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Spanish Pages [91] Year 1997
LAS REVOLUCIONES DE LA CULTURA ESCRITA LE"l(;['A,JE - ~'SCIllTl·H.\ - ALFABETIZACION
Diálogo e intervenciones
Dirigida por Emilia Ferreiro La escritura, como tal, no es el objeto de ninguna disciplina específica. Sin embargo, en años recientes se ha producido un incremento notable
de producciones que toman la escritura como objeto, analizándola desde la historia, la antropología, la psicolingüística, la paleografía, la
lingüística.. El objetivo de la colección LEA es difundir una visión rnultidisciplinaria sobreuna variedad de temas: loscambioshistéricos en la definición del lector y las prácticas de lectura; las complejas relaciones entre oralidad y escritura; los distintos sistemas gráficos de representación y de notación; las prácticas pedagógicas de alfabetización en su contexto histórico; la construcción de la textualidad; los usos sociales de la lengua escrita; los procesos de apropiación individual de ese objeto social; las bibliotecas y las nuevas tecnologías. Los libros de esta colección permitirán agrupar una literatura actualmente dispersa y de difícil acceso, permitiendo así una reflexión más profunda sobre este
objeto "ineludible",
Títulos publicados CLARA
Foz
ALAN K. BOWMAN GREE WOOLF
El traductor, la iglesia y el rey Cultura escrita y poder en el Mundo Antiguo
(comps.) ARMANIlO PETRUCCI
Rov HARRIS
Alfabetismo, escritura, sociedad Signos de la escritura
DAVIIl R. OLSON V NANCV TORRANCE (COMPS.)
Cultura escrita y oralidad
ANNE-MARIE CHARTlER V J EAN HÉBRARIl
Discursos sobre la lectura (1880-1980) (sigue en pág. 185)
Roger Chartier
I. Diálogo: Título del original en francés: Le livre en révolutions. Entretiens avec Jean Lebrun Publicado por Textuel © 1997 Les éditions Textuel
INDICE
n. Intervenciones: © Roger Chartier
Traducción: Alberto Luis Bixio
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PREFACIO
l.
DIÁLoGO
Entrevista con Jean Lebrun
Primera edición: noviembre del 2000, Barcelona
cultura Libre
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9, 12 1ª 08022 Barcelona, España Te!. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 Correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com
ISBN: 84-7432-829-2 Depósito legal: B. 45874-2000 Impreso por: Carvigraf Clot 31, Ripollet Impreso en España Printed in Spain Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma.
Prólogo ¿La revolución de las revoluciones?
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El autor entre el castigo y la protección
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El texto entre autor y editor
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El lector entre restricciones y libertad
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La lectura entre la escasez y el exceso
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La biblioteca entre la concentración y la dispersión
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Lo numérico como sueño de lo uniuersal :
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BIBLIOGRAFíA
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11.
INTERVENCIONES
¿Muerte
o transfiguración del lector?
Educación e historia
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El manuscrito en la era de la imprenta
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Prácticas de lectura y representaciones colectivas
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La mediación editorial
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PREFACIO
Todos los textos recopilados en este libro fueron en primer lugar palabras vivas: un largo diálogo con el periodista francés J ean Lebrun, tres conferencias dictadas en diversos congresos o coloquios y dos entrevistas publicadas en revistas brasileñas, que se dirigen a lectores que no son profesionales de la historia. Espero que en su nueva existencia libresca, estas intervenciones orales puedan mantener algo de su primera identidad que permite, pese o gracias a las vacilaciones de la palabra, precisar las ideas, corregir las imprecisiones y matizar las afirmaciones demasiado contundentes. En este volumen dedicado a la cultura escrita en la larga duración de su historia, es a partir de diversas prácticas de la oralidad que se reflexiona sobre las mutaciones o las revoluciones que transformaron las técnicas de reproducción de los textos, las formas del libros y las maneras de leer. ¿Por qué no aceptar esta irónica paradoja como la supervivencia en nuestras sociedades invadidas por los escritos, manuscritos e impresos ayer, hoy y mañana electrónicos, de la idea de los antiguos que, como lo dijo Borges, "veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral" y por esto alababan la palabra oral que "tiene algo de alado, de liviano". N o estoy seguro de que las palabras recordadas en este libro sean todas "aladas y livianas" pero me gustaría que los lectores las recibieran con la libertad que permite una tertulia amistosa o el diálogo entablado después de una conferencia. Buenos Aires Septiembre del 2000 9
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DIALOGO ENTREV,ISTA CON JEAN LEBRUN
PRÓLOGO
¿La revolución de las revoluciones? La aparición del texto electrónico se presenta como una revolución. Pero el libro ya conoció muchas otras, ¿no es cierto?
La tentación más inmediata es, en efecto, comparar la revolución electrónica con la revolución de Gutenberg. A mediados de la década de 1450, la única manera que existía de reproducir un texto era copiándolo a mano y, súbitamente, una nueva técnica, basada en los caracteres móviles y en la prensa, transformó la relación con la cultura escrita. El costo del libro disminuyó, puesto que los gastos de su producción ahora podían repartirse en la totalidad de la tirada, muy modesta, por otra parte: entre mil y mil quinientos ejemplares. Paralelamente el tiempo de reproducción del texto se acortó gracias al trabajo del taller tipográfico. Con todo, la transformación no es tan absoluta como suele decirse: un libro manuscrito (sobre todo en los últimos siglos del manuscrito, en los siglos XIV y xv) y un libro posterior a Gutenberg se basan en las mismas estructuras fundamentales: las del codex. Ambos son objetos compuestos por hojas dobladas cierta cantidad de veces, lo cual determina el formato del libro y la sucesión de cuadernillos. Estos cuadernillos se unen, se cosen uno junto al otro y se protegen mediante la encuadernación. La distribución del texto en la superficie de la página, los instrumentos que permiten establecer referen-
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cias (paginación, foliación), los diversos tipos de índices: todo esto ya existe desde la época del manuscrito. Gutenberg lo hereda y, después de él, lo hereda el libro moderno. La jerarquía de los formatos, por ejemplo, ya se ha establecido desde los últimos siglos del manuscrito: el gran infolio, que el lector coloca sobre la mesa, es el libro de estudio, de la escolástica, del saber; los formatos medios corresponden a las novedades, a los textos humanistas, a los clásicos antiguos copiados durante la primera ola del humanismo, anterior a Gutenberg; y ellibellus, es decir, el libro que uno puede llevar en el bolsillo, es el libro de oración o de devoción y, a veces, un libro de diversión. De modo que hay una importante continuidad entre la cultura de lo manuscrito y la cultura de lo impreso, aunque durante mucho tiempo se creyó que la aparición de la imprenta marcó una ruptura total entre uno y otro. Supuestamente, con Gutenberg, la prensa, los tipógrafos, el taller, todo un mundo antiguo habría desaparecido súbitamente. En realidad, lo escrito copiado a mano sobrevivió mucho después de la invención de Gutenberg, hasta el siglo XVIII y hasta el siglo XIX. En el caso de los textos prohibidos, cuya existencia debía mantenerse en secreto, la copia manuscrita continuó siendo la regla. El disidente del siglo xx que optó por el samizdat dentro del mundo soviético antes que por la impresión en el extranjero perpetuó esta forma de resistencia. En un plano más general, persistió además una gran desconfianza ante la imprenta, pues se estimaba que quebraba la familiaridad entre el autor y sus lectores y corrompía la corrección de los textos al entregarlos a manos "mecánicas" y a las prácticas del comercio. Se mantuvo así la figura de aquel que, en la Inglaterra del siglo XVIII, se conocía con el nombre de gentleman-writer, el que escribía sin acogerse a las leyes del mercado y se mantenía a distancia de los malos hábitos de los libreros editores, con lo cual preservaba una mayor complicidad con los lectores.
De modo que la imprenta se impuso más lentamente de lo que en general se imagina en virtud de deslizamientos
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sucesivos. Los occidentales tienen además dificultades para representarse el hecho de que la imprenta no era universal: coexistía, por una especie de imbricación, con otro sistema de multiplicación, la xilografía que, en China, en el Japón y en Corea, produjo otro sentido del signo. Podemos decir que también allí lo que hay es imprenta, ya que se trata de imprimir textos en papel, pero sin caracteres móviles -las escrituras se graban en la madera- ni prensa, puesto que la técnica de impresión consiste en frotar la hoja sobre la madera entintada. Lo fundamental es la notable continuidad entre el arte de la escritura manuscrita, la caligrafía y el carácter impreso. Las maderas se graban, en efecto, partiendo de modelos caligráficos. En el mundo occidental, en cambio, se establece una cesura importante entre las escrituras manuscritas y la letra romana que llega a ser el carácter dominante en los libros impresos. En el Extremo Oriente, el signo, además de tener un contenido semántico, conserva un sentido por su forma misma, lo cual en Occidente sólo sobrevivió en ciertos intentos vinculados con el simbolismo de la letra. En Occidente, a partir de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, la imagen contenida en el libro estaba asociada a la técnica del grabado en cobre. Se advierte entonces una disyunción entre el texto y la imagen: para imprimir, por un lado, los caracteres tipográficos y, por el otro, los grabados en cobre, hacían falta dos prensas diferentes, dos talleres, dos oficios y dos pericias. Lo cual explica que, hasta el siglo XIX, la imagen estuviera situada en los márgenes del texto: el frontispicio que da comienzo al libro, las láminas separadas del texto. En la xilografía del Extremo Oriente continúa siendo más familiar la estrecha vinculación entre el texto y la imagen que se grababan sobre el mismo soporte. Esta técnica, además del lazo mantenido con la escritura manuscrita, presentaba ventajas notables: permitía una especie de edición a pedido, porque las maderas, de una resistencia durable, podían conservarse durante largo tiempo, mientras que las composiciones tipográficas debían deshacerse a fin de utilizar los caracteres para componer otras páginas. De modo que no hay que medir
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las técnicas no occidentales con la vara de nuestra supuesta superioridad técnica.
Deslizamiento, imbricación .... Al mirar hacia atrás, el historiador del libro se muestra prudente cuando define las transformaciones pasadas. Hoy, si continúa utilizando el vocabulario del geólogo, debe buscar una palabra más radical para definir lo que estamos viviendo. Es una falla, una fractura. En primer lugar, porque el objeto escapa al modo de abordar y definir el libro que tenía antes la historia material. Además resulta difícil continuar empleando el término objeto. Ciertamente hay un objeto que es la pantalla sobre la cual se lee el texto electrónico, pero el lector ya no manipula directa, inmediatamente, este objeto. La inscripción del texto en la pantalla crea una distribución, una organización, una estructuración del texto que no es en modo alguno la misma que encontraba el lector en el rollo de la Antigüedad, ni la que encontraban el lector medieval, el moderno y el contemporáneo en el libro manuscrito o impreso, donde el texto está organizado sobre la base de un libro compuesto por cuadernillos, hojas y páginas. El despliegue secuencial del texto en la pantalla, la continuidad que se le ha dado, el hecho de que sus fronteras ya no sean tan radicalmente visibles como en el libro que encierra en el interior de su encuadernación o de sus tapas el texto que transmite, la posibilidad que tiene el lector de mezclar, entrecruzar, reunir textos que están inscriptos en la misma memoria electrónica: todas estas características indican que la revolución del texto electrónico es tanto una revolución de las estructuras del soporte material de lo escrito como de las maneras de leer.
Todo esto es el objeto. Si el objeto pierde su antigua densidad, ¿se puede decir entonces que el lector sic nte que le crecen alas? 16
En un sentido sí. Por un lado, el lector de la pantalla se parece al lector de la Antigüedad: el texto que lee se desenrrolla ante sus ojos; por supuesto no se desenvuelve como el texto de un rollo que debía extenderse horizontalmente, porque ahora se despliega verticalmente. Por otro lado, el lector actual es como el lector medieval o el lector del libro impreso que puede utilizar referencias tales como la paginación, los índices, las divisiones del texto. Podría decirse que es a la vez estos dos lectores. Y al mismo tiempo es más libre. El texto electrónico le permite tomar mayor distancia respecto de lo escrito. En este sentido, la pantalla aparece como el punto donde culmina el movimiento que separó el texto del cuerpo. El lector del libro en forma de codex lo coloca ante sí sobre una mesa y pasa las páginas, o bien lo lleva consigo cuando el formato es más pequeño y lo puede tener en las manos. El texto electrónico permite una relación mucho más distanciada, descorporizada. El mismo proceso se da en el caso del que escribe. Quien escribía en la era de la pluma, de ganso o no, producía una grafía directamente asociada a sus gestos corporales. Con el ordenador, la mediación del teclado, que existía ya con la máquina de escribir, pero que aparece desmultiplicada, instala una distancia entre el autor y su texto. La nueva posición de lectura, entendida, bien en un sentido completamente físico o corporal, bien en un sentido intelectual, es radicalmente original: reúne, y de una manera que aún haría falta estudiar, técnicas, posturas, posibilidades que, en la larga historia de la transmisión de lo escrito, se mantuvieron separadas.
La revolución abarca también el modo de producción y de reproducción de los textos. Los conceptos de autor, de editor, de difusor, sólo fijados desde una época bastante reciente que coincide con la industrialización del libro, corren el riesgo de quedar pulverizados. Esto se puede vincular con la reflexión sobre la edición y la difusión, puesto que, en el mundo del texto electrónico, se trata de una única actividad. El productor de un texto puede 17
ser inmediatamente su propio editor, en el sentido del que da una forma definitiva al texto y a la vez en el sentido del que lo difunde entre un público de lectores: gracias a la red electrónica, esta difusión es inmediata. Por ello se tambalea la separación entre tareas y profesiones que, en el siglo XIX, después de la revolución industrial de la imprenta, había organizado la cultura escrita: los roles del autor, del editor, del tipógrafo, del difusor, del librero y del lector estaban entonces claramente separados. Con las redes electrónicas todas estas operaciones pueden acumularse y hacerse casi simultáneas. Las secuencias temporales que se hallaban bien diferenciadas, que suponían operaciones diferentes, que introducían la duración y la distancia, ahora están próximas. Actualmente, el vuelco se manifiesta con mayor velocidad en el orden de la comunicación privada o científica e indica lo que podría ser mañana el conjunto de la edición electrónica.
Al pasar -y aquí podríamos hacer un guiño a los primeros que han de leer este libro- uno se pregunta qué será del rol del crítico. El rol del crítico se reduce y se multiplica a la vez. Se multiplica en la medida en que todos los lectores pueden convertirse en críticos. Este era el sueño de la Ilustración y, tal vez, era ya el de fines del siglo XVII: ¿por qué no podría estimarse que cada lector es capaz de criticar las obras, más allá de las instituciones oficiales, de las academias, de los eruditos? La idea según la cual todo lector dispone de una legitimidad propia, del derecho a un juicio personal nació en Francia como consecuencia de la disputa de los Antiguos y los Modernos de fines del siglo XVII. Esta idea se afirma entonces a través de nuevos periódicos, como Le Mercure Galant que toma muy en consideración las cartas que les envían sus lectores. El lector reacciona ante los artículos del periódico, al cual envía sus propias opiniones. Evidentemente, las redes electrónicas multiplican esta posibilidad y facilitan las intervenciones en el espacio de discusión que ellas mismas han constituido. Desde este punto 18
de vista, puede decirse que la producción de juicios personales, la actividad crítica se ponen así al alcance de la mano de cada lector. Por ello, la crítica, como profesión específica, corre el riesgo de desaparecer. En el fondo, la idea kantiana según la cual todos deben poder expresar su juicio libremente, sin restricciones, encuentra su soporte material y técnico en el texto electrónico.
Antes de que el intercambio termine por cubrirlo todo, ¿qué puede decir el historiador, en la medida en que su voz es todavía singular, ante esta revolución electrónica? No debe atenerse al discurso utópico ni al discurso nostálgico. Elegirá, antes bien, un discurso más científico, que abarque conjuntamente, pero situando a cada uno en su lugar, a todos los actores y todos los procesos que hacen que un texto llegue a ser un libro, sea cual fuere la forma de este último. Esta encarnación del texto en una materialidad específica conlleva las diferentes interpretaciones, comprensiones y los usos de sus diferentes públicos. Esto conduce a decir que es necesario vincular perspectivas o procesos tradicionalmente separados. El historiador debe poder asociar en un mismo proyecto el estudio de la producción, de la transmisión y de la apropiación de los textos. Lo que significa vincular en una misma aproximación la crítica textual, la historia del libro y, más allá de lo impreso o de lo escrito, la historia de los públicos y de las recepciones. Recurrir a la vez a estos diversos enfoques permite responder a la cuestión central que está detrás de todo mi proyecto intelectual. Por un lado, cada lector, cada espectador, cada oyente produce una apropiación inventiva de la obra o del texto que recibe. Aquí no podemos sino seguir a Michel de Certeau cuando dice que el consumo cultural es en sí mismo una producción, una producción silenciosa, diseminada, anónima, pero una producción al fin. Por otro lado, hay que considerar el conjunto de las obligaciones que imponen, ya sean las formas particulares en las cuales el texto se ofrece a la vista, la lectura o el oído, ya sean las aptitudes, las
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convenciones, los códigos propios de la comunidad a la cual pertenece cada espectador o cada lector singular. Cuando uno se interesa en la historia de la producción de las significaciones, la gran cuestión es comprender cómo las obligaciones siempre se transgreden en virtud de la invención o, a la inversa, como las libertades de interpretación siempre son sometidas a ciertos frenos. Partiendo de tal interrogación, tal vez sea menos complicado evaluar las oportunidades y los riesgos que entraña la revolución electrónica.
EL AUTOR entre el castigo y la protección La cultura escrita es inseparable de los gestos violentos que la reprimen. Aun antes de que fuera reconocido el derecho del autor sobre su obra, la primera afirmación de su identidad estuvo asociada a la censura y a la interdicción de textos considerados subversivos por las autoridades, fueran estas religiosas o políticas. Esta "apropiación penal" de los discursos, según la expresión de Michel Foucault, justificó perdurablemente tanto la destrucción de libros como la condena de sus autores, sus editores o sus lectores. Las persecuciones son como el reverso de las protecciones, los privilegios, las gratificaciones o las pensiones'concedidas por los poderes principescos y eclesiásticos. El espectáculo público del castigo invierte la escena de la dedicatoria. La hoguera adonde se arrojan los libros malos constituye la figura invertida de la biblioteca que tiene a su cargo proteger y preservar el patrimonio textual. Desde los autos de fe de la Inquisición a la quema de libros de los nazis, la pulsión de destrucción obsesionó largamente a los poderes opresores que, al aniquilar los libros, y a menudo a sus autores, creían que se desembarazaban para siempre de sus ideas. La fuerza de lo escrito es haber hecho trágicamente irrisoria esta voluntad negra.
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Con la revolución electrónica, las posibilidades de participación del lector, pero también los riesgos de interpolación, aumentan hasta tal punto que la idea de texto se trastorna, pero también la de autor. Como si el futuro hiciera resurgir la incertidumbre que caracterizaba la posición del autor durante la Antigüedad. La lectura antigua es la lectura de una forma de libro que no se asemeja en nada al libro tal como lo conocemos, tal como lo conocía Gutenberg y tal como lo conocían los hombres de la Edad Media. Ese libro es un rollo, una larga banda de papiro o de pergamino que el lector, para poder desplegar, debe sostener con las dos manos. Ese rollo hace aparecer ante el lector porciones del texto distribuidas en columnas. Así, un autor no puede escribir al mismo tiempo que lee. O bien lee, y sus dos manos deben movilizarse para sostener el rollo, de modo que sólo puede dictar a un escriba sus reflexiones, notas o lo que le inspire la lectura. O bien escribe durante su lectura, pero entonces necesariamente ha tenido que cerrar el rollo y ya no lee. Imaginar a Platón, a Aristóteles o a Tito Livio como autores supone imaginarlos como lectores de rollos que imponen sus propias limitaciones. Supone también imaginarlos dictando sus textos y atribuyendo a la voz una importancia infinitamente más grande de la que le asigna el autor de los tiempos posteriores que, en el aislamiento de su estudio, puede escribir al mismo tiempo que lee, consulta y compara las obras que tienen abiertas ante sí.
La figura del "autor oral" es una figura de larga data ... En los últimos siglos de la Edad Media, cuando se perfila la personalidad del autor moderno cuyo texto se fija, bajo su supervisión, en la copia manuscrita y luego en la edición impresa, el "autor oral" está siempre presente. Es el caso del predicador. Tomemos el ejemplo de Calvino. Para él hay un conjunto de textos que, inmediatamente, suponen la existen-
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cia de un destinatario, el lector: las traducciones de los textos sagrados, los textos de polémica, los tratados teológicos. En oposición a ellos, se encuentran las lecciones o los sermones, que se conciben como "performances" orales. Calvino siempre manifestó una extremada reticencia ante la transcripción escrita y la posterior publicación impresa de sus sermones, como si estos conformaran un género que sólo se sostenía en la oralidad y por la oralidad: la palabra viva.
Otro caso de oralidad a la antigua mantenida durante mucho tiempo es el teatro. En las ediciones impresas de las obras teatrales de los siglos XVI y XVII -la comedia española, el drama isabelino y el teatro clásico francés, en particular la comedia- siempre aparece, en todos los prefacios, prólogos y advertencias a los lectores, el leitmotiv según el cual el texto no fue concebido para ser presentado en forma impresa. El teatro no se escribe para un lector que lo leerá luego en una edición salida de la imprenta; está escrito para ser representado. Es lo que Moliere llama la "acción" o el "juego del teatro". La justificación de la edición impresa siempre debe movilizar razones particulares, ya sea porque se publicó antes una edición pirata del texto no controlada y no querida por el autor, ya sea porque las condiciones de la representación fueron mediocres y se hace necesario ofrecer a la lectura aquello que fue mal interpretado. A priori es ilegítimo separar el texto teatral de aquello que le da vida: la voz de los actores y el oído atento de los espectadores.
Los coreógrafos que se interrogan sobre la necesidad, pero también las debilidades de la notación, que petrifica, aún mantienen este debate. Cuando Dominique Bagouet murió, dejó los Carnets Bagouet, pero legó a su compañía, siempre viva, el cuidado de retomar su obra.
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La memoria de la coreografía pasa no solamente por la notación, sino también por la memoria colectiva de las compañías, el recuerdo de los gestos, de las figuras. La memoria del teatro se concibió alguna vez de manera semejante alrededor de la representación que implica la acción, los juegos escénicos, los decorados, los vestidos ... una totalidad, en suma, de la cual el texto es sólo un elemento más. Mantener el monopolio de una compañía teatral era una de las razones que pesaban contra la publicación impresa. Esta hace que las obras caigan en una especie de dominio público, puesto que, una vez publicado el texto, cualquier compañía puede representarlo. De modo que ya no hay monopolio de las representaciones ni de los beneficios que reporta la venta de entradas.
¿Y qué ocurre con la enseñanza? Estamos en plena
mutación electrónica, pero las antiguas disputas no se han agotado. ¿Es necesario publicar los seminarios de Lacan, los cursos de Michel Foucault en el College de France? ¿Y cómo deben publicarse? El caso de lAR lecciones, para emplear un término antiguo, no es fundamentalmente diferente del de los sermones o del caso del teatro. Por un lado, existe la necesidad de hacer público un trabajo más allá de la circunstancia particular en la que fue comunicado; por el otro, está la conciencia clara de una pérdida irremediable: la palabra, la del predicador, a fortiori la del actor que recita el texto, y hasta la del docente, es una palabra que se inscribe en un lugar, en una serie de gestos, en modos de comunicación con el auditorio que se pierden irremediablemente cuando se la fija por escrito. En el caso de los autores contemporáneos se agrega a esto la cuestión de la propiedad. Una propiedad concebida no sólo en el plano económico y financiero, sino también en el plano del control y la exactitud: la corrección del texto no debe quedar deteriorada por transcripciones apresuradas, por equívocos que pueden haberse originado en el profesor mismo, quien no siempre tiene el tiempo suficiente para verificar todas las 25
referencias que cita de memoria, o que puede dar informaciones fácticas inexactas. Foucault era bastante liberal y generoso en cuanto a la posibilidad de apropiación de su palabra, puesto que ha circulado, antes de que se editaran en francés las clases que dio en el College de France, toda una serie de volúmenes en español, en italiano y en portugués surgidos de transcripciones diversas: durante sus cursos funcionaban centenares de grabadoras, a las cuales él no prestaba una atención particular. Quienes asumieron su legado intelectual, en nombre del control de los textos, descartaron al principio toda idea de publicación póstuma y luego decidieron incorporar los cursos en la obra editada. Así lograron salvar la cuestión de la posible traición de la palabra en virtud de la difusión del texto, una cuestión que Foucault, estando vivo, quizá no imaginó tan aguda.
Sin embargo, en su opinión, Michel Foucault es tal vez quien mejor reflexionó sobre la aparición, en la historia, de la función de autor. Esto no es algo que pueda darse por descontado porque, desde la Edad Media hasta la época moderna, con frecuencia la obra se definió en oposición a la originalidad. Ya fuera porque estaba inspirada por Dios y en ese caso el escritor sólo era el escriba de una Palabra que procedía de otro autor; ya fuera porque la obra se inscribía en una tradición y no tenía otro valor que el de desarrollar, comentar o resumir lo que ya existía. Antes de los siglos XVII y XVIII, hay un momento original durante el cual, alrededor de figuras como Christine de Pisan, en Francia, Dante, Petrarca y Boccaccio en Italia, algunos autores contemporáneos se ven dotados de atributos que hasta entonces estaban reservados a los autores clásicos de la tradición antigua o a los Padres de la Iglesia. Sus retratos aparecen en las miniaturas, en el interior de los manuscritos. A menudo se los representa en el acto de escribir sus propias obras y no ya en el acto de dictarlas o de copiarlas siguiendo el dictado divino. Son "escritores",
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écrivains, en el sentido que adquirirá la palabra en francés durante los últimos siglos de la Edad Media: componen una obra y las imágenes los representan, de manera un poco ingenua, en el momento de escribir la obra que el lector tiene entre sus manos. Este es también el momento en que, en el caso de ciertos autores, se reúnen, en un mismo manuscrito, varias de sus obras, atribuidas a una misma inspiración. Lo cual era una manera de romper con una tradición en la que el libro manuscrito era una colección, una mezcla de textos de origen, de naturaleza y de fechas diferentes y en el cual, de algún modo, los textos que contenía no se identificaban con el nombre propio del autor. Para que haya autor, es necesario que haya criterios, nociones, conceptos particulares. La lengua inglesa traduce bien esta noción y distingue el writer, quien escribió algo, del author, aquel cuyo nombre propio da identidad y autoridad al texto. Diferencia que puede encontrarse en el francés arcaico, cuando en un diccionario antiguo como el de Furetiere de 1690, se distinguen los écrivains [escritores] de los auteurs [autores). El escritor es aquel que escribió un texto, que puede permanecer manuscrito y no circular; en tanto que el autor recibe ese calificativo porque ha publicado obras impresas. Es Foucault quien sugiere que, en una sociedad dada, ciertos géneros, para poder circular y ser recibidos, tienen necesidad de una identificación fundamental dada por el nombre de su autor, mientras que otros géneros no tienen esa necesidad. Si uno toma un texto de derecho o una publicidad en el mundo contemporáneo, sabe que alguien los escribió; sin embargo no tienen autores; no se los asocia con ningún nombre propio. Establecida la distinción entre los discursos calificados por el nombre del autor y los otros, Foucault estudiaba las circunstancias que producían las novedades. Y sugería que el autor, en su origen, era primero un "factor" de disturbios. Evocaba, por ejemplo, esos textos de los comienzos de la era moderna que, porque transgredían la 27
ortodoxia política o religiosa, debían ser censurados o perseguidos. Para identificar y condenar a los responsables de esos textos, era menester designarlos como autores. Las primeras apariciones sistemáticas y alfabéticas de nombres de autores se encuentran en los Index de los libros y autores prohibidos establecidos en el siglo XVI por las diferentes facultades de teología y por el papado, luego se las halla en las condenas y en las censuras de los Estados. Esto es lo que Foucault llama la "apropiación penal de los discursos", el hecho de que alguien pueda ser perseguido y condenado por un texto considerado transgresor. Antes de ser el poseedor de su obra, el autor se encuentra expuesto al peligro a causa de su obra.
La letanía de los procesos Théophile de Viau.
es
larga, desde Michel 8ervet a
En el siglo XVI nos encontramos con un proceso particularmente interesante que es el de Etienne Dolet. Este es condenado a la hoguera por impresor y "autor". Aquí aparecen indisociablemente ligados el hecho de que el acusado es autor de declaraciones que pudieron adoptar la forma de prefacios o de prólogos a obras de autores protestantes y, por otra parte, el hecho de que haya sido editor de textos heterodoxos. Este es un proceso fundamental que terminó en la plaza Maubert de París donde en una misma hoguera se quemaron Dolet y los libros que poseía, que había publicado o que había prologado. La autoridad católica intervino con gran potencia y construyó instrumentos que le permitieron ejercer el poder de la censura. Pero no olvidemos que los protestantes, víctimas también, que a veces pagaban con su vida y a veces con el tormento, de esta censura católica, pueden oponerse con las mismas armas. Esto se advierte en el caso de Ginebra, donde los heterodoxos, los anabaptistas y los socinianos fueron perseguidos por la autoridad calvinista de la ciudad y de la Iglesia. El desafortunado Michel Servet pagará muy caro el precio de esta censura, pero al mismo tiempo, en varias
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ocasiones, según las fluctuaciones de la coyuntura políticoreligiosa de la ciudad, el propio Calvino será objeto de censura a causa de ciertos textos. Esto puede aclararnos algunas realidades difíciles de comprender que no distribuyen de manera simple, de un lado, la censura y, del otro, la libertad de la escritura. En las sociedades del Antiguo Régimen, los poderes de censura estaban distribuidos de manera bastante difusa y las autoridades religiosas y políticas se disputaban su confiscación y ejercicio. En el caso de Francia, la partida sejugaba entre tres contendientes: la Iglesia católica, el Parlamento de París y la monarquía. En el caso de Ginebra no se da una adecuación total entre el consejo de la ciudad y el consistorio. El derecho a ejercer la censura y la definición de aquello sobre lo que debe ejercerse siempre son objeto de intensas rivalidades muy reveladoras de las tensiones sociopolíticas que caracterizan a una sociedad en un momento dado de su historia.
Lo cual permite una aproximación, a la que no nos arriesgaremos, con las situaciones del Islam de hoy, caracterizadas también por la discontinuidad, la multiplicidad de las autoridades. Creo que sí. En un mapa de las sociedades que son de dominio en su mayor parte o exclusivamente musulmán se vería aparecer con intensidades diferentes, por un lado, los límites entre lo que es aceptable y lo que debe prohibirse y, por el otro, la relación que puede existir entre la autoridad religiosa y la autoridad política. En un extremo del espectro aparecerían los Estados en los que el poder político es claramente autónomo respecto de las autoridades religiosas y, en el otro extremo, verdaderas figuras modernas de Estados teocráticos.
En el siglo XVII, en Occidente, si bien el autor es un culpable potencial también es un pensionado virtual. Es decir, teme que se le impute una responsabilidad política o religiosa
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que le valdría un castigo, pero también espera que sus méritos sean recompensados con una pensión. Después del nacimiento de la "función autor", se plantea la cuestión de la condición de autor. Los autores que intentan vivir de su pluma sólo aparecen realmente en el siglo XVIII. Un autor emblemático como Rousseau aspirará a esta nueva condición. Antes, la cesión de los manuscritos a los libreroseditores no aseguraba en modo alguno ingresos suficientes. Por ello, para un escritor del siglo XVII sólo hay dos posibilidades. O bien está provisto de beneficios, de oficios, de cargos, o pertenece a un linaje aristocrático o burgués y está dotado de una fortuna patrimonial. O bien está obligado a entrar en los vínculos del patrocinio o mecenazgo y recibe una remuneración diferida por su trabajo de escritura que puede adquirir la forma de pensión, de gratificación o de empleo. El gesto que marca esta entrada en el mundo del clientelismo o de los vínculos de patrocinio es el de la dedicatoria, que constituye un verdadero rito. Esta puedesonsistir, aun cuando se trate de un texto impreso, en ofrecer una copia manuscrita bien caligrafiada y ricamente ornamentada. También puede ser el obsequio de un ejemplar del libro impreso, pero lujosamente encuadernado e impreso en vitela, cuando el resto de la edición se imprime en papel. En la escena de la dedicatoria, la mano del autor entrega el libro a la mano que la recibe, la del príncipe, del grande o del ministro. Como gesto de reciprocidad, se pretende una "compensación", más bien garantizada: en Francia, durante el reinado de Francisco I era una posición, un cargo, un empleo; en los tiempos de Luis XIV, una pensión. Lo interesante es precisamente esa reciprocidad. El autor ofrece un libro que contiene el texto que él escribió y, a cambio, recibe las señales de la benevolencia del príncipe traducida en términos de protección, de empleo o de gratificación. Pero esa reciprocidad es una falsa reciprocidad. La retórica de todas las dedicatorias apuntan en efecto a ofrecer al príncipe lo que él ya poseía. No lo que le faltaba, esta obra que con la forma de libro se le entrega, sino lo que ya posee porque él es el primer autor, el autor primordial. No escribió
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el libro, pero el propósito del libro estaba ya en su espíritu. Corneille explica así a Richelieu, en la dedicatoria de Horace que, finalmente, el autor de las tragedias de Corneille es el cardenal mismo y el poderoso es alabado como poeta.
Más o menos lo que decían hasta no hace mucho los escritores que, en Francia, le dedicaban sus libros a Francois Mitterrand. El ex Presidente de la República tuvo la crueldad de confiar los ejemplares que había recibido así a la biblioteca municipal de Nevers. Al leer las dedicatorias, uno advierte que el mecenazgo continúa siendo fundamental, aun cuando no se esperen las mismas remuneraciones. Lo asombroso de lo que usted dice es la longevidad de las figuras que moviliza la dedicatoria y que asignan finalmente al destinatario de la dedicatoria la posición de autor primero. Si se me permite hacer un paralelo entre Moliere y los escritores que dirigían sus obras a Francois Mitterrand, yo observaría que Moliere entra en la intimidad de Luis XIV con Les fácheux, cuya representación en Vaux-leVicomte provoca la desgracia de Fouquet. En la dedicatoria de la edición impresa, Moliere explica que todo el mérito de la comedia se debe a una escena que le inspiró el rey y que, finalmente, Luis XIV es el autor, si no ya de la totalidad de la obra, al menos de la parte responsable de su éxito. En suma, el príncipe recibe aquello de lo que, en el fondo, es virtualmente el autor.
Cuando en 1985 un autor dedicaba un libro a Francois Mitterrand, lo hacía mediante una dedicatoria manuscrita secreta. Mientras que, en la época del Rey Sol, la dedicatoria figuraba en un lugar importante del libro impreso, a la vista y el conocimiento de todos. Efectivamente. La dedicatoria pertenece a las partes preliminares de la obra o al "paratexto", es decir, a los textos que preceden y acompañan a la obra propiamente dicha.
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Allí se señala claramente, desde la página del título hasta la advertencia al lector, la pluralidad de los destinatarios del texto mismo. En el Siglo de Oro español, en las páginas de título de Don Quijote de Cervantes o de las comedias de Lope de Vega, encontramos una enumeración extremadamente larga de todos los títulos del protector al que se dirige la obra. Luego, a medida que la idea del mérito del autor se impone a la protección del príncipe, el equilibrio cambia. Sobre todo adquiere más importancia la dimensión del mercado, del público, del lector: esto se refleja, en la página del título, en la presencia de la marca del librero-editor, a veces con la dirección en donde puede conseguirse el libro, y, en las páginas preliminares, por la aparición de la advertencia al lector. Esta dualidad es la que caracteriza claramente la entrada del autor en la era moderna.
Esta entrada se hace aun más definida a medida que la dependencia del poder, la esperanza de una recompensa y el temor al castigo van cediendo lugar a una mayor tolerancia. En 1780, con Malesherbes, Francia permite que el libro aparezca sin necesidad de una unción ni el temor a una sanción.
impresa en el libro mismo, con la forma de un permiso con el sello real. Malesherbes quería evitar la ruina de los editores franceses, pero sin darles por ello a ciertos textos la aprobación explícita de la autoridad monárquica. Inventa entonces los permisos tácitos: es decir, un régimen de permiso particular en el que se simula creer que los libros así autorizados son libros impresos en el extranjero y cuya difusión está permitida en Francia, cuando en realidad se trata de libros publicados en Francia bajo ese régimen específico de autorización. También se le ocurre dar autorizaciones puramente verbales en las que asegura a los editores que no serán perseguidos. Sin embargo, tolerancia no es lo mismo que independencia. No basta que el autor escape a las censuras y a las condenas para que llegue a definírselo positivamente. Aún le falta conseguir una condición jurídica particular que le reconozca su propiedad. Esto se dará a partir del siglo XVIII y volverá a perderse quizás al final de nuestro siglo: para los autores de hoy, el peligro de perder sus derechos está, en efecto, más difundido que el peligro de perder su libertad.
En el siglo XVIII, hay una apuesta económica mayor a la edición francesa. Si la censura es muy severa, los textos se imprimen fuera del reino. Los libreros europeos, en Suiza, en las Provincias Unidas y en los principados alemanes, se habían especializado en la publicación de esos textos prohibidos que luego hacían entrar clandestinamente en Francia. Estos libreros hacían sus buenas ganancias pues había gran expectación por parte de los lectores. Ante este desafío, Malesherbes, que había sido nombrado director de la Librería en 1750, estableció una diferencia entre los textos de denuncia violenta de la fe y de la autoridad del rey -que debían ser prohibidos y perseguidos- y los textos que podían autorizarse sin que tuvieran por ello la garantía del poder real. En efecto, para obtener un permiso o un privilegio, era necesario lograr la autorización de la monarquía y esta autorización aparecía
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EL TEXTO entre autor y editor En el siglo XVIII, la teoría del derecho natural y la estética de la originalidad fundan la propiedad literaria. Puesto que todos están justificados para poseer los frutos de su trabajo, el autor se reconoce como dueño de una propiedad que no prescribe sobre las obras que expresan su propio genio. Esa propiedad no desaparece con la cesión del manuscrito a quienes lo editan. No es pues sorprendente que hayan sido estos últimos quienes forjaran la figura del autor propietario. Inscripto en el antiguo orden del comercio del libro, el copyright define igualmente de manera original la creación literaria cuya identidad subsiste sea cual fuere el soporte de su transmisión. Quedaba así abierta la vía a la legislación actual que protege la obra en todas las formas (escritas, visuales, sonoras) que puedan dársele. Hoy, con las nuevas posibilidades ofrecidas por el texto electrónico, siempre maleable y abierto a reescrituras múltiples, lo que está en tela de juicio son los fundamentos mismos de la apropiación individual de los textos.
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El editor, tal como existe aún en vísperas de la revolución electrónica, surgió de las revoluciones industriales que experimentó el libro en el siglo XIX. Pero en los siglos XVI, XVII Y XVIII estábamos todavía en la era del taller. ¿Qué diferencias distinguen al librero-editor de entonces y al editor de hoy? Su pregunta nos lleva a reflexionar inmediatamente sobre las trampas de las palabras. Por un lado, estamos obligados a utilizar términos estables: ya sea que hablemos de la Antigüedad, de la Edad Media, del Antiguo Régimen o de la época contemporánea, siempre ha habido lectores, autores, y en cierto modo editores. Y al mismo tiempo, las realidades históricas que están detrás de esas denominaciones son extremadamente variables. En la década de 1830 se fija la figura del editor que aún conocemos. Se trata de una profesión de naturaleza intelectual y comercial que apunta a buscar textos, a descubrir autores, a vincularlos con la casa editora, a controlar el proceso que va desde la impresión de la obra hasta su difusión. El editor puede poseer una imprenta, pero no es necesario y, en todo caso, no es eso lo que fundamentalmente lo define; también puede poseer una librería, pero tampoco es esto lo que lo define en primer lugar. Encontramos bellas encarnaciones de este editor del siglo XIX en Hachette, Larousse o Hetzel. Grandes aventureros que imprimen una marca muy personal a su empresa. Su éxito depende de su inventiva personal, a veces del apoyo del Estado, como en el caso de Hachette con el libro escolar y, otras veces, de la invención de nuevos mercados (de nuevos "nichos", diríamos hoy) como en el caso de Larousse. Desde fines del siglo XIX y hasta ahora, las casas editoras a menudo tienen el sello de personalidades de este tipo. Esto se aprecia muy bien en el caso de los editores literarios parisienses del siglo xx: Gallimard, Flammarion permanecieron ligadas durante mucho tiempo a un fundador y luego a una familia. Con todo, las transformaciones mismas del capitalismo editorial provocaron reagrupamientos, crearon empresas multimedia de capital infinitamente más variado y 37
mucho menos personal y llegaron a desanudar ese vínculo que unía la figura del editor y la actividad de la edición. Aun así, hasta la aparición de estas transformaciones recientes, todo gira alrededor de ese empresario singular que se concibe también como un intelectual y cuya actividad se desarrolla en un plano de igualdad con la de los autores; de ahí que con frecuencia sus relaciones fueran difíciles y tensas. Si uno echa una mirada retrospectiva y observa las figuras de los "editores" de los siglos XVI a XVIII, de Plantin a Panckoucke, se advierte claramente que entonces no existe una autonomía semejante de la actividad editorial. Alguien es ante todo librero, alguien es ante todo impresor y, porque es librero o impresor, asume una función editorial. Para ser precisos, debemos pues hablar de "librero-editor" o de "impresor-editor". El librero-editor de los siglos XVI, XVII o XVIII se define ante todo por su comercio. Vende, además de los libros que él mismo edita, los que obtiene mediante un comercio de intercambio ejercido con sus colegas: les envía, en hojas no encuadernadas, los libros que ha editado y, a cambio, recibe los libros de los demás libreros-editores. Puede tener su propia imprenta o bien contrata a un impresor para que trabaje para él. De modo que la actividad editorial se organiza principalmente alrededor de la actividad de la librería. Lo cual explica que algunos de estos libreros, por protección o por posición, hayan podido dominar gran parte del mercado del libro. En el caso de la protección, podemos pensar en los Plantin, quienes habían recibido el monopolio de la venta de obras vinculadas con la Reforma católica -breviarios, misales-, lo que representaba un enorme mercado en la escala de la cristiandad. Si hablamos de posición, podemos evocar a los libreros parisienses que la monarquía favorece a partir de mediados del siglo XVII esperando asegurarse con ello su lealtad. El control se hace más fácil cuando la producción está más concentrada. A cambio de su prometida fidelidad al monarca, los libreros parisienses reciben un cuasimonopolio en el mercado de las novedades y los privilegios concedidos en relación con las obras de teatro, las novelas, los libros de la nueva ciencia. La perpetuación de estos 38
privilegios impide que se abra un dominio público del libro. El comercio de librería gobierna así la actividad de la edición, sus mecanismos y sus obligaciones.
Usted habla de monopolio y de privilegios. Si se compara la situación de Francia con la de Inglaterra, ¿se encuentran en esta última los mismos medios de asediar el trabajo del librero-editor? No. A mediados del siglo XVI, en Inglaterra la monarquía ya ha delegado a la comunidad, a la corporación de los libreros-impresores de Londres, por una parte, el poder de censura, de examinar previamente los libros (para saber si se adaptaban a lo que se consideraba publicable) y, por otra parte, el control de los monopolios de las ediciones. El mecanismo era muy simple: cuando un librero o un impresor londinense había adquirido un manuscrito, lo hacía registrar por la comunidad y, a partir de ese registro, pretendía poseer ese manuscrito de manera perpetua y sin prescripción posible, y, por lo tanto, tener el derecho exclusivo de publicarlo y republicarlo infinitamente. Este es el sistema inglés, dominado por la profesión. El sistema francés, y esto no nos sorprende, depende mucho más del Estado, puesto que es la monarquía, a través del canciller y de la administración de la Librería, la que concede los privilegios o los permisos de librería. La expresión "privilegios de librería" es interesante: todo lo que se relaciona con la producción del libro, con la actividad de la censura, con el régimen reglamentario y jurídico de la producción impresa se proyecta a partir del comercio de la librería. Un librero o un impresor que adquirió un manuscrito lo deposita en las oficinas del canciller, quien lo hace examinar por los censores para saber si se ajusta a la ortodoxia política, religiosa o moral. El librero o el impresor recibe, si lo ha pedido, un privilegio para la publicación de ese título por un período que, en general, puede extenderse entre cinco y quince años. Ese privilegio significa que ninguno de sus colegas tiene derecho a publicar la obra. A fin de fortalecer el 39
poder de los libreros parisienses, la monarquía decide luego que esos privilegios puedan renovarse casi indefinidamente. Así se establece, de una orilla del canal de la Mancha un . ' sistema comunitario y corporativo, y del otro, un mecanismo con importante intervención del Estado.
El mercado ya es europeo, porque las fronteras son porosas y los Estados a menudo son pequeños y están encerrados dentro de otros. ¿Hay zonas -Holanda, Aviñón, enclave pontificio, etc.- que difunden ediciones piratas (hoy diríamos: virus) a fin de desorganizar el sistema? Exactamente. Hablemos primero de Francia. Muchas de estas ediciones piratas son obra de los libreros-editores de provincia: a partir de mediados del siglo XVII, estos libreros se sienten despojados del mercado de las novedades, puesto que la concentración de los autores en París y la perpetuación de los privilegios concedidos por el poder real a algunos grandes libreros-editores, que se convierten así en sus clientes, van a reforzar la centralización de la edición. En Lyon y en otros lugares, las ediciones piratas llegan a constituir una actividad esencial de defensa económica de los libreroseditores dejados de lado del mercado de las novedades. Pero usted hace bien en mencionar sobre todo la dimensión internacional. El privilegio sólo tiene validez en el interior del territorio gobernado por el rey de Francia. Los libreros e impresores que habitan fuera de Francia no se sienten en modo alguno obligados a cumplir con esta reglamentación y, por consiguiente, producen copias fraudulentas, es decir, que violan el privilegio que tiene un librero o un impresor sobre un texto dado, lo imprimen, lo difunden y lo hacen entrar en el reino. Hay una lucha constante entre los libreros-editores parisienses y los editores piratas que, como bien lo ha dicho usted, se encuentran principalmente en los países de Europa del Norte: las Provincias Unidas (Holanda y los Países Bajos actuales), los principados alemanes y las ciudades de Suiza. Una casa editora instalada en Suiza (la Société typographique de Neuchátel, la Société typographique de Berna), un
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librero-editor instalado en un principado alemán o los grandes libreros-editores holandeses no se sienten en absoluto oblig~dos a respetar los privilegios obtenidos por sus colegas parrsienses. Los Elzévir de Amsterdam son los mayores piratas del siglo XVII. Teóricamente, la entrada de este tipo de ediciones al reino está prohibida, pero, por diferentes medios y en virtud de alianzas hechas con libreros de provincia que tienen interés en ellos, los libros se introducen en Francia. Como sus editores no deben pagar el manuscrito ni el privilegio, pueden vender el libro a mejor precio. Así es como entre el siglo XVI y la época de la Ilustración, la venta de copias piratas de libros llega a convertirse gradualmente en una actividad económica muy importante. En ciertos casos donde los Estados son numerosos y de pequeñas dimensiones como en Italia o en Alemania, la situación se agudiza au~ más, puesto que los privilegios sólo tienen valor en una ciudad-estado o en un principado: por ello, la piratería se hace casi inmediata, en el sentido de que el librero instalado a unas decenas de kilómetros tiene el legítimo derecho de publicar una obra sobre la cual uno de sus colegas ha recibido un privilegio que sólo tiene validez en el espacio restringido y próximo de un Estado. Esto provoca que, en el siglo XVIII, un grupo de autores y libreros alemanes comience a tratar de ~efinir. (pero este proceso será muy lento) una propiedad literaria que pueda extender su validez más allá de los límites de los Estados. En la década de 1780, los autores alemanes más importantes -Fichte, Kant ... - participan de esta lucha por tratar de es-tabilizar un derecho supraestatal que proteja a .los libreros-editores y que, por lo tanto, los proteja también a ellos, en la medida en que los autores ceden sus textos a quienes los transforman en libros.
De modo que es la copia ilegal, no necesariamente en la escala europea, sino simplemente en la escala local, en la vecindad inmediata del autor, lo que despierta las primeras reacciones de los autores. Tomemos el caso notable del teatro.
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En este sentido, es ejemplar la historia de la edición de Sganarelle o El cornudo imaginario de Moliere. El libreroeditor que poseía el privilegio de impresión descubrió una copia pirata de la pieza, aun antes de que sus propios ejemplares salieran de la imprenta. En el teatro, las ediciones piratas derivaban con frecuencia de manuscritos copiados por espectadores enviados por los libreros-impresores que competían con el poseedor del privilegio o que trabajaban por su cuenta y transcribían las obras después de haber asistido a varias representaciones. Lo cual suponía, o bien una memorización del texto, o bien, como se ve en el caso inglés, la utilización de técnicas estenográficas. Por ello, estos espectadores fijaban por escrito un texto aun antes de que se publicara el manuscrito que el autor había cedido a r librero-editor. Esto es lo que ocurrió con Sganarelle o El cornudo imaginario. Su editor explicaba en un prefacio irónico dirigido a Moliere que después de asistir varias veces a la representación de la comedia, recordaba perfectamente todo el texto; entonces había hecho una copia para un amigo, pero, por desgracia, esa copia, multiplicada misteriosamente, había caído en manos de los libreros-editores. De modo que lo mejor que podía hacer era publicarla... La historia es más o menos ficticia, pero traduce bien una realidad que volvemos a encontrar en Inglaterra, en España y nuevamente en Francia, en pleno siglo XVIII, con Las bodas de Fígaro. Las primeras ediciones de Las bodas de Fígaro fueron publicadas totalmente contra la voluntad de Beaumarchais y tenemos las Memorias de quienes se ocuparon de la operación, dos individuos que, después de haber asistido a muchas representaciones, reconstruyeron el texto de memoria, probablemente con el apoyo de notas, y luego lo hicieron imprimir y circular. Las representaciones que se dieron en provincia o la adaptación inglesa de Las bodas de Fígaro, publicada en 1785, se originaron en esta transcripción hecha de memoria.
Usted cita el caso de Beaumarchais. Como ocurrió en Inglaterra, a partir del siglo XVII con el nombre de Ben 42
Jonson, en Francia el nombre de Beaumarchais se asocia a la lucha por el derecho de autor. En ambos casos, se trata de autores de obras de teatro. BenJonson considera no solamente que debe sacar provecho de la venta de sus obras a las compañías que las representan, sino que además debe conservar y retener para sí la propiedad de los manuscritos y poder así negociar él mismo la venta de los derechos a imprimir sus escritos con los libreros-editores. Por lo demás, Ben Jonson es el primer dramaturgo que publica en vida, en 1616, una recopilación de sus obras de teatro en un gran infolio con el título de "works", "obras", tomado de los clásicos. Aquí vemos un gesto muy decidido de la afirmación del autor. Probablemente los autores de teatro estaban amenazados por una desposesión más radical aún que los demás autores cuando sus obras llegaban a imprimirse. Tal vez, además, habituados como estaban a recibir un porcentaje del precio de las entradas, disponían de una especie de modelo para definir la idea de los derechos de autor proporcionales a las ventas de los libros.
Quien dice Beaumarchais, dice Sociedad de los autores. El derecho de autor contemporáneo, ¿es sólo el resultado de las luchas de los autores organizados en grupos de presión y en coaliciones? No. Durante mucho tiempo, el modelo del mecenazgo o el patrocinio continuó imponiéndose con fuerza. La garantía de la existencia material del autor dependía fundamentalmente de la obtención de gratificaciones, de protecciones que les concedían, en primer lugar, el soberano, pero también los ministros, los grandes, los aristócratas. Tampoco hay que subestimar la reticencia a identificar las composiciones literarias con mercancías. Estos dos elementos hicieron que los autores no se lanzaran a una lucha extremadamente vehemente contra los libreros-editores que les compraban sus manuscritos una vez y con ello adquirían el derecho para siempre. Cuando observamos, en documentos bastante raros, 43
los contratos de los siglos XVI y XVII acordados entre autores y libreros, las sumas mencionadas nos parecen insignificantes. En cambio, en tales contratos siempre se prevé que el autor recibirá ejemplares de su libro una vez publicado, algunos suntuosamente encuadernados, que podrá obsequiar a sus protectores, ya establecidos o que habrá de procurarse. Durante mucho tiempo, la República de las Letras, esa comunidad en la cual los autores se asocian, intercambian y se comunican correspondencia, manuscritos e informaciones, no estuvo habituada a la idea de obtener una remuneración directa a cambio de la escritura. Las cosas cambian en el siglo XVIII, pero este cambio no procede necesariamente de la iniciativa de los autores. Quienes inventan el concepto del autor-propietario son los libreros-editores, para defender sus privilegios, tanto en el sistema corporativo inglés como en el sistema estatal francés. El librero-editor tiene un interés en ello: si el autor se hace propietario, el librero, al recibir la cesión del manuscrito, también lo es a su tiempo. Este es el sinuoso camino que siguió el invento del derecho de autor. Diderot lo había comprendido, puesto que en su Carta en favor de los libreroseditores de París, en lugar de presentarse, lo que era habitual en él, como heraldo de las libertades y como hombre hostil tanto a los monopolios como a los privilegios, aparece como defensor de los privilegios de los libreros. Diderot había comprendido que podía inscribir en esta estrategia de defensa de los libreros -que sin embargo no se portaban nada bien con él- la afirmación abiertamente reinvindicada de la propiedad del autor sobre su obra. Utiliza así la argumentación de los libreros-editores como fundamento mismo de la reivindicación del autor-propietario. De modo que los autores intervienen en una segunda fila, más tardíamente.
y no sólo haciendo referencia a Beaumarchais: el autor de teatro no es el único modelo. Hay otra figura emblemática que es Rousseau.
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Rousseau y no Voltaire. Voltaire rechaza la dependencia del vínculo de clientela, en relación con patrones privados, particulares, aristocráticos, pero no la rechaza en absoluto en nombre de la defensa del derecho de autor; asume ese rechazo, por un lado, apoyándose en la seguridad que le proporciona su propia fortuna y, por otro, diciendo que en el caso de aquellos que no son ricos y no quieren sufrir la humillación de las dependencias particulares, el sistema de mecenazgo del Estado, tal como lo instituyó Luis XIV, continúa siendo un recurso legítimo. Con los autores como Rousseau aparece otra voluntad, la de tratar de vivir de la propia pluma. Jean-Jacques vende así varias veces Julia o La nueva Eloísa, una vez con el pretexto de que se trata de una adaptación para la censura francesa; otra vez, porque le ha agregado el prefacio... Esta es la única manera que tienen los autores de hacer un poco más rentable la escritura. Además, puesto que tanto en Inglaterra, desde 1709, como en Francia, a partir de 1777, los autores -y no solamente los libreros- pueden solicitar privilegios, vemos que muchos autores tratan de convertirse en sus propios editores.
En la abundancia de iniciativas, ¿cómo interviene a su vez el Estado a fin de regular el derecho de autor? En 1709, la monarquía inglesa quiere terminar con el sistema corporativo que aseguraba la perpetuidad de la propiedad sobre los títulos que habían hecho registrar los libreros y los impresores de la corporación. Procura pues limitar la duración del copyright. En Francia, el Estado va a intervenir de manera importante sobre todo mediante las discusiones de las asambleas revolucionarias y lo hará con la doble intención de proteger al autor y de proteger al público. Proteger al autor supone reconocer su derecho: se impone la idea de identificar las composiciones literarias con un trabajo; la retribución de ese trabajo es por consiguiente legítima, está justificada. Pero, por otra parte, esto debe hacerse de modo que no perjudique al público. 45
Podría decirse que la legislación surgida de las asambleas revolucionarias, sometida a esta doble exigencia, definió el derecho moderno, aun cuando durante los siglos XIX y XX, los dispositivos se fueron haciendo progresivamente más complejos, más numerosos y más precisos. Se trata de un derecho que, por un lado, reconocía la propiedad literaria, pero que, al mismo tiempo, la limitaba en cuanto a su duración: una vez que esta expiraba, la obra se hacía "pública". Cuando se dice que una obra ha caído en el dominio público, significa que cualquiera está autorizado a publicarla, mientras que anteriormente el autor mismo o sus herederos continuaban siendo los propietarios exclusivos. Esta concepción de un dominio público, de un bien que llega a ser común después de haber sido individual es heredera directa de la reflexión revolucionaria; es una concepción que tiene sus raíces en los debates del siglo XVIII y se opone a todas las reivindicaciones, cualesquiera fueran las formas que hubiesen adoptado, que pretendían obtener la propiedad de las obras a perpetuidad sin posibilidad de que tal derecho prescribiera.
que se ejerza no sólo sobre un objeto en el cual se encuentra el texto, sino sobre ese texto mismo, definido de manera abstracta por la unidad y la identidad de los sentimientos que en él se expresan, del estilo que le es propio, de la singularidad que traduce y transmite. Se abre así un camino para aclarar la situación contemporánea. En efecto, ¿qué implica la revolución del texto electrónico, sino un pa- so suplementario en este proceso de desmaterialización, de descorporización de la obra, que se hace muy difícil de estabilizar? Todos los procesos modernos sobre la propiedad literaria, en particular los que tienen que ver con la noción de imitación, de plagio, de copia, están ya vinculados con esta doble cuestión: la de los criterios que caracterizan la obra, independientemente de sus diferentes materializaciones, y la de su identidad específica. La distinción entre la obra y el conjunto de las materialidades, las formas a través de las cuales se la transmite, para ser leída o escuchada, señala el lugar mismo de una cuestión a la vez jurídica y estética que es menester profundizar.
Y ahora, dos siglos después, ¿cómo preservar los principios del derecho de autor en el gran desbarajuste electrónico, cuando la obra adopta una multitud de formas, cada vez más difíciles de manejar?
Cuando los multimedia permiten desplegar, como en una vitrina, productos que pueden ser libros, CD-Rom, filmes u otros productos derivados, la reflexión del siglo XVIII continúa siendo interesante, pero es insuficiente.
El recuerdo de otro debate antiguo puede tener cierto interés en este sentido. Esta vez no se refería a los derechos del público o a los del autor, sino al objeto en el cual estaba inscripta la obra. En la práctica de la comunidad de los libreros e impresores de Londres, se consideraba que lo que era el objeto mismo de la propiedad, del copyright, era el manuscrito de la obra que el librero había depositado y hecho registrar. Ese manuscrito debía ser transformado en un libro impreso, pero continuaba siendo el fundamento, el garante y el objeto mismo al cual se aplicaba el concepto del right in copy, es decir, del derecho sobre el ejemplar, del derecho sobre el objeto. En el curso del siglo XVlIl, se realiza un intenso trabajo con el fin de desmaterializar esta propiedad, de hacer
Aún es interesante. Si uno nombra La Cartuja de Parma, evoca un texto, de manera por completo independiente de su materialidad, de los libros o los filmes en los que la obra se haya diseminada, dispersada, difundida; de modo que el juicio estético supone que uno construya una categoría de obra que sea trascendente respecto de todas las formas particulares que esa obra pueda adoptar. Del mismo modo, las categorías jurídicas contribuyen a cumplir ese trabajo de desmaterialización, pues se aplican a una realidad construida, abstracta, a una obra que existe como entidad ideal. Vemos pues que el derecho, como la estética, obran mediante un movimiento semejante que conduce a la producción de una entidad que tiene rasgos específicos, que no son los de las formas materiales en los que el texto cobra cuerpo.
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Pero, todo lector que aborda una obra, la recibe en un momento, en una circunstancia, una forma específica y, aun cuando no sea consciente de ello, lo que proyecta afectiva o intelectualmente en ella está vinculado con ese objeto y con esa circunstancia. Se advierte pues que, por un lado, existe un proceso de desmaterialización que crea una categoría abstracta cuyo valor y validez son trascendentes y que, por el otro, el lector tiene múltiples experiencias que están directamente asociadas a su situación y al objeto en el cual lee el texto. Aquí está la clave fundamental para comprender, tanto en el siglo XVI como en el siglo xx, la cultura escrita. Ahora bien, si pensamos en el mundo contemporáneo de los multimedia, en el paso de una misma obra del libro al CDRom, del CD-Rom al filme, podemos ilustrar de manera particularmente aguda esta tensión. Las categorías del derecho, aplicadas a estos objetos, son categorías que reducen y hasta anulan las diferencias. Hoy, en los contratos de autor, hay cláusulas que prevén las diferentes mutaciones posibles del texto, que primero se transformará en libro, pero que luego puede ser adaptado al cine, a la televisión, a un CD-Rom, a un texto electrónico, etc. La tarea consiste en elaborar nociones o conceptos capaces de abarcar todas estas formas a fin de unificarlas y al mismo tiempo desmaterializarlas. Por otra parte, para el autor y a fortiori para el lector, las propiedades específicas, los dispositivos materiales, técnicos o culturales que gobiernan la producción de un libro o su recepción, de un CD-Rom, de un filme, continúan siendo diferentes, porque corresponden a modos de percepción, de hábitos culturales, de técnicas de conocimiento diferentes. La obra nunca es la misma cuando está inscripta en formas distintas. Cada vez, tiene una significación diferente.
Sí, pero el autor continúa aplicando las reglas de construcción del libro, tal como las heredó. Tal vez los autores de la era de los multimedia, un poco a la manera del autor de teatro, ya no se rijan por la tiranía de las formas del objeto-libro tradicional y lo hagan, en el 48
proceso mismo de la creación, dejándose llevar por la pluralidad de las formas de presentación del texto que permite el texto electrónico. Ya podemos ver obras escritas que, desde el momento mismo de su producción, han sido concebidas en relación con lo que pueden llegar a ser en su adaptación cinematográfica o televisiva. Del mismo modo podemos imaginar, en el caso de textos más áridos o más austeros, que se los produzca inmediatamente como multimedia. Recordemos la conciencia que tenían ciertos autores antiguos de la forma del libro, de la tipografía, de la disposición del texto. Entre los siglos XVI y XVIII, Y hasta en el siglo XIX, había autores más sensibles, más abiertos que otros, a esta "conciencia tipográfica": los que juegan con las formas, los que quieren controlar la publicación impresa, los que quieren subvertirla o revolucionarla. No todos los autores dejaban librada al taller la responsabilidad de la forma. Por analogía, la "conciencia multimedia" contemporánea podría emparentarse con esta conciencia tipográfica demasiado olvidada. También podría pensarse que, progresivamente, ha de modificarse la concepción del texto que habrá de incorporar, desde el momento del proceso de creación, los rasgos de los usos e interpretaciones que permitirán sus diferentes formas.
¿ Quiere usted decir que el flujo va a modificar la provisión? Sí, es muy posible que esto ocurra. Por el momento, razonamos como si existiera una provisión de textos o imágenes distribuidos por diversos flujos. Creo que hay que desarrollar una reflexión inversa, considerando el efecto de las formas sobre lo que ellas transmiten, sin dejar de tener en cuenta la diversidad de las significaciones que tiene un "mismo" texto cuando cambian sus modalidades de difusión. Probablemente en el siglo xxr o en el siglo xxn se puedan clasificar los autores en función de su mayor o menor agudeza y agilidad para percibir y aprovechar las nuevas posibilidades que ofrecen las técnicas multimedia.
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EL LECTOR
entre restricciones y libertad La lectura siempre es apropiación, invención, producción de significaciones. Según la bella imagen de Michel de Certeau, el lector es un cazador furtivo que recorre las tierras de otro. Apropiado por la lectura, el texto no tiene exactamente -o en absoluto- el sentido que le atribuyen su autor, su editor o sus comentaristas. Toda historia de la lectura plantea, en su principio, esta libertad del lector que desplaza y subvierte lo que el libro intenta imponerle. Pero esta libertad lectora nunca es absoluta. Está sujeta a restricciones que proceden de las capacidades, de las convenciones y de los hábitos que caracterizan, en sus diferencias, las prácticas de lectura. Según los tiempos y los lugares, según los objetos leídos y las razones de la lectura, los gestos cambian. Se inventan nuevas actitudes y otras desaparecen. Del rollo antiguo al codex medieval, del libro impreso al texto electrónico, diversas rupturas mayores marcan hitos en la larga historia de las maneras de leer. Modifican la relación entre el cuerpo y el libro, los posibles usos de lo escrito y las categorías intelectuales que aseguran su comprensión.
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Usted que escribió los prefacios y comentó los grandes libros de Norbert Elias, especialista de la civilización de las costumbres y de los buenos modales a la hora de sentarse a la mesa, ¿ no cree que falta hacer y hacer descubrir una historia de las maneras de leer? Elias mostró que el umbral de pudor y las normas de las conductas habían estado sometidas a exigencias que se reforzaron entre los siglos XVI y XIX. La instauración obligada del silencio en las bibliotecas universitarias de la Edad Media central va en el mismo sentido. Allí, en las bibliotecas, se encuentra esta misma idea de una conducta que debe estar reglamenta y controlada. Luego, también está presente en las sociedades de lectura del siglo XVIII que tuvieron gran importancia en la Alemania de la Ilustración. Esas sociedades están menos desarrolladas en Francia, pero son más numerosas en Inglaterra donde adquieren la forma de los book clubs. En sus reglamentos, se prevé que el lugar de la lectura debe estar separado de los sitios donde se desarrolla una distracción más mundana, es decir donde se puede beber, conversar y jugar. Los reglamentos de estas sociedades de lectura de Alemania constituyen uno de los soportes de lo que Elias denominó el proceso de civilización que obliga a los individuos a controlar sus conductas, a censurar sus gestos espontáneos y a refrenar sus afectos. Sin embargo, es necesario advertir los matices. La historia de las prácticas de lectura, a partir del siglo XVIII, es también una historia de libertad en la lectura. En este siglo las imágenes comienzan a mostrar al lector en medio de la naturaleza, el lector que lee mientras pasea, que lee en la cama, en tanto que, al menos en la iconografía que ha llegado hasta nosotros, los lectores anteriores al siglo XVIII leían en el interior de una sala de estudio, de un espacio privado retirado, sentados e inmóviles. El lector -y la lectora- del siglo XVIII se permite conductas más variadas y más libres, por lo menos cuando se los retrata en cuadros o grabados.
No obstante, esto ocurre rara vez. Sobre todo vemos cómo se manifiesta y desarrolla esta libertad a partir del momento 53
en que la lectura aparece representada por la fotografía y por el cine. En la mayor parte de las representaciones pictóricas, durante mucho tiempo el lector permaneció sentado. Con la aparición de la fotografía y del cine, en cambio, el objetivo sorprende a los lectores, lo cual permite mostrar prácticas de lectura más desordenadas, menos controladas. La pintura o el grabado petrifican a los lectores en una actitud que remite a los códigos y a las convenciones que se le asignaba a la lectura legítima. Pero uno no puede inferir de ello que todos los lectores leían necesariamente sentados en el interior de un estudio o de un salón. Podían tener prácticas de lectura más libres que no se consideraran legítimamente representables. Los lectores de libros pornográficos o eróticos leían a veces con una sola mano, según la expresión de Rousseau. Un aspecto importante para el trabajo histórico es medir la posible diferencia entre, por un lado, lo que es lícito representar y, por el otro, los gestos efectivos, las prácticas reales. A menudo, los historiadores deben contentarse con registrar los desplazamientos operados en los sistemas de representación. Sería temerario sacar conclusiones demasiado apresuradas de la realidad de las conductas partiendo de representaciones codificadas que dependen, tanto de las convenciones o los intereses que rigen el acto de mostrar -mediante la pintura, mediante el grabado- como de la exis-tencia o de la ausencia de los gestos que se muestran.
Así, un pintor vacilará mucho menos al representar un periódico que un libro. En el libro hay un secreto comparable al del retrato. Agregar un libro a un retrato es sumar un secreto a otro e imponerse una tarea muy difícil. En los siglos XVII y XVIII, un periódico no tiene una estructura diferente de la del libro. Lo que usted menciona se manifiesta cuando el periódico adquiere un formato grande y una amplia difusión, cuando comienza a vendérselo en las calles en ejemplares sueltos. Es decir, se advierte una actitud
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más libre: la gente lleva el periódico consigo, lo arruga, lo desgarra, se lo da a leer a varios. Esto no dista mucho de las nuevas técnicas de representación como la fotografía o el cinematógrafo. Si recordamos el artículo clásico de Walter Benjamin sobre la fotografía y el cine, vemos que tanto la fotografía como el cine se acercan al hombre común y permiten una mayor apertura al mundo social. Así es como aparecen representadas prácticas no legítimas o más espontáneas, mientras que en el pasado esas prácticas no se ajustaban ni a los códigos ni a los temas de representación. Benjamin señala incluso que, con el cine y el periódico, puede surgir una confusión de los roles entre productor y consumidor. En los periódicos, la diferencia entre el redactor y el lector se borra a medida que el lector se hace también autor, gracias al correo de lectores. Lo mismo ocurre en el caso del cine, cuando este se dedica a filmar a sus propios espectadores como actores presentes en la imagen, por ejemplo los obreros captados en el momento de salir de la fábrica Lumiere o las multitudes revolucionarias. La mayor libertad de los gestos se vincula con la democratización del acceso a la representación y con cierto desdibujamiento de los roles que antes estaban estrictamente separados.
El libro continúa a veces siendo un objeto de distinción en ciertas fotografías oficiales -la de Francoie Mitterrand, tomada por Gisele Freund en 1981, por ejemplo- que perpetúa la tradición del retrato a la antigua de las personas de alcurnia. El libro era señal de autoridad, de una autoridad que procedía, hasta en la esfera política, del saber que transmitía. La fotografía, aunque por otros medios, parecería retomar el conjunto de los códigos que gobiernan el retrato del Antiguo Régimen. Esto puede apreciarse en un estudio en serie y sistemático de las fotografías oficiales de los presidentes de la República, inscriptas seguramente en la continuidad de los retratos oficiales pintados. Gracias a la representación del
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libro, el poder se legitima por la referencia al saber. Se manifiesta así como "ilustrado".
Si exceptuamos obras tales como las de Baselitz o de Barcelo, ¿por qué en la pintura actual el libro está tan poco presente? La pintura se aleja del libro ya en el siglo XIX, salvo excepciones tales como la de Fantin-Latour y Renoir. Pero los grandes pintores innovadores no lo toman como objeto privilegiado, quizá porque el libro pertenece al mundo de las normas. Sólo aparece en los retratos de la burguesía y no en las pinturas que revolucionan los códigos estéticos. La pintura histórica del siglo XIX, la pintura de batalla, por su parte, despliega temas que excluyen la presencia del libro, demasiado asociada a la intimidad y a lo privado. Los pintores que reintroducen la materia impresa son los cubistas. En Braque se observa gran profusión de material escrito e impreso, pero puesto al servicio de una significación diferente, en absoluto vinculada con la idea del libro como revelador social, sino con un juego de formas y con las relaciones entre las palabras y el mundo. Allí encontramos representada una "reflexión" visual sobre las relaciones entre lo escrito y la imagen y sobre los vínculos entre el espectáculo y la mirada.
¿Puede representarse la lectura como contemplación, reflexión, meditación? No siempre ocurrió esto. En la pintura antigua, entre fines de la Edad Media y el siglo XIX, el libro, omnipresente, estuvo vinculado con la fuerza del mensaje sagrado. Piénsese en las imágenes de la Virgen, en los cuadros que representan a Santa Ana enseñando a leer a la Virgen o en la obra de Rembrandt. En este último la Biblia aparece como algo inmenso, sin relación con un objeto tipográfico posible o real.
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Para retomar la cuestión que está presente en toda esta entrevista, es decir, la transformación de la lectura en relación con el soporte que la materializa, convendrá usted en que la lectio divina, tal como la practican las ancianas de Rembrandt sentadas con sus lentes ante su infolio, parece un poco amenazada. Desde la época de Rembrandt, se planteaba la cuestión de saber si la Biblia podía publicarse en un formato pequeño. La sacralización del texto, se decía, no podía resistir la indignidad del formato pequeño. Pero lo cierto es que resistió el paso del rollo al codex, resistió al abandono del infolio y, sin duda, resistirá al paso al texto electrónico.
La Biblia en CD·Rom que ya comienza a comercializarse en Francia, ¿ no es acaso una especie de historia santa lúdica, impropia de toda postura meditativa? El nuevo soporte del texto permite usos, manejos e intervenciones del lector infinitamente más numerosos y más libres que cualquiera de las formas antiguas del libro. Evidentemente, el lector puede intervenir tanto en el rollo como en el codex. Siempre puede introducir su escritura en los espacios vírgenes, pero aun así queda una clara división que se marca tanto en el rollo antiguo como en el codex medieval y moderno, entre la autoridad del texto, ofrecido a través de la copia manuscrita o a través de la composición tipográfica, y las intervenciones del lector, necesariamente confinadas a los márgenes, como en un lugar periférico en relación con la autoridad. Sabemos muy bien -y usted señala los usos lúdicos del texto electrónico- que esto ya no es así. El lector ya no está limitado a intervenir en el margen, ni en el sentido literal, ni en el sentido figurado. Puede intervenir en el corazón mismo de la obra, en el centro. ¿Qué queda pues de la definición de lo sagrado que suponía la existencia de una autoridad que imponía una actitud de reverencia, de obediencia o de meditación, cuando el soporte material borra la distinción entre el autor y el lector, entre la autoridad y la apropiación? No sé si
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se ha desarrollado una reflexión teológica sobre el mundo del texto electrónico, pero sería absolutamente apasionante que se presentara junto a una reflexión filosófica o una reflexión jurídica.
Sin duda tal reflexión mostraría que es posible distinguir entre un enfoque católico o luterano y un enfoque calvinista. Ciertamente, según las tradiciones religiosas, pero también según las tradiciones intelectuales o las pertenencias sociales, se despliega una multiplicidad de enfoques de la lectura. ¿Esta multiplicidad es infinita? Infinita, no. Leer, lectura, estas palabras son engañosas. ¿Hay algo más universal? Hay lectores en Roma, en la Mesopotamia, en el siglo xx. Eso parece invariable; siempre se leyó o no siempre se leyó lo suficiente, depende del punto de vista. Por lo demás, como usted lo menciona oportunamente, existe esta multiplicidad ele modelos, de prácticas, de competencias, de modo que hay una tensión. Pero esa tensión no crea una dispersión infinita en la medida en que las experiencias individuales siempre se inscriben en el, interior de modelos y de normas compartidas. Cada lector, en cada una de sus lecturas, en cada circunstancia, es singular. Pero esta singularidad está atravesada por el hecho de que ese lector se asemeja a todos aquellos que pertenecen a una misma comunidad cultural. Lo que cambia es que la definición de esas comunidades, según los diferentes períodos, no se rige por los mismos principios. En la época de las reformas religiosas, la diversidad de las comunidades de lectores está organizada en gran medida a partir de la pertenencia confesional. En el mundo de los siglos XIX y xx, la fragmentación resulta de las divisiones entre las clases, los procesos de aprendizaje diferentes, los estudios más o menos prolongados o el dominio más o menos seguro de la cultura escrita. También podríamos evocar el contraste que, en el siglo XVIII, se marcaba entre los lectores de un estilo antiguo que, más que leer, releían, y los lectores modernos que se apoderan con avidez de las novedades, de los nuevos géneros, de los nuevos
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objetos impresos, el periódico, el libelo, el panfleto. Aquí la división en estratos remite a una oposición entre ciudad y campo o entre generaciones. Lo que hay que identificar, tarea difícil para los historiadores o para los sociólogos, es el principio de organización de la diferenciación. N o existe una invariabilidad o estabilidad de tal principio. Lo que permite pensar en un proyecto de historia de la lectura o de las lecturas que no termine siendo una especie de colección indefinida de singularidades irreductibles es la existencia de técnicas o de modelos de lectura que organizan las prácticas de ciertas comunidades: la de los místicos, la de los maestros de la escolástica de la Edad Media, la de talo cual clase social del siglo XIX, etcétera.
Los miembros de esas comunidades, suponiendo que pudiéramos identificarlos, imitan, porque se han beneficiado con un aprendizaje, la conducta de la generación precedente, de sus padres o de sus padres por elección. Con la revolución electrónica que vivimos hoy, lo radicalmente nuevo es que no hay un proceso de aprendizaje transmisible de nuestra generación a la generación de los nuevos lectores. Es por ello que esta revolución basada en una ruptura de la continuidad y en la necesidad de aprendizajes radicalmente nuevos, y por lo tanto la necesidad de tomar cierta distancia con hábitos ya adquiridos, registra pocos precedentes tan violentos en la larga historia de la cultura escrita. De todos modos tiene sentido compararla con dos rupturas menos brutales. A comienzos de la era cristiana, los lectores de los codex tuvieron que desprenderse de la tradición del rollo. Seguramente, aquello no resultó fácil. La transición fue igualmente difícil en toda una parte de la Europa del siglo XVIII cuando se hizo necesario adaptarse a una circulación mucho más efervescente y efímera de los textos impresos. Estos lectores se encontraban ante un objeto nuevo que les permitía nuevos pensamientos, pero que, al mismo tiempo, suponía el dominio de una forma inesperada que implicaba técnicas de escritura o de lectura inéditas.
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¿Se ha hecho ya algún estudio sobre las nuevas conductas inducidas en la generación que fue criada directamente ante la pantalla? Es difícil reunir una bibliografía en este sentido porque se trata de textos o bien dominados por los discursos técnicos o bien, por la discusión de las cuestiones políticas que plantean estas técnicas. La descripción etnológica o sociológica de las prácticas continúa siendo marginal. En una obra colectiva, dirigida por Daniel Fabre, Ecritures ordinaires, hallamos un análisis de los conflictos que nacieron en un laboratorio de investigación acerca de la utilización del correo electrónico. Por un lado, están los investigadores norteamericanos, habituados a recibir una información considerable y a no respetar en sus comunicaciones ninguna de las convenciones que reglamentan normalmente el intercambio epistolar. Por el otro, están los investigadores franceses que consideran que los primeros ocupan la memoria como uno ocupa un territorio, de manera ilegítima y que, en las comunicaciones epistolares de la pantalla, es necesario preservar las fórmulas de cortesía y de los modos antiguos de dirigirse a los destinatarios. Aquí tenemos pues un conflicto de urbanidad y un conflicto de territorio que, en realidad, traduce tensiones profesionales que revelan una posición desigual de unos y otros en ese laboratorio. Este tipo de estudio ofrece una especie de etnología de las prácticas y permite ver cómo, en la escala de las comunidades específicas, surgen los conflictos alrededor de la definición de códigos y de usos que, por ello, revelan tensiones ocultas. También sabemos que los primeros verdaderos lectores electrónicos ya no dependen del papel. En las experiencias realizadas en la Biblioteca Nacional de Francia, referentes a una población de lectores profesionales intensivos o de eruditos, se pudo observar que algunos de ellos leían directamente en la pantalla los textos guardados en la memoria de sus ordenadores. En los Estados Unidos, hasta se advierte la práctica de la lectura de conferencias en la pantalla del ordenador portátil, que el conferenciante abre como antes abría su cuaderno de apuntes o su carpeta. ¿Define esta práctica la futura figura del lector? Tal vez. 60
LA LECTURA entre la escasez y el exceso Persistentemente, tres inquietudes caracterizaron la relación con la cultura escrita. La primera de ellas es el temor de la pérdida. Esta preocupación determinó la busca de textos amenazados, la copia de los libros más preciados, la impresión de los manuscritos, la edificación de las grandes bibliotecas. Contra las desapariciones siempre posibles, se intenta reunir, fijar y preservar. La tarea, nunca completada, está amenazada por otro peligro: la corrupción de los textos. En las épocas de la copia manuscrita, la mano del escriba podía equivocarse y acumular errores. En la era de la imprenta, tanto la ignorancia de los cajistas o de los correctores como las malas costumbres de los editores les hacen correr riesgos aun mayores. De ahí, los esfuerzos de los autores por sustraerse a las leyes de hierro de la librería y de la reproducción mecánica. Preservar el patrimonio escrito de la pérdida o de la corrupción suscita además otra inquietud: la del exceso. La proliferación textual puede llegar a ser un obstáculo para el conocimiento. Para dominarla, son necesarios instrumentos capaces de escoger, clasificar y jerarquizar. Pero, irónica paradoja, esos instrumentos son a su vez nuevos libros que se agregan a los demás.
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La proporción de lectores en relación con la población global de los países industrializados, ¿está reduciéndose como piel de zapa? ¿En qué estado se encuentran los debates sobre el aumento de la condición de iletrados en los países ricos? El debate que se ha desarrollado en Francia y que seguramente tienen sus equivalentes en los Estados Unidos y en otras sociedades europeas occidentales, se inició hace unos diez años a causa de la condición de "iletrados" de los jóvenes, medida en el momento en que se tomaban las pruebas de admisión en el ejército. El 12,5% de los jóvenes fueron considerados iletrados. Al observar más atentamente la composición de ese 12,5% se advertía que menos del 1% eran personas completamente ajenas a la cultura escrita, es decir, que no sabían ni leer y ni escribir. Pero a los demás, o sea, el 11,5%, se los consideraba iletrados porque, para leer, tenían que oralizar y porque sólo podían escribir fonéticamente. En cuanto al primer criterio -la lectura en voz alta como condición de inteligibilidad del texto-, se puede pensar que, durante largos períodos, esta necesidad no correspondía únicamente a los iletrados; también era común a una gran cantidad de personas que pertenecían en mayor o menor medida al mundo de la cultura letrada. Lo mismo que la lectura silenciosa, realizada sólo a través de los ojos, la segunda norma, la que separa la escritura de la oralidad y establece el respeto de reglas gramaticales y ortográficas, se impuso tardíamente. Desde el punto de vista histórico, es interesante ver cómo, al aumentar las exigencias que definen la alfabetización, se transforma el valor, ya sea negativo, ya sea positivo, de ciertas conductas y ciertas prácticas.
¿De modo que no es tanto que avance de la cantidad de iletrados como que la lectura y la escritura se hacen más complejas? Ciertamente. El Estado tiene otras exigencias; del mismo modo que las empresas, las administraciones exigen cada vez 63
más. La prueba de ello es el retorno del oficio de escribiente público. No ya el escribiente público que está al servicio de aquel que es completamente iletrado, sino el escribiente público que responde a las demandas de una sociedad burocrática en la que hay que respetar las formas ... y los formularios. Cuando uno debe escribir una carta a una autoridad, cuando debe llenar un formulario, cuando quiere presentarse (enviar el curriculum vitre), el escribiente público llega a ser el mediador obligado entre la competencia, juzgada insuficiente, del que debe escribir y la pericia de quien conoce las normas. Esta es una situación que se advierte claramente en los países de América latina: en Guadalajara, bajo los pórticos de una gran avenida, decenas de escribientes públicos escriben cartas y llenan formularios en máquinas de escribir de la década de 1930. El escribiente público era una figura muy importante en las sociedades del Antiguo Régimen. Luego fue desapareciendo a fines del siglo XIX, a partir del momento en que, dentro de una categoría social-las empleadas domésticas, las costureras, los obreros, los soldados- comenzó a haber siempre (o casi siempre) alguien que, dentro del mismo medio, podía ofrecer el servicio de escribir para los otros. Esto no significa que las sociedades actuales estén necesariamente menos alfabetizadas que las de fines del siglo XIX, sino simplemente que la interiorización de las exigencias del estado burocrático conduce a delegar a un especialista aquello de lo que uno no se siente capaz.
Sin embargo, el discurso que sostiene que las clases más jóvenes se apartan de la lectura se ha verificado. Sí, si implícitamente hay un consenso sobre lo que debe ser la lectura. Aquellos a quienes se designa como no lectores leen, pero leen otras cosas que no son las que el canon escolar define como una lectura legítima. Quizá la solución no esté tanto en considerar como no lecturas esas lecturas libres dedicadas a objetos escritos de poca legitimidad cultural, sino en tratar de apoyarse en esas prácticas incontroladas y
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diseminadas a fin de ayudar, a través de la escuela, pero también seguramente a través de muchas otras vías, a que esos lectores encuentren otras lecturas. Hay que aprovechar lo que la norma escolar excluye como soporte para dar acceso a la lectura en su plenitud, es decir, a la lectura de textos densos y capaces de transformar la visión del mundo, las maneras de sentir y de pensar.
Valuemos a la problemática de Rousseau, quien pensaba que todos los métodos de aprendizaje de lectura eran buenos, tanto los escolares como los extraescolares. La postura autodidacta a la manera de Rousseau supone un mundo familiarizado con el libro y con la cultura escrita. Rousseau recuerda qué importantes eran en el medio ginebrino la frecuentación de los libros alquilados, la educación familiar ... En ese caso, el aprendizaje extraescolar remite a una cultura escrita que ya se domina. Hay otro modelo de formación autodidacta que es el de la conquista de la cultura escrita a partir del analfabetismo y de la condición de iletrado. Es el modelo puesto de manifiesto por Jean Goulemot y Jean Hébrard a partir de las Mémoires de J amerey Duval, un pastor ignorante e iletrado que, progresivamente, conquista la cultura escrita para llegar a ser uno de los personajes eminentes de la República de las Letras de la Ilustración. Jamerey Duval vincula su entrada en el mundo de la escritura con el encuentro, en las bibliotecas de las aldeas, de las fábulas de Esopo ilustradas y los libros de la Biblioteca azul, esas ediciones baratas vendidas por los buhoneros. En este caso no se trata de lecturas ilícitas o reprobadas, pero son lecturas que él llega a conquistar movilizando las imágenes para descifrar el texto. Los libros de la Biblioteca azul, por la estructura repetitiva de su construcción, permitían una entrada más fácil en la esfera de lo escrito, a diferencia de los textos más originales, más singulares. Representan así una apropiación a hurtadillas de la cultura escrita. De modo que, por un lado, están las enseñanzas de la escuela y, por el otro, están todos los aprendizajes que se hacen fuera de la escuela, 65
o bien, a partir de una cultura escrita ya dominada por el grupo social, o bien mediante una conquista individual que siempre se vive como una separación del medio familiar y social y, al mismo tiempo, como una entrada en un mundo diferente.
El discurso se prolonga bastante más allá del Antiguo Régimen. Continúa sosteniéndose cuando comienzan los grandes movimientos de gente de la industrialización. Es un discurso que compara los riesgos que implica para el pueblo la multiplicación de los lectores con los riesgos de la urbanización.
Sólo en la Europa del siglo XIX el Estado pretende imponer a todos un aprendizaje común del que el propio Estado tendría las claves. Pero, sorprendentemente, si observamos con atención el discurso estatal de la época, advertimos que las autoridades de entonces estaban tan asustadas por la posible proliferación de lectores como lo están las autoridades actuales por su supuesta disminución.
En una sociedad en la que ya no existe una jerarquía jurídicamente codificada de los órdenes y de los estados sociales, la apertura democrática hace que todos puedan aspirar a la movilidad social. Pero este ideal democrático, que hace que todo individuo tenga la posibilidad de entrar en la escuela elemental, aparecerá acompañado por una estricta jerarquización de los niveles escolares. Si bien la educación primaria llega a considerarse necesaria, la enseñanza secundaria y a fortiori la universitaria continúan siendo un dominio restringido y abierto solamente a una minoría. Lo cual crea un problema a nuestras sociedades contemporáneas, cuando la enseñanza secundaria y luego la universitaria hacen caer las barreras de ingreso y, por ello, reciben a aquellos que ya no son herederos, para utilizar el término de Bourdieu y de Passeron.
Hay que remontarse aún antes del siglo XIX. Demasiados lectores, demasiada lectura. Estos son dos temas muy importantes en la larga historia de las sociedades de la Edad Moderna, a partir del siglo XVI. Demasiados lectores: la idea traduce el modelo estático establecido de la sociedad del Antiguo Régimen, donde los hijos deben reproducir la condición social de los padres. Ahora bien, la adquisición de la lectura y de la escritura lleva a una población de escolares y luego de graduados de las universidades a abandonar la tierra o el trabajo artesanal y a volcarse a los oficios de la pluma y de la palabra. Todo esto hace que los poderes y los poderosos lo perciban como un gran desorden social que terminaría por agotar al Estado puesto que, alejados de las tareas productivas de la agricultura o de la manufactura y en procura de oficios o de beneficios, los lectores, transformados en estudiantes demasiado numerosos, obligan a importar del extranjero lo que ya no se produce en el país. Y la teoría mercantilista teme más que ninguna otra cosa el agotamiento de la riqueza metálica del reino, dilapidada a causa del pago de las importaciones. Esta es una imagen muy poderosa, enraizada en las concepciones económicas, que sólo concibe el orden social en la reproducción idéntica de las condiciones heredadas.
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Demasiado lectores, se dijo durante mucho tiempo. y durante mucho más tiempo se repitió: ¡demasiadas lectoras! EnLa escuela de las mujeres, Arnolphe le da a leer a Agries las máximas del matrimonio que él ha compuesto: esto supone que tiene una mujer lectora. Pero el personaje se siente amargamente afligido por el hecho de que ella haya aprendido a escribir, lo que le permite a Agues enviar recados a su enamorado. Por mucho tiempo, la lectura de las mujeres permanece sometida a un control que justifica la mediación necesaria de un clérigo o una persona instruida, por temor a las interpretaciones libres, sin garantía de la autoridad. Podríamos comparar esta obsesión con el temor que sentía la Iglesia ante la idea de que todos los cristianos leyeran la 67
Biblia. El propio Lutero, ya en la década de 1520, después de haber puesto la Biblia al alcance de todos al traducirla al alemán, hace un movimiento de retroceso cuando se da cuenta de que esa libertad suscita interpretaciones -las de los anabaptistas, por ejemplo- política y socialmente peligrosas. De ahí, el retorno al catecismo y a la enseñanza del pastor.
¿Hasta cuándo se prolonga ese discurso defensivo que juzga más peligrosos los riesgos de la lectura que ventajosas sus aperturas? Las extrañas reacciones provocadas por la aparición del libro de bolsillo inmediatamente antes y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, ¿no podrían considerarse semejantes a la censura y a la supervisión de la Biblioteca azul y de los libros de venta ambulante? En efecto, el temor de un exceso de libros es muy antiguo. Se encuentra ya en tiempos en los en que, sin embargo, la producción del libro no tiene las dimensiones que habrá de adquirir en el siglo XIX o a comienzos del siglo xx. La multiplicación de libros queda asegurada por primera vez con la invención de Gutenberg; luego, en el siglo XIX, por la industrialización de la actividad impresora y, finalmente, en el siglo xx, por la multiplicación de las tiradas que significa la aparición del libro de bolsillo, Ante esta multiplicación, hay quienes están en condiciones de dominarla porque su cultura y los instrumentos que ha construido esa cultura permiten orientarse racionalmente en ese mundo prolífico y están aquellos otros que, completamente desvalidos ante esta profusión, hacen malas elecciones y se sienten asfixiados o desbordados por la producción escrita. En suma, leen lo que nunca debieron leer. De modo que la idea de la proliferación de las lecturas incontroladas y la idea de la multiplicación de los lectores incontrolables van juntas. El libro de bolsillo dio una nueva forma a esas publicaciones frágiles, poco cuidadas y poco costosas que, desde fines del siglo XVI, estuvieron destinadas a aquellos o aquellas que no podían o no querían entrar en las librerías. El conjunto de esas colecciones, series y bibliotecas se comercializaban a 68
través de la venta ambulante, lo cual no implica que se vendieran sólo en el campo. "Sin méritos", estas obras estaban condenadas al desprecio de las personas letradas y a la destrucción. Lo mismo se ha dicho del libro de bolsillo. Quienes lo despreciaban o le temían expresaban su nostalgia por una forma noble de libro y recelaban la pérdida de su propio control sobre la cultura escrita, apoyado en una serie de dispositivos tales como el comentario y la crítica, que establecían una clasificación entre las diferentes clases de lectores y las diferentes categorías de lecturas. En la perspectiva actual, se observa que el libro de bolsillo, más que acercar a la lectura a aquellos que no estaban familiarizadas con la cultura libresca, multiplicó las lecturas de quienes ya eran lectores. Con la aparición del libro de bolsillo, los títulos pertenecientes al corpus clásico de textos "legítimos" fueron los primeros en mejorar su fortuna. Luego, ese formato constituyó el soporte de otros tipos de literatura, como las novelas policiales, la colección Harlequin, etc. Pero, en su origen, el libro de bolsillo, como la Biblioteca azul, tenía por objeto atraer nuevos lectores, dándoles una nueva forma, más accesible y menos cara, a textos que habían sido publicados ya con otra forma para otros lectores. En realidad, lo mismo que en el caso de la Biblioteca azul, una vez transcurrida la primera época de menosprecio, el libro de bolsillo llegó a ser un objeto de colección. Ya tempranamente, desde el siglo XVIII, aparecen los coleccionistas de la Biblioteca azul. Así podemos encontrar en la Biblioteca Nacional, series de volúmenes de la Biblioteca azul, adornados con magníficas encuadernaciones, que llevan el escudo de armas de un grande. Esa mirada aristocrática puesta sobre un objeto popular es una primera manifestación de toda una actitud que hará apreciar y buscar los objetos despreciados.
Durante mucho tiempo las autoridades se arrogaron el poder de guiar y de seleccionar: la familia, la Iglesia -recordemos el éxito extraordinario del abate Bethleem y de sus Livres 11 lire, livres 11 proscrire-, la escuela y su prolongación, los bibliotecarios públicos que constituyen 69
otro tipo de preceptor. Hoy se produce una ruptura. ¿Por qué, de pronto, ninguna de estas autoridades se apropia ya de la función de seleccionar, de excluir o de desaconsejar ciertas lecturas, como si el temor que provoca la dificultad de la lectura ejerciera su efecto en la misión primaria de todos esos cuerpos constituidos? Cada una de las instituciones mencionadas, la escuela, la Iglesia, la familia y la biblioteca, tiene sus propias razones que explican su incertidumbre. Sería un poco apresurado considerar que es posible inscribirlas en una misma perspectiva. Los tres grandes discursos sobre la lectura del siglo XIX, el de la escuela, el de la Iglesia y el de la biblioteca -que corresponden a tres cuerpos de profesionales, para utilizar las palabras de Max Weber, los maestros, los clérigos y los bibliotecarios- tenían contenidos diferentes (la escuela republicana y la Iglesia romana no tenían la misma concepción sobre lo que era bueno leer), pero es cierto que empleaban los mismos instrumentos para imponer el corpus de obras y de prácticas consideradas legítimas. Los tres discursos de la autoridad se desmoronaron, tal vez porque el mundo social se alejó de las instituciones que los enuncian. Por su complejidad, su carácter imprevisible, las vías a menudo disimuladas que recorren, las prácticas de lectura se emanciparon de las exhortaciones y las normas, del mismo modo en que lo hicieron las prácticas sexuales.
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LA BIBLIOTECA
entre la concentración y la dispersión Desde los tiempos de Alejandría, el sueño de la biblioteca universal atormenta la imaginación occidental. Comparadas con, la ambición de una biblioteca en la que ,qe encontrartan. todos los textos y todos los libros, las colecciones reunidas por los príncipes o los particulares sólo dan una imagen mutilada, decepcionante, del orden del saber. Tal diferencia se vivió como una frustración que llevó a crear f0n.dos inmensos, a despertar pasiones bibliófilas ya transferir en gran escala porciones considerables del patrimonio escnt~ al ritmo de las conquistas y las confiscaciones. El sentimiento de frustración inspiró asimismo la co,,:ptlaclón de esas "bibliotecas sin muros" que son los cat~logos, las rec?pllaciones y las colecciones que intentan mitigar l~ imposibilidad de la universalidad proponiendo al lector truien.iari.cs y antologías. Con el texto electrónico l~ biblioteca .universal se hace concebible (si no ya posible) sin. que esto implique reunir todos los libros en un mismo lugar. La contradicción entre el mundo cerrado de las colecciones y el universo. infinito de lo escrito pierde, por primera vez en la historia de la humanidad, su carácter ineluctable.
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Ahora debemos preguntarnos cómo hace el lector su provisión de textos. Cuando sueña con una biblioteca ideal, quisiera ver reunido en ella, dentro de un espacio concentrado, el máximo de los conocimientos. Así nació el mito de Alejandría. En Alejandría, el texto se presentaba todavía bajo la forma de rollos. Con más de quinientos mil rollos, la biblioteca de Alejandría disponía, en realidad, de una cantidad de obras mucho menor, puesto que una sola obra podía ocupar diez, veinte y hasta treinta rollos. Sólo el catálogo de la biblioteca estaba formado por ciento veinte rollos. Imaginemos las manipulaciones manuales que exigía entonces la pretensión de lo universal.
En sus comienzos, a los cuales usted estuvo estrechamente ligado, la Biblioteca de Francia, antes de transformarse en Biblioteca Nacional de Francia, pretendía nada menos que retomar el gran proyecto de Alejandría. El proyecto estaba sustentado en una visión del mundo, una idea del progreso que apuntaba a ofrecer a cada lector aquello que pudiera fortalecer la mirada que fija sobre sí mismo y sobre el mundo. En el corazón del proyecto inicial estaba la comunicación a distancia de textos transformados, numerizados y convertidos en textos electrónicos. Puesto que la biblioteca se identificaba con una red que permitiera la comunicación de los textos electrónicos que proponía, la cuestión de su edificio no tenía más que una importancia simbólica.
De todos modos fue importante fijarle una implantación puesto que una gran biblioteca del futuro no podía promover solamente el modo de lectura que supuestamente sería el del mañana, sino que debía satisfacer asimismo las demás demandas de lectura.
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En efecto, era menester preparar la biblioteca inmaterial y, al mismo tiempo, reunir las lecturas estudiosas de la Biblioteca Nacional y la lectura pública al estilo anglosajón. Un lector profesional puede sentir gran placer deambulando en una biblioteca pública, ampliamente abierta, con libre acceso a las diferentes secciones y vagar asi por el interior de lo que se ofrece. En las bibliotecas tradicionales tales como . ' existen hoy en Francia, uno sólo encuentra el libro que busca. En la biblioteca pública uno debe poder encontrar libros que no busca, como si fueran los libros quienes lo buscan a uno. La biblioteca electrónica permite compartir lo que hasta ahora simplemente se ofrece en un espacio en el que el lector y el libro deben estar necesariamente juntos. El lugar del texto y el lugar del lector pueden de ahora en adelante estar separados.
En el fondo, esta disyunción entre el texto y el lector se puede concebir más fácilmente que la reunión o simplemente la aproximación en un mismo lugar de diferentes categorías de lectores: investigadores y curiosos, silenciosos y charlatanes. La coexistencia puede organizarse mediante la disposición arquitectónica que debe ofrecer la posibilidad de que convivan en armonía varios tipos diferentes de lectura. Los primeros textos que imponen el silencio en las bibliotecas datan sólo de los siglos XIII y XIV. Sólo en ese momento comie.nza a multiplicarse el número de lectores que pueden leer SIn murmurar, sin "rumiar", sin leer en voz alta para sí a fin de comprender el texto. Los reglamentos reconocen esta nueva norma y se la imponen a aquellos que todavía no habían internalizado la práctica silenciosa de la lectura. Podemos pues suponer que antes, en los scriptoria monásticos o en las bibliotecas de las primeras universidades se oía un murmullo, producido por esas lecturas masculladas que los latinos llamaban ruminatio. El silencio es una conquista que ahora vuelve a ponerse en tela de juicio. Este problema se plantea cada vez que una práctica cultural se impone y provoca la reacción de aquellos que, por tradición familiar o 74
social, no están formados para recibirla en las condiciones que esa práctica exige. En este sentido el cine es un caso por completo sintomático. Actualmente, en las salas de cine hay muchos espectadores que reaccionan como si estuvieran ante el televisor de su casa. Hablan, se comunican, comentan, como si la sala fuera un lugar en que no se impusiera el silencio. En tanto que, para otros espectadores, habituados a otra manera de ser, el silencio es una condición necesaria del placer cinematográfico.
Lo que a usted le interesa es que la tradición de la lectura estudiosa y la de la lectura pública se abran recíprocamente una a la otra. Si. Pero en Francia la dificultad estriba en la fragilidad de la lectura pública. Quizás en nuestro pais haya habido una edad de oro del catolicismo, después de la revolución, o una edad de oro de la escuela republicana, entre 1870 y 1914. En cambio, nunca hubo una edad de oro de las bibliotecas públicas, a diferencia de lo que se dio en la Inglaterra victoriana o, más tarde, en el mundo anglosajón, ampliado hasta los Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia.
¿A qué se debe esta excepción francesa? La public library de los Estados Unidos, con sus raíces inglesas del siglo XVIII, era en el siglo XIX una institución central urbana de la comunidad y vemos que ha dejado poderosas huellas en todas las grandes ciudades norteamericanas. La N ew York Public Library es tan importante como la biblioteca del Congreso o la de Harvard. Una respuesta demasiado simple consiste en vincular esta institución con una cultura protestante del libro. Eso por supuesto ejerció cierta influencia. Pero no es la única explicación. Quizá la explicación esté más relacionada con la intensidad de la cultura comunitaria. Esta última se fortificó en las sociedades de lectura, las subscription libraries o los book clubs. Estos
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son distintos tipos de bibliotecas reunidas por individuos que se asocian, pagan una cuota, compran libros para constituirla o revenden las obras al cabo de un año, como ocurre en los boak clubs. Esta vigorosa cultura comunitaria, que se formó en el seno de los diferentes protestantismos, inglés o norteamericano, nunca existió en la sociedad francesa: esta siempre tuvo una estructura más vertical, más jerárquica, en la que el peso de la autoridad tiene más fuerza que la iniciativa colectiva. Esta es una clave quizá más importante aún que la clave religiosa.
Aun cuando Francia no tenga public libraries como otros países, tiene una historia, una ideología, una política de la lectura pública. Sí, Y una historia señalada por dos momentos importantes. El primero fue el resultado de la comprobación, hecha entre las décadas de 1850 y 1870, de que las bibliotecas municipales (cuyos fondos habían aumentado considerablemente en virtud de las confiscaciones revolucionarias) eran incapaces de asegurar una función pública de la lectura. Podrá parecer una caricatura, pero lo cierto es que esas bibliotecas estaban apenas entreabiertas, llenas de polvo; finalmente, no eran más que museos inertes. De esta carencia .nacen las bibliotecas de la Société Franklin, de la Liga de la Enseñanza, de los Amigos de la Instrucción Pública, que procuran -tanto por las condiciones de apertura como por los fondos propuestos- cumplir la función de bibliotecas públicas, populares, abiertas a quienes no osan o no quieren atravesar las puertas de la biblioteca municipal. El segundo momento es, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, la aplicación del modelo norteamericano: la lectura pública supone que la biblioteca salga de sus muros, vaya al encuentro de los lectores, con los bibliobuses, con las bibliotecas circulantes instaladas en los barrios, con las bibliotecas situadas en las empresas. Los resultados fueron por completo positivos, aun cuando hubo cierta desilusión en cuanto a la transformación de las prácticas de
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lectura. Es un movimiento cuya inspiración continúa siendo muy provechosa. En el momento mismo en que estamos dialogando, se está operando una revolución, con todo lo que promete y también con todos los temores que suscita. Es por ello que se hace necesario conservar en el seno del debate sobre la biblioteca electrónica, si no ya las fórmulas o los instrumentos de la lectura pública, al menos el espíritu que la animó.
Gola Mann, el hijo de Thomas, describió en Una juventud alemana, la década de 1920 como los últimos años en los que los universitarios pudieron soñar con coleccionar en las vastas bibliotecas de sus casonas todos los conocimientos que pudieran necesitar. Desde entonces, hasta los propios universitarios tuvieron que participar de la lectura pública. Esta idea de fines del siglo XIX y principios del xx, según la cual uno podía dominar, dentro de una esfera particular del saber, todas las publicaciones fundamentales y, por lo tanto, en cierto sentido, dominar e instalar en su propia casa ese conocimiento exhaustivo, se extinguió con el crecimiento del número de profesores, la proliferación de las revistas, la multiplicación de las investigaciones. La posesión particular del saber se hace imposible y estamos entrando en una época, tal vez particularmente angustiante para el trabajo intelectual, del desconocimiento obligado. Salvo que se reduzca drásticamente el terreno de especialización a una esfera en la que aún pueda aplicarse el modelo antiguo. En cuanto se pretende ampliar un poco el panorama, las bibliotecas, ya sean nacionales, públicas o universitarias, llegan a ser un recurso indispensable y se hacen necesarios las guías, las mediaciones, los instrumentos que limiten las pérdidas obligadas.
Aparece ahora otra imagen de la biblioteca: así pasa de ser un lugar de protección, un receptáculo de la eternidad, a constituir una entidad invasora, amenazadora, incontrolable. 77
El tema de la crisis del libro asociada a su sobreproducción aparece después de la segunda revolución de la industrialización del libro del siglo XIX, la de las décadas de 1860 y 1870, cuando se abandona la composición manual de Gutenberg y se pasa a la era del monotipo y luego a la del linotipo. El aumento de las tiradas, el crecimiento de la producción impresa, sin mencionar la producción de diarios y la multiplicación de publicaciones periódicas y revistas, acompañan esta mutación técnica. Es importante señalar que la primera revolución industrial del libro, la de las décadas de 1820 y 1830, que consiste en la industrialización de la impresión, no había provocado los mismos fenómenos. Las tiradas no experimentaron un gran aumento hasta la década de 1860. El número de títulos publicados aumentaba cada año, pero no en proporciones considerables. Si se admite que al final del Antiguo Régimen podía haber en Francia entre tres y cuatro mil títulos publicados, en 1860 se alcanza una cifra que puede oscilar entre seis y ocho mil títulos. Después de esta fecha el crecimiento cambia de escala. Así entre 1910 y 1914 aparece el tema de una crisis asociada a la superproducción. Ya antes se había debatido la idea de que había un exceso de libros en relación con las capacidades de los lectores. Muchas casas editoras quebraron en aquel momento, lo cual dejó el espacio libre a las grandes editoriales del siglo xx que, en buena parte, son las mismas que conocemos hoy. También encontramos, en las discusiones sobre el exceso de la producción impresa, la idea de que la abundancia de libros puede ser peligrosa o inútil para la constitución del saber mismo, que supone un trabajo de elección y de selección.
El buen lector es aquel que evita cierto número de libros, un buen bibliotecario es un jardinero que desmaleza su biblioteca, un buen archivero selecciona lo que conviene más desechar que guardar. Estos son temas inéditos de nuestra época.
Congreso de los Estados Unidos, que selecciona y envía a otras bibliotecas los materiales que no puede aceptar. Además no hay que pensar sólo en los libros; también hay otros objetos impresos. Todos podemos hacer la experiencia cada día mirando la cantidad de objetos impresos que aparecen en nuestro buzón. Si extrapolamos esta modesta experiencia a la dimensión de la producción impresa, sean cuales fueren los objetos de que trate, encontramos la necesidad absoluta de selección para poder administrar, organizar y gobernar la conservación de esa producción. Ante tal proliferación, se ha buscado, una vez más, una respuesta en la esfera de la electrónica. A partir del momento en que se transforma una revista, un periódico, un libro, en texto electrónico al que se accede en la pantalla y que se puede difundir por la red, parece que ya es posible descuidar la conservación del objeto original, puesto que el texto de todos modos subsiste. Sin embargo, los historiadores del libro (entre los que me cuento) sienten gran inquietud ante esta evolución. En efecto, la forma del objeto escrito gobierna siempre el s.entido que los lectores pueden dar a lo que leen. Leer un artículo en un banco de datos electrónico, sin saber nada de la revista en la que fue publicado ni de los artículos que lo acompañan y leer el "mismo" artículo en el número de la revista en el que apareció no es la misma experiencia. El sentido que le dé el lector en el segundo caso depende de elementos que no están presentes en el artículo mismo, pero tienen que ver con el conjunto (le los textos reunidos en el mis~o ejemplary c.on el proyecto intelectual y editorial de la revista o el periódico en cuestión. A veces, la proliferación del universo textual pudo llevar al gesto de la destrucción, cuando debió pensarse en la exigencia de la conservación.
Sí, la presencia de lo escrito en las sociedades contemporáneas es tal que supera toda capacidad de conservación, aun en el caso de la biblioteca más grande del mundo, la del 78
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Lo NUMÉRICO como sueño de lo universal Los hombres del siglo XVII consideraban la circulación de lo escrito como la condición misma del progreso de la Ilustración. Gracias a ella, todos están en condiciones de juzgar las instituciones y las opiniones y de someter a la discusión común sus propias ideas. Un nuevo espacio crítico y político nació de esta confrontación, entendida como el ejercicio público de la razón por parte de las personas privadas. La comunicación a distancia libre e inmediata a que dan lugar las redes electrónicas ofrece un nuevo soporte a ese sueño de que la humanidad toda participe del intercambio dejuicios. Pero ese futuro posible no está ineluctablemente inscripto en las mutaciones de la técnica. Esta puede proyectar un futuro completamente distinto en el que comunidades cerradas o individuos aislados ya no compartan ninguna referencia común. A lo universal que promete el intercambio de los saberes y las informaciones, se opone así la yuxtaposición de identidades singulares, crispadas por sus diferencias. Reflexionar sobre las revoluciones del libro y, de manera más general, sobre los usos de lo escrito es pues, finalmente, interrogarse sobre la tensión fundamental que atraviesa el mundo contemporáneo, desgarrado entre la afirmación de las particularidades y el deseo de lo universal.
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Con el texto electrónico parece estar por fin al alcance de nuestra mirada y de nuestros dedos un sueño muy antiguo de la humanidad que podríamos resumir en dos palabras: universalidad e interactividad. La Ilustración, que creía que Gutenberg nos había traído una promesa de lo universal, cultivaba una forma de utopía. Imaginaba que, a partir de las prácticas privadas de cada individuo, podría construirse un espacio de intercambio crítico de las ideas y las opiniones. Lo que soñaba Kant era que cada persona fuera a la vez lector y autor, que emitiera juicios sobre las instituciones de su época, independientemente del tipo de institución de que se tratara, y que al mismo tiempo pudiera reflexionar sobre los juicios emitidos por los demás. Lo que antes sólo permitían la comunicación manuscrita o la circulación de textos impresos hoy encuentra un soporte mucho más poderoso en el texto electrónico.
Primer ejemplo de aplicación, tomado de un tipo de empresa cara a la Ilustración: la enciclopedia. Lo que está en juego en toda empresa enciclopédica da una fuerza particular al texto electrónico. Por primera vez, pueden conservarse y comunicarse en el mismo soporte, el texto, la imagen y el sonido. Inmediatamente, toda realidad del mundo sensible puede captarse a través de diferentes formas de su descripción, de su representación o de su presencia. El proyecto enciclopédico encuentra así la potencia propia del medio electrónico. Del mismo modo, en el soporte electrónico uno puede hallar una traducción de la inspiración que caracterizó los grandes proyectos enciclopédicos: la disponibilidad universal de las palabras enunciadas y de las cosas representadas se hace posible. Además, en los proyectos enciclopédicos estaba incluida la idea de la organización, de la clasificación y del orden. También allí, gracias a los instrumentos de búsqueda que existen en el interior de los universos de textos, de imágenes o de sonidos que produce la electrónica, esas funciones se aseguran mejor aún que en los cuadernos de lugares comunes 83
del Renacimiento o los árboles enciclopédicos del tipo del que abre el "Cuadro de los conocimientos" en la Enciclopedia de Diderot y d'Alembert. Un nuevo recurso técnico da una respuesta efectiva a problemas que antes era difícil resolver. La enciclopedia está en concordancia con la revolución electrónica, mucho más que otros tipos de textos de los cuales puede pensarse que han de quedar ligados a la comunicación mediante el libro impreso y los gestos que este impone.
Segundo ejemplo, siempre tomado de las formas más caras al siglo XVIII: la revista o la gaceta, que hoy se llama periódico. Ciertamente, en el caso de las publicaciones cotidianas o semanales, siempre se mantiene una tirada en papel que es el periódico mismo, pero ciertas revistas ya no se publican más así. La composición en la pantalla, la transmisión al lector, la recepción, la lectura y el almacenamiento en la memoria informática se efectúan sin que en ningún momento se haga una impresión en papel: esto ya es una realidad en la microedición y nada impide pensar que algún día esto se generalizará. Yo colaboro en Le Monde que, evidentemente, continúa siendo un diario que se imprime en papel. Pero, puesto que los artículos se escriben en el ordenador, luego se transmiten a la memoria electrónica del diario y desde allí se imprimen varios centenares de miles de ejemplares, ¿por que no pensar que algún día esta composición electrónica del diario sea recibida y leída directamente sobre la pantalla, por lo menos por una parte de los lectores?
El lector de un artículo de Roger Chartier corre el riesgo de no percibir ese texto del mismo modo en que lo percibía cuando lo leía en medio de toda una materia impresa. Efectivamente, aun cuando se trate exactamente de la misma materia editorial que se presenta por vía electrónica, la organización y la estructura de la recepción son diferentes,
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en la medida en que la disposición en la página del objeto impreso es diferente dé la organización que permite la consulta de los bancos de datos informáticos. La diferencia puede resultar de una decisión del editor quien, en una época de complementariedad, de compatibilidad o de competencia de los soportes, puede apuntar así a diversos públicos y a diversas lecturas. La diferencia puede estar también vinculada, más profundamente, con el efecto de significación que produce la forma. Una novela de Balzac era diferente sin que cambiase una sola línea del texto, si se la presentaba como folletín en un periódico, en una edición para un gabinete de lectura o, junto con otras novelas suyas, cuando se la incluía en un volumen de obras completas.
¡Apenas se eleva y ya se oculta el sol de la universalidad! Tanto más por cuanto la utopía de lo universal está marcada por un segundo malentendido que ya señalaba Condorcet cuando, en el siglo XVIII, hablaba de los límites de la comunicación impresa: se trata de la pluralidad de las lenguas. Ningún lector -ni siquiera Dumézil- podría jamás dominar la totalidad de las lenguas necesarias para tener acceso a la universalidad del patrimonio escrito. El proyecto del idioma universal fue abandonado, tanto el de las lenguas formales del siglo XVII (de Leibniz a Condorcet, se imaginaba una lengua universal capaz de formalizar los procedimientos del pensamiento), como el de los idiomas inventados en el siglo XIX, entre los cuales el esperanto no era más que una de las muchas propuestas. De modo que queda aún un límite infranqueable para la realización de lo universal. y hay otro obstáculo más. La cultura impresa -y antes de ella la cultura manuscrita- realizó clasificaciones, estableció jerarquías, asociaciones entre formatos, géneros y lecturas; se puede suponer que, en la cultura que la complemente o que compita con ella durante numerosas décadas, a saber, el texto electrónico, continúen siendo válidos los mismos procedimientos. Ese otro mundo también se irá fragmentando según los procesos de distinción o de divulgación que no se desarrollan
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al mismo paso y que no tienen las mismas formas, pues estas dependen de los diferentes contextos. Una de las d.ific~l:ades que presenta concebir este fenómeno es que la rmaginacron del futuro siempre depende de lo que conocemos; lo cual hace que, para nosotros, la cultura del texto electrónico sea obligadamente un mundo de pantallas. Es el ordenador tal como lo conocemos, son los puestos de consulta de los textos electrónicos en las bibliotecas o en ciertos lugares públicos. La forma de estos aparatos, las limitaciones que imponen parecen alejadas de los hábitos más íntimos, más libres, de la relación mantemda con la cultura escrita. A menudo se suele decir que no está muy claro cómo se puede leer en la cama con un orde,;,a.dor, cómo la lectura de ciertos textos que capturan la afectividad del lector puede realizarse a través de este medio frío. Pero, .sabemos acaso en qué han de convertirse los soportes mate~iales de la comunicación de los textos electrónicos?
La lectura en la biblioteca electrónica se refugia frecuentemente en "salas", en gabinetes aislados o silenciosos en los que uno fija su pantalla. Es todo lo contrario de la postura interactiva de la que tanto se presume: uno se comunica, puede ser, con lo universal, pero no con las personas que están, geográficamente, cerca. El texto electrónico podría suponer, finalmente, el repliegue de la lectura en el espacio doméstico y privado o en los lugares en los que la utilización de los bancos de datos informáticos, de redes electrónicas, adquiere gran importancia. En los Estados Unidos, lo privado puede tener dos sentidos. Sea el ámbito privado del hogar, sea el ámbito privado de la oficina que no supone más que el otro una lectura bajo la mirada de otros, en presencia de otros. La trayectoria de este nuevo medio podría dar por resultado una forma de lectura más privada que la que la precedió, por ejemplo, la que se realiza en las bibliotecas. Sería la culminación de un recorrido que comenzó mucho antes que la informática y la electrónica, en las sociedades del Antiguo Régimen. En aquella época, leer en voz alta era una forma de 86
sociabilidad compartida y muy común. Se leía en voz alta en los salones, en las sociedades literarias, en los carruajes y en los cafés. La lectura en voz alta nutría el encuentro con el otro, sobre la base de la familiaridad, del conocimiento recíproco, o en el encuentro casual, para pasar el tiempo. En el siglo XIX, la lectura en voz alta se retiró a ciertos espacios. Primero, a los de la enseñanza y la pedagogía: al hacer que los alumnos leyeran en voz alta se procuraba, paradójicamente, controlar su capacidad de leer en silencio, lo cual era el objeto mismo del aprendizaje escolar. También se leía en voz alta en lugares institucionales como la iglesia, la universidad o el tribunal. Durante todo un período del siglo XIX (al menos durante la primera mitad), la lectura en voz alta se vivió como una forma de movilización cultural y política de los nuevos medios urbanos y del mundo artesanal y luego obrero. Luego, numerosas formas de ocio, de sociabilidad, de encuentros, que se habían alimentado de la lectura en voz alta, desaparecieron. Se llega a la situación contemporánea en la que la lectura en voz alta se reduce finalmente a la relación adultoniño y a los lugares institucionales. La lectura en voz alta alimentaba una relación entre el lector y la comunidad de prójimos. La lectura silenciosa pero realizada en un espacio público (la biblioteca, el metro, el tren, el avión) es una lectura ambigua y mixta. Se efectúa en un espacio colectivo, pero al mismo tiempo es privada, como si el lector trazara alrededor de su relación con el libro un círculo invisible que lo aislara. N o obstante, ese círculo es penetrable y puede darse un intercambio sobre lo que se lee porque hay proximidad y hay convivencia. Puede nacer algo de una comunicación, de una relación entre individuos a partir de la lectura, incluso silenciosa, por el simple hecho de que se practica en un espacio público. Con el texto electrónico podría producirse un repliegue definitivo. En la biblioteca se leerá en aislamiento. Y uno podrá leer sin salir de su casa porque los textos vendrán a los lectores, en tanto que hasta ahora, el lector, si no poseía el libro, debía ir en su busca. La relación privada con el libro corre el riesgo de sustraerse a toda forma de espacio comunitario. Aquí reencontramos el recelo que despiertan las sociedades contemporáneas. 87
¿Terminarán por disolver el espacio público, no ya únicamente el de la ciudad antigua en la que se pronunciaban y escuchaban los discursos públicos, sino también el espacio donde se podian articular formas de la intimidad y de lo privado con formas del intercambio de la comunicación?
Fragmentación de la lectura, por un lado, modificación de la producción editorial, por el otro: el peligro es doble. En las nuevas circunstancias, los dispositivos editoriales cambian. La revolución electrónica, evidentemente, acelera las concentraciones. Es cierto que, en este proceso, hemos visto cómo perdían su omnipotencia objetos a los cuales estábamos habituados y, con ellos, la cultura escrita, con la que se vinculaban esos objetos. Hoy tenemos que reconsiderar nuestros gestos y nuestras categorías de conocimiento y de comprensión. Usted menciona la edición y la función del editor. Actualmente, la edición a menudo no es más que una rama dentro de una empresa múltiple que desarrolla muchas otras actividades. ¿Qué papel desempeña el texto electrónico en esta realidad? Por un lado, se busca una libertad nueva que borra los roles y permite que los autores sean a la vez sus propios editores y sus propios difusores. Hablábamos de esas revistas científicas que sólo tienen una existencia electrónica: finalmente las mismas personas son los autores, los editores, los difusores y los lectores de esas publicaciones. Allí se opera una especie de sustracción -que seguramente habría complacido a la gente de la República de las Letras- de la comunicación al mundo del mercado, de la empresa, de los beneficios económicos, etc. Y, en el otro extremo del espectro, si pensamos en todo lo que está disponible en las redes electrónicas, queda claro que -como lo ha mostrado toda la discusión sobre las autopistas de la información- las empresas multimedia más poderosas son las que determinan la oferta de lectura, la oferta de comunicación y la oferta de información. Lo que está en juego con la revolución del texto electrónico es pues, o bien un futuro que podría ser -que podrá ser, espero88
la encarnación del proyecto de la Ilustración, o bien un futuro de espacios compartimentados y de solipsismos. ¿Se acentuará la concentración, es decir, se acentuará el monopolio ejercido sobre la información y el patrimonio textual que, por lo demás, va de la mano con las dominaciones lingüísticas y las imposiciones ideológicas? O bien, al ser la técnica tan dócil como puede ser poderosa, ¿llegará a ofrecerles posibilidades de intervención en el debate público a aquellos que, en el mundo de la imprenta, no las tenían? Este es uno de los principales desafíos de nuestro tiempo.
Pero, si hablamos en términos de rentabilidad, la empresa multimedia sólo puede ser eficiente si cumple estas tres condiciones: que esté implantada al máximo en diferentes regiones fecundas del mundo, que ligue actividades próximas -de modo que cada producto se conciba, desde su origen, para la diversificación- y además que tenga una enorme capacidad de inversión, puesto que los costos de acceso a los bancos de datos aumentan cada vez más. En este sentido, tengo un recuerdo vívido: yo había sido invitado a un congreso de la Unión Internacional de Editores, realizado en Barcelona en la primavera de 1996. En aquel momento me sorprendió la distancia que separaba el discurso del representante de Bertelsmann, esa enorme y poderosa empresa multimedia, de la angustia y la inquietud de los editores, que no eran precisamente pequeños, pero que se sentían en una posición de gran vulnerabilidad. Las grandes empresas multimedia controlan un capital importante, disponen de una implantación mundial y manejan los productos derivados, del libro al filme, del filme al CD-Rom, del CD-Rom a los programas televisados, etc. Construir esta cadena de productos derivados supone que la creación estética corresponda a cierto número de criterios: vocación de universalidad, empleo de la lengua más difundida, contenido que se dirija a la mayor cantidad posible de público. En estas condiciones, ¿cómo puede sobrevivir una universalidad que se manifiesta a través de lo singular? 89
Porque hay muchas maneras de construir lo universal: se lo puede enunciar mediante una especie de reducción al término medio, pero también se lo puede expresar gracias a una singularidad que refleje algo profundamente compartido. Es importante considerar estos problemas dentro de la economía de la comunicación, pero también hay que comprender cuáles son sus efectos en la economía de la creación. Con frecuencia se ha estudiado la fabricación de "best sellers" en el mundo de la edición impresa, pero hoy esa es casi una cuestión anticuada. El problema del presente es la cadena de productos derivados. Es inútil sostener un discurso de repudio total, absoluto, como si la calidad fuera en esencia ajena a la cultura de masas. Antes bien, es menester comprender los criterios que participan de la construcción de las producciones que dan nacimiento a esos productos derivados. En mi opinión, hay que partir de esa idea a fin de razonar, más allá de un discurso nostálgico o melancólico o de una cólera de denuncia, que tiene sujustificación, pero que carece de fuerza ante una evolución demasiado poderosa.
Usted recomienda una postura de comprensión. Asimismo han de surgir posiciones de resistencia que apunten a ocupar "nichos". Cuanto más se generalice la revolución electrónica, tanto más habrán de aparecer conductas de distinción y de excepción. El vigor de la bibliofilia, insensible a la revolución electrónica, prueba que el libro continúa siendo una entidad viva, puesto que aún pasa de mano en mano y aún se lo colecciona. Incluso en épocas de masificación y de universalización, es imposible impedir que los coleccionistas construyan la rareza. Porque, si bien la rareza puede ser objetiva, en realidad, las más de las veces se la construye. Un libro es raro a partir del momento en que hay bibliófilos que lo buscan. Si no hay quien lo busque, por más que se haya editado un solo ejemplar, el libro no constituye una rareza. La historia de la bibliofilia es absolutamente apasionante; comienza a fines del siglo XVII o a principios del siglo XVIII en los medios de los
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financistas y supone la definición de la esfera de lo coleccionable. Puede tratarse de todos los libros impresos antes de cierta fecha, o de todos los libros que tienen el mismo soporte material, rico y lujoso, o de todos los libros que corresponden a un mismo género literario o hasta de todos los libros salidos de un mismo taller tipográfico. Se instala así un criterio de rareza que define lo coleccionable mediante la serie. Por ~llo, los libreros que se especializan en ese mercado publican catálogos en los que se describen las obras que sale? ~ la venta según reglas particulares, atentas a las caractertsticas específicas de cada ejemplar. Progresivamente, el gusto de esos coleccionistas (aunque no necesariamente) se volcará a objetos más costosos, con lo cual el libro raro se convierte en una inversión. Esta es una historia paralela que habrá de continuar, aun cuando, con las herramientas que ofrece la electrónica, esas empresas de "libros a la carte" nos propongan reeditarnos, en un único ejemplar, el libro que buscábamos desde hace años. Dispo~er de un texto a través de su presentación numérica no implica que, en algún momento, cuando la ocasión se presente, no queramos adquirir un ejemplar de su edición antigua. En la era de las pantallas, el mundo de la colección aún tiene ante sí una larga vida.
El texto vive una pluralidad de existencias. La electrónica es sólo una de ellas. La indestructibilidad del texto, suponiendo que se logre, no significa sin embargo, que deban destruirse los soportes particulares, históricamente sucesivos, en los cuales han llegado los libros hasta nosotros, porque -como creo que lo ha mostrado el conjunto de esta charla-la relación de la lectura con un texto depende, por supuesto, del texto leído, pero también del lector, de sus aptitudes y prácticas y de la forma material en que aborda el texto leído o escuchado. Si uno se interesa en el proceso de la producción del sentido, esta es una trilogía absolutamente indisociable. El texto implica sign~fi caciones que cada lector construye partiendo de sus propios
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códigos de lectura cuando recibe ese texto presentado en una forma determinada o cuando se apropia de él. Uno puede lamentar que el mundo de los rollos sólo nos sea accesible por fragmentos y que todo ese universo, que era el de la biblioteca de Alejandría, el de los libros sagrados, el de Platón y de Esquilo, o el de los lectores que tenían relaciones con el texto que ya no son las nuestras, sólo sea perceptible en virtud de un difícil trabajo de reconstrucción arqueológica, ya sea real, ya sea mental. En lo que se refiere a los dos mundos que hoy son los nuestros, los dos de los que hemos hablado aquí de manera conjunta, es decir, el mundo del texto impreso y el del texto electrónico, advertimos que vuelve a plantearse el mismo problema. Es necesario asegurar la indestructibilidad del texto por el mayor tiempo posible mediante la movilización del nuevo soporte electrónico: desde este punto de vista, ni el discurso de denuncia, ni los entusiasmos utópicos y a veces ingenuos se corresponden con el diagnóstico que debemos hacer. Al mismo tiempo, en el caso de todos los textos cuya existencia no comenzó con la pantalla, es menester preservar las condiciones mismas de su inteligibilidad conservando los objetos que fueron sus vehículos. La biblioteca electrónica sin muros es una promesa del futuro, pero la biblioteca material, en su función de preservación de las formas sucesivas de la cultura escrita, tiene, también ella, un futuro necesario.
A usted le gusta citar una declaración de André Miquel, ex administrador de la Biblioteca Nacional, que reúne como en un cuento esta dialéctica de la memoria de las formas tradicionales y de la busca de nuevas formas. André Miquel tuvo que afrontar las quejas de un lector que no conseguía ni comunicación ni microfilm de un determinado texto impreso. Miquel fue a ver a los conservadores de la biblioteca y les dijo: "Denme ese libro; vaya destruirlo inmediatamente". Los conservadores estaban horrorizados y André Miquel les explicó: puesto que ese documento no era comunicable en su realidad material primera, ni era microfil-
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mable ni transferible a otro soporte, ¿qué sentido tiene conservarlo? Si nadie podía ya leer su contenido, no tenía pues ninguna importancia que fuera destruido o preservado. Es una pequeña fábula que finalmente nos remite a la temática de este diálogo: ¿existe un libro sin lector? Puede existir como objeto, pero, sin lector, el texto que contiene ese libro es sólo virtual. ¿Existe el mundo del texto, cuando no hay nadie que tome posesión de él, que lo utilice para inscribirlo en la memoria o para transformarlo en experiencia? Paul Ricceur ha señalado con frecuencia el hecho de que un mundo de textos que no tiene un mundo de lectores que se apodere, que se apropie de él, no es más que un mundo de textos posibles, inertes, sin existencia verdadera. Lo cual me recuerda, para terminar, otro relato: el cuento de Pirandello titulado Mundo de papel. Un lector, el profesor Balicci, se vuelve ciego de tanto leer. Esta desesperado porque la voz interior de los libros que pasaban ante sus ojos se había callado. El profesor imagina pues un primer subterfugio que consiste en pedirle a una joven que vaya a leerle en voz alta, pero el procedimiento resulta un desastre. La señorita lee a su manera y Balicci ya no oye la voz de sus libros. Oye otra voz que golpea su oído y su memoria. Pide entonces a la lectora que lea en silencio en su lugar. Ella debe leer para sí, silenciosamente, a fin de devolverle la vida a ese mundo que, si nadie lo habita, corre el riesgo de volverse inerte. Al leer en lugar de Balicci, la lectora evitará que esos libros mueran, abandonados, ignorados. Pero el drama sobreviene cuando un día, al leer una descripción de la catedral y del cementerio de Trondheim en Noruega, la lectora exclama: "¡Yo estuve allí y el lugar no es en absoluto como dice el libro!". El profesor Balicci es presa de una cólera terrible y despide a la muchacha mientras le grita: "Me importa poco que usted haya estado allí; es como está escrito, tiene que ser así". El mundo de papel de Balicci, como el de Don Quijote, se ha transformado en el universo mismo. Ciego, el profesor encuentra su único consuelo, o su sola certeza, en el hecho de que mientras hojea sus libros que se han vuelto ilegibles, en su memoria reaparecen sus textos y, a través de ellos, el universo tal cual es o tal como debe ser.
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BIBLIOGRAFíA
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II
INTERVENCIONES
¿MUERTE
o TRANSFIGURACIÓN DEL LECTüR?* Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Jorge Luis Borges, "El libro", 1978
En 1968, en un ensayo que llegó a ser célebre, Roland Barthes asociaba la omnipotencia del lector y la muerte del autor. Destronado de su antigua soberanía por el lenguaje o, antes bien, por "las escrituras múltiples, surgidas de diversas culturas y que establecen entre sí una relación de diálogo, de parodia y de oposición", el autor cedía su preeminencia al lector, entendido como "aquel que reúne en un mismo campo todas las huellas que constituyen lo escrito". La posición de lectura se consideraba pues como el lugar en el cual se reordenaba el sentido plural, móvil e inestable, como el lugar donde el texto, sea cual fuere, adquiría su significación.! Una vez que se hubo reconocido el nacimiento del lector, se sucedieron los diagnósticos que redactaron su acta de defunción. Esos diagnósticos se presentan en tres formas principales. La primera remite a las transformaciones de las prácticas de lectura. Por una parte, la comparación de datos reunidos mediante las encuestas estadísticas referentes a las prácticas culturales de los franceses ha llevado a la convicción, si no ya de un retroceso del porcentaje global de los lectores, al menos de la disminución de la proporción de los
* Este texto es una versión corregida y ampliada de la conferencia que dicté en el XXVI Congreso de la Unión Internacional de Editores que tuvo lugar en Buenos Aires entre el 1.0. y el 3 de mayo del 2000. 101
"lectores intensivos" en cada grupo de edad y, muy particularmente, en la franja comprendida entre los 19 y los 25 años.é Por otra parte, las investigaciones realizadas en relación con las lecturas de los estudiantes franceses han permitido hacer varias comprobaciones. Si bien la compra de libros continúa siendo para ellos el medio de acceso al libro más acostumbrado, la frecuentación de las bibliotecas universitarias aumentó considerablemente: más del 70% de crecimiento entre 1984 y 1990. Por lo demás, los estudiantes recurren con gran frecuencia a la fotocopia, tanto para reproducir los documentos utilizados en los cursos o en los trabajos dirigidos, como para obtener los apuntes de las materias y para hacer una lectura diferida (y parcial) de obras tomadas en préstamo en las bibliotecas o facilitadas por amigos. Y sólo los que han elegido una carrera "literaria" y aquellos cuyos padres tienen un título universitario poseen una cantidad importante de libros. Pero aun dentro de esta población de lectores más consecuentes, crear bibliotecas personales no es un interés compartido universalmente, como lo muestra el éxito del mercado de libros de estudio usados." Por último, las encuestas sociológicas dedicadas a la franja de edad anterior, la de los jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años, registran una disminución de la lectura y, sobre todo, la bajajerarquía que ocupa el libro en la presentación que estos jóvenes hacen de sí mismos." Las conclusiones que permiten sacar las políticas editoriales han reforzado la certeza de que hay una "crisis" de la lcctura.f Esta crisis, que no perdona al género de ficción, se hace sentir aún con más dureza en la edición de textos de ciencias humanas y sociales. De ambos lados del Atlántico, los efectos de esta crisis son comparables, aun cuando las causas principales no sean exactamente las mismas. En los Estados Unidos, el dato esencial es la reducción drástica de adquisición de monographs por parte de las bibliotecas universitarias, cuyos presupuestos están siendo devorados por las suscripciones a publicaciones periódicas que, en algunos casos, alcanzan cifras considerables: entre 10.000 y 15.000 dólares por año. A ello se debe la reticencia [le las editoriales universitarias a publicar obras juzgadas dema102
siado especializadas: tesis de doctorado, monografías, libros de erudición, etc." En Francia, y seguramente en mayor medida en el resto de Europa, una prudencia semejante, que limita la cantidad de títulos publicados y sus tiradas, responde sobre todo a la reducción del público de grandes compradores -que no eran únicamente universitarios- ya la disminución de sus compras. Veamos el ejemplo francés. En el sector de las ciencias humanas y sociales, los datos estadísticos -por ejemplo los reunidos por la Unión Nacional de Editores- demuestran las mermas de la década de 1990: mermas que corresponden al número global de volúmenes vendidos (18,2 millones en 1988 y 15,4 millones en 1996) y a la cantidad de ejemplares vendidos por título publicado (2200 ejemplares en 1980 y 800 ejemplares en 1997). Estas notables disminuciones acompañadas de un aumento del número de títulos publicados (1942 en 1988 y 3193 en 1996), aumento que apuntaba a ampliar la oferta con el fin de mitigar las dificultades, condujeron a un crecimiento explosivo de las obras no vendidas que ha hecho sentir su peso en los balances financieros de las empresas. A todo esto responden las elecciones de los editores durante estos últimos años: la contracción de las tiradas medias, una extremada prudencia ante las obras juzgadas demasiado especializadas y ante las traducciones y la preferencia por publicar manuales, diccionarios y enciclopedias. Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente agudas en el caso de la edición de obras de ciencias humanas y sociales, las respuestas de los editores reproducen, en un contexto nuevo, estrategias de discurso y de acción ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra, y luego en Francia, el poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de los miembros de la Stationers' Company o de la comunidad de los libreros e impresores de París. En ambos casos, hay tres rasgos que caracterizan las posiciones tomadas por los editores: en primer lugar, una actitud ambivalente en relación con el poder político, acusado de ser el principal responsable de las dificultades de una actividad comercial privada y, por ello, interpelado como el único capaz de poner fin a tales dificultades' tomando las medidas apropiadas; por otra parte, la 103
invocación de principios generales destinados a justificar reivindicaciones particulares (por ejemplo, actualmente, hacer reconocer que el acceso a la cultura escrita debe tener un precio, corno cualquier otra práctica cultural) y, finalmente, la afirmación de la figura y los derechos de los autores para fundamentar las reivindicaciones de los editores (corno es el caso de la campaña emprendida para que no sea gratuito el derecho de préstamo en las bibliotecas). Esta comprobación no pretende negar las dificultades reales de la edición en el sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que apunta a situar en una perspectiva de más largo alcance las estrategias aplicadas por la profesión para hacer frente a tales dificultades: a saber, la invención o la movilización de los autores propietarios de sus obras, la afirmación de principios dotados de universalidad y la demanda de ayuda o reglamentación por parte del Estado. En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la desaparición de la lectura se conciben como la consecuencia ineludible de la civilización de la pantalla, del triunfo de las imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que quisiera analizar aquí. Las pantallas de nuestro siglo son, en efecto, de una nueva clase. A diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, estas tienen textos, no solamente textos, ciertamente, pero también tienen textos. La antigua oposición entre, por un lado, el libro, lo escrito, la lectura y, por el otro, la pantalla y la imagen ha sido sustituida por una situación nueva que propone un nuevo soporte para la cultura escrita y una nueva forma para el libro. De allí surge el lazo muy paradójico establecido entre la tercera revolución del libro, que transforma las modalidades de inscripción y de transmisión de los textos, corno lo hicieron antes la invención del codex y luego la de la imprenta, y el terna obsesivo de la "muerte del lector". Comprender esta contradicción supone echar una mirada al pasado y medir los efectos de revoluciones anteriores que afectaron los soportes de la cultura escrita. En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva del libro se impuso definitivamente a expensas de aquella con la que estaban familiarizados los lectores griegos y romanos. El
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codex, es decir, un libro compuesto de hojas dobladas, reunidas y encuadernadas, suplantó de manera progresiva pero ineludible los rollos que hasta entonces habian sido los vehículos de la cultura escrita. Con la nueva materialidad del libro , gestos imposibles se hicieron comunes: tales corno escribir y leer al mismo tiempo, hojear una obra, identificar rápidamente un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, la aparición de la foliación que permitía constituir índices, la unidad establecida entre la obra y el objeto que constituye el soporte de su transmisión hicieron posible una relación inédita entre el lector y sus libros. ¿Debemos suponer que estarnos en vísperas de una mutación semejante y que el libro electrónico ha de reemplazar, o está ya reemplazando el codex impreso tal corno lo conocemos en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Tal vez. Pero lo más probable es que durante las próximas décadas se dé la coexistencia, no necesariamente pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es seguramente más razonable que los lamentos por la pérdida irreparable de la cultura escrita o que los entusiasmos imprudentes que anunciaban el ingreso inmediato en una nueva era de la comunicación. Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción de los discursos del saber y sobre las modalidades específicas de lectura que permite el libro electrónico. Este no puede ser la simple sustitución de un soporte por otro para obras que continúen concibiéndose y escribiéndose en la antigua lógica del codex. Si es cierto que "las formas ejercen un efecto en el sentido", corno escribió D. F. Mcltenzie.I loa libros electrónicos organizan de una manera nueva la relación entre la demostración y las fuentes, la presentación de la argumentación y los criterios de la prueba. Escribir y leer esta nueva especie de libros supone desprenderse de hábitos adquiridos y transformar las técnicas de acreditación del discurso erudito, cuya historia y cuyos efectos han tratado de trazar y evaluar los historiadores: por 105
ejemplo, la cita, la nota al pie de página" o lo que Michel de Certeau llamaba, a imitación de Condillac, el "idioma de los cálculos"." Cada una de estas maneras de probar la validez de un análisis se ha modificado profundamente desde el momento en que el autor puede desarrollar su argumentación según una lógica que ya no es necesariamente lineal ni deductiva, sino que es principalmente abierta, fragmentada y relacional-? y desde el momento en que el lector puede consultar por sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras, música) que son el objeto o los instrumentos de la investigación.!' En este sentido, la revolución de las modalidades de producción y de transmisión de los textos también constituye una mutación epistemológica fundamental.V Una vez establecido el d ~inio del codex, los autores integraron la lógica de su materialidad en la construcción misma de sus obras, por ejemplo, dividiendo lo que anteriormente era la materia textual de varios rollos, en libros, partes o capítulos de un discurso único, contenido en un solo libro. De manera semejante, las posibilidades (o limitaciones) del libro electrónico invitan a organizar de un modo diferente lo que el libro, tal como lo consideramos hoy, distribuye de forma necesariamente lineal y secuencial. El hipertexto y la hiperlectura que permite y produce el nuevo soporte transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los sonidos y los textos asociados de manera no lineal, en virtud de las conexiones electrónicas, así como transforman las posibles vinculaciones entre textos fluidos en sus contornos y en cantidad virtualmente ilimitada.P En este mundo textual sin fronteras, la noción esencial llega a ser la del vínculo, concebido como la operación que relaciona las unidades textuaes divididas por la lectura. Por ello, es fundamentalmente la noción misma de "libro" lo que pone en tela de juicio la textualidad electrónica. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y ciertos usos particulares. El orden de los discursos se establece así partiendo de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto no ocurre en el mundo númerico, donde todos los textos, sean del tipo que fueren, se
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presentan para ser leídos en un mismo soporte (la pantalla del ordenador) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). Se crea así un continuum que ya no diferencia los distintos géneros o repertorios textuales, que se han hecho semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad. De allí surge la inquietud de nuestro tiempo, que debe afrontar la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. El efecto no es desdeñable en la definición misma del "libro" tal como lo entendemos hoy, a la vez como un objeto específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como una obra cuya coherencia y totalidad resultan de una intención intelectual o estética. La técnica numérica trastorna este modo de identificación del libro por cuanto hace que los textos se vuelvan móviles, maleables, abiertos, y da formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de Internet, libros, etcétera. Esto da lugar a una reflexión abierta sobre las categorías intelectuales y los dispositivos técnicos que permitirán percibir y designar ciertos textos electrónicos como "libros" , es decir, como unidades textuales dotadas de una identidad propia. Esta reorganización del mundo de lo escrito en su forma numérica es una condición previa para que se pueda organizar el acceso a través de pago en línea y proteger el derecho moral y económico del autor."? Tal reconocimiento fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos ahora. Las securities destinadas a proteger ciertas obras (libros individuales o bases de datos) y que adquirieron mayor eficacia con el "e-book", seguramente habrán de multiplicarse y, así, habrán de fijar, congelar y cerrar los textos publicados electrónicamente.P En esto hay una evolución previsible que definirá el "libro" y otros textos numéricos por oposición a la comunicación electrónica libre y espontánea que autoriza a cualquiera a poner en circulación en la red sus reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las empresas multimedia más poderosas y los
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amos del mercado de los ordenadores. Pero esta división también puede conducir, si se la dirige adecuadamente, a la reconstitución, en la textualidad electrónica, de un orden de los discursos que permita distinguirlos según la modalidad de su "publicación", la identidad perceptible de su género y su grado de autoridad. Otro hecho puede, a la larga, trastornar el mundo de lo numérico. Me refiero a la posibilidad -concebible a partir de la creación de una tinta y un "papel" electrónicos- de separar la transmisión de los textos electrónicos del ordenador (pe, notebook o e-book). Gracias a un procedimiento puesto a punto por los investigadores del M.I.T., cualquier objeto (entre ellos el libro tal como lo conocemos todavía, con sus hojas y páginas) podría convertirse en el soporte de un libro o de una biblioteca electrónica, siempre que estuviera provisto de un microprocesador (o que pudiera "telecargarse" en Internet) y que sus páginas recibieran la tinta electrónica que permite hacer aparecer sucesivamente sobre una misma superficie textos diferentes. 16 Por primera vez, el texto electrónico podría emanciparse así de las restricciones propias de las pantallas que conocemos, lo cual rompería el vínculo establecido (para gran provecho de algunos) entre el comercio de máquinas electrónicas y la edición en línea. Aun sin proyectarnos a ese futuro todavía hipotético y concibiendo el "libro" electrónico en sus formas y sus soportes actuales, nos queda pendiente una cuestión: la de la capacidad de ese nuevo libro de encontrar o producir a sus lectores. Por una parte, la larga historia de la lectura muestra vigorosamente que las mutaciones en el orden de las prácticas a menudo son más lentas que las revoluciones de las técnicas y siempre están desfasadas en relación con estas. Nuevas maneras de leer no se impusieron inmediatamente después de la invención de la imprenta. Del mismo modo, las categorías intelectuales que asociamos al mundo de los textos perdurarán ante las nuevas formas del libro. Recordemos que después de la invención del codex y de la desaparición del rollo, el "libro", entendido como una simple división del discurso, correspondió con frecuencia a la materia textual que contenía un antiguo rollo. 108
Por otra parte, la revolución electrónica, que a primera vista parece universal, también puede profundizar, en lugar de reducir, las desigualdades. Existe el riesgo cierto de un nuevo "analfabetismo" definido ya no por la incapacidad de leer y escribir, sino por la imposibilidad de tener acceso a las nuevas formas de transmisión de lo escrito, que no son gratuitas ni mucho menos. La correspondencia electrónica entre el. autor y sus lectores, transformados en coautores de un libro jamás cerrado sino prolongado por sus comentarios e intervenciones, da una nueva forma a una relación, deseada por ciertos autores antiguos, pero que las limitaciones propias de la edición impresa hacían difícil. Esta promesa de una relación más fluida y más inmediata entre la obra y su lectura es seductora, pero no debe hacernos olvidar que los lectores (y coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún una minoría. Siguen existiendo grandes diferencias entre la obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos (entre los que incluyo este) y la realidad de las prácticas de lectura que continúan estando apegadas en general a los objetos impresos y que sólo explotan de manera muy parcial las posibilidades ofrecidas por lo numérico. Hace falta ser bastante lúcido para no tomar lo virtual por algo real ya existente. La originalidad -y quizá lo más inquietante- de nuestro presente estriba en que las diferentes revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado habían estado separadas, se presentan simultáneamente. En efecto, la revolución del texto electrónico es al mismo tiempo una revolución de la técnica de producción y de reproducción de textos, una revolución del soporte de lo escrito y una revolución de las prácticas de lectura. Tres rasgos característicos de esta revolución múltiple transforman profundamente nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de contexto y, como consecuencia, el proceso mismo de la construcción del sentido. Sustituye la contigüidad física que vincula los diferentes textos copiados o impresos en un mismo libro por una distribución móvil en las arquitecturas lógicas que gobiernan las bases de datos y las colecciones numéricas.
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Por otra parte, redefine la materialidad de las obras porque desata el lazo inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene y porque le da al lector, y no ya al autor o al editor, el dominio de la composición, los límites y la apariencia misma de las unidades textuales que quiere leer. Así queda trastornado todo el sistema de percepción y de uso de los textos. Por último, al leer en la pantalla, el lector contemporáneo vuelve a encontrar algún aspecto de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es menor- este lector actual lee un rollo que se despliega en general verticalmente y que está dotado de todos los puntos de referencia propios de una forma que es la del libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índice, cuadros, tablas, etc. El cruce de las dos lógicas que establecieron los usos de los soportes anteriores de lo escrito (el volumen y luego el codex) define pues, en realidad, una relación con el texto por completo original. Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede dar realidad a los sueños, nunca alcanzados, de suma total del saber que lo precedieron. Lo mismo que la biblioteca de Alejandría, promete la disponibilidad universal de todos los textos que alguna vez se escribieron, de todos los libros que alguna vez se publicaron."? Lo mismo que la práctica de los lugares comunes en el Renacimiento.!" el texto electrónico pide la colaboración del lector que puede, en lo sucesivo, escribir él mismo en el libro y en la biblioteca sin muros de los escritos electrónicos. Lo mismo que el proyecto de la Ilustración, el texto electrónico designa un espacio público ideal en el que, como imaginó Kant, puede y debe desplegarse libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público de la razón, "[el uso] que hacemos en nuestra condición de estudiosos para el conjunto del público que lee", el que autoriza a cada ciudadano "en su condición de estudioso, a hacer públicamente, es decir por escrito, sus observaciones sobre los defectos de la antigua institución'U? Como la época de la imprenta, pero de manera aun más intensa, el tiempo del texto electrónico está atravesado por importantes tensiones entre diferentes futuros: la multiplicación y yuxtaposición de comunidades separadas, opuestas,
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cimentadas por los usos específicos que hacen de las nuevas técnicas; la apropiación, por parte de las empresas multimedia más poderosas, del control sobre la constitución de las bases de datos numéricos y la producción o la circulación de la información, o bien la constitución de un público universal, definido por la posible participación de cada uno de sus miembros en el examen crítico de los discursos intercambiados. 20 La comunicación a distancia, libre e inmediata que la red permite establecer puede dar por resultado cualquiera de estas virtualidades. Puede llevar a la pérdida de toda referencia común, a la separación radical de las identidades, a la exacerbación de los particularismos. O, por el contrario, puede imponer la hegemonía de un modelo cultural único y la destrucción, siempre mutiladora, de las diversidades. Pero también puede producir una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos que no sería ya solamente el registro de ciencias ya establecidas, sino además, a la manera de las correspondencias o periódicos de la antigua República de las Letras.é! una construcción colectiva del saber en virtud del intercambio de conocimientos, de habilidades y de sabidurías. La nueva navegación enciclopédica, si permite que cada uno se embarque en su nave, podría hacer plenamente realidad la esperanza de universalidad que siempre acompañó los esfuerzos hechos para abarcar la multitud de las cosas y de las palabras en el orden del discurso. Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra las prácticas actuales que a menudo se contentan con poner en la red textos en bruto que ni fueron concebidos en relación con su nueva forma de transmisión, ni fueron sometidos a un trabajo de corrección o de edición. Abogar por la utilización de las nuevas técnicas puestas al servicio de la publicación de saberes es, pues, poner en guardia contra las facilidades perezosas de lo electrónico e incitar a que se controlen más rigurosamente las formas que se les den, tanto a los discursos de conocimiento como a los intercambios entre los individuos. Las incertidumbres y conflictos referentes a la urbanidad (o mejor dicho, a la falta de urbanidad) epistolar, a las convenciones lingüísticas y a las relaciones entre lo público y lo
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privado como las redefinen los usos del correo electrónico ilustran la necesidad de esta exigencia.P Estas mismas cuestiones en juego son las que imponen la apremiante necesidad de desarrollar una reflexión que sea al mismo tiempo histórica y filosófica, sociológica y jurídica, capaz de dar cuenta de las diferencias hoy manifiestas y crecientes entre el repertorio de las nociones utilizadas para describir u organizar la cultura escrita en las formas que ha tenido desde la aparición del codex y las nuevas maneras de escribir, de publicar y de leer que implica la modalidad electrónica de producción, diseminación y apropiación de los textos.F' Ha llegado pues el momento de redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor),24 estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográficaJ25 que fueron concebidas y construidas en todos los casos en relación con una cultura escrita cuyos objetos eran por completo diferentes de los textos electrónicos. El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro ni la muerte del lector. Quizá sea todo lo contrario. Pero impone una redistribución de los roles dentro de la "economía de la escritura", la competencia (o la complementariedad) entre los diversos soportes de los discursos y una nueva relación, tanto física como intelectual y estética, con el mundo de los textos. El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá construir aquello que no lograron ni el alfabeto, a pesar de la virtud democrática que le atribuía Vico,26 ni la imprenta, pese a la universalidad que le reconocía Condorcetz-" Es decir, ¿podrá construir, partiendo del intercambio de lo escrito, un espacio público del que participen todos? ¿Cómo situar entonces el papel de las bibliotecas en estas profundas mutaciones de la cultura escrita? Basándose en las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, el siglo que va a comenzar puede alentar la esperanza de superar la contradicción que ha obsesionado de manera perdurable la relación de Occidente con el libro. El sueño de la biblioteca universal expresó durante mucho tiempo el deseo exasperado de capturar, mediante una acumulación sin carencias, sin
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lagunas, todos los textos escritos alguna vez, todos los saberes constituidos. Pero esta espera de universalidad siempre estuvo acompañada de decepción porque ninguna colección, por rica que fuera, podía dar más que una imagen parcial, mutilada, de la totalidad necesaria. Esta tensión debe inscribirse en la larga historia de las actitudes respecto de la palabra escrita. La primera se sustenta en el temor de la pérdida o la falta. Es esta actitud la que ha gobernado todos los actos tendientes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la busca de textos antiguos, la copia de los libros más preciados, la impresión de los manuscritos, la construcción de las grandes bibliotecas, la compilación de esas "bibliotecas sin muros" que son las colecciones de textos, los catálogos o las enciclopcdias.é" Contra las desapariciones siempre posibles, se trata de reunir, fijar y preservar. Pero la tarea, nunca lograda, está amenazada por otro peligro: el exceso. La multiplicación de la producción manuscrita y luego impresa fue percibida muy pronto como un terrible peligro. La proliferación puede convertirse en caos y la abundancia, en un obstáculo para el conocimiento. Para poder dominarlos, es menester disponer de los instrumentos capaces de seleccionar, clasificar y jerarquizar. Muchos actores han participado de esta tarea de ordenamiento: los autores mismos que juzgan a sus pares ya sus predecesores, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se niegan a publicar), las instituciones que consagran o excluyen y las bibliotecas que conservan o ignoran. Ante esta angustia doble, entre pérdida y exceso, la biblioteca del mañana -o de hoy- puede desempeñar un papel decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica pareció augurar el fin de las bibliotecas. La comunicación a distancia de textos electrónicos hace concebible, si no inmediatamente posible, la disponibilidad universal del patrimonio escrito, al tiempo que hace que la biblioteca ya no sea el único lugar de conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo lector, sea cual fuere su lugar de lectura, podría recibir cualquiera de los textos que constituyan esta biblioteca sin m uros y hasta sin localización, biblioteca en la que estarían
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idealmente presentes, en una forma numérica, todos los libros de la humanidad. El sueño no carece de seducción. Pero no debe extraviarnos. Ante todo, es necesario recordar firmemente que la conversión electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática, no debe significar en modo alguno relegar, olvidar o, lo que es peor aún, destruir los manuscritos o libros impresos que antes eran sus vehículos. Tal vez hoy más que nunca, una de las tareas esenciales de las bibliotecas sea reunir, proteger, clasificar y hacer accesibles los objetos escritos del pasado. Si las obras que difundieron estos objetos se comunicaran y hasta sí se conservaran únicamente en una forma electrónica, existiría el gran riesgo de que se perdiera la inteligibilidad de una cultura textual identificada con los objetos que la han transmitido. La biblioteca del futuro debe ser, pues, ese lugar donde se mantengan el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las formas que le fueron propias y que hoy continúan siéndole mayoritariamente propias. Las bibliotecas deberán ser asimismo un instrumento que permita a los nuevos lectores encontrar su camino en el mundo numérico que borra las diferencias entre los géneros y los usos de los textos y que establece una equivalencia generalizada de su autoridad. Dispuesta a escuchar las necesidades y el desconcierto de los lectores, la biblioteca debe cumplir además una función esencial en el aprendizaje de los instrumentos y de las técnicas capaces de asegurar al menos experto de los lectores el manejo de las nuevas formas de lo escrito. Así como la presencia de Internet en cada escuela no hace desaparecer por sí sola las dificultades cognitivas del aprendizaje de la lectura y de la escritura.é'' tampoco la comunicación electrónica de los textos transmite por sí sola el saber necesario para comprenderla y utilizarla. Muy por el contrario, el lector-navegante de lo numérico corre el serio peligro de perderse en los archipiélagos textuales sin faro ni puerto. La biblioteca puede ser ese faro y ese puerto.P'' Por último, un tercer propósito de las bibliotecas del mañana podría ser reconstituir alrededor del libro las socia-
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bilidades que hemos perdido. La larga historia de la lectura enseña que esta se ha hecho, con el correr de los siglos, una practica silenciosa y solitaria, que cada vez se aparta más de aquellos momentos compartidos alrededor de lo escrito que cimentaron durante mucho tiempo las existencias familiares, las sociabilidades amistosas, las asambleas eruditas o los compromisos militantes. En un mundo en el que la lectura se identifica con una relación personal, íntima, privada, con el libro, las bibliotecas (paradójicamente, puede ser, porque fueron las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio de los lectores ... ) deben multiplicar las ocasiones y las formas para que los lectores tomen la palabra alrededor del patrimonio escrito y de la creación intelectual y estética. De ese modo, pueden contribuir a construir un espacio público fundado sobre la apropiación crítica de lo escrito. Como lo señaló Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son en sí mismas ni buenas ni perversas.v! De ello surge el diagnóstico ambivalente relativo a los efectos de su "reproducción mecánica". Por un lado, esta reproducción permitió alcanzar, en una escala antes desconocida, la "estetización de la política práctica": "Con el progreso de los aparatos que permiten hacer escuchar a un número indefinido de oyentes el discurso de un orador en el momento mismo en que este habla y que permiten difundir poco después su imagen ante un número indefinido de espectadores, lo esencial llegó a ser la presentación del político delante del aparato mismo. Esta nueva técnica vacía los parlamentos como vacía los teatros". Por otro lado, la supresión de la distinción entre el creador y el público ("La capacidad literaria ya no se basa en una formación especializada, sino en una multiplicidad de técnicas, de modo tal que se convierte en un bien común"), la invalidación de los conceptos tradicionales movilizados para designar las obras y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer de la distracción ("El público de las salas oscuras es ciertamente un examinador, pero un examinador que se distrae") son elementos que también abren una alternativa posible. Como reacción a la "estetización de la política", que está al
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servicio de los poderes opresivos, puede oponerse en efecto una "politización de lo estético" que promete la emancipación de los pueblos. Sea cual fuere su pertinencia histórica -sin duda discutible-, este diagnóstico destaca con precisión la pluralidad de los usos que pueden adueñarse de una misma técnica. No existe ningún determinismo técnico que les atribuya a los aparatos mismos una significación obligada y única: "A la violencia que se ejerce sobre las masas al imponerles el culto de un jefe, corresponde la violencia que sufre un aparato técnico cuando se lo pone al servicio de esta religión". Esta observación tiene gran importancia en los debates que suscitó el tema de los efectos que ha ejercido, y continuará ejerciendo en mayor medida en el futuro, la diseminación electrónica de los discursos en la definición conceptual y en la realidad social del espacio público en el que se intercambian las informaciones y se construyen los saberes.V En un futuro que es ya nuestro presente, estos efectos serán los que, colectivamente, sepamos construir. Para bien o para mal. Esa es hoy nuestra responsabilidad común. NOTAS
1. Rcland Barthes, La mort de l'auteur, 1968, en Roland Barthes, Le bruissement de la langue. Essais critiques IV, París, Editions du Seuil, 1984, pp. 63-69. [La muerte del autor, en Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1977.] 2. Véanse Olivier Donnat y Denis Cogneau, Pratiques culturelles des fram;ais, 1973-1989, Ministere de la Culture et de la Communication, París, Editions de La Découverte y La Documentation Francalse, 1990; Olívier Donnat, "Les francais et la lecture: un bilan en demi-teinte", Cahiers de l'économie du livre, ne 3, marzo de 1990, pp. 57-70; Francois Dumontier, Francois de Singly y Claude Thélot, La lecture moins attractive qu'il y a vingt ans, Economie et statistique, ns 233,junio de 1990, pp. 63-75 YFrancois de Singly, Les jeunes et la lecture, Ministere de l'Education Nationale et de la Culture, Direction de l'évaluation et de la prospective, Les dossiers Education et Formations, ns 24, enero de 1993. 3. Sobre las prácticas de lectura (o la ausencia de ellas) de los estudiantes, véanse Francoise Kletz, La lecture des étudiants en sciences humaines et sociales, Cahiers de l'économie du livre, nc 7, 1992, pp. 5-57; Les etudiants et la lecture, con la dirección de Emmanuel Fraisse, París, Presses Univer-
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sitaires de Franee, 1993 y Bernard Lahire, con la colaboración de Mathias Millet y Everest Pardell, Les manieres d'étudier. Enquéte 1994, París, La Documentation Francaise, 1997, pp. 101-151. 4. Christian Baudelot, Marie Cartier y Christine Détrez, Et pourtant ils lisent... , París, Editions du Senil, 1999. 5. Hervé Renard y Francois Rouet, L'économie du livre: de la croissance a la crise, en Leditionfrancoise depuis 1945, con la dirección de Pascal Fouché, París, Editions du Cercle de la Librarle, 1998, pp. 640-737. Véase también Pierre Bourdieu, Une révolution conservatrice dans l'édition, Actes de la Recherche en Sciences Sociales 126/127, marzo de 1999, pp. 3-28. 6. Robert Darnton, The new age of the book, The New York Review of Books, 18 de marzo de 1999, pp. 5-7. 7. D. F. McKenzie, Bibliography and the Sociology ofTexts, The Panizzi
Lectures 1985, Londres, The British Library, 1986, p. 4. 8. Anthony Grafton, Les origines tragiques de l'érudition. Une histoire de la note en bas de page, París, Editions du Seuil, 1998. [Los orígenes trágicos de la erudición. Una historia de la nota de pie de página, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999.] 9. Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse entre science et fiction, París, Gallimard, 1987, p. 79. [Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción, México, Universidad Iberoamericana, 1995.] 10. Acerca de las nuevas posibilidades argumentativas que ofrece el texto electrónico, véanse David Kolb, Socrates in the Labyrinth, en Hyper / Text / Theory, compilador George L. Landow, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1994, pp. 323-344 Y Jane Yellowlees Douglas, Will the most reflexive relativist please stand up: Hypertext, argument and relativism, en Page to Screen: Taking Literacy into Electronic Era, compilador llana Snyder, Londres y Nueva York, Routledge, 1988, pp. 144-161. 11. Hallamos un ejemplo de los vínculos posibles entre demostración histórica y fuentes documentales en las dos formas, impresa y electrónica, del artículo de Robert Darnton, Presidential address. An early information society: News and the media in eighteenth-century Paris, The American Historieal Review, vol. 105, ne 1, febrero de 2000, pp. 1-35 Y AHR web page, www.indiana.eduJ-ahr/. 12. En el caso de la física teórica, véanse, como ejemplos, Josette F. de la Vega, La communication scientifique el la épreuve de l'Internet, Villeurbanne, Presses de l'Ecole Nationale Supérieure des Sciences de l' Information et des Bibliotheques, 2000, particularmente pp. 181-231; en el caso de la filología, José Manuel Blecua, Gloria Clavería, Carlos Sánchez y Joan Torruela (compe.l, Filología e Informática. Nuevas tecnologías en los estudios filológicos, Bellatcrra, Editorial Milenio y Universidad Autónoma de Barcelona, 1999, y I:Imparfait. Philologie électronique et assistance a la interprétation des textes, Actes des Journées Scientifiques 1999 del CIRLEP, publicadas por JeanEmmanuel Tyvaert, Reims, Presses Universitaires de Reims, 2000.
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13. En cuanto a las definiciones del hipertexto y de la hiperlectura, véanse J. D. Bolter; Writing Space: The Computer, Hypertext, and the History of Writing, Hillsdale, Nueva Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1991; George P. Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992, reedición Hypertext 2.0 Being a Revised, Amplified Edition of Hypertext: the Convergence ofContemporary Critical Theory and Technology, Baltimore y Londres, The Johns Hopkíns University Press, 1997; llana Snyder, Hypertext: The Blectronic Labyrinth, Melbourne y Nueva York, Melbourne University Press, 1996, Nichclas C. Burbules, Rhetorics of the Web: Hyperreading and criticalliteracy, en Page to Screen, op. cit., pp. 102-122 Y Antonio R. de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los Libros de Fundesco, 1991, pp. 81-164. 14. Antoine Compagnon, Un monde sans auteurs?, en Oís va le livre? con la dirección de Jean-Yves Mollier, París, La Dipute, 2000, pp. 229-246. 15. Jean Clément, Le e-book est-il le futur du livre?, en Les savoirs déroutés. Experts, documents, supports, regles, valeurs et réseaux numériques, Lyon, Presses de l'ENSSIB et Association Doc-Forum, 2000, pp. 129-141. 16. Pierre LeLoarer, Les substituts du livre: livres et encres électroniques, en Les savoirs déroutés, op. cit., pp. 111-128. 17. Luciano Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, Sellerio Editore, 1986 y Christian Jacob, Lire pour écrire: navigations alexandrines, en Le Pouvoir des bibliotheques. La mémoire des livres en Dccident, con la dirección de Marc Baratin y Christian Jacob, París, Albin Michel, 1996, pp. 47-83. [La biblioteca desaparecida, Gijón, Trea, 1998.] 18. Sobre la técnica de los lugares comunes durante el Renacimiento, véanse las obras de Francis Goyet, Le "sublime" du lieu commun. I:invention rhétorique a la Renaissance, París, Honoré Champion, 1996, de Ann Blair, The Theater of Nature: Jean Bodin and Renaissance Scíence. Princeton, Princeton University Press, 1997 y Ann Moss, Printed Commonplace-Books and the Structuring ofRenaissance Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996. 19. Immanuel Kant, Beantwortung der Frage: Was istAufHirung? ["¿Qué es la Ilustración?, en Kant, l. Filosofía de la Historia, México, Fondo de Cultura Económia, 1978, pp. 95-122.] 20. Estas posibles diferencias aparecen analizadas en Richard A., Lanham, The Electronic World: Democracy, Technology and the Arts, Chicago, University of Chicago Press, 1993, Donald Tapscott, The Digital Economy, Nueva York, McGraw-Hill, 1996 y Juan Luis Cebrián, La red. Cómo cambiarán nuestras vidas los nuevos medios de comunicación, Madrid, Taurus, 1998. 21. Ann Goldgar, Impolite Learning: Conduct and Community in the Repuólic ofLetters, 1680-1750, New Haven y Londres, Yale University Press, 1995. 22. Sobre el correo electrónico, véase Josiane Bru, Messages éphémeres, en Ecrituree ordinaires, con la dirección de Daniel Fabre, París, PO.L., 1993,
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pp. 315-334; Charles Moran y Gail E. Hawisher, The rhetorics and languages of electronic mail, en Page to Screen, op. cit., pp. 80-101 Y Benott Melancon, [email protected]électroniqueet la lettre, Montréal, Editions Fides, 1996. 23. Véase, entre otros autores, James J. O'Donnell,Avatars ofthe Words: From Papyrus to Cyberspace, Cambridge, Massachusetts y Londres, Inglaterra, Harvard University Press, 1998. 24. Véase Peter Jaszi, On the author effect: Contemporary copyright and collective creativity, en The Construction of Authorship: Textual Appropiation in Law and Literature, Martha Woodmansee y Peter Jaszi, (comps.), Durham y Londres, Duke University Press, 1994, pp. 29-56; Jane C. Ginsburg, Copyright without walls? Speculations on literary property in the library of the future, Representations, 42, 1993, pp. 53-73; R. Grusin, What in an electronic author? Theory and the technological fallacy, Configurations, 3, 1994, pp. 469-483. 25. Roger Laufer, Nouveau outils, nouveaux problemes. en Le pouuoir des bibliothéques, op. cit., pp. 174.185. 26. Giambattista Vico, La scienza nuova, lntroduzione e note di Paolo Rossi, Milán Biblioteca Universale Rizzoli, 1994. [Ciencia nueva, Madrid, Teenos, 1995.] 27. Condorcet, Esquisse d'un tableau historique des progree de l'esprit humain, París, Flammarion, 1988. [Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, Editora Nacional, 1980.] 28. Luciano Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, Sellerio Editore, 1986, Christian Jacob, Lire pour écrire: navigations alexandrines, en Le Pouvoir des bíbliothéquee, op. cit., pp. 47-83 Y Roger Chartier, Bibliotheques sans murs, en Roger Chartíer; Culture écrite et socíété. llordre des livres (XIVe_ XVIII' siécle), París, Albin Michel, 1997, pp. 107-131. [Biblioteca sin muros, en Roger Chartier, El orden de los libros. Lecturas, lectores y bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIll, Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 69-89.] 29. Emilia Ferreiro, Leer y escribir en un mundo cambiante, XXVI Congreso de la Unión Internacional de Editores, Buenos Aires, del l Q al 4 de mayo de 2000, Buenos Aires, 2000, pp. 95-109. 30. Robert C. Berring, Future librarians, en Future Libraries, R. Howard Bloch y Carla Hesse (comps.), Berkeley, Los Angeles y Londres, University of California Press, 1995, pp. 94-115. 31. Walter Benjamín, L'oeuvre d'art a l'ere de sa reproductivité technique, 1936, en Walter Benjamin, L'homme, le langage et la culture. Essais, París, DenoellGonthier, 1971, pp. 137-181. [La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, 1936, en Discursos interrumpidos, Madrid, Taurus, 1992.] 32. Geoffrey Nunberg, The places of books in the age of electronic reproduction, Representations, 42, 1993, pp. 13-37.
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EDUCACIÓN E HI8TüRIA*
¿ Cómo se sintió usted cuando recibió la propuesta de ser entrevistado para esta sección de la revista Presenca Pedagógica? La proposición de Presenca Pedagógica me conmovlO y, debo decirlo, también me sorprendió. En efecto, en Francia las fronteras entre las investigaciones sobre la educación y las ciencias sociales, entre ellas la historia, no se suelen franquear tan fácilmente. Además, no existen revistas comparables que pongan a disposición de un público muy amplio de docentes las reflexiones teóricas o los resultados de las investigaciones más recientes. De modo que estoy muy feliz y me siento honrado de que los responsables de la publicación hayan considerado, después de realizar entrevistas a personalidades tan prestigiosas como Emilia Ferreiro o Paulo Freire, que el trabajo de un historiador que, por lo demás, no es un especialista en la época contemporánea, podía interesar a sus lectores y tal vez serles útil para reflexionar sobre los difíciles problemas que afrontan y sobre sus prácticas.
¿Qué opina usted del fenómeno de la alfabetización en Francia yen el Brasil?
* Esta entrevista, realizada por Aparecida Paiva y Aracy Evangelista, fue publicada originalmente en portugués en la revista Presenca Pedagógica (Belo Horizonte) V, 6, enero-febrero 2000, pp. 5-15. 121
En verdad no estoy especializado en esta cuestión, pero lo que puedo decir, en mi carácter de historiador de las sociedades europeas del Antiguo Régimen, es que el proceso de alfabetización tuvo que ver entonces con los diferentes usos de lo escrito. En un artículo, ahora famoso, Jean Hébrard distinguió tres de esos usos: el primero era el que querían las Iglesias deseosas de formar fieles capaces de leer las Sagradas Escrituras o bien, en la tradición católica, la literatura de devoción y de piedad; un segundo uso era el que necesitaban los mercaderes, cuya práctica comercial supone el dominio del cálculo y, por último estaba el uso que hacían de lo escrito los agentes de la construcción del Estado moderno que, para mantener su justicia y su burocracia, necesitaban del archivo, la escritura y la correspondencia. A estas tres demandas de alfabetización corresponde el aprendizaje de tres aptitudes y de tres culturas: la lectura, la contabilidad y la escritura. La escuela del siglo XIX, apoyada por primera vez en el Estado, reunirá estas tres culturas de lo escrito en un mismo proyecto pedagógico. Sería muy interesante ver cómo se desarrollaron estos tres tipos de alfabetización en el contexto brasileño y cómo se operó su asociación en la enseñanza escolar. Si pensamos ahora en la época contemporánea, hay evidentemente una gran diferencia entre el analfabetismo masivo que sufre aún una parte importante de la población brasileña y la condición de iletrados de una fracción de jóvenes -aunque escolarizados- de las sociedades europeas. En este último caso, no se trata de un desconocimiento total de la cultura escrita, sino de la necesidad de leer en voz alta para comprender un texto y la imposibilidad de escribir de otro modo que no sea fonéticamente. Quizá sea interesante señalar que la lectura en voz alta como condición para la comprensión era la práctica corriente casi universal de las personas letradas de la Alta Edad Media. Y hoy ha llegado a ser el criterio mismo de la condición de iletrado. Las dos situaciones constituyen así los extremos del proceso de muy larga duración por el cual las sociedades occidentales entraron en la cultura escrita.
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¿Cuáles fueron las contribuciones de la historia del libro y de la historia de la lectura al desarrollo de la humanidad? Creo que los conocimientos aportados por esas dos esferas de investigación (historia del libro e historia de la lectura) nos ayudan a luchar contra el etnocentrismo espontáneo que nos lleva a creer, sin reflexionar, que nuestras prácticas, nuestros objetos, nuestras categorías intelectuales o estéticas fueron y son las de toda la humanidad. Llegar a comprender que el libro occidental, ya sea el de la Antigüedad grecorromana, ya sea el libro impreso después de Gutenberg, no es más que una de las formas posibles de los soportes de lo escrito o mostrar que la lectura silenciosa y visual que practicamos no siempre fue la modalidad dominante o mayoritaria de la lectura es una buena manera de reubicar en su historicidad propia gestos u objetos cuya universalidad inconscientemente (y erradamente) postulamos. Por otra parte, examinando retrospectivamente los procesos de larga duración que produjeron, en ciertas civilizaciones al menos, una importante alfabetización, una amplia circulación de los objetos impresos y que una vasta parte de la sociedad recurriera a la escritura, la historia del libro y de la lectura puede ayudarnos a reflexionar sobre las necesidades y las tareas del presente y a tomar una justa medida, ni ingenuamente optimista, ni trágicamente nostálgica, de la revolución que afecta hoy los modos de producción y de transmisión de la cultura escrita. Me refiero, por supuesto, a la revolución del texto electrónico.
¿Cuál es el significado de ciertos conceptos de la historia cultural tales como historia de las mentalidades, prácticas culturales, representaciones? Es posible comprender estos diferentes conceptos como indicadores de la trayectoria de la historia cultural. La noción de mentalidades dominó la historia cultural francesa desde la década de 1960. Designaba a la vez los instrumentos del conocimiento, las herramientas mentales y las formas de
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sensibilidad y afectividad. Para ciertos historiadores (tales como Lucien Febvre o Jacques Le Goff), la mentalidad debe entenderse como el conjunto de las categorías psicológicas e intelectuales comunes a todos los hombres y mujeres de una misma época. Para otros, por ejemplo Robert Mandrou, la mentalidad caracteriza a cada grupo social o profesional en su especificidad. En la década de 1980, este concepto sufrió duras críticas, por ejemplo, por parte de Carlo Ginzburg o Geoffrey Lloyd. Y ello se debió a dos razones. Por un lado, la noción de mentalidad supone implícitamente que los individuos que pertenecen a un grupo o a una sociedad movilizan un sistema único de racionalidad, cuando en realidad, según las circunstancias y las necesidades, recurren a diferentes lógicas. Por otro lado, es una noción que anula las formas singulares e inventivas del pensamiento, del comportamiento y de la apropiación en favor de las repeticiones y las inercias de lo colectivo. Por ello, en estos últimos años, este concepto se utiliza menos y la historia cultural se ha redefinido teniendo en cuenta dos categorías asociadas: práctica y representación. Esta última permite designar tres registros distintos, aunque relacionados de la experiencia histórica: las representaciones colectivas sobre las que se funda la manera en que los miembros de una misma comunidad perciben, clasifican y juzgan; las representaciones entendidas en el sentido de los diferentes signos o "performances" simbólicos encargados de hacer ver y hacer creer la realidad de una identidad social o la potencia de un poder; por último, la representación concebida como la delegación a un representante, individual o colectivo, de la coherencia y la permanencia del grupo o de la comunidad. El concepto de representación permite, pues, comprender la relación dinámica que articula la internalización que hacen los individuos de las divisiones del mundo social y la transformación de tales divisiones en virtud de las luchas simbólicas cuyos instrumentos y apuestas son las representaciones y las clasificaciones de los demás y de uno mismo. En mi opinión, la noción de práctica es inseparable de la de representación, en la medida en que designa las conductas
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ritualizadas o espontáneas que, acompañadas o no de discurso, manifiestan (o revelan) las identidades y hacen reconocer el poder. La noción de práctica designa así las representaciones concretadas en la inmediatez de las conductas cotidianas o en el ordenamiento de los ritos sociales.
¿Cuáles son las contribuciones de esos conceptos a las investigaciones en el ámbito de las ciencias humanas? ¿Y particularmente a las investigaciones en el Brasil, un país de diversidades? La noción de práctica entendida como la manera en que los individuos, las comunidades o las clases manejan los códigos, los textos o los objetos permite evitar dos escollos que aparecen a menudo en las ciencias sociales. Por una parte, recuerda que los dispositivos en que se fundan las dominaciones (sean estas políticas, sociales, étnicas, sexuales o de otro tipo) nunca suprimen por completo el espacio propio de la apropiación que puede desplazar, reformular, subvertir lo que está impuesto: un sistema de restricciones, una autoridad social, el sentido de un texto, etc. Como sostenía Michel de Certeau, las tácticas de los más débiles siempre pueden limitar o modificar los efectos que procuran producir las estrategias de los poderosos. La partida, por supuesto, no es equitativa, pero siempre que haya prácticas de control, de vigilancia, de disciplina, se oponen, de manera más o menos eficaz, según las circunstancias, otras prácticas que expresan distancia o resistencia. Al recordarme que el Brasil es un país de diversidades, creo que ustedes justifican la pertinencia del empleo de un concepto como el de la práctica que apunta justamente a dar cuenta de las apropiaciones diferenciadas, desiguales y conflictivas de los códigos, las reglas, los mensajes compartidos. Por otra parte, el concepto de práctica nos lleva a controlar los efectos que produce la relación que mantenemos -en nuestra condición de investigadores, de docentes y de intelectuales- con el mundo social. Este no es solamente un universo de discursos y de textos. Se va construyendo, a cada instante, en virtud del entrecruzamiento de prácticas sin discurso, de
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gestos hechos sin pensar, de conductas automáticas yespontáneas. Contra lo que Pierre Bourdieu designó como una relación "escolástica" con la realidad, característica de una posición desinteresada, distanciada y discursiva, tenemos que pensar en las lógicas propias de las prácticas que no son las que rigen el enunciado de los discursos sobre el mundo. De ello se deriva, evidentemente, la dificultad del trabajo científico que debe, si puedo decirlo así, "escribir las prácticas" a fin de comprenderlas, de producir y transmitir su conocimiento, sin dejar de postular que estas prácticas son irreductibles a todos los discursos que procuran objetivarlas.
¿Cómo enfoca hoy la historia cultural las relaciones entre cultura erudita y cultura popular? Los trabajos de historia cultural permitieron identificar claramente dos grandes modelos de descripción y de interpretación de la cultura popular. El primero, etnológico, la concibe como un sistema simbólico coherente y autónomo, cerrado en sí mismo, independiente. El segundo modelo, sociológico, percibe la cultura popular principalmente en sus dependencias y en sus carencias respecto de la cultura dominante y la define haciendo hincapié en la la distancia que la separa de la legitimidad cultural de la que carece. Este contraste entre dos perspectivas contradictorias dio fundamento a todos los modelos cronológicos que opusieron una supuesta edad de oro de la cultura popular y un tiempo de censuras y de controles que la descalifican y arrasan con ella. Muchos historiadores han querido situar el momento de tal ruptura en la primera mitad del siglo XVII. Hoy semejante visión y semejante cronología ya no se aceptan tan fácilmente. Por un lado, los diferentes medios que componen una sociedad comparten, más de lo que se suele admitir, los mismos códigos, las mismas creencias, los mismo textos, leídos o escuchados. De modo que lo importante es, no tanto calificar como "popular" una cultura, una religión o una literatura, siempre compuesta de elementos de origen y de naturaleza diversos, sino, antes bien, comprender cómo
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los miembros de las diferentes comunidades reciben, comprenden y manejan de diversas maneras las normas, los modelos, los objetos (escritos o no) que circulan en toda una sociedad. Por otra parte, los dos modelos de inteligibilidad de la cultura popular son sin duda menos contradictorios de lo que se piensa. Toda práctica "popular" se inscribe en un orden de la legitimidad cultural que le impone una representación de su propia indignidad y se organiza a partir de su propia coherencia simbólica. De ahí la distinción entre tres definiciones no contradictorias de la categoría de "popular". En primer término, esta categoría califica las producciones y las prácticas culturales de los medios sociológicamente caracterizados como populares: obreros, artesanos, campesinos, etc. Luego, indica los códigos, los sistemas de representaciones, los textos y los espectáculos compartidos por todos los medios o todas las clases que componen una sociedad. Finalmente, designa, de manera más trivial, lo que tiene éxito y llega a un público amplio. Sólo jugando con estas tres significaciones, que no encierran las producciones y las prácticas culturales en una única definición, puede desarrollarse un enfoque menos rígido y más complejo de la cultura popular.
¿Qué significa exactamente la expresión según la cual el consumo cultural es en realidad una producción cultural? ¿ Qué consecuencias tiene este concepto en la educación básica? Su pregunta nos remite a la reflexión de Michel de Certeau que en L'inuention du quotidien escribió: "A una producción racionalizada, expansionista y al mismo tiempo centralizada, estrepitosa y espectacular, corresponde otra producción, calificada como consumo; esta es astuta, dispersa, pero se insinúa permanentemente, silenciosa y casi invisible, porque se caracteriza, no por productos propios, sino por las maneras en que emplea los productos impuestos por un orden económico dominante". Concebir el consumo cultural, la recepción de los textos, las imágenes, los códigos y las normas como "otra
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producción" ofrece un útil contrapeso a todas las perspectivas que, con excesiva precipitación, llegaron a la conclusión de que los poderosos medios modernos sometían totalmente los pensamientos y las conductas. La imposición de modelos culturales nunca anula por completo la creatividad de la recepción y de la apropiación. Para aplicar este concepto al universo escolar, es menester recordar que los contenidos enseñados no se inscriben en el espíritu de los niños como si este fuera de "cera blanda", según una imagen cara a la pedagogía antigua. En función de su herencia cultural o, con más frecuencia, de la ausencia de tal herencia, en función de las primeras experiencias vinculadas con su medio familiar, en función de sus disposiciones individuales, los niños se apropian de lo que se les enseña movilizando categorías que son inherentes a su ser social. Esto no equivale a decir que la transmisión de los aprendizajes y los saberes deba abandonar el proyecto de una educación común para todos, sólo implica (me atrevo a decir) que los docentes deben transformarse en sociólogos para comprender cómo las mismas enseñanzas pueden recibirse de diferentes maneras.
los efectos que produce este control de la cultura por parte de la empresa capitalista. De modo que, en la medida de lo posible, es menester combatirlo. Pero, al mismo tiempo, hay que cuidarse de llegar con excesivo apresuramiento a la conclusión de que los consumidores aceptan pasivamente la ideología que conlleva y transmite la industria cultural. Los estudios hechos sobre la apropiación de una serie como Dallas o de lo que en los Estados Unidos se llaman "romances" (es decir, las novelas sentimentales destinadas a un público femenino) muestran que siempre existe una desviación entre los modelos impuestos y la construcción de la significación. Hasta puede ocurrir que la apropiación contradiga el sentido que se pretendía transmitir; por ejemplo, la invención de otras existencias femeninas posibles sobre la base de la lectura de las "novelas rosas" que, sin embargo, refuerzan todos los estereotipos de la dominación masculina y de los roles asignados a las mujeres. Como si la lectura, que aparta a la lectora de su mundo familiar, importara más que lo leído, como si ella viviera este acto de libertad como una posible promesa de emancipación.
¿Cómo percibe la industria cultural actual?
¿Qué opina de la polémica que desató la idea del fin del objeto libro frente a los medios? ¿ Qué implicaciones tiene la producción electrónica en el plano de la edición y la autoría? ¿Yen el plano del consumo y de la educación de masas?
Mi percepción se aproxima mucho a la que desarrollaba Michel de Certeau. Por un lado, el riesgo o, antes bien, la realidad de hoy está representada por la confiscación que han hecho las más poderosas empresas del comercio cultural de los grandes medios modernos (la prensa, el cine, la televisión, Internet). Ya conocemos todos los efectos desastrosos que provoca esta situación: la imposición de un modelo cultural único, la marginación de todos los idiomas que no sean el inglés, la adaptación de los contenidos a las supuestas expectativas del público más amplio, la "guetización" de las creaciones consideradas de elite, etc. La mayor parte de los programas de los canales de televisión del mundo, la hegemonía de la industria cinematográfica norteamericana, las evoluciones de la edición son, entre otras, tristes ilustraciones de
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En primer lugar, me parece que la revolución electrónica no significa por sí misma la muerte del libro o del lector. A diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, que transmiten imágenes, las de los ordenadores están invadidas de textos: los del e-mail, los de los CD-Rom, los de los bancos de datos, etc. Ya no se trata pues de oponer lo escrito a la pantalla, sino de comprender cómo se instala lo escrito en la pantalla. Por otra parte, no debemos olvidar que un libro no es necesariamente el objeto que conocemos y manejamos, con sus cuadernillos, sus hojas, sus páginas, su encuaderna-
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ción, etc. El libro de la Antigüedad, con sus rollos, los libros chinos, los codex mexicanos prehispánicos también son libros, sólo que organizados según otra materialidad que la del libro que aparece en Occidente en los siglos II y III de nuestra era. ¿Por qué no pensar entonces en que sea posible la existencia de un "libro electrónico"? Lo importante es, pues, no lamentarse por la muerte del libro (que de todos modos, subsistirá durante largo tiempo en la forma que aún tiene), sino comprender las posibilidades y las restricciones inéditas que impone la transmisión electrónica de lo escrito, sea cual fuere su forma. La originalidad de nuestro presente estriba sin duda en que las distintas revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado ocurrieron separadamente, hoy se manifiestan en forma simultánea. La revolución del texto electrónico es, en efecto, una revolución de la técnica de producción y de reproducción de los textos, pero también una revolución del soporte de lo escrito y una revolución de las prácticas de lectura. Todo esto modifica radicalmente la noción de contexto y, al mismo tiempo, el proceso de construcción del sentido, al sustituir la proximidad física, que reúne los diferentes textos copiados o impresos en un mismo objeto, por una distribución móvil de los textos en las arquitecturas lógicas que gobiernan las bases de datos y las colecciones digitalizadas. Por lo demás esta nueva distribución redefine la "materialidad" de las obras, porque desanuda el lazo inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene y le ofrece al lector -y no ya al autor o al editor- el dominio de su composición, de sus divisiones y la apariencia misma de las unidades textuales que ahora el lector maneja a su gusto. Finalmente, al leer en la pantalla, el lector contemporáneo recupera un aspecto de la postura del lector de la Antigüedad pero, y la diferencia no es menor, lee un rollo que se despliega verticalmente y que posee referencias propias de la forma que tuvo el libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índices, etc. La superposición de estas dos lógicas, en realidad, define una relación con el texto completamente original. Estas son transformaciones profundas que piden con urgencia una reflexión capaz de dar cuenta de la brecha hoy
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manifiesta y cada vez mayor que separa el repertorio de las nociones que manejamos para describir u organizar la cultu~a e~crita y las nuevas maneras de escribir y de leer que I~phca el modo electrónico de producción, difusión y apropiacion de los textos. Ha llegado pues el momento de redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor), filosóficas y estéticas (originalidad singularidad creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacio~ n.~l) o .bi?liot~conómicas (catálogos, clasificación o descripcion bibliográfica) que fueron concebidas y construidas en relació~ con una cultura escrita cuyos objetos eran por completo diferentes de los textos electrónicos.
¿Cómo analiza usted el concepto de la imagen entendida como texto? Comprender en los diferentes momentos históricos las m~dalidades de esta relación supone distinguir entre los
?bjetos que transmiten a la vez textos e imágenes (libros Ilustrados, periódicos, revistas, soportes multimedia, etc.) y aquellos qu~ son vehículos de un lenguaje o del otro (libros sin ilustraciones, cuadros, filmes, etc.), Aquí se presentan tres in~e~rogantes fundamentales. Por un lado, ¿cuáles son las posibilidades o las limitaciones propias de cada una de las té~nicas que pe~miten asociar en un mismo objeto o en una misma superficie texto e imagen? En el libro impreso por ejemplo, el.grabado en madera, la estampa sobre cobre o: más t~rde, el htograbado o el fotograbado implican modos muy diferantas de coexistencia de imágenes y textos en la página y en e~ l~~ro. Otra p~egunta que debemos hacernos es ¿cómo se concihió y se concibe hoy la relación entre los dos lenguajes? ¿Son dos maneras de comunicar los mismos enunciados con medios diferentes? Allí reside la certeza que fundamentó el uso de las imágenes en la tradición cristiana. ¿O bien se considera que la imagen muestra sincrónicamente, en su simultaneidad, los gestos que el texto sólo puede presentar en la sucesión de su orden lineal? Esta es la razón que impulsó a recurrir a las láminas en la Enciclopedia de Diderot y de d'Alembert.
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Finalmente, aun cuando esté bien establecida la certeza de la heterogeneidad de los dos lenguajes, siempre están presentes la tentación de hacer imágenes partiendo de las palabras (toda la tradición pictórica occidental se une así hasta el siglo XIX a un corpus textual, cristiano, antiguo o moderno) y la necesidad de hacer textos partiendo de las imágenes, aunque sólo sea para hacérselas "ver" a quienes no pueden verlas (es el caso de la crítica de arte, los relatos de viaje, las guías urbanas). Esta doble conversión, imposible y obligada, está en el corazón mismo de la obra (aún muy poco conocida en el Brasil) de mi estimado colega y amigo, lamentablemente fallecido, Louis Marin. De modo que la idea de "la imagen entendida como texto" sólo puede considerarse metafóricamente, en la medida en que las lógicas que gobiernan su producción, tanto como su desciframiento, no son idénticas a las que gobiernan las mismas operaciones en el caso de los discursos. En líneas generales, me parece peligroso aplicar las nociones propias de la textualidad ("leer", "lectura", "libro") a otras prácticas simbólicas (la imagen, el rito) o a otras realidades (el paisaje, la ciudad).
¿Cómo analiza usted la relación limítrofe entre historia y literatura ? Para mí, la relación entre historia y literatura es doble. Por un lado, se trata de definir las categorías e instrumentos que nos permiten ubicar cada creación literaria en el contexto y las formas históricas de su transmisión y recepción. Quisiera subrayar que, en mi opinión, no hay ninguna contradicción entre un enfoque sociohistórico de la circulación y de la apropiación de las obras y un análisis de sus géneros, sus formas y sus temas. Podría citar, a modo de ejemplo, el trabajo que desarrollé y que desarrollo sobre las formas de publicación de las obras teatrales en la Europa de los siglos XVI y XVII. Lo importante es comprender cómo las obras mismas construyen sus intrigas y sus tramas partiendo de referencias a las prácticas del mundo social, pero también
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de qué manera la "materialidad del texto", es decir, las formas mismas de su edición en la página o de su representación en el escenario, definen públicos, determinan significaciones, interpretan la obra. Una perspectiva de este tipo lleva a dilucidar una doble historicidad de los textos, la que les llega de las categorías de asignación, de designación y de clasificación de los discursos propios de su época y de su lugar y la que corresponde a las formas mismas de su publicación. Pero hay otra relación entre literatura e historia que invierte los términos, puesto que se trata, no ya de proponer una comprensión histórica de las obras, sino de captar de qué modo la ficción misma designa las modalidades variables de su producción y de su circulación. Veamos, también a modo de ejemplo, dos textos de Borges que señalan con agudeza fulgurante dos problemas esenciales de la historia de la literatura. En "Borges y yo", publicado en El Hacedor, las figuras múltiples de la relación entre el autor como construcción social y función del discurso y el yo íntimo, secreto, singular o que se concibe como tal del que escribe, conduce a una formulación densa y sutil de las formas y de los efectos de la asignación de las obras a un nombre propio, el nombre del autor. El cuento "El espejo y la máscara", publicado en El libro de arena, puede leerse como una experimentación poética de la transformación de una "misma obra" -en este caso una oda de alabanza en honor de un rey irlandés triunfantea medida que cambia la norma que rige su estética, su forma de transmisión, la identidad de su público y la relación que supone entre las palabras y las cosas. El cuento obliga a pensar de manera original las restricciones múltiples que gobiernan el orden del discurso. En ambos textos, la ficción narrativa pone a prueba las categorías espontáneas del historiador (o del lector) ante la literatura.
¿ Qué considera usted fundamental para incentivar el gusto por la lectura, o incluso el "hábito de lectura", en el proceso de formación de lectores en los diversos niveles sociales? En realidad, no soy un experto para responder a esta
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pregunta, pero me parece que para incitar a la lectur~ hay que evitar dos posiciones extremas: ya se~ conslder~r ?lgnos de ser leídos únicamente los textos y los generos canomcos de la cultura clásica, ya sea, a la inversa, estimar que todas las lecturas son equivalentes. El camino, estrecho pero fundamental, es el que conduce desde las prácticas mismas, las lecturas "indignas", salvajes, a una relación más enriquecedora con las obras profundas y densas. La escuela tiene la principal responsabilidad en esta tarea, pero no debería ser la única institución comprometida en cumplirla. Los grandes medios de comunicación (prensa de amplia difusión, importantes cadenas de radio o de televisión) deberían cumplir también su parte en esta promoción de la lectura. Desgraciadamente, las evoluciones recientes no dan gran lugar al optimismo ... La parte que se dedica a los programas que podrían constituir incitaciones a la lectura es cada vez menor. Estos programas están encerrados en verdade~os guetos culturales que, a diferencia de los otros gu~tos, dejan entrar a los mejor dotados y excluyen a la mayoria. Es responsabilidad de los poderes públicos obligar a las empresas que controlan la industria cultural a dedicar una parte del tiempo de mayor audiencia a programas capaces de despertar el gusto por la cultura escrita y de formar ~n hábito de lectu;a. La privatización a ultranza de los medios de comumcacion, así como la busca de beneficios inmediatos por parte de los grupos que los poseen son obstáculos importantes pa~a realizar una tarea de este tipo. De modo que hay que obligar al poder público a imponer reglas y objetivos y sobre todo, a controlar que realmente se respeten.
¿Cuántas veces estuvo ya en Brasil? ¿Cuáles son los intereses de investigación que lo atraen a este país?
lo esencial de mi enseñanza y de mi trabajo en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Lo que nos une es una misma manera de practicar la historia cultural, atenta a las interrogaciones metodológicas y teóricas, pero también muy sensible a los objetos y a las prácticas. No es pues una casualidad que la historia del libro, de la lectura, y de un modo más general, de la cultura escrita hayan experimentado una expansión paralela en Francia y en el Brasil. Para mí, conocer los resultados de numerosas investigaciones llevadas a cabo en estos campos de estudio en el Brasil es una buena manera de percibir de un modo diferente las realidades, similares o diferentes, que caracterizan a las sociedades occidentales en la era moderna y en los tiempos contemporáneos. Pienso, particularmente, en los trabajos sobre la literatura de cordel, las prácticas de lectura o los folhetines. También tuve la ocasión de escribir dos prólogos para dos excelentes trabajos de investigación; el de Margareth Brandini Park (ya editado) sobre los almanaques publicados y distribuidos por las empresas farmacéuticas y el de Lilian Maria de Lacerda (de próxima aparición) sobre las prácticas de lectura femeninas, según las autobiografías escritas por brasileñas nacidas en la segunda mitad del siglo XIX. La riqueza y la diversidad de estos hallazgos dan una bella imagen de la vitalidad de la investigación brasileña y, es más, muestran que una perspectiva histórica puede ayudarnos a pensar y formular más adecuadamente los difíciles problemas del mundo contemporáneo, empezando por aquellos que nos plantean los desafíos de la alfabetización y la escolarización. Esta es una buena manera de tranquilizar a los historiadores que, como yo, siempre se interrogan sobre la utilidad social de su trabajo.
Tuve la suerte de viajar cuatro veces al Brasil para participar de coloquios y congresos. Cada vez, me sentí sorprendido por las estrechas convergencias que existen entre los temas y las perspectivas de investigación desarrolladas en el Brasil y las que constituyen 134
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EL MANUSCRITO EN LA ERA DE
LA IMPRENTA*
En este ensayo quisiera proponer algunas reflexiones sobre el lugar que ocupa el manuscrito, en cualquiera de sus formas, en la era de la imprenta. En efecto, son numerosos los trabajos que en los últimos años han renovado profundamente nuestra perspectiva del modo como sobrevivió la escritura a mano después de Gutenberg. Yesos trabajos obligan a los historiadores de la cultura impresa a hacer una doble revisión. Lo que en primer lugar hacen estas investigaciones es oponer a la afirmación de la heterogeneidad radical entre dos modalidades de reproducción de textos y de producción de libros -a mano e impresos-, las continuidades de la "cultura gráfica". La noción, tal como la define Armando Petrucci, designa, en un tiempo y un lugar determinados, el conjunto de los objetos escritos y de las prácticas que dieron origen a esos objetos. Este concepto restablece, pues, los vínculos existentes entre las diferentes formas de la escritura: manuscrita, epigráfica, pintada o impresa. E identifica la pluralidad de los usos (políticos, administrativos, religiosos, literarios, privados, etc.) que se le asignan a lo escrito, en sus diversas materialidades. Hay muchas formas posibles de entrar en la cultura gráfica de una época. La primera de ellas da preferencia a un tipo particular de escritura. Y ese es el camino que eligió
* Este ensayo desarrolla el texto de una conferencia dictada en la Université de Créteil el 15 de mayo de 1998 y publicada en la revista La Lettree/andestine ns 7,1998, pp. 175-193. 137
Armando Petrucci en La scrittura al atenerse a las escrituras monumentales, o "expuestas", que fueron colocadas en el interior o en el exterior de edificios públicos y estaban destinadas a una lectura colectiva, hecha a cierta distancia.' Estas escrituras de ostentación eran numerosas en las ciudades romanas antes de desaparecer, con el reflujo de la cultura escrita, en las ciudades de la Alta Edad Media. Petrucci muestra, en primer lugar, cómo en la Italia de los siglos XI a XIII, tales escrituras volvieron a conquistar los muros de las iglesias y depués los de los edificios comunales. Más tarde, entre los siglos xv y XVI, los artesanos que las graban recuperan las letras antiguas (es decir, las grandes mayúsculas de las inscripciones romanas) en tanto que los príncipes que ordenan hacerlas desarrollan ambiciosos programas epigráficos, entre los cuales el más grandioso fue sin duda el que desarrolló el papa Sixto V en Roma. Este programa vinculó una transformación profunda del tejido urbano, atravesado de grandes vías rectilíneas y de plazas geométricas, con la edificación de monumentos (pórticos, arcos de triunfo, obeliscos, fuentes, etc.) cuyos muros pudieran recibir numerosas inscripciones y una innovación gráfica. Esta se debió a la mano de Luca Orfei, uno de los copistas de la Biblioteca Vaticana y de la Capilla Sixtina, discípulo del calígrafo Francesco Cresci, quien dio una interpretación original y elegante a las mayúsculas romanas, las litterae sixtinae. En la época barroca, la escritura monumental pública se hizo más discreta: en Roma, por ejemplo, no aparecía ni en la plaza N avona, ni en la plaza San Pedro. La "epifanía gráfica" del siglo XVII encuentra otros soportes: los monumentos funerarios construidos en el interior de las iglesias, las escrituras sobre madera, sobre cartón o sobre telas colocadas en las arquitecturas efímeras que son los elementos esenciales de las fiestas y de las ceremonias; pero también los libros de lujo y de gran tamaño que llegan a ser verdaderos "libros epigráficos". Al romper con la tradición clásica, estas escrituras monumentales de un género nuevo inventan formas menos rígidas de organizar el espacio gráfico sobre la piedra; juegan con los contrastes de colores y apelan sobre todo a los trompe l'oeil que inscriben las letras sobre materiales simulados: así
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aparecen falsos tejidos esculpidos sobre la piedra o falsos mármoles grabados sobre las páginas impresas. El retorno al orden de finales del siglo XVIII halla inspiración en el corpus de inscripciones antiguas que entonces se publican, incluidas l~s falsas. Las mayúsculas pomposas neoclásicas como las dibuja Piranesi y como las propone Bodoni a la tipografía habrían de constituir durante mucho tiempo la escritura preferida del gusto burgués, homogéneo en todas sus manifestaciones gráficas. Las escrituras monumentales tienen pues como función primaria manifestar la autoridad de un poder, dueño del espacio gráfico, o la potencia de un linaje o de un individuo suficientemente rico y poderoso para hacer grabar su nombre en la piedra o el mármol. A menudo son inscripciones imposibles de leer: situadas demasiado alto y a veces disimuladas por la arquitectura, no pueden ser descifradas por quienes pasan ante ellas; escritas en latín, no pueden ser comprendidas por aquellas personas, numerosas, que no dominan más que la lengua vulgar. Pero su sola presencia significa la soberanía y la gloria. No obstante hay otros usos de las escrituras expuestas que no respetan la norma estética y gráfica dominante en su época. Redactadas en lengua vulgar, mezclando mayúsculas y minúsculas, ignorando las reglas impuestas por los profesionales de la escritura (los maestros escribientes, los amanuenses de las cancillerías, los sabios calígrafos), estas inscripciones "sin méritos" aparecen por todas partes entre los siglos XVI y XIX: en los santuarios con los cuadros de ex voto o las piedras conmemorativas de las corporaciones, en las calles con los letreros de las tiendas, los anuncios manuscritos en los carteles infamantes o hasta en las casas particulares: grabadas en las puertas y ventanas, en los muebles y los objetos cotidianos. Sus modelos proceden de las estampas y de los libros "populares" que llenan los fardos de los vendedores ambulantes. Traducen las aspiraciones de una población semianalfabeta que les disputa a los nobles y a los poderosos su monopolio de la escritura visible. Si las escrituras expuestas son uno de los instrumentos utilizados por los poderes y las elites para enunciar su dominio -y provocar la adhesión-e,
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también son una manera que tienen los más débiles de afirmar su existencia o de expresar su protesta.s Otra manera de entrar en la cultura gráfica consiste en elegir un tipo de escritura definida, no por su forma particular, sino por su temática. Esto es lo que ocurre en otro libro de Armando Petrucci, Le scritture ultime, donde se hace un inventario, que abarca un largo período, de las prácticas de escritura y las producciones escritas destinadas a perpetuar el recuerdo de quienes ya no están a Como en la obra anterior, en esta Petrucci dedica la mayor parte del libro a las escrituras "expuestas", inscriptas en los monumentos funerarios, grabadas en la piedra, destinadas a una lectura pública, pero amplía la indagación a otras formas de la memoria escrita de los muertos, tales como necrológicas monacales, los libros de familia, las recopilaciones de epitafios, o los "trenos" poéticos y musicales. Construida partiendo de la menor o mayor extensión del "derecho a la muerte escrita", la cronología de Petrucci marca, en primer término, la gran ruptura que sobreviene en la Alta Edad Media. Antes, en las ciudades de la Grecia clásica, en el Imperio Romano pagano como en el cristianismo primitivo, la epigrafía funeraria no era un atributo exclusivo de las elites; se extendía a las clases intermedias y a los individuos más favorecidos de los medios populares. Pero, a partir del siglo VII, un proceso doble priva a los muertos comunes de la memoria escrita. El epígrafe funerario se concentra desde entonces en las iglesias y sólo corresponde a los poderosos, clérigos o laicos. La reconquista de una "muerte escrita" para una población que se va ampliando con el transcurso de los siglos es un proceso de larga duración que se articula alrededor de algunos momentos importantes. En el siglo XIII, al tiempo que se honra a la elite intelectual de los profesores universitarios mediante monumentos semejantes a los que hasta entonces estaban reservados a los nobles, los comerciantes, que ya entraron en la cultura escrita, registran los nombres de los difuntos en los libros de familia. En el siglo XVI, la escritura literaria de la muerte produce el éxito de nuevos géneros impresos: las colecciones de inscripciones funerarias, los 140
libros de epitafios, las poesías fúnebres. Finalmente, en el siglo XVIII, en los cementerios protestantes, las estelas traen a la memoria de los vivos a muertos modestos, mercaderes y artesanos, en tanto que en países católicos, el desplazamiento de los cementerios y las tumbas fuera de los muros de las ciudades multiplica los espacios abiertos a la epigrafía funeraria. Pero, evidentemente, las guerras modernas (la Guerra de Secesión primero y luego las dos guerras mundiales) son el gran factor de la democratización de la muerte escrita, al asociar al lugar de la sepultura la inscripción del nombre del difunto. Por último, abandonando un enfoque morfológico o tipológico basado en el estudio de largos períodos, la reconstitución de la cultura gráfica puede hacerse en una perspectiva microhistórica y abarcar, durante un período más limitado y en un solo lugar, la totalidad de las producciones y las prácticas de la escritura. Esto es lo que hizo Antonio Castillo Gómez tomando el caso de Alcalá de Henares entre 1450 y 1550 Y distinguiendo en él tres repertorios.t Las escrituras de los poderes -monárquico, eclesiástico y municipal- son múltiples, escritos conservados o efímeros, archivados, como los registros y los censos, o expuestos, como los carteles clavados en las puertas de las iglesias o situados en lugares destinados a tal efecto.P Las escrituras de lo privado y de lo cotidiano tienen otras formas: libros de cuentas, inventarios, cartas, billetes, etc. A partir del siglo XVI, la abundancia de papeles manuscritos descriptos en los inventarios que se hacían después de las defunciones da idea de la importancia y la frecuencia que tuvieron." La producción del libro, manuscrito o impreso, constituye el tercer registro de la presencia de la cultura escrita en la ciudad. El estudio monográfico da así la medida justa de las circulaciones o de las hibridaciones que existen entre las diferentes formas de lo escrito. Hablamos de circulaciones porque son numerosos los manuscritos copiados de una obra impresa que a su vez imitaba la escritura y la compaginación del libro manuscrito origina!. Y decimos hibridaciones porque, desde el Renacimiento, las administraciones del Estado o de la Iglesia, utilizan formularios preimpresos que luego completan 141
los sacerdotes, los notarios o los secretarios. Los cuestionarios enviados a los corregidores a fin de reunir las informaciones necesarias para elaborar las Relaciones Geográficas en la España de Felipe IF o las cartas de matrimonio utilizadas en los siglos XVI y XVII en el rito, tal como se lo practica en varias diócesis en el Sur de Francia.t' son ejemplos de estos objetos mixtos en los cuales una o varias manos completaban los espacios dejados en blanco por la composición impresa. .La segunda revisión que obligan a realizar los trabajos recientes sobre la cultura gráfica pone en tela de juicio la oposición radical entre print culture y scribal culture. En contra de la idea demasiado simple de que la primera sustituyó a la segunda, se ha llamado la atención sobre la importancia que mantuvo la publicación manuscrita en la era de la imprenta incluso hasta el siglo XIX y hasta el xx. Esta es la perspectiva que muestra Fernando Bauza Alvarez en el libro que dedicó a la civilización escrita europea de los siglos xv, XVI y XVII 9 o la de Daniele Marchesini en su obra sobre los usos políticos y sociales de la escritura en la Italia moderna. 10 Y es la misma en la que se basan las dos obras de Harold Love-! y H. R. Woudhuysen.I'' . El I~bro de Harold Lave propone una doble tipología. La tipología de los géneros, cuya circulación continúa siendo en gran medida -y hasta mayoritariamente- manuscrita en la Inglaterra del siglo XVII, distingue tres repertorios: los textos políticos (discursos y declaraciones parlamentarias, publicados en forma de "separatas", relaciones de sucesos y sátiras), los libros poéticos que reúnen las obras de un poeta o de varios, 13 y las partituras musicales destinadas a los músicos de los consorts (grupos de instrumentistas y cantantes). La tipología de las formas de publicación manuscrita identifica también tres modalidades, sin fronteras impermeables entre una y otra: authorial publication, entrepreneurial publication y user publication.
La "publicación de autor" pone en circulación los textos en manuscritos que han sido copiados o corregidos por el escritor. Esta práctica, que tiene su origen medieval en la voluntad de ciertos autores -por ejemplo, Capgrava-s o Petrarca-!" de controlar la forma misma dada a sus obras, se refuerza
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durante los siglos xv y XVI, cuando se toma aguda y triste conciencia de las corrupciones introducidas por la imprenta. Esta se percibe a menudo como triplemente corruptora: deforma la letra de los textos, alterados por los errores de componedores poco hábiles; destruye la ética desinteresada de la República de las Letras al entregar las composiciones de los humanistas, los poetas y los eruditos a libreros codiciosos y deshonestos; destruye la verdadera significación de las obras proponiéndoselas a lectores ignorantes, incapaces de comprenderlas correctamente. De ahí la desconfianza que despierta el libro impreso y la preferencia por la publicación manuscrita que permite un control más riguroso del texto, de su circulación y de su interpretación.l" Esta elección es también la que hacen numerosas mujeres escritoras que, de ese modo, pueden sustraer más fácilmente sus obras a la exposición pública. Y, aun cuando la impresión del texto sea necesaria o deseada, el autor elige la práctica manuscrita para los ejemplares de presentación que ofrece al príncipe o a los grandes de quienes recibe, o espera, protección.!? En la Inglaterra del siglo XVII, la publicación manuscrita es también un comercio. Las sátiras y las relaciones se copian en serie en scriptoria muy semejantes a los talleres que, en la Francia del siglo XVIII, producirían las gacetas a mano. Pero con más frecuencia quienes cumplen esa tarea son copistas individuales que trabajan por pedido de un comanditario particular o de un librero de la Stationers' Company. Junto a los manuscritos autógrafos y a los productos de los talleres o de los profesionales de la escritura, hay una parte importante de la edición manuscrita que corresponde a los lectores mismos o, antes bien, a los miembros de esas scribal communities (según la expresión de Peter Laslett), cuya actividad común es la copia o el préstamo de manuscritos, la transcripción de documentos y la correspondencia. Hay diversas figuras sucesivas de estas comunidades de lectores que escriben para leer y leen para escribir. En la Italia de los siglos XII a XV, esas comunidades reúnen a los laicos letrados -a quienes Petrucci llama los alfabeti liberi- que leen sin tener la obligación profesional de hacerlo, sólo por interés o por distracción. lB En la Inglaterra del siglo XVII, quienes
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componen esa comunidad pertenecen a los medios letrados y aristocráticos: en la corte, en los Inns ofCourt, entre amigos eruditos o en el seno de la familia. Finalmente, se puede decir que entre 1680 y 1730 la República de las Letras forma una gran scribal community en la que la ética del desinterés y de la reciprocidad se nutre del manuscrito en todas sus formas: la carta, la copia, la memoria.l" El rasgo común de estas diferentes modalidades de la "comunidad del manuscrito" en la era de la imprenta consiste en la voluntad de no dar acceso público -y por consiguiente no someter a los riesgos de corrupción o de profanación- un saber precioso, una literatura escogida o, como en el caso de la comunidad de lectores de manuscritos heterodoxos del siglo XVIII, obras peligrosas."? El libro de H. R. Woudhuysen permite prolongar las dos tipologías propuestas por Harlod Lave. Por una parte, la obra de Woudhuysen identifica con precisión las diferentes categorías de copistas que trabajan en la Inglaterra del sigo XVII en la publicación manuscrita. Estos copistas provienen de diversos horizontes; de modo que se establece la diferencia entre los copistas profesionales, herederos de los escribas y calígrafos medievales.é! y todos aquellos que tienen otro campo de actividad: la enseñanza, en el caso de los maestros escritores; la práctica jurídica, en el caso de los scriueners a quienes compete la redacción y la certificación de los documentos legales, o la administración, en el caso de los secretarios. Esta tipología remite a las competencias que diferencian a las distintas categorías de escribientes en relación con la definición de la norma gráfica, con la enseñanza de la escritura, con el peritaje judicial sobre las escrituras o con la delegación de escritura. En la Italia del Cinquecento, la definición de una norma gráfica es objeto de una áspera competencia entre diferentes actores. En el primer cuarto del siglo XVI, esa definición les corresponde a los maestros de la escritura. Algunos de ellos redactan manuales que hacen imprimir y que destinan, por un lado, a los jóvenes que quieren emplearse como secretarios en una cancillería y, por otro lado, a los mercaderes y artesanos. Para estos últimos, varios maestros de escritura publican tratados en los que el aprendizaje de la escritura se 144
presenta junto con el de la aritmética comercial. En la década de 1540, el control de la norma gráfica pasa de manos de los profesionales de lo escrito (escribas de cancillería, maestros escribientes) a los sabios calígrafos, que conocen la cultura gráfica antigua y que figuran entre los renovadores de la epigrafía monumental. A fines del siglo, el modelo de referencia vuelve a cambiar. Desde entonces, se articula estrechamente con la práctica burocrática cotidiana, particularmente con la redacción de la correspondencia. Y este cambio asigna el peritaje de la escritura, ya no a los maestros de escritura ni a los eruditos calígrafos, sino a los secretarios. El control de la norma gráfica se desplaza así del espacio público de las ciudades al mundo cerrado de las administraciones y los escrítorios.P La enseñanza de la escritura también es objeto de severos conflictos que se concentran alrededor del ejercicio fundamental de todo aprendizaje y hasta de toda práctica de la escritura: la copia. El hecho se sitúa en el corazón mismo de la enseñanza de los maestros de escritura, cuyo instrumento fundamental es la colección de formularios donde se encuentran caligrafiadas las líneas de ejemplos que sus alumnos deben imitar. En París, en el siglo XVII, la redacción y utilización de tales formularios destinados a la copia constituyen un elemento esencial en los conflictos que enfrentan a la comunidad de los maestros escribientes con todos aquellos que pretenden, en violación de su monopolio, enseñar a escribir a los niños (por ejemplo, los maestros de las pequeñas escuelas dependientes del chantre del cabildo de la catedral o los maestros de las escuelas de caridad). En 1633, los maestros escribientes determinan entre sí nuevos modelos de escritura que sólo deben utilizarse en la enseñanza que ellos imparten y que apuntan a restablecer una ortodoxia gráfica. Y, contra el avance progresivo de los demás maestros, tratan de hacer limitar severamente la cantidad de líneas que estos pueden hacer copiar a sus alumnos. De este modo se esfuerzan por mantener su monopolio (vanamente, por otra parte, puesto que han de perder su causa en 1714), sobre la base del ejercicio que más profundamente refleja la autoridad sobre la escritura, a saber, la copia deun modelo enseñado e imitado.é" 145
Los especialistas de lo escrito se disputan asimismo el peritaje judicial referente a las manos que han producido documentos falsos o textos infamantes. A partir del siglo XVI, la difusión de la capacidad de escribir en medios cada vez más amplios plantea un problema inédito: el de las escrituras falsificadas. En París, en 1570, es precisamente un asunto de falsificación (en este caso, una acusación lanzada contra el secretario del rey, sospechado de haber imitado la mano privada de su amo) lo que provoca la constitución de la "comunidad de maestros expertos y jurados escribientes" dotados de un doble monopolio: el de la enseñanza de la escritura y la aritmética y el del peritaje de las escrituras.é" Los peritajes gráficos demandados por el Parlamento para decidir la autenticidad o la falsedad de documentos legales (contratos, testamentos, letras de cambio, etc.) o de firmas, hasta entonces en manos de diversos practicantes de lo escrito (notarios, escribanos forenses, copistas), se convierten así en competencia exclusiva de una comunidad profesional. La verificación de las escrituras o, como se decía en el siglo XVIII, "la prueba por comparación de escrituras", obedece a un proceso inverso del de la enseñanza, puesto que se trata, ya no de descomponer todos los gestos que permiten obtener un trazado ideal, sino de identificar a partir de las escrituras observadas en los documentos las características propias de las manos que los han producido. La operación supone, evidentemente, la existencia de una norma caligráfica en relación con la cual las diferencias individuales adquieren sentido. En Italia, en los siglos XVI y XVII, el peritaje gráfico se confía asimismo a profesionales de la escritura, pero no a una cofradía particular.i" En Roma, ante el Tribunale del Governatore, que juzga el fuero civil y el criminal, ese peritaje corresponde a los maestros de escritura, a los copistas, a escribientes que tienen escuelas y rara vez a los notarios. Su campo de actividad es doble: no solamente, como en París, deben reconocer escrituras falsificadas, sino que también deben identificar a los autores anónimos de carteles difamatorios y de las cartas anónimas que circulan abundantemente en la ciudad pontificia. En el primer caso, se trata de estable-
cer la falsedad de una firma; en el segundo, de atribuir o no un document.o incriminado a la mano de uno de los sospechosos. ~ partir de la segunda mitad del siglo XVII, la seguridad del peritaje gráfico se puso seriamente en duda. A pesar de hacer diversos alardes (en 1762, se creó una "Academia'" en 1779 se instituyó una "Junta Académica de Escritura" c~YOS vein: ticuatro miembros eran los únicos que podían ser convocados como peritos e~pertos a.n~e el Parlamento), a lo largo del siglo XVIII, ~a com~llldad parrsiense de escribanos sufrió múltiples cuestIOnamI~ntos.a su función y la autoridad de la profesión misma disminuyó, En una época en que la escritura común se emancipó radicalmente de las reglas de la caligrafía, la competencia y el poder tradicionalmente reconocidos a los maestros del antiguo arte no podían sino desmoronarse. Una última apuesta de las competencias relacionadas con la escritura fue la del acto de delegación de escritura. En efecto, en las sociedades antiguas y hasta los siglos XIX o xx aquellos que no dominaban la escritura o que no la domina: ban suficientemente tenían necesidad de recurrir a un mediador de pluma. Tomando el ejemplo de Italia, Petrucci formul~ la hipótesis según la cual la antigua delegación de la ~scrItura efectuada dentro del mismo medio social y profesional fue reemplazada por la costumbre de recurrir a los profesionales de la pluma, a quienes con frecuencia se les retribuían sus servícios.é" En el siglo XVI, los upografeis, es decir, aquellos que escriben para quienes no saben hacerlo pertenecen en su mayor parte al mundo de los artesanos; los pequeños comerciantes. De modo tal que, en el plano social y en el plano cultural, se hallan muy próximos de aquellos a quienes prestan su pluma. La única diferencia entre unos y otros es la edad; los jóvenes son, las más de las veces, mejores escribientes que sus mayores. En el siglo XVII las cosas parecen cambiar. Para las categorías sociales deja: das fuera del proceso de alfabetización (jornaleros, vendedores ambulantes, campesinos instalados en la ciudad o en las afueras, etc.), encontrar un delegado de escritura entre sus semejantes no es cosa sencilla. De ahí que sea necesario apelar a los profesionales: copistas, secretarios o escribientes públicos.
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En París, estos últimos, a diferencia de los maestros escribientes organizados en comunidades, no se rigen por ninguna reglamentación. El oficio está abierto a todos aquellos que saben escribir y deciden abrir un puesto donde ofrecen sus servicios a los transeúntes. En la capital, los escribientes públicos se agrupan en algunos lugares particulares; la mayor parte de ellos instalan sus escritorios en las galerías del cementerio des Saints-Innocents que está cerca de Les Halles y en el corazón de la ciudad, uno de los sitios de mayor sociabilidad popular.é? Si bien durante el siglo XIX, el escribiente público continúa siendo una figura clásica de la sociabilidad urbana, el progreso de la escolarización y de la alfabetización ofrece entonces una posibilidad mucho más amplia de delegar la escritura dentro del mismo medio social. Los relatos de vidas populares (emanados de artesanos, de obreros o de campesinos) ponen con frecuencia en escena la esc~itura delegada a alguien cercano, ya sea el niño que va a la escuela y escribe para sus padres analfabetos, ya sea, en el ejército, un soldado conscripto que domina mejor las letras y redacta las cartas de sus compañeros (Hébrard, 1991).28 El libro de H. R. Woudhuysen que concentra su atención en Philip Sydney, cuya obra poética sólo se publicó en forma manuscrita después de su muerte, nos lleva a preguntarnos sobre el régimen propio de percepción y de asignación de los textos, cuando circulan de este modo. Un rasgo fundamental del manuscrito es la perpetuación de la forma de la colección o miscelánea. Esta es la forma dominante del libro de la Edad Media desde el siglo VII u VIII, salvo para las auctoritates antiguas o cristianas.é" El manuscrito moderno hereda esta estructura libresca que reúne en un mismo objeto textos de autores, y a veces de géneros, diferentes. Esto tiene como consecuencia la eliminación de la "función autor" (para retomar la expresión de Foucault), es decir, el hecho de que se atribuya la obra o las obras presentes en un mismo libro a un nombre propio identificable en su singularidad. En la cultura manuscrita de la Inglaterra del siglo XVII, diversas razones alteran este principio de asignación: la presencia de obras de diferentes autores en un mismo libro que puede, por lo demás, contener partes manuscritas y partes impresas.é" 148
la incertidumbre de los copistas o de los poseedores en cuanto a la atribución de los textos, la transferencia de la paternidad de las obras al escriba mismo. La publicación manuscrita mantiene así la ambigüedad del término "escritor", entendido como aquel que copió el libro tanto como aquel que lo compuso. Esta ambigüedad es la que lleva a ciertos autores, como es el caso de Ben Jonson, a reivindicar fuertemente su dignidad de poeta "which every scribe usurps" [que todo escriba usurpa] como hace notar en la epístola dedicatoria de Volpone. En estos últimos años, la historia de las relaciones entre lo manuscrito y lo impreso ha planteado asimismo otras cuestiones. La primera tienen que ver con la presencia de la escritura a mano en libros impresos. Las anotaciones al margen se entendieron así como uno de los gestos y uno de los momentos de la técnica intelectual que gobierna las prácticas de lectura y de escritura en los siglos XVI y XVII, es decir, la técnica de los lugares comunes. Los marginalia constituyen, en efecto, una manera de destacar las citas y ejemplos que el lector considera modelos estilísticos, datos fácticos o argumentos demostrativos y que transfiere desde el libro leído a su cuaderno de lugares comunes. Tal práctica caracteriza tanto la lectura de los Antiguos:'! como la de las obras de filosofía natural.V E inspira en los impresores el hábito de indicar a los lectores, particularmente en las ediciones de textos teatrales o poéticos, las sententiae que deberán copiar.F' En el caso de las obras que enuncian un saber sobre el mundo natural, como en el de las ediciones de textos dramáticos o poéticos, la composición misma de las obras se basa en gran medida en la movilización de los lugares comunes copiados en cuadernos manuscritos o propuestos por colecciones impresas.v' Una vez publicados, estos lugares comunes a su vez suministran a los lectores atentos y estudiosos una materia para construir sus propios repertorios de sententiae y de exempla, clasificados según el orden de los temas y los asuntos. Más allá de las indicaciones que, de diversas maneras (rúbricas, símbolos o palabras puestas en el margen, diagramas sinópticos, etc.), permiten "digerir" el texto, una tipolo149
gía de los marginalia manuscritos encontrados en las obras impresas del siglo XVI revela tres grandes clases de prácticas: las anotaciones de los profesores y de los estudiantes, hechas durante las clases mismas o durante el estudio, las de los eruditos fuera de todo contexto pedagógico y, por último, las de los profesionales, por ejemplo, los médicos y los cirujanos. 3 5 Si bien las anotaciones de estos últimos tienen a menudo la forma de adiciones, de catálogos de casos o de recetas que transforman el libro en manual de la práctica o en diario del oficio, los marginalia de los universitarios y de los humanistas se basan en las mismas técnicas, empleadas con mayor o menor erudición: las referencias entre diferentes pasajes del libro o referencias a otras obras, la composición de glosarios o de índices personales, las correcciones agregadas al texto o su traducción, etc. Ciertos humanistas (Casaubon, Dee, Harvey) practican con constancia y conocimiento esta lectura con la pluma en la mano, que ocupa todos los espacios que dejó en blanco la composición tipográfica, que intercala frecuentemente páginas manuscritas entre las páginas impresas y que siempre es la lectura simultánea de varios libros. Estos humanistas tendrán numerosos herederos en los siglos XVII y XVIII. 36 Si los marginalia reflejan una apropiación del libro leído mediante la escritura, sin que el libro la haya solicitado ni organizado, las prácticas editoriales multiplican en el siglo XVIII los objetos impresos destinados a suscitar y albergar la escritura manuscrita de sus usuarios. Esto es lo que ocurre también con los almanaques en los cuales los editores (en particular, ingleses) incluyen hojas en blanco o con las primeras agendas (por ejemplo, las italianas) que dividen la página a fin de que el usuario pueda anotar, día tras día, o según los momentos de la jornada, lo que debe hacer o lo que hizo.é? Algunos autores se adhieren a esta práctica intercalando entre las páginas de ciertos ejemplares impresos de sus obras hojas en blanco donde lectores selectos pueden expresar sus opiniones. En el caso de Pamela, Richardson llega a transformar en materia novelesca los comentarios recogidos de este modo e integrados en las revisiones y reimpresiones de la obra.
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C?tra relación entre el texto manuscrito y el impreso estriba en las copias utilizadas para la composición en los talleres tipográficos. El Diccionario de Furctiere recuerda así los dos sentidos del término "manuscrito": "libro u obra escrita a mano" y "el original de un libro, la copia del autor que sirvió como base para la impresión". En realidad, en los siglos XVI y XVII, las copias de las que se sirven los componedores, los esemplari di tipografia, como se dice en italiano, rara vez son manuscritos autógrafos. Con la mayor frecuencia se trata de copias en limpio realizadas por escribientes profesionales y destinadas, en primer lugar, a las autoridades que conceden permisos y privilegio. Son numerosas las manos que intervienen en estos manuscritos: la del copista, eventualmente, la del censor, la del corrector y la del componedor, quienes añaden las intervenciones manuscritas necesarias para preparar el texto. Estas últimas se refieren primero, al calibrado o la "cuenta" de la copia, destinada a delimitar apropiadamente las porciones del texto manuscrito que corresponden a cada página impresa. Este trabajo, que no está a salvo de errores, es necesario a fin de que el texto pueda componerse más rápidamente, es decir no según el orden de las páginas, sino por formas, lo cual obliga a componer en . ' una primera etapa, todas las páginas que habrán de imprimirse de un mismo lado de la hoja de imprenta y luego las del otro lado. Las intervenciones manuscritas en la copia se refieren también a las formas gráficas, las convenciones ortográficas la puntuación o la organización misma del texto (divisiones' títulos, rúbricas, etc.). La función de los letrados (clérigos: graduados de las universidades, maestros de escuela, etc.), empleados por los libreros e impresores, fue decisiva en la Italia del Quattrocento y del Cinquecento, tanto para normalizar la lengua impresa según el modelo del toscano, como para asegurar la mayor corrección posible de las edicíonos.v' Su tarea no se limita a preparar el manuscrito que servirá de copia para la composición, sino que consiste además en corregir las pruebas, hacer las correcciones durante la tirada después de revisar hojas ya impresas (por ello, se observan estados diferentes de páginas que corresponden a una misma
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forma en una misma edición) y a establecer las errata, en sus dos formas primeras: las correcciones hechas con pluma en los ejemplares impresos o la impresión de hojas de errata agregadas al final del libro, lo cual le permite al lector corregir por sí mismo su propio ejemplar. Recientemente se ha planteado un último interrogante sobre los vínculos entre manuscrito y la oralidad, a partir del estudio de dos modalidades de la transmisión textual. La primera pone el acento en la transcripción de la palabra viva, la del predicador de la iglesia o la de los actores en el escenario del teatro. Si bien la práctica no ha dejado huellas manuscritas directas, puede reconstruirse sobre la base de las ediciones mismas, en tanto que sus anomalías o las variantes que proponen sólo pueden atribuirse a cómo fue oído o memorizado el texto o a cómo fue transcripto inmediatamente gracias al empleo de uno de los métodos de escritura rápida que se multiplican a fines del siglo XVI y comienzos del XVII (entre 1588 y 1626, sólo en Inglaterra se publican diez de ellos). De modo que las reconstrucciones de memoria, con ayuda de técnicas estenográficas o sin ella, están en el origen de los manuscritos, a menudo defectuosos, que sirvieron para publicar los bad quartos shakesperianosé? o ediciones piratas de Moliere aun antes de su edición autorizada y privilegiada, como ocurrió con Sganarelle o El cornudo imaginario. Si bien esta primera trayectoria conduce desde la escena (o desde el púlpito) a la transcripción manuscrita y luego a la página impresa, también existe un camino inverso que se dedica a la organización de las "performances" orales y, muy particularmente, a las representaciones de teatro, partiendo de un texto manuscrito o, en algunos casos privilegiados, de un ejemplar anotado de una edición impresa, transformado así en un guión. En la época isabelina, el prompt-book [libro de apuntador] manuscrito atestiguaba la propiedad de la compañía sobre la obra y la autorización para interpretarla, pero también servía para marcar las indicaciones escénicas necesarias para la representación: entradas y salidas de los actores, objetos que debían colocarse en el escenario, ruidos y música, etc 4 0 Si bien de estos prompt-books sólo sobrevivieron algunos fragmentos, ejemplares de ediciones 152
impresas utilizados a partir de la Restauración como promptbook por los directores de compañías y como acting copy [guión de actuación] por los actores, revelan las complejas relaciones que existían entre el texto impreso, las anotaciones a mano y las representaciones escénicas. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con las diferentes formas de intervenciones manuscritas registradas en la década de 1740 en un ejemplar de la edición de 1676 de Hamlet. Estas intervenciones corresponden a dos dispositivos: por una parte, la organización de la representación mediante la mención de los lugares escénicos, las entradas y los objetos; por otra, la preparación del papel de Hamlet por parte del actor que lo representaba. Este sustituyó la puntuación impresa del texto, muy rudimentaria, por una puntuación manuscrita por completo diferente, que constituye una verdadera interpretación (en el doble sentido de la palabra) del texto gracias a un sistema diversíficado de pausas que marca cinco duraciones diferentes , y gracias a la introducción de nuevos signos tales . como los signos de interrogación."! Este es un ejemplo particular de las relaciones que vinculan, más de lo que separan, las tres formas de inscripción y de transmisión de los textos: 42 . y e1 Impreso. . la oralidad, e1 manuscrito Estas pocas observaciones, basadas en la lectura de trabajos recientes, sólo tienen el propósito de situar en un período más largo y en los usos múltiples de la escritura a mano, la producción, la circulación y la lectura de los manuscritos clandestinos de los siglos XVII y XVIII. Estos son a la vez una expresión del vigor y la importancia de la publicación manuscrita en la era de la imprenta y también los herederos de formas y de prácticas que caracterizaron, antes y después de Gutenberg, la cultura gráfica de Occidente. NOTAS
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PRÁCTICAS DE LECTURA Y REPRESENTACIONES COLECTIVAS
¿Cree posible responder a la pregunta: "¿qué leían los franceses en el siglo xvtui"? Hoy me parece posible darle una respuesta. Los trabajos clásicos de los historiadores franceses permitieron reconstruir la producción, la circulación y la posesión de los títulos autorizados, gracias a la utilización masiva y cuantitativa de los registros de pedidos de permisos, de los catálogos de los libreros y de las listas de libros presentes en los inventarios que se hacían después de un deceso. Lo que durante mucho tiempo faltó, para corregir las conclusiones de esas investigaciones, fue un buen conocimiento de la difusión de los títulos prohibidos, que no podían imprimirse dentro del reino ni figurar en los catálogos de librería ni aparecer en los inventarios de los libros que poseía alguien. Gracias a la explotación sistemática de los archivos de las s?ciedades tipográficas instaladas en los alrededores del remo y que publicaban los "libros filosóficos" para el mercado francés, hoyes posible tener una justa medida de la importancia y de la naturaleza de esta producción prohibida. El gran trabajo de Robert Darnton, realizado sobre la base de los archivos excepcionales de la sociedad tipográfica de N euchátel, constituye la contribución más trascendente. Pero no debemos
* Esta entrevista fue publicada en la revista brasileña Acervo. Revista do Arquivo Nacional, vol. 8, ns 1-2, pp. 3-11. 156
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olvidar otras investigaciones, llevadas a cabo también por otros historiadores norteamericanos, por ejemplo las de Raymond Birn basadas en los archivos de la sociedad tipográfica de Bouillon. Como resultado de estas experiencias hoy pueden formularse nuevas preguntas: no solamente "¿qué leían los franceses?" sino también"¿cómo leían?" y" ¿qué parte le cupo a la imprenta en el fenómeno de divergencia que los alejó de la Iglesia y de la monarquía?".
En la introducción de Edition et sédition, Robert Darnton afirma que su libro puede interpretarse como una respuesta a la pregunta de Daniel Mornet: "¿qué leían los franceses en el siglo XVIII?". ¿Qué opina usted? Inspirado por el programa de sociología de la literatura de Lanson, Daniel Mornet fue sin duda el primer historiador que trató de medir la importancia de la difusión de las grandes obras de la Ilustración teniendo en cuenta su presencia (o su ausencia) en los inventarios de las bibliotecas. Ese es precisamente el objeto de su célebre artículo "Les enseignements des bibliotheques privées au XVIII siecle" [Las enseñanzas de las bibliotecas privadas en el siglo XVIlI] aparecido en la Revue d'histoire littéraire de la France en 1910. Desde la publicación de ese trabajo pionero, los estudios monográficos dedicados a reconstruir las bibliotecas que poseían los diferentes grupos sociales en los diferentes lugares y en los diferentes momentos se multiplicaron. La debilidad de tales estudios estribaba en que las fuentes utilizadas (inventarios notariales o catálogos de ventas impresos) subestimaban y hasta ignoraban, por su naturaleza misma, los títulos prohibidos, ocultados a los notarios o puestos secretamente a la venta por los libreros. De ahí la importancia capital que tienen las investigaciones de Darnton que permitieron considerar en su justa medida (que no es desdeñable) la circulación de la literatura clandestina. Lo que necesitamos comprender mejor ahora es la articulación de los diferentes mercados del libro (el de las 158
novedades lícitas , el de los "libros filosóficos", el de la venta . ambulante, el del libro de segunda mano, etc.), de las dIStintas formas de acceso al texto impreso (mediante la compra, el préstamo, la suscripción a una sala de lectura, la participación en una sociedad de lectura, el alquiler por hora o por día, etc.) y de los diversos tipos de lectura (en función de los repertorios de textos, de las razones de la lectura y de las maneras de leer).
En la conclusión de su libro Lectures et lecteurs dans la France d'Ancien Régime usted afirma que "el acceso al texto impreso no puede reducirse únicamente a la propiedad del libro: todo libro leído no tiene que pertenecer necesariamente a quien lo lee y no todo texto impreso conservado en el fuero privado es obligadamente un libro. Por otra parte, lo escrito está instalado en el corazón mismo de la cultura analfabeta, presente en los ritos festivos, los espacios públicos, los lugares de trabajo". Teniendo en cuenta esta idea, ¿qué les aconsejaría a aquellos que están interesados en reconstruir las prácticas de lecturas y los modos de apropiación de los textos en una sociedad dada? El único consejo útil sería resistirse a la tentación, siempre intensa, de considerar como universal e invariable la relación que tenemos nosotros con el libro y, de manera más general, con lo escrito. Debemos recordar que hay otros accesos al libro además de la posesión privada; que los textos impresos no son todos libros leídos en el espacio privado, que la lectura no tiene que ser necesariamente solitaria y silenciosa y que no es necesario estar alfabetizado para "leer" si por "leer" se entiende, como en la Castilla del Siglo de Oro, escuchar lo que otro lee. Hay que estar atento a estas prácticas que, a diferencia de la posesión, no han dejado ningún rastro en los archivos. Reconstituirlas supone movilizar fuentes que, por definición, no son ni exhaustivas ni susceptibles de ser tratadas estadísticamente. Así, por ejemplo, si se trata de la lectura en voz alta, hay que recurrir al estudio de sus representaciones en 159
las obras pictóricas o iconográficas, a la identificación de géneros y de formas que pretenden o suponen ese tipo de lectura, a la ubicación, dentro de los textos mismos, de lo que Paul Zumthor califica como "índices de oralidad" y, en el caso de etnólogos y sociólogos, a la observación de las fórmulas y las convenciones propias de este modo de lectura.
¿A partir de qué momento los historiadores franceses volcaron a la historia del libro y a la sociología de la lectura? ¿Quiénes fueron los precursores?
se
El interés actual por la historia de las prácticas de lectura es claramente el resultado, al menos en Francia, del entrecruzamiento de varias tradiciones. La primera de ellas es la de la historia del libro en su acepción clásica. Una obra marcó su fundación como disciplina y campo de investigaciones autónomo, L'apparition. du livre, publicada por Lucien Febvre y Henri-Jean Martin en 1958. Por lo demás, Henri-Jean Martin fue el primer historiador francés que dio un curso específicamente concentrado en la "civilización del libro" en el marco de la IV Sección de l'Ecole Pratique des Hautes Etudes. Desde la aparición de ese libro fundador, fueron numerosos los trabajos dedicados a reconstituir las coyunturas de la producción del texto impreso, la sociología de "la gente del libro" (impresores, libreros, encuadernadores, obreros de imprenta, etc.) y a establecer la importancia del contenido de las bibliotecas privadas. Los cuatro tomos de la Histoire de l'édition francaise (aparecidos entre 1982 y 1986 Y reeditados entre 1989 y 1991) hacen el balance de todas estas investigaciones. Una segunda corriente de estudios, que floreció durante esos mismos años, fue la de la sociología de la lectura, entendida como la medida de las prácticas contemporáneas del libro (compra en librerías, frecuentación de las bibliotecas, número y circunstancias de las lecturas), distribuidas según los diferentes medios sociales y grupos profesionales. Estos trabajos presentan sus formulaciones más agudas en la serie de obras publicadas por el Service des Etudes et Recherches 160
de la Bibliotheque Publique d'Information du Centre Georges Pompidou. Pero, para poder desarrollar verdaderamente una historia de la lectura, fueron necesarias otras referencias y otros puntos de apoyo. Estos provinieron de la antropología de las prácticas habituales, como los enfoques que propusieron Richard Hoggart en The Uses ofLiteracy y Michel de Certeau en L'invention du quotidien, o de corrientes de la historia literaria sensibles a la pluralidad y a la historicidad de la recepción de las obras y, por consiguiente, a la diversidad de sus lecturas, y también procedieron de otras disciplinas que, al describir las formas mismas de los objetos manuscritos e impresos (la codicología, la analytical bibliography) ilustran las posibles modalidades de su apropiación. Cuando se tomaron estas referencias de las matrices como punto de apoyo, pudo construirse la historia de la lectura y pudieron proponerse, recientemente, sus primeros balances (Histoire de la lecture, bajo la dirección de Roger Chartier, París, IMEC, Editions et Editions de la Maison des Sciences de l'Homme, 1995) y sus primeras síntesis (Historia de la lectura en el mundo occidental, bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier.Madrid, Taurus, 1998).
¿Cree que la historia de la lectura es un objeto de la historia intelectual o de la historia cultural? Creo que hoy ya no es posible establecer una diferencia tajante entre historia intelectual (o literaria) e historia cultural. En efecto, hay un problema común que se les plantea tanto a los historiadores de los textos y del libro como a los historiadores de la prácticas culturales, a saber, ¿cómo reconstruir los usos y las significaciones dados a los textos por sus diferentes lectores (u oyentes o espectadores)? Responder a esta pregunta supone aplicar múltiples estrategias de investigación, vinculadas unas con otras, pero que, tradicionalmente, corresponden a disciplinas académicas diferentes. Por cierto, es necesario reunir en una misma historia el estudio de los textos, y por lo tanto de sus géneros, de sus 161
formas de sus temáticas y de sus argumentos; el estudio de los sop~rtes y de las modalidades de su inscripción, de su transmisión y de su conservación; y por último, el estudio de sus apropiaciones por parte de diferentes comunidades en diferentes momentos. Es posible (y seguramente necesario) abordar esta problemática partiendo de una de las cuestiones: el estudio de una obra de un género impreso o de una práctica de lo escrito. Los trabajos que publiqué sobre una obra de Moliere (en los Annales en 1994), sobre la "Biblioteca azul" o sobre la lectura en voz alta pueden ilustrar cada una de estas perspectivas de investigación. Pero lo importante es que cada una de ellas, sea cual fuere su punto de partida, articula el análisis textual, la descripción morfológica y la sociología de los usos. Sólo partiendo de una articulación semejante se pueden definir nuevas perspectivas de trabajo que desplazan las fronteras canónicas entre las disciplinas y que planteen la cuestión fundamental: la de la producción del sentido.
Los historiadores de la lectura han recurrido a diversos documentos: inventarios posteriores a las defunciones, catálogos de bibliotecas, archivos de editoriales, correspondencia entre libreros, registros de la censura, periódicos como France littéraire. ¿Cuáles son los principales problemas metodológicos que presentan estas fuentes? Cada fuente mencionada presenta problemas específicos, ya sea en cuanto a su representatividad, ya sea en cuando a su carácter exhaustivo. Para la historia de la lectura, la dificultad fundamental consiste en que el historiador sólo puede trabajar con representaciones de la práctica: representaciones normativas en las artes de leer y los textos de condena; representaciones de una lectura apuntada, deseada, implícita, en los prefacios, prólogos y advertencias al lector; representaciones codificadas según las convenciónes estéticas con las imágenes de los lectores y las lectoras propuestas por la pintura o los grabados; representacio162
nes dirigidas por las tácticas del selffashioning en los testimonios de naturaleza autobiográfica (libro de familia, diarios, relatos de vida). Que se dé tal fenómeno no significa que esas fuentes sean inutilizables. Muy por el contrario, es algo que incita a comprender, contra toda lectura documental ingenua e inmediata, las prácticas de la representación (sus razones, sus géneros, sus intenciones) a fin de poder descifrar correctamente las representaciones de las prácticas. Me parece que lo mismo puede decirse en el caso de documentos aparentemente más objetivos (inventarios posteriores a los decesos, registros administrativos, catálogos de bibliotecas, etc.). Todos ellos suponen elecciones y clasificaciones, por lo tanto, exclusiones. Todos ellos se organizan según determinadas categorías, clasificaciones y fórmulas que no son neutras, sino que someten a sus lógicas las "realidades" que abordan. Cobrar conciencia de estas convenciones, que varían según los documentos, los tiempos y los lugares, es una condición necesaria para apreciar la pertinencia y los límites de cada fuente.
¿ Qué relaciones puede haber entre la historia cultural y la crítica literaria, la "estética de la recepción" o un enfoque filosófico como el de Paul Ricceur cuyas reflexiones parten de las estructuras mismas de los relatos? En mi opinión, la historia sólo tiene valor e interés si puede entablar un diálogo o un debate con las demás disciplinas. En la esfera de la historia de la lectura hubo un encuentro inmediato y evidente, tanto con la crítica literaria (al menos aquella que presta atención a la recepción de las obras) como con la filosofía (al menos aquella que se inscribe en una perspectiva fenomenológica y hermenéutica). Además, el gran libro de Paul Ricraur, Temps et récit, vincula ambos enfoques, puesto que la teoría de la lectura que construye Ricceur con el fin de comprender el encuentro entre el mundo del texto y el mundo del lector se funda en la doble referencia a la fenomenología de la lectura desarrollada por Wolfgang Iser y a la estética de la recepción elaborada por Hans Robert 163
Jauss y la "Escuela de Constanza". De modo que era normal que inspirara la reflexión de los historiadores de la lectura. Las diferencias que pueden marcar estos en relación con los enfoques literarios y filosóficos se concentran en dos elementos. El primero remite a la materialidad de los textos. Creo que, contra todas las formas de abstracción de los textos, considerados, leídos, comentados, de manera por completo independiente de las modalidades de su inscripción y de su comunicación, hay que tener en cuenta que la significación de las obras depende también de las formas a través de las cuales esas obras se transmiten a sus lectores o a sus oyentes. "La forma afecta el sentido" le gustaba decir a D. F. McKenzie. Por lo tanto, hay que identificar los efectos que ejercen sobre el sentido las diferentes formas (impresas o manuscritas, escritas u orales) que se apropian de una "misma" obra. Por otra parte, contra todas las formas de abstracción del lector o, antes bien, del "etnocentrismo" de la lectura, que suponen que prácticas por completo específicas (tales como la del crítico literario o la del filósofo hermeneuta) son comunes a los lectores de todos los tiempos, debemos recordar que la lectura tiene una historia y una sociología. De modo que hay que reconstruir las aptitudes, las técnicas, las convenciones, los hábitos, las prácticas propias de cada comunidad de lectores (o lectoras). Porque la significación que puede asignar un "público" a un texto, en un momento y en un lugar dados, también depende de esas prácticas.
Ejemplos tales como los de Menocchio estudiado por Carla Ginzburg en El queso y los gusanos o de la Biblioteca azul, ¿indican una "circularidad de la cultura" o, por el contrario, la existencia de una dicotomía radical entre cultura popular y cultura docta? En las sociedades del Antiguo Régimen, los lectores populares por estado y condición se encuentran ante textos que no fueron destinados específicamente a ellos. Ya sea, como en el caso de Menocchio, porque adquieren o piden prestados libros que pertenecen a las elites sociales. Ya sea, como en el caso de
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los clientes de los buhoneros, porque compran los impresos incluidos en el repertorio de las librerías ambulantes que imprimen, para un público más amplio, textos que, antes o en ese mismo momento, se han publicado o difundido en otras formas dirigidas a otros lectores, más adinerados y más cultivados. De modo que no es posible caracterizar como radicalmente específico el corpus de textos que constituye lo que tradicionalmente se ha designado como "la literatura popular de venta ambulante". Lo esencial está en otra parte: primero, en identificar cuáles son los textos y los libros que circulan tanto en los medios populares como en los medios letrados (pensemos en los romances y en las novelas de caballería de la Castilla del Siglo de Oro) y luego, en identificar las maneras de leer propias de los lectores más humildes y menos expertos. La tarea no es sencilla pues siempre se corre el riesgo de reintroducir un sociologismo demasiado tajante que caracteriza como "populares" prácticas que, en realidad, se pueden hallar también en otros horizontes sociales. Por ejemplo, ¿es tan seguro que la manera de leer de Menocchio sea representativa de una lectura campesina, basada en las tradiciones de la cultural oral? Probablemente convenga ser más prudente al calificar los diferentes modelos de lectura que, al igual que los corpus de textos, pueden ser comunes a diferentes medios. Pero también es cierto que hacer hincapié en la gama de los usos y las prácticas es el único modo que tiene la historia de las lecturas populares de evitar las trampas en las que con frecuencia ha caído por enfatizar apresuradamente y sin precaución la oposición entre popular y docto y aplicarla a la circulación, supuestamente compartimentada, de corpus de textos considerados propios de un determinado público o de otro.
Robert Darnton entendió que la revolución francesa implicó también una revolución literaria, a causa de la difusión, no sólo de los grandes textos de la Ilustración, sino también de obras clandestinas. La circulación de libros y la lectura de obras prohibidas, ¿modificaron las relaciones de poder? ¿La burguesía leyó la literatura de la Ilustración?
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Los trabajos de Robert Darnton, y en particular sus últimas obras, mostraron la importancia de la circulación de los "libros filosóficos" en las tres últimas décadas del Antiguo Régimen. Además, subrayaron la composición heterogénea de esta noción de "libros filosóficos", empleada por los libreros, que abarca las obras de los filósofos, con Voltaire en primer término, los libelos y panfletos políticos y las obras pornográficas, clásicas o nuevas. Partiendo de estos datos, indiscutibles, puede iniciarse un debate sobre los vínculos que existían entonces entre la lectura de ese corpus de textos que, de diversas formas, denuncian o desacralizan a las autoridades tradicionales, y la transformación de las representaciones colectivas que, en 1789, hacen concebible y aceptada la ruptura revolucionaria. En mi libro sobre los orígenes culturales de la revolución (Barcelona, Gedisa, 1995), presenté algunos argumentos que, en mi opinión, impiden deducir de la lectura de manera directa los pensamientos: por ejemplo, la pluralidad de las significaciones posiblemente dadas a textos que mezclan diversos registros; los límites del espacio social de circulación de los· libelos y el carácter efímero de su actualidad; la posibilidad de que el lector obtuviera placer de su lectura sin dar por ello crédito a lo que leía o la necesidad de no considerar el repudio a la monarquía como el resultado de un proceso lineal y acumulativo. De todo esto surge pues la hipótesis según la cual las nuevas maneras de leer que aparecen en el siglo XVIlI, desenvueltas y críticas, quizá tuvieron la misma importancia o una importancia aun mayor que la difusión en gran escala de textos subversivos. Me pareció necesario prestar atención a todos esos aspectos a fin de evitar que la tesis clásica de Mornet, que entiende la ruptura revolucionaria como la consecuencia de la difusión cada vez más amplia de los pensamientos de la Ilustración, no se aplique automáticamente a otro corpus de textos, el de los "libros filosóficos", dotado de la misma eficacia subversiva que la que durante mucho tiempo se les atribuyó a los textos de los Filósofos. En la edición norteamericana de Edition et sédition (que apareció con el título The Clandestine Literature ofPrerevolutionary Frunce), mucho más desarrollada que el texto
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original francés, Robert Darnton, quien, dicho sea de paso, es un amigo muy íntimo, lo cual facilita las polémicas intelectuales, responde a cada uno de esos argumentos. De modo que corresponde a los lectores juzgar la fuerza y la debilidad de la posición de cada uno.
Siguiendo la obra del sociólogo alemán Norbert Elias, usted estudió las modificaciones que sufrió la noción de urbanidad, así como las de los tratados que, entre los siglos XVI y XVIII, enuncian sus normas y códigos. ¿Qué dificultades halló al trabajar sobre este corpus de textos? Como usted sabe, la obra de Norbert Elías constituye para mí una referencia teórica esencial. Me siento feliz y orgulloso de haber contribuido a hacerla conocer mejor en Francia al escribir los prefacios de las traducciones de cuatro de sus libros (La société de cour, La société des individus, Engagement et distanciation y el libro sobre el deporte). Mi interés por el corpus de tratados de urbanidad, desde Erasmo a las cortesías revolucionarias, nació de una pregunta central que plantea la gran tesis de Elias referente al refuerzo de los dispositivos de autocrontrol de los indivi- . duos, lo que él llama el "proceso de civilización". ¿Mediante qué proceso se establecieron nuevas normas de conducta que r~frenan la expresión de los afectos y aumentan las exigencias del pudor? ¿Qué dispositivos, aceptados como modelos de conducta, traducen las restricciones impuestas por el aumento de las interdependencias entre los individuos? El corpus de tratados de urbanidad, del cual parte el trabajo de Elias podría retomarse así en otra perspectiva: no ya para determinar en ellos los desplazamientos de la frontera entre lo lícito y lo prohibido, sino para comprender su pluralidad y sus usos. Por ello se pone el acento en las definiciones contrarias -antropológica, cristiana, social, revolucionaria, etc.- de la urbanidad. Por eso también se presta atención a las utilizaciones pedagógicas de los tratados y a su difusión "popular" en el repertorio de la Biblioteca azul. En ocasión de mi contribución en el cuarto volumen de la
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Histoire de la France dirigida por André Burguiere y Jacques Revel publicada por Editions du Seuil, volví a ocuparme de uno de los textos, que Elias designa como el primer manual de la racionalidad de la corte, a saber, la traducción francesa, hecha por Amelot de la Houssaie, del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián (1647). Se trataba, ante todo, de comprender de qué manera la traducción había "curializado" el texto (publicada en 1682 con el título de L'Homme de Cour) y cómo sus preceptos encontraban sustento en la teoría cartesiana de las pasiones y sus traducciones en los sentimientos y las conductas de los personajes de la tragedia clásica.
LA MEDIACIÓN EDITORIAL* 1. En mi opinión, la cuestión esencial que debe plantear toda historia del libro, de la edición y de la lectura es la del proceso mediante el cual los lectores, espectadores u oyentes dan sentido a los textos de los que se apropian. Este interrogante no es nuevo en el campo de la historia de las literaturas. En realidad, ha estado presente en todos los enfoques que, reaccionando contra el estricto formalismo de la Nueva Crítica o New Criticism, han querido "sacar" la lectura del texto y concebir la producción de la significación, o bien como una relación dialógica entre las proposiciones de las obras y las categorías estéticas e interpretativas de sus públicos, 10 bien como una interacción dinámica entre el texto y su lector.s o bien como el resultado de una "negociación" entre las obras mismas y los discursos o las prácticas corrientes que son, a la vez, las matrices de la creación estética y las condiciones de su inteligibilidad.f Felizmente, perspectivas semejantes perturbaron el sueño dogmático del estructuralismo triunfante que atribuía el sentido de los textos únicamente al funcionamiento automático e impersonal del lenguaje, con lo cual sustituía el papel de los diversos actores implicados en la construcción del sentido, por la interpretación soberana del crítico litera-
* Esta conferencia fue dictada en marzo de 1997 en el marco de un ciclo de seminarios organizado en Milán por la Fondazione Mondadori. Fue publicada en italiano en La mediazione editoriale, a cargo de Alberto Cadioli, Enrieo Decleva y Vittorio Spinazzola, Il Saggiatore/ Fondazione Arnoldo e Alberto Mondadori, 1999, pp. 9-20.
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rio, descubridor omnipotente de la significación. Sin embargo, estas perspectivas no pueden satisfacer por completo los criterios de un enfoque plenamente histórico de la literatura. La primera limitación que presentan es el hecho de que (las más de las veces) consideren que los textos existen por sí mismos, independientemente de las materialidades (del tipo que fueren) que constituyen sus soportes y sus vehículos. Contra esta "abstracción" de los textos, debemos recordar que las formas que permiten leerlos, escucharlos o verlos, participan a su vez de la construcción de su significación. El "mismo" texto, fijado en la letra, no es el "mismo" si cambian los dispositivos de su inscripción o de su comunicación. De ahí la importancia que han vuelto a adquirir en el campo de los estudios literarios las disciplir s cuyo objeto es precisamente la descripción rigurosa de las formas materiales que transportan los textos: la paleografía, la codicología, la bibliografía. En los últimos años, estas disciplinas eruditas han experimentado una doble evolución. La primera las condujo de un análisis estrictamente morfológico de los objetos a una interrogación sobre la función expresiva de los elementos no verbales que intervienen, no sólo en la organización del manuscrito o en la disposición del texto impreso, sino también en la representación teatral, la recitación, la lectura en voz alta, etc.; en suma, lo que D. F. McKenzie llama "the relation of form to meaning" [la relación de la forma con el sentido]." La segunda evolución procuró localizar en el estudio mismo de estos dispositivos formales la comprensión de las diversas relaciones, socialmente determinadas, que los diferentes públicos mantienen con la "misma" obra. Este es el enfoque con que, por ejemplo, se puede abordar el estudio de ciertas comedias de Moliere." Primero se las ofrece en Versalles, en el seno de fiestas cortesanas en las que se las incluye junto con otras distracciones y otros placeres; luego se las representa en el teatro parisino del Palais Royal, despojadas de sus ornamentaciones (cantos, música, ballet) y, finalmente, se las transmite mediante la impresión (en ediciones muy diferentes) al público de sus lectores. Se trata pues de un "mismo" texto, pero de tres modalidades distintas de representarlo, tres relaciones diferentes con la obra, tres
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públicos. El estudio de sus significaciones no puede pasar por alto estas diferencias. Una segunda limitación de los enfoques literarios que entienden la lectura como una "recepción" o como una "respuesta", corresponde a la "abstracción" y la universalización de la lectura que implícitamente proponen. Pensada como un acto de pura intelección, cuyas circunstancias y modalidades concretas carecen de importancia, la lectura que suponen considera, en realidad, como universales prácticas de lectura históricamente particulares: las de los lectores letrados y, a menudo, profesionales, de nuestra época. Contra este "etnocentrismo espontáneo de la lectura" (según los términos del historiador brasileño de la literatura "barroca", -Ioáo Hansen) conviene recordar que la lectura también tiene una historia (y una sociología) y que la significación de los textos depende de capacidades, de códigos y de convenciones de lectura propias de las diferentes comunidades que constituyen, en la sincronía o la diacronía, sus diferentes públicos. Del mismo modo hay que recordar, junto con Pierre Bourdieu, que la lectura letrada, la del lector silencioso y hermeneuta, no es universal y que supone sus propias condiciones de posibilidad: "Interrogarse sobre las condiciones de posibilidad de la lectura es interrogarse sobre las condiciones sociales de posibilidad de las situaciones en las que se lee (. .. ) y también sobre las condiciones sociales de producción de los lectores. Una de las ilusiones del lector es la que consiste en olvidar sus propias condiciones sociales de producción, en universalizar inconscientemente las condiciones de posibilidad de su lectura"." Una de las tareas principales de la historia del libro y de la edición consiste, justamente, en disipar esa ilusión. La "sociología de los textos" entendida a la manera de D. F. McKenzie, tiene pues por objeto el estudio de las modalidades de producción, edición, diseminación y apropiación de los textos. Esta disciplina debe considerar que el "mundo del texto" es un mundo de objetos y de "performances" cuyos dispositivos y reglas permiten y limitan la producción del sentido. Paralelamente, debe considerar que el "mundo del lector" siempre es el de la "comunidad de interpretación" (según la expresión de Stanley Fish) a la cual pertenece y
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que define un mismo conjunto de aptitudes, de normas, de usos y de intereses. Apoyada en la tradición bibliográfica, la "sociología de los textos" pone el acento en la materialidad del texto, con una doble intención. Se trata, por un lado, de identificar los efectos que producen en el estatuto, la clasificación y la percepción de una obra las transformaciones de su forma manuscrita o impresa. Y por el otro, de mostrar que las modalidades propias de la publicación de los textos previas al siglo XVIII cuestionan la adecuación de las categorías que la crítica asocia espontáneamente a la literatura: categorías tales como las de "obra", "autor" o "personaje"." De esta dificultad surge la definición de terrenos de indagación particulares (lo cual no es lo mismo que decir propios de talo cual disciplina): por ejemplo, la variación de los criterios que han definido el "carácter literario" de ciertos textos en diferentes períodos; los dispositivos que constituyeron los repertorios de las obras canónicas; las huellas dejadas en las obras mismas por la "economía de la escritura" en la que fueron producidas (digamos, según las épocas, las coacciones ejercidas por la institución, el mecenazgo o el mercado) o, incluso, el análisis de las diferentes manos y operaciones que hacen que un texto se transforme en un libro. Producidas dentro de un orden específico, dentro de un "campo literario", según las palabras de Pierre Bourdieu, las obras se evaden de ese terreno y adquieren existencia al recibir las significaciones que les atribuyen, a veces a muy largo plazo, sus diferentes públicos. Articular la diferencia que funda (de maneras diversas) la especificidad de la "literatura" y las dependencias (múltiples) que la inscriben en el mundo social es, en mi opinión, la mejor formulación del encuentro necesario entre la historia de las obras, la historia de la edición y la historia de las prácticas culturales. Se trata pues de construir un nuevo espacio intelectual que obligue a inscribir los textos, cualesquiera que sean, literarios o no, en los sistemas de restricciones que limitan -pero también hacen posible- su producción y su comprensión. El entrecruzamiento de enfoques durante mucho tiempo ajenos entre sí (la crítica textual, la historia del libro y de
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la edición, la sociología cultural) responde a un desafío fundamental: comprender cómo se inserta la recepción particular e inventiva de un lector individual (o de un oyente o de un espectador) dentro de una serie de determinaciones complejas y vinculadas: el sentido buscado por los dispositivos mismos de la escritura; los usos y apropiaciones impuestas por las formas de "representación" del texto (en lo escrito o por la voz, en el volumen o en el codex, en el manuscrito o en el texto impreso; en el escenario, en el libro o en la pantalla, etc.); las aptitudes, las categorías y las convenciones que determinan la relación de cada comunidad con los diferentes discursos. 2. Reconstituir cuáles fueron las diferentes decisiones e intervenciones que dieron forma a los textos impresos en los siglos XVI y XVII no es tarea sencilla. ¿A quién deben atribuirse las formas gráficas y ortográficas o la puntuación de las ediciones antiguas? Según las diversas tradiciones de estudio, se pone el acento en distintos momentos del proceso de edición y en distintos actores. Para la bibliografía, en su definición anglosajona, las elecciones gráficas y ortográficas son obra de los componedores. N o todos los obreros tipógrafos de los talleres antiguos optaban por la misma ortografía de las palabras o por el mismo modo de marcar la puntuación. Por ello, reaparecen regularmente las mismas formas en varios cuadernos del libro, en función de las preferencias referentes a la ortografía, a la puntuación o a la disposición del texto de quien compuso sus páginas. Así es como los spelling analysis y los compositor studies, que permiten atribuir la composición de talo cual hoja o de talo cual forma a talo cual componedor, constituyeron, junto con el análisis de la reaparición de caracteres deteriorados, uno de los medios más seguros de conocer el proceso mismo de fabricación del libro, ya seaseriatim (es decir, siguiendo el orden del texto), ya sea por la forma (es decir, componiendo las páginas en el orden en el que aparecen en cada una de las dos formas necesarias para imprimir ambos lados de una hoja, técnica que permite una impresión más rápida pero que supone también una "cuenta" precisa de la copia)." En esta perspectiva de investigación, fundada en el
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examen de la materialidad de las obras impresas, la puntuación se considera, a semejanza de las variaciones gráficas y ortográficas, como resultado, no de la voluntad del autor que escribió el texto, sino de los hábitos de los obreros que lo compusieron para transformarlo en un libro impreso. En una segunda perspectiva, la de la historia de la lengua, el aspecto esencial es otro: la preparación del manuscrito para la composición, preparación realizada por los "correctores", quienes agregan mayúsculas, acentos y signos de puntuación, normalizan la ortografía y fijan las convenciones gráficas. Si bien este continúa siendo el resultado de un trabajo vinculado con el taller tipográfico y con el proceso de publicación, las decisiones referentes a la puntuación ya no se asignan aquí a los componedores, sino a personajes doctos (intelectuales, graduados de las universidades, maestros de escuela, etc.), empleados por los libreros y los impresores para asegurar la mayor corrección posible de sus ediciones. Paolo Trovato recordó hasta qué punto era importante la exactitud de la "corrección", atestiguada por la fórmula "con ogni diligenza corretto",9 para que un libro tuviera éxito en la Italia del Quattrocento y del Cinquecento. Por ello, era decisivo el papel que cumplían los "correctores", cuyas intervenciones se repiten en varios momentos del proceso de edición: la preparación del manuscrito que sirve de copia para la composición; la corrección de las pruebas; las correcciones realizadas durante la tirada, que se hacía mediante la revisión de hojas ya impresas (de ahí los diferentes estados de páginas que pertenecían a una misma forma dentro de una misma edición) o la incorporación de las errata en sus dos formas, ya sea las correcciones hechas con pluma en los ejemplares impresos, ya sea las hojas de erratas agregadas al final del libro, que permiten que cada lector corrija su propio ejemplar. 10 En toda Europa, la función de los correctores en la fijación gráfica y ortográfica de la lengua fue mucho más decisiva que las propuestas de reforma de la ortografía presentadas por los escritores que querían imponer una "escritura oral", determinada enteramente por la manera de decir."! La diferencia es grande, por ejemplo, entre la moderación de las 174
soluciones elegidas para las ediciones impresas y la audacia de las reformas sugeridas por los autores de la Pléiade. Ronsard, por ejemplo, propone en suAbrégué de l'Art poétique francois, suprimir "toda ortografía superflua" (es decir, todas las letras que no se pronuncian), transformar la grafía de las palabras a fin de aproximarla al modo en que se pronuncian ( aSÍ, por ejemplo, "roze","kalité", "Franse", "langaje", etc., lo cual haría inútil la existencia de la q y la c) e introducir en el francés las letras II y ñ españolas, para marcar mejor la pronunciación de palabras tales como "orgueilleux" o "Monseigneur"12 En la advertencia que dirige al lector en el prefacio de los cuatros primeros libros de la Franciade, Ronsard expresa la misma preocupación por vincular estrechamente las formas gráficas con las maneras de leer, e si "1" indica al lector que cuando encuentre en e I t ext o e l SIgno . , deberá elevar el tono de voz para dar gracia a lo que lee. 13 A considerable distancia de estas propuestas radicales, la práctica de los libreros y de los impresores, si bien conserva algún lazo con la oralidad, limita sus innovaciones a fijar la extensión de las pausas. El texto fundamental es aquí el del impresor (y autor) Etienne Dolet, titulado La punctuation de la langue [rancoise. Este autor definió en 1540 la nuevas convenciones tipográficas que deben distinguir, según la duración de la interrupción y la posición dentro de la frase, el "punto con cola" (o coma), la "coma" (o punto y coma) "que se coloca en una frase suspendida y no terminada del todo" y el "punto redondo" (o punto final) que "se coloca siempre al final de la oración", a los cuales se agregan los signos "interrogativo" (o de interrogación) y "de admiración" (o de exclamación). Tal distribución de la puntuación remite, a la vez, a las divisiones del discurso y a la palabra lectora. Los diccionarios de la lengua de fines del siglo XVII registran la eficacia del sistema propuesto por Dolet (enriquecido con los dos puntos que indican una pausa de una extensión intermedia entre la coma y el punto final), pero también la distancia que se ha tomado entre la voz lectora y la puntuación considerada desde entonces, según el término utilizado en el diccionario de Furetiere, como una "observación grama175
tical" que marca las divisiones del discurso. En los ejemplos de diversos empleos que propone ese mismo diccionario de Furctiare, publicado en 1690, indica: "Este corrector de imprenta comprende perfectamente la puntuación" y "La exactitud de este autor llega al punto de prestar gran cuidado a los puntos y las comas". Si bien el primer ejemplo atribuye con toda naturalidad la puntuación a la pericia técnica propia de los correctores empleados por los impresores, el segundo, implícitamente, ilustra el desinterés que habitualmente manifestaban los autores por la puntuación. Este segundo ejemplo señala, sin embargo, que hay autores atentos a la puntuación de sus textos. ¿Es posible hallar indicios de esta exactitud en las ediciones impresas de sus obras? Veamos el caso de Moliere. Sería muy arriesgado atribuirle demasiado directamente la decisión de la puntuación aplicada en las ediciones originales de sus obras, puesto que, como se ha demostrado en el caso de la edición de 1660 de Las preciosas ridículas, esas decisiones varían en las diferentes hojas, y hasta en las diferentes formas, según el gusto de los componedores. 14 No obstante, las diferencias de puntuación que existen entre las primeras ediciones de las obras, publicadas poco después de sus primeras representaciones parisienses, y las ediciones posteriores permiten reconstruir, si no ya las "intenciones" del autor, al menos las modalidades preferidas para el texto impreso. Son bien conocidas las reticencias que manifestaba Moliere ante la publicación impresa de sus obras.P Antes de Las preciosas ridículas y de la necesidad de adelantarse a la publicación del texto que harían Somaize y Ribou a partir de una copia robada y protegida mediante un permiso obtenido por sorpresa, Moliere nunca había querido entregar una de sus comedias a la impresión. Sin la amenaza de verse publicado contra su voluntad, hubiese hecho lo mismo con las Preciosas. Moliere se negaba a publicar sus obras, evidentemente, por razones financieras, puesto que una vez publicada, una obra de teatro podía ser representada por cualquier compañía; pero también había razones estéticas. Ciertamente, Moliere estimaba que el efecto que produce el texto de teatro depende por entero de la "acción", es decir, de la 176
representación. En la nota dirigida al lector que abre la edición de El amor médico, representada en Versalles, luego en el teatro del Palais Royal en 1665 y publicada al año siguiente, destaca la diferencia entre el espectáculo y la lectura: "No es necesario advertiros que muchas cosas dependen de la acción: es bien sabido que las comedias están hechas para ser representadas; y yo sólo aconsejo leer esta a aquellas personas que tienen una mirada capaz de descubrir en la lectura todo el juego del teatro".16 ¿No es la puntuación uno de los soportes posibles (con la imagen y las indicaciones escénicas) para que el texto impreso y su lectura recuperen algo de la "acción"? Comparada sistemáticamente con la puntuación adoptada en las ediciones posteriores (no solamente en el siglo XIX sino también a partir del siglo XVIII y hasta a fines del siglo XVII), la puntuación de las primeras ediciones de las obras de Moliere testimonian claramente su vínculo con la oralidad, ya sea porque destinan el texto impreso a una lectura en voz alta o a una recitación, ya sea porque la obra permite al lector silencioso y solitario reconstruir, interiormente, los tiempos y las pausas del juego de los actores. El paso de una puntuación a otra tiene considerables efectos en el sentido mismo de las obras."? Por una parte, las puntuaciones de las primeras ediciones, siempre más numerosas y más variadas, caracterizan de modo diferente a los personajes; por ejemplo en El burgués gentilhombre (Acto Il, escena 3) se multiplican las comas y las mayúsculas que distinguen las maneras de hablar del profesor de filosofía de las del profesor de danza. Por otra parte, las puntuaciones de las ediciones originales ofrecen pausas que permiten recordar los movimientos en el escenario (o reconstituirlos imaginariamente). Por ejemplo, en la escena de los retratos de El misántropo (Acto n, escena 4, entre los versos 586 y 594), la edición de 1667 contiene seis comas más que las ediciones modernas, lo cual permite al lector del rol de Célimene separar las palabras, hacer pausas, acordarse de los gestos de la actriz. Por último, esta puntuación original pone de relieve las palabras cargadas de una significación particular. Si bien en las ediciones modernas, los dos últimos versos de Tartufo no incluyen ninguna coma, 177
no ocurría lo mismo en la edición de 1669: "Y por un dulce himen! coronar en Valere.z La llama de un Amante generoso, & sincero". Así la última palabra de la obra, "sincero", queda claramente designada como el antónimo de la que figura en el título Tartufo o el Impostor. Esta puntuación abundante, que indica pausas más numerosas y generalmente más largas que las que se conservaron después, enseña al lector de qué modo debe decir (o leer) los versos y hacer resaltar cierta cantidad de palabras, generalmente destacadas con mayúscula en la impresión, recurso que también se suprime en las ediciones posteriores. En el conjunto de las mediacíones, aparentemente el editor (en el sentido moderno del término) interviene poco. La partida se juega entre el autor, los copistas de sus manuscritos, los correctores y los componedores. Las íntervenciones editoriales propiamente dichas están, no en el texto mismo, la ortografía, la grafía o la puntuación, sino en las elecciones hechas en función de los públicos a los que apuntan. 3. Veamos el ejemplo del repertorio de venta ambulante. En Francia, a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, los impresores instalados en la ciudad de Troyes inventan una fórmula editorial nueva. Al utilizar caracteres ya algo deteriorados, volver a emplear grabados de madera que el triunfo de la estampa en cobre había desechado, e imprimir en un papel mediocre, fabricado por los papeleros de Champaña, logran publicar libros y folletines poco costosos, designados como "libros azules", en alusión al hecho de que muchos de ellos (pero no todos) estaban recubiertos de papel azul. Son estas características materiales las que dan identidad a la fórmula editorial de la Biblioteca azul y no el corpus de textos puestos en circulación por estas impresiones baratas. Ciertamente tales obras generalmente no se escribieron con tal fin editorial. Se las extrae del repertorio de los textos ya publicados y se las elige porque parecen convenir a las expectaciones y las aptitudes de la amplia clientela que quieren ganar los editores de Champaña. De ahí la diversidad extrema del catálogo de la Biblioteca azul, que toma títulos de todos los géneros, todos los períodos y todas las literaturas. De ahí también el lapso, a veces enorme, que separa la fecha 178
de escritura de los textos y la de su difusión para el público de las ediciones publicadas por los libreros impresores de Troyes. Compuesta sobre la base de títulos cuyo privilegio había expirado, la Biblioteca azul reúne textos que forman serie ya sea por su género (vidas de santos, novelas de caballerfa, cuentos de hadas), ya sea por el campo de prácticas en los que se los puede utilizar (ejercicios de devoción libros de recetas libros de enseñanza), ya sea por la repeticiÓn de una temátic~ r",c~peradaen formas ?iferentes (discursos sobre las mujeres, sátir-as de los OfiCIOS, literatura picaresca). Así se crean redes de textos que remiten a los mismos géneros o a los mismos temas y que de ese modo no desorientan las expectaciones de sus lectores. Las transformacio','-es operadas por los "correctores" que trabajan para los editores de Champaña refuerzan esta similitud. Sus intervenciones son de tres órdenes diferentes. Por un lado, transforman la presentación misma del texto multiplicando los capítulos, aun cuando esta división no tenga ninguna necesidad narrativa o lógica, y aumentando la cantidad de párrafos. Esta organización del texto obedece a la idea que tienen los editores de las aptitudes de lectura del público que procuran ganar, una lectura a menudo interrumpida, que exige puntos de referencia explícitos, que sólo puede realizarse con comodidad si las secuencias son breves y cerradas en sí mismas. Por otra parte las intervenciones editoriales acortan los textos, les amputan fragmentos o episodios estimados inútiles, abrevian las frases suprimiendo relativas e incisos, adjetivos y adverbios. La lectura implícita supuesta por tal estrategia de reducción es una lectura ~ue sólo puede captar enunciados simples, breves, lineales. Por último, los libreros impresores de Troyes suprimen de los textos el vocabulario escatológico, las alusiones sexuales y las fórmulas blasfemantes. Se trata pues de censurar los textos de acuerdo con las normas de la decencia y la moral propuestas por la reforma católica. Reali~ado de prisa y sin mucho cuidado, ese trabajo de adaptación conduce a menudo a ciertas incoherencias. De modo tal que las operaciones mismas que procuran hacer más fácil la lectura introducen dificultades de comprensión. Esta 179
contradicción está vinculada con las necesidades de la edición barata, que supone costos bajos y por consiguiente pocas exigencias en cuanto a la preparación de la copia o la corrección de las pruebas. Además indica que la lectura de los "libros azules" puede satisfacerse con una coherencia mínima del texto, que es aproximada y que se atiene a significaciones globales y no a la letra misma de las obras letdas.l'' En Castilla, desde fines del siglo xv, la fórmula del pliego suelto produce una amplia circulación de la forma poética más tradicional: el romance. Los romances son poesías compuestas en versos octosílabos, con rima asonante en los versos pares, cuyo origen se atribuye, o bien a las canciones de gesta, de las que estos fragmentos ya autónomos habrían formado parte, o bien a la poesía lírica tradicional, la de las baladas. Concebidos para ser cantados, como toda la poesía épico-lírica y luego fijados por escrito, los romances experimentaron una doble circulación: en la tradición oral y, con dos formas muy diferentes, en los textos impresos. La primera de esas formas está constituida por las antologías, las colecciones, los florilegios que adquieren el nombre de cancioneros y que incluyen varias decenas o centenas de romances. Estas recopilaciones, cuya serie comienza en 1511, se dirigen a lectores acomodados que pertenecen al mundo de las personas letradas. La segunda forma de circulación es la de los pliegos sueltos. Un pliego es una hoja de impresión, doblada dos veces, lo cual le da al objeto impreso un formato quarto compuesto por cuatro hojas y por lo tanto por ocho páginas. El pliego más antiguo conservado que contiene un romance data de 1510 y se imprimió en Zaragoza. Aquí se asocian un género poético breve y un género editorial adaptado a las posibilidades de la imprenta española de los siglos XVI y XVII, caracterizada por pequeños talleres con una capacidad de producción limitada pero que pueden imprimir, con una sola prensa y en un solo día, entre 1250 y 1500 ejemplares de una hoja de imprenta. De ahí el éxito de la fórmula del que dan testimonio los mil doscientos títulos publicados en el siglo XVI. 19 Los editores (en el sentido de aquel que publica un libro), sin controlar necesariamente la forma misma de los textos 180
que se libra a las preferencias de los autores, los copistas, los correctores y los componedores, desempeñaron sin embargo un papel esencial en la mediación cultural al inventar fórmulas capaces de asociar un repertorio textual y una capacidad productiva. 4. Entre fines del siglo xv y comienzos del XIX el libro despertó tres pensamientos en los hombres y mujeres de la primera modernidad: la inquietud por la pérdida, la obsesión de la corrupción y el temor del exceso. El primero de estos pensamientos trajo consigo una serie de actos destinados a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: desde la recolección de los textos antiguos a la edición de los manuscritos, desde la edificación de grandes bibliotecas a la constitución de esas "bibliotecas sin muros" que son las colecciones, los repertorios y las enciclopedias. En esta tarea, los editores tuvieron su parte pues, gracias a la imprenta, transformaron en objetos durables, multiplicados y difundidos, lo que los otros soportes de lo escrito no podían proteger ni sustraer a la fugacidad. Pero muy pronto se percibe la multiplicación de la producción impresa como un peligro. A fin de dominar esos posibles excesos se hace necesaria la creación de instrumentos que permitan expurgar, clasificar, jerarquizar. Esta tarea de ordenamiento corresponde a muchos actores: los autores mismos, mediante sus juicios; los poderes que censuran y hacen pedidos; las instituciones (académicas, doctas, escolares, etc.) que consagran o excluyen. Pero también los editores, en virtud de sus elecciones, desempeñan un papel esencial en esta domesticación de la abundancia. Todo ello contribuye a la ambivalencia fundamental de la actividad editorial y del comercio del libro. Por un lado, estos sectores son los únicos que pueden crear un mercado de los textos y de los juicios. Son una condición necesaria para que pueda constituirse una esfera pública literaria y un uso crítico de la razón. Pero, por otro lado, por sus propias leyes, la edición somete la circulación de las obras a constreñimientos y a fines que no se parecen en nada a los que han gobernado su escritura. Entre estas dos exigencias, la tensión no es fácil de resolver. Pero es esa misma tensión la que ha 181
hecho que la historia de la mediación editorial sea, no solamente un capítulo de la historia económica, sino también el lugar de una posible reflexión sobre las trayectorias culturales más esenciales. Notas 1. Hans Robert Jauss, Literatursgeschíchte als Provokation, Frankfurt, Suhrkamp, 1974. [La literatura como provocación, Barcelona, Península, 1976.1 2. Wolfgang Iser, Der Aht des Lesens. Theorische aesthetischer Wirkung, Munich, Wilhelm Fink, 1976, traducido al francés, L'acte de lecture. Théorte de ['effet esthétique, Bruselas, Pierre Mardaga, 1985. 3. Stephen Greenblatt, Shakespearean Negotiatíons: The Circulation of Social Energy in Renaissance England, Berkeley, University of California Press, 1988. 4. D. F. McKenzie, Bibliography and the Sociology ofTexts, The Panizzi Lectures 1985, Londres, The British Library, 1986, traducido al francés La bibliographie el la socíologie des textes, París, Cerc1e de la Librairie, 1991. 5. Roger Chartier, George Dandin ou le social en représentation,Annales. Hístoíre, Science Sociales, marzo-abril, ns 2, 1994, pp. 277-309 (retomado en Culture écrite et société. I:ordre des liures, XVr-XVIlIe síecles, París, Albin Michel, 1996, pp. 155-204. 6. Pierre Bourdieu, Lecture, Iecteurs, lettrés, Iitterature, en Choses dites, París, Editions de Minuit, 1987, pp. 132-143. [Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1988.) 7. Margreta de Grazia y Peter Stallybrass, The materiality of the shakespearean text, en Shakespearean Quarterly, vol. 44, nc 3, otoño de 1993, pp. 255-283. 8. Thomas G. Tanselle, Analytical bibliography and Renaissance printing history, Printing History, vol. 3, ns 1, 1981, pp. 24-33 YJeanne VeyrinForrer, Fabriquer un livre au XVle síecle, en Histoire de l'édition francaise, Roger Chartier y Henri-Jean Martín (comps.), tomo 1, Le liure conquérant. Du MoyenAge au milieu duXVlr siecle, París, Fayard/ Cercle de la Librairie, 1989, pp. 336-369. 9. Paolo Trovato, Con ogni diligenza corretto. La stampa e le revisioni editoriali dei testi letterari italiani (l470-1570), Bolonia, Il Mulíno, 1991. 10. Brian Richardson, Print Culture in Renaissance Italy. The Editor and the Vemacular Text, 1470-1600, Cambridge, Cambridge University Press, 1994. 11. Nina Catech, L'orthographe francaise ti la époque de la Renaissance (auteurs, imprimeurs, ateliers d'imprimerie), Ginebra, Librairie Droz, 1968.
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12. Ronsard, Abregé de l'Art poétique froncoie, en Oeuures completes, 1565, París, N.R.F., Bibliotheque de la Pléiade, 1950, tomo Il. pp. 995-1009. 13. Idem. 14. Jeanne Veyrin-Forrer, A la recherche des "Précieuses", en La lettre et le texte. Trente années de recherches su l'histoire du liure, París, Collection de l'Ecole Normale Supérieure de Jeunes Filies, 1987, pp. 338-366. 15. Abby Zanger, Paralyzing performance: Sacrificing theater or the altar of publication, Stanford French Review, otoño-invierno, 1988, pp. 169185 YRoger Chartier, Publishing Drama in Early Modern Europe, The Panizzi Lectures 1998, Londres, The British Library, 1999. 16. Moliere, Lamour médecin, 1666, en Oeuures completes, París, N.R.F., Bibliotheque de la Pléiade, 1971, tomo Il, pp. 87-120. [El amor médico, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1991.] 17. Gaston H. Hill, Punctuation et dramaturgie chez Moliere, La bibliographie matérielle, presentada por Roger Laufer; mesa redonda organizada para el CNRS por Jacques Petit, Editions du CNRS, 1983, pp. 125-141. 18. Henri-Jean Martin, Culture écrite et culture orale, culture savante et culture populaire dans la France d'Ancíen Régime, Journal des Savantes, julio-diciembre de 1975, pp. 225·284 (retomado en Henri-Jean Martin Le livre franc;ais sous l'Ancien Régime, París, Promodis/ Editions du Cercle de la Librairie, 1987, pp. 149·186 YRoger Chartier, Liures et lecteurs dans la France d'Ancien Régime, París, Editions du Seuil, 1987, pp. 110-121, pp. 247-351. 19. Víctor Infantes, Los pliegos sueltos poéticos: constitución tipográfica y contenido literario (1482-1600), en El Siglo de Oro. Estudios y textos de literatura áurea, Potomac, Maryland, Scripta humanistica, 1992, pp. 47-58.
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