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Spanish Pages [294] Year 2004
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Introducción
Lecciones sobre metafísica de lo bello
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Introducción
Lecciones sobre metafísica de lo bello
Traducción e introducción de Manuel Pérez Cornejo
Arthur Schopenhauer
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Manuel Pérez Cornejo Colección estètica & crítica Director de la colección: Romà de la Calle
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
La edición de este volumen ha contado con la colaboración de Jesús Martínez Guerricabeitia.
© De la traducción y la introducción: Manuel Pérez Cornejo, 2004 © De esta edición: Universitat de València, 2004 Producción editorial: Maite Simon Diseño del interior: Inmaculada Mesa Fotocomposición y maquetación: Ligia Sáiz Corrección: Communicao CB Diseño de la cubierta: Manuel Lecuona ISBN: 978-84-370-8637-8
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Introducción
INTRODUCCIÓN ............................................................ 1. 2. 3. 4. 5. 6.
«El filósofo sobre el mar de niebla» ......................... Crónica de un fracaso universitario .......................... «Hay que ser el que se es...» ..................................... Adversus Hegel ......................................................... Las Lecciones sobre metafísica de lo bello .............. Nota sobre la presente edición ..................................
9 11 23 29 37 43 77
ÍNDICE
LECCIONES SOBRE METAFÍSICA DE LO BELLO I. Sobre el concepto de la metafísica de lo bello .......
81
II. Sobre las ideas ........................................................ Comparación de las doctrinas de Platón y Kant ...
87 88
III. Sobre el correlato subjetivo de la idea ................... Conocimiento sometido al principio de razón suficiente El sujeto puro del conocimiento .............................
99 99 102
IV. Diferencia entre la idea y su manifestación ........... Panorama general sobre el curso del mundo ........
111 113
V. Contraposición entre ciencia y arte (Ciencia y arte)
117
VI. Sobre el genio .........................................................
121
VII. Sobre el fin de la obra de arte .................................
143
VIII. Sobre el componente subjetivo del placer estético .
147
IX. Sobre la impresión de lo sublime ...........................
161
X. Sobre el componente objetivo del goce estético, o de la belleza objetiva ..............................................
177
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Manuel Pérez Cornejo XI. Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas
185
XII. Arquitectura de jardines y pintura de paisaje ........
207
XIII. Pintura de animales ................................................
213
XIV. Pintura de historia y escultura (con un apunte sobre la belleza, el carácter y la gracia) .......................... Sobre la gracia ...................................................... Sobre el carácter ...................................................
217 222 224
XV. Sobre la relación entre la idea y el concepto. Crítica de la alegoría .......................................................... La alegoría ............................................................
233 238
XVI. Sobre el arte poético ..............................................
251
XVII. Sobre la música ......................................................
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I N TRODUCCIÓ N
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Introducción
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Introducción
1. «EL FILÓSOFO SOBRE EL MAR DE NIEBLA» ...la vida es un tormento, Un engaño el placer... ESPRONCEDA, A Jarifa en una orgía
Cuando comparamos los retratos de juventud de Arthur Schopenhauer con aquellos otros, más conocidos, en los que se yergue ante nosotros un anciano de rostro escéptico, irónico y desconfiado, nos viene inevitablemente al pensamiento la idea de que son tan distintos que podrían corresponder a dos individuos completamente diferentes. En los primeros aparece el prototipo del joven romántico, con una nota de orgullosa exaltación y de melancolía en los ojos; los cuadros de senectud, en cambio, podrían describirse perfectamente con una sola palabra: «desengaño». Desde luego que ambas imágenes se refieren a la misma persona: por eso transmiten perfectamente la evolución que experimentó a lo largo de su vida el espíritu del filósofo. Schopenhauer nunca fue un ingenuo, y desde muy pronto hizo gala del talante pesimista y desilusionado que luego no se cansaría de predicar en sus obras; pero, como muestran los mencionados retratos, cabe afirmar que aquello que en su juventud sólo presentía de manera más o menos aproximada o teórica, pudo verlo
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Manuel Pérez Cornejo confirmado posteriormente de forma personal a lo largo de su existencia, a saber: que, lamentablemente, en este mundo la vulgaridad, el fraude, la incompetencia y la mediocridad suelen triunfar siempre sobre lo excelso, verdadero y grande; estas últimas cualidades, si alguna vez son apreciadas en su auténtico valor, siempre son reconocidas demasiado tarde, cuando aquel que las encarnaba se encuentra al cabo de sus fuerzas, o simplemente ya ha fallecido. Su iniciación en los misterios del dolor y la desilusión fue muy temprana, hasta el punto de que podemos considerar al Schopenhauer adolescente como un auténtico «experto» en reveses y contrariedades: primero, la pugna con su padre, quien le presionaba para que le sucediese en sus negocios comerciales (por cierto: ¿se ha pensado alguna vez hasta qué punto el contacto con los sucios entresijos del capitalismo condicionó la lúgubre visión del mundo del futuro filósofo?);1 luego, el suicidio de su progenitor, golpe siempre terrible para un muchacho especialmente reflexivo como él era; por último, el choque con las veleidades literarias de su madre, quien, desde su traslado en 1806 al círculo del gran Goethe en Weimar, le dejó prácticamente solo. Realmente parece demasiado, incluso para una persona que no hubiese tenido el talento y la sensibilidad que caracterizaban al joven Arthur. Sin embargo, todo ese sufrimiento, filtrado por su gran inteligencia, se mostraría sumamente «útil» para el ulterior desarrollo del pensamiento de nuestro filósofo: en efecto, entre 1809 y 1811 Schopenhauer –seguramente impulsado por los padecimientos descritos– experimenta una suerte de despertar intelectual, de «iluminación», que le lleva a comprender, no sólo que la vida es mala y cruel, sino también que el único sentido que cabe darle a nuestra existencia es precisamente tratar de entender por qué tiene que imponérsenos de tan terrible manera. Una amarga confesión íntima a Wieland, realizada por esas fechas, durante una de sus estancias en Weimar, da indicios de que aquel muchacho taciturno ya había dado el salto hacia el abismo, enfrentándose allí cara a cara con
1.
Thomas Mann parece haberse percatado de esta influencia, ya que en cierta ocasión llama a Schopenhauer «el filósofo capitalista»: cfr. Th. Mann: Richard Wagner y la música, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, p. 108.
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Introducción una verdad estremecedora: «La vida –le dice melancólicamente Schopenhauer al perplejo poeta– es un asunto deplorable; me he propuesto pasar la mía reflexionando sobre este tema».2 La tarea que Schopenhauer se impuso desde su juventud no fue otra, por tanto, que asumir el sufrimiento inherente a la existencia y aprender a superarlo; mas ¿cómo conseguirlo? Schopenhauer encontraría la respuesta a esta pregunta analizando otra experiencia íntima, no menos intensa y profunda que la anterior: había comprobado, efectivamente, que la vida es dolor y desengaño; pero, al mismo tiempo, también le parecía evidente que, entre tanta miseria y mezquindad, la existencia sólo se hace soportable gracias a los breves momentos que consagramos a aquellas actividades que de algún modo trascienden las limitaciones que nos imponen el tedio de la vida cotidiana y la opresión de un mundo rutinario y vulgar, permitiéndonos atisbar por un instante un ámbito espiritual superior y más digno. Impulsado por esta certeza, en una nota fechada entre 1809-1810 escribe: «Si descontamos de nuestra vida los cortos intervalos que nos procuran cosas tales como la religión, el arte o un amor puro, ¿qué nos queda salvo una serie de trivialidades?».3 Es verdad que, con el paso de los años, y tras sucesivas decepciones, Schopenhauer introduciría notables modificaciones en esta relación, precisando que esos fugaces latidos de felicidad provienen más bien del contacto con la naturaleza, de las lecturas filosóficas o literarias, de la contemplación de obras de arte y, sobre todo, del disfrute de la música; la religión y el amor, en cambio, se descolgaron rápidamente de la lista, y fueron sustituidas por otras experiencias, como la compasión y la renuncia mística al mundo; pero el núcleo esencial de la certidumbre alcanzada calaría hondo en la mente del incipiente filósofo, permaneciendo en lo sucesivo inmutable. 2.
3.
R. Safranski: Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (trad. de J. Planells Puchades), Madrid, Alianza, 1991, p. 480. Según C. Rosset, será este «sentimiento del absurdo», basado en la intuición del carácter esencialmente «desfondado» [grundlos] del ser, el «pensamiento único» sobre el que construirá Schopenhauer el resto de su filosofía: cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, París, Quadrige / PUF, 19942, pp. 63 y ss. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818. Sentencias y aforismos II (selección, prólogo y versión castellana de R. Rodríguez Aramayo), Valencia, Pre-Textos, 1999 [HN I, 10/8], § 4, p. 26.
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Manuel Pérez Cornejo Claro que Schopenhauer era consciente de que, incluso estos asideros que suponía le iban a permitir capear con soltura el temporal de la vida, y hacer relativamente soportables las penalidades cotidianas, no cabía adquirirlos tampoco de forma gratuita, sino que requerían el pago del correspondiente tributo de esfuerzo, soledad y sufrimiento: la contemplación de la naturaleza exigía, por ejemplo, largas y fatigosas escaladas (como las efectuadas años atrás –entre el 3 de mayo de 1803 y el 25 de agosto de 1804– en compañía de su padre por las cumbres del Chapeau, cerca de Chamonix, el Pilatus o el Schnee Koppe);4 la lectura de los clásicos requería dominar las lenguas antiguas y modernas; y el goce del arte y la música exigía una ardua formación y estudio; pero lo que requería un mayor esfuerzo era el estudio de la filosofía, del que, a su juicio, todo lo demás dependía; por eso no estaba dispuesto a ahorrárselo, pues tenía la firme convicción de que sólo una reflexión filosófica intensa y seria podría proporcionarle la eficaz comprensión de un mundo tan absurdo y hostil. Si como esforzado montañero Schopenhauer no se arredró ante las elevadas cumbres que debía escalar, tampoco dudó en enfrentarse valerosamente a las grandes cimas del pensamiento filosófico: entre 1809 y 1811 estudia en Göttingen las obras de Platón y Kant, asimilando sus conceptos básicos como «idea», «idealismo trascendental», «cosa en sí» o «genio»; tiene probablemente noticia también de los escritos de J. Böhme (recuperados en 1798 por L. Tieck),5 que le ponen sobre la pista de la voluntad como principio originario de la realidad, cuya negación es la clave que permite resolver el enigma del mundo y emanciparse del dolor de la existencia; y, sobre todo, empieza a comprender los secretos de la experiencia estética y de la filosofía del arte, trabando contacto con la teoría del color de Ph. O. Runge,6 relacionándose personalmente 4. Cfr. R. Safranski: op. cit., pp. 77-78. 5. Cfr. X. Tilliete: Schelling, une philosophie en devenir. I. Le système vivant 1794-1821, París, Vrin, 1970, p. 307, n. 6. 6. En su tratado Über das Sehen und die Farben, Leipzig, 1816 –en el que «corrige» la teoría de los colores de Goethe desde los presupuestos de su peculiar interpretación del idealismo trascendental– Schopenhauer demuestra conocer la «esfera del color» de Runge, que utiliza ampliamente en sus argumentaciones; cfr.: A. Schopenhauer: On vision and colors. An Essay (en E. F. Payne & D. E. Cartwright eds.), Oxford / Providence, USA, Berg, 1994, § 5, p. 28.
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Introducción con Goethe (quien le entrega un ejemplar de su ensayo Entwurf einer Farbenlehre, publicado en 1810, donde se exponía una teoría de la luz y los colores fuertemente influida por los conocimientos sobre pintura del poeta),7 y leyendo apasionadamente las obras de Wilhelm Heinrich Wackenroder, editadas y completadas por Ludwig Tieck, cuya exaltada y romántica «religión del arte» estará en la base de muchos e importantes aspectos de su futura teoría estética.8
7. Rafael Cansinos Assens hace hincapié en el carácter eminentemente pictórico de la teoría goetheana de los colores: cfr. J. W. Goethe: Obras Completas. Tomo I. Miscelánea, Teoría de los colores. Poesía. Novela, Madrid, Aguilar, 19872, pp. 473-474. 8. R. Safranski: op. cit., p. 96. El bagaje de reflexiones que pasarán casi literalmente de la obra de Wackenroder-Tieck (leída por Schopenhauer h. 1807) a su teoría estética es sumamente importante; citaremos únicamente las siguientes: 1.ª) la valoración de la pintura de Rafael y de otros pintores italianos como Domenichino, A. Caracci, Fra Angelico, Beccafumi, etcétera, así como la idea de que la belleza y grandeza del arte son un misterio que sólo se le revela al genio y que el hombre ordinario no puede comprender; 2.ª) la idea de que el arte –al que Wackenroder califica de «flor de la sensibilidad humana»– se dirige más al sentimiento que al entendimiento, y contribuye a mejorar y purificar al ser humano; 3.ª) la convicción de que la esencia invisible del mundo únicamente puede transmitirse mediante el lenguaje maravilloso de las artes, cuya clave constituye un secreto, y cuya creación y comprensión requiere un nuevo órgano en el sujeto (idea que se remonta a F. Hemsterhuis, autor decisivo para la comprensión de toda la teoría romántica del arte); 4.ª) el mandato de contemplar las obras de arte con una actitud de respeto cuasireligioso; 5.ª) la diferencia que existe entre el gran artista (como Miguel Ángel) y los simples imitadores; 6.ª) la narración sobre La maravillosa vida musical del compositor Joseph Berlinger, en la que se alude al trágico enfrentamiento entre el espíritu del artista, consagrado al noble y puro arte musical, y la incomprensión del prosaico mundo que le rodea (todo lo cual anticipa la descripción schopenhaueriana del genio); 7.ª) la descripción de la Basílica de San Pedro de Roma como una obra de irrepetible sublimidad; 8.ª) la explicación de la arquitectura como un arte que combina masas sustentantes y sustentadas; 9.ª) la consideración de la música, especialmente de la música instrumental, como un arte que constituye un mundo aparte, dotado de un milagroso poder para penetrar en los misterios de la realidad, capaz de consolar al hombre en medio de las penalidades de la vida; y, finalmente, 10.ª) la narración titulada Maravillosa historia oriental del santón desnudo, el cual, merced al hechizante canto entonado por una pareja de amantes, logra liberarse de la angustia vital im-
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Manuel Pérez Cornejo Acabada esta primera etapa de su formación, el joven Schopenhauer decide en 1811 trasladarse a Berlín –una ciudad que en principio no le resultaba atrayente–, a fin de completar su formación filosófica; allí espera conocer a algunas de las supuestas «lumbreras» del pensamiento contemporáneo: J. G. Fichte (quien le atrae por sus reflexiones sobre la conciencia); F. D. E. Schleiermacher (famoso por sus traducciones de Platón); el zoólogo M. H. Lichtenstein, al que había conocido en el salón de su madre en Weimar y, finalmente, el helenista más importante de su época, F. A. Wolf, al que acude con una carta de recomendación del propio Goethe. Durante su traslado desde Göttingen a Berlín, escribe una carta a su madre, fechada el 8 de septiembre de ese mismo año, en la que, rememorando sus experiencias alpinas, plantea explícitamente una comparación entre la investigación filosófica y el ascenso a una escarpada cumbre: en ambos casos lo penoso de la ascensión queda compensado por la grandiosidad del panorama que se contempla:
puesta por la rueda del tiempo (cfr. W. H. Wackenroder / L. Tieck: Herzenergießungen eines Kunstliebenden Klosterbruders (1797), Stuttgart, Philipp Reclam, 2001, pp. 7-11, 24, 26, 31, 46, 55, 60-61, 63, 71 y ss., 90-102 y 123, y W. H. Wackenroder / L. Tieck: Phantasien über Kunst für Freunde der Kunst (1799), Stuttgart, Philipp Reclam, 2000, pp. 26-30, 39, 44, 53-54, 60-63, 6567, 71-74, 81-85, 92-97, 102, 110-111). La más que probable influencia de Wackenroder en las ideas musicales de Schopenhauer, es tratada por C. Dahlhaus (cfr. La idea de la música absoluta, Barcelona, Idea Books, 1999, p. 73) y E. Fubini («La música instrumental en el pensamiento romántico: el lenguaje del infinito», en El Romanticismo: entre música y filosofía (trad. M. Josep Cuenca), Universitat de València, 1999, pp. 31-34), mientras que la admiración de Schopenhauer hacia el arte de Rafael se analiza en la reseña «Schopenhauers Raffael Rezeption» (en línea): . A todo ello hay que añadir que el conocimiento que muestra Schopenhauer de las teorías de Runge sobre la luz y el color quizás procede también de Tieck, aunque resulta difícil precisar este extremo (cfr. al respecto: Ch. Franke: Philipp Otto Runge und die Kunstansichten Wackroders und Tiecks, Marburg, Elwert Verlag, 1974, pp. 25 y ss.) Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, conviene tener en cuenta que Schopenhauer siempre permaneció ajeno al contexto religioso, próximo al cristianismo, que enmarca las reflexiones estético-artísticas de estos grandes exponentes del ideario romántico.
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Introducción La filosofía –dice Schopenhauer en esta interesante misiva– es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes; es solitario y cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve. A menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle allá en lo profundo: entonces, el vértigo se apoderará de él, amenazándole con arrastrarle hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas de los pies. A cambio, pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecerán igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre inmerso en el puro y frío aire alpino y podrá saludar al sol cuando a sus pies aún se extienda la noche oscura [...].9
Pero su viaje por las «cumbres intelectuales» de la época no rindió los frutos esperados: si bien las lecciones de Lichtenstein y Wolf dejaron en Schopenhauer una huella imborrable, no sucedió lo mismo con las impartidas por Schleiermacher y Fichte: Schopenhauer rápidamente se dio cuenta de que en el mundo académico de la filosofía oficial no importaba tanto saber como aparentar que se sabía: lo comprendió al descubrir con enojo que Schleiermacher hablaba sobre los escolásticos medievales sin haber leído apenas los textos originales; y, por otra parte, el celebérrimo Fichte (quien había afirmado que la verdad filosófica se descubre de forma intuitiva, en un momento único de intensa iluminación, que necesita una ulterior traducción a conceptos, de manera que Schopenhauer esperaba encontrar en él una suerte de «guía espiritual» que le revelase el sendero más seguro para ascender a la cumbre del 9.
A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819). Selección de cartas de Johanna, Arthur Schopenhauer y Goethe (trad., prólogo y notas de L. F. Moreno Claros), Madrid, Valdemar, 1999, p. 156. Una comparación semejante se encuentra en las «Reflexiones acerca de una excursión por la montaña», fechadas h. 1810-1811: cfr. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 18081818, op. cit., § 6, p. 27 [HN I, 14 (20)].
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Manuel Pérez Cornejo conocimiento, ayudándole a descifrar qué rasgo de la conciencia estética hace de ella una experiencia superior a las vulgares vivencias de la vida cotidiana), en sus lecciones dictadas aquel otoño sobre «los hechos de la conciencia», se le mostró como un embaucador que, lejos de proporcionarle claves gnoseológicas claras y precisas, se perdía en «rabiosos sinsentidos» y en una «charlatanería enloquecida». Cabe imaginar a nuestro impetuoso aspirante a filósofo, exaltado por las apasionadas descripciones románticas de Wackenroder y Tieck, aburriéndose mortalmente durante las monótonas clases impartidas por Fichte a lo largo de una serie interminable de días lluviosos y tristes. Las enrevesadas expresiones del tedioso profesor terminaron por provocar en Schopenhauer nada menos que «el deseo de ponerle una pistola sobre el pecho y decirle: tienes que morir sin compasión; pero dime antes por amor de tu pobre alma si con ese galimatías has pensado algo claro o querías simplemente tomarnos el pelo».10 Con todo, la soporífera experiencia tampoco había resultado estéril, pues ahora al menos una cosa le parecía evidente: la filosofía no debe aspirar jamás a ser una «doctrina de la ciencia» [Wissenschaftslehre] basada en el mero análisis racional de conceptos abstractos: un saber así jamás podrá comprender el misterio del arte, ni estará en condiciones de desvelar el enigma del mundo. El camino que conduce a la cumbre del conocimiento y a la comprensión del arte no puede encontrarse utilizando sólo un mapa, por muy detallado y exacto que sea, sino que requiere, ante todo, entrar en contacto con la experiencia misma, es decir: ponerse en marcha para tratar de descubrir ese camino por uno mismo. El año 1813 fue decisivo para la maduración del pensamiento schopenhaueriano. En primer lugar, frente al heroísmo patriótico suscitado por las guerras de liberación antinapoleónicas, Schopenhauer se promete a sí mismo ejercer otro tipo de heroísmo más cosmopolita, elevado y sublime: el heroísmo intelectual, en aras del cual jura solemnemente servir únicamente a las musas. Fiel a este juramento, al comprobar que los clamores bélicos habían alejado a sus preciadas diosas de Berlín, Schopenhauer decide seguir «su cortejo» y se traslada a Rudolstadt, donde,
10. R. Safranski: op. cit., pp. 171-207.
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Introducción aparte de admirar las valiosas colecciones de arte y su gran biblioteca, se dedica a redactar su tesis doctoral, piedra fundacional del edificio de su futura filosofía.11 En segundo lugar, entra en contacto con la filosofía de Hegel, a través de un ejemplar de la Ciencia de la lógica que le presta su amigo K. F. E. Fromann; lee unos pocos párrafos y vuelve a toparse con ese extraño modo de engarzar conceptos, puesto de moda por Fichte, vacuo, abstracto y absolutamente alejado de cualquier experiencia concreta: un modelo consumado, en definitiva, de cómo no se debe filosofar, si se quiere llegar a algún resultado preciso.12 En tercer y último lugar, Schopenhauer tiene por vez primera la intuición que marcará el resto de su existencia y sobre la cual erigirá su pensamiento: descubre que aquellos estados de especial iluminación –tan semejantes, por lo demás, al satori de los orientales–, especialmente los relacionados con las experiencias artístico-musical y mística, corresponden a un tipo de consciencia especial, esencialmente distinta de la consciencia empírica, a la que denomina «consciencia mejor» [besseres Bewußtsein], un tipo de consciencia que, al elevarse «muy por encima de toda razón», viene a expresarse en la «santidad del obrar» y en «el arte como genio», alzándose por encima de los límites que impone el lenguaje (pues es inefable), y las formas a priori del principio de razón suficiente, es decir: la causalidad, el espacio y el tiempo, situándose en un ámbito superior a la escisión entre sujeto y objeto.13 Esa «consciencia mejor» produce «una grieta en lo cotidiano y en lo evidente, una lucidez asombrosa, más allá de todo placer y de todo dolor»; un nunc stans, un ahora 11. Ibíd., p. 230. 12. Cfr. la carta a K. R. E. Fromann de 4 de noviembre de 1813, en A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., p. 164: no cabe duda de que Schopenhauer conocía bien el sistema hegeliano, aunque muy probablemente no comprendió nunca su auténtico significado: además de la Lógica leyó (o al menos hojeó) la Fenomenología del espíritu y la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (cfr. A. Schopenhauer: Los dos problemas fundamentales de la ética I. Sobre el libre albedrío (trad. de V. Romano García), Buenos Aires, Aguilar, 19823, prólogo de 1840, pp. 55-60): su juicio sobre ambas obras es implacable: son un «galimatías insensato» que, «[burlándose] de toda razón humana», se dirige al «populacho intelectual». 13. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., p. 32, § 19.
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Manuel Pérez Cornejo permanente, en el que el sujeto se olvida del ámbito espacio-temporal y del yo.14 Ahora bien, Schopenhauer se percata de que es este tipo especial de consciencia el que marca precisamente el pasaje espiritual secreto que nos permite acceder por fin a la cima del conocimiento filosófico, porque, al contrario de lo que sucede con el conocimiento conceptual abstracto de Fichte o Hegel, equivalente a una escolástica moderna, dicha consciencia, transmitida por el arte o la mística, supone un contacto experiencial directo con la esencia misma del mundo.15 Una vez encontrado el sendero que conducía a la cumbre, Schopenhauer se propuso recorrerlo con paso firme. Lo esencial era no mirar atrás, ni hacia abajo (hacia el abismo de las tentaciones mundanas, que podrían hacerle perder pie), y elevarse por encima de la «niebla» de abstracciones y conceptos que ocultaban las alturas del saber a individuos como Fichte, Schleiermacher o el charlatán de Hegel; por eso, cuando Karl August Böttinger le sugiere en 1814 impartir lecciones en Jena, una vez redactada su tesis doctoral, Schopenhauer rechaza su propuesta indicándole que prefiere dedicar su vida por entero, no al ámbito de la filosofía oficial –cuyos patéticos logros acababa de experimentar en Berlín–, sino al estudio de la auténtica filosofía, frente a la cual «todo lo demás ocupa un segundo plano, y no es más que un leve aditamento de aquélla». Schopenhauer le confiesa a Böttinger que, desde luego, su profesión parece implicar «el deber particular [...] de enseñar públicamente no sólo por escrito, sino también de viva voz», y, por tanto, se muestra «firmemente decidido a dedicar la mayor parte de [su] vida a cumplir con [ese] deber y, en consecuencia, a emprender una trayectoria académica»; pero dado que la herencia de su padre le permite soslayar de momento cualquier apuro económico, prefiere aprovechar esta gracia que el destino «suele negar a otros muchos servidores de Apolo y Atenea», a fin de prepararse de todas las formas posibles para afrontar el destino para el cual cree sentirse predestinado: así «una vez preparado y más maduro», podrá «emprender [su] propia y particular trayectoria docente». 14. R. Safranski: op. cit., p. 190. 15. Cfr. R. Rodríguez Aramayo: «Los bocetos del sistema filosófico schopenhaueriano», en A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., p. 12.
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Introducción Schopenhauer cree que, para centrarse en «estudios serios de [su] interés» le es necesario, ante todo, vivir en un lugar que le proporcione «tranquilidad, un entorno bello, obras de arte, [así] como las fuentes y los medios necesarios para realizar [sus] estudios científicos». Y, a su juicio, ese lugar, donde podrá fomentar la recién descubierta «consciencia mejor» a través de la contemplación de la naturaleza, la lectura en grandes bibliotecas, la contemplación de un buen número de obras de arte, y la asistencia a un amplio programa de conciertos, es Dresde, sede de la famosa Gemäldegalerie, y lugar de residencia de artistas importantes como C. D. Friedrich. Será, pues, Dresde la ciudad elegida por Schopenhauer para recorrer en solitario ese «camino interior» recién descubierto. Luego, una vez alcanzado el objetivo intelectual previsto (nada menos que el hallazgo de la verdad), transmitirá al resto de la humanidad el resultado de sus investigaciones poniéndolo por escrito; y para que sus doctrinas estéticas no floten en el vacío, las someterá seguidamente a prueba mediante un contacto directo con el gran arte, completando la parte más importante del Grand Tour que no había podido realizar con sus padres: el viaje a Italia; sólo entonces dará por concluidos sus «años de aprendizaje» y dará paso «a los de docencia».16 Allí, en Dresde, en aquel refugio de las musas, irán surgiendo entre 1814 y 1818, paso a paso, y no sin esfuerzo, las páginas más importantes de la filosofía de Schopenhauer, «como un bello paisaje en medio de la neblina matinal».17 Cuando en marzo de 1818 nuestro autor pone punto final al manuscrito de Die Welt als Wille und Vorstellung, siente que ha culminado por fin su solitaria y difícil ascensión por el «elevado puerto alpino» de la filosofía: al igual que el personaje que aparece en el famoso cuadro de Caspar David Friedrich Caminante sobre el mar de niebla –pintado también por esas mismas fechas, es decir, entre 1817 y 1818–, Schopenhauer cree haber logrado alzarse por encima de las brumas de la simple representación sensible y del mero saber conceptual, para contemplar directamente las cimas de la verdad y el diáfano panorama de las ideas. Ahora ha llegado el momento de marchar «a la tierra 16. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), carta a K. A. Böttinger, fechada en Weimar el 24 de abril de 1814, op. cit., pp. 179-180. 17. A. Schopenhauer: Der Handschriftliche Nachlaß. Frühe Manuskripte (hrsg. von Arthur Hübscher I, Múnich, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1985, p. 113.
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Manuel Pérez Cornejo donde florecen los limones, nel bel paese, dove il Si suona, como dice Dante, allí “donde la cantinela del ‘no, no, no’ de las revistas literarias”» de moda no puede alcanzarle;18 es hora, en suma, de viajar a Italia para encontrar entre los restos de aquella sublime edad clásica lo característico y esencial de su espíritu: esas mismas ideas contempladas hasta ahora desde un punto de vista puramente filosófico. El mismo Schopenhauer nos describe el recorrido seguido en su viaje: Pasando por Viena viajé a Italia: vi Venecia [donde cree hallarse frente al «más fresco y mejor de los cuadros de la escuela veneciana», y contempla «el espectáculo de una voluntad de vivir desbordante y abigarrada»], Bolonia y Florencia, llegando finalmente a Roma, ciudad en la que me detuve durante casi cuatro meses [desde febrero hasta mayo de 1819], deleitándome en la contemplación tanto de los monumentos de la Antigüedad como de las más recientes obras de arte [allí se le revela con toda su fuerza la grandeza del politeísmo antiguo, al que defiende vivamente ante los alemanes del Cafe Greco, afectos al credo Nazareno, a la sazón de moda]. Estuve en Nápoles; admiré Pompeya, Herculano, Puteoli, Baia y Cuma, y finalmente llegué hasta Pesto, donde ante la ancestral majestad del intacto templo de Poseidón, que desde hace más de veinticinco siglos se yergue en la antigua ciudad, y contemplándolo con profundísima reverencia, pensé que me encontraba en el mismo suelo que tal vez otrora había hollado Platón. A continuación permanecí casi un mes en Florencia; visité por segunda vez Venecia; fui también a Padua, Vicenza, Verona y Milán y, al fin, a través del monte San Gotardo, llegué a Suiza.19 18. Carta a Goethe de 23 de junio de 1818: en esta misiva, Schopenhauer le pide al poeta, buen conocedor de Italia tras su largo viaje por este país (el Viaje a Italia había aparecido en 1817), que le dé algún consejo orientativo, le preste algunos libros, o ponga a su disposición alguna carta de recomendación personal que le proporcione relaciones «interesantes, útiles e importantes». Goethe le dio una carta de presentación para Lord Byron, del que Schopenhauer era un admirador apasionado, pero no la utilizó, al constatar la viva inclinación que su amante veneciana, Teresa Fuga, sentía hacia el vate inglés, lo que disparó sus celos (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), op. cit., pp. 231-232). 19. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), curriculum vitae en-
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Introducción 2. CRÓNICA DE UN FRACASO UNIVERSITARIO La verdad es de pocos; el engaño es tan común como vulgar. La Mentira es siempre la primera en todo; arrastra necios por vulgaridad continuada. La Verdad siempre llega la última y tarde, cojeando con el tiempo. GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 146
Con treinta años, Schopenhauer ha alcanzado el acmé de su existencia. Ahora, como el prisionero liberado de la caverna platónica, es consciente de que es necesario descender de nuevo a los valles de la mediocridad para relatar la verdad atisbada al resto de los mortales.20 Y presiente que el regreso a la dura realidad cotidiana no será nada sencillo: sabe que su experiencia ha sido fruto del genio, y que a éste su propia época raramente le otorga el reconocimiento que merece; no obstante, está seguro de una cosa: su intuición del universo y la obra en la que ha quedado recogida constituyen un monumento imperecedero que jamás podrá ser olvidado; así, en unos versos fechados en 1819 escribe:
viado al decano de la Facultad de Filosofía de Berlín en 1818, op. cit., pp. 263-264. Foucher de Careil mantiene que el viaje italiano de Schopenhauer fijó definitivamente los principios de su estética, además de convertirle casi en un experto en arte: «Fue en esta segunda patria de lo bello donde su imaginación se abrió al arte. Si [Schopenhauer] debe a Alemania la profundidad metafísica, ha traído de Italia esta flor del gusto que no se encuentra más que allí; no puede decirse que fuese en pintura lo que se llama un connaisseur, pero sus opiniones sobre estética son en general justas y profundas» (A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer. Études sur la philosophie allemande moderne depuis Kant jusqu’a nos jours, París, Hachette, 1862, pp. 171-172). 20. Cfr. Platón: La República, o de la justicia, libro VII, 511d-517b, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 19792, pp. 778-780: H. Blumenberg ha visto acertadamente que, en buena medida, la filosofía schopenhaueriana se basa en una reinterpretación kantiana del mito de la caverna: cfr. H. Blumenberg: Höhlenausgänge, Frankfurt, 1989, pp. 600-609 (trad. cast. de J. L. Arantegui: Salidas de Caverna, Madrid, Antonio Machado, 2004, pp. 493-503).
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Manuel Pérez Cornejo Con los dolores de largos años y profundamente sentidos, Surgió la obra de lo más íntimo del corazón. He luchado mucho para concebirla: Pero sé que al fin yo he triunfado. Podéis hacer lo que siempre queráis: La obra de mi vida no podéis poner en peligro. La podéis retardar, pero nunca la aniquilaréis: La posteridad me erigirá un monumento.21
De momento, lo primero que encuentra nuestro filósofo, al regresar en junio de 1819 a Dresde, es la suspensión de pagos decretada por el banquero Muhl de Danzig, que les hacía perder a él, a su madre, y a su hermana parte de la herencia paterna (si bien luego logró recuperar en su mayor parte lo perdido, gracias a una hábil maniobra especulativa). Schopenhauer afirmaría más tarde que se había interesado por el ejercicio de la profesión universitaria únicamente obligado por la necesidad de compensar con los ingresos docentes la mengua que había experimentado su fortuna: incluso en su escrito Sobre la filosofía universitaria declara taxativamente que a lo largo de su vida se había limitado a buscar «la verdad y no una plaza de profesor»;22 pero ya hemos visto que, al menos desde 1814, existía en la mente de Schopenhauer la idea de que impartir clases constituía para él un «deber» ineludible (cfr. supra). Además, había otro motivo, esta vez puramente intelectual: se trataba de «estimular el espíritu filosófico de la época y, a la vez, señalarle sus límites»: la hipertrofia del análisis conceptual desarrollado por Fichte, Schelling, y sobre todo Hegel, exigía una suerte de Hércules intelectual que se encargase de «limpiar los establos de Augías filosóficos de la época».23 Se plantea, pues, impartir clases en Berlín, Göttingen o Hei21. «Aus langgehegten, tiefgefühlten Schmerzen / Wand sich’s empor aus meinem innern Herzen. / Es festzuhalten hab’ich lang’gerungen: / Doch weisz ich, dasz zuletzt es mir gelungen. / Mögt euch drum immer wie ihr wollt gebärden: / Des Werkes Leben könnt ihr nicht gefährden. / Aufhalten könnt ihr’s nimmermehr vernichten: / Ein Denkmal wird die Nachwelt mir errichten» (A. Schopenhauer: Opúsculos (trad. Fulgencio Egea Abelenda), Madrid, Reus, 1921, p. 144). 22. A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria (trad. F. J. Hernández i Dobón), Valencia, Natán, 1989, p. 50, n. 5. 23. R. Safranski: op. cit., p. 343.
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Introducción delberg; pero desecha estas dos últimas ciudades, porque el profesor Blumenbach le advierte que en la primera existe un clima de exaltación patriótica, y en la segunda no hay un talante abierto a las innovaciones filosóficas. En cambio, el profesor Lichtenstein le informa de que, aunque su obra no se ha leído aún, unas lecciones o conferencias sí podrían tener buena acogida.24 Schopenhauer debió sopesar también el clima de cultura espiritual presente en la capital prusiana, así como el hecho de que Hegel se encontraba activo allí desde la primavera de 1818. ¡Una ocasión magnífica –debió pensar el altivo Arthur– para desenmascarar esa vacua cháchara, a la que algunos pedantes querían llamar filosofía, y que, a su juicio, no era más que un análisis abstracto carente de contenido! Si se enfrentaba con Hegel y le derrotaba, habría triunfado, tendría al público filosófico en su mano, alcanzaría fama universal, y, desde la tribuna que le ofrecía la Universidad berlinesa, abriría paso a la verdad entre la inmundicia filosófica que iba cubriendo la época. El 31 de diciembre de 1819, Schopenhauer remite una extensa carta en latín al Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad K. Friedrich-Wilhelm de Berlín, el célebre filólogo Philipp August Beck –a cuyas clases sobre la vida y los escritos de Platón había acudido Schopenhauer en el semestre de verano de 1812–, pidiéndole autorización y permiso «para impartir clases de filosofía y ramas afines en su Universidad». Acostumbrados a las duras invectivas que años más tarde dirigiría Schopenhauer contra el mundo universitario, sorprende el tono lacayuno y servil empleado por el entonces aspirante a profesor en su solicitud: ruega al «Todopoderoso» (sic) por la salud del «Excmo. Sr.» decano, y se declara su «devotísimo servidor», rogándole acceda a satisfacer su ferviente «anhelo de enseñar».25 Aceptada su solicitud –no sin que Beck advirtiese a sus colegas de que el joven aspirante a profesor era sumamente arrogante y vanidoso–, Schopenhauer se entrevistó el 17 de marzo de 1820 nada menos que con el mismísimo Hegel, a fin de solicitarle permiso para impartir una Probevorlesung, eligiendo como tema la causalidad. Hegel accedió, y al día siguiente Schopenhauer remitió una carta al decano, comu24. Ibíd., pp. 344-346. 25. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 243-244 y 264.
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Manuel Pérez Cornejo nicándole la aprobación hegeliana. Durante su exposición, Schopenhauer introducía la idea de que la motivación rige la vida animal, lo que suponía la atribución de cierto grado de conocimiento e intelecto a los animales. Hegel, que rechazaba esta atribución,26 objetó a Schopenhauer que cometía el error de confundir «funciones animales» con «motivos»; afortunadamente, Lichtenstein intervino a favor de Schopenhauer y terció en el debate indicando que Schopenhauer había diferenciado suficientemente ambos conceptos.27 Para Schopenhauer, su victoria en la disputa había demostrado que conocía mucho mejor que el supuesto gran filósofo las ciencias de la naturaleza. Seguidamente, adulado en su vanidad por lo que él debió entender como un triunfo en toda regla en su «duelo intelectual» con Hegel (para quien seguramente la Probevorlesung no fue más que un simple trámite sin mayor importancia), Schopenhauer se propuso rematarle anunciando para el semestre de verano unas Lecciones sobre el conjunto de la filosofía, o Doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano, indicando expresamente en el anuncio que tales Lecciones se impartirían en «las mismas horas en las que el señor profesor Hegel da su curso principal»,28 es decir, de cuatro a cinco de la tarde. Pero Schopenhauer comprobó enseguida que una cosa era enfrentarse directamente con su adversario y otra lidiar con su fama: aunque se presentó desde el inicio del curso como un «justiciero», que venía a reivindicar el auténtico mensaje del pensamiento kantiano, corrompido por paradojas y un lenguaje ininteligible, Schopenhauer constató desolado que sólo cinco estudiantes acudían a sus clases, mientras más de doscientos se agolpaban en el aula de Hegel.29 Cabría haber esperado de Schopenhauer una reacción diferente de la que tuvo: lo lógico hubiera sido considerar su fracaso como una muestra 26. Cfr. G. W. F. Hegel: Enciclopedia de las ciencias filosóficas (ed. F. Larroyo), México, Porrúa, 1980, § 389. 27. L. Scheman: Gespräche und Briefwechsel mit Arthur Schopenhauer. Aus dem Nachlasse von C. G. Bähr, Leipzig, 1894, p. 51 (apud A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria, op. cit., pp. 115-116, n. 9). 28. R. Safranski: op. cit., p. 346. 29. R. Rodríguez Aramayo: Para leer a Schopenhauer, Madrid, Alianza, 2001, p. 78.
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Introducción más del escaso interés que el genio y la verdad suscitan siempre entre el vulgo de una época (como hizo posteriormente), renunciando sin más a sus pretensiones docentes; pero lo que sucedió fue más bien lo contrario: se empeñó una y otra vez durante casi una década, bien en mantener la oferta de su curso, bien en esperar la oportunidad de entrar en alguna universidad. Todo indica que, aunque de acuerdo con sus propios principios, debía haber aceptado su fracaso como algo natural y previsible, lo cierto es que para un sujeto tan orgulloso como él, el rechazo del público debió constituir una afrenta terrible. Unos versos escritos en aquel año fatídico, que supuso un verdadero punto de inflexión en la vida de Schopenhauer, muestran bien a las claras su despecho y desesperación: Todos los que me rodean me son extraños; El mundo está vacío y la vida es larga.30
En el semestre de invierno repitió la oferta del curso, con dos pequeñas modificaciones: en lugar de seis veces por semana, lo redujo a cinco sesiones, cambiando el horario de cinco a seis de la tarde. En el semestre de verano de 1821, modificó ligeramente el título, prometiendo disertar sobre Las líneas maestras del conjunto de la filosofía, es decir, del conocimiento de la esencia del mundo y del espíritu humano. Como seguía sin atraer alumnos, anuncia para el semestre de invierno de 18211822 un curso de sólo dos horas por semana, gratuito, sobre Dianología y lógica, es decir, la teoría de la intuición y el pensamiento, quizá con la esperanza de combatir la dialéctica hegeliana en su propio terreno; pero tampoco así obtiene eco alguno. Vacilando en sus aspiraciones, en enero de 1822 le comunica a su hermana Adele que desea trasladarse de nuevo a Dresde, para ocuparse otra vez en sus estudios y pensamientos, «hasta que se me llame a una cátedra»;31 pero no se atreve a tomar una decisión definitiva, y sigue anunciando sus Lecciones con el programa habitual. Profundamente deprimido, busca refugio, como siempre, en el arte, y emprende el 27 de mayo de 1822 un nuevo viaje por Italia; entretanto, le encarga a su amigo Friedrich Osann que le comunique cual30. «Sie sind mir alle fremd, die mich umgeben, / Die Welt is öde und das Leben lang» (A. Schopenhauer: Opúsculos, op. cit., p. 145). 31. A. Schopenhauer: Gesammelte Briefe (hrsg. von Arthur Hübscher), Bonn, Bouvier Verlag, 1987, c. 79.
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Manuel Pérez Cornejo quier reseña sobre él o su obra que aparezca «en libros, periódicos, gacetas literarias, etcétera».32 Esta vez pasa por Milán (17 de agosto) y recala de nuevo en Florencia, desde el 11 de septiembre de 1822 hasta mayo de 1823: allí, recuperada la tranquilidad del ánimo, plenamente relajado y satisfecho, se dedica a recorrer la maravillosa ciudad del Arno, dotada de «un pavimento que es una suerte de mosaico»; se pasea diariamente «por la maravillosa plaza poblada de estatuas»;33 relee a Homero; trata exclusivamente con lores ingleses; suspira en Boboli junto a un fraile dominico por la decadencia de los claustros, y «sirve a las musas» acudiendo al teatro, la ópera y los museos. Al llegar a Múnich, le confiesa a su amigo Osann (carta de 21 de mayo de 1824) que su segunda estancia italiana «fue un tiempo feliz que siempre recordará con alegría», no sólo por el goce de los placeres artísticos, sino también porque allí aumentó notablemente «su experiencia y conocimiento de los seres humanos».34 Tras atravesar un período de melancolía y enfermedad, que le lleva a una cura en Bad Gastein (mayo de 1824), a pasar el verano en Mannheim, y a regresar de nuevo a Dresde en septiembre, Schopenhauer tiene aún ánimos para anunciar una vez más su curso en Berlín para el semestre de invierno; fracasa de nuevo en lo que se refiere al auditorio, y es maltratado esta vez incluso por los bedeles.35 Harto, pero no totalmente vencido, Schopenhauer solicita de un alto funcionario del Ministerio de Educación bávaro, F. W. Thiersch, al que conoció en Múnich, que interceda por él para que le consiga una plaza universitaria en alguna ciudad del sur de Alemania, por ejemplo Würzburg; el buen hombre trató de ayudarle, pero, al solicitar el citado Ministerio informes a Berlín, se le comunicó que Schopenhauer era un filósofo insignificante, que «no [tenía] ninguna fama, ni como escritor ni como enseñante»; además, para mayor inri, su aspecto exterior era «poco atrayente», y se trataba de un sujeto «presuntuoso, del que siempre se habla más en contra que a [...] favor».36 Schopenhauer pensó entonces en Heidelberg, y se 32. 33. 34. 35. 36.
Ibíd., c. 83. Ibíd., c. 87. Ibíd., c. 92. Ibíd., c. 102. Ibíd., B, c. 516.
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Introducción puso en contacto con el anticuario y mitólogo G. F. Creuzer, solicitándole «ocupar un puesto en la sociedad burguesa» (¡),37 pero Creuzer le disuade diciéndole que en su universidad el pensamiento filosófico apenas interesa. La espiral de decepciones parecía no tener fin; pero afortunadamente un acontecimiento imprevisto cancelará de una vez la pesadilla: en la noche de Año Nuevo de 1831, se le aparece en sueños su amigo de la infancia Gottfried Jänisch, muerto hacía tiempo: tomándolo como un aviso, el escarmentado aspirante a profesor universitario huye hacia Frankfurt, escapando así de la terrible epidemia de cólera que en los meses siguientes azotaría Berlín, llevándose por delante, entre otras, la vida de su odiado rival Hegel:38 sin duda, debió pensar que, con su oportuna escapada, la filosofía misma se había salvado.
3. «HAY QUE SER EL QUE SE ES...» Lleva una ventaja lo sabio que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. La norma de la verdadera satisfacción es la aprobación de los varones de reputación y que tienen voto en aquel orden de cosas. No se vive de un voto solo, ni de un uso, ni de un siglo. GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 101
¿Por qué fracasó Schopenhauer en sus aspiraciones a ejercer como docente universitario? Seguramente, porque su pensamiento resultaba «inactual», «intempestivo»,39 y por consiguiente poco atractivo para los intelectuales del momento, inmersos todos ellos en el piélago del idealismo, en sus diferentes versiones: para ellos, la propuesta schopenhaue37. Ibíd., B. c. 106. 38. Cfr. R. Rodríguez Aramayo: op. cit., p. 78. 39. Sobre la «inactualidad» de Schopenhauer, cfr.: C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., p. 16.
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Manuel Pérez Cornejo riana debía sonar a algo trasnochado, a una especie de pensamiento ecléctico, que suponía una vuelta a un período cancelado por la evolución dialéctica de la filosofía. Había –¿por qué no decirlo?– algo de «reaccionario» en las tesis de Schopenhauer, que no podía ser bien recibido en un momento en el que todo apuntaba a un avance imparable hacia la creciente autoconciencia del espíritu. Como ha señalado acertadamente Rüdiger Safranski, Schopenhauer propugnaba una vuelta a Kant, cuya filosofía parecía hacia 1820 por completo superada; además, sometía la religión a una durísima crítica, sustituyéndola por el ateísmo, o por una simple renuncia budista al mundo, inspirada en el Nirvâna hindú, algo que hoy en día puede parecernos muy moderno, pero que en ese momento escapaba a la mentalidad de la mayor parte de los intelectuales, como Schelling o Hegel, que se movían sin paliativos en la órbita judeocristiana, considerando el pensamiento oriental como una expresión abstracta, no mediada del espíritu.40 Hay que tener presente, asimismo, que, apenas llegado a Berlín, Hegel había dictado en el semestre de invierno de 1818-1819 un curso sobre Derecho Natural y Ciencia Política, y había publicado entre 18201821 los Principios de la filosofía del derecho, en cuyo prefacio aparecía la famosa expresión «lo que es racional es real y lo que es real es racional», añadiendo a continuación que «en esta convicción se sustenta toda [...] la filosofía, que parte de ella en la consideración tanto del universo espiritual como natural»;41 esta posición significaba la justificación filosófica del Estado, como una sólida construcción levantada por el trabajo de la razón durante siglos, cuya existencia efectiva venía exigida nada menos que por las leyes de la lógica (dialéctica). Hegel mantenía, además, que la realidad, es decir, la historia, es siempre el prius ontológico y que «sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real»:42 en su concepción del mundo, por tanto, la historia representaba el ámbito privilegiado de acción de la razón, en el que 40. Cfr. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre filosofía de la religión, 1 (trad. de Ricardo Ferrara), Madrid, Alianza, 1984, p. 333. 41. G. W. F. Hegel: Principios de la filosofía del derecho o Derecho Natural y Ciencia Política (trad. Juan L. Vernal), Buenos Aires, Sudamericana, 1975, p. 23. 42. Ibíd., p. 26.
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Introducción no existe arbitrariedad, ni azar, ni decepciones más que aparentes, pues cualquier supuesto retroceso o sinrazón no ha de considerarse más que como un momento parcial, que será obligatoriamente cancelado y superado en el marco del Absoluto. Al sujeto concreto sólo le queda –como le sucedía al mismo Hegel– plegarse al curso necesario del mundo, y alcanzar la madurez suficiente como para comprender que lo más sensato es colaborar con ese Sujeto Absoluto, adaptándose a las circunstancias impuestas por el Geist del momento. En este sentido, la filosofía hegeliana suponía un magnífico punto de anclaje, tras las conmociones de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, pues ofrecía una plácida seguridad, ajustada al naciente espíritu Biedermeier. Frente a todo ello, Schopenhauer cometía la herejía de rechazar rotundamente el panlogismo hegeliano, manteniendo que la esencia del mundo es irracional, absurda y sin sentido,43 y que la razón no constituye la estructura fundamental de la realidad, sino el instrumento que utiliza la voluntad para realizar sus fines (irracionales); para colmo, presentaba una filosofía en la que la historia no es el ámbito donde se despliegan la verdad y la libertad, sino el tablero en que juega su eterna partida una voluntad demoníaca, que utiliza las pasiones y los caracteres humanos, eternamente repetidos, con el absurdo propósito de lacerarse ciegamente a sí misma. A todo ello hay que añadir otro importante punto de discrepancia: mientras Fichte, Schelling o Hegel establecían un pensamiento levitante, en el que se relataban las abstractas peripecias del Absoluto (aunque muy posiblemente sus reflexiones recogían también experiencias personales, sometidas posteriormente a un proceso de depuración), la filosofía de Schopenhauer tenía un fuerte componente existencial, pues tanto el impulso a filosofar como su propia concepción pesimista del mundo, atenuados únicamente por los fugaces momentos de goce estético o asce43. Cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., passim. Es sabido que a Schopenhauer le ofendía profundamente la doctrina judía (que a su entender había condicionado toda la filosofía europea, incluido Hegel) de que el mundo debe su existencia a un Ser Supremo, de índole personal, que le ha conferido belleza y bondad, dotándolo de un fin predeterminado (cfr.: Ch. Janaway: «Schopenhauer’s Pessimism», en Ch. Janaway (ed.): The Cambridge Companion to Schopenhauer, Cambridge University Press, 1999, p. 321).
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Manuel Pérez Cornejo tismo místico, dependían en última instancia de vivencias personales del propio filósofo, las cuales debía «revivir» también su lector de forma personal, si quería entender completamente el sentido de su pensamiento.44 La misma inactualidad pesaba sobre la exaltada filosofía schopenhaueriana del arte: la caída de Napoleón en 1815 había coincidido con el fin de la época de la romántica «religión del arte»: el desencanto de la prosaica realidad cotidiana burguesa se había impuesto, y el arte no se entendía ya como el medium en el que se revelaban los enigmas de la realidad, sino más bien como un entretenimiento, un pasatiempo para ociosos. Hasta Schelling, ferviente defensor en su juventud de la misión filosófica del arte, parecía haber sufrido una conversión intelectual, y se dedicaba a especular sobre la esencia de Dios en sus crípticas Weltalter;45 y Hegel, por su parte, consideraba la religión y la filosofía superiores al arte, haciendole a éste último completamente dependiente del contenido de la primera. Schopenhauer, en cambio, seguía tomándose muy en serio el ámbito artístico, considerándolo casi lo más importante de la vida: en sus escritos reaparecía una versión renovada de la religión del arte, aunque transformada ahora en una soberbia metafísica de lo bello, 44. «El valor que atribuyo a mi trabajo es muy grande, pues lo considero el fruto de mi existencia» (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., p. 224, y R. Safranski: op. cit., pp. 361 y 357-359). Teniendo en cuenta todo lo anterior, resulta difícil entender cómo el profesor Dr. D. Félix Duque puede mantener aún que «Schopenhauer y Hegel están íntimamente unidos en la lucha común contra el filisteísmo de su tiempo»; Duque llega incluso a afirmar que «en ambos pensadores [...] es la contradicción el motor del método, y su resolución la que permite la elevación a lo especulativo. La gran diferencia entre ellos no está en el fáctico modus operandi, sino en la falta, por parte de Schopenhauer, de una reflexión lúcida sobre el propio método que él se ve forzado (¡) a seguir, mientras que Hegel ha levantado para mostrar esa reflexión el ingente edificio de su Lógica» (F. Duque: «Eppur si mouve, a despecho del lúcido, necesario renegar. Schopenhauer y Hegel», en Arthur Schopenhauer, Documentos Anthropos, 6 (1993), pp. 48 y 50-51). Es muy posible que Duque haya entendido a Hegel, pero desde luego creemos que en absoluto a Schopenhauer: de ser así, afirmaciones como las transcritas resultarían impensables. 45. Cfr. F. W. J. Schelling: Las edades del mundo. Textos de 1811 a 1815 (ed. de J. Navarro Pérez), Madrid, Akal, 2002.
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Introducción montada sobre bases completamente ateas, a partir de las cuales se consideraba el arte nada menos que como el organon que debe emplear el intelecto humano, si quiere conocer en profundidad la esencia del universo.46 Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la filosofía de Hegel, aunque abstrusa y enmarañada, resultaba lo suficientemente asequible al oyente medio burgués de la época como para hacerle comprender que el mundo que le rodeaba era algo necesario, racional y bueno, un momento en la evolución del espíritu, en la que él mismo debía participar afanosamente, sin tomar en consideración las posibles penalidades personales que dicha colaboración pudiese acarrear, porque todas ellas contribuían a la elevación y autoconsciencia del espíritu, y en definitiva, de Dios. Era, en suma, un modo de satisfacer la vanidad del hombre común, de la muchedumbre, de esa misma multitud a la que Schopenhauer no se cansaba de insultar y vilipendiar a lo largo de sus escritos y lecciones, exaltando, en cambio, la figura del genio como el único ser verdaderamente «humano», siempre superior al «confuso juicio del desvanecido vulgo»,47 característico de sus contemporáneos. ¿Qué reacción hubiera cabido esperar del público, caso de que se hubiesen dignado siquiera acudir a sus clases? Hegel era el intelectual de moda, aquel que le decía a la gente lo que estaba dispuesta a oír, de manera que cualquier otro punto de referencia filosófico les debía resultar forzosamente ajeno a los filisteos de la época. Afortunadamente, Schopenhauer contaba con un auxiliar inestimable para superar la decepción sufrida: su propia filosofía. El fracaso estaba cantado, si se tiene en cuenta que esa misma incomprensión y ausencia de respuesta entre los contemporáneos la habían experimentado casi todos los genios anteriores. Claro que eso presuponía que él mismo era también un genio; pero parece que Schopenhauer no albergó nunca 46. Cfr. R. Safranski: op. cit., p. 360. Indudablemente, en esta misión «filosófica» del arte se encuentra un eco de la concepción schellinguiana de la filosofía del arte como «el verdadero organon de la filosofía»: cfr. F. W. J. Schelling: Sistema del idealismo trascendental (ed. de J. Rivera de Rosales y V. López Domínguez), Barcelona, Anthropos, 1988, 349-351, p. 160. 47. M. de Cervantes: Don Quijote de la Mancha, primera parte, cap. XLVIII, en Obras Completas, tomo II, Madrid, Aguilar, 1986, p. 551.
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Manuel Pérez Cornejo duda alguna al respecto. Y, al igual que les había sucedido a otros grandes campeones del espíritu, supo que su obra no influiría en su propia época, sino en el futuro, momento en el que su aportación, por encima de toda contingencia y de las mezquindades de su propio tiempo, pasaría definitivamente a formar parte del imperecedero acervo cultural de la Humanidad. Quizás llegó a pensar que precisamente el vacío que rodeaba su actividad filosófica era el principal argumento para invalidar toda la filosofía hegeliana de la historia: ¿cómo iba a ser el curso histórico «racional», si en él predominan siempre los hombres vulgares, los «productos manufacturados de fábrica», los «gusanos bípedos»,48 y los filosofastros como Hegel, que confunden una logomaquia incomprensible con el auténtico pensamiento? ¿No era su propio caso un ejemplo más de la estúpida injusticia con la que todas las generaciones anteriores habían tratado al genio superior? Schopenhauer debió convencerse de que ésa, y no otra, era la causa por la que no había tenido alumnos ni llegado a ser catedrático: siendo el mundo tal como siempre fue y siempre será, es decir, completamente irracional, lo lógico era esperar que la estúpida masa, siguiendo la moda del momento, fuese a oír los balbucientes filosofemas de los covachuelistas universitarios, lacayos del poder, ignorando por completo el mensaje de los hombres de talento.49 Su error era, en realidad, no haber sabido ser él mismo y haber querido ser otro: un funcionario, un simple mercenario de la cultura. Como había escrito premonitoriamente en 1816: «[...] la mayor contradicción [consiste] en querer ser de otro modo a como uno es».50 Ahora, tras la amarga experiencia universitaria, encontramos repetida en su cuaderno de apuntes secreto Eis eauton la misma idea: Cuando a veces me he sentido infeliz, fue siempre a causa de una méprise, de un error en la persona, pues me había tomado por alguien distinto al que soy y que se lamenta de sus desgracias: por ejemplo, por un encargado de cursos que no tiene alum-
48. A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., II, 73. 49. Ibíd., III, 380; I, 13. 50. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., § 172, p. 121 [HN I, 393-394 (579)].
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Introducción nos y no llega a ser catedrático; [...] pero yo no he sido [...] eso [...] ¿Quién soy yo, pues? Soy el que escribió El mundo como voluntad y representación y el que dio una solución al gran problema de la existencia.51
No haber sido escuchado por la canalla no suponía, pues, un desdoro, ni una humillación, sino, por el contrario, un retorno a su propio ser, además de un orgullo y una alta distinción: haber sido bien recibido habría sido incluso sospechoso, y habría puesto en cuestión la validez misma de su mensaje. Aficionado a lo esotérico y a la nigromancia, Schopenhauer interpretó además su fracaso vinculándolo a la tradición esotérica: los antiguos egipcios o griegos sabían que sólo unos pocos iniciados comprenden el verdadero significado de los misterios (significado que Schopenhauer, siguiendo a Plutarco, interpreta filosóficamente);52 y consideraban a la gran masa –incluidos muchos «intelectuales»– absolutamente incapaz de entender la compleja simbología involucrada en el culto, al interpretarla de forma literal y burda: Los misterios de los antiguos fueron un hallazgo excelente, puesto que reposan en la idea de escoger algunos, entre la enorme masa de los hombres, a los que la verdad resulta completamente inaccesible, para comunicarles la verdad dentro de ciertos límites. De éstos, a su vez, serán escogidos unos cuantos a los que se les revelará mucho más, porque serán capaces de comprender más, y así sucesivamente.53
Dado que la historia se repite y es siempre la misma, no cabe duda de que Schopenhauer pasó a considerarse él mismo un iniciado, que con su filosofía había conseguido penetrar en los misterios del ser, mientras que tanto el público como los eruditos de su época permanecían completamente ajenos a las profundidades abismales a las que él se había aventurado. 51. A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., IV, 2, 109. 52. Plutarco: Los misterios de Isis y Osiris (trad. de E. Meunier), Barcelona, Glosa, 1976, passim. 53. A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., III, 211.
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Manuel Pérez Cornejo Por lo demás, ¿no había afirmado él mismo entre 1814 y 1816, mucho antes de imaginar que iba a naufragar en la aventura universitaria, que «al hombre, a fin de que alcance un sentimiento elevado y oriente sus pensamientos hacia lo eterno desde la temporalidad (en una palabra, para que nazca dentro del mismo la mejor consciencia), el dolor, el sufrimiento y los fracasos le son tan imprescindibles como al barco ese pesado lastre sin el cual no cobra profundidad alguna, convirtiéndose así en un juguete de las olas y del viento, incapaz de fijar su rumbo y que naufraga con suma facilidad»? ¿No había alcanzado a comprender, con absoluta certeza, que «el mejor avituallamiento para el viaje de la vida es esa generosa cuota de resignación que uno debe abstraer [...] de las esperanzas malogradas», y que «un deseo satisfecho es comparable a la limosna que acepta el pordiosero, [que] le sirve de sustento hoy para volver a estar hambriento al día siguiente, [mientras que] la resignación se parece a una cuantiosa herencia patrimonial, [por cuanto] absuelve para siempre a su propietario de toda cuita o preocupación»? Ahora, la experiencia venía a confirmar su lúcida reflexión de que «el mejor consuelo ante todo mal es el convencimiento de su absoluta necesidad», 54 dándole fuerzas para soportar el revés sufrido y sacar a flote su existencia.
54. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., HN I, 87 (146), § 31, p. 37; HN I, 95 (169), § 39, p. 41; HN I, 173 (284), § 80, p. 61, y HN I, 399 (592), § 179, p. 124.
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Introducción 4. ADVERSUS HEGEL Creo que Hegel quería que no le entendiesen; de ahí su elocución jeroglífica, de aquí también, acaso, su predilección por personas de las que sabía que no le entendían... H. HEINE, Confesiones
En 1862, Foucher de Careil, uno de los primeros defensores de Schopenhauer, sostenía que este filósofo era admirable, sobre todo, por «refutar a Hegel» y sus discípulos en nombre de la verdad, oponiendo a la filosofía universitaria, vacía, pero llena de títulos honoríficos, la auténtica filosofía del pensador independiente y solitario.55 No hay que olvidar que, además de haber leído las principales obras de Hegel, Schopenhauer daba clases a la misma hora que él, por lo que, al menos de oídas, debía de conocer lo que en esas clases se estaba diciendo. Y la conclusión que sacó de todo ello es que el filosofar hegeliano era, ante todo, deshonesto, porque, según él creía, partía de una serie de dogmas o ideas preconcebidas, que trataba de demostrar artificiosamente ante sus incautos discípulos, utilizando un lenguaje ininteligible, que ocultaba una argumentación sumamente dudosa. Frente a este fraude, trató de partir directamente de la experiencia y expresar claramente su pensamiento, a fin de que pudiese ser sometido a una crítica y discusión serias.56 En este sentido, no cabe duda de que sus Lecciones son un modelo de sencillez, claridad y concisión, y muestran a las claras que Schopenhauer pudo haber sido tan buen profesor como escritor. Fue en 1851, justo en el momento en el que la filosofía hegeliana caminaba hacia su ocaso y apuntaba el orto de su propia fama, cuando Schopenhauer se decidió a publicar el panfleto titulado Sobre la filosofía universitaria, donde retoma, con el desapasionamiento que facilita la distancia en el tiempo y la lejana figura del adversario muerto, la ex55. A. Foucher de Careil: op. cit., pp. XVIII, y 147 y ss. 56. Cfr. P. Gardiner: Schopenhauer, México, FCE, 1975, p. 42.
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Manuel Pérez Cornejo plicación de su fracaso universitario, pero esta vez elevándolo al plano de lo teórico, y ofreciendo una interpretación global de su propio modo de vivir la filosofía, comparándolo con el practicado por Hegel y sus seguidores. No se trata en absoluto, como puede parecer a primera vista, de un escrito promovido por el resentimiento, sino más bien de un análisis lúcido e implacable de dos modos bien diferentes de entender la vivencia filosófica, que se repiten una y otra vez a lo largo de la historia (y que prueban, dicho sea de paso, la corrección de su concepción inmovilista de la misma): el de los pensadores, es decir, los auténticos héroes de la cultura, identificados con el genio; y el de los profesores, los «profesionales» de la filosofía: hombres como Fichte –dotados, en el mejor de los casos, de talento– que, cuando pretenden pasar además por genuinos filósofos, caen en el gremio de los meros impostores o farsantes, como le sucedió a Hegel. Esta división bipartita que separa a los filósofos responde, sin embargo, a un motivo más profundo y radical que una simple cuestión caracteriológica: se trata, en efecto, de una auténtica «aristocracia de la naturaleza»,57 que marca una diferencia esencial, incluso fisiológica, entre aquellos individuos que ponen su entendimiento al servicio de la voluntad, y aquellos otros cuyo entendimiento es tan poderoso que ha logrado librarse de ella; los primeros son simples «universitarios», que no se ocupan para nada de la investigación libre de la verdad, sino que «su auténtico celo estriba en adquirir con honor unos honrados ingresos» para ellos mismos y sus familias; por esa razón, raramente «un filósofo real [ha] sido al mismo tiempo docente de filosofía».58 El pensamiento practicado por este «gremio» filosófico se parece, a juicio de Schopenhauer, al de los científicos, pues establece relaciones entre conceptos abstractos, siguiendo el principio de razón suficiente; pero no atiende a la esencia de la realidad, y carece de intuición suficiente como para superar las formas abstractas del mencionado principio: a pesar de que parece muy etéreo, en realidad se encuentra absolutamente apegado a la tierra, es decir, a los mezquinos intereses de poder y prestigio que pro-
57. Cfr. Sobre la filosofía universitaria, op. cit., pp. 89-90. 58. Ibíd., pp. 49-50.
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Introducción pone la voluntad.59 Por eso, tras la pomposa verborrea hegeliana, Schopenhauer adivina intenciones mucho más torvas y vulgares: en primer lugar, conseguir «más sueldos y honorarios»60 y medrar en los puestos de relevancia; en segundo lugar, lograr que los futuros pasantes, abogados, médicos, opositores y pedagogos mantengan también, en lo más íntimo de sus convicciones, la orientación apropiada a las intenciones que el Estado y el gobierno tienen reservadas para ellos.61
Para Schopenhauer, fueron «estos fines estatales de la filosofía hegeliana los que procuraron al hegelianismo tan insólito favor ministerial», ya que se trataba de una filosofía en la que el Estado absorbía el fin completo de la existencia humana, ahogando toda creatividad; si a eso se añade la evidente sumisión que sistemas como el de Hegel o Schelling ostentaban hacia la religión cristiana, parece claro que estos sistemas y otros parecidos, antes que honradas indagaciones para descubrir la verdad al margen de toda revelación,62 constituyen «la verdadera apoteosis del filisteísmo».63 59. Cfr. M. Parmeggiani: «Schopenhauer y el Estado», en A. Schopenhauer: Parerga y Paralipomena II. Escritos filosóficos menores, parte I, volumen 2 (ed. de M. Crespillo y M. Parmeggiani sobre la versión de Edmundo González Blanco), Málaga, Ágora, 1997, estudio preliminar, p. 12. 60. Ibíd., p. 53. 61. «En la filosofía de Hegel no hay nada claro, salvo su propósito, que no consiste sino en granjearse el favor de los príncipes merced al servilismo y la ortodoxia. La claridad de la intención contrasta muy mordazmente con la vaguedad del discurso» (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses. Sentencias y aforismos (Antología) (selección, estudio introductorio, versión castellana y notas de R. Rodríguez Aramayo), Valencia, Pre-Textos, 1996 [HN III, 363-364 (238){FII, 336-337}], 1827, § 184, p. 172). 62. Para Schopenhauer, es un requisito fundamental a la hora de iniciar una reflexión filosófica honesta eliminar cualquier pretensión de hacerla coincidir con la revelación religiosa: «un filósofo debe ser ante todo incrédulo»; en cambio, la filosofía de cátedra trata de apoyar siempre «las verdades fundamentales del catecismo», convirtiéndose así en una ancilla theologiae. (Cfr. A. Schopenhauer: Sobre la voluntad en la naturaleza (trad. de M. de Unamuno), Madrid, Alianza, 1979, pp. 27-28 y 38). 63. Ya en una carta dirigida a Goethe el 11 de noviembre de 1815, Schopenhauer
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Manuel Pérez Cornejo Frente a ellos, se alzan aquellos otros pensadores que propugnan una filosofía independiente, purificada de los miserables intereses de la voluntad, y consagrada al conocimiento de la verdadera esencia del mundo; una filosofía que busca satisfacer las más «nobles necesidades» de la humanidad, es decir, sus necesidades «metafísicas». En este ámbito, que es el de la verdadera cultura,64 sólo tienen cabida aquellos «Quijotes intelectuales» que, liberados de los bajos impulsos relacionados con el lucro o prestigio personal, y de la sujeción al principio de razón suficiente, cultivan su intelecto, alcanzan «la gran iluminación de la existencia»,65 y viven «para» la filosofía (igual sucede en los terrenos del arte, la literatura o la música): es decir, aquellos individuos que, como Kant, Mozart o Goethe, «son» verdaderos genios universales, y no sólo «representan» serlo. Sólo ellos respiran la auténtica libertad creadora que proporciona el conocimiento desinteresado de las ideas y de la cosa en sí: la voluntad; los demás se encuentran permanentemente enfangados en la artificiosa red de prebendas y favores que, convirtiéndolos en vulgares mercenarios de la filosofía, los incapacita para alzar serenamente la mirada por encima de las viles intrigas cotidianas que van asociadas a los cargos que ejercen; por eso:
afirmaba que, a su juicio, la mayor parte de los errores y absurdos filosóficos no se deben tanto a la falta de inteligencia como a una evidente «carencia de honradez» (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 194195). Max Horkheimer ha planteado esta crítica de Schopenhauer a la filosofía hegeliana como una clara denuncia de un pensamiento que, a la postre, divinizaba al Estado: cfr. M. Horkheimer: «Schopenhauer y la sociedad», en Th. W. Adorno / M. Horkheimer: Sociológica, Madrid, Taurus, 19793, p. 124. ¡Por lo demás, hubiera resultado interesante saber qué grado de «filisteísmo» habría atribuido Schopenhauer a sistemas como el elaborado unos años después por Eduard von Hartmann en su Philosophie des Unbewußten (1869), obra en la que este exoficial prusiano reconvertido en filósofo se atrevía a sintetizar el pesimismo de la voluntad nada menos que con los sistemas de Hegel y Schelling! 64. M. Parmeggiani subraya la encendida defensa schopenhaueriana de la cultura como medio para librarse de las presiones ejercidas por la voluntad, representada por el Estado: cfr. M. Parmeggiani: op. cit., pp. 15-16. 65. F. Nietzsche: Schopenhauer como educador. Tercera consideración intempestiva (1874) (trad. L. F. Moreno Claros), Madrid, Valdemar, 1999, p. 101.
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Introducción [Cuando miramos] hacia atrás, a los presuntos filósofos que aparecieron en el medio siglo que ha transcurrido desde la actividad kantiana, no diviso desgraciadamente a ninguno del que se pudiera decir en su honor que su celo verdadero y completo haya sido la investigación de la verdad; más bien los encuentro a todos, aunque no siempre con clara conciencia, pensando en la mera apariencia de los asuntos, en el efectismo, en imponer e, incluso, mistificar, esforzándose solícitamente en obtener el aplauso de los superiores y, después de éstos, el de los estudiantes; como fin último se mantiene siempre el banquetearse plácidamente el producto del asunto con la mujer y los niños; lo que es, por otra parte, auténticamente conforme con la naturaleza humana, la cual, como toda naturaleza animal, solamente conoce como fines inmediatos el comer, el beber y el cuidado de la prole, y a la que sólo le ha tocado en suerte, además, como su renta particular, el afán de brillar y de aparentar. Por el contrario, la primera condición para las creaciones reales y auténticas en la filosofía, así como en la poesía y en las bellas artes, es una inclinación completamente anormal que presupone, contra la regla de la naturaleza humana y en el lugar de la aspiración subjetiva al provecho de la propia persona, una aspiración plenamente objetiva, dirigida a una creación extraña a la persona y, precisamente por ello, muy acertadamente denominada excéntrica, aspiración que a veces ha sido ridiculizada también como algo quijotesco.66
Aquí está, pues, la clave por la que Hegel y sus lecciones fueron tan bien acogidas, mientras sus propias conferencias pasaron en cambio sin pena ni gloria: con su docencia, Schopenhauer pretendía lograr que los alumnos alcanzasen una clara intelección del mundo, intuyendo su esencia fundamental; su pensamiento, colocándose en contra de su tiempo,67 suponía la liberación respecto de los prejuicios de la época, y su superación mediante la aparición de un nuevo estilo de pensar, antiutilitario y, por así decirlo, estético;68 por esta razón le tocó sufrir la
66. A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria, op. cit., p. 61. 67. Cfr. F. Nietzsche: Schopenhauer como educador, op. cit., p. 77. 68. Desde sus comienzos, Schopenhauer fue enteramente consciente del carácter eminentemente creador y «estético» de su filosofía: en carta a su editor F. A.
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Manuel Pérez Cornejo misma incomprensión inicial que han padecido casi todos aquellos que han realizado auténticas innovaciones filosóficas, artísticas, literarias o musicales; por el contrario, los filosofemas hegelianos, con todo su alambicamiento, respondían en realidad a las necesidades temporales y a las inclinaciones de sus contemporáneos, así como a los intereses de los mandatarios de turno; por eso, el lenguaje de Hegel, lleno de «largas palabras compuestas, florituras intrincadas, períodos inmensos, expresiones nuevas inauditas, que, emitidas todas juntas, forman una jerga [...] erudita»,69 a pesar de no decir nada, de ser un «absoluto contrasentido», y de basarse en «conceptos máximamente abstractos, generales y sumamente amplios», en «expresiones indeterminadas, vacilantes y mortecinas», como «Ser, Esencia, Devenir, Absoluto, Infinito, etcétera»,70 les sonaba a sus oyentes como algo conocido y familiar, básicamente coincidente con los mezquinos intereses de su propia voluntad. Quedaba claro, entonces, que sus Lecciones no se dirigían al público de estudiantes contemporáneos, que iban a la Universidad para convertirse en simples ganapanes, sino que constituían un legado inmortal que, situado por encima de su siglo, como en general todo el conjunto de su obra, sólo podría ser verdaderamente apreciado y entendido por los ingenios que habrían de nacer en un lejano porvenir.71 Brockhaus, fechada el 18 de marzo de 1818, le dice que su libro es «un nuevo sistema filosófico [...], nuevo en el más genuino sentido de la palabra»; pues «no se trata de una nueva exposición de lo ya existente, sino de una serie de pensamientos absolutamente coherentes que hasta ahora no habían visto la luz en ninguna cabeza humana». Su exposición –continúa Schopenhauer– «queda muy lejos de esa verborrea pomposa, vana y absurda que caracteriza a la nueva escuela filosófica [...]: es clara, comprensible y enérgica a la vez, y bien puedo decir que no carece de belleza: sólo quien tiene pensamientos propios y auténticos tiene también un estilo propio y auténtico» (A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 223-224). 69. A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria, op. cit., p. 69. 70. Ibíd., pp. 69-84. 71. Cfr. R. Rodríguez Aramayo: Para leer a Schopenhauer, op. cit., pp. 78-81. En este sentido, Schopenhauer en dos anotaciones de 1829 decía: «Tal como el sol precisa de un ojo para iluminar y la música de un oído para sonar, así una bella obra requiere de un bello ingenio, y una obra pensada, de un ingenio reflexivo, para ser lo que es; ¡y una obra sensacional necesita un ingenio de igual talla!» «Estar por encima de su siglo no significa otra cosa, a fin de cuentas,
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Introducción 5. LAS LECCIONES SOBRE METAFÍSICA DE LO BELLO El único camino que nos queda a nosotros para llegar a ser grandes, incluso inimitables si ello es posible es el de la imitación de los Antiguos. J. J. WINCKELMANN, Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura
Resulta fascinante imaginar que, en el mismo momento en el que Schopenhauer comenzaba a dictar su curso sobre Metafísica de lo bello, en un aula próxima se encontraba Hegel exponiendo sus Lecciones sobre la estética. ¿Por qué no? Efectivamente, las primeras lecciones sobre esta materia las impartió Hegel en Heidelberg entre 1817 y 1818, y las repitió, con diversos añadidos y modificaciones, en Berlín, a lo largo de los años 1820-1821, 1823 y 1828-1829. Existe, pues, una asombrosa coincidencia en lo que se refiere al período de gestación de las dos reflexiones sobre el arte más poderosas del siglo XIX (si exceptuamos, claro está, las lecciones sobre Filosofía del arte de Schelling); ahora bien, si tenemos en cuenta que Hegel no publicó sus lecciones en vida, y éstas sólo fueron accesibles al público tras la edición de H. G. Hotho de 18351838 (2.ª ed. en 1842), y que Schopenhauer sí publicó El mundo como que hallarse por encima del género humano en general y, por ende, tan sólo al alcance de quienes de suyo están bastante por encima de lo común y por lo tanto resulta muy raro que puedan coincidir en cualquier siglo. Si no se es particularmente afortunado en este punto concreto, uno se verá ignorado por su siglo, es decir, hasta que los tiempos hayan sumado los sufragios de raras cabezas capaces de apreciar un mérito extraordinario. Entonces la posterioridad dirá: “este hombre estuvo por encima de su siglo”, en vez de decir: “estuvo por encima de la humanidad”, porque así ésta restringe su fallo a un solo siglo. Se colige, pues, que quienquiera que se haya encontrado por encima de su siglo también lo habría estado en cualquier otro, a menos que un afortunado azar haya hecho nacer al mismo tiempo que él a unos jueces competentes y equitativos. Sin embargo, suele suceder lo contrario, máxime cuando el ámbito en el que se trabaja sólo es accesible a un escaso número de personas [...]» (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., [HN III, 535 (115) {A 187} y 544-545 (133) {A 199}], §§ 235- 243, pp. 224 y 228).
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Manuel Pérez Cornejo voluntad y representación, donde se exponían las líneas fundamentales de su pensamiento estético, pero la obra no tuvo, como hemos comentado, repercusión alguna, cabe decir que la estética hegeliana, fuera de los círculos de los discípulos del maestro, que recibían directamente sus enseñanzas, fue conocida básicamente por los apartados dedicados al tema en la Fenomenología del espíritu (1807), o la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), mientras que la de Schopenhauer pasó absolutamente desapercibida. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX ocuparían la estética y la filosofía del arte schopenhauerianas el lugar que merecían en el panorama estético europeo, coincidiendo con el paulatino eclipse del colosal sistema construido por su adversario. Hagamos ahora un experimento mental interesante: supongamos que somos estudiantes de la época dotados del don de la ubicuidad, de manera que podemos asistir a la vez a las clases de ambos genios, oyéndoles disertar sobre temas estéticos y filosofía del arte: ¿qué diferencias sustanciales encontraríamos entre ambas doctrinas? 1.ª) Schopenhauer rechaza todo «sistema» y entiende la metafísica de lo bello como una peculiar «obra de arte» Lo primero que podríamos constatar es que la profunda divergencia existente entre los esquemas filosóficos globales de ambos filósofos se pone de manifiesto también en las Lecciones impartidas por ambos. Ya sólo desde el punto de vista de la forma expositiva, la diferencia de estilo se hace patente: mientras las Lecciones hegelianas resultan farragosas y enrevesadas (aunque, ciertamente, menos que en otras ocasiones, quizás debido al carácter específico del tema sobre el que versa la exposición: el arte), las de Schopenhauer –que siguen el hilo conductor trazado en el Libro III de El mundo como voluntad y representación–72 72. Philonenko ha dicho que Schopenhauer «es el hombre de un solo libro redactado varias veces: El mundo como voluntad y representación. Lo escribió primeramente en Dresde entre 1814 y 1818. Lo volvió a escribir, con variantes interesantes, en sus Lecciones de Berlín, conocidas bajo el título Vorlesung ueber die gesammte Philosophie, de 1820 a 1831. [...] La segunda edición de su obra principal está acompañada de suplementos que prolongan la doctrina y constituyen un conjunto que se podría considerar como una tercera redacción si no faltara la forma arquitectónica. Finalmente, los Parerga y Parali-
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Introducción se caracterizan por su diáfana claridad y encomiable brevedad, a las que se añade una constante preocupación pedagógica (presenta constantemente ejemplos fácilmente asequibles al alumnado) y, sobre todo, «un gusto acusado por los razonamientos sencillos».73 Además comprobamos que el cerrado sistema estético hegeliano contrasta con la «apertura», por así decirlo, de la reflexión schopenhaueriana: parafraseando a Nicolai Hartmann, podríamos decir que en la Metafísica de lo bello encontramos, por supuesto, orden y sistematicidad, porque el tratamiento de los problemas estéticos así lo exige, pero ningún espíritu de sistema.74 Schopenhauer ofrece su propia explicación de la experiencia estética y del arte, aplicándola luego con soltura a las diversas manifestaciones de este último; Hegel, en cambio, fuerza los fenómenos estéticos para amoldarlos al lecho de Procusto del sistema, haciéndoles participar de una evolución y una teleología que Schopenhauer jamás reconoció, «devopomena [...] son la cuarta redacción» (Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia (trad. G. Muñoz-Alonso López), Barcelona, Anthropos, 1989, p. 41): efectivamente, las Lecciones pueden considerarse una suerte de «laboratorio intelectual», en el que se despliega la estética expuesta en el MVR y se anticipan algunos temas y ejemplos que, tratados en las clases, se desarrollarían posteriormente en los Complementos añadidos a la 2.ª edición de su obra principal. 73. A. Philonenko: op. cit., p. 59. Recordemos que, para Schopenhauer, estilo e individuo se identifican completamente: «el estilo es la fisonomía del espíritu» (Manuscritos berlineses, op. cit., § 109, p. 124), de manera que «mal estilo» y «mal pensador» son, a su entender, conceptos casi equivalentes. Foucher de Careil, que sigue esta misma línea, estaba convencido de que la citada diferencia estilística implicaba un defecto en el propio pensamiento de Hegel: «Para llenar el vacío del pensamiento, enmascarar la pobreza del fondo y disimular la mediocridad de la forma, envolvéos en períodos interminables; cread palabras novedosas; dáos la apariencia de una vacía profundidad; revestid las ideas más triviales de magníficas vestiduras; decid las cosas más vulgares en un estilo preciosista y amanerado» (A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer, op. cit., p. 136). Lo mismo sostiene A. Fauconnet: «El principio fundamental de toda estilística es que es necesario pensar bien para escribir bien. A un pensamiento vulgar le corresponderá un estilo banal; a un pensamiento oscuro, un estilo confuso. Puede probarse que Hegel [...] escribe mal porque piensa mal» (A. Fauconnet: L’Esthétique de Schopenhauer, París, Alcan, 1913, p. 393). 74. Ha sido Nicolai Hartmann quien mejor ha distinguido entre la cerrazón inherente a todo sistema, y la apertura que caracteriza a la «sistematicidad», siempre que se vincule a un pensar problemático: cfr. N. Hartmann: Autoexposición sistemática (trad. de B. Navarro), Madrid, Tecnos, 1989, I, pp. 3-17.
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Manuel Pérez Cornejo rando [...] con su filosofía sutil la trama misma del arte».75 Schopenhauer debió de rabiar de ira, al ver cómo en el sistema estético hegeliano lo más valioso del arte y la belleza misma corrían el riesgo de quedar absorbidos en el «Maelström» de la idea absoluta, perdiendo así su intrínseco valor.76 Por lo demás, es posible que este rechazo visceral de todo sistema estético cerrado provenga de sus lecturas juveniles de Wackenroder, quien consideraba el «sentimiento artístico» [Kunstgefühl] como el único modo de acceder al dominio del arte, manteniendo, por el contrario, que cualquier intento meramente sistemático se encuentra por principio incapacitado para comprender la esencia íntima de la creatividad: [...] creáis –decía Wackenroder– con palabras y con el artificio del entendimiento, un férreo sistema [Strenges System], y queréis obligar a todos los hombres a sentir mediante vuestros proyectos y reglas, mientras que vosotros mismos no sentís nada. Quien cree en un sistema ha expulsado para siempre el amor de su corazón. Es más soportable la intolerancia del sentimiento que la intolerancia del entendimiento; la superstición que la creencia en un sistema.77
Frente a las abstracciones que lastran las Lecciones sobre la estética de Hegel, Schopenhauer elabora una Metafísica de lo bello que pretende partir de la experiencia: su estética es una estética inmanente. Para Schopenhauer, la estética –como la filosofía en general– no puede tener su punto de partida ni en conceptos, ni en demostraciones, ni en principios formulados a partir de ellas, porque los conceptos suponen siempre para él meras abstracciones, un conocimiento por fuerza de «segundo grado»;78 consiguientemente, nunca pueden primar en ningún conocimiento, y menos en uno tan específico como es el análisis de la expe75. A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer, op. cit., p. XIV. 76. Cfr. M. Maceiras Fafián: Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión, Madrid, Ed. Pedagógicas, 1996, pp. 29-47. 77. W. Wackenroder / L. Tieck: Herzenergießungen eines Kunstliebenden Klosterbruders (1797), op. cit., p. 49. 78. A. I. Rábade Obradó: Conciencia y dolor. Schopenhauer y la crisis de la modernidad, Madrid, Trotta, 1995, p. 34.
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Introducción riencia estético-artística.79 Es verdad que el concepto y la dialéctica hegelianas tienen una vitalidad y una ductilidad que poco tienen que ver con la sequedad de los conceptos tradicionales; pero Schopenhauer sencillamente no tenía, ni podía tener la suficiente perspectiva histórica para comprenderlo: a él la dialéctica le debió parecer siempre una nueva versión de los secos y vacíos silogismos de la Escolástica (si bien debió de pensar seguramente que éstos últimos eran más fácilmente comprensibles que aquélla), y por eso se opuso frontalmente al método hegeliano. Rechazó, por tanto, el empleo en estética de conceptos tales como «finito», «infinito», «Absoluto», etcétera, porque veía en ellos simples fórmulas, absolutamente alejadas de la intuición, que es la principal facultad en esta rama de la filosofía. Aun más: a su entender, aunque eventualmente fuese posible construir una estética utilizando conceptos abstractos, no sería recomendable, porque tales conceptos jamás pueden descender hasta la variopinta diversidad de matices que muestra todo lo relacionado con la sensibilidad y el arte.80 De manera que una estética basada simplemente en el encadenamiento de conceptos –por muy «dialéctico» que sea–, será por fuerza falsa y empobrecedora. La única estética posible es aquella que posee un carácter existencial, aquella que no parte de ningún Sujeto Absoluto, sino del sujeto humano, de su conciencia específica de lo bello (basada, ante todo, en la intuición y el sentimiento), y del contacto directo con las obras de arte. Aquí no interviene, ni puede intervenir nunca en primera instancia lo conceptual.81 Lo que ocurre es 79. Como indica Bryan Magee, «toda la obra de Schopenhauer se distingue por un arraigo inconfundible, casi físico, en el pensamiento vivido y la experiencia» (Schopenhauer, Madrid, Cátedra, 1991, p. 12). 80. André Fauconnet apunta –a nuestro parecer, con total acierto– que esta oposición entre intuición y razón abstracta ya aparece en el escrito Sobre la visión y los colores de 1816, donde se contrapone el genio poético intuitivo de Goethe al razonamiento calculador científico de Newton. También precisa Fauconnet que en este escrito se encuentra la idea de que, incluso este nivel primario de contemplación estética, supone un apaciguamiento de la voluntad de vivir, a través de la insensibilidad que muestran el nervio óptico y la actividad retiniana al ver los colores, por ejemplo, de una obra de arte: de ahí la belleza de la luz y la primacía de la visión frente a la actividad de otros mecanismos sensoriales, capaces de transmitir dolor: cfr. A. Fauconnet: L’esthétique de Schopenhauer, op. cit., pp. 16-21 y 378-379. 81. Según A. Foucher de Careil, la estética de Schopenhauer supone una teoría
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Manuel Pérez Cornejo que los conocimientos dados de esta forma fluctúan, por lo que han de someterse a la estabilidad que ofrecen los conceptos; y esto sólo puede conseguirse elevando las intuiciones estéticas particulares a la generalidad de los conceptos abstractos de la razón: es entonces cuando surge la Metafísica de lo bello propiamente dicha, cuya tarea no es otra que refundamental de la intuición; ahora bien, ¿qué tipo de intuición? Ana I. Rábade, citando el § XI de El mundo como voluntad y representación (trad. E. Ovejero Maury), México, Porrúa, 1983, pp. 54-55, considera que la noción de «intuición» constituye un «saco roto», una «noción comodín» indefinible, que equivale en Schopenhauer, poco más o menos, a la de «sentimiento», vinculándose a lo particular (cfr.: op. cit., p. 135 y B. Magee: op. cit., p. 182); según G. Simmel, en la intuición estética, es posible ver «en la cosa individual lo general que hay en ella, mientras que en el concepto lógico general no hacemos más que pensarlo» (G. Simmel: Schopenhauer y Nietzsche (trad. de J. R. Pérez Bauces), Madrid, Francisco Beltrán, 1915; reed. Ed. Espuela de Plata, 2004, p. 122); Foucher de Careil, por último, apoya estas interpretaciones, diciendo que Schopenhauer no suscribiría la definición de la intuición de Schelling, que se refiere a lo general, sino que se trata de una intuición que se vincula siempre a lo individual o particular, aunque lo trasciende: «El conocimiento de lo general se hace a través de nociones, suprimiendo las diferencias; por eso es un modo muy imperfecto de conocer. La intuición es un análisis acabado y viviente; pero a condición de que no se salga de los límites de lo particular. En la idea misma, la idea platónica, es lo particular lo que es captado inmediatamente como general y elevado al rango de idea, lo que supone el entendimiento elevado a su más alta potencia, saliendo de los límites de su individualidad y suprimiendo el tiempo. Tal estado es un estado raro, excepcional, que hace presentir la ligazón de las intuiciones con las ideas platónicas del mundo y de la vida. [...] La diferencia fundamental que [Schopenhauer] establece entre intución y abstracción se encuentra entre el concepto o noción [Begriff] y la idea viviente. El concepto o noción es abstracto, discursivo, perfectamente indeterminado en su esfera, y determinado solamente por sus límites [...]. La idea, por el contrario, aunque la puede definir una representación adecuada del concepto, es intuitiva y perfectamente determinada, a pesar del número infinito de elementos particulares que contiene; no se da a un individuo más que si sobrepasa los límites de toda individualidad para elevarse hasta el genio; no se da, salvo si se cumple esta condición, y por ello la idea que se ha convertido en una obra maestra es un libro cerrado para el vulgo. El concepto es la unidad sacada de la pluralidad por abstracción; la idea es la unidad misma caída en la pluralidad bajo la forma del tiempo y del espacio [...]. El concepto no expresa más que una relación muerta, de la que el análisis no puede sacar más que lo que se ha metido en él; la idea, por el contrario, desarrolla en su propio círculo representaciones nuevas: es un organismo vivo que tiene la
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Introducción producir in abstracto, «traducir» a conceptos, en la medida de lo posible, las intuiciones y sentimientos que produce la experiencia estética y la contemplación del arte, siendo siempre conscientes de que esa «traducción», como cualquier otra, jamás será capaz de reproducir, ni podrá sustituir a las verdaderas emociones que acompañan a la genuina contemplación estética.82 fuerza de expandirse y que procede espontáneamente [...]. De esto se deduce que el concepto es estéril para las artes y que sólo la idea es la fuente de las obras maestras. Surge en su originalidad de las fuentes mismas de la vida y la naturaleza; y es ella la que confiere vida inmortal a las obras maestras [...]. [La idea] es el predominio de la vida y de la intuición sobre el calco muerto y la pálida abstracción, el triunfo de la voluntad manifestada en el mundo de la representación; la representación misma sustraída a la ley de la causalidad arrancada al mundo de los fenómenos, saliendo de los estrechos límites de la individualidad, y fijada para siempre en el mundo de la belleza» (op. cit., pp. 256-258). Por lo demás, hay que prevenir contra lo que constituye un error frecuente en muchos intérpretes de Schopenhauer, incluso entre los más destacados: consideran que, como la intuición es en Schopenhauer una forma de conocimiento, este pensador considera que el arte no expresa emociones, de manera que no puede considerársele en absoluto un «romántico» (cfr., por ejemplo, M. Menéndez Pelayo: Historia de las ideas estéticas en España II, Madrid, CSIC, 1914, pp. 312-133, y B. Magee: op. cit., pp. 185-187): parecen no darse cuenta de que en Schopenhauer el sentimiento, unido al ejercicio del intelecto, actúa como un factor cognoscitivo más profundo que la razón; que el artista genial conoce el mundo, pero lo hace sintiéndolo, y por ello es capaz de ver lo universal (la idea) en lo particular, cosa que no puede hacer el científico, que se mantiene siempre en el plano de las simples relaciones (sobre el fondo «romántico» y «expresionista» latente en la estética schopenhaueriana, cfr.: W. Cariddi: Studi schopenhaueriani. Schopenhauer e la cultura romantica con un saggio su Novalis, Lecce, Milella, 1963; R. Tengler: Schopenhauer und die Romantik, Germanische Studien, Heft 29, Kraus Reprint Ltd., 1967 (rep. de la 1.ª ed., Berlín, 1923), y M. Maceiras Fafián: op. cit., pp. 32 y 80-81). Ciertamente, Schopenhauer siempre valoró el clasicismo, siguiendo la estela de Winckelmann y Goethe; pero una cosa es el gusto personal del autor, y otra lo que los artistas románticos y expresionistas supieron extraer de su pensamiento; como dice J. M. Marín Torres: si «la caracterización del arte como la búsqueda de la perfecta objetividad separa a Schopenhauer del subjetivismo romántico, [...] la capacidad del arte para profundizar en la realidad lo convierte en un valioso instrumento de investigación de lo inconsciente» (Agnosticismo y estética (Estudios schopenhauerianos), Valencia, Nau Llibres, 1986, p. 76, n. 7). 82. Isaac Álvarez («Arte y compasión en Schopenhauer», en Á. Mollá (ed.):
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Manuel Pérez Cornejo Así pues, la Metafísica de lo bello es un saber en el que se utilizan conceptos, pero no un saber construido a partir de conceptos: debe operar con ellos, porque es filosofía, y traducir sus resultados a conceptos, porque su misión es explicar ese extraño fenómeno que es la experiencia estética; pero no puede utilizarlos a priori para fabricar lo dado. Será una reproducción, un reflejo especular en conceptos abstractos, de lo que experimenta nuestro espíritu cuando se encuentra ante la bella naturaleza, o las grandes obras de arte. La Metafísica de lo bello es, pues, como en general toda la metafísica de Schopenhauer, una metafísica inmanente: es «metafísica», porque trasciende la experiencia fenoménica para alcanzar el en-sí de la vivencia estético-artística; pero es «inmanente», porque lo hace por mediación de una experiencia concreta, intuitivo-sentimental, al alcance de cualquiera. El problema de una estética basada en el concepto es, por contra, su petrificación, su empobrecimiento de los contenidos aprehendidos por la rigidez y estrictos límites que imponen los conceptos; éstos aniquilan la vitalidad de lo intuitivo, matan el sentimiento y la vivacidad de matices de lo inmediato e individual, tanto más cuanto más elevados son, porque entonces se vuelven aún más pobres y vacíos. Una estética del concepto es una estética artificiosa, intencional, previamente construida por el sujeto cognoscente, que selecciona los datos individuales. Y como todo concepto es indeterminado, la estética ha de construirse deliberadamente, para abarcar una pluralidad de cosas individuales, con lo que cae inevitablemente en la arbitrariedad, dependiendo siempre de los propósitos del que la construye. Mientras una estética basada en la intuición apunta a la cosa misma, sin violentarla, una estética que constituye un apéndice de la razón absoluta no presenta más que una prolongación, por muy dialéctica que se quiera, de la «lógica», y por tanto se aleja de la vivencia concreta, flotando en la neblina de una serie de conceptos inconmovibles que prejuzgan la realidad. Por esta razón, en las Lecciones sobre metafísica de lo bello no es posible encontrar ni una ciencia, ni un sistema de deducciones que perConmutaciones. Estética y ética en la modernidad, Barcelona, Laertes, 1992, p. 62) mantiene que el propósito de Schopenhauer es, sobre todo, lograr «la rehabilitación de la metafísica mediante el arte».
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Introducción mita discriminar el arte como un momento o fase en el despliegue del espíritu absoluto, sino un intento de saber, formulado en conceptos claros, que se apoya en la intuición estética y el sentimiento reales, tal como se nos ofrecen en lo más íntimo de nuestra conciencia; se trata de una metafísica que, ante todo, se propone interpretar y comprender la experiencia estética y su mensaje, su sentido y contenido. El único criterio que, según Schopenhauer, permitirá decidir si la interpretación que propone es acertada o no, procederá de que exista algún tipo de coherencia o armonía entre los resultados obtenidos, y no de una generalización inicial a partir de un principio supremo. Hegel, en sus Lecciones sobre la estética apuntaba, en cambio, a un resultado final, en el que todas las contradicciones y elementos que no encajan han sido eliminados, hasta conseguir ajustarlos al esquema básico de la idea (que, en realidad, precede a toda la exposición): cabe decir, pues, que sus Lecciones adoptan un único punto de vista: el del Absoluto. Schopenhauer, en cambio, trata de armonizar los diferentes fenómenos y las distintas formas de arte estudiadas, para obtener a partir de ellos una interpretación común, utilizando para ello conceptos no esquemáticos, dotados de cierta ductilidad. De ahí que las Lecciones sobre metafísica de lo bello de Schopenhauer tengan un carácter «orgánico», pues constan de un único pensamiento, que se despliega desde diferentes puntos de vista; y por este motivo, estas Lecciones tienen mucha afinidad con el arte y poca con la ciencia: sin duda, en ellas se nos presenta un saber conceptual; pero su especial utilización de los conceptos tiene cierto parentesco con el arte, desde el momento en que el metafísico del arte –como por lo demás el filósofo en general– debe reproducir, sin duda, la experiencia estética en conceptos; pero ha de hacerlo igual que trabaja un «pintor en el lienzo».83 El error de la estética hegeliana ha sido intentar seguir el camino 83. A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., I, p. 154; cfr. asimismo, el interesante estudio, anteriormente citado, de Ana I. Rábade Obradó: Conciencia y dolor, op. cit., pp. 58 y ss. Foucher de Careil ha subrayado el carácter «artístico», no sólo de la Metafísica de lo bello, sino en general de toda la producción schopenhaueriana: «Schopenhauer –dice– [...] es un artista [porque] es un escritor de primer orden [...]. Es por esto, sobre todo, que es superior a Hegel [...]. Schopenhauer es un escritor, y su tono es natural [...]; sabe ver el objeto que pinta; lo que ve está bien
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Manuel Pérez Cornejo de la ciencia, convirtiéndola en una aplicación al arte de las categorías expuestas en la Lógica, algo que para Schopenhauer significaba la mayor aberración teórica posible, una completa transgresión categorial. Lejos de partir del Absoluto, como si fuese algo perfectamente conocido y al alcance de la mano, las Lecciones schopenhauerianas presentan la experiencia estética y el arte como un modo privilegiado de acceder a «una visión clara y profunda de las cosas»,84 que se nos revelan más bien como voluntad, es decir, como el enigma absoluto. En este sentido, las Lecciones sobre metafísica de lo bello topan al final con lo inexplicable, con aquello que escapa a todo concepto y sólo se puede intuir o sentir, pues se pierde en la profunda noche de lo irracional;85 únicamente la música, valiéndose de su «indeterminada determinación», se aventura a explorar este terreno ignoto, permitiéndonos adivinar –que no resolver– la respuesta al misterio que la realidad nos plantea.86 visto; es firme, preciso, vigoroso, un poco desbordante y excéntrico en ocasiones, pero jamás redundante ni pretencioso [...]. Los hegelianos, que han hablado tanto del arte, están completamente desprovistos de él. Schopenhauer tiene el gran arte: es magistral, tiene las proporciones justas, el plan fijo, la idea directriz, el trazo justo [...]. Tiene esa cosa indefinible [que es] [...] el gusto» (Hegel y Schopenhauer, op. cit., pp. 265-266); J. M. Marín Torres, finalmente, ha hecho también hincapié en el componente estético inherente a toda la filosofía de Schopenhauer, pero no alude a la conexión de dicho componente con la propia teoría estética del autor: cfr. J. M. Marín Torres: Agnosticismo y estética, op. cit., pp. 123-124. 84. J. M. Marín Torres: Agnosticismo y estética, op. cit., p. 70. 85. Sobre el carácter absurdo, irracional y, en último término, inexplicable de la voluntad schopenhaueriana, cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., pp. 43 y ss., y A. Schmidt: Idee und Weltwille. Schopenhauer als kritiker Hegels, München-Wien, 1988, pp. 28-30: según este autor, la voluntad, como cosa en sí, escapa a cualquier intento de demostración discursiva [diskursiven Beweisbarkeit]. 86. J. M. Marín Torres conecta esta conclusión irracional de la estética schopenhaueriana con el espíritu agnóstico que, a su entender, recorre todo el pensamiento de nuestro autor: «Si, por una parte –dice– podemos concluir que [en Schopenhauer] el arte supera al conocimiento científico, mostrándonos la voluntad al margen de su apariencia fenomenal, por otra, es evidente que no supera completamente el agnosticismo schopenhaueriano, ya que, por más que el arte nos hable del Ser y nos lo visualice, cualquier indagación posterior sobre él nos abocaría al insondable enigma de la voluntad de vivir» (Agnosticismo y estética, op. cit., p. 135).
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Introducción 2.ª) Schopenhauer reivindica la idea platónica y la belleza natural Sigamos con nuestra imaginaria asistencia a ambas clases: oímos cómo, desde los primeros pasajes de sus Lecciones sobre la estética, Hegel, enfrenta su noción de idea a la de Platón, para quien la belleza es una idea separada del mundo;87 para Hegel, el análisis de lo bello realizado por Platón cae en una «metafísica abstracta»: [...] Aunque se tome a Platón como base y guía –dice–, ya no podemos sin embargo contentarnos con la abstracción platónica, ni siquiera en lo que se refiese a la idea lógica de lo bello [...]. La falta de contenido de la que adolece la idea platónica ya no satisface las necesidades filosóficas, más ricas, de nuestro espíritu actual. Es por tanto evidentemente el caso que también en la filosofía del arte debemos partir de la idea de lo bello, pero no puede ser el caso que nos adhiramos sólo a ese abstracto modo de las ideas platónicas de iniciar el filosofar sobre lo bello [...]. El concepto filosófico de lo bello [...] debe contener en sí [...] [y aunar] la universalidad metafísica con la determinidad de la particularidad real.88
Tomando como base esta crítica al platonismo, Hegel presenta su famosa definición de la belleza como apariencia sensible de la idea, concibiendo ésta, a su vez, como «el concepto, la realidad del concepto y la unidad de ambos»,89 esto es, el concepto materializado en la totalidad de sus determinaciones, o lo que es lo mismo, la realidad concreta de la idea: [...] la belleza es idea [...]. Pero la idea debe realizarse también exteriormente y cobrar existencia determinada dada como objetividad natural y espiritual. Ahora bien, en cuando que en este ser-ahí exterior suyo es inmediatamente para la consciencia y el concepto permanece inmediatamente en unidad con su manifes87. H. Paetzold: Ästhetik des deutschen Idealismus. Zur Idee ästhetischer Rationalität bei Baumgarten, Kant, Schelling, Hegel und Schopenhauer, Franz Steiner Verlag, Wiesbaden, 1983, p. 199. 88. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre la estética (trad. de A. Brotons Muñoz), Madrid, Akal, 1989, p. 21. 89. Ibíd., pp. 81-82.
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Manuel Pérez Cornejo tación externa, la idea no es sólo verdadera, sino bella. Lo bello se determina por tanto como la apariencia sensible de la idea. [...] La idea misma en este ser-ahí objetivo, [...] sólo vale como apariencia del concepto.90
Ahora bien, en el objeto bello deben darse dos condiciones: «la necesidad, puesta por el concepto», y una «apariencia de su libertad»,91 libertad que sólo existe en el ámbito del espíritu, y por consiguiente no en el terreno de la naturaleza, sino en el del arte. Pues, en efecto, en la naturaleza el espíritu sólo encuentra finitud, limitación y necesidad exterior, de manera que sólo en el mundo del arte puede satisfacer el ansia de libertad que le es propia. Es en la obra de arte donde se produce esa apariencia privilegiada que se encuentra a medio camino entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal; su fin no es otro que desvelar la verdad, es decir, representar lo Absoluto, produciendo una «libre totalidad reconciliada» que representa la realidad efectiva, configurada, concreta, de la idea en una figura adecuada que aparece como «el ideal».92 El «reino del arte bello» forma así parte del «reino del espíritu absoluto»,93 en el que se proyecta el Absoluto (i. e. el mismo Dios), a fin de alcanzar plena consciencia de sí mismo, al menos desde un punto de vista sensible. Esta perspectiva le permite a Hegel –¡cómo no, exclamaría Schopenhauer!– conectar al arte con la religión y la filosofía, situándolo como una etapa más en la carrera del espíritu absoluto por «zafarse de las opresivas barreras del ser-ahí», y alcanzar plena libertad y autoconciencia. Así pues, Hegel enseñaba a sus discípulos que el arte, como la religión y la filosofía, tiene por objeto a Dios, pero se diferencia de estas otras modalidades del espíritu absoluto por la forma en que lleva su objeto, lo Absoluto, a la autoconciencia, ya que lo aprehende 90. Ibíd., pp. 84-85; cfr. asimismo, H. Paetzold: op. cit., pp. 197-198. 91. Ibíd., p. 87. 92. Ibíd., pp. 32 y 53-56 (como dice A. Llanos: «[En Hegel] la idea como lo bello artístico no es la idea como tal, que una lógica metafísica debe aprehender como lo Absoluto [...], sino la idea, hasta donde ella se ha transformado en realidad y ha entrado con esta realidad en la unidad inmediata [...]. Concebida así, la idea como realidad configurada de acuerdo con su concepto es lo ideal» Aproximación a la estética de Hegel, Buenos Aires, Leviatán, 1988, p. 53). 93. Ibíd., p. 73.
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Introducción como «un saber inmediato y [...] sensible», mientras que la religión lo capta en la «consciencia representativa» y la filosofía bajo la forma del «libre pensar».94 Partiendo de estos presupuestos, parece lógica la definición hegeliana de la estética como «filosofía del arte bello»,95 dejando de lado la belleza natural. La belleza de la naturaleza es imperfecta porque su forma, esencialmente limitada, no corresponde verdaderamente a la idea y carece de libertad; es un simple reflejo de la belleza espiritual, está indeterminada y carece de criterio de identificación,96 por lo que ha de quedar excluida del tratamiento «científico» que sí permite el arte: sólo éste último ejerce satisfactoriamente de mediador entre «la naturaleza y la finita realidad efectiva, y la infinita libertad del pensamiento conceptual»; la naturaleza, en cambio, posee un «duro caparazón», que «le plantea al espíritu más dificultades que las obras de arte para penetrar en la idea».97 Schopenhauer, en cambio, aunque elabora la Metafísica de lo bello basándola en el leitmotiv de la idea platónica,98 jamás habría aceptado la acusación de abstracción realizada por Hegel, porque para él las ideas no eran nada abstracto, sino lo más real y objetivo que existe: la más evidente manifestación de la voluntad; es Hegel el que, conectando la idea con el concepto, cae en la vaciedad de lo abstracto; además Hegel comete el error de proyectar la realización de la idea en la apariencia sensible, considerando los individuos como algo necesario para la realización efectiva de la idea universal, cuando lo cierto es que el mundo de los individuos, sometido al principio de razón suficiente, no es sino una ilusión que tanto el espíritu del genio como el del contemplador de la belleza han de trascender, para contemplar intuitivamente la verdadera realidad de las ideas. 94. 95. 96. 97. 98.
Ibíd., pp. 77-78. Ibíd., p. 7. Cfr. A. Llanos: op. cit., p. 65. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre la estética, op. cit., pp. 11-12. Como ha precisado con gran acierto J. M. Marín Torres, Schopenhauer asume la teoría de las ideas de Platón, pero marcando al mismo tiempo importantes diferencias: «a) Schopenhauer toma como base de su teoría de lo Bello y de las Artes la teoría de las Ideas de Platón, en ningún modo su teoría estética; b) para Schopenhauer, a diferencia de Platón, el objeto del arte es la idea, no la cosa individual» (Agnosticismo y estética, op. cit., p. 71).
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Manuel Pérez Cornejo Schopenhauer, asimismo, no parte de la idea y su realización efectiva en lo sensible como belleza, para alcanzar la libertad en el marco del dichoso espíritu absoluto; para Schopenhauer, es la experiencia estética del sujeto concreto individual la que, gracias a un cambio brusco de actitud, y a una manera de considerar las cosas independiente del principio de razón suficiente y de su forma meramente racio-instrumental de enfrentarse al mundo, pasa a apreciar éste de forma «genial»:99 es entonces cuando, elevándose al nivel del puro sujeto del conocimiento, ve el mundo de otra forma, y percibe su belleza o su sublimidad; pues logra «penetrar», por así decirlo, en su fondo sustancial, capta las ideas –no la idea–100 que en él se encierran, es decir, las diversas maneras que tiene de objetivarse la voluntad. No es, pues, el Sujeto Absoluto el que se vale del arte para trascender la naturaleza sensible, y así alcanzar mayores cotas de libertad –pues esto significa que el Sujeto Absoluto y la idea priman sobre el arte; que lo usan de forma arrolladora, poniéndolo al servicio de sus propios intereses, destruyendo su autonomía–, sino que es el sujeto individual el que cambia de registro mental, y se sitúa en un plano de consciencia más elevado, que le lleva a identificarse con el sujeto trascendental, viendo el mundo mejor y más claramente, al contemplar su verdadera esencia, más allá de las ilusiones que imponen las formas a priori que condicionan su experiencia de la realidad.101 De ahí que, para Schopenhauer «la emoción estética [sea] una misma, ora se reciba directamente de la naturaleza y de la vida, ora sea comunicada
99. Metafísica de lo bello, cap. 6. 100. Aunque en las Lecciones Schopenhauer habla indiferentemente de «idea» o «ideas», muchos años después, en 1856, en una carta a Frauenstadt, le sugiere emplear mejor el término en plural, quizás para no confundirlo con la utilización que del mismo hacían los hegelianos (apud A. Fauconnet: L’esthétique de Schopenhauer, op. cit., p. 381). 101. F. Savater interpreta esta especie de «ascensión liberadora», que experimenta el sujeto en la experiencia estética, en términos próximos al gnosticismo: a su juicio, Schopenhauer es «el último gnóstico [...], [ya que] está convencido de que la gnosis –cierto tipo de conocimiento particularmente elevado– puede servirnos para cortar con su puro láser de luz inteligente las ligaduras que nos atan al dolor» (cfr. Schopenhauer. La abolición del egoísmo. Antología y crítica, Barcelona, Montesinos, 1986, p. 19).
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Introducción por intermedio del arte».102 La contemplación estética es, ante todo, un fenómeno fundamentalmente cognitivo que nos eleva a una «consciencia mejor»;103 por eso, la belleza del objeto no es la encarnación de la idea hegeliana, sino que reside, más bien, en «la forma del objeto [cuando ésta] alcanza a expresar significativamente su idea»:104 como afirma J. M. Marín Torres, la belleza consiste para Schopenhauer en «la propiedad que tienen los objetos para provocar [en nosotros] la contemplación clara de la idea»,105 su «aptitud para inducirnos a la contemplación». Según esto, un objeto «es [tanto] más bello cuanto más nos facilita la contemplación clara de la idea, de lo cual podemos concluir que la belleza de [dicho] objeto nos eleva sobre su propia particularidad, permitiéndonos intuir, a través de sí, la universalidad que encierra».106 Si esto es así, parece que, «en principio, en tanto ambas se prestan a la contemplación, no hay ninguna diferencia sustancial entre la belleza natural y la belleza artística»:107 lo que sucede es que la belleza artística, creada por el genio, posee ventaja sobre la natural, en el sentido de que el arte, comparado con la naturaleza, facilita en mucha mayor medida el conocimiento de las ideas, y constituye una vía de conocimiento superior para alcanzarlas, ya que no se limita a imitar la naturaleza (si lo hace es mal arte), sino que se anticipa a ella con sus producciones, y supera así sus tentativas parciales de producir un objeto capaz de hacer plenamente perceptible la idea; el arte genial, pues, actúa como un catalizador que potencia nuestra capacidad para aprehender lo que se encuentra más allá de la superficie de la naturaleza, facilitándonos «una visión de las cosas más profunda, clara y precisa», y acabando «lo que 102. M. Menéndez Pelayo: Historia de las ideas estéticas en España II, op. cit., p. 307. 103. «Consideramos [...] lo bello como un tipo de conocimiento absolutamente específico que se da en nosotros» (Metafísica de lo bello, cap. 1). 104. Metafísica de lo bello, cap. 8: «el poder de [la] belleza [de un objeto se basa en] la significación de su forma». 105. J. M. Marín Torres: «Schopenhauer: una estética para la redención», en Arthur Schopenhauer, Documentos Anthropos, 6 (1993), p. 117. 106. J. M. Marín Torres: «Actualidad de Schopenhauer a través de su estética», en J. Urdanibia (coord.): Los antihegelianos: Kierkegaard y Schopenhauer, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 244-245. 107. J. M. Marín Torres: «Schopenhauer: una estética...», op. cit., p. 118.
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Manuel Pérez Cornejo la naturaleza no puede terminar»,108 adivinando sus propósitos y concluyéndolos; pero si, por casualidad, la naturaleza consigue producir un objeto (por ejemplo un hombre o una mujer bellos) cuya efigie permite captar perfectamente la idea, su nivel de belleza será equivalente al de cualquier obra de arte: A través de la obra de arte, el genio comparte la idea captada con otras personas. Durante el proceso de captación de la idea por otros, facilitado por el medium de la obra de arte, dicha idea permanece ella misma idéntica e inmutable; por eso el goce estético es también esencialmente uno y el mismo, tanto si lo suscita una obra de arte, como si se centra en la inmediata contemplación de la naturaleza y la vida. La obra de arte es simplemente un medio que facilita el conocimiento que ocasiona aquel goce. La idea se nos presenta mucho más fácilmente desde una obra de arte que desde la naturaleza y la realidad inmediatas: esto se debe, sobre todo, a que el artista –que sólo conocía la idea, y no ya la realidad– únicamente ha reproducido en su obra la idea pura, separándola de la realidad, y dejando de lado todas aquellas contingencias que pudieran perturbarla, presentando lo esencial y característico de la misma en forma mucho más pura que como se nos da en la realidad. El artista nos presta sus ojos para ver el mundo, y así, por mediación suya, participamos del conocimiento de las ideas.109
De manera, pues, que belleza natural y belleza artística revelan lo mismo: la primacía de la voluntad en todos los niveles de la vida y del mundo; y el placer estético que surge de ambas es completamente ajeno al hedonismo sensual, aproximándose a una forma serena de conocimiento. La diferencia (esencial) estriba en que, mientras la belleza natural promueve directa e inmediatamente este conocimiento sereno de sus objetos, el arte requiere la mediación del genio –él mismo un producto de la naturaleza–, quien facilita el tránsito desde las simples vistas del entorno natural a la concentración de la idea en el marco de la obra de arte.110 108. J. M. Marín Torres: «Actualidad de Schopenhauer...» op. cit., p. 246. 109. Metafísica de lo bello, cap. 7. 110. Ch. Foster: «Schopenhauer and aesthetic recognition», en D. Jacquette (ed.): Schopenhauer, philosophy, and the arts, Cambridge University Press, 1996, pp. 140-141.
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Introducción Con ello, Schopenhauer reivindicaba, frente a Hegel, la belleza plena de la naturaleza; lo único que se requiere es abordarla con una actitud contemplativa adecuada, próxima a la del genio, pues es la única que propicia la revelación de las ideas: en cuanto se adopta dicha actitud, la naturaleza actúa tan «beneficiosamente sobre el ánimo, a través de su belleza estética»,111 como lo hace el arte. Finalmente, por lo que se refiere al ideal, Schopenhauer no lo concibe como la realización de la idea en una figura adecuada, efectiva y concreta, a la manera de Hegel; el hallazgo del ideal depende de la actividad del genio creador, que es capaz de anticipar el contenido de la obra mediante cierto conocimiento a priori de la idea: la intuición le permite captar mentalmente dicha idea, tal como ésta es en sí misma, más allá de sus realizaciones materiales, casi siempre imperfectas, y así construir un modelo que responda plenamente a las exigencias que tal idea plantea. Por eso, el genuino arte –y en esto sí coincide Schopenhauer con su gran oponente– nunca debe reducirse a una vulgar imitación literal de la naturaleza.112 3.ª) Schopenhauer cree que el verdadero arte es eterno e insuperable Ya hemos visto cómo Hegel, en sus Lecciones, concebía el arte como una «apariencia», a través de la cual el espíritu absoluto avanza en su búsqueda de autoconciencia; ahora bien, Hegel mantiene que no todas las apariencias son equivalentes a la hora de patentizar dicho espíritu: dado que el arte utiliza necesariamente un material sensible, «no es, ni según el contenido, ni según la forma, el modo supremo y absoluto de 111. Metafísica de lo bello, cap. 8. Esta declaración anticipa la que aparece en el cap. 33 de los Complementos al MVR, donde Schopenhauer no puede contener su admiración por la belleza del mundo y exclama: «¡Qué estética es la naturaleza!» (A. Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación. Complementos (trad. de P. López de Santa María), Madrid, Trotta, 2003, p. 452). 112. Metafísica de lo bello, caps. 14 -15. Sobre las relaciones entre idea e ideal en Schopenhauer, muy influidas por las opiniones de Rafael, cfr. E. Panofsky: Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte (trad. de M. Teresa Pumarega), Madrid, Cátedra, 1984, pp. 62-63.
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Manuel Pérez Cornejo hacer al espíritu consciente de sus verdaderos intereses»;113 así fue en la época dorada del arte griego; pero ahora existe una captación más profunda de la verdad que se da en «la aprehensión cristiana».114 Hegel debió sorprender a sus oyentes (crecidos en su mayoría en un ambiente en el que primaba el culto romántico al arte) cuando afirmaba que: [...] la índole peculiar de la producción artística y de sus obras ya no satisface nuestra necesidad suprema: ya no podemos venerar y adorar las obras de arte como tocadas por la divinidad; la impresión que nos producen es de índole más sesuda, y lo que suscitan en nosotros ha todavía menester un criterio superior y una verificación diversa. El pensamiento y la reflexión han sobrepujado al arte bello. Quien guste de entregarse a las lamentaciones y las quejas [¿estaría pensando en sujetos como Schopenhauer, de cuyas opiniones filosóficas quizá tuvo alguna noticia?] puede considerar este fenómeno como una corrupción y atribuirlo a la prevalencia de las pasiones y de los intereses egoístas que hacen desaparecer la seriedad del arte tanto como su jovialidad; o bien se puede echar la culpa a la inopia de los tiempos que corren, a las complicadas circunstancias de la vida civil y política, las cuales impiden que el ánimo, prisionero de mezquinos intereses, se libere a los fines superiores del arte, dado que la inteligencia misma está al servicio de esta inopia y de sus intereses en ciencias que sólo tienen utilidad para tales fines y se deja inducir a la preservación en esta esterilidad. Sea cual sea la actitud que frente a esto se adopte, lo cierto es que el arte ha dejado de procurar aquella satisfacción de las necesidades espirituales que sólo en él buscaron y encontraron épocas y pueblos pasados, una satisfacción que, al menos en lo que respecta a la religión, estaba muy íntimamente unida al arte. Ya pasaron los hermosos días del arte griego, así como la época dorada de la baja Edad Media [...]. Por eso, dadas sus circunstancias generales, no son los tiempos que corren propicios para el arte [...]. Considerado en su determinación suprema el arte es y sigue siendo para nosotros, en todos estos respectos, algo del pasado. Con ello, ha perdido para nosotros también la verdad y
113. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre la estética, op. cit., p. 13. 114. Ibíd.
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Introducción la vitalidad auténticas, y, más que afirmar en la realidad efectiva su primitiva necesidad y ocupar su lugar superior en ella, ha sido relegado a nuestra representación.115
Y, más adelante, añadía: [...] el arte tiene [...] un después, esto es, un círculo que a su vez excede a su modo de comprensión y de representación de lo absoluto. Pues el arte todavía tiene en sí mismo un límite y pasa por tanto a formas superiores a la consciencia. Esta limitación determina también, pues, el lugar que ahora solemos asignarle al arte en nuestra vida actual. El arte ha dejado de valernos como el modo supremo en que la verdad se procura existencia [...]. Puede sin duda esperarse que el arte cada vez ascienda y se perfeccione más; pero su forma ha dejado de ser la suprema necesidad del espíritu. Por más eximias que encontramos todavía las imágenes divinas griegas, y por más digna y perfectamente representados que vemos a Dios Padre, a Cristo y a María, en nada contribuye esto ya a nuestra genuflexión.116
La devoción al arte se ha trasladado, por tanto, a la religión (dominio de la representación) y al cultivo de la ciencia (filosofía), donde el espíritu alcanza la pureza del pensar conceptual libre, capaz de captar la idea perfectamente, ya que «sólo en el pensar puede aprehenderse [dicha idea] en la forma de sí misma».117 Esta concepción contrasta radicalmente con la expuesta en las Lecciones de Schopenhauer: también para él el arte supone alcanzar una libertad para el espíritu, pero en ningún caso la de un etéreo espíritu absoluto, sino la del espíritu del sujeto, quien, al conocer directa e intuitivamente las ideas, se libera del tiránico principio de razón suficiente y de la tutela de la voluntad. Más que proporcionarle un grado superior de autoconciencia al Espíritu con mayúsculas, el arte consigue elevar al espíritu individual a una «consciencia mejor», es decir, al grado del sujeto trascendental puro del conocimiento. Como mantiene Foucher de
115. Ibíd., pp. 13-14. 116. Ibíd., p. 79. 117. Ibíd., p. 80.
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Manuel Pérez Cornejo Careil, para Schopenhauer, el arte creado por el genio tiene como ley suprema «la liberación del espíritu»,118 la redención del mismo a través del conocimiento, y su desprendimiento de las cadenas de la voluntad,119 y esta liberación espiritual no es algo histórico, ni está sometida a ninguna sucesión de etapas mejor o peor definidas, como cree Hegel, sino que es tan eterna y atemporal como las ideas que conoce el intelecto,120 es decir: puede alcanzarla cualquier ser humano, en cualquier momento histórico, siempre que sea él mismo un genio, o adopte la necesaria actitud de contemplación facilitada por el auténtico arte genial. Por lo que respecta a cuál es el contenido eterno del arte, que éste nos transmite por encima de cualquier condicionante temporal o histórico, la respuesta que Schopenhauer da en El mundo como voluntad y representación y en las Lecciones sobre metafísica de lo bello se amplía y precisa en el cap. 34 de los Complementos al MVR, publicado en 1844: si allí afirmaba que dicho contenido está formado por las ideas, aquí afina más su propuesta, y aclara que lo que las artes, igual que la filosofía, tratan de resolver es nada menos que el problema de la existencia, mediante el desvelamiento de la voluntad;121 ahora bien, como este problema va unido al destino mismo de la Humanidad (en tanto que representante del sujeto puro o trascendental), una estética como la hegeliana, que considera al arte un producto «del pasado», y no algo ligado al eterno presente, al nunc stans del conocimiento, es completamente insostenible: No sólo la filosofía, también las bellas artes –dice Schopenhauer– trabajan en el fondo para resolver el problema de la existencia. [...] [Ambas tratan de] captar la verdadera esencia de las cosas,
118. A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer, op. cit., p. 246. 119. J. M. Marín Torres: «Schopenhauer: una estética para la redención», op. cit., p. 121. 120. Para Schopenhauer «eternidad», «nunc stans» y «negación del tiempo» son expresiones equivalentes: que las ideas sean eternas no significa que duren siempre, sino que no les resulta aplicable la forma a priori del tiempo (cfr. A. Fauconnet: L’Esthétique de Schopenhauer, op. cit., p. 381); así pues, el arte, al elevarse por encima de dicha forma a priori, «toca», por así decirlo, la eternidad. 121. Esto quiere decir, según Paetzold, que el arte tiene para Schopenhauer una «significación filosófica» (cfr. op. cit., p. 423).
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Introducción de la vida y de la existencia. Porque sólo eso tiene interés para el intelecto como tal, es decir, para el sujeto de conocimiento librado de los fines de la voluntad, o sea, puro; lo mismo que para el sujeto cognoscente en cuanto mero individuo no tienen interés sino los fines de la voluntad. Debido a ello, el resultado de toda captación puramente objetiva, es decir, artística, de las cosas, es una expresión más de la esencia de la vida y la existencia, una respuesta más a la pregunta: «¿Qué es la vida?». A esa pregunta responde a su manera y con perfecta corrección cada obra de arte auténtica y lograda. Sólo las artes hablan en exclusiva el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición, no el abstracto y serio de la reflexión: su respuesta es por eso una imagen pasajera, no un conocimiento universal permanente. Así que cada obra de arte, cada pintura, estatua, poema o escena en el teatro, responden a esa pregunta para la intuición: también la música la responde y, por cierto, con mayor profundidad que todas las demás, ya que expresa la esencia más íntima de toda vida y existencia en un lenguaje inmediatamente comprensible, pero no traducible a la razón. Las demás artes, pues, presentan ante aquel que pregunta una imagen intuitiva y dicen: «¡Mira aquí, esto es la vida!». Su respuesta, por muy acertada que pueda ser, asegurará sólo una satisfacción parcial, no completa ni definitiva. Pues nunca ofrecen más que un fragmento, un ejemplo en vez de la regla, no la totalidad que solamente puede ofrecerse en la universalidad del concepto. Ofrecer para este, es decir, para la reflexión e in abstracto, una respuesta a aquella pregunta que sea permanente y que baste para siempre es la tarea de la filosofía. Entretanto, vemos aquí en qué se basa la afinidad de la filosofía con las bellas artes y podemos comprobar en qué medida la capacidad para ambas tiene una misma raíz, si bien es muy diferente en su orientación y en lo secundario [...]. Como consecuencia de todo esto, en la obra de las artes representativas está contenida toda la sabiduría, pero sólo virtualiter o implicite: en cambio, de presentarla actualiter y explicite se ocupa la filosofía.122
122. A. Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación. Complementos, op. cit., pp. 454-455; cfr. también el comentario que dedica a estas reflexiones Foucher de Careil, en Hegel et Schopenhauer, op. cit., pp. 259-260.
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Manuel Pérez Cornejo En esta tarea, el arte genial fue, es, y será insuperable e insustituible, es decir, no podrá ser superado jamás por la religión ni la filosofía, sino que, más bien, habría que decir que estos tres caminos constituyen tres vías diferentes a la hora de facilitarnos una intuición de la única realidad que late tras cualquier existencia: la voluntad (si es que otorgamos a la ética ascética de la autorrenuncia expuesta en el Libro IV de El mundo como voluntad y representación una significación religiosa, que en Schopenhauer resulta más que discutible, y que en cualquier caso nada tiene que ver con lo que Hegel entiende por «religión»); de estos tres caminos, el arte tiene el privilegio de actuar sobre el espíritu mucho más directamente, gracias a su carácter sentimental e intuitivo; pero tal ventaja es paliada por la fugacidad de su efecto sedante, que sólo puede prolongarse más, e incluso puede hacerse casi definitivo, en la mística o la filosofía. Parafraseando, y al mismo tiempo refutando a Hegel, Schopenhauer diría, en suma: 1) que el arte genial significa siempre «una forma superior de consciencia»; 2) que el arte vale como «modo supremo en que la verdad se procura existencia»; y, finalmente, 3) que el arte constituye siempre y en todo momento histórico «una suprema necesidad del espíritu» (humano, limitado y finito), respondiendo fielmente a los «verdaderos intereses» de éste.123 Lo que ocurre en la época actual es que ésta no resulta propicia para el arte, no porque éste sea algo superado o perteneciente al pasado, sino porque la dominación que ejerce un público vulgar, y la escasez cada vez más notable de auténticos individuos superiores capaces de revelar las ideas, hacen que el espíritu humano se haya encanallecido, volviéndose menos contemplativo y más interesado, abrazando los ideales de una ciencia egoísta y manipuladora, y sometiéndose cada vez más a los dictados del principio de razón sufi-
123. Curiosamente, en un pasaje de sus Lecciones (op. cit., pp. 202-203), Hegel afirma taxativamente que «la obra de arte debe desvelarnos los intereses superiores del espíritu y de la voluntad, lo en sí mismo humano y poderoso, las verdaderas profundidades del ánimo»: ¡qué coincidencia con Schopenhauer!; pero ya hemos visto cómo, en su sistema, esa exigencia de «profundidad» la cumplen mucho más perfectamente las producciones de la religión o la ciencia (= filosofía), que se alzan por encima del arte.
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Introducción ciente:124 se trata de una época oscura, en la que hay vulgo y científicos, pero contados genios, es decir, pocos seres humanos que hayan conseguido librarse realmente de las opresivas ligaduras que la voluntad impone al intelecto humano para intuir la verdad. La época contemporánea, en la que predomina una «completa falta de gusto»,125 produce un 124. El carácter eminentemente reaccionario del pensamiento de Schopenhauer contrasta con el núcleo crítico, enormemente actual, que encierra su pensamiento, y que ya fue apuntado por los filósofos de la Escuela de Francfort, como Max Horkheimer (cfr. supra, n. 63). Schopenhauer se da cuenta, tácitamente, de que tomar partido por la razón o por la intuición implica un juicio de valor: frente a la visión del mundo basada en la racionalidad científica –que él cree detectar (seguramente interpretándola de forma sesgada) en la reflexión hegeliana sobre el concepto–, propone otra forma de entender la realidad, eminentemente estética, no manipulativa, y basada en una experiencia cognoscitiva diferente de la proporcionada por el conocimiento científico (cfr. H. Paetzold: op. cit., p. 412). Mientras la ciencia, que se las da de «objetiva», lo que en realidad se propone es explicar cómo es el mundo y por qué es como es, para someterlo a los intereses dictados por la voluntad al sujeto individual; el arte, vía del conocimiento más poderosa que el simple conocimiento empírico o la ciencia, porque se basa en la intuición y el sentimiento, provoca un cambio en nosotros (cfr. El mundo como voluntad y representación, op. cit., cap. XXX, p. 141), volviéndonos desinteresados: así nos permite contemplar los objetos desde una nueva perspectiva, que nos los muestra en su verdadera esencia objetiva –es decir, la idea–, al tiempo que sustituye el cómo y el por qué de la ciencia por el qué de la contemplación, suprimiendo toda finalidad egoísta basada en los intereses dominadores de la voluntad individual, y dejando intacto el misterio irracional de su existencia objetiva (cfr. J. M. Martín Torres: «Actualidad de Schopenhauer a través de su estética», op. cit., pp. 240-250, y «Schopenhauer: una estética para la redención», op. cit., p. 117). Desde este punto de vista, Schopenhauer interpreta el carácter cientificista de la edad contemporánea y el predominio creciente de la ciencia sobre el arte, no como un escalón más en el avance del espíritu, sino más bien como un retroceso en la comprensión de la verdad metafísica del mundo, y por consiguiente en la verdadera liberación intelectual y moral, que se eclipsan hoy más que nunca frente al egoísmo de la voluntad (cfr. A. I. Rábade Obradó: op. cit., p. 20; J. E. Atwell: «Art as liberation: a central theme of Schopenhauer’s philosophy», en D. Jacquette (ed.): Schopenhauer, philosophy, and the arts, op. cit., p. 97, y Ch. Foster: «Ideas and imagination. Schopenhauer on the Proper Foundation of Art», en Ch. Janaway (ed.): The Cambridge Companion to Schopenhauer, op. cit., pp. 213-219). 125. A. Schopenhauer: Sobre la lectura, los libros y otros ensayos, Madrid, Edaf, 1997, p. 89 (§ 233 de Parerga y Paralipomena). Schopenhauer vincula esta
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Manuel Pérez Cornejo arte mediocre, si se lo compara con las cimas del pasado; pero esto no ha significado un avance del espíritu hacia las cotas superiores de la religión y la ciencia, como mantenía Hegel, sino un lento oscurecimiento de la inteligencia humana, único fanal en un mundo cada vez más dirigido por la oscura voluntad, embotada por el utilitarismo y la ciencia positiva abstracta. Parece haber acabado –al menos momentáneamente– el tiempo de los genios, dando paso a la época de la talentuda razón, utilizada por los nuevos «amos del mundo» para acomodar toda la realidad a los patrones despiadados y crueles de la todopoderosa subjetividad individual, convertida ahora en el canon único y exclusivo del que emana cualquier valoración efectiva.126 Si el arte, en fin, es a los ojos de Schopenhauer, «la única flor de la vida, el único lado risueño e inocente de ella, a la vez que una promesa de libertad futura»,127 el culto moderno a la ciencia significa el marchitamiento de esa flor, la sustitución de la inocencia por el mezquino interés, y el inicio de una era de opresión de problemático fin. 4.ª) Schopenhauer rechaza la concepción histórico-dialéctica del arte Como dijimos anteriormente, en sus Lecciones sobre la estética Hegel se esforzaba por rastrear las formas particulares que había adoptado el ideal de belleza artística a lo largo de la historia: tales formas artísticas vendrían determinadas por la tensión existente entre la forma sensible (finita) del arte y el contenido ideal (infinito) del mismo. La primera forma histórica supuso la inadecuación entre dicho contenido ideal y su expresión inmediata, abstracta y unilateral, a través de una figura externa deficiente y contingente: se trata de la forma artística simbólica, representada por el zoroastrismo, el hinduísmo y el arte egipcio;128 falta de gusto al abandono del estudio de las lenguas antiguas, y a la barbarie progresiva que este abandono ha ido provocando (ibíd., pp. 141-146). 126. Cfr. A. I. Rábade Obradó: op. cit., pp. 234-235. 127. M. Menénez Pelayo: op. cit., pp. 310-311. 128. Cfr. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre la estética, op. cit., pp. 249-257 y 262266; Hegel, al contrario que Schopenhauer, y quizás inspirado por las reflexiones de Creuzer en su libro El simbolismo y la mitología de los pueblos de la antigüedad, publicado entre 1810 y 1812, concede gran importancia al sím-
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Introducción el segundo momento, en el que se produce una adecuación perfecta entre el contenido espiritual, la idea, y la figura sensible es la forma artística clásica, en la que el ideal se intuye pertinentemente realizado en una espiritualidad concreta: la figura humana;129 finalmente el contenido espiritual, la idea como subjetividad infinita, resulta de nuevo inadecuado a la forma artística, rebasándola y superándola hacia la religión: es la forma artística romántica, propia del arte cristiano y sus derivaciones, en la que el arte se trasciende a sí mismo, porque «la unidad de la naturaleza humana y la divina [...] [no viene dada ya] como figura corpórea humana, sino [como] interioridad autoconsciente».130 Lo que en él se representa es la verdad: Dios como espíritu, pero no ya como espíritu individual, particular ni finito, sino como espíritu absoluto. Así, en el tránsito desde la forma artística simbólica a la romántica, pasando por la clásica, se expresa «la aspiración, el logro y el rebasamiento del ideal en cuanto la verdadera idea de la belleza».131 Hegel culminaba sus Lecciones articulando el sistema de las artes singulares; en él se presentaba la realización del ideal y el ser-ahí real de las formas artísticas generales en un determinado material sensible como obra de arte, como realidad efectiva objetiva. El sistema comenzaba por la arquitectura, que esforzándose por hacer la naturaleza exterior afín al espíritu y a Dios, se divide en simbólica, clásica y romántica, si bien corresponde sobre todo a la forma artística simbólica, porque en ella la idea aparece aún de manera inmediata y abstracta;132 a continuación, Hegel pasaba a la escultura, donde lo interno espiritual se introduce en la figura corporal sensible, especialmente humana, alcanzado su máximo esplendor en la estatuaria clásica y no tanto en la simbólica o romántica;133 finalmente, el sentimiento comunitario (subjeti-
129. 130. 131. 132. 133.
bolo en el terreno del arte: cfr. ibíd., pp. 225-239 (sobre Creuzer y su teoría de los símbolos, cfr. F. Creuzer: Sileno. Idea y validez del simbolismo antiguo (trad. de A. Brotons Muñoz), Barcelona, Ed. del Serbal, 1991, passim). Cfr. G. W. F. Hegel: op. cit., pp. 352-368. Ibíd., pp. 60, 382 y 393-435. Ibíd., p. 61. Ibíd., pp. 463-512. Ibíd., pp. 513-577.
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Manuel Pérez Cornejo vo) de los fieles en el cristianismo, y su ansia de unirse con el Sujeto Absoluto Divino, se expresa en la pintura, la música y la poesía, artes que, aunque han sido practicadas en todas las épocas, son eminentemente románticas y alcanzan su perfección en este período: la pintura opera con la simple visibilidad, con lo que idealiza o subjetiviza todo el reino de los objetos particulares, reduciéndolos a luz, sombra y color;134 la música penetra aún más profundamente en la interioridad subjetiva, exponiendo ya de un modo directo el alma o espíritu, bien según su significación ideal, bien en la subjetividad del sentimiento, aunque de manera todavía indeterminada: de ahí su intenso efecto sobre el ánimo;135 finalmente, la poesía alcanza a representar de forma concreta el sentimiento del individuo o sujeto autoconsciente; por eso supone el logro del «arte universal del espíritu que ha devenido en sí libre»; además, al utilizar la fantasía, es capaz de crear un mundo enteramente bello, aunque interior, subjetivo, por lo que prescinde ya de cualquier base material exterior (con excepción del sonido o un apoyo gráfico), moviéndose en un plano de espiritualidad pura. Alcanzada esta forma suprema, el arte va más allá de sí mismo, y pasa «de la poesía de la representación a la prosa del pensar»;136 pero antes debe pasar por las formas concretas de la 134. Ibíd., pp. 583-644. 135. Ibíd., pp. 65 y 645-693. 136. Ibíd., p. 66. En las pp. 695-698 ofrece Hegel un magnífico resumen de su sistema de las artes, en el que se detecta un evidente perfil teleológico, que apunta hacia un grado cada vez más alto de subjetividad y autoconsciencia, culminante en el ámbito de la poesía: «El templo de la arquitectura clásica exige un dios que lo habite; la escultura lo erige con plástica belleza y al material que para ello utiliza le da formas que según su naturaleza no resultan exteriores a lo espiritual, sino que son la figura inmanente al contenido determinado mismo. Pero la corporeidad y la sensibilidad, así como la universalidad ideal de la figura escultórica, tienen frente a sí por una parte lo subjetivamente interior, por otra la particularidad de lo particular, en cuyo elemento debe alcanzar realidad efectiva, a través de un nuevo arte, tanto el contenido de la vida religiosa como de la mundana. En el principio de las artes figurativas este modo de expresión tanto subjetivo como particular-característico lo aporta la pintura, pues ésta rebaja la exterioridad real de la figura a la apariencia, más ideal, del color, y hace de la expresión del alma interna el centro de la representación. Sin embargo, la esfera general en que estas artes se mueven, una en el tipo simbólico, otra en el plástico-ideal, la tercera en el romántico, es la figura externa sensible del espíritu y de las cosas naturales.
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Introducción poesía épica (objetiva), lírica (subjetiva) y dramática (unidad mediadora entre las dos anteriores), en las que se produce la plena autoexpresión del sujeto.137 En el drama, en la tragedia, la acción ha de ser sustancial; su contenido, lo ético, y su forma propia la grandeza del espíritu y del carácter (como sucede en Sófocles o Shakespeare):138 el poeta dramático tiene la misión de «calar del modo más profundo en la esencia de la acción humana y en el gobierno divino del mundo, así como en la representación tan clara como plena de vida de esta eterna sustancia de todos los caracteres, pasiones y destinos humanos»;139 y esto lo consigue si el tema de la tragedia es «lo divino», dado en la realidad mundana como «lo ético», y expresado mediante «caracteres enfrentados en recíproca «Pero, ahora bien, el contenido espiritual, en cuanto esencialmente perteneciente a lo interno de la consciencia, tiene en el mero elemento de la apariencia externa y en la intuición a que se ofrece la figura externa un ser-ahí al mismo tiempo extraño para lo interno, del que el arte debe a su vez extraer por tanto sus concepciones para transferirlas a un dominio que, tanto según el material, como según la clase de expresión, sea para sí mismo de índole interior e ideal. Este fue el paso adelante que vimos dar a la música, en la medida en que ésta hacía para lo interno lo interior como tal y el sentimiento subjetivo, en vez de en las figuras intuibles, en las figuraciones de la resonancia en sí vibrante. Pero con ello pasaba a otro extremo, a la concentración subjetiva inexplicitada, cuyo contenido encontraba en los sonidos una exteriorización ella misma a su vez sólo simbólica [...], la música, debido a su unilateralidad, debe llamar en su ayuda a la denotación más precisa de la palabra y, para el ajuste más firme a la particularidad y a la expresión característica del contenido, exige un texto que sea el único en rellenar más precisamente lo subjetivo que a través de los sonidos se efunde [...]. Ahora bien, la poesía, el arte oral, es lo tercero, la totalidad que unifica en sí los extremos de las artes figurativas y de la música en una fase superior, en el ámbito de la interioridad espiritual misma. Pues, por una parte, la poesía contiene, como la música, el principio del percibirse lo interno como interno que les falta a la arquitectura, a la escultura y a la pintura; por otra, en el campo del representar, intuir y sentir internos mismos, se extiende en un mundo objetivo que no pierde del todo la determinidad de la escultura y la pintura, y es capaz de desplegar más completamente que cualquier otro arte la totalidad de un acontecimiento, una sucesión, alternancia de movimientos anímicos, pasiones, representaciones y el curso concluso de una acción [...]. [Por este motivo, el contenido de la poesía es] el representar e intuir internos mismos». 137. Ibíd., pp. 748-832. 138. Ibíd., pp. 841-845. 139. Ibíd., pp. 845-846.
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Manuel Pérez Cornejo exclusión»: lo que importa es que el poeta consiga expresar cómo se supera la contradicción, restaurándose «la sustancia y la unidad éticas con la destrucción de la individualidad perturbadora de su calma»: la significación del desenlace trágico, por tanto, no representa otra cosa que la superación de «la particularidad unilateral que no ha podido encajar en esta armonía y que en la tragicidad de su acción, no pudiendo abdicar de sí misma y de sus propósitos, se ve en toda su totalidad expuesta a la ruina o al menos obligada a renunciar, si puede, a la consumación de su fin»; así es como se cumple «lo que conviene a la razón y a la verdad del espíritu».140 Frente a la tragedia, la comedia implica, por el contrario, la victoria definitiva de la subjetividad libre, que se manifiesta sin trabas, pero cayendo en lo ridículo, porque no se trata aún de la subjetividad universal absoluta, sino de la simple subjetividad individual, mezquina y finita,141 en la que se produce la total disolución de la forma y «del arte en general»:142 es la negación misma del arte. H. Paetzold ha dicho que, comparada con la grandiosa reflexión histórico-filosófica de la estética hegeliana, la Metafísica de lo bello de Schopenhauer supone «una pérdida de conciencia del problema»;143 a nuestro entender, lo que sucede es que Schopenhauer se plantea la cuestión desde otra perspectiva: una perspectiva ahistórica de las artes, en correspondencia con la ahistoricidad de su propia filosofía: [...] para Hegel, la revelación artística ocurre dentro de un proceso histórico-dialéctico. En el curso de la historia, las artes ascienden desde un encuentro inicial con el simbolismo [...] a una unión filosófica final con el espíritu cósmico. Por contraste, la estética de Schopenhauer alcanza sus cumbres en un esquema ahistórico. Describe las artes ascendiendo dentro de los grados definidos de objetivación de la voluntad.144
140. 141. 142. 143. 144.
Ibíd., pp. 857-858. Ibíd., p. 859. Ibíd., p. 883. H. Paetzold: Ästhetik des deutschen Idealismus, op. cit., p. 412. M. Schwarzer: «Schopenhauer’s philosophy of architecture», en D. Jacquette (ed.): Schopenhauer, philosophy, and the arts, op. cit., p. 282.
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Introducción Schopenhauer no aceptó jamás el pensamiento hegeliano de que la historia de las ideas constituye tales ideas y, por derivación, la historia del arte, la filosofía del arte; incluso llegó a considerar el carácter esencialmente histórico de la filosofía hegeliana como ilustración de su falsedad:145 la verdad no se encuentra proyectada en la historia, sino fuera de la historia, que ha de ser considerada una inmensa ilusión; análogamente lo auténticamente artístico, lo poético, trasciende todo marco histórico para elevarse inmediatamente al nivel de la eternidad.146 Por eso, su Metafísica de lo bello se opone de plano a la estética hegeliana, en la que se construye una historia del arte a priori, imaginando que un estilo artístico tuvo que suceder necesariamente a otro, sin que pudiese haber sido de otra manera: para Schopenhauer, en cambio, como demuestra el Tasso de Goethe, cada creación artística genial es en realidad obra de un único y particular talento, que ha tenido que deambular algún tiempo en la mala compañía de este mundo, para que éste pudiera ser salvado de los lazos de la rudeza y del atontamiento; es fruto de una naturaleza aristocrática, que no sabe nada de sistemas profesorales, y que no espera a que venga el académico de turno, para calcular cuándo le toca intervenir; de manera, pues, que aunque las obras de arte sean formalmente distintas a lo largo del tiempo, su contenido es en el fondo idéntico, y viene expresado por las ideas que encarnan: su revestimiento exterior es, desde este particular punto de vista, accesorio, anecdótico. Las artes no evolucionan, por tanto, siguiendo los pasos marcados por el despliegue del Absoluto, sino que cada arte permite acceder intuitivamente a un aspecto parcial de la verdad sobre la vida, es decir: a un tipo específico de ideas, y al conflicto que entre ellas se desencadena,147 estableciéndose una jerarquía en la que cada forma de arte se co145. B. Magee: op. cit., p. 285. 146. «Schopenhauer inició el primer intento por sustituir la filosofía de la historia hegeliana por una filosofía de lo poético» (J. M. Marín Torres: «Actualidad de Schopenhauer a través de su estética», op. cit., p. 249; la idea se repite, ampliada, en J. M. Marín Torres: Agnosticismo y estética, op. cit., p. 124). 147. El conflicto entre las ideas se debe a que cada idea disputa a las demás el terreno (esto es: la materia, el espacio y el tiempo) en el que éstas desean objetivarse: cfr. M. Piclin: Schopenhauer o el trágico de la voluntad, Madrid, Edaf, 1975, p. 81.
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Manuel Pérez Cornejo rresponde simétricamente a un grado determinado de objetivación de la voluntad, hasta alcanzar su expresión más elevada en la representación de las ideas humanas.148 Ahora bien, como señala acertadamente A. Fauconnet, resulta absurdo plantear desde esta jerarquía el problema de si ciertas artes (aquellas que representan ideas «inferiores», como la arquitectura o la jardinería) tienen derecho a la existencia, o más valor que otras;149 pues la clasificación propuesta por Schopenhauer tiene «un sentido puramente relativo»:150 la voluntad se presenta entera en cualquiera de sus manifestaciones, de manera que tan justificado está un arte que representa ideas supuestamente «inferiores», como la arquitectura, como uno que representa ideas «superiores», como el drama: lo único que importa es que ese arte en cuestión produzca una obra cuya forma «exprese con claridad y precisión la idea que le corresponde», siendo ahí precisamente donde estriba la belleza particular de cada arte;151 adoptando este punto de vista, «no tiene menos mérito ser un gran arquitecto que un gran poeta»;152 lo único que cuenta es la genialidad de ambos para exponer las ideas pertinentes;153 además, la estructura del mundo, de la existencia en general, y de la propia idea de la humanidad en particular, presuponen todos los demás niveles de ideas que las sustentan: y precisamente aquí radicaría la aportación más meritoria del arte, pues, las diversas artes pondrían de manifiesto ante la intuición contemplativa el vínculo que une al ser humano con el resto del universo.154 148. En las pp. 88-89 de su Esthétique de Schopenhauer, A. Fauconnet ofrece un esquema en el que se establece la deducción de los tres «principios directores» (i. e.: «objetivación progresiva del querer»; «evolución del placer estético desde el predominio del componente subjetivo al objetivo» y «presentación cada vez más acusada del conflicto entre las ideas que manifiestan la voluntad») que, a su entender, subyacen a la jerarquía de las artes expuesta en la Metafísica de lo bello. 149. Esta es la posición que discute C. Rosset: cfr. L’Esthétique de Schopenhauer, París, PUF, 1969, p. 34. 150. A. Fauconnet: L’Esthétique de Schopenhauer, op. cit., p. 67. 151. Ibíd., p. 119 y Metafísica de lo bello, cap. 10. 152. Ibíd., p. 70. 153. Schopenhauer aclara, no obstante, que el grado de genialidad requerido para exponer la idea del hombre es superior al que se necesita para expresar las demás: cfr. Metafísica de lo bello, cap. 6. 154. Cfr. J. M. Marín Torres: Agnosticismo y estética, op. cit., p. 98.
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Introducción Las obras tendrán calidad o no, dependiendo de si contribuyen a resolver en alguna medida el enigma de la existencia, presentando de forma intuible las ideas universales y su conflicto de la manera más simple, universal, objetiva y veraz posible:155 si cumplen estas condiciones, se convierten automáticamente en clásicas, sea cual sea la época que las haya producido.156 En cambio, un arte que no cumpla estos requisitos de simplicidad, objetividad, universalidad, veracidad e intuibilidad, es decir, que sólo responda a las veleidades de una determinada época, o del sujeto particular que lo ha producido; un arte que invierta las relaciones de conflicto que median entre las ideas;157 o, en fin, un arte que, en vez de emplear intuiciones o metáforas, sea meramente simbólico, conceptual o abstracto,158 será espurio, falso, y habrá que considerarlo «inferior» sin reservas. Esto le permite a Schopenhauer incluir entre las grandes creaciones del arte obras tan diversas como las pirámides egipcias,
155. Ibíd., pp. 72-73. 156. Schopenhauer, con todo, siguiendo a su admirado Winckelmann (al que rechaza únicamente en su apreciación de la alegoría), considera que el epíteto de «clásico» hay que aplicárselo especialmente a la literatura y al arte de la Antigüedad, siempre superiores, debido precisamente a que tienen estilo, es decir, simplicidad, objetividad y veracidad: cfr. A. Fauconnet: op. cit., p. 386. 157. Como, por ejemplo, el gótico, al que Schopenhauer menosprecia por su carácter subjetivo, y porque sustituye la realidad del conflicto entre soporte y carga por la apariencia falsa del triunfo de la rigidez sobre el peso; o el jardín francés, que resulta inferior al anglosajón porque aquél oprime la espontaneidad de la naturaleza, mientras que éste pone de manifiesto las ideas que la constituyen con total libertad: cfr. Metafísica de lo bello, cap. 12; la argumentación se repite, ampliada, en los Complementos al MVR, op. cit., cap. 35. En 1896, A. Beaumier, en su artículo «Sur un jugement esthétique de Schopenhauer», publicado en la Revue de metaphysique et morale (París, mayo, 1896), intentó demostrar que el rechazo schopenhaueriano del gótico entraba en contradicción con la propia teoría estética del filósofo; pero su argumentación resulta insostenible si se consideran los tres principos a los que, según nuestro autor, tiene que someterse la arquitectura: el de no imitación de la naturaleza, el de economía, y el de armonía entre las partes (soportes y cargas), para hacer inmediatamente visible el conflicto entre solidez y gravedad. 158. Como leemos en una anotación de 1821: «Las esculturas griegas, inciden en la intuición, y por ello son estéticas. Las indostánicas quedan consagradas al concepto; de ahí que sean meramente simbólicas» (HN III, 85 (36) [F I, 51]) (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 36, p. 84).
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Manuel Pérez Cornejo San Pedro del Vaticano, la escultura clásica, los jardines ingleses, o las pinturas de Rafael o del Correggio; y considerar geniales literaturas tan dispares como las de Homero, Shakespeare, Cervantes, Byron o Walter Scott:159 pues todas las producciones enumeradas revelan intuitivamente importantes aspectos objetivos (ideas) de la voluntad, que entran en conflicto; o en ellas se alude, de una manera u otra, al enigma de la existencia: por esta razón, todas son igualmente válidas y verdaderas. La única (pero esencial) diferencia que ha de tenerse en cuenta en este terreno no es, pues, la que supone Hegel que existe entre un arte simbólico, clásico o romántico –todo arte verdadero es, como acabamos de decir, «clásico»–, sino más bien la que existe entre un arte que, de algún modo, afirma la voluntad de vivir y otro que la niega: el arte genial de todas las épocas presenta ideas y responde a la pregunta «¿qué es la vida?», mostrando su esencia (los conflictos de la voluntad consigo misma); pero mientras la escultura clásica, por ejemplo, al basarse en la imitación de la encarnación de la voluntad en el cuerpo, constituye una afirmación de la voluntad de vivir, la pintura cristiana o el drama moderno expresan, ante todo, el desencanto y la fatiga de la vida, y la renuncia a la existencia. Siguiendo esta clave, cabe concluir que, aunque la época antigua tuvo, como la actual, su pintura, su tragedia o su música, fueron la arquitectura y la escultura las artes que alcanzaron en ella las más altas cotas de perfección (de hecho toda la literatura y el arte antiguos tienen algo de «escultórico»); en cambio, nuestra época, que ha vivido más, y se ha hecho mucho más consciente de las miserias de la voluntad, destaca sobre todo por su pintura, sus dramas y su música; porque es en esas formas donde cabe expresar más profunda y verazmente el aquietamiento de las pasiones, la piedad, y la renuncia a la existencia.160 159. Cfr. Metafísica de lo bello, cap. 16, passim. 160. A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer, op. cit., pp. 260-261. Cfr., asimismo, M. Pérez Cornejo: «La pintura como “negación de la voluntad de vivir”. Una interpretación de Le radeau de La Meduse de Théodore Géricault a la luz de la filosofía schopenhaueriana», en Cuadernos del Matemático, 17 (1996), pp. 73-76 y 18 (1997), pp. 80-84. En este artículo se plantea una conexión entre Schopenhauer y Géricault, en relación con el problema de la afirmación / negación de la voluntad de vivir, que retoma, con matices, el prof.
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Introducción Si pasamos ahora a examinar el estudio que lleva a cabo Schopenhauer de las artes particulares, encontramos que, siendo «sistemático», tampoco encaja en ningún «sistema»: él mismo confiesa que se va a limitar a «analizar [...] separadamente, las diversas ramas del arte»,161 siguiendo un determinado «orden» [Ordnung].162 Y es que, en sentido estricto, no cabe hablar de ningún sistema jerárquico, porque, como hemos dicho, todas las artes se refieren a lo mismo, y apuntan a una misma realidad: la voluntad y sus conflictos, aunque, eso sí, con distintos niveles de profundización en su esencia absurda e irracional; ésta es intuida cada vez de modo más patente, hasta alcanzar su máxima evidencia en la música, arte que queda fuera de la ordenación general de las artes, porque ya no representa propiamente idea alguna, sino que más bien presenta la voluntad universal misma, mostrándola inmediatamente bajo la forma pura del sentimiento.163 Valiéndose de su peculiar lenguaje, que no significa nada y lo significa todo, y que es capaz de Dr. D. J. L. Molinuevo en el cap. I de su ensayo Estéticas del naufragio y de la resistencia (Institució Alfons el Magnànim / Diputació de València, 2001, pp. 16-21); sin embargo, el citado autor no menciona este artículo, a pesar de ser anterior a su ensayo, probablemente por desconocimiento del mismo. En relación con el drama, A. Fauconnet reconoce como mérito especial de la teoría schopenhaueriana sobre este género el haber «sabido [...] renovar y adaptar a la conciencia moderna la antigua teoría de Aristóteles sobre el elemento esencial de la emoción trágica: la piedad» (op. cit., p. 329). La diferencia decisiva entre la tragedia antigua y la moderna vendría dada, no obstante, por la intensa nota de resignación o de renuncia que caracteriza a ésta última, y que apenas aparece en aquélla: «[...] en la tragedia antigua raramente aparece este espíritu de resignación. Las tragedias antiguas presentan, casi todas, al género humano sometido al dominio horrible del azar y del error, pero no muestran en absoluto la resignación liberadora que este dominio horrible suscita. [En este sentido] la tragedia moderna [...] es superior a la antigua. Shakespeare es, en este punto, más grande que Sófocles. Los antiguos no habían llegado aún a conocer el ápice y el fin último de la vida» (A. Covotti: La Metafisica del bello e dei costumi di A. Schopenhauer, Nápoles, Rondinella Alfredo, 1934, p. 70). 161. El mundo como voluntad y representación, op. cit., III, § XLII, p. 172. 162. Metafísica de lo bello, cap. 10. 163. Sobre la metafísica de la música en Schopenhauer, cfr. A. Fauconnet: op. cit., pp. 342-347 y E. Fubini: La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX (trad. C. G. Pérez Aranda), Madrid, Alianza, 19902, pp. 271-276.
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Manuel Pérez Cornejo expresar lo inexpresable hasta un grado casi infinito, la música realiza una suerte de «aproximación asintótica al silencio»,164 consiguiendo una máxima profundización en la esencia de la realidad. Dicha profundización supone, al mismo tiempo, un enriquecimiento de la consciencia del sujeto respecto de la terrible verdad de la vida y, por tanto, una renuncia al mundo cada vez más perfecta, hasta desembocar en el nivel inmediatamente contiguo al de la liberación mística del mundo, el ámbito del Nirvâna, del que ya encontramos cierta anticipación en la audición de cualquier partitura genial. Por lo que refiere, en fin, a la tesis hegeliana de que el drama permite «superar» o «cancelar» toda contradicción irreconciliable, en el marco de una hipotética «sustancia ética universal», Schopenhauer sostiene, en cambio, que en la tragedia se expone, precisamente, el carácter fatal e insuperable de las contradicciones que desgarran a los dramatis personae, de las que sólo cabe escapar renunciando a la existencia; asimismo, frente a la afirmación de las Lecciones sobre la estética de que la poesía supera la indeterminación de la música, al utilizar la palabra, Schopenhauer afirma que la excelencia de la música, su «carácter diferencial»,165 estriba justamente en su irracional e inefable determinación, que la hace mucho más afín a las abismales honduras de la voluntad, cuyos logros transitorios (acordes), a los que siguen constantes desacuerdos y conflictos, se traducen maravillosamente en las alternancias musicales entre consonancia y disonancia.166 Escuchando música experimentamos íntimamente el dolor y el sufrimiento que laceran nuestra existencia, aunque elevados a un plano universal: la música nos hace conscientes al máximo, pues, del problema de la existencia, y nos pre-
164. Cfr. V. Jankélévitch: La Musique et l’ineffable, París, Seuil, 1983, pp. 19-55, 75, 81-92 y 178. 165. Metafísica de lo bello, cap. 17. 166. Acercándonos al plano de la voluntad pura, la audición musical nos aproxima, en cierta medida, al estado purísimo del Nirvâna; adoptando este punto de vista, J. M. Marín Torres indica que, cuando leemos la filosofía de la música de Schopenhauer, «uno parece encontrarse ante una evocación de las viejas doctrinas del Candoya –recopiladas en el Sama Veda o Veda de las Melodías–, donde la fuerza mágica de la música está estrechamente unida a la creación del universo, al cual unifica» (Agnosticismo y estética, op. cit., p. 121).
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Introducción para anímicamente para resolverlo;167 pero el carácter transitorio del bálsamo que nos ofrece apunta, a la postre, a un nivel de liberación superior. Cuando la sinfonía acaba, cuando se extinguen las sublimes voces del canto, aún existimos; y nuestro yo inevitablemente reaparece: volvemos a la vida cotidiana, y con ella, al sufrimiento. La insuficiencia del arte, su carácter de «sedante momentáneo»,168 requiere, pues, una escapatoria del dolor más eficaz y definitiva, que sólo cabe encontrar en la abnegación del asceta, y en el ámbito íntimo y extático de la ética: El bien absoluto es idéntico a la nada. El ideal no se realiza totalmente más que en el momento en que el querer se niega definitivamente, triunfando sobre sí mismo, y aboliendo el tiempo por toda la eternidad. Esta negación, tras la cual ya no hay nada más, no es posible más que por la renuncia absoluta y el ascetismo más riguroso. Aquellos que reprochan a Schopenhauer no haberse atenido a la estética, desconocen el profundo sentido que subyace a la misma. Comprometido con la ruta que [había emprendido], el filósofo no podía pararse aquí. ¡El impulso irresistible de su teoría de lo bello le conducía hacia la doctrina del Nirvâna, único lugar donde, junto al arte y las contradicciones del pensamiento, habría de extinguirse la filosofía misma!169
6. NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN El original alemán empleado para realizar la traducción que el lector tiene entre sus manos ha sido el siguiente: Arthur Schopenhauer: Metaphysik des Schönen. Philosophische Vorlesungen Teil III. Aus dem handschriftlichen Nachlaß, hrsg. und eingeleitet von Volker Spierling, Piper Verlag, München / Zürich, 1985. 167. Prepara nuestra conciencia porque, como apunta con enorme acierto G. Simmel, la maravilla del arte estriba en que, aunque nos muestra el dolor de la existencia, hasta el punto de conmovernos, nos enfrenta objetivamente al sufrimiento, sin hacernos participar directamente del mismo: por ello, nos permite pensarlo y entenderlo, ayudándonos a elaborar estrategias para liberarnos de él: cfr. G. Simmel: Schopenhauer y Nietzsche, op. cit., pp. 147-148. 168. M. Piclin: Schopenhauer, op. cit., pp. 130-131. 169. A. Fauconnet: op. cit., p. 409.
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Manuel Pérez Cornejo ¿Habré de confesar que me ha resultado sumamente arduo estar a la altura de la soberbia prosa schopenhaueriana, que, como es sabido, tiene muchísimo de excelente literatura? En cualquier caso, no he dejado de cotejar mi propuesta de traducción con las dos versiones de mayor solvencia publicadas en castellano de El mundo como voluntad y representación (libro tercero) –a saber: El mundo como voluntad y representación (trad. de Eduardo Ovejero y Maury), México, Porrúa, 1987 y El mundo como voluntad y representación (traducción, introducción y notas de Roberto R. Aramayo), Barcelona / Madrid, Círculo de Lectores, Fondo de Cultura Económica de España, 2003, respectivamente–, ya que, en definitiva, se trata del mismo pensamiento, expuesto en dos textos diferentes. También he actualizado la puntuación y la grafía utilizadas por Schopenhauer, corrigiendo los errores cometidos por nuestro autor en la transcripción de algunos nombres de artistas. He considerado útil introducir al comienzo de cada capítulo una nota en la que se recogen las secciones de El mundo como voluntad y representación, Complementos y Parerga y Paralipomena, en los que se desarrollan pensamientos paralelos a los del texto: así los lectores interesados en ello podrán analizar más cómodamente las variaciones –nunca radicales, pero siempre interesantes– que fue experimentando con los años el pensamiento estético schopenhaueriano. Asimismo, he completado en determinados puntos el texto con fragmentos del Legado manuscrito que aluden a cuestiones próximas a las tratadas en el mismo. Finalmente, en el capítulo de los agradecimientos, no quisiera dejar de citar a la catedrática de griego D.ª Dolores Rivero, al Prof. Dr. D. Román de la Calle y a la Universitat de València. Sin su inestimable colaboración estas Lecciones seguirían sin alcanzar la difusión que merecen.
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Sobre el concepto de la metafísica de lo bello
Lecciones sobre el conjunto de la filosofía o Doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano En cuatro partes
Parte tercera
Metafísica de lo bello (1820)
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Sobre el concepto de la metafísica de lo bello
I
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Sobre el concepto de la metafísica de lo bello
El título universalmente reconocido de Metafísica de lo bello se aplica específicamente a la doctrina de la representación, en tanto ésta no se encuentra sometida al principio de razón suficiente y es independiente de él; es decir, se refiere a la aprehensión de las ideas [Ideen], las cuales constituyen precisamente el objeto del arte.
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Cfr. Parerga y Paralipomena [en adelante: PP], § 205. En una carta a Erdmann escrita el 9 de abril de 1851, Schopenhauer afirma que su filosofía posee una unidad y coherencia internas semejantes a las de un organismo o un cristal, cuyos rayos convergen todos hacia el centro (cfr. A. Philonenko: Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia (trad. de G. Muñoz-Alonso López), Barcelona, Anthropos, 1989, p. 42). En su pensamiento existiría, pues, «una progresión interna, que sólo puede reflejar la imagen de una espiral [...]. Se apoya sobre una intuición que nada podría describir en su totalidad [...] [y que] no tiene principio ni fin. Se organiza en una totalidad quizás comparable a un diamante cuyas facetas se iluminan recíprocamente [...]. [Por ello] en el Exordium de la Lecciones de Berlín, el autor de El mundo insiste sobre la insuficiencia de cada momento separado de los otros» (ibíd., pp. 47-48). En esa espiral encontraríamos cuatro circunvoluciones: el momento de la pura teoría (es decir, del mundo como representación); el momento de la aparición de la voluntad (Metafísica de la naturaleza); el momento de la representación superior (Metafísica de lo bello) y, por último, el momento en que la voluntad se comprende a sí misma (Metafísica de las costumbres). Philonenko insiste en que «no se trata
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Arthur Schopenhauer El tema que aquí abordaré no será la estética [Aesthetik], sino la metafísica de lo bello [Metaphysik des Schönen];1 por eso les ruego que no esperen algo así como un conjunto de reglas técnicas relativas a las artes particulares. Al igual que sucedió con la lógica, y sucederá posteriormente con la ética, nuestra actual consideración no se dirige en absoluto a analizar ninguna práctica o ejercicio concreto, sino que en todos estos ámbitos nos limitamos a filosofar, es decir, asumimos una actitud puramente teorética. En relación con la metafísica de lo bello, la estéti-
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de una progresión dialéctica, tal como se la puede discernir en Fichte o el término de la metafísica: sin duda el arte nos eleva más allá del conocimiento de las simples relaciones matemáticas y de las ciencias de la naturaleza, pero sólo la metafísica de las costumbres le permite a la voluntad conocerse a sí misma y al hombre liberarse de ella». En este sentido, Philonenko considera la metafísica schopenhaueriana de lo bello como «una teoría de la libertad y de la liberación que Kant, demasiado ocupado por la doctrina del juicio reflexionante estético, había podido solamente presentir» (ibíd., p. 163). Una anotación, que data de 1826, parece confirmar esta interpretación de Philonenko: «La filosofía en sentido estricto –dice Schopenhauer– es metafísica, porque, lejos de limitarse a describir lo existente y a examinar su conexión, lo concibe como un fenómeno en el cual se presenta una cosa en sí, un ser distinto de su manifestación, que acredita mediante la interpretación y el comentario del fenómeno en su conjunto. Sobrepasa el fenómeno (physis) para llegar a lo que se manifiesta, hasta lo que se oculta tras la manifestación fenoménica, το; µετα; φυσικοvν. Consta de tres partes: Metafísica de la naturaleza, Metafísica de lo bello y Metafísica de las costumbres. La división de dichos apartados presupone ya esta misma metafísica. Ésta descubre la perspectiva del fenómeno como voluntad; de ahí que, con arreglo a la naturaleza en su conjunto, la interpretación más clara de la voluntad sea examinada en la metafísica de las costumbres y la más pura, conforme al conocimiento más perfecto, en la metafísica de lo bello. No hay psicología o teoría del alma, porque no hay alma alguna.» (HN III, 251-252 {Q 143-146}(124); cfr: A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses. Sentencias y aforismos (Antología) (trad. R. Rodríguez Aramayo), Valencia, Pre-Textos, 1996, § 149, p. 146). Sobre la relación entre la metafísica de lo bello y la metafísica de la naturaleza, cfr.: A. Covotti: La Metafísica del bello e dei costumi di A. Schopenhauer, Nápoles, Rondinella Alfredo, 1934, pp. 1-6. Philonenko hace notar que Schopenhauer «se prohibió a sí mismo enseñar la estética [...]. La estética es la técnica que comprende los medios para promover lo bello y da reglas a las artes. Sin duda, Schopenhauer no la descuidó por completo; [...] pero el alcance esencial estará siempre dirigido hacia la metafísica de lo bello [...] (A. Philonenko: op. cit., p. 163).
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Sobre el concepto de la metafísica de lo bello ca se comporta de igual modo que lo hace la física respecto de la metafísica de la naturaleza. La estética enseña el camino por el que se alcanza como resultado lo bello, y da a los artistas una serie de reglas que supuestamente han de conducirlos a su producción. Pero la metafísica de lo bello investiga la esencia íntima de la belleza, tanto desde el punto de vista del sujeto que experimenta la sensación de lo bello, como desde el punto de vista del objeto que la ocasiona. Según esto, aquí investigaremos qué es lo bello en sí, es decir, qué sucede en nosotros cuando nos conmueve la belleza o disfrutamos de ella; asimismo, puesto que la producción de este efecto es el fin que se proponen las artes, investigaremos cuál es el objetivo común de todas ellas; o, dicho de otro modo, cuál es el fin del arte en general; finalmente, estudiaremos también cómo alcanza ese objetivo, siguiendo su propio camino, cada arte en particular. No acometeremos ociosamente, empero, esta consideración de lo bello, como si de repente aceptásemos ex nunc, sin más, la existencia de lo bello y las artes, sino que esta consideración es una parte necesaria del conjunto de la filosofía, un miembro intermedio entre la metafísica de la naturaleza, ya tratada anteriormente, y la metafísica de las costumbres, que abordaremos más adelante: servirá para aclarar muchos puntos de aquélla, y preparará en buena medida el camino para ésta última. Consideramos, asimismo, lo bello como un tipo de conocimiento absolutamente específico que se da en nosotros, y vamos a plantearnos qué consecuencias se derivan de él en relación con nuestra concepción global del mundo. Evidentemente el goce [Genuß] de lo bello se diferencia mucho de los demás tipos de placer [Genüsse], de manera que sólo cabe denominarlo «goce» de manera metafórica. Todos los demás goces, sean los que fueren, tienen en común que son satisfacciones de la voluntad individual, es decir, se encuentran en relación directa con la voluntad. Por eso, pueden reunirse bajo el concepto de lo agradable [Angenehmen]; pues esta expresión, en sentido estricto, sólo vale en aquellos casos en que los sentidos o el cuerpo participan inmediatamente del goce; allí donde el goce radica más en la previsión del goce inmediato, pensamos en él incluyéndolo bajo el concepto de lo útil [Nützlichen]: así sucede cuando uno se alegra con los dones de la suer-
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Arthur Schopenhauer te, con una gran riqueza adquirida casualmente, un peligro que se ha eludido, una victoria sobre los enemigos, el establecimiento de relaciones de las que se espera algún tipo de ventaja, o en general con cualquier clase de beneficio. En todos estos casos, la alegría surge, a la postre, del mismo origen: la voluntad encuentra algún tipo de satisfacción. Es evidente que la alegría producida por lo bello es completamente diferente: se basa siempre en el mero conocimiento [Erkenntniß], puro y absoluto, sin que los objetos de dicho conocimiento tengan relación alguna con nuestros fines personales, es decir, con nuestra voluntad, y por consiguiente sin que nuestro goce se vincule a ningún interés personal; de modo que la alegría que produce lo bello es completamente desinteresada [uninteressirt]. Aquí se pone coto a todo lo individual, de manera que lo bello es objetivamente bello, es decir, resulta bello para cualquiera, mientras que lo agradable o lo provechoso son de naturaleza subjetiva, individual: a este individuo le resulta agradable esta comida, este color, este sonido o tal persona del sexo opuesto, mientras que a aquel le agradan otros diferentes; y sobre esto no cabe disputa alguna. Chaq’un a son goût.2 Análogamente, para uno resulta provechosa una cosa, y para otro, otra; y todo ello depende de fines subjetivos e individuales. Aquello que a uno le resulta de gran provecho, a otro le resulta sumamente perjudicial. Pero desde el momento en que la alegría que produce lo bello tiene que ver con el simple conocimiento, lo bello, como cualquier tipo de conocimiento, aparece como algo objetivo, que no guarda relación con un individuo, sino con el sujeto en general; y, por tanto, algo que existe para el conocimiento, sea quien fuere el individuo al que pertenece dicho conocimiento: precisamente porque lo bello es algo objetivo, es decir, algo que existe para el sujeto en general, porque es cosa del conocimiento como tal, y de todo aquello que según la forma –aunque no según su grado– es lo mismo; así, exigimos que lo que nosotros reconocemos como bello también sea reconocido por cualquier otro sujeto, o de lo contrario le negamos con desprecio la sensibilidad para lo bello en general, entendiendo por tal sensiblidad una capacidad relacionada con el conocimiento: en cierta medida, le negamos que sea propiamente un sujeto, pues
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«Cada cual tiene su propio gusto».
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Sobre el concepto de la metafísica de lo bello su falta concierne al conocimiento en general. En cambio, admitimos que tal cosa sea agradable o provechosa para un individuo, y que para otro lo sea tal otra, porque aquí topamos con un asunto que depende más bien del ámbito de la individualidad, es decir, del querer individual. Sin embargo, lo bello no es objetivo, en el sentido en que lo es cualquier cualidad empíricamente cognoscible, que se pueda comprobar de forma inmediata e innegable por los sentidos o el entendimiento. Ciertamente, se trata de algo objetivo; pero, como más adelante se verá, presupone en el sujeto cierta forma y cierto grado especial de conocimiento. En cualquier caso, la alegría provocada por lo bello es simple asunto del conocimiento. Por eso, lo consideraremos como conocimiento; y nos preguntaremos qué es lo que propiamente conocemos cuando un objeto determinado, al que denominamos bello, se ofrece a nuestra consideración, produciendo esa forma determinada de complacernos y retenernos; y también nos plantearemos qué sucede en nosotros cuando nos encontramos en tal situación. Como en último término se mostrará que la actitud estética –es decir, aquel tipo de conocimiento que no puede ser aprehendido mediante doctrinas y palabras, sino que únicamente puede comunicarse mediante obras de arte, y no in abstracto, sino sólo de forma intuitiva– es el conocimiento más profundo y verdadero de la auténtica esencia del mundo, para tratar de arrojar cierta claridad filosófica sobre el mismo, tendremos que indagar con mayor detenimiento, antes de considerar las artes particulares, qué es el conocimiento estético, es decir, deberemos investigar qué es lo bello en general; y para poder hacerlo, deberé realizar previamente ciertas consideraciones que, evidentemente, se relacionan con las anteriormente expuestas, pero cuya relación con la investigación de lo bello no podrá parecerles suficientemente clara a ustedes hasta que concluya la presente metafísica de lo bello. Les ruego, pues, que me acompañen durante estas consideraciones, aunque por el momento no puedan captar sus conexiones internas ni el fin común al que tienden. Tales consideraciones son precisamente la propedéutica para una explicación ulterior, más fundamentada, del conocimiento que permite aprehender lo bello y cuya comunicación es el fin del arte. Puesto que la capacidad
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Arthur Schopenhauer preponderante para lograr este tipo de conocimiento es el genio, deberemos investigar más detenidamente la esencia del genio, especialmente desde el momento en que tal investigación arroja una luz más amplia sobre la aprehensión estética en general.3
3.
A continuación, seguía el siguiente párrafo, posteriormente tachado con tinta: «Y en esta investigación sobre el genio, nos tendremos que ocupar de lo próximo que se encuentra el individuo genial a la locura, algo que siempre ha sido generalmente reconocido; será en este contexto donde la locura encontrará una inesperada y paradójica explicación» (originalmente dicha explicación fue escrita para esta parte III de las Lecciones, pero luego Schopenhauer decidió explicarla en el capítulo 3 de la parte I).
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Sobre las ideas
II
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Sobre las ideas
Consideraremos primeramente el mundo como mera representación, esto es, como objeto para el sujeto; luego, completaremos esta consideración con el conocimiento de la otra vertiente del mundo, que, como vimos, es la voluntad [Willen]; ésta se nos mostró como aquello que es el mundo más allá de la representación, es decir, como la cosa en sí. Por eso, definimos el mundo como representación, tanto globalmente como en sus partes componentes, como la objetivación de la voluntad [die Objektität des Willens]. Finalmente, la objetivación de la voluntad mostró diferentes grados de ingreso en la objetividad, en los cuales la esencia de la voluntad se presenta como objeto, es decir, entra en la representación con un grado creciente de claridad y perfección. Les recuerdo que estos grados son justamente lo que Platón denominaba ideas. Las ideas platónicas son las formas invariables, ingénitas y eternas de todas las cosas que nacen, cambian y perecen; y tales ideas coinciden exactamente con nuestros grados de objetivación de la voluntad, es decir, con todas las especies orgánicas e inorgánicas; con las formas y cualidades originarias, invariables, de todos los cuerpos naturales, y también con las *
Cfr. El mundo como voluntad y representación [en adelante: MVR I], Libro III, §§ XXX-XXXII; El mundo como voluntad y representación. Complementos [en adelante: MVR II], cap. 29 y PP, §§ 206-207.
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Arthur Schopenhauer fuerzas universales que se manifiestan a través de las leyes naturales. En este capítulo nos ocuparemos precisamente de tales ideas. En general, las ideas se manifiestan en innumerables individuos y fenómenos particulares, comportándose frente a ellos como lo hace un modelo frente a sus imitaciones. La pluralidad de tales individuos surge sólo gracias al principium individuationis. El tiempo y el espacio, el surgimiento y desaparición de los individuos, sólo resultan representables mediante la causalidad; en realidad, todas las estructuras mencionadas son formas del principio de razón suficiente, principio último de toda finitud e individuación; dicho principio es también la forma universal de la representación, tal como se da en el conocimiento del individuo. En cambio, la idea no ingresa en tal principio; por eso no le afecta ni la pluralidad, ni el cambio. Mientras los individuos en los que se presenta son infinitos, y surgen y desaparecen sin cesar, la idea permanece inmodificada como una y la misma, de manera que el principio de razón suficiente no significa nada para ella. Pero, por otra parte, sabemos que el principio de razón suficiente es la expresión universal de todas las formas a las que está ligado el conocimiento del sujeto. Por esta razón, la idea como tal se encuentra por completo fuera de la esfera cognoscitiva del individuo, y no es objeto de la experiencia. No obstante, si la idea ha de ser de algún modo objeto de conocimiento por parte del sujeto, esto sólo puede suceder si se produce la supresión de la individualidad [Aufhebung der Individualität] del sujeto cognoscente, de manera que la idea deje de presentarse vinculada a la experiencia. En la 3.ª parte trataremos más a fondo el problema del conocimiento de la idea.
Comparación de las doctrinas de Platón y Kant 1 Desearía ahora, en primer lugar, emprender la explicación de la idea platónica; y para aclarar esta famosa, aunque oscura, doctrina de 1.
Encontramos un análisis pormenorizado de la problemática vinculación que establece Schopenhauer entre Platón y Kant en A. Philonenko: op. cit., pp. 164-166.
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Sobre las ideas Platón, querría mostrarles cómo, en realidad, la filosofía kantiana es el mejor comentario de la misma. Platón y Kant han sido los dos filósofos más grandes de Occidente. En la filosofía de cada uno de ellos existe un aspecto esencial que, sin embargo, resulta enormemente paradójico. En Kant se trata de la cosa en sí; en Platón, de la idea. Desgraciadamente, Kant ha introducido y expuesto su noción de la cosa en sí falseándola, hasta el punto de que ha llegado a convertirse en la piedra de escándalo y el punto más débil de su filosofía, contra el cual el escepticismo ha dirigido sus victoriosos ataques. Pero, siguiendo un camino diferente al suyo, hemos reconocido la voluntad –en el sentido ampliado y determinado de este concepto que ya hemos presentado– como la cosa en sí, es decir, como aquello que existe con total independencia de toda representación. Desde antiguo, las ideas platónicas fueron reconocidas como el dogma más oscuro y paradójico de su filosofía, siendo a lo largo de los siglos objeto de reflexión, de disputa, de burla, o del máximo respeto por parte de las mejores cabezas pensantes de cada época, hasta hoy. Los textos fundamentales son los siguientes:2 Philebus, p. 216-19; 305-312. [14e-16d; 57c-62c] De Republica: vol. VII p. 57-67.- p. 114-136.- p. 152-167.- p. 284-89. [475e-480a; 506a-519b; 526d-534c; 595b-598c] Parmenid. p. 80-90. [130e-135c] Timaeos: p. 301, 302.- p. 341-349. [27c-28c; 48e-52d] Epist. 7.ª : p. 129-136. [340d-344d] Sophista: p. 259-275. [245e-254a] Phaedo: p. 148-152.- p. 168-175.- p. 178-182.- p. 188-191.- p. 226-238. [65b-67b; 74a-77a; 78b-80b; 82d-83e; 99d-105b] Politicus: p. 63, 64. [285a-286a] Cratylus: p. 345-47. [439c-440d]
2.
Schopenhauer cita según la Edición Bipontina: ΠΛΑΤΩΝ. Platonis Philosophi quae existant Graece ad editionen Henrici Stephani Accurate expressa cum Marsilii Ficini interpretatione. Praemittitur L. III Laertii de vita et dogmatibus Platonis cum notitia literaria. Accedit varietas lectionis. Stud. Soc. Bip. Biponti; ex Typographia Societatis. Vol. I-XII, 1781-1787.
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Arthur Schopenhauer Phaedrus: p. 322, 323. [247a-247e] Theaetet. p. 143. [186a-186c] Sympos. p. 237-249.[206b-212a] Cicero: Orator: c 2. Plutarch: physicor. decreta I, c. 10. Galenus, hist. philosophiae c. 6. Alcinoi Isagoge in Platonis dogmata c. 9. Aristóteles: Metaph. I, 6. Stobaeus, ed. Heeren [1801]: p. 212, p. 712, p. 714-724. Plotin: Enneades V, 5. Bruckeri hist. doctrinae de Ideis [Augsburg 1723]. La doctrina platónica viene a decir que las cosas individuales y fugaces, los objetos de la experiencia, no tienen un ser verdadero, sino que son presas de un perenne devenir, que las condena a desaparecer irremisiblemente; tales cosas son y no son al mismo tiempo, y por eso no es posible alcanzar ningún conocimiento verdadero de ellas, ya que cualquier conocimiento únicamente puede serlo de lo inmutable; en consecuencia, sobre tales cosas sólo resulta adecuada la imaginación o la opinión; son lo αjει˘ γι˘γνοvµενον µεvν, και; αjπολλυvµενον, ο[ντως δε; ουjδεvποτε ο[ν.3 Lo que verdaderamente es, ο[ντος, ο[ν, son las ideas, siempre idénticas; aquello que no ha nacido ni desaparecerá jamás (το; ο[ν µε;ν αjει˘, γεvνεσι˘ν δε; ουjκ εvχον);4 los modelos eternos de todas las cosas finitas; las formas permanentes de las mismas; los paradigmas que éstas últimas imitan imperfectamente; sólo de tales paradigmas hay un conocimiento auténtico y verdadero; porque no son hoy una cosa y mañana otra, sino que permanecen siempre idénticas a sí mismas. Son ιjδεvα, ει\δος: forma, evidencia. La palabra ιjδεvα ha sido introducida por Platón por vez primera en filosofía, y quizás también se le deba a él su empleo en general.
3.
4.
«[Aquello que] nace y muere, pero no existe jamás realmente» (Platón: Timeo, 27d [trad. de Francisco de P. Samaranch]). La cita encabezaba el libro III de El mundo como voluntad y representación: «¿Qué es el ser que no tiene origen alguno, aquello que nace y muere, pero no existe jamás realmente?». «El ser eterno que no nace jamás» (Platón: Timeo, 27 d [trad. de Francisco de P. Samaranch]).
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Sobre las ideas Después de todo lo que les expuse a ustedes en la 2.ª parte, habrán reconocido que tales ideas platónicas son precisamente los diferentes grados de objetivación de la voluntad, que constituye el en-sí del mundo. Ahora tendrán que percatarse de que Platón y Kant coinciden por completo en lo principal y que, en consecuencia, su visión del mundo es esencialmente la misma. Pues sus dos principales doctrinas, aunque oscuras y paradójicas, concuerdan por entero, e incluso cada una de ellas es el mejor comentario que cabe hacer de la otra, pues, a pesar de que Platón y Kant difirieron entre sí completamente como individuos, ambos dijeron lo mismo, aunque de forma totalmente distinta; y, partiendo de caminos opuestos, llegaron a la misma meta. Ya vimos que la cosa en sí es la voluntad; en cambio, hemos de considerar la idea como un grado determinado de objetivación inmediata de la voluntad (es decir, una objetivación que aún no se ha insertado en el espacio y en el tiempo). Según esto, ambas no son ciertamente lo mismo, pero sí se encuentran estrechamente emparentadas; se diferencian meramente por una determinación, a saber: la idea es la voluntad en tanto llega a ser objeto, aunque no se ha introducido aún en el espacio, el tiempo y la causalidad. Espacio, tiempo y causalidad son tan escasamente afines a la idea como a la voluntad. Pero a aquélla ya le corresponde ser objeto, mientras que a ésta no. Así pues, la doctrina de Platón sobre las ideas y su ser eterno, intacto desde el punto de vista del devenir y del perecer, es idéntica a la doctrina kantiana de la idealidad del espacio, el tiempo y la causalidad. Esto es algo que podrán ver ustedes mismos ahora con toda claridad. Dejaré hablar a Kant y a Platón a su manera, y veremos cómo cada uno de ellos dice lo mismo, aunque de forma muy diferente. La doctrina de Kant es, en esencia, la siguiente: El espacio, el tiempo y la causalidad no son determinaciones de la cosa en sí, sino que únicamente pertenecen a su manifestación fenoménica, no siendo nada más que simples formas de nuestro conocimiento. Ahora bien, toda pluralidad y todo surgir y perecer son únicamente posibles mediante el tiempo, el espacio y la causalidad; de aquí se sigue que también el surgir y perecer han de adscribirse al fenómeno, y en modo alguno a la cosa en sí. Pero puesto que nuestro conocimiento está condicionado por aquellas formas, toda la experiencia, en su conjunto, es sólo conocimiento
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Arthur Schopenhauer del fenómeno, no de la cosa en sí; por eso, tampoco sus leyes pueden valer para la cosa en sí. Lo dicho se aplica incluso a nuestro propio yo, que sólo conocemos como fenómeno, no como aquello que es en sí mismo.
Este es, a grandes rasgos, el sentido y contenido de la doctrina kantiana. Platón, por su parte, dice aproximadamente lo siguiente: Las cosas de este mundo, que percibimos a través de los sentidos, no tienen ningún ser verdadero; siempre cambian, pero nunca existen realmente; sólo tienen un ser relativo; en conjunto, sólo existen a través de su relación mutua; por eso, puede considerarse que su existencia, en conjunto, tiene algo del no-ser. En consecuencia, tampoco constituyen objeto de un conocimiento propiamente dicho, εvπι˘στηvµη; pues únicamente aquello que siempre es en- y para-sí, y siempre de la misma manera, puede proporcionar tal conocimiento; por el contrario, tales cosas son sólo objeto de una simple opinión ocasionada por la sensación, δοvξα µετ v αιjσθηvσες αjλοvγου.5 En la medida en que estamos limitados a percibirlas, nos parecemos a hombres que estuviesen presos en una oscura caverna, sin poder mover la cabeza, y sin poder ver nada más que las sombras de las cosas reales –incluyendo las de ellos mismos– proyectadas sobre la pared que tienen enfrente, al ser traídas y llevadas de un lado a otro, entre ellos y la luz de un fuego que arde a sus espaldas; al no poder ver más que tales sombras, su saber consistiría en ser capaces de anticipar la sucesión de las sombras que pone de manifiesto la experiencia. Por el contrario, aquello que existe verdaderamente, aquello que podemos denominar el ο[ντος ο[ν, porque siempre existe y nunca perece, es el conjunto de modelos reales que aquellas sombras imitan; son las ideas eternas, las formas originarias de todas las cosas. A éstas no les corresponde pluralidad alguna, pues cada una de ellas es por esencia única, ya que constituye el prototipo que imitan, como si fuesen sombras, todas las cosas particulares transitorias que caen bajo una misma denominación.
5.
«[Es] objeto de la opinión, unida a la sensación irracional» (Platón: Timeo, 28a [trad. de Francisco de P. Samaranch]).
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Sobre las ideas Tampoco les corresponde nacer ni perecer alguno, pues son lo que verdaderamente existe; y por consiguiente ni devienen ni perecen, como les sucede a sus evanescentes imitaciones. (En estas dos determinaciones negativas resulta necesario asumir el presupuesto de que tiempo, espacio y causalidad no tienen para ellas significación ni validez alguna, y por consiguiente no pueden localizarse en las ideas). Así pues, únicamente de ellas existe conocimiento propiamente dicho, puesto que sólo puede ser objeto de conocimiento aquello que desde cualquier punto de vista permanece en sí mismo inmutable, y no aquello que primero es y luego no, dependiendo de cómo se lo considere.
Esta es la teoría de Platón. Ustedes mismos podrán ver, con toda claridad, que el sentido esencial de ambas doctrinas es idéntico. Ambas explican el mundo visible, el mundo de la experiencia, considerándolo un simple fenómeno, nulo en sí mismo, que sólo tiene significación mediante aquello que en él se expresa, y cuya oculta realidad es precisamente lo contrapuesto a dicho fenómeno: en Kant, la cosa en sí; en Platón, la idea. Es a ésta última a la que ambos adscriben un verdadero ser, negándoselo, en cambio, a todas las manifestaciones fenoménicas, incluso las más esenciales y universales. La diferencia de expresión se debe a que Kant lleva a cabo esta distinción directamente, mientras que Platón lo hace de forma indirecta. Es decir, Kant, al privar a la cosa en sí de las formas meramente fenoménicas, reúne éstas bajo las expresiones abstractas «tiempo», «espacio», «causalidad»; y afirma que tales formas pertenecen únicamente al fenómeno, mientras que en relación con la cosa en sí no tienen significación alguna, no son nada. Platón no ha llegado a expresarlo tan soberbiamente, y sólo llega a negar mediatamente tales formas de las ideas (que son lo contrario del fenómeno); es decir, lo hace negando de las ideas aquello que únicamente es posible a través de tales formas, esto es, la pluralidad de lo que pertenece a la misma especie, el nacer, cambiar y perecer. A fin de que esto les resulte a ustedes más claro y sencillo, les propondré un ejemplo para explicarlo. Imagínense que frente a nosotros se encontrase un caballo, y se nos preguntase: ¿Qué es esto? Platón nos diría:
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Arthur Schopenhauer Este animal no tiene una verdadera existencia, sino únicamente una existencia aparente, un permanente devenir, una existencia relativa, que puede denominarse tanto ser como no-ser. Lo único que existe verdaderamente es la idea que imita este caballo; el caballo en sí mismo (αυjτοvς οJ ι{ππος), que no depende de nada, ni ha llegado a existir gracias a otra cosa, sino que es en- y parasí (καθ v εJαυτοv, αjει; ωJςV αυ[τως); que no ha llegado a ser, ni desaparecerá, sino que siempre se da de la misma manera (αjει; ο[ν, και; µηδεvποτε ου[τε γιγνοvµενον, ου[τε αjπολλυvµενον). Ahora bien, en tanto reconozcamos en este caballo su idea, resulta completamente indiferente, y carece por completo de importancia, que tengamos este caballo aquí y ahora ante nosotros, o un antepasado suyo, que vivió hace miles de años; o un ejemplar que se encuentre aquí mismo, o en otro país; o si se nos presenta en esta o en aquella forma, posición o acción; o, en fin, si se trata de este caballo o de cualquier otro: todo esto resulta indiferente, pues tales diferencias sólo significan algo para el fenómeno, mientras que lo único que tiene verdadero ser y es objeto de auténtico conocimiento es la idea del caballo.
Hasta aquí Platón. Dejemos ahora que Kant le responda: Este caballo es un fenómeno dado en el tiempo, el espacio y la causalidad, formas que, en conjunto, son las condiciones a priori de la experiencia posible que subyacen a nuestras facultades cognoscitivas, no condiciones de la cosa en sí. Por consiguiente, este caballo, tal como lo percibimos en este tiempo determinado y en este lugar dado, como algo que ha llegado a existir en el conjunto de la experiencia, es decir, en la cadena de causas y efectos, y, por tanto, como individuo que en algún momento necesariamente desaparecerá, no es una cosa en sí, sino un fenómeno válido únicamente en relación con nuestro conocimiento. Conocerlo tal como puede ser en sí, es decir, con independencia de todas las determinaciones que subyacen al tiempo, al espacio y a la causalidad, requerirá una forma de conocimiento distinta de la única que a nosotros nos resulta posible, pues en ella intervienen los sentidos y el entendimiento.
Espero que hayan captado ustedes que tanto el sentido como el punto de vista de ambos autores son enteramente los mismos, a pesar de que
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Sobre las ideas difieren enormemente en la forma de expresarlo. Pero no se piensen que tal semejanza ha sido reconocida en absoluto. La opinión generalizada entre los sabios del siglo XIX es que Platón y Kant son los dos filósofos más contrapuestos que quepa imaginar. Esto se debe a que tales sabios, como siempre, se atienen simplemente a las palabras: encuentran en Kant estas expresiones: «representaciones a priori»; «formas de la intuición y del pensamiento, que se encuentran en nosotros con independencia de la experiencia»; «conceptos originarios del entendimiento puro»; y en Platón encuentran un discurso sobre las ideas, que son conceptos originarios, posibles recuerdos de una intuición de las cosas verdaderamente existentes anterior a nuestro nacimiento; ante esto, ¿no se preguntarían ustedes si las ideas platónicas y las formas kantianas a priori no serían quizás lo mismo? Así pues, estas doctrinas, completamente heterogéneas y diametralmente contrapuestas: la doctrina kantiana de las formas que restringen el conocimiento del individuo al fenómeno, y la teoría platónica de las ideas, cuyo conocimiento niega expresamente aquellas formas, fueron atentamente comparadas; dado que se parecen un poco en sus expresiones, se discutió y disputó sobre si eran o no la misma doctrina, y, finalmente, se creyó que, por suerte, no eran idénticas, y se concluyó que la doctrina platónica de las ideas y la crítica de la razón kantiana no coincidían en lo más mínimo. Al permanecer atentos nada más que a las palabras, no penetraron en el sentido y contenido de las doctrinas de los dos grandes maestros; no se entregaron a su estudio, ni siguieron el curso de sus pensamientos con fidelidad y seriedad; si lo hubiesen hecho, no se habría entendido jamás a Platón desde Kant y desde el fenómeno kantiano, y se habría encontrado infaliblemente hasta qué punto estos dos grandes sabios coinciden, siendo tanto el espíritu como el objetivo último de ambas doctrinas absolutamente el mismo. En lugar de ello, se pillaron al vuelo las expresiones kantianas, se desperdiciaron veinte años dando vueltas sobre lo mismo, y se hicieron lamentables parodias del estilo platónico, como, por ejemplo, el Bruno.6 ¡En lugar de comparar a Platón con Kant, se le comparó con Leibniz y Jacobi! 6.
Schopenhauer se refiere al diálogo de F. W. J. Schelling: Bruno oder über das göttliche und natürliche Prinzip der Dinge, publicado en Berlín en 1802 (F. W. J. Schelling: Bruno, o sobre el principio divino y natural de las cosas [trad. de F. Pereña], Barcelona, Orbis, 1985).
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Arthur Schopenhauer Sin embargo, aunque según lo expuesto, Kant y Platón muestran una concordancia interna, en lo que se refiere a la visión del mundo que les impulsó a filosofar y les guió en su reflexión, así como en el objetivo que se propusieron, la idea de Platón y la cosa en sí kantiana –que ambos contraponen al fenómeno– no son exactamente lo mismo. La idea ya es la objetivación de la voluntad, pero se trata de la objetivación inmediata, y por eso mismo adecuada; en cambio, la cosa en sí es la voluntad misma, en tanto ésta no se ha objetivado aún, es decir, no ha llegado a la representación. Pues la cosa en sí, según el mismo Kant, ha de estar libre de todas las formas propias del conocimiento. A tales formas hubiese debido añadir, ante todo, la del objeto para un sujeto, puesto que justamente ésta es la forma más universal de todo fenómeno, es decir, es representación; y por ello, hubiera debido negar expresamente a su cosa en sí el ser objeto: si lo hubiese hecho, no habría caído en las graves inconsecuencias y errores que desde el comienzo restaron credibilidad a su filosofía. Así pues, la idea ya es objeto, mientras que la cosa en sí no lo es; en cambio, la idea es necesariamente objeto, algo conocido, una representación; esta es la única precisión que diferencia a ambos autores. La idea se ha liberado meramente de las formas subordinadas del fenómeno, es decir, de aquellas expresadas por el principio de razón suficiente; o, mejor dicho: no ha ingresado aún en tales formas. Pero sí ha conservado la forma primera y más universal, que caracteriza a la representación en general: la de ser objeto para un sujeto. Son estas formas subordinadas (principio de razón suficiente) las que particularizan la idea y la multiplican en los individuos transitorios, cuyo número, en relación con la idea es completamente indiferente. Así pues, el principio de razón suficiente es, a su vez, la forma en que se inscribe la idea, en la medida en que cae bajo el conocimiento del sujeto, como individuo. La cosa concreta sólo es, por consiguiente, una objetivación mediata de la cosa en sí, esto es, de la voluntad; entre ambas se encuentra la idea; así pues, sólo ésta última constituye la objetivación inmediata de la cosa en sí, es decir, de la voluntad, desde el momento en que no ha asumido ninguna otra forma, salvo aquella que es propia del conocimiento como tal: la de la representación en general, esto es, la de ser objeto para un sujeto. Sólo ella es, en la medida de lo posible, la objetivación más adecuada de la voluntad, o de la cosa en sí; es la cosa en sí entera, sólo que bajo la forma de la represen-
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Sobre las ideas tación. Por eso concuerdan tanto Platón y Kant, aunque aquello de lo que hablan ambos, tomado en un sentido estricto, no es lo mismo. Las cosas particulares, empero, ya no constituyen una objetivación adecuada de la voluntad, sino que ésta se encuentra enturbiada por aquellas formas cuya expresión más general es el principio de razón suficiente, siendo tales formas las condiciones del conocimiento, tal como éste resulta posible para el individuo. Imaginemos ahora por un momento que no fuésemos individuos, es decir, que nuestra intuición no estuviese mediada por un cuerpo que condiciona sus afecciones –siendo el cuerpo mismo únicamente un querer concreto, u objetivación de la voluntad, que se presenta como un objeto más entre los objetos, siendo esto posible sólo bajo la forma del principio de razón suficiente, a través del cual se presuponen e incluyen el tiempo, y todas las otras formas de aquel principio–; supongamos, digo, que no fuese así: entonces no conoceríamos ya a través del espacio, del tiempo y del cambio; es decir, no conoceríamos ya las cosas ni los sucesos concretos, ni cambio, ni pluralidad alguna, sino que sólo captaríamos las ideas, esto es, los grados de objetivación de aquella voluntad única, de la cosa en sí universal, con un conocimiento puro e ininterrumpido; nuestro mundo sería entonces un Nunc stans.7 En este caso, tendríamos un conocimiento completamente adecuado de la objetivación de la voluntad.
7.
«Un presente eterno» (Albertus Magnus: Summa Theologiae, pars prima, tractatus V, quaest. XXII).
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Sobre el correlato subjetivo de la idea
III
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Sobre el correlato subjetivo de la idea
Puesto que, como individuos, no tenemos ningún otro conocimiento que el sometido al principio de razón suficiente, y puesto que tal forma de conocimiento excluye el conocimiento de la idea, parece evidente que sólo podremos elevarnos desde el conocimiento de las cosas particulares al de la idea si se da un cambio en el sujeto, cambio que se corresponde y es análogo al cambio radical que experimenta el tipo de objeto implicado, gracias al cual el sujeto, en la medida en que conoce la idea, no es ya un individuo. Veamos a continuación si esto es posible y cómo sucede.
Conocimiento sometido al principio de razón suficiente Como ustedes recordarán, ya vimos que el conocimiento mismo pertenece a la objetivación de la voluntad en sus grados más elevados, surgiendo de éstos como un medio (µεχανηv) para alcanzar los fines que
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Cfr. MVR I, libro III, §§ XXXIII-XXXIV; MVR II, cap. 30 y PP, § 205.
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Arthur Schopenhauer aquélla se propone; a este nivel tales fines son más complicados, puesto que aquí, para que la voluntad se ponga en movimiento, ya no resultan suficientes los estímulos, sino que deben presentarse auténticos motivos. Al igual que cualquier otra manifestación de la voluntad, el conocimiento se objetivaba mediante determinados órganos corporales, como los nervios y el cerebro. Así pues, el conocimiento, tanto por su origen como por su esencia, se encuentra por completo al servicio de la voluntad. Y así como el objeto inmediato –que, debido a la aplicación de la ley de la causalidad, es el punto de partida de toda intuición– es únicamente voluntad objetivada, también cualquier conocimiento que obedezca al principio de razón suficiente guarda una relación más o menos estrecha con la voluntad. Pues el individuo encuentra su propio cuerpo como un objeto más, situado entre los restantes objetos, respecto de los cuales mantiene múltiples relaciones y referencias reguladas por el principio de razón suficiente; la consideración de tales objetos, por tanto, remite siempre por un camino más o menos corto a su cuerpo y, por consiguiente, a su voluntad. Dado que el que pone a los objetos en la mencionada relación con el cuerpo, y por tanto con la voluntad, es el principio de razón suficiente, el conocimiento, siervo de la voluntad, tiende siempre a tomar contacto con aquellos objetos que entran en relación con él gracias al principio de razón suficiente; por consiguiente, perseguirá las múltiples relaciones que mantienen los objetos a través del espacio, el tiempo y la causalidad. Pues el objeto sólo resulta interesante para el individuo en función de tales relaciones, es decir, si guarda algún tipo de relación con su voluntad. Por este motivo, el conocimiento de los objetos puesto al servicio de la voluntad no conoce en realidad más que las relaciones [Relationen] de tales objetos; y a ellos mismos sólo los conoce en la medida en que existen en tal tiempo o lugar, o bajo tales y cuales circunstancias, causas o efectos; en una palabra, los conoce como cosas particulares; si se suprimiese cualquier tipo de relación, también desaparecerían los propios objetos, ya que, desde este punto de vista, no quedaría en ellos nada por conocer. Parece evidente que lo que las ciencias consideran de los objetos son únicamente sus relaciones, bien se trate de relaciones espacio-temporales, o de las que atañen a las causas que generan los cambios en la naturaleza, o las que tienen que ver con la comparación entre formas o los motivos que producen un evento: todo ello, en definitiva, no es sino un conjunto
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Sobre el correlato subjetivo de la idea de puras y simples relaciones. Lo que diferencia a las ciencias del conocimiento común, y les permite alcanzar un conocimiento mucho más perfecto, es meramente su forma sistemática, que facilita el conocimiento desde el momento en que permite recopilar toda una serie de casos particulares bajo un concepto universal. No obstante, toda relación tiene únicamente una existencia relativa; por ejemplo: cualquier ser situado en el tiempo es, a la vez, un no-ser, pues el tiempo es aquello que hace que las cosas adquieran determinaciones contrapuestas: por eso, los fenómenos dados en el tiempo no vuelven, ya que lo que separa su comienzo y su final es en sí mismo algo evanescente, carente de fijeza, algo relativo, que en este contexto recibe el nombre de duración. El tiempo, empero, es la forma esencial que se aplica a todos los objetos del conocimiento que se encuentra al servicio de la voluntad; es más, es su modelo originario. Así pues, el conocimiento que sigue el principio de razón suficiente no ve otra cosa que relaciones; ahora bien, cualquier conocimiento puesto al servicio de la voluntad se ajusta al principio de razón suficiente. Pero todo aquel conocimiento que posee el individuo como tal se encuentra al servicio de la voluntad, si bien pertenece únicamente a los más altos niveles de objetivación de la misma. Dado que el conocimiento sirve a la voluntad, de la misma forma que la cabeza sirve al tronco, también se encuentra sometido de algún modo a ésta. En los animales dicha servidumbre del conocimiento respecto de la voluntad nunca puede suprimirse. En el caso del ser humano, como veremos enseguida, existen ocasiones excepcionales en que tal supresión puede producirse. La diferencia que existe entre el hombre y el animal en este punto se expresa exteriormente mediante la diferencia de relaciones que media entre la cabeza y el tronco. En los animales inferiores, cabeza y tronco crecen al unísono; en todos los animales, además, la cabeza se orienta hacia la tierra, donde se sitúan los objetos de la voluntad. En los animales superiores, la cabeza y el tronco están incluso más unidos aún que en el ser humano, en el cual la cabeza se yergue libremente sobre el cuerpo, pareciendo como si éste la llevase, sin dar la impresión de que se encuentra a su servicio. Este privilegio humano se observa de forma muy destacada en el Apolo del Belvedere: la cabeza del dios de las musas, que lanza una amplia mirada a su alrededor, se asienta tan libremente sobre sus hombros, que parece sustraerse por entero al cuerpo, y
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Arthur Schopenhauer no da la impresión de sometérsele ni de cuidar de él. De manera que, por su naturaleza y origen, el conocimiento existe para servir a la voluntad, y mantiene una relación permanente con la voluntad del individuo, excepto en aquellos casos en que el conocimiento como tal se presenta de forma completamente pura y clara, siendo puramente objetivo y adecuándose por entero a lo conocido, a fin de captar precisamente la idea: cuando esto sucede, la voluntad individual ha de quedar aplacada por completo. Pues, aunque el origen del conocimiento se encuentra en la voluntad, ésta siempre contamina al cuerpo y actúa como un impedimento, al igual que la claridad de la llama se ve empañada por la misma madera que la alimenta. Si queremos, pues, captar la verdadera esencia de cualquier cosa, la idea que en ella se expresa, no hemos de mostrar el más mínimo interés personal en la cosa, es decir, esa cosa no debe mantener relación alguna con nuestra voluntad.
El sujeto puro del conocimiento Ya hemos dicho anteriormente que resulta posible una transición desde el conocimiento común, que aprehende simples cosas particulares, al conocimiento de la idea. Pero se trata de algo excepcional. Tal conocimiento acaece repentinamente cuando el conocimiento consigue liberarse de la voluntad; y precisamente por eso, cuando se da tal conocimiento, el sujeto que lo obtiene deja de ser un individuo, deja de conocer meras relaciones y de seguir el principio de razón suficiente; deja, en suma, de conocer en las cosas únicamente los motivos de su voluntad, y pasa a ser sujeto puro del conocimiento, liberado de la voluntad [reines, willenloses Subjekt der Erkenntniß]. Ahora aprehende el objeto que se le ofrece en una contemplación inalterable, fuera de su conexión con cualquier otro objeto, descansando en tal contemplación, en la que queda absorto. Este punto requiere una explicación más detallada, que al principio les resultará a ustedes un poco extraña, y que versa sobre la contemplación estética de las cosas. Puede suceder, en efecto (cuando se dan las condiciones necesarias para ello, tanto en el sujeto como en el objeto), que el espíritu, elevado por una fuerza especial, deje de lado el modo habitual de considerar las cosas; entonces sus relaciones –que, a la postre, siempre tienen relación con
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Sobre el correlato subjetivo de la idea la propia voluntad– dejan de seguir el hilo conductor que marca el principio de razón suficiente. Cuando esto sucede, ya no importa ni el dónde, ni el cuándo, ni el por qué, ni el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué (esto es, la idea). En tales casos, la conciencia tampoco se encuentra ocupada con pensamientos abstractos, es decir, con los conceptos de la razón, sino que, en lugar de todo ello, todo el poder del espíritu se dirige a la intuición y se sumerge por completo en ella; así, la conciencia entera queda henchida por la serena contemplación del objeto natural que en esos momentos se encuentra ante ella, ya se trate de un paisaje, un árbol, un paraje, edificaciones, o cualquier otra cosa; la expresión alemana que dice que alguien ha llegado a perderse [verliert] por completo en un objeto encuentra desde este punto de vista una significación plenamente acertada: con ella se quiere decir que uno ha perdido de vista su propia individualidad, su voluntad, y que la disposición de su ánimo ha pasado a ser puramente objetiva [rein objektiv]; la conciencia entera es ahora un claro reflejo del objeto que se le ofrece; es el medium en el que éste hace acto de presencia en el mundo como representación. Únicamente se sabe algo de sí mismo en la medida en que se sabe del objeto; y el sujeto existe ahora sólo como puro sujeto del conocimiento; lo único que se sabe en ese instante es que existe la contemplación; pero no se sabe ya quién es el contemplador: la conciencia entera se encuentra plenamente inmersa en una única imagen intuitiva. Si en esa aprehensión del objeto éste se encuentra situado fuera de cualquier relación con algo exterior a él, y el sujeto se encuentra alejado de toda relación con la voluntad individual, aquello que se conoce de tal modo no es ya la cosa particular, sino la idea [die Idee], la forma eterna, la objetivación inmediata que en ese nivel alcanza la voluntad; y precisamente por ello, lo que en dicha intuición concibe no es ya el individuo (pues éste se pierde en la contemplación), sino el puro sujeto del conocimiento, libre ya de la voluntad, del dolor y del tiempo. Así obtenemos la contemplación estética [die ästhetische Auffassung]. En relación con esta forma de conocimiento Spinoza escribió: mens aeterna est, quatenus res sub aeternitatis specie concipit.1 Esto que les describo como el 1.
«El alma es eterna en cuanto que concibe las cosas desde la perspectiva de la eternidad» (Eth. V, prop. 31, Escolio [trad. de V. Peña]).
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Arthur Schopenhauer componente subjetivo del goce estético, el estado de puro conocimiento, o contemplación ajena a la voluntad, es aquello que Spinoza denomina la cognitio tertii generis, sive intuitiva.2 Lo describe en la Ética B. II, prop. 40, schol 2; y luego en B. V, prop. 25 a 38; muy especialmente en la prop. 29, schol; prop. 36; schol; prop. 38, demonstr. et schol. En esa contemplación, la cosa particular pasa de golpe a ser la idea de su género; y el individuo que ejerce la mencionada contemplación se convierte en el sujeto puro del conocimiento.3 El individuo como tal sólo conoce cosas
2. 3.
«[...] [hay un tercer género de conocimiento] al que llamaremos ciencia intuitiva» (trad. de V. Peña). Al margen, remite Schopenhauer a una nota de su ejemplar particular de la 1.ª ed. de El mundo como voluntad y representación: «Desde la perspectiva del sujeto, el conocimiento puro, a través del cual se capta la idea, está libre del querer; y desde el punto de vista del objeto, se encuentra liberado de todas las formas del principio de razón suficiente. En tanto el conocimiento prosigue el hilo conductor marcado por el principio de razón suficiente, no alcanza el grado de contemplación, y la idea queda excluida de él. Explicar esto más claramente en las cuatro formas del principio de razón suficiente: 1) No es posible contemplación alguna mientras los objetos de la razón, es decir, los conceptos, ocupen la conciencia, ya que aquí nos encontramos con un pensamiento abstracto, constantemente impulsado por el principio de la fundamentación del conocimiento, y que plantea sin cesar una y otra vez la pregunta: ¿por qué? 2) Mientras el entendimiento siga la ley causal, indagando las causas del objeto que está considerando, no lo contempla, sino que la cuestión del porqué no le permite reposo alguno. 3) Como ya hemos indicado, el sujeto del querer ha de ser completamente dejado de lado y, en consecuencia, también cualquier clase de motivación. 4) El objeto contemplado debe extraerse de la corriente que constituye el curso del mundo, y deben olvidarse tanto el «dónde» como el «cuándo» que fundamentan su ser; el contemplador ha de olvidarse de su propia persona, no ha de saber quién es el que contempla, ni ser tampoco consciente, por tanto, del punto temporal en que se encuentran tanto él como el objeto contemplado; sólo entonces su intuición se libera de la última y más pertinaz figura del principio de razón suficiente: el tiempo». En una segunda anotación, no tachada, que también encajaría en este lugar, se lee: «El bodegón se atiene y hace honor precisamente al importante fenómeno de la apercepción, que nos libera del mundo».
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Sobre el correlato subjetivo de la idea particulares; en cambio, el sujeto puro del conocimiento conoce únicamente ideas.4 Pues el individuo es sujeto del conocimiento en su relación con determinado fenómeno particular de la voluntad, la persona, y sirve a éste último. Tal fenómeno particular de la voluntad está sometido al principio de razón suficiente: por eso, todo conocimiento referido a la persona se 4.
Algunos estudiosos, como Antonio Palao, creen que «no parece posible establecer una equivalencia de significado entre la nada de Schopenhauer y el vacío budista» (cfr. «La sabiduría budista del vacío», en J. Urdanibia (coord.): Los antihegelianos: Kierkegaard y Schopenhauer, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 213); y el propio Schopenhauer, en el § 167 de las anotaciones recogidas en los Manuscritos Berlineses (op. cit., pp. 159-160), ve en el zen un antecedente ¡del judaísmo y el Islam!, considerándolo una «religión del error», frente al budismo, verdadera «religión de la verdad»; aun así, la descripción que realiza Schopenhauer de la experiencia estética como un repentino «despertar», que arranca al sujeto empírico de las redes relacionales que le ocultan la esencia de la realidad, recuerda en gran medida –como apuntamos en nuestra Introducción– al satori del budismo zen. Pensamos, desde luego, que se trata más bien de una coincidencia de planteamientos que de una influencia directa, pues en los Manuscritos redactados entre 1804 y 1818 existen escasas referencias al zen y al budismo, aumentando éstas sólo a partir de 1818. Sin embargo, el planteamiento estético de Schopenhauer coincide notablemente con lo que los budistas y otros místicos orientales llaman el «despertar» o la «iluminación», estado en el que no funciona la voluntad y el sujeto escapa al ámbito de relaciones que componen el ilusorio mundo sensible. La experiencia estética y el arte tienen en Schopenhauer un carácter, por así decirlo, «visionario», que conecta con la experiencia mística del tantra kalachakra, o «tiempo total», del shivaísmo hindú (Mahakala). Asimismo, coincide Schopenhauer con el zen en considerar la aproximación estético-artística a la realidad superior a cualquier conocimiento puramente científico del cosmos: tanto para el budismo zen como para Schopenhauer, es el arte y no la ciencia lo que permite penetrar en el fondo oscuro de la vida. En efecto, en la tradición estética del Extremo Oriente, resulta indispensable para la contemplación estética y el arte que el sujeto se identifique totalmente con el modelo, en el marco de una profunda paz que le permitirá penetrar en el misterio de la vida cósmica y en el alma de la naturaleza. Es ese momento en el que el contemplador y lo contemplado, el artista y la obra son uno solo, y en el que los mundos interior y exterior se identifican. La experiencia de la iluminación, por consiguiente, sólo es posible en el seno de una contemplación que se parece mucho a la que está analizando Schopenhauer. Sobre las relaciones entre la estética schopenhaueriana y el zen, cfr.: «Estética de la superación del ser: breve referencia a Schopenhauer», en línea e I. Cabral: «Simetrías con el zen», en línea .
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Arthur Schopenhauer ajusta al principio de razón suficiente; y para los fines que se propone la voluntad, no sirve ningún otro tipo de conocimiento, salvo éste, que es el único que guarda relación con el objeto. El individuo cognoscente como tal, y la cosa particular que conoce, se encuentran siempre en tal o cual parte, y en tal o cual momento, formando parte de una cadena de causas y efectos. Por el contrario, el puro sujeto del conocimiento y su correlato, la idea, están liberados de todas las formas del principio de razón suficiente. El tiempo, el lugar, el individuo que conoce y el individuo conocido, no tienen para ambos significación alguna. Siempre que un individuo cognoscente se eleva de la forma descrita a puro sujeto del conocimiento, de manera que el objeto contemplado se eleva al grado de idea en su género, hace acto de presencia el mundo como representación [die Welt als Vorstellung] en su forma más perfecta y pura, produciéndose una perfecta objetivación de la voluntad [die vollkommene Objektivation des Willens]. Pues sólo la idea constituye una adecuada objetivación de ésta. La idea implica tanto al objeto como al sujeto, pues éstos son su forma única y exclusiva (las formas subordinadas de las cosas particulares quedan suprimidas); en la idea, sujeto y objeto se mantienen en perfecto equilibrio [Gleichgewicht]: el objeto (como siempre) no es otra cosa que la representación del sujeto; y el sujeto, en la medida en que se sumerge en el objeto contemplado, llega a confundirse con él, pues la conciencia entera no contiene entonces otra cosa que su imagen clara y precisa; es el simple medium de la entrada del objeto en el mundo de la representación. Si imaginamos ahora un recorrido de esta conciencia contemplativa por toda la serie de niveles de objetivación de la voluntad, obtendríamos el mundo como representación propiamente dicho. Pues las cosas particulares que se encuentran dispersas por el tiempo y el espacio son producto de la multiplicación producida por el principio de razón suficiente, que con su acción perturba la pura objetividad de las ideas. Tal comprensión de la serie de las ideas constituye precisamente el autoconocimiento de la voluntad en general [die eigentliche Selbsterkenntniß des Willens überhaupt].5 Pues, si prescindimos del mundo como 5.
En 1817 Schopenhauer escribía: «Toda mi filosofía se deja compendiar en este aserto: el mundo es el autoconocimiento de la voluntad» (HN I, 458 {657})
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Sobre el correlato subjetivo de la idea representación, el individuo que aparece en tal contemplación como objeto, y el que actúa como sujeto, son uno y lo mismo: la voluntad, cuya objetivación es precisamente el mundo. Del mismo modo que ambos llegan a unirse en la contemplación estética, confluyendo en la conciencia en la idea, que alcanza así a hacerse presente, también ambos son una única cosa: la voluntad. Al hacer acto de presencia la idea, ya no se diferencian en ella el sujeto y el objeto, pues la idea como objetivación totalmente adecuada de la voluntad se da a este nivel sólo en la medida en que ambos polos se plenifican e interpenetran perfectamente. Tal idea es una parte del mundo entendido como representación. Ahora bien, al igual que sujeto y objeto llegan a ser uno en la idea, también se unifican el individuo que actúa en tal conocimiento como sujeto (el contemplador) y el individuo que actúa como objeto (el objeto contemplado), sin que quepa diferenciarlos en absoluto como cosas en sí. Si prescindimos por completo del mundo como representación [die Welt als Vorstellung], no nos queda nada más que el mundo como voluntad [die Welt als Wille]. Aquello ensí que se objetiva completamente en la idea es la mencionada voluntad; pero esta misma voluntad es también el en-sí tanto de la cosa particular como del individuo que en ella conoce la idea. Pues, fuera de la representación y de todas sus formas, no existe nada más que la voluntad, y ésta es lo en-sí, tanto del objeto contemplado como del individuo contemplador, que en dicha contemplación se eleva hasta llegar a ser consciente de sí mismo como puro sujeto del conocimiento. Es esa voluntad, precisamente, lo que aquí se conoce a sí misma; y para ello se necesita que tanto el objeto como el sujeto se pongan en mutua relación. Yo, como contemplador, sin el objeto de la representación, no soy tampoco sujeto, sino mera voluntad, impulso ciego; y lo mismo sucede con la cosa conocida: sin mí como sujeto, tampoco es objeto, sino mera voluntad, impulso ciego. La voluntad, empero, es en ambos la misma, sólo que en el mundo como representación, a causa de su forma, aparece la diferencia-
(A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, Sentencias y aforismos II (trad. R. Rodríguez Aramayo), Valencia, Pre-Textos, 1999, § 194, p. 134).
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Arthur Schopenhauer ción entre individuos, de los cuales uno es aquí conocido como sujeto y el otro como objeto. Si suprimimos el conocimiento, es decir, si suprimimos el mundo como representación, no nos queda nada más que la mera voluntad, impulso ciego. Pero si la voluntad ha de conocerse y alcanzar la objetivación, esto supone la súbita posición tanto del objeto como del sujeto. Ahora bien, si tal objetivación ha de ser pura, perfecta y enteramente adecuada a la esencia propiamente dicha de la voluntad, siendo al mismo tiempo la réplica de tal esencia como representación, este grado de objetivación pone de inmediato al objeto como idea, libre de todas las formas del principio de razón suficiente, y al sujeto como puro sujeto del conocimiento, libre tanto de su individualidad, como de su servidumbre respecto de la voluntad.6
6.
Cfr. la siguiente anotación de 1815: «Cuanto más atentamente contemplo un objeto (al margen de toda reflexión, esto es, del uso de la razón) y más me abandono a él, tanto más me pierdo en él al captar perfecta e íntimamente su idea, no siendo yo mismo sino ese objeto en tanto que representación; en sí y separado de la representación de su objetividad es voluntad; esta voluntad no se diferencia de mi voluntad de vivir, por más que yo, en cuanto manifestación de la voluntad, sea diferente del objeto como fenómeno de la voluntad: sólo entre los fenómenos existe la multiplicidad. Esta contemplación íntima, esa fusión del espectador con el objeto, está excelentemente bien expresada en el giro idiomático: “quedar absorbido por la contemplación de una cosa”; dicho modismo señala que uno se olvida de su yo (es decir, de su voluntad) individual, al que se orilla, y en el conjunto de la consciencia no resta sino la imagen del objeto. Esta imagen así concebida es su idea, la impronta, la objetivización del grado de la voluntad de vivir que se manifiesta en ese fenómeno. Pero, al mismo tiempo que concibo esa idea perfecta, eo ipso llego a cobrar consciencia de mí mismo como puro sujeto del conocer. Mi volición queda en suspenso y en esa íntima captación del objeto, haciéndosele sitio a esa función del entendimiento en que consiste propiamente todo verdadero conocimiento y a la que se denomina muy impropiamente actividad, cuando es justo lo contrario de cualquier actividad, es decir, de todo querer, y supone la otra cara del mundo. Esta consciencia de mí mismo como sujeto del mundo y el comprender la idea son inseparables, son una y la misma cosa, vista y expresada desde un punto de vista subjetivo, en un caso, y desde una óptica objetiva en el otro. Ambas perspectivas quedan fusionadas necesariamente por la contemplación estética. Pues en tan escasa medida como, al margen de la representación, sin objeto, soy sujeto de conocimiento, sino más bien mera voluntad cie-
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Sobre el correlato subjetivo de la idea
ga; tampoco sin contar conmigo como sujeto del conocimiento el objeto es tal, sino mera voluntad, un ciego apremio. Esta voluntad es una e idéntica con respecto a la mía propia; únicamente los fenómenos dan pie a establecer alguna distinción (puesto que toda multiplicidad se halla condicionada por las formas de la manifestación: el espacio y el tiempo). Por lo tanto, una vez suprimido el conocer, no queda nada en general salvo la mera voluntad, el ciego apremio [...]. Aparte del mundo como representación no hay nada salvo el mundo como voluntad» (HN I, 278-279 {427}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, op. cit., § 120, pp. 78-79).
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Diferencia entre la idea y su manifestación
IV
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Diferencia entre la idea y su manifestación
Para lograr una visión más profunda de la esencia del mundo, es absolutamente necesario aprender a distinguir la voluntad como cosa en sí de las ideas, esto es, los distintos grados en los que se produce su objetivación; y asimismo, distinguir las ideas mismas de sus simples manifestaciones, cuya forma es el principio de razón suficiente, forma del conocimiento restringida a los individuos. Únicamente las ideas constituyen la adecuada objetivación de la voluntad; por eso sólo ellas tienen realidad propiamente dicha. Sólo cuando lleguen ustedes a este nivel, aprenderán a ver en qué radica propiamente lo esencial de la multiplicidad de fenómenos de todo tipo que se les imponen constantemente; sólo entonces no dependerán de las apariencias, como le sucede al vulgo estúpido, que considera tales apariencias como lo esencial. Sólo entonces, en fin, comprenderán lo que quería decir Platón cuando concedía el ser propiamente dicho únicamente a las ideas, mientras que a las cosas situadas en el espacio y en el tiempo, y a este mundo, que es el que el individuo considera real, sólo le reconocía una existencia aparente, semejante a la de un sueño. Adquirirán un vivo conocimiento de cómo en los in*
Cfr. MVR I, libro III, § XXXV.
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Arthur Schopenhauer numerables fenómenos lo esencial, lo que se manifiesta en ellos, sólo es una idea, que se ofrece a los individuos cognoscentes de manera fragmentaria, presentándoles primero una faceta y luego otra; pero que ha de captarse en su totalidad, si se quiere conocer la esencia de una cosa. Ahora desearía indagar qué diferencia existe entre la idea y su manifestación, además de la diferencia que media entre la idea y la forma en que su manifestación fenoménica cae bajo la observación del individuo, aclarándoles mi reflexión mediante una serie de ejemplos que, ciertamente, deberán parecerles extraños a quienes no comprendan a qué se están refiriendo.1 Cuando las nubes corren por el cielo, las figuras que forman son indiferentes y no afectan a su esencia; pero el hecho de que, al ser un vapor dúctil, sean comprimidas por el choque del viento, expandidas o desgarradas, es algo propio de su naturaleza, y constituye la esencia o idea de las fuerzas que en ellas se objetivan. Cada una de las figuras que ocasionalmente producen sólo existe para el observador individual. Cuando un arroyo corre sobre las rocas, las ondas, remolinos y formas que adopta la espuma resultan indiferentes y no afectan a su esencia; pero el hecho de que sigan la ley de la gravedad, comportándose como un fluido que cambia constantemente y que carece de forma, es algo que sí se encuentra en su esencia, en su idea, que se pone de manifiesto si se pasa a conocerlo de forma intuitiva; pues tales formaciones existen únicamente para nosotros, en la medida en que conocemos como individuos. El hielo se deposita sobre las ventanas, siguiendo las leyes de la cristalización, que revelan la esencia de la fuerza natural que aquí hace acto de presencia, y que pone de manifiesto la idea; pero las arborescencias y floraciones que el hielo saca a la luz son algo inesencial, y únicamente existen en la medida en que el individuo las conoce. De cada especie de árbol pueden ustedes contemplar múltiples formas, pues cada individuo ha crecido de una manera diferente; pero esta forma es inesencial; sólo el carácter genérico es esencial y expresa la idea. Análogamente, cada caballo parece distinto de los demás; pero esta diversidad sólo afecta al fenómeno, no a la idea.
1.
Añadido a lápiz: «N. B. Exponer todo este ad libitum y de forma muy breve».
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Diferencia entre la idea y su manifestación Lo que aparece en las nubes, el arroyo y el cristal es un eco lejano de aquella voluntad que se presenta perfectamente en la planta, de modo aún más perfecto en el animal, y con el máximo grado de perfección en el ser humano.
Panorama general sobre el curso del mundo Pero sólo aquello que resulta esencial en todos esos grados de objetivación constituye la idea. En cambio, el despliegue de tales grados, en tanto responde a las formas del principio de razón suficiente para constituir la polifacética multiplicidad de los fenómenos, resulta inesencial para la idea, y pertenece meramente a la forma cognoscitiva del individuo, de modo que sólo es real para éste último. Y lo mismo vale sin duda para la idea que es la más perfecta objetivación de la voluntad. En consecuencia, la historia del género humano, la muchedumbre de sucesos, el cambio de las épocas, las múltiples formas que adopta la vida humana en diversas tierras a través de los siglos..., todo esto representa únicamente una manifestación contingente de la idea, única objetivación adecuada de la voluntad, y no pertenece a ella misma, sino sólo al fenómeno, que cae bajo el conocimiento del individuo, siendo tan ajeno, inesencial e indiferente a la idea como lo son para las nubes las figuras que éstas forman; o para el arroyo las figuras que se forman en sus torbellinos y en la espuma; o para el hielo las arborescencias y las floraciones que parece formar la congelación. Para aquel que ha comprendido esto suficientemente, y sabe diferenciar la idea de su manifestación, los sucesos mundanos sólo tienen significación en la medida en que se asemejan a caracteres cuya combinación permite deletrear la idea del hombre. Y siguiendo ese criterio afrontará tanto la historia como el curso del mundo: no creerá ya, como hace el vulgo, que el tiempo produce algo realmente nuevo y significativo, ni que con el tiempo llegue a la existencia nada auténticamente real; ni que el tiempo y su contenido, la historia del mundo, tienen como totalidad un comienzo y un fin, un plan y un desarrollo, y que ese fin último es, por ejemplo, el logro de la más elevada perfección del género humano (perfección de la que participaría la generación más reciente, nacida hace una treintena de años, siendo todas las
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Arthur Schopenhauer generaciones anteriores únicamente el medio para llegar a ella). A quien2 sabe diferenciar lo esencial del fenómeno; aquello que se manifiesta en éste último de la forma contingente en que se manifiesta, le parecen completamente infantiles los mitos de dioses y demonios que cuidan de la dirección de los mezquinos sucesos humanos. En las múltiples formas de la vida humana a través de las diferentes épocas y tierras; en el inacabable cambio de los sucesos, lo permanente y esencial, la inmediata expresión de la realidad propiamente dicha, es únicamente la idea, la idea del hombre, en la que la voluntad de vivir alcanza su objetivación más perfecta. Ahora bien, tal idea del hombre muestra sus diferentes facetas en las cualidades del género humano, en sus preferencias y fallos; en sus pasiones y errores; en el egoísmo, odio, amor, temor, audacia, frivolidad, torpeza, astucia, ingenio, genialidad, etcétera: tales cualidades se dan juntas en el tiempo, recorriendo los miles de formas, es decir, de individuos, cuya acción progresiva constituye tanto la pequeña como la gran historia del mundo. Da lo mismo si lo que pone en movimiento a los individuos son nueces o coronas. Quien sabe, en efecto, separar la esencia en sí y la idea del fenómeno, encontrará que en el mundo sucede como en los dramas de Gozzi.3 (Ilustr.). En tales dramas siempre aparecen los mismos personajes, tienen siempre las mismas intenciones y el mismo destino. Los motivos y acontecimientos son, evidentemente, diferentes en cada pieza; pero el espíritu de dichos sucesos es idéntico. Los personajes de una pieza tampoco saben nada de los acontecimientos que suceden en las otras, si bien en ellas actúan siempre los mismos. Y por ello, a pesar de todas las experiencias que ha tenido en las piezas anteriores, Pantalone 2.
3.
Las líneas que van desde «A quien...» a «...mezquinos sucesos humanos» son una corrección de un texto anterior, tachado con lápiz: «Quien es capaz de separar la idea del fenómeno, comprenderá que tan sumamente infantil es disponer todo un Olimpo de dioses –trasuntos de la idea del hombre– para conducir los sucesos temporales, a la manera de Homero, como tomar las figuras que forman las nubes por seres individuales, como hace Ossián, ya que ambas cosas tienen idéntica significación en relación con la idea que en ellas aparece» [Schopenhauer disponía en su biblioteca de la edición inglesa de los poemas del supuesto bardo gaélico del s. III Ossian, publicada por James Macpherson en 1805, y de una traducción alemana de los mismos, aparecida en 1800]. Schopenhauer poseía dos ediciones de las obras de Carlo Gozzi: Las diez fábulas teatrales (Berlín, 1809) y Obras (Venecia, 1772).
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Diferencia entre la idea y su manifestación no es más resuelto ni liberal, ni Tartaglia más escrupuloso, ni Brighella más animosa, ni Colombina más recatada. Quien medite sobre las jugarretas del azar, comprenderá cómo éste juega frívola y despiadadamente tanto con los individuos más importantes y excelentes, como con los más malos e insignificantes. Si se tiene en cuenta cómo a menudo los individuos más excelentes, ilustrados y heroicos pueden ser destruidos antes de llegar a la madurez por una ciega casualidad; cómo grandes sucesos que han cambiado la historia del mundo y períodos de gran cultura, épocas doradas y los más bellos despliegues del género humano, como sucedió en Atenas, pueden ser impedidos o suprimidos sin más por un conjunto de insignificantes casualidades, por una ciega contingencia que podría eliminar un simple niño; quien, en fin, se percata claramente de cuán grandes y extraordinarios individuos podrían haber existido y haber dotado de fuerzas poderosas a épocas enteras para hacerlas fructificar, y cómo, sin embargo, tales individuos cayeron en una época o tierra donde no pudieron rendir fruto alguno, o incluso, desviados por algún tipo de necesidad, o por el amor y la pasión, no llegaron a la madurez ni a hacer nada positivo, sino que sus fuerzas, o se malgastaron sin provecho en objetos infructuosos e indignos, o incluso las disiparon alegremente poniéndolas al servicio de una pasión, podría, al meditar en todo ello, sentir horror, o lamentarse amargamente por los tesoros perdidos para épocas enteras, si adopta un punto de vista inferior, apegado al fenómeno; si, en cambio, lo que se ha llegado a concebir es la idea contrapuesta a dicho fenómeno, es decir, aquello que expresa la verdadera realidad, se ve claramente que en el mundo de los fenómenos no es posible alcanzar ni una verdadera pérdida ni una verdadera ganancia. Se comprende que la fuente desde la que fluyen hacia el fenómeno los individuos y sus fuerzas es inagotable, y tan infinita como el espacio y el tiempo: pues así como éstos sólo constituyen la forma del fenómeno, también todos los individuos son únicamente fenómenos, es decir, la voluntad hecha visible. Ninguna medida finita puede agotar aquella fuente inagotable; por eso, a cualquier acontecimiento u obra ahogada en germen siempre le queda abierta la perspectiva de poder retornar en el curso de una ilimitada infinitud. Sólo la voluntad es la cosa en sí, la fuente de todos aquellos fenómenos. Su autoconocimiento, y su decisiva afirmación o negación a partir de él, es el único acontecimiento que realmente importa.
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Contraposición entre ciencia y arte
V
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Contraposición entre ciencia y arte (Ciencia y arte)
Si se va hasta sus últimos fundamentos, el arte y la ciencia tienen un mismo tema [Stoff], a saber: el mundo tal como se encuentra ante nosotros, o más bien, alguna parte específica del mismo; únicamente la filosofía, en cambio, considera el mundo en su totalidad. La gran diferencia que media entre la ciencia y el arte radica, no obstante, en la forma en que ambos consideran el mundo y elaboran su objeto. La contraposición puede definirse brevemente de la manera siguiente: la ciencia considera los fenómenos del mundo siguiendo el principio de razón suficiente, mientras que el arte los considera dejando por completo de lado el principio de razón suficiente, y con total independencia de él, logrando así que la idea haga acto de presencia. Esto requiere, empero, una explicación más detallada. Acabo de hablarles del curso del mundo y de su relación con la idea de la humanidad, para cuyo conocimiento dicho curso sólo nos da, por así decirlo, las letras a partir de las cuales puede leerse la palabra, es decir, la idea. La idea es el objeto del arte como poesía, o como pintura.
*
Cfr. MVR, I, libro III, § XXXVI y PP, § 208.
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Arthur Schopenhauer Pero precisamente ese mismo curso del mundo constituye el objeto de la Historia. Esta ciencia sigue el hilo de los acontecimientos y es pragmática en la medida en que los deduce a partir de la ley de la motivación, ley que determina los fenómenos de la voluntad allí donde ésta se encuentra iluminada por el conocimiento. En los estratos más bajos de su objetivación, allí donde opera sin conocimiento, la ciencia natural considera las leyes que regulan los cambios que experimentan las manifestaciones de la voluntad como etiología; cuando enfoca aquello que en ellos resulta permanente, aparece como morfología, cuyo tema es casi infinito, y se ve obligada a servirse de conceptos universales para reunir los fenómenos, derivando de tales conceptos lo particular. Finalmente, la matemática considera las formas simples del espacio y el tiempo, en las que aparecen las ideas separadas y multiplicadas por el conocimiento del sujeto individual. Todos estos conocimientos, cuyo nombre genérico es el de ciencia [Wissenschaft], siguen el principio de razón suficiente en sus diversas formas; buscan que todo sea captable como consecuencia de un fundamento, dando a todo un porqué, una justificación; pero su asunto son siempre los fenómenos y sus leyes, así como las conexiones y relaciones que median entre ellos. Ahora vemos claramente la contraposición entre el arte [Kunst] y la ciencia. El contenido u objeto del arte es aquello que permanece ajeno a, y es independiente de toda relación; lo propiamente esencial del mundo; el verdadero contenido de todos los fenómenos; aquello que no está sometido a cambio alguno y que es conocido de una vez por todas con una verdad única; en una palabra: las ideas, que son la inmediata y adecuada objetivación de la cosa en sí. El arte refleja en sus obras las ideas eternas, captadas mediante la pura contemplación; lo esencial y permanente de todos los fenómenos del mundo; y según sea el material que las refleja, obtenemos el arte figurativo, la poesía o la música. Su único origen es el conocimiento de la idea; su único fin, comunicar dicho conocimiento. La ciencia sigue la corriente infinita e incansable de las razones y consecuencias que se ajustan a la cuádruple configuración, ya mencionada, del principio de razón suficiente; cuando alcanza cualquier meta, se ve remitida siempre más allá de la misma (ilustr.), sin encontrar jamás ni una meta última, ni una
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Contraposición entre ciencia y arte satisfacción completa (del mismo modo que resulta imposible alcanzar el punto en el que se supone que las nubes tocan el horizonte). En cambio, el arte alcanza su fin siempre y en cualquier lugar. Pues arranca el objeto contemplado de la corriente que constituye el curso del mundo, y lo coloca ante sí, considerándolo de forma aislada. Y este objeto particular, que no constituye más que una ínfima y fugaz parte dentro de dicha corriente, se convierte para él en representante de la totalidad, en un equivalente de aquella infinita pluralidad que se despliega en el espacio y el tiempo; por ello se atiene a este objeto particular, deteniendo la marcha del tiempo, y haciendo que se desvanezcan ante él las relaciones: lo esencial, la idea, es su único objeto.1
1.
Para Schopenhauer, el continuo fracaso de la filosofía se debe a su tozuda pretensión de convertirse en una ciencia, en vez de emparentarse, más bien, con el arte: «La filosofía –indica Schopenhauer en una nota de 1814– ha fracasado durante tanto tiempo por su empeño en seguir el camino de las ciencias, en lugar de haber intentado tomar el del arte» (HN I, 155 {257}); y añade: «¡Cuán pobre y menesterosa es toda ciencia, y cuán falto de meta está su camino! Pero la filosofía abandona esa senda y toma la de las artes. Así se volverá, como todas ellas, rica y frugal» (HN I, 210 {338}). Este vano esfuerzo de equiparación entre filosofía y ciencia, corre paralelo a la primacía concedida desde siempre al conocimiento abstracto (científico) frente al intuitivo (artístico), incluso por el propio Kant, siendo éste el gran defecto de su filosofía: «A la hora de sondear las facultades cognoscitivas, Kant ha considerado casi con exclusividad el conocimiento abstracto descuidando el intuitivo, conocimiento que confiere al primero todo su significado y valor [...]. A fin de indagar la esencia íntima del mundo, Kant ha tomado como punto de partida cierta construcción sintáctica. En cambio yo tomo por fuente del conocimiento de la esencia del mundo al objeto de la intuición pura, tan avolitiva como irreflexiva, aquello que representa el objeto del arte, la idea platónica» (nota de 1816, HN I, 377 {557}). La filosofía, como el arte, debe basarse en una intuición conectada con la vida y alejada de abstracciones formales, si quiere penetrar en la esencia ideal del mundo; toda filosofía basada en simples conceptos abstractos está condenada al fracaso: «Para el arte, y también para la filosofía, la vida y el mundo constituyen la única fuente. Copiando cuadros ajenos nadie se tornará pintor, ni tampoco se volverá poeta o filósofo mediante la lectura de obras ajenas. En la vida se revelan las ideas, pero tan sólo al genio; los demás conocen únicamente por mor del principio de razón, cuyo conocimiento sólo sirve a la voluntad y también a la ciencia. A partir de conceptos no es posible ninguna filosofía, pues le son tan estériles como al arte. El más consumado intento
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Arthur Schopenhauer Podemos, pues, definir al arte sin más como el modo de considerar las cosas con independencia del principio de razón suficiente, frente a aquel examen indagador que constituye el camino de la experiencia y de la ciencia. Éste último puede compararse a una línea horizontal infinita; el primero, empero, a una línea perpendicular que puede cortar a aquélla en cualquier punto que elijamos. El modo de ver el mundo que sigue el principio de razón suficiente es el racional [die vernünftige], único que resulta válido y útil en el ámbito de la vida práctica y la ciencia; en cambio, el modo de ver que prescinde del contenido de aquel principio es la consideración genial [geniale], única que resulta válida y útil en el terreno del arte. También pueden caracterizarse ambos modos de ver el mundo diciendo que el primero es el adoptado por Aristóteles, mientras que el segundo es, en conjunto, el adoptado por Platón. El primero se parece a un violento huracán, que por donde pasa dobla, remueve y arranca todo lo que encuentra; el segundo se parece al sereno rayo de sol que atraviesa el huracán, permaneciendo completamente intacto. El primero se parece a las infinitas gotas violentamente agitadas de una catarata, que cambian continuamente y sin descanso; el segundo se parece al arco iris, que se alza serenamente por encima de este torbellino.
de forjar una filosofía a base de conceptos (en el sentido más estricto del término) es la escolástica, y por ello supone una filosofía tan fallida» (HN I, 268 {419}, nota de 1815) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, op. cit., §§ 71, 97, 161 y 119; pp. 56-57, 68, 109-110 y 77-78, respectivamente).
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Sobre el genio
VI
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Sobre el genio
La idea sólo es aprehendida por la pura contemplación que hemos descrito más arriba, centrada por completo en el objeto. La capacidad superior que posibilita dicha contemplación es el genio [das Genie], único del que pueden brotar obras de arte auténticamente estimables. La mencionada contemplación requiere un estado de ánimo puramente objetivo, es decir, un olvido completo, tanto de la propia persona como de sus relaciones; por ello, la genialidad no es otra cosa que una total objetividad [vollkommene Objektivität], es decir, una orientación objetiva del espíritu, en contraposición a la dirección subjetiva, que revierte en la propia persona, es decir, en la voluntad. Según esto, la genialidad [Genialität] consiste en la capacidad de comportarse de forma puramente contemplativa, de perderse en la contemplación, y lograr que el conocimiento, que en principio sólo existe para ponerse al servicio de la voluntad, escape a dicha servidumbre, es decir, pierda de vista su interés, su querer y sus fines, despojándose de la personalidad completamente y de una vez por todas, permaneciendo sólo
*
Cfr. MVR I, §§ XXXVI-XXXVII; MVR II, caps. 31-32 y PP, §§ 206, 233-243.
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Arthur Schopenhauer como puro sujeto cognoscente, como un ojo cósmico claro y transparente; y todo ello, por cierto, no por un simple instante, sino tanto tiempo y tan reflexivamente como resulte necesario para reproducir lo captado a través de un arte superior. Como dice Goethe: «lo que en vacilante aparición se cierne, consolidadlo con perdurables pensamientos»:1 tal precisamente es la capacidad reflexiva del genio, que Jean Paul considera, y con razón, como un punto crucial.2 Para comprender mejor las posibilidades del genio, y a través de ellas su esencia, debemos tener en cuenta lo siguiente: para que en un individuo haga acto de presencia el genio, debe encontrarse dotado de un porcentaje de fuerzas cognoscitivas muy superior al que requiere el servicio de la voluntad individual; este excedente de conocimiento llega a liberarse del servicio a la voluntad, y permanece entonces como puro sujeto del conocimiento, como un terso espejo en el que se refleja la esencia del mundo.3 Esta perspectiva explica perfectamente, asimismo, todas las peculiaridades y fallos del carácter que desde siempre se han percibido
1. 2.
3.
Fausto, I, vv. 348-349 (trad. de R. Cansinos Assens). En una anotación, que data de 1822/23 (HN III, 159 [47], {B65}), Schopenhauer completa estas afirmaciones: «El discernimiento, que Jean Paul destaca como rasgo fundamental del genio, se muestra en lo siguiente: el pintor reproduce fielmente en el lienzo la naturaleza que tiene ante sus ojos, y el poeta o el ensayista repiten con exactitud el presente intuido en la consciencia abstracta de los conceptos, acertando a expresar y llevar a una clara consciencia lo que los demás tan sólo sienten. Por eso se dice en el Tasso de Goethe: “Permítaseme decirle a un dios...”» (cfr. A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 91, pp. 117-118). En un apunte que data de 1815 leemos: «Para que se produzca [un] giro de la voluntad es necesario tener una visión panorámica sobre la vida, esto es, un conocimiento que salte por encima del presente para el cual es imprescindible la razón, que por ello constituye una condición de la libertad. [...] La voluntad no puede darse la vuelta en las potencias más bajas, sino en las más altas, aquéllas a las que acompaña el conocimiento más elevado» (HN I, 330-331 {96}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, op. cit., § 139, pp. 9192). Estas ideas explicarían por qué en otra nota, fechada en 1817, Schopenhauer afirma que «[...] el arte es la floración de la vida» (HN I, 466 {668}) (ibíd., § 195, p. 134), floración en la que ésta, al alcanzar definitiva lucidez sobre su terrible esencia, y una vez desengañada, está en condiciones de liberarse a sí misma.
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Sobre el genio en la individualidad de los hombres geniales. En los individuos geniales se encuentra frecuentemente, por ejemplo, una exaltación de cualquier estado de ánimo, sea del tipo que sea, unida a una vehemencia en todos sus afectos y a rápidos cambios de humor, que, unidos a un predominio de la melancolía, pueden llegar a adquirir tintes de locura. Poseemos una incomparable descripción de estos errores, y de los padecimientos que de ellos se derivan, en el Tasso de Goethe. Todo ello resulta fácilmente explicable si partimos de nuestra hipótesis sobre la esencia del genio: en efecto, cuando el genio se encuentra inmerso en su actividad genial, opera justamente aquel exceso de fuerza cognoscitiva, que, dirigido hacia la esencia del mundo, produce un olvido de la propia persona. Es el momento de la inspiración [Begeisterung], en el que se produce la concepción de las obras de arte [Konception der Kunstwerke]. El conocimiento en su plena energía, asume una dirección puramente objetiva, y el objeto es captado con toda claridad según su esencia más íntima. Pero en otros momentos, cuando el individuo genial se encuentra ocupado con su propia persona, sus fines y su destino, entonces todo ese exceso del conocimiento asume también una dirección subjetiva, y se dedica a iluminar los fines y destinos al servicio de la voluntad individual; entonces la desmedida energía de las capacidades cognoscitivas le muestra al individuo genial todo de forma exageradamente vivaz, con colores chillones y de forma desmesurada, viéndolo todo de forma extrema; es entonces cuando la voluntad se ve impulsada excesivamente por tales representaciones exageradas, de manera que cada estado anímico se expande desenfrenadamente, y cada movimiento de la voluntad se transforma en afecto; ahora bien, como en la vida hay más cosas chocantes y molestas que agradables y deseadas, en él predominará la melancolía; además, una representación vivaz reprimirá enseguida a otras, de manera que su humor cambiará muy rápidamente, saltando de un extremo a otro, tal como lo encontramos excepcionalmente expuesto en el Tasso. Nuestra concepción de la esencia del genio explica también la gran vivacidad de los individuos geniales, que llega a rozar la ansiedad: todo les afecta muy fuertemente, porque se les aparece en imágenes muy vivaces; difícilmente les basta con el presente, porque éste, por lo general, no llena su conciencia, al parecerles excesivamente insignificante; de ahí esa infatigable impulsividad, esa incesante búsqueda de nuevos objetos
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Arthur Schopenhauer dignos de consideración...; a ello hay que añadir aún la exigencia, casi nunca satisfecha, de encontrar seres semejantes a ellos, todo lo contrario de lo que le sucede al individuo común, que se encuentra plenamente satisfecho con el presente cotidiano, en el que se pierde por completo, encontrando por doquier seres que se parecen a él, y sintiéndose en la vida como si siempre estuviese en casa, lo que le dota de esa especie de adaptación a la vida cotidiana que se le niega al individuo genial. Existe una enorme distancia entre la sensatez, el tranquilo sosiego, la perspectiva cerrada sobre la realidad, la plena seguridad y regularidad del comportamiento que muestra el hombre común, siempre razonable, y el constante movimiento que agita al hombre genial, que se nos muestra sumergido en sus ensoñaciones, o agitado por un frenético movimiento. Podría decirse que el reposo y seguridad del hombre común pueden compararse a la seguridad de un sonámbulo, que recorre caminos peligrosos con los ojos cerrados. El hombre que carece de genio conoce simplemente las relaciones entre las cosas (como mostraré enseguida con más detalle), logrando con ello una visión global y completa, totalmente cerrada de las cosas; pero, en cambio, no percibe en absoluto la esencia o las ideas que se expresan en los fenómenos; en cambio, tales ideas son justamente lo que siempre se presenta ante el individuo genial, mientras que el conocimiento de las relaciones pasa a un segundo plano, o aparece embrollado. Con razón se ha considerado la fantasía [Phantasie] como un componente esencial de la genialidad; pero hasta ahora se ha creído que fantasía y genio eran una sola cosa, lo que resulta completamente equivocado. La idea de que el genio ha de mostrar entre sus componentes una fuerza inusual de la fantasía se basa en lo siguiente: los objetos del genio como tal, es decir, los objetos de la concepción genial, son las ideas, las formas eternas, inmutables y esenciales en que se objetiva la voluntad, esto es, el mundo y todas sus manifestaciones; ahora bien, la captación de las ideas es un conocimiento intuitivo, no un conocimiento abstracto. Por consiguiente, la concepción del genio se vería limitada a las ideas relativas a los objetos que él mismo pudiese realmente encontrar en el mundo, y dependería del encadenamiento de las circunstancias que le han conducido hasta tales objetos, si la fantasía no ampliase enormemente su horizonte vital, expandiéndolo muy por encima de lo que encuentra en la realidad, o lo que le sucede en el ámbito de su experiencia personal;
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Sobre el genio la fantasía, por consiguiente, pone al genio en situación de construir todo lo que falta partiendo de lo poco que llega a su apercepción, y es así como consigue representarse casi todas las imágenes vitales posibles. De esta manera, la fantasía amplía el círculo visual del genio en lo que se refiere a la cantidad. Pero también lo hace en lo que respecta a la cualidad. En efecto, los objetos reales son casi siempre ejemplares muy defectuosos de la idea que en ellos se expresa; por ello, el genio requiere de la fantasía, para no ver en las cosas aquello que la naturaleza ha producido realmente, sino lo que se esforzó en producir, aunque no haya llegado a lograrlo plenamente, debido a la pugna que se establece entre sus formas, expuesta en la metafísica. Explicaré esto mejor cuando consideremos la escultura. Así pues, la fantasía sirve al genio para ampliar su círculo visual más allá de su persona y de los objetos que le ofrece la realidad, tanto en cantidad como en calidad. Por eso, una inusitada fuerza de la fantasía es el acompañante habitual, e incluso una condición indispensable, para que pueda darse el genio.4 Pero, a la inversa, la fuerza de la fantasía no siempre indica que el sujeto que la posee sea un genio. Más bien sucede que muchos hombres carentes de genio poseen un exceso de fantasía. Pues con la intuición que se da en la fantasía sucede igual que con la intuición que se da en la rea4.
Al margen, Schopenhauer nos remite a una nota de su ejemplar particular de la 1.ª edición de El mundo como voluntad y representación: «Incluso para la comprensión filosófica se requiere fantasía. Sólo quien está dotado de ella puede contemplar las escenas de su propia vida ocurridas hace mucho tiempo tan clara y nítidamente como el presente; y sólo él alcanza a comprender que todo ello no es sino una simple envoltura de la que puede prescindir, un constructo vacío formado por imágenes, y que hasta el presente mismo y la vida entera no son otra cosa. El mundo entero, en tanto es representación, objeto, es mera señal, imagen, envoltura. Lo que da fuerza a estas imágenes y nos conmueve tan vivamente, hasta el punto de provocarnos alegría y pena, es el relleno de dicha envoltura, la voluntad, que es lo único auténticamente real. La lucha vivaz que mantienen tales imágenes entre sí, en la que un sufrimiento sucede a otro, y de la que nos gustaría retener las alegrías, aparece como algo nulo y estúpido cuando se echa un vistazo al conjunto de tales imágenes desde una prudente distancia, y se reconoce que lo real, la voluntad, no participa de su diversidad, sino que es la misma en todas ellas, y encuentra alegría y tristeza tanto en un fenómeno como en otro, mientras que resulta engañada cuando se conoce aislada y dividida en cada fenómeno».
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Arthur Schopenhauer lidad. Un objeto real se puede considerar de dos formas contrapuestas: de forma puramente objetiva, genial, mediante la cual se capta la idea del mismo; o de forma vulgar, reduciéndolo a sus relaciones, ajustadas al principio de razón suficiente, ya se trate de relaciones con otros objetos, o directamente vinculadas a la propia voluntad del contemplador. Análogamente, también una imagen de la fantasía puede contemplarse de dos formas contrapuestas, a saber: tal como se la requiere para conocer a partir de ella una idea, cuya transmisión concierne luego a la obra de arte; o, asimismo, de forma vulgar, común, como una cosa particular, cuando se considera las relaciones con otras cosas: en este caso, el «fantasma» se utiliza para construir castillos en el aire, que parecen prometer algo al egoísmo y al capricho del sujeto, y que por el momento engañan y divierten; de tales cúmulos de fantasmas lo único que propiamente se conocen son siempre las relaciones; y quien sigue este juego es un fantasioso: pronto pasará a mezclar las imágenes en las que encuentra satisfacción con la realidad, volviéndolas entonces inservibles para ésta. Quizás, también, puede dedicarse a anotar los juegos de su fantasía, dando lugar a todo tipo de novelas vulgares, que satisfacen a los individuos como él y al gran público en general: sus lectores se ponen en lugar del héroe, y entonces encuentran la exposición muy «agradable». Con esto es suficiente por lo que respecta a la fantasía; volveré ahora a ocuparme de nuevo de la esencia del genio y de su diferencia con el hombre común. Dije que la esencia del genio es la capacidad para captar en las cosas reales las ideas de las mismas, y que esto sólo puede suceder en el curso de una contemplación puramente objetiva, en la que desaparecen todas las relaciones, y en la que se expulsan de la conciencia especialmente aquellas relaciones que las cosas mantienen con la propia voluntad; así, el genio también puede definirse como la más perfecta objetividad del espíritu [die vollkommenste Objektivität des Geistes], es decir, como la capacidad para comportarse de manera puramente contemplativa, de perderse en la contemplación, haciendo que el conocimiento escape de la servidumbre impuesta por la voluntad, dejando por completo de lado su interés, su querer, sus fines, hasta liberarse de su personalidad y permanecer como un sujeto puramente cognoscente, el ojo diáfano del mundo. Es precisamente esta capacidad la que distingue al genio del hombre común. Es decir, éste último es incapaz de la contemplación propiamente
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Sobre el genio dicha, es decir, no es capaz de alcanzar una contemplación completamente desinteresada; o al menos es incapaz de mantener esa contemplación de forma duradera y permanente. Sólo puede dirigir su atención a las cosas en la medida en que éstas tienen alguna relación con su voluntad, por remota que ésta pueda ser. Para los propósitos de la voluntad se requiere siempre un conocimiento de las relaciones; y a dicho conocimiento le basta el concepto abstracto de la cosa, que en muchas ocasiones resulta incluso más apto que la intuición. Por eso mismo, el hombre común no permanece mucho tiempo atento a la mera contemplación, ni detiene su mirada mucho rato sobre un objeto, sino que en todo lo que se le ofrece busca rápidamente el concepto que le corresponde, al igual que una persona perezosa busca siempre una silla, y cuando la ha encontrado no se interesa por nada más. También por esta razón acaba tan pronto con cualquier cosa: con las obras de arte, con los objetos bellos de la naturaleza y con todas las escenas que le ofrece la vida, por significativas que éstas sean. No se detiene ni un momento en ellas, sino que busca simplemente su camino en la vida, y en todo caso, aquellas cosas que podrían formar parte del mismo, es decir, todo tipo de datos «topográficos», entendida esta expresión en sentido amplio; pero no pierde tiempo alguno en la contemplación de la vida misma como tal. El individuo genial, por el contrario, al que le ha sido concedido un porcentaje de fuerza cognoscitiva muy superior a la que se necesita para satisfacer las demandas de la voluntad individual, y cuyo excedente escapa durante un tiempo al servicio de ésta, se detiene a contemplar la vida misma; trata de captar la idea de cada cosa que encuentra, y no se preocupa de las relaciones que mantiene esa cosa con las demás; pero, dado que deja de lado las relaciones, también descuida con frecuencia considerar su propio camino vital, y por eso le suele ir bastante mal en la vida. La capacidad cognoscitiva del hombre común es la linterna que ilumina su camino; para el individuo genial es el sol que le revela el mundo. Esta forma tan distinta de ver la vida se nota muy pronto, incluso en la apariencia exterior. La mirada del hombre en que habita y actúa el genio permite distinguirlo con facilidad, al dotarle de un carácter contemplativo, como podemos comprobar en las imágenes de las pocas cabezas geniales que ha producido de vez en cuando la naturaleza entre los innumerables millones de hombres, como una rara excepción; sin embargo, la mirada de los demás seres humanos pa-
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Arthur Schopenhauer rece tonta o prosaica, o muestra la característica más contrapuesta a la verdadera contemplación: la curiosidad. Para lograr un conocimiento más aproximado de la esencia del genio puede valer lo siguiente: el genio y el hombre común reciben las mismas impresiones del mundo exterior, que ambos comparten; tienen las mismas imágenes y, sin embargo, la intuición que se les presenta de cada objeto es completamente distinta en la cabeza del genio y en la del hombre común. En éste último, la intuición se encuentra menos purificada de voluntad [willensrein] que en el genio. En el genio, voluntad y representación están más claramente separadas; por eso sus representaciones son más puras y se encuentran liberadas de toda referencia a la voluntad, es decir, no tienen mezcla del otro elemento, la voluntad, sino que son representaciones en un grado mucho más perfecto [sind in vollkommnerem Grade Vorstellungen]. Ya dije anteriormente que, como sabemos, el conocimiento nace de la voluntad, que es, por así decirlo, su raíz; pero también sabemos que siempre se encuentra contaminado por ella, como la llama por la madera o el pábilo del que surge; siguiendo esta comparación, el conocimiento del hombre vulgar se asemejaría a la llama de un cuerpo que no es completamente combustible, sino que contiene partes incombustibles, como una mecha que contiene partes de madera o impregnadas de aceite; en cambio, el conocimiento del genio se parece a la llama de un cuerpo totalmente combustible, como el alcohol, el espíritu del vino, el alcanfor o el fósforo. Cuanto más turbio es el conocimiento, tanto más inmediata es su relación con la voluntad, y, a la inversa, se es tanto más consciente de los objetos considerados como simples motivos para la voluntad. Los animales sólo son completamente conscientes de las representaciones en tanto éstas constituyen motivos para su voluntad; fuera de esto, nunca prestan atención a nada más; además, esta relación debe ser para ellos completamente inmediata. El genio es capaz de purificar por completo las representaciones de cualquier relación con la voluntad, es decir, puede alcanzar un conocimiento completamente libre de la voluntad, esto es, puramente contemplativo.5 También aquí hay grados: entre todos los objetos, aquel 5.
La capacidad del genio para depurar lo real hasta reducirlo a una imagen de la idea en la obra de arte; la pureza de su ánimo y la «transparencia», por así decirlo, de su inteligencia recuerdan, según Philonenko, a los requisitos que la
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Sobre el genio que estimula más fácilmente la voluntad humana es el hombre, porque mantiene con ella relaciones más fuertes y frecuentes; en cambio, los animales y el mundo inanimado la estimulan mucho menos; por eso, le corresponde al grado más elevado de genialidad hacer a los hombres objeto de su contemplación, una vez purificada de la voluntad, correspondiéndole a él concebir y exponer artísticamente la idea del ser humano. Precisamente por eso, sólo el gran genio logra producir una obra artística centrada en el hombre (bien se trate de pintura de historia, escultura, tragedia o poema épico); en cambio, un grado de genialidad inferior puede aprehender la naturaleza animal e inanimada, esto es, contemplarla sin que se vea estimulada la voluntad, ya que sus relaciones con la voluntad del propio artista no son tan numerosas, fuertes e inmediatas; por esta razón, asimismo, el nivel de genialidad que revela la pintura de animales, paisajes, bodegones, la poesía descriptiva y la arquitectura es inferior. La raíz del genio [die Wurzel des Genies] reside en la manera intuitiva de aprehender el mundo y en la pureza de la intuición. La inteligencia poco común, es decir, la gran agudeza, la agilidad mental, la rapidez al captar las relaciones causales (cfr. supra), es algo completamente diferente; y lo mismo ocurre con la velocidad y facilidad a la hora de realizar combinaciones y operar con conceptos abstractos: aquí se trata de lo que se denomina espíritu, esprit, talento. Dicha facilidad para operar con conceptos abstractos y relaciones causales produce hombres de talento, grandes eruditos, cabezas adecuadas para cultivar la ciencia, matemáticos, físicos, historiadores, grandes generales, hombres de Estado; pero no produce ni artistas, ni poetas, ni grandes filósofos. Allí donde existe el genio, siempre aparecen en cierta medida tales dotes; pero tradición exige al alquimista para llevar a cabo la transmutación de los elementos (símbolo de la libertad respecto de las pasiones y de un corazón más puro): «A los silogismos aventurados –dice Philonenko– [...] opone [Schopenhauer] esta ingenuidad de la contemplación estética que, liberada de todo lazo, hace emerger, en el seno de un corazón puro, el existente en su transparencia. Esta idea [...] posee una raíz mágica. El alquimista debía poseer no solamente un saber-hacer, sino incluso y sobre todo un corazón puro [...]. Este punto [...] esclarece [...] la concepción que Schopenhauer se hace del genio, modelo del hombre llegado a la pureza y a la inocencia en su rechazo espontáneo de las exigencias del entendimiento» (A. Philonenko: op. cit., pp. 185 y 210).
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Arthur Schopenhauer pasan a un segundo plano, porque lo que predomina es la intuición, y la atención se dirige hacia un conocimiento más noble y profundo. En cambio, si se da el genio, también se dan espíritu e inteligencia y capacidad de combinación; pues allí donde la intuición ha alcanzado el grado más alto de pureza, todas las facultades cognoscitivas se vuelven más finas, sutiles y móviles, d’une trempe plus fine; of a finer temper;6 tal constitución más refinada de la fuerza cognoscitiva se extiende muy a menudo únicamente a las capacidades ya mencionadas, que permiten combinar conceptos y relaciones de causalidad; por ello, los hombres listos y que poseen riqueza de espíritu son incomparablemente más frecuentes que el genio, que, de hecho, es extremadamente raro; sólo esporádicamente llega esta refinada constitución de la facultad cognoscitiva a alcanzar el conocimiento inmediato, la intuición; y sólo entonces obtenemos el genio; así pues, allí donde éste se da, siempre se dan también el espíritu y el talento, pero no a la inversa. En nuestros días muchos se han burlado de Gottsched,7 cuando éste autor, siguiendo el espíritu de la escuela wolffiana, sitúa la clave del genio en el predominio de las fuerzas anímicas inferiores. Pero si se le entiende correctamente, tiene toda la razón; sólo que su forma de expresarse es poco digna. Antaño, y en parte todavía hoy en día, se entendía por fuerzas anímicas la capacidad para tener representaciones intuitivas; a éstas se las denominaba inferiores porque también las posee el animal, mientras que, por el contrario, las representaciones abstractas de la razón se atribuían a las fuerzas anímicas superiores. Así pues, la esencia del genio radica, en todo caso, en la gran pureza de las representaciones intuitivas, en la captación inmediata del mundo intuitivo, ya que únicamente en tal captación intuitiva son conocidas las ideas que constituyen el objeto del arte. Por lo demás, allí donde se da el genio, se presentan también a la perfección las denominadas fuerzas anímicas superiores, ya 6. 7.
«De constitución más refinada». Sobre esta palabra Schopenhauer añadió: «Adelung». J. Ch. Adelung (17321806), insigne gramático y lexicógrafo alemán, publicó el primer Diccionario Crítico de la lengua alemana (1774-1786) y el libelo Historia de la locura humana. Su sobrino, F. Adelung (1768-1843), se dedicó al estudio filológico de obras manuscritas de antiguos poetas alemanes, destacando en este ámbito su libro Nachrichten von altdeutschen Gedichten (1796).
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Sobre el genio que, para que exista el genio, debe darse el más alto grado de perfección, refinamiento y organización de la fuerza representacional, llegando, finalmente, hasta el conocimiento intuitivo inmediato; no obstante, muy a menudo se extiende simplemente a aquellas fuerzas anímicas superiores a partir de las cuales surge el espíritu y el talento. Así pues, dado que en el genio la perfección y refinamiento del conocimiento se extienden hasta llegar a la intuición, el genio, como dijimos anteriormente, mientras no se le reprima o esté cansado, ve la naturaleza, e incluso el entorno común, de forma distinta al hombre vulgar; capta un mundo mucho más bello, es decir, mucho más patente, ya que en él la representación no se encuentra enturbiada por la voluntad. Pasaremos ahora a analizar las desventajas que acarrea la genialidad y su proximidad a los síntomas de la locura. Los objetos del genio como tal son las ideas; la idea es captada cuando se abandona la forma de conocimiento regulada por el principio de razón suficiente, ya que es precisamente dicho principio lo que dispersa a lo largo del espacio y del tiempo en innumerables individuos diferentes lo esencial de todas las cosas, la idea. Por consiguiente, el conocimiento genial, o conocimiento de la idea, es aquel que no sigue el principio de razón suficiente. En cambio, lo que otorga una vida regida por la sensatez y la razonabilidad, y lo que permite, asimismo, el surgimiento de la ciencia es, precisamente, aquel conocimiento que se rige por el principio de razón suficiente. Dado que el conocimiento genial se contrapone a éste último, las faltas características del individuo genial serán aquellas que dimanan del abandono del conocimiento regulado por el principio de razón suficiente. Probaré esto con cada una de las cuatro formas que asume dicho principio. Sin embargo, hay que advertir que los errores que seguidamente enumeraré del individuo genial sólo se encuentran en tanto se conciben en la forma del conocimiento genial, lo que no se da en absoluto en cada instante de la vida del genio; pues la gran tensión y libertad de la voluntad que se requieren para el conocimiento y captación de las ideas remiten necesariamente durante los largos períodos intermedios. Durante esos períodos, resultan menos apreciables tanto las ventajas como las carencias propias de los individuos geniales, aunque no lleguen a desaparecer por completo. Precisamente porque la acción propia de la fuerza del
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Arthur Schopenhauer conocimiento genial sólo se da en ciertos momentos, se ha considerado la acción del genio como una especie de inspiración; y justamente esto es aquello a lo que se refiere el calificativo de genio: expresa que un ser suprahumano, un «genio», posee en ciertos momentos a un individuo especialmente dotado. Por consiguiente, desearía mostrar cómo la aversión que muestra el genio a la hora de ajustarse en su conocimiento al principio de razón suficiente da lugar a ciertas carencias. Lo mostraré siguiendo las cuatro formas que adopta aquel principio. En primer lugar, en lo que se refiere al fundamento ontológico que determina la legalidad del espacio y del tiempo. Aquí tenemos la conocida aversión que muestra el individuo genial hacia las matemáticas. Éstas consideran las formas más generales del fenómeno: el espacio y el tiempo, que no son sino formas del principio de razón suficiente. Pero esta perspectiva adoptada por la matemática es justamente lo contrario de la adoptada por la genialidad que, dejando de lado todas las formas fenoménicas y sus relaciones, busca y tiene por objeto meramente el contenido de todos los fenómenos, la idea que se expresa en ellos: por eso la matemática le resulta desagradable al genio; al genio le repele, además, la manera que tiene de enfrentase a la matemática la lógica euclidiana, porque, como ya pusimos de manifiesto, ésta no ofrece una auténtica comprensión de las leyes del espacio, y por eso no satisface al conocimiento: únicamente nos ofrece una concatenación de conclusiones, según el principio de razón suficiente y el principio de contradicción; nos muestra que algo es así o asá, pero no por qué debe ser de tal o cual manera; por eso, entre todas las fuerzas cognoscitivas, exige sobre todo memoria, a fin de tener presentes todos los enunciados anteriores de los que uno se ha ocupado, y poder seguir la larga cadena de demostraciones. La experiencia prueba que el gran genio artístico no tiene ni inclinación ni capacidades para la matemática. Nunca hubo ninguno que destacase en ambas. Alfieri8 cuenta que no pudo comprender siquiera el 4.º axioma de Euclides. A Goethe le han reprochado muchas veces su carencia de conocimientos matemáticos todos aquellos incapaces que se han opuesto a su teoría de los colores. 8.
Schopenhauer recoge esta anécdota de alguna de las dos ediciones de la Vida de Vittorio Alfieri escrita por él mismo de las que disponía: la original italiana (Pisa, 1817) y la traducción francesa (París, 1809).
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Sobre el genio Este reproche, desde luego, quizás fuera justo; pero se hacía en un lugar tan incorrecto y tan de soslayo, que aquellos señores, con sus sentencias pronunciadas ex cathedra, ponían de manifiesto su total falta de juicio. Pues de lo que aquí se trataba era de dar razón del fenómeno producido por la manifestación física de los colores, no de medir ni operar con datos hipotéticos (cosa que Newton sabía hacer muy bien); se trataba más bien de averiguar, mediante la inmediata acción del entendimiento, qué conexión causal media entre tales manifestaciones del color; y esto no habría podido hacerlo Newton, mientras que Goethe sí lo ha hecho. Por consiguiente, es verdad que Goethe no es un matemático, y este reproche no hace más que confirmar lo que hemos dicho sobre el rechazo que experimenta el genio hacia la matemática. Esta contradicción entre el conocimiento matemático, que sigue las formas más universales de los fenómenos, y el conocimiento genial, que se propone precisamente captar el contenido de todos los fenómenos, permite explicar el conocido hecho de por qué matemáticos muy destacados muestran escasísima sensibilidad ante las obras producidas por las bellas artes; es algo que muestra de forma extremadamente ingenua la famosa anécdota de un matemático francés que, tras leer la Iphigénie de Racine, preguntó, encogiéndose de hombros: qu’est-ce-que cela prouve?9 Con esto basta por lo que respecta a la configuración del principio de razón suficiente en el espacio y en el tiempo. Lo mismo sucede con la ley de la causalidad. Una aguda captación de relaciones, conforme al principio de causalidad y el de motivación, da lugar a la sensatez; por ello, un individuo sensato, en tanto intervenga su prudencia, no será genial; en cambio, el genio no mostrará sensatez alguna en cuanto entre en acción su genialidad, e incluso dará muestras de cierta insensatez, como a menudo pone de manifiesto la experiencia. Ahora, para finalizar, mostraremos lo mismo refiriéndonos al principio de razón suficiente que interviene en el conocimiento: el fundamento del conocimiento domina en el ámbito del pensamiento abstracto, el ámbito de los conceptos; en cambio, la idea, objeto del genio, sólo se conoce intuitivamente, por lo que se encuentra en evidente contradicción con la forma de conocimiento 9.
«¿Y esto qué demuestra?» [El matemático al que alude Schopenhauer es probablemente Gilles Personne de Roberval (1602-1675)].
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Arthur Schopenhauer racional o abstracta. Por eso es sabido que raramente solemos hallar una gran genialidad unida a un grado aceptable de razonabilidad, sino que más bien los individuos geniales suelen estar sometidos a afectos y pasiones violentos y poco razonables. El motivo no es la debilidad de la razón, sino que reside en parte en el individuo genial, dado que él mismo es una manifestación inusualmente enérgica de la voluntad (como lo prueba la gran violencia de todos los actos de su voluntad); tal carencia de razonabilidad, además, se debe, en parte, a que en el genio el conocimiento intuitivo que rige los sentidos y el entendimiento predomina por completo sobre el conocimiento abstracto; y por ello, en él predomina la dirección espiritual que se dirige a lo intuitivo: la impresión del conocimiento intuitivo es en él muy enérgica, y relampaguea sobre los fríos e incoloros conceptos; por eso, no son tales conceptos los que guían su acción, de manera que ésta llega a parecernos poco razonable; por este motivo, también ejerce un poderoso efecto sobre él la impresión presente, arrebatándole irreflexivamente hacia el afecto y la pasión. Por lo que se refiere a la escasa razonabilidad y a todos los errores y peculiaridades de los individuos geniales, conviene recordar lo que ya dije al comienzo, a saber: que al genio le es otorgado un porcentaje de fuerza cognoscitiva muy superior al que requiere el servicio de la voluntad individual; que tal exceso de conocimiento llega a liberarse y a actuar sin ponerse al servicio de la voluntad individual, permaneciendo en consecuencia como puro sujeto del conocimiento, y reflejando con claridad la esencia del mundo: así funciona la actividad genial. Ahora bien, cuando toda la conciencia del individuo genial se dirige a su propio querer, a sus fines y a su persona por fuertes estimulaciones, entonces este exceso de conocimiento asume una dirección subjetiva; todas las motivaciones individuales quedan iluminadas por la desmesurada luz de su conocimiento, que resulta desproporcionadamente claro; y por eso todos los objetos que caen bajo su voluntad se presentan de forma exageradamente vivaz, con colores absolutamente exagerados, de manera que el individuo genial no ve por doquier más que extremos; y por ello su voluntad se agita desaforadamente por causa de tales representaciones exageradas: cualquier sentimiento se encuentra sometido a una tensión excesiva; cualquier movimiento voluntario se convierte en un afecto; los afectos se hacen enseguida desmesuradamente violentos; predomina la melancolía, debido a que en la vida lo adverso y
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Sobre el genio lo inoportuno superan a lo favorable y lo deseado; una representación vivaz se ve enseguida sustituida por otra; experimenta sorprendentes y bruscos cambios de humor, pasando de un extremo a otro, de manera que se encuentra muy próximo a la locura, como describe Goethe en el Tasso: todo lo cual coincide, por lo demás, con lo que todas las épocas han observado en el genio. A esto hay que añadir su inclinación al monólogo. Sobre esto hay que ser cautos, porque si en el diálogo se olvida la presencia del otro y se pasa al monólogo, uno se traiciona a sí mismo. El genio fácilmente cae en estos errores, ya que, al haber escapado parcialmente su conocimiento del servicio a la voluntad, cuando se encuentra inmerso en un diálogo, sus representaciones son tan vivaces que sólo piensa en la cosa de la que está hablando, que flota con gran claridad ante su imaginación, pero no en la persona con la que habla; y por eso su relato o su dictamen llegan a perjudicar sus intereses, pues no calla lo que sería más prudente callar, etcétera. Todos estos errores, a los que se encuentra sometida la individualidad genial, han suscitado desde hace tiempo la observación de que genio y locura son posiciones mentales fronterizas y que, ciertamente, el genio puede pasar en cierto sentido por loco, o al menos puede decirse que en él hay cierta propensión a la locura. Se ha dicho que la misma inspiración poética es una especie de locura. Horacio la denomina amabilis insania.10 Wieland, en la introducción a Oberón dice: «una propicia locura ronda mi frente».11 Séneca afirma que Aristóteles decía: nullum magnum ingenium sine mixtura dementiae fuit.12 Cicerón escribe: Aristoteles ait, omnes ingeniosos melancholicos esse.13 Platón habla en numerosos pasajes de la proximidad entre locura y genio: en el Fedro p. 317 [245a], dice exactamente que sin cierta locura no puede haber ningún auténtico poeta; en el mismo diálogo, p. 327 [249c-249e], afirma que parece loco todo aquel 10. «Una amable ilusión» (Od. Lib. III, 4 [trad. de V. Cristóbal López]). 11. La cita correcta es la siguiente: «Wie lieblich um meinen entfesselten Busen / Der holde Wahnsinn spielt! Wer schlang das magische Band / Um meine Stirne?» (¡Qué amablemente ronda por mi pecho desencadenado / la propicia locura! / ¿Quién ciñe la cinta mágica / alrededor de mi frente? [I, 1]). 12. De tranq. Animi 15, 16 (en realidad 17, 10): «Ningún gran talento existe sin un toque de locura» (trad. de C. Codoñer). 13. Tusculan. 1, 33 (en realidad I, 80): «Aristóteles dice que todos los individuos geniales son melancólicos».
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Arthur Schopenhauer que conoce las ideas eternas en las cosas fugaces. Es lo mismo que expresa en el mito de la caverna, ya mencionado (Rep. 7), al indicar que aquellos que han contemplado la verdadera luz del sol fuera de la caverna y las cosas que realmente existen (es decir, las ideas), cuando son llevados de nuevo al seno de la caverna ya no pueden ver, pues sus ojos han perdido la costumbre de la oscuridad, y han quedado casi ciegos por la luz brillante, de manera que ya no pueden reconocer bien las sombras que recorren el muro, cometen muchos errores, y los demás, es decir, aquellos que no salieron de la caverna y no conocen más que las sombras, se burlan de ellos. Nadie ha expresado tan bien la frontera que media entre el genio y la locura, e incluso el tránsito entre ambas disposiciones mentales, como Goethe en Torquato Tasso, donde se propuso captar el genio como tal desde el lado trágico y mostrar los sufrimientos, e incluso el martirio que experimenta; Goethe describe ese martirio desde un punto de vista extrínseco, mostrando las relaciones externas que provocan la caída del artista; pero también lo hace desde un punto de vista interior, es decir, a través del mismo Torquato Tasso. La estrecha proximidad entre genio y locura, en fin, se ve confirmada también por las biografías de hombres extremadamente geniales, como, por ejemplo Rousseau y Alfieri, y por determinadas anécdotas tomadas de las vidas de otros; por otra parte, yo mismo he visitado frecuentemente manicomios, y les confieso haber encontrado a menudo sujetos que poseían grandes cualidades y en los cuales, a través de su locura podía captarse cierto aire de genialidad, si bien esta disposición se encontraba reprimida por la locura, que se había impuesto por completo. Si únicamente se hubiesen vuelto locos un par de hombres geniales, podríamos creer que se trata de algo casual; pero esto resulta inadmisible, pues, por una parte, el número de locos que existen en relación con la totalidad del género humano es extremadamente reducido; y, por otra parte, el individuo genial es un fenómeno que se encuentra muy por encima de la apreciación común; es la más grande excepción de la naturaleza, y más raro aún que cualquier monstruoso aborto. Es verdad que a menudo se ha utilizado con descuido el calificativo de genio, aplicándoselo a hombres que muestran un pequeño talento, o alguna capacidad particular; pero no es este el sentido que estamos dando aquí al concepto de genio. Ya se ha explicado en qué consiste la esencia interna del genio; ahora podríamos aún preguntarnos si existe algún criterio
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Sobre el genio externo que nos permita conceder a un hombre el calificativo de genio. Sería el siguiente: el genio se anuncia a través de obras que no aprovechan ni suscitan goce en una sola época, sino que se dirigen a todas las épocas, y, por consiguiente, tienen un valor permanente e indivisible para el conjunto de la humanidad; son obras únicas que no pueden ser ni sustituidas ni suplantadas por otras; se trata de obras sin parangón, y por tanto eternamente jóvenes. Sólo una obra de estas características es señal segura del genio; pues únicamente aquello que tiene un gran valor para el conjunto de la humanidad y para cualquier lugar y época supera cualquier obra humana y se adscribe, por ello, a un genio. En las ciencias propiamente dichas, tales obras raramente son posibles, porque casi todas las ciencias necesitan de la experiencia, lo que les permite progresar constantemente; así, aunque una obra científica particular puede suponer una gran aportación permanente al progreso, la ciencia seguirá avanzando, descubriendo antiguos errores y nuevas verdades, algunas de las cuales al comienzo sólo podían exponerse de forma difícil y prolija, mientras que más adelante pueden comunicarse de forma cómoda, breve y sencilla: por eso, cuando ha pasado cierto tiempo, no debemos estudiar ciencia a partir de esas obras antiguas, sino de otras nuevas; de manera que la obra como tal no tiene el mismo valor para todas las épocas. Únicamente en la matemática y la lógica sería pensable una obra que pudiese ser utilizada por cualquier época sin sufrir modificaciones, ya que ambas ciencias son absolutamente a priori. Por lo demás, sólo pueden tener un valor permanente e imperecedero para todas las épocas aquellas obras que proceden del conocimiento de lo que siempre permanece idéntico, y que por tanto no se sitúa en el tiempo, es decir, las ideas, las formas permanentes y esenciales de todas las cosas; así pues, quien ha captado la esencia, la idea de la humanidad, o también cualquier otro grado de objetivación de la voluntad, ha captado con ello la naturaleza en alguna de sus partes, o en conjunto, reproduciéndola con claridad en una obra que siempre resulta nueva, porque describe aquello que es inmutable y permanece idéntico en todas las épocas; por eso, tal obra no pertenece a una época dada, sino al conjunto de la humanidad. Ustedes mismos pueden comprobar cómo las grandes obras de los más eximios poetas de cualquier época, antigua o moderna: Horacio, Homero, Dante, Petrarca, Shakespeare, siempre permanecen jóvenes y nunca envejecen. Y lo mismo ocurre con las escultu-
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Arthur Schopenhauer ras de los antiguos: nunca pasan de moda. Igual sucede con Platón. Se trata de un filósofo que tendrá algo que decir a los hombres de cualquier época. En cambio, las obras propiamente científicas no pueden hacerlo; en todo caso, podrían considerarse eternas las obras pertenecientes a las ciencias puramente aprióricas, como las de Euclides y el Organon aristotélico, y sólo en el supuesto de que fuesen perfectas (cosa que no sucede, especialmente en el caso de Euclides). Por eso, un criterio para conocer al genio es que su obra esté presente en todas las épocas y pertenezca al conjunto de la humanidad; precisamente porque la capacidad del genio se refiere a las ideas, es decir, a conocer lo esencial e inmutable. Por eso, el círculo de actividades propias del genio y el tema de sus obras es el arte figurativo, la poesía, la música; y luego la filosofía. Si nuestro criterio para reconocer al hombre genial ha de ser, por tanto, la creación de una obra absolutamente inmortal, parece evidente que el genio es algo extremadamente raro, que se encuentra por encima de cualquier valoración común. Cuéntense los millones de personas que viven en todos y cada uno de los países europeos antiguos y modernos, y comprobaremos que el número de cabezas geniales que podemos enumerar es tremendamente escaso. La erudición se comporta respecto del genio como lo hacen las notas en relación con el texto: únicamente aquel que escribe un texto comentado a lo largo de los siglos es un genio. También puede compararse la relación genio-erudición a la que media entre el sol y los planetas. Consideramos erudito a aquel que ha aprendido mucho, tanto de su época como de épocas pasadas; el genio, en cambio, es aquel del que han de aprender mucho tanto su propia época como las siguientes.14 14. J. M. Marín Torres resume en el siguiente cuadro las características que adscribe Schopenhauer a la erudición y al genio, respectivamente: Erudición Conocimiento abstracto Basada en el principio de razón Tiene por objeto el concepto (simple asimilación de ideas ajenas) Requiere talento Esterilidad
Genialidad Conocimiento intuitivo Basada en la contemplación estética Tiene por objeto la idea (originalidad) Requiere imaginación y fantasía Creatividad
(cfr.: Agnosticismo y estética (Estudios schopenhauerianos), Valencia, Nau Llibres, 1986, p. 94).
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Sobre el genio En esta explicación me ha guiado mi propia observación personal de que en los manicomios se encuentran sujetos dotados de rasgos y cualidades indudablemente geniales. Dado que la locura es relativamente rara, y el genio aún lo es más, dicha rareza no puede adscribirse al azar, sino que confirma justamente aquello que siempre se ha observado, y que ya hemos explicado anteriormente: que el genio limita, en cierto modo, con la locura, y que fácilmente puede caer en ella. Aunque ya he indicado algunas razones que permiten establecer este parentesco entre genio y locura, aún he de mostrarles cómo en la esencia de la genialidad misma se encuentra algo que coincide con la locura; esta explicación contribuirá a hacerles más asequible la esencia del genio. Acuérdense ustedes de la explicación de la esencia de la locura que encontramos al abordar la capacidad cognoscitiva.15 Yo se la planteé como una enfermedad que afecta a la memoria. Con ello se falsea ciertamente la impresión causada por lo presente, es decir, lo intuitivo, aunque no de forma inmediata, sino mediata, mediante falsas relaciones entre el presente y un pasado imaginario o fingido. Dije, finalmente, que todo hombre tiene siempre ciertos débiles rasgos de locura. El recuerdo sólo abarca el pasado vivido de forma general, y luego, de miles de escenas vividas, sólo quedan algunas que se recuerdan por completo; de ahí viene que la autoconciencia sea en general muy imperfecta y tenga poca claridad; y la disparidad del recuerdo que va y viene por ella con lagunas puede ocasionar que cada ser humano muestre ciertos rasgos casi inapreciables de locura en aspectos muy particulares; ésta se presenta luego de forma mucho más evidente cuando el presente es conocido en ciertos momentos concretos con una claridad desmesurada, porque entonces el pasado permanece aún más envuelto en sombras, y resulta oscurecido por la claridad del presente. Y aquí llegamos al punto desde el cual puede captarse mejor la inclinación de la genialidad a la locura. También en el genio es la captación sumamente vivaz de una imagen particular presente lo que oscurece las relaciones y lo 15. Originalmente, aquí seguía la teoría de la locura, que Schopenhauer trasladó al capítulo 3 de la parte I de las Lecciones. El fragmento anterior, tachado con tinta, dice: «Con este fin, empero, deseo previamente exponerles más claramente la esencia de la locura».
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Arthur Schopenhauer ausente. Hemos visto que el loco conoce correctamente el presente concreto, y también algunas cosas particulares del pasado; pero que olvida al menos parte de lo ausente y de lo pasado, de manera que desconoce cuáles son las conexiones y las relaciones que mantiene lo presente, y por ello actúa y habla de manera errónea; algo parecido sucede con la forma genial del conocimiento: al abandonar esta clase de conocimiento las relaciones esenciales que obedecen al principio de razón suficiente, dicho conocimiento sólo ve y busca en las cosas sus ideas, es decir, trata de captar la esencia propia de tales objetos, que se expresa intuitivamente, y en relación con la cual una cosa representa la totalidad de su género, valiendo ese único caso por miles. Esta concepción genial de las cosas implica que se pierda de vista la conexión entre las cosas particulares como tales: al genio el objeto particular que contempla en el presente se le aparece de manera tan desmesuradamente vivaz, a una luz tan clara, que ante él palidecen los restantes miembros de la cadena de relaciones que median entre las cosas particulares; la perfecta captación de la esencia interior de las cosas hace que el conocimiento de las relaciones sea imperfecto: y esto es, precisamente, lo que da lugar a aquellos fenómenos que guardan una semejanza, hace tiempo reconocida, con la locura. Tanto el genio como el loco conocen cosas aisladas, y no la conexión que mantienen tales cosas con las demás: el genio, porque separa su forma de considerar las cosas del curso corriente del mundo, para conocer en el individuo concreto la idea, representante de todo el género; el loco, porque, como acabamos de mostrar, ha perdido el hilo de su memoria.16 Aquellas cualidades que las cosas particulares sólo dejan ver de forma imperfecta y debilitadas por todo tipo de modificaciones, las eleva la consideración del genio a la perfección, es decir, al nivel de las ideas correspondientes a tales propiedades; por eso el genio ve todo de forma desmesurada, extremista, y por eso, si actúa, también cae en lo extremo: no sabe encontrar la medida adecuada, le falta la necesaria sobriedad; y es así como surgen las extravagancias de su actuar, que tanto se asemejan a la locura. El genio conoce 16. En una anotación de 1829 (HN III, 617 (233) {A 302}) se lee: «Entre el genio y el loco hay una semejanza: el vivir en un mundo aparte del que existe para todos los demás» (cfr. A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 277, p. 244; corregimos la versión de Aramayo).
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Sobre el genio perfectamente las ideas, pero no a los individuos, ni las relaciones. Por eso el poeta puede conocer muy profundamente al hombre, pero muy mal a los hombres; y por eso mismo, es fácilmente engañado y se convierte en un juguete en manos de los listos. Con esto basta por lo que respecta a las desventajas propias del individuo genial y sus paralelismos con la locura. Por lo demás, en las gentes dotadas de genio se observa generalmente cierta melancolía. Willisius17 describe los síntomas de la melancolía como sigue: 1) el individuo piensa y reflexiona constantemente; vaga meditabundo, pero nunca libre, vacuus; 2) el sujeto piensa siempre en una sola cosa, y de forma tan exclusiva, que muy a menudo pierde de vista otras cosas muy importantes; 3) el individuo melancólico ve las cosas a una luz sombría y desfavorable. Los dos primeros puntos están necesariamente ligados a los impulsos del genio. Nunca se producirá algo grande si no se piensa continuamente en ello durante el tiempo en que va madurando, olvidándose uno de todo lo demás. El tercer punto se deduce fácilmente de lo anterior.
17. Probablemente se trata del anatomista británico Thomas Willis (1621-1675), uno de los fundadores de la Royal Society, y médico del rey Carlos II. Estudió principalmente todo lo relacionado con la anatomía y fisiología del cerebro. Sus obras más importantes fueron Cerebri Anatome (1664), Pathology of the Brain and Nervous System (1667) y Affectionum quae Dicuntur Hystericae et Hypochondriaecae Pathologia Spasmodica (1671).
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Sobre el fin de la obra de arte
VII
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Sobre el fin de la obra de arte
Acabamos de ver que el genio es la capacidad que capta predominantemente las ideas de las cosas, mediante una intuición puramente objetiva y contemplativa de las mismas; algo que por lo demás únicamente puede darse si se abandona la forma de consideración que se ajusta al principio de razón suficiente, con el fin de conocer las relaciones y las cosas particulares, cuya entera existencia consiste solamente en tales relaciones. El conocimiento genial abandona esta manera de considerar las cosas para captar en su lugar las ideas, en cuya aprehensión el sujeto cognoscente ya no es el individuo, sino el puro sujeto del conocimiento. La capacidad para alcanzar tal conocimiento debe darse a pequeña escala y en grados diversos también en todos los seres humanos; pues, de no ser así, serían tan incapaces de gozar de las obras de arte como lo son de producirlas, y no tendrían sensibilidad alguna para lo bello y lo sublime, hasta el punto de que ambas expresiones carecerían de sentido para ellos. Ahora bien, dado que no hay hombre alguno que carezca por completo de cierta capacidad para experimentar placer estético, debemos suponer que
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Cfr. MVR I, libro III, § XXXVII y PP, § 209.
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Arthur Schopenhauer en todos los hombres existe la capacidad de conocer las ideas de las cosas, y que en el curso de dicho conocimiento logran deshacerse por un instante de su personalidad. La ventaja que posee el genio frente a los demás es únicamente el grado más elevado y la duración más permanente de tal forma de conocimiento. Son tales capacidades las que hacen posible al genio mantener en el curso de ese conocimiento el discernimiento que se requiere para reproducir espontáneamente lo así conocido en una obra. A través de la obra de arte, el genio comparte la idea captada con otras personas. Durante el proceso de captación por otros de la idea, facilitado por el medium de la obra de arte, dicha idea permanece ella misma idéntica e inmutable; por eso el goce estético es también esencialmente uno y el mismo, tanto si lo suscita una obra de arte, como si se centra en la inmediata contemplación de la naturaleza y la vida. La obra de arte es simplemente un medio que facilita el conocimiento que ocasiona aquel goce. La idea se nos presenta mucho más fácilmente desde una obra de arte que desde la naturaleza y la realidad inmediatas: esto se debe, sobre todo, a que el artista –que sólo conocía la idea, y no ya la realidad– únicamente ha reproducido en su obra la idea pura, separándola de la realidad, y dejando de lado todas aquellas contingencias que pudieran perturbarla, presentando lo esencial y característico de la misma de forma mucho más pura que como se nos da en la realidad. El artista nos presta sus ojos para ver el mundo, y así, por mediación suya, participamos del conocimiento de las ideas. El don innato del genio estriba en poseer esos ojos, que le permiten abrirse a lo esencial de las cosas, con independencia de sus relaciones; y también que está en situación de hacernos partícipes de este don, como si nos prestase sus ojos; en esto consiste la parte adquirida o técnica del arte. Sólo que hay otra razón por la cual la idea se nos muestra más fácilmente desde la obra de arte que desde la realidad. Acuérdense de lo que les mostré anteriormente: si el conocimiento ha de ser claro y puramente objetivo, para llegar a conocer la idea es requisito indispensable que se acalle por completo la voluntad del contemplador. Pues, aunque el conocimiento nace de la voluntad y radica en su manifestación, es precisamente la voluntad, sin embargo, la que lo enturbia constantemente: es nuestro incesante querer lo que perturba nuestro conocimiento; nuestra participación en las cosas (es decir, el interés) nos impide captarlas objetivamente; es nuestro querer, o no que-
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Sobre el fin de la obra de arte rer, las cosas presentes lo que empaña con una niebla subjetiva todo lo objetivo. Ya dije que sucede con esto como con una llama, cuya claridad se ve oscurecida precisamente por la madera o pábilo del que se alimenta y que le otorga existencia. Por eso, si queremos captar la verdadera esencia interior de las cosas, es decir, la idea que en ellas se expresa, mediante una contemplación puramente objetiva, no podemos tener interés alguno en ellas, es decir, tales cosas no deben guardar ninguna relación con nuestra voluntad. Esta es otra razón por la que la idea se dirige a nosotros mucho más fácilmente desde la imagen, desde la obra de arte, que desde la realidad. La imagen nos facilita un sentimiento objetivo [objektive Stimmung], aunque sólo sea por el hecho de que se trata de una simple imagen. Pues aquello que vemos simplemente a través de un cuadro, un poema o un drama, no es real para nosotros; por eso se encuentra fuera de toda posible relación con nuestra voluntad, mientras que la realidad siempre se encuentra abierta a dicha relación; la imagen, la obra de arte, no puede estimular nuestra voluntad, sino que nos habla dirigiéndose únicamente a nuestro conocimiento. En cambio, si deseamos captar la idea a partir de la realidad vital dada, deberemos abstraer tanto nuestra voluntad como nuestra personalidad, para elevarnos sobre ambas, algo que únicamente puede suceder si se produce un arranque o impulso especial. Por ello, la captación de la idea a partir de la realidad es cosa del genio: es él quien extrae las ideas del inagotable filón que le ofrece el mundo real, exponiéndolas en la obra de arte, y haciendo que éstas nos resulten mucho más fácilmente asequibles. Al genio le resulta posible tal captación de las ideas a partir de la vida misma, así como la necesaria elevación por encima de su entera personalidad e intereses, debido a que, como se dijo anteriormente, el genio no es más que un hombre al que le ha sido concedido un porcentaje de fuerza cognoscitiva superior a la requerida para el servicio de la voluntad individual; este exceso de fuerza, que ha llegado a liberarse, concibe las cosas como puro sujeto del conocimiento, libre de cualquier relación con la propia voluntad. Aunque la idea también puede ser captada desde la ruda realidad, e incluso ha de ser originalmente captada por el genio, la obra de arte es, sin embargo, un poderoso medio que facilita el conocimiento de la idea; esto se debe a que, como se ha dicho, por una parte, en la obra de arte la idea se representa con total pureza, poniendo claramente ante nuestros ojos lo esencial y
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Arthur Schopenhauer dejando de lado lo inesencial y perturbador, por lo que en el espejo del arte todo se muestra con mayor claridad y mejor caracterizado; pero, por otra parte, la obra de arte facilita la aprehensión de la idea, porque para la captación más clara y puramente objetiva de la esencia de las cosas se requiere que la voluntad se acalle por completo, y esto sólo puede lograrse con total seguridad cuando el objeto intuido no se encuentra dentro del ámbito de aquellas cosas que pueden tener relación con la voluntad, es decir, cuando no se trata de algo real, sino de una simple imagen. Dado que para lo bello como tal no implica diferencia alguna si su conocimiento y el placer que comporta surgen inmediatamente de la naturaleza o son transmitidos por una obra de arte, no abordaremos la consideración de lo bello en la naturaleza y lo bello en el arte por separado, sino que estudiaremos ambos a la vez. Hasta ahora hemos considerado las líneas fundamentales y genéricas del modo de conocimiento propiamente estético; ahora pasaremos a realizar una investigación más detenida sobre lo bello y lo sublime. Nuestro principal objetivo en este terreno será conocer qué sucede en el ser humano cuando le conmueve lo bello o lo sublime; si experimenta dicha conmoción inmediatamente a partir de la naturaleza y de la vida misma, o si participa de ambas sólo a través del arte, si bien este punto implica una diferencia meramente extrínseca, y en modo alguno esencial.
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Sobre el componente subjetivo del placer estético
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Sobre el componente subjetivo del placer estético
Hemos encontrado en la contemplación estética dos componentes inseparables: en primer lugar, el conocimiento del objeto, no como cosa particular, sino como idea; y luego, la autoconciencia del que conoce, no como individuo, sino como puro sujeto del conocimiento, despojado de la voluntad. Ambos componentes son inseparables, de forma que ninguno de ellos puede darse sin el otro; la condición, empero, para que ambos se den, es que se abandone por completo la forma del conocimiento que se atiene al principio de razón suficiente (la cual, no obstante, es la única válida para la voluntad y la ciencia). El placer [das Wohlgefallen] suscitado por la contemplación de lo bello surge a partir de ambos componentes del conocimiento estético, si bien dicho placer se debe unas veces más a uno u otro de los mencionados componentes, dependiendo del objeto al que apunte la contemplación estética. Ahora consideraremos, ante todo, en qué medida interviene en el goce de lo bello la parte subjetiva de la contemplación estética. Ésta consistía en el estado del puro conocimiento, despojado de la voluntad, en el que el individuo deja de ser
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Cfr. MVR I, libro III, § XXXVIII; MVR II, cap. 38 y PP, § 213.
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Arthur Schopenhauer consciente de sí mismo, y queda reducido a puro sujeto del conocimiento. Enseguida les mostraré cómo esta condición subjetiva de la aprehensión de lo bello contribuye enormemente al placer que tal aprehensión suscita en nosotros, de manera que una gran parte del goce estético radica en su parte subjetiva. Hemos visto anteriormente que el conocimiento en general tiene su origen en el servicio a la voluntad, de manera que su objeto más próximo y natural es la propia voluntad individual; su misión es captar los motivos que permiten la decisión de la voluntad, así como la consideración de los fines que ésta se propone, teniendo en cuenta todo aquello que favorece o impide tales fines. Ahora bien, parece obvio y natural que, encontrándonos siempre ocupados con nuestra propia voluntad, no nos puede ir nunca bien del todo. Consideren ustedes, en efecto, lo siguiente: todo querer debe surgir de una necesidad [Bedürfniß]; pero toda necesidad implica sentir una carencia, y ésta, a su vez, es un sufrimiento [Leiden]. Ciertamente, cualquier satisfacción puede poner fin a dicho sufrimiento, pero: 1) el deseo se suscita con rapidez y facilidad, mientras que resulta difícil y lento de satisfacer; de manera que, por un deseo satisfecho, quedan al menos diez insatisfechos; además, la apetencia dura mucho y nuestras exigencias no conocen límite; en cambio, la satisfacción es relativamente breve y escasa; a ello hay que añadir que con la satisfacción crecen las exigencias, pero la satisfacción que garantiza acabar con la necesidad disminuye, debido a que progresivamente nos acostumbramos a ella; 2) incluso la satisfacción última de un deseo resulta aparente: nada nos satisface realmente, pues, tan pronto como se cumple un deseo, se presenta otro nuevo en su lugar; el deseo ya satisfecho es un error reconocido, mientras que uno nuevo resulta aún desconocido. Una satisfacción permanente y que no se debilite es algo que ningún objeto del querer puede ofrecernos, aunque lo alcancemos, sino que se parece a la limosna arrojada a un mendigo que, sí, le alimenta hoy, pero contribuye a prolongar su tormento hasta mañana. De ahí resulta que, mientras nos encontremos ocupados con nuestra voluntad, como suele suceder, en la medida en que es el querer lo que llena nuestra conciencia y estamos entregados a los impulsos que proceden de los deseos, con las esperanzas y temores que siempre les acompañan; en definitiva, mientras seamos sujetos del querer [Subjekt des Wollens], será imposible que obtengamos
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Sobre el componente subjetivo del placer estético jamás felicidad ni tranquilidad duraderas. Resulta, pues, que, en lo esencial, da lo mismo que nos mueva la esperanza o el temor; que corramos en pos de un bien o que huyamos de un mal concreto; que tendamos hacia el goce o temamos una desgracia: todo ello es, en esencia, lo mismo, pues siempre se trata de una preocupación suscitada por una voluntad exigente, que llena nuestra conciencia y la mueve sin cesar, dando lo mismo la forma en que lo haga; ahora bien, sin reposo, resulta imposible alcanzar un verdadero bienestar. El sujeto del querer siempre es concebido, por consiguiente, bajo la forma del sufrimiento: es Ixión en la rueda que se mueve eternamente; es Tántalo, siempre desfalleciente; son las Danaides, que tratan de llenar sus toneles en vano. Consideremos ahora, empero, la transformación que se produce en el sujeto cuando ingresa en la contemplación estética, sea ésta del tipo que sea. O se trata de un objeto [ein Objekt] que, por el poder de su belleza, es decir, por la significación de su forma, logra detraer por completo nuestro conocimiento de la propia voluntad y de sus fines; o el conocimiento se libra de servir a la voluntad mediante un sentimiento interno [innre Stimmung], suficiente para que haga acto de presencia una contemplación puramente objetiva, de manera que, de repente, nos situamos fuera de la interminable corriente de la apetencia y su satisfacción, y el conocimiento se encuentra liberado en y para sí de la esclavitud de la voluntad: ahora no capta las cosas en tanto éstas afectan a su voluntad, como motivos de la misma, sino que el conocimiento se libera de toda referencia a la voluntad; desinteresado, se aparta de la subjetividad, y considera las cosas de manera puramente objetiva, entregándose por completo a ellas, de manera que las cosas aparecen ante la conciencia como simples representaciones, y no como motivos; esta clase de conocimiento, esta purificación de la conciencia de toda referencia a la voluntad, se presenta necesariamente desde el momento en que se considera algo estéticamente; es entonces cuando esa tranquilidad [Ruhe], que buscamos siempre por el camino del querer, y por eso mismo siempre se nos escapa, se presenta por sí misma y de una vez por todas. Es aquel estado de ausencia de dolor, propio de los dioses, que Epicuro valoró como el bien supremo: por un instante, nos vemos desembarazados del vil impulso de la voluntad, celebramos el Sabbath del trabajo forzado que impone el querer, y la rueda de Ixión se detiene.
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Arthur Schopenhauer Ahora bien, este estado es precisamente el que describí al comienzo como condición subjetiva para el conocimiento de la idea: del hecho de que el principio de razón suficiente sea la forma necesaria para que se produzca el conocimiento en el individuo, mientras que la idea se encuentra por completo fuera del dominio de tal principio, deduje que el individuo, como tal, nunca puede conocer las ideas; por tanto, cuando nos elevamos a dicho conocimiento, debe producirse necesariamente cierta alteración en nosotros, por la cual ya no somos simples individuos, sino puro sujeto del conocimiento; y éste es precisamente el estado que estamos describiendo: un estado de pura contemplación, de apertura a la intuición, que nos lleva a perdernos en el objeto y a olvidarnos de cualquier individualidad, superando el conocimiento regulado por el principio de razón suficiente, que únicamente permite conocer relaciones: ahora el que conoce ya no es el individuo, sino el puro sujeto del conocimiento liberado de la voluntad; y, al mismo tiempo, la cosa particular así captada llega a convertirse en la idea de su género: ambos se han elevado por encima de la corriente temporal y de cualquier otro tipo de relaciones. Por lo común, es la belleza, es decir, la forma del objeto que alcanza a expresar significativamente su idea, aquello que nos traslada al mencionado estado del puro conocimiento. Sólo el sentimiento interno, la preponderancia del conocimiento sobre el querer individual, puede trasladar nuestro ánimo a tal estado frente a cualquier objeto, con total independencia de las circunstancias en las que nos encontremos. De ello dan una bella y agradable prueba aquellas pinturas de la escuela holandesa, no suficientemente apreciadas, denominadas naturalezas muertas o bodegones. (Explicación). Tales imágenes sólo son posibles porque el artista supo hacer de los objetos más insignificantes el centro de la intuición puramente objetiva que acabamos de describir: es entonces cuando una imagen representa algo así como el monumento perpetuo a la objetividad y serenidad espiritual del artista. Precisamente por ello conmueve al contemplador: porque nos hace constatar el estado de tranquilidad, serenidad y liberación de la voluntad que poseyó al artista, ya que es dicho estado el que se requiere para poder contemplar atenta y objetivamente cosas tan insignificantes como éstas, y así poder reproducir en el cuadro su intuición. El cuadro exige al contemplador que también él se entregue a dicho estado; y puesto que éste a menudo se encuentra en contradicción
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Sobre el componente subjetivo del placer estético con el propio estado de ánimo del contemplador, turbado por la voluntad, su emoción aumenta precisamente en virtud de tal contraste. Algunos paisajes, que representan objetos absolutamente insignificantes (ejemplos), especialmente los de Ruysdael (¿Friedrich?)1 se han pintado con idéntico espíritu que las naturalezas muertas, produciendo idéntico efecto de manera aún más satisfactoria. Aquí, donde el objeto es en sí escasamente significativo, la intuición puramente objetiva del mismo surge de la fuerza interna del sentimiento artístico, a través de la cual actúa enseguida estéticamente en la exposición también lo insignificante. Ahora bien, el mencionado sentimiento puramente objetivo es requerido desde fuera y enormemente facilitado si los objetos mismos, por su forma significativa, se presentan invitándole a la pura intuición de los mismos: es esto lo que consigue especialmente la belleza natural que, en su plenitud, nos impulsa a la contemplación objetiva. Por eso la Naturaleza actúa de manera tan reconfortante para el ánimo a través de su belleza estética. Es tan grande el poder con el que nos impulsa a la pura contemplación que, frecuentemente, cuando se presenta de súbito ante nuestra mirada, logra que dejemos de ocuparnos de nuestro enojoso yo y de sus fines, nos aparta de la subjetividad, nos libera de la esclavitud que impone la voluntad, y nos traslada a un estado de puro conocimiento, aunque ciertamente tan sólo por un breve instante. Esta facilidad con la que la visión de la naturaleza nos traslada al estado del puro conocimiento, en el que nos apartamos de nuestra individualidad y de todos sus padecimientos, hace comprensible que incluso a aquél que interiormente se encuentra acuciado por necesidades, cuidados o pasiones le baste para consolarse y recuperar la alegría del ánimo una sola mirada libre a la naturaleza: en ese momento, las pasiones tormentosas, el ímpetu de los deseos, el desasosiego que imponen el temor y las preocupaciones se tranquilizan de forma casi milagrosa: precisamente porque hemos conseguido librarnos de la individualidad. Todo ello procede de que, en el instante en que nos entregamos a una contemplación puramente objetiva, nos despojamos de todo querer, y es como si ingresáramos en otro mundo, donde todo aquello que 1.
Probablemente se refiere a C. D. Friedrich, a quien no se menciona en la 1.ª ed. de El mundo como voluntad y representación. Sobre la relación Schopenhauer-Friedrich, cfr. infra, cap. 9, n. 3.
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Arthur Schopenhauer anteriormente movía nuestra voluntad, conmoviéndonos violentamente, ya no estuviese presente ni causase tal efecto. Con la liberación del conocimiento nos liberamos de todo ello por completo, como lo hacemos al dormir con el sueño: la felicidad y la desgracia desaparecen para nosotros, y nos olvidamos de que somos individuos; nos encontramos simplemente ahí, como puro sujeto del conocimiento, como el ojo cósmico [als das eine Weltauge] que mira lo que todo ser cognoscente ve, pero sólo en el hombre puede alcanzar a librarse por completo del servicio de la voluntad al que se encuentra sujeta la conciencia en el conocimiento; en el instante en que se presenta tal estado (y aparece tan pronto como contemplamos las cosas estéticamente, es decir, de forma puramente objetiva), queda superada por completo toda diferencia individual y lo que a ésta concierne; da lo mismo a qué individuo pertenezca el ojo contemplador y la conciencia cognoscente: puede tratarse tanto de un poderoso rey como de un menesteroso; da lo mismo si se contempla la puesta del sol desde un calabozo o desde un palacio; pues nos hemos trasladado a un ámbito al cual no puede perseguirnos ni la dicha, ni el dolor: el ámbito del conocimiento puramente objetivo, en el cual conseguimos escapar de una vez por todas de nuestro dolor; y dicho ámbito siempre se encuentra próximo a nosotros, aunque por lo común nos falte la fuerza espiritual suficiente para mantenernos largo tiempo en él. En efecto, mientras estamos realmente entregados a la contemplación objetiva, el objeto que centra nuestra pura contemplación puede entrar de nuevo en cualquier relación consciente con nuestra voluntad, con nuestra persona, y entonces se acaba el encanto; puede ocurrir, por ejemplo, que el paisaje que estamos contemplando de forma puramente objetiva sea una hacienda que hemos heredado, y entonces se desvanece inmediatamente tanto la libertad como la serenidad espiritual que acompañan al puro conocimiento: ya no somos el sujeto del puro conocimiento, sino un individuo. Mientras que lo que conocíamos hace unos instantes era la idea, que se encuentra fuera de cualquier relación, ahora es la cosa particular, que sólo puede conocerse a través de una serie de relaciones marcadas por el principio de razón suficiente; y con ello se convierte en miembro de una cadena a la que también pertenece el individuo contemplador, con lo que éste último queda de nuevo entregado al dolor que acompaña a la individualidad y al querer. Éste suele ser el punto de vista habitual para la mayoría de los
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Sobre el componente subjetivo del placer estético seres humanos; y no suelen salir jamás de él, pues les falta la objetividad, es decir, la constitución estética o genial del espíritu. Por eso no son capaces de una captación estética de la naturaleza, al menos de forma relativamente duradera, como lo demuestra el hecho de que no se encuentran a gusto a solas con ella, por muchas bellezas que despliegue. Se trata de individuos que necesitan encontrarse en sociedad para sentir, accionar y reaccionar, debido a que la contemplación objetiva no puede ocupar su conciencia; o que cogen un libro y leen durante su paseo, para ahuyentar con pensamientos abstractos el aburrimiento que les produce la visión de la naturaleza a aquellos que son incapaces de la contemplación objetiva; y todo ello se debe a que su conocimiento permanece sujeto al servicio de la voluntad; por eso sólo buscan las relaciones que pueden tener los objetos con su voluntad, y cuando las cosas carecen de tal relación, resuena en su interior un permanente y desconsolado bajo continuo que reza: «esto no me sirve para nada»; así se explica también por qué, cuando se encuentran solos, incluso el entorno más bello tiene para ellos el carácter de algo desértico, sombrío, extraño y hostil. El estado del puro conocimiento, completamente separado de la voluntad, es también el único que nos da un ejemplo de la posibilidad de una existencia no consistente en querer, como la que llevamos actualmente. Más adelante veremos que la redención del mundo y de su dolor sólo resultan pensables si se produce un completo apartamiento de todo querer y del mundo, tal como lo conocemos, de manera que sólo quede una nada vacía; sólo el puro conocimiento, desprendido de la voluntad, nos da testimonio de la posibilidad de una existencia no consistente en querer; y es aquí donde puede situarse parte de la alegría que nos asegura siempre el estado del puro conocimiento.2
2.
El núcleo de los pensamientos aquí expuestos se puede rastrear en anotaciones como las siguientes, fechadas entre 1814 y 1816: «[...] El sujeto cognoscente no es la voluntad, sino aquél al que la vida en su conjunto le torna visible la voluntad [...]. De ahí la serenidad, la beatitud propia de toda objetividad pura [...]: de ahí que nos resulte tan grata toda contemplación pura, ya se trate de la hermosa naturaleza, del paisaje retratado por un buen pintor o de un emocionante idilio» (HN I, 106-107 {191}). «El delicioso éxtasis anejo a la contemplación se cifra en que nos libera de los tormentos del querer, convirtiéndonos
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Arthur Schopenhauer Así pues, dado que en cualquier concepción estética, es decir, en el reconocimiento de lo bello como tal, la condición subjetiva de dicho reconocimiento es el estado recién descrito del puro conocimiento libre de la voluntad, y puesto que este estado nos arranca de todas las penalidades que resultan inseparables del querer y de la individualidad, la mencionada condición subjetiva del goce estético interviene en gran medida en la alegría que nos dispensa lo bello. La beatitud que conlleva la contemplación liberada de la voluntad permite explicar, asimismo, por qué el recuerdo de tiempos pasados y de lugares alejados se nos presenta siempre embellecido, mientras que el presente raramente nos satisface. Siempre se expande una especie de maravilloso encanto sobre aquello que se encuentra alejado en el espacio y en el tiempo; pero esto se debe a un autoengaño: pues cuando se encontraba presente aquello que ahora se encuentra alejado de nosotros, no nos satisfacía más que lo que ahora nos resulta cercano. Lo que aquí sucede es lo siguiente: cuando evocamos en la fantasía aquellos días y lugares que han pasado hace mucho tiempo, o que se encuentran muy alejados, nos ocupamos simplemente con los objetos, de manera que ahora los contemplamos en la fantasía como podríamos haberlos contemplado en el presente, si por entonces, como suele suceder, nuestra conciencia no hubiese estado ocupada con el propio querer y los fines individuales, así
en un puro sujeto cognitivo que se toma vacaciones y festeja el Sabbath de los trabajos forzados impuestos por la volición» (HN I, 129 {221}). «Los hombres siempre somos ciertamente un sujeto de conocimiento, pero un puro sujeto del conocimiento lo somos únicamente cuando contemplamos un objeto al margen de sus relaciones; entonces no conocemos una cosa particular más, sino la idea platónica, la cosa en sí, contemplándolo entonces con una mirada artística o genial» (HN I, 325 {486}). «El espectáculo de un hermoso paisaje apacigua de una maravillosa manera la tempestad de las pasiones, el apremio del deseo, el temor y cualquier otra penalidad propia del querer; y todo ello porque nos invita, casi nos impone, un puro conocer avolitivo, por medio del cual ingresamos en otro mundo, donde prácticamente no existe todo lo que concierne a nuestra voluntad y nos inquieta, ya que sólo queda de nosotros el sujeto puro del conocimiento, al que le resulta del todo indiferente si el individuo contemplado por sus ojos es un afligido mendigo o un poderoso rey» (HN I, 396 {586}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., §§ 46, 56, 133 y 176, pp. 45, 50, 87 y 122-23).
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Sobre el componente subjetivo del placer estético como con las preocupaciones y padecimientos sin cuento que les acompañan; ahora ya se han olvidado esas preocupaciones y padecimientos, y han dejado lugar a otros, de manera que las imágenes de aquel pasado remoto, o de aquellos lejanos enclaves, que se encontraban enturbiadas por esos afectos, han quedado purificadas hasta tal punto que la intuición sólo tiene en el recuerdo una fantasía purificada de todas aquellas relaciones con la voluntad; en consecuencia, puede abordarla con una objetividad que no posee nuestra contemplación del presente, porque somos incapaces de entregarnos por completo a ella, perdiendo de vista las relaciones que dicho presente mantiene con nuestra voluntad. De ahí viene que el recuerdo de escenas pasadas y de lugares lejanos pase fugaz y rápidamente ante nosotros, como si se tratase de un paraíso perdido, algo que suele suceder, sobre todo, cuando nos angustia más de lo habitual algún tipo de necesidad. El encanto que emana de lo alejado en el espacio y el tiempo procede de que la fantasía reproduce meramente lo objetivo, pero no lo individual y subjetivo; nuestra fantasía se imagina entonces que todo aquello estuvo de forma puramente objetiva ante nosotros y sin relación alguna con ningún tipo de turbación, como las que ahora nos impone la voluntad, sin que nos demos cuenta de que, en realidad, la relación que tales objetos mantuvieron con nuestra voluntad nos causó tanto dolor entonces como el que experimentamos ahora. La contemplación de los objetos presentes podría ser tan satisfactoria para nosotros como la de los objetos más alejados presentados por la fantasía, si fuésemos capaces únicamente de mirarlos de manera puramente objetiva, libres de las relaciones con nuestra voluntad. Quien quiera forzar esta situación, debe estar en condiciones de contemplar las cosas bajo la ilusión de que éstas se encuentran ahí solas, sin que el contemplador esté presente; su propio yo debe desaparecer de la conciencia, pues tan pronto como consiga librarse de él, quedará sólo el puro sujeto del conocimiento, que, como tal, forma una unidad y es el mero correlato de los objetos, gracias al cual éstos se encuentran situados en el mundo como representación. Al igual que estos objetos son ahora ajenos a las necesidades de su individualidad, también el mundo le resulta ajeno a él mismo; pues mientras permanezca en el seno de esa contemplación objetiva de las cosas, sólo quedará ante él el mundo como representación, desapareciendo el mundo como voluntad; pero es precisamente éste último la causa de todos sus
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Arthur Schopenhauer padecimientos, mientras que aquél se encuentra libre de ellos. Esto explica por qué todas aquellas cosas que en general nos causan placer, en forma de imagen pictórica o poética, como, por ejemplo, los apremios, tensiones y agitaciones de la vida, nos provocan, en cambio, un tremendo dolor cuando somos nosotros mismos los que nos vemos implicados en ellas, es decir, cuando es nuestra propia voluntad la que produce tales fenómenos. Was im Leben uns verdrießt, Man im Bilde gern genießt.3 Goethe
Con todas estas consideraciones, espero haber explicado claramente en qué medida participa la condición subjetiva en el placer estético, y en qué consiste dicha participación: se trata de la liberación del conocimiento del servicio que impone la voluntad, del olvido de sí mismo como individuo, y de la elevación de la conciencia al nivel del puro sujeto del conocimiento, liberado de la voluntad y del tiempo, ajeno a todo tipo de relaciones. Junto a este aspecto subjetivo de la contemplación estética, se presenta siempre a la vez, como correlato necesario, su lado objetivo, esto es, el conocimiento intuitivo de la idea. Antes de que entremos a considerar más detalladamente este lado objetivo, poniéndolo en relación con las producciones artísticas, estaría bien detenernos un poco más en el lado subjetivo del placer estético, completándolo con la explicación de la impresión de lo sublime, ya que dicha explicación depende por completo de la condición subjetiva implicada en la concepción estética, y surge mediante una modificación de la misma. Tras ello, consideraremos el lado objetivo del placer estético, con lo que nuestra investigación quedará terminada y completa. Hagamos primeramente una observación que afecta a lo que estamos tratando, y que podría servir como aclaración. La luz actúa ya estéticamente con una belleza que le es propia; puede decirse que es la más agradable de todas las cosas: por eso ha llegado a ser también el símbo-
3.
«Lo que en la vida nos carga / en pintura nos agrada» (Motto para Parabólico [trad. de R. Cansinos Assens]).
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Sobre el componente subjetivo del placer estético lo de todo lo bueno y saludable; su ausencia hace que uno se ponga inmediatamente triste, mientras que su reaparición siempre resulta gratificante; los colores suscitan inmediatamente un vivo goce. Todo ello se debe, evidentemente, a que la luz es el correlato y la condición de la más perfecta forma de conocimiento intuitivo, único que no afecta inmediatamente a la voluntad. En particular, la visión se diferencia de otras percepciones sensoriales por el hecho de que, al contrario de lo que sucede con éstas, no es por sí misma capaz de producir de forma inmediata una sensación de agrado o desagrado en el órgano al activarlo sensiblemente; es decir, la afección que provoca la luz en el ojo no actúa inmediatamente por sí misma sobre la voluntad; los objetos vistos, es decir, aprehendidos por el entendimiento, pueden actuar sobre la voluntad por su relación con ella; pero esto es algo completamente diferente, que tiene que ver con el entendimiento y no con la sensibilidad corporal. Cualquier otra afección del cuerpo y de los órganos sensoriales, salvo las relativas al ojo, tiene una inmediata relación con la voluntad, es decir, puede ser por sí misma dolorosa o agradable. El que menos, evidentemente, el oído; no obstante, los sonidos pueden suscitar dolor de forma inmediata y puramente sensible; o también ser por sí mismos sensiblemente agradables, sin que intervenga armonía o melodía alguna. El gusto, que coincide con el sentimiento común a todo el cuerpo, está sometido como éste a las afecciones del dolor y del placer, coincidiendo también por completo y de manera inmediata con la voluntad; sin embargo, el tacto se encuentra liberado, por lo regular, del dolor y del placer. Los olores, empero, son siempre agradables o desagradables; y los gustos aún más; así pues, el olfato y el gusto están afectados al máximo por la voluntad; su sensación se refiere más a la voluntad que al conocimiento: por eso se los ha tenido siempre por los sentidos menos nobles. Kant los denomina, con acierto, sentidos subjetivos. Por consiguiente, sólo el ojo es el sentido puramente objetivo, el único que sirve al conocimiento, sin que su sensación se vea inmediatamente estimulada por la voluntad. De aquí hay que concluir que la visión de la luz, es decir, precisamente la estimulación sensorial del ojo, ya nos satisface inmediatamente por sí misma desde un punto de vista espiritual. La alegría estética que suscita siempre la luz en nosotros es, en realidad, una alegría que sólo se refiere a la posibilidad objetiva de una forma de conocimiento pura y perfectamente intuitiva; y también puede concluir-
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Arthur Schopenhauer se que el conocimiento puro, liberado de todo querer, ya constituye la mitad del goce estético. Asimismo, cabe explicar así otro goce estético, más simple, a saber, el que nos proporciona el reflejo de los objetos en el agua, fenómeno que siempre contemplamos con especial complacencia estética, reconociéndole una gran belleza. También este placer radica en la parte subjetiva del goce estético, coincidiendo con la alegría que produce la luz. Ver es la forma más específica, perfecta y objetiva del conocimiento intuitivo; su posibilidad descansa en la reflexión de la luz producida por los cuerpos; ésta es la forma más fácil, rápida y sutil que tienen de actuar unos cuerpos sobre otros, y precisamente a ella le debemos la visión, que es la más perfecta y pura de nuestras percepciones. Este efecto de unos cuerpos sobre otros por medio de los rayos de luz resulta visible con toda claridad, efectividad y a gran escala en el reflejo de los objetos sobre el agua: la increíble y gran belleza que atribuímos a este fenómeno reposa simplemente en la alegría que proporciona el posible despliegue de una forma más pura y adecuada de intuición sensible, esto es, una alegría provocada por el puro conocimiento; y todo ello se debe por entero al fundamento subjetivo del placer estético.4 4.
A. Philonenko (op. cit., pp. 169 y 213) ha indicado, con acierto, que en Schopenhauer hay una reivindicación de la metafísica de la luz, inspirada en Platón (República, 506b-509b) y en Plotino (Enéada I, 6, 43), a los que habría que añadir la influencia del Entwurf einer Farbenlehre de Goethe, publicado en 1810 (cfr.: Gernot y Hartmut Böhme: «La quintaesencia y la luz», Conciencia, n.º 144, 20-octubre-2001, en línea ). El redescubrimiento de Plotino durante el Romanticismo se realizó por mediación de Novalis (quien lo leyó hacia 1798); Schelling, que trabó contacto con el neoplatonismo gracias a la traducción latina de las Enéadas realizada en 1492 por M. Ficino (cfr. X. Tilliette: Schelling, une philosophie en devenir I. Le Système vivant 1794-1821, París, Vrin, 1970, p. 306, n. 3); Goethe (quien tradujo el famoso pasaje de las Enéadas citado anteriormente a partir de Ficino y de la traducción al inglés de Th. Taylor: On the Beatiful, 1787); y, finalmente, Immanuel Hermann Fichte, con su tesis de habilitación De philosophiae novae platonicae origine (Berlín, 1818); no obstante, hay que recordar que la distinción entre Platón y Plotino es reciente: Schopenhauer y sus contemporáneos no apreciaban grandes diferencias entre ambos autores, entremezclando su pensamiento con elementos tomados de la tradición estoica, filoniana, bruniana, e incluso de la gnosis y la cábala (cfr. H. Holz: «Neuplatonische Konzepte im Denken des fruehen Schellings», en I. Falgueras (ed.): Los comienzos filosóficos de Schelling, Universidad de Málaga, 1988, p. 70).
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Sobre el componente subjetivo del placer estético Ahora habrán comprendido qué tipo de subjetividad interviene en el placer estético, es decir, en la alegría producida por lo bello, alegría que surge de que la conciencia, completamente entregada al conocimiento, escapa del querer, del que proceden todos sus sufrimientos. El conocimiento debe ser aquí intuitivo, no un pensamiento abstracto; porque únicamente la intuición puede abandonar el principio de razón suficiente, y con él todas sus relaciones; en cambio, el pensamiento abstracto siempre procede de conformidad con el principio de razón suficiente, por lo que permanece atrapado en las relaciones, las cuales siempre se abren camino hacia la voluntad; además, el pensamiento ya es en sí mismo algo arbitrario, una fatigosa combinación de conceptos, por lo que coincide con la voluntad. Pensar es algo satisfactorio por el hallazgo de resultados, pero por sí mismo no resulta inmediatamente satisfactorio, de manera que el goce que produce el puro pensamiento no es en absoluto un goce estético. Nos desvía, ciertamente, de toda ocupación con nuestros fines individuales; pero no nos despoja por completo y de una vez por todas de nuestra personalidad como lo hace la pura intuición. Antes de pasar al aspecto objetivo del goce de lo bello, es mejor incluir aquí la explicación de lo sublime, porque aquel afecto al que denominamos sentimiento de lo sublime tiene propiamente su origen en el aspecto subjetivo de cualquier goce estético, es decir, surge mediante algo especial que se añade al mismo.
En relación con este punto, resulta interesante consultar la tesis doctoral de L. F. Moreno Claros: Platonismo en la filosofía del joven A. Schopenhauer, dirigida por J. L. Molinuevo, y leída el 12 de noviembre de 1996 en la Universidad de Salamanca.
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Sobre la impresión de lo sublime
IX
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Sobre la impresión de lo sublime
El tránsito al estado del puro conocimiento se hace sumamente fácil cuando nos enfrentamos a objetos que, por su forma plural y al mismo tiempo determinada y clara, son representantes de sus ideas, con lo que su belleza se da en sentido objetivo. Esta propiedad la posee, ante todo, la bella naturaleza [schöne Natur], la cual proporciona al menos un placer estético transitorio, incluso al más insensible. Lo que nos traslada al estado de contemplación es la confrontación con la significatividad y claridad de las formas de la naturaleza, desde las cuales nos hablan con total sencillez las ideas que en ella se individualizan, y con ello nos convierten en sujetos del conocimiento liberado de la voluntad: entonces lo que actúa sobre nosotros es meramente lo bello [das Schöne], y lo que se suscita en nosotros es el sentimiento de la belleza [Gefühl der Schönheit]. Ahora bien, puede suceder que precisamente aquellos objetos cuyas formas significativas nos incitan a su pura contemplación tengan en general una relación hostil [ein feindliches Verhältniß] con la voluntad humana, tal como se nos muestra objetivada en el cuerpo humano; y esto puede suceder de dos formas: pueden enfrentársele mostrando ante él un poder que superaría cualquier resistencia, y que, por consiguiente, le *
Cfr. MVR I, libro III, § XXXVIII; MVR II, cap. 38 y PP, § 213.
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Arthur Schopenhauer resulta amenazador, en cuyo caso obtenemos el tipo de sublimidad que denominaré, siguiendo la expresión kantiana, lo sublime dinámico [das dynamisch Erhabne]; o su magnitud es inconmensurable, y ante ella el cuerpo humano queda reducido a la nada: cuando esto sucede nos encontramos frente a lo sublime matemático [das mathematisch Erhabne]. Cuando, ante tales objetos, el contemplador dirige su atención precisamente a la relación hostil que se impone a su voluntad, únicamente ve en ella aspectos hostiles y terribles, se siente amenazado y angustiado, o empequeñecido y aniquilado. En cambio, si percibe y reconoce lo que en ellos hay de hostil y superpoderoso, pero lo pierde de vista, apartándose [abwendet] intencionada y conscientemente de ese aspecto, es decir, si separa violentamente su conocimiento de la voluntad y sus relaciones, dejándolo subsistir por sí mismo; si se entrega al puro conocimiento, y a través de él contempla con serenidad aquellos objetos terribles para la voluntad, comportándose como sujeto del conocimiento liberado de la voluntad; si, en fin, como tal sujeto, capta únicamente la idea del objeto, ajena a cualquier relación, entonces se queda ante dicho objeto contemplándolo con satisfacción, mientras que, si su conocimiento se hubiese entregado al servicio de la voluntad, sólo habría podido suscitar en él temor, o un sentimiento de aniquilación; en consecuencia se eleva por encima de sí mismo, de su persona, de su querer y, en general, de cualquier querer. El sentimiento que así surge es el sentimiento de lo sublime: el contemplador se encuentra en un estado de elevación [der Betrachter ist im Zustand der Erhebung], situándose por encima de sí mismo; y por eso precisamente se denomina al objeto que desencadena tal estado un objeto sublime, es decir, elevado [erhaben]. Por consiguiente, lo que diferencia al sentimiento de lo sublime del sentimiento de lo bello es lo siguiente: en ambas formas de aprehensión estética, la de lo bello y la de lo sublime, nuestro conocimiento queda completamente liberado del servicio a la voluntad, de manera que no somos ya un individuo, sino un puro sujeto del conocimiento: ahora bien, en la contemplación de lo meramente bello el conocimiento puro ganaba su posición de superioridad sin lucha [ohne Kampf]; era la belleza del objeto, es decir, la constitución que facilitaba el conocimiento de su idea, lo que alejaba a la conciencia, sin resistencia e inadvertidamente, de la voluntad y del conocimiento de las relaciones, enfangado en el servicio de ésta; por eso aquí
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Sobre la impresión de lo sublime la conciencia desembocaba en el puro sujeto del conocimiento sin que permaneciera ni siquiera un recuerdo de la voluntad. En cambio, en lo sublime el estado del puro conocimiento se gana tras arrancarse de forma violenta y consciente del desagradable conocimiento de todas las relaciones que el objeto mantiene con la voluntad, mediante una libre elevación de la conciencia por encima de la voluntad y del conocimiento que con ella se relaciona. Esta elevación no sólo debe ganarse a conciencia, sino que también es la conciencia la que debe encargarse de mantenerla; por eso siempre va acompañada de un permanente recuerdo de la voluntad, si bien no de un querer individual o particular, como el temor o el deseo, sino del querer humano en general, tal como se expresa genéricamente a través de su objetivación, el cuerpo humano. Si se presentase ante la conciencia un acto de voluntad real y concreto que represente algún tipo de apuro o peligro personal para el sujeto, preponderaría entonces el movimiento real de la voluntad individual, y esto haría imposible cualquier tipo de contemplación serena; se perdería la impresión de lo sublime, y daría lugar al miedo, en el que el impulso del individuo por salvarse reprime cualquier otro pensamiento. El sentimiento de lo sublime, por consiguiente, coincide en su determinación principal con el de lo bello, esto es, se basa en un conocimiento puro liberado de la voluntad, y en el conocimiento de la idea que, situándose fuera de todas las relaciones ajustadas al principio de razón suficiente, se presenta de forma necesaria y simultánea con dicho conocimiento; sólo se diferencia del sentimiento de lo bello por un añadido, a saber, la elevación por encima de la relación hostil que ocasionalmente mantiene con la voluntad el objeto contemplado; dependiendo de que este añadido sea fuerte, intenso, acuciante, próximo, o sólo débil, lejano, o meramente apuntado, surgen diferentes grados de lo sublime, es decir, transiciones de lo bello a lo sublime. (Pueden dejarse de lado la luz y el calor, entendidos como los grados más bajos de lo sublime).1 1.
En el original seguía el siguiente párrafo, posteriormente tachado con tinta: «Los grados inferiores en los que aparece el sentimiento de lo sublime únicamente pueden ser experimentados por aquellos que ya tienen una inusual sensibilidad para las impresiones estéticas. Por eso quiero ponerles...».
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Arthur Schopenhauer Ejemplos de la impresión de lo sublime: el profundo silencio y la soledad experimentados ante un espacio amplio ya tienen algo de sublime, ya que a la voluntad le resulta en general desagradable que no se le ofrezca objeto alguno. Piensen ustedes en un paraje enormemente amplio, que se pierde de vista, con un horizonte ilimitado, todo ello unido a una soledad completa y al profundo silencio de toda la naturaleza; el cielo azul, sin una sola nube; los árboles y plantas inmóviles, porque no hay viento; un ámbito en el que no se detecta el movimiento de ningún hombre, animal o corriente de agua, y en el que reina por doquier el mayor de los silencios: en tal situación y enclave ha de suscitarse en el espectador cierta angustia, o el sentimiento de lo sublime; y la aparición de uno u otro de tales sentimientos dependerá del valor intelectual que posea el contemplador, así como en general de nuestra capacidad para soportar o amar la soledad (capacidad que siempre es un buen parámetro para medir nuestro valor intelectual). El entorno descrito no ofrece a la voluntad objeto alguno, ni agradable, ni desagradable; pero como la voluntad siempre necesita tender hacia un objeto para alcanzarlo, aquel individuo cuyo conocimiento siempre se activa en relación con su voluntad sentirá aquí el angustioso vacío de una voluntad desocupada, y se entregará, con vergozoso descrédito, al tormento del aburrimiento. En cambio, aquel que sea capaz de una contemplación liberada de la voluntad, siente el entorno que hemos descrito como una llamada a la seriedad, a la contemplación, separadas de todo querer y de toda indigencia; e ingresa en un estado de puro conocimiento en el que, junto al reposo y autosuficiencia propios de dicho estado, se mezcla, a modo de contraste, cierto recuerdo de la dependencia y pobreza de una voluntad acuciada por un impulso permanente; y, precisamente por ello, un entorno tan solitario y profundamente sereno adquiere el matiz de la sublimidad. También producen una impresión de este tipo, aunque en menor grado, las sombras solitarias de robles antiguos y muy altos, como por ejemplo las «Puertas Sagradas» que se encuentran en Tharand.2 El tranquilo avance de cualquier 2.
Schopenhauer se refiere al pueblo de Tharand, en Dresde, donde se fundó en 1811 una Academia de Silvicultura, que alcanzó el rango de Instituto Real en 1816, y en el que existía una importante colección forestal y un gran parque donde se producían más de 1.600 especies de maderas diferentes.
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Sobre la impresión de lo sublime bello atardecer, en el que, mientras se van acallando la barahúnda y ajetreo diarios, salen poco a poco las estrellas y va ascendiendo la luna, provoca, asimismo, un sentimiento sublime, porque nos desvía de la actividad que sirve a nuestra voluntad, y nos invita a la soledad y la contemplación. La noche es en sí misma sublime. Esto se hace especialmente visible cuando nos encontramos ante un paraje solitario, despojado de plantas y árboles, en el que, en lugar de vegetación, aparecen montañas desnudas. Como en general estamos remitidos a lo orgánico, debido a nuestra necesidad de subsistir, la completa ausencia de cualquier elemento de este tipo nos produce una impresión angustiosa; por eso, un paraje yermo, en el que se hace notoria dicha ausencia, posee un carácter terrible; el sentimiento del que contempla tal desierto montañoso desde un punto de vista estético se hace tanto más trágico, si tenemos en cuenta que la elevación al puro conocimiento se da mediante una decidida separación del interés de la voluntad: al mantener el sujeto incluso en este caso extremo el estado del puro conocimiento, consigue que se presente con total claridad en él el sentimiento de lo sublime. Pensemos ahora en un paraje capaz de producir este sentimiento en un grado aún más elevado: trasládense a un valle, rodeado de enormes farallones, afilados y desnudos de toda vegetación; imagínense la naturaleza en tormentosa agitación, con nubes oscuras, borrascosas y amenazadoras, iluminadas de cuando en cuando por relámpagos; junto a ello, un desierto absoluto; el oído capta el estrépito de un arroyo espumeante en el bosque y el lamento del aire que cruza los barrancos. Una escena como la descrita hace que ante el caminante solitario se presente con total fuerza y evidencia nuestra dependencia frente a la naturaleza hostil y nuestra lucha con ella, así como nuestra frágil condición, sin que para ello se requiera reflexión alguna. Ahora bien, mientras no se imponga con rotundidad un eventual aprieto personal, de modo que el puro sujeto del conocimiento consiga mantenerse frente a este entorno en los límites de la simple contemplación, su mirada logra atravesar la lucha de las fuerzas naturales, así como la imagen de la frágil voluntad humana, y aprehende las ideas serena e impávida, sin verse en absoluto afectada por esos objetos tan amenazadores y terribles para la voluntad. En este contraste consiste el sentimiento de lo sublime. Del mismo modo que un rayo de sol atraviesa imperturbable la agitación de la más terrible tormenta, la
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Arthur Schopenhauer tranquilidad de un talante contemplativo contrasta con la lucha de las fuerzas naturales a las que se enfrenta. La impresión de lo sublime se hace aún más poderosa cuando tenemos ante nosotros la lucha de la naturaleza a gran escala, como la que experimenta quien se sitúa ante la catarata del Rhin al pasar por el castillo de Laufen, donde el estruendo es tan fuerte que no puede oír ni su propia voz, e incluso podría dispararse un cañón sin que se lo oyera; la proximidad de esa terrible violencia, cuyos efectos contempla seguro y tranquilo, suscita el sentimiento de lo sublime. Una vez experimenté la impresión de lo sublime con gran fuerza ante un objeto que sólo llegué a oír, sin verlo; se trata de un objeto seguramente único en el mundo. Saben ustedes que el gran Canal del Languedoc une el Mediterráneo con el río Garonne, y a través de él, con el Océano. Para proveer al canal de agua se ha realizado la siguiente instalación: a algunas millas de Toulouse se encuentra Castelnaudary, y a algunas millas de allí St. Fériol; sobre una montaña cercana a esta pequeña población se encuentra un lago o un gran depósito de agua, rodeado de altas montañas cuyas fuentes llenan dicho lago. Por debajo del lago, se sitúa una conducción que lleva el agua cuantas veces sea necesario desde el lago al canal; una enorme presa mantiene cerrada esta conducción de agua, cierra el lago y únicamente se abre cuando ha de verterse el agua. Se me condujo a lo largo de un camino que atravesaba la montaña, de forma que, junto a este sendero, pero separado por un muro de él, se encuentra el curso del agua, situándose al final del camino la gran presa; el guía, tras haberme recordado muy expresamente que no tuviera miedo, abrió la compuerta y entonces se elevó el rugido más gigantesco que cabe oír en el mundo, causado por la gran masa de agua que corría a través de toda la montaña por el canal cerrado que bordeaba el camino. No es posible hacerse ni la más remota idea de este terrible ruido, muy superior al de la catarata del Rhin, ya que se da en un espacio cerrado; aquí resulta imposible emitir ningún sonido audible; el tremendo ruido hace que uno se sienta como aniquilado, pero como nos encontramos seguros y a salvo, pues todo lo que sucede sólo tiene lugar ante la percepción, se eleva en nosotros de forma muy acentuada el sentimiento de lo sublime, ocasionado en este caso por un objeto que sólo puede oírse, pero en absoluto verse. Por lo demás, si uno va luego por el otro camino y ve caer el agua desde la presa, ya no experimenta una conmoción tan elevada, en primer lugar por-
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Sobre la impresión de lo sublime que se ha pasado la primera impresión, y luego porque tiene ante su vista la causa del gran ruido. Aquellos de ustedes que vayan al Midi Francés no se pierdan este espectáculo. Quien experimentará la impresión de lo sublime en su grado más elevado será, en todo caso, aquél que se encuentre a la orilla del mar cuando se desencadene una gran tormenta o tempestad: ve entonces a gran escala la lucha de las fuerzas naturales; ve las olas alcanzar la altura de grandes edificios y luego hundirse; la resaca choca violentamente contra los abruptos acantilados de la orilla, mientras la espuma salpica el aire; a ello hay que añadir el bramido de la tormenta, el rugido del mar, el brillo de los relámpagos en medio de las oscuras nubes y el rumor de los truenos, que sobrevuela el mar y la tormenta. Entonces el espectador, que se encuentra presenciando la escena a buen recaudo, experimenta con toda plenitud la impresión de lo sublime, alcanzando la duplicidad de su conciencia una gran claridad; esto es: se siente al mismo tiempo como individuo, como un fenómeno perecedero de la voluntad, que estas fuerzas pueden aniquilar con el más ínfimo golpe, inerme frente a la poderosa naturaleza, dependiente y entregado al azar; una nada que puede desaparecer en cualquier momento ante tales gigantescos poderes; y, al mismo tiempo, se ve a sí mismo como el tranquilo sujeto del conocimiento, que, considerado como la condición de todo objeto posible, sostiene la totalidad de este mundo, de manera que ante la terrible lucha de la naturaleza, él permanece libre y ajeno a todo querer y necesidad, captando serenamente las ideas. Es aquí cuando se alcanza plenamente la impresión de lo sublime, que, cuando nos hallamos a la vista de un poder infinitamente superior que amenaza al individuo con la aniquilación, se manifiesta como lo sublime dinámico.3 3.
Los ejemplos schopenhauerianos relativos a la impresión de lo sublime tienen un evidente paralelo con la pintura desarrollada por C. D. Friedrich entre 1810 y 1840. ¿Conocía Schopenhauer las producciones del pintor de Greifswald, cuyos temas característicos giran, como es sabido, en torno a escenas nocturnas a la luz de la luna, tormentas, solitarios macizos montañosos, o rincones umbríos y solitarios del bosque? Compartimos la opinión de Kurt Karl Eberlein, según el cual «hay que suponer que Schopenhauer conocía el arte de Friedrich, [si bien] aunque era, por así decirlo, su hermano en el pesimismo, no llegó a conocerlo personalmente» (K. K. Eberlein: C. D. Friedrich der Landschaftsmaler. Ein Volksbuch Deutscher Kunst, Verhagen & Klasing, Bielefeld und
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Arthur Schopenhauer La impresión de lo sublime surge de forma completamente diferente cuando se nos presenta una gran extensión en el espacio o una larga duración en el tiempo, cuya inconmensurabilidad reduce al individuo a la nada. Esto es lo sublime matemático (división y denominación según Kant; no la explicación). (Lo sublime matemático. Ejemplos:) Cuando nos perdemos en la contemplación de la infinita extensión del mundo en el espacio y el tiempo; cuando reflexionamos sobre los miles de años Leipzig, 1839, pp. 17-18). La referencia a Friedrich que aparece supra, cap. 8, en el pasaje dedicado a analizar la pintura de paisaje, no parece dejar dudas en lo que se refiere a dicho conocimiento. Por lo demás, no hay que olvidar: 1.º) que la pintura de Friedrich era conocida y apreciada por Goethe (quien le acusó de caer en cierta «santurronería», al alejarse del clasicismo tan valorado por el escritor), desde su visita al taller del pintor en 1810 –devuelta por el pintor a Goethe en 1811–, y con ocasión de la presentación de dos dibujos a sepia de Friedrich al concurso anual de los Weimarer Kunstfreunde, donde fueron premiados; dado que Schopenhauer mantuvo una estrecha relación con Goethe durante su asistencia al Salón de su madre en Weimar (h. 1810), y luego con ocasión de la redacción de su escrito Über das Sehen und die Farben, publicado en 1816, y dada la afición de ambos a la pintura y su interés por los problemas relativos al color, parece poco probable que Schopenhauer no tuviera noticia de los paisajes de Friedrich; 2.º) que la redacción de El mundo como voluntad y representación tuvo lugar en Dresde, la «Florencia del Elba», donde a la sazón se encontraba ubicado el taller de Friedrich; 3.º) que las pretensiones docentes de Schopenhauer se centraron en Berlín, donde se exponían en la Galerie der Romantik dos de los cuadros más famosos del pintor: Der Mönch am Meer y Abtei im Eichenwald (adquiridos por Federico Guillermo III de Prusia, a instancias del futuro Federico Guillermo IV, «el rey romántico»): es muy posible que Schopenhauer contemplase estas obras maestras; 4.º) que, por último, su propia madre, Johanna Schopenhauer, había visitado el taller de Friedrich en 1810, publicando sus impresiones en el artículo Über Gerhard von Kügelgen und Friedrich in Dresden. Zwei Briefe mitgetheilt von einer Kunstfreundin (Journal des Luxes und der Moden), en el que señalaba que los paisajes de este pintor tenían una «religiosidad melancólica y misteriosa» que «golpea al ánimo más que al ojo», siendo una verdadera «imagen de la muerte» (cfr. H. Börsch-Supan: L’opera completa de Friedrich, Milán, Rizzoli, 1976, p. 12, y J. Arnaldo: «C. D. Friedrich», Historia 16, El arte y sus creadores, n.º 31, Madrid, 1993, p. 56): sería ilógico que, a pesar de la mala relación existente entre madre e hijo, éste no conociese los escritos y aficiones artísticas de aquélla. Por lo demás, más allá del posible conocimiento que pudiera tener nuestro filósofo del artista, parece clara, al menos, la afinidad espiritual entre ambos
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Sobre la impresión de lo sublime transcurridos y los miles de años que habrán de transcurrir; análogamente, cuando contemplamos el cielo estrellado nocturno, y tenemos ante la vista innumerables mundos..., entonces se impone ante nuestra conciencia la inconmensurabilidad espacio-temporal del mundo: ante semejante contemplación nos sentimos reducidos como individuos, como cuerpos vivientes, como fenómenos transitorios de la voluntad, a la nada; a una simple gota de agua en el Océano, en el que desaparecemos, diluyéndonos en la nada. Si esta impresión fuese duradera, nos angustiaría, e incluso nos aplastaría. Pero contra el fantasma de nuestra propia nulidad, frente a aquella engañosa imposibilidad, se eleva la conciencia inmediata de que todos esos mundos sólo existen en mi representación; que, por tanto, son simples modificaciones en el sujeto eterno del puro conocimiento, que es lo que soy, tan pronto como me olvido de mi individualidad; y, ciertamente, es ese sujeto del conocimiento la condición que sostiene todos esos mundos y lapsos de tiempo. La magnitud del mundo, que antes me angustiaba, reposa ahora en mí: mi dependencia respecto de ella queda superada por su dependencia de mí. Pero dicha totalidad no entra en la reflexión, ni llega a la conciencia como un razonamiento abstracto, sino que se nos muestra simplemente como un vivo sentimiento de que, en algún (raramente señalada, mientras que sí se suele hacer hincapié, en cambio, en la coincidencia entre el arte de Friedrich y la filosofía de Schelling, por ejemplo): sirva como prueba la carta escrita por Schopenhauer a su madre, citada en nuestra introducción, en la que se sugiere la comparación entre la consumación del conocimiento filosófico y la ascensión a un elevado puerto alpino: cuando leemos aquellas líneas parece como si nos encontrásemos ante una descripción del conocido cuadro de Friedrich Der Wanderer über dem Nebelmeer (Kunsthalle Hamburg) ¡pintado precisamente entre 1817-1818, cuando Schopenhauer estaba escribiendo su obra principal! La coincidencia de planteamientos se hará aún más grande si comparamos las reflexiones sobre lo sublime que Schopenhauer realiza en el texto de las Lecciones con cuadros como Morgen im Riesengebirge (1811), Felsenschlucht (1812), Riesengebirgslandschaft (1812), Kreidefelsen auf Rügen (1818), Der Eismeer (1822), o Der Watzmann (1824). Pero, como sucede en todos los terrenos, no conviene llevar la coincidencia demasiado lejos: en un punto, en efecto, discreparon por completo Schopenhauer y Friedrich, a saber: en la predilección de éste último por el arte gótico, explícitamente considerado por el filósofo de Dantzig como inferior al estilo clásico. Y lo mismo cabe decir respecto del significado religioso que subyace a las creaciones de Friedrich, completamente ajeno a los postulados schopenhauerianos.
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Arthur Schopenhauer sentido, se es uno con este mundo inconmensurable; por eso no quedamos aplastados por su inconmensurabilidad, sino, que, por el contrario, nos sentimos elevados. Se trata del sentimiento de lo sublime, que se manifiesta a través de una elevación por encima de la propia individualidad. En qué sentido puede comprenderse con claridad que se es uno con el mundo es, empero, tarea de la filosofía. Pero la conciencia de tal unidad, experimentada como sentimiento, y tal como se suscita por la impresión de lo sublime matemático, se expresa en los Vedas de muchas formas; por ejemplo: Hae omnes creaturae in totum ego sum, et praeter me aliud ens non est.4 También puede obtenerse la impresión de lo sublime de forma inmediata a través de un espacio que, si se lo compara con la fábrica del cosmos, es, ciertamente, pequeño, pero que se encuentra delimitado y concluso, de manera que actúa suficientemente sobre nosotros con toda su magnitud como para hacernos comprender la magnitud infinitamente pequeña de nuestro propio cuerpo. Un espacio que aparezca vacío ante la percepción no puede lograr este efecto, y por eso no puede provocarlo un espacio abierto, sino un espacio inmediatamente perceptible, gracias a la delimitación de todas sus dimensiones, como sucede con una bóveda grande y elevada, como la de la Basílica de San Pedro en Roma, o la Iglesia de San Pablo en Londres. El sentimiento de lo sublime surge aquí precisamente cuando nos percatamos de la nulidad de nuestro propio cuerpo ante una magnitud que, por otra parte, sólo depende de nuestra representación, y cuyo portador somos nosotros mismos como sujetos del conocimiento; encontramos aquí también, como en los demás casos, el contraste entre la insignificancia y dependencia de uno mismo como individuo, como manifestación de la voluntad, frente a la conciencia de nuestro propio yo como sujeto del conocimiento. Incluso la bóveda estrellada del firmamento actúa sobre nosotros de este modo, siempre que se la contemple irreflexivamente, causando este efecto, no a través de su verdadera magnitud, sino simplemente en cuanto posee la apariencia de una bóveda. 4.
«Yo soy la totalidad de las criaturas, y fuera de mí no existe ningún otro ser» (Oupnek’hat [Secreto augurio], Nr. XXIV, Bd. I, p. 122; cfr. BrihadâranyakaUpanishad, I, 4, 1).
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Sobre la impresión de lo sublime Todos aquellos que han visto las Pirámides de Egipto coinciden en afirmar que esta visión produce una conmoción indescriptible. Sin duda, tal conmoción pertenece al sentimiento de lo sublime, que aquí puede tener un origen mixto, ya que la magnitud de las pirámides le hace sentir al individuo la pequeñez de su propio cuerpo; además, enseguida salta a la vista que se trata de una obra humana, y el pensamiento rápidamente se dirige a los miles de individuos que trabajaron a lo largo de su vida en algo tan colosal, con lo que el contemplador se siente de nuevo muy pequeño; finalmente, alcanza a convencerse de la gran antigüedad de estas obras y de que muchos individuos han perecido, mientras ellas resisten todavía; y así, como individuo, se siente infinitamente pequeño desde muchos puntos de vista; pero, por encima de estas relaciones, que resultan desagradables para la voluntad, uno llega a elevarse al estado del puro conocimiento, al contemplar estas masas sencillas y nobles que se alzan ante él, delimitadas con total pureza frente la luz solar; y así surge el sentimiento de lo sublime. Las diferentes impresiones que aquí actúan de consuno, las obtenemos de forma aislada respecto de objetos menos alejados, capaces de suscitar, con todo, el sentimiento de lo sublime. Vemos con gran placer montañas muy elevadas y las sentimos como sublimes: la simple magnitud de su masa empequeñece infinitamente nuestra persona; pero, con todo, son para nosotros objeto de pura contemplación, pues somos el sujeto del conocimiento, el sustentador del mundo entero de los objetos. Se trata de lo sublime matemático. Las ruinas de la Antigüedad que aún subsisten nos conmueven de forma indescriptible: el templo de Paestum, el Coliseo, el Panteón, la Casa de Mecenas con la cascada en la sala...; pues sentimos la brevedad de la vida humana y la fragilidad de la grandeza y del oropel humanos frente a la duración de tales obras: el individuo parece encogerse, parece como si fuese muy pequeño; pero el puro conocimiento nos eleva por encima de todo ello: somos el ojo eterno del mundo que todo lo ve; el puro sujeto del conocimiento.Tal es el sentimiento de lo sublime. Un carácter sublime [Erhabner Karakter] es aquella disposición de ánimo que permite a alguien contemplar a los seres humanos de manera puramente objetiva, y no de acuerdo con las relaciones que éstos mantienen con su voluntad, aunque tales relaciones existan: elevándose por
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Arthur Schopenhauer encima de su individualidad,5 observará sus errores, quizás el odio que le profesan y la injusticia que contra él cometen, sin que por ello se vea impulsado a sentir odio contra ellos; considerará su fortuna sin sentir envidia; reconocerá incluso sus buenas cualidades, sin buscar por eso, sin embargo, un trato más próximo con ellos; como dice Antonino (5. 33): ` αjπεvχεσθαι, αjνθρωvπους δε; ευ\ ποιειν, ˆ και; αjνεvχεσθαι, και; αvυjτων sustinere eos, iisdemque abstinere;6 análogamente, sentirá la belleza femenina sin apetecerla. Por eso, tanto si se trata de captar un carácter sublime, como de experimentar el sentimiento de lo sublime frente a la naturaleza, lo sublime consiste en lo mismo: pura aprehensión intelectual, con una elevación por encima de las relaciones que tales objetos puedan tener con la propia voluntad del contemplador. Aprovechando la explicación del carácter sublime, permítanme considerar de pasada y brevemente qué es un gran carácter [Größe des Karakters], qué queremos propiamente decir cuando afirmamos que un hombre o un hecho son grandes. Tal expresión se emplea en ocasiones muy diversas, pero en esencia su significado es el siguiente: es grande [Groß] cualquier ser humano cuya actividad vital no tiene como fin principal su propia persona, esto es, aquel sujeto cuyos principales esfuerzos no se dirigen a nada individual, ni subjetivo, sino objetivo, es decir, algo que para él es meramente objeto, representación. Esto supuesto, su fin puede ser cualquiera: lo que importa es que no sea su propio bienestar;
5.
6.
Schopenhauer remite aquí a una nota de su ejemplar particular de la 1.ª edición de El mundo como voluntad y representación: «Por lo que se refiere a sí mismo, un carácter sublime ve a lo largo de su vida mucho menos lo individual que el destino de la humanidad en general. Conoce la tristeza y nulidad que se ciernen sobre la vida humana, frente a las cuales resulta insignificante la distinción entre felicidad y desgracia; gracias a esta visión del conjunto de la vida, siempre presente ante sus ojos, no atiende especialmente al bienestar y al dolor que pueden afectar a su vida individual; mientras el hombre vulgar opina que la vida sería estupenda si pudiese –sabe Dios cómo– hacerse con lo mejor de ella, de manera que constantemente se encuentra ocupado con su propia individualidad, y raramente llega a considerar la vida en su conjunto, el carácter sublime casi nunca deja de considerar la vida en general para fijarse en su propio destino». «[...] hacer bien a los hombres, soportarles y abstenerse» (Marco Aurelio: Meditaciones, V, 33 [trad. de R. Bach Pellicer]).
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Sobre la impresión de lo sublime mientras trabaje con todas sus fuerzas en aras de aquel fin, entonces ese hombre es grande: puede consagrarse, por ejemplo, a atenuar los sufrimientos de la humanidad, dedicando toda su vida a la beneficencia; o puede emplear su vida en viajar por las cárceles para repatriar a los prisioneros, como Howard;7 o puede dedicar toda su vida a concluir un gran poema épico; o a ampliar de algún modo el saber humano, viviendo de tal forma que, abandonando todos sus fines personales, considere su existencia sólo como un medio para alcanzar el fin que se ha propuesto; así, puede viajar por el interior de África, aprender el Corán, o dejarse circuncidar (aunque si hace todo esto por simple vanidad, entonces no se trata de un gran hombre); o ser un gran héroe, etcétera. Cada uno de estos tipos humanos es grande, pues considera su persona y su vida como simple medio para alcanzar un fin objetivo, incluso si ese fin no es otro que cometer un delito, como sucedió, por ejemplo, con Louvel (Ilustr.).8 Por eso es mucho más valioso ser bueno que grande. En cambio, es mezquino [klein] todo lo individual, es decir, todo aquello que conduce sólo a preocuparse por la propia persona; de ello se sigue evidentemente que, por lo común, el hombre suele ser pequeño y, asimismo, que los grandes hombres son excepcionales. Puede decirse 7.
8.
J. Howard (1726-1790), filántropo inglés, reformador del sistema penitenciario. Su libro The state of the prisons in England and Wales, with preliminary observations and an account of some foreing prisons (1777-1784) puso de manifiesto las pésimas condiciones de las cárceles anglosajonas, y dio por resultado la adopción de diversas medidas conducentes destinadas a hacer menos dura la vida de los presos. En el original aquí seguía la palabra Cave!, que Schopenhauer tachó luego con tinta. También se encuentra en este folio una hoja cuyo contenido es el siguiente: «Louvel ganaba en el establo del duque 3 fr. diarios; sólo gastó uno: era comedido, su fin no fue la mejora de su estado. Ni amigos, ni vino, ni amante. Eligió entre los Borbones los más importantes, porque sólo tenía una vida para dedicarla a su fin. Primero hizo viajes, sin conseguir su objetivo» [L.-P. Louvel, famoso criminal francés nacido en 1783, se caracterizó por su odio fanático hacia los Borbones, lo que le llevó a asesinar en 1820 al duque de Berry, único miembro de dicha familia que, habiéndose casado recientemente, podía continuarla. Fue guillotinado en 1820].
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Arthur Schopenhauer (y una vez que hayan comprendido la metafísica de las costumbres podrán entenderlo) que quien es mezquino conoce simplemente su propio ser, su propia e insignificante persona, que se pierde entre la multitud. Quien es grande reconoce su propio ser y a sí mismo en la totalidad de las cosas; por eso su meta es lo objetivo, esto es, la totalidad de las cosas; busca, o comprenderla, o actuar sobre ella, pues siente que no le es ajena, sino que de alguna manera le atañe; y es esto lo que le hace grande. Es mezquino aquel que vive meramente en el microcosmos; grande, aquel que vive en el macrocosmos. Por lo común, los seres humanos suelen ser mezquinos, y por eso no pueden llegar nunca a ser grandes. Pero lo contrario resulta imposible, es decir, un gran hombre no puede ser siempre grande; pues, como ser humano, no puede dejar de prestar atención a su propia individualidad, y entonces cae en la mezquindad: por eso nadie es un héroe para su ayuda de cámara. En todas las cosas resulta necesario explicar sus contrarios. Por eso añadiré a la explicación de lo sublime la de su contrario: lo atractivo o estimulante [das Reizende]. En el lenguaje común esta palabra se usa de forma muy vaga e indeterminada, pues se suele denominar atractiva cualquier cosa bella y alegre; pero en principio esto no corresponde a la expresión y no nos proporciona ningún concepto fijo ni determinado; el mal uso del término viene de que no se llevaron a cabo las distinciones pertinentes, entendiéndose el concepto de forma demasiado amplia, de manera que este uso inadecuado se fue extendiendo progresivamente. No prestaré atención alguna a este uso por así decirlo popular del término «atractivo». Yo, en cambio, entiendo por atractivo aquello que nos garantiza la satisfacción inmediata de una apetencia sensible, y con ello estimula necesariamente nuestra voluntad. Parece evidente que aquí topamos con una determinación directamente contrapuesta a la de lo sublime. El sentimiento de lo sublime surge cuando un objeto, que tiene una relación desagradable y hostil con la voluntad, pasa a ser objeto de contemplación, de manera que la contemplación estética sólo se logra mediante una permanente separación de la voluntad, que permite elevarse por encima de los intereses de ésta, siendo precisamente dicha separación la que constituye el sentimiento de lo sublime. Según esto, lo atractivo produce justamente el efecto contrario: separa al espectador de la pura contemplación, ajena a la voluntad, que es lo que exige la captación de todo lo bello, y
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Sobre la impresión de lo sublime rebaja al espectador al estimular su voluntad, poniéndole delante aquellos objetos que convienen esencial e inmediatamente a ésta; así sucede que el contemplador ya no se mantiene como puro sujeto del conocimiento, sino que ahora aparece como un sujeto menesteroso, que depende del querer, con lo que la concepción estética queda suprimida. Según esta concepción, sólo existen dos clases diferentes de lo atractivo en el ámbito artístico, y ambas son indignas del arte. Una, inferior, se muestra en los bodegones de los holandeses, especialmente cuando los objetos representados son viandas, en cuyo caso la desviación de lo sublime es total: con una imitación veraz e ilusoria, pretenden estimular el apetito del contemplador, es decir, se proponen estimular su voluntad, y con ello ponen inmediatamente punto final a cualquier tipo de contemplación estética. Cuando en un bodegón aparecen frutas pintadas, todo ello resulta más permisible, pues mediante la disposición de las flores, las formas y los colores, tratan de presentarnos los frutos más bien como bellos productos de la naturaleza, de manera que uno no se ve impelido a pensar que se trata de objetos comestibles; pero, desgraciadamente, el bodegón no se queda aquí, sino que a menudo encontramos pintadas con engañosa naturalidad mesas enteramente preparadas y dispuestas con comidas, ostras con rodajas de limón, provisiones de todo tipo, cangrejos, pan con mantequilla, vasos de cerveza o de vino, etcétera, y todo ello resulta rechazable. El otro género de lo atractivo constituye una desviación de la pintura de historia o de la escultura, y aparece cuando las figuras desnudas son tratadas de tal forma que su postura, o el hecho de que se encuentren medio desnudas, se dirige a provocar de algún modo la lujuria del espectador; con ello se suprime por completo la pura contemplación estética y se actúa precisamente en contra del propio fin del arte. En su género, este error se corresponde enteramente al que acabamos de achacar a los holandeses. Los antiguos, a pesar de la belleza y completa desnudez de sus figuras, casi siempre estuvieron libres de caer en él, porque el artista trabajaba con un espíritu puramente objetivo, saturado de belleza ideal, y no siguiendo las viles apetencias subjetivas que en él pudieran suscitarse. Por consiguiente, en el arte ha de evitarse por completo todo lo atractivo. También existe lo que nos estimula negativamente [ein NegativReizendes], que resulta aún más rechazable que lo positivamente atractivo: se trata de lo repugnante. Lo mismo que lo atractivo propiamente
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Arthur Schopenhauer dicho despierta la voluntad del espectador, y con ello destruye el talante puramente contemplativo, necesario en toda concepción estética, lo que nos estimula negativamente, es decir, lo que estimula lo repugnante, es un violento no-querer, un violento rechazo, que despierta la voluntad poniéndole delante objetos que suscitan su desprecio. Por eso, desde antiguo se ha sabido que en el arte no puede permitirse en absoluto lo repugnante, mientras que, en cambio, lo feo resulta soportable, mientras no resulte repugnante y se presente en el lugar adecuado (suo loco). Ejemplos del uso de lo repugnante en el arte: cuadros que representan la peste, enfermos de cáncer y con heridas supurantes: un cuadro de este tipo es el de David que representa la cuarentena en Marsella. En el Castillo de Busch en La Haya existe un cuadro que representa los cadáveres desgarrados y sanguinolentos de los hermanos de Witt asesinados por el pueblo (1672), el cual resulta tan odioso que han tenido que cubrirlo con una cortina. En un drama de Beaumont y Fletscher,9 aparece una escena de hambruna en un barco y un cirujano dice: «¡Qué estúpido he sido; hace pocos días dí un tajo en el cuello a un marinero y luego lo tiré al mar! ¡Ahora habría resultado un bocado exquisito!», así como otras expresiones parecidas que profieren el resto de los hambrientos tripulantes. El interior de la tumba de cera que se encuentra en el Museo Anatómico de Cera en Florencia, con cadáveres corrompidos, bichos de todo tipo, ratas y ratones en confuso tropel, representa el no va más de lo repugnante; un verdadero caso extremo, difícilmente superable.
9.
F. Beaumont (1579-1616), poeta dramático inglés, escribió en colaboración con J. Fletcher un total de 54 composiciones dramáticas, algunas de las cuales pudieron servir de modelo a Shakespeare. La cita pertenece al Viaje marítimo, III, 1.
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Sobre el componente objetivo del goce estético
X
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Sobre el componente objetivo del goce estético, o de la belleza objetiva
Hemos intercalado la explicación de lo sublime, dejando a medias la de lo bello, considerándolo por su lado subjetivo. Pues precisamente sólo una modificación especial del mencionado lado subjetivo diferencia lo bello de lo sublime. Cualquier contemplación estética presuponía un estado cognoscitivo libre de la voluntad; ahora bien, la diferencia entre lo bello y lo sublime depende de si tal estado hace acto de presencia por sí mismo, de manera que el objeto nos invita y atrae hacia él, transportándonos sin resistencia alguna al estado del puro conocimiento, mediante la simple desaparición de la voluntad de la conciencia, o si tal estado sólo se logra mediante una libre y consciente elevación por encima de la voluntad, respecto de la cual el objeto contemplado tiene una relación desagradable u hostil, de manera que ensimismarse en ella implicaría la cancelación de la contemplación. En el objeto, ambas son en esencia indistinguibles, ya que, en cualquier caso, el objeto de la contemplación estética no es la cosa concreta, sino la idea que trata de revelarse en dicho objeto, es decir, la adecuada objetivación de un grado determinado de la
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Cfr. MVR I, libro III, §§ XLI-XLII y PP, § 211.
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Arthur Schopenhauer voluntad; su correlato necesario, que como ella escapa al principio de razón suficiente, es el puro sujeto del conocimiento, así como el correlato de la cosa particular es el individuo que conoce, encontrándose ambos, sujetos al dominio del principio de razón suficiente. Ahora pasaremos a desarrollar desde un punto de vista filosófico qué sucede en nosotros cuando, tras la contemplación de un determinado objeto, le aplicamos el calificativo de bello. Esto nos permitirá aclarar qué es propiamente lo bello. Pues bien, cuando llamamos a un objeto bello [schön], expresamos que es objeto de nuestra contemplación estética; esto implica dos cosas, a saber: por una parte, que en la contemplación de dicho objeto no somos ya conscientes de nosotros mismos como individuos, sino como puro sujeto del conocimiento, libre de la voluntad; y, por otra, que en el objeto no conocemos la cosa particular, sino una idea; pero esto únicamente puede suceder en la medida en que nuestra contemplación del objeto no se entregue al principio de razón suficiente, ni persiga relacionarse con algo fuera de él (lo que, a la postre, siempre conduce a mantener algún tipo de relación con la voluntad), sino que reposa en el objeto mismo, considerándolo con independencia de cualquier nexo relacional, de manera que se captan sus determinaciones internas y esenciales, y no las exteriores. Ambas circunstancias han de darse cuando encontramos que algo es bello. Pues la idea y el puro sujeto del conocimiento siempre aparecen a la vez de forma necesaria y correlativa ante la conciencia; pero al aparecer ambos desaparece al mismo tiempo toda diferencia temporal, pues se trata de entidades completamente ajenas al principio de razón suficiente en todas sus formas, de manera que se sitúan fuera de las relaciones que éste posee: pueden compararse al arco iris y al sol, que no participan en absoluto del movimiento de las gotas de agua que caen. Pongamos un ejemplo: supongamos que encuentro un árbol bello; cuando esto sucede, significa que lo he contemplado estéticamente y, por consiguiente, lo he visto con ojos de artista; pero lo que he contemplado no ha sido este árbol individual, sino la idea genérica del árbol que alcanzó a revelárseme; por ello, en el curso de tal contemplación, tanto el árbol como yo mismo nos encontramos elevados por encima de cualquier tipo de relaciones; y por eso da absolutamente lo mismo y carece de importancia si el árbol que contemplé es precisamente éste, o su antecesor que floreció hace miles de años; todo ello apenas influye sobre la
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Sobre el componente objetivo del goce estético concepción estética y le resulta a ésta completamente indiferente; e igual sucede con el espectador: da igual que sea yo, es decir, este individuo concreto, o cualquier otro que vivió en cualquier otro momento o lugar. Pues con el principio de razón suficiente quedan cancelados tanto la cosa particular como el individuo que conoce, y no queda nada más que la idea y el puro sujeto del conocimiento, que constituyen de consuno la adecuada objetivación de este grado de la voluntad. Y la idea no sólo se eleva por encima del tiempo, sino que también sobrevuela el espacio; pues dicha idea no es la figura espacial que flota ante mí: ésta puede variar infinitamente, y sin embargo desde ella puede hablarnos una misma idea, que no es sino la expresión, la pura significación de esta figura, su esencia más íntima que se abre ante mí y me agrada: eso y no otra cosa es propiamente la idea, que permanece absolutamente idéntica, por variadas que puedan ser las relaciones que mantiene la figura espacial.1 Por eso cualquier cosa existente es bella [ist jedes vorhandene Ding schön]; pues, por una parte, siempre puede considerarse dicha cosa de forma puramente objetiva y fuera de toda relación; y por otra, en cada cosa aparece determinado grado de objetivación de la voluntad, y por consiguiente una idea: es, por tanto, expresión de una idea; y por este motivo 1.
El pasaje recoge pensamientos que se remontan a 1816: «La idea platónica de un objeto y el puro sujeto del conocimiento son estrictamente correlativos, acceden simultáneamente a la consciencia y desaparecen al entrar en juego cualquier diferencia temporal, dado que ambos están fuera del tiempo, tal como el arco iris y el sol no intervienen en la caída de las gotas de lluvia. Sólo la manifestación y los individuos están insertos en el tiempo. Sea, verbigracia, que yo vea un árbol con ojos artísticos, de suerte que toda mi consciencia quede colmada por esa representación y no contemple la relación del árbol para con ella como algo externo a dicha consciencia, sino sólo su figura, la expresión de su esencia (que a este nivel supone la visualización de la voluntad), entonces poseo la idea platónica de tal árbol y me constituyo en puro sujeto cognitivo; ahora resulta por entero indiferente si se trata del árbol actual o de un antepasado suyo que floreció hace mil años e igualmente si yo soy uno u otro individuo: ambos distingos han desaparecido por completo; tanto el árbol como yo mismo hemos abandonado los márgenes del tiempo y de todo principio de razón: sólo resta el puro sujeto y la idea platónica, cuya conjunción constituye la objetividad pura de la voluntad a este nivel concreto». (HN I, 400 {593}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., § 180, pp. 124-125).
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Arthur Schopenhauer cualquier cosa existente es bella. Los bodegones holandeses, anteriormente citados, son una prueba de que incluso el objeto más insignificante puede ser motivo de contemplación estética, es decir, permite una contemplación puramente objetiva, libre de la voluntad, y presentarse así como algo bello. Ahora bien, una cosa es más bella que otra [Schöner] desde el momento en que facilita una contemplación puramente objetiva a aquel que topa con ella, pareciendo como si le empujase hacia esa contemplación; entonces decimos que tal cosa es muy bella [sehr schön]. Así sucede, en primer lugar, en aquellos casos en que una cosa particular, mediante una relación muy evidente, pura y significativa de todas sus partes, expresa con claridad su idea genérica, reunificando por completo en sí misma todas las posibles manifestaciones de su género, revelando con ello a la perfección dicha idea: son precisamente tales propiedades las que hacen que esa cosa en particular le facilite al contemplador la transición desde esa cosa particular y concreta a la idea, y con ello, a su vez, al estado de pura intuición. En segundo lugar, la especial belleza del objeto radica en que la idea misma que en él nos agrada representa un grado elevado de objetivación de la voluntad, y por ello resulta absolutamente significativa y expresiva. Por eso la belleza del ser humano se distingue de la de cualquier otra, de manera que la manifestación de su esencia constituye la meta más elevada del arte. La figura y expresión humanas son el objeto más significativo del arte figurativo, del mismo modo que la acción humana constituye el objeto más significativo de la poesía. Con todo, cada cosa tiene su propia belleza: no sólo aquello que se expresa en todo lo orgánico y en la unidad de su individualidad, sino también aquello que caracteriza lo inorgánico, carente de forma, e incluso cada artefacto. Pues todos estos objetos revelan ideas a través de las cuales se objetiva la voluntad hasta en sus estratos más bajos (tonalidades de bajo): peso, cohesión, rigidez, dureza, fluidez, luz, etcétera, son ideas que se expresan en los acantilados, las edificaciones, o en las corrientes de agua. La belleza de la jardinería y la arquitectura no hace sino contribuir a desplegar de manera más clara, variada y perfecta aquellas propiedades, dándoles ocasión de expresarse con pureza, lo que promueve y facilita la contemplación estética. En cambio, las malas edificaciones, o aquellos paisajes que se alejan de la naturaleza o corrompen el arte, no consiguen
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Sobre el componente objetivo del goce estético en absoluto este efecto; no obstante, ni siquiera estos objetos desfigurados consiguen ocultar por completo aquellas ideas fundamentales y universales de la naturaleza, de manera que aquellos contempladores que las buscan pueden encontrar cierto agrado incluso en tales objetos; por eso, incluso las pésimas construcciones resultan susceptibles de cierta consideración estética, ya que en ellas aún pueden reconocerse las ideas asociadas a las propiedades universales de la piedra; pero la diferencia estriba en que aquí la forma artística dada a dicho material no facilita en absoluto la contemplación estética, sino que más bien la impide. Según esto, también los artefactos sirven para expresar ideas, solo que lo que se expresa a través de ellos no es la idea del artefacto, sino la del material al que se dio esta forma artística en cuestión. Desde el artefacto como tal no se expresa idea alguna, sino un concepto humano del que se extrajo la forma, forma artística a la que los escolásticos denominaban forma accidentalis,2 contraponiéndola a la forma substantialis;3 esta es la idea que se expresa en cada cosa, dependiendo del grado de objetivación de la voluntad que aquí alcanza a hacerse visible. En consecuencia, en un artefacto, la idea del material es la forma substantalis.4 Volveré sobre el problema de la expresión de la idea del material cuando consideremos la arquitectura como arte bella. Por lo demás, en este punto Platón se ha equivocado por completo. Así en sendos pasajes (Rep. X, p. 284, 285 [596b] y Parmen. p. 79 [130b-d]) afirma que la mesa y la silla expresan ideas, lo que correspondería a la forma accidentalis; pero, a mi entender, es verdad que existen conceptos de la mesa y la silla, pero no ideas, de manera que éstas no pueden expresar otra idea que la de su material. Ya los discípulos inmediatos de Platón disputaron sobre esta cuestión, afirmando que no existe idea alguna de los artefactos (en relación con este punto puede consultarse: Alcinous, introductio in Platonicam philosophiam, c. 9).
2. 3. 4.
«Forma contingente o accidental». «Forma substancial o esencial». En el original aquí seguía el siguiente párrafo, posteriormente tachado con tinta: «Se sobreentiende que el artefacto no ha de ser en ningún caso una obra del arte figurativo...».
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Arthur Schopenhauer Existe, además, otro punto en el que conviene desviarse de la teoría platónica de las ideas. Platón enseña (Rep. X, p. 288 [597d - 598a]), que el objeto que pretenden representar las bellas artes, el arquetipo de la pintura y la poesía, no sería la idea, sino la cosa particular. Según mi interpretación del arte y de lo bello, lo que con ellos se pretende es precisamente lo contrario, por lo que mi teoría constituye una completa refutación de tal opinión platónica. Esta opinión no debe conducirnos a equívocos, pues constituye la fuente de uno de los más grandes y reconocidos errores de Platón, a saber: su menosprecio y rechazo del arte, especialmente de la poesía; así, inmediatamente después de los pasajes citados, añade una serie de juicios falsos e inconcebiblemente desvirtuados sobre el arte y la poesía. En este punto, Platón ha saldado el tributo al error que debe pagar todo mortal. En otro lugar (Rep. X, p. 308 [607b]) dice: Παλαια; µεvν τις διαφορα; φιλοσοφι˘αú τε και; ποιετικηvú .5 Pero esto no es cierto. Ambas concuerdan estupendamente. La poesía es, incluso, una ayuda para la filosofía; un depósito de ejemplos; un medio para estimular la meditación, y la piedra de toque de muchos principios morales o psicológicos. La poesía se comporta respecto de la filosofía como lo hace la experiencia respecto de la ciencia. La experiencia nos permite conocer en particular y a modo de ejemplo el mundo fenoménico; la ciencia nos muestra cómo es la totalidad de ese mismo mundo fenoménico, visto desde un punto de vista universal. Análogamente, la poesía (y en general el arte) nos permite conocer las ideas, y con ello la propia esencia interior, que se encuentra representada por todos los fenómenos; pero también a manera de ejemplo, con la exposición de casos concretos; y es esa misma esencia verdadera e íntima del mundo la que nos permite conocer de forma total y universal la filosofía (ergo, da Capo). En consecuencia, entre poesía y filosofía existe la más bella armonía, como la que existe entre ciencia y experiencia. En general, en relación con la poesía, es absolutamente verdadero lo que dice Goethe en el Tasso: Und wer der Dichtkunst Stimme nicht vernimmt Ist ein Barbar, er sei auch wer er sei.6 5. 6.
«[...] ya viene de antiguo la disensión entre la filosofía y la poesía» (trad. de José Antonio Míguez). «Quien a la voz de la Poesía no presta oídos / es, sea quien fuere, un bárbaro» (V, 1) [trad. de R. Cansinos Assens].
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Sobre el componente objetivo del goce estético Volvamos ahora a la impresión estética. El conocimiento de lo bello produce siempre, al mismo tiempo y de forma indisoluble, un sujeto cognoscente puro y la idea como objeto conocido. Sin embargo, la fuente del goce estético se encuentra situada unas veces más en la aprehensión de la idea conocida, otras en la paz y reposo del espíritu propios del puro conocimiento liberado de cualquier tipo de querer, y con ello, de toda individualidad y de todo sufrimiento ligado a ella. Y, ciertamente, este predominio de uno u otro componente del goce estético dependerá de si la idea captada intuitivamente representa un grado superior o inferior en la objetivación de la voluntad. Así, en la consideración estética de la belleza natural propia de los seres inorgánicos o vegetales, y en las obras de la bella arquitectura, predominará el goce del puro conocimiento liberado de la voluntad, porque aquí las ideas captadas son solamente grados inferiores de objetivación de la voluntad, correspondientes a fenómenos que no poseen ni una profunda significatividad, ni tampoco un profundo contenido. En cambio, cuando los objetos de la contemplación o representación estética son animales y hombres, el goce radica más en la captación objetiva de tales ideas, que son las más evidentes manifestaciones de la voluntad, porque representan la más amplia multiplicidad, riqueza y profunda significatividad de las formas de los fenómenos y, por consiguiente, manifiestan de la manera más perfecta la esencia de la voluntad, bien mostrándola con toda su violencia o atrocidad, bien poniendo de manifiesto su satisfacción o quebrantamiento (como sucede en las representaciones trágicas), bien poniendo de relieve, en fin, incluso su conversión o autosuperación, como sucede especialmente en los temas propios de la pintura cristiana: en general, cabe decir que tanto la pintura de historia como el drama tienen como objeto la idea de la voluntad plenamente iluminada por el conocimiento. Ahora trataré por separado las diferentes artes y sus efectos específicos, para completar con claridad y exhaustividad esta metafísica de lo bello. (Aclaración sobre el orden que seguiré a continuación).
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas
XI
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas
La materia no puede constituir la manifestación de una idea, pues, como vimos al comienzo, su ser se reduce a causalidad y al puro actuar. La causalidad, empero, es una de las formas del principio de razón suficiente; pero el conocimiento de la idea es precisamente aquel que logra deshacerse de dicho principio. También vimos en la Metafísica que la materia es el sustrato común que se halla en la base de todos los fenómenos en los que se plasman las ideas; en consecuencia, es el eslabón que une la idea y el fenómeno, o cosa particular. Por eso la materia no puede poner de manifiesto idea alguna. Esto encuentra una confirmación a posteriori por el hecho de que no es posible obtener ninguna representación intuitiva de la materia como tal, sino únicamente un concepto abstracto; en cambio, toda idea es conocida intuitivamente; sólo hay representaciones intuitivas de formas y cualidades, cuyo portador es la materia, en la cual se revelan todas las ideas. En cambio, cada manifestación [Erscheinung] de una idea debe aparecer en la materia como cualidad de la misma, pues como fenómeno está inscrita en el principio de razón
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Cfr. MVR I, libro III, § XLIII; MVR II, cap. 35 y PP, § 214.
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Arthur Schopenhauer suficiente y en el principium individuationis. Por consiguiente, la materia es aquello que vincula la idea y el fenómeno (que constituye la manera de conocer para el individuo, según el principium individuationis). Platón, con toda la razón del mundo, sitúa por separado la materia como tercer elemento, junto al fenómeno y la idea, abarcando así todo lo que en el mundo existe. El individuo, como manifestación de la idea, es siempre material; asimismo, cualquier cualidad material es siempre manifestación de una idea, y como tal es susceptible de contemplación estética, es decir, puede conocerse la idea que en ella se manifesta. Esto vale incluso para las cualidades más generales de la materia, sin las cuales ésta nunca puede darse, y que constituyen la más débil objetivación de la voluntad. Tales cualidades son el peso, la cohesión, la dureza, la fluidez, la reactividad frente a la luz, etcétera. El auténtico fin estético de la arquitectura no es otro que poner de manifiesto tales ideas. Como esta afirmación puede parecerles paradójica, trataré de convencerles de que es correcta. En primer lugar, hemos de advertir que la arquitectura permite dos formas de consideración completamente distintas, porque tiene dos destinos completamente diferentes, y ambos han de cumplirse casi siempre a la vez en la misma obra. El primero es simplemente la utilidad [Nützlichkeit], es decir, la arquitectura tiene la misión de crear un artificio que sirva a nuestras necesidades de techo y abrigo; desde este punto de vista, la arquitectura se encuentra absolutamente sometida a los dictados de la voluntad, es decir, sirve a los fines de la voluntad humana, y no contribuye a su conocimiento, cosa que sí consigue por su segunda propiedad, cuando aparece como arte bella, sin proponerse otro fin que el propiamente estético. Ahora bien, dado que aquí no tratamos de tecnología, sino de la metafísica de lo bello, dejaremos totalmente de lado el primero de los destinos reseñados, es decir, el que tiene que ver con los fines utilitarios mediante los cuales la arquitectura sirve a la voluntad, y la consideraremos simplemente como arte bella, en la medida en que sirve exclusivamente al conocimiento. (Añadir algo más sobre la posibilidad de cumplir ambos fines en una misma obra arquitectónica). Considerando ahora la arquitectura simplemente como arte bella [als schöne Kunst], nos preguntaremos: ¿en qué consiste su fin estético específico? Hace un momento realicé una afirmación que ahora probaré
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas mediante una consideración especial del tipo de efecto estético producido por la arquitectura y de las condiciones de las que depende dicho efecto; pero la prueba más contundente sólo podré ofrecérsela después de que ustedes hayan captado con total claridad el sentido de esta afirmación mediante un desarrollo más amplio de la misma. Así pues, mi afirmación es que el fin estético de la arquitectura no es otro que hacer plenamente intuibles aquellas ideas que constituyen los grados más bajos de objetivación de la voluntad, es decir: el peso, la cohesión, la rigidez, la dureza..., todas aquellas propiedades generales de la piedra, que constituyen, al mismo tiempo, las manifestaciones más visibles, primarias, simples y sordas de la voluntad, a las que cabría comparar con el bajo fundamental de la naturaleza [Grundbaßtöne der Natur]; junto a ellas, sirve para manifestar la naturaleza de la luz [der Natur des Lichtes], que en muchas obras aparece como un elemento contrapuesto a las mencionadas propiedades o ideas. Hablemos en primer lugar de las ideas citadas. Cuando la arquitectura desea ponerlas de manifiesto, debe hacer que entren en actividad y, para conseguirlo, ha de hacer que entren en conflicto unas con otras. Pues en este ínfimo nivel de objetivación de la voluntad vemos que su esencia se pone de manifiesto a través de la discordia y la lucha, algo que aún se muestra mucho más claramente en los niveles superiores. Por esta razón, el tema propiamente estético de la bella arquitectura es la lucha entre el peso y la rigidez [der Kampf zwischen Schwere und Starrheit]; de hecho este es el único tema estético que la caracteriza exclusivamente, puesto que, en cualquiera de sus manifestaciones, su misión es precisamente poner de manifiesto con toda claridad y de múltiples maneras la lucha mencionada. Para resolver esta tarea y satisfacer su propósito, procede dando un rodeo respecto de la esencia de las fuerzas que se ponen de manifiesto en la piedra, prolongando y acentuando la citada lucha, de manera que se haga notoria de múltiples maneras la inagotable tendencia de ambas fuerzas originarias. Veamos esto de manera más precisa tomando un caso concreto: Imaginemos que se dejase libre toda la masa material de la que está formado un edificio, abandonándola a su inclinación originaria. ¿Qué obtendríamos? Un simple montón que, debido al peso, primer nivel de manifestación de la voluntad, permanecería absolutamente fijado al suelo, si bien la materia no se desmorona por completo –como sucedería si en vez de ser rígida fuese fluida– porque la
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Arthur Schopenhauer rigidez (otra objetivación de la voluntad) se opone a ello. Ahora bien, la arquitectura pone mucho mejor de manifiesto esta pugna entre ambas fuerzas que un simple amontonamiento. Impide que se consume inmediatamente la tendencia a la inclinación, propia del peso, satisfaciéndola únicamente de forma mediata, a través de un rodeo, disponiendo convenientemente de la rigidez para lograr tal fin. Así, por ejemplo, el entablamento, que tiende hacia abajo, sólo satisface dicha tendencia de forma mediata a través de las columnas que derivan la presión hacia la tierra; la bóveda debe sostenerse por sí misma, de manera que la rigidez y el peso pugnan inmediatamente a lo largo y ancho de la misma, mientras que sólo su base o los pilares sobre los que se alza pueden tocar la tierra; y lo mismo sucede con todas las partes de una bella edificación. Únicamente mediante estos forzados rodeos y estos impedimentos se despliegan de forma más evidente y múltiple las fuerzas que se dan cita en aquella ruda masa de piedra: y ese es precisamente el fin estético de la arquitectura, que no pretende ir más allá del mismo. Por eso, el tema único y recurrente de la arquitectura es la carga y la sustentación [Stütze und Last]: todas sus obras no son sino variaciones de este único tema. Dado que el orden de columnas [Säulenordnung] expresa este tema de la forma más pura, dicho orden constituye el bajo continuo [Generalbaß] de toda la arquitectura; de él pueden deducirse más o menos todas sus demás reglas, de manera que la explicación de la arquitectura depende de cinco o tres órdenes diferentes de columnas. Por eso precisamente, su principal regla estética es que no puede existir ningún sostén que no cuente con su correspondiente carga, ni carga alguna que no posea un punto de sustentación manifiesto y suficiente; la relación entre carga y sustentación siempre se encuentra determinada por este fin inmediato. Por esta razón, la belleza de un edificio estriba en la visible adecuación de cada una de sus partes; pero no se trata de la adecuación al fin humano al que está destinada la construcción, que depende del arbitrio del constructor, y que nunca resulta inmediatamente evidente ni pertenece al aspecto estético de la arquitectura. Desde el punto de vista de tal fin, la obra arquitectónica no es bella, sino útil. La belleza radica, más bien, en una inmediata y patente adecuación final de cada parte en relación con las más próximas, y mediatamente con el todo, respecto de cuyo fin cada parte ha de tener su lugar, magnitud y forma correspondientes, determinadas con tal pre-
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas cisión, que, si se quitase una sola de tales partes, la totalidad del edificio se vendría abajo, mientras que en tanto esto no sucede permanece seguro y firme sobre sus cimientos. Pues únicamente en la medida en que cada parte soporta sin dificultad tanto como es capaz, estando convenientemente apoyada por las demás, llega a desplegarse el juego o pugna entre peso y rigidez que constituyen las manifestaciones de la voluntad en la piedra; y en la medida en que esta pugna se hace perfectamente visible, se ponen de manifiesto con claridad los grados más profundos de objetivación de la voluntad. Por consiguiente, es necesario que toda columna, en la medida en que pueda hacerlo sin dificultad, soporte la carga correspondiente. Por esta razón, las bóvedas y los arcos no han de apoyarse inmediatamente sobre columnas, incluso suponiendo que éstas estén en condiciones de soportarlos. Pues la columna es un sustento de mediana fortaleza, de manera que basta un empuje lateral para derribarla fácilmente. La columna únicamente se mantiene firme si la carga incide verticalmente sobre el capitel. Un arco que apoye sus dos extremos sobre columnas siempre carga algo sobre los laterales, o al menos parece hacerlo. La arquitectura exige, empero, una apariencia convincente de que existe una perfecta adecuación entre carga y sustentación. De ahí la inadecuación que existe entre la bóveda y las columnas; sólo los romanos de la época tardía y los modernos se han aventurado a unirlas, pero no los griegos. También la figura, al igual que la posición y la magnitud de cada parte, ha de estar determinada mediante su correspondiente fin, y mostrar, no una figura arbitraria, sino relacionada con el todo. Es esto lo que permite diferenciar el buen gusto del mal gusto arquitectónico. En las construcciones antiguas, ejecutadas en la esplendorosa época arcaica, puede darse razón de todo lo que se ve en ellas; además, resulta comprensible por qué cada parte se encuentra en su lugar, y por qué es como es: las formas son todas simples y comprensibles, hallándose determinadas por el lugar y el fin que les corresponde; nada es arbitrario o desmesurado: cada parte sirve para sustentar, apoyar, o al menos para acentuar la apariencia de firmeza; nada hay en ella superfluo, o cuyo objetivo sea únicamente atraer la vista; la forma natural y esencial de las partes no contiene ningún adorno falto de gusto. Este buen estilo, dictado por la esencia estética de la arquitectura, se perdió con los sucesores de los primeros emperadores.
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Arthur Schopenhauer Entonces llegaron los adornos inútiles e insignificantes. Partes que deberían ser firmes y sólidas, daban una impresión quebradiza, desapareciendo mediante un decorado en forma de follaje: aparecieron adornos fantásticos, carentes de fin; las claves de bóveda o de arco acogieron rostros humanos; los frisos aparecían llenos de adornos vegetales; lo que debía ser plano fue tallado con el trépano, y lo que debía ser recto se retorció, sin motivo alguno, a fin de crear columnas inútiles (así sucede, por ejemplo, con la puerta de entrada al Palacio Real, que se hizo a imitación del arcus Septimii Severi).1 Los primeros maestros italianos imitaron la falta de gusto de la época tardía del Imperio. La columna es la forma más simple que se encuentra lisa y llanamente determinada por el fin de sustentar. Por esta razón, una columna salomónica es algo carente de gusto, un juego carente de todo fin, que resulta incluso contrario a él. Una pilastra cuadrangular es, de hecho, menos simple que una columna redonda, y se encuentra menos determinada por el fin, siendo por eso menos bella; que sea más fácil de tallar que la columna es algo meramente contingente, pues depende de una relación extrínseca; pero como elemento sustentador es mucho menos simple. Análogamente, las formas del friso, del arco, del entablamento o de la cúpula están enteramente determinadas por su fin inmediato, y por ello se explican a sí mismas. Porque la rigidez y el peso pueden actuar mutuamente desde ambos lados con todo su poder únicamente en dirección horizontal y vertical: por eso, en arquitectura la regla general exige utilizar sólo líneas rectas. La bóveda constituye, ciertamente, una excepción, lo mismo que cada arco que la sustenta; asimismo, también se encuentra aquí justificada la curva, porque precisamente es el arco circular o elíptico el que se contrapone a la rigidez del peso. Otra excepción evidente la constituye una edificación de planta redonda, si bien las ventanas superiores redondas (ojos de buey) son indicio de un gusto dudoso. Pero fuera de estas excepciones deben 1.
Schopenhauer se refiere a la puerta de entrada situada en la fachada oeste del antiguo Palacio Real de Berlín, iniciado por A. Schlüter (1659-1714), y ampliado por J. F. de Eosander von Göthe (1669-1728) entre 1707 y 1713. Dicha puerta se inspiraba, como afirma Schopenhauer, en el arco romano de Septimio Severo, y resaltaba la entrada situada en el saliente central de la fachada, dándole un gran dinamismo. El conjunto fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial y dinamitado en 1950.
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas aparecer líneas rectas puras, como vemos en los ejemplos de los antiguos; los modernos han introducido a menudo demasiadas curvas: frontones curvos, ménsulas de rollos, frisos con forma de cartucho, apeos con volutas..., todo lo cual adolece de falta de gusto, es decir, indica que no han captado la pura y verdadera idea de la arquitectura. El capitel resulta necesario para convencernos intuitivamente de que la columna se limita a sustentar el arquitrabe, y que no está ahí puesta como un aderezo inútil. La basa de la columna nos da la certeza de que ésta acaba ahí, sin que exista una parte de la misma que continúe o se extienda bajo tierra. Las antiguas columnas dóricas carecen de basa; pero esto constituye, sin duda, un error. Los adornos de los capiteles, frontones, etcétera, no son esenciales: pertenecen a la escultura, no a la arquitectura; ésta simplemente los permite, como un adorno extrínseco, que puede desaparecer sin mayor problema. Una confirmación de esta teoría de la belleza arquitectónica la ofrecen los siguientes hechos: si queremos comprender una bella obra arquitectónica y obtener goce estético frente a ella, es absolutamente necesario que conozcamos el material del que está hecha, y además que tengamos conocimiento intuitivo, sensible, de su peso específico, de su rigidez y cohesión: sólo suponiendo este conocimiento gozaremos estéticamente de una obra arquitectónica; pues, supongamos, en efecto, que estuviésemos inmersos en dicho sentimiento y que viniese en ese momento alguien a decirnos que el edificio no es de piedra, como habíamos supuesto, sino de madera pintada: esta información suprimiría completamente nuestro goce estético, o al menos lo disminuiría mucho; pues las fuerzas naturales cuya acción nos pone la arquitectura ante los ojos, es decir, el peso y la rigidez, se manifiestan mucho más débilmente en la madera que en la piedra, manteniendo, asimismo, en cada uno de los casos una relación completamente distinta entre ambas, desplazándose así la significación y la necesidad de todas las partes de la edificación. Precisamente porque el peso y la rigidez constituyen la más íntima esencia de la arquitectura, y ambos han de ser efectivos de manera apreciable, precisamente por esto, no puede realizarse ninguna bella arquitectura en madera, aunque este material puede asumir todas estas formas tan bien como la piedra, todo lo cual puede explicarse perfectamente asumiendo nuestra teoría. Análogamente, si mientras estamos gozando de la contemplación de un bello edificio, viniese alguien y nos dijese que esta cons-
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Arthur Schopenhauer trucción, que creíamos de piedra, consta de materiales completamente diferentes, dotados de un peso y consistencia que no pueden compararse con los de la piedra, pero que, debido a algún artificio, resultan indistinguibles para el ojo, nuestro placer quedaría también suprimido de golpe. Todo ello resultaría inexplicable si, como se ha supuesto hasta el momento, lo que nos agrada en la arquitectura y de lo que ésta trata, no es sino el orden, la forma y la simetría; en cambio, resulta fácilmente comprensible si asumimos la explicación que hemos dado; y ello prueba que aquello que nos agrada en las obras arquitectónicas son las fuerzas básicas de la naturaleza, las ideas primigenias, los grados inferiores de objetivación de la voluntad. Aquí, como en cualquier ámbito capaz de suscitar en nosotros un placer estético, lo que captamos ha de ser una idea; ahora bien, ésta se presenta siempre, bien como un ser viviente (planta, animal), o como una fuerza natural originaria, como es el peso, la rigidez o la cohesión; pero no como mera proporción, forma o simetría, que no expresan idea alguna, sino que son meramente algo geométrico, una simple cualidad del espacio, mera forma de la intuición en general. Otra prueba de que nuestra teoría acerca de la estética arquitectónica es verdadera, es que cualquier obra arquitectónica ha de tener una magnitud apreciable, esto es, nunca es suficientemente grande; pero, en cambio, puede fácilmente llegar a ser demasiado pequeña. (El edificio de la Guardia Real es pequeño y el de Postdam mucho más aún). 2 ¿Cómo podría explicarse esto si el efecto estético surgiera simplemente de la proporción, la forma y la simetría? Pues tales formas llegan a captarse mucho mejor y más fácilmente en objetos pequeños que en los grandes; incluso una simple maqueta debería producir el mismo efecto que la obra ya ejecutada. Pero dado que el tema estético es precisamente el conflicto de aquellas 2.
Se trata de la Neue Wache, pretorio militar construido entre 1816-1818 por Karl Friedrich Schinkel (1781-1841), cerca de la Puerta de Brandeburgo; de estilo dórico, imita un castrum romano con formas arquitectónicas griegas. La «Guardia de Postdam» alude, posiblemente, a la Puerta de Neustadt, situada en la Breitstraße y construida en 1753 por Von Knobelsdorff. La puerta, destruida durante la Segunda Guerra Mundial, estaba flanqueada por dos obeliscos, rematados por águilas, dos verjas de hierro y dos alas bajas, correspondientes a la Aduana y la Guardia, con arcos de medio punto y cuatro trofeos sobre sus áticos, que carecían de función.
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas fuerzas fundamentales que se ponen de manifiesto en la piedra, han de ser precisamente masas considerables, porque sólo gracias a ellas puede ponerse en juego el poderoso efecto de tales fuerzas. Que un bello edificio deba mostrar luego en todas sus partes regularidad, proporción y simetría es algo secundario; de manera que hay que concluir que cada parte ha de tener una finalidad concreta y adecuarse a las necesidades del conjunto; luego, la regularidad y la simetría, al poner de manifiesto la legalidad del espacio como tal, pueden servir para facilitar la visión y la comprensión del conjunto, siendo a la postre algo subsidiario si las figuras regulares contribuyen a la belleza. Con esta regularidad geométrica de las formas arquitectónicas tiene gran afinidad la siguiente circunstancia: en la naturaleza orgánica cada ser tiene su propia forma, que se encuentra determinada por el modo en que la vida hace acto de presencia en ella; en cambio, lo inorgánico, las rudas y grandes masas pétreas, carecen por completo de forma propia, pues la cristalización atañe únicamente a las pequeñas partes repartidas por el todo, y las gradaciones que presentan los acantilados son formas casuales, determinadas únicamente por acontecimientos extrínsecos; no se trata en absoluto de algo que surja de la piedra, de una forma que la determine desde el interior. Según esto, la piedra resulta análoga a la materia in abstracto, simple materia sin forma. Ahora bien, si el fin principal de la arquitectura es la lucha que mantienen en la piedra la rigidez y el peso, y es esto lo que determina ciertamente la totalidad de la forma, deja a ésta sin embargo a menudo indeterminada en lo particular, permitiendo más de una forma; en consecuencia, la determinación exterior de la forma parte de la legalidad del simple espacio, que es lo que engendra todas las formas. Pero el espacio mismo es únicamente la forma de nuestra intuición o concepción: por eso su legalidad es fácilmente captable y perfectamente intuible. Por esta razón, la legalidad que el mero espacio impone a la forma es que ésta sea en general la más simple, de manera que sea apreciable y captable mediante un único golpe de vista; ahora bien, esto depende de la regularidad y racionalidad de las relaciones. Así pues, en arquitectura cada figura está determinada ante todo por su fin en relación con el conjunto, esto es por el objetivo fundamental que es hacer visible la pugna entre el peso y la rigidez; pero, según lo dicho, la forma se encuentra determinada por la facilidad de la comprensión, es decir, por la regularidad y racionalidad de las relaciones;
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Arthur Schopenhauer en consecuencia, la arquitectura suele elegir las formas más regulares: líneas rectas o curvas, cilindros, esferas, conos, cubos, paralelepípedos, pirámides... Los vanos son círculos, elipses, cuadrados o rectángulos, cuyos lados han de tener, empero, una relación regular y fácilmente comprensible, como 4 a 8, o 4 a 6; y no relaciones como la de 6 a 7, o 12 a 13; o también hornacinas, nichos, de una relación completamente regular. Toda la simetría se extrae, asimismo, de esta exigencia de regularidad del espacio, de la comprensibilidad más sencilla, y de la necesidad de una visión de conjunto. No obstante, todo esto no es lo principal, sino que tiene un valor secundario; la prueba de que la simetría no es un requisito absoluto es que las ruinas resultan sumamente bellas, aunque la simetría del conjunto ha quedado suprimida debido al derrumbe de la mayor parte de la edificación. Finalmente, el pensamiento fundamental de nuestra teoría acerca de la esencia de la belleza arquitectónica encuentra confirmación en las leyes mismas que regulan los órdenes de las columnas, principal asunto, como es sabido, de la parte puramente estética de la arquitectura; esto se explica por el hecho de que la serie de las columnas, con sus arquitrabes, expresa con gran perfección y pureza el tema de la arquitectura: las cargas y la sustentación. Por eso vamos a considerar estas leyes: ustedes saben que existen cinco órdenes de columnas, aunque, según Vitruvio, en realidad sólo se trata de tres: dórico, jónico y corintio. Sólo hay ciertas reglas para tales órdenes, descubiertas por vez primera en la antigua Grecia, y que aún hoy conservan entera validez. Son principalmente las siguientes: El fuste de la columna debe tener 14 módulos en los órdenes dórico y jónico3 y 16 2/3 en el corintio; el capitel dórico y jónico, 1 módulo; el corintio, 2 1/3. El diámetro superior del fuste es 1/5 en el dórico y el jónico, mientras que en el corintio es únicamente 1/6 más pequeño que el inferior. El entablamento ha de tener en todos los órdenes 4 módulos, distribuidos uniformemente en sus tres partes: arquitrabe, friso y cornisa. Sobre el entablamento volveremos luego, más detenidamente. Ven ustedes que las leyes son básicamente las mismas para todos los órdenes;
3.
Añadido al margen: «Tomo como módulo la mitad del diámetro de la columna».
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas únicamente el orden corintio es un poco más esbelto, cilíndrico, siendo su capitel más grande. Los órdenes se deben considerar en conjunto como los límites dentro de los cuales resultan posibles pequeñas variantes de columnas, pero dentro de los cuales se encuentran generalmente determinadas las relaciones entre ellas. La distancia entre columnas, según Vitruvio, es quíntuple. La menor es de 3 módulos entre las columnas; la 2.ª, de 4 módulos; la 3.ª, de 5 1/2; la 4.ª, de 6 módulos; la 5.ª, de 7 módulos (se sobreentiende que esta medida se refiere al espacio libre entre columnas). Puesto que el módulo constituye una medida relativa, resulta evidente que, cuanto más alta es la columna, tanto más amplio y grande resulta también el espacio entre ellas; y siempre todo en la misma relación. Estas reglas fueron descubiertas paulatinamente; las columnas más altas, por ejemplo las de Paestum, aún no pertenecen a ningún orden; son más gruesas, resaltan más, y se aproximan más a otras que el mismo orden dórico, al que, no obstante, tienden. Ahora bien, una vez que los griegos hubieron hallado en general estos órdenes, o más concretamente, estas relaciones de las columnas, dentro de las cuales los tres órdenes, e incluso los cinco, sólo implican pequeñas e insignificantes subdivisiones, Grecia y Roma se atuvieron estrictamente a ellos (pues el orden romano es únicamente una variante secundaria). Y también se los ha seguido luego, y en todas aquellas ocasiones que se ha pretendido desviarse de ellos, se produjo un evidente deterioro que obligó a retornar al antiguo orden de columnas griego; y del mismo modo que pueden verlo en todas las obras arquitectónicas que han quedado de los antiguos, también lo verán estrictamente aplicado por doquier en la edad contemporánea: desde San Petersburgo a Lisboa no encontrarán en ninguna ciudad grande ni pequeña otras columnas que las marcadas por las relaciones vitruvianas: ¡algo verdaderamente sorprendente! El género humano, con el tiempo, corrige todas las cosas, o al menos las altera, dejando que cambien las modas: nuestras casas son completamente diferentes de las de los antiguos; en cualquier Estado europeo ha cambiado algo la tipología arquitectónica; en cambio, el orden de las columnas permanece idéntico en todos los estados, a lo largo de cientos y miles de años; cada variación del mismo pronto se reconoce como una aberración, que es menester dejar de lado para volver al canon. Sin duda, los arquitectos han buscado en todas las épocas si no podría haber mejores proporciones en las columnas, pero en
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Arthur Schopenhauer vano. Así pues, debemos reflexionar sobre si las columnas no imitan algún objeto natural que determina sus relaciones, como sucede con una estatua; debemos pensar, asimismo, que tanto por su fin como por su uso, tales relaciones no están inmediatamente determinadas (pueden estarlo, aunque fuera de la relación); pues la arquitectura gótica, con sus estilizadas columnas también se encuentra fijada, aun cuando no puede encontrarse ni observarse en la naturaleza un canon de sus relaciones, por lo que puede aparecer como algo completamente arbitrario; sin embargo, resulta sorprendente que tales determinaciones se encuentren tan completamente fijadas y parezcan valer para todos los lugares y épocas; ¡y no cabe suponer que los tres órdenes de columnas sean para nosotros algo innato, como para las abejas la forma hexagonal de sus celdas! De manera que el fundamento para que la mencionada relación entre las columnas esté determinada de esta forma y no de otra, debe encontrarse en la esencia estética de la arquitectura. Recordemos que su fin puramente estético es desplegar con claridad las ideas de peso y rigidez, tal como éstas se encuentran esencialmente vinculadas entre sí en la piedra. Tales reglas proceden precisamente de la especial unidad que poseen tales fuerzas naturales en la piedra, es decir, emanan de la naturaleza misma de la piedra. Las relaciones de peso y rigidez, o tenacidad [Tenacität], son aproximadamente las mismas en los diferentes tipos de piedras: el granito es más pesado que la arenisca; pero también tiene una cohesión más firme. El mármol se sitúa entre ambas. Especialmente los soportes y las cargas, distribuidos como lo exige el orden columnario, muestran con gran claridad la pugna entre peso y rigidez. Trataré de aclararles más esto: la magnitud de la carga que puede soportar una columna depende de su grosor, no de su altura; por consiguiente, es únicamente la carga lo que determina el grosor. Sólo cuando con una cierta carga y grosor la altura de las columnas es muy elevada, pareciendo, por consiguiente, muy largas y delgadas, percibimos ostensiblemente que éstas podrían fácilmente quebrarse al producirse cualquier conmoción de las cargas o las columnas debido al viento, a las inclemencias del tiempo, o a cualquier terremoto, ya que las columnas largas y delgadas muestran algo de fragilidad. Así, vemos enseguida que en la pugna entre peso y rigidez, si toma primacía el peso, la rigidez cede, y las columnas amenazan con doblarse. Si, por el contrario, éstas son cortas y gruesas, el peligro desaparece; pero en este caso la
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas lucha entre peso y rigidez se muestra de forma demasiado débil; la rigidez rinde demasiado poco, manteniendo la carga elevada sólo un trecho relativamente corto por encima del suelo. El peso no pone de manifiesto de forma suficientemente visible su poder, meta de su tendencia, y el suelo no se encuentra suficientemente lejos de la carga como para hacer visible la fuerza con la que tiende hacia él. Entre ambos extremos, en uno de los cuales el peso muestra una manifiesta preponderancia y la rigidez parece un tanto impotente, y aquel otro en el que la rigidez parece ineficaz, ya que el peso tiende indolentemente hacia una meta demasiado próxima, ha de haber un punto en que carga y soportes se eleven hasta mantener un equilibrio visible, poniendo de manifiesto de forma correcta su pugna; dicho punto ha de estar determinado de forma suficientemente precisa y es, en general, el marcado por el orden columnario griego; tal punto no está tan absolutamente determinado que no pueda variar algo en función de las circunstancias, permitiendo algunas modificaciones; y tales modificaciones son los tres órdenes de columnas griegos: la utilización de uno de ellos con preferencia frente a los demás viene aconsejada por la relación específica de altura, carga y amplitud del edificio. Pero, en general, existe un punto, no matemático, sino determinado con cierta amplitud, que se ha ido encontrando poco a poco, mediante la paulatina aproximación de ambos extremos. El orden dórico, el más alto, era en principio muy bajo en relación con el grosor, y además muy severo, como muestra Paestum. Los antiguos monumentos griegos muestran una paulatina aproximación a una mejor relación entre los órdenes de las columnas, empezando por el dórico, por ser el orden más antiguo; éste se ha ido haciendo cada vez más alto, elevándose paulatinamente de 8 módulos del fuste a 14, relación que se ha mantenido hasta el día de hoy. Además, la amplitud de las columnas propició también una determinación más precisa, pues se comprobó que, para apoyar la misma carga a idéntica altura sobre el suelo, se podrían hacer las columnas un poco más esbeltas de lo permitido por el orden de columnas, siempre que se pusiesen más columnas, situándolas más próximas entre sí; o también, a la inversa, se podrían hacer más gruesas, situándolas más lejos unas de otras y disminuyendo su número; pero entonces es la naturaleza de la piedra la que determina en cierta medida la amplitud de las columnas. La piedra tiene un determinado grado de resistencia y cohesión, por lo que el enta-
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Arthur Schopenhauer blamento, cuando se apoya en un punto, logra sostenerse cierto trecho hasta el siguiente, en el que requiere de nuevo un soporte; y el hecho de que únicamente se encuentre sustentado a la distancia precisa que exige su naturaleza es lo que hace visible de forma adecuada la pugna entre peso y rigidez; si los puntos de carga se encuentran situados demasiado lejos unos de otros, esto hace que percibamos la aparente amenaza de que el entablamento va a romperse, aun cuando las columnas sean lo suficientemente fuertes como para sustentar la carga, ya que entonces los puntos de carga de las diversas partes del entablamento se encuentran demasiado alejados de las columnas aisladas; y si están demasiado próximos unos de otros, aunque no parezcan demasiado fuertes como para soportar la carga, entonces no puede ponerse de manifiesto con fuerza la rigidez de la piedra, ya que no puede mostrarse hasta qué punto sería capaz de elevarse libremente sobre el suelo a intervalos espaciales más grandes. Aquí, sin embargo, la arquitectura permite un libre espacio de juego, pudiendo escoger, para una mayor amplitud entre columnas, columnas más fuertes, cuya altura no hace a las columnas quebradizas; de ahí que no existan límites tan estrictos para el espacio entre columnas como para las dimensiones de las columnas consideradas en sí mismas. Vemos, pues, que el fundamento del orden de las columnas se encuentra en la naturaleza de la piedra, es decir, en las relaciones que mantienen en la piedra misma la rigidez, la resistencia y el peso; y esto confirma de nuevo nuestra teoría de que lo que la arquitectura desea traer a la intuición estética es la lucha de estas dos fuerzas fundamentales de la naturaleza. Ahora bien, dado que hay tres órdenes, las relaciones entre las dimensiones de las columnas varían algo, dentro de límites estrictos; por eso, el arquitecto debe asumir la elección del orden de columnas en función de la carga: si la carga es grande, entonces debe escoger columnas dóricas; si es menor, corintias. Si, dada una carga apreciable, desea utilizar, no obstante, columnas dóricas, quizás para resaltar la altura, deben colocarse apretadamente unas junto a otras; si se quiere utilizar, en cambio, columnas dóricas con una carga inferior, han de situarse más separadas unas de otras. Así pues, la elección ha de venir determinada por las relaciones entre la carga, la altura, la amplitud del edificio y el número adecuado de columnas. Habitualmente, se indica que tal elección ha de hacerse en función del fin particular que ha de asumir la construcción: el
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas capitel corintio es alegre y suntuoso, por lo que conviene a palacios, teatros, etcétera; el jónico es simple y serio, y por tanto conviene a iglesias y casas privadas; el dórico es aún más simple y serio, por lo que resulta adecuado para puertas, arsenales, etcétera. Lo que afirmo es que lo estético no tiene nada que ver con los fines humanos, y el goce estético no requiere que se piense en, o se conozca el destino del edificio; por lo demás, ¡cuán débil es la supuesta expresión de suntuosidad o de alegría en el capitel corintio, o de la seriedad en el capitel jónico! Casi todas las afirmaciones de este tipo se basan en algo puramente imaginario. Es la carga la que ha de determinar si en una relación han de elegirse columnas más gruesas o más delgadas. A las columnas más gruesas se amolda un capitel relativamente más pequeño, como el dórico y el jónico; las columnas más esbeltas y altas pueden soportar un capitel más grande, como el corintio; si han de soportar una carga menor, permiten una ornamentación más rica. Si se quisiera tomar las esbeltas columnas corintias para sustentar cargas más pesadas, sucederá que, como han de ser gruesas, su altura será muy grande; cuando esto conviene a un caso concreto, se las elige; si el caso en cuestión exige alturas aún más cortas con idéntica carga, habrá de elegirse la columna dórica; o, si han de ser columnas corintias, y la altura no puede ser mayor, habrá que disponer más columnas y situarlas más próximas unas de otras; y al ejecutarlo no hay que pensar en el destino inmediato del edificio, pues lo que es correcto y bello en arquitectura es algo que debe dirigirse inmediatamente a la intuición, y no a la reflexión sobre lo que harán los seres humanos en el edificio (algo que resulta evidente y no necesita comentarios). Encontramos, empero, que las puertas, arsenales, etcétera, son construcciones más pesadas que los palacios y teatros; por esta razón generalmente se utilizan en ellas las columnas dóricas. Es la finalidad del edificio lo que determina su carácter grácil o pesado; y es esto lo que condiciona el orden columnario y, en general, todo su estilo. Habitualmente, se enseña como regla principal que el exterior del edifico ha de anunciar el fin del mismo: el de una iglesia ha de ser serio; el de un palacio ostentoso; el de un teatro alegre, etcétera. Si el dueño de la construcción así lo desea, puede seguirse este criterio, pero es algo que no resulta esencial desde el punto de vista estético: un edificio puede resultar también bello incluso en el supuesto de que no sirva para nada, lo que significa que lo estético no
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Arthur Schopenhauer tiene que ver con el provecho que se espera del fin al que se destina el edificio, sino que tiene un peso específico propio, y tiene que ver con circunstancias completamente diferentes, como la pugna que se establece entre las fuerzas naturales contenidas en la piedra, sin que resulte necesario pensar en el fin de la edificación; y un edificio puede resultar muy bello, aun cuando desde el exterior no quepa percibir su finalidad en absoluto; así, existe en Venecia un edificio bellamente ornamentado, unido al Palacio del Dux mediante un puente cubierto con un gran arco elevado por el aire; pues bien: ¿quién podría sospechar que el Ponte de’ Sospiri encierra la cárcel del Estado? Las columnas pareadas son una invención moderna; los antiguos nunca las hubiesen utilizado, precisamente porque dan prueba de falsedad en el gusto, ya que el tema fundamental de la arquitectura, la carga y la sustentación, no da pie alguno para su empleo. Si la carga de una construcción regular se encuentra distribuida uniformemente, ha de haber un apoyo para la misma, y las columnas individuales han de ser suficientes para soportarla; análogamente, la serie entera de las columnas ha de ser suficiente para corresponder a la magnitud de tal carga, sin que sea necesario acudir en absoluto a la utilización de columnas pareadas. Ciertamente, hay casos en los que ciertas circunstancias especiales ofrecen una ocasión para la utilización de columnas dobles, especialmente cuando se requiere un apoyo fuerte y la altura es escasa; pero esto es algo que debe evitarse. Todo lo concerniente al entablamento, con sus tres partes y relaciones, se ha tocado por extenso al abordar el tema único y exclusivo de la arquitectura: la carga y la sustentación, es decir, la pugna entre el peso y la rigidez. (Aquí conviene dar una explicación del entablamento, siguiendo el artículo «entablamento» de Sulzer,4 seguido de una ilustración). Aparte del principal tema estético que acabamos de exponer, las obras dotadas de belleza arquitectónica tienen aún otra finalidad; pues tales obras tienen, en efecto, una especial relación con la luz. Cualquier bella edificación aparece doblemente bella, si es vista a plena luz del sol, y teniendo como trasfondo un cielo azul. Y lo mismo sucede con la luz de la luna, si bien aquí el efecto es completamente distinto (Berlín a la 4.
En su Allgemeine Theorie der schönen Künste [Teoría general de las bellas artes], Leipzig, 1771-1774; 9.ª ed., con notas de Blankenburg, 1786-1788.
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas luz de la luna).5 Por todo ello, al ejecutar una obra dotada de belleza arquitectónica, siempre ha de prestarse especial atención a las características del cielo en el entorno en que habrá de situarse, debido al efecto de la luz. El fundamento de todo ello se encuentra en que una iluminación clara y precisa hace que todas las partes y sus relaciones sean bien visibles. Opino, pues, que el destino de la arquitectura es poner de manifiesto la lucha entre el peso y la rigidez, pero también desplegar y recrear la esencia de la luz, cuya naturaleza es enteramente contrapuesta a estas cualidades. Así, la luz se ve interceptada, obstaculizada y reflejada por las grandes masas de la construcción, impenetrables, estrictamente delimitadas y configuradas de múltiples maneras, y esto le permite desplegar con gran pureza y claridad tanto su naturaleza como sus cualidades, para disfrute del contemplador; pues, como ya hemos dicho, la luz es lo más alegre que existe, ya que es la condición y el correlato objetivo de la forma más perfecta de conocimiento intuitivo. Este fin secundario de la belleza arquitectónica, consistente en revelar la esencia de la luz, no se ve beneficiado en absoluto por los primeros intentos realizados en nuestros días aquí en Berlín de erigir construcciones arquitectónicas utilizando el hierro, porque el color negro del hierro suprime el efecto de la luz, tragándoselo, por así decirlo, literalmente: el brillo metálico de la rojez crepuscular sólo representa un débil sustitutivo, e incluso este efecto va desapareciendo paulatinamente. En general, el color negro obstaculiza una clara exposición de las partes. En cambio, las construcciones de hierro se corresponden muy bien con el fin estético primordial de la arquitectura, esto es, hacer intuibles el peso, la rigidez y la cohesión, pues poseen en grado muy elevado tales cualidades; sin
5.
Nuevamente destaca la afinidad entre la reflexión schopenhaueriana y la sensibilidad estética de C. D. Friedrich, quien dedicó buena parte de sus esfuerzos a representar los efectos de la luz lunar sobre objetos naturales o urbanos; citemos únicamente, a modo de ejemplo: Greifswald a la luz de la luna (h. 1807, Oslo, Galería Nal.); Dos hombres junto al mar contemplando la luna (1817, Berlín, Galerie der Romantik); Ciudad a la salida de la luna (h. 1817, Winterthur, Fundación Reinhart); Dos hombres ante la luna (1819, Dresde, Staatliche Kunstsammlung, Gemäldegalerie); Salida de la luna en el mar (1822, Berlín, Galerie der Romantik) y Dos hombres ante la luna (1829, WuppertalBarmen, prop. priv.).
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Arthur Schopenhauer embargo, precisamente porque en ellas la proporción respectiva de ambas fuerzas es diferente que en la piedra, añadiéndose la tenacidad del hierro, las proporciones que resultan adecuadas para las construcciones realizadas en piedra y sus partes no resultan utilizables de inmediato en el hierro: por esta razón deberían idearse otros órdenes de columnas y otras reglas adecuadas para la belleza arquitectónica erigida a partir del hierro. Para explicar esto no es posible acudir al Monumento6 mismo porque, por desgracia, es gótico y la arquitectura gótica no se corresponde con mi teoría estética (Suo loco). Anteriormente señalé que las dos partes de que consta esencialmente la aprehensión estética –a saber: el conocimiento de la idea y un estado cognoscitivo purificado de voluntad– hacen acto de presencia al unísono; que no obstante, el goce estético depende unas veces más del lado objetivo y otras del lado subjetivo. Pues bien, este es el caso del goce estético producido por las obras arquitectónicas. Pues las ideas que aquí cabe intuir claramente, son los grados más bajos de la objetividad de la voluntad; por consiguiente, la significación objetiva de lo que revela la arquitectura es relativamente escasa; de ahí que el goce estético producido por la contemplación de una bella edificación, iluminada con gusto, no radica tanto en la captación de la idea como en el correlato subjetivo que necesariamente interviene en dicha contemplación; en consecuencia, el goce estético surge principalmente de que el contemplador, mientras se encuentra completamente entregado a esta visión, se separa del tipo de conocimiento que le corresponde como individuo, que sirve a la voluntad y que persigue relaciones, elevándose al nivel del puro sujeto cognoscitivo, liberado de la voluntad. Así pues, el goce estético consiste principalmente en la pura contemplación misma, en la que el contemplador se libera de todos los padecimientos derivados de la individualidad y del 6.
Schopenhauer se está refiriendo quizás al Memorial de Kreuzberg, situado en el campo de Tempelhof de Berlín. Erigido entre 1817-1820, sobre diseño de K. F. Schinkel, se le añadieron luego escenas de las Guerras de Independencia, creadas por Rauch, Tieck y L. Wichmann. El material empleado fue el hierro de fundición, elaborado por la Real Fundición de Hierro, creada en Berlín en 1804; su pureza y perfección técnica hicieron del hierro berlinés una suerte de «material patriótico», al que Schinkel acudió frecuentemente como medio de expresión artística.
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas querer. De manera que en el goce estético de la arquitectura predomina por completo el lado subjetivo; por eso, lo que desde este punto de vista se contrapone absolutamente a la arquitectura, encontrándose en el extremo opuesto en la serie de las bellas artes, es el drama: aquí predomina por completo el lado objetivo de la aprehensión estética, porque las ideas que aquí alcanzan a conocerse son las más significativas de todas, las objetivaciones más perfectas de la voluntad. La arquitectura se diferencia de las artes figurativas y de la poesía porque no nos ofrece imitación alguna, sino la cosa misma; las artes figurativas y la poesía repiten la idea concebida por el artista, de manera que aquí el artista, por así decirlo, le presta al espectador sus ojos; en cambio, el arquitecto deja al espectador que éste vea a través de sus propios ojos, enfrentándole directamente con el objeto, facilitándole con ello la captación de la idea, al expresar la esencia del objeto efectivo e individual de forma clara y completa. Pasaremos ahora de considerar la arquitectura como una de las bellas artes a considerarla como un arte útil. Por lo regular, las obras de las demás bellas artes no tienen otro fin que el puramente estético; en cambio, raramente sucede así con la arquitectura; por lo general, su fin principal es más bien ajeno al arte, puesto que consiste en la utilidad, subordinándose a este fin utilitario el estético. Bajo tales condiciones, el gran mérito del arquitecto como artista consiste en que sea capaz de alcanzar los fines puros de la estética, sin dejar de someterse a estos fines ajenos a la misma; para ello busca múltiples medios de amoldar convenientemente tales fines estéticos al fin arbitrario que en cada caso pueda tener la construcción; y esto le exige juzgar correctamente qué belleza estético-arquitectónica resulta compatible con un templo, un palacio, una puerta, un arsenal, un teatro, etcétera. La relación entre belleza y utilidad arquitectónicas depende principalmente del clima; pues un clima inhóspito aumenta la exigencia utilitaria de satisfacer ciertas necesidades, prescribiéndolas de forma imperiosa e inapelable, y dejando así escaso margen de juego a la belleza arquitectónica. Por esta razón, la belleza arquitectónca alcanzó su perfección en regiones con un clima suave, como la India, Egipto, Grecia y Roma; pues aquí fueron menores y más suaves las exigencias impuestas por el clima y la necesidad, de manera que la arquitectura pudo perseguir
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Arthur Schopenhauer con gran libertad sus fines estéticos. En cambio, éstos le fueron escatimados bajo el cielo del norte: el frío hace necesarias construcciones completamente cerradas, poco menos que cajas cúbicas; las columnas, que resultan completamente ajenas a este tipo de construcción, quedan adosadas a los muros; el cielo sombrío exige múltiples ventanas, algo que le está vedado a las regiones cálidas, debido al calor; el peso de la nieve hace que las techumbres sean altas y empinadas, resultando muy adecuadas por este motivo tanto las torres como las cúpulas: tales exigencias, muy concretas, restringen a límites muy estrechos el margen de juego con que cuenta la arquitectura; como sustitutivo, la arquitectura se adorna con elementos escultóricos. Por eso el estilo gótico encontró tanta aceptación en el norte, ya que este estilo busca la belleza en la escultura, en las maravillosas obras de talla con las que se recubren por dentro y por fuera las edificaciones góticas. Por lo demás, mi teoría de la estética arquitectónica no resulta aplicable a toda esta arquitectura, pues su tema no es la pugna entre peso y rigidez; más bien parece como si su idea fundamental fuese exponer la completa victoria de la rigidez sobre el peso, es decir, dejar que se manifieste la rigidez pura, sin que llegue a hacerse visible la presión de las masas: todo apunta hacia arriba, quedando abajo la masa; se trata de una arquitectura que se complace en elevar múltiples pináculos que se alzan sin sustentar carga alguna; en ligar columnas delgadas como flechas, que tampoco sustentan nada, mediante pequeños arcos que parecen flotar en el aire. A ello hay que añadir una confusa y sobrecargada labor de talla, que no viene a cuento, y que únicamente contribuye a destruir el efecto que pudieran causar las grandes masas, haciendo muy difícil captar la simetría, todo lo cual confunde al espectador. Por lo demás, lo propio de esta arquitectura es repetir siempre las mismas formas a una escala cada vez más pequeña, lo que le confiere cierta similitud con el reino de las plantas, donde sucede lo mismo; no obstante, esta semejanza es casual y no hay que considerarla como la idea conductora de la misma. De hecho, no sé en qué consiste la belleza del gótico; supongo que el placer que algunos encuentran en este estilo estriba en la simple asociación de ideas: ciertas ideas fantásticas de la Edad Media se vinculan a este estilo. Si esto es cierto, se trataría de un gusto completamente subjetivo, que no contendría nada objetivamente bello, susceptible de ser reconocido por cualquiera. Más adelante, tendré mejor ocasión de expli-
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Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas car la idea fundamental, o el principio conductor, de la arquitectura gótica –que no es en absoluto estético– cuando aborde el tema de la jardinería.7 Hemos visto que la arquitectura experimenta grandes restricciones en el plano de sus efectos estéticos, debido a las exigencias que imponen la necesidad y la utilidad; pero, por otra parte, precisamente debido a que tiene que ponerse al servicio de la utilidad, tiene un fuerte apoyo, sin el cual no podría existir; pues sus obras son de gran envergadura, y por tanto de gran coste: por eso, su efecto estético se restringe a una esfera muy limitada; en realidad, la arquitectura, entendida simplemente como arte bella, dotada de fines puramente estéticos, no habría podido mantenerse, de manera que tiene suerte al ocupar una posición firme y honorable entre los oficios que resultan provechosos y necesarios a los hombres. La renuncia a este punto es lo que impide a otro arte alcanzar un valor parejo al de la arquitectura, dependiendo su consideración estética más bien completamente de ella; me refiero a la hidráulica artística [die schöne Wasserleitungskunst]. Pues precisamente aquello que produce en la arquitectura la idea del peso allí donde aparece vinculada a la rigidez, lo produce en esta bella arte vinculándose a la fluidez, es decir, a la ausencia de forma, lo que permite una mayor transparencia y facilidad de desplazamiento. Pues tanto las cataratas espumeantes, que caen rugiendo sobre lechos rocosos entre nubes de vapor de agua, como las cascadas y surtidores que se alzan en forma de columnas acuáticas, o los lagos claros como un espejo, ponen de manifiesto el peso de la materia en estado 7.
Como hemos apuntado en nuestra introducción, frente al romanticismo y su apreciación del arte gótico, Schopenhauer siempre mostró fuertes reservas hacia el mismo, no ocultando sus preferencias clasicistas. En este sentido, su espíritu se mostró afín al Goethe maduro, quien, aunque en su escrito de juventud Sobre la arquitectura alemana (1772) había llamado la atención sobre los valores estéticos de este estilo, posteriormente, tras su viaje a Italia, mostró una inclinación cada vez mayor por los patrones clásicos. Podemos suponer que este tema formó parte de las conversaciones mantenidas en Weimar entre el joven filósofo y el escritor (cfr. al respecto: J. W. Goethe: «Sobre la arquitectura alemana», en Escritos de arte, Madrid, Síntesis, 1999, pp. 31-41, 77, n. 1, y pp. 307-313). De todos modos, no hay que olvidar que en Historia del Arte se habla de un «clasicismo romántico» como parte esencial del movimiento romántico propiamente dicho.
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Arthur Schopenhauer de fluidez, igual que las obras arquitectónicas despliegan la idea de la materia pesada y rígida. No obstante, las obras de esta hidráulica artística suelen ser escasas, y por ello no suelen elevarse a la perfección que podrían alcanzar, ya que aquí falta el apoyo de un fin útil. Ciertamente, la hidráulica artística puede aplicarse también con fines utilitarios; pero estos fines raramente van de la mano con los fines estéticos. Únicamente en Roma he encontrado tal unión. El agua traída a Roma desde lejos por largos acueductos, en parte construidos por los antiguos, es dispuesta estéticamente en los lugares donde se vierte para uso popular; así, existen fuentes muy bellas, adornadas con múltiples columnas y estatuas, que contribuyen a embellecer las plazas, especialmente la Fontana di Trevi, la Fontana in S. Pietro in Montorio, la Fontana del Tritone, etcétera.8
8.
La Fontana di Trevi, creada en 1762 por Nicola Salvi, se sitúa en el lugar de Roma donde finalizaba el antiguo acueducto del Acqua Virgo (19 a. C.); la Fontana in S. Pietro in Montorio es la conocida como Fontana Paola: construida en el Gianicolo en 1612, bajo los auspicios del papa Paolo V Borghese, y modificada en 1690 por Carlo Fontana, conmemoraba la reapertura de un acueducto construido por Trajano (109 d. C.). La Fontana del Tritone, obra de G. L. Bernini, fue construida en 1642-1643 en la Piazza Barberini, por orden del papa Urbano VIII.
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Arquitectura de jardines y pintura de paisaje
XII
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Arquitectura de jardines y pintura de paisaje
Hasta ahora hemos considerado dos artes cuyo tema estético son las ideas que ponen de manifiesto los grados más bajos de objetivación de la voluntad. El nivel inmediatamente superior corresponde a la naturaleza vegetal, en el que dos artes se encargan de poner de manifiesto las correspondientes ideas: la arquitectura de jardines [die schöne Gartenkunst], que se encarga de disponer arquitectónicamente el objeto para el contemplador, a fin de facilitarle la aprehensión de las ideas, y la pintura de paisaje [die Landschaftsmalerei], que se encarga de reproducir en sus lienzos tales ideas. En realidad, la arquitectura de jardines sólo puede figurar a medias entre las bellas artes, dado que, al no dominar su material por mucho tiempo, como lo hacen la arquitectura en sentido estricto, o el arte de canalizar las aguas, su efecto es muy limitado. Lo bello que exhibe la arquitectura de jardines pertenece casi por completo a la naturaleza, de manera que ella misma contribuye poco a su presencia. Por otra parte, se muestra casi impotente frente a las inclemencias naturales y, cuando éstas no se han anticipado, sino que se ha actuado en
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Cfr. MVR I, libro III, § XLIV; MVR II, cap. 33 y PP, § 213.
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Arthur Schopenhauer su contra, los resultados son pobres (Charlottenburg).1 Por lo demás, el gusto bueno y refinado en arquitectura de jardines sólo se encontró en el pasado siglo, partiendo, por cierto, de Inglaterra. Antaño dominaba el gusto francés u holandés, que en última instancia procedía de Italia, donde dominaba; e incluso se debe suponer de lo poco que los antiguos nos han transmitido sobre sus jardines, que éstos fueron también de esta índole. Como es sabido, los jardines clásicos franceses consisten en grandes avenidas, árboles truncados, setos recortados, arcadas, adornos recargados de floridos parterres, copas de árboles recortadas en todo tipo de fantásticas figuras, etcétera. En cambio, la arquitectura de jardines inglesa se limita a darle ocasión a la naturaleza de desplegar toda su belleza, mostrándola del modo más ventajoso posible: reúne los árboles en bellas agrupaciones; abre perspectivas o vistas; coloca diferentes tipos de árboles y arbustos unos junto a otros, para dar la sensación de variedad y para dejar ver la riqueza de las formas, variando alturas y profundidades; y tiene en cuenta el agua, dejándola desplegarse de mil maneras, según su naturaleza. Por consiguiente, este estilo se propuso como fin facilitar, mediante una adecuada disposición de los objetos, la captación de las ideas que se expresan en el mundo vegetal e inorgánico: es semejante a una toilette de la belleza natural. Desde aquí echaremos una ojeada retrospectiva a la arquitectura gótica, a fin de penetrar con mayor profundidad en ella. La poderosa diferencia que separa al jardín francés del inglés estriba, en el fondo, en que el jardín inglés se dispone en un sentido objetivo [im objektiven Sinn], mientras que el francés se dispone en sentido subjetivo [im subjektiven]: esto quiere decir que el jardín inglés apunta hacia el objeto, es decir, el mundo de las plantas, procurando
1.
Schopenhauer alude al Palacio Real de Charlottenburg, próximo a Berlín, construido entre 1695 y 1699 por iniciativa del príncipe elector Federico III (posteriormente Rey de Prusia) en honor de su esposa Sofía Carlota. Iniciado por Johann Arnold Nehring, fue ampliado en 1701 por Eosander von Göthe y G. W. von Knobelsdorff. Se inauguró en 1742, terminándose completamente en 1747. Para el jardín, Sofía Carlota consultó al creador del jardín versallesco, André Le Nôtre, quien le envió a su discípulo Simeon Godeau. Su proyecto disponía el jardín de forma longitudinal al palacio, con tres grandes ejes centrales, un gran estanque central y una isla artificial en medio del cauce del Spree.
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Arquitectura de jardines y pintura de paisaje expresar de la manera más clara y pura posible las ideas en que se objetiva la voluntad en cada especie de árbol, arbusto, montaña, precipicio o torrente; así pues, la objetivación de la voluntad en este grado, es decir, en esta idea, ha de destacarse con la mayor pureza posible: tal es la idea directriz; y en esa medida el jardín inglés es objetivo. Los jardines franceses están pensados de forma subjetiva, lo que significa que apuntan absolutamente a la intuición subjetiva de su poseedor, mostrando por doquier única y exclusivamente la impronta de su voluntad y sus propósitos; a tal voluntad se someten la naturaleza y sus formas, es decir, las ideas en las que se objetiva la voluntad en la naturaleza vegetal, negándolas, al privar a las plantas de su forma y posición naturales: una voluntad ajena, la del dueño, se les impone, contribuyendo todo el conjunto a expresar dicha voluntad y sus fines: las rectas avenidas; los setos recortados y adornados; las largas arcadas sombreadas; los emparrados de madera a los que se adosan las plantas para disponer las hojas; las formas fantásticas en las que se han cortado el tejo y el boj: todo ello lleva la impronta de la sumisión de la naturaleza a la voluntad de su dueño. En este sentido digo que el jardín inglés está pensado de forma objetiva, mientras que el francés lo está de forma subjetiva. Yo diría que aquí media la misma relación que existe entre la arquitectura griega y la gótica: aquélla está pensada objetivamente, mientras que ésta lo está subjetivamente. La arquitectura antigua pone de manifiesto con claridad las ideas de rigidez y peso que entran en pugna en la piedra, y sólo cabe esperar que el arquitecto haya tenido la fortuna de saber unir a este fin estético y objetivo los fines subjetivos de la utilidad. En cambio, en la arquitectura gótica se ha acentuado adrede el fin subjetivo del ser humano, expresándose de forma casi tiránica: aquí todo apunta al ser humano y a su servicio: tanto el todo como las partes apuntan hacia algo acogedor y provisto de tejado. Las entradas, acentuadas por una veintena de arcos apuntados concéntricos, muestran con claridad que se trata de un acceso para los seres humanos; en cambio, las puertas griegas simplemente introducen a los hombres: son dos pilares que soportan un entablamento: observen, por ejemplo, la bella portada de la Ópera, situada enfrente de la Biblioteca,2 2.
Se trata del Teatro Real de la Ópera [Königlisches Operahaus], construido en 1741-43 sobre planos de Georg Wenzeslaus von Knobelsdorff. Destruido por
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Arthur Schopenhauer arriba, desde la escalera. En consecuencia, las bóvedas apuntadas se dirigen por doquier a facilitar la libre circulación de los seres humanos: los pilares que sostienen las bóvedas surgen como una prolongación de los bordes de los arcos apuntados de la bóveda; de ahí su forma carente de gusto, por no decir incomprensible, y carente de finalidad: por doquier se sitúan torres para facilitar vistas a los seres humanos, balcones para asomarse, todo ello con fines subjetivos. Asimismo, los innumerables adornos internos y externos sirven a tales fines subjetivos, ya que representan torrecillas, tejadillos, balaustradas y portezuelas en mignature. Todo ello indica que el hombre es aquí el amo y señor al que sirven la materia y sus fuerzas. Por ello, la arquitectura gótica es bárbara, mientras que la griega es estética. Creo que el punto de vista que ofrezco sobre la arquitectura gótica es el correcto, y responde a la idea directriz que la preside. La arquitectura de jardines nos dio ocasión para estas consideraciones. Su tema es la naturaleza vegetal; pero, debido a la escasa envergadura de sus producciones, sólo puede considerarse arte a medias. Pues aun sin la mediación del arte, el mundo vegetal ya se nos ofrece por doquier al goce estético. Ahora bien, en tanto que es propiamente objeto del arte, se encuentra situado en el ámbito al que también pertenece la pintura de paisaje. A este ámbito se adscribe también el resto de la naturaleza irracional, esto es, las montañas y edificaciones. La pintura de arquitecturas, ruinas e interiores de iglesias se encuentra a medio camino entre el bodegón y la pintura de paisaje. En tales representaciones, lo que predomina es el lado subjetivo del goce estético; esto es, nuestro goce no radica principal e inmediatamente en la captación de las ideas expuestas, sino más bien en el correlato subjetivo de esta captación, en el estado del puro conocimiento, carente de voluntad: pues el pintor nos deja ver las cosas a través de sus ojos, haciéndonos partícipes de su concepción puramente objetiva, alcanzando precisamente con ello una empatía con él, así un incendio en 1843, fue reconstruido por Karl Ferdinand Langhans. Se encuentra situado en el paseo Unter den Linden de Berlín, frente a la Biblioteca Real, edificio construido en 1775-80 por Georg Christian Unger en estilo barroco. La fachada principal es de 1742 y fue muy admirada por los contemporáneos, debido al empleo del lenguaje formal clasicista palladiano, que Von Knobelsdorff conocía gracias a sus viajes por Italia y Francia, y por sus contactos con los neopalladianos británicos.
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Arquitectura de jardines y pintura de paisaje como la ulterior sensación de completo acallamiento de la voluntad que debió darse en el pintor cuando éste sumergió su conocimiento de manera tan completa en aquellos objetos inertes, captándolos de una forma tan vivaz y altamente objetiva. Pues bien, el efecto que produce la verdadera pintura de paisaje es enteramente de esta especie; no obstante, como las ideas expuestas son grados superiores de objetivación de la voluntad, resultando, por consiguiente, mucho más significativos y expresivos, destaca aquí más la vertiente objetiva del goce estético, equilibrando el lado subjetivo. Lo principal no es ya el puro conocimiento, sino que también actúa con idéntico poder sobre nosotros la idea conocida; pues en cualquier paisaje vemos el mundo como representación en un grado significativo de la objetivación de la voluntad.3
3.
Resulta interesante cotejar estas líneas sobre pintura de paisaje con las creaciones de Friedrich, o la pintura practicada por otros paisajistas de la época, como C. G. Carus (1789-1869) y J. Ch. Dahl (1788-1857), ambos activos también en Dresde desde 1816 y 1824, respectivamente.
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Pintura de animales
XIII
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Pintura de animales
Hasta aquí hemos considerado las artes cuya temática es la naturaleza inerte, lo inorgánico con sus fuerzas, y el mundo de las plantas. El siguiente nivel importante de objetivación de la voluntad es la naturaleza dotada de conocimiento, tal como se presenta primeramente en los animales, seres meramente intuitivos, irracionales y carentes de pensamiento. También ellos son abordados por el arte en la pintura de animales [Thiermalerei], con sus múltiples variantes: representaciones de animales de todas las especies, sobre todo cuadrúpedos y pájaros; el ganado en los prados o en el establo; la caza salvaje; caballos con jinetes; luchas entre animales, o de éstos con el hombre; de los animales hay incluso retratos (pintores de gatos en Berna); también la escultura representa caballos, perros, etcétera. En la parte antigua del Vaticano existe una habitación entera llena de animales, en la que cabe admirar galgos muy bellos. En la pintura de animales, al ponerse de manifiesto un grado de objetivación de la voluntad muy superior al de la pintura de paisaje, el goce estético radica ya decididamente en el lado objetivo. Existe, ciertamente, el reposo del sujeto que conoce tales ideas, que ha apaciguado su
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Cfr. MVR I, libro III, § XLIV.
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Arthur Schopenhauer propia voluntad, igual que sucede en cualquier contemplación estética; pero no se siente su efecto, pues nos ocupa la inquietud y violencia de la voluntad representada. Es aquel querer que constituye también nuestra voluntad el que aquí se muestra ante nuestros ojos mediante figuras cuyo fenómeno no se encuentra dominado y dulcificado por la reflexión, como en nosotros, sino que se representa con rasgos fuertes y con una claridad rayana en lo grotesco y monstruoso, y sin el disimulo y reflexión que cubren en nosotros tantos colores chillones, sino de manera ingenua y libremente expresado. Theophrasto Paracelso ha dicho: «Los animales son un espejo en el que se contempla el hombre a sí mismo».1 Ya en las plantas se presentaba lo característico de los géneros, aunque únicamente en las formas; aquí, en cambio, resulta mucho más significativo, expresándose no sólo en la figura, sino también en la posición, la acción y los gestos; aunque siempre se trata aún del carácter de la especie y no del carácter individual. Este conocimiento de las ideas de los estratos superiores que recibimos por mediación de la pintura, podemos obtenerlo también inmediatamente a través de la pura contemplación de las plantas y los animales, y en estos últimos, por cierto, en sus estados de ingenua libertad natural. Un animal vivo me resulta más agradable que cien disecados, pues en estos falta precisamente el espíritu, mientras que en aquéllos éste aparece siempre por doquier. Cuando se contempla de manera tan puramente objetiva las múltiples y maravillosas figuras de los animales, su actuación y sus movimientos, se obtiene una instructiva lección acerca del gran libro de la naturaleza: lo que se expresa por doquier a través de estas figuras no es algo que pueda expresarse en palabras, sino que ha de intuirse. Dejando así que nos hable la verdadera esencia de las cosas a través de la intuición del mundo viviente, desciframos la auténtica Signatura rerum 2 de la que hablaban los antiguos alqui1. 2.
Theophrasti Paracelsi Opera, ed. Huser, Strassb. 1616, vol. II, p. 325 B. «Signo de las cosas» (J. Böhme: De Signatura Rerum, oder vom der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (1622), cap. I, §§ 15, 16 y 17). La cita completa dice: «Cada cosa tiene una boca para contarse a sí misma. Y ahí reside el lenguaje de la naturaleza por el cual cada cosa se expresa, expresa su esencia, se cuenta y se revela a sí misma en lo que tiene de bueno o provechoso; pues cada cosa manifiesta a su madre, que así le da la esencia y la voluntad a la forma» (Boehme’s ‘Signatura rerum’ and other discourses, Dent & Sons /
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Pintura de animales mistas y teósofos. Vemos en los múltiples grados y maneras que tiene una y la misma voluntad de manifestarse por doquier en todos lo seres, objetivándose como vida, como existencia, con todos sus infinitos cambios y figuras diferentes, diversas acomodaciones a diferentes condiciones externas, como si se tratase de variaciones de un mismo tema. Sólo cuando hayamos captado por completo la esencia que se revela a través de tales figuras, habremos aprendido a comprenderla como parte de nuestro propio conocimiento, interpretando el mundo animal desde nuestro propio yo, y a su vez el propio yo desde el mundo animal.3
3.
Dutton-London / New York, 1926, p. 12). Resulta evidente que la metafísica de la voluntad de Schopenhauer se encuentra influidísima por las reflexiones del teósofo y místico alemán, redescubierto por Ludwig Tieck en 1798, al encontrar en una librería de viejo un ejemplar de Aurora (cfr. X. Tilliette: op. cit., p. 307, n. 6): su análisis de las relaciones entre voluntad y deseo, luz y tinieblas (representantes del bien y el mal, respectivamente), así como su doctrina de las signaturas (recibida de Tobías Kober, médico de Görtliz, quien a su vez la recogió de Paracelso), debieron resultar tan determinantes en el desarrollo de la filosofía de Schopenhauer como las filosofías de Platón, Kant o los Vedas. Isidoro Reguera ha señalado, al respecto, que «el pensamiento de Böhme, mucho antes y con mayor hondura, e incluso espectacularidad [...] que el de Schopenhauer (cuya voluntad irracional y ciega lleva claras trazas de la voluntad del abismo böhmeana) significa un punto de contacto con las filosofías orientales, que entienden la nada absoluta como principio de realidad» (I. Reguera: Jacob Böhme, Madrid, Siruela, 2003, pp. 57-58). Reguera hace hincapié, asimismo, en cómo la concepción böhmeano-schopenhaueriana de los seres naturales como signos de la voluntad, además de dar cuenta de la lucha eterna que preside la «catástrofe» que llamamos universo (a la que Böhme denomina «la rueda del miedo» y Schopenhauer «la rueda de Ixión»), implica también «una nueva forma de estética» (ibíd., p. 58), así como la idea de que el ser humano encierra en su corazón, «el centro mismo de la naturaleza», es decir, la voluntad (De incarnatione Verbi, oder Von der Menschenwerdung Jesu Christi (1620), II, 9, 2, I; apud I. Reguera: op. cit., p. 150), lo que le ofrece la posibilidad de escapar al yugo que ésta le impone, mediante la aniquilación consciente del deseo (aniquilación que implica, al mismo tiempo, la autoaniquilación de la voluntad misma), y el retorno a la libertad de la nada absoluta, a la que Böhme caracteriza como «el bien supremo» (das höchste Gut) (De Signatura rerum, 9, 58-59; cfr. I. Reguera: op. cit., pp. 70-100). En el original seguía la frase en sánscrito, posteriormente tachada con tinta: «Esto eres tú (tutwa = tat twam asi), o Çvetaketu!» del Upanishad del Oupnek’hat, Nr. XVII, I, pp. 58 y ss. (Cfr. Chândogya – Upanishad, 6, 8, 7); la
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Arthur Schopenhauer
cita entera dice lo siguiente: «Todo lo impregnado de vida muere, pero la vida no muere. Esta tenue esencia es el alma de todo este universo, es la realidad, es lo único viviente; y eso eres tú». La introducción de Schopenhauer en las ideas hindúes y orientales se supone que data de 1813, cuando, tras acabar su tesis, se encontró en el Salón de su madre en Weimar con el experto orientalista Friedrich Majer (1772-1818), discípulo de Herder, quien le ofreció una copia del Oupnek’hat. Desde entonces, esta lectura le acompañó a lo largo de toda su vida (de ella llegaría a decir que era «la más provechosa y sublime existente», y que había sido «su mayor consuelo durante su vida y lo sería, sin duda, a la hora de su muerte»). Por entonces, la traducción más importante de la obra era la realizada en 1801 por AnquetilDuperron (Theologia et philosophia indica seu Oupnek’hat), a partir de una versión persa del sancrito original realizada por Sultan Mohammed Dara Shikoh. También consultó Schopenhauer los Asiatic Researches, donde Sir Charles Wilkins había traducido al inglés en 1785 el Bhagavadgita, y H. T. Colebrooke había empezado a traducir en 1805 los Vedas. No obstante, Schopenhauer no pudo tener ediciones fiables de estos textos hasta 1823 (fecha de la traducción del Bhagavadgita por A. W. Schlegel) y 1835, respectivamente. Por lo que se refiere al budismo, su conocimiento se hizo más profundo a partir de 1818: así, en la época en que redacta Sobre la voluntad en la naturaleza afirma conocer en profundidad al menos veintiséis obras sobre esta religión (cfr. M. Nicholls: «The influences of Eastern Thought on Schopenhauer’s Doctrine of the thing-in-itself», en Ch. Janaway: The Cambridge Companion to Schopenhauer, Cambridge University Press, 1999, pp. 176-179, y L. Rensoli Laliga: «La filosofía india en Europa. Arthur Schopenhauer», en línea ).
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Pintura de historia y escultura
XIV
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Pintura de historia y escultura (con un apunte sobre la belleza, el carácter y la gracia)
La tarea de la pintura de historia [Historienmalerei] y de la escultura [Skulptur] es representar de manera inmediata e intuitiva la idea en la que alcanza la voluntad su más alto grado de objetivación. Previamente hay que realizar algunas observaciones generales sobre la belleza, el carácter y la gracia; en efecto, aquí predomina absolutamente el lado objetivo del placer proporcionado por lo bello, mientras que el subjetivo pasa a un segundo plano. Además, hay que advertir que en el grado inmediatamente inferior a éste, correspondiente a la pintura de animales, lo característico coincide completamente con lo bello, es decir, el león, el lobo, el caballo, el cordero, o el toro más característicos son, a la vez, los más bellos. Esto se debe a que los animales tienen únicamente un carácter genérico y no individual. Precisamente por eso, en las fábulas de animales coinciden el nombre propio del animal y el de la especie, o más bien aquel es un simple añadido pleonástico a éste, como por ejemplo: el Zorro Astuto [Reineke Fuchs], el Noble León [Nobel der
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Cfr. MVR I, libro III, §§ XLV-XLVIII; MVR II, cap. 36 y PP, §§ 209, 211-212 y 234.
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Arthur Schopenhauer Löwe], el Lobo Feroz [Isegrimm der Wolf], el Oso Pardo [Braum der Bär]...1 La diferencia entre la pintura de animales y la pintura de historia también resulta comprensible a partir de la diferencia que media entre las fábulas de Esopo, o la de «Reineke el Zorro», y la novela o la obra de teatro. Únicamente el ser humano tiene carácter individual: por eso, en la representación pictórica o escultórica del ser humano se separa el carácter genérico del individual: aquél se denomina belleza [Schönheit], mientras que éste conserva el nombre de carácter o expresión [Karakter oder Ausdruck]; ahora bien, con ello aparece una nueva dificultad: la de representar ambos completamente en un mismo individuo. Cuando hablamos de belleza humana [Menschliche Schönheit] empleamos una expresión objetiva, que significa la más perfecta objetivación de la voluntad en el grado más alto de su cognoscibilidad, esto es, la idea genérica del ser humano, completamente expresada en la forma intuida. Pero, por mucho que se presente también aquí el lado objetivo de lo bello, el lado subjetivo permanece junto a él constantemente. Justamente porque ningún objeto nos arrebata tan rápidamente a la pura contemplación estética como un rostro y una figura humanos sumamente bellos –cuya visión nos conmueve mediante un goce instantáneo e inexpresable, elevándonos por encima de nosotros mismos y sobre todo aquello que nos puede atormentar–, esta cognoscibilidad clara y purísima de la voluntad basta para trasladarnos fácil y rápidamente al estado del puro conocimiento, en el que nuestra personalidad y nuestro querer, del que procede todo penar, se alejan de la conciencia tanto tiempo como dura el goce estético. Por esta razón, cualquiera que tenga en general una fuerte receptividad para lo bello, se ve animado y encantado con la visión de la belleza humana, más que con cualquier otra cosa. Ahora bien, el hecho de que la naturaleza logre formar una bella figura humana se explica porque la voluntad, objetivándose en este grado superior en un individuo, y valiéndose de una serie de circunstancias felices, vence y supera con sus propias fuerzas todos los obstáculos y la resistencia que le oponen los fenómenos de la voluntad de estratos inferiores, esto es, las ciegas fuerzas naturales que se manifiestan en cualquier materia, si1.
Los ejemplos los toma Schopenhauer del poema épico en doce cantos Reineke Fuchs, compuesto por J. W. Goethe en 1793.
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Pintura de historia y escultura guiendo las leyes físico-químicas: es a éstas a las que debe ganar y arrebatar primero la materia que les pertenece. Además, la manifestación de la voluntad en los estratos superiores tiene como forma la multiplicidad: pues, en efecto, ya el árbol aparece como un agregado sistemático de fibras que crecen repitiéndose innumerablemente, de manera que esta composición de partes dispares crece siempre más alto. También el cuerpo humano es un sistema altamente combinado de partes completamente diversas, cada una de las cuales posee una vita propria (ilustr.), aunque subordinada al todo; ahora bien, tales partes se encuentran adecuadamente entrelazadas y subordinadas al todo, cooperando armónicamente en su representación, sin que nada esté en ellas atrofiado ni exagerado: tales son las raras condiciones cuyo resultado es la belleza, la más perfecta representación del carácter genérico. Así sucede en la naturaleza. ¿Pero qué sucede en el arte? Se ha creído que el arte opera mediante la imitación de la naturaleza; pero ¿cómo ha de reconocer el artista si su obra representa una imitación lograda o no?; además, ¿cómo podrá distinguirla de las fallidas?; asimismo, ¿cómo podrá llevar a cabo esta distinción si no anticipa ya lo bello con anterioridad a toda experiencia [vor aller Erfahrung]? Además, ¿ha producido jamás la naturaleza un ser humano cuyos miembros estén todos ellos dotados de belleza? Se pensó que el artista debería fijarse en muchos seres humanos, reunir sus partes más bellas y, partiendo de ellas, componer una totalidad dotada de belleza; pero esta opinión es errónea e irreflexiva. Pues cabe preguntar: ¿qué le permite al artista reconocer como bellas precisamente unas partes y no otras? Que la simple imitación fiel de la naturaleza no conduce por sí sola a la belleza es algo que vemos en los antiguos maestros alemanes. Véanse si no las figuras desnudas de Adán y Eva de Lucas Cranach y su Casta Lucrecia; o las figuras de Durero, etcétera. No es posible en absoluto un conocimiento puramente a posteriori y meramente empírico de lo bello; dicho conocimiento siempre es, al menos en parte, a priori. Pero tal conocimiento a priori es completamente diferente de las configuraciones a priori del principio de razón suficiente que resultan conscientes para nosotros, es decir, las intuiciones puras del espacio y del tiempo; pues éstas conciernen a la forma general de la posibilidad de cualquier fenómeno como tal, al cómo universal de todo fenómeno en general, de cuyo conocimiento surgen la matemática y la
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Arthur Schopenhauer ciencia pura de la naturaleza; en cambio, aquel otro tipo de conocimiento a priori que hace posible la representación de lo bello no concierne a la forma [Form] del fenómeno, sino a su contenido [ihren Inhalt], no al cómo [Wie] del aparecer, sino al qué [Was] del fenómeno. El a priori formal de la matemática, etcétera, prescribe sin más al fenómeno cómo ha de resultar estrictamente determinado para todos los casos. La anticipación estética a priori sólo sabe qué debería propiamente aparecer [was eigentlich erscheinen sollte], no de forma tan determinada que pudiera exponerlo enteramente con anterioridad a toda experiencia, pero sí de modo que puede juzgar [urtheilen] si lo que aparece es efectivamente conforme a su ley o no, pudiendo asimismo después corregirlo [berichtigen]. Al igual que todos nosotros conocemos cualquier belleza cuando la vemos, al artista auténtico esto le sucede con tal claridad que la muestra tal como no la ha visto nunca, y por ello, al ponerla de manifiesto, supera a la naturaleza; y esto sólo es posible porque somos precisamente nosotros mismos aquella voluntad, cuya adecuada objetivación ha de ser hallada y juzgada en su grado más elevado. Por eso tenemos de hecho una anticipación [Anticipation] de aquello que la naturaleza se esfuerza por expresar, ya que su íntima esencia coincide justamente con nuestra propia voluntad. En el genio esta anticipación viene acompañada de tal grado de reflexión [Besonnenheit] que conoce la idea en las cosas particulares, como si comprendiese la naturaleza expresada a medias, y expresa con pureza lo que ésta simplemente alcanza a balbucear: así logra imprimir en el duro mármol la belleza formal que la naturaleza falla en miles de intentos, haciendo que su obra se alce frente a ella como diciéndole: «¡Esto es lo que querías decir!». Sólo así pudo el genio griego encontrar el prototipo de la figura humana y erigirlo como canon de la escuela escultórica; y sólo gracias a esa misma anticipación nos es posible a todos nosotros conocer lo bello allí donde la naturaleza ha logrado producirlo efectivamente en un caso particular. Esta anticipación es el ideal [das Ideal]. Es la idea, que, en la medida en que es conocida a priori, al menos parcialmente, se enfrenta como tal a lo dado a posteriori a través de la naturaleza y lo complementa, siendo así utilizable por el arte. La posibilidad de tal anticipación a priori de la belleza en el artista, así como su reconocimiento a posteriori en el entendido, radica en que ambos son el en-sí de la naturaleza, la voluntad misma que se objetiva.
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Pintura de historia y escultura Pitágoras dijo que sólo lo semejante permite conocer lo semejante.2 Aunque en la constitución del ideal de belleza humana por el artista lo principal es a priori, esto es, una anticipación de la intención de la naturaleza, no puede negarse que la experiencia de dicha anticipación debe venirle al encuentro, al subyacerle un determinado esquema, de manera que la elección de cuerpos humanos cuyas partes constituyen un logro de la naturaleza, estimula aquella anticipación en el espíritu del artista, planteando una especie de preguntas, equivalentes al método socrático, mediante las cuales suscita con claridad y determinación aquella anticipación; pues, evidentemente, también esta disposición estético-plástica, como cualquier otra, ha de ser ejercitada. A este respecto, los escultores griegos vieron su tarea muy facilitada gracias al clima y las costumbres de su país, que les daban ocasión de ver todo el día figuras desnudas o casi desnudas.3 Cada miembro desnudo estimulaba su sentido de la belleza plástica para juzgarlo comparándolo con el ideal; así ejercitaron su mirada en los más finos matices de todas las formas y partes del cuerpo, y con ello su ideal anticipativo de la belleza humana llegó a alcanzar tal claridad en su conciencia, que finalmente fueron capaces de disponerlo fuera de su espíritu como obra de arte. (Ideales de los animales). Hace un momento cité la errónea opinión, según la cual los griegos habrían encontrado el ideal de la belleza humana que transmiten sus obras de forma completamente empírica, seleccionando partes bellas aisladas de diferentes seres humanos, como un brazo, una mano, una rodilla o una pierna, fijándose en ellas, y componiendo a partir de esos bellos fragmentos el ideal. Se trata de un error enteramente análogo al que se da en relación con el arte poético, cuando uno se asombra de la gran veracidad y corrección de caracteres que se da en los poetas, sobre todo en Shakespeare, así como de que el poeta logre presentar una multiplicidad innumerable de caracteres diversos, cada uno de los cuales está perfilado de 2. 3.
En MRV, III, § XLV se lee: «Empédocles». Schopenhauer comparte la tesis formulada por Winckelmann, según la cual la conformación del buen gusto entre los griegos fue posible por la continua contemplación de cuerpos desnudos en los gimnasios: cfr. J. Winckelmann: Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura (trad. de Vicente Jarque), Barcelona, Península, 1987, pp. 17-27.
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Arthur Schopenhauer manera convincente, verdadera y constante, como si todo ello surgiese de su más íntima profundidad. Esto llevó a pensar que Shakespeare debió haber observado por sí mismo todos esos rasgos característicos, disponiéndolos luego de manera oportuna en el momento preciso; y lo mismo habría hecho con una serie de personalidades realmente existentes, que luego habría reproducido. ¡Qué malo sería el poeta que no presentase otro carácter que aquel que él mismo hubiese encontrado en la realidad, y qué raramente podría recomponer todo ello para dar la sensación de una acción que emana necesariamente de un carácter! Esta suposición es tan absurda como la primera. Y lo mismo que sucede con la representación de lo bello, sucede con la de lo característico: ambos necesitan de la experiencia como de un esquema, gracias al cual se suscita con plena claridad aquel oscuro a priori que les es propio, apareciendo entonces la posibilidad de una exposición reflexiva [besonnener Darstellung]. (Suo loco).
Sobre la gracia Hemos explicado la belleza humana como la adecuada objetivación de la voluntad en el grado más elevado de su cognoscibilidad. Se expresa a través de la forma, que se sitúa únicamente en el espacio, sin relación directa con el tiempo; igual que sucede, por ejemplo, con la forma que adopta el movimiento. Por eso podemos decir que la belleza, desde un punto de vista objetivo, es la adecuada objetivación de la voluntad mediante un fenómeno meramente espacial. La planta no es otra cosa que un fenómeno de la voluntad de este tipo, meramente espacial, ya que a la expresión de su esencia (prescindiendo del crecimiento), no le pertenece ningún movimiento y, en consecuencia, ninguna relación con el tiempo; su simple figura basta para expresar abiertamente su esencia. La fisonomía de las plantas es interesante a causa de su ingenuidad [Naivetät]. Sin embargo, el animal y el ser humano, para alcanzar una completa revelación de la voluntad que en ellos aparece, necesitan una red de acciones que pongan a la manifestación de la voluntad en inmediata relación con el tiempo. (Como hemos indicado más arriba). Ahora bien, al igual que la pura manifestación espacial de la voluntad puede objetivar perfecta o imperfectamente lo que constituye la belleza o fealdad en cada grado
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Pintura de historia y escultura determinado, también puede corresponder la objetivación temporal de la voluntad, es decir, la acción, incluso la más elemental como es el movimiento, a una objetivación de la voluntad pura, perfecta, sin carencia alguna y sin mezcla de nada ajeno o superfluo, de manera que en cada caso se exprese precisamente el acto de la voluntad correspondiente: así sucede con los movimientos ejecutados con gracia [Grazie]; y a la inversa. Así como la belleza es en general la adecuada representación de la voluntad mediante una manifestación meramente espacial, la gracia es la correspondiente representación de la voluntad mediante su fenómeno temporal, esto es, la expresión perfectamente correcta y adecuada de cada acto voluntario, a través del movimiento y la posición que lo objetivan. Pues tanto el movimiento como la posición presuponen el cuerpo; por eso resulta muy adecuada la definición de Winckelmann: «La gracia es la adecuada relación entre la persona que actúa y su acción». 4 Las plantas tienen belleza, pero en absoluto gracia (salvo en sentido figurado), mientras que los animales y los seres humanos poseen ambas cualidades. La gracia de los animales como el caballo o el galgo cuando andan, se embisten o juegan unos con otros; o cuando se tienden en el suelo, como sucede con los bueyes recostados en una pradera, merece pintarse. La gracia consiste, por consiguiente, en que cada movimiento se ejecute y cada posición se adopte de la manera más mesurada, fácil y cómoda, a fin de que la expresión corresponda puramente a su intención o al acto de voluntad, sin nada superficial ni posiciones forzadas que equivalgan a una agitación carente de finalidad o significado, ni nada que quepa echar de menos, o que se presente con una rigidez parecida a la de un madero. La gracia se mostrará, por tanto, principalmente en la realidad y en las artes teatrales, así
4.
Gesamtausgabe, Dresde, 1808, vol. 1, p. 258, (la cita completa y exacta es la siguiente: «En las obras de arte, la gracia concierne únicamente a la figura humana, afectando no sólo a los elementos que resultan esenciales a dicha figura, como la pose y los gestos, sino también a lo accesorio, como los adornos y la vestimenta. Su característica esencial es la adecuada relación entre una persona y la acción que ejecuta; pues así como el agua es tanto más pura cuanto más insípida resulta, todo aderezo extraño perjudica tanto a la gracia como a la belleza»), J. J. Winckelmann (1717-1768): «Textos inéditos de estética. Sobre la gracia en las obras de arte» (selección, traducción y notas de Manuel Pérez Cornejo), en Cuadernos del Matemático, 29 (2002), p. 69.
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Arthur Schopenhauer como en la danza y en las artes figurativas, donde desempeña un principalísimo papel, ya que estas artes sólo pueden ofrecer una posición estática y un instante del movimiento. No obstante, también se habla de la gracia en relación con las obras de la oratoria [redenden Künste], aunque aquí la expresión adquiere un carácter metafórico, aludiendo a la facilidad y fluidez de palabras y pensamiento, y a que el discurso se atenga con facilidad y propiedad al fin propuesto, mientras que en este terreno la carencia de gracia se traduce en la rigidez del estilo, en una excesiva prolijidad, en dar muchos e inútiles rodeos, acompañados de un fraseo preciosista, florido, característico de la prosa poética propia de un simple candidato a un puesto político (Lichtenberg, afectación y manierismo de cualquier tipo). Así como el hombre está a menudo dotado de una gracia natural, única que es auténtica, el buen estilo sólo surge si se posee una clara conciencia del pensamiento: Le stile c’est l’homme. Buffon.5
Sobre el carácter Como ya dijimos anteriormente, una de las señales características de la humanidad es que en ella los caracteres genérico e individual aparecen separados, de manera que cada ser humano representa, en cierta medida, una idea completamente particular. Por ello, las artes, que tienen como finalidad exponer la idea de la humanidad, tienen como tema, junto con la belleza y el carácter genérico, también el carácter individual, es decir, lo que se denomina el carácter κατV εjξοχηvν,6 si bien sólo en tanto dicho carácter resulta visible, no como algo contingente, perteneciente por completo al individuo particular, sino como un aspecto de la idea de la humanidad que hace acto de presencia especialmente en este individuo, y para cuya manifestación resulta adecuado tal individuo en cuestión. Por ello, el carácter, aunque como tal es individual, ha de ser captado y expuesto idealmente, es decir, subrayando su significación en relación con la idea general de la humanidad, contribuyendo a objetivarla a su manera; 5. 6.
«El estilo es el hombre». Cita aproximada de las palabras de Buffon pronunciadas ante la Academia Francesa el 25-8-1753. «Por excelencia, o por antonomasia».
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Pintura de historia y escultura fuera de esto, la exposición es un simple retrato, repetición del particular como tal, con todas sus contingencias. (Aun el mismo retrato debe ser, como dice Winckelmann, el retrato ideal del individuo). Aquel carácter [Karakter] idealmente concebido, consistente en destacar un aspecto específico de la idea de la humanidad, se representa visiblemente, en parte mediante la fisonomía y la corporeización permanentes, y en parte mediante el afecto y la pasión pasajeros y la mutua modificación del conocer y del querer, todo lo cual se expresa en los gestos y en el movimiento. Ahora bien, puesto que el individuo pertenece siempre a la humanidad y, por otra parte, la humanidad siempre se revela en el individuo, incluso con la significación ideal específica del mismo, no puede suprimirse la belleza a través del carácter, ni éste a través de aquélla; pues la supresión del carácter genérico y su sustitución por el individual da lugar a la caricatura [Karikatur], y la supresión del carácter individual sustituyéndolo por el carácter genérico produce lo insignificante. Por ello, la representación, en tanto persigue la belleza, cosa que hace principalmente la escultura, siempre modificará algo la belleza mediante el carácter individual y expresará la idea de la humanidad de una determinada manera individual, destacando una faceta específica de tal idea; porque el individuo humano tiene por sí mismo la dignidad de una idea propia, y a la idea de la humanidad le resulta esencial que se exponga en individuos dotados de una especial significatividad. Por eso, en las obras de los antiguos encontramos expuesta la belleza de la humanidad –que ellos captaron claramente– no mediante una sola figura (o dos), sino a través de muchas figuras dotadas de diferentes caracteres, que aprehenden siempre la idea de la humanidad desde diferentes ángulos, de manera que Apolo, Baco, Heracles, Antinoo, Júpiter, Neptuno, etcétera, presentan de forma diferente distintos aspectos permanentes de la idea de la humanidad, que, a su vez, permiten variaciones. Así, por consiguiente, lo bello es modificado por lo característico, ya que lo característico puede, efectivamente, restringir lo bello, pudiendo aparecer incluso algo feo en el Sileno borracho, en el Fauno, etcétera. Pero si lo característico llega hasta la supresión del carácter genérico, se cae en lo antinatural, como sucede con la caricatura. Y el carácter puede restringir mucho menos aún la gracia que la belleza; pues sea cual sea la posición o el movimiento que requiere el carácter, debe consumarse en la persona de forma mesurada,
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Arthur Schopenhauer fácil y adecuada a fin. Esto es algo que deben tener en cuenta no sólo el escultor o el pintor, sino también cualquier buen actor, pues, en caso contrario, también surge aquí la caricatura, la deformidad y la contorsión. La belleza y la gracia son lo principal en la escultura. El carácter propio del espíritu, que se presenta a través del afecto, la pasión y el juego recíproco del conocer y del querer, y que únicamente puede exponerse mediante la expresión del rostro y de los gestos, es propio preferentemente de la pintura. La prueba de que la escultura no puede compararse con la pintura, en lo que respecta a la expresión de lo característico, es que los ojos y los colores caen fuera del ámbito escultórico. Pues el ojo y los colores contribuyen también en gran medida a la belleza; pero son menos necesarios para el carácter. En cambio, la escultura tiene ventaja sobre la pintura a la hora de presentar la belleza, pues sus obras pueden ser contempladas desde todos los ángulos y desde cualquier punto de vista, pudiendo así desplegar por completo la belleza de la forma. Sin embargo, sus carencias en este terreno no le impiden por completo a la pintura exponer lo característico; porque el carácter y la expresión también pueden ser perfectamente captados desde un único punto de vista. (Aquí, si se considera pertinente, se puede hacer un excursus sobre el Laocoonte, mostrando los límites del arte).7 Dado que la belleza es, junto con la gracia, el principal objeto de la escultura, ésta última siente preferencia por el desnudo. Soporta las vestiduras únicamente en tanto éstas, en vez de ocultar las formas, contribuyen a mostrarlas mejor. Esto significa que los ropajes no deben ocultar sino mostrar la forma, aunque de forma indirecta: la disposición de los pliegues es un efecto de la forma, y nosotros nos vemos inmediatamente conducidos desde este efecto hacia su causa: la forma; de manera que reconstruimos e intuimos en la fantasía la forma a partir de la disposición de los pliegues: esta exposición indirecta de la forma, por consiguiente, ofrece mucha ocupación al entendimiento. El drapeado en escultura equivale, en cierto modo, al escorzo en pintura. (Explicación y ejemplo 7.
El citado excurso aparece en MVR, III, § XLVI. Schopenhauer se refiere al ensayo de Lessing Laokoon, publicado en 1766 (cfr. G. E. Lessing: Laocoonte, o sobre los límites en la pintura y la poesía (trad. de E. Palau), Barcelona, Orbis, 1986).
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Pintura de historia y escultura tomados de la Galleria Giustiniani). Ambos son indicaciones, aunque no simbólicas, sino de tal tipo que, cuando se logran, obligan al entendimiento a intuir inmediatamente lo indicado, como si efectivamente estuviese dado. (Comparación con el arte oratorio).8 La pintura de historia [Historienmalerei] tiene como objetivo principal, junto a la belleza y la gracia, el carácter. Con ello ha de entenderse, en general, la representación de la voluntad en el grado más elevado de su objetivación, allí donde el individuo, como acentuación de una faceta especial de la idea de la humanidad, tiene un significado específico, y permite conocerlo, no a través de la mera figura, sino mediante cualquier tipo de acción, con las modificaciones del conocer y del querer que la ocasionan y acompañan, tal como resultan visibles en las facciones y los gestos. Para exponer la idea de la humanidad en este ámbito, ha de ponerse ante nuestros ojos su polifacético despliegue en individuos plenamente significativos, y éstos, a su vez, únicamente pueden ser vistos en su significatividad mediante múltiples escenas, sucesos y acciones. Ahora bien, esta tarea infinita la resuelve la pintura de historia poniendo ante nuestros ojos escenas vitales de todo tipo, ya posean una significación grande o pequeña. Ningún individuo o acción pueden carecer de significado: en todos ellos siempre se despliega la idea de la humanidad en toda su amplitud. Por ello, ningún proceso de la vida humana ha de quedar excluido de la pintura. Según esto, se hace gran injusticia a los admirables holandeses cuando se aprecia únicamente su habilidad técnica, rechazando todo lo demás, como si fuese de naturaleza inferior, pues presentan simples objetos tomados de la vida cotidiana, mientras que se tiende a considerar significativos únicamente los sucesos relacionados con la historia mundial o bíblica. En primer lugar, se deben diferenciar la importancia interna y externa de una acción: ambas son completamente diferentes y se presentan a menudo absolutamente separadas una de otra. La importancia exterior [die äußere Bedeutsamkeit] consiste en la importancia que tiene una acción en función de las consecuencias que de ella se derivan para el mundo real, según el principio de razón suficiente.
8.
Cfr. MVR, III, § XLVII, ad finem.
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Arthur Schopenhauer La importancia interior [innere Bedeutsamkeit] de la acción radica en la profunda intuición de la idea de la humanidad que con ella se abre, en la medida en que tal acción trae a la luz las facetas de aquella idea que raramente hacen acto de presencia, dejándolas que se desplieguen con claridad en ciertas individualidades específicas que se exponen en una serie de circunstancias dispuestas al efecto. La única importancia que vale en arte es la interior, mientras que la exterior es asunto de la historia. Ambas son completamente independientes una de otra, pudiendo presentarse juntas, pero también puede aparecer cada una de ellas por separado. Una acción que, desde un punto de vista histórico, puede resultar muy importante, puede ser en cambio una acción cotidiana y vulgar desde el punto de vista de su importancia interna (por ejemplo: un rey que pacta una paz poco ventajosa); a la inversa, una escena tomada de la vida común puede estar dotada de una gran importancia interior, si pone de manifiesto de forma clara y precisa, y hasta sus pliegues más recónditos, a los individuos humanos y su peculiar manera de querer y actuar. («Padre e hijo» de Tischbein en el Lawa).9 También puede suceder que, con una importancia exterior muy diversa, la interior sea una y la misma. Así, por ejemplo, dos cuadros, uno de los cuales muestra a algunos poderosos ministros de diferentes naciones, firmando un tratado de paz y disputando sobre las fronteras en un mapa (lo que afectará al destino de muchos miles de seres humanos), y otro cuadro en el que se representa a unos campesinos que disputan en una taberna sobre la parte que han ganado a las cartas, o a los dados, pueden tener la misma significación interna. Además, las escenas que constituyen la vida de tantos millones de seres humanos, con su afán y apresuramiento, sus penas y alegrías, ya son, sólo por eso, suficientemente importantes como para ser objetos del arte, y por su rica 9.
Schopenhauer alude a la famosa familia de pintores alemanes del s. XVIII: el más conocido de ellos, Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829), fue importante por sus grabados de antigüedades clásicas, y por su retrato Goethe en la Campiña Romana (1786-1787, Städelsches Kunstinstitut, Francfort). Tischbein era amigo de Goethe y se le llamaba usualmente «Goethe» Tischbein. Los otros dos artistas importantes de la familia, su tío y su primo, fueron apodados por su principal lugar de trabajo: Johann Heinrich el Viejo, «Kassel» Tischbein (1722-1789), y Johann Friedrich, «Leipzig» Tischbein (1750-1812), respectivamente. Fueron principalmente retratistas.
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Pintura de historia y escultura multiplicidad ya ofrecen tema suficiente para el polifacético despliegue de la idea de la humanidad. A menudo, en fin, los objetos pictóricos dotados de significación exterior histórica tienen la desventaja de que precisamente lo que en ellos resulta significativo no resulta intuitivamente representable, sino que ha de ser indicado (César pasa el Rubicón; Carlomagno funda la Universidad de París). Desde este punto de vista, hay que diferenciar por lo general en un cuadro la significación nominal de la real [die nominale Bedeutung eines Bildes von der realen]: aquélla es individual y le adviene a través del concepto; ésta corresponde a la faceta de la idea de la humanidad que el cuadro revela ante la intuición. (Por ejemplo: Moisés- Urías- Madonna- Raquel y Jacob en la fuente). Por eso, los objetos tomados de la historia no muestran ninguna ventaja respecto de los meramente posibles, que no reciben un título individual, sino general, como, por ejemplo: «El cazador regresa al hogar». («El anciano en zapatillas» en Dresde). Pues también en los asuntos históricos lo propiamente significativo no es lo individual, el suceso particular como tal, sino lo que tiene de universal, el aspecto de la idea de la humanidad que en él se expresa. Por otra parte, los objetos históricos no han de rechazarse, pero la perspectiva propiamente artística de los mismos, tanto por parte del pintor como del espectador, no debe atenerse a lo que tienen de individual-concreto, sino a la idea universal que en ellos se expresa. Asimismo, han de elegirse únicamente aquellos objetos históricos en los que quepa expresar efectivamente el asunto principal, sin que éste quede simplemente indicado; de no ser así, la significación nominal se aleja demasiado de la real. Lo meramente pensado en el cuadro se convierte en lo más importante, y perjudica a lo intuido. El error de situar lo principal de la acción entre bastidores, cometido en muchas ocasiones por la tragedia francesa, resulta aún más grave si se perpetra en un cuadro, porque éste no puede contar la cosa ni siquiera una sola vez. Los temas históricos tienen decididamente un efecto contraproducente cuando le exigen al pintor limitarse a un campo elegido arbitrariamente, y no con fines artísticos, sino de otro tipo. Así sucede cuando, para perpetuar el recuerdo de ciertos acontecimientos políticos, se le encargan al pintor temas que representan ciertas grandes acciones de Estado, pero en absoluto acciones puramente humanas que se dejen exponer intuitivamente. Así, en Venecia, contemplamos en la Sala del Dux destacados acontecimientos de la
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Arthur Schopenhauer época del esplendor veneciano, pintados por Tiziano, los dos Palmas y P. Veronese; pero allí figuran el Emperador, el Papa o el Dux con sus rígidas vestimentas ceremoniales, sin la más mínima emoción ni movimiento humanos: se trata, pues, de una ceremonia, no de una acción. El pintor, angustiado, acude entonces a la representación de personajes secundarios. La exigencia de pureza para los temas tomados de la historia sagrada fue también una restricción arbitraria del arte, que coincidió, desgraciadamente, con los siglos XV y XVI, a los que cabe considerar la edad de oro de la pintura. El Antiguo Testamento muestra la historia de un pueblo pequeño, marginal, apartado, obstinado y jerárquico, dominado por alucinaciones, y odiado por todos los grandes pueblos contemporáneos. Los artistas debían ocuparse de menudencias de todas clases: «Esaú y las lentejas»; «Jacob y Raquel en la fuente»; «El ángel muestra a Abraham que Sara quedará encinta»... El Nuevo Testamento, por lo que respecta a su parte histórica, aún resulta menos propicio que el Antiguo para el arte: «La Circuncisión»; «Los Tres Reyes Magos»; «Presentación de María en el Templo»... Y luego, las historias de los Padres de la Iglesia y de los Mártires, un objeto poco afortunado, con sus tormentos y ejecuciones. Ridícula imitación de los pintores actuales. Ejemplos de motivos que resultan adecuados en pintura: «Odiseo con el rey de los Feacios en el Hades», «Las cuatro imágenes de la Sala de Capo di Monte», «Carlomagno», «Harun-al-Raschid», «Pericles y Fidias», «Septuaginta». Sin embargo, es menester diferenciar muy bien los cuadros cuyo objeto es lo histórico o lo mítico del mundo judío, y la Cristiandad, en la cual lo específico, es decir, el espíritu ético, es puesto de manifiesto para la intuición por la representación de seres humanos que están saturados de dicho espíritu. De hecho, estas representaciones son las más elevadas y maravillosas producciones del arte pictórico, logradas sólo por los más grandes maestros: Rafael, Correggio (éste especialmente en sus primeros cuadros), Domenichino, Carlo Dolci. Las pinturas de este tipo no han de contarse propiamente entre la pinturas de historia, pues en muchas ocasiones no representan suceso o acción alguna; por ello, tampoco tienen un motivo, sino que son simples composiciones de santos, o retratos del Salvador mismo, a menudo aún niño, con su Madre, los Ángeles, etcétera. De ahí que este tipo de pintura permita los más grandes anacronismos,
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Pintura de historia y escultura ejecutados adrede, porque, como aquí no se representa acción alguna, no es necesario tener en cuenta el tiempo, sino que los personajes están pensados fuera de cualquier tipo de relación. En sus rostros, especialmente en sus ojos, vemos la expresión, el reflejo del más perfecto conocimiento, es decir, aquel que, al no dirigirse a las cosas particulares, sino a las ideas, capta por completo la esencia entera del mundo y de la vida. Dicho conocimiento, retroactuando sobre la voluntad de los personajes representados, no le proporciona a ésta motivos [Motive], como sucede con las cosas particulares, sino que, por el contrario, se convierte en un quietivo [Quietiv] para todo querer, traduciéndose finalmente en la más perfecta resignación –que, al igual que sucede con la sabiduría hindú, constituye el más profundo espíritu del cristianismo–, conduciéndoles a renunciar por completo al querer y a rechazar la voluntad, suprimiendo con ella la totalidad de la esencia de este mundo: así alcanzan la redención. (Esto lo entenderán ustedes más tarde). Así pues, aquellos inmortales maestros del arte han expresado intuitivamente la más alta sabiduría. Y es aquí donde se encuentra la cúspide de todo arte: hemos visto cómo éste despliega la esencia de la voluntad, en su adecuada objetivación: las ideas, exponiéndolas en todos sus grados, desde los más bajos, donde son las causas primero, luego los estímulos, y finalmente los motivos los que la ponen en movimiento de múltiples formas. Y aquí tenemos la culminación del arte con la exposición de la libre autosuperación de la voluntad [mit der Darstellung seiner freien Selbstaufhebung], a través del gran quietivo que brota del más perfecto conocimiento de su propia esencia. Dije que el objeto de la escultura es principalmente la belleza y la gracia; el carácter, la expresión y la pasión pertenecen más bien a la pintura. Por eso, la escultura exige plenitud y fuerza en todas sus figuras. No así la pintura: un Crucificado enflaquecido; un San Jerónimo extenuado, momentos antes de la muerte (Domenichino) pueden pintarse perfectamente; pero en la escultura estos mismos objetos causan un efecto repelente. Así sucede, por ejemplo, con una famosa obra de Donatello, expuesta en la Galería de Florencia, que representa a San Juan Bautista casi extenuado por el ayuno. Por eso, la pintura es el arte del Cristianismo, cuyo espíritu es la resignación y la penitencia, es decir, la negación de la voluntad de vivir [Verneinung des Willens zum Leben]. La escultura
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Arthur Schopenhauer fue el arte del mundo antiguo, cuyo espíritu fue la afirmación de la voluntad de vivir [Bejahung des Willens zum Leben]. Con esto es suficiente, en relación con lo que aquí ha de exponerse. El cómo implicaría una serie de indicaciones técnicas para las artes. Sólo cabe añadir lo siguiente: el cuadro ha de ser igual de verdadero, pero más bello, que la naturaleza;10 ha de estar correctamente iluminado y compuesto de manera comprensible.11 Pues la pintura, además de permitir la intuición de las ideas, tiene una belleza independiente, propia, que radica en la armonía de los colores, lo agradable de la composición, el claroscuro y la tonalidad dominante en el conjunto del cuadro. Esta belleza añadida es en pintura aquello que en la poesía son la dicción, el metro y la rima, siendo aquello que en ambos casos opera en primer lugar e inmediatamente sobre nosotros.
10. En una nota, fechada en 1822, leemos: «[...] al margen de la verdad no hay lugar para una beldad artística» (HN III, 137 (120) {F I, 162-163}) (cfr. A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 69, p. 107). 11. Aquí seguía inicialmente la siguiente frase, posteriormente tachada por el autor con lápiz: «Lo esencial es que quede expresada la idea».
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Sobre la relación entre la idea y el concepto
XV
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Sobre la relación entre la idea y el concepto. Crítica de la alegoría
En la base de todas las consideraciones que hemos venido realizando hasta el momento sobre el arte se encuentra la siguiente verdad, a saber: que el objeto que el artista se propone exponer y cuyo conocimiento es el germen u origen del que ha de surgir la obra de arte es únicamente la idea y no la cosa concreta, objeto de una concepción común, ni tampoco el concepto, objeto de la especulación racional y de la ciencia. Aunque la idea y el concepto tienen algo en común, ya que ambos representan como unidades una pluralidad de cosas reales, la gran diferencia que media entre ambos ha debido quedar clara, tras la exposición que anteriormente les hice del concepto y ahora de la idea. El concepto [Begriff] es abstracto, discursivo y, dentro de su esfera, completamente indeterminado; sólo sus límites están determinados; únicamente puede captarlo y comprenderlo un ser dotado de razón; es comunicable mediante palabras sin ulterior mediación, y queda absolutamente agotado mediante su definición. En cambio, la idea [Idee], definible a lo sumo como un adecuado representante del concepto, es abso-
*
Cfr. MVR I, libro III, §§ XLIX-L; MVR II, cap. 34 y PP, §§ 215-217.
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Arthur Schopenhauer lutamente intuible; y aunque representa una multitud infinita de cosas particulares, se encuentra, sin embargo, completamente determinada. No la conoce el individuo como tal, sino sólo aquel que se ha liberado de todo querer e individualidad y ha llegado a ser puro sujeto del conocimiento: por eso sólo resulta asequible al genio; y luego a todo aquel que alcance, por así decirlo, un estado de ánimo genial [einer genialen Stimmung], gracias a la elevación de su pura fuerza cognoscitiva (lo que la mayor parte de las veces se debe a las obras del genio). Por eso la idea no es comunicable [mittheilbar] sin más, sino únicamente de forma condicionada; pues cada cual responde ante la idea, que capta y reproduce el artista a través de su obra, únicamente en función de su propia capacidad intelectual [intellektualen Werthes]. Por eso las obras maestras del arte, los productos más nobles del genio, están únicamente reservados a unos pocos, y resultan para la mayoría inaccesibles, libros eternamente cerrados, ya que un amplio abismo separa al genio y sus obras de la chabacanería y embotamiento del vulgo [Menge]. No piensen ustedes que todos aquellos que reverencian a los grandes hombres con gestos del más profundo respeto tienen también un conocimiento real de los mismos y del valor de sus obras. Su respeto se basa meramente en la confianza y en la creencia, no en su propia apreciación. Nada es más raro que un juicio basado en la propia convicción. Los honores dirigidos a los grandes hombres les llegan a los más pequeños –es decir, la mayoría– de forma parecida a como desciende el mandato de un Príncipe a sus subordinados a través de la firma de los funcionarios del Estado (ilustr.). Así, cada uno da tácitamente su aprobación a la autoridad de aquel cuya superioridad siente. Si no fuese así, los mediocres, incapaces de captar lo más grandioso, se rebelarían contra las grandes obras ya reconocidas con la misma altivez y suffisance que muestran ante una obra que aún es nueva y no está dotada de autoridad alguna frente al contemplador. Pues todos aman lo homogéneo y odian lo heterogéneo. El incapaz se ve humillado por lo grande y bello que no le dice nada y que, sin embargo, ha de reconocer tácitamente: lo odia; pero no se atreve a decirlo en voz alta, para no ponerse en evidencia. Por consiguiente, la idea, aunque esté expresada en la obra de arte, le habla a cada uno en función de la pureza de su propia fuerza cognoscitiva; asimismo, la idea posee una comunicabilidad condicionada, mientras que la del concepto es incondicionada. Por último, la diferencia entre el con-
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Sobre la relación entre la idea y el concepto cepto y la idea puede expresarse aún de forma parecida como sigue: el concepto se parece a un recipiente de conservas, en el que las cosas que en él se han introducido permanecen juntas y yuxtapuestas, de manera que lo que se ha puesto dentro (mediante reflexión sintética) puede extraerse de nuevo (mediante juicios analíticos), pero nada más; en cambio, la idea desarrolla en quien la ha concebido representaciones que son nuevas respecto del concepto del mismo nombre; por eso se parece a un organismo vivo, dotado de fuerza reproductiva, capaz de desarrollarse por sí mismo, y de producir lo que no estaba inserto en él. Según todo lo expuesto, el concepto es provechoso, necesario y productivo, tanto para la vida como para la ciencia; pero, en cambio, resulta absolutamente estéril [unfruchtbar] para el arte. La única y verdadera fuente de la que emana cualquier auténtica obra de arte es la idea concebida. Pues sólo el genio, o aquel cuyo espíritu se ve elevado por un instante al nivel de la genialidad, extrae la idea de la vida, de la naturaleza y del mundo. Sólo una aprehensión inmediata de esta especie permite el surgimiento de obras auténticas, dotadas de vida inmortal. Precisamente porque la idea es y permanece adscrita a la intuición, el artista no es consciente in abstracto de la intención ni de la meta de su obra; no parte de un concepto, sino que la idea flota ante él: por eso no es capaz de dar una justificación de su actividad; trabaja, como suele decirse, partiendo de un simple sentimiento, inconscientemente, incluso de forma instintiva. Los imitadores, los manieristas, imitatores, servum pecus,1 hacen justamente lo contrario. Éstos son claramente conscientes de lo que hacen, pues en el arte parten del concepto; es decir, han visto lo que place y causa efecto en las obras auténticas; lo observan, lo analizan minuciosamente, lo captan en forma de concepto, es decir, de manera abstracta, y luego se ponen manos a la obra, con la prudente y reflexiva intención de imitar abierta o tácitamente tales obras. Los imitadores, mamando su alimento de obras ajenas, se asemejan a plantas parásitas; o también a pólipos, que asimilan los colores de aquello que han comido. Tener pensamientos propios, e incluso captar y reproducir las ideas, es privilegio de
1.
«Oh imitadores, hatajo servil» (Horacio: Ep. I, 19, 19 [trad. de Horacio Silvestre]).
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Arthur Schopenhauer muy pocos: por eso, cuando aparece un hombre de genio, sus pensamientos, simplemente cambiados de posición o de orden, pero sin que se añada a ellos nada esencial, se encuentran luego reproducidos en las obras de miles de imitadores. Éstos se parecen a máquinas que cortan y trituran muy bien aquello que se introduce en ellas, mezclándolo con otras cosas, pero nunca llegan a digerirlo; por eso en dicha mezcla pueden separarse y distinguirse las diferentes partes; en cambio, la acción del genio ha de compararse con la de un organismo que asimila, transforma y produce. Pues, ciertamente, ha sido educado e instruido por las obras de sus predecesores; pero sólo es fecundado por la vida, el mundo mismo y la impresión intuitiva. Por eso, la más elevada educación [Bildung] no perjudica la originalidad del genio. De manera que los imitadores y manieristas captan la esencia de las producciones ejemplares ajenas en forma de conceptos; pero de éstos nunca puede surgir una obra que tenga vida interna, es decir, ninguna obra de arte auténtica: una obra de esta índole únicamente puede surgir de la idea captada intuitivamente. Entretanto, esas obras amaneradas encuentran una rápida y amplia aceptación entre sus contemporáneos; pues éstos, es decir, el vulgo embrutecido [die große stumpfe Menge], únicamente son capaces de aprehender e hilvanar conceptos. Pero, pasados unos años, tales obras resultan insoportables, pues el espíritu de la época, es decir, los conceptos dominantes, han cambiado; y éstos eran el fundamento en el que enraizaban tales obras.2 Así pues, un crédito quinquenal no asegura la gloria póstuma. En cambio, observen ustedes cómo las obras del auténtico genio perduran en su género durante siglos, eternamente jóvenes y siempre llenas de la misma fuerza originaria. Esto sucede porque las obras auténticas han sido creadas inmediatamente a partir de la naturaleza, de la vida misma, y por eso no reproducen
2.
Esta distinción entre simple imitación de la naturaleza, maniera y estilo (propio del genio) se encuentra desarrollada por Goethe: «Al igual que la simple imitación depende de una existencia tranquila y de un entorno agradable, y la maniera tiene facilidad para agrupar apariencias superficiales, el estilo se apoya en las bases más profundas del conocimiento de la esencia de las cosas, en la medida en que la podemos reconocer en formas visibles y tangibles» (J. W. Goethe: «Simple imitación de la naturaleza, maniera, estilo» (1789), en Escritos de arte, op. cit., p. 69).
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Sobre la relación entre la idea y el concepto la forma contingente de los fenómenos, que cambia con suma rapidez, sino la esencia de la naturaleza o de la humanidad, que permanece eternamente idéntica a sí misma, precisamente porque es la idea, que se encuentra fuera del tiempo: por este motivo, asimismo, las obras auténticas no pertenecen a ninguna época, sino al conjunto de la humanidad. Esto hace que las obras de los pintores, escultores y poetas auténticamente geniales de cualquier época, como Homero, Dante, Calderón o Voltaire, puedan ser gozadas aún hoy. A menudo, tales obras fueron acogidas con indiferencia por sus propios contemporáneos, sin que fuese reconocido su auténtico valor; y esto se debió, precisamente, a que desdeñaron ajustarse al espíritu de su propia época, es decir, a los conceptos de la misma, encontrándose incluso siempre en cierta contradicción con ella, porque ponían de manifiesto sus errores de forma mediata y negativa. Fueron reconocidos de forma tardía, y a regañadientes; pero precisamente por eso no pueden envejecer, y dirigen la palabra incluso a épocas muy posteriores, de forma siempre nueva y fresca. Un ejemplo filosófico: ¡cuánto ha envejecido Christian Wolf, hasta el punto de hacerse insufrible!; en cambio, ¡qué joven y fresco nos parece siempre Platón! Todo esto permite ver con claridad por qué el genio debía apelar el juicio emitido por su época ante el tribunal de la posteridad; ahora bien, ¿quién es esa posterioridad? ¿hace el tiempo más sabia a la generación siguiente? ¡Oh, no! La multitud, la gran mayoría, que es la que decide, siempre carece de sentido para lo más grandioso producido por cada época; pero los escasos seres humanos dotados de un juicio autónomo y correcto, aunque ellos mismos no son capaces de producir obras inmortales, son capaces, sin embargo, de captarlas y reconocer lo auténtico; estos sujetos son raros, por lo que aparecen de forma gradual a lo largo del tiempo; han adquirido autoridad de otro modo, y por ello su juicio vale ante sus contemporáneos. Estos pocos que aparecen sucesivamente, depositan su juicio de reconocimiento de las obras auténticas a lo largo de los siglos; tales voces se van sumando lentamente, constituyéndose así el tribunal al que se cree cuando se apela a la posteridad. Pues una generación no tiene tantas cabezas capaces de juicio como resultan necesarias para fundamentar una autoridad permanente.
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Arthur Schopenhauer La alegoría Si el fin del arte es comunicar la idea captada, que aparece precisamente a través de la mediación ejercida por el espíritu del artista, en el que aparece limpia y aislada de todo lo que le resulta extraño; si, asimismo, la idea puede captarla también cualquier individuo que, dotado de una receptividad más débil, carece en absoluto de productividad; si, en fin, es rechazable que el arte parta del concepto, no podremos aprobar que una obra de arte se destine de forma intencionada y explícita a expresar un concepto, como sucede con la alegoría [Allegorie]. Una alegoría es una obra de arte que significa algo distinto de lo que representa. Α [ λλο µε;ν αjγορευvει, α[λλο δε; νοει. ˆ 3 Lo alegórico se contrapone a lo kyriológico.4 (Ilustr.). Ahora bien, lo intuitivo –y, en consecuencia, también la idea– se expresa inmediata y perfectamente a sí mismo, sin necesidad de que medie otra cosa que lo indique. Por consiguiente, aquello que se indica y representa de esta manera por otra cosa completamente diferente, porque por sí mismo no puede ser traído ante la intuición, es siempre un concepto, y, en consecuencia, el espíritu del espectador es conducido fuera de la representación intuitiva expuesta hacia otra no intuitiva, sino abstracta. Aquí, el cuadro o estatua ha de producir lo mismo que produce la escritura, sólo que más perfectamente. Así, aquello que aquí aparece como fin no es el fin del arte que acabamos de indicar, esto es, la exposición de la idea, sólo intuitivamente captable. Para lo que aquí se pretende no se requiere en absoluto una gran perfección en la obra de arte, sino que basta con que se vea qué es lo que ha de ser la cosa en cuestión: si se sabe esto, se ha logrado el fin; pues ahora el espíritu se ve conducido a una representación completamente distinta, a un concepto abstracto, que era el objetivo propuesto. Por eso las alegorías no son en el arte figurativo más que jeroglíficos; y si, por lo demás, tienen algún valor artístico como representaciones intuitivas, éste no les adviene en tanto que alegorías, sino en tanto que son otra cosa diferente; así, por ejemplo, Las Horas de Poussin, El genio de la fama de Annibale Carracci, o La Noche 3. 4.
«Dice algo diferente de lo que inmediatamente aparece». Kiriología: uso de expresiones propias, en contraposición al empleo de expresiones figuradas.
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Sobre la relación entre la idea y el concepto del Correggio5 son cuadros muy bellos; pero esto es algo completamente independiente del hecho de que sean alegorías. Como tales, su rendimiento equivale al de una inscripción, e incluso vale menos. Antes planteé la diferencia entre la significación real y nominal de un cuadro: en los cuadros alegóricos, la significación nominal equivale justamente a lo alegórico, al pensamiento que debe suscitar el cuadro como tal; el significado real es lo que éste efectivamente representa; por ejemplo: en Las Horas de Poussin, el sentido alegórico del ciclo de las estaciones del año está condicionado por el tiempo mismo, que constituye su significado nominal. Sin embargo, el real, que es el que efectivamente se expone, son cuatro bellas jóvenes que danzan en círculo, al compás de la música tocada por un decrépito anciano, junto al cual se encuentra un reloj de arena: esta significación real, esta exposición intuitiva, expresa ideas: la idea del ser humano como mujer joven, como anciano, etcétera; pero esta significación real actúa sobre el espectador en tanto éste no piensa en el sentido nominal, alegórico; pues si dirige su atención a dicho sentido, abandona la intuición, que ahora se ve ocupada por conceptos in abstracto: el tránsito de la idea al concepto siempre supone una caída. En la antigua Colección Giustiniani6 se encuentra una representación alegórica del amor sensual o lujurioso de Michelangelo da Caravaggio;7 se trata de un bello cuadro: un jovencito alado, con arco y flechas, y con la expresión de un placer salvaje en el rostro; a sus pies tiene una armadura, libros, instrumentos matemáticos y musicales, y también una rama de lau5.
6.
7.
Schopenhauer alude a La danza de la vida humana de Poussin (con dos versiones: una, fechada h. 1631, en la Colección Wallace de Londres; otra, h. 163840, en la National Gallery de Edimburgo); al Gruppo d’angeli de Annibale Carracci, pintado para el oratorio del Palazzo Farnese de Roma (1600), actualmente en la Galleria Nazionale di Capodimonte, y a La Noche o Adoración de los pastores del Correggio (1522, Dresde, Gemäldegalerie). Expuesta en el Palacio del marqués Vincenzo Giustiniani, e inaugurada h. 1637, reunía unas 650 esculturas antiguas y numerosos lienzos. Según Filippo Titi (Studio di pittura, scoltura et archittettura, 1763) «Non ci è in Roma palazzo alcuno che contenga in se raccolta più copia di bassirilievi e statue antiche» [«No existe otro palacio en Roma que reúna una colección tan rica de relieves y estatuas antiguas»]. Se trata del Amor victorioso (h. 1602, Berlín, Staatliche Museen Preussischer Kulturbesitz, Pinacoteca).
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Arthur Schopenhauer rel, corona y cetro, para expresar que el placer de la lujuria es tan grande que, allí donde impera, todos los impulsos más nobles pasan a un segundo plano, dominando triunfalmente al hombre entero; este pensamiento abstracto es la significación alegórica, nominal, y conduce abiertamente de lo efectivamente expuesto a los simples conceptos; sin embargo, la significación alegórica va aquí tan estrechamente unida a la representación real, que uno se desvía fácilmente de aquélla a ésta. El auténtico valor de la imagen no radica, empero, en que sea la expresión de una sentencia moral, sino inmediatamente en la representación de ese jovencito desnudo. Desde cualquier punto de vista es peor la alegoría de Luca Cambiaso, destinada a expresar el pensamiento del amor universal humano mediante una mujer arrodillada, lánguida, alrededor de la cual trepan tres niños, a uno de los cuales le da el pecho.8 Esto expresa muy débil e indirectamente el pensamiento del amor humano, pues el pensamiento no se vincula fácilmente al cuadro, como sucede con aquel otro. En las grandes pinturas al fresco de Rafael en el Vaticano aparece, entre otras, la figura decorativa de una mujer grande y bella que tiene una rienda en la mano, que equivale al autodominio:9 resulta manifiesto que la figura es únicamente un jeroglífico muy imperfecto para expresar esto, y que no nos dará ningún otro pensamiento sobre el autodominio que el que nos ha aportado; el valor del cuadro radica por entero en lo efectivamente expuesto: una mujer bella y fuerte, con lo que debe olvidarse por completo la significación alegórica como algo que, a la postre, resulta ajeno a los fines del arte. A menudo, la significación nominal, o intención alegórica, perjudica a la significación real, es decir, a la verdad intuitiva. Tal es el caso de la famosa Noche del Correggio: en esta ha de entenderse la luz de forma propiamente alegórica; pero la emanación de tal luz desde el Niño, sin que exista un foco de luz propiamente dicho, es algo antinatural y, por bellamente que esté ejecutada, choca contra la verdad de lo intui-
8.
9.
La Carità, pintada por Luca Cambiaso (1527-1585), formaba parte, como el cuadro anterior, de la antigua Galleria Giustiniani; actualmente se encuentra en Berlín. Alude a la Alegoría de la Templanza, pintada por Rafael h. 1508; pertenece al conjunto de Las Virtudes Cardinales, que decora la Stanza della Segnatura del Vaticano.
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Sobre la relación entre la idea y el concepto tivo, de la naturaleza. Un ejemplo de un cuadro en el que el sentido alegórico suprime toda verdad captable de forma inmediata e intuitiva es un cuadro de Michelangelo da Caravaggio en el Palacio Borghese de Roma: todo el cuadro es un jeroglífico que debe expresar la sentencia bíblica: «La simiente de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente».10 Vemos a María con el Niño Jesús, de unos diez años, que coge, sin temor alguno, una serpiente por la cabeza, mientras que María observa la acción con toda tranquilidad. Junto a ellos se encuentra Santa Isabel, mirando al cielo de forma solemne y trágica (Ilustr. Cómo la verdad intuitiva exigiría algo completamente diferente): ¿Qué habrían pensado de esto un griego o un romano? En cambio, también hay cuadros alegóricos, que son al mismo tiempo históricos, en los que el sentido alegórico sólo se les añade arbitrariamente, y el significado nominal (alegórico) no interfiere en absoluto con el real, puesto que el cuadro posee un sentido y fin perfectos, prescindiendo incluso de la significación alegórica: en este caso la alegoría es, por cierto, completamente admisible. Así en las Logias de Rafael El origen de la discordia se encuentra expresado por esta imagen: Adán y Eva trabajan, mientras Caín y Abel disputan por una manzana.11 Aunque los cuadros alegóricos tienen a menudo mucho valor artístico, éste se diferencia por completo y es independiente de lo que constituye su aspecto alegórico. Una obra alegórica de tal tipo sirve a la vez a dos fines, a saber: a la expresión de un concepto y a la expresión de una idea. El fin del arte puede ser meramente la expresión de la idea, mientras que la expresión del concepto es un fin ajeno al arte, aunque, a modo de diversión puede concederse a un cuadro que ejerza las funciones de inscripción o jeroglífico: así, por ejemplo, el pensamiento de que el amor sexual es el más poderoso agente de la naturaleza se nos sugiere de forma agradable mediante la representación del amor que cabalga sobre un león, o que 10. Gén. 3, 15: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal». El cuadro en cuestión es La Virgen de los Palafreneros, o de la Sierpe (1605-1606, Roma, Galleria Borghese). 11. La Loggia de Rafael, en el Palacio del Vaticano (Roma), fue decorada h. 1519 con grutescos que enmarcan episodios del Antiguo y del Nuevo Testamento; aunque se la considera la «Biblia de Rafael», la factura de las pinturas exige atribuirlas más bien a su taller.
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Arthur Schopenhauer arrastra la maza y la piel de león de Hércules. Aquí la representación es en sí misma bella, y no entra en contradicción directa con la naturaleza, añadiéndose además la reflexión moral que expresa. Y lo mismo sucede con el tiempo que corta las alas al amor (figurado mediante un anciano con una guadaña y un reloj de arena). Esto se ha inventado para complacer a aquellos que son incapaces de responder a la auténtica esencia del arte, pero que, no obstante, son capaces de pensar algo cuando se enfrentan a un cuadro. Sucede como cuando una obra de arte es al mismo tiempo algo útil, sirviendo a la vez a dos fines, como ocurre, por ejemplo, con una estatua que es, al mismo tiempo, candelabro y cariátide; o un bajorrelieve que es, a la vez, el escudo de Aquiles. Las personas que aman el arte no admitirán ni lo uno ni lo otro. No negaré que un cuadro alegórico puede producir cierta impresión vivaz sobre el ánimo; pero también podría hacerlo, en las mismas circunstancias, una inscripción. Si, por ejemplo, alguien se hubiese propuesto fines nobles y dignos de gloria y, sin embargo, hubiese caído en las redes de la lujuria, al lanzar una mirada al cuadro alegórico de Michelangelo da Caravaggio podría sentir una viva emoción y despertar su conciencia; pero lo mismo sucedería si, de forma inesperada viese en alguna parte una inscripción del tipo: «Quien se entrega a los placeres es rechazado por las musas y renuncia al laurel de la fama». O si un hombre ha descubierto una importante verdad y, tras haberla expuesto, no encuentra crédito alguno, causaría sobre él un efecto poderoso y conmovedor un cuadro alegórico que le mostrase al Tiempo levantando el velo y dejando ver la Verdad desnuda; pero lo mismo sucedería si leyese la siguiente divisa: le temps découvre la vérité.12 Y aún más el refrán italiano il tempo è gallant uomo: dice la verità.13 Pues lo que aquí causa efecto es única y exclusivamente el pensamiento abstracto, no lo intuido; y el efecto es una reacción racional, no estética. Por consiguiente, en el arte figurativo la alegoría es un intento condenado al fracaso, porque sirve a fines ajenos al arte, que a menudo lo contradicen. Resulta completamente insoportable, empero, cuando se lleva tan lejos que la obra de arte se dedica a expresar sofisterías forzadas, o traídas por los pelos, con lo que cae en la necedad; por ejemplo: una 12. «El tiempo descubre la verdad». 13. «El tiempo, igual que un hombre honrado, dice la verdad».
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Sobre la relación entre la idea y el concepto tortuga para indicar el pudor femenino; el mirar de Némesis hacia su seno cubierto por una túnica, para indicar que ve lo oculto; o la sugerencia de Bellori de que Annibale Carracci cubrió la lujuria con un manto amarillo para indicar que sus goces pronto se marchitan, y se vuelven amarillentos como la paja... Por forzadas y carentes de gusto que sean tales interpretaciones, aún existe un vínculo entre lo que se representa y el objeto al que se refiere; ese vínculo se basa en la subsunción bajo un concepto genérico, o en una asociación objetiva de representaciones: por eso todo ello ha de denominarse alegoría. Todo ello se corresponde con la propia palabra [Αλληγοριvα, α[λλο µε;ν αjγορευvω, α[λλο δε; νοεvω: «digo algo diferente de lo que indico; pero se me entenderá: pues lo que quiero decir es un concepto, y lo que digo es un ejemplo conceptuoso [begriffnes Beispiel], que apunta por sí mismo al concepto». Otra manera de designar indirectamente al concepto, aunque siempre con algo concreto e intuitivo, es el símbolo [das Symbol]. Aquí se trata de la designación de una cosa mediante otra completamente diferente, faltando incluso aquel tipo de vinculación; de manera que, en consecuencia, la señal y lo designado no coinciden naturalmente y por sí mismos, sino de manera meramente convencional, es decir, mediante un acuerdo o convención, mediante una prescripción arbitraria y convencional. Entonces no se trata ya de una alegoría en sentido propio, sino de un mero símbolo. Así, la rosa es símbolo de la discreción; el laurel de la gloria; la palma de la victoria; la concha de la peregrinación; la cruz de la religión cristiana; la serpiente que se muerde la cola de la eternidad.14 A este ámbito pertenecen también las indicaciones basadas en simples colores: el amarillo, la falsedad; el azul, la fidelidad. La palabra símbolo, ξυvµβολον, de συµβαvλλειν, significa un acuerdo, un convenio. Se ha acordado que cierta imagen o señal debe indicar cierto concepto con el que no tiene por sí misma vinculación alguna. El origen del συvµβολον es la tessera hospitalis15 (ilustr.): según esto, cada señal de un convenio se llama συvµβολον; también la palabra recibe esta denominación (Aristót. Περι αι˘σθησ.); en definitiva, cualquier señal arbitraria... (Un antiguo lexicógrafo [fragm. Lexici Graeci Augustan. ad calcem Hermanni de emendanda ratione 14. Nota: «Símbolo de la filosofía: un oso enjuto..., o la Esfinge». 15. Señal de reconocimiento que permitía legitimar a los huéspedes amistosos.
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Arthur Schopenhauer Gramm. gr. p. 319] dice: «ειjκω;ν και; οJµοιvωµα [la imagen y la imitación] quieren decir aquello que φυvσει [por naturaleza] sería comprendido por doquier, como por ejemplo la imagen de un león; en cambio, συvµβολον ` [señal], indican aquello que sería θεvσει [por con[símbolo] y σηµειον vención], como por ejemplo las señales para la paz y la guerra, que eran para los romanos de una forma y para los persas de otra»). Los iniciados en los misterios tenían ciertas señales por las que se reconocían. Casi todas las religiones tienen símbolos, señales, con las que los creyentes vinculan ciertos conceptos; y especialmente donde estos conceptos son oscuros, místicos, no pueden captarse fácilmente, y no están determinados con gran precisión, de manera que incluso una opinión y significación correctas se convierten en motivo de disputa entre los creyentes, hace acto de presencia el símbolo; lo que es útil, porque indica el concepto de forma meramente universal, dejando al buen arbitrio de cada cual una determinación más ajustada, designándolo universalmente como un simple punto de unificación de la fe. Tal sucede con los sacramentos. Así parece que, entre los antiguos egipcios, los ídolos simbólicos, que incluso se aproximaban a los jeroglíficos, de Osiris, Isis, Anubis, Harpokrates, Horus o Typhon, han designado conceptos completamente diferentes para los distintos tipos de contempladores, aunque todos se unían a través del símbolo. Así, Isis y Osiris, al parecer, eran para el pueblo personajes reales, dioses corporeizados, que vivían y morían sobre la tierra. Otros, más ilustrados, como los sacerdotes, pensaban en ellos como grandes objetos físicos y astronómicos, Isis = Egipto, Osiris = Nilo, o también el Sol; y la misma relación establecían entre los demás planetas o períodos astronómicos y los sucesos de su vida. Finalmente, los verdaderamente iniciados, veían en aquellos mitos y esculturas sólo la designación simbólica de verdades metafísicas universales, concernientes a la esencia interna de la naturaleza. En nuestros días, este uso religioso del símbolo ha conducido a algunos a la extravagancia de mezclar el rango religioso del símbolo con su rango estético. Así, hablan con reverencia y misterio del símbolo en general. Algunos artistas hacen alegorías, con un gusto falso, denominándolas símbolos, porque creen que así hablan de manera más exquisite, y son más elegantes. Pero de hecho el símbolo no es otra cosa que lo descrito: pues debemos utilizar las palabras según su significación original y etimológica, y no según las modas y las extravagan-
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Sobre la relación entre la idea y el concepto cias actuales. La alegoría y el símbolo se diferencian por su asunto y por la expresión. En el arte el símbolo es, por consiguiente, algo aún más bajo que la alegoría, ya que se trata de algo completamente arbitrario, convencional, que no se apoya en nada objetivo, sino sobre una determinación arbitraria y subjetiva. Para la vida, los símbolos son a menudo útiles, especialmente en los misterios y religiones; pero su valor es completamente ajeno al arte. Han de considerarse enteramente como jeroglíficos, o como la escritura china: son semejantes al arbusto que indica una fronda; la llave, que representa al chambelán; o el mandil que alude a los mineros; la parole es un símbolo; todos los blasones de armas son símbolos. Finalmente, aun tenemos el emblema [das Emblem], que es un símbolo fijado de una vez por todas, a través del cual se hacen reconocibles ciertos personajes míticos o históricos, así como personificaciones de conceptos: los animales de los Apóstoles;16 la lechuza de Minerva; la manzana de París; el ancla de la esperanza; el arco y las flechas del amor; el bastón y las serpientes de Esculapio, etcétera. El campo de juego específico de los símbolos y emblemas son los anillos con sello, viñetas, etcétera, porque aquí la intención no es tanto transmitir algo bello sino algo significativo, una señal, en la que reconocer a una persona o su intención; a menudo algo muy misterioso (el pez, ιjχθυvς), al igual que es éste el origen de todas las armas, cuya naturaleza es completamente simbólica.17 La perspectiva expuesta sobre la alegoría, y su inutilidad para el arte figurativo surge de mi misma exposición sobre el arte; ahora bien, esta perspectiva se opone por completo a la de Winckelmann: él habla a favor de la alegoría, considerándola incluso el fin más elevado del arte, cuando dice que éste consiste en «la exposición de conceptos universales y de cosas no sensibles».18 Cada uno puede pensar lo que le plazca sobre qué 16. Schopenhauer debe referirse en realidad a los símbolos de los Evangelistas. 17. Philonenko ha destacado la relativa incomprensión por parte de Schopenhauer de la esencia del símbolo (cfr. A. Philonenko: op. cit., p. 201). Este deprecio del símbolo es esencial para entender la superioridad que Schopenhauer adscribirá siempre al arte clásico: recordemos la anotación fechada en 1821, transcrita en nuestra introducción, en la que nos dice: «Las esculturas griegas inciden en la intuición, y por ello son estéticas. Las indostánicas quedan consagradas al concepto; de ahí que sean meramente simbólicas» (HN III, 85 (36) [F I, 51]) (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 36, p. 84). 18. Gesamtausgabe, Dresde, 1808, t. I, pp. 55 y ss.
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Arthur Schopenhauer perspectiva es la más correcta. Yo, honradamente, he de rechazar esta posición de Winckelmann, y otras parecidas sobre la auténtica metafísica de lo bello, por mucho que en general le reverencie: precisamente esto demuestra que se puede tener la más grande receptividad para la belleza artística y un juicio correcto sobre las obras de arte, sin que se esté, en cambio, en condiciones de ofrecer una justificación abstracta, propiamente filosófica del arte. En el ámbito de la ética sucede lo mismo: uno puede ser muy noble y virtuoso, y tener una conciencia moral capaz de decidir con la precisión de una balanza para pesar oro sobre los casos concretos; pero no por ello se está en situación de fundamentar y exponer in abstracto el significado ético de las acciones. La alegoría mantiene, sin embargo, una relación completamente distinta con la poesía [Poesie] que con el arte figurativo: si resulta rechazable en el arte, en poesía es permisible y útil. Pues en el arte figurativo lo inmediatamente dado es lo intuitivo, y precisamente lo intuitivo es también el fin de todo arte; pero la alegoría se aparta aquí de este fin, para dirigirse a pensamientos abstractos. En poesía la relación es inversa: aquí lo dado inmediatamente en las palabras es el concepto, y el fin inmediato es siempre llevarnos desde éste hacia lo intuitivo, cuya exposición ha de realizarse a través de la fantasía del oyente. Si en el arte figurativo se es conducido desde lo inmediatamente dado a algo diferente, ésto último debe ser siempre el concepto, porque aquí lo que no puede darse inmediatamente es sólo lo abstracto; pero un concepto nunca puede ser el fin u objetivo de una obra de arte. En cambio, en la poesía, el concepto es el material de la representación, lo dado en primera instancia, por lo que puede abandonarse perfectamente para invocar algo intuitivo completamente diferente, que permite alcanzar propiamente la meta. La meta del arte es siempre la idea; pero ésta es en sí intuitiva y no requiere ninguna mediación; por esta razón, en el arte figurativo, cuya esfera de acción radica por completo en lo intuitivo, no puede tener lugar ninguna representación mediata, ni puede exigirse tránsito alguno de lo expuesto a otra cosa. En cambio, en la composición de un poema, puede ser absolutamente imprescindible algún pensamiento completamente abstracto, que por sí mismo e inmediatamente no es susceptible de intuibilidad alguna, y por ello resulta ajeno al arte; pero a menudo dicho pensamiento es traído a la intuibilidad por un ejemplo o caso particular, que se subsume en él.
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Sobre la relación entre la idea y el concepto De esta manera, el concepto, que en sí es ajeno al arte, y por consiguiente no es estético, se transforma en una idea, y queda asimilado por el arte. Así sucede ya en cada tropo o expresión figurada, en cada metáfora, comparación, parábola o alegoría. Todas ellas se diferencian en parte por la longitud y viabilidad de su exposición, y luego por algunos aspectos menos importantes, que sólo radican en la forma. Lo que tienen en común consiste, en pocas palabras, en que expresan los pensamientos a través de una imagen. Si ésta es meramente un caso especial del concepto del pensamiento, se denomina un ejemplo [ein Beispiel]. Si es expresado tanto el pensamiento mismo como la imagen, se trata de una comparación [ein Gleichniß], en la que habitualmente ambos miembros se relacionan mediante la expresión «igual que». Si, en cambio, no se expresa el concepto o el pensamiento mismo, sino que se plantea meramente la imagen, dejándole al oyente que se traslade por sí mismo al pensamiento, entonces tenemos la alegoría propiamente dicha [eigentliche Allegorie]; a ella pertenecen también la fábula [die Fabel] y la parábola [Parabel]: ambas son alegorías en sentido estricto. Cuando no se propone propiamente la imagen misma, sino que se la presupone tácitamente, y se dice del concepto lo que propiamente vale de la imagen, entonces se tiene la metáfora [Metapher], entendida en sentido estricto; por ejemplo: «la juventud se marchita pronto»; «su cólera se encendió y se apagó tan rápidamente como empezó»; «la clave del misterio». Ahora bien, una vez que la comparación ha cumplido su misión de hacer intuible lo abstracto y de reconducir el concepto a una idea, es abandonada de nuevo y se retorna al tema del poema. Por eso las comparaciones y alegorías tienen un importante efecto en las artes del discurso:19 Cervantes - [Ατε (Hom.: Iliada 19, 91) - Menenius Agrippa Caverna de Platón - Perséfone - Don Quijote - Gulliver. Alter hircum mulget, alter cribrum supponit;20 utilizado por Luciano para expresar un esfuerzo estéril. «Die deren nächtliche Lampe den ganzen Erdball erleuchtet».21 19. Los ejemplos citados a continuación aparecen en MVR , III, § L. 20. «Uno observa al chivo, otro sujeta debajo el cedazo» (Luciano: Demonax, 28). 21. «Aquellos cuya lámpara nocturna alumbra todo el globo terráqueo» (Ewald. Ch. von Kleist: Der Frühling, en Werke, Berlín, 1803, vol. I, p. 236).
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Arthur Schopenhauer Las alegorías que utilizan personificaciones de meros conceptos, especialmente cualidades humanas, como virtudes y vicios, afectos y pasiones, constituyen igualmente una caso especial de la alegoría; las representaciones de este tipo, especialmente las dramáticas, son denominadas por algunos alegorías κατ æεjξοχηvν.22 En poesía son a menudo excelentes. Horacio tiene algunas muy buenas: 1) Timor et minae Scandunt eodem quo dominus; neque Decedit aerata triremi, et Post equitem sedet atra cura.23 2) Scandit aeratas vitiosa naves Cura, nec turmas equitum relinquit, Ocior cervis, et agente nimbos Ocior Euro.24 3) Te semper anteit saeva Necessitas Clavos trabeales et cuneos manu Gestans ahena, nec severus Uncus abest, liquidumque plumbum.25
Son alegorías poéticas los dichos pitagóricos: «Evita el camino de la multitud», o «no cortes el fuego con la espada». Pasan a lo simbólico cuando el concepto [Meinung] no puede descifrarse, sino que necesita indicarse explícitamente: «No rasgues la corona»; «no te sientes sobre la fanega». Acciones alegóricas en la realidad: Tarquinius Superbus corta las cabezas de las adormideras más altas, para indicar a su hijo Sextus que 22. «Alegorías por excelencia». 23. «Pero el Temor y la Inquietud le siguen / en la nave de bronce guarnecida, / o cabalga, ciñéndole, a la grupa / de su corcel veloz, la negra cuita» (Horacio: Od. III, 1 [trad. de B. Chamorro]). 24. «No; que [el afán] a las naves bronceadas sube, / y sigue al escuadrón de caballeros, / más veloz que los gamos / y más veloz que el proceloso Euro» (Horacio: Od. II, 16 [trad. de B. Chamorro]). 25. «Precédete Necesidad, que lleva / en su mano cruel clavos trabales, / aguda cuña y plomo derretido, / y garfio amenazante» (Horacio: Od. I, 35 [trad. de B. Chamorro]).
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Sobre la relación entre la idea y el concepto debe exterminar a los nobles de Gabii. Acciones simbólicas: entrega del pan y la sal al señor de la tierra como signo de sumisión. (Una acción alegórica se encuentra en Herodot. IV, 131 y ss.). En Roma existió una alegoría específicamente arquitectónica: aquella por la cual sólo se podía acceder al Templo de la Fama atravesando el Templo de la Virtud. Por consiguiente, siendo siempre lo dado para la alegoría poética el concepto, que ha de hacerse intuible mediante una imagen, ésta puede ser expresada o apoyada a veces mediante una imagen pintada; pero ésta no se convierte por ello en una obra del arte figurativo, sino que ha de considerarse simplemente como un jeroglífico, que actúa a modo de señal, y que no pretende tener un valor pictórico sino sólo poético. Ejemplos: Lavater. Lápida sepulcral. Árbol genealógico.26 Las alegorías de este tipo han de incluirse siempre en lo poético y no en lo pictórico; y en este ámbito se encuentran justificadas. Pero también aquí la ejecución figurativa es siempre algo secundario, sin que se exija de ella otra cosa que representar el asunto de forma reconocible. También hay que incluir aquí la expresión del concepto según el cual reconocemos fácilmente los errores ajenos y no los propios, mediante la imagen de un hombre que se cuelga dos alforjas: en la que va delante, cuelga los errores ajenos; en la de atrás, los propios. Es una ocurrencia ingeniosa que causa efecto tanto dicha como pintada. Ahora bien, al igual que en el arte figurativo, también la alegoría pasa a convertirse en símbolo en poesía cuando entre lo representado y lo designado existe una conexión abstracta y nada más que arbitraria. Un defecto del símbolo es que con el tiempo se olvida su significado, hasta que, por así decirlo, enmudece: así la Revelación o Apocalipsis de Juan, entendido como alegoría poética, equivale a las imágenes representadas por los jeroglíficos egipcios.
26. Estos ejemplos aparecen en MVR, III, § L, ad finem.
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Sobre el arte poético
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Sobre el arte poético
Tras nuestra exposición de la teoría general de las bellas artes, podemos suponer que, al igual que sucede con las artes figurativas, también la poesía [die Poesie] tiene como finalidad revelar los grados de objetivación de la voluntad, las ideas, y comunicarlas al oyente con la precisión y vivacidad con las que las capta el sentimiento poético. Las ideas son esencialmente intuibles; en poesía, empero, lo único inmediatamente comunicable con palabras es el concepto abstracto; pero la intención es permitir al oyente intuir mediante los representantes de estos conceptos las ideas de la vida [die Ideen des Lebens], cosa que sólo puede suceder con ayuda de su propia fantasía. Así pues, el objetivo es poner en movimiento dicha fantasía en correspondencia a tal fin; pero sucede que con las palabras no puede comunicarse otra cosa que conceptos abstractos: éstos son el material que utilizan tanto la poesía como la más seca prosa. Por eso las palabras operan inmediatamente sobre la razón, no sobre la fantasía. Esto sólo pueden hacerlo mediatamente. Por consiguiente, le incumbe al poeta poner en movimiento la fantasía, valiéndose del efecto generado por los conceptos, de manera que sea ella misma la que
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Cfr. MVR I, libro III, § LI; MVR II, caps. 37-38 y PP, §§ 222-225 y 227-230.
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Arthur Schopenhauer genere en el oyente aquellas imágenes en las que se reconocen precisamente las ideas que el poeta le pretende comunicar.1 Ahora trataremos de ver de qué medios se vale para conseguirlo: 1) El primer medio es la composición de conceptos [die Zusammensetzung der Begriffe]: dicha composición debe darse de tal manera que las esferas de los conceptos se crucen, a fin de que ninguno de ellos pueda mantenerse en su universalidad abstracta; así se genera ante la fantasía un representante intuitivo [ein anschaulicher Repräsentant] del concepto, que las palabras del poeta se encargan de modificar convenientemente, según lo requiera la intención del momento. El poeta procede igual que un químico, que vierte y combina dos fluidos completamente claros y transparentes para obtener un precipitado sólido; análogamente, el poeta sabe combinar los conceptos de tal manera que logra extraer de su universalidad abstracta, incolora y transparente una representación concreta, individual e intuitiva, que se materializa ante la fantasía del oyente. Esta evocación de representaciones intuitivas resulta necesaria, porque la idea sólo es conocida intuitivamente, y el fin del arte es alcanzar el conocimiento de la idea. Tanto en química como en poesía, la maestría consiste en obtener siempre el precipitado que se desea: la unión de los conceptos ha de ser tal que de ella surjan siempre ante la fantasía las imágenes propuestas. Los numerosos epítetos propios del discurso poético sirven a este fin. Se trae cada concepto principal desde su generalidad a una determinación cada vez más grande, hasta hacerlo intuible a través de los epítetos. Por eso Homero pone un adjetivo casi al lado de cada sustantivo, cuyo concepto reduce considerablemente la esfera del concepto principal, situándolo mucho más cerca de la intuibilidad. Así, denomina a Zeus ευjρυvωψ, «el que ve lejos»; y también τερπικεvραυνος, «el que se complace con los truenos»; a Poseidón le llama εjννοσι˘γαιος, «el que conmueve la tierra»; a Apolo, εJκατηβοvλος, «el que combate a distancia»; a Iris, ποδηv νεµος, «rápida como el viento»; a Afrodita, φιλοµµειδηv ς, «la que ríe gozosa»; a las palabras las califica de ε[ πη 1.
En 1829 anota Schopenhauer: «La definición más auténtica y sencilla de la poesía bien podría ser ésta: el arte de poner en marcha la imaginación» (HN III, 577 {181 [A 240]} (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 261, p. 236).
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Sobre el arte poético πτεροvεντα, «aladas»; al mar de πολυvφλοισβος, «aquel que brama»; dice de la tierra que es ζηvδωρος jα[ρουρα, «la que da vida y alimento a todo»; de la muerte que es θαvνατος τανηλεγηvς, «la que mata por do` ζωvοντες, «los que viven con quier»; a los dioses los denomina ρJεια facilidad y sin preocupación», mientras que a los mortales los considera δειλοι; βροτοι˘, esto es, «cargados de fatigas». Hesíodo llama a las chispas del fuego que Prometeo robó a Zeus αjκαµαvτοιο πυρο;ς τηλεσκοvπον αjυ>γη˘ν (Thegonía, 566): «la llama que se ve de lejos del infatigable fuego». (Ilustr.). Ejemplo de Goethe.2 Por consiguiente, los epítetos, convenientemente utilizados, son el principal medio para poner en movimiento la fantasía, al conducirla desde la universalidad de los conceptos a lo específico y determinado. 2) El segundo medio para poner en movimiento la fantasía es hacer intuible lo expuesto [die Anschaulichmachung des Dargestellten], es decir, lo que suele denominarse vitalidad de la exposición y de la expresión. Es conducir el concepto a la intuición. Esto se logra porque el poeta no se limita a decir de manera fría y genérica lo que sucede, sino que lo pinta designándolo de forma completamente determinada, de manera que abandona la universalidad del concepto abstracto, y desciende a lo completamente específico, a lo concreto, tan completamente determinado y perfectamente designado con pocas palabras, que la imagen hace acto de presencia ante la fantasía. Así, Homero no dice lisa y llanamente «era de día», sino: [Ηµος δ v ηjριγεvνεια (temprana) φαvνηv ρJοδοδαvκτυλος jΗωvς3
o también (Il. 19, 1): jΗω;ς µε;ν κροκοvπεπλος αjπ v Ωκεαvνιο ρJοαvων ` 4 [Ωρνυθ v, ιJνα αjθαναvτοιοι φοvως φεvροι η{δε βροτοισιν 2. 3. 4.
El ejemplo, citado en MVR, § LI, corresponde a la Balada Mignon, v. 3: «Una ligera brisa ondea en el cielo azul, / el mirto reposa y el laurel se yergue». «Así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos...» (Odisea, XVII, 1 [trad. de Luis Segalá y Estalella]). «De las olas del Océano salía Eos, la del azafranado peplo, para llevar la luz a los Inmortales y a los hombres...» (trad. L. Hernández Alfonso).
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Arthur Schopenhauer y Shakespeare: Good morrow, masters, put your torches out: The wolves have prey’d; and look the gentle day, Before the wheels of Phoebus, round about Dapples the drowsy east with spots of gray. Much ado.5
Homero no dice simplemente: «Era por la tarde», sino: ∆υvsετο τ v ηjεvλιος σκιοvωντο δε; πασαι αjγυιαι˘ 6 `
y Goethe: Der Abend wiegte schon die Erde Und an den Bergen hieng die Nacht. Schon stand im Nebelkleid die Eiche, Ein aufgethürmter Riese, da, Wo Finsterniß aus dem Gesträuche Mit hundert schwarzen Augen sah.7
Así describe Homero cómo Pándaros disparó una flecha a Menelao (Il. 4, 124): Αυjτα;ς εjπειδη; κυκλοτερε;ς µεvγα τοvξον ε[τεινεν, ` δε; µεvγ v ι[αχεν, α\λτo δ vοjι>στοvς Λι˘γξε βιοvς, υευρε jΟξυβεληvς, καθ v ο{µιλον εjπι˘πτεσθαι µενεαι˘νων.
Traducción: «Y cogió a la vez la flecha y el nervio de buey, y trayéndolos hacia sí, hizo que el nervio rozase su tetilla y la punta de bronce toca5.
6.
7.
«Buenos días, maeses. Apagad vuestras antorchas. Los lobos han hecho ya sus presas, y, mirad, el día gentil, nuncio de las ruedas de Febo, varetea de manchas grises el oriente adormecido. Gracias a todos y dejadnos. Pasadlo bien» (Mucho ruido y pocas nueces, V, 3 [trad. L. Astrana Marín]). «Púsose el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos» (Odisea II, 388 [trad. L. Segalá y Estalella]). Al margen: Virgil. Aeneid., 8, 369: «Nox ruit et fuscis tellurem amplectitur alis» («La noche cae rápida, envolviendo al mundo en la negrura de sus alas» [trad. de A. Espinosa Polit]). «Aún acunaba la tarde la campiña; / allá arriba, en las cumbres, noche era. / En su capa de bruma el roble envuelto, / al modo de gigante centinela, / erguíase allí donde sus miles ojos / negros avizoraban la tiniebla» (Salutación y despedida [trad. de R. Cansinos Assens]).
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Sobre el arte poético ra en el arco; y el nervio vibró con fuerza, y la flecha aguzada salió, deseosa de volar a través de la muchedumbre.8
Que tras la muerte acaba toda diferencia de estado es un pensamiento vulgar, pero si se hace intuible puede arrebatarnos y conmovernos: el califa Harun Al-Raschid se encontró un ermitaño que miraba atentamente una calavera: «¿Qué haces con esto?» –le dijo–; y el ermitaño le respondió: «Trato de averiguar si ha sido el cráneo de un mendigo o de un monarca». El pensamiento de que los filósofos e investigadores ilustran al género humano se hace insólitamente conmovedor con la imagen intuitiva de un verso del poema Primavera de Kleist, donde los llama: Die deren nächtliche Lampe den ganze Erdball erleuchtet.9
Es curioso que esta capacidad para hacer intuibles las cosas, aunque se alcanza mediante un descenso hasta lo completamente determinado e individual, debe evitar toda expresión innoble, lo que implica una peculiar dificultad. Especialmente han de evitarse todas aquellas expresiones que designan conceptos ruines, bajos o vulgares; en cambio, la expresión universal siempre es la más noble; por ejemplo: «estaba en la puerta» tiene algo de vulgar, pero no «estaba ante la entrada»; análogamente: «se quitó el vestido» debería sustituir a «se quitó el abrigo»; o «lo guardó en un arca» a «lo puso en una caja». Por tanto, la intuibilidad no debe alcanzarse restringiendo los conceptos [die Enge der Begriffe], sino mediante la intersección de los mismos, como hemos indicado anteriormente. Todos los grandes poetas tienen el don de la intuibilidad, porque parten de las intuiciones que les ofrece su fantasía y no de conceptos, como les sucede a los imitadores. Es tan necio atrevimiento tratar de suscitar en otras personas una intuición vivaz cuando uno mismo no tiene sino meros conceptos, como querer transmitir calor cuando se tiene frío. Pero cuando este don roza lo maravilloso es cuando nos permite 8. 9.
Traducción de L. Hernández Alfonso (Schopenhauer cita según la traducción de Voß). «Aquellos cuya lámpara nocturna ilumina todo el globo terráqueo». Schopenhauer repite un ejemplo ya citado en el capítulo anterior.
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Arthur Schopenhauer intuir cosas que no conocemos realmente; porque, al no darse en la naturaleza, tampoco ha podido verlas el propio poeta; y, sin embargo, es capaz de describirlas de tal modo que sentimos que, si algo así fuese posible, habría de parecerse absolutamente a lo que estamos intuyendo. En este terreno Dante es único. Describe el Infierno a través de amplios cuadros que no pueden darse en el mundo real, pero tan verdaderos, que vemos la ciudad de los herejes, cuyas viviendas son ataúdes incandescentes; o el pantano de pez hirviente, del que los condenados sacan las cabezas como si fuesen ranas... Por eso digo que la grandeza del Dante consiste en que, mientras otros poetas tienen la veracidad del mundo real, él tiene una veracidad onírica [die Wahrheit des Traums], pues nos permite ver cosas increíbles, idénticas a las que vemos y nos engañan en los sueños. Es como si hubiese soñado cada canto por la noche y a la mañana siguiente lo hubiese escrito. Hasta tal punto todo ello ostenta una veracidad onírica. Muchos –creo que el primero fue Lessing– han creído que la intuibilidad se produce especialmente porque siempre se describen las cosas en movimiento y no en reposo. Eso parece a primera vista; pero de hecho no sucede así, pues también los objetos en reposo pueden ser objeto de una elevada intuibilidad: Dice Voß: Auf die Postille gebückt, zur Seite des wärmenden Ofens.10
Y Shakespeare, en What you will, 2,4: She sat like patience on a monument Smiling at grief.11
Resulta por completo contingente que la mayor parte de las representaciones dotadas de un elevado grado de intuibilidad describan cuadros en movimiento: esto se debe a que en el curso de la composición del poema existen muchas más ocasiones para describir escenas movidas que estáticas, ya que éstas últimas aportan poco a la acción global. 10. «Encorvado sobre las postillas, al lado de la estufa caliente» (El septuagésimo cumpleaños. Comienzo). 11. «[...] y convirtióse en imagen de paciencia, / vistiendo de sonrisa el sufrimiento» (Noche de Reyes o Como gustéis [trad. de M. A. Conejero]).
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Sobre el arte poético 3) Un tercer medio para poner la fantasía en movimiento, de manera que llegue a intuir lo que el poeta pretende, es la concentración y propiedad de la expresión, proprietas verborum, lo adecuado de la denominación; esto es, que el poeta haya sabido captar y expresar únicamente la esencia íntima de la cosa, sin que lo contingente o no esencial se mezcle en ello. Cuando esto sucede, la cosa se encuentra ante nosotros, sin que se requiera ni una palabra más: sentimos lo que se nos indica y nos representamos lo que no resulta esencial con los colores que nuestro humor nos dicta. Ya en la conversación se distingue a primera vista al hombre dotado de riqueza de espíritu del hombre común, porque sus palabras se adecuan plenamente a la cosa, mientras que los hombres vulgares sólo utilizan en la conversación frases comunes, cuyo intercambio equivale a la calderilla monetaria de un país. El individuo dotado de riqueza espiritual, imprime a sus palabras un sello propio, al igual que sucede con un rey que acuña su propia moneda. En los grandes poetas encontramos esto en grado superlativo. Cada bello pasaje de un poeta nos ofrece un ejemplo de esto: siempre vemos traslucirse el pensamiento a través de sus palabras con la misma claridad con la que resulta visible el cuerpo a través de un vestido mojado y fuertemente ceñido. Mientras los malos poetas buscan a tientas entre miles de palabras e imágenes, amontonando expresiones sin encontrar las correctas, el verdadero poeta expresa con una única palabra la cosa entera, de manera que su imagen se presenta ante nosotros con total claridad. Cada línea de un buen poeta constituye un ejemplo de ello. Shaksp. Troilus and Cressida: Cressidea y Diomedes flirtean y se acarician: Thersites los acecha y dice: How the devil luxury, with his fat rump and potato finger tickles these two together.12
12. «Cómo el diablo Lujuria con su gruesa grupa y sus dedos de patata los conquillea a los dos» (V, 2 [trad. L. Astrana Marín]). Nota al margen: Virgil. Aen. 10, 745: «Illi dura quies oculos et ferreus urguet / Somnus, in aeternam clauduntur lumina noctem» («El infeliz cierra los muertos ojos al férreo sueño de la noche eterna» [trad. de A. Espinosa Pólit]).
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Arthur Schopenhauer «Kennst Du das Land» de Goethe es un excelente ejemplo en todos sus aspectos. La descripción de la vida humana en As you like, acto 2, escena 7 de Shakespeare.13 Igual sucede con el Zigeunerlied de Goethe: Im Nebelgeriesel, im tiefen Schnee, Im wilden Wald, in der Winternacht, Ich hörte der Wölfe Hungergeheul, Ich hörte der Eulen Geschrei.14
4) Un cuarto medio, plenamente coincidente con el que acabamos de explicar, es la concisión de la expresión [Kürze des Ausdrucks]. La
Piensen en estos versos si ven alguna vez el original del Gladiador Moribundo en el Capitolio, o el vaciado realizado por Mengs en Dresde. ¡Qué proprietas verborum! 13. «DUQUE.- Veis que no estamos solos en la infelicidad: / este gran teatro que es el universo / más tristes espectáculos ofrece que la escena / en donde actuamos. JAQUES.- ¡El mundo es un gran escenario / y simples comediantes los hombres y mujeres! / Y tienen marcados sus mutis y apariciones / y en el tiempo que se les asigna hacen muchos papeles, / pues en siete edades se dividen sus actos: la infancia va primero, que llora y que babea en manos de su ama. / Luego es el muchacho llorón que arrastra su mochila / y su cara resplandeciente por la mañana, como caracol / cansado, hasta la escuela. Luego el amante / suspirando como un fuelle, entonando baladas / tristes que dedica a las cejas de la amada. Y el soldado / profiriendo juramentos, con barbas de leopardo / celoso de su honor, duro y eficaz en la pelea, / tras las pompas de la gloria que quiere ver / hasta en la boca del cañón. Y la justicia, / de hermosa panza abombada, repleta de capones, / ojos severos, corte de barba al uso / repartiendo lugares comunes y sentencias, / así representando su papel. La sexta edad / muestra con sus pantuflas a Pantalón enjuto / con anteojos sobre la nariz y bolsa en el costado; / sus calzas juveniles, que ha conservado bien, le quedan / anchas en sus piernas escuálidas, y su corazón / viril, que atipla como un niño, suena a caramillo / y a flauta. Y la escena final –con la que termina esta historia azarosa– es la segunda infancia o el olvido, / ciego, desdentado, sin paladar, sin nada» (trad. de M. A. Conejero, J. V. Martínez Luciano y Jenaro Talens). 14. «En medio de la bruma y de la nieve densa, / en el bosque bravío, en la noche de invierno, / oyera de los lobos el famélico aullido / y el graznar de los búhos de fatídico acento» (trad. de R. Cansinos Assens).
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Sobre el arte poético prolijidad es siempre mala; pero en poesía suprime todo el efecto. La mezcla de conceptos ocasionada por la multiplicidad de palabras nos detiene en el mero pensamiento, y no nos permite alcanzar la intuición. Precisamente porque el poeta ha elegido cuidadosamente las palabras, ha de procurar ser ahorrativo con ellas. Las palabras han de estar cargadas de contenido, de manera que con pocas palabras deben expresarse pensamientos que aporten muchas y vivaces imágenes a la intuición. Virg. Aen. 10, 360-361: [Haut aliter Troianae acies aciesque Latinae] Concurrunt, haeret pede pes, densusque viro vir.15
Sophocl. Philoct. 787: [Εστω το; µεvλλον.16
En esto radica todo el fatalismo, el sometimiento ante un destino contra el que no cabe luchar. Tenemos un ejemplo muy destacado de expresión concisa cuando en el 1.er acto de la Ifigenia de Goethe la protagonista narra por entero el destino de su estirpe, desde el viejo Tántalo hasta Agamenón. Cuando se unen, en fin, los dos medios citados para excitar la intuición en la fantasía –esto es, la adecuación y la concisión de la expresión–, se logra lo que se denomina fuerza de la expresión. Palmira, al final de Mahoma, se clava la daga en el pecho y le increpa a éste: Die Welt ist für Tyrannen, lebe Du!17
15. «...así se ensaña la feroz refriega / de Teucros y Latinos, que entrechoca, / pie con pie, guerrero con guerrero» (trad. de A. Espinosa Pólit). 16. «Venga lo que haya de venir» (Schopenhauer cita el v. 1230 de la edición de Erfurdt, Leipzig, 1805). 17. «El mundo es de los tiranos, así pues ¡sigue viviendo!» (último verso de la traducción de Goethe del Mahoma de Voltaire).
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Arthur Schopenhauer En King John un príncipe desdichado expresa de la siguiente forma su cansancio vital: Life is a tedious as a twice told tale, Vexing the dull ear of a drowsy man.18
Así se estimula la fantasía del oyente, siendo ella el medium en el que la poesía presenta y comunica las imágenes vitales y las ideas de la naturaleza. Con ello, la poesía aventaja a las artes figurativas, que no ponen la imagen ante la fantasía, sino ante los ojos. Así, allí donde la fantasía actúa como medium, la ejecución más concreta y los rasgos más finos resultan siempre lo más adecuado para la individualidad, la esfera de conocimientos, la formación y el humor de cada uno, estimulándolos vivamente, mientras que las artes figurativas no son capaces de acomodarse tanto a cada individualidad, sino que ofrecen una determinada imagen, que ha de valer para todos; a ello se añade que el artista tampoco puede abandonar por completo su individualidad, con lo que la imagen porta un matiz meramente subjetivo, verdadero para él, que ante los demás aparece, en cambio, como un añadido ajeno e inútil, un lastre, aunque ciertamente éste resulta tanto más reducido cuanto más objetivo, es decir, cuanto más genial es el artista. Este privilegio, esencial para la poesía, permite explicar por qué el pueblo, que constituye la gran mayoría de los seres humanos, suele sentirse mucho más viva y profundamente estimulado por un poema, una canción, una balada, un relato, un cuento o una novela, que mediante imágenes y estatuas. Reflexionen ustedes mismos sobre ello. El ritmo y la rima [Rhythmus und Reim] constituyen un medio auxiliar enteramente propio y específico de la poesía. Su efecto es increíblemente grande. Esto se explica porque toda nuestra manera de representar está absolutamente ligada al tiempo, de manera que tenemos la capacidad de seguir siempre en nuestro interior cualquier sonido que se repita regularmente, sintonizando con él. De ahí que el ritmo y la rima sean, ante todo, un medio para captar nuestra atención, ya que gracias a ellos, en 18. «La vida es tan enojosa como un cuento dos veces narrado que atormenta los torpes oídos de un hombre que se está durmiendo» (Shakespeare: El Rey Juan, III, 4 [trad. L. Astrana Marín]).
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Sobre el arte poético primer lugar, seguimos con mayor agrado el discurso; y, en segundo lugar, a través de ellos surge en nosotros una armonía con lo expuesto, ciega, irreflexiva, y anterior a todo juicio, que hace que dicha exposición adquiera para nosotros cierta fuerza de persuasión enfática, independiente de cualquier razonamiento. El ritmo, que era lo único en lo que confiaban los antiguos, está reconocido como un medio auxiliar mucho más noble y digno para obtener este fin que la rima, que éstos debieron de conocer perfectamente, si bien la despreciaban por completo, por considerarla la mayor parte de las veces una invención propia de bárbaros. Esta primacía del ritmo cabe explicarla como sigue: el ritmo es la medida temporal, captada mediante la pura intuición del tiempo, y dada a priori; pertenece, por consiguiente, a la sensibilidad pura, no a la sensibilidad empírica o física. Pero es a ésta última, es decir, a la impresión sensible, a la que pertenece la rima, que es asunto de la sensación propia del órgano auditivo. Dos reglas para la rima: 1) La rima no debe ser la asonancia de la rima precedente, sino que debe ser lo más heterogénea posible respecto de ella. 2) La rima no debe constituirse con aquellas partes del discurso que son idénticas –como el verbo con el verbo, o el sustantivo con el sustantivo–, sino que debe formarse partiendo, por ejemplo, de la relación entre el verbo y el sustantivo. La poesía posee un dominio muy amplio, debido a la universalidad de la materia de la que se sirve para comunicar las ideas, es decir, los conceptos. Puede representar la naturaleza entera y las ideas en todos sus grados, ajustándose a la idea que ha de comunicar mediante la descripción, la narración, o la expresión dotada de inmediatez dramática. Sin embargo, en la exposición de los grados más bajos de la objetivación de la voluntad, suele verse superada casi siempre por las artes figurativas, porque tanto la naturaleza inanimada como la animal sólo revelan enteramente su naturaleza en un único instante, si éste está bien elegido. En cambio, el principal objeto de la poesía es el ser humano [der Mensch], en la medida en que no se expresa mediante la simple figura y la expresión facial, sino mediante una cadena de acciones y pensamientos, con los
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Arthur Schopenhauer afectos que les acompañan: en esto ningún otro arte puede comparársele, porque alcanza parajes a los que no llegan las artes figurativas. Por consiguiente, el objeto de la poesía es, ante todo, la manifestación de la idea del ser humano en la conexión serial de sus afanes y actos, ya que esta idea supone el grado más elevado de objetivación de la voluntad. Ciertamente, la experiencia y también la historia contribuyen al conocimiento del ser humano; por eso se plantea la cuestión de para qué resulta necesaria la poesía, si ésta no hace sino poner ante nosotros lo que diariamente nos rodea. A esto cabría responder que, en general, la poesía se comporta respecto de la experiencia y la historia como lo hace la pintura de paisaje respecto de la naturaleza, o la escultura respecto de las figuras reales de los hombres. Sin embargo, pasaré a algo más específico, e investigaré qué relación tiene la poesía respecto de la experiencia real y la historia. Esto les resultará a ustedes muy útil, pues les permitirá hacerse un concepto correcto de la esencia, fin y valor de la poesía. La historia y la experiencia no nos enseñan a conocer al hombre en general, sino únicamente a hombres concretos, a los hombres, tal como aparecen, es decir, nos muestran los actos de la naturaleza humana, pero no ésta misma; nos dan noticias empíricas de la conducta de unos seres humanos respecto de los demás, de la que podemos extraer reglas para nuestro propio comportamiento; pero, por lo general, no nos permiten lanzar ninguna mirada a las profundidades de la esencia íntima de los seres humanos. Ciertamente, siempre es posible conocer también la esencia interna de la humanidad, al hombre en general y su idea, a partir de la historia y de la propia experiencia; pero cuanto esto sucede, nosotros mismos o los historiadores aplicamos a la experiencia o a la historia una mirada artística, ya poética, es decir, no las hemos captado meramente en función del fenómeno y sus relaciones, sino según su idea y esencia interna. La propia experiencia es condición necesaria e indispensable para la comprensión de la poesía y de la historia; pues es como el diccionario del idioma que ambas emplean. La historia se comporta respecto de la poesía como lo hace la pintura de retratos respecto de la pintura de historia; pues la historia nos ofrece lo verdadero en particular, mientras que la poesía nos muestra la verdad en general; la historia tiene la veracidad del fenómeno y puede documentarse con éste último; la poesía tiene, en cambio, la veracidad de la idea, que no cabe hallar en ningún fenómeno concreto, sino que se encuentra en todos ellos. Mediante una elección
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Sobre el arte poético intencionada, el poeta presenta caracteres y situaciones significativas, mientras el historiador toma ambos tal y como le vienen dados. Aún más: con la elección de sucesos y personas que desea presentar, no puede captar su significación interior y auténtica, que es la que expresa la idea, sino que debe elegir la significación exterior, aparente y relativa, cuya importancia consiste en las relaciones y sus consecuencias. El patrón que mide la importancia de un suceso para el historiador no es la significación de los personajes y de los sucesos, según su carácter esencial y la expresión de la idea, sino su significación en función de sus relaciones, el encadenamiento de éstas, y el influjo que tienen sobre el porvenir y especialmente sobre su propia época. Por eso el historiador, cuando investiga los actos de un monarca, no puede pasar por alto ninguna acción, por insignificante o vulgar que sea, pues esa acción puede tener consecuencias e influir sobre los hechos posteriores. En cambio, no expondrá ninguna acción realizada por individos particulares, por destacados que sean, aunque sea en sí misma altamente significativa, porque no tiene ninguna consecuencia ni influjo sobre los sucesos de los pueblos considerados a gran escala. Todo esto se reduce, en definitiva, a que la consideración del historiador sigue el principio de razón suficiente, y tiene como tema el fenómeno, cuya forma se encuentra ajustada a aquel principio. En cambio, el poeta asume como tema la idea o esencia de la humanidad, tal como ésta es siempre y por doquier: la adecuada objetivación de la voluntad en su nivel más alto, y fuera de toda relación y de todo tiempo. Es cierto que con el modo de consideración necesario para el historiador no se pierde por completo la esencia interna de la humanidad, la significación propiamente dicha de los fenómenos, el meollo de esa corteza, que también puede ser localizado y conocido a través de la historia (al menos para quien se encargue de buscarlo); sin embargo, aquello que no es significativo por la relación, sino por sí mismo, el despliegue propiamente dicho de la idea, se encuentra mucho más clara y correctamente expresado en la poesía que en la historia, de manera que, desde esta perspectiva, podemos plantear la paradójica proposición de que a la poesía ha de adscribirse más verdad interna, propia y auténtica que a la historia.19 Trataré de demostrar esto 19. Cfr. Aristóteles: Poética (trad. de V. García Yebra), Madrid, Gredos, 1974, 1451b 5: «[...] la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular».
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Arthur Schopenhauer con mayor claridad: el historiador debe seguir el suceso individual precisamente tal como se da en la vida, exponiéndolo tal como se ha desarrollado en el tiempo y en la enrevesada cadena de causas y efectos; pero es imposible que posea efectivamente todos los datos para ello, que haya visto y se haya informado de todo; en consecuencia, abandonará a cada momento el original de su imagen, o intercalará algo falso en ella; y esto ha de suceder tan a menudo, que casi podría afirmarse que en toda historia hay más cosas falsas que verdaderas. Fontenelle, que conocía esta necesidad, dijo: l’histoire n’est qu’une fable convenue.20 En cambio, la relación del poeta con el original en el que se basa su exposición es completamente distinta: su inspiración o numen poético consiste precisamente en que ha captado la idea de la humanidad desde algún aspecto determinado que desea exponer; lo que le ha llegado a ser claro y se le ha objetivado en aquella idea es su propia esencia; su conocimiento, como explicamos anteriormente al tratar de la escultura, es, en cierto sentido, a priori, o al menos parcialmente a priori, de manera que su original se encuentra ante su espíritu, firme y claramente iluminado, sin que pueda escapársele. Por eso, vemos en el espejo de su espíritu la idea con pureza y claridad, y su descripción, hasta en sus detalles más insignificantes, es verdadera como la vida misma. Cuando taso tan alto el valor y la verdad de la poesía, piensen que sólo tengo en cuenta a los poetas grandes y auténticos, que siempre son escasos, y de los que cada nación sólo puede presentar muy pocos; no me refiero a los poetas mediocres, ripiosos y excogitadores de cuentos, un populacho huero y mezquino que produce mucha exaltación en toda época, y que abunda mucho ahora, especialmente en Alemania. Mediocribus esse poëtis Non homines, non Di, non concessere columnae.21
Lo que hace tan grandes a los historiadores antiguos es precisamente que son también medio poetas: cuando los abandonan los datos, los completan correctamente partiendo de la idea; así, por ejemplo, en los dis20. «La historia no es más que una fábula, aceptada por convención». 21. «A los poetas ser mediocres / no se lo permiten ni hombres, ni dioses ni las carteleras» (Horacio: Ars Poetica, 372 [trad. de H. Silvestre]).
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Sobre el arte poético cursos de sus héroes, e incluso en los diálogos de éstos, su manera de tratar el asunto se aproxima a lo épico: a través de este complemento que parte de la idea, sus expresiones muestran una perfecta y completa unidad y conexión internas; por eso en ellos siempre se salva la verdad interior, es decir, la verdad poética, la verdadera idea de la humanidad, incluso allí donde no les resultaba accesible la verdad exterior, o ésta se encontraba completamente falseada. Antes dije que la historia se comporta respecto de la poesía como lo hace la pintura de retratos respecto de la pintura de historia: ahora podemos utilizar las dos reglas anteriormente citadas, propuestas por Winckelmann para el retrato, cuando decía que debería ser el ideal del individuo. Precisamente esto es lo que han producido los historiadores en sus descripciones: han expuesto lo dado, lo particular, lo individual, siempre de tal manera que el correspondiente aspecto de la idea de la humanidad se presenta con claridad y pureza, algo que apenas podría decirse en honor de los historiadores contemporáneos, de los que Goethe afirma que ofrecen: Ein Kehrichtfaß und eine Rumpelkammer Und höchstens eine Haupt- und Staats-Aktion.22
La historia, como tal, tiene un enorme, permanente, e indiscutible valor para alcanzar un conocimiento de la conexión de los fenómenos que constituyen el mundo humano. Pero aquel que quiera conocer la humanidad según su esencia interna, idéntica en todos sus fenómenos y desarrollos, esto es, según su idea, encontrará una imagen más clara y fiel de la misma en las obras de los grandes y verdaderos poetas que en la de los historiadores: pues incluso los más eminentes historiadores no son poetas destacados, ni tampoco tienen libres las manos.23 Ofrezcamos aún otra 22. «Un cubo de la basura y un desván de trastajos / y, a lo sumo, una acción principal y de Estado...» (Fausto I, vv. 582-583 [trad. de R. Cansinos Assens]). 23. Lo expuesto puede completarse con las siguientes anotaciones, escritas en 1820 y 1821, respectivamente: «Tal como se conduce la experiencia con la ciencia, así lo hace la poesía con respecto a la filosofía. La experiencia nos instruye a conocer los fenómenos en detalle y con ejemplos; la ciencia en conjunto y en general. La poesía nos instruye a conocer las ideas y, gracias a ello, el ser íntimo de las
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Arthur Schopenhauer comparación para entender la relación que media entre poeta e historiador: el puro y simple historiador, que se limita a trabajar sólo con datos, se parece a alguien que, sin conocimiento matemático alguno, investiga a partir de una figura que ha encontrado por azar las relaciones de la misma midiendo sus líneas; inevitablemente su tarea de investigación, al ser empírica, se encuentra lastrada con todas las incorrecciones propias de la figura dibujada. En cambio, el poeta se parece a un matemático que construye tales relaciones a priori, mediante una intuición pura, no empírica, enunciando en consecuencia las relaciones, no como se dan de hecho en la figura dibujada, sino como se encuentran en la idea que el dibujo debe materializar. Las biografías son un tipo especial de historia; se trata de historias más específicas. Desde el punto de vista del fin citado –esto es, el conocimiento de la verdadera esencia de la humanidad–, he de reconocer un mayor valor a las biografías, especialmente las autobiografías, que a la historia, al menos tal como ésta se practica habitualmente. En general, para alcanzar aquel fin, cada historia resulta tanto más útil cuando más específica es; y evidentemente, la biografía es el tipo de historiografía más especializada. La primacía de la biografía desde la perspectiva dada radica en que para ella los datos se recopilan de forma más correcta y completa que para la historia; además, en la historia propiamente dicha actúan no tanto hombres como pueblos y ejércitos; y los individuos particulares que aparecen lo hacen a gran distancia, en un contexto muy amplio, con gran aparatosidad, y ocultos tras rígidas vestimentas de estado, o corazas pesadas e inflexibles, de manera que aquel que pretenda conocer el movimiento humano a través de todo ello, lo tiene difícil. En cambio, la descosas, al por menor; la filosofía globalmente y en términos generales o abstractos» (HN III, 17-18 {55 [R 49]}). «[El discernimiento] de los poetas y filósofos ha llegado al grado en que no se siente incitado a indagar sobre un aspecto particular de la existencia, sino que más bien enmudece de asombro ante la existencia en general, decidiendo hacer suyo el problema de tan gran y maravillosa esfinge. Su consciencia ha cobrado tal grado de claridad que la representación de las referencias externas es puesta al servicio de su voluntad y le permite ver un mundo que le invita mucho más a la indagación y la contemplación que a tomar parte en él» (HN III, 96-97 (54) {F I, 76-79}) (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., §§ 8 y 42, pp. 69 y 89).
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Sobre el arte poético cripción fiel de la vida de un individuo particular nos muestra la manera de actuar de los hombres con todas sus formas y matices, pero en una esfera reducida y abarcable: ahí vemos con claridad y precisión la excelencia, la virtud, la grandeza, e incluso la santidad, del individuo particular; luego, la mezquina y absurda pequeñez, e incluso la perfidia, de la mayoría y el carácter desalmado de algunos. Desde el punto de vista que hemos adoptado, es decir, considerar como fin propuesto el conocimiento de la esencia de la humanidad, tal como ésta se nos muestra, carece de significación cuáles sean los objetos a los que se dirige la acción y qué pone en movimiento a los que actúan, dando lo mismo si se trata de cosas grandes o pequeñas, de reinos o caseríos; pues ésta es una apreciación completamente relativa, ya que en sí mismas, todas estas cosas carecen de significación, y sólo la adquieren porque a través de ellas se mueve la voluntad humana, de manera que cada motivo adquiere importancia meramente por su relación con la voluntad; en cambio, no entra aquí en consideración en absoluto la relación que cada cosa tiene con otras parecidas. A menudo, se ha creído que las autobiografías son fingimiento y disimulación, puras ilusiones de la vanidad; pero esto es falso. Desde luego, siempre es posible mentir; pero quizás nunca resulta más difícil que en la autobiografía. La disimulación resulta mucho más fácil en la simple conversación. Suena paradójico; pero, en el fondo, la disimulación ya resulta difícil incluso en una carta, pues en ella el escritor se abandona a sí mismo, su mirada se dirige a su interior y no hacia fuera, de manera que lo que ahora le resulta difícil es ver de cerca y correctamente lo ajeno y alejado; además, no tiene ante los ojos como patrón de medida la impresión que causa ante los otros, como sucede en la conversación. En cambio, quien recibe la carta, se encuentra en sosiego y en un estado de ánimo que el escritor ni conoce, ni comparte: lee la carta varias veces y en momentos diferentes, y así puede sonsacar fácilmente la intención oculta que encierra. Debido a esta peculiar cualidad de la cosa, se aprende a conocer a un autor, también como hombre, mucho mejor y más fácilmente a través de sus libros; pues las condiciones dadas actúan de forma más fuerte y permanente a la hora de escribir un libro. Ahora bien, disimular en un libro cuyo tema es el escritor mismo, esto es, en una autobiografía, es tan difícil, por los motivos expuestos, que no hay quizás ni una sola autobiografía que no sea en conjunto más verdadera que cualquier otro
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Arthur Schopenhauer escrito histórico. El hombre que firma su vida, ha asumido un punto de vista situado, por así decirlo, fuera de la misma, lo que le permite verla ahora desde arriba, en su totalidad y a grandes rasgos: ahora lo particular aparece pequeño; lo próximo retrocede; lo lejano se aproxima, y todas las consideraciones se reducen: tal punto de vista eleva a una cierta grandeza incluso lo más pequeño. Se pone ahora a sí mismo en confesión y de forma voluntaria. En tal situación, mentir no es tan fácil como en los apuros que imponen los afanes vitales cotidianos: pues en cada ser humano se encuentra también una inclinación originaria a decir lo que es verdadero, que la mentira se ve obligada a dominar, pero que precisamente aquí asume una posición inusualmente fuerte. Por todos los motivos expuestos, recomiendo las autobiografías a aquel que quiera conocer a los hombres a través de los libros, concediéndoles primacía desde este punto de vista frente a la historia, es decir, el relato de los asuntos mundanos. Ofreceré aún una comparación más, para hacer intuible la relación que media entre la biografía y la historia de los pueblos. La historia nos muestra la humanidad de manera análoga a un panorama natural visto desde una alta montaña: vemos muchas cosas de una vez: amplios espacios; grandes masas; pero nada con claridad, ni nada resulta reconocible en su entera constitución. En cambio, la exposición de una vida particular nos muestra al hombre de manera parecida al conocimiento de la naturaleza que adquirimos paseando entre sus árboles, plantas, precipicios y torrentes. Apliquemos ahora esta comparación al arte poético, que es el que mejor nos permite conocer al ser humano: mediante la pintura de paisaje, el artista nos permite ver la naturaleza con sus ojos, que son más puros y claros, facilitándonos con ello la captación de las ideas y la consecución del pertinente estado de conocimiento no individual, carente de voluntad; lo mismo consigue el poeta en relación con la idea de la humanidad, que nos resulta mucho más difícilmente captable en la historia, en la biografía y en la propia experiencia: a través de la poesía, como sucede con cualquier otro arte, el genio pone ante los demás un diáfano espejo en el que vemos reunido todo lo esencial y significativo, puesto a la luz más clara y limpia de todo lo contingente y ajeno. La exposición de la idea de la humanidad que incumbe al poeta puede ejecutarla de tal modo que, o lo expuesto es a la vez también el que expone, como sucede en la poesía lírica [lyrischen Poesie], en la canción
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Sobre el arte poético [Lied] propiamente dicha, donde el que poetiza intuye y objetiva vivazmente su propio estado, con lo que a este género le resulta esencial cierta subjetividad; o el que expone es completamente distinto del objeto expuesto, como sucede en todos los demás géneros, donde el que expone se oculta en mayor o menor medida tras lo expuesto, hasta que finalmente desaparece. Así, en el romance [Romanze] el que expone expresa algo de su propio estado mediante el tono y la disposición global: resultando mucho más objetivo que la canción, tiene aún algo de subjetivo, si bien este factor va desapareciendo paulatinamente en el idilio [Idyll] y en la novela [Roman], hasta casi desvanecerse en el poema épico [Epos]; en el drama [Drama], en fin, no es posible encontrar ni rastro de él, ya que se trata del género más objetivo, en muchos aspectos el más perfecto, y también el más difícil. El género lírico [die lyrische Gattung] es, precisamente por esto, el más fácil. Aunque únicamente el auténtico genio puede producir algo bueno en arte, la poesía lírica parece representar cierta excepción a esta regla general: pues también un hombre que por lo general no se encuentra dotado de genialidad puede producir a veces una bella canción, cuando se presenta una fuente de estimulación exterior que inspira de forma pasajera su fuerza espiritual, y consigue elevarla por encima de la medida que le es propia; pues para ello únicamente necesita una intuición vivaz y una captación objetiva de su propio estado en el momento de la estimulación. Así lo demuestran tantas bellas canciones de individuos que, por lo demás, han permanecido completamente desconocidos, las canciones populares, y las canciones de amor compuestas por todas las naciones y que los alemanes han reunido en el Wunderhorn y los ingleses en Percy’s relics of ancient poetry.24 Consideremos ahora la esencia específica de la canción [des Liedes] en sentido estricto; para ello, debemos tener presente, empero, ejemplos de canciones buenas y convenientes, no de aquellas otras que se aproximan a otro género, como, por ejemplo, la romanza, la elegía, el himno, o 24. La colección de canciones populares Des Knaben Wunderhorn fue publicada en 1806-1808 por los poetas románticos Achim von Arnim (1781-1831) y Cl. Brentano. Por su parte, Th. Percy, poeta y erudito inglés (1729-1811), publicó en 1765, a instancias del poeta Shenstone, sus Relics of ancient english poetry (4.ª ed., 1814), obra que dio gran impulso a la poesía inglesa, ejerciendo también mucha influencia en Alemania.
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Arthur Schopenhauer el epigrama. Las canciones propiamente dichas de Goethe nos proporcionan ejemplos perfectos: La Queja del Pastor, Salutación y despedida, En el lago, Sentimiento otoñal... También muchas del Wunderhorn: ¡Oh Bremen, debo dejarte! Es el sujeto de la voluntad, el propio querer, el que llena la conciencia del cantante, tratándose a menudo de un querer libre y satisfecho (alegría), o, más frecuentemente, de un querer contrariado (tristeza), y siempre entendido como afecto, pasión o agitación del ánimo. Junto a éste, sin embargo, y a la vez con él, el cantante es consciente de sí a través de la visión de la naturaleza que le rodea como puro sujeto del conocimiento, carente de voluntad, cuya inconmovible calma anímica entra ahora en contraste con el ímpetu del querer siempre apremiado, y a la vez coartado: la sensación de este contraste, de este juego recíproco, es lo que se expresa propiamente en el conjunto de la canción, y lo que en general constituye el estado lírico. En dicho estado penetra igualmente el puro conocimiento para salvarnos del querer y de su ímpetu: lo seguimos, pero sólo por un instante; pues el querer y el recuerdo de nuestros fines personales nos arrebatan una y otra vez la serena contemplación; pero, asimismo, la belleza del entorno próximo, que nos ofrece el conocimiento puro carente de voluntad, nos arranca constantemente del querer. Por eso, en la canción y la emoción lírica el querer (el interés personal de los fines) se mezcla maravillosamente con la pura intuición del entorno que se nos ofrece. Se buscan e imaginan relaciones entre ambos: el sentimiento subjetivo, la afección de la voluntad, comunican al entorno intuido el reflejo de sus colores; y, a la inversa, éste se lo comunica a aquél. En conjunto, dicho estado de ánimo, tan mezclado y compartido, es el que da su impronta a la verdadera canción. Para hacer comprensible esta división abstracta de un estado que queda muy alejado de toda abstracción, tomemos como ejemplo el lamento del pastor: Es schlug mein Herz geschwind zu Pferde:25
aquí encontramos la más grande satisfacción del querer más intenso: el amor feliz; sin embargo, dicho amor no llena por completo el amplio y
25. «¡Vibró mi corazón, pronto el caballo!» (Goethe: Salutación y despedida [trad. R. Cansinos Assens]).
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Sobre el arte poético bello espíritu del poeta, sino que aún queda un excedente de puro conocimiento, mediante el cual capta la tarde y el paisaje de manera puramente objetiva. (Parodia del carácter lírico realizada por Voß).26 La esencia específica y el efecto de la poesía lírica se basan propiamente en que en nosotros el sujeto de la voluntad y el sujeto del conocimiento coinciden maravillosamente, formando un solo yo, si bien ahora se plantea un fuerte contraste entre ambos. En los géneros poéticos más objetivos [mehr objektiven Dichtungsarten], especialmente en la novela [Roman], la epopeya [Epos] y el drama [Drama], el fin –esto es, la revelación de la idea de la humanidad– se alcanza sobre todo a través de dos medios: la correcta y profunda exposición de caracteres significativos [bedeutender Karaktere] y la invención de situaciones significativas [bedeutsamer Situationen], en las que aquéllos se despliegan. Tomemos como ejemplo una comparación perteneciente al terreno de la química: al químico le compete muy principalmente presentar los elementos simples y sus principales uniones de forma pura y auténtica; pero esto no basta: también debe poner ante nuestros ojos la influencia de tales reactivos, mostrando sus cualidades específicas, para hacerlos clara y distintamente visibles; análogamente, al poeta le compete presentarnos, en primer lugar, caracteres significativos y exponerlos de manera fiel y verdadera, tal como los ofrece la misma naturaleza; pero esto no basta para poderlos conocer bien; para lograrlo, debe idear situaciones significativas, en las que se desplieguen por completo todas las cualidades de tales caracteres, de manera que éstos se presenten claramente, con rasgos precisos. En la vida real y en la historia, el azar rara vez produce situaciones de este tipo, de manera que éstas se encuentran aisladas, perdidas y ocultas entre una multitud de aspectos insignificantes. La completa significatividad de las situaciones debe diferenciar la novela, el poema épico y el drama de la vida real tanto como
26. La mencionada parodia aparece en MVR, § LI. Se trata de una canción de Voß, en la que describe la sensación de un plomero borracho que, mientras cae desde una torre, repara en que el reloj marca las once y media, haciendo así gala de un conocimiento lúcido, al margen de su estado.
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Arthur Schopenhauer lo hace la composición y elección de caracteres significativos;27 en ambas, empero, la condición ineludible para que tengan efecto es la más estricta verdad, y la carencia de unidad en los caracteres, su contradicción interna, o en relación con la esencia de la humanidad en general, así como la imposibilidad o inverosimilitud de los sucesos, aunque se trate sólo de pequeñeces, dañan tanto a la poesía como lo hacen las figuras mal dibujadas, la falsa perspectiva o una iluminación equivocada en la pintura.28 27. En una nota al margen se lee: «La diferencia entre la epopeya y el drama consiste, según Goethe, en que aquélla presenta los sucesos como algo que acaeció hace tiempo, mientras que éste los expone como algo que sucede en el presente». 28. Schopenhauer remite a una nota de su ejemplar particular de la 1.ª ed. de El mundo como voluntad y representación: «Véase el uso de lo maravilloso». La nota dice: «Por eso resulta también rechazable en poesía y en todo arte la intromisión de influjos y acontecimientos no naturales, como los denominados sobrenaturales: el deleite que algo así puede producir no es puramente estético, sino que ha de explicarse a partir de otra cosa. Ahora bien, si toda la obra de arte gira en torno a un principio no natural (también denominado sobrenatural), tal obra no tiene propiamente alma viviente alguna, sino que se parece a un autómata que se mueve por medio de una maquinaria secreta, que, ciertamente, puede dar saltos de los que ningún ser humano es capaz, pero no da indicios de vida verdadera. Por eso, una obra de este tipo no responde al fin de todo arte: enseñarnos la esencia del mundo y de la vida. Se nos quita todo patrón de medida para conocer si la exposición tiene verdad o no: nos dejará fríos, y la necesidad del destino que arrastra al hombre no nos conmoverá nunca vivazmente; pues sabemos que, cuando se presente necesidad de ello, estarán allí preparados los milagros para resolverlo todo. Una obra de este tipo es La doncella de Orleans. Toda la pieza responde a un principio sobrenatural, es decir, no natural: por eso vale de ella todo lo dicho, aunque, por lo demás, su ejecución sea excelente. Una pieza de este tipo puede, si se adecua al espíritu de su época, encontrar gran aceptación, justo en proporción al resto de su excelencia; pero no puede complacer en todos los tiempos, y a la postre llegará a ser enteramente insoportable. Por eso, el poeta de primerísima fila, aun cuando su época le permita algo parecido, no debe valerse de tal permisividad. Lo antinatural resulta menos reprochable cuando no constituye el impulso íntimo ni el motor de la acción, como sucede en La doncella de Orleans, sino que se utiliza como simple medio auxiliar para producir un único evento, de manera que, una vez empleado, el recurso en cuestión desaparece, y la naturaleza y la verdad tienen vía libre, como sucede en Hamlet (aunque quizás sea posible mantener comunicación con los difuntos, e incluso con alguien que ha muerto lejos, como han demostrado las experiencias relacionadas con el magnetismo
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Sobre el arte poético Pues, tanto allí como aquí exigimos un fiel reflejo de la vida [den treuen Spiegel des Lebens],29 de la humanidad y del mundo, si bien ilustrado30 a través de la exposición, y hecho significativo mediante la composición [verdeutlicht durch die Darstellung und bedeutsam gemacht durch die Zusammenstellung]. Sabemos que todas las artes tienen solamente un fin, a saber: la exposición de las ideas; su diferencia esencial radica meramente en saber a qué grados de objetivación de la voluntad pertenecen las ideas que pretenden exponer, y con esto queda determinado el material animal). También en el Fausto se utiliza lo maravilloso como simple medio auxiliar para cambiar el curso de los acontecimientos: se hace un uso muy parco de ello, y se deja siempre a la verdad y a la naturaleza seguir su curso ininterrumpidamente; análogamente, el poder de Mefistófeles se encuentra sometido a límites muy restringidos. Así, aunque existen semejanzas entre el tipo de acción que aquí ejerce lo sobrenatural y el que aparece en La doncella de Orleans, la diferencia que existe entre ambas acciones hace que el reproche que a ésta última obra se le hace apenas resulte válido para el Fausto. A veces, para que la fantasía pueda dar saltos con total libertad, se puede conceder vía libre a lo maravilloso, permitiendo una total suspensión de las leyes naturales; pero cuando así sucede, la obra de arte resultante tiene un rango subordinado, es una simple diversión de la fantasía, y no tiene pretensión alguna de ocupar el primer rango, sino que apela a la naturaleza del sueño, ya que quiere mostrarnos únicamente un mundo onírico, no el de la vida; a este tipo pertenecen los arabescos de Rafael [¿«grutescos»? (N. del T.)], el Sueño de una noche de verano de Shakespeare, el Sueño de la noche de Walpurgis de Goethe y el Asno de oro de Apuleyo. Pero, dado que la fantasía sola a la larga difícilmente nos satisface, todas las obras de ese tipo representan un impulso a lo alegórico y simbólico, es decir, una significación abstracta, absolutamente propia y secreta para la razón, de manera que incluso el lector se siente impulsado a buscar en ellas una significación alegórica y simbólica, e incluso a atribuírsela». 29. En una nota al margen, Schopenhauer remite a una serie de anotaciones que registró en su cuaderno de apuntes de los cursos de 1812 impartidos por F. A. Wolf «Sobre la sátira de Horacio» e «Historia de la literatura griega» tituladas «Sobre la verdadera esencia de la sátira: Wolf sobre Horacio y Litt...». [Se trata de Friedrich August Wolf (1759-1824), filólogo y estudioso de la Antigüedad clásica. En 1783 fue nombrado catedrático de Filología Clásica en Halle, y en 1807 se trasladó a Berlín. Como indicamos en la Introducción, Arthur trabó conocimiento con él en 1811, gracias a una carta de recomendación de Goethe. En Berlín, Schopenhauer siguió con sumo interés las lecciones de Wolf durante tres semestres]. 30. Nota al margen: «Sobre la descripción de las figuras a través de su movimiento: Laocoonte de Lessing».
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Arthur Schopenhauer del arte y su modo de ejecución. Ahora bien, si esto es cierto, las artes más distantes pueden explicarse mediante la comparación con las otras. Tratemos, por ejemplo, de explicar la poesía mediante el arte de disponer bellamente la canalización de las aguas. Si queremos captar por completo las ideas que se expresan en el agua, no basta con que veamos el agua en un estanque tranquilo y en una corriente que fluye de manera uniforme, sino que tales ideas sólo se despliegan completamente cuando el agua aparece rodeada de circunstancias e impedimentos que contribuyen a causar un efecto sobre la misma capaz de poner de manifiesto todas sus propiedades. Precisamente por eso, decimos que el agua resulta bella cuando se precipita, brama, espumea y salta de nuevo por las alturas; o cuando se vaporiza al caer desde una elevada catarata; o, en fin, cuando se la obliga a ascender artificialmente hacia arriba propulsada por un surtidor. Pero aunque el agua se muestra diferente en distintas circunstancias, afirma siempre su carácter específico; pues no le es menos natural la aspersión que el reflejo propio del reposo; el mugir que el deslizarse: siempre se encuentra dispuesta tanto para lo uno como para lo otro, siempre que se den las circunstancias para ello. Disponerlas es cosa del artista que trabaja con el agua, y lo que él produce con la materia fluida, lo produce otro artista con la materia rígida –ambas pesadas–; y lo mismo hace el poeta épico o dramático con la idea del ser humano. Pues el despliegue y dilucidación de la idea que se expresa en el objeto de cada arte, la objetivación de cada grado de la voluntad, es el fin común de todas las artes. La vida de los seres humanos, tal como se nos muestra en la realidad, se asemeja al agua del estanque y de un río; pero, al igual que el arte acuático le da ocasión a las aguas para desplegar todas sus especificidades, en la epopeya, la novela y el drama se presentan caracteres fuertemente significativos, puestos en circunstancias tales que en ellos se despliegan todas sus cualidades, para que se abran las profundidades del ánimo humano, y resulten visibles en medio de acciones extraordinarias y cargadas de significado. Así pues, el arte poético objetiva la idea del hombre, a la que le es propio presentarse en caracteres altamente individualizados. Los géneros poéticos objetivos se plantean, pues, dos tareas completamente diferentes: la invención de los sucesos y la exposición de los caracteres, siendo ésta última una capacidad más exclusiva del genio que la primera, pues exige una visión más profunda e inmediata de la
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Sobre el arte poético esencia de la humanidad; y su don más importante consiste en saber plantear seres individuales que representen al género humano, creándolos de la misma manera que lo hace la naturaleza, y dejando que cada uno de ellos piense, hable y actúe conforme a su propia individualidad, que es completamente diferente de la del poeta. Digo que el poeta debe crear sus personajes del mismo modo que lo hace la naturaleza, dejándoles pensar y hablar a cada uno de conformidad con su carácter, como hacen los hombres reales. Aquí, no obstante, se hace necesaria una explicación, a fin de prevenir el malentendido según el cual hay que buscar la más estricta naturalidad en todas las expresiones [die strengste Natürlichkeit aller Aeußerungen]. Esto es erróneo; lo que sucede, más bien, es que, si seguimos este camino, la naturalidad termina por convertirse fácilmente en vulgaridad. A la vez que se busca toda la verdad posible en la exposición de los caracteres, éstos deben mantenerse, no obstante, como algo ideal [idealisch]. Vamos a aclarar qué quiere decir esto exactamente. Todos los hombres reales tienen su propio carácter determinado, sólo que no siempre permanecen fieles al mismo de idéntica manera; ni tampoco actúan ni hablan siempre de conformidad con su propia individualidad. No me refiero aquí a la posibilidad del disimulo, que dejo ahora de lado, sino que el humor, que cambia constantemente según las condiciones físicas, hace que cada uno no siempre exteriorice su carácter con la misma energía: al sufrir una impresión específica, su carácter adquiere por un período de tiempo un acento que le es ajeno; o ciertos conceptos y verdades universales que en un tiempo le conmovieron, modifican un tanto su habla y su acción, hasta que, finalmente, retorna de nuevo a su propia naturaleza; por ello, cada carácter muestra en realidad algunas anomalías que, por un instante, hacen imprecisa su imagen. De ahí que la acción y el habla de cada uno no se adecuen en todo momento a su individualidad; como dijo La Rochefoucauld muy acertadamente: «A veces somos tan diferentes de nosotros mismos como de los demás». On est quelquefois aussi différent de soi-même, que des autres.31 Por eso, el sabio parece a veces estúpido; el listo, tonto; el va-
31. Duque de La Rochefoucauld: Reflexiones o sentencias y máximas morales (trad. de E. Calatayud), Barcelona, Bruguera, 1984, n.º 135, p. 48.
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Arthur Schopenhauer liente, cobarde; el obstinado, dócil; el duro y rudo, dulce y afable; y viceversa. En la realidad sucede, por consiguiente, que, por causa de afecciones o influencias fugaces, cada uno se sale a veces fuera de su carácter; pero en la poesía esto no puede suceder en absoluto, pues nuestro trato con el personaje poético es siempre breve y unilateral; por eso debe excluirse toda posible anomalía del carácter: éste ha de revelarse de forma clara, pura y estrictamente consecuente mediante su forma de hablar y actuar; lo que quiere decir que el carácter ha de presentarse idealmente [idealisch]: lo único que debe exponerse completamente es lo esencial del mismo, debiendo excluirse todo aquello que pueda resultar contingente, o servir de estorbo. Nosotros mismos, cuando asumimos en nuestro recuerdo una imagen del carácter de nuestros conocidos, lo idealizamos, dejando de lado lo que a ese carácter le resulta ajeno o contingente, y captando de él sólo aquello que le es esencial y específico. Y así es como debe haber concebido y expuesto sus caracteres el poeta. De esta exigencia de idealidad en la exposición de los caracteres [Idealischen bei der Darstellung der Karaktere] se sigue que la exposición poética no debe ser estrictamente natural, sino que debe superar a la naturaleza también en lo característico, igual que mostré más arriba que en la exposición de lo bello en las artes figurativas el artista debe superar a la naturaleza. Precisamente, somos mucho más vivamente arrebatados por la idealidad de los caracteres de las exposiciones poéticas que por la realidad de la vida común, ya que en ellas captamos la idea de los seres humanos con mucha más vivacidad y claridad. A esto se añade, además, que, por lo general, las personas no saben en realidad traducir en palabras sus más vivas sensaciones, de manera que tanto sus dolores más intensos como sus mayores alegrías son mudos, es decir, les resultan inexpresables; su rabia y su odio se expresan, asimismo, de forma salvaje y desmesurada, de manera que, si el poeta pretendiese también aquí seguir simplemente la naturaleza, no podríamos lanzar ninguna mirada profunda al ánimo humano; por eso también aquí el poeta idealiza la naturaleza, haciendo tan elocuentes a todos los seres humanos en sus afectos como lo son únicamente los ánimos poéticos, prestándole a cada uno la capacidad que afirma de sí mismo el Tasso de Goethe:
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Sobre el arte poético Und wenn der Mensch in seiner Quaal verstummt, Gab mir ein Gott zu sagen, wie ich leide.32
Por eso resulta tan elocuente cada sensación experimentada por los personajes poéticos, especialmente en Shakespeare; y hacemos muy mal al tachar esto de antinatural, pues pertenece al componente ideal de la poesía. Los franceses son más fieles a la naturaleza, al poner en boca de sus personajes expresiones como Dieu!, Ciel! o Seigneur!, y cosas aún peores. Schiller también ha seguido en esto a Shakespeare. Una Tecla33 real, al enterarse de la muerte de su amado, habría expresado su dolor mediante exclamaciones entrecortadas y palabras mal escogidas; pero la Tecla poética vierte su dolor en aquellas bellas estrofas, a través de las cuales también nosotros conocemos su sentimiento y participamos de él. Como he mostrado antes en relación con las artes figurativas, el artista genial no extrae la belleza de la naturaleza, sino que posee en la mente un conocimiento a priori de ella, una anticipación de aquello que la naturaleza desea producir, por lo cual entiende sus medias palabras y presenta a la perfección aquello en lo que ella, por lo general, fracasa; análogamente, el conocimiento que posee el poeta del carácter de la humanidad y del comportamiento que de él se deriva, tampoco es en absoluto puramente empírico, sino que también es anticipador, y en cierta medida a priori. El poeta es él mismo entera y completamente un hombre; porta en sí la humanidad entera y tiene capacidad reflexiva suficiente como para llegar a tener clara conciencia de la misma. Por ello, tiene un conocimiento del hombre en general, y sabe seleccionar aquello que en general vale para el ser humano de aquello que únicamente pertenece a su propia individualidad. Así puede modificar su propia esencia en su fantasía, en tanto que representa la esencia de la humanidad en general, para construir a priori las más diversas individualidades, dejándolas luego actuar situándolas en las circunstancias adecuadas. Por consiguiente, en sus poemas parte del conocimiento que tiene del hombre en general, del conocimiento de la esencia de la humanidad que crea en su inte-
32. «[...] y si el común de los hombres enmudece en el suplicio, a mí un dios concedióme el don de decir lo que sufro» (V, 5) [trad. de R. Cansinos Assens]. 33. Personaje del Wallenstein de F. Schiller (1759-1805).
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Arthur Schopenhauer rior, y no del conocimiento de los hombres, es decir, de los individuos concretos que ha contemplado; por eso puede presentarnos aquello que jamás ha visto. Y lo que hace el poeta al exponer, lo hacemos nosotros al reconocer y juzgar: pues también cada uno de nosotros porta en sí la humanidad entera, es decir, gérmenes y disposiciones para todas las inclinaciones y pasiones de que es capaz el ser humano; sólo que no somos conscientes de ello con la misma claridad y reflexión que le hacen a él capaz de exponerlas; pero sí estamos en condiciones de reconocer si dicha exposición es correcta, incluso cuando en nuestra experiencia no tenemos ningún modelo original con el que cotejarla. En consecuencia, cuando el poeta trae a escena a un rey, y le deja actuar con sus familiares y ministros, no necesita haber penetrado en el interior de los palacios para observarlos, sino que partiendo de su conocimiento del hombre en general, sabe construir cómo debe expresarse un determinado carácter en tal situación, manteniendo determinadas relaciones de poder y jerarquía. Y también nosotros sabemos juzgar si la exposición es correcta o incorrecta, sin tener experiencia de la misma. Walter Scott en sus Tales of my Landlord describe escenas que transcurren en los escondrijos de los más despreciables y odiosos ladrones callejeros, con una veracidad y vivacidad que casi producen angustia cuando las leemos, al tiempo que sentimos que todo ello resulta correcto y adecuado; y, sin embargo, ni él ni nosotros hemos visto nunca nada parecido.34 Por consiguiente, las creaciones del poeta parten de un claro conocimiento de su propia esencia, y con ello de la esencia de la humanidad: mira más en sí que a su alrededor; y es eso mismo lo que hacemos también nosotros cuando juzgamos sus obras. Comparamos lo que hacen los personajes poéticos menos con aquello que nos encontramos en el mundo que con nuestra propia esencia. Así, en este asunto hay mucho que es independiente de la experiencia, y por consiguiente a priori; sin embargo, una rica experiencia propia aporta mucho para la formación del poeta y también del entendido. Ella actúa, al menos, como estímulo del conocimiento interno y proporciona esquemas para determinados rasgos caracteriales. Cuando el poeta ha observado muchos 34. Aquí seguía originalmente la siguiente frase, luego tachada con tinta: «Análogamente, Dante describe escenas infernales entre condenados y demonios, que transcurren en lugares en los que nadie estuvo jamás».
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Sobre el arte poético hombres particulares, dotados de diferentes caracteres, edades, estados, capacidades y destinos, y los ha visto en situaciones múltiples y decisivas, su conocimiento de la naturaleza humana habrá ganado, desde luego, en vivacidad, determinación y amplitud, alcanzando a presentarse claramente ante la conciencia, por lo que estará en condiciones de presentar mejor determinados personajes ideales. Y lo mismo vale también para el entendido que juzga: también su conocimiento de la naturaleza humana se hace más maduro y correcto a través de la experiencia, aunque la parte principal de dicho conocimiento no descanse en ella. Y viceversa: mediante el estudio de los poetas, también nosotros ganamos por lo que se refiere al conocimiento humano de la vida real; o mejor: nos hacemos con ello más capaces de adquirir conocimiento humano de la vida real; pues no es que topemos con personas que sean los originales de los caracteres poéticos que conocemos, y cuyo actuar podemos juzgar desde el comienzo, sino que, mediante el estudio de los caracteres poéticos, llegamos a ser más capaces de captar rápida y seguramente a las individualidades que nos encontramos, diferenciando en su comportamiento lo característico de lo contingente. Así se agudiza nuestra mirada para la captación de lo característico del ser humano, del mismo modo que con el dibujo se agudiza la mirada para la captación de las relaciones espaciales. Por lo demás, resulta muy significativo que durante el sueño todos seamos consumados poetas. En general, para hacerse un concepto de cómo actúa el genio en los auténticos poetas, así como de su independencia respecto de toda reflexión, considérese el propio actuar poético de uno mismo durante el sueño: ¡Con qué corrección e intuibilidad se presenta todo ante nosotros, y con qué rasgos tan refinados y característicos se expresa! Los personajes, aunque creados por nosotros mismos, nos hablan como si fuesen extraños, no de conformidad con nuestro pensamiento, sino según el suyo; nos plantean preguntas que nos ponen en apuros; proponen argumentos que nos derrotan; adivinan lo que desearíamos encubrir, etcétera. En el curso del sueño, organizamos escenas que, si se diesen inesperadamente, nos harían incluso temblar: hasta tal punto superan tales descripciones todo lo que somos capaces de realizar de forma intencionada y reflexiva: ¡Cuando despierten de un sueño vivaz y bien dramatizado, y lo repasen, maravíllense de su propio genio poético! Por eso, puede decirse que un gran poeta –por ejemplo, Shakespeare– es un
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Arthur Schopenhauer hombre que puede hacer despierto lo que todos los demás hacemos en sueños. Y así es como pudo Fidias producir con reflexión y conciencia algo que todos nosotros ya poseemos: la forma humana.35 La invención de acontecimientos y situaciones es de un valor subordinado, pues sólo imita la forma exterior del fenómeno; en cambio, la exposición de los caracteres presenta la esencia interior del hombre. La invención de los sucesos puede cumplirse muy bien mediante aplicación, experiencia y estudio; sin embargo, también ella es un talento innato, que, no obstante, puede existir sin que se dé el genio para la poesía propiamente dicho, es decir, el genio para exponer a los hombres según su esencia: así sucede con Kotzebue. Podemos calibrar, no obstante, cuán difícil es también la invención de situaciones, si consideramos que los antiguos escritores de tragedias han elaborado todos las mismas historias míticas, y que Shakespeare ha tomado el tema de sus narraciones en parte de la historia inglesa y romana, y en parte de novelas preexistentes. Es sabido que la cúspide del arte poético es la tragedia [das Trauerspiel], tanto desde el punto de vista de la grandiosidad de la acción como por la dificultad de su creación. Ahora bien, aquí hay que tener muy en cuenta, y es de la más alta importancia para el conjunto de nuestra perspectiva global sobre el mundo, que el fin de este elevado producto poético no es otro que la exposición del lado más terrible de la vida, es decir, de aquella pugna que mantiene la voluntad consigo misma en todos sus fenómenos, pugna que ya describí en los grados más bajos de su objetivación, y que finalmente se presenta aquí desplegada por completo con estremecedora claridad en el grado más alto de objetivación de la voluntad, es decir, en el hombre. Aquí resulta visible el padecimiento de la 35. En una reseña de 1826 (HN III, 261-262 (140) {Q 170-171}), Schopenhauer indica que «dentro de sueño nos convertimos en una especie de dramaturgo genial que hace hablar a los personajes e inventa catástrofes maravillosas como todo un Shakespeare. De modo paralelo, sumidos en el profundo sueño del sonambulismo llegamos a expresarnos de un modo extraño y sublime, mostrando profundos conocimientos que no poseemos despiertos, e incluso nos volvemos telépatas o profetas. Así pues, además de con la locura, el sueño también está emparentado con el genio y esto aporta una nueva prueba del parentesco que guardan a su vez locura y genialidad» (cfr. A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 154, p. 149).
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Sobre el arte poético humanidad, producido en parte por contingencia y error. Éstos se enseñorean del mundo, y su perfidia, que parece intencionada, los hace personificarse como destino. Además, el padecimiento de la humanidad, que constituye aquí el tema de la exposición, surge del interior de la humanidad misma, debido a los impulsos de la voluntad que animan a los individuos, entrecruzándose mutuamente, a través de la maldad y falsedad de la mayoría. Lo que aparece en todos ellos es una y la misma voluntad, cuyos fenómenos, sin embargo, luchan entre sí, despedazándose. El padecimiento de la humanidad, tal como procede de ambas fuentes, es lo que representa la tragedia.36 Si se utiliza más la primera fuente, tenemos la tragedia del destino; si predomina la segunda, se obtiene una tragedia del carácter. La voluntad que vive en todos los individuos se presenta poderosamente en uno de ellos, mientras que en otro se muestra débilmente; aquí, la luz del conocimiento le permite alcanzar más reflexión que en aquella otra, por lo que sus manifestaciones resultan más suaves; finalmente, se nos muestra que en ciertos individuos este conocimiento provocado por el padecimiento puede ser tan refinado y elevado, que llega a alcanzar un punto donde se produce un repentino cambio de toda la manera de conocer, de manera que la totalidad del fenómeno ya no engaña, y se ve su forma, esto es, el principium individuationis. Esta transformación del conocimiento sólo podremos comprenderla adecuadamente en la ética; aquí anticiparé que el ascenso del conocimiento hasta el punto en que éste comprende el principium individuationis, suprime el egoismo del individuo: porque entonces el sujeto reconoce en todos los individuos situados fuera de él su misma esencia interna, la voluntad, como la cosa en sí. Al extinguirse el egoísmo, los motivos, que anteriormente movían tan poderosamente al individuo, pierden todo poder sobre el mismo, y alcanzado este punto, al reconocer su auténtica y verdadera esencia en todos los demás individuos, en lugar de tales motivos, y gracias al propio 36. «El tema de la más alta producción de la inventiva, la tragedia, no es otro que el anónimo lamento de la humanidad, el triunfo de la maldad, el escarnio producido por el dominio del azar y la desesperada caída de los justos e inocentes; todo ello supone un aviso significativo, que conviene no dejar de lado, sobre la verdadera índole de este mundo y de esta existencia» (apunte de 1827) (HN III, 356 (232) {F II, 325}) (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., § 183, p. 171).
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Arthur Schopenhauer padecimiento, surge en el sujeto un quietivo [Quietiv] de todo querer, lo que produce una completa resignación: ahora, por fin, la voluntad de vivir se apaga, renunciando el sujeto tanto a ella como a su propia vida individual. Por eso, el desarrollo de la tragedia, considerado en conjunto, siempre es el siguiente: el carácter más noble, el héroe, tras una larga lucha y una serie de padecimientos con los que se encontraba afanado hasta entonces, al alcanzar el grado de padecimiento más elevado, abandona voluntariamente los fines que hasta entonces había perseguido tan intensamente, y renuncia para siempre a todos los goces de la vida, viviendo desde ese momento sin desear nada más; o lo que es más frecuente, pone fin a su vida, bien por su propia mano, bien acudiendo a una mano ajena, pero siempre de forma alegre y voluntaria. Sirvan como ejemplos: el Príncipe Constante de Calderón, la Margarita del Fausto, Hamlet (que expresa con toda claridad cuán gustosamente abandona el mundo, planteando a Horacio su permanencia en él como un difícil deber); La doncella de Orleáns, La novia de Messina...: todos ellos mueren contemplando el mundo con ojos completamente diferentes a los que habían tenido hasta ese momento: se han apaciguado gracias al padecimiento, de manera que mueren una vez que su voluntad de vivir ha muerto previamente en ellos; las palabras finales del Mahoma de Voltaire expresan este extremo literalmente: «El mundo es de los tiranos; así pues, ¡sigue viviendo!». Vemos en la mayoría de las tragedias, asimismo, cómo los héroes efectúan finalmente el tránsito desde el querer más apasionado y la más violenta impulsividad a la resignación, es decir, a un completo no-querer: esto se debe a que el padecimiento experimentado a lo largo de la obra ha abierto ante él un nuevo conocimiento, otra visión de la existencia, que, alcanzada la cúspide del dolor, provoca la ruptura. Pero también en una tragedia en la que no se trae ante nuestros ojos esta verdadera apoteosis o transfiguración finales del héroe, sino que únicamente vemos padecer y sucumbir a los más nobles y mejores, sometidos al destino o al capricho de los peores y más malvados (como en Lear), el espectador es llevado a la resignación por el curso de la misma representación, que le invita a dejar de querer un mundo tan terrible, en el que gobiernan y dominan el azar, el error y la maldad: toda representación trágica supone para el espectador una llamada a la resignación y a la libre negación de la voluntad de vivir. Sólo la ética permite comprender todo esto.
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Sobre el arte poético La impresión provocada por la tragedia pertenece mucho más que cualquier otra al ámbito de lo sublime. No sólo nos apartamos de los intereses de la voluntad para comportarnos de manera puramente contemplativa, sino que nos sentimos invitados a abandonar todo querer para siempre. Sobre el modo de abordar la tragedia haré la siguiente observación: la esencia de la tragedia consiste en la exposición de un gran infortunio; ahora bien, aunque esto puede conseguirse de muchas formas, todas ellas pueden resumirse conceptualmente en tres: 1) El infortunio surge sólo por la extraordinaria maldad de un carácter, rayana en las fronteras de lo posible, siendo únicamente este carácter el causante de toda la desgracia. Ejemplos de este tipo (que no se encuentran apenas entre los antiguos [¿Atreo y Tiestes?]) son: Ricardo III, Yago en Othello, Shylok, Franz Moor, etcétera. 2) El infortunio puede ser producido por un ciego destino, esto es, por el azar y el error: este es el camino elegido por la mayor parte de los escritores de tragedias antiguos, y da lugar a las «tragedias del destino» propiamente dichas; un perfecto ejemplo de este tipo es el EdipoRey de Sófocles; y, entre las modernas: Romeo y Julieta, Tancredo de Voltaire y La novia de Messina. 3) El infortunio se produce por la simple posición respectiva de los personajes, a través de una combinatoria de sus relaciones mutuas, de manera que no se requiere ni un gran error, ni un azar inesperado, ni tampoco un carácter de una maldad desmesurada, capaz de superar casi los límites de la humanidad, sino que aquí se presentan caracteres habituales desde un punto de vista moral, situados en circunstancias convenientes; pero los personajes se encuentran dispuestos de tal modo unos respecto de otros que justamente su posición los obliga a cometer las más grandes maldades, a sabiendas y siendo conscientes de ello, sin que la injusticia sea cometida exclusivamente por ninguna de las dos partes implicadas. Este último género me parece muy preferible a los dos anteriores, pues siguiendo este procedimiento, quedamos atrapados por la acción de una manera más vivaz e inmediata. Es decir, en esta acción no se nos presenta un gran infortunio, como en las otras dos, como una simple excepción en el destino humano, como algo que sólo puede producirse mediante raros sucesos o circunstancias, o por caracteres monstruosos, sino como algo que se produce con facilidad y como por sí mismo, de forma casi esencial e inevitable, por la acción
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Arthur Schopenhauer y los caracteres humanos; y precisamente por ello, la desgracia más grande se nos presenta estremecedoramente próxima. Ciertamente, en los dos primeros tipos de acción, vemos el destino más terrible y la maldad más espeluznante como terribles poderes, pero que sólo nos amenazan a gran distancia, por lo que podemos esperar escapar de ellos sin problema, sin que sea necesario remontarse hasta la renuncia. En cambio, en el último género de trama, los poderes capaces de destruir la fortuna y la vida aparecen de tal manera que parecen poder abrirse camino hacia nosotros en cualquier instante; pues vemos cómo aquí el padecimiento más grande es producido por un entramado de actos cuyo aspecto esencial podría muy bien ser nuestro propio destino; o por acciones que también nosotros seríamos capaces de cometer, al tiempo que no podríamos considerar injusto que otros hiciesen cosas parecidas. Al acercarnos a la posibilidad de una desgracia, nos sentimos estremecidos, como si estuviesemos ya en mitad del infierno. Por eso concedo primacía a este tipo de trama; no obstante, su ejecución presenta también las más grandes dificultades, porque aquí, con un ínfimo gasto de medios y causas motoras, simplemente con su posición y reparto, ha de conseguirse el máximo efecto: por eso, la mayor parte de los escritores de tragedias, incluso los mejores, han renunciado casi siempre a escoger este difícil camino. Un ejemplo magistral de este tipo es Clavijo, aunque desde otros puntos de vista resultan muy superiores otros dramas de Goethe. Luego, El Cid de Corneille. También Hamlet pertenece, en cierto sentido, a este grupo, si se considera simplemente su relación con Laertes y Ofelia. También Wallenstein tiene este mérito. Y, si consideramos como acción principal de la trama meramente los sucesos relacionados con Margarita y su hermano, Fausto también pertenece enteramente a este género. Según la perspectiva apuntada, el drama tiene tendencia, por tanto, a exponer el lado más terrible de la vida humana, así como a insinuarle al espectador la resignación, la renuncia, la negación de la voluntad de vivir, a través de la descripción de una inmensa desgracia; para alcanzar este objetivo existen dos vías: o la representación misma apunta a que el espíritu del espectador se dirija a este punto causándole gran impresión; o se deja al héroe alcanzar inmediatamente este objetivo, presentándolo como transformado por una completa resignación, que le conduce a aceptar casi siempre la muerte como redención. Por consiguiente, la tenden-
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Sobre el arte poético cia del drama es apuntar a la negación de la voluntad de vivir. Cabe plantear, en cambio, la cuestión de cuál es la tendencia de la comedia, verdadero contrapunto de la tragedia. A esto hay que contestar que dicha tendencia es justamente la contrapuesta a la de la tragedia, pues la comedia apunta precisamente a estimular la permanente afirmación de la voluntad de vivir. Ciertamente, la comedia tiene que traer a colación sufrimientos, debido a que, como veremos en la ética, no es posible ofrecer una representación de la vida humana sin que en ella se mezclen penalidades, pues sólo ellas estimulan el esfuerzo, que resulta esencial para la vida. Ahora bien, la comedia muestra tales padecimientos –de los que no puede en absoluto prescindir– únicamente como algo pasajero, que se termina disolviendo en alegrías, previamente preparadas por las citadas penalidades; en otras ocasiones, muestra también las penas mezcladas con goces, alternando los fracasos con los logros, compensando el temor con la esperanza, y recompensando la lucha con la victoria; pero siempre con un predominio general de la alegría; finalmente, siempre se muestra la totalidad de la vida, incluidas las mismas penas que en ella se intercalan, como materia de diversión y de risa, haciéndonos entender que sólo necesitamos descubrir su ridiculez para mantener el buen humor en cualquier circunstancia. Desde esta perspectiva, la comedia presenta siempre incluso los caracteres más odiosos y las circunstancias más contrariantes desde su vertiente más jocosa. Contrapuesta al drama, por tanto, la comedia, con sus múltiples figuras, pretende decirnos que la vida, tomada en conjunto, es buena y admirablemente entretenida. En un mundo que, como sabemos, únicamente es el fenómeno de la voluntad de vivir, esta última perspectiva ha de ser la más adecuada para la mayoría: por eso, los más prefieren con mucho la comedia a la tragedia, y nuestro sentimiento se pone más a menudo de parte de aquélla que de ésta. Dado que, por regla general, con el transcurso del tiempo la afirmación de la voluntad de vivir va acentuándose más y más, los ancianos muestran casi siempre mayor inclinación por la comedia que por la tragedia; a los jóvenes, en cambio, les suele suceder lo contrario.37 37. En una observación escrita con tinta al margen se lee: «Kritische Betrachtungen über die poetischen Gemälde [Observaciones críticas sobre los retratos poé-
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Arthur Schopenhauer ticos] de Bodmer, 1741.- Theorie der Dichtungsarten [Teoría de los tipos de poesía] de Engel. Berlín y Stettin, 1783» [J. J. Bodmer (1698-1783), catedrático de Zurich, tradujo en 1732 El paraíso perdido de Milton, que sirvió de modelo a Klopstock; en colaboración con Breitinger, mantuvo una intensa polémica literaria con Gottsched, que duró hasta 1741. J. J. Engel (1741-1802), por su parte, fue profesor de Filosofía y Bellas Artes en Berlín y uno de los líderes de la Aufklärung alemana; publicó algunos dramas y ensayos de estética, ejerciendo además como preceptor de Guillermo III de Prusia]. Completaremos este capítulo con las reflexiones contenidas en el párrafo En torno a lo interesante, escrito en 1821 (cfr. HN III, folio I, §§ 61-63): «En las obras de la creación literaria, sobre todo en las épicas y las dramáticas, encuentra cabida una propiedad bien distinta de la belleza: lo interesante [...]. La belleza constituye siempre una cuestión del conocer y se dirige únicamente al sujeto del conocimiento, no a la voluntad. Es más, la percepción de lo bello presupone un pleno silencio de la voluntad en el interior del sujeto. Muy al contrario, damos en llamar interesante a un drama o a un relato, cuando los acontecimientos y las acciones descritas nos hacen sentirnos como si tomáramos parte en ellas, dada su similitud con sucesos reales en los que se halla implicada nuestra propia persona. El destino de los personajes representados es experimentado entonces como el nuestro propio. Aguardamos con expectación el desarrollo de los acontecimientos, seguimos con avidez su transcurso, tenemos palpitaciones ante la inminencia del peligro y, cuando éste alcanza el paroxismo, nuestro pulso queda paralizado, para volver a latir con mayor presteza en cuanto se vea salvado el héroe; ciertos libros no pueden ser abandonados antes de llegar hasta el final y a veces pasamos noches en vela, participando en las inquietudes de nuestros héroes como si fueran las nuestras propias. Ante semejantes representaciones, en lugar de goce o sosiego, experimentaríamos todas esas penas que la vida nos impone tan a menudo realmente, o al menos aquella que nos acosa en un angustioso sueño, si el firme suelo de la realidad no estuviera siempre a mano mientras leemos o asistimos a una representación teatral, permitiéndonos interrumpir a cada momento la ilusión tan pronto como el sufrimiento nos afecte de un modo demasiado intenso y volver a meternos dentro de la trama en cuanto se nos antoje, sin tener que consumar un tránsito tan violento como el del despertar para zafarnos de los horrores de un mal sueño. Es obvio que con este tipo de literatura se activa nuestra voluntad, y no tan sólo el simple conocimiento [...]. Lo interesante sólo tiene lugar en las obras literarias, no en las artes pictóricas, la arquitectura y la música. En éstas no se da sino muy puntualmente, en cuanto algo que no concierne a uno o varios espectadores, como sería el caso de un retrato donde aparezca una persona querida u odiada, el edificio de mi casa o de mi prisión, la música de mi danza nupcial o la marcha que me llevó al campo de batalla. Esta forma de resultar interesante no puede ser más ajena tanto a la esencia como al fin de tales artes, donde se revela un estorbo, en tanto que perturba la pura contemplación artística» (A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., pp. 77-78).
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Sobre la música
XVII
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Sobre la música
Acabamos de recorrer todas las artes: comenzamos con la arquitectura, cuyo propósito, como arte bella, consistía en ilustrar las objetivaciones de la voluntad en los grados más bajos de su visibilidad, aquellos en los que se muestra como un sordo impulso de la masa, conforme a ley, pero inconsciente [erkenntnißloses], en el que, sin embargo, ya se mostraba una falta de armonía interna en la lucha entre el peso y la rigidez; y hemos terminado con la tragedia, que pone ante nuestros ojos en toda su terrible magnitud la disonancia interna de la voluntad, precisamente en su grado de objetivación más alto. Ahora encontramos que ha quedado excluida de nuestra consideración una de las bellas artes; y esto es lógico, porque no existía ningún lugar adecuado para ella en el curso de nuestra exposición sistemática: se trata de la música, la cual se encuentra completamente separada de todas las demás artes, puesto que en la música no cabe reconocer ninguna imitación o repetición de las ideas correspondientes a las cosas del mundo. Sin embargo, se trata de un arte grande y extremadamente noble, que actúa con mayor poder que ningún otro sobre la más profunda interioridad del ser humano, donde se lo entiende con total intimidad, como un len*
Cfr. MVR I, libro III, § LII; MVR II, cap. 39 y PP, §§ 218-221.
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Arthur Schopenhauer guaje completamente universal, cuya comprensión es innata, y cuya claridad supera incluso la del propio mundo intuitivo. Por eso es muy digno de una investigación filosófica. Pero nosotros llevaremos esta investigación más lejos de lo que lo hizo Leibniz: él explicaba la música como un exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerare animi;1 desde su punto de vista, tenía razón, pues él consideraba solamente la significación inmediata y únicamente exterior de la música, es decir, su simple revestimiento. Y así entendida, su definición es verdadera (ilustr.). Pero desde nuestro particular punto de vista, hemos de centrarnos en el efecto estético de la música; y, tan pronto como arrojamos una sola mirada a la grandiosidad y poder de dicho efecto, debemos asumir que la música ha de expresar algo enteramente diferente a meras relaciones numéricas, y debe tener un significado mucho más serio y profundo; un significado desde cuya perspectiva el significado de las relaciones numéricas en las que se resuelve no se comporta precisamente como lo designado, sino como señal. Y es esta significación lo que nosotros buscamos. De la analogía con las restantes artes, podemos concluir que también ella ha de comportarse, en cierto sentido, como lo hace la representación respecto de lo representado, o la imitación respecto del modelo. Pues, tomada en conjunto, su efecto equivale al de las restantes artes, sólo que es más fuerte, rápido, necesario e infalible. Así pues, la relación imitativa de la música respecto del mundo ha de ser también muy íntima, infinitamente verdadera, y completamente adecuada, porque todo el mundo la comprende al instante y la reconoce con cierta infalibilidad, ya que su forma puede reducirse a reglas completamente expresables a través de determinados números, de los cuales uno no puede desviarse, sin que deje de ser música en absoluto. Sin embargo, el punto de comparación entre la música y el mundo, la perspectiva en la cual la música se encuentra en una relación de imitación o de recapitulación [im Verhältniß der Nachbildung oder Wiederholung], se encuentra profundamente oculto. En todas las épocas se ha practicado la música, sin poder dar justificación de la misma: se contentaban con entenderla inmediatamente y se desistió de tratar de alcanzar una comprensión abstracta de dicho entendimiento. 1.
«Un oculto ejercicio de aritmética, en el que el espíritu no se percata de que está contando» (Leibnitii epistolae, Leipzig, Collectio Kortholti, 1734, vol. I, ep. 154, p. 241).
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Sobre la música Sobre la relación imitativa que debiera tener la música respecto del mundo existente, según la analogía de las restantes artes, he hallado una explicación que coincide con toda la metafísica que les he venido exponiendo, y que encuentra su confirmación a través de muchísimas aplicaciones; pero dicha explicación nunca podrá ser probada, porque supone y afirma una relación entre la música (que siempre permanece en el ámbito de la representación) y aquello que por su esencia nunca puede llegar a ser representado: la cosa en sí o voluntad; así pues, mi explicación plantea la música como imitación de un modelo que nunca puede ser él mismo traído a la representación. De manera que la conclusión a la que he llegado, por convincente que pueda ser para mí, sólo puedo planteársela a ustedes como una hipótesis que cada cual será libre de aceptar o no; pues depende, en última instancia, de hasta qué punto comprende él mismo la esencia de la música propia dicha y, ulteriormente, hasta qué punto ha penetrado en el curso de mis pensamientos sobre la esencia del mundo y se ha convencido de él. Además, mi explicación sobre el significado interior de la música sólo puede ser enteramente comprendida si se ha oído música a menudo con una reflexión atenta; y para poder hacerlo, uno tiene que estar ya familiarizado con toda mi metafísica. Pasemos ahora ya a la explicación propiamente dicha. La objetivación adecuada de la voluntad son las ideas; estimular el conocimiento de éstas mediante la representación de cosas particulares es el fin de todas las demás artes. Todas ellas objetivan la voluntad, por tanto, sólo mediatamente, es decir, a través de las ideas; y puesto que nuestro mundo no es más que la manifestación de las ideas en la pluralidad por medio de su ingreso en el principium individuationis (forma del conocimiento del individuo como tal), la música, al trascender las ideas, es también completamente independiente del mundo fenoménico, y lo ignora sin más; podría existir, incluso, aunque tal mundo no existiese en absoluto, algo que no cabría decir del resto de las artes. Así pues, la música es una objetivación e imitación de la totalidad de la voluntad tan inmediata como lo es el mundo mismo, como lo son las ideas, cuya multiplicidad fenoménica constituye el mundo de las cosas particulares. La música, por tanto, no es en absoluto una imitación de las ideas, como lo son las demás artes, sino una imitación de la voluntad misma [Abbild des Willens selbst], cuya objetivación son las ideas. Ahora bien, puesto que
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Arthur Schopenhauer es la misma voluntad la que se objetiva tanto en las ideas como en la música, aunque de manera completamente diferente en ambas, no hay que presuponer ciertamente una semejanza entre ambas formas de objetivación; sin embargo, ha de existir entre ellas algún tipo de paralelismo [Parallelismus], alguna analogía [Analogie] comprobable entre la música y las ideas, cuya manifestación plural e imperfecta es el mundo visible. Este paralelismo o analogía es lo que deseo probar, a fin de facilitar el entendimiento de esta difícil explicación.2 Los tonos más profundos de la armonía, el bajo fundamental, corresponen en música al mundo feno-
2.
«Como cualquier otro arte, la música ha de guardar con respecto al mundo la relación que observa toda representación respecto a lo representado, de una reproducción respecto al tema reproducido. Sin embargo, resulta difícil descubrir cuál es el paralelismo, el fundamento de la relación que se da entre ella y el mundo, así como cuál es la faceta del mundo que viene a representar. Su inmenso grado de precisión y concordancia queda testimoniado por el hecho de que cualquiera la comprenda; posee una certera infalibilidad, al dejarse retrotraer a reglas que son expresables numéricamente según una determinada proporción. Su relación con el mundo, su modelo, tiene que hallarse muy estrechamente vinculada con la esencia más íntima del mundo, cuyo camino de acceso muestra sin alejarse nunca del mismo y sin dejar de ser música. Dicha relación es ésta: el mundo es la objetivación, la manifestación de la voluntad; lo que resulta más adecuado para este fenómeno (y por lo tanto también para su conocimiento) es la idea platónica, la cual se representa en todas las demás artes como la repetición del objeto devenido de la voluntad, reproduciendo por tanto el fenómeno de la voluntad; pero la música representa directamente a la voluntad misma, dimana inmediatamente de ella misma siendo pese a todo una objetivación suya, tal como lo es el propio mundo, sólo que de otra manera; es algo así como el otro polo del mundo, un segundo mundo [...]. Sólo la manifestación de la voluntad, y no ella misma, tiene por forma al tiempo y al espacio; la música que salta por encima del fenómeno y representa directamente a la voluntad es por ello tan eterna como ella misma. El tiempo constituye una forma suya sólo de un modo fortuito y no esencial, tal como sucede también en todas las demás artes, en tanto que la obra de arte represente propiamente ideas platónicas y no cosas individuales. La música representa la esencia íntima de todo cuanto es y pasa en el mundo, pues eso es justamente la voluntad. La música constituye una expresión tan universal que los conceptos universales, e incluso las ideas, se relacionan con respecto a ella como las cosas individuales para con éstos» (anotación fechada en 1815, HN I, 322-323 {480}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., § 130, pp. 85-86).
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Sobre la música ménico, a los grados más bajos de objetivación de la voluntad: la naturaleza inorgánica y la masa de los planetas. Análogamente, las tonalidades superiores, que se mueven con facilidad y se extinguen con rapidez, han de considerarse, como es sabido, como surgidas a través de los vibraciones concomitantes del bajo fundamental, sonido junto al cual siempre resuenan débilmente, siguiendo la ley de la armonía, según la cual sólo pueden coincidir con una nota grave sus sonidos armónicos, es decir, aquellos sonidos superiores que armonizan por sí mismos con ella (sus sons harmoniques). (Ilustr.- Citata: Sulzer, Theorie der schönen Künste [Leipzig 9 1786]. Chladni, Akustik [Leipzig, 1802]. Raimond).3
Ahora bien, esto guarda analogía con el hecho de que, como debemos suponer, el conjunto de los cuerpos y organizaciones de la naturaleza ha surgido a través del desarrollo gradual a partir de la masa de los planetas, que constituye, al mismo tiempo, su origen y sustento. Idéntica relación tienen, asimismo, los tonos superiores con el bajo fundamental. El bajo tiene un límite de gravedad más allá del cual ningún sonido resulta ya audible, lo que se corresponde con el hecho de que ninguna materia resulta perceptible sin forma ni cualidad, es decir, sin la exteriorización de una fuerza inexplicable, que constituye justamente la manifestación de una idea; para hablar con propiedad: que ninguna materia puede existir en absoluto sin una manifestación de la voluntad. Así pues, al igual que cierto grado de altura es inseparable del sonido, la materia requiere cierto grado de exteriorización de la voluntad; para nosotros, por consiguiente, el bajo fundamental equivale en armonía a lo que representa la masa bruta en el mundo de la naturaleza inorgánica, sobre la que todo reposa, y desde la cual todo se eleva y desarrolla. Asimismo, el ripieno, conjunto de voces [Ripienstimmen], que completan la armonía y se encuentran 3.
Con «Raimond» se alude, quizás, al libro de Georges Marie Raymond: Lettre à Villoteau touchant ses vues sur la possibilité et l’utilité d’une théorie exacte de la musique, 1811. O, del mismo: Essai sur la determination des bases physicomathématiques de l’art musical, París, 1813.
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Arthur Schopenhauer situadas entre el bajo fundamental y la voz principal que canta la melodía, equivalen en música a lo que en el mundo intuible representa la serie gradual de las ideas en las que se va objetivando la voluntad. Las voces situadas más cerca del bajo corresponden a los grados inferiores, los cuerpos aún inorgánicos, pero que ya se manifiestan de múltiples formas; las voces más altas representan el mundo vegetal y animal. Los intervalos concretos de la escala sonora corren paralelos a los grados de objetivación de la voluntad en las diversas especies que componen la naturaleza. La desviación de la proporción aritmética de los intervalos producida mediante el temperamento [Temperatur], o la elección de tonalidad, se parece a la desviación del individuo respecto del tipo marcado por la especie. Incluso las disonancias [Mistöne], que no obedecen a ningún intervalo determinado, pueden compararse a los monstruosos abortos surgidos del cruce entre dos especies animales, o entre hombre y animal. A todas estas voces del bajo, o intermedias, que constituyen la armonía les falta, empero, aquella continuidad que sólo posee la voz superior que canta la melodía, que se mueve rápida y fácilmente a través de modulaciones y escalas, mientras que todas las demás tienen un movimiento más lento, sin que cada una posea una continuidad que subsista por sí misma. El que se mueve con mayor dificultad es el bajo, representante de la masa bruta, al que le es esencial un movimiento más lento, por lo que un curso más rápido, o trinos, son algo que ni siquiera cabe imaginar en los graves. Más rápidamente, aunque sin conexión melódica, ni continuidad cargada de sentido, se mueven las voces de relleno superiores, que corren paralelas al mundo animal. El curso inconexo y la determinación legal de todas las voces de relleno resulta análogo al conjunto del mundo irracional, desde el cristal al animal más perfecto, en el que ningún ser ostenta una sucesión de desarrollos espirituales, ninguno se perfecciona mediante la formación, ni ninguno cumple un curso vital coherente o planificado, sino que todo permanece allí siempre idéntico a sí mismo, tal como es según su especie, y determinado por una ley estricta. Finalmente, en la melodía, en la voz superior, o voz cantante principal, que dirige el conjunto, con la conexión ininterrumpida y cargada de significado de un pensamiento, avanzando desde el comienzo hasta el fin, y exponiendo una totalidad, reconocemos el grado más elevado de ob-
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Sobre la música jetivación de la voluntad: la vida reflexiva y los anhelos del ser humano.4 Sólo él está dotado de razón, ve siempre tanto el camino real como las incontables posibilidades que se le abren hacia atrás y hacia delante, y cumple un curso vital reflexivo y coherente como un todo; en correspondencia, sólo la melodía tiene pleno significado y una conexión plenamente intencionada desde el comienzo hasta el fin.5 Cuenta, en consecuencia, la historia de la voluntad iluminada por la reflexión, cuya impronta es, en realidad, la serie de sus actos; pero dice más: cuenta su historia más secreta, pintando cada agitación, cada afán, cada movimiento de la voluntad, todo aquello que la razón abarca bajo el concepto amplio y negativo del sentimiento [Gefühl], porque no puede incluirlo en sus abstracciones. Por eso siempre se ha dicho que la música es el lenguaje del sentimiento y de la pasión, igual que las palabras constituyen el lenguaje de la razón.6 4.
5.
6.
En fecha tan temprana como 1814 escribía Schopenhauer: «La música constituye un análogo de la naturaleza. El bajo me parece representar esa naturaleza inorgánica sobre la que todo descansa y desde la que todo se alza, mientras que los registros más altos equivalen a las entidades orgánicas, y remontándose siempre hacia lo alto está esa directriz voz principal que canta la melodía: el hombre» (HN I, 183 {298}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., § 83, pp. 62-63). Nota a pie de página: «Al igual que los animales quieren en esencia lo mismo que el hombre, sólo que de manera más simple, y su querer es fundamentalmente idéntico al del ser humano, aunque no tan plural y múltiplemente configurado, así también cantan en cierta medida la melodía todas las voces de relleno juntamente con el bajo, aunque de manera aún ruda y torpe: se mueven lenta y dificultosamente desde un nivel armónico a otro, con una conexión apenas suficiente, mientras que la voz principal superior expresa a través de modulaciones significativas y de un curso artístico la esencia más refinada, lo propiamente individual de la pieza musical. Por eso, el mismo acompañamiento puede servir también para todas las variaciones. Esto también se comprenderá adecuadamente, si el tema sirve como acompañamiento de una variación». Cfr. las siguientes anotaciones fechadas entre 1815 y 1819, respectivamente: «[...] La melodía entraña la historia de la voluntad [...]. Tal como el bienestar o la dicha humana estriba tan sólo en que los continuos anhelos de la voluntad vayan encontrando una y otra vez cumplida satisfacción, la esencia de la melodía constituye un constante apartamiento del tono fundamental, así como un infinito retorno al mismo» (HN I, 258 {410}); «[...] La voluntad es presentada por la música en la melodía; todos los posibles afanes de la voluntad se dejan representar en el infinito número de las melodías posibles, pero siempre bajo la universalidad de una mera forma sin materia» (HN I, 263-264 {414});
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Arthur Schopenhauer Ahora bien, la esencia del hombre consiste en que su voluntad se afana, se ve satisfecha y se vuelve a afanar; y así incesantemente; de manera que su felicidad y bienestar consisten únicamente en perpetuar aquel tránsito desde el deseo a la satisfacción, y de ésta a un nuevo deseo; pues la tardanza en la satisfacción significa padecer, y la tardanza de un nuevo deseo es un anhelar vacío, un languor o aburrimiento; en precisa correspondencia con ello, la esencia de la melodía consiste en un permanente desviarse y apartarse por mil caminos del tono fundamental, no sólo hacia los grados armónicos de la tercera y la dominante, sino hacia cualquier tonalidad, hacia la séptima disonante y hacia grados extremos, a los que, no obstante, siempre sucede un retorno final a la tonalidad fundamental. Con esas evoluciones, la melodía expresa los múltiples afanes de la voluntad; pero también su satisfacción, mediante el retorno a un determinado nivel armónico, esto es, a la tónica. La invención de la melodía, el desvelamiento a través de ella de los más profundos secretos del querer y del sentir humanos es obra del genio, cuya acción es aquí más patente que en ningún otro lugar, pues queda alejada de toda reflexión e intencionalidad conscientes, pudiendo llamarse una inspiración [eine Inspiration]. Como en todos los demás ámbitos artísticos, el concepto es aquí estéril. El compositor revela la esencia más íntima del mundo, y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que su razón no entiende, de la misma manera que una sonámbula sumergida en trance magnético da explicaciones sobre cosas de las que en estado de vigilia no posee concepto alguno. Por eso, en el compositor, más que en cualquier otro artista, hombre y artista se encuentran completa-
«La música no habla de las cosas, habla del bienestar y de la aflicción en estado puro (las únicas realidades para la voluntad) y por eso se dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza» (HN III, 279 (128) {F II, 190}); «La música desfila delante de nosotros como un paraíso que nos fuera enteramente familiar y, sin embargo, estuviera sempiternamente remoto, pues, bien mirado, nos resulta plenamente comprensible, pese a diferenciarse radicalmente de nuestro ser y de nuestro entorno; ello se debe a que la música expresa las más profundas emociones de nuestra voluntad, es decir, de nuestra esencia» (HN III, 9 {(29) R 24}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., §§ 116-117, pp. 76-77, y A. Schopenhauer: Manuscritos berlineses, op. cit., §§ 158 y 5, pp. 153 y 68).
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Sobre la música mente separados y son diferentes. Incluso en la explicación de este arte maravilloso muestra el concepto sus límites.7 Al igual que el rápido tránsito desde el deseo a la satisfacción representa felicidad y bienestar, las melodías rápidas y sin grandes digresiones son alegres; en cambio, las melodías lentas, que caen en dolorosas disonancias, y que únicamente retornan a la tonalidad fundamental tras pasar por muchas intermedias, son tristes, como sucede con una satisfacción que se presenta con dificultad y retraso. El retraso de la nueva estimulación de la voluntad, el languor, no podría tener ninguna otra expresión que el tono fundamental sostenido, cuyo efecto se haría enseguida insoportable; a esto se aproximan las melodías muy monótonas, que nada dicen. La música de danza, consistente en frases cortas, que se mueven rápidamente, parece exponer la felicidad vulgar, fácil de alcanzar; en cambio, el allegro maestoso formado por grandes frases y pasos cadenciosos, con amplias desviaciones de la tonalidad fundamental, designa un afán grande y noble hacia una meta alejada, así como su logro final. El adagio habla del sufrimiento de un afán grande y noble, que rechaza toda mezquina felicidad. Es sobremanera maravilloso el efecto producido por los modos menor y mayor. Es asombroso comprobar cómo el cambio de un semitono y la entrada de la tercera menor en lugar de la mayor, suscita un sentimiento inconteniblemente inquietante y penoso, del que nos libera ostensiblemente de nuevo la tonalidad mayor. El adagio en tono menor alcanza la más elevada expresión del dolor, convirtiéndose en el más conmovedor de los lamentos. La música de danza en tono menor parece designar el fracaso de la fútil felicidad, que se debería rechazar gustosamente; o parece hablar de la consecución de un fin mezquino, alcanzado mediante grandes fatigas y vejaciones. Así, la música expresa la verdadera esencia de todos los posibles afanes y afectos humanos, al igual que la más profunda intimidad del alma. La inagotabilidad de las posibles melodías corresponde a la inagotable diversidad de individuos, fisonomías y recorridos vitales que produce la naturaleza. El tránsito desde una tonalidad a otra podría ser comparado, quizás, con la muerte, por cuanto con ella acaba el individuo, de manera que aquí se interrum-
7.
Desde «Incluso...» hasta «...límites» tachado con lápiz.
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Arthur Schopenhauer pe la conexión con el siguiente; pero la voluntad que apareció en el individuo permanece siempre y en todo momento, reapareciendo en otros individuos, cuya conciencia, sin embargo, no mantiene conexión alguna con el primero. Al comprobar todas estas analogías, no puede olvidarse, sin embargo, que la música no tiene ninguna relación directa con ellas, sino únicamente una relación mediata; que nunca imita ni expresa el fenómeno, sino solamente la esencia íntima, el en-sí de todo fenómeno, la voluntad misma. El mundo fenoménico, o la naturaleza, y la música han de considerarse como dos expresiones diferentes de una misma cosa. Dicha cosa, la voluntad, es, por ello, el único mediador en la analogía de ambos, el tertium comparationis, cuyo conocimiento se requiere, si se quiere penetrar en la analogía mencionada. Por eso la música, si se la considera como expresión del mundo, es un lenguaje universal elevado al grado más alto, que incluso se comporta aproximadamente igual a como lo hace la universalidad de los conceptos respecto de las cosas particulares. No obstante, su universalidad no es en absoluto la vacía universalidad de la abstracción, sino que se trata de una universalidad completamente diferente, que se encuentra ligada a una determinación absolutamente precisa. Se parece a las figuras geométricas y a los números que se utilizan como formas universales de todos los posibles objetos de la experiencia, siendo aplicables a todos ellos a priori, aunque no sean abstractos, sino intuibles y estén completamente determinados. Todos los posibles impulsos, excitaciones y exteriorizaciones de la voluntad; todos aquellos procesos del interior del ser humano que la razón arroja al concepto ampliamente negativo del sentimiento, han de expresarse mediante las infinitas melodías posibles, pero siempre en la generalidad de la mera forma sin materia, siempre sólo según el en-sí, no según el fenómeno, análogamente al alma mas íntima de los mismos, sin los cuerpos. La música, como se ha dicho, se diferencia de todas las demás artes porque no consiste en una imitación del fenómeno, o, más bien, en la imitación de la adecuada objetivación de la voluntad, sino que es la imitación inmediata de la voluntad misma. Según esto, se podría denominar al mundo tanto música encarnada [verkörperte Musik] como voluntad encarnada [verkörperten Willen]. Esto permite explicar por qué la música describe cada cuadro, e incluso cada escena de la vida y del mundo real, con toda su impor-
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Sobre la música tancia; y tanto más, cuanto más análoga es la melodía al fenómeno dado. Pero la música se amolda a todas las cosas y es aplicable a todas las representaciones; nada puede serle ajeno, ya que expresa la esencia de todas las cosas. Cuando suena una música adecuada a cualquier escena de la vida humana o de la naturaleza inanimada, a cualquier acción, proceso, circunstancia o imagen, ella abre el sentido más oculto de cada escena, siendo su comentario más claro y correcto.8 Pero ciertamente, al dar grandes explicaciones y resolver muchos enigmas, ella plantea, a su vez, un nuevo enigma, a saber: la relación de su lenguaje respecto del de la razón. Expresándose popularmente, podría decirse que la música en su conjunto es la melodía cuyo texto es el mundo.9 Por este motivo, puede ponerse música a un poema, dando lugar al canto; o a una representación intuitiva, dando lugar a la pantomima; o a ambas de consuno, como sucede en la ópera. Tales cuadros particulares de la vida humana, puestos bajo el lenguaje universal de la música, no están ligados a ésta con una necesidad absoluta, ni se corresponden exactamente con ella, sino que se encuentran con la música únicamente en la relación que guarda un ejemplo cualquiera respecto de un concepto general: representan en la determinación de la realidad aquello que la música expresa en la universalidad de la mera forma. Pero, a la inversa, la música da la más profunda y secreta explicación sobre la esencia íntima y propia de las acciones y sucesos que constituyen la ópera: como comentario continuado de todo aquello que se expone sobre la escena, desvela, por así decirlo, su alma más íntima. Al sentido, siempre general, de cualquier melodía, podrían corresponderle también otros ejemplos del mis-
8.
9.
En una anotación, fechada en 1816, se lee: «Como la música no es, al igual que las otras artes, una imagen del fenómeno de la voluntad, sino una imagen inmediata de la voluntad misma, cabiendo por ello llamar al mundo tanto música corporeizada como voluntad materializada, resulta explicable por qué la música otorga tan eminente significación a cada retablo, a cualquier escena de la vida y del mundo» (HN I, 352 {525}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., § 150, p. 100). «Hablando de un modo popular, bien podría decirse que la música en su conjunto es la melodía a la que el mundo sirve de texto» (apunte de 1817) (HN I, 485 {699}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., § 198, p. 135).
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Arthur Schopenhauer mo grado elegidos arbitrariamente; pues ella expresa siempre sólo la esencia interna del fenómeno, que puede ser la misma en diferentes fenómenos: por eso, la misma composición sirve para muchas estrofas; de ahí también el vaudeville. Pero el hecho de que en general sea posible establecer una relación entre una composición y un poema, o una representación dramática intuitiva, depende, como hemos dicho, de que ambos sólo son diferentes expresiones de la misma esencia interior del mundo. Ahora bien, cuando en un caso particular se da realmente una relación de este tipo, de manera que el compositor ha sabido expresar las estimulaciones de la voluntad que constituyen el núcleo de un acontecimiento en el lenguaje universal de la música, entonces la melodía del lied o la música de la ópera están llenas de expresión. La analogía que el compositor ha hallado entre ambos aspectos debe haber surgido, empero, del inmediato conocimiento de la esencia del mundo, de su razón inconsciente, y no puede ser una imitación a través de conceptos, mediada con intencionalidad consciente; en caso contrario, la música no expresa la esencia interior del fenómeno, la voluntad misma, sino que imita únicamente de forma insuficiente su fenómeno; así sucede con toda música propiamente imitativa o pictórica, como, por ejemplo, todas las composiciones sobre batallas; Las Estaciones de Haydn; o también varios pasajes de La Creación...: todo esto ha de rechazarse tajantemente. El hecho de que nos alegre tan particularmente el canto con palabras comprensibles, se debe a que en él se encuentran ocupados a la vez nuestro conocimiento más inmediato y el más mediato: el más inmediato es el del lenguaje de la propia música; el más mediato es el entendimiento de los conceptos designados por las palabras. Por lo demás, en esta unificación del lenguaje poético y musical, es decir, en esta unificación de las palabras con la música, las palabras han de permanecer subordinadas por completo a la música, como sucede en el canto. Pues la música es incomparablemente más poderosa que el lenguaje, y tiene una efectividad infinitamente más concentrada e instantánea que las palabras; por eso, las palabras han de incorporarse a la música, mezclarse con ella, y asumir así entera y completamente un lugar subordinado, siguiendo a la música. En el melodrama sucede lo contrario: en él aparece frecuentemente toda una parte declamada que pertenece a la música, con lo que la palabra, al pretender competir con la música,
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Sobre la música produce una completa disonancia entre ambas, generando así lo más carente de gusto y chabacano que hoy en día hay que soportar en las artes. La conciencia del oyente se desgarra: si quiere oír las palabras, la música aparece ante él como un estorbo; si, por el contrario, desea entregarse a la música, las palabras aparecen como una impertinente interrupción de la misma. Quien encuentre placer en algo semejante, no ha de tener pensamientos para la poesía, ni sentimientos para la música. La inexpresable interioridad de toda música y la seriedad que le es esencial, que excluye por completo lo ridículo de su dominio inmediatamente propio, procede de que su objeto no es la representación, único ámbito en el que pueden darse el engaño y la ridiculez, sino que su objeto es inmediatamente la voluntad, y ésta es esencialmente lo más serio de todo, dado que todo depende de ella. Resulta muy curioso cómo la música, por una parte, gana nuestra más íntima confianza, mientras que, por otra, no podemos entenderla, quedándonos a la vez tan cerca y tan eternamente lejos de ella: es, por cierto, inmediata, íntima y perfectamente comprensible, pero, no obstante, tan fundamentalmente diferente, desde un punto de vista externo, de nuestra esencia y del mundo que nos rodea, que entre ambos no existe puente posible. Esto se debe, empero, a que lo que expresa son los estremecimientos más íntimos de nuestra voluntad, es decir, de nuestra esencia, expresándolos y reproduciéndolos de una manera más adecuada, ajustada y pura que cualquier otro arte; pero ella, a su vez, como cualquier otro arte, se atiene al ámbito de la mera representación, que es toto genere diferente del dominio de la voluntad y de la esencia misma: en aquel dominio de la mera representación pura, la música ofrece, ciertamente, una imitación entera y perfecta de la voluntad; pero la voluntad misma, es decir, lo propiamente real, permanece alejada de ella, y con ello también todo tormento [Quaal], que sólo puede radicar en ella. De ahí el contraste que afecta a la esencia de la música, por un lado tan claramente comprensible, y, por otro, sin embargo, tan ajena y extraña. Resumamos ahora como sigue: 1) Según nuestra exposición, la música es la presentación de la esencia interna [des innern Wesens], del en-sí del mundo que nosotros, según su manifestación más clara, pensamos con el concepto de voluntad, expuesta con la mayor determinación y verdad en el material específico de los simples sonidos. 2) La filosofía
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Arthur Schopenhauer no es otra cosa que una completa y correcta recapitulación de la esencia del mundo, expuesta en conceptos generales; pues sólo así resulta posible una perspectiva global, amplia y utilizable de aquella esencia en su conjunto: por esta razón, como vemos, el tema de la música y el de la filosofía coinciden por completo: ambas dicen lo mismo en dos lenguajes diferentes; y por eso podría afirmarse, si no sonara paradójico, que, si se lograse ofrecer una explicación conceptual perfecta y completamente correcta de todos los aspectos de la música, incluso de los más particulares, y de lo que expresan sus sonidos, entonces también se habría ofrecido con ello una recapitulación y explicación en conceptos del mundo mismo, esto es, la verdadera filosofía. Por eso, desde esta perspectiva, podríamos parodiar la sentencia de Leibniz –que desde un punto de vista inferior es completamente verdadera– diciendo: musica est exercitium philosophiae occultum nescientis se philosophari animi. Scire - Saber.10 10. «La música es una ejercitación inconsciente en la filosofía, en la que el espíritu no sabe que está filosofando». En el pasaje correspondiente del MVR se lee: «Musica est exercitium metaphysicae occultum nescientis se philosophari animi [La música es un subrepticio ejercicio de metafísica, en donde el ánimo no sabe que filosofa]. Pues “saber”, quiere decir haber trasladado a conceptos». La equivalencia que establece Schopenhauer entre música, filosofía y sabiduría aparece ya en dos apuntes fechados en 1814: «[...] La música expresa el mundo a su modo y resuelve cualquier enigma [...]. Se trata de la reina de las artes. Y llegar a ser como la música es el objetivo de todo arte» (HN I, 210 {338}); «La música es todo cuanto se afana por ser cualquier otro arte, a saber, la reproducción del mundo en una materia específica, pues aquel que interprete cabalmente la música habrá reproducido conceptualmente su esencia, habiendo interpretado y reproducido así en conceptos todo el universo: de ahí que una auténtica dilucidación de la música supondría al mismo tiempo una genuina filosofía» (HN I, 217 {349}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., §§ 97 y 99, pp. 68-69). Esta equiparación permite a Philonenko afirmar que, para Schopenhauer, «no sería quizás exagerado afirmar que la música es la metafísica de lo bello», porque «en su generalidad concreta, la música nos transporta al silencio de las esencias, lejos del rumor del mundo [...]. En las Lecciones de Berlín, el filósofo asegura que si existe una relación entre la música y el mundo, es la de la Darstellung (exposición, representación). Sus largas explicaciones nos conducen a la idea de que el mundo representa la música, más que la música representa al mundo. Podemos ir más lejos: las ideas de las que se ocupan las
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Sobre la música Ahora bien, consideren aún lo siguiente: la música, prescindiendo de su significación estética e interior, y considerada desde un punto de vista meramente extrínseco y puramente empírico, no es otra cosa que el medio de concebir inmediata y concretamente (in concreto) grandes números y complicadas relaciones numéricas, que en caso contrario, sólo podemos captar mediatamente in abstracto, por medio de los conceptos. Si unimos ahora estas dos perspectivas diferentes, y sin embargo correctas, de la música, podremos hacernos un concepto correcto de la posibilidad de una filosofía numérica [Zahlenphilosophie], parecida a la de Pitágoras, o a la de los chinos en el I-Ching,11 con lo que cobra sentido también para nosotros aquella sentencia fundamental de los pitagóricos: τωú ` αjριθµωú ` δε; τα; παvντα εjπεvοικεν, Sext. Emp.- Hyp. Adv. Math. 104.12 Si finalmente aplicamos esta perspectiva a nuestra anterior interpretación de la armonía y la melodía, encontraremos que una mera filosofía moral, sin explicación de la naturaleza, como quería introducirla Sócrates, es análoga a una melodía sin armonía,13 como la deseada exclusivamente por Rousseau; en cambio, la mera filosofía natural, la mera física y metafísica, sin una ética conectada, se asemeja a la simple armonía sin melodía.
artes son lo esencial, la música que supera las ideas hacia la voluntad es la expresión de la esencia de lo esencial, si es cierto que la voluntad está al principio de las esencialidades. A este respecto –dice Philonenko– la música puede reivindicar el elevado nombre del saber, Wissenschaft» (A. Philonenko, op. cit., pp. 215-216). 11. En 1817 escribía Schopenhauer: «Hemos identificado la música como la exposición de la esencia íntima del mundo, como la repetición de la voluntad, cuya objetivación es tan inmediata como el propio mundo, aunque de forma muy distinta, de suerte que una cabal explicación de la música y una perfecta dilucidación del mundo serían algo equivalente. Cuando contrastamos ambas y las fusionamos como auténticos aspectos musicales, venimos a concebir la posibilidad de una filosofía numérica como habría sabido ser la de Pitágoras y asimismo el I-Ching de los chinos» (HN I, 458 {657}) (A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., § 193, p. 133). 12. «Todas las cosas se ajustan al número» (Sexto Empírico: Adversus Mathematicos, IV, 2-3 [trad. de J. Bergua Cavero]). 13. Schopenhauer escribió aquí equivocadamente: «armonía sin melodía».
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Arthur Schopenhauer A estas consideraciones añadiré aún algunas analogías entre la música y el mundo fenoménico. En la metafísica hemos visto cómo el grado más alto de objetivación de la voluntad, aunque objetiva la voluntad del modo más perfecto, no es por sí solo suficiente, y por tanto, no puede aparecer aislado y separado, sino que la idea del hombre presupone niveles de objetivación más bajos, y éstos, a su vez, otros más profundos. Lo mismo sucede con la música: ésta, al igual que el mundo real, supone una imitación inmediata de la voluntad, de manera que no puede producir un efecto perfecto únicamente utilizando la simple melodía de la voz superior, sino que es necesario añadirle toda la armonía. La voz superior, que conduce la melodía e imita los continuos afanes del ser humano, necesita del acompañamiento de todas las demás voces, incluida la del bajo más profundo, que ha de considerarse como el origen de todas, para conseguir producir una impresión completa. La melodía se inserta ella misma como parte integrante en la armonía, así como ésta en aquélla; por consiguiente, así como la música sólo expresa lo que pretende expresar mediante una totalidad completa de voces, la voluntad única y extratemporal sólo encuentra su completa objetivación en la completa unificación de todos los estratos, que revelan su esencia en innumerables grados, con claridad creciente. Otra analogía sería la siguiente: vimos en la metafísica que ciertamente existe cierto amoldarse y acomodarse mutuo entre todos los grados fenoménicos de la voluntad, lo que proporciona precisamente el material para la consideración teleológica de la naturaleza; pero que esta teleología se extiende solamente a los géneros de los seres, mientras que junto a ella existe, sin embargo, una inerradicable disputa entre los individuos de aquellos géneros en todos los grados de objetivación, con lo que el mundo se convierte en un permanente campo de batalla entre los múltiples fenómenos de una y la misma voluntad, en el que se pone de manifiesto la pugna interior que ésta mantiene consigo misma. Pues bien, incluso aquí existe también un analogon en la música, a saber: la irracionalidad esencial e insoluble de todo el sistema tonal, es decir, su esencial contradicción consigo mismo. Un sistema tonal perfecto, puramente armónico, es física e incluso aritméticamente imposible. (Ilustr.). Los mismos números, mediante los cuales se expresan los sonidos, presentan irracionalidades insolubles. Por eso no puede pensarse ni por asomo en una música completamente perfecta, y menos aún ejecu-
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Sobre la música tarla; toda música posible se aparta de la pureza perfecta y ha de limitarse a tratar de ocultar en lo posible las disonancias que le son esenciales distribuyéndolas entre todas las tonalidades, lo que se denomina temperamento. (Ver Chladni: Akustik [Leipzig, 1802], pp. 38 y ss.). (Finale).14 Tras esta larga digresión sobre la esencia de la música, les recomiendo el disfrute de este arte por encima de todos los demás. Ningún arte actúa sobre el ser humano tan inmediata y profundamente como la música, precisamente porque ninguno permite conocer la esencia del mundo tan profunda e inmediatamente como ella. La audición de una música bella y armónica es comparable a un baño espiritual: limpia todo lo impuro, todo lo mezquino, todo lo malo; eleva a cada uno, conectándolo con el nivel espiritual más alto que su naturaleza le permite; y durante la audición de una gran música, cada uno siente claramente cuánto vale, o más bien, cuánto podría llegar a valer. Ciertamente, cada arte exige que mediante una adecuada formación se fortalezca nuestra receptividad hacia él; pues incluso la meta y la intención del arte se conocen sólo al alcanzarla. Así pues, la música exige mucha formación, ya que sólo gradualmente y mediante la ejercitación del espíritu se aprende a concebir y combinar rápidamente tantos y tan variados sonidos a la vez, y uno tras otro. Aquel que cree que toda la complejidad de la música no le sirve de nada, y que le basta con gozar simplemente de la música de danza, o de una canción acompañada a la guitarra, revela sin duda falta de formación. Aquí tienen ustedes una excelente ocasión para lograr tal formación, y disfrutar del goce al que me estoy refiriendo. Por desgracia, falta música eclesiástica, que es sin duda la mejor para alcanzar una intuición de la esencia de la música y fundamentar la formación musical. También la propia práctica de la música aporta mucho para la comprensión de la misma. En cualquier caso, oír y tocar música es algo que les recomiendo, como forma de participar en este arte tan saludable. Quien se dedica a la ciencia debe ennoblecer totalmente su espíritu, pues de él depende todo. 14. Cfr. MVR § 52, ad finem.
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Arthur Schopenhauer Un hijo de las musas, que ha de ser la sal de la tierra, también debe pertenecer a ellas en sus placeres, y sólo debe procurarse diversiones nobles y espirituales. Dejen para los filisteos el juego, la bebida, etcétera, y empleen mejor su tiempo y su dinero en ir a la ópera, o a un concierto. Es mucho más noble y decente que cuatro personas se reúnan para ejecutar un cuarteto, que para jugar una partida de whist.
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col·lecció estètica & crítica
1
Proceso a la estética Armando Plebe Traducció, introducció i notes: Vicente Jarque
2
Wittgenstein y la estética Jacques Bouveresse Traducció, introducció i notes: J. Javier Marzal i Salvador Rubio
6 Escritos sobre Estética: Carta sobre la Escultura. Simón, o de las facultades del alma Frans Hemsterhuis Traducció, introducció i notes: Manuel Pérez Cornejo 7 Al voltant del color L. Wittgenstein / J. Bouveresse Presentació i traducció: Salvador Rubio
3
Poesía y ontología Gianni Vattimo Traducció i introducció: Antonio Cabrera
4
Art, llenguatge i formalismes Mikel Dufrenne Traducció: J. Vicent Calatayud Introducció: Romà de la Calle
5
Teoría crítica y estética: dos 10 Filosofía y estética. interpretaciones de Th. W. La polémica con F. Schiller Adorno Johan Gottlieb Fichte Albrecht Wellmer i V. Gómez Ibáñez Introducció, traducció i notes: Traducció: M. Jiménez Redondo Manuel Ramos i Faustino Oncina
8 Crítica de la crítica Filiberto Menna Introducció: Romà de la Calle Traducció: M. Josep Cuenca 9 Els problemes actuals de l’estètica Luigi Pareyson Presentació: Xavier Giner Traducció: M. Josep Cuenca
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col·lecció estètica & crítica 11 El romanticismo: entre música y filosofía Enrico Fubini Traducció: M. Josep Cuenca 12 Tratado de lo bello J. P. de Crousaz Introducció: Romà de la Calle Traducció: M. Ángeles Bonet 13 La obra de arte del futuro Richard Wagner Introducció: Joan B. Llinares Traducció i notes: Joan B. Llinares i Francisco López Martín Post Scriptum: F. López Martín 14 Filosofía de lo bello. Una reflexión sobre lo inconsciente en el arte Eduard von Hartmann Estudi preliminar, traducció i notes: Manuel Pérez Cornejo 15 Los enciclopedistas y la música Enrico Fubini Traducció: M. Josep Cuenca 16 Assaig sobre el gust Alexander Gerard Estudi preliminar: M. Teresa Beguiristain Traducció: Sebastià Martínez Carratalà
17 Ensayo sobre lo bello Yves-Marie André Análisis de la noción de gusto Jean H. S. Formey Introducció i notes: Romà de la Calle Traducció: Josep Monter, Marc Borràs i Romà de la Calle 18 Sésamo y lirios John Ruskin Sobre la lectura Marcel Proust Introducció i traducció: Miguel Catalán 19 El siglo XX: entre música y filosofía Enrico Fubini Traducció: M. Josep Cuenca 20 Lecciones sobre metafísica de lo bello Arthur Schopenhauer Introducció i traducció: Manuel Pérez Cornejo