Las palabras, las ideas y las cosas : una presentación de la filosofía del lenguaje 9788434487420, 843448742X


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Spanish; Castilian Pages [587] Year 2008

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Las palabras, las ideas y las cosas : una presentación de la filosofía del lenguaje
 9788434487420, 843448742X

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Manuel García-Carpintero

Las palabras, las ideas y las cosas Una presentación de la filosofía del lenguaje

EditorialAriel, S.A

Barcelona

Diseño cubierta: Nacho Soriano l.4 edición: octubre 1996 © 1996: Manuel García-Carpintero Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: O 1996: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN : 84-344-8742-X Depósito legal: B. 37.004 - 1996 impreso en España

A B egoña

PRÓLOGO

Esta obra ha tenido una larga elaboración. Versiones preliminares de la mayoría de los capítulos fueron escritas desde 1993 y distribuidas entre mis colegas y amigos, así como entre parte del alumnado al que va destinada pri­ mariamente (alumnos de los cursos introductorios de Filosofía del Lenguaje en la facultad de filosofía de la Universidad de Barcelona y de “Lógica y Filoso­ fía del Lenguaje” de la Licenciatura de Lingüística de la misma universidad). Las sugerencias y comentarios críticos de algunos de ellos han sido incorpo­ radas en la versión que aquí se ofrece, de modo que muchos de sus defectos iniciales han sido así remediados. Mi agradecimiento a todos ellos no puede ser más sentido. Leyendo esas versiones anteriores — una vez adquirido el parcial desapego con que el tiempo y la crítica benevolente nos permiten examinar retrospectivamente incluso los más queridos productos de nuestro esfuerzo— soy bien consciente del enorme esfuerzo que hubieron de hacer, y de lo enor­ memente beneficioso que —por encima de todo para mí mismo, pero también para el lector que se aventure en la obra— ha sido ese esfuerzo. Algunas de las personas que, según puedo recordar, han contribuido en mayor o menos grado a que el libro sea mejor de lo que hubiera sido sin su ayuda son: Alicia Amaya, Iratxe Arrieta, Susana Balfegó, Ramón Cirera, Ramón Coletas, Ignacio Jané, Jordi Fernández, Ramón Jansana, Manuel Pérez Otero, David Pineda, Luis Pía Vargas, Daniel Quesada, Jorge Romera, María Verdaguer, Ignacio Vica­ rio. José Antonio Diez Calzada tuvo la paciencia de leer detenidamente la penúl­ tima versión del libro, y sus penetrantes críticas y sugerencias dieron lugar a una versión final muy mejorada. En un lugar aparte debo mencionar, finalmente, a mi esposa, Begoña Navarrete. También intelectualmente, ella ha sido la mayor influencia en los pensamientos que conformaron las páginas que siguen; los ha conocido en casi todas sus edades, y provocó muchas de sus mutaciones. Debo mencionar finalmente la ayuda financiera que he disfrutado durante el período de redacción de este texto, en la forma del proyecto de investigación PB93-1049C03-01 (subvencionado por la DGICYT, Ministerio de Educación), que me ha permitido presentar ideas aquí desarrolladas en congresos y reuniones científicas y ha contribuido de otros modos a la realización del trabajo.

El beneficio de los comentarios y las indicaciones de todos estos lectores atentos e inteligentes, cada uno de ellos una ejemplificación del lector ideal que el autor de un texto como este busca, hace que no pueda engañarme sobre los defectos que aún restan, y me permiten decir con completa sinceridad — como con un carácter hasta cierto punto formulario suele decirse en estos casos— que sólo yo soy responsable de ellos. Uno de esos defectos llama la atención ya en las líneas precedentes (en parte porque han sido escritas expre­ samente con la intención de exagerar el rasgo): uno tras de otro, los lectores de versiones previas de este trabajo me han hecho notar que su estilo —barro­ co, casi nunca en la variedad conceptista practicada por Tácito o Gracíán, casi siempre en la variedad verbosa llevada a cimas estéticas por Cicerón y Góngora— dificulta su lectura. Es mi convicción que el estilo literario, en sus ras­ gos más abstractos, es una manifestación del carácter de una persona, tan esen­ cial como el llevar a cabo acciones temerarias pueda serlo de la imprudencia. Al igual que otros de los rasgos más generales de nuestro carácter, la disposi­ ción a escribir con arreglo a unos patrones más bien que con arreglo a otros, de entre todos los que como lectores somos capaces de apreciar, nace con nosotros y no nos abandona desde entonces. Podemos, desde luego, depurar nuestro estilo; pero no podemos sustituirlo por alguna de las otras alternativas. El estilo de esta obra es un producto, basto, tosco sin duda, y sin duda exa­ cerbado, de uno de esos espíritus que se guían hasta el paroxismo por la máxi­ ma de Forster. “Only Connect” Las personas así prefieren utilizar términos más infrecuentes, cuando también sería posible utilizar otros más comunes, pues de ese modo establecen conexiones más precisas: conectar más precisa­ mente es conectar más, pues las conexiones imprecisas ya están dadas en cual­ quier caso. Prefieren matizar un sustantivo con un epíteto o un verbo con un adverbio a no hacerlo, por la misma razón; y, por la misma razón también, escogen una compleja e infrecuente estructura sintáctica de subordinación, a una más frecuente coordinación. Pues ia coordinación sería compatible tanto con la existencia como con la no existencia de conexiones que la subordina­ ción establece; o no permitiría establecerlas más que de una manera (al gusto de la persona que caracterizo) poco elegante. Prefieren también hilvanar su dis­ curso haciendo excursus en los lugares apropiados, para volver después al lugar inicial, a iterar el elemento del excursus acabada la narración principal (con lo que la conexión podría perderse). Los caracteres así disfrutan impartiendo (o recibiendo) cursos académicos de 50 sesiones —y escribiendo (o leyendo) libros de varios centenares de páginas— hilvanados por un argumento conti­ nuado; un argumento que, por tanto, sólo al final se revela propiamente, y qui­ zás sólo una relectura o el repaso por una memoria en muy buenas condicio­ nes permita apreciar. Si es verdad que es un rasgo de carácter lo que nos guía al preferir; de entre obras igualmente excelentes, el estilo de unas al estilo de otras (el inglés filosófico de Hume y Quine, al de David Lewis; el inglés literario de Jane Austen o George Eíiiot, ai de Emily Bronte, Charles Dickens o Robert Louis Stevenson; entre mis contemporáneos, el español de Juan Goytisolo o Rafael

Sánchez Ferlosio al de Antonio Muñoz Molina), y a sentimos impulsados a imitar uno más que otro en nuestras propias producciones, entonces no tiene sentido que pida disculpas por él. Puedo, desde luego, pedir disculpas por lo burdo de mi apropiación del estilo que he descrito; pero sólo puedo pedir tole­ rancia por servirme de él a los lectores con gustos distintos —con caracteres distintos— . Cuando nos enfrentamos a obras construidas con arreglo al estilo más opuesto al que caracteriza nuestros propios gustos, podemos tolerarías bien, e incluso apreciarlas, si exhiben el estilo de manera excelente (a veces nos obliga a hacerlo, si no nuestra propia inclinación, el reconocimiento del que sabemos dis­ frutan esas obras). Somos mucho menos respetuosos cuando nos enfretamos a ejemplificaciones no tan distinguidas, y más bastas,, de esas mismas obras. Puesto que este trabajo pertenece al segundo grupo, ofrezco Jas conside­ raciones precedentes con el fin de solicitar al lector su benevolente tolerancia. Para ofrecería, basta tener presente en todo momento que las diversas opcio­ nes (e) estilo barroco y el clásico, en este caso) tienen su propio derecho a ocu­ par un lugar bajo el sol, derivado primero de la existencia de personas con unos y otros gustos, y después de la existencia de obras capaces de satisfacerlos se manera igualmente sublime. Obras que, a buen seguro, no existirían si la into­ lerancia de algunos acabase con las manifestaciones toscas del estilo que detes­ tan; pues incluso las obras sublimes requirieron, salvo en el caso de unos pocos privilegiados, muchos ensayos toscos. Los críticos menos tolerantes encontra­ rán que la inclinación al barroquismo traiciona rasgos censurables de carácter: vanidad, presunción, soberbia...; y quizás tengan razón. Pero lo mismo cabe decir de la tendencia al clasicismo; el crítico debería tener presente que su adversario ve en las versiones particularmente toscas del estilo por él aprecia­ do una llanura, una simplicidad y una superficialidad más destestabíes a sus ojos que la vanidad, la presunción y la soberbia, y que este adversario no está probablemente menos equivocado que él al creer que estos otros rasgos suelen darse también conjuntamente con el aprecio del clasicismo. El partidario del clasicismo se refugiará finalmente, a buen seguro, en con­ sideraciones pragmáticas. En un trabajo como éste, una de cuyas funciones habría de ser la de servir de manual introductorio a personas que desean o pre­ cisan iniciarse en ía filosofía contemporánea del lenguaje, el clasicismo es lo indicado. Ciertamente, he tratado de hacer concesiones en este sentido. He incluido generalmente, al comienzo de los capítulos y de algunas secciones, esbozos de lo que se incluye en ellas; cuando los argumentos son largos y com­ plejos, he incluido pausas, situando lo expuesto hasta allí en el argumento general; he incluido, por último, resúmenes al final de algunas secciones y de todos los capítulos. (Pese a que yo mismo estimo mucho más el modo de com­ posición de los trabajos filosóficos, artículos o libros, en que no se hace nada de esto, si existe una estructura esbozable o sumariable que una segunda lectura per­ mite al lector esbozarse o resumirse nítidamente a sí mismo; y a que omito leer con atención esbozos introductorios y resúmenes cuando los encuentro.) Unica­ mente me he resistido a la idea de incluir también “tablas’' o “figuras”, que vari más allá de lo que mis gustos toleran en un libro de filosofía. -

Pero, en cuanto a la consideración pragmática, me permito hacer notar al crítico que tampoco aquí son sus consideraciones decisivas. Si la filosofía se entiende al modo analítico (particularmente si “filosofía analítica” se entiende como se propondrá en la introducción), entonces está obligada a ser tan clara como la ciencia. Una introducción a un ámbito de la filosofía debería ser una introducción a la práctica de una actividad con tal tipo de claridad. Se conclu­ ye de esto, deplorablemente a mi juicio — incluso en ámbitos muy influyentes en el estado contemporáneo de la comunidad filosófica— , que la filosofía debe tener el tipo sagital de claridad que caracteriza a la ciencia: en ella, uno abs­ trae un problema específico de todos los demás, y lo trata en gran profundi­ dad: se hace un corte sagital de los problemas. Una introducción a este tipo de prácticas debería poseer entonces esas mismas características: concentración absorta en un problema específico, con entera negligencia de lo que sucede con todo lo demás por conectado que pueda estar con ello. Un estilo clasicista (no en cuanto a la sintaxis, sino en cuanto a la elección y ordenación del material) sería en ese caso lo indicado, pragmáticamente, para un libro como éste: pre­ sentar, ciñéndose a ellos, los problemas específicos de la filosofía del lengua­ je tal y como los han tratado, en sus aportaciones más notables, los más signi­ ficativos filósofos analíticos contemporáneos. Esta idea guía (todo sea dicho, junto -a la presión competitiva que fuerza a los profesionales jóvenes a intentar publicar de inmediato sus trabajos en revistas de primera línea), creo, el modo en que se educa a los futuros filósofos en las mejores instituciones del momen­ to (universidades norteamericanas como Princeton, Harvard, Stanford, Comell, Rutgers o ei M.I.T.). En mi opinión, hay un grave error aquí (que en este caso perciben correcta­ mente los críticos en ámbitos “continentales’] de la filosofía, “analítica”).. Si bien es cierto que la filosofía debe poseer también la claridad sagital de la ciencia, su ámbito específico (sobre cuya naturaleza se ofrece una propuestaa en la intro­ ducción) hace que sea necesaria además una claridad transversal. Los problemas de la filosofía del lenguaje están esencialmente relacionados con los grandes pro­ blemas filosóficos del pasado, con los problemas epistemológicos y metafísicos. Ninguna introducción puede ser satisfactoria si omite hacer patente esa relación: además de un corte sagital, es preciso un corte transversal del estado de la cues­ tión. La filosofía posee una dificultad adicional a la dificultad de la ciencia (cuyo origen último pretende revelar la propuesta que se hará en la introducción): la filosofía requiere madurez. Sólo cabe tener buenas ideas sobre un problema filo­ sófico cuando se ha vuelto a él una y otra vez, después de pasar, cada vez, por eí examen de muchos otros problemas filosóficos. La aproximación a los pro­ blemas filosóficos fundamentales es necesariamente bolista. La simplicidad de una introducción que omita hacer esto patente será, por consiguiente, una sim­ plicidad esencialmente superficial: será la claridad de quien se las ha arreglado para no tocar algunos probíemas fundamentales de la materia que presenta, qui­ zás haciéndolo con el arte suficiente para que a un observador no iniciado no se lo parezca. El barroquismo expositivo de los que siguen la máxima de Forster, pues, tiene también sus propias virtudes prácticas en este ámbito.

El prólogo de una obra es el único lugar en que su autor puede permitirse consideraciones personales, y las precedentes ciertamente han tenido un carácter personal. En sustancia, he dicho que los lectores a que esta obra se dirige (como acostumbra a decir Juan Goytisolo de las intenciones que animan sus propios escritos) son aquellos que están bien dispuestos a ser también relectores. Pido a mis lectores tolerancia; que, si se dicen, “esto podría haberse escrito con frases más cortas, o con palabras más comunes, o con estructuras de coordinación, y hubiera ganado en simplicidad” , recuerden primero que el autor no podría real­ mente haberlo escrito como sugieren, y por otro que algunos de nosotros, cuan­ do leemos textos con las características por él deseables, nos decimos “esto podría haberse escrito con frases más largas, con palabras menos frecuentes, con una mayor variedad de estructuras de subordinación, y hubiese ganado en rique­ za”. Por último que, si bien nada intelectualmente interesante, estética o teoréti­ camente, es sólo “cuestión de gustos”, recuerden también que unos y otros esti­ los —en último extremo justificados en verdad por ía existencia de seres huma­ nos con diferentes gustos— están igualmente asociados con vicios y con virtu­ des, y arrojan igualmente un saldo práctico que incluye tanto beneficios como déficit. El lector hará su propio balance en este caso concreto. Pese a la pretensión de abordar los problemas en profundidad, este libro no deja de tener un carácter introductorio. Por esa razón,, he limitado al. míni­ mo posible las referencias bibliográficas y el aparato crítico de notas a pie de página. La presentación está informada por la discusión más reciente en filo­ sofía de la mente y filosofía del lenguaje, como los lectores más “profesiona­ les” advertirán; pero he tratado de que ello no aflore con el aparato usual, para evitar rémoras molestas a un lector que pretende iniciarse en la materia. Muchas de las ideas, incluyendo ideas expositivas, provienen de otros autores. He tratado de dar el debido crédito a todos ellos, pero quiero disculparme aho­ ra por los casos en que, debido al propósito de mantener al mínimo el aparato crítico, no lo haya hecho. Tampoco he enfatizado las propuestas relativamente originales; algunas han sido desarrolladas en artículos de investigación ya publicados en revistas especializadas; otras se exponen aquí por primera vez. Entre ellas: la distinción entre sistematicidad y contextualidad, y la explicación de la naturaleza “composicional” o “estructurada” del lenguaje en los capítu­ los í y Víf expuesta previamente en “The Philosophical ímport of Connectionism: A Critical Notice of Andy Clark’s Associative Engines'\ Mind and Lan­ guage 10 (1995), pp. 37.0-401; la teoría de las citas como signos ostensivos del capítulo II, expuesta previamente en “Ostensive Sígns: Against the Identity Theory of Quotation”, Journal o f Philosophy, 91 (1994), 253-264; la formula­ ción de la distinción entre intemismo y extemismo en los capítulos ÍIÍ y IV y del carácter internista de la concepción fregeana de los sentidos, expuesta en “The Nature of Extemalism”, aún no publicado; el análisis de las disposicio­ nes y de la distinción entre propiedades primarias y secundarias en el capítulo V; ia teoría de las expresiones referenciales —particularmente de los nombres propios— como expresiones “reflexivas del ejemplar” en el capítulo Vil, pre­ sentada en “The Frege-MiJJ Tbeory^of^Proper Ñames”, aún no publicado; la

interpretación de la teoría de las constantes lógicas en el Tractatus como expre­ siones cuyo significado es sensible a rasgos semánticos abstractos de las expre­ siones genuinamente referenciales del capítulo IX, expuesta en “The Grounds for the Model-Theoretic Account of the Lógica! Properties”, Notre Dame Jour­ nal o f Formal Logic, vol. 34, núm. 1, 1993, 107-131, y en “The Model-Theoretic Argument: Another Tum of the Screw”, Erkenntnis 33 (1996); la inter­ pretación fenomenalista de los simples del Tractatus en el capítulo X; el aná­ lisis del concepto de lenguaje privado en los capítulos IV y XI; la exposición de las paradojas de la tesis quineana de la indeterminación del significado y la referencia en el capítulo XII, presentada en “Disquotationalism in the Face of the Indeterminacy Thesis’\ aún no publicado; finalmente, las sugerencias res­ pecto de la naturaleza del carácter “descitativo” o “desentrecomillador” de la verdad en los capítulos X y XII, desarrolladas en “What Is a Tarskian Theory of Truth?”, Philosophical Studies, 82 (1996), pp. 113-144 y en otros trabajos pendientes de publicación. Con la única excepción de las citas de las Investigaciones filosóficas, las traducciones que ofrezco son mías. Ai menos en cinco ocasiones (algunas se indican en el texto) encontré, al pretender citar una traducción ya existente, errores graves, que tergiversaban el sentido del texto de manera sustancial. El ámbito de las traducciones, al menos de las de textos filosóficos, es uno.de los muchos en los que nuestra cultura tiene aún mucho que mejorar. Los temas que se exponen en este trabajo son aquellos sobre los que he venido reflexionando desde que me introduje en la filosofía. Cualquier valor que pueda encontrarse en el modo en que aquí se abordan se debe, primero, a quienes me introdujeron a ellos, Juan José Acero y Daniel Quesada; después, a Calixto Badesa, Enrique Casanovas, Ramón Cirera, Ramón Jansana e Igna­ cio Jané, las personas que han creado en el departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona un ambiente de tra­ bajo serio y concienzudo y la práctica del escrutinio crítico por colegas bene­ volentes, pero rigurosos, que hace impensable la confusión y esa nuestra tan habitual aventurada improvisación.

INTRODUCCIÓN

Desde un punto de vista tanto teórico como técnico, el siglo xx ha produ­ cido indudables avances en nuestra comprensión del mundo que nos rodea. Resulta notable, sin embargo, lo pequeño que en comparación queda nuestro conocimiento de lo que, por otra parte, nos parece perfectamente familiar y apenas necesitado de estudio. Disponemos del enorme caudal de conocimien­ tos teóricos y técnicos necesario para enviar un hombre a la Luna, y sabemos también construir complejísimas máquinas que hacen por nosotros, con mucha mayor precisión y rapidez, los cálculos requeridos para ello. Sin embargo, no sólo no sabemos cómo construir una máquina que sea capaz de entender los diálogos más cotidianos que intercambian dos conocidos cuando se encuentran, ni participar apropiadamente en tales intercambios; la verdad es que ni siquie­ ra sabemos cómo enunciar, de un modo suficientemente claro, de qué habría­ mos de dotar a una máquina así. Sabemos hablar, y entender lo que nos dicen, por descontado; adquirimos ese conocimiento con mucha mayor facilidad de lo que adquirimos conocimientos como los antes descritos, y lo preservamos también sin ningún esfuerzo a lo largo del tiempo. Pero cuestionamos cómo expresaríamos eso tan cotidiano que sabemos, eso que hemos adquirido con tanta facilidad, basta para sumimos en la perplejidad. La filosofía “analítica” — también un fenómeno del siglo xx— se ha ocupa­ do predominantemente de aliviar esa perplejidad. La filosofía no es una mate­ ria de la que quepa esperar una respuesta precisa a inquietudes como las que se acaban de formular. Difícilmente cabe esperar acuerdo entre sus practican­ tes respecto a cuáles hayan de ser las respuestas a las preguntas que desearían responder —a veces ni siquiera existe el acuerdo sobre qué preguntas sea impor­ tante responder. Ya para comenzar, no existe acuerdo entre los filósofos que se reconocerían a sí mismos como practicantes de la filosofía analítica respecto de si el término se aplica propiamente sólo a filósofos que comparten un cierto; con­ junto sustantivo de ideas. Se aplica, sin duda, a filósofos que reconocen los temas que este libro persigue presentar de manera introductoria, así como las pro­ puestas sobre los mismos que en él se discuten, como el bagaje imprescindi­ ble para la reflexión sobre nuevas propuestas que ayuden a avanzar la discu-

sión. Filósofos, en otras palabras, que reconocen en las grandes obras de Frege, Russell y Wittgenstein ejemplos paradigmáticos de un nuevo modo de abordar los problemas tradicionales de la filosofía. Si bien el conocimiento de las grandes aportaciones de la tradición analítica a nuestra comprensión del lenguaje nos ha de dejar aún a una gran distancia de vislumbrar respuestas a preguntas como las anteriores, sí están esas aportaciones en condiciones de delinear de manera precisa los contornos de los problemas, de delimitar el alcance de nuestra ignorancia. La familiarización con la filosofía contemporá­ nea del lenguaje, por consiguiente, habría de resultar de interés no sólo para los interesados en la filosofía, sino también para todos aquellos que, desde cualquiera de las muchas perspectivas en que se aborda el lenguaje, desearían alcanzar una mejor comprensión teórica de su naturaleza. Michael Dummett —uno de los más importantes filósofos contemporáneos en esta tradición— ha defendido con gran pe^ettadÓTHa^esisde que existe un conjunto sustantivo de ideas distintivas de kvfconcepción analíticaMe la filosofía. La idea sustantiva central es, según Du mmktrlgnte s is T ^ t a r ^ ^ guaje sobre ei pensamiento. Los filósofos del pasado pensaron que el lenguaje es un fenómeno sin excesivo interés filosófico en sí mismo. Un lenguaje no sería nada más que un medio arbitrario para hacer perceptibles nuestros pen~ samientos: nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras emociones, nuestras dudas* etc.,..con el fin de hacerlos accesibles a los demás; o, simplemente, con el de ayudamos a recordarlos nosotros mismos después. Los grandes proble­ mas filosóficos (la naturaleza y los límites del conocimiento humano; el carác­ ter de la realidad “externa”, por relación a la cual evaluamos lá corrección o incorrección de nuestras concepciones, la satisfacción o no de nuestros desig­ nios) eran pues planteados directamente a propósito del pensamiento, hacien­ do caso omiso de ese intermediario prescindible, el lenguaje mediante el que los expresamos. Por contra, la filosofía analítica se caracteriza, según Dum­ mett, por defender la —quizás intuitivamente paradójica— tesis contraria. Filó­ sofos como el Wittgenstein de las Investigaciones, Quine, Sellars, Davidson o el propio Dummett han sostenido, en efecto, que estrictamente hablando sólo , piensa quien habla. El contenido de los pensamientos de alguien se identifica con el significado que cabe atribuir a las palabras mediante las que los expre­ saría, en función de la comunidad lingüística a la que pertenezca (o, en el caso de Davidson, en función de lo que aventuraría al respecto un hermeneuta cua­ lificado). Estrictamente hablando, los seres que no hablan (los animales o los niños pequeños) no piensan; cuando nos referimos a ellos como si lo hicieran, estamos llevando a cabo una proyección ilegítima, o arbitraria. Esta concepción tiene en su favor que proporciona un fundamento claro a lo que un observador extemo aprecia inmediatamente como lo más caracterís­ tico de ese nuevo modo de abordar los viejos problemas practicado por ios filó­ sofos analíticos desde Frege, Russell y Wittgenstein; a saber, el papel que desempeña la filosofía del lenguaje como la materia filosófica fundamental; el lugar donde deben plantearse, propiamente hablando, las cuestiones funda­ mentales de la disciplina. La tesis de Dummett acuerda bien con la práctica

analítica de plantear los grandes problemas filosóficos como problemas lin­ güísticos. Sin embargo, tal y como está enunciada esa tesis parece poco plau­ sible, pues deja fuera de la tradición analítica ni más ni menos que a sus padres fundadores (Frege, Russell y el Wittgenstein del Tractatus), además de a muchos filósofos analíticos contemporáneos (este último es seguramente un efecto buscado por Dummett). A mi juicio, existe una descripción más débil de la característica distinti­ va de la filosofía, tal y como se entiende en el ámbito analítico, que se adecúa mejor a la práctica de esta tradición y recoge aún el distintivo enfásis que en ella se pone en la comprensión del lenguaje y en la enunciación de los pro­ blemas filosóficos como problemas lingüísticos. Pese a ser más débil, la des­ cripción es aún susceptible de provocar controversia: muchosfilósofos que, uti­ lizando criterios puramente sociológicos (tales cómo qué revistas leen y en cuáles publican, qué conceptos y conocimientos se presuponen en sus trabajos, a qué autores citan frecuentemente) contarían como “analíticos”, no se reco­ nocerán a buen seguro en la misma. A cambio, la concepción es interesante. Las que algunos ofrecen, llevados quizás por la desesperación que produce no dar con una caracterización no sociológica que sea aceptable por todos, no lo son; estas caracterizaciones suelen tener como consecuencia que cualquier filó­ sofo que ofrezca argumentativamente justificaciones inteligibles para las tesis que defiende, comenzando por Platón y Aristóteles, sea analítico. Por lo demás, la corrección de la concepción no depende de que losr que practican la actividad descrita se reconozcan en ella, sino de que su práctica misma quede en efecto bien caracterizada así. De acuerdo con esta propuesta, la práctica de la filosofía analítica no se distingue por presuponer la tesis sustantiva de ¡a prioridad del lenguaje sobre el pensamiento, sino más bien una tesis metodológica análoga: la prioridad filosófica del estudio del lenguaje, yódelos conceptoslaTyiíom o se expresan en ei lenguaje, sobre el estudio de los pensamientos. La filosofía, en esta con­ cepción, es una actividad intelectual teórica, coincidente con la lexicografía en particular y con la semántica de los lenguajes naturales en general en sus méto­ dos y en su objetivo: la investigación del significado de las expresiones lin­ güísticas. La diferencia con estas disciplinas es doble. En primer lugar, el ámbito de la filosofía es más restringido: a la actividad filosófica interesa sólo el estudio de los significados de ciertas expresiones, a propósito de las cuales la tradición filosófica viene planteando (desde los presocráticos) genumos pro­ blemas teóricos: términos tales como ‘saber’ y ‘opinión’; 'objetivo’ y "subje­ tivo'; 'causa’; ‘realidad’ y ‘apariencia’; ‘mente’ y ‘cuerpo’, etc. De este modo, la filosofía sería, si acaso, una parte propia de la lexicografía o la semántica./ Pero no cabe en rigor hablar de inclusión, como consecuencia de la segunda diferencia; pues las explicaciones que la filosofía pretende, ofrecer al elucidar los significados de palabras como las mencionadas (o, como diremos alterna­ tivamente, al elucidar los conceptos expresados por estas palabras) no_son meramente descriptivas (como ocurre en ei c^so de l ^ e m ^ i c a ) , sino críticas, regulativas. La actividad filosófica se arroga a sí misma la capacidad de

corregir el uso que hacemos comúnmente de expresiones como las anteriores. En lo que resta de esta introducción trataré de clarificar esta propuesta, y de replicar a las objeciones más obvias que a buen seguro habrá suscitado ya en el lector. Comenzaré explicando qué es una actividad intelectual teórica. Con este concepto pretendo hacer un contraste entre actividades intelectuales, como la ingeniería, el arte, la moral o el derecho, cuyo objetivo prioritario no es teóri­ co, sino práctico, y otras, de las que ]a ciencia constituye el paradigma, cuyo objetivo prioritario es puramente teórico. De manera consistente con la pro­ puesta que estoy defendiendo — dado que explicar qué es la filosofía es una tarea en sí misma filosófica— 1 trazaré la distinción entre lo teórico y lo prác­ tico en términos lingüísticos, o conceptuales. Los usuarios competentes del español apreciamos una diferencia clara entre una oración en indicativo como ‘Víctor cierra la puerta’ y una en imperativo como ‘¡Víctor, cierra la puerta!’. La primera se utiliza típicamente para aseverar algo, o para expresar una .opi­ nión, una conjetura, una convicción, etc. La segunda se utiliza en cambio para instar a la acción. Sólo por analogía con estos ejemplos, seríamos capaces de clasificar muchas de las prácticas que llevamos a cabo mediante expresiones lingüísticas, y muchos de nuestros pensamientos (tanto si los expresamos lin­ güísticamente como si no) en dos grupos, el de las actividades representadonales doxásticas, al que pertenecen las que llevamos a cabo típicamente con oraciones en imperativo como ‘Víctor cierra la puerta', y el de las actividades representacionales conativas, ai que pertenecen las que llevamos a cabo típi­ camente con oraciones en imperativo como ‘¡Víctor, cierra la p u e rta(\S in una definición expresa, es seguro que en muchos casos tendríamos dudas (¿dónde pondríamos lo que hacemos típicamente mediante interjecciones como ‘¡ay!’, o saludos como ‘¡buenos díasí,?). Sin embargo, me aventuro a conjeturar que los usuarios del español produciríamos clasificaciones suficientemente coincidentes: en eí primer grupo estarían las opiniones, los juicios, las creencias, las convicciones, las imaginaciones, las expectativas (y las manifestaciones lin­ güísticas de todas estas actividades mentales), así como las constataciones, ase­ veraciones, etc.; en el segundo, los deseos, las intenciones (y sus manifestacio­ nes lingüísticas), así como las solicitudes, los requerimientos, los mandatos, etc. Considero teóricas a las empresas intelectuales que se centran prioritaria­ mente en actividades representacionales doxásticas; considero prácticas a las que no lo hacen así, sino que los objetivos que las caracterizan conciernen esencialmente a actividades representacionales conativas. El arte busca crear objetos que, quizás por producir en los seres humanos un placer estético (el placer que producen en los seres humanos las imágenes coloreadas dispuestas de ciertos modos, los sonidos de ciertos tipos dispuestos estructuralmente de

l. “Pudiera pensarse: si la filosofía habla del uso de la palabra 'filosofía’ , entonces tiene que haber una filooíia de segundo orden. Pero no es así; sino que el caso se corresponde con el de la ortografía, que también tiene que er con las palabra ‘ortografía’ sin ser en tal caso una ortografía de segundo orden." L. W ittgenstein, investigaciones

ilosóficüs, §

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ciertos modos, las narraciones de cierto tipo, etc.) sean recomendables; es decir; que nos insten a verlos, oídos, leerlos, etc. Es esencial a ¡a actividad artístida el buscar producir objetos que, potencialmente, nos insten de este modo a la acción: a verlos, oírlos o leerlos. La moral y el derecho persiguen enunciar nor­ mas públicas o privadas con arreglo a las cuales sea apropiado formar las inten­ ciones que rigen nuestras acciones. La ingeniería busca producir objetos útiles para ayudamos a realizar determinados proyectos, designios, etc. Es, de nue­ vo, esencial a lo que hacen quienes practican estas actividades que sus resul­ tados sean sensibles a las intenciones, deseos, etc., de seres como nosotros. Por otro lado, la realización de los objetivos de las actividades teóricas puede cier­ tamente tener (y usualmente tiene) consecuencias prácticas; estas consecuen­ cias guian además las decisiones privadas y públicas sobre a cuáles de ellas dedicar tiempo y recursos. Pero tales consecuencias son sólo efectos sobrevinientes a la actividad misma, no los objetivos que las caracterizan.2 ¿Cuáles son esos objetivos? Lo expondré, de nuevo, en términos lingüís­ ticos; para facilitar la comprensión ilustraré mis observaciones con dos ejem­ plos. Los ejemplos provienen de la práctica que he declarado paradigmática de las actividades intelectuales teóricas, la ciencia; con el fin de que resulten real­ mente ilustrativos, los ejemplos (la teoría genética de Mendel y la mecánica celeste de Copémico) conciernen a conocimientos que forman parte ya del bagaje cultural de cualquier posible lector de estas páginas. Las actividades intelectuales teóricas se caracterizan por buscar explica­ ciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas planteados a propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las soluciones, cualesquiera que éstas puedan ser. Consideremos el caso de la mecánica celeste copemicana, para ilustrar los conceptos que se utilizan en esta caracterización.3 La percepción visual nos informa de diversos hechos sobre los movimientos aparentes, relativos al lugar que nosotros ocupamos, de obje­ tos luminosos en eí firmamento visible. Los hechos son, básicamente, de tres tipos. En primer lugar, el movimiento diurno aparente del Sol, y el movimien­ to nocturno de las constelaciones. En segundo lugar, el movimiento anual del Sol con respecto a las constelaciones a lo largo de la eclíptica. Finalmente, el movimiento aparentemente errático de ios planetas con respecto a ías conste­ laciones (incluyendo los incrementos y disminuciones en la intensidad de la luz que proyectan que acompañan a estos movimientos “enfáticos”). Todos estos hechos conciernen, como he dicho, a objetos luminosos: la percepción visual no nos informa de si los objetos emiten luz o 1a reflejan, ni de su naturaleza: por lo que a los informes de la percepción visual respecta, el Sol podría ser una hoguera que Zeus reaviva cada día, o un carro de fuego. Y conciernen al movimiento aparente: son compatibles con que seamos nosotros los que nos

2. Pese a estar enunciada en términos analíticos, esta exposición resultará sin duda familiar: se parece, estre­ chamente a h clasificación del saber que lleva a cabo A ristóteles al com ienza de h M etafísica. 3. La exposición que sigue se apoya en los excelentes trabajos cíe Norwood R. Hanson, Constelaciones y con­ jeturas (Alianza: Madrid, 1978) y Thomas S. Kuhn, i a revolución copem icana, Ariel: Barcelona, 1978.

movemos, y no ellos, por ejemplo, y también con que nos movamos tanto los observadores como los objetos luminosos observados. Sin embargo, por más que los califiquemos de meramente “aparentes”, todo lo que he descrito son hechos que conocemos; si se prefiere algo menos rotundo, he descrito convic­ ciones bien fundadas comunes a la inmensa mayoría de los seres humanos. Tanto las convicciones como los conocimientos son actividades representacio­ nales doxásticas, no conativas. La mecánica celeste copemicana ofrece una familiar explicación de estos fenómenos. La explicación pertenece también a la familia de las actividades doxásticas: es una conjetura, una opinión, o a estas alturas, más bien ya un conocimiento. No hace falta enunciar sus detalles, pues todos los conocemos. Sí importa observar que la explicación es cognoscitivamente independiente de los hechos que he descrito en el párrafo anterior. Con esto quiero decir que aceptar la verdad de todas las oraciones mediante las que expresaríamos los hechos descritos en el párrafo anterior no fuerza a un usuario competente, reflexivo y sincero del español a aceptar la verdad de la explicación copemi­ cana. (Como, por ejemplo, fuerza a un usuario competente, reflexivo y since­ ro del español el aceptar la verdad de ‘hoy es martes’ a aceptar también la de ‘mañana es miércoles.) Antes bien: quienes se enfrentan por primera vez con la explicación copemicana, pese a aceptar los hechos antes descritos, la encuentran increíble, inaceptable. Y el que a sí lo hagan no con! leva, en abso­ luto, que cuando aceptaban la verdad de las oraciones con que expresamos ios hechos descritos en el párrafo anterior, no las entendieran bien, no supieran lo que estaban diciendo o padecieran algún trastorno psíquico. Mientras que si alguien que acepta como verdadera ‘hoy es martes’ nos informa también de que considera falsa 'mañana es miércoles’, pensaríamos que es un extranjero que no domina la lengua, que no sabe lo que dice, que no entiende algunas palabras, o que padece algún otro trastorno. Las explicaciones que una actividad intelectual teórica tiene por objetivo pro­ porcionar solucionan problemas: La mecánica celeste copemicana explica ios hechos sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos, en tanto que enunjcia las causas de esos hechos. De modo que, en este caso, el problema es enun­ ciar las causas de los hechos observados. Un problema concerniente a un domiJnio sobre el que poseemos algún conocimiento se puede plantear mediante una !pregunta: ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos lumino­ sos?' Las preguntas son actividades representacionales, que sabemos distinguir tanto de las aseveraciones como de los mandatos. Las preguntas quedan a medio [comino de las actividades doxásticas y de las conativas; una pregunta puede bus­ car obtener información (‘¿dónde está el cine Verdi?'), o puede buscar obtener más bien una instrucción (‘¿qué camino he de seguir para llegar al cine Verdi?’). Una pregunta teórica es una cuyas respuestas razonables pertenecen al grupo de las actividades representacionales doxásticas, una pregunta práctica es una cuyas respuestas razonables pertenecen al grupo de las actividades representacionales conativas. Los problemas que buscan resolver las prácticas teóricas son aquello planteado por preguntas teóricas: los significados de preguntas teóricas.

No debe suponerse que las preguntas para las que las prácticas teóricas ofrecen explicaciones están cabalmente planteadas con anterioridad temporal a la existencia de la explicación propuesta por la actividad teórica. En ocasiones (como han puesto de manifiesto filósofos contemporáneos de la ciencia, como Karí Popper), sólo después de disponer de la explicación, somos capaces de formular correctamente el problema. Puede incluso ocurrir que sólo la expli­ cación nos permita ver la existencia del problema. Alguien que no conozca la teoría copemicana (o sus más precisas versiones contemporáneas) puede no ver ninguna necesidad de responder a la pregunta ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos luminosos?’; simplemente, diría esta persona, se mueven asi, no hay más explicación que ofrecer. Lo que es más, disponer de la explicación puede servimos para rechazar alguno de los “hechos” relati­ vamente a los cuales se había planteado originalmente eí problema. El caso copemicano es aquí particularmente claro, pues la explicación nos llevó a corregir radicalmente los términos en que antes se había planteado el proble­ ma. Es por eso que, cuando enunciamos ex post facto el problema (como hemos hecho en los párrafos anteriores), aceptando ya la verdad de la explicación copemicana, hablamos de movimientos aparentes. Los hechos explicados por una teoría son muchas veces “construidos” por la teoría; pero no, natural­ mente (como pretenden los teóricos contemporáneos de la ciencia como “cons­ trucción social” de fenómenos) en e) sentido de ‘construir’ en que los cons­ tructores construyen casas, sino en aquel en el que el microscopio electrónico nos permite “construir” hechos microscópicos: propiamente hablando, lo que el microscopio nos permite construir es una representación correcta de los hechos microscópicos, que sin él no estaríamos en disposición de construir^ Una buena indicación de que hemos conseguido una explicación satisfac­ toria en cualquier ámbito teórico es que, con ayuda de la teoría, somos capa-j ces de predecir correctamente hechos relativos al ámbito de problemas que no' habríamos podido predecir sin ayuda de la teoría; típicamente, hechos relati­ vos al futuro. (El carácter futuro no constituye un rasgo necesario de las pre­ dicciones, empero. La teoría de Darwin se confirma en gran medida por sus predicciones sobre el pasado, como ocurre con la teoría geológica de la deriva de los continentes.) A ojos de muchos, la teoría de Newton resultó confirma­ da cuando, con su ayuda, Halley predijo la reaparición del cometa que lleva su nombre con una precisión en su tiempo impensable. La filosofía de la ciencia contemporánea, que ha enfatizado tanto esta observación como la que hemos mencionado en el párrafo anterior, revela claramente hasta qué punto la ima­ gen tradicional del “método inductivo'’ (amontonar “hechos observables” para obtener de ellos apropiadas “generalizaciones inductivas”) es un mito. Eso no significa, en absoluto, que las actividades intelectuales teóricas dei tipo de las que hasta aquí estamos considerando (del tipo del que la ciencia es el para­ digma) no sean disciplinas empíricas: sus explicaciones se aceptan sólo en la medida en que son corroboradas por datos observables, obtenidos experimen­ talmente en situaciones controladas e intersubjetivamente contrastables. La caracterización más ajustada a los hechos que podemos hacer del “método

inductivo” consiste en describirlo como invocando el tipo de argumento que se conoce como inferencia en favor de la mejor explicación. Sea cual sea el orden de precedencia entre la elaboración de la explicación teórica y la formulación precisa de ios problemas» la justificación que podemos aducir para aceptar una explicación teórica es que la propuesta ofrece la mejor explicación hasta aho­ ra contemplada del campo problemático. Y un buen indicio de ello es el que acabamos de describir: la capacidad de la explicación para permitimos elabo­ rar predicciones atinadas de hechos que constituyen el ámbito problemático, que no hubiésemos sabido cómo formular sin ella. Las explicaciones ofrecidas por las prácticas teóricas (específicamente, por la ciencia) tienen, pues, bien conocidas virtudes epistémicas: nos permiten pre­ decir con más precisión hechos futuros pertenecientes al ámbito problemático (en el caso que estamos considerando, por ejemplo, ía posición futura de los objetos luminosos cuyo movimiento aparente es menos regular, es decir/los planetas); nos proporcionan una satisfacción cognoscitiva difícil de describir, consistente en (}ue tenemos la impresión de comprender mejor las cosas; redu­ cen lo relativamente complejo, desordenado y anómico a lo más simplef inte­ grado y nómico, etc. Pero ninguna de estas virtudes velan aquello más impor­ tante que hace a una explicación tal: a saber, que nos proporciona información sustancial verdadera sobre el ámbito en cuestión. Se trata, además, de infor­ mación que el resto de nuestro conocimiento no nos hubiera permitido obte­ ner, por más exhaustivamente que lo hubiésemos, examinado, y por más cui­ dadosos y hábiles que hubiésemos sido ai extraer las consecuencias lógicas de (o que ya sabíamos. Es precisamente por eso que los hechos conocidos que sus­ citan el problema, dijimos, son cognoscitivamente independientes. .de la solu­ ción ofrecida, de la explicación. • Únicamente nos queda ya por elucidar la idea de que las explicaciones proporcionadas por las actividades intelectuales teóricas son conceptualmente aumentativas. Lo que quiero decir con esto es que es parte de la actividad de ofrecer soluciones a problemas teóricos el introducir nuevos conceptos, gene­ ralmente introduciendo términos nuevos para ellos, o dando nuevos sentidos, a términos ya en uso (términos teóricos). Los conceptos son “nuevos” relativa­ mente a los necesarios para formular, con toda la precisión que sea posible, el problema que la explicación persigue solucionar. Así, como es bien sabido, la mecánica newtoniana introdujo el concepto de masa. En cuanto al ejemplo que estamos considerando, quizás no parezca a primera vista cierto que cumple también esta condición; a fin de cuentas, la explicación ofrecida por la mecá­ nica celeste copemicana se efectúa en términos que ya aparecen en la caracte­ rización de los hechos para los que esa teoría ofrece una explicación. Pero, si se examinan las cosas de cerca, se ve que ei ejemplo sí satisface ía condición. Es cierto que ‘planeta’, por ejemplo, se suele utilizar tanto para enunciar la teo­ ría copemicana, como para describir uno de los hechos a explicar — el hecho relativo al movimiento aparentemente errático, día tras día, de ciertos objetos luminosos (a los que, etimológicamente, se llama ‘planetas’ precisamente por lo errático de su movimiento aparente, relativamente a la estabilidad igual­

mente apárente de las constelaciones)— . Pero la palabra no tiene el mismo sig­ nificado en uno y otro caso. Tal como sejisa para describir el hecho a expli­ car, 'planeta' significa objeto luminoso con movimiento aparente errático, observado desde la Tierra; la Tierra no es, en este sentido, un planetar y un “planeta”, en este sentido, puede ser un carro de fuego, una esfera de éter, una hoguera que Zeus enciende y apaga, etc. Tal y como se usa en la explicación, sin embargo, ‘planeta’ significa objeto que órbita en torno a otro que emite luz* reflejando la luz emitida por éste, con independencia de su movimiento aparente observado desde la Tierra. En este sentido, la Tierra es un planeta. El ejemplo que hemos proporcionado ilustra las características mediante las que hemos explicado qué es una actividad intelectual teórica: se trata de prácticas cuya finalidad es proporcionar explicaciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas teóricos planteados a propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las explicaciones ofrecidas. Pero se trata sólo de un ejemplo ilustrativo. Si la caracterización es razonable, la práctica científica debería poder acomodarse, en general, a esta abstracta descripción. Examinaré brevemente un segundo ejemplo, con el fin de que las ideas centrales que forman parte de la caracterización se revelen separables del caso particular con el que las hemos ilustrado. En el caso de la genética mendeliana clásica, el ámbito de problemas a solucionar concierne a ciertas regularidades observables en la transmisión de caracteres en el curso de la reproducción sexual. Mendel estudió, específica­ mente, pares contrapuestos de caracteres en guisantes: arrugadoAiso, amari­ llo/verde (en ambos casos, características de las semillas), alta/baja (propieda­ des de la planta). La descendencia de determinadas semillas (homocigóticas) posee los mismos caracteres que sus progenitores; la de otras (heterocigódcas) es mezclada. Si se reproducen entre sí plantas homocigóticas con caracteres con­ trapuestos (guisantes arrugados y guisantes lisos), la descendencia manifiesta únicamente uno de los rasgos. Estos guisantes descendientes, sin embargo, son heterocigóticos; si se reproducen después entre sí los guisantes de esta primera generación, su descendencia contiene guisantes arrugados y lisos. Los contiene, además, en una proporción específica: de cada cuatro, tres presentan uno de los rasgos, uno el otro. Los hechos observados que constituyen el problema a expli­ car, pues, conciernen a cómo los caracteres pueden ser transmitidos incluso por organismos que no los presentan, y a por qué se distribuyen en la segunda gene­ ración unos y otros caracteres en la proporción en que lo hacen. Mendel expli­ có estos hechos postulando que los caracteres están determinados por dos genes, procedentes uno de cada progenitor a través de un proceso aleatorio, y que un organismo heterocigótico manifiesta sólo los rasgos asociados con uno de los genes, eí “dominante” Esta explicación reúne las características que hemos des­ crito en los párrafos precedentes. El problema es teórico; la solución ofrecida es cognoscitivamente independiente de los hechos explicados, y es conceptual­ mente aumentativa (el concepto de gen se introdujo con ella).4 4.

Cf. Giere. Uiuierstanding Scientific Reaso/¡ing, donde se exponen además los aspectos epistémicos.

No toda actividad intelectual teórica posee interés objetivo; incluso activi­ dades intelectuales teóricas que han parecido a algunos de los mejores intelec­ tos de la humanidad poseer interés objetivo, carecen en realidad de él. Tales actividades no se ocupan de problemas teóricos, sino de arcanos. Determinar el sexo de los ángeles; establecer la carta astral de Julio César; averiguar la composición de la piedra filosofal, o recuperar mediante el psicoanálisis recuerdos reprimidos en la infancia son (ni que decir tiene, a mi juicio) arca­ nos; ocuparse en ellos es practicar actividades intelectuales sin interés objeti­ vo alguno. Las razones por las que carecen de él difieren. En algunos casos, los problemas que quienes practican estas actividades pretenden solucionar son pseudoproblemas: tos hechos para los que se buscan explicaciones, simple­ mente, no se dan (por más que personas razonables hayan pensado o piensen que se dan). En otros, las explicaciones que parecen buscarse (dado el plan­ teamiento de los problemas) son pseudoexplicaciones. Quizás tienen virtudes epistémicas análogas a las de las verdaderas explicaciones: proporcionan la impresión de que comprendemos mejor las cosas; permiten hacer predicciones atinadas; etc. (Las pseudoexplicaciones sólo logran esto último gracias a la extrema vaguedad con que se formulan; pero muchas explicaciones genuinas adolecen del mismo defecto, así que no es con base en esto que hemos de rechazarlas.) Pero, en cualquier caso, a juzgar por lo que sabemos las explica­ ciones propuestas son-falsas: no proporcionan información correcta sobre el ámbito problemático. ^ Así, a juzgar por lo que sabemos, no hay una sustancia que permita trans­ formar los metales en oro; y, aunque sería perfectamente posible establecer la situación de ciertos cuerpos celestes en el instante del nacimiento de César, ello no proporcionaría ninguna información causal interesante, pues, de nuevo a juzgar por lo que sabemos, la situación de lo's cuerpos celestes en el instante del nacimiento de un hombre no explica ni su carácter ni sus avatares. Por últi­ mo, ambos defectos pueden darse en conjunción: así, ni la práctica psicoanalítica parece tener efectos terapeúticos (comparados grupos de individuos sometidos a tratamiento psicoanalítico durante un largo período con otros sometidos a otros tratamientos — incluida simplemente la atención afectiva de alguien querido— durante el mismo período, los efectos parecen ser entera­ mente similares); ni parece existir tampoco ningún proceso psíquico de la natu­ raleza de lo que los psicoanalistas denominan ‘represión’ (a saber, un cierto mecanismo que destierra de la conciencia ciertos sucesos acontecidos en la infancia, que causan sin embargo diversos episodios psíquicos, como neurosis, sueños, actos fallidos, etc.). La gran virtud de entender la filosofía de acuerdo con la propuesta prece­ dente estaría en que nos permite mostrar que, a juzgar por lo que por ahora sabemos, parece razonable creer que la filosofía sí es una actividad intelectual objetivamente interesante. El hecho de que algunos de los mejores intelectos de la humanidad (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz...) así lo hayan creído es un indicio de ello, desde luego; pero, como acabamos de ver, no es un indicio suficiente, más aún dado el estado de la disciplina.

Sería vano pretender establecer más allá de toda duda que la filosofía es una disciplina teórica interesante: ningún hecho interesante puede establecerse con esa certidumbre, “más allá de toda duda”. Pero sí sería deseable mostrarlo de una manera suficientemente convincente. Bajo el supuesto explícito de que la filosofía es el tipo de actividad intelectual que aquí se ha descrito, este libro intentará establecerlo así. Para ello, es preciso explicar primero cómo la semán­ tica es una actividad intelectual teórica; es decir, cuáles son sus problemas teó­ ricos y qué aspecto tienen sus propuestas explicativas. Esta tarea se lleva a cabo en el capítulo segundo, por el procedimiento de estudiar de manera relativa­ mente exhaustiva un caso ilustrativo. Inevitablemente, para que el estudio pue­ da ser suficientemente exhaustivo, el ejemplo ha de ser en sí mismo no muy interesante. Con el fin de que el caso examinado posea algún interés adicional al de servir de ilustración del tipo de actividad intelectual teórica que, según la presente propuesta, es 1a filosofía, he elegido presentar un caso — el de las citas— que, con el fin de prevenir ciertos malentendidos, es en cualquier caso necesario estudiar en una introducción a la filosofía del lenguaje. No sería ni preciso ni aconsejable hacerlo con la exhaustividad con que aquí se trata, de no mediar la motivación que acabo de ofrecer. En el resto del libro he tratado de presentar los problemas filosóficos de acuerdo con la propuesta, aunque sin hacer mención expresa de que procedo de ese modo. La mejor justificación para la misma estará por tanto en que el lector aprecie que, así planteados, los problemas filosóficos tradicionales son genuinos problemas teóricos: problemas complejos, para alcanzar siquiera a plantearse correctamente los cuales hace falta un largo entrenamiento (no diga­ mos ya para hacer propuestas interesantes sobre su solución). Problemas difí­ ciles, por tanto; pero no arcanos: problemas relativos a hechos que en efecto se dan, para solucionar los cuales existe un camino relativamente claro, apli­ cando el mismo método que utilizamos en general para justificar explicaciones teóricas. Que la filosofía haya de ser “difícil” en el mismo sentido en que lo es la ciencia resulta sorprendente, y no sólo para el “hombre de la calle”. La tardía vocación filosófica de algunos científicos ilustres les revela creedores de que, en su madurez, una buena tarde de reflexión les capacita para hacer propues­ tas filosóficas interesantes. Nunca, desde luego, se les ocurriría pensar lo mis­ mo respecto de los problemas de cualquiera de sus colegas en otras discipli­ nas. Los resultados a que luego llegan evidencian que hubieran hecho mejor mostrando el mismo respeto hacia la filosofía. Es de lamentar que el respeto que en esta concepción de la filosofía se manifiesta hacia la ciencia no se vea devuelto con una actitud recíproca. Friedrich Engels observó muy acertada­ mente en su Dialéctica de la Naturaleza lo siguiente: “Los científicos creen librarse de la filosofía ignorándola o denigrándola. Pero puesto que sin pensa­ miento no pueden. avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento, toman estas categorías, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente supe­ rada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lee-

tura acrítica y asistemática de escritos filosóficos de todas clases* por lo que no son sólo unos esclavos de la filosofía, sino que muchas veces lo son de La peor; y los que más denigran la filosofía son esclavos precisamente de los peo­ res residuos vulgarizados de la peor filosofía.” Estas palabras resultan particu­ larmente proféticas a propósito de los científicos “cognítivos”, los que se ocu­ pan profesionalmente de temas cercanos a los expuestos en esta obra. Una comprensión adecuada de las explicaciones que proporcionan las teo­ rías requiere una comprensión adecuada del material conceptual específico por ellas introducido. Estos conceptos teóricos no pueden comprenderse cabal­ mente mediante metáforas o analogías, ni comprendiendo simplemente, el sen­ tido que esos términos, o términos análogos, puedan tener en el lenguaje coti­ diano. El único modo de entenderlos es conocer su conexión lógica (muchas veces mediada por elaboradas nociones matemáticas) con los hechos en el ámbito problemático que se pretende explicar con ellos, en. toda su compleji­ dad. En alguno^ casos (como en los de los dos ejemplos que hemos ofrecido), alcanzar esta comprensión no es muy laborioso. En otros, como es sabido, sí lo es. Pero, por laboriosa que sea, esa tarea es imprescindible si se quiere alcanzar una genuina comprensión. Ningún libro de divulgación, por ingenio­ so que sea su autor, puede ofrecer una comprensión adecuada de la teoría gene­ ral de la relatividad o de la mecánica cuántica, capaz de reemplazar a la com­ prensión indicada. Este no es un libro de divulgación sobre las explicaciones que ofrece la filosofía contemporánea del lenguaje, sino uno que intenta proporcionar una presentación adecuada. No presupone casi nada en el lector (con excepción, de las secciones VI, § 6, VII, § 5, VIH, §§ 1-2, y IX, § 4, que sí presuponen un cierto conocimiento de la lógica de primer orden), pero sí exige trabajo y con­ centración. Las explicaciones filosóficas consisten habitualmente en establecer relaciones entre ciertos conceptos, que parecen estar en lo más profundo de nuestra comprensión de las cosas. La explicación de cualquiera de ellos acaba remitiendo a la de los demás. Así ocurre con cualquier intento de explicar los conceptos fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje: acaba rem i­ tiendo a la explicación de los conceptos de que se ocupa la epistemología o la metafísica. Gran parte de la dificultad de las propuestas filosóficas proviene de la necesidad de mantener a la vista relaciones complejas entre conceptos muy abstractos, y no olvidar por ello las relaciones, cdn los pensamientos más coti­ dianos en que se echa mano de ellos, los que constituyen la “base empírica” de la disciplina y a propósito de los cuales se articulan los problemas de la filo­ sofía. Quiero anticiparme, para concluir, a algunas objeciones que puede susci­ tar la aproximación a los problemas filosóficos qúe acato de presentar, y ela­ boro en las páginas sucesivas. Una objeción natural se podría presentar así: “lo que a mí me interesa es saber qué es significar, o qué es saber, o qué es saber a priori; no saber qué significan las palabras ‘significado’, lsab^r\. o ‘conoci­ miento a priori11'. Esta objeción presupone algo que vamos a cuestionar en las cM ^ivns (cf. caos. XI y XII): a saber, que existe una diferencia cua-

litativa entre explicar el significado de un término, y decir cómo son Jas cosas. Decir qué significan los términos sena, meramente, describir convenciones a estipulaciones arbitrarias. Decir cómo son las cosas es, por contra, algo verda­ deramente sustantivo. Sin embargo, justamente el caso anterior de los concep­ tos teóricos sugiere que una distinción así es más difícil de fundamentar de lo que pueda parecer. No parece haber una diferencia radical entre decir qué sig­ nifica ‘gen \ y decir cómo se comportan los genes en sus aspectos fundamen­ tales. Una objeción análoga es la de que la filosofía es “¿7 priori”, y sus resul­ tados no pueden justificarse, como los de la ciencia, mediante el “método inductivo”. Esta objeción presupone una concepción del conocimiento a priori que habremos también de poner en cuestión. Por último, otra versión de ia objeción que he oído a veces se expresa elegantemente diciendo que la filoso­ fía analítica es filosofía que no se deja traducir de un lenguaje a otro. Se tra­ taría de un trabajo centrado en matices idiomáticos, minucias desde el punto de vista de lo que tradicionalmente se ha entendido por ‘filosofía’. La respuesta a esto es que incluso estudiando aspectos concretos del español podemos estar estudiando a la vez aspectos completamente generales, comunes a cualquier lenguaje. El énfasis en los aspectos teóricos del estudio de la filosofía (como de cualquier actividad intelectual de esta naturaleza) no pretende hacer que se pase por alto sus virtudes prácticas. Como hemos dicho, y elaboraremos en los dos primeros capítulos, el objetivo teórico de la filosofía es análogo al de las disciplinas lingüísticas: se trata de: enunciar de manera explícita un cierto saber que poseemos de manera tácita (cf. I, § 4). Ahora bien, ¿para qué queremos tener conocimiento explícito de 1a sintaxis y de la semántica de nuestras len­ guas? La razón fundamental, que hemos destacado hasta aquí (una razón por sí sola bastante y en cualquier caso la más importante) es puramente teórica: allá donde hay algo que ignoramos, es legítimo buscar teorías que alivien nues­ tra ignorancia. Pero hay también una razón práctica. Sea cual fuere la natura­ leza del conocimiento tácito, su ejercicio hace pensar que está constituido por muy burdas generalizaciones inductivas basadas en una experiencia limitada. El resultado es un saber sin duda ninguna muy eficiente en su aplicación en los contextos cotidianos que están vinculados con su misma existencia, pero también uno muy poco reflexivo y por ende muy poco crítico. Nuestro cono­ cimiento tácito de la sintaxis de nuestra lengua no es suficiente muchas veces para, confrontados con una oración “rara”, saber si es gramaticalmente correc­ ta o no. En ocasiones, puede ser que al hacer explícitas las reglas pertinentes al caso que se puedan extrapolar de casos “normales”, resulte que las reglas dejen también ia cuestión sin decidir. Pero en otras ocasiones ocurre lo con­ trarío: hacer explícitas ías regias nos permite resolver la cuestión reflexiva­ mente. Todos sabemos usar los predicados evaluativos; en cierto sentido de ‘saber’, por tanto, sabemos qué diferencia hay entre los predicados evaluativos ( ‘la película es mala') y ios descriptivos ( ‘los personajes no tienen nada que ver con la gente de ía vida real’, ‘la trama es incomprensible’, etc.). Pero es

este un saber irreflexivo del que no sabemos dar cuenta, un saber que no sabe­ mos hacer explícito. Estamos así sujetos a que cualquier Sócrates haga mofa de nosotros; o. dicho con más seriedad, nuestro saber carece de una dimensión autorreflexiva, y, por ende, crítica, de la que (al menos algunos) lo querríamos poseedor. A mi juicio, la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía del len­ guaje es también la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía. Esta es ia cuestión del realismo: ¿hay una realidad independiente de nuestro lenguaje y de nuestro conocimiento, que nuestro lenguaje representa y que podemos al menos esperar conocer? (Parte del problema es formular la cuestión con mayor precisión; de ello nos ocuparemos a lo largo del capítulo V.) De la respuesta que se ofrezca a este problema dependen claramente cuestiones prácticas, y cuestiones prácticas muy importantes. El cinismo de muchos de nuestros con­ temporáneos va de la mano con su antirrealismo: se diría que, para ellos, alguien ha demostrado ya, con claridad meridiana, que la respuesta a ía cues­ tión anterior ha de ser necesariamente negativa, y de ello se obtiene una con­ clusión escépíicá sobre la importancia del saber y, en general, sobre los gran­ des ideales ilustrados del pasado. La actitud se ha transmitido (muchas veces por el mecanismo descrito por Engeis en el texto antes citado) incluso a los científicos: Este libro no pretende ofrecer una respuesta a la cuestión del rea­ lismo, pero sí material para abordarla de una. manera más crítica. El objetivo fundairíéhtal de las páginas que siguen, como indica el subtí­ tulo de esta obra, es presentar, de la manera más clara que me es posible, los problemas más importantes de que se ocupa la filosofía del lenguaje y las apor­ taciones de los más notables investigadores en este ámbito, que deben ser baga­ je de cualquiera que desee reflexionar él mismo sobre ellos. No he.pretendido exponer mi propio punto de vista, mucho meríos aún de una manera sistemá­ tica. Una presentación de problemas filosóficos, sin embargo, no puede ser meramente expositiva; iniciarse en su estudio requiere apreciar las dificultades más patentes de las propuestas, las razones que parecen sostenerlas y los argu­ mentos en contra. Es inevitable, pues, que los puntos de vista del autor afloren aquí y allá, en la selección del material, y en el énfasis en críticas o encomios. Confío en que ello tenga el efecto beneficioso de suscitar en el lector el es­ tímulo para la reflexión propia. Pese a que el objetivo principal es introducir las contribuciones funda­ mentales a ia filosofía deí lenguaje — y no mis propios puntos de vista— y a que, por consiguiente, la estructura del libro está determinada por la presenta­ ción de las aportaciones de los autores relevantes en una disposición sustancíaímente cronológica, puede también discernirse una cierta estructura narrati­ va, que traiciona más que ninguna otra cosa mis propias convicciones filosófi­ cas. El título de esta obra refleja el “triángulo'' al que se hace tradicionalmen­ te referencia, ai mencionar los problemas fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje. En un vértice se sitúan las palabras —expresiones como ‘el día en que lo asesinaron, Julio César no tenía más de 30.000 pelos’— ; en otro, las cosas — hechos constituyentes del mundo o la realidad extralingüísti-

ca, como aquel concerniente al número de pelos de César el día de su muerte del que depende que ía expresión anterior sea verdadera o falsa— ; en el tercero, lasjdeas —los pensamientos que suponemos a quien produce una expresión como la anterior, sin los cuales no tendría ningún sentido atribuirle ver­ dad o falsedad: sólo imagine el lector que la “expresión” la han dibujado sobre la arena de la playa las idas y venidas aleatorias de una bandada de gaviotas— . El problema prioritario de la filosofía deí lenguaje es elucidar con claridad ía naturaleza de esas relaciones. El libro comienza con la exposición de la teoría al respecto, a mi juicio, intuitivamente más accesible; se trata de la teoría “representacionalista”, que puede encontrarse, con variantes que se complementan entre sí, en ía obra de Locke (capítulo IV) y en la de Frege (capítulo VI). (Entre' los dos capítulos metodológicos iniciales y éstos se incluyen capítulos eii que se introducen los conceptos y concepciones relacionados de la epistemología y de la metafísica.) La teoría representacionalista pretende asignar un balance apropiado a los tres vértices del triángulo. El siguiente estadio argumentativo requiere apreciar las dificultades para mantener este balance, que lleva a autores como Russell a enfatizar el vértice del mundo (capítulos VII-'VIII), y a otros como el Witt­ genstein del Tractatus a enfatizar el vértice del pensamiento — incluso a costa de hacer desaparecer el mundo de la representación, según la interpretación fenomenalista de esa obra que se defiende aquí— (capítulos IX-X). El “momento” siguiente incluye teorías, de aroma decididamente contemporáneo, que como las dei Wittgenstein de las Investigaciones y la de Quine, enfatizan el vértice lingüístico a expensas de los otros dos (capítulos XI-XII). Los dos últimos capítulos están destinados a presentar una propuesta que permitiría res­ taurar el balance inicial, libre de los defectos del representacionalismo. No hace falta decir que ésta es una caracterización interesada de tal propuesta, que distará de parecer ajustada a los hechos para muchos. Evitaré decepciones si advierto desde ahora que no he pretendido justificaría, ni aproximadamente, con el detalle que sería preciso. Como dije, el objetivo de las páginas que siguen no es presentar mis propios puntos de vista, sino introducir a otros a la tarea apasionante de buscar soluciones tentativas para los problemas filosófi­ cos que suscita el lenguaje.

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜISTÍCAS

En este primer capítulo introduciremos algunas nociones a las que poste­ riormente se.dará un frecuente uso, tales como ia distinción tipo/ejemplar, la distinción entre enunciados y proposiciones, la distinción entre sintaxis, semántica y pragmática y la distinción entre ei uso y la mención de signos. La mayoría de las nociones que presentaremos recibirán ulterior clarificación en capítulos posteriores, desde ia perspectiva de diferentes concepciones del len­ guaje. Este capítulo pretende sólo ofrecer ei bagaje necesario para iniciar la discusión.

1.

Tipos y ejemplares

Si reparamos un momento en lo que decimos, observaremos que con el término ‘la séptima sinfonía de Beethoven’ no nos estamos refiriendo a enti­ dades de la misma naturaleza en las dos oraciones exhibidas a continuación: (1)

El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gusta particularmente.

(2)

Ayer asistí a la inauguración de ia temporada de conciertos en el Palau. El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gustó particularmente.

Mientras que en (2) estamos hablando de una particular versión de la sép­ tima sinfonía de Beethoven, una que se interpretó en un cierto lugar durante un cierto intervalo temporal, en (1) no nos referimos a ninguna interpretación particular, sino, por decirlo intuitivamente, a algo caracterizado por un con­ junto de rasgos o propiedades que todas las interpretaciones concretas de la sinfonía, por diferentes que en aspectos particulares puedan ser entre sí, tienen en común. Algo similar ocurre con ‘el Citroen ZX l.ói aura’ en (3) y (4) y con ‘el rinoceronte en (5) y (6):

(3) (4) (5) (6)

El Citroen ZX 1.6i aura tiene un buen coeficiente aerodinámico. El Citroen ZX 1.6i aura aparcado en doble fila obstaculiza la circula­ ción. El rinoceronte es un felino en extinción. El rinoceronte atacó con furia a sus perseguidores.

Llamaremos tipos a entidades como aquellas a las que nos referimos en las oraciones (1), (3) y (5), por contraste con entidades como aquellas a las que nos referimos en las oraciones (2), (4) y (6), a las que llamaremos ejemplares. Si queremos formular con claridad la naturaleza de la diferencia (es decir, construir una teoría explicativa de ia misma), lo primero que podemos decir para avanzar en esa dirección es que los tipos son entidades abstractas, mien­ tras que los ejemplares son entidades concretas. Con esto indicamos al menos dos cosas. La primera, que los ejemplares tienen ubicación en el espacio y en el tiempo, mientras que los tipos, como los números y las ideas platónicas, carecen de ella. La segunda, que los ejemplares, a diferencia de los tipos, cau­ san y son causados. Al rinoceronte del que se habla en (6) puede hacérsele una caricia, pero no al rinoceronte del que se habla en (5); el Citroen ZX l.ói aura del que se habla en (4), pero no el mencionado en (3), puede producir un terri­ ble atasco; la séptima sinfonía de Beethoven mencionada en (2), pero no aque­ lla desque se habla en (1), puede romperle a alguien ios tímpanos. Las nocio­ nes están sin embargo relacionadas: los ejemplares son ejemplares de algún tipo. La distinción entre tipo y ejemplar fue introducida por ei filósofo nortea­ mericano Charles Sanders Peirce (y en la literatura se emplean frecuentemen­ te expresiones inglesas cuando se quiere recurrir a ella: type/token, en lugar de tipo/ejemplar). Sin embargo, está manifiestamente emparentada con una vieja distinción filosófica, la distinción entre universal y particular, entre las ideas platónicas y los objetos que “participan” de ellas. Los ejemplares tienen todas jas características de los casos paradigmáticos de particulares (personas, árbo­ les, rocas): como ellos, son concretos y están espaciotemporalmente ubicados. Los tipos, por su parte, tienen todas las características de los universales. Como los universales, los tipos se identifican por rasgos o características generales que se pueden hallar, en el mismo momento de tiempo, ejemplificados en dis­ tintos lugares. En términos de esta distinción tradicional, podemos hacer una puntuaiización a lo dicho en el párrafo anterior que quizás ei lector avisado haya encontrado necesaria. Aunque los tipos, como los universales, por su carácter “abstracto” no pueden intervenir en relaciones causales concretas, son perfectamente apropiados cuando de lo que se trata es de enunciar leyes o regu­ laridades causales (cf. V, § 1). Es así que podemos decir con perfecta propie­ dad, por ejemplo, que la séptima sinfonía de Beethoven me produce placer; y aquí es manifiestamente del tipo de lo que estamos hablando, no de ningún ejemplar concreto. Más adelante examinaremos algunos de los términos en que se plantea el debate tradicional sobre la naturaleza de los universales (cf. IV, § 3). Por el

momento, nos basta para servirnos sin más de las nociones de tipo y ejemplar que tenga un contenido razonablemente distinto y que nosotros seamos capa­ ces de distinguir un tipo de un ejemplar en casos claros; p'&demos darla por supuesta, sin cuestionamos si la relación entre tipos y ejemplares debe enten­ derse en términos nominalistas, conceptualistas, realistas aristotélicos o realis­ tas platónicos. Esta capacidad nuestra se manifiesta, por ejemplo, en la habili­ dad que todos tenemos para apreciar la ambigüedad presente en enunciados como ‘Juan y Luis están leyendo el mismo libro’. (¿Están leyendo el mismo libro-tipo, o más bien el mismo libro-ejemplar!) Sin duda, desearíamos contar con mayor claridad; desearíamos saber, por ejemplo, si los tipos lingüísticos de que vamos a hablar repetidamente después deberían verse como “meros nom­ bres”, es decir, como teniendo una realidad creada arbitrariamente (como sos­ tienen los nominalistas a propósito de los universales en general); o si, más plausiblemente en este caso, aun teniendo una entidad menos arbitraria, son “meros conceptos”, debiendo esencialmente su realidad a aspectos de la men­ te humana (como sostendrían los conceptualistas) o como universales objeti­ vos, independientes de la mente y el lenguaje. Los signos lingüísticos admiten la distinción entre tipo y ejemplar. En esta página hay muchos ejemplares distintos de la misma letra-tipo, la primera letra del alfabeto español. En la primera frase de este párrafo, sin ir más lejos, hay tres. Las letras pueden servimos para hacer una observación que hemos guar­ dado hasta aquí, a saber, que un mismo particular puede ejemplificar muchos tipos distintos. Las tres letras a continuación: a, a, A ejemplifican diversos tipos. Como los tipos se identifican por una serie de rasgos generales, repeti­ dos en sus ejemplares, caracterizamos esos diversos tipos ejemplificados por las letras indicando los rasgos que los identifican: tenemos así el tipo primera letra del alfabeto español (ejemplificado por las tres), el tipo letra en cursiva (que sólo la segunda ejemplifica), el tipo letra en minúsculas (ejemplificado por la primera y por la segunda). El segundo de los particulares exhibidos antes ejemplifica, pues, estos tres distintos tipos. Si A y B son dos tipos ejemplifi­ cados por un particular, puede ser que uno de ellos sea, por así decirlo, una “versión” más abstracta del otro; esto es, que las propiedades o rasgos que identifican a uno (el más específico) incluyan propiamente a las que identifi­ can al otro (el más genérico). Esto es lo que ocurre con los tipos primera letra del alfabeto español y primera letra del alfabeto español en mayúsculas. Pero no siempre tiene que ser así, como ilustran los tipos antes mencionados: nin­ guno de ios tipos cursiva, minúscula, primera letra del alfabeto español es una versión más o menos abstracta de alguno de los otros. Son simplemente tipos distintos. La comunicación lingüística se efectúa mediante ejemplares: lo que llega a nuestros oídos o alcanza nuestras retinas son ejemplares. Pero sólo en la medida en que los ejemplares son ejemplares de ciertos tipos lingüísticos pue­ de producirse tal comunicación: hablando metafóricamente, sólo porque el hablante elige para transmitir sus pensamientos expresiones con rasgos reco­ nocibles por su audiencia puede típicamente producirse la comunicación. Aho­

ra bien, lo que hablante y oyente conocían previamente al hecho de la comu­ nicación no puede ser la particularidad de los sonidos o signos gráficos que el hablante utiliza,-'¿ino rasgos generales que ellos poseen. Parece natural pensar, pues, que las teorías lingüísticas tratan de tipos, que son los tipos los que tie­ nen sintaxis o significado. Así parece manifestarlo nuestra práctica común: (7) trata de tipos, no de ejemplares: (7)

snow is white significa en inglés lo que la nieve es blanca significa en español.

Naturalmente, (7) trata también, indirectamente, de todos los ejemplares que son especímenes del tipo del que (7) trata directamente: una afirmación sobre tipos es, indirectamente, una afirmación sobre todos los ejemplares de ese tipo (al igual que una afirmación sobre universales es, indirectamente, una afirmación sobre los particulares que “participan” de ellos). Este hecho resul­ tará de gran importancia más adelante, cuando reparemos en que el dato inne­ gable de la dependencia del contexto extralingüístico del significado de muchas expresiones (por ejemplo, ‘tú’, ‘aquf, etc.) nos fuerza a tomar en considera­ ción no sólo los tipos, sino también los ejemplares para una correcta com­ prensión del funcionamiento del lenguaje (VII, § 4). Que las teorías lingüísticas traten de tipos y sólo indirectamente de ejem­ plares quizás pueda justificarse mediante la siguiente reflexión. Los lenguajes de que se ocupan las teorías lingüísticas están conformados por expresiones que se usan de acuerdo con convenciones; los signos lingüísticos son herra­ mientas que (como las monedas, por ejemplo) tienen convencionalmente asig­ nados ciertos propósitos o funciones. Una de esas funciones, quizás, la más significativa, es la de servir a la comunicación: perm itir que un invididuo trans­ mita a otro una opinión que el primero tiene, o le dé instrucciones para llevar a cabo tareas que el primero desea que se ejecuten, etc. (Estas afirmaciones se elaboran en el capítulo XIV.) Ahora bien, los objetos tienen propósitos convencionalmente asignados en virtud de poseer características repetibles. Deci­ mos de un objeto que sirve a un propósito o que tiene convencionalmente una función por relación a características de ese objeto que son reproducibles, que pueden ser copiadas de un ejemplar a otro. De ahí que los signos sean, prime­ ro, signos-tipo. Un ejemplar no es repetible; sólo lo son aquellas característi­ cas suyas en virtud de las cuáles ejemplifica un cierto tipo.

2.

Objetivos explicativos de las teorías dei lenguaje

En ia introducción expusimos la naturaleza de las prácticas teóricas; más específicamente, la de aquellas que persiguen ofrecer explicaciones, de las que la ciencia ofrece casos paradigmáticos. Estas prácticas se caracterizan por ofre­ cer soluciones, en términos conceptualmente ampliativos (es decir, introdu­ ciendo para ello conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas cognosci-

tivamente independientes de la solución ofrecida. La corrección de estas expli­ caciones se justifica inductivamente, mediante un “argumento en favor de la mejor explicación”, sobre la base del mayor poder de la propuesta para prede­ cir hechos en el ámbito de los que constituyen el problema; particularmente, hechos que no hubiésemos podido prever sin ayuda de la explicación y de su específico material conceptual teórico. En los años recientes, los lingüistas (gracias, por encima de todo, a la inmensa aportación de Noam Chomsky) han dado razones suficientes para pensar que la lingüística podría ser una actividad teórica, en el sentido allí elucidado. Queremos ahora, para comenzar, indicar cuáles son los problemas que el estudio del lenguaje persigue solucionar. Resu­ miendo lo que vamos a explicar enseguida, el problema es hacer explícitas las reglas, sólo tácitamente conocidas por los hablantes, en virtud de las cuales ciertas propiedades lingüísticas sistemáticas o productivas, respecto de las cua­ les los usuarios tienen intuiciones relativamente claras, están determinadas a partir de otras propiedades lingüísticas, en último extremo de propiedades no sistemáticas. Con la expresión ‘lenguaje natural’ nos referiremos a lenguajes usados de hecho por comunidades de individuos, como el catalán, el inglés o el español. Los lenguajes naturales constan, en primer lugar, de un cierto número (que en lenguajes léxicamente ricos puede llegar a algunos cientos de miles) de pala­ bras, de un léxico o vocabulario. (Nos referimos a palabras-tipo, no a pala­ bras-ejemplar.) Las palabras, pues, son algunos de los objetos característicos del ámbito de estudio teórico de las disciplinas lingüísticas. Una de estas dis­ ciplinas, la morfología, se ocupa sólo de ellas. Parecería que hay poco o nada que explicar en lo que respecta a las palabras; parecería que todo lo que hay que hacer es enumerarlas, y una lista de objetos no es, ciertamente, una expli­ cación, salvo en un sentido muy laxo del término. Sin embargo, ya en este ámbito podemos encontrar preguntas interesantes, cuyas respuestas sí consti­ tuirían explicaciones. Para empezar, no está nada claro qué sea una palabra. La única definición más o menos precisa que se nos ocurre inicialmente es ésta: una palabra es una expresión que se debe escribir entre espacios. Esta defini­ ción no es satisfactoria, porque también los lenguajes que no se escriben tie­ nen palabras. Aun así, atengámonos a ella. Las palabras, en los diversos len­ guajes, exhiben estructura: por ejemplo, algunas tienen singular y plural, los verbos tienen diferentes formas, algunos adjetivos admiten la formación de un sustantivo abstracto correspondiente, etc. Estas estructuras en muchas ocasio­ nes se pueden construir de acuerdo con reglas generales. Dividiendo las pala­ bras en unidades más pequeñas, morfemas (éste es ya un concepto teórico), podemos formular tales reglas y ofrecer con ello explicaciones. Por otra parte, las palabras son, en primer lugar, tipos de sonidos (sólo en algunos lenguajes relativamente recientes tienen versiones gráficas). También la composición de sonidos para formar unidades mayores exhibe estructura (en algunos casos, una estructura presente en todos los lenguajes naturales). Atribuyendo a los sonidos propiedades teóricas (labial, dental, fricativa, etc.) podemos formular de un modo general las regularidades que tales estructuras ponen de manifiesto.

.En ambos casos, el de la morfología y el de la fonología, encontramos ya un aspecto central de las propiedades lingüísticas, aspecto éste que constituye uno de los objetos característicos de explicación por parte de las teorías lin­ güísticas, cualquiera que sea su ámbito específico. Este aspecto es la sistema­ ticidad de las propiedades lingüísticas. La propiedad de ser una palabra del español (una propiedad lingüística) es sistemática, en el sentido de que, típi­ camente, el que un objeto sea una palabra del español depende de que esté compuesto de modos específicos de objetos “más pequeños” con ciertas pro­ piedades (“típicamente” porque las palabras de una sola letra constituyen excepciones). Tomemos esta explicación como nuestra definición de la siste­ maticidad de una propiedad: una propiedad es sistemática si está en la natura­ leza de la propiedad el que su posesión por un objeto dependa generalmente de que el objeto esté compuesto de modos específicos a partir de otros objetos poseedores de propiedades específicas. ‘Sistemático’ se opone aquí a ‘asistemático’; una propiedad lingüística es asistemática si su extensión (el conjunto de las entidades que tienen 1a propiedad) está dada por enumeración, median­ te una lista. Es sistemática si, en lugar de estar la extensión determinada mediante una lista, está determinada por reglas, que en último extremo hacen referencia a propiedades lingüísticas asistemáticas. Son propiedades lingüísti­ cas sistemáticas, por ejemplo, ser una palabra del español, o ser una oración gramatical del español. Un razonable proyecto de explicación es el de dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad de la que se sospecha que lo es. Dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad requiere especificar los obje­ tos “más pequeños” (posiblemente introduciendo para ello conceptos teóricos), especificar sus propiedades relevantes (también posiblemente teóricas), y, en esos términos, indicar los modos en que se pueden combinar para dar lugar a los objetos “más grandes” (observables) poseedores de la propiedad sistemáti­ ca (también observable). Estas indicaciones constituyen las leyes o reglas de la teoría explicativa. Uno de los problemas centrales de la filosofía de la ciencia es el de clari­ ficar la noción dé explicación. Este es un problema del que, naturalmente, no podemos ocupamos aquí. Pero tampoco es razonable utilizar la noción con tan poco cuidado que cualquier cosa pueda contar como una explicación. En par­ ticular, muchos lectores podrían sentir que llamar “explicación” a una formu­ lación general de las reglas morfológicas del inglés o a una de sus reglas fono­ lógicas es ir más allá de lo que un uso razonable de la expresión permitiría. Quizás ‘descripción’ seria un término más apropiado para tales empresas. En defensa de nuestro uso de ‘explicación’ en este contexto podemos decir ahora lo siguiente. Enunciar de manera explícita las reglas que determinan la estruc­ tura de los lenguajes naturales es articular un complejo sistema de convencio­ nes. Ahora bien, una convención es una regularidad mantenida por una serie de expectativas recíprocas, conocidas por los miembros de una cierta comuni­ dad (XIV, § 3). Así, articular un complejo sistema de convenciones es articu­ lar un complejo estado de conocimiento; el estado de conocimiento, podríamos decir, de un hablante idealmente competente. Pero articular, siquiera que sea

parcialmente, ei sistema cognoscitivo que subyace a nuestro uso del lenguaje es, en cualquier representación aceptable del concepto, explicar. La sistematicidad de las propiedades lingüísticas tiene dos síntomas típi eos. Si alguien aprendiera meramente de memoria todas las palabras del espa­ ñol, su conocimiento de la propiedad de ser una palabra del español sería aún deficiente. Esto.se pondría de manifiesto en que, por ejemplo, si se introduje­ ra un nombre común nuevo en el español, bastaría la introducción de la pala­ bra en singular para que un hablante competente del español incorporase a la clase de las palabras del mismo no sólo el nombre común en singular explíci­ tamente introducido por la Real Academia de la Lengua, sino también la ver­ sión en plural (y seguramente muchas otras derivaciones, diminutivos, aumen­ tativos, etc.). Basta con que la Academia establezca que, a partir de ahora, ‘implementar’ es un verbo español — dando las pertinentes indicaciones sobre su uso— para que todos los hablantes competentes del español sepan que ‘implementé’, ‘implementarán’, etc., son todas ellas ipsofacto nuevas palabras castellanas. Es decir, porque la morfología del español es sistemática, la in­ corporación al mismo de un verbo en infinitivo es ya la incorporación de toda una serie de otras expresiones. Sin embargo, alguien cuyo conocimiento de la propiedad tenga meramente la forma de una lista aprendida de memoria, sim­ plemente en virtud de ese conocimiento (es decir, a menos que hubiera sido capaz de inferir de la lista ia correcta teoría morfológica), no sería capaz de efectuar tal generalización. Un síntoma análogo de la sistematicidad de ser una palabra del español consiste en que, si se elimina una de las unidades léxicas cuya pertenencia al español está determinada por enumeración (por ejemplo, porque deja de usar­ se, o porque se conviene expresamente en hacerlo así), se eliminan ipso fa d o del español muchas palabras: todas las que resultan de combinar la unidad eli­ minada con unidades que permanecen en el lenguaje. Estos dos síntomas son igualmente válidos cuando, en lugar de pensar en la ampliación o disminución del conjunto de unidades de un lenguaje en el sentido usual del término, pen­ samos en la ampliación o disminución del idiolecto que habla un individuo en un momento dado. Podemos resumir así los hechos sobre la sistematicidad de algunas pro­ piedades lingüísticas: Entre las propiedades lingüísticas (aquellas de que se ocupan predominante­ mente las teorías lingüísticas) las hay sistemáticas y asistemáticas. La exten­ sión de las propiedades asistemáticas está determinada por enumeración. La de las propiedades sistemáticas está determinada mediante reglas que hacen referencia a las propiedades asistemáticas. Para aumentar o disminuir el lenguaje que habla una población o el idiolecto que usa un individuo en un momento dado con un caso de una propiedad asistemática es preciso intro­ ducir expresamente el uso de ese caso, o retirar expresamente del uso ese caso. Introducidos expresamente en un lenguaje casos de propiedades asiste-

máticas — removidos expresamente de un lenguaje casos de propiedades asistemáticas— , se han introducido necesariamente con ello — o se han removido— casos de propiedades sistemáticas no expresamente contempla­ dos al hacerlo. Así pues, habida cuenta de que ser una palabra del español es una pro­ piedad sistemática y de que dar cuenta de tal sistematicidad es una empresa teóricamente pertinente, se comprende que ya las teorías morfológicas se sir­ van de nociones teóricas. Una teoría morfológica del español, por ejemplo, introducirá dos morfemas para el plural, una serie de morfemas-raíz detrás de los que esos morfemas se pueden adjuntar, y reglas generales para adjuntar uno u otro en función de los sonidos finales del morfema-raíz. Relativamente al ámbito explicativo de la morfología, pues, los morfemas y sus modos posibles de combinación [poner delante, poner detrás, etc.) son objetos teóricos, y tam­ bién lo son aquellas de sus propiedades invocadas en las reglas de cons­ trucción, las leyes o reglas postuladas por la morfología del español. Los datos empíricos que se utilizan para la elaboración de una teoría mor­ fológica consisten primariamente en intuiciones de los hablantes del lenguaje sobre la estructura de las palabras del mismo. (Sólo “primariamente”: es con­ siguiente al carácter explicativo de las teorías lingüísticas el que no tenga sen­ tido imponer restricciones a priori sobre qué datos empíricos puedan servir para contrastarlas o refutarlas. Chomsky ha venido defendiendo, a mi juicio de manera convincente, que determinados hechos sobre el aprendizaje del len­ guaje son también datos empíricos que una buena teoría debe explicar.)1 El lin­ güista puede recurrir a sus intuiciones, o a las de los otros hablantes del len­ guaje, sobre cuál sería el pretérito perfecto de un supuesto nuevo verbo; al menos, puede recurrir a esas intuiciones cuando conciernen a casos claros. Las predicciones de su teoría serán de este mismo tipo, y habrán de ser confronta­ das con las intuiciones de los hablantes. Al igual que ocurre con otras disci­ plinas científicas, los elementos empíricos (las intuiciones de los hablantes) pueden en ocasiones ser corregidos por la teoría, cuando están en contradic­ ción con ella, en lugar de ser la teoría corregida por los datos empíricos. Las palabras no son, sin embargo, los objetos teóricamente privilegiados en el estudio de los lenguajes naturales, en el sentido de que no son los po­ seedores de las propiedades observables que nos permiten formular los pro­ blemas, las perplejidades, que las disciplinas lingüísticas más características (y más interesantes para la filosofía) persiguen resolver. Si, en lugar de la defi­ nición inapropiada de ‘palabra’ en que nos hemos apoyado para esta discusión, tratásemos de construir una más satisfactoria (una válida también para lengua­ jes exclusivamente orales), apreciaríamos hasta qué punto las palabras son objetos relativamente abstractos, ellos mismos altamente teóricos respecto de

1.

Cf. Jerry Fodor, "Some Notes on What Linguistics Is about".

los objetos con los que habríamos de empezar el estudio teórico del lenguaje. De hecho, sólo nuestra gran familiaridad con nuestro propio lenguaje materno’ (y particularmente con su versión escrita) explica que la división de los frag­ mentos más largos de discurso en palabras nos parezca tan “natural”. Pense­ mos, por contra, en lo difícil que nos resulta hacer esta misma distinción cuando oímos una frase en una lengua que no dominamos plenamente, o en las difi­ cultades que encuentran para llevar a cabo esa misma tarea incluso respecto de su lengua materna quienes no están familiarizados con el lenguaje escrito. En rigor, la noción de palabra sólo tiene un sentido preciso relativamente a com­ plejas consideraciones sintácticas y semánticas. Si descubriésemos una co­ munidad de seres que parecen utilizar un lenguaje, no serían las palabras de ese lenguaje los objetos con los que primero tropezaríamos; a ellas llegaríamos a través de una serie de pasos de abstracción teórica. Lo que observaríamos sería actos lingüísticos, acciones tales como expresar opiniones, ofrecer infor­ mación, preguntar, dar órdenes, tic. Estos actos se llevan a cabo con oracio­ nes. Diremos, siguiendo una propuesta de Wittgenstein, que una oración es la unidad mínima con la que podemos llevar a cabo una de estas acciones lin­ güísticas. En este sentido, ‘Juan’, proferida en ciertos contextos, bien puede ser una oración —por cuanto se puede utilizar para llevar a cabo acciones típica­ mente lingüísticas, tales como llamar a Juan o responder a una pregunta (“¿quién se comió el pastel?”). Son las oraciones (oraciones-tipo, no oradones-ejemplar)y típicamente construidas a partir de varias palabras, las entida­ des epistémicamente básicas el estudio del lenguaje. Las oraciones del español son típicamente combinaciones de palabras, pero no toda combinación de palabras castellanas es una oración castellana. ‘Sergi come papilla’ es una oración castellana, pero no lo es ‘Sergi comen papillas’, ni tampoco ‘Sergi me propuso de que me fuera al cine con él’. Estas últimas son combinaciones agramaticales de palabras castellanas. Las oracio­ nes castellanas tienen, pues, la propiedad de ser gramaticales. La sintaxis es la actividad teórica que trata de explicar en qué consiste la gramaticalidad de las oraciones. Mucho más aún que en el caso de las palabras, es fácil observar que ésta es una propiedad sistemática. El mismo test que mencionamos antes lo pone de manifiesto. La mera introducción deí verbo ‘impíementar’, efectuada junto con las pertinentes indicaciones sobre su uso, basta para que ‘Sergi implemento el programa’ pase a ser una nueva oración gramatical del español; no es precisa ninguna nueva regla al respecto. La única explicación de esto ha de ser que la gramaticalidad y la agramaticalidad dependen de que las oracio­ nes estén o no compuestas, de modos específicos, de entidades más pequeñas, poseedoras de ciertas propiedades. Una explicación satisfactoria de la gramaticalidad debe dar cuenta de esta sistematicidad, y tal es el objetivo prioritario de una teoría sintáctica.2

2. En la lingüística contemporánea se distingue usualmente la sintaxis Jal español de ¡a sintaxis, sin más. Esta distinción la motiva la creencia de que es posible dar una descripción general de ciertos aspectos de la sintaxis de todo lenguaje natural humano.

La gramaticalidad no es sólo una propiedad sistemática, sino que es tam­ bién una propiedad productiva. Una propiedad es productiva si los hechos de los que depende que se aplique o no a algo hacen que la propiedad la tenga necesariamente un número infinito de objetos. Una propiedad definida median­ te un procedimiento recursivo es un caso típico de propiedad productiva. La oración ‘el amigo de Juan es chino’ es gramatical en español; también lo es ‘el amigo del amigo de Juan es chino’; también lo es ‘el amigo del amigo del ami­ go de Juan es chino’, etc. Y no parece haber ningún límite al número de repe­ ticiones de la expresión ‘el amigo de(l)\ tal que cualquier oración en la serie cuyo comienzo hemos indicado, construida usando un número mayor que ése de repeticiones de la expresión, sería gramaticalmente incorrecta. Es cierto que, a partir de un número pequeño de repeticiones, de la expresión ‘el amigo de(l)\ ya no somos capaces de saber si la oración es o no gramatical: la ora­ ción se hace demasiado larga como para que seamos capaces de “procesarla”. Pero parece razonable decir que las razones por las que esto ocurre (limitacio­ nes psicológicas y físicas de los seres humanos) no tienen nada que ver con las razones por las que una oración es gramatical o no lo es. Por el contrario, si comparamos dos oraciones de la serie que nos parezcan manifiestamente gra­ maticales, una con un número n + 1 de apariciones sucesivas de la expresión ‘el amigo de(l)’ y la otra la inmediatamente anterior en la serie, aquella que contiene n apariciones de la expresión mencionada, nos sentimos inclinados a pensar que las razones por las que ambas oraciones son de hecho gramatica­ les, cualesquiera que éstas sean, determinarían que, dada una oración cual­ quiera en la serie que sea gramatical, la que contiene exactamente una apari­ ción más que ella de la expresión ‘el amigo de(l)’ debe ser también gramati­ cal. Obtenemos así una serie infinita de oraciones, todas ellas gramaticales. Si una propiedad es productiva, es también sistemática: el que se aplique^ o no a uno de los objetos en su dominio depende de que éste esté compuesto de modos específicos de otros objetos poseedores de ciertas propiedades. No cabe explicar de otro modo el que una propiedad se aplique necesariamente a un número ilimitado de objetos. El condicional converso no tiene por qué ser verdadero. La propiedad de ser una oración de ciertos lenguajes primitivos (códigos que se utilizan para fines muy específicos), o de ciertos lenguajes arti­ ficiales, es sistemática (por razones como las que se han discutido ante­ riormente) pero no productiva, porque el número de oraciones que se pueden construir con las regias sintácticas de esos lenguajes es finito. La propiedad de ser una adjetivo del español es no sólo sistemática, sino también productiva. No tenemos más que considerar los adjetivos numerales cardinales (o ios or­ dinales): ‘uno’, ‘dos’, ..., ‘diez’, ‘once’, ..., ‘cien’, ..., ‘ciento diez’, ..., .... La sistematicidad que hay implícita en esta serie es productiva; no hay ningún límite razonable que pueda imponerse a los mecanismos de construcción implí­ citos en la serie más allá del cual pueda decirse que no hay más cardinales españoles: por el contrario, hay cardinales españoles que no tendríamos tiem­ po de pronunciar, ni siquiera si empleásemos para ello cada segundo de la vida de cada miembro de la especie humana.

Si la sintaxis se ocupa de explicar la gramaticalidad de las oraciones, dan­ do cuenta de la sistematicidad (y la productividad) de esa propiedad, l a semán­ tica se ocupa de otra propiedad, también productiva, de las oraciones. Más específicamente: distingamos, de entre las oraciones, los enunciados. ‘¿Cierra Víctor la puerta?’, ‘¡Víctor, cierra la puerta!’ y ‘Víctor cierra la puerta’ son todas ellas oraciones, pero sólo la tercera es un enunciado. Un enunciado es una oración respecto de la cual podemos preguntamos si es verdadera o falsa, una oración que se utiliza convencionalmente para efectuar actos lingüísticos tales como aseveraciones. Los enunciados “dicen” algo. Diferentes enunciados pueden “decir” lo mismo: ‘Víctor cerró la puerta’ y ‘Víctor closed the door’ son diferentes enunciados, pero “dicen” lo mismo. El mismo enunciado puede “decir” cosas distintas; así ocurre con ‘yo cerré la puerta’, cuando lo usan diferentes personas, o con ‘vi a Juan con los. prismáticos’, que puede utilizar­ se para decir que la persona que habla, valiéndose de unos prismáticos, vio a Juan, o que la persona que habla vio a Juan llevando unos prismáticos. A eso que los enunciados “dicen” — sin preguntamos más por el momento acerca de su naturaleza, de la que habremos de ocuparnos por extenso en páginas suce­ sivas— le llamaremos proposición. Pues bien, expresar una proposición es una propiedad semántica funda­ mental de los enunciados. Y es también una propiedad sistemática y producti­ va. La introducción de la nueva palabra ‘implementar’ no sólo daría lugar a un sinnúmero de nuevas oraciones gramaticales, sino que también produciría un sinnúmero de nuevos enunciados, cada uno de los cuáles expresaría una determinada proposición. No sólo será ‘Sergi implemento el programa’ una nueva oración gramatical, por el mero hecho de haber sido introducida la nue­ va palabra, sino que esta oración expresará una determinada proposición. Debemos concluir, pues, que un enunciado expresa una cierta proposición en virtud de que el enunciado está compuesto, de ciertos modos, de unidades sig­ nificativas más pequeñas, y de que esas unidades más pequeñas tienen ciertas propiedades. Una teoría semántica aspira a hacer explícitas tales regularidades. La misma tesis se puede justificar invocando esta vez la productividad con la misma serie que antes, ‘el amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo del amigo de Juan es chino’, etc., esta vez desde el punto de vista semántico: cada una de esas oraciones expresa una cier­ ta proposición, y no parece razonable poner un límite al número de oraciones en esa serie, cada una de las cuales expresa una proposición distintiva. La sistematicidad de propiedades lingüísticas como ser gramatical y expresar una determinada proposición constituye la razón fundamental por la que buscamos teorías sintácticas y semánticas. Los lingüistas contemporáneos influidos por Chomsky insisten frecuentemente en que nuestro conocimiento del lenguaje es creativo, en que a cada momento realizamos la hazaña de entender oraciones que nunca antes habíamos oído y de proferir oraciones que nunca nadie había dicho. Y esto es sin duda cierto. Se apunta con ello a algo más básico, que explica nuestra indudable creatividad lingüística: a saber, que nuestro conocimiento del lenguaje es el conocimiento de propiedades siste­

máticas, y de su sistematicidad. Es así que podemos ir “más allá” de las ora­ ciones que oímos cuando aprendimos nuestra lengua. Podemos ir más allá, en ■el sentido de que podemos decir y entender oraciones que no estaban entre aquellas que nos sirvieron para aprender a usar las lenguas que dominamos. No podemos ir más allá, en el sentido de que no podemos trascender la sistematicidad ya presente en ese corpas de partida: no podemos producir ni comprender más oraciones que aquellas que las reglas del español permiten construir con significados específicos, a partir de las unidades cuyo significa­ do está determinado por enumeración. La creatividad lingüística consiste en el hecho de que un Zeus que hubiera llevado a cabo la tarea a nosotros vedada de aprender de memoria la lista infinita de las oraciones gramaticales del espa­ ñol con su significado, no sabría sin embargo lo que nosotros sabemos del español. Esta ignorancia se pondría de manifiesto con la mera introducción de una nueva palabra: Zeus no sabría construir nuevas oraciones significativas combinando la nueva palabra con las viejas; nosotros sí. (A menos, claro está, [que Zeus supiese algo más que la mera lista, es decir, que a partir de la lista (hubiese inferido las reglas sintácticas y semánticas que la determinan.) Las teo­ rías sintácticas y semánticas aspiran a hacer explícito ese conocimiento nues­ tro, la estructura del lenguaje. El hecho que plantea_ej problema fundamental que las teoría^ lingüísticas pretenden explicar es, pues, el de ía sistematicidad del significado de las ora­ c io n e s Una unidad léxica es la unidad mínima con significado dé’üñTenguaje; el significado de las unidades léxicas está dado por enumeración. El signi­ ficado de las unidades léxicas es, pues, una propiedad asistemática. Los crite­ rios que ya conocemos ponen de manifiesto la sistematicidad del significado de las oraciones. Si se ampliase un lenguaje natural (o el idiolecto de una per­ sona), añadiendo una nueva unidad léxica, y dotándola de significado, existi­ rían muchas oraciones no expresamente contempladas al llevar a cabo la amplia­ ción —oraciones formadas por la nueva unidad, en combinación con viejas uni­ dades léxicas— que tendrían ipso fa d o significados específicos. Esto sería inex­ plicable si el significado de las oraciones de los lenguajes naturales no estuvie­ ra determinado por reglas. Análogamente, la eliminación de una unidad léxica de un lenguaje natural (por desuso, o por otro motivo) o del idiolecto de una per­ sona (por olvido quizás) tiene como consecuencia la eliminación de muchas ora­ ciones en que esa unidad se combina con otras que permanecen en el lenguaje. Obsérvese que, si bien cabe decir que se ha eliminado del lenguaje por desuso (o del idiolecto por olvido) la unidad léxica, no cabe decir igualmente que se han dejado de usar en el lenguaje las oraciones removidas al eliminar la uni­ dad, pues quizás no se habían usado nunca; ni cabe decir que el hablante del

3. También el de la productividad; pero, dado que la productividad implica la sistematicidad, pero no a la inversa, es menos arriesgado afirmar que los lenguajes naturales son sistemáticos que afirmar que son productivos. Como se verá más adelante, basta que el lenguaje natural sea sistemático para defender que las teorías lingüísticas son teorías genuinamente explicativas — que es lo que en último extremo está en juego cuando se pone en cuestión la pro­ ductividad del lenguaje— . Quiero hacer constar, no obstante, que yo mismo no tengo duda alguna sobre el carácter no sólo sistemático, sino también productivo de los lenguaje naturales.

idiolecto ha “olvidado” el significado de las oraciones al olvidar el significado de la unidad, pues quizás nunca había tenido presente siquiera que esas ora­ ciones tenían ese significado. De nuevo, esto sería inexplicable si el significa­ do de las oraciones de los lenguajes naturales no estuviera determinado por reglas. El problema fundamental que las teorías lingüísticas persiguen resolver es, pues, éste: ¿cuáles son las reglas que establecen, a partir de unidades dadas por enumeración, qué oraciones pertenecen a un lenguaje dado, y cuál es su significado? Una explicación lingüística es una enunciación de esas reglas; y para confirmar o refutar una explicación así utilizamos como datos empíricos primarios las intuiciones de los hablantes de la lengua en cuestión relativas a predicciones de la teoría (particularmente, predicciones novedosas) sobre qué oraciones se pueden construir en esa lengua y qué significado tienen. Nuestro conocimiento del lenguaje es creativo también en un sentido dis­ tinto, que conviene no confundir con el anterior. En una canción de Joaquín Sabina encontramos la siguiente afirmación: “huyendo del frío, busqué en las rebajas de enero, y encontré una morena bajita que no estaba mal”. Tomada literalmente (es decir, considerando la proposición que este enunciado conven­ cionalmente expresa), esta afirmación tiene que ser falsa: buscando entre los artículos rebajados en las rebajas de enero no se encuentra uno morenas baji­ tas que no están mal. Sin embargo, el contexto — el resto de la canción— nos permite entender que la proposición que Sabina expresa es la que se podría expresar literalmente con este otro enunciado: “huyendo de la soledad, contes­ té a algunos anuncios de la sección de contactos personales en una revista, y así trabé relación con una morena bajita de buena apariencia física”. Sabina consigue decir esto con una oración que dice otra cosa, y al hacerlo lleva a cabo algo susceptible de ser considerado estéticamente valioso. Por ejemplo, nos hace ver una cierta relación —cuya existencia quizás no habíamos sospe­ chado— entre la situación literalmente descrita por la oración que emplea (la situación de rebuscar en las rebajas de enero), y la situación que realmente quiere describir (contestar un anuncio en la sección de “contactos” de una revista). Y, lo que es estéticamente más importante, lo hace sin decir expresa­ mente que lo hace, sino dejando a nuestro ingenio el establecer esa relación: pues es aquí donde reside cualquier virtud estética que pueda tener; es este as­ pecto el que se pierde cuando la idea se enuncia literalmente. Los chistes, las ironías, los sarcasmos, las metáforas, todos ellos son casos de uso creativo del lenguaje en este nuevo sentido. La pragmática, tal y como aquí usaré el con­ cepto, e s . lá subdisciplina lingüística que se encarga de estudiar estos fe­ nómenos. Aunque no cabe hablar de sistematicidad aquí, no por ello dejan de existir generalizaciones explicativas también en este terreno. En lingüística se tiende a utilizar ‘pragmática’ para el estudio de todos los fenómenos que tienen que ver con el “ uso”, y se ubica en el ámbito pragmáti­ co, por ejemplo, el estudio de las “fuerzas ilocutivas” que distinguen a los dife­ rentes tipos de actos lingüísticos (aseverar, ordenar, preguntar, etc., cf. XIII, § 2) y el de los indéxicos o deícticos (‘yo’, ‘esto’, ‘ahora’, etc., cf. VII, § 4), En el sentido que en este texto se da al término, sin embargo, el estudio del funcio­

namiento convencional de los indicadores de la fuerza ilocutiva (la forma indi­ cativa, imperativa, interrogativa, etc., de las oraciones) y el de los deícticos per­ tenece a la semántica, y no a la pragmática. La clasificación usual en lingüís­ tica no es razonable; pues, en último extremo, todos los fenómenos lingüísti­ cos tienen que ver con el “uso”, con la acción humana (XIV). La distinción interesante, si queremos disponer de una taxonomía razonable de las tareas explicativas relacionadas con el lenguaje, es la distinción entre fenómenos semánticos convencionales (de que se ocupa la semántica) y fenómenos semán­ ticos no convencionales (de que se ocupa la pragmática). Los objetos de que se ocupa la pragmática no son abstracciones como las oraciones o las proposiciones. Los objetos de la pragmática son las proferen­ cias, los actos de uso de signos lingüísticos en contextos concretos con ciertos fines racionales. Desde un punto de vista epistemológico (“en el orden del conocimiento”), en el principio son las proferencias, las emisiones concretas de signos-ejemplar llevadas a cabo con particulares intenciones, comunicativas o de otro tipo. Como se dijo antes, lo patentemente observable en el caso del lenguaje, aquello con que primero nos toparíamos si descubriésemos una nue­ va comunidad de usuarios de un lenguaje— y aquello sobre lo que nuestras intuiciones lingüísticas son claras— son actividades lingüísticas concretas. Desde un punto de vista teórico u ontológico, sin embargo, la pragmática presupone la semántica: es porque la oración ‘huyendo del frío, busqué en las rebajas de enero, y encontré una morena chiquita que no estaba mal’ tiene ya, convencionalmente, un cierto significado, porque expresa una determinada proposición, que Sabina puede arreglárselas para decir otra cosa con ella, para crear un nuevo significado. Alguien que no entienda el significado literal o^ convencional de la oración será incapaz de entender lo que Sabina quiere decir con ella, captando al hacerlo el efecto artístico que él quiere conseguir. Y es la semántica la que determina el significado convencional de la oración, la pro­ posición que expresa literalmente. Por otro lado, la semántica es teóricamente independiente de la pragmática: para explicar qué proposición expresa cada enunciado no es preciso indicar qué otras proposiciones se puede conseguir, pragmáticamente, que exprese.

3.

Uso y mención de signos

En esta sección queremos llamar la atención sobre una diferencia cuya no apreciación suele provocar confusión, particularmente cuando, como a lo lar­ go de esta obra, nuestro discurso es “metalingüístico”; es decir, cuando versa él mismo sobre el lenguaje: la diferencia entre el uso y la mención de signos. Para hablar (o escribir) de las cosas hemos de mencionarlas, y para mencio­ narlas usamos palabras (signos sonoros o gráficos). Pero las palabras son tam­ bién “cosas”, y están entre las cosas que en ocasiones queremos mencionar. Por ejemplo, en (1) menciono la espada de Artús, y para ello uso la expresión que es el sujeto gramatical de esa oración. En (2), sin embargo, lo que preten-

do mencionar no es la espada de Artús, sino la palabra que usé en (1) para mencionar tal espada. De otro modo, (2) sería patentemente falso (además de absurdo), porque las espadas carecen de sílabas. (1)

Excalibur fue extraída de una roca por Artús.

(2)

Excalibur está compuesta por cuatro sílabas.

Sin embargo, para mencionar ia palabra he usado en (2) la misma palabra que en (1) usé para referirme a la espada. En (1) la palabra ‘Excalibur’ ha sido usada, pero en (2) ha sido a la vez usada y mencionada. Esta'práctica puede inducir a confusión, pues hay en ella una equivocidad similar a la que existe en el caso de la palabra Aristóteles, usada en (3) para mencionar al famoso filó­ sofo griego del siglo IV a. de C. y en (4), sin embargo, para mencionar ai famo­ so millonario griego de nuestro siglo (so pena de que uno de los dos enuncia­ dos, o ambos, sea falso), (3)

Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno.

(4)

Aristóteles se casó con la esposa de John F. Kennedy.

Otra equivocidad familiar es la que existe en el caso de la palabra ‘banco’. Para evitar la equivocidad, podríamos simplemente utilizar otra palabra cuando queramos mencionar la palabra que es el sujeto de (1), una distinta a la que usamos cuando queremos mencionar la espada de Artús. Podríamos, por ejemplo, bautizar Heathcliff al famoso nombre de la espada de Artús usado en (1) para mencionar dicha espada. (Heathcliff sería así un nombre de una expre­ sión-tipo, a saber, del nombre de la espada, no un nombre de la espada misma; y no de cualquier nombre de la espada — que naturalmente puede tener otros— sino del usado en (1) para mencionarla.) Pero este procedimiento sería muy poco útil, puesto que no es sistemático: si ahora qúiero mencionar' el nombre que acabo de introducir para mencionar al nombre de la espada de Artús usa­ do en (1) (por ejemplo, con el fin de decir de él que tiene diez letras), tendría que introducir una nueva palabra. En general, para cada expresión que quera­ mos mencionar, habríamos de estipular un nuevo nombre. En lugar de eso, en el lenguaje escrito recurrimos (cuando escribimos con propiedad) al expedien­ te de las comillas. Otro expediente similar al que recurrimos en el lenguaje escrito para nom­ brar una expresión es ponerla en bastardilla; eso es justamente lo que he hecho antes, cuando he introducido el nombre ‘Heathcliff’. Cuando se dice unas lí­ neas más arriba “si ahora quiero mencionar el nombre que acabo de introdu­ cir ...” el lector habrá advertido quizás que esa hipótesis ya se había dado unas líneas antes en el mismo párrafo; pues cuando introduje el nombre del nombre de la espada, ‘Heathcliff’, no lo usé, sino que hablé de él, lo mencioné. Como quería mencionar ‘Heathcliff’ (en lugar de usarlo para referirme con él a

‘Excalibur’), lo puse en cursiva. En el lenguaje hablado recurrimos al énfasis para distinguir uso y mención, o simplemente descansamos en el contexto. Para mencionar una expresión, pues, la escribimos entre comillas. Propia­ mente escrito de acuerdo con esta convención, (2) hubiera figurado así: (2')

‘Excalibur’ está compuesta por cuatro sílabas.

De modo que ahora ya no hay lugar a la equivocidad, por cuanto los sujetos de (1) y (2') no sólo nombran cosas distintas, sino que son también ellos mis­ mos palabras distintas. En este trabajo hemos seguido hasta ahora la convención de entrecomillar mediante comillas simples las expresiones cuando queremos mencionarlas, en lugar de usarlas del modo habitual. Será útil que examinemos más de cerca esta convención. Ningún recurso lingüístico parece tan simple como el de las citas. Y, ciertamente, se trata de un mecanismo simple, en comparación con otros. Pero, como ,se puede ver examinando el próximo capítulo, ya aquí el desa­ cuerdo teórico es significativo: alguien podría pensar que en los párrafos anteriores se ha dicho todo lo que es preciso decir sobre ellas, pero ese pensa­ miento sería ingenuo. Cualquier investigación sobre el lenguaje conlleva cons­ tantemente la mención de expresiones. Un mayor grado de explicitud en nues­ tro dominio de esta herramienta redundará en una mejor disposición a evitar frecuentes confusiones que su uso provoca.4 Dos aspectos de la distinción entre el uso y la mención de una expresión requieren comentario, uno sintáctico y otro semántico. El aspecto sintáctico es que las expresiones entrecomilladas son nombres (o sintagmas nominales, como dicen los gramáticos), sea cual fuere la función sintáctica de las ex­ presiones flanquedas por las comillas en las oraciones en que tienen su uso habitual. En el ejemplo anterior, la expresión flanqueada por las comillas era también un nombre, pero, en general, la expresión mencionada puede pertene­ cer a cualquier categoría: un verbo, un adjetivo, una oración completa, como en (5), o incluso una expresión que ni siquiera es una palabra; en cualquiera de esos casos, la expresión resultante de entrecomillarlas es, sintácticamente, un nombre: (5)

‘El azafrán es caro’ es una oración castellana.

El aspecto semántico es correlativo al sintáctico. La expresión flanqueada por las comillas no sólo no tiene su función sintáctica habitual cuando apare­ ce entrecomillada, sino que tampoco ejerce su función semántica habitual. La expresión que es el sujeto de (1) tiene como función semántica habitual justa­ mente la que tiene en (1), a saber, mencionar una cierta espada. Pero carece por completo de esta función en (2'). (2') no trata de espadas en absoluto, sino 4. En esta sección expongo la teoría de las citas que yo mismo considero correcta. Esta teoría se propuso ori­ ginalmente con el fin de superar los problemas de las teorías que se examinan en el próximo capítulo.

de palabras. Del mismo modo, la expresión flanqueada por comillas en (5) itiene usualmente la función de expresar un aserto sobre el precio de una; cierta especia; pero tal función semántica no tiene nada que ver con su papel en (5), que no trata en absoluto de economía ni de especias. Una cita, pues, consta en el lenguaje escrito de una expresión de cualquier tipo flanqueada de comillas, y el todo constituye sintácticamente un nombre. La única función semántica de las expresiones que aparecen flanqueadas de comillas en una oración (esto es, mencionadas), sea cual sea la función que tie­ nen habitualmente (cuando están usadas), es, por así decirlo, la de exhibirse a sí mismas. La teoría más simple de las citas que se nos ocurre formularía la regla semántica para las citas de este modo: dada una expresión-tipo cual­ quiera, la expresión-tipo que la contiene flanqueada por un par de comillas es una nueva expresión que nombra a la primera. Denominemos la teoría natu­ ral a esta caracterización del significado de las citas. La teoría natural, sin embargo, no parece ser correcta, por la siguiente razón: como vimos en la sección primera, un mismo ejemplar puede ejempli­ ficar muchos tipos distintos. Pues bien, entrecomillando un ejemplar de una expresión, podemos referimos a cualquiera de los tipos que ese ejemplar ejem­ plifica. « ‘Excalibur’», en «‘Excalibur’ nombra una espada famosa», por un lado, y en « ‘EXCALIBUR’ sólo contiene letras mayúsculas», por otro, no designa la misma expresión-tipo. Esta es, pues, una razón empírica para recha­ zar la teoría natural. Pues esa teoría presupone que las citas son unívocas, refi­ riendo siempre al tipo más abstracto ejemplificado por la expresión entreco­ millada. Una teoría más ajustada a los hechos (a la que denominaremos teoría davidsoniana) formularía la regla así: dada una expresión cualquiera, el resul­ tado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión que se usa para mencionar alguno de los tipos ejemplificados por el ejemplar; el con­ texto debe determinar cuál. El problema ahora es que la regla no especifica, por sí sola, qué designa una cita. Son factores contextúales (el contexto lin­ güístico en el ejemplo anterior, el contexto extralingüístico en otros casos) los que acaban de determinar a cuál de los varios tipos ejemplificados por la expre­ sión citada queremos referimos. Pero el defecto no está en la teoría; tales pare­ cen ser los hechos semánticos sobre el uso de las comillas.5 La teoría davidsoniana no toma en consideración para nada la función semántica usual de la expresión flanqueada por las comillas; la expresión pue­ de no tener ninguna. La regla sólo menciona la expresión misma. Esta es una nueva virtud de la teoría, pues cuando decimos “ ‘urububú’ no es una palabra castellana” la expresión mencionada no tiene ninguna función semántica. Eñ una expresión entrecomillada, las comillas están para decimos que la función semántica de la expresión flanqueada por ellas en el todo no es la usual (qui­ zás la expresión en cuestión ni siquiera tiene una función semántica usual­ mente). La cita toda (la expresión entrecomillada y las comillas) tiene la fun­ 5. tation”.

La explicación aquí ofrecida del funcionamiento de las comillas está tomada de Donald Davidson, “Quo-

ción de mencionar una expresión. Y la función de la expresión que va dentro de las comillas es la de permitimos determinar— con ayuda del contexto— cuál es la expresión mencionada en ese caso particular. Las expresiones entrecomilladas funcionan semánticamente en cierto modo como los jeroglíficos. En éstos, el sig­ no guarda con su significado una relación de similitud —y no una meramente convencional, como la que existe entre la palabra ‘Barcelona’ y la ciudad. En las expresiones entrecomilladas, el ejemplar que aparece flanqueado por las comi­ llas nos permite inferir el significado de la expresión entrecomillada completa en virtud también de relaciones no convencionales; en este caso, la relación queexiste entre el tipo al que la cita hace referencia, y el ejemplar que se ofrece, den­ tro de las comillas, para que la audiencia infiera por sí misma aquél. El lector puede comprobar que la regla mediante la que la teoría davidsoniana recoge el funcionamiento semántico de las citas determina un mecanis­ mo semántico productivo. Ello se debe a que se trata de una regla semántica recursiva, es decir, una regla que se aplica a los resultados de aplicarla. Pues, como una expresión entrecomillada es ella misma una expresión, puede a su vez ser mencionada a través del mismo expediente del entrecomillado, ca­ racterizado por la regla, y así sucesivamente: ‘Excalibur’, “ Excalibur” , ‘“Excalibur” ’... . O, mejor, cambiando estratégicamente mientras sea posible la tipografía de las comillas, para evitar confusiones cuando la expresión entre­ comillada es ella misma la cita de otra expresión (como hemos hecho ya ante­ riormente, y continuaremos haciendo en adelante): ‘Excalibur’, «‘Excalibur’», “«‘Excalibur’»”, etc.-Nuestra única regla asigna a cada una de estas expresio­ nes (y a cada una de las que podemos construir de modo similar) un signifi­ cado preciso (y uno diferente en cada caso). Esta es, por consiguiente, una nue­ va virtud de esta modesta teoría. Si contamos las comillas entre las letras de nuestro alfabeto, podemos decir: ‘Excalibur’ es un nombre de Excalibur, la espada de Artús, y tiene nue­ ve letras: ‘E ’, ‘x’, ... y ‘r’. «‘Excalibur’», por otra parte, es un nombre de la palabra ‘Excalibur’ — a su vez un nombre de la espada de Artús—■y tiene once letras: ‘E’, ..., ‘r’ y La teoría davidsoniana permitirá al lector descifrar este aparente galimatías. La productividad de nuestro mecanismo semántico para la cita tiene esta virtud: si el único medio de que dispusiéramos para men­ cionar expresiones fuese ponerlas en cursiva, no tendríamos un mecanismo productivo. Con este sistema tendríamos tantos nombres de expresiones como expresiones, ni uno más. No podríamos, por ejemplo, referimos a uno de nues­ tros nombres de expresiones; no podríamos citar una cita. Este ejemplo pone también de manifiesto algo que antes se estableció de modo general, a saber, que la productividad de una propiedad (el significado de las citas, en este caso) implica su sistematicidad. De hecho, si nuestro mecanismo para construir nombres de expresiones es productivo es porque es también sistemático, por­ que las citas tienen estructura semántica. Si la teoría es correcta, en los casos más simples las citas constan por un lado de las comillas y por otro de la expre­ sión-ejemplar que aparece flanqueada por ellas. Ambas partes tienen una fun­ ción semánticamente distinta, que la teoría describe.

Muchos chistes se apoyan en confusiones de uso y mención. “— ¿Qué sig­ nifica pourquoi? en francés?” “— ‘¿Por qué?’” “—No, por nadag^or-saberlo.” En la respuesta, naturalmente, se menciona la expresión ‘¿por e(mjo)). En casos paradigmáticos como éste, los asertos causales tienen, de acuerdo con nuestras intuiciones sobre el uso del concepto dt.causa, las siguientes propiedades: (i) Relacionan acaecimientos, en el sentido de III, § 2: entidades concre­ tas (espaciotemporalmente ubicadas), con diferentes constituyentes o “cosas” (uno o varios particulares, propiedades que tienen o que los relacionan), a las

que nos referimos con sustantivos verbales o provenientes generalmente de verbos, como ‘pulsar la tecla k en la ocasión r ’ y ‘la aparición de un disco rojo en la ocasión s \ de naturaleza objetiva (en el sentido expuesto en III, § 2). Hacemos también afirmaciones causales de carácter general, como “fumar cau­ sa cáncer de pulmón”; pero me interesa por ahora poner de relieve intuiciones claras sobre casos paradigmáticos, y los asertos causales acerca de acaeci­ mientos concretos lo son. El papel de estas generalizaciones causales relativo a los casos padigmáticos se describe en (iii). (ii) Son modales, en tanto que implican afirmaciones en subjuntivo como ésta: si c(k)no se hubiese producido, e(rojo) no se habría producido tampoco. Este enunciado es un condicional contrafáctico, porque describe lo que hubiera ocu­ rrido en circunstancias que, presumimos, no se han dado en realidad. (iii) Son generalizabas, en tanto que implican afirmaciones como ésta: en circunstancias parejas (a veces se dice esto en latín: cceteris paribus), si se pul­ sase k, aparecería un disco rojo. Aquí hay involucrada una generalización, por­ que no hablamos ya de los acaecimientos concretos c(k) y e(rojo), sino de acae­ cimientos cualesquiera que se parecen a ellos; es decir, de acaecimientos del mismo r/po (I, § 1) que c(k) y e(rojo). Seguiremos la convención de representar con letras minúsculas ejemplares, y con letras mayúsculas tipos. Podemos entonces abreviar la generalización anterior así: (cp) C(k) => E(mjo). La cláusula cp, “en condiciones parejas”, pone de manifiesto que la generalización es cau­ ta. No decimos que siempre que se pulse la tecla k haya de aparecer un disco rojo, sino sólo que eso ocurrirá siempre que las cosas sean en todo como lo son en este caso concreto; incluidos quizás aspectos que nosotros desconoce­ mos, aspectos que ni siquiera podríamos describir. Pero es una generalización, y (con cautela, es decir, sin certeza en la conclusión) nos permite hacer pre­ dicciones e inferencias. Así, si sabemos que en una ocasión distinta se ha pul­ sado la tecla k, bajo el supuesto (recusable) de que las circunstancias son pare­ jas, inferimos que aparecerá un disco rojo (y esperamos, por consiguiente, que aparezca). (iv) La relación causal es temporalmente asimétrica: el acaecimiento-cau­ sa precede temporalmente al acaecimiento-efecto. El verbo ‘causar’ es mucho más general que otros, en el sentido de que refiere a una relación que se da entre entidades de naturaleza muy distinta; pero, por lo demás, es un verbo transitivo como otros, al que cabe suponer una significación objetiva. Esta significación es la relación causal; es una relación de la que sabemos, sobre la base de nuestro conocimiento del lenguaje, que tie­ ne las cuatro características apuntadas. Incluso los filósofos que rechazan que exista nada con esas características usan a veces el término ‘causa’. Cuando sea preciso distinguir las propuestas, usaré epítetos apropiados; diré así que una relación con las cuatro características es una relación causal real (por oposi­ ción a una humeana o a una proyectada). Un elemento adicional de la concepción intuitiva de las relaciones causa­ les es éste: cada caso concreto en que se da la relación causal entre acaeci­ mientos es, él mismo, un acaecimiento objetivo: es, ciertamente, intersubjeti­

vamente contrastable, es sustantivo (la pulsación de la tecla k podría produ­ cir su efecto, sin que nadie lo advirtiera), es normativo (es el objeto inten­ cional, falible, del enunciado ‘en la ocasión indicada, pulsar k causó la apa­ rición de un disco rojo en la pantalla’), y quizás sea incluso físico (quizás los procesos causales sean todos ellos, en último extremo, descriptibles como casos de “transmisión de energía” o de ejercicio de una u otra “fuerza”). Nin­ guna relación causal concreta, así, es conocida con certidumbre, ni mucho menos a priori. En el lenguaje común, usamos indistintamente ‘causar’ y ‘explicar’ tanto para la relación que acabamos de presentar como para la relación de partici­ pación. Un ejemplo paradigmático de esta segunda relación se afirma en el siguiente enunciado: ‘el movimiento X de Marte y el movimiento Y de la Tie­ rra en tomo al Sol durante el intervalo temporal entre t y t1causa el movimiento aparente de tal y cual objeto luminoso rojizo en ese mismo intervalo tempo­ ral’; otro, en ‘la presencia en t de genes X en el genotipo de S causa la apari­ ción en t del rasgo fenotípico Y en S \ Confundimos ambos conceptos proba­ blemente en razón de la similitud entre ellos, que enseguida vamos a poner de relieve; hasta aquí hemos evitado hacer la distinción, con el fin de evitar lo que previamente hubiesen sido molestas distracciones. Ahora conviene distinguir ambas relaciones. La única diferencia relevante, como estos mismos ejemplos muestran, con­ cierne al criterio (iv). Las relaciones de participación, paradigmáticamente, carecen de la asimetría temporal de las relaciones causales. Está en relación con esto el que quepa expresarlas diciendo, en lugar de “c causa e”, “e es c”: ‘el movimiento aparente de tal y cual objeto luminoso rojizo durante el inter­ valo temporal entre t y t' es (en parte al menos) el movimiento X de Marte y el movimiento Y de la Tierra en tomo al Sol en ese mismo intervalo tempo­ ral’; ‘la aparición en t del rasgo fenotípico Y en S es (en parte al menos) la presencia en t de genes X en el genotipo de S’. El papel del acaecimiento-cau­ sa (el explicans) lo ocupa aquí un acaecimiento-participante (uno que forma parte de otro), y el del acaecimiento-efecto (el explicandum) un acaecimientoparticipado (uno del que otro es parte). En los casos paradigmáticos de rela­ ciones de participación, se dice, de un acaecimiento concreto directamente observable, cómo está ese acaecimiento teóricamente constituido, en qué con­ siste ese acaecimiento o cuál es su naturaleza última.1 1. El uso de ‘participación’ quiere poner de relieve que el ‘e s ’ en una característica afirmación de esta rela­ ción, “e es c ”, no expresa estrictamente la relación de identidad. Un caso análogo lo encontramos cuando decim os que una determinada estatua “es" el bronce de que está hecha. La estatua no se identifica estrictamente con el material, porque ese mismo material fue quizás una campana antes que estatua, y quizás será una estatua diferente cuando ésta ya no exista. Pero la estatua es, en parte, el material; pues si el escultor hubiese hecho una estatua con la misma for­ ma a partir de otro material, y el material con el que de hecho fabricó la estatua permaneciese informe en su estudio, la estatua presente no hubiera existido: la estatua fabricada sería otra estatua, aunque una con la misma forma que ésta. Análogamente, sin el movimiento de Marte y de la Tierra no existiría el movimiento aparente de puntos lumi­ nosos desde la Tierra, así que el movimiento aparente es, en parte al menos, el movimiento de Marte y la Tierra en torno al Sol; y, sin la presencia de cienos genes, no aparecería tampoco cierto rasgo fenotípico. Pero, en mi opinión, no cabe identificar estrictamente el movimiento real de los planetas con el movimiento aparente de los puntos lumi­ nosos, ni el rasgo fenotípico con la presencia de los genes. Pues, por considerar sólo el caso planetario, quizás el movi-

Lo que corresponde a (iv), en este caso, es más bien esto: (iv‘) La relación de participación es cognoscitivamente asimétrica: el aca­ ecimiento participante es conocido más indirectamente que el acaecimiento participado, en parte a través de la relación de acaecimientos de su mismo tipo con acaecimientos del tipo del acaecimiento participado, tal como una deter­ minada teoría científica establece tal relación. En la introducción ofrecimos una caracterización inicial de la naturaleza de esta relación epistémica a través del paradigma de las actividades intelec­ tuales teóricas, la práctica científica. Según esa caracterización inicial, estas actividades se distinguen por ofrecer soluciones conceptualmente aumentativas (es decir, que introducen conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas cognoscitivamente independientes de la solución ofrecida. La verdad de las explicaciones se defiende mediante un “argumento en favor de la mejor expli­ cación”, apelando al mayor poder de la propuesta teórica (relativamente al de sus rivales conocidos) para predecir hechos como los que constituyen el pro­ blema; particulármente, hechos imprevisibles sin ayuda de la explicación y de su específico material conceptual teórico. Los conceptos introducidos en los capítulos previos permiten abundar en esta caracterización. Los problemas que las disciplinas teóricas persiguen resolver, así como las predicciones mediante las que las defendemos o las refu­ tamos (incluidas las predicciones que no podríamos haber efectuado sin ayuda de la teoría) son relativos todos ellos a proposiciones empíricas. El realismo ingenuo del sentido común supone que las proposiciones empíricas aseveran ia existencia de acaecimientos objetivos directamente observables: en las dos ilus­ traciones que ofrecimos en la introducción, respectivamente, acaecimientos relativos a los movimientos aparentes desde nuestra posición en la Tierra de objetos luminosos en el firmamento (en el caso de la cinemática celeste copernicana), o acaecimientos relativos a la transmisión, a través de la reproducción sexual, de ciertos rasgos fenotípicos (en el de la genética mendeliana). Pro­ puestas como las efectuadas por la cinemática copemicana o la genética men­ deliana aseveran, sin embargo, proposiciones teóricas. Las proposiciones teóricas son análogas a proposiciones no empíricas; pero el origen de su carácter no empírico es diferente al indicado antes para ios ejemplos de proposiciones de este tipo anteriormente considerados. No se trata sólo de que las propuestas teóricas hagan aseveraciones sobre tiempos en que no había observadores y sobre espacios extensos, que ningún observador Me observar directamente; ni de que hagan aseveraciones generales, válidas 'acción temporal. Se trata más bien de que en ellas se asevera la exis'aecimientos que involucran esencialmente constituyentes teóricos,

Ck
#, no habría notado #e(rojo)#, ni que siempre que note una vivencia del tipo #C(k)# (por muy parejas que sean las circunstancias) notaré una del tipo #E(rojo)#. Hume argumenta esto bajo el supuesto de que la única modalidad conoci­ da con certidumbre es la modalidad lógica. Es claro que no sabemos, sobre fun­ damentos puramente lógicos, que si no hubiésemos notado no habríamos notado #e(rojo)# (a'la manera en que sabemos, sobre .fundamentos puramente lógicos, que si Juan hubiese ido al cine ayer, alguien habría ido al cine ayer). El argumento no depende, empero, de que la existencia de la relación causal entre vivencias específicas no se pueda establecer lógicamente; basta con que no se puede establecer a priori. El intemismo requiere que los contenidos pro­ posicionales se puedan especificar en términos de entidades de cuya existencia sí podemos estar ciertos; entre ellas puede haber entidades concretas que cono­ cemos directamente y entidades que conocemos a priori. Pero ,1a relación cau­ sal entre vivencias concretas, incluso si se da, no está en ninguna de estas cate­ gorías. Ni se conoce a priori, ni puede notarse directamente, como se nota un ejemplar de #rojo# o incluso el tipo #rojo#; pues es concebible que la expe­ riencia futura nos convenza de que un supuesto caso de relación causal entre vivencias no lo fue en realidad. Supuse que fue la vivencia visual de recibir una congratulación la que causó la emoción consiguiente de autosatisfacción, pero he descubierto después que la emoción la causó, independientemente, un sim­ ple proceso hormonal; incluso aunque no me hubiese imaginado recibiendo la congratulación, habría experimentado la sensación de autocomplacencia. Lo único que encontramos examinando mediante la introspección nuestra experiencia consciente, dice Hume, es (en el caso que estamos examinando) esto: (i) que #c(k)# y #e(rojü)# se dieron espaciotemporalmente de manera conti­ gua; (ii) que, en los casos que tengo ahora presentes en el recuerdo, he notado vivencias deí tipo #C(k)# siendo sucedidas de manera espaciotemporalmente contigua por vivencias del tipo #E(rojo)#, y (iii) que espero (quizás sobre la base del hábito, pero sin que conozca claramente el origen de esta expectativa: por­ que estoy así psíquicamente constituido) que en casos no contemplados, viven­ cias del tipo #C(k)# sean sucedidas de manera espaciotemporalmente contigua por vivencias del tipo #E(roJo)#. (En el análisis humeano, la asimetría temporal está ya presupuesta en lo anterior: vivencias del tipo #E(rojo)# han sucedido a vivencias del tipo #C(k)#.)

Una generalización Jáctica es un enunciado de la forma Vx (p(x);9 es un enunciado sin alcance modal alguno, cuya verdad sólo puede establecerse con­ clusivamente examinando todos los casos implicados. Una generalización fáctica es lógicamente equivalente a la conjunción (p(a) a cp(b) a cp(c) a ..., siem­ pre que utilicemos nombres ‘a \ ‘b \ ‘c \ etc., para cada uno de los objetos en el universo de cuantificación (VI, § 6). Una generalización estricta es una generalización fáctica de la forma Vx(cp(x) o \|/(x)). Una generalización empí­ rica es una generalización fáctica, en la que se cuantifica sobre casos concre­ tos cuyo darse o no darse puede establecerse directamente mediante la sensa­ ción. En III, § 1 introdujimos el concepto de proposición empírica como una cuya verdad o falsedad puede establecerse directamente mediante información proporcionada por los sentidos (y en III, § 3 hicimos notar que, para el inter­ nista, las proposiciones empíricas hacen referencia a vivencias). Una generali­ zación empírica estricta es, pues, una equivalente a una conjunción de propo­ siciones empíricas bicondicionales. Por último, una generalización nómica es una generalización empírica cognoscitivamente aceptable. Por ahora, entende­ remos que una generalización empírica es cognoscitivamente aceptable si todos los casos que hemos tenido oportunidad de constatar de los que somos cons­ cientes la confirman, y es el tipo de generalización que nuestra constitución psíquica nos lleva a construir. Con estos elementos podemos elaborar una primera versión de análisis humeano de la causalidad. Es una propuesta insuficiente, que será preciso modificar. Pero, en su simplicidad, tiene la virtud de servir para poner de relie­ ve el rasgo metafísicamente central de la concepción humeana, su radical carácter correctivo. La propuesta final, incluyendo las modificaciones que será preciso hacer para obtener un análisis satisfactorio, posee ese mismo carácter; pero sería más difícil apreciarlo en ella, precisamente a causa de su compleji­ dad. Lo que es peor, esa complejidad del análisis final, necesaria pero metafí­ sicamente irrelevante, actúa como un elemento distractivo que vela la profun­ da corrección de nuestras creencias sobre la causalidad que el análisis humeano requiere. El análisis humeano tentativo es éste: c causa e (donde ‘c ’ y 4e ’ están por acaecimientos concretos) significa lo siguiente: el correlato empíricamente verificable de c, #c#, es de tipo #C#; el correlato empíricamente verificable de ey #e#, es de tipo #E#; #c# precede a #e#; y hay una generalización nómica estricta que vincula #C# y #E#, cuyos ejemplares son siempre espaciotempo­ ralmente contiguos como #c# y #e#. Esta definición, como hemos dicho, es sólo tentativa. Por más que el aná­ lisis humeano constituya una propuesta decididamente correctiva, el modo en que comúnmente usamos el concepto de causa proporciona contraejemplos demasiado patentes, que el partidario del análisis no puede despreciar. No pue­

9.

En este párrafo recurro a la notación lógica usual por razones de simplicidad expositiva. El lector no fami­

liarizado puede encontrar una exposición de sus elementos centrales en VI, § 6.

de hacerlo por una razón fundamental, que es preciso tener bien presente durante la discusión posterior. Al partidario del análisis humeano, como a cual­ quier empirista, le motiva un proyecto ilustrado. Lejos de pretender conven­ cemos de que todo vale en materia de asertos causales, lo que busca es utili­ zar su doctrina para eliminar la superstición; pretende describir claramente aquello que separa las afirmaciones causales “científicas”, positivas, de las que hacen ios amigos del oscurantismo.10 (Es saludable a este respecto leer, por ejemplo, el capítulo X del Inquiry Concerning Human Understanding de Hume, “Of Miracles”.) Quedaría, por tanto, en muy mal lugar si su análisis conllevase que también los asertos causales que hacemos de la manera empí­ ricamente más cuidadosa (los que aceptamos a partir de los datos que nos pro­ porciona ia investigación científica responsable) tienen, después de todo, ei mismo estatuto que, pongamos por caso, la creencia en la concepción virginal no asistida por procedimientos refinados de fecundación. Pero eso es lo que ocurriría, si no se modifica la definición. Para empezar, en la mayoría de las afirmaciones causales empíricamente mejor contrastadas la causa y el efecto no tienen correlatos empíricamente verificables espaciotemporalmente contiguos (sólo hay que pensar en las causas socialmente más notorias del alumbramiento); además, en la mayoría de los casos las afirma­ ciones causales no se apoyan en generalizaciones empíricas estrictas. (Ni todos los que fuman contraen cáncer de pulmón, ni sólo los que fuman lo hacen, y, sin embargo, por todo lo que sabemos, fumar causa cáncer de pulmón; de modo que hay casos concretos en que el proceso de fumar una cierta cantidad de tabaco durante un cierto tiempo causa el desarrollo de un cáncer de pulmón concreto.) La definición tentativa, pues, no nos da una condición necesaria: hay relaciones causales que no la cumplen. Además, si no se cualifica sustancialmente el concepto de generalización empírica cognoscitivamente acepta­ ble, la definición (incluso tal como está, sin debilitarla como es preciso hacer — en vista de lo anterior— para obtener una condición necesaria) no nos da una condición suficiente. Después (§ 6) examinaremos la razón para esto. La inapropiada propuesta inicial, sin embargo, es muy adecuada para hacer patente algo que las correcciones posteriores no modificarán un ápice; a saber, el carácter antirrealista de la propuesta humeana con respecto a la cau­ salidad — y, cuando se generaliza a todas las relaciones nómicas, con respecto también a los objetos teóricos introducidos a través de relaciones de participa­ ción. En rigor, existen dos interpretaciones de la concepción humeana de la causalidad, ambas igualmente antirrealistas, una más radical que la otra. Tam­ bién para comprender la diferencia entre ambas es conveniente considerar inicialmente la propuesta inaceptablemente simple. Estas dos variedades de anti­ rrealismo causal corresponden a dos tipos genéricos de antirrealismo, adopta-

10. Esto también vale para Wittgenstein (a quien en X, § 4 presentamos com o un caso claro de partidario del análisis humeano radical), pese a que sus preocupaciones no tenían nada de ilustradas ni ‘"positivas”. Su peculiar nihi­ lism o ético, del que algo diré después, requiere que haya relaciones “causales” humeanas, coincidentes con las que establecem os com o tales mediante la práctica científica.

bles a propósito de ámbitos diferentes del discurso y no sólo a propósito del discurso causal. La variedad más radical de antirrealismo es el reductivismo eliminatorio. Consideremos el discurso de algunos sobre las brujas. No me refiero a quienes piensan y hablan como si hubiese personas que se creen brujas, practican bru­ jerías, etc, pues nada hay que objetar al respecto. Me refiero a quienes piensan y hablan como si hubiese personas que son brujas, que tienen el poder de cau­ sar enfermedades o curarlas, etc., haciendo hechizos y exorcismos. O conside­ remos el discurso de quienes piensan y hablan como si hubiese gafes. De nue­ vo, no me refiero a quienes hablan de personas a quienes suceden más des­ gracias que al ser humano medio, pues tampoco hay nada que objetar a esto; sino a los que piensan y hablan como si hubiese personas que tienen alguna cualidad misteriosa que “atrae” las desgracias. La mayoría de nosotros sería­ mos reductivistas eliminatorios a propósito del discurso sobre brujas y gafes, en los sentidos indicados. Es decir, diríamos que no hay tales cosas. Ésta es, simplemente, la tesis característica del reductivismo eliminatorio sobre los X: no hay X. Los ejemplos muestran que el reductivismo eliminatorio es una propuesta aceptable en ciertos casos. El único modo de entender lo que decimos cuando hablamos de brujas y gafes es reinterpretarlo de las maneras poco discutibles antes indicadas: suponiendo que trata expresamente de personas que se creen brujas, practican hechicerías, etc., o de personas a quienes suceden más des­ gracias que a los demás. Una consecuencia de esta eliminación del discurso otológicam ente cargado sobre brujas y gafes, y de su reducción a uno menos cargado, es que los enunciados en cuestión son ahora mucho más fácilmente verificables de lo que lo serían si existiesen de verdad brujas y gafes. En el sentido cargado del término, 'Pedro es gafe’ puede ser verdadero, sin que nun­ ca estemos en condiciones de averiguarlo, ni siquiera en las condiciones epis­ témicamente más favorables. Una vez practicada la reducción eliminatoria, el enunciado es más fácilmente verificable o refutable. En esta primera interpretación (la más radical), la definición humeana con­ lleva una propuesta eliminatoria sobre las relaciones causales. La definición humeana constituye, en esta interpretación, una propuesta para reemplazar el discurso sobre relaciones causales, que hemos caracterizado mediante los cri­ terios (i)-(iv), por uno que trata sólo de generalizaciones nómicas estrictas. Con ello ganamos en verificabilidad. Tras la reducción del discurso causal realista al discurso causal del humeano reductivista, en condiciones ideales (a buen seguro, inaccesibles a un ser humano normal, pero imaginables), una afirma­ ción causal puede ser establecida con completa certidumbre. Un ser empírica­ mente omnisciente, que tuviese la capacidad de contemplar todos los casos empíricos pertinentes, podría establecer con certeza la verdad dt c(kj e(rojoY Esto contradice la tesis realista de que las relaciones causales son o bjetivases

decir, la tesis de que un enunciado causal podría tener un valor de verdad de hecho diferente al que le atribuiríamos en circunstancias cognoscitivamente ideales. Esto por sí solo ya muestra que la propuesta es correctiva. Quizás el lector piense que no hay aquí corrección alguna de nuestras intuiciones, sino una muestra evidente de que la condición de objetividad no era, después de todo, intuitivamente aceptable. Enseguida veremos que la pro­ puesta humeana, en esta primera interpretación, conlleva también el rechazo de los criterios (ii), (iii), y, en el marco internista,' incluso el de (i). Es, así, una propuesta eliminatoria sobre las relaciones causales, en la medida en que entendamos que las relaciones causales satisfacen los cuatro criterios y la con­ dición de objetividad.11 Que la propuesta conlleve también el rechazo de esos otros criterios es lo distintivo de esta interpretación, frente a la que expondre­ mos después — también antirrealista pero menos radical— , que sólo involucra el rechazo del criterio de objetividad realista. Pero es fundamental, para com­ prender toda la discusión subsiguiente, apreciar claramente que la caracteriza­ ción intuitiva de las relaciones causales como relaciones objetivas sí era acep­ table. El mundo real ofrece una gran cantidad de ejemplos de situaciones de bifurcación causal. Una situación así presenta la siguiente estructura básica: c causa e, pero también causa e . Por ejemplo, la emisión de ondas desde la emisora de TV causa la recepción de una cierta imagen en un aparato, pero también en muchos otros; la caída de una piedra en el centro del lago causa las ondas que llegan a una de las riberas, y también las que llegan a otra; el choque de una bola en movimiento contra otra en reposo causa el movimien­ to de la segunda, pero también causa la sombra del choque y el movimiento de la sombra de la segunda. (En estos casos, se dice que, con respecto al pro­ ceso causal c => e, seleccionado como principal, e' es un mero epifenómeno) Supongamos que e' sucede antes que e. En ese caso, supuesto el análisis hu­ meano, habrá una generalización tan estricta y tan nómica como laque vincu­ la c y e que vincula e y e\ además,. sucede antes que e. Es más; quizás la generalización que vincula c y e pase inadvertida, enmascarada por la que vin­ cula e y e. (Esto es fácilmente imaginable, particularmente en una perspecti­ va realista, pero también en una humeana refinada con las modificaciones que será preciso añadir a la propuesta simplista inicial.) Algo así podría darse en nuestro ejemplo. Quizás pulsar la tecla kt lejos de causar la aparición del disco, es un efecto de la verdadera causa de la apa­ rición del disco (un acaecimiento desconocido, que no sólo causa la aparición del disco, sino que lleva también a los individuos cercanos a pulsar la tecla k). El lector debe comprender que éstos no son casos extravagantes imaginados por filósofos ociosos; una gran cantidad de esfuerzo, ingenio y recursos eco­ nómicos se dedica a distinguir meros epifenómenos de verdaderos factores

1 1. Naturalmente, el reductivista tiene perfecto derecho a llamar ‘relaciones causales' a las que satisfacen su definición. Hume no dice que no haya relaciones causales, sino que no hay relaciones causales “reales”; él mantiene el uso del término para las relaciones definidas según su propuesta.

causales. Durante algún tiempo se pensó que el consumo inmoderado de café causa el cáncer de pulmón. Sin embargo, ahora se sabe que no lo hace: quizás sea un epifenómeno, una “sombra”, de algo otro (un rasgo de carácter, ponga­ mos por caso) que causa también el consumo inmoderado de tabaco, este sí causalmente relacionado con el cáncer de pulmón. De aquí que sea una falacia inferir una relación causal (propter quó) de una relación de precedencia tem­ poral (post quó). Estas consideraciones muestran que, como sostuvimos, toma­ mos intuitivamente a las relaciones causales como objetivas: incluso un ser empíricamente omnisciente, después de examinar todos los casos empíricos pertinentes, podría confundir un mero epifenómeno con un efecto genuino. Veamos ahora cómo adoptar la definición humeana, en esta interpretación radical, conlleva no sólo abandonar la actitud realista (cosa que acabamos de mostrar), sino también que lo que consideramos relaciones causales satisfagan los criterios los criterios (ii) y (iii). Imagine el lector que se ha pulsado un cier­ to número de veces la tecla k, y en todos los casos ha aparecido un disco rojo en la pantalla; y que sólo ha aparecido un disco rojo cuando se ha pulsado antes k. Por grande que sea el número de veces que se ha repetido este proce­ so, es claro que los datos observados son compatibles con esta posibilidad: pul­ sar k pone en marcha un proceso genuinamente aleatorio, como resultado del cual el ordenador dibuja un disco de un color de entre 256 posibles. El proce­ so es “aleatorio” en el sentido puramente frecuencial de la probabilidad; es decir, “a la larga” la generalización empírica correcta incluye un número igual de casos en que, después de pulsar k, aparece un disco de cada uno de esos colores. Un ser empíricamente omnisciente podría constatarlo así. Según la concepción humeana, la verdad o falsedad de una afirmación causal depende exclusivamente de la generalización empírica que sea de hecho verdadera. Ahora bien, es claro que, por grande que sea el número de casos de la gene­ ralización que hemos observado, ese número no basta para saber cuál es la generalización correcta. De hecho, en comparación con el número de casos que la generalización abarca, el número de los observados será, con seguridad, ridi­ culamente pequeño. Por tanto, si entendemos las afirmaciones causales según la propuesta humeana reductivista, no existe una relación entre acaecimientos concretos cuyo conocimiento justifique hacer generalizaciones a casos no observados. La relación a la que el humeano, en esta interpretación, pretende reducir la rela­ ción causal no puede ser aseverada de un caso particular, a menos que se conozca ya la generalización completa. Además, incluso un ser empíricamen­ te omnisciente, que conociese la generalización pertinente, no estaría por ello en disposición de hacer afirmaciones sobre lo que ocurriría en casos que, por ser contrafácticos, no pueden haber sido observados. La generalización que conoce es meramente fáctica, y permite tan poco hacer afirmaciones contrafácticas como lo permite el conocimiento de una generalización fáctica. Supon­ gamos que hemos establecido que, casualmente, los cien mil asistentes al par­ tido llevaban corbata a rayas. Es claro que esto no permite decir que, si Pau, que no asistió de hecho al partido, hubiese asistido, habría llevado una corba­

ta a rayas. Pero este ejemplo es un paradigma de generalización meramente fáctica. Los humanos corrientes y molientes, en todo caso, ni siquiera estare­ mos nunca en posesión del conocimiento a disposición del ser empíricamente omnisciente, de modo que ni siquiera podemos hacer generalizaciones causa­ les. (ii) y (iii) son, pues, también falsos. Este es el “problema de la inducción”, en los términos en que se presenta al humeano reductivista; y es claro que, en esos términos, el problema es irresoluble. El humeano reductivista, naturalmente, admite que hacemos inferencias causales. Es irracional hacerlo, según su explicación, porque todo lo que pue­ de haber detrás de una afirmación causal es una generalización empírica, y la verdad de una generalización empírica sólo puede establecerse racionalmente conociendo todos sus casos particulares. Pero es indudable que las hacemos. La definición tentativa incluye ya los elementos precisos para explicar por qué cometemos este error. (Se trata de la que hubiera ofrecido el propio Hume, si es que de hecho él era un reductivista eliminatorio. EL análisis refinado que se da en § 6 permitirá ofrecer una explicación más certera. Mas, como vengo insistiendo, el refinamiento no afecta a la cuestión metafísica.) Nuestra consti­ tución psíquica nos lleva a considerar nómicas ciertas generalizaciones empí­ ricas, confirmadas por los casos pasados, y no otras. El predicado ‘verojo\ que aquí introduzco por estipulación, se aplica a algo en los siguientes= casos: si ha sido observado hasta ahora, y era rojo, o si no ha sido observado hasta ahora, y es verde.12 Consideremos ahora la generalización siguiente: en circunstancias parejas, si se pulsase ^ aparecería un disco verojo. Es claro que esta generali­ zación empírica, #C(k)# «-> #E(vefojo)#, está tan bien confirmada por los hechos conocidos como #C(k)# #E(rojo)#. Es igualmente claro que, psíquicamente, encontramos aceptable proyectar los datos en la forma de la segunda generali­ zación empírica y no en la forma de la primera. Pues es un dato psíquico, cono­ cido por instrospección, que esperamos que aparezca un disco rojo cuando pul­ semos k la próxima vez, pero no esperamos que aparezca uno verde (como lo haríamos, si la generalización que considerásemos confirmada a partir de los datos fuese #C(k)# #E(VCfojo)#). Nuestra sorpresa, si aparece un disco verde, confirma este dato psíquico. El humeano puede mencionar estos hechos, pues son perfectamente com­ patibles con el intemismo; como he enfatizado, estos son hechos de los que somos conscientes, no menos de lo que lo somos de nuestro conocimiento de qué vivencias notamos y qué regularidades hemos observado. Ahora bien, estos datos meramente explican por qué nos vemos llevados a generalizar de ciertos modos y no de otros; pero (supuesto el análisis reductivista) no pueden justi­ ficar que lo hagamos. Dado lo que las relaciones causales son, sólo el conoci­ miento de todos los casos nos permitiría hacer afirmaciones causales de mane­ ra justificada. Por todo lo que sabemos, tan verdadero podría ser que pulsar /:

12. El predicado está inspirado en ‘glue’, que Nelson Goodman introdujera para enunciar su justamente c é le ­ bre “nuevo enigma" de la inducción en “The New Riddle o f Induction". Pero el problema que presento ahora no es el “nuevo enigm a”; éste se expone después.

en la situación indicada causó la aparición de un disco rojo, como que, en rea­ lidad, pulsar k en la situación indicada causó más bien la aparición de uno verojo. Si el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones causales se generaliza a las relaciones de participación (como es coherente hacer, pues los problemas, derivados de la exigencia cartesiana de certidumbre, son exactamente los mis­ mos en ambos casos), el resultado es la eliminación de los objetos teóricos: no hay planetas copemicanos, ni genes, etc., sólo entidades empíricamente cons­ tatabas y generalizaciones empíricas sobre las mismas.13 En el marco inter­ nista, el resultado es necesariamente el fenomenalismo: la tesis de que sólo existen las vivencias y sus constituyentes. (El solipsismo es la tesis de que úni­ camente existen mis vivencias y sus constituyentes.) Los objetos reales, las cosas, sólo pueden definirse, compatiblemente con el supuesto internista de que no pueden ser “componentes esenciales” de los significados, mediante relaciones de participación con respecto a objetos “internos” (ideas), relacio­ nes especificadas a partir de relaciones igualmente “internas” entre objetos internos. Ahora bien, si no hay ni relaciones causales, ni relaciones de partici­ pación; si sólo hay vivencias que notamos y generalizaciones fácticas sobre vivencias no pueden existir objetos externos. Esto parece absurdo; el dato de que distinguimos los sueños y las aluci­ naciones de las percepciones “reales” es innegable. La idea de que el pensa­ miento y el lenguaje poseen “objetos intencionales” que determinan si, ponga­ mos por caso, estamos percibiendo, o meramente padeciendo una alucinación, debe ser incorporada en cualquier explicación de la naturaleza de la represen­ tación, mental o lingüística. Sin embargo, el fenomenalismo dispone de un modo conveniente de explicar esto, sin abandonar su supuesto fundamental: a saber, recurrir al concepto de generalización nómica. Un “acaecimiento obje­ tivo” es, simplemente, uno consistente con las generalizaciones empíricas ver­ daderas. Esta definición hace posible que los acaecimientos incluyan a las

13. No podemos extendem os aquí en explicar de manera detallada la forma precisa que podría adoptar un análisis humeano de las relaciones de participación. Lo esencial es que también estas relaciones se reduzcan a gene­ ralizaciones empíricas; por tanto (en el marco internista), a relaciones entre ¡deas. Una propuesta tentativa para ana­ lizarlas es ésta: e es (está constituido por) c (donde *c’ y ‘e ’ están por acaecimientos concretos) significa lo siguien­ te: c es de un tipo C, caracterizado por una cierta teoría T; el correlato empíricamente verificable de e, #ett, es de tipo #E#f y se da en circunstancias empíricamente veriíicables de tipo #CÍ#; hay al. menos una generalización nómica estricta que vincula #C l# y #E tt, que puede ser lógicamente deducida de la teoría T a partir del darse de C ( ‘CI’ abre­ via ‘condiciones iniciales’). Esto es. cabe decir que un acaecimiento observable a explicar (el “efecto”) consiste en un cierto acaecimiento teórico (la “causa”) cuando la teoría que describe al acaecimiento teórico implica una generaliza­ ción nómica estableciendo que en ciertas circunstancias observables (las “condiciones iniciales" en que se dio el “efec­ to") se dan acaecimientos observables com o el “efecto” observable. Así, por ejemplo, ‘el movimiento aparente de tal y cual objeto luminoso rojizo durante el intervalo temporal entre t y t' es (está constituido por) el movimiento X de Marte y el movimiento Y de la Tierra en tomo al Sol en ese mismo intervalo temporal’ dice que la teoría por rela­ ción a la cual describimos el tipo del acaecimiento-participante — la teoría copemicana— com o uno consistente en los movimientos de planetas copem icanos (la Tierra incluida) en tomo al Sol permite deducir una generalización nómica, confirmada en este caso com o en casos anteriores. La generalización nómica será algo así com o esto: cuan­ do (y sólo cuando) se observa en un momento dado tal y cual objeto luminoso rojizo en tal y cual disposición,con respecto a otros objetos luminosos celestes, se observa después de un intervalo temporal de tal y cual duración (igual a la diferencia entre t y t') al objeto rojizo en tal y cual otra disposición.

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vivencias, y estén constituidos por los mismos “materiales” que las vivencias. Los acaecimientos a que llamamos “objetivos” son aquellos coherentes con otros que notamos (rememoramos, anticipamos, etc.), relativamente a las gene­ ralizaciones que consideramos nómicas: confirmadas por casos notados, y “proyectables”. Si una vivencia no es coherente con otras que notamos, recor­ damos, etc., relativamente a las generalizaciones nómicas en que creemos, decimos de ella que es alucinatoria, o que es un sueño, etc. Éste es todo el con­ cepto de objetividad que el fenomenalista puede permitirse. En cierto modo, las alucinaciones son tan reales como las verdaderas percepciones: todo lo que hay es, en ambos casos, una vivencia notada. La diferencia que establecemos concierne sólo a la coherencia de la primera con las generalizaciones nómicas en que creemos. El siguiente pasaje de Borges trata de caracterizar la visión fenomenalista del mundo; aunque es literalmente imposible describir coherentemente una visión fenomenalista del mundo (puede parecer que lo acabo de hacer, pero, como se verá, las apariencias engañan), Borges se aproxima a hacerlo tanto como es posible: Las naciones de ese planeta son —congénitamente— idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presu­ ponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, tempo­ ral, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlón, de la que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejem­ plo: no hay _palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. SurgióJ a luna sobre el río se dice hlor u fa n g axaxaxas mío o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fiuir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfiuyue lunó. Upward, behind the onstreaming, it mooned.) Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal [...] la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna : se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del-cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. [...] Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esta vinculación, en Tlón, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. [...] De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlón ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. J. L. Borges: ‘Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, 23. Naturalmente, no hay diferencia apreciable entre el hecho de que existan muchas “ciencias”, todas igualmente increíbles, y que no exista ninguna. El fenomenalismo resulta por tanto ser una concepción antirrealista no sólo sobre la causalidad, sino también sobre el mundo externo. Una consecuencia de ello es que, sobre aquello que para el fenomenalista es “el mundo”, no cabe el

escepticismo. Esto puede parecer incoherente con la clasificación del fenome­ nalismo como una propuesta internista; pues lo característico del intemismo es, según dijimos, que pretende hacer posible la formulación de dudas escépticas radicales. Pero, naturalmente, no hay aquí ninguna incoherencia; lo único que ha ocurrido es que el fenomenalista ha sucumbido a las dudas escépticas, redefininiendo por ello ‘mundo objetivo’. En el sentido usual, el mundo objetivo es el mundo de los acaecimientos reales, que causan (en el sentido realista del tér­ mino) los estados internos a través de los cuales nos los representamos. El rea­ lismo sobre el mundo externo es la idea de que aquello de lo que depende la verdad y la falsedad de lo que decimos está causalmente relacionado con lo que decimos y pensamos (y con cualquier entidad interna necesaria para definir el sentido de lo que decimos y pensamos). Porqué esta relación es nómica, cabe contemplar la posibilidad de que, en cada caso concreto en que nos representa­ mos algo sobre el mundo objetivo, estemos equivocados. El fenomenalista, sin embargo, ha redefinido “mundo objetivo”, de modo que la relación de “eso” con nuestro pensamiento ya no es causal (en el sentido realista de ‘causal’); en palabras de Russell y Wittgenstein, la relación es puramente definicional: las “cosas” son meros “constructos lógicos” a partir de ideas, en lugar de ser enti­ dades que causan las ideas. El “mundo objetivo” es una construcción lógica ela­ borada haciendo exclusivamente referencia a entidades internas. A propósito de esto, no cabe la duda radical; todo enunciado sobre el “mundo objetivo” del fenomenalista es, en condiciones cognoscitivas ideales, completamente verificable o refutable. Pero, naturalmente, sólo porque el fenomenalista no sólo admite la posibilidad de contemplar dudas escépticas radicales sobre el mundo objetivo del sentido común, sino que ha sucumbido a ellas, concluyendo que1tales dudas estaban enteramente justificadas.

4.

El realismo fingido sobre las relaciones nómicas y el representacionalism o

El realismo por representación es una concepción del significado motivada por las mismas intuiciones epistémicas y la misma concepción epistemológica que están en la base del fenomenalismo. Ambas presuponen que el conoci­ miento debe ser cierto, como lo es el conocimiento de hechos sobre nuestras vivencias adquirido a través de la introspección (cuando dejamos perfectamen­ te claro que nuestro pensamiento es acerca de las vivencias mismas, y no de lo que suponemos que representan): el conocimiento de que se da un pensamien­ to, o el de que tengo una vivencia visual y no una olfativa, o de que noto #rojo# y no #verde#. Ambas concepciones filosóficas presuponen que el conocimien­ to debe tener una base cierta (presupuesto de certidumbre), y debe proceder mediante pasos deductivamente ciertos a partir de esa base (fundacionalismo). Ambas son concepciones internistas: los contenidos proposicionales de nuestros pensamientos y nuestras proferencias deben ser caracterizados sin compromiso con entidades de cuya existencia no estamos ciertos; los objetos intencionales

de todos nuestros pensamientos y de todas nuestras proferencias deben así ser inmanentes (El, § 2). La diferencia crucial entre ambos es que el realismo por representación es una doctrina realista sobre el mundo objetivo; el realista por representación cree que el escepticismo radical acerca del mundo externo es posible, cree que esos estados intencionales cuyos objetos son objetivos podrían ser, todos ellos —incluso aquellos sobre cuya corrección tenemos una convicción más segu­ ra— falsos. Para asegurar esto, el realista por representación recurre crucial­ mente a relaciones nómicas reales y objetivas en su especificación de los obje­ tos intencionales de tales estados representacionales; ese mundo externo sobre el que podemos estar radicalmente equivocados está constituido por las. “sig­ nificaciones secundarias” de nuestras palabras, nómicamente conectadas con sus “significaciones primarias” puramente internas (las primeras son “natural­ mente” significadas por las segundas). El fenomenalista, sin embargo, obtiene de su examen crítico de las relaciones nómicas a partir de los supuestos inter­ nistas conclusiones reductivas eliminatorias, y concluye así que la relación entre el mundo “objetivo” y el mundo subjetivo es construccional, no causal. La doctrina resultante es antirrealista: en condiciones cognoscitivas satisfacto­ rias, no podemos equivocamos en nuestras creencias sobre este mundo “obje­ tivo” del fenomenalista. El escepticismo radical, para el fenomenalista, es una fantasía resultante de nuestro error sobre la naturaleza de las relaciones nómi­ cas. Esta es una conclusión atractiva, obtenida a costa de pagar un precio exce­ sivo; un precio sin duda inaceptable para cualquiera con las intuiciones realis­ tas de Descartes o Locke. En X, § 5 estudiaremos una versión (debida a Wittgenstein) del tradicional argumento fenomenalista contra el realismo por representación. Queremos aquí dejar constancia del primer estadio del argumento, mostrando que el realismo sobre las relaciones nómicas de quien quiera que parta de supuestos internistas ha de ser un realismo fingido. De manera general, el realismo fingido es una nueva forma de corrección al sentido común en un cierto ámbito del discurso. La corrección que caracteriza el realismo fingido sobre un ámbito del dis­ curso consiste en la tesis de que las entidades características de ese discurso son entidades ficticias: hablamos y pensamos como si existieran realmente (y no es necesario ni conveniente dejar de hablar así: en esto radica la diferen­ cia con el reductivista eliminatorio), pero a todos los efectos intelectuales y prácticos, su estatuto ontológico es el de las entidades de la ficción. Esto no significa que el realista fingido las considere “ficticias”, sino que se trata de entidades que no pueden tener incidencia alguna en la justificación de lo que decimos o de lo que pensamos, en la determinación de si pensamos y habla­ mos correctamente sobre ellos o no lo hacemos. Un caso en el que todos estaríamos dispuestos a aceptar este tipo de corrección es, como el término ‘realismo fingido’ quiere sugerir, el de las enti­

dades del mundo de la ficción. Consideremos el discurso dentro de la ficción; como cuando decimos ‘Don Quijote no se habría casado nunca con Dulcinea, incluso si hubiese tenido ocasión de hacerlo\ e imagínese a alguien que, igno­ rando la situación, supone que estamos hablando de una persona real. (Es pre­ ciso distinguir el discurso dentro de la ficción del discurso sobre la ficción, como cuando decimos ‘Don Quijote es el tipo de personaje que podría inven­ tar un judío converso’; nada hay de ficto en este segundo tipo de discurso.) La corrección que sería preciso hacer a una persona que cayera en tal confusión consistiría en hacerle notar que la justificación, o falta de ella, para una afir­ mación como la indicada no depende en absoluto de datos sobre el carácter de una persona real, que podrían quizás obtenerse recogiendo informaciones sobre su biografía, preguntando a las personas que le conocieron, etc. Todo lo que hay que saber, para determinar si está o no justificado decir ‘Don Quijote no se habría casado nunca con Dulcinea, incluso si hubiese tenido ocasión de hacerlo’, está ya contenido en una novela (y, quizás, en las intenciones ex­ plícitas de su creador, o en las que cabe atribuir a alguien que vivió en su época). Es sabido que los niños, particularmente durante un cierto período en su desarrollo, inventan compañeros imaginarios de juegos, y participan con otros niños y con adultos avisados en conversaciones sobre ellos. A veces dudan de que un adulto esté al caso de la situación, y entonces se ven obligados a hacer el tipo de corrección característico del realismo fingido. La vieja, despistada y complaciente tía: “— ¿Te acompaña Olga al zoo, ricura?” Pau, entre perplejo y condescendiente ante la estupidez de algunos adultos: “— Olga no existe, sabes”. En cierto sentido, por supuesto, Olga sí existe; pero, en lo que respec­ ta a saber si nos acompañará o no al zoo, o si hay que llevar o no un bocadi­ llo para ella, lo que hay que hacer es algo muy distinto a lo que sería preciso si ftiese una persona real. En el caso de Olga, lo que hay que hacer es pre­ guntar a Pau: él es la única instancia pertinente. El instrumentalismo tradicional sobre las entidades teóricas es una forma de realismo fingido. No insistiremos suficientemente en la necesidad de no confundir este punto de vista con el reductivismo eliminatorio, pese a que indudablemente guarden estrechos puntos de contacto: el instrumentalismo, a diferencia del reductivismo, es una teoría realista (excesivamente celosa en su realismo, diría yo). El cardenal Bellarmino es el primer defensor conocido del instrumentalismo, y uno particularmente interesado. Este ilustrado cardenal dio con una solución ingeniosa para la Iglesia, ante el problema planteado — en vista de que la Biblia parece aseverar el geocentrismo— por el éxito predictivo de la teoría copemicana (enfatizado, por ejemplo, por Galileo). Bellarmino sostuvo que los seres humanos no tendremos nunca elementos de juicio sufi­ cientes para determinar dónde está U verdad, si en una teoría geocéntrica o en una heliocéntrica. Todo lo que nosotros tenemos son nuestras observaciones sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos en el firmamento; y estos datos se pueden hacer compatibles tanto con una teoría heliocéntrica como con una geocéntrica suficientemente complicada. El único criterio cog-

noscitivo adicional que podemos utilizar concierne a qué teoría permite calcu­ lar de una manera más eficiente y simple (relativamente, por supuesto, a nues­ tra constitución cognoscitiva) los movimientos aparentes. Beliarmino aceptaba que la teoría copemicana tenía una ventaja indudable a este respecto sobre las teorías geocéntricas conocidas, así que proponía acep­ tarla; es decir, proponía hablar como si la teoría fuese verdadera. La sugeren­ cia de Beliarmino, pues, era aceptar como verdaderos enunciados tales como ‘Marte y la Tierra se movieron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’. Ahora bien, este enunciado hay que leerlo — según la propuesta instrumentalista de Beliarmino— como un enunciado dentro de la ficción; literalmente, puede ser falso (y él, naturalmente, pensaba que lo era). Correctamente enten­ dido, como un enunciado dentro de la “ficción científica” — una práctica cuyo objetivo es predecir eficiente y acertadamente sucesos empíricamente consta­ tadles— la justificación para el enunciado sólo puede provenir de los hechos sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos en el firmamento visi­ ble, y de consideraciones sobre cómo calcular de una manera simple esos movimientos. Entendido desde el punto de vista del realismo fingido sobre las entidades teóricas, por tanto, es coherente aceptar ‘Marte y la Tierra se movie­ ron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’, a la vez que se cree que este enunciado es (estricta y literalmente tomado) falso (o que se suspende el juicio sobre su verdad o falsedad literal).. Pues cuando se acepta ‘Marte y la Tierra se movieron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’ esto se acep­ ta dentro de la ficción; lo único que se acepta es que los hechos empíricamen­ te observables son fácilmente predecibles para individuos con nuestra consti­ tución cognoscitiva dando por buena una teoría que permite hablar así. Pero esto es compatible con que la teoría “verdadera” sea enteramente otra.14 Es pre­ ciso enfatizar algo, para impedir un posible .malentendido que el término ‘rea­ lismo fingido’ bien puede engendrar. Como este ejemplo ilustra, el realista fin­ gido no piensa que las entidades teóricas sean “ficticias”; esto es más bien lo que piensa el fenomenalista. Beliarmino creía que hay realmente objetos que producen los movimientos aparentes de puntos luminosos en el firmamento (y que, por comportarse como su religión le decía, falsifican la teoría heliocéntri­ ca). Lo que sostiene el realista fingido es que esas entidades, en su verdadera naturaleza, no nos son racionalmente accesibles, y por tanto no pueden tener incidencia en nuestras prácticas cognoscitivas. Estas se basan en otras cosas. El primer paso del argumento tradicional de los fenomenalistas (y de los proyectivistas que estudiaremos a continuación) contra el realismo por repre­ sentación consiste en hacer notar que, dados los supuestos internistas que los representacionalistas aceptan, el realismo por representación debe necesaria­

14. Quizás esta sea. contemporáneamente, la concepción más popular de la ciencia. En muchas ocasiones, este punto de vista se defiende de modos intelectualmente risibles. (D e acuerdo con los proponentes de la “construc­ ción social de la ciencia”, son los funcionarios ministeriales quienes deciden qué teorías son empíricamente acepta­ bles, al conceder y rechazar recursos para la investigación.) Pero no siempre ocurre así, desgraciadamente para quie­ nes tenemos convicciones realistas. La obra de Bas van Fraassen es, a mi juicio, la más significativa a este respecto. Véase su The Scientific Iniage.

mente ser un realismo fingido respecto de las relaciones nómicas en general (y; por tanto, debe aceptar también el instrumentalismo sobre las entidades teóri­ cas, incluidas para el internista entre ellas los objetos reales). Para el repre­ sentacionalista, como hemos visto, las relaciones nómicas son entidades reales y objetivas, tanto como puedan serlo los genes o Venus. Por consiguiente, su intemismo requiere que acepte que deben ser entidades enteramente caracteri­ zables en términos puramente internos. La única caracterización aceptable de ese tipo es la humeana, sea la versión inicial presentada en la sección previa o la más refinada propuesta finalmente al final de § 6. Ahora bien, si friese así como conocemos las relaciones nómicas, entonces sería al menos posible que las cosas fuesen como las presenta el fenomenalista; es decir, sería al menos concebible que no hubiese relaciones causales, ni relaciones de participación reales y objetivas. Que esa posibilidad se diese realmente, sin embargo, no afectaría a nuestras prácticas cognoscitivas relativas a las relaciones nómicas: seguiríamos aceptando y rechazando las que de hecho aceptamos y rechaza­ mos, sobre las mismas bases, con independencia de ello. Pues nuestro conoci­ miento de las relaciones nómicas es puramente interno: es un conocimiento del tipo caracterizado por el humeano. Por consiguiente, las relaciones nómicas reales y objetivas que supone el realista por representación son, a efectos de la justificación de nuestros asertos nómicos, un adorno tan irrelevante como las entidades teóricas en la concepción instrumentalista. A mi juicio, este argumento es irreprochable. Es esencial advertir que de él no se sigue la refutación del realismo por representación (para ello es pre­ ciso añadir consideraciones como las de Wittgenstein que se presentan en X, § 5). En contra del fenomenalismo, un realista por representación que aprecie la validez del argumento insistirá aún, como Bellarmino respecto de nuestras afirmaciones astronómicas, en que la verdad o la falsedad estricta y literal de nuestras afirmaciones sobre relaciones causales y de participación (a diferen­ cia de su justificación, o adecuación empírica) no depende sólo de cuestiones subjetivas. Es más, al igual que Bellamino mantenía, sobre la base de su jui­ cio más ponderado, que de hecho el mundo es geocéntrico, el representacio­ nalista puede decir, sobre la base de su mejor ponderado juicio, que de hecho hay un mundo de entidades teóricas (incluidas entre ellas los objetos reales, las cosas), relacionados por relaciones causales y de participación. No solamente niega Bellarmino que existan sólo los movimientos aparentes que observamos directamente, y nuestras creencias subjetivas sobre cómo calcularlos de la manera más simple posible; sino que dice que la verdad misma es muy distin­ ta a lo que los copemicanos concluyen, sobre la base de lo que observamos directamente y de nuestras actitudes sobre cómo predecir lo que observa­ mos directamente de la manera más simple posible. El realista por representa­ ción, igualmente, insistirá contra el fenomenalista en que no hay solamente regularidades empíricas que consideramos “proyectables” confirmadas por los casos observados, sino que hay además un mundo de cosas reales objetiva­ mente interconectado por relaciones nómicas reales. Pero lo que no puede negar es que, como el fenomenalista muestra, ese mundo es, por así decirlo,

empíricamente ficticio: lo que aceptamos y lo que rechazamos sobre las rela­ ciones nómicas no puede depender de él. (A menos, naturalmente, que pro­ ponga un análisis internista de las relaciones nómicas distinto del humeano; pero la literatura no registra ninguno.) Si Descartes y Locke son ejemplos ilustrativos del representacionalismo tradicional, y Hume es un ejemplo ilustrativo del fenomenalismo tradicional, Kant constituye el mejor ejemplo ilustrativo tradicional del representacionalis­ mo refinado, “despertado de su sueño dogmático” por la profunda exploración sobre la compatibilidad de los supuestos causales del representacionalismo con el intemismo llevada a cabo por el fenomenalista. También debe quedar ahora claro que, desde un punto de vista preteórico, este realismo fingido del realis­ mo por representación es casi tan inaceptable como el fenomenalismo. Del argumento de Wittgenstein que presentaremos en X, § 5 se seguiría que el rea­ lismo fingido no sólo no es intuitivamente aceptable, sino que no es aceptable. Ese argumento dejaría entonces sólo dos opciones: el fenomenalismo, y el abandono del intemismo. En la próxima sección presentamos la versión menos radical de la concepción humeana; es una concepción aún antirrealista de las relaciones nómicas, pero una intuitivamente (y filosóficamente) más aceptable.

5.

El proyectivismo sobre las relaciones nómicas y el intem ism o com unitario

La maniobra característica de todas las doctrinas filosóficas — a saber, redefinir los términos relevantes de modo que se respeten hasta cierto punto los datos empíricos que son punto de partida para la investigación filosófica— puede suscitar la idea desencantada de que las concepciones filosóficas son, todas ellas — como las ciencias en Tlón— “metafísicas”, en el sentido peyora­ tivo de la expresión; adoptar una u otra es meramente adoptar una jerga, sin que hacerlo tenga consecuencias significativas. Desde este punto de vista, las concepciones filosóficas estarían sólo limitadas por la imaginación literaria. El método analítico se opone a esta conjetura cínica. El fenomenalismo y el repre­ sentacionalismo son tesis sustantivas, porque tienen consecuencias empírica­ mente diferenciables de las de sus rivales. Consecuencias, naturalmente, sobre el modo en que hablamos y pensamos, sobre nuestras intuiciones lingüísticas y conceptuales; consecuencias tales como el antirrealismo y el realismo fingi­ do sobre el mundo externo y sobre las relaciones causales, que hemos puesto de relieve. Examinar esas consecuencias basta, a mi juicio, para considerar prima facie inaceptable el intemismo que es su punto de partida común. Venimos admitiendo que existen intuiciones que apoyan el intemismo; pero esas intui­ ciones no son tan firmes como para aceptar las conclusiones que hemos visto hasta aquí. ¿Cómo podríamos dejar de creer que hay relaciones causales, o aceptar que su existencia es indiferente para el acierto o desacierto de las práco «iiac rpintivas? ; Oué sentido tendrían, por ejemplo, los

costosos experimentos a través de los cuales tratamos de separar los meros epi­ fenómenos de los verdaderos efectos, si la propuesta del reductivismo elimi­ natorio sobre la causalidad fuese correcta? Si, en último extremo, todas las “leyes causales” que podamos formular, no importa cuán refinada la justifica­ ción empírica que podamos conseguir para ellas, son meras generalizaciones empíricas tan igualmente faltas de justificación racional como otras igualmen­ te concebibles, tal práctica sería pragmáticamente absurda. Mejor, si acaso, esperar hasta el final de los días para conocer qué generalizaciones empíricas son verdaderas. Pero el verificacionismo contenido en esta sugerencia, intuiti­ vamente, es tan absurdo como lo anterior; pues ni siquiera al final de los días sabríamos aún (según nuestras intuiciones) qué relaciones causales se dan de hecho: quizás las generalizaciones empíricas que conseguiríamos establecer si fuésemos empíricamente omniscientes respondieran meramente a coinciden­ cias. Estas consideraciones bastan, a mi juicio, para concluir al menos que, si hubiese una explicación de los datos conceptuales sin estas consecuencias, sería preferible. Los partidarios de concepciones metafísicas como las que hemos expues­ to son conscientes de la dificultad, y tratan de confrontarla recurriendo a la dis­ tinción entre “teoría” y “práctica” . A efectos de nuestra conducta cotidiana, no podemos tomamos en serio las propuestas del fenomenalismo ni las del rea­ lismo fingido. Cuando nos recluimos en la habitación oscura donde filosofa­ mos, por otra parte, no tenemos más remedio que abrazarlas. Sin embargo, mostramos en la introducción que los problemas que aquí discutimos son, en un sentido perfectamente claro y razonable, problemas puramente teóricos; las consecuencias intuitivamente inaceptables del fenomenalismo y del realismo fingido sobre las relaciones nómicas son consecuencias puramente teóricas. Para remachar esto, anticipo a continuación sumariamente el núcleo de un célebre argumento de las Investigaciones Filosóficas, del que se seguiría que el reductivismo eliminatorio y el realismo fingido sobre las relaciones nómicas no sólo parecen absurdos intuitivamente — en tanto que tienen consecuencias contráintuitivas sobre la concepción que tenemos de nuestro lenguaje y de nuestro pensamiento— sino que lo son literalmente: son concepciones con­ ceptualmente inconsistentes. Incluso el fenomenalista debe admitir, como hemos visto, un concepto mínimo de objetividad. Lo mínimo que es necesario admitir está relacionado con una de las cuatro características que distinguen a los acaecimientos de las vivencias: su carácter normativo. Esto, a su vez, está relacionado con In falibi­ lidad característica de muchos estados intencionales: el dato mínimo innegable para cualquier teoría de la representación (negarlo es tanto como afirmar que hay solteros casados) es que algunos estados intencionales son recusables. Des­ pués de todo, éste es eí dato sobre el que se basa el edificio internista (aluci­ naciones, ilusiones, etc.). Similarmente, el realismo fingido debe mostrar que esos aspectos puramente internos de las relaciones nómicas — los únicos que según esta concepción pueden guiar nuestras prácticas— proveen un modo de separar los juicios correctos sobre relaciones nómicas de los incorrectos.

Consideremos un caso ilustrativo, en que estaríamos dispuestos a recusar una previa afirmación causal. Volvamos a nuestro ejemplo inicial. Sobre la base de los datos de que dispongo he concluido que, en cierto caso anterior, c(k) => e(rojo). La generalización empírica que estamos suponiendo como nómica es, pues, #CW# f-> #E(rojo)#. Ahora pulso la tecla k y, en contra de mis expec­ tativas, aparece un disco verde. Concluyo, pues, que me equivoqué: #CW# #E(fojo)# no es una generalización nómica verdadera, de modo que c(k) => e(mjo) era falso. El humeano reductivista podría darle un sentido en estos términos a la idea de una norma respecto a la que distinguir juicios causales correctos e incorrectos. También en estos términos daría sentido el realista fingido a la idea de una norma que conocemos. (Por supuesto, para él, a diferencia del feno­ menalista, existe además la norma absolutamente objetiva que impone la ver­ dad misma sobre las relaciones nómicas, pero ésta no puede afectamos por no sernos accesible.) Ahora bien, esta argumentación es impecable siem pre y cuando esté c la ­ ro que la generalización em pírica q u e yo tenía en m ente (la que “significaba”, mentalmente) cuando afirm é c(k) => e (mjo) es la que esta m o s supon ien d o . Pero, ¿por qué habríamos de creerlo así? ¿Y si la verdadera generalización que yo quería significar era, más bien, #C(k)# #E(verojo)#?15 En ese caso, naturalmen­ te, el nuevo ejemplo no contradiría la afirmación anterior, sino que la confir­ maría. La pregunta, sin embargo, parece absurda: ¿cómo no voy a saber yo lo que quería significar antes? Pero sólo parece absurda porque nos situamos, sin apercibimos de ello, fuera del marco internista común al fenomenalismo y al realismo por representación. El intemismo ha sido llevado en ambos casos a sus últimos extremos lógicos: sólo hay aquello de lo que estamos ciertos (para el fenomenalismo); sólo puede constituir una norma significativa aquello de lo que estamos ciertos (para el representacionalismo). Es decir, sólo hay — o sólo pueden establecer una norma- cosas del tipo de las sensaciones que noto como dándose concurrentemente con mi estado mental, las que noto a hora co­ mo habiéndose dado antes, las que ahora espero que se den, etc. ¿Cómo, a par­ tir de estos materiales, puedo decidir que la generalización que quería signifi­ car antes era una más bien que la otra? Obsérvese que* ambas son igualmente coincidentes con los casos observados que ahora recuerdo, y que ahora ya no tengo acceso a las decisiones que quizás tomé antes sobre qué haría en situa­ ciones como las indicadas, sino sólo a lo que recuerdo de ellas. Lo que impor­ ta para saber si se ha confirmado o refutado la afirmación causal anterior es lo que yo tenía en mente a n te s , no lo que recuerdo ahora sobre ello. El argumento de Wittgenstein cuestiona que estas perplejidades puedan tener una respuesta razonable desde el supuesto internista, según el cual sólo la introspección es una fuente legítima de conocimiento sobre el contenido de nuestros juicios. Si estas cuestiones no tuviesen una respuesta razonable en el marco feno-

15. Éste es el verdadero “nuevo enigma” de la inducción presentado por Goodman. Saúl Kripke enfatiza su conexión con el argumento central de las Investigaciones, en su libro sobre esta obra del que hablaremos en XI.

menalista se seguiría, la inconsistencia antes apuntada; pues es claro que predi­ cados del tipo de ‘verojo\ siempre se pueden definir, de manera que resulte impo­ sible que se dé una situación que dé lugar a una verdadera refutación de una afir­ mación causal. Pero donde no es posible la refutación, tampoco es posible la corroboración: carece de sentido distinguir corrección e incorrección respecto de ello. Dejaremos aquí sólo apuntado este argumento, que se elabora con más deta­ lle en el capítulo dedicado a las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein. Dificultades como ésta llevan a una versión más sutil del antirrealismo, el proyectivismo sobre las relaciones nómicas. Esta forma de antirrealismo es compatible con el énfasis en lo subjetivo de fenomenalistas y representaciona­ listas, como trataré de mostrar; pero resulta más natural en el marco de una concepción defendida por la mayoría de los filósofos contemporáneos, “conti­ nentales” y “analíticos”, filósofos profesionales y meros aficionados. Aun limi­ tándonos a los filósofos profesionales analíticos, la lista es impresionante: Goodman, el segundo Wittgenstein, Quine, Sellars, Davidson, el Putnam más reciente, Dummett... Con alguna malevolencia —pero (como trataré de mos­ trar en páginas sucesivas) sin falsedad literal— denominaré ‘intemismo comu­ nitario’ a este punto de vista. La etiqueta es sin duda malévola, porque en un sentido muy claro estos filósofos no son internistas: todos ellos creen que hay un mundo no ficto de acaecimientos que, si no son plenamente objetivos, sí son, al menos, intersubjetivamente accesibles. Para presentar esta concepción comienzo una vez más describiendo la naturaleza general de esta forma de antirrealismo, y para ello el tipo de situa­ ción en que la corrección que comporta sería aceptable sin mayor discusión. Consideremos términos tales como ‘comicidad’ y su opuesto, ‘gravedad’ o ‘seriedad’, dichos de situaciones, obras de arte, etc. Muchos seres humanos, en algún momento de su aprendizaje (y algunos durante toda su vida) cometen el error consistente en creer que estos términos atribuyen propiedades objetivas. (Serían entidades paradigmáticamente objetivas los géneros naturales signifi­ cados por ‘tigre’ o ‘agua’, si fuese correcta la concepción realista de los mis­ mos presentada en IV, § 3 — de acuerdo con la cual son esencias reales— , las propiedades naturales que constituyen esas esencias reales, y las sustancias que los ejemplifican.) El error consiste en pasar por alto que, a diferencia de las esencias reales, cosas tales como la comicidad o la gravedad son géneros cuyos especímenes no existirían si su presencia no produjese ciertas reacciones en los seres humanos. Este hecho tiene cuatro manifestaciones características, que muestran que términos como ‘comicidad’ funcionan de manera muy distinta a como el realista supone que lo hacen términos como ‘tigre’. (Que el realista esté o no en lo cierto sobre estos últimos términos es irrelevante para nuestro objetivo, limitado a distinguir claramente las propiedades distintivas de los pri­ meros.) Las características difieren ligeramente, en función de que se adopte una variante individualista del proyectivismo o se adopte más bien una varian­ te comunitaria. En el primer caso, importan sólo las reacciones de un indivi­ duo dado; en el segundo, importan las reacciones de un grupo seleccionado dentro de una comunidad dada de individuos.

(i) Verificabilidad garantizada: es absurdo decir que podría haber situa­ ciones que^ct'i objetivamente cómicas o graves, aunque ni siquiera en cir­ cunstancias cognoscitivamente ideales seríamos capaces de reconocerlas como tales. En la variante comunitaria, puede decirse que una situación es cómica, aunque no se lo parece así ni se lo parecería nunca a una persona dada (una, digamos, cuya falta de sentido del humor hace aconsejable excluirlo del grupo dentro de la comunidad por relación a cuyas reacciones se determina en qué casos se aplica ‘cómico’ correctamente). Incluso en la variante individualista cabe decir que a un individuo no le parece cómico, en un caso dado, algo que lo es realmente (porque ha tenido un mal día, etc.). En ambos casos, sin embar­ go, la comicidad y la gravedad están definidas por relación a las reacciones de ciertos individuos, de modo que es absurdo suponer objetivas a estas propie­ dades, en el sentido realista. Pues lo característico del realismo sobre un cier­ to ámbito es, precisamente, la falibilidad (incluso en condiciones cognosciti­ vamente ideales) de los enunciados sobre ese ámbito. Debe apreciarse que estamos entendiendo aquí ‘verificabilidad’ en un sen­ tido fuerte: un acaecimiento es verificable si puede constatarse que se da con certidumbre. ‘Verificabilidad’ es verificabilidad garantizada. Esta condición parece cumplirse a propósito de las propiedades que estamos aquí consideran­ do. Si alguien sólo habituado a leer best-sellers juzga que El hombre sin atri­ butos o La montaña mágica son aburridos, su juicio es erróneo: uno puede juz­ gar erróneamente que una novela es aburrida, porque para ser un buen juez de si una novela es o no aburrida hay que someterse a un proceso de entrena­ miento, leerla cuando uno puede concentrarse en la lectura, etc. Pero es absur­ do decir que una novela es entretenida y a la vez que podría ser que ningún individuo estuviera nunca en disposición-de apreciarlo con garantías. Para que una novela sea entretenida o aburrida, debe haber situaciones perfectamente accesibles a un lector potencial de novelas en las que parecer es ser. (ii) Terceros no excluibles. Si nos atenemos al significado ordinario de ‘calvo’ o ‘montón de garbanzos’, es claro que la realidad podría ponemos en situaciones límite: puede haber entidades de las que no está bien determinado si son calvos o no lo son, o si son o no montones de garbanzos; y no es que ignoremos cuál sea el caso, porque no hay nada que ignorar o conocer. El ori­ gen de estos casos ordinarios de vaguedad parece estar simplemente en que no hemos adoptado instrucciones semánticas precisas. Manteniendo aquello que con arreglo al significado ordinario de los términos son casos claros de calvi­ cie, y casos claros de lo contrario, podríamos — si lo encontrasémos conve­ niente— refinar el significado del término hasta cubrir todos los casos reales con precisión (estableciendo un número definido de pelos o garbanzos). En el caso de la comicidad y su opuesto, tal cosa no tiene por qué ser posible (sal­ vo por el procedimiento arbitrario de identificar la gravedad con la no-comici­ dad). Hay situaciones y obras artísticas que, simplemente, ni son cómicas ni dejan de serlo, y sería un error (que traicionaría justamente la confusión que parece razonable corregir en estos casos) proceder a refinar el significado de los términos para cubrirlas.

(iii) Divergencias ineliminables, o relativismo. En la concepción indivi­ dualista de estas propiedades es perfectamente posible que dos individuos dis­ crepen sobre la comicidad de una situación, sin que sea posible ponerles de acuerdo: simplemente, tienen diferentes estándares de comicidad. Lo mismo puede ocurrir én la concepción comunitaria, si el grupo por relación a cuyos estándares se determina la aplicación del término se especifica razonablemen­ te; es decir, si se señala ateniendo a nuestras prácticas reales, y no de una manera absurda y vacuamente idealizada. Puede haber una situación cómica para un individuo de una comunidad que no lo es para un individuo de otra, sin que exista manera razonable de hacerles llegar a un acuerdo, y sin que ten­ ga sentido intentarlo. Naturalmente, ello no ocurrirá si definimos ‘cómico’ y ‘grave’ por relación a los estándares de individuos cuya sonrisa sea un “per­ fecto indicador de la comicidad”. Pero es dudoso que podamos hacer esto lo suficientemente preciso para saber de qué estamos hablando, y, aunque pudié­ ramos hacerlo, está por ver de qué serviría. (iv) Temporalidad. Tanto en la concepción individualista, como en la comunitaria (siempre que, como antes, esta última se presente de manera razo­ nable), una situación puede ser cómica en un momento, y dejar de serlo tiem­ po después. En los comentarios a las características (ii)-(iv) he enfatizado algo que quiero realzar ahora. Lo distintivo de las entidades “dependientes de la reac­ ción” con respecto a las objetivas — y lo que las hace atractivas al internista comunitario— es su verificabilidad garantizada. (La analogía entre el intemis­ mo comunitario y el intemismo tradicional, en virtud de la cual la etiqueta que he escogido no es enteramente malévola, consiste justamente en la común pre­ tensión de reducir aquello que existe —o al menos aquello que constituye la norma respecto a la cual juzgamos el acierto y el desacierto de nuestras acti­ vidades cognoscitivas— a entidades que podemos conocer con certeza.) En el caso de estas propiedades, esta verificabilidad se da incluso en un sentido fuer­ te del término: que algo sea cómico o grave, aburrido o entretenido puede ser constatado con certeza, en situaciones bien definidas. Como he venido dicien­ do, el realista no puede negar que haya entidades internas, tanto en el sentido tradicional como en el comunitario; su tesis es que hay también otras, que determinan las condiciones para la verdad de algunas de las proposiciones que aseveramos y juzgamos. Ahora bien, en la medida en que las propiedades dependientes de la respuesta son garantizadamente verificables, tienen también las otras tres características. Si fuese cierto que algo es o no un tigre, en función de lo que establezcan al respecto ciertos expertos en tigres en ciertas circunstan­ cias, entonces parece inevitable que haya entidades de las que no sea el caso que son tigres ni que no lo son (aquellas respecto de las cuales tanto los criterios positivos como los negativos de los expertos permanecen mudos), que lo que en una comunidad cuente como un tigre no cuente como tal en otra, y que lo que en un momento cuente como un tigre no cuente en otro. Pero esas son, justa­ mente, las características que no parecen tener las entidades para las que el rea­ lista reclama el estatuto de objetivas, precisamente en razón de su objetividad.

Para evitar entrar en conflicto con el sentido común en este punto, algu­ nos internistas comunitarios recurren a veces a la estrategia del astrólogo.I6 Cuando el astrólogo predice que el futuro hijo de Julia “nacerá en el Sol”, pare­ ce estar haciendo una predicción sustantiva. Pronto reparamos en que ello no es así. Pues el astrólogo estaría a buen seguro pronto a considerar confirmada su predicción si el hijo de Julia naciera en un día soleado; pero también si, aun­ que ello no fuera así, naciera en California, porque ya se sabe que California es muy soleada; o en México, porque culturas indígenas mantuvieron un culto al Sol, y así sucesivamente. Es decir, la predicción se entendía de manera tan general, que no hay posiblemente ninguna circunstancia real que no se pueda hacer coincidir con ella. Eso muestra que tenía el mismo contenido que ‘el pri­ mer día del siglo xxi la temperatura en Barcelona alcanzará los 20 °C, o no lo hará’: es decir, ninguno. Análogamente, cabe especificar la naturaleza de la comunidad por relación a cuyos juicios se determina cuándo se da y cuando no una propiedad dependiente de la reacción con una imprecisión tai, que pue­ da ponerse en cuestión que la propiedad tenga realmente los rasgos (ii)-(iv). Lo que quiero destacar es que tal maniobra, además de ser objetable por la razón genérica'que ío es la estrategia del astrólogo (a saber, que estamos intelectual­ mente obligados a enunciar nuestros juicios con la suficiente precisión para que tenga algún interés presentarlos a otros), no se compadece bien con la intención de que la propiedad definida tenga la característica buscada, (i). Pues en los casos en que una propiedad tiene claramente la propiedad (i), precisa­ mente por rillo tiene también las propiedades (ii)-(iv). Las propiedades relacionadas con las normas y los valores, prototípicamente, dan lugar al error que pretende corregir la tesis proyectivista, insis­ tiendo en que estas propiedades son dependientes de la reacción en ciertos seres racionales, y tienen por tanto las características (i)-(iv). Como hicieran notar los sofistas, por alguna razón bien asentada en la naturaleza cognosci­ tiva de los seres humanos, es habitual cometer el error de confundir lo que propiamente es nomos con la physis. Un cierto provincianismo nos lleva a pensar que un alimento es objetivamente repugnante, que una situación en el proceso educativo de un niño es una en que es objetivamente obligado darle una bofetada, que la situación en que un semáforo está en rojo es una en que está objetivamente prohibido atravesar la calle, o que /o objetivamente indi­ cativo del asentimiento es mover la cabeza de un cierto modo. Pero, natural­ mente, nada de esto es verdad. Para unos individuos ío que es repugnante es agradable, en ciertas comunidades se asiente haciendo lo que para otros es negar, y el único superviviente al desastre ecológico que destruirá la civili­ zación, puesto ante un desolado semáforo en rojo, ni tiene ni deja de tener Ja obligación de esperar: en una situación tal las normas han dejado de estar en vigor.

16. Ésta es una maniobra habitual en los escritos del período “realista interno” de Hílary Putnam. Véase su Razón, verdad e historia.

Obsérvese que ni el reductivismo eliminatorio ni el realismo, fingido-.son? propuestas razonables respecto de estas propiedades prescriptivas, cuya.aplii cación es “sensible a la reacción”. El reductivismo eliminatorio parece aquí por completo fuera de lugar: ¿sobre qué base podríamos decir que no hay propie­ dades evaluativamente cargadas? Suponer estas propiedades es perfectamente compatible con el intemismo más radical; y no parece que ninguna concepción razonable del pensamiento y del lenguaje humanos pueda ser compatible con la remoción de los valores. El realista fingido insistiría en que algo, que no podemos conocer y por tanto no afecta a nuestras prácticas, pero que existe de todos modos objetivamente, determina la verdad o la falsedad últimas de una atribución de comicidad. Pero esto es tan absurdo como considerar a estas pro­ piedades objetivas. De manera general, por tanto, el proyectivismo sobre las propiedades X sos­ tiene que su ejemplificación depende de reacciones producidas dadas ciertas condiciones en un ser racional, o en un grupo de tales seres. Las propieda­ des X son> así, garantizadamente verificables, posiblemente no bivalentes, susceptibles de producir divergencias no eliminables y susceptibles de varia­ ción a lo largo del tiempo. En la variante individualista de la interpretación proyectivista, la concep­ ción humeana sostiene que las relaciones nómicas son proyectadas a partir de las generalizaciones que son nómicas para un sujeto dado. Retomando a nues­ tro ejemplo inicial, consideremos la aseveración c(k) => e(fojo). Esta aseveración sería verdadera si la generalización en que se apoya, #C(k)# #E(rojo)#, fuese nómica para el sujeto; es decir, si se trata de una generalización que el sujeto considera proyectable, y que ha sido confirmada en un cierto número de casos observados. (Esto es inadecuado, como en seguida diremos; pero mantenemos aún el análisis simplista para hacer patente el perfil metafísico de la concepción humeana.) Lo mismo vale, mutatis mutandis, para los asertos sobre relaciones de participación. Las relaciones causales y de participación así establecidas cumplen las condiciones (i)-(iv) de § 1. En la concepción proyectivista, a diferencia de lo que sucedía en la con­ cepción eliminatoria, las relaciones nómicas no se reducen a generalizaciones fácticas que sólo tratan de sucesos empíricamente constatables (es decir, en el marco internista, las vivencias de un sujeto en un momento dado). Por consi­ guiente (dado que no pueden reducirse de este modo), el proyectivista acepta que son relaciones reales con contenido modal, que conocemos a posterior. habiendo contrastado generalizaciones empíricas, para nosotros proyectables. La aseveración sustenta el contrafáctico si no se hubiese pulsado k, no se habría producido la aparición del disco rojo, cun lo que hay contrafácticos que podemos aseverar sobre fundamentos puramente inductivos, no lógicos ni conceptuales. La interpretación proyectivista acepta igualmente que las infe­ rencias que a partir de esa generalización hacemos en nuevos casos son razo-

nables.17 Estamos justificados al hacerlas, porque hacer inferencias causales no es más que proyectar a los acaecimientos reales nuestros hábitos inducti­ vos, las expectativas que nuestro aparato cognoscitivo construye de hecho a partir de los casos pasados observados —los “hábitos” así formados— .18 Además del argumento de Wittgenstein esbozado al comienzo de esta sec­ ción, las consideraciones contemporáneas más convincentes e influyentes con­ tra el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas y, en un marco conceptual pese a todo proclive a los supuestos epistemológicos caros al inter­ nista, por consiguiente en favor del proyectivismo son las debidas a Quine, que se exponen en XII, §§ 1-3. La diferencia entre esta concepción y la del senti­ do común está, naturalmente, en que la concepción humeana así interpretada es aún antirrealista: hay relaciones causales, pero no son objetivas. Esto se pone intuitivamente de manifiesto en que ni las relaciones causales, ni las rela­ ciones de participación, ni las entidades teóricas introducidas a partir de estas últimas tienen, intuitivamente, las características (i)-(iv) que distinguen a las propiedades proyectadas. En particular, como hemos insistido, cada aserto cau­ sal particular podría ser verdadero (o falso) incluso si, en las circunstanscias cognoscitivamente más favorables, decidimos que es falso (o verdadero). La interpretación proyectivista de la concepción humeana, sin embargo, comparte con la reductivista el verificacionismo sobre las relaciones causales; en cir­ cunstancias cognoscitivas ideales, una afirmación causal puede establecerse con certidumbre. Quizás la siguiente ilustración (basada en sugerencias de Kripke)19 sirva para presentar apropiadamente la corrección al sentido común que efectúa el proyectivismo, el más formidable de los rivales del realismo “sin epítetos”. Muchos adolescentes parecen encontrar aceptable lo que podríamos denominar la concepción del amor como un super-tiecho. De acuerdo con ella, las decla­ raciones de amor hacia A de B, la persona amada por A, incluso si son perfectamente sinceras, son un mero indicio falible de la presencia de ese super-estado de amor en B hacia A. B puede comportarse enteramente como si amara a A: le trata con una atención enteramente especial, se preocupa de sus problemas incluso más que de los propios, se muestra dispuesto a llevar a cabo en beneficio de A sacrificios que no haría ni por sí mismo, etc. El origen de ese comportamiento puede además estar en actitudes psicológicas entera­

17. Como dice Gilbert Ryle — un notorio partidario de esta concepción— en afortunada metáfora, los contrafácticos implicados por las afirmaciones causales otorgan según el proyectivismo “licencias para inferir'’. 18. Ésta es la solución, o “disolución", del problema de la inducción a manos de los huméanos refinados que Goodman describe con su habitual claridad en (as primeras secciones de su “New Riddle”; es la solución que Popper y sus seguidores parecen 110 comprender. Popper es un humeano reductivista (cf. Conocimiento objetivo), que no pue­ de acabar de creerse las radicales conclusiones de sus razonamientos. Eso le lleva al especioso problema de definir la “verosimilitud"; pero, en la medida en que le veo algún interés, el proyecto de definir “verosimilitud" lleva a adop­ tar la concepción proyectivista, que la presunta “solución” popperiana al problema de la inducción le impide adoptar consistentemente. Es una cuestión históricamente controvertida cómo imerpretar las propuestas del m ism o Hume. Unos pocos textos, y la intención manifiestamente ilustrada de su discusión, sugieren — com o Goodman indica— la concepción proyectivista. Literalmente tomados, sin embargo, la mayoría de los textos proponen la concepción reduc­ tivista, como explica muy bien Mackie en el primer capítulo de su excelente The Cement o f the Universe. 19. incluidas en su libro sobre Wittgenstein, Wittgenstein on Rules and Prívate Language.

mente sinceras: B se comporta así porque cree estar enamorado de Á, siente ciertas emociones en su presencia, etc. Sin embargo, insiste A, todo esto es compatible con que B no le ame “de verdad”/Q uizás B se hubiera comporta­ do exactamente igual, y habría tenido las mismas actitudes psicológicas (o incluso más profundas), hacia otra persona, distinta de A, si la ocasión propi­ cia hubiera surgido. Quizás incluso, con el tiempo, sus sentimientos hacia A se enfríen, y análogos sentimientos se dirijan hacia otra persona. Alternativamen­ te, alguien con esta concepción puede verse llevado a pensar que B está ena­ morado de él (en este supersentido), incluso aunque sus manifestaciones psi­ cológicas y conductuales apunten justamente a lo contrario: le rehuye, da indi­ cios de encontrar aburridísima su conversación (y de hecho la encuentra), etc. Naturalmente, esta concepción del amor es fuente de angustiosas dudas escép­ ticas en quien la abriga; pues ningún dato que pudiera reunir (ni siquiera “leer los pensamientos” de B) le va a llevar a pensar que se da el hecho (el superestado de enamoramiento en B hacia A) que tanto desea. Para los adultos, la condición de A revela una confusión metafísica. No es que no haya estados de enamoramiento, ni es que éstos sean reducibles a ciertas manifestaciones conductuales o psicológicas, naturalmente; por supuesto que los hay. Pero se trata de estados que se dan sólo en la medida en que se den las reac­ ciones indicadas (conductuales y psicológicas), y que no se dan cuando se dan reacciones conductuales y psicológicas de otro carácter. Para el adolescente, los indicios del super-amor se dan, en circunstancias apropiadas, a causa de la pre­ sencia del estado de (super-)amor: si B estuviera enamorado de A, porque lo está, se comportaría como lo hace y tendría las actitudes psicológicas que tiene. Pero también es posible que se dé el efecto sin aquello que lo explica, o aquello que lo explica sin el efecto; de ahí sus dudas irresolubles. Para el adulto, por otro lado, A está enamorado de B porque se comporta de un cierto modo, y tiene cier­ tas actitudes psicológicas, que son constitutivas de estar enamorado; no hay, pues, lugar a la duda en un caso claro como éste. Es sin duda cierto, como sos­ pecha el adolescente, que B podría haber estado enamorado (incluso más satis­ factoriamente enamorado) de otras personas, y también que quizás lo esté en el futuro; pero así son las cosas en este ámbito. La alternativa que el adolescente busca (que aquel a quien ama esté super-enamorado de él) no existe, porque es una ilusión creer que exista un estado como el imaginado por el adolescente. Es una ilusión que traiciona también una confusión conceptual: ‘estar enamorado de’ no funciona como el adolescente cree. No designa un estado que es la cau­ sa de las manifestaciones psicológicas y conductuales del enamoramiento;; sino un estado que, por definición, se da cuando se dan las manifestaciones psicoló­ gicas y conductuales del enamoramiento. El proyectivismo sobre las relaciones causales, ías relaciones de participa­ ción, las entidades teóricas (y, por tanto, en el marco internista, los objetos usua­ les del mundo externo) es la tesis de que vale para todas esas entidades el mismo tipo de corrección que los adultos encontramos razonable hacer a la concepción adolescente del amor. No es que un efecto nómico de la existencia de relaciones causales, de participación, y de las cosas involucradas en ellas sea el que dispon­

gamos de criterios epistémicos para determinar cuándo se dan (faliblemente, dada su naturaleza de meros resultados nómicos), tales como la facultad de construir generalizaciones empíricas a partir de los casos observados, distinguiendo como nómicas algunas generalizaciones de otras. Es al revés: porque tenemos esas facultades y es parte de nuestra constitución cognoscitiva que hacemos tales dis­ tinciones, hay relaciones nómicas, etc. Pues, por definición (sostiene el proyecti­ vista), son nómicas las relaciones que se adecúan a esos patrones cognoscitivos. Esta reversión del orden explicativo (no: porque B está enamorado de A, B se comporta de tal modo hacia A y tiene ciertas actitudes hacia él; sino: porque B se comporta de ciertos modos hacia A y tiene ciertas actitudes hacia A, B está enamorado de A) tiene el efecto saludable de reducir la ansie­ dad escéptica. (Como es propio de las propiedades “sensibles a la reacción”, de verificabilidad garantizada.) Pero, justamente en esa media, no hace ju s­ ticia a nuestras intuiciones sobre las relaciones nómicas. De acuerdo con el proyectivismo, si suponemos empíricamente omnisciente a uno de esos suje­ tos en función de cuyas reacciones (en este caso, en función de cuyos juicios sobre relaciones nómicas) se define qué relaciones nómicas se dan y cuáles no, entonces, por definición, los juicios de un sujeto así, en estas circunstan­ cias cognoscitivamente ideales, establecen con total garantía qué relaciones nómicas se dan y cuáles no se dan. Sin embargo, de acuerdo con las intui­ ciones que pusimos de manifiesto a propósito de casos de bifurcación causal en la sección tercera, incluso un sujeto así podría errar en sus juicios. Esto, por supuesto, no és 'por sí solo un argumento contra el proyectivismo: tam­ poco la propuesta adulta hace justicia a las intuiciones adolescentes sobre el amor. Las consecuencias contraintuitivas del proyectivismo suelen morigerarse en las versiones comunitarias, que, como dije, resultan generalmente de apre­ ciar las dificultades del intemismo radical común a fenomenalistas y represen­ tacionalistas a propósito de la normatividad. Las versiones ,comunitarias son tanto más naturales cuando, en lugar de considerar el análisis humeano sim­ plista que hemos tenido en cuenta hasta aquí, se consideran los análisis más complejos, inclusivos de las modificaciones necesarias para afrontar sus obvios problemas. Presentaré para concluir una propuesta más plausible para el análi­ sis humeano de las relaciones nómicas.

6.

Un análisis hum eano depurado; el intem ism o com unitario

La definición que voy a ofrecer sólo pretende poner a la vista un análisis lo suficientemente complejo como para ser al menos plausible prima facie. Tampoco trataré de mostrar explícitamente que todas las versiones del intemismo que hemos presentado en las secciones precedentes (antirrealismo reductivista y proyectivista, realismo fingido) se pueden presentar igualmente a propósito del análisis refinado. Presentaré la propuesta como una definición de la relación causal puramente en términos de generalizaciones fácticas, en la línea del reductivismo eliminatorio; la

aplicación a la interpretación proyectivista y al realismo fingido es fácilmente deducible de la exposición anterior. Motivaré la propuesta a partir de tres dificultades bien conocidas del aná­ lisis expuesto en § 3. Las dos primeras hacen patente que el a n a lysa n s no cons­ tituye una condición necesaria; es preciso, pues, debilitar la condición allí pro­ puesta. La tercera pone de manifiesto que no constituye (incluso antes de debi­ litarla) una condición suficiente. La primera dificultad del análisis simplista consiste en que no puede citarse un sólo caso de aserto causal justificado que esté cubierto por una generalización empírica estricta. La relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón es un ejemplo notorio. Otro es el siguiente. Al comienzo de los ochenta hubo en España una extraña epidemia, conocida como “síndrome tóxico”. La investigación concluyó que la causa fue la ingestión de un acei­ te de colza que había sido sometido a un proceso químico peculiar: primero había sido “desnaturalizado”, con el fin de destinarlo a usos industriales, y después había sido adulterado para que presentara el aspecto de un aceite comestible. Supongamos que los acaecimientos-tipo empíricamente observa­ bles son la ingestión del aceite adulterado y el desarrollo de los síntomas característicos del síndrome. Tenemos aquí un nuevo contraejemplo, pues sólo una minoría de los que consumieron el aceite presentaron el síndrome, y algunas personas que presentaban los síntomas característicos del síndro­ me no habían consumido el aceite. Estos tipos de contraejemplos requieren debilitar las exigencias sobre las generalizaciones empíricas. La propuesta más satisfactoria se inspira en una de John Mackie. Se dice que (p es una condición NS de y/ cuando se cumplen dos condiciones: (i) siempre que se da artii^^ dersignfficado_de las unidadesTéxicas o “palabras* jq u e la componen. Esto es, por lo demás, lo que dice otro principio de Frege, eí Principio de Composicionalidad. De otro modo, sería inexplicable que un número infinito de oraciones tenga significado (la ^productividad del significado de las oraciones), así como el que la capacidad lingüística que habilita a un usuario competente del lenguaje para entender un subconjunto propio cualquiera de oraciones del lenguaje (por ejemplo, aque­ llas que ha oído o producido a lo largo de su vida) le habilite también para entender oraciones que no pertenecen a ese subconjunto (la sistematicidad del significado de las oraciones). En lajriedida.enque la presugosjctón Je^la .prio­ ridad del significado de las palabras sobre el de las oraciones signifique sólo

e_ljignificado de las oraciones está sistemáticamente determinado por reglas, a partir del significado de las palabras, por tanto, Frege no contradice la tradición —ni podría contradecirla válidamente. El principio fregeano del contexto es lógicamente compatible con esto. Lo que propone el principio fregeano del contexto es que las palabras, por su p o r­ te, no significan aisladamente, sino que su significado escuna contribyción. específica al significado de Tas oraciones en las que pueden aparecer. Una ana­ logía puede ayudar aquí. Una expresión verbal ( ‘corro’) es una palabra com­ puesta de una cierta raíz ( ‘corr-’) y una cierta desinencia verbal ( ‘-o’). El sig­ nificado de una expresión verbal está composicionalmente determinado por ei significado de la raíz y el de la desinencia, en cuanto que un usuario compe­ tente que incorporara a su lenguaje una nueva expresión verbal (‘implementé’), habría incorporado ipso facto al acervo de las palabras que comprende y es capaz de usar significativamente no sólo esa expresión verbal, sino muchas otras ( ‘implementaré’, ‘implementaron’, etc.); y un usuario competente que eli­ minara de su acervo una cierta expresión verbal (quizás ‘aprehendo’, al adver­ tir que, en contra de lo que él había creído, la raíz carece de uso en su lenguaje), eliminaría ipso facto otras expresiones verbales (‘aprebendaron’, ‘aprebendaré’, etc.). (Estas son, como se recordará, las dos manifestaciones constitutivas de la sistematicidad mencionadas en I, § 2.) El significado de las expresiones verbales está determinado sistemáticamente por reglas generales; mientras que el significado de cada raíz y el de cada desinencia está determi­ nado asistemáticamente: el significado de las raíces y el de las desinencias está determinado por enumeración, caso por caso. Sin embargo, y aunque el significado de las expresiones verbales esté sis­ temáticamente determinado, ni las raíces ni las desinencias “significan aisla­ damente"; una raíz sólo tiene significado “en el contexto de una expresión ver­ bal", es decir, cuando se combina con una desinencia apropiada, y lo mismo ocurre con las desinencias. Esto podríamos explicarlo así: además de su signi­ ficado específico, las raíces verbales tienen, como raíces, un significado común; a saber, un modo específico de contribuir al significado de las expre­ siones verbales, distinto del modo en que lo hacen las desinencias verbales. Podríamos elucidar esto ulteriormente, en este caso particular, diciendo que las raíces significan en general un hecho-tipo, mientras que las desinencias signi­ fican elementos temporales y aspectuales del hecho significado por la raíz, ‘corr-’ y ‘am-’ tienen, semánticamente, algo en común: su pertenencia a la mis­ ma categoría de las raíces verbales, indicativa de que son expresiones que sig­ nifican tipos de acaecimientos. Caracteriza a esta categoría que las unidades léxicas que la constituyen han de ser combinadas necesariamente con alguna unidad léxica de otra categoría distinta (la de las desinencias verbales) para construir algo significativo; pongamos por caso, porque no se ha significado un acaecimiento sólo con decir su tipo, sino que, además, es preciso indicar los elementos temporales, aspectuales, etc., significados por una desinencia. Semánticamente hablando, las raíces y las desinencias funcionan de modo asistemático; es decir, su significado se ha de aprender caso por caso. Pero enten-

derlas requiere saber que existen expresiones de la categoría complementaria, y saber cómo una expresión del tipo en cuestión (una raíz, o una desinencia) contribuye a la determinación del significado completo de una expresión ver­ bal, dada una expresión de la categoría complementaria. El significado de cada raíz y cada desinencia es asistemático (está dado por enumeración) pero contextual (está dado mediante la indicación de la contribución que hacen al sig­ nificado de una expresión verbal completa, en virtud de pertenecer a una de las dos categorías, cuando se combinan con una expresión de la otra categoría). La contextiiatidad y la sistematicidad son dos manifestaciones del carácter estructu r a d g ^ S L P ;^ ^ ^ 0. ^ lenguájeTf pero son dos manifestaciones distintas, que sólo el uso poco cuidadoso de términos como ‘estructura’ o ‘articulación’ nos

pu^J^^.^a.ofunjlir? ~ Trasladando esta analogía a la relación entre el significado de las unida­ des léxicas y el de las oraciones vemos, pues, cómo no existe verdadero con­ flicto entre el Principio de Composicionalidad y el del Contexto^ E rpi^eirQ fgqñifíffi qne eísignificado"'denlas"“palabras” (unidades jéxicas^ en verdad), a diferencia d d significado, de^as, oraciones, sea asistemáticp^es_deck, establecido caso a caso por enumeración. El segundo requiere que el significado de las unidades léxicas, a diferencia del significado de las oraciones, sea contex­ tuad esto es, que las reglas de significado para las palabras hagan necesaria­ mente referencia al modo en que, dada una categoría semántica general a la que pertenecen, contribuyen junto con palabras de otras categorías al signifi­ cado de las oraciones. El Principio del Contexto requiere, en definitiva, que las reglas que determinan el significado de las oraciones a partir del significado de las palabras no tomen en consideración del mismo modo el significado de todas las palabras. Vimos un ejemplo específico de esto antes, en el caso de las expresiones verbales: hay reglas que determinan sistemáticamente el significa­ do de la expresión verbal a partir del significado de la raíz y el de la desinen­ cia; pero esas reglas no tratan por igual a una y otra expresión, sino que advier­ ten que el significado de la raíz es un tipo de acaecimiento, mientras que el significado de la desinencia es una indicación temporal, aspectual, etc. Las categorías ‘raíz’ y ‘desinencia’ tienen también repercusiones semánticas; las raíces tienen en común propiedades semánticas que las diferencian, en gene­ ral, de las desinencias. En otras palabras, las categorías son también catego­ rías semánticas. Aunque el significado de una oración venga sistemáticamente determina­ do por el significado de las palabras que la componen, una oración no es una mera lista de palabras: un nombre de un objeto seguido de un nombre de una propiedad (‘esta esfera rojez’) sería una enumeración de cosas, no una ora­ ción. Si una oración no es una mera lista es porque las palabras pertenecen a distintas categorías semánticas, distinguidas por sus diferentes funciones semánticas en la oración; por consiguiente, una especificación teórica del sig­ nificado de las palabras debe indicar cuál es su específico tipo de contribución al significado de las oraciones de las que pueden formar parte. El significado de cada oración particular viene determinado sistemáticamente por el signifi­

cado de las palabras (o, mejor, por el de las unidades semánticas, que no tie­ nen por qué coincidir con las palabras) que la componen: esto es el núcleo del Principio de Composicionalidad. Especificar el significado de cada unidad semántica requiere indicar el modo general en que las palabras de su misma categoría semántica contribuyen al significado de las oraciones: éste es el núcleo del Principio del Contexto. El principio fregeano es así una tesis que contradice la concepción agustiniana del lenguaje. El correlato de la concep­ ción agustiniana es la idea de que los significados de las palabras se explican mediante actos de ostensión (que criticamos en I, § 4); el principio fregeano del contexto pone de manifiesto una deficiencia de esta idea, insistiendo en que las palabras no significan todas del mismo modo. Es en parte ésta la razón por la cual no puede bastar un acto de ostensión para entenderlas. Mediante actos de ostensión explicamos, indiferentemente, el significado de palabras cuya categoría semántica es muy diferente: nombres propios como ‘Guadiana’, nombres comunes como ‘tigre’, adjetivos como ‘rojo’. El acto de ostensión, por sí solo, no puede pues bastar para dar cuenta de todos los aspectos del sig­ nificado de estas expresiones. Un hecho básico sobre el lenguaje es que en su uso la unidad mínima es la oración. Con las expresiones lingüísticas comunicamos información, expre­ samos deseos, damos órdenes, hacemos preguntas, etc.; todas estas acciones se llevan a cabo mediante oraciones, no con palabras sueltas ni con listas de palabras sueltas, Dado que un usuario competente del lenguaje es capaz de producir coherentemente oraciones nuevas, así como de entender oraciones nuevas, debemos suponer que la propiedad que tienen las oraciones de tener un cierto significado es sistemática (I, § 2): no se comprenden las oraciones como un todo, sino que de algún modo su significado se obtiene del signifi­ cado de sus partes. Esto es lo que dice el Principio de Composicionalidad, y en este sentido el significado de las oraciones depende del significado de las palabras. Por otro lado, una explicación del significado de una palabra debe consistir en una explicación de cómo esa palabra contribuye a determinar el significado de las oraciones en las que aparece; porque, dado que las oracio­ nes no son meras sartas de palabras, es claro que las palabras deben contri­ buir de modos distintos aJ significado de las oraciones. Esto es lo que el Prin­ cipio del Contexto nos pide tomar en cuenta. Ambos principios se comple­ mentan así coherentemente. De acuerdo con el Principio del Contexto, una teoría del lenguaje debe especificar el significado de cada palabra, no como si la palabra fuese un signo dotado por sí solo de significado, sino — en el entendimiento de que las palabras sólo tienen una función semántica de­ terminada en el lenguaje cuando aparecen combinadas con otras formando oraciones completas, que no son meras cadenas de palabras— indicando al hacerlo de qué modo específico contribuyen las palabras pertenecientes a una misma categoría al significado de las oraciones. Por otra parte, en la medida en que la especificación del significado de las unidades léxicas se atenga al Principio del Contexto, el significado de cada oración estará completamente determinado por las reglas que especifican el significado de las unidades

semánticas que la componen; y esto es lo que establece el Principio de Com­ posicionalidad. Por consiguiente, la construcción de una teoría de las reglas composicionales que permiten determinar el significado de las oraciones a partir del sig­ nificado de las palabras requiere clasificar las palabras en diferentes categorí­ as o grupos; las palabras en el mismo grupo contribuyen del mismo modo a la determinación del significado de las oraciones en que aparecen, y de modos distintos al modo en que lo hacen las palabras en otros grupos. Estas catego­ rías serán categorías sem á n tica s (o ló g ica s , en un sentido amplio pero etimo­ lógicamente propio de la expresión), por cuanto se trata de categorías necesa­ rias para determinar el significado de las oraciones a partir del significado de las palabras. Cuáles sean en particular las categorías semánticas de las palabras de un lenguaje dado ha de establecerlo, en último extremo, la teoría semánti­ ca correcta para ese lenguaje. Nuestras intuiciones lingüísticas (los datos empí­ ricos sobre los que se erigen las teorías del lenguaje) son lo suficientemente ricas, grosso m o d o , cuando menos para indicar las categorías más genéricas. Conviene a nuestros fines expositivos discernir ahora algunas de ellas. Una categoría sería la de los térm inos singulares. Se trata de una catego­ ría posiblemente muy general, que habría de ser dividida en otras subcategorías si nuestro objetivo fuese el de elaborar una teoría semántica suficientemente precisa; más adelante ofreceremos razones para distinguir semánticamente, entre los términos singulares, los deícticos, los nombres propios y las descrip­ ciones definidas. Frege utiliza el término ‘nombre propio’ para la expresiones en la categoría térm ino sin g u la r , pero como los nombres propios en el sentido usual del término (‘George Eliot’) son sólo una parte de los nombres propios en el sentido de Frege, utilizaré ‘término singular5 para evitar confusiones. Son términos singulares para Frege las descripciones definidas (‘el primer español en ganar el Tour de Francia’), los nombres propios en sentido estricto (‘César Borgia’) y expresiones deícticas (cuya contribución semántica depende del contexto en que se profieren) como ‘yo’, ‘tú’, ‘ése’, ‘aquí’, ‘allí’, ‘ahora’, etc. Podríamos decir, de un modo burdo pero suficiente para nuestros fines pre­ sentes, que la función semántica de*los términos en esta categoría es introducir un individuo particular acerca del cual trata el discurso. Otra sería la de los pre­ dicados o términos generales, como ‘es mayor que’, ‘es rojo’, ‘es cúbico’, ‘es agua’, ‘es un tigre’, ‘correr’, ‘engendrar a’, etc. Otra sería la de las conectivas, como ‘y’, ‘o ’, etc. Otra sería la de los determinantes, como ‘algún’, ‘todo’, ‘muchos’, etc. El Principio del Contexto nos llama la atención sobre el hecho de que las expresiones en cada una de estas categorías contribuyen al signifi­ cado de las oraciones de modos específicos, distintos del modo en que lo hacen las expresiones en otras categorías y relativos los modos propios de los unos a los de los otros. El Principio del Contexto tiene, cuando menos, un beneficio terapéutico, sólo en virtud del cual merece ya ser tomado como guía: prevenir las conse­ cuencias, nefastas para la comprensión del lenguaje, de la concepción agusti­ niana. Si pensamos en el significado de las palabras por sí solas, sin tomar en

consideración su tipo característico de contribución a las oraciones en que apa­ recen, somos psicológicamente dados a adoptar (como Locke) el modelo nom­ bre/objeto nombrado como paradigma del significar, y la ostensión como la explicación por excelencia del significado. Un síntoma inmediato de las difi­ cultades que esto conlleva lo encontramos al tratar de dar cuenta del significa­ do de expresiones, como las conectivas y los determinantes, manifiestamente sincategoremáticos: es decir, expresiones cuya contribución semántica es rela­ tiva a la de otras expresiones. Mencionamos anteriormente la sección 7 del libro in del Ensayo de Locke como una muestra clara de este tipo de dificul­ tad. Más adelante (§ 6) comprobaremos cómo la aplicación estricta del princi­ pio fregeano del Contexto nos permite (siguiendo a Frege) dar una explicación mucho más razonable que la ofrecida por Locke de algunas de esas expresio­ nes. Por lo demás, esta justificación meramente pragmática — heurística— de un principio tan importante y de tantas consecuencias puede resultar insatis­ factoria. El propio Frege nunca ofreció una defensa conceptualmente más ilu­ minadora; ni, siquiera está claro que la anterior elucidación del contenido del principio sea fiel a sus intenciones originales. (Esto no pretende desmedrar la contribución de Frege como primer proponente del principio. Para dar con una idea original se precisa ingenio; ésta es una cualidad mucho más valiosa y escasa que la industria requerida para elaborar exposiciones claras y justifica­ ciones razonables cuando la propuesta innovadora ya ha sido hecha.) En el capítulo DC expondremos la justificación más importante — que fue ofrecida por Wittgenstein en su Tractatus Logico-philosophicus, de donde procede lo esencial de la exposición aquí ofrecida.1

2.

Sentido y referencia de térm inos singulares

El objetivo de una teoría semántica específica para un lenguaje particular es enunciar explícitamente las reglas composicionales en virtud de las cuales cada oración de ese lenguaje tiene el significado que tiene. Los usuarios com­ petentes del lenguaje conocen tácitamente esas reglas; pero ofrecer una for­ mulación explícita de las mismas es un objetivo teórico razonable y en abso­ luto baladí (véase I, § 4). La filosofía del lenguaje persigue algo más modes­ to: clarificar las nociones centrales que empleamos en una teoría semántica cualquiera. La tesis más influyente asociada con la obra de Frege es una tesis filosófica. Venimos hablando de el significado de las expresiones, presupo­ niendo con ello que las expresiones tienen un único tipo de propiedad semán­ tica. La tesis de Frege contradice este presupuesto tácito: de acuerdo con ella, una teoría semántica debe necesariamente asociar dos propiedades semánticas

1. Frege sí formula en sus artículos tardíos — particularmente en “Composición de pensam ientos” .(en sus Investigaciones lógicas)— ideas muy cercanas a las que se han expuesto. Para entonces, sin embargo, se había entrevistado con el joven Wittgenstein y había mantenido alguna correspondencia con él, de modo que es difícil deter­ minar la autoría de las ideas tal com o aquí han sido expuestas.

distintas con cada expresión: la expresión de un sen tid o (‘Sinn’, en el alemán de Frege) y la referencia a un referente (‘Bedeutung’).2 (En adelante, reserva­ ré ‘significado’ para lá noción preteórica de pro p ied a d sem á n tica de una ex­ presión, en abstracción de si, de acuerdo con la tesis de Frege, debe ser sepa­ rada en dos componentes distintos o no.) El significado de las expresiones de una categoría dada es su contribu­ ción semántica a las oraciones en las que aparecen, según el Principio del Contexto. Entre las oraciones, los enunciados (las oraciones susceptibles de ser evaluadas como verdaderas o falsas, que utilizamos para hacer asevera­ ciones, I, § 2) ocupan un lugar privilegiado. Una justificación provisional para esto puede encontrarse en la siguiente idea. Las expresiones lingüísticas sirven a ciertos propósitos; algunos de estos propósitos son esenciales, cons­ titutivos de su naturaleza lingüística: algo que no sirviese a esos propósitos no sería una expresión lingüística. Las expresiones lingüísticas se utilizan de ana manera regular; pero si se utilizan de una manera regular, es justamente a consecuencia de que su uso permite satisfacer ciertas necesidades. Entre tales propósitos c o n stitu tiv o s del lenguaje está el de tra n sm itir in fo rm a c ió n . Pero esto es lo que se hace típicamente con e n u n c ia d o s , oraciones suscepti­ bles de ser evaluadas como verdaderas o falsas. Podemos, por consiguiente, restringir el contenido d tl Principio dei Contexto diciendo que ei significado de un término cualquiera es su contribución al significado de los enunciados en los que puede aparecer. Pareciera así que cualquier investigación sobre la naturaleza del significa­ do efectuada bajo la guía del Principio del Contexto debería comenzar con el examen del significado de los enunciados. En su famoso artículo “Sobre sen­ tido y referencia”, sin embargo, Frege comienza justificando para los términos singulares mediante un conocido argumento su tesis de que los significados constan de dos ingredientes conceptualmente distintos (sentidos y referencias), para extenderla después a expresiones de otras categorías (los enunciados entre ellas). No hay ninguna contradicción con el Principio del Contexto en esta estrategia, siempre que se observe la recomendación de “no preguntarse por el significado de las expresiones aisladamente”. Para observarla, sin embargo, debemos contar con una caracterización previa, siquiera que sea puramente intuitiva, de la naturaleza del significado de los enunciados. Desde el punto de

2. Me atendré, a disgustó, a la práctica ya establecida de traducir ‘Bedeutung’ al español com o ‘referencia’. Conviene advertir que, a] así hacerlo, se pierden importantes connotaciones asociadas a la distinción fregeana que no podían haber escapado a su autor, de modo que es más que probable que estuviese en su intención sugerirlas. El corre­ lato en español capaz de evocar las connotaciones de ‘Bedeutung' en alemán es significado o significación y no refe­ rencia. Las connotaciones a que me refiero tienen que ver, en primer lugar, con el elemento de p ropósito que hay en la noción; el referente de uu termino singular es aquella entidad que un hablante competente en su manejo se propo­ ne traer a colación mediante un uso de la misma. El segundo grupo de connotaciones remite a la importancia de lo que Frege llamaba Bedeutungen en una caracterización de la naturaleza de un lenguaje. Descritos com o “referencias" es más fácil dar en creer que no juegan un papel tan importante como aquel que se les concede descritos com o “sig­ nificaciones". Para Frege, las referencias son tan fundamentales (o quizás incluso más) que los sentidos en la carac­ terización de un lenguaje.

vista de Frege, tal caracterización previa se recoge en la idea de que el signi­ ficado de los enunciados consiste (en parte al menos) en sus condiciones de verdad. Considérese el enunciado ‘los dinosaurios se extinguieron en el período Cretácico’. La intención convencionalmente supuesta a quien profiere un enun­ ciado, como queda dicho, es la de transmitir información, comunicar juicios. Relativamente a este objetivo, los enunciados (como los juicios u opiniones que transmiten) se evalúan como verdaderos o falsos. Que un enunciado sea verdadero o falso depende del mundo, de cómo sea la realidad. Pero la verdad o falsedad del enunciado no depende de un aspecto arbitrario del mundo, sino de uno específicamente indicado por el enunciado; la verdad o falsedad del enunciado anterior no depende, por ejemplo, de cuál sea el número ganador en el sorteo de Navidad de la Lotería Nacional el año 1960. La verdad del enun­ ciado depende específicamente de la existencia de un proceso consistente en que los dinosaurios se extinguieran y de su datación temporal. Como explica­ mos en II, § 2, estados mentales tales como los juicios o las opiniones tienen como característica fundamental la de ser intencionales: representan (falible e intensionalmente) una entidad objetiva, su objeto intencional. Indirectamente, pues, también lo hacen los enunciados que los expresan; de la existencia, o no, de ese objeto intencional específico del juicio que transmiten, depende que el enunciado sea verdadero o falso. Por otro lado, eso específico aseverado por un enunciado como el anterior, y de cuyo darse o no depende la verdad del juicio expresado y de la asevera­ ción efectuada, es una condición: algo que puede darse o no darse. Un hablante competente del español, en virtud sólo de su conocimiento de la lengua, no puede saber, en general, si los enunciados son verdaderos o no: el conoci­ miento del español no basta para saber*si ‘los dinosaurios se extinguieron en el período Cretácico’ es verdadero. Sin embargo, la competencia lingüística basta para saber qué condiciones específicas han de darse en el mundo para que ese enunciado sea verdadero. Denominamos a estas condiciones específi­ cas las condiciones de verdad de un enunciado. No debe confundirse condi­ ciones de verdad con valor de verdad. A primera vista al menos, ‘Venus es una estrella’ y ‘Shakespeare escribió Don Quijote’ tienen el mismo valor de ver­ dad (son ambos falsos), pero diferentes condiciones de verdad. Si dos enun­ ciados difieren en valor de verdad, difieren también en condiciones de verdad;3 pero ia conversa no es generalmente cierta. El significado de los enunciados se identifica entonces con sus condiciones de verdad, pues éstas parecen agotar el

3. Si, suponiendo que los hechos están determinados, un mismo enunciado puede ser evaluado com o verda­ dero y com o falso, el enunciado es ambiguo y tiene al menos dos conjuntos de condiciones de verdad distintos. ‘Vi a Sergi con unos prismáticos' puede ser evaluado como verdadero y com o falso, aun suponiendo que los hechos en cuanto a si Sergi llevaba o no unos prismáticos (no los llevaba), y a si yo lo vi con ayuda de unos prismáticos o no (sí lo hice), han quedado fijados. Ello se debe a que el enunciado es ambiguo, y cabe interpretarlo atribuyéndole dos conjuntos distintos de condiciones de verdad: puede significar que con ayuda de unos prismáticos vi a Sergi, o que vi a Sergi, quien llevaba unos prismáticos.

contenido del juicio expresado convencionalmente por ellos, la información transmitida por los mismos.4 Relativamente a esta comprensión preteórica del significado de los enun­ ciados, expondremos en el resto de esta sección el argumento inicial de Frege para “descomponer” los significados de los términos singulares en sentidos y referencias. Este será, en lo sucesivo, el argumento central de Frege (abrevia­ damente, ACF). Tal como lo expondré, ACF presenta una paradoja: se enun­ cian tres proposiciones, aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas altamente plausible. Se ofrece entonces la distinción entre sentido y referencia, que posibilita una sutil interpretación de las proposiciones eliminadora de su aparente inconsistencia; y se concluye la necesidad de establecer la distinción como el único modo razonable de sojucionar la paradoja. La primera proposición de ACF es una tesis sobre el significado de los términos singulares. Los términos singulares incluyen, como se dijo, las descripciones definidas (‘el actual presidente del Gobierno de España’), los nombres propios ( ‘Felipe González’) y deícticos como ‘él’, ‘aquí’, ‘ayer’, ‘yo’ (la enumeración no pretende ser exhaustiva). Para reflexionar sobre el signifi­ cado de un término singular debemos preguntamos cuál es su contribución a los enunciados en los que el término puede aparecer. Siguiendo a Frege, tome­ mos como ejemplo la descripción ‘el lucero del alba’. Algunos días del año, en la madrugada, en el horizonte por donde el Sol está a punto de salir, cuan­ do la luz del Sol impide ya que los otros luceros sean visibles, puede verse aún uno; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero del alba’. El término ‘el lucero del alba’ aparece en enunciados como éstos: ‘el lucero del alba es visi­ ble al amanecer’; ‘el lucero del alba es un planeta’; ‘el diámetro del lucero del alba es inferior al de Mercurio’; ‘hay cráteres y volcanes en la superficie del lucero del alba’; ‘la atmósfera del lucero del alba es respirable por un ser humano’, etc. El significado de una expresión es su contribución semántica al significado de los enunciados en que pueda aparecer; esto es, el significado de un término singular como ‘el lucero del alba’ es su contribución semántica a las condiciones de verdad de enunciados como los precedentes. Examinando nuestras intuiciones sobre estos ejemplos a la luz de esta guía teórica abstrac­ ta, ¿podríamos concretar algo más qué es tal significado? Los enunciados que hemos ofrecido como ejemplo, como enunciados que son, son evaluables como verdaderos o falsos: algunos son verdaderos, otros son falsos.5 Que sean verdaderos o falsos depende de los hechos relativos a un

4. En rigor, el significado de un enunciado no puede identificarse exclusivamente con sus condiciones de ver­ dad. El significado debe incluir también lo que en XIII, § 2 denominaremos fuerza ilocutiva, ‘Venus es una estrella’ y ‘¿Es Venus una estrella?’ tienen las mismas condiciones de verdad, pero diferente fuerza ilocutiva; es obvio que su significado, en el sentido preteórico de la noción, difiere. Concentrándonos en los enunciados, podemos hacer abs­ tracción por el momento de lo que concierne a la fuerza. 5. Incluyo de modo regular entre los ejemplos que ofrezco enunciados falsos, con el fin de que el lector no olvide que el significado de un término es su contribución al significado de los enunciados en que aparece; esta contri­ bución se hace independientemente de que los enunciados sean verdaderos o falsos (y es, en verdad, condición pre­ via a que sean evaluables com o verdaderos o falsos).

cierto objeto extralingüístico (y extramental) al que nos dirige el término ‘el lucero del alba’: es en función de si ese objeto es visible al amanecer o no, de cuál es su diámetro, de si tiene cráteres o no, una atmósfera respirable o no, etc., que los enunciados anteriores son verdaderos o falsos. Ese objeto está cla­ ramente involucrado en la configuración de las condiciones de verdad de los enunciados. En la terminología desarrollada en DI, § 2, la entidad en cuestión es una de las cosas: una entidad objetiva, un constituyente de acaecimientos. Ateniéndonos a estas intuiciones, podemos precisar algo más la naturaleza de lo que sin duda constituye un elemento fundamental del significado de un tér­ mino singular. Dado que el objetivo del argumento es mostrar que no hay tal cosa como “el” significado, sino que lo que llamamos así se descompone en dos aspectos, denominemos a este intuitivamente indudable elemento del sig­ nificado de un término singular con una expresión diferente a ‘significado’, para no prejuzgar la cuestión que está en litigio. Frege denomina a este aspec­ to fundamental del significado la referencia del término. Esta es la definición inicial: la referencia de un término singular es esa entidad objetiva por rela­ ción a la cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados en que el tér­ mino aparece y que contribuye a configurar sus condiciones de verdad. Con esta caracterización, y con la información de que hoy disponemos, podemos concretar todavía más en casos particulares cuál es la referencia de un término singular; por ejemplo, podemos decir que la referencia de ‘el luce­ ro del alba’ es un planeta del Sistema Solar, Venus. Un conjunto de conside­ raciones similares servirían para concluir que la referencia de un nombre pro­ pio como ‘Londres’ es una cierta ciudad, fundada en una cierta fecha, ubicada en cierto lugar, etc.: piénsese en cuál es la entidad por relación a la cual se ha­ bría de determinar la verdad o falsedad de ‘los nazis bombardearon Londres durante la II guerra m undial’, ‘la sede la la ONU está en Londres’, ‘Lon­ dres tenía menos de cincuenta mil habitantes en la primera mitad del siglo x iv ’, etc. Los términos singulares no sólo significan objetos materiales; con­ sideraciones similares a las anteriores nos llevan a atribuir una referencia definida al término ‘9 \ a saber, un número. La primera proposición de ACF es una consecuencia de esta caracteriza­ ción abstracta de lo que sin duda es, cuando menos, un componente del signi­ ficado de los términos singulares, la referencia de un término singular. Pese a su carácter abstracto, la caracterización implica una identificación precisa de la referencia de algunos términos singulares: la referencia de cel lucero del alba’, por ejemplo, es Venus. La primera premisa de ACF, pues, sostiene que térmi­ nos singulares como ‘el lucero del alba’ tienen como referencia, en enuncia­ dos como los que hemos venido considerando, una entidad objetiva (el planeta Venus, en este caso): por tanto (bajo el supuesto semántico monista que el argumento de Frege pretende refutará tienen una entidad objetiva como signi­ ficado. El término ‘objetivo’ tiene aquí el sentido que elaboramos detallada­ mente en III, § 2. La segunda proposición es la observación de que un enunciado resultante de sustituir en otro un término singular por otro diferente, pero con la misma

¡•¿frrencia. puede tener diferente valor cognoscitivo que el primero pam nn jT^jinrín competente del lenguaje en el que ambos enunciados están formulados. Para ilustrar esto, sigamos con ei ejemplo de Frege. Algunos días del año, al final del día, en el horizonte por donde el Sol acaba deponerse, cuando la luz del Sol impide todavía que los otros luceros sean visibles, hayuno que ya es claramente visible; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero ves­ pertino’. La referencia de ‘el lucero vespertino’ es ese objeto por relación al cual se debe determinar el valor veritativo de enunciados como ‘el lucero vespertino es el objeto más luminoso en el cielo nocturno’, ‘el lucero vesper­ tino es en ocasiones visible hasta tres horas después de la puesta del Sol’, ‘la sonda Mariner 4 tomó en 1965 imágenes del lucero vespertino’, etc. Con la información de que disponemos ahora podemos concretar más ésta caracteri­ zación abstracta: la referencia de ‘el lucero vespertino’ es también el planeta Venus. Consideremos ahora los enunciados (1) y (2): (1)

el lucero del alba es visible al amanecer

(2)

el lucero vespertino es visible al amanecer

(1) y (2) sólo difieren en el hecho de que contienen expresiones distintas (‘el lucero del alba’, ‘el lucero vespertino’) que, sin embargo, refieren a lo mis­ mo; (2) es el resultado de sustituir en (!) un término (‘el lucero del alba’) por otro ( ‘el lucero vespertino’) con la misma referencia. Sin embargo, (1) y (2) pueden tener diferente valor cognoscitivo para un hablante dado. Esto se manifiesta de diferentes modos, el más importante de los cuales es el siguiente: uno de los enunciados puede no ser informativo para esa persona, mientras que el otro sí lo es; o el segundo tiene la potencialidad de ampliar su conocimiento, mientras que el primero no la tiene. De modo más general, la segunda propo­ sición de ACF asevera que un usuario competente dei lenguaje en que están expresados puede aceptar como verdadero un enunciado y rechazar (o suspen­ der el juicio) respecto de otro que sólo difiere del primero en contener un tér­ mino singular diferente pero con la misma referencia. Frege ilustra la segunda proposición de su argumento mediante enuncia­ dos de identidad; mientras que (3) no es informativo para un hablante compe~ tente en el uso de las expresiones que lo componen, (4) bien puede serlo: (3)

el lucero del alba = el lucero del alba

(4)

el lucero vespertino = el lucero del alba

(3) y (4) ilustran, ciertamente, el mismo hecho que ilustran (1) y (2). Sin embargo, presentar la segunda proposición de ACF considerando exclusiva­ mente enunciados de identidad puede inducir al error de buscar soluciones a la paradoja que sólo valen para este tipo de enunciados, y que resultan inacepta­ bles una vez que reparamos en la generalidad del problema (error este del que

en § 4 se ofrecerá un ejemplo). Tampoco es esencial a la dificultad el hecho de que (1) y (3) sean cuasi-analíticos, es decir, que baste con la información necesaria para entender las palabras para saber que son verdaderos. (5) y (6) ilustran por igual el problema: (5)

la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre el lucero del alba

(6)

la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre ei lucero vespertino

' Bien puede ocurrir que un usuario competente del lenguaje acepte (5) como verdadero y, sin embargo, no acepte (6); o, dicho de otro modo, bien puede ocurrir que si le dijésemos (5) no le daríamos información que nó tuvie­ ra ya, mientras que si le d ijésem o s (6) — y aceptase nuestras palabras— sí le daríamos información que no tenía previamente. El elemento fundamental de la segunda proposición del argumento de Frege es que, si bien a un individuo que aceptase (1), (3) y (5) pero rechazase (2), (4) y (6) le faltaría información astronóm ica , a un individuo así no tendría por qué faltarle información lin ­ güística: un individuo así podría por lo demás entender perfectamente los seis enunciados. La tercera y última proposición dei argumento de Frege es que las dife­ rencias en valor cognoscitivo entre enunciados que acabamos de ilustrar sólo p u ed en ser explicadas atrib u yen d o a las expresiones en qu e lo s e n u n cia d o s difieren diferencias en su s sig n ifica d o s. Naturalmente, bajo el supuesto monis­

ta la inclusión de esta proposición produce, junto a las dos anteriores, una con­ tradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del significado de un término singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras ofrecer una caracterización abstracta del concepto de referen cia , hemos encon­ trado buenas razones para identificar las referencias, y por tanto —por lo dicho hasta aquí— los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’. La segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin embargo que los significados de esas expresiones (y, por tanto, las referencias, si los significa­ dos son las referencias) son diferentes. De nuevo, sin embargo, cuando se tiene a la vista la justificación para la misma la tercera premisa parece enteramente plausible. La premisa excluye posibles explicaciones de los fenómenos presentados en la segunda, distintas de la explicación consistente en que las palabras en que difieren los enunciados en cuestión tengan diferentes significados. Aquí sólo consideraré las dos explicaciones alternativas más inmediatas que se nos podrían ocurrir, para jus­ tificar la tercera premisa. La primera que discutiré atribuye las diferencias esta­ blecidas en la segunda premisa a las obvias diferencias puramente formales en las expresiones utilizadas; la segunda la atribuye más bien a diferencias prag­ máticas. Comencemos con la primera. Podría argumentarse que existe una confu-

síóíi én la definición que hemos ofrecido anteriormente de ‘referencia’. El supuesto monista de partida que Frege pretende cuestionar es que la referencia ■és el significado de una expresión; por consiguiente, la referencia es una rela­

ción entre la expresión y algo otro, porque el significado es una relación entre expresiones y otras cosas. En ese caso, no es razonable considerar la referen­ cia a “aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad” de los enunciados en que aparece la expresión; podríamos reservar el término ‘refe­ rente’ para esto. La referencia debería ser, más bien, el vínculo semántico entre

la expresión y el referente. Pero, en ese caso, las referencias de ‘el lucero del alba’ y de ‘el lucero vespertino’ son diferentes, sencillamente porque la refe­ rencia es la relación entre expresión y referente, y las expresiones son aquí diferentes. Parte de lo que la tercera proposición pretende excluir es una explicación de este tipo. Como se verá, la solución final de Frege recoge la idea de que la referencia no se debe identificar con el referente, sino con una relación entre la expresión y el mismo; de modo que podemos conceder la existencia de una distinción significativa entre referencia y referente. Pero de eUo no se sigue que la explicación sugerida sea aceptable. Invocando esta misma distinción entre referencia y referente, la tercera premisa sostiene que las diferencias en valor cognoscitivo antes ilustradas deben ser explicadas en términos de diferencias en los significados de las palabras que son relativas a los referentes, y no a las referencias. Pues el mero hecho de que los pares de enunciados mediante los que hemos ilustrado la segunda proposición difieran en contener expresiones diferentes no explica las diferencias en valor cognoscitivo. Esto es claramente cierto. Por ejemplo, (1) y (1’) también difieren en las expresiones que los for~ man, y, sin embargo, un usuario competente de los mismos no puede aceptar uno y dejar en suspenso el juicio sobre el otro. Dicho de otro modo, cualquier persona que entienda ambos enunciados obtendrá exactamente la misma infor­ mación a partir de ellos: (1‘)

the moming star is visible in the moming

De manera general, Frege explica en el primer párrafo de “Sobre sentido y referencia” por qué esta explicación no es aceptable. Si fuese correcta, la información que le falta a quien acepta (1) pero no (2) sería únicamente infor­ mación lingüística: la información de que dos expresiones diferentes significan lo mismo. Pero, claramente, ello no es así; la información de la que un sujeto así carece no es meramente ésa, sino que le falta además, en cualquier caso, información astronómica. Ello se pone particularmente de relieve cuando repa­ ramos en que la dificultad expuesta en la segunda proposición de ACF se pue­ de reproducir sin que exista ninguna diferencia en las expresiones. Imaginemos una comunidad en que, por las razones que sean, se utiliza la misma expresióntipo, ‘Sunev’, por un lado bajo la convención de que designa al lucero del alba (se introduce su uso a nuevos hablantes señalando al punto luminoso promi­ nente al alba), y por otro bajo la convención de que designa al lucero vesper­

tino (se introduce ese “otro” nombre señalando al punto luminoso prominente en el crepúsculo), pese a que los usuarios ignoran que el lucero del alba y el lucero vespertino son una y la misma entidad. (Bien puede sucedemos a noso­ tros algo similar con alguno de los nombres que usamos: usamos la misma expresión-tipo para designar a lo que creemos son dos objetos distintos, pero resulta que son los mismos.) Supongamos ahora que ‘Sunev es visible al ama­ necer' se ha proferido en un contexto en el que, manifiestamente, se está hablando de Sunev, el lucero dei alba. Un usuario de este lenguaje aceptará sin duda el enunciado. Ese mismo hablante, sin embargo, lo rechazará taxativa­ mente en un contexto en el que se está manifiestamente hablando de Sunev, el lucero vespertino. Pasemos ahora a la otra posible explicación excluida por la tercera propo­ sición que quiero considerar aquí. Lo que excluye a este respecto la proposi­ ción es que las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o (5) y (6) sean explica­ bles como lo son las diferencias entre (7) y (8): (7)

el escritor que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16

(8)

el plumífero que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16

Un usuario competente, que entienda cabalmente los términos singulares en que (7) y (8) difieren (‘el escritor que dirige El Mundo'/ ‘el plumífero que dirige EL Mundo’), bien puede aceptar (7) y rechazar (8). Sin embargo, si real­ mente es un usuario competente de las expresiones que aparecen en (7) y (8), su actitud sólo puede explicarse por las diferentes connotaciones evaluativas asociadas a esos términos (neutras en el primer caso, peyorativas en el se­ gundo): quizás el hablante sea amigo del escritor en cuestión, y le desagrade que lo califiquen así. Lo que no puede ocurrir es que, si efectivamente se tra­ ta de un usuario que entiende cabalmente los enunciados, acepte el uno y rechace ei otro porque le parezca posible que uno sea verdadero y el otro no; que la información aportada por uno le parezca independiente de la aportada por el otro tanto como para que ios valores veritativos de ambos pudieran dife­ rir. Un hablante competente no puede ignorar que ‘el escritor que dirige El M undo’ y ‘el plumífero que dirige El Mundo’ han de tener idénticos referen­ tes ni, por consiguiente, que las condiciones que habrían de darse para que (7) y (8) fuesen verdaderos son exactamente las mismas. Si entiende las palabras, tiene que saber que las referencias de estos términos —en el sentido teórica­ mente preciso que hemos dado a ‘referente’— necesariamente han de vincular esas expresiones con una y la misma entidad. Por consiguiente, la situación objetiva que, por así decirlo, tanto (7) como (8) enuncian es una y la misma; un usuario competente no puede ignorar esto, incluso si está dispuesto a acep­ tar (7) pero no (8). La tercera proposición del argumento de Frege excluye la posibilidad de que algo así explique las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o (5) y (6). Las diferencias sí conciernen, en esos casos, a las condiciones de verdad\ conciernen, por tanto, a los significados.

El problema que Frege intenta poner de relieve, el que realmente motiva su" distinción teórica entre sentido y referencia, consiste en esto: por un lado, un hablante competente del castellano puede suponer diferentes los referentes de las expresiones en que (1) y (2) difieren, coherentemente con su competen­ cia lingüística. Mientras que, por otro, existen razones intuitivas preteóricas para pensar que los referentes son los significados, y que, por consiguiente, la competencia lingüística consiste en conocer el vínculo lingüístico de jas expresiones con los mismos. En ios casos contemplados en la segunda proposición — dice en resumi­ das cuentas la tercera— , las diferencias tienen que ver con diferencias en los significados, no meramente con diferencias entre las expresiones (excluyendo así uña explicación simplemente en términos de las diferencias en las expre­ siones utilizadas); y se trata de diferencias en los significados en el sentido preciso en que conocer el significado es conocer el referente (aquello por rela­ ción a lo cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados, su contri­ bución a las condiciones de verdad), y no meramente de diferencias en las connotaciones asociadas a los términos (excluyendo así una explicación del segundo tipo). En ios casos presentados, un usuario competente del lenguaje puede coherentemente suponer que la situación objetiva de cuyo darse o no depende la verdad de los enunciados es distinta para los enunciados de cada par; en otras palabras, es compatible con su competencia semántica que juz­ gue diferentes las condiciones de verdad de los enunciados. Las diferencias entre ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino* que explican que un hablan­ te pueda aceptar (1), (3) y (5) y rechazar (2), (4) y (6) son diferencias semánti­ cas: no se resuelven simplemente en las innegables diferencias en los signostipo que ejemplifican (no son sólo diferencias de forma), ni consisten tampo­ co en diferencias en lo que sugieren o connotan (no son tampoco diferencias pragmáticas). Se ve así por qué resulta apropiado describir el argumento de Frege como una paradoja. La primera proposición enuncia razones de peso para identificar el elemento semántico central de el lucero del alba’ y de ‘el lucero vesperti­ no’ con el referente, a saber, una misma entidad, un planeta del Sistema Solar: Venus; la segunda y la tercera apuntan razones igualmente poderosas en senti­ do opuesto. El lector debe apreciar que el argumento de Frege — como se ha dicho antes— es completamente general, aplicable a otras expresiones de la categoría término singular. Eí ejemplo particular que —siguiendo a Frege— hemos escogido para ilustrarlo es sólo eso, un ejemplo ilustrativo. Que el argu­ mento sea general significa que ejemplos de este tipo pueden ser reproducidos respecto de cualquier término singular. Si enunciamos explícitamente el prin­ cipio que permite construir los ejemplos estaremos en disposición de apreciar mejor el modo en que Frege propone disolver la aparente inconsistencia entre las tres proposiciones de ACF. A grandes rasgos, el principio es éste. Con el fin de justificar la primera pro­

posición, introdujimos, de un modo teórico, la noción de referencia de un tér­ mino singular. Nuestras intuiciones semánticas nos permiten aplicar esa noción teórica en casos particulares, con la consecuencia de que el referente de un tér­ mino singular es en muchos casos un objeto material, espacio-temporaimente ubicado, como el planeta Venus o la ciudad de Londres. Un usuario competente del lenguaje, por definición, conoce los significados de las palabras de ese len­ guaje, y por tanto sus referencias. Si el planeta Venus es el referente de ‘el luce­ ro del alba’, un usuario competente de esa expresión conoce por tanto que se tra­ ta del planeta Venus. Ahora bien, ¿qué es conocer, como referente de un térmi­ no, a un objeto —como el planeta Venus o la ciudad de Londres— ? Un objeto es algo diferenciado, distinguible de otros. Conocerlo es saber identificarlo y dis­ tinguirlo de los demás. Y saber identificar un objeto y distinguirlo de los demás es conocer características individuativas: características que lo identifican y lo diferencian de los demás objetos. Sucede, sin embargo, que conjuntos diversos de características individuativas permiten identificar a un mismo objeto. Por ejemplo, el ser visible al amanecer ciertos días del año desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol está por levantarse, cuando ya no se pue­ den ver otros puntos luminosos en el firmamento es una característica distintiva de Venus, que lo identifica entre todas las demás cosas: sólo Venus tiene esa característica. Pero también lo es el ser visible al atardecer ciertos días del año desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol acaba de ponerse, cuando todavía no se pueden ver otros puntos luminosos en el firmamento. En resumen: un objeto, como Venus o Londres, es conocido (en tanto que referente de un término, o de cualquier otro modo) en la medida en que se dis­ pone de un modo de identificarlo y distinguirlo. Ahora bien, un mismo objeto puede ser determinadamente identificado y distinguido de las demás cosas mediante diferentes conjuntos de características igualmente individualizadoras; como dice Frege, un mismo objeto puede sernos presentado de diversos modos. Éste no es un rasgo accidental del ejemplo que hemos elegido. Al formular la primera proposición de ACF, hicimos notar que los referentes de los términos singulares son entidades objetivas, empleando el término en el sentido expues­ to en III, § 2. Según Frege, esta objetividad de las referencias entraña que ia referencia de un término singular pueda ser individualizada, al menos en prin­ cipio, a través de un modo de presentación distinto a aquel asociado con el tér­ mino singular. La objetividad de las referencias entraña por consiguiente, según Frege, que ia relación entre modos de presentación y referentes sea nece­ sariamente de muchos a uno, o no-inyectiva.6

6. Quizás este sea un rasgo necesariamente asociado a la noción de objeto. Tradicionalmente, un objeto — entre los cuales se encuentran prominentemente lo que en IV. § 3 caracterizamos como sustancias— es algo que exis­ te por sí mismo, “independientemente". Ahora bien, ¿en qué consiste esta independencia? Se habla tradicionalmente de “existencia independiente"; pero la existencia de lo que ordinariamente llamamos "objetos" no es independiente, en un sentido claro: la existencia del descendiente depende, pongamos por caso, de la de sus progenitores, o de la existencia de los gametos a partir de los cuales se ha desarrollado. Esta explicación de la “independencia” de los obje­ tos llevó a algunos filósofos del pasado a recorrer las sendas aventuradas de la teología: ¿acaso sólo Dios sea una “sustancia"? El tipo de actividad que nosotros denominamos ‘filosofía’ es ajeno a tales consideraciones. Una alterna­ tiva razonable es explicar la independencia característica de los objetos como independencia de nuestro pensam iento.

Es éste el principio que permite reproducir ACF respecto de cualquier tér­ m ino singular, por el siguiente procedimiento. Primero, asedamos claramente

con un término singular lo que Frege denomina un modo de presentación —un conjunto de características que identifican distintivamente una cosa de entre todas las demás. Considérese esta historia.7 Pedro ha aprendido que ‘Londres’ es el nombre de la capital del Reino Unido; aunque nunca ha estado allí, ha visto fotos de la Torre de Londres, del Big Ben, el Palacio de Buckingham y otros lu­ gares pintorescos. (Diferentes cuestiones relativas a la naturaleza de los sentidos de los nombres propios se discuten en el próximo capítulo.) Sobre la base de ese conocimiento, y de otras cosas que infiere, Pedro aceptaría la verdad de (9): (9)

Londres tiene parajes lindos

Segundo, con la seguridad de que el principio asociado a la objetividad de la referencia del término elegido, ‘Londres’, garantiza su existencia, escoge­ mos otro conjunto de características individuativas del mismo referente y lo asociamos a otro término singular. Pedro, que estaba en el paro, ha sido con­ tratado para trabajar en una ciudad de la que nunca había oído hablar, a la que los nativos llaman ‘London’; ha sido trasladado allí, y lleva varios meses en la ciudad, compartiendo trabajo y habitación con gentes que hablan una lengua con la que apenas comienza a familiarizarse. Vive en un barrio más bien sór­ dido y sucio, y sus excursiones a otros lugares no le haiv-llevado a formarse una opinión mejor de la ciudad—ni le han invitado a aventurarse más lejos. Los rasgos faciales de la mayoría de sus vecinos y compañeros de trabajo le hacen pensar que se halla en algún lugar de Oriente Medio, quizás Pakistán. Por consiguiente, Pedro rechaza con toda convicción y sinceridad (10): (10)

London tiene parajes lindos

(10), por tanto, sería un enunciado informativo para Pedro; si consiguié­ semos convencerle de que lo aceptase, le daríamos un conocimiento que antes no tenía. En otros términos, el valor cognoscitivo de (10) para Pedro no es el mismo que el que para él tiene (9). Mas la información de que Pedro carece no es información lingüística: Pedro es un usuario competente tanto de ‘Lon­ dres’ como de ‘London’.

Una manifestación distinta de la independencia respecto de nuestro pensamiento del objeto o, al que identificamos mediante el conjunto de características individuativas O. sería entonces que o sea potencialmente identificable y distinr guible de modos alternativos, a través de un conjunto de características individuativas diferente de Otra (de la que nos haremos eco más adelante, en lo que respecta a las ideas de Frege) que nuestra creencia de que hay un o al que las características individuativas i) identifican de hecho, por más firme y justificada que sea, puede revelarse inco­ rrecta. El lector puede apreciar que ambas características son correlatos específicos de las dos características distinti­ vas de las relaciones intencionales (III, § I); por consiguiente, resulta por razones prácticas conveniente centrar la dis­ cusión de las diferentes teorías de la intencionalidad (internistas y extemistas) sobre la discusión de las diferentes teo­ rías del significado de términos con las dos características que hemos indicado. Así procederemos en lo sucesivo. 7. El ejemplo procede de uno de Saúl Kripke. Véase su “A Puzzle about B e lie f’.

Algún lector podría sentirse tentado a negar esto, a solventar ACF recha­ zando que Pedro,ss& ¿m usuario competente del lenguaje. Pero ésta es una pro­ puesta inaceptable; porque es fácil advertir que, si se impone como requisito para ser un usuario competente en el uso de un término singular el que este tipo de situaciones no puedan producirse, ello nos obligaría a concluir que ninguno de nosotros es un usuario competente en el uso de ningún término singular de los que empleamos habitualmente. Sea cual sea el objeto designado por un tér­ mino singular respecto de cuyo uso nos creemos competentes, basta un poco de imaginación para describir una situación en que aceptaríamos un enunciado in­ cluyendo ese término, y rechazaríamos sin embargo otro que incluyese en su lugar otro término con el mismo referente.8 Basta con que cada uno de los dos términos singulares sea asociado con conjuntos distintos de características indi­ viduativas o modos de presentación de un objeto, características que de hecho identifican la misma entidad, pero que un usuario por lo demás competente del lenguaje podría asociar coherentemente con objetos distintos. Así, Pedro asocia con ‘Londres’ el modo de presentación capital del Rei­ no Unido, en la que se hallan la famosa Torre de Londres, el Big Ben y el Pala­ cio de Buckingham. Este conjunto de características ciertamente identifican a Londres entre todas las demás cosas. Pero también lo hace el modo de pre­ sentación que Pedro asocia con ‘London’, a saber, ciudad en la que llevo tres meses trabajando, donde habitan mayoritariamente individuos de procedencia pakistaní o hindú y en la que nació mi amigo Mohammed, en cuya calle Casaubon se halla elpub “The Crown’s A rm s”junto a la tintotería “My Beautifiil Laundrette”.9 Y Pedro no puede imaginarse que ambos conjuntos de características identifican uno y el mismo objeto. Una vez identificado el principio que permite reproducir arbitrariamente ejemplos del tipo de los utilizados para justificar la segunda proposición en el argumento de Frege, ¿qué conclusión hemos de extraer entonces del argu­ mento? Es natural sentirse inclinado a concluir que la primera proposición era falsa después de todo, que los términos singulares no significan en realidad cosas tales como planetas o ciudades, sino más bien modos de presentación o características individuativas. Pero esto sería un error, en opinión de Frege.10

8. Incluso si el término singular es uno que nos designa a nosotros mismos, nuestro nombre propio incluido: las grandes obras literarias suministran una gran cantidad de casos que nos permitirían construir ejem plos asi. com en­ zando con el de Edipo. 9. Las características aquí asociadas a ‘London’ son ficticias; cualquier coincidencia con la realidad es accidental. 10. Es éste uno de los lugares en que conviene tener presente que ‘significación’ sería una mejor traducción cas­ tellana para ‘Bedeutung’ que ‘referencia’. Lo que Frege llama Bedeutmgen no son entidades en su opinión prescindibles o relegables en una caracterización semántica completa del funcionamiento del lenguaje: son la significación de los términos singulares, en el sentido de que el propósito convencionálmente supuesto a quien los usa es introducir en el discurso sus Bedeutungen. De hecho, lo único que realmente le importaba a Frege eran precisamente las referencias. Para el desarrollo de sus objetivos filosóficos — centrados en tomo al llamado "programa logicista”— son éstas las relevantes; en la obra que el propio Frege consideraba su principal logro intelectual, los Grtüulgesetze d er Anthmetik, los scnddps son mencionados en las páginas iniciales para desaparecer después por completo. Es posible que, desde el punto de vista de sus principales objetivos intelectuales. Frege introdujese la distinción entre senddo y referencia sólo para justificar sus peculiares puntos de vista sobre los significados de las expresiones que realmente le importaban, a saber, los términos generales.

Las intuiciones que justificaban la primera proposición son totalmente correc­ tas. Sigue siendo el caso que la verdad o falsedad de ‘Londres tiene más de diez siglos de antigüedad’ y ‘London tiene más de diez siglos de antigüedad’, ‘Londres tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próxi­ mo siglo’ y ‘London tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próximo siglo’, etc., (dichos por Pedro) se debe evaluar por relación al objeto individualizado a través del conjunto de características que él asocia, respectivamente, con ‘Londres’ y con ‘London’ (es decir, con la ciudad mis­ ma, la misma entidad en ambos casos), y no con los conjuntos de caracterís­ ticas individuativas en sí mismos. Los enunciados que contienen ‘Londres’ y ‘London’ tratan acerca de la ciudad de Londres, no acerca de los modos de presentación de que Pedro se sirve para identificarla (del mismo modo que los enunciados antes examinados que contenían ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ trataban acerca de Venus y no acerca de diversas mani­ festaciones o aspectos de Venus). Londres mismo debe intervenir en la espe­ cificación de las condiciones de verdad de los enunciados que contienen ‘Londres’. Por esta razón no puede ocurrir que un enunciado que inclu­ ya ‘Londres’ sea (tal y como Pedro lo entiende) verdadero, y otro que sólo difiera del primero en contener ‘London’ donde el primero contenía ‘Lon­ dres’ sea fa ls o — o viceversa. Una segunda consideración que muestra bien a las claras por qué no sería correcto negar la primera proposición es ésta: aunque Pedro cree que Londres no es idéntico a London, é l — y nosotros— interpreta los términos de tal modo que tiene cuando menos sentido que él se cuestione si Londres no será, des­ pués de todo, idéntica a London. Esta posibilidad sería ininteligible si los tér­ minos significasen los modos de presentación, y no los objetos presentados a través de ellos. Imagine el lector que es un astrónomo babilonio ignorante de que el lucero del alba es el lucero vespertino; imagine que tiene la profunda convicción de que hay vida inteligente en el lucero del alba. Imagine ahora que conjetura si el lucero del alba es la misma cosa que el lucero vespertino. ¿No conllevaría el que aceptase que lo es, dadas sus otras creencias, que habría de creer eo ipso también que hay vida inteligente en el lucero ves­ pertino? Pero si lo conllevaría, ha de ser necesariamente porque ‘el lucero del alba’, en el enunciado que expresa su convicción anterior, ‘hay vida inteli­ gente en el lucero del alba’, significa la cosa misma y no el aspecto bajo el que se le presenta. La primera proposición es, pues, inamovible. La segunda la justifica simplemente la posibilidad de historias como las que hemos ofrecido a efec­ tos ilustrativos, y la tercera la hemos justificado anteriormente al defender la competencia semántica de hablantes con dificultades como las de Sergi. ¿Qué opción queda? Formulamos la tercera proposición así: diferencias en valor cognoscitivo como las que ilustran las diferentes actitudes de Sergi res­ pecto de los enunciados (9) y (10) sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones en que los enunciados difieren diferencias en los significados relativas a sus referentes. Desde el punto de vista de Frege, la dificultad está

aquí: pues la distinción entre sentido y referencia revela una ambigüedad en la idea que aquí se expresa. Para que las tres proposiciones sean contradic­ torias es preciso interpretarla así: las diferentes actitudes sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones relaciones de referencia con dife­ rentes entidades. Dijimos al justificar la tercera proposición que las meras diferencias de forma entre las expresiones ‘Londres’ y ‘London’ no bastan para dar cuenta de las diferencias en valor cognoscitivo que hemos venido ilustrando; y tampoco se pueden explicar estas diferencias sobre la base de diferencias en las connotaciones evaluativas pragmáticamente asociadas con las palabras. Las diferencias en valor cognoscitivo que hemos ilustrado indi­ can más bien que los hablantes, pese a ser usuarios competentes, y pese a que los enunciados sólo difieren en contener expresiones que significarían lo mismo si el significado fuese el referente, entienden diferentes cosas — pues es coherente con su competencia lingüística la suposición de que la verdad de los enunciados (9) y (10) depende de que se den o no diferentes situacio­ nes objetivas. Hemos supuesto que esto implica que las referencias mismas deben ser distintas, lo que produce una inconsistencia patente con la primera proposición (y nos forzaría a rechazarla, sosteniendo — en contra de las con­ sideraciones que se acaban de ofrecer— que los referentes de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferentes; por consiguiente, que no puede tratarse de Venus en ninguno de los dos casos, pues si no es Venus el refe­ rente de una d ejas expresiones no hay razón alguna para pensar que lo sea de la otra). Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que ilustran la segunda proposición apunta a una interpretación distinta de la ter­ cera proposición, una de acuerdo con la cual no hay inconsistencia entre las tres — y con ello a una solución, o quizás disolución, del problema. Hemos comprobado cómo los referentes de los términos singulares son entidades obje­ tivas, que sólo pueden, ser conocidas mediante el conocimiento de modos de presentación que las identifican distintivamente; y hemos comprobado también cómo diferentes modos de presentación pueden sin embargo identificar la mis­ ma entidad. La conclusión que Frege extrae de ACF se apoya en esto: según Frege, un hablante competente sólo puede conocer la referencia o de un tér­ mino singular x conociendo un modo de presentación $ que (i) está también semánticamente asociado con x, y (ii) identifica unívocamente a o. Las dife­ rencias en valor cognoscitivo ejemplificadas por los pares (l)-(2), etc., se expli­ can entonces porque los distintos términos singulares están asociados lingüís­ ticamente con diferentes modos de presentación que los vinculan con la misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la referencia y el referente que sugería el proponente de la primera de las explicaciones de las diferencias en valor cognoscitivo excluidas por la tercera proposición de ACF; la referencia es el vínculo semántico entre la expresión y el referente. Pero, para obtener una explicación correcta de las diferencias en valor cognoscitivo, hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación semántica pre­ via entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre

la expresión y el referente mediado por la relación semántica de la expresión con un sentido.11 Dado que los sentidos (que así llama técnicamente Frege a los modos de presentación o conjuntos de características individuativas asociados a un tér­ mino singular) son indispensables para “llegar” a las referencias o para de­ terminarlas, esta explicación es compatible con las consideraciones que sus­ tentaban la tercera proposición. Frege sostiene que ningún usuario competente del lenguaje puede conocer “directamente” la referencia de ‘Londres’ o de ‘el lucero del alba’, la contribución de estas expresiones a las condiciones de ver­ dad de los enunciados que las incluyen; se conoce la referencia de estas expre­ siones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos dirigen” a ellas (de ahí que constituya una metáfora muy apropiada llamarles sentidos), indi­ vidualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias” que esta­ blece la tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las enti­ dades significadas, sino más bien en una diferencia en la manera en que se accede a ellas. En cierto modo, pues, las diferencias en valor cognoscitivo entre ‘Londres’ y ‘London’, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son dife­ rencias relativas al referente, como establece la tercera proposición; pero no consisten en que los referentes sean distintos (lo que estaría en contradicción con la primera), sino en que los sentidos vinculados semánticamente con las expresiones y necesarios para acceder a las entidades referidas son distintos. Ésta es también una diferencia relativa a los referentes, pues sin la mediación de los sentidos no habría referencias: no sólo no conoceríamos referencias, sino que no habría referencias para nuestras palabras. Una caracterización completa de la contribución de los términos singulares a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparecen debe hacer mención no sólo de su referencia, sino también del sentido que la especifica. No apreciar la distinción entre sentido y referencia nos impide advertir la ambigüedad de la idea de “diferencias relativas a los referentes”. No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones; la impresión opues­ ta la producía un cierto monismo semántico que teníamos como supuesto tácito: el supuesto de que las expresiones tienen una única propiedad semán­ tica. ACF nos fuerza, según el propio Frege, a adoptar una actitud más. plu­ ralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de propiedades semánticas: un sentido y una referencia. Hacerlo así revela como meramen­ te aparente la inconsistencia; pero — esto es crucial— sólo porque el sentido y la referencia de una expresión no son independientes: sólo así podemos mantener la verdad de la tercera proposición, reinterpretada apropiadamente una vez hacemos la distinción entre sentido y referencia. Las referencias de los términos singulares están determinadas por sus sentidos, en la medida en

11. La referencia de una expresión es, así, su vinculación semántica con una determinada entidad, y no la entidad con la que esta semánticamente vinculada (el referente). En ocasiones, sin embargo, se evita ana excesiva pro­ lijidad en la expresión hablando com o si la referencia fuese esto último. Tener presente la definición oficial debe bas­ tar para prevenir confusiones.

que los sentidos son modos de presentación o conjuntos de características que individualizan el referente, y sin la asociación con los cuales las pala* bras no tendrían referencia. La exposición que se ha hecho de la distinción entre sentido y referencia ha dejado varios cabos sueltos — como el examen crítico que efectuaremos en §§ 1-3 del próximo capítulo mostrará. Hemos tratado de exponer el núcleo mínimo de la concepción fregeana que puede ser aceptado desde perspectivas teóricas muy distintas entre sí, sin cuestionar, por ejemplo, cuál pueda ser la verdadera naturaleza de los sentidos de nombres propios como ‘Londres’ y ‘London’. Esta relativa generalidad nos permitirá exponer en las tres próximas secciones otros aspectos relacionados de las ideas semánticas de Frege, de modo que sean igualmente atractivos desde diferentes perspectivas.

3.

Análisis del discurso indirecto

La referencia fregeana de una expresión, como hemos explicado, consiste en su vínculo semántico con aquella entidad por relación a la cual se evalúa el valor de verdad de cualquier enunciado en que la expresión aparece. El refe­ rente de términos como ‘el lucero vespertino’ es un objeto, esa entidad acerca de la cual tratan los enunciados que contienen la expresión: ‘el lucero vesper­ tino es el astro más luminoso después del Sol y la L una\ 'hay cráteres y vol­ canes en erupción en el lucero vespertino’, etc.; es decir, el planeta Venus. Dado que la referencia de ‘el lucero del alba1 vincula a esta expresión con el mismo planeta, ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ deben ser inter­ cambiables salva veritate (es decir, preservándose el valor de verdad) en cual­ quier enunciado en el que aparezcan: si, en un enunciado falso que contenga ‘el lucero vespertino1,- sustituimos ese término por cel lucero del alba’, el enun­ ciado resultante ha de ser igualmente falso; si, en un enunciado verdadero que contenga ‘el lucero vespertino’, sustituimos ese término por ‘el lucero del alba’, el enunciado resultante ha de ser igualmente verdadero. Nuestras intui­ ciones semánticas confirman esta predicción de la teoría fregeana en el caso de enunciados como (11). Sin embargo, esas mismas intuiciones indican que ‘el lucero vespertino’ no es sustituible por ‘el lucero del alba’ salva veritate en (12): (11)

el lucero vespertino es visible al atardecer

(12)

Raúl cree que el lucero vespertino es visible al atardecer.

Raúl puede creer que el lucero vespertino es visible al atardecer, y no creer sin embargo que el lucero del alba sea visible al atardecer. Lo que ocu­ rre aquí con ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ no es específico de estos dos términos; otros pares de términos singulares (nombres propios, des­ cripciones definidas y deícticos) permitirían construir ejemplos análogos, res-

pecio de los cuales nuestras intuiciones serían las mismas. (El lector puede comparar los valores de verdad que, dada la historia narrada en la sección ante­ rior, atribuiría, respectivamente, a ‘Pedro juzga que Londres tiene parajes lin­ dos’ y a ‘Pedro juzga que London tiene parajes lindos’.) Esto, desde un punto cíe vista fregeano (quizás desde cualquier punto de vista), es verdaderamente extraño. En rigor, no es sólo extraño, sino aparentemente contradictorio, dada la definición que hemos ofrecido de ‘referencia’: si la referencia de una ex­ presión es su asociación semántica con una entidad por relación a la cual se evalúa el valor veritativo de los enunciados en los que la expresión aparece, sustituir en un enunciado una expresión por otra con el mismo referente no puede afectar al valor veritativo del mismo. Frege proporciona una explicación razonable de estas intuiciones. La explicación la hace posible el hecho de que su teoría dispone ya de sentidos, introducidos a través de los argumentos presentados en la sección anterior. Por tanto» su explicación transforma lo que a primera vista era una anomalía para su teoría en una virtud de la misma, que a fin de cuentas la refuerza. La expli­ cación fregeana de intuiciones como la que acabamos de ejemplificar consiste en que la referencia de un término varía cuando aparece en lo que llamaremos contextos indirectos (como en (12)) respecto de la referencia que el término tiene en contextos usuales como (11); Frege propone (y justifica) una teoría según la cual la referencia de una misma expresión cambia sistemáticamente, según el contexto lingüístico en que la expresión se encuentre. (No se debe confundir el Principio del Contexto — expuesto en § 1— con la tesis fregeana de que las referencias de las expresiones sufren cambios inducidos por el con­ texto lingüístico en que aparecen. Que no establecen lo mismo se puede ver en que el Principio del Contexto podría ser correcto incluso si la tesis de la variabilidad sistemática de referencia de las expresiones no lo fuese.) Un con­ texto indirecto es un contexto lingüístico regido por ‘decir que’, ‘opinar que’, ‘pensar que’, ‘desear q u e \ etc. Sintácticamente, estas expresiones deben ir seguidas por una oración; es esta oración sintácticamente regida por un verbo como los anteriores lo que constituye, con mayor precisión, un co ntexto in d i­ recto.

Frege se inspira para su solución en su propio análisis de lo que ocurre en lo que llamaremos contextos directos, como en (13): (13)

Raúl dijo: el lucero vespertino es visible al atardecer

Las palabras que se hallan después de los dos puntos constituyen u n c o n ­ texto directo. La función de las mismas es recoger las palabras de otro, en este caso Raúl. Son co n texto s directos todas aquellas expresiones que forman par­ te de una cita literal de un cierto texto (de las palabras de otro, de un escrito, ete.). Es claro que ‘el lucero vespertino’ no es tampoco sustituible sa lva veri­ tate por ‘el lucero del alba’ en (13). La solución del problema es aquí inme­ diata, según Frege, en tanto que ‘el lucero vespertino’ (así como el resto de palabras que forman el contexto directo) no tiene en (13) la misma referencia

que tiene usualmente. Quien profiere (13) no pretende con ‘el lucero vesperti­ no’ mencionar Venus, decir algo sobre ese planeta; lo que pretende es referir­ se a la expresión-tipo ‘el lucero vespertino’ misma, con el fin de decir que Raúl profirió un ejemplar de esa expresión. Los contextos directos constituyen un caso particular de mención de sig­ nos; las palabras que los componen están mencionadas y no usadas. Como par­ te de una más extensa discusión de las citas, presentamos (y discutimos) en II, § 2, la teoría fregeana de las citas. Según esta teoría, las palabras que se encuen­ tran en contextos directos se ¿zií/odésignan. Lo característico de la teoría fre­ geana de la cita (y lo que es relevante para nuestros fines presentes), que la dis­ tingue de la teoría que propusimos y defendimos en el primer capítulo, es que de acuerdo con ella las comillas no tienen más que la función de advertimos de un cambio de referencia en las expresiones entrecomilladas, respecto de la referencia que usualmente tienen. Lo que tiene referencia, según la teoría fre­ geana, no es la cita completa, la expresión entrecomillada junto con las comi­ llas que la flanquean cuando escribimos con propiedad, sino las expresiones que están 'dentro de las comillas: así lo pone claramente de manifiesto el decir —como dice Frege— que en los contextos directos'las palabras se autodesignan. Pues si lo que designase en el enunciado «‘Sergi’ comienza con ese» fue­ se la cita (la expresión que comienza y acaba con una comilla), y esta expre­ sión se autodesigna, lo que el enunciado propone sería falso: ninguna cita comienza con una ese, sino que todas comienzan con la comilla inicial. Frege debe pensar^por consiguiente, que lo que designa no es la cita, sino la expre­ sión dentro de las comillas; la función de las comillas, como hemos indicado, debe ser en su concepción meramente la de señalar los límites de un contexto lingüístico (un contexto directo) donde la referencia de las expresiones varía, con respecto a su referencia usual. Así pues, la expresión ‘el lucero vespertino’ tiene un referente (en el sen­ tido técnico fregeano de ‘referente’ que hemos expuesto anteriormente: aque­ lla entidad, asociada con la expresión, por relación a la cual se evalúa el valor veritativo del enunciado) en (13), al igual que la tiene en (11). (11) constituye lo que llamaremos un contexto usual) en ellos, los términos tienen su referen­ cia usual. El referente usual de ‘el lucero vespertino’ es, por tanto, el planeta Venus. En (13), la misma palabra que en (11) refiere al planeta Venus, a saber, ‘el lucero vespertino’, tiene una referencia distinta: eso a lo que la expresión refiere en (13) — aquella entidad semánticamente asociada con ‘el lucero ves­ pertino’ por relación a la cual se debe evaluar el valor veritativo de (13)— no es el planeta Venus, sino la expresión-tipo misma ‘el lucero vespertino’. No importa ahora que ésta sea o no una teoría correcta de las citas. Lo importante es entender cabalmente que, de acuerdo con el análisis fregeano, contextos directos como el incluido en (13) ponen claramente de manifiesto cómo las mismas expresiones, en distintos contextos lingüísticos, poseen sis­ temáticamente distintas referencias. Denominemos referencias directas (por oposición a referencias usuales) a las referencias que tienen las palabras en contextos directos. Examinando estos casos, resulta según Frege patente que

aquello que produce la impresión de la existencia de un conflicto con la defi­ nición de ‘referencia’ es el supuesto implícito de que la referencia de una expresión ha de ser siempre la misma. Pero el lenguaje natural no funciona así; es' frecuente, por ejemplo, que los nombres propios tengan más de una refe­ rencia. Cuando se elimina la presuposición tácita de la ausencia de equivocidad, el conflicto desaparece: que ‘el lucero vespertino’ no sea sustituidle sal­ va veritate por ‘el lucero del alba’ en (13) se explica simplemente porque, en contextos directos, las palabras tienen una referencia distinta de la usual, y esa referencia directa es distinta para ambos términos (pues la referencia directa de una expresión es la expresión-tipo que ella ejemplifica, y las expresionestipo ejemplificadas por ‘el lucero vespertino’ y por ‘el lucero del alba’, res­ pectivamente, son distintas). Se trata ésta de una ambigüedad distinta a la de ios nombres propios que designan a más de una persona, como ‘Manuel Pérez Rodríguez’: esta última es una ambigüedad accidental, que podría ser elimina­ da mediante una convención ad hoc, mientras que la ambigüedad que hemos puesto de manifiesto — como se expuso en II, § 3, a propósito de la función del carácter “pictográfico” de las citas— no sería razonable eliminarla así. Pero esto no afecta a la cuestión. Según Frege, algo similar ocurre en (12). Pero ¿en qué sentido cabe decir que en (12) ocurre algo similar? Es claro que ‘el lucero vespertino’ no refiere en (12) a una expresión-tipo: el propósito de quien asevera (13) es sin duda hablar de palabras; de ahí que sea razonable decir que la referencia de ‘el luce­ ro matutino’ en (13) no es un planeta, sino una expresión. Pero no ocurre lo mismo con (12), al menos no a primera vista. Lo que necesitaríamos es una entidad, distinta de la expresión, pero también distinta de los referentes usua­ les de ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ — que son el mismo-—, que pueda servir de referencia indirecta de esas expresiones en contextos indirec­ tos y explique así que esos términos no sean intercambiables salva veritate en tales contextos. Ahora bien, la teoría de Frege suministra tales entidades: según la teoría de Frege, cada término singular tiene, además de referencia, sentido. Sí el lenguaje natural incluye contextos en los que las palabras-se refieren a sí mismas (como en (13)), en lugar de significar lo que significan usualmente, no debe resultar extraño — una vez que tenemos a nuestra disposición una teoría que atribuye a las palabras sentidos además de referencias— que el mismo len­ guaje natural permita también que en algunos casos las palabras signifiquen sus sentidos usuales, en lugar de significar lo que significan normalmente. Esto es, según Frege, lo que ocurre en contextos indirectos como los repre­ sentados por (12). En contextos indirectos las palabras, según la explicación fregeana, aunque no se designan a sí mismas, tampoco refieren a sus referen­ tes usuales: designan más bien los sentidos con los que están semánticamente asociadas en contextos usuales. Recuérdese que, según el argumento de Frege expuesto en la sección anterior, una expresión ( ‘el lucero vespertino’) no pue­ de tener semánticamente asociado su referente usual (el planeta Venus) de un modo directo, sino sólo a través de un modo en que ese referente es presenta­ do, una característica que lo individualiza: este mediador entre la expresión y

su referencia usual es el sentido de la expresión. Si no podemos sustituir sal­ va veritate ‘eí lucero vespertino’ por ‘el lucero del alba’ en (12) es porque, en un contexto indirecto como aquel del que forma parte en (12), la expresión ‘el lucero vespertino’ no refiere a lo que refiere en contextos usuales (es decir, el planeta Venus), sino que refiere al sentido usual de esa expresión; y, como sabemos, el sentido de ‘el lucero vespertino’ difiere del sentido de ‘el lucero del alba’ —pese a que las referencias usuales de esas expresiones sean una y la misma. La propuesta de Frege se puede justificar de un modo algo más intuitivo. Siguiendo a Frege, estamos denominando ‘contextos indirectos’ tanto a los regidos por ‘decir que’ como a los regidos por ios verbos que en DI, § 1 deno­ minamos verbos de actitud proposicional; es decir, verbos que se utilizan para atribuir a un sujeto estados con contenido intencional o representacional, ‘creer que’, ‘percibir que’, ‘pretender que’, ‘desear que’, etc. En gramática se utiliza la noción de discurso indirecto de un modo más estricto. El discurso indirecto propiamente así llamado está constituido por oraciones regidas por ‘decir que’, y se contrapone al discurso directo, que (13) ejemplifica. La dife­ rencia entre el discurso directo y el discurso indirecto está en que en el pri­ mero hemos de reproducir “al pie de la letra” las palabras utilizadas en el tex­ to que estamos citando, si queremos hablar con verdad. Así, (13) sería falso si Raúl no utilizó, al proferir el texto que se cita en (13), palabras de los tipos ejemplificados por las palabras que constituyen el contexto directo. Por ejem­ plo, (13) sería falso si lo que Raúl dijo fue en realidad ‘Héspero es visible al atardecer'. (En circunstancias cotidianas, en que no nos tomamos muy en serio lo que decimos y existe una cierta laxitud en cuanto a los criterios de verdad y falsedad, bien podemos aceptar (13) cómo verdadero en un caso así. Pero imagínese que la cuestión sea importante; por ejemplo, que (13) lo profiera un testigo en una corte de justicia, donde conocer las palabras exactas empleadas por Raúl sea pertinente para decidir el caso.) En el discurso indirecto, en cam­ bio, el criterio de fidelidad al texto citado es más laxo; bajo el supuesto (eti­ mológicamente razonable) de que ‘el lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tienen el mismo sentido, y el de que lo que Raúl dijo fue ‘Héspero es visible al atarde­ cer’, (14) — utilizado para citar indirectamente el texto proferido por Raúl— sería verdadero: (14)

Raúl dijo que el lucero vespertino es visible ai atardecer

En el discurso indirecto, por tanto, citamos también a partir de un cierto texto; mas están permitidas licencias con el texto que (al menos hablando estrictamente) no están permitidas en el discurso directo. ¿Cuál es entonces, en el discurso indirecto, el criterio de fidelidad al texto citado? De acuerdo con Frege, en el discurso indirecto tratamos de recoger el sen tid o de las palabras del texto citado, sin atenemos al pie de la letra a las palabras utilizadas. Obsér­ vese que no decimos la referencia, sino el sentido. Si lo que Raúl dijo literal­ mente fue ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’ (o ‘Héspero es visible

al atardecer’), y Raúí no sabe que el lucero vespertino y el lucero del alba son uno y el mismo cuerpo celestial — de modo que a Raúl nunca se le ocurriría decir ‘el lucero del alba es visible al atardecer’— , en tal caso, ‘Raúl dijo que el lucero del alba es visible al atardecer’ sería, según Frege, falso. (Como antes, puede que en circunstancias cotidianas seamos más laxos, pero, en contextos en que importa seriamente hablar con exactitud, tal descripción de lo que Raúl dijo sería incorrecta.) Es porque éste es el criterio de fidelidad al texto en el discurso indirecto que las palabras en contextos indirectos no refieren a sus referentes usuales, sino a sus sentidos usuales: con ‘el lucero vespertino\ en (14) no pretendemos referimos a Venus, sino al sentido asociado a esa expre­ sión; es decir, al conjunto de características individuativas de un objeto semán­ ticamente asociado con esa expresión. La función semántica de cel lucero ves­ pertino’ en (11) es hacer que el enunciado sea acerca de Venus: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (11) hace que su verdad o falsedad dependa de hechos relativos a Venus. La función semántica de la misma expresión en (13) es hacer que el enunciado sea acerca de la expresión-tipo ‘el lucero vesperti­ no’: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (13) hace que su verdad o false­ dad dependa de hechos relativos a esa expresión, no a Venus (a saber, de si Raúl produjo ejemplares de la misma o no). Por último, la función de la mis­ ma expresión en (14) es hacer que el enunciado sea acerca de\ sentido nor­ malmente asociado a esa expresión: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (14) hace que la verdad o falsedad de (14) dependa de hechos relativos a las características individuativas semánticamente asociadas con ‘el lucero vesper­ tino’ (a saber, de si Raúl profirió o no una expresión con ese sentido).12 Del mismo modo que, según la teoría de las citas directas de Frege, en el lenguaje escrito utilizamos a veces comillas para advertir del cambio de refe­ rencia en las palabras cuando éstas están mencionadas —y así, escribiendo pro­ piamente, (13) se debería escribir como (13')— introduciremos la convención de flanquear con el signo ‘#’ las expresiones cuando éstas signifiquen, en lugar de sus referencias usuales, sus sentidos. (14) entonces se expresaría, propia­ mente hablando, como (14'): (13’)

Raúl dijo: ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’.

(14')

Raúl dijo que #ei lucero vespertino es visible al atardecer#.

12. A estas alturas, el lector puede muy bien estarse preguntando lo siguiente: si la referencia de las palabras en contextos indirectos no es la usual, sino que es inás bien el sentido que esas mismas palabras tienen en contextos usuales, ¿qué ocurre con los sentidos de las palabras en contextos indirectos? ¿Son los mismos que en contextos usua­ les, o son también otros? Dado el papel teórico de los sentidos, parece que deberían ser otros; pues el sentido deter­ mina la referencia, y dado que la referencia de las palabras difiere en contextos indirectos respecto de la que tienen en contextos usuales, habría que concluir que los sentidos son también distintos. Por otro lado, dado que un contex­ to indirecto puede contener incrustado otro contexto indirecto ( ‘Víctor piensa que Sergi cree que la pelota es roja'), esa decisión parece conllevar la necesidad de asignar un número potencialmente ilimitado de sentidos diferentes aúna misma palabra. Los escritos de Frege no permiten resolver la cuestión; diferentes fregeanos han ofrecido diferentes respuestas a la misma.

(El motivo para elegir esta tipografía es sugerir una analogía entre las ideas de Locke y las de Frege que probablemente ya ha pasado por las mien­ tes al lector; la analogía se discute explícitamente en VII, § 1. Naturalmente, Locke nunca desarrolló una teoría del discurso indirecto; y Frege nunca pensó seriamente en los sentidos de expresiones como ‘rojo’ o ‘línea de aprox. un metro’, ni en la necesidad -—ajuicio de alguien con puntos de vista como los de Locke— de incluir vivencias en su caracterización.) Estrictamente hablan­ do, estas convenciones son, según Frege, innecesarias: el contexto ya deja cla­ ro que se ha producido un cambio en la referencia de las palabras, y la gra­ mática indica en este caso bastante bien cuáles son los límites del contexto lin­ güístico en que las palabras mudan sus referencias. Pero atenerse a la conven­ ción puede solventar dudas, y evitaría perplejidades como aquella con la que comenzamos esta sección. Como las expresiones flanqueadas por ‘# ’ refieren a sus sentidos, y el sentido de ‘el lucero vespertino’ es distinto del sentido de ‘el lucero del alba’, es inmediato que ambas expresiones no pueden ser inter­ cambiadas en (14') — por más que sí puedan serlo en (11). Supuesto que ‘el lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tengan el mismo sentido, ambas expresiones sí son intercambiables salva veritate en (14'); como son expresiones distintas, no lo son en (13'). Esta exposición del tratamiento fregeano del discurso indirecto ha tratado del discurso indirecto en el sentido estricto de los gramáticos. No es inmedia­ to que las mismas tesis que valen para (14) hayan de aplicarse a (12) — que no hace alusión, directa ni indirecta, a ningún texto: uno puede tener creencias sin revestirlas de ninguna forma lingüística—■. La conjetura de Frege es que Ja explicación de la no sustituibilidad de expresiones coa la misma referencia usual pero diferente sentido en enunciados como (12) es la misma que la que acabamos de justificar para enunciados del’tipo de (14). Podemos hacer la ana­ logía mucho más inmediata si suponemos, con algunos filósofos medievales y otros contemporáneos, la existencia de un “lenguaje del pensamiento” (no necesariamente un lenguaje natural: quizás un lenguaje cuyos “caracteres” serían análogos a los que manipulan los ordenadores, estadós consistentes en la activación o desactivación de una serie de unidades representabas median­ te numerales en notación binaria) en que se formularían todos nuestros estados intencionales.^ Si, además, existieran razones para extender la distinción fre­ geana entre sentido y referencia a las expresiones de este “lenguaje del pensa­ miento”, bajo estos supuestos, las palabras que aparecen en contextos indirec­ tos gobernados por verbos de actitud proposicional, en oraciones como (12), tendrían literalmente la misma función que tienen las palabras en contextos indirectos como el de (14): servirían para hacer referencia a las palabras en un cierto texto (escrito en el “lenguaje del pensamiento”), en el entendido de que

13. Véase Jerry Fodor, El lenguaje del pensamiento, así com o el apéndice “¿Por qué debe haber aún un len­ guaje del pensamiento?" a su Psicosem ántica. La idea de un “lenguaje del pensamiento" se justifica también en mis trabajos «El funcionalismo», en el volumen La Mente Humana de la Enciclopedia iberoam ericana de Filosofía, y ‘T h e Philosophical Import o f Connectionism: A Critical Notice o f Andy Clark’s Associative Engines".

lo que se busca es indicar el sentido de esas palabras y no su “literalidad” for­ mal (que, naturalmente, nadie conoce por ahora). Pero sea lo que fuere de esta analogía, lo cierto es que la propuesta de Frege da cuenta de intuiciones semán­ ticas que cualquier teoría debe explicar; a saber, que ‘el lucero vespertino5 es intuitivamente sustituible salva veritate por ‘el lucero del alba’ en enunciados como (11), pero no lo es en enunciados como (12). Es importante no confundir la teoría fregeana del discurso indirecto, pre­ sentada en esta sección, con la tesis fregeana de que las expresiones tienen sen­ tido además de referencia, presentada en la anterior. La segunda es indepen­ diente de la primera. La distinción entre sentido y referencia se justifica inde­ pendientemente de la teoría del discurso indirecto, mediante las consideracio­ nes suscitadas por el argumento al que denominamos ‘ACF’, Si cabe, la distinción entre sentido y referencia se ve confirmada por su aplicación a la solución del problema que plantea el discurso indirecto; pues disponer de la distinción nos permite ofrecer una explicación plausible de unos hechos semánticos de los que cualquier teoría semántica debe dar cuenta, que no se nos hubiera ocurrido siquiera de no poseer previamente la distinción. Pero la distinción entre sentido y referencia es una tesis teóricamente independiente de tal solución y lógicamente anterior a ella.

4.

El valor cognoscitivo de la identidad

Con ayuda de las teorías fregeanas del discurso directo y del discurso indi­ recto podemos ahora poner de manifiesto la confusión a la que puede dar lugar el presentar ACF, como Frege hace, exclusivamente atendiendo a enunciados de identidad. Como dijimos al exponer ACF en § 2, Frege no presenta el argu­ mento utilizando parejas de enunciados como los pares (1) y (2) o (5) y (6), sino que lo hace considerando enunciados como (3) y (4), que repito a conti­ nuación para comodidad del lector: (3)

el lucero del alba = el lucero del alba

(4)

el lucero vespertino = el lucero del alba

Un enunciado de identidad como (4) puede tener un “valor cognoscitivo” que uno como (3) no tiene. (Frege realza esta diferencia en “valor cognosciti­ vo” indicando que conocemos la verdad de (4) a posteriori, mientras que .(3) es analítico, y por tanto conocido a priori. Sin embargo, como ya dijimos ante­ riormente, la diferencia que le importa subrayar a Frege no coincide con la dis­ tinción entre enunciados conocidos a priori y enunciados conocidos a poste­ riori, ni tampoco con la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos; porque exactamente la misma diferencia en valor cognoscitivo existe entre, digamos, ‘la raíz cúbica de 1.728 = la raíz cúbica de 1.728’ y ‘12 = la raíz cúbica de 1.728’, pese a que, al menos según el propio Frege, ambos son ana-

Uticos, y por tanto a priori.) Sin embargo, si (4) es verdadero, los términos sin­ gulares a un lado y otro del signo de identidad tienen la misma referencia (es precisamente porque tienen la misma referencia que (4) es verdadero). Ahora bien, la diferencia en valor cognoscitivo entre (4) y (3) parece tener que ver con las referencias de las palabras; pero si (4) es verdadero, (4) y (3) no difieren en eso: las referencias de las dos expresiones pertinentes son una y la misma. Frege se refiere a este problema como el de “explicar el valor cognosciti­ vo de la identidad”; pero, una vez expuesto, es claro que el problema no es más que un caso particular del “argumento central de Frege” presentado en § 2. Sin embargo, cuando el problema se presenta exclusivamente respecto de los enun­ ciados de identidad, es posible caer en el error consistente en proponer una incorrecta solución al mismo. La solución — en los términos de la sección pre­ cedente— consiste en decir que los enunciados de identidad constituyen, implí­ citamente, contextos directos. Esto es, los enunciados de identidad constituyen contextos en los que los términos que flanquean el signo de identidad están mencionados y no usados. Las palabras que aparecen en (3) y (4) hacen la mis­ ma función 'que las palabras que aparecen después de los dos puntos en (13): en lugar de tener su referencia usual (Venus), están ahí para designarse a sí mismas. Es decir, los enunciados de identidad del lenguaje natural como (3) y (4) son formulaciones encubiertas de enunciados como (3') y (4'): (3')

‘el lucero del alba’ codesigna con ‘el lucero del alba’

(4’)

‘el lucero vespertino’ codesigna con ‘el lucero del alba’

Es esta una teoría metalingüística de Ja identidad, según la cual, en des­ cripción de Frege, la identidad no sería una relación entre los significados usuales de los términos, sino entre los términos mismos. Naturalmente, la teo­ ría mefaJingüísíica no sostiene que cuando aseveramos una identidad estemos aseverando que los términos que utilizamos sean los mismos: esta tesis absur­ da haría a la mayoría de los enunciados de identidad, en ios que — como en (4)— términos distintos flanquean el signo de identidad, manifiestamente fal­ sos. Como se puede comprobar comparando (3) y (3'), o (4) y (4'), quien sos­ tiene que la identidad no relaciona los significados, sino las palabras, además de entender que, cuando enunciamos la identidad entre dos cosas, menciona­ mos y no usamos los términos singulares que flanquean el signo de identidad, sostiene también que no estamos aseverando en realidad la identidad, sino una relación distinta — ia de codesignar dos términos. Cuando los signos utiliza­ dos son los mismos, como en (3’), el enunciado no es informativo. Cuando son distintos, como en (4'), sí lo es. Esta propuesta metalingüística es intuitivamente plausible, por diversas razones. Una es que es plausible pensar que un enunciado como (3) implica uno como (3'). Esta no es la razón más importante, sin embargo. La razón más importante tiene que ver con una peculiaridad de los enunciados de identidad. Dicho intuitivamente, algo debe haber de distinto entre “dos” cosas, para que

sea útil o procedente decir que “son” la misma. Naturalmente, cuando la cues­ tión se presenta de este modo, suscita todo tipo de perplejidades. Si son dis­ tintas (y si no, ¿por qué hablar en plural?), ¿cómo pueden ser la m ism a? ¿No es la ley de Leibniz — el principio de indiscemibilidad de los idénticos— , a saber, la tesis de que si dos entidades son discernibles en algún respecto, no son la misma cosa, la regla fundamental que gobierna el funcionamiento de la identidad? La lectura metalingüística de los enunciados de identidad alivia esta perplejidad, en cierto modo. Aseverar la identidad es decir, de dos nombres, que designan lo mismo. Quizás por ello, el propio Frege había defendido este punto de vista en su primera obra, Begrijfsschrift, § 8. Sin embargo, una vez que vemos que el problema de los enunciados de identidad no es más que un caso particular de ACF —que puede construirse a propósito de enunciados de cualquier tipo— la plausibilidad de la solución metalingüística se esfuma por completo. Para generalizar esta solución, ha­ bríamos de decir que también los enunciados (1) y (2), (5) y (6) de la sección segunda constituyen “contextos directos implícitos” en los que las expresionestipo ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no significan sus significados usuales, sino que se significan a sí mismas. Pero esto es absurdo. Nos vería­ mos obligados a concluir así que, siempre que hablamos, hablamos en realidad de Jas palabras que utilizamos para hablar. En el primer párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege ofrece otra crí­ tica a la teoría metalingüística de los enunciados de identidad (que él mismo había propuesto anteriormente, como dije). El sentido de su crítica no es pre­ cisamente transparente; pero la idea (que ya expusimos anteriormente, al cla­ rificar la tercera premisa de ACF) parece ser la siguiente. Leídos metalingüísticamente, enunciados como (4) dicen que dos expresiones-tipo distintas desig­ nan la misma cosa — como (4') pone de manifiesto explícitamente. Es ésta una información relativa a ciertas convenciones lingüísticas; damos una informa­ ción del mismo tipo cuando decimos, por ejemplo, que la palabra ‘plumífero’ es en español una mera variante con connotaciones peyorativas de la palabra ‘escritor’. Ahora bien, sostiene Frege, ia información que (4) proporciona no es meramente una información de este tipo. No.es una información sobre prác­ ticas lingüísticas (aunque quizás, secundariamente, pueda verse así); directa­ mente, (4) proporciona información astronómica. En el último párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege vuelve a la cuestión inicial de la identidad y explica cómo su distinción entre sentido y referencia permite responder la pregunta de partida, a saber, si la identidad es una relación entre los referentes de las palabras o relaciona más bien (en tan­ to que la relación de codesignación) las palabras mismas. Erróneamente enca­ minados por la discusión del primer párrafo, algunos lectores maiinterpretan (en mi opinión) el último. De acuerdo con esta interpretación errónea, la nue­ va solución de Frege al “problema de los enunciados de identidad” sería una teoría simétrica a la teoría metalingüística, en la que los sentidos pasarían aho­ ra a ocupar el papel que en la teoría metalingüística desempeñan las expre­ siones. Designemos con la expresión ‘presentar’ a la relación existente entre

el sentido de una expresión y la referencia de esa expresión. Según la concep­ ción fregeana del significado, los términos singulares tienen un sentido ade­ más de una referencia; y, así como el sentido común reconoce una relación semántica entre el término y el referente (la relación de referencia, o desig­ nación), la teoría fregeana postula una relación análoga entre sentidos y refe­ rentes. Según la teoría de Frege el signo expresa un sentido (un conjunto de características individuativas), y, a través de éste, refiere a un referente. Es la relación entre sentido y referente — parte propia de la relación entre signo y referente— la que denominaremos con el término técnico ‘presentar’. Como, en el caso de los términos singulares, el sentido de la expresión es un con­ junto de características individuativas de su significado, diremos que el senti­ do de una expresión copresenta con el sentido de otra cuando ambos conjun­ tos de características llevan de hecho al mismo objeto. Pues bien, de acuerdo con esta interpretación — en mi opinión errónea— , la nueva solución de Fre­ ge en “Sobre sentido y referencia” sería que (3) y (4) son, tácitamente, abre­ viaturas de (3") y (4H): (3")

#el lucero del alba# copresenta con #el lucero del alba#

(4")

#el lucero vespertino# copresenta con #el lucero del alba#

Esta solución^ sjn embargo (según la cual la relación de identidad intro­ duciría contextos iñdirectos), no puede ser la de Frege. La razón, una vez más, es que el problema presentado por ACF es uno completamente general; el valor cognoscitivo de la identidad no es más que un caso particular del mismo. La solución de Frege es igualmente general: su conclusión es que todos los tér­ minos singulares tienen sentido y referencia, sea cual sea el contexto en el que aparecen. Pero sería absurdo por parte de Frege decir que Jos enunciados (1) y (2), (5) y (6) de § 2 constituyen “contextos indirectos implícitos” en los que ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no designan a sus referentes usua­ les, sino que designan sus sentidos. Es absurdo, independientemente de las ide­ as de Frege, porque ello equivaldría a sostener que siempre que hablamos nues­ tras palabras tienen la misma función que tienen, según Frege, las palabras en contextos indirectos: es decir, que hablamos en realidad de los sentidos de nuestras palabras. Pero es aún más absurdo para Frege, porque de ese modo Frege se quedaría sin el contraste necesario entre las referencias de las pala­ bras en contextos usuales y sus referencias indirectas. Como vimos en la sec­ ción precedente, la idea de Frege es que en los discursos indirectos las pala­ bras mudan su referencia: pasan de tener su referencia usual, a referir al sen­ tido asociado en contextos usuales. Esta tesis de la referencia cambiante de las palabras carecería de sentido, si los sentidos mismos fuesen ya referidos en contextos usuales. La verdadera solución de Frege al problema de la identidad es la misma que él ofrece a su paradoja, y fue expuesta en la sección segunda. Compáren­ se los dos enunciados que siguen:

(15)

el lucero del alba es más voluminoso que el lucero del alba

(16)

el lucero vespertino es más voluminoso que el lucero del alba

Una vez más, ambos enunciados tienen diferente valor cognoscitivo. Un usuario competente del lenguaje sabe que (15) no puede ser verdadero, pero que (16) no es verdadero puede resultarle informativo a ese mismo usuario del lenguaje, por más elevada que sea su competencia lingüística. ¿Hemos de con­ cluir de esto que las expresiones ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ en esos enunciados refieren en realidad a sus sentidos usuales — que estamos ante contextos indirectos implícitos— y que, por tanto, la relación de ser un objeto más voluminoso que otro (convertida en una relación apropiada diferente) “relaciona en realidad sentidos”? No, en opinión de Frege: la relación relacio­ na los referentes, como todos suponemos; pero un hablante sólo puede cono­ cer la referencia de un término a través del conocimiento de su sentido, y este hecho, junto con el hecho de que los sentidos de ‘el lucero del alba’ y ‘el luce­ ro vespertino’ difieren, explica suficientemente bien el diferente valor cognos­ citivo de (15) y (16). Exactamente lo mismo ocurre, según Frege, con los enunciados de identi­ dad. La identidad relaciona objetos, justamente a la manera en que la relación de ser más voluminoso relaciona objetos; las diferencias en valor cognoscitivo se explican porque no cabe entender la referencia de un término singular si no es a través del conocimiento de un modo de presentación asociado con el tér­ mino —junto con el hecho, ya familiar, de que expresiones con la misma refe­ rencia pueden sin embargo tener distinto sentido— . Este análisis de los enun­ ciados de identidad, además, nos permite expresar de un modo preciso la intuición que, según expusimos antes, da cierta plausibilidad a la teoría metalingüísdca (la intuición de que algo debe haber de distinto entre “dos” cosas, para que sea útil o pertinente decir que “son” la misma) sin suscitar ninguna perplejidad. Lo que un fregeano diría es que sólo es útil o pertinente aseverar un enunciado de identidad a = b cuando el término a y el término b tienen di­ ferentes sentidos. Si a y b tienen el mismo sentido, el enunciado de identidad a = b está semánticamente bien construido, y es trivialmente verdadero; pero resulta pragmáticamente inapropiado, por cuanto cualquier usuario competen­ te del lenguaje debe saber que es verdadero. (Véase XIII, § 3, donde se expli­ ca la diferencia entre corrección semántica y corrección pragmática a que se apela aquí.) No existe aquí el menor atisbo de conflicto con el principio de indiscemibilidad de los idénticos: que un objeto pueda ser invidualizado en tér­ minos de dos conjuntos distintos de características diferentes no debe llevar­ nos a pensar que no es en realidad uno, sino dúo. Más bien al contrario; una manifestación de la objetividad de una entidad es el que pueda ser identifica­ da a través de características distintas de aquellas a que se recurre inicialmen­ te para pensar en ella, o designarla. Ya que hablamos de dos, el dos es el úni­ co cociente de 26 y 13 y también el único primo par -—y no por eso deja de ser uno.

5.

Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones

Tras introducir la distinción entre sentido y referencia para términos sin­ gulares, Frege la extiende a otras expresiones lingüísticas con propiedades semánticas —comenzando con los enunciados mismos. Que los enunciados tengan referencia, en el sentido técnico fregeano, puede resultar a primera vis­ ta extraño; por lo visto hasta aquí, la referencia de una expresión es su rela­ ción con una entidad extralingüística como el planeta Venus, designada por un término singular. El uso de un término singular tiene intuitivamente como pro­ pósito introducir en el discurso una entidad: tal es la referencia del término. ¿Pero qué nombran o designan los enunciados? ¿Qué entidad tienen los enun­ ciados como propósito convencional introducir en el discurso? Según Frege, éste es un modo completamente inapropiado de abordar el problema; refleja el modo de afrontar las cuestiones semánticas de quien está bajo el imperio de la concepción agustiniana del lenguaje. El Principio fregeano del Contexto (§ 1) nos invita a.pensar en las funciones semánticas de las expresiones de otro modo, a saber, preguntándonos por su comportamiento en el contexto de las oraciones en las que pueden aparecer: “No se debe inquirir por el significado de expresiones separadas, sino en el contexto de oraciones” La referencia de una expresión es su asociación semántica con la entidad por relación a la cual se evalúa sistemáticamente el valor veritativo de cualquier enunciado en el que la expresión pueda aparecer. Ahora bien, ios enunciados también aparecen en otros enunciados: por ejemplo, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ apa­ rece en enunciados semánticamente complejos como ‘si el lucero del alba es visible al amanecer, entonces el lucero vespertino es visible al amanecer’. En opinión de Frege, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ es también, semán­ ticamente, una parte componente de ‘el lucero del alba no es visible al ama­ necer’: el valor veritativo de la oración completa depende sistemáticamente de una entidad semánticamente relacionada con la oración ‘el lucero del alba es visible al amanecer’. Todos estos enunciados complejos tienen también un valor veritativo; y tal valor veritativo debe ser evaluado en parte por relación a una entidad semánticamente asociada con los enunciados componentes. De modo que está teóricamente justificado extender la noción de referencia a los enunciados. Frege así lo hace; pero, además, proporciona un argumento para obtener una conclusión sorprendente sobre la naturaleza de las referencias de los enun­ ciados. Su conclusión es que la referencia de un enunciado es su valor verita­ tivo: es decir, que ‘el lucero del alba es una estrella’ se encuentra en la misma relación con la Falsedad en que ‘el lucero del alba’ se encuentra con Venus. Consiguientemente, así como ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ refie­ ren a lo mismo, todos los enunciados verdaderos refieren a lo mismo (la Ver­ dad), y todos los enunciados falsos refieren a lo mismo (la Falsedad). Frege trata de anticiparse a la sensación de perplejidad de sus lectores invocando su distinción entre sentido y referencia: los enunciados también tienen sentido, además de referencia. Así, aunque ‘el lucero del alba es una estrella’ y

‘William Shakespeare escribió Middlemarch’ refieren según él a lo mismo (la Falsedad), esos enunciados tienen diferente sentido. (Frege denomina pensa­ miento a los sentidos de los enunciados.) Esta tesis fregeana sobre las referencias de los enunciados implica también sorprendentes conclusiones respecto de la referencia de los términos generales; pues también parece pertinente, con base en las consideraciones del párrafo anterior, asignar una referencia a éstos y distinguir referencia y sentido para los mismos. Consideremos un enunciado simple, formado por un término singular x y un predicado ^(t). El término singular tiene como referente a un objeto particular. El enunciado tiene como referente a un valor veritativo, V o F para abreviar. Una vez descompuestos los significados en sentidos y referencias, Frege sugiere que el Principio de Composicionalidad (§ 1) se aplica por igual a los sentidos y a las referencias. En el caso de las referencias, propone invo­ car el concepto matemático de función para explicar cómo la referencia del enunciado está determinada composicionalmente a partir de las referencias de las partes. La referencia de un enunciado es, según Frege, un valor veritativo. Así, la referencia del predicado en un enunciado como el anterior seria una función que asignaría, a cada objeto referido por cualquier término que pueda ocupar el lugar de x, la referencia (esto es, el valor veritativo) del enunciado resultante. De acuerdo con esta propuesta, los términos generales que se apli­ can de hecho a las mismas cosas tienen la misma referencia. Así, ‘animal con corazón' y ‘animal con hígado', términos que se aplican a las mismas enti­ dades (pues todo lo que de hecho tiene corazón tiene hígado, y viceversa), refe­ rirían a la misma función de objetos a valores veritativós. La referencia de un predicado es pues una entidad de naturaleza extensional, análoga a lo que con­ temporáneamente denominamos conjuntos. De nuevo, la distinción entre sen­ tido y referencia pretende aliviar la perplejidad que esto pueda producir: esos dos predicados, pese a tener la misma referencia, la “presentan” de modos dis­ tintos. Esto no es ad hoc\ la distinción entre sentido y referencia puede ser apli­ cada razonablemente a expresiones-funcionales. Considere el lector la siguien­ te serie: 1: 0; 2: 2; 3: 6; 4:12; 5: 20; 6: 30; 7: 42. El problema es calcular cuál es el número que correspondería al ocho, en la continuación más natural. Lo que se nos pide es que calculemos el número que la función más natural con ese fragmento inicial asigna al ocho; la respuesta inmediata es 56. Ahora bien, se puede llegar a esta conclusión siguiendo procedimientos muy diferentes entre sí. Puede uno observar, examinando la lista, que, para un n cualquiera, el valor del /i-simo número de la serie es el resultado de multiplicar n por su pre­ decesor (esto es, f(n) = n(n-l)). O puede haberse observardo que el valor del tt-simo número es el resultado de elevar n al cuadrado y restarle n (f(n) = n2 - n); o puede observarse, entre otras muchas posibilidades, que el valor de la fun­ ción para el rc-simo número se obtiene recursivamente, sumando al valor para el predecesor dos veces el predecesor, dado que el valor para el primer núme­ ro es 0 (esto es, f(l) = 0 y f(n+l) = f(n)+2n). El lector puede haber calculado el número pedido, el siguiente en la serie, utilizando alguno de estos tres proce­

dimientos, o quizás otro diferente. Es natural, por tanto, decir que las tres expresiones funcionales que acabamos de utilizar refieren a la misma función, aunque la “presentan” a través de sentidos diferentes. Frege propone aplicar la misma idea a los predicados lingüísticos, bajo el supuesto de que sus referen­ cias son funciones que asignan a las referencias de los nombres con los que se componen para formar enunciados los valores veritativos de los enunciados resultantes de la composición. Un lector de “Sobre sentido y referencia” puede apreciar a primera vista que son estas conclusiones sobre las referencias de los enunciados (y las de los términos generales, aunque éstas no aparecen tratadas explícitamente más que en el escrito no publicado “Consideraciones sobre sentido y referencia”), y no las ideas que nosotros hemos discutido por extenso en las tres secciones precedentes, las que de verdad interesan a Frege; pues el grueso del artículo está dedicado a hacerlas aceptables. Esta conjetura resulta corroborada cuan­ do se tienen presentes los objetivos filosóficos de Frege (el desarrollo del lla­ mado “programa logicista”, del que se habló en III, § 4). El argumento de Fre­ ge para concluir que la referencia de los enunciados es su valor veritativo, no muy claramente elaborado en “Sobre sentido y referencia”, es muy poco con­ vincente. Por su influencia posterior, expongo una versión precisa, inspirada en lo que Frege dice, debida a Alonzo Church. Considérense los siguientes enunciados: (i)

Sir Walter Scott es el autor de Waverley.

(ii)

Sir Walter Scott es la persona que escribió las 29 novelasWaverley.

(iii)

El número de de novelas Waverley escrito por sirWalter Scott

(iv)

El número de condados en Utah es 29.

es 29.

Church sólo presupone que los enunciados tienen referencia (quizás sobre la base del argumento que hemos ofrecido en el párrafo inicial de esta sección); está todavía indeterminado qué son esas referencias. Su argumento concluye que, sean lo que sean las referencias de los enunciados, (i) y (iv) han de tener la misma. Ahora bien, ¿qué pueden tener esos dos enunciados en común, apar­ te del valor veritativo (ambos son verdaderos)? Parece que nada; por lo tanto, sólo los valores veritativos pueden ser las referencias de los enunciados. Para concluir que (i) y (iv) deben tener la misma referencia, sean lo que sean las referencias de los enunciados, Church usa dos premisas. La primera es que, si dos enunciados sólo difieren en contener términos singulares que tie­ nen la misma referencia (como (1) y (2), o (3) y (4), o (5) y (6)), entonces los enunciados mismos deben tener ia misma referencia. Éste es un principio que se sigue deí modo en que definimos qué es la referencia de un término singu­ lar, al presentar la primera proposición de ACF. Ahora bien, según este princi­ pio, los pares (i)-(ii), (iii)-(iv) deben tener la misma referencia. Obsérvese que

su estructura es análoga a la de (3) y (4): son enunciados de identidad, que sólo difieren en que contienen términos singulares con la misma referencia. (Res­ pectivamente, ‘el autor de W averley ’ y ‘la persona que escribió las 29 novelas W averley \ en el primer caso, y ‘el número de novelas W averley escrito por sir Walter Scott' y ‘el número de condados en U tah\ en el segundo.) La segunda premisa que invoca Church es la siguiente: si dos enunciados son, intuitiva­ mente, “sinónimos” (analíticamente equivalentes), entonces deben tener la mis­ ma referencia. De nuevo, esta premisa parece sumamente plausible. En virtud de la misma, (ii)-(iii) tienen la misma referencia. De aquí se sigue la conclu­ sión indicada en el párrafo anterior.14 El argumento de Church es objetable sobre la base de que..^e apoya en un ejemplo particular; no tenemos razones para pensar que pueda ser generaliza­ do. Kurt Gódel construyó una versión completamente general, que parte sólo de premisas análogas a las de Church.15 De modo que tenemos aquí un argu­ mento muy poderoso, por su simplicidad, para establecer la conclusión busca­ da por Frege: las referencias de los enunciados son sus valores veritativós. Lo que esto tiene de sorprendente es que, preteóricamente, hubiésemos esperado que aquello que es a un enunciado (como ‘hay una esfera roja ante mí’) como Venus es a ‘el lucero del alba’ fuese algo como lo que en III, § 2 llamábamos aca ecim ien to s ; y es natural pensar que los acaecimientos referidos por enun­ ciados como ‘hay una esfera roja ante mí’ y ‘hay un cubo verde ante mí’, inclu­ so si ambos enunciados son verdaderos, son distintos. Algo así merecería pro­ piamente ser considerado la condición para la verd a d del enunciado, aquello de cuyo darse o no darse depende la verdad del enunciado. Si, por otro lado, persistimos en considerar a la referencia de un enuncia­ do su “condición de verdad” — aquello que lo hace verdadero— , el argumento Frege-Church-Gódel nos fuerza a decir que todos los enunciados verdaderos tie­ nen la misma “condición de verdad”, y lo mismo con todos los enunciados fal­ sos. Según esto, hay una única gran condición, un único gran acaecimiento, que de hecho se da y de cuyo darse depende a la vez la verdad de todos los enun­ ciados verdaderos; podemos pensar en este referente único de todos los enun­ ciados — la Verdad— como análogo quizás a lo que Parménides llamó el Ser. Algo similar ocurre con todos los enunciados falsos; su falsedad la determina el no darse de otro gran acaecimiento —digamos, el No-ser— . A lo sumo, estas entidades comparten con la idea intuitiva de una condición para la verdad de un enunciado (tal y como ía presentamos al comienzo del capítulo) su carácter con­ tingente. (El Ser podría haber sido otro, imagino, si otros mundos posibles hubiesen sido reales; hay un mundo posible en que el No-ser, íntegramente, es, y mundos posibles según los cuales el Ser combina aspectos de lo que en el. mundo real es el Ser y de lo que es el N o-ser.) Pero difieren de los acaeci­ mientos, tal y como los pensamos intuitivamente, en su carácter global.

14. 15.

Cf. A. Church, Introduction to M athem atical Logic, 25. Cf. Godel, “Russell’s Machematical Logic”.

Si queremos defender que es razonable extender la distinción entre senti­ do y referencia a los enunciados (por razones como las antes indicadas), pero deseamos decir que la referencia de los enunciados no es algo tan “burdo” (tan poco diferenciado) como lo son las referencias fregeanas, hemos de encontrar alguna razón para impugnar el argumento de Frege-Church-Gódel. La teona de las descripciones de Russell, que presentamos en VIII, § 2, ofrece la razón más plausible: a saber, que las descripciones definidas no son términos singulares.

6.

Semántica de las expresiones lógicas

Una cuestión relacionada, sobre la que nos importa decir algo brevemen­ te, es la del tratamiento fregeano de las llamadas “expresiones lógicas”: expre­ siones como ‘n o \ ‘y’, ‘s i __entonces . .. ’, ‘o b ien __ o bien . . . \ ‘algo’, ‘todo’. La aplicación del Principio dei Contexto, junto con las tesis sobre la referen­ cia de enunciados y términos generales que acabamos de mencionar, permiten a Frege una explicación muy plausible de cómo funcionan estas expresiones en el lenguaje natural. La sintaxis y la semántica de estas expresiones en el len­ guaje natural, sin embargo, es muy compleja. (Piénsese sólo en las po­ sibilidades sintácticas que admite el fenómeno semántico de la negación: ‘Juan no es competente’, ‘No es el caso que Juan sea competente', -Juan es incom­ petente’.) Por ello, para caracterizar el funcionamiento de esas expresiones, estipularemos un lenguaje artificial, mucho más simple que el lenguaje natu­ ral, que contenga expresiones análogas en lo esencial a las expresiones lógicas del lenguaje natural. La idea es presentar un modelo abstracto, en que los fac­ tores que meramente complicarían la explicación sin afectar (pensamos) .sus­ tancialmente a lo que queremos decir han sido omitidos. Ésta es una técnica útil, y perfectamente en consonancia con la práctica científica usual. La idea es similar a la de describir el comportamiento físico de un objeto en un mundo “sin fricción”: en el mundo real, por supuesto, exis­ te la fricción; y es la física del mundo real la que nos interesa describir. Des­ cribir un modelo abstracto no es un modo de olvidamos de nuestro interés en la física del mundo real, sino, por el contrario, un modo de seleccionar los aspectos del mundo real que nos interesan para poder describirlos con la mayor claridad posible. Lo mismo sucede en nuestro caso; el que describamos la semántica de un lenguaje artificial no debe hacemos olvidar que el mismo se propone como un modelo abstracto que preserva y pone de relieve lo sustan­ cial de los aspectos semánticos en que estamos teóricamente interesados del lenguaje cuyo funcionamiento nos interesa comprender, a saber, el lenguaje natural. Las expresiones análogas a ‘no’, ‘y’, ‘si _ entonces ...’, ‘o __o ‘algo’ y ‘todo’, cuya semántica fregeana describiremos bajo el supuesto que se acaba de indicar, son, respectivamente: ‘-V, ‘ a ’ , ‘v ’, ‘3 ’, ‘V’.Su sintaxis está bien determinada: la sintaxis de nuestro lenguaje artificial está estipulada de modo que el conjunto de las oraciones gramaticales está bien determinado,

y de modo que no hay oraciones sintácticamente ambiguas.16 Desde un puntó de vista sintáctico, las expresiones lógicas se distinguen por los dos hechos siguientes: (i) Existe una parte “primitiva” o “básica” del lenguaje, conforma­ da por expresiones que se utilizan para construir enunciados “atómicos”; por ejemplo, enunciados en que se predica algo de un objeto, o se establece una relación entre objetos, etc. (ii) Las expresiones lógicas se utilizan para cons­ truir enunciados más complejos, “moleculares” por seguir con la metáfora quí­ mica, a partir, en último extremo, de enunciados atómicos, siguiendo un proceso de construcción bien definido del que depende su aportación a las con­ diciones de verdad de estos enunciados complejos. (Un proceso que la estruc­ tura sintáctica superficial de los lenguajes naturales generalmente oculta, lo que constituye 1a principal razón para centrarse en un modelo artificialmente construido en el que tal cosa no ocurre.) Aquí limitaré la exposición a los aspectos de la semántica de las expre­ siones lógicas más relevantes para nuestro estudio. (Aunque la exposición que sigue no coincide en todos los detalles con las propuestas originales de Frege, sí es coincidente en lo esencial.) El hecho fundamental sobre la semántica fre­ geana de las expresiones lógicas que queremos destacar es este: (iii) La con­ tribución de las expresiones lógicas a las condiciones de verdad de los enun­ ciados en que aparecen es sensible sólo a lo que Frege considera la referencia de los enunciados atómicos y de las expresiones que aparecen en ellos; es decir, a propiedades semánticas tan poco distintivas como el objeto que un tér­ mino singular designa, el conjunto de objetos del universo del discurso al que se aplica un predicado o el valor de verdad de un enunciado.17 (El contraste cuando se dice de estas propiedades que son “poco distintivas” lo ofrecen los sentidos fregeanos de las mismas expresiones; pues muchas expresiones que comparten su referencia difieren en sentido, y, por consiguiente, en lo que un usuario competente comprende cuando las entiende.) *—»’ es una conectiva proposicional monádica; se combina con un enun­ ciado cualquiera o para formar un enunciado más complejo ->cr. Su semánti­ ca es muy simple; se puede especificar de un modo muy general, haciendo referencia sólo al valor veritativo del enunciado de partida, cr, independiente­ mente de qué sea aquello de lo que trate (es decir, de cuál sea su sentido), mediante la siguiente regla: si eres verdadero, -r• Dado ’ es un modo alternativo de escribir ‘la Verdad’; sustituir una expresión por otra no puede afectar a la corrección de lo que decimos. (1) no sólo tiene una referencia, sino también un sentido; la referencia de (1) viene determinada por el sentido expresado por (1). Este sentido es un pensamiento, en la terminología de Frege, o una proposición, en la que hemos venido empleando desde el primer capítulo (v. I, § 2, y III, § 1).

Como dijimos en el capítulo anterior (VI, § 5), después de argumentar la necesidad de descomponer los significados en sentidos y referencias, Fre­ ge defiende que ios Principios de Composicionalidad y del Contexto (VI, § 1) se aplican a ambas entidades semánticas. También los sentidos de los enunciados están articulados, en cuanto que no están compuestos mera­ mente de listas de sentidos; o, dicho de otro modo: (i) se capta el sentido del enunciado captando el sentido de las partes del enunciado; y (ii) los sentidos de las partes de los enunciados pertenecen también, como sus refe­ rencias, a diferentes categorías. Así, también el sentido de (1), el pensa­ miento que (1) expresa, está composicionalmente determinado por los sen­ tidos de las palabras componentes de (1); por tanto, también el pensam ien­ to expresado por (1) podría ser representado mediante un par ordenado, constituido por esos dos sentidos de diferente categoría. Son estos sentidos los “constituyentes” o “partes com ponentes” de los pensamientos a que se refieren Frege y Russell. La razón última para descomponer las proposiciones en constituyentes está en la,sistematicidad del lenguaje y del pensamiento, que los principios fre­ geanos de Composicionalidad y del Contexto recogen. Un pensamiento es necesariamente complejo; pues un pensamiento se expresa mediante una ora­ ción, y el sentido de toda oración está necesariamente determinado composicionalmente a partir de los sentidos de sus expresiones componentes. Además, los sentidos ile las partes pertenecen a diferentes categorías semánticas, pues una proposición no es meramente una enumeración de cosas. Para identificar un pensamiento, pues, hemos de identificar sus partes, así como las categorías de las mismas. En el caso de un pensamiento como el que corresponde a (1), podemos suponer que sus partes son dos, el sentido correspondiente al térmi­ no singular y el sentido correspondiente-al término general. Llamaré ‘intuicio­ nes’ a los sentidos de la primera categoría (modos de presentación de un in­ dividuo concreto) y ‘conceptos’ a los sentidos de la segunda categoría (repre­ sentaciones generales bajo las que, lógicamente al menos, podría caer más de un individuo concreto).2 Dijimos al comienzo de VI, § 2 que un aspecto fundamental del signifi­ cado de los enunciados, en el sentido intuitivo de significado, son las condi­ ciones de verdad de los mismos. Definimos después las referencias de las expresiones como su contribución a las condiciones de verdad de los enun­ ciados en que aparecen. Ahora bien, dado que, en virtud del argumento cen­ tral de Frege, las referencias sólo nos son conocidas a través del conocimiento de ios sentidos que las identifican o determinan, resulta que ios sentidos de los enunciados (el pensamiento o proposición que expresan) determinan — al determinar las partes componentes de los pensamientos, intuiciones y con­

2. Frege denomina 'conceptos' a las referencias de los términos generales, no a sus sentidos. Su uso, sin embargo, es reconocidamente excéntrico: de acuerdo con este uso, cualesquiera dos predicados coextensionales ( ‘ani­ mal con corazón’ y ‘animal con hígado’, ‘es agua’ y ‘es H:0 ’) significarían el mismo concepto. El uso de ‘intuición’ para significar conceptos de individuos no es infrecuente en la literatura.

ceptos, las referencias de las partes del enunciado— sus condiciones de ver­ dad. Los enunciados, como los pensamientos, poseen la característica a la que Brentano denomina intencionalidad: representan entidades objetivas, que pue­ den darse o no. Estos objetos intencionales son aquello de lo que depende la verdad o falsedad de los enunciados. La proposición expresada por el enun­ ciado codifica, por así decirlo, cuáles son los objetos intencionales del enun­ ciado, aquello de lo que depende que el enunciado sea verdadero o falso: sus condiciones de verdad. Y lo hace de manera estructurada, composicional y contextualmente.3 Considérese ahora la referencia de ‘el autor de Madame Bovary’ en (1), es decir, Gustave Flaubert. ¿Puede ser tal entidad idéntica a la intuición que es uno de los dos constituyentes del pensamiento expresado por (1)? Al sostener en su polémica con Russell que entidades como el Mont-Blanc o Flaubert no son “parte componente” de los pensamientos, Frege defiende una respuesta negativa a esta cuestión. La discusión del capítulo precedente nos permite ofre­ cer una reconstrucción obvia de su justificación para la misma. Los sentidos han sido introducidos teóricamente, para dar cuenta del valor cognoscitivo de las expresiones, en vista del argumento que venimos denominando ‘ACF’. Ahora bien, (1) y (2) pueden muy bien tener diferente valor cognoscitivo para un hablante competente, pese a que las referencias de los términos singulares en ambos son una y la misma, a saber, Flaubert. (El conferenciante de nuestra historia bien podría haber utilizado (2) en lugar de (1), esta vez bajo el supues­ to de que las personas en su audiencia saben quién es el amante de Louise Colet.) (2)

El amante de Louise Colet nació en Rouen.

Pensamientos como los expresados por (1) y (2) están necesariamente compuestos por sentidos —una intuición y un concepto. Si identificamos las intuiciones con las referencias usuales de los términos singulares componentes de (1) y (2), habríamos de identificar también los pensamientos expresados por (1) y (2). Mas eso es justamente lo que ACF excluye. ACF entraña, como vimos, que un hablante sólo puede referir su discurso a una entidad objetiva — tal como un individuo concreto— utilizando palabras que estén semántica­ mente asociadas con un conjunto de características individuativas de ese obje­ to (un modo de presentación del mismo). Son justamente tales modos de pre­ sentación asociados a términos singulares los que conforman sus sentidos. En el texto citado al comienzo, Russell mantiene la opinión milliana de que debe­ mos identificar las intuiciones aportadas por nombres propios a los pensa­ mientos con las referencias de estos términos. Ya antes de examinar su justifi-

3. Pese a que, com o sabemos (VI. § 5), el argumento Church-Frege pretende concluir que aquello de lo que depende la verdad de todos los enunciados verdaderos es idéntico para todos ellos, y aquello de lo que depende la fal­ sedad de todos los enunciados falsos es, igualmente, idéntico para todos ellos (y diferente, por supuesto, de lo ante­ rior). Esta cuestión, sin embargo, no afecta a la discusión de este capítulo.

catión, ACF permite rechazar esta tesis; pues, como se recordará (VI, § 2), ACF puede construirse utilizando exclusivamente nombres propios (recuérde­ se el ejemplo de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’). La posibilidad de un argumento como ACF no depende del tipo de término singular que utilizamos, sino sólo de la objetividad de las referencias. Lo que acabamos de apreciar es que, en el marco específicamente lin­ güístico que ahora estamos considerando, ACF elabora una de las dos características de las relaciones intencionales, a saber, su intensionalidad (DI, §1). (1) y (2) están relacionados con el mismo objeto intencional; pero son cognosciti­ vamente diferentes, por lo que su objeto intencional no puede servir, por sí solo, para identificar la proposición que expresan. Más concretamente (dado que las proposiciones estás sistemáticamente construidas a partir de sentidos pertenecientes a diferentes categorías), la “parte” del objeto intencional apor­ tada por el término singular (su referencia) no puede servir para identificar la intuición expresada por esos términos singulares, los sujetos gramaticales de (1) y (2). Aunque los sujetos gramaticales son sustituibles salva veritate, no son sustituibles salva significatione.4 Al sostener que las referencias usuales de las palabras — como el MontBlanc o Flaubert— no pueden ser una parte componente de los pensamientos, pues, Frege defiende que no se puede identificar la intuición que el sujeto de (1) aporta al pensamiento expresado por esa oración con Flaubert; y ACF muestra por qué. Sin embargo, parece que Frege asevera algo más: él quiere concluir que las referencias no tienen ningún papel en la especificación de los pensamientos, ni por tanto en la de las intuiciones que forman parte de ellos. ¿Qué puede querer decir esto? ¿Qué significa que las referencias no tengan ningún papel en la identificación de los sentidos? Mi propuesta interpretativa desarrolla la ya avanzada en IV, § 2. Lo que significa es que las referencias, los objetos intencionales de los enunciados, desempeñan un papel accidental en la especificación de los contenidos proposicionales, en el sentido en el que Federico Martín Bahamontes parece desempeñar un papel accidental en la especificación del significado lingüístico de ‘el primer español en ganar el Tour de Francia’. Los sentidos (intuiciones y conceptos) son puramente internos, en cuanto que son especificables sin indicar para hacerlo cosas (ID, § 2), ningu­ na entidad objetiva constituyente de acaecimientos. Supongamos que dos individuos profieren ‘el primer español en ganar el Tour de Francia nació en Toledo’, el uno en el mundo real, el otro en una cir­ cunstancia imaginaria en que Federico Martín Bahamontes sufrió una caída

4. Técnicamente, se aplica el término ‘intensional' a contextos lingüísticos en los que expresiones que en con­ textos usuales (VI, § 3) son intercambiables salva veritate no lo son. Así, son intensionales los contextos indicados por los puntos suspensivos en ‘Víctor cree que ... ’ y en ‘es necesariamente verdadero que ... '. ( ‘es necesariamente verdadero que el lucero vespertino sea visible al atardecer’ es verdadero, pero 'es necesariamente verdadero que el lucero del alba sea visible al atardecer' es falso.) Mi uso de ‘intensional’ aplicado a las relaciones intencionales no es meramente analógico, sino que puede definirse en términos de este sentido técnico. Estas relaciones son intensiona­ les porque una expresión lingüística que pretenda identificar su contenido proposicional (com o ‘decir que') crea un contexto intensional. en el sentido que acabamos de explicar.

que le impidió ganar el Tour de 1959, de modo que fue en realidad Luis Ocaña el primer español en ganar el Tour. En ese caso, el primero dice la verdad, el segundo dice algo falso. Pero esta diferencia no conlleva, por sí sola, que los dos individuos estén hablando lenguajes diferentes. Por todo lo que hemos dicho, podrían estar utilizando las mismas palabras con los mismos significa­ dos.L a tesis de Frege, según la presente propuesta interpretativa, es una gene­ ralización de esta idea. Basta para que dos individuos que aseveran el mismo enunciado estén hablando el mismo lenguaje que sus enunciados expresen el mismo pensamiento fregeano, que las partes del enunciado expresen los mis­ mos sentidos. Las referencias son lingüísticamente accidentales, en cuanto que dos individuos pueden estar utilizando las mismas palabras con los mismos significados lingüísticos, incluso si (por “habitar” diferentes situaciones, reales o imaginarias, donde los acaecimientos realmente sucedidos difieren) las refe­ rencias de sus palabras son diferentes, e incluso si, a consecuencia de ello, los valores veritativos de los enunciados que aseveran difieren. Las referencias no son un componente esencial del significado. Ahora bien, ACF no basta para concluir esto, pues la única conclusión que podemos extraer válidamente del mismo es que no se puede identificar refe­ rencias e intuiciones (como Russell pretende, cuando la referencia ha sido aportada al discurso por un nombre propio). Nada en ACF nos obliga a con­ cluir que las referencias de los términos singulares en (1) y (2) no puedan inter­ venir esencialmente en la individuación de los pensamientos que esos enun­ ciados expresan. ACF sólo requiere que no sean sólo las referencias objetivas las que intervengan en los pensamientos como los constituyentes aportados por los términos singulares. Dicho de otro modo, ACF nos lleva a concluir que las entidades en que piensa Frege como sentidos de los términos singulares son necesarias para determinar la naturaleza de los pensamientos expresados; pues son ellas las que distinguen (1) y (2). Pero ACF, por sí solo, no permite con­ cluir que esas entidades sean suficientes; y es esto lo que Frege pretende concluir, al sostener que las referencias “no pueden ser parte componente” de los pensamientos. Sería consistente con ACF sostener que las referencias de los términos singulares, además de los sentidos fregeanos, intervienen en la especificación de los pensamientos expresados. Digamos que un sentido en general, o, más específicamente, una intuición (el componente de un pensamiento como el expresado por (1) aportado por el término singular) es mixta o russelliana cuando es necesario, para especificar de qué intuición se trata, hacer mención expresa a referentes fregeanos (es decir, entidades “objetivas” en el sentido expuesto en II, § 3). Y digamos que es puramente conceptual o fregeana si no lo es. Si algunas palabras expresan intuiciones mixtas, no basta que dos individuos asocien los mismos sentidos a las mismas expresiones para que estén utilizando el mismo lenguaje: tam­ bién las refencias deben ser las mismas. Sí bastaría, si los sentidos de todas las palabras fuesen puramente conceptuales. En estos términos, lo que hemos visto es que ACF es compatible con que las intuiciones sean mixtas; mientras que Frege (según la interpretación que estoy proponiendo de la metáfora de

que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos) sostiene que han de ser puramente conceptuales. Frege parece pensar que sólo intui­ ciones puramente conceptuales podrían satisfacer Jos requisitos exigibles de los sentidos, derivados del papel que la conclusión de ACF les asigna. Pero en lo visto hasta aquí no encontramos ninguna justificación para esta creen­ cia: las intuiciones mixtas podrían, por iodo lo que hasta aquí hemos visto, cumplir ese papel. Tanto si concluimos que los sentidos pueden ser mixtos, como si resultan ser puramente conceptuales, han de tener — en vista deí argumento de Frege que justifica la distinción entre sentido y referencia— ciertas propiedades que conviene enunciar explícitamente- Se trata de las siguientes: (i) carácter pre­ dicativo, (ii) intersubjetividad y (iii) diafanidad cognoscitiva. (i) Carácter predicativo. El sentido de un término singular es un modo de identificar la referencia, de definirla; para ello, debe involucrar una caracterís­ tica, aspecto, o propiedad distintiva de la presunta referencia. Dicho en térmi­ nos lingüísticos, una expresión capaz de expresar este elemento del sentido de un término singular debe ser, lógicamente, un predicado. Esto puede resultar paradójico, dado que ios sentidos individualizan las referencias; pero un poco de reflexión muestra que no lo es: ‘menor número primo’, o 'satélite de la Tie­ rra' son predicados, y, sin embargo, permiten individualizar objetos. La nece­ sidad de contemplar entidades con esta primera característica se deriva de la cónsigna, de inspiración fregeana, popularizada por Quine: ninguna entidad sin identidad. No cabe atribuir a un sujeto pensamientos acerca de un objeto deter­ minado, a menos que ese individuo sea capaz de distinguirlo de otros; y, para ello, debe conocer propiedades que identifican a ese objeto. (ii) Intersubjetividad. Frege insiste en que ios pensamientos (y, por consi­ guiente, los sentidos que los componen) son comunicables: un individuo pue­ de conocer, sin género de dudas, el pensamiento expresado por otro. Una justificación para esto puede derivarse de la discusión sobre el carácter con­ vencional del lenguaje al final de IV, § 2. Obsérverse que la teoría del discur­ so indirecto de Frege presupone la intersubjetividad de los sentidos. De acuer­ do con esta teoría, cuando atribuyo a otro un pensamiento, o cuando expreso el contenido de sus palabras, con las mías me refiero al sentido de las suyas. ¿Cómo podrían los términos que un sujeto utiliza en contextos indirectos para atribuir actitudes proposicionales a otros sujetos tener una referencia determi­ nada, si — de acuerdo con la teoría de Frege— esas palabras en esos contextos significan sentidos, pero los sentidos de ías palabras de un individuo no fue­ sen accesibles a otros? La referencia de una expresión depende de los propó­ sitos comunicativos de quien la profiere, según venimos suponiendo con Fre­ ge; mas un sujeto no podría tener las intenciones requeridas por la teoría del discurso indirecto de Frege si ios sentidos no fuesen intersubjetivamente cog­ noscibles. (iii) Diafanidad cognoscitiva. Los sentidos han sido introducidos por medio de ACF, para dar cuenta deí valor cognoscitivo de las oraciones. Bas­ ta que un sujeto capaz de conocimiento pueda razonablemente adoptar acti-

tudes epistemicas distintas (juzgarlo verdadero; creerlo probable, etc.)ihaciáel pensamiento p, constituido por la intuición i v y eí concepto %, respectó déí las que adopta hacia el pensamiento q, constituido por la intuición i2 y el con­ cepto para concluir que los pensamientos p y q (y, por tanto, las intuición nes ij y i 2) son diferentes. Dicho en términos lingüísticos, basta que un indi­ viduo lingüísticamente competente pueda tomar actitudes cognoscitivas dife­ rentes (aceptar uno, no aceptar el otro; recibir información al aceptar uno, no recibirla al aceptar el otro, etc.) hacia dos enunciados que sólo difieren en contener términos singulares x x y x2 diferentes, para concluir que ambos tér­ minos singulares expresan diferentes intuiciones. Los sentidos han sido intro­ ducidos porque las referencias (que tenemos razones independientes para adscribir a las palabras) no nos son cognoscitivamente manifiestas. Se sigue de esto que los sentidos mismos sí deben ser cognoscitivamente manifiestos: de otro modo, crearían el mismo problema cuya introducción persigue sol­ ventar. Los sentidos deben ser, por tanto, epistémicamente transparentes: deben estar manifiestamente asociados con los términos que los expresan para cualquier usuario competente de esos términos, y deben ser ellos mis­ mos manifiestos, en cuanto que debe ser inmediato para un usuario compe­ tente del término reconocer las condiciones constitutivas del sentido de un término. Podría pensarse que bastarían consideraciones de simplicidad para com­ pletar el argumento de Frege en contra de hacer de las referencias “parte” de los sentidos, elementos necesarios de su identidad. Pues, ¿por qué habríamos de incluir también las referencias como elemento necesario para identificar los pensamientos expresados? Las entidades en que piensa Frege (características individuativas asociadas a los términos por sus usuarios competentes) son, como sabemos, necesarias; si no existe ninguna razón en contra, es razonable suponer que también son suficientes para determinar cuándo dos enunciados expresan el mismo pensamiento. Esta consideración de simplicidad muestra que un partidario de las intui­ ciones mixtas, por tanto, necesita alegar algo positivo en su favor. Es verdad que Frege sólo ha mostrado que los sentidos no pueden identificarse con refe­ rencias, pero no que las referencias no puedan ser-un dem ento necesario de la naturaleza de los sentidos; es responsabilidad ahora del partidario de las intui­ ciones mixtas aducir alguna razón en su favor. Una primera razón que podría invocarse, por sí sola inadecuada, es la siguiente. Nótese que el término sin­ gular en (2) presenta la referencia a través de una relación con otro objeto, Louise Coiet, al que se hace referencia mediante un nombre propio. Parece por tanto, a primera vista, que en un caso así la intuición aportada al pensamiento por el término singular serta mixta, incluyendo a Louise Colet misma como uno de sus elementos. Pero esta razón no es buena. Pues las consideraciones que conforman ACF se aplican a los términos singulares también cuando éstos aparecen como parte de otros términos singulares, y no directamente como sujetos de la oración. Así, un hablante competente deí español, que entiende cabalmente todos los términos que aparecen en (3) y (4), puede muy bien acep­

tar uno pero no el otro (o recibir información al aceptar uno pero no al acep­ tar el otro, etc.): (3)

El astro más cercano a Héspero tiene un campo magnético dipolar..

(4)

El astro más cercano a Fósforo tiene un campo magnético dipolar.

Por consiguiente, también cuando aparecen en posiciones como las que ocupan en (3) y (4), ‘Héspero' y ‘Fósforo' aportan necesariamente caracterís­ ticas individuativas al pensamiento expresado. La cuestión debatida es si la referencia, en contra de lo que Frege pensaba, es un componente esencial del significado; estas consideraciones, como vemos, no permiten decidirla. Estu­ diar el papel de los términos singulares que aparecen dentro de otros términos singulares sería añadir un elemento de complejidad a la discusión, en sí mis­ mo insuficiente para resolver la cuestión que nos ocupa. Por tanto, omitiremos en lo sucesivo su consideración. Si no en la conclusión que él obtiene (a saber, que la contribución propo­ sicional de un nombre propio es, simplemente, el objeto al que refiere), sí hay en las razones de Russell aspectos acertados, que quitan cualquier fuerza a las consideraciones de simplicidad antes apuntadas y sugieren atribuir un papel importante en 1a teoría del significado a las intuiciones mixtas, de cuya iden­ tidad un individuo concreto como Flaubert puede ser un elemento necesario. Esas razones nos fuerzan a buscar una argumentación más poderosa para sos­ tener la idea de Frege de que una referencia no puede ser “parte componente” de un pensamiento. Desarrollamos tales razones en las dos secciones que siguen. Pero no es necesario esperar hasta .entonces para indicar dónde hemos de buscar esa argumentación fregeana más poderosa; seguramente el lector la tiene en mente hace algún tiempo. Hemos puesto de relieve cómo en el pre­ sente marco lingüístico la distinción entre sentido y referencia de Frege expli­ ca, de una manera similar a como lo hacía Locke, una de las dos característi­ cas distintivas de las relaciones intencionales, su intensionalidad. De ellas se sigue que las referencias, por sí solas, no bastan para identificar a los pensa­ mientos. La consideración que nos falta para concluir que las referencias no pueden ser necesarias para esa función está, como en el caso de Locke, en la segunda característica: la falibilidad de las relaciones intencionales. Existe una clara analogía, siquiera que sea meramente estructural, entre los puntos de vista de Locke y los de Frege: las significaciones secundarias de las palabras de Locke corresponden bastante bien a las referencias de Frege, y las significaciones primarias de las palabras corresponden bastante bien a los sen­ tidos de Frege. Cuando pienso el pensamiento que podría expresar con ‘esta esfera es roja’, la significación secundaria de ‘esta esfera' es el objeto real que causa mis impresiones sensibles; la referencia fregeana es el objeto por rela­ ción al cual se debe evaluar como verdadero o falso mi pensamiento (o el enun­ ciado que lo expresa, ‘esta esfera es roja’). Las referencias fregeanas de los tér­ minos singulares son entidades objetivas; en la terminología de III, § 2, las

referencias fregeanas son elementos constituyentes de acaecimientos. L a niis^ mo ocurre con las significaciones secundarias lockeanas. Por otra partea segiln Locke sólo podemos acceder a significaciones secundarias — al mundo objetír vo que, presumimos, causa nuestras representaciones— a través de ideas;.pues lo que conocemos propiamente son nuestras ideas, y la noción de algo que las causa la obtenemos sólo indirectamente, por inferencia: sería pues absurdo pre-i tender que nuestras palabras significasen directamente objetos extramentales, Las significaciones primarias lockeanas son ideas (III, § 2), objetos mentales; Según Frege, las palabras sólo pueden tener como referencias objetos tales como la esfera — objetos que son susceptibles de sernos presentados bajo diferentes “aspectos” o modos de presentación, todos los cuales los identifican con igual precisión— si se asocian primero con sentidos o conjuntos de carac­ terísticas que los individualizan, de las que no son “parte componente” refe­ rencias. Los sentidos fregeanos son también pues, como las significaciones primarias de Locke, entidades más directamente accesibles a nuestro aparato cognoscitivo que las referencias, que nos posibilitan el acceso a éstas. La simi­ litud estructural entre ambas nociones es pues innegable. No desearía que esta similitud estructural, que mi presentación quiere enfatizar, hiciera pasar por alto una diferencia fundamental entre las concep­ ciones filosóficas explícitamente defendidas por Frege y por Locke. Frege insiste en que los modos de presentación son intersubjetivos, accesibles a dife­ rentes individuos; mientras que las ideas que constituyen las referencias pri­ marias de Locke son, como se expuso en IV, § 2, epistémicamente privadas. No pasará por alto a u n lector de “Sobre sentido y referencia” o de “El pensa­ miento” que Frege no hubiese aceptado en ningún caso una identificación de los sentidos con ideas lockeanas. Advertido esto, es preciso indicar acto segui­ do que no está nada claro (ni Frege nos ayuda al respecto) cómo hayan de ser entendidas las intuiciones puramente conceptuales, cuando se trata de las aso­ ciadas a objetos cotidianos como personas, barcos o tigres. Que yo sea capaz de ver, no existe ninguna teoría mínimamente precisa que asigne sentidos que parezcan al menos puramente conceptuales a términos como éstos, sin apelar a las vivencias y a sus constituyentes.5 Frege declara su oposición a un repre­ sentacionalismo como el de Locke. Por otra parte, sin embargo, mantiene a la vez una concepción internista del pensamiento y del lenguaje (como estamos viendo en esta sección) y, sobre la base de ACF, la tesis de que los términos para designar constituyentes de acaecimientos objetivos, sustancias, sus pro-

5. Los internistas contemporáneos (com o JerTy Fodor en “M ethodological Solipsism Considered as a Rese­ arch Strategy in Cognitive Psychology” y en P sicostm ántica, o com o Hartry Field en "Logic. Meaning and Concep­ tual Role” y en “Mental Representation”). advertidos de (os poderosos argumentos en contra de la utilidad de las vivencias para construir una teoría internista que examinaremos a partir del capítulo undécimo, hacen propuestas apa­ rentemente internistas y aparentemente ajenas a las sensaciones. Tales propuestas son, en sí mismas, irremediable­ mente vagas: dejan sin respuesta casi todas las preguntas que podemos formular. (Véase, a este respecto, los siguien­ tes trabajos de R. Stainaker: “Narrow Contení" y “How to Do Semantics for the Language o f Thought”.) Si produ­ cen la impresión de comprensión, es, me temo (aquí hablo sólo por experiencia propia), porque en último extremo se tiene en mente una concepción análoga a la de Locke.

que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo, presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Pla­ tón, etc., no fue en realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ care­ cería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege. Seguidores posteriores de Frege (como J. Searie) han defendido que el sentido de un nombre propio estaña más bien constituido por una descripción que exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspec­ tos de la información poseída sobre el referente: ‘el maestro de Alejandro, o El objetivo de esta com­ discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea incorrecta, sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro­ blemas que a continuación se indican afectan igualmente a esta elaboración más compleja de la sugerencia de Frege. El primer problema es que, si el sentido está constituido por la informa­ ción acerca de un individuo que asociamos con un nombre suyo, diferentes hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. Esto ocurre ya en eLcaso de nombres de personajes famosos, como ‘Aristóteles’, y mucho más aún en el caso de: la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas de su formación, asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres­ ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto sobre las nieves del Mont-Blanc): “En el caso de un nombre propio, como ‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológica, y el objeto.” En El nombrar y la necesidad, Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro­ blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóte­ les’ fuese, en los usos que S hace durante cierto período, el de ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, en uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora bien, las verdades analí­ ticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposi­ ciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias; mas tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aris­ tóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para

determinar las referencias que intuitivamente tienen Las expresiones en cues­ tión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugeri­ do por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un afi­ cionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es quizás ciclista español, ganador de un Tour de Francia\ ciertamente, nada sufi­ ciente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según infor­ ma Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIIT en un cierto diccionario es “uno de entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”. Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom­ bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir, que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristó­ teles’ — ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Informa­ ción sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente, Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem­ plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fós­ foro’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un ras­ go que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe informa­ ción — del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de nfecho, la mayoría de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de ‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VIH’ ilustran patentemente que éste no es, en abso­ luto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios. Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un supuesto “lenguaje ideal” , diseñado quizás para promover una comunicación perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom­ bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente. Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para ju s­ tificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es intro­ ducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del tér­ mino. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en que la referencia identificada a través de.ellos sea la misma; pues el propósito comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado. ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la refe­ rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, como vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componente esen­ cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi-

que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o indéxicas). Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje omi­ tiendo una discusión teórica —que habría de ser más larga y compleja de lo que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acer­ ca de focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las caracte­ rísticas que Ies vienen más fácilmente a las mientes, se verían sin duda en gra­ ves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible, porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem­ pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y B como la^ que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situa­ ción en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con un adjetivo cardinal a cada foca— un adjetivo diferente para cada una— ase­ gurándose de que las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas ini­ cialmente etiquetada. *1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para trans­ mitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como refe­ rencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición puramente conceptual asociada con el término es algo así como foca etiqueta­ da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.235’. Si esta parábola recoge los elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natu­ ral, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido fregeano del sujeto de (1”) sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'.1 Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola

7. “Etiquetar” a una persona es algo mucho más complicado que etiquetar a una foca; queremos aludir con ese término a prácticas tan complejas y tan diversas com o eí bautismo, la inscripción de un nombre en registros eclesiales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga­ res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu­ yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas". La virtud principal de la pará­ bola es precisamente la de ahorramos ía difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele­ vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep­ ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos adquieran y mantengan, gracias ai etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva­ mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere, por consiguiente. ía existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial a la institución del lenguaje (com o yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único m ecanismo para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para cumplir ese papel, a mi juicio.)

sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencio­ nalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comuni­ carse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer nume­ ral.8 Cuando se profiere ‘1.235 está enferma’ en una y otra comunidad, la refe­ rencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación aso­ ciado. Es obvio, por otro lado, que este aspecto ulterior de.nuestra parábola se da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Per­ sonas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber, más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia; contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción con elementos contextúales. A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados conven­ cionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente defini­ do para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados. Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de los requisitos fre­ geanos sobre los sentidos, eí de intersubjetividad. Ahora bien, no es eí único; y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sen­ tido y referencia”, donde Frege considera el caso de los nombres propios, y por el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en “Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones. Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresiones-tipo las que tienen referencia. Esta segunda idea, como defenderé en la sección § 4, resuel­ ve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como Frege quiere, internos. En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Fre­ ge indica que el sentido de ‘Aristóteles’ podría ser el de la descripción ‘el maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es

8. En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes "comunidades'’ de usuarios de un nombre pro­ pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextual de las intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.

piedades y los géneros a que pertenecen tienen un sentido también caracteri­ zable en términos internos. Estas tres proposiciones, por lo que yo soy capaz de ver, son inconsistentes. Precisamente por esa razón, presenté las ideas representacionalistas de Locke antes de exponer las de Frege, con la intención de conjugar mediante i as aportaciones de ambos una versión plausible y suficientemente inteligible de la concepción del lenguaje y de la mente a primera vista más atractiva, el representacionalismo. Esta es mi justificación para forzar del modo en que lo estoy haciendo las propuestas fregeanas. Por otra parte, internistas contempo­ ráneos, como J. Searle, B. Loar o C. McGinn, no pararían mientes en consi­ derar a las características de las vivencias como elementos privilegiados de sentidos fregeanos. A mi juicio, las declaraciones de Frege en contra de una interpretación como la que estoy proponiendo sólo se explican por la ausencia en su obra de una reflexión profunda sobre los sentidos de expresiones no directamente relevantes para su interés principal, el desarrollo del programa logicista. Es cierto que ia intersubjetividad de los sentidos es necesaria para la la teoría fregeana del discurso indirecto; por ello, puede parecer poco consis­ tente identificarlos, en algunos casos, con componentes de vivencias. Pero este problema sólo pone de manifiesto una tensión fundamental en el representa­ cionalismo, a la que ya aludimos en el capítulo sobre Locke (IV, § 2). Una diferencia entre Frege y Locke relacionada con la anterior está en ios argumentos a que uno y otro dan más relevancia. El de Frege, como hemos vis­ to, se apoya en la posibilidad de que enunciados que sólo difieren en expre­ siones con la misma referencia tengan diferentes valores cognoscitivos para un hablante competente en su uso. El argumento principal de Locke, por otro lado, es el desarrollado a partir de la posibilidad de contemplar coherentemente situaciones escépticas radicales: si las palabras deben significar primariamente ideas es porque no tengo la misma garantía de la existencia de significaciones secundarias que garantía tengo de que mis palabras tienen significado; pues ‘la esfera ante mí es roja' tendría una interpretación precisa —-y no distinguible de la que tiene primariamente si mi representación es verídica— incluso si no hubiese esfera real alguna. Sin embargo, hemos comprobado que Frege pretende extraer de su argu­ mento privilegiado, ACF, una conclusión que no se sigue del mismo: a saber, que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos. Es intere­ sante constatar finalmente que la conclusión sí parece seguirse de un argu­ mento distinto de ACF, que hasta aquí hemos reservado pero quizás el lector tuviera presente. Este argumento es análogo al de Locke; Frege lo utiliza como un argumento secundario en favor de la distinción entre sentido y referencia. Este argumento secundario de Frege se apoya en la existencia de enunciados con sentido que incluyen términos carentes de referencia. Una historia ya expuesta antes (V, § 2) sirve de trasfondo a (5), que ilustra el caso. Con el fin de explicar determinadas alteraciones en la órbita de Mercurio — alteraciones con respecto a la trayectoria predicha por la teoría de Newton— , Le Venier postuló la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, al que llamó

‘Vulcano’, que, situado entre Mercurio y el Sol, causaba tales alteraciones; Siii embargo, las anomalías que llevaron a conjeturar la existencia de :V ulc¿:Q;;nQ las causaba ningún planeta, sino la incorrección de la teoría newtonianar (5)

Vulcano tiene la más corta órbita entre los planetas del Sistema Solar;

(5) contiene una expresión sin referencia: no existe objeto alguno, asocia-; do con ‘VulcanoY por relación al cual podamos evaluar la verdad o falsedad de (5). Por esa razón, según Frege, (5) carece de valor veritativo: no es verda­ dero ni falso. Sin embargo, (5) no es en absoluto asimilable a esos enunciados —del tipo de los que componen el poema-galimatías ‘Jabberwocky’ en Alicia a través del espejo— que contienen expresiones sin ningún sentido. (5), en opi­ nión de Frege, tiene perfecto sentido. El monismo semántico produciría aquí una paradoja. El pluralismo de Frege le permite disolverla: aunque ‘Vulcano’ no tiene dé hecho referencia, sí tiene sentido. No hay nada extraño, según él, en que un conjunto de características individuativas en realidad no identifique nada. Puede apreciarse la similitud de este argumento secundario con respecto a las consideraciones de Locke basadas en las alucinaciones. Lo interesante de este argumento es que nos permite elaborar razones de las que sí parece seguirse que la identificación de los sentidos no debe depen­ der de las referencias objetivas; es decir, que las referencias no son “parte com­ ponente” de los pensamientos. Un usuario competente del lenguaje no es capaz de distinguir la proposición que entiende cuando oye (5) de la que entiende cuando oye (1) o (2). Parece, por consiguiente, que “lo” que capta debe tener la misma “naturaleza”. De acuerdo con una teoría que postulase intuiciones mixtas, russellianas, sin embargo, las proposiciones expresadas por (1) y (2) no pueden ser más diferentes a la expresada por (5): las primeras incluyen intui­ ciones mixtas, y, por consiguiente, la referencia; en el caso de la segunda, no hay referencia alguna que pueda jugar ese papel. (Una teoría russelliana sería análoga a la propuesta extemista que bosquejamos en III, § 3, para estados per­ ceptuales.) La razón última por la que las referencias no pueden ser “parte” de los pensamientos (es decir, según la interpretación que ofrecimos, lá razón por la que las referencias deben desempeñar un papel meramente accidental en la individuación de los sentidos) está en estas consideraciones a partir de [ ’ que significan regiones — o quizás pun­ tos— del campo visual (especificadas mediante e p e2 y e3 relativamente a un eje de coordenadas apropiado) en un tiempo t. AI origen de las coordenadas ^ espaciotemporales se le designa apropiadamente con un término singular ubicuo en LFI: ‘aquí-y-ahora-para-S\ Los dígitos pueden ser tanto números reales como intervalos; que hayan de ser una u otra cosa depende de la finura del análisis, aspecto éste con el que no queremos comprometemos. Los predicados atribuyen cualidades fenoménicas a estos particulares: colores, formas espaciales, solidez, penetrábilidad o impenetrabilidad, altura sonora (presumo que las propiedades acústicas, como el tono, se atribuyen a una fuente ubicada espacialmente), o esta­ blecen relaciones entre ellas, como relaciones de intensidad sonora, de saturación cromática, etc. Los signos proposicionales elementales tienen esta apariencia: ‘SóIido \ ‘Rojp \ ‘ \ ‘Angustia aquí-y-ahora-para-S’, ‘Dolor-de-cabeza aquí-yahora-para-S’, ‘ \ sino que, a diferencia de lo que ocurre en este caso, son expresiones de dife­ rente categoría: v~ Debemos exponer aquí la distinción que Wittgenstein hace entre signo y símbolo. Las reglas de construcción como la que hemos enunciado son reglas sintácticas: son reglas que determinan qué signos proposicionales son oracio­ nes sintácticamente bien formadas. En el sentido usual de “sintaxis”, es claro que ni ‘una-octava-más-alto-que’ ni ‘Rede*, f, % /> ’ son oraciones sintácticamente bien construidas de LFI. La primera contiene dos nombres propios y un nombre predicativo diádico pertenecientes a LFI, pero en ella las expresiones no están dispuestas en el orden espacial apropia­ do. La segunda contiene expresiones que podrían servir, exactamente igual que las de LFI, para formar un signo proposicional en el que se combinan un nom­ bre predicativo monádico y un nombre propio; pero son dos expresiones dife­ rentes a las que integran las categorías de LFI. Las expresiones-tipo que ejem­ plifican, simplemente, no pertenecen a LFI. El objetivo de la distinción de Wittgenstein entre signo y símbolo es hacer claro que, si bien los hechos lógi­ cos sobre las expresiones en que se apoyan las reglas lógicas de construcción de signos proposicionales son hechos sintácticos, lo son en un sentido más abs­ tracto que; él sentido usual a que nos acabamos de referir. “La proposición posee rasgos esenciales y accidentales. Son accidentales los rasgos que depen­ den^ del modo particular en que la oración se profiere. Son esenciales aquellos sin los cuales la proposición no estaría capacitada para expresar su sentido. Lo esencial en la proposición es, por consiguiente, aquello que tienen en común todas las proposiciones que pueden expresar el mismo sentido” (3.34-3.341) De acuerdo con la estipulación en 3.31(a-b), es justamente a estos rasgos esen­ ciales :que Wittgenstein denomina ‘símbolos’. En general, “lo esencial en el símbolo es aquello que tienen en común todos los símbolos que pueden servir a un mismo propósito” (3.341). Ciertas propiedades sintácticas de un lenguaje particular se identifican con las propiedades igualmente sintácticas de muchos otros sistemas de notación, por lo demás muy distintos sintácticamente. Éstas son, “propiedades simbólicas”. Las propiedades lógicas no son sólo propieda­ des sintácticas de un cierto lenguaje, sino también propiedades simbólicas. Siempre consideramos algún lenguaje específico, con una sintaxis especí­ fica; por ejemplo, uno como LFI, en que un signo proposicional elemental con un predicado diádico se escribe como ‘una-octava-más-alto-que’ es un signo proposicional construido con signos del lenguaje, mientras que no lo es ‘Rede*1, f , T, JV . Sin embargo, las reglas lógicas de construcción (por oposición a las reglas específicamente sintácticas) consideran sólo los aspectos simbólicos de la notación: aquellos que estarían presentes en cualquier notación con la que podríamos expresar lo mismo. En el caso del signo proposicional ‘una-octava-más-alto-que \ los aspectos simbólicos a que hacen referencia las reglas lógicas de cons­ trucción son: que haya un nombre predicativo diádico, y dos nombres propios

diferentes del primero y diferentes entre sí. Estos aspectos son: más abstractos* que los aspectos “sígnicos” a que hacen referencia las reglas sintácticas :de lo¿ gramáticos, en tanto que estarían presentes también en signos proposicionales. pertenecientes a otros lenguajes; por ejemplo, ‘ ’ difieran en categoría de ‘una-octava-más-alto-que’, sino también que sean nombres diferentes. De otro modo, la diferencia entre ‘una-octava-más-alto-que ’ y ‘una-octava-másalto-que’ no sería esencial para la expresión del sentido de estas oraciones, y, por tanto, podríamos expresar el mismo sentido con cualquiera de ellas. Como esto no es así, hemos de incluir la diferencia de tipo entre expre­ siones de la misma categoría entre los elementos simbólicos. (Pero no el hecho de que esa diferencia se establezca mediante las diferencias entre *’ v ‘ ’ y ‘ t> % J>’ podrían haber servido al mismo fin.) Es por eso que “el símbolo caracteri­ za una forma y un contenido” (3.31). La diferencia entre ‘’ y ‘unaoctava-más-alto-que’ es una diferencia de forma y de contenido. La diferencia entre ‘’ y ‘ ’ no es una diferencia de forma, pero sí es, como hemos visto, una diferencia que constituye necesariamente parte del símbolo; como lo que esa diferencia indica es que los referentes de ‘’ y 4 ’ caracteriza no sólo “formas”, sino también “contenidos”.5 En resumidas cuentas: los hechos en que se apoyan reglas de construcción como la que, siguiendo la sugerencia de Wittgenstein (4.012), estamos consi­ derando a efectos ilustrativos — la regla de las predicaciones diádicas, “es legí­ timo construir un signo proposicional concatenando un nombre propio, un nombre predicativo transitivo y otro nombre propio (el mismo, o uno distin­ to)”— son, necesariamente, hechos formales\ pueden ser enunciados sin hacer referencia alguna al significado de los signos. Además, son hechos que deter­ 5. ‘Contenido’ tiene el mismo uso en la exposición de la ontoíogía al inicio del Tractatus. El mundo tiene una sustancia, una forma fija: “esta forma fija está constituida por los objetos” (2.023); “tos objetos conforman la sus­ tancia del mundo" (2.021). En la próxima sección examinaremos porqué tiene que haber algo “sustancial" en el mun­ do. Tal sustancia “es forma y contenido" (2.025). La forma fija es así forma y contenido. Esto significa que no sólo constituye lo sustancial en el mundo la existencia de diferencias en forma o categoría lógica, sino también la de dife­ rencias que distinguen objetos de una misma forma. .

minan qué signos proposicionales han sido bien construidos. Por ambas razo­ nes, cabe decir que son hechos sintácticos. Sin embargo, sería un error con­ cluir de esto que se trata de los hechos necesarios para caracterizar la sintaxis de un lenguaje específico, en el sentido usual de “lenguaje” y “sintaxis”. Pues­ to que, como veremos, lo que los hace hechos lógicos es que determinan qué se puede juzgar y aseverar (y qué se ha de juzgar o aseverar, dado que se ha juzgado o aseverado ya algo otro), hay que verlos como hechos sintácticos relativamente abstractos, ejemplificados en lenguajes por lo demás diferentes entre sí. El mismo hecho lógico que en un lenguaje se expresa ubicando el ver­ bo transitivo entre el sujeto y el objeto directo, se expresa en otro recurriendo al orden espacial inverso, mientras que en un tercero las diferencias no se esta­ blecen mediante el orden espacial en absoluto, sino a través de ciertas desi­ nencias (“declinaciones”) que se colocan al final de las palabras, etc. Tenemos ahora todos los elementos para comprender qué es ese parecido común a los signos proposicionales de cualquier lenguaje posible (incluido a los que puedan constituir nuestros pensamientos) y a la realidad por ellos representadaXLa idea central de la teoría figurativa del Tractatus es ésta: la sin­ taxis lógica dé un lenguaje, como LFI, establece qué signos se pueden utilizar en el caso mínimo (signos proposicionales elementales) invocando para ello o bien diferencias de categoría (diferencias de forma y contenido), o bien dife­ rencias entre las expresiones de una misma categoría (diferencias sólo de con­ tenido), entre los nogibres del lenguaje) Estas reglas establecen, por ejemplo, que la expresión ‘ ’ (la primera por dos, la segunda por una). Todos estos son hechos lógico-sintácticos sobre las expresiones. Ahora bien, a ellos corres­ ponden, uno por uno, hechos sobre sus significados; corresponden tan estre­ chamente, que unas y otras propiedades (las que determinan las diferencias de “contenido” y las que determinan las diferencias de “forma”) son las mismas. Es decir, al igual que ocurría en las ilustraciones de la sección anterior, las rela­ ciones de subrogación entre los nombres y sus referencias se han establecido de modo tal que, necesariamente, existe una isomorfía entre los signos propo­ sicionales y los hechos que éstos representan. La isomorfía es en este caso más abstracta que las isomorfías cromática, espacial o temporal en los ejemplos de la sección anterior. Es una isomorfía lógica. Así, isomorfamente a lo que ocurre con las expresiones, la referencia de ‘una-octava-más-alto-que’ es algo que no se puede dar “solo”, sino que se ha de dar en hechos, relacionando pares de cosas como las referidas por ‘’ o ‘ \ Lo mismo pasa con el referente de ‘Rojo’. Y el refe­ rente de ‘ \ por su parte, no se da “solo”, sino que es el tipo de entidad que necesariamente ejemplifica propiedades como las significadas por ‘Rojo’ (es decir, propiedades monádicas), o está con otras de su misma cate­

goría en relaciones como la referida por ‘una-octava-más-alto-que’.. (Dicho de otro modo, no hay objetos particulares “desnudos” de toda propiedad y toda relación; existir, para un particular, es darse en algún hecho: darse con alguna propiedad, o darse en alguna relación consigo mismo o con otros particulares, etc. Repárese en que esto vale también para los objetos fenoménicos.) EL pare­ cido “lógico” entre el lenguaje y el mundo consiste en esta isomorfía entre los hechos lógico-sintácticos sobre los símbolos que establecen qué signos propo­ sicionales están lógicamente bien construidos en cualquier lenguaje posible, y hechos análogos relativos a los objetos subrogados por los nombres. Esta exposición nos da la clave para comprender la metáfora de la cadena (2.03). Esta es la glosa que Wittgenstein hizo del texto posteriormente: «[...] una proposición no es dos cosas conectadas por una relación. “Cosa” y “rela­ ción” están al mismo nivel. Los objetos penden, por así decirlo, como en una cadena» (Lee, 120). De acuerdo con la explicación del Tractatus, todas las expresiones en ‘aR b \ V , ‘R* y ‘b \ son nombres; ‘a’ y ‘b ’ tienen, sin embar­ go, diferente forma lógico-sintáctica que *R\ Los poderes de combinación determinados por las reglas lógico-sintáctica de construcción para cada una de esas expresiones, por s í solos, dan a ‘aRb’ su contingencia, su articulación, su capacidad para ser un hecho figurativo. La diferencia lógica de categoría entre ‘a ’ y ‘R ’ consiste exclusivamente en las diferencias que las reglas lógico-sin­ tácticas de construcción establecen entre ellas, al determinar qué signos pro­ posicionales pueden ser legítimamente construidos con las expresiones de LFI. Esta estructura no depende de nada más; en particular, no es precisa ninguna relación adicional que “una” ‘a ’, ‘b’ y 4R \ (Y, si la necesitásemos, estaríamos perdidos, pues habríamos comenzado un regreso al infinito.) Exactamente lo mismo ocurre con los objetos subrogados por las expresiones, en razón del isomorfísmo existente (según la teoría figurativa) entre el lenguaje y el mun­ do. (jEl isomorfísmo postulado por el Tractatus consiste en que los objetos subrogados por los nombres se comportan unos respecto de otros exactamente como lo hacen los nombres, dada su sintaxis lógica.;

4.

El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas

En la sección anterior hemos tratado de elucidar la tesis según la cual exis­ te un “parecido” o isomorfía de carácter relativamente abstracto entre el len­ guaje y el mundo, centrándonos exclusivamente en los aspectos lógicos de los signos que conforman los signos proposicionales elementales. Debemos ocu­ pamos ahora, para completar la exposición de la concepción figurativa del len­ guaje del Tractatus, en el tratamiento de las expresiones cuyo significado es puramente lógico: las constantes lógicas. Comenzaremos advirtiendo una diferencia muy importante entre las ilus­ traciones de la sección segunda y LFI. Consideremos, por ejemplo, el lengua­ je espacial de la segunda ilustración en § 2. Este lenguaje permitía tres signos proposicionales. Ahora bien, notemos que cada uno de esos signos proposi-

cionales ofrecía una caracterización exhaustiva de la situación que el hablante quería describir e incompatible con la ofrecida por los otros. Nada análogo sucede en el caso de un lenguaje como LFI; ‘Sólido \ ‘Rojouna-octavamás-alto-que ’ serán presumi­ blemente distintos, incluso si los valores veritativos de ‘Sólido’ y 4Rojo’ son los mismos. Frege, desde luego, pensaba que las ora­ ciones tienen sentido, además de referencia; él habría protestado que, incluso aunque ‘Sólido’ y ‘Rojo ’ tengan la misma referen­ cia, bien pueden tener diferente sentido. Pero esto no nos aclara cómo se pro­ duce la diferencia de sentido entre ‘-