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Spanish Pages 112 [129] Year 2020
LIBRODEMIERDA.BLOGSPOT.COM Este es un LIBRO DE MIERDA escrito por un autor CAGATINTAS y de una editorial VENDE HUMO Si se quiere contaminar leyendo esta MIERDA Por favor... NO SALPIQUE de MIERDA a los demas !
Roberto Gárriz
Las tetas de Perón
Una novela peronista hasta las manos
Las tetas de Perón : una novela peronista hasta las manos . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Bu
Ilustración de tapa: Andrés Alvez
©Libros del Zorzal, 2012 Buenos Aires, Argentina Printed in Argentina Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Las tetas de Perón
Una novela peronista hasta las manos | 6
Un tal Juan Perón | 9
La era peronista | 11
Por siempre Perón | 13
Perón: ¿cuánto valés? | 16
Perón y yo | 19
La causa peronista | 22
La lealtad peronista | 24
Un acto peronista | 26
Palomas peronistas | 29
El otro Perón | 31
Perón vuelve | 38
Nota final | 39
Formosa | 40
El caballo de Troya | 89
Agradecimiento | 90
El arca de Noé | 91
El caballo | 93
Disfraces | 94
De madera | 96
Agradecimiento | 97
Carpinteros | 98
La guerra de Troya | 99
Interrupción: aclaración acerca de los oráculos | 100
Continuación de la interrupción: Calcante | 102
Continuación de la guerra de Troya | 104
Agradecimiento | 107
Actúa Sinón en la guerra de Troya | 108
El caballo de Troya | 110
Agradecimiento | 111
El caballo de Troya | 112
La guerra de Troya | 114
Vencedores y vencidos | 115
Ilustraciones | 117
Agradecimiento | 124
Las tetas de Perón
Una novela peronista hasta las manos
Advertencia previa
Atento al sistema de imágenes en el que ha sido concebida esta novela, se recomienda su lectura en blanco y negro. Cualquier clase de color que pudiera leerse queda bajo la exclusiva responsabilidad del lector.
Advertencia anterior
Basada en hechos irreales. Los hechos, los lugares y las personas mencionadas en esta novela son ficticios, aun aquellos que no lo son. Cualquier coincidencia de ellos con la realidad es pura semejanza.
Un tal Juan Perón
Mi padre era el dueño de un banco en Munich. Se adelantó a lo que vendría y sacó nuestro dinero de Alemania un par de meses antes de que el clima contra los judíos se hiciera insoportable. Conseguí los pasajes para mi mujer, nuestros dos hijos de siete y nueve años y una criada en un barco que se dirigía a los Estados Unidos de América. No me fue fácil. Nada era fácil para un judío en esa época. Los despedí en el puerto enviándolos con la promesa de reencontrarlos en América. Niza me pareció buen lugar para esperar hasta que los acontecimientos internacionales definieran los próximos pasos de mi estrategia. En verdad, nosotros no éramos judíos. Nuestro apellido, que por razones obvias me veo imposibilitado de revelar, podía confundirse con facilidad con alguno de los del pueblo elegido, pero no. Claro que una cosa es iluminar este asunto aquí, con toda tranquilidad, donde no tendría razones para falsear la verdad, y otra muy distinta era hacerlo en la Alemania del nacionalsocialismo. Lo cierto es que fuimos injusta y arbitrariamente discriminados, por un lado, y considerados amigos por parte de algunos judíos desprevenidos. Vaya paradoja, esa amistad en principio inconveniente se transformó luego en coartada con el paso de los años. Todavía podía aprovechar el millaje marino acumulado de los cuatro pasajes cuando acepté la oferta de la compañía y me embarqué con un pasaje gratuito con destino a Buenos Aires. Largas filas en los consulados, multitudes en los puertos. Europa exportaba personas. Los destinos elegidos para el exilio indicaban el grado de malestar que imperaba en el viejo continente. Sólo se acepta el sacrificio del viaje para evadirse de un lugar donde se está a disgusto. A los pocos minutos de zarpar me había acostumbrado al movimiento sigiloso de ese hotel barato que flotaba en el océano Atlántico. El tour de la desesperación duraba una cantidad variable de días incontables. El viaje era de lo peor, pero
nadie lo notaba. Entre mis compañeros de travesía estaban los que se lamentaban por lo que dejaban atrás y los que se ilusionaban con el futuro. El resto, los inconmovibles, los impertérritos, eran espías. Trabé relación con uno de ellos que se hacía pasar por hombre de negocios. Por las noches solíamos tomar algún que otro trago en el bar, en el restaurante y luego en los camarotes. A medida que pasaban los días me convenció de que tarde o temprano Alemania dominaría el mundo. Para ese entonces, en la Argentina gobernaba el general Edelmiro J. Farrel, y su vicepresidente era un tal Juan Perón que, según el espía alemán, no ocultaba sus simpatías por el nazismo y su líder. Aprendí de pequeño el valor del rumor. Sé que es más importante que la realidad. Un rumor puede llevar un banco a la quiebra, puede hacer colapsar el sistema financiero de un país, decía mi padre. El rumor que se escuchaba era que Perón sería presidente de la Argentina. Faltando pocas horas para llegar a Buenos Aires, mi estimación fue: si el nazismo vence en el mundo, los judíos seremos perseguidos, otra vez, tarde o temprano, en todas partes. Mi futuro como judío en la Argentina sería negro. Sólo la desesperación explica cómo un cuerpo sin vida puede ser pasado por una claraboya. Es más fácil que un camello flaco pase por el ojo de una aguja. Lo cierto es que el falso hombre de negocios fue seguido en su rumbo hacia el océano por la valija con mi ropa y mis documentos. Siendo él, me sentí más tranquilo, aunque no durante mucho tiempo.
La era peronista
Los primeros meses como espía en Buenos Aires permanecí sin actividad, a la espera de que alguien hiciera contacto conmigo. Me imaginé a mí mismo como integrante de una célula desactivada del Gobierno alemán. Traté de hacer lo que cualquier servicio de inteligencia haría en mi lugar: recorrí los cafés, leí los diarios, tomé notas sobre lo que observaba, haciéndome pasar por escritor. A punto estuve de comprar una pipa para completar mi caracterización, pero me pareció exagerado y nocivo para mi salud. La rendición de Alemania en la guerra me desorientó tanto como para obligarme a continuar con mi vida inactiva, pero ahora en señal de prudencia antes que de comodidad. Los salones nocturnos de Buenos Aires, los coches lujosos y las actrices de radio-novela fueron los únicos entretenimientos que me permití en esos tiempos. Con Perón en el Gobierno, un clima distinto se vivía en el país. Recuerdo mi primer paseo por Buenos Aires de día. Salí a la calle una jornada radiante, con el sol alto sobre las construcciones del centro que se veían claras, casi blancas. Gracias a mis conocimientos del idioma español, no tuve inconvenientes en codearme con los porteños. Desde que bajé del barco y pude sortear el control en el puesto de la Oficina de Migraciones del puerto de Buenos Aires, había descubierto que mi español resultaba eficaz. En la mansión familiar en Munich mi padre había contratado a una criada española analfabeta (solamente escribía en español) a la que se le permitió trabajar a cambio de ofrecerle la comida y el resguardo de una piecita donde dormir. Encarnación, así se llamaba, no tenía permitido dirigirse a nosotros, pero mis observaciones me habían llevado a descubrir que hablaba sola mientras trabajaba, es decir, siempre, y la intuición natural y el gusto por las sublenguas me acercó al aprendizaje de aquel idioma menor. Sin embargo, esos conocimientos no me servían para entender por qué en
Buenos Aires ese día tan claro, pleno de luz, era conocido por todos como “un día peronista”. Me llevó unos meses estudiar los fenómenos meteorológicos para descartar que se tratara de una calificación de índole científico. Un día peronista, decían en la radio, y en la calle la gente repetía: es un día peronista. Luego supe que existía una competencia secreta que tenía como fin utilizar la mayor cantidad de veces la palabra Perón o sus derivados. El día, la amistad, la posición política y religiosa, lo nacional y popular, la lealtad, la rectitud, la picardía, la sencillez, todo lo sano, rico en calorías, respetuoso de los mayores, latinoamericano, innovador, filosófico y sintético, industrial, rural, trabajador, madrugador, y muchas otras cosas más, eran peronistas. Todo lo que no era peronista era “contrera”. “Los peronistas se reconocen entre sí rápidamente. Se identifican extendiendo los dedos índice y mayor separados entre sí, mientras dejan el anular y el meñique sujetos por el pulgar. Se saludan entre ellos tomándose de las manos derechas, jalando hasta reducir la distancia que los separa, se acarician las nucas con las manos izquierdas y acercan sus mejillas hasta rozarse”. Reflejaba todo en mis notas, al tiempo que vigilaba sigilosamente para detectar si estaba siendo objeto de alguna vigilancia secreta por parte de mis jefes alemanes u otro servicio secreto. Buenos Aires estaba civilmente militarizada. Una milicia integrada por la clase trabajadora que respondía de forma incondicional al General. Mozos, canillitas, taxistas, policías profesionales y vocacionales operaban como oídos del régimen. Yo, mientras tanto, escribía.
Por siempre Perón
Recibí un telegrama escueto escrito en alemán con gruesos fallos de ortografía. Era una citación de la Embajada. Me presenté disimulando el terror que hacía chocar mis rodillas debajo de los pantalones del traje de franela gris. Si alguien conocía al verdadero cuerpo que nació con mi nombre, sería el final de mi vida. Si no era descubierto, se me encargaría una misión seguramente riesgosa. En las representaciones diplomáticas, para las misiones que no son riesgosas están los ordenanzas. No sabía con quiénes me encontraría allí. El triunfo aliado había impuesto un giro en la política exterior alemana. No tenía la menor idea de cómo afectaría eso a los agentes secretos. Me anuncié en la entrada a unos ojos oscuros que aparecieron dentro de la mirilla. Dije mi nombre y los ojos desaparecieron. Luego se abrió la puerta y un hombre de traje me guió sin decir palabra por un pasillo hasta una puerta de madera. El hombre golpeó dos veces, y entramos. Era una oficina de medianas dimensiones. Parapetado detrás de un escritorio, un hombre con el pelo peinado a la gomina y ojos grises, casi transparentes, me habló antes de saludarme: —Mire, caballero —aclaró—, acá no andamos preguntando por el pasado de cada uno. Los que se pasan la vida mirando para atrás no pueden avanzar. Acá para nosotros no hay vencedores ni vencidos. No se puede vivir mirando el pasado. Una guerra es una guerra. Ahora vienen con lo de los muertos en los campos de exterminio, bueno, en una guerra pasan esas cosas, en toda guerra mueren inocentes. Es así, nosotros decimos que lo pasado, quemado. ¿Qué autocrítica nos pueden pedir? ¿O acaso ellos juzgan a los responsables de los excesos en su propio bando? ¿Lo juzgaron a Herodes por ese asunto con los niños? No, ni juicio ni castigo. El asunto es que ya ve cómo estamos, perdimos la guerra en el campo de batalla y encima, lo que es peor, estamos perdiendo la contienda en los medios de comunicación. Por eso lo llamamos. Necesitamos gente que colabore con el proyecto de una nueva Alemania libre, que renazca del caos en el que nos sumieron las fuerzas de ocupación. Hay que rechazar al enemigo invasor.
La incipiente resistencia tenía un plan con escasa planificación. Sus equipos de inteligencia habían detectado un invento que podía sacar al país de su estado actual y retrotraerlo al tiempo triunfalista de la exitosa invasión a Polonia. Los científicos peronistas investigaban un combustible que mantuviera encendida en forma perenne una llama en perpetuo homenaje al General, una harina de trigo modificada con la propiedad de multiplicarse mediante el estímulo de la voz del Líder, una fibra textil delgada que proporcionara abrigo suficiente para confeccionar camisas que permitieran a los trabajadores resistir discursos a la intemperie en los días inclementes de los inviernos peronistas. Estas investigaciones se encontraban bastante desarrolladas, pero la que mayor importancia tenía, y por tanto era un secreto a voces guardado bajo siete llaves, era la de un dispositivo que permitía manejar el tiempo. Las informaciones de que disponía el servicio secreto alemán eran que el dispositivo estaba concluido e incluso se estaba utilizando, aunque en forma incompleta; es decir, servía sólo para atrasar el tiempo, nunca para adelantarlo. Eso explicaba la sintonía del Líder con el nazismo y determinadas concepciones a veces feudales, otras inquisitivas, en su modo de entender la política. El invento peronista permitía fraguar la gloria del gobernante en su apogeo, volviendo una y otra vez a sus jornadas más esplendorosas. Ese invento, en manos adecuadas, recuperaría a la gran nación europea hasta regresarla a su mejor momento. Nuestra información revelaba que la fórmula del mecanismo de alteración del tiempo la llevaba el mismísimo General consigo en todo momento, más precisamente, tatuada en su pecho, sobre su corazón. Me explicó: —Su misión es, si decide aceptarla, acercarse al General, ganarse su confianza hasta acceder a su intimidad y obtener las claves de su tatuaje cardíaco. No le puedo ocultar los riesgos a los que estará sometido. Los peronistas son gente peligrosa que sólo se siente cómoda en las aglomeraciones entre miles de partidarios. Son gente que gusta de viajar hacinada, con los pies sudorosos, en colectivos vetustos con dirección a la Plaza de Mayo. Disfrutan quitándose la chaqueta a la primera oportunidad. Secretan profusamente. Es mi deber prevenirlo, la misión es en extremo riesgosa. Como siempre, si es descubierto, negaremos cualquier vínculo con su persona. Y si no acepta, ya sabe... Acepté.
Perón: ¿cuánto valés?
Regresé a la pensión. Se me ocurrió una idea para concluir mi misión sin arriesgar el pellejo del espía alemán al que representaba. Pensé que podía ofrecer algún intercambio, una transacción para intentar comprar el secreto argentino. Un precio razonable terminaría con el peligro que la misión significaba para mi vida. Recordé una estrofa de esa melodía popular que decía: “Perón, Perón, qué grande sos, mi general, ¿cuánto valés?”. Una pared de Buenos Aires tenía escrito: “La vida por Perón”. En la cuadra siguiente, otra contestaba a la pregunta de la canción: “Perón no se vende”. Deseché la idea. Esa noche El Chantecler no tenía mesas disponibles. Una sesión del Sindicato de Torneros Peronistas de la República Argentina había terminado con una cena en El Tropezón y la primera de las últimas copas en el famoso cabaret. En la barra me enteré de varios homenajes que se le harían esa semana al Presidente de la Nación y a su señora esposa. Tiempo atrás, un acceso de ira del General había provocado un sismo que afectó a la localidad de Caucete, en la provincia de San Juan. Para ayudar a los damnificados se realizó una función de variedades en el Luna Park, donde el Líder conoció a quien sería su segunda esposa: una actriz de carácter que se convertiría en el emblema del peronismo. Tanto fue el predicamento de la mujer, tan marcada quedó la impronta de su carácter en el General, que años después de su muerte, al momento de elegir nueva compañera, Perón desposó a otra artista de variedades que cambió el característico rodete de aquella por un peinado altísimo. La última esposa era, desde el punto de vista erótico, intocable, pero por sobre todas las cosas, dócil y callada. Vuelvo a la barra de El Chantecler, donde me encontraba bebiendo en compañía de un sindicalista excedido en copas que me informó acerca de un sinnúmero de homenajes, demostraciones de cariño y admiración hacia el General y su señora esposa. Una en especial me llamó la atención. No fue la de la pareja de baile que intentaría romper el récord bailando la tarantela durante 1279 horas y 37 minutos seguidos sin apoyar los dos pies en el suelo al mismo tiempo; tampoco me interesó el boxeador manco que había dedicado el título mundial en su categoría; ni la estatua viviente con el rodete de la líder espiritual de los argentinos
inhumada por error en el cementerio de la Chacarita. No me importaba la maestra rural que recorría de rodillas los nueve kilómetros que la separaban de la escuelita donde daba clases todos los días; ni tampoco el hombre que hacía sonar la Marcha Peronista con flatulencias. Sí me interioricé sobre el que dos días más tarde llegaría a la Plaza de Mayo procedente de la provincia de Jujuy caminando sobre un barril. Memoricé los datos y dejé que pasaran los dos días. Vi avanzar el barril con el hombre caminando encima por la Ruta 8. Dos cuadras antes de llegar a la avenida General Paz, que separa a la Capital Federal de la provincia de Buenos Aires, me acerqué al peregrino. Sabía que lo que sucede más allá de la General Paz no le interesa a nadie. Un leve empujón forzó el aterrizaje del hombre en suelo bonaerense. Subí al barril y caminé. Para mi sorpresa, en el barril, quien camina hacia adelante va para atrás. Es la paradoja del cangrejo. Es el estigma del progresismo. Sólo se avanza yendo para atrás. Retrocedí con mis pies paso a paso hasta divisar un pequeño palco en la Plaza de Mayo. Me recibió una banda paramilitar reducida (integrada por enanos) con los sones de la Marcha Peronista. Luego entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino y un orador con los ojos brillantes de emoción se acercó al micrófono que estaba en el palco, se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa y pronunció un discurso encendido, tan encendido como todos los discursos que no son aburridos. Una cosa o la otra, son los dos únicos adjetivos posibles para los discursos. Como ser peronista o contrera. Debo decir que así como estaban las cosas, y más allá de mi nueva identidad como jujeño que por obvias razones de seguridad no puedo revelar, yo no tenía ninguna simpatía especial por Perón, por lo tanto, se me hubiera podido clasificar sin esfuerzo como contrera. El discurso contenía únicamente alabanzas a la figura del General y a su obra de gobierno, y hacía mención a que cualquier dedicatoria u homenaje nada representaba en comparación a todo lo que a él le debía el pueblo argentino. El orador descendió del estrado y desplegó conmigo el saludo peronista. Mientras volvía a ponerse el saco me dijo que se llamaba Antonio Cafiero. Después de cantar otra vez la Marcha Peronista y las estrofas del Himno Nacional Argentino, me invitó a pasar a la Casa de Gobierno, donde sería recibido por el General. Mi plan estaba funcionando a la perfección.
Perón y yo
La Casa de Gobierno era un edificio de techos altos, pasillos con pisos de mosaicos multicolores, cielorrasos con molduras y habitaciones con pisos de madera. Atravesamos un patio donde me llamó la atención ver algunas lonas cubriendo bultos que bien podían ser estatuas o bustos, o acaso monolitos cuya significación me resultaría imposible dilucidar. Ingresamos, siempre con el tal Antonio Cafiero, a una amplia oficina. Allí nos encontramos con cinco hombres alrededor de un escritorio de enormes dimensiones. Los hombres eran corpulentos, más bien gordos. Al llegar Cafiero, todos se quitaron las chaquetas, se arremangaron las camisas y esperaron a que ingresara la minibanda, demorada a causa de la nimiedad del tranco de sus integrantes. Una vez allí, entonamos las estrofas de la Marcha Peronista y luego el Himno Nacional Argentino. Enseguida todos volvieron a bajarse los puños de las camisas, se colocaron las chaquetas de sus trajes, saludaron a Cafiero (que enjugaba dos lágrimas rebeldes que le habían saltado al cantar la Marcha Peronista) según el ritual y nos franquearon el paso hacia otra oficina donde seis gordos representantes de alguna agrupación de trabajadores peronistas nos recibieron. Sin pérdida de tiempo, se repitió la ceremonia de la oficina anterior, salvo que ahora a los acordes de la banda se habían agregado treinta y siete bombos ejecutados por destacados gremialistas del Sindicato de Obreros de la Primera Planta Industrial de Producción de Avena, de pronta inauguración en algún lugar de la provincia de San Luis. Dos antesalas más tarde, con sus gordos, saludos, quites de chaqueta, marchas, emociones y nuevos saludos rituales, llegamos a una especie de hall de recepción. Antonio Cafiero había ido sumando personas a medida que avanzábamos oficina tras oficina. En el hall debíamos ser casi cien personas. Allí llegaba una escalera imponente con luces en las barandas y en cada uno de los escalones. El ambiente estaba cargado de un calor denso y humo de cigarrillos. Todos sudaban, sabía que eso sucedería. Las voces retumbaban dentro de la habitación y reverberaban como tambores
dentro de mi cabeza. Sentí que los oídos se me taparon, que la vista me fallaba, y entonces se hizo un silencio. De una de las habitaciones del piso superior salió un grupo de cuatro personas que se dirigieron hacia la escalera. Eran cuatro, pero no, eran tres y uno. Uno, él, recio, enorme, elegante, sonriente. El silencio se llevó los tambores que retumbaban en mi cabeza, pero sólo para trasladarlos a mi corazón. El General me miró desde allá arriba a los ojos, al centro de mi alma, y de inmediato supe que había nacido para ser peronista. El peinado riguroso, las manos grandes y viriles, como dos bolsas de agua caliente, la sonrisa gardeliana, la seducción: el Hombre, el Hombre y yo, Perón y yo. Yo, que ya no volvería a ser el mismo nunca. Recuerdo que bajó la escalera mirando hacia el frente, la cabeza erguida, el paso seguro, un pie detrás del otro, un pie delante del otro, o bajo el otro, meneando apenas la cadera, en equilibrio entre una danza de elegancia suprema y el paso ceremonioso de una marcha militar. Así, uno y otro pie, la mirada siempre sostenida al frente, al destino, hasta que terminó el descenso. Alguien le habló al oído y con un vozarrón inconfundible dijo: —A ver, che, el del barril de Jujuy, venga que lo saludo. Sus palabras retumbaron como un estruendo. Un timbre de varón, de varón fumador, disfónico, como emocionado. Una lija en las cuerdas vocales que añadían un esfuerzo, una deferencia en cada vocablo emitido. Cafiero corrió hacia el General para presentarme, me imagino, pero Perón lo apartó de un manotazo y se inclinó hacia mí. Entonces lo tuve cerca. Tan cerca que pude sentir su fragancia a flores silvestres, a pasto recién cortado, a la lluvia de mi lejano terruño jujeño. Lo supe imponente, inmenso. Tenía la cara blanca, la piel gorda y porosa, de poros grandes, de granulado grueso. Ni sombra de barba, una cara que debía llevar su tiempo para afeitar, ese tiempo que los estadistas emplean en ajustar la agenda con el círculo más íntimo de sus colaboradores, quienes se ven obligados a afeitarse antes, solos y mal. Fácil es distinguir por la barba cuál es el estadista y cuáles los colaboradores. Pero aquí, amén de la barbarie, había más indicios para la disquisición. Uno era la vestimenta: cuando no lucía uniforme, el General destacaba con ropas blancas o claras. Otro, el calzado: largas botas hasta la rodilla con los pantalones insertados en el interior de esas botas. Pero sobre todo, el plano: cualquiera fuera la ubicación del observador, el General aparecía en primer plano, su figura se
recortaba hasta llegar a la vista sin intermediaciones, sin molestos guardaespaldas o adláteres. Estar donde estaba el General significaba verlo y estar con él. Me habló, me llamó por mi nombre jujeño, mencionó someramente la historia de mis orígenes, elogió el abolengo de mi estirpe indígena, recordó los parajes de donde había salido hacía ya tantos días para comenzar el homenaje en su honor, me agradeció en nombre de la causa peronista, me regaló varios pares de calzado de lona con suela de hilo que contenían el ideario del Movimiento Nacional Justicialista. Todo esto sin que yo pudiera atinar a responder, ni tan siquiera a escuchar sus palabras. Sé que dijo lo que dijo porque fue don Antonio Cafiero, con su infinita memoria y su inagotable paciencia, quien me lo contó luego, cuando yo recuperé mi presión arterial normal, y él me ofreció ser parte.
La causa peronista
Desde mi posición, tenía el deber de servir al movimiento, de demostrar que el interior del país tenía una responsabilidad que tomar, que a Perón lo íbamos a apoyar hasta las últimas consecuencias. El General en persona me había ofrecido por intermedio de don Antonio Cafiero la Secretaría de Transporte, o bien una diputación por la circunscripción electoral que abarcaba el barrio de la Recoleta en la Capital Federal y la ciudad de Tilcara en la provincia de Jujuy. Finalmente me decidí por el Secretariado General del Sindicato Argentino de Barrileros y Afines de la República Argentina. Don Antonio amablemente se ofreció a inscribirlo ante las autoridades administrativas correspondientes. Luego de algunas vacilaciones (no contenía la palabra peronista en la denominación), se aprobó su inscripción como Sindicato Argentino Peronista de Barrileros y Afines, más conocido como SAPBA. Dos días después de la apertura del sindicato, una gran cantidad de compañeros hacía cola para pagar aportes sindicales. El primero en la fila era el jujeño que había perdido el equilibrio sobre el barril dos cuadras antes de la avenida General Paz. A sus espaldas, cientos de jujeños esperaban pacientemente para realizar el mismo trámite. Supe que se habían turnado en el camino a la Plaza de Mayo sobre el barril. Para agigantar el impacto de la hazaña en los medios de comunicación y, por lo tanto, en la consideración del General, habían omitido la multiplicidad de barrileros empleados en la proeza, pero ahora entendían que merecían todos ellos los beneficios que el Sindicato de Barrileros les proveyera. La historia que me relataron era conmovedora. Tiempo atrás, la esposa del General les había mandado a su tan humilde pueblo, dividido geográficamente entre norte y sur por el cauce seco donde alguna vez pudo haber corrido o haberse arrastrado un río, dos pelotas de fútbol. Una para la parte norte y otra para la parte sur. El diablo había metido la cola, y el balón de los del norte había llegado pinchado, inutilizable. Eso había motivado el lógico agradecimiento y la adhesión de la mitad del pueblo (la parte sur, que recibió la pelota en buen estado) para con el General y su cónyuge, y el odio de la mitad del norte, tan
desfavorecida. Los barrileros habían pergeñado su sacrificio con el objeto de solicitarle al General tuviera a bien obsequiarles un balón de fútbol, para que así, ellos, los del sur del pueblo, obtuvieran dos balones; y los del norte, ninguno, para gloria del Gran Conductor y de ellos mismos. Les prometí el balón, pero autografiado por el plantel completo del Racing Club de Avellaneda. Cafiero se encargó de explicarles qué era el Racing, qué Avellaneda y se tomó el trabajo de idear dieciocho rúbricas verosímiles, para gloria del General, su cónyuge, el Sindicato Peronista de Barrileros y el Racing Club de Avellaneda.
La lealtad peronista
Éramos cientos de barrileros, miles, los días de fiesta. Barrileros con sus mujeres y sus niños, todos caminando para atrás, más alto que ningún otro sindicato peronista, desde lejos se veía llegar a nuestros afiliados subidos a sus cilindros. No faltábamos en ningún desfile, no se podía concebir una inauguración oficial sin nuestra presencia. Pero no todo era algarabía popular. Los enemigos del pueblo, que siempre están, se habían agazapado para pegar el zarpazo al primer descuido. Pese a que mi situación había cambiado, mi trayectoria de luchador social imponía permanecer en la misma pensión de los primeros días en Buenos Aires. El viejo caserón del Barrio Norte era propiedad de la señorita Irene, una bienuda venida a menos. Según comentaba don Julio, un vecino de la pensión, constructor retirado, que se encargaba de las pequeñas refacciones de la casona, la señorita Irene había quedado soltera y vivió con su hermano en la enorme mansión hasta que los ruidos les alteraron los nervios y abandonaron la casa para internarse en sendos loqueros. Ella volvió y alquiló algunas habitaciones. Del hermano, nunca más se supo. La cuestión es que la vieja puso cara de asco cuando me vio llegar con el retrato enmarcado del General. Decía “no lo digo por usted”, y luego hablaba de cabecitas negras, aluviones zoológicos y mersas. Poco a poco dejó de saludarme. Una mañana que ensayábamos una coreografía con los muchachos subidos a nuestros barriles, la vieja entró a mi habitación quejándose de que estábamos deteriorando el piso de madera. Amenazó con llamar a la Policía y con echarme de la pensión. Por supuesto que esto era imposible porque yo gozaba de estabilidad sindical y estaba amparado por la ley de alquileres que impedía tamaña arbitrariedad. Don Julio fue el encargado de terminar de levantar las tablas rotas para reparar el suelo. En su lugar colocó un piso sintético de linóleo pegado con una especie de baba del diablo que se olía desde la escalera. Las maderas rotas sirvieron como brasas para el pollito asado del domingo en la sede del sindicato.
El General nos mostraba el camino, nos sacaba de pobres, nos permitía soñar con un futuro mejor, nos daba rienda libre a la ensoñación, a creer en una patria libre y soberana y todo eso sin pedirnos nada a cambio, solamente nuestra lealtad. Pero los oligarcas, como la señorita Irene, no querían perder sus privilegios, creían que aferrándose a un estado de cosas antediluviano podrían tapar el sol con la mano. No. Déjenlo al General, que gobierne, un gobierno justicialista, dos a lo sumo, y se acaban las desigualdades en la Argentina. Eso les decía yo.
Un acto peronista
Era un día de sol radiante, bien peronista. Llegamos temprano, desfilamos por la pista de atletismo y nos quedamos sentados sobre nuestros instrumentos a un costado de la cancha. Vimos la demostración de gimnasia. Cientos de chicos de entre seis y cuarenta años vestidos con remeras blancas, pantalones largos blancos y zapatillas blancas saltaban con las piernas estiradas y mientras se encontraban todavía suspendidos en el aire las juntaban, a la vez que juntaban las manos por encima de su cabeza, con los brazos rígidos como quien eleva una plegaria exagerada. Luego volvían a saltar y caían al suelo con los brazos separados, duros a la altura de los hombros como las alas de un avión, las palmas de las manos mirando el suelo y las piernas también extendidas y separadas. Vuelta a saltar y a juntar brazos y piernas. Y a la dificultad propia del ejercicio le agregaban la simultaneidad. Como si una voz invisible lo ordenara, los movimientos se ejecutaban en forma unánime y puntual. Qué espectáculo maravilloso, qué juventud más sana la nuestra. Acto seguido y sin descansar, con las piernas abiertas y estiradas se doblaban hasta tocar con las puntas de las manos sus respectivas puntas de los pies, demostrando todos ellos a la vez una flexibilidad fuera de serie. Los aplausos del público no se hicieron esperar. Para finalizar el número, nuestros jóvenes se arremolinaron en un desorden aparente pero genial. Es que, según me dirían más tarde, mientras desde nuestro ángulo de observación sólo se apreciaba un revoltijo de cuerpos, los espectadores de las gradas contemplaban, anonadados, cómo mediante el simple recurso de la utilización de sus cuerpos, arracimados por aquí, separados por allá, formaban el rostro de la madre del General, doña Dominga. Luego de esa emoción que nos brindaron los purretes de la Juventud Peronista, se desarrollaría la tan esperada final de la justa deportiva peronista, oficial y nacional. Allí, un equipo de la provincia de Catamarca competía con uno de la localidad de General Belgrano, de la provincia de Córdoba. Los cordobeses rubios, altos, de camiseta gris; y los catamarqueños morochos, esmirriados, sin camisetas.
Marcha Peronista, Himno Nacional Argentino, discursos de cierre, Marcha Peronista y a jugar. Más allá del resultado, favorable a los catamarqueños, destaqué dos circunstancias. La primera, del todo insólita, la de presenciar un partido de fútbol donde se sancionan doce tiros desde el punto del penal a favor del mismo equipo. La segunda, que me provocó al menos una grata sorpresa, la de descubrir bajo la indumentaria lúgubre del árbitro del encuentro a mi querido compañero, don Antonio Cafiero. Lo visité en un camarín atestado de personalidades de la política y los medios de comunicación. Le pregunté cómo había llegado a ser árbitro de fútbol. Levantó los hombros y me contestó: —Es que ante todo, yo soy peronista. Y cuando digo ante todo, digo también antes de todo, incluso antes de Perón. Yo era peronista bajo el lema peronismo antes de Perón luego, con Perón la cosa fue más sencilla, cómo le explico, más fácil de explicar. Es así, ahora somos peronistas de Perón, de la primera hora... En ese momento, un hombre se acercó por detrás y le propinó a don Antonio un puntapié en el tobillo derecho. Intenté detener al agresor, pero se escabulló hacia la puerta del vestuario. Lo perseguí por los pasillos del estadio, subí escaleras, bajé escaleras, sin poder descontar ni un solo centímetro de la ventaja que me llevaba. Era un hombre bien entrenado. Hasta que un enorme cartel de propaganda con la figura del General y su esposa que bloqueaba una escalera le cerró el paso. Giró y me apuntó con una Luger. No tuve miedo. El gesto confiado del General en el cartel me protegía. Avancé hasta mirar al agresor a los ojos. —Buen trabajo —me dijo en alemán—, casi logra confundirme incluso a mí. Pensamos que estaba desaparecido. Hace tiempo que no se reporta. Era el par de ojos que me había abierto la puerta de la embajada. Ante la falta de noticias mías, seguramente habían decidido poner en práctica un plan “B”. Eso lo entendía, pero aún necesitaba que me explicara qué parte del plan “B” justificaba la agresión a don Antonio. —Porque los penales que cobró fueron una vergüenza. Así la tratan a Alemania, así intentan derrotarla. Es hora de terminar con este complot internacional. Es hora de que actúe —y me llamó por el nombre del espía alemán que por razones de seguridad no he revelado—, es hora de que actúe —repitió— o que muera.
Las cosas son así, para nuestros amigos, todo pero para nuestros enemigos, ni justicia.
Palomas peronistas
De regreso a los camarines, le pregunté al compañero Cafiero cómo se sentía, si se encontraba bien. Me respondió que él era una persona muy fuerte, que nunca había sufrido una fractura ni un esguince ni una quemadura, nada, un hombre de suerte, concluyó. Luego me informó que su agresor había sido detenido. De inmediato se había formado una comisión policial a cargo de un oficial inspector de apellido Montenegro, que como era de esperar, me estaba esperando en el sector de calderas ubicado en el segundo subsuelo del estadio para que identificara al sospechoso. Al compañero Cafiero no lo habían molestado para ese trámite porque en el momento de recibir la agresión estaba de espaldas al delincuente, así que él pudo decir que sí, que sabía que se había producido un ilícito, pero que no, que no podía asegurar quién lo había cometido. Me presenté ante el oficial Montenegro, un hombre de papada generosa que ceremoniosamente me explicó que luego de complejas tareas de inteligencia e investigación criminal habían encontrado a “este peligroso sujeto de bien probados vínculos con las más radicalizadas células antiperonistas en actividad”. El sospechoso tenía la cara oscura por los moretones, sudaba con egoísmo y lloraba a ritmo entrecortado. Un ligero estrabismo amigaba sus ojos por debajo de su ahora desmejorado tabique nasal, y alguna pertinacia en el babeo me hizo desconfiar acerca de sus aptitudes mentales. Una sola cosa supe con certeza: este niño (su edad no superaba los doce años) no había agredido a don Antonio. Algo debió decir mi cara, porque antes de que pronunciara palabra, Montenegro me conminó a que firmara el reconocimiento positivo del imputado susurrándome al advertir alguna vacilación de mi parte: —Igual es contrera, mire que en eso no nos equivocamos nunca, se lo aseguro yo, este es contrera, pero déjemelo a mí, ya va a ver cómo se lo saco derechito. Firmé el acta y volví a la superficie a tiempo para cantar la Marcha Peronista y presenciar la suelta de globos y palomas peronistas, y la entrega de premios.
El otro Perón
Un domingo se organizó un asado en la Quinta Presidencial de Olivos. Se buscaba la confraternidad del pueblo trabajador, estrechar lazos entre los dirigentes sindicales y conocer al otro Perón, al General de entrecasa, al hombre detrás del Hombre. Además de los que estábamos invitados en función de la representación que ejercíamos, se dejaría entrar a algunos trabajadores como para que el pueblo, sin intermediarios, estuviera presente. Seis días antes del domingo, comenzó a formarse una fila de compañeros frente al portón de la quinta que da al río. El domingo avisaron que sólo había lugar para cincuenta compañeros. Yo llegaba ajeno a todo ese asunto hasta que en la fila vi a la señorita Irene, la dueña de la pensión. Ella me contó que hacía cuatro días que estaba esperando en la calle, tejiendo mañanitas, durmiendo a la intemperie. Un guardián le había facilitado un banquito y le había permitido sentarse al costado de la puerta. Irene había intentado sobornarlo regalándole algunas joyas valiosas. El guardián aceptó diciendo “lo acepto solamente para que no pienses haber omitido ningún esfuerzo”. Pero ella todavía desconfiaba de su disposición para ayudarla a ingresar. La noticia de que apenas serían cincuenta los privilegiados la había decepcionado. Al verme se mostró esperanzada. Acaso yo pudiera hacer algo por su situación. Me planteó las cosas más o menos así: si lograba entrar, reconocería los logros del General. Si no, su odio sería eterno. Le expliqué que el General decía que dichosos los que creyeran en él sin verlo, y ella, no muy convencida, se volvió a la pensión. Los jardines de la Quinta albergaban una muchedumbre compacta. Algunos bajo la sombra de los árboles, otros remojando sus pies en la pileta, y en un rincón del predio una enorme parrilla custodiada por gauchos que se ufanaban pinchando un chorizo por allí, apagando una llamita rebelde por allá, efectuando una carrerita nerviosa para dar vuelta un matambre más allá. Desmintiendo aquello de la proverbial vagancia gauchesca.
Logré sentarme a la mesa principal. Cuando el asado estuvo listo, entonamos las estrofas de la Marcha Peronista, y durante el segundo estribillo, al grito de “qué grande sos”, apareció el General todo vestido de blanco, radiante, sonriente, los brazos levantados y levemente flexionados, las palmas de las manos abiertas al costado de la cabeza engominada. Bajó cuatro peldaños desde la casa para llegar al jardín, y antes de que hubiera terminado la Marcha, estaba presidiendo la mesa. Se sentó, nos sentamos y llegó uno de los gauchos con una bandeja con las mejores presas de la parrilla. El General no probó bocado, alguien especuló que por razones de seguridad, otro que porque era herbívoro, otro que porque ya había comido antes, lo cierto es que el gaucho llegó a mi sitio con la bandeja y me señaló una generosa porción de asado de tira. —Agarrá ese —dijo. Recién entonces vi que debajo del sombrero estaba el compañero don Antonio Cafiero. Me miró con la complicidad propia de los que no necesitan palabras para entenderse, e hicimos silencio para escuchar el vozarrón varonil del General, que saludaba uno a uno a los comensales desde la cabecera de la mesa. Cuando llegó mi turno, me llamó por mi nombre jujeño, se floreó mostrando los conocimientos que tenía sobre los orígenes de mi pueblo y la estirpe de mi familia, y finalmente me dirigió una pregunta directa: —¿Está bueno eso? —dijo mientras señalaba con su destacado y emblemático mentón justicialista la tira de asado. —Sí, buenísimo, mi General. Así fue transcurriendo el almuerzo, hasta que el General dijo que si alguien conocía algún cuento para amenizar la reunión. Se levantó uno que comenzó diciendo que había una vez un loro en la Plaza de Mayo que no podía gritar “viva Perón”. Yo miraba fijo al General, desentendido del compañero que contaba. El General sonreía con una sonrisa congelada, sin matices, hasta que de pronto soltó una carcajada. Los demás tardaron un instante en seguirlo y finalmente todos estallaron en risas. Pero el cuento no había terminado o por lo menos eso me pareció a mí. —A ver, otro, otro —pidió el General. Un comensal se levantó y comenzó a contarle a la sonrisa de yeso del Líder sobre una vieja que cuando iba a misa…, y ¡zas!, el General volvió a estallar en
risas y acto seguido el resto de la mesa lo acompañó, ya sea por contagio o por lealtad, en manifestaciones hilarantes. Risas y más risas con ahogo, como atragantándose. —Otro, otro —pidió el General. Y se repitió la historia. El General decretó el final del cuento con un acceso de risa perseguido como un eco por los demás comensales. El General vivía adelantado, concluí. Cuando todos se sentaban a la mesa, él ya había comido; mientras los demás esperaban el final de los cuentos, él ya se estaba riendo. Por lo tanto, se iría a dormir la siesta antes del postre, es decir, ya mismo, pensé. Era mi oportunidad. Mi ausencia se disimuló en el desvanecimiento de las risas. Me colé en la casa principal por una de las treinta y siete salidas de emergencia que tenía la Quinta Presidencial; hoy creo que esas salidas se han duplicado. El único ingreso a la Quinta estaba resguardado por las más sofisticadas medidas de seguridad, que incluían un perro amaestrado y al Secretario General del Sindicato de Camioneros Peronistas. El animal y la bestia cumplían con celo excesivo su función durante las veinticuatro horas del día. En cambio, las salidas de emergencia resultaban una invitación para el uso. La casualidad quiso que tras una breve caminata desembocara en una escalera delgada que afluía, sorteando un cortinado, a la suite presidencial, que se encontraba en penumbras (identifiqué el lugar a partir del enorme escudo nacional que hacía las veces de respaldo de la cama de dos plazas que ocupaba el centro de la habitación; por lo demás, las paredes y el techo cubiertos de espejos hacían recordar al probador de la tienda Gath y Chaves, en una reproducción gigante). Sentado en el primer escalón, escondido detrás del cortinado que disimulaba mi salida, aguardé varios minutos hasta que escuché ruidos en la alcoba presidencial. El rugido inconfundible del General tarareaba en forma descuidada una melodía que me resultó familiar, y que unos compases más tarde descubrí que se trataba nada menos que de la Marcha Peronista, un tanto maltrecha por lo desafinada en la voz rugosa del Primer Trabajador. Agucé el oído hasta percibir el sonido característico de la tela de los pantalones resbalando hacia el suelo. Lo imaginé desabotonando su camisa y quitándosela,
luego la camiseta, tal vez. Todavía faltaba escuchar el suave crujir de los elásticos del colchón amortiguando el peso del cuerpo del General. Antes me llegó el sonido de otros roces, y luego el del colchón. Esperé prudentemente que el sueño de la siesta lo abrazara. Conté sus ovejas, pensé en las cosas que le facilitarían olvidarse de la problemática del país y conciliar el sueño. Un ronquido liviano me indicó que era hora de salir. El General yacía sobre la cama, de costado, de espaldas a mí, destapado, luciendo por todo vestido unos amplios calzoncillos blancos y unas botas de montar negras, espejadas de tan lustrosas, hasta la rodilla. Roncaba distendido, una mano debajo de la almohada y la otra paralela al cuerpo, apoyada en la cadera. Las botas puestas eran menos una señal clara de que estaba siempre listo, sin tiempo que perder, que una toma de posición ante la vida y la muerte, según me pareció. Allí estaba él, el Hombre. Y yo. Llevado hasta allí por una misión importante para Alemania, o llevado hasta allí por la devoción militante o por la ausencia de misiones importantes y de pasiones. Ahí estaba yo, de cara a la historia de los argentinos y acaso de la humanidad. Y la Historia me daba la espalda. Recorrí la habitación lentamente, girando alrededor de la cama buscando encontrar sobre el corazón del Hombre la fórmula que permitiera manejar el tiempo. El torso desnudo del General facilitaba la misión de una forma inesperada. Esquivé la ropa del General esparcida en el suelo, evité las pantuflas y alguna deposición presuntamente canina que descubrí en la alfombra. Casi temblando de miedo y emoción, levanté la mirada para escudriñar en el pecho del General, y entonces las vi. Dos tetas magníficas, blancas, redondas como las bolas de las que se sirven los adivinos para comprender el futuro; dos senos túrgidos, rotundos y deseables. Y en medio de ellos, una anotación, como un tatuaje, con unos símbolos de fórmula matemática. Nunca pensé que la contemplación de pechos tan hermosos pudiera llevarme a aquel tremendo estado de conmoción. El General, mi General, el Hombre, tenía dos fabulosas tetas que lo convertían en un fenómeno. Poco importaba cualquier fórmula, poco importaba la vida, mi vida, que minutos antes, como buen peronista, estaba dispuesto a entregar por el Movimiento y su líder. Nada de eso era ahora importante a la luz de mi descubrimiento.
Mareado, conmovido, salí de la Quinta. Enseguida estaba sentado frente a las vías de un tren que me llevó hasta la calle Pampa. Allí decidí que antes de tomar cualquier determinación, debía conversar con alguien de confianza sobre mi descubrimiento. Sí, yo también entendía que Cafiero no era un hombre de confianza, pero era el único que podía ayudarme. Comencé su búsqueda por los lugares obvios: la Quinta de Olivos, la Casa de Gobierno, la residencia de descanso de Chapadmalal, el Congreso de la Nación, lugares donde se homenajeara al presidente o a su señora esposa, sin éxito, por supuesto. Me acosaba la idea de que en cualquier momento debería rendir cuentas a los alemanes del fracaso de mi misión en cuanto a la información que debía conseguir, si bien ahora yo disponía de otra información acaso de mayor valor, seguramente más morbosa, pero que por el momento no estaba en condiciones de revelar. Es que un prurito de educación aconsejaba no descubrir detalles íntimos sobre desnudeces conocidas en el ámbito de una alcoba. Decidí esconderme hasta tener un plan de acción definido. Me dirigí a los balnearios de la costa atlántica y dejé pasar los días. Daba largas recorridas mientras meditaba acerca de mi situación. Las ciudades balnearias, fuera de temporada, parecen un teatro durante los ensayos de la obra. En una punta de un balneario cuyo nombre no puedo revelar por razones obvias, unos cuantos trabajadores clavaban estacas en el suelo para levantar la carpa de un circo. Animales encerrados observaban complacidos desde sus jaulas el trabajo de los hombres. En la costanera todo era preparativo a la espera de que llegara la temporada de veraneo y, con ella, los turistas. Vi practicar a los malabaristas: las clavas, las antorchas y las pelotas suspendidas en el aire; a los artesanos trenzándose el pelo; a las vendedoras de tejidos tejiendo. Detrás de una pequeña mesita vestida con un tapete de felpa había un prestidigitador manipulando tres mitades de cáscaras de nuez apoyadas con la cavidad contra el paño. Dos hombres lo observaban del otro lado. Representaban el papel del público inocente. Entre los tres concertaban estrategias. Me acerqué lentamente. El que movía las cáscaras hacía que los otros fingieran confundirse acerca del destino de una pequeña bolita brillante que escondía dentro de una de las mitades de cáscara de nuez. Uno de los hombres apostaba en qué mitad aparecería la bolita en el momento en que el prestidigitador detuviera sus manos y mostrara las palmas vacantes.
Acertaba una vez, dos, y luego jugaba el otro. Apostaban billetes que, según confirmé al aproximarme, llevaban impresa la promoción del circo. Practicaban el juego una y otra vez, pero al parecer el tercer hombre se equivocaba en la elección de la cáscara y acertaba demasiado. El prestidigitador le formulaba las correcciones pertinentes. Llegué al final de la costanera y volví. En la mesita, el falso segundo cliente formulaba un reclamo perentorio para que se le abonara su ganancia en billetes falsos. No presencié el desenlace. Perón y sus tetas estatizaban mis cavilaciones. Ese Perón que a las audiencias extasiadas les exhibía en forma redundante sus manos blancas, vacías, enormes y viriles, que buscaba el primer plano de las cámaras con las manos primero, y luego con la sonrisa. Esas manos que no habían hecho otra cosa que desviar la atención de sus tetas prodigiosas. El arte del ilusionista de ocultar lo evidente mediante la distracción provocada. En eso pensaba cuando mis pasos me llevaron hasta la playa. Allí me encontré con Cafiero. Me abrazó. Le dije que lo había estado buscando, sin decirle para qué. Fui acercándome a la revelación. Que el día del asado buscaba un baño, que me perdí en la casa, que además quería testimoniarle al General el apoyo de la corriente Puna Peronista, de la que soy apoderado gremial, y que de repente aparecí en el dormitorio presidencial. Cafiero no se sorprendió. Es más, me interrumpió para preguntarme qué me habían parecido las tetas del General. Se las describí, las elogié; él me dijo que no era para tanto, que eran grandes, sí, pero que estaban un poco manoseadas, para su gusto. Yo no salía de mi sorpresa. —Toda la vida estuvimos esperando un líder con esas características, dijo. Pero hay que cuidarlas más. Se le cuelgan demasiado de las tetas, creo yo —aclaró, humilde, Cafiero—. Cuidándolas, son tetas que pueden durar cuarenta, cincuenta años, fácil. Ahora, si las maltratan, no sé, tal vez menos, tal vez más. Yo no salía de mi sorpresa. —No veo a qué viene esa cara —me dijo—, todo el mundo sabe lo de las tetas de Perón.
Perón vuelve
Regresé a Buenos Aires. Sabiendo lo que sabía no me extrañó la enemistad del General con la Iglesia Católica. Con el triunfo de la Revolución Libertadora dejé de ser jujeño. Ya no tenía ninguna ventaja ser un cabecita del interior en Buenos Aires. La caída de Perón trajo como consecuencia que cualquier asunto relacionado con su persona, incluyendo los descubrimientos de sus científicos, se transformara en algo pueril o prohibido. La inteligencia alemana dejaba de interesarse en el proyecto de la máquina del tiempo. Me convocaron entonces para que me infiltrara en el gabinete de un científico de apellido Morel, tan en boga en ese momento. Rechacé la convocatoria. Elegí volver a Europa, donde la guerra había terminado. Me refugié en Davos, Suiza, y comencé las tramitaciones para accionar judicialmente como damnificado aprovechando mi condición de seudojudío perseguido. Nunca volví a saber nada de Cafiero. Tal vez haya desaparecido de la función pública, después de tanta exposición junto al Líder. Seguramente estará retirado en algún lugar apacible, lejos de las oficinas donde se urden las intrigas del poder. En el cuerpo de Perón quedó el secreto de la fórmula para hacer funcionar la máquina del tiempo, que en ese entonces sólo servía para atrasarlo. Yo no llegué a revelarlo. Lo único que conozco que se aproxima a conseguir que el tiempo vuelva hacia atrás es escribir al dictado de la memoria. Y eso es lo que hago en el intento por revertir el fracaso de mi misión. Pero entiendo que reviviendo ese fracaso vuelvo a fracasar una y otra vez, por eso dejo de hacer memoria y pongo punto final.
Nota final
Los animales que intervienen en la novela no han sido maltratados física ni psíquicamente, ni han sido menoscabados en su dignidad de modo alguno.
Formosa
Me había demorado en el bar más de la cuenta y volvía pensando que a esa hora el encargado seguramente ya habría recogido la basura, por lo que iba a tener que bajar mi bolsa hasta la calle. Mientras subía, decidí que eso iba a ser lo primero cuando llegara a casa. Si antes me sacaba el saco y los zapatos, después no iba a poder despegarme del sofá. Cerré como pude la bolsita de polietileno atando los flecos de manera que no se escaparan las cáscaras de limón ni los restos de los canelones comprados, calentados, comidos parcialmente, recalentados y comidos y tirados en la misma bandejita de papel metálico. Llevando la bolsa tomada con la punta de los dedos índice y pulgar y alejada a una distancia prudencial del cuerpo, fui hasta la planta baja por el ascensor de servicio. No quería encontrarme con ningún vecino; no sabría explicar por qué, pero la sensación de bajar la basura a deshora me producía cierta vergüenza. Como si los vecinos pudieran adivinar que venía del bar, que había rebasado por tres whiskies nacionales su concepto de mi cultura alcohólica, y que no me había animado a hablarle a ninguna señorita, señora o gato de los que pululaban a esa hora. ¿Por qué no podían pensar que tenía un trabajo importante que me obligaba a llegar tarde a casa? Un puesto gerencial en alguna multinacional o tal vez... interrumpí cuando los vi en el pasillo mal iluminado que daba a la puerta de servicio. Eran cuatro o cinco con mala cara. Pesados, con abrigos voluminosos que hacían más voluminosos sus voluminosos cuerpos. —¿Augusto Zaldívar? —preguntó uno. —Sí —dije yo, que dudaba entre salir corriendo o acercarme para ver qué se les ofrecía. En realidad, salvo por los aspectos y las actitudes, no tenía ninguna razón para salir corriendo. O por lo menos hasta ese momento pensé que no tenía ninguna razón. Por eso me acerqué. Al mismo tiempo, el que dijo mi nombre se acercó también. Cuando llegó a menos de un metro me pegó una trompada en la nariz. El estado de confusión fue inmediato. Se me nublaron los ojos, los lagrimales empezaron a funcionar bañando mi rostro de agua salada que se mezclaba con la sangre dulce y caliente que me llegaba a los labios. Los otros hombres me habían rodeado: uno me pegó un rodillazo en los genitales que me dejó sin aire, casi ahogado. No sentía dolor, y creo que aún tenía la bolsa de polietileno en la mano como si se tratara de un tesoro que no estaba dispuesto a entregar. Sentí un golpe seco en la nuca y
cuando quise voltear para ver al que lo había provocado me cegó el reflejo de la manopla metálica que se descargaba en mi ceja izquierda. Sabía que ese lugar se había inflamado como un huevo porque percibía la tirantez en la piel de mi frente. Los golpes en los flancos me obligaban a mantenerme doblado, tratando de esconder la cara. Ningún sonido salía de mi boca, ni para rogar clemencia ni para pedir auxilio. Sólo veía a través de las lágrimas y la sangre la oscuridad formada por mis brazos. Hasta que me tomaron de los brazos y me ofrecieron abierto mientras dos que estaban de frente se turnaban para golpearme en el hígado, en la cabeza y en los genitales. Era evidente que les resultaban más atractivos los golpes que me daban de lleno en el rostro, a juzgar por los murmullos de aprobación que proferían. Sin embargo, yo no sentía a esa altura que hubiera golpes mejores o peores. Sentía, sí, algunas diferencias. Hubo trompadas cansadas, como de puños acolchados, hubo otras nerviosas, pifiadas. Otras hacían ruido a hueso, que es el ruido de maderas que se chocan o se quiebran. Son ruidos con a: tac, plac, rac. Eso escuchaba. Y mi miedo, tan silencioso que anulaba el dolor. Ni una palabra. Respiraciones, jadeos, no sé si de ellos o míos. También percibía los giros. Acaso me giraban para pegarme mejor, o tal vez yo sentía que todo giraba. Luego me convertí en un peso muerto izado por los brazos para terminar derrumbándome en el suelo, todavía recibiendo patadas y más golpes con la manopla en la cabeza. Pensé en la muerte. Sentía que estaban a punto de matarme, pero tenía la seguridad de que no lo iban a hacer. Tal vez hubiera preferido un golpe mortal. El primero, de haber podido elegir. Que ese golpe me hubiera terminado. Pero no, seguía en el piso, tragando sangre, sudor y lágrimas. Hasta que los golpes terminaron. No sé cómo ni cuándo, pero me supe solo. Sin otro sonido que mi respiración y mi corazón bombeando sangre que se escapaba por los cortes, por la nariz, por el oído izquierdo. No me iba a poder mover de ahí, ni haría ningún esfuerzo. Tarde o temprano alguien me encontraría.
Intenté abrir los ojos y lo logré con uno. Un cielorraso blanco y un tubo de suero conectado seguramente a uno de mis brazos fueron las primeras imágenes que vi. Más tarde, una cabeza masculina, con aliento a café, se acercaba a mirar dentro de mi ojo abierto. —Tiene suerte, amigo. Dé gracias de estar todavía entre nosotros. Hace cuatro días que está dormido, casi no cuenta el cuento —me dijo con una alegría repetida y profesional.
Treinta y tres puntos de sutura, un pulmón pinchado, edemas en el intestino, una ceja reconstruida, fractura de cúbito y radio en brazo derecho, seis costillas y el maxilar inferior fracturados, tres dientes menos y una cantidad de hematomas incalculable. Dolores lógicos que habría que soportar por los próximos días. Una recuperación total que demandaría no menos de seis meses. Pero aún con vida. —Tiene suerte, amigo. Quise asentir, pero un collar de Filadelfia me impidió mover la cabeza. Tampoco pude abrir la boca a causa de los alambres que me la inmovilizaban mientras se soldara mi mandíbula. Si esto es tener suerte, vaya curiosa ecuación, pensé, y me dormí. Me desperté sobresaltado, alguien se había acercado demasiado a mi cara. Eso no lo vi, pero lo supe. Temí que empezaran otra vez los golpes, pero pronto me pude amarrar al cabo que el mundo de los despiertos me arrojaba. Seguía en el hospital, en la misma cama, y el hombre de uniforme que me observaba me resultaba desconocido. —Hay una denuncia del hospital, dicen que usted llegó el martes de la semana pasada medio muerto, que tuvo suerte de sobrevivir. Parece que lo golpearon muy feo. Sus datos ya me los dio su hijo, pero dice que no sabe qué le pudo haber pasado. Yo tengo la denuncia abierta, necesito que usted la ratifique. Hice fuerza con el ojo derecho para arriba y para abajo, tratando de decir que sí. —No hay problema, pero primero me tendría que decir si lo golpearon o se golpeó solo. —... —traté de juntar mis cejas para expresar enojo y sorpresa por una pregunta tan estúpida, pero una puntada y un tirón insoportable debajo del vendaje del lado izquierdo me obligaron a cambiar el gesto por un ojo lleno de lágrimas. —Comprendo que debe de ser difícil hablar de esto, pero yo tengo que hacer mi trabajo. ¿Se golpeó solo? —insistió. Descubrí que podía hacer un ruido con la lengua contra el paladar que sería eficaz para contestar preguntas. El sonido era algo así como de eme y ene juntas, y dependiendo del número serviría para afirmar o negar.
—Se golpeó solo... —trató de adivinar. —Mn nm (no) —contesté. —Entonces lo golpearon. ¿Sabe quién fue? —Mn nm (no). —¿Y por qué lo golpearon? ¿Tiene idea? —Mn nm (no). —¿Podría reconocer a los que le pegaron? —Mn nm (no) —en realidad quise decir no sé, pero la respuesta se prestó a confusión. —Mire, yo le voy a dar un consejo. Si usted no sabe quién le hizo esto, le conviene no ratificar ninguna denuncia, porque por ahí se mete en un problema. Le lleno el formulario diciendo que fue un accidente, no sé, que se cayó por la escalera, y así se lastimó. Total, si no puede reconocer a nadie, mucho no vamos a poder avanzar en la investigación. Y por ahí yo le tomo la declaración y termina metiéndose en un problema peor, ¿no? Por eso, yo le pongo que no ratifica, le pido a alguna de las enfermeras que firme como testigo y listo, gracias, buen día. Salió de la habitación y escuché que se comunicaba desde el pasillo con su handy: “Jefe, está arruinado el tipo, pero no quiere hacer denuncia, ¿me copia? No quiere colaborar para nada, así que yo ya terminé acá y voy yendo para esa, QSL cambio”.
—¿Sabe quién lo salvó a usted? —preguntó una enfermera mientras enrollaba los cables del tensiómetro—, esta lo salvó —se contestó sacando una estampita del bolsillo de su guardapolvo blanco y la esgrimió por encima de mi cabeza, de modo tal que aunque puse todo mi empeño para llevar mi único ojo descubierto hacia arriba, sólo puede ver los pies de la figura—. ¿La ve?, agradézcale, ¿no es hermosa? —dijo mientras la guardaba—. Bueno, en realidad no, muy agraciada no es, pero es muy cumplidora, a su manera no falla nunca.
Mientras conversaba se movía por el cuarto ocupada en pequeñas actividades intrascendentes. Abría las cortinas dos centímetros, bajaba la persiana otros dos centímetros, cambiaba el agua de las flores de plástico de la mesa de luz, levantaba el tubo del teléfono para desenrular el cable. —Yo la llevo siempre conmigo, desde que la encontré supe que era como un mensaje que tenía que escuchar. Picho, el marido de mi prima, que es un hombre muy culto, que sabe de todo, me dijo que era una virgen española muy importante, la Virgen de las Naderías, y desde entonces yo le pido, y hay que ver cómo cumple. Me acuerdo cuando fue lo de la rifa de la cooperadora del hospital, que se sorteaba un auto y yo tenía tantas ganas de sacármelo, y le pedí, le pedí, ¿y sabe lo que pasó? —detuvo sus ocupaciones para mirarme y esperar la respuesta. —Mn mn —respondí utilizando mi código para negar. —Que no me saqué el auto, pero a la semana siguiente aumentó la nafta. ¿Se da cuenta? —preguntó sin detenerse, y adiviné que no hacía falta que contestara—. Para qué quería el auto si no hubiera podido ponerle nafta... Siempre le pido, y ella cumple. No digo que me cumple lo que le pido, pero para mí es mejor, porque muchas veces yo no sé muy bien lo que quiero, entonces yo le rezo y ella hace lo mejor para mí. Cuando lo trajeron a usted, también le pedí —decía mientras giraba una manivela a los pies de la cama que hacía que se elevara la cabecera—. —¿Sabe qué le pedí? A que no sabe... —esperó mi respuesta mientras continuaba girando la manivela y plegando mi torso. —¡Mn! ¡mn! —proferí los sonidos con toda la fuerza que pude reunir, pero no para negar sino porque al levantar la cama las costillas se comprimían provocándome un dolor insoportable. —Ah, no sabe... —¡Mn! —repetí al borde del desmayo. —Bueno, bueno, no se impaciente, yo le cuento: le pedí que se lo llevara con ella, sin dolor y cuanto antes, y ya ve, gracias a la Virgen de las Naderías se está reponiendo, y en unos pocos meses ni se va a acordar de nosotros. Eso sí, le recomiendo que no se olvide de mi virgencita. Mire, mírela bien.
Saber que me mostraría nuevamente la estampita implicaba que soltaría la manivela, por lo que me alegré de tener frente a mis ojos a la figura de mujer que ahora sí veía con toda claridad y alcanzaba a reconocer. El pedazo de papel reproducía en colores un fragmento del cuadro de Velázquez Las Meninas, y la impostora Virgen de las Naderías no era otra que la bufona enana María Bárbola, quien acompaña junto con Nicolasito Pertusato y con el mastín a la Infanta Isabel en la pintura.
Mi hijo entró al cuarto serio y tímido con una expresión que elevaba sus dieciséis años y los llevaba a treinta y ocho por lo menos. Su mirada me recriminaba y me compadecía a la vez. —Mnn —dije para romper el hielo, tratando de transmitirle la alegría que me producía verlo. Rodrigo dio un paso atrás, luego otro, manoteó la puerta y salió. Un instante después apareció su madre. —¿A vos te parece el estado en que te tiene que ver el chico? Así, no sé, parecés el de El silencio de los inocentes. ¿En qué andás? ¿Por qué te hicieron esto? — dijo, reduciendo a cenizas los seis meses que hacía que no nos veíamos. —Mnn —dije, sabiendo que no decía nada pero intentando decir todo lo que sabía. No quería que Graciela creyera que no deseaba responderle. —Vas a tener que sentarte con tu hijo y explicarle. Pensando que si asentía podía generar un malentendido que desembocara en una maniobra en la que me forzaran a sentarme, preferí guardar silencio. —A mí no me importa, porque para mí ya estás muerto hace muchos años, pero el chico... Bueno, vos sabrás... —por suerte no era un comentario para ser respondido—. Y si no sabés, yo te voy a ayudar a recuperar la memoria... Cuando Graciela salió del cuarto decidí ocupar mi tiempo tratando de recordar por qué me había separado de ella. No tardé casi nada. La carga de violencia en cada una de sus palabras remitía a muchas ocasiones del pasado en común. Esos comentarios ácidos que en el principio de nuestros tiempos me hacían tanta
gracia; esas apostillas mordaces, de fina ironía, acaso crueles; el desenfado, la sinceridad; todo eso que yo elogiaba, verlo volverse en mi contra cuando se terminó la pasión... era como ver la misma tecnología nuclear utilizada en favor de la medicina y luego en una bomba atómica, que en el caso de Graciela siempre impactaba con absoluta precisión. Hablando de violencia, ¿era Graciela capaz de organizar un atentado contra mí? —Mnnnn —dije en voz alta sin saber cómo interpretarlo. Sí, era capaz de matar, lo sabía desde antes de la separación. Conocí su mirada asesina en apariciones esporádicas antes de casarnos. Si bien nunca pude acostumbrarme a esos ojos salvajes, contundentes y punzantes, pude desarrollar el coraje suficiente para aguantarlos. Hasta que no aguanté más y me escapé. Graciela era la madre de mi único hijo. Yo tenía una historia en común con ella. Todo eso me obligaba a buscar razones para dejarla al margen de la lista de los responsables del ataque. Encontré algunas: si Graciela decidiera hacerme daño, no se perdería la oportunidad de estar presente para disfrutarlo; Graciela no confiaba tanto en los demás (menos si eran hombres) como para encargarles un trabajo tan importante como matar a alguien; mis agresores eran matones a sueldo, y Graciela no gastaría un peso en mí; ella misma dijo que me consideraba muerto hacía tiempo. Evidentemente, si bien no eran las razones que buscaba, eran de un peso tal que, sumadas, me permitían, en principio, pensar que mi lamentable estado era responsabilidad de otra persona. Pero ¿de quién? La hora de los calmantes me había sorprendido en plena investigación. Cuando vi en la bandejita de metal la cantidad de pastillas, temí volverme adicto a los medicamentos y levanté los dedos índice y mayor de mi mano derecha tratando de juntarlos y separarlos, indicándole a la enfermera que la cortaran con los calmantes. Ella me cubrió con una mirada llena de piedad y comprensión, desapareció por el pasillo y volvió creyendo complacerme. Había duplicado la dosis.
Dormí mucho durante mucho tiempo y me desperté abombado. Siempre que duermo en exceso, aunque sea durante un corto lapso, me levanto con esa sensación. La soledad en una cama de hospital descubre la inexistencia del tiempo. Los
pensamientos se desnivelan, van desde la profundidad hasta la superficie. Flotan entre conversaciones de enfermeras, sonidos de carritos y bandejas metálicas; descienden a las cuestiones existenciales, la enfermedad y la muerte, y nadan por ese estanque sin tiempo, sin distancia y sin profundidad. Nadan hasta el calambre. Hasta el calambre del cuerpo, de las piernas, de mis piernas, que me exigían que no pensara en otras cosas que no fueran ellas. Y luego, la inmovilidad. Traté de reconstruir los últimos minutos de vigilia y apelé a la razón para discriminar entre el terreno de los sueños y el mundo vigil o vigilante. Eso: un vigilante había estado conmigo en la habitación, lo recordaba, pero había sucedido mucho antes de dormirme. Debía avanzar unas horas para llegar al límite, para saber qué era lo último que había pasado antes de dormir... El dolor en el brazo, las sandalias atadas en las pantorrillas, esa espada larga y pesadísima, los leones… no, eso era parte del sueño, y el sueño vino de haber pensado antes que el yeso en mi brazo me hubiera venido bien para luchar si fuera gladiador romano. Debía retrasar un poco la secuencia: me vi en la barra del bar, con un whisky en la mano… no, no, eso fue mucho antes, más para adelante: la enfermera con los calmantes, doble dosis (¿no me harán mal mezclados con los whiskies?); un poquito más atrás: la visita de Rodrigo, luego la de Graciela (qué bien Graciela que vino, tan mal no estaban las cosas), ¿y qué dijo? Vi la última parte de la visita en imágenes sin sonido, y la expresión de su mirada hizo innecesario el volumen o los subtítulos. Recordé que había encontrado un par de buenas razones para tacharla de la lista de posibles responsables de la golpiza. Las revisé: aquella de que no la suponía capaz de confiar en hombres para trabajos importantes me pareció débil, yo no era importante para Graciela. Tampoco me convenció eso de que yo hacía tiempo estaba muerto para ella, porque pudo ser una coartada para que no sospechara de ella. En ese caso, ¿qué mejor que usar esa frase directa? Podía cuestionarse también lo de la erogación que suponía contratar a matones a sueldo: en realidad, yo desconocía los detalles del arreglo con los malvivientes, y sí sabía de la capacidad de mi ex para conseguir algo cuando se lo proponía. Aún quedaba incólume el argumento de que Graciela era una fanática del hágalo usted mismo, y hubiera querido disfrutar viéndome en el piso cubierto de sangre, y esa sí me pareció una razón de peso para proseguir mi investigación por otros ámbitos. Por ejemplo, el laboral. Por cierto, mi puesto en el subte no despertaba rencores. No era de la oficina de personal ni asignaba los turnos; sólo atendía el controlador general en el que se encendían las lucecitas del tablero cuando
ocurría una emergencia. Con más de veinte años ahí, me llevaba bien con mis compañeros. Lo suficientemente bien como para que no me desearan la muerte. Nadie manda a golpear a una persona por no asistir a las cenas de fin de año o por no colaborar con las colectas de los regalos de cumpleaños, o con la compra de coronas de flores para los compañeros fallecidos. No logré imaginar el día de cobro a Martínez juntando el dinero entre todos diciendo algo como “dale, che, largá cinco pesitos, no seas guacho, es para cagarlo a trompadas a Zaldívar”. En ese momento, no podía pensar en una cara para maquillarla con rasgos de malo, ponerle cuernitos, resaltarle las cejas y prolongarlas hacia la nariz; hacerle hacer una mueca con las comisuras de los labios para abajo; no sé, tratar de ver cómo sería la cara de alguno de mis conocidos pensando en golpearme hasta morir, o casi. Revisando en la memoria los rostros, como en las películas las víctimas revisan los libros con fotos de delincuentes, apareció en la puerta de la habitación, fumando, una figura familiar. No que perteneciera a mi familia, sino conocida de algún lado. De inmediato entró en acción la dificultad que me aquejaba de relacionar una cara fuera del lugar en el que la pude conocer. Para facilitar el trabajo de mi memoria sería útil que cada persona que veo se quedara donde la vi. Aun sin saber quién era, entendí que mi posición no me permitía eludir la circunstancia, por engorrosa que fuera. Estaba cautivo de mi estado de salud, pero sobre todo, de mi miedo. Ante esta imposibilidad de evitar lo que venía, solamente estaba en condiciones de matizar la espera tratando de adivinar de dónde conocía a esa cara. No estaba leyendo un libro en el que pudiera adelantar las páginas si se tornaba densa la historia, debía aguantar letra a letra las palabras del autor. Y lo que seguía era descifrar el enigma que representaba ese rostro. Pero la cara que había entrado a la habitación terminó enseguida con el misterio, porque entre pitada y pitada de su cigarrillo se presentó, privándome del placer de descubrir de dónde la conocía. —Compañero, soy José Luis Saladillo, representante gremial de los Trabajadores de Tranvías, Subterráneos y Afines. Vengo a visitarlo para asegurarme de que se encuentra sobre rieles. Además le aviso que la obra social
ya arregló con el hospital para hacerse cargo de lo suyo, y hasta ahora, va todo bien. Habitación doble —se acercó a mi oído—, el compañero espichó ayer, creo que fue una infección hospitalaria, no se preocupe. Tiene la suerte de que va a estar solito. ¿Necesita algo? La visita, la información y la pregunta me sorprendieron. En lugar de pensar en necesidades posibles, me regañé por no haber adivinado que un hombre de alrededor de cuarenta años, con una campera de cuero gris, camisa a cuadros de colores sin hacer juego con una corbata también a cuadros pero de otros colores, con anteojos oscuros y carterita de cuerina no podía ser otra cosa que sindicalista. Cuando terminé de pensar esto, ya no me quedaba tiempo para la respuesta que esperaba mi visitante, entonces traté de levantar los hombros para realizar el típico gesto de no saber, pero no lo conseguí. En cambio, atiné a levantar el dedo gordo en señal de que todo estaba bien. El delegado giró la cabeza hacia la pared frente a mi cama y se quedó mirando un soporte metálico vacío instalado muy cerca del cielorraso. Como si yo hubiese señalado en esa dirección, me preguntó: —¿Cómo es que no le trajeron un televisor? Nuestro convenio especifica claramente que los internados vienen con servicio de televisión incluida. ¡Qué barbaridad! Cuando pueden se hacen los otarios, claro, quién va a reclamar... lo dijimos claramente, con televisión..., hoy por hoy, siglo veintiuno, a quién se le ocurre, ni que les estuviéramos pidiendo tomografías o transplantes, transfusiones, cosas raras, pero no, les pedimos televisión, ¡qué barbaridad! Bueno, no se preocupe, yo voy a toda marcha a hablar con el director del hospital, y si no aparece la tele, a la tarde hacemos un paro general por tiempo indeterminado con movilización de algunos vagones y los traemos para acá, a la puerta del hospital, y pedimos la renuncia del ministro de Salud y del jefe de Policía. Hasta que le pongan el aparato no paramos... —se quedó dudando—, o paramos hasta que le pongan el aparato, ya veremos qué deciden los compañeros del Consejo Superior. Usted quédese tranquilo, compañero. Tiró la última bocanada de humo y se fue. Minutos después aparecía un hombre vestido con un overol que instalaba un pequeño aparato en el soporte. —Obra Social de Tranvías, Subterráneos y Afines. Televisor sin control remoto. El control no se lo cubre, lo tiene que pagar aparte y vale ciento veinte pesos por día. Si lo quiere, me tiene que pagar los días calculados de internación, que por lo que veo van a ser como noventa, y dejar un depósito por daños posibles del
aparato, de trescientos pesos. En total, serían once mil cien pesos. —¡¡¡MMMNNN!!! —dije yo en un tono tan agudo como pude. —Sí, ya sé, pero son las reglas de la empresa. Porque antes los dábamos sin depósito, pero una vez internaron a una viejita con Parkinson y nos rompió cuatro, y para colmo después se murió, y no pudimos cobrarle a nadie. Así que ahora cuando vemos a alguno que está medio, medio, que no se sabe qué va a pasar, tenemos orden de cobrarle por adelantado... —¡Mmnn! —lo interrumpí, más calmado pero enérgico. —Bueno, yo entiendo, prefiere sin control, se lo dejo sin control, entonces. Encendido para que verifique que anda... necesito su firma... Me quedé mirándolo para ver cómo iba a resolver el problema de mi brazo derecho enyesado. Se acercó, tomó su bolígrafo azul y con dos dedos de la mano izquierda agarró mi pulgar derecho, luego me pintó la yema con el bolígrafo y apoyó mi dedo sobre su planilla. Todo esto en menos de cinco segundos. —Gracias, gaucho. Ah, le voy a cambiar los canales para que vea que funcionan todos —y comenzó una gira frenética de imágenes interrumpidas, hasta que se detuvo—. Le subo un poco el volumen, ¿así está bien? —preguntó y se fue sin esperar la respuesta. Miré mi dedo manchado de tinta, traté de preguntarme por qué me había sometido a esa maniobra sin decir ni MN, y no logré concentrarme. El volumen del televisor estaba demasiado alto. Recién entonces le presté atención al aparato. Desde allí me sonreían varios coreanos que ejecutaban una danza estúpida rebotando contra el suelo sin dejar de sonreír. En la música de fondo predominaban los sonidos cortos y agudos del tipo tin, tin, o similares, y de a ratos aparecía en primer plano un solista con una voz también aguda. La televisión podía convertirse en una compañía o en un cable que me mantuviera conectado con el exterior, pensé. Con el tiempo, la consideraría una nueva agresión y un motivo válido para tratar de abandonar el nosocomio cuanto antes. La visita me forzó a desvincular del ataque al gremio entero de trabajadores de tranvías, subterráneos y afines. Tal vez tuviera que ver con algún vecino de mi
edificio, alguien de mi piso. El jubilado que arreglaba artefactos eléctricos durante sus horas de insomnio, por ejemplo. Con ese, el único diálogo que tenía eran los dos golpes contra la pared con que yo intentaba que dejara de hacer ruido. Una vez lo encontré en el ascensor y le pedí que aflojara, y él contestó: —Usted también me jode con el televisor. —Pero si yo el televisor lo enciendo a las once de la mañana para ver la temperatura cuando me estoy por ir a trabajar... —Sí, justo en el único momento en que yo estoy durmiendo —me contestó subiendo el tono de voz. —¿Y por qué no duerme de noche, como todo el mundo? —Porque tengo que arreglar los artefactos eléctricos. —Ah, entonces no padece insomnio... —Claro que no, duermo como un bebé, lo único que me jode es usted con el televisor. El televisor, o el sonido que emitía el coreano que antes cantaba y ahora hablaba detrás de un escritorio tipo noticiero en el televisor, me despertó. Setenta y dos horas ininterrumpidas de canal coreano se habían convertido en un lapso imposible de medir. Ya despierto, comprendí que no era el coreano quien me había despertado. Era una mujer rubia, que golpeaba la puerta y que había dado un paso hacia el interior de la habitación. Muy rubia, con anteojos de sol, apenas bronceada, aparentaba entre treinta y cincuenta años, pero las marcas indisimulables de haber sido sometida a una cirugía rejuvenecedora permitían deducir que su edad oscilaba entre los cincuenta y los setenta años. La nariz pequeña y respingada, la ausencia de arrugas y la expresión universal me llevaron a pensar que ese rostro me resultaba familiar. —¿Rafael, Rafael, sos vos? —preguntó. Yo no respondí por varios motivos, entre los cuales sobresalía el de tener la mandíbula cosida al resto de la cabeza con alambre de acero. —Rafael, vamos, no me hagas sacar los anteojos... Bueno, está bien.
Se sacó los anteojos negros para, luego de buscar en la cartera, ponerse otros anteojos con los que me examinó detenidamente. Entonces confirmé que ese rostro era familiar, familiar de otro. —Pero vos no sos Rafa, yo estoy buscando a Rafael... —dijo—. ¿No sabés en qué habitación está? Temí asustarla si le contestaba en mi nuevo lenguaje y callé. —¡Qué mal educado, le voy a preguntar a una nurse! —se despidió fastidiada. Volví la mirada hacia la tevé. El mismo coreano que cantó y dijo las noticias besaba a una oriental en una telenovela o algo así. Se me ocurrió tratar de aprender el idioma mirando el programa, pero el beso se prolongaba y escaseaba el texto, lo cual me devolvió al tema que me obsesionaba: quién me había agredido. Un hombre, una organización, una mujer, cualquiera podía haber sido, y lo que era aterrador, podían volver a intentarlo. En cualquier momento. Aun en el hospital o tal vez utilizaran otro método... Si el objetivo era matarme y no lo habían conseguido, tratarían de eliminarme cuanto antes... tal vez envenenándome. Quizá ya lo hubieran hecho, y este sueñito que venía no fuera otra cosa que la cicuta corriendo por mis venas hasta conseguir su macabro éxito. La misteriosa rubia buscando a Rafael terminaría encajando en algún lado si me concentraba, la enfermera también tomaría parte en el complot, y el sueñito trepador que tomó mi ojo hasta cerrarlo...
Cuarenta y cinco días más tarde salía del hospital. Apoyado en muletas, menos enyesado pero igual de rígido, sin las costuras en los dientes, con la ropa siete kilos más grande, con la típica palidez de los que abandonan un centro de salud. Con dificultad bajé del taxi frente a la puerta de mi edificio. La muleta y los yesos llamaban la atención de todos, salvo del encargado del edificio. Mientras lustraba los bronces, me miró por el rabillo del ojo y sin girar, dijo: —Las expensas. Seguí caminando y mientras trataba de apurar el paso para evitar el reclamo,
escuché: —¿Me oyó? Se le juntaron dos meses más de expensas, ¿cuándo las va a pagar? Ver el ascensor en planta baja me hizo sentir un perseguido político en Medio Oriente al acercarse a una embajada de Estados Unidos. Abrí la puerta, entré, cerré y marqué el piso a una velocidad digna de un mejor estado físico. La maniobra hubiera resultado perfecta de no ser por un pequeño descuido de último momento. Al sentir el ascensor en marcha me apoyé aliviado contra el espejo y aflojé la presión sobre una de las muletas, que se deslizó hacia la puerta tijera, colándose por entre las rejas para terminar mutilada contra la losa del primer piso. Pude interrumpir la subida apretando el botón de stop, pero en ese caso hubiera tenido que soportar la intimación del portero, por lo tanto, elegí sacrificar el extremo de la muleta, lo que en principio no me acarrearía ninguna contrariedad, salvo, según descubriría luego, obligarme a caminar inclinado durante los días que demandó mi recuperación.
La oscuridad de mi casa me hizo sentir cómodo y apacible. Hacía tiempo que no vivía una sensación parecida. La relacioné con el vientre materno. Oscuro, silencioso, caliente. Pacífico, agradable… y mío. No “mío” por la propiedad, sino por el uso, porque al fin y al cabo, la diferencia entre alquilar y ser dueño es simplemente una actitud. Por la oscuridad y el silencio debía agradecer al corte de los servicios de luz y teléfono que las empresas ejecutaron en mi ausencia. La calefacción era el mérito de haber elegido un departamento que daba justo sobre la cocina de un bar abierto veinticuatro horas. A salvo en mi refugio, volvía a pensar en el portero. Ojalá tuviera que ver con mi agresión, así me podría vengar o por lo menos odiarlo con argumentos contundentes. ¿Qué era lo que me molestaba tanto de él? Por lo pronto, ese día, que no hubiera reparado en mi estado, como para preguntarme qué me había pasado. ¿O ya lo sabría? ¿Era sospechoso que no estuviera en la puerta de servicio el día de la agresión? No, nunca estaba en ningún lado. O tal vez sí estaba y era cómplice, y por eso lo odiaba. Y antes lo había odiado porque sabía que en cualquier momento se podría convertir en cómplice de una agresión contra mí, pero tal vez no. —Toc, toc, toc —sonó la puerta. No contesté ni pregunté nada. Me sentí
invadido, mi privacidad violada. Era una mano extraña y fría apoyada sobre la panza de mi madre. Me molestaba. —¡Toc, toc, toc! —repitió. Me hundí más en el sillón tratando de no hacer ruido y esperé mucho hasta que estuve seguro de que no había nadie. Me levanté, fui hasta la puerta y miré a través de la mirilla el pasillo vacío, con la remota esperanza de encontrar en el vacío la identidad del que se marchó. Es que en la ausencia se encuentran marcas, diferentes según el caso. El vacío que deja la mujer que se ama es incomparable. Es vacío de cama, de cenicero, de taza de té. Es un vacío de aromas, de colores y de temperaturas; ambiguo, pero distinto a otros. Las ausencias de amantes en relaciones prohibidas dejan un halo de peligro, una huella de conciencia a punto de estallar en remordimiento, como en los cuentos de Poe. Las ausencias de niños dejan los lugares sin alegrías, como si ellos ejercieran su monopolio. Los cobradores dejan faltas llenas de alivio. El vacío de la mujer que se ama es ambiguo porque desata melancolía y esperanza. Para el caso que deje desahogo y alegría deberá reclasificarse a la mujer en cuestión como mujer que ya no se ama. Cada tanto, Graciela pegaba un portazo y se iba, dejando la casa llena de esperanza, porque yo sabía que si hacía las cosas bien la convencía de volver, y la promesa de la felicidad común se renovaba. Cuatro veces se fue de casa, y yo acuñé dos sentencias: “No hay mujer más atractiva que la que se va” y “la mujer que se sabe ir despierta el amor; la que se queda de más, lo duerme”. Las cuatro veces la busqué más enamorado que nunca, y con ella volvió cuatro veces la esperanza a la casita de los dos. Hasta que un día quise saber cómo se sentía ser buscado, despertar el amor hasta el insomnio y me fui. Desde entonces, la casita de los dos es su casa, y yo en mi departamento no creo en las sentencias, porque no todo sirve para todos. Pero el de los golpes en la puerta debió haber sido el portero, me convencí, para reclamar las expensas, o para retarme por haber torcido la puerta del ascensor con la muleta. Menos mal que no contesté.
Me abandoné exhausto sobre el sillón del living después del esfuerzo titánico que había representado el regreso sin nada de gloria desde el hospital. Intenté reconstruir el momento de la agresión. Era la primera vez que me disponía a
hacerlo. Antes me había negado en forma sistemática a hablar del tema y aun a intentar recordarlo por varias razones. La primera: estaba con los maxilares cosidos. Otra razón para no hablar, acaso menos evidente, consistía en que la pregunta obligada era por qué me habían golpeado, y yo no tenía ninguna respuesta. Eso siempre es interpretado como engañoso. Es necesario contestar, aun en la certeza de que uno está equivocado, pero no saber es sospechoso: “Mirá si no vas a saber, justo vos”, “en serio no sé”, “andá”. Pero lo que de verdad me mantenía alejado del recuerdo de la agresión era una razón aplicable a todos los recuerdos. En esa época yo había llegado a la conclusión de que a medida que pasa el tiempo, uno no recuerda hechos, sino la última versión que dio de esos hechos. Al relatar algo, se lo transforma convirtiéndolo en un suceso nuevo que anula al anterior. Lo mismo pasa con el recuerdo de las personas. No se recuerda a nadie tal cual es, sino a los comentarios que sobre ellos se hicieron. Más concretamente, el último. Por eso decidí no tocar los hechos y dejarlos sin transformar, esperando una oportunidad como esa que iba a tener sobre el sillón del living. Mi método tampoco era ideal, porque corría el riesgo de que el tiempo fuera descomponiendo los hechos en la memoria por la falta de consulta. Pero considerando que recordar ese momento de mi vida tan literalmente doloroso me causaba algo de temor, me pareció acertada cualquier teoría que me impidiera evocar la paliza. El pasillo de la entrada de servicio del edificio, yo con la bolsa de basura, esos tipos, “¿Augusto Zaldívar?”, los golpes... Ninguna entonación especial para pronunciar mi nombre, ninguna seña particular, un tatuaje, algún manco, un peluquín, nada, no había podido distinguir nada especial, tal vez porque la mayor parte del tiempo yo aguantaba con los ojos cerrados, ¿haciendo fuerza para desmayarme?, como si la pérdida de la conciencia pudiera ponerme a salvo. Me incorporé de un salto y estiré la correa de la persiana hasta que las maderas se amontonaron sin dejar pasar nada de luz. Volví al sillón y busqué con el cuerpo las zonas ya calientes de los almohadones, tratando de introducirme en el recuerdo del momento en el que me encontraba aguantando con los ojos cerrados, y aguanté, pero el sueño pudo más.
Caminaba por la calle con mis muletas, inclinado por la diferencia de altura entre
ellas, después de haber sido rebanada una en el ascensor. Resultaba sospechoso para todos. Para algunos, siempre fui sospechoso, o directamente culpable. Por andar solo, por no reírme de los cuentos de cornudos ni de homosexuales, por no vestirme a la moda. —Che, vos no serás... —me decían a veces interrumpiendo la sesión de chistes, y yo siempre les respondía: —Sí, soy gallego. Pero con los yesos y por no querer contar qué me había sucedido resultaba el más misterioso de los misteriosos. Concitaba la mirada de los curiosos y de los buenos samaritanos, que a veces se confunden entre sí. Nunca me habían molestado las miradas, pero con las muletas me sentía observado, que es bien distinto, sin que pueda explicar en qué consiste esa diferencia. Tal vez, quien se haya sentido observado alguna vez lo pueda entender o, tal vez, alguien que sepa lo suficiente de castellano. Me observaban todo el tiempo, lo que sin duda podía estar relacionado con la agresión. Era a mí a quien buscaron, Augusto Zaldívar, no había error en ello. ¿Debería mudarme?, o tal vez cambiarme de nombre... Lo primero era protegerme y eludir esas miradas penetrantes, esos hombres que me seguían... ¿Hasta dónde me seguirían? ¿Y si me tomara un tren? Tal vez la idea se me ocurrió porque estaba cerca de la estación de Retiro. Tenía que ponerme en marcha. Encender el motor de mi vida. Darle a mi historia el impulso para lograr la grandeza que nunca tuvo, la grandeza a la que nunca aspiró. Llegué casi sobre la hora de salida del Libertador General San Martín que iba a Mendoza y me subí con un pasaje económico. Durante el viaje, nadie parecía demasiado pendiente de mis movimientos, pero eran tan profesionales los que me castigaron que si estaban en el tren tampoco se dejarían ver fácilmente. Me sentiría más seguro en un camarote, pensé, y busqué en el bolsillo unos pesos para tentar al guarda, pero encontré la credencial de Trabajadores de Tranvías, Subterráneos y Afines que me facilitó el acceso al camarote y me consiguió una invitación para ver la llegada del tren a la estación desde la cabina del maquinista. Los camarotes del expreso Libertador General San Martín están tan lejos en materia de comodidades como geográficamente de los que yo había visto en el
cine cuando estrenaron Crimen en el Expreso de Oriente. Acaso lo que más me haya llamado la atención eran los ruidos que se amplificaban dentro de los pequeños cubículos. El viento, las voces y hasta el mismo sonido propio de la marcha del tren, ni que hablar del frenado, se escuchaban magnificados hasta la sordera. Dentro del camarote, se impuso una única distracción involuntariamente proporcionada por los ruidos; y en forma predominante, dada su persistencia, por el de las ruedas contra los rieles, ese famoso tatac-tatac interminable. Conté cuántos tatac por minuto tratando de sacar alguna deducción y terminé buscando una música que se adaptara al ritmo singular que proponía el sonido, pero la melodía era tapada por una percusión con demasiado volumen. Me despertó el frío de haber dormido vestido, y pasé un rato cruzado de brazos con las manos debajo de las axilas. Cambiar de aire me hará bien, pensé. Dejar atrás el horrible episodio, tal vez cambiar de vida, de rutina, Mendoza podía ser un buen lugar. Llegando a destino, sentía la seguridad de haber tomado una decisión correcta, nuevos aires, otra gente, un lugar donde nadie conociera a Augusto Zaldívar, todo eso me vendría bien. Pero tendría que conseguir un trabajo y un lugar para dormir y, tal vez, algo que comer, sí, eso debía ser lo primero. Con la barriga llena se piensa mejor. —¡Tac, tac! —dos golpes en la puerta de aglomerado me pusieron en guardia. Podían haberme descubierto e intentar matarme o tal vez tuvieran orden de tirarme del tren. Lo mejor era esperar, y eso hice, en parte porque era la decisión más sabia, y también porque estaba petrificado por el miedo y por el frío. Enseguida, la puerta se abrió. —Pensé que estaba dormido, compañero —dijo el guarda—. Le traje algo para que desayune —añadió ofreciéndome un jarro humeante y unos cuántos panes con trozos de queso blanco. —Gracias, no se hubiera molestado —mentí. —En la entrada a Mendoza vamos a demorar como dos horas porque los guardabarreras están trabajando a reglamento con paros sorpresivos. Parece que quieren despedir a varios trabajadores y cambiarlos por un sistema automático, así que el gremio está en estado de alerta y movilización. —Hay que luchar —volví a mentir.
—Y, sí... el tema no es fácil. Es que los guardabarreras se quedaban dormidos y hubo una seguidilla de accidentes con varios muertos. Por eso se compraron los sistemas automáticos. Como los guardas no salían de la casilla para bajar la barrera, algo había que hacer. —Entonces nunca mejor aplicada la alerta y movilización decretada por el gremio, tal vez un poco tarde, pero bueno... —Digamos que hubo un antes y un después de los accidentes. La charla se prolongó algo más, pero me dejó tiempo suficiente para dar vuelta alrededor de esa frase sobre el antes y el después. Eso era lo que me había pasado a mí. Había un antes y un después de la golpiza. Ya nada sería igual. Mi vida estaba dando un vuelco, un giro muy importante. ¿Un giro o un vuelco?, porque no es lo mismo. Si es un vuelco puede tener consecuencias mortales. Un giro, como cuando me casé con Graciela. Ese fue un giro de ciento ochenta grados. O cuando nació mi hijo Rodrigo, ese fue otro giro, pero no de ciento ochenta grados, porque entre los dos volvería al mismo lugar, o sea, a quedar soltero, así que no diría giro ni vuelco, más bien un cambio. ¿Y el divorcio? Ahí existía un antes y un después; y ponerme de novio, ahí hubo otro antes y después; y cuando me mudé; y la primera encamada; y el campeonato interclubes de fútbol; y el viaje, ese viaje a Mendoza también sería un antes y un después en mi vida. Entonces Mendoza era el después, deduje. No, el después es Buenos Aires luego de este viaje a Mendoza, porque alguna vez volvería a Buenos Aires, y ahí diría “hubo un antes y un después de mi viaje a Mendoza”, entonces el viaje de ida a Mendoza era todavía el antes. Esa conclusión me desagradó. En Mendoza no conocía a nadie, no tenía casa ni trabajo. Además extrañaría a Rodrigo y a mi vida de todos los días. Sentí la ansiedad por empezar a vivir el “después” cuanto antes, y ni bien llegué a la estación respiré hondo el aire cordillerano y decidí que era hora de volver para Buenos Aires.
El viaje de vuelta me resultó larguísimo, contrariamente a lo que sucede con los viajes de vuelta. El motivo era evidente. La mayoría de los pasajeros eran mendocinos, es decir que para ellos el viaje era de ida, y considerando que nada puede ser y no ser a la vez, y obligado a elegir entre ser largo o corto, el viaje resultó tan extenso como le pareció a la mayoría.
Para evitar preguntas molestas sobre por qué volvía tan pronto, decidí no utilizar las prebendas de mi credencial de Trabajadores de Tranvías, Subterráneos y Afines, y me acomodé en los asientos del pullman. La ventanilla me aseguraría algunas horas de esparcimiento y una almohada fría, rígida y vibratoria a la hora de dormir. Un hombre varios años mayor que yo se disponía a ocupar el asiento contiguo, del lado del pasillo. Acomodó un bolso y un abrigo en el portaequipaje ubicado sobre mi cabeza y me saludó antes de sentarse. Minutos después me dijo: —Disculpame, ¿vos no sos Augusto Zaldívar? No le contesté. Temí que la pregunta viniera seguida de golpes, como la otra vez. Con un giro de cintura me alejé poniendo la espalda contra la ventana, pero entonces pensé que aún no habíamos abandonado el andén, y que tal vez alguien desde fuera del tren pudiera agredirme a través de la ventana. Sin embargo, la ausencia de maldad en la cara de mi compañero de asiento me tranquilizó. —Sí, sos el “Zaldi” Zaldívar, ¿no te acordás de mí? “Colegio Superior Número Nueve, enseña con rigor y calidad, Colegio Superior Número Nueve emblema del saber y la moral” —cantó—. Soy yo, Escanapieco, ¿te acordás ahora? Era, nomás. Rodolfo Escanapieco. Estaba igualito, igualito a su abuelo. Dios mío, qué crueles son los años. Cuando empezó con “qué bueno, porque yo también voy a Buenos Aires, así que vamos a tener un buen rato para ponernos al día después de tantos años, porque ¿cuántos fueron?, ¿veinte?, no, más, veinticinco, veintisiete, ja...”, dudé si no hubiera preferido encontrarme con uno de los que me cagaron a trompadas, y luego pensé que tal vez fuera más de lo mismo pero diferente, al no poder matarme con los golpes habían elegido un arma más letal. Llevé a cabo una oposición pasiva a toda forma de comunicación con “Pieco” (así le decíamos en el colegio). Mientras él desgranaba por orden alfabético la lista de nuestros compañeros para informarme en qué andaba cada uno de ellos, yo miraba por la ventana el paisaje en movimiento de esos árboles quietos y alguna casita, o la ruta en paralelo interminable con el recorrido del tren. Jugué un rato a identificar los nombres que escuchaba como en una música de fondo con los objetos que aparecían por la ventanilla. Maximiliano Carreño fue un carro tirado por un percherón, Carlos Gamarra fue la goma de un automóvil,
Esteban Rutini fue la ruta, y Jorge Sánchez el mojón que marcaba el kilómetro novecientos treinta y seis. Siempre nos unió con Sánchez una fuerte repulsión, así que si seguía existiendo, que lo hiciera allá lejos, fijo en el kilómetro novecientos treinta y seis. Escanapieco gastó unos momentos con su autobiografía: que se recibió de médico e inventó una vacuna contra las caries, por la que los laboratorios le pagaron una fortuna inmensa, y las fábricas de caramelos, otra. Pieco había estudiado medicina obligado por su padre, pero su verdadera vocación era el canto. Así, cuando se encontró dueño de dos fortunas inmensas, se decidió a tomar clases para desarrollar su potente voz de barítono. Aunque ninguno de los diez maestros de canto que tuvo se animó a decírselo, Escanapieco no hallaba la forma de que su enorme caudal vocal se encontrara con la nota que debía en el momento preciso, lo cual convertía a sus oyentes en involuntarios atormentados. El pobre de Pieco rechazaba la gloria médica y buscaba la felicidad recorriendo de noche los restaurantes mexicanos, donde a cambio de una generosa e interesada propina, los mariachis le permitían cantar, si se permite la expresión, un repertorio pródigo en canciones con notas largas y finales sostenidos. La historia de Pieco fue seguida de cerca por otras de divorcios, peleas, historias de pequeñas y grandes mezquindades, exilios, hijos, sobrinos y hasta un suicidio sonaron por sobre el ruido de marcha del tren. Ahora sí, tenía un ritmo y una letra. Pieco no paraba de hablar, y el conjunto me pareció casi un rap bien ensayado, siempre y cuando el rap se ensaye. —¿Y vos? —me interrumpió— ¿Qué fue de tu vida?, porque nunca supimos nada más..., y eso que éramos amigos, qué digo éramos, somos amigos, porque un amigo de aquella época es amigo para siempre, aunque no nos veamos mucho, ¿no? Porque yo te veo acá, después de tantos años, y me parece que no pasó el tiempo. Bueno, tal vez vos estás más pelado, un poco más gordo, pero el sentimiento es el mismo... Creo que siguió hablando, pero yo ya no escuchaba. Decirle lo que pensaba sobre su amistad me pareció menos inútil que agresivo, entonces me limité a asentir con la cabeza, y cuando se calló, respondí a sus inquietudes. —Soy gerente de marketing de una multinacional de origen austríaco, dedicada a la representación de firmas del mercado europeo. Vine a Mendoza a entrevistarme con el gobernador para discutir condiciones. Queremos instalar
una fábrica. Darles trabajo a cuatro mil operarios. Paso más tiempo en Europa y arriba de los aviones que en Buenos Aires. Nunca me casé, no sé, ¿qué más querés saber? —creí que de esa forma solucionaba el problema. Pieco se quedaba conforme porque su amigo le contaba todo, y yo, que no lo consideraba mi amigo, preservaba mis cosas para mis verdaderos amigos. —Quién hubiera dicho, Zaldi, te fuiste para arriba. Mi antiguo apodo me sonó tan ajeno como el nombre de otro. Y era así, yo era otro.
Mientras miraba por la ventanilla contaba cuántos tatac-tatac del tren duraba cada monólogo de Pieco. Al mismo tiempo me parecía ver la sucesión de palabras que salían de su boca, atravesaban mi cabeza utilizando mis orejas como vía de ingreso y egreso, luego corrían a través del vidrio para perderse hacia atrás componiendo una filita de letras y sonidos que quedaba apenas colgada de la ventana, suspendida en el aire, como una baba pertinaz. —Pieco, dejame pasar un segundo que voy al baño. —Sí, claro, no te pase como a Rodi, el día del campeonato de gimnasia que te acordás... El baño de adelante de nuestro vagón era de damas, así que me pareció una bendición caminar un vagón más alejándome de las anécdotas de Pieco. Se me ocurrió pedir asilo en el baño, y busqué al guarda más cercano. Entonces vi una morocha, de unos treinta años, de pelo largo, sentada sola, concentrada en el paisaje, con los ojos escrutando el horizonte que era una línea recta igual a la que yo hacía con regla para las clases de dibujo cuando iba al Colegio Superior Número Nueve. Al acercarme volví a comprobar que para las mujeres de menos de cuarenta años era invisible. Me paré en el pasillo, al lado de su asiento, y ella siguió sin mirarme. Carraspeé con fuerza, pero no pasó nada. Ella sola, yo también solo, tan cerca, y ella con la vista fija en el punto más remoto que sus ojos negros pudieran registrar. Decidí sentarme en el asiento del pasillo y le propuse conversación:
—¿Viaja sola? Giró alejándose de mí con la espalda contra la ventanilla. —¿Quién es usted? —preguntó desconfiada. Su reacción me sorprendió. En una fracción de segundo pensé: después de lo que me pasó, quien tiene que desconfiar de cualquier extraño soy yo. Ella puede ser parte del plan, tener precisas instrucciones para actuar en mi contra. Tal vez esté esperando que me identifique para ordenar el próximo ataque. Mi instinto de conservación habló por mí. —Soy Rodolfo Escanapieco —dije, y saqué del bolsillo del saco una tarjeta de presentación que yo no recordaba haber recibido, pero la memoria de mi mano recordaba haber guardado. —¿Y qué hace? —interrumpió ella. —Soy... —empecé a contestar mientras disimuladamente leía en la tarjeta— soy... presidente... Perón... no, ahí tengo las oficinas, médico... eso mismo, lo que pasa es que yo, sin lentes... —¿Y por qué no usa lentes? —Es que los dejé en mi asiento..., los voy a buscar. Me levanté para volver al vagón trasero con la ilusión de ganar tiempo, como un boxeador que bailotea hacia atrás mientras se recupera de algún golpe bien colocado. Caminé un vagón para atrás, pero aún no era el mío. Seguramente en mi huída de Pieco, del verdadero Pieco, había recorrido dos vagones sin darme cuenta. Otro vagón más atrás, ahora sí, me esperaba Escanapieco, que me saludó con la mano como si hubiera pasado años sin verme. El rechazo que me provocó el saludo me devolvió la razón. No necesitaba los lentes de leer, había aguantado el sofocón con la morocha y ya estaba en condiciones de soportar otro round. En ese momento apareció el guarda, el mismo del viaje de ida. Me pidió que me sentara junto a él en un asiento de dos desocupado. Ni bien nos sentamos, el tren se detuvo. —Hay problemas. Un loco acaba de secuestrar el tren. Quiere que desviemos el recorrido y que lo llevemos a la estación de Montevideo. Dice que si no lo
hacemos va a matar a los pasajeros. No quiere a nadie en los pasillos, por eso me mandó a decirte que te dejes de pasear y te sientes si no querés que te vuele la cabeza. Te está viendo desde allá adelante. —¿Pero un solo hombre va a poder con todo un tren? —Dice que tiene a su gente mezclada entre los pasajeros. Tengo que volver al primer vagón, quedate tranquilo que todo va a salir bien. Cuidate. Sin levantarme me asomé apenas y pude ver a Pieco en el vagón de atrás que estiraba el cuello esperando mi regreso. Adelante, la cabeza de la morocha mirando por la ventana. Bonita metáfora. Un pasado, al que había decidido no regresar, atrás; una agradable posibilidad de futuro adelante, y yo sentado, inmóvil, temeroso. Una sacudida del tren dio por terminado el razonamiento. El convoy comenzaba ahora a desplazarse hacia atrás. A medida que levantaba velocidad se recomponía el tatac-tatac característico y despejaba la incógnita: por lo menos la melodía del tren, cuando suena al revés, no contiene mensajes satánicos. Pasó el tiempo suficiente de marcha hacia atrás como para que la costumbre hiciera trocar la denominación y decir que íbamos hacia adelante, llámese Mendoza, y que atrás quedaba Buenos Aires. Esa situación borroneaba mi metáfora, pues la morocha quedaba en el vagón de atrás, dentro del pasado, como la historia que pudo haber sido y no fue, y Pieco aparecía en mi futuro como una posibilidad de rereencuentro. Este escenario resultaba francamente desventajoso. Se me ocurrió que tal vez Pieco hubiera advertido el cambio de dirección del convoy y se levantara a preguntarme si sabía algo del asunto. En ese caso, era factible que terminara abatido por una bala de los secuestradores. Pero nada de eso sucedió, lo que me llevó a la idea de que Pieco fuese uno de los secuestradores, en cuyo caso, tarde o temprano, el muerto sería yo, que podría identificarlo. Si me salvaba, ¿declararía en su contra? Si no lo hacía, no podría dormir tranquilo por mi integridad moral; pero si lo hacía, no podría dormir tranquilo por mi integridad física. Aunque podría pedir declarar como testigo de identidad reservada. En ese caso, debería ir reservando alguna identidad. Tal vez la de Angelito Labruna o French y Beruti, que están desocupadas, no sé... El tren disminuyó la velocidad y se detuvo. Varios minutos más tarde volvía a iniciar su marcha en sentido contrario al inmediatamente anterior, es decir, en el
mismo sentido que antes de cambiar de sentido. Los demás pasajeros parecían disfrutar de las alteraciones en el recorrido. Es que el peligro, para transformarse en tragedia, debe saber esperar su oportunidad, pensé. Todos estábamos en serio riesgo, pero yo sumaba desgracias adicionales. Todavía no terminaba de recuperarme de un intento de asesinato, viajaba en un tren secuestrado, un posible secuestrador sabía que yo podría identificarlo, y una mujer en el tren creía que yo me llamaba como un posible secuestrador. El tatac-tatac del tren se convirtió en un tic-tac del mecanismo de una bomba a punto de estallar. Y yo ahí, frente al complejo mecanismo con cables de colores unidos a un reloj que marcaba una cuenta regresiva que siempre está muy cerca del cero. ¿Por qué las bombas estallan al llegar al cero? Siendo los asesinos tan desalmados por haber ideado un artefacto siniestro para matar a distancia, ¿por qué no programarlo para que estalle faltando un minuto treinta, por ejemplo? Si salgo de esta..., pensé, y no se me ocurrió nada para ofrecer. Imaginé al tren entrando a Retiro, yo bajando del vagón y apurando el paso para buscar a la morocha, viéndola subir a un taxi, blandiendo en su mano la tarjeta que yo le había entregado y diciendo: “Te llamo, te llamo”. Yo creyendo que el apurón hubiera sido inútil, salvo porque pudo haberme alejado de Escanapieco, que sin embargo estaría allí tocándome el hombro y diciéndome que lo llamara, que yo tenía sus números, que ya pronto venía la cena de los no sé cuántos años de egresados: “No te pierdas, Zaldi”.
El tren se detuvo en el medio de una llanura que solamente tenía medio, ni principio ni fin. Intenté hacer un análisis de la situación, midiendo los riesgos que estaba corriendo, y antes de llegar a una conclusión estaba con más de medio cuerpo asomado por la ventanilla. Tardé en tocar el suelo de tierra y piedras mucho más de lo que esperaba al saltar, y al llegar al piso una puntada quemante me traspasó el tobillo derecho. Desde el suelo, el tren parecía altísimo. Me incorporé y rengueando bajé del terraplén mientras la formación retomaba la marcha. Un enorme cielo, una llanura interminable abajo, la vía recta que conduce al
punto exacto donde se juntan la llanura y el cielo, y yo, rengo, solo, pero a salvo. En algún momento, la ruta había dejado de correr junto a la vía. Pero la vía debía llevar a una estación. Allí podría abordar otro tren que me llevara a mi casa. Sólo precisaba mi credencial de Trabajadores de Subterráneos, Tranvías y Afines, la credencial que tenía en el saco. El saco que había quedado en el tren. Con una rama podría hacer un bastón o, mejor aún, una muleta. Busqué un pedazo cualquiera de madera para improvisar el sostén, pero no hallé ninguno. Sí encontré pedazos de alambre, que resultarían del todo inútiles para cualquier propósito. Caminé por el medio de las vías descubriendo que los durmientes estaban colocados de forma tal que la distancia entre ellos nunca coincidía con el largo de mis pasos. Inventé una forma de caminar para poder pisar las maderas y facilitar el paseo. Tenía la secreta esperanza de que en cualquier momento apareciera un tren que al verme circulando de forma tan inusual me llevara hacia un lugar civilizado. Y no tardó casi nada en aparecer en el horizonte una locomotora que no sólo no paró, sino que además casi me atropella. Sentado en un descanso de la travesía anticipé el paso del próximo tren y decidí que lo esperaría así, como estaba en ese momento, en el medio de la vía. Vi la parrilla metálica que precedía a la locomotora, supuse el chillido agudo del silbato sonando hasta la afonía y preví mi cuerpo convertido en jirones repartidos por la zona. Una pierna, por un lado; un brazo, por otro; unos dedos esparcidos más allá; y la cabeza todavía unida al tronco, boca abajo y viva. No supe distinguir si este cuadro era producto de una súbita resistencia a la muerte o si la proyección de la desgracia que se había abatido sobre mí en los últimos tiempos me prevenía acerca de que algo peor que la muerte podía estar aguardándome en el futuro. La llanura es siempre llanura, desde el principio hasta el final. Las vías del tren son siempre iguales. Aquí y allá. Y yo, con la ropa vieja y sucia, como un mendigo. Siempre igual. Los pobres no conocen modas ni nuevos modelos de autos o electrodomésticos. Desde la creación del pan y el vino, siempre igual. En más cantidad, pero los mismos pobres. Los que veían mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos. Iguales a mí ahora, que me había convertido en un punto inmutable del paisaje y del tiempo. Decidí correrme de la vía porque ya llegaba el próximo convoy. Luego pasaría
otro y tal vez otro más. Hasta que un camino vecinal interrumpió la vía, y decidí probar suerte internándome en él. No pude justificar la alegría del conductor de la camioneta, que paró y se ofreció gentilmente a llevarme. —Cómo se van a poner en el pueblo cuando me vean con usted, créame que es un honor para mí. Veo que no tuvo un buen día, pero menos pregunta Dios y perdona. Todas estas frases parecían un sueño. Sí, debí dormirme. Para comprobarlo debía abrir los ojos, o cerrarlos. ¿Cuánto haría que no dormía? ¿Y que no comía? Lo suficiente para desmayarme de hambre y cansancio, pensé, y me desmayé.
Sábanas limpias, un caldito, un botellón de agua mineral y una mujer de unos cuarenta y cinco años sentada en una silla a los pies de la cama. —Romero, vení. Ya se despertó —levantó la voz sin gritar la mujer. El hombre de la camioneta entró al cuarto. —Es un honor para mí haberlo asistido, una estrella como usted, yo soy el intendente Romero, muy preocupado por la cultura, gran admirador, hasta aquí no vienen los artistas, noooo, qué van a venir, y menos los de Buenos Aires, así que tenemos que aprovechar. El pueblo es chico pero el corazón es grande, no le pido nada, me imagino que se va a quedar unos días, ya vamos a hablar. La mujer se había quedado de pie junto a la puerta, mirándome. Con un vestido sencillo, floreado, el pelo recogido, mostrándome las facciones de una cara atractiva que reconocía un pasado mejor. El largo y la caída del vestido no acercaban ninguna información sobre el cuerpo que cubrían, y cuando me dio la espalda concluí que, como siempre, la espalda de una mujer nada nos dice sobre sus tetas. La puerta volvió a abrirse apenas para interrumpir mi sueño, algo más tarde, cuando desde una rendija los ojitos de Claudia, la hija del intendente, me espiaban mientras dormía. —¿Sí? ¿Quién es? —pregunté, para recibir la figura joven y contundente de
Claudia, que se presentaba ante mis ojos como el deseo cumplido de tantas cartas a los Reyes Magos.
Cuando salí a la calle, la gente del pueblo me saludaba como si me conociera de toda la vida. Nervioso, un niño se me acercó con una birome y me pidió que le firmara su cuaderno del colegio. No entendí bien por qué, pero para no decepcionar al chico escribí mi nombre en un rincón de la hoja. El niño corrió contento hacia su madre, y segundos después estaban frente a mí. El niño llorando desconsoladamente, y la madre recriminándome. —Caramba, tan bueno que lo hacía, con la ilusión de un niño no se juega, un hombre de éxito como Ermindo Mugica, vamos, dele, fírmele con su nombre, no se haga el gracioso, debería darle vergüenza, vamos, dele, fírmele. Sin entender y para no decepcionar al niño, había firmado mi nombre; ahora, sin entender y para no decepcionar al niño, escribí Ermindo Mugica y seguí caminando y devolviendo los saludos que recibía. En la casa del intendente me halagaban hasta la obsecuencia. Cada vez que entraba, encendían el tocadiscos con un disco de boleros elementales dorados al caramelo. El milagro de la excesiva hospitalidad halló sus bases en la casualidad, cuando Claudia me pidió un favor muy especial y me dio la tapa del disco para que la firmara dedicándosela. El disco se llamaba Fantasías de amor, y desde la tapa, un sonriente Ermindo Mugica me devolvía como un espejo mi propia imagen. Firmé y vi al pie la fecha de grabación: abril de 1972. —En este pueblo nunca pasa nada. No llegan trenes ni micros. Cuando llueve no se puede entrar ni salir. Pero eso no es importante, porque nadie sale, el único que va y viene es mi papá (qué valiente, ¿no?). Tenemos de todo: escuela, radio, televisión. Lo que no hay es mucho para elegir, la única escuela es una técnica, por ejemplo, así que todos somos técnicos electromecánicos. Gracias a eso, no necesitamos comprar aparatos electrodomésticos, nos arreglamos con lo que hay. E instalamos un canal de cable y una radio con programación propia. En realidad, son viejas grabaciones que tenemos y vamos repitiendo cada tanto. En la tele, el programa que más se ve es El show de Ermindo Mugica, uno que mi papá me contó que lo pasaban por el viejo canal siete de Buenos Aires en el año setenta y cinco. De ese tenemos doscientas emisiones, así que lo repetimos todos
los años. La gente ya lo conoce de memoria. —¿Y no se aburren de ver siempre lo mismo? —No, ¿por qué se van a aburrir? Así es la tevé. Criticarla, sí. Recibimos un montón de notas que dicen que está cada vez peor, que cada día se utiliza un lenguaje más chabacano, que hay mucha violencia, que antes se veían cosas mejores... Para esa época conservaba yo intacta la capacidad de medir el impacto que producía mi persona en el sexo opuesto. Al poco tiempo de disfrutar de la hospitalidad del intendente y su familia, tenía la certeza de que Claudia estaba seriamente impresionada conmigo. Al intendente le gustaba tomar una copita —que nunca eran menos de seis— de grapa después de cenar. Un poco por agradecimiento por compartir el momento de sus copitas, y un poco por la falsa confianza que instiga el alcohol, me mostró lo que para él era fuente de toda sabiduría y el secreto de su éxito. Un libro cuidadosamente encuadernado. El título del lomo en letras doradas decía: Sadomasoquismo, el dolor del placer. —No se asuste por el título. Lo hice encuadernar así para evitar las miradas curiosas. Se imagina que es un libro que nadie de por aquí se animaría a abrir. Pero a usted le puedo mostrar el interior. Me invadió una parálisis total al ver lo que contenían las tapas. Un frío me corrió por la espalda y me sentí transportado en el tiempo. Con veintipocos años, en 1972, frecuentaba un bar del centro de Buenos Aires donde se armaban mesas con jóvenes que, mientras devorábamos completos de milanesa, nos adentrábamos en el panorama político, social y económico internacional, analizando todas las teorías en boga en ese momento. Convencidos de la imprescindibilidad de nuestro aporte, muchos creían tener la semilla del árbol que diera la madera para hacer el timón del barco que nos llevara al destino de justicia social que merecíamos. El piso para sentarse a la mesa del bar era la lectura de Marx y Trotsky, y de ahí para arriba todo venía bien. Las chicas que integraban el grupo motorizaban las iniciativas. No tanto por su propio aporte, sino porque la presencia femenina imponía la competencia y la
superación personal para impresionarlas, cada uno con los recursos a su alcance. Las tres posibilidades para sobresalir eran: convertirse en erudito, trabajar en actividades sociales y estar dispuesto a dar la vida por los ideales. Privados de la suficiente inteligencia, caridad y valor, ideamos con otros dos amigos que compartían mis carencias una nueva alternativa. Usando la imprenta del padre de uno de mis compañeros, decidimos inventar un pensador sueco del cual nos declaramos seguidores pertinaces. Le inventamos un pasado de cárcel y privaciones y un futuro de proscripciones que obligaban a la circulación subterránea de sus textos. Ion Hellstrom vivía para unos pocos a través de nosotros, los privilegiados descubridores, que disfrutábamos la riqueza de su escasez. Primero fue un libro de conversaciones con el pensador, titulado Pensamiento vivo de Hellstrom; luego algunos principios filosóficos que en realidad no eran otra cosa que una recopilación de aforismos berretas, reunidos bajo el título El poder de no querer. Finalmente fue la obra cumbre, el volumen donde Hellstrom (que nos empeñábamos en pronunciar Iilstroum) desarrollaba sus teorías políticas. Hacia un socialismo republicano incluía principios tales como: * El Estado debe proveer empleo a todos los ciudadanos, quienes a su vez abonarán en concepto de impuestos una suma igual a la percibida como sueldo. * Todos los bienes y servicios que se intercambien entre los ciudadanos serán gratuitos, eliminándose la circulación de dinero en efectivo, salvo para pagar sueldos e impuestos. * Queda suprimida toda donación o dádiva en dinero, pudiendo demostrarse la caridad mediante el obsequio de bienes y servicios o, ante circunstancias adversas, las palmadas en la espalda o mensajes de aliento. * Habrá justicia, pero no encargados de impartirla, por lo que queda prohibida la facultad de juzgarse entre ciudadanos. * Todos los ciudadanos mayores desarrollarán una tarea productiva para la que se prepararán de acuerdo con las necesidades de la comunidad o su vocación. Aquellos que no pudieran, no supieran o no quisieran desarrollar actividades productivas serán artistas.
Hacia un socialismo republicano fue el libro que apareció en mis manos al pasar la falsa tapa en la casa del intendente Romero. Sin saber cuánto tiempo estuve ahí parado hasta que se disipó el mareo que me produjo el viaje en el tiempo, las palabras del intendente me recibieron de nuevo en el presente del living de su casa. —Una joya. Mi mayor secreto. ¿Lo conocía? La red tendida para cazar sirenas había enganchado involuntariamente y quién sabe por qué azar a un bagre. La decisiva intervención de la suerte se había encargado, como siempre, de anular el mérito de la cacería. Del primero al cinco de cada mes el municipio de Santa María pagaba sueldos en sobres cerrados y lacrados que eran devueltos entre los días cinco y diez, en concepto de impuestos. En eso consistía la tarea del intendente. Repartir y recibir. Las elecciones a intendente eran cada cuatro años, y la lista opositora era Mingo. Mingo era el loco del pueblo. En realidad no era loco, pero como todos los pueblos tienen uno, y Santa María no quería ser menos, eligieron entre varios postulantes a Mingo, quien no necesitaría trabajar porque los comercios ubicados cerca de la plaza lo proveerían de ropa y comida. Mingo era la oposición, pero en las tres últimas elecciones no había sacado ningún voto. —Ni el propio, se lo juro —me aseguró Claudia mientras se ponía sobre los labios el índice de la mano derecha horizontal y vertical alternativamente y lo besaba.
Pocos días después, mis anfitriones se sorprendieron cuando les comuniqué mis intenciones de partir. Un pueblo de donde nadie se va, me habían avisado desde el primer día. Luego la idea fue aceptada siempre y cuando diera un recital antes de irme. Para la gente sería una alegría enorme, y por supuesto me pagarían. No tanto como yo seguramente cobraba en otro lado, pero bueno, que yo no me podía negar, que trabajo es trabajo... —Que me faltan los músicos, que hace mucho que no canto en vivo —me excusé.
—Que los discos están, que sólo debe hacer la mímica. —Que entonces todos de acuerdo porque ya se anunció para mañana a la noche.
—Ermindo, tengo que hablarle, esta noche a las diez y media en la laguna —me propuso casi en secreto Claudia. La laguna era el paseo obligado de Santa María, aquel que nadie podía dejar de visitar los domingos a la tarde, pero que los días de semana se transformaba en el lugar clandestino por excelencia. Un acuerdo tácito reunía a cónyuges infieles, parejas repudiadas, estilistas, astrólogos, artesanos y cualquier otra persona de mal vivir. Todo el que tuviera algo que ocultar podía acercarse a la laguna las noches de la semana con la seguridad de que nadie diría luego que lo había visto allí. La única excepción a esta norma no escrita era Mingo, cuya manía por los chismes en alguna época lo llevó a poner en juego, perdiéndola, su propia reputación. También por eso, la elección de Mingo para ocupar el cargo de loco del pueblo permitió que siguiera distribuyendo rumores, pero a partir de ese momento tan inocuos como ciertos. Llegué antes que Claudia a la laguna y la vi venir radiante, misteriosa, decidida y convincente. Me habló como a un padre, confesó la angustia por su falta de proyectos, yo debía entenderla, yo podría ayudarla. Sí, yo podía ser su padre. Si alguna vez me había ilusionado con desempeñar otro papel en su vida mi equivocación estaba a la vista. Pero ella ya me hablaba como a un hombre, no como al artista que ella decía que había en mí, porque Ermindo Mugica no podía prestarse a cantar sin sus músicos, pero debía aceptar el recital. Su padre me pagaría y por adelantado. Sí, como hombre la entendí y no tuve que escindirme de la personalidad artística. El dinero me vendría bien, esa gente que tanto me había dado merecía que yo devolviera, aunque fuera en parte, lo que me había ofrecido. Pero ella había empezado a hablarme como cómplice, y me proponía que nos fugáramos con el dinero del pago. —No hay ninguna necesidad —contesté—, cuando termine el show puedo irme con mi dinero donde se me ocurra. —No entendiste nada. Lo vas a tener que devolver en concepto de impuestos. Claudia interpretó mi silencio como una señal de duda. Cuando estuve listo para
aceptar su idea, ella me hablaba como a un amante. Me proponía paraísos cercanos, con ella sin hojas de parra y sin manzanas a la vista. La miré a los ojos, me tomó la mano y lentamente la llevó hasta casi apoyarla contra uno de sus pechos. Después la dejó sobre mi corazón y me dijo: —Escuchá lo que tu corazón te diga que hagas. El mío ya habló. Convinimos en regresar separados a la casa.
—Ermindo —llamó la mujer del intendente cuando entré a mi cuarto. Muy seria me dijo que había cosas que yo debía saber. El intendente estaba de reunión en la municipalidad, y teníamos tiempo para conversar tranquilos. Sentados en mi cama, yo con la ropa que me había prestado el intendente y ella con un camisón que descubría favorablemente los misterios que producían sus vestidos de todos los días, escuchaba pensando en cómo sacar provecho de estar en una cama conversando con una mujer, vestido con la ropa de su marido. Mientras mis intenciones me hacían recorrer con los ojos las piernas desnudas y adivinar las formas de sus pechos debajo de la seda, ella me contaba los secretos de la gestión municipal. Alguna vez, años atrás, Santa María figuró por error como chilena en un manual de geografía editado en Santiago de Chile. El intendente averiguó que para los pueblos alejados más de cuatrocientos kilómetros de la capital existía un subsidio otorgado por el Gobierno nacional chileno. Desde entonces, todos los meses el intendente se hacía girar ese dinero, que estaba acumulado en una cuenta a nombre de Romero y de ella. Siempre esperó el momento de irse de Santa María, pero algo la retenía. Ermindo Mugica era el elegido, después de tantos años de verlo, de admirarlo, por qué no, de desearlo, ahora estaba allí, en su casa. La bolilla de la ruleta había caído por fin en el casillero de la mujer después de girar endemoniadamente durante tantos años. —Ermindo, vámonos de aquí mañana a la noche después de su recital. Con el dinero del que le hablé podemos vivir una vida sin problemas. Mi marido no se animará a denunciarnos. Ermindo, escuche... ¿Oye? Es mi corazón que late por usted.
En el esfuerzo por acercarme a los rumores de su corazón, escuché los pasos del intendente aproximarse a la puerta de entrada, interrumpiendo la conversación y despejando mis mejores pensamientos. Satisfecho con el promedio de aceptación que ostentaba entre los tres habitantes de la casa, me dormí no sin antes flagelarme con la duda. Escapar con una mujer joven y hermosa y el dinero, era la posibilidad de cumplir un sueño tan perfecto que no me hubiera animado a soñar. Pero las confesiones de la mujer del intendente lo complicaban todo. Ni siquiera había tenido tiempo de disfrutar la beca que se me ofrecía, que ya todo se veía ensombrecido por la abundancia. En todos estos años de soledad desde que me separé de Graciela, esa soledad fue siempre una compañía más que una dificultad. ¿Quién no sueña con una mujer que comparta sus gustos, sus paseos, que respete sus descansos, que no lo contradiga, que lo cuide, que lo mime y que no lo regañe cuando llega tarde? Sí, yo también soñaba con esa mujer, pero tenía toda la energía puesta en no buscarla. Era la estrategia para sobrellevar la decepción de fracasar en la búsqueda. Cuanto menos invirtiera en el intento, menos tenía para perder. La proposición de Claudia barría los preconceptos acerca de la mujer que quería para mí. Claudia era la mujer para mí, qué duda podía haber. Joven, atractiva, valiente, decidida. Lo demás podría moldearlo a mi antojo. La diferencia de edad era sólo una ventaja en favor de la experiencia. Ella me vería seguro, apocado, elegante, digno de toda su admiración. Pero su madre había arruinado la perfección al introducir la duda. Una mujer no tan madura, muy digna de merecer atención, comprensiva, afectuosa. Sepultada, eso sí, bajo el tedioso devenir pueblerino, pero lista para sacudirse el polvo de la rutina de la siesta. Sopesar las chances de la mujer del intendente me convertía en infiel con Claudia. ¿Estaría en mi naturaleza ser polígamo con madre e hija? Si fueran colectivos, los dos llegando vacíos, los dos con el mismo destino, si tomara uno, ¿pasaría el viaje lamentándome por no haber tomado el otro? Si fueran los dos únicos números en una ruleta donde yo resultara el único apostador, ¿me traerían un whisky hasta la mesa? No podía desechar a ninguna. ¿Por qué, si antes no necesitaba a ninguna, ahora me eran imprescindibles las dos?
Esa noche, antes de dormirme, llegué a varias conclusiones fundamentales. Ni bien mi cerebro se tranquilizó, el sueño subió como la marea que invade la playa. A la mañana siguiente, las conclusiones fundamentales escritas sobre la arena habían sido borradas por el mar, y los pocos recuerdos que pude reconstruir se desmoronaron a la luz del día. Las nuevas conclusiones diurnas fueron: irme el día del recital. Todavía sin decidir si antes o después de la función, porque me costaba defraudar la ilusión de tanta gente de ver por primera vez a Ermindo Mugica en vivo. Me iría con la mujer del intendente, casi seguro. La mujer del intendente me esperaba junto a la mesa del desayuno, con sonrisas que escondían el sobreentendido de la conversación de la noche anterior. El clima de inusual alegría que intentaba imponer la mujer me producía una sensación de claustrofobia que sólo se interrumpió cuando entró Claudia a la cocina. —Buen día —saludó, y se sentó levantando apenas la remera larga de algodón que había usado para dormir. Mi posición en la mesa permitía seguir el rastro de las piernas de Claudia cubiertas solamente por los soquetes blancos. Una rauda y leve meditación me resultó suficiente. Esa noche me iría del pueblo con Claudia.
Los nervios que me consumieron durante el día se disiparon al llegar el momento de la fuga. El dinero estaba en el sobre lacrado junto a las llaves de la camioneta que el intendente había dejado bien a la vista para que no tuviera contratiempos camino al recital. Claudia me acompañaría hasta el gimnasio municipal, así que lo único que tuve que hacer fue tomar el camino inverso y dejar el pueblo. Durante los primeros kilómetros de tierra íbamos callados, como para que nadie nos escuchara. A mí me costaba irme. No por dejar el pueblo, sino porque no quería estar en ningún otro lugar. Pero las cosas se habían dado así, y esta era la única salida que me quedaba. Cuando terminó ese silencio precavido, nos reímos con risas fuertes, nerviosas de nervios antes contenidos, y en ese momento, exonerados. Después Claudia hablaba. Contaba historias de hacía poco, y enseguida cambiaba de tema para no hablar del pueblo ni de su gente, y se mandaba a describir cómo me había
conocido, intentando hacer de nosotros su tema central. Pero no había romanticismo, sino el propósito de evitar el silencio. Mientras Claudia se entretenía planeando su vida con una estrella como Ermindo Mugica, yo especulaba en qué momento tendría que contarle la verdad. La llegada al asfalto me produjo una sensación de familiaridad, como si hubiera entrado a mi casa. Las ruedas dejaban de hacer chillar la tierra para deslizarse sobre la cinta, blanca a las luces de la camioneta. Claudia se interrumpió por un instante y continuó hablando. En el segundo motel de la ruta, paramos. Conseguimos que nos prepararan algo de comer, y entre la comida, el vino tinto y el postre, Claudia fue apagando su discurso hasta llegar al silencio total cuando entramos en la habitación. Forzado a tomar la iniciativa, decidí esperar. Es que tenía el tiempo a mi favor, los días y las noches, y tenía que expulsar primero la mentira que había tomado mi cuerpo. Temí no poder disfrutar de mi encuentro con Claudia mientras ella pensara que yo era Ermindo Mugica. Ella se había cambiado de ropa con ese don natural de algunas mujeres para desnudarse sin mostrar ni un centímetro de piel. Sus prendas cayeron, y el camisón largo la cubrió entera, y se metió dentro de la cama, tapada bajo las sábanas, las frazadas y el cubrecama, todo en un solo movimiento. Me desvestí con naturalidad, despacio, doblando el pantalón y la camisa que me había prestado el intendente, y que de nada me servirían para minar las eventuales defensas que Claudia pudiera oponer. Cuando salí del baño, Claudia se había dormido, así que me introduje en la cama sin mover demasiado el colchón, y segundos después, también dormía.
Me desperté cruzado en la cama matrimonial, solo. Como era de esperar, Claudia me estaba esperando en la salita contigua a la recepción que hacía las veces de comedor. Seria, me dijo que teníamos que hablar. Y comenzó a ejecutar una música familiar, con una letra previsible, de la que sólo recuerdo aproximadamente el estribillo. —Venimos de mundos distintos, Ermindo. Lo nuestro no puede funcionar. Todo
parecía muy lindo desde Santa María, pero la vida real es otra cosa. No creo poder adaptarme a esta nueva situación, usted es un hombre mayor, una verdadera celebridad, yo... imagine... No tuve reacción para evitar que se fuera. No sé cuánto tiempo habré estado sentado en esa mesa, así, sin pensar, sin ver, sin ver a ese hombre que no dejaba de observarme desde que Claudia se había ido. Pensé que tal vez, si pudiera volver el tiempo atrás... y traté de ver en detalle cómo se veía cada una de mis acciones en reversa. Empezaba caminando por el pasillo del hotel para atrás desde la mesa hasta mi habitación, sacándome la ropa, durmiéndome con poco sueño, hasta despertarme con mucho sueño en el momento de meterme en la cama ayer a la noche. Después, las conversaciones escuchadas, inentendibles, la camioneta desandando el camino, ¿hasta dónde? Sin llegar hasta el pueblo, por supuesto. Entonces podría accionar el tiempo hacia adelante de nuevo, pero todo podría volver a repetirse. A no ser que introdujera cambios sustanciales, por ejemplo, llegar al pueblo y esta vez llevarme a la mujer del intendente. Pero no podía garantizar que al cabo de una noche la mujer del intendente no me abandonara, y entonces lo peor, el abandono que intentaba evitar volvería a repetirse. No se trataba de volver el tiempo atrás. Para pedir, habría que pedir el poder de manejar los acontecimientos para cumplir mi voluntad. De tener ese poder, el único obstáculo hubiera sido desentrañar cuál era mi voluntad. Me pregunté entonces si realmente estaba tan dolido por la partida de Claudia, qué grado de insatisfacción me producía que se hubiera llevado la camioneta y el dinero. ¿Por qué no había hecho nada para retenerla? En verdad creo que me sentía mejor solo. La relación de Claudia era con Ermindo Mugica. Técnicamente, el fracaso no se me contabilizaba. Además no me había hecho ilusiones con ella. Ni conmigo, porque en todo gran amor las ilusiones y las expectativas se centran en qué pasará con uno en la pareja. Y yo hacía rato que no me ilusionaba conmigo y ahora descubría que tampoco me había ilusionado con Ermindo Mugica. La carrera con Claudia no había empezado, por lo tanto, no se había perdido. Todavía algo me molestaba. Acaso mi falsedad al escucharla. He aprendido que
no puedo convencer a nadie de nada. Las únicas veces que logré cambiar las decisiones de una mujer resultaron aquellas en que ya venían convencidas de que lo mejor era dejarse convencer, así que sabía que debía escuchar la sentencia final poniendo cara de dolor, pero sin insistir. Tampoco quería que Claudia se arrepintiera. Una decisión como la que me notificaba no tiene marcha atrás. Si debía pasar por el abandono, no estaba dispuesto a pasar más de una vez, así que la solución era afrontar el dolor sin demoras. Pero no estaba dolido, estaba molesto… Lo que más me molestaba de ser abandonado era el momento del abandono. Ahí me veía sometido a escuchar argumentos que no compartía, en general, poco elogiosos sobre mi persona. He asistido a varios discursos sobre abandono, que si los tuviera que clasificar, los dividiría en tres grupos: el primero, por tu culpa. Este es el que más escuché. Hay otro menos frecuente en el que la culpa es del que se va: “No sos vos, soy yo el culpable”. Y un tercero, menos frecuente todavía, en el cual no hay culpables, sino que el abandono se debe a circunstancias ajenas a las voluntades y contra las que nada se puede hacer. En definitiva, he llegado a la conclusión de que los tres grupos son sólo distintas enunciaciones del primero: me voy por tu culpa. Podría haberme ido bien o mal con Claudia, o con su madre, pero lo que realmente me intrigaba era el espacio vacío de lo que no fue.
El tiempo que estuve solo en la mesa terminó cuando ese hombre que me observaba tan atentamente se acercó, y con modales cuidados, me solicitó autorización para sentarse unos segundos conmigo. —Si me quiere vender algo, le aseguro que no estoy de ánimo —me anticipé. —No, de ningún modo, lejos de mi intención, todo lo contrario, creo que usted puede resultarle muy útil a mucha gente. —... —no dije. —Déjeme presentarme, mi nombre es Segundo Mario. Soy periodista, he trabajado en la revista La Verdad Empresaria durante dieciocho años, pero ahora estoy en plena etapa de recopilación de datos y testimonios para una enorme empresa que me he propuesto.
—Siga —dije como quien alienta el paso de una comparsa de carnaval. —Durante mis años en la revista he cubierto numerosas conferencias donde hombres exitosos relataban, a cambio de suculentos honorarios, la forma en la que habían llegado a ser tan exitosos, como para que otros hombres abonaran suculentas sumas en concepto de entradas para verlos relatar la forma en la que habían llegado a ser exitosos. —Entiendo. —Lo más curioso es que ninguno de los asistentes pudo, a partir de haber escuchado las experiencias de esos hombres, obtener el éxito. Por eso se me ocurrió que tal vez fuera más útil escuchar a los que no les fue bien. Que contaran en qué se equivocaron. —Dicen que el fracaso enseña más que el éxito —respondí como para demostrar que seguía atentamente la conversación. —Por eso salí a buscar gente con experiencia en el..., digo, que no les haya ido tan bien... —¿Y por qué me cuenta todo esto a mí? —Porque lo vi cuando esa joven se despedía de usted y se me ocurrió que tal vez tuviera una historia que pudiera ser de interés a mi investigación. Como un boxeador que necesita llegar hasta el descanso para ordenar su plan de pelea, pregunté: —¿Cómo dijo que se llamaba la revista? —La Verdad Empresaria, pero esto es para mí, no trabajo más en la revista. —Ah —dije mientras pensaba que el descanso no me había dado tiempo para recuperar fuerzas. —¿Y qué hace en este pueblo? —La gente en el interior es más abierta, tiene menos tapujos para contar, recuerda mejor las cosas, tal vez porque tiene menos para recordar, y es muy
fácil chequear las historias porque todo el pueblo las conoce. —Ahh —dije yo, como quien no tiene nada mejor para decir—. ¿Y dónde quedaba la revista? —pregunté. En realidad la intención era acercarme lentamente a la pregunta de si me pagaría algo por contarle mi percance con Claudia, o si por lo menos me podría llevar a alguna parte. En ese momento, yo me había quedado sin la camioneta, sin dinero ni para pagar la cuenta del hotel y sin cigarrillos. —En Buenos Aires, en Suipacha y Viamonte —contestó mientras sacaba un paquete de cigarrillos rubios—. ¿Fuma? —No, gracias —dije para no parecer un desesperado y minar la negociación sobre los honorarios que me ofreciera por mi historia—. Ahora... otra pregunta... ¿Cuánto me va a pagar por la historia que le cuente? —indagué con temor a no haber ganado demasiado tiempo. —Bueno, depende de si me sirve o no para el libro. Si realmente es rica en desaciertos, tal vez sea una suma importante, digamos unos diez mil. Pero mire que tiene que ser absolutamente franco conmigo... “Diez mil” fueron las últimas palabras que escuché, y el eco de esa suma me impidió que tomara el consejo de la franqueza como una amenaza. —Déjeme pensarlo —propuse. —... —Acepto —acepté interrumpiéndolo. Una mujer joven que se fue, la huída del pueblo con el dinero antes del recital, haber descartado a la mujer del intendente, un pueblo donde me confundieron con otro, el tren secuestrado, el encuentro con un plomo del secundario, los meses de hospital a causa de la golpiza, la terrible agresión de autores todavía desconocidos, mi trabajo en los subtes, el fracaso de mi matrimonio no me parecían episodios tan desafortunados como para merecer formar parte del manual del fracaso, y menos aún, para recibir la recompensa. Sin embargo, mi situación no permitía dejar pasar semejante cantidad. Entonces recordé una de las historias que me había contado Rodolfo Escanapieco.
—¿Quién paga la investigación? —se me ocurrió preguntar para seguir ganando tiempo por si lo volvía a necesitar. —Yo mismo, con mis ahorros; en realidad, con un premio de billete de lotería, el típico numerito que se compra entre toda la redacción y nunca sale. Medio millón me gané, pero decidí invertirlo, emprender este proyecto, que me va a hacer ganar un dinero importante como para no tener que volver a trabajar. —Mi historia es muy triste, porque mi papá era un escultor de prestigio y mi mamá una psicoanalista que trabajaba bastante bien. Ellos no quisieron influir en mis decisiones, entonces ya de pequeño me volqué a la música. Pero el trabajo de artista no paga bien, a veces se toca para cinco personas, casi siempre terminamos organizando presentaciones en las que perdemos dinero, y así me fui gastando de a poco los ahorros que me dejaron mis padres. Si se hubieran ocupado más de mí, si me hubieran obligado a seguir una carrera con futuro, no sé, medicina, donde podría haber descubierto una vacuna contra los piojos, o — aquí pensé en alguno de los jefes de subterráneos— ingeniería, algo donde se pudiera triunfar, acceder a un trabajo con un horario lógico, con un sueldo seguro a fin de mes, con empleados a mi cargo. Pero no, mis padres estaban convencidos de que debía hacerle caso a mi vocación contra viento y marea, que eso era lo importante, que no tenía que preocuparme por el sustento. Me vi obligado a circular por bares, a acostarme a cualquier hora; mi vida fue siempre así, a contramano. Hasta que conocí a esta chica que me prometió seguirme a todas partes, y apenas me acompañó hasta el hotel y me dejó antes del desayuno. El hombre sacó la chequera y una birome del bolsillo interno del saco. —¿Cómo me dijo que era su nombre? —me preguntó. —Au-guu-stoooo... —dije lentamente mientras esperaba que Segundo Mario anotara. —No, no, le voy a dar lo suyo en efectivo, mejor, ¿no? —Sí, sí, claro —contesté. —Augusto ¿qué? —preguntó. —Pieco, Rodolfo Escanapieco —me apuré.
En menos de dos horas había pasado de ser abandonado, sin vehículo ni dinero, a tener cinco mil dólares en el bolsillo. Mi situación era incomparable. Ese dinero en mi poder era como para una persona que está sola y abandonada en un pueblo desconocido recibir cinco mil dólares. Volver a Buenos Aires era un pensamiento asociado con la golpiza que había recibido en mi edificio. Por eso me costó sacar el boleto de vuelta. Me senté en el asiento de la ventanilla y decidí hacer de juez de llegada en la carrera sobre una evasiva respuesta: entre el interrogante sobre quién había ordenado golpearme y el sueño, ¿quién ganaría? Ganó el sueño, pero comenzó a organizarse la revancha cuando el guarda me sacudió para pedirme el boleto. Ahora la carrera se hizo más peleada. Ninguno de los contendientes se acercaba a la meta. Sentado en el asiento, casi pude ver mi cuerpo despegarse e ir hacia la locomotora, luego seguir viaje y adelantarse a mucha mayor velocidad que el propio tren. Ese cuerpo mío se dirigía a mi departamento, eludía al portero que tomaba fresco en la puerta de calle, se metía en el ascensor, abría la puerta del hogar y sin detenerse limpiaba los ceniceros, levantaba los vasos y las latas diseminadas por el suelo, pasaba trapos rejilla sobre las mesas y mesadas de la cocina, golpeaba la persiana del living hasta encajarla en sus rieles para que pudiera enrollarse sobre sí misma y dejar entrar la claridad de las luces de alumbrado de la calle y el aire transformado por el perfume de los árboles y los escapes de los colectivos. Veía todo nítido, claro, como si estuviera pasando. Estaba ya en mi casa desenrulando el cable del teléfono que obligaba a hablar pegado al aparato. Con paciencia de arqueólogo, descubría debajo de los almohadones del sofá vestigios de comida de otra vida anterior y los limpiaba. Sacaba del cuarto el televisor y lo guardaba en la parte más alta del placard, por lo menos hasta el próximo mundial. Cambiaba la lamparita del baño, para no tener que volver a dejar la puerta abierta cada vez. Hacía todo y todo rápido. No me quedaba una hora leyendo cada papel antes de tirarlo, no me desanimaba por no saber qué hacer con las cajas de fósforos vacías, que siempre guardé para utilizar como ceniceros. Ordenaba todo, llamaba a Rodrigo, a Graciela, hacíamos
una cena los tres, gambas al ajillo, que le gustan a Graciela. Nos divertíamos como locos. Las cosas fueron un poco distintas cuando bajé del tren. Mi departamento estaba más sucio de lo que mis predicciones suponían. El cansancio me ordenó tirarme sobre la cama y le obedecí durmiéndome vestido.
Los perros en la ciudad de Formosa son flacos. Andan sueltos. De acá para allá, mezclados entre la gente, como apurados para hacer trámites bajan de las veredas angostas para poder caminar más rápido. Recorren solos varias cuadras en medio del olor a comida de los puestos de la plaza y la humedad. No se juntan con otros perros salvo a la noche. Otra cosa que hacen es dormir. En cualquier lado, se echan y duermen siestas interminables, llenas de sueños de paisajes verdes, con árboles enanos de los que crecen ramas pródigas en tiras de asado. Todo eso lo sueñan en blanco y negro. Después se despiertan con hambre y persiguen ratas y palomas grises que les alcanzan para engañar al estómago. Nunca miran antes de cruzar la calle. No les preocupa, hasta que presienten algún auto y le ladran. Saben que los coches solamente son guapos cuando están arriba de uno. Si están al costado y los corren ladrándoles arrugan y rajan lo más rápido que pueden. Hay un resentimiento que los perros no confiesan. Es sutil. Los perros vagabundos, aun de noche, cuando son muchos, sólo asustan a los buenos. A los ladrones no les ladran. A los linyeras y a los mendigos, tampoco. A esos los dejan tranquilos. Son del gremio. Formosa de noche es de ellos. De los perros y sus aliados. A la hora de la siesta también es de ellos, pero menos. Como testigos, son los más indicados. Pueden contar todas las historias con lujo de detalles.
Ernesto, Miguel, Pablo y Juan Carlos son mariachis, viven en Buenos Aires y cantan todas las noches en Los Tacos, Córdoba y Jean Jaurés, en Viva México, Uriarte y Honduras, y en Pancho Villa, que es el restaurante mejicano del Hotel
Internacional Shilton. Van de un lugar a otro en un Renault 12 modelo 1984 de Juan Carlos, con los instrumentos y los sombreros estratégicamente acomodados, dudando cada vez que bajan si podrán volver a entrar, como esos electrodomésticos que una vez desembalados obligan a guardarse con la caja abierta. Ernesto mide como un metro ochenta y tres, y debe de pesar cerca de cien kilos. Es el solista en la mayoría de las canciones, con su voz grave pero dulce. Toca la guitarra. Miguel canta los temas más románticos y toca el guitarrón. No queda proporcionado el metro sesenta y cinco de Miguel con el guitarrón que manipula. Pablo y Juan Carlos se encargan de los coros, otra guitarra y trompeta. Cuatro morochones típicamente mexicanos, con fuerte tonada. Después de la recorrida, Ernesto puede estar en la barra de Don Pepe, Balcarce y Estados Unidos, convirtiendo sus propinas en ginebras, vestido con una campera negra y todavía la camisa blanca, las botas y los pantalones negros con bordados en las costuras. Ahí saben que es de Santiago del Estero; que su padre le enseñó a tocar la guitarra y que así salió cantor y guitarrero; que conoció a Juan Carlos, Pablo y Miguel, que en ese momento eran el Salta Trío, y lo convencieron: primero de ser uno más del trío, y luego, unas horas por noche, de hacerse charro por adopción.
A Ernesto no le sonaba el nombre en la comisaría. Le tuvieron que explicar lo que había pasado, y mucho no le creyeron cuando dijo que no tenía la menor idea, que no podía aportar nada. Igual lo tuvieron un rato largo, unas tres horas, preguntándole sobre ese cliente que había estado la otra noche con ellos cantando en el restaurante de Uriarte y Honduras, y que después había sido atacado por una banda de salvajes que lo había golpeado hasta mandarlo al hospital. Sí, lo conocía pero ni siquiera sabía que se llamaba Rodolfo Escanapieco.
Esa noche en Formosa los dueños de la ciudad vieron pasar un auto que no habían visto antes. Le ladraron y lo corrieron, pero poco, casi nada. El auto paró en una esquina, y tres hombres bajaron. Al trotecito, algunos perros que los
habían seguido se dispersaron discretos, como yendo a ocuparse de sus propios asuntos. El del volante se quedó en el auto. Los otros tres caminaron unos cincuenta metros y miraron la casa de afuera. Sencilla, puerta de vidrio y reja blanca. Pared blanqueada a la cal. Una cerradura, el timbre. Golpearon el vidrio. —Ya va —se abrió apenas la puerta. —¿Ermindo Mugica? —le preguntó uno atorando la puerta con el pie. —Para servirlo —alcanzó a contestar el hombre mientras abría un poco más y asomaba la cara justo, justo como para recibir de lleno la primera trompada.
El caballo de Troya
Agradecimiento
Para Emilio, que me contagió el interés. Que luego me convenció de dejar por escrito todas mis investigaciones. Alguna vez, cuando se haga el ranking de las personas más convincentes, Emilio obtendrá uno de los primeros lugares. Como aquel personaje al que le bastaba sonreír haciendo brillar su diente de oro para que los demás cumplieran sus deseos, Emilio tiene de sobra con la mirada y la sonrisa. Y aquí está, Emilio, la respuesta a tu pedido.
Papá
El arca de Noé
La mayoría de los mitos y las historias populares han exigido, desde su creación, cierta dosis de ingenuidad para circular. Según la Enciclopedia Encarta, Yahvé, en un ataque de ira causado por las malas acciones de los hombres, provocó un diluvio universal. Antes decidió salvar a Noé. Le sugirió construir un arca y le dio instrucciones precisas acerca de la estructura y las dimensiones que debería tener la embarcación, de los materiales y modo de usarlos para lograr su cometido (Génesis 6, 14-16), y le ordenó que llevase a bordo una pareja de cada animal existente. Durante mucho tiempo se pensó que el diluvio bíblico fue un acontecimiento histórico. Numerosas expediciones científicas han peregrinado por el monte Ararat, donde se supone que se posó el arca al bajar las aguas, en busca de pruebas de su existencia. Se sabe actualmente que se trata de un mito bíblico y que no es el único. En razón de su carácter de narración maravillosa, resultaría excesivo preguntarse, por ejemplo, qué medios tuvo que emplear Noé para atrapar una pareja de animales de cada especie o qué tipo de alimento debió cargar a bordo para mantenerlos con vida y calmarles la ansiedad, o por las condiciones sanitarias de la embarcación. Para el mito basta contar que construyó el arca y fomentó la natalidad de una nueva generación de animales. Cada pareja debió haber procreado al menos dos crías de distinto género (y así sucesivamente) a fin de poder prolongar la vida de la especie. Y aquí consideramos preferible dejar de lado o saltear todo prurito acerca de la endogamia.
Dejemos a Noé y su arca en medio de la inundación arrojando su mensaje fuera de la botella de la verosimilitud. La intención era probar que cuando hay voluntad de creer, ninguna comprobación es necesaria; y en el reverso, la ausencia de pruebas no atenta contra la creencia. Es el caso del caballo de Troya, cuya historia siempre se supuso un mito, pero diversas investigaciones confirmaron que, aunque inverosímil, es real.
El caballo
En el año 3400 a. C., el hombre domesticó al caballo. A partir de ese momento la bestia fue utilizada como ayudante para las tareas rurales. Todavía no se empleaba como medio de transporte de pasajeros y de carga porque no interesaban los destinos a donde no se pudiera llegar a pie (excepción hecha de aquella travesía fantástica organizada por Moisés). También se utilizó el caballo como ayuda en la generación de energía, para sacar agua de los pozos, atado a norias, y en las competiciones deportivas o los espectáculos artísticos. Fueron los chinos quienes, además de atribuirse la “invención” del caballo, lo incorporaron, entre otros animales, como los osos, los elefantes o las ranas, a los programas de variedades circenses. Poco a poco los jinetes fueron agregando destrezas a los números que practicaban sobre el lomo de los equinos, y más tarde se fueron sumando jinetes, de manera tal que veintisiete acróbatas llegaron a hacer equilibrio sobre el mismo cuadrúpedo. El poder de concentración, la pequeñez física, la rigurosidad de las prácticas y la organización para el trabajo en equipo, características estas tan típicas del pueblo chino, resultaron de fundamental utilidad para conseguir esas aplicaciones que quedaron en el terreno de las arenas del espectáculo sin trasladarse, hasta varios siglos después, a emprendimientos comerciales en el área del transporte.
Disfraces
La misma comunidad china, tan afecta a las miniaturas y amante de los disfraces, fue la primera que consiguió introducir a dos seres humanos dentro del cuero de un caballo petiso o pony previamente eviscerado. Uno de ellos iba erguido vistiendo la cabeza, el cuello y las patas delanteras del animal, en tanto el otro lo seguía bien de cerca, dentro del mismo cuero, agachado en ángulo de noventa grados y tomando con sus brazos la cintura del compañero, de forma tal que sus brazos, cabeza y cuerpo representaran el lomo y la panza del animal, mientras que sus ancas y piernas iban dentro del cuarto trasero del cuero del caballo. Para reforzar el efecto de verosimilitud, el aparato reproductor del equino se simulaba fácilmente: bastaba hacer un agujero en el disfraz que permitiera la exhibición del equipo genital del artista que ocupaba la parte posterior del animal. El requisito para ese artista era que el utensilio en cuestión pudiera ser divisado desde las ubicaciones más lejanas al proscenio. Testimonios de la época dan cuenta de las dificultades con las que se llevaban adelante los castings, dada la desproporción notoria que con respecto a los cuadrúpedos padecen los asiáticos. De allí que se resolviera la situación mediante el desplazamiento del falso animal entre las gradas, acercando aquí y allá cuanto fuera de interés para regocijo del público (ver figura 1). Así, el disfraz hizo las delicias de grandes y chicos y no había fiesta en que el emperador no solicitara varios de estos falsos ejemplares de caballos para su propio esparcimiento. Cuentan los historiadores que durante la dinastía Chow se señalaron mediante el sistema de marca con hierro incandescente la cantidad de 3571 “animales”, según los registros oficiales. Esta costumbre hacía difícil conseguir voluntarios para ocupar la parte trasera del disfraz; sin embargo, y tal vez abusando de la premisa aquella que dice que el show debe continuar, los artistas se empeñaban en mejorar los bailes y las cabriolas, que superaban en mucho la sincronización de los auténticos equinos, aunque no estuviera a su alcance igualarlos en la cantidad de personas que podían cargar sobre sus lomos.
De allí que decidieran aumentar la cantidad de chinos que ocupaban el interior del caballo. Para eso necesitaban disfraces más grandes y artistas más pequeños, y se dedicaron a conseguirlos. Llegaron a un límite de siete individuos distribuidos de la siguiente manera: dos dentro de las patas delanteras del animal, bien juntos, uno detrás del otro. El más adelantado cargaba sobre sus hombros a otro que iba dentro de la cabeza y el cogote del animal. El de atrás llevaba encima a otro artista que miraba hacia el interior del animal, agachado en ángulo de noventa grados y tomado de las manos de otro integrante del equipo, que enfrentado a él y agachado con la misma inclinación apoyaba sus pies sobre uno de los hombres que ocupaba las patas traseras del disfraz, en tanto el séptimo artista iba también en las patas de atrás, bien pegado a su compañero, y se ocupaba del movimiento de unas palancas que le daban vida a la cola de la bestia (ver figura 2). Este ejemplar constituye el primer antecedente de “imitación caballo” que contenía más de dos personas vivas en su interior.
De madera
Para el año 1300 a. C., los vikingos que ocupaban los países escandinavos habían aprendido a tallar la madera y así confeccionar algunos muebles de indudable calidad. Pocos años pasaron hasta que aprendieron la técnica para trabajar la madera en forma de piezas separadas que, de manera sencilla, pudieran ensamblarse mediante el sistema de encastre. Esos muebles podían ser trasladados ocupando un módico espacio en las carretas de estas tribus, que así se convirtieron en nómades, pues con muy poco esfuerzo podían llevar mesas, anaqueles y vajilleros a los nuevos asentamientos. Pronto descubrieron que los muebles desarmados eran más fáciles de exportar y decidieron aprovechar esa ventaja, iniciando un veloz desarrollo de su flota de mar para llegar con sus productos a destinos de interés comercial. Las embarcaciones que confeccionaron también podían ser desarmadas (ver figuras 3 y 4), pero se hizo imprescindible anoticiar a los adquirentes de las dimensiones del producto terminado. Esas pequeñas cajas de cartón que con alguna dificultad llegaban hasta sus hogares se convertían con paciencia y siguiendo disciplinadamente los dibujos e instrucciones en bergantines, carabelas o barcos de hasta 50 metros de eslora, que obligaban a desmontar techo y paredes interiores y luego exteriores del hogar para completar el ensamble de las piezas. Dejamos para mejor oportunidad el relato de las peripecias que suponía trasladar hasta los litorales semejantes naves una vez armadas en su totalidad. Así pues, han llegado hasta nuestros días documentos inequívocos del florecimiento de la industria del mueble (ver figura 5) y paralelamente de la naviera. Nada se sabe, sin embargo, de que esas tribus vikingas se hubieran ocupado de producir catálogos con sus productos o que se ofrecieran para realizar encargos especiales.
Agradecimiento
Para Emilio, que me ha permitido elaborar esta investigación con total libertad intelectual y emocional. Aparentemente desinteresado, ha servido de acicate a mis intenciones, obligándome a recurrir a documentos secretos e inéditos para ilustrar estas páginas. Vaya para él mi reconocimiento.
Carpinteros
Sin duda los factores climáticos han resultado ser un factor coadyuvante para que los pueblos escandinavos se dedicaran a la talla de maderas. La abundancia de árboles de todo tipo, pero sobre todo las largas temporadas invernales, las inclemencias del tiempo que los obligaban a permanecer meses enteros dentro de sus hogares, han permitido el desarrollo de una actividad donde la paciencia y la precisión son de fundamental importancia. Así como en la montaña suiza florecieron, por decir de alguna manera, los relojeros, en los países nórdicos “se dieron” los carpinteros. Pero a la vez, el clima y la latitud les jugaron en contra. No todos fueron beneficios. Acostumbrados como estaban a una larga noche de seis meses o a un día luminoso de igual duración, interrumpido por siestas periódicas, los vikingos comenzaron a extrañar el descanso. Trasladados al sur mediante las embarcaciones que ellos mismos habían construido y ensamblado, merced a los beneficios que ya expusimos, el trajín de la Europa Central comenzó a desgastarlos. El excesivo abrigo, el peso de los cascos con cuernos y cierta discriminación de la que eran víctimas por parte de los centroeuropeos también fueron parte de los argumentos que los empujaron a replegarse en sus helados terruños. Allí descansaron felices retomando el ritmo de sus costumbres. En adelante, el trabajo con la madera tendría que esperar. Si bien los compromisos contraídos los obligaban a entregar mercadería que aún no habían producido, la decisión de imponer sus propios turnos de entrega de la forma más arbitraria ya estaba tomada. Todavía hoy puede precisarse como una de las principales características del gremio de los carpinteros la informalidad en el cumplimiento de los plazos. Lejos de avergonzar a los trabajadores de la madera, ese rasgo, tan negativo en el mundo moderno, constituye un sello identificador que los enorgullece y los distingue.
La guerra de Troya
Menelao estaba casado con Helena de Esparta, de quien se dice que era la mujer más hermosa del mundo. El príncipe Paris de Troya llevó a Helena a aquella ciudad. Algunos historiadores afirman que la raptó y que el ejército griego los persiguió para recuperarla. Otros sostienen que la mujer fue por voluntad propia y que los griegos llegaron hasta Troya para escarmentar a Paris, como una expedición de castigo. Coinciden las versiones en afirmar que la ciudad fue cerrada a la visita de los extranjeros, quienes debieron conformarse con acampar en las playas y las llanuras adyacentes vigilando los accesos, que se mantuvieron clausurados por el término de diez años.
Interrupción: aclaración acerca de los oráculos
A los efectos de la guerra de Troya, los vaticinios han contribuido a embarrar el campo de batalla sin importar que dijeran una u otra cosa. Se sabe que antes de la guerra varios oráculos se habían aventurado prediciendo amores, triunfos marciales, buena fortuna y lo contrario. Los griegos consideraban de enorme importancia los vaticinios de los oráculos. Alteraban sus planes, modificaban sus conductas, se deshacían de su prole o de sus bienes, cualquier cosa era válida en el intento por evitar que un pronóstico nefasto se hiciera realidad. Resulta interesante comprobar que pese a tener datos fehacientes sobre su futuro, la tragedia terminara paseándose triunfal sobre la vida de los consultantes. La contradicción que se revela es: tratar de que un oráculo no se cumpla, ¿no es creerlo falible? La respuesta a esa contradicción es sí y no. Tanto creían, que temían la profecía y tomaban sus recaudos. Es cierto que a veces las predicciones no eran del todo claras o no eran correctamente interpretadas; también podía pasar que existieran pronósticos ambiguos o contradictorios sobre una misma cuestión, y debe reconocerse que a veces los augurios se vertían con ligereza. Dada la precariedad de la navegación de la época, la predicción de un naufragio, por ejemplo, era moneda corriente. También era posible augurar con altas probabilidades de éxito devaneos sentimentales, infidelidades y otros malentendidos, considerando la promiscuidad con que se manejaban estos temas en aquellos lares. El origen divino de los participantes de estas historias, lejos de volver los argumentos predecibles, los complicaba agregándoles condimentos sobrenaturales de toda laya que hacían posible pensar que los pronósticos oraculares podían fallar y a la vez les daban a esos yerros excusas fundadas. El análisis pormenorizado de aciertos o equivocaciones no será materia de la presente investigación. Baste con entender que cuando el oráculo fue certero,
finalmente se cumplió, sin importar cuánto haya hecho el consultante por evitarlo. Lo predicho no se ha podido evitar, es decir que lo que debía suceder sucedió, aunque de la manera más extraña.
Continuación de la interrupción: Calcante
La presente investigación, tal cual se ha dicho en páginas anteriores, no se detendrá en el análisis de las profecías, y eso sin dejar de reconocer la enorme importancia que tiene el arte adivinatorio para la historia griega. Para ilustrar mejor el porqué de la negativa a inmiscuirnos en el terreno de la adivinación, exhibiremos el ejemplo de Calcante. Calcante era el adivino más hábil en la interpretación del vuelo de las aves y el que mejor conocía el pasado, el presente y el futuro. Fue el augur titular de la expedición griega contra Troya. Predijo, entre otras cosas, que Troya no podría tomarse si Aquiles no participaba en la lucha. Esa predicción hizo que la mamá escondiera a Aquiles entre las hijas de otro rey, pero el niño (tenía nueve años) fue encontrado y llevado al sitio de Troya, ciudad que finalmente se tomó sin su presencia, ya que murió antes. Calcante resolvió con otro pronóstico: dijo que sólo Héleno podía decir cómo podrían hacer para tomar la ciudad. Capturaron a Héleno y, mitad por la fuerza, mitad por la vía del soborno, lo convencieron de que dijera cómo debían hacer para tomar la ciudad. Es decir, que el augur jefe a veces acierta o cambia, según van saliendo las cartas. A su vez, Héleno también tenía dones proféticos y le dijo a Calcante que moriría cuando se encontrara con un adivino más hábil. Tiempo después, Mopso, un adivino aprendiz, le ganó una apuesta sobre cuántas crías llevaba dentro una cerda, y Calcante murió de pena. Lo concreto es que el adivino principal no sabía cuándo, en qué fecha, moriría. Conociendo las circunstancias, seguía probándose contra adivinos más jóvenes, y vaya a saber a su edad, con sus poderes en decadencia, si esa tristeza por verse derrotado por un principiante, esa tristeza que causó su muerte, hoy no sería diagnosticada como una depresión severa, mezclada con alguna enfermedad degenerativa ajena a cualquier pronóstico. Lo concreto es que si bien se lo exhibe como de gran ayuda para la guerra de Troya, sus consejos embarcaron a un ejército en un sitio durante diez años, con una vuelta a casa que resultó toda una odisea y que terminó resolviéndose gracias a la tortura, el soborno y, como se verá más adelante, el engaño.
Otro adivinador de la zona, Tiresias, sufrió en carne propia la caída de Tebas, su ciudad, lo que también pone en duda su infalibilidad. Consultados al respecto, adivinos que actualmente ejercen en ese rubro afirman tener los mismos poderes que aquellos. Dicen que también disponen de dones que les han sido concedidos por los dioses, y que si hoy no gozan del debido respeto o se los tiene (cualquiera sea la especialidad que practiquen: adivinos, tarotistas, cartomancistas, lectores de manos, de pies, decidores de la buenaventura, economistas, tiradores de runas, lectores de borras del café, visionarios de las bolas, rabdomantes, grafólogos, horoscopistas, psicoanalistas de vidas pasadas, etc.) un escalón por debajo de sus antecesores griegos, no es porque fallen en sus augurios, sino porque los consultantes de hoy son más sofisticados en evitar el cumplimiento de su destino.
Continuación de la guerra de Troya
El ejército que se dirigía a Troya comandado por Agamenón contaba entre sus máximas figuras con héroes griegos famosos como Aquiles, Patroclo, Áyax y Áyax (homónimos que no deben ser confundidos, ya que uno era hijo de Telamón, y el otro, el más bajito, hijo de Oileo), Teucro, Néstor, Odiseo (más tarde se hizo llamar Ulises) y Diómedes. La llanura y la orilla de Troya se vieron pobladas por estos visitantes poco amigables que aguardaban el más mínimo resquicio para infiltrarse en la ciudad sitiada. También esperaban la salida de algún troyano, con el objeto de despojarlo de sus bienes o someterlo a torturas para que revelara las condiciones de defensa de la ciudad. Este ejército afincado en el conurbano de Troya demoró diez años para encontrar una iniciativa que diera resultado. Y no es que no hayan intentado la violencia, el método del ariete mediante el tronco alzado, donde un nutrido grupo de voluntarios asía un tronco que no debía superar el metro de diámetro, poniéndose los hombres todos en fila, uno detrás del otro, a la espera de una señal sonora que les indicara que tenían que empezar a correr todos a la misma velocidad y tratando de no caerse, salvo el último de la fila cuya suerte (como en todos los órdenes) importaba menos, para no entorpecer la carrera de los demás. El fin de esa carrera estaba decidido por el impacto del tronco contra la puerta cerrada que era menester abrir, y en pos de la cual se había puesto en marcha el procedimiento, repitiéndose este cuantas veces fuera necesario hasta conseguir forzar las trabas que mantenían el acceso bloqueado. El ariete luego sufrió un proceso de sofisticación cuando el tronco fue suspendido por sogas; se lo hacía oscilar desde un mirador (que sería el antecedente de las grúas), y esa oscilación debía tener por objeto la percusión del tronco sobre el portón, perdiendo algo del romanticismo y la vistosidad que implica la tarea artesanal y personalizada. Intentaron también ingresar disfrazados de proveedores de alimentos y luego de mujeres de vida disipada, pero siempre fueron descubiertos, quizá delatados por infidencias o por defecto de los disfraces (debe recordarse aquí que entre los modelos de túnicas que vestían las damas y los caballeros existían sutiles diferencias: un frunce que resaltaba las caderas en las de ellas; el largo del ruedo por encima de la rodilla, sugerente, para ellos; y a media pierna o hasta los
tobillos para las señoras). Lo cierto es que al cabo de algunos años de sitio, el ocio los proveyó de la idea más disparatada: encargar la construcción de un caballo de madera gigantesco que les permitiera introducir dentro de él un número elevado de soldados y así ingresar a la ciudad. Para perfeccionar la maniobra, debían retirar los barcos de la orilla y simular que abandonaban para siempre la contienda. El plan tenía pocas posibilidades de éxito, pero alguien dijo que a grandes males grandes soluciones, y todos estuvieron de acuerdo en que ya llevaban muchos años de espera sin resultados. Además, nada perdían con encargar el equino a alguna casa especializada del exterior. Si al momento de recibirlo ya habían tomado Troya por otro medio, siempre podían decir que el producto no los satisfacía y devolverlo al fabricante. A medida que se acercaba la fecha prevista para la entrega del formidable corcel, la expectativa de los invasores era mayor y a la vez crecía la confianza en el éxito del plan. Dos años después del día pactado, el estado de estupor en el que se encontraba la tropa a raíz del incumplimiento del que era víctima llevó a la comandancia a idear un plan para abandonar los alrededores de Troya e invadir los países escandinavos en represalia por el daño que su gravísima informalidad le había causado. Fue así que durante dos años se prepararon para zarpar, deshicieron las tiendas, recogieron sus petates, apagaron los fuegos, todo eso mientras intentaban localizar a la tribu vikinga encargada de la confección del caballo, cuestión que dado el movimiento constante que era característico de ese pueblo tampoco resultaba una tarea sencilla. Así, sin darse cuenta, sin hacerlo adrede, los griegos habían puesto en marcha una parte del plan. A su vez, los troyanos espiaban los movimientos de sus enemigos con alegría y también con cautela. Circulaba en Troya la versión de que después de diez años Helena ya no estaba igual, y que Paris repetía que la belleza no era todo, con lo que se insinuaba que el príncipe hubiera estado dispuesto a devolverla a su legítimo esposo si se la pedía de buena manera. Fue entonces que un muchacho arribó a aquellas playas con un paquete que tenía a Odiseo como destinatario. Un cuaderno de varias hojas con numerosas figuras
acompañaba al embalaje. Odiseo se regocijó, pero no pudo olvidar el sufrimiento que la demora le había producido. Desenvainó su espada, cortó las cintas que amarraban el bulto y acto seguido atravesó al mensajero que había efectuado la entrega a la altura del pecho. Mandó retirar el cuerpo sin vida y se avocó al estudio del cuaderno de instrucciones (ver figura 6).
Agradecimiento
Para Emilio y Flavia, su bellísima prometida, que acaban de tomar la maravillosa decisión de compartir un techo. Ese tipo de apuestas, de entusiasmo contagioso, impulsa sin saberlo mi modesta investigación.
Actúa Sinón en la guerra de Troya
“La verdad diré yo… la Fortuna pudo hacer a Sinón desventurado mas no hablador mendaz y antojadizo”. Sinón, en La Eneida Virgilio “Caminaba más lento que el sigilo
pero andaba ligero con la lengua”. Batilana Virgilio Espósito
Sinón era primo hermano de Odiseo/Ulises (el padre de Sinón y la madre de Ulises eran hermanos). Actor de profesión, fue invitado a acompañar a Ulises en su expedición a Troya. Durante los diez años que duró el sitio amenizó las veladas de la tropa sitiadora con el despliegue de personajes que conocía. Dicen quienes lo vieron actuar que conmovía con sus interpretaciones a los soldados más curtidos, que además de poder personificar a cualquiera de los personajes de la tragedia griega imitaba voces y sonidos de animales, bailaba la danza del fuego y era capaz de hacer cantar a un auditorio entero al ritmo de las canciones de moda. La elección de Sinón como agente para convencer a los troyanos de que el magnífico caballo de madera que quedaría solitario y abandonado en la playa era una ofrenda para los dioses y no un maléfico artefacto de guerra (antecesor de la
tanqueta de traslado) resultó tarea sencilla para Ulises. El plan era el siguiente: una vez armado el caballo se introducirían los soldados en su interior, luego retirarían todos los barcos, simulando el abandono de las acciones bélicas y dejando el cuadrúpedo de madera en la playa. Sinón aparecería caminando. Diría que se había escapado del ejército griego cuando estaban a punto de sacrificarlo. Dispuesto a colaborar ahora con los troyanos, les revelaría que el adivino Calcante les había sugerido a los griegos hacer una ofrenda a Palas Atenea para calmar a los dioses. Si le preguntaban por qué se trataba de una ofrenda tan grande, Sinón debía responder que era así para que los troyanos no pudieran introducirlo dentro de las murallas de su ciudad, porque si lo hacían y luego le rendían culto, la supremacía de los troyanos sobre los griegos sería eterna. El primo de Ulises se preparó a conciencia para interpretar su papel. La vida le iba en ello. Y una mañana la playa amaneció desierta. Las naves griegas ya no se veían. Un enorme caballo de madera aguardaba erguido sin saber qué pasaría. Un grupo de soldados salió de Troya. Divisaron a Sinón y lo persiguieron. Sinón corrió no muy convencido. Cuando lo atraparon, jadeaba. El rostro surcado por el pánico, los ojos bien abiertos, las manos unidas en el pecho, implorando. La respiración anhelante, entrecortada. El cuerpo ligero, como ajeno. Los soldados lo rodearon, lo zarandearon con firmeza, querían que hablara. Él hablará para ellos, ellos son su auditorio, su público. Sinón y su público, nada más. El resto del mundo conocido no existe, ha desaparecido, como le enseñaron en las clases de teatro. Sólo existen su cuerpo como instrumento para transmitir y el texto que ha estudiado a conciencia durante meses.
El caballo de Troya
El teatro exige un público especial. No cualquiera es buen espectador para el teatro. Allí donde el escenógrafo hizo una puerta de calle, hay quien no puede ver sino una tela pintada. Entre los troyanos estaba el sacerdote Laocoonte. Laocoonte aconsejó hundir al caballo en el mar, rechazar el presente, así fuera el regalo para un dios o lo hubieran dejado los griegos para ellos. Desconfiaba de sus enemigos y no aceptaba dádivas. Pero un caballo es un caballo, razonaban sus compañeros (todavía no existían automóviles ni camionetas doble tracción), y este caballo era enorme, y venía de regalo, y alguien recordó el dicho que dice que a caballo regalado no se le miran los dientes. Y para colmo de los troyanos, Laocoonte pereció en un incidente marítimo que involucró a sus dos hijos y a dos serpientes marinas; la investigación se cerró sin hallar otro responsable que una divinidad (que quedó impune), y la voz digna de Laocoonte se ahogó para siempre. Contentos, los troyanos derribaron parte de sus murallas para poder introducir el equino. Mucho antes de lo que los invasores hubieran supuesto, se encontraron en el interior del caballo que estaba ahora en el interior de Troya. Terminada la función de Sinón, se organizó un banquete para festejar. Motivos no faltaban: después de diez años los griegos se habían marchado, tenían un caballo nuevo que los ayudaría a mantener la supremacía sobre los griegos, y la voz sensata y un tanto aburrida del sacerdote Laocoonte no se escucharía esa noche ni en adelante, lo que invitaba a entregarse sin límites a los placeres mundanos.
Agradecimiento
Para Emilio, que me ha traído la noticia de que el techo que piensa compartir con Flavia no es otro que este que me alberga y me cobija. En su compañía y en la de su magnífica novia, me será más fácil acometer la tarea que estas páginas me demandan.
El caballo de Troya
El plan griego era ridículo. Dejar un caballo en una playa junto al mar. Dos factores inclinaron la balanza a favor del éxito de la estrategia. El tamaño del caballo y la actuación de Sinón. Puede decirse, evaluando ambos factores –y sobre todo corroborarán este aserto quienes hubieron de ver las performances de Sinón–, que triunfó la desmesura. O que perdió la inocencia. Y las buenas costumbres. A partir de ese momento, se considera de mal gusto enviar obsequios a los enemigos. Las reglas de la generosidad entre contendientes han sido puestas bajo sospecha. Sinón inicia una larga tradición de farsantes que hacen sus prácticas en la vía pública. Desde aquel que simula un desmayo para pedir un vaso de agua a una anciana que abre su puerta y ofrece, gentil, el líquido elemento que no se le niega a nadie y termina robada, torturada y, en el mejor de los casos, abusada, hasta los mostaceros, los plomeros o los gerentes de banco; cualquiera de ellos reconoce como antecedente primero a Sinón, rey indiscutido del ardid, quien cuando estuvo seguro del éxito de su engañifa, acuñó la frase “entraron como un caballo”. El tamaño del caballo sí importa. Los gigantes impresionan, atraen. Moby Dick, King Kong, Gulliver son algunos ejemplos de que la enormidad causa fascinación. Los grandes monumentos y edificios son visitados por nutridos contingentes de turistas en todo el mundo. En los zoológicos, la atracción la constituyen los elefantes y no las arañas. Las comparsas de carnaval compiten por tener figuras más y más altas en sus carrozas. Las ciudades del mundo disputan por tener en su suelo el edificio más alto. Laocoonte desconfiaba y tenía razón, pero para ahogar en el mar esa mole hacía falta una pizca de desprecio por la propia naturaleza humana tan dispuesta a deslumbrarse con lo gigantesco. No en vano, teniendo en cuenta la experiencia troyana, se inventó eso de que “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”.
La guerra de Troya
No bien salidos del vientre del animal de madera, los invasores se encontraron en el centro de la ciudad –una Troya mitad ebria, mitad dormida– y se desempeñaron como suelen hacerlo los ejércitos vencedores. Violaron, saquearon, mataron, mintieron y finalmente incendiaron Troya hasta reducirla a ruinas sobre las que se fundó más adelante otra ciudad que llevó el nombre de Troya. Antes del ataque ígneo consiguieron rescatar a la bella Helena, quien regresó al hogar que compartía con Menelao, en un viaje que duró ocho años. Algunas versiones sostienen que Menelao estaba dispuesto a matar a Helena, convencido de que ella había sucumbido a la pasión de Paris, su supuesto raptor, en lo que sería el primer caso del síndrome de Estocolmo, y que al verla nuevamente quedó deslumbrado con su belleza y decidió perdonarla, no sin antes referirse a aquello que, intuía, había unido a su mujer con Paris, relacionándolo con el ardoroso final de Troya. Dijo: “Donde hubo fuego, cenizas quedan”.
Vencedores y vencidos
La historia de la guerra de Troya y el caballo ha sido verificada gracias a las excavaciones arqueológicas. A continuación transcribo de la prestigiosa Enciclopedia Encarta parte del artículo que no agrega ninguna conclusión importante a mi investigación, a la vez que resulta llena de nombres, fechas y otros datos que de nada vale saber. Bien podría terminar este capítulo aquí y conformarme con dejar abierta la incógnita de quiénes son los vencedores y quiénes los vencidos. Perorar sobre la infidelidad o plantear hasta dónde debe llegar un hombre en defensa de su honor o reivindicar a Sinón, o denostarlo, o lapidar a Calcante, o ponderar a Laocoonte o también condenarlo por desconfiado… Pero el lector de ensayos se vería defraudado si no le agrego algunas precisiones que le envicien el buen juicio. Entonces transcribo:
En 1870 el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann inició las excavaciones que desenterraron las verdaderas murallas de piedra y las almenas de una antigua ciudad en el montículo denominado Hissarlik (‘lugar de fortalezas’), a unos 6,5 km del mar Egeo y equidistante de los Dardanelos. Las excavaciones de Schliemann fueron continuadas tras su muerte por su ayudante, Wilhelm Dörpfeld, cuyo trabajo en 1893 y 1894 complementó los descubrimientos de Schliemann. Entre 1932 y 1938, en el yacimiento, se realizaron nuevas excavaciones por parte de la Universidad de Cincinnati bajo la dirección del arqueólogo norteamericano Carl Blegen. En el montículo de Hissarlik, se determinaron los siguientes asentamientos: Troya I, primer asentamiento con una muralla construida con piedras pequeñas y pizarra, fechado hacia el 3000 a. C.; Troya II, fortaleza prehistórica, con fuertes terraplenes de defensa, un palacio y casas, que databa del siglo III a. C.; Troya III, IV y V, villas prehistóricas construidas sucesivamente sobre las ruinas de Troya II durante el periodo transcurrido entre el 2300 y el 2000 a. C.; Troya VI, una fortaleza, que abarcaba una zona más amplia que cualquier asentamiento precedente, con grandes murallas, torres, puertas y casas que databa del 1900 al 1300 a. C.; Troya VIIa, reconstrucción de Troya VI, construida después de que la ciudad fuera destruida
por un terremoto; Troya VIIb y VIII, villas griegas, casas sencillas de piedra, fechada desde el 1100 a. C. hasta el siglo I a. C. aproximadamente, y Troya IX, la acrópolis de la ciudad grecorromana de Ilión, o Nueva Ilión, con un templo dedicado a Atenea, edificios públicos y un gran teatro, y que existió desde el siglo I a. C. hasta aproximadamente el 500 d. C. Schliemann descubrió los primeros cinco asentamientos e identificó Troya II con la Troya homérica. Los descubrimientos de Dörpfeld, confirmados por Blegen, probaron que la Troya homérica debía identificarse con Troya VIIa, que fue destruida por el fuego en una fecha similar a la de la guerra de Troya. En diciembre de 1998, el yacimiento arqueológico de Troya fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Ilustraciones
Agradecimiento
Para Emilio y Flavia, que me han persuadido de que estaría mucho más tranquilo para terminar mi investigación en esta pequeña pieza de pensión, donde las distracciones no abundan. Ahora que he terminado la obra y que me han sugerido que me tome mi tiempo, que la revise unas cuántas veces antes de considerarla una versión final, les manifiesto mi reconocimiento por su inapreciable ayuda.