mesa las pruebas que la ciencia ha encontrado hasta la fecha. Y aunque en el mundo de la nutrición los vegetales y las frutas son un tótem casi intocable, voy a ser fiel al estilo y filosofía habitual, dándoles un repaso a fondo. En esta ocasión voy a utilizar como guía una investigación que se publicó en el año 2012 en European Journal of Nutrition, la interesante revisión "Critical review: vegetables and fruit in the prevention of chronic diseases". En este trabajo expertos epidemiólogos, fisiólogos y nutricionistas de diversas universidades alemanas analizaron la evidencia científica existente sobre la utilidad de frutas y vegetales para la prevención de diversas patologías y enfermedades: Obesidad, diabetes tipo 2, hipertensión, enfermedad coronaria, íctus, cáncer, osteoporosis, enfermedades oculares, demencia, síndrome de colon irritable, artritis, asma y enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Para llegar a conclusiones concretas, definieron una escala en función de la cantidad y rigor de los estudios existentes, con la que clasificaron la solidez de dicha evidencia en cuatro niveles (de mayor a menor):
1. 2. 3.
Convincente Probable Posible
4.
Insuficiente
Pues nada, vamos allá, que tenemos trabajo por delante. Obesidad y sobrepeso Empezaremos analizando el impacto de comer frutas y vegetales en la prevención de la obesidad. Les adelanto que los resultados de los estudios, aunque favorables y mayoritariamente con una asociación inversa entre la ingesta de vegetales y frutas y la obesidad, son menos claros de lo que podría esperarse. Probablemente la más reciente revisión sobre la evidencia científica existente analizando la relación entre las frutas (en este caso no se consideraron otro tipo de vegetales) y la obesidad se desarrolló en el proyecto europeo ISAFRUIT en 2008, que dio lugar a la publicación del trabajo "The potential association between fruit intake and body weight--a review". Así que podemos considerar que sus conclusiones son de lo mejorcito que hay en la actualidad desde el punto de vista científico. En esta importante revisión, de los 16 estudios seleccionados (observacionales y de intervención), 11 hallaron relación inversa entre ambos factores, es decir, comer más frutas se asoció a menor sobrepeso. Así que los autores concluyeron que la mayor parte de la evidencia hace pensar en una posible asociación inversa entre la ingesta de fruta y la obesidad. Hay algunos estudios importantes que no se incluyeron o que se publicaron después de esa fecha. Entre todos ellos, estos son los que encontraron una relación inversa (más vegetales, menos peso): Stable behaviors associated with adults’ 10-year change in body mass index and likelihood of gain at the waist (1997). Dietary patterns and changes in body mass index and waist circumference in adults (2003) Dietary energy density predicts women’s weight change over 6 y (2008)
Fruit and vegetable intakes and subsequent changes in body weight in European populations: results from the project on diet, obesity, and genes (DiOGenes) (2009) Y estos son los que no encontraron ninguna relación o la que encontraron fue solo para hombres o mujeres: Dietary factors in relation to weight change among men and women from two south-eastern New England communities (1997). Dietary patterns predict the development of overweight in women. The Framingham Nutrition Study (2002). A longitudinal study of food intake patterns and obesity in adult Danish men and women (2004). Fruit and vegetable consumption and prospective weight change in participants of the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition–Physical Activity, Nutrition, Alcohol, Cessation of Smoking, Eating Out of Home, and Obesity study (2012) Curiosamente, uno encontró una relación positiva: Predictors of weight change in middle-aged and old men (2000) Por otro lado y con una visión más global, incluyendo también verduras y hortalizas, en el estudio se destaca la labor de otra revisión, la realizada en 2004 "What can intervention studies tell us about the relationship between fruit and vegetable consumption and weight management?", en la que se evaluaron varias decenas de estudios de intervención, analizando los posibles efectos de estos alimentos en la saciedad y en el peso corporal. Los expertos concluyeron que los vegetales y frutas pueden jugar un rol importante en la gestión del peso, especialmente en su mantenimiento (ya que no vieron disminuciones significativas de peso si no se acompañaban de otras medidas). Comprobaron que adición en más cantidad en la dieta da lugar a una reducción en la densidad energética sin que aumente la sensación de hambre, lo cual permite un menor consumo energético final.
Tras revisar todos estos estudios y revisiones, los autores concluyen que es posible que el aumento del consumo de vegetales y frutas permita mantener el peso estable, preveniendo la obesidad. Un nivel de evidencia no muy alto, el tercero (de cuatro) en la clasificación. En su opinión, no hay suficientes evidencias que relacionen su mayor consumo, sin otra medida adicional, con la pérdida de peso. Solo si ese aumento se produce a expensas de otros alimentos más energéticos puede hablarse de asociación con un menor peso. Vamos, que comer más vegetales y frutas es importante pero no es suficiente para adelgazar. Diabetes Ha habido dos meta-análisis que han analizado la relación entre la ingesta de vegetales y la diabetes tipo 2 en estudios observacionales de cohorte (con observación durante un periodo de tiempo). En el primero de ellos, "Intake of fruit, vegetables, and antioxidants and risk of type 2 diabetes: systematic review and meta-analysis" publicado en 2007 y en el que se incluyeron cinco grandes estudios, se llegó a la conclusión de que no existía una relación entre estos alimentos y la enfermedad, por lo que su mayor ingesta no se relacionaba con una prevención de la misma. En el segundo, publicado en 2010, "Fruit and vegetable intake and incidence of type 2 diabetes mellitus: systematic review and meta-analysis", los autores llegaron a similares conclusiones, no encontraron diferencias de riesgo entre los que más frutas y vegetales en general consumían y los que menos. Pero sí encontraron una reducción del riesgo entre los que comían más cantidad de vegetales de hoja verde. En lo que respecta a estudios de intervención, es muy difícil separar el efecto de frutas y vegetales porque las intervenciones siempre son multifactoriales, con más cambios dietéticos e incremento de la actividad física. En aquellos en los que se ha intentado aislar, los resultados de nuevo han llevado a una falta de correlación, como ocurrió en el gran estudio de intervención Women's Health Initiative, tal y como se explica en el artículo "Low-fat dietary pattern and risk of treated diabetes mellitus in postmenopausal women: the women’s
health initiative randomized controlled dietary modification trial". En definitiva, según los expertos no hay evidencia científica de asociación entre la diabetes tipo 2 y el consumo de estos alimentos (clasificación de insuficiente). La única influencia podría atribuirse a su capacidad de prevención del sobrepeso, factor éste que sí está íntimamente relacionado con esta enfermedad. Hipertensión Los estudios observacionales suelen relacionar una mayor ingesta de frutas y vegetales (o algunos de sus componentes) con menos casos de hipertensión o menor presión arterial. Estos son los más significativos que apreciaron esta relación inversa, todos ellos con miles de personas y una buena cantidad de años de seguimiento: "Prospective study of nutritional factors, blood pressure, and hypertension among US women" (1996) "Relation of vegetable, fruit, and meat intake to 7-year blood pressure change in middle-aged men: the Chicago Western Electric Study" (2004) "Associations of plant food, dairy product, and meat intakes with 15-y incidence of elevated blood pressure in young black and white adults: the Coronary Artery Risk Development in Young Adults (CARDIA) Study" (2005) "Risk of hypertension among women in the EPIC-Potsdam Study: comparison of relative risk estimates for exploratory and hypothesis-oriented dietary patterns" (2003) "Habitual intake of flavonoid subclasses and incident hypertension in adults" (2011) Respecto a los estudios de intervención, nos encontramos con una situación similar a la de la diabetes, ya que las intervenciones suelen ser multifactoriales, en las que no se puede aislar el tema que nos ocupa. A pesar de todo, ha habido algunos que han procurado realizar una intervención aislada, aumentando la ingesta de frutas y vegetales, con resultados favorables
(reducción de la tensión arterial): "A clinical trial of the effects of dietary patterns on blood pressure" (1997) "Effects of fruit and vegetable consumption on plasma antioxidant concentrations and blood pressure: a randomised controlled trial" (2002) "Intake of fruits, vegetables, and dairy products in early childhood and subsequent blood pressure change" (2005) En este caso, los autores concluyen que la evidencia de un efecto positivo para prevenir la hipertensión es sólida y de primer nivel, es decir, convincente.
Enfermedad coronaria Las dos principales revisiones que se han realizado sobre estudios observacionales de este tema, han sido en forma de meta-análisis y son las siguientes: "Fruit and Vegetable Consumption and Risk of Coronary Heart Disease: A Meta-Analysis of Cohort Studies" (2006). Los autores encontraron una reducción del riesgo significativa por cada porción de vegetales y frutas que se incluía en la dieta. "Increased consumption of fruit and vegetables is related to a reduced risk of coronary heart disease: meta-analysis of cohort studies" (2007). También encontraron una reducción del riesgo entre aquellos que comieron tanto más vegetales como más fruta. Otros grandes estudios conclusiones similares:
observacionales
posteriores
han llegado
a
Flavonoid intake and risk of CVD: a systematic review and
meta-analysis of prospective cohort studies (2013) "Raw and processed fruit and vegetable consumption and 10year coronary heart disease incidence in a population-based cohort study in The Netherlands" (2011). "Fruit and vegetable intake and mortality from ischaemic heart disease: results from the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition (EPIC)-Heart study"(2010) "Food choices and coronary heart disease: a population based cohort study of rural Swedish men with 12 years of follow-up" (2009). "Fruit, vegetable and bean intake and mortality from cardiovascular disease among Japanese men and women: the JACC Study" (2009) Un estudio únicamente encontró una reducción del riesgo entre aquellos que más vegetales de hoja verde comieron: "Fruit, vegetables, and olive oil and risk of coronary heart disease in Italian women: the EPICOR Study" (2011) Los estudios de intervención realizados sobre este tema lo abordan de forma indirecta, analizando la variación de indicadores relacionados con la enfermedad coronaria. La mayoría encuentran que el aumento de su ingesta (de forma genérica o con alimentos concretos) suelen mejorarlos. Estos son alguno de ellos: "Dietary intake of fruits and vegetables improves microvascular function in hypertensive subjects in a dose-dependent manner" (2009) "A 4-week intervention with high intake of carotenoid-rich vegetables and fruit reduces plasma C-reactive protein in healthy, non-smoking men" (2005) Los autores deducen que las evidencias de que el consumo de vegetales y frutas sirve para prevenir la enfermedad coronaria es sólida y de primer nivel, es decir, convincente.
Ictus También para esta enfermedad se han realizado dos meta-análisis de estudios observacionales, llegando ambos a resultados parecidos: Se encontró una clara relación entre el aumento del consumo de vegetales y frutas y la reducción del riesgo. Son los siguientes: "Fruit and vegetable consumption and stroke: meta-analysis of cohort studies" (2006). "Fruit and vegetable consumption and risk of stroke: a metaanalysis of cohort studies" (2005). Por otro lado, el estudio "Fruit, vegetable and bean intake and mortality from cardiovascular disease among Japanese men and women: the JACC Study" (2009) realizado posteriormente también encontró una reducción de riesgo similar. Como ocurría con la enfermedad coronaria, en los estudios de intervención se analizan indicadores relacionados y, siendo éstos indicadores comunes con los de aquel apartado, los estudios y las conclusiones son las mismas. Por lo tanto, también en este caso los autores consideran la evidencia científica en favor de vegetales y frutas para prevenir el ictus como convincente. Cáncer Aunque las primeras revisiones que analizaron la correlación entre el cáncer y la ingesta de vegetales y frutas obtuvieron resultados claramente favorables a su consumo, posteriores investigaciones han atenuado esta asociación. Los resultados siguen encontrando una reducción del riesgo, pero con valores más moderados. Los tipos de cáncer que parece que se ven beneficiados por la ingesta de estos alimentos son los relacionados con el sistema digestivo: Cáncer de boca,
esófago, colorectal y estómago. De cualquier forma, los beneficios observados no son muy elevados. Parece que el efecto beneficioso es mayor si el aumento en la ingesta es alto y ocurre sobre personas con elevada exposición a tóxicos y carcinógenos (por ejemplo, fumadores). Algunas de las últimas revisiones sobre estudios observacionales han sido las siguientes: "Epidemiologic evidence of the protective effect of fruit and vegetables on cancer risk" (2003). Reducción del riesgo estadísticamente significativo. "Fruit and vegetables and cancer risk" (2009). Relación favorable pero pequeña, pocos beneficios. "Fruit and vegetable intake and risk of major chronic disease" (2004). Sin ventajas significativas para el cáncer en general. Por lo tanto en este caso, en opinión de los autores, la evidencia para esta enfermedad es estadísticamente significativa, pero tampoco de lo mejorcito, así que la consideraron de segundo nivel, probable, y especialmente entre los tipos de cáncer comentados. Osteoporosis Existe una revisión de 2011 en la que se analizó si los vegetales y frutas ayudan a prevenir la osteoporosis, "Fruit and vegetable intake and bone health in women aged 45 years and over: a systematic review" y concluyó que no existen evidencias claras al respecto. Otros trabajos observacionales han investigado esta relación, sin encontrar tampoco pruebas a favor de los vegetales: Diet and hip fractures among elderly Europeans in the EPIC cohort" (2011). "Dietary patterns associated with fall-related fracture in elderly Japanese: a population based prospective study" (2010)
Los estudios de intervención que han investigado directa o indirectamente el tema han llegado a conclusiones irregulares: "Effect of potassium citrate supplementation or increased fruit and vegetable intake on bone metabolism in healthy postmenopausal women" (2008). No se encontró relación. "Dietary patterns and incident low-trauma fractures in postmenopausal women and men aged" (2011). Las mujeres que más vegetales y frutas consumían tenían menos fracturas. “Effects of dietary nutrients and food groups on bone loss from the proximal femur in men and women in the 7th and 8th decades of age” (2003). Sin correlación significativa. “The acid–base hypothesis: diet and bone in the Framingham Osteoporosis Study” (2001) Se observó menos pérdida de masa ósea entre hombres (no entre mujeres). “Potassium, magnesium, and fruit and vegetable intakes are associated with greater bone mineral density in elderly men and women” (2002). También se observó menos pérdida de masa ósea solo entre hombres Otros estudios de intervención más especializados, por ejemplo entre niños o embarazadas, han encontrado algunos beneficios del consumo de vegetales y frutas para la densidad ósea, pero no siempre y con resultados diversos. Los autores concluyeron, un poco generosamente en mi opinión, que la capacidad de los vegetales para prevenir fracturas es baja pero puede existir, asi que la clasificaron como, posible.
Artritis reumatoide
Los estudios identificados analizando esta enfermedad y la ingesta de vegetales y frutas (o algunos de sus componentes) son los siguientes (todos observacionales menos el último): "Vitamin C and the risk of developing inflammatory polyarthritis: prospective nested case-control study" (2004) "Antioxidant micronutrients and risk of rheumatoid arthritis in a cohort of older women" (2003) "Dietary risk factors for the development of inflammatory polyarthritis: evidence for a role of high level of red meat consumption"(2004) "Diet and risk of rheumatoid arthritis in a prospective cohort" (2005) "Effect of antioxidants on knee cartilage and bone in healthy, middle-aged subjects: a cross-sectional study" (2005) "Dietary factors in relation to rheumatoid arthritis: a role for olive oil and cooked vegetables?" (1999) "A pilot study of a Mediterranean-type diet intervention in female patients with rheumatoid arthritis living in areas of social deprivation in Glasgow" (2007) La mayoría encontraron una relación inversa entre un mayor consumo y una menor incidencia de la enfermedad, pero debido a la naturaleza y poca cantidad de los estudios, la evidencia se clasificó como posible. Enfermedades oculares Tras analizar diferentes estudios sobre la degeneracion macular, cataratas, glaucoma y retinopatía diabética, los autores consideraron que la evidencia era pequeña, clasificándola de posible para las dos primeras enfermedades. Para el resto, se consideró que los resultados obtenidos en los correspondientes estudios no eran suficientes para obtener conclusiones fiables. Otras enfermedades
Los investigadores germanos también analizaron las capacidades de vegetales y frutas para prevenir el colon irritable, la demencia, el asma y la enfermedad obstructiva pulmonar, considerándose para todas ellas que existe un nivel de evidencia posible, excepto la primera, para la que no hubo datos suficientes que permitieran sacar conclusiones. Conclusiones finales El estudio que hemos utilizado en todo momento como guía nos regala una magnífica tabla que resume estupendamente la evidencia científica existente sobre las ventajas de comer frutas y vegetales y que podríamos traducir de la siguiente forma:
Como puede observar, la evidencia de los efectos beneficiosos de comer frutas y vegetales podría ser especialmente importante para la prevención de la hipertensión, las enfermedades coronarias y el ictus. También es destacable para algunos tipos de cáncer. Y, aunque pequeña, no es despreciable para gran parte del resto de dolencias, quedando únicamente sin pruebas o sin asociación el glaucoma, la retinopatía, el colon irritable y la diabetes tipo 2. Es decir, que estos alimentos no son la panacea ni la solución milagrosa para cualquier asunto de salud, pero su potencial para prevenir una importante cantidad de enfermedades es muy importante.
Quizás lo más sorprendente de toda la revisión sea la falta de correlación clara con la prevención del sobrepeso, lo que debería hacernos pensar que el comer más vegetales, por sí solo, no es suficiente para adelgazar. Y que hay que abordar más cambios (dietéticos y no dietéticos) para conseguir perder los kilos que sobran. Para terminar, sin ninguna duda, esta revisión nos permite confirmar que es necesario realizar más estudios, sobre todo separando las hortalizas y las frutas (ya que son bastante diferentes) y también segmentando más los diferentes tipos de cada una. Por ejemplo, como hemos visto en varios de los estudios, los vegetales de hoja verde parecen ser especialmente interesantes, algo en lo que hay que seguir profundizando. Como en la identificación de otros subgrupos de alimentos que pudieran ser útiles para patologías específicas.
¿Hasta qué punto son peligrosas las grasas saturadas? Uno de los temas prioritarios cuando se habla de nutrición son las grasas y, en concreto, suelen tomar protagonismo con especial rapidez las grasas saturadas. Llevamos muchos años con intensas y vehementes recomendaciones dirigidas a su reducción y tanto el personal sanitario como los organismos oficiales parecen tenerlo bastante claro. Aunque recientemente la controversia sobre la rigurosidad de todas estas políticas parece haberse avivado ya que, como ha ocurrido con otros aspectos, los estudios más rigurosos de los últimos años parecen indicar que el tema no está tan claro. Las grasas saturadas son aquellas formadas por moléculas cuyos átomos de carbono están unidos al máximo posible de átomos de hidrógeno (podría decirse que están “saturados” de hidrógeno, sin la presencia de enlaces dobles, de ahí su nombre). Sin embargo las grasas saturadas no son una única cosa. Realmente están formadas por diferentes tipos de ácidos grasos, que se diferencian en el número de átomos de carbono (C) que tenga la cadena. El rango de átomos de carbono es de entre 4 y 20 y los ácidos grasos suelen considerarse de cadena corta si son de menos de 6 átomos de carbono, de cadena media entre 6 y 10 y de cadena larga los de mayor número. Los ácidos grasos más habituales en la dieta son el ácido láurico (C12:0), el mirístico (C14:0), el palmítico (C16:0) y el esteárico (C18:0), aunque también pueden estar presentes otros como el ácido butírico (C4:0), el ácido caproico (C6:0), el ácido caprílico (C8:0) o el ácido cáprico (C10:0). La distribución de cada uno de estos ácidos grasos puede ser muy diversa en diferentes alimentos. Por ejemplo, el aceite de coco tiene gran cántidad de ácido láurico (C12:0) y mirístico (C14:0), el de oliva sin embargo es especialmente rico en ácido palmítico (C16:0), al igual que la mantequilla. Las carnes y los pescados también suelen contener sobre todo ácidos de cadena larga, en concreto el ácido palmítico (C16:0) y esteárico (C18:0). Recomendaciones de los organismos oficiales
Dejamos a un lado la química básica y entramos en la nutrición, para empezar a hablar de las recomendaciones dietéticas, probablemente el aspecto más popular de esta disciplina. Podría decirse que la mala fama de los ácidos grasos saturados sobre todo tiene dos focos: Por un lado su impacto en el aumento de la concentración de colesterol en sangre (sobre todo el colesterol total y el LDL o colesterol malo). Y por otro, la asociación entre su mayor ingesta y el aumento de los índices de enfermedad cardiovascular. Coherentes con estos aspectos negativos, las diversas entidades sanitarias recomiendan reducir la ingesta de grasas saturadas. En España la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, AESAN en su Plan Cuídate 2012 y en su apartado "conoce la grasa" explica que "El consumo excesivo de grasas saturadas tiene un doble efecto sobre el colesterol: por un lado favorece el aumento del colesterol-LDL (el malo) y, por otro, disminuye e impide la acción del colesterol-HDL (el bueno) siendo uno de los principales factores de riesgo para enfermedades del corazón”. Y su recomendación: Menos del 10% de las calorías totales de una dieta. Por otro lado, el consenso español FESNAD-SEEDO de 2011, centrado en el tema de la obesidad, afirma que "Las investigaciones que estudian la relación entre la ingesta de ácidos grasos saturados en adultos sanos y el riesgo de obesidad observan resultados contradictorios" cuando analiza la evidencia existente para la prevención de la obesidad. A pesar de todo, unas páginas más adelante, en su tabla de recomendaciones para el tratamiento de la misma, recomienda una ingesta menor del 7% del total de las calorías a partir de este componente. Según se puede deducir del documento, utiliza este valor de referencia porque es el utilizado por las “Dietary guidelines” americanas (aunque realmente en su directriz principal los americanos recomiendan menos del 10% y el 7% es una recomendación especial, podría decirse que para nota). Otras entidades coinciden con AESAN en sus criterios y también recomiendan una ingesta menor del 10% del total de calorías en forma de grasas saturadas.
Para no aburrirles con una larga lista, solo les incluyo algunos ejemplos en los que se ha establecido este techo del 10% como valor máximo: - La OMS (WHO) en su documento de 2003 "Diet, nutrition and The prevention of Chronic diseases". - La FAO (Food and Agriculture Organization of the United Nations) en su documento “Fats and fatty acids in human nutrition” de 2008. - La última versión de las "Dietary Guidelines" americanas de 2010. - La Food Standard Agency Británica en su guía de 2006. - Las recomendaciones nórdicas “NNR-New Nordic Nutrition recommendation” tras la última revisión que ha realizado sobre las grasas como paso previo para redactar el documento final sobre las grasas, recomienda que la suma total de grasas saturadas + grasas trans sea menor del 10% de la energía total. Una relación impresionante y amplia, sin duda. Por eso resulta cuando menos curiosa la discordancia de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria EFSA, en su documento sobre las valores de referencia para las grasas publicado en 2010, resume las ideas principales de la siguiente forma: "Los ácidos grasos saturados son sintetizados por el cuerpo y no son necesarios en la dieta. Por lo tanto, no se establece ninguna recomendación sobre su ingesta. Existe una relación de respuesta a la dosis positiva entre la ingesta de la mezcla de ácidos grasos saturados y el LDL en sangre comparado con los carbohidratos. Además, hay evidencias con estudios de intervención que muestran que sustituyendo productos ricos en ácidos grasos saturados por productos ricos en ácidos grasos poliinsaturados omega-6 (sin que se modifique la cantidad total de grasas) se reduce el número de eventos cardiovasculares. Como la relación entre los ácidos grasos saturados y el incremento del LDL es continua, no se puede definir un umbral las grasas saturadas por debajo del cual no existan efectos adversos. Por lo tanto, no se puede establecer un valor máximo tolerable. El panel concluye que la ingesta de grasas saturadas debería de ser lo más baja posible en el
contexto de una dieta nutricionalmente adecuada (...)." En definitiva, podríamos resumir que la mayoría se inclinan por poner un máximo del 10% de las calorías totales a la ingesta de grasas saturadas, excepto la EFSA, que simplemente recomienda reducirla al máximo. Las grasas saturadas en el plato Según la última Encuesta Nacional de Ingesta Dietética Española (2011), se calcula que en España sobre el 12,1% de las calorías totales de la dieta proviene de las grasas saturadas, por lo que estamos por encima de las recomendaciones internacionales (aunque no demasiado). Este porcentaje varía bastante en función de los países. Por ejemplo entre los nórdicos oscila entre el 13 y el 15% y entre los americanos se calcula que es del 11%. En la mayoría de los países son valores bastante inferiores a los de hace 2030 años, como consecuencia de las agresivas campañas en contra de las grasas saturadas de las décadas de los 80 y los 90, pero se han mantenido bastante estables durante la última década. Se suele decir que la principal fuente de grasas saturadas son los alimentos de origen animal, que son los que se suelen limitar prioritariamente cuando se quiere reducir su ingesta, pero esta afirmación no suele venir acompañada de datos concretos. Por desgracia, en la encuesta española no se detalla el origen de estas grasas saturadas, así que para hacernos una idea de las fuentes de alimentos que nos las aportan debemos consultar otras fuentes de información. Uno de los errores más habituales es pensar que los alimentos contienen solo un tipo de grasa y que por lo tanto, las grasas saturadas solo se encuentran en algunos de ellos. Sin embargo, en la mayoría de los casos los diferentes tipos de grasas aparecen mezcladas en diferentes proporciones. Por ejemplo, a continuación pueden ver los contenidos aproximados de diversas grasas (saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas) y en el caso de las poliinsaturadas, los ácidos grasos (omega-3 y omega-6) encontrados en muestras habituales de diversos alimentos (gramos por cada 100 gr de alimento):
Como puede observar, podría decirse que las grasas saturadas están por todas partes, incluso en alimentos en los que mucha gente no imaginaría encontrarlos, como el aceite de oliva. Casi un 15% de nuestro querido y admirado aceite son ácidos grasos saturados. Tras la pista del 10% Bien, creo que ya hemos podido situar a grandes rasgos las grasas saturadas, viendo lo que son, de dónde vienen y lo que nos recomiendan sobre ellas. Ahora es momento de meterse en harina y empezar a escarbar en los estudios y ensayos clínicos. Como primer paso para profundizar en la evidencia científica que soporta
todas estas recomendaciones, vamos a centrarnos en lo más evidente. Es probable que, como me ha ocurrido a mí, le haya llamado la atención un consenso tan claro respecto a la cantidad máxima recomendable de grasas saturadas. Y lo redondo del número, el 10%. Excepto la EFSA, el resto fijan ese porcentaje de la energía total como límite superior. Así que usted deducirá, como también he hecho yo, que deben existir estudios e investigaciones que muestran claramente que este valor es el más adecuado para prevenir las enfermedades y mejorar la salud. Como se estará imaginando, mis siguientes pasos se han encaminado en la búsqueda de las explicaciones pertinentes en las guías y recomendaciones de los diferentes países y las referencias a esos trabajos, estudios, revisiones o análisis tan claros y contundentes. Y le aseguro que le he dedicado su tiempo, pero no los podido encontrar. Así que he decidido pasar al plan B y dedicarme a intentar rastrear las referencias bibliográficas de las recomendaciones, buscando el documento en el que apareció por primera vez ese número mágico del 10%. Y finalmente he llegado al trabajo de un comité de expertos de la OMS de 1982, que publicó el documento “Prevention of coronary heart disease”, una interesante pieza de museo de la ciencia epidemiológica y un claro ejemplo de cómo se hacían por aquel entonces las investigaciones y los documentos de recomendaciones. Por cierto, es reseñable la enorme cantidad de contenido que dedica a culpar al colesterol de casi todos los males sanitarios de la sociedad, prácticamente al mismo nivel que el tabaco y el sedentarismo. Pues bien, en efecto, este comité de expertos redactó en la página 47 del documento por vez primera la recomendación de no exceder el 10% de grasas saturadas. Y la justificación, según explican en el propio texto, es porque "es la forma de conseguir reducir los niveles de colesterol a los valores recomendados" (junto con comer menos de 300 mg dietéticos diarios de colesterol, algo que la mayoría de las guías ya no recomiendan). Y para darle más solidez a su argumentación añaden que es "consistente con patrones alimentarios atractivos y encontrados ampliamente". Esta es la primera aparición y estas dos frases son todas las evidencias y
razones que se presentan para justificarlo. Sin referencias a estudios ni investigaciones concretas. Sin datos ni resultados. Es lo que dijo el comité de expertos. La siguiente referencia que he podido encontrar aparece ocho años después, en el extenso informe de 1990 de la OMS-WHO “Diet, nutrition and the prevention of chronic diseases”. Otra joya bibliográfica para cualquier aficionado a la nutrición. En la página 110 del documento se da la recomendación en cuestión: Mínimo un 0% y máximo un 10% de grasas saturadas. ¿Y cuál es la justificación? Pues, además de citar el documento de 1982 mencionado anteriormente, hay una razón adicional explicada en la sección 3.2 previa del mismo documento (paginas 54 y 55): Los resultados del conocido "Estudio de los siete países" de Ancel Keys, en el que se identificó que una ingesta entre el 3% y el 10% de grasas saturadas se asociaba a menores niveles de colesterol y de enfermedad cardiovascular. Bueno, al menos en este caso tenemos referencia a un estudio, el popular Estudio de los Siete Países. Este trabajo fue un estudio observacional (sin intervención) realizado con datos desde finales de la década de los 40 hasta principios de los 80, que encontró una asociación o correlación entre factores, el colesterol, las grasas saturadas y la enfermedad cardiovascular. No voy a entrar en detalles sobre el polémico trabajo de Keys, puede encontrar numerosa información en internet. Pero para mostrarle que mi falta de confianza sobre su fiabilidad no es algo personal ni subjetivo, le recomiendo leer el estudio publicado en 2010 en American Journal for Clinical Nutrition "The role of reducing intakes of saturated fat in the prevention of cardiovascular disease: where does the evidence stand in 2010?", realizado por expertos nutricionistas y médicos daneses, que contaron con la participación del prestigioso epidemiólogo de Harvard Walter Willett. En sus primeros párrafos, se dice lo siguiente: "En el estudio de los siete países, el mayor riesgo de mortalidad por enfermedad coronaria asociado al consumo de grasas saturadas podía ser erróneo a causa de otras muchas variables de confusión y solo debería utilizarse para la generación de hipótesis". Si eso dicen los mayores expertos, no creo que sea como para considerarlo una evidencia científica demasiado sólida ¿no cree? Para
contrastarlo, más adelante veremos qué nos dicen los estudios más recientes. Aquellas primeras recomendaciones de 1982 y 1990, basadas en poco más que un consenso de algunos expertos, podrían haber sido una importante influencia para las actuales, pero como les decía, yo no he encontrado explicaciones en los informes de recomendaciones más recientes que me aclaren por qué en lugar de un 10%, no puede ser un 8% o un 12%. ¿Tal vez analizando los últimos estudios y revisiones podamos encontrar alguna pista indirecta que nos ayude a encontrar las pruebas que empujan a seguir manteniéndolo, año tras año, década tras década? Lo aclararemos en las siguientes páginas El aumento del colesterol de las grasas saturadas Vamos a centrarnos ahora en la relación de las grasas saturadas con el colesterol y el riesgo de enfermedad cardiovascular. Empezaremos con el colesterol, ya que probablemente este sea el hecho más incuestionable sobre las grasas saturadas y el factor principal que las ha llevado a ser uno de los demonios dietéticos durante décadas: su mayor ingesta se asocia a un aumento en los valores de colesterol total y LDL (colesterol malo). Profundicemos entonces en los detalles y la ciencia que hay tras esta relación En primer lugar, me gustaría dedicar unas líneas a recordar los indicadores y las medidas del colesterol. Como leerá en un apartado posterior dedicado exclusivamente a este nutriente, la cuestión no es sencilla ni está resuelta. El colesterol por sí mismo no es malo en absoluto, al contrario, es un componente esencial para nuestro organismo, pero su concentración en sangre (en concreto, el contenido de colesterol de las lipoproteínas) se utiliza como indicador de riesgo de enfermedad cardiovascular porque aporta una información bastante aceptable. Pero aunque la concentración del colesterol total (CT) y el de las lipoproteínas de baja densidad-LDL (colesterol malo) suelen ser en general indicadores útiles epidemiológicamente hablando (más concentración se asocia a más riesgo), en ocasiones pueden aportar información incompleta para una cantidad importante de personas. Además, la batería de indicadores del colesterol no está completa si no incluimos el de las lipoproteínas de alta
densidad-HDL (colesterol bueno), y que precisamente tiene una asociación inversa a la de los dos anteriores: a más concentración, menor riesgo. Por todas estas razones, últimamente se utilizan indicadores más completos o globales y que se consideran más fiables para dar información sobre el riesgo de enfermedad cardiovascular que el CT y el LDL de forma individual. Uno de los más utilizado es el coeficiente que se obtiene al dividir el colesterol total entre el HDL (representado como CT/HDL), que se asocia a una reducción del riesgo cuando su valor es menor. Insisto, todo ello lo trataré en los apartados dedicados al colesterol, en el capítulo “Energía y metabolismo”. Por otro lado, también considero importante dedicar unas líneas a precisar un poco a lo que nos referimos cuando hablamos de aumentar o reducir las grasas saturadas. Si al aumentar las grasas saturadas sube el colesterol, se podría deducir que al reducir su ingesta, baje. Pero Cuando hablamos de nutrición, normalmente las personas no solemos reducir o aumentar sin más un componente, lo solemos sustituir por otro, porque la cantidad final de lo que comemos y las calorías ingeridas suelen variar más bien poco a largo plazo. Y eso precisamente es lo que analizan los estudios de intervención de los últimos años, lo que ocurre cuando reducimos las grasas saturadas en favor de otro nutriente o componente, como por ejemplo carbohidratos (que suele ser la sustitución más habitual) u otros tipos de grasas (normalmente insaturadas, ya sean monoinsaturadas o poliinsaturadas). Bien, tras estas explicaciones básicas previas, veamos entonces lo que dicen los estudios sobre las grasas saturadas, su sustitución por otros nutrientes y el indicador CT/HDL. Voy a utilizar como referencia una de las últimas revisiones, realizada por los conocidos epidemiólogos de Harvard Micha y Mozzafarian "Saturated Fat and Cardiometabolic Risk Factors, Coronary Heart Disease, Stroke, and Diabetes: a Fresh Look at the Evidence", publicada en 2010. Esta revisión incluyó unos cuantos gráficos que ilustran muy bien la cuestión. Empezaremos analizando uno de ellos, el que muestra cómo cambia el indicador CT/HDL al aumentar la ingesta de diferentes tipos de grasas; trans
(TFA), saturadas (SFA), monoinsaturadas (MUFA) y poliinsaturadas (PUFA) a costa de los carbohidratos (CHO), es decir, al sustituir carbohidratos por grasas:
Como puede observar, la línea que representa la sustitución de los carbohidratos por grasas saturadas es prácticamente horizontal, es decir, el coeficiente CT/HDL (y en consecuencia, el riesgo) prácticamente no cambia. Lo repito, porque esta conclusión es importante: Si aumentamos la ingesta de grasas saturadas a costa de los carbohidratos, el coeficiente CT/HDL casi no varía. Por lo tanto, si usted deja de comer alimentos con grasas saturadas y los sustituye por otros sin grasas y normalmente muy ricos en carbohidratos (tales como arroz, pasta, patatas, etc.), es probable que no le sirva para mucho. De hecho hay estudios que muestran que el riesgo incluso empeora si esos carbohidratos son refinados. Centrémonos un poco más en este aumento de las grasas saturadas a costa de los carbohidratos y entremos a analizar el efecto de cada ácido graso. Ya hemos dicho que las grasas saturadas realmente se componen de diferentes ácidos grasos; y ¿qué pasará con el CT/HDL cuando sustituimos los carbohidratos por estos componentes de forma individual? Este es el gráfico sobre el tema que los expertos de Harvard incluyeron en su estudio:
Es evidente que diferentes ácidos provocan diferentes efectos. El coeficiente se reduce (por lo tanto, disminuye el riesgo) al aumentar la ingesta de los ácidos mirístico (14:0), esteárico (18:0) y sobre todo, láurico (12:0). Y empeora (aumenta) con el ácido palmítico (C16:0). Un ejemplo práctico de la personalidad de cada ácido graso podemos encontrarlo en el efecto de lácteos sobre el colesterol. Con este tipo de alimentos, el aumento de grasas saturadas no se suele asociar a ningún cambio en los indicadores de colesterol; y si se asocia, suele ser positivo. Por ejemplo, estos son algunos estudios que confirman esos resultados: Effect of fermented milk containing Lactobacillus acidophilus and Bifidobacterium longum on plasma lipids of women with normal or moderately elevated cholesterol. Major advances in nutrition: impact on milk composition, A comparison of the effects of cheese and butter on serum lipids, haemostatic variables and homocysteine Does fat in milk, butter and cheese affect blood lipids and cholesterol differently? También en la revisión de 2012 "Influence of Dairy Product and Milk Fat Consumption on Cardiovascular Disease Risk: A Review of the Evidence" se concluye que la ingesta de grasas saturadas provenientes de leche, yogur y
queso o no tienen efectos significativos en los niveles de LDL y CT, o si los tienen, son positivos. Igualmente ocurre con el HDL, los cambios que se suelen producir son a mejor. ¿Cuál es la razón para que esto ocurra? Resulta que, a diferencia de la carne, los lácteos tienen pequeñas cantidades de ácido láurico, así como de otros ácidos grasos saturados de cadena media y corta. Esta diferencia se identificó de forma especialmente clara en el estudio de 2012 "Dietary intake of saturated fat by food source and incident cardiovascular disease: the MultiEthnic Study of Atherosclerosis" en el que se compararon los ácidos grasos saturados de los lácteos y los de la carne, presentando los primeros mayor cantidad de ellos y cantidades significativas de los mencionados ácidos grasos de cadena corta y media. Pues bien, según algunos expertos, estos ácidos grasos, incluso en pequeñas cantidades, podrían influir en el efecto neutro e incluso positivo de algunos lácteos en los niveles de colesterol. La sustitución por otras grasas Bien, avancemos un poco más. ¿Y si en lugar de aumentar las grasas saturadas a expensas de los carbohidratos, aumentamos la cantidad de otros tipos de grasas, como las trans (TFA), las monoinsaturadas (MUFA) o las poliinsaturadas (PUFA)? ¿Qué ocurre con el indicador CT/HDL? Para saberlo, le invito a volver a mirar el primer gráfico del estudio de Harvard, ya que nos aporta la respuesta. Como hemos visto anteriormente, al aumentar las grasas saturadas casi no hay cambios pero al aumentar las grasas trans el riesgo crece y al aumentar las monoinsauradas o las poliinsaturadas, el riesgo disminuye. Es decir, que al aumentar las MUFA o PUFA el beneficio es bastante claro. Tras hablar de la sustitución carbohidratos-grasas saturadas, es momento de reflexionar sobre la siguiente opción para la reducción de grasas saturadas, su sustitución por otros tipos de grasas, las monoinsaturadas o poliinsaturadas. Esta es la estrategia que últimamente más se suele recomendar porque una
buena cantidad de los estudios que la han investigado indican que este tipo de intervención dietética puede ser beneficiosa y reducir el riesgo. Pero la pregunta que nos generan los gráficos anteriores es bastante evidente: ¿dicha reducción de riesgo la causan la disminución de las grasas saturadas, el aumento de grasas monoinsaturadas/poliinsaturadas o ambos factores? Es una buena pregunta que todavía no tiene respuesta. El hecho de que el coeficiente CT/HDL casi se mantenga plano al ir aumentando las saturadas a costa de los carbohidratos, empuja a pensar que las saturadas no son demasiado culpables y que el efecto predominante podría ser el beneficio de aumentar la ingesta de PUFA o MUFA. Pero no son más que hipótesis, porque insisto, no se sabe. Pero, entonces... ¿y las recomendaciones oficiales? Llegados a este punto, es probable que usted se esté preguntando "pero, entonces, si la relación con el colesterol es tan poco concluyente, ¿por qué todas las recomendaciones oficiales la resaltan con tanta firmeza y la utilizan como argumento principal contra las grasas saturadas?". De nuevo esta es una buena pregunta e intentaré darle la que creo que es la respuesta: Porque en lugar de analizar el conjunto de indicadores sobre el colesterol, suelen analizar cada indicador individual. Para que lo entienda mejor, se lo explicaré con un ejemplo, las últimas recomendaciones dietéticas nórdicas Nordic Nutrition Recomendations (NNR) 2012. Desde hace años los países nórdicos, siempre eficientes y colaboradores entre ellos, elaboran conjuntamente sus recomendaciones dietéticas. Uno de sus documentos principales trata sobre las grasas, con más de 200 páginas y 600 referencias y estudios seleccionados desde el año 2000 al 2012 . Los nórdicos, tal y como explican en el documento, seleccionaron diez estudios de intervención para el análisis de la relación entre las grasas saturadas y el colesterol, y comprobaron que prácticamente en todos se confirmó lo siguiente:
1- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas reduce el colesterol total (CT) 2- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas reduce el LDL (colesterol malo) 3- Una sustitución de grasas saturadas por insaturadas obtiene resultados diversos en el HDL (colesterol bueno) Es decir, confirmaron lo que hemos hablado anteriormente. Pero como sobre el HDL no pudieron concluir nada concreto por sus diferentes resultados, lo descartaron y formalmente su conclusión fue la siguiente (con un grado de evidencia calificado como máximo): La concentración del colesterol total y LDL es mayor al ingerir grasas saturadas comparadas con las grasas monoinsaturadas o poliinsaturadas. Que es la afirmación más popular y difundida sobre el tema. y que es la que suele servir para definir todas las recomendaciones. Sin embargo, siendo esta afirmación correcta, es bastante poco concluyente. Como ya he dicho, en mi opinión, es importante incluir el HDL en la ecuación, porque precisamente es el conjunto de indicadores el que aporta información valiosa, por ejemplo, utilizando el ya mencionado CT/HDL. Pero lo nórdicos no lo hicieron, así que un servidor ha tenido que hacer el trabajito, obteniendo los siguientes resultados: En cinco de ellos el indicador mejoró con la sustitución y en otros cinco no se observaron cambios. Mitad y mitad. Empate, si le gusta el fútbol. Así que parece que no está tan claro que el sustituir las grasas saturadas por insaturadas mejore el indicador de colesterol CT/HDL. Y si nos fijamos en la dimensión de los valores que se obtienen, lo cierto es que en aquellas intervenciones en las que se obtienen mejoras, éstas son de pequeña magnitud. Entendiendo la evidencia sobre las grasas saturadas y el colesterol Los que ya me conocen, saben que estoy muy de acuerdo con la famosa cita de Einstein "Las cosas deben hacerse lo más sencillas posibles, pero no más simples". Así que, tras los párrafos anteriores, yo resumiría la evidencia actual sobre las grasas saturadas y el colesterol de la siguiente forma:
1. El aumento de las grasas saturadas a costa de los carbohidratos no modifica significativamente el mejor indicador de colesterol utilizado para medir el riesgo cardiovascular, el CT/HDL 2. Al ingerir más grasas monoinsaturadas (MUFA) o poliinsaturadas (PUFA), el valor del mejor indicador de colesterol utilizado para medir el riesgo cardiovascular suele mejorar. Esta mejora no se sabe si es por el beneficio que aportan los MUFA-PUFA o por la reducción que producen en el porcentaje de las grasas saturadas, o por ambos factores. 3. Hay ácidos grasos saturados, como por ejemplo algunos presentes en algunos lácteos, que no influyen negativamente o incluso se asocian a mejoras en este indicador. Menudo lío, ¿no cree? Con lo fácil que sonaba antes de todo esto... Las grasas saturadas y las enfermedades cardiovasculares Es importante recordar que el objetivo de todas estas reflexiones sobre el colesterol y sus diferentes indicadores debería ser solo uno: saber si existe mayor o menor riesgo de enfermedad cardíaca o cardiovascular. Como ya he dicho, el colesterol no es malo, pero se utiliza como avisador de riesgo de ese tipo de enfermedades. Ahora es momento de ser más directos y saltarnos el paso intermedio del colesterol. Vamos a analizar directamente la relación entre las grasas saturadas y dichas enfermedades. La más reciente revisión sobre el tema es de 2012 y es especialmente relevante. Se realizó desde la inciativa Cochrane, la más importante y prestigiosa a nivel mundial para este tipo de trabajos dirigidos a interpretar resultados de investigación y trasladarlos a la aplicación clínica. En sus conclusiones finales los autores afirmaron lo siguiente: "Los resultados sugieren una pequeña pero potencialmente importante reducción del riesgo cardiovascular al modificar la grasa dietetica, pero no en la reducción total de grasa".
¿No les recuerda a la conclusiones sobre el colesterol? Si buscamos un poco más de información en el documento completo y acudimos al apartado en el que se tratan específicamente las grasas saturadas, encontramos detalles que nos aclaran la cuestión o, mejor dicho, que dejan la cuestión sin respuestas claras. Traduzco libremente: - No hay evidencias claras de una menor mortalidad en las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras. - Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a una modesta reducción del colesterol total y triglicéridos. No presentan cambios en los niveles de peso, IMC, LDL y HDL. - Las dietas que sustituyen las grasas saturadas por otras se asocian a un mayor riesgo de muerte por cáncer. - No hay evidencias claras de menores índices de mortalidad en enfermedades cardiovasculares, cáncer o diabetes en las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la sustitución de las mismas por otro tipo de grasas . - Las dietas que combinan una reducción de las grasas saturadas y la sustitución de las mismas por otro tipo de grasas, se asocian a una modesta reducción colesterol total, LDL y triglicéridos. Por contra, no se observan cambios en valores de HDL e IMC. Le recomiendo leer varias veces y detenidamente las líneas anteriores. Porque a mí me parece que esta revisión de Cochrane no suena demasiado categórica contra las grasas saturadas, ¿no cree? Veamos otro gran trabajo, la revisión realizada en 2010 "Effects on Coronary Heart Disease of Increasing Polyunsaturated Fat in Place of Saturated Fat: A Systematic Review and Meta-Analysis of Randomized Controlled Trials" liderado de nuevo por los ya conocidos expertos de Harvard. En esta investigación hicieron un meta-análisis sobre la relación entre la enfermedad coronaria y la sustitución de diferentes tipos de grasas: Saturadas (SFA) por
poliinsaturadas (PUFA). Y los resultados mostraron con bastante claridad una reducción del riesgo en el caso en el que las SFA fueron sustituidas por PUFA. En este caso está claro y no hay pegas, ¿no? No tan rápido. Se repite la circunstancia que ocurría con el colesterol, hay una pregunta que sigue sin respuesta. ¿La reducción del riesgo se debe a la reducción de las grasas saturadas, el aumento de las poliinsaturadas o a ambos? Pues esta fue la reflexión de los investigadores de Harvard en la discusión del estudio: "Los presentes hallazgos no distinguen entre los potencialmente distintos beneficios de aumentar PUFA y de reducir SFA. Por lo tanto, la presente evidencia es insuficiente para concluir que el aumentar PUFA en lugar de cualquier otro nutriente se reducirán eventos de enfermedad cardiaca. Esta evidencia es igualmente insuficiente para concluir que la reducción de las SFA en favor de cualquier otro nutriente reducirá los eventos de enfermedad cardiovascular. De cualquier forma, nuestros hallazgos indican que la estrategia de sustituir SFA por PUFA es probable que reduzca la ocurrencia de enfermedad cardíaca". Ni desde Harvard se mojan. Volvamos una vez más a la primera revisión de Micha y Mozaffarian que utilizamos al hablar sobre el colesterol, "Saturated Fat and Cardiometabolic Risk Factors, Coronary Heart Disease, Stroke, and Diabetes: a Fresh Look at the Evidence" para ver lo que dice sobre la enfermedad cardiovascular, un tema que también se trata. Tampoco hay sorpresas, ya que se vuelve a analizar la sustitución de grasas saturadas por otro tipo de grasas, identificando una reducción del riesgo de enfermedad cardíaca en caso de que la sustitución sea por poliinsaturadas. Pero a la hora de interpretar resultados, esto es lo que escriben los autores en sus conclusiones: "Las actuales recomendaciones oficiales a menudo priorizan la reducción de grasas saturadas para prevenir la enfermedad cardiovascular. La revisión de la actual evidencia (...) sugiere que ese foco podría no producir los beneficios previstos. (...) En primer lugar, la sustitución de SFA por
PUFA da lugar a una reducción del riesgo, pero en la sustitución de SFA por carbohidratos no se encuentran beneficios y en la sustitución por MUFA los efectos no se conocen con seguridad.(...). En segundo lugar, incluso en el óptimo escenario de sustituir SFA por PUFA las reducciones de riesgo son muy pequeñas (menos de un 10% de riesgo para un 5% de energía). (...) Así que, aunque la recomendación parezca apropiada, la influencia de otros factores dietéticos (por ejemplo, poco omega-3, pocos vegetales y frutas, demasiadas grasas trans, mucha sal) requieren de mayor prioridad. (...) Finalmente, aunque la investigación sobre nutrientes individuales aporta importante información (...) , la gente toma decisiones comiendo alimentos, que contienen gran cantidad de nutrientes y componentes. Por lo tanto, deben ser más relevantes investigaciones basadas en alimentos (...) para entender y reducir la pandemia de enfermedades crónicas que ocurre prácticamente en todas las naciones." Creo que no requiere de más comentarios... ¡Pero esperen, no se vayan todavía, que aún hay más! Parece que 2010 fue un año fructífero en investigaciones sobre el tema porque expertos norteamericanos, (entre los que se encontraba el prestigioso y conocido Frank Hu, de la Harvard School of Public Health), publicaron el meta-análisis "Meta-analysis of prospective cohort studies evaluating the association of saturated fat with cardiovascular disease", analizando los estudios observacionales más recientes y masivos que hubieran estudiado la relación entre las grasas saturadas y la enfermedad cardiovascular. Si, en efecto, hicieron lo mismo que hizo en su momento Ancel Keys en el estudio de los siete países del que hablamos en el primer post de esta serie, pero a lo bestia. Con datos más actualizados, metodología más fiable y con mucha más información y personas observadas. Y los autores lo podían haber dicho más alto, pero no más claro. Estas fueron sus conclusiones finales: "No hay evidencia significativa para concluir que las grasa saturadas dietéticas están asociadas con un incremento de enfermedad cardíaca o cardiovascular".
¿Le parecen suficientes revisiones y opiniones de expertos basadas y fundamentadas en estudios? No quiero aburrirle, pero si le han quedado ganas de más, tengo más. Tan solo un año antes, en 2009, se publicaron las siguientes cuatro revisiones sistemáticas: "The Preventable Causes of Death in the United States: Comparative Risk Assessment of Dietary, Lifestyle, and Metabolic Risk Factors". "Major types of dietary fat and risk of coronary heart disease: a pooled analysis of 11 cohort studies" "A systematic review of the evidence supporting a causal link between dietary factors and coronary heart disease". "Dietary fat and coronary heart disease: Summary of evidence from prospective cohort and randomised controlled trials". Y llegaron a conclusiones ya conocidas: Las dos primeras, al igual que los meta-análisis más recientes, confirmaron que aumentando la ingesta de PUFA se reducía moderadamente el riesgo, pero sin poder concretar si por mérito de los PUFA o por la reducción de las grasas saturadas. Y las otras dos no encontraron pruebas sólidas sobre la relación entre las grasas saturadas y la enfermedad coronaria. En definitiva, podríamos redactar de la siguiente forma (sencilla, pero no simple, como le gustaría a Einstein) la evidencia científica actual sobre la relación entre las grasas saturadas, el riesgo de enfermedad cardiovascular y el colesterol: 1. La reducción de las grasas saturadas a costa de los carbohidratos no reduce significativamente el riesgo cardiovascular ni el mejor indicador de colesterol utilizado para medirlo, el CT/HDL. 2. Al sustituir las grasas saturadas por grasas monoinsaturadas (MUFA) o poliinsaturadas (PUFA), el riesgo cardiovascular y el valor del indicador de colesterol utilizado para medirlo suelen mejorar, aunque con valores modestos. Esta mejora no se sabe si es por el beneficio que aportan los MUFA-PUFA, por la reducción que producen en el porcentaje de las grasas
saturadas, o por ambos factores. 3. Hay ácidos grasos saturados, como por ejemplo algunos presentes en algunos lácteos, que no influyen o consiguen incluso mejoras en el riesgo cardiovascular y en el indicador. Y, antes de seguir, permítanme abrir un paréntesis para hacer una pregunta a los responsables del Plan Cuídate 2012 de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria - AESAN. Tal y como he comentado antes, en el apartado "Conoce las grasas-riesgos" incluyeron el siguiente texto: "El consumo excesivo de grasas saturadas tiene un doble efecto sobre el colesterol: por un lado favorece el aumento del colesterol-LDL (el “malo”) y, por otro, disminuye e impide la acción del colesterol-HDL (el “bueno”)." ¿Las grasas saturadas disminuyen e impiden la acción del HDL? ¿En qué pruebas se basa la segunda parte de esa frase? Las personas comemos alimentos, no nutrientes aislados Y ahora quisiera dar un pequeño salto cuántico. Como bien resaltaban Micha y Mozaffarian en la discusión de una de sus revisiones, los estudios se centran una y otra vez en nutrientes aislados, en este caso las grasas saturadas. Pero las personas comemos alimentos, que presentan múltiples nutrientes y componentes, pudiendo interferir entre ellos, o crear sinergias, o producir complejos efectos cuyos mecanismos todavía no conocemos. Por ello, al igual que los expertos de Harvard, personalmente siempre he sido defensor de los estudios sobre alimentos. Como ejemplo de este tipo de estudios, el meta-análisis "Food sources of saturated fat and the association with mortality: a meta-analysis" (2013), investigó la asociación entre la ingesta de alimentos que son fuentes de grasas saturadas y la mortalidad de diversos tipos. Y en lo que respecta a mortalidad por enfermedad cardiovascular, que es el tema que estamos tratando, diversos
alimentos ricos en grasas saturadas obtuvieron diferentes resultados. Se identificó un pequeño aumento del riesgo para la carne y una reducción (o sin cambios) para los lácteos. Es una pena que en el estudio no se haya incluido otra de las principales fuentes de grasas saturadas de la dieta occidental, la bollería-pastelería y los alimentos precocinados y altamente procesados. Se han hecho pocos, pero no es el primer estudio de este tipo. Resultados similares se obtuvieron en el de 2012 "Dietary intake of saturated fat by food source and incident cardiovascular disease: the Multi-Ethnic Study of Atherosclerosis". Una mayor ingesta de grasas saturadas desde lácteos se asoció a un menor riesgo, y a un riesgo algo mayor desde la carne. La ingesta proveniente de mantequilla y fuentes vegetales (por ejemplo, aceites o frutos secos) no se relacionó con ningún cambio de riesgo. Y los autores en su discusión plantearon dos posibles explicaciones, ya comentadas en párrafos anteriores. La diferencia de efectos de diversos ácidos grasos saturados o la posibilidad de que realmente no sean las grasas saturadas las que estén detrás de la causa del riesgo cardiovascular. Reduciendo el riesgo de enfermedad cardiovascular Bien, creo que es momento de ir a la práctica. Hemos conocido la evidencia científica más actual sobre la relación entre las grasas saturadas, el colesterol y la enfermedad cardiovascular. Hemos visto que no es tan simple como nos la cuentan, e incluso que las grasas saturadas podrían ser inocentes de algunas de las acusaciones que llevan soportando desde hace años. Es momento de sacar conclusiones y llevar todo esto a la práctica. Su médico le indicará si usted tiene riesgo de enfermedad cardiovascular, teniendo en cuenta diversos indicadores y hábitos de vida para hacer la valoración. Cada persona puede tener una situación específica, y en función de la misma su doctor le planteará las prioridades de actuación. No es objeto de este blog ni de estos artículos profundizar en aspectos médicos, pero las más habituales medidas para reducir este riesgo entre la población en general suelen ser las siguientes: Dejar de fumar y el alcohol en exceso
Aumentar su actividad física Perder peso Reducir el estrés Mejorar sus patrones alimentarios Dependiendo de las circunstancias de cada persona, cada factor tendrá su importancia y su prioridad. Centrándonos en el tema de la alimentación y de las grasas saturadas, espero que ahora usted tenga más criterio para evaluar la importancia de este tipo de grasas como medida preventiva del riesgo cardiovascular. Es probable que esta variable haya cambiado su posición en la escala de prioridades que usted tenía hasta ahora a puestos mucho menos relevantes, porque lo cierto es que las pruebas en su contra son bastante escasas. De cualquier forma, si finalmente se dan las circunstancias que recomiendan hacer modificaciones dietéticas relacionadas con la ingesta de grasas (insisto, decididas por su médico y usted), debería hacerse de acuerdo a criterios lógicos y basados en la ciencia, replicando las intervenciones beneficiosas que hemos ido viendo. Así que probablemente la primera recomendación a seguir sería la de aumentar la ingesta de ácidos grasos poliinsaturados (especialmente los omega-3) y monoinsaturados, por ejemplo comiendo más pescado azul, aceite de oliva, nueces, etc. Le recomiendo consultar las tablas incluidas al inicio del apartado. En segundo lugar, si incluso tras conocer todo lo comentado en las páginas prvias se decide también reducir la ingesta de grasas saturadas, es importante que se haga de la mejor forma posible. Así que vamos a intentar concretar lo que significa "la mejor forma posible" en este tipo de intervenciones. ¿De dónde llegan las grasas saturadas en la dieta? No he encontrado datos para el caso de España, así que tendremos que basarnos en la dieta americana que, aunque globalmente es bastante diferente, suele presentar un perfil bastante similar al de la dieta de las personas que deben mejorar su alimentación.
En el estudio publicado en 2013 "Major food sources of calories, added sugars, and saturated fat and their contribution to essential nutrient intakes in the U.S. diet: data from the national health and nutrition examination survey (2003--2006)", se utilizó la información más reciente en la dieta de los norteamericanos según las estadísticas oficiales anuales (NAHNES). Estos son los porcentajes de aportación de grasas saturadas para cada grupo de alimentos (de mayor a menor): 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.
Otros: 26,2 % Queso: 16,5 % Vacuno: 8,5 % Leche: 8,3 % Aceites: 8,2 % Carne procesada: 6,9 % Galletas y bollos: 6,1 % Margarina-mantequilla: 5,8 % Postres lácteos: 5,1 % Aves: 4,2 % Aperitivos fritos: 4 %
Como los lácteos y la carne suelen ser las principales fuentes de grasas saturadas, estamos acostumbrados a que la estrategia de reducción de grasas saturadas más habitual y frecuente sea la de reducir su ingesta. Un mensaje simple, fácil de entender y que va al grano, enfocado sobre los alimentos que más grasas saturadas aportan. Pero ¿es esta la mejor solución? En efecto, los lácteos y los productos cárnicos son una fuente importante de este tipo de grasas. Pero como hemos visto, los primeros (incluso los enteros o sin desnatar) son alimentos en los que no está clara su asociación con el aumento del colesterol. De hecho, la mayoría de los estudios los asocian a un menor riesgo cardiovascular. Así que no parece que su erradicación de la dieta vaya a servir para mucho. ¡Ojo!, como suelo recordar a menudo, cuando me refiero a los lácteos hablo de la leche, queso, yogur, etc., no de los pseudolácteos-chuches que se dan a los niños en forma de bebibles y similares (también llamados “postres lácteos”.
Respecto a la carne, la cosa podría parecer más clara. La asociación con un aumento del riesgo entre los que más comen suele ser más evidente. Sin embargo, este estudio tiene una importante información complementaria que complica el asunto: el análisis de la aportación de nutrientes esenciales de cada grupo de alimentos. Y los autores, en los textos de la investigación, resumen de esta forma la relación entre las grasas saturadas, los azúcares y los nutrientes fundamentales: "Los cinco alimentos que aportan el 83% de los azúcares añadidos aportan poco o ningún valor nutricional (...). Y los tres alimentos que aportan la mayoría de las grasas saturadas también aportan casi la mitad de calcio, vitamina D y vitamina B12 de la dieta". ¿Cree usted que es eficaz y eficiente reducir drásticamente uno de los alimentos de ese grupo que aporta casi la mitad de dichos valiosos nutrientes, aunque aporten también grasas saturadas? A mí me parece que no. Sería más inteligente intentar mejorarlos o elegirlos con mejores características. Por ejemplo, en el caso de la carne, priorizando partes magras sobre las más grasas (así su porcentaje de grasa saturada se reduce muchísimo, como puede comprobar en las tablas del primer post) y carne fresca en lugar de procesada (para evitar gran cantidad de componentes indeseados añadidos). Pero aunque elegir alimentos más magros y naturales puede ser una buena idea, en mi opinión, el foco debería centrarse en otro ámbito: La reducción de otros grupos de alimentos, los que menos valor nutricional aporten. Precocinados, platos preparados, aperitivos, galletas, bollería, etc. Los grupos 6, 7, 9 y 11 del listado anterior se corresponden con este tipo de alimentos y probablemente también una buena parte del voluminoso grupo "otros" los contendrán en importantes cantidades. Pues bien, todos ellos suelen contener un buen porcentaje de grasas saturadas y con frecuencia no somos conscientes de la gran cantidad de ellos que incorporamos en nuestra dieta. Así que, sin ninguna duda, eliminándolos o reduciéndolos de forma importante reduciremos también las grasas saturadas significativamente, sin detrimento nutricional. Además, también suelen ser ricos en carbohidratos refinados, unos componentes que se ha demostrado que empeoran el indicador de triglicéridos en sangre, aumentando el riesgo
cardiovascular. Para que se haga una idea de los números y cantidades de las que hablamos, a modo de ejemplo, algo tan tradicional y aceptado como media docena de galletas, puede aportar entre la cuarta parte y la mitad de las grasas saturadas recomendadas diarias. Junto con un montón de azúcar y almidón. Por otro lado ¿recuerda que las grasas saturadas están formadas por diferentes ácidos grasos saturados y que cada uno de ellos puede tener diferentes efectos? Los de cadena corta y media suelen ser más recomendables y los de cadena larga, especialmente algunos de ellos, menos saludables. Pues bien, otro aspecto negativo de este tipo de alimentos altamente procesados es que nunca sabrá su composición de ácidos grasos saturados, porque los fabricantes no la facilitan. Y normalmente es muy elevada en ácido palmítico (C16:0), el menos recomendado.
Directrices para reducir las grasas saturadas En definitiva, si en su caso es recomendable reducir las grasas saturadas, creo que la lógica y el criterio científico aconsejan a actuar con estas prioridades: 1. Reducir-eliminar alimentos altamente procesados de bajo valor nutricional y ricos grasas, azúcares añadidos, carbohidratos refinados y sal: Bollería, pastelería, galletas, precocinados, etc. 2. Mejorar la características de carnes y otros productos de origen animal, reduciendo las procesadas (embutido, preparados cárnicos, etc.) y seleccionando las partes más magras. 3. Controlar y si es necesario reducir otros alimentos ricos en grasas saturadas tales como lácteos enteros, huevos, etc. Y, en mi opinión, sería lógico aplicar estos criterios de forma independiente y
progresiva, si las circunstancias de salud lo permiten. Es decir, seguir durante un tiempo solamente la primera prioridad y comprobar los resultados mediante los indicadores de riesgo (por ejemplo CT/HDL y triglicéridos). Con mucha probabilidad será suficiente, pero si no se consigue el objetivo perseguido, se puede aplicar la segunda recomendación durante un tiempo y volver a comprobar indicadores. Casi con seguridad no se necesitará continuar, pero en algunas personas de alto riesgo o con un metabolismo especialmente "sensible" a las grasas saturadas quizás pueda ser necesario llegar a la tercera prioridad y controlar algunos lácteos enteros u otros alimentos ricos en grasas saturadas. Insisto, todo este proceso debe ser monitorizado y supervisado por su médico o profesional sanitario. Y no olvide que el resto de hábitos saludables son igual e incluso más importantes que los alimentarios, ya que si fuma, bebe en exceso, es muy sedentario o sufre mucho estrés, el agujero que estará tapando con una buena dieta estará reabierto por otro lado, perdiendo a chorros litros y litros de su valiosa salud. Epílogo: ¿Y que fue del 10%? Finalizamos volviendo a una de las preguntas que nos hacíamos al principio. ¿Recuerda el máximo de 10% de grasa saturadas del que hablábamos y que la mayoría de organismos oficiales recomiendan no superar? Probablemente a estas alturas lo tiene olvidado. No me extraña, porque no ha vuelto a aparecer en las revisiones más recientes y rigurosas. Tras un extenso repaso a la evidencia científica que hay sobre las grasas saturadas y su relación con la salud, ¿qué le parece ahora esta recomendación tan universal y redonda? Le daré mi opinión: Yo creo que es inconcreta y un poco "disparar a todo lo que se mueve". Hablando genéricamente (puede haber casos específicos diferentes), no me parece de primer orden en un plan de mejora de la salud. Es cierto que en casi todos los estudios de sustitución las cantidades finales de grasas saturadas acaban estando por debajo del 10% y entiendo que probablemente ese número se mantiene porque podría ser, de forma general, una cantidad aproximada razonable y que ayude a tener una dieta completa y con una buena variedad de otros alimentos frescos importantes, especialmente
vegetales y frutas. Pero de ser un consejo interesante, a una recomendación dietética que se utiliza de forma absolutamente prioritaria, hay un trecho importante.
¿Todas las grasas trans son malas para la salud? Tras conocer las grasas saturadas, ha llegado el momento de conocer un poco más uno de los tipos de grasas más temidos y criticados, las grasas "trans" . Al referirnos a los ácidos grasos trans hablamos de ácidos grasos insaturados, es decir, cadenas de átomos de carbono en cuyo extremo hay un grupo carboxilo (-COOH). Son muy parecidos a los ácidos grasos saturados, pero en este caso al menos uno de los enlaces de estos átomos de carbono es doble. Debido a que dichos enlaces dobles son rígidos y tienen limitada su rotación, pueden presentarse de dos formas: Con los átomos de hidrógeno enfrentados (cis) o alternos (trans). Esta pequeña diferencia en la configuración dimensional hace que las propiedades y características de un ácido graso insaturado concreto cis y otro con una composición de átomos igual pero en posición trans puedan ser bastante diferentes. Además, como puede deducir, al igual que ocurría en el caso de las grasas saturadas, cuando se habla de las grasas trans no se está hablando de una única cosa. En función de la longitud de la cadena (número de átomos de carbono) y del número y de la posición de los enlaces dobles, tendremos diferentes tipos de ácidos grasos trans. Su fuente natural en la dieta son los productos derivados de rumiantes (sobre todo su carne y los lácteos de todo tipo), que contienen especialmente ácido vaccénico (con 18 átomos de carbono y 1 enlace doble en el carbono número 11), junto con una menor cantidad de ácido ruménico (con 18 átomos de carbono y 2 enlaces dobles, en los carbonos 9 y 11, es un isómero del ácido linoleico conjugado - CLA). Sin embargo, en este tipo de alimentos la cantidad las grasas trans es pequeña, suele suponer menos del 5% del total de los ácidos grasos. Pero, actualmente, el consumo principal de grasas trans no es a partir de rumiantes, proviene de otra fuente mucho más relevante: algunos alimentos altamente procesados. Y en este caso, el ácido graso mayoritario es diferente a los anteriores, en concreto el ácido eláidico (con 18 átomos de carbono y un
enlace dobre en la posición 9). Los ácidos grasos trans de los alimentos altamente procesados se producen industrialmente mediante la hidrogenación parcial de grasas vegetales, es decir, se van incorporando átomos de hidrógeno a estos aceites líquidos hasta conseguir reducir los enlaces dobles y lograr un producto con propiedades físicas interesantes para los fabricantes (en estado sólido). Estas características son especialmente útiles en el caso de las margarinas, ya que permiten conservarlas sólidas y cremosas en la nevera, de forma que puedan extenderse con facilidad sobre una tostada de pan incluso estando a temperaturas muy frías. Aunque el proceso utilizado para la hidrogenación parcial de grasas vegetales se conoce y utiliza desde principios del siglo XX, fue en la década de los 6070, en plena época anti-grasas-saturadas, cuando se disparó su popularidad, porque parecían ser sus sustitutas perfectas. Y durante muchos años han sido un componente masivamente utilizado en la industria alimentaria, añadiéndose sobre todo en los productos de bollería, galletas, aperitivos, precocinados, etc. Grasas trans y enfermedad cardiovascular Paradójicamente, en este caso el remedio ha resultado ser peor que la enfermedad y las grasas parcialmente hidrogenadas han terminado siendo más dañinas que beneficiosas. Desde hace décadas una gran cantidad de estudios han asociado su consumo con problemas para la salud, especialmente relacionados con enfermedades cardiovasculares. En mi opinión los mensajes que se difundieron para utilizarlas como alternativa a las grasas saturadas fue uno de los mayores errores dietéticos de la historia. Si consultamos las recomendaciones internacionales actuales, la minimización radical de las grasas trans suele ser una de las más claras y contundentes. Como consecuencia, en muchos países existe la obligación de indicar en las etiquetas de los alimentos el contenido de este componente, e incluso en algunos como Dinamarca se ha realizado una prohibición parcial, poniendo límites máximos a su presencia en algunos productos. Y dado que muchos
estudios del pasado no diferenciaban en su análisis los diferentes tipos de ácidos grasos trans, estas directrices también obviaban los detalles: Había que eliminar todas las fuentes de este tipo de grasas. Sin embargo, la epidemiología y los estudios han seguido avanzando y han podido ser más precisos y concretos. Aunque hay muchos trabajos previos, para no remontarnos demasiado en el tiempo vamos a tomar como referencia el año 2009, en el que se publicó una revisión sobre las grasas trans encargada por la OMS para la actualización de su conocimiento científico - dirigida por Willett y Mozaffarian, dos de los primeros espadas de Harvard - que es muy representativa del posicionamiento de los expertos. El trabajo, "Health effects of trans-fatty acids: experimental and observational evidence", repasó la evidencia observacional y experimental existente hasta aquella fecha y ratificó lo que ya se venía diciendo desde los años 90. Que había evidencias de peso que relacionaban las grasas trans con diversas enfermedades y que por ello lo mejor era minimizarlas en la dieta. Su consumo se asociaba con un empeoramiento de los niveles del colesterol y de la resistencia a la insulina, aumento de la inflamación, la grasa abdominal y disfunción endotelial, todo ello rematado por un aumento del riesgo de enfermedad cardiovascular. Esta revisión incluyó algún aspecto complementario bastante interesante. Se analizó la evidencia respecto a los diferentes tipos de ácidos grasos trans, haciendo especial hincapié en intentar evaluar de forma aislada el efecto sobre la salud de los provenientes de fuentes naturales (rumiantes). Pero, como explican en el documento completo, los ensayos y estudios específicos eran tan escasos y con resultados diversos y poco determinantes, que no pudieron llegar a conclusiones demasiado sólidas. Con reservas, sugirieron que como las cantidades que se ingieren a partir de productos de rumiantes son pequeñas, los estudios observacionales no mostraban riesgos asociados al consumo de grasas trans con este origen. Trabajos anteriores como "Intake of ruminant trans fatty acids and risk of coronary heart disease" (2008) habían llegado a conclusiones similares. Esta matización merecía más investigaciones y más análisis por parte de los expertos, así que durante estos últimos años se han hecho todavía más estudios y también se han publicado nuevas y rigurosas revisiones sistemáticas. En
2011, se publicó el meta-análisis de estudios observacionales "Consumption of industrial and ruminant trans fatty acids and risk of coronary heart disease: a systematic review and meta-analysis of cohort studies". Los resultados mostraron que, al contrario que en el caso de las de origen industrial, en las que el aumento de riesgo era claro, las grasas trans de rumiantes, o no se relacionaron con ningún aumento de riesgo de enfermedad cardiovascular, o incluso en algunos casos se asociaron a una pequeña reducción del mismo. Los autores, precisamente daneses y conocedores de la dura legislación de su país sobre las grasas trans, invitaban en el documento a la reflexión antes de abordar nuevas medidas que pudieran afectar a aquellas con origen diferente a la hidrogenación industrial, debido a la falta de pruebas en su contra y a las pequeñas cantidades con las que se suelen consumir. Más o menos por las mismas fechas, también en 2011, se publicó la detallada y completa revisión "Effects of Ruminant trans Fatty Acids on Cardiovascular Disease and Cancer: A Comprehensive Review of Epidemiological, Clinical, and Mechanistic Studies", en la que un equipo de investigación internacional analizó también todos los estudios observacionales y de intervención realizados hasta la fecha. Y también concluyeron que había claras pruebas de los efectos negativos de las grasas trans de origen industrial, como prácticamente todos los anteriores. Pero, a la hora de hablar de los de origen natural, los expertos dijeron que "aunque modelos experimentales incluso podían sugerir efectos beneficiosos de los ácidos grasos trans provenientes de rumiantes (...), su efecto en las cantidades consumidas normalmente en la dieta se mantiene poco claro". En definitiva, la directriz de alejarse de las grasas parcialmente hidrogenadas, presentes todavía en importantes cantidades en alimentos industriales altamente procesados (le recomiendo consultar las etiquetas de sus galletas, es probable que se sorprenda), está más vigente que nunca. Aunque muchas margarinas hayan reducido drásticamente este componente y ya no haya que temer nada al comerlas, hay infinidad de alimentos del entorno de la bollería y de los precocinados que aún lo contienen.
Sin embargo, no parece que por el momento haya muchas razones para preocuparse demasiado por los ácidos grasos trans de carnes de rumiantes y de sus lácteos (leche, yogur, queso, etc.). Lo cual no deja de ser una buena noticia.
¿Comer muchos huevos es peligroso para la salud? El huevo es un alimento especialmente atractivo e interesante. Está repleto de nutrientes y sin embargo ha estado demonizado durante décadas a causa de su elevado contenido en colesterol y grasas y por sus desfavorables resultados en relación con las enfermedades cardiovasculares en algunos estudios del pasado. Aunque durante los últimos años se han suavizado hasta cierto punto las rigurosas restricciones de antaño (que llegaban casi a prohibirlo), existe mucha confusión sobre la conveniencia de su consumo. El huevo es barato, de fácil obtención y aporta una gran cantidad y variedad de proteínas y grasas (saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas), colesterol y muchas vitaminas. Estos son sus nutrientes principales: Carbohidratos Proteínas Grasas totales G. Saturadas G.Monoinsturadas G.Poliinsaturadas A.G. Omega-3 A.G. Omega-6
1 13 10 3,1 3,8 1,4 0,07 1,1
A los que hay que sumar una importante variedad de vitaminas y minerales. Respecto al riesgo cardiovascular, se han realizado muchos análisis en función de cómo afecta a los niveles de colesterol, pero este tipo de valoración no es demasiado útil. En primer lugar porque se ha demostrado en repetidas ocasiones que la ingesta de huevos no suele afectar al colesterol en sangre en la mayoría de las personas. En segundo lugar porque es más práctico saltarse el paso intermedio del colesterol y analizar directamente lo que dicen los estudios respecto a su relación con las enfermedades cardiovasculares.
En lo que respecta a estudios de intervención a corto plazo, uno de los últimos publicados resulta muy didáctico para ver qué ocurre en nuestro organismo cuando comemos huevos con frecuencia. Se trata de "Whole egg consumption improves lipoprotein profiles and insulin sensitivity to a greater extent than yolk-free egg substitute in individuals with metabolic syndrome" (2012), en el que los investigadores definieron dos grupos y repartieron 37 personas aleatoriamente en cada uno de ellos. A los del primero se les pidió que comieran 3 huevos completos cada día y a los del segundo el equivalente a tres claras (quitando las yemas). Ambos grupos seguían una dieta moderada en carbohidratos, aproximadamente entre un 25 y un 30% de las calorías provenían de ese macronutriente. Pero no se les restringió lo que comían, es decir, se les dejó alimentarse líbremente (ad-libitum). Al final del estudio se compararon los indicadores asociados a enfermedades cardiovasculares y síndrome metabólico y los resultados tras 12 semanas podrían resumirse con los siguientes valores aproximados para cada grupo: - Pérdida de peso: En ambos grupos perdieron una media del 4% - Colesterol total: Sin cambios significativos en ambos casos. - Colesterol LDL o malo: Sin cambios significativos en ambos casos. - Colesterol HDL o bueno: Con huevos, mejor, subió un 16%. Con claras subió un 10%. - Triglicéridos: Con huevos, bajó un 30%, con claras un 20% - Ratio LDL/HDL: Con huevos mejor, pasó de 2,5 a 2,1. Con claras de 2,6 a 2,4. - Nivel insulina: Con huevos mejor, se redujo un 20%. Con claras un 15% - Nº partículas VLDL: Con huevos mejor, se redujeron casi un 20%. Con claras nada. - Nº partículas HDL: Sin cambios significativos en ambos casos. Unos resultados que hablan por sí solos. Por otro lado, si examinamos los estudios observacionales a largo plazo, hace décadas se realizaron varias investigaciones que relacionaban su ingesta con un aumento del riesgo cardiovascular. Incluso recientemente se ha publicado algún artículo como “Dietary cholesterol and egg yolks: Not for patients at
risk of vascular disease” (2010) - es de opinión-revisión, no epidemiológico - alertando de los riesgos de comer huevos. El problema de todos estos antiguos estudios epidemiológicos es que no aislaban de forma efectiva el efecto y la posible influencia de otros alimentos. Es decir, que el aumento de riesgo podría estar causado por el huevo, el beicon, el café o la tostada con mantequilla que suele acompañar a los huevos. O por cualquier otra cosa. Así lo destacan las probablemente mejores revisiones que se han hecho sobre el tema: A Review of Scientific Research and Recommendations Regarding Eggs (2004) y Egg Consumption and Coronary Heart Disease: An Epidemiologic Overview (2000). En cuanto se fue perfeccionando la metodología de los estudios, sobre todo separando con más detalle la influencia de los diferentes alimentos y otras variables de confusión, el riesgo desapareció. Ocurrió de la forma más espectacular en el famoso y masivo estudio realizado en 1999 "A Prospective Study of Egg Consumption and Risk of Cardiovascular Disease in Men and Women", en el que se hizo seguimiento de casi 120.000 personas durante 14 años. No se encontró mayor riesgo cardiovascular entre las personas que comían más de un huevo al día (aunque sí entre las personas diabéticas). Aunque hemos estado muchos años sin meta-análisis sobre los huevos, en 2013 llegaron tres casi simultáneos, publicados en revistas de gran prestigio y con resultados bastante diferentes: 1."Egg consumption and risk of coronary heart disease and stroke: doseresponse meta-analysis of prospective cohort studies". Los autores, tras el análisis de ocho estudios prospectivos, concluyeron que no había relación entre su consumo y el aumento de riesgo ictus y la enfermedad coronaria. Y tampoco encontraron ninguna respuesta a la dosis (aumento progresivo del riesgo al aumentar progresivamente la cantidad de huevos) 2. "Egg consumption and risk of cardiovascular diseases and diabetes: A meta-analysis", analizando el riesgo de enfermedad cardiovascular y además el de diabetes, en catorce estudios. Al contrario que en el anterior, los investigadores en este caso sí parece que encontraron un mayor riesgo relativo
para ambas enfermedades entre el grupo de personas que más huevos comía. En concreto, el aumento para enfermedad cardiovascular fue pequeño (un 19%) y para la diabetes fue mayor (un 68%) . Además, los autores detectaron la existencia de respuesta a la dosis. 3. "Egg consumption in relation to risk of cardiovascular disease and diabetes: a systematic review and meta-analysis". Los autores no encontraron evidencias de mayor riesgo cardiovascular ni de aumento de la mortalidad en general. Pero, por el contrario, sí de incidencia de diabetes, con un aumento del riesgo relativo del 42%. Bien, sin duda todo esto puede resultar bastante desconcertante. Tres revisiones, tres conclusiones. ¿Cuál creer? Los resultados son heterogéneos y las diferencias se deben sobre todo a la inclusión o no de ciertos estudios. En el caso del riesgo de enfermedad cardiovascular, dos de los meta-análisis no encuentran relación y uno sí, los valores son pequeños y caen casi por igual a ambos lados de la línea central de riesgo. Respecto a la respuesta a la dosis, un estudio determina que existe, pero el otro no y personalmente, viendo los gráficos originales, me cuesta cree que exista. Así que se hace difícil pensar que pueda haber alguna relación entre ambos factores en personas sanas. Aunque sí parece que entre los enfermos de diabétes podría existir algún efecto poco deseable, ya que se identifica un aumento de riesgo cardiovascular entre este tipo de enfermos. Y para el riesgo de diabetes, dos de las tres revisiones lo analizan, encontrando que existe un mayor riesgo significativo. Pero incluso los autores de los estudios no descartan que se pueda deber a la influencia de alguna variable de confusión (carne procesada, sal, etc.). En definitiva, creo que poco se puede afirmar con seguridad. Por suerte, ya ha pasado la época en la que los huevos estaban prácticamente prohibidos debido a recomendaciones exageradas y a hipótesis que no han sido posteriormente confirmadas (por ejemplo, su ingesta prácticamente no afecta al nivel de colesterol en sangre), así que su inclusión en la dieta diaria debería hacerse con naturalidad y sin miedo. Pero, dado que es un alimento económico,
sabroso y versátil, que aporta una gran variedad de nutrientes de calidad, creo que es prioritario seguir realizando estudios que nos permitan tener más evidencias para concretar las cantidades máximas recomendadas,. Si, de cualquier forma, prefiere ser prudente, como todos estos estudios comparan los grupos de personas que más cantidad de huevos consumen (más de uno al día) con los que menos, puede inclinarse por quedarse por debajo de la cantidad superior y ponerse como límite un huevo diario.
¿Es malo comer mucha carne? Uno de los enfrentamientos más descarnados (valga la redundancia) en el mundillo de la alimentación lo genera la ingesta de carne. Para algunos, más cercanos o simpatizantes del vegetarianismo, comer animales es una salvajada y peligroso para la salud; para otros, amantes de la forma de vida ancestral, la carne es la única forma práctica de conseguir algunos nutrientes esenciales. Cuando ambos grupos chocan, la razón suele dejar paso al corazón (o algún otro órgano interno) y suele estallar la guerra. Mal asunto para cualquier reflexión serena. Evolutivamente, hoy en día ningún experto duda de que alimentarnos de otros animales ha sido uno de los factores clave para llegar a un desarrollo cerebral extraordinario. Numerosos estudios encuentran poderosas evidencias de que esta hipótesis es sólida, como por ejemplo “Evidence for dietary change but not landscape use in South African early hominins” (2012) y “Dietary lean red meat and human evolution” (2000). El prestigioso paleontólogo español Juan Luis Arsuaga en su popular libro “La Especie Elegida” lo explica de forma clara y emocionante, ya que hubiera sido muy difícil conseguir otra fuente suficientemente eficiente y capaz de aportar toda la energía que nuestro cerebro necesita mediante un sistema digestivo “normal”. Por eso el nuestro es mucho más parecido al de un carnívoro que al de un herbívoro. Sin embargo, todas estas premisas no dejan de ser hipótesis, cuya aplicabilidad quizás no sea tan evidente en la sociedad y forma de vida actual. Todo ello se fue diseñando probablemente para un entorno de escasez, unas actividades muy diferentes y una esperanza de vida muy inferior a la de hoy en día. Viviendo como vivimos y con el objetivo de disfrutar de calidad de vida y muchos años, ¿puede la carne ser contraproducente en la actualidad? ¿Qué dice la ciencia sobre los riesgos que tiene comerla con frecuencia? Abordemos la cuestión con la dinámica habitual, viendo lo que nos cuentan los estudios y revisiones más rigurosas. Prepárese para leer un buen rato respecto a la epidemiología disponible sobre este alimento, ya que hay una gran
cantidad de trabajos de investigación con muchísima información sobre el tema. La carne y las enfermedades cardiovasculares Empezaremos analizando su posible relación con las enfermedades que probablemente más habitualmente suelen asociarse a la ingesta de carne, las enfermedades cardiovasculares. La revisión sistemática realizada por expertos de Harvard, "Unprocessed Red and Processed Meats and Risk of Coronary Artery Disease and Type 2 Diabetes – An Updated Review of the Evidence" de 2012 es el documento que utilizaré como referencia, ya que considero que es actual, claro, completo y riguroso. Esta revisión analizó los resultados para dos tipos de carne, que han sido las principales sospechosas de tener algún efecto negativo en la salud en estudio previos: La carne procesada de cualquier tipo (salchichas, embutido, hamburguesas industriales, preparados de carne, precocinados, etc.) y la carne roja no procesada (carne de ternera, vacuno, cerdo, etc). Los epidemiólogos de Harvard consideraron los estudios más recientes y rigurosos, realizados durante los últimos 20 años, con decenas de miles de personas a las que se ha hecho seguimiento durante una buena cantidad de tiempo. Y las conclusiones a las que llegaron fueron las siguientes: Carne roja: Con cuatro estudios incluidos, los resultados fueron bastante diversos y poco coincidentes. El valor medio del riesgo relativo es nulo, por lo que indica que no puede deducirse que haya ni aumento ni disminución del riesgo de enfermedad cardiovascular al comer carne roja. Carne procesada, riesgo por cada 50 gramos: Todos los resultados de los 6 estudios analizados sobre carne procesada reflejaron un aumento de riesgo relativo, con un valor del 42% (en este caso por cada 50 gramos diarios). Por lo tanto, podría decirse que no se ha podido relacionar la carne roja con ningún aumento del riesgo de enfermedades cardiovasculares, pero que la carne procesada presenta un aumento del riesgo bastante claro. Aunque no es muy grande, es bastante significativo, superior al 40% por cada 50 gramos
diarios. Conviene destacar un par de comentarios que los autores incluyeron en el estudio: 1. Quizás es momento de obsesionarse menos con las grasas saturadas y el colesterol y centrarse más en los aditivos y otros productos que se añaden durante el procesado de la carne. 2. Uno de los riesgos de comer demasiada carne no está en la carne misma, sino en la posible sustitución de otros alimentos necesarios, suponiendo una reducción de los mismos (especialmente vegetales y frutas). En las conclusiones también se hizo hincapié en que el pescado y otros tipos de carnes blancas (pollo, pavo, conejo, etc) no tuvieron ningún tipo de efecto negativo y por lo tanto pueden comerse sin problemas. Además, los investigadores, recomendaron dar prioridad a las proteínas que se obtienen de legumbres, frutos secos y alimentos integrales por razones medioambientales y de sostenibilidad (obtener carne es un proceso medioambientalmente caro).
Carne y diabetes La relación entre el consumo de carne y la diabetes es otro de los temas que crea bastante controversia y que durante los últimos años nos ha traído interesantes investigaciones epidemiológicas. Las más relevantes, al menos a nivel mediático, también han sido lideradas desde Harvard. Respecto a la carne procesada, parece haber bastante consenso en que su ingesta en cantidades elevadas eleva el riesgo de diabetes. Como muestra representativa, en el estudio de 2012 anteriormente mencionado "Unprocessed Red and Processed Meats and Risk of Coronary Artery Disease and Type 2 Diabetes – An Updated Review of the Evidence", se encontró un aumento del
riesgo de esta enfermedad, con un valor medio de un 51% mayor por cada 50 gramos. Pero en el caso de la carne roja los resultados están más ajustados y son menos concluyentes. A continuación les recopilo las últimas revisiones y meta-análisis sobre el tema realizados por dos equipos diferentes de Harvard, que parecen inmersos en una de esas carreras investigadoras por publicar los trabajos más relevantes. El primer estudio vió la luz en 2010, "Red and processed meat consumption and risk of incident coronary heart disease, stroke, and diabetes: A systematic review and meta-analysis". Fue de los primeros meta-análisis, dirigido por Renata Micha y Dariush Mozaffarian, conocidos y prolíficos investigadores de Harvard. Concluyeron que no existían pruebas claras de un aumento del riesgo de diabetes por comer carne roja, ya que la diferencia que se identificaba no era estadísticamente significativa. Un año después, en 2011, otro equipo liderado por otros expertos de Harvard tan populares y prestigiosos como Walter Willett y Frank Hu, publicaron en 2011 "Red meat consumption and risk of type 2 diabetes: 3 cohorts of US adults and an updated meta-analysis", en el que realizaron un meta-análisis con los resultados de tres grandes estudios observacionales existentes. Y concluyeron que por cada 100 gramos diarios de consumo de carne roja, el riesgo relativo aumentaba un 19%. Al año siguiente, en 2012, el primer equipo, el de Micha y Mozzaffarian, publicó una actualización de su meta-análisis de 2010 incluyendo nuevos estudios, el ya mencionado"Unprocessed red and processed meats and risk of coronary artery disease and type 2 diabetes--an updated review of the evidence". Se identificó un pequeño-modesto aumento del riesgo relativo del 19%, igual que el del estudio anterior, que en este caso sí llegó a ser significativo. Finalmente, en 2013 llegó la última pieza de este estimulante rompecabezas, un nuevo estudio del segundo equipo, el de Willett y Hu, "Changes in red meat consumption and subsequent risk of type 2 diabetes mellitus".
Utilizaron los datos de los mismos tres estudios que en su anterior metaanálisis, pero en este caso hicieron su análisis desde un punto de vista diferente, investigando si los cambios en la cantidad de carne roja consumida se asociaban con cambios en el riesgo. En concreto, estudiaron la incidencia de la diabetes entre aquellos que habían modificado su consumo de carne roja durante los primeros cuatro años de observación. Descubrieron que entre aquellas personas con un aumento del consumo de bajo a moderado, el riesgo relativo creció un 15% y entre las que tuvieron un aumento de moderado a alto, un 30%. Sin embargo, entre los grupos de personas que realizaron una reducción del consumo, no se encontró una reducción significativa del riesgo. Con intención de buscar conclusiones más sólidas, los epidemiólogos de Harvard volvieron a analizar los datos de riesgo, pero en este caso a muy largo plazo, durante los siguientes 12-16 años, viendo la cantidad de casos de diabetes que habían ocurrido entre las personas que durante los 4 primeros años habían aumentado o reducido su ingesta de carne. En este caso el aumento de riesgo entre los que aumentaron su ingesta siguió estando presente, aunque de forma bastante más atenuada, con valores del 7% y 17% . Y, por otro lado, en este caso sí pudo identificarse un pequeño descenso del riesgo relativo entre los que redujeron su ingesta, pero que solo llegó ser significativa (de un 10%) en el caso de haberse hecho en cantidades elevadas a moderadas. Es decir, este estudio concluyó lo siguiente: 1. Un aumento del consumo de carne roja se asocia con bastante claridad a un mayor riesgo de diabetes (es un aumento pequeño pero claro), cercano al 20%. 2. Una reducción del consumo de carne roja no tiene una asociación tan clara con la reducción del riesgo y solo se aprecia a muy largo plazo y al hacerse en cantidades importantes. ¿A qué puede deberse este fenómeno? Los autores creen que podría ser
consecuencia de la presencia de personas no sanas en los grupos de reducción, que estarían precisamente en estos grupos a causa de estar siguiendo las indicaciones de reducción de carne de su médico por sufrir patologías previas (y que por lo tanto tendrían más probabilidad de desarrollar diabetes). Así que esa falta de respuesta a la reducción de riesgo se debería a la contaminación por este tipo de pacientes. Otra posibilidad - siempre presente en este tipo de estudios - sería que el aumento de riesgo realmente estuviese influenciado por el efecto de alguna variable de confusión, que no hubiera sido aislado por completo. Así que eso es lo que hay sobre la diabetes, un aumento del riesgo relativo bastante claro para la carne procesada y algún prueba sugerente pero poco sólida de un pequeño aumento del riesgo para la carne roja. Sobre todo porque no se ha podido demostrar que reducir su consumo sirva para disminuir el riesgo relativo de diabetes. Carne y cáncer El cáncer es otra de las enfermedades con las que se suele asociar la carne. También en este caso, voy a recopilar los diferentes resultados de las últimas revisiones sistemáticas, preferiblemente meta-análisis, que han analizado los estudios sobre la ingesta de carne y los diferentes tipos de cáncer que se suelen considerar "sospechosos": Cáncer colorectal El cáncer colorrectal es el que con más frecuencia suele asociarse a la carne y los últimos meta-análisis y sus conclusiones resumidas son las siguientes: "Red and processed meat intake and risk of colorectal adenomas: a systematic review and meta-analysis of epidemiological studies" (2013), tras revisar los resultados de 26 estudios, se concluyó que el elevado consumo de carne roja y procesada aumenta moderadamente el riesgo de cáncer colorectal. En concreto,un 27% en global y un 20% para estudios de cohorte en el caso de la carne roja (por cada 100 gramos diarios) y un 29% en global y 45% en los
estudios de cohorte en el caso de la carne procesada (por cada 50 gramos diarios). "Red and processed meat intake and risk of colorectal adenomas: a metaanalysis of observational studies (2013)". Tras revisar 21 estudios, se identificó un 24% más de riesgo de tener adenomas en el grupo que más carne roja ingería comparado con el que menos, y un aumento del 36% por cada 100 gramos diarios de ingesta. Para la carne procesada, el aumento por cada 50 gr diarios fue de un 28% y la difrerencia entre los dos grupos extremos fue del 17%. "No evidence of decreased risk of colorectal adenomas with white meat, poultry, and fish intake: a meta-analysis of observational studies" (2013), con 21 estudios analizados, no encontró correlación (ni positiva ni inversa) entre el consumo de carne blanca o pescado y este tipo de cáncer. “Meta-analysis of prospective studies of red meat consumption and colorectal cancer” (2011). 34 estudios analizados, centrados en la carne roja. Resultados muy diversos y heterogéneos, la diferencia de riesgo entre los que más carne comen y los que menos fueron muy pequeñas, por lo que los autores creyeron que no hay evidencias de peso para relacionar ambos factores. “Red and processed meat and colorectal cancer incidence: meta-analysis of prospective studies” (2011). 28 estudios incluídos y analizando la carne roja y procesada. Se encontró un pequeño aumento del riesgo relativo de cáncer (menor del 20%) por cada 100 gramos en el caso de carne roja y 50 gramos en la procesada, que fue estadísticamente significativo en el caso de cáncer de cólon pero no en el de recto. Los autores concluyeron que reducir la ingesta de carne podría prevenir estos tipos de cáncer entre los comedores de elevadas cantidades. “Risk of colorectal cancer in relation to frequency and total amount of red meat consumption. Systematic review and meta-analysis” (2010). 22 estudios incluidos analizando la carne roja. Se encontró un aumento del riesgo relativo de un 21% en el caso de colon (por cada 50 gramos) pero ninguno en el caso de cáncer de recto.
Otras recientes revisiones han llegado a conclusiones poco definitivas al respecto: “Meat intake, cooking methods, and risk of proximal colon, distal colon, and rectal cancer: The Norwegian Women and Cancer (NOWAC) cohort study”(2013). Expertos noruegos que estudiaron durante años a más de 80.000 mujeres solo hallaron correlación entre el cáncer de cólon y la carne procesada. No se encontró asociación significativa para el resto de carne, independientemente de su método de cocinado. “Processed meat and colorectal cancer: a quantitative review of prospective epidemiologic studies” (2011). Para carne procesada. Resultados variados y riesgos muy pequeños. Se concluyó que no había pruebas suficientes para relaciona de forma clara y unívoca la carne y el cáncer. “Red meat and colorectal cancer: a critical summary of prospective epidemiologic studies” (2011). En los 35 estudios epidemiológicos se obtuviron riesgos pequeños y sin una tendencia clara entre a dosis y el efecto negativo, por lo que se concluyó que no había evidencias sólidas para relacionar cáncer y carne. Como remate final al repaso de la relación con este tipo de cáncer, en 2013 se publicó el primer estudio que segmentó su investigación de diferentes tipos de carne, "Associations between Red Meat and Risks for Colon and Rectal Cancer Depend on the Type of Red Meat Consumed". Expertos daneses hicieron seguimiento de más de 50.000 personas durante unos 13 años recabando información sobre el consumo de carne procesada, vacuno, ternera, cordero, cerdo y ave. Tras el análisis estadístico correspondiente, no encontraron relación con la carne roja, la carne procesada, el pescado o las aves. Y sí encontraron un pequeño aumento del riesgo relativo en el cáncer de colon para el caso de la carne de cordero (7% por cada 5 gramos diarios), y para el de cáncer de recto y la carne de cerdo (18% por cada 25 gramos diarios).
La sustitución de la carne roja por pescado se asoció a una reducción del riesgo del cáncer de colon (pero no de recto) y en el caso de sustitución por carne blanca no se observó ninguna reducción. En algún caso incluso la carne de vacuno se relacionó con un menor riesgo. Cáncer de útero y endometrio, ovarios y próstata Podemos considerar las siguientes dos revisiones: “Consumption of animal foods and endometrial cancer risk: a systematic literature review and meta-analysis” (2007) . En el caso de carne roja, se encontró un aumento del riesgo relativo de cáncer de endometrio del 50% por cada 100 gramos de carne consumida. En el caso de carne procesada, los estudios son pocos y con resultados diversos. “Meat, fish, and ovarian cancer risk: Results from 2 Australian case-control studies, a systematic review, and meta-analysis” (2010). No se encontró un aumento del riesgo del cáncer de ovarios para la carne roja ni la total, pero sí un aumento pequeño para la carne procesada (un 20%) En 2012 en el meta-análisis "Red and processed meat consumption and risk of ovarian cancer: a dose-response meta-analysis of prospective studies" los investigadores analizaron la relación entre el cáncer de ovarios y el consumo de carne roja y procesada. No se halló asociación significativa entre ambos factores. Respecto al cáncer de próstata y la carne, en la última revisión “A review and meta-analysis of prospective studies of red and processed meat intake and prostate cáncer” (2010), no se encontró relación clara en los 15 estudios analizados sobre carne roja ni en los 11 sobre procesada.
Cáncer renal El cáncer renal ha sido estudiado en dos meta-análisis: "Consumption of
different types of meat and the risk of renal cancer: meta-analysis of casecontrol studies" (2007) y "Fat, Protein, and Meat Consumption and Renal Cell Cancer Risk: A Pooled Analysis of 13 Prospective Studies" (2008). En el primero, en el que se incluyeron estudios prospectivos de caso-control, se identificó un aumento del 30% del riesgo de cáncer renal en el grupo que más carne comía . Sin embargo, en el segundo no se encontró relación entre el consumo de carne roja o procesada y este tipo de cáncer, ya que las asociaciones desaparecían al hacer ajustes respecto a las variables de confusión. Cáncer de esófago y estómago Tenemos la suerte de que los últimos tiempos han sido especialmente prolíficos en meta-análisis sobre la carne roja y el cáncer de esófago, así que veamos sus conclusiones resumidas: "Consumption of red and processed meat and esophageal cancer risk: metaanalysis".Los autores incluyeron en el meta-análisis de carne roja 4 estudios de cohorte y 18 de caso-control. En los estudios de cohorte (normalmente más fiables) el aumento del riesgo identificado en el grupo de mayor consumo fue de un 26% y en los de caso control (menos fiables), un 44%, muy similares a los de carne procesada. "Red and processed meat intake and risk of esophageal adenocarcinoma: a meta-analysis of observational studies" (2012). Se analizaron 3 estudios de cohorte y 7 de caso control, comparando los grupos de menor y mayor consumo. En los estudios de cohorte no se identificaron diferencias significativas de riesgo relativo, y en los de caso-control se identificó un aumento del 31% . "Meat, fish, and esophageal cancer risk: a systematic review and doseresponse meta-analysis" (2013). Los autores, tras analizar cuatro estudios de cohorte y 31 de caso-control comparando los grupos de mayor y menor consumo de carne roja y procesada, concluyeron que los que más carne roja comieron presentaron un riesgo relativo global un 40% mayor. Sin embargo, al estratificar el análisis según el tipo de estudios, solo se mantuvo
estadísticamente significativo en los de caso control, pero no en los de cohorte. Por otro lado, respecto al cáncer gástrico o de estómago, en 2013 se publicó el meta-análisis sobre estudios observacionales “Red and processed meat intake is associated with higher gastric cancer risk: a meta-analysis of epidemiological observational studies”, en el que se encontró un aumento de riesgo para un mayor consumo de carne roja y carne procesada. Pero solo fue significativo en los estudios de “caso-control”, en los estudios de cohorte (normalmente más fiables) no se apreció ningún aumento de riesgo. Resultados parecidos se obtuvieron en el meta-análisis de 2007 “Processed meat consumption and stomach cancer risk: a meta-analysis” donde se encontró un pequeño aumento del riesgo de cáncer de estómago en el consumo de carne procesada, pero los autores no descaron que fuera debido a la influencia de otras variables. Cáncer de mama Se ha realizado tres meta-análisis sobre el cáncer de mama y la carne. El primero fue liderado por los expertos de Harvard y se realizó en 2002, "Meat and dairy food consumption and breast cancer: a pooled analysis of cohort studies", analizando en total más de 20 estudios sobre este cáncer y el consumo de carne y lácteos. No se encontró un aumento de riesgo entre los que más cantidad de carne roja consumíeron: Posteriormente, en 2009, se publicó, "Is red meat intake a risk factor for breast cancer among premenopausal women?" por expertos del departamento de psiquitría y neurociencia del comportamiento de la universidad de Hamilton (USA), centrado en mujeres premenopáusicas y analizando 10 estudios. En este caso sí se encontró un pequeño aumento del riesgo relativo del 24%, más acusado en los estudios de caso-control (57%) que en los de cohorte (11%). Para finalizar, en 2010 se publicó el meta-análisis "A review and metaanalysis of red and processed meat consumption and breast cancer", en el
que se incluyeron una decena de estudios sobre diferentes tipos de carne roja (y otros tantos sobre procesada). Aunque se detectaron valores positivos de pequeña magnitud para la carne roja, los autores consideraron que no existía una asociación estadísticamente significativa entre el cáncer de mama y las personas que más cantidad consumíeron, ni una respuesta a la dosis que mostrara claramente esa relación. Cáncer de hígado, vesícula y páncreas En 2012 se publicó "Red and processed meat consumption and risk of pancreatic cancer: meta-analysis of prospective studies". Globalmente no se encontró una relación significativa entre la carne roja y el cáncer de páncreas, aunque al segmentar el análisis se identificó un aumento del riesgo del cáncer de páncreas del 29% entre los hombres que más cantidad comían. Pero no se halló ninguna relación entre las mujeres. En el meta análisis de 2012 "Meat intake and risk of bladder cancer: a metaanalysis" sobre el cáncer de vesícula y la carne, se identificó un pequeño aumento del riesgo entre los que más carne roja consumían, pero como afirmaron sus autores, los estudios eran pocos y el riesgo estaba al borde de la significación estadística, por lo que destacaron que eran necesarios más estudios bien diseñados para afirmar algo con cierta seguridad. En el estudio EPIC también se analizó la relación entre la carne y el cáncer de hígado y se publicaron los resultados en el documento “Consumption of fish and meats and risk of hepatocellular carcinoma: the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition (EPIC)”. No se encontró relación entre ambos factores. Carne y cáncer, conclusiones Tras este extenso análisis, ha podido comprobar que es el cáncer colorrectal sobre el que más evidencias parecen existir respecto a su relación con el consumo de carne. No es un riesgo demasiado elevado, pero se repite en prácticamente todos los meta-análisis.
Respeto al resto de tipos de cáncer, los resultados son muy heterogéneos, normalmente negativos en sus conclusiones, y cuando se identifica un aumento del riesgo, éste es pequeño. La mayoría de los investigadores de los estudios consideraron que no puede excluirse que la correlación sea consecuencia de otros factores de confusión. Los indicios parecen ser un poco más evidentes en el consumo de carne procesada. Dado que la ración-tipo que se suele analizar en ese caso es menor, parece que puede deducirse que el riesgo aparece con menores cantidades. Respecto a las razones o mecanismos que pudieran estar detrás de esta asociación, es muy probable que la forma de cocinado pueda influir debido a la generación de compuestos cancerígenos a altas temperaturas. Los futuros estudios deberían analizar y aislar este factor de forma más sistemática y detallada. Por otro lado, no hay evidencias científicas que relacionen las carnes blancas (pollo, pavo, conejo...) ni el pescado con el cáncer. Más bien al contrario, su ingesta se suele asociar a menores riesgos relativos. Carne y mortalidad Para terminar, vamos a analizar directamente su correlación con la mortalidad. Después de todo, es el posible efecto negativo global que más nos interesa para comprobar si de forma general el comer carne es malo para la salud. En este caso hay menos investigaciones realizadas y no se han hecho revisiones sistemáticas o meta-análisis, así que me limitaré a citar los estudios principales que existen a fecha de hoy, que son los siguientes, incluyendo sus resultados: En EEUU el gobierno desde hace años realiza periódicamente recogida de información y estudio estadístico sobre la salud mediante su iniciativa National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES). Con los datos de la última edición, la tercera, que se ha realizado siguiendo a más de 17.000 personas de 1986 a 2010, se publicó en 2013 el estudio observacional “Meat
consumption and diet quality and mortality in NHANES III”. No encontró relación entre la mortalidad y la ingesta de ningún tipo de carne (ni blanca, ni roja ni procesada) y en algún caso la relación era inversa (favorable) para la carne de aves. El llamado “EPIC”, uno de los estudios epidemiológicos europeos más importantes dio lugar en 2013 al trabajo “Meat consumption and mortality results from the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition”. Tras hacer seguimiento a casi medio millón de personas durante unos quince años, no se identificó ningún aumento de riesgo en la mortalidad asociado al consumo de carne roja. A la carne de ave tampoco se le encontró relación, (incluso en algunos tramos esa relación era inversa) y, por el contrario, sí se encontró un aumento de riesgo al comer carne procesada que alcanzaba un valor estadísticamente significativo a llegar a 20 gramos y tomaba cierta importancia al llegar a un consumo de unos 40 gramos diarios (9% de riesgo relativo). Meat consumption in relation to mortality from cardiovascular disease among Japanese men and women (2012) . Estudio de cohorte sobre más de 50.000 personas durante 16 años, los autores concluyeron que comiendo cantidades moderadas de hasta 100 gramos al día de carne no se observó un aumento de la mortalidad por enfermedades cardiovasculares. Red Meat Consumption and Mortality - Results From 2 Prospective Cohort Studies (2012). Este trabajo recopila los resultados de dos estudios epidemiológicos, el Nurse's Health Study y Health Proffesionals Follow-Up Study, que incluye 120.000 personas durante 28 años. Se concluyo que el aumento de una ración de carne al día (de 85 gramos) aumentó el riesgo un 13% en caso de carne roja no procesada y un 20% en caso de carne roja procesada. Meat intake and mortality: a prospective study of over half a million people (2009). Seguimiento a unas 70.000 personas durante 10 años. Se encontró asociación del consumo de carne roja y procesada con un moderado aumento del riesgo de mortalidad de aproximadamente el 30% entre los que más carne roja y procesada comían, comparados con los que menos. Aunque el estudio
identificó una llamativa excepción entre los no fumadores, los cuales no tenían ningún aumento del riesgo de muerte por cáncer. Associations of dietary protein with disease and mortality in a prospective study of postmenopausal women (2005). Analizadas 30.000 mujeres durante 5 años, se observó un pequeño aumento del riesgo del 16% entre los que más proteínas comían (la mayoría de origen animal), comparados con las que menos. Sin embargo, no se obtuvo una reducción del riesgo al sustituir las mismas por carbohidratos ni por proteínas vegetales. Mis conclusiones finales Los estudios epidemiológicos más recientes obtienen resultados diversos y heterogéneos al analizar la correlación de la carne, las enfermedades y la mortalidad. Valorándolos en su conjunto parecen sugerir la existencia de cierto aumento del riesgo especialmente del cáncer colorrectal, entre aquellas personas que la comen en mayores cantidades y sobre todo para la carnes procesadas (embutidos, salchichas, preparados de carne, etc.), que se hace poco o nada significativo en cantidades menores o más moderadas. Habrá que esperar a futuros estudios para ver si se resuelven las discrepancias en las conclusiones. De cualquier forma, este riesgo relativo (que oscila entre un 15 y un 30%) es pequeño comparado con otros riesgo habituales, como ya hemos comentado en otro apartados. Y el riesgo absoluto es mucho menor, ya que en la mayoría de los estudios en aproximadamente el 95% de las personas observadas no se identificó ninguna enfermedad, independientemente de la cantidad de carne que comiesen. En mi opinión, no parece muy razonable demonizar la carne con mensajes apocalípticos ni minimizar demasiado su ingesta de forma injustificada, sobre todo en los casos en los que existen otros riesgos que es prioritario reducir. Considerando los resultados observados y las cantidades estudiadas, una recomendación conservadora y bastante prudente sobre cantidades máximas a ingerir podría ser la siguiente: una ración semanal de carne procesada y de 2-3 semanales de carne roja. Las carnes blancas y el pescado pueden comerse
libremente y en las cantidades que se deseen sin ningún riesgo directo demostrado. Es muy probable que la forma de cocinado influya en el aumento del riesgo, ya que se ha comprobado la generación de compuestos cancerígenos a altas temperaturas. Así que para prevenirlo, se recomienda cocinar preferiblemente en forma de guisados y cocidos, después fritos y en último lugar a la brasa. En siguientes apartados trataré este tema con más detalle. Personalmente, al igual que los investigadores de Harvard, creo que el mayor riesgo de comer mucha carne está en lo que también resaltaban algunos de los investigadores: Que su elevaga ingesta podría suponer dejar de comer otros alimentos muy importantes para una dieta saludable, sobre todo vegetales, frutas, pescado, y legumbres. Si se asegura la toma de éstos en cantidades adecuadas, una cantidad razonable de carne no debe suponer ningún problema ni riesgo.
¿Cuál es la forma más saludable de cocinar la carne? Como acabamos de ver, uno de los handicaps del consumo de carne es la relación que algunos estudios suelen encontrarle con las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Si bien es cierto que no todos encuentran esta relación y que depende del tipo de cáncer o de la enfermedad cardiovascular, está bastante aceptado que la correlación existe, aunque sea pequeña y siga habiendo bastante controversia respecto a su relevancia final. Existen diferentes teorías para explicar este problema que todavía requieren de estudios que las puedan confirmar. Las dos más populares hacen referencia al hierro hemo que contiene la carne roja (carne proveniente de mamíferos, excepto el conejo) y a los compuestos carcinógenos que se forman durante su cocinado, sobre todo las aminas heterocíclicas aromáticas. Centrándonos en la segunda opción, estos compuestos se crean al preparar la carne a altas temperaturas y normalmente cuanto más altas, más se crean. Así que si queremos minimizarlas, lo mejor es elegir formas de cocinado a menor temperatura, que impidan el contacto de la carne con las zonas de mayor calor (la brasa, el fuego o la sartén) y que minimicen ese tiempo de contacto. El agua es un sistema interesante porque mantiene el alimento a un máximo de 100ºC, pero el aceite tampoco es una mala opción. Aunque bastante más caliente que el agua (puede acercarse a los 200ºC), si se utiliza en cantidad suficiente (en inglés se suele llamar deep-frying), cubrirá todo el alimento y lo mantendrá a una temperatura inferior a la que tendría si se cocinara salteado o a la pancha, con un mayor contacto con la superficie y los puntos más calientes de la sartén. Teniendo en cuenta estos factores podríamos ordenar de “mejor a peor” las diferentes formas de preparación, es decir, empezando por los que menos compuestos crean o más seguros son y para procurar utilizar más los primeros y menos los últimos. Esta sería una propuesta: 1. 2.
Microondas o hervido Guisado con o sin olla a presión
3. 4. 5. 6. 7.
Asado Frito con aceite abundante o freidora Frito con poco aceite (salteado) A la parrilla A la brasa de carbón
También algunos marinados previos (es decir, sumergir el alimento durante un tiempo en una salsa ácida, por ejemplo con aceite, vinagre, ajo, zumo de limón y otros componentes), además de permitir obtener suculentos e intensos sabores, pueden reducir de forma importante la creación de aminas heterocíclicas, como se pudo comprobar en el estudio “Effects of marinating on heterocyclic amine carcinogen formation in grilled chicken” (1997). En la preparación del pescado también deberían tenerse en cuenta todas estas ideas y recomendaciones. Le recuerdo que las cantidades a las que se identifica el riesgo son bastante elevadas, así que tampoco hay que obsesionarse. Aplicando el sentido común, una actuación prudente sería la de evitar comer carne roja preparada a altas temperaturas en gran cantidad o con mucha frecuencia (por ejemplo, más de dos veces por semana). Tampoco se trata de no comerla nunca. Y una barbacoa con los amigos de vez en cuando no hace daño a nadie. Y también como siempre, incluyo la relación de estudios recientes que dan soporte a todas estas ideas: - Well-done meat intake and meat-derived mutagen exposures in relation to breast cancer risk: the Nashville Breast Health Study (2011) - Effect of cooking methods on the formation of heterocyclic aromatic amines in chicken and duck breast. (2010) - Formation of heterocyclic amines during cooking of duck meat (2012) - Occurrence of heterocyclic amines in cooked meat products (2011) - Fish intake, cooking practices, and risk of prostate cancer: results from a multi-ethnic case-control study (2012) - Large prospective investigation of meat intake, related mutagens, and risk of renal cell carcinoma (2012)
¿Freír alimentos es poco saludable? Ya ha conocido cómo los diferentes métodos de cocinar la carne pueden influir en su impacto y riesgo para su salud, pero creo que uno de ellos merece especial atención. Me refiero a la fritura, una práctica esencial en muchas culturas alimentarias de nuestro entorno. Tanto la comida rápida como la dieta mediterránea incluyen el uso de aceite abundante a alta temperatura como proceso para preparar gran cantidad de alimentos. La verdad es que los alimentos fritos no tienen buena fama y se les considera responsables de muchos males nutricionales: Obesidad, enfermedades cardiovasculares, cáncer... Aunque poco a poco se van disipando muchos de los mitos que los acompañan, el cáncer sigue siendo uno de sus puntos negros (especialmente algunos tipos concretos como el de próstata). Como ya hemos visto, la barbacoa y la brasa parecen ser los métodos de cocinado con más probabilidades de llevarse toda la responsabilidad de este problema, pero la fritura en aceite tampoco suele estar libre de sospecha, ya que las altas temperaturas que se alcanzan y la reutilización de los aceites, son factores que no podían descartarse como potencialmente peligrosos. Por ejemplo, en el estudio de 2013 “Consumption of deep-fried foods and risk of prostate cáncer”, se encontró relación entre el consumo de patatas, pollo y pescado frito y un aumento moderado del riesgo de cáncer de próstata. Sin embargo, como los autores puntualizaron en el documento, con frecuencia el consumo de este tipo de fritos se realizó al comer fast-food o comida rápida, por lo que no se pudo aislar de forma fiable la causa primaria, debido a la gran cantidad de variables en juego: Alta cantidad de otros componentes que este tipo de alimentos suele tener (los rebozados y azúcares a altas temperaturas pueden generar acrilamidas, otro componente carcinógeno), procesos de fritura industriales (con aceites de baja calidad o reutilizados)… Otros importantes estudios han llegado a resultados mucho menos concluyentes. En “Meat consumption, Cooking Practices, Meat Mutagens and Risk of Prostate Cancer” (2011) se identificó con bastante claridad el aumento de riesgo de cáncer de próstata en el cocinado de carne roja a altas
temperaturas, pero el pollo y el pescado fritos quedaron libres de sospechas. En “Fish intake, cooking practices, and risk of prostate cancer: results from a multi-ethnic case-control study” (2012) el aumento de riesgo para este tipo de cáncer se encontró solo para el pescado blanco frito, pero no para el azul. Lo cierto es que, excepto con la carne roja, no se han hecho demasiadas investigaciones sobre los fritos y su relación con enfermedades. Pero el que podría considerarse como el estudio más masivo y completo, no encuentra pruebas ni indicios en su contra. Me refiero al que llevaron a cabo expertos españoles en 2012, en el marco del gran proyecto internacional EPIC: "Consumption of fried foods and risk of coronary heart disease: Spanish cohort of the European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition study" (2012). Se hizo seguimiento de más de 40.000 adultos durante 11 años y los resultados fueron bastante alentadores para quienes disfrutamos con este tipo de alimentos: No se halló relación entre la ingesta de fritos cocinados con aceite vegetal y las enfermedades cardiovasculares o la mortalidad por cualquier causa. Según los autores, el hecho de tratarse de fritos caseros cocinados con aceite de oliva o girasol era probablemente lo que los diferenciaba de los analizados en estudios previos que habían obtenido resultados desfavorables pero que eran una mezcla mucho más heterogénea y “menos saludable” (fast-food incluida). No ha sido el único con resultados negativos. Unos años antes, en 2007, investigadores italianos habían publicado “Fried foods, olive oil and colorectal cáncer” un estudio que analizó la existencia de posibles relaciones entre la comida frita con aceite de oliva y el cáncer colorrectal. Y no encontró ninguna significativa. Puede concluirse que en la actualidad la evidencia científica todavía no tiene datos concluyentes para hacer recomendaciones demasiado concretas. Excepto para el caso de la carne roja cocinada a altas temperaturas, que conviene evitar comerla en grandes cantidades, hay poco con lo que acusar al resto de alimentos fritos, sobre todo si se han preparado en casa y con aceite de calidad. Las variables que pueden estar aumentando el riesgo podrían ser muchas: Uso de aceites mediocres o poco saludables, reutilización de las mismas, exceso de calentamiento, degradación a alta temperatura de algunos
de los componentes añadidos a los alimentos… Así que si desea ser prudente y reducir la posibilidad de riesgo, además de los consejos ya comentados para el caso de la carne, puede seguir las siguientes directrices: Utilice aceite abundante (para evitar el contacto con las zonas muy calientes) y de calidad (preferiblemente oliva virgen extra, que tarda más en degradarse y contiene más antioxidantes que “compensan” esa degradación), sin reutilizar (para minimizar la degradación acumulada) y no deje que llegue a quemarse o humear (momento en el que empiezan a generarse los compuestos tóxicos). Si además evita que los alimentos se tuesten demasiado, puede disfrutarlos con la conciencia más tranquila. Que bien lo merecen.
¿El pan engorda? El pan es un alimento muy arraigado en la cultura gastronómica española y mediterránea. Para la mayor parte de nosotros ha sido un componente habitual en la dieta, como acompañamiento en la comida, soporte para mojar en las salsas o como esponjoso envolvente en los bocadillos. De hecho, durante las últimas décadas, probablemente gracias a las recomendaciones nutricionales de elevado porcentaje en carbohidratos, había ido ganando terreno y se había convertido en una de las fuentes energéticas principales de cualquier adulto. Aunque, como hemos visto en el apartado en el que hemos hablado de los carbohidratos de rápida absorción, su elevada ingesta podría estar relacionada con la epidemia de obesidad que crece imparable. Lamentablemente, no hay demasiados estudios epidemiológicos que hayan analizado la relación entre la salud y el pan de forma aislada. Pero, siendo como somos unos grandes consumidores de la típica barra de pan, tal y como sería esperable la revisión más completa y sistemática que se ha hecho sobre el pan y el sobrepeso la han llevado a cabo investigadores españoles, en el siguiente trabajo: “Relationship between bread consumption, body weight, and abdominal fat distribution: evidence from epidemiological studies” (Bautista-Castaño y Serra-Majem, 2012). Sorprendentemente, al publicarse este estudio en numerosos medios de comunicación generalistas se difundió el mensaje de que se había demostrado que el pan no engorda. Supongo que las notas de prensa que lanzaron las asociaciones de fabricantes de estos productos cumplieron su cometido pero, como veremos a continuación, la realidad es que las conclusiones de la investigación no fueron como para mandar notas de prensa a favor del consumo de pan. Como punto de partida, les traduzco literalmente lo que dicen en las conclusiones de su estudio, extraído del documento completo original:
“(…) Los resultados indican que patrones alimentarios que incluyen pan integral no influyen en el aumento de peso y podrían ser beneficiosos para el estatus ponderal. Respecto a patrones que incluyen pan refinado (blanco), mientras que la mayoría de los estudios transversales sugieren efectos beneficiosos, la mayoría de los estudios de cohorte mejor diseñados sugieren una posible relación con la grasa abdominal. Los resultados de los estudios utilizando estudios experimentales (de intervención) no han sido concluyentes (…) son necesarios más estudios (...)” ¿Le parece que este párrafo dice que el pan no engorda, como han dicho muchos por ahí? Léalo otra vez, por favor, porque o estoy muy equivocado, o dice que el pan integral no engorda, pero que pan blanco probablemente sí. De cualquier forma, para sacar mis propias conclusiones, he decidido hacer una pequeña revisión, complementaria a la que han hecho los expertos, que voy a compartir con ustedes. Los autores realizaron una preselección de 92 estudios de los últimos 30 años y posteriormente una selección de 38 de ellos (que cumplían unos requisitos mínimos). Recopilaron 3 tipos de estudios realizados sobre el pan: Longitudinales, de cohorte y de intervención. ¿Son todos igual de importantes y válidos? No, en absoluto, como bien sabe usted a estas alturas. Tras la selección y clasificación de los comentados 38 estudios, BautistaCastaños y Serra-Majem también consideraron conveniente centrarse en los más relevantes y seleccionaron los mejores, considerando estos criterios: que tuviesen más de 5000 sujetos en el caso de longitudinales (que son unos estudios observacionales sin variable temporal) y más de 2000 y una duración de al menos 5 años en los de cohorte (observacionales durante un periodo amplio de tiempo de seguimiento). En la fase final se quedaron con 13 estudios observacionales (6+7). Respecto a los de intervención, los autores decidieron solamente quedarse con uno de los cinco estudios seleccionados en la primera ronda. Pues bien, con esos 14 estudios (6+7+1) y los resultados de cada uno de ellos,
dedujeron las conclusiones generales que han podido leer anteriormente traducidas. Ahora me van a permitir una licencia poco habitual. Con todo el respeto y reconociendo que ellos son mucho más expertos que yo, en mi revisión personal he decidido hacer unas pequeñas variaciones en el sistema de elección. Yo utilizaría los siguientes criterios para seleccionar los estudios más relevantes: Longitudinales: Al igual que los autores, tendría prioritariamente en cuenta los más numerosos, pero añadiría una condición más: que se haya diferenciado el pan blanco y el integral, porque precisamente se piensa que pueden tener efectos contrarios. Me quedaría con 4 de los 6 estudios que ellos han seleccionado, ya que los otros 2 no separan el pan banco del integral. De cohorte: De nuevo, al igual que los autores, tendría prioritariamente en cuenta los más numerosos y que hayan durado varios años, pero también añadiría la condición de que hayan diferenciado el pan blanco y el integral, por la razón anteriormente comentada. Coincido en 6 de los 7 estudios que ellos han seleccionado. De intervención: Es el método más fiable pero en este caso no me quedaría con ninguno, ya que ninguno de ellos analiza el efecto de una intervención con pan o con un grupo de alimentos relacionado (cereales refinados, por ejemplo). En los cinco identificados se realizan intervenciones muy amplias y genéricas: reduciendo carbohidratos o el índice glucémico, aplicando una dieta baja en grasas, etc. por lo que creo que es imposible conocer el efecto aislado del pan o derivados. De cualquier forma, el descarte de los estudios de intervención no afecta demasiado a las conclusiones que podamos sacar, ya que sus resultados fueron dispares y muy diferentes y no permiten deducir nada con seguridad. Por lo tanto, estos son los estudios que yo seleccionaría (10 de los 14), con sus conclusiones resumidas:
Longitudinales: “Whole-grain intake may reduce the risk of ischemic heart disease death in postmenopausal women: the Iowa Women’s Health Study” (1998). Se estudiaron 35.000 mujeres y se observó que el consumo de alimentos integrales estaba asociado a menor IMC, y el de cereales refinados a mayor IMC. “Seven unique food consumption patterns identified among women in the UKWomen’s Cohort Study” (2000). 34.000 mujeres y se encontró relación entre menor peso y los alimentos "saludables", entre los que se incluían los integrales. “Dietary Intake of Whole Grains” (2000). 9300 personas y se relacionó la ingesta de alimentos integrales con un menor peso. “The Effect of Breakfast Type on Total Daily Energy Intake and Body Mass Index: Results from the Third National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES III)” (2003) Los desayunos que incluían panes sin levadura (quick bread) se relacionaron con un menor sobrepeso. De cohorte: “Identification of a food pattern characterized by high-fiber and low-fat food choices associated with low prospective weight change in the EPICPotsdam Cohort” (2005). Se siguieron 25.000 personas hasta 4 años y se observó que comer alimentos integrales se asociaba con la prevención del sobrepeso. “Relation between changes in intakes of dietary fiber and grain products and changes in weight and development of obesity among middle-aged women” (2003). Seguimiento a 74.000 mujeres durante doce años. Se encontró relación negativa entre peso y derivados de cereales integrales y positiva para derivados de cereales refinados. “Food and drinking patterns as predictors of 6-year BMI-adjusted changes
in waist circumference” (2004). Seguimiento a 2300 personas durante 6 años. Se encontró relación entre obesidad e ingesta de pan blanco. “A longitudinal study of food intake patterns and obesity in adult Danish men and women” (2004) Se siguieron 3785 personas hasta 11 años, y no se encontró que ningún alimento concreto fuera un predictor del aumento de peso. “Changes in whole-grain, bran, and cereal fiber consumption in relation to 8-y weight gain among men” (2004). 27.000 personas durante 8 años y se observó que comer alimentos integrales se asociaba con reducción de peso. “Intake of macronutrients as predictors of 5-year changes in waist circumference” (2006). Más de 40.000 personas durante 5 años. Se encuentra relación entre aumento de peso y derivados de cereales refinados en mujeres. Y mis conclusiones personales de estos estudios son las siguientes: - Son estudios observacionales, con lo que la causalidad no es segura. - En todos, y de forma especial en los longitudinales, se analizan grupos o familias de alimentos muy amplios, por lo que me parece cuando menos aventurado (por no decir poco riguroso) sacar conclusiones respecto a un alimento concreto. - Muchos de ellos encuentran efectos beneficiosos en el peso en el caso de alimentos integrales y, podría extrapolarse, en el pan integral. - Solo uno (longitudinal) encuentra beneficios respecto al sobrepeso en desayunos con pan sin levadura (quick bread). - En cuatro estudios (uno longitudinal y tres de cohorte) se encuentran efectos negativos para la ingesta de cereales refinados (entre los que se incluye el pan blanco). Ahora, le ruego que vuelva a leer las conclusiones de los autores que he traducido al principio del post, que lea también las mías (muy similares).
Recuerde que la mayor parte de la gente come pan blanco (no integral) y dígame su opinión. Para “rematar” el tema, le contaré que pocos meses después se publicó en el British Journal of Nutrition los resultados del estudio "Changes in bread consumption and 4-year changes in adiposity in Spanish subjects at high cardiovascular risk", en el marco del gran estudio epidemiológico PREDIMED. Lo interesante de este estudio es que fue una gran investigación de intervención (y no únicamente observacional) con muchos participantes, más de 7.000, y que el periodo de observación fue muy importante, de cuatro años. Los autores, comparando los que más cantidad de pan comían con los que menos, concluyeron que los primeros se asociaron a un mayor aumento de peso. Es decir, más pan blanco, más grasa y más obesidad abdominal. La buena noticia es que de nuevo no se encontró asociación entre la ingesta de pan integral y el sobrepeso. Así que, por el momento, la ciencia concluye que el pan blanco probablemente engorda. Digan lo que digan sus fabricantes.
¿Hay pruebas científicas de que el azúcar engorde? Aunque las nuevas tendencias alimentarias, especialmente las más cercanas a las dietas bajas en carbohidratos, intentan apartar a toda costa al azúcar de la mesa, lo cierto es que el consumo de este producto no ha hecho más que crecer durante las últimas décadas. De no ser más que un componente anecdótico en la aportación calórica de nuestros bisabuelos, en la actualidad ha llegado a hacerse con una de las primeras posiciones en algunos de los países más desarrollados. En Estados unidos, donde la epidemia de obesidad es más acusada, el valor medio energético diario procedente del azúcar ha llegado a alcanzar las 600 kilocalorías por persona (tal y como se mostraba en el artículo publicado en Nature en 2012 "The toxic truth about sugar"). En nuestra dieta el azúcar principalmente está presente en forma de glucosa o fructosa. Por ejemplo, la sacarosa, el azúcar de mesa común, está formada aproximadamente a partes iguales por ambos tipos de azúcares. Los refrescos suelen edulcorarse con glucosa o con fructosa, en este último caso normalmente utilizando el producto llamado jarabe de maíz, obtenido de este vegetal mediante procesos industriales y que es prácticamente 100% fructosa. Este elevado poder de endulzado lo convierte en un recurso recurrido para conseguir un sabor atractivo en galletas, bollería, cereales de desayuno y otros alimentos fabricados con cereales refinados. Las frutas contienen también ambos en diferentes proporciones, dependiendo del fruto que se trate y, de cualquier forma, en cantidades pequeñas o moderadas. Al hablar de los carbohidratos refinados ya hemos visto como lidia nuestro organismo con la glucosa. Pero la metabolización de la fructosa es un proceso bien diferente, en el que el principal protagonista es el hígado. Entre diferentes expertos pueden encontrarse posiciones divergentes respecto al efecto que tienen los diferentes azúcares en nuestro cuerpo, desde los que opinan que la fructosa es casi un veneno, como el pediatra especialista en obesidad Robert Lustig, hasta los que creen que el tema no está tan claro y que puede ser perjudicial únicamente en elevadas cantidades, como uno de los mayores expertos en fructosa del mundo, Luc Tappy.
Dejando a un lado extremismos que nunca son recomendables, veamos qué dice la ciencia más actual sobre la relación entre el azúcar y la obesidad. Existe una buena cantidad de investigaciones y revisiones sobre el tema, pero en este caso podemos centrar nuestra atención en uno de ellos. Con objeto de actualizar sus recomendaciones nutricionales, la Organización Mundial de la Salud - OMS (WHO) encargó a expertos una revisión detallada de los efectos del azúcar en el sobrepeso, que incluyera el análisis de los estudios de intervención y observacionales más significativos. Tras un tiempo de trabajo, los resultados del meta-análisis se publicaron en British Medical Journal en 2013, bajo el título "Dietary sugars and body weight: systematic review and meta-analyses of randomised controlled trials and cohort studies”. Considerando que probablemente sea uno de las más relevantes revisiones que existen sobre el tema, sobre todo porque es esperable que la OMS lo tenga en cuenta de forma muy especial en sus directrices, las conclusiones a la que llegan los investigadores no dejan lugar a dudas: La influencia del azúcar en el sobrepeso es indiscutible. Tras seleccionar por un lado los mejores estudios de intervención (y, de forma especial, identificando los más rigurosos y significativos que permitían comer ad-libitum o libremente, que son los que reflejan con mayor fidelidad la situación de la vida real) y por otro los observacionales más sistemáticos y masivos, los autores encontraron evidencias claras de que un mayor consumo de azúcar se asociaba a un mayor peso. Lo constataron tanto en las intervenciones en las que se redujo la ingesta de azúcar (aquellos que la redujeron menos, presentaron más sobrepeso), como en las que se aumentó su consumo (los que comieron más azúcar, sufrieron más sobrepeso). Los valores no fueron muy altos, pero es algo normal ya que la mayoría de las intervenciones fueron tan solo de unas pocas semanas Entre los niños, el estudio también encontró una evidente asociación directa entre el aumento del consumo de azúcar y el sobrepeso. Aunque, por el contrario, no fue concluyente con la efectividad de la reducción de azúcar como medida para prevenirlo, ya que entre los estudios seleccionados los
resultados fueron muy dispares y no se encontró una clara relación. Los autores también destacaron que el efecto negativo era más acusado cuanto mayor era la ingesa. Lo cual agrava el problema, ya mucha gente no se da cuenta de la gran cantidad de azúcar que toma involuntariamente. Algo especialmente preocupante en el caso de alimentos procesados que la incluyen casi de forma indiscriminada: En los cereales de desayuno, bollería, zumos preparados y, sobre todo, refrescos. Estos últimos se toman con muchísima facilidad y contienen cantidades muy importantes de glucosa o fructosa. Por otro lado, el estudio también concluyó que al sustituir el azúcar por otro tipo de carbohidratos, no se apreciaron diferencias significativas en el peso. Algo razonable ya que la mayoría de veces se sustituyen por carbohidratos refinados, que pueden considerarse poco más que moléculas de glucosa unidas. Pocos meses después, los conocidos y prestigiosos epidemiólogos de Harvard Walter Willett y Frank Hu publicaron en The American Journal of Clinical Nutritio el meta-análisis de estudios observacionales y de intervención “Sugar-sweetened beverages and weight gain in children and adults: a systematic review and meta-analysis”. Y en sus conclusiones dejaron claro que la ciencia aporta evidencias claras de que el consumo de refrescos azucarados promueve el aumento de peso, tanto en adultos como en niños.
¿La leche y los lácteos engordan? Desde que hace años aparecieron en el mercado los lácteos bajos en grasas o desnatados, parece que se nos condenó a casi todos a su consumo. La generosa cantidad de grasas que contienen las versiones normales o enteras, especialmente de saturadas, son uno de los demonios alimentarios que cualquier médico elimina de una dieta considerada prudente o dirigida a prevenir o reducir la obesidad. Nunca ha sido necesario demasiado debate; si los lácteos altos en grasas pueden ser sustituidos por sus homólogos casi sin grasas ¿por qué no hacerlo? Lo cierto es que muchos hemos seguido estas directrices durante años, ya que tampoco nos suponía demasiado esfuerzo. Como la oferta de desnatados es enorme, la disponibilidad de productos es más que suficiente y ha bastado con sacrificar un poco (o bastante) el delicioso sabor de la leche entera, que sin duda se ve afectado negativamente. Pero de nuevo una reciente revisión parece que nos empuja a pensar que la teoría es una cosa y la práctica otra. En 2012 se publicó en el European Jounal of Nutrition la amplia revisión "The relationship between high-fat dairy consumption and obesity, cardiovascular, and metabolic disease", analizando los resultados de estudios que han investigado el consumo de lácteos altos en grasas con la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares durante la última década. Y, aunque son todos estudios observacionales, los resultados son bastante categóricos. Ninguno de los estudios seleccionados encontró correlación entre los lácteos altos en grasas y la obesidad. De hecho, la mayor parte de ellos (11 de 16) encontraron una relación inversa, es decir, que las personas que más lácteos de este tipo ingirieron, más delgados estaban o más peso perdieron. Curiosamente y al contrario de lo que podría esperarse, no se encontró que los productos bajos en grasa o desnatados favorecieran un menor peso o ayudaran a prevenir la obesidad.
Y no es la primera vez que se llega a esta conclusión, por ejemplo, los expertos que realizaron el estudio “Influence of dairy product and milk fat consumption on cardiovascular disease risk: a review of the evidence” (2012) opinaron lo mismo. También en 2012 se publicó en Internation Journal of Obesity el meta-análisis "Effect of dairy consumption on weight and body composition in adults: a systematic review and meta-analysis of randomized controlled clinical trials", analizando más de una docena de este tipo de estudios (sin diferenciar el tipo de lácteo, entero o desnatado) divididos en dos grupos, en función del tipo de intervención: Por un lado los que no incluían restricción calórica y por otro los que sí lo hacían. Según los autores, en el caso de dietas con restricción calórica las personas que tomaron más lácteos adelgazaron más que los que tomaron menos. Y en las que no había restricción calórica no se identificó una diferencia estadísticamente significativa entre los que más lácteos, los que menos tomaron y la obesidad. Además, en ambos grupos los que más lácteos tomaron consiguieron reducir más grasa corporal y contorno de cintura y por otro lado aumentaron su masa magra o muscular. Es decir, más lácteos dieron lugar a más beneficios. Poco después, también en 2012, pudimos conocer otro meta-análisis sobre 29 estudios de intervención aleatorios, "Effects of dairy intake on body weight and fat: a meta-analysis of randomized controlled trials". Tampoco encontró que el tomar lácteos se relacionaba con el sobrepeso En definitiva, todas estas recientes revisiones y meta-análisis deberían llevarnos a una conclusión bastante poco discutible, vistas las evidencias: Tomar lácteos, incluso enteros, no engorda, más bien al contrario. ¿Deben tomar los niños leche desnatada para prevenir la obesidad? En diversas directrices oficiales de varios países se ha promovido la priorización de los lácteos desnatados sobre los enteros e incluso la de dar leche desnatada a los niños para prevenir la obesidad. Sin embargo, tras leer el apartado anterior, le he mostrado que no hay claras evidencias científicas en contra de los lácteos enteros, al contrario. Por lo tanto la sugerencia de tomar
leche desnatada (que realmente pretender reducir la ingesta de grasas saturadas) pierde bastante consistencia. Centrándonos en el colectivo infantil, lo cierto es que las evidencias a favor de los lácteos desnatados son . Por no decir inexistentes. La comparación directa entre ambos tipos de leche se realizó en un estudio de 2013 "Longitudinal evaluation of milk type consumed and weight status in preschoolers", en el que se analizó la evolución del peso de 10.000 preescolares que tomaban leche entera o leche desnatada. Aunque es un estudio observacional, es del tipo longitudinal, es decir, que realiza seguimiento al mismo grupo de individuos durante un tiempo, por lo que permite ver su evolución en función de los cambios en diversos factores. Los investigadores concluyeron que la leche desnatada no se correlacionó con un menor sobrepeso, sino todo lo contrario. Y, además, el hecho de empezar a incluirla en la dieta no sirvió para reducir la incidencia de obesidad o revertirla. Tiene usted razón si está pensando que éste es un estudio observacional y que lo ideal sería disponer de estudios de intervención en los que, de forma aleatoria, se hubiera dividido a los sujetos en dos grupos y se les hubiera suministrado leche desnatada o entera, sin cambiar ningún otro factor. Sin embargo, no he podido encontrar un estudio de este tipo, supongo que porque experimentos de esta naturaleza con niños son éticamente discutibles. Lo más parecido que he conseguido es el estudio de 2012 "Skim milk, whey, and casein increase body weight and whey and casein increase the plasma Cpeptide concentration in overweight adolescents", en el que un grupo de 200 adolescentes con sobrepeso se dividió en 4 subgrupos de forma aleatoria y a cada uno de ellos se dio a tomar un litro diario de diferentes líquidos: Agua, leche desnatada, y dos tipos de batidos de proteínas (whey y caseína), durante 12 semanas. ¿Y saben qué ocurrió con el grupo de leche desnatada? Que, al igual que los otros dos y comparado con el que tomó agua, sufrió un mayor aumento de peso. Por lo tanto, viendo los resultados de estos dos estudos y de todos los citados en el apartado anterior, me parece que cuando menos es poco riguroso
priorizar la leche y lácteos desnatados entre los niños para evitar la obesidad o prevenir enfermedades. Y me van a permitir añadir otra importantísima razón, en mi opinión. Esta recomendación desvía el foco de atención del verdadero problema que está asociado a la ingesta de lácteos entre el colectivo infantil. Me refiero a lo que yo suelo llamar los "lácteos-chuches". Sí, esas cosas que se les da a menudo a los niños en el desayuno o merienda, pensando que por tener la palabra "lácteo" o "leche" en su etiqueta, es aceptable: - Leche con gran cantidad de polvos de chocolate u otros (cacao y similares) y azúcar. - Leche con cereales infantiles (aquí puede leer más sobre ellos), cuya composición es fundamentalmente azúcar y cereales refinados (almidón), a la que además se le suele añadir todavía más azúcar. - Bebibles (por llamarlos de alguna forma) o pseudo-yogures de sabores, cargados de azúcar y otros componentes innecesarios e indeseables. En resumen, creo que se debería hacer más hincapié en la eliminación de todas estas versiones mediocres de los lácteos. Y, por el momento, dejar el tema de la leche desnatada entre los niños a un lado, al menos hasta que tengamos alguna prueba más sólida de su utilidad.
¿La leche y los lácteos provocan cáncer? ¿Y otras enfermedades? Aunque mayoritariamente desde la comunidad sanitaria se defiende el vaso de leche como ejemplo y buena práctica de una alimentación sana y con calidad nutricional (por ejemplo con campañas gubernamentales como Get the Glass), el de la leche y los lácteos es un grupo de alimentos duramente castigado por las nuevas modas nutricionales. La propia intolerancia a la lactosa de una buena parte de los seres humanos ha contribuido a reforzar esta leyenda negra. O libros como "Your life in your hands", escrito por la profesora de geoquímica Jane Plant, han avivado las llamas contra ellos, ya que su autora piensa que se curó de un cáncer de mama dejando de tomar leche y productos lácteos. También las últimas tendencias de las llamadas dietas paleolíticas, sobre todo las más afines a las directrices de Loren Cordain, los restringen de forma importante, ya que según estos enfoques no estaban presentes en la dieta de nuestros ancestros. Argumento que se suele reforzar con la posible traza de antibióticos u hormonas que la industria utiliza con el ganado (algo que realmente puede ser un problema) y con la supuesta degradación nutricional que ocurre durante la pasteurización. En concreto, este proceso en el que el producto se calienta a temperaturas elevadas durante muy poco tiempo con objeto de eliminar microorganismos, es uno de los más criticados, achacándosele una buena cantidad de inconvenientes que, según algunos, superan a su más que interesante eficacia esterilizadora. Como ya imaginaran, para un servidor el argumento de "somos el único animal que sigue tomando leche de adulto" no es suficiente. También somos el único animal que duerme en un colchón, utiliza agua corriente, tiene sanitarios, pone pañales a sus bebés o se pone gafas, sin que por ello tenga que ser malo o negativo. Aunque algunos de los defensores de estas teorías anti-lácteos proponen diferentes mecanismos y estudios para justificarlas, la forma más directa que tenemos de comprobar si realmente todos estos miedos tienen algún sentido es mediante los estudios epidemiológicos. Si los productos lácteos causan cáncer
de mama, encontraremos una mayor prevalencia de esta enfermedad entre las mujeres que lo consuman en mayor cantidad. O si su ingesta afecta a las células de nuestro páncreas, también será evidente el aumento de la incidencia de la diabetes. Por fortuna, recientemente se han publicado exhaustivas revisiones y metaanálisis sobre el tema, así que no tendremos que ir analizando estudio por estudio, porque muchos expertos ya lo han hecho con anterioridad. Vamos a ello. Nutrientes y pasteurización En 2011 se publicó el meta-análisis “A systematic review and meta-analysis of the effects of pasteurization on milk vitamins, and evidence for raw milk consumption and other health-related outcomes”, analizando los efectos de la pasteurización. Se concluyó que aunque el proceso provoca cierta disminución de la concentración de algunas vitaminas, no son muchas ni se trata de una reducción especialmente importante. Respecto al consumo de leche cruda, en la revisión no se identificaron estudios sólidos que le encontraran ni ventajas ni inconvenientes claros. También en la publicación de "Unpasteurized Milk: A Continued Public Health Threat" (2009) se destacó por un lado la gran cantidad de riesgos que tiene consumir leche sin pasteurizar y por otro la falta de evidencias científicas que tienen las acusaciones de pérdida de nutrientes tras este proceso. Cáncer En 2011 se publicó el meta-análisis "Dairy consumption and risk of breast cancer: a meta-analysis of prospective cohort studies", revisando los estudios sobre el cáncer de mama y los lácteos. Y concluyó que un mayor consumo se correlaciona con una menor incidencia de este tipo de cáncer (relación inversa). En 2012, en el meta-análisis "Dairy products and colorectal cancer risk: a
systematic review and meta-analysis of cohort studies" también los investigadores concluyeron que un mayor consumo total de lácteos y leche se asociaba a un menor índice de cáncer colorrectal. A similares conclusiones llegó el estudio de 2004 "Dairy foods, calcium, and colorectal cancer: a pooled analysis of 10 cohort studies". En la investigación "Milk and dairy consumption and risk of bladder cancer: a meta-analysis" (2011) no se encontraron pruebas científicas sólidas que asociaran el consumo de leche o lácteos con el cáncer de vesícula. La revisión global “Evaluating the links between intake of milk/dairy products and cáncer” publicada en 2012 analizó los estudios que han investigado durante los últimos años la relación entre los lácteos y los cánceres de vesícula, próstata, mama y colon. Los autores no encontraron evidencias claras de ninguna asociación con el de próstata y encontraron una relación inversa (más lácteos - menos cáncer) en el resto. Cáncer de próstata El cáncer de próstata requiere un poco más de detalle, porque es una de las enfermedades con las que hay mayor controversia después de que algunos estudios lo correlacionaran con los lácteos. Dado el interés que genera, se han realizado unas cuantas revisiones sistemáticas y meta-análisis, las cuales les detallo por orden cronológico, incluidas sus conclusiones: En 2004 se realizó el meta-análisis analizando los estudios observacionales de caso-control "Milk consumption is a risk factor for prostate cancer: meta-analysis of case-control studies", concluyendo que los consumidores de lácteos presentaban un mayor riesgo. La revisión de 2005 "Milk consumption in relation to incidence of prostate, breast, colon, and rectal cancers: is there an independent effect?" no encontró relación consistente entre la ingesta de leche y el cáncer de próstata. En el meta-análisis de 2005 "Prospective studies of dairy product and calcium intakes and prostate cancer risk: a meta-analysis" los autores
concluyeron que, aunque pequeño (un 11%), parecía haber un aumento de riesgo entre los que más lácteos ingerían, comparados con los que menos. En el estudio de 2007 "Milk consumption is a risk factor for prostate cancer in Western countries: evidence from cohort studies" se analizaron los estudios de cohorte (observacionales durante un periodo de tiempo) y se concluyó que las personas que más lácteos tomaban respecto a las que menos tenían un riesgo un poco mayor (13%). En 2008 se realizó el mayor meta-análisisis sobre el tema, "Dairy products, dietary calcium and vitamin D intake as risk factors for prostate cancer: a meta-analysis of 26,769 cases from 45 observational studies", incluyendo la valoración de 45 estudios observacionales, sin que se encontrara relación clara entre ambos factores. La revisión de 2009 "Milk intake and the risk of type 2 diabetes mellitus, hypertension and prostate cancer" halló resultados contradictorios, por lo que los autores concluyeron que no hay evidencia clara para llegar a conclusiones de aumento de riesgo. La revisión sistemática de 2009 "A systematic review of the effect of diet in prostate cancer prevention and treatment" concluyó que un exceso de lácteos puede estar relacionado con un mayor riesgo. La revisión "Evaluating the links between intake of milk/dairy products and cancer" de 2012, tampoco halló evidencia sólida de riesgos significativos para un consumo normal de lácteos. Tras estas revisiones se ha publicado algún estudio más, con los siguientes resultados: “Whole Milk Intake Is Associated with Prostate Cancer-Specific Mortality among U.S. Male Physicians” (2013). Las personas que consumían más de 2,5 raciones diarias de lácteos presentaron un riesgo mayor de incidencia de este tipo de cáncer, aunque pequeño (12%)
“Milk and dairy consumption among men with prostate cancer and risk of metastases and prostate cancer death” (2012). Solo se encontró un aumento de riesgo para la leche entera, no para el resto de lácteos. Como pueden observar, la evidencia epidemiológica obtiene resultados poco concluyentes y contradictorios. Aunque hay una cantidad significativa de estudios que detectan un aumento del riesgo, dicho aumento es siempre pequeño, con valores similares a los que suelen encontrarse para la correlación entre la ingesta de carne y el mismo tipo de cáncer, por lo que el peligro de la influencia de otras variables no es descartable. Diabetes En el artículo de 2009 "Milk products, insulin resistance syndrome and type 2 diabetes" se destacó la correlación inversa (más lácteos - menos diabetes) entre el consumo de lácteos y la diabetes y el síndrome metabólico y se incluyeron las referencias de estudios que lo confirman. A similares conclusiones se llegaron en la revisión de 2010 "The consumption of milk and dairy foods and the incidence of vascular disease and diabetes: an overview of the evidence" Igualmente, en la revisión de 2012 "The relationship between high-fat dairy consumption and obesity, cardiovascular, and metabolic disease" en los diferentes estudios incluidos no se encontró ninguna relación entre los lácteos y la diabetes, o la que se encontró era una relación inversa. Osteoporosis y fracturas Aunque históricamente se ha promovido la ingesta de lácteos con el argumento de que el calcio que contienen ayuda a reforzar los huesos y prevenir la osteoporosis, se han hecho varias revisiones sistemáticas sobre estudios que investigan su relación con las fracturas de huesos y se ha concluído que en principio no parece haber correlación, ni a favor ni en contra. Así que no parece ser el mejor razonamiento para recomendarlos. Los estudios son los siguientes:
Milk intake and risk of hip fracture in men and women: a metaanalysis of prospective cohort studies (2011) Calcium intake and hip fracture risk in men and women: a metaanalysis of prospective cohort studies and randomized controlled trials (2007) A meta-analysis of milk intake and fracture risk: low utility for case finding (2005) Mortalidad y otras enfermedades En la revisión "The relationship between high-fat dairy consumption and obesity, cardiovascular, and metabolic disease", también se analizaron 15 estudios sobre los lácteos y las enfermedades cardiovasculares y prácticamente en todos se encontró una relación inversa o ninguna relación. La revisión “A systematic review and meta-analysis of elevated blood pressure and consumption of dairy foods" llegó a la conclusión de que un mayor consumo de lácteos desnatados se asocia a menor tensión arterial y que los lácteos enteros no tienen ningún tipo de asociación con dicha patología. El meta-análisis de 2008 "The survival advantage of milk and dairy consumption: an overview of evidence from cohort studies of vascular diseases, diabetes and cancer" analizando los estudios que investigaron la correlacion entre los lácteos y la mortalidad a causa de enfermedades cardiovasculares, la diabetes y el cáncer, concluyó que existe correlación entre una mayor supervivencia y una mayor ingesta de lácteos. Conclusión: Los lácteos son saludables y reducen la mortalidad Me parece que las evidencias son de peso. Si usted no tiene ningún tipo de intolerancia, los lácteos y la leche no parecen ser malos en absoluto, más bien al contrario, su consumo habitual presenta gran cantidad de beneficios ya que están asociados a una reducción del riego en la mayoría de las enfermedades. Además, la decisión más razonable es tomarlos tras su pasteurización. Por lo tanto, en mi opinión, aunque no hay que despreciar la posibilidad de
aumento de riesgo en el cáncer de próstata, el balance global en cantidades normales (unas 2 raciones al día) sigue siendo favorable. Sin duda son necesarios más y mejores estudios que permitan obtener conclusiones con más seguridad. Y lo que no comparto son opiniones como las que pueden encontrarse con facilidad en internet, en las que se achaca casi todos los problemas de salud occidentales al consumo de leche, con frases e imágenes impactantes que utilizan el miedo y el morbo y basadas en falacias y exageraciones. La leche es un alimento complejo, con multitud de componentes y nutrientes, y por ello es habitual que sus efectos fisiológicos sean múltiples y variados en diferentes personas, por lo que también es importante considerar cada caso particular. Pero insisto, la epidemiología muestra que, en general, tomarla es saludable. Eso sí, tome leche, queso y yogur lo más naturales posibles y evitando los azúcares añadidos y el alto procesamiento, que dan como resultado final productos más parecidos a los refrescos o a las chucherías que a comida de verdad. Un bebible de los que se da a los niños en la merienda es mucho menos recomendable que un vaso de leche normal. E incluso que un vaso de agua.
¿Engordan las nueces u otros frutos secos? Si usted repasa la tabla nutricional que puede encontrar en las bolsas de nueces peladas y mira la columna de calorías, entenderá la razón por la que se suele acusar a los frutos secos de engordar. ¡Más de 600 kilocalorías por cada 100 gramos! ¡Si se le ocurre comerse una de esas bolsas de una sentada (que suele contener unos 150 gramos), se metería entre pecho y espalda casi 1000 kilocalorías! ¡Pocos alimentos tienen tan elevada densidad energética! Por esta razón los frutos secos siempre están acompañados de las coletillas "consúmanse con moderación", "como máximo un puñadito" o "tómelos solo de vez en cuando". ¿Qué otra cosa se puede esperar de un alimento con muchas calorías y elevada densidad energética? La termodinámica es implacable y una caloría es una caloría, por eso a menudo en las pirámides alimentarias estos frutos suelen representarse en zonas bastante elevadas. Pero, ¿es correcta esta forma de pensar? ¿Qué dice la ciencia? Como siempre, veamos una primera aproximación mediante los estudios epidemiológicos observacionales a largo plazo. Resulta que en este tipo de estudios los frutos secos tienen la mala costumbre de llevar la contraria a la lógica energética-calórica. Aunque están cargaditos de grasas, siempre se escabullen y parecen imposibles de correlacionar con la obesidad. Estos son los cuatro principales que se han realizado y sus resultados: “Nut consumption and incidence of metabolic syndrome after 6-year followup: the SUN cohort” (2012). Se hizo seguimiento de casi 10.000 personas durante 6 años y se observó una asociación inversa (menos sobrepeso) entre aquellas personas que pertenecían al grupo que comían más frutos secos (más de dos veces por semana). “Tree nut consumption improves nutrient intake and diet quality in US adults: an analysis of National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES) 1999-2004” (2010). En este estudio longitudinal se analizaron más
de 13.000 personas y aquellas que comían más nueces se correlacionaron con menor obesidad abdominal. “Prospective study of nut consumption, long-term weight change, and obesity risk in women” (2009). En el marco del Nurse's Health Study II, se observó a más de 50.000 mujeres durante 8 años y las que comieron más frutos secos (más de dos veces por semana) tenían asociado a menor sobrepeso. “Nut consumption and weight gain in a Mediterranean cohort: The SUN study” (2007). Como informe previo al anterior sobre el Sun Study, en este caso se estudiaron casi 9.000 personas durante más de dos años. También las personas que más nueces comían (más de dos veces por semana) tenían menos riesgo de sufrir sobrepeso. Lo dicho, parece que mediante los estudios observacionales no podemos acusar a las nueces y frutos secos de nada relacionado con el sobrepeso. Veamos lo que ocurre con los de intervención: “Effects of walnut consumption on blood lipids and other cardiovascular risk factors: a meta-analysis and systematic review” (2009). En este metaanálisis sobre los estudios relacionados con las nueces se concluyó que prácticamente no había correlación entre las nueces y el sobrepeso. Y en los casos en los que se encontró, fue inversa (más nueces, menos peso) y pequeña. “Effects of pistachios on body weight in Chinese subjects with metabolic syndrome” (2012). A 90 sujetos con síndrome metabólico se les dividió en 3 grupos y durante 3 meses. A uno de ellos se le dio 70 gramos al día de pistachos, a otro 40 gramos y al tercero ninguno, utilizándose como grupo de control. No hubo diferencias en el peso entre los tres grupos al final del estudio. “Influence of body mass index and serum lipids on the cholesterol-lowering effects of almonds in free-living individuals” (2011). A unas 100 personas se les añadió unos 50 gramos diarios de almendras. A pesar de que en teoría ingerían unas 150 kilocalorías más al día que el grupo de control, no hubo
cambios significativos de peso. “Pistachio Nuts Reduce Triglycerides and Body Weight by Comparison to Refined Carbohydrate Snack in Obese Subjects on a 12-Week Weight Loss Program” (2010). 70 personas sometidas a una dieta hipocalórica de adelgazamiento fueron divididas en dos grupos. A uno de los grupos se le incluyó un aperitivo diario de 50 gramos de pistachos y al otro grupo una cantidad de galletas con la misma cantidad de calorías. Los del grupo que comieron pistachos adelgazaron más. “Effect of chronic consumption of almonds on body weight in healthy humans” (2006). 20 mujeres durante dos meses comieron unas 350 kilocalorías diarias de almendras, añadidas a su dieta habitual, sin que variara significativamente su peso. “Does regular walnut consumption lead to weight gain?” (2005) A 50 personas se les añadió una ración media de unos 35 gramos diarios de nueces y se les dejó comer con normalidad. Se comprobó que aunque en global los que comieron más nueces también ingerían teóricamente más energía (unas 130 kilocalorías diarias más), no afectó a su peso y mejoró su relación músculo/grasa. “Effect on body weight of a free 76 Kilojoule (320 calorie) daily supplement of almonds for six months” (2002). Se dio a ochenta mujeres una ración de 50 gramos (unas 320 kilocalorias) de almendras cada día. Tras seis meses, prácticamente no hubo cambios en en peso. Como colofón, en 2013 se publicó el primer meta-análisis sobre el tema“Nut intake and adiposity: meta-analysis of clinical trials” (realizado por expertos españoles), revisando 31 estudios de intervención y llegando a la conclusión de que su consumo no aumenta el CMI, la grasa corporal ni el contorno de cintura. Como ve, parece claro que los frutos secos no engordan. Ni uno solo de los estudios ha podido relacionarlos con un aumento de peso. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo desaparecen las calorías? En los artículos “Nuts and healthy
body weight maintenance mechanisms” (2010) e “Impact of peanuts and tree nuts on body weight and healthy weight loss in adults” (2008) puede encontrar algunas ideas y explicaciones al respecto. Al parecer, tal y como explicaré en próximos apartados, existen otras variables que influyen de forma importante en el efecto que producen en nuestro cuerpo. En este caso, parece que la complicada digestibilidad, la elevada cantidad de fibra y la sensación de saciedad que producen, hacen que el balance energético final de los frutos secos sea favorable. Además, su gran riqueza de nutrientes y el excelente perfil de sus grasas los convierten en un alimento realmente valioso, especialmente en el caso de las nueces. Así que la evidencia científica parece indicar que usted podría ser menos prudente comiendo frutos secos y lanzarse a comerlos con generosidad, olvidando el "sólo un puñadito" y el "de vez en cuando". Si sigue una dieta saludable podrá comer una cantidad generosa de ellos diariamente, por ejemplo como merienda o aperitivo, sin que tenga que temer por su sobrepeso y disfrutando de su sabor y de los excelentes nutrientes que le aportará. Ojo, le recuerdo que estos estudios se refieren a nueces, almendras, pistachos, avellanas, anacardos y similares, no se equivoque de alimento. Y siempre en su estado natural, sin tostar, freír (vaya usted a saber con qué tipo de aceite) u otros procesos que modifiquen sustancialmente su composición.
¿El aguacate engorda? Cuando se diseña una dieta para la pérdida de peso, los alimentos muy grasos (y por lo tanto, calóricos) suelen estar en la lista de indeseados o, al menos, en la de "comer con mucha moderación". Después de todo, muchas grasas significan muchas calorías. Pero en varios apartados ya hemos comprobado que este razonamiento no siempre es acertado. Por ejemplo, hemos visto que los estudios no han podido encontrar correlación entre los frutos secos y el sobrepeso, ya que hay otros factores de su composición que acaban compensando de forma favorable su aporte energético. El aguacate es otro de estos alimentos atípicos. En varios sentidos. Pero sobre todo porque es una de las pocas frutas en cuya composición nutricional el macronutriente principal es la grasa, en lugar de los habituales carbohidratos, lo que le confiere una notable densidad energética, de más de 200 kilocalorías por cien gramos. La mayor parte se trata de grasa monoinsaturada, por lo que su efecto sobre la salud está fuera de toda sospecha y la excepcional cantidad de micronutrientes (vitaminas y minerales) y fibra que también aporta son sobradamente conocidos. Pero lo cierto es que, a pesar de los elogios de los que suele venir acompañado, también se suele recomendar ingerir con moderación en procesos de pérdida de peso, a causa de las comentadas calorías que le acompañan. Como hasta la fecha no había demasiada evidencia significativa sobre su relación con la obesidad, poco se podía añadir al respecto, pero afortunadamente, esa evidencia empieza a aportar luz. El estudio de 2013 "Avocado consumption is associated with better diet quality and nutrient intake, and lower metabolic syndrome risk in US adults: Results from the National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES) 2001--2008", es el primero de una dimensión significativa, en el que con los datos de NHANES (National Health and Nutrition Examination Survey) se ha analizado la relación entre diversos indicadores y esta sabrosa fruta, mediante la observación de más de 17.000 personas durante ocho años. Con todas las precauciones que hay que tener ante un solo estudio
observacional, los resultados son claramente positivos. Indican que aquellas personas que más aguacate comen, presentan una dieta mejor, con más nutrientes, menos riesgo de síndrome metabólico y menor peso. Sí, menor peso, a pesar de todas sus calorías. Así que ya sabe, por el momento puede incorporarlo sin miedo a sus comidas, no hay prueba epidemiológica que nos haga pensar que engorda. Si dedica un poco de tiempo a buscar recetas en internet le sorprenderá la cantidad de deliciosas formas en la que puede tomarlo.
¿La cerveza engorda? Muy a menudo hemos podido leer titulares que hacen referencia a estudios aislados sobre la cerveza y su relación con el sobrepeso, sobre todo cuando los resultados no han podido correlacionar ambos factores. En esos casos las correspondientes asociaciones o grupos de interés del mundo cervecero han dedicado importantes esfuerzos a mandar notas de prensa a los medios de comunicación, transmitiendo el jugoso "la cerveza no engorda", un mensaje que a todos nos encanta leer (a mí también) para poder seguir tomándola con la conciencia tranquila. Desde el punto de vista teórico y metabólico, hasta hace poco no había un claro consenso de los valores del índice glucémico (IG) de la cerveza. Afortunadamente, en el estudio de 2012 “Modifying effects of alcohol on the postprandial glucose and insulin responses in healthy subjects”, se calculó por primera vez y con rigor, tanto con alcohol como sin alcohol. Y los resultados fueron bastante más altos de lo que se creía: ¡Casi 120 para la primera y 80 para la segunda! Y, como ya hemos visto, generalmente éste es un indicador fisiológico que suele estar asociado a una mayor contribución al aumento de peso. Pero, desde el punto de vista de la relación directa con la obesidad, lo cierto es que hacía falta una revisión sistemática que agrupara y analizara todas las investigaciones epidemiológicas relevantes que se hubieran realizado durante las últimas décadas y sacara conclusiones. La primera respuesta llegó en 2013, en forma de meta-análisis: "Is beer consumption related to measures of abdominal and general obesity? A systematic review and meta-analysis". Les adelanto las conclusiones del abstract, para que se vayan haciendo a la idea: "(...) la información disponible aporta inadecuada evidencia científica para poder evaluar si la cerveza en cantidades moderadas (menos de 500 ml al día) está asociada con mayor obesidad. Un mayor consumo, sin embargo, podría estar asociado con una mayor obesidad abdominal".
No le queda muy claro lo que quieren decir, ¿verdad? A mí tampoco, así que vamos a verlo en profundidad. Los investigadores hicieron en primer lugar una exhaustiva recopilación de gran cantidad de estudios observacionales de todo tipo, en los que los resultados fueron, efectivamente, enormemente heterogéneos, por lo que no permitieron sacar conclusiones en ningún sentido. Como explicaron pormenorizadamente en el documento, en este tipo de estudios observacionales las variables de confusión pueden tener un efecto importante, y en este caso la probabilidad de que estuviera ocurriendo era muy alta. Por ejemplo, se sabe que los grandes fumadores tienen menos sobrepeso, y también beben bastante más cerveza que los no fumadores. Así que el efecto de un peso menor al tomar cerveza podría estar compensado por la interferencia del hábito de fumar. Para intentar añadir algo de valor a todo este trabajo con estudios observacionales, los autores hicieron algo complementario: Seleccionaron aquellos que consideraron más rigurosos y habían sido realizados en países en los que el consumo de cerveza es mayor, lo que permitiría aislar mejor el efecto. Y concluyeron que en esos casos, la correlación entre la cerveza y la obesidad se apreciaba con más claridad. Posteriormente, procedieron a evaluar los principales estudios de intervención y los dividieron en dos grupos: Por un lado los que compararon la ingesta de cerveza con la no ingesta de ningún tipo de alcohol y por otro los que compararon la ingesta de cerveza sin alcohol y la de cerveza con alcohol. Sorprendentemente, los autores concluyeron que no se apreciaban diferencias significativas entre los bebedores de cerveza y los grupos de control; y digo “sorprendentemente” porque todos los resultados de los 11 estudios seleccionados, excepto uno, concluyeron con valores en contra de la cerveza, de aproximadamente medio kilo de media. En concreto, 15 resultados identificaron un mayor aumento de peso entre los que más cerveza bebían y solamente uno observó una reducción. ¿Es que 15 a 1 no es una diferencia suficiente?
Lo cierto es que en los estudios originales, buena parte de los autores concluyeron que la correlación no era significativa, ya que las diferencias obtenidas fueron pequeñas (el medio kilo comentado). Pero creo que es algo normal, pues se trataba de estudios cortos, de 4 a 12 semanas de duración y en los que únicamente se modificaba una variable, por lo que los resultados suelen ser de esa dimensión. A no ser que se ingieran cantidades exageradas, es muy habitual encontrarse con esta circunstancia: Valores pequeños. Ningún alimento aislado en cantidades moderadas o normales tiene un impacto grande a corto-medio plazo. Una cerveza al día no es más que una pequeña pieza en el puzzle de la dieta habitual, que puede verse notablemente influenciado por el resto de alimentos. Para apreciar cambios de mayores dimensiones en estudios de este tipo habría que evaluar la globalidad y los efectos combinados o compensados que tienen diferentes alimentos. Por ejemplo, si desayuno galletas, me tomo un café con azúcar y un bollo a media mañana, como con pasta, meriendo un pequeño bocadillo con una cervecita y acompaño la cena con otra refrescante caña, estaré comiendo durante prácticamente todo el día alimentos de elevado índice glucémico, lo cual tendrá como consecuencia que durante muchas horas en mi sangre habrá una elevada concentración de insulina. Y esta situación repetida con frecuencia suele tener consecuencias poco deseables en muchas personas, entre las que cabe destacar el estado de ahorro de energía en el que quedan el cuerpo y las células. Pero una caña de vez en cuando en el marco de una dieta y un estilo de vida saludable, no le supondrá ningún problema. Volviendo al meta-análisis, voy a entrar en el apartado de elucubraciones, así que tómense como una opinión personal lo que lean a partir de este momento. La prudencia por parte de los investigadores en sus conclusiones quizás tenía su origen en varios factores. Como repitieron en más de una ocasión, es probable que la calidad de los estudios no fuera muy buena. Y, como he dicho, las diferencias obtenidas fueron pequeñas, así que supongo que se curaron en salud. La actitud prudente también es un valor a admirar en ciencia. ¡Ojo! Que quede claro que no digo que la revisión me parezca dudosa, de hecho me parece excelente, sino que la redacción de las conclusiones me parece poco comprometidas, al menos para mi gusto.
Yendo más allá, y alejándome aún más del rigor, voy a plantearles una sospecha o duda que me surgió al leer el trabajo. Me refiero a la siguiente frase que encontré al final del documento: "El Instituto Alemán de la Cerveza ha aportado los fondos para la realización de esta revisión. Este instituto es financiado por "Duch Brewers", que es la organización para el comercio de las ocho grandes comercializadoras de cerveza en Holanda". Así es, el estudio fue sido pagado por la industria de la cerveza. Bueno, cierro el paréntesis y quedémonos con el 15 a 1 en contra de la cerveza y con la frase final de los investigadores: "Un mayor consumo (...) podría estar asociado con una mayor obesidad abdominal". Visto lo visto, ¿a ustedes qué les parece? ¿La cerveza engorda o no?
¿Es saludable el aceite vegetal? ¿Y las grasas omega-6? Tras haber estado estrictamente controladas durante las décadas de las políticas asociadas a lo bajo en grasas y lo light, las grasas vegetales poco a poco han ido reencontrando su hueco en la dieta. Su presencia se ha consolidad por dos frentes: por un lado, han sustituido a las grasas animales en las cocinas de nuestras casas. Y por otro la industria alimentaria las ha incorporado masivamente a prácticamente todos sus productos procesados. Sin embargo, últimamente algunas tendencias nutricionales las han puesto en su punto de mira y han arremetido contra algunas de ellas, especialmente las que más cantidad de ácidos grasos omega-6 contienen. Para saber qué hay de cierto en las cuestiones que se les imputan, veremos qué dice la ciencia sobre este líquido dorado que tanto sabor y diversidad aporta a las comidas. Composición Una forma de empezar a conocer mejor estos aceites es viendo la composición general de cada uno, en función de su contenido (aproximado, en porcentaje) en grasas saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas (omega-3 y 6):
Como puede observar, la mayoría son moderados en grasas saturadas y ricos en ácidos grasos omega-6. El aceite de coco es la excepción y presenta el perfil inverso, con gran cantidad de grasas vegetales saturadas, así que si tiene que seguir alguna indicación médica respecto a este tipo de grasas, deberá tenerlo en cuenta. Hay pocos estudios que analicen de forma aislada los efectos del aceite de coco y los que se han realizado han sido pequeños y con periodos de tiempo
de observación cortos, pero los resultados han sido bastante positivos. Estos son algunos de ellos: An Open-Label Pilot Study to Assess the Efficacy and Safety of Virgin Coconut Oil in Reducing Visceral Adiposity (2011) Coconut oil predicts a beneficial lipid profile in pre-menopausal women in the Philippines (2011) Effects of dietary coconut oil on the biochemical and anthropometric profiles of women presenting abdominal obesity (2009) El aceite de colza o canola presenta un perfil bastante interesante, ya que contiene una cantidad significativa de ácidos omega-3, con posibles (aunque todavía no demasiado demostradas) propiedades cardioprotectoras. No es muy popular en España debido a una intoxicación que ocurrió hace décadas con unos lotes desnaturalizados, que no debería tenerse en cuenta en la actualidad, que se produce con la misma seguridad que cualquier otro. Por su parte, el aceite de oliva, el más popular en la dieta mediterránea, es el que presenta menor cantidad de omega-6 y mayor cantidad de ácidos grasos monoinsaturados, que algunos estudios han relacionado con menores incidencias de cáncer y enfermedades cardiovasculares y que de momento no son sospechosos de ningún efecto secundario poco deseable.
La mala fama del omega-6 y la relación omega-3/omega-6 Como ya he comentado, durante los últimos años se ha extendido la idea de que la elevada cantidad de ácidos grasos omega-6 que contienen los aceites vegeales son dañinos para la salud, especialmente por su supuesto efecto inflamatorio. Otra versión de la controversia sugiere que la dieta occidental contiene una proporción muy elevada de ácidos grasos omega-6 respecto a los omega-3 (por encima de 10/1), causando una inhibición de las propiedades anti-inflamatoriasdel del omega-3. Quienes defienden este enfoque, piensan
que para evitar este indeseado efecto, dicha proporción debería reducirse sustancialmente (a valores inferiores a 4/1). Estas ideas han ido especialmente promovidas por Artemis Simopoulos en su libro "The omega diet" y ha sido defendida por varias cabezas visibles del mundo de las dietas. De hecho, este enemigo ha llegado a convertirse para algunos en una de las claves de la poco recomendable dieta occidental, llegando a achacársele todo tipo de problemas relacionados con la salud y la obesidad. Pero a pesar del impacto de esta nueva corriente, la realidad es que la evidencia científica existente para estas hipótesis todavía es bastante escasa. Una de las revisiones más mencionadas (y que precisamente llega a la conclusión de recomendar aumentar la relación omega-3/omega-6, por asociarse su mayor ingesta con un mayor riesgo cardiovascular) es "n-6 fatty acid-specific and mixed polyunsaturate dietary interventions have different effects on CHD risk: a meta-analysis of randomised controlled trials" (2010), que fue posteriormente revisada y actualizada en 2013 en el artículo “Use of dietary linoleic acid for secondary prevention of coronary heart disease and death: evaluation of recovered data from the Sydney Diet Heart Study and updated meta-analysis". Sin embargo, expertos de la universidad de Harvard criticaron duramente sus conclusiones en la misma revista que se publicó, en el British Journal of Nutrition, mediante el artículo "n-6 Fatty acids and risk for CHD: consider all the evidence", afirmando que la interpretación que habían hecho sus autores no era correcta y que de ningún modo podía concluirse que la ingesta de omega-6 se asociara a un mayor riesgo cardiovascular. De cualquier forma, esa no ha sido la única revisión que pone pone en duda la idoneidad para la salud de las grasas omega-6, también "Health Implications of High Dietary Omega-6 Polyunsaturated Fatty Acids" (2012) concluyó que un aumento de la relación O-3/O-6 podría ayudar a prevenir la enfermedad cardiovascular. Pero hay otras importantes revisiones que han llegado a conclusiones muy diferentes. La realizada en 2009 "Major types of dietary fat and risk of coronary heart disease: a pooled analysis of 11 cohort studies" no encontró un rol relevante al ratio O-3/O-6 ni al exceso de omega-6. Y tampoco lo hizo la publicada en 2010 "n-6 Fatty acids and cardiovascular health: a review of
the evidence for dietary intake recommendations". También los más recientes estudios obtienen resultados poco concluyentes y las pruebas epidemiológicas en contra de la elevada ingesta de omega-6 no acaban de llegar. Por ejemplo, en el estudio de intervención "Effect of altering dietary n-6:n-3 PUFA ratio on cardiovascular risk measures in patients treated with statins: a pilot study" (2012) se encontraron efectos positivos en los indicadores de enfermedad cardiovascular tanto con el aumento de omega-3 como con el de omega-6, sin que la relación O-3/O-6 fuera relevante. Los grandes estudios observacionales tampoco encuentran evidencias en contra del omega-6 en lo que respecta a la enfermedad cardiovascular. Uno de los más recientes, "Omega-6 fatty acids and risk of heart failure in the Physicians' Health Study" (2013) no encontró ninguna asociación con la enfermedad cardíaca. Y tampoco lo hizo el famoso y masivo "Dietary Fat Intake and Risk of Coronary Heart Disease in Women: 20 Years of Follow-up of the Nurses' Health Study" (2005). Respecto a otras enfermedades, la situación es igualmente confusa. La revisión de 2011 "A high ratio of dietary n-6/n-3 polyunsaturated fatty acids is associated with increased risk of prostate cancer" encontró cierta asociación entre el cáncer de próstata y una mayor ingesta de omega-6, pero la más reciente "Relationship of dietary intake of omega-3 and omega-6 Fatty acids with risk of prostate cancer development: a meta-analysis of prospective studies and review of literature" no encontró ninguna, o la que encontró fue incluso inversa. De forma similar, en "Omega-3 and omega-6 fatty acid intakes and endometrial cancer risk in a population-based case-control study" (2012) se encontraron efectos protectores al consumo de omega-6 en la prevención del cáncer de endometrio. Por otro lado, el estudio de 2012 "Association between interaction and ratio of ω-3 and ω-6 polyunsaturated fatty acid and the metabolic syndrome in adults" no observó asociación entre el ratio O-3/O-6 y el riesgo de síndrome metabólico. Sin embargo, el estudio "The association of red blood cell n-3 and n-6 fatty acids to dietary fatty acid intake, bone mineral density and hip
fracture risk in the Women's Health Initiative" (2012) sí encontró una asociación entre una menor densidad ósea y un ratio O-3/O-6 menor. Como puede observar, el tema no es sencillo. Los resultados son diversos y contradictorios, probablemente porque los efectos de cada uno de estos ácidos grasos, tanto los del omega-3 como los del omega-6, son complejos y quizás dependan de otras variables, del resto de la dieta e incluso del estilo de vida que se lleve. O tal vez los omega-6 tengan un efecto beneficioso hasta cierto valor, que posteriormente desaparezca al superarse ciertas cantidades. Sin duda, dado el interés que despiertan, futuras investigaciones nos irán aclarando el rol de estos ácidos grasos en nuestros procesos metabólicos. Temperatura Sigamos con nuestro repaso a los aceites vegetales. Si utiliza el aceite sobre todo para freír, es importante que soporte sin degradarse las altas temperaturas para así evitar la creación de compuestos carcinógenos que podrían estar relacionados con enfermedades cardiovasculares y cáncer. Prácticamente casi todos los refinados tienen su "punto de humeo" (temperatura a la que empiezan a quemarse) similar, y entre los no refinados (que contienen más nutrientes y presentan mayor calidad), el aceite de oliva virgen y el virgen extra tienen puntos de humeo bastante elevados, como puede observar en la siguiente tabla. Así que será suficiente con que no deje que lleguen a ese punto (que salga humo) y no los reutilice para hacer más frituras.
Otros nutrientes Evidentemente, al freir un alimento debe tener encuenta que una buena cantidad de aceite será absorbida por el mismo, variando de forma importante su composición lipídica y aumentado de forma importante su densidad energética. Pero los aceites, además de ácidos grasos, pueden contener otros nutrientes muy interesantes, especialmente antioxidantes y vitaminas. Los que disfrutamos con la cocina mediterránea, tanto preparándola como desgustándola, estamos de suerte, porque el aceite de oliva es ejemplar en este sentido, presentando una gran variedad y cantidad de ellos, especialmente en forma de compuestos fenólicos. Si lo toma virgen (es decir, sin refinar, habiendo sido procesado solo mediante procesos mecánicos) y crudo, por ejemplo como aliño, podrá beneficiarse de todos ellos. Conclusiones Como conclusión, los aceites vegetales son una interesante opción nutricional, sobre todo para tomarlos crudos, pero también para utilizarlos en frituras. No hay enormes diferencias entre ellos (excepto en el caso del aceite de coco), pero viendo su composición y características, podríamos decir que cada uno tiene su "personalidad".
En el momento de escribir estas líneas no hay evidencia científica sólida para afirmar que la ingesta de omega-6 sea especialmente poco saludable o que haya que considerar de forma muy relevante la relación O-3/O-6 como un aspecto fundamental para la salud, así que no creo que haya razones para obsesionarse con el tema. De cualquier forma, una estrategia nutricional saludable siempre incluye el consumo de pescados azules (ricos en omega-3) y una reducción de la ingesta de alimentos altamente procesados, sobre todo precocinados y bollería industrial (ricos en omega-6), por lo que siguiendo las recomendaciones habituales y comiendo alimentos naturales y comida de verdad estaremos precisamente logrando un aumento del ratio omega-3/omega-6, lo hayamos pretendido o no. Y con eso es probable que sea suficiente. También puede decantarse por los aceites que menos cantidad de este ácido graso y más nutrientes contengan, por ejemplo el de oliva. En España este aceite es el que ha acumulado mayor cantidad de investigaciones y resultados favorables, así que lo tenemos bastante fácil para elegir. Un buen resumen de todas sus propiedades y beneficios puede encontrase en el documento de 2008 "Olive oil and health: Summary of the II international conference on olive oil and health consensus report", que aunque es quizás un poco entusiasta con nuestro aceite dorado, contiene una gran cantidad de información valiosa.
¿Son las legumbres saludables? Las judías, los garbanzos, los guisantes y las lentejas son algunos de los alimentos que sirven de materia prima para cocinar los platos llamados “de cuchara”, que comíamos con frecuencia en nuestra niñez y que caracterizan a la dieta mediterránea. O al menos así lo era en la época de nuestras madres y abuelas. Otros un poco menos habituales, como los altramuces, los cacahuetes o la soja, se consumen de forma más específica o local. Lo cierto es que todos, poco a poco, están pasando de ser una parte muy importante de la alimentación diaria a estar en un segundo plano en nuestra dieta habitual. Las tendencias alimentarias más modernas, basadas en alimentos precocinados y más sofisticados, no parecen estar muy alineadas con la sencillez de las legumbres. Además, algunas dietas populares las han criticado con dureza, eliminándolas radicalmente en favor de otro tipo de vegetales. Legumbres y antinutrientes Entre los enfoques dietéticos más modernos contrarios al consumo de legumbres se encuentran las llamadas dietas ancestrales o paleolíticas. Sus seguidores alertan sobre todo respecto a dos de sus componentes: las lectinas, unas proteínas a las que se les acusa de toxicidad, y los fitatos (o ácido fítico), también calificado como antinutriente por su supuesta capacidad de impedir o dificultar la absorción de nutrientes. Esta corriente de pensamiento ha sido promovida sobre todo por Loren Cordain, autor del libro "The Paleo Diet", y de artículos como “Modulation of immune function by dietary lectins in rheumatoid arthritis” (2000), en el que se proponen diversos mecanismos y procesos relacionando estos compuestos con efectos negativos para la salud (como la inflamación). Por eso sus detractores suprimen los alimentos que contienen este tipo de compuestos, es decir, los cereales y sus derivados y las legumbres. Posteriores artículos, tales como como “Agrarian diet and diseases of affluence – Do evolutionary novel dietary lectins cause leptin resistance?”
(2005), exploraron otras posibles consecuencias poco deseables, en este caso la resistencia a la leptina promovida por las lectinas, proponiendo algunas hipótesis en una línea similar, pero reconociendo la falta de datos completos al respecto y sugiriendo futuras investigaciones. Recomiendo leer el resumen sobre el tema que se hizo en el artículo de 1999 “Do dietary lectins cause disease?”, que también hizo un repaso de todas estas hipótesis y es bastante didáctico. ¿Tienen soporte estos temores y acusaciones? Veamos qué dice la ciencia. Lectinas Las lectinas son un tipo de proteínas que se unen a los azúcares y que se encuentran en cantidades significativas en las plantas, aunque no se conoce con precisión su función. Tienen una alta especificidad de adhesión, es decir, que dicha unión con azúcares la realizan de forma muy selectiva, por lo que son útiles para la caracterización de diferentes tipos de este compuesto y suelen utilizarse purificadas para realizar análisis. Se encuentran todo tipo de entornos naturales pero sobre todo están presentes en cereales, legumbres, semillas, frutos secos y patatas. Aunque todavía no se conoce con seguridad la causa, si se ingieren en elevadas concentraciones resultan tóxicas. Sin embargo, considerando nuestras costumbres alimentarias no deberían preocuparnos demasiado, ya que se desnaturalizan durante el cocinado a las temperaturas de cocción habituales. Como se puede observar en el siguiente gráfico que representa la disminución de concentración de las lectinas en la soja (obtenido del documento "Assessment of Lectin Inactivation by Heat and Digestion" (1998), tras 10 minutos a 100ºC se desactivan en su totalidad (curva de puntos con círculos).
Por lo tanto, se puede considerar que cualquier legumbre que preparemos y cocinemos normalmente estará libre de lectinas, ya que la temperatura las habrá desnaturalizado. Y si preferimos ser aún más prudentes, podemos utilizar la olla a presión, en la que se suelen alcanzar temperaturas de unos 130ºC y la descomposición es todavía mucho más rápida. Ácido fítico o fitatos El segundo tipo de componente supuestamente indeseable es el ácido fítico, también conocido por su nombre cuando forma una sal, fitato. Se encuentra sobre todo en plantas, legumbres, frutos secos y semillas no procesadas. En la siguiente tabla podemos ver la cantidad de ácido fítico presente en diferentes legumbres y otros alimentos (en gramos por kilogramo del mismo), muy variables y que pueden oscilar entre valores separados incluso por varios órdenes de magnitud: Judías Lentejas Garbanzos Guisantes Judías soja
6-23 3-15 3-16 2-12 10-22
Tofu Lino Sésamo Maíz Trigo
1-29 21-37 14-53 1-11 4-13
Cacahuetes Almendras Nueces Pistachos Avellanas
2-45 3-95 2-67 3-28 2-9
Como se puede observar, no solo las legumbres son ricas en él, también los
frutos secos los presentan en importantes cantidades. Al ácido fítico la mala fama le llega por la elevada capacidad que tiene para secuestrar otros componentes (especialmente minerales) uniéndose a ellos (calcio, hierro, zinc, magnesio) y formar compuestos insolubles en el intestino, reduciendo su posibilidad de absorción en el proceso de digestión. También parece reducir la disponibilidad de proteínas e inhibe la actividad enzimática. Esta mala fama ha impulsado a la industria de la alimentación a intentar eliminarlos o minimizarlos en sus productos, algo que no es tan sencillo en el hogar, ya que son bastante estables a altas temperaturas (la cocción suele desnaturalizar aproximadamente solo una cuarta parte de ellos) y el remojo previo también tiene una efectividad muy limitada (con resultados bastante dispares entre diferentes estudios). Sin embargo, en la sociedad occidental este efecto antinutriente es muy limitado y mediante la dieta habitual compensamos con creces la reducción que podría estar asociada al ácido fítico. Los estudios que han analizado poblaciones con una alimentación normal, no han identificado deficiencias de estos minerales entre los que incorporaban más fitatos en su dieta. Parece que hace falta una cantidad bastante elevada para que su efecto sea significativo y, de cualquier forma, la ingesta normal de alimentos sigue siendo nutricionalmente más que suficiente, a pesar del "robo" de estos nutrientes. La cuestión toma mayor relevancia en entornos de malnutrición, especialmente en regiones en desarrollo o en las que la pobreza desemboca en graves deficiencias alimentarias. En esos casos, la reducción de estos nutrientes puede suponer un grave problema y la minimización de los fitatos puede ser algo prioritario. Igualmente, es importante considerarla en la alimentación animal, ya que en esos casos, normalmente por razones de productividad industrial, es necesario optimizar y ajustar con precisión la cantidad de nutrientes que se aportan y se aprovechan por parte de los animales. Desde la perspectiva exactamente contraria, la de las ventajas, recientes investigaciones han encontrado llamativas propiedades favorables al ácido fítico. Al parecer, tiene una significativa capacidad antioxidante gracias a la estabilidad que le confiere al hierro, un elemento fundamental en los procesos
oxidativos. También se ha relacionado con propiedades anticarcinógenas, gracias a diversos mecanismos que están en proceso de estudio. Por otro lado su capacidad de inhibición de la cristalización de algunas sales ayuda a prevenir las piedras en el riñón y la peligrosa calcificación de las arterias. Y también esa capacidad inhibitoria parece ser útil para reducir el índice glucémico de los alimentos controlando los niveles de glucosa. Lo mismo que ocurre con el colesterol total y el LDL, que parecen formarse en menor cantidad en su presencia. Para rematar esta importante lista de posibles beneficios, su tendencia a unirse a otros elementos es útil para dificultar la absorción y acumulación de elementos tóxicos como el plomo, cadmio o mercurio. Lo que dice la ciencia sobre las legumbres… al detalle Volviendo a la pregunta inicial, veamos a continuación lo que nos dicen los estudios epidemiológicos sobre las legumbres. En 2012, la prestigiosa revista científica sobre nutrición British Journal of Nutrition (BJN) publicó un especial dedicado a las legumbres, en el que se recopiló una buena cantidad de los más recientes estudios sobre este alimento. Voy a aprovechar esta iniciativa como excusa y guía para resumir lo que podemos deducir que concluyen y recomiendan los expertos (incluyo la referencia a los recientes estudios de esta recopilación relacionados con cada tema): 1. Las legumbres tienen una importante cantidad de valiosos nutrientes. Nutritional quality and health benefits of chickpea: a review; Review of the health benefits of peas; Pulse consumption in Canadian adults influences nutrient intakes 2. Una dieta de intervención que incluya la ingesta frecuente de legumbres puede ayudar a mejorar algunos indicadores cardiovasculares como el colesterol total, LDL, HDL y el control de la glucosa con mayor eficacia que una dieta sin legumbres.
A pulse-based diet is effective for reducing total and LDLcholesterol in older adults; Regular consumption of pulses for 8 weeks reduces metabolic syndrome risk factors in overweight and obese adults; Phaseolus beans: impact on glycaemic response and chronic disease risk in human subjects) 3. La elevada cantidad de fibra y proteínas puede ayudar a aumentar la saciedad que se siente después de las comidas y a mantener a raya la obesidad The effect of yellow pea protein and fibre on shortterm food intake, subjective appetite and glycaemic response in healthy young men; The nutritional value and health benefits of pulses in relation to obesity, diabetes, heart disease and cancer; Pulse grain consumption and obesity: effects on energy expenditure, substrate oxidation, body composition, fat deposition and satiety 4. Aunque las investigaciones son todavía incipientes y con un enfoque preliminar, también podrían tener ciertas propiedades anticarcinogénicas. In vitro investigations of the potential health benefits of Australiangrown faba beans; The antiproliferative effect of TI1B, a major Bowman–Birk isoinhibitor from pea, on HT29 colon cancer cells is mediated through protease inhibition Evidentemente, existen más estudios relacionados con cada tema, pero el resumen del BJN es bastante representativo y sus conclusiones son similares, así que considero que los incluidos reflejan con fidelidad la opinión científica. Centrándonos por un momento en el del sobrepeso, parece que paradójicamente la presencia de los comentados antinutrientes, inhibidores enzimáticos y fibra, hacen precisamente de las legumbres una interesante opción nutricional como fuente de carbohidratos de lenta absorción, que no
provocan picos y bajonazos bruscos de insulina y glucosa en sangre, manteniendo sus niveles bastante estables. Además, su reducida digestibilidad dificulta su aprovechamiento por parte de nuestro metabolismo, confiriéndoles una densidad energética moderada. Que junto con la buena cantidad de proteínas vegetales y de micronutrientes muy diversos que aportan, las convierten en un alimento increíblemente completo, que puede ser incluso aún mejor si se cocina acompañado de aceite de oliva y abundantes verduras. Si desea profundizar y leer algo más sobre las legumbres, también le recomiendo el artículo “Pulse Consumption, Satiety, and Weight management” (2010), que resume bastante bien las conclusiones sobre lo que dice la ciencia sobre estas agradecidas semillas y su rol ante la obesidad. Y que yo concretaría con cuatro sencillos calificativos: saludables, nutritivas, sabrosas y económicas.
¿Por qué es mejor comer la fruta completa que tomar su zumo? Tomar un zumo de naranja natural en el desayuno es una escena que asociamos a un comportamiento saludable. Quizás en esta primera comida del día alguien pueda criticar el típico croissant o el insustituible café con leche, pero ¿quién se atreve a poner en duda un zumo de naranja totalmente natural? Sobre todo cuando estudios como "100% Orange juice consumption is associated with better diet quality, improved nutrient adequacy, decreased risk for obesity, and improved biomarkers of health in adults: National Health and Nutrition Examination Survey, 2003-2006" (2012) concluyen que una cantidad moderada se asocia a un menor sobrepeso. En efecto, un zumo natural aporta minerales y otros valiosos nutrientes que nuestro cuerpo aprovechará con eficacia. Pero podríamos debatir si esta gran eficacia es algo bueno entre personas con sobrepeso. Al exprimir la fruta, estamos eliminando prácticamente toda la fibra, uno de los nutrientes más valiosos, y también otros componentes que moderan la velocidad de digestión. Al tomar un zumo en forma líquida y sin elementos que dificulten su procesamiento, sus componentes (incluido el azúcar) son rápidamente digeridos y absorbidos. Esta situación tiene su respuesta metabólica, diferente a la que ocurre cuando se come una fruta completa. En el ya clásico estudio de 1977 "Depletion and disruption of dietary fibre. Effects on satiety, plasma-glucose, and serum-insulin" se mostraba con unos sencillos gráficos la diferencia entre comer fruta y tomar su zumo. En el primero de ellos se presentaban los resultados obtenidos en la variación de la sensación de saciedad para la manzana, en tres acabados: Completa (línea continua), en puré (línea discontinua) y zumo (línea de puntos):
Como puede observarse, cuanto menos consistente era el alimento, también su poder saciante era menor. En el segundo gráfico se representó la variación de la insulina en sangre, para las mismas opciones:
En este caso, se aprecia cómo en el caso del zumo, el pico de insulina tras su ingesta fue mucho más elevado que el del puré, y todavía más que el de la manzana completa. Y como ya he comentado a menudo en este blog, esos picos tan acentuados de insulina tienen efectos poco deseables entre una buena cantidad de personas, especialmente para la prevención de la obesidad. Por ejemplo, en concentraciones muy altas de insulina se inhibe la lipólisis o utilización de las grasas como fuente de energía por parte de las células. Poco después, en 1981 el estudio "The role of dietary fiber in satiety, glucose, and insulin: studies with fruit and fruit juice" obtuvo similares
resultados con naranjas. La saciedad resultó ser bastante menor cuando se tomó el zumo y, al igual que en el caso anterior, los niveles de insulina eran significativamente mayores, como se puede ver en el siguiente gráfico:
(Aunque el estudio también se hizo con uvas, debido al elevado índice glucémico de esta fruta los resultados solo fueron coincidentes en términos de saciedad). Por lo tanto, debido a estas respuestas de nuestro organismo, aunque el estudio observacional comentado al inicio del artículo encuentre relación inversa entre el zumo y el sobrepeso, existen otros importantes estudios que, al contario, encuentran una relación positiva entre ambos factores. Un ejemplo nos llegó de la mano del Nurses's Heatth Study II en 2004, "Sugar-Sweetened Beverages, Weight Gain, and Incidence of Type 2 Diabetes in Young and Middle-Aged Women". En este caso, las mujeres que aumentaron la ingesta de zumo de frutas también aumentaron más de peso que las que lo tomaron en menor cantidad; en concreto casi dos kilos más. Por el momento, la ciencia parece indicarnos que el zumo natural con moderación no es especialmente negativo para poder adelgazar. Pero también
ofrece claros indicios para pensar que es mucho mejor inclinarse por la fruta completa, ya que puede ayudar más a perder peso, aumentando la sensación de saciedad y reduciendo los picos de insulina. Y que quede claro que en todo momento he hablado de zumo 100% natural, los zumos fabricados industrialmente a partir de extractos y similares son muy poco recomendables, porque prácticamente eliminan por completo la fibra y la reducción de nutrientes respecto a la fruta es mucho más acusada. De hecho, podríamos decir que son más parecidos a los refrescos, compuestos sobre todo de agua y azúcar.
¿Cuál es el nivel de evidencia científica de los beneficios de los alimentos integrales? Una de las principales directrices dietéticas que la representación científica oficial de todo el mundo ha incorporado más o menos recientemente, es la recomendación de la ingesta de alimentos integrales. La mayoría han incluido la frase "preferiblemente integrales" en todas sus guías, al hablar de los cereales y alimentos ricos en carbohidratos, para animarle a usted a sustituir su pan y cereales de desayuno por sus versiones más completas y con más fibra y ponerlos a niveles similares a los de vegetales y frutas en algunas pirámides. Es una especie de evolución de un consejo que dominó la pirámide nutricional de hace un par de décadas, el de convertir los cereales refinados en el alimento principal de la dieta (justo al contrario que actualmente, que se tiende a intentar evitarlos). ¿Cómo se ha llegado a esta predilección por los alimentos integrales? ¿Qué pruebas científicas hay para asignarles un importante rol en nuestra dieta? Ahora entramos en el asunto, pero como introducción les voy a enumerar dos aspectos por los que personalmente me resulta un poco sorprendente que esta recomendación haya tomado tanta relevancia: 1. No hay una definición universalmente consensuada de lo que es un alimento integral (aunque se suele considerar que es aquel que tiene más de la mitad de su materia prima "integral" o completa). En España, que yo sepa, no existe normativa detallada al respecto. En los estudios epidemiológicos se suele considerar que son aquellos que tengan más de 25% de salvado (el recubrimiento del cereal). 2. Los supuestos beneficios de los cereales integrales se basan sobre todo en los resultados que se han obtenido en estudios observacionales, no en estudios de intervención. Como del primer aspecto hablaré en el siguiente apartado, en esta ocasión voy a profundizar un poco más en el segundo. En 2013 se realizó una investigación un poco especial, ya que fue promovida
por la American Society for Nutrition. Se trató de una revisión sobre la evidencia científica existente sobre la relación entre la ingesta de alimentos integrales y la salud. Fue publicada en su prestigiosa revista, The American Journal of Clinical Nutrition, con el título "Consumption of cereal fiber, mixtures of whole grains and bran, and whole grains and risk reduction in type 2 diabetes, obesity, and cardiovascular disease". Los expertos analizaron en concreto relación entre las enfermedades cardiovaculares, la obesidad y la diabetes y la ingesta de fibra de cereales, de cereales integrales y de mezclas de cereales integrales y salvado. Todos ellos eran norteamericanos, incluyendo representación de la siempre prestigiosa Harvard y también del Departamento de Agricultura Norteamericano (USDA). En lugar de explicarle las conclusiones por mi cuenta, he extraído y traducido libremente unos pocos párrafos de este trabajo, ya que son muy ilustrativos y sintetizan muy claramente las ideas principales. Esto es lo que dijeron sobre los estudios disponibles y su diseño: "No hemos encontrado ensayos aleatorios de intervención de larga duración (más de un año) que hayan evaluado el impacto de la fibra de cereales, cereales integrales o mezcla de cereales integrales o salvado (...) Por lo tanto, todos los estudios identificados han sido observacionales, ya sean prospectivos o transversales" "Aunque hay numerosos ensayos de intervención que analizan fibra específica, alimentos integrales o salvado en biomarcadores intermedios, ninguno ha medido su relación con enfermedades. Todos estos estudios han sido de corta duración, utilizaban un reducido número de sujetos o a los participantes se les daba porciones controladas de alimentos que no se asemejaban a los consumos diarios ordinarios." "Se recomienda realizar ensayos de intervención aleatorios a gran escala y largo plazo para verificar los resultados de estudios observacionales (...). Además, deberían realizarse más estudios observacionales basándose en bases de datos actualizadas y definiciones de cereales integrales que
excluyan otros alimentos que hasta ahora se han incluido en esta categoría". "(...) Muchos estudios han reportado que la asociación inversa entre la ingesta de cereales integrales o mezclas de cereales integrales y salvado con el riesgo de diabetes tipo 2, enfermedad cardiovascular o reducción de peso, desaparecen o se atenúan al ajustarlos respecto a la fibra o el salvado, sugiriendo que estos dos factores influyen mucho en su efecto (...)." Y esta es la posición resultante final de la American Society of Nutrition tras el estudio: "La posición de la ASN, basada en el actual estado de la ciencia, es que el consumo de alimentos ricos en fibra de cereal o mezclas de cereales integrales y salvado está modestamente asociada con una reducción del riesgo de obesidad, diabetes tipo 2 y enfermedad cardiovascular." A modo de resumen, el trabajo incluye la siguiente tabla con niveles de evidencia para cada caso (Sólida, moderada, limitada o insuficiente):
Por lo tanto, aunque los estudios observacionales parecen aportar indicios razonables a su favor, los resultados no son demasiado categóricos y el nivel de evidencia no es muy sólido. En algunos casos incluso muy limitado. También en meta-análisis de 2012 "Greater Whole-Grain Intake Is Associated with Lower Risk of Type 2 Diabetes, Cardiovascular Disease, and Weight Gain" se encontraba una clara correlación entre los alimentos integrales y un menor riesgo de diabetes, enfermedades cardiovasculares y obesidad. Pero, aunque en un tono menos crítico, los autores también mencionaron los mismos aspectos en sus conclusiones: que prácticamente todas las pruebas se basaban
en estudios observacionales. Y que los estudios de intervención analizados, además de ser de corta duración y con grupos de personas pequeños, se habían centrado en indicadores intermedios (colesterol, glucosa en ayunas, etc.), en lugar de en el riesgo directo de la enfermedad. Así que, dada la relevancia que se les está dando en las recomendaciones dietéticas, es urgente confirmar mediante ensayos de intervención si esta recomendación tan extendida y tan de moda es sólida y fiable. No sea que se repitan errores de antaño...
¿Todos los alimentos integrales son iguales? En el apartado anterior hemos hablado de la popularización de la recomendación de priorizar alimentos integrales sobre los fabricados con cereales en su versión refinada. Pero ¿está definido qué características tiene que tener un alimento integral? En teoría son aquellos que se han fabricado con el grano completo. En algunos países se han fijado unos porcentajes mínimos de utilización de la harina integral como regla general (normalmente de más de la mitad), pero al menos que yo sepa, no hay una normativa específica detallada que regule la clasificación de integral en España. De nuevo nos encontramos ante una situación absurda: No hay ninguna ley, directriz o especificación internacional que defina lo que significa exactamente una de las principales recomendaciones nutricionales mundiales. Así que, evidentemente no hay nadie que controle “la integralidad” de los productos que se comercializan. Es difícil saber con precisión qué estamos metiéndonos en la boca cuando comemos un producto auto-denominado como integral. Si usted es de los que suele leer las etiquetas de composición nutricional y tiene la suerte de cruzarse con un fabricante honesto que dé detalles sobre el tipo de harina utilizada, comprobará que con mucha frecuencia tan solo un porcentaje de la misma suele ser integral y no es raro encontrarla en proporciones minoritarias. Al parecer, basta con añadir cierta cantidad para poder etiquetar un producto con este atributo, cada día más comercial. Por otro lado, la mayor parte de los productos que podemos comprar como integrales se han elaborado a partir de harinas refinadas a las que se les ha añadido después salvado. Dado que todavía el uso de la harina completa es marginal, productivamente hablando es más eficiente refinar toda y posteriormente, a la cantidad seleccionada, hacerle algo parecido a una reconstrucción, volviéndole a añadir la cubierta exterior del grano,el mencionado salvado. Así que, para empezar, partimos de una harina integral un poquito devaluada considerando, por ejemplo, la gran cantidad de agentes y productos químicos que se suelen utilizar durante las fases previas o los
azúcares que también suelen añadirse para mejorar su sabor. Como respuesta a esta situación kafkiana, la ciencia ya ha empezado a hacer sus deberes y expertos de Harvard han publicado en 2012 el estudio “Identifying whole grain foods: a comparison of different approaches for selecting more healthful whole grain products”, analizando las diferentes opciones para conseguir identificar con eficacia este tipo de alimentos. Y han concluido que la mejor forma es comprobar que la relación carbohidratos-fibra sea de 10:1, es decir, que la cantidad de fibra sea al menos la décima parte que la cantidad de carbohidratos, ya que son los que suelen tener la proporción de nutrientes más interesante y respetuosa con la que suelen presentar los integrales de verdad. Además, suelen tener menos azúcares añadidos, otra de las contradicciones de los alimentos integrales comerciales. Pues eso es lo que hay, porque no hay más. Nos tendremos que arreglar así hasta que a alguien se le ocurra empezar a regular el tema. Que ya están tardando, todo sea dicho.
¿La fibra alivia el estreñimiento? Si es usted estreñido, habrá escuchado en multitud de ocasiones la recomendación de aumentar la ingesta de fibra para aliviar esta molesta dolencia: Más fruta, más verdura, más cereales integrales... ¿Es efectiva esta medida tan arraigada en la cultura popular? Un estudio publicado en 2013 en World Journal of Gastroenterology obtuvo resultados que dan que pensar respecto a esta extendida creencia, "Stopping or reducing dietary fiber intake reduces constipation and its associated symptoms". En la investigación se sometió a 63 personas con estreñimiento idiopático (de causa desconocida) y sin origen orgánico a una dieta sin fibra durante dos semanas. Posteriormente se les pidió reducir los niveles de fibra a la cantidad que consideraran apropiada. Con estas instrucciones, 6 de ellas decidieron aumentar su ingesta de fibra a niveles elevados, 16 lo dejaron en niveles bajos y las 41 restantes mantuvieron la dieta sin fibra. Tras seis meses, las diferencias fueron muy importantes. Los del último grupo, aquellos que no comieron fibra, fueron los que más mejoraron sus síntomas. Y los que más cantidad de fibra ingirieron fueron los que tuvieron síntomas más agudos de la dolencia. Los autores fueron sido bastante categóricos en sus conclusiones: "Los resultados de este estudio deberían llevarnos a revisar la creencia popular sobre los beneficios de la fibra dietética y deberían abordarse nuevos estudios para confirmarlos o rechazarlos". No es el único estudio que ha obtenido resultados inesperados en este tema. En 2012 el estudio realizado con niños “Effectiveness of using a behavioural intervention to improve dietary fibre intakes in children with constipation” tampoco consiguió que mejoraran sus síntomas del estreñimiento al aumentar la ingesta de fibra. Y en la revisión sistemática de 2011 “Systematic review: the effects of fibre in the management of chronic idiopathic constipation” los autores tampoco encontraron pruebas claras de que la fibra insoluble aportara ningún beneficio (aunque sí la soluble). En el año 2009, los autores del
estudio “Currently recommended treatments of childhood constipation are not evidence based: a systematic literature review on the effect of laxative treatment and dietary measures” concluyeron lo que su descriptivo título adelanta: Que los tratamientos que suelen recomendarse en el estreñimiento infantil no están basados en la evidencia científica. No encontraron diferencias en la frecuencia de defecación entre los que tomaron más fibra y los que tomaron placebo. Por el contrario, el meta-análisis de 2012 “Effect of dietary fiber on constipation: A meta analysis” concluyó que analizando los estudios que seleccionó, quedaba demostrado que la ingesta de fibra ayudaba a de forma significativa a mejorar los síntomas. Con estos resultados tan heterogéneos, no parece tan evidente y demostrada la recomendación de comer fibra para combatir el estreñimiento. A pesar de que todavía se siga escuchando con mucha frecuencia.
¿Es la sal realmente mala para la salud? Junto con el colesterol y las grasas, la sal es otro de esos demonios que las dietas más restrictivas casi prohíben completamente. La lógica que se nos ha transmitido es otro de esos razonamientos simples basados en mecanismos básicos: Si se come mucha sal, el organismo retiene más líquidos para reducir la concentración de sodio y se eleva la presión arterial. Suena lógico. Pero ¿significa entonces que esa presión arterial aumentará demasiado hasta causar hipertensión y que el riesgo de enfermedad cardíaca (y por lo tanto, riesgo de muerte prematura) aumentará? Así se ha pensado durante décadas. Pero esto es algo que, aunque suene extraño, hasta hace poco no estaba tan claro. El peligro de la sal es otro de esos dogmas, deducidos en base estudios incompletos y simplificaciones químicas y metabólicas para los que la evidencia científica era escasa. Para colmo, recientes revisiones habían aportado más sombras que luz a esta cuestión, una de ellas de la mano de la iniciativa Cochrane: Reduced dietary salt for the prevention of cardiovascular disease: a meta-analysis of randomized controlled trials (Cochrane review, 2011) Low sodium versus normal sodium diets in systolic heart failure: systematic review and meta-analysis (2012) La primera concluyó que no hay pruebas científicas suficientes que demuestren que reducir la cantidad de sal sirva para disminuir el riesgo cardiovascular o la mortalidad. Y la segunda, que comer muy poca sal es peor que comerla en cantidades normales, ya que aumenta el riesgo. Y deduzco que estas investigaciones debieron despertar la inquietud de bastantes expertos, ya que poco después, en 2013, llegaron un par de nuevas revisiones. Una de ellas se realizó desde la iniciativa Cochrane, analizando el efecto de la
reducción de sal a largo plazo en la variación de la presión arterial "Effect of longer term modest salt reduction on blood pressure: Cochrane systematic review and meta-analysis of randomised trials". Y la otra la lideró un equipo independiente internacional, estudiando la variación de la presión y los efectos sobre la salud y enfermedades, "Effect of lower sodium intake on health: systematic review and meta-analyses". Ambas incluyeron el análisis de trabajos de intervención (el segundo también observacionales), que son los más rigurosos a la hora de buscar causalidad. Les adelanto que ambas concluyeron que comer menos sal es una buena propuesta y que puede prevenir algunas enfermedades. Aunque también cada una de ellas tiene diferentes matices interesantes de comentar. Veámoslas con más detalle. La primera fue la más taxativa en sus conclusiones. Sus autores no solo tuvieron muy claro que la reducción de sal consigue un descenso de la presión arterial (que aunque no muy elevado, fue especialmente significativo entre personas con hipertensión, con valores entre 3 y 5 mm Hg), además dijeron que esos resultados serían mejores si la ingesta se redujera aún más. Los investigadores en sus textos también criticaron duramente los mencionados estudios previos-poco-claros y animaron a las autoridades a seguir trabajando hacia objetivos bastante ambiciosos de reducción (de unos 3 gr de sal diarios). En el segundo meta-análisis sus autores fueron menos vehementes. La reducción identificada de la presión arterial fue similar, modesta pero apreciable entre hipertensos y pequeña entre personas con tensión normal. Sin embargo, en estudios que analizaron las diferencias de consumo global de sal entre dos grupos (más de 3 gramos de sal vs menos de 3 gramos de sal o más de 5 gramos de sal vs menos 5 gr de sal) las diferencias encontradas no fueron significativas. Esta segunda revisión también analizó la incidencia de algunas enfermedades al reducir la sal y, en este caso, los resultados fueron mucho menos claros que con la tensión. En el caso de la reducción del número de eventos
cardiovasculares, enfermedad cardíaca y mortalidad total, los resultados no fueron concluyentes. Por el contrario, para el ictus y para la mortalidad por enfermedad cardíaca, encontraron que existe un aumento de riesgo moderado al aumentar el consumo de sal. No muy importante, pero significativo. Y al final del estudio hicieron hincapié en que hay que seguir investigando para precisar y confirmar estos resultados. Pero no piensen que aquí se terminó la controversia. Pocas semanas después de las revisiones anteriores un panel de expertos del Institute of Medicine of the National Academies (aprobado por el gobierno norteamericano) publicó el informe "Sodium intake in populations: Assessment of evidence" analizando de nuevo la evidencia científica existente para hacer recomendaciones sobre el consumo de sal. Una vez más se sugirió moderación, pero no la eliminación ni reducción extrema. Este equipo de científicos consideró significativas las evidencias que demuestran los beneficios de restringir su consumo hasta los 2.300 miligramos de sodio diarios (equivalente a 5,75 gramos de sal) y que es una buena estrategia promover políticas en este sentido, ya que el consumo medio está bastante por encima de este valor (en España se acerca a los 10 gramos diarios). Sin embargo, el panel de expertos también creyó que no hay datos que respalden las ventajas de una reducción más drástica, menor de esa cantidad de 5,75 gramos, porque no hay estudios que demuestren con solidez su utilidad para prevenir enfermedades cardiovasculares o reducir la mortalidad. Incluso, aunque se reconoce que tampoco se sabe con total seguridad, se afirma que hay algunas evidencias sugieren efectos negativos. Tras todos estos dos estudios parece claro que, sin ser el veneno que algunos insisten en proclamar y aunque la reducción de sal no sea milagrosa ni efectiva siempre, la moderación respecto a su consumo debería ser la directriz general, especialmente entre los hipertensos. De cualquier forma, las diferencias importantes entre los expertos me hacen pensar que hay que seguir trabajando en encontrar la evidencia sobre el efecto de la sal en la salud y diversas enfermedades. Desde el punto de vista de la aplicación práctica, para minimizar sus posibles
efectos negativos parece que son tres las principales líneas de actuación: 1. Minimización de comida altamente procesada y comida rápida, que la contienen en gran cantidad. Seguramente sea la decisión más inteligente para conseguirlo, por los múltiples beneficios que además conseguirá al reducir otros componentes indeseables que suelen incorporar. 2. Según se concluyó en la revisión “Effect of increased potassium intake on cardiovascular risk factors and disease: systematic review and metaanalyses (2013)” también una mayor ingesta de potasio (para igualar la relación sodio/potasio) permite reducir la tensión arterial. Una de las fuentes principales de potasio son los vegetales, frutas y frutos secos. 3. La revisión de 2011” The role of salt in the pathogenesis of fructoseinduced hypertension” concluyó que una dieta con elevadas cantidades de fructosa aumenta la absorción de sal. Así que ya tiene otra razón para reducir los alimentos que contienen este azúcar en abundancia, refrescos, dulces y otros alimentos altamente procesados (¡pero no las frutas!).
ENERGÍA Y METABOLISMO
“A calorie is a calorie” (“una caloría es una caloría”) John Taggart (Fisiólogo Univ. Columbia, 1950)
¿Cuánto aprovechamos de los alimentos? La caloría es una unidad básica de energía utilizada en numerosas ramas de la ciencia. Representa el calor necesario para elevar la temperatura de una cantidad concreta de agua un grado. También se utiliza para expresar el poder energético de los alimentos, normalmente en forma de kilocalorías por unidad de peso (a pesar de los esfuerzos que se han hecho por promover la utilización de los kilojulios, la kilocaloría no ha conseguido ser desbancada). Por abreviar, suele llamarse a menudo (pero incorrectamente) caloría. Centrándolos en los alimentos, su aporte calórico teórico se calcula directamente en un laboratorio midiendo el calor desprendido por combustión o mediante la cantidad de productos que esta combustión consume y genera en forma de oxígeno y CO2. Algunos defensores de las dietas bajas en grasas y calorías han hecho popular la expresión “una caloría es una caloría”, y piensan que termodinámicamente el problema de la obesidad es simple: Si comemos alimentos que contienen más calorías de las que quemamos, tienen como consecuencia que engordamos. En este caso la caloría sería una propiedad única e inmutable que acompañaría al alimento, sea cual sea el método utilizado para su utilización. Sin embargo, basta pensar en lo complejo e intrincado que es el proceso de metabolización de un alimento y las diferentes respuestas fisiológicas y cerebrales que puede generar, para imaginar que su aportación energética es un proceso bastante más complicado que la combustión que ocurre en un calorímetro. Por ejemplo, al hablar las calorías de un alimento hay que considerar el porcentaje de aprovechamiento real del mismo. Porque, a diferencia de en el laboratorio, nuestro cuerpo no puede utilizarlo y quemarlo en su totalidad, ya que su eficiencia no es perfecta. Para corregir este aspecto, desde hace muchos años se utiliza el concepto de Energía Metabolizable. La energía metabolizable o aprovechable se calcula
aplicando la siguiente evidente fórmula: Energía metabolizable = Energía total - Energía no aprovechada
Siendo la Energía no Aprovechada la que desperdiciamos con los restos del alimento que no absorbemos y que expulsamos mediante las heces, la orina, los gases y otras secreciones. Desde el punto de vista práctico los gases y secreciones suelen despreciarse por ser muy pequeños, y para conocer los valores de energía perdida en las heces y la orina se utilizan una serie de factores de corrección, aplicados a los diferentes macronutrientes, que se aplican posteriormente a los cálculos obtenidos por calorimetría. Es decir, cuanto más digestible sea un alimento, menor será su energía no aprovechada y su factor de corrección será más cercano al 100%. Los factores más utilizados se llaman "factores de Atwater" y fueron desarrollados por el químico Wilbur Ollin Atwater y sus colegas a principios del siglo XX. Posteriormente se actualizaron en 1973 (disponibles en el documento de Merril AL, Watt BK, Energy value for foods, basis and derivation) e incluyen un amplio rango de valores para diferentes tipos de alimentos. Normalmente nuestro sistema digestivo es bastante eficiente y el aprovechamiento es elevado, pero no siempre. Los rangos son amplios. Hay proteínas con valores que oscilan desde el 20% al 97% (normalmente las de fuentes vegetales tienen menor rendimiento), carbohidratos entre 32 y 98% y grasas entre 90 y 95%. Mediante el sistema Atwater se calcularon también unos coeficientes generales para cada macronutriente que han dado lugar al método más utilizado para el cálculo calórico: la aplicación de 9/4/4 kilocalorías por gramo para las grasas/proteínas/carbohidratos, respectivamente. Y suele completarse con un valor de 2 kilocalorías para la fibra. De esta forma, lo habitual es que un análisis nutricional de macronutrientes y calorías de un alimento se calcule así: 1. Determinación de la composición, fase uno: cantidades de grasas y
proteínas. 2. Determinación de la composición, fase dos: cantidad de carbohidratos (por diferencia de lo anterior). 3. Cálculo de kilocalorías: Multiplicar cada cantidad por su coeficiente general Atwater: carbohidratos y proteínas multiplicadas por 4 y grasas por 9. Prácticamente todas las etiquetas de alimentos que pueda leer en su supermercado se completan con este método, ya que permite obtener valores bastante fiables. O así debería ser, ya que estos datos son la base fundamental con la que se programan las dietas basadas en el cálculo calórico preciso. Sin embargo, más de un experto opina que necesitan alguna actualización y que, tal vez, estamos utilizando valores poco prácticos e incompletos, que incluso podrían estar limitando la ingesta de alimentos muy saludables o promoviendo la de otros poco recomendables. Veamos algunos ejemplos. Los frutos secos, que presentan un rendimiento del 90% para las grasas en las respectivas tablas Atwater, podrían ser unos de los más afectados. Como ya hemos comentado anteriormente, en estudios como Discrepancy between the Atwater factor predicted and empirically measured energy values of almonds in human diets (2012), los resultados indican un aprovechamiento bastante inferior al que suele considerarse. En este caso, los investigadores descubrieron que esta falta de eficacia digestiva supone una reducción de más del 30% de las calorías que se obtienen con los coeficientes Atwater y que podría explicar - al menos en parte - la habitual falta de relación de los frutos secos con el sobrepeso. Este fenómeno probablemente tenga su origen en la dificultad que nuestro sistema digestivo tiene para procesar estos ricos pero complejos paquetes de nutrientes vegetales; con seguridad la presencia de fibra alimentaria tiene mucho que ver, un nutriente con el que nuestro sistema digestivo lidia con dificultad. La cuestión no parece ser exclusiva de los frutos secos. En el estudio de 2011 “Energetic consequences of thermal and nonthermal food processing” los animales sobre los que se realizaron varios experimentos comieron la misma comida con diferentes acabados: cruda, cruda+triturada, cocinada y
cocinada+triturada. Se observó que cuando se alimentaron mediante los dos últimos formatos (los más procesados), ganaron más peso, aunque tomasen incluso menos cantidad que en las versiones crudas. Al parecer, los alimentos cocinados se absorbieron con bastante mayor eficacia, ya que llegaban al sistema digestivo con gran parte del trabajo de procesamiento previo a la metabolización ya realizado. Por lo tanto, parece que la digestibilidad es un factor que puede influir significativamente en el aporte energético de los alimentos, independiente de las calorías que vengan indicadas en sus etiquetas o en la base de datos nutricional correspondiente. Lamentablemente, no hay demasiados estudios al respecto. No son fáciles de realizar, ya que exigen utilizar métodos de marcado y medición de alimentos complejos y suelen requerir que los sujetos se alimenten a base de un único producto durante días, algo poco atractivo y éticamente discutible. Esperemos que en un futuro cercano se desarrollen nuevos métodos e iniciativas que permitan conocer con más precisión esta variable. Y ahora piense en muchos de los alimentos de la dieta típica occidental. Derivados de cereales sin fibra que dificulte la digestión y altamente refinados en forma de galletas, bollos, panes y cereales de desayuno. Preparados de carne y pescado, cocidos y precocinados, que posteriormente se vuelven a freír o a asar. Evidentemente, la digestibilidad y absorción de todos esos alimentos es muy elevada y se comen con facilidad y sin esfuerzo, provocando que comamos más y con muchísimo aprovechamiento. ¿No cree que, junto con otros factores, pueden estar influyendo en ese exceso energético al que sometemos a nuestro cuerpo?
¿Qué relación hay entre la saciedad y las calorías? Hoy en día el comer es una actividad con motivaciones que van mucho más allá de los fisiológico y lo energético. Sin embargo, podríamos decir que la sensación principal que nos impulsa a comer es el apetito, y la que nos empuja a parar es la saciedad. Ambas se generan en el cerebro y han sido (y siguen siendo) centro de gran cantidad de estudios, ya que si se consiguiesen controlar a voluntad, se dispondría de una poderosa herramienta contra la obesidad (y un gran negocio si se lograra mediante medicamentos). Por lo tanto, el hecho de comer está enormemente influenciado por diversos aspectos en los que el cerebro juega un papel fundamental. Porque es sobre todo este órgano el que pilota los mensajes relacionados con el deseo de llevarse algo a la boca. Y la capacidad saciante, precisamente la reducción de dicho deseo, es uno de esos factores que ponen en entredicho la famosa frase que he mencionado en el apartado anterior, “una caloría es una caloría”. Déjeme que se lo explique con un ejemplo sencillo. Imagine que usted una hace una comida compuesta del alimento A, que le aporta 500 kilocalorías. Al día siguiente, hace otra comida compuesta del alimento B, que le aporta 700 kilocalorías. En principio, la segunda comida le engorda más, ese es el razonamiento habitual y básico. Sin embargo, si el alimento B, aunque aporte más calorías, tiene la capacidad de reducir su deseo de comer, en el balance general del día podría resultar beneficioso comparado con el otro caso, ya que puede provocar que su siguiente comida sea menos calórica o que no tenga deseos de picar entre horas. Así que el balance energético importa, pero en su globalidad, teniendo en cuenta todos estos posibles factores. Pero ¿qué es la saciedad? ¿De qué depende? ¿No debería nuestro cuerpo utilizarla para regular con eficacia nuestras ganas de comer, como lo hace con la necesidad de respirar, dormir o beber? La saciedad es una sensación más compleja de lo que podría pensarse. Es una
combinación de diferentes señales y percepciones de nuestro cerebro y puede ser regulada por numerosos mecanismos, en gran medida a través de las hormonas, pero no solo, ya que se ha correlacionado con temas tan diversos como la alimentación, el estrés, el sueño, la actividad física, etc. Todavía no se conoce su funcionamiento detallado y tampoco se ha conseguido controlar totalmente. Y lo que parece evidente es que con la forma de vida actual no es un mecanismo suficiente para regular adecuadamente la ingesta de alimentos, probablemente porque está diseñado para actuar en un entorno distinto, repleto de actividades muy diferentes y basado en la escasez y la poca diversidad de alimentos. Desde un punto de vista más operativo, es decir, considerando el efecto que provocan diversos alimentos y comportamientos alimentarios, se conocen unos cuantos factores que pueden facilitar la efectividad de la saciedad. A continuación vamos a ver cuáles son los principales, junto con algunas referencias y estudios interesantes por si desea profundizar en el tema. Ocupación del estómago y densidad energética Nuestro estómago tiene una capacidad de entre 2 y 4 litros y según se va llenando, su distensión se modifica y los nervios y sensores correspondientes envían señales al cerebro mediante un sistema realmente intrincado (que todavía no se comprende totalmente). Así que conviene que introduzcamos en nuestra dieta, junto a los alimentos energéticos saludables y llenos de nutrientes (que también son necesarios), gran cantidad de otros alimentos que ocupen gran volumen y lo llenen, sin aportar demasiadas calorías. La proporción de agua que contengan es una buena referencia, ya que aumenta el volumen del alimento y su ocupación. Los vegetales, las frutas y las carnes y pescados frescos cumplen estos requisitos. Dietary energy density in the treatment of obesity: a year-long trial comparing 2 weight-loss diets (2007) Gastrointestinal mechanisms of satiation for food, (2004) A satiety index of common foods (1995) Contenido en fibra
Se ha comprobado que aquellos alimentos ricos en fibra aumentan la saciedad comparados con los que la tienen en menor medida. De nuevo los vegetales, las frutas, junto con los frutos secos y las legumbres son las principales fuentes de fibra, que puede complementarse con los alimentos integrales. Dietary fiber and weight regulation, 2001 Monotonous consumption of fibre-enriched bread at breakfast increases satiety and influences subsequent food intake.(2012) Dietary fibres in the regulation of appetite and food intake. Importance of viscosity (2011) Palatabilidad Hay estudios que sugieren que cuando la palatabilidad es muy elevada (más ricos nos sepan y más placer nos aporten al comerlos), menos saciedad aportan. Este enfoque podría explicar la razón por la que en ocasiones nunca parecemos cansarnos de algunos alimentos que mezclan gran cantidad de azúcar, carbohidratos refinados y grasas. Diríamos que son excesivamente sabrosos y todos ellos se diseñan y fabrican desde la industria alimentaria con esa filosofía de "¿a que no te puedes comer solo uno?": Galletas, bollos, helados, dulces, precocinados, etc. Evítelos si no quiere comer sin parar. Effect of sensory perception of foods on appetite and food intake: a review of studies on humans (2003) Palatability and intake relationships in free-living humans. characterization and independence of influence in North Americans (2000) Proteínas Tal y como hemos visto al hablar de las proteínas, hay una buena cantidad de estudios de intervención que relacionan el aumento moderado en la ingesta de proteínas con una mayor sensación de saciedad. Así que la cantidad de este macronutriente también puede ser un medio para su regulación, sobre todo evitando que su carencia nos pueda hacer sufrir un apetito indeseado.
The influence of higher protein intake and greater eating frequency on appetite control in overweight and obese men (2010). The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men (2011). A solid high-protein meal evokes stronger hunger suppression than a liquefied high-protein meal (2011) The effects of consuming frequent, higher protein meals on appetite and satiety during weight loss in overweight/obese men (2007) Higher protein intake preserves lean mass and satiety with weight loss in pre-obese and obese women (2007) Textura y procesado previo Relacionado con lo que hemos comentado en el apartado anterior, los alimentos muy procesados y con texturas muy blandas o líquidas, se comen con gran facilidad. Por el contrario, los más crudos o naturales requieren de más masticación, salivación y ablandamiento previo, lo cual aumenta la sensación de saciedad. Piense en lo que le cuesta comer un buen chuletón de buey a la brasa y compárelo con la misma cantidad de carne en forma de salchichas. Texture and Savoury Taste Influences on Food intake in a Realistic Hot Lunch time Meal.(2012) Oral processing characteristics of solid savoury meal components, and relationship with food composition, sensory attributes and expected satiation (2012) Conclusiones Nuestro cuerpo parece estar mejor diseñado para controlar la saciedad si lo que se le suministra es comida de verdad, tradicional: Vegetales y frutas, carnes y pescados frescos, frutos secos, fibra y agua. Sin embargo, parece desajustarse con alimentos ultra-procesados, ya que la saciedad requiere de cierto tiempo y ciertas condiciones para ser efectiva, que no se cumplen si nos
inclinamos por cosas demasiado fáciles de comer y digerir. Además, si el placer que nos provoca la comida es muy intenso, puede superar cualquier otra señal cerebral y nos puede empujar a seguir comiendo impulsivamente, sin necesidad alguna, especialmente en situaciones de estrés o de necesidad de percepciones positivas. Por lo tanto, si su dieta habitual está formada por alimentos menos procesados, es más probable que su metabolismo sea más eficaz autorregulandose y controlando debidamente el flujo energético de los alimentos mediante las señales que envía a su cerebro para crear las sensaciones de apetito y saciedad. De esa forma sería posible dejar de controlar las cantidades y confiar en una autorregulación que evite la obesidad.
¿Cómo influyen las hormonas en el sobrepeso? Como ya he comentado en los apartados anteriores, el intercambio energético que ocurre en nuestro cuerpo es bastante diferente a un sistema simple del que entra y sale energía. Nuestro metabolismo es enormemente complejo y los innumerables procesos y reacciones que se producen continuamente forman una intrincada red en la que todo está relacionado y las sinergias y correlaciones son casi infinitas. Las hormonas forman parte de toda esa red y tienen un papel muy especial e importante: regular procesos y funciones. Son moléculas que segregan las propias células por diversos motivos: Cambios ambientales, señales cerebrales, variaciones de concentración de iones o nutrientes, otras hormonas... y podrían considerarse como catalizadores o inhibidores de muchas de las cosas que ocurren o dejan de ocurrir en nuestro cuerpo. Durante los últimos años los expertos han relacionado numerosas hormonas con el sobrepeso, la obesidad y la inflamación. Seguramente habrá oído hablar de algunas de ellas: Insulina, ghrelina o leptina. Otras quizás le sean menos conocidas: Glucagón, adiponectina, GLP-1, colecistoquinina o péptido YY. Todas ellas, junto con otras, forman un nutrido grupo y se segregan por parte de diversos órganos y en diferentes lugares de nuestro cuerpo: Páncreas, tejido graso, sistema gastrointestinal, etc. Sus funciones son muy variadas y no todas se conocen con precisión. Para empezar, haremos un breve repaso de una de las más populares y relacionadas con la alimentación, la insulina. Para ello permítame recordarle brevemente lo que ya vimos cuando hablé de los carbohidratos refinados. Al comer carbohidratos, nuestro sistema digestivo los trocea y rápidamente quedan divididos en moléculas básicas, las de glucosa, que son absorbidas a gran velocidad hacia el torrente sanguíneo - especialmente rápido si son refinados - . Dado que el exceso de glucosa en la sangre es tóxico, el metabolismo segrega gran cantidad de insulina, que es la hormona que se encarga de regular la retirada de la glucosa de la sangre y promover su almacenamiento en las células. Por lo tanto, el rol de la insulina es
fundamental por dos razones: Para que el exceso de glucosa no dañe su organismo y para facilitar procesos de almacenamiento de grasa. Si se sufren de forma repetitiva y constante altos niveles de insulina en sangre (por ejemplo, cuando se comen muy a menudo carbohidratos de rápida absorción), su funcionamiento y eficacia pueden convertirse en un problema. En este entorno de elevada insulina las células de muchas personas tienden a almacenar energía y los procesos de quemar grasa se inhiben en gran medida. Además, se sabe que buena parte de las personas obesas desarrollan resistencia a la insulina, es decir, la sensibilidad de sus células ante la presencia de esta hormona se reduce (no se sabe muy bien por qué razón) y como consecuencia es necesario segregar todavía más cantidad de la hormona para que pueda ser efectiva retirando la glucosa. Así que en personas con sobrepeso a menudo se forma un círculo vicioso: más resistencia, más insulina, más almacenamiento de grasa, más resistencia, más insulina... Por lo tanto, además de las calorías concretas que aportan los carbohidratos de rápida absorción, es importante tener en cuenta los frecuentes altos niveles de esta hormona que provocan y que convierten el metabolismo en un eficiente acumulador de energía, dificultando la utilización de grasas almacenadas en las células. Respecto a otras hormonas, estos son, muy brevemente, algunos aspectos con los que se ha relacionado a algunas de ellas, en función del efecto que producen a mayores concentraciones: - Leptina: Reducción del apetito y aumento de la lipólisis o quemado de grasa. - Ghrelina: Aumento del apetito. - Glucagón: Su efecto es el contrario al de la insulina. - Adiponectina: Aumento de la sensibilidad a la insulina y se relaciona con un menor IMC. - GLP-1: Aumento de la sensibilidad a la insulina y la saciedad. - PYY: Reducción del apetito. Es importante repetir que todas ellas forman parte de sistemas complejos que
se realimentan los unos a los otros y cuya aplicación en posibles tratamientos todavía está por dilucidar. La tipología de los alimentos también influye en los niveles de muchas de las hormonas. Además de la ya descrita relación carbohidratos refinadosinsulina, se produce una importante variación de la concentración de todas ellas tras realizar una comida con diferente composición de macronutrientes. Por ejemplo, una ingesta rica en carbohidratos producirá una disminución de la concentración de PYY, GLP-1 y glucagón. Por el contrario, aumentará significativamente la de la ghrelina. Y como se podría esperar, la respuesta hormonal de cada persona también puede ser diferente. En concreto, en función del nivel de sobrepeso, se observan grandes diferencias en las concentraciones de las hormonas tras las comidas. Aquellas más obesas presentan concentraciones menores de GLP-1 y mayores de insulina, ghrelina y leptina. ¿Qué nos dicen los estudios que investigan este complejo baile de hormonas? Aunque las respuestas varían en función de la predisposición genética y otras variables, en general las comidas con más proteínas, vegetales, fibra (y también en ocasiones más grasas) están normalmente relacionadas con concentraciones de hormonas asociadas a la reducción de apetito o mayor saciedad. Y comidas más ricas en carbohidratos, se asocian con concentraciones de hormonas con menor efecto saciante. De cualquier forma, la cuestión es compleja y sin duda daría para varios libros. Si quiere profundizar un poco, puede leer los siguientes estudios, en los que también encontrará los gráficos incluidos: Effects of fat, protein, and carbohydrate and protein load on appetite, plasma cholecystokinin, peptide YY, and ghrelin, and energy intake in lean and obese men (2012) Ghrelin, leptin, adiponectin, and insulin levels and concurrent and future weight change in overweight, postmenopausal women (2011) Nutrient and food intake in relation to serum leptin
concentration among young Japanese women (2009) Pre- and post- prandial appetite hormone levels in normal weight and severely obese women (2009) Modulation by high-fat diets of gastrointestinal function and hormones associated with the regulation of energy intake: implications for the pathophysiology of obesity (2007) Influence of BMI and Gender on Postprandial Hormone Responses (2007) Effect of a high-protein breakfast on the postprandial ghrelin response (2006) A modo de conclusión, creo que es bastante evidente que nuestras hormonas tienen mucho que decir en la gestión de la energía, ya que hacen "reaccionar" a nuestro cuerpo de forma diferente ante distintos alimentos y otros factores ambientales. La reducción excesiva de proteínas, vegetales y grasas y su sustitución por carbohidratos refinados puede modificar sus concentraciones y provocar efectos poco recomendables si se quiere perder peso: Aumento del apetito, alta eficiencia de acumulación de energía, inhibición de la lipólisis... Como resumen y ejemplo didáctico final, para mostrar el resultado práctico de muchos de los factores comentados, quisiera mencionarles un reciente estudio, “Effects of Dietary Composition on Energy Expenditure During Weight-Loss Maintenance” (2012). En esta interesante investigación, los expertos midieron los cambios en el consumo energético en reposo y en total al someter a un grupo de personas a tres diferentes tipos de dietas: Una dieta baja en grasas, una dieta de bajo índice glucémico y una dieta muy baja en carbohidratos, siendo las tres dietas isocalóricas, es decir, que aportaban exactamente el mismo número de calorías. El resultado puede observarse en el siguiente gráfico del consumo energético total (TEE):
Se aprecia claramente cómo mientras se les sometía a la dieta baja en grasas (columna de puntos de la izquierda) se producía un menor consumo energético total. En concreto, 420 kilocalorías menos que antes de hacer dieta. Por otro lado también se ve que, comparadas con la dieta baja en grasas, la dieta que más consumo energético lleva asociado es la muy baja en carbohidratos (320 kilocalorías más, columna de puntos de la derecha) y después la de bajo índice glucémico (120 kilocalorías más, columna de puntos del centro). O dicho de otra forma: Que aunque las calorías que entran son las mismas en las tres dietas, las que salen o se consumen son bien diferentes (los cuadros grises-azules indican los valores medios de consumo).
¿Hay alimentos que necesitan más energía para ser metabolizados? Seguimos hablando de energía y de su relación con los alimentos y nuestro metabolismo. Puestos a analizar el consumo energético, podríamos segmentarlo y dividirlo en tres componentes: La energía que se consume en reposo (metabolismo basal), el gasto energético debido a la actividad (la que consumimos al andar, leer, conducir, hacer ejercicio...) y la energía necesaria para la digestión y metabolización de los alimentos. Este último tipo de energía es la llamada termogénesis dietética. Digerir, procesar, absorber... a nuestro cuerpo obtener energía también le cuesta energía. Al ser bastante eficaz haciendo su trabajo, no se trata de un valor muy elevado (y siempre es muy inferior a la propia energía que aporta el alimento), pero puede tener valores significativos. Se calcula que podría suponer entre el 5 y el 15% del total del consumo energético diario. Evidentemente, cuanto mayor sea la termogénesis dietética, menor será la contribución energética real de un alimento, ya que a la cantidad de calorías teóricas que nos aporta (la que nos indican las tablas nutricionales calculadas con los factores Atwater), habría que restarle esas calorías añadidas que necesitamos para metabolizarlo durante unas horas. Para que lo vea en la práctica, este sería un ejemplo de patrón de gasto energético debido a la termogénesis dietética en una persona a lo largo de 24 horas (las flechas indican el momento de las comidas), tal y como se presentaba mediante una representación gráfica en el estudio “Diet induced thermogenesis” (2004):
Desde la perspectiva de cada macroinutriente, el que mayor termogénesis dietética presenta son las proteínas (que también suelen llevar asociada una mayor sensación de saciedad). En el estudio "Meals with similar energy densities but rich in protein, fat, carbohydrate, or alcohol have different effects on energy expenditure and substrate metabolism but not on appetite and energy intake" (2003) se obtenían los siguientes resultados de consumo de energía, inducido por la termogénesis dietética para cada macronutriente (proteínas P, carbohidratos C, grasas F):
También en el estudio “Diet induced thermogenesis measured over 24h in a respiration chamber: effect of diet composition” (1999), una dieta alta en proteínas tenía una termogénesis de 1295 KJ/d frente a una alta en grasas de 931 KJ/d. Pero el tipo de nutriente no es el único factor del que depende esta variable, también varía en función del nivel de procesado del alimento. Si éste es
elevado, su metabolización es más sencilla y la energía necesaria para ello es menor. Por ejemplo, en el siguiente gráfico publicado en el estudio “Postprandial energy expenditure in whole-food and processed-food meals: implications for daily energy expenditure” (2010) se observa la diferencia del consumo energético tras realizar dos comidas similares pero con un nivel de procesado diferente: pan integral con queso normal (línea representada por cuadrados) y pan blanco con derivado de queso (línea representada por triángulos).
El alimento menos procesado y más dificultoso de digerir (el normal) da lugar a un consumo energético significativamente superior debido al efecto termogénico, por lo que es evidente que la cantidad neta de calorías que acabará aportando será menor. Insisto en que el efecto termogénico es una cantidad relativamente pequeña de energía, muy inferior a la que aportan los alimentos al comerlos. No se trata de pensar que comiendo alimentos de elevado efecto termogénico se quema más energía, sino de entender que la cantidad de calorías reales que aportan algunos de ellos puede ser sensiblemente menor a las que se pueden encontrar en listados o tablas nutricionales.
¿Tenemos un “punto de ajuste” para la regulación de la energía? Por si todavía no está convencido de que la gestión energética es algo más complejo que calorías que entran y calorías que salen, voy a presentarle un concepto que a veces suelen utilizar los expertos para intentar entenderla mejor. Existen diferentes planteamientos y teorías que intentan explicar los procesos implicados y, aunque sea muy difícil encontrar un modelo que lo haga en su totalidad, hay diversas aproximaciones interesantes y que pueden ser útiles. Vamos a hablar del concepto del “punto de ajuste” o “set-point”. Esta teoría propone que todos tenemos un punto de referencia en el cerebro (hipotálamo) regulado principalmente mediante el tejido adiposo (que es el que segrega hormonas dirigidas a controlar la cantidad de comida que ingerimos). Algo parecido a una especie de termostato, por decirlo de forma muy simplificada; cuanto se activa ese punto, tenemos hambre y buscamos comida. Y cuando comemos suficiente, se desactiva y nos sentimos saciados. O viceversa. Como lo hace el aire acondicionado de su trabajo o el sistema de enfriamiento de su nevera. Derivadas de este planteamiento básico, se han desarrollado otras teorías más sofisticadas. Algunos expertos proponen puntos de regulación duales. Otros se inclinan por el llamado settling-point, es decir, un punto de regulación algo más complejo, en torno al cual son varios los factores que buscan el equilibrio, creando una red de interacciones entre ellos. Ninguna es perfecta y cada una tiene ventajas e inconvenientes, pero insisto en dejar claro que realmente no existe exactamente tal termostato, son modelos e ideas con las que explicar algunos complejos mecanismos del metabolismo humano y de la regulación de la energía. El artículo publicado en 2011 "Set points, settling points and some alternative models: theoretical options to understand how genes and environments combine to regulate body adiposity" o el publicado en 2010 "Is there evidence for a set point that regulates human body weight?" pueden ser una interesante lectura para profundizar al respecto.
¿Y cómo se explicaría la obesidad según estas teorías? La culpable sería nuestra forma de vida actual, y sobre todo la dieta occidental, la que podría desajustar este punto y convertirlo en un mecanismo de control ineficaz. Algunos estudios e investigaciones parecen aportar indicios de ello; por ejemplo, en el estudio "A Role for Brown Adipose Tissue in Diet-Induced Thermogenesis” (1997), se ofreció a un grupo de ratas alimento equivalente a la comida rápida durante un tiempo, lo que tuvo como consecuencia un rápido e importante aumento de su peso, ya que comían bastante más de lo que realmente necesitaban. Al volver a alimentarlas con su alimento habitual, perdieron el peso acumulado. Repitiendo el ciclo varias veces, la secuencia de resultados se repetía: las ratas engordaban y posteriormente recuperaban su peso inicial al volver a su comida normal. En el estudio de 1994 "Recovery of initial body weight and composition after long-term massive overfeeding in men" se sometió a miembros de una comunidad Massa (Camerún) durante unos seis meses a una dieta de sobrealimentación masiva que les hizo aumentar de peso una media de casi veinte kilos. Posteriormente, cuando se les dejó volver a su dieta habitual, en dos años y medio y sin ningún tipo de presión social por adelgazar, perdieron todos los kilos que habían engordado. Entre los paciente sometidos a cirugía bariátrica (en concreto baypass gástrico) también parecen hallarse evidencias en torno a esta teoría. En el estudio de 2006 "Gut Hormone Profiles Following Bariatric Surgery Favor an Anorectic State, Facilitate Weight Loss, and Improve Metabolic Parameters" se explica que con esta técnica se obtienen mejores resultados que con otros tipos de cirugía bariátrica, y por encima de lo que sería esperable por su efecto de disminución de la absorción de alimentos. Los expertos deducen que existe algún tipo de mecanismo que mejora o arregla la capacidad de autorregulación. En el propio estudio se sugieren los mecanismos que provocan este cambio, ya que se observó que tras esta cirugía se modifica de forma significativa la segregación de varias hormonas (Ghrelina, GLP-1, Péptido YY, etc) de forma mucho más evidente que con otras técnicas. En el artículo de 2012 "Set-point theory and obesity" se puede conocer con algo más de detalle la relación entre este tipo de cirugía y los modelos de set-point.
Otro interesante artículo de 2011, "Physical inactivity as the culprit of metabolic inflexibility: evidence from bed-rest studies", nos acerca a otra de las claves para este desajuste, el sedentarismo. En el mismo se recopilan los estudios que analizan los efectos de la inactividad física extrema (personas que tienen que estar largos periodos detiempo sin poder moverse) en el metabolismo (aumento de la resistencia a la insulina, reducción de la oxidación de grasa, reducción del tráfico de lípidos entre músculo y tejido adiposo, inducción del almacenamiento de grasa ectópica...) y concluye que el ejercicio físico aporta una mayor "flexibilidad" al metabolismo para adaptarse sin efectos negativos a las diferentes circunstancias energéticas y nutricionales. Que es otra forma de decir que es capaz de regularse adecuadamente. ¿Y cómo puede ayudarnos este concepto a reducir el sobrepeso? Como cualquier otro modelo, puede servir para entender mejor el funcionamiento (correcto o incorrecto) de algo e identificar con más facilidad los posibles mecanismos para su control. Es decir, desde el punto de vista de la dieta y de la terapia, un objetivo a perseguir podría ser la normalización del funcionamiento del set-point y lograr que sea capaz de regular con eficacia la ingesta de alimentos. Considerando la saciedad, la termogénesis y las hormonas, parece bastante probable que para conseguirlo se deberían evitar los alimentos altamente procesados y de alta densidad energética, carbohidratos refinados, azúcar y dulces, y por el contrario no deberían faltar las cantidades necesarias de fibra, vegetales, proteínas y grasas saludables. También conviene eludir el sedentarismo, así que el ejercicio regular ayudará a conseguir esta normalización. Si lo conseguimos, no deberemos preocuparnos por las calorías ni las cantidades, porque nuestro set-point lo controlará por nosotros. Como debería haberlo hecho siempre.
¿Comer con más frecuencia acelera el metabolismo y ayuda a adelgazar? Una de las medidas más populares para prevenir el sobrepeso es la de repartir el total de los alimentos de un día en un número relativamente alto de comidas pequeñas, en lugar de en unas pocas más copiosas. Los argumentos para defenderla suelen ser diversos, pero los más utilizados son la prevención de la ansiedad por comer y la supuesta capacidad de acelerar el metabolismo. Probablemente una de las razones por la que se hace esta recomendación es que en diversos estudios observacionales se ha correlacionado el comer con más frecuencia con índices de obesidad menores. Afortunadamente, empezamos a disponer de una cantidad bastante significativa de estudios de intervención que analizan la cuestión y, siendo como son, más fiables que los observacionales en la búsqueda de la causalidad, vamos a conocer algunos de ellos y sus resultados. Dos de los más recientes son de 2012, "Effects of increased meal frequency on fat oxidation and perceived hunger" y "Effects of Meal Frequency on Metabolic Profiles and Substrate Partitioning in Lean Healthy Males". En el primero los investigadores compararon el hambre percibida y la oxidación de grasas en un grupo de personas, cuando seguían una dieta con 3 comidas diarias y otra con 6, ambas isocalóricas, es decir, que en total aportaban las mismas calorías. No se encontraron diferencias significativas en la oxidación de grasas (o "quemado" de las mismas), y la sensación de hambre reportada era mayor entre aquellos que comían con más frecuencia. Por su parte, en el segundo estudio se realizó una intervención similar en otro grupo, en esta ocasión aumentando las diferencias en la frecuencia de la ingesta: 3 comidas versus 14 comidas diarias. Tampoco en este caso se observaron diferencias en la oxidación de las grasas y los carbohidratos, pero sí en la de proteínas, siendo la dieta con menor frecuencia de comidas la que mayor quemado de proteínas presentó. Y respecto al consumo de energía, también la de menor frecuencia salió mejor parada, presentando un mayor consumo basal. Para ganar el enfrentamiento por goleada, también en aquellos que con menor frecuencia comieron, la sensación de saciedad fue mayor y la
de hambre, menor. Estos recientes estudios de intervención no son los únicos que no han encontrado ninguna ventaja al hábito de comer con más frecuencia. He aquí unos cuantos más: - Increased meal frequency does not promote greater weight loss in subjects who were prescribed an 8-week equi-energetic energy-restricted diet (2010) - Compared with nibbling, neither gorging nor a morning fast affect shortterm energy balance in obese patients in a chamber calorimeter (2001) - Frequency of feeding, weight reduction and energy metabolism (1993) - Effect of isoenergetic intake of three or nine meals on plasma lipoproteins and glucose metabolism (1993) - Influence of the feeding frequency on nutrient utilization in man: consequences for energy metabolism (1991). Lo cierto es que también hay algunos estudios que llegan a la conclusión contraria, que comer frecuentemente puede aportar ventajas para la pérdida de peso. Entonces, ¿con cuál de las dos versiones nos quedamos? ¿Qué dice la ciencia? Al parecer el tema no está nada claro y las pruebas que demuestran si es mejor comer más o menos frecuentemente no son concluyentes. En 2011 se publicó la última revisión (y de las pocas existentes) sobre el tema en The Journal of Nutrition, "The effect of eating frequency on appetite control and food intake: brief synopsis of controlled feeding studies". Los autores coincidieron en que no hay evidencia científica sólida para afirmar con un mínimo de seguridad que aumentar la frecuencia de las comidas sea positivo para perder peso. Así que parece que en este caso, una vez más, cada persona es un mundo y no hay una regla universal. Y lo de "acelerar el metabolismo" me parece que no es más que otro mito más.
¿Qué es exactamente la medida de colesterol de los análisis de sangre? El colesterol es uno de los temas más polémicos en nutrición y sobre los que más desinformación y desconocimiento existe. No es extraño, ya que todavía quedan muchas preguntas sin resolver y recientes descubrimientos están cambiando bastante la forma en la que lo ven y lo tratan los médicos y expertos. Así que, con intención de llevar un poco de luz a esta situación, voy a hablar sobre el colesterol con un poco de de profundidad, con cierto nivel técnico (aunque con lenguaje sencillo y asequible), dirigido a todas aquellas personas que quieran conocer a fondo lo que la ciencia ha descubierto últimamente sobre este popular y polémico compuesto. Como siempre, desde una perspectiva didáctica, sin ningún afán de sustituir las recomendaciones que pueda darle su médico. Fíjese en la imagen de debajo. Es una representación tridimensional de una molécula de colesterol.
Los químicos solemos preferir verla de esta otra guisa:
Elija la que más le gusta, así a partir de este momento ya podrá ponerle cara cuando hablemos de él. La mayor parte de la gente identifica el colesterol como una especie de grasa que ingiere junto con los alimentos poco recomendables, especialmente los de origen animal, que se acaba depositando en sus arterias si se come en demasiada cantidad. Una imagen bastante equivocada, como iremos descubriendo. Técnicamente el colesterol es un lípido (técnicamente un esterol), de enorme importancia para nuestro organismo, sobre todo para nuestras células. Para que se haga una idea de su relevancia, le diré que forma parte de las membranas celulares (es necesario para regular su permeabilidad) y participa en la conducción interna de sus señales nerviosas y en las interconexiones neuronales. Y además es un precursor de la síntesis de la vitamina D, de hormonas y de sales biliares. Entre otras cosas. Así que la primera idea que debe descartar es que el colesterol, esa molécula de arriba, es dañino. Al contrario, es totalmente necesario para la vida. Por eso los estudios epidemiológicos evidencian que un nivel de colesterol muy bajo es perjudicial para la salud. Los alimentos que más colesterol contienen, además del huevo y el queso, son todos aquellos que también aportan grasas saturadas: Vacuno, cerdo, aves, pescado y marisco. Pero, centrándonos en el colesterol que ingerimos, este es un factor poco relevante porque nuestro cuerpo sintetiza por sí mismo la mayor parte del colesterol que utiliza mediante un complejo proceso químico. Si no comemos nada, lo fabrica en su totalidad. Y aunque comamos bastante colesterol, es probable que en nuestro hígado y otros órganos se sintetice esa misma cantidad multiplicada por tres, cuatro y hasta cinco veces, ya que
nuestro cuerpo lo necesita y utiliza en cantidades importantes. De hecho, gran parte del colesterol que comemos lo expulsamos directamente, debido a que suele estar mayormente esterificado, es decir, en su extremo (extremo inferior izquierda del primer dibujo) tiene un componente adherido que impide que sea absorbido por nuestro organismo. El colesterol que podríamos absorber es el libre o no esterificado, que es difícil de encontrar en cualquier alimento. Por lo tanto, en la mayor parte de las personas la cantidad de colesterol dietético (el que se come) tiene poca relación con el nivel de colesterol que se queda en su cuerpo o en la sangre. Sí, ha leído bien, pero lo repito para que le quede claro: En la mayoría de las personas la cantidad de colesterol que se come no afecta al nivel de colesterol en sangre. Lo han demostrado numerosos estudios, como se explica en la revisiónde 2006 “Dietary cholesterol provided by eggs and plasma lipoproteins in healthy populations”. Otro aspecto que es importante conocer del colesterol es su forma de desplazarse por nuestro cuerpo. La autopista que utiliza para distribuirse es nuestro torrente sanguíneo, como otros muchos compuestos, pero la forma que tiene de hacerlo es bastante peculiar. Al igual que ocurre con el aceite y el agua, su naturaleza lipídica lo hace hidrofóbico, es decir, insoluble en entornos acuosos como la sangre, así que sus moléculas no pueden mezclarse y moverse por el interior de nuestras arterias en su estado libre. Para salvar este obstáculo, la naturaleza ha dispuesto un inteligente mecanismo para transportar el colesterol y otras grasas por nuestra sangre, unos recipientes en los que puede encerrar su parte menos afín al agua: las lipoproteínas. Las lipoproteínas son una especie de cápsulas formadas por una cubierta de fosfolípidos, envueltas en unas proteínas llamadas apoproteínas, conteniendo en su interior triglicéridos y colesterol. Son, en definitiva, una combinación de proteínas y lípidos. La parte externa de esta cápsula no tiene ningún problema con entornos acuosos, de esta forma su interior, aunque sea alérgico al agua, se halla eficazmente aislado y se transporta con normalidad por nuestro torrente sanguíneo.
Lipoproteína quilomicrón (fuente: Wikipedia)
Cuando estas capsulas tienen más proteínas que lípidos, son más densas. Suele utilizarse esta propiedad, la densidad, para clasificarlas, habiéndose establecido los siguientes y conocidos grupos (ordenados de mayor a menor densidad): HDL (High Density Lipoprotein), LDL (Low Density Lipoprotein), IDL (Intermediate Density Lipoprotein), VLDL (Very Low Density Lipoprotein) y Quilomicrones. La mayor parte de la gente conoce sobre todo dos de ellas, las HDL (como el colesterol bueno) y las LDL (como colesterol malo), que son los términos que suelen aparecer en los análisis de sangre rutinarios. Realmente estas diferencias en la densidad son bastante pequeñas, del orden del 10%. Sin embargo, las diferencias son mucho mayores al comparar sus respectivos tamaños, siendo las HDL las más pequeñas y los quilomicrones los más grandes. Y como regla general, las más pequeñas tienen más proteínas y son por ello más densas que las grandes. Las más densas y pequeñas también suelen contener mayor proporción de colesterol que de triglicéridos en su interior. Como ya he comentado, cada tipo de lipoproteína está envuelta o estructurada por proteínas, en concreto por diferentes tipos de proteínas llamados apoproteínas. Las llamadas apoproteinas A-1 (o ApoA-1) suelen envolver las lipoproteínas más pequeñas y densas, las HDL. Y las llamadas
apoproteinas B (o ApoB) las mayores LDL, IDL y VLDL. Es probable que tras conocer un poco mejor las lipoproteínas, se esté preguntando por su origen. ¿Cómo nacen las lipoproteínas? Estos minisumergibles rellenos de grasas se forman sobre todo en nuestro hígado y en el intestino. Y los diferentes tipos de lipoproteínas realmente se van creando progresivamente, partiendo de las más grandes - que son las que se crean en un comienzo - que se van transformando en las más pequeñas según van perdiendo contenido. Por ejemplo, del intestino surgen las de mayor tamaño, los quilomicrones, que van cediendo al exterior triglicéridos en forma de ácidos grasos y fosfolípidos (para que nuestro metabolismo pueda utilizarlos para los músculos y otra gran cantidad de funciones celulares). Del hígado salen lipoproteínas VLDL, las segundas más grandes, que también en su camino van cediendo su carga al exterior y se van encogiendo y enriqueciéndose en porcentaje de colesterol, hasta llegar a formarse IDL e incluso algunas de ellas a convertirse en lipoproteínas LDL (colesterol malo). No debe caer en el error de imaginar este sistema como algo secuencial, progresivo y ordenado. Realmente la descripción no es más que una simplificada explicación de lo que realmente ocurre en nuestro organismo, ya que estos procesos están ocurriendo de forma simultánea en todo momento, autorregulándose de forma muy compleja e intrincada. Y ahora que sabe lo que es una lipoproteína y lo que significan las iniciales HDL y LDL que aparecen en sus análisis de sangre, veremos cómo casar ambas ideas. Como ya habrá deducido, cuando analizan su sangre y calculan su colesterol, lo que realmente están midiendo es la cantidad de colesterol que hay dentro de esas cápsulas que flotan en su sangre, las lipoproteínas. Las técnicas de análisis rutinarias actuales permiten separar los diferentes tipos de lipoproteínas gracias a que están envueltas por apoproteínas diferentes, por ejemplo ApoA-1 y ApoB. Por lo tanto, lo que realmente se calcula en estos análisis debe entenderse de la siguiente forma: - El colesterol total es todo el colesterol contenido en todos los tipos de
lipoproteínas juntas. - El colesterol HDL o "bueno" (a partir de ahora lo llamaremos c-HDL, precedido por la "c" de colesterol) es el colesterol que contienen solo las lipoproteínas HDL (que han sido separadas gracias a su apoproteína ApoA-1 durante el análisis) - El Colesterol LDL o "malo" (a partir de ahora c-LDL) es más difícil de obtener separado, porque su apoproteína ApoB también la tienen las lipoproteínas VLDL e IDL, así que no puede utilizarse para su identificación individual. Por lo tanto se calcula mediante una fórmula más compleja, restándole al colesterol total el resto de cantidades de colesterol que contienen otras lipoproteínas (eliminando los que suelen tener valores muy pequeños), en concreto las lipoproteínas LDL y VLDL. Representado como una fórmula quedaría así: c-LDL = (Colesterol total) - (c-HDL) - (c-VLDL) Como se sabe experimentalmente que el c-VLDL suele ser aproximadamente la quinta parte de la concentración de triglicéridos (TG) , la fórmula final quedaría de la siguiente forma: c-LDL = (Colesterol total) - (c-HDL) - (TG/5) Por lo tanto, la medida del c-LDL es indirecta. Existen bastantes métodos actuales para hacer esta medida directa, pero son complejos y caros, así que no se suelen utilizar en los análisis rutinarios. Bien, ahora ya sabe lo que realmente significan los resultados sobre el colesterol de análisis rutinarios que le hacen periódicamente. Probablemente el tema ha sido algo más complejo de lo que usted pensaba, pero es especialmente importante saber de lo que hablamos si desea profundizar aún más en el conocimiento de este compuesto. Algo que podrá hacer en próximos apartados, así que si desea abordarlos suficientemete preparado, puede repasar lo que acaba de aprender y seguir leyendo sobre el colesterol.
¿Cómo se relacionan el colesterol y el riesgo cardiovascular? Si el colesterol no es dañino y fisiológicamente es muy importante, ¿a qué viene pedirnos que lo midamos con regularidad? ¿Y alertarnos de los niveles inadecuados? Evidentemente, los médicos tienen sus razones; se debe a su relación con la aterosclerosis. Empecemos repasando lo que es la aterosclerosis. Esta patología ocurre cuando se crea la placa de ateroma en el interior de las arterias, que las rigidiza y puede llegar a obturarlas. Se sabe que el colesterol está relacionado con este proceso, porque cuando se extraen muestras de estas placas se observa que tienen gran cantidad del mismo.
Progresión de ateroma (fuente: Wikipedia)
Imaginar una de nuestras arterias taponadas (lo que se llama una isquemia o infarto) a causa de una inflamación debida a un ateroma, como el de la imagen anterior, convence a cualquiera para no comer colesterol. Pero no se precipite, porque el tema no es tan simple. Mucha gente entiende esta patología
imaginando que el colesterol en exceso se va depositando en el interior de la arteria, pero realmente el proceso es mucho más complejo. Para comprenderlo mejor hay que conocerlo con más detalle. Volvamos a algunos conceptos previos. La pared de una arteria está formada por varias capas y en el interior de la arteria, la primera capa que aparece es el endotelio. Es la que está en contacto con la sangre y es debajo de esta capa donde se genera la temida placa, que después puede ir creciendo hasta llegar al tapón anteriormente comentado. La secuencia resumida de lo que ocurre durante ese proceso es la siguiente: 1. Las lipoproteínas, sobre todo las que contienen apoproteínas ApoB (es decir, las LDL, las llamadas colesterol malo), atraviesan el endotelio, se filtran al interior y quedan retenidas debajo de esa capa. 2. En ese momento son atacadas rápidamente por células de nuestro sistema inmunitario, especialmente macrófagos. 3. Como consecuencia, entran en proceso de oxidación y se degradan, creándose el temido depósito lipídico que crece con el tiempo. Hay diversas teorías, pero no se sabe con precisión por qué las lipoproteínas LDL atraviesan el endotelio, se quedan ahí y se oxidan. Probablemente sea consecuencia de diversos factores, pero es importante tener claro que el problema no está en el colesterol que contiene la lipoproteína, sino en la lipoproteína en sí misma, ya que es la que genera la reacción posterior. Como he dicho, en la placa se puede encontrar una gran cantidad de colesterol cristalizado porque las lipoproteínas que han sido oxidadas y degradadas lo llevaban en su interior, no porque necesariamente el propio colesterol sea el origen del problema. Entonces, como hemos visto en el apartado anterior, si la medida del LDL (cLDL) nos indica la concentración de colesterol de nuestras lipoproteínas LDL, ¿qué valor tiene su medida en el análisis de sangre? ¿Cómo se relaciona este indicador con el posible riesgo de desarrollo de la aterosclerosis y del ateroma que acabamos de ver?
Antes de abordar la explicación, hay otro indicador relacionado con el LDL, del que empezaremos a hablar a partir de ahora: El número de lipoproteínas LDL o partículas, que llamaremos p-LDL (la p es de partícula), no indica nada sobre el colesterol, solo se refiere a la cantidad de estas cápsulas que se mueven por nuestra sangre. Bien, hagamos entonces algo de historia respecto a los posibles culpables. Debido a la correlación hallada en los estudios epidemiológicos, durante bastantes años se ha pensado que el simple hecho de tener mucho c-LDL es suficiente para aumentar el riesgo cardiovascular. Pero, como ya he comentado anteriormente, correlación no significa necesariamente causalidad, y en algunos de los estudios se habían obtenido datos contradictorios y se planteaban preguntas que no tenían respuestas. ¿Por qué mucha gente con cLDL elevado no tiene problemas cardiovasculares? ¿Por qué a una cantidad significativa de gente que se trata con drogas anti-colesterol se les consigue reducir el c-LDL pero siguen teniendo más riesgo cardiovascular de lo que les correspondería? Los científicos han abordado diferentes posibilidades. Durante esta última década muchas investigaciones se han centrado en buscar las respuestas en la correlación entre el riesgo y el tamaño de las lipoproteínas, que como hemos visto en el post anterior, varía bastante. Algunos resultados parecían indicar que las lipoproteínas más pequeñas se relacionaban con un riesgo mayor y las más grandes con uno menor. Parecía ser una vía interesante y con muchas probabilidades. Sin embargo, los resultados de los estudios más recientes han dado un nuevo e importante giro, abriendo una nueva puerta: El riesgo podría aumentar prioritariamente con el número de partículas. Para entender este nuevo planteamiento, vamos a interpretar lo que significa e implica tener el colesterol malo alto. Imagine que usted acaba de recoger sus análisis de sangre y está leyendo los resultados. Si su concentración de LDL está por encima de lo recomendado, significa que la cantidad de c-LDL (cantidad de colesterol que contienen sus
lipoproteínas LDL) es alta, y esto podría ocurrir por dos razones: 1. Porque usted tiene muchas lipoproteínas LDL que aportan todo ese colesterol. 2. Porque usted no tiene demasiadas lipoproteínas, pero cada una de ellas contiene gran cantidad de colesterol. ¿Es importante si se trata de una opción o de otra? Parece que sí. Uno de los estudios recientes más relevantes sobre el colesterol, “Clinical Implications of Discordance Between LDL Cholesterol and LDL Particle Number” (2011), ha confirmado lo que ya indicaban investigaciones previas: que el riesgo de aterosclerosis está relacionado sobre todo con la opción número 1, es decir, que depende especialmente del número de partículas (de la cantidad de lipoproteínas), no del colesterol que contenga cada una de ellas. Así que si su caso se engloba en la segunda opción, a pesar de tener el c-LDL elevado, como tiene pocas lipoproteínas no tendría un riesgo mayor. En la opción contraria, puede ocurrir que en los análisis de sangre usted haya obtenido un nivel de c-LDL reducido. Enhorabuena. O no. Porque pueden ocurrir dos situaciones para que esto suceda: 1. Que tenga pocas lipoproteínas LDL 2. Que tenga muchas, pero cada una de ellas contenga poco colesterol. Siguiendo el mismo razonamiento, la primera opción estaría fuera de riesgo directamente, porque como hemos dicho, pocas lipoproteínas = poco riesgo. Pero la segunda, a pesar de presentar también bajos niveles de colesterol, tiene riesgo de aterosclerosis, porque presenta muchas lipoproteínas LDL. Así que usted podría estar pensando que está fuera de riesgo porque sus análisis de c-LDL estaban dentro de los rangos recomendados, pero no será cierto. Mal asunto. Sé que todo esto es un poco trabalenguas, así que para entenderlo y visualizarlo mejor, voy a incluir unos interesantes gráficos que aporta el estudio original y que representan visualmente los datos y evidencias a esta situación. Le ruego que me dedique buena parte de su atención.
Las cuatro situaciones que podrían presentarse en un análisis con LDL elevado o bajo (que son las cuatro opciones que acabamos de ver) serían las siguientes, redactadas en términos de lipoproteínas y colesterol: 1. p-LDL alto y c-LDL alto (muchas partículas, mucho colesterol) 2. p-LDL alto y c-LDL bajo (muchas partículas, poco colesterol) 3. p-LDL bajo y c-LDL alto (pocas partículas, mucho colesterol) 4. p-LDL bajo y c-LDL bajo (pocas partículas, poco colesterol) En el estudio se analizó la evolución de incidentes cardiovasculares acumulados a lo largo de los años para cada grupo, y resultó ser la siguiente:
Analicemos el gráfico y sus resultados: ¿Cuál es el grupo que menos incidentes tiene? Pues el que está más abajo, es decir, aquellas personas que tienen el c-LDL elevado y el p-LDL bajo. Sí, ha leído bien, algunas personas con el c-LDL elevado son las que menos riesgo tienen. El siguiente grupo con menos riesgo es el representado por la línea inmediatamente superior, la segunda empezando por abajo, que son aquellos que tienen ambos niveles bajos. En la parte superior (la de más incidentes cardiovasculares) encontramos las dos líneas que representan a las personas con p-LDL alto, tanto las que tienen
su c-LDL alto como las que tienen su c-LDL bajo. Sí, de nuevo ha leído bien, algunas personas con el c-LDL bajo tienen un riesgo elevado de enfermedad cardiovascular. Por lo tanto, si en sus análisis de sangre su c-LDL es un valor por encima de lo recomendado, su médico le regañará, pero puede que usted esté en el grupo de la segunda línea empezando por arriba (le habrá regañado con razón) o en el de la cuarta (se habrá equivocado de pleno). Y si por el contrario, sus valor de c-LDL está por debajo del máximo recomendado, su médico le felicitará, pero quizás usted esté en el grupo de la tercera línea (su médico ha acertado) o en el de la primera línea (se habrá equivocado). Y todo ello es consecuencia de que el indicador que realmente da una información fiable del riesgo cardiovascular es el p-LDL, es decir, el que indica el número de partículas, no el c-LDL, que solo nos habla del colesterol que contienen. Este segundo indicador, utilizado en todos los análisis rutinarios, es solo fiable en los casos representados por la segunda y tercera línea, es decir, en los casos en los que entre ambos indicadores hay concordancia (grupos 1 y 4). Si se trata de los grupos 2 y 3 (representados por la primera y cuarta línea), diremos que hay discordancia y los resultados del c-LDL estarán subestimando el riesgo. Queda una pregunta más por responder para evaluar la importancia de toda esta cuestión: ¿De qué porcentaje de afectados estamos hablando? ¿Cuánta gente hay en cada grupo? Aunque es probable que varíe en función de las características de la población, podemos hacernos una idea de su dimensión con los datos del estudio antes mencionado. Sumando los dos grupos en los que no hay concordancia (grupos 2 y 3), se deduce que aproximadamente el 20% de la población está obteniendo unos valores de c-LDL que le sirven para más bien poco. Una de cada cinco personas. Mucha gente, pero espere: pueden ser muchas más. El 20% puede ser un porcentaje aproximado si hablamos de un grupo de "gente normal", si segmentamos más, el porcentaje puede aumentar, y mucho. Si analizamos un grupo de personas que sufren síndrome metabólico (entre un tercio y la mitad de las obesas), la discordancia aumenta y aproximadamente
un 60% pueden estar pensando que su riesgo es uno, cuando realmente es otro bastante mayor. O, en casos de sufrir diabetes tipo 2, ese porcentaje puede ser todavía mayor. En el estudio de 2012 “Evaluation of low-density lipoprotein particle number distribution in patients with type 2 diabetes mellitus with low-density lipoprotein cholesterol