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Spanish Pages 268 Year 2020
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LIBRO DE FILIPO Pedro Alonso o’choro
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Edición en formato digital: abril de 2020 © 2020, Pedro Alonso O’choro, por los textos © 2020, Magü, por las ilustraciones © 2020, Tatiana Djordjevic, por el prólogo © 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-1800-716-3 Compuesto en M. I. Maquetación, S. L. Composición digital: Newcomlab S.L.L. www.megustaleer.com
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ÍNDICE Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 A propósito de las ilustraciones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 0. Preludio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La misión: la ida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Primer contacto visual con Yilak. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Barbudos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. El poste . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Grial. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Amaliah. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7. Corte de acuerdos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8. Oro santo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. La misión: el regreso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10. La cena o de avellana y leche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11. La muerte de. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12. Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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A Purita a dos caldeireiros y a Antonio da Chora. Mi padre y mi madre. Y a Pablo. Y a Toño. Y a mi amada hija, Úriel. Y a su mamá. Y a Coco. También a mis amigos y maestros. No todos vivos. Incluso a mis pinches tiranos. Y por supuesto a ella. A Tatiana Djordjevic, mi amor, mi cocapitana, por aparecérseme de nuevo y llevarnos uno al otro de la mano y con el corazón en la boca, a una nueva orilla.
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PRÓLOGO ¿Y si, como las estrellas que tapizan el universo en expansión, hicieran falta cientos o incluso miles de vidas encarnadas para que un alma pueda crecer y elevarse en la eternidad? Muy pronto, en distintos lugares y épocas del mundo, el principio de la transmigración del alma se teorizó en los múltiples textos espiri tuales y religiosos. Su mención más famosa es sin duda la del hinduismo y el budismo, en los que la noción de «karma» (una ley según la cual cada persona está determinada por sus acciones —buenas o malas— cometidas en sus vidas pasadas) está generalmente admitida. El hombre evoluciona en un ciclo perpetuo de vida y muerte llamado Samsara o «corriente sucesiva de nacimientos», al que está encadenado. Carga con la responsabilidad de cada uno de los renacimientos que experimenta con arreglo al karma acumulado. Según los hinduistas, el hombre, perfeccionando su ser, puede liberar se del Samsara y volver a la unidad del ser inmóvil, atman, considerado como un absoluto impersonal. Para los budistas, a la luz de la experiencia del Buda, el hombre, después de cierto número de encarnaciones en la carne, acabará convenciéndose de que todo es mera ilusión y matriz, en particular el deseo, del que acaba desprendiéndose para liberarse y fundir se en lo Absoluto, llamado Nirvana. Según el Libro tibetano de los muertos (o Bardo Thödol), el principio es el mismo pero tiene una sombra: el difun to halla su última libertad cuando reconoce la luz fundamental y aprende a unirse a ella. No obstante, la creencia en la metempsicosis no solo tiene raíces asiá ticas; también encontró un eco en las antiguas tradiciones helenísticas
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y especialmente en el rito órfico del siglo v a.C., cuando, considerada como un conocimiento secreto, se reservó a los iniciados de las religiones de Misterios. Platón también la menciona en su mitología. Influido por el pensa miento pitagórico, afirma en su Timeo que el alma es inmortal pero posee una naturaleza imperfecta, por ser dual. Atrapada en un cuerpo de carne y en una realidad material a causa de la atracción que siente por los bienes efímeros, está condenada a vagar de vida en vida. Y aunque cada reen carnación está determinada por las experiencias de una vida anterior, el hombre puede alcanzar la liberación si tiene una conducta moral y prac tica la filosofía y la contemplación de lo bello y lo bueno. Solo por esta vía puede el alma vivir en paz entre los dioses. Bajo la influencia del neoplatonismo, los gnósticos, que fueron de los primeros cristianos, difundieron ampliamente la teoría de la reencarna ción, adoptada por los coptos de Egipto. No fue hasta el siglo vi d.C. cuando la Iglesia, en proceso de estructuración, excluyó en el Concilio de Constantinopla del año 553 todos los textos que hacían referencia a la transmigración del alma. Algunas corrientes del islam llamadas esotéricas, como el sufismo, tam bién admitieron la transmigración como principio fundamental del ciclo evolutivo del alma. En distintos grados, la reencarnación fue, por tanto, una creencia admitida en distintas tradiciones del África subsahariana y de los nativos americanos. Recientemente, en los años setenta, varios psiquiatras estadounidenses (los más conocidos son Edith Fiore y Brian Weiss) descubrieron inopina damente regresiones a vidas anteriores gracias al trance hipnótico. Lo que debía ser una sesión clásica de hipnosis clínica se convirtió en un viaje a una memoria residual. Los dos médicos animaron entonces a sus pacien tes a desarrollar el relato del que eran testigos, ayudándoles a enfrentarse con acontecimientos conflictivos, dolorosos o traumáticos que jalonaban esos recuerdos inmemoriales. ¿Son estas experiencias simples proyecciones mentales? ¿El ejercicio de un sueño despierto o la pura fantasía de la mente? Me han hecho estas 8
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preguntas muchas veces, y merecen destacarse. Si hoy la ciencia realiza investigaciones serias sobre la herencia epigenética (teoría según la cual la memoria de los antepasados puede transmitirse a los genes de su des cendencia), también cabe preguntarse si el hombre posee una conciencia superior y si guarda recuerdos de esta conciencia superior. Hoy por hoy, lamentablemente, la ciencia no puede dar respuestas claras y definitivas a estas preguntas, y aún es incapaz de demostrar o re futar un argumento o su contrario con resultados convincentes. De modo que dos verdades, de entrada paradójicas, pueden coexistir perfectamente sin que se descarte una de ellas. En estas circunstancias cada cual debe ser libre de sacar sus propias conclusiones con arreglo a sus creencias, reflexiones o experiencias personales. Sin embargo, tanto si estos recuerdos son vestigios de un pasado real mente vivido como si no lo son, siempre es interesante hacer balance de las experiencias recordadas bajo hipnosis. Muchas veces los pacientes, al desprenderse de residuos emocionales antiguos, sienten cierto alivio y adoptan comportamientos nuevos frente a sus dificultades diarias, con una perspectiva diferente de sus conflictos personales. Son muchos los que durante estas sesiones conectan con su sabiduría interior y encuen tran así elementos de respuesta a problemáticas que en plena conciencia parecían hasta entonces insolubles. He aquí uno de los motivos por los que he decidido formarme en esta práctica. La aventura humana narrada en unos relatos ordinarios y extraordinarios a la vez, así como la pro fundidad de las conversaciones a las que he asistido, me han ayudado a aprender del otro, a verle y escucharle con más empatía. Pero adentrarse en esta senda, parecida a una iniciación, requiere valor para enfrentar se a las propias tinieblas, para verse con cierta distancia en una dimensión nueva. Con estas nuevas consideraciones, pertinentes, el individuo ad quiere una lucidez de la que pueden extraerse muchas lecciones, tanto para él, viajero, como para su acompañante. Cuando conocí a Pedro, hace ya dos años, él no tenía una opinión formada sobre el asunto, pero por curiosidad natural estaba abierto a experimentar el proceso y a construir su idea particular. Fue así como
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una noche de febrero, en Giverny, ambos viajamos a un pasado antiguo. Al término de la sesión los dos estábamos emocionados por esa historia antigua, pero con una resonancia que nos parecía muy moderna. Nos hallamos ante una ventana que se abre a una percepción, una reflexión profunda sobre el ser humano y la trama política en la que se mueve. Es uno de los motivos por los que Pedro optó por escribir y compartir la historia de Filipo, pues en cierto modo, a través de él, muchos pueden identificarse con sus dificultades y sus dudas. Filipo es un soldado con la cabeza en su sitio, un fino estratega pero de temperamento sanguíneo, a las órdenes de una autoridad prestigiosa a la que sirve con lealtad. Destinado a un brillante porvenir militar y político, se encuentra en una encrucijada decisiva de su vida. Debe tomar deci siones y entablar luchas que tendrán un impacto definitivo en su futuro. Aunque este futuro se le presenta prometedor, el hombre está destro zado y arrastra consigo una furia que actúa como un veneno de efectos devastadores. Podrá escoger entre dejar que se endurezca y seguir su ca mino hacia un destino victorioso o canalizarla para tomar una senda bien distinta. Pero para encontrar su propia verdad, ¿qué riesgos es capaz de correr? ¿Está dispuesto a perderlo todo? Sin saberlo realmente, irá al encuentro de una verdadera revolución interior que hará estallar el conflicto entre su furia y su miedo y la gene rosidad de su amor, entre atracción y repulsión, entre orgullo y honor y humillación y vergüenza, entre confianza y duda, entre inquietud y quie tud. Todo un abanico de sentimientos naturales, pero también de duelos que tendrá que aprender a reconocer y superar. Por difícil que resulte abrir una mirada lúcida sobre sí mismo y enfrentarse a ella, gracias a un encuentro y a la construcción de una amistad con lazos fraternos, Filipo acometerá el trabajo iniciador y transformador que le llevará a preguntar se sobre lo que es esencial y justo. Al final, después de haberse supeditado a lo que le es ajeno, a lo desco nocido, deberá ante todo olvidar lo aprendido y desprogramar todos sus prejuicios. Es en ese preciso instante cuando la magia puede intervenir, 10
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cuando su conciencia y su corazón se abren a nuevas eventualidades, a oportunidades potenciales. De estos dos hombres tan opuestos, pero unidos por una profunda amistad, hay mucho que aprender. Antes que nada, una lección de valen tía, la valentía de expresarse con honradez y humildad manteniendo su integridad moral, incluso cuando el miedo encoge el estómago y el peligro acecha. Es con este último acto de libertad como el hombre puede libe rarse, mas para ello primero debe asumir una responsabilidad ante sí mismo y ante los demás. Una responsabilidad que, sobre todo, consiste en apren der a vivir. Pues lo que ignoran los hombres es que nacen medio vivos y mitad humanos. Vivir y convertirse en ser humano es un aprendizaje lar go y completo que requiere saber respirar, mirar, escuchar, sentir, tocar y amar con una aplicación especial. Los niños tienen el instinto de la vida porque están presentes a sí mis mos, pero este instinto se pierde al crecer, con los traumatismos sufridos o la programación mental a la que son sometidos para integrarlos en los marcos estructurales formados por la sociedad. Crecemos con la culpa bilidad de ser, y con la tristeza de no ser conformes a nuestra naturaleza profunda, porque se ha reprimido. ¿Acaso no es este el pecado que mencionan las religiones monoteístas? Del arameo kata y del hebreo hatta’t la palabra «pecado» se traduce literal mente por «errar el blanco», e indica un error que debe rectificarse, como, por ejemplo, el estar descentrado. ¿Acaso saber vivir no es aprender a estar centrado? Estar centrado requiere evidentemente colocarse en la buena frecuen cia energética, tener una intención clara y acompañarla con un pensa miento justo, un lenguaje justo y una acción justa. Este ejercicio sin duda necesita un esfuerzo constante, pero a la larga es muy gratificante. Y es una de las valiosas enseñanzas que el amigo de Filipo le transmitirá. Más que una revolución ideológica, este libro pone de relieve otra forma de revolución, esta vez política. Frente a la vieja autoridad rígida, pretenciosa y esclerosada por la co rrupción, Filipo, que es un eslabón fuerte de ella, no optará por la obedien
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cia ciega. Este comportamiento le llevará a veces a tomar decisiones ta chadas de individualistas. Pero en los tiempos que corren su proceder plantea algunas preguntas importantes. ¿Por ser un soldado de la nación, está obligado a hacerse cómplice de los abusos de un imperio que tiene una política destructiva, cuyos planes son la sumisión, la explotación y la humillación del territorio convertido en vasallo? Y si el hombre reniega de una política agresiva, haciendo lo que le dicta su conciencia, ¿eso le convierte en un traidor a su nación? En definitiva, ¿qué es peor, traicionar a la patria o traicionar a la humanidad? La Historia nos muestra muchos ejemplos lamentables del comporta miento egoísta de hombres todopoderosos, codiciosos, violentos, belico sos, cuya autoridad tuvo consecuencias desastrosas por el enorme daño causado, y todo porque ninguna persona clarividente supo o pudo atajar sus horrores y, por miedo, más bien los acrecentó a veces. Creo que cada individuo tiene la responsabilidad de determinar su posición en la sociedad, de ponderar los pros y los contras, de sopesar lo que es justo y lo que no, de apelar a su conciencia y obrar en consecuencia y con audacia. He aquí lo que inspira el ejemplo de Filipo, y en estos tiempos tan cruciales en que empezamos a pagar el precio de un capitalismo desme surado, este razonamiento cobra mayor fuerza. Muchos se sienten herederos de un sistema que en realidad no han elegido y, frente al mastodonte, algunos se ven completamente desarma dos. Lo cierto es que en el transcurso de unos pocos decenios la máquina se ha embalado, la brecha entre los ultrarricos y los más pobres se ha ensanchado enormemente y nuestras conciencias, adormecidas por unos medios que transmiten machaconamente información no siempre verifi cada, todavía parecen anestesiadas. No obstante, a la mayoría de nosotros nunca se nos pasaría por la ca beza la idea de vivir con un montón de basura dentro de casa, y entonces me pregunto: ¿acaso el planeta Tierra no es una extensión de nuestra casa? ¿No es un organismo vivo que merece ser tratado con consideración y respeto? 12
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La verdad es que hoy, a causa de nuestras grandes industrias occi dentales que a menudo tienen un comportamiento cruel con nuestro ecosistema, dejamos que nuestros ríos, mares y océanos se contami nen con vertidos sumamente tóxicos o con nuestros propios desechos plásticos. La mayoría de los bovinos, aves de corral y porcinos se crían para matarlos rápidamente en unas condiciones intolerables, como si carecieran de una inteligencia emocional o fueran incapaces de sentir miedo y sufrir. Contaminamos nuestros suelos con un número incalculable de pestici das, y nuestros cuerpos con los productos químicos en los alimentos que ingerimos, además de toda clase de cremas y champús químicos que nos untamos y que se infiltran en nuestra sangre. También está comprobado que ingerimos microplásticos y que el aire que respiramos está contami nado; hasta nuestro planeta se desplaza ya por el universo arrastrando un anillo de basura espacial. Por no hablar de nuestras muchas adicciones, como los medicamentos de los que abusamos, el alcohol, el tabaco o las drogas para paliar un estrés constante o un malestar. Nuestro sistema ha propagado un veneno lento e insidioso para nuestros cuerpos, nuestros animales, nuestras plantas, nuestra agua, nuestro planeta. En estas condiciones, no es de extrañar que el cáncer sea la enfermedad del siglo. Y aún menos que, con una humanidad que vive en un caos interior, el mundo en el que evoluciona sea igual de caótico. Por consiguiente, y en distintos grados, tenemos la perentoria necesidad de hacer una limpieza general. El momento es importante, porque con el cambio climático nos en frentamos a un ecocidio, al cual, consciente o inconscientemente, partici pamos todos. Frente a las empresas poco cuidadosas con las condiciones de trabajo y el medioambiente, permanecer en una especie de letargo consumista es una forma de participar en estos prejuicios. No obstante, la desobediencia mediante el boicot, como hacen Filipo y Yilak, puede tener efectos inesperados, porque tomar la decisión de no elegir o comprar un producto en lugar de otro es también una forma de restituir nuestro po der personal. Al final, nuestro destino común está en nuestras manos.
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A nosotros nos corresponde pensar la manera en la que queremos escribir nuestro futuro porque aún estamos todos juntos a tiempo de establecer la diferencia, en el intento de realizar el sueño común del respecto a uno mismo, al otro y al medioambiente. Tatiana Djordjevic
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A PROPÓSITO DE LAS ILUSTRACIONES Magü en unas líneas… Del antiguo persa magus, es una referencia al mago, a la magia. Pero ¿qué es realmente la magia? Olvidada por los hombres que optaron por un racionalismo cartesiano (objetivamente útil para comprender mejor el mundo), ha tenido que so portar frecuentes burlas y tópicos, de los que le cuesta deshacerse. Pero la magia nunca ha dejado de existir realmente. Silenciosa, ha atravesado las edades gracias a la fuerza de las creencias. Parte del principio de que cada hombre puede ser un catalizador potencial que no necesita intermediarios para entrar en contacto directo con la energía que rige el mundo y el uni verso. Este contacto puede asumir distintas formas, puede ser un primer latido de corazón, una respiración profunda, una mirada extasiada ante los colores tornasolados de una puesta de sol, una ola de estremecimientos al escuchar una música emocionante, lágrimas de felicidad cálidamente vertidas, un entusiasmo trascendente, el amor, los sueños, etc. Ambos, Pedro y yo, hemos tratado de reflejar en nuestras pinturas los sentimientos y emociones suscitados por esta mística. Yo en el trabajo abstracto y la ornamentación minuciosa, Pedro a través del desarrollo figurativo, a menudo totémico. Con estas obras realizadas a cuatro manos hemos tratado de superarnos individualmente para alcanzar una identi dad común y un resultado que nunca habríamos podido igualar de haber acometido esta labor por separado. Una mirada nueva, y una visión co mún emergente fruto de un reparto y un intercambio que dio vida a Magü un día de enero de 2018. Tatiana Djordjevic
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París, Giverny El 29 de enero de 2018, aterricé en París. Al salir del hotel, en el barrio de Montmartre, ya por la tarde, y sin apenas un plan previsto, acabo subiendo hasta la plaza de los pintores y la basílica del Sacré-Coeur. Y arriba, me encuentro con «la vista», sin tener ni idea antes de llegar de que desde allí podía ver lo que la vista ofrece. París a tus pies. Esa promesa. Ese espectáculo. Tantas veces pospuesto, está esperando por ti. Y ahora es la hora. Llegó a convertirse en una recurrencia a lo largo de los años. Varias veces aparecía la posibilidad de ir a la capital de Francia, y por un motivo u otro, al final siempre se volvía imposible. Circunvalé la «ciudad de la luz» varias veces en furgoneta, cuando trabajaba en la Fura dels Baus, durante aquella gira que nos hacía cruzar Europa una y otra vez, de arriba abajo. Tenía entonces veintidós o veintitrés años, pero cuando yo les decía a mis colegas de la compañía: Dejadme aquí, ya llegaré al bolo —donde fuera que se celebrase la siguiente actuación—, siempre había alguien que se encargaba de demostrar que si bajaba, me sería imposible llegar en hora a nuestro próximo destino. De modo que me tuve que conformar en más de una ocasión con ver la torre Eiffel en la distancia. Literalmente.
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Como en un sueño que, por alguna extraña fuerza, se resistía. Y así en cada ocasión que la posibilidad se hacía presente. Años después, incluso llegué a estar en la misma puerta de embarque de un avión con el billete en la mano, hasta que alguien anunció por megafonía que todos los accesos a París estaban bloqueados por una monumental tormenta de nieve. Otras veces, cuando quería, no tenía dinero. Daban igual las razones. Visto desde hoy, solo cabe pensar que semejante espera estaba configurando un valor que se hacía más y más grande a cada paso. Como si una conciencia invisible, casi perversa, se entretuviese en retrasarme, en hacer lo imposible para evitar que llegara a donde estoy a punto de arribar, precisamente ahora. Tras ver cómo cae la luz desde el mirador, bajo las escaleras y deambulo por las calles. Hay días, me digo. No corras. Has estado más de un año y medio sin parar. Date una tregua. Tú no pienses. No calcules. Ni tan siquiera te informes. No decidas. Camino hacia delante. Pero también hacia atrás. Sin rumbo. Todo lo que veo es precioso. Ya oscurece, busco una terraza. En las terrazas hace calor, a pesar del frío. Aún abiertas, están preparadas con puntos calientes, para disfrutar al aire libre, como esta que elijo. Pido algo de cenar. Algo ligero. Cuando llevo apenas un par de minutos ahí, ella cruza. Aún no lo sé, pero se llama Tatiana Djordjevic. Me rebasa, gira la cabeza, nuestros ojos se encuentran. Un segundo, stop. Y es su cuerpo y no su mente quien responde. Gira sobre sus pasos, se acerca y comenzamos a hablar. Repito. Es lunes 29 de enero de 2018. Nunca he reparado especialmente en las fechas. Ni suelo acordarme. Pero quiero que conste. 20
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Desde ese día, nos conocemos. Aunque hoy he de reconocer que decir tal cosa no es preciso en absoluto. Lo que va a pasar solo se explica tras haber coincidido antes en otra vida. Y hoy, 9 de febrero de 2018, solo once días después, me atrevo a asegurar que han sido varias. Aunque esto es algo que ya sospechábamos el día 4. Ella también. Como sabíamos que nosotros no íbamos a besarnos. Estaba claro para mí. Y para ella, sin yo intuirlo, también lo estaba. No iba de eso. Aun así, el sábado 3, fuimos al teatro de Peter Brook; en un momento se destempló, se echó el abrigo por encima, pegado su hombro al mío (así lo hicimos desde el paseo del día 31, naturalmente y con absoluto y santo respeto, casi como si fuéramos ángeles en una película de Wim Wenders), y cuando al final de la función empezaron los aplausos, sin previsión posible que lo imaginase, nos besamos. Fue algo ajeno al control. No es una frase. Es un hecho. Un big bang. En algún momento dije, refiriéndome la gente: «¡Que se vayan! ¡Que nos dejen solos!». Era una broma. (¿Lo era?) Cuando llegamos el domingo día 4 a Giverny para ver la casa de Monet, donde él mismo diseñó los jardines para luego pintarlos, alguien nos baja a tierra. —Lo sentimos, pero no. Es imposible. Todo está anegado. La casa hotel en la que Tatiana reservó habitación es preciosa. No saldremos de ahí hasta la hora de irnos. Al día siguiente, cuando se acerque la noche. El mismo día 4, cenaremos platos que parecen obras de arte. Y lo son. Todo funciona de este modo entre nosotros. La realidad despliega como un manto su regalo y su misterio. Que nos cubre. Pura confianza que se nos revela en tal grado que todo parece posible. No es una forma de hablar. Cualquier cosa. Solo hay mimo. En algún momento, Tatiana dice: —¿Quieres que te haga una regresión? La miro.
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Una regresión a vidas pasadas. La sigo mirando. —Soy hipnoterapeuta. Si quieres, podríamos intentar viajar a alguna de tus otras vidas. Quien me conozca y esté leyendo esto ya intuye que, si quien me lo propone me despierta confianza, y es el caso, ni por un segundo se me va a pasar por la cabeza, ante semejante proposición, decir no. De modo que tras el postre nos dirigimos a una habitación y de su mano, madame Djordjevic, la hipnotista, me hará viajar a un otro tiempo. Los pliegos del abanico que han ido abriéndose en las últimas jornadas tienen en ese punto una nueva inflexión que se alinea a cada una de las sacudidas anteriores. Cada una de ellas extraordinaria. Elocuente. Esotérica. Tribal. Mágica. Irresistible. Viajamos en la regresión hasta el tiempo de Yilak. Viajo hasta allí. Como Filipo. Y lo hago acompañado de la mano de Tatiana. Sus dones. En los que confío y confío y confío a cada paso. A la altura del fin de semana, el alineamiento vuela y va más allá de lo imposible. Es un hecho. El día después, sábado, la encargada de la casa dice: —Tenemos que irnos. ¿Os importa si os dejamos solos? ¡Y nos dejan solos! Realmente nos dejan solos en la casa. Así lo pedimos. Como en un juego. (Sin decírselo a nadie más que a los invisibles.) Nos reímos. Aunque viniésemos aquí con la intención de ver los jardines de Monet, no podemos evitar reconocer que otro bien distinto nos espera. La nieve cae. Cae como cae la nieve un día de esos después de treinta años.
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Cae. Y nosotros estamos sentados, solos, como así pedimos, frente a una ventana antigua, en sendas butacas rojas, grabando un audio del viaje de la noche anterior, el de la regresión, que nos ha llevado juntos al año cero.
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la ida, nueve días antes de la muerte de
1 Caballos. Mis regresiones parecen empezar siempre con caballos. Esta primera también. Es curioso, teniendo en cuenta que soy, en mi vida presente, absolutamente alérgico a su pelo. Mucho más que al de los gatos, que también me producen alergia y que también amo. Pero si los gatos me parecen magnéticos, siento una muy especial y honda conexión con los caballos. Algo distinto. Y, sin embargo, apenas puedo acercarme a ellos. El rechazo de mi cuerpo aparece rotundo en cuanto los respiro, y se multiplica imparable hacia el colapso. Tatiana, también conocida como madame Djordjevic, la hipnotista o Mrs. Bird, dice: —En algún momento podemos «preguntar» al respecto. La miro. —¿Hacer una regresión para desentrañar el misterio, quieres decir? —Eso es. —Muy bien. Voy a caballo, como decía. Al principio de la primera regresión, tras la confusión y el desenfoque de los primeros momentos, empiezo a ver claramente que voy a caballo. Y está bien. Todo en orden. Cruzando el llano. —¿Qué haces? —pregunta Mrs. Bird. Voy en busca de una mujer.
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—Con Malatesta. Mi caballo y yo. No solo de viaje. Es decididamente mucho más que eso lo que me fue encomendado. Tiempo después, cuando todo lo que tiene que ver con esta vida pasada que empieza a desplegarse ya está en marcha, reflexiono. ¿Me envía mi amigo (ya dentro de la historia) en busca de aquella mujer para que, además de conducirla hasta él, me pueda tomar un tiempo a solas? Así es. No hay duda. Él sabe lo que se hace. Mi amigo. Las cosas con él siempre son más de lo que parecen ser. Lo sabe de repente. Eso es lo que lo hace distinto. Pero, cómo explicarlo, no hay premeditación en él. No hay cálculo. Simplemente percibe que, dadas las circunstancias y el momento de tensión que vivimos, estoy a punto de convertirme en un problema. Al mismo tiempo siente que quiere volver a ver a la mujer, tiene que hacerlo, y entonces decide matar dos pájaros de un tiro. «Quiero que vayas a buscar a alguien.» Porque también sabe, sin haberlo pensado, que serán varios días de silencio hasta llegar al lugar, encontrar a la persona y volver. «Tendrás tiempo de tomar distancia. Reposar la información. Aplacar tu fuego.» Es algo que habita el aire cuando él decide. Una forma de clarividen cia. No siempre lo tuve claro entonces, me hará falta toda una vida y más para entenderlo. Pero ahora mismo voy a caballo, decía, y me pregunto: ¿por qué ella? No dejo de rumiar al respecto durante toda la travesía. Esta mujer, digo. ¿Qué necesita alguien como él de ella? La situación, lo iré recordando más tarde a medida que vayamos en trando en la regresión, es decididamente para nuestro grupo (he dicho 28
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nuestro) realmente complicada. Tensa. Más y más dura. La presión crece y se desborda día a día. Aunque no será hasta mi regreso, días más tarde, cuando todo se precipite y compruebe realmente hasta qué extremo. Has ta qué punto todo se dirige de forma irreversible hacia el colapso. Cabalgo a buen ritmo durante casi tres jornadas hasta el pueblo donde se crio mi amigo para ir a encontrar a una mujer de la que no sé absolu tamente nada y, para mi asombro, lo hago sin ninguna otra información más específica. Porque confío en él. En mi amigo. Es un hecho. Pero aun así, me resulta inaudito cabalgar en busca de alguien durante días sin la más mínima certeza de a quién busco. Nada sobre quién es, más allá de su nombre. Cuál puede ser su papel en todo lo que se está desplegando. Y, sin embargo, aquí estoy. Dispuesto a cabalgar de cabeza hacia la nada, porque mi amigo me lo ha pedido. Cuando llego al pequeño pueblo, pregunto por ella. La señora Yodi. Es una persona mayor. Una mujer en apariencia sencilla, que pareciera haberse dedicado toda la vida a trabajar en las labores del campo y de la casa. Podría ser su abuela. Pero no lo es. Le digo quién me envía. No hace falta más. Apenas el tiempo para entrar en el hogar y avisar a los suyos, coger lo imprescindible, y estará lista para iniciar la ruta. A un tiro de piedra, achino los ojos. Parece una mujer humilde. Casi una anciana. ¿Cuál es su secreto? Lo hay. No puede ser de otra manera. ¿Por qué la necesita ahora?
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2 Tiene que haber algo más. Algo más de lo que la mujer dice. Durante el viaje de regreso, lo intento varias veces. Sonsacarle algo. Pero ella no parece saber más de lo que cuenta, ser otra cosa que la que dice ser: una mujer de campo. O quizá solo está jugando conmigo. Y no quiere desvelarme nada. —¿Por qué crees que me ha enviado a buscarte? —le pregunto. —¿No te lo dijo cuando te lo pidió? Niego. —No lo sé —responde. —Ya. »Pero imaginas que será por algo —insisto. —Sí. No sé. —No has dudado en dejarlo todo y venir conmigo. —Si lo conoces y lo aprecias, tú sabes que con él es imposible negarse. —Ya. »¿Lo conoces de siempre? —Sí, claro. Lo vi crecer. Hasta que fue necesario para él indagar más allá de su pueblo en busca de respuestas. Y marcharse —explica. —¿Y sabes a dónde fue? —No. Solo sé que desapareció. Durante un largo tiempo nadie supo de él. Hasta que un día volvió de la nada. Y entonces empezó todo. —¿Y antes? —Antes, ¿qué? —¿Cómo era él? De niño. —¿Cómo era él? Desde pequeño llamaba la atención por sus explica ciones. Las cosas que decía. Cómo hablaba. Lo que preguntaba. A quién le preguntaba. Podía entrar en cualquier sitio, incluso en el templo, daba igual quién estuviese. Y ponerse a hablar de cualquier asunto con quien fuera. —¿Y contigo? También se dedicaba a hablar. —No. Venía a mi casa a comer dulces. —Se sonríe. —Ya. 30
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—Está mal que yo lo diga, pero no hay otros dulces como los míos. Ve nía, algunas veces, sin previo aviso, algunos días en que se sentía llamado por el olor de mi cocina. Le gustaba meterse debajo de la mesa. —Y aparecer de la nada. —Sí, justo eso. Y a mí me encantaba que lo hiciese. Siempre le quise como si fuese un hijo. Era difícil no hacerlo. Tú también debes de quererlo mucho si has venido hasta aquí a buscarme sin saber por qué, solo porque te lo ha pedido. ¿Cómo está él? Cuando escucho la pregunta de la mujer, mi mandíbula se separa del res to de mi rostro y se deja caer. Como en la cara de un perro. Una bocanada de aire cálido con sabor a tierra entra en mis pulmones. Pienso. Esta mujer no me miente. Y sin embargo hay algo que no me quiere decir. Algo que calla. Algo que se esconde agazapado detrás de esta pregunta: ¿cómo está él? Un aluvión de impresiones mezcladas de aquello en lo que mi vida se ha convertido revocan desde mi estómago y me llenan de ácido la gargan ta. Miro hacia el horizonte. Quisiera responder lo que sé. Lo que, cuando estoy con él, percibo y siento. Eso que es tan vivo y tan simple. Pero al mismo tiempo sé que una amenaza se cierne más y más sobre mi amigo amado, cada día que pasa. Algo terrible. Y no me salen las palabras. No consigo dormir. No quiero dormir. El misterio se abre y se ofrece ante mis ojos, inmenso en el cielo, como las llamas de esta lumbre que nos calienta en la noche. Como un aliado. Me recojo entre las pieles de mi zurrón. Y al hacerlo, más expuesto probablemente de lo que nunca estuve, siento la mano del eterno invisible. Yodi. La mujer que llevo de camino, duerme. Observo su respiración entregada al sueño. Parece no tener problemas con hacer noche en medio de ninguna parte, junto a un extraño que es, además, a pesar de la barba que disimula mi origen, un extranjero.
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Un extranjero que ahora se ha dejado barba. La barba invisibiliza. No me hace un igual, no sirve para hacerme pasar por alguien del lugar, pero difumina los perfiles. Ella ha dicho: «Que él te lo haya pedido ha bastado para que cabalga ses a mi encuentro durante días». Igualmente, ella ha recibido la llamada y únicamente se ha tomado el tiempo para avisar de su partida, preparar un pequeño hatillo y decirme: «Adelante». Ninguna pregunta sobre mi origen. Nada como: ¿qué hace un romano que soñó con la milicia desde niño, alguien que juró fidelidad eterna al Imperio, moviéndose por esta tierra de la mano de un hombre al que tu antigua gente considera a todas luces un rebelde y un enemigo? ¿Cómo has llegado hasta aquí? La brisa seca de la montaña comienza su ronda en la noche. ¿Qué pensarán de mí los de mi tierra, todos aquellos de los que fueron míos, cuando algún día sepan todo lo que fue de mí? Bien lo sé. Y, sin embargo, nunca antes me pareció tan hermoso el brillo de las estrellas. El hombre que está tumbado junto al fuego, al parecer, soy yo. En otra vida. Hoy, dos mil años más tarde, su vida se ha convertido en un mapa sobre la pared de un apartamento de París, en el que Tatiana y yo intentamos ubicar todas las piezas. Cuando estaba a estas alturas de la regresión, señalo, únicamente sé que tengo una misión: encontrar a una mujer. Y hacerla llegar hasta mi amigo. La travesía me llevará días. Por mi aspecto, sabemos que no soy alguien del lugar. Quizá por eso me he dejado barba. Quizá no, y solo responda a que la urgencia apremia y es momento de concentrarse únicamente en lo que importa. Lo que importa ahora, llevar ante mi amigo a esta mujer, es, al mismo tiempo, un misterio que no acaba de aclararse. Se deduce de ello que lo que 32
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importa ahora me hace traicionar lo que fui. Mi forma de ser antes de esto. Probablemente no solo mi forma de ser. Lo que importa ahora se contradice con aquel que fui. Todas las preguntas que podría haber hecho sobre la misión que mi amigo me ha encomendado, no se las hice. Me bastó saber que era necesario para él ir a buscarla. Pero, cómo explicarlo, flota en el aire la sensación de que, antes de él, los cometidos eran órdenes, tareas, mandatos que cumplir, obligaciones. Pero ahora la situación ha cambiado. En esencia. Decir que ir a buscar a la mujer es una misión para mí quiere decir que antes de ahora un animal herido mordía y mordía sin fin dentro de mis entrañas. Y con nada conseguía apaciguarlo. Y ahora... Ahora todas las preguntas que debía haber hecho antes de salir hacia la nada, no las he hecho. Y sin embargo, creo.
3 Después de conocer a Tatiana, a principios de año, continué mi viaje por la vieja Europa. Así lo había previsto antes de conocerla. De París a Luchon, en los Pirineos. Y de allí a Italia, con la intención de recorrerla de sur a norte. Llego a Roma. A mi atención, en esos días, apenas le sobra fuerza para enfocar en todo lo que la ciudad ofrece. El primer encuentro con Mrs. Bird en los días precedentes, su impacto, se imponen con su energía magnética como una canción antigua. No sé si nos conocemos de otras vidas. No sé si nos veremos en las próximas. Me resisto a entregarme a esa mirada. Esa tentación del amor romántico presta a imaginarse en otra civilización y otro lugar, otro momento de la
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historia, para confirmar que un amor es verdadero, me pone alerta. De ser cierto, ¿quién te asegura, además, que lo vivido entonces haya sido de color de rosa? Estoy en Roma. Después de París. Después de Luchon, decía. Antes de Venecia. Recibo los estímulos en la medida que puedo. Pero no empujo las cosas. En cierto modo, estoy en shock, integrando mis sensaciones ante esta puerta invisible e inmensa que se abre, que en realidad lleva abriéndose desde hace más de dos años, especialmente desde mi viaje a México. Reconozco que, tras la descarga de París, soy atención atenuada. Pero mi espíritu lleva tiempo reactivándose. De otro modo. Eso es. Decididamente, todo lo que sucede tiene aspecto de ser una vuelta en toda regla hacia el instinto. Y el misterio. Donde no hay reglas. No entro en ningún lugar. Simplemente me dejo ir por las calles. Y escucho lo que vibra, casi desmadejadamente. En un mensaje a Tatiana desde Roma, escribo. Sé lo que es sentirse fuerte y joven en este lugar. No me refiero al ahora. (Sí. Yo he estado aquí en otro tiempo.) Hablo de cuando fui Filipo. Así me llamaba. En la otra vida a la que regresamos en la sesión de hipnosis. Un tipo listo, Filipo, a su manera obtusa, ya hablaremos de esto. Fuerte. Decidido. Capaz. Con todo lo que se precisa para ser uno de los elegidos en la esplendorosa milicia del Imperio. Uno de los destinados a crecer en el organigrama militar. Porque lo tengo todo. Todo, menos el control necesario cuando la bestia me habita. Fuerza. Nervio. Y un cuerpo duro y voraz que resiste cualquier carga que proceda. Tengo la marca de un caballo nacido para la lucha. Si quiero algo, lo tomo. Llamo a la puerta y ya entré. Quiero lo que quiero, ¿no te 34
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das cuenta? ¿A qué estás esperando para complacerme? ¿Y si alguien se resiste, si alguien osa ponerme freno? Fuego. Un fuego no precisamente cálido que, según parece, es impres cindible para mis intenciones. Tengo todo lo que es necesario para la guerra. Esto es así. ¿Qué mal puede golpearme? Estoy hecho para ganar cada batalla. Soy lo que cotiza. Y mis compañeros lo saben. Un elegido. Mi mentor lo sabe. Quien me mire a los ojos, lo sabe. Pero nunca nadie sabe o ha de saber qué es eso di fuso e incierto que me falta. Me carcome. Eso que convierte mi no siempre tan alegre fuego en una corriente amarga de ruido y furia. He dicho. Si quiero algo, lo tomo. Si te resistes, allá tú, igual lo tomo. No te resistas. Porque además voy a cobrarme la factura del que se oponga a mi negocio. Así van las cosas. Así son. Me da igual quien seas. Todo está bien como está para mi plan perfecto. Hasta que progresiva mente empiezan a virar las tornas con mis compañeros de milicia. Bueno. Si he pelear también con eso, adelante. Ellos intrigan. Uno lo percibe. Cada vez más y más a mis espaldas. Las voces corren cuando las bestias andan sueltas. Dicen que soy un peligro. Un peligro que una y otra vez se desahoga. Un peligro que no tiene intención de parar en la espiral amarga de las agresiones. Mejor tener cuidado con él. Alguien como Filipo, por otra parte, despierto, alegre por lo demás alguna noche, hecho para triunfar y para el mando. Claro como el agua. Lo estoy. Ningún problema, entonces. Aunque empiece a ser evidente que algo no funciona. —¿Qué te pasa, Filipo? ¿Se puede saber qué pretendes? Un batallón me ha llevado ante el que es mi mentor y la única figura a quien alguna vez escucho. Estoy oficialmente preso. Esta vez he hecho daño a quien no debía. Ahora no es el momento de
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hablar. Lo he destrozado. Lo he roto. El juego no tiene gracia. No es el momento ahora de justificarse. —Esta vez, además, el problema es que has hecho algo más que daño a quien no corresponde, Filipo, ¿dónde tienes la cabeza? Has humillado a un superior directo. Ni la fiesta, ni la noche, ni el alcohol, ni siquiera mi ascendencia sobre ti nos van a servir esta vez para atenuar lo que ha pasado. Has cruzado la línea. Te vas a ir. Levanto los ojos. —Estoy seguro de que en cuanto lo pienses me vas a dar las gracias. Eres listo. No solo fuerte. Y es obvio que algo te consume. Ve y arréglate. Estás para cabalgar solo, y después de tu tropiezo, vas a tener que hacerlo por una larga temporada. Te vendrá bien. Los dos estamos de acuerdo. —Tú estás hecho para aprender a tu manera todo lo que ni yo ni nadie podría enseñarte. Después, regresarás. Y estarás listo. Es mi protector quien se dirige a mí. Él me aprecia. A pesar de todo. Soy su protegido. Y el hombre a quien he hecho daño es un necio, es posible. —Pero con más rango que tú —sigue diciendo—. A donde vas a ir, incluso te vendrá bien ese nervio que aquí te sobra. Para la tarea que ahora mismo te va a ser encomendada. No hay opción, es una orden. Está claro. Me voy a ir. Y todo apunta a que será bien lejos. El Imperio crece. El Imperio lo quiere todo. Es insaciable. Como yo. Si he de marchar hacia el oriente, por mí, perfecto. Territorio de influencia y puerta franca hacia otros mundos. No suena terrible. Yo siempre fui curioso. Y allí se requiere aquello de lo que al guien como yo conoce. Entenderse con los poderes del sitio. Sé cómo funciona. Aunque luego por supuesto siempre se trate de lo mismo. To marlo todo. —Bien. Tu trabajo será ir a la vanguardia de nuestra zona de influencia, y básicamente vagar a tu aire. En ese lugar la situación es especialmente susceptible a nuestro mando. (Dónde no.) Pero aún no sabemos cuánto de 36
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lo que se mueve se acabará decantando a nuestro favor y cuánto tiene de lo que se precisa para aspirar a ser nuestro real enemigo. Estamos hablando de territorio sensible. Situémonos.
Filipo. Algún lugar hacia el oriente. Y el Imperio arrollando allá por don de pisa. En la cumbre de su esplendor. Justo cuando empieza la caída. Soy un agente libre del ejército que no debe parecerlo. Puedo moverme a mi antojo. Puedo informar cuando me convenga. Básicamente, de vez en cuando, he de presentarme ante mi contacto e informar de lo que se mueve, y cómo, en territorios de nuestro interés. No es difícil, más allá de las miradas oblicuas y suspicaces de toda la gente que no soporta que la invadan. Nada que me perturbe. Si acaso lo contrario. Más allá de eso, y con respecto a los afanes de Roma, en todas partes el negocio funciona igual con los que ordenan. Pueden. Mandan. Si los tienes en cuenta en el reparto, ellos acaban siempre trabajando para quien decide el valor del oro. Hago mi trabajo y voy a lo mío. Se me da bien. Y es un lujo cabalgar a solas. Pero mi ardor constante en la base del estómago sigue activo. Es así. Esa inquietud en el pecho que me escuece y nunca mengua.
Me llamo Filipo, como decía. Fuerte cuanto haga falta. Capaz de soportar la llaga invisible y oculta que me quema, con la misma insistencia con la que el sol sale por oriente cada día. Precisamente donde me muevo ahora. Aquí donde la vida sopla. Malatesta y yo. Un pequeño hatillo. Y ningún otro plan más que dejarse ir a merced de las corrientes. Esa es en esencia mi labor aquí. Rastrear. Sin hacer demasiado ruido. Y procurando la hora justa para dar la estocada. A aprender eso, es al fin y al cabo a lo que he venido. ¿A qué si no?
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A contar un poco antes de morder a nadie. Pero me tranquiliza saber que únicamente yo voy a ser el dueño de mis pasos. No se me ocurre un mejor acuerdo.
4 Según llegan los vientos, llegan los nombres. Uno no tiene ni que pregun tar si sabe afinar el oído. Llegan las oscuras y no tan oscuras intenciones. Las muy oscuras. Solo hace falta saber a quién acercarse y cómo y dónde, y cuándo, para conocer todo lo que explica el inestable sistema de po deres de cualquier sitio. Este, ahora mismo, en pura ebullición. Con esa particular efervescencia que tanto me gusta. Cuando, con muy poco, todo puede saltar, y cualquier giro en el sis tema realmente es posible. Mi tarea consiste en olfatear con especial atención los versos sueltos, digamos, aquellos que si no se atajan, puedan suponer un peligro poten cial para Roma. Y entre toda esa marea de movimientos más o menos previsibles, un nombre va y viene. Se repite. Se diluye. Vuelve a aparecer con más fuerza. Yilak, le llaman. Un rebelde, se dice. Hasta ahí bien. Pero uno que se comporta distin to. Va de un sitio a otro hablando. No solo hablando. ¿Qué significa no solo hablando? No me lo aclaran. Y del que todo el mundo afirma que no rinde cuentas a nadie. Desde el primer momento en que oigo hablar del que también llaman «el rabí», algo en mi estómago dice: «Esa es la pieza». Si es verdad que este es un alma que va por libre, no me va a quedar más remedio que ir a buscarlo. Seguirle. Estudiar el problema. Y, si procede, encontrar el procedimiento más aseado para echarle toda la fuerza encima.
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diecisiete meses antes de la muerte de
1 Solo quiero que mi contacto desaparezca. Terpio, le llaman. Robusto, pequeño. Y muy pesado. No en apariencia. Simplemente no para de hablar desde que hemos salido. Mujeres, sobre todo mujeres. Insinuaciones a propósito del sexo y, sobre todo, su ausencia. «Muero por operar», dice. Esa es la base de todo lo que habla. «Operar», dice. Y se ríe solo. Yo no he dicho nada desde que salimos. Tampoco a propósito de la comida, el calor, la falta de vegetación en todo lo que no es montaña. El polvo, la arena. Y, por supuesto, la eterna canción sobre la nostalgia de la inolvidable Roma. —¿No la echas en falta? —pregunta—. ¿Ni un poco? Echo el pie a tierra. —Dijiste que has visto al que llaman Yilak y a su grupo, hacia aque llas montañas. Y específicamente al líder bajando casi cada tarde al río. ¿Es así? —No te hago gracia, ¿verdad? —pregunta entonces Terpio sin bajar de su caballo. —Nos separaremos aquí —respondo, al tiempo que miro a Malates ta—, ya he dejado ordenado que lo alimenten bien. No sé cuánto tardaré en regresar. Nunca se sabe, que no se impacienten. No quiero precipitar me en el juicio. Ellos ya están al tanto. Seguiré a los rebeldes por un tiempo. El que precise. Y aclaro:
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—He dejado dicho que tampoco me busquen. También lo digo por ti, aunque ya lo sabes. No vengas a verme. Me gusta trabajar solo. Cuando tenga algo que decir o necesite algo, seré yo quien te busque. Terpio me mira apoyado en la grupa. Súbitamente mudo. Le miro. —Te agradecería que llevaras al animal a la cuadra que he reservado para él —digo según lo froto—. En cuanto llegues. —Muy bien. Así lo haré. Todo por la bestia. —Gracias —respondo—. Te lo sabré agradecer a mi regreso. —Ahí Terpio —añade—. Ya me habían dicho que eras un raro. Un tipo difícil. Tu fama te precede. No solo desde el tiempo que llevas por aquí. Siempre a lo tuyo. No voy a decir nada. Como es obvio. Pero mi contacto aún dispone un movimiento más: —¿Es verdad eso que dicen que apaleaste a un superior? —Se ríe. Y continúo escuchando sus risas según me alejo. —¿Y que de un mordisco le arrancaste un trozo de oreja? Su voz se pierde hacia la nada, mi cabeza está ya puesta en otra parte. Ni me giro.
2 La vegetación cambia súbitamente. Sopla un viento cálido, parece bajar de la montaña, con cierta fuerza. En ocasiones se presenta cuando el sol cae. Pero calculo que aún tengo margen de maniobra. Al menos un par de horas de luz. Tiempo suficiente para estudiar con distancia el campamento rebelde antes de caer la noche y comenzar a valorar la oportunidad de acercarse. Ya aparecerán la hora y la excusa. No será hoy.
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Y sin que sepa cómo, se oye una lengua de aire que llega del desierto y la intensidad del viento cambia abruptamente. Sucede sin previo aviso. Pero en cuanto se hace presente, en apenas un momento, la arena lo cu bre todo. Se hace casi imposible orientarse. Más si uno no conoce bien la zona. Lo mejor es encontrar un rincón a cubierto y esperar. Donde se pueda. En alguno de esos recovecos entre las raíces más gruesas, a este lado del lecho del río.
3 ¿Quién puede comprender una tormenta de arena? Su forma de ser. Tan imprevista. Y el regreso de la luz, si cabe aún más clara. Aunque el sol esté muy cerca de esconderse en este punto, detrás de la sierra. El tiempo ya no me sobra. No voy a pelearme con los imprevistos, me digo. Pero he de ir. Cuando estoy a punto de incorporarme, compruebo que hay más que una entrada en la arena, me encuentro en lo que casi parece una pequeña gruta. Literalmente pegada al cauce. Realmente no se ve nada. Voy a moverme. Pero, a punto de reiniciar la marcha, veo que apenas a unos pasos de mí, enfrente y ligeramente a mi izquierda, alguien se moja y parece en disposición de rasurarse la barba al otro lado. Debe haber llegado justo ahora. ¿De dónde ha salido? El polvo en suspensión todavía hace difícil abrir los ojos. El viento aún aprieta. Me quedo quieto. Lo observo. Se moja la cara. Afila el cuchillo. Está desnudo y en cuclillas. La ropa a un lado. No debe de haber reparado en que estoy ahí y le observo. Sus movimientos son muy precisos. Cadenciosos. Sin duda, hábiles. No denotan esfuerzo. Pero su cuerpo es más bien frágil. Antes de que me pueda haber dado cuenta, se ha limpiado comple tamente la barba del rostro. Se ha vestido. Y el impacto de la arena ha cesado.
Primer contacto visual con Yilak
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Cuando creo que va a recoger sus herramientas e irse, las coloca con soltura sobre un paño, pero, en vez de tomarlas del suelo, se incorpora. Ya digo que estoy en realidad muy cerca. Veo cómo gira su rostro para observar los últimos rayos del sol que están a punto de desaparecer detrás de la montaña. Parece tomarse su tiempo para cada cosa. Y entonces, cuando en cierto modo ya no lo espero, me está mirando.
4 Bien, es tu turno, Filipo. Lentamente me incorporo y avanzo hacia él. Has ta un punto en que ambos tenemos los pies dentro del curso del agua. Apenas un riachuelo. Pienso: a saber por qué. Es curioso. Que sea yo el de la barba. Por momentos me resulta complicado apreciar sus rasgos. La luz men gua rápidamente y la que aún llega, me da de frente. —No he querido molestarte —dice de pronto. Su voz—. Y más cuan do he visto que estabas protegiéndote precisamente en esa pequeña en trada. Pero inmediatamente he pensado: «¿Quién será?». »Lo digo porque desde que hemos instalado el campamento aquí cer ca, varias veces he venido a estar a solas precisamente ahí. Exactamente donde te has sentado. ¿No te parece algo asombroso? Sonríe. Me habla como si nos conociésemos. Y hace una pausa. —Quizá has reparado en ello —continúa—. En cómo se ve desde ahí el recorte de la montaña. Impresiona. —No, no lo he hecho —contesto—. En realidad, no se veía nada. Él vuelve a sonreír. Como si le hiciera gracia. Aunque no resulta ofen sivo. Incluso me despierta algo que casi me hace sentir como si yo también le conociese. Luego dice: —Tras percibirte ahí, desde que llegué, no he podido dejar de pensar que estábamos destinados a encontrarnos. De hecho, no me cabe duda. Aunque lo que me ocupaba por completo mientras me aseaba era por qué. Por cierto, mi nombre es Yilak. 44
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—Por qué, ¿qué? —pregunto. Sin poder contenerme. Y a la vez, in tentando disimular el impacto al escuchar su nombre—. Es él a quien venía buscando. —¿Por qué tú? Y continúa: —Has venido desde muy lejos. Probablemente tiene un sentido espe cial que nos encontremos. ¿Puedo preguntarte a qué has venido? No puedo negar mi confusión al escucharle, no solo por la pregunta. Me cuesta reaccionar. Él parece darse cuenta. Se me hace evidente que es alguien muy vivo. Pero no como podría pensarse. Podría usarlo en mi contra. Sin embargo, me da la impresión de que no abusa. —Creo que precisamente por eso —dice—. Disculpa. No quisiera parecer un entrometido. Pero me pasa como a ti —añade sin que pueda esperarlo—. Soy muy curioso. Y entonces vuelve a sonreír de nuevo. Volvemos a quedarnos callados. —Claro que quizá tú también te estés preguntando lo mismo. Quién soy y a qué he venido. ¿Cómo te llamas? —Filipo —contesto. Y continúo—: Entre otras cosas me dedico a comerciar con oro. Él asiente con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Como si su atención se hubiese ido a otra parte. El momento se me hace muy largo. Pero, por extraño que parezca, no me resulta tenso. Luego se agacha inadvertidamente y termina de en volver sus cosas en el paño. Al incorporarse vuelve a mirarme y, sin más, propone: —Si quieres puedes acompañarme. —Una vez más se toma su tiem po—. Nadie te hará mal. Te doy mi palabra. Y luego echa a andar, sin que yo sea capaz siquiera de moverme. Pero, antes de girarse, aún vuelve a mirarme de ese modo que parece no querer ocultar nada y dice: —¿Vienes?
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BARBUDOS
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1 Cuando me encuentro a Yilak junto al riachuelo, en realidad he venido buscándole. Quiero conocer de primera mano al individuo. Se deduce que no me bastaba para acabar de hacer balance lo que de su persona escuché por boca de otros. Hay una curiosidad, una intriga, que él inmediatamente lee más allá de su apariencia, en una medida más honda. Y hay lo que Filipo cree que hay. Lo que mi instinto dice. Una presa potencial de cierto rango. Alguien fuera de lo común, que se sale de lo que está mandado. Una motivación extra. Si Yilak supone algún interés particular como rebelde, si, como viene diciendo la gente, es alguien distinto, si tiene algo de eso que hay que tener para acceder a la categoría de real enemigo, por mí, perfecto. Todo mi sistema como soldado lejos de Roma se concentra en locali zar movimientos que supongan un peligro posible para el Imperio y lue go mover los hilos como proceda, para neutralizar a la presa. Mancharse las manos. Que se las manchen otros. Ya se verá. Yilak no es para mí nada más que eso cuando llego al río. Una sola conversación más tarde, me dirijo hacia su campamento. Con él. Caminando a su lado. Solo. No ha especificado nada, pero sé que es allí donde nos dirigimos. Nadie me cubre. Estoy entrando en territorio rebelde de la mano del líder. Toda la cautela, el sigilo, el cuidado que se le supone a un estratega militar, contradicen lo que estoy haciendo. Pienso: si él no tiene nada que
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temer, yo tampoco. Hay algo de aquello que aparece en los momentos deci sivos. Cuando es hora de arrojarse. Fuera de cálculo. Es obvio que mi dura cabeza, entrenada para la guerra, en aquella hora calma no es capaz de ser lúcida. Pero mi cuerpo conoce lo que ahora sé. Que al estar por primera vez ante el que iba a ser mi amigo, inmediatamente tuve la sensación de llegar a mi verdadera casa. Y que ya nunca más iba a abandonarle. Cuando nos estamos acercando a la entrada de la gruta, enumero a los que a primera vista forman parte de su grupo de fieles por la hostilidad de sus ojos. «¿Qué hace el Maestro con el extraño? El extranjero.» No llevan armas. Nadie en la colina, aparentemente, realizando tareas de control. Ninguna defensa. Nadie encargado de proteger a su líder si algún romano con aviesas intenciones decide acercarse. Por mucho que me miren como a un invasor, o como poco un extranjero, este grupo no parece una guerrilla. Pero hay otra gente, además. Personas que han venido a escuchar lo que el rabí tenga que decirles. Veo a uno que bien podría ser un comer ciante de pieles, con sus dos caballos. Y lo que debe de ser mercancía preparada para la venta, sobre uno de ellos. Parece ser la excepción que confirma la regla. Todos los demás deben de haber llegado a pie. Aun así, a pesar de la calma aparente, no bajo la guardia. Todo apunta a que una reunión de esas que dicen que el elegido ofrece (así he escu chado que algunos le llaman) se va a celebrar en el interior de la cueva. Algunos de los que deben de haber venido expresamente para la ocasión se le acercan. Le hablan. Le tocan. Dos de ellos, de edad avanzada y aparentemente marido y mujer, con especial reverencia, quieren arrodillarse, además. El hombre me recuerda a alguien. El Maestro les toma las manos. Escucha lo que le dicen. Muy quedo. Con una indescifrable calidez en sus ojos. Asiente. Parecen haber venido en su busca desde algún lugar lejano. La mujer se ve muy alterada. El hijo de su hijo está muy enfermo. Yilak asiente. Los lleva a un aparte, junto a Marut, uno del grupo. Le da unas indicaciones para que los conduzca hacia la zona donde están dispuestas unas telas, muy humildes, a modo de campamento. 50
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Realmente no veo más que cuerdas y harapos. —Atiéndelos. Dales algo de comer y que descansen —les dice—. Lue go, más tarde, me reuniré con vosotros. Yo, en medio de ninguna parte. Acechando a los congregados según se acercan. Una mujer muy joven, sola, nerviosa, con aspecto de estarse diciendo «no me puedo creer que haya venido». Otras dos, con cierta semejan za, seguramente de la misma familia. Una pareja acompañada por un hombre, quizá el hermano de ella, los dos varones, no se miran; debe de ser ella quien los ha empujado a venir. Otro hombre que parece cono cer cómo funcionan aquí las cosas, seguramente ha venido otras veces, y probablemente eso sea lo que le esté explicando a su hijo, un niño muy pequeño. No veo a nadie que pueda suponer una amenaza. Si acaso, gente per dida. Me tranquilizo. Todo está en orden, Filipo. Bajo control. Aunque no me va a dar tiempo a estudiarlos a todos. Está oscureciendo. Tengo la extraña impresión de que sucede más rápido y todo se ve más oscuro que otras veces. Es cuando comienza el movimiento hacia la gruta, cuando otros tres o cuatro, quizá más, antes prácticamente ocultos, se descubren entre la maleza y se van aproximando ladera abajo. Inquietos. Como si no quisie ran ser reconocidos. Giro la cabeza. Vuelvo a observar la entrada en la gruta. Una vez más. Sigue estando claro. Por mucho que la situación se mantenga en calma, mi cabeza me dice que no debería entrar ahí. Vuelvo a escudriñar la ladera y lo que queda a mi espalda, tratando de localizar la más mínima señal de algo que pueda suponer un peligro. Miro de nuevo a la figura del hombre que acabo de conocer. ¿Qué puede pasarme? Ahora es el viejo, el marido, quien le habla. Lo hace atropellada mente. Tiembla. Se vuelve más y más pequeño cuanto más dice, sacudido por una pena muy honda. Sin dejar de escuchar, Yilak le coloca la palma de la mano sobre la cabeza, los dedos esparcidos sobre la frente, el pelo. La otra mano to mándole la nuca. Cierra los ojos. Hasta que aquel se va quedando sin
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palabras. Calla. Gime. Rompe a llorar. No debe de ser habitual para él hacerlo, y el desconsuelo le puede. El que va ser mi amigo aproxima su cara a la del hombre. A un palmo. Parece hablarle. Me estoy acercando, quiero escuchar. Lo que sea que le dice no pasa de ser un murmullo. Cuando estoy llegando, el hombre empieza a tranquilizarse. El Maes tro le hace una señal al que llaman Marut y se lleva a la pareja. Cuando apenas estoy a un par de metros, se gira hacia mí. Parece olerme. Sus ojos se cruzan con los míos. Es otro. Su mirada desnuda me clava al suelo. No es agresiva, pero me resulta inesperada. Seria. ¿Qué hago aquí? Es un espejo. En él se amontonan las preguntas cuando veo su espalda perderse. Allí donde, por fin, parecen haber entrado todos.
2 Después de esta primera vez, habrá más. En colinas suaves, jardines, a los pies de una pared de roca. En alguna casa. Un patio. Una montaña. Un bosque. Sitios cada vez más grandes. Pero las primeras palabras públicas de Yilak que presencié resonaron dentro de una cueva. Si dispones de determinada forma un espacio, hasta el lugar más anó nimo se puede convertir en un vehículo para el viaje del espíritu. Todo encuentra su exacto acomodo si ahora, donde estás, la intención es en contrar un templo. Hay una hoguera. Poco más. Un fuego en el centro del recinto que proyecta las sombras de los que han venido a escucharle. Una mujer, Hari, a la que conoceré más adelante, echa unas hojas de alguna planta a la lumbre. Ya con el tiempo veré que a Yilak, para decir lo que ha de decirle a 52
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cada uno, no parece hacerle falta más que preparar sus intenciones. Y ese mágico silencio de la escucha. Que él trae. Estoy seguro de que, en su momento, no las vi. Pero cuando, durante la segunda regresión al tiempo de Filipo, vuelvo a «ser él» en la cueva, digo. Veo burbujas de energía. Flotando en el aire. Llegan. Espíritus maestros que acuden a la celebración de esto que es una ceremonia. El Maestro se recoge. Cierra los ojos. Está quieto. El fuego habla. Yo observo desde un lateral, estoy a la izquierda del que algunos lla man «el Mesías». En penumbra. Retirado de esa especie de círculo que conforman todos. Pienso si es verdad lo que se dice. Que este hombre ha venido para crear un nuevo orden y que gentes como las que están aquí convocadas van a ser las fuerzas del Imperio. No hay nada de que preocu parse. Roma puede estar tranquila. Observo la cara de alguno al amparo del fuego. De condición misera ble. ¿Qué hacen aquí? Lo observo ahora que cierra los ojos. Él, Yilak, es un ser delicado. Por momentos incluso parece frágil. Pero más allá de la sencillez de sus ropas, hay en él algo noble. ¿Qué hace él aquí? No puedo dejar de preguntármelo. Algunos de los presentes no son más que chusma. Una voz, que es su voz y más que eso, aparece de la nada. En el mo mento justo. Suena. —¿Qué es un miserable? El corazón se me encoge. Esas son las palabras que, cuando no lo espero, elige para empezar a hablar y sacudirme. Como si hubiese leído lo que estoy pensando. Busco sus ojos. Con ellos, tras su pregunta, pa rece recorrer uno a uno a los presentes. Sin prisa. Hasta llegar a donde yo estoy. Imagino que, desde el rincón en el suelo donde está sentado, apenas pueda vislumbrar mi rostro. Pero siento cómo se clava su mirada en mí. Repite:
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—¿Qué es un miserable? ¿Me lo está preguntando? ¿A qué espera? ¿Quiere que le responda? ¿Qué quiere? Durante un tiempo de esta vida presente desde la que escribo, perdí la risa. Cuando recuerdo sus ojos, esos que miran adentro y te taladran sin hacer ruido, veo en ellos una única y muy particular forma de risa. No es burla. De ningún modo. Pero tampoco es solo amor y empatía. Habita en esa mirada que sonríe la voz de los espíritus maestros que han venido a la cueva y nos amparan. Yilak continúa: —Alguno ha venido aquí y ni siquiera sabe a qué. No hay nada malo en ello. Hay tiempo. Siempre hay tiempo bastante, si uno persiste en la tarea que, lo sepa o no, cada uno tiene. »Alguno de vosotros puede que sea consciente de quién o qué está aquí ahora mismo con nosotros. »Y no quiera creerlo. Ni siquiera quiera verlo. No pasa nada. No hay ninguna razón ahí para afligirse. »Toda cosecha necesita su tiempo para dar fruto. Hay que saber esperar. Un hombre sentado delante de la voz, un campesino, ríe. Yilak le mira. —Y no todos los vinos son iguales. Le está hablando a él. A él solo. —Ya pueden venir los hombres importantes a decir grandes palabras sobre el mejor vino y su misterio. Si no han visto crecer la uva ante sus ojos, las hojas en sus manos, nada saben. Si la uva no siente lo que es nece sario y que es en realidad tan fácil. Si ellas reciben las pequeñas mentiras. Ya se sabe. Tantas y tantas veces decimos ser algo y no lo somos, dar algo y no lo damos, las uvas lo saben. Se ríen. 54
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—Porque conocen los pequeños y miserables trucos que a veces el hombre usa. Empeñado como está en conseguir lo que quiere. Se ríen. También lo sufren. Cuando las manos no respetan. —El misterio es únicamente entender el tiempo. Callar y escuchar la palabra simple. Tan absolutamente fácil como una uva. Por alguna razón extraña, el campesino se convierte en el centro de todo. El Maestro se gira hacia mí. —Pero las personas necesitan a veces grandes construcciones para justificar y entender el misterio, lo desconocido. Pues están ciegos. »Bien. Si crees ver y estás ciego, ¿qué puedes hacer? Si tu entraña no deja de aullar aun cuando estás saciado, ¿qué toca? Cuando creo que el Maestro está una vez más esperando de mí una respuesta, vuelve a recogerse. Hace silencio. De nuevo calla. El humo de las hojas que se consumieron en la lumbre nos cubre ahora como un manto. Las brasas respiran. Se asientan. Tras un tiempo mudo, la palabra del Maestro regresa. —Solo es necesario callar para poder escuchar con la atención que se ha perdido. Pero la pregunta era: ¿qué es un miserable? Y yo os digo: si quieres escuchar, estás preparado. Si quieres estar aquí, puedes estar aquí. Solo necesitas estar dispuesto a soltar todo lo que seas o hayas sido y disponerte a recibir lo que estás buscando. Pero, si en lugar de eso, dices querer la uva y no la cuidas, yo te pregunto: ¿qué haces aquí? »Si pretendes saber quién eres. Cuando en realidad estás del todo conforme con tu miseria.
3 Estoy recostado en el exterior. Enciendo un pequeño fuego. Apenas se vislumbra desde aquí la entrada a la cueva. Dentro, la actividad continúa. Un selecto grupo de los fieles se ha quedado a solas con el Maestro. Todos los demás han ido abandonando el lugar. Hacia sus campos, sus casas.
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Sus vidas. Sus familias. Su gente. Como si tuviesen prisa en llegar para contarles. Se escucha algo así como un canto. Una letanía. Alguien ha ido a buscar al matrimonio de ancianos que por la tarde llegaron ante Yilak pidiendo ayuda, y los conducen hacia el interior de la gruta. Hace frío. ¿O es un lamento? ¿Qué canto es este? Vuelvo a obser var al viejo cuando está a punto de entrar. A lo lejos, me veo escudriñan do su rostro como si lo conociese. Es sentir tal cosa y él también me mira. O mira simplemente hacia donde yo estoy. Quizá no es más que eso. Soy poco más que un bulto agazapado. Todo lo que se despierta en la noche. El rumor de una melodía profunda e inmemorial arrecia desde el corazón de la montaña. Filipo. Filipo. ¿Qué haces aquí, Filipo? ¿No tienes casa? Y es verdad que no la tengo. Nadie me espera. Mi yo de entonces intenta desenterrar lo que sucede, ahora que la oscuridad lo cubre todo. Como a la raíz de esta confusión que lo aturde. Apenas hace unas horas que he llegado ante él. El elegido. Filipo tiembla. Literalmente. Lo hago. Como si de pronto estuviese enfermo. Me re cojo sobre mi zurrón. Me tapa. Como un animal. Me estiro. La cabeza hacia atrás. Me retuerzo. Cierro los ojos. Intento entrar en calor. Sacudir lo que me turba. Y a su vez estudio de nuevo las imágenes de las últimas horas, en busca de un detalle. Algo que me permita orientarme. Retomar el control. Volver en mí. Te diriges a un lugar en busca de un hombre, para saber si procede o no eliminarlo. Hablas con él. Junto a un pequeño río. Y sin saber a dónde, caes. Caes como se cae a la nada, en la red de su gracia. Ese, su sentido tan especial para la palabra y la risa. No hay nada que temer. Este hom bre no busca pelea. Le sigues. Caminas de su mano y entras en territorio 56
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hostil sin protección posible. Si él no tiene nada que temer, tú tampoco. Eso pensaste. Y una vez que llegas al corazón del campamento rebelde, entras sin remedio hasta el fondo de la madriguera. Has seguido sus movimientos como hacen los animales detrás del líder. Cuando toca recomponer la manada. Caminando detrás de él. «¿Vienes?», me dijo. Un poco más tarde, caminando a su lado. Y sin que él pareciese per catarse, no le has quitado ojo. Absorto como se le ve por momentos en algún lugar que no es de este mundo. Resulta difícil de admitir. Creerlo. Pero al repasar todo lo que ha sucedido junto al que llaman «el Maestro» desde que empezó a declinar el día, Filipo siente que, al estar frente a él, él sobre ti lo sabe todo. No estoy centrado, no lo estoy. ¿¡Qué es lo que te pasa, Filipo!? Estoy en cuclillas. He saltado como un resorte y en posición de defen sa. Tengo el cuchillo en la mano. ¿De dónde ha salido este hombre? Esa sombra negra y con la cara sucia que me mira como lo hace una criatura de la noche. Le escupo: —¿Quién eres? ¿Qué quieres? No contesta. El tipo que está al otro lado de la lumbre y que ha aparecido sin previo aviso me mira con ojos turbios, pero no dice nada. Parece un animal ace chando, dispuesto a todo. ¿O soy yo, que me estoy mirando en sus ojos? Todos mis músculos están en tensión. —No te lo preguntaré más veces. ¿Qué quieres, de dónde sales? Estoy empezando a moverme hacia él. Muy despacio. El fuego que nos separa disimula mis intenciones. Tomo un puñado de arena en mi mano. Por un momento parece reírse. Aviesamente. Si no responde, voy a saltar sobre él. Y si se resiste, le partiré el pescuezo.
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Entonces empieza a hablar. Como un bicho en trance. Loco. —Vete de aquí —dice—. Crees que puede salvarte, ¿verdad? Que él posee el secreto de lo que a ti te falta —añade. »Si tomas su mano, lo perderás todo —insiste—. Vete de aquí. Vete. ¿A qué esperas? Se está retirando. Apenas distingo su rostro. Camina a cuatro patas. —¿Te estás riendo de mí, mal nacido? Él recula. —Todo lo que tienes, lo perderás. Acabará contigo. Y luego, no ten drás nada. ¡Y estarás solo! Ya no veo desde dónde me habla. —¡Más solo de lo que nunca has estado! Vete. ¡Vete!
Se ha ido. Tomo aire. Inhalo. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Esto no es nuevo. Aquí estoy solo yo. Otra vez. Los cantos en la cueva arrecian. —Hijo. Hijo. ¿Papá? Abro los ojos. ¿Dónde estoy? Es el hombre viejo quien me habla. Trae un cuenco en las manos. —Toma. Está caliente. Te sentará bien. Me incorporo junto a las brasas, ¿cuánto tiempo he dormido? Sí, aho ra lo veo —el anciano que ha venido ante Yilak a pedir su ayuda—, me recuerda a mi padre. Niego. —No. No hace falta, gracias. Estoy bien. El viejo me mira. Se ve que han acabado la ceremonia y llevo un tiempo dormido. Coloca el cuenco junto a mí. Dice: —Tuve un hijo. Nunca supe quererle y lo perdí. Ahora el hijo de mi hijo está enfermo y hemos venido ante el Maestro, porque creímos que ya nadie más que él pueda salvarle. Pero ha sido sentarme junto al elegido y no ha sido en mi nieto en quien he pensado, sino en mi hijo. Me mira. No sé qué quiere. Se lo pregunto: 58
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—¿Qué quieres? —Acepta este cuenco de leche que hemos calentado para ti. Mi mujer y yo. Antes de irnos. Y dame tu bendición. Para marchar en paz. —¿Quién soy yo para bendecir a nadie? —contesto. Me mira. Pero no parece juzgarme. Asiente. —Está bien. Perdóname entonces. Perdóname. Deja el cuenco y se van. Observo cómo se alejan. No siento nada.
4 Y es así —fuera de todo cálculo— que a la mañana siguiente me veo ca minando como uno más entre el grupo de los rebeldes. ¿Qué hago aquí? Rumbo a una nueva ceremonia. Cada día. Aunque esto lo comprenderé más tarde. Nadie me dice «No puedes venir con nosotros». Aunque ningu no de los habituales que me miran piensen: «Tú eres uno de los nuestros». Nadie dice nada. A propósito de mi lugar aquí. Tampoco yo logro aclararme. Y así será durante un tiempo. Siento que un resorte se ha movido. Una compuerta oculta se ha entornado. Pero todo lo que veo es un grupo desordenado de hombres y mujeres, incluso niños, que fluctúa de un día a otro; algunos fieles que siempre están en torno a la figura del elegido, y que se reúnen con él determinadas noches. A veces al alba. Gentes que van. Vienen. Como nosotros. Como yo. Que estoy presente y no lo estoy a una cierta distancia que fluctúa, y que me hace para ellos, para los discípulos más fieles, aún más visible. Cada jornada, a veces cada dos, el campamento cambia. No solo de lugar. Pero en ocasiones pueden pasar días. Nada parece responder a un plan cerrado. El Maestro decide casi todo después de sus silencios. Al caer la noche, en los lugares a los que acostumbra a retirarse. Casi siempre en la montaña. ¿Qué hace allí? Solo él.
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¿Qué hace? Pienso mientras camino solo. Las más de las veces. También yo. Aun que en mi caso, desorientado como un chacal muerto de hambre, confuso, buscando una cabeza humana repleta de razones con las que alimentarse. Estoy nervioso. A solas con mis pensamientos. Martilleándome. ¿Qué hago aquí? Más. ¿Qué buscan todos estos? Cae cada pregunta como una gota en mi mente. A veces no parecen más que un grupo de apestados. Y, por otra parte: ¿qué hago pensando en nada cuando debería únicamente comportarme como un soldado? Pues eso soy. Un guerrero. Siento impotencia. A veces, rabia. Podría responderme: no es tan grave. Ni tan serio. Ni tan errático mi proceder que me haya puesto en situación de peligro. Que me he dejado ir es verdad. Pero más allá de eso, ¿qué te inquieta? Siempre fuiste curioso. Y al final estás haciendo tu trabajo. Lo que ves lo has visto más veces. ¿A qué viene este castigo? Estás conociendo la irregularidad de un pueblo que bus ca, una vez más, liberarse del yugo de los poderosos. Ya no solo del Imperio. Pero hay algo más. Lo sabes. Lo hueles. Caminando día a día entre las gentes que se acercan al profeta en los pueblos, las casas, las plazas, los valles, las cuevas, observándole mezclarse ante pequeños grupos o ante multitudes, no es difícil comprender que la gente está cansada. Harta de soportar el yugo de unos y otros. Harta como yo. Que me dejo crecer la barba para perderme y ocul tarme, y para escuchar más y más íntimamente lo que la gente dice. Pero más allá de eso, harta de no poder resistir. Y no esperar nada. Ahí sí nos parecemos todos. Todos lo mismo. Da lo mismo el lugar de la cadena. Esto es lo que me aturde. 60
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Ese hombre que dirige este ejército de nadies que en cualquier con frontación no tendrían dónde caerse muertos, este ejército que solo puede haber sido creado para la derrota, lo sabe y lo supo todo nada más verme. Y esa certeza arde dentro de mí. Se aviva. Me quema. Me mata. Puede conmigo, ¿cómo es posible? La sensación de que Yilak, nada más mirarme supo, mucho mejor que yo, aquello que solo yo puedo saber de mí mismo. Todo lo que uno oculta a la sombra y bajo llave. Ante esto, soy poco más que un insecto que, aferrado al cálculo, se dice, tratando de calmarse: observa. Hay algo en este movimiento que es distinto. Bien. Conviene estudiar lo que aquí es convocado. Llegar a su principio. Bien. Y cuando tu informe esté, retírate. Pero basta decirme esto para sentir que el pecho experimenta una corriente que no acepto y que me come. Algo en algún lugar al fondo de mis entrañas que crece y crece. Incontestable. Algo difuso e informe en la habitación de mis secretos, que se ha puesto a bombear y está esperando por mí. Algo que no acabo de saber qué es. Pero que me escruta cara a cara. Y que me obliga. No hace falta ser un lince para saber que mi cuerpo va muy por delante de lo que mi cabeza construye. Una cosa es lo que te dices, Filipo. Pero la realidad que marchaca tu cerebro es otra. Así es. Me veo buscando a Yilak desde lejos. Mi cerebro pesa. No puedo acercarme a él en este estado. Porque quisiera y quiero saber. Conocer más de lo que quiera o tenga que decirme. Pero a la vez, no sé si quiero. He sido un soldado preparado duramente para la acción y siempre dis puesto a todo y aquí estoy. Paralizado. Digiriendo aún el golpe que supuso encontrarme con él junto a aquel pequeño río, el primer día. Y también lo que todavía resuena en mí tras sus palabras en la cueva. ¿Quién eres, Filipo? ¿De dónde vienes y a qué? ¿Qué te falta? Y, sobre todo: ¿dónde la raíz de eso que te muerde por dentro y no te suelta?
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Una noche me acerco a uno de los fuegos donde se calientan dos de los seguidores más fieles, básicamente porque uno de ellos me mira cómplice cada vez que nos cruzamos y sonríe. O eso creo. Su nombre es Hauly. Hari y él están cocinando algo. El lugar que han elegido no es el sitio idóneo. Me resulta casi imposible verlo y no hacer ni decir nada. Acos tumbrado como estoy a la vida de campaña, me cuesta no ponerme a dar órdenes. Técnicamente todo lo que veo en el día a día, en cuanto a or ganización se refiere, me parece un desastre. También es verdad que el grupo se conduce de forma muy humilde y casi no tienen nada. Pero no es por eso por lo que hago acopio de combustible en condiciones y algu na piedra con que reforzar la lumbre. No es más que un pretexto para acercarme a ellos. Llevo demasiado tiempo únicamente conmigo mismo. Nada más llegar, dispongo mi aportación junto a las brasas y reajusto apenas la disposición con los materiales que he traído. Entonces Hari, la mujer que avivaba la lumbre en mi primera noche, repara en mi presencia. Acaba de dormir a alguien, imagino que debe ser Tikia, una mujer tan pequeña que casi parece una niña. Vuelve a recolocarle las ropas al verme y ahí se queda. Manteniendo la distancia. Hauly esboza una de sus inciertas risas. Cada vez que cruzo mi mirada con la suya, lo hace. ¿Qué me pasa últimamente con la risa? Puedo per cibir que no es agresivo. Y, sin embargo, no deja de haber en esa calidez algo que me inquieta. Entonces dice, mirándome a los ojos. Como si enunciase una verdad retórica en el Senado (no me gusta, pero entiendo la broma): —Y ahora de repente es muy amable. Será que tiene hambre. Y luego mira a Hari. Pero la mujer no tiene ninguna gana de reírse. Acabo de acercarme, no tiene ningún sentido entrar al juego. Más aún. Es cierto que mi posición no es clara. Debería quedarme callado. Volverme invisible. Pero llevo demasiado tiempo a solas y he tenido tiempo de sobra para comprobar que esta es gente sencilla. ¿Qué puede haber de malo en compartir un poco de silencio? Verdad es que, si por mi fuese, tomaría a esa mujer de la mano y la llevaría detrás de los matorrales. En mi mente, eso es lo que veo. Así son 62
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las cosas. Pero no soy como muchos de mis compañeros del ejército. Nunca he forzado a una mujer. Aunque cierto es que el desamparo me abate como nunca antes. Y mi corazón necesita más que comida, un poco de amor humano. Nada más. Me levanto con la inocente intención de agrupar un par de cuencos que hay en el suelo. Servir de ayuda, eso quisiera. Hacer algo para dejar de pensar. Al verme, la mujer se levanta como un resorte y me quita los cuencos de las manos con un golpe que es más que un golpe. Respira alterada cuando la veo ante mí, firme como una roca. ¿Qué puedo decir? —Respeta. Eso me dice. «Respeta.» ¿De qué habla? Los ojos le brillan. —No eres el primero de los tuyos que se acerca a mí porque no sabe lo que quiere. Claro que al final tu gente siempre se comporta como lo que es. Soldados de un país extraño que pisan este suelo como si fuese su granero. Y les perteneciésemos. Me da igual a qué viniste. ¿Qué quieres? ¿En qué andas? —En mi pueblo, las personas de bien, antes de entrar en las casas, se presentan. A ellos mismos y a sus intenciones —apunta Hauly—. Y a veces traen regalos. Tras decir lo último empieza a reírse como un loco. La mujer recoge los cuencos y se va hacia donde la pequeña Tikia descansa. Comprueba que todo está en orden y se va. ¿Qué puedo decir? Tardo en reaccionar. Cuando lo hago, cuando me giro, aquel al que llaman Hauly se ha acercado a la lumbre y se está tiznando la cara mientras ríe. ¿Qué hace ahora? Al acabar de hacerlo, me mira. No puedo creer lo que estoy viendo. Con la cara ennegrecida, reconozco a la criatura que me calentó la san gre con sus provocaciones la primera noche. Cuando me entraron las fie bres tras las primeras palabras de Yilak en la cueva. Y todo lo que vino después, que tan bien supo atizar mis miedos. Hauly me mira de nuevo como entonces. Con el gesto torcido. Turbio. Aunque ahora sé que es solo una provocación. Una broma. Eso es todo. En mi cara de extranjero.
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Decido que quiero matarlo. No es un pensamiento, es un temblor de tierra. Voy a matarlo. No hay duda. Voy a hacerlo. Empiezo a caminar hacia él. La sangre palpita en mis sienes sin acabar de creer la que se está formando. Quiero matar a esa rata que se atreve a reírse de nuevo delante de mí impune mente. Dice, y lo hace con esa voz del demonio otra vez, como lo hizo la noche de mi llegada: —No eres más que un extranjero. Un extranjero siempre, en todas partes, que solo ha venido hasta aquí para juzgarnos. Recibo cada afirmación como un puñetazo en la cara. —¿Verdad que sí, Filipo? Te quieres ir y no te vas. Te quieres quedar y no te quedas. —Voy a matarte, hijo de mala madre —digo. Avanzo hacia él. Hauly empieza a recular como un lagarto y se pone de pie. Como un oso. Seguro de sí mismo. Parece saber a qué juega. —Crees que estás dispuesto a todo, ¿verdad? Pero lo único que yo veo es que tu corazón está seco y su dueño, muerto de miedo. —Voy a acabar contigo, rata miserable. Me da igual lo que digas —gruño mientras me dirijo cargado de veneno hacia él. Pero él sigue riendo. Ahora a carcajadas. —Ven aquí, Filipo. Y demuestra lo que vales. No lo puedo resistir más. Y me lanzo como un enajenado dispuesto a todo. Corremos. Lo hacemos como dos alimañas en mitad de la noche. Estoy a punto de llegar a su altura, creo que voy a alcanzarlo, pero él toma distancia de nuevo. Es asombrosamente rápido, el miserable. Y además me resulta insoportable su risa. Ríe y ríe. Como una hiena. Y cuanto más ríe, mayor es mi desprecio. Mi odio inconcebible. Mi rabia. Mi desesperación más pegajosa. 64
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Nos alejamos. Como dos lobos cruzando el llano. Hasta los pies de la montaña. Somos dos sombras en la noche, mi cuerpo está empapado en sudor. Hauly aúlla. Está claro que no voy a atraparlo. Ahora no, para, me digo a mí mismo. Para. Es una orden. ¡Para! Dejo de perseguirlo. ¿Qué me pasa? Estoy desquiciado. Recupero el fuelle. Siento vergüenza. Es un sentir extraño, realmente no sé de dónde viene todo este sentir tan sucio. Tanta amargura. Desde el cielo, la luna me mira. Parece capaz. Decidida a deformar los océanos y removerlo todo. Cuando llevo tiempo suficiente para haberme calmado, veo bajar a alguien de la montaña. Es imposible no reconocer su figura. Yilak está regresando de uno de sus retiros. No me ve. Siento lo que sentiría si fuese mi amigo y hubiésemos jugado juntos de pequeños. No me atrevo a acercarme. Ni a decirle nada.
5 Pero como no deja de pasar últimamente, en el acto me contradigo. Me levanto. Y me dirijo hacia él. Ese hombre que viene como un niño de algún lugar en la montaña caminando con los pies desnudos. Recuerdo muy poco de mi madre. «Te vas a enfriar. No camines des calzo», me decía. Cuando llego a su altura, se le ve muy adentro de sí mismo. Pero aun así, entorna cálidamente sus ojos hacia mí por un instante y me recibe, como si estuviera esperándome. —Filipo. Esta es una hora perfecta para volver a hablar. —Sonríe. Contesto súbitamente: —No quiero molestarte. Ya está muy entrada la noche. Y desde que llegué no deja de sorprenderme cuántas cosas haces cada día. Debes des cansar. Ya llegará el momento para charlar con calma. Yilak clava sus ojos en mí.
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—¿De qué tienes miedo? Le miro. Una vez más me vuelve a pillar con el paso cambiado; ese arte suyo que tan pronto es sutil como se vuelve directo y frontal. Estrellado. Se para. Levanta la cabeza hacia el cielo, inspira. Cierra los ojos. —Esta es una noche perfecta para hablar del miedo. El resplandor de la luna parece mecerse en el agua cuando vuelve a abrir los ojos. —¿Quieres saber de qué tengo miedo yo? Me sorprende su pregunta, ahora dirigida hacia sí mismo. —Desde que te conozco ni por un momento he pensado en que pu dieras tener miedo —contesto. Vuelve a sonreír. Decididamente sabe algo que yo no sé. Es una sonrisa hermosa y profunda. Pero habita en su fondo un saber que en esta hora parece amargo. —Tengo miedo de no estar lo suficientemente atento para decirte la verdad. Me callo. No sé qué responder a eso. ¿De qué habla? —De pequeño me hubiese gustado haber tenido más tiempo para hacer amigos —prosigue—. Y de haberte tenido cerca, en cuanto te vi allí parado en el río tan estirado y rígido lo pensé, me hubiese gustado mucho que uno de mis amigos hubieses sido tú. Ahora soy yo quien no puede evitar una sonrisa. La forma en que me dice las cosas no me duele. —Estamos a tiempo —respondo. —Por mí, bien —dice mi amigo. Me echa un brazo por los hombros y remata—: Entonces, ven.
6 Realmente no sé a dónde nos dirigimos. Es todo tan incierto. Pero no hay duda de que es Yilak quien, sin retirar la mano con la que se apoya en mi hombro, me dirige en la noche. —¿Quieres que te confiese un secreto? 66
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Lo miro. ¿Un secreto? —Yo sé dónde podemos encontrar a Hauly si tú quieres. No estoy bromeando. Te puedo llevar a donde él está, sin que él lo note. Pillarlo completamente desprevenido. Mira. Giro la cabeza en la dirección que Yilak me marca y, en efecto, ahí está, a un tiro de piedra. Vuelvo a mirar a mi nuevo e inesperado y des concertante amigo. Entonces dice: —¿Es esa la razón oculta por la que que has venido hasta aquí para encontrarme? ¿Nada más que para desahogar tu rabia? ¿Te vale con eso? ¿O quizá estás dispuesto a encontrar algo más? Me quedo mirándole. Me quedo mirándole porque estoy haciendo un esfuerzo que va más allá de lo que he sido hasta encontrarle a él y a sus preguntas precipicio. —Está bien. Adelante. ¿Cuál es la verdad que has de decirme ahora? —Entiendo de dónde nacen tus ganas de matar a Hauly. E incluso, no solo porque eres mi amigo, puedo imaginarme a mí mismo agazapa do contigo en la noche cogiendo una piedra con que apedrearle. Pero él, como tú, es preciso para lo que ha de venir. Y a pesar de tus ganas de acabar con él, creo que será mejor cuidarle. Yilak se agacha entonces y coge un canto rodado del suelo. Mira de nuevo en dirección a Hauly. Añade: —Lo que no quita que, por una vez, podamos asustarlo un poco. —Vuelve a mirarme. Y se sonríe. Hauly está sentado en el suelo. Cerca de un pequeño árbol. Junto a un perro. Acariciándolo. Yilak apunta hacia él con la piedra. —¿Ves? Él también necesita cariño. Y al tiempo que lo dice, se la tira con fuerza. Apenas cae a un palmo de distancia de donde están Hauly, que levanta la cabeza hacia nosotros, y el perro, que escapa asustado. Yilak le grita: —Te estamos buscando. ¿Qué haces? Ven. Pero Hauly se pone en pie y, sin tener muy claro qué hacer, se aleja. Yilak vuelve a mirarme.
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—¿Ves? No somos únicamente tú y yo. Él también tiene miedo. Me río con él, cómo resistirse. —Y seguramente, igual que nosotros, también ganas de dormir. Entonces pone su mano en mi pecho. Pronuncia mi nombre. —Filipo. Nos hará bien dormir. »¿Vamos?
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trece meses antes de la muerte de
1 —¿Por qué estás tan sucia? La pregunta va dirigida a una anciana que más parece un animal que un ser humano, cuando ya avistamos a lo lejos el pueblo al que nos dirigimos. —Soy pobre. Estas maderas que me acogen resisten en pie de milagro. Como yo. Estoy enferma. Mi familia me dio la espalda. Cuando me acerco al pueblo apenas consigo unas monedas, que malamente me permiten alimentarme. Todo el mundo me repudia porque dicen que estoy endemoniada. »Y en verdad lo estoy. Sigue tu camino y no te entretengas. Si es verdad que eres quien dicen, no deberías perder el tiempo conmigo. No tengo nada y nada quiero. Yilak se queda callado. Luego responde: —Tengo sed. ¿Es posible que haya en tu casa un poco de agua que puedas compartir conmigo? Estoy sediento. Así funcionan las cosas con el que, para mi desconcierto, empiezo a considerar mi amigo. Nos dirigimos a un lugar en el que la gente le espera para escucharle. El día de camino ha sido largo. Convendría llegar con algo de margen para descansar un poco y reponer fuerzas. Y aquí estamos. La mujer entra en la inmunda casa. Yilak se gira hacia el grupo y dice: —Continuad la marcha hacia la aldea y preparadlo todo. Yo llegaré más tarde. Cuando anochezca. Filipo, tú quédate conmigo. Cuando la mujer sale con un miserable cuenco con agua, la comitiva se está alejando.
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—Filipo, acércate. La mujer realmente apesta. —Dime. El Maestro toma el grimoso cuenco de la mano de la anciana y me lo ofrece. Miro el cuenco. Miro a la mujer. Miro a Yilak. El rabí dice, mirándome a los ojos, pero en realidad hablando con ella: —Se llama Filipo. Hace poco le dije que me habría gustado haberle conocido cuando éramos niños. —La mira—. ¿Tuviste algún buen amigo o amiga cuando eras niña? De pronto la mujer está rebuscando en lo más hondo de un pozo. —Dime. ¿Cómo se llamaba? Vuelve a mirarme. Repite. —¿No tienes sed? Niego muy levemente. —No te acuerdas de su nombre —le dice a ella—. Lo has olvidado. Súbitamente, la mujer está muy triste. —Si no recuerdo mal por otras veces, no tan lejos de aquí había una pequeña charca. ¿Cómo te llamas? —Esther. —Esther. ¿Era hacia allí? Ella afirma, muda. Sus ojos casi azules, casi grises, hundidos en sus cuencas. —¿Qué te parece si vamos allí a bañarnos? Tú y yo. Estoy seguro de que después de hacerlo, será más fácil recodar el nombre de tu amiga. —Y luego dice—: Mi amigo Filipo asegura que no tiene sed. Pero no es verdad. Es simplemente que es romano. Está acostumbrado a otras co modidades. Mira cómo será de especial, que hasta que no coloca el cam pamento a su manera, no bebe. Vuelve a mirar a la mujer. —¿Crees que podríamos concederle ese gusto? Colocarlo por una vez todo como a él le plazca. ¿Crees que podríamos dejarle por una noche ordenar tu casa como si fuese suya? Me encantaría regresar a dormir aquí al rematar el día, cuando acabe con lo que me ha traído al pueblo. 72
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¿Cómo lo ves, Esther? ¿Te parece que al acabar nuestra tarea vengamos a descansar a tu casa? Yilak bebe. Nos mira. La mujer no dice nada. Yo tampoco. —Quiero creer que vuestro silencio es un sí. —Cuando dice esto, una sonrisa en el rostro del Maestro resplandece. »Vamos, Esther. Nos sentará de maravilla un baño. Filipo, cuando acabes de ordenarlo todo a tu manera y como debe ser —sonríe, ¿se está riendo de mí?— no dejes de reunirte con nosotros. Cuando los vuelvo a ver más tarde, ya en la charca, ambos están dentro del agua. Sin ropa alguna. Me quedo estupefacto. Soy un guerrero. No me asustan los cuerpos desnudos. No es eso. Un guerrero que acaba de despejar la inmundicia de una vieja en lo que, más que casa, es un hoyo nauseabundo. Tampoco me asombra que Yilak esté desnudo con una mu jer anciana a la que acaba de conocer apenas hace un rato. Lo que me impacta es el cambio que en ella se ha producido. Ahora no parece tan anciana. Su energía ha cambiado. También su aspecto, ahora limpio. Su pelo hacia atrás. Cuando repara en que he llegado, se gira abiertamente hacia mí con una sonrisa en los labios y el brillo de una niña en sus ojos. —Roshi —dice—. Mi mejor amiga. Una vez más no sé qué decir. —El nombre de la amiga que tuve cuando era niña —insiste. Como si yo no entendiese. Cuando lo que me pasa, en realidad, no es eso. —Se llamaba Roshi. ¿Por qué no te bañas? El agua está perfecta. Sí. No sé qué pensar. ¿O es simplemente que —no sabría explicármelo de otro modo— reconozco al mirarla algo que perdí? ¿Y que creía muer to y olvidado? ¿Y, sin embargo, está vivo? ¿En el resplandor de sus ojos?
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2 Cuando llegamos a la aldea, un rato más tarde, las calles parecen desiertas. Se ve que todo el pueblo está esperando reunido, debe de ser eso. Y Yilak parece tener claro a dónde nos conducimos cuando avanzamos los tres por las pequeñas calles. De Esther no sé a estas alturas qué puede esperarse. No es una mujer con un uso normal de sus facultades. Tampoco de Yilak, en estos mo mentos. Yo voy detrás. Y a su espalda, bien pudiera afirmarse que los que caminan por delante de mí son dos hermanos. Él, mayor que la niña, a la que abraza. Cuando quiero darme cuenta, estamos rodeados por la gente, en un patio muy espacioso. Lleno de flores. Uno de los fieles de Yilak, Crisho, se acerca a nosotros. —Maestro. En la mesa que ves hay viandas que la gente de la aldea ha preparado para recibirnos. Hemos preferido esperarte, pero es verdad que has tardado en llegar y están impacientes. Quizá lo más conveniente es que les hables primero. Y ya al acabar, comemos con calma. Y junto a él un representante del pueblo dice: —Hemos dispuesto especialmente todas estas flores para recibirte. —Sí, eso haré. Gracias a todos por vuestro recibimiento. —Y dirigién dose ya abiertamente a los allí congregados, continúa. »Estoy seguro de que sabréis disculparme. —Lo dice sin soltar a Esther de la mano, quien paradójicamente, ahora que está limpia (¿era su sucie dad una defensa?), tiene la cabeza gacha—. Pero me he entretenido sin remedio al encontrarme con una amiga. La mira. —Agradezco vuestra hospitalidad y paciencia. —Se dirige hacia la mesa—. No me cabe duda del exquisito cuidado que habéis puesto en la preparación de estos platos. A todos y cada uno de los integrantes de la gran familia de este pueblo, os doy las gracias. Más tarde, ya habrá tiempo de dar cuenta de lo que tan generosamente habréis traído de vuestras casas. Pero antes de seguir, me vais a permitir, porque sé que 74
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tiene hambre, preparar un plato para mi amiga. Que es, además, vecina vuestra. Un latigazo invisible recorre a la concurrencia. Cómo que vecina nues tra, parecen preguntarse. Unos y otros hablan entre sí, mirando en direc ción a la mujer que de la mano de Yilak se está sentando ante los platos repletos de comida. El rabí me llama. —Quédate aquí con nuestra amiga, Filipo. Que no se sienta sola. ¿Te parece bien? Pienso. ¿Es este un momento de no retorno? Si me siento junto a ella a la vista de todos, ¿qué significa? Quiero decir, ¿qué hace un infiltrado acompañando a un rebelde de la mano de una loca? —Está bien. El Maestro prepara un plato con cosas de aquí y de allá. Con sumo cuidado. Parece no tener prisa. El rumor entre la gente crece. «¿Esther? ¿Cómo va a ser Esther? Esther está loca. Y a esta mujer se la ve limpia y decente. Y ha entrado aquí caminando de su mano.» ¿Puede ser verdad que no la reconozcan? —Maestro. —Se levanta uno—. ¿Qué quieres decir con que esta mujer es vecina nuestra? Yilak llega en ese preciso momento con el plato a donde la vieja, que ha dejado de parecerlo, y yo estamos sentados. Cuando el rabí le recoloca el pelo, se refugia en mi hombro. Frágil. Como lo haría un animal herido. Yilak toma una silla de las que hay junto a la mesa y se aproxima a la concurrencia. Pero cuando llega a donde decide plantarse, no la coloca como era de esperar, mirando a la gente, sino al contrario. Como si fue ra a sentarse y dirigir, también él, su mirada hacia nosotros. El foco so bre nosotros. La silla vacía. Una oleada indescifrable me recorre. Un océano de lodo me traspasa. Me cubre. Pero directamente no sé qué sentir. ¿Qué hace? ¿Qué hago aquí? Con mi creciente barba. Disfrazado. Sometido al escrutinio de un pueblo. ¿Abrazado a una mujer a la que consideran en demoniada? Y sin embargo, pienso, no me voy a mover de aquí.
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El Maestro clava sus ojos en los míos. No. No voy a hacerlo. Yilak, aún mirándome, comienza a hablar. —Yo nací en un pueblo muy parecido a este. Ese sentimiento de per tenencia ha resonado muy fuerte en mí en cuanto he visto las flores con las que con tanta delicadeza habéis adornado este patio. Siempre me han gustado las flores. Recuerdo muy especialmente un campo que había no muy lejos de mi aldea en el que, cada primavera, proliferaban como setas sin el cuidado de nadie. A veces me pasaba allí toda una tarde. Incluso todo un día. Alguna vez, para disgusto de mi madre, también de noche. Era aquel el jardín más hermoso. Un paraíso. Y yo estaba absolutamente decidido a distinguir cada especie con solo olerlas. Curioso pasatiempo para el hijo de un picapedrero. Alguien al fondo ríe. Reconocer las flores con solo olerlas. A alguno, por menos de eso, le llamaron loco. —Sí. A mí me encantaba aquel jardín porque era imposible reconocer en él la mano del hombre. No había nadie que dijese «Este año vamos a plantar aquí esto y aquello». Creo que era precisamente por eso por lo que a mí me gustaba tanto aquel lugar. Siempre virgen. Con las mismas plantas decidiendo cómo distribuirse. Dónde. Y cuándo. Y cómo. Yilak escudriña a la concurrencia. —Alguien ahora mismo, quizá, se esté diciendo: «Las plantas no pien san». Y es verdad. El rabí vuelve a mirarme. —Solo si las plantas pensasen serían capaces de desterrar a una de ellas. Esther alza la vista. La concurrencia se remueve. Todos en el recinto, a decir verdad, estamos inquietos. Por distintas razones. Y, personalmente, tengo la impresión de que el rabí no las tiene todas consigo. O está enfa dado. O no las tiene todas consigo precisamente porque está enfadado. Pero ¿con quién exactamente? ¿Con qué? ¿Qué es lo que le pasa? —Desde muy niño, algo me decía que en cuanto me fuese posible, debía caminar hacia el oriente. Una voz, clara, me decía: «dentro». Si quieres escuchar lo que el espíritu tiene reservado para ti, camina. El sol que nace te espera. Y tiene algo que explicarte. 76
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Yilak ha dejado de moverse entre la concurrencia y se dirige hacia la mesa. —No tienes tiempo que perder —me dice—. Si esto es lo que está reservado para ti, hazlo. Ve. Y al decirlo, rasga con las manos un buen pedazo del mantel con el que la gente del sitio ha querido embellecer la mesa. Siento cómo el gesto cae entre los discípulos. Entre la gente. Su desconcierto. El rabí mira a unos y otros. Algunos comentan entre sí. Se revuelven. Pero el Maestro sigue. —Un día, después de un tiempo alejado de esta tierra, llegué a un jardín que, cómo explicarlo, más que un jardín era un prodigio. Tal era su equilibrio natural y su belleza. Pero, a la vez, realmente distinto a aquel jardín de mi infancia, que tanto quise. En él un hombre muy muy viejo parecía repasar hoja a hoja todas y cada una de las criaturas vegetales. Con sumo escrúpulo y cuidado. Yilak coloca el paño en el suelo del patio. —Hoja a hoja, pétalo a pétalo. —Al tiempo que recorre una a una las macetas, arrancando ahora de raíz todas las plantas. Una a una. Me pongo alerta. Alguno de los presentes bien pudiera tomar lo que el Maestro hace como un agravio. Pero él parece no reparar en nada más que lo que está contando y sigue. —Me costaba entender cuál era realmente el secreto de aquel jardín. Porque en él, a diferencia de mi añorado jardín silvestre, sí se veía la mano del hombre. Pero allí había algo más. A estas alturas el rabí está acabando de colocar las plantas y las flores sobre el paño y las envuelve. Con suma delicadeza. —Un sentido que no acababa de entender y que lo hacía, era innegable, irresistiblemente hermoso. Aunque quizá no tan hermoso como este ramo. Lo mira. Cierra los ojos. El silencio se corta. Su determinación me sobrecoge. Su manera de parar el tiempo. Tomarlo. —Estuve muchos días y muchas noches —dice casi hablando para sí— meditando en aquel lugar mágico. Sin acabar de comprender aquel misterio. Hasta que un día, finalmente, el anciano, apiadándose de mi torpeza, se acercó hasta donde yo estaba. Y me dijo: «Crees que fui yo
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quien decidió cómo distribuir las plantas en este jardín precioso. Pero en realidad no fui yo, amigo mío. Fueron ellas». Yilak vuelve a abrir los ojos. Los mira a todos. Recordando las palabras del jardinero: «Puede ser que las plantas no piensen. Pero sin ninguna duda, hablan. Mi única labor durante toda una vida, durante todo el tiempo que me llevó crear este jardín, ha sido únicamente aprender a escuchar lo que dicen». A estas alturas no sé qué pensar. Yilak está a mi lado. —Es hora de irnos —me dice suavemente—. Encárgate de Esther. »Amigos míos. —Se adelanta—. ¿Quién soy yo para juzgar a nadie? A mí mismo me cuesta en ocasiones aceptar que solo uno mismo es el único responsable de sus pensamientos. Y de sus actos. De nada sirve que nadie entre en tu casa para explicarte qué has de hacer y cómo, si quieres con vertirte en tu mejor versión. Nadie podrá arreglar una familia herida por el rencor si cada uno de los miembros no quiere. —Y también—: ¿Quién soy yo para recriminaros que tratéis a vuestra vecina Esther como una apestada al tiempo que me colmáis de presentes? Vosotros, esta noche, me ofrecisteis flores. Por ellas, os doy las gracias. Hermanos míos. Pero en verdad os digo: qué difícil es darse sin esperar nada. Y sin decir más, coloca el ramo en los brazos de Esther y me dice: «Vamos».
Cuando al día siguiente, amaneciendo, me levanto en la casa de la loca, no acabo de creer lo que veo. El rabí debe de haber replantado junto con Esther, antes del alba, todas las plantas y flores a los pies de la pequeña casa. El sol nace. Al despedirnos, mirando el pequeño jardín, Esther dice a Yilak: —Lo cuidaré por ti. Parece una promesa. El rabí la mira. Vuelve a retirarle un mechón de la cara. —Y por Roshi —dice.
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3 Caminamos rumbo a otro destino. Y luego vendrá otro. Y otro. Va a ser así, Filipo. No te resistas. ¿Será verdad que esta violencia que me come por dentro nunca me abandonará? Me cuesta abrir los ojos. El resplandor de la luz me ciega. Presiento que se trata de algo más. Sé que así es. Estoy tenso. Esto no es nuevo. En realidad, casi siempre lo estoy. Pero hoy no solo yo lo estoy. La comitiva está tensa. Como yo. Revuelta. Parece que no está claro para nadie lo que pasó anoche. Entre el grupo, escucho a varios que discuten por lo bajo. Sobre todo, Okia: —¿Qué quiso decir con eso? ¿A qué vino arrancar aquel trozo de tela del mantel? Destrozarlo de ese modo. ¿No dice que la violencia no es el camino? Pues bien lo visteis. Si llegamos a tardar un rato más en irnos, no sé cómo habría terminado todo. Os lo juro. No lo entiendo. Y cada vez menos. A lo que Marsei replica: —Bueno. Él también es humano. Quizá estaba cansado. O simple mente harto. Okia insiste: —Yo también estoy harto. Y si te digo la verdad, no me hubiese im portado nada ponerme a repartir leña a quien lo mereciese. Nada me desahogaría más. ¿Sabéis? Yo me crie no muy lejos de ese pueblo. —¿En serio? —Sí. Pero hace tiempo que no vuelvo. He cambiado. Físicamente. He crecido. Por eso no me reconoció nadie. Pero yo sí. A muchos de ellos. De cuando era más joven. Sin embargo, no se me ocurrió saludar a nadie. Decir: «¿No te acuerdas de mí? Soy yo. Okia».
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—Y eso? —Siempre fueron un pueblo de orgullosos. Esa es la verdad. Orgu llosos de tener la plaza más bonita. Las calles más engalanadas. Sus casas. Sus prósperos negocios. Casi todos son familia ahí. Su consejo tiene fama de no dejar entrar nunca a nadie. Ni se te ocurra acercarte a ninguna de sus hijas. Y más si eres de otro pueblo de por aquí cerca. Los llaman «los únicos». Con eso te digo todo. —No sé si entiendo bien lo que quieres decir. —Quien no entiende soy yo. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué es realmente lo que nos une a todos estos que caminamos detrás del Maestro? —¿Que estamos hartos? —Exacto. Estamos hartos como él lo está. Si no, ¿a qué vino destrozar el mantel? Pues bien. De buena gana yo también hubiese destrozado con gusto todas y cada una de aquellas jardineras y macetas de las que Yilak arrancó las plantas. Decirles: «¿Qué hacéis con vuestros viejos, no os da vergüenza? Tener a esa mujer como un perro apestado y muerto de ham bre a las puertas del pueblo». Pero ¿qué habría pasado entonces? Dime. —No lo sé. —Que me lo habría recriminado. No tengo duda. Dice que cada uno debe descubrir en sí mismo una manera de transformar lo que recibe si no te agrada. Y que la violencia no es la forma. Pero luego él es el primero en darte un sopapo en la boca, si lo que ve no le gusta. —Que yo sepa él no le dio un puñetazo a nadie anoche. —¿Ah, no? ¿Cómo crees que estarán allí los ánimos después de su visita? Deben de estar diciendo: «Le recibimos con agasajos y ¿qué fue lo que nos devolvió? Se llevó nuestras flores, no se sentó a nuestra mesa. Destrozó el paño y nos reprendió. ¿Qué significa si no lo que hizo? ¿Qué clase de amor es ese?». Eso es lo que deben estar diciendo. Imagina cómo lo recibirán la próxima vez que venga.
Es la noche anterior. He caído rendido. Desde que estoy cerca de él, mi energía viene y va de una manera que no alcanzo a entender. Tengo 80
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momentos de profunda excitación. Más tarde me azota una desconocida inquietud. Nunca me quito las botas. Y de pronto, cuando menos lo es pero, me siento exhausto. En la profundidad del sueño, ya de madrugada, dentro de la inmunda casa de la loca que durante la tarde adecenté, oigo voces. Las suyas. Ha blando junto a la lumbre. Yilak ha calentado para Esther la comida que seleccionó en la mesa. Además, debe de haber salido, en la noche ya cerrada, a por hierbas. Y las ha cocido. Ahora ella come. Y bebe de la infusión. Él también come. Eso creo. Desde mi posición veo sus ojos. Los de ella. Y la espalda de Yilak, al que a estas alturas sin ninguna duda ama, que se sienta enfrente. Quisiera incorporarme. Hay cosas que quiero saber. Pero las fuerzas no me dan. Quisiera preguntarle en estos momentos en que la confusión no deja de crecer en mí. No sé qué pensar de él. No sé cuál es su más profunda intención. Por no saber, no sé ni qué sentir siquiera. Una parte de mí solo quiere creer. Abrirse. Me siento roto.
Los ojos entornados por la luz, horas más tarde, ya de día, continúo ca minando sin saber a dónde. Ciego. Aquí el sol pega. Me volví a quedar dormido. Sí. ¿Habrá descansado él? Al alba estaban trabajando juntos en la tierra. ¿Cuándo descansa este hombre? Replantar las flores les debió de llevar horas. En la noche profunda, volví a abrir los ojos. Y los volví a cerrar. Ya digo que mi cansancio era infinito. Ellos todavía hablaban. Esther pregunta: —Entonces ¿te he contagiado mi tristeza? Él emite un sonido. Muy leve. (No sé si lo que vino después lo soñé. O lo vi con mis ojos. Realmente no sé si sucedió de verdad. En cuanto tenga oportunidad de hablar con el Maestro, quiero preguntárselo. Lo voy a hacer.)
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La loca tiene en su regazo a Yilak. Lo acuna con su canto. Parece una canción muy antigua. Un canto primitivo. La letra dice: No me concedas tu amor, pues el amor tanto se equivocaba. No me concedas tu amor, dame tu abrigo. ¿Qué misterio es este que se escurre como un pez? ¿Una anguila que a los prósperos les hace sentir que sus agasajos no se reconocen, que a los propios confunde, que a los guerreros tumba y que a los locos hace pare cer sabios?
4 Me han dicho: «No vayas. Cuando se retira es porque busca estar solo». Y no he hecho caso. Bueno, en realidad sí. Hasta que no he podido más y cuando nadie me veía, he salido en su busca. Como un fugitivo. Esta es la historia de mi vida. Ya estaba bien de comportarse como un pusilánime. ¿Acaso me he vuelto imbécil?, me dije. Recupera tu ánimo. Piensa lo que debes hacer y en el momento oportuno, muévete. Haz lo que toca. Pues bien. Me dirijo hacia la montaña, decidido a hablar con él. A solas. Si busca recogerse, ese es el sitio. Tiene que estar ahí. Aunque de cir eso es fácil. Otra cosa distinta es ver el recorte de la sierra frente a ti como el lomo de un animal inabarcable en una noche sin luna. Y lograr encontrárselo ahí dentro. Tomo aire. Afino el oído. Ni se me pasa por la cabeza no dar con él. No lo voy a negar. Algo serio se está moviendo aquí. Pero si tuviese que explicárselo a un superior, si mañana tuviese que justificar mis últimos movimientos frente a un res ponsable del Imperio recién llegado, no tendría ni la menor idea de cómo hacerlo. No bastaría con relatar lo que hasta ahora he visto. 82
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¿Entonces? —Pero qué importa. No vas a volver. Aquí está otra vez. Esa voz. —A donde te diriges no hay retorno. Una lengua de viento me empuja intermitente, haciendo más difícil la escalada. ¿Qué significa ese pensamiento? ¡Calla! Deja de pelearte contigo. Deja de desperdiciar tu energía. Sube. Tiene que estar más arriba. Entonces hablarás. Lo que haga falta. Y él no tendrá más salida que aclarar tus dudas. Veo un minúsculo punto de luz. Alguien parece estar encendiendo una pequeña hoguera. Allí delante. Tiene que ser él. ¿Cómo es posible llevar entre esta gente todas estas lunas que solo han logrado perturbarme, comprobar la confusión que habita ahora mismo en estas filas, recelar del comportamiento en el extraño, incluso errático proceder de este hombre que a nadie deja indiferente y, sin em bargo, tener la sensación de que, al estar buscándole en la noche, estoy como nunca antes viviendo mi destino? Aparto unos matorrales y ahí está. —Maestro. Está soplando en la base de las llamas. Recupero el aire tras ascender la pendiente. No me mira. Concentrado en lo suyo, sopla un poco más. Y entonces sí. El fuego acaba de agarrar. Alza la vista. Esa mirada. ¿Qué podría decirle a un general de Roma sobre ella? De sus ojos. ¿Que son la casa del padre? ¿Qué estupidez es esa, muchacho? Me acerco. Tras unos instantes, casi he terminado de recuperar fuelle. La subida ha sido realmente escarpada en el último tramo. —Maestro. —Filipo. Descansa ahora. Tomo aire. Pienso. Desde donde él me habla, es verdad. Se incorpora. Serio. —Por favor. No dejes que el fuego muera.
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5 Fue aquella noche. Sí. La de la decisión del rabí. A mi espalda, sobre aquel risco. Ahora lo veo. Yilak meditaba. Tan solo a unos cuantos metros. No me atrevo a mirar. Quieto como solo él sabe. Mi cometido era mantener vivo el fuego y eso hice. Me recogía si acaso sobre mí mismo y cabeceaba a ratos. Pero luego volvía a buscar pequeñas ramas de aquí y de allá, para alimentar la lumbre. Como si me fuese la vida en ello. Yilak respira. Concentra toda su atención en el canto del grillo. Ese so nido mágico. Dicen que es el frotar de los machos para cortejar a las hem bras, pero es más que eso. Concentra todo su ser en el zumbido de un mos quito. Quizá tú pienses: «Qué inoportuno momento para recibir su visita. Toda la noche incordiando. ¿Quién puede dormir así?». Tenlo por seguro. Yilak no. Él ve las cosas de otro modo.
Hoy, puedo ver con claridad la cara del Maestro que no vi en aquel momento. Mirando el valle. Hasta que oí su voz despertándome muy poco antes del alba. —Filipo. El rabí me llama. Me he quedado dormido. Abro los ojos. Miro el fuego. Controlo las pulsaciones de mi corazón. Afortunadamente no ha dejado de arder. —Ven. Me incorporo con decisión y cuidado. Me acerco. Cruzo el matorral. Y llego al borde de la roca. Tomo conciencia del lugar elegido. Un templo. Y al horizonte, esa línea. Que lo acoge. No me mira. ¿Debo sentarme junto a él? Lo hago. No puedo resistirme a mirarle. Me siento como si estuviese robando algo. Luego me concentro en mí y cierro los ojos. ¿Qué otra cosa puedo hacer? 84
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—Así —dice—. Eso es. Deja que tu cuerpo te guíe. Voy a confiarte algo muy importante. El mosquito que no ha dejado de incordiarte en la noche es un mensajero. ¿Está jugando conmigo? ¿Qué significan sus palabras? —¿Crees que tal cosa es algo que podrán escuchar cuando volvamos allá abajo? —Señala hacia el valle. Abro los ojos. Le miro. Otra vez. ¿Se está riendo de mí? —A nuestra vuelta. ¿Crees que, allá a donde vayamos, este secreto es algo que querrán escuchar? —Al decirlo mira lejos. La sonrisa se disuelve en su boca. —¿Cómo he de hablarles? Algún día tú también habrás de hacerte esta pregunta. El horizonte comienza a recibir muy levemente la luz del día. La belle za me sobrecoge. Los animales nos rodean. Pájaros. Muchos. Lagartijas. Mariposas. Hormigas. Perros allá, diminutos en el llano. Los señala. —Ellos saben qué hacemos aquí. Quiénes somos. Tras permanecer un rato más en silencio, el sol asoma. —Dime. ¿Qué querías preguntar? A eso viniste. Asiento en silencio. Después digo: —¿Qué vamos a hacer? No sé por qué lo digo. Eran otras las preguntas que se me amontona ban y, sin embargo, lo único que se me ocurre formularle es: «¿Qué vamos a hacer?». —¿Lo sabes? —Después de esta noche, sí. Eso dijo. Aquí. Este, el instante decisivo. Esa mezcla de sonrisa y mis terio. En su mirar. ¿Qué retrata? —Gracias —me dice—. Te pedí que cuidases la lumbre y lo has hecho. No era fácil. —No he hecho nada. —Aceptaste tu sitio. Uno puede dejar pasar toda una vida sin hacerlo. Es hora de regresar. Y hablar a nuestra gente. Hay trabajo que hacer.
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6 Bajamos la montaña. Ligeros. Como si una parte del peso se hubiese dilui do allá arriba. Al llegar al campamento, Yilak habla con Marut y Crisho. —Reunid al grupo. Vamos a ir a pescar. —¿Ahora? Yilak me mira. —Tú también vienes. Cuando se refiere al grupo, está haciendo mención a lo que algunos llamarán más tarde los discípulos. Y es verdad que aquellos fuimos los que nos retiramos con él al desierto. Aquellos días. Antes de la gran ola. —El mar no queda cerca. Nos tomará unas horas llegar hasta allí, Maestro. —No llevéis víveres. Tampoco agua. En cuanto estéis listos, nos va mos. A todos los demás diles que se dirijan hacia Amaliah.
Sol. Muy fuerte. Muy duro. No ingerir alimento. No beber. Un ritmo constante. Por estas y otras razones, nadie habla. Solo sonido. El de los pasos. Y las respiraciones de ese grupo, rumbo al mar de Víshveda. Nueve horas. Al caer de la tarde llegamos. El sol declina. Yilak nos conduce hacia unas humildes construcciones de pescadores. Alguien le abraza al llegar. Ha blan entre ellos. Los observo a una cierta distancia. ¿A qué hemos venido? Nos preparan una barca. Subimos. Y nos hacemos a la mar. Hay algo que se va volviendo esencial en mis movimientos. Me siento un taco de madera. Elemental. Vulnerable. Pero más y más despejado en cierto modo. Vivo. Expuesto al vaivén de las corrientes. Además, una vez en el bote, no tengo nada que hacer. El agua nunca fue mi sitio. Me da miedo. No mie do. Respeto. Es un elemento extraño para mí. Que desconozco. 86
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Y que de la misma forma que me atrae, me abruma. Este es mi bautizo en el mar, realmente. Como parte de la tripulación en una pequeña embarcación a vela. No comer te dispone a cierto tipo de pensamientos. Está claro. Pero el tiempo está en calma. No hay nada de que preocuparse. Tan en calma como si estuviese muerto. Apenas una leve brisa. Muy leve. Que nos empuja. Dulce. Suave. Infalible. Invisible. Cuando el sol está rozando el horizonte, el Maestro dice: —Aquí. Arriad la vela. «El espacio es silencio.» La voz está ahí otra vez. Cuando todo lo que está a punto de desatarse se desate en el tiempo que sucederá a aquel día, la voz se irá haciendo en mí más y más presente. Luego, cuando todo acabe, desaparecerá. Por más de veinte años. Pero de eso, en la barca, nada sé. «El espacio es silencio.» Eso es lo que dice la voz que no deja de hablarme. Una voz que existió alguna vez. Al principio. Y que obligué a callar. ¿Cuándo fue aquello? Tengo apenas siete años. Estoy comiendo pan dulce, bien temprano. Me gustaba mucho el dulce. Con leche. El día despunta. La luz entra por la ventana de la cocina. Un pájaro se posa sobre el alféizar. Canta. Siento que me está hablando a mí. Se lo voy a decir a padre. Ambos estamos a la mesa. Él y yo. Ya sin madre entre nosotros. Le digo: —Padre. ¿Tú también entiendes lo que dice? Mi padre alza la vista. Después se gira hacia la ventana. Vuelve a mi rarme. No sabe qué responder. Pero lo que oye no le gusta. Se limpia la boca. Sin acabar de masticar se levanta y le dice al ama: —Arregla al niño. Hoy saldremos de caza. No prepares nada para la cena. Traeremos pájaros. —En nuestra casa hay un poste. —Cuando escucho la voz de Yilak estoy tan absorto. Tanto—. Todos los que estáis aquí me acompañaréis.
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Hasta el final, allá a donde me dirijo. Lo veo. Por eso os doy las gracias. A cada uno. Por ser mi familia en todo lo que haya de venir y en este momento. El trecho que nos queda por recorrer es largo. Pero en nuestra casa hay un poste. —¿Un poste? ¿Qué quieres decir con eso? —Es Okia quien pregunta. —Y solo podremos seguir hacia delante si somos capaces de tumbarlo entre todos. La mayoría de vosotros habéis escuchado, desde siempre, el relato de la venida de un salvador que conseguirá ponerlo todo como debe. Y bien. Yo os pregunto. Todo como debe ser. ¿Qué manera es esa? ¿Qué fue lo que os quitaron? Aquello por lo que cada uno de vosotros estáis aquí, conmigo. ¿Qué lo que os arrancaron? ¿Fueron tierras? ¿Or gullo? ¿Derechos? ¿O fue otra cosa? »Cuando digo que en nuestra casa hay un poste, hermanos míos, ¿qué digo? Imaginad un ejército. Un ejército que conquistase palmo a palmo la Tierra entera. Que al llegar al último rincón habitable del orbe, os dijese: “Hasta aquí, todo lo que conquistamos es vuestro”. ¿Colmaría eso vuestra hambre? Decidme. La decisión que hoy tomaremos es una cuestión de todos. Entonces es Marut quien toma la palabra. —Sabes tanto como nosotros del abuso, Yilak. ¿Qué quieres que di gamos? Marut me mira. Hauly me mira. Okia. Me miran todos. Marut habla. Mastica. —Llevamos años viendo cómo el invasor se lleva el fruto de esta tie rra. Y toda la vida viendo cómo algunos de nuestros mismos compatriotas se llenan las alforjas por derechos de sangre. A costa de los más pobres. —¿Y tú, Filipo? —Yilak me atraviesa al preguntarme—. ¿Estás sa ciado? Siento los ojos del grupo mirándome. —¿Saber que pertenecías al Imperio, caminar por el mundo como si fuese tuyo, ha conseguido aplacar definitivamente alguna vez el bicho que roe tu entraña? Y entonces, para mi asombro, dice: 88
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—¿Por qué no les cuentas a tus hermanos aquello de lo que hace un momento te has acordado? Siento fuego en el pecho. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible? ¿Qué habilidad es esa que le permite leer mis pensamientos y conocerme de esta forma? ¿Cómo hace para darse cuenta de aquello de lo que me he acordado? ¿Qué milagro es este? No lo sé. Pero tengo la impresión de que podría caminar si así quisiese sobre las aguas. Cuando empiezo a hablar dentro de aquella barca, no tengo rumbo. Esa es la sensación que me invade. Básicamente, les cuento: —De pequeño yo veía. Y quien debía cuidarme, al hacerlo, me dijo, durante toda mi infancia, una y otra vez, en cada ocasión que lo intenté, me dijo que ver estaba mal. Sí. Abrir la ventana a lo invisible está mal. Así me educaron. Asi me enseñaron a olvidar. De un modo u otro. Ahora me acuerdo.
Estamos junto a la lumbre. Ya en tierra. El silencio es apacible. Rumiamos lo que en el mar ha sucedido. Y mi relato. Un poco más tarde. Todos juntos. Y comemos los peces que hemos pescado. Sin esfuerzo. Ningún esfuerzo. Después de contarles a los otros aquella conversación con mi padre. Los peces venían a la pequeña red que alguien olvidó en el bote. Mansos. Como los recuerdos más profundos siguen regresando a mí junto a este fuego. —Nunca había comido un pez tan sabroso —dice Oshmara. Yilak contesta: —El hambre ayuda. Todos en el grupo ríen. Primero suavemente. Después en pleno tumul to. Durante un largo rato. Las lágrimas caen de pura risa. Cuando recuperamos el aliento, seguimos comiendo nuestros peces sobre el pan que los pescadores nos han traído. La comida me sabe a gloria. Yilak dice, casi para sí: —La alegría. Qué cosa más terrible vivir sin ella. Olvidarla.
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El silencio se hace de nuevo. Va y viene. Como la voz de mi mente, que de nuevo insiste. El espacio es silencio, Filipo. Hazle sitio. El rabí vuelve a tomar la palabra una vez más. En aquella jornada única. —Hoy esta familia ha firmado un pacto inviolable. Todos le miramos. —No lo olvidéis. Cuando alguien se acerque a vosotros y os tiente diciendo: «Aprovechemos nuestra fuerza para reconquistar lo que fuimos, conquistemos el mundo», pensad. En nuestra casa había un poste. Y lo tumbamos. Porque lo invisible está en vosotros. Y no es de nadie. —Sí.
Aquella noche en la montaña, antes de la siguiente noche en el mar de Vísh veda, el Maestro tomó la decisión que lo cambiaría todo. Compartir con los suyos que, por fin, la revolución había llegado. Y no tiene dueño.
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1 Cuando abro los ojos y miro hacia la playa, veo que el grupo está empe zando a desperezarse. Como suele ser habitual, el rabí ya lo ha hecho hace rato. Me vio llegar. Aún era de noche. No me preguntó nada. Y se marchó. A hacer lo que sea que tiene que hacer. Siempre a lo suyo. Entonces me desnudé y me metí en el agua. ¿Lo sabe? Ahí sigue. Filipo. El invasor y sus secretos. En la noche oí la señal. El canto de ese pájaro. Es mi contacto, Terpio. No hay duda. Y quiere verme. Me levanto como un resorte. Aquello para lo que fui enseñado. Aquello que no se olvida. ¿A qué ha venido? Soy yo quien quedó en ir a buscarle si hiciese falta. De mi presencia aquí, ¿qué va a pensar, qué puede pensar? ¿Sospecha? ¿He tomado alguna decisión acaso? Me tiento el muslo, donde siempre llevo un pequeño cuchillo. Ahí está el canto otra vez. Y más lejos un caballo. Relincha. Dos caballos. ¿Mala testa? ¿Por qué lo ha traído? ¿Piensa que me voy a ir con él? Terpio es mi único contacto directo aquí. Un soldado muy lejos de casa, como yo. Pero apenas lo conozco, ¿quién sabe? No va a pasar nada. No puede pasar nada. ¿Y tú? ¿Qué vas a decirle, Filipo? Porque nada ha pasado. Únicamente he contado algo. Muy íntimo. En una barca a un grupo rebelde. Qué más. Sí. He abierto una puerta. Olvidada. Eso también. Que me está matando este dolor de espalda, eso diré. ¿Y a qué has venido? Filipo. Terpio sale de detrás de una roca. —¿Todo bien? —¿Has venido para preguntar eso? Ah, me está matando este dolor de espalda. Me toco.
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—Traigo un mensaje para ti. —¿Qué dice? —Es mejor que lo leas. —¿Qué dice? He de volver cuanto antes con el grupo si no quiero que sospechen. —Tu padre ha muerto. Me muestra el papel. Lo tomo. Es mi mentor en el ejército quien me escribe. La carta acaba de esta forma: Los ánimos están más calmados y tu padre ha muerto. Lo dejo a tu elección. Pero si decides volver, puedes. Ya casi va para dos años que te fuiste. No es una orden. Hijo, lo que decidas estará bien.
No me esperaba esto. No ahora. Que se muera tu padre. —¿Tienes con qué escribir? Terpio asiente. —Bien, espérame aquí. Me percibe. Sabe que me acerco. Claro que lo sabe. Este caballo ha sido siempre un perro loco. Fortísimo, muy resistente. No especialmente rápido. Despierto. Leal. Y muy feo. Siempre le digo lo feo que es. Y a él no le gusta. —Ah, Malatesta, qué cosa horrible. Malatesta brinca, sujeto a un arbusto. Muy contento. En cuanto me ve, pega un arreón y, listo como es, se deshace de la atadura. Cabalga hacia mí. En la noche. —Bicho inmundo, Malatesta —le digo al oído—. ¿Cómo puedes ser tan feo? Chis. Calla. Lo acaricio. Va y viene. Le digo: «Chis. Nadie debe oírnos. ¡Para!». Y él hace caso. Con él la vida es fácil. Tan noble. Manso. 94
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De pronto, porque lo he pedido, siento cómo se agacha hacia mí. Para que lo acaricie como lo que es. Pegada mi cabeza a la suya. No hace falta más. Sin saber cómo, me vengo al suelo. Apoyo mi mano en tierra. Nunca quise a mi padre. ¿Qué desperdicio es este? Qué me importa nada que haya muerto. Quisiera enterrarme a mí mismo. Desaparecer. Eso sí. Y hacerlo de una vez por todas. Ser polvo, nada más. Olvidar. Soltarme. Dejar atrás las algas. Me tumbo. Mis labios secos. Bocabajo. Como cuando jugaba con mi hermana para oler la hierba. Ante mis ojos, únicamente arena a los pies de mi caballo. ¿Dónde estará mi hermana? Con la fuerza que me falta, le hablo. ¿La volveré a ver? Al corazón del mundo para que le haga saber allá donde esté, al hombre que fecundó a mi madre. Oh, padre mío. Sangre de mi misma sangre. Maldito seas. Oscuro. Un cuerpo inerte. Flotar no supone ningún esfuerzo en este mar de sal. Veo salir el sol. Majestuoso. Perdido aún en mí dentro del agua, debo de llevar así una hora, quizá más, balanceándome. Como si estuviera en la barriga de mi madre. La pequeña Tikia se acerca. Dice a mis espaldas: «Yilak quiere hablar con todos. Ven».
2 Soñaré con esta parte de la caminata durante años. Hari a mi espalda. Hauly a mi altura. ¿Me vigilan? Cómo fiarse de mí, si ni yo mismo sé cuál es mi verdadero plan. ¿A qué se refiere Yilak cuando, antes de continuar la ruta, dice «Preparad vuestras intenciones»? Ni por un momento pensé: regreso a Roma. Mi padre ha muerto. Aunque mi mentor, Augusto, me haya escrito. «Puedes volver. Si eso decides.» No. De ningún modo voy a regresar a casa. Por qué motivo, en verdad no
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lo sé. ¿Qué intenciones son esas de las que el Maestro habla? ¿A dónde vamos a ir ahora? ¿Y a qué exactamente? Nos adentramos en el desierto. Pero no intuyo nada de lo que va a suceder. Aunque me cueste aceptarlo, siento ardor ante la posibilidad de preguntar siquiera. Algo se fisura. Con el andar de mis pasos. Algo profundamente enterrado en mí. Mi cabeza da tumbos. Caminando como lo hacemos bajo este sol de justicia. Nadie me explica una sola palabra. Por otra parte, tampoco quiero saber. Para qué. Hay algo en el aire que se me hace inevitable. Puede ser, quizá, porque mi padre ha muerto. No es fácil acabar de aceptar. Levanto la vista. En el horizonte, la tierra oscila por efecto del calor. La vida, un fuego que, apenas luce incombustible, en la misma noche muere. Siento el alma como tengo la boca. Seca. Yilak nos habla junto al mar verde antes de partir. Cuece algo sobre las brasas. Con poca agua. Huele raro. A tierra. Un olor acre y profundo. No me disgusta. No sé qué es. —Preparad vuestras intenciones. Caminaremos hasta la sierra de Dyan. Recogemos. Antes de salir no comemos nada. ¿Qué puede esconder ese destino? —Allí celebraremos que el tiempo que pedisteis ha llegado. —¿Qué tiempo es ese, Maestro? —Es Crisho quien pregunta. Marut se suma: —¿Ha llegado la hora de recuperar lo que nos pertenece? ¿Es eso? Yilak le mira. Esa mirada suya en ocasiones. Como el corte de un cuchillo recién afilado. Inapelable. —Estás a tiempo de regresar a casa, Marut, si así lo quieres. —Y luego, dirigiéndose a todos—: Cada uno de vosotros que lleve solo una alforja con agua. —¿Y de comer? —pregunta Crisho. 96
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Marut se hace pequeño. En la orilla. Parece que ha decidido quedarse. Miedo a perder la cordura. No es difícil imaginarlo cuando caminas durante horas sobre la ardiente arena. ¿Qué prueba se cierne sobre noso tros? Necesito saber más, estar prevenido. Me acerco a Crisho. —¿Cuánto tardaremos en llegar? —Dos, quizá tres días. Si quieres completar vivo el viaje, dosifica tu agua.
3 Se debe de estar fresco allá arriba, a partir de cierta altura hay verde. No caminamos muy lejos de la línea de montañas. Pero el calor me tortura. Me cuesta tragar. Eso sí. Toso. Es una tos seca. Una tos que es más que una tos. Bebo. Pero no consigo neutralizar la molestia, que a cada paso crece. Tengo la impresión de que una espina del pescado que anoche comi mos se me clavó en la garganta. Con la lengua hago esfuerzos. Buscándola. Sí. Ahí está. Incrustada. Abajo y al fondo de mi boca. Intento llegar hasta ella. El acceso se alarga. Oshmara camina casi a mi lado. Después de mu cho rato tosiendo, me mira. Estoy a punto de explicarle lo que sucede. Todo. Desde el principio. Entonces veo una avispa. Muy grande. Sobrevolando su rostro. Es her mosa. Distinta la belleza de esta mujer. Pero ella no hace ningún ademán para apartar al insecto. Carraspeo para empezar a hablarle. La avispa se posa en su mejilla. Camina sobre su piel. Sube casi hasta el ojo. Se queda ahí. Sin que ella se inmute. Más allá de mirarme. No hay nada que decir, pienso. A cada uno lo suyo. Miro hacia atrás y distingo una silueta. Marut. Como un fantasma oscilante por el calor, caminando a lo lejos. Un fantasma oso. Al final ha decidido venirse. Jair se para. También echa la vista hacia él. Bebe. Apenas humedece sus labios en realidad. Llego a su altura. Me ofrece un poco de su agua.
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Creo que es el primer gesto de espontánea camaradería por parte de al guien del grupo. «Gracias.» Me cuesta respirar. Cuando me vuelvo a girar para seguir la marcha, observo que Tuavisha espera para reunir al grupo. El Maestro se dirige hacia un árbol. Un árbol en mitad de la nada. Pienso: a saber por qué. «El último guerrero.» Me cruzo con Crisho, que está en cuclillas. ¿Por qué no hace un es fuerzo más y descansa a la sombra? Ya casi estamos. Me mira. Luego mira a Yilak, tan solo a unas decenas de metros. —A ti también te cuesta tomar aire —le digo. —No. Es únicamente que no sé si quiero más. Ser un hombre que camina. Míranos. Parecemos ovejas rumbo al matadero. No se me ocurre qué contestar. Sí. Caminar no siempre es fácil. A cada uno lo suyo. Permanecemos a cubierto. Nadie habla. El rabí ha sacado del morral la sustancia que empezó a preparar en la mañana y la descubre. Una pasta densa y oscura. En eso se ha convertido. Ese olor. Una presencia en sí mismo. La humedece en una pequeña vasija de color azul. ¿De dónde la ha sacado, estaba aquí? Imagino que es una mezcla de raíces, quizá hojas. En realidad, no lo sé. La muele. El sonido de la piedra al hacerlo sobre el cuenco. Más parece una música. Esencial. Hipnótica. Que nos esculpe. Imagino que el desierto ayuda. Todos miramos. Absortos. La voz den tro de mí dice: El desierto es un océano. Oscuro. Blanco.
4 Yilak espera a que todos lleguemos a su posición. El sol está cayendo en picado. Pronto llegará la más profunda noche. El hueco al que nos 98
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dirigimos está ahí. Frente a nosotros. No hace falta decirlo. En algún lugar de esa montaña. Finalmente han bastado dos jornadas para completar el trayecto. Implacables. Es verdad. Imagino que acamparemos en breve, hemos caminado durante muchas horas, esta noche no hay luna, frente al coloso. Y al amanecer ascenderemos. Eso parece. Yilak se sienta. Saca una copa, delicada y vetusta a la vez. Después descubre de nuevo la mezcla de color ocre. En un paño. A estas alturas, muy compacta. Rojiza. Toma hábilmente una porción con los dedos y la asienta en el cáliz. Llevamos dos días sin ingerir más que agua. Desde la noche de los peces. Y antes, un día más sin comer. Las fuerzas no sobran. Soy un hom bre hecho para resistir con lo mínimo en campaña, pero estoy dispuesto a probar lo que me den. Algo que me nutra. Cualquier cosa. Las caras de los integrantes del grupo están demacradas tras la travesía. La carne, pegada al esqueleto. Y por alguna razón que desconozco, en este instante de lo que llamaremos «la ceremonia», sus expresiones me resultan especialmente graves. Con mucho cuidado, el Maestro va vertiendo agua en la porción que ha introducido en el recipiente hecho de algo que pudiera ser marfil. O hueso. De la columna de un animal que ya no existe. Todos nos vamos sentando en círculo. La montaña, detrás de él. Disuelve la pasta como si fuese barro. El contenido llena la copa. Un escalofrío atraviesa mi espina dorsal. El efecto no me llega solo a mí. Es extraño. No es una forma de hablar. Veo que lo mismo le sucede a algún otro. ¿Qué sustancia es esa? Cuando parece que el mejunje está listo, Yilak se vuelve y se postra. De cara al coloso. Se inclina. Parece estar pidiendo permiso. Ahora mis mo podría escucharse el caminar de un alacrán. Y tras hacerlo, gira hacia nosotros de nuevo. Sus pupilas. Hace una levísima reverencia. Bien. Veamos.
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Uno a uno, sin aparente orden, se acercan a él. Allí Yilak pronuncia algo. Y luego, sin más, beben. Apenas un pequeño sorbo. Inmediatamente se levantan y regresan a su sitio. El primero es Marut. Me hace gracia que sea él. Después irán Okia, Hari. También la pequeña Tikia. Crisho, Oshma ra, Hauly, Jair. Los observo disimuladamente. Tuavisha. Tan silencioso. ¿Qué debo hacer? Soy el que falta. Bien. No se me ocurre nada mejor que aproximarme. Por alguna razón tengo ganas de reír. La solemnidad me puede. Y me hace cosquillas la tentación de decirles a todos que no es tan importante volver a ingerir de nuevo. Sea esto que Yilak ofrece lo que sea, no puede ser tan serio. Hasta que me veo agachándome ante el Maestro y cruzando de nuevo los ojos con él. Sus ojos. Ahi me pierdo. Una vez más. No acabo de com prender desde dónde miran. Su pregunta me desarma. —¿Solicitas permiso para entrar? ¿A qué se refiere? ¿Es este un lugar santo y beber la mezcla un requi sito, una señal de respeto a la montaña para pisarla, a los dioses? ¿A qué hemos venido? ¿Qué juego es este?, eso es lo que quisiera exigir que me aclare. Sin embargo, respondo: —Sí. Así es. Solicito el permiso. No voy a ser yo quien después de tanto caminar se quede atrás. —Lo que tus intenciones hayan pedido se te conceda, entonces —dice Yilak—. Que el padre te proteja. Que la madre te proteja. Que los espí ritus maestros te guíen. Ofrece el vaso. Mis intenciones. Esas que se supone que debo haber preparado. ¿Cuá les son? No sabría responder con claridad. Tampoco parece que deba hacerlo. Al menos, no ahora. Es más una pregunta hacia mí. —¿Cuál es tu secreto, Yilak? Ese que te alumbra. Eso me gustaría saber. —Conocimiento. Eso quiero. Conocimiento y alivio. 100
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Yilak me acerca el recipiente. Con las dos manos. Observo el líquido viscoso. Me lo acerco a los labios. Sigo temblando. Una porción densa y amarga entra en mí. Casi la he de cortar con los dientes. Su sabor es ferroso. Extrañamente fresco. Pensé que resultaría más difícil. Trago. No sin esfuerzo. Intento controlar un escalofrío. Bien. Me inclino en señal de respeto y regreso a mi lugar. Me quedo allí. Reponiendo fuerzas. Concentrado en bajar la sustancia. Cuando vuelvo a abrir los ojos, es muy de noche.
5 Uno podría decir que, cuando algo va a pasar, se sabe. Cuando algo que va a suponer un cambio decisivo se avecina. Pero no es así. Uno no puedo imaginar la forma que aún no conoce. O que olvidó. Y el impacto que va a suponer «volver» está enterrado entre montañas de memoria y escombro. Que van más allá de lo propia vida. Y de la muerte. Da igual lo que te diga nadie. Abro los ojos y la noche es profunda. Siento un hormigueo por todo el cuerpo. Leve. Una especie de suspensión. El cansancio se ha convertido en algo que no sabría precisar. Y que me pone alerta. Yilak habla. Alto y claro. —Vamos a seguir. Abro los ojos. ¿Ahora? Su voz resuena ineludible, como si estuviese dentro de una gruta. Al levantar mi mirada hacia él, mis movimientos son los de un gigante. Den tro de mi cabeza. Los de una ola que rompe en alta mar. Atenuados. Pero al mismo tiempo siento que, si así lo decidiese, podría desplazarme allá donde mire. De un impulso. Ciertamente es solo una impresión. Nada más levantarme pierdo el
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equilibrio. Lo suficiente para que ese miedo agazapado que está presente en mí desde que me muevo cubriendo los pasos del Maestro, ese miedo a perderme en algo que no alcanzo a entender, aparezca por primera vez sin disimulo como una certeza física. Bien. Si vamos a comenzar a subir esa escarpada mole, nuestras vidas corren peligro. Soy un soldado. Sé cuándo la vida está en juego. Y, sin embargo, no dudo. Aunque sea lo último que haga. Voy a subir con él hasta donde él diga. Miro a los demás. Ellos sí sabían a qué vinimos. Observo sus caras. Realmente no sé si va a ser posible que, allá donde vayamos, lleguemos todos. Subimos por caminos que no lo son al borde del precipicio. Oigo las respiraciones. Siento el esfuerzo. Alguien a mi espalda habla. Al princi pio, por lo bajo. Consigo mismo. Pero según vamos ascendiendo, su sentir se hace más y más presente. Su queja. Es Crisho. Alterado. Si la sustancia genera el mismo efecto en todos como parece, no me extrañaría que al guien esté a punto de perder los nervios. Presa del pánico. La oscuridad es casi absoluta. Apenas intuyo dónde colocar mis pies. Paso a paso, el aire que sopla se vuelve más severo. Es una brisa sepul cral. Que viene a hablarnos de la muerte cara a cara. Sigo a Marsei, eso es lo que sé. Y que a mí espalda va Crisho. Yilak va delante. Al frente. ¿Por qué esta prueba? ¿Qué tipo de líder es alguien que pone en peligro la existencia de los suyos de esta suerte? ¿Que expone a un grupo de hombres y mujeres exhaustos a subir sin visibilidad alguna entre riscos, a saber con qué in tenciones de tarado? Maldito sea mi dolor. Maldito. Míranos, parecemos una fila de lepro sos. Mil veces maldita sea mi suerte negra. Esta constante y amarga duda atravesada. Maldito sea mi asco. Mi rabia. Eso es. Tu rabia. Ella fue la que te mantuvo vivo hasta aquí. Eres un soldado del ejército más poderoso del orbe. Mi diablo está suelto. ¿Qué haces caminando de este modo ante al abismo? Penando. 102
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Sin saber qué plan es este. Ni a dónde vamos. ¿Qué tierra de promisión puede esperarte? Si el final te llega, ¿crees que va a haber un rincón acaso para ti donde caerte muerto? ¿Y en nombre de qué? Me giro. Enfermo. Como un resorte me giro. Si no estuviese a punto de colapsar por el ahogo, le llamaría a gritos. Yilak, ¿es que no ves lo que pasa? Miro de nuevo hacia atrás. Si Crisho continúa gimoteando su final está cerca, terminará por des peñarse de un momento a otro. Quiero ir hacia él. El precipicio a un palmo. Las piernas me fallan. El control de mis músculos. Tengo que afe rrarme a algo. Soy un soldado. La sustancia está tomando las riendas. Eso es lo que soy. Y si ese hombre necesita la ayuda de alguien, voy dársela. En esta maldita hora es uno de los míos. Ese ha sido siempre el código. Dejaré pasar a quien sea que vaya entre Crisho y yo mismo y llegaré a su altura. Porque entre él y yo hay alguien. Dejo pasar a Jair. Mi corazón camina fuera de eje. Cuando me alcanza, y aún no acierto a reconocer al que me sigue, la voz de Yilak se dirige hacia mí. Desde la cabeza de la comitiva. Directa y clara. Entera. —Filipo. No sé cómo, pero al mirar en su dirección distingo sus ojos. Dice: —Él debe hacer su trabajo. Y tú el tuyo. Continúa la marcha. Aún falta un trecho para llegar. No conviene retrasarse ahora. Él mis mo se gira y sigue ascendiendo. Turbado, me cruzo con los ojos de Hari. Tomo aire con una bocanada que no es propiamente mía, sino la de eso que muy adentro soy. Un animal con un oscuro pelo que reconozco desde mi yo oculto. Yo he nacido para matar. Estoy parado de pronto. De pie sobre una ladera, muy lejos de casa. Es fácil localizar al enemigo a batir. Abalanzarse sobre él. Atravesarlo. Des trozarlo. No pensar. Acabar con todo. Hacer lo que sé. Lo que debo. Lo que soy. Destruir el problema. De una vez. Acabar de inspirar la bocanada
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de este sentir que es, en esta hora, un mundo. Estoy muy cerca de retor cerlo todo. Soy las mismas manos del monstruo. Me apremio. Respira otra vez, Filipo. Contrólate. Hazlo tan profundo como el abismo que habita a un palmo de la ruta. ¿Qué es lo que te pasa? Vuelve en ti, maldita sea. Me estremezco. Con una profundidad que desconozco. La boca abierta. Expuesto de un modo que no alcanzo a entender. Respiro una segunda vez, muy hon do. Como nunca antes. Y en cuanto lo hago, un sentimiento nuevo apa rece. No es mío. Solo sé que es algo más que mi vida lo que está en juego. Esta montaña es un territorio distinto, que no conoces. ¿Quieres en trar en él? Esa pregunta. Puedes darte la vuelta y marchar. El pensamiento se hace cristalino ante mí. Puedes irte. Si así lo quieres. Nadie te va a reprochar nada. Al con trario. ¿Quieres regresar? Si es así, ve. Hazlo. Esa posibilidad, como un espíritu diáfano, me ha bla. Montaña arriba. Y con ella una quietud de otro orden me acoge. No sé cuánto va a durar. Estoy en el mismo centro de una encrucijada. ¿No quieres seguir? Miro a un lado. A otro. Algo muy adentro se activa. ¿Será verdad que soy yo? ¿Qué soy? ¿Quién soy? Emito un sonido que no parece humano. Como si al exhalar el aire yo fuera alguna clase de ser de cuatro patas. Y al mismo tiempo un pájaro. Uno sin alas. Repugnante. Como si la rabia que me viene sacudiendo desde siempre, así como la incertidumbre, el miedo y mi imposibilidad de responder a Yilak con nada sólido en este punto, me acabasen de quebrar y expulsarme de golpe al mismo tiempo contra el presente más puro. Soy una falla por donde algo más que la muerte me tienta. Me cita. El instinto era otra cosa. 104
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Camina, Filipo. Camina, me ordeno. Muy bien. Vuelvo a mirar hacia delante. Muy bien. Y entonces voy. Sigo ascendiendo.
6 Sigo soñando con aquel lugar. Da igual las vidas que hayan pasado. Con tinúo volviendo allí. Aún ahora. Se ve que aún no he acabado de integrar el mensaje. Al principio no parece más que un hoyo. El rabí espera ante él. De modo que, según la fila de despojos físicos vamos llegando, en tramos. Mis pasos son cada vez más inciertos. Mis piernas, más torpes. Me he echado por encima la cobija que uso para dormir y la empinada ascensión nos ha llevado a lo alto, el esfuerzo ha sido grande, pero aun así el frío no me abandona. Me descuelgo. Intuitivamente voy tanteando cómo y dónde colocar mis pies en el estrecho y corto túnel, casi vertical, siguiendo la sombra que me precede. Mis manos apenas tienen fuerza para agarrar. Mis músculos están al borde del colapso. El efecto de lo que hemos ingerido antes de subir está muy cerca de tumbarme. Entro. Me cuesta entender las dimensiones del sitio. Pero, si no me equivoco, al final del mismo veo estrellas, sí, eso deben de ser. ¿Es posible? Me comporto casi como si estuviese ciego. Estamos en una gruta en la cresta de la montaña, la entrada se hace por el fondo y en el otro extremo parece abierta al vacío. Camino hacia allí. El suelo es muy liso. Me muevo despacio, como un alma en pena. Un fantasma. A medida que me acerco a la boca del lugar, noto una lengua de aire entrando. Sobre mi cabeza, más cielo; sí, hay otro orificio arriba. Estamos en la misma cresta, poco más que una piel de roca sobre nosotros nos cubre. ¿Habrá sido la mano de alguien quien ha tallado la estancia? Es
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casi una sala. Miro de nuevo hacia delante y sigo avanzando. Parezco un anciano. —Filipo. —Es Jair quien pronuncia mi nombre—. La caída es mortal. Ahí. Señala muy cerca de donde estoy. Morirse. Caerse. Por qué no. Es una opción. Yilak llega. Eso es que estamos todos. Debo sumarme. Vamos a disponer de nuevo el círculo. Sé que va a ser así, y lo que signi fica. A eso hemos venido. Lo fuerte viene ahora. Me coloco en el lugar que me corresponde. Cada uno con su manta encima. Todos cubiertos. A cada uno lo suyo. Alcanzo a comprobar que a mi lado se encuentra la pequeña Tikia. ¿Cómo puede ser tan fuerte? Mis dientes castañean. Estoy helado. El Maestro saca de nuevo la sustancia. No quiero mirar. Trato de ani marme. No me importaría dejarme caer por el barranco. Así sabría acaso el final. Estoy sentado sobre mis piernas. Como casi todos ellos. Pero me cuesta sostenerme. Me cuesta ver. Me cuesta pensar. Me cuesta tragar. Prácticamente todo es azul, de tan negro. Mientras, mi cuerpo se abandona. A lo irremediable. ¿Qué estrellas serán esas que hay frente a nosotros? A su espalda. La mezcla está lista. En un recipiente más grande esta vez. Debía de estar guardado aquí. ¿Aquí? La ceremonia está en marcha desde que llegamos a los pies de la mon taña. No hace falta más. Sin orden aparente, cada cual se pone en pie y se acerca al Maestro para beber lo que toca. Esta vez, una dosis mayor que la que antes de subir se repartió entre todos será para cada uno. Vas a morir ahogado bajo tu propio vómito, Filipo. ¿Qué otra cosa si no? ¿O es el refugio de Yilak? Intento no dejarme arrastrar por los temblores. Con las dos manos me froto la cara, el cuello. Trato de activarme. Alejar mi demonio, siempre agazapado. Mantener el control. Lo que todavía queda de mi orgullo aprieta. Disimula, Filipo. ¿Es este el lugar sagrado de Yilak? Su templo. 106
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Un aliento que se convierte en algo semejante a un bramido sacude de nuevo mi garganta sin que pueda impedirlo. El frío me destroza. Quisiera poder ponerme a cuatro patas. Hacer lo que sea. Quizá me ayude. Coloco las palmas de las manos sobre el suelo. ¿Hay surcos horada dos en él? La energía me envuelve. ¿Son formas circulares? Hauly canta. Alguien los ha tallado. Una extraña letanía. Le miro. No sonrías, Hauly. Te lo advierto. Por lo que más quieras. Ahora no. Hari canta. Jair canta. Concéntrate en ti, Filipo. No desperdicies la fuerza que te queda. Okia canta. Alguna clase de final se aproxima. Y, sin embargo, no es realmente eso lo que me turba, sino algo más irracional. Mucho más simple. A donde sea que vamos, tengo miedo de perder la cabeza. Alguien podría preguntarse: ¿por qué no huyes? Y hacer de esa pre gunta un relato interminable. —Sea lo que sea aquello que el misterio tenga preparado para cada uno, una vez dentro, solo cabe entregarse. Me levanto y voy. No me explico cómo lo logro. Con la fuerza y la decisión que no tengo. Solo falto yo, todos han bebido la mezcla. Mi respiración, agitada. Una vez más. Estoy sentado ante él. Este es su refugio. El lugar de la forja. Aquí reside el secreto. Su voz. El mirar de sus ojos. El retiro que lo cambió todo. El paso. Yilak lo dio aquí. Cuarenta días. ¿Cuarenta noches? —Filipo. El rabí me habla. Resplandece lo que no veo. Me cuesta enfocar. Co loca sus dedos sobre mi rostro. —Deja que tu corazón tome las riendas. Hago una reverencia y voy a tomar el cáliz que mantiene levantado ante mí. Temblando. —Regresa.
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Yilak me reclama. Como a un perro. —Aquí. Afirmo. Tomo aire. Mi temblor afloja. No lo bastante. —¿Cuáles son tus intenciones? Eso es. Bien. Mis intenciones. —¿Son las mismas que pensaste antes de la otra toma, allá en el llano? Titubeo. Todo el tiempo es para ti. No hay prisa. Todo es escucha. Todo es escucha, Filipo. Solo escucha. ¿A qué has venido? No entiendo bien por qué, pero entonces solo pienso en mi madre. Mi cuerpo se divide. Como lo haría la tierra en dos pedazos. Frágil. En el dolor de no tenerla. Desde tan pronto. Y en la rabia supurando su sabor más amargo. Eso que desde siempre me habita. Yilak asiente, aunque no he dicho nada. No hace falta hablar, decir nada. Pensar siquiera. —Bien. Abrázate a mí entonces. Me ofrece el cáliz. Mi cuerpo se sacude. Literalmente. Mi cabeza, sobre la base, se sacude. En un espasmo. Sí, soy un perro. Rastreando el camino a casa. El rabí dice: —Es hora de trabajar como lo que dices ser. Llegó la hora de la pura atención. Olvida los aspavientos. Ellos no te van ayudar. Solo cabe en tregarse. Tengo miedo. Un miedo más grande que la vida. Hacerse responsable. Abandonarse. Responsable de tu creación. Del aire que respiras. De tu miedo. —Hazte responsable, Filipo. Entonces tomo el recipiente. Asiento. Es verdad. Respiro y lo llevo a mí. Confía, me digo. Lo que haya de ser, sea. 108
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7 Tras el miedo, la rabia, el hambre —no solo física—, el frío, la cegue ra, el recelo, el ansia... mi cuerpo cede. Como si la dosis hubiese toma do por completo mis venas. La dimensión definitiva de la gran caída. Y el porcentaje exacto de veneno. Los pies. Las manos. Los pulmones. La cara. No hay resistencia posible. Mi boca aún más abierta. Abiertos mis ojos. Morirse. Me estoy muriendo. Esa certeza. No tengo párpados. Alguien ha dispuesto un fuego. Una hoguera. Por alguna razón sé que ha sido Tuavisha. Quisiera aferrarme. Pero es otro el tiempo que ha llegado. Inevitable. Todo lo que conozco. Simplemente. Se acaba. Los sonidos quedan más y más lejos. La respiración de alguien se extingue. Mi cuerpo se agota, exhausto. Se cierra. No responde. No lo hará ya nunca más, pienso. Como sea que uno piense fuera del mundo. Antes de desintegrarse. Mi concien cia. Un bloque. Un punto. Cada vez más pequeño. Una cosa. Atravesando el espacio. Inerte. Y, sin embargo, viva. Rodeada para siempre de materia oscura. Ese es tu final. El que siem pre temí. Tu prisión. La para siempre inacabable cárcel del frío. Que todo lo traga. Para ti solo. Vomito. Estoy vomitando. Soy una roca de agua helada a punto de des peñarse. Pero mi cuerpo en otra galaxia aún vomita. Un manantial de muer te. Inmunda. Y una mano cruel impidiendo que trague. Mientras vomito. Yilak me incorpora. Levemente. Limpia mi boca.
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Es él. Estoy seguro de que así fue. Para que no me ahogue. Lo sé ahora. Dos mil años más tarde. Aunque me resista a creerlo. Está pasando en otra era. Has escuchado bien. Creer. Aceptar. Yo estuve allí. No me dejes ahora. Querer decir: «Yilak. No me dejes». De nuevo me acuesta. Me acomoda. El que otros llaman el rabí. El que muchos otros conocerán como «el Mesías». ¿Cómo puede ser? El hombre que en aquella cueva me habla. Me susurra. Y dice: —Como tú, soy apenas un río, Filipo. Un río negro e hilos de oro, que ya conoces. Tuya es la responsabilidad… No puedo. —… de dejarse ir. En él. Morir en él. —Filipo —dice el Maestro—. Filipo. Ese fue tu nombre. El día del regreso.
8 ¿Cuánto puede resistir un ser humano? No para de avanzar dentro de un túnel. Estamos en una villa. Hay una fiesta. Toda mi estirpe ha venido. Es tán sentados aquí y allá. Antes les ha tocado a cada uno de ellos y ahora es mi turno. El nuestro. Mi mujer y yo debemos representar una pieza. No sé cuál. Sentado en un pequeño banco, cuando estamos ya dispuestos a empe zar, hablo con ella. Muy bajo. Casi para mí. No sé qué me pasa en la boca cuando intento hablar. Trato de pronunciar las palabras. El sueño es real, pero cada vez se me hace más y más difícil inspirar siquiera. No sé qué es arriba ni abajo. ¿Cómo voy a decir nada? Es porque tengo un trozo de fruta. Se me ha quedado ahí. En la gar ganta atravesado. ¿Cómo voy a conseguir que me oigan? He de quitarlo. Bien. Meto los dedos. Rebusco. Abro la boca y lo toco. Ahí está. Apenas 110
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un trozo de uva. Un resto de piel. Si consiguiese llegar en condiciones y sacarlo, entonces podría decir lo que debo. Cumplir mi tarea. Hago un esfuerzo. Sin más. Voy. Y entonces, milagrosamente, lo saco. Por fin he podido. Respiro aliviado. He sido capaz. Me incorporo. Estoy contento. Pero las fuerzas me fallan. Sencillamen te. Sigo avanzando en el túnel. Y caigo como si fuera un fardo. Un cadáver que se despeña con estrépito casi encima de otro cuerpo. Exactamente igual al mío. Ver ese otro cuerpo me choca. Sin embargo, no hay tiempo que perder. Estoy decidido a luchar. Esto no se acaba aquí. Me levanto. Una última vez más. Pero es imposible. Y, tal como llego arriba, me estrello. A punto de perder la conciencia, percibo a mi mujer en otra vida. Sentada entre los asistentes. Dice: «Ay. Pobre». Y a mi es palda siento a mi mujer en el sueño que trata de tomarme en sus brazos. Acogerme. Me unge. Su llorar es amargo. Muy triste.
9 El pasadizo se acaba. Tiene un final. Soy lo que está en ese rincón. Un niño. La escultura de un infante a los pies de una ventana. Frente a un jardín. En tiempos de la hermosa Roma. Siempre he estado ahí. Crees ser todo escucha. Y cortinas de seda. Pero no es cierto. Piensas: tú no me das. No voy a ser yo quien lo pida. Estás muy en fadado. Lo que dices no ser, eres. Niño rígido. Metálico. De plata. Haciendo siempre lo que debe. Lo que no debe. Esperando lo que nunca pediste. Lo que crees tuyo. Tú lo has querido. Caiga sobre ti todo el peso. Hago toda la fuerza. El niño más rígido. Más implacable. Eso soy. Solo. In mortal. Terrible. Frío. Despiadado. Duro. En un insoportable aullido. Sea cual sea el horror.
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10 Y después de aquel viaje, el regreso tras la gran borrachera. Lo primero, llamaradas. Aceites. Alguien los sopla. Como una lluvia. Mi piel la recibe. ¿Dónde estoy? Siento unas manos. Me frotan. No sé cuánto tiempo ha pasado. Pero esta que siento es mi carne. Otra vez. Aun así me es impo sible, por poco que sea, mover siquiera un dedo. Sé que mis párpados no se han cerrado. ¿Desde hace cuánto? Lo siento por el fuego en mis ojos. Arden. Como arde mi piel. Sigo sin ver. Entre unos y otros me levantan. Alguien hace música con un cuenco. Veo estructuras de luz. La música las crea. Es fácil. Ya no sé qué es resis tirse. Una parte de mí intenta pensar. ¿Cuánto tiempo hace que empezó todo? Debo de llevar así varias noches. No sabría decir cuántas. ¿Será esto estar muerto? Me están sacando de la gruta. Afuera. Por el túnel. A la montaña. ¿Qué hacen? Cavan. Preparan un agujero. Un hoyo. Me acomodan. Me cubren. Me entierran. Siento cómo me amparan con teas de fuego. En un último momento alcanzo a pensar: por lo menos no tengo frío.
11 —Filipo. Abro los ojos. Yilak está frente a mí. Podría moverme, pero no soy capaz. Mi cuerpo está completamente sepultado. Solo mi cara está al aire. Es de noche. No siento miedo. Estamos sobre la parte más alta en la mon taña. Las estrellas refulgen. (Como nunca antes.) El Maestro me mira. Dice: —Abre la boca. No la cierres. 112
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A mi lado hay un fuego. Todos están aquí. Muy cerca. Muy juntos. Yilak me presenta algo que parece un trozo de raíz. ¿Puede ser que aún no haya terminado? Pero ya no peleo. Trato de entornar los ojos. Crisho me pasa la mano húmeda sobre ellos. Siento alivio. Yilak está quemando lo que me ha enseñado sobre las brasas. —Abre la boca —me dice. Dejo de ver su cara. Cuando aparece de nuevo, se agacha sobre mi nariz, y exhala. Un humo denso. Blanco como la leche. Lo inspiro. De pronto abandono mi cuerpo. Súbitamente. Una última vez. Estoy suspendido. Sobre el grupo. Encima de la montaña. A lo lejos veo incluso el mar de Víshveda. La visión es preciosa. Comprendo cabal mente todo lo que ha pasado. Desde que estuvimos juntos en la barca. Vuelvo allí. Al momento en que Yilak dijo: «En nuestra casa hay un poste. Y solo podremos salir adelante si somos capaces de tumbarlo entre todos». No es más que un instante. Un destello. E inmediatamente vuelvo en mí. Todos me miran. Comprendo qué miradas son esas. Yilak empieza a despejar la tierra alrededor de mi cara. Dice: —Tuavisha. ¿Por qué no nos ofreces un canto? Cuando cruzo los ojos con él, el Maestro ríe. Parece un niño. Me mira. —Filipo. Filipo. Amigo mío. Cómo te gusta una guerra. —Y, mirando a los demás, insiste—. A todos. Uno a uno, los del grupo se van sumando para desenterrarme. Descu brir mi cuerpo desnudo. Escuálido. Me frotan. Me protegen. Me ungen. Me tapan. Empieza a amanecer. Lo que veo, soy. Ligero. Estoy de pronto abrazado a Marsei. A Crisho. A Jair. A Marut. A Hari. Que ríen. Como yo río. Todos lo hacemos.
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un mes antes de la muerte de
1 Da igual lo cansado que uno llegue. Regresar a Amaliah siempre recom pensa lo lejos que está. —¿Cuántas veces has estado ya en este sitio, tres? —Es Jair quien pregunta. Una voz a nuestra espalda dice: —Las suficientes para que se note. Jair le mira y ríe con la pulla. En la orilla ha aparecido Hauly, que por supuesto también ríe. Aunque en su caso siempre de otro modo. Apunta: —Que no se le olvide a nadie que, desde que desertaste y te uniste a nosotros, la intendencia de nuestra comitiva funciona «como dios man da». Desde tu primera visita, Amaliah nunca ha vuelto a ser lo mismo. Entorno mi mirada hacia él. Insiste: —Ya sabes a qué me refiero, no me mires así. Ahora este, gracias a ti, es un «campamento ejemplar». Estoy embadurnado de jabón, en la orilla. Cubierto completamente de espuma, soy todo ojos. Al otro lado del río, al fondo a la derecha, lejos, se ve la muralla de la próspera Amión, imponente, brillando bajo el sol de mayo. Miro hacia el cielo, qué otra cosa si no. Vuelvo a mirar a Jair. De nuevo a Hauly. —Sin duda, Hauly, siempre sabes dónde está la llaga. —Me vuelvo hacia él—. Pero he de decirte que hoy me siento más ligero que otras veces. Sí. Creo que, si me decidiese y echase a correr, esta vez podría darte caza.
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Camino despacio mientras hablo. Todo dulzura. Mi ánimo está en otro sitio, lejos de la pelea. Aunque entre este hombre y yo, nunca se sabe. Entonces, Jair se mueve hacia un pequeño fuego. Hauly lo mira. —A mí no me miréis, yo voy a ver si la comida está. Pero al decirlo me hace un guiño y, sin saber cómo, ambos nos abalan zamos sobre el recién llegado, que, cuando se quiere dar cuenta, ha sido hecho prisionero. Nervioso, intenta soltarse. —¿Cuánto hace que no te bañas? —le digo, sujetándolo fuerte. Jair y yo nos miramos. Reímos—. Cuanto más te muevas, más lejos te vamos a lanzar. Patalear no te conviene. Hauly recula. Ruega: —Por favor, Filipo, no sé nadar, ya lo sabes. Le vuelvo a oler. Aparto la cara. Hago una mueca. —Es muy desagradable lo tuyo, Hauly, a nadie le puede sentar mal un baño. ¿Tú qué dices, Jair? —No sé. Hoy la corriente es suave. Y hasta ahí no cubre. En fin. ¿Qué sería la vida sin un poco de riesgo? Cuando estamos balanceándolo para tirarlo al agua, acertamos a ver, en la otra orilla del río, la llegada de un grupo de gente. Soltamos sin pensar a Hauly, que, apenas cae al agua, ya se levanta como un rayo. Los tres miramos. —¿Quién será? Parece alguien importante. —¿Crees que viene a ver al rabí? —No cruzarían por aquí si así no fuese. —¿Os importa que coma con vosotros? —Es Oshmara—. Quien sea viene a ver a Yilak. Anoche envió un mensajero solicitando audiencia. Se ve que es alguien muy importante en la ciudad. —¿Solicitando audiencia? —repite Hauly. Oshmara asiente. —¿Y el Maestro qué dijo? —pregunta Jair. —«No es necesario solicitar audiencia aquí. En Amaliah no hay puer tas. Bienvenido sea cuando lo tenga a bien.» Entonces dijeron que le visitarían hoy. Cuando el sol caiga. 118
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Magdalena mira a Hauly. También mira a Jair. Y luego me mira a mí. Bendita sea.
2 Podría durar la eternidad entera. El olor de la comida casi lista. Las voces de ellos tres (¿mis amigos?). No sé de qué hablan. Mis músculos están entumecidos por la marcha. Esa clase de agotamiento, en ocasiones tan gozoso. Y el alivio por el agua fres ca del bendito Arash —así se llama el río en esta altura— acariciándome. Cuando estoy a punto de salir, y ya no queda sobre mí rastro de jabón, le veo. A Tuavisha, el más solitario y misterioso entre los más fieles al Maestro. Dicen que fue él el primero en reconocer a Yilak. Está en esta misma margen, aún más retirado que nosotros del bullicio que hoy ron da el campamento. A solas. Nada raro. Camino hacia él sobre la hierba fresca. Mullida. Entre las hojas. Los tallos. Siento el roce. No solo de la vegetación, también de la pieza de tela que Makaye, la madre del Maestro, tenía preparada para mí al llegar, hoy por la mañana, como un presente inesperado, y que ahora visto. —Tuavisha. —Filipo. —Veo que también has preparado un fuego. Aunque quizá te parezca bien unirte a nosotros, estamos aquí, apenas a unos pasos. —Siéntate. —Señala—. Ya habrá tiempo de comer más tarde. Y recoloca en la lumbre una de las pequeñas piezas de madera direc tamente con la mano. Sus dedos. Es un hombre más tímido de lo que un día fue, esa es mi impresión. —Cualquiera diría que eres el mismo que apareció de la nada acom pañando a Yilak, no hace tanto. —Lo dices por las ropas, imagino —digo mostrándolas—. ¿Tienes envidia de mi regalo?
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Los dos sonreímos. Levanto la vista. Frente a nosotros, desde distintas direcciones, sigue llegando gente. Es un trasiego que no cesa. Nos que damos un momento callados. También se percibe movimiento a nuestra espalda, no muy lejos. —Cada vez corre más rápido la noticia de su llegada. Incluso antes de volver a Amaliah, a saber cómo, empiezan a venir de todas partes para esperarle. Pero hoy estamos mejor preparados para lo que venga. He dis puesto a unos cuantos de nosotros en cada una de las líneas de acceso, para distribuir con juicio a las personas según vayan llegando. —Eres un hombre orgulloso, Filipo. Pero nadie puede negar que sabes hacer lo que haces. Me aguanta la mirada. No duele. Pregunta: —¿Cómo estás? No hay evasivas que valgan, inmediatamente lo sé. Desde que estoy en el entorno del Maestro, cuando menos te lo esperas, sucede. La sensación de que la vida se planta ante uno. Y te reclama. De otro modo. Tuavisha es unos cuantos años mayor que el rabí. He escuchado a unos y otros hablar de él. Se dicen cosas. (Para ser exactos, he escuchado a Hauly decir cosas.) Pero ahora que lo pienso, y no deja de sorprenderme, esta es la primera vez que estamos realmente solos. Él y yo. Delante de un hoyo, pequeño, con un fuego apenas para uno, en el que se empiezan a disponer las primeras brasas. —Estoy mejor —digo—. Pero ¿para qué mentir?, hubo un momento en que pensé que iba a perder la cabeza. Tan lejos de todo lo que un día fui. Tuavisha asiente. —Nadie dice que sea fácil, Filipo. Recuerdo la primera vez que me encontré con Yilak. Cuesta creer todo lo que ha pasado desde entonces. Y todo lo que está a punto de precipitarse a partir de ahora. Quisiera preguntarle a Tuavisha si alguno de los dos buscaba al otro, o si fue aquel un encuentro inesperado, y sin embargo digo: —¿Qué crees que va a pasar? Pero él continúa: 120
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—No fue fácil. Te confesaré algo. Yo nunca tuve miedo hasta encon trarle. ¿Puedes creerlo? —¿Qué quieres decir? —¿Cuál es tu mayor miedo, Filipo? Dime. Bajo la cabeza, ¿cuál es mi mayor miedo? Pero parece una pregunta retórica, es él quien sigue. —El mío es no ser capaz de renunciar. No ser capaz de renunciar. Sé que lo que me está diciendo importa, aun sin acabar de entender. —El mío, perderme —acierto a decir—. Pensar que un día pueda le vantarme y confirmar que he ido demasiado lejos. Que le di la espalda a los míos, al mundo que conocía, para nada. Tuavisha me mira. Y continúo: —Ahora, por momentos me siento bien. Incluso, algún instante, ple no. Como no recordaba. Desde niño. Hace tan solo un momento me ha pasado. A tan solo unos pasos de aquí. Dentro del agua. Querer que este sentir nunca se acabe. Seguro que sabes a qué me refiero. Estar casi a punto de verlo todo claro. Pero entonces desconfío. No sé por qué. Y se me pasa. Y de nuevo me cubre la idea de que voy a tirar mi vida por un precipicio y que, antes de estrellarme, mi último pensamiento será que estuve equivocado. Me despierto a veces con esa imagen. Esa sensación. Muerto de miedo. —Pero has dicho no ser capaz de renunciar. ¿Qué quieres decir exac tamente? ¿A qué te refieres? —Te formaste como soldado —responde Tuavisha. Del Imperio. Sa bes mejor que nadie que vivimos tiempos convulsos. Tarde o temprano todo va a saltar. En realidad, está a punto de hacerlo. Cuando encontré a Yilak, la primera vez, sentí, en cuanto lo tuve delante, que era a él a quien esperaba. No solo yo. Pero estar junto al rabí todo este tiempo ha servido también para demostrarme que su manera no es la que yo imaginé. Y su reino, ese del que habla, es otro. Muy distinto del que yo pensé con mis carencias. Distinto e irrenunciable. Lleno de gracia. Pero, a pesar de eso,
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y aun amándole como lo hago, Filipo, aun después de todo este tiempo viendo la manera en que hace visible la luz del principio del mundo, en ocasiones dudo. Créeme. Yo también. —¿Tú? ¿De qué? —Porque no sé si seré capaz de renunciar a mi sueño de un reino en esta tierra, por amor a su verdad, en la que sin duda creo. No sé qué responder. Pero entonces él aclara: —No creerse capaz. No creer merecerlo. No creer que es posible. No querer renunciar. No querer soltarse. ¿De qué dirías que estamos hablando, Filipo? —¿De no confiar? —Exacto. Cada uno de un modo, empeñado en levantar ante sí un muro a su manera. Qué más da. No querer aceptar que se está aquí. Que lo que estaba para ti ha llegado. Siento el rumor del río. —¿Por qué me dices eso ahora? A mí. Precisamente hoy que, quizá como nunca antes, he sentido que es aquí donde he de estar. —Porque vendrán momentos, para todos, da igual los motivos, en los que se hará difícil creer. A secas. Porque creer asusta. Y entonces, no quedará otra que hundir la propia cabeza en el agua, Filipo. Todo el tiempo que sea preciso. Hasta sentir de nuevo el caudal. El flujo. Sentirlo. Porque no habrá tiempo para pensar. Observo la superficie. Me quedo suspendido allí. Hasta que, de pron to, asoma la cabeza de un pez a tomar aire. Luego otro. Y otro más. —Perdóname si te ofendo, Tuavisha, pero quisiera preguntarte algo. Se dice que casi lo ahogas aquel día. Cuando te encontraste a Yilak la primera vez. Tuavisha ríe. —Deberías tener cuidado con quién hablas. A alguno de los nuestros le encanta impresionar a los que llegan. ¿Quieres saber realmente qué pasó? —Perdóname, sé que es imposible que sea cierto. —Verás. Yo únicamente bendecía a la gente que se decía dispuesta a creer. Y qué mejor que hacerlo en el agua. Como antaño. Bien. Después 122
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de un tiempo, en ocasiones mantenía sumergido al iniciado un poco más de lo que cada uno esperaba. Sentía que así debía ser. No por crueldad, sino porque algo me decía que, en ese trance, el espíritu en ocasiones habla. »Lo reseñable, entonces, cuando le tocó al Maestro, no fue que le sujetase la cabeza bajo el agua hasta que casi se ahoga, sino que, una vez dentro, Yilak no hizo nada por salir. Ni un ademán. Nada. ¿Comprendes? Su forma de entregarse. De ponerse en mis manos. Era total. Dijo que creía en lo que yo le decía, que confiaba. Y era cierto. Parecía decidido a permanecer sumergido hasta morir si así fuese preciso. Lo tuve que sacar yo, Filipo. ¿Entiendes? Porque él se dejaba.
3 Marut está discutiendo con Oshmara, acalorado, cuando regreso con Tua visha. Esparcidos aquí y allá, cada uno va comiendo según llega. —Estás muy confundida —le dice—. No estoy diciendo que lo reci bamos en pie de guerra. Únicamente digo que debemos tomar precaucio nes, ¿por quién me has tomado? No tengo ningún interés en declararme enemigo de nadie. —Entonces me callo. Ya has oído a Yilak. En Amaliah no hay puertas. Quien quiera venir, será bienvenido. —Confiemos en que no pase nada —subraya Hari—. Traer a la cabeza ese tipo de pensamientos no ayuda. Tuavisha me mira. ¿Tiene que ver esto con lo que hablaba? —¿Qué podría pasar, Marut? ¿Qué te preocupa? Marut, excitado, parece no estar en disposición de seguir hablando. Es Hauly quien responde: —Viene con soldados. Traen armas. Lo normal, teniendo en cuenta que estamos hablando de Antio. Es él quien viene. —Un momento —interrumpo—. ¿Quién es Antio? —El señor que rige en Amión. Un personaje rico. Y muy poderoso. Todo lo que cruza por esta tierra pasa de algún modo por sus manos.
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Y eso es mucho. Al fin y al cabo este es un lugar de paso en el que con fluyen todos los caminos que vienen de oriente para entrar en nuestra tierra. —Es decir —retoma Marut con toda la intención—, que Amaliah, y la tierra sobre la que nuestro campamento se asienta, también es suya. El tono es amenazante. La sangre enciende sus mejillas. Se hace un silen cio. Es entonces Tuavisha quien toma la palabra. Parece pensar en voz alta. —Hasta ahora no hemos tenido ningún problema cada vez que hemos estado un tiempo aquí. Bien es verdad que, antes, pasar desapercibidos entre tanto trasiego de gentes era fácil. —Eso es, la situación es otra —confirma Hauly—. Lo único que Marut está diciendo es que no estaría de más ser precavidos. Si Yilak lo recibe, sabrá qué paso dar y por qué lo hace, nadie lo niega. Pero quizá sería oportuno pensar en algún modo de defenderle, llegado el momento. Oshmara ha acabado de comer. Está enfadada. Nunca la había visto así. —No quiero oír más —afirma. Y se levanta para lavar su plato antes de irse. La preocupación le nubla el rostro. No solo a ella. Me atrevo a decir que todos sabíamos que este momento vendría. Al llegar a mi altura, Oshmara se detiene, dispuesta a escuchar lo que pienso. Prosigo: —Ya habéis visto la cantidad de gente que nos hemos encontrado hoy. Lo que está pasando con el Maestro no hay quien lo pare. Es normal que vengan a verle. Incluso los más poderosos. Ese hombre del que habláis habrá escuchado historias sobre Yilak. Como tantos. Y querrá comprobar si es verdad lo que se dice. Por sí mismo. Como Hauly, estoy seguro de que Yilak sabrá qué hacer. No, añado, como piensa Hauly, quizá estaría bien prevenir un posible ataque. Estar preparados. Oshmara me mira. —Gracias —dice. Luego mira a los otros. Me cruzo con los ojos de Hauly, que sonríe. Torcido. Agudo. Certero. Como casi siempre. Muy bien —concluye—. Si Filipo lo dice, todo en orden. Oshmara vuelve a mirarnos, a mí y a Tusvisha. Más por cambiar el 124
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aire de la conversación que por otra cosa, Jair ofrece huevos que le han regalado para acompañar el caldo. —¿Queréis? Tuavisha y yo asentimos. Aunque por un momento he estado a punto de irme. Quiero saber. Preguntar directamente a Yilak. Me dirijo a por un par de cuencos. Hari habla con Tuavisha. Suave. Se me adelanta. Dice: —Iré a ver al Maestro. Quizá haya pensado en algo. Y se dispone a irse. Cuando lo hace, toda la situación se para. Como en un mosaico. Oshmara acaba de abrir un huevo ante la lumbre. Podrido. No hace falta más. Inmediatamente, un olor abrumador y nauseabundo lo toma todo. —No pasa nada. —Es lo que Oshmara acierta a pronunciar, nervio sa—. No pasa nada —repite. La miro. No sé qué hacer. Ella se dirige, ligera, hasta la orilla. ¿Qué está sucediendo? Está de rodillas, con el cuerpo encogido, aclarando sus manos, y veo cómo le da una arcada. Humedece con agilidad la boca, la nuca. Le vuelve a dar otra arcada. Toma aire. Decidida a pasar a lo si guiente. Se pone de pie. Vuelve a dirigirse al fuego. Dice, esta vez para sí: —No pasa nada. Todos la miramos. Y, sin más, junto a la lumbre, continúa con lo que estaba haciendo. Toma otro huevo. Lo abre. Lo vuelve a hacer. Y de nue vo pasa. El olor a podrido de otro huevo infesto vuelve a sacudirlo todo. Nos cubre. Apestosamente. Intratable. Y ruin. Como un mal presagio.
4 —Marsei —le llamo según llego. La agitación en el aire—. Te estaba buscando, ¿por qué no me has avisado? Marsei se da la vuelta. Parece hablar con Makaye. Junto a él también
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está la pequeña Tikia. En segundo término, como siempre. Como siem pre, observándolo todo. —Ahora estoy contigo. —El tono con que lo dice y la expresión de sus rostros me paran en seco. Y sigue a lo que estaba. »Tu hijo no ha querido darle mayor importancia —dice—. Todo va como debe. Todo está bien. No hay nada que temer. Está muy tranquilo. Tú lo has visto. Y yo también. El mensaje del hombre de Antio era de paz, no debes preocuparte. Makaye no responde. No puede. Makaye. Quiero sentarme junto a ella. Pero, al acercarme, me hace un gesto con la mano. Ahora no. ¿Está llorando? No sé qué decir. —Yo me quedo. —Se adelanta Tikia, que con un gesto nos invita a irnos. Como no acabamos de hacerlo, insiste—: ¿No tenéis que hablar? Caminamos hacia un lugar apartado. El trasiego aumenta. Allá donde uno mire, parecen llegar gentes por todas partes. Marsei se para. —¿Qué quieres? —¿Por qué nadie ha dicho nada? —¿Acaso habría servido de algo? Además, Yilak así lo ha dispuesto. —¿Y tú? —¿Yo, qué? —¿Qué piensas? ¿Te ha dicho algo el rabí? —Sé lo mismo que tú. Pero estaba presente cuando llegó el emisario. Nadie habla en esos términos y organiza una visita de esta forma si no quiere algo. De modo que la oportunidad es nuestra. A Marsei le brillan los ojos de un modo distinto esta vez. —Eres un hombre cabal. Nunca te he escuchado una palabra más alta que otra. ¿A qué te refieres con que la oportunidad es nuestra? ¿Qué piensas que pretende Yilak? —Te he dicho que no lo sé. —Bien, lo preguntaré de otro modo. ¿Qué piensas que hay que hacer? Y no me vuelvas a hacer sentir como un extraño. Habla. A estas alturas no deberías poner en duda mi lealtad con el Maestro. ¿No estarás insinuan do, como Marut, que es hora de armarse? 126
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Marsei me mira con fijeza. Luego dice: —He hablado con el emisario a solas. Tras su saludo y la petición de un encuentro formal entre las partes, le he acompañado de regreso al río. —¿Y? —Antio puede estar muy equivocado en muchas cosas. Su forma de vida puede no ser la que corresponde a una persona de bien. Pero es listo. Sabe, por lo que le han contado, que Yilak puede mover montañas. —¿Y? —¿Qué te pasa Filipo? Lo tuyo es el arte de la guerra. ¿Hace falta que te lo diga todo? La oportunidad llega hoy a nuestra casa, ¿no lo ves? No es el Maestro quien ha ido a buscar a nadie. Ni nosotros hemos amenazado tampoco su posición en ningún modo. Lo único que Yilak ha hecho es hablar al corazón de las gentes. No va a ser necesario recuperar nada de lo que nos quitaron por la fuerza. Los poderosos vendrán. Por sí mismos. Todos esos que durante los últimos tiempos se han visto en la necesidad de negociar con Roma para mantener lo suyo. Y Yilak le dirá a cada uno lo que debe. Hasta recuperar paso a paso nuestra tierra frente al invasor. De eso hablo. Si primero viene Antio y después se van sumando otros como él, bajo la voz de Yilak, el control de nuestro territorio acabará regresando a nuestras manos, las de nuestro pueblo. »Frente a nuestra unión, no habrá imperio que lo resista. No se hará necesario el uso de la fuerza. Se acabarán los años de la dominación de tus antiguos hermanos. De Roma. Y este lugar podrá volver a vivir como antes. Si todos nos unimos, y eso es algo que solo alguien como el Maes tro puede lograr, volveremos a ser amos de nuestro destino y de nuestra suerte. Porque ten por seguro que el rabí sabrá hacer valer su voz, al cabo. Ya le conoces. Bajo su manto, el abuso del Imperio llegará a su fin. Pero también el de los señores de esta tierra. Ese será el trato. Querías mi opi nión, Filipo. Este será el plan de acción de Yilak. Así lo creo. El sol empieza su trayecto de descenso. En esa hora en que refulge resplandeciente la ciudad de Amión. No tan lejos. Allí donde el ruido acecha.
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5 —¿Necesitas algo, Makaye? Voy a ver cómo va todo, pero antes quería saber qué tal estabas. Makaye levanta el rostro; la pequeña Tikia moja los pies en el río. La madre de Yilak me observa. Con las ropas que me ha regalado. —Estás muy guapo. Un escalofrío dulce me recorre. —Mi madre murió muy pronto. Apenas la recuerdo —contesto. Qui zá porque, plantado ante esta mujer, la siento por un instante cerca, hoy que ya no me acuerdo de su cara. Como si en cierto modo fuese ella mis ma quien me hablase. Makaye me mira. Imagino que solo puede hacerlo así una madre. Es apenas un momento, pero parece un mundo. —Anda, date la vuelta. Deja que te vea por detrás. Me giro. —Te sienta bien —dice con satisfacción. Y, como un halago, añade—: Si hasta pareces de aquí. El momento tiene algo que me estremece. —Gracias de nuevo por el regalo —acierto a decir. —Siéntate un rato conmigo. ¿Puedes? —Claro. —No tienes madre, Filipo. Niego. —¿Hermanos? —Sí, una hermana. Ella afirma. Como si recordase. —¿La echas en falta? Apenas asiento con un gesto leve de cabeza. No digo nada. Entrar ahí no me resulta sencillo. Mis ojos brillan. —No debe de ser fácil tampoco estar tan lejos —dice ella. Ambos miramos en dirección a las montañas. —Mi hijo te quiere mucho, Filipo. 128
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La miro. Vuelvo a afirmar de nuevo. Casi imperceptiblemente, para mí solo. Como cuando uno quiere contenerse, asustado quizá ante lo que en el corazón asoma. Los ojos de Makaye también brillan. En mitad de la nada, decide contarme. —Su padre era romano. No sé si lo sabes. Como el tuyo. ¿Te lo ha dicho? Un temblor muy profundo me sacude. Hondo. Soy una roca. Clavado en ella. En sus ojos negros. —Sus hermanos, ya habrás visto que todos son bastante mayores que él, no son hijos del mismo padre. El buen hombre que nos acogió a Yilak y a mí, después de «aquello». Cuando todas las puertas se cerraban. En mi mente, se repite. ¿«Aquello»? —Era un buen hombre. No sé si hubiese resistido estar aquí. Ahora. No saber en qué puede acabar todo lo que está pasando. Él quería mucho a Yilak. Aunque no fuese hijo de su misma sangre. —Con un hilo de voz, concluye—: Para mí también es difícil. Ver todo lo que se está desatando en torno a él, nacido de mi vientre, y no asustarse. —Filipo. —Es Crisho, a mi espalda. Agitado—. Yilak ha preguntado por ti. Miro a Makaye. —He de irme. —Ve. No te entretengas. Pero antes deja que te bese. Me acerco. Tomando mi cara en sus manos, me confía: —Le he dado muchas vueltas, no creas. Y he llegado a la conclusión de que reconoce en ti algo distinto. Tiene que ser eso. Bueno, él tiene amor para todos, ya lo sabes. Pero pienso que quizá vea en ti al hermano pequeño que nunca tuvo. Y más aún, quizá, por ser romano. »¿Te parece una locura lo que digo? Perdóname. Pero, en ocasiones, ni yo misma alcanzo a entender qué clase de luz alumbra el corazón de Yilak. Además, se ríe mucho contigo. —¿No tengo nada que perdonar? ¿Cómo puedes pensar eso si quiera? Makaye me peina. Cuánto tiempo desde la última vez que alguien lo hizo. Y luego afirma, casi susurra:
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—Al principio no lo entendí. Cómo podía aceptarte en el grupo, sien do de donde eres. De la misma tierra del hombre que me violentó y que al hacerlo me hizo madre. Me costaba. »Y fíjate. Ahora cuando te veo con él, confieso que me siento más tranquila. —La voz se le quiebra—. No es fácil para mí hablar. Anda, ve. Parece que Crisho tiene prisa. Ve.
6 Camino en dirección al Maestro con Crisho a mi lado. Confuso. Extraño. Sin saber dónde colocarme tras las palabras de Makaye. Perdido. La niña Tikia nos alcanza. —Makaye me ha dicho que mejor viniese con vosotros. Que le senta rá bien estar un rato a solas. No me resisto a preguntarle: —¿Lo sabías? Tikia mira a Crisho. Luego baja la vista a nuestros pasos. A medida que cruzamos el campamento, el trasiego de gente aumenta. —No sé si este es el mejor momento para hablar de este asunto, Filipo. Y en caso de hacerlo, quizá debiera ser Yilak quien te cuente. —Y tú también lo sabías —confirmo mirando a Crisho. Es la pequeña Tikia quien responde. —Ya conoces al rabí. Él no tiene ningún problema en tratar de nada. Nunca nos lo ocultó. Y tampoco es algo de lo que se hable todo el rato. A mi espalda se une una voz. Solo puede ser Hauly. —Así que nuestro querido Filipo ya lo sabe. Estaba esperando este momento con afán. Para ver tu cara. Antes o después, sabía que iba a llegar, hermano. Me detengo. Me giro hacia él. Hauly se planta ante mí con su sonrisa más equívoca e inocente y añade: —Seguramente eso explica en parte la condición del Maestro. —¿Qué quieres decir? 130
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—Una porción de veneno siempre ayuda para que la vida acabe tomando cuerpo plenamente. Y, por lo que a nosotros respecta, el de Roma siempre fue considerado de primera clase. —No te sigo. —Sin duda hace falta alguien con un espíritu como el del rabí para sobreponerse a esa mancha como él lo ha hecho. Sin rencor. Yo no podría. —No deberías hablar así —interviene Crisho. —Ha sido el Maestro quien me ha enseñado a expresarme sin miedo. A no constreñir mi corazón. No estoy diciendo nada malo, al contrario. Si yo fuese él, no podría. Se hace un silencio. —Deberías medir tus palabras —dice Crisho. Bastante tenemos ya con lo todo lo que está pasando como para ponernos a enredar entre nosotros. Hauly me mira, tan certero como solo él puede serlo. —Saber que el enemigo entró en tu casa y por la fuerza tomó a tu ma dre. Y, un día, abrirle la puerta, sin más, a uno de los suyos. A ti, Filipo, sin ir más lejos. »¿Tú podrías?
7 Tras un momento callado, por fin digo… no sé qué digo. —No vas a conseguirlo, Hauly. Ya no. No insistas. No vas a conseguir que dude. Hari llega a nuestra altura. Y Hair con ella. Hauly los mira. Y al instan te los hace cómplices, con esa sorda retórica que a él le gusta. —Pero ¿de qué habla este hombre? Te he hecho una pregunta. Fácil. ¿Con qué drama me vas a salir ahora? Siento como si algo dentro de mí se derramase. Las palabras me brotan. —A estas alturas no sé si hay algo de lo que me haya traído hasta este lugar en el que ahora mismo estamos de lo que pueda sentirme especialmente orgulloso —digo—. Pero el caso es que aquí estamos,
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Hauly. Aquí estoy. Sea mi pasado el que sea. Más que eso. Sea la miseria con la que cargo la que sea, hoy, me siento decidido a hacer lo que toca. Hauly se dispone a continuar a lo suyo. Pero yo me acerco, encendido. —No, escucha ahora, es muy importante que esto quede claro. Para mí ya no es tiempo de ponerme a pensar si merezco mi suerte, ya está bien de esa condena. ¿O qué hago aquí? Porque ¿qué hacemos aquí, Hauly, lo sabes? Ya no qué sentido tiene, sino qué nos corresponde hacer. Dime. Contéstame. ¿De verdad lo sabes? Si es así, habla. Me he acercado un paso más a él. Apenas a un palmo suyo. Decidida mente, no supongo una amenaza, es otra cosa. Entonces llega Marut. —¿Qué hacéis aquí plantados, qué pasa, por qué no venís? —Y, miran do en dirección a donde al parecer está el Maestro, nos apremia—: Con vendría que nos mantuviésemos todos lo más cerca posible del rabí. Por si acaso. Pero yo sigo. Contenido, concentrado. Y a la vez más lúcido que nun ca. Yendo sin saber a dónde. Muy cerca de su cara. —Seguramente como a ti, como a todos, me acechan las dudas, Hauly. ¿Quién te necesita ahora para tener más dudas? La única cuestión que importa en este momento es que algo distinto está pasando. En eso sí esta mos de acuerdo todos. Y algo más grande aún está viniendo. Algo único. ¿No lo crees así tú también? ¿Has descansado? ¿Tomado fuerzas? ¿Has comido un poco? ¿Te has tomado un tiempo para ti? ¿Te has callado? Les hablo a todos. Ninguno de nosotros parece saber cuál es la ma nera de conducirse que conviene hoy, para que el Maestro pueda hacer lo que debe. Miro a cada uno de ellos. A Hari, a Tikia, Crisho, a Marut. De nuevo a Hauly. —Bien. Si es así, solo nos queda escuchar. De otro modo. Aceptar ese vértigo. Estar pendientes de Yilak, al que amamos. Y estar alerta. Hauly me observa. Quién sabe desde dónde. Concluye: —Míralo. Acaba de llegar, casi. Y ya parece que lleva toda la vida vestido así. Entonces interviene Hari. Como ella sabe. Dice: —Está bien, vamos.
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1 Llego. Llegamos. Hauly. Hari. Tikia. Marut. Marsei. También llega Jair con Tuavisha. Oshmara ya está cerca del Maestro. A su derecha. Él, apa rentemente con los ojos cerrados —desde esta distancia me es imposible estar seguro—, permanece completamente inmóvil sobre una roca. —¿Quién falta? —Es Marsei quien pregunta. No respondo. Mi mente está puesta en el llamado. Yilak quería verme. Realmente no sé si debo acercarme. La concurrencia está básicamente sentada. Y a la espera. Dispuesta por centenares frente al silencio de Yi lak. No es fácil caminar entre ellos. El escenario asombra. Según avanzo, siento cómo crecen los pares de ojos que me escrutan. ¿Quién es, qué va a hacer? ¿Qué quiere? Eso parecen preguntarse. Y a la vez escucho, a medida que me adentro entre los presentes, el canto de un pájaro. No sé su nombre. Mi corazón se hace presente. Sordo. Como si de un tambor ancestral se tratase. Y es la señal. ¿Qué señal? No sé de qué. Cuando por fin llego a la roca, Oshmara me mira. Me detengo. Como un pasmarote. No sé si debo continuar. Pisar la piedra sobre la que hace silencio el rabí. Pero, esta vez, como si un muro invisible ante mí lo impi diese. Una pared. Y es al volver a Yilak, cuando me reciben —abiertos— sin que yo lo espere, sus ojos de gato. En esta hora, casi oblicuos. —Acércate —dice sin decir nada—. Ven. ¿Quieres? Lo hago. Me agacho. —¿Qué necesitas? —Dispón un círculo. Y en torno a ese círculo, otro. Y luego otro más. Así hasta que estemos todos. De mi derecha a mi izquierda, ya sabes.
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Asiento. E inmediatamente voy a hacerlo. Sin pausa. —Filipo. Yilak me reclama de nuevo, no me ha dado siquiera tiempo a bajar de la roca, que apenas se levanta unas cuartas sobre el suelo. Como una bolla de pan ácimo. —Sí, Maestro. —Filipo, ¿has pensado en tu intención? ¿Para el círculo? No, aún no. E inmediatamente afirmo. —Sí, es verdad. Avergonzado por mi torpeza, me reconcentro en mí mismo. Intento ayudarme haciéndome consciente de mi respiración, como creo que él hace. No te apures, me digo. Tómate tu tiempo. Veamos. Sí. Sí, qué otra cosa si no. Sí, me reafirmo. Lo tengo. Abro los ojos. Le miro. Yilak pregunta: —¿Ya? —Sí. —Qué rápido. ¿Y? —¿Quieres que te comparta mis intenciones? —Sí. ¿Puede ser? —¿Ahora? Entorno la vista. Siento la mirada de toda la concurrencia sobre mi espalda. Como un universo. —Filipo. —Yilak suspira, cabecea levemente mientras pronuncia mi nombre—. ¿No crees que es hora ya de no desperdiciar palabras? —Está bien. Verás. Bajo la voz todo lo que puedo. —Siento que hay un sentido profundo que conecta tu linaje y el mío. Yilak cierra una vez más los ojos. —Quiero decir… Necesito acercarme de nuevo a él, no quiero que nadie nos oiga. Me coloco de espalda a la gente y le hablo, pegado a su mejilla izquierda: —Maestro. Te pido permiso. Verás. Recién me acabo de enterar. —¿Sí? —pregunta Yilak con los ojos cerrados. 136
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—De que eres hijo de un romano. Del invasor, nada menos. Esto es. Uno de los de mi estirpe. —¿Y? —Pues bien. ¿Cuál es el sentido profundo de mi presencia aquí, a ese respecto? ¿Qué significa que haya dado contigo, y me corresponda caminar a tu lado? Y perdóname si te ofendo, o si es algo que no procede. Pero si me abriste la puerta, a la luz de este asunto, siento que, en cierto modo, tú y yo somos, no sé cómo decirlo, ¿uno espejo del otro? Como un hermano de sangre lo sería ante su propio hermano. Yilak emite un pequeño sonido. —Disculpa mi osadía. A veces me supera todo esto. No sé ni lo que estoy diciendo. Yilak me observa. De un modo… cómo olvidarlo. Luego dice: —Pide a quien tú consideres ayuda para disponer el círculo y que la gente sepa lo que corresponde. Ve.
2 Un círculo y luego otro. Y otro más. Así hasta que cada uno ocupe el lugar que le toca. Hasta hace nada, habría pensado que este es un trabajo per fecto para mí. Pero ahora no estoy tan seguro. Llamo a Marut. A Hari. Les pido que se acerquen. Entonces llega Okia. Era él el que faltaba. También lo llamo. Sin pensar. «Ven.» Cuando llegan a mi altura, les digo: —Haremos un primer círculo. De derecha a izquierda de Yilak, como acostumbramos. Debe resultar sencillo para todos los que estén en la primera línea oír perfectamente lo que el Maestro diga. Veamos, pienso. —Además, dentro del círculo ha de haber espacio suficiente por si toca trabajar con alguien. »Y, entre persona y persona, no más distancia que la imprescindible para que alguien pueda moverse. Cada sitio es solo de uno. Nada de apo yarse en el que esté a tu lado.
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»Otra cosa. Debemos contarle esto a aquellos con los que, entre noso tros cuatro, conformemos el primer círculo. Solo a ellos. Y que ellos a su vez se encarguen de transmitir el mensaje al siguiente círculo. Marut, Hari y Okia me miran. —Sea lo que sea como decidan hacerlo, así estará bien. Nosotros sim plemente acompañaremos la formación de los sucesivos círculos sin decir palabra, caminando entre ellos. Esa será nuestra tarea. Si alguien siente que corresponde aclarar algo en algún punto, uno se acerca y lo hace. Sin hablar. En el silencio está la clave. —Estamos hablando de hacer un círculo y detrás otro —dice Ma rut—. No es para tanto, hermano. Okia me mira. Parece especialmente tenso. —¿No deberíamos pedirles que preparen sus intenciones? Trago saliva. Respiro. —Hari, ¿tú qué opinas? Hari mira hacia Oshmara. Lo hace por algo. No entiendo qué, quién sabe. —No se trata de opinar ahora, sino de hacer un círculo detrás de otro, hasta que estemos todos. Sin perder más tiempo del estrictamente necesario. Cuanto antes empecemos, mejor. —Entonces, adelante.
3 Es difícil de creer. Parece cosa de magia. Pero, antes de que nos demos cuenta, la multitud se acomoda. Como si habitásemos un anfiteatro in visible. En él, hacia mi derecha, aún con los últimos círculos acabando de cerrarse, Oshmara se ha hecho presente de golpe tocando el tambor. Como ella acostumbra. No es la primera vez que la veo en este trance. Sin rumbo. Únicamente al servicio de las fuerzas. Por mi parte, despacio, sin querer casi, he llegado hasta mi posición. Parece que no pisara el suelo. Respiro. Reparo en que estoy en el mismo 138
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centro de los aquí congregados. Tomo aire. Todo se ha dispuesto de un modo tan simple… Todo parece, por fin, estar donde se requería y donde debe. Miro a Marut, a mi izquierda. Luego a Hari. Y, más a mi derecha, a Okia, al que percibo extraño. Está bien, me digo. Todo va como corres ponde. Moviéndose entre ellos y yo mismo, Oshmara continúa. A lo suyo. Sin dejar de tocar. Con ese lado decisivo y salvaje que parece reservar para las ocasiones. La observo. Comprendo que es ella la que manda ahora. En este instante. La que guía. Más aún de lo que alcanzo a entender. Con su llamar antiguo. Busco de nuevo con la mirada al rabí. Continúa con los ojos cerrados. Siento unas irrefrenables ganas de llamarlo. Lo hago. —¡Yilak! ¿Será posible? Disimulo estúpidamente. Miro a unos y a otros, al Maestro. No. No me ha oído. Y, aun a sabiendas de que no es momento de pronunciarse porque así lo dispuse yo mismo, sin saber realmente cómo, vuelvo a llamarlo de nuevo. Más fuerte. —¡Yilak! ¿Qué se supone que estoy haciendo? Todos los presentes, sin saber a qué atenerse, dirigen su mirada hacia mí. La muchedumbre entera. Oigo a una manada de perros salvajes aullando. No tan lejos. Como si estuvieran cru zando el río. Nadie osa pronunciarse. Aunque allá donde me fije entre unos y otros se interroguen. Por lo bajo. Yo soy el único que ha roto el acuerdo. Comienzo a temblar. Es un hecho. Algo que se agarra a mis entrañas. Tengo miedo. Uno que sube por mis piernas. Oscuro. Me vuelvo una vez más hacia el rabí. Mi hermano. Y, por tercera vez y sin saber realmente cómo, vuelvo a llamarlo. —¡Yilak! E incluso una cuarta. —¡Yilak! Entonces Oshmara, por fin, como si estuviera esperando por mi lla mada imposible, comienza con la voz a acompañar su canto. La busco. Primero como un lamento apenas. Y ahora canta. Eso es bueno. Que
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Oshmara cante. Su música siempre me hace bien. Me digo: escúchala, Filipo. Hazte caso y tranquilízate. De modo que la miro. Y me concentro en ella. Pero cuando creo que lo que va a hacer es cantar, y ella siente que estoy en sus manos, simplemente abandona la melodía y me habla, mirándome áspera, suave, hipnótica. Bruja.
4 —Filipo. Es tu turno. Tú lo pediste. No has dejado de reclamarlo a cada paso desde que llegaste. Estar ahí donde estás. En el centro de todo. Por fin llegó. Lo que tanto has querido. ¿Y ahora tiemblas? Oshmara alza apenas la voz, pero su fuerza me atraviesa. Su intención me clava al suelo. Lo hace sin dejar de tocar el tambor. También ordena —en el mismo momento en que llega, desatada, la manada de perros que aullaban a lo lejos— dirigiéndose a los allí congregados: —Todo el mundo debe cerrar los ojos. Observo, sin acabar de entender, cómo la multitud obedece. Parece cosa de embrujo. Vuelvo a mirarla. Su rostro. Mi desconcierto es total. Quisiera decir: ¿a qué viene esto ahora? Qué importa. El cauce se ha vuel to otro. Irremediable. La única salida sería —acaso— llamar definitiva mente la atención del Maestro. Gritar más aún. Pedirle que me sostenga. Pero Oshmara me percibe y me ataja. —Deja de buscar al rabí como siempre haces. Que la responsabilidad, por una maldita vez, sea tan solo tuya. Te lo repito. Tú la pediste. Entonces es Okia quien me imita. Llama, como yo mismo acabo de hacer, hace tan solo unos instantes, al rabí, desesperado. —¡Yilak! ¡Yilak! Pero lo hace de un modo miserable. Grotesco. Sus ojos están inyecta dos en sangre. Veo una vena en forma de uve dibujada en su frente. Y, en su cara, un gesto de burla que, de un modo pérfido, me retrata. 140
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Los perros gimen. Babean. Rodean a la multitud sin dejar de moverse. —¿Quién te crees que eres para gritar así su nombre? Di. Pronúnciate ahora. —Hari acaba de sumarse—. Aquí todos sabemos que, si por ti fue se, lo querrías todo el rato para ti solo. —Para ti solo, para ti solo. Esto último brota como un exabrupto patético de la boca de Okia, fuera de sí. Los miro. Miro a las gentes. —Concéntrate en este momento, hermano. —Es Marut quien habla, a mi izquierda—. No te desperdicies más. Apenas se oye el rumor del viento que sopla. También dice: —La hora del final se acerca. ¿Cómo? Casi tengo ganas de reír. Esto no puede estar pasando. Me niego, pienso. No seré yo quien responda esta vez a vuestras provocacio nes. Por primera vez, ni una fisura. No voy a ser yo quien busque más pelea. Aunque la voz del instinto sea clara. Inevitable. Como los perros. El tambor. Y el aullar de Oshmara frente a mí. Y aunque todos a un tiempo dictaminen, terribles, por boca de Okia: —Traidor. Eso has sido. Desde el principio. Traidor a todos con los que te cruzaste. No solo a nosotros. A punto estuviste de que te creyese. »¡Maldito seas!
5 Todo sucede, a partir de aquí, a la velocidad a la que saltan las rocas des de el vientre de los volcanes. Los perros, cada vez más encima, parecen estar al borde del colapso. A unos pasos de mí, alguien se levanta y, con un grito de guerra, desenfunda un cuchillo. Veo el cuchillo, como veo los ojos de quien lo porta. Me reprochan: «¿A qué esperas? ¿Por qué no atacas?». Es Terpio. Mi contacto aquí con las fuerzas de Roma. Aparecido de la nada. Dispuesto a todo.
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Comprendo súbitamente lo que su mente acaba de decidir cuando, con una proclama que tantas veces grité y me conforma, estalla como un látigo en la noche: «¡Muerte a los enemigos del Imperio!». De sus ropajes saca un segundo cuchillo y me lo lanza para que me defienda y le cubra. Reaccionar me resulta imposible. El cuchillo cae. Miro el cuchillo. Brilla. También miro a Terpio. Y cómo, después, deci dido, echa a correr. En dirección al rabí. Sin vacilar. La gente se aparta a su paso como una bandada de pájaros despavorida. Muchos gritan. Veo cómo Terpio avanza gritando como un loco hacia Yilak. Detenerlo. Como sea. Eso quiero. De hecho, estoy corriendo enfebrecido a su espalda. Todo se dirige como un cuento lejano hacia el abismo. Sé que me va a ser imposible alcanzarlo. Completamente irreal. Hasta que pasa. No veo ni de dónde salen, solo sé que caen sobre él. Como una hidra. Mordiendo todos a una su cuerpo entero. Sus hombros. Las piernas, el pecho, los brazos, las manos. Aunque Terpio se muestre como un soldado poderoso y quiera, hasta el último momento, creer que se resiste, su suerte está echada. Los perros se abaten sobre él. Temibles. Como uno solo. Sin piedad. Sin freno. Hasta tumbarle. Pienso, sacudido mientras jadeo y el corazón amenaza con salir de mi boca: van a acabar con él. Aun así, intento como puedo aplacar a los canes. Doy un paso hacia atrás para tomar fuerza. Y ahí es cuando siento la mano. En mi hombro. Todo se sucede entonces aún más despacio. Alzo la vista y es él, que avanza hacia la presa. Yilak. No hace ni dice nada especial. Pero los perros de inmediato callan. Humillan. Se hacen a un lado. Se marchan. 142
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El Maestro incorpora a Terpio. Y luego dice: —Filipo, ayúdame.
6 Le hemos lavado. Desinfectado. Cosido. Terpio sufre. El ataque le tiene hablando cara a cara con la muerte. Luego, cuando he ido con Hari a por unas plantas que le faltaban al Maestro, he oído al grupo hablando. —El rabí lo sabía. Sabía que hoy iban a atacarle. Nada tenía sentido hasta que ese romano apestoso ha echado a correr con intención de ma tarle. ¿Será posible? A lo que otro contesta: —No sé si quiero comprender todo lo que hoy he visto. ¿Qué se su pone que ha pasado? —¿Y esa mujer, Oshmara? Veníamos a escuchar a Yilak. ¿Qué repre senta ella en todo esto? —Algunos dicen que es su esposa. Otros que es bruja. Hari me mira. No hablamos.
Más tarde, Yilak ha acabado de preparar un ungüento. Y lo ha dispuesto sobre las heridas, que él mismo ha cosido. —Filipo, mantente junto a él. Harás falta esta noche. Así lo hago. Tomo mi sitio cuando todos se hacen a un lado porque finalmente llega Antio. Como una sombra. Con sus presentes y agasajos. Sus cordiales intenciones. Sus dulces. Rodeado de los suyos. Cálidos y equívocos. Eficientes. Prácticos. Como buen comerciante que es, incluso antes de hablar, ya ha dispues to lo necesario para organizar la fiesta a su capricho.
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Que es el tuyo, amigo. Si hay algo con lo que podamos satisfacerte, no dejes de pedirlo. Así se acercan sus acólitos a los que reconocen con su trato como los que importan. Parecen saber quiénes somos y tener la lección aprendida. Cualquiera que se haya criado en Roma, entre señores y amos haciendo negocios, conoce bien esta clase de encuentros.
7 —Hace tiempo que os sigo. De un modo u otro, uno siempre debe buscar la forma de saber qué es lo que está pasando. Ya me entiendes. Es imprescindible para mí saber qué se cuece en lo que podríamos llamar mi zona de influencia. No solo en mis tierras, donde, como ya sabes, estamos ahora mismo. De modo que sé de tus andanzas. Antio sorbe la infusión. Le habla a Yilak, dulcemente, al otro lado de la lumbre. Sin que apenas parezca que está marcando el territorio. Terpio gime. Puntúa la charla por momentos con su sufrir lejano. El Maestro no responde. —Siempre me han interesado este tipo de asuntos —prosigue An tio—. A los que tú y tu grupo os dedicáis. Por otra parte, es lo normal si uno viaja. Mi familia siempre lo hizo. Uno tiene mucho que ganar en los caminos del espíritu, si sabe además de qué modo aplicarlos a cuestiones más mundanas. Imprescindibles para que el mundo avance. »No te voy a engañar, lo mío siempre fueron los negocios. Pero, como tú, y quiero que quede claro, nunca he dejado de tener bien presente el temor de dios. Y a lo invisible. Aunque confieso que siempre lo he inter pretado a mi manera. —«El temor de dios» —repite Yilak—. Ese es el que puede superar, o no, esta misma noche este hombre que lucha por su vida ante nosotros —dice refiriéndose a Terpio. Y luego pregunta al invitado—: ¿Y bien? Antio está tanteando el terreno que pisa. Pero el Maestro sabe bien cuál es el poder y la fuerza de estar inmóvil. 144
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—He conocido a todo tipo de hombres para llegar a donde estoy ahora, Yilak. Sé reconocer a un charlatán, a un impostor, nada más verlo. Y quiero creer que tú no lo eres. Llevo tiempo siguiéndote. Mis emisarios pueden ser bien discretos. Llevan lunas observando lo que haces. Muchos no dejan de hablar de ti, allá donde vayan. Eso me cuentan. Da igual si son pobres o ricos. Solo alguien que esté bendecido por las fuerzas puede atreverse a hacer lo que tú haces, decir lo que dices, y seguir vivo. »No voy a negar lo que empieza a ser un clamor. Tampoco voy a ser yo quien confirme si eres el que tantos esperan. Pero no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que tu momento ha llegado. Sin ir más lejos, que yo haya venido a verte lo confirma. Intento humedecer la boca de Terpio con una cucharada de agua. La hora para él se está tornando crítica. Justo mientras Antio empieza a gustarse. —Hablar en las plazas, con unos y otros, está bien. No distinguir. Arriba o abajo. Devolverle la dignidad al pueblo. Insinuar que hasta el más misera ble puede ser como cualquiera, el dueño de todo. Me gusta, de veras. Está muy bien. Ese discurso no hay quien lo tumbe. Pero para conseguir lo que uno quiere, al final siempre es necesario organizarse, Yilak. Y saber cuándo exponerse. Y, sobre todo, si me permites, cuándo dejar de hacerlo. Para que cierto trabajo lo hagan otros. Estoy hablando de lo que tú mismo has hecho. —¿Qué crees que ha pasado? —pregunta el Maestro. —¿A qué te refieres? —responde Antio. —Por lo que dices has estado presente durante la ceremonia. Esta tarde. Antio me mira. —Te refieres a lo que esa mujer ha orquestado en torno a ese hombre. —Me señala—. Filipo, ¿no? —Y afirma, dejando claro que sabe quién soy—: Romano. No temas. No te juzgo. Antio se toma un tiempo. Casi se relame. —Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. No sabría explicar lo que ha sido orquestado por tu gente frente a tu silencio magnífico. Tampoco acaba de importarme. No creas. Eso sí. Veo a este hombre —me señala—,
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un desertor a todas luces, y no deja de sorprenderme que forme parte de tu grupo. Lo que no solo has ocultado, sino que has expuesto, y de qué manera, frente al escrutinio de todos. ¿Sabes lo que creo? ¿De lo que sí estoy convencido? Y de algún modo por eso nos parecemos. Tú y yo sa bemos que en ocasiones uno tiene que jugar duro. Seguro que entiendes bien de lo que hablo. Para que la situación avance. »Y creo, no te parezca mal, que esa mujer que ha conducido los hechos a su manera extraña se ha dedicado a lo que, antes o después, siempre hay que hacer. El trabajo sucio. Ese que hay que sacar para que las cosas funcionen. Limpiar la basura. Como sea. El modo al final es lo de menos. Algunos la llamarán bruja. —Antio casi sonríe—. No es mi caso. Los hechos dicen, y eso es lo que a mí me vale, que alguien hoy ha pretendido matarte. Y, tras el inolvidable espectáculo, tu enemigo respira a tus pies lo que seguramente sea su última noche junto a un fuego. Para mí, esa es la confirmación de tu triunfo. De tu presente imparable. Y, para colmo, sin moverte ni un palmo. Antio parece estar a punto de aplaudir. Yilak se levanta. Viene hacia mi posición, junto al herido. Lo observa. Del cuenco de la medicina, toma un poco de pasta y la extiende suavemente en la herida que Terpio tiene junto a la boca. El cuello. —Dime, Antio. ¿Qué quieres? —Protegerte. —Entiendo. Pero tú mismo has insinuado que no necesito tu protec ción ni la de nadie. Que nos valemos muy bien solos. Incluso contamos con una bruja que hace aquello que los demás no quieren. Eso has dicho. ¿Necesitas algo más? No hace falta ser un estratega para saber que a Antio no le ha gustado nada la respuesta. El espejo a sus palabras que Yilak le ha puesto de fren te. Pero igualmente responde: —Muy bien. Hay tiempo aún para que cambies de parecer. No tengo prisa. Pero piensa en ello. Ah, y otra cosa. —Entonces Antio hace una última pausa—. En Rudra quieren que vayas. Los presentes nos miramos unos a otros. 146
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—Los padres del Libro Santo me han hecho saber que quieren ver te. —Antio se relame—. Al parecer ya has hecho ruido bastante para que te reciban. Sabes como yo que sin ellos nadie podrá nada, aunque lo que pretenda sea devolver la dignidad a nuestra tierra. Como es tu caso. Antio se remueve, ahora sí, parece estar a punto de irse. —He venido hasta ti cuando soy el dueño de lo que ves. Y mucho más allá de donde alcanza la vista. Ofreciéndote apoyo. Ambos se miran en silencio. —No creerás que eres invencible, ¿verdad? Que no te hago falta. Es cúchame bien —dice entonces Antio para rematar, con una más que ve lada amenaza—, si tu camino triunfa, yo estaré de tu lado. Te guste o no. Y si no es así, estaré del otro. Tú verás donde me quieres. Antio se levanta. —Y un consejo —añade—. Para que veas que no me tomo como algo personal que no quieras contar con mi apoyo, por ahora. Revisa qué dis posición será la tuya antes de tu encuentro en Rudra con los santos padres. Con toda la fama de hombre terrible que me precede, lo mío apenas es un juego infantil, si me comparo con ellos. Si no les gusta lo que tengas que decirles, tu suerte estará echada. »No lo olvides.
8 Una avispa se me acerca. Solo pido que no se pose en mi cara. Lo hace. Ten cuidado con lo que pides, Filipo. La vida en ocasiones sabe cómo darte lo que quieres. Aunque ni tú mismo lo sepas. Otras, simplemente lo que necesitas. Podría matarla, levantarme. Dar golpes. Pero no lo hago. La tarea que ahora importa es estarse quieto. Aunque cueste. Sin romper el círculo. El grupo de los doce, incluyendo a Yilak. El Maestro así lo ha pedido. En torno a Terpio. Y su hora crítica.
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Yilak. Y a su derecha, Hauly. Luego, Hari. Oshmara, Okia, Mario, Jair, Tuavisha, Crisho, Tikia y Marsei. A mí me ha tocado el último. O el primero, según se mire. Sopla un viento fresco, que se acerca sigiloso desde el río, casi dulce, con sabor a hierba. La noche corre. Llevamos así mucho rato. Acunados por la respiración entrecortada de ese hombre que dirime su vida ante nosotros. Sufre. He visto a otros hombres en este trance. Pienso: una vez llegan ahí, donde su corazón late, todos mueren. Abro los ojos. Aunque no debo. Y lo que me encuentro es a Okia. Mirándome fijamente. Yo también le miro. Siento que podríamos perma necer así toda la noche. Tras este día inmenso. Lleno de claves. A su lado Marut, cabecea. Debemos de ser los únicos del grupo que han abierto los ojos. No tengo sueño. Aunque me sienta cansado. Estoy nervioso. —Maestro —pregunto (no puedo evitarlo)—. ¿Qué es esta incontinen cia que me habita, qué me pasa? ¿Qué significa que este hombre, Terpio, puede superar o no el temor de dios, esta noche? Eso contestaste a Antio. Okia es quien responde: —¿No has tenido bastante reclamando a Yilak cuando no procedía? Ahora todos los demás también miran. El rabí hace una pequeña re verencia y, finalmente, también abre sus ojos. —Se ve que no solo tú estás cansado, Filipo —dice mirándome a mí y luego, serio, a Okia. Se dirige hacia él. De camino mira también al resto. Entonces sonríe. Logra al hacerlo, por fin, después de esta jornada única, que instantáneamente todo deje parecer tan grave. Aunque lo sea. Una vez llegado donde está Okia, se agacha a su lado. Le palpa la espalda. Emite ese sonido que es su leve forma de confirmar algo cuando escucha. —Sí, este ha sido un día exigente y largo. Hay ciertas cosas que llevará tiempo integrar. A todos nos hace falta descanso. Luego se dirige hacia el centro del círculo y se sienta pegado a Terpio. Coloca su mano sobre el pecho del hombre. Suave. Ahí espera. No mu cho. Lo que tarda el moribundo en abrir súbitamente los ojos y encon trarse a Yilak. Cara a cara. 148
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Su reacción, primitiva y brusca, es de angustia. Gime. Quisiera recular. Probablemente echaría a correr si pudiera. Pero lo cierto es que no puede. El esfuerzo parece infinito. Tras él, su respiración permanece un tiempo entrecortada. Ambos se miran. Un largo rato. Hasta que, poco a poco, la respiración de Terpio se va calmando. Entonces, Yilak le pregunta: —¿De que tienes miedo? Terpio mira a un lado y a otro. Al grupo que le rodea. Me mira a mí. De nuevo a Yilak. —Dime. ¿Puedes hablar? Terpio abre aún más los ojos. Su mandíbula tiembla. —¿De qué tienes miedo? La respuesta y el mirar oscuro que la acompaña me dejan helado. —De acabar sirviendo a lo oscuro, como vosotros. El Maestro afirma. —Comprendo —dice. Entonces posa los ojos sobre mí y me responde: —¿Ves, Filipo? El temor de dios es el mismo que el de Terpio en esta hora. Un invento. No vislumbro sombra de ironía en lo que afirma. Luego vuelve a mi rar al que fue mi compañero en campaña, que no lo pierde de vista, y prosigue: —Terpio, ¿qué necesitas? El hombre tumbado parece no saber qué hacer ni qué decir. Yilak no ceja. —La pregunta es sencilla. Y quizá sea esta tu última noche. Tanto si servimos a las tinieblas como a su contrario, no tienes nada que perder al contestarme. Dime, ¿qué quieres? —Vivir —responde Terpio con los ojos llenos de lágrimas, como un niño—. Volver a casa. Entonces el Maestro le pasa la mano por la cabeza con infinito cuidado y dice: —¿Qué otra cosa si no queremos todos? El único milagro es creer, amigo mío.
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Y, sin más, se inclina hasta la boca del hombre para espirar su aliento. Un aliento largo. Interminable. Que parece durar más que una vida. Y que nos deja mudos.
9 Soy el único que aún no duerme. Estoy tumbado sobre una roca obser vando lo que queda del fulgor de las estrellas. No hay ni una sola nube en el cielo. Mi mirada se desenfoca todo lo lejos que mi conciencia alcanza. ¿Habrá alguien allí? Podría preguntárselo al Maestro. Entonces veo pasar una sombra. Es Yilak. Solo puede ser él. Es ob vio que me ha visto, pero no dice nada. Se dirige hacia la orilla. Se quita la ropa. Se adentra entre los pequeños arbustos que hay en esta altura. Creo distinguir que toma barro en sus manos. Se frota con él. Al poco, se sumerge en el agua. Más tarde, tras las abluciones, se acerca. Despacio. Como si se hubie ra acabado de despertar, aunque sospecho que él tampoco ha dormido nada aún. Y se sienta a mi lado. Permanecemos en silencio. Mirando arriba. La luz es asombrosa. Sus piro, inquieto. Algo me quema. Y estoy seguro de que él sabe qué es. Como sin duda debe tener clara una respuesta. Pero aun así me resulta imposible callarme. —Estoy preocupado por ti, Maestro. —Yilak emite uno de sus gruñi dos—. No hace falta que el mismo Antio lo sugiera. El rabí calla. Se gira hacia mí. —No quisiera ser agorero, Yilak, ni poner en tela de juicio cómo te conduces. Nadie mejor que tú conoce lo que conviene. Tus pasos así lo confirman. Quién soy yo para cuestionarte. Pero lo sabes tan bien como yo. Si la situación en torno a tu figura, tu mensaje, sigue evolu cionando de esta forma, alguno puede empezar a verte como un opo nente. 150
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—Así que tú también me vienes con eso —interviene el rabí. —¡Con qué otra cosa si no? —Me levanto como un resorte al decir lo—. Tu vida corre peligro. Y más a cada día que pasa, Yilak. A estas alturas ya es imposible negarlo. Quizá, no quiero que me malinterpretes, no fuese tan mala idea negociar con él. Con Antio. O con quien tú creas. El caso es que no puedes obviar por mas tiempo cómo funcionan las cosas cuando el poder se inquieta. ¿Qué sentido tendría? Hay algo que se me escapa, lo sé. Tiene que ser eso. Me acerco a él. —¿Acaso no quieres protegerte? ¿Qué sentido podría tener tal cosa? Ahora es el propio Yilak quien suspira. Vuelve a mirar al cielo. Al rato, dice: —Estoy muy orgulloso de ti, Filipo. La prueba que Oshmara te puso hoy no era nada fácil. No lo era. Muchos otros no la habrían resistido. Estoy hablando de seres evolucionados. Ella ha jugado muy duro esta vez. Era preciso. Oshmara puede ser una mujer muy fuerte. Y, sin embargo, aquí estás. Más vivo que nunca, ¿no crees? »Una parte de ti, ahí dentro —me señala la cabeza— quiere entender. Pero algo te dice que ya no basta con eso, ¿verdad? —No te entiendo, Maestro. Estoy asustado. Todos lo estamos. Tu madre está asustada. No hace falta ser listo para darse cuenta. Estoy ha blando de proteger tu vida. Da igual que mi intención sea cuidarle. Las frases han salido atrope lladas de mi boca, como un exabrupto. —¿Tú piensas eso? ¿Acaso me está provocando? ¿Cómo que si pienso tal cosa? —Estoy seguro de que lo sabes mejor que nadie. Tu vida está en peli gro, Yilak. Esto no es un juego. ¿Cómo quieres que me comporte como si no lo viese? Eres mi amigo. Te amo. Y por encima de todo, es absolu tamente necesario que estés vivo. —Acabo por alzar la voz. Con una dulzura, firmeza y candidez que me desarman, y sin ninguna prisa, Yilak contesta:
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—Pero todos estamos en peligro, ¿acaso no lo ves? La gente está en peligro, Filipo. Hoy. —¿De qué peligro me hablas? —El peligro real es que la gente está perdiendo su vida, ahora. Mires a donde mires, muchos están muriendo. ¿No lo ves? Dejando pasar la opor tunidad de estar aquí. Presentes. Esa es la pérdida más terrible. Porque la auténtica tragedia, Filipo, y eso es algo que tú ya sabes, es morir en vida. No darse cuenta de la carta que te ofrece tu destino. No sé por qué, pero sin pensarlo tomo sus manos. Y las acerco a mi frente. Vencido en cierto modo. También exhausto. —¿Sabes una cosa, Filipo? —dice entonces Yilak—. Y en esto sí te doy la razón: necesito dormir. Levanto la vista. Esa sí es una noticia impactante. Yilak percibe mi sorpresa, divertido. —Y, para que lo sepas, creo que lo haré sin parar por lo menos durante tres días. —Ahora es él quien acerca mis manos a su frente—. Entonces sabremos si Terpio ha decidido vivir. O no. »Y estaremos listos para lo que viene.
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diez días antes de la muerte de
1 Cientos de personas. Miles. Allá donde uno mire, gente. Como una marea nerviosa de hormigas bajo los pies del soldado, antes de la batalla. Cru zándose unos con otros, a primera vista uno podría pensar que se dirigen a una fiesta. Reconozco, de mis tiempos de lucha, el tan específico sabor en la boca. La extraña mezcla que se te hace pasta cuando se presiente el olor de la sangre y a uno, en realidad, le gusta. A pesar de todo. Esa clase de excitación. Quiero creer que he cambiado, pero cómo olvidarla. O la ciudad de Rudra, cuna y refugio del Libro Santo, cubierta por una arrolladora nube. De polvo y gloria. Se ve que el mundo entero lo sabe. Los santos sacerdotes lo han procla mado a los cuatro vientos, para quien quiera oírlo. Pregonaron: «¿Quién es ese que habla a las gentes, como si supiese de primera mano qué es el misterio? Si quiere hablar, este es el sitio. Que venga». Me valgo de la fuerza para entrar. Y de la fuerza para quedarme. El lugar está atestado, a la espera de los que vienen abriendo hueco. Ante los cinco sumos sacerdotes que han decidido recibir a Yilak. Los agentes del orden hacen a un lado a la multitud, sin mesura, camino del templo, ubicado con tra un robusto paredón en forma de ele. Cinco columnas al fondo, donde se colocarán los ministros de la palabra. Siete columnas de largo. Más los cinco imponentes tronos de madera labrada, tallados por los mejores maestros.
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—¡Filipo! Se me echa encima sin que apenas pueda distinguir de quién se trata. —¿Esther? ¿Será posible? Nos abrazamos. Se descubre. Dice: —No podía dejar de venir, tenía que verlo por mí misma, escuchar lo que tenga que decirles. Esther resplandece. Parece mentira que sea la misma mujer que conocí —¿hace cuántos meses?— llena de polvo y mugre. —Este es un día que no olvidaremos. —Vuelve a abrazarme—. Y además, pensé que —se me acerca al oído— os vendría muy bien con tar con una loca, para poder colaros donde ninguno de vosotros puede hacerlo. Y, sin más, se dirige hacia el grupo de hombres con capas repletas de cristales y su séquito que, en este mismo instante, por fin llegan. Junto a ellos localizo a Antio, entre otros nobles, que parecen haber venido a exhibirse, con sus mejores galas. Es obvio que nadie quiere perdérselo. Se dirigen a sus sitios, abriendo la marea a su paso. Como hacen los que dicen que pueden.
2 Esther, con la cabeza gacha, se dedica a revolotear impunemente entre el grupo de los poderosos. Me divierte y me admira ver cómo se conduce. Representando el papel de loca. Despierta y muy viva para saber en qué lugar preciso se cuece el diálogo en el que se decide qué ha de hacerse, sabe escabullirse de los hombres que van aliviando la nave, atestada de curiosos. Busco entre las columnas, y más allá de ellas, tratando de localizar a alguno de los nuestros. Los nuestros. Aunque sea en silencio, me sigue sorprendiendo decirlo. Veo a Hauly. Cerca de lo que se entiende como puerta de entrada. Disimula. No muy lejos de él, a Hari. 156
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—Andan con el ánimo encendido —me asalta Esther según regresa. Se refiere a los principales—. Alguien ha visto a Yilak hablando con un pastor, o eso han dicho, en las inmediaciones. A saber si es verdad, aunque conociéndole, no me resulta difícil imaginarlo. —Esther ríe—. No les ha hecho falta más para ofenderse. —¿Qué hace que no está aquí? —Esa era la intriga. A lo que Shafa, jactándose, ha respondido: —¿No será que tiene miedo? Localizo en ese momento a Okia y a la pequeña Tikia. También a Jair. —Tiene que estar al caer —contesto—. Ha venido tanta gente, de todas partes. Llegar hasta aquí sin alguien que te facilite el paso no es fácil. Pero vendrá, no lo dudes. Además, en todo momento dijo sentirse honrado por la invitación pública a departir entre estos muros. ¿Cuál de ellos es Shafa? —¿Ves a aquel? —dice Esther. Y me señala discretamente al que está tomando sitio en el butacón del centro. Un poco más alto que los otros—. No ha habido principal más severo desde que tengo memoria. Observo su rostro. Sus ademanes al ocupar su lugar. Y su mirada oscu ra, que de pronto se alza. Algo sucede. Al buscar explicación de qué puede estar ocurriendo en el exterior, creo distinguir a Marut. De espaldas. In tentando mantenerse, casi a empujones, dentro de la marea. —El Maestro insistió. —Le hago saber a Esther—: «Será lo más pru dente. Como cada uno de vosotros, iré solo».
3 Frente a las cinco sillas de madera labrada y las riquísimas capas de pre ciosos cristales que visten los llamados padres de la Iglesia, incluso las ricas vestimentas de los nobles que también han venido a presenciar el espectáculo, palidecen. Unos y otros lucen sus ropajes como un atributo. Esa clase de señales de poder que nunca fallan. Dispuestas como la cola de un pavo real. Que quede claro cuál es el orden, parecen decirse.
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Todo está preparado. Ahora sí. No hace falta más. Y es quizá por eso, simplemente, que el Maestro se llega. Como el calor sofocante y húmedo que precedió a la tormenta aquel verano. —El rabí, desde aquí alcanzo a verlo —le digo a Esther. Aparece cubierto apenas con una prenda de algodón de tonos ocres. Y en torno a él, una cierta fatalidad. O acaso sea una perturbadora calma apenas rota por alguna voz en las inmediaciones, que se extiende más allá de donde alcanza la vista y repite, como un eco, que al fin ha llegado el que todos esperan. Ante esos cinco tronos, no hace falta ser un sabio para intuir la ame naza que acecha al Maestro. Detrás de la imponente puerta del peligro. Esa que se abre de par en par, rumiando en la propia entraña. Conozco bien el sabor de la pelea. —¿No debería acompañarle alguien? —pregunta Esther nerviosa—. ¿No dijo nada a propósito el rabí? ¿Cómo no compartir su preocupación? —«Soy optimista.» Eso dijo cuando le preguntamos si le parecía pru dente venir solo. Veo en primer término, muy próximo a los sacerdotes, a Antio. En lugar preferente. Parece saludarme con dos ojos de cristal y decir: «La suerte está echada». Mi amado Yilak. Dios te proteja. —Aquí está —dice Esther. El rabí aparece moviéndose extrañamente calmo entre la multitud. Quiero creer que me ve. Probablemente como todos. Y luego se recoge. Casi frágil. A su manera única. Esa que le retrata. Alguien le señala el punto exacto a donde debe dirigirse. El Maestro se conduce hacia allí. Con su andar delicado. Como una verdad natural. Incluso tosca. Una vez en el centro, sin más, tras una pequeña inclinación, y sin que se haya acabado de disponer el silencio, aclara: —Aquí estoy. No ha resultado fácil llegar. ¿A qué se refiere? Los mira. Y luego sigue: 158
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—Con vuestro permiso, quiero antes de nada besar estas piedras, en señal de respeto al templo mismo y a los que aquí habéis querido recibirme. Observo sus manos y su frente, tocando el suelo. Apenas se acaba de incorporar, es Shafa quien, sin más miramientos, toma el turno de palabra. Regio. —Hablas en las cuevas, eso dicen. Vas de un lado a otro, al parecer sin descanso. Y, según nos han hecho saber, diciéndole a todo el que quiera oírlo que «por ti habla la voz de los espíritus» —afirma Shafa marcando el terreno—. Este es el lugar más antiguo que se conoce en nuestra tierra para orar. Y respetar como se debe el Libro. Si hay un lugar para que un santo hable, es aquí. Si es verdad que es santo. Así que adelante. Hemos venido a escuchar lo que tengas que decirnos. Yilak agacha levemente la cabeza. Y entonces, sin más, toma asiento. Directamente sobre el piso. La gente murmura. Siempre la misma sim plicidad. Parece decir: «Estoy de acuerdo. Si lo que queréis es hablar, procedamos». —Bendito sea todo lo que tengáis que decirme. Los santos padres que flanquean a Shafa se miran. El gesto no gusta. Pero el sumo sacerdote parece dispuesto a ir al grano. Decidido a no perderse en los detalles. —Yilak. Dicen que así es como te llamas. Si me permites, ¿qué es lo que en realidad andas buscando al venir a vernos? El rabí no se apura. En ocasiones siento que en él todo es, al cabo, una cuestión de ritmo. —He venido a hablar con la voz de vuestros corazones. El principal recoge el guante. —¿Qué quiere decir, si puede saberse, la voz de nuestros corazones, Yilak? —La voz de los limpios corazones que predican según la palabra y de la mano del espíritu —contesta limpiamente el rabí. Esta vez sí, todos los presentes callan. El Maestro se toma el tiempo de recorrer con su mirar a unos y otros. —Allá va mi rabí —susurra Esther.
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—Recuerdo cuando era niño… —prosigue Yilak—, me gustaba más de lo que uno pueda expresar con palabras venir a este lugar. Y así lo hice, siempre que pude. Incluso cuando aún era todavía muy pequeño. Alguna vez, acompañado. Pero también solo. Me reconfortaba escuchar entre estas paredes los viejos textos y los hermosos pasajes del gran Libro. Por ello, a cada uno de vosotros, os doy las gracias. Y, especialmente, por permitirme volver a este templo para que «compartamos», y, al hacerlo, presentar aquí después de tanto mis respetos a la gracia. Están confusos. Yilak se muestra cordial. Como es él. Personalmente, no puedo dejar de apreciar su natural elegancia. Aun cuando está ro deado de personas que visten, para que se note, sus mejores galas. Nada deben decir las escrituras al respecto, pienso. Quién podría ofenderse. Pero imagino lo que en más de uno despierta la presencia despojada del rabí, que va descalzo.
4 Veo al fondo a Makaye. El corazón se me encoge. Uno de los sacerdotes consulta sus escritos. —¿Qué quieres decir cuando hablas sobre tu padre? ¿No crees que pudiera parecer al hablar de él, según nos han contado los que te han oído, que la relación con el Señor fuera únicamente patrimonio tuyo…? —Ese es Anuk —me aclara Esther. —… O dicho claramente: ¿te consideras distinto a tus iguales, incluso a nosotros? ¿O será simplemente que no tienes un padre en este mundo? Nos consta que así es. ¿Qué quieres decir con todo eso? Hace calor. El sol aún brilla fuerte. Yilak parece no inmutarse ante el ciertamente insidioso cariz de las preguntas. —Veréis. Caminé todo lo lejos que pude de estas tierras. Otras veces lo he contado. Tan pronto como tuve fuerzas para ello. Y pude cono cer los templos de lugares bien distintos a este mundo que desde niño conocía. —Yilak baja la voz—. Hubo una época, lo confieso, en que llegó 160
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a inquietarme tanta belleza. Hay lugares realmente hermosos si uno busca bien, allá donde uno vaya. La concurrencia atiende. —Pero yo no dejaba de atormentarme. ¿Será bueno apreciar estas maravillas que buscan representar de otro modo la voz del espíritu? Y me contestaba: No. No, esto no puede estar bien. La verdad es algo que la gente santa ha guardado siempre entre las paredes de los templos de mi tierra. La verdad es patrimonio nuestro. Algunos entre la concurrencia sonríen con disimulo. El rabí puede, apenas con una inflexión en la voz, resultar muy gracioso. Aunque esto no sea un juego. Y no logro sacudirme la sensación de que el rabí se conduce haciendo equilibrios como un gato por un alambre muy fino. —Me llevó tiempo darme cuenta de que, con todo el sentir que estas paredes me inspiran, el valor de aquellas, pero también de estas piedras, no es nada. Nada. —Ahí el Maestro cruza sus ojos conmigo—. Apenas polvo, que antes o después ha de volver al suelo. Algunos se remueven. Están inquietos. —¿De qué serviría vivir aquí dentro toda una vida —se pregunta Yi lak, sentado sobre su rodilla— si uno no hace el trabajo propio? »El que de verdad importa.
5 Es entonces cuando Guya decide intervenir. Está sentado en el lugar más a la izquierda del principal, el santo padre. Parece el más discreto y cabal de todos ellos. Al menos eso dice mi instinto. —¿Qué es el espíritu? ¿Puedes decirme? ¿Te es posible contestar a esta pregunta de una manera que entendamos todos? Parece que ha acabado, pero aun así continúa: —Yilak, si no entiendo mal, manifiestas que en el corazón está la llave. Se deduce que tú mismo eres capaz de abrir la puerta que da acceso al misterio. ¿Estás diciendo semejante cosa?
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—Así es —afirma el rabí—. Cuando la gracia así lo quiere. Guya insiste: —¿Está el espíritu ahora mismo aquí, contigo? El rabí mueve levemente la cabeza al asentir. —¿Puedes aclararnos de qué manera? —vuelve a insistir el sacer dote. —Vivimos rodeados de espíritu —explica el rabí—. Lo hacemos todo el tiempo acompañados de sus múltiples formas. En realidad, solo se ne cesita querer verlas para verlas. En el fondo es así de simple. De hecho, cualquiera, si en verdad es ese su deseo, puede verlo. Guya pareciera querer entender. Pero yo vengo de Roma. Los sofistas me advirtieron que no confiase nunca del todo en el contrario. —¿Qué ves entonces tú cuando ves el espíritu? ¿Podrías decirme? Yilak esboza en ese punto algo que bien pudiera parecer una sonrisa. Aunque quizá me equivoque y únicamente esté escuchando muy dentro. Su forma de aquietarse, a veces, resulta extrañamente equívoca. —Esa es y no es, en verdad, una buena pregunta. Aunque, si me per mite, señor, no esté bien formulada. Al menos no del todo. El rumor cruza de nuevo el lugar, como una culebra. —El espíritu, querido hermano Guya, fue quien protegió a tu madre el día que naciste en aquel perdido paraje. A mitad de camino. Porque no hubo tiempo de llegar a Eslámavek. —¿A dónde ha dicho? —me pregunta Esther. La miro. —¿Eslámavek? —digo, sin entender. El sacerdote, de pronto, parece desconcertado. —Hijo, ¿cómo puedes saber tal cosa? —Si quieres saber cómo lo sé, Guya, únicamente has de abrir tu co razón. Eso es todo lo que procede decir. El espíritu quiso poner en mi boca tu recuerdo. Ahora, tu cabeza está tratando de recordar a su vez quién te lo contó a ti, y cuándo. O cómo llegó aquel saber hasta hoy. No es eso lo que importa. Lo cierto es que tu conciencia, aunque aún no lo creas, ha dejado por un instante al menos de tener dudas. El auténtico valor de 162
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lo que digo se esconde y habita precisamente ahí. Te espera. Siempre lo hace. Desde que lo dejaste atrás. Quiere abrirse. Y para rematar su respuesta inaudita, el Maestro concluye: —Quizá para ti, hermano, aún no esté todo perdido.
6 Shafa, ante el sorprendente giro en los términos de la conversación, inten ta cortar por lo sano y vuelve a tomar la palabra. —¿Eso es todo lo que tienes que decir? Presiento que está punto de arramblar con todo. —Usas pensamientos y frases como los de aquellos que se valen de la magia para manipular al vulgo. Lo cierto es que me resulta difícil de creer semejante arrojo. —Alza la voz—. Estamos en el templo. ¿Es ese tu men saje? Yilak lo mira. Como un mastodonte. Un animal extinto. Parado en la nada. —¿Qué puedo decir, Shafa? —prosigue el rabí. No se deja intimi dar—. Guya ofreció su inquietud y su verdad al preguntarme. Y su cora zón anhelaba saber. Por eso el espíritu le contestó a él como lo hizo. Ha sido el mismo corazón, por mi boca, quien ha hablado. Se trata de una misma fuerza, invisible. La misma que le llevó a hablarme como lo hizo. Ahora, sin embargo, tú insistes en hacer preguntas para sojuzgarme. ¿De verdad quieres saber sobre el misterio de ese modo? El tono de Yilak se vuelve fiero. Sin alzar siquiera la voz. Esther me toma del brazo. De pronto la nuca se me eriza. —Si decís que al hablar así me comporto como un mago, solo me queda responder que estás faltando a la verdad con tu palabra. Shafa tarda en digerir lo que escucha. (Pero no solo él.) —¿Cómo has dicho? —Ya me has oído. El juego para el que me llamaste se ha acabado. Un segundo escalofrío me recorre. Miro de nuevo a Esther. Las venas
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de la frente del que llaman padre santo se inflaman. Yilak está muy quieto. —¿Estás diciendo que este tribunal, que habla con la voz de tu Señor, y por tanto tu Señor mismo, está faltando a la verdad? Todo está a punto de arder. El rabí contesta: —Estoy diciendo que mientes. Guya parece querer reconducir lo imposible y volver a tomar la pala bra. Pero Shafa no está dispuesto a echarse atrás. —¿Estás diciendo que no somos dignos de representar el valor del Libro? Yilak estalla, aunque a él no le hace falta gritar. Le acompaña el clamor de sus ancestros. —Solo uno de vosotros puede decir que la voz del espíritu le sigue hablando al oído todavía. Pero eso es algo que, en tu propio fuero interno, tú ya sabes. Y entonces, tras un lapso fantasma, por boca del desquiciado y adusto sacerdote, se despliega la furia: —¡Fuera! Su voz estalla en el espacio. Como un látigo. —¡Fuera he dicho! —repite. Shafa ha perdido definitivamente el control, incapaz de integrar lo que ha escuchado. —¡¡Fuera!! Nada más que añadir. Sin pensármelo, me abalanzo sobre el Maestro. De golpe, el caos se ha desatado. Tomo de la mano a Esther y cubro como puedo con mi manto al rabí. Como a un bandido.
7 Tratando de dejar atrás el tumulto, prácticamente arrastro al Maestro. Mire donde mire, la excitación se expande como las ondas cuando la 164
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piedra impacta sobre el cristal del lago. Hay gente que grita. Imagino que muchos sin saber exactamente aún qué es lo que pasa. Solo ante los mismos pies de mi caballo, que desde el intento de Terpio de acabar con Yilak vuelve a estar conmigo, me atrevo a descubrir la cabeza del santo. —Es mejor que me lo lleve cuanto antes —le digo con urgencia a Esther—. Ve hacia el campamento, allí nos vemos. Monto a Malatesta y luego lo subo a él. No pesa. En cuanto acabo de acomodarlo a mi espalda, salimos de allí, dejando atrás el pueblo. De camino a la posición de nuestra base, como siempre, hacia la línea de montañas. Cuando estamos ascendiendo, Yilak me señala un punto, donde ayer mismo se refugió, aún más arriba, para estar a solas. Imagino que quiere retirarse tras el temblor. Calmar las aguas. Porque algo se aproxima. Irre mediable. Este ha sido un movimiento fatal al que sucederán más réplicas. Cruzamos el punto de no retorno, lo sé. Yo fui soldado.
8 Ascendemos ligeros cuando oigo otra cabalgadura, detrás. Alguien nos sigue. —Es uno de los nuestros, no temas —aclara Yilak sin que le diga nada—. Igualmente, Filipo, te pido que en lo que sigue no pierdas detalle. —Ningún otro de los nuestro tiene caballo, ¿cómo puedes estar tan seguro? Luego me señala. —Ve por allí. Entramos por algo semejante a un pasadizo que da a una ladera verde, contra una pared de roca. Acabamos de cruzar la montaña. Rudra queda al otro lado de la sierra ahora.
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—Aquí. —El Maestro me toca el hombro y me pide que pare—. Aquí está bien. —¿Quién es? ¿Quién viene? —vuelvo a preguntar a Yilak con pre mura y sin alzar la voz, mientras corro a atar a Malatesta y, en la medida de lo posible, hacerlo a un lado. —¿Cómo has podido distinguir quién es? —insisto según regreso—. No puedes haberlo visto. Pero el rabí no contesta, absorto en localizar a saber qué en las inme diaciones. —Deberíamos escondernos. Es mejor prevenir antes de que lleguen, Yilak. Quien sea que está a punto de llegar, quizá quiera hacerte mal. —En verdad es posible. De pronto se queda quieto, de espaldas al camino que hemos recorri do. En mitad del lugar. No logro comprender qué espera. Oigo entonces de nuevo los cas cos del caballo. Si ha perdido nuestro rastro, lo ha vuelto a encontrar. Tiento lo último que aún conservo para protegerme. Sí. Ahí está. Un pequeño cuchillo secretamente atado a la cintura, y al interior de mi pierna. No voy a esperar a que llegue para sacarlo.
9 Yilak finalmente se gira y dice: —El invitado está a punto de llegar. Pongo todo mi atención en el lugar por donde nosotros también he mos venido. E inmediatamente aparece. Es él. ¡Hauly! Estoy a punto de dejarme ir tras la tensión acumulada. Pero cuando me voy a tirar al suelo, observo casi sin querer de nuevo al rabí. Comple tamente alerta. ¿De dónde habrá salido ese caballo?, pienso. Hauly. Ni se me hubiese pasado por la cabeza que fuese tan buen jinete. 166
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La respuesta de Hauly es inmediata. Espoleando al hermoso ejemplar, grita y da un par de magníficos giros sobre su propio eje, aferrado a su montura. Su sonrisa es contagiosa. Como sus aullidos. Se comporta como un salvaje. Feliz. Desinhibido. Luego observa de nuevo a Yilak. Nadie habla. Hauly recupera el fue lle. Entonces, pletórico y agradecido con el animal, tira del pelo de la criatura y de un salto certero pone los pies en tierra. —Maestro —dice. Yilak le observa. —Hola, Hauly —contesta—. ¿Estás contento? Hauly se echa la mano al estómago. Cabecea. Su emoción es tan gran de que parece incapaz de hablar. Sus ojos brillan en una mezcla asombro sa de extremos. De pronto, se dirige al animal de nuevo. Le da una palmada fuerte y seca y, con el arreón, lo despacha. —¡Ve por donde has venido! —También le grita, cuando el caballo ya ha iniciado su regreso a casa—: ¡No te desvíes! Y vuelve a mirar al rabí. Pletórico. Triunfal. Parece un dios de Roma. —Ahora sí, Maestro. ¡Ahora sí! Toma aire. —Perdona. Ya me conoces. Sé de tu cuidado y, aunque me cueste contenerme, me parece bien. Bien sé lo que piensas. Lo respeto. Y razón no te falta. Sin él no hubiésemos llegado hasta aquí. Vuelve a reír, como si lo que acaba de manifestar fuese el diálogo cumbre de una comedia. —¡De veras que ni en el sueño más atrevido me hubiese imaginado lo que acabas de hacer! —sigue—. Y además, ¡dónde! ¿Cómo iba a esperar de ti semejante cosa? Su energía está completamente desatada. —Pero ahora comprendo la grandeza de tu magisterio, rabí. ¡Nunca antes como hoy! Ahora por fin lo veo todo claro como el agua. No había otra opción mejor que esta. Ni otro camino para la victoria. Da un par de pasos hacia Yilak.
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—Contenerse hasta saber cuándo y con quién. Saber resistirse para dar el golpe. Elegir la batalla. Todos los que se habían reunido en ese lugar santo ¡te estaban esperando para destrozarte! ¡Todos! Y tú ni siquiera has tenido que alzar la voz para imponerte. Oh, Yilak. Cómo te venero y cuánto te amo. Se agacha a sus pies. Los besa. Hauly alza los ojos. —¿Quién se atreverá ahora a no dejarnos soñar? Maestro, no has di cho nada que alguien en conciencia pueda reprocharte. —Habla como si estuviera poseído—. Una sola orden tuya, y todo el pueblo seguirá tus pasos. Como uno solo. El Maestro le coloca entonces una mano en la frente. Lo calma. —Todo está dispuesto, Hauly. No pienses más. —Parece acariciarlo con piedad infinita—. Descansa ahora. Lo que haya de ser, sea. Me mira. Hoy me pregunto: ¿lo supo ya entonces? Lo que vendría. Después dice: —Esperadme aquí. No tardaré. En cuanto el rabí nos abandona, Hauly me mira con una sonrisa tene brosa que me eriza la piel y susurra, refiriéndose a Yilak: —Ahora entiendo a lo que se refería cuando dijo que había que limpiar la casa. Vuelve a reír. Lo que veo en sus ojos no me gusta. Pero no tengo tiem po para contestar. A nuestra espalda Yilak emite un inesperado gemido. Y se desvanece. Parece agarrarse con ambas manos en un costado. Cuando llegamos a su altura, su mirada parece quebrada. Rota. —¡Maestro! A lo que él responde: —Terpio. No hay tiempo que perder. Llévame a él.
10 Llegamos al galope. Hasta la misma entrada de la tienda donde hoy por la mañana dejamos descansando a mi antiguo contacto, al que el Maestro 168
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decidió traer con nosotros y en los últimos días he visto aún débil, pero muy recuperado y decididamente fuera de peligro. Crisho y Marsei aguardan. Sus miradas, tensas, lo dicen todo. Cuando Yilak y yo por fin entramos, el desenlace parece haber acabado de produ cirse. Oshmara se gira, como si tratara entender lo inevitable. —Hoy incluso había logrado levantarse, una vez que os fuisteis. Yo misma he caminado con él, aquí mismo. Se le veía bien. Luego se encontró cansado. Pensé que era normal, tras tantos días sin ponerse en pie. Enton ces pidió tumbarse. ¿Qué otra cosa podía ser sino el esfuerzo? Dijo que necesitaba dormir. Se le veía tranquilo. Pero, cuando estaba a punto de dejarle solo, su respiración se quebró, muy bruscamente. Y, sin que pudiese hacer nada por él, hizo un amago de llamarte, Yilak. Y luego expiró. ¿Cómo es posible? Miro al Maestro, como la propia Oshmara, buscan do entender. Pero lo único que encuentro es al rabí, prácticamente ente rrado en su propio rostro. Más aún. Como si el peso del mundo hubiese acabado de caer como un fardo sobre su alma. Siento, probablemente como él, que Terpio representaba algo así como una oportunidad para nosotros, algo intangible, que se ha perdido. No sé si debo acercarme al rabí o, como dice mi corazón, esperar a que lo haga Oshmara. Cuando veo que ella se decide a hacerlo, el rabí se ade lanta súbitamente hacia el cuerpo inerte de Terpio. Sin pensar. Como si estuviera en trance. Y allí, como aquella primera madrugada de las heridas que le ocasionaron los perros, vuelve a colocarle con decisión la mano en el centro del pecho. Terpio tiene los ojos cerrados. La mandíbula, ligeramente abierta. El Maestro se agacha. No acabo de comprender qué hace. Parece querer aproximar su boca a la boca inerte del muerto. Los movimientos son perturbadores. Cadenciosos. Firmes. Es entonces cuando llega el grupo, a mi izquierda, siguiendo a Marsei y Crisho. Hari. Hauly, Marut, la perqueña Tikia. También Esther. Cuando me vuelvo a girar, las bocas están muy cerca. Si entiendo bien, la del rabí parece querer enviar a Terpio una porción de su aire. Imagino que ora por él, o más bien lo bendice.
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Es imposible que ni yo ni nadie anticipe lo que está a punto de suceder y, ante mis ojos estupefactos, en este instante, súbitamente llega. Primero, un espasmo que nace del estómago. Después un gemido sor do. Luego una sacudida que golpea por entero la figura del que yace. Y finalmente la respiración, brusca, de alguien que parece emerger a la super ficie del agua tras haber estado mucho tiempo sin salir a flote. Yilak retira entonces su mano. Todo su ser. De un solo gesto. Porque ha terminado. Nadie quiere ser el primero. Pero unos y otros nos acercamos titu bantes, mudos. Y vemos —en verdad lo vemos— cómo el que ya no es taba con nosotros regresa del más allá y nos mira. Si cabe, aún más descon certado. Los ojos, fuera de sus órbitas, están vivos.
11 Cuando despierto, el corazón está a punto de salírseme por la boca. Al guien viene a por él. Me echo la mano al muslo y sin pensármelo saco, esta vez sí, el pequeño cuchillo. Busco con los ojos entornados, mientras me froto la cara, sospechando que alguien se acerca a por el Maestro en la oscuridad de la noche. —¿Así que nuestro querido Filipo no está tan convencido como quiere creer? Tardo en ubicar la voz. Sin duda es el rabí. —¡Yilak! —le llamo por lo bajo. Le busco. Entonces caigo en la cuenta de que está en cuclillas a tan solo unos pasos, sobre la roca, muy cerca del árbol donde me he despertado. Rudra se ve a lo lejos. Es muy de noche y el pueblo sigue alerta. Llego a su altura. Parece escudriñar lo invisible. Cuando le voy a pre guntar si sucede algo, un alarido atraviesa la noche. Y luego otro. Y otro. Y otro más. Parece alguien fuera de sí. Pero no es más que un pájaro. ¿Un búho? 170
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El Maestro dice: —Así de turbado estás. No es poco. El rabí observa el cuchillo. —¿Pensaste que se lo merecía? —pregunta—. ¿Shafa? —Y entonces confirma—: Ser humillado. Pero por esta vez, no hablaste. Como pensas te que Hauly podría estar en lo cierto. Porque también te has parado a pensarlo. Que quizá tenga razón, y sea el momento para cambiarlo todo. —¿Quién no lo ha hecho, rabí? Tú los has oído, a casi todos. Podrías lograr lo que quisieras. Yilak me corta. —Pero aun así, te has resistido. Filipo, cada uno tiene un lugar en la suerte que viene. Y un trabajo importante que hacer —prosigue—. En tu caso, sentir la excitación de la pelea, el goce por la humillación y ahora, una vez más, el miedo, y no responder, resistir la tentación de derramar sangre. No es tarea fácil. —Maestro —contesto—, van a venir a por ti. No tengo ninguna duda. Eso es lo que debemos atender ahora. ¿Debo sentirme culpable por eso? Tu integridad es lo único que importa. Pero estoy perdido, no sé qué me corresponde hacer. Ni tan siquiera sé qué esperas que yo haga. Yilak me observa. —No te será fácil —dice—. Tardarás tiempo en comprender el ver dadero sentido. De tu presencia aquí. Como todos los del grupo, no es el que cada uno esperaba. Estar nervioso no ayuda. ¿Lo estás? —¿Cómo no voy a estarlo? No has querido que nadie te proteja, se lo dejaste bien claro a Antio. Pero después no has tenido reparo en cuestio nar a la más alta instancia. De un modo que ellos han recibido como una provocación, aunque no lo fuese. Y ya no sé qué pensar. Te escucho con toda la atención y procuro, tú lo sabes, saber qué es lo que aguardas de mí. Sé que no es lo que yo creo. »Si me conecto con tu corazón, lo sé. Me quedo mirando a la nada como me dijiste. Lo intento. Cada día. Pero me siento perdido. Creo que puede suceder algo irremediable. Estoy preocupado por ti. Yilak asiente.
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—Si hubiese aparecido alguien ahora mismo para llevarme, ¿lo habrías usado? —me pregunta. Miro el arma. Luego lo miro a él. —Así es. —Bien. No te quiero aquí para eso, Filipo. No a ti. ¿Qué necesitas? —me pregunta el Maestro. La pregunta me sorprende. —¿Yo? Ya me conoces, Yilak. Necesito hacer algo. —Está bien. Así sea. Yilak se me acerca. Coloca su frente sobre la mía. Sus manos sobre mis hombros. Siento la basura de todas mis vidas abandonándome. Aliviando mi peso. —Vas a hacer algo para mí —dice—. ¿Quieres? —Yilak. —Bien. Irás a buscar a una mujer. Al pueblo donde me criaron. —¿Qué? ¿Por qué? —No necesitas saber eso ahora. Pero es importante. Para mí lo es. La necesito cerca. Aquí, conmigo. A la señora Yodi. Pronto. —Si así lo quieres, iré. ¿No me vas a decir nada más? —Ahora no. En su momento llegarás a entender. —Sonríe—. Ve a prepararte, Filipo. Saldrás en cuanto llegue el alba.
Por la mañana, ya listo para iniciar la ruta, Terpio se levantó a despedirse. No le conté nada. Tampoco él a mí. A mi regreso ya no estaría. Nunca más volví a verle. El Maestro me encargó ir a por aquella mujer. Sin explicar nada más. Y así lo hice.
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la vuelta, dos días antes de la muerte de
1 Cuando, siete días más tarde, estoy de vuelta en las inmediaciones de Ru dra y veo el recorte de sus casas acompañado de la anciana señora Yodi, una profunda angustia me sacude el pecho. Quisiera haber regresado antes, pero la edad de la mujer, aún fuerte a pesar de los años, y el largo camino de vuelta sin apenas sombra, lo han hecho imposible. En siete días pueden haber pasado tantas cosas. Llegamos donde el camino se bifurca. A la izquierda, el pueblo. En la distancia parece tranquilo. A la derecha, más arriba hacia la zona de bosque, el rabí y los que aún le acompañan. Presiento que si la situación aún no se ha roto, ha de reinar la máxima alerta. El tiempo en que los que se quedan lo hacen aceptando que la vida está en juego. Malatesta percibe mi inquietud y mi afán. Y se obstina en acelerar el paso. Pero yo no se lo permito. No serviría de nada llegar con prisa. Procu ro no inquietar a su vez a la mujer que me acompaña. Pero ella sabe. Ya ha visto mucho. La guerra y la destrucción generan una perturbadora nostal gia en ocasiones. El miedo se hace presente. Y su saber infame. Sentir que uno puede acaso no contemplar la tarde de mañana, no estar allí cuando el sol se oculte, por momentos, te regala una plenitud que unas veces colma. Y otras asfixia. Hubo un tiempo en que no me hubiese importado morir. Pero hoy no, tengo un trabajo que hacer.
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Aunque aún no lo sepa. La incertidumbre me está comiendo la en traña. —¡Filipo! —Okia aparece de pronto entre los matorrales y nos sale al paso. Su cara tensa y su mirar frenético, paradójicamente, me confirman que nada terrible ha pasado aún. Pero el peligro ronda. Como la muerte. —Eres tú —dice cuando está a mi altura y echo el pie a tierra. —¿Qué sucede, Okia? —Intento fijar su atención, tal es su nerviosis mo—. ¿Quién viene? A lo que responde abrazándose a mí como a un hermano. Es la pri mera vez que lo hace. —Se acercan cuando menos lo esperas y después desaparecen. Quie ren que no olvidemos que están ahí. Qué bien que hayas llegado.
2 —Empezábamos a estar inquietos, Filipo. Es Jair quien me habla en cuanto llegamos a su altura, adelantándose con Crisho al resto del grupo. —¿Os ha pasado algo? No acabo de entender exactamente a qué se refieren, más allá de lo obvio. También llega Tikia. —El Maestro os esperaba desde ayer noche. Y él no suele ser propicio a las urgencias. Bien es verdad que estos días se muestra distante. Desde que te fuiste, apenas ha venido a vernos. —¿Yodi? —Es Crisho quien pregunta ahora—. Es un placer para nosotros recibirte. El rabí está montaña arriba. Pero dejó dicho que, en cuanto llegases, dispusieses lo que hiciese falta. «Ella sabrá, en cuanto le preguntéis, por qué razón se me podría ocurrir hacerla venir hasta aquí desde tan lejos.» Eso dijo. Es entonces cuando la anciana señora Yodi parece haber olvidado súbitamente el cansancio y ríe. Ríe de un modo profundo, con carcajadas 176
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mullidas, casi inaudibles, que le hacen temblar la tripa y asomar las lágri mas. Parece otra. Cuando recupera el aliento, pregunta, con una decisión que me desarma: —¿Quién se encarga de cocinar aquí? —Se está preparando una cena especial para mañana —aclara Jair. Y luego le pregunta a ella—: Entonces ¿te ha hecho venir en verdad por eso? También ríe. Me mira. —Cuando el rabí hacía mención a su exquisita forma de mezclar sa bores, siempre pensé que era una forma de hablar. Los observo a todos. Sin acabar de creerlo. Al ver mi total incompren sión asomando, la mujer apunta: —Ya te dije que de pequeño le encantaba venir a mi casa a comer dulce. No es verdad. No puede serlo. El furor me sofoca. Me veo directamen te obligado a cerrar los ojos. Es imposible, tal y como están las cosas, que me haya hecho cabalgar hasta el mismísimo infierno precisamente a mí, preparado como ningún otro para protegerle, nada más que por darse el capricho de comer algo muy rico.
3 Humillado, camino enfebrecido en su busca, montaña arriba. Desde que lo conozco, el Maestro siempre ha sabido cómo ponerme al límite. Cómo empujar mi corazón y mi cabeza al extremo en que estoy, decidido a aca bar con el absurdo de esta prueba constante para después, cada vez que estoy cerca del filo, volver a atraparme. Pero esta vez no habrá vuelta atrás. Voy a ir a por él. Y después, seré yo mismo quien le entregue. Me come la rabia. —¿A dónde se supones que vas? Es Hari quien se planta ante mí, decidida a obstaculizarme el paso y, por lo que veo, al precio que sea. No me conoce.
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—Quítate de mi camino, voy a hablar con él —digo sin dejar de avanzar. —No sé qué te perturba, pero dejó muy claro que necesitaba estar solo. No te voy a permitir que sigas. Según me la cruzo, la aparto para quitármela de encima. Es tal mi furia que, al caer, se golpea sin control en la cabeza. Me paro. Titubeo. No era mi intención hacerle daño. —Esto no iba contigo, Hari. Desde el piso, mientras se quita la sangre de la sien tras un primer momento de parada y con profundo desprecio, escupe: —Siempre he sabido que a la hora de la verdad no mostrarías respeto. Te lo dije desde el principio y te lo repito ahora. No puedo resistirme a regresar sobre mis pasos. —He dejado mi vida atrás y todo en lo que creía por seguir al rabí. ¿De qué respeto me hablas? Nuestras caras están muy cerca la una de la otra. —Tú y yo sabemos que, durante un tiempo, no sabía ni siquiera qué pensar sobre Yilak. Y tú, como nadie, me supiste leer. Una pena muy grande me abre por dentro al pronunciarme. Tan gran de como mi odio. —Si me hubiesen dado la orden entonces, yo mismo hubiese ido con tra él para matarle. Es exactamente lo que desde el principio has querido escuchar de mi boca. ¿No es eso? Pero te voy a decir algo más. Aunque es algo que, si no estás ciega, también sabes. No pasó mucho tiempo antes de que algo aquí dentro cambiara. Dime. ¿Por qué te resististes a aceptarlo? He puesto mi corazón a sus pies. Junto a vosotros. He puesto mi vida. ¿Vale acaso algo menos que la tuya? ¿Que las vuestras? ¿De qué respeto me hablas? »Pero él se acaba de mofar de mí enviándome a por esa mujer. Ahora comprendo que lo que quería era debilitarme, sin prisa. Para al final poder reírse públicamente de mí y de mi miseria. Porque eso es lo que ha hecho. ¡Yo soy un soldado! —Mi grito resuena en todo el valle—. Mi trabajo es defender a la gente o matarla. Y te juro por dios que ni tú ni nadie va a impedir que vaya a pedirle cuentas por ultrajarme de este modo. 178
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Digo lo último caminando de nuevo. La tensión de todo lo que me ha pasado desde que conocí al Maestro, hasta el punto de descomponer mi vida, se está desbordando irremediablemente. Tan precisa como el temblor que ahora llega.
4 —¿Qué vas a hacer? No me hace falta siquiera girar la cabeza para saber quién me reclama desde aquellas piedras. —Ni se te ocurra entrometerte si no quieres que te descalabre y acabe contigo, Hauly. Digo esto y, cuando estoy a punto de girarme, recibo un tremendo impacto. Crudo. Ni siquiera entiendo cómo o qué ha sido. Se me nubla la vista. Pierdo pie. Me voy al suelo. Sobre las rodillas y las palmas de las manos, incapaz de reaccionar, procuro volver en mí. Con una mano ausculto un dolor intenso en la base derecha de mi cráneo. Pienso, no sé ni cómo que, aunque haya llegado el final, no será así como esto acabe. Entonces creo percibir que Hauly se acerca caminando despacio. Lo intuyo en sombras. De nuevo con la cara sucia. —Deberías haber aprendido ya, Filipo, que a pesar de mi aspecto, soy más rápido y más terrible que tú cuando no se me da lo que pido. Mírate. Los romanos, me darás la razón, ya no son lo que fueron. Está viniendo. Y para rematar, avisa: —El tiempo de la infamia se ha acabado. En verdad no sé de dónde saco las fuerzas. Pero es la clase de ímpetu de la peor especie de un oso moribundo, que si se trata de morir, muere matando. Cuando Hauly se quiere dar cuenta, me he ido con toda la fuer za a por él. Bloqueo su corazón con la rodilla hincada y le agarro el cuello. —Voy a matarte —digo, ciego y sin dejar de apretar—. Voy a matarte, Hauly. Tú lo has querido.
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Es el camino de la extenuación. Y de las manos. Sobre las mías, las suyas. Como serpientes. Abrazándose. Pienso: no. ¿Cómo es posible? Estoy a punto de desfallecer. No me dan las fueras. Cuando en verdad casi está hecho, mi aliento y mi cabeza ceden. Caigo como un fardo. Junto a Hauly. Tan próximo que veo cómo sus pupilas bailan. Sus ojos brillan, llenos de luz. Extrañamente hermosos. Observo su boca. Dice, mientras aún jadea como un perro apaleado: —Él es el Mesías. El rey que esta tierra merece. El elegido. ¿Cómo puedes seguir pensando en traicionarle? —Y añade—: Haré lo que sea preciso hasta que Yilak ocupe el lugar que le toca, lo que sea, ¿me oyes? Lo haría incluso a pesar del Maestro mismo. Y prosigue: —A este movimiento no habrá ya quien se resista. Consigo poco a poco recuperar el pulso. —No eres más que un maldito loco, Hauly. Un pobre diablo que ni merece que alguien lo mate. Ya lo harás tú solo. Él continúa tumbado. Pero conviene no fiarse y seguir a lo mío. Como puedo, me pongo en pie y sigo ascendiendo. Hace un calor asfixiante.
5 Cuando lo descubro a lo lejos, Yilak está de espaldas, sentado sobre una roca. A tan solo unos pasos de la entrada de la cueva donde otras veces se ha retirado, en este bosque de olivos. Me pesa el cuerpo y me cuesta enfoncar. Mientras me dirijo hacia él, no dejo de reparar en su espalda. Está encorvado de un modo que no le corresponde, extraño en su figura. Como cuando una nube negra te ha tomado hasta enterrarte y te atenaza con sus más siniestros presagios. Él se lo ha buscado, me digo. Y sacudo la cabeza con decisión, intentando reforzar mi empeño. También debe de ser por eso que alzo la voz y digo: —Quisiste anularme. —No dejo de caminar hacia él—. Te ganaste mi 180
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simpatía. Me hablaste de un modo que me reconfortaba. Me hiciste sentir que era hermano tuyo, que no importaba siquiera que fuese tu mismo enemigo. Que para ti era posible compartir a la vista de todos, y en tu misma casa, con el mayor apestado. Me hiciste creer. Me devolviste la fe y así me desarmaste. Pero en realidad solo querías anularme ante los tuyos. Me fallan las piernas. Me retiro con el dorso de la mano un rastro de la sangre que cae por mi cara. —Hacerme colapsar a la vista de todos y que yo mismo acabase por ofrecerme, como un cordero al que solo le queda entregarse. Porque no es nada. »Pero eso es precisamente lo que me ha dado fuerzas, Yilak. Ya no tengo nada que perder. Y al fin he comprendido que solo me queda una salida. Te amo y te he amado, bien lo sabes. Pero está visto que uno no puede renunciar a lo que es y a lo que ha sido. Saco el puñal. Avanzo de nuevo. —Estoy aquí para pedirte que te entregues. Solo te pido que colabores y no me obligues a ser yo mismo quien te haga daño. Pero el rabí no responde, parado en la misma exacta posición desde el principio. Esa quietud, que es su inmensa fuerza, no podrá conmigo esta vez, pienso. —¿Por qué no me hablas? —digo con el cuajo que me queda cuando estoy a punto de rebasarle. El Maestro alza levemente su rostro. Todo se detiene. La tierra misma lo hace. Nunca lo había visto llorar. El impacto me paraliza. Las lágrimas bañan su rostro sin afectación, de un modo que jamás había visto. Su boca dice: —El final es inminente, como ves. No te falta razón. Perdóname. No quise, no supe, resistirme a disfrutar una vez más de aquel sabor primero. Y a compartir con mi gente, también contigo, los dulces de la señora Yodi. Porque será la última, Filipo. Ya no habrá más. Lo que escucho me desarma. No puedo pensar. No hay nada que de cir. La conmoción es ahora de otro orden. Aprieto con mi mano derecha el filo del puñal que sostiene mi izquierda. Me he hecho sangre. Al caer
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en la cuenta, me deshago de él, como quien se desprende definitivamente de un valor extraño. Miro todo lo que he dejado atrás. La última, penosa y amarga subida hasta aquí. La perfecta descarga de mis más íntimos demonios. Y mi orgullo. —Maestro. El rabí me mira por fin. —Así está mejor. Se te pone un gesto terrible cuando te entran ganas de pelea. Le interrumpo, aunque no me atrevo a acercarme. —Yilak. Sé que acabo de amenazarte con lo contrario, y probablemen te me esté volviendo loco. Pero escúchame bien, si lo que estás insinuando es que vas a ofrecerte como creo, quiero que sepas que no puedo permi tirlo. Me da igual lo que digas. Tenemos que sacarte de aquí. Yilak alza su mano y no deja que acabe. —Chis. Filipo, nunca volverás a pelear, como hasta ahora hiciste. Eso se ha terminado. —También dice—: Tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Y a ti te corresponde un papel vital en esta suerte. No te equi vocas. Ahora sí me aproximo. Me recojo a sus pies. El rabí apoya su frente en la mía. —Todos los del grupo estarán muy asustados cuando llegue el mo mento de la verdad, ¿me oyes? —Toma mi mano ensangrentada entre las suyas y me la va limpiando con su propia ropa—. Yo también. Como lo estaba antes de que tú llegases. »Filipo. Es cierto que siempre me has hecho reír. Incluso cuando te enfadas, siempre hay algo en ti que me alegra. La vida es imposible. Y asombrosa, ¿no crees? Como también es verdad —me mira— que eres un guerrero. Llegando hasta aquí lo has demostrado. Pues bien. Esta es en verdad mi misión para ti, cada quien tiene la suya: no intentes entender. Es la más compleja y al mismo tiempo la más simple. Yo no dejo de mirarle. —Te necesitaré para sostenerme. No hace falta que ahora entiendas. En mi momento más difícil, te buscaré. Y tú estarás ahí para hacerlo. 182
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Yilak levanta la vista. —Para recordarme que, a pesar de tanta belleza, no es esto que uno ve lo que más importa. Si me amparas, si logras hacerlo, lo harás como una nueva clase de soldado. El que me ayude, en la hora más amarga y con el solo recibir de sus ojos, a no olvidar la gracia. El rabí me sujeta entonces con ambas manos la cabeza. No sé cómo, pero ya ha acabado de limpiar la sangre de mi mano y, frente a mi pensa miento, afirma: —No digas nada. Te llevará tiempo aceptar. Pero todo llegará. »Respira el miedo.
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un día y medio antes de la muerte de
1 La actividad junto a la lumbre es incesante. No sé quién habrá ofrecido el animal. Algunos del grupo lo habrán dispuesto todo cabalmente al empezar el día. Yo aún descansaba. Me fue imposible hacerlo en la noche. Desde entonces, el cordero cubierto entre hojas de palmera se cocina bien enterrado entre carbones. Marut está pendiente. Aunque en realidad no haga ninguna falta. Y a su lado, Tuavisha, como un día más, machaca almendra seca hasta crear un polvo muy fino. Camino en esta cueva como un muerto. Me cuesta reaccionar. Pero comprue bo que hoy es la anciana señora Yodi quien decide aquí. Al verme, se pronuncia. —Lleva ahí casi desde el alba. Bien caliente y bajo tierra. Cuanta me nos prisa, mejor. Para que el adobo se integre como uno solo, al calor de las brasas, en el sabor de su propio jugo. Hoja seca de limón, comino, semillas de cilantro, pimenta dulce, clavo, albahaca, sal y un punto de picante. Que no abrume. Entonces aparece Crisho. Se ve que ha caminado ligero. —En el otro fuego, la sopa empieza a reducirse —avisa—. Y Jair lleva toda la tarde preparando el lugar, como el Maestro dijo. Todo está en marcha. —No entiendo —pregunta la pequeña Tikia, que recién llega con Marsei del puesto de vigilancia—. ¿No vamos a cenar aquí? —No. Yilak dispuso anoche que sería en un lugar especial, un recorte más apartado. Yo no lo conocía. Hay allí una piedra extraña. También
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inscripciones. De esas que el Maestro siempre busca entre las rocas. Y se ve todo el valle. A mi espalda, Okia prepara un par de cañas de junco para llevar la carne cuando ya esté lista. —Lo limpió el rabí, el lugar, hace unos días. Estaba lleno de rastro jos. Ahora se ve bien distinto. Luego me mira y propone, refiriéndose al cordero: —¿Me ayudarás a llevarlo hasta allí? El hueco en el estómago que, desde las palabras del Maestro la noche anterior, no me abandona es quien en realidad contesta en mi nombre. —¿Tiene que ser ya? A lo que contesta rotunda la señora Yodi: —Debe seguir cocinándose hasta que el sol caiga. Ni se os ocurra tocarlo hasta que yo diga. —Muy bien, entonces, hay tiempo aún. Por fuerza tengo que salir del lugar. Alejarme. Me pierdo entre la ve getación, montaña abajo. Rumbo al río. Necesito estar a solas. Calmar mi ánimo. Que nadie me vea. Sigo sudando sin parar desde ayer. Tengo fiebre. Y el calor sigue apretando. Las preguntas me asaltan. Pero ¿será posible? ¿Y los demás? No puede ser que ellos lo sepan. La cabeza me va a estallar. ¿Qué tipo de fiesta macabra es esta que pretende organizar el rabí? —Cálmate, Filipo. O conseguirás que todos se asusten. Más de lo que ya estamos. Es Hari quien me habla. La reconozco detrás de unos arbustos. Al ver mi agitación, debe de haberme seguido. Se aproxima y dice: —Los demás no lo saben. Únicamente tú y yo. Y Oshmara. La observo. Me es imposible entender. —Pero entonces, esto que vamos a celebrar, ¿es en verdad el final? Hari calla. Cuando voy a seguir insistiendo, veo la marca de mi golpe en su sien. Y también callo. —Discúlpame —digo tras el silencio. —Seguro que estoy mejor que Hauly —contesta. Se acerca un poco más. 188
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—Yo también quiero pedirte perdón, Filipo. En cuanto la oigo decir tal cosa, abro los ojos. Con eso sí que no contaba. —A cada cual lo suyo —dice Hari. Y luego—: La cena se celebrará en la roca. ¿Te lo han dicho? Es un lugar santo. Cuando llegue la noche. Ve a refrescarte —ordena—. Te hará bien. Cuando regreses junto al grupo, serás un hombre nuevo.
2 La imagen no se me desprenderá jamás. ¿Qué clase de amor es este? Por que ella lo sabe. Oshmara está abrazada al rabí. Al tiempo que extiende óleo en su espalda y lo abraza. Con ambas manos. Entiendo que lo unge de cierta forma cuando los descubro sin querer hacerlo. E inmediatamen te y sin pensar, como si fuera un ladrón, me oculto detrás de unas ramas. Ambos están sentados, las piernas entrecruzadas, frente a frente, en un suave remanso. Sobre el agua. Rodeados de verde. Justo cuando está a punto de caer la noche. Hay algo en este trance de una pura y absoluta belleza. Y al tiempo, también, algo muy físico. Y trágico. Un cuidado hondo que estuviera a punto de perderse. Y una clase de fuerza que apenas logro rozar. No tengo ningún derecho a estar aquí. Cuando Oshmara mira a Yilak y él la besa, bajo la vista sin más y me retiro.
3 Es tan fuerte la luz de la luna que por momentos parece de día. No soy capaz de pensar, absorto como estoy en ella. A pesar del bullicio. —¿No te ha gustado la sopa?
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Es Esther quien me reclama. —Sí, claro. Cómo no disfrutarla. Crisho interviene para que todos lo oigan: —¿Qué sería de este grupo sin esta sopa? Mi sopa. Y más hoy, que la he tenido casi toda la tarde, como no siempre se puede, sobre el fuego. Y en una olla de cobre. —Me ha obligado a perderme prácticamente en territorio enemigo hasta encontrarla —señala Marsei. —Queda bien claro, Filipo, que en esta familia no eres tú el único orgulloso. Yilak ríe después de sus palabras, dirigidas a todo el grupo. Casi res plandece, y todos con él, durante la celebración de la cena. Sobre esta base de roca nivelada por la mano del hombre, llena de ciertas inscripciones, como en aquella cueva de la ceremonia. Espirales y cruces antiguas desde el albor del tiempo. Hendiduras dibujadas quién sabe cuándo. Me resulta imposible digerir lo que sucede. Que estemos celebrando, en este mirador asombroso, como si nada definitivo estuviese a punto de suceder, de cara al valle. —Tu sopa, tan dulce, nos ha mantenido en pie y nos traído hasta aquí todo este tiempo, Crisho —insiste con voz traviesa y a la vez amorosa el rabí—. Sus vegetales, cortados siempre a tu gusto. Pero, sobre todo, tu querida cebada. Y su bendita fécula. Perfecta para espesar el caldo cuan do el camino se hizo duro. Y para calentarnos hasta en la noche más fría. —¿No estarás insinuando, Maestro, que quizá hoy no era el día para volver a deleitaros con mi especialidad? Todos ríen. —Crisho —dice Jair—. No sé si te has dado cuenta de que no hay jornada que no la comamos. —Está mal que yo lo diga —insiste Crisho—. Y más después de ha bernos chupado los dedos con el cordero, pero esta humilde sopa es un tesoro. —Sin duda es mucho más que un caldo —refuerza la señora Yodi, que aparece a su espalda—. Con su ajo, su ají. Su cebolla. Los frutos de 190
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cúrcuma, granos de cominos, pimientas. Y esos tomates maduros con que arrancaste la cocción en el mortero. Tu sopa es propia de un mago. La carcajada que desata semejante afirmación, tan al filo por la cerca nía de las amenazas al rabí y la mala sombra, suenan sin embargo naturales y gozosas, como un dulce arrullo.
4 —¿Necesitas ayuda? La señora Yodi, muy afanada, levanta la vista. —Llegas en el momento perfecto —contesta—. Aviva la llama. Ahí tienes una mezcla de maderas que he ordenado traer para lo nuestro. Te incluyo porque al fin y al cabo tú me hiciste llegar hasta aquí. En realidad podría hacerlo sola. Pero no te despistes. El fuego debe ser generoso el tiempo que me lleve cocinar el postre sobre esta piedra. Tras sacarla de un paño, la está acabando de limpiar con grasa y luego la frota. Tiene el color de la ceniza. El fuego luce y perfuma la noche. Con sabor a sarmiento y olivo. Es un momento en el que unos y otros bailan, sin excepción, bajo la sombra del monolito que algunos de los presentes llaman «la roca», frente a la luz de la luna. Una piedra que tiene la altura de dos hombres y el ancho de uno, si este abriese los brazos. Estamos todos, pienso. Todos los que fueron. Hari me mira. Está tocando suavemente el tambor. A su lado, Oshmara baila. O no exac tamente. Cuando Tuavisha comienza a tocar la kora, ella percibe que la ceremonia del postre, que es más que un dulce, está a punto de empezar y desaparece detrás del monolito. Allí por donde el Maestro fue primero. Los demás siguen bailando. Cada uno a su forma. Tikia, Okia, incluso Marut. Jair junto a Esther. Marsei y Crisho. Está claro que cada uno es hijo o hija de un padre y de una madre. Pero el caso es que aquí estamos. Y que ha sido Yilak quien ha dispuesto que esta noche viniésemos precisamente estos. Y ningún otro. Hay muchos más de los nuestros allá abajo. De los que van y vienen. Caigo en la cuenta de que nos falta Hauly.
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—Filipo, ¿quieres estar a lo que estás? —Me reclama la señora Yodi. Y al resto, anuncia—: Acercaos todos. Que todo el mundo tome una de estas hojas de acanto y se prepare. Filipo, coloca esto junto a ti y no te despistes ahora con el fuego. La señora Yodi me pasa sendos recipientes. En uno de ellos, una cre ma blanca y densa con pequeños cuerpos flotantes, que no distingo. En el otro, más polvo de almendra. Muy blanco. Ella se aproxima con un tarro de miel, dos pequeños cubiertos de madera y una cuchara. Y empieza el rito. Introduce decidida los dedos en la crema de leche, según dice, de cabra. La leche es casi crema con esa harina preciosa de frutos secos. No solo almendra. Pero básicamente almendra. Después, va transformando hábilmente cada porción en un cuerpo ovalado, que a su vez deja caer brevemente una vez más sobre la harina, para cubrir con una última y levísima capa. E inmediatamente y casi sin saber cómo, la hace rodar sobre un plato lleno de miel, con la que no para de embadurnarse las manos, que chorrean de tan calientes. El proceso no dura más que un suspiro. Luego la echa al fuego. Casi con rudeza. Todo es muy ágil. Se comprende: la bola es casi pasta, pero también líquida. Los movimientos han de ser decididos, para que aquello que deba ser no se desarme. La señora Yodi mueve la base del cuerpo de leche con los cubiertos de madera sobre la piedra ardiente. Pero no le da la vuelta. Y remete con la cuchara solo la parte de arriba del corazón, tan blanco, para que por el centro no se derrame. Las manos están a todo, sin pensar. El tiempo justo para que, por la base, la masa adquiera el color de la lumbre. —Uno —anuncia de pronto—. ¿Quién quiere ser el primero? Levanto la vista. Me encuentro con los ojos del rabí, que, sin darle opción a nadie, dice: —Yo quiero. La señora Yodi me habla: —Dale una hoja. Venga. Sin dejar de estar pendiente de las llamas, se la ofrezco. El rabí la toma y, sobre su mano, se acerca para recibir el bocado. En el último instante y 192
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justo antes de dárselo, la señora Yodi deja caer sobre él una mora. Cuan do la pequeña pieza humeante cae sobre el acanto, el rabí se la ofrece a Oshmara, que está cerca. Y así lo irá disponiendo con todos. Uno detrás de otro. No deja de reír al hacerlo. Su sonrisa es casi la de un niño. A cada uno le va diciendo: «Prueba. Ya verás». La intensidad del momento adquiere una calidad que se desata por oleadas, conforme cada uno de los discípulos saborea el milagro. Un estallido de leche esencial. Con pequeñas partículas de al mendra que morder según se desarma el óvalo, cubierto por una finísima capa, ligeramente crujiente, sobre todo en la base. Y además, la mora. Se oyen gruñidos. Pequeñas expresiones de puro goce, al tiempo que cada uno se esmera en no desperdiciar ni una sola gota. No sé en qué orden, el Maestro sugiere: —No os apuréis. No corráis. —Y luego dice—: Venid. Tened mucho cuidado. Apenas entraremos todos. Y nos conduce al otro lado del monolito, a donde accedemos por un paso realmente estrecho. Uno a uno. Muy cerca de un precipicio de vér tigo. Una vez cruzamos, la luna llena luce descomunal frente a nosotros. Como un faro. —Cuesta concentrarse si una se chupa los dedos —dice Esther. Todos estamos pegados y muy juntos. Reímos. Nos encontramos real mente apretados. En un simplísimo éxtasis. Luchando por saborear lo poco que nos queda del manjar, que se empeña según lo disfrutamos en intentar perderse entre los dedos. Nadie habla.
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1 Está al caer la noche del siguiente día. Sopla un viento nervioso. Llega cada jornada, tras el calor tan denso, cuando la luz decae. Bajamos desperdigados y a cierta distancia del rabí, que ha estado de nuevo a solas retirado en la cueva que hay al final del bosque de olivos. Un grupo no muy numeroso de fieles se ha presentado en el lugar. Muchos de entre sus seguidores, le comentan, dicen estar confusos. Entre los más fieles, al oír estas palabras, los gestos más o menos velados de alguno de los nuestros confirman que el sentir es el mismo. Y más frágil el ánimo, tras días de escaramuzas que no han ido a ninguna parte, más allá del mensaje de las fuerzas del orden que riendo hacerse notar, pero que han servido para demostrarnos que tenemos al poder pendiente y al acecho. Dispuesto a saltar sobre nosotros. —Habéis demostrado un gran coraje al venir —les ha respondido el rabí—. Pero hoy no voy a hablaros. Aun así, le acompañan durante la bajada. Casi todos sin esconderse. —¿Hasta cuándo va a durar esta angustia? —le digo a Hari. —He visto cosas que jamás hubiese imaginado antes de estar con él —me dice ella—. Me costó aceptar que incluso en los momentos más in ciertos, él se movía según un plan. Aunque no el que uno pretende. Ni si quiera él mismo. Pienso que, en ocasiones, ni el propio Yilak sabe el porqué. Ni el cómo. Simplemente se ofrece, y lo que ha de ser viene a él. También las respuestas. Algo nos dice, Filipo, que el paso fundamental vendrá ahora. ¿Cuándo vas a dejar de quejarte? —Y se marcha ligera en dirección al rabí. Está visto que reconciliarse con Hari no implica que vaya a dejar de hablarte duro. Me quedo solo. Aunque a tan solo unos pasos, como tan tas veces y más de un tiempo a esta parte, camina Jair. Me acerco con
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intención de preguntarle si él sabe algo de Hauly tras su inesperada ausen cia. Hace más de un día que no sabemos nada de él. Cuando le alcanzo, intuyo en la distancia —en el mismo momento de producirse más parece un recuerdo— cómo un grupo de soldados se aba lanza sobre el rabí. Y cómo uno lo tumba abruptamente de un rodillazo, sin mediación de ninguna clase. Le veo primero perder pie. Alrededor, todo se paraliza. Luego, otro agresor le ataca por detrás y el escuadrón lo rodea. Cuando logro reaccionar e intento correr hacia allí, con un movimien to súbito, Jair me arrastra y me tira al suelo, al tiempo que me ruega, según me inmoviliza: —No lo hagas, Filipo. Su reacción ha sido tan inesperada como todo lo demás, pero increí blemente certera. —El Maestro me advirtió que esto iba a pasar. Intento soltarme con furia, pero Jair insiste: —Lo describió tal y como acaba de suceder. Incluso esto mismo. Tie nes que creerme. Me pidió que estuviese pendiente de ti para que no te entrometieras. Me cuesta digerir lo que oigo. Pero, al hacerlo, mi estómago responde de inmediato. Reconoce la determinante intención de Yilak en la voz que me habla. Su temple. Siento, como una fatalidad y un suplicio, que lo que corresponde es resignarse. Y ceder. Aunque la idea de integrar tal cosa se revuelva en mí como un imposible. Creo que por eso me dejo ir. Y cierro los ojos.
2 Esperamos a unos cien pasos del edificio donde le han llevado tras el cas tigo al que, según se rumorea, han sometido al rabí durante casi toda la pasada noche. Mi sombra y yo hemos vagado sin un rumbo claro, dejándo nos caer en los corrillos. No hemos podido dormir. ¿Quién puede hacerlo? 198
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La ciudad es un trasiego de gente. Los gritos de la multitud se oyen desde aquí, desaforados. En acometidas febriles. Estoy sentado junto a Jair, en cualquier esquina. Permanecemos semiocultos, retirados de mira das que nos comprometan. Pienso a su lado, amargamente y en voz alta: —Todo esto no es más que una cortina de humo. Conozco el circo. Las supuestas consultas, los grupos que se habrán infiltrado entre la con currencia para que prevalezca el miedo. Da igual lo que se diga. El juicio ya fue. Cuando salga de ahí, van a ajusticiarlo. Me incorporo y comienzo a caminar, sin sentido, dentro de mi propia jaula. No voy a poder con todo esto, da igual si esa fue mi promesa. Es fácil imaginar cualquier cosa cuando uno está con él. ¿Cómo se me ocurrió creer que podría? Al mirar a mi acompañante buscando desahogo, lo que me encuentro es a alguien aún más vencido que yo. Por eso digo: —No sé lo que harás tú, pero yo no puedo soportar seguir aquí como un necio y no hacer nada. Jair se tensa. —Entonces tendré que acompañarte, Filipo. Necesito saber a dónde vas. Cuando estoy a punto de encararme con él y preguntar qué es lo que en verdad pretende, se oye un clamor que sabe a final, emergiendo del corazón del edificio. Los dos miramos. Deben de haberse congregado cientos en ese patio. Casi al instante, una figura sola surge tras aquella puerta de entrada. Al principio no la reconozco, pero en cuanto se acerca compruebo que es Oshmara. La mujer del rabí, que camina lentamente en nuestra dirección sumida en sus cavilaciones. Hasta que, al estar más cerca, repara inadvertidamente en quiénes somos. Me fijo una última vez en sus rasgos. En su particular belleza, propia de las comunidades que habitan más hacia el oriente. Y su prodigiosa mezcla de contrarios. Al llegar a nuestra altura, se detiene y, por un momento, nos mira. Hay algo fatal en su expresión y en su voz. Y a la vez una desconcertante dulzura. Luego, simplemente dice:
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—No os habéis ido. —Y añade—: Será mejor que lo sepa por mí. Voy a buscar a Makaye.
3 «Van a matarlo.» Las voces lo repiten a discreción entre las gentes que han comenzado a salir en tropel. Que la sentencia se sepa y corra. Esta será una noche para la justicia. Pero no es lo único que me confirma que el escenario ya no va a ser el mismo. Si alguno entre la multitud, de los que en algún momento reconozco por haberse acercado al Maestro, cruza sus ojos conmigo, in mediatamente me evita. Y después mira hacia otro lado. —Cúbrete —le digo a Jair—. Corremos peligro. Él se suma. —Creo que toca moverse. No nos da tiempo a hacerlo. Una tropa disforme de soldados romanos y del lugar están a punto de cruzarse. Distingo entre ellos a uno que me conoce. De cuando mi principio aquí, al poco de llegar de Roma. —¿Filipo? Sin duda es a mí a quien llama. Hay cientos de personas atravesando el lugar. Soy un barbudo. Me doy la vuelta, como si no fuese conmigo. Y luego me quedo inmóvil esperando que pase. No tardo en tomar concien cia de que no solo escondo mi cara. Y al hacerlo, aún más terrible y golosa se vuelve mi vergüenza. ¿Cómo es posible? De pronto es más grande la humillación que el propio dolor y el miedo. Jair me toma del brazo y me saca de allí sin consultarme, entre el dis currir de la plebe. Acaba llevándome a un callejón, un lugar más apartado donde no hay nadie. Me suelta del brazo. Se le ve nervioso. —¿Qué quieres hacer? —pregunta. Vuelvo a reparar en él. —Márchate —le digo—. Estoy harto de verte. Lo que quiero es que me dejes solo. 200
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Pero él no se inmuta. Se ve que ya me conoce. —Mi obligación ahora mismo es mantenerte a salvo. —No puede ser —digo, esta vez para mí, desquiciado, porque al fin caigo en la cuenta—. De modo que es eso. Las palabras me arden como ácido en la boca. Apenas soy capaz de decirlas. —¿Esa fue la misión que te encomendó el rabí y por eso me sigues? La noticia, al ser dicha, confirma su valor y cae sobre mí como una losa. Y aun así, a pesar de lo que íntimamente significa, del increíble regalo que en ese momento no veo, todavía tengo margen para seguir regodeándome en mi miseria. No me bastaba con ser un traidor. Ahora también he de ser un cobarde. Es entonces, y porque no paro de exhibir mi frustración, cuando Jair se viene a por mí a la vez que me agarra con malas formas y confiesa: —No te lo quería decir por no empeorarlo todo. Pero has de saber que fue Hauly quien entregó al Maestro. —Y sin más me recrimina, de un modo que no le conozco—: No me digas ahora que tú también estás pensando en fallarle. En cuanto remata la expresión de sus miedos, como impulsado por un resorte, toma conciencia de su propia contradicción al agredirme y se detiene. Comprendo, en cuanto lo hace, que le toca ahora a él confrontar su zozobra. Y, como yo, sentirse igualmente humillado. Pero, a mi pesar, decido que no voy a quedarme ahí para verlo. Salgo como una flecha hacia la multitud, caminando sin saber a dónde, con la única intención de encontrar a Hauly. Necesito entender. ¿Qué monstruosidad es esta? Encontrar una luz que me alumbre en el sentido que sea dentro de toda esta locura. ¿Por qué ha obrado de esa forma? Es algo que va más allá de matarlo. Como sea voy a dar con él, me digo. No importa el precio.
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4 Jair me echa la mano al hombro según avanzo entre la multitud. —¿A dónde vas, Filipo? Estamos rodeados de gentes que se detienen al vernos prestos a dis cutir, por si hay pelea. —Suéltame. Voy a ir a por él. Me da igual dónde se haya escondido. Me comporto erráticamente en este momento, como si estuviera loco. La ciudad está colapsada. Finalmente hoy será día de ejecuciones. Y se aprovechará para matar a unos cuantos. No solo a Yilak. La excitación está en el aire. Y mi fuego se desplaza ahora sin rumbo. —No puede estar lejos —digo—. Las ratas, tarde o temprano, siempre aparecen. La cabeza me pesa. También el cansancio acumulado tras la inquie tud de los últimos días. La intensidad de los meses. Llevo toda una vida escapando. De repente, pienso: Podrían pasar horas e incluso días hasta darle caza, ¿qué estás haciendo, Filipo? Es en ese momento cuando la imagen de Yilak, tras el último trance de confusión, regresa con fuerza. En mitad de mi caminar desquiciado. Y me retiene. Jair se acerca y me apremia. —Es mejor que te cubras. La próxima vez que nos vean los del orden, si sigues moviéndote así, van a prenderte. Le doy la razón a mi pesar y me tapo. ¿Hasta dónde está dispuesto a seguir mordiendo mi orgullo? ¿Y a cambio de qué? ¿Qué más quiere aún? Todas las preguntas son para mí y en silencio. Pero es Jair quien me responde. Sin apretar ni empujarme a nada. Solo dispuesto al cuidado. —No te atormentes más, Filipo. Hacerlo no resolverá esta suerte. Lo único que podemos hacer es volver donde él esté. Y acompañarle. »El tiempo apremia.
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5 Uno nunca podría afirmar que el aspecto de Yilak es el de un hombre fuerte. Y, sin embargo, él lo es. ¿Cómo no reconocer su figura? Resulta casi imposible creer, cuando por fin lo alcanzamos, que únicamente haya pasado un día desde la última vez que lo vimos. Tiene sangre en todo el rostro. La cabeza, los pies. Lleva la ropa hecha jirones. Le han sujetado un madero mediante una cadena de metal a la cintura. Y él lo arrastra. El tronco, hacia la base, tiene multitud de clavos. Y se engancha tor tuosamente a cada poco. Algunos se conforman con verle cruzar. Otros le siguen, la mayor parte de estos dando voces. Como si se les fuese la vida en ello. No hace falta estar muy cerca para comprender que le ha pegado alguno que conoce bien su oficio. Y tenía toda la intención de partirle el alma. Pero él aún está entero, cuando pasa apenas a un brazo de mí. Ca mina casi erguido, aunque mi experiencia me dice que para que empiece a desfallecer no falta mucho. Es imposible que me haya visto. Además, me he tapado. Sopla un viento. Cuando nos alcanza y el tronco acaba por atascarse exactamente frente a nosotros, no sé por qué, aun queriendo ayudar, me quedo estáti co. Sucede casi a mi pesar. La voz me dice: «No te muevas». Hay un instante de indecisión cuando el Maestro intenta continuar la marcha, infructuosamente. Hasta que alguien se adelanta. Va a ser un atrevido quien lo haga y trate de intervenir en mi nombre. Parece un espejismo. Inmediatamente, unos cuantos empujan al joven que ha querido ayu darlo al tiempo que se mofan de él y le escupen. Yo sigo sin reaccionar cuando entre dos o tres se dedican a empujarlo. El tumulto aumenta. Es entonces cuando el Maestro se gira. Y comienza a desplazarse hacia el grupo. No sé qué pretende. Probablemente él tampoco. Pero el caso es que, al verlo venir, la acción cesa. En su perfil izquierdo sigue manando
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una herida. El rabí no tiene tiempo de llegar antes de que el muchacho huya. Pero cuando lo logra, y tras ver cómo desaparece el que no era más que un chiquillo, sin reparar en nada más, intenta desatascar el tronco con la sola intención de seguir avanzando. Un soldado llega sin que uno tenga tiempo a saber de dónde y le golpea fuertemente con un cuero. —¿Quién te ha dicho que puedas caminar hacia atrás? —le recrimina. Algunos lo celebran. Es precisamente en ese momento cuando las fuerzas del Maestro fallan. Al caer. La grieta que yo espero, la de su resis tencia, se abre. Justo cuando Yilak toma, rodilla al suelo, una pausa casi imperceptible. Y como si supiese que yo estoy allí, esperando, me mira. El instante no dura más que un suspiro. Hasta que está a punto de erguirse. Quisiera decirle: «Maestro, estoy aquí». Como acordamos. No hace falta. En oposición a su mirada vidriosa y lo que su cuerpo expresa por semejante castigo, al verme, su mirar es claro.
6 El ser humano se transforma sin pudor alguno con los rituales de sangre. Da igual dónde vayas. Tanto aquí como en Roma, silencian los cantos del cisne con el rugir de la bestia. La gente me deja atrás. Jadea, chilla, se estremece, tiembla. Se palpa la ropa. Pero yo sigo clavado, e incapaz de moverme. No los juzgo. Fue mi principal pasatiempo. Con o sin razones. A ser posible, con un arma en la mano. Cuando uno solo quiere más. Creo haber perdido a Jair. En cuanto lo busco, como si despertase, lo localizo cerca de una pared tratando de no perder la calma. Según me acerco, no sé por qué, acierto a pensar que no habíamos hablado hasta hoy más de cuatro o cinco veces. Apenas sé nada de su vida, más allá de su carácter silen cioso, tímido. Y su sonrisa franca. Y sin embargo, ahora le miro como quien se acerca a su tabla de salvación, tras un naufragio en mitad del océano. 204
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Cuando voy a alcanzarle, aun estando casi pegado a él, Jair no me res ponde. Tal es su dificultad en el mero intento de inspirar y no ahogarse. Le llamo. Él entonces me agarra y se deja ir. —Respira —le digo—. Concéntrate únicamente en eso. Nada más. Respira. Fíjate en mí. Y al mismo tiempo me abrazo a él, apoyándome. La desazón se des borda. El misterio. Es fácil caer presa del pánico cuando el mundo que conoces se desintegra. Lo siento y lo recojo. —Respira, Jair, no te suelto. Estoy contigo. En cuanto alcanza a articular palabra, dice: —Ya estoy mejor. Su respuesta resulta casi inaudible. Su piel tiene el color de la cera. Le miro. No le creo. Pero él insiste: —Solo necesito recuperarme un poco. —Entonces me toma del brazo y me urge—: Es el rabí quien te necesita ahora, Filipo. »No te demores.
7 Toda mi vida se definió por dirigirme al fuego, alentado por la querencia de un ascua donde arder, en la oscuridad de mi noche. Visto así, que yo me dirija hacia el lugar de las ejecuciones, en busca del Maestro, es más de lo mismo. No obstante, algo se ha derramado. Como aquella vez en el desierto en que bebí la pócima. Camino de la colina donde se ha de producir el sacrificio, observo la expresión de los cientos de rostros que me cruzo, como alguien que llega ra a un mundo diferente en la creación del primer día y que, sin embargo, uno reconoce. Podría quedarme extasiado con cada expresión del horror. Porque todo ha cambiado definitivamente. Algo se acaba de abrir.
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Y un espacio mágico asoma, detrás de un velo. Lo hizo exactamente cuando vi caer a Yilak, mi Maestro amado. En el instante en que alzó sus ojos para verme y me encontró delante. Como estaba escrito. Ese fue el regalo. La vida te dice cosas, da igual con qué insistencia. Y uno no escucha. Una vida. Luego otra vida. Y después otra. Hasta que un día, se entiende. Tengo que acercarme al rabí, me digo. Eso es lo único. Entonces se oye: «Que lo diga ahora». Es alguien que grita como un poseído, según avanza la comitiva, ya a las afueras. Es una frase que suena tan estridente que los que rodean al hombre inmediatamente le hacen sitio. —Que diga ahora «yo soy el rey» —pronuncia aún más alto. Solo puede referirse a Yilak, aunque de camino a la colina avancen otros reos. ¿Por qué si no tantos soldados? Entonces lo intuyo, avanzando dificultosamente. Sí, es él. Esa es su nuca. Luego cae. Se ve que ahora arrastra el madero calzado en su hom bro. El espontáneo del discurso de la humillación y la venganza insiste: —Que lo diga. No habrá otro momento mejor. «Yo soy el rey que esperabais.» Y que convoque a todos esos que babeaban celebrando en contra de la decencia un orden nuevo. Muchos celebran el desahogo. Me resulta imposible acercarme sin exponerme a que me prendan. Voy a intentar adelantarme y esperar a que lleguen, me digo. Entonces vuelve a suceder, un soldado vuelve a llamarme. Y es otra vez el mismo que conocí al poco de llegar de Roma. Como si no hubiese oído, miro hacia delante y continúo avanzando. Pero él insiste. Continúa persiguiendo mi espalda. Cuando imagino que va a renunciar, noto su peso en mi hombro. —Filipo. ¿Eres tú? Nos quedamos mirándonos. Todo se para. No sé qué decir. ¿Qué puede decirse? 206
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—Contaban que habías desaparecido. Sigo sin mover un músculo. —Luego se dijo que un rebelde te había dado muerte. Hace muy poco lo confirmó el soldado Terpio, antes de volverse a Roma, al que también habían herido y que se salvó de milagro. No respondo. Mi aspecto ha cambiado: mi barba es espesa, mi pelo ha crecido. Pero él no desiste. —¿No eres tú, Filipo? Finalmente respondo. —Terpio tenía razón. El Filipo del que hablas murió. Aún nos quedamos mirándonos un momento como si el tiempo no existiera. Él debe de pensar: «No. No es él». O quizá, y es más probable: «Se ha vuelto loco».
8 La proximidad de la muerte te empapa. Pero los que quieren verlo todo hasta el final no tienen dudas. Y son muchos. Entregados funestamente al hedor y a la sangre. Aparece en ese definitivo tránsito, otra clase de distancia. Y otros tantos se alejan, aunque solo sea un poco. Es entonces, cuando estoy a punto de llegar al sitio, ya en lo alto de aquella loma, mientras se distingue a la muchedumbre abriéndose, en el último tramo, para mostrarle su sitio al rabí, cuando creo reconocer a Hauly. Ni siquiera me detengo a cerciorarme y me dirijo hacia él. —¿Qué has hecho? Le hablo entre sombras. Soy incapaz de ninguna otra cosa. Ni se me ocurre tocarle. Él me mira. Parece completamente perdido, absorto en sus cavilaciones. Sin dejar de mirar al Maestro, dice: —¿Por qué no reacciona? ¿Por qué no se resiste y lucha? ¿Por qué no responde? —Me mira—. Él puede hacerlo.
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En cuanto dice esto, una piedra impacta en su rostro. Todo es tan inesperado. Tan crudo. Cuando quiero reparar en lo que ha pasado, veo cómo un grupo de dos o tres hombres ya se acerca y le amenazan. —Levántate y vuelve a decirlo de nuevo. Di que ese iluminado es el rey otra vez y verás de lo que somos capaces. —Rabí —pronuncia Hauly desde el suelo. Me vuelvo para ver dónde señala justo en el momento en que Yilak llega. Cuando vuelvo a mirar hacia atrás, Hauly se ha levantado con la cara ensangrentada. Y, tras mirarme por última vez y sin que ninguno pueda articular nada más, se aleja. Dando tumbos como un tarado. «Rabí», vuelvo a repetir en silencio según me aproximo buscando su cara. Él sabía, mejor que nadie, cómo iban a tratar de probarle. Y de qué forma. Tanto, que me cuesta reconocer su cara cuando se acerca. Camino hacia él. Y él me ve. Nos quedamos quietos el uno frente al otro. Estamos, de hecho, a tan solo unos pasos. Somos cientos, la noche ya cerrada, algunos siguen todavía buscando un sitio. Por lo demás, la mayoría ya espera. Van a subirlo. La concurrencia ha dejado prácticamente de hablar. Yilak levanta los ojos. Por segunda vez, me quedo completamente inmóvil. De aquella for ma que compartió conmigo en la montaña. En ese momento estoy a punto de gritar. Pero entonces él me mira. Él me sostiene. «Respira.» Los soldados habilitan rápidamente un hoyo para levantar el madero y le colocan una cuña a media asta, donde le apoyarán para acabar de ajusticiarle. Cuando uno de ellos comprueba que el que algunos llamaron el Mesías sigue erguido, se acerca por detrás y lo castiga una última vez. A la altura de las piernas, con una estaca. Luego le dice: —Resérvate para lo que viene. —Y lo tira por última vez al suelo. 208
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Todo esto, en realidad dura muy poco. Inmediatamente lo toman en tre varios y lo clavan.
9 En mi memoria quedó registrado como en un sueño lo que pasó después. Recuerdo que alguno de los nuestros se acercó. Solo hasta un punto. Y que apenas fue posible reconocerse entre la cada vez más escasa luz de las teas. Porque éramos sombras. Cualquiera podría ser el siguiente. Lo que vi me deshizo. Sin prisa, las lágrimas caían por mi rostro como corre un río. El suplicio duró casi toda la noche. Soy el ladrón de mi alma, frente al rabí, hasta dejarla vacía. Pero, aquella madrugada sin luna, lo cierto fue que amé como nunca antes había amado. Al que tanto amo. Durante sus últimas horas, tras todos aquellos meses junto a él, después de mi miseria y mi dolor, mis aspavientos, después de mis dudas, después de su paciencia y sus risas conmigo, frente a su cuerpo maltrecho mientras él nos dejaba, y por pri mera vez, consigo realmente aquietarme. Pero no era como yo pensaba. Yo leía en su torso la dificultad, también los espasmos, los estertores de su cuerpo doliente. Y me decía: ¿por qué él? No tiene sentido. Cada vez que cedí, incapaz de concentrar todo mi afán en sostenerle y respirar en él, Yilak me buscó. Y la voz me hablaba. «No apartes los ojos, Filipo. Mira el cristal. Si dejas de resistirte, verás que es fácil.» Las palabras contradecían el peso infinito de mis miembros. Mi fiebre. Y aun así yo escuchaba. «Apenas es un juego la luz.» Recuerdo vagamente que en algún momento creí no poder resistir. De tan enfermo como estaba. Pero entonces ya había comprendido que no debía moverme ni un solo paso del lugar exacto a donde había llegado. Tardaría aún en entenderlo mucho tiempo.
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Hasta llegar a ti. También viene a mi corazón y a mi memoria el momento en que la intensidad del aire cambió. Y cómo los soldados comenzaron a inquietar se. Había hecho mucho calor aquellos días. Aun así, nadie podía esperar la magnitud de la tormenta que llegaría después, dicen que al alba. Sentí que los de la tropas discutían entre ellos, a propósito de no retrasarlo más. Fue entonces cuando por tercera vez, y de aquella inolvidable forma, el rabí me miró. Con aquel brillo. Y la voz volvió a hablarme. Esas palabras me las guardo. Al escucharlas, sobre la faz de Yilak se solaparon, como en un parpadeo, los rostros de hombres y mujeres, había muchas mujeres, de todos los otros que antes que él, él mismo ya había sido. En otras vidas. No sé si alguien más lo vio, ni se lo pregunté a nadie. Entonces uno de los soldados se dirigió hacia el Maestro y le incrustó certeramente un punzón en el costado. Fue algo súbito, tras aquel descomunal esfuerzo. Casi inmediatamente el Maestro expiró. Y en cuanto lo hizo, como si nada hubiera pasado, muchos se fueron. Tan rápido como una mala niebla. Yo sí me acerqué tras el revuelo. Su cuerpo estaba aún caliente. Y le besé los pies. Después me fui. Como lo que durante veinte años más habría de ser: un fugitivo. El tiempo que tardaría aún en completar mi tarea. Aunque eso es otra parte de la historia. Luego, según se dijo, vinieron aquellos relámpagos. Y lo que se ha contado del crujir de dientes. Pero yo ya no estaba allí para verlo.
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Perú, dos mil años más tarde
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Lo que sigue es un spoiler de lo que vendría a ser la segunda parte del Libro de Filipo (que probablemente, como tal, nunca escriba). En algún caso se trata de situaciones e imágenes que aparecieron en alguna de las regresiones, y en otros, de meros golpes de intuición. No todos igual de claros. Y en ambas opciones, hablan de lo que me pasó, como Filipo, después de la muerte de Yilak. Durante estos casi dos años para la construcción del libro, he hecho en total cuatro regresiones con Tatiana. Tras la primera y cuando ya está en marcha el proceso de escritura, un día Mrs. Bird me dice: —Si quieres podemos intentar volver. Me quedo loco en cuanto lo escucho. —¿A la vida de Filipo? —pregunto—. Pero ¿se puede? ¿Regresar al tiempo al que accediste en otra regresión? Tatiana me observa con esa misteriosa neutralidad que la distingue cuando se pone holística y dice: —Sí se puede. Así que no lo dudo y contesto (ya saben, soy un hombre curioso): —Por mí, bien. En ese punto, el mapa de lo que había anotado tras la primera sesión de hipnosis crecía incontenible por las paredes de nuestro apartamento en París, y después, en una cabaña en los Pirineos, como una planta trepadora, del mismo modo que los interrogantes en busca de respuesta. Pero de lo que sé
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que pasó después de la muerte de Yilak, básicamente me enteré ya en la primera regresión. La de Giverny. La dura sinopsis, e idea fundamental tras el impacto de la muerte del Maestro en mi vida como Filipo, es que tardo en recuperarme alrededor de veinte años. Veinte años que, a priori, no son más que un agujero negro. Sin fisuras. La noche oscura del alma. Ahí aparece, al principio de esa catástrofe anímica, algo que consigno como una intuición. Una de esas de las que hablé más arriba. (Aclaro: esto no lo vi durante ninguna de las regresiones.) Me refiero a Esther. En algún momento durante el proceso de maduración del libro, crece en mí la sensación de que durante una temporada, quizá uno o dos años, es ella quien me cuida, como a Filipo tras la muerte del rabí. No sé si lo soñé o es una corriente que acaba apareciendo a medida que el relato crece y a la que no logro resistirme. Empiezo a imaginar que es ella quien me acompaña en algo que da la impresión de ser (en el pasado) una nueva huida de mí mismo. Pero Esther está conmigo solo durante un tiempo. Y tras él, muere. Entonces sí, me quedo completamente solo. Y el agujero me engulle definitivamente. Durante una eternidad en la que deambulo como un alma en pena. Pero, además, amargo hasta tal punto que ni siquiera me permito quejarme. Soy un corazón absolutamente reseco. Casi un muerto en vida. Me he convertido en un traidor para los que fueron los míos, ni se me pasa por la cabeza volver a Roma. Y por otra parte, nunca acabé de sentirme como uno más de los discípulos. A los que, aparentemente y según las regresiones, no vuelvo a ver. (Lo cierto es que no estoy seguro.) No tengo a donde ir. Tampoco quiero estar con nadie. De modo que sobrevivo con lo mínimo. Y a ser posible, en lugares apartados, donde paso la mayor parte del tiempo aislado. Casi siempre en alta montaña. Se trata de un tiempo realmente inhóspito. Si me lo planteo en términos contemporáneos, lo que me sucede es que entro en una depresión muy profunda. Como Filipo, he atravesado de la 214
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mano de Yilak una odisea personal en la que me he desmontado progresivamente hasta convertirme en un hombre nuevo. Algo que remite a una cualidad distinta. Sí. Más honda. Yilak me ha hecho ir tan lejos como para sostenerle con mi corazón y mi silencio, incluso en el trance mismo de ofrecer su vida. Y durante esa iniciación (a pesar de las dudas, el desconcierto, el vértigo, todas las frustraciones en un sentido u otro, el puro absurdo), siempre he acabado por dejarme ir, porque bajo la influencia irresistible de Yilak, la fe en él era un bálsamo. Él me transportaba, si se quiere, como en una alfombra mágica. Pero una cosa es tener cerca al rabí y su luz guiándote y otra, muy distinta, es caminar y sostener su palabra y sus actos sin tenerlo a él presente. Y más tras haberle visto morir de esa forma tan terrible. No puedo evitar preguntarme. Como Filipo tras la muerte del Maestro. De un modo que me tortura. Pero en verdad, esto que ha pasado, ¿tiene algún sentido? ¿Una razón que lo sostenga? Y así durante veinte años. Pero tras ese largo tiempo que tardo en deshacerme (y en aniquilar, según los términos de nuestro mundo actual, mis más íntimas y resistentes formas del ego) hasta casi desintegrarme, aparecerá algo más. Un aspecto quizá no tan evidente de entrada, pero que probablemente es una clave fundamental en mi vida como Filipo. Aunque tardo mucho en comprenderlo dentro de la historia. Entender lo que sucede durante ese largo periplo de penuria, como un viaje de progresivo mimetismo con la naturaleza. Viajo a zonas altas y retiradas y me dedico a subsistir, como decía. Con lo imprescindible. En una vía que supone un despojamiento y desapego que tiende a lo absoluto. Casi hasta convertirme en la versión vegetal de mí mismo. Y ahí es cuando la voz, esa que no es mía y, sin embargo, escucho en ocasiones
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desde que conozco a Yilak y hasta que el Maestro muere, reaparece de nuevo. De a poco. (Lo de la voz sí es algo que en las regresiones se distingue. No es una forma de hablar.) Y al hacerlo, casi después de veinte años, y tras morir en vida, por fin entiendo algo. El Maestro, si uno en verdad lo pide, siempre llega. Como lo hizo Yilak. Y con él, una nueva dimensión. Que se revela y te vuelve abrir al misterio. Pero el trabajo de transformación definitiva, al fin y al cabo, es casi físico. Y nadie lo puede hacer por ti. Es solo tuyo.
2 Hay una segunda intuición, en eso que vendría a ser el segundo Libro de Filipo y que refiere lo que me ocurre en aquella encarnación tras la muerte de Yilak. La primera intuición hablaba de la presencia de Esther junto a mi yo de entonces tras el impacto de la muerte del rabí, durante un tiempo que no se extiende más allá de dos años. Hasta que Esther muere, dijimos. Y a partir de entonces (y esto sí apareció en la primera regresión), todo ese tiempo de vida eremítica, en la alta montaña, que representa un ejercicio de progresivo despojamiento y mimetización con la naturaleza, se trata de una fase que vivo como la más completa derrota. Y que, paradójicamente, representa el auténtico trabajo propio, que me permitirá llegar al corazón de mí mismo. En ese segundo libro, se me ocurre, explicar tal deconstrucción sería determinante. Y muy difícil. Porque supone hablar del ejercicio de transformación del propio instrumento. Algo así como borrar todo el programa mental, hasta reencontrarse con la pura raíz del instinto. Para ello, Filipo se aleja y vive prácticamente solo. Y, sin saberlo, acaba afrontando el trabajo que le permitirá volver a escuchar a la naturaleza que le rodea, desde otro ángulo. Se trata de una purga. 216
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En el mundo occidental de ahora, cada vez que duele, el mensaje es: «Entiérralo. Ve al médico. Anestésiate». Y así están los cajones de las casas, repletos de pastillas. Resulta curioso que una sociedad que reniega tanto de las drogas (y estoy hablando de las naturales y su proceso terapéutico de limpieza, no de las drogas recreativas) viva de hecho completamente dopada. Y al servicio de las farmacéuticas. Bien. Y tras ese trayecto de los veinte años retirado, aparece lo que llamaría la segunda intuición en cuanto al segundo libro (que tampoco vi en ninguna de las sesiones de hipnosis): el encuentro fundamental de Filipo con una mujer.
3 El mundo de lo iniciático y sus distintas vías (llámese regresiones, meditación o trabajo con sustancias sicotrópicas) no excluye la mala praxis y la tendencia al dogma de las religiones oficiales. Quiero decir, la verdad que muchos perciben al contacto con el misterio hace que demasiados (como Pablo de Tarso), en cuanto se caen del caballo, se empeñen en evangelizar a todo el mundo. Y en obstinarse en reforzar, más que la conexión con el espíritu, el poder de la Iglesia. De cualquier Iglesia. En eso, el mundo de lo esotérico no se distingue de las formas de pensamiento que dicen no ser Iglesia e igualmente lo son, empeñadas únicamente en reforzar su estatus. Cuando escribía el Libro de Filipo, una de las claves fundamentales y que hizo que la primera regresión fuese tan fuerte es la que sigue: Filipo está dentro de la acción. No refiere la reconexión espiritual que representa Yilak como una estructura consolidada por el tiempo, sino desde el impacto mismo que supone articularlo frente a una sociedad desconectada y tensa que ve y siente y sufre cómo se la cuestiona. Yilak es un rebelde. Un individuo. Un corazón maestro que, con su palabra, localiza la disociación del hombre de su época y, a la vez, le pone enfrente su auténtico potencial. Pero, al hacerlo, no ofrece una solución cerrada. Cada uno debe ser responsable de su propio crecimiento. A cada paso.
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Y aquí se esconde, para mí, la maravilla. A su mensaje se le asocia necesariamente un proceso de trabajo personal. Su sistema de pensamiento localiza la rigidez de un sistema que no respeta las vías de conexión con el misterio. De modo que, antes de nada, la gran tarea es «darse cuenta». Y a partir de ese punto, borrar lo que aprendimos mal, para volver a construirse. La iniciación, vista así, pide «estar presente». No vivir amparándose en reglas cerradas, sino en un modo de percepción que en ningún caso permita refugiarse en una fórmula. Y una cosa más: cuando Yilak «se ofrece», niega la posibilidad de que su mensaje, y su relación y acceso a lo invisible, se conviertan en un paso más en el bucle de las confrontaciones. Su objetivo es rehabilitar una luz, un antiguo y olvidado escenario, establecer un nuevo campo magnético, no ganar al otro. Con su muerte, rompe el sistema establecido y abre una nueva puerta que inhabilita, desde la misma base, la tentación de establecer un dogma. La paradoja es que su mensaje, tras dos milenios (y mucho antes), ha sido apresado en un nuevo sistema que, una vez más, niega el misterio. Cuando hablo de la segunda intuición y del encuentro tras los veinte años de purga de Filipo que sucedieron a la muerte del Maestro, lo que pretendo es reforzar una idea. El mensaje de Yilak está ahí. Como un faro. Pero de nada sirve si cada uno no camina hasta el fondo de su herida. Y sus contradicciones. Su más íntima resistencia. (Si no quieren saber más del spoiler, no sigan leyendo. La verdad es que me están entrando ganas de escribir ese segundo libro.) Las primeras notas que tomé sobre el encuentro con la mujer titulaban el archivo como «Libro del sexo». Más tarde, «Libro del tantra». Había un impulso claro ahí. Una llamada. Si usted, lector, tiene la tentación de hacer una lectura moralizante del viaje de Filipo y de la voz de Yilak, no es este el lugar. Aquí no hay normas. Ni límites de orden moral. Solo una vía, la del iniciado, que, en última instancia, busca trascender las resistencias más íntimas en la reconexión con lo no visible. El sexo siempre ha sido un tabú, me digo. Quizá en la sociedad occidental moderna, tan hipersexualizada, en ocasiones no lo parezca. Pero una cosa es aparecer desnudo o haciendo gala de los propios atributos de género, 218
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y otra, muy distinta, es el viaje que supone la comunión y el deshacerse en el otro. El tantra como camino que entiende la energía sexual (no solo la explícita) como un regalo y una llave y una puerta para la disolución del ego. Pero no me quiero extender. Porque tendría que contar la historia íntima entre Filipo y esa mujer con la que se encuentra veinte años más tarde de la muerte de Yilak. Y finalmente he resuelto editar el texto del epílogo. Y si acaso, volcarlo en lo que venga. Ya lo he dicho. La tentación ante una epifanía de orden espiritual (y la historia del Libro de Filipo lo es) es crear un nuevo orden. Pero a mí lo que me interesa, al cabo, es ese pensamiento paradójico de Yilak, que, como un pez invisible y escurridizo, no permite ser hecho prisionero. Incluso en el momento mismo de ser asesinado. Capaz de aceptar la luz y la sombra, y de trascender la intriga, en el afán de crecer e invitar a no dejar de intentarlo. Si escribo esa segunda parte, hablaré de esos veinte años de purga. Y del encuentro con esa mujer. Seguir a un maestro como Yilak, que te rompa el sistema de procesamiento del mundo, supone una prueba esencial. Pero la disolución en el otro, el territorio de lo íntimo, representa probablemente (en este tiempo, además, en que el eje entre lo masculino y lo femenino bascula como lo hace buscando un nuevo ciclo) un desafío no menos candente y afilado.
4 Ángela dijo, hace tan solo unas horas: —Quiero que conozcan a alguien. Hoy. Lo ha dicho mientras estamos preparando la expedición para conocer a la tribu mística de los q’eros, los descendientes de los incas que viven a cinco mil metros de altura sin apenas contacto con el mundo hasta hace nada. A Ángela la conocimos anoche en un restaurante de la ciudad de Cuzco, a donde hemos llegado tras los casi dos meses que hemos estado viviendo en la selva, frente a un brazo del Amazonas, para acabar el libro.
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Al acabar de cenar, dice: —Quiero ofrecerles un regalo. Al rato volvió con unos instrumentos y unas cartas y, sin más, nos regaló un cantito. Uno realmente hermoso. Fue escucharla y ponernos a hablar y sentir cómo cambiaba de golpe el plan que teníamos previsto para cerrar nuestro viaje en esta bendita tierra peruana. Ahora, apenas unas horas más tarde, estamos organizándolo todo para irnos con ella y Steven a ver a los q’eros, viaje que llegará mañana. Pienso: bien. No llegaré al Machu Picchu. Al menos no en este viaje. Nos quedan menos de tres días para regresar a Lima. Pero aún se nos va a presentar algo más. Con lo que no contábamos. Noemí es una médium. Aunque ni ella ni Ángela quieren que la gente lo sepa. Simplemente Ángela, en ocasiones, conoce a alguien y siente que a esa persona le vendría bien conocer a Noemí, que no cobra por recibirte. Y que además se cansa mucho con estas visitas, de modo que procura evitarlas. Pero Ángela, por alguna razón, le ha insistido. —Tienes que verlos. Se refiere a nosotros. A Tatiana y a mí. Ayer apenas habíamos intercambiado alguna palabra suelta antes del canto. Tras él, y sin apenas reflexión alguna, decidimos que vamos a ir a las montañas sagradas de los Andes. Y ahora, de su mano, estamos de visita ante una bruja. ¿Cómo es posible? Luego veremos que a quien tiene que ver realmente Noemí es a Tatiana. Le dirá muchas cosas. Después de hacerlo, señala mi piedra esmeralda, el colgante que aquella mujer me regaló en Colombia y que llevo colgado en el pecho, y me dice: —Eso es un adorno. Casi como si estuviera acusándome. La miro. Por alguna razón, no me perturba. También me dice, señalando mi cabeza: —Demasiadas cosas. Creo entender lo que pasa. Y sé que ella es de las que sí tienen cosas que decirte. Pero aun así, la experiencia me está enseñando que en el territorio de lo mágico, en ocasiones se confunde la sensibilidad y la voz propia del chamán con lo cultural e incluso con la simpatía o su ausencia frente al ini220
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ciado. No todas las almas tienen por qué gustarse. Ni tan siquiera hablarse amablemente. Por distintas razones. Le digo: —La piedra me ayuda. Y a la vez, no es más que un adorno. Es el «encanto». Para quien no lo sepa, el encanto (según ciertas tradiciones chamánicas) es una piedra de ver. Personalmente, la mía se configuró como tal en una ceremonia en la selva. No es ahora el momento de hablar de ello. Todavía. Básicamente me sirve para focalizar mi atención en algo, como unas gafas de ver. Y al hacerlo, me ayuda a percibir el objeto enfocado de un modo no racional, sino intuitivo y mágico. Atento a la vibración. Y a la cualidad íntima de la misma. Más allá de su apariencia visible. Como decía, Noemí percibe lo que esa piedra representa para mí. Sin preguntarse por qué. Y al cuestionar su valor, me está poniendo a prueba. Respiro. La piedra no es más que una herramienta, al cabo. Comprendo que el valor es «ver». En el sentido mágico. Eso es lo que en verdad importa. Ese es el mensaje. Y a la vez no me resisto a sentir que mi piedra, en cierto modo, es algo más que una piedra. Semejante paradoja no le quita valor a mi esmeralda. Al contrario. Siempre que ayude a soltarse. Y a ayudar a que otros lo hagan. Pienso: es muy importante este matiz. La piedra no es más que una herramienta para el «acceso». No digo que Yilak se ofreció para que no olvidásemos tal cosa. Para neutralizar la tentación de pensar que el poder es algo que le pertenece a uno. Y que se puede concentrar en una estructura, un sistema, un libro o algún objeto. No lo digo. Aunque lo tengo presente. Sí, el valor es «ver». En cuanto que te pone al servicio del misterio. La bruja Noemí entonces afirma y suelta una gran bocanada: —Tú ya sabes lo que te toca. Deja de ir de un lado a otro en busca de una nueva epifanía. —Ahí hace una mueca. Dice—: La abuela se enfada contigo.
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Se refiere al ancestro que al parecer le cuenta las cosas al oído y del que es canal. —Tú no necesitas nada más por ahora. —Y continúa—: Ve a la montaña si acaso. Y ponte debajo de una cascada. Eso es lo único que te resta antes de seguir haciendo lo que debes. Recibir el azote del agua. Bien duro. Ahí se ríe. Pero aún añade: —Haz tu trabajo de transmisión. El que ya sabes. Entonces me aprieta los dedos de la mano con fuerza, se inclina hacia mí con énfasis y, casi con el pecho sobre la mesa que nos separa, me hace una última pregunta: —¿Te acuerdas de lo que te pasó hace catorce o quince años? —Sí —respondo sin pensar siquiera. Fue cuando lo perdí todo y empecé de cero. Con la decisión de no volver a traicionarme. Ni pisotear mi corazón a cambio de migajas. Noemí responde tajante: —Pues eso.
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